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Florencia del Campo, "El regreso a la casa"

3 de octubre de 2024 14:29:42 CEST

Florencia del Campo, como en la canción de Nacha Guevara -versión de la original de Chico Buarque-, recorre la construcción de la una vida a través de la búsqueda de un hogar. La vida es la melodía del libro y la novela, claro, necesita también un ritmo. En este caso es la búsqueda vital y geográfica de una identidad. Ella, que confluye a través de sus palabras, en la falta de armónica de su pasado familiar en Buenos Aires con su presente en Madrid y alrededores. Una enorme espacio de terreno y narración se despliega ante nosotros: Florencia recorre una especie de remedo del Gran Buenos Aires, una transposición de Avellaneda y Caballito, convertida en el cinturón castellano de la capital de España, con su belleza, pero también repleto de ausencias y desánimos.

Cualquier edificación precisa de materiales, de sólidos referentes y ambientación nominal: una ecléctica selección que va desde el Antonio Machado en su faceta de soriano abandonado, Javier Cercas y la búsqueda de Sánchez Mazas y el resto de los ángeles caídos, caminantes de las letras malheridas de la posguerra, aquellas que aparecían en Leyenda del César Visionario de Francisco Umbral, con los fantasmas acomplejados afectos a la falange, extraños en sus propios espacios como el ángel caído de la Casa de Campo. El Cuaderno gris de Josep Pla traducido por Dionisio Ridruejo, Luis Racionero, pero también Casa partida de Julio Cortázar, los discos de los Rodríguez, la canción de Fito Páez que habla de Caballito, Luis Eduardo Aute y Leopoldo Macheral, Alejandro Dolina y el amor de Laura, Café Tacuba.  El amante de Marguerite Duras y el paralelismo entre Soria y el Chaco, entre Gabinete Caligari y los Illya Kuryaki and the Valderramas.

Un simple personaje, un tío de la protagonista, que ejerce de oráculo falto de compás en distintas cafeterías e instantes, hacen el esfuerzo primario, casi brutal, del cambio social que constituye el tú por el vos. Dionisio Ridruejo y las sardanas y habaneras, presencias que solo una porteña se atrevería a incluir sin levantar suspicacias -no las mías, perdonen la intromisión-, en una historia española, provocando un a ternura cómica que recuerda a los atardeceres tranquilos en tiempos de sosiego. El desinterés del porteño por los conflictos internos en su país de acogida son similares a las del español que viaja sin entender el peronismo o el proceso-dictadura de la generación que vio el Mundial 78. En Argentina y en España. Todo, claro, aderezado con ese inocuo centralismo del bonaerense. Pasar de Antonio a Manuel Machado es un ejercicio de valentía, más lúdico que real, como el anticapitalismo populista de José Antonio Primo de Rivera. No es baladí que Florencia del Campo abrace la desértica Castilla para evitar el pantano de la política. No es necesario, nada lo es. Quizá solo, como traza en su novela, la familia y el hogar. Imaginen una cita así: “Se sospecha de ella como de un videoclub que no acaba de cerrar”.

La protagonista se mueve en un presente continuo, en el que la casa es presencia y búsqueda a la vez, con lo que solamente nos ofrece retazos de su pasado. La salida de la Argentina, prácticamente con lo puesto, unos dólares y un sueño de escribir. Y España, donde se instala en la selva madrileña, construye su futuro con aplazamientos y el cuidado de niños que no son suyos, revelándose así el juego de sombras y espejos que abordará a lo largo de las páginas. Un derrumbe, una editora, un cuento infantil. Madre y literatura, no madre e hijos extraños. Transportar las canciones de Argentina a España: “Yo tengo una casita, así, así, así”. Habitaciones alquiladas, marcando en cada calle, en cada barrio, lugares donde la protagonista cuida niños, hace lista de sus lugares vividos, de sus lugares habitados. ¿Es lo mismo habitar que vivir? Cuidar a una niña mientras la madre trabaja: “Éramos un texto lleno de faltas”. Hija, madre muriendo de cáncer, niños, editora y escritora. Y más trabajo, trabajo que la acerca a la literatura: pisos turísticos o modelo de peluquería. ¿Ser niñera tiene que ver con las cosas o con el cuerpo? ¿Y ser escritora? Escribir artículos en el baño mientras los niños de otros golpean la puerta. Al final son palabras para otros, como son momentos compartidos con otros. Los minutos de la mamá, pero sin ser la mamá. Acabar pensando que el bebé se parece a ella. La genética transitiva, el ambiente sobre la ciencia. Cambiar de niños es más fácil que hacerlo con los hermanos. Si la autora no se hubiera marchado de Buenos Aires, ¿tendríamos un libro distinto? Una casa en San Telmo, unos hijos propios, unos cuentos del interior. Sería una melodía coherente que improvisa placeres clásicos, una conversación disidente entre un mesetario y una porteña.

Belleza en el recorrido por el ‘Gran Madrid’ o ‘La Castilla de los autobuses’, El Espinar, Ávila, Serranillos, Gredos, lugares donde acaba la Vuelta a España en los años ochenta... Los Ángeles de San Rafael, las curvas de Navacerrada, la factoría de DYC, Jesús GIL y, sí, otra vez, todos los fantasmas del pasado. Un pueblo cualquiera de torreznos y camarera inmigrante con el olor a grasa frita en el pelo negro, en la belleza ahogada. Volver a Segovia, a la capital, de luces de neón, para los enamorados. Ávila, el Barraco -más fantasmas, esta vez ciclistas-, señoras que pintan lienzos grises con sus maridos desaparecidos.  Segovia rural, de cocaína y electrónica. Buscar el amor, encontrarlo, quemarlo como el propano, el butano, el frío de la sierra. Ávila, los pisos extraños, juegos de trileros, el cadalso de los pinos. Las líneas de autobús, 545 y 546, Príncipe Pío, la Sierra, las Rozas de Puerto Real, los pulmones de Vicente Aleixandre. Dormita en la vista.

La autora selecciona fragmentos de canciones y poemas, de textos y narraciones. Yo me permito seguir el juego, espero que con algo de fortuna. La casa es el título, la casa es la canción, en el cien, en Natalia Ginzburg, en la canción de Los Planetas (‘Nueva visita a la casa’), en los relatos de los niños, en Hansel y Gretel (canción de Golpes Bajos), Caperucita Roja o los tres cerditos. Los cuentos están llenos de casas fallidas, de humedales y perdición.

La novela plantea un juego de transferencias emocionales: al venderse la casa de su madre ella va a comprar una casa que destruya por completo la casa de su infancia. Cuando su casa es mi casa yo soy mi padre. La casa como un cuerpo y los albañiles como médicos. La muerte de su madre en Buenos Aires, los obreros argentinos, todos los obreros del mundo contemplan los pezones de queso de campo, de queso curado. Derecho a una casa, a una ruina habitable, a tu propia leña, a los calcetines desparejados que encuentran su lugar entre las rendijas de cada casa conquistada.

El libro tiene un inserto que aparece, una y otra vez, la búsqueda del cuento, del libro sobre familia, casas y extracción vital, como cómo construir una casa -que representa el futuro-, frente a conservar el recuerdo. Piezas, unidas, que acaban teniendo un hilo conductor, la literatura fraccionada, la literatura en olas y secciones, escribir es extranjerizarse. Que tenga una casa de Florencia del Campo es una propuesta de encrucijada íntima, fragmentaria y atemporal, realista hasta que encuentras citas como esta: “La casa que vuelve en sueños todas las noches en el sueño hay una casa”.  Casas sobre planos. Parejas en la foto. Herencias y repartos. Una casa es distinta a una vida porque la casa se puede trocear y, si se derrumba, se puede volver a construir. 

 

Florencia del Campo, Que tenga una casa. Barcelona, Candaya, 2024

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

He llegado hasta aquí gracias al dolor

30 de septiembre de 2024 10:01:34 CEST

O cómo mantenerse viva gracias a la literatura. Iuliana S. Apostu, nacida en Sibiu, Rumania, en 1995, vive en España desde hace casi veinte años. Graduada en Filología Hispánica, actualmente es profesora de Lengua y Literatura Española en un instituto turolense. Ha sido premiada en algunos concursos literarios, como el Premio Internacional de Cuentos Max Aub de Segorbe (modalidad comarcal) por el relato “Sin título” –primero de los presentes en el libro objeto de reseña, aunque con leves modificaciones estilísticas y de contenido– y el Premi Universitat de València d’Escriptura de Creació por el poemario válgame dios, ambos en el año 2020.

Cuidada edición la de la sevillana Editorial Dieciséis, con bella portada de una muchacha cerrando los ojos y viajando, que es muy útil, como Céline sugería al principio de su novela más famosa. Solapas y contraportada también nos proporcionan buena información sobre el universo vital de la autora.

Ocho relatos del taller de la autora componen el volumen: “Sin título” (que intitula el libro), “Una niña”, “Puntadas”, “nacer, morir”, “Mirilla”, “Llueve con rabia”, “crac, amor, crac” y “Yo quería quedarme en Barcelona”, interconectados por cierta experiencia vital y/o literaria y narrados en primera persona, a excepción de “Llueve con rabia”. Ocho cuadros, como los de la exposición de Mussorgsky, con diferente música literaria. Ut pictura poesis atormentada e interior: no es casualidad que cierto inquietante universo pictórico esté reflejado en algunos de ellos –Rothko, Polke, Kiefer por partida doble…–. Tan turbadores como el indiscutible lenguaje poético de nuestra autora.

Porque es peligroso asomarse tanto al exterior como al interior, ambos universos inhóspitos. La lectura de los relatos demuestra que Iuliana S. Apostu es maestra en el recurso de la elipsis, no exenta de un hermetismo que no pone las cosas fáciles al lector. Pero ahí radica lo sugestivo de su literatura. Automartirio, autoinmolación, sangre, cuerpos y mentes maltratados. Aunque sea curioso que, ante tanta truculencia, la descomposición y la podredumbre estén relativamente poco presentes en su narrativa. Porque lo podrido está muerto y en esta escritura hay mucha vida, demasiada.

Leamos el relato “Puntadas”: son las catorce que se aplica en la boca el personaje. Cada una de ellas es un momento de su vida, explicado con mayor o menor extensión. Lo que en principio es sinónimo de callar, paradójicamente y gracias al poder de la escritura deviene literatura… Romántica (sí), posmoderna o de retorno a lo real, que el lector elija. Y puede que oracular desentrañando señales: de ahí los sacrificios cruentos. Porque todo es hecatombe, como la de las cabras y humanos en “Llueve con rabia”, que recuerda a versos de su poemario válgame dios: “[…] los corderos a punto de ser desollados / para degustarlos en la mesa de Pascua / después de ir a misa / y rezarle a un dios que está de vacaciones”. Cosmogonías vacías, que de alguna forma hay que llenar el paréntesis de cada cual.

Lo cotidiano, la vida normal, conduce en ocasiones a auténticas historias de terror, como acontece en los relatos “Una niña” o “Mirilla”, no exentos de cierto suspense con finales inquietantes.

Amores y desamores también pululan entre las líneas de las ficciones literarias de la autora, casi siempre con mucha inestabilidad cargada de esperanza y, sin embargo, consciente de desilusiones anteriores, así como de imposibilidades a veces cargadas de crítica. Así sucede en el último cuento de la recopilación (“Yo quería quedarme en Barcelona”): “Tu capacidad de invadir lo bello y descomponerlo, de convertirlo en basura, es asombrosa. Y es una pena porque te repito que te arrastraría hasta esa puta pared porque ese rojo no es más de lo que reflejas: muerte, descomposición, hambre de carroña” (p. 152). Ante lo cual, el reseñista se abstiene de cualquier comentario. No es lo mismo un rojo “arteria” que un rojo “putón” (p. 151). O un expresionismo abstracto de Rothko que, pongamos por ejemplo, el de Barnett Newman de “Vir heroicus sublimis”… Formas de ver la vida y sensibilidades incompatibles, lo que es casi inevitable.

Literatura española, sí, pero con orígenes, no lo olvidemos, en una Rumanía natal no desdeñada ni olvidada, lo que conduce a una excelente simbiosis. Éste y otros aspectos de la narrativa de Iuliana S. Apostu quedarán en el tintero, como ciertos feminismos, vista la poca relevancia de elementos masculinos en los cuentos –a excepción de “Llueve con rabia” – o cierta sexualidad natural que da lugar a encuentros… y desencuentros.

Sin título es una recopilación muy bien hilvanada con puntadas expertas, pero también un prometedor banco de pruebas de la autora, de la que cabe esperar mucho en un futuro. No cabe duda de que el “Continuará” augura buenas expectativas.

 

Iuliana S. Apostu, Sin título, Sevilla, Editorial Dieciséis, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús S. Carrera Lacleta

La luz de la memoria

30 de septiembre de 2024 09:43:59 CEST

La poesía de Vicente Cervera alcanza plenitud expresiva en El sueño de Leteo (Sevilla, Renacimiento, 2023) gracias a una destilación estética en la que se dan cita el impulso hímnico y la cadencia elegiaca, la emoción y el misterio, la sensualidad y la erudición. A lo largo de la trayectoria del autor se prefiguraban diversos temas que encuentran una feliz decantación en estas páginas. El descubrimiento de la otredad, la interrogación sobre el enigma de la existencia o la reflexión metapoética son motivos que ya asomaban en la galería de semblanzas literarias contenida en De aurigas inmortales (1993, reeditado en 2018), en los acordes que animaban La partitura (2001) o en las inquisiciones metafísicas que protagonizaban El alma oblicua (2003) y Escalada y otros poemas (2010). No obstante, El sueño de Leteo aporta una nueva tonalidad que surge de la aleación entre la serena distancia y la combustión emotiva, de tal modo que se difuminan las fronteras que separan “el desgarrón afectivo” de la evocación lírica. También la impronta de los maestros aparece ahora metabolizada en una voz personal, por más que adivinemos aquí y allá la huella de los clásicos latinos, la altivez estoica tamizada por los vates del Siglo de Oro, el homenaje a los románticos alemanes o la acogedora sombra de Borges, a quien Cervera ha estudiado en su faceta de investigador y profesor universitario.

Si bien El sueño de Leteo se divide externamente en tres partes numeradas, no es difícil apreciar una serie de hilos conductores que dotan de continuidad al discurso. El primero se corresponde con las paradojas de la identidad, que nos muestran a un yo escindido y tentado alternativamente por la luz y la oscuridad. Ya el primer poema, “Leteo”, en el que el poeta discute con “el impostor de la conciencia”, remite a los monodiálogos de Gil de Biedma, aunque sustituyendo el efecto de intimidad y el registro coloquial por una pudorosa lección existencial. La presencia del doble se advierte asimismo en “Mi maestro”, una recreación del mito de Jekyll y Hyde, o en “Over the rainbow”, donde el camino de baldosas amarillas conduce al extrañamiento: “Bajé / la vista y allí esperaba, radiante, / mi otro yo: la fecha, el nombre y el árbol / de la genealogía”. Las máscaras subjetivas se asocian en ocasiones con el somnium imago mortis, según se observa en “Despiertas” o “Del sueño”, y con los símbolos de la desazón, como la lechuza o el “felino rampante” que vigilan a un yo aprisionado por la rutina en “El filo”.

Otro núcleo semántico del libro es la oda a los poetas, a quienes se les atribuyen valores vinculados a la ilusión, la inocencia y la libertad. Con todo, la materialidad del mundo circundante los condena irremisiblemente al desencanto: los retratos espirituales de Hölderlin (en la torre de “Tübingen”) y de Byron (ante las tinieblas de “Tenebrae factae sunt”) ejemplifican el combate entre el anhelo auroral y la propensión a la penumbra. De distinto sesgo es “Unidos en Eleusis”, que se eleva sobre la desesperanza para culminar con una admonición a los poetas de la Arcadia bajo la bandera del paganismo hedonista: “Unidos en Eleusis, poetas del Leteo”. Junto con la poesía, la música adquiere relevancia en “O grosse liebe!” (sobre una pieza coral de Bach), “Algarabía” (consagrado a un coro de gorriones) o “Bremen”, que retoma la melodía del cuento “Los músicos de Bremen” para reivindicar la capacidad catártica del canto “frente al presagio oscuro o la noticia / ronca o el heraldo negro o la sonrisa / hosca”.

La elegía amorosa constituye el eje de algunos poemas en los que se entrelazan la pérdida de la inocencia y la cicatriz del deseo. “La inocencia”, “Anima dannata” o “Dos almas” inciden en la fugacidad de una comunión erótica que a menudo desemboca en “turbias lágrimas de ausencia”. Siguiendo el lema del romance francés “plaisir d’amour ne dure qu’un moment, / chagrin d’amour dure toute la vie”, el personaje de estos versos lleva a cabo una ritualización amorosa presidida por la melancolía. Así ocurre en “Del absurdo” o en “Halloween”, en cuyo desenlace los disfraces aterradores se reemplazan por una espectralidad más inquietante: “Sabían que los esqueletos / no estaban en los disfraces ni en los filosos / chillidos, sino en sus pasos torpes y en sus desligados / corazones”. De ese desligamiento dan cuenta igualmente aquellas composiciones que afrontan con serena resignación el paso del tiempo, a veces atemperado por la compañía de los libros (“Clamor”, que rubrica el mensaje de Quevedo en “Desde la torre”) y otras veces adscrito a la plantilla tópica de las ruinas (“Mutaciones”, donde la devastación arquitectónica funciona como una suerte de correlato psíquico del paseante que contempla los estragos de la vanitas).

El último apartado de El sueño de Leteo aún nos depara más sorpresas: si “La vergüenza” ofrece una entrañada denuncia social mediante la reconstrucción de una estampa infantil, “Rosas y apotegmas” se erige en una conturbadora elegía a la figura del padre, más cerca del regeneracionismo del Machado que cantaba a Giner de los Ríos que del patetismo al que se prestan esta clase de composiciones, en las que el dolor por la pérdida suele imponerse a la coloración afectiva del recuerdo. En definitiva, con El sueño de Leteo Vicente Cervera emprende un viaje hacia el alumbramiento (tanto hacia la luz de la conciencia como hacia la ceniza de la memoria) y firma su mejor libro hasta la fecha.

 

Vicente Cervera, El sueño de Leteo, Sevilla, Renacimiento, 2023.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Luis Bagué Quílez

Una moderna elegía a la muerte del padre

23 de septiembre de 2024 09:58:29 CEST

Una de las mayores alegrías que puede encontrar un lector de poesía es la de un libro bien escrito y distinto, lejos de los cánones transitados (pero con los lenguajes y usos del momento que habitamos), y con esa autenticidad de la poesía genuina. Algo dice T. S Eliot sobre esa poesía en Lo clásico y el talento individual, aunque desgraciadamente para él, salvo Virgilio, todos seamos poetas menores. Lo cierto es que en este gran momento de las lenguas asentadas y donde el todo por venir está en las que aguardan su clasicismo, es esta incumbencia que vivimos, explicó Northrop Frye, la hipersubjetividad está a la orden del día. Es el caso de esta moderna elegía que guarda en lo íntimo el desgarro “él se quedará aquí en el pecho prendido y en las fotografías manchadas de huellas dactilares” porque no necesita enumerar para la gloria, para la Fama, las virtudes del padre a lo Jorge Manrique, sino guardarlas, atesorarlas en su propio dolor e intimidad, en la coraza de su propio pecho. Y es que Cabeza de familia es una moderna elegía a la muerte del padre con el horizonte referencial de Jorge Manrique (solo referencial, pues poco tienen en común salvo el óbito del progenitor), para hacer una emulación de las virtudes del fallecido, pero también del aura que se infiltra y tizna la espera ante la muerte de quienes le aman, las circunstancias, en el Hospital Arquitecto Marcide de Ferrol, ciudad donde nació Alicia Bouzao (1987). Y para mostrar esos dos mundos, el del recuerdo del muerto, el de las creencias, que “guarda mi madre” y el del puro fervor sin creencia, el yo lírico desenrolla estos versos llenos de delicadeza y ternura, emoción.

Cabeza de familia es un libro dividido en cuatro secciones con el mismo asunto, para contarnos un proceso emocional (y un suceso que lo desencadena) en verso libre y versículos, a veces casi “proemas” e indistinguibles en la práctica pues todo depende del cómo se lean… Así lo estudiaron Carlos Jiménez Arribas (demuestra en un ejercicio a propósito de ello) y María Victoria Utrera Torremocha. Proemas que han tenido en las dos últimas décadas una importante presencia en España, aunque vinculada a ciertos herederos de las poéticas del silencio en los 2000, si bien no solo. Y así asistimos al proceso de la espera, de la generosidad y virtudes del padre, a los vacíos, a veces con la técnica del leixa-pren para relatar ese dolor íntimo que algunos poemas sobrecogedores y espléndidos elevan a poemas que así pueden llamarse, con mayúsculas. Me refiero a «Dust» o «Para crear el ojo de Emilia», «En el cuello» y «Una bala llegó en mayo» que nos hablan del talento de una poeta relativamente tardía en cuanto a la publicación de su primer libro, Manual para la comprensión del insomnio (2019), y que ha sabido esperar para cantar con fuerza y autenticidad, con esa determinación literaria del poeta genuino, con el que comenzábamos la reseña. Lecturas no parecen faltarle y, además, bien escogidas (la de Dylan Thomas es estupenda), bien traídas. Y si a eso le sumamos la mezcla de referencias realistas (zapatos de Zara o Jin Morrison), y las asociaciones de corte irracional que maneja con tropología propia, “la chica de perfil recto/como la línea de un divorcio” o esa personificación de la melena que “empezaba a caer dormido sobre los hombros”, entre otras más arriesgadas y sugerentes,  pero controladas (no es Michaux ni Ashbery), sabremos que estamos ante una poeta que lo es, con mucho que decir y futuro por delante. Una grata sorpresa este Cabeza de familia y su cuidada edición en Lastura.

 

Alicia Loustao, Cabeza de familia, Madrid, Lastura, 2024

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Eternidad

13 de septiembre de 2024 12:04:47 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pensar la eternidad

(con sus distintas marcas registradas:

«la gloria literaria» es una de ellas,

tal vez la menos falsa o la que pasa

mejor las aduanas, sin levantar sospechas

su a menudo dudosa mercancía),

pensar la eternidad, decía y digo,

es manejar trilita, un explosivo;

raro será que no te estalle un día

en el alma y te deje para siempre

mutilado de sueños y esperanzas.

Si «humano no es medirse

con los demás, sino ocuparse solo

de las cosas», no quieras

medir tu corta vida con nada que no sea

tan corto como ella.

Blíndate el alma con la rosa efímera;

hazte un búnker por dentro con el canto

del ruiseñor, bastión inexpugnable;

alambra con espino tus afectos

y mina sus contornos 

de soledad, pues los resentimientos

son buenos zapadores. Que ninguna

luna llena se vaya sin que tú

con ella hayas hablado unos minutos:

nada te hará más fuerte.

«Oh monte, oh fuente, oh río» es todo cuanto

un hombre como tú va a precisar.

Ninguna de las ruinas gloriosas del pasado

ni la suma de siglos que hasta aquí

nos las han conservado etiquetadas

vale lo que este día, uno de tantos,

lo que esta rosa efímera,

lo que un ruiseñor, lo que cualquier

noche de luna llena.

Cada segundo de esos, vividos a conciencia,

vale lo que mil años. 

Ninguna eternidad podría comparársele.

Escrito en Sólo Digital Turia por Andrés Trapiello

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