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La vía del esteta

4 de mayo de 2018 08:43:57 CEST

Tú me dirás si ha valido (o vale) y cuánto puede costar o servir, si

paga o es pagada, la vida de un hombre a quien todo se le escurrió,

al que casi todo le salió mal –muchas de las cosas que más quería-

por el único y casi indescriptible deseo de perseguir y acumular belleza,

arte desde luego, libros, paisajes, gemas, pero sobre todo belleza

masculina joven acumulada en aventuras, álbumes de fotos, capturas

de internet y hasta oscuros insaciables bordes, porque la belleza es plural

y carece de límites pues muta y se multiplica incesante. Pero yo lo he

visto, no puede resistir el paso de un hermoso sin mirar, sin volverse, sin

codiciarlo con una sed insuperable de ventura… Ni la edad, ni la

decadencia del sexo han frenado ese apetito voraz y refinado de

catalogador y coleccionista de beldades jóvenes… El amor no tuvo apenas

sitio en su vida, nunca entendió el afecto que dura, pues la belleza

efímera, ya obtenida, deja paso a otra y el turno continúa y no termina…

A veces se siente equivocado  (o lo siento yo) y otras creo que es un héroe

quien, por una innominada vocación, todo lo ha consagrado a la belleza,

que si a ratos se tange entre sí, jamás, nunca jamás se reduplica…

¡Mi amigo intranquilo y soñador siempre detrás de la hermosura!

Sólo algún dios del viejo paganismo osará comprenderte, aquí te verán

fuera del mundo, como tú tantas veces has codiciado estar, si es verdad

la platónica escala que del cuerpo señero o turbulento conduce a las

estrellas… Albricias y constantes agonías de quien en su vida sólo

pretendió belleza y más belleza, hasta un agotamiento estéril, rico.

Esteta, obseso, loco, aristocratizante, misógino, son términos

benévolos que ha oído mi amigo,  pensado incluso que podían

contener razón (un grano de razón, al menos) pero que él no podía

cejar en la búsqueda febril, diaria, absurda, deslumbrante, abrumadora…

No he visto persona más singular  quimérica, el cosmos y el

apocalipsis de todos los grados y modos de belleza… Le dije:

¿Es posible que no puedas dejar de seguir con la vista a cualquier

hermoso que a tu lado pasa, fugaz? Contestó: No. De veras imposible.

                                               

             &         &        &

 

Vio a Moreno en un rincón de Colombia. Un chico con dieciocho años,

un cuerpo dorado y turbador y una vida menesterosa y pobre. Como

Sócrates miró los muslos del doncel magnífico, su total sensualidad, la

verga poderosa, el rostro angelical, negros los ojos, de quien sólo

tenía como futuro una obtusa paternidad y un orbe de carbones; lo

midió entonces, lo cuidó, le hizo hacer esplendidas fotos vestido y

desnudo, en un relumbrar que cualquiera veía, lo agasajó, premió,

acarició, durmió con él en un sueño de reales arcángeles, y lo dejó

sabiendo que si había salvado el instante, nunca podría salvar la vida

toda del muchacho que en las afueras de Bucaramanga no saldría quizá

de aquella casucha con nenes gritones, una mamá mandona, y muchachas

abundantemente embarazadas y perros que aúllan al olor de los sémenes,

aunque en ese instante era perfecto, duro, pleno poder de semidioses…

Moreno fascinante: la vida no se hizo para ti ni para mí. Observa, a ambos

nos destruye. Yo dejo el testimonio del sol solar y tú de fallebas de luna…

¿Qué es la belleza, porqué caen sus poseedores y orate es quien la busca?

¿Respuestas? Solo Tiempo que enaltece, enloquece, mata y encumbra.

 

 

 

(Indicación para la imprenta: ¡es un poema en prosa!)

Escrito en Lecturas Turia por Luis Antonio de Villena

Cantaban. Homenaje a María Zambrano

4 de mayo de 2018 08:27:40 CEST

Hay personas con una cierta tendencia a visitar aquellos lugares en los que compartieron vivencias con otras que de alguna manera impactaron en su espíritu, y para mí uno de ellos fue la casa de María Zambrano en Roma. Yo viví en la capital italiana en los años 1956-57, como estudiante del Centro Sperimentale di Cinematografría. Había renunciado a mi carrera universitaria de Derecho que, aún habiéndola terminado, nunca llegaría a ejercer. Mi ilusión era el Cine pero todavía no me había dicho nadie que para ejercer esa disciplina, mitad industria mitad arte, se necesitaba principalmente, cultura, y la mía era muy escasa. El primer año de la Escuela me entregué totalmente a los estudios de Cinematografía pero el segundo todo cambió. Conocí a María Zambrano, su palabra despertó mi sensibilidad y con ella la escala de valores que hasta entonces había sostenido, empecé a considerar más la parte literaria del film y a mirar y juzgarlo como una obra de arte donde la palabra, el argumento-guión, el montaje, la interpretación, jugaban un papel primordial, en detrimento de la técnica que hasta entonces había sobrevalorado. Mis visitas a María fueron cada vez más frecuentes. Me familiaricé con esa Piazza del Popolo donde vivía, y mi admiración y cariño correspondió al que ella y su hermana Araceli me manifestaban.

Mi pequeña habitación en la lejana casa pensión de Via Valerio Publicola, se llenó del eco de su palabra, una sensación que nunca antes había experimentado. Como decía, el cine en ese segundo curso, dejó de tener la importancia que en el anterior había tenido, salvo las consultas o comentarios de algún guión o película en la que estaba interesado en aquel momento. Para María, la imagen estaba ligada a la ficción: “El Cine nos hacía ver, regalaba otra pupila y traía la liberación de la mirada y aun de los sueños.”

En esta visita, pasados tantos años, he subido las escaleras del palazzo donde ella vivió hasta el piso primero, y sin saber cómo, me he encontrado llamando a la puerta, tan sólo quería ver la Piazza  y los templos de Montesanto y dei Miracoli, redondeados por el ventanal del pasillo de su antigua casa que mi memoria buscaba. Recordé entre otras cosas, a los gatos, muchos, que siempre acompañaron a las hermanas. El poeta cubano y buen amigo de ellas, José Lezama Lima los recuerda en unos versos hilarantes: “María… se nos ha hecho transparente/ no le teme al fuego ni al hielo./ Tiene los gatos frígidos/ y los gatos térmicos…” Mentalmente analicé mi trayectoria artística posterior a aquellos años, seguro de no haber cumplido con lo que ella esperaba de mí, pero en la vida de una persona, intervienen factores imprevisibles que deforman caminos, dejándolos en veredas difíciles de transitar.

Atravesé el portal de entrada y me senté en una de las mesas interiores del café Roseti donde tantas veces compartí mesa con las hermanas Zambrano y otros amigos, algunos también exiliados. Recuerdo el día en que Araceli habló de las canciones de la guerra perdida, y las cantamos, y las cantaron, pero la emoción de ellos, que la habían vivido cerca de las bombas, me hizo callar y escuchar en silencio. Me contagiaron la nostalgia y comprendí, de repente, el dolor de aquellos exiliados forzosos que habían perdido sus raíces, unas almas con una sola obsesión, el retorno. María lo dice mejor: “…tener el alma como un derecho a la memoria de su origen y a la pretensión de encontrarlo”. Un estar en el exilio como un alejamiento de lo querido, una añoranza enamorada.

“Todo en María desemboca en otra cosa, todo unifica a un matiz de más allá”, decía de ella E. M. Ciorán, ese exquisito de la amargura, otro exiliado que tan fructíferas conversaciones hubo de tener con María en el café parisino de Flore donde solían encontrarse. “ Quien como María yendo al encuentro de nuestras inquietudes posee el don de dejar caer el vocablo imprevisible y decisivo, la respuesta de prolongaciones sutiles (…) y nos reconcilie tanto en nuestras impurezas  como en nuestros callejones sin salida y nuestros estupores”.

María soportaba el exilio con resignación y dolor, “ el exiliado está naciendo huérfano de patria y amparo (…) venidos de una guerra como héroes sin pasión de heroísmo (…) transformándose, sin darse cuenta, en conciencia de la historia”. En una ocasión recordó el poema de su admirado Luis Cernuda, titulado “Ser de Sansueña” que ella calificó de insuperable, enfatizando los versos en que Sansueña y España se complementan: “…y ser de aquella tierra lo pagas con no serlo/ de ninguna: deambular, vacuo y nulo/ por el mundo, que a Sansueña y sus hijos desconoce”. Pero no sólo evocaba el exilio de Cernuda, sino también el de Bergamín, Alberti, Diego de Mesa, Jorge Guillén, Herrera Petere y otros amigos, todos tratando de rehacer una vida fuera de su patria, de la que no se desarraigarían nunca. María tuvo presente ante todo, Segovia, pues allí se quedaron los más entrañables recuerdos de juventud, “entraña que sólo se cura despertando”. Años más tarde, yo filmé la evocación que hace de esta ciudad en su breve poema filosófico, Un lugar de la palabra: Segovia. Allí vivió “…ese largo, inmenso tiempo que va desde el comienzo de la plenitud de la infancia, hasta el comienzo de la plenitud de la juventud (…) una ciudad, pues, vivida entre el reiterado estar a morir y el reiterado ir a renacer, que con tan poca tregua se suceden en esa inmensa época de la vida”.

En esa madura juventud en la que regresé de nuevo a España, la vida la reanudo con diversos proyectos y abundantes sorpresas, unas gratas y otras no tanto, sobre todo las familiares, muerte de mi padre y liquidación de su negocio etc., por lo que dejo de comunicarme con María durante algún tiempo, aunque un año más tarde requiero su ayuda en vísperas de publicar un libro infantil con la editorial Alfaguara. Le pido que me escriba un prólogo que ella me manda encantada. No obstante la censura española lo prohibió aunque tras mi recurso, accedió a que saliera pero como epílogo. Ya lo he contado alguna vez, aquellos guardianes no censuraban el texto del prólogo sino a su autora, su nombre. “La roja, habrán dicho”, me recordaba triste en una carta pues yo sabía que eso le dolía porque ella no había sido de color alguno nunca, sí republicana, una republicana universal que supo agradecer con afecto a los reyes Don Juan Carlos  y Doña Sofía, la visita que le hicieron en su casa madrileña de la calle Maura en los últimos años de su vida.

Cuando regresó a Madrid en el año 1984, yo estaba realizando para TVE mi programa sobre Pintura Mirar un Cuadro. Le ofrecí la posibilidad de protagonizar uno, propuesta que acogió con entusiasmo pues le daba ocasión de contactar con el Museo del Prado que tan presente había tenido durante todo su exilio. Eligió la pintura atribuida al Maestro de Flénalle, Santa Bárbara, cuyo texto envié y publicó más tarde, el diario El País.

El que ocupara en ese tiempo la dirección de Radio Televisión Española, Pilar Miró, tan receptiva a la cultura, me permitió realizar una biografía filmada de la filósofa, haciendo un recorrido por las principales ciudades de su exilio y contactar con algunas de las personalidades que la conocieron: Octavio Paz, Ciorán, Rosa Chacel, Martínez Nadal, Eliseo Diego, Cintio Vitier, las hermanas García Marruz, Elena Croche y muchos otros. Pero al tiempo que grababa la Santa Bárbara para el programa Mirar un Cuadro, recordó otra pintura que quiso grabar: La Tempesta de Giorgione que meses más tarde publicó la revista turolense Turia. La tempesta tiene algo que ha fijado en mi memoria, mi atención, que me ha acompañado, que parece que sea algo así como un espíritu, un ánima más bien, pues el espíritu no se pinta, sino que hace pintar, muy veneciano, típicamente veneciano”.

Los últimos años que pasó María en Madrid debieron ser para ella de una enorme alegría mezclada, sin duda, con recuerdos del pasado nada gratos, sobre todo los de la Guerra Civil. No obstante he de decir que el grupo de amigos y familiares que la rodearon en esos días, se esforzaron para que le fueran lo más acogedores posible. También la acompañaron en Madrid sus dos últimas gatas, Lucía y Pelusa, que habían viajado con ella desde Ginebra. Tras su muerte, y ya depositada en su sepultura de Vélez Málaga, una de aquellas amigas y admiradoras, montó en su coche a las gatas y las soltó en el Camposanto de Vélez. Ya veis como la sensibilidad y hechizo de María, conectaron hasta el último momento con las personas que la conocimos y amamos.   

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Castellón

Improptu

4 de mayo de 2018 08:14:33 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hoy que termina marzo

y que el sol de la tarde, ya vencido,

se tiende extenuado sobre el mar

y ahí, al tocar las aguas,

se va apagando en un chisporroteo

de ascuas pequeñas y de signos de oro,

cómo no agradecer emocionado,

antes de que la noche sobrevenga,

que este instante del mundo

—tan alegre, tan triste, tan intenso

como todo lo hermoso—

coincida en su existir con mi existir

y lo sepan mis ojos.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Sánchez Rosillo

Construir el nido

4 de mayo de 2018 08:11:21 CEST

Todos los días,

el pronóstico del tiempo anuncia

lluvias de niños.

Trescientas mil mujeres

se enfrentan a la vida sin paraguas.

Todos los días.

 

Yo no quería mojarme,

ahogar mi vientre

para saciar la sed de esqueletos infantiles,

escuchar de nuevo el primer llanto

de mi cuerpo, geminado,

vaciar mis pechos

en bocas que pían hambrientas,

ponerle guardia a una madriguera

o ser la loba que amenaza con sus dientes

en los cruces de caminos,

vestir de rosa los días de paseo

y de azul las noches de insomnio,

presumir de esculturas de carne y hueso.

No.

No quería.

 

Únicamente quise ser

una mujer libre,

cubrime de tinta,

siempre niña.

 

Mañana

llegará la estación seca,

cesarán las lluvias en el calendario,

en mi regazo morirá la primavera,

y ese paraguas,

el único bastón donde se apoyan

los cuerpos impermeables,

será sombrilla útil solo en el desierto.

 

Por si acaso,

sin mirar al cielo,

recojo las últimas ramas

que el viento ofrece a las madres

para construir los nidos.

Escrito en Lecturas Turia por Estela Puyuelo

                        

Una mujer se dispone a dormir en un vagón de tren, enfundada en una piyama de seda azul. Ha tomado un somnífero para viajar como si flotara. Sin embargo, antes de que la pastilla surta efecto, inicia otra travesía: una revista que creía tener bien guardada cae a sus pies, y no puede evitar la lectura o, más precisamente, la relectura, pues quien escribe es Guillermo, su marido, del que se encuentra separada, pero que le ha dado a leer todos sus manuscritos.

Así comienza “Mephispto-Waltzer”, uno de los relatos más excepcionales del idioma, escrito por Sergio Pitol en Moscú en 1979, y publicado en su libro Nocturno de Bujara, de 1981.

La protagonista, que carece de nombre en el relato, se encuentra en un paréntesis de su vida; ha interrumpido su matrimonio y experimenta “el sobrio placer de vivir separados”.

La revista, y el cuento que ahí publica Guillermo, la devuelven a una realidad que no quería encarar. Leer el texto significa, en cireta forma, leerse a sí misma, recuperar escenas de su propia vida, establecer resonancias con algo que ya parecía disuelto en el pasado.

La separación de Guillermo la ha llevado a descubrir su voz como autora. En los últimos meses, ha podido trabajar con fluidez en una monografía sobre la pintura de Agustín Lazo. Se siente más libre, más segura.

Leer el cuento implica volver a los días en los que la voz preeminente era la de él, el escritor de la pareja. El cuento trata de un concierto en Viena donde un virtuoso interpreta el “Mephisto-Waltzer”, de Franz Liszt. Thomas Mann exploró en Doktor Faustus los enigmas del talento musical que, al desbordarse, parece requerir de una explicación diabólica. Paul Valéry sintió el mismo encantamiento y lo resumió en una frase: “¡El estilo es… el Diablo!”

Pitol agrega un capítulo esencial a tema canónico: el pacto fáustico. Guillermo, protagonista del relato y autor del cuento que la mujer lee en el tren, no es gran conocedor de música. Su trama se basa en un concierto que presenció en compañía de su esposa en París, pero traslada la escena a Viena, donde ha pasado una temporada reciente.

A ella nunca le ha convencido lo que escribe su marido. Se define  ante él como “el abogado del diablo”. Busca fisuras y defectos en sus textos, con un celo acrecentado por la cercanía y el trato de muchos años, cosa que él agradece y necesita.

Esa noche en el tren, vuelve a juzgar con severidad a Guillermo. El cuento le parece interesante pero mal resuelto. A diferencia del pianista, el narrador no descubre su propia fuerza ni se entrega a ella.

El “Mephisto-Walzer” de Liszt está inspirado en el momento en que el diablo aparece ante Fausto en el Auerbachs Keller, taberna de Leipzig. El compositor revive en el teclado el impulso demoníaco del pacto fáustico. Guillermo es incapaz de esa pasión. No hay mejor testigo para ello que su mujer, el abogado del diablo.

Pitol escribe un relato maestro con el desperdicio de otra historia. Guillermo no consigue rematar su trama. De la tensión entre esa escritura fallida y la interpretación de otro personaje, la mujer que lo critica, surge un relato único.

Guillermo no entiende de música pero pretende hacerlo. Para escribir su cuento, parece haberse basado en las notas de algún programa de mano o en un ensayo sobre Liszt; lo cierto es que reproduce opiniones que no ha asimilado. Hay varios niveles de impostura en el relato. El primero de ellos es la música misma. A lo largo de quince años de relación, fue ella quien se interesó en oír conciertos. Él la siguió con tranquila aquiescencia, fingiendo reconocer las obras más evidentes, pero casi siempre perdido en el bosque sonoro. Sólo una vez mostró fervor por el tema. Fue en Roma, cuando escucharon a Sviatioslav Richter interpretar el Carnaval de Schumann. En aquella ocasión, Guillermo se exaltó en forma inopinada, acusó al virtuoso de militarizar la partitura y esquivar la impronta lírica del romanticismo alemán; criticó a la obsecuente multitud que ovacionaba al pianista y peroró sin freno hasta que ella le dijo: “por favor, Guillermo, no digas tonterías”. A continuación, se precipitó en un mutismo hermético y no aportó una sola palabra durante la cena.

A ella le sorprendió el exabrupto, pero no lo tomó mayormente en cuenta. Sin embargo, al leer el cuento mientras viaja en tren, el episodio cobra otro peso. Ella había interpretado la música para él y lo había guiado entre los sonidos. ¿De dónde venía el súbito afán decir algo propio, caprichoso, intemperado?

Fueron a aquel concierto en compañía de Ignazio, un amigo italiano que acompañó a la pareja. No sabemos nada de este personaje, pero su mención en un cuento de efectos tan calculados no puede ser casual. Después del concierto, Ignazio lleva a la pareja una trattoria en Trastevere, una fonda “más allá del río”. Han cruzado una frontera.

Ignazio es el “tercero incluido”. ¿Qué significa en el relato? En diversas versiones del Fausto, el diablo aparece como extranjero y suele aparecer como italiano (Valéry eleva el juego a la segunda potencia y lo hace hablar italiano con acento ruso). Sin decir casi nada, Pitol crea una presencia tentadora e inquietante. En la música medieval, el tritono fue considerado el diabolus in musica, una disonancia adversa que equivalía a convocar al diablo y a promover el desenfreno sexual. Entre las muchas causas que llevaron a gente a la hoguera, se contaba el uso de esa temible disonancia. En el Fausto, la ópera de Gounod Mefisto entra a escena acompañado por un tritono. Pitol no dice quién es Ignazio, pero el efecto de ese tercer personaje es el de un tritono; ante él, el escritor ignorante en música habla como intoxicado.

La pasión que Guillermo echó en falta en Richter aparece en el pianista que toca el Vals de Mefisto en su cuento. Se llama Gunther Prey y es observado por un escritor en el público. Aquí interviene otra impostura. Pitol escribe un cuento sobre Guillermo, quien escribe un cuento sobre Manuel Torres, quien escribe otro cuento. El nombre de este tercer autor del relato ahonda el juego de espejos, pues alude a un amigo y colega de Sergio Pitol, compañero de sus años polacos: Juan Manuel Torres).

Gunther Prey “parece mantener con el piano una relación sanguínea, umbilical”. Sorprendido por este vínculo orgánico con la música, Torres escribe notas atropelladas en el programa de mano. Le asombra, entre otras cosas, la belleza del músico, una belleza que no puede describir. En su afán de caracterizarlo lo compara con “un galgo con un toque felino”. ¿Puede haber combinación más absurda y menos atractiva? En aras de definir la armonía del rostro, el torpe narrador construye un perro-gato. ¡Cómo envidia la soltura de Tolstoi para describir “con gozosa naturalidad los labios, los dientes o el talle de Vronski”!

Manuel Torres, doble de Guillermo pero no de Pitol, fracasa en su intento por captar la sensualidad del pianista, del mismo modo en que, en aquel concierto de Roma, Richter fracasó en recrear con pasión el Carnaval de Schumann. 

Incapaz de describir el erotismo que emana del pianista, el narrador cede a una tentación compensatoria: se demora exageradamente en la voluptuosidad de un personaje secundario, una catalana que no pasa el examen del abogado del diablo. La mujer que lee arrullada por el bamboleo del tren “siente allí un exceso de curvas, de redondeces, una figura demasiado plena que la hace evocar caderas como ánforas y pechos iguales a mascarones de edificios en exceso barrocos. Hay una obsesión de brocados, terciopelos y encajes, de ‘veronesería’, como exclamó en un momento de hartura, que siempre le molesta en sus personajes femeninos”. La amanerada sensualidad que Guillermo otorga a esas mujeres contrasta con el cuerpo de su esposa, delgado, de pechos pequeños, caderas angostas, pelo corto. Una presencia un tanto masculina, con un “estilo lineal de vestir”. De haber sido la autora del relato, ella habría difuminado a la suntuosa catalana.

De Hemingway a Piglia, numerosos cultivadores del género, han reflexionado en el hecho decisivo de que el relato moderno cuenta dos historias, una explícita y otra, soterrada, más insinuada que dicha, que da sentido profundo a la primera historia (la anécdota importa porque alude a un conflicto oculto que deseaba ser evitado). El relato musical que Guillermo bajo el nombre de Manuel Torres esconde otro, más intenso, que le otorga auténtico significado. La ejecución de “Mephisto-Waltzer” despierta en el escritor una sensación de deseo insatisfecho. En su afán de aprehenderlo, crea un juego de suposiciones. Manuel Torres oye los trabajos del diablo en el teclado y descubre a un singular personaje en un palco. A través de esa figura, busca explicar la confusión que siente.

No es casual que la única pieza que exaltó a Guillermo a lo largo de su relación matrimonial llevara el nombre de una mascarada: el Carnaval, de Schumann. Pitol, que años después dedicaría una trilogía novelística al tema, prosigue su baile de máscaras. Torres siente un contacto eléctrico con el pianista; percibe la belleza masculina y el transgresor erotismo de que emerge del teclado sin poder precisar sus emociones. Envidia la libertad de Tolstoi para exaltar el cuerpo de un varón. Incapaz de alcanzar ese registro, toma prestada una frase de su esposa y describe al virtuoso como un fauno que acabara de hacer el amor. Transfiguración de los sexos: la mujer de cuerpo andrógino aporta una clave mitológica para definir lo que su marido siente ante el pianista.

En Pitol todo es inagotable: varias posibilidades se insinúan. ¿Guillermo experimenta una atracción homoerótica o envidia al fauno que suda después de copular con una rubicunda mujer digna del Veronese? “Dos almas, ¡ay!, anidan en mi cuerpo, y la una pugna por separarse de la otra”, exclama el Fausto de Goethe. Lo decisivo, en el caso de Guillermo, es que el Vals de Mefisto le revela un deseo perturbador y definitivo. Lo sugerente es que no sabemos esto por el relato, bastante plano, que él escribe, sino por la lectura que de él hace su mujer, es decir, por el relato magistral que escribe Sergio Pitol. Mientras el pianista interpreta “Mephisto-Waltzer”, su mujer, abogado del diablo, interpreta a Guillermo.

El juego de espejos que se ha puesto en marcha alcanza un momento de condensación. La música custodia una zona de silencio, un secreto que no se reverla pero se insinúa: ante el pianista sudoroso, tocado por la gracia y la adoración del público, Guillermo habla como su mujer; por un momento, es ella.

Luego se distancia de esta atracción y la desplaza a otro personaje, oculto en un palco. Un hombre mayor observa al joven talento. En su papel de avatar de Guillermo, Manuel Torres piensa en alternativas que podrían justificar una trama. Imagina a un viejo militar que abomina de la bohemia profesión de su nieto y asiste al concierto para repudiarlo. O quizá se trate de un maestro de música, ya muy enfermo, que contempla por última vez a su alumno predilecto. Puede haber otra opción, más compleja. Un hombre decide envenenar a su esposa, que le es infiel. Planea con cuidado un asesinato lento, imperceptible. Le da una dosis mínima de toxinas y ella comienza a padecer un malestar; los médicos ignoran de qué se trata, él finge mimarla mientras ella empalidece. Durante esa dilatada agonía ella no deja de tocar “Mephisto-Waltzer”. Finalmente muere. El concierto ocurre cuando él ya es un anciano. La melodía le recuerda su crimen. Esta tercera variante se ubica en Barcelona; las atmósferas Sezession de Viena se trasladan al modernismo catalán. Durante el concierto, el asesino piensa que acaso supo que era envenenada y tocó aquella música como un sacrificio a plazos. Quizá eso explique la “mirada cadavérica del anciano que contempla al pianista tiene una carga de voluptuosidad y otra igualmente poderosa de odio”. Eros y Tanatos. El amante despechado no depuso su pasión; la convirtió en ultraje.

La mujer de Guillermo ha tomado un somnífero y su cuerpo pierde fuerza mientras lee. Su marido no ha escrito una historia sino las tres posibilidades de una historia. En forma típica, no se decide por ninguna de ellas y entrega el desenlace a la parda normalidad de la vida. “La realidad es rica en golpes bajos, no en grandes hazañas”, advierte Guillermo. El narrador que lo representa en el relato aprovecha el intermedio del concierto para pasear por la sala. Encuentra al anciano en el vestíbulo y presencia los honores que le tributan. Se trata de un hombre famoso, un célebre director de orquesta que años atrás descubrió al pianista, lo convirtió en su favorito y luego en su amante. Una vulgar historia de amor y manipulación, ya imposible por la diferencia de edad, sólo prolongada a través de la música.

La tres variantes imaginadas eran más atractivas que el desenlace real. La vida, en efecto, es rica en golpes bajos. El encanto se disuelve. Así termina Guillermo su relato. “Para ella, la parte más interesante comenzaba en el punto donde su marido cerraba el relato”, escribe Pitol. El cuento decepciona, ahogado por esa solución común. Una historia previsible sobre las debilidades del cuerpo.

El desenlace de Pitol es muy superior al de Guillermo, pero no depende de agregar una acción, sino de la mirada de la mujer que lee el relato. ¿Qué es lo que ella entiende? La impotencia de su marido, no sólo para concluir el texto, sino para expresar su deseo.

En esta singular versión del pacto fáustico, Guillermo no tiene a quién vender su alma o, peor aún, no sabe qué pedir a cambio de ella. No elige y esa es su tragedia; no elige. “La verdadera pasión sólo se encuentra en la ambigüedad y la ironía”, le dice el Diablo a Adrián Leverkühn en Doktor Faustus. Pero también la ambigüedad debe ser elegida. Por eso, el propio Leverkühn  le dice a su biógrafo Serenus Zeitblom: “la música es la ambigüedad erigida en sistema”. A diferencia del personaje de Thomas Mann, Guillermo carece de voluntad para escoger o para aceptar dos alternativas. Es el indeciso que no opta por una cosa o dos cosas a la vez, sino que las cancela una a una. No sabríamos esto si no fuera observado por su mujer. La lectora de “Mephisto-Waltzer” es uno de los personajes más sugerentes de la literatura. No habla, no actúa: interpreta.

El giro fundamental del relato consiste en hacer depender el cuento de la pasajera que lo lee mientras viaja en tren. Este papel se hace extensivo al lector externo de la historia. En sus Lecciones de literatura rusa, Nabokov señala que el mayor personaje que puede construir un escritor es su lector. La fuerza de un universo narrativo se mide por la necesidad de ser leído de otro modo. Pitol construye sucesivas capas de sentido, analizadas por la lectora ficticia del relato, hasta desembocar en el lector real, último protagonista de la trama, el testigo que entiende lo que ella descubrió en el texto.

La mujer abandona la revista. Ha leído un relato fallido. En esas páginas entrevió “algo que en algún momento tuvo que ver con el amor” y que le permite cerrar un episodio de su vida.

El tren avanza, el somnífero ha surtido efecto, aunque no tanto como la lectura. Reconciliada con su soledad, la mujer deja de buscar conexiones mentales y siente la caricia de la piyama de seda. “Sumida en una torpeza que no deja de serle agradable”, se entrega a la realidad del sueño.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Villoro

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