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Configurar sentido descendente

Existencias al límite de lo soportable por un hastío homicida no siempre consciente; tramas sorprendentes, descritas con cierta alergia a la alharaca que deja rastro sutil de humor encapotado; personajes que reaparecen páginas después para contarse de otro modo. La elocuencia del francotirador, reeditado por Firmamento, un ramillete de relatos escritos con exacta pericia y belleza por Eduard Márquez (Barcelona, 1960), un autor de culto entusiasta.

 

- Que un francotirador sea elocuente, ¿juega a favor de su cometido o lo entorpece?

- Juega a su favor, porque, aunque no actúe, su labor tiene sentido si se sabe que está ahí, agazapado y esperando el momento oportuno.

 

- Cuando la vida de uno se parece a «sentirse atrapado dentro de una esclusa abandonada», ¿qué conviene hacer? ¿Hay enmienda posible?

- Si se tiene clara la alternativa y se tiene suficiente valor para hacerlo, solo hay una solución: romper amarras y vivir de acuerdo con lo que uno siente. En caso contrario, solo queda conformarse e intentar que el agua de la esclusa no se llene de mucha porquería.

 

- «Ha dejado caer el dedo sobre una guía abierta al azar», termina uno de los relatos. ¿Cuánto de azar hay en la escritura?

- En los puntos de partida, en lo que Patricia Highsmith llama «el germen de una idea», todo es azar. Una conversación, una noticia en el periódico, un recuerdo, una imagen, una situación, un estado de ánimo, un color… Solo hay que estar atento a tu alrededor y dejarte sorprender. En la escritura (es decir, en la construcción narrativa, estilística y lingüística del texto), el azar juega un papel menos determinante. Al menos para mí. Necesito tenerlo todo más o menos controlado antes de ponerme a escribir. Saber adónde voy y por dónde pasaré. Lo cual no quiere decir que no aproveche las posibles sorpresas que pueda aportarme el proceso.


“La literatura surge de la vida”


- «Vinculada a menudo a la estética de los hallazgos en los contenedores». La materia de la literatura, ¿surge de los deshechos, de los descartes?

- La literatura surge de la vida. Por lo tanto, surge de cualquier cosa. De la ilusión o de la frustración, de la felicidad o de la tristeza, de la calma o de la rabia, del placer o del dolor, de la complicidad o del odio… Sea lo que sea, solo hay que estar dispuesto a vivirlo a fondo para sacarle el máximo rendimiento y poder escribir algo que valga la pena y que compense lo que se haya tenido que encajar para llegar a ello.

 

- Lo que mueve a la mayoría de los personajes es, no el amor, sino un enemigo, un otro sombrío que termina, desde lo trágico, o lo perverso, o lo inquietante en cualquier caso, por darles sentido. La intensidad narrativa, ¿es inversamente proporcional a lo siniestro y complejo (la sombra, que diría Jung) de los personajes?

- Lo que mueve a la mayoría de personajes es la voluntad de superar los límites impuestos por uno mismo o por los demás. De hecho, los límites de la identidad es una de mis obsesiones. Creo que se explica muy bien en uno de los cuentos: «De siempre, Julien Claes se había sentido recluido dentro de los límites de una identidad única. La primera angustia de la que guardaba memoria, más allá de la oscuridad o de la añoranza, estaba vinculada al reparto de los personajes de los juegos infantiles. A la hora de escoger, lo difícil no era tanto hacerse a la idea de las consecuencias de la elección, de acuerdo con la personalidad de cada cual (mandar o someterse, vestirse de una manera o de otra, ser protagonista o secundario), como asumir que cada papel comportaba la negación de todos los demás. Si hubiera podido elegir los efectos de una pócima mágica, Julien Claes habría pedido representarlos todos al mismo tiempo. Ser pirata y héroe, príncipe y bruja, duende y dragón. Con el paso de los años, a medida que se le exigía una dosis creciente de decisiones unívocas, Julien Claes se sentía cada vez más atrapado. Ser lo que se esperaba de él, sobre todo a costa de demasiadas posibilidades perdidas, suponía un sacrificio excesivo. Casi sin querer, la opción de multiplicarse, de llevar el máximo número de vidas paralelas, lo cautivó como una quimera redentora». La sensación de que «cada papel comporta la negación de todos los demás» me ha perseguido desde niño. Recuerdo perfectamente el dolor y la rabia de tener que escoger y, consecuentemente, de autolimitarse. Porque excluir limita. Y, en cierta manera, aún me ocurre. Si fuera posible, me gustaría vivir muchas vidas al mismo tiempo. No sucesivamente, ¿eh?, que, si se tiene el valor suficiente, puede ser más fácil, sino al mismo tiempo.

 

“La literatura no cura nada. Tampoco es su utilidad”

 

- Otro de los motores de la narración es el hastío vital (pienso, por ejemplo, en la mujer que contrata un detective para seguirse a sí). ¿De qué cura la literatura?

- Creo que la literatura no cura nada. Tampoco es su utilidad. La literatura sirve para redondear la vida en los buenos momentos y para hacerla más llevadera en los malos. Como un paisaje, como una melodía, como un cuadro, como una escultura…

 

“No merece la pena morir por nada”

 

- A propósito de «Atasco». ¿Merece la pena morir por amor?

- No merece la pena morir por nada. Pero, llegados a un extremo en que sea imposible evitarlo, más vale morir por amor (a una persona, a una idea, a un lugar…) que por odio, o por los delirios de alguien, o por ambiciones espúreas, o por servilismo…

 

- ¿Es posible huir de uno mismo, como hace alguno de estos personajes? Cuando uno escribe, ¿huye o sale al encuentro de sí?

- Nunca he escrito para huir. En todo caso, en algunas ocasiones, he escrito para aclararme, para entender algo que se me escapaba, para rendir cuentas con mi pasado, con mis dudas y con mis incertidumbres. Y no siempre lo he conseguido. Pero algo ayuda. Y, en otros momentos, he escrito por el simple placer de fabular y de jugar con el lenguaje. Solo para divertirme. De una u otra manera, sí tengo claro que, cuando invento vidas, soy una persona más feliz y soportable.

 

- Quizás a la mayoría de los lectores les sorprenda lo anodino y rutinario de los protagonistas de estas historias pero, mirados de cerca, ¿no nos parecemos demasiado a ellos, acaso no somos ese «hombre estándar que camina por la calle»?

- Siempre que se habla de personas estándares, o anodinas, o normales…, me viene a la cabeza la respuesta del poeta Philip Larkin a quienes consideraban que su mundo era limitado, tópico o vulgar: «Me gustaría saber en qué mundo infestado de dragones viven esos tipos que les permite utilizar con tanta libertad la palabra “tópico”». Me parece una respuesta genial.

- Hay una corriente de humor (sutil, socarrón) que atraviesa los relatos. En el desasosiego, ¿el humor lo intensifica o abre una grieta por la que entre el aire?


“A veces, el humor sirve para intensificar la inquietud. Y, a veces, ocurre lo contrario: el humor es un balón de oxígeno”

 

- Las dos cosas. A veces, el humor sirve para intensificar la inquietud. Ahí están los casos de Kafka o de Bernhard, por ejemplo, que en algunos momentos son hilarantemente dolorosos. O dolorosamente hilarantes. Y, a veces, ocurre lo contrario: el humor es un balón de oxígeno. Es el caso de Wodehouse o de Sharpe. O de algunas narraciones de Waugh, de Saki, de Fante, de Sedaris… Con lo cual no quiero decir que se trate de autores frívolos, ni mucho menos, sino que su mirada es un poco más clemente para con sus lectores.


“La literatura sirve cuando abre puertas y ventanas, cuando amplía horizontes”

 

- Pienso en el hombre al que todos confunden con otro alguien. ¿Hasta qué punto la literatura es un palimpsesto?

- La literatura no funciona por superposición. Porque la superposición esconde lo que está debajo. Y esto no sirve de nada. La literatura sirve cuando abre puertas y ventanas, cuando amplía horizontes, cuando cuestiona, cuando reta, cuando provoca, cuando altera, cuando remueve… Y todo ello para bien o para mal.

 

- ¿Cuál sería la evidencia de que una vida ha quedado reducida «a un flujo mecánico sin ningún interés»?

- La frustración, la rabia, el insomnio, el aburrimiento, el miedo, la desesperanza, el resentimiento…

 

“Me parece un verdadero lujo tener la oportunidad de volver a lo que uno ha escrito y actualizarlo”

 

- La experiencia de revisitar estos relatos, más de veinte años después de haber sido publicados por vez primera, ¿produce extrañeza, regocijo, estupor…?

- De todo un poco. En el año 2014, volví a estos cuentos, publicados en 1995 y en 1998, para una reedición en catalán. Entonces aproveché la ocasión para eliminar 29 narraciones y para repasar el resto. Alteré el orden, cambié títulos y personajes, eliminé y añadí fragmentos, reescribí frases enteras… Y ahora, nueve años más tarde, he vuelto a hacer lo mismo. Me parece un verdadero lujo tener la oportunidad de volver a lo que uno ha escrito y actualizarlo.

 

*Fotografía de Jordi Márquez.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

El último baile de Adán y Eva

15 de mayo de 2023 11:08:13 CEST

Por fin las dos hermanas se han reencontrado después de tantos años. Las dos novelas de la Transición de Rafael Soler vieron la luz con una diferencia de pocos años, en 1979, y en 1982, respectivamente. A raíz de su reedición posterior sus destinos se separaron. A un lado del Atlántico, en Paraguay, se publicó “El grito”, y en España, reapareció “El corazón del lobo”. La editorial valenciana de Manuel Turégano, Contrabando, ha hecho posible la feliz reunión.

Enfrentar las dos novelas es un estímulo añadido al valor que atesora cada una por separado. El exhaustivo y lúcido prólogo de la profesora Elvire Gómez-Vidal Bernard las mantiene unidas mediante sólidos argumentos a la espera que el lector encuentre nuevos e inusitados vínculos y desacuerdos entre ellas.

La Transición (democrática) española, que se dio por concluida con la aplastante victoria del Partido Socialista, liderado por Felipe González, fue la época durante la cual el escritor levantino escribió estas dos novelas, y también es el período en el que, mientras la sociedad española hacía planes con la recién adquirida libertad política, los personajes creados por Soler, a saber, Teo/Carmen, y Alberto/Ana, sufrían la desilusión suprema e inapelable del desencuentro amoroso, poco después de que se aprobara la ley del divorcio (1978) que dio cobertura a la disolución civil del matrimonio en España.

La fe ciega que profesa Rafael Soler en la capacidad de su escritura es inversamente proporcional a la decepción que los respectivos cónyuges sienten ante el estado ruinoso de su matrimonio. Al parecer el escritor y poeta se moría por saber qué ocurriría cuando a estas novelas, tan bien recibidas entonces, se les quitara el precinto con el que, vete a saber quién, las había clausurado y preservado. El resultado es que, al abrir el precinto de sus páginas, y entrar en contacto con la atmósfera presente, con la actualidad literaria, saltan chispas. Se enciende el aire. El que esto escribe puede servir de testigo de esta experiencia, pues nací al mismo tiempo que el dictador agonizaba de muerte, aprendí a hablar y a leer, por lo tanto, cuando Rafael Soler escribía estas dos novelas. Para los hijos de la transición estas dos propuestas son una prueba tan exigente como excitante. “El grito” y “El corazón del lobo” suponen una vuelta de tuerca al género novelesco. El escritor del diecinueve y el primer tercio del siglo veinte nos servía en bandeja unas ficciones ordenadas biográficamente y organizadas por su pluma omnisciente. Rafael Soler, por el contrario, nos tiende la mano y el hilo con el fin de que terminemos la tarea de unir todas las cuentas y las perspectivas. Hay que remangarse para deducir quién habla a partir del nombre del personaje a quien aquel se dirige. Soler no es un escritor, es un diablo que llega a un pacto fáustico con el lector, del que este último nunca va a arrepentirse.

Aunque hay un riesgo que los que pacten con el diablo deberían eludir: que el estilo les hipnotice hasta el punto de que su conciencia no se sienta aludida por los intensos conflictos que hacen naufragar a los personajes. Hay una coherencia entre el estilo y la crónica del desencanto que aborda cada uno de los libros. El desconcierto del estilo se infiltra en el paraíso arruinado en el que habitaban Adán y Eva, aunque se llamen “Teo” y “Carmen”, o “Alberto” y “Ana”. El estilo se decanta en forma de concentrada desesperación. Si en lugar de una novela, Rafael Soler hubiera escrito un ensayo orteguiano, lo habría titulado “La libertad como problema”. Ahora bien, el tono es existencialista. Con una o dos décadas de adelanto, Sartre había caído en la cuenta de que la libertad es una condena, y de por vida.

Las dos novelas de Rafael Soler nos hacen preguntarnos, si, además de estar condenados a ser libres, estamos condenados a estar solos. A “Teo de la selva o de los monos” se le presenta la última oportunidad de rescatar a “Jane” (“Carmen”) en la última noche del año. Y “Alberto”, el lobo solitario, dispone de una semana santa, y apuesta lo que le queda a Menorca, con el fin de salvar su matrimonio con “Ana”. Se conceden un último baile. O tal vez no sea el último.

“Teo” llega a la selva de asfalto de la capital a la que se accede por la Estación de Atocha, lleva una existencia noctámbula, gris, después de la separación. La luz de la ciudad, del hotel en el que se da cita con “Carmen” es artificial. El drama se desarrolla de noche. El desamor que separa a “Alberto”, el protagonista de “El corazón del lobo”, de “Ana” acontece a plena luz. No es una luz cualquiera, es el sol del Levante, que se refleja en el mar que vio nacer a Rafael Soler, y es el mismo que Paco Brines adivinaba desde su santuario de Elca. Esta luz revela que el barco del “capi”, así es como le llama “Fanny”, la novia de ocasión que se ha echado, va a la deriva, pero también ilumina su intento postrero de enderezar su rumbo y su matrimonio.

La partida de sus matrimonios estaba perdida al poco de comenzar el juego. Todos los personajes han sufrido un exilio precipitado de la infancia y la adolescencia temprana, el tiempo y territorio en el que todavía tienes esperanza de encontrar el tesoro, como dicen los libros gracias a los cuales nos iniciamos en la vida. Este país imposible fue el que el propio Soler evocó gracias el poemario “Los sitios interiores”, publicado en el intervalo que hubo entre la publicación de los dos libros. Sin embargo, “Teo” no llegó a ser escritor (a no ser que se decida a escribir “El grito”, como insinúa Soler), como entonces esperaba, tuvo que conformarse con ser periodista, ni “Alberto” se convirtió en pintor, como mucho arquitecto para alicatar los proyectos horteras de los que han medrado en el río revuelto de la Transición. Las dos parejas protagonistas de sendos libros habían proyectado amarse, y no tanto casarse, que es lo que les corresponde en suerte. Les gustaría quererse, pero no saben cómo hacerlo. Ambos soportan su condena, la vida “se los comió” a los dos. Si bien es Adán quien ha echado arena y ha apagado el fuego sagrado que honra a los lares domésticos. Ahora se mueren de frío. Porque, tal y como Oscar Wilde repite en varias de las baladas que compuso en el penal de Reading, “todo hombre mata lo que ama” (“Each man kills the thing he loves”). “He, not she”. Hay en ambos libros pruebas a favor de la existencia de una maldición masculina, la que determina el destino fatal del lobo. El grito o el aullido, en cualquiera de los dos casos, es la interjección impotente del padre fallido, y del hijo aterrorizado, y aquejado de autismo, y del marido adúltero.

Los hijos y nietos de la transición que se acerquen a estas novelas hermanas, que no gemelas, están de enhorabuena, ya que después les quedará todavía por leer “El sueño de Torba”, o “Necesito una isla grande”, o podrán leer, a buen seguro de que lo harán, la imponente obra poética de Rafael Soler, publicada en las últimas dos décadas. En cuanto a los que quieran escribir, después de leer estas novelas, habrán aprendido que cuando uno es joven y se siente apremiado a escribir hay que salir siempre a ganar, nunca a empatar, y todavía menos a epatar.

 

Rafael Soler. Dos novelas de la Transición. El grito y El corazón del lobo. Valencia, Contrabando, 2023

Escrito en Sólo Digital Turia por Guillermo García Domingo

La historia que corre por mis venas

15 de mayo de 2023 09:43:12 CEST

La historia comienza con la sangre que corre por mis venas, y continúa hasta dar con la nutrida flor de mi cerebro. Sin embargo, esta historia no es a expensas de mi cerebro, o de un órgano aislado del conjunto de mi cuerpo. Todo órgano vivo y sano cuenta para esta historia, porque es la historia de mi sangre, y también de la sangre que corre por mis venas.

Pero no es la historia de alguien en concreto, o de mi mismo, es más bien la historia de los que no tienen rostro. Es la historia de aquellos olvidados en el camino. Es la historia de los que recorren la tierra, de los migrantes sin rostro ni tierra. Un desarraigo que comienza allí donde no puede haber más que sangre y tierra, corriendo ambas en paralelo en una huida hacia adelante mediada por la fuerza muscular de cada cuerpo. Es la historia de aquellos que viajan, y que recorren la distancia hasta terminar con su vida e identidad, su tránsito finito de promesas aún por cumplir.

Sin embargo, para personalizar un cuerpo o varios a la vez bajo un mismo discurso, es preciso que hable una voz, que será la mía. Pero no se tratará de una autoridad sobre el resto de identidades a las que yo inmiscuyo en mi historia. Se tratará más bien de una voz narrativa que esclarezca el por qué de este recorrido. Por eso hablaré de mi camino en común con otros desde mi mismo, desde mi autoridad sobre el cuerpo que ostento y que, por su parte, nada dejará atrás en el olvido durante mi recorrido caminante y hablante. A partir de ahora, hablaré de mi mismo y de mi destino caminante.

Continúo a partir de un comienzo, de un flujo en incesante cambio hacia una meta cada vez más lejana. Una meta siempre distante con cada paso dado. Sin embargo, mis pasos son decididos y dirigidos a un destino inevitable. Un destino no necesariamente geográfico, sino un destino de apropiación, un destino hacia el origen de mi identidad.

Un viaje que termina en mi identidad. Y en toda la propiedad que poseo bajo mis pies andantes –una tierra de accidentes y de caminos aún por abrir. Sobre mis pies se erige una fuerza que no cede, y una musculatura que me impulsa a gobernar –con los suficientes alimentos ingeridos— una voluntad por continuar mi camino de promesas, y que no terminaré de cumplir hasta que llegue a lo prometido.

Un migrante, un desarraigado y un errante con un destino prometedor, pero no localizable en un destino geográfico. No soy más que la mancha o la gota sobre un lienzo que, sin su lugar intencional, corre de aquí para allá haciendo de si misma un recorrido que mancha y que deja huella. Sin un lugar en el que quedarme, un lugar que no está en los mapas, puedo hacer de ese lienzo mi tierra. Un lienzo móvil que rota sobre un eje y al que he entregado todo poder de decisión porque no me resolverá destino alguno si me propongo asentarme en alguno de sus territorios.

Es un lienzo o una tierra, un camino que rota sobre un eje y que queda siempre expuesto a los elementos del clima y de la consabida presión atmosférica, los cuales me permiten un entorno o, más bien, un espacio de tránsito de temperaturas templadas y evita que yo muera de frío o sofocado, expuesto como siempre lo estoy a la intemperie. Un lienzo que no hace más que ser por sí mismo, que se reduce a la fundamental fuerza de la gravedad y de cuyos pasos da momentáneamente cuenta aquel trazado que yo mismo marco. Una identidad migrante y sin hogar fijo, con menos proyección en el lenguaje que el que me permite el diálogo con entidades, humanas y no humanas. Y yo, como pintura sobre el lienzo, me muevo manchándolo: porque no hago otra cosa que manchar. Y el resultado no puede ser otro que una pintura en camino, una pintura de caminos, una pintura caminante. Y yo no hago más que manchar con mis pies aquello sobre lo que me deslizo: la identidad del migrante sin más tierra que su propio lienzo móvil de apariencias y de reverberaciones.

Un lienzo con mejor destino siempre que el asfalto no intervenga y ennegrezca con su densa arena bituminosa la tierra sobre la que me sustento. Una tierra a punto de ser caminada, enroscada en sí misma sin más fundamento que la apariencia territorial a la que se sustrae.

La continuidad de la historia que ya ha comenzado y a la cual ya hemos llegado tarde para verla nacer: esa es la historia que corre por mis venas. Es la historia de todo lo habido y por haber. De lo vivido y lo hecho, pero también de lo prometido y lo enviado. La historia que corre por mis venas es la sangre de mi organismo en tránsito hacia la meta de mi identidad.

Soy una mancha porque el paso que ejerzo sobre la tierra es un paso intencionadamente sin lugar ni peso en la existencia. En una sociedad sedentaria, mi paso no puede prolongarse mucho, por eso he de marchar y rotar sobre mí mismo como un eje sobre su centro porque la sociedad no es nómada. Los nómadas recorremos la tierra manchando, pero sin quemar, por eso considero que yo soy alguien que mancho, pero no necesariamente quemo allí por donde pase, aunque se me acuse algunas veces de lo contrario. Soy una mancha que mancha en su recorrido, porque no siempre sobre un lienzo virgen hay una coincidencia entre el color a aplicar y el color aplicado. A eso se le llama mancha, por lo tanto, yo soy alguien que no coincide en ningún lugar. Estoy solo sobre mis propios pies marchantes y manchantes de un arte efímero y perecedero sobre la tierra estoica, pero de todos nosotros.

Mis pasos sobre la tierra son certeros. La dirección tomada podría ser la equivocada, pero para saber eso tengo todo el camino del mundo por delante. Porque no se trata de un camino particular o concreto, sino de uno singular y absoluto. Y puede ser, ciertamente, que lo absoluto sea un camino erróneo. Pero no por ello dejaré de comer y de alimentarme sobre mis pies marchantes, y prohibirme el paso sobre este camino incierto. Se trata de un camino que no puede ser recorrido por sí mismo, ya que su comienzo y su final se conocen de antemano de principio a fin. Pero eso no es lo que me interesa. A mi lo que más me importa, y creo que a todos también, es el tránsito del caminante. Pues no es una marcha forzada, ni obligatoria. Es el camino del mundo que puede hacerse de múltiples maneras y ritmos. Puede incluso que el camino no termine nunca, o que la vida del caminante termine antes de ver su destino. Sin embargo, los que nos quedamos continuamos caminando.

Es el método de lo transitorio ahí donde se nos permite la más rigurosa de las improntas para nuestra preparación antes de llegar a nuestro destino.

Ahí donde comience el camino del mundo es ahí donde nacemos. No nacemos en un lugar intencional, o ahí donde elegimos. Nacemos donde encontramos el camino a la vida: un no lugar en el mundo a punto de ser abandonado. Por ese motivo nadie deja de ser migrante; porque desde que nacemos ya iniciamos la apertura a un horizonte de posibilidad y de caminos. Pues no se trata tanto de dónde nacer, dónde originarse, sino de hacia dónde ir una vez ya estamos ahí, en el punto de no retorno. No es de otro modo que nacer y perecer comparten el mismo punto de identidad terminal: el origen del nacimiento y el destino de la muerte. Sin embargo, esta historia no es para recordar a los vivos o para mantener una tasa concreta de nacimientos por cada generación. Esta historia es para los que se quedan, para los que caminan. Lo prometido es un destino de acercamiento a la más certera de las posibilidades: la muerte. Y, por lo tanto, de alejamiento del más alejado de los orígenes: el nacimiento. Es por ello que la condición del no nato, del no nacido, es la imposibilidad de no ser originado, de no ser caminante de un camino propio. Negado a ser arrojado.

Pero quizá sea ése mismo punto de partida el error de todo comienzo. De todo recorrido posible y posibilitador. Porque el no nacido es alguien imposible y contingente, sin necesidad de darse su cuerpo o su voz. Ese no nacido es todo el abandono posible que dejamos atrás y que olvidamos una vez nos embarcamos en la vida. El olvido de la contingencia de no haber nacido o de no haber sido originados. El nacimiento originador –ese fundamental primer paso de camino a la muerte— es el envío a partir del cual abrirse camino en el mundo. Un mundo de posibilidades allende el lugar de nacimiento. A través del cual somos depositados, iniciados en el recorrido único y de un solo sentido. Exteriorizado por un cuerpo, un rostro y una voz que dominan su volición por terminarlo con la dignidad propia de quien comienza algo; por terminarlo por el solo hecho de haberlo comenzado.

Sin saber a dónde dirigirse continuamos el camino de aperturas y de contingencias. No necesariamente es un camino decidido al milímetro dentro de un conocido abanico de posibilidades, pero sí es un camino ocasionado por la fuerza del nacimiento. Un nacimiento de vida y de camino, y de rotulación de la vida por el camino elegido, pero en ningún caso es un camino único y certero. Es todo lo que puedo decir por el momento: estar forzados a caminar una vez encontramos el mundo bajo nuestros pies.

No todo momento es oportuno para escribir. No puedo escribir mientras camino y mancho. Ahora que estoy sentado, medito y escribo quieto en un banco de la esquina evaluando cuál es el presente mundial. Un mundo que medito yo, en mi haber, únicamente los domingos, cuando acaba el ánimo festivo. Junto a mi texto siempre es domingo. Mi carga expositiva es dominical. El resto de la semana la camino. Mi objetivo último es decir lo que veo.

Escrito en Sólo Digital Turia por Lucas Benet

Las niñas siempre dicen la verdad (2018) y Los planetas fantasmas (2022) de la sevillana Rosa Berbel (1997), ha tenido una buena recepción por lectores y críticos próximos al realismo, a pesar de ser el segundo más complejo respecto a la mímesis de ese corte, realista. La poeta sevillana se presentó con la perspectiva de la edad, funambulismos y circunstancias, reivindicación o denuncia, con dos libros unitarios y colindantes en algunos aspectos. Me refiero asuntos como el desasosiego e incertidumbre ante el futuro, el fin de la infancia, denuncias de género, la relevancia de eros o el deseo, el amor/desamor, a veces envueltos en el sarcasmo, y otros atados a la reflexión con que emprende el camino de la madurez, en su evolución en algunos registros hacia un simbolismo bien trabado en el 2022. Un libro en el que también restaba protagonismo a los asuntos más escabrosos y de género, con que se presentó del 2018, y donde mostró capacidad para sostener un poema largo narrativo con talento en verso libre. La inicial propuesta se ha ido mostrando en su evolución más simbólica, incluidos los guiños a la pérdida de los referentes miméticos en Los planetas fantasmas. Además de poseer mayor originalidad en la perspectiva y envoltorio del imaginario entre el fin de la fiesta y los “cosmológicos”, mayor simbolismo y complejidad, maneras de decir menos directas o declarativas. En cualquier caso, en la poesía de Berbel priman el deseo y el amor/desamor, el sentimiento de pérdida, la incertidumbre ante el futuro de «una generación desalentada» (2018: 719), el sarcasmo, el desasosiego de una edad, entre otros ocasionales como la denuncia de abusos sufridos en redes o por el hecho de nacer mujer (2018). Ciertamente estos ocuparon lugar solo en 2018, muy en consonancia con el momento en que vivimos. Su palabra clara (independientemente de algunos simbolismos y pequeños hermetismos en su evolución) sin ampulosidades, ni logolalias (todo lo contrario), narrativa (cada vez menos, pero presente), sin excesivos riesgos en cuanto a los tropos, poco abundantes, pero propios y originales, supieron hablar de la capacidad para contar un mundo singular en sus desasosiegos, aunque a veces cayera en declarativismos secos. Eran libros subscritos a un querer decirse sin sucumbir a la narratividad huera, sin caer en amplificaciones, y puestos al servicio de contar un haz de conmociones y cuestionamientos, escondidas interrogaciones y emociones de toda índole. En fin, cuanto se ha venido en llamar “Poesía de la edad” desde la perspectiva de una joven (que recuerda haber dejado de ser niños “antes de ayer”) en un momento de tránsito.

La poesía de Rosa Berbel, obviamente, no ha surgido de la nada. Sus anclajes en el realismo de los 80/90, y en las propuestas poéticas del fragmento y malestar del 2000 de esa tendencia, parecen insorteables. También las deudas con la evolución del realismo desde el particular silabeo, procedimientos retóricos y fórmulas me sugieren aplicadas lecturas de Carlos Pardo (también diferenciadas), en lo fundamental. Evidentemente solo son eso, ecos y rastros de aprendizajes, diferentes en algunas cuestiones, en otras no tanto, como las que adopta ante la incertidumbre (algún eco de Gil de Biedma, igualmente, en «Sisterhood»). En cualquier caso, y fuera ya de ese ámbito del origen, su propuesta alterna poemas relativamente largos y breves que se combinan y alternan entre pespuntes simbólicos, analogías y los símbolos del tiempo o del paisaje, por ejemplo, entre otros domésticos, que intentan ejemplificar el momento emocional del yo y su circunstancia, junto a otros más declarativos o preocupaciones intelectuales (la belleza). Si en algo destaca Rosa Berbel es en el saber contar perplejidades y situaciones emotivas, con una sobresaliente capacidad de análisis de las sensaciones del tránsito desde la adolescencia a la madurez. O, si se prefiere, ese estar en el alambre y en las inseguridades del amor/desamor, las perspectivas inestables o inescrutables, la reivindicación del deseo desde el ser mujer. También su problemática, a veces no muy deseable, como el ser víctima de la violencia de género, frente a la pureza del amor y el deseo. Sin duda la escritora sevillana sabe construir libros unitarios, narrar con acierto, zambullirse en el análisis de todas esas emociones, transmitirlas con crudeza y profundidad (pienso en «El final de los ritos» (2022: 53), estupendo), aunque haya lugares vacíos, pretenciosos o intrascendentes poéticamente y vacuos. También parece bastante exagerado escribir cosas del tipo, la “calidad excepcional de sus poemas”, como hace Fernando Aramburu, el buen novelista de Patria y formidable escritor de crónicas de fútbol. No me lo parece. No le hace ningún bien además al estupendo y apetecible decir (de una sola manera, el verso libre, y con registros tonales próximos), de la poeta sevillana. Excepcionales son César Vallejo, Federico García Lorca o Pablo Neruda, por ejemplificar por lo breve. Por eso cuando Luis Bagué, habla de la irrupción de un Big Bang lírico, me parece igualmente muy desproporcionado con la realidad de sus poemas, aunque sean libros inteligentes y de poesía que así puede llamarse, en sus diferentes calidades, donde también hay sobrantes. Mucho más ajustada (y cauta) me parece la opinión de Luis García Montero en Infolibre, al hablar de honradez saber mostrar el sentimiento, de no temer hacerlo, y abordar una interrogación sobre la propia identidad desde un presente que reflexiona sobre los avatares del futuro y el pasado (oscureciéndose).

Las niñas siempre dicen la verdad (2018) plantea desde el poema prólogo y su relevancia en indicar un sentido, una nueva situación personal y emocional frente a «(…) aquel tiempo extraño, /los amigos se habían mudado lejos/los lugares antiguos de la infancia/ se habían transformado para siempre/ con la prisa salvaje de los años perdidos» (2018: 9). Y añade «Aunque quizá todo esto/ahora no nos baste» (2018: 9). La cursiva del ahora marca esos dos tiempos a los que va a recurrir a lo largo de todo el libro, aunque no solamente, pero a los que confiere relevancia clave, ratificada con la cita de Rosana Acquaroni: “Y que no recordabas/que la infancia termina/cuando se incendia el bosque de los niños” (2018: 13). Con ese prolegómeno se da comienzo a las cavilaciones: «¿No era esto madurar: elegir cosas/y esconder la elección a los demás?» (2018: 15) …o, tras un juego infantil rememorado, el de girar hasta marearse, la capacidad enigmática, misteriosa, hermética y sugerente de los trazos en el aire que se abandonan, en ese mundo de analogías ajustadas con el vértigo: «Pero el hallazgo era nuestra suerte:/descubrir que los trazos del cuerpo y sus excusas/ condicionan el resto del paisaje» (2018:16). Trazos que se dejan y vértigo en el presente…

En la primera sección del libro y la “extrañeza” de la «Niña que no reconoce su cuerpo» (2018: 17), cuenta en «Deseo» (2018: 17), el despertar de una pulsión de la que se puede ser víctima. Y así ocurre, con explícita referencia a en el título a la película Sisterhood, donde el acoso en redes es protagonista: «No sé si es suficiente con la rabia, / las múltiples aristas del carácter, / no sé si protegernos suficiente/ la piel o la memoria de los abusadores» (2018: 21). Un asunto sobre el que vuelve en el poema que da título al libro, Las niñas siempre dicen la verdad. Los hombres, frente a las mujeres víctimas de ellos, son vistos como mentirosos, matan a sus esposas y abusan de niñas. Otro estupendo poema reportaje, por decirlo a la manera de José Hierro, donde se recorre no solo el abuso, sino las consecuencias del mismo en la víctima y lógicos sentimientos de odio. Poemas con sus correspondencias en «Retrato de familia» (2018: 23) donde el amargo sarcasmo, muy presente en su poesía se aplica al concepto de “familia” irónicamente, pues marca lo contrario, el desamor, y más visto desde los ojos de la niña en medio del conflicto y voz del mismo. Todo concluye, como no podría ser menos, en la desazón, y en el deseo de que la mujer león del poema «Frente a Dythrambe de Leonor Fini» (2018: 33), saltara del cuadro y agrediera a los hombres, aunque sea un imposible y reconozca: «la anécdota es/ solo una anécdota, / una mota de polvo/ sobre el gusto impecable de la historia (2018:34). En cualquier caso, y pensando en la Poética de Aristóteles (1.448ª), los pinta como Dionisio, tal como son, y denuncia.

Planes de futuro (2018: 37), título de la segunda parte y del poema que le da nombre, retorna a esa mirada ácida y sarcástica, proyectada en esta ocasión sobre un cuestionamiento de la realidad (desde sus amargos augurios en los que, seguramente, no querría verse), de una familia media en mitad del camino de su vida, y sus «miedos felices» (2018: 43). Ironías que llegan a «Femme fatal con prisa» (2018: 58) y que se agrían en «Sala de espera para madres impacientes» (2018: 67), donde continúa el desasosiego y la reflexión, agria y sarcástica, sobre la circunstancia de la mujer que «no debe cambiar nunca sus horarios/ por asuntos exactamente propios» (2018: 68) entre otros asuntos próximos y tratados con ironía amarga. En cualquier caso, además de esa incertidumbre ante el futuro o «el peso de la vida con sus dudas» (2018: 48), late en el libro un tono agrio y de denuncia, que ha gustado por ello y por la indudable unidad de mirada, amén de por su accesibilidad. Y no les falta razón desde esa perspectiva, próxima a los reportajes de José Hierro, salvadas las distancias, pero donde me parece que aún falta un poco de magia en el saber decir en conjunto, aunque haya excepciones. En cualquier caso, Rosa Berbel mostró talento y capacidad para sostener el poema largo narrativo espléndidamente.

El libro de referencia, Los planetas fantasmas (2022), arranca con una cita de Juan Luis Guerra: «Es un amor que contamina» (2022:13), para hablar de amor y deseo, inseguridades ante el futuro, de inestabilidad económica, precariedad, en un libro de referencia del contarse desde lo joven. La primera parte viene trufada de todo ello, poemas de deseo y amor/desamor, soledades, con un tinte hermético en ocasiones y un querer decir más de lo que en realidad dicen como en «Gota fría» (2018: 25). Otros estupendos, caso de «El final de los ritos» (2022:53) donde los cambios hacia la madurez le llevan a comparar etapas o «aquel tiempo en que mudar/era solo mudarse (2022: 31). Se trata del momento en que se ha perdido el miedo a los enigmas, también la acritud de algunos momentos primer libro, y donde priman los interrogantes e inseguridades, el desasosiego a pertenecer en el futuro a la insuficiencia material de cierta clase media (vista con sorna agria) y el «no logramos llegar a fin de mes» (2022: 39), junto a las miradas sobre “la fiesta” y el “final de la fiesta” de la inocencia (quizá con un guiño a Carlos Marzal, pero con un tono y sentido diferente).

La sección segunda y con el poema que le proporciona título «La conquista del paisaje» (2022: 57), vuelve sobre el modo de hacer narrativo y simbólico de una situación emocional y sus incertidumbres. Y así la «ficción del oasis pareció sostenernos/por un tiempo. Nos protegía la idea del refugio, /el recuerdo del agua nos saciaba/. Suceden tantas cosas mientras nos falta el agua…/ Sin embargo, el deseo/ es una lengua única.» (2022:58). Sin olvidar la reflexión posterior: «El ojo del futuro se abría a nuestros pies/y dentro de él veíamos a Dios. /O a un enigma de Dios. /Tan real en su textura/como una alfombra mágica» (2022: 59). «El ojo del futuro» se abría ante sus pies como un precipicio, parece decir contextualmente, y donde irrumpe ese breve irracionalismo del «enigma», más o menos identificado con la idea del enigma de la divinidad, al que había renunciado explícitamente en el libro anterior, o donde confirmaba el sentido, simbólico en este libro, mucho más que en el previo, sobre el amor o la vida: «Una existencia breve, dispuesta a la esperanza» (2022: 21), o ese «Velar por el futuro» (2022:69) o  «proteger el futuro/de las desolaciones del lenguaje»(2022: 73). O, si prefieren, «Ignoramos aún lo que seremos» (2022: 53), el «futuro impermeable (2018: 10) o «inescrutable» (2022: 49), a la par de los deseos de olvidar la familia y «librarnos de su historia» (2018: 33). Ese pasado pesa y lo deseable está por llegar: «Cuando digo mañana nos convoco» (2018: 41). «Cuando acabó la fiesta», tercera de las secciones, aborda el sentido de la magia, el deseo y la celebración del deseo. O  la insoportabilidad de la belleza desde los lenguajes “impuros” que apelan en este caso a un simbólico espacio doméstico con el explícito título: «Limpieza general» (2022: 67) y la hermosa mancha de la belleza, la belleza que ensucia y atrapa, entre sensaciones de extrañeza «una virtud alegre/un esplendor que bulle/que explota y nos alcanza» (2022:73).

Así, bajo ese «paisaje extraterrestre» (2022: 79) donde ha situado su extrañeza y estado emocional, preocupaciones y pulsiones, en esos «planetas fantasmas» y en su travesía por el «paisaje obligatorio» (202: 81), ha esquivado el realismo del libro anterior «traicionando del todo/ el referente» (2022: 83), pues la poeta desea escapar del paisaje real, cambiarlo, pues «Ni los mundos posibles/ni los mundos reales/ existirán jamás para nosotros» (2022: 83). El libro ha trasladado el discurso a un plano simbólico, que desea explicar bajo la palabra «devoción» (2022:86), en el poema de cierre del libro y el ciclo mágico de la simbólica irrealidad, de manera explícita. Siempre dentro de esa arquitectura de la “fiesta” que se acaba, y esa imaginería plena de imágenes amorosas en un libro que empezaba con «Nuevos propósitos» (2022: 15) y donde «La fiesta había acabado para siempre» (2022: 15) o «La fiesta terminó/ y la casa ya no es nuestra casa» (2022: 85). 

Canción de juventud, y sus satélites, esta de Rosa Berbel, vividas desde una mirada que mantiene que «El poema se construye en la verdad» (2018: 44), aquí y ahora, añade, como poética, junto a la belleza impura. Verdad que sitúa a la autora en un camino que va desde cuanto M.L. Roshenthal llamó poesía confesional en un célebre artículo, «Poetry as confession» escrito para The Nation en 1959, a la denuncia de género y su puesta en escena pues «lo personal sigue siendo político» con Kate Miller. El término confesión no implica un realismo mimético al ciento por ciento, obviamente, sino también la traslación de problemáticas y cuestionamientos, afianciamientos: «Hemos perdido el miedo a los enigmas» (2022: 35), por citar alguno de los muchos posibles. En el caso de Berbel priman los del amor y la incertidumbre, entre otros ya señalados, y que imantan Los planetas fantasmas. Un libro bastante distinto al inicial, Las niñas siempre dicen la verdad, pese a ciertas contigüidades de asunto, pero donde el tono y la fórmula giran hacia un imaginario más complejo, simbólico, ambiguo y fantasmal. «Las emociones crean realidades» (2022: 19) y también fantasmas atados a analogías con el paisaje y el tiempo de los que, con originalidad, se ha servido también para asumir contar el presente, la des/esperanza y el deseo. Y lo ha hecho de manera muy convincente, compleja y apetecible, para convertir estos dos libros en poesía, que así puede llamarse, desde la exclusividad del verso libre como única propuesta en ese sentido. Sin duda algunos críticos han exagerado sobre su alcance, o eso me parece, pero lo cierto es que la poesía de Rosa Berbel, sobre todo este último libro, está entre los mejores que he leído de poesía joven española, junto a los iniciales de Julieta Valero, o Ana Gorría de Clepsidra (2004) y Araña (2005) o Los salmos fosforitos (2017) de Berta García Faet, entre otros. El volver a cantar desde el yo, con claridad y oficio, verosimilitud y mundo personal, nos ha traído la grata sorpresa de la poesía de la joven poeta sevillana Rosa Berbel desde el realismo (cada vez más simbólico), para completar un panorama donde el irracionalismo parecía tener en los últimos años más presencia.

 

Rosa Berbel. Las niñas siempre dicen la verdad (Hiperión, 2018) y Los planetas fantasmas (Tusquets, 2022)

*Fotografía de Fátima Rueda.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

“Elenco” o la vida total

2 de mayo de 2023 11:32:09 CEST

Elenco es lo más sorprendente que he leído en mucho tiempo. Un aparentemente anodino narrador, que me ha podido resultar tan antipático como a veces yo a mí misma, me ha enseñado que nuestro tiempo y nuestro espacio no son los que nos cuentan.

En el acuerdo de inventar días perfectos hay una esperanza, aunque la biología trame lo suyo. El entusiasmo está en quien lo ha perdido todo y le queda hacer su propia coreografía con el elenco de sus seres queridos en el espacio que anula el tiempo. Todo, escondido bajo una fina ironía utilizada como trampantojo. A veces me he topado con frases imposibles, pero supongo que serán parte de la novedosa técnica narrativa. Me ha gustado mucho.

Pese a su brevedad, su trama aparentemente anodina y sus frases a veces imposibles, en una novela donde en un principio parece que no se cuenta nada, al final he terminado pensando que se cuenta todo. El narrador acaba siendo un alter ego del lector. Para las expectativas del mundo puede estar acabado, pero está extraordinariamente vivo.

Elenco nos lleva por ciudades míticas que son como una contraseña para acabar llevándonos a ciudades sin nombre, escenario de una vida inventada. Pero antes nos pasea por todos los temas "existenciales" desde otro sitio: la paternidad será tener dos madres y no ser padre, el amor será los amores, el sexo no será el procreativo ni el pornográfico, sino algo muy distinto. La muerte es otra muerte. La escritura será el medio por el que no se cuenta la historia oficial y registrará el acuerdo de inventar un verano, escritura delegada si hace falta. Un animal será el depositario de la memoria.

En esta novela, la filosofía deja de ser ideas prestadas para convertirse en la sabiduría. La amistad será otra, otros el arte, el vecindario, el mar. Todos los temas y ninguno, narrados en primera persona, dan una narración amable de la que surgen los diálogos, van y vienen los personajes, las situaciones y la atención del lector cautivado por una prosa artesana donde cada frase y cada palabra están engastadas en un trabajo fino de connotaciones y resonancias cercanas al poema. Elenco no es poesía novelada; es novela a la que puedes volver. No se acaba en una sola lectura.

Un placer y un privilegio la lectura de esta novela que no puedo dejar de recomendar. No hay otro espacio ni otro tiempo que el del "baile". No hay más verdad que la coreografía con el elenco de los seres queridos. No hay nada más esperanzador y optimista que "el entusiasmo fruto de haber naufragado ya del todo". Sólo desde ahí se accede a una vida total.

 

Álvaro García, Elenco, Lleida, Milenio, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jana Calvo

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