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Recordando a Samuel Beckett

18 de diciembre de 2024 14:29:32 CET

En lo más profundo de la mente humana, más allá de los museos, la ciencia-ficción, Stephen King o el teatro pánico, ahí, donde los avatares pelean contra la pulsión del detalle, se encuentra el recuerdo de Samuel Beckett. Premio Nobel, irlandés afincado en París, humano hermético… del que Jorge Carrión en el texto y Javier Olivares en la ilustración, realizan un friso vital y creativo en esta novela gráfica, Samuel & Beckett, editada por Salamandra. Una obra profunda, que recorre no solo las andanzas del autor dublinés, también es un esbozo intrépido y compacto de la historia social y cultural de la Europa de entreguerras, del territorio que resiste a dejar de ser la cuna formativa de los movimientos de vanguardia, a pesar de los tiros, la tristeza y el hambre. Beckett, que nacerá con la primera de las contiendas, fallece con el desgraciado estreno de la masacre balcánica. El dolor de las trincheras, la liberación pop, la contracultura: será Beckett capaz de intuir la patafísica y servir de inspiración de la no-wave de Birthday Party. Palabras mayores, no excluyentes, por otro lado, de una autoridad intelectual que le permite ser tratado de igual a igual con autores como su amigo James Joyce o el argentino Jorge Luis Borges. Samuel Beckett, desde la portada del libro, parece la emanación pura de la toxicidad beatnik, con ese rostro pop que nos recuerda al vidrio de amarillo láudano de William Burroughs o se construye, mimético y circular, en sus gafas John Lennon, en sus gafas Fernando Arrabal. Sin querer ser simplista, Olivares capta su aura entre maldito y tecnócrata para demostrarnos, desde la misma presentación, un espíritu atrapado en una existencia atávica, esquemática en sentimientos y reacciones. La estructura de la obra, con una doble página de color amarillo viscoso, apagado mate de película radioactiva, agrio, sirve de introducción a las viñetas en negro profundo, negro variado, algún blanco de amor, dinero y esperanza. Narración lineal que va desde el año 1906, en Dublín, con su hermano, su madre (de la que no escapará nunca, metafórica y, según Carl Jung, prácticamente de manera biológica) y su padre, importante bastión estructural de su biografía. El padre, con los libros de John Milton, paseante en la delicada formación de la ciudad, se ofusca en la pléyade de alcohol y patata con la que la capital irlandesa acabará expulsando a sus hijos. Mapas que, por el orden trazado, más que mapas son planos. Se trata pues de “Una cerradura complicada que no se puede abrir con una llave sencilla”. El masaje del disparate, la lírica austera de las imágenes, un autor que hace de la ausencia una presencia. Así, sin dios, sin ley, sin sentido, se adentra en las ideas del que será su teatro, pleno de arenas postapocalípticos, de desiertos abandonados devorados por la gangrena. En su miopía de desconsuelo busca París como guía, allí tendremos a James Joyce acompañando su formación definitiva hacia la literatura. Sombras para la belleza en forma de la hija de Joyce y un intento de asesinato que sería encarnación del absurdo futuro. La voz del alcohol y la madrugada del autor de ‘Dublineses’ que lo rodea: “Posiblemente todos los caminos sean equivocados, pero debes encontrar el camino equivocado que te conviene”. Carl Jung, del que he escrito al principio, le permite introducirse en la ‘Teoría del hombre retenido’, atrapado en el interior del vientre materno, el hombre atrapado, que no ha nacido todavía. Resolviendo, en parte, algunas de las incógnitas que le atan emocionalmente. Un esquema de acción ante la luz y el fuego, el aviso de una Alemania que arde y el combustible son el arte y la libertada. La ruptura de los espejos, una especie de muestrario de enfermos monstruos que no desean contemplarse, una distancia de absolutos. El amor, que es como un juego de naipes, en el que no sabes qué cartas te van a tocar ni cómo son las reglas. Tal vez en París, con su baraja francesa y el alimento de una Peggy Guggenheim que aparece con invitada especial. Ojos de glamour, el intento de asesinato, la cuchilla cubierta de luz de farola del proxeneta que hace que la herida le lata en el pecho como un segundo corazón (o el músculo quiera huir a través de la rendija).  París, el París ocupado, su ingreso en la resistencia, papel y tinta. Uno, lector, se ve abocado a repasar la Teoría de Grafos para entender las raíces, los vértices y las posibilidades. Personajes decadentes que lo rodean y que acabarán siendo el alimento perfecto para su obra. Miniaturas que se iluminan con el fuego de un cigarrillo. Una pieza del ajedrez que cae, intelectual de manos agarrotadas, incapaz de atrapar la herramienta que lo alimente a él y a su mujer Suzanne. Personajes que se ahogan en las distintas bilis del hombre, esperan su papel mínimo en las obras que los mantengan como avatares de la eternidad. Acrónimos que sostienen el apellido, como permutaciones con y sin repetición de un personaje, 'Molloy', capaz de airear su miseria, los dos esperando en un lugar que se define por la ausencia. La misma que la del autor en el estreno de ‘Esperando a Godot’ en el teatro de babilonia. La prensa es un aplauso y, luego, permítanme esta veleidad nada objetiva, detenerse en la magna ‘Final de partida’, una de mis obras favoritas, con los reyes en toneles, la arena que lo cubre todo como el polvo del apocalipsis, los prismáticos para buscar restos de una revuelta que no tuvo éxito. La inyección del Rey, la morfina y el algodón. Junto a 'Fando y Lis' de Fernando Arrabal o 'A puerta cerrada' de Jean Paul Sartre, el dibujo introductorio de los autores avisa, tras el amarillo, el símbolo claro de peligro radioactivo. La parte más nutritiva es, sin duda, la que abordan Olivares y Carrión tras el éxito teatral, buceando en la pasión de Samuel Beckett por las formas de expresión audiovisuales, cristalizando en la radio, con sus teatros leídos para BBC y el encuentro con Buster Keaton para rodar FILM. Keaton, con sus pantalones de jubilado, subidos muy por encima de la cintura, remueve el sueño de la América de pastel de manzana y unifamiliares. No entiendo nada, confiesa, sin rumor, el actor de cine mudo. Un partido de béisbol, una partida de cartas terminada porque todos los participantes han fallecido. Aún en su estancia en Brooklyn, durante el rodaje, Beckett encontrará una extraña paz en el diseño urbano, euclídeo y racional de la ciudad, sin olvidar, ni por un momento, que Europa, todavía de pie, colecciona cicatrices muy profundas, igual que los Estados Unidos hacen con sus conflictos perdidos. El Premio Nobel, los ideales, la degradación y la búsqueda del perdón: “¿Me permitirá mi obra que vuelva ella después de esto?”. Dos fechas, 1977, el último año de Eddy Merckx en el ciclismo, la entrevista de Charles Juniet, el boxeo, la cultura popular, se suceden frente a él las trivialidades que regala la paz. Pero, con una obra de teatro de un minuto, él se conforma con escuchar. Todas las cosas son importantes. La segunda, 1989. Beckett, tras la muerte de sus padres y su esposa, es el último de la fiesta, el que le toca bailar con la muerte. ¿Sigue el público contemplando el escenario? ¿Está Samuel Beckett dentro de ellos? ¿O del vientre de su madre? Los símbolos, sus símbolos, son poderosos, no se puede atrapar, su rostro se filtra en las paredes de ladrillo y él se expande, sin posibilidad de extirpar su presencia de nosotros, sus lectores, pero también de Europa, la Europa que lo alimentó de leche agria y cinismo hasta que lo hizo parte de su interior, de su material genético. Nadie podrá ahora impedir su salida. Fundido a negro. Volver a la vida con la excusa de la muerte del genio.

 

Javier Olivares y Jorge Carrión, Samuel & Beckett, Barcelona, Salamandra, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Esta entrega de uno de nuestros maestros en el cuento corto es un anecdotario literario, un herbolario más bien, semillero donde todo se conduce en una o dos páginas como máximo. Esa idea de recopilación de muestras aparece, incluso, en alguna de las imágenes que acompañan las páginas. Muestras que parecen esperar ser regadas, desarrolladas como una propuesta. De ahí la idea de falsa recopilación de ideas y muestras obtenidas en un taller de escritura creativa que nunca se realizó. José María Merino nos ofrece una sucesión de muestras, un breviario que, como aperitivos, puede no llegar a saciar, pero deja las papilas gustativas dispuestas. 

La sucesión de temas, aparentemente heterogénea, acaba tiendo un hilo conductor, unos hitos obsesivos a los que José María Merino vuelve una y otra vez. El paso del tiempo, el recuerdo de la infancia, los juegos de personajes (con afecto hacia el doppelganger, en la onda del cuento canónico argentino, de Jorge Luis Borges a Manuel Mújica Martínez), con su proceso de suplantación, el alter ego, un amigo, finalmente, de cultivo de un jardín con cientos de senderos que se bifurcan, o la escritura sobre la escritura, con guiños hacia Roberto Bolaño o Enrique Vila-Matas, con ese deseo expreso de situar los textos en un entorno de escritores, de premios, novelas inacabadas y editoriales. Un microcosmos que acaba, desde el clasicismo británico, a un lixiviado que incluye las andanzas de Julio Cortázar o Alejandro Bioy Casares. Nos encontramos muestras de inocente ciencia-ficción científica, una enorme cantidad de cuentos referidos a los sueños y sus respectivas derivaciones (este tejido en el que tan cómodos se encuentran los recuerdos y los muertos, una cita: «Los sueños son anteriores al lenguaje articulado»), anécdotas de lo cotidiano, que en una breve explosión, mutan hacia el absurdo, incluyendo chispas de oscuros manejos de aroma Beckeriano (Samuel, entiéndase). Un autor atrapado en la ciudad postmoderno y buscando siempre, el juego de la investigación y la contemplación de lo humano. Una ciudad dentro de la ciudad, una ciudad sumergida al modo del Madrid de Emilio Carrere, llena de aparecidos, con encuentros en calles, mujeres imposibles, caminantes sin nombre, vidas atrapadas en la enfermedad y la vejez. 

Entre esos hitos, esos islotes que ofrecen una coherencia en el discurrir del libro, está, sin duda, el mar. Un símbolo pleno que permite al autor y sus personajes identificarse con el infinito (el náufrago y sus tiempos), el misterio (cualquier cosa está permitida cuando se pierde la línea de tierra, pregunten a William Hope Hodgson), la obsesión entomológica (como parte de una tradición kafkiana, lógicamente), atrapados entre libros imposibles, casas viejas y polvo acumulado, que no deja de ser parte de ese tiempo perdido. 

Aparte del mar, que abarca y recoge, que es escenario y personaje, es inevitable destacar el interés del autor por la Inteligencia Artificial y Chat GPT, elementos ambos que aparecen en la parte final del libro, una y otra vez, de muy distintas maneras, pero todas con ese extrañismo porteño que, como diría César Aira, terminará con el nacimiento de los cuentos que se escriben solos. La multiplicidad de las historias artificiales como arenas de un desierto cibernético. Aquí encontraríamos algunas de las idas más recientes de autores renovados y renovadores como Jorge Carrión y, especialmente, Vicente Luis Mora. Un lejano futuro que traerá el pasado (con una referencia pop al ‘Planeta de los simios’ que hará las delicias de los amantes de la ciencia ficción clásica como es mi caso). Pero de ahí hacia El Quijote, con pequeñas burbujas que ponen en nuestra boca las posibilidades de la imaginación, más Stanislaw Lem que Philip K. Dick, incluyendo narrativas de asesinos virtuales, de cuentos artificiales premiados, de un mundo literario que sobrevive entre un éxito pasado y un abismo presente. 

No hacen falta muchas páginas, como he escrito al principio, para sembrar la inquietud para el lector. La penicilina de una literatura infectada de maquinaria serán, de nuevo, los sueños («Los sueños pueden tener esa asombrosa marea de verosimilitud») y el mar. Forasteros que se mueve entre la frágil tela de la realidad, siempre más liviana en el cuento que en la novela, así que, entre delirios gatunos e interpretación de los mundos paralelos, podemos bracear de la playa hacia el océano, como un avatar clásico, de niebla y accidente, de relación entre personaje y autor divinizado (Miguel de Unamuno pero también Grant Morrison) que acaba con el exabrupto de un lienzo en blanco. El cierre, que se percibe casi desde que uno se adentra en las primeras páginas, está centrado en el paso del tiempo, en la relación del autor con su edad, con ese señor que agarra a una mujer, confundiéndola con su esposa, los insertos clínicos, el futuro de cuidados paliativos, el abuelo Telmo, que acabará siendo compañero en la interpretación de ‘El día que me quieras’, ambos igualados por el final de la partida: «Debo salir de este siniestro sueño y cuando parece que el sueño se va difuminando, entro en una plácida, sólida, oscuridad». Final de partida, final de pasillo, un náufrago olvidado. El despertar (o no) del sueño último: «Sigo soñando, pienso, a ver si despierto de una vez. Sin comprender que, esta vez, ya no despertaré». Una obra de madurez, trufada de pistas y semillas, como he comentado al principio, pequeñas ofrendas, guías que, al germinar en el lector, lo llevarán a otros lugares de disfrute. ¿Un libro para escritores? Sin duda. En pequeños capítulos que tienden a la contundencia dentro de su brevedad. Un libro que permite sembrar en el lector la pasión por la vida. Porque leer es vivir y viceversa.

 

José María Merino, Yo y yo en breve, Madrid, Alfaguara, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

La erudición utópica

10 de diciembre de 2024 12:12:06 CET

La artística mexicana Teresa Margolles señala mediante su obra la realidad de violencia que la rodea. O dicho de otro modo: “¿De qué otra cosa voy a hablar?” Esa realidad mexicana es de la que ni puede ni quiere desligarse su compatriota, Jorge Volpi. Y qué mejor manera de hacerlo que dedicar cuatro años de escritura y casi una vida a crear una historia de la ficción. Ficción viene del latín fingere que no quiere decir fingir, sino modelar. Y para el autor, la realidad es como la arcilla.

La invención de las cosas es el altar al que ha querido acercarse Volpi aún a sabiendas de que en su ascensión gracias al empeño, podía quemarse las alas. No lo ha hecho, todo lo contrario. Ha entregado un volumen único con todo el compendio que nadie, hasta ahora, se había atrevido a realizar. Ocho libros de ocho invenciones, con diálogos intercalados del bicho, deriva del Gregorio Samsa kafkiano, y de Felice, la eterna pareja y no del autor checo. Estructura muy sólida a la que cubre un falso prólogo y otro a modo de epílogo que hacen de corolario a esta aventura vital de la que Volpi sale vivo y bien imprimado. Lo hace porque se ha valido de todas las ramas del saber. La científica, con sus postulados; la filosofía, Volpi nunca dejará de serlo, lo sepa o no; y la literaria, quince novelas y laureles, acreditan y refrendan su trayectoria. Nadie puede enmendar la plana a su obra. Quizá por eso, se lanza a lo que no tenía obligación, sí devoción, eso que todo escritor que se precie, sabe. El escritor que no arriesga puede acabar siendo un escribano. Lejos, muy lejos, casi a la distancia de una galaxia, está ahora el mexicano con este libro que ha entregado. Con esta forma de afrontar los problemas con gran seriedad. De forma curiosa o centrípeta en ocasiones, pero dando grandes catas de realidad para explicar lo inventado. Que no deja de ser la mejor manera de explicar la realidad como trata Teresa Margolles.

Vemos vericuetos diversos, maneras de circunvalar para acabar entrando en el meollo de la historia y de las historias a través de todos los cerebros creativos que en el mundo han sido capaces de crear ficciones explicativas de lo que se ha dado. Dado el esfuerzo, la documentación avasalladora y el resultado, podemos pensar que estamos ante un libro que no existía en nuestra lengua. Un libro necesario, sobre todo para los que pensasen que ya estaba todo escrito, que se agradece poder leerlo. O de como cuando se llega al final y aparece la Cronología de la ficción, desde el principio de los tiempos a nuestro año, todos los hechos creados por la ficción, en arte, literatura, cine, música, derecho, ciencia, filosofía y más ramas que hacen comprender el enorme árbol y ramajes que ha levantado a lo largo del tiempo el mundo de la ficción. Esta cronología es el regalo imprevisto que hasta ahora nadie había brindado.

Otro motivo para acercarse, entrar y dejarse llevar por el compendio de lucidez ficcional que no busca sacar a nadie de la realidad sino asirla desde la cara b que a veces olvidamos que existe. Y hay, palpable al leerlo, un contrapeso necesario y acierto pleno del autor, en forma de historia personal, del padre y del hijo, no como detalle, sino como proceso vital de comprensión de lo que son cada uno. Un punto de realismo que mediante la ficción, adquiere el peso insustituible de lo verdaderamente cierto. No es pleonasmo, es certificación o comprobación científica si se quiere derivar, de lo que de verdad tiene la duda cuando ya no lo hace. La certeza en y de la ficción. La abrumadora capacidad de permeabilidad de Volpi hacen de este libro algo tan particular como la tierra. No se sabe si hay otra, tampoco si volveremos a tener a mano un libro así. Solo por eso ya podemos sonreír ante lo que es el esfuerzo supino del escritor. Que en un rasgo más de que es cabal, termina sabiendo cuando uno se despide. Volpi lo hace en este libro de ciertas ficciones, de la muerte de su madre y de dejar de vivir en México. Nuevo director artístico del Centro Condeduque de Madrid, nuevo ciclo vital al que ha llegado como dice al final del libro por los dones que nos concede la ficción.

 

Jorge Volpi, La invención de todas las cosas. Una historia de la ficción, 694 páginas, Madrid, Alfaguara, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Bosqued

Tres poemas de Maribel Hernández del Rincón

4 de diciembre de 2024 14:00:13 CET

Era verano.

Tu figura tras la reja era lo único cierto

que conseguí rescatar

una vez atravesado el puerto.

Las manos, tus manos, aferradas al hierro.

Los ojos punzantes

horadando rumbos invisibles en la oscuridad.

 ...Y los siento al dormir,

y cuando paseo por calles desiertas

y hay farolas reflejadas en el agua de los charcos,

y me parece que el tiempo, y la vida,

solo han sido desde siempre una ficción.

 

II

 

Y así, pulverizadas nuestras horas

junto al río.

Las circunferencias en el agua.

Hipnóticas. Delirantes.

Dejando su rastro invisible sobre la autopista

y el olvido, la fugacidad de un reflejo.

Convergiéndose, agitándose,

expandiéndose en la memoria

los espejos.

Las mil caras de las horas incontables

que anduve frente a ellos,

buscando mi rostro,

o el tuyo.

O el tuyo en el mío.

O el mío en el tuyo.

Como si mirarse allí cada verano,

fuera un punto de partida

o de inflexión

o un suicidio.

El veredicto final.

El instante irrenunciable

en el que sentirse uno o ninguno,

o saberse otro.

 

III

 

Era verano.

Y yo, perdida en el humo gris

del cigarrillo. Alargándome

hasta ese otro humo gris

desmadejado del mundo,

hablaba sola desde la ventana.

Y mis palabras caían

como hebras de lluvia.

Perpendiculares.

En el aire.

Tú. Yo. Nosotros. El tiempo.        

Tú me mirabas.

Y me mirabas sin verme.

Pero yo aún seguía ahí.

Justo detrás de todas aquellas ideas

desde las que tú

me mirabas.

El silencio. El verano. El mundo.

El silencio de los lugares tranquilos.

Los cementerios.

Escrito en Sólo Digital Turia por Maribel Hernández del Rincón

Hiperblasfemos

29 de noviembre de 2024 14:49:03 CET

Se cuenta que había en el corazón de Celtiberia un pueblo que blasfemaba hasta para darte los buenos días, no siendo eso óbice para que se proclamaran catolicosapostolicosromanos por los cuatro costados. A pesar de que el refranero (“En casa del que jura no faltará desventura”) y las autoridades les habían garantizado el apocalipsis, en aquella localidad no habían ocurrido ni más ni menos desgracias que en las del contorno. Eran muy originales en sus sacrilegios verbales, cobrando fama algunos tan singulares como “me cago en Dios, la Virgen y todos los santos y que me perdone el malnacido de san Pedro si me dejo alguno”, “me cago en la cortinilla del sagrario” (el preferido del erudito local) o “¡Viva San Blas!, que es la madre de Dios”, siendo esta la blasfemia que más sacaba de quicio al viejo cura párroco tan devoto de la Santísima Virgen.

En aquel pueblo “juraban” -que es como allí llamaban a “esa tradición tan nuestra”- hombres, mujeres, niños, ancianos y -decían- hasta perros, gatos y demás fauna doméstica; cuanto más católicos se proclamaban los vecinos, más proclives a emporcar lo sagrado; de hecho, los únicos que no juramentaban eran los dos ateos oficiales de la localidad, quienes, pese a negar lo divino, sentían su debido respeto por la religión. A esta peculiaridad blasfematoria se añadía en aquellos habitantes rurales su fama de brutos. Y para certificarlo se rememoraba aquel episodio de los dos albañiles que estaban intentando meter un espejo por una puerta y, como no cabía a lo ancho, se dispusieron a hacer una mordida lateral en ambas jambas para que así penetrase; cuando se ponían manos a la chapuza, un forastero que pasaba por ahí les indicó, con la intención de ayudarlos, que era mejor poner de canto el espejo para que cupiera. Por pasarse de listo (así argumentaron entre imprecaciones de pecado mortal ante el juez), al pobre samaritano le partieron el cráneo de un mazazo al grito de mecagüensanjuansanpedroysusputasmadresenmedio, quedando emparedado para la eternidad en la alcoba, justo al lado del vidrio que introdujeron con el método que les habían enseñado sus mayores.

La localidad tenía, según su erudito y cronista local, alcurnia de blasfema proyectada en la historia; ya los cronistas romanos mencionaron la particular tendencia de estos celtíberos a enmerdar a Lug y compañía… Aunque no se tenía constancia de esas citas clásicas, sí había una irrefutable prueba para el citado cronista: la filacteria sobre un barroco escudo nobiliario de una de las mansiones principales de la calle de Sandiós (sic): “Antes que Dios fuera Dios y los tormos fueran tormos, los Barós eran Barós y los Fornos Fornos”. Se fueron sucediendo aquí insignes personajes, cuyas hazañas y heráldicas se adornaban con escatológicas imprecaciones a lo sacro. El más celebrado entre sus paisanos era El Agapito, que estuvo dando guerra hasta 1960. Dicen que se había caído desde más de treinta metros mientras restauraban el castillo y exclamó “¡cagüen la os!, casi me mato y sin almorzar entoavía!”. Una tarde cortando leña se clavó el hacha en el pie y, tras advocar a la puta Virgen y al cornudo de san José, concluyó “¡más lo siento por la albarca”. Su hermano, Riejo el molinero, se autoproclamaba elegido de Dios con contundente razonamiento: “como ese cabrón del triangulico me ha dejado tullido, no necesito como vosotros ir a misa ni hostias para asegurarme el Paraíso”; y concluía en verso: “No voy a la iglesia / porque soy cojo. / Me voy a la taberna / poquito a poco”. Y cuando de allí regresaba a su lecho, su mujer le espetaba:

-       Parece que vienes un poco cargao

-       Por no hacer dos viajes. ¿O es que quieres que vuelva otra vez a la cantina?

Y como colofón de esa ingeniosa respuesta, cada relator añadía la jaculatoria blasfema más ocurrente, que siempre era distinta y a cuál más osada. Pero el escarnio a lo divino más sobrepasado, la ofensa más tremenda se atribuye, valga la paradoja, al tío Teodoro, quien la dejó labrada en la lápida de su tumba. Esa parte de su epitafio, según el cronista local, fue raspada por un párroco o alma piadosa y se perdió para siempre. Dicen que incluso hería la sensibilidad de sus paisanos más blasfemos. Hoy día en el cementerio solo queda incólume la parte poética de aquella mitificada epigrafía: “Oh, vosotros que pasáis, considerad si hay dolor como el nuestro”.

Don Eufemio, párroco de la villa (no se acredita ese título pero el cronista lo utilizaba), vivía desquiciado; no sabía ya cómo detener la persistente hemorragia blasfema de sus feligreses. Aprovechó la visita del obispo para que el excelentísimo y reverendísimo les censurara tan horrible vicio. En solemne sermón, con el templo atestado de fieles, el mitrado recriminó a esta grey sin ambages, afeándoles que eran el segundo pueblo que más blasfemaba de la diócesis… Como un resorte, el alcalde se levantó en la primera fila y dio un boinazo en el tablero del asiento: “me cago en el Santísimo Sacramento, mañana seremos los primeros” (advocó al Altísimo por respeto al obispo y al templo); los asistentes asintieron con murmullos y hubo alguno que incluso aplaudió. Tras esa afrenta ante su superior, don Eufemio dio por perdidos a los adultos. Y con el fin de erradicar la plaga de raíz, en las catequesis había iniciado una campaña para que las tiernas mentes infantiles asociaran la blasfemia a la excomunión y, lo que era peor, a la condena eterna. No sirvió de mucho, porque cada vez que los pequeños catequistas se equivocaban embadurnaban de estiércol sonoro todo el santoral. Por el contrario, estos asuntos hicieron que la localidad ganara celebridad entre las corrientes laicistas, apóstatas y ateas, todas ellas clandestinas en esos compases finales de la dictadura. Desde la capital acordaron hacer algún happening -entonces muy de moda- para mostrar la solidaridad con aquellos valientes vecinos; la acción, planificada con sumo sigilo y anonimato, consistía en poner un verso del célebre poeta anticlerical Ángel Guinda en el frontón: “eyaculad en el ano de Dios hasta su conversión al placer”. Los vecinos lo tomaron como una afrenta tan grave al buen nombre del pueblo y al Creador, que expulsaron a los sacrílegos activistas a garrotazos.

La paciencia de las autoridades no se colmó con este suceso, que incluso recibieron con simpatía, sino con el que vivió como protagonista un mosén recién llegado al pueblo. Tuvo aquel joven sacerdote la mala fortuna de que el término municipal fuera asolado por una sucesión de tronadas acompañadas de granizo pelotero. No se arredró el ministro del Señor, sino que proclamó solemnemente que esa plaga percutora se solucionaba procesionando a san Esteban, con tan escaso predicamento en la villa que no era villa que su efigie languidecía arrinconada en el trastero anexo a la sacristía. El intrépido clérigo la recuperó, la atavió y la hizo desfilar un domingo en nutrida comitiva. San Esteban no solo no detuvo la ira de los meteoros, sino que acrecentó rayos, truenos y el calibre de la piedra escupida por los cielos. Los parroquianos pensaron que aquel mártir lapidado era más bien un enviado del demonio y arrojaron su policromada talla por el barranco de la tía Perica coreando “ahí te pudras en el infierno y te apedreen con ascuas y tizones” junto a airadas defecaciones en el Supremo Hazedor, Cristo, santa Bárbara y buena parte de los santos y cohortes celestiales. No corrió mejor suerte el novel párroco, que fue echado al pilón al grito de “me cago en el jodido Dios que te crió y en su putísima madre, hijo de Satanás y sus diez mil barraganas”.

El asunto llegó a oídos del gobernador, que era numerario del Opus Dei. Envió, sin más dilación, a la Guardia Civil con el mandato expreso de poner orden e impedir tanto sacrilegio lenguaraz. Los números que por allí anduvieron patrullando se mostraban impotentes, porque la gente mascullaba delante de sus tricornios sacros improperios y, al no emitir sonido alguno, nadie podía ser incriminado. El asunto alcanzó al mismísimo palacio del Pardo. Lo primero que hizo el Generalísimo fue ordenar que a doña Carmen Polo no le alcanzara ni un ápice de semejante afrenta, pues podía darle un síncope al constatar que había súbditos tan impíos en su España una, grande, libre y tan católica. Franco consultó el tema postrado ante el brazo incorrupto de santa Teresa, que custodiaba en su dormitorio, mas no recibió señal alguna (nunca la había recibido); la iluminación no provino finalmente de instancias divinas, sino de su chófer, originario de un pueblo vecino al de los contumaces blasfemos: “perdone que me meta en esto, su excelencia… Le aconsejo encarecidamente que no mueva nada en ese puñetero (con perdón) villorrio; esos deslenguados son capaces de vengarse añadiendo el sagrado nombre del Caudillo, a quien el no menos Sagrado Corazón de Jesús guarde muchos lustros, al elenco de jaculatorias infames. El último que entró en esa maldita lista (se santiguó) fue el comandante de la Benemérita que se atrevió a multarlos por injuriar la religión, y ya sabrá su Excelencia, que lo sabe todo, cómo acabó el pobre servidor de la patria…”.

Franco, que dicen era prudente gobernante, metió este espinoso asunto en ese inmenso congelador burocrático donde acababan tantos otros. Los vecinos del pueblo, ahora sí, más blasfemador de España siguieron con su tónica. Hasta que llegó la democracia y con ella las libertades, que parecían salidas de una caja de Pandora con la efigie del Caudillo por tapadera. Fue entonces cuando la blasfemia fue dejando de tener ese mordiente subversivo. A medida que menguaba el fervor católico, ciscarse en lo sagrado fue perdiendo fuelle -a la vez que morbo- entre las costumbres de aquellos aldeanos hasta que prácticamente desapareció. Ese fue, según el erudito y cronista del lugar, el milagro más sonado de la democracia.

Escrito en Sólo Digital Turia por Hernán Ruiz

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