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4 de marzo de 2016

            Como en una Divina comedia contemporánea, del amor como misterio que une vida y muerte habla este libro singular que, pese a adoptar su forma, nada tiene que ver con el género diarístico al uso. En una prosa impecable y melodiosa que es una de las señas de identidad del autor, su progresión itinerante entre sombras y sueños, a través de los días de un calendario ficticio (de octubre de 2013 a octubre de 2014), es un recorrido en el que se nos guía hacia lo más profundo de un asombro casi místico ante el mundo. Porque del asombro ante el misterio que se encuentra en la raíz de la mística está hecho este libro al alcance de cualquiera, sin el menor vestigio de hermetismo o ambigüedad, que entrega al lector el agua clara y reconfortante de la claridad y la transparencia.

            “Desde el dolor o desde la alegría, yo solo he escrito aquí de lo que amo, que es como decir de lo que ignoro”, nos dice su prólogo, que es también una honda reflexión sobre el sentido de la escritura alejada de lugares comunes y de falsas trascendencias: “Escribir es siempre un fracaso, adelantar la mano y abrir un dedo para señalar a otros el rastro de un pájaro cuando se ha ido”. Y, como para los viejos escritores místicos, también el lenguaje para Mateos (que intenta aquí, igual que ellos, deshacerse del yo para trascenderlo sirviéndose, en aparente paradoja, de una de las formas autobiográficas por excelencia) se revela en muchas ocasiones como insuficiente: “Solo balbuceando podemos llegar a decir algo de este gran misterio, de esta belleza”.

            Todo es cordial e ingenuamente humilde en la obra de este autor que no en vano es también, y quizá por ello, uno de los poetas más destacables de su generación. Y, sin embargo, posee la arrolladora fuerza vital de lo que escribe alguien que parte de la siguiente premisa: “Un libro no debería ser nunca un sucedáneo de la vida. Sino pura vida, vida inagotable. Algo que nos roba de la vida durante unas horas para al cabo devolvernos a ella más vivos”.

            Cumplen con creces ese objetivo estas páginas donde se entremezclan intuiciones poéticas y filosóficas, donde se reflexiona sobre la existencia humana, sobre su finitud e infinitud (pues “somos seres fronterizos”, nos insiste); sobre el paso del tiempo y la identidad del hombre (en uno de los textos más hermosos del libro se nos dice hasta qué punto le resulta al personaje que habla en primera persona no ser el niño que fue) y sobre el sentido y la finalidad del arte (“que lo habitual resulte insólito, en eso quizás resida parte de la tarea de la poesía […], de la filosofía y hasta de la ciencia”, porque “la belleza del mundo nos pide una respuesta, y esa respuesta solamente puede ser la creación de más belleza”).

            Mateos es un escritor contemplativo que hace mucho más que mirar, que penetra en la realidad volviéndola para el lector más brillante e intensa y haciéndole visible lo invisible. Sabe revelarnos esos mágicos “puentes que nos tienden las cosas” en lo grande y lo pequeño, en lo cotidiano y lo extraordinario; exaltar la vida incluso a través de la muerte (“poder morir es sin duda el mayor de los regalos”) y de la aceptación del dolor, buscando a tientas una fe que se apoya en la intuición intangible de la verdad como reencuentro, casi como reminiscencia platónica (“pensar es recordar”), y celebrar la belleza y el amor que, encarnado en esa Luisa-Beatriz que es la fantasmagórica protagonista del libro, mueve el sol y las estrellas: “¿Cómo es posible amar, amar de verdad, y no morir por eso?”.

            Un año en la otra vida, que es también un libro poderosamente pictórico plagado de naturalezas muertas, de paisajes, de escenas de interior y de retratos del natural de fantasmas y seres de carne y hueso, demuestra cómo el lenguaje, cuando es lenguaje por encima de retórica, puede aproximarse hasta a lo que carece de nombre. Nos recuerda que “las grandes palabras no mienten […] lo que hay que temer es no llevarlas dentro al pronunciarlas”. Y nos redime un poco al recordárnoslo. Como la sonrisa de Beatriz.

 

José Mateos, Un año en la otra vida, Valencia, Pre-Textos, 2015.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Victoria León

 El gran poeta nicaragüense, cuya vida y obra todos conocemos, fue también un gran crítico literario, un hombre de prosa deslumbrante, que enamoró a sus contemporáneos, dejando páginas inolvidables en libros como Azul, esos cuentos que nos ofrecen un mundo mágico, un paisaje lleno de encantamiento. No solo Azul, también sus críticas a la España de la época fueron recogidas en España contemporánea, un libro que vio la luz en los últimos años del siglo XIX  y que son un testimonio necesario para conocer la mirada de Darío al mundo, una luz llena de sabiduría, que triunfó en su poesía, pero que no desmereció en su prosa.

   España contemporánea nos obliga a mirar a un país atrasado, que Darío conoce muy bien, que ya ha visitado anteriormente, pero que ahora analiza con mirada de entomólogo, con la precisión del analista de una sociedad que debe evolucionar, para no perderse en la eterna mediocridad.

    El 1 de enero de 1898, el poeta llega a Barcelona, se topa con el mundo marino que aparece en la Barceloneta, con una ciudad prendada de luz, moderna ya por la influencia de la cultura y el arte entendido como voraz protagonista en tiempos, no solo los suyos, sino los de todos, de corrupción política y de injusticia social.

   Describe las Ramblas, con ese pincel fino que lleva entre los dedos, con esos ojos de alquimista, que todo lo transforma en arte:

“En esta ancha calle, como sabréis, de un pintoresco curioso y digno de nota, baraja social, revelador termómetro de una especial existencia ciudadana. En la larga vía van y vienen, rozándose el sombrero de copa y la gorra obrera, el smoking y la blusa, la señorita y la Hermenegilda. Entre el cauce de árboles donde chilla y charla un millón de gorriones, va el río humano, en un incontenido movimiento”.

    La Rambla es ya el trasunto de la modernidad, un lugar donde los nuevos tiempos bailan al compás de lo antiguo, para generar un porvenir necesario y fascinante en nuestro final de siglo XIX:

“Fuera de la energía del alma catalana, fuera de ese tradicional orgullo duro de este país de conquistadores y menestrales, fuera de lo permanente, de lo histórico, triunfa un viento moderno que trae algo del Porvenir; es la Social que está en el ambiente; es la imposición del fenómeno futuro que se deja ver;  es el secreto a voces de la blusa y de la gorra, que todos saben, que todos sienten, que todos comprenden, y que en ninguna parte como aquí resulta tan palpable en magnífico alto relieve”.

    Darío ya presiente el futuro de la sociedad obrera, el mundo que se revela al señorito, que busca un lugar en la sociedad, que huye ya de la esclavitud de las relaciones laborales anteriores.

    Rubén Darío mira a la ciudad de Gaudí e intuye la Semana Trágica, que en 1909, llena de sangre las calles de la ciudad condal, donde los obreros se enfrentan en gran batalla contra la sociedad de clases que ha pervivido durante los siglos anteriores.

   Un obrero que se sienta al lado de dos aristócratas en una cafetería de la calle Colón y bebe su licor al lado de ellos, sin que estos se inmuten, donde el desprecio de unos hacia los otros ya revela lo que será el sangriento siglo XX.

    Pero Darío, gran poeta, va cincelando su España contemporánea, hace una semblanza del rey Alfonso XIII en este libro revelador, lo pinta en ese aire del pasado, como en una película de aquellas que adoraron nuestros abuelos, como la inolvidable Sissi, va en el carruaje, tiene ese aire de los Borbones que hereda algo de los Austrias, como si la sangre de ambos se mezclase en los salones donde el placer, la opulencia y la lujuria han sido emblemas de reyes, sin eludir una cierta tristeza y la melancolía de los locos, como en el rostro atormentado de Carlos II, señalando el rostro una cara esculpida con el detalle de los grandes romanos, como el amado Miguel Ángel:

“Iba el carruaje despacio, y así pude observar bien el aspecto de Su Majestad Infantil. No está tan crecido como los retratos nos hacen ver; pero muestra lo que se dice une bonne mine. Tiene la cara, ya señaladamente fijos los rasgos salientes, de un Austria, de un Felipe IV niño. Es vivaz y sus movimientos son los de quien se fortifica por la gimnasia. Los ojos son hermosos y elocuentes, la frente maciza sería un buen cofre para ideas grandes;  el cuerpo no es robusto, pero tampoco canijo”.

    Pero Darío ama a España, sin dejar de hablar en este libro prodigioso y no tan conocido (para muchos Darío fue poeta, de los grandes, pero olvidan su labor crítica y su temperatura de prosista de alta calidad), de la narrativa americana:

“Surge ahora en Chile un talento joven que es firme esperanza; ha demostrado la contextura de un novelista de base nacional, sostenido por la propia cultura, la necesaria cultura; me refiero al hijo de Vicuña Mckenna; a Benjamín Vicuña Mckenna Subercasseux, de nombre un poco largo, para nombre de autor. Del Perú no conozco novelista nombrable, aunque hay buenos cuentistas entre los jóvenes literatos, lo que no es poco. Ricardo Palma ha podido realizar una obra que habría completado su fama de tradicionalista: la novela de la colonia”

     Darío conoce la novela que triunfa, pero pasea sus ojos de poeta por los rincones de España, tanto es así que admira a Menéndez Pelayo, confraterniza con Valle-Inclán y con los modernistas españoles, para hilvanar su literatura de cisnes y de paraísos maravillosos, mientras su desencanto va fraguando la tristeza que anida en Cantos de vida y esperanza (1905), el libro que rompe lo idílico y hermoso que anidaba en su célebre Prosas Profanas (1898).

    Darío conoce el poder de los Estados Unidos y los critica, como el imperio que empieza a ser y canta a España, como el imperio que ha declinado para siempre.

   Cuando releo este libro portentoso de Darío que tanto nos enseña de su visión de España, me detengo en sus palabras laudatorias acerca de Menéndez Pelayo, el sabio que tan joven sentó cátedra en España:

“Y cuando en la conversación amistosa escucho sus conceptos, pienso en un caso de prodigiosa metempsicosis, y juzgo que habla por esos labios contemporáneos el espíritu de aquellos antiguos ascetas del estudio que olvidara por un momento textos griegos y comentarios latinos. Es difícil encontrar persona tan sencilla dueña de tanto valer positiva, viva antítesis del pedante, archivo de amabilidades; pronto para resolver una conducta, para dar un aliento, para ofrecer un estímulo”.

    Sin duda, Darío admira al sabio que no hace ostentación de ello, de conversación apasionante, en la modestia infinita del que se sabe mortal, del que duda de su propia presencia en el mundo, del que conoce la complejidad de todo  y la banalidad, a su vez, de cualquier espíritu trascendente.

  Y queda la imagen de la mujer española, para poner colofón a este repaso por la vena prosaica de Darío, por su coqueteo con el lenguaje de la buena prosa, con fino estilete, el de un creador de rápida imagen, de verbo sagaz y de clarividencia inigualable, un nicaragüense que es, sin duda, el padre de la literatura de la tierra posterior.

     En su visión de la mujer española, Darío nos habla de los tipos de mujer, como si poetizase al cisne, enamorado de ese dibujo impresionante que la mujer morena nos regala en nuestra bella Andalucía o la madrileña que pasea por las fiestas del quince de  Mayo:

“Hay distintos tipos que se imponen, pues en la Corte se hallan representadas las distintas provincias. Desde luego, la mujer suavemente morena, de un moreno pálido, cara ovalada, cuello colombino, boca sensual y mirada concentradamente ardiente, cuerpo en que se ritman felinas ondulaciones, y la rosada y firme de elasticidades, de cabellos dorados, un tanto gruesa; y la belleza decadente y tradicional, de los retratos en cuyas manos puso Pantoja tan preciadas gemas; rostros con algo de las figuras de los primitivos”.

     El divino poeta conoce a la mujer, la escruta y sabe que en sus rostros se halla la virtud y el pecado, la eterna contradicción de los sexos que se aman y se repelen desde tiempos ancestrales. La española es, para el poeta, un cuadro donde mirar España, donde contemplar su belleza y sus sombras.

    Concluyo con esta sentencia dariniana, dura afrenta que debe ser entendida en su contexto, pero que, desgraciadamente, pesa aún en los que vivimos las aulas cada día como docentes, esa idea de Darío de una educación prostituida por unos y por otros, siempre políticos que no entienden de enseñanza, sí de mezquinas afrentas al sentido común, que padecemos hoy día, de manera sangrante. En la España de la época, el problema no era un profesorado competente en manos de políticos incompetentes, como ahora, sino el de una España atrasada, donde ni los profesores tenían capacidad para serlo, porque no había una selección de rigor previa a la profesión docente. Darío, para no extenderme en un artículo duro y de gran hondura, sentencia:

“La ignorancia española es inmensa. El número de analfabetos es colosal, comparado con cualquier estadística. En ninguna parte de Europa está más descuidada la enseñanza”.

     Considera a los maestros como desgraciados que suelen carecer de medios intelectuales o materiales para seguir otra carrera mejor. También cuestiona la enseñanza de memoria y de ser profesor en su púlpito de la Universidad de la época, salva a la Institución Libre de enseñanza, pero señala el fracaso de esa propuesta tan interesante en la España del XIX. 

      Darío, en un artículo escrito el 8 de septiembre de 1899, nos habla de una enseñanza que condena a miles de estudiantes a la nada y a la ignorancia, ahora, si viviese, sabría que aún no hemos arreglado un tema tan importante y que las manos de la mala política nos condenan a la mediocridad para siempre. Darío fue y debe ser considerado un maestro, un precursor de las ideas de otros que hablaron del fracaso del sistema, de la necesidad de cambios sociales.  Darío merece, por todo ello, este homenaje a su labor de prosista, menos conocida y alabada que la de poeta.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

26 de febrero de 2016

Querido profesor Souto, hoy por fin liquidaré al Meta, y tengo el propósito de que de esta confesión mía sea usted el primer destinatario, tras tantos años de sentirme obligado a guardar solo para mí tantas regurgitaciones de aborrecimiento.

Aunque soy persona de natural pacífico, desde que lo conocí sentí hacia él una inquina tan honda que se convirtió enseguida en la aversión que no tengo más remedio que llamar aniquiladora, decisiva. Hoy conseguiré por fin realizar lo que durante tantos años ha sido casi mi única idea estimulante.

La primera vez que coincidimos fue en un congreso, en un país del Caribe. Entonces yo todavía escribía novelas, pero aunque la crítica me respetaba, no vendía casi nada;  él, más joven que yo, era eso que se dice “un autor de culto”, ya en aquellos años muy jaleado en las reseñas culturales y en los suplementos literarios.

Allí había bastantes escritores, pero entre los españoles que residíamos en el mismo hotel –con el Meta y yo, Gloria P. y Alicia S.- se estableció una relación particular, por la coincidencia en los desayunos y en determinados momentos de la jornada. Algunas noches cenábamos los cuatro juntos. Por aquella época él bebía mucho y se ponía pesadísimo.

- Vosotros no me queréis -repetía, una y otra vez- no me queréis nada.

- Que sí que te queremos, Paúl, mi vida - le decían Gloria P. y Alicia S..

Sin embargo él seguía, dale que te dale:

- A lo mejor vosotras me queréis un poco, pero Tuñón no me quiere nada, no me puede ver, se le nota- insistía.

- Anda, Pedro, cielo, dile a Paúl que le quieres un montón, para que se tranquilice de una vez- me pedían ellas con mucha sorna, pero a mí aquel beodo pelma me sacaba de quicio:

- Si sigues así no solo no te querré nunca, sino que te odiaré durante el resto de mi vida- repuse, sintiendo en mi boca el sabor pleno y verdadero de aquellas palabras.

Fue por entonces cuando le pusimos el mote “Meta”, de metaliterario, porque consideraba las cosas de la vida exclusivamente a través de la propia literatura, y solo mostraba interés hacia el posible vínculo entre lugares y literatos. Para él no existían los espacios por donde no había pasado un escritor famoso. Presumía de  haber dormido en las mismas habitaciones hoteleras que sirvieron alguna vez de alojamiento a Karen Blixen, Tristan Tzara, Robert Walser y muchos otros más. “Aquí estuvieron Anaïs Nin y Henry Miller en el 33”, decía mientras paseábamos por el barrio antiguo, y hasta preguntaba a los sorprendidos viandantes sobre algún eventual recuerdo de aquellos añejos turistas. “Cuenta Naipaul que esto lo visitó con Paul Theroux a finales de los ochenta”, explicaba mientras atravesábamos una comarca selvática. A los de la recepción del hotel los mareaba en busca de posibles huellas de Hemingway o Paul Auster.

Gloria, Alicia y otros, como la idiota de mi sobrina Bibí, que lo considera un genio, aseguran que el Meta tiene mucho sentido del humor, pero según ha ido pasando el tiempo yo he ido viendo en él más bien una disposición irónica patosa, ignorante de lo que no esté teñido de literatura, y su convicción de que escribir sobre autores y peripecias literarias es suficientemente narrativo en sí mismo me parece demasiado ingenua y vacua. El caso es que él ha seguido escribiendo, cada vez con mayor eco y fortuna, y yo he ido encontrando cada vez menos lectores y mayor reticencia editorial. Y así, hasta que me fui de la literatura.

Cuando estaba todavía en activo como escritor, unos años después de aquel congreso caribeño, volví a coincidir con él en la feria del libro de un país centroamericano. Ambos participamos en una mesa redonda y él estaba ya tan satisfecho consigo mismo que se limitó a leer, durante casi media hora, el arranque de su último libro. Nos alojábamos en el mismo hotel, uno muy bueno que en la última planta tenía un servicio de bar gratuito para ciertos clientes. Él ya no bebía tanto, pero una tarde estábamos allí tomando algo mientras esperábamos que viniesen a recogernos. En el salón había tres niños, calculo que tendrían alrededor de los siete años, que no paraban de moverse y de jugar, aunque el lugar era tan grande que no molestaban. Sin embargo, el Meta los observaba con reprobación y les hizo señas para que se acercasen. Cuando los tuvo delante les preguntó, poniendo en la voz una intención dañina:

- ¿Vosotros sabéis que vuestros papás se van a morir?

Los niños lo miraron con extrañeza y luego se apartaron y murmuraban algo entre ellos, mientras nos contemplaban con un aire que me desasosegó. Ése es el estilo del gran sentido del humor que lo caracteriza.

Al día siguiente nos llevaron a visitar una zona de la selva donde habían instalado un teleférico silencioso que sobrevolaba el arbolado hasta lo alto de una colina. Las cabinas eran muy pequeñas y sencillas, artefactos de base sólida rodeados solamente por una balaustrada fina que permitía entrar en contacto directo con la atmósfera del lugar, escuchar los gritos de los monos, divisar los grandes pájaros multicolores. Íbamos nosotros dos solos y él llevaba en la mano un libro.

- Por aquí anduvo Bruce Chatwin cuando ya tenía el sida. No escribió nada acerca del lugar, pero seguramente echó una meada al pie de alguno de estos árboles - dijo.

Debajo de nosotros se divisaba la exuberancia del abismo vegetal y fue en aquel mismo momento cuando decidí intentar cargármelo. Nunca he matado a nadie ni he tenido impulsos homicidas, pero sentí que liquidar al Meta no pertenecía al universo del asesinato, sino a ese de las bellas artes de que habló Thomas de Quincey.

Sin embargo, todo asesino, aunque no sea profesional, debe ser cauteloso. Yo imaginé enseguida mi coartada. Simulé que perdía el equilibrio y la cabina se bamboleó. De inmediato me lancé sobre él gritando “¡Cuidado, que me caigo!”, y lo empujé con todas mis fuerzas obligándolo a rebasar la cadena que cerraba la parte trasera de elemental vehículo y sujetándome bien a la balaustrada.

Y el Meta cayó a la selva, desde treinta metros de altura.

Pero no se mató, ni siquiera se magulló. El libro que llevaba en la mano fue su protector en los sucesivos golpes contra las ramas, que fueron haciendo cada vez más lenta su caída. E incluso el libro llegó al suelo antes que su cabeza, amortiguando el golpe final. Como es lógico, aparenté consternación por haber sido la causa del accidente, pero él no llegó a sospechar lo que había habido de intención criminal en mi tropezón, e incluso mostraba muy ufano el libro, una biografía de Marguerite Duras que, según él, le había salvado la vida.

- Su verdadero apellido era Donnadieu - decía, como si esto lo explicase todo.

Aquel fracaso en mi primer intento de asesinato resultó muy deprimente para mí y hasta creo que fue uno de los factores iniciales en mi alejamiento de la literatura. No obstante, mi idea de eliminar al Meta se convirtió en una meta, qué bonito, y busqué surtirme de elementos capaces de ayudarme a hacerlo en alguna otra ocasión en la que coincidiésemos. Ni pistolas ni armas blancas, porque aborrezco la violencia sanguinaria, pero hay muchos otros medios: supe por Internet que la estricnina es perfectamente soluble en alcohol, y letal en una pequeña dosis, y me hice on line con una buena porción.

La ocasión para mi nueva tentativa surgió en esa conmemoración de la Residencia que congrega todos los veranos a  muchas gentes de las artes y de las letras. Fui pronto y preparé dos mezclas tóxicas, una de vino blanco verdejo y otra de güisqui con mucho hielo, que es como al Meta le gustaba. No tardó en aparecer y me apresuré a acercarme a él para ofrecerle lo que prefiriese, pero rechazó los dos vasos:

- Ya no bebo nada- aclaró, tajante. -Mi vida ha cambiado en lo que toca al alcohol.

Y se alejó de mí para acercarse a alguien que lo saludaba con júbilo.

- No importa- dijo un periodista cultural muy influyente, que había sido testigo de la escena, -yo tomaré ese güisqui.

Me lo arrebató de las manos antes de que yo pudiese impedirlo, y se lo bebió de un trago.

- ¡Qué sed! –exclamó luego, y debieron de ser sus últimas palabras, porque yo me separé de él de inmediato.

A los quince minutos hubo revuelo en aquel lugar del jardín, poco después se escucharon los sonidos de una ambulancia, y a la media hora se nos indicó, a través de los altavoces, que razones muy graves, de fuerza mayor, obligaban a clausurar la fiesta, y que se nos rogaba que nos abstuviésemos de seguir consumiendo nada líquido o sólido. Como se sabe bien, la muerte del periodista fue atribuida a un atentado terrorista, cuyos autores no han sido todavía localizados, pero que por suerte solamente consiguieron contaminar uno de los vasos, donde al parecer han aparecido numerosas huellas digitales, ninguna significativa.

Pero por fin, de modo providencial, ha llegado para mí la oportunidad definitiva. Mi alejamiento de la literatura y mi mayor dedicación a mi empleo oficial facilitaron que fuese yo el encargado de controlar la edificación el monumento a Roberto Bolaño que va a alzarse frente a la estatua de Galdós, en el parque del Retiro.

El Meta, como último galardonado con el premio internacional que lleva el nombre del escritor chileno, va a ser el encargado de inaugurar el monumento, junto con los alcaldes de Madrid y de Santiago de Chile. La escultura no es muy grande, pero tiene envergadura suficiente como para destripar a quien encuentre debajo cuando se derrumbe.

Lo he calculado de manera muy meticulosa: la distancia a la que deberá encontrarse quien desvele la placa conmemorativa, en el pedestal; la pequeña carga explosiva, en determinado punto bajo la escultura, que haré estallar en el momento justo en que el Meta, a menos de un paso, haga correr la pequeña cortina; la caída de la escultura sobre él; su aplastamiento seguro. Lo veré todo con claridad, porque estaré muy cerca. Otra operación terrorista… No podemos vivir tranquilos…

Nota del comisario investigador: Esta misiva autógrafa de José Tuñón, al parecer nunca enviada y entregada a las autoridades por su sobrina, prueba, entre otros delitos, su autoría de la voladura de la estatua recién inaugurada, aunque el cálculo erróneo en la cantidad de explosivo hizo que la única víctima del desplome fuese precisamente él. Está probado que el profesor Souto, que le dio clases durante algunos cursos de la licenciatura, es totalmente ajeno al caso.

 

(Este texto forma parte del libro La trama oculta -Cuentos de los dos lados, con una Silva Mínima-, que será próximamente publicado por la editorial Páginas de Espuma)

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Merino

LA REVISTA TAMBIÉN SE OCUPA DEL MONOLITO DE LOS POZOS DE CAUDÉ

El nuevo número de la revista cultural TURIA, que se distribuirá a partir del 16 de marzo,  brinda a los lectores que se interesan por los asuntos o protagonistas aragoneses un atractivo repertorio de temas. En primer lugar, TURIA publica un artículo sobre el hallazgo del que puede considerarse el primer trabajo literario de repercusión nacional que realizó un jovencísimo Ramón J. Sender: los guiones de una ficción cómica infantil titulada “Cocoliche y Tragavientos”. Un rescate documental que ha sido obra del investigador Javier Barreiro y que ahora es analizado con detalle en las páginas de la revista. Comprobaremos, una vez más, la razón que tenía Sender cuando aseguraba a su madre: “No te preocupes por mí. Con un kilo de cuartillas y un litro de tinta, sabré defenderme en cualquier parte”.   

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

El novelista, semiólogo y ensayista italiano Umberto Eco (Alessandria, Piamonte, 1932) ha sorprendido de nuevo a sus miles de lectores con una recopilación de conferencias y artículos, escritos entre 2000 y 2005. Este acreditado intelectual proyecta su mirada inquieta y privilegiada sobre el inicio del tercer milenio y deduce que, a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la humanidad ha entrado en un declive progresivo y ha iniciado una preocupante marcha atrás.

La metáfora popular que da título a esta obra recopilatoria – utilizada ya por el alemán Günter Grass en una de sus últimas novelas – se convierte en afilado estilete con el que el escritor piamontés va diseccionando el mundo actual en sus diversas vertientes y se va haciendo eco de las paradojas del progreso, de lo absurdo de las actuales guerras, de las contradicciones de las nuevas tecnologías y del carnavalesco populismo mediático de la política berlusconiana. El subtítulo de la edición castellana – Artículos, reflexiones y decepciones – difiere del original italiano – A paso di gambero: Guerre calde e populismo mediatico –.  En ambos casos se sugiere, sin embargo, esa actitud abiertamente crítica y ese poso de insatisfacción que nacen con espontaneidad de la pluma de este intelectual curtido en mil batallas dialécticas.

El autor de El nombre de la rosa razona en un breve prefacio el por qué del título de esta obra recopilatoria: “Parece que la historia, cansada de dar saltos hacia delante en los dos milenios anteriores, se encerrara de nuevo en sí misma y volviera a los fastos confortables de la tradición”. Afirma también que le llena de orgullo le consideren antipático, debido a su talante inconformista, a su pensamiento escéptico y a sus planteamientos aparentemente pesimistas e impopulares. Eco agrupa sus ensayos en ocho grandes apartados, para facilitar al lector el acercamiento a los diversos temas y  una adecuada interpretación. La mayoría de estos escritos fueron publicados en los diarios L’espresso y La Repubblica.

El tema de la guerra, tristemente actualizado a partir de los atentados contra las Torres Gemelas y de las invasiones de Afganistán e Irak, ocupa la primera de estas agrupaciones temáticas. El autor retoma, para ello, algunos asuntos ya planteados en un ensayo de su obra Cinco escritos morales (Lumen, Barcelona, 1998), que motivó una serie de reflexiones sobre la primera guerra del Golfo. Umberto Eco acuña los neologismos paleoguerra y neoguerra para referirse a los conflictos de Kosovo y a las invasiones de Afganistán e Irak como productos mediáticos y como un retroceso, en cierta medida, a los conflictos bélicos tradicionales. Para hablar de la paz como una palabra de naturaleza equívoca, el ensayista propone similares planteamientos y la presenta utópicamente como un retorno al primitivismo de la humanidad o a la tan cacareada “Edad de Oro”. El inicio de la guerra de Irak en marzo de 2003 – que sigue produciendo un goteo continuo de víctimas inocentes – inspira numerosos artículos del pensador italiano. Sus clarividentes premoniciones se han cumplido: un ataque a Irak  no ha acabado con el terrorismo, las distintas posturas adoptadas frente a este conflicto han mostrado a una Europa dividida, en el origen de la invasión de las tropas estadounidenses ha predominado el casus belli y, al igual que en la Primera Guerra Mundial, se ha seguido la retórica de la prevaricación.

Una cita del libro Política y cultura (1954), del pensador Norberto Bobbio, orienta las reflexiones antibelicistas de Eco hacia el ámbito de la ilustración, de la cultura y del sentido común: “Sólo el buen pesimista está en condiciones de actuar con la mente despejada, con la voluntad decidida, con sentimiento de humildad y plena entrega a su deber”. Partiendo de esta peculiar filosofía, el autor habla de la importancia del sentido común, de la progresiva pérdida de privacidad, de los eufemismos para referirse a lo políticamente correcto y de la importancia de la cultura y de la educación. En este sentido, hace especial hincapié en la tarea de la escuela en una sociedad multicultural, en el derecho democrático a una auténtica libertad y en la distinción entre ciencia y tecnología.

En la segunda parte, el autor orienta más su crítica hacia los problemas domésticos. El ensayista critica abiertamente la peligrosa tendencia al populismo del gobierno de Berlusconi y alerta sobre los peligros de una nueva política economicista y de un avance progresivo de la incultura en todos los ámbitos. Umberto Eco no puede evitar leves alusiones a su infancia bajo el fascismo y teme, por tanto, una nueva vuelta de tuerca. Su defensa de la libertad de expresión y de las manifestaciones callejeras supone un pequeño impulso a una sociedad todavía imperfecta y perfectible.

Los conflictos bélicos como situaciones de regresión, como retorno a las Cruzadas y como “el modo más absurdo de resolver las cuestiones internacionales”, ocupan gran parte del resto de la obra. Los artículos del piamontés adoptan un enfoque más irónico y un tono crítico cada vez más acebo. Insiste, de nuevo, en la importancia de la cultura para prevenir las guerras, ataca todas las formas de intolerancia –  tanto el fundamentalismo islamista como el integrismo cristiano –  y propone una cultura de la paz basada en la aceptación de las diferencias. Reclama, para ello, una educación en la tolerancia, la ausencia de determinados símbolos en las escuelas y unas propuestas realistas para superar episodios de xenofobia.

Un libro que presenta una visión retrospectiva del presente no podía terminar sin una alusión paradójica al futuro, aunque sólo sea a través del tamiz del sueño: ¿Cómo será el mundo después de una hipotética tercera Guerra Mundial? El autor deja abiertos varios interrogantes y prefiere optar por una reflexión filosófica sobre la muerte. No como un final inevitable, sino como una pérdida del tesoro de la experiencia.

Filosofía, crítica social, disquisición política,…toda una rica miscelánea de temas y propuestas para el lector inquieto por las turbulencias contradictorias de este nuevo milenio.

 

Umberto Eco, A paso de cangrejo, traducción de María Pons Irazazábal, Barcelona, Debate, 2007.

 

 

 

 

    

Escrito en La Torre de Babel Turia por José María Ariño Colás

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