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Configurar sentido descendente

La vida es una montaña rusa en la que acabas cayendo

6 de febrero de 2025 15:08:43 CET

La escritora espera en la llamada una sola frase: “Estamos aquí, los dos”. Ella quería que su hermana, su querida hermana, verbalizara aquellas cuatro palabras. Un primer capítulo impresionante, doloroso, que captura una muerta blanca y aislada. La escritora Paloma Díaz-Mas recorre los distintos estadios emocionales y físicos para encontrar una manera de narrar la noticia del fallecimiento de su hermano. En un espacio agreste en lo metereológico, la distancia abrumadora, se construye el presente, uno que no termina, uno que busca sea irreal, un sueño de muerte. Gritos: “Mi hermano está muerto”. No dice, mi hermano ha muerto. Busca despertar de la pesadilla, construir un duelo de cuatrocientos kilómetros, de doscientas páginas, a través de una ciudad colapsada, de líneas de teléfono ahogadas, de mascotas ajadas. El hielo y el frío son los sabores que ofrece la muerte. Paloma Díaz-Mas escribe después de la pandemia, escribe una novela disonante, permanente, tangible. Es la ausencia el único protagonista y, el resto de las voces, simplemente ejercen de coro. La literatura durante el encierro del COVID se paralizó. Solo se acumularon amagos de diarios, dietarios imperfectos ante el temor de que, pasada la crisis, el mundo no tendría ni el mismo sentido. Cuando el escritor descubre que las estructuras no han colapsado, que todo sigue igual, recupera lo escrito. Esta novela, de muerte y ausencia, es parte de esa terrible ola que nos inunda, que nos cubrirá durante un tiempo. Emociona como maneja los paralelismos, el taxi con la amiga, como si moverse bajo la ventisca terrible otorgara una mayor emoción, un cariño especial, como la sencillez de la mujer del servicio de emergencias que acude para ser un referente objetivo en aquel instante infernal. La guardia civil y el cadáver, la guardia civil y la mujer que llora. La guardia civil aséptica y correcta. Frío y silencio, como la muerte, como la ausencia. Porque la escritora deja claro que del apartamento de su hermano se ha marchado también la muerte, ha dejado el ordenador en modo reposo y, sin clave, sin hermano, no hay desbloqueo. Es la lista, el enunciado de la propia benemérita, la que nos describe al finado: dos gatos, catálogos de arte, un taller de encuadernación. 

Mascarillas, ni besos ni abrazos. El cariño queda para cuando el hielo se derrita, se marche del interior del esqueleto de sus hermanas, donde el tuétano se negó a proteger el recuerdo. De fuera llegará el hombre de la funeraria, también, a las cuatro de la mañana, prudente y sin rencor. Agnóstico del dolor, parece sacado de una película de ciencia-ficción. La muerte es caoba que se quema y olvida. El hombre desea volver a su casa. Sus hijos son el reflejo del fuego, del calor. Dejará a las hermanas, a los amigos, dejará también, como el muerto, a todos los que querían solos, entre el frío. Y es así que se construye el primer acto, el más importante de la novela de Paloma Díaz-Mas, pues en él se desarrolla muerte y descubrimiento, espera y velatorio, una muerte que atraerá otras muertes o el recuerdo de ellas. Tanta tristeza y enfermedad acumulada por la sociedad y, ahora, hoy, en un brote sin aviso, un hermano fallece. Pero ahí sigue el miedo, en esos meses de ojos legañosos, incapaces de abortar el miedo a la tos y la fiebre, donde se creaban círculos asépticos para poder compartir la distancia. Un abrazo de hermanas, locas de dolor, obviando la paranoia de la doble mascarilla. Ella, sí, la autora, vencerá el miedo, porque, repito, no hay peor recuerdo que una muestra de cariño perdida en el desagüe de la prudencia. 

Un interludio que parece una fábula. Carpintería dorada, un momento de oriente elegante, cerámica, Japón, China, el momento de una belleza restaurada que supera la original. Una frase: “Con tiempo todo acaba quebrándose / todo se rompe y deteriora. No hay que urgir las fracturas que, de todas formas, llegan”. La novela, las fases del duelo, todo avanza: una tercera parte, ‘Fragmentos’, en las que se incide en la búsqueda de la pesadilla como solución a la realidad terrorífica. Marcar en el móvil el número de su hermano, un número fantasmal e inútil, ¿Quién nos apagará, quién borrará nuestro reguero digital? Seremos electrones golpeando en las esquinas virtuales durante décadas, mucho después de que la última persona que nos conoció haya fallecido. Pero no borramos el contacto, no lo borra su hermana. Conserva audios, fotos, frases de mensajería instantánea. Cotidianas y monótonas, sencillos avisos. Porque sí, la última muerte es el olvido. La felicitación del Año nuevo, los días después de muerto. La vida que se apaga de una manera brusca y callada, como un interruptor que alguien acciona al entrar o al salir de una habitación. Una muerte imprecisa. Así son las de los hermanos. ¿De qué habían hablado por última vez? ¿Del tiempo? Vivimos a veces tan lejos unos de otros que nuestras vidas vulgares nos abocan al silencio. Solo interrumpimos en la vida de nuestros familiares para comunicar grandes noticias, terribles hechos, enfermedades, dolores, riquezas, comienzos y finales. ¿Y el día a día? Todo igual, siempre. En la novela queda clara la dualidad frente a esta sensación. Perder el compromiso con lo cotidiano de nuestros hermanos a cambio de no importunarnos en nuestras vidas poco profundas. Solo lo malo o lo muy malo queda. El doble check, perdón por el anglicismo, la doble marca azul. No contestas, no respondes. La paranoia de los meses siguientes. Las dos hermanas se controlan, se azuzan, quieren, como en un extraño sistema industrial, estar al tanto de las constantes vitales de la otra. ¿Cuánto durará ese impertinente seguimiento? Buena pregunta. Cuando el dolor dé paso a la rutina, cuando puedas dormir sin química, cuando ya no haga un año de cada cosa. Las cosas que hacemos por última vez, estar juntos, fotografiarnos… el momento en el que la autora, escritora, trasunto o protagonista, reconstruye las últimas horas de su hermano, con precisión narrativa, los detalles de la soledad. ¿Vivimos vidas resumidas? Volvemos a la justicia de la muerte. Solo vale aquella que cumple muy exigentes condiciones. Esas que se hacen llamar ‘Ley de vida’: padres, ancianos, enfermos, gente con mala vida. Duelen, pero así son las cosas. Un hermano pequeño, más joven, no es posible. Se reparten los esquejes del hermano. La vida es un tobogán de sentimientos en que nada es recto, una montaña rusa en la que acabas cayendo. ¿Quiénes fueron sus amigos?, ¿querrán sus cosas? Tras el reparto, el último acto, el final. El cambio cualitativo. Pasar de “Nuestro hermano ha muerto” a “Nuestro hermano murió en enero de 2021”. Cuando llegan los aniversarios. Cuando aparecen los muertos en sueños y es una alegría al despertarse. La rabia nos hace ver gente vida que desearíamos intercambiar por nuestro hermano, como cromos macabros. Es, como dice la autora: “Cuya muerte fue una especie de transgresión brutal”. Sí, claro, de la ‘Ley de vida’. La novela ‘Las fracturas doradas’ de Paloma Díaz-Mas se traslada hasta la IV parte, la restauración. Recuperan para la vida la casa del hermano: “La casa donde nuestro hermano murió, ya que no podemos decir que vivió. Podemos decirlo, pero él no fue a un hospital. Murió allí”. Paredes conocidas y frecuentadas, donde la naturaleza instaura el lugar de un crimen. Cosas, libros, talleres, ropas incluso… amigos, instituciones, bibliotecas. Su hermano guarda las obras de la autora. Todos sus libros, incluso los primeros, los de adolescencia. Un ejemplar que valía para toda la familia y su hermano fue el que se lo quedó. Fotos, fotos reales, fotos herméticas, de desconocidos, de lugares, de proyectos. De nuevo la casa se habita -la hermana se la queda-, y una nevada hace su entrada. Ya no hace daño. Se ha restaurado la vida. Incluso el final, con el marido de Paloma enfermo del virus, cuando el virus ya no es sinónimo de miedo y muerte, implica un salto social, emocional, familiar, absolutamente cualitativo. El final, la quinta parte, las fracturas doradas, sirve de despedida y explicación, de génesis y respeto. Una carpeta que permanece siempre a la vista, con los fragmentos de la historia. Un cajón, un portátil, siempre ahí… hasta que la historia, la novela, ya no causa dolor a los que la escriben, la viven, es un duelo terminado que se comunica y se deja llevar, que se nos ofrece a los lectores. Como ese tazón que alcanza su belleza, una belleza diferente, al ser restaurado. 

 

Paloma Díaz-Mas, Las fracturas doradas, Barcelona, Anagrama, 2024

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Una geografía familiar diferente

31 de enero de 2025 10:14:20 CET

El poeta Ramiro Gairín (Zaragoza, 1980) obtuvo Premio Ciudad de Salamanca 2024 con este Carreteras que brillan en el bosque, un recorrido sentimental por sus últimos años, tanto vitales como literarios, fuera de su Zaragoza natal, en la construcción de una carrera profesional y vital alejado del asfalto y los sonidos de la ciudad. Después de una serie de notables libros como Que caiga el favorito (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2011), Aguanieve (Isla de Siltolá, Sevilla, 2015), Lar (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2016), Llegar aquí (Versátiles, Huelva, 2020), La ciudad que no somos (Polibea, Madrid, 2020) o Tiempo de frutos (Piezas Azules, Madrid, 2022), con este alcanza una madurez literaria, más allá del reconocimiento mediático. 

Bajo el auspicio de las palabras de Louise Glück, Ramiro Gairín, veterano poeta, padre primerizo, describe con precisión sensorial y cualitativa su huida, su búsqueda de la pereza que emana la naturaleza en forma de paz: “A veces la ciudad / solo tiene fatigas / para sus hijos pródigos“. Construye su libro: primera piedra “Merecer los topónimos”, donde resume la búsqueda de posesión de un espacio; salir del alquitrán, ofrecer pureza: “En las cumbres, / rocas y huecos para el blanco”. Avistar el presente como un aciano agotado, una mujer madura: “La mareas que fueron / antes mucho más que estos montes/entregan todavía en cada puerta / los restos repetidos de naufragios/semillas infecundas, / heridas para siempre palpitantes”. El poeta sale de la ciudad y se asoma a las estaciones cambiantes que reinan en su refugio, escapado, fortificado, la nueva felicidad que adquiere va asociada a un aroma desconocido: “Le han crecido tentáculos/al cielo negro sobre el valle/vienen de la ciudad, y aún más lejos:/dicen que el monstruo nació seco/en las regiones donde el sur se dobla”. Las palabras de otros sirven de luz, de guía en mitad de la agreste ventisca, otro otoño es posible. Yo también, lector, atrapado en mi lugar, leo al poeta que parece hablar de mi propia tragedia: “esos niños ahogados en piscinas/familiares, vencidos por el humo/de un incendio en su casa”. Nunca unas palabras fueron tan cercanas para mí, en esta Ateca que recoge naranjas, en el verano que ha pasado. Nunca una ausencia de ocho de la mañana ha tenido un aspecto tan tenebroso y asmático. 

Este poeta que se construye, con las palabras paternas, arrendamientos que se heredan, con plusvalía exponencial, así llegamos a “El otoño o los límites del lenguaje”, la segunda parte del libro, con palabras como: “No pido privilegios para ti/solo quiero estadística/pido que llegues a viejo como la mayoría de los hombres”. Este poema, este en concreto, es estremecedoramente bello y cautiva mi pasión de lector y poeta, desgarrando cualquier niebla, mostrando la sobresaliente capacidad de Ramiro Gairín para atrapar en el ámbar de lo cotidiano toda la belleza. Como padre, como hijo, el que pone los ojos y el que ofrece su corazón, no quiere un trato especial, solo la herencia, la configuración por defecto del hombre del S. XXI: “Reclamo solamente/la aplicación estricta/ de la ley natural: /que veas muchos muertos/antes de que te baje alguien los párpados”. Que los hijos entierren a sus padres, que el orden prevalezca, que la biología sea coherente con la función estadística que define la vida: nacimiento, desarrollo, muerte. Tres actos. Sin más. 

Los cuerpos han olvidado que las estaciones eran algo más que luz y frutos. Vida artifical en mitad de la boscosidad. Familia que se acercan en la soledad de la civilización, ¿qué dejaron atrás?: “¿Me sobrevivirá?, ¿seguirá ahí / cuando ya no esté, / cuando me haya mudado/a la ciudad sin tumbas?” Bajo el alquitrán y el cemento no queda ni lugar para el descanso, apenas para el recuerdo. En el exterior, el poeta sabe que el silencio es una forma de vida, que lo que queda es mínimo, pero imprescindible: “las voces de la luna/y que la oscuridad vaya engulléndome”. 

Civilización que se extingue, que avanza y retrocede, que se define: desde tribu hasta familia. Lugar y espacio, tiempo y paisaje. Llegamos a “Lograr el fuego”. Pesadamente, pero con un punto de ternura, las raíces avanzan. Hay decisión, el poeta deja su semilla en cada verso y se permite que crezcan, que su lectura alimente de recuerdo a su hijo. Son palabras nutritivas de herencia paterna, así: “La encima está pariendo/saurios de mediodía; / su escamosa corteza / da forma a toda clase de reptiles. / Se desprenden, incrédulas, y caen. / Aturdidos, se arrastran hacia el bosque”. Una vida, otra vida, distintas formas a su alrededor. Básicos: fuego, aire, sol y frío. Palabras que contienen las propias metáforas, imágenes de una poesía ancestral, básica y atemporal. La poesía de lo cotidiano ofrece una pasión de tibia dulzura cuando llega el momento de alejarse. Es el momento para que el poeta, Ramiro Gairín, ejerza también de trovador: “Los cielos han bajado a la montaña, / mesan sus largas barbas las laderas, / cruzan los animales, los pájaros andando, / carreteras que brillan en bosque”. Y es que, después de encontrar su nombre, llega el temblor: “Al frío le aparecen ojos blancos, / asomado a las ventanas / de la pequeña casa, / y la niebla y el viento y la tormenta / se hacen carne apretada, / manos y pies que tocan a kilómetros / de aire, que desmontan la afilada/composición del vaho que respiran”.

Cerramos o nos acercamos al final. Ese es el lugar donde, sin querer ser meticuloso o agresivamente dogmático, surge una poética de calmada sencillez: “No es la imaginación lo que se pierde; / son los cuerpos, mi hijo, que se gastan. / No le tengas en cuenta / a este aturdido padre la torpeza / de no haber extraído una enseñanza, / pisado bien la vida en aquel lapso”. Final, con el fuego, alrededor del que todo se erige, sin olvidar el humo y piel, este libro, delicado, tierno, maravilloso, del poeta aragonés Ramiro Gairín: “No es este su lugar, ninguno vivió aquí, / y se alegran de vernos entroncados”.

 

Ramiro Gairín, Carreteras que brillan en el bosque, Madrid, Reino de Cordelia, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Natalia García Freire nació en 1991 en Ecuador. Después de dos novelas como Trajiste contigo el viento (2022) y Nuestra piel muerta (2019), se acerca al relato corto con una intensidad ambiental que pivota entre lo mágico y lo hermético, ajena a giros y trucos efectistas, con este La máquina de hacer pájaros, editado en 2024 por la editorial Páginas de Espuma, que la incluye en su nutritivo catálogo de narradoras hispanoamericanas. 

El título del libro remite a la segunda banda del músico argentino Charly García, un proyecto de rock progresivo que se desarrolló durante la Dictadura y que llegó a publicar dos discos: La Máquina de Hacer Pájaros (1976) y Películas (1977) y fue el interludio para García entre su primer grupo, Sui Generis (uno de sus versos aparece como cita inicial en el libro) y el gran éxito que supuso Serú Girán. 

El libro comienza con ‘Las lumbres’, donde un remedo de la autora, con el simbólico nombre de ‘Escritora’ avanza en el recuerdo de una selva tropical y anciana. Un entorno a punto de ser invadido por personajes ajenos: mineros y militares, desde la capital. Avatares que simbolizan la lucha de la escritora por frenar la devastación, el dolor interno de la tierra a través de la comunión con sus ancestros. Una mitología de verdín y selva que se pudre que, por cierto, podemos encontrar en alguno de los libros de la colección de Páginas de Espuma, como el de Nuria Labari o Liliana Colanzi. Las carpas que flotan, muertas, en el río, la pavita de la muerte como elemento de paganismo que acompaña a la novia, al niño, hasta el pasado primero y el otro lado después, camiones, soldado e ingenieros hambrientos que arrasan con todo a su paso, como una plaga bíblica en un mundo que ya no reza: “¿Rezar? Como si dios fuera a acordarse de nosotros”. Con una cinta de David Foster Wallace se abre ‘Hasta que desearas dejar tu corazón sin sangre’, donde la autora descubre que es más sencillo amar a un hombre muerto que a un vivo. La crisis matrimonial es el detonante de un descenso a lo más profundo de la psicodelia social: una curandera, amigas y terapeutas, la Ruthie, la Renata… se mezclan los cigarrillos y la transpiración, la mujer salvaje, Xuxa, Lacan y la Manicura, Lacan y el tinte para el pelo. El único amor posible es el del hombre desconocido, el hombre fantasma. Altares, éxtasis, obsesiones. ‘Formas de reparar lo que no está roto’ mezcla la locura y el amor, Romina, con su olor a pabellón y diazepam, la muerte, el aire y treinta y cuatro años, catorce encerrada. Las películas, Mulder y Scully, el CSI, la televisión es tan real como un corazón arrancado, que acaba pareciendo una semilla, un hueso de zapatito. ¿Locura o pasión? Esos finales herméticos son pura literatura, nada de efectismo barato. Avanzamos hacia ‘Yo amo a Paquita Gallegos’, con una mujer, una mujer sola, Bobby Brown, ¿qué es el uno? El uno es uno y es gato. Como una telenovela, la vida avanza lenta y siempre parece que llegará una sorpresa que lo cambiará todo, la desaparición del individuo, Mostachón y Débora Dalila. Una habitación. Cualquier cosa es mejor que no sentirse sola. Todos amamos la cumbia, todos amamos a Gilda, leo ‘Tecnocumbia para el fin del mundo’, uno de los relatos más impresionantes del libro y del año. Seducido y abrumado, mi padre era sed y polvo, mi padre era tan padre como cansancio, nos llamaba cerdos, solo estaba por el dinero. Estamos aislados, ellos, sus hermanos y ella, madre y hermana. Porque la madre está atrapada en una desidia tóxica. Pienso una y otra vez en el teatro de Fernando Arrabal y en el Samuel Beckett, personajes esquemáticos, sin nombre, que te agarran el alma por el cuello. Una mujer, Bum Bum, su marido-hermano desaparece. La cárcel. Las mujeres, las dos libres, la madre encerrada. Lo único que quiero es volver a bailar: “Yo sabía que, cada uno de ellos, había nacido con la muerte en la boca”. Hijos-hermanos que vuelven con el dolor, la madre, la musa, la mujer, allí arriba solo hay cumbia y estrellas. Juntas buscan la huida diminuta, lésbica e incestuosa, la vida como un gran poema cósmico de sudor y supervivencia. ‘Amor mío, corazón de otro’ El miedo a salir de casa, en ese apocalipsis formal sobre el que se construye el libro, los tres monstruos del folklore tropical postmoderno: ropavejero, Julita y el Chupacabras. Un tucán, un pájaro más, un ave especial. Las canciones de Luz Casa. Madre e hija. Hija de hambre y soledad, madre de aguardiente y pastillas. Piernas, las furias con sus hilos, arrancando las costras de la jovencita. Un sueño, un amor, la pelea por el corazón del tucán, que es la proyección de todo lo prohibido, desde el dulce incesto hasta la insultante zoofilia. Una finura de realismo mágico y metáfora hermética. Una zozobra emocional barniza cada uno de los cuentos, como ‘La máscara del oso’, que suena a delirio y a cuento, a padre que involuciona de adulto hasta bebé, que pasa de aguantar el trago y dejarse el acné como premio, hasta un niño cruel que mata renacuajos. Todos vemos las mismas películas, unas veces con pasión, otras con miedo: ‘Alien’ o ‘Los langoniers’. La madre-esposa, la esposa-madre, en ese remedio de convulsa sexualidad, lo protege, deja que tome de su pecho como antes dejaba que le devorara el sexo. Pero es un pibe horrible, que las deja sin plata. Llora y llora, con una máscara de oso, las tres hijas, como en un cuento infantil, terminan por enterrarlo en el bosque. Impactado, avanzo por el libro como quien lo hace por una selva, cubierto de broza y pánico. Porque llego a ‘Cabeza quemada’, el más intenso de los relatos, de Gucci falsos, de tía joven, perdida, de Año nuevo y año fina. Las niñas de 1999 querían ser como la Spears o como Selena, pero la medianoche les trajo el mal alcohol y una mañana de moho, pis y heces que se extenderá durante meses. Encerrados, abuelo que muere, como en uno de esos apocalipsis donde se tiene que criar la vida como si fueran plantas, la vida en el planeta en una permutación incestuosa que hace infame a la Biblia. Un ciclo, unas corrientes eléctricas, la alucinante prosa Natalia García Freire acaba estremeciendo al lector, salpicado de Walter Delgado y Billy Gato. Y si fuera no hubiera acabado el mundo, y si todo el dolor fuera para nada, panzonas de niños desconocidos, la feminidad que traerá el hombre nuevo. El mundo todavía existe, pero ustedes no. Sangre, hombres que abusan, el niño que nace, la madre que no desea saber si el bebé está vivo o si está muerto. La muerte es un final que se repite hasta que, al final, sean una con los astros. Ese es el hombre nuevo, el que ya no es ni hombre ni nuevo. Maravilla ‘La balada del vaquero espacial’, con su juego de religiosidad azteca, un abuelo sin nombre, unos mineros que cierran el círculo con el primer relato, la metamorfosis en Alien, en Michoacán, mezclando la cultura pop (la que veía el padre-niño, el niño-padre de ‘Máscara de oro’) y toda la mitología anterior a los españoles, llena de plumas, de plumas de armadillo y avestruz, que pone huevos y picotea, y sigue fumando, el abuelo, alien con sangre de ácido, la última mutación con la cita de la Nostromo: ‘En el espacio nadie puede oír tus gritos’. Enciendo un Philip Morris y me acerco al final con ‘La persona que te enamoraste’. Expulso el humo, vuelvo al cuerpo roto de un avestruz, el torso feo de Silvia Plath, y en 'Cómo desaparecer completamente' el doctor Rex me enseña, enseña a la protagonista, a desaparecer completamente (‘Desaparezca aquí’ como una frase de Brett Easton Ellis). “Usted está muerta”, le dice el doctor. Palabra de ley. ¿Por qué ahora? Qué maleducada la muerte, mamá, he muerto, siento por no haber avisado. Leeré a Anne Sexton, le pediré a la ciencia que me permita unos años más, al doctor y sus alumnos, al menos, opositar a una plaza fija en el teatro definitivo de Fernando Arrabal. Los estudiantes dicen adiós, les pido un beso, un marido, una hija, un cigarrillo. Cuentos de simbolismo tropical, extenuantes, plenos de sexo silencioso, de camas con sábanas sudorosas, de mujeres que ocultan el aliento del hombre con aguardiente. Hipercandombe y frutillas. 

 

Natalia García Freire, La máquina de hacer pájaros, Madrid, Páginas de Espuma, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Tres poemas de Juan Bautista Durán

24 de enero de 2025 10:35:37 CET

 
















Golondrinas

 

En vuelo circundante

acortan las golondrinas

la vana y magra noche

con su canto matinal.

 

El patio de manzana es

un ruedo sin diestro ni

banderilleros, un ruedo

donde nadie ha de poner

al viento engaño alguno.

 

Se alarga y alarga el día

es junio el mes más leve

los hay que mudan de piel

y otros que revolotean

cual moscas inmortales

en una misma baldosa.

 

No saben ser ni alcanzan

los moscardones a imaginar

el luminoso espectáculo

de las golondrinas al alba.

  

Viejo crimen

 

Acorde menor tras acorde

menor, se oye a alguien al piano

antesala de un viejo crimen

tantas veces cometido.

 

Por el patio de luces asciende

la afilada sombra musical

del sujeto que va a dar muerte

al escribiente delator.

  

Designio antiguo (vallejiana)

 

Moriré en el siglo XX

en una tarde ventosa

de la que mucho me hablaron.

 

Silencios de sobremesa

un inocente recuerdo 

de vuelta toda Navidad.

 

Me voy enterando así

con susurros decembrinos

de cómo ha de ser mi muerte:

 

dolorosa imperceptible

la muñeca en el asfalto

y un seco tajante estruendo

 

en el filo entresecular.

Moriré en el siglo XX

sin testigos todavía

 

este relato nada más

que trae el viento sibilante

designio antiguo de Herodes.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Bautista Durán

Una vida descompuesta antes de empezar

24 de enero de 2025 10:26:11 CET

Un libro de voces múltiples, de gramáticas sinuosas, un monólogo interior bombardeado por la sociedad, la familia, los amigos. Un muchacho encapsulado en las drogas y el jungle -la electrónica derivada del drum&bass que reinó en la Inglaterra de mediados de los noventa-, icónico, hipnótico, de voces mántricas. Shy es el resto que queda en el vaso al final de la fiesta, inapetente, distraído, tibio. Recuerda a los personajes de Irvine Welsh sin el poso narcótico, más psicóticos que desdentados, con un resto de inocencia a punto de evaporarse. Las voces aparecen, de naturaleza esquizoide, en una exigente tormenta literaria que hacen del libro una experiencia exhuberante y agotadora. Cursivas, centradas, de cuerpos distintos, acumuladas en estratos geográficos y temporales diferentes. La manera de escribir de Max Porter, con los cambios tipográficos, las voces de fuera, la experimentación narrativa, refleja a la perfección el laberinto de desazón y violencia al que se ve sometido el protagonista, desahuciado por su familia y entorno, atrapado en Última oportunidad, una residencia para muchachos problemáticos donde su psique experimenta episodios propios de una montaña rusa, terribles, venenosos, a veces esperanzadores. Un lugar donde las historias de terror que aparecen en los libros asustan menos que las que cuentan los chicos que viven allí. Chillidos y fantasmas, nadie teme lo que atrapan las paredes del lugar. Algunos nombres se repiten: Becky, su madre, el primo Shaun, Jenny, Amanda, Iain, Toby… el sexo, la frustración adolescente, la música, siempre la música y la resina, stepdub, beatbox, electrónica hipnótica y ritmos abstractos que sumen al protagonista en una agónica ausencia de sentimientos relacionada, inevitablemente, con la misma falta de melodía en la música que escucha. Pero el contraste que nos presenta Porter va más allá: el amor por su madre, la descompensada relación con su padrastro, el niño que todavía colecciona cepillos de dientes de Star Wars, figuras de las ‘Tortugas ninja’, cromos de la ‘Pandilla basura’, Micromachines, cochecitos de Hot Wheels… pero es capaz de buscar el dinero para unos platos, para poder pinchar puesto de speed y recitar su propio mantra: “El mejor de los tiempos”. O el peor, claro. La música abandona Detroit y llega a los suburbios de Inglaterra, se abandonan las guitarras y las vidas son mixtapes grabadas en casetes, fantasmas, colectivos, remezclas, pasquines, octavillas de clubes a los que no irá nunca, logotipos de discográficas pero ni una libra para discos. ¿Cómo te atreves a hablarnos así? En un momento dado el lector tiene que tomar partido. O, por lo menos, discernir entre tanto gris. Por un lado un adolescente incomprendido, por otro unos padres carentes de argumentos. ¿Hasta dónde se puede llegar para hacer feliz a un hijo? ¿Qué es lo que le convertirá en una persona normal? ¿Dónde está la normalidad? Le piden que les hable y él les escupe. ¿Ahora qué? Ahora Última oportunidad. Pero Shy no sabemos si es un maleducado, un enfermo mental o un desgraciado. El clima es violento, en todos los lados. En su casa y en el reformatorio, en la calle y en la escuela. Pero Shy no evita la pelea, la busca, la recibe, se arrepiente. Da la sensación de que él mismo se busca una realidad a largo plazo sin futuro, ¿No te agota, a veces, ser tú mismo? Acid kouse, Rhymer court, Tumble tots, la Gran Bretaña anterior al Brit Pop, una isla desierta, la desidia de la década, recuerda a ‘Kids’, la película de Larry Clarck, cambiando los Estados Unidos del grunge por la Inglaterra de Goldie y The Burial. El bajo y la batería, una y otra vez, copia y pega. Eran otros tiempos: “Dejad de hacer como si me conocéis, lo único que sabéis de mí es lo que yo os he contado”. Una doble página para el padrastro conciliador. Él lo intenta, como también lo hace su madre. Pero ahí está la maestría en la literatura de Max Porter: transmitir la nada como necesidad. Nada me cambiará dice el protagonista, nadie me dice qué tengo que hacer. Ni los medicamentos ni repasar una y otra vez una lista con las personas que le importan algo. Su microcosmos reducido a un solo párrafo. Realismo herético, sin normas, como la mente de Daniel Johnston, como un último exabrupto de Dennis Cooper. Una década más tarde Shy volverá la vista atrás y no verá nada porque, seguramente, esté muerto o todos los que conformaban su red de emergencia lo habrán olvidado. ¿Hay alguien ahí? El mundo sólido se disuelve: “Carga con una pesada bolsa de lamentos”, cigarrillos y cintas familiares: “Ya estamos otra vez / no hay forma de ganar / vuelve aquí / deja que se vaya”. Se va por el parque, fumando, escupiendo, vaciando su cabeza, dándole la vuelta a su sesión, a sus mezclas. ¿Quién es el culpable cuando se ha intentado todo? Palos, amor, más palos, castigos, otra oportunidad, diálogo, gritos, medicamentos, internamientos, tratarlo como un adulto, intentar que sea un niño… solo recordamos una parte de la letra y con eso pretendemos cantar todo el tema. Un profesor de historia, una última oportunidad en última oportunidad. Pero su pesadilla es el agua. ¿Qué camino acaba recorriendo el libro? Es una estructura compleja sin una linealidad temporal aparente y una sucesión de voces desorganizadas, solo cuando llega el tercer acto, en la búsqueda del término medio, uno encuentra la realidad postural: “Cuando te vienes arriba te vienes muy arriba y cuando te hundes, vas hasta el fondo”. Como si Shy fuera un fantasma y nos estuviera visitando, veinte años más tarde, ahogado en la electrónica y las sustancias. Es el tercer acto de la novela un momento acuoso, profundo, trágico, donde los sentidos se aíslan, desde los auriculares (encienden y apagan el mundo con el play y el stop) o la capucha: “La desnudez y la calma del mundo son atroces”. Los mismos cables de los cascos pueden ser usados como instrumento para colgarse. El estanque es el símbolo del vacío, el agua fría de la muerte, colocado, al dormir todo su cuerpo se vuelve pantano. Moho sobre la piel cálida que termina por ahogarse. ¿Animales flotando? Como un ‘Mr Potato’, como los jabalíes de Ásterix, Shy es un niño perdido, en el valle de las sombras, como una canción. Lodo y verdín, la noche, los animales flotan. Shy flota. La paz es estar seco, la paz, para Shy, no es siquiera estar vivo. El autor ametralla con pensamientos que se aceleran, como las remezclas de los temas de dub, de jungle, de todos los estilos de electrónica en manos de un pinchadiscos. Termina el tercer acto, engancha con el final, un final angustiado sazonado con esperanza. Piedras y destrucción. Una mente atrapada en un punto de no retorno, un pensamiento laberinto, día y no che que se confunden en la destrucción. Si el frío es la muerte, los abrazos son la vida. Lo siento. Ventanas rotas, lleno de vacío, pleno de agujeros. Envuelto en los cuerpos de los demás su temperatura, su vida, aumenta, se eleva. Es el comienzo de un nuevo día. Una novela extenuante, atemporal, que te muerde, que no te suelta. Una novela escrita hoy sobre un momento tres décadas atrás. La pregunta que te deja, ¿ahora qué? No lo sé. Estoy cansado, solo quiero dormir.

 

Max Porter, Shy, Barcelona, Random House, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

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