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El eco de los vivos

14 de junio de 2024 10:30:24 CEST


Y por un denso cúmulo rojo,

golpes se avecinan

 

al ocaso nocturno,

pasos,

o el eco de los vivos.

 

Rafael Morales Barba, “Pasos”.

 

 

Recientemente, a comienzos de 2024, Bartleby editores ha publicado la poesía reunida del profesor y poeta Rafael Morales Barba (Madrid, 1958), bajo el sugerente título de Guardia nocturna. Este libro, integrante de la colección dirigida por Manuel Rico, se compone de los tres poemarios que forman hasta el momento la obra del madrileño: Canciones de deriva (2007), Climas (2014) y Aquitania (2020). A estos, se añade un texto inicial denominado “A manera de prólogo”, en el que el poeta establece algunas claves de lectura, rutas sugeridas y paradas posibles. Bitácora de un viaje que es más interior que exterior, aunque su poesía, de modo persistente, se cimienta en la contemplación de la naturaleza -en especial en sus paisajes marinos- tanto como trasunto, en espejos poliédricos del yo como, en ocasiones, como escenario y marco de las cavilaciones existenciales y subjetivas. Un devenir reflexivo, poblado de recuerdos, de “anhelos sin alivio”, de soledades y pulsiones tan meditativas como sensoriales; búsquedas y afanes de quien es consciente de un tiempo implacable que se conjura en imágenes recurrentes; proyecciones a trasluz de fragmentos de remembranzas y emociones: “Como se pronuncia el viento / sin sosiego en el desvelo de las páginas, / se agita, y como en palimpsestos / maceran sin fulgor las contiendas, / las justas, el orgullo / de los pensamientos…”.

Siguiendo los consejos de T.S. Eliot, los poemas transitan la ausencia, los desvelos y la evocación tenaz de “recuerdos /cada vez más ocultos /y emborronados / vínculos”, objetivados bajo correlatos que “circundan y asedian” los diversos poemarios. Los temas y escenarios marítimos y náuticos, en primer lugar, permiten con sus Canciones de deriva, del 2007, representar el fluir incesante y el movimiento de la naturaleza en sus derivas constantes. Así, el viento, el agua y las olas, las medusas, los estambres, los peces, los pájaros, junto con las soledades, los nocturnos pensamientos y “un nombre que está yéndose / deriva con el presentimiento de los / besos lentos murmurados”, encuentran breves asideros en rocas, o en “libros en viejas estanterías”, como vértebras que guían y señalizan las páginas. Versos que acuden a la memoria para franquear una “nada sin huella”, para llenarla de símbolos y palabras.

Las páginas construyen postales, imágenes que se condensan como calas sucintas en un tiempo cosmológico que atraviesa los días infinitos y monótonos de la ausencia. A lo largo del volumen, y en especial en el libro segundo, Climas, del 2014, predomina en las estampas que delinean los versos un cromatismo apagado, con la paleta ocre de la arena, el verde musgo y, a veces, también, el óxido rojizo de la enfermedad –coágulos, gasas, piel rota, cuerpo seco-, salpicado en ocasiones, como brillos recurrentes, por el plateado de las olas y los reflejos del sol en el mar; luces que se espejan en los poemas, en sus corrientes y vaivenes. Estos climas que componen el segundo libro acuden no solo a la naturaleza en sus matices insondables, sino también al arte, por ejemplo, a través de la música, en el breve “Vals triste” que abre las páginas, y también la pintura, en la visión ecfrástica de un cuadro de Rembrandt –“en el cuadro, el paisaje es un lienzo, un horizonte / o un nombre reticente”- o en la referencia a la roca Tarpeya, en el cruce fecundo y alegórico de poesía, mito y pintura. El tiempo, esta vez, acompaña los climas que bosquejan los textos con las vagas remisiones poéticas a septiembre y octubre –“Aceres en septiembre”, “Octubre en Plencia”-: el tiempo equinoccial y crepuscular del acabamiento y la visión incierta de “sombras / que se asoman / o transitan breves”.

En Aquitania, finalmente, tras décadas de escritura, persiste el sujeto en su quietud estática, “esperando mareas”. La “noche sin aire”, “el ajado fuelle sin vientos”, “los bronquios sin aire” marcan los pasos detenidos y la espera expectante en “horas /como remos varados”. El antiguo territorio que nomina el volumen, una región con una historia extensa y fecunda, recientemente desaparecida en 2014, congrega en sus horizontes múltiples los símbolos que atraviesan los poemarios y desembocan en este libro último. La ausencia, la navegación, el dolor, el vacío, las horas expuestas ante “centinelas dormidos” se condensan en esta imagen y en este nombre, cuya etimología nos remite, de modo circular, hacia el primer poemario y sus tintes marinos, para quienes encuentran en los orígenes de este topónimo lleno de historia y lenguas diversas los sones del aqua.

En su texto inicial alude Rafael Morales Barba a su decir lacónico, cuyas palabras se tornan “espejo de una historia obsesiva”. En ella, en busca de la verdad propia, con “desnudez y metonimia”, los poemas reunidos bajo el rótulo de Guardia nocturna entraman una voz en la que resuena el “eco de los vivos”. Como dice el poema que cierra Climas, un sujeto que se emplaza “a este lado del tiempo”, con sus metáforas, obsesiones y abismos que, sin embargo, se observan desde la superficie, como “trapecistas / en la punta del filo / sin valor de saltar”. Los versos conjuran las soledades, las pérdidas y el vacío; “marcas de agua”, “letra menuda”, como dice uno de sus breves y luminosos poemas de Aquitania, con el irrenunciable anhelo de habitar el refugio de unas páginas poéticas en las que sea posible “otra soledad / más tibia”.

 

Rafael Morales Barba,  Guardia nocturna, Bartleby editores, Madrid, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Verónica Leuci

Frío camina conmigo

5 de junio de 2024 13:59:17 CEST

Permítanme señalarles que si ha habido una flor sorprendente en esta primavera, siempre tan literaria, sin duda ha sido encontrar La raíz del aire brotando en la editorial Nautilus ante los ojos de nuestra lectura admirada, pues en este poemario se abren fragantes los poemas que conforman la poesía selecta que abarca más de tres décadas de escritura de Alfredo Saldaña Sagredo, quien también ha estado al cargo de la selección, en lo que —comparando con la expresión cinematográfica— completaría el montaje en absoluta libertad de sus escenas más significativas y personales, componiendo su creación inalterada por terceros en la versión del director. Por tanto, y es importante recalcarlo, nos encontramos ante una pieza de coleccionista —por lo corto de la tirada—, pero también ante una obra fundamental en la bibliografía de Saldaña, pues se trata asimismo de una especie de piedra de Rosetta, con la que descifrar la personal codificación del mundo en lenguaje, verso a verso, que el poeta y catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada nos ofrece en esta obra ordenada y escogida en la que todo es sentido, camino, invierno e indocilidad. 

Creo que acertaríamos aproximándonos a esta antología —y, al contemplar las relaciones entre entes tales como el ser y el lenguaje, también ontología— predispuestos a sentirla como prueba de vida, de haber filtrado el tiempo a través, como una clepsidra, y abiertos a apreciar que esta escritura ha sido concebida —consecuentemente— como “herida abierta”, como coagulación del plasma literario del autor, quien se dice convertido en “un personaje de ficción cuya sangre alguien está transformando en la tinta impresa de este texto: soy ya un texto, tejido textual, cuerpo devenido en discurso que fluye como la corriente rebosada del río”. Desde este torrente mana una voz y un ordenamiento cartesiano por el que avanza el caminante, siendo el sistema de representación —por su posicionamiento a la hora de figurar esa función poética—  muestra de rebeldía y de resistencia, pues es consciente de la penetración de una suerte de dominación global en toda la extensión de nuestra existencia y “¿quién diría sin temblar «esta boca es mía» en contra del tirano”; dejándolo así ya dicho. 

Por su parte, las magnitudes en torno a las que se organizan sus tres ejes son la soledad, el frío y el silencio —de los que hablaremos más adelante y que tienen sus apoyos en las citas de apertura que, como tres pilares, sustentan estos conceptos respectivamente: “el camino no es indulgente para el que se desvía”, Edmond Jabès; “el corazón de la eternidad habita en el relámpago”, René Char; y “estábamos muertos y podíamos respirar”, Paul Celan—, pero que encuentra sus parámetros más significativos, condicionando a aquellas tres variables, en la debilidad, la incertidumbre y el desequilibrio, puesto que en el avance —mientras que un pie sustenta el peso del cuerpo que se alza en el aire—, hay una inestabilidad, un desequilibrio mientras que el cuerpo se proyecta hacia adelante, hasta topar con la verdad firme del paso que se completa, propulsándose hacia un progreso nuevo, siempre precario y firme a la vez. Sabedor de la flaqueza consustancial al individuo, de su gran dificultad para manejar y recomponer los cortantes pedazos de la verdad, observando la pendular vacilación de cualquier mínimo progreso, Saldaña nos ofrece firmeza para avanzar, como funámbulos, por un páramo desierto extendido como cuerda floja ante la conciencia del ser y el verbo con el que se pronuncia a sí mismo. 

El autor nos expone que el propósito de su obra es ser testigo como “flor de un día” que ha brotado para “dar cuenta de una relación con el lenguaje” de la que es relator para sí: para todos. Como anticipábamos, el primero de los ejes de este sistema no euclídeo por el que se mueve su función lingüística es el del silencio —en el que aún respiramos— como obvio contrapeso del lenguaje y su semántica; como pauta en su pentagrama; como lindero en un páramo; como línea que dibuja una silueta reconocible alrededor de cada palabra, de cada párrafo, de cada libro… y que es recurso que usa al “pasar, delimitar la vida con la voz,/ disolver la existencia/ en un acontecimiento escrito,/ ir hacia el silencio”. El silencio, como elemento básico del lenguaje, como fonema mudo, emparenta simbólicamente con un vacío al que acude el viaje del poeta, pero —como veremos — es un espacio que, lejos de ser nada, es pura plenitud. 

Por su parte, el frío como magnitud poética, como relámpago chariano, puede entenderse —o al menos ese podría ser uno de sus atributos principales— como metáfora del conocer, de la contrapartida prometeica a la obtención del entendimiento; del conocimiento que desentraña la complejidad y nos desvela los mecanismos más simples y dolorosos de la vida; por alcanzar a “rozar la realidad/ con el extremo afilado de una idea”. Ese conocimiento permite también al poeta “dar en la hora del frío/ testimonio de pérdidas”, puesto que lo que ha de reclamar nuestra atención en la búsqueda del discernimiento no es todo lo que aparece ante nuestra mirada, “sino lo que desaparezca cuando mires”. Quizá, por esto mismo, parece inevitable apreciar una sensación gélida devenida tras un adiós menos metafórico. No obstante, nos recuerda en Flores en el río al hablar de sus riveras florecidas, “las muertes que las abonan fortalecen la verdad  de nuestras vidas”. 

Si el espacio geométrico del papel se pauta entre el silencio y el frío, el tiempo que le otorga su tercera dimensión en la escritura/lectura se mide a través del apartamiento del caminante que la recorre. Esta soledad, por su parte, creo que debería analizarse como simplificación unitaria de la existencia y que, por tanto, singularizada, es indicio de ese mundo que simboliza, tal como una figura de barro cocido en un yacimiento arqueológico es muestra de civilización, pero nos deja ante la duda de si observamos en ese viajero del tiempo la representación de un pueblo o de sus dioses, de las creencias que dio forma la mano experta del artesano, mientras que —así, como epítome de la experiencia universal de la vida sentida y pensada desde el (no)lenguaje— la soledad se muestra como lugar distinguible en el todo, en esa ausencia global de silencio que conforma el ruido universal de la multitud y su algarabía...

Por ello, el espacio de la soledad en la poesía de Saldaña es una ubicación que, lejos de empequeñecer el mundo del poeta, lo agranda, lo sublima y consecuentemente, en sus versos nos insta a “cuidar la soledad que acoge”, pues ese saber adquirido nos revela la visión del juego de espejos, la empatía, la humanidad, la vinculación al semejante a través del lenguaje que propicia el amparo del otro, es decir, del otro concebido también como reflejo unitario, lo que nos otorga la capacidad de extender la piedad adquirida en nuestro propio sufrimiento a una proyección ajena, a la otredad, al haber experimentado que  “pensar en un hombre que cae al caminar es mitigar su caída”. Complementariamente, como ya avanzáramos, esta soledad fundacional del espacio poético se despliega como apartamiento del caminante en una errancia —severa con quien se desvíe— que pide no contar el paso sino ser la propia vía de avance, pues, nos advierte, “eres migración y no nómada” y, añade más adelante, “la casa está en el camino”, es decir, andar es el lugar de acogida, en lo que sería un avance dentro del pensamiento nómada deleuziano. 

Este no-lugar poético que se genera al caminar en La raíz del aire —muestra selecta de más de treinta años del deambular y el magisterio poético de Alfredo Saldaña—,  no se construye como suma de ladrillos, sino que se excava como hueco en la página, como un vacío que nombra —acorde con el silencio— y que, a la vez, fuera un cuenco en el que todo cupiera, también toda la luz del mundo, alcanzando a proyectar ante el lector un vacío absolutamente pleno, rotundo y pertinente en un momento histórico en el que decir “yo” parece estar ya al alcance de las máquinas.

 

Alfredo Saldaña La raíz del aire, Nautilus, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Potencia confesional

24 de mayo de 2024 12:03:11 CEST

Pocos poetas sabrán transmitir la singular mezcla de verosimilitud, artificio u oficio, explicitud al hilo de la vida y “sinceridad”, próxima a la de los poemas de Nacho Escuín en este libro. No es el único registro de un poeta con una considerable mochila lírica, aunque esta entrega pueda oscurecerlos por la potencia confesional. Si los poetas desolados tienden a reiterarse en un registro que, a veces, entroncan con una sensibilidad histórica y circunstancia, el turolense, poeta versátil según demuestran los diferentes tonos y fórmulas empleados a lo largo de su poesía, vuelve sobre sí mismo de forma inmediata y diferenciada al hilo de la vida, o eso parece, como motivo ficcional o confesional. Cover (2024) muestra una crisis explícita y versos en un ajuste de cuentas consigo mismo y los demás, con desabrimiento y tristeza en ocasiones, ternura en otras, bajo el palio de lo reflexivo y desazonado simultáneamente. Cover es todo eso y algo más. Los diarios líricos y sus autofabulaciones tienen ese sinclinal propuesto en un libro complejo donde se excede lo autoconfesional descriptivo del diario lírico, para mostrar autognosis y sentido de una crisis. Un desbordamiento emocional se convierte en madurez lírica al encuentro de algunos de sus poemas marcados por ello. Cover es el cierre de sendas y el encuentro de bruces con la madurez amarga (hay otras), cantando en las cuatro partes del libro su herida y peleas con la vida, arrepentimientos y pulsiones. Sin duda coinciden o traen el sesgo de un acto de conciencia y asunción del yo, daño hecho y recibido, soledad y desamor, salvación y perdón, desde el desgarro del poema inicial: Nada se rompe como un corazón, al hilo de la canción de Mark Robson popularizada por Miley Cirus, recuerda el autor. El mismo título, Cover, habla de versiones traídas por la vecindad con sus propios textos e identificación de motivos. Y así sus versículos son un abra o delta, multiplicidad de asuntos o desembocaduras desde ese pistoletazo inicial del dolor y el precipicio del fracaso autorremitente y conjurado en su recomposición de un yo que asume su culpa cuando toca y debe/sabe pedir perdón. En fin, una desembocadura y precipicio emocional tormentoso, capaz.

Si en los dietarios líricos hay confidencia, en otros, como este, late o urge sanar la herida, y la una puesta en escena de un alambre que saca lo mejor del poeta aragonés entre el recomponerse y olvidar, callar o cantar, sanarse, como al final propone. Lo hace con personalidad no lejana en su pulsión, no en sus modos y con otra supervivencia de fondo, a la del desgarro de David González o la sucinta reflexividad caústica o simplemente lacónica de Karmelo Iribarren (mientras pienso en José María Fonollosa), con elaborada sencillez. Y, pese a todo, esa capacidad de sortear intermediarios y de agarrarse al verbo, evita a Nacho Escuín el abismo nihilista de los desolados profesionales, etc., con esa versatilidad atada a la vida y contradicciones, hipersensibilidad oferente en el altar desde las pugnas consigo. Un mérito más. No siempre, pero sí en muchas ocasiones, es donde hay que buscar al poeta en su torrente o en su delicadeza. Me refiero a los estupendos versos encerrados en “Como renace un mirlo en su vuelo tras una caída por/un golpe de viento equivocado”, de explícita intención o identidades no menos claras: “Así la vida, así la ausencia, así también la nieve”. Vale un libro este poema donde reflexiona la hiperestesia conmovida de un yo atormentado y propuesto en una letanía de llantos con fortaleza y sentido de fatum, búsqueda de paz, nitidez dicendi y capacidad plástica, juego laberíntico de motivos que se revuelven sobre sí mismos y resurgen en un tablero de claroscuros donde se imanta el yo. “Turbulento es el paisaje de la noche terca” en efecto, de quien también sabe, desde ese realismo que sus versos se tiñen “sin importarte demasiado cuanto dicen hoy /los periódicos”. Una liberación y una confesión entre resortes simbólicos y analogías, pleno de concreción o vuelta al remanso de paz de la cotidianidad de otro poema estupendo “Hay algo mágico en lo más sencillo”. Restructuración o recomposición, olvido del tráfago social o mundos sumergidos, acusaciones y reconcomimientos, perdones, tentaciones de evaporización.  Cover es una catarsis cuando esperas algo extraordinario inexistente en tu propia “tortura existencial” y en búsqueda de anonimato, o paz consigo mismo. Un buen libro, en definitiva, por sus mejores poemas. Si a todo ello sumamos la cuidada edición de Lorena Carbajo en Bala Perdida, miel sobre hojuelas.

 

Nacho Escuín, Cover, Madrid, Bala Perdida, 2024

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Ansón y la menos conocida Transición española

9 de mayo de 2024 15:16:24 CEST

El narrador, ensayista y poeta, Antonio Ansón (Villanueva del Huerva,1960) reedita la novela “Llamando a las puertas del cielo” en la colección Letra última que dirige la profesora de la Universidad de Zaragoza María Ángeles Naval en la Institución Fernando el Católico de la Diputación de Zaragoza. La primera edición fue en Artemisa Ediciones (La Laguna, Tenerife) en 2007 y en 2008 recibió el Premio Cálamo Extraordinario. Esta nueva edición de la novela cuenta con un excelente estudio y materiales complementarios pedagógicos de la novelista y catedrática de Literatura Española Ana Rodríguez Fischer. ¡Ahí es nada! esta novela es la narración de los años finales de la Transición española y la llegada de la democracia, desde la óptica de los pueblos de Aragón, de todos y de ninguno: todos se parecen. 

Una de las cosas que más me sorprende de esta novela es que apuesta por una eternidad negra, apuesta por la nada: por esa negritud infinita. Y en esa soledad uno recuerda historias, anécdotas, vicisitudes, pues en “este cielo de los muertos no se ve nada porque reina la negrura absoluta” (p. 129). Así pues tenemos una novela que sorprende desde la primera línea hasta la última. Nos podemos hacer una idea del más allá y tenemos a Ambrosio el Renacido que habla con los muertos y ve lo que sucede allende y aquende. Un personaje entrañable a quien hablar con los muertos le hace mucha gracia. 

Además, esta novela, por más veces que la releo, me llama poderosamente la atención el que el narrador sea una persona muerta y siempre me lleva a recordar la forma de contar de aquel célebre personaje legendario, el mago Merlín, de origen demoníaco que conocía, o al menos era capaz de adivinar el pasado y el futuro. En este caso el narrador testimonial muerto ha sido compañero de todos, jóvenes y viejos, y hasta amigo de algunos de ellos: los muertos le cuentan y él cuenta: el bueno de Andrés que se fue virgen. 

La novela está ambienta en un pueblo llamado Valcorza y ya se sabe y es de todos conocido y repito que todos los pueblos más o menos se parecen: uno es como el otro y el otro como el uno. La narración no podía tener otro inicio más firme, contundente, sereno y sugerente: “En el cementerio de Valcorza nos han ido enterrando a todos. Uno tras otro. Uno tras otro”. Ley de vida es el morir, aunque no siempre ahogados, claro. Hasta de un tiro de escopeta de caza o atropellado por tu propio tractor. 

Esta es una novela que consta de 41 capítulos, en unas 150 páginas en esta reedición, más 50 de estudio, un par de bibliografía y una veintena de material complementario pedagógico, por las 200 páginas de la primera edición, con los mismos capítulos, claro. Y es esa ocultación de la identidad del narrador lo que para mí es el principal motivo de la obra: puede ser el doble del autor, como Valcorza de Villanueva, tal vez… Lo que también me recuerda al “convidado de piedra”, aunque salvando las distancias, claro. 

También pienso que es todo y nada de esto pues “Llamando a las puertas del cielo” es una isla libre que se yergue a los cielos, que ha resistido el paso del tiempo, 17 años ya, contra la corriente más que a favor, y que a quienes se adentran en ella todavía se les ofrece un pasado reciente pasmoso, algo lejano ya es cierto, pero seguimos igual, que abre los ojos, a las persona lectoras, a todas esas posibilidades éticas y estéticas narrativo poéticas que purgan por salir del plano del momento aquel. 

Creo que es una novela tan plástica que bien se parece a un conjunto exquisitamente hilvanado de imágenes, estampas literarias, para un corto o para toda una película en blanco y negro. Es, no me cabe ninguna duda, todo un maravilloso guión de cine. Además, no me equivoco si aseguro que esta novela, “Llamando a las puertas del cielo”, que nunca traspaso, que tiene título de bolero o de canción norteamericana country o rock, aunque a mi me recuerda aquella canción “Hotel California” y también a Horacio, por aquello de que por mucho que salgas de tu casa nunca sales de ti mismo. Creo que es una obra plural que se alimenta de todo el bagaje lector del autor, hombre de basta cultura: que parece que lo ha leído todo y lo ha visto todo desde esos montes que sube y baja a menudo. Ansón es un amante impenitente de la fotografía y de la escalada. 

La novela, según se nos dice, es un relato sobre la Transición española, una sociedad rural que llama a las puertas de Europa, tratando de sobrevivir a su historia y a sí misma, una metáfora sobre la aldea que llevamos dentro, porque Valcorza podría ser cualquier lugar de España, y ninguno. Creo que, además el narrador, Andresito como su padre, llamado Andrés el Zanguango, quiere dejar testimonio de ese cantar y contar, de ese ser palabra en el tiempo: el autor es un poeta que, también hay que leer y tener en cuenta, busca captar y capturar la belleza fugaz del instante, de ese instante que narra, de ese temblor de la hoja de papel cuando escribes en ella con la pluma, y del brillo de las miradas de los vecinos: “El vano de las ventanas también manchaba con matices de amarillo cadmio la superficie lisa del mediodía vencido” (p. 75). 

La historia se centra en los años 70 del pasado siglo. Y está escrita, por un humanista diríase, de forma sencilla, humilde, maravillosa, de corte popular que engancha. Y no sé si sigue mucho las corrientes literarias de ayer ni de hoy, ese realismo que no termina de ser, donde Antonio Ansón da muestras de que domina con maestría el arte de contar como nadie. Humor irónico a raudales, aragonesismos. Un recorrido o una travesía de lo real a lo casi mágico, con milagro incluido a Miguel Zalaya, de ahí que se le apodase Tres Patas, con ese su estilo vigoroso, firme y poético. Si leemos entrelíneas y pensamos un poco es alta teología lo que se debate en esta novela. 

Una obra emocionante y conmovedora, enraizada en lo más popular, en lo más nuestro, para describir la cotidiana realidad de ese mundo violento, asesinato incluido, y lírico a la vez. Nuestro mundo de labradores que tan bien conocemos, somos de pueblo, al igual que el éxodo de los pueblos a las ciudades, esa diáspora está descrita con exquisita sobriedad, sin molestar, ni a los muertos ni a los vivos. Antonio Ansón trasciende la realidad, esta historia real de su Valcorza y el mío. El de todos. Me gusta este clásico innovador en su forma de contar la sorprendente descripción del paisaje y su paisanaje: cura, de Trento o vaticanista; y alcalde, del régimen y democráticos; maestro, filósofo kantiano trasmutado en socrático “hippy”; barbero, pastor, zoofilia, sida, prostitutas, amores y desamores, pantano, laguna, molino, río Altán, corruptos, drogadictos. O sea, todo un cuadro, de enormes dimensiones, cabe decir. Incluido el cansino fútbol y el Barcelona, que también este año ha perdido la Liga. 

Creo que Antonio Ansón es todo un novelista intenso donde plasma y se preocupa por igual de las pasiones y trabajos de los protagonistas como de la técnica narrativa de la novela, que va y viene. Vemos el argumento a través de sus personajes, del narrador muerto: a veces se invierte o confunde el orden temporal y asistimos primero a una escena y luego a otra anterior que la explica o la caricaturiza, cual Merlín. El estilo, sin ninguna duda, es apasionado y minucioso. Se fija en los pequeños detalles que hacen grande la obra. Tal vez y solo tal vez, a Valcorza, tu pueblo y el mío, persona lectora, le falta una bruja o curandera, que en muchos pueblos la había, por aquellos años. 

Pero para mejor decir y concluir esta reseña, citaremos a Rodríguez Fischer, que ella sí que sabe: un estudio prólogo de más que justa y necesaria lectura: “’Llamando a las puertas del cielo’ es una novela tan variada y rica en su composición y en los aspectos formales que articulan el relato, como en los personajes y las historias que protagonizan, cuyo conjunto da cuenta de un proceso histórico, político, social y económico que cubre medio siglo de la vida de España, también en el plano cotidiano e intrahistórico”. ¡Amén!.- 

Antonio Ansón, “Llamando a las puertas del cielo”, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Enrique Villagrasa

Media vida en 500 aforismos

9 de mayo de 2024 14:59:29 CEST







Aunque no vayas a ninguna parte,

no te quedes en el camino.

J. Bergamín, El cohete y la estrella

 

 

 

 

 

 

 

 

A un libro de aforismos, debería bastarle con un único aforismo como introducción. En el supuesto de que un libro de aforismos necesitase una introducción, y de que supiésemos a ciencia cierta lo que es y lo que no es un aforismo. Porque un aforismo, como tantas cosas en esta vida que todo el mundo cree saber lo qué son, casi nunca es lo que parece, y ese aforismo único, propio o ajeno, siempre preferiblemente ajeno, y a ser posible apócrifo, que legitimara el dudoso e improbable género, la particular e inconfundible escritura aforística, ese aforismo no existe ni ha existido nunca. Y sin embargo, abundan los aforismos sobre aforismos, los aforismos afónicos, los aforismos despeinados, los aforismos afrancesados, los aforismos aforísticos, los aforismos infiltrados, los aforismos de la cabeza parlante, los aforismos impertinentes… pero ese aforismo deslumbrante, ese aforismo de aforismos que zigzaguea como el rayo, que brilla como el relámpago y retumba como el trueno, ese aforismo que trastorna la razón y obnubila el pensamiento, ese aforismo no existe, nunca ha existido. Es un mito, una leyenda. Créanme, he buscado por todos los rincones de mi biblioteca y no existe. Quizá, no crean que cosa tan obvia se me escapa, no exista en mi biblioteca – mi biblioteca es muy limitada, como mis lecturas y mi memoria, y como tantas otras cosas que no vienen al caso – pero podría existir en la suya. Estas cosas pasan. Si así fuera, si ese aforismo único existiera, no tienen más que copiarlo al principio de este original libro de Ignacio Docavo, a modo de exergo, esa cita que solemos poner al principio para parecer más cultos o, mejor aún, escribir una reseña y publicarla, poniendo en evidencia al autor de este pedante texto. Es lo que yo haría. En realidad, yo haría las dos cosas si pudiera.

Ignacio Docavo, poeta, aforista, y profesor de matemáticas, además de algunas colaboraciones esporádicas en revistas y el guión de una obra de teatro infantil La tigresa Violeta, es autor del poemario Ladrón de horizontes (UPV, 2005) y de un libro inédito, de próxima publicación en La Coz, El malestar. En ejemplares Docavo ha reunido 500 aforismos, 500 frases, que abarcan todo el espectro de su existencia cotidiana, es decir de su vida de profesor y poeta, que profesa palabras y evoca recuerdos en un mundo indiferente, y, como quien no quiere la cosa, que es como hacemos casi todo lo que vale la pena en esta vida, en la que tan pocas cosas valen la pena, ha dejado escrita media vida. Media vida no es la mitad de una vida. Ni siquiera para un profesor de matemáticas como él, habituado sin duda a las divisiones inexactas. Porque no es lo mismo la vida a una edad que a otra. Siempre habrá más vida en una de las mitades, y no necesariamente en la misma mitad. La vida casi siempre empieza demasiado tarde, y acaba demasiado pronto. A veces incluso acaba sin haber llegado a empezar. Estas cosas pasan, repito. Y siempre la dejamos, o nos deja ella a nosotros, a medias. Media vida en 500 aforismos, que él prefiere llamar sencillamente frases y acaba llamando ejemplares, con minúscula,  frases ejemplares al mismo tiempo que ejemplos de frases. Frases espontáneas las que parecen haber sido más pensadas, frases que cuestionan el orden del discurso, frases poco ejemplares que subvierten el sentido común y la lógica de los enunciados. Frases que son caprichos, que son lances, que son dardos y estocadas, que son ecuaciones y flechas, que son coces y son chascos, frases de un aforista solitario, pecios de un involuntario naufragio, 500 aforismos de un poeta que escribe en prosa, pero piensa en poesía.

Mientras lees no existes.

Escribo a Docavo:

Hay algo en tu libro que se me escapa. Llevo dándole vueltas todo el día porque sé lo que es, pero no consigo expresarlo. Probaré durmiendo, a veces da resultado. Cierro el ordenador. Me voy a la cama. Me duermo. No he acabado de dormirme cuando abro sobresaltado los ojos. Está amaneciendo. Qué cortas se han hecho las noches. Mientras dormía he hecho un descubrimiento. La mayoría de los descubrimientos que ha hecho el hombre los ha hecho durmiendo. Comprendí que aquella media vida, la mitad de aquella vida, no era la que yo creía, no era la que se veía. Era la que no se veía, la que estaba sumergida, la que no se cuenta a nadie, la que se oculta en los libros. Ejemplares, el libro de Ignacio Docavo, no es un libro de aforismos. Frases, sí, pero frases de un diario, ahora lo veo claro. Son las entradas sin fecha y reordenadas de un improbable diario que Docavo se niega a escribir. Una vez más me había dejado engañar por las formas. Me levanto. Cojo el libro. Lo abro y leo al azar: la única certeza que tengo son mis dudas. Paso algunas páginas: A veces me siento en deuda con el mundo. Vuelvo atrás: En el momento de explicarlo, dejo de saber lo que sabía. Sigo leyendo: ¡Qué día más bien desaprovechado! Sigo leyendo: Qué difícil es explicar lo obvio. Cierro el libro. Aunque no vayas a ninguna parte, no te quedes en el camino. Lo vuelvo a abrir: Tengo una prima que veranea en la calle Truman Capote de Benitachel.  Qué obvio resulta todo. Qué difícil es explicar lo obvio.

 

Ignacio Docavo, ejemplares, Valencia, Contrabando, 2023.

 

FRASES

 

Por Ignacio Docavo 

 

A los que afirman que el aforismo no es un género menor los animaría a escribir una novela en un sobre de azúcar.

 

A lo mejor la Gioconda sonríe porque no tiene nada que decir.

 

Según escucho mientras sesteo, un león sirve para proteger a una leona de otro león.

 

¿Existirá una timidez de pensamiento, una especie de pudor ante la cháchara interior?

 

Lo que nos avergüenza de la desnudez es mostrar la hoja de parra que llevamos debajo de la ropa.

 

Quien teme a la muerte vive por obligación

 

Tal vez nuestro pensamiento no sea más que un residuo de nuestras acciones. Humo de locomotora.

 

Lo mejor hubiera sido tirar la margarita después del primer pétalo.

 

Rectificar es de sabios. Rectificar no es de sabios.

 

Compruebo estupefacto que un famoso escritor chino se parece más a un intelectual que a un chino.

 

La libertad de elegir con quien perderla. No hay otra.

 

La memoria es la cuarta dimensión de la mirada.

 

Darle un euro a un mendigo no te evita la mezquindad de no haberle dado dos.

 

Pasan los años y sigue habiendo jóvenes.

 

Podríamos esperar al verde de las praderas, pero no, ha de ser al del semáforo.

 

Quien espera siempre espera un milagro.

 

¿Agua corriente viene de corriente o de corriente?

 

¿Escribes en primera persona o generalizas contigo mismo?

 

Una cuesta abajo sin fin. Sensación de estar siempre en lo más alto.

 

Una pistola de primeros auxilios.

 

Pudiendo ser palmera de oasis haber de serlo en la mediana de Primado Reig.

 

Si las garras de mi perra fueran manos al menos podría ayudarme a doblar sábanas.

 

Es una nimiedad, pero había una mosca en la pantalla y la he espantado colocando el ratón sobre ese punto.

 

¡Qué día más bien desaprovechado!

 

Me miro de reojo en un escaparate y pienso: ese señor soy yo.

 

Al pasar frente al edificio en ruinas de la Cofradía de Pescadores del Cabañal pensé si el último cofrade se sintió cofrade hasta el final.

 

Todo lo que estaba a mi izquierda cuando voy, está a mi derecha cuando vuelvo. Será una tontería, pero da que pensar.

 

La otra noche, mientras corríamos por el carril bici, una chica en bicicleta nos pidió paso imitando un timbre: cling, cling. Si hubiera sido de nuestra generación hubiera hecho ring, ring.

 

Pasa una ambulancia y la Loba comienza a aullar; la primera vez me sorprendió, ahora me admira lo inexorable.

 

Abro la puerta de mi habitación, pienso: “ancha es Castilla” y la vuelvo a cerrar.

 

Se me cae al suelo una moneda de veinte céntimos y no sale cara ni cruz, sino canto. Consulto en internet y resulta que la probabilidad de que suceda es de una entre seis mil. Y ha ocurrido precisamente hoy: un día cualquiera entre seis mil.

 

Los recuerdos son fotófobos o tienen su propia luz, pienso mientras aparto la vista de la pantalla para recordar.

 

Le pregunto a uno de los operarios de la obra que han empezado en el solar de enfrente por lo que van a hacer y me contesta que no sabe, que él sólo se encarga de hormigonar.

 

La curva que forma la parte trasera del muslo de esa chica sentada en el banco con medias de rejilla y falda corta, también se llama catenaria.

 

“Esa señora se ha colado con tanta solvencia que la perdonaremos”, iba a decirle a la verdulera, pero entonces me enredé pensando en si la verdulera conocería la palabra solvencia y ya no dije nada.

 

Tengo una prima que veranea en la calle Truman Capote de Benitachell.

 

El autobús se detiene porque estoy parado ante el paso de cebra. No pensaba cruzar, pero cómo negarse a lo que sesenta personas esperan de ti.

 

Tener razón, menuda ordinariez.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

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