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Diálogos entre ángeles

10 de enero de 2025 14:38:58 CET

El joven investigador literario, Luis Gracia Gaspar nos ofrece, en este su primer trabajo editado, el estudio de un buen puñado de cartas entre dos poetas tocados por el “hado”, y es que entre “ángeles anda el juego”, es decir, seres con poderes sobrenaturales cuya máxima es servir a un ser superior, llámese poesía.

Este ensayo, con un interesante prólogo del poeta Luis Antonio de Villena, gira en torno a las  sesenta y dos misivas inéditas hasta el momento, entre el poeta, traductor y crítico, Ángel Crespo, nacido en Ciudad Real y cuyos restos descansan en Calaceite (Teruel) y el vate —como el autor gusta de llamar a ambos  a lo largo del texto— zaragozano, Ángel Guinda, que también tocó el tema de la traducción y sobre todo de la edición. Las cartas originales  pertenecen al archivo personal del último  y a la fundación Jorge Guillén.

No solo encontramos en este texto la información contenida en las cartas transcritas por el autor, sino que Gracia Gaspar trasciende lo puramente epistolar y nos ofrece una amplia foto fija del panorama literario del momento. Así, el libro, tras el prólogo y una breve introducción, se divide  en dos partes; una primera que a su vez se divide en cuatro periodos y en la que encontramos un análisis pormenorizado de las misivas y de los acontecimientos que a modo de marco histórico nos permiten hacernos una idea de la época en la que estas cartas cruzaron, en su mayoría, el Atlántico. Todo esto complementado con una gran cantidad de notas a pie de página, fruto de la minuciosa investigación del autor que nos facilita  una mejor comprensión y conocimiento de muchos de los nombres que van apareciendo a largo de las conversaciones entre ambos y que dan cuenta de escritores, editores y personajes del mundo intelectual del momento. Magistralmente medidos los tiempos y el ritmo, el autor intercala interesantes notas  del diario personal del poeta de Ciudad Real, así como fragmentos de otros estudios o artículos  sobre los poetas y sus obras firmados por  escritores como Alfredo Saldaña José María Balcells, José Luis Gómez Toré, Amador Palacios o Luis Jiménez Martos entre otros. Además de extractos de los testimonios de Trinidad Ruiz Marcellán, quien no solo fue la primera mujer del aragonés, sino su editora y amiga incondicional, o del escritor  Manuel Martínez-Forega.

En la segunda parte, el autor nos ofrece las  cartas objeto de estudio por orden cronológico, y previamente comentadas y analizadas. De vez en cuando nos regala imagen de la original,  bien manuscrita  o bien  mecanografiada. Esto confiere a los lectores la sensación de atisbar o de tener acceso a las cosas más íntimas de los poetas. Nada  hay más íntimo y personal que una carta. Y nada más mágico que ese  mensaje viajando overseas buscando su destino. Personalmente, me he quedado con ganas de más, de saber cómo acabó aquello o cómo se desarrolló lo otro.  Sí, llámenme morbosa, pero ¿qué, si no es la curiosidad, te lleva a leer la correspondencia ajena?

Estos ingredientes bien estructurados y dosificados mantienen el interés del lector a lo largo de unas líneas que nos recuerdan y confirman que el género epistolar, considerado ya como un subgénero literario más, es “la mejor obra del autor” o  “literatura vena adentro” como nos recuerda Luis Antonio de Villena en el prólogo. Un género que sigue gozando  de buena salud como nos indican los numerosos epistolarios entre escritores que siguen saliendo a la luz. Precisamente uno de  los temas que ocupan estas conversaciones en diferido es la publicación en el  entonces recién creado sello editorial de Olifante de las cartas entre Luis Cernuda y el poeta portugués, Eugenio de Andrade, a las que el mismo Crespo tiene acceso por su amistad con el vate luso. Casualidad del destino, sus propias misivas son las que ocupan a otro autor, Luis Gracia Gaspar, cuarenta y cinco años después. Y es que antes del advenimiento de las nuevas tecnologías, las cartas fueron también para los intelectuales  el medio habitual de comunicación para establecer esos vínculos tan necesarios para nutrirse de la otredad y huir de la tan temida soledad del poeta. Esta idea queda corroborada con  la relación epistolar que Ángel Guinda decide establecer no sabemos por qué (no queda constancia de la primera misiva) con el poeta Ángel Crespo que vive en Puerto Rico fruto de un exilio forzoso o más bien autoimpuesto. Qué le lleva al aragonés a elegir al castellano-manchego como interlocutor es algo que me he preguntado a lo largo de la lectura de esta obra y he buscado, como Luis Antonio de Villena un nexo común entre ambos; no se conocían personalmente, les separan veinte años y Guinda ni siquiera sabía que Crespo residía en Puerto Rico. Busco pues, ya no un nexo sino una  razón y la hallo, ya no tanto entre las líneas sino “leyendo entre líneas” y viendo como ambos escritores, en un par de cartas olvidan la fórmula de cortesía  y se empieza a fraguar una relación distendida y sincera. Tenemos acceso en este volumen a las cartas que se cruzaron durante cuatro años primero ininterrumpidamente y al resto después y hasta 1989 de una manera más anecdótica y distanciada en el tiempo, con detalles pormenorizados de dos visitas a España de Crespo y su mujer, Pilar Gómez Bedate, muy presente en todos los escritos, y un viaje a Oporto donde se encontraron con Eugenio de Andrade. ¿Y qué hallo? Pues me encuentro con dos poetas ávidos de transcender, de ir más allá de la marginalidad donde se encuentran como explica De Villena.  El maño no es conocido fuera de sus fronteras y el de Ciudad Real no logra reconocimiento más allá de su tarea de traductor, en especial de la Divina Comedia, cuando él lo que quiere es triunfar en España como poeta, que no se le olvide allá en la patria chica de la que huyó. Como dos amigos se intercambian poemarios, impresiones de los mismos y pronto se servirán el uno del otro para buscar salidas a sus obras y que el trabajo cruzado de ambos les permita que sus nombres suenen en el plano intelectual  del momento. Un ambiente que se hace presente en estas páginas en nombres de autores, críticos y editores o  de revistas literarias como Estafeta, Ínsula o Cal.  La lectura de dichas cartas nos ofrece  la oportunidad de conocer cómo se fraguaba la edición de un libro o la ansiedad que les generaba la falta o la demora de noticias al respecto.

Descubrimos también la dimensión más humana de ambos, pues hablar de estos dos bardos no es solo hablar de poesía; es hablar de mucho más ya que ambos trascienden al género lírico como podrán comprobar quienes se acerquen a estas líneas que nos muestran a un Crespo muy interesado en  lo espiritual y esotérico —influido seguramente por la lectura y traducción de la Divina Comedia— que disfruta, defiende y lucha por la pervivencia de las lenguas  relegadas como las retorromanas, o la misma fabla o aragonés. Al Guinda hombre que sufre las crisis y miserias de su condición humana, “que se bebe la vida a tragos”, sin abandonar nunca su humor y su facilidad para jugar con el lenguaje. Un Guinda en constante búsqueda y autodestrucción para renacer de nuevo. Unos poetas muy exigentes en su labor creadora que  encuentran el uno en el otro un gran apoyo y estímulo para seguir creando.

En suma, no me resta sino felicitar al autor por su elección del género poético y a la vez epistolar para su primer trabajo crítico, en el que hace gala de una gran maestría del decir  y de una  cultura literaria extensa como no podía ser de otra manera siendo hijo de quien es, el  profesor, crítico literario y poeta, José Luis Gracia Mosteo. Agradecerle también el ofrecernos la posibilidad de degustar estas cartas que rebosan poesía, porque, no olvidemos que,  quien es poeta llena de poesía todo lo que toca.

¡Ah! Y no pasen por alto las citas que ilustran la apertura de cada parte. Nada está elegido al azar.

 

Luis Gracia Gaspar, El epistolario inédito entre Ángel Crespo y Ángel Guinda (1974-1989), Madrid, Visor, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Marisol Julve

El drama de los días

10 de enero de 2025 14:27:05 CET

Ann Lauterbach, poeta poco conocida entre nosotros, lectores en español, ocupa, sin embargo, un destacado lugar en la poesía norteamericana de nuestros días, y con frecuencia se ha incluido dentro de la vanguardia de aquel país junto a nombres como David Saphiro, poeta calificado de radical, inspirador del cineasta Jim Jarmush, y con Peter Gizzi, elegíaco y luminoso, influenciado por Ezra Pound. 

Aunque, tal vez más apropiadamente, con John Ashbery, uno de los mayores poetas norteamericanos del pasado siglo, fallecido en 2017, contorsionista del lenguaje, explorador de los límites de la conciencia, que reflexiona sobre el acto creativo y, en especial, sobre la propia poesía; críptico, irónico, deudor de Auden. También, y muy especialmente, con Barbara Guest, perteneciente a la escuela de Nueva York como el mismo Ashbery y cuya poesía se caracteriza por su proximidad con el arte contemporáneo, sobre todo con el expresionismo abstracto.  Lúcida ensayista sobre poesía y pintura, como la autora que nos ocupa, se detiene entre otros, con rigor y acierto, en la complejidad de la poesía de Wallace Stevens, al que no debemos olvidar como descubridor de una nueva sensibilidad, distinta y audaz, exuberante, llena de sabiduría, y como gran transformador de la moderna poesía estadounidense. 

Ediciones Contrabando nos ofrece dentro de su colección Marte de poesía esta edición bilingüe de la mano de la escritora y traductora Marta López Luaces, que demuestra un profundo conocimiento, dedicación y pasión para poder verter en nuestra lengua este poemario con la exigencia que requiere, ya que trata de reconstruir con éxito, en la lengua de llegada, complejos matices, sin tener que recurrir a excesivas amplificaciones cuando el inglés se muestra más económico estructuralmente que el castellano. 

Y por ejemplo es el quinto libro de poesía de los once de esta autora y fue publicado en 1994. Es la primera vez que es traducido al español y suponemos que la elección de este título se debe al hecho de ser este poemario un pilar fundamental de la obra. Por densidad temática, por su intensa meditación que hace que el lector llegue a abandonar el mismo poema y entre en un laberinto de reflexiones, en una nueva idea de libertad, de mística de la creación. 

Hay en estos poemas un perfeccionamiento intelectual de la poesía, una exigencia emocional del escritor que quiere esculpir el drama de los días en tan solo dos versos: “Debía hacer mucho frío / En el cubo lleno de lo previo”. 

Si bien es cierto que Lauterbach se ha definido en alguna entrevista como: “lonely, paranoid and scared”, algo así como: solitaria, paranoica y temerosa, ante la idea de ser clasificada, todos nosotros sabemos que en poesía la inclusión en un determinado grupo es una obsesión sistémica; poner límites a la literatura, encerrar el vasto mundo del poeta dentro de una caja de cerillas; estandarizar es tentación en quienes no creen en el ser del mismo lenguaje, porque no han descubierto su infinita libertad; en el poema “Épocas perdidas”, dice: “Aspiro la noche estoy bordada a ti / con una pena incendiaria”. 

Ha dicho, con solemnidad, en numerosas entrevistas, sentirse en la periferia; es una manera de expresar su inconformismo, una protesta apasionada, poética, irreconciliable con la castrante clasificación en cualquier orden de la vida, y así es, pues el lenguaje con el que se construye Y por ejemplo expresa esa extraña mezcla de una voz que son muchas voces, el yo poético se diluye, en realidad parece que se busca a sí mismo en la voz en off que él mismo proyecta. Esa exigencia suya en la diferenciación, en la búsqueda sin que sea nunca forzada, en la creación de un tejido vivo: “todo robado a algo llamado abril”. 

Hay un mundo propio muy trabajado que desencadena en cada poema una especie de conmoción emocional. La pujanza evocadora aparece disfrazada entre los restos del propio poema roto, fragmentado. 

En “Cenizas, Cenizas (Ashes, Ashes)” -título de la última parte del poemario-, en la propia abstracción de lo que no llega a decirse por falta de aire, es donde la creadora neoyorkina más se entrega: “Soy un atuendo abandonado / mi categoría está rota // Codicio el extremo”. 

Vínculo de naturaleza compleja, las palabras exploran en esa especie de desmoronamiento de lo cotidiano en nuestras vidas, a veces con falsa trivialidad, otras con la sobrecogedora elocuencia de quien todo escruta y analiza; con la evocación elegíaca que los grandes poetas hacen coincidir con el deseo de renovación. 

En ella podemos escuchar, entre otros, los ecos de Rilke, Elliot, Stevens, Auden o Faulkner. Podemos sentirlos porque en la gran poesía habita la poesía de los que hicieron al poeta ser quien es.    

Destrucción y renovación se encuentran, pero la felicidad no existe, no es real, no es algo que se pueda concretizar, sino que es un concepto abstracto, moral.

Explorar en el desmoronamiento, en la capacidad para soportar la tragedia de la pérdida; hallar el eslabón que te ha de mantener enganchado al mundo, que ese eslabón sea el mismo mundo de las cosas reales; el tiempo presente que es un punto fijo, una anilla donde sujetarnos, rodeados del océano de las ausencias. Asistimos a la dramatización del paso del tiempo. Ann Lauterbach hace crecer sus poemas en la tensión psíquica y se eleva por encima de las palabras. Crea otra lengua en la lengua y busca los límites de ésta. 

El poeta ha de llegar a ese “punto cero” del que nos hablaba José Ángel Valente, el de la libertad creativa, infinita, sin límites, que escapa del sistema dominante; ha de saber convertir la ausencia en presencia y ser consciente del sentido del ser y en ese desorden del alma saber dialogar con los fantasmas de lo no dicho y soltar el cometa de la imaginación.   

Esculpir dentro de esa falta de fuerzas para que ésta se torne fuerza, búsqueda y curación. Llenar una superficie blanca. Escribir no para transmitir un mensaje sino para ser ave que deja su trazo en el cielo.  

Sería muy de agradecer que Marta López Luaces tradujese su reciente poemario Door (“Puerta”), aparecido en 2023.

 

 

 Ann Lauterbach, Y por ejemplo, Valencia, Ediciones Contrabando, 2024.      

Escrito en Sólo Digital Turia por Wences Ventura

“Fosfenos”: destellos en la esquina del verso

10 de enero de 2025 14:10:13 CET

Enrique Villagrasa teje un trama poética desde el Jiloca hasta Tarragona que atrapa al lector.

Me he quedado pegada, como un insecto, a la gigantesca tela de araña que ha tejido, con paciencia y primor, el poeta y critico literario Enrique Villagrasa. Se trata de su último poemario: Fosfenos, cuyo título ya previene de los posibles riesgos que entraña la lectura: una vez que se posan los ojos en él, es difícil olvidar la luz que desprende. Son fogonazos que quedan atrapados en la mirada y que siguen deslumbrándonos aunque el objeto resplandeciente ya no esté al alcance de la vista.

¿Y qué nos muestran esos fosfenos? Nos hablan del protagonista del poemario, que aparentemente es Burbáguena, el pueblo turolense a orillas del Jiloca donde nació el poeta, pero que, en realidad, constituye un alter ego de la voz poética. El escritor personifica el paisaje hasta tal punto que el ser humano se integra en el mismo y no puede desligarse de él. Es como si fuera una parte más del lugar al que pertenece. Aunque se aleje del sitio, sus raíces lo conectan a esa tierra y se sigue alimentando de ella en la distancia. El lector siente cómo el río Jiloca lo va llevando, aguas abajo, desde Burbáguena hasta Tarragona, la localidad donde vive Villagrasa pero no se trata de un viaje definitivo, porque da la sensación de que la marcha nunca se ha producido y solo ha sido una ilusión. Los fosfenos siguen brillando y traen Burbáguena de vuelta.

En Burbáguena la voz poética toma forma, se construye. El paisaje se encarna y la carne se hace verso. Del paisaje al verso media el poeta, que está dispuesto a desparecer para destilar la poesía que existe en ese lugar. Y en esta fusión hombre-paisaje podemos observar, transparente como las aguas del Jiloca, la esencia misma de la poesía.

Y, así, cuando leemos Fosfenos comprobamos que, a partir de unos cuantos hilos luminosos se va tejiendo un poemario que se plantea en la naturaleza armónica y va cobrando intensidad conforme avanza la obra hasta llegar a un éxtasis final donde las ráfagas de obsesiones consiguen posarse y descansar, de nuevo, en la esquina del verso. Allí temor y temblor se agitan en calma y, posiblemente, se materializa el regreso final a la viña de los ancestros, cuyo espejismo camina como una sombra fiel desde el comienzo de la obra: "Frente a ti, la vid de la poesía y su sabor".

 

Enrique Villagrasa, Fosfenos, Madrid, Huerga y Fierro, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Estela Puyuelo

Recordando a Samuel Beckett

18 de diciembre de 2024 14:29:32 CET

En lo más profundo de la mente humana, más allá de los museos, la ciencia-ficción, Stephen King o el teatro pánico, ahí, donde los avatares pelean contra la pulsión del detalle, se encuentra el recuerdo de Samuel Beckett. Premio Nobel, irlandés afincado en París, humano hermético… del que Jorge Carrión en el texto y Javier Olivares en la ilustración, realizan un friso vital y creativo en esta novela gráfica, Samuel & Beckett, editada por Salamandra. Una obra profunda, que recorre no solo las andanzas del autor dublinés, también es un esbozo intrépido y compacto de la historia social y cultural de la Europa de entreguerras, del territorio que resiste a dejar de ser la cuna formativa de los movimientos de vanguardia, a pesar de los tiros, la tristeza y el hambre. Beckett, que nacerá con la primera de las contiendas, fallece con el desgraciado estreno de la masacre balcánica. El dolor de las trincheras, la liberación pop, la contracultura: será Beckett capaz de intuir la patafísica y servir de inspiración de la no-wave de Birthday Party. Palabras mayores, no excluyentes, por otro lado, de una autoridad intelectual que le permite ser tratado de igual a igual con autores como su amigo James Joyce o el argentino Jorge Luis Borges. Samuel Beckett, desde la portada del libro, parece la emanación pura de la toxicidad beatnik, con ese rostro pop que nos recuerda al vidrio de amarillo láudano de William Burroughs o se construye, mimético y circular, en sus gafas John Lennon, en sus gafas Fernando Arrabal. Sin querer ser simplista, Olivares capta su aura entre maldito y tecnócrata para demostrarnos, desde la misma presentación, un espíritu atrapado en una existencia atávica, esquemática en sentimientos y reacciones. La estructura de la obra, con una doble página de color amarillo viscoso, apagado mate de película radioactiva, agrio, sirve de introducción a las viñetas en negro profundo, negro variado, algún blanco de amor, dinero y esperanza. Narración lineal que va desde el año 1906, en Dublín, con su hermano, su madre (de la que no escapará nunca, metafórica y, según Carl Jung, prácticamente de manera biológica) y su padre, importante bastión estructural de su biografía. El padre, con los libros de John Milton, paseante en la delicada formación de la ciudad, se ofusca en la pléyade de alcohol y patata con la que la capital irlandesa acabará expulsando a sus hijos. Mapas que, por el orden trazado, más que mapas son planos. Se trata pues de “Una cerradura complicada que no se puede abrir con una llave sencilla”. El masaje del disparate, la lírica austera de las imágenes, un autor que hace de la ausencia una presencia. Así, sin dios, sin ley, sin sentido, se adentra en las ideas del que será su teatro, pleno de arenas postapocalípticos, de desiertos abandonados devorados por la gangrena. En su miopía de desconsuelo busca París como guía, allí tendremos a James Joyce acompañando su formación definitiva hacia la literatura. Sombras para la belleza en forma de la hija de Joyce y un intento de asesinato que sería encarnación del absurdo futuro. La voz del alcohol y la madrugada del autor de ‘Dublineses’ que lo rodea: “Posiblemente todos los caminos sean equivocados, pero debes encontrar el camino equivocado que te conviene”. Carl Jung, del que he escrito al principio, le permite introducirse en la ‘Teoría del hombre retenido’, atrapado en el interior del vientre materno, el hombre atrapado, que no ha nacido todavía. Resolviendo, en parte, algunas de las incógnitas que le atan emocionalmente. Un esquema de acción ante la luz y el fuego, el aviso de una Alemania que arde y el combustible son el arte y la libertada. La ruptura de los espejos, una especie de muestrario de enfermos monstruos que no desean contemplarse, una distancia de absolutos. El amor, que es como un juego de naipes, en el que no sabes qué cartas te van a tocar ni cómo son las reglas. Tal vez en París, con su baraja francesa y el alimento de una Peggy Guggenheim que aparece con invitada especial. Ojos de glamour, el intento de asesinato, la cuchilla cubierta de luz de farola del proxeneta que hace que la herida le lata en el pecho como un segundo corazón (o el músculo quiera huir a través de la rendija).  París, el París ocupado, su ingreso en la resistencia, papel y tinta. Uno, lector, se ve abocado a repasar la Teoría de Grafos para entender las raíces, los vértices y las posibilidades. Personajes decadentes que lo rodean y que acabarán siendo el alimento perfecto para su obra. Miniaturas que se iluminan con el fuego de un cigarrillo. Una pieza del ajedrez que cae, intelectual de manos agarrotadas, incapaz de atrapar la herramienta que lo alimente a él y a su mujer Suzanne. Personajes que se ahogan en las distintas bilis del hombre, esperan su papel mínimo en las obras que los mantengan como avatares de la eternidad. Acrónimos que sostienen el apellido, como permutaciones con y sin repetición de un personaje, 'Molloy', capaz de airear su miseria, los dos esperando en un lugar que se define por la ausencia. La misma que la del autor en el estreno de ‘Esperando a Godot’ en el teatro de babilonia. La prensa es un aplauso y, luego, permítanme esta veleidad nada objetiva, detenerse en la magna ‘Final de partida’, una de mis obras favoritas, con los reyes en toneles, la arena que lo cubre todo como el polvo del apocalipsis, los prismáticos para buscar restos de una revuelta que no tuvo éxito. La inyección del Rey, la morfina y el algodón. Junto a 'Fando y Lis' de Fernando Arrabal o 'A puerta cerrada' de Jean Paul Sartre, el dibujo introductorio de los autores avisa, tras el amarillo, el símbolo claro de peligro radioactivo. La parte más nutritiva es, sin duda, la que abordan Olivares y Carrión tras el éxito teatral, buceando en la pasión de Samuel Beckett por las formas de expresión audiovisuales, cristalizando en la radio, con sus teatros leídos para BBC y el encuentro con Buster Keaton para rodar FILM. Keaton, con sus pantalones de jubilado, subidos muy por encima de la cintura, remueve el sueño de la América de pastel de manzana y unifamiliares. No entiendo nada, confiesa, sin rumor, el actor de cine mudo. Un partido de béisbol, una partida de cartas terminada porque todos los participantes han fallecido. Aún en su estancia en Brooklyn, durante el rodaje, Beckett encontrará una extraña paz en el diseño urbano, euclídeo y racional de la ciudad, sin olvidar, ni por un momento, que Europa, todavía de pie, colecciona cicatrices muy profundas, igual que los Estados Unidos hacen con sus conflictos perdidos. El Premio Nobel, los ideales, la degradación y la búsqueda del perdón: “¿Me permitirá mi obra que vuelva ella después de esto?”. Dos fechas, 1977, el último año de Eddy Merckx en el ciclismo, la entrevista de Charles Juniet, el boxeo, la cultura popular, se suceden frente a él las trivialidades que regala la paz. Pero, con una obra de teatro de un minuto, él se conforma con escuchar. Todas las cosas son importantes. La segunda, 1989. Beckett, tras la muerte de sus padres y su esposa, es el último de la fiesta, el que le toca bailar con la muerte. ¿Sigue el público contemplando el escenario? ¿Está Samuel Beckett dentro de ellos? ¿O del vientre de su madre? Los símbolos, sus símbolos, son poderosos, no se puede atrapar, su rostro se filtra en las paredes de ladrillo y él se expande, sin posibilidad de extirpar su presencia de nosotros, sus lectores, pero también de Europa, la Europa que lo alimentó de leche agria y cinismo hasta que lo hizo parte de su interior, de su material genético. Nadie podrá ahora impedir su salida. Fundido a negro. Volver a la vida con la excusa de la muerte del genio.

 

Javier Olivares y Jorge Carrión, Samuel & Beckett, Barcelona, Salamandra, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Esta entrega de uno de nuestros maestros en el cuento corto es un anecdotario literario, un herbolario más bien, semillero donde todo se conduce en una o dos páginas como máximo. Esa idea de recopilación de muestras aparece, incluso, en alguna de las imágenes que acompañan las páginas. Muestras que parecen esperar ser regadas, desarrolladas como una propuesta. De ahí la idea de falsa recopilación de ideas y muestras obtenidas en un taller de escritura creativa que nunca se realizó. José María Merino nos ofrece una sucesión de muestras, un breviario que, como aperitivos, puede no llegar a saciar, pero deja las papilas gustativas dispuestas. 

La sucesión de temas, aparentemente heterogénea, acaba tiendo un hilo conductor, unos hitos obsesivos a los que José María Merino vuelve una y otra vez. El paso del tiempo, el recuerdo de la infancia, los juegos de personajes (con afecto hacia el doppelganger, en la onda del cuento canónico argentino, de Jorge Luis Borges a Manuel Mújica Martínez), con su proceso de suplantación, el alter ego, un amigo, finalmente, de cultivo de un jardín con cientos de senderos que se bifurcan, o la escritura sobre la escritura, con guiños hacia Roberto Bolaño o Enrique Vila-Matas, con ese deseo expreso de situar los textos en un entorno de escritores, de premios, novelas inacabadas y editoriales. Un microcosmos que acaba, desde el clasicismo británico, a un lixiviado que incluye las andanzas de Julio Cortázar o Alejandro Bioy Casares. Nos encontramos muestras de inocente ciencia-ficción científica, una enorme cantidad de cuentos referidos a los sueños y sus respectivas derivaciones (este tejido en el que tan cómodos se encuentran los recuerdos y los muertos, una cita: «Los sueños son anteriores al lenguaje articulado»), anécdotas de lo cotidiano, que en una breve explosión, mutan hacia el absurdo, incluyendo chispas de oscuros manejos de aroma Beckeriano (Samuel, entiéndase). Un autor atrapado en la ciudad postmoderno y buscando siempre, el juego de la investigación y la contemplación de lo humano. Una ciudad dentro de la ciudad, una ciudad sumergida al modo del Madrid de Emilio Carrere, llena de aparecidos, con encuentros en calles, mujeres imposibles, caminantes sin nombre, vidas atrapadas en la enfermedad y la vejez. 

Entre esos hitos, esos islotes que ofrecen una coherencia en el discurrir del libro, está, sin duda, el mar. Un símbolo pleno que permite al autor y sus personajes identificarse con el infinito (el náufrago y sus tiempos), el misterio (cualquier cosa está permitida cuando se pierde la línea de tierra, pregunten a William Hope Hodgson), la obsesión entomológica (como parte de una tradición kafkiana, lógicamente), atrapados entre libros imposibles, casas viejas y polvo acumulado, que no deja de ser parte de ese tiempo perdido. 

Aparte del mar, que abarca y recoge, que es escenario y personaje, es inevitable destacar el interés del autor por la Inteligencia Artificial y Chat GPT, elementos ambos que aparecen en la parte final del libro, una y otra vez, de muy distintas maneras, pero todas con ese extrañismo porteño que, como diría César Aira, terminará con el nacimiento de los cuentos que se escriben solos. La multiplicidad de las historias artificiales como arenas de un desierto cibernético. Aquí encontraríamos algunas de las idas más recientes de autores renovados y renovadores como Jorge Carrión y, especialmente, Vicente Luis Mora. Un lejano futuro que traerá el pasado (con una referencia pop al ‘Planeta de los simios’ que hará las delicias de los amantes de la ciencia ficción clásica como es mi caso). Pero de ahí hacia El Quijote, con pequeñas burbujas que ponen en nuestra boca las posibilidades de la imaginación, más Stanislaw Lem que Philip K. Dick, incluyendo narrativas de asesinos virtuales, de cuentos artificiales premiados, de un mundo literario que sobrevive entre un éxito pasado y un abismo presente. 

No hacen falta muchas páginas, como he escrito al principio, para sembrar la inquietud para el lector. La penicilina de una literatura infectada de maquinaria serán, de nuevo, los sueños («Los sueños pueden tener esa asombrosa marea de verosimilitud») y el mar. Forasteros que se mueve entre la frágil tela de la realidad, siempre más liviana en el cuento que en la novela, así que, entre delirios gatunos e interpretación de los mundos paralelos, podemos bracear de la playa hacia el océano, como un avatar clásico, de niebla y accidente, de relación entre personaje y autor divinizado (Miguel de Unamuno pero también Grant Morrison) que acaba con el exabrupto de un lienzo en blanco. El cierre, que se percibe casi desde que uno se adentra en las primeras páginas, está centrado en el paso del tiempo, en la relación del autor con su edad, con ese señor que agarra a una mujer, confundiéndola con su esposa, los insertos clínicos, el futuro de cuidados paliativos, el abuelo Telmo, que acabará siendo compañero en la interpretación de ‘El día que me quieras’, ambos igualados por el final de la partida: «Debo salir de este siniestro sueño y cuando parece que el sueño se va difuminando, entro en una plácida, sólida, oscuridad». Final de partida, final de pasillo, un náufrago olvidado. El despertar (o no) del sueño último: «Sigo soñando, pienso, a ver si despierto de una vez. Sin comprender que, esta vez, ya no despertaré». Una obra de madurez, trufada de pistas y semillas, como he comentado al principio, pequeñas ofrendas, guías que, al germinar en el lector, lo llevarán a otros lugares de disfrute. ¿Un libro para escritores? Sin duda. En pequeños capítulos que tienden a la contundencia dentro de su brevedad. Un libro que permite sembrar en el lector la pasión por la vida. Porque leer es vivir y viceversa.

 

José María Merino, Yo y yo en breve, Madrid, Alfaguara, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

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