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Configurar sentido descendente

 «El poeta no pide, sino que entrega; el poeta es todo concesión», son palabras de María Zambrano (Filosofía y poesía, 46) que podrían servir para cifrar la trayectoria de Ángel Guinda (Zaragoza, 1948), alguien que ha demostrado siempre una acusada conciencia lingüística, un compromiso radical con la vitalidad de las palabras. Así, eso que comúnmente se entiende por «ser poeta» podría en este caso equipararse con vivir una especie de fatum, experimentar un tipo de relación incondicional, permanente y riesgosa con el lenguaje en la que algunos se han dejado eso que, precisamente, demanda la poesía como una exigencia sin límites: la vida. Escribir Ángel Guinda es escribir poesía hasta el punto, en este caso, de que su vida aparece profundamente vinculada con su escritura. No se entiende la una sin la otra, y este conflicto, esta elección, emerge con frecuencia en sus textos y en sus actos. Por ejemplo: «Escribir como se vive» (Breviario, 21).

Autor de una dilatada obra poética, entre la que se cuentan títulos como Vida ávida (1980), El almendro amargo (1989), Después de todo (1994), La llegada del mal tiempo (1998), Biografía de la muerte (2001), Claro interior (2007), Poemas para los demás (2009), Espectral (2011), Caja de lava (2012), (Rigor vitae) (2013) y Catedral de la Noche (2015), Guinda ha desarrollado en paralelo un trabajo de traducción (Cecco Angiolieri, Antonio Sagredo —con Inmaculada Muro—, Teixeira de Pascoaes, Àlex Susanna, Florbela Espanca, José Manuel Capêlo, Ana Cristina Cesar, Augusto dos Anjos) y una actividad de aliento reflexivo materializada en volúmenes de aforismos —Huellas (1998), Libro de huellas (2014)— y manifiestos («Poesía y subversión», «Poesía útil», «Poesía violenta», etc.) que ha de leerse íntimamente entrelazada a su obra poética, una labor en la que el contar y el cantar son permanentes compañeros de viaje.

Poemas, aforismos, manifiestos, diferentes registros de un mismo lenguaje que parece responder al tópico sapere aude y en donde la emoción y la reflexión designan dos momentos sucesivos de una potencia expresiva que se materializa en un mismo proceso de creación artística; en ese sentido, un mismo hilo teje esta escritura —la que leemos en sus libros de poesía y la que encontramos en sus manifiestos o en sus volúmenes de aforismos—, un hilo entreverado de pasión y conocimiento, acción y meditación, delirio y razón. El propio poeta ha defendido en más de un lugar la necesidad de una estética que no se desvincule de la ética. Por otra parte, muchos de sus poemas presentan fuertes dosis de contenido ético, didáctico y moral, del mismo modo que bastantes de sus aforismos destacan por su plasticidad y su alcance estético.

Huellas, por ejemplo, se inicia con la sentencia que, a modo de poética, declara: «El aforismo es una gota de la destilación del pensamiento» (p. 17). Huellas que se presentan como el negativo de una vida logografiada en la escritura a través del tiempo, señales marcadas en la arena de la existencia que la memoria trata de guardar y que el olvido, sin embargo, con su conducta hará desaparecer porque, como reconoce el propio poeta, «Inmisericorde con todo es el tiempo» (p. 18). Así, al igual que le ocurrió a aquel otro escritor que quería «dejar huella» y marcharse «entre aplausos», la voz que escuchamos en Huellas, sabedora de su derrota, se rebela contra el arrollador paso del tiempo y el vendaval del olvido: «Somos una mascarada del olvido» (p. 63). Pero su triunfo, sin embargo, está ahí, en la mera enunciación, en la propuesta de un discurso capaz de detectar las aristas de una realidad fracturada en su raíz.

Aforismos, axiomas, sentencias, interrogantes y huellas que van construyendo algunos fragmentos de la «vida de un hombre», título con el que agrupó sus diferentes libros Giuseppe Ungaretti, un referente del aragonés. Pero la construcción nunca es completa ya que, según leemos en una de las páginas de Huellas, «Creamos a fuerza de aniquilaciones» (p. 46), esto es, la construcción del texto —vale decir, la arquitectura del mundo— deriva de una paradoja, se lleva a cabo siempre sobre la base de una determinada destrucción, no hay ganancia que no pague el peaje de un cierta pérdida. De ahí el título de una de sus compilaciones: La creación poética es un acto de destrucción. Antología (1980-2004). Aniquilaciones, demoliciones, el lenguaje poético parece arrasar todo aquello que nombra. En este sentido, leemos: «Tengo miedo a leer, tengo miedo a escribir. Las palabras aparecen para desaparecerme» (Huellas, 21). Las palabras del poeta prueban la desintegración de su identidad, la disolución de su propio ser en el ser propio del lenguaje, son el eco desvanecido de una voz apagada, el hueco en el que finalmente se oculta y es. De ahí la glosa de Rimbaud y la crisis de identidades que encontramos en este libro: «Yo es otros que no quieren ser yo» (Huellas, 22), un conflicto que encuentra su escenario en una realidad intempestiva, que actúa como un taladro ante cuya agresión el sujeto se resiste a claudicar.

El poeta de Ángel Guinda es el albatros de Baudelaire. Al igual que le ocurre al príncipe de las nubes, sus movimientos son torpes en el mundo en medio de unos gritos que ahogan su voz. Ese poeta, «cuya verdad las bestias nunca escuchan, lleva en sus pies las nubes, un abismo en la frente, y oye siempre otros pasos» (Huellas, 52), es capaz de intuir aquello que avista la mirada más allá de lo que los ojos miran y solo cuando por fin logra ver se da cuenta del prodigio: la mirada le revela un mundo secreto, ajeno al mundo que creía único, experimenta entonces una sensación de vértigo que difícilmente puede controlar. Es preciso haber mirado con los ojos abrasados por el sol para ver la oscuridad: «He cerrado los ojos para ver» (Toda la luz del mundo, 110), afirma el poeta reescribiendo a Paul Éluard. En efecto, se trata de concentrarse, recogerse, volver sobre uno mismo para contemplar o, al menos, intuir aquello que no alcanza a apreciar la mirada que se limita a las cosas materiales; se trata, claro, de destapar lo oculto, de mirar no con los ojos del cuerpo sino del pensamiento: es la mirada que da paso a un viaje interior que permite abarcar la totalidad del mundo: sus formas, colores, texturas e imágenes concentradas en un punto milimétrico e infinito al mismo tiempo, un punto de luz donde la oscuridad es tal que nos ciega con su mirada. Huellas se cierra con el siguiente aforismo: «Se es lo que se hace. Y más lo que nos deshace» (p. 65). Y recordemos que el poeta hace textos y en esos mismos textos se diluye, traslada su cuerpo a la palabra, vive y se desvive en la escritura, es ya texto dispuesto para ser leído. La escritura es así salud y enfermedad, construcción y destrucción, amparo y desolación.

Ángel Guinda no ha dejado de explorar ese lenguaje llamado a desvelar la (in)consistencia de lo real; al margen de todo tipo de modas y consignas, ha entendido siempre la poesía no tanto como una actividad reglada sino como una oportunidad para adentrarse en un espacio vital en el que plantear interrogantes de tipo metafísico, ontológico y ético, un territorio caracterizado por la apertura hacia lo simbólico e imaginario en el que el pensamiento se libera, sin adentrarse en lo irracional, de la sistematicidad y la lógica de lo racional, en un proceso que culmina en un encuentro con la otredad donde el yo se construye a partir de una indomable rebeldía. Asistimos a una estrategia con la que, más que buscar respuestas, se pone en tela de juicio el orden y el sentido de la realidad, sometiéndolos a un estado de tensión permanente, vaciándolos de paso de todo tipo de tópicos y prejuicios enquistados en el imaginario colectivo con el objetivo de crear un espacio vacío a partir del cual quizás sea posible reinventar la vida.

Así las cosas, inteligencia, soledad, responsabilidad, silencio y dominio acaban siendo finalmente los compañeros de viaje de un poeta que ha optado por anteponer la crítica a cualquier otro objetivo. Leemos en «Disidencia», poema de Conocimiento del medio: «Escucha / dentro de ti la voz de la conciencia / y álzala como escudo contra / el mundo: será / temeridad, pero es tu triunfo» (p. 25). Es ahí —en ese lugar desapacible, inhóspito y alejado de todo gregarismo en el que es posible pensar otro mundo— donde la crítica puede encontrarse con la poesía dado que esta, frente a otros géneros de discurso, no consiste en contar historias o inventar situaciones sino en modificar con el lenguaje las relaciones que tenemos con la realidad; en ese sentido, poesía, crítica y compromiso pueden compartir un aliento insurgente y perturbador basado en la transformación de la escritura, el sentido, la vida.

En mi opinión, Ángel Guinda asume una idea de compromiso que va más allá de lo social, haciendo del lenguaje el lugar donde se materializa la crisis del imaginario ideológico y cultural, entendiendo la palabra poética como una factoría de producción de preguntas, una oportunidad idónea para tratar cuestiones relacionadas con la construcción de la identidad y, de paso, ahondar tanto en los intersticios de la propia extrañeza como en las fisuras de la otra familiaridad, una extrañeza que acaba resultándonos próxima y natural, una familiaridad que se torna muchas veces incomprensiblemente rara y anómala. En estas circunstancias, algunos textos permiten medir las rigurosas y muchas veces tensas relaciones que este poeta mantiene con el lenguaje a la hora de tratar, por ejemplo, las cuestiones identitarias, entendiendo ese lenguaje como un instrumento para la exposición de todo tipo de conflictos, profundizando en él, yendo a la búsqueda de nuevos usos y sentidos, a una cierta distancia de la utilidad, inmediatez y rentabilidad que caracterizan su uso corriente; la poesía, en estos casos, no consiste únicamente en una cuestión de lenguaje (Mallarmé dixit), implica también unas maneras de afrontar y enfrentar la realidad. Así, contra la exclusión social que veta el desarrollo de ciertos lenguajes y por una reivindicación de la palabra como elemento de cooperación y de la poesía como auténtico diálogo social, surgen propuestas como esta, contraria al establecimiento de cualquier tipo de pacto lingüístico llamado a domesticar el potencial desestabilizador del lenguaje poético. En estas condiciones, una poética como esta ha elaborado sus respuestas en los extremos opuestos del culturalismo, el esteticismo y el realismo más blandos, allí donde se desdibujan los márgenes convencionales de nuestro modus vivendi y otro tipo de lírica —otro tipo de mundo— es posible.

Guinda ha sabido mirar, ha visto: «Encendida en la luz hay otra luz. / Oscuridad adentro, lo visible» (p. 13), escribe en «Hay otra luz», el poema que abre Biografía de la muerte, rastros de una poética que encontramos ya en su primer libro reconocido, Vida ávida: «la sola Claridad está en lo Oscuro» (p. 37). Hay precedentes de esta mirada: en el ámbito del primer romanticismo alemán, Novalis clama en los Himnos a la noche: «Hacia abajo, al seno de la tierra, / ¡lejos del imperio de la luz!» (p. 73), y, más recientemente, Antonio Gamoneda en Libro del frío: «Veo una luz debajo de la niebla y la dulzura del error me hace cerrar los ojos», «He atravesado las cortinas blancas: / ya solo hay luz dentro de mis ojos» (pp. 42 y 151). En medio de ese viaje a través de la oscuridad, el poeta es un condenado a la claridad y al canto.

Guinda ha sabido mirar la nada de la muerte reflejada en la inmensidad de cada instante vital, no por más efímero menos intenso y extraordinario, ha mirado con los ojos del que ansía saber y ha comprendido que la recompensa —como sucede en la Ítaca de Cavafis— se halla en el mismo viaje, la vida, y que el futuro, la muerte, es solo una promesa o una realidad temporalmente demorada, un texto en todo caso aún no escrito, metáfora del vacío que el poema con su presencia trata de colmar. Esta es una idea recurrente, aparece ya en algunos textos de su particular prehistoria poética, por ejemplo, en «Razón de ser», poema de Las imploxiones, un libro dedicado a Julio Antonio Gómez, poeta a quien Guinda siempre ha tenido en muy alta estima: «Cuando pensé matarme / fue / ya / tarde / me había enamorado de la vida» (p. 17), o en «Vida mortal», texto que abre Entre el amor y el odio: «Y que la muerte nos sorprenda vivos» (p. 15), o, por citar solo otro caso, en «Recuento», poema incluido en Después de todo: «Avanzó a trompicones, hasta / aquí. Sin embargo —ni partir, / ni llegar: lo más bello / del viaje fue el camino» (p. 59).

La escritura era para Jacques Derrida, idea que fue en aumento hacia el final de su vida, una actividad crepuscular. En una de sus últimas intervenciones, recogida en Aprender por fin a vivir, señaló: «Cada vez que dejo que algo parta, que tal huella salga de mí […], vivo mi muerte en la escritura» (p. 30), y algo parecido apunta Guinda en diversas ocasiones, para quien la poesía, más que una respuesta, es una presencia ante la muerte, como si esta funcionara como una metáfora abarcadora de la totalidad, una imagen que a veces siente como una losa de la que quiere liberarse. En esa línea indagatoria, Biografía de la muerte (2001) supone una renovada vuelta de tuerca a un tema —la muerte— bastante frecuentado, el intento de poner rostro e imagen a esa realidad irreal que es la muerte. Escribir es entonces experimentar conciencia de una muerte que hermana el final con lo que precede al comienzo, el final —ese punto en el que las palabras se callan y las presencias de los otros se desvanecen— y lo que antecede al umbral, ese instante abonado de silencio y soledad. Construido sobre un contrasentido elemental muy del gusto del poeta (¿cómo escribir la biografía —esto es, el relato de una vida— de la muerte, es decir, de algo que todavía no ha acontecido?), este libro es asumido como un «ejercicio espiritual», como una práctica preparatoria que ha de reconciliarle con la muerte de su propia biografía (con ese mismo título, en 1994, había incluido ya un poema en Después de todo).

En la escritura de Claro interior (2007) se aprecia con intensidad la apuesta moral y el compromiso crítico con la denuncia de una determinada realidad a menudo miserable y obscena, una escritura apegada a la existencia singular, marcada por el propio devenir vital aunque al mismo tiempo orientada hacia un lugar en el que el yo comparte tensiones, conflictos y aspiraciones con otros yoes. Así, ya desde el primer poema: «Cada palabra pesa / todo lo que la vida / ha pasado por ella. / […] / Cada palabra pesa / su paso por la vida» (p. 11), una vida que no se entiende sin la presencia de su compañera inevitable, la muerte, porque hablar de la muerte consiste al final en hablar —desde la vida, no puede hacerse desde otro sitio— de la vida, en suplir el vacío ontológico y la nada blanca de la muerte por la misteriosa e insurgente claridad que emana de las cosas del mundo: «Yo persigo la luz de lo profundo» (p. 19), declara la voz poética en «Otro mundo», conocedora —como Hölderlin, Novalis, Blake y otros grandes poetas visionarios— de que el ascenso a las estrellas pasa por previos itinerarios abisales, lección que Guinda aprendió pronto de sus vates románticos favoritos.

En un registro que recuerda, en parte, al de ciertos textos de los años ochenta (Vida ávida, Hielo en llamas), algunos poemas de Claro interior («Derribos y construcciones», «El discurso») dejan entrever el duende y la magia que con frecuencia han acompañado a esta escritura, que no ha dejado nunca de explorar en las contradicciones, antítesis y paradojas del lenguaje, esto es, de la vida, una escritura que solo se entiende al calor de una imprescindible comunicación: «Ser poema es ser nada / si no hace vida en nadie» (p. 13). Se trata de resistir y de subvertir la realidad para —desde sus ruinas— construir otro orden, levantar otro mundo y, en ese sentido, esta escritura contiene un valor ético y político incuestionable. Si ahora —en un texto titulado «La realidad»— puede leerse: «A pesar de que escribo / contra ella / —sobre ella jamás— / no sé en qué consiste / la realidad» (p. 17), recordemos que en Huellas ya se había referido al «taladro de la realidad» (p. 27), y que en «Arquitextura», un poema de Hielo en llamas, había declarado: «Escribo contra la realidad, / no sobre ella» (Crepúscielo esplendor, 67), verso que a su modo completaba aquel otro anterior de Vida ávida en el que aconsejaba: «Y a la vida agresiva agrédele» (p. 38). Al fondo, el conocido lema acuñado por Cesare Pavese —un poeta recordado en el texto que cierra y da título al libro— en la entrada del 10 de noviembre de 1938 de su diario El oficio de vivir: «La literatura es una defensa contra las ofensas de la vida» (El oficio de vivir. El oficio de poeta, 185). Por cierto, casi nunca se menciona que en esa misma entrada Pavese habla del «silencio acumulado para el arrebato» como otra defensa idónea frente a todas esas agresiones, un aviso a navegantes que tantos y tantos poetas se niegan a escuchar. Se trata entonces de resistir y de actuar en legítima defensa frente al agresor, de levantar una voz crítica, resistente e insumisa ante los escándalos de la historia, confiando todavía en que «Acaso hemos venido al mundo para destruirlo y de las ruinas levantar otro orden» (Huellas, 29), aforismo que, con una ligera variante, abría ya en 1983 su primera summa poética, Crepúscielo esplendor.

«Toda vida es errar» (Claro interior, 25), y el rastro de esa errancia se deja ver en los trazos de una escritura empeñada en dar aliento e imagen a nuestras miserias sociales, convencida de que la palabra debe contribuir a construir otro mundo sin duda más limpio, honesto y justo; con un registro muy próximo al de algunos de los mejores bardos del realismo, afirma: «Si escribo para nada, para nadie, / me sobra la palabra» (p. 28). La autocrítica (la composición se titula «Yo me acuso» e incluye una reescritura del poema de Gil de Biedma «No volveré a ser joven») no puede expresarse con mayor claridad, y el poeta se encuentra entonces más cerca del docere o del prodesse que del delectare horacianos. Y habría que señalar también que estos poemas están escritos desde la situación del que sabe que menos es más, del que es consciente de que solo en la pérdida y la desposesión se encuentra la más luminosa y relevante de las conquistas: «Si lo he perdido todo ya soy un ganador» (p. 44). Así, la voz poética que en un poema como «Cuenta atrás» se escucha —desde la ladera descendente de esa montaña que es final de una vida— podrá afirmar, armada de sabiduría existencial, pertrechada tan solo con el deseo: «Quiero vivir. / […] / Querer vivir / es ya una vida más» (p. 42). En ese sentido, hay en Claro interior algo de acción de gracias, algo de suma y recapitulación de acciones ejecutadas y algo también de ajuste de cuentas con uno mismo, y ello desde la sensación de que la identidad personal es un mito, una falacia, un espejismo que se desvanece con la aparición de la incertidumbre, la diferencia y la otredad, escenarios en donde el yo se juega sus redaños. Silencio y soledad, diferentes registros de una misma y aplastante realidad, esa que se muestra en este revelador y radical viaje de aprendizaje que es Claro interior.

Poemas para los demás (2009) es un volumen atravesado de emoción, compromiso y reflexión que continúa algunas líneas abiertas en libros anteriores (Breviario, Huellas, Claro interior). A lo largo de su trayectoria, Guinda ha apostado reiteradamente por la necesidad de desarrollar una estética que no traicione a la ética y, de este modo, muchos de sus poemas incorporan contenidos sociales, didácticos y morales sin que se resienta por ello la potencia de sus imágenes, el valor artístico y la plasticidad de sus símbolos. El conjunto se caracteriza por el desgaste y la erosión de los tópicos y los elementos retóricos más triviales y por la desactivación del engranaje poético más común. En «Semillas» puede leerse: «Escribo con palabras / rotundas y sinceras, / con palabras de pan, / de aceite, vino, agua, / de casa, de la calle, / con ideas en bruto, / para que tú me entiendas. / […] / Con palabras de vida, / con palabras de tiempo, / con palabras de amor, / con palabras de odio. / Escribo con semillas. / Sencillamente, escribo. / Escribo como vivo. / Escribo como soy» (pp. 15-16). De esta manera, quien en Vida ávida reformulara aquella sentencia canónica del realismo poético español de los cincuenta con el verso «No siempre la claridad viene del cielo» (p. 23), se inclina ahora por una escritura liberada de toda servidumbre retórica innecesaria, directa al corazón o a la razón, comprometida con la transformación de algunos de nuestros valores ideológicos e imaginarios más arraigados: «No queremos poemas teoremas. / Poemas solución a los problemas. / […] / No escribamos impunemente a tientas. / Escribamos poemas herramientas» (Poemas para los demás, 19-20). Parece una historia que recuerda a la de aquel otro vate que un día bajó a la calle, vio lo que había, rompió todos sus versos y comenzó a escribir de otra manera.

En un registro similar al de ciertas composiciones anteriores, algunos  de estos Poemas para los demás («Nuevo orden», «Deconstrucción», «Nada es del todo», «El peso de lo que pasa») dejan entrever la fuerza expresiva que con frecuencia ha acompañado a Guinda, un poeta que no ha dejado nunca de explorar en las contradicciones y paradojas del lenguaje, reescribiendo en ocasiones —como sucede en «Credo», «Ave María», «Gloria» o «Bienaventuranzas»— letanías y oraciones propias del devocionario cristiano. Poemas para los demás supone asimismo una nueva inmersión en el tema de la muerte, cuya presencia planea en muchas composiciones de este libro, así en «El superviviente», «Devenir», «El escéptico», «Larga espera», ese emotivo canto de despedida que es «Trasmoz» o esa suerte de epitafio que cierra el libro titulado «A pie de página», donde se lee: «El poeta Ángel Guinda / desertó de este mundo. // De espaldas a la muerte / y abrazado a la vida» (p. 64). Así, el volumen se plantea como un lavado de estómago y de conciencia con el que el poeta trata de ajustar cuentas consigo mismo, y ello en un escenario en el que, repito, hablar de la muerte consiste al final en sustituir el vacío ontológico y la nada blanca y abisal de la muerte por la misteriosa e insurgente claridad que emana de las cosas del mundo: «La muerte es la verdad de haber vivido» (p. 52), una muerte que es ya solo una promesa o un aviso de certeza constantemente aplazada, un texto aún no redactado: «Hace mucho que viene / lo que no viene» (p. 61), escribe quien, después de haber vivido lo suyo, planta cara a la muerte con una mirada casi anhelante.

Y con todos esos materiales de derribo se van construyendo algunos fragmentos de  una vida que no deja de proyectarse sobre los demás, sobre ese escenario en que el yo se diluye en un nosotros con el que comparte realidad, convive y conmuere: «Todo poema debe ser un útil / para arreglar el mundo / —el mundo propio y el de los demás; / incluso, si lo hay, el otro mundo» (p. 48). Escritura, pues, que sin dejar de constatar algunas certezas arraigadas en el ser humano —la muerte, por ejemplo, es un acontecimiento que hay que afrontar en soledad—, se desarrolla como un ejercicio de solidaridad compartida, un compromiso con aquellas voces y conciencias silenciadas, machacadas por un orden social radicalmente injusto y alienante, una práctica de resistencia y actuación en legítima defensa frente al agresor que sin desmayo golpea insistentemente nuestras existencias y pone a prueba nuestra cada vez más debilitada capacidad de reacción, una puesta en marcha de una voz crítica, resistente e insumisa ante los escándalos de la Historia, todo ello en un mundo en el que —si Georges Moustaki había declarado «l´état de bonheur permanent»— se apuesta por un «Nuevo orden» en el que «Urge cambiar el desorden del mundo. / Se declara el estado de crisis permanente. / […] / Se permite soñar con otra realidad» (pp. 21-22).

Ángel Guinda no ha dejado de desarrollar en sus sucesivas entregas una estética literaria comprometida con la ética y, de este modo, muchos de sus poemas contienen una gran carga de compromiso social, valores didácticos y morales que, combinados con una imaginería plástica y un utillaje retórico muy bien manejado, apuntan hacia unos mismos objetivos artísticos. El poeta que se adentra en esos territorios y lleva un vivir errabundo y desgarrado alcanza, como detallara María Zambrano en Filosofía y poesía, una ética y un género de conciencia tocado por la lucidez, una ética verbal sostenida sobre una recurrente intratextualidad que parece impedir el avance de esta escritura pero que, en mi opinión, habría que interpretar como la señal de un pensamiento imparable, no detenido, esto es, de un pensar, un proceso en marcha y no un acto consumado.

Así, encontramos en Espectral (2011) la escritura más característica de su autor, esa que, atemperada con una cierta actitud romántica —«¿Por qué la luz me desorienta? ¿Por qué me guío en la oscuridad?» (p. 78), o bien: «Atrévete a cruzar el pasadizo que lleva de la luz a las tinieblas» (p. 84)—, ha hecho de este poeta un maestro consumado en el arte de la contradicción, la antítesis y la paradoja, una escritura que vuelve una y otra vez sobre sí misma sin dejar por ello de nombrar el mundo, sin dar la espalda a la realidad, una escritura que se presenta como la manifestación de un sujeto que, sin renunciar al protagonismo de la enunciación, no deja de cumplir una función significativa en el enunciado: «un niño cruza el mundo con un féretro al hombro, y ese niño soy yo» (p. 11). La poesía emerge entonces para constatar y al mismo tiempo desmembrar el tópico: la vida es una búsqueda, un proceso de aprendizaje, un viaje a través del mundo que —como nos enseñara Borges en esa brevísima y memorable historia a la que alude en el «Epílogo» de El hacedor (1960)— encuentra su destino en uno mismo. Y el sujeto lírico que aquí surge se integra en esa misma tradición cuando confiesa: «He caminado tanto y aquí estoy. ¡Huimos siempre hacia nosotros mismos!» (pp. 22-23), una huida que se materializa al final como un enfrentamiento ante uno mismo, como una especie de regressus ad uterum que marca el paso iniciático hacia una posterior renovación.

Espectral —enmarcado entre dos citas ígneas de Dante («Poca favilla gran fiamma seconda») y Gimferrer («Quins ulls són la nit?»), dos autores de cabecera de nuestro poeta— relata un viaje al más allá interior de un sujeto lírico que no deja de proyectarse sobre cada uno de los textos, y eso ya desde el que abre el poemario, donde lo ardiente desempeña un papel relevante: «¿Qué bobina de fuego flota en el horizonte? Ser círculo es ser un universo. ¡Versos míos, girad!» (p. 11). Podría señalarse que aquí están ya —esbozados, al menos— algunos motivos recurrentes —esas metáforas obsesivas, en expresión de la psicocrítica— que han circunvalado esta escritura desde sus inicios: la interrogación sobre el (sin)sentido de la existencia, la pasión, la utopía, la escritura poética como representación de la identidad o, mejor, de los conflictos identitarios: «¡Para saber quién soy comienzo a dialogar con mis fantasmas!» (p. 15), y podría añadirse que esta entrega supone un nuevo giro de tuerca a un universo poético trazado y entrelazado a lo largo de casi cincuenta años de escritura.

Lo visionario tiñe algunos fragmentos: «¿Soy un iceberg que desafía al sol? ¿Un volcán que se extingue? ¡Soy el poseso que rajó el espacio para ver más allá!» (pp. 30-31), como si el mundo se presentase como un escenario demasiado angosto e irrespirable. De paso, el conjunto se caracteriza por el desmontaje de algunos de los tópicos y elementos retóricos más banales del imaginario artístico más extendido y, así, la voz poética, animada por una cierta comunión panteísta con la naturaleza y tocada por un acusado sentimiento vitalista, va declarando su solidaridad con todo ser vivo: «Estoy vivo desde hace mucho fuelle y, sin embargo, no quiero morir» (p. 38). Y la muerte, como no podía ser de otra manera en un poeta tan entregado a exprimir la vida como este, ocupa su lugar en este libro, una muerte que, de nuevo, vuelve a manifestarse en Trasmoz y la geografía moncaína (como ya habíamos tenido oportunidad de leer en Poemas para los demás), un escenario que funciona aquí como metáfora del destino definitivo y de la complicidad con el mundo natural: «Un día fulgurante, desatrapado de las garras del ruido, me adentraré en senderos pedregosos» (p. 49).

Espectral, como (Rigor vitae), de 2013, tiene algo de laico libro de horas, slides of life, cuaderno de bitácora o breviario organizado para recoger en él apuntes, notas, fragmentos e imágenes de una vida, dispuesto para ser administrado en diferentes dosis y alcanzar con todo ello un escenario en el que la palabra sobreviva a la vida, ya biografiada. El lenguaje responde aquí a algunos planteamientos que el poeta viene exponiendo desde hace algún tiempo en sus diferentes manifiestos: «Por más que las palabras sean semillas cargadas con el silencio de los mundos, debo escribir con algo más que con palabras. Escribir con verdad, con riesgo, para algo, para alguien» (p. 66), escribir para los demás y, a veces, en nombre de los demás. Así, en (Rigor vitae), leemos: «¡Hablo en nombre de aquellos cuya vida es una encrucijada!» (p. 27). Sin descuidar en ningún momento la densidad expresiva y el nivel de exigencia formal, es un rasgo permanente de esta escritura la complicidad con el dictum que entiende la poesía como una herramienta necesaria y eficaz al servicio de la comunicación y no como una actividad orientada por el solipsismo. Con materiales de muy diversa procedencia, el poeta va tejiendo su particular itinerario por lugares reales e imaginarios, describiendo con todos ellos objetos, seres, situaciones, acontecimientos y mundos con los que acaba integrándose tras haberles enfrentado su propio mundo.

Reconocerse en lo extraño, distanciarse hacia lo más próximo, tal parece haber sido el objetivo esencial que Ángel Guinda ha perseguido de manera incansable. Su escritura es un magnífico ejemplo del conflicto que a veces surge entre una actividad de la emoción y una práctica del pensar, como si la emoción y el pensamiento fuesen aristas de un mismo imaginario poético. Heredera y en parte deudora de la mejor tradición lírica de la modernidad, la poesía de Guinda ha reactualizado con una voz potente y singular algunos de los tópicos a los que esa tradición se ha aproximado: la soledad del ser humano y  los abismos infranqueables de la conciencia. Y así, con el transcurrir del tiempo, ha ido creciendo en intensidad, reflexión y actitud crítica. De ser en sus inicios una poesía del arrebato ha pasado a ser la escritura de un ser humano arrebatado a la vida por la propia poesía.

La poesía, vivida como una necesidad, permite una meditación sobre el lenguaje al tiempo que procura un cierto efecto salvífico al afrontar la presencia del abismo. Guinda se ha mostrado siempre convencido de que uno de los objetivos prioritarios de la poesía consiste en arrojar al ser humano al abismo para salvarlo del vacío y ganar así, por lo menos, el propio abismo; la palabra poética, un quehacer en el abismo, sería la condición para soportar ese lugar en lo que tiene de espacio sin fondo, lugar sin anclaje, denota tanto el intento de ir más allá de cualquier frontera como la intensidad de un movimiento que habría de llevarle a encontrarse con los intersticios del ser.

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

11 de octubre de 2021

 

 

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Escrito en Lecturas Turia por Valerie Miles

8 de septiembre de 2021

«El pozo y la estrella» fue el título que Octavio Paz dio a una breve nota necrológica que publicó en Vuelta a raíz de la muerte de Roberto Juarroz. Recuerdo esto porque se trata de dos poetas, dos pensadores del lenguaje poético convocados por Celia Carrasco Gil en diferentes momentos, y dos motivos, el pozo y la estrella, que, como se verá, remiten a dos campos semánticos intensamente frecuentados por esta poeta.

Tras un sorprendente y sólido primer libro titulado Entre temporal y frente (Olifante, 2020), Celia Carrasco publica ahora Selvación, volumen con el que obtuvo el XXII Premio «Gloria Fuertes» de Poesía Joven y con el que apuntala una línea de trabajo muy firme y consistente con la palabra, al margen del ruido y la sobrexposición mediática que suelen acompañar últimamente a la poesía más aplaudida en España, un país en el que este género a menudo se somete a las reglas y servidumbres del espectáculo y el comercio más insípidos.

Celia Carrasco, sin prejuicios, atenta solo al poder ingobernable del lenguaje, ha ido a lo largo de estos años dando forma a su singular taller de escritura, entendiendo desde el principio la actividad de hacer versos como un juego muy serio en el que las palabras, con sus interminables combinaciones, encierran tesoros y posibilidades que hay que explorar y descubrir; en este sentido, los dobles sentidos y la sugerente ambigüedad generada por el inteligente uso de la polisemia son mecanismos vehiculares recurrentes. Así, con Entre temporal y frente entregó un libro medido hasta el último detalle en el que nada quedaba al azar, un poemario penetrante y hondo, dotado de una profunda coherencia y de una estructura orgánica muy bien ensamblada en el que las palabras eran cuidadosamente elegidas hasta el punto de configurar con ellas unos poemas sostenidos sobre unas envolventes cadencias rítmicas, continuos hipérbatos y un incontestable y perturbador tempo musical.

Rasgos que dan cuenta de una voz con una acusada y exigente conciencia expresiva que también brotan en este nuevo libro, Selvación, término que responde a un procedimiento de creación léxica a partir de «selva» y «salvación» con el que la poeta nombra el intersticio «de una vida / que se parte», un escenario situado en un punto indeterminado, entre la ciudad desasosegante y la selva como emblema de lo sagrado, la vida natural y la libertad, motivo este esencial, me parece, en la idea que Celia Carrasco tiene de lo poético, imprescindible en el momento de lanzarse desde lo alto del acantilado al abismo de la creación. Y creo que la poesía podría nombrar ese espacio impreciso de refugio, ternura y proyección. Como leemos en «Polifemo»: «Que la poesía te cuaje y que te mime y te madure en soledad / dentro de su cueva por un tiempo. / Te meza en la caverna de su selva y te haga resistente». Selvada, pues, por el poema.

Dividido en tres partes —«Ciudad», «Hogueras cenicientas» y «San Silvestre»—, Selvación incluye un total de treinta y nueve poemas, trece en cada una de las secciones, un dato nada fortuito que es indicio del interés arquitectónico de esta poeta por armar un libro que sea algo más que una mera agrupación de textos. Como su primera entrega, Selvación también se abre con un soneto, esta vez de título homónimo al del libro, que contiene dos sonetos más, el extraordinario «Espeleología» y «Panorámica». El volumen, ya desde el mismo título, responde al deseo de construir un locus que se encuentre más allá o al margen del tópico «menosprecio de corte y alabanza de aldea», tan reiterado a lo largo de nuestra tradición literaria, que aquí se traduce en la confrontación entre un territorio urbano amenazado por una cierta deshumanización y un espacio selvático e indómito propicio para que broten el amor y la libertad. Si en su primer libro Celia Carrasco encontraba en Miguel Hernández un referente importantísimo, alguien en quien vio aunadas la fuerza verbal y la confidencia entrañable de las emociones recreadas, aquí las autoridades convocadas se amplían a autores como Fray Luis de León, J. Joubert, E. Dickinson, A. Machado, D. Agustini, G. Bachelard, R. Darío, Huidobro, Cernuda, García Lorca, Neruda, los ya citados Paz y Juarroz, B. de Otero, J. Hierro, J. Á. Valente o M. D´Ors, entre otros, lo cual es indicio de un imaginario poético y cultural complejo y versátil, señal de que los senderos por los que en este libro se transita son muchos y diferentes entre sí. Sin prejuicios, sin lentes ni quevedos de ningún tipo, Celia Carrasco observa con los ojos del asombro dispuesta a abismarse en un mundo inédito.

Como sucedía en su poemario anterior, Selvación también se inicia con un texto en el que leemos una declaración de amor y entrega incondicional a la poesía frente a los embates tortuosos y falaces de la vida (la asombrosa potencia del simulacro, la espectacularidad de la apariencia, la formidable y ensordecedora detonación de los ecos, la suplantación de la realidad por la virtualidad y de la originalidad por la clonación y el plagio). Y desde ahí, colocándose en un lugar incómodo e inestable, «sin suelo que pisar», se dispone a recorrer el sendero incierto hacia su deseada e inquietante «selva sagrada», el lugar del idilio y la emancipación, el sitio donde «el silencio fecunda la palabra» y el poema nos cuida y acompaña con una desconcertante sensación de escalofrío. En esa selva, «lugar de comunión con la palabra» y, al mismo tiempo, espacio donde el mundo se invalida al pronunciarse, se adentra esta poeta con la ilusión de dar con el secreto del acontecimiento que desequilibra y conmueve.

Selvación dibuja escenarios urbanos y naturales configurados a partir de insólitas expresiones metafóricas y en ellos se despliega un abanico de registros dotados de una altísima densidad imaginaria. En un primer momento, la voz que aquí habla se ve a sí misma naufragando en una vida que la aprieta y constriñe, obligada a «reptar por avenidas sucias en silencio» y a olvidarse de los pájaros que, lejos del «núcleo del suelo», quizás son señales de otra vida más vacía y más plena. Asediada por una nadería insulsa y repleta de banalidades, esa voz aún tiene fuerzas para convivir con los desheredados y los desplazados del banquete social y compartir con ellos la verdad real e incontestable de sus existencias, como sucede, por ejemplo, en poemas como «La huella en el margen», «Adoquín inédito» o «El hombre de hojalata», en donde encuentra, a pesar del evidente desamparo, motivos para la esperanza. Una voz que asimismo contempla con estupor un «rayo de sol que se ha hecho añicos / en la mañana póstuma de los viandantes / sin que nadie lo recoja», un rayo de sol que muy bien podría ser síntoma de un mundo natural perdido y olvidado, ese que, por ejemplo, representan la Amazonia y las amazonas en poemas como «Ahorcado amazónico» y «Ensueño de filología». Selvación necesita un lector atento y vigilante, dispuesto a acompañar en ese viaje a quien con su palabra ha logrado dar voz a lo desaparecido —la figura del padre, por ejemplo, en poemas como «Chispa», «Mudanza» o el memorable y ya citado «Espeleología»—, trastrocar la vida convirtiéndola en una experiencia liberadora y luminosa, modelada aquí por «el torno de alfarero del consumismo», motivo también de crítica en otro poema, «Nueva leña».

En estas circunstancias, como sugiere Celia Carrasco, se trataría de avanzar aireando la palabra, despojándola de todas esas losas con las que hemos levantado el mausoleo en el que rendimos cuentas a la muerte, disolviendo los espectros de una lengua fósil que se empeña en silenciar el canto áspero y luminoso con el que los muertos nombran al alba la distancia que se ensancha y el tiempo que se encoge. Se trataría de navegar sin una ruta marcada, de andar por andar, de caminar hacia cualquier sitio, hacia ningún sitio, hacia todos los sitios, como hace esta poeta al desplazarse por el sendero que atraviesa sin dejar huella, recorre hacia lo más inquietante de sí misma y en el que genera un hueco donde respirar convirtiéndolo en una zona habitable desde la que poder contemplar las estrellas.

 

Celia Carrasco Gil, Selvación, Madrid, Torremozas, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

 

 

 

 

 

 





 











Sr.

Juan Sánchez Peláez

Caracas.

*

                                                     Valencia, 9 de nov. De 1967

Querido Juan:

Tengo ánimo de hacer desde hace tiempo un trabajo sobre tu poesía que precise para mí y para otros, ciertas valoraciones y revelaciones cuyo poder gravita demasiado tácitamente. Más que una incursión amistosa o unas formulaciones rígidas, quiero anotar con un pensamiento liberado de la ocasión, algunos estados capitales de tu decir poético, determinados énfasis, zonas privilegiadas de comunicación con el ser.

 

Las palabras transcritas y que acabo de leer, con las que he dado inicio a esta charla, pertenecen a una carta inédita que Eugenio Montejo (1938-2008) le envió a Juan Sánchez Peláez (1922-2003) en noviembre de 1967 y que poseo, en custodia, gracias a Malena Coelho, viuda de Sánchez Peláez. Para entonces el autor de Elena y los Elementos contaba con 44 años y uno antes había publicado su tercer libro de poesía, Filiación oscura. Por su parte, el joven Montejo tenía 29 y acababa de publicar su primero, Élegos[ii]. A mediados de esa década habían comenzado su amistad, cuando Sánchez Peláez estuvo radicado en Valencia, Venezuela, donde trabajó junto a Montejo en la Universidad de Carabobo.

 

Comienzo estos breves apuntes sobre la obra de Juan Sánchez Peláez haciendo alusión a lo dicho por Montejo en esa carta, por varias razones. En primer lugar, por encontrar en esas palabras una identidad de propósitos respecto a mis intenciones. En segundo término, porque al tratarse de dos poetas tan difícilmente emparentables en sus búsquedas estéticas, las cuales incluso podríamos calificar como ubicadas en las antípodas, adquiere mayor realce la confesada admiración del joven por ese poeta de la generación precedente, que ya comenzaba a hacerse leyenda en el campo poético venezolano. Y un tercer motivo estriba en el hecho cierto de que Eugenio Montejo es un nombre suficientemente conocido y reconocido fuera de Venezuela, y particularmente en España, suerte con la que infortunadamente no ha corrido hasta ahora la obra de Juan Sánchez Peláez, la cual sigue siendo fundamentalmente una obra de culto para unos pocos y exigentes lectores, a pesar de la publicación de su Obra reunida, por Lumen, en 2005, dos años después de su muerte, y, más recientemente, en 2018, de su Antología poética publicada por Visor en coedición con la Fundación de la Cultura Urbana, bajo el cuidado editorial de Marina Gasparini Lagrange y con prólogo de Alberto Márquez.  

 

Ofrecer una lectura de esta obra que dejara de lado “la incursión amistosa” y las “formulaciones rígidas” fue lo que, en efecto, intentó Montejo algunos años después, cuando publicó su ensayo titulado “La aventura surrealista de Juan Sánchez Peláez”. Allí, al tiempo que busca caracterizar el “sello propio” de esta poesía, nos previene sobre la dificultad de hacerlo dado el condicionamiento que la impronta surrealista, que en el mismo título del ensayo se destaca, pudiera tener sobre cualquier lectura que se quisiera hacer de ella. Al respecto, señalaba: “conviene aproximarnos a su poesía de modo que la interroguemos desde sus propios destellos, prescindiendo, hasta donde podamos de los atributos que le añade el credo de su militancia”. Para añadir luego: “Advirtamos que no es fácil indagar en una obra lo que sólo debe a sí misma, ni dar con ese espacio secreto donde la palabra del poeta se torna irreductible en su entera desnudez” (p. 156, subrayados nuestros).

 

Antes de tantear la naturaleza de esa “entera desnudez”, detengámonos en algunas consideraciones acerca de la significación de la obra de Juan Sánchez Peláez dentro de la tradición poética venezolana, tomando en cuenta, especialmente, el contexto histórico en que apareció y su singularidad. Ya es un lugar común, al referirse a Juan Sánchez Peláez, decir que durante su adolescencia vivió en Chile, donde estableció contacto con los integrantes de Mandrágora, agrupación militante del surrealismo, promotora de la denominada por ellos “poesía negra”, declarada enemiga de los valores de la sociedad burguesa y defensora de la magia, la irrealidad, el placer y la libertad como elementos irrenunciables de su práctica poética y vital, además de revolucionaria en el orden social. El grupo estuvo conformado por Teófilo Cid (1914-1964), Braulio Arenas (1913-1988) y Enrique Gómez Correa (1915-1995), a los cuales se sumó luego su miembro más joven, Jorge Cáceres (1923-1949). Entre los blancos recurrentes de sus ataques, en el campo local, estuvieron Neruda y su Residencia en la tierra. Gonzalo Rojas (1916-2011), quien mantuvo una cercana amistad con Sánchez Peláez desde entonces y a lo largo de su vida, y quien tuvo también vinculación con el grupo, luego se haría crítico tanto de sus postulados como de sus realizaciones. Digamos que Mandrágora, a pesar de su beligerante activismo verbal, propio de muchas iniciativas de ostentación vanguardista, terminó siendo absorbida en el campo de la consuetudinaria “guerrilla literaria” chilena, sin logros relevantes en cuanto a obras individuales y sin más significación que la que como gesto disruptivo dentro de la poesía chilena y latinoamericana se le quiera asignar. Lo cierto es que mientras duró la estadía de Sánchez Peláez en Chile, que fue de menos de dos años, entre 1940 y 1941, en Venezuela también ocurrían cosas de interés en el mundo literario, tras la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, en diciembre de 1935. Al año siguiente, en 1936, se forma una agrupación llamada Viernes, en cuyos postulados también se reclamaba la urgencia de renovar la poesía venezolana, en consonancia con las tendencias de la época y con las iniciativas que a la par venían dándose en otros países del continente y de Europa. En Viernes, sin embargo, más que el surrealismo se promovió una apertura bastante más plural, nutrida esencialmente del legado del romanticismo alemán, inglés y francés y de las vanguardias en general, que fomentara una mayor libertad imaginativa, asociativa y simbólica, no ajena tampoco a los dictámenes del inconsciente. No obstante, el marco de su actuación fue distinto, pues desde su origen se hizo expreso, además del deseo de buscar caminos de renovación estética, un llamado a la reconciliación, la amplitud y la tolerancia, como urgencia nacional al iniciarse el largo período de transición política hacia la democracia de la era posgomecista. Tanto Mandrágora como Viernes contaron con revistas. La primera publicó 7 números, entre julio de 1938 y octubre de 1943. La segunda, 22 en sólo dos años, entre mayo del 39 y del 41. De entre la larga lista de colaboradores de diversas partes del mundo que publicaron en ella, estuvieron, por mencionar sólo a los chilenos: Vicente Huidobro (1893-1948), Eduardo Anguita (1914-1992), Rosamel del Valle (1901-1965) y Ángel Cruchaga Santamaría (1893-1964).

 

Al concluir la existencia de Viernes, como contraposición a sus propuestas estéticas, surgió lo que se ha llamado en la historiografía poética venezolana la reacción anti-viernista, la cual abarcó buena parte de las décadas de 40 y 50.  Fue al inicio de esa época —en la que se acentuó el cultivo de la poesía costumbrista y de temas sociales y se rescató la escritura de variadas formas métricas y rítmicas propias de la tradición de la poesía española— que Juan Sánchez Peláez volvió a Venezuela ganado por concepciones poéticas muy ajenas a las dominantes en su país tras la extinción de la experiencia viernista. Durante todos esos años, Sánchez Peláez, quien en realidad nunca participó ni tuvo interés en formar parte de agrupación alguna, ni en redactar o proclamar manifiestos estéticos, siguió trabajando silenciosamente en su poesía. Ocho años después de su regreso al país, una figura principalísima del grupo Viernes, Vicente Gerbasi (1913-1992), será el primero en llamar la atención, públicamente, sobre la singularidad de su existencia y su ardua exigencia. Al respecto afirmó, en una nota publicada en el Papel literario de El Nacional el 25 de junio de 1950, lo siguiente:

 

Juan Sánchez Peláez, uno de los jóvenes venezolanos mejor dotados para el ejercicio poético, viene trabajando desde hace más o menos diez años en un silencio que resulta sorprendente en nuestro medio, donde toda persona que escribe un soneto, una copla o una crónica periodística quiere lanzarse en la carrera literaria con la publicación de un volumen. 

 

Juan Sánchez Peláez, que a mi entender es uno de los mejores poetas con que actualmente cuenta Venezuela, apenas es conocido por un reducido grupo de poetas, escritores y artistas de Caracas […], y de Santiago de Chile, donde estudió y fue asistente a las peñas del grupo «Mandrágora» […] Sánchez Peláez trabaja diariamente, infatigablemente su poesía. Hay en este joven artista una verdadera pasión creadora. Desde hace años acumula cuartillas, cuadernos, libros. Sin embargo, hasta ahora no le ha sido posible publicar ni siquiera una «plaquette» (Gerbasi, p.15).  

 

El hecho de que Vicente Gerbasi —quien tras la publicación de su libro Mi padre, el inmigrante, en 1945, se había consolidado como una presencia central e indiscutible en la escena poética nacional— haya sido el primer mentor de Juan Sánchez Peláez no es un detalle menor. Como tampoco, que en ese año de 1945 se hubiera publicado otro libro que vendría a iniciar el proceso de redescubrimiento y rescate de la obra de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), Las Piedras Mágicas: hacia una interpretación de José Antonio Ramos Sucre (Caracas: Suma, Artes Gráficas), de Carlos Augusto León (1914-1997). A nuestro entender, las obras de ambos poetas van a ser nutrientes fundamentales de la poesía de Sánchez Peláez y lecturas reveladoras de una forma distinta de hacer poesía en Venezuela, que descubrirá al poco tiempo de su vuelta de Chile.

 

A Viernes, además, estuvieron vinculados sus dos más cercanos y admirados poetas y amigos chilenos, sin contar a Gonzalo Rojas. Ellos fueron, justamente, Humberto Díaz Casanueva (1906-1992), quien fue discípulo de Heidegger y traductor de Hölderlin, y Rosamel del Valle (1901-1965), cuya poesía Sánchez Peláez publicó e hizo conocer fuera de Chile cuando años después estuvo al frente de la gerencia editorial de Monte Ávila. Díaz Casanueva vino a Venezuela en la segunda mitad de la década de los 30, como parte de la misión pedagógica chilena traída al país por Mariano Picón Salas (1901-1965), tras la muerte de Gómez. A partir de entonces, tanto su relación con Venezuela como con los “viernistas” fue muy activa e intensa y se prolongó por el resto de su vida. 

 

Un año después de la nota de prensa en la que Gerbasi anunciaba la existencia de Sánchez Peláez, aparecerá su primer libro, Elena y los elementos. Sin pancartas ni carteles que lo avalaran, este poemario se incorporará a la tradición poética venezolana como la expresión de una búsqueda divergente y una voluntad manifiesta de ruptura, mediante la asunción de una imaginería desbordada, penetrada por un evidente afán surrealizante que intenta poner de relieve el sustrato onírico del que procede y en el que la experiencia verbal aspira ser encarnación de la misma pasión erótica que en el ámbito temático da cohesión al libro. De este modo, la apuesta lírica de Sánchez Peláez adquiere una tonalidad y una dimensión anímica sin antecedentes en la poesía venezolana, que se afilia de modo indudable con las búsquedas poéticas emprendidas y promovidas varios años antes por algunos miembros de Viernes, entre los cuales jugó un rol fundamental, como ya hemos señalado, el propio Gerbasi. Sus concepciones de la poesía y del poeta, desde este primer libro y a lo largo de toda su obra, no ocultarán su cercanía con las nociones románticas del vate demiurgo y visionario que responde ante el poema como una suerte de médium capaz de verbalizar lúcida y lúdicamente, a modo de ráfagas asombrosas y alucinantes, revelaciones trascendentes.

 

Vistas las cosas desde la perspectiva histórica que nos otorga el tiempo, podríamos afirmar a estas alturas que Elena y los elementos constituye una puerta de entrada a la modernidad poética venezolana, al inicio de la segunda parte del siglo XX. En ese libro se constata tanto la precoz madurez con que Sánchez Peláez asimila el aprendizaje de la breve salida al mundo —tras el rápido contacto con otros campos literarios y otras motivaciones poéticas, específicamente durante su vivencia chilena— como del legado de la propia tradición venezolana y en particular de las obras de los dos hitos fundamentales de la primera mitad del siglo XX. Me refiero a La torre de Timón, Las formas del fuego y El cielo de esmalte, de José Antonio Ramos Sucre, publicadas entre 1925 y 1929, y Mi padre, el inmigrante, de Gerbasi, de 1945. Podríamos decir incluso que esa puerta es en dos direcciones, pues a través de ella las generaciones posteriores a Sánchez Peláez pudieron acceder con otra mirada y leer de otro modo las obras de esas figuras tutelares de la primera mitad del siglo pasado. Una breve semblanza de Sánchez Peláez, escrita por Jesús Sanoja Hernández en 1972[iii], cuando ya el autor de Elena y los elementos era una figura consagrada en el campo poético venezolano, nos habla de la forma en que fue apreciado en sus inicios y del modo como fue recibido su primer libro:

 

Antes fue distinto. Se le miraba, en la Caracas del año 50, como a un ser caído del infierno, con un rostro más parecido a la máscara que al reconocimiento, eterno quejumbroso de los cinturones de castidad urbana, y de la indiferente matanza de los instintos. Apenas un grupo de amigos, iniciados y rituales, gozaban de aquellos versos de minoría que luego entrarían a formar volumen en Elena y los elementos (1951), y cuya repercusión inmediata fue de poco ámbito, pero cuya percusión en el tiempo, ampliada por los ecos expresivos que encontró en los más jóvenes, fue tan decisiva como la de Mi padre el inmigrante. Si acaso dos nombres han influido con suficiente y beneficiosa irradiación, pueden anotarse de una vez: Gerbasi y Sánchez Peláez.

 

Aquella lengua sectaria y minorista vibró, sin embargo, en el espíritu de los escogidos, y fue, como dije, extendiéndose hacia quienes nacían para la poesía y buscaban un molde o un antecesor, de modo que para llegar a Ramos Sucre, a Rosamel del Valle, o a los surrealistas, siempre debía pagarse peaje en la poesía de Elena y los elementos (pp. 55-56).

 

Ese parentesco entre las figuras de Ramos Sucre y Sánchez Peláez tiene varias aristas. Una de ellas es la derivada de la extrañeza de las obras de ambos y de la poca receptividad con que fueron acogidas inicialmente. La de Ramos Sucre tuvo que esperar 15 años, después de la muerte de su autor, para comenzar a ser revisitada y estimada desde otros presupuestos. La de Sánchez Peláez se vio beneficiada, tal vez, del hecho de que su aparición coincide con el momento de reivindicación del raro Ramos Sucre y de las huellas dejadas por la experiencia viernista, más allá de la reacción en contrario que en una parcela del campo poético venezolano sus planteamientos produjeron. Ante las dificultades de la crítica para abordar estas singulares y extrañas obras, claramente rupturistas dentro de la tradición poética venezolana, aunque desprovistas de carteles y de manifiestos confrontativos, se ha acudido al abuso de las etiquetas clasificatorias, incompetentes en definitiva para alcanzar una comprensión cabal de su naturaleza, pero útiles para la confección de manuales e historias literarias. La obra de Ramos Sucre ha sido clasificada de romántica, modernista, vanguardista, pre-surrealista y hasta surrealista, al tiempo que su condición de poeta ha sido relativizada por quienes lo han leído como cultor de narrativas breves (ese ha sido uno de los costos de haber introducido el poema en prosa en Venezuela). En el caso de Sánchez Peláez el remoquete de poeta surrealista ha predominado en la crítica, aunque su obra también ha sido vista como neorromántica y existencialista.

 

En el ensayo prometido en la carta que citamos al comienzo de estas páginas, Montejo explora el vínculo entre estas dos obras. Al respecto, dice lo siguiente:

 

Sánchez Peláez contaba en la poca eximia tradición poética de nuestro país con la obra de un poeta de excepción, apenas reivindicado en los últimos años: José Ramos Sucre. Advertir la necesidad de retomar, desde otros niveles expresivos, el intento de aquel poeta solitario, es ya un mérito de visión que aclara y fortalece su intento creador. De él heredará un trazo enfático y suntuoso de la palabra, así como una vigilancia tenaz que cuida la tensión de su poesía. Claro está, será otra la expresión de su sensibilidad, otro el universo que alimenta las formas de su imaginación, y la sola presencia del deseo como una activa desnudez del yo lírico, que alcanza en él, como en los surrealistas mayores, un nivel mítico, bastará para diferenciarlo. Pero el celo que gobierna cada poema por medio de una selección de palabra a menudo eficaz denota, no obstante, cierta fidelidad hacia el creador de Las formas del fuego (Montejo, 1974, pp. 157-158).

 

Ahora bien, además del parentesco señalado entre la obra de Ramos Sucre y de Sánchez Peláez, específicamente en lo atinente a lo que podríamos denominar el acendrado ejercicio de orfebrería verbal patente en su poesía, habría otro elemento que permitiría relacionarlos junto a Gerbasi, en una suerte de tríada, pues en los tres casos, aunque se trata de obras que en su conjunto evidencian una profunda coherencia y unidad interna, sobre todo en lo relativo a los universos simbólicos que construyen, muestran, no obstante, ciertas variaciones en el plano estilístico o de la elocutio, dentro del conjunto de libros que las conforman. Esto, sin duda, ayuda a evitar el predominio de una tonalidad monocorde.

 

Eso lo observamos al contrastar el leguaje mucho más discursivo y hasta narrativo de La Torre de Timón, de Ramos Sucre, con respecto al constreñimiento, el poder sintético y el mayor peso de la imagen en Las formas del fuego. Por su parte, a diferencia del lenguaje encantatorio, versicular y fuertemente rítmico que Vicente Gerbasi despliega en Mi padre, el inmigrante, de 1945, en Los espacios cálidos, publicado 7 años después, encontramos más bien versos detenidos, más pausados y mesurados, ganados por un lenguaje llano, aunque en lo sustantivo se acuda al mismo espacio metafórico. Otro tanto encontramos en la poesía de Sánchez Peláez, quien ocho años después de la aparición de su primer libro, publica en 1959 su segundo, Animal de costumbre, en el que nos encontramos ante un hablante poético más diáfano y directo, menos proclive (y también más alerta) a la adopción de las fórmulas retóricas artificiosas, al uso de los epígonos de un pretendido surrealismo asimilado sólo en sus aspectos más superficiales y codificados, como ocurre ocasionalmente en Elena y los elementos. De este modo, sin desentenderse de los tópicos e intereses centrales de su primer libro[iv], se evidencia un cambio significativo: el logro de una forma expresiva más íntima y personal que derivará también en el orden temático en una mayor apertura e intensificación de la propia experiencia vital.    

 

No más de 250 páginas conforman la totalidad de la obra publicada de Sánchez Peláez: siete poemarios en el lapso comprendido entre 1951 y 1989[v]. En ella se articulan una serie de campos temáticos, isotópicamente, en distintos planos: la dislocación de la relación yo-tú-ella, sometida a múltiples enmascaramientos; la invocación a la amada y la pasión erótica; la infancia, el entorno afectivo familiar y la continua nostalgia por los paraísos perdidos asociados a ellos; la urgencia del amor y la ternura como imperativos vitales; el tenso conflicto entre el ser y las imposiciones del deber ser; la percepción de un permanente exilio existencial y su consecuente sensación de extrañeza en el mundo; la elección consciente de una apuesta verbal signada por la lucidez, el rechazo a la retórica, la veracidad de la palabra inmediata y el rescate de una oralidad entrañable;  la concepción de la poesía como don y ritual que hace del poeta un visionario capaz de alcanzar atributos proféticos, mediante la enunciación de inusitadas y oscuras simbologías. Todos estos asuntos estarán presentes en el conjunto de su obra, dándole más énfasis a uno u otro en determinadas parcelas.

 

Si pensáramos en esa totalidad como un tejido, podríamos imaginar que en la trama se dispondrían en orden sucesivo los colores y motivos correspondientes a la combinación de tonos y asuntos predominantes en cada uno de sus poemarios, mientras que los hilos que conformarían la urdimbre, sobre cuya tensión se sostendría la integridad del tejido, estaría determinada por los asuntos esenciales, que a nuestro modo de ver son, justamente: la inocencia, el desamparo y el erotismo. Todos los hilos de la trama se tejerán sobre esta urdimbre para configurar una malla verbal, un lenguaje caracterizado por su condición enigmática, balbuceante, hermética, fragmentaria, lúdica y lujuriosa.  

 

Basta con leer dos fragmentos de los dos primeros poemas de Elena y los elementos, para constatar cómo desde el mismo inicio de esta obra estos asuntos se ponen de relieve:

 

                                                           I

 

Solo al fondo del furor. A Ella, que burla mi carne, que
                 [desvela mi hueso, que solloza en mi sombra.

 

A ella, mi fuerza y mi forma, ante el paisaje.

 

Tú, que no me conoces, apórtame el olvido.
Tú que resistes,
resplandor de un grito, piernas en éxtasis, yo te destruyo,
                     [sangre amiga, enemiga mía, cruel lascivia. (p. 9)

 

                                                           II

 

Al arrancarme de raíz a la nada
Mi madre vio, ¿qué?, no me acuerdo.
Yo salía del frío, de lo incomunicable.

 

Una mañana descubrí mi sexo, mis costados quemantes,
                             [mis ráfagas de imposible primavera.

 

A la sombra del árbol
           [de mi gran nostalgia ya comenzarían a devorarme,
           [ya comenzarían. (p. 10)

 

Esa pasión desbordada, ese deseo imperioso, ese erotismo irrefrenable cruza toda la obra de Sánchez Peláez sin temor a reiterarse, Así, por ejemplo, en un poema que no casualmente se llama “Persistencia”, del libro Filiación oscura, acude a la misma anáfora:

 

A Ella (y en realidad sin ningún límite). Con holgura y placer.


A Ella, la víbora y la abeja. La desnudez preciosa.

 

A Ella, mi transparencia, mi incoherente arrullo, el rumor
    [que sube en las raíces de mi lengua.

 

A Ella, cuando regreso de las inmensas naves que hay en
    [el cuerpo huraño con un sol inmóvil.

 

A Ella, mi ritual de beber en su seno porque quiero comenzar algo, en alguna dirección.

 

A Ella, que abre el sobre de mis amuletos.

 

A Ella, que en la balanza anónima de la memoria y en las horas finales prolonga mi
    [presencia real y mi presencia ilusoria sobre la tierra.

 

A Ella, que con una frase insomne divaga en el umbral de mis lámparas.

 

A ella, a causa de un vocablo que me falta y a la vez usufructo de un breve viaje que
    [podría revelarme. (p. 94)

 

Pero como vemos, el impulso erótico en esta obra no sólo se encauza en la celebración y posesión del cuerpo femenino, también hace del lenguaje, de la palabra revelada, de “ese vocablo que falta”, un cuerpo deseado, urgido. Por eso, en un poema de Lo huidizo y permanente (1969), dice: “Aunque la palabra sea sombra en medio, hogar en el aire, soy otro, más libre, cuando me veo atado a ella, en el alba o la tempestad.//Por la palabra vivo en aguas plácidas y en filón extranjero, fuera del inmenso hueco” (p. 16), o en otro del poemario Rasgos comunes (1975), afirma: “Suenan como animales de oro las palabras.// Ahuyentando los límites mojarás el todo y la nada para sofocar el vértigo, y ellas se convertirán en muchachas de algodón” (p. 170). Ese erotismo que es alcance, realización en la otra y en lo otro, en la palabra y en lo femenino, se vuelve integridad, absoluta totalidad, disolución de límites, amor, ternura, transparencia, despojamiento, en un poema dedicado a su esposa, Malena, en su último libro, Aire sobre aire (1989). Allí dice:

 

Yo no soy hombre ni mujer
yo sólo tengo resplandor propio
cuando no pierdo el curso del río
cuando no pierdo su verdadero sol
y puedo alejarme libre, girar, bogar,
navegar dentro de lo absoluto y el mar blanco


entonces sí soy
el hombre rojo lleno de sangre


y sí soy la mujer: una flor límpida, un
lirio grande


y también soy el alma


y clarean los valles hondos
en nuestro mudo abrazo eterno,
amor frío


—y qué más
qué más por ahora
piragua azul
piragüita. (p. 226)

 

Ese ser que se busca también en las palabras, ese que se siente arrancado “de raíz a la nada”, salido de lo “incomunicable” será poseído por innumerables desdoblamientos, máscaras, por voces que lo atraviesan y circundan, por “su animal de costumbre”, pero también por diversas formas de despojamiento. Es significativo observar cómo el “Yo” enfático a comienzo de verso —rasgo estilístico que, por cierto, constituye uno de los más característicos de Ramos Sucre—, encontrado en 30 ocasiones en su primer libro, Elena y los elementos, va dejando de tener esa preponderancia en los siguientes libros, pues sólo aparece en 6 oportunidades en Animal de costumbre, 1 en Filiación oscura y esporádicamente en los 4 restantes. Y en ese proceso de despojamiento del “yo”, justamente, las voces del entorno familiar, entre otras, van tomando mayor protagonismo, como figuras protectoras y amadas. Entre ellas está la madre. Así nos dice en Animal de costumbre: “Mi madre me decía:/ Hay que rezar por el Ánima Sola./ Hay que rezarle a San Marcos de León”. (p. 57). O:

 

Mi madre charlaba en los largos vestíbulos,
y paseaba en el aire
un navío de plata,


A su alrededor
Y más allá de los balcones,
Había un extenso círculo
con hermosos caballos.

 

Yo quiero que Juan trasponga sus límites, y juegue como los otros niños —dice mi madre; y con mi hermano salgo a la calle; voy a París en velocípedo y a París en la cola de un papagayo, y no provoco ningún incendio, y me siento lleno de vida.

 

Libre alguna vez de mi tristeza.
Libre de este sordo caracol. (p. 59)

 

Pero más allá de todas las exploraciones que en el orden retórico podamos consignar en esta poesía (ráfagas de frases conformadas por imágenes asombrosas, en apariencia desarticuladas, entrecortadas, paratácticas, ganadas por la ilogicidad, secuencias de si condicionales sin resolución, aposiciones, abundancia de frases sin verbo, con sintagmas adjetivos, nominales o preposicionales, un lenguaje balbuceante, etc.), lo que impera detrás de todo eso, en definitiva, es la presencia de un niño que juega con las palabras, como forma de protegerse, de resguardarse del mundo exterior que lo amenaza, de defender su derecho a la indefensión, pues sólo con ellas cuenta para enfrentarse al mundo, mientras vive en la nostalgia del paraíso perdido, del espacio primigenio. Un niño, que aunque parezca adulto, dice en un poema llamado “Hora entre las horas” de Rasgos comunes: “atemos/ frases/ fragmentos/ nociones/ uno y otro equívoco e hipótesis habituales/ ensayemos   máscaras   estilos/ gestos diversos/ dale y dale a tu campana en la inmensa tarde” (p. 152). Ese niño es el mismo que ante su padre, figura autoritaria y encarnación del deber ser, no tiene más respuesta que afirmar, como podemos ver en dos poemas de Animal de costumbre:

 

Ahora te digo:
No tengo títulos
Tiemblo cada vez que me abrazan
Aún
No cuelgo en la carnicería.

 

Y esta es mi réplica
(Para ti):
Un sentimiento diáfano de amor
Una hermosa carta que no envío. (p. 51)

 

O de este modo, en otro poema:

 

Yo transformo la historia más simple,
confiado al amor.

 

¿Escuché esta frase:
«De hijo a padre o bisabuelo»?
¿La escuché dentro o fuera de mí?
¿Enarbolo tardíamente el arco y la flecha?

 

Estoy inerme ante las vocales
Y vocablos;
Del cuerpo malo que de allí deriva y la consiguiente soledad.

 

Escucho el privilegio de continuar en niño.
No me señalan crecer, como antes decían:
«Una pulgada más grande».
Ahora me reconocen,
De una a varias pulgadas más pequeño (pp. 43-44).

 

Baudelaire concebía al genio como aquel que vivía en “la infancia recuperada a voluntad” y Rilke afirmaba que “la verdadera patria del hombre es la infancia”. Ambos poetas y ambas sentencias parecieran afines al espíritu y al ideario poético de Sánchez Peláez y al del sujeto que nos habla desde su poesía, a pesar de que en algún momento diga: “No regresaré nunca hasta mi ábaco de madera/ Ya no tengo la inocencia de mis primeros años” (p. 25), o: “volví a oír decir niño estése quieto” (p. 137), o “Alguna vez/ antes de dar forma a tu visión/ crece sin pausa/ el niño que fuiste y que quiere unirse de nuevo a ti” (p. 159). Este niño presente en la obra de Sánchez Peláez, este sujeto eternamente infante, esmerado por siempre en aprender a hablar hurgando a fondo en las palabras, en su memoria y la memoria de ellas, de las palabras, jugando incesantemente con ellas, haciendo de ellas el motivo de su vida, es también un niño nacido con una sin par sabiduría, incluso diría que un niño viejo antes que adulto, venido al mundo para vivirlo a plenitud y para despedirse de él, para vivir su muerte, sabiamente y a su hora como se testimonia en el último poema de Por cuál causa o nostalgia:

 

Si fuera por mí
al cumplir mi ciclo y mi
plazo
habría de estar solo
calmo

Despiertas habrían de estar
la mañana y la alborada
                                         Pues
al pasar
al transcurrir yo
muerto
moverán la luz
—hoja y árbol
                         Y habrá gorrioncitos de pie
en los cables
—quejas  alegrías  chimeneas   e incendios

—el tigre lamerá su pómulo cubierto de
relámpagos

 

los países inquietos también habrán de quedarse calmos

 

luego de muchos sueños   dios de los sueños
muerto o vivo mi ciempiés nocturno
la plena selva ha de rodearme con grandes nubes y destellos

 

una tarde mía en el olvido   en mi día aún por segar (p. 214).

 

No sé si con estas notas he logrado interrogar la poesía de Sánchez Peláez, “desde sus propios destellos”, “desde lo que sólo debe a sí misma”, como lo hizo Montejo en el ensayo que he señalado, y como lo volvió a hacer en una nota titulada “Adiós a Juan Sánchez”, publicada en Letras libres el 29 de febrero de 2004, a pocos meses del fallecimiento del poeta de Elena y los elementos. Ese texto finaliza con una cita de un escrito de André Breton, en el que se refiere a su amistad con Benjamin Péret. Montejo comenta que Juan Sanchez Peláez la “solía repetir” y la aprovecha para manifestar una vez más su afecto y gratitud por aquel poeta que en su juventud conoció en aquella Valencia venezolana. La frase aludida es la siguiente: “Hablo de él como de una lámpara demasiado próxima que durante cuarenta años, día a día, ha embellecido mi vida”. Esa admiración y ese afecto se hará también manifiesto en un poema, “Pavana del adiós a Juan”, suscitado por la misma circunstancia, publicado en el último libro de Montejo, Fábula del escriba (2006). Leamos algunos de sus versos:

 

Se va, se fue la tierra a sus remotos mundos
y Juan va adentro.
Aquí, junto a nosotros, por un instante se detuvo
—casi sin detenerse—
y abrió de pronto un hueco, un pozo, una ranura,
la escotilla de alguno de sus flancos,
una puerta sin puerta
donde apenas si cabe la noche de un hombre,
la noche y su memoria,
y Juan entró en silencio con sus palabras de oro,
sigiloso, soñando…(p. 45)

 

***

 

En otra parte[vi] he comentado cómo, gracias a la recomendación de un amigo, el poeta eslovaco Peter Macsovsky —con quien compartí en el International Writing Program de la Universidad de Iowa en 1997— descubrí la poesía de Charles Simic. Juan Sánchez Peláez fue el primer escritor venezolano que participó en ese programa, en 1969. En enero de 1998, cuando volví a Venezuela y le reporté a Juan las lecturas y descubrimientos que hice durante mi estadía literaria en las planicies norteñas de los Estados Unidos, y le hablé de mi entusiasmo por la obra de Simic, entendí que esa pasión no era compartida por él. En principio me sorprendió su indiferencia ante una obra poética que a mí me parecía notable. Después, con el paso del tiempo, fui comprendiendo la razón de la lejanía que Juan sentía por a esa poesía.

 

En la última entrega de la que fue una importante publicación venezolana, la revista Veintiuno, hay una nota de Eugenio Montejo titulada “Cifras de poemas futuros”, referida a mi libro Pasado en limpio. Ese fue uno de los últimos escritos que Eugenio publicó en su vida. Menos de un año después una repentina enfermedad se lo llevaría. En ese texto Montejo se detiene, justamente, en un poema dedicado a Juan Sánchez Peláez quien había muerto en el 2003. Al respecto, decía lo siguiente:

 

El dibujo que trazan los versos de Gutiérrez Plaza recrea la imagen del último Juan, ya octogenario y enfermo, obviamente distinto del que, hace más de cuarenta años, atravesaba entonces el arco solar de la media vida cuando lo conocimos, aunque el encantamiento de los ojos y la extrañeza de la mirada que parecía haber afrontado visiones poco comunes, fuesen siempre los mismos. El poema de Gutiérrez Plaza se concreta en un apunte sobrio y preciso: “Juan lee,/ Juan sabe que va a morir,/ Juan escucha el resoplido/ quejumbroso de sus pulmones”. Corren los días finales del poeta, unos días en que, como en tantos otros, distraídamente, desde su aparente fragilidad y sin proponérselo siquiera, da lecciones a sus amigos, esta vez acerca de cómo encarar la muerte de modo imperturbable, casi sin dejar que el terrible acontecimiento altere demasiado su ánimo: “Juan lee sin distraerse/ en lo que vendrá”.  (…)  “Respira hondo/ pero no puede/ no puede ni deja de leer./ Se despide de las visitas/ y llama a Malena/ con sus ojos grandes,/ repletos de adivinanzas”. En otros versos del mismo poema se añade este otro rasgo de precisión del retratado: “No le gusta/ la poesía objetiva./ Prefiere arropar cada palabra/ con el tacto de un animal nocturno” (p. 6).

 

Esos versos le dan pie para esta reflexión:

 

En la compilación de Gutiérrez Plaza hay varios otros poemas dedicados a diversos creadores como Eliseo Diego, Roberto Juarroz, José Ángel Valente o su propio abuelo, el reconocido compositor Juan Bautista Plaza, cada uno visto desde algún ángulo insinuado por la obra del personaje o por un dato afín con que lo ha retenido la memoria. No obstante, en la observación acerca de la “poesía objetiva”, incorporada a los versos que dedica a Sánchez Peláez, parece hacer un guiño mediante el cual el autor sutilmente marca el terreno de su propia estética, más ceñida a cierto objetivismo, es decir, menos proclive a arropar sus palabras “con el tacto de un animal nocturno” (p. 6).

 

Sobre esa tensión entre lo objetivo y lo subjetivo en el poema, Eugenio adelantaba en esa nota otra observación. Identificaba, precisamente, esa difícil frontera que separara los gustos de Juan, respecto de la poesía de Simic y de algún modo de la mía. Montejo advertía: “Es verdad que no resulta fácil deslindar del todo en una obra de arte lo que reconocemos como subjetivo de aquello que creamos su opuesto. El objetivismo, por lo demás, no niega los elementos subjetivos implicados en una escritura artística, sino que los subordina a sus componentes representativos” (p. 6).

 

Y creo que, ciertamente, cuando escribí ese poema pensé tanto en el Juan que se nos iba, enfrentando con sabiduría y ejemplaridad la muerte, como en aquel que tuvo esa inusitada reacción la noche que hablamos sobre Simic, en el momento en que se levantó del sofá en la sala de su apartamento y me pidió que lo esperara unos minutos, antes de volver con un libro en la mano, extraído de su biblioteca, para decirme: “léelo, te lo regalo, a ti te interesa más que a mí”. El libro en cuestión es una antología de la poesía de Simic, publicada en México por la UNAM, en 1994, titulada El sueño del alquimista, traducida por Rafael Vargas.

 

Me gustaría que esta anécdota pudiera leerse, sobre todo, como un homenaje a la memoria de dos grandes poetas, Juan Sánchez Peláez, motivo central de estas páginas, y Eugenio Montejo, uno de sus más fervorosos y admirativos discípulos, a pesar de la inmensas y obvias diferencias que hay en la configuración verbal y simbólica de sus obras. Y así también, quisiera que sirviera como testimonio de una cualidad, a mi modo de ver bastante singular, de la poesía venezolana: la vitalidad del diálogo intergeneracional y la fraternidad que naturalmente se da entre poetas. Luego de aparecer publicado el artículo de Montejo en la revista Veintiuno, él me llamó sorprendido y entusiasmado por la ilustración que lo acompañaba. Ni él ni yo conocíamos al ilustrador. Me pidió que hiciera gestiones para obtener una copia del original. Al año siguiente, como dije, Eugenio murió. Tiempo después caí en cuenta de mi falta, nunca hice nada por obtener esa copia. Al recordar esto, hace apenas un año, me propuse cumplir la encomienda que me hiciera y tras merodear un tiempo por internet di con Pablo Iranzo, el ilustrador del artículo, quien luego de conocer esta historia accedió complacido a enviármela sin costo, de forma digital. Hoy esa imagen está en una pared de la sala de mi casa. En ella llevo en el pecho el rostro de Juan y al fondo, difuminado, me acompaña el texto en el que Eugenio alude al poema con el que quise despedirme del “poeta de ojos encantados”.     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Autora de la fotografía: María Magdalena Coelho



[i] Conferencia dictada en la Cátedra Ramos Sucre, de la Universidad de Salamanca, en España, el 28 de octubre de 2020.

[ii] Caracas: Editorial Arte, 1967.

[iii] El Nacional, Caracas, 10 de septiembre de 1972.

[iv] Así, por ejemplo, en el poema VI de Animal de costumbre podemos leer: “Elena es alga de la tierra/ Ola del mar./ Existe porque posee la nostalgia/ De estos elementos,/ Pero Ella lo sabe,/ Sueña,/ Y confía,// De pie sobre la roca y el coral de los abismos”. (p. 47)  

[v] Las primeras ediciones de los libros que conforman la obra poética de Juan Sánchez Peláez, sin considerar los volúmenes antológicos ni traducciones, son: Elena y los elementos. Caracas: Tipografía Garrido, 1951; Animal de costumbre. Caracas: Editorial Suma, 1959; Filiación oscura. Caracas: Editorial Arte, 1966; Rasgos comunes. Caracas: Monte Ávila, 1972; Por cual causa o nostalgia. Caracas: Fundarte, 1981; Aire sobre el aire. Caracas: Tierra de Gracia, 1989. Además, en la edición de Lumen, se recogen por primera vez nueve poemas en una sección denominada “Poemas inéditos”. La paginación de todos los poemas de Sánchez Peláez citados en este trabajo corresponden a esa edición.   

[vi] https://prodavinci.com/mi-pueblo-nomada/

Escrito en Sólo Digital Turia por Arturo Gutiérrez Plaza

4 de agosto de 2021

Alfredo Castellón llamaba por teléfono, solo por hablar un rato, por preguntar por los amigos zaragozanos. Me preguntaba si Eva estaba escribiendo, Eva Puyó, mi pareja, y nos leía a todos con atención. Se incorporaba de un modo natural a la charla de quienes éramos más jóvenes que él, le veíamos acercarse con sus zancadas grandes, su buena estampa y su sonrisa. En esa facilidad suya para dar lugar a un vínculo amistoso, más allá de las generaciones, me recordaba a José Antonio Labordeta, gente que ha vivido en residencias y que ha pasado por colegios mayores, envueltos en un activismo de funciones de teatro y en una avidez de lecturas y de cine, y que luego conservan para siempre un aire de camaradería, como si toda su vida fuese una deriva de aquella explosión inicial e ininterrumpida. Ahora el teléfono es para mí otra cosa, porque ya no está Alfredo ni los amigos mayores que me llamaban.

A Alfredo, cuando vivía Félix Romeo, o cuando Eloy Fernández Clemente dirigía su colección Biblioteca Aragonesa de Cultura, o durante tiempo después, todos le insistíamos en que tenía que escribir sus memorias, una demanda de la que quizá él acabase algo cansado. Su biografía –su labor de pionero en la televisión española, el paso por Roma y su ciudad del cine, su trato con María Zambrano, su última entrevista filmada con Azorín…– estaba entre las más interesantes de nuestro país. Las entrevistas con él que nos dejaron Vicky Calavia, Antón Castro o Juan Domínguez Lasierra permiten que podamos asomarnos aunque solo sea un poco a su interesantísima voz y a su experiencia. Unos y otros le hablaban de esas memorias pendientes mientras que él, tras jubilarse y volcarse más en la tarea del escritor que en todo momento fue, cuando en los bares contaba lo que estaba escribiendo –“mi obra”, decía–, se refería a relatos, aforismos o piezas medio líricas, un poco para desesperación de todos. Pasado el tiempo, y después de haber leído El ruido de la memoria, que es mi libro preferido suyo, o tras leer también los pequeños textos de Mis apólogos, uno entiende que Alfredo Castellón estuviese realmente absorbido en aquella escritura, donde se expresa una voz y una visión del mundo que es todo un testamento y una escuela de vida. Hay un mundo entero en esas páginas, una verdad hondísima. De modo que, si bien es cierto que a todos nos hubiese gustado leer aquellas memorias audiovisuales, comprendemos que Alfredo sabía bien lo que hacía, y que no se escabullía. Como he oído repetir a sus amigos mayores, Alfredo Castellón era un poeta, por más que no escribiese poemas. El resultado es que él quiso dar continuidad a esa vertiente suya hasta que la muerte, que tenía siempre tan presente por sus referentes familiares, se lo llevara. No quiso escribir sobre Pilar Miró sino sobre unos naranjales donde descubrió un cadáver durante la guerra, ni sobre Antonioni, sino sobre un pequeño viaje hecho en camión junto a su padre.

Es innegable, como alguna vez se ha señalado, que en su escritura se percibe la influencia de lo cinematográfico o de lo audiovisual, el ámbito profesional en que se desenvolvió su vida. En sus relatos va a lo que considera esencial, y no parece preocuparse en las transiciones o en los modos elaborados de introducir los diálogos, por ejemplo. Esto da lugar a que algunos de sus relatos, sobre todo los breves, parezcan más ideas para un relato que relatos propiamente dichos, lo que forma parte de su particular estilo. Porque está claro que no lo hacía así por descuido, Alfredo corregía mucho y no despreciaba en absoluto la forma. Era su forma, por así decirlo. Incluso algunos de sus aforismos parecen apuntes hechos para un desarrollo que alguien pudiese llevar a cabo después. Se le ocurren de pronto ideas o situaciones que oscilan entre lo tierno y lo absurdo, entre lo trascentente y lo humorísticamente negro, siempre con un fondo de sabiduría. Parecen acumulársele y, como si necesitase muchas vidas para desarrollar cada una de ellas, las deja en su núcleo, en su sinopsis. Esto no es así en sus relatos más extensos, en aquellos donde, por ejemplo, desarrolla un recuerdo, con sus personajes secundarios, pero incluso entonces a mí me parece que lo recorre todo un aire de cine italiano, una búsqueda de lo poético a través de una sucesión de escenas y de paisajes. Da lugar entonces a una secuencia de personajes y de lugares que desembocan en un sentimiento luminoso de melancolía. Nunca se aparta Alfredo Castellón del tono amistoso y de lo ligeramente humorístico. Sus textos, publicados de un modo disperso, discreto y desordenado, acaban dejando que se descubra una voz de enorme talento y singularidad.

Nunca es ordinario o chabacano Alfredo Castellón, hay en él una búsqueda de lo clásico que se expresa por medio de un lenguaje que en cierto modo está fuera del tiempo. Es un creador a quien le interesan mucho los clásicos, tanto de la literatura como de la pintura. Sus películas no están rodadas en un lenguaje corriente o del todo realista, y junto a Alfredo Mañas recrea un modo de hablar del siglo de oro. Esto se ve también en las adaptaciones de Cervantes y de otros autores que llevó a cabo, o en la obra teatral que dedicó a Colón, Aquellos pájaros anunciaban tierra, donde se sirve de unas palabras que podrían ser de su época, pero que realmente no son de ninguna, y que tienen mucho del lenguaje atemporal y simbólico, onírico, de las tablas del teatro.

En el prólogo de Solo con lo puesto escribe Rosa Burillo que “La poesía era su religión, la forma de espiritualidad suprema. Era como rezar.” Mariano Gistaín llama a Alfredo Castellón “dandy discreto” y trata sobre el modo en que este autor desafía a la muerte. Alfredo creció en un entorno donde lo religioso estaba muy presente, y hace amistad con una republicana cristiana, como era Zambrano, y lee a Unamuno, de quien escribió junto a Julio Alejandro una adaptación para el cine de San Manuel Bueno, mártir, y con todo aquello acaba haciendo una singular filosofía de la trascendencia, donde es este mundo y ningún otro el milagro, y es aquí, y no en otro lugar, la eternidad. Recuerda aquella despedida de Azorín, que no era “hasta la eternidad”, sino “eternidad”, sin más –aquel “hasta”, en cierto modo, hubiese sido propio de un descreído–. Y me impresiona ese Lázaro resucitado de Alfredo Castellón que no es capaz de decir nada del otro mundo y a quien de la boca no le sale más que tierra de enterrado, porque es en ella donde se contiene toda nuestra profunda verdad. O ese pasaje conmovedor en que se imagina a Jesús de Nazaret añorando las caricias de su madre y los dátiles del desierto, dando a entender que es aquel el paraíso, y que lo que nos corresponde es vivir nuestra humanidad hasta el final.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ismael Grasa

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