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Quienes hayan visto El pequeño salvaje, de François Truffaut, quizá recuerden la escena en que el doctor Pinel le dice al doctor Itard el extraordinario momento que supondrá para todos que Víctor de L’Aveyron se admire por primera vez ante las maravillas y las bellezas de París, ignoradas por esa criatura desamparada que ha vivido prácticamente desde que nació como un rudo animal, solitario y sin las más básicas nociones de educación y moral. Pinel está convencido de que el niño sabrá reconocer y disfrutar de la objetiva belleza de los monumentos y de las obras de arte en cuanto los tenga delante de sí. Sin duda, se trata de una escena (recreación, por cierto, de los apuntes recogidos por el médico y pedagogo Jean Itard, que nos legó un fabuloso conjunto de apuntes y reflexiones sobre el proceso educativo al que sometió a Víctor para que dejara de ser un salvaje y se convirtiera en una persona civilizada) en la que se da por hecho que la idea de belleza no es un constructo cultural ni una noción cargada de historicidad, variable, elástica, incierta, sino más bien un concepto invariable, universal y por ello mismo connatural a todos los seres humanos, independientemente de las circunstancias y del tiempo que les haya tocado vivir. Pinel parte del axioma de que la belleza, en cualquiera de sus manifestaciones, naturales o artísticas, tiene que provocar el mismo efecto de conformidad y de refrendo en todos los sujetos que la contemplen. Se diría que tal planteamiento bebe en gran medida de la filosofía platónica, que concibe la idea de belleza (y, por extensión, cualquier idea) como un ente inmutable, cuya naturaleza definitoria no depende de ninguna opinión subjetiva, personal o colectiva, pues está al margen de los vaivenes e inconstancias de lo temporal, como un Absoluto intempestivo.

En su muy entretenido e instructivo Diccionario de las Artes, Félix de Azúa refiere que la idea de belleza, según los antiguos era cosa del espíritu, del intelecto, no de las obras de arte ni de la naturaleza, cosas estas groseras y más o menos prácticas. Según él, lo bello concebido como una necesidad siempre presente en las obras de arte o en la naturaleza es algo relativamente tardío, ya que si exceptuamos a los herederos renacentistas y a los neoplatónicos platonianos, la primera teoría consciente que pone en relación de necesidad lo bello y el arte es la estética de Kant en su tercera Crítica o Crítica del Juicio. Bello es lo que produce un placer «desinteresado», agradable y sereno. Lo contrario, por ejemplo, un trozo de mierda enlatada, algo repugnante y nada agradable, no sería, desde la óptica kantiana, digno de llamarse bello, y mucho menos obra de arte. Y lo mismo podría decirse de la imagen fotográfica de la explosión producida por el impacto mortífero de un avión contra un rascacielos, que, en principio, lejos de provocarnos una sensación de serenidad, nos causaría una honda conmoción y, por supuesto, tristeza, pánico y espanto.

Pero, con Hegel, lo bello deja definitivamente de formar parte necesaria de los productos de las artes y pasa a tener sólo una presencia histórica. Porque lo que la racionalización de la estética hegeliana consigue es que las bellas artes se dejen ver por primera vez como una sola unidad a lo largo de toda la historia, haciendo así que todos los pueblos de la tierra aparezcan unidos en una tarea gigantesca: el arte, o sea, el Arte. El Arte, la Belleza, como algo universal, que se ha ido desarrollando o desplegando en sucesivos pero diferentes momentos históricos, pues lo propio del Arte o de la Belleza no es su inherente necesidad inmutable a las obras artísticas o a la Naturaleza (como pensaba Kant), sino su historicidad y, sobre todo, la conciencia de esa historicidad, ausente en los egipcios, los griegos, los chinos o los cristianos. Ahora bien, desde el momento crucial en que el artista (pero también el crítico, el espectador, el Estado) toma conciencia histórica de lo que sea el Arte o la Belleza o la obra de arte bella, es decir, desde el momento en que las artes se universalizan con el desarrollo de las democracias occidentales tecnologizadas, la idea de Belleza se destruye o, peor aún, se diluye en un maremágnum confuso de propuestas y ejecutorias en las que todo puede acabar entendiéndose como obra de arte bella, desde  un trozo de mierda enlatada hasta la imagen fotográfica de la explosión producida por el impacto mortífero de un avión contra un rascacielos. De manera que hoy en día ya no existen unas coordenadas precisas bajo las cuales amparar el concepto de belleza, pues todo puede ser Bello y todo puede ser Arte.

¿La Belleza ha muerto? ¿Dónde está la Belleza? ¿Qué es la Belleza? En Un instante en el paraíso, 50 aforistas españoles ejemplifican a través de sus aforismos que actualmente la Belleza se puede decir de muchas maneras, y cabe tanto verla en lo sencillo como en lo recargado y barroco, en lo que atrae a unos como en lo que repele a otros, en lo preciso como en lo impreciso, o, en fin, en cualquier cosa que sea susceptible de llamarse bello por el hecho mismo de que se le quiera llamar así. Precisamente, en el prólogo que firma José Luis Trullo, se hace hincapié en la urgente necesidad de recuperar el auténtico sentido de la palabra Belleza, tan poco escrupulosamente manejado en nuestra sociedad, que ve sin inmutarse cómo ese venerable vocablo u otros como Verdad o Dios «que siempre se pronunciaron con recato y moderación, ahora corren de boca en boca (y de tuit en tuit) de un modo desconsiderado». Cree Trullo que esa misión de rescate del sentido verdadero de la Belleza corresponde fundamentalmente a los poetas (y quizá por ello no sea casualidad que haya tantos poetas entre esos 50 aforistas), «quienes, según Heidegger, fundan lo que dura, ante todo, preservando las palabras del mal uso al que se ven sometidas». Pero leyendo a estos poetas que escriben aforismos, mi impresión es que, como dice uno de ellos, la posibilidad de acertar mucho respecto a que sea la belleza es tanta como la posibilidad de errar mucho. Y es que la Belleza, el inodoro de Marcel Duchamp mediante, ya no podrá ser nunca más entendida como lo que fue.

Tal vez, o sin el tal vez, porque Hegel tenía razón.


Un instante en el paraíso, Ricardo Virtanen (ed.), Apeadero de aforistas, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

En un país como España, donde los poetas proliferan como las setas en primavera y donde hay casi tantos premios como bardos (con la consiguiente pérdida de valor), es grato encontrar antologías rigurosas y claras que ayudan a situar al lector ante el mapa abrumador de nombres. Son antologías académicas, pero vividas y escritas desde dentro de la cuestión, conocimiento de causa.  José Antonio Llera nos ha regalado una de ellas. Y además bien empaquetada en el cuidado papel de regalo de la editorial Libros del Aire, que dirige el poeta cántabro Carlos Alcorta, una de las voces de referencia de la crítica en prensa. Nos situamos pues ante una extensa antología realizada con oficio y criterio, donde algunos de los elegidos, veintitrés, son bien conocidos, pero otros no tanto. Así hay poetas casi desconocidos junto a los nombres de algún peso, como David Leo García, Ben Clark, Martha Asunción Alonso, Ángela Segovia, Carlos Catena, Ángelo Néstore, Pablo Fidalgo, Elena Medel, Berta García Faet (de lo mejorcito en “Los salmos fosforitos”), o la inexcusable voz de María Salgado, poeta visual y uno de los nombres de referencia en la investigación de la mirada analírica.  En cualquier caso, hay una apuesta rigurosa y muy personal e innovadora sobre nombres “in mente” del lector avezado o para los especialistas, pero poco habituales en este tipo de trabajos. Me refiero a Carlos Bueno Vera, Lucía Boscá, Juan Bello, Gonzalo Hermo, Xu Xiaoxiao, Ruth Llana, Enrique Morales, Xaime Martínez, Ismael Ramos, Juan Ángel Asensio, Rodrigo García Marina, Javier Fajarnés, Laura Rodríguez Díaz. Cada uno de ellos con la consiguiente poética y nota biobibliográfica, a lo que debemos añadir un breve análisis, pero suficiente, de cada uno de ellos en el estudio introductorio, y que a veces sobrepasa la página dedicada. Esta presentación de voces menos mediáticas, su incorporación y análisis, los poemas seleccionados, es otro de los méritos de la antología.

Apela José Antonio Llera a un texto del “Viaje al Parnaso” sobre el “temblor” ante “los puestos” y los “no puestos” en las antologías. No debería preocuparse, porque de los “puestos” habla bien, dando opinión y valorando con cautela sus libros. Además de que alguno de ellos no suele ser incorporado a otras recopilaciones.  Y los “no puestos”, no deben dolerse, pues sobran antologías a las que incorporarse, aunque pocas lleven un estudio inicial de ocho páginas reflexionando sobre la tarea del antólogo o la poesía actual; además de sobre las corrientes que se imponen o más en boga (me hubiera ahí gustado que no sea tan prudente y, a veces, político. No se tome como defecto, sino como actitud cauta). Y eso antes de zambullirse con tino en los estudios individuales, que suman cuarenta páginas más. En cualquier caso, el antólogo parece querer distanciarse de poéticas distintas a los monocultivos de la poesía de la experiencia de Luis Antonio de Villena o José Luis García Martín. Ciertamente una antología mía que no cita, “Las poéticas del fragmento y el malestar” (2020), con prólogo de Antonio Gamoneda y donde va antologado el mismo José Antonio Llera, avanzó en ese sentido en su extensa recopilación y prólogo. Hay un mundo diferente al de finales del siglo XX, que en un libro de 2021, “Visiones y revisiones”, y en otros artículos terminé de intentar aclarar, junto a los trabajos de Juan Carlos Abril y del recientemente fallecido José Andújar. Llera traza sobre esa cartografía la suya propia, otro de los valores del libro, tanto como la cuidada bibliografía, en la que le faltan pocos trabajos relevantes. Estamos pues, y, en definitiva, ante un libro sólido y valiente, altamente recomendable para saber qué se está cociendo, y donde incorpora nuevos poetas (y poemas) con criterio, aunque se eche en falta, en ocasiones la presencia de algún libro. Pienso en Elena Medel, cuyo estupendo y adolescente “Mi primer bikini” (2002), fue su cima antes de caer en la temida amplificación hueca o en la ironía realista (que tiene un pase, sin más), pero desprovista del inicial talento. Y es que la solidaridad con la pobreza y ser mujer no son suficientes, ni ser mediático, para ser poeta de algún interés. Que se lo cuenten al genio oscuro del aparte Fernando Pessoa. En ese sentido es muy de agradecer que no haya caído en la tentación el antólogo de caer en esa llamada de lo mediático, para apostar por su propio criterio y acercar al lector a un libro al que deseo larga vida, pues tiene todos los mimbres para que así ocurra y además lo merece.

 

“La noche es un pájaro azul. Antología de la última poesía española”. Varios autores. Edición de José Antonio Llera, Cantabria, Libros del Aire, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Ha tardado el lector español en poder acceder a la poesía pensativa de Osvaldo Picardo (Mar del Plata, 1955), a su sentido del humor y melancolía. Una obra difícil de encontrar en España, pues buena parte de ella está publicada en Argentina, y cuya ausencia queda resuelta, al menos en parte, con esta breve antología y no “antojolía”. El lector podrá establecer las correspondencias entre el realismo reflexivo español y el argentino en la voz de un poeta que, además, es un estupendo autor de reflexiones sobre su arte. Sin duda muy en consonancia con una época en que, como nunca, las autopoéticas están recibiendo gran atención, después de un pequeño paréntesis. Lo demuestra el estupendo libro de José Ángel Baños Saldaña “Más perenne que el bronce. El discurso autopoético en la lírica española contemporánea” (2023) que reactualiza el viejo y pionero estudio de Leopoldo Sánchez Torre “La poesía en el espejo del poema. La práctica metapoética en la poesía española del siglo XX” (1993). Estamos pues ante un escritor que no sortea los desafíos hermenéuticos que la poesía propone en el periodo entre siglos, el suyo, el nuestro, en ese ámbito común del realismo de ambos márgenes, entre otras propuestas. La suya parte de un «escribir a conciencia» y de cuanto podríamos llamar con Cesare Pavese, el oficio del poeta: atención, tiempo, talento y dedicación plena y lejana al escribir pensando en el mercado. Su poesía se inscribe desde ahí y en cuanto en Argentina se denomina «poesía de pensamiento» y que, como esos pescadores de sus poemas, reflexiona y busca iluminar zonas cubiertas de agua para descubrir una nueva realidad, mostrárnosla o hacernos cómplice de ella. Lo cuentan sus versos, pero también en la poética que cierra el libro y publicó la revista “Tropelías” de la Universidad de Zaragoza, desde ese silabeo en voz baja pensativo, de dicción clara, que se va empapando de la “poesía de la edad”, aunque sepa también reír e ironizar cuando la ocasión lo requiere.

La antología recoge poemas desde los primeros libros “Quis Quid Ubi. Poemas de Quintiliano” (1996) hasta “Nadar en el tiempo” (2023), y entre ellos unos cuantos más, pero no muchos, pues no se prodiga este poeta tardío. Destacaría de todos ellos “Mar del Plata. Seguido de otros lugares y viajes” (2005), Pasiones de la línea (poemas de Nicolás de Cusa) (2008) o 21 gramos (2014). Y así van surgiendo poemas en los que la circunstancia, el amor, se relata desde la confesión del saberse cómplice del otro en ese esfuerzo que “sobrevive” al egotismo o el derrotismo, sin caer en sensiblerías o en enervamientos. Un amor hecho vida, pero donde «tropiezan la culpa y el amor». Picardo sabe contar lo íntimo desde ahí, tanto como simbolizar la existencia en sus trabajos y sus días, matices, compromisos, orfandades. Y así lo hace desde la anécdota de un “Día de pesca con mi padre”, para extraer confesiones y reflexiones, mostrar amor, ironizar y denunciar al “yo”, o fijarse en unos obreros despedidos en otros momentos. Y, junto a ellos, los poemas en que una sensación se convierte en reflexión, en «un imprevisto hueco/en el increíble bolsillo del mundo». Esa extrañeza, que a veces le asalta, honda, ese «silencio de buzo» y de costas imposibles para el superficial, donde el turista «nunca ha llegado a estas playas», pues solo el «inmigrante y el desterrado /me entienden». Y mucha ternura sobre la vida, sobre el origen y la resistencia de «El albañil y el socialista/ (…) y barrio pobre». Y entre tantas circunstancias humanas, orígenes, amores, soledades y compromisos, cabe la denuncia del horror sobre los desaparecidos del estupendo poema VIII. Los desaparecidos en Argentina no es cualquier asunto, sino un hondo desgarro en la sociedad que Osvaldo Picardo refleja con firmeza, aunque esa poesía de la edad o de senectute, habite a partes iguales «la nieve que dentro ha caído», y sufre en su hiperestesia por un mar que dejará de mirar. Picardo mira hacia dentro y hacia los lados, lo hemos dicho, desde la cortesía de la claridad y desde el compromiso reflexivo, pero sobre todo emocional, con los anónimos marineros de un barco pesquero con la palabra amor.

 

“Y miramos cómo oscurece. Antología (1996-2023)”. Osvaldo Picardo, Madrid, Ediciones Endymion, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Una lectura productiva y estimulante

29 de enero de 2024 08:52:33 CET

Esteban Martínez Serra (Figueres, 1962) es profesor de Lengua y Literatura españolas, editor y poeta; siendo autor de los libros Palabras indefensas (1999), Las voces de la sobra (1999), A los frutos tardíos (2001), Penúltimos poemas últimos (2004), Paisajes de la voz (2005), Amarres (2009), Las luces nómadas (2010), Carencias (2015), El lento aprendizaje de la paciencia (2019) y El temblor (2022) y que recientemente nos ha entregado su último poemario Cuaderno Japonés y otros poemas (La Garúa, 2023). 

Las coordenadas de navegación de estos poemas dibujan una ruta de escritura esencial, mínima, marcando un trazo de avance lento, cuyos puntos componen una ruta hacia una suerte de poesía con reminiscencias orientales. Esteban Martínez Serra, en su Cuaderno Japonés, expone una caligrafía hermosa, de puño clásico —justificándose este epíteto que le otorga “tradición” en lo evidente: no nos encontramos ante una escritura disruptiva, que pretenda cartografiar una literatura inexplorada y, por tanto, por negación de la negación, la taxonomía de sus versos, nos inducen a clasificarla como perteneciente a un cierto canon—. También salta a la vista que tanto la letra como el trazo son firmes y dan muestra de destreza. Así sus versos exponen reflexión y experiencia, al tiempo que acercan al lector las vivencias que en ellos quiere transmitir y que pretende que éste alcance siguiendo la carta de navegación que aquí les deja. Es también ésta una escritura sin excesos ni estridencias, una escritura que respeta la pauta musical y el ritmo de una forma natural y amable. 

El volumen está compuesto por las secciones "Cuaderno japonés", "Cinco poemas de amor", "Dime qué es", "Manual de árboles" y "Cierres", capítulos en los que se ofrece una variedad de estilos y una intensidad desigual —única pena que nos deja el poso de su lectura, pues tal vez menos hubiera sido más—. Si me lo permiten, podríamos distinguir con la vitola de “más relevantes” al apartado que encabeza la obra y le da título además de por esta razón, porque su extensión es la más significativa y por la coherencia al aportar un aire oriental en sus composiciones, y en la que el poeta se dirige a una figura femenina, Sonome, lo que añade una pátina romántica al texto. Para ejemplificar su brisa oriental, dejo el poema XXXIV como botón de muestra: “He abierto la puerta al jilguero. / Lo he visto volar hasta la higuera / y, luego, hilvanar una nube con otra./ Al final de la tarde / dos verderones han entrado en su jaula. / ¿Qué debo hacer ahora?”. 

Entre esos capítulos destacados, además del inaugural, también incluiría los cuadernos breves "Dime qué es" y "Manual de árboles", en los que se recogen poemas valiosos, que son vehículos para la presentación y el desarrollo de ideas y cuestiones que el poeta de Figueres —con trazo limpio y natural— compone ante el lector, facilitando una lectura productiva y estimulante. Y, si por una parte, en la primera sección solicita definir un monstruo, un adiós o un poema —“un poema no es una barca / porque no se acomodan bien hombres y peces. / Tampoco es una quilla que rompa nada. / En el mejor de los casos es ese surco ilusorio / que deja en el agua, / pues el agua misma vuelve rápidamente a ocuparlo. / Un poema es la frágil memoria de ese surco / y es por eso que tienes que volver la cabeza para verlo / antes de que concluya del todo su cicatrización”—; en aquella otra (que se compone como manual botánico, más que alternativo, complementario al del ilerdense Pío Font Quer) realiza una taxonomía arbórea del silencio, del odio o de la paciencia, por ponerles un ejemplo: “Debes apoyar la espalda en él / y esperar. ¡Sólo la espera da algún fruto! / Entonces la savia remontará. / Ascenderá por tu espalda el fluido de la vida: / esa agua nutricia en la que -durante siglos- / se maceraron otros antes que tú. Contigo.” 

Tampoco conviene perder de vista una sección muy lucrosa, sus "Cierres", donde leemos: “así como no existe el crimen perfecto / no existe la idea perfecta”. Entiendo que tampoco hay lectura ni ideal ni perfecta, pero aquí les ofrezco estas razones, que espero hagan más provechosa la que, tras esta lectura, ustedes puedan emprender.                 

 

Cuaderno Japonés y otros poemas. Esteban Martínez Serra. La Garúa, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Entre la metaliteratura, el alcázar de la lingüística embarazada de dones y una teatralidad que discurre por los meandros de la ironía como de la gravedad incorporada de los asuntos que nos traspasan en lo común, Ángel Cerviño (Lezoce, Sarria, Lugo, 1956) construye un poemario, “Poco Lázaro”, cercano a la melancolía de El Escorial, con esas mismas piedras hechas prosa de porosidad lírica, en el que eje de la muerte está al servicio de todo un despliegue de pases pernocta. 

 

- Además de todos los “ensayos” descritos en el prólogo de la propia muerte (Lorca, Gómez de la Serna, los suyos propios), también Carlos V ensayó su sepelio. ¿Qué prende esta morbosidad mortuoria?

- El “asunto” de la muerte resulta inevitable. Nombrarla, convertirla en algo externo, y recluirla en un escenario para poder contemplarla desde fuera, debe de ser una de las maneras de hacerla más digerible. Un truco para ser capaces de asumirla: convertirla en representación.

 

- Que “en la morgue no haya lectores de poesía moderna”, ¿es una decepción, una ironía, una justicia poética?

- La frase es una cita de Saul Bellow que me enamoró desde el momento en que me tropecé con ella, hace ya varios años. Llega a este libro desde una de las secciones de mi anterior publicación, “La explotación industrial del gusano de la seda”, allí en una sección titulada ‘Recuerdos de mi autopsia’, se establecía la morgue como escenario teatral y lugar de encuentro. Muchos ecos de aquellos textos resuenan en este Lázaro, y la cita encontró de forma natural su acomodo.

En este contexto mortuorio, la frase tiene algo de recapitulación final, y supongo que sigue recalcando cierto desasosiego, ¿realmente a quién le importan todos estos largos discursos?, ¿a quién le importa el resultado de esta actividad absurda a la que hemos dedicado media vida?

En la medida en que Lázaro es también el yo lírico que produce el libro, esa constatación confirma la soledad del escritor.

 

- ¿Por qué “los falsos dioses son los más crueles”?

- Porque su crueldad no es sino una proyección de la nuestra (somos sus inventores), un reflejo de nuestros peores impulsos.

 

“La muerte ha sufrido un proceso de ocultación” 

- La muerte postmoderna ¿es más aséptica, menos muerte, menos trascendente?

- La muerte ha sufrido un proceso de ocultación, ha desaparecido de todo nuestro ámbito vital. La idea es vivir como si no existiera, hacer como que no va con nosotros.

Todos los procesos simbólicos y rituales relacionados con la muerte se han traspasado a un entramado de empresas cuyo primer cometido, ciertamente urgente, es sacarnos al muerto de delante, bien sea de la casa, o de la habitación del hospital… Y devolvérnoslo en una coqueta urna, que no desentonará con la decoración del salón.

 

“Vindico la meditación” 

- “¿Es tiempo dilapidado todo aquel que no empleamos en contemplar las sonrosadas nubes que pasan”?

- Supongo que lo que aquí se plantea es una vindicación de la meditación, de la atención extrema, y de algo así como la vida contemplativa. Y, claro, la frase es también un eco de las conocidas palabras de Baudelaire: “-¿Pues qué es lo que amas, extraordinario extranjero? -¡Amo las nubes..., las nubes que pasan... allá lejos... las maravillosas nubes!”


“El espectro omnipresente que atormenta a la poesía es el de su inutilidad”

 

- ¿Con qué fantasmas convive Ángel Cerviño? ¿Y la poesía, en general?

- Ángel Cerviño convive con el fantasma de sí mismo, pero como muy bien apuntaba el demonio bíblico que se negaba a ser expulsado del endemoniado de Gerasa, “mi nombre es Legión, porque somos muchos”.

Eso explicaría la multiplicación de voces dentro del libro, y dentro de cada poema. Así, cada una de las voces convocadas al texto deberá exorcizar al fantasma que le haya sido asignado.

En cuanto a los fantasmas de la poesía, creo es un tema demasiado amplio y demasiado complejo para abordarlo en este formato de entrevista, sólo podría decir que el espectro omnipresente que atormenta a la poesía es el de su inutilidad: saber que es esencial y que no sirve para nada. Esa paradoja irresoluble es su mayor tormento.

 

- ¿Conviene que los apetitos carezcan de utilidad?

- Un deseo sin finalidad y sin objeto sería el deseo supremo: el deseo de desear.

 

“Todos somos Lázaro, cada mañana al despertarnos de la pre-muerte del sueño” 

- ¿Qué sucede, qué transcurre entre el sueño y la vigilia?

- La duermevela. Y ese es también el espacio intermedio en que se mueve Lázaro, a tientas entre la vida y la muerte.

Todos somos Lázaro, cada mañana al despertarnos de la pre-muerte del sueño. La duermevela es el estado vital de Lázaro.

 

- ¿Qué se requiere para que un instante “sea pleno de gracia”?

- Deberían serlo todos y cada uno. Pero nuestra capacidad de atención es limitada y nadie podría soportarlo; a lo sumo podemos permitirnos pequeños destellos de iluminación.

En una primera versión de ese texto aparecía una referencia a una canción de Bob Dylan, de la época cristiana, “Every grain of sand” (cada grano de arena cuenta en el plan del Señor), donde se hablaba de «la furia del momento». En posteriores versiones esa referencia desapareció.

 

- “El hombre que fingía vivir no ha venido”. Para que la vida sea digna de tal nombre, ¿cómo ha de ser vivida?

- El hombre que fingía vivir es uno de los personajes ausentes de la maravillosa novela (¿anti-novela?) de Macedonio Fernández, “Museo de la novela de la Eterna”. Aparece en mi texto quizá para resaltar lo incompleto de Lázaro, ese «poco» que lo acompaña desde el título. Si Lázaro estaba poco vivo, tampoco necesitará resucitar tanto.

La vida ha de ser vivida con júbilo y resignación, y es tarea de cada uno de nosotros ajustar las proporciones de esos dos elementos a cada momento de vida.

 

“Todo poema abre un paréntesis, los mejores se olvidan de cerrarlo” 

- ¿Cuándo se necesita «de veras» abrir un paréntesis?

- Esa afirmación viene de una idea fijada en un libro anterior (“Exogamia”), de la que me siento muy satisfecho: todo poema abre un paréntesis, los mejores se olvidan de cerrarlo.

Creo que todo poema abre un espacio diferente de vida y lenguaje, un cambio de código que nos empuja a dejar atrás muchas convenciones, y abrirnos (entregarnos) a una jungla de posibilidades.

Así un poema sería una cápsula fuera del tiempo, un universo de pura verbalidad, abierto a todas las posibilidades de significación, opciones inagotables de lectura y relectura.

 

- ¿Cuánto tiene de oración el poema?

- Aquí se juega con el doble sentido de “oración”, como rezo y como concepto sintáctico. Evidentemente cada oración (rezo) es también una oración (sintáctica).

El poema, en tanto que oración laica (la atención, esa “oración natural del alma” que refería Walter Benjamin, citando al teólogo cartesiano Malebranche), es también una oración gramatical, una cláusula que el lenguaje consiente.

Supongo que eso es lo que se quiere destacar en ese texto: que pese a todas sus intensidades, y su inclinación a lo sublime, poemas y oraciones no son más que constructos lingüísticos que ya dormían, como posibilidad, en el lenguaje.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

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