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Configurar sentido descendente

En la poesía de los verdaderos poetas siempre se termina reconociendo un mismo espíritu. Tal vez sea este el mejor antídoto contra las banderías entre poetas que en el fondo, ante la poesía verdadera, no pueden sino diluirse. Comienzo con esta aseveración porque, resulta obvio que cuando uno se acerca a la obra de Mª Ángeles Pérez López percibe que se encuentre ante una gran poeta, una poeta grande y verdadera.

Una vez señalado esto, me atrevo a erigir otro postulado, que no es sino el de que dos son los elementos esenciales para que se dé una poesía de calidad: el conocimiento de las técnicas poéticas en su más amplio sentido, por un lado, y la posesión de una mirada ya sea inspirada, intuitiva o ambas cosas a la vez, por otro. Por lo que respecta al conocimiento, su adquisición puede conseguirse con dedicación y tiempo, aunque también hay que decir, sin faltar a la verdad, que no siempre está al alcance de cualquiera. En cuanto a la mirada poética… tan sólo los dioses conocen a quién se la otorgan y las razones que para ello tienen.

Me llama enormemente la atención cómo una joven Alejandra Pizarnik, con tan solo 21 años, había descubierto ya la necesidad de los dos elementos antes señalados: escribe en su diario el 27 de octubre de 1957, tras haber leído a Neruda, a Rilke, a Holderlin: “Descubro que mis poemas son balbuceos. Necesito leer más poesías, averiguar la forma, la construcción”[1].

María Ángeles Pérez López parece congraciada con el conocimiento y con los dioses a la vez, tiene ambas cualidades y, lo que me resulta más sorprendente aún, ella ha conseguido con el tiempo ir puliendo su mirada como quien a base de ejercicios logra reducir sus dioptrías mejorando así la vista. Si difícil resulta ya tener un don, mejor es aún tener la capacidad de mejorarlo.

Si tratásemos de definir a grandes rasgos y de un modo rápido la poesía Mª Ángeles Pérez, y en concreto el poemario último, Fiebre y compasión de los metales, cabría decir que se trata de una poesía mimetizada con los objetos y el material del que borbotea los poemas. El lenguaje es rico y complejo, basta para ello con echar un vistazo a los títulos. Algunos de ellos enarbolan sintagmas con palabras tan hermosas como ángeles, luz o canción, abrazadas a otras que nadie osaría ubicar junto a ellas, como caída, lanzar o acero. Sintagmas que juntos hieren y hacen sangrar. La proliferación del adjetivo rojo entre los versos combina a la perfección con el color de las guardas de la colección de Vaso Roto en que se ha publicado el poemario. 

Todos los poemas de Fiebre y compasión de los metales tienen una enorme profundidad expresiva y no pocas veces uno llega sobrecogido hasta el último verso, ante el que se frena en seco como ante un abismo... O, mejor aún, tal vez los últimos versos no sean sino un precipicio desde el que echar a volar: la luz y la vida, de uno u otro modo, están  presentes en todos ellos. En una primera ojeada a este poemario, la poesía de MAPL pareciera como si se hubiera, en cierto modo, oscurecido con el frío y –quién sabe si también, como ella escribiera hace tiempo– con “la alquitara caliente del afecto/ en que fermenta el tiempo y su uva negra”[2]. Diríamos que ha adquirido con ello hondura y profundidad.

Si decidimos adentrarnos en el tupido bosque de los metales que constituyen los veintisiete poemas aquí fraguados (un número, por cierto, no casual en la lengua española) nos encontraremos con una colección de poemas afilados que harán sangrar al lector con la misma delicadeza con la que una hoja de papel nos muerde sin saber nosotros cómo. Si se leen con atención, dejándose llevar por los vericuetos tridimensionales que los constituyen, la intención de quien los ha escrito se podrá ver cumplida al conseguirnos impactar intensamente, logrando sorprendernos ante cómo la vida no es tan simple como pensamos.

En este sentido, como esos frutos secos, como la nuez o la avellana o la almendra, estos poemas no se abren fácilmente para los no iniciados. El lector, como el ejecutante que requiere una concentración especial ante la partitura o como el budista ante su koan, deberá esforzarse, desdoblarse, contorsionarse incluso para seguir los propios movimientos del poema que multiplica en sucesivas lecturas la sonoridad de su sentido. En un acercamiento primero es esta una poesía que engancha, siendo esta atracción inicial la que desliza en nosotros el deseo de volver a ella. Ese acercamiento detenido que se requiere del lector es, en definitiva, el que permite alcanzar la belleza de esa Petra oculta entre sus páginas. Es todo, al fin y al cabo, una llamada de atención ante la no menos oculta vida de las cosas, ante el alma de lo inanimado. Como leemos en el poema “Lo amputado”:

Quien amputa sonidos, no percibe

que en la palabra bosque, late el árbol

y en la palabra rama, la madera.

Que está el viento dormido en el violín

y la piedra en la tierra y su traspié

como están en la casa el pan y el hambre,

las vocales abiertas de la boca.[3]

Y es, probablemente, a partir del momento en que se toma conciencia de esa llamada de atención ante lo que acabo de denominar la oculta vida de las cosas, cuando el lector comienza a percibir la hondura y belleza de esta escritura. Es más, cualquiera que haya venido siendo en años anteriores fiel a esta autora habrá ido enriqueciendo la comprensión de su estilo, pues ella ha ido haciendo partícipe al lector de la transformación multiplicada de su modo de versificar, con una música perfecta basada en el endecasílabo, y de sus imágenes prodigiosas, centro y eje fundamental de su particular modo de ver el mundo. De hecho, su mirada continúa diseccionando lo que ella denominara hace 20 años con gran acierto “el andamiaje de las cosas”[4]; y también, en palabras suyas, sus “voces escondidas”[5]

Digamos que hay un lenguaje violento, tan solo en apariencia, pues en cada verso late una inmensa ternura de madre y de mujer, haciendo del dolor una belleza extraña, difícil de armonizar porque es consciente la autora de que el mundo no es como debiera, de que no es del todo sincero dibujar con palabras una felicidad que no es totalmente real ya que, a pesar de su temblor y de nuestra piedad para con él, el mal existe. Sin embargo, las palabras lo pueden mitigar. O al menos eso intenta la poeta. De ahí que, en Fiebre y compasión de los metales, la violencia –expresada lingüísticamente mediante esos oxímoron fantásticos– es cordial, amabilísima, dulce.

Claramente las cosas no son como parecen en Fiebre y compasión de los metales. Pero quién ha dicho que la poesía deba ser siempre clara. Este enigma incordiaba también a Alejandra Pizarnik, que se preguntaba y respondía a sí misma de la siguiente manera:

¿por qué me gusta leer la poesía luminosa, clara, y casi execro de la oscura, hermética, cuando yo participo –en mi quehacer poético– de ambas? […] Pero, Alejandra, en el fondo de los fondos, –concluía esta autora– ¿qué es claro y qué es oscuro?[6]

En este contexto, llama la atención poderosamente hasta qué punto el germen de Fiebre y compasión de los metales estaba ya en La sola materia, hace veinte años. No por los protagonistas, ya saben: la cafetera, la bañera, los distintos elementos que componen el dormitorio, no por los personajes, que aún habían de perfeccionar mucho su técnica, sino por algo más profundo y sobrecogedor que es, en definitiva, la prueba clara de que este poemario que hoy leemos existía ya en la autora, quién sabe desde cuándo. Un gran poeta puede estar cobijando durante años una semilla lírica hasta que esta cobre forma definitiva, hasta que esté al punto, por utilizar un símil gastronómico.

Hay días –escribió la autora hace dos décadas– en que sueño con escribir un libro

sobre cómo desprenderse de las cosas

y evitar el recuerdo del abridor de cartas

mellado por el golpe de una mala noticia,

también el del separador de poemas de tela

que vino por el mar y cruzó medio mundo

para asfixiarse en el exceso

o en el delirio.[7]

Antes de percibir y hasta de asumir la fiebre de los metales que nos desvela este poemario hay, para el lector, una doble frialdad envolviendo los objetos en torno a los que María Ángeles Pérez López despliega sus versos. Está, por un lado, la cortante gelidez del acero que sustancia en sí el frío del propio material, inanimado en su origen, que lo conforma y perfila. Pero hay también, en segundo lugar, otro frío diferente. Me refiero al que se intuye emocionalmente cuando se piensa en el mal que puede generarse con los objetos descritos y, sobre todo, en el daño y en las heridas escondidos tras las alegorías de la autora. Porque, si no lo hemos dicho ya es hora de avanzarlo, los metales inician otra era, una de aleaciones fuertes entre la historia y la muerte. La propia autora bosqueja esta evolución en los primeros versos del poema “En el aire, la piedra” (p. 35).

No son hoy los objetos inocentes de ayer los que la escrutadora mirada interior de la poeta expone. Hay un antes y un después de los metales, y así como sin ellos no existirían los oficios individualizadores, no es menos cierto que muchos de ellos se encuentran asociados a la violencia implícita en la especie. Es metálico todo cuanto nuestra especie ha creado para destruir vida y en lo que la mirada de la poeta se adentra para escuchar sus gemidos: tijeras, cuchillo, bisturí, cuchilla, aguja, hacha, anzuelo, arpón, martillo, punzón, hoz, flecha,… Es metálico aquello que da la muerte y con ella llevan los metales el frío hasta los cuerpos de los vivos.

Pero a la vez que el frío de la muerte, está la vida que cobran en la poesía de Mª Ángeles Pérez todos los objetos columpiados por sus versos. Esa vida es la que inicia el proceso febril y compasivo que la poeta percibe y describe. Por ejemplo en el primer poema, “Tijeras que no” (p. 13), que no puede ser casual. Esas tijeras que a semejanza del soldadito del cuento infantil se acercan al fuego que destruye y purifica:

Tijeras que soñaron con ser llaves

acercan su metal hasta la llama

[…]

Tijeras que no quieren ser tijeras

Y acercan hasta el fuego su pesar

Marca ya este primer poema, y pone tras su pista, cierto intento de evitar ser lo que se es. Esta constante en el poemario, atravesado por objetos metálicos punzantes que rehúyen de uno u otro modo su función, deja su impronta sobre el lector, quien, ante el arrepentimiento del metal, no puede evitar sentir piedad. Las tijeras que renuncian a una esencia que rechazan están diciendo al lector que no estamos ya ante la sola materia, pura en su inocencia, sino ante algo más, una funcionalidad de la que no siempre se está orgulloso.

En esta misma línea se manifestarán otros metales que el sentir de la poeta elige ver en actitudes reconciliadoras con la vida. La ternura se nos muestra cuando el martillo acaricia la pared (p. 27) y la nobleza se apodera de los objetos dañinos y los dignifica, y por un momento, el que dura la lectura de un poema, todo se transforma y el mundo se muestra distinto a como es. Es profundamente literario ese afán de guiar a los objetos en sus contorsiones hacia la humanidad o la animalidad. La poeta logra atisbar, así, toda una serie originalísima de metamorfosis: “Tijeras que soñaron con ser llaves” (p. 13); “la grúa que sueña con ser pájaro” (p. 19); “la cuchilla [que] se eleva en el insomnio./[y] Parece un animal inofensivo” (p. 20); “[el hacha que]Duerme […] su sueño de madera” (p. 25); el anzuelo que muerde “con su boca” o los arpones que exudan un“[…] miedo/ metálico […]” (p. 26); “el martillo [que] acaricia la pared” (p. 27); “el punzón reconcilia los oficios” (p. 28); “el óxido [que] violenta las encías”, “ganchos de carnicero que desangran/ pulmones sonrosados de animal” (p. 29); “la brújula que siempre mira al sur” (p. 32); el “[…] cuerpo de la flecha/ [que] recuerda que nació para la altura” (p. 41); …

Esa atribución de vida a aquellos objetos o elementos que carecen por su propia naturaleza de ella constituye uno de los dones de la mirada de MAPL. Es esa llave para acceder a otra realidad (no exenta de cierta forma de ver comprensible, por otra parte, en una profesora que se diría caída de pequeña en la marmita del realismo mágico) lo que la ha dotado de una sensibilidad extrema que nos resulta familiar en otras poetas del otro lado del Atlántico.

En este sentido, el complejo proceso de fabricación de la metáfora ha ido fraguándose en la poesía de MAPL de la mano de la perfección de la técnica literaria durante años. Y al final, como escritora grande que es, siempre llega a la orilla de la madre de las metáforas: la palabra como el arma más afilada, aquella que en definitiva la empuja a ella como poeta al centro de la platea. El poema se convierte, entonces, en el único espacio donde es posible purificar el material duro del que está hecha con frecuencia la vida. En el poema “Correas” escribe:

Omnívora y febril, también elige

pedirle compasión a los metales,

pedir a los grilletes que liberen

su presa con un tajo del puñal

que brilla como un sol inesperado.

Que las correas suelten las palabras.

Que sean compasivos los metales.[8]

Pero no nos engañemos porque los objetos no son sino excusas para hablar de algo más importante que se encuentra más allá del acero y los metales. Tal vez de esa labor de encubridores derive esa compasión que enriquece el título del poemario. Hay pues, indagando y a través de las imágenes, un espacio interior donde en el corazón de la cebolla está lo más tierno y vulnerable. Así, por ejemplo, en “Cuchillo”, cuya lectura vuelve del revés la sensación del lector del primer verso hasta el último, del “carnicero” que “afila su cuchillo”, hasta el final, cuando “tiembla la mano que ha de ser exacta./ Si escribe carnicero. Si inocente”.

Escribir sobre el dolor también es generarlo, parece decirnos la poeta, pero también curarlo. Solo hay que escuchar la “Canción de acero” donde se yergue alzada la palabra resistente frente a todo: “Contra el filo cortante,/ contra el tajo/ opone el alfabeto sus alfiles,/ sus veintisiete piezas extenuadas,/ resecas como hollejos que pisaron los pies de la vendimia y la belleza,/ y en los que aún se destila la alegría”. Las palabras en su compasión pueden ser salvadoras frente a las heridas, y por esto lloran las vocales con el dolor de Melilla en el poema “La cuchilla”, o leemos “en el temor se enferman las vocales” en el poema “Correas”, y la poesía pasa a ser, en consecuencia, el espacio taumatúrgico que puede dar cobijo a la alegría. Late toda una concepción de la vida y la escritura, toda una filosofía del estar y ser en el mundo que se deja entrever en estos versos.

Es, sin duda alguna, el incremento de la carga social lo que ha hecho variar el peso molecular de su poesía con el paso de los años en Mª Ángeles, que ha ido en sus sucesivos poemarios adensando sus imágenes hasta extremos inimaginables. Los versos de MAPL se vuelven así metálicos y sufrientes a medida que se adentran en lo que sus ojos y su boca sienten, a medida que transcriben todo aquello que los objetos, la vida toda en definitiva, ofrece a quien sea capaz de verlo. Basta un segundo, un pararse y tocar ese acontecimiento que pone en marcha el poema como un aleteo que retoma la saltarina travesía de la mariposa. 

Son ahora los objetos y el acero quienes laceran las formas de la poesía y a la propia poeta, y la página en blanco se deja manchar por todas las heridas del mundo. Así, en Fiebre y compasión de los metales MAPL parece acercarse al lector partiendo de la idea de Alejandra Pizarnik cuando escribe, allá por los prodigiosos veinte años de su corta vida: “Soy una enorme herida”[9]. A lo que nuestra poeta responde (“El bisturí”, p. 18):

En la asepsia que exige el hospital,

El bisturí recorta el corazón

De la página blanca del poema,

La sábana que tapa el cuerpo del enfermo.

Es en este sentido, por tanto, la vida ante la no vida lo que este poemario nos revela y describe. Tal vez sea uno de sus más luminosos ejemplos el poema “Caída de los ángeles”–que yo le pediría a ella luego que nos leyera–, en el que obtiene la más pura belleza de lo que no parece sino una trágica derrota, la levedad primera que deriva tras el golpe en el dolor. También conseguir esto es uno de los logros de la gran poesía. O ese bellísimo y simbólico último poema “El cuerpo de la flecha”, que “recuerda que nació para la altura” y cuyo último verso: “En ella beben luz ramas y pájaros” supone un broche final a todo un hermoso poemario lleno de ecos y reflejos.

Voy terminando. Cuanto más pura y verdadera es la poesía con mayor dificultad, pero también con mayor belleza, surge a borbotones del interior de su artífice. Ya sean los balbuceos sanjuanistas, ya la impotencia del último desgarro poético de nuestros días.

Una vez más –nos dice Alejandra Pizarnik– el lenguaje se me resiste. No el lenguaje propiamente dicho sino mi deseo de conjurar mis deseos por medio de una detallada descripción de lo que deseo ver en alguna realidad hecha del material que quieran con tal de que no sea de palabras ni sobre el blanco temible de una hoja de papel[10].

En Fiebre y compasión de los metales María Ángeles Pérez López ha ejemplificado ese hermoso viaje de vuelta que tanto esfuerzo le suponía a Pizarnik. Adentrarse a través de la mirada en la herida de las cosas y regresar desde allí impulsada por la necesidad de testificar, y salvar, lo vivido sobre el papel. Lo cierto es que Alejandra Pizarnik hubiera sido una buena lectora de este libro. Ella hubiera sangrado al leerlo, página tras página, reconociéndose en los distintos dolores que aúllan, a pesar de la mitigación de las palabras empleadas por su autora, en el poemario.

Si digo que con Fiebre y compasión de los metales podría explicarse la situación actual de nuestra especie y del mundo tal vez crean que exagero. Pero, a pesar de todo, en él yo he visto, con un estupor semejante al de Juan cuando escribió el Apocalipsis, desfilar ante mí todos nuestros pecados: la muerte de los inocentes (“Cuchillo”, p. 14); el racismo (“La sinagoga”, p. 15); la deforestación (“Canción de acero”, p. 17); la pobreza (“Hocico”, p. 19); la emigración (“La cuchilla”, p. 20); el egoísmo que impregna los trabajos (“El punzón”, p. 28); el dolor de la pobreza, la sequedad de un planeta castigado, el expolio de las heridas que causan las palabras, el mal generado. Pero también he percibido al leerlo la otra parte: la muesca de luz que se restituye, el caudal, el bucle de calor, el amor salvaje a las distancia, un alto pájaro que no duele, el viento la alegría, la roja ceremonia de vivir… Y el sentido arrepentimiento que el doctor Jeckyll espera que se dé en Mister Hyde en el último momento.

De esta manera, podríamos concluir que Fiebre y compasión de los metales alza la voz por una doble confianza: en el hombre como especie y en la palabra como instrumento para hacer las cosas de otra manera. La confianza en la palabra como mesías liberador se aparece de manera explícita en no pocos de los poemas: “Las palabras también piden ser viento/ que arrase los paisajes de la usura”, leemos, por ejemplo en “El yunque” (p. 34). La confianza en el hombre es un recurso metafórico más de la autora, quizás el principal de toda la obra. Sí, tal vez estaba a la vista pero no lo hemos descubierto hasta este último momento. Los metales somos nosotros, los hombres y mujeres cuyos afilados extremos tajan cuanto tocan hiriéndose unos a otros en sus relaciones. Hombres y mujeres imperfectos, con dificultades de comunicación entre nosotros que acarrean problemas de relación de todo tipo; hechos de distintas aleaciones y también arrepentidos con frecuencia de nuestros actos.

Y María Ángeles Pérez López lo ha escrito con una ternura inexistente, por desgracia, en la realidad, alambique ella misma, desde el que el dolor vierte en el papel, y ante los ojos de los lectores asombrados, una intensa y radiante luz.

 

 



[1] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, p. 197.

[2] María Ángeles Pérez López, La ausente. Cáceres: Diputación Provincial, 2004, p. 61.

[3] María Ángeles Pérez López, “Lo amputado”, en Fiebre y compasión de los metales. Madrid: Vaso Roto, 2016, p. 37.

[4] La sola materia, p. 15.

[5] Ibídem, p. 9.

[6] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, pp. 217-218.

[7] María Ángeles Pérez López, La sola materia. Alicante: Aguaclara, 1998, p. 37.

[8] “Correas”, pp. 29-30.

[9] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, p. 196.

[10] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, p. 436.

Escrito en Sólo Digital Turia por Asunción Escribano

Más hambre que un maestro de escuela

29 de agosto de 2016 11:51:48 CEST

            La frase proverbial “Pasar más hambre que un maestro de escuela”, hoy en nuestra sociedad afortunadamente ya casi en desuso, procede de la mísera situación económica por la que pasaron los maestros en el siglo XIX debido a lo escaso de su retribución y, en muchas ocasiones, de lo incierto de su percepción, pues los órganos pagadores eran los ayuntamientos, cuyos alcaldes en lo último que pensaban era en pagar a los desdichados maestros, quedando muchas veces su manutención al albur de la peregrina voluntad de los padres de sus alumnos, siendo frecuente que llegaran a pasar hambre y, aunque parezca increíble, llegaron a darse casos incluso de muertes por inanición.

            A los maltratados docentes no les quedaba más arma que denunciar por escrito su situación en la prensa especializada, auténticas heroicidades editoriales que sobrevivieron milagrosamente por el empeño de unos pocos esforzados luchadores, la mayoría maestros metidos a editores que, apostando su propio patrimonio, lograron floreciera en la segunda mitad del siglo XIX este tipo de periódicos profesionales.

            Teruel tuvo también varias cabeceras muy activas, las cuales se han conservado en la Hemeroteca de la ciudad y en la actualidad han sido digitalizadas y se pueden consultar en la Biblioteca Virtual de Prensa Histórica.

            En estas revistas es frecuente encontrar textos satíricos de denuncia, con una finalidad didáctico-correctora, salpimentada con cierta dosis de humor paródico,  con el que se pretendía desdramatizar un tanto la crudeza de los hechos expuestos, buscando un efecto si se quiere catártico, una distancia, tratando de esta manera el hacer soportable la cruda realidad denunciada

            La literatura costumbrista, realista y naturalista, autores de la talla de Galdós, Valera, Pardo Bazán, Ganivet o Blasco Ibáñez, denunciaron esta situación en muchas de sus obras. De igual forma, los estudios actuales sobre el magisterio español en el siglo XIX y parte del XX constatan esta penosa realidad que se dio de manera interrumpida desde el reinado de Fernando VII hasta el de Alfonso XIII. En esta línea de trabajo lleva investigando más de veinte años el profesor de Didáctica de la Lengua de la Facultad de Educación de la Universidad de Zaragoza, Fermín Ezpeleta Aguilar, quien ya en 1997 publicaba junto con su hermana Carmen, Escuelas y maestros en el siglo XIX. Estudio de la prensa del magisterio turolense (Zaragoza, Certeza), al que seguirían las monografías Crónica negra del magisterio español (Madrid, Unisón, 2001) o Miguel Vallés: entre pedagogía y didáctica (Huesca, Museo Pedagógico de Aragón, 2010), así como numerosos artículos sobre la materia.

            Como complemento a y derivado de los anteriores, Fermín Ezpeleta ha publicado recientemente la obra de significativo título, La mala vida del maestro. Literatura satírica en la prensa pedagógica turolense (1880-1900), editada por ese infatigable Centro de Estudios del Jiloca que tanto ha hecho por la cultura turolense en general y por la de su comarca en particular. Se trata de una excelente recopilación de textos satíricos, tanto en prosa como en verso (fábulas, cuadros o escenas costumbristas, diálogos, cuentos, composiciones poéticas, etc.), presentes en la prensa profesional del magisterio de las dos últimas décadas del siglo XIX, escritos por los propios maestros para denunciar sus penurias, no solo la principal, el frecuente impago de los salarios, que se abonaban tarde, mal o nunca, generadores del motivo central de muchos de ellos, el hambre del maestro y de sus familias, sino otras numerosas calamidades que les afectaban como la precariedad del material escolar, el estado ruinoso e insalubre de las escuelas, los atropellos constantes de las autoridades, empezando por el gobernador, siguiendo por el alcalde, hasta terminar por los secretarios, los “derechos pasivos”, es decir, el cobro de la pensión por jubilación o invalidez, la formación de expedientes injustos y arbitrarios, etc.

            La compilación va acompañada por una extensa y bien documentada introducción sobre el estado de la cuestión,  y los textos, con afanes literarios, en su mayor parte imitaciones de autores consagrados (Calderón, Bécquer, Campoamor, Hartzenbusch, etc.) pertenecen a seis maestros literatos representativos que o bien son aragoneses por nacimiento o ejercieron en esta tierra su profesión: Miguel Vallés, Melchor López, Félix Sarrablo, Coronado Satué, José Osés Larumbe y Ezequiel Solana. Todos ellos, con más o menos gracejo y acierto, escribieron esa microhistoria, esa cotidianeidad, ese día a día que no se puede estudiar en los textos legales, del devenir de una profesión otrora vilipendiada y en la actualidad todavía no  demasiado valorada.

           

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Villalba Sebastián

Vista sobre paisaje sagrado a través de una ventana

23 de agosto de 2016 09:13:00 CEST

          “Al hombre que está en la cama, inválido, desde hace tiempo, han llegado a visitarle esa mañana unos amigos. Suelen venir  a menudo pero nunca avisan cuándo llegan ni de cuándo se van. Llegan de tierras lejanas y muchos de los libros que le traen están escritos en lenguas extrañas que no conoce, pero que aprende cuando reconoce las claves de su juego y las analogías que establecen con las cosas del mundo y con el mundo de las tierras lejanas o del tiempo remoto...”

          Las sombras del pasado desfilan sobre el hombre que anota, tras señalar el camino para llegar hasta donde se encuentra y aceptar los regalos que le llevan, todos los trazos del discurso que ha sido materia de su vida y transcurre ahora ante sus ojos. El hombre es Antoni Marí un escritor ibicenco, profesor de teoría del arte y poeta, ensayista y narrador a quien este amigo que lo lee hoy desde lo alto de un cantil gaditano, debe gratos momentos de placer literario hallados en su inolvidable “Libro de Ausencias”. La versión castellana de esta que, por ahora, es su última entrega poética (se publicó en lengua catalana en 2010 y la nueva redacción es suya) ha llegado a mis manos la pasada semana, precisamente en momentos en que cumplidos años suficientes para gustar a fondo su contenido, se da la circunstancia de unas fiebres súbitas que me mantienen en cama algunos días.

          La reflexiones desgranadas en amplios versos generosos y sin concesión alguna versan, cómo no, sobre el paisaje que las esperadas visitas detallan acerca de las experiencias vividas y las lecturas compartidas, y junto a ellas la misma vida desfila como en los versos de León Felipe “tras el cristal de la ventana”, donde “también la muerte pasa”. El lecho de los padres en el hogar familiar ya en reposo de otras presencias y ausencias, avivan recuerdos íntimos que se mezclan con los ruidos del instrumental quirúrgico y la frialdad de la mesa de operaciones que acude ahora mismo para poner contrapunto a su meditación;  presentes quedan el dolor, el olor y la soledad del postoperatorio.

           “¿Quién podría oírme desde el orden de los ángeles?”, clama ante la súbita alerta de la voz elegíaca de Rilke, hasta que los ecos de T.S. Eliot —con cuyos cuatro cuartetos ha comparado acertadamente este libro el critico y poeta Álvaro Valverde— lo calman: “Tuve la experiencia, pero no podía decirla./  Comprendí el nombre de las cosas,/ pero no pude explicar su significado”...

          Porque el sentido de la vida es para el sabio y el poeta el sentido mismo de la escritura. Gramática y Geometría unidas en la construcción del universo del hombre como quiso creer aquel alumno, el más insigne de la academia platónica, aquel que se marchara dando un portazo. Ciencia y arte unidos para hacer expresable en signos y mediciones, en tiempos imposibles de datar, en emociones, aquello que inexpresable. Acaso por ello colocó como enseña de su libro un fragmento de carta que escribiera Wittgenstein a Paul Engelmann desde el frente ruso en la primera guerra mundial:  “Y eso es lo que ocurre: sólo al no intentar expresar lo inexpresable conseguimos que nada se pierda. ¡Pero lo inexpresable estará —inexpresablemente— contenido en lo que ha sido expresado!”

 

“La hermana Clara me ha obligado

a sentarme junto al fuego

con una manta que me cubre las piernas

y me he quedado mirando las llamas y las chispas

de un calor que me hace temblar de frío y de pena;

pero debo mantenerme en este estado deplorable,

porque aquí está la razón de mi ser;

en las pérdidas, las faltas y el daño

que se han introducido, ahora,

en lo que es inaccesible,

secreto y permanente de mi persona. (...)”

 

¿Esa contradicción que llega ahora, cómo se resuelve, a la hora del recuento?

 

“Tendría que empezar por ahorrarme la poesía.

Tendría que renunciar al milagro de las analogías

que pretenden representar los actos de los hombres

dándoles una trascendencia que no tuvieron

ni siquiera las palabras.

Tendría que alejarme de los lugares comunes

de la poesía,

desde cuando Francesco, Guido, Dante o March

usaron las semejanzas alejadas

para nombrar lo inexpresable.

Lo que hicieron los maestros es volver a nombrar,

decir, describir y reescribir el mundo:

las viejas analogías se fundieron en la literalidad

y era preciso, renovarlas y abrirlas

al mundo de los acontecimientos.”

 

           Pero la poesía “(...) es dar alguna paz a la inquietud metafísica;/ por esta razón no puede evitar la búsqueda/ de la profundidad del lenguaje/ que todos utilizamos todo los días.” El hombre, ante el fuego, se ha preguntado cómo ahora, hecho añicos, puede hacer inteligible lo que no puede entenderse, y con ello se adentra en lo más profundo del misterio del conocimiento. Casi involuntariamente llama a su madre desde la cuna misma del habla.

           Ha hecho rodar la silla hasta el ventanal y mirado hacia fuera. Es la poesía, es la música. Ellas, las que generan la maravillosa gramática del mundo. Ha divagado sobre ello. En el recorrido de las visitas que como aves se han ido posando sobre el alféizar ha dialogado con amigos poetas, parientes, los aires y las plantas, versos todos que llegan a ayudarle a construir un ingenio que pueda mostrar “los estados más puro de la persona”, mas...

 

“Todo es sombra en esta obscuridad obstinada:

los amigos, los recuerdos, las ideas, los vivos y los muertos;

y esta naturaleza indiferente que, a su pesar,

quiero creer llena de sentido, de gracia

y de inteligencia.

¿Qué música podemos interpretar con estas sombras?

¿Qué melodía componer si van y vienen,

entran y salen, entre el alboroto de los vivos

y el rumor de la memoria

que todo lo confunde y desafina?

¿Cómo dar cuerpo a las sombras cuando las sombras

son el cuerpo de la nada, y la nada nada es?

¿Qué podría hacer para que todo se mostrara en su nada

y en su todo?”

 

           Ha mirado hacia fuera, ha visto que la lluvia parece querer romper los cristales, el viento estremecer los árboles. Pero nada se ve. Musita que “nos queda la esperanza del mediodía de mañana”. Ahuyentado el cuervo que graznaba “Never more”, ha ido a la mesa, ha tomado lápiz y papel, y ha empezado a escribir:

 

Han venido unos amigos, esta mañana, a visitarme”.

 

          Notamos cómo sonríen T.S. Eliot y su miglior fabbro. En su fin está su principio. Entonces puede pensar de nuevo,  piensa en orden de matemática y tiniebla, esencia de música y lenguaje; de la geometría universal de la escritura; de la polisemia que distribuyen las perseidas. De su propia vida  que se asoma al alféizar junto a la eterna compañera taciturna, para ser escrita con los signos abiertos y cerrados de las alas de las letras amigas. Escribe que ya sabe lo que es accidental, casual y azaroso de la existencia. Como Francesco, Guido, Dante, March, Rainer María o Thomas Stearns ha vuelvo a nombrar y ha hallado lo que creyó inexpresable de sí mismo. Queda pues escrito un nuevo texto sagrado.

 

 

 

Antoni Marí, Han venido unos amigos, Sevilla, Renacimiento, 2016.

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Veyrat

Los tres Quijotes y Miguel de Cervantes

17 de junio de 2016 11:55:02 CEST

Mucho se ha escrito sobre el Quijote, en singular, pero creo que se acerca más a los hechos hablar de los tres Quijotes. Propongo considerar cada uno de los tres libros originales sobre don Quijote como obras independientes y asociarlas a tres ciudades y a tres momentos culturales cercanos pero distantes: el Quijote de 1605 bebería de la Florencia cuna, entre tantas otras cosas, del Renacimiento y del Manierismo; el Quijote de 1614 me parece fruto del Concilio de Trento y daría expresión al primer barroco, rápidamente cultivado en Madrid; finalmente, el Quijote de 1615 correspondería al intelectualizado Manierismo último y el mismo Cervantes lo vincula a Nápoles con su dedicatoria al conde de Lemos. El primer Quijote es, como es sabido, obra de un Cervantes maduro, el segundo la obra de un autor —“el Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda”— acaso inexperto pero atento a los nuevos aires doctrinales, y el tercero sería la respuesta de un Cervantes próximo a la muerte pero capaz aún de producir un encriptado testamento —con la intensidad psíquica de su contemporáneo El Greco— aún lleno de seducción. Dado que los aspectos filológicos, literarios y simbólicos, al menos de los Quijotes cervantinos, son objeto de renovado estudio, ilustraré mi análisis con cuestiones filosóficas y culturales.

 

El primer Quijote se abre con un texto, el Prólogo, el cual —tras un apabullante “Desocupado lector”— en realidad es un no-prólogo, sugerido por un amigo, donde se recoge la aparentemente sencilla pero endiablada aspiración del Renacimiento: “Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuera escribiendo, que, cuando ella fuera más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere”. El objetivo de la imitación resulta, con todo, endiablado porque nunca está claro qué imitar, dado que el Quijote plantea varios niveles: como texto literario que es, todo es ficción en él; dentro de la ficción, se presenta la historia de don Quijote como una serie de hechos reales, recogidos “en los anales de la Mancha” y transcritos, al comienzo, de los mismos anales, y, a partir de la segunda parte, de la traducción castellana de un texto en arábigo; la narración en sí misma presenta simultáneamente dos puntos de vista, el real-llano y el real-imaginado, que aparecen en el momento mismo de la primera salida —hechos que son descritos a lo llano y, a la vez, como quedarían recogidos por “el sabio que los escribiera”— y que exhiben su potencial perturbador al duplicar la realidad cuando don Quijote “luego que vio la venta se le representó que era un castillo” y cuando encuentra a un socarrón ventero dispuesto a “seguirle el humor” —como luego hará Vivaldo, “persona muy discreta y de alegre condición”, y, como irán haciendo el cura, el barbero, Cardenio y Dorotea, y, ya en la venta, todos los personajes salvo Sancho.

 

Desde el mismo comienzo, por tanto, Cervantes monta una estructura narrativa que sintoniza con la deslumbrante invención de la perspectiva en la pintura, la multiplicación de las voces en música y el transformismo en las tramas teatrales. A nivel filosófico, tendría su correspondencia con las ilusiones ópticas de las que habla Lucrecio en el libro cuarto de su De rerum natura, un texto que tuvo más influencia en su época de la que se suele admitir a partir de su recuperación en 1418 por Poggio Bracciolini —recuérdese el afamado libro de Stephen Greenblatt El Giro—. El asombroso efecto hace que el público no sepa a qué atenerse, desbordado por el juego de espejos creado por los distintos planos. De cara al lector, Cervantes explica la situación presentando al hidalgo Quijana como “rematado ya su juicio” y, para la autorrepresentación de don Quijote, Cervantes recurre al deus ex machina del “sabio encantador, grande enemigo mío”, Frestón, el cual es capaz de “hacernos parecer lo que quiere”, o, en general, encantadores “que todas nuestras cosas mudan y truecan”. Que la duplicidad no se da sólo a nivel ontológico y gnoseológico sino también moral, lo muestran el paso del apaleamiento de Andrés y el de la liberación de los galeotes, donde el bien logrado a ojos de don Quijote —en ambos casos la libertad— es un mal efectivo para las costillas de Andrés, en la primera aventura, y para don Quijote, apedreado y desnudado en la segunda. Con todo, es en la famosa aventura de los molinos de viento donde Cervantes presenta su leit-motiv: lo que para el llano Panza son molinos para el imaginativo don Quijote son gigantes. Esquema que luego se repite con: caminantes/princesas raptadas, Maritornes/hija del señor del castillo, manadas de ovejas y carneros/dos ejércitos plagados de famosos caballeros, bacía de azófar/yelmo de Mambrino, Aldonza Lorenzo/Dulcinea, cueros de vino/gigante que asola el reino de Micomicón, la procesión de la Virgen y los disciplinantes/señora principal forzada. Aunque se ha de notar que algunas de las imaginaciones de don Quijote son realidades para Sancho: la ínsula, el bálsamo de Fierabrás, los caballeros andantes o el gigante que asola el reino de Micomicón.

 

Al comienzo de la segunda parte, se desdobla el mismo narrador, con la aparición de Cide Hamete Benengeli, “autor arábigo y manchego”, con lo que se añade a la duplicidad de la realidad a imitar la duplicidad del punto de vista, expuesto, en principio, en dos idiomas: el castellano y el árabe. En esta línea hermenéutica, el caso del “desdichado loco”, Cardenio, el Roto, contrasta con la locura de don Quijote puesto que la de Cardenio le hace ser alternativamente dos personas distintas, una cuerda y discreta, otra loca y violenta. Como también es distinta la conscientemente fingida locura de don Quijote en Sierra Morena.

 

Tras el encuentro de Sancho con el cura y el barbero en la venta, Cervantes da un paso más en el complicado juego de ficción y realidad. Ya no se trata sólo de seguirle el humor a don Quijote de palabra, sino de mentir abiertamente sobre el inexistente encuentro de Sancho con Dulcinea y de disfrazarse —el cura “en hábito de doncella andante” y el barbero de su escudero— con el fin de, entrando por ese medio en el mundo de don Quijote, sacarlo de su locura; estrategia a la que se suman, in crescendo, el resto de la cuadrilla.

 

Paradójico método, puesto que ahora para don Quijote se funden efectivamente su realidad-llana y su realidad-imaginada —¡el pobre Sancho ya sí que no sabe a qué atenerse!— y humorístico, acaso por eso fugaz, disfraz del cura. Y no creo que sea casualidad que, en este paso, la historia de Cardenio pivote sobre la mentira de don Fernando a Luscinda y a los padres de esta, y que la aparición de Dorotea sea de “mozo vestido de labrador”. Por eso considero que la novela de “El curioso impertinente”, ambientada en Florencia, está muy lejos de ser un mero añadido al resto de la trama dado que lo que Anselmo pide a su amigo Lotario es precisamente que finja “solicitar” a su esposa Camila y que el propósito inicial de Lotario no es otro que hacer creer a Anselmo que da comienzo a la seducción. Así, cuando Anselmo descubre que “todo era ficción y mentira”, el gran Cervantes, lejos de acabar ahí la historia, comienza a desplegar un endiablado mecanismo. Una vez rendida Camila, es ahora Anselmo el engañado, dando lugar a la escena —cargada de duplicidades— en la que Lotario lee sus poemas a Clori/Camila ante los dos esposos. La hábil trama que a partir de ese momento teje Cervantes con los hilos de la verdad y la mentira, de lo imaginado y lo visto, conduce un clímax ciertamente manierista: la escena en la que Anselmo asiste a la representación de Camila, Leonela y Lotario. Pero la historia no acaba con este triunfo de la ficción. Cuando “al cabo de pocos meses volvió Fortuna su rueda”, todo conduce a la muerte de los tres protagonistas, circunstancia que quizá muestre el mensaje cervantino: avisar del peligroso poder de la ficción y el engaño.

 

Un mensaje que se repetiría, esta vez con un final donde todos acaban aporreados, cuando, en el cúmulo de reencuentros que se suceden en la venta, se disputa —ante la incredulidad de los cuadrilleros— sobre la realidad auténtica de dos objetos: la bacía/yelmo y la albarda/jaez. En esta escena, se plasmaría, a mi juicio, la quintaesencia del primer Quijote cervantino. Enlaza por ello con el final del libro: dado que la imaginación es connatural al ser humano y no puede ser extirpada, se puede “enjaular”, como enjaulado vuelve don Quijote a su aldea —con no poca crueldad por parte de Cervantes.

 

Se puede considerar la “maletilla vieja, cerrada con una cadenilla” una variación del mismo tema. Como se recordará, ahí se encuentra no sólo el relato de “El curioso impertinente”, sino dos libros de caballerías y uno con la historia del Gran Capitán. El ventero y el licenciado Pero Pérez, el cura, porfían cuáles “son mentiras y están llenos de disparates y devaneos” y cuál “es historia verdadera”. Para el ventero, la ficción posee gran verdad —la verdad del corazón, se podría decir—, para el cura es la historia la recoge hechos —¿hechos?, o hechos interpretados, se podría preguntar—. El mismo Cervantes parece dar la solución cuando, en el relato del cautivo, mezcla datos reales, rumores y elementos puramente novelescos. Como después se sabe, la maletilla escondía también la “Novela de Rinconete y Cortadillo” y “su dueño no había vuelto más por allí”, aunque nosotros sabemos que se llamaba Miguel de Cervantes y que en la maletilla, y en el relato sobre ella, había depositado su secreto: ese manierista entrelazamiento de distintos elementos y puntos de vista, que difumina los contornos de la realidad y la ficción, y con ecos y alusiones que sólo algunos captarán.

 

Desde el punto de vista cultural, son numerosos los aspectos de la época que se reflejan en el Quijote de 1605, por más que tales influencias no agoten su excelencia. Enumeraré los más relevantes. En general, domina la tradición oral, como lo muestra la constante presencia, desde el mismo prólogo, de diálogos y de largos discursos ante una atenta audiencia; el mismo Cervantes recoge este hecho cuando describe el modo en que los libros de caballerías son leídos/escuchados en la venta, lo que permite suponer que era ese el modo en que Cervantes se imaginaba que se leería su Quijote —por ello el lector encontrará en la bibliografía la referencia de unas magníficas lecturas de los dos Quijotes cervantinos—. En la escena del expurgue de libros, Cervantes ilustra varias relaciones posibles con tal invento: quien los lee todos, quien los expurga y quema algunos, quien los odia, y quemaría, todos. Él mismo muestra gran aprecio, incluso ternura, por ellos y descubre su gusto por el italiano, su disgusto ante las traducciones de “libros en verso” y su capacidad de autocrítica con la breve reseña de su Galatea —recurso que vuelve a utilizar cuando, en el relato del cautivo, se menciona a un “tal de Saavedra”, imitando el recurso de algunos pintores de incluirse a sí mismos en sus cuadros—. En el discurso de la edad dorada se descubren ecos de Virgilio, de Ovidio y de la literatura pastoril. El tema del amor, tan renacentista, presenta varias, e intemporales, formulaciones, que casi cubren todos sus flancos: el amor goethiano del culto Crisóstomo a la esquiva Marcela; el amor platónico de don Quijote a Dulcinea; el erotismo en la seducción de Dorotea por don Fernando y el casamiento obligado consecuente; el amor más allá de la (entrevista) muerte de Cardenio a Luscinda, ya con un pie en la locura; el amor-prisión de don Fernando por Luscinda; el amor-amistad entre Camila y Anselmo y el amor-pasión que brota entre Camila y Lotario; el amor como salvación mutua que acaban profesándose el cautivo y Zoraida; el amor-niño entre doña Clara y don Luis; y, finalmente, el amor-embeleco de la antojadiza Leandra a Vicente de la Rosa y el amor bucólico de Eugenio y de Anselmo hacia Leandra —mostrando, además, Eugenio y Anselmo dos modos distintos de ese amor—. Como no podía ser menos, tanta presencia del amor viene en parte contrapesada con la amistad pura, aristotélica se podría decir, que, adornada del mayor refinamiento posible y acaso por eso situada en Florencia, se profesan Anselmo y Lotario. La defensa de la libertad en la aventura de los galeotes adquiere tintes erasmianos y servetianos en esta cita: “Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello”. Algo incómoda tuvo que resultar también en su momento la amarga denuncia de los privilegios de la alta nobleza que revolotea la historia de Cardenio. Y resulta llamativo con qué buenas letras defiende don Quijote las armas frente a las letras.

 

En conclusión, el Quijote de 1605 es una magistral reflexión sobre la condición humana, abordada desde la poliédrica relación que el ser humano establece con la realidad a través de las proyecciones de su imaginación y de su lenguaje. No otro era el objetivo de Lucrecio, en cuyo De la naturaleza de las cosas se lee: “Pues nada es más difícil que distinguir los hechos evidentes de las suposiciones que por su cuenta les añade precipitadamente nuestro espíritu” (IV, 467-468). Quizá por eso, la concertada disputa final entre el canónigo de Toledo y don Quijote sobre la naturaleza de los libros de caballerías queda en tablas, si no es que la gana don Quijote. Respecto al tono general del libro, habría que decir que es abiertamente profano, una característica que Vivaldo descubre en el oficio de caballero andante y que creo que se puede extender a todo el relato. Finalmente, me gustaría resaltar el modo en que Cervantes entrelaza unos temas con otros, los deja a veces en suspenso, alterna escenas de humor intemporal y de pura aventura, mantiene un tema que le da unidad, a modo de bajo continuo —quién es don Quijote y en qué consiste el ejercicio de su profesión—, y cómo va preparando el tutti de la venta, No creo por ello que sea descabellado traer aquí a colación los madrigales tardorrenacentistas.

 

El Quijote de 1614, el de Avellaneda, pisa formalmente sobre las huellas del anterior. Se presenta por tanto como la “tercera salida” de don Quijote y como la “quinta parte de sus aventuras”, dado que el primer Quijote recogía las dos primeras salidas quijotescas y constaba de cuatro partes. Pero el talante del nuevo autor es muy otro. Se nota desde el mismo Prólogo, expositivo, personalista —sale en defensa del autor de comedias criticado por el canónigo de Toledo en el Quijote cervantino— y decididamente escolástico, como escolástica y ortodoxa es la cura que propone para don Quijote, a base de “un Flos Sanctorum, de Villegas, y los Evangelios y Epístolas de todo el año en vulgar, y la Guía de pecadores, de fray Luis de Granada”. Nos encontramos también con otro don Quijote, quién, incluso cuando ha recuperado “su antiguo juicio”, no recupera sus antiguas ocupaciones. Ahora encarna el tipo de cristiano promovido por la Reforma católica: “ir a misa con su rosario en las manos, con las Horas de nuestra Señora, oyendo también con mucha atención los sermones” y, más tarde, “en esto tocaron a vísperas, y él, tomando su capa y su rosario, se fue a oírlas con el Alcalde”. Todo un programa de reforma cultural y de costumbres, a cuyo servicio se escribe este nuevo Quijote. Las hazañas de caballeros andantes son sustituidas por vidas de santos, y el estilo del relato se llena de expresiones en latín, también Sancho las usa ahora, y constantes alusiones al mundo religioso. Finalmente, es también otro don Quijote el que habla, como se deja notar en el primer parlamento que sostiene con don Álvaro Tarfe, que resulta breve y, tratándose de la belleza de una dama, atiende sólo a una pequeña objeción a modo de escaramuza verbal. Incluso cambia el diagnóstico de don Quijote, calificado ahora, sin mayores matices, de “loca enfermedad”.

 

Con nuevo criterio, el autor quiere mejorar el aspecto general del mundo quijotesco. Así, Sancho monta en un asno mejor, don Quijote olvida a la “moza forzuda”, Aldonza Lorenzo, y procurará sustituirla por “alguna de aquellas fermosas damas que están con la Reina”. Sus armas son ahora “nuevas y tan buenas, llenas de trofeos y grabaduras milanesas, acicaladas y limpias”, la ardarga es “fina” y el lanzón “bueno”. Aceptando la intención prefigurada en el Quijote anterior, don Quijote procura asistir a las justas de Zaragoza, pero la etapa siguiente será nada menos que “ir a la corte del rey de España para darse a conocer por sus fazañas”. En general, ya no caminarán don Quijote y Sancho por sierras y campos sino por ciudades como Ateca, Zaragoza, Sigüenza, Alcalá de Henares, Madrid y Toledo.

 

El primer “accidente tal en la fantasía” de don Quijote es nada menos que fingido, cuando le hace creer a Sancho que lo toma por un “dragón maldito, sierpe de Libia, basilisco infernal”. Sin embargo, una vez en camino, en su tercera salida, don Quijote toma efectivamente una venta por castillo de Milán, y a los primeros caminantes los trata como si fueran valerosos caballeros. El ventero, en esta versión, no le sigue el humor a don Quijote, es más, la moza le ofrece quedarse “aquí esta noche por si algo se ofreciere”; y, al marchar, don Quijote paga pero ¡protestando por lo elevado del precio! Como se ve, es muy otro el humor de este nuevo personaje. Tras eso, toma al guarda de un melonar por Orlando el Furioso, personaje que, conocido también como Roldán, da título al famoso Orlando Furioso de Ludovico Ariosto. Al cabo, en Ateca, da con “un caritativo clérigo” llamado mosén Valentín, quien “conocía la enfermedad” de don Quijote. Así se retoma, por primera vez, el recurso puesto en marcha por Cervantes de recurrir a personajes que le siguen el humor a su protagonista, pero enseguida le advierte del pecado mortal en que se encuentra su alma y le encomienda “hacer bien a los pobres, confesando y comulgando a menudo, oyendo cada día su misa, visitando enfermos, leyendo libros devotos y conversando con gente honrada, y sobre todo con los clérigos de su lugar”. Muy otro, sin embargo, era el modo de hablar del cura en el Quijote de 1605, como distinta hubiera sido la reacción de don Quijote a tales recomendaciones, el cual ahora simplemente sigue con su discurso alucinado, sin responder siquiera y con muestras de no haber oído, al modo de la locura que Cervantes había personificado en Cardenio, con lo cual el nuevo autor muestra haber pasado por alto ese importantísimo matiz.

 

En coherencia con este planteamiento, cuando don Quijote, a su llegada a Zaragoza, intenta liberar al ladrón que va siendo azotado a modo de escarmiento, no sólo no lo consigue sino que él mismo se ve llevado a la cárcel, en cumplimiento de la ley vigente, y casi acaba él mismo paseado por la calle si no es por la aparición de un buen deus ex machina, el ya citado don Álvaro Tarfe, quien consigue su liberación. Con delectación describe Sancho la comida de la posada y la que le ofrecen en la casa de don Carlos, y con minuciosidad recoge el narrador todo el lujo que rodeó la competición de la sortija que tuvo lugar en la famosa calle del Coso zaragozano. Es en casa de don Carlos donde el autor recurre a la vuelta de tuerta que Cervantes introdujo cuando se disfrazaron Dorotea y compañía: don Carlos decide “traer aquella noche a la sala uno de los gigantes que sacan en Zaragoza el día del Corpus en la procesión, que son de más de tres varas de alto”. Ahora la ficción cobra realidad no por el “accidente” de don Quijote sino por la manipulación que de la realidad hacen los demás con el fin de hacer burla y pasar el rato; de modo que también Sancho resulta engañado. La batalla entre el “soberbio gigante Bramidán de Tajayunque” y don Quijote, pensada para realizarse en “la ancha plaza que en esta ciudad llaman del Pilar”, se pospone finalmente para la plaza de Madrid, cuarenta días más tarde. De camino al pospuesto envite, comparten el viaje con un soldado, Antonio de Bracamonte, y un ermitaño. Ocasión que el autor aprovecha para insertar dos relatos cortos: el del rico desesperado y el de los felices amantes.

 

El primer relato, ambientado en Flandes, recoge los vaivenes de un rico heredero, Tapelín, el cual decide en principio adoptar el hábito de santo Domingo, pero, convencido por dos amigos, lo deja, se casa y se hace gobernador; al final, tras el engaño de un soldado español, acaban suicidándose él y su mujer. Como era de esperar el cuento tiene su moraleja: “como dijo bien el sabio prior al galán [Tapelín] cuando quiso salirse de la religión, por maravilla acaban bien los que la dejan”. El segundo relato trata de los lascivos amores de doña Luisa, religiosa de un monasterio “no menos conocida por su honestidad y virtudes que por su rara belleza”, y don Gregorio, “mozo rico, galán y discreto”. Sus avatares incluyen la huida del convento, una vida disoluta en Lisboa, prostitución de doña Luisa en Badajoz, vuelta de doña Luisa al monasterio, milagro de la Virgen, que la ha suplido en su ausencia, milagro del sermón que don Gregorio “oyó a un religioso dominico de soberano espíritu”, reencuentro de don Gregorio con sus atribulados padres, y muerte simultanea de ambos, ya vueltos a la religión. La moraleja en este caso es también manifiesta: todo lo permite “su divina Magestad por su secreto juicio y por dar muestras de su omnipotencia —la cual manifiesta, como canta la Iglesia, en perdonar a grandes pecadores gravísimos pecados—, y por mostrar también lo que con Él vale la intercesión de la Virgen gloriosísima”.

 

Tras el recreo de las dos narraciones, don Quijote y Sancho se encuentran a una mujer atada entre un pinar; resulta ser Bárbara la de la Cuchillada, a la que don Quijote llama “la gran Zenobia, reina del Amazonas” y que se une a la comitiva. En las cercanías de una nueva venta/castillo dan con una compañía de comediantes, que don Quijote toma por soldados. Tras la habitual trifulca, cuando los actores están ensayando “la grave comedia de El testimonio vengado, del insigne Lope de Vega Carpio”, don Quijote, tomando la obra por realidad, la interrumpe al atacar a quien levanta un testimonio falso y luego porfía que un ataharre es una “rica y preciada liga”. Finalmente, llegados a Madrid, se reencuentran con don Carlos y con don Álvaro Tarfe, y se reanuda el artificio de adecuar la realidad a la imaginación de don Quijote. Don Álvaro, además, fingiendo ser “el sabio Fristón”, le recuerda a don Quijote su penitencia en Sierra Morena, “como se cuenta en no sé qué anales que andan por ahí en humilde idioma escritos de mano de no sé qué Alquife”, aludiendo al Quijote de 1605. Aquí introduce el autor un recurso, del que no saca apenas rendimiento, pero que es realmente interesante, como lo era el enfado de don Quijote espectador de la comedia. Será Cervantes quien aproveche ambas estratagemas en su segundo Quijote. En fin, a lo largo de estas peripecias, don Quijote mantiene su discurso alucinado —ayuno de discreciones— mientras su figura va perdiendo importancia a favor de Bárbara y de Sancho, el cual acaba convertido él mismo en caballero andante y en virtual protagonista. La narración concluye, muy aleccionadoramente, con Bárbara recogida en una casa de mujeres, Sancho convertido en mozo y don Quijote en el famoso manicomio de Toledo, la casa del Nuncio, donde sanó; final coherente con un planteamiento que desde el principio llamó a su locura enfermedad. Con todo, la obra se cierra efectivamente con don Quijote volviendo “a su tema”, convertido en “el Caballero de los Trabajos, los cuales no faltará mejor pluma que los celebre”.

 

En conclusión, el autor pretender elevar la condición de los protagonistas, pero cambia por completo la atmósfera cultural en la que se gestaron, de la que desaparecen los temas universales para pasar a primer plano el espacio ideológico del catolicismo tridentino. Si en el primer Quijote se notaba que Cervantes se engolfaba en la lectura de libros de caballerías y libros de versos, al nuevo autor le encantan mucho más los libros de devoción. El naturalismo elegante, poético, se ve transformado en un naturalismo llano, algo zafio incluso, del que desaparece la espesa trama manierista de ficción/realidad y de distintos puntos de vista. El Quijote de 1614 va por ello dirigido a un público más amplio, no sólo a canónigos discretos, a venteros que dejen de reñir mientras se embelesan con la lectura de libros de caballerías y a mujeres jóvenes que sueñen con los melindres de los caballeros. Ahora el mundo descrito es, por un lado, el de los bajos fondos y la prostitución y, por otro, el del lujo de los señores y de la corte. Siempre con el mensaje característico de un sermón, con milagros donde la Virgen interviene decisivamente y arrepentimientos religiosos tras vidas mucho más mundanas que cualesquiera de las que se recogen en el Quijote de Cervantes. En definitiva, una buena novela, muy ilustrativa sobre la sociedad de la época, que se deja leer con sumo gusto. Por seguir con la comparación musical, el Quijote de 1614 sería un oratorio, algo picaresco, compuesto en loor de la Virgen del Rosario.

 

Con el Quijote de 1615, se recupera el tono cervantino, ahora, quizá, en un registro superior. Desde el comienzo se enlaza con la discusión en torno al tipo de locura de don Quijote y la realidad/ficción de los caballeros andantes. Pero enseguida se introduce un nuevo, e importante, personaje, Sansón Carrasco, y un nuevo, y perturbador, recurso: Carrasco le cuenta a Sancho, y este a don Quijote, que “andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”. Así puede Cervantes evaluar su propia obra, corregirla y comentarla; además de recoger las sospechas de los personajes sobre la fidelidad del historiador de sus aventuras y de plantear una nueva autorreferencia, sólo posible en el ámbito de la ficción literaria: en la segunda parte del Quijote, que ya está escrita y que el lector tiene en sus manos, los personajes se preguntan si el autor de la primera parte piensa escribir la segunda parte de sus hazañas. Estrategia a la que se suma el cada vez más acentuado desdoblamiento del narrador y la transformación de los protagonistas. El Sancho de ahora “dice cosas tan distintas, que no tiene por posible que él las supiese”. También don Quijote va adquiriendo aspectos más ricos que en su versión anterior. Ahora, por ejemplo, ambos suelen entretenerse con ricas y discretas pláticas a lo humanístico y se muestran más juicios en sus encuentros, como ilustra la aventura con los “recitantes de la compañía de Angulo el Malo”; por no hablar de los eternamente válidos consejos que don Quijote da a Sancho cuando este parte como gobernador o de las juiciosas reformas que Sancho dicta para su ínsula.

 

De modo que Cervantes es consciente de que sus personajes, en diez años, han crecido y merecen mejor trato. Es manierismo sobre manierismo. De ahí que la tercera salida sea muy distinta de las anteriores. Ahora, a la verdad con que la acometen los dos protagonistas, se suma la doblez con que los anima Sansón Carrasco, dado que espera verlos de vuelta vencidos por otro caballero andante, que será él mismo disfrazado. La siguiente vuelta de tuerca consiste en que ahora es Sancho quien construye una realidad ficticia —su inexistente encuentro con Dulcinea del libro anterior y su actual aspecto de gran señora acompañada de dos doncellas— y es don Quijote quien, incrédulo, se atiene a la realidad desnuda. Y es en ese nivel, no en el de la realidad imaginada, donde aparece el Caballero de los Espejos, sosteniendo además que ya ha vencido en una batalla anterior al mismísimo don Quijote. Cuando se descubre a Sansón Carrasco bajo el yelmo del Caballero, vuelven los encantadores a servir de explicación, pero en sentido contrario al esperado, en espejo: “los encantadores habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del bachiller Carrasco”; explicación que, en este caso, es más lógica, desde el punto de vista de don Quijote, que la contraria, y mucho más que la que sabe el lector.

 

Como se ve, el Quijote de 1615 no sigue la traza de la aventura de los molinos de viento del primer Quijote cervantino, camino que sí sigue, y del cual no se desvía en ningún momento, el Quijote de 1614. Cervantes aleja así a su protagonista de la locura alucinada para encarnar cada vez más la locura cuerda propia de la condición humana. A ese fin va dirigido el encuentro con don Diego de Miranda y el juicio que, con la colaboración de su hijo don Lorenzo, establece en su casa sobre la locura quijotesca. Tras analizarlo bajo todos los aspectos que muestra durante su trato —Cervantes se muestra rico de ingenio para ello—, la conclusión es: “un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo”, “entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos”. Y como cuerdo se comporta don Quijote en el pleito entre el bachiller y el licenciado, durante las bodas de Camacho y en el dilema de los amores de Camacho, Basilio y Quiteria. De modo que, para que, durante una hora, se engolfe en sus imaginaciones en la cueva de Montesinos y se despierte hambriento de “un grave y profundo sueño”, es necesaria la intervención de alguna emanación subterránea. Acaso por este nuevo talante es por fin venta, y ya no castillo, donde ocurre la famosa aventura del retablo de Maese Pedro. Momento en el que, ahora sí, don Quijote, muy humanamente metido en la historia, “parecióle ser bien dar ayuda a los que huían” y “comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma”, aunque, ya calmado, afirma: “si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen”. No es hasta el capítulo 29 cuando don Quijote vuelve a tomar otros molinos, emplazados esta vez dentro del cauce del Ebro, por “ciudad, castillo o fortaleza donde debe de estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa malparada”.

 

A partir del encuentro con los desocupados duques, ya lectores aficionados del Quijote de 1605, se abre una amplia sección donde don Quijote ve confirmadas en la realidad sus imaginaciones, al no percatarse de la tarea simuladora que hay detrás —que merece la reprehensión de un eclesiástico, el cual, quizá por ello, desaparece enseguida de la escena—. Se puede tomar el viaje de Clavileño como quintaesencia del artificio, así como la no-ínsula donde Sancho gobierna. Pero obsérvese que en todos estos sucesos don Quijote y Sancho simplemente se ven llevados por las circunstancias. La situación es parecida a la planteada en el Quijote de 1614 en la casa de don Álvaro primero y en la del Archipámpano después, sólo que ahora se representa en un castillo de verdad. Cervantes aprovecha que los duques han leído su primer Quijote para volver de nuevo sobre la trama de la obra. Además trufa el relato principal con historias diversas para, como se explica en el mismo texto, poder variar el estilo y entretener así al lector/oidor. El asunto tratado ahora es principalmente si Sancho es simple y bellaco o discreto y agudo; de él dice don Quijote que “tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento” —como la contemplación La Gioconda de Leonardo, se podría sugerir—. La duquesa añade el habitual trino argumentativo al decirle a Sancho que “la villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea del Toboso, y que el buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado”. Con lo cual está puesto el pie para que, tras el operístico cortejo de encantadores, Merlín anuncie que Sancho habrá de darse “tres mil azotes y trescientos en sus valientes posaderas” si se ha de desencantar a Dulcinea. Condición cuyo cumplimiento sirve de contrapunto humorístico y que se alarga hasta el fin de la obra. Recuperada la libertad —“uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”— al dejar el castillo de los duques, lo que no recuperan ya es el anonimato. Los lectores del primer Quijote se encuentran por doquier: las zagalas que representan la arcadia, don Jerónimo, el bandolero Roque Guinart y don Antonio Moreno. Ya vencido por el Caballero de la Blanca Luna, vuelve, tras numerosas y rápidas aventuras, a la aldea, donde muere. En definitiva, por cerrar las comparaciones musicales, el segundo Quijote cervantino sería toda una ópera real y dúctil como la vida misma.

 

Con todo, considero que el juego más interesante es el que plantea Cervantes con sus numerosas alusiones al Quijote de 1614. El mismo Prólogo está dedicado por entero al autor “del segundo Don Quijote, digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona” y a responder a sus críticas personales. En el cuerpo de la obra, no se alude a él hasta el capítulo 59, en un momento ciertamente singular. Mientras don Quijote y Sancho cenan en una venta, “en otro aposento que junto a don Quijote estaba, que no le dividía más que un sutil tabique”, unos caballeros leen el Quijote de 1614 “en tanto traen la cena”. El momento es singular porque, con Sansón Carrasco y con el Duque, ya habían tratado a alguien que había leído tal libro, pero ahora se encuentran con el libro mismo, donde se cuentan, con diverso talante, como se ha dicho, otras aventuras de casi otros personajes con el mismo nombre. Don Quijote no puede admitir haberse olvidado de Dulcinea ni Sancho aguanta que se confunda el nombre de su mujer ni que le tachen de borracho. El encuentro, con todo, es suficiente para hacer cambiar la ruta prevista, ya que don Quijote afirma: “no pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del mundo la mentira de ese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice”. Así la ficción hace cambiar el curso de la realidad. La conclusión de los caballeros pone de manifiesto la diferencia entre los dos libros, al quedar “admirados de ver la mezcla que había hecho [don Quijote] de su discreción y de su locura, y verdaderamente creyeron que éstos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés”, carentes del juego bifronte. Más adelante, ya en Barcelona, don Quijote, al encontrarse que en una imprenta están corrigiendo el Quijote de 1614, afirma: “pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente”. Con su característico humor, Cervantes le hace contar a Altisidora que, en la puerta del infierno, los demonios juegan a pelotear con libros, uno de los cuales es “la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas”, libro que, a juicio de un demonio, es “tan malo que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara”.

 

En el capítulo 72, vuelve a darse otro contacto de las realidades-ficción paralelas cuando los dos protagonistas, de camino a la aldea, en otra venta, se encuentran nada menos que con don Álvaro Tarfe, el caballero granadino que había sido el hilo conductor del Quijote de 1614 y que, como se informa, va ya de vuelta a Granada tras haber dejado a don Quijote en la Casa del Nuncio de Toledo. Ahora ya no son lectores de aquel libro los que hablan y comen con los personajes del Quijote de 1615, sino que se encuentran personajes de ambos Quijotes. La contienda ahora no es entre la impresión recibida de un libro y los personajes mismos, sino que la misma persona, don Álvaro, trata directamente con dos Quijotes y dos Sanchos. ¡Qué genio el de Cervantes! Acaso por eso el reconocimiento no sea, como en el caso anterior, inmediato; don Álvaro duda, pero, al fin, dice tener “por sin duda que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo”. Reconocimiento que don Quijote se empeña que deje por escrito “ante el alcalde de este lugar”. Con todo, no las debía de tener todas consigo don Álvaro, “el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes”.

 

Hasta en el testamento del ya cuerdo Alonso Quijano el Bueno se cuela el “autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la Mancha”, y es él, y no Cervantes, quien le pide perdón por haberle dado pie a escribir “tantos y tan grandes disparates como en ella escribe”. El mismo Cide Hamete la hace decir a su pluma que “para mí sola nació don Quijote y yo para él: el supo obrar y yo escribir, solo los dos somos para en uno, a despecho y a pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada”. Y lo cierto es que tal autor no volvió a escribir las proyectadas aventuras de don Quijote. Con todo, el mismo Cervantes, al nombrarlo tan repetidamente, le aseguró conocimiento inmortal. Acaso sea este el último juego planteado por un autor tan dado a escribir en cifra. Porque, tras el entrelazamiento que Cervantes plantea entre los distintos Quijotes, ¿no deja reservada para nuestra imaginación la hazaña del encuentro de los dos Quijotes y los dos Sanchos en una venta/castillo situada en algún cruce de caminos? Los actuales lectores, situados ante los tres libros, podemos disfrutar, quedar admirados y, aun, resolver los enigmas planteados por el duelo entre los dos don Quijotes y los dos Sanchos, y por el juego de realidades entrecruzadas planteado por el hermético Cervantes.

 

En el conjunto de la obra de Miguel de Cervantes, creo que sus dos Don Quijote de la Mancha corresponderían al divertido-discreto Sancho mientras que los Trabajos de Persiles y Sigismunda equivaldrían al esforzado y nada alegre don Quijote. Los dos libros dedicados a don Quijote y a Sancho estarían escritos en momentos ingeniosos, las dos partes donde se narran los sucesos acaecidos a Periandro/Persiles y Auristela/Sigismunda serían su gran obra. Habrá sido el correr de los tiempos el que ha hecho que perdamos esa perspectiva. Con su Persiles, Cervantes quiso, como confesó en el Prólogo de las Novelas ejemplares, competir con la famosa novela de Heliodoro, las Etiópicas, también conocida con el título de Teágenes y Cariclea. Tal intento se podría a su vez comparar con el logro de Miguel Ángel en Florencia: superar con su imponente David al Goliat de la escultura greco-latina.

 

REFERENCIAS

 

Cervantes, Miguel de (1605), El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, en idem., Don Quijote de la Mancha, Real Academia Española, Madrid, 2004, pp. 1-534.

— (1605), Don Quijote de la Mancha. Primera parte. Dirección de Manuel Gutiérrez Aragón, Audio Libros paloma negra, 18 CDs., Turner Overlook, Madrid, 2005.

Fernández de Avellaneda, Alonso [sic] (1614), Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, Poliedro, Barcelona, 2005.

Cervantes, Miguel de (1615), Segunda parte del Ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha, en idem., Don Quijote de la Mancha, Real Academia Española, Madrid, 2004, pp. 535-1106.

— (1615), Don Quijote de la Mancha. Segunda parte. Dirección de Bernardo Fernández y Alejandro Ibáñez, Audio Libros paloma negra, 19 CDs., Turner Overlook, Madrid, 2005.

Escrito en Sólo Digital Turia por Daniel Moreno Moreno

Una belleza que subsiste en el recuerdo

17 de junio de 2016 10:43:16 CEST


 Podríamos comenzar con el recuerdo de una imagen, si bien, no estática, como las que acompañan la edición que aquí comentamos y que tan imprescindibles resultan en la propia configuración del libro, sino en movimiento: el de la bellísima Natalie Wood, recitando en clase de literatura, en la mítica película que Elia Kazan filmara en 1961, Esplendor en la hierba, que toma su nombre precisamente, del célebre poema del romántico William Wordsworth, quien, siglo y medio antes, escribiera su “Oda a la inmortalidad” cuyos versos parecían acariciados por los bellos labios de una actriz que, si bien fue bendecida por la Belleza, resultó no obstante tocada por el dedo implacable de un fatum trágico:

Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo

Por tanto, el esplendor que hallamos enunciado en el título del poemario corresponde a una belleza que subsiste en el recuerdo, el refulgir de un tiempo tan brillante que permitió a la vida ser, al menos en apariencia, buena, noble y sagrada, contradiciendo el conocido verso lorquiano de la “Oda a Walt Whitman”, cuya intertextualidad precisamente evoca Luis Antonio de Villena en el poema “My Hustler”.

La belleza subsiste, sí, en el recuerdo, pero el tono claramente elegíaco que presenta Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, nos habla del dolor de la ausencia y de la desolación por la pérdida, de un duelo, cada vez más acuciante, por todo –o casi todo- cuanto se ha amado. “¿Quién si yo gritase me oiría desde los órdenes angélicos?” –el desesperado verso con que Rainer María Rilke da comienzo a la Primera Elegía del Duino, se intercala sintomáticamente en el poema de Luis Antonio de Villena, “Retrato del artista adolescente” (p. 208). “Todo ángel es terrible”, sí, ya lo avisaba el vidente alemán desde su alta torre. Pero en especial, lo es porque todo ángel contempla impasible el paso del tiempo que arrasa y devasta, que toca con sus dedos de niebla “todos los bienes del mundo”, como ya cantara Juan del Enzina a comienzos del XVI en la pieza homónima recogida en el Cancionero Musical de Palacio. Pues como está contenido en el libro sapiencial del Eclesiastés, “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora” (3,1).

Imágenes en fuga de esplendor y tristeza es, sí, se puede adivinar desde su propio título, un libro teñido de un elocuente desencanto ante un mundo oscuro, soez, sin principios, inculto y obscenamente ágrafo, un mundo en avanzado proceso de descomposición, en el que sólo el arte y la literatura otorgan un poder balsámico y salvador; el arte y la literatura y el, con tanta frecuencia, amargo don de la Belleza. Amargo, porque la caducidad le es inherente. Porque es tan efímera como el agua de mar escapándose de entre los dedos de una mano. “Fugit irreparabile tempus”, ya lo dijo el clásico Virgilio en una edad que suponemos áurea. Sí, el tiempo huye irreparablemente –esa “fuga” que ya encontramos, de hecho, en el título del poemario-, y se lleva con él los dones que podrían hacer hermosa la vida. Por eso, Luis Antonio de Villena, en un terrible poema, cuyo título es transparente acerca de su denuncia, “Acoso escolar”, termina exclamando al protagonista, la inocente víctima de bárbaros impunes: “Es mentira todo, menos tu belleza” ( p. 31).

Por tanto, la Belleza que salva, la Belleza que transfigura, la Belleza gozada y disfrutada en un pasado al que no se puede, sin embargo, retornar. Pero que permanece como un núcleo consolador de sentido, como una certeza imborrable, a pesar del dolor cierto como una herida de su pérdida. De hecho, De Villena dedica un poema a “Machado: la foto final”, donde rememora con tristeza los últimos momentos de don Antonio, prefigurados en una amarga fotografía donde se le ve, muy prematuramente envejecido, con tan sólo 63 años de edad. De las postreras palabras de Machado, apuntadas a prisa en un papel arrugado en su bolsillo, “Estos días azules y este sol de la infancia”,  a sus versos melancólicos de unos años atrás, cuando proclamaba:

 

Hoy en mitad de la vida

me he parado a meditar…

¡Juventud nunca vivida,

quién te volviera a soñar!

 

Pero, frente al nostálgico deseo soñador de Machado, la plenitud conocida por De Villena, pues esa “Juventud nunca vivida” ha sido en él todo lo contrario: unos años de experiencias intensas, de placeres mundanos y excelsos, literarios y vitales, ofrendando en los altares de Eros y Apolo, bebiendo de las fuentes de Baco y tejiendo guirnaldas y coronas de flores para las musas todas y el copero Ganímedes. Por tanto, quizás su concepción de la existencia se pueda encontrar más cerca de Manuel Machado que de Antonio, del “cantar canalla” que llena el alma del hermano mayor en el “Nocturno madrileño”, o del escepticismo desencantado que encontramos en “Cantares”, cuyos versos recuerda precisamente Luis Antonio en su poema “Tino”:

No importa la vida, que ya está perdida;

y después de todo, ¿qué es eso, la vida…? (p. 25)

 

Por otro lado, no puede pasar desapercibido para el lector que Imágenes en fuga de esplendor y tristeza presenta mucha conexión en temas, motivos, en tono y, sí, desde luego, también en personajes con su anterior obra, la autobiográfica El fin de los palacios de invierno (2015), publicada hace apenas unos pocos meses.  En ella, Luis Antonio de Villena partía de sus orígenes familiares para relatar sus años de formación, con una voz íntima, elegiaca con frecuencia, pero también -quizás de manera impactante para todos aquellos que tienden a recordar o a idealizar su infancia como una suerte de paraíso perdido- en muchas ocasiones, con la incontenida amargura de aquel cuyos palacios de invierno fueron arrasados de manera temprana.

            Sin embargo, al igual que el Hermitage y su soberbia colección de arte supieron salvar la memoria a pesar del odio y la devastación sobre los edificios palatinos de San Petersburgo, el prístino amor por la Belleza y por el instante mágico que permite sobrevivir a los cotidianos naufragios, hizo al menos llevadera la infancia y la adolescencia de quien fuera un niño raro, un niño distinto, que admiraba la blancura inmaterial de los copos de nieve mientras caían en vuelo casi hipnótico, pero era conocedor de la instantánea mancilla que los aguardaba: “...lo mejor de la nieve  [...] era ver nevar. [...] Nevar es budista, lo que ocurre tras la nevada no, es la vida común y corriente con el recuerdo de una beldad emporcada”. De ahí que en el presente poemario encontremos también la correspondiente composición titulada con un sobrio “La nieve”.

Pero ese niño que ya meditaba inconscientemente sobre la efímera percepción del vuelo de los albos copos aparece en muchas más formas en las páginas de Imágenes en fuga de esplendor y tristeza. Lo hace en episodios directos, como “Mis once o doce años” (p. 76) y “Primera Comunión (1960)” (pp. 140-141), pero también en la presencia punzante de las ausencias. Así, su “Tío Mario” –un joven hermano de su madre nunca conocido pero omnipresente en la memoria de la abuela materna- (pp. 40-41), la tía Anita de “París 1959” (pp. 150-160),  su bondadoso y anciano abuelo “Francisco” en el poema homónimo (p. 103), y, por supuesto, sus padres, que evoca reiteradamente, con frecuencia a partir de imágenes delimitadas en un instante fijo. Así, una hermosa foto de mediados de la década de los cincuenta desencadena el poema titulado “Papá y mamá. 1955” (pp, 124-125); y una fotografía en que su progenitor, tan prematuramente fallecido, se muestra hacia sus cuarenta años, induce la reflexión de cuán poco conocido es un padre que nos abandona en la infancia, que parte antes de tiempo y que nos priva así de palabras y caricias que nunca sabremos dónde han ido. Por eso “Padre de siempre y de nunca. –profiere Luis Antonio de Villena- Qué cerca y qué remoto. Papá,/ lejano y perdido papá, señor en otro mundo huido, apiádate de mí” (p. 200).

            Todas las pérdidas son la pérdida radical del ser humano en este mundo hostil. De ahí el sentimiento de radical orfandad que trasmina las páginas del poemario, y que se acentúa y encuentra su justificación última en el poema en dos partes, prosa poética y versículo largo, que da fin al libro, y que lleva por título “Manantial”. Ese cegado manantial de dones y de ternuras responde a la pérdida definitiva experimentada de cerca por el poeta, la pérdida de su madre, en pleno proceso de escritura de este libro, a cuyo lecho de muerte asiste sobrecogido el lector de la mano de la palabra desnuda y dolorida, sola, quebrada, en una íntima soledad que no es dado transferir en palabras. Ante ese dolor último tan sólo cabe la invocación de unos versos certeros que nos hablan desde más allá de los siglos:

 

…que aunque la vida perdió,

dejónos harto consuelo

su memoria

 

Por lo demás, claro está, y como ya se ha podido entrever, Imágenes en fuga de esplendor y tristeza viene también a ser una suerte de museo, cuyas galerías transitan los lectores encontrándose con las semblanzas de bienamados nombres de la historia de la literatura. En un mundo descreído y brutal, funcionan como presencias consoladoras que invocar ante el sinsentido atroz de la existencia. Como plegaria laica, los versos de Luis Antonio de Villena los invocan y homenajean, a veces mencionados de manera explícita, incluso objeto de un poema entero, pero a veces, tan sólo insinuados mediante unos versos ajenos que se deslizan entre los propios. Entre ellos, algunos han sido tratados muy de cerca por el autor, como es el caso de su entrañable Vicente Aleixandre y de Jaime Gil de Biedma, o conocidos, como Borges, Tenessee Williams, o la conmovedora escritora Consuelo Berges, amiga de Rosa Chacel, retornada del exilio y que vivía humildemente de “ciclópeas traducciones“ llevadas a cabo en su ancianidad (pp. 92-93). Pero en otros muchos casos, son escritores conocidos tan sólo –que no es poco- por la pasión compartida por sus palabras: así, Luis Cernuda, Constantino Kavafis,  Gabriele d’Annunzio, Anna Ajmátova, el prosista latino Macrobio Teodosio, cuyo Saturnalia se dedica a su hijo Eustacio, presente también en el texto de Luis Antonio, o, cómo no, también el enigmático Yukio Mishima, amante de la belleza y el fulgor, que cercenó su vida ritualmente a la exacta manera de los caballeros samuráis:

 

¿Cómo entre tanto raudal de vida, sudores masculinos, sedas

de beldad, príncipes del diseño, damas, gheisas con jazmines, cómo

entre columnas doradas y pagodas en vuelo, puede surgir la catana

y la muerte? (p. 136)

 

En otras hornacinas de estas singulares estancias podemos contemplar semblanzas de escritores mucho más olvidados -y que por ello ejercen un peculiar atractivo sobre el lector que sabe mostrarse receptivo y atento-, como la de la fascinante “pitonisa azul” Kathleen Raine (pp. 18-19), o el señorial y decadente príncipe ruso Félix Yusúpov, autor del libro Yo maté a Rasputín (pp. 14-15).

Pero no solamente a las criaturas bañadas en las aguas de la fuente Castalia y tocadas por las musas de las letras les será dado poblar las galerías ignotas de este museo de las invocaciones. La hagiografía villeniana comprenderá un amplio repertorio que incluye un catálogo seductor, variopinto y extremado de afanosos perseguidores de la belleza como Gauguin o Caravaggio;  infelices reinas, como Elisabeth de Austria-Hungría, -la mítica Sissi- o Victoria Eugenia de Battenberg; incluso el último emperador de la China, el infeliz Pu Yi, o la actriz y cantante Sara Montiel, atrapada en la propia desmesura de una exultante belleza perdida, encontrarán su lugar en estas páginas.

Páginas donde, ya para terminar, quisiera destacar de manera especial dos poemas, en buena medida inusuales y que probablemente sorprenderán al lector, cogiéndolo desprevenido. Se trata de los titulados “Pilatos” (pp. 32-33) y “María” (pp. 218-219), que tienen como punto en común el ofrecer una visión distinta, otra, ciertamente transgresora, acerca de las principales figuras del Cristianismo y sus raíces. Así, en el último de ellos, nos encontramos, en un planteamiento en todo cercano al que desarrolla el escritor irlandés Colm Tóibín en su obra El Testamento de María, adaptada exitosamente al teatro en estos últimos años por Agustí Villaronga y protagonizada en las tablas españolas por la actriz Blanca Portillo, con la madre de Cristo, retirada en su vejez en Éfeso. Una anciana agnóstica, impactada por unos terribles sucesos que no puede comprender, y que encuentra su consuelo en los cultos paganos de la acogedora diosa Artemisa.

En cuanto al primero de los poemas aludidos, escrito en primera persona, nos presenta al gobernador romano de Judea, quien se plantea, ante el inocente cuerpo ensangrentado de Jesucristo en la cruz, la posibilidad de salvarlo, de liberar su belleza y su plenitud de los tormentos, y enviarlo a la capital del Imperio. Otorgarle la posibilidad de la dicha a salvo de la superstición y de la intolerancia:

 

En Roma hubiera sido solicitado por bellas

mujeres, y Sertorio le hubiese cubierto de flores

los negros cabellos y de oro las uñas de los pies…

¡Hermoso como un Zeus pequeño,

con sus ojeras tibias y sus ardidos ojos!

hubiese sido feliz, lo ví en su cuerpo desnudo (p. 33).

 

Pero el destino estaba escrito, Pilatos no pudo salvar al galileo, “Y el hombre murió ensangrentado y en vano” (p. 33), se nos dice en el poema. Pero en realidad ese “Cuerpo hermoso”, de cabello largo y ojos profundos entenebrecidos de violeta (p. 32) no es sino uno más de toda una larga serie que conforman el libro. Pues un conocido proverbio afirma que “Los amados de los dioses mueren jóvenes”. Y así sucede, en efecto, en las páginas de Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, donde se nos ofrecen, verso tras verso, las imágenes de jóvenes que, en plenitud de su belleza, ven truncada su vida, concediéndonos, de esta manera, una suerte de hermosura inmarchitable, imposible ya de ser ajada por los estragos del tiempo y ajena a la vulgarización del transcurrir cotidiano. Imágenes, sí, en fuga de esplendor y tristeza, pero fijadas para siempre por el terso don de una palabra que invita, siempre, a ser compartida.

 

 

Luis Antonio de Villena, Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, Madrid, Visor, 2016.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Amelina Correa Ramón

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