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18 de febrero de 2020

La ocasión que me brinda la revista Turia de escribir sobre César Vallejo, con el requerimiento de abordar la lectura que desde la actualidad podemos hacer de su obra, exige un esfuerzo de reflexión que permita plantear lo que en la actualidad Vallejo sigue transmitiendo a sus lectores. En este sentido, resulta fundamental recordar que ese mismo esfuerzo de actualización fue realizado por diversos poetas a lo largo del siglo XX, en textos a los que es interesante acudir para bosquejar una breve y selectiva historia ilustrativa de la significación de Vallejo en la posteridad. Me referiré a Mario Benedetti, que en 1967 escribió un artículo revelador sobre los dos grandes paradigmas poéticos de la literatura hispanoamericana del siglo XX, bajo el título “Vallejo y Neruda, dos modos de influir”; al poeta peruano Jorge Eduardo Eielson, autor del artículo “Actualidad de César Vallejo”, publicado en revista Debate, nº 69, en 1992; y, por último, a algunos fragmentos del poeta chileno Raúl Zurita, de su ensayo “Poesía y Nuevo Mundo”, compilado en el libro Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo milenio, del año 2000. Recoger algunas de las ideas principales vertidas en estos textos, así como realizar algunas calas en la obra de nuestro autor, me permitirá sugerir, desde la humildad de quien apostilla a estos grandes escritores en 2018, lo que significa “leer a César Vallejo, hoy”.

Comencemos por el texto de Benedetti. La segunda parte de su título, “dos modos de influir”, no debe interpretarse –como el texto revela después– únicamente en el sentido de influencia sobre los escritores posteriores, sino también sobre los lectores, entendiendo la influencia en este caso como la marca profunda que Vallejo introduce en su forma de leer, en su pensamiento y, finalmente, en su visión del mundo. Con la marca en la forma de leer me refiero a que Vallejo obliga a acostumbrarse a su “lenguaje seco a veces, irregular, entrañable y estallante, vital hasta el sufrimiento”, como acierta a definir Benedetti con palabras exactas. Precisamente una de las palabras de esta enumeración la escuché pronunciar a Raúl Zurita en conferencia sobre “poesía y holocausto” para referirse a nuestro poeta: “Vallejo hace estallar el lenguaje”, dijo al hablar del sufrimiento humano en la poesía universal y colocar a Vallejo en la cumbre de la poetización del dolor.

Esa cumbre tiene multitud de ejemplos en poemas paradigmáticos, como “España aparta de mí este cáliz”, que da título al poemario último de Vallejo, y que forma parte de sus poemas póstumos publicados en 1939 (Poemas humanos, 95 composicione, a las que se añaden las quince de España aparta de mí este cáliz). En este poema Vallejo exclamó, desde el dolor sentido ante la Guerra Civil española, el memorable verso: “¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto / hasta la letra en que nació la pena!”. En este sentido, repetiré con el gran poeta peruano Eduardo Chirinos, que “Vallejo expresó mejor que nadie lo que significa proponerse hacer hablar al dolor en vez de hablar del dolor”[1]. Vida y dolor se alían en Vallejo a partir del yo personal, pero desde ese yo virará en dirección hacia el dolor universal, tal y como sucede en el poema “Los nueve monstruos”, en el que la imposible inversión del cómputo del tiempo intensifica la celeridad del dolor que asola al mundo y que es obsesión de Vallejo a partir del primer viaje a la Unión Soviética en 1928:

 

Y, desgraciadamente,

el dolor crece en el mundo a cada rato,

crece a treinta minutos por segundo, paso a paso.

 

Regresando al estallido señalado por Benedetti y por Zurita, que Vallejo produce en el lenguaje al doblegarlo y violentarlo, el poeta “se ha constituido –escribe Benedetti– en motor y estímulo de los nombres más auténticamente creadores de la actual poesía hispanoamericana”. Es en esa autenticidad en la que Benedetti cifra la diferencia con Neruda en cuanto al modo de “influir”: si el chileno produce imitadores, el peruano crea poetas auténticos, en el sentido de poetas que encuentran su propia voz, “una voz propia, inconfundible”, que para el uruguayo “revela la marca vallejiana”.

Más adelante, habla Benedetti de las vías por las que llega “el legado vallejiano” a sus destinatarios, una de las principales la que atañe al uso el lenguaje: el poeta –escribe– “lucha denodadamente con el lenguaje, y muchas veces, cuando consigue al fin someter la indómita palabra, no puede evitar que aparezcan en esta las cicatrices del combate”. Vallejo “obliga a la palabra a ser”, precisamente a través del sentido más medular del acto creador que implica el hecho poético, la poiesis (la creación). La palabra “es” en el poema en tanto que se nos presenta no como “lujo” sino como “disputada necesidad” –añade Benedetti–, y porque el artista la crea como algo nuevo, capaz de contradecir el diccionario para transmitir los sentidos más personales de un yo desde el que horadar en lo humano universal. Son esas cicatrices del combate con la palabra que se producen en el lector las que al tiempo originan su fascinación, pues desde ellas surge el “espectáculo humano (y no solo como ejercicio puramente artístico)” creado por quien es el máximo exponente de la poesía peruana y una de las más altas cumbres de la poesía en español del siglo XX.

La palabra fascinación, que Benedetti utiliza para referirse al lector de Vallejo en 1967, se refuerza en su texto con el contrapunto de otra palabra que aparece negada: no le “encandila”, porque “cada poema es un campo de batalla, es preciso ir más allá, buscar el fondo humano, encontrar al hombre, y entonces sí, apoyar su actitud, participar en su emoción, asistirlo en su compromiso, sufrir con su sufrimiento”. Es por ello que el amor al ser humano, a sus “hermanos hombres”, se expresa en su obra en la poetización del vivir como un sobrevivir desesperanzado, vía que Vallejo utiliza en muchos de sus poemas para transmitir su amor definitivo hacia el ser humano. El tan conocido poema “Considerando en frío, imparcialmente…” resulta paradigmático. En él, el tono frío e impersonal del lenguaje judicial que recorre parte del poema en sus gerundios repetidos (considerando, explicando, comprendiendo) es estrategia textual que va a dar finalmente en una exposición de “considerandos” con la que, por contraste, Vallejo logra la comunicación más radical sobre su sentido de lo humano: “Considerando en frío, imparcialmente,/ que el hombre es triste, tose y, sin embargo,/ se complace en su pecho colorado;/ que lo único que hace es componerse/de días;/que es lóbrego mamífero y se peina…”. El estilo enumerativo llega a la estrofa en la que el gerundio “considerando” es sustituido por un “examinando” que deviene en la aniquilación del hombre: “Examinando, en fin, /sus encontradas piezas, su retrete,/su desesperación, al terminar su día atroz, /borrándolo…”. Finalmente, el último gerundio, el “comprendiendo”, dará voz rotunda y definitiva a la expresión del amor al prójimo, hasta la emoción más intensa: “Comprendiendo /que él sabe que le quiero, /que le odio con afecto y me es, en suma, / indiferente…/ Considerando sus documentos generales /y mirando con lentes aquel certificado /que prueba que nació muy pequeñito…/le hago una seña,/ viene, /y le doy un abrazo, emocionado. / ¡Qué más da! Emocionado… Emocionado…”.

Como vemos, efectivamente Vallejo fascina y penetra, pero no encandila, por los motivos expuestos por Benedetti y por el tratamiento de temas que son universales y que son atemporales. De modo que leer a Vallejo, hoy, implica asistir a la emoción más desgarrada por el sufrimiento del hombre, de la que emana el radical amor a la humanidad que el vate nos sigue transmitiendo. Concluyamos con Benedetti afirmando que Vallejo “luchó a brazo partido con la palabra pero extrajo de sí mismo una actitud de incanjeable calidad humana, está milagrosamente afirmado en nuestro presente, y no creo que haya crítica, o esnobismo, o mala conciencia, que sean capaces de desalojarlo”.

Quince años después, en 1992, cuando se cumplía el centenario del nacimiento de Vallejo, Eielson publicaba el citado artículo “Actualidad de César Vallejo”. Resulta revelador traer a colación algunas de sus ideas, en tanto que nos permiten avanzar sentidos de esa afirmación de presente realizada por Benedetti que nos va a conducir hasta 2018. Eielson incide en la idea cardinal de la poesía de Vallejo: “Hay en Vallejo, más que un padecimiento físico, personal, individual, un padecimiento anímico, universal. El poeta siente al hombre —a la especie humana— a través de su propio pueblo, a través de la desventura peruana, que hoy es también la desventura latinoamericana y, por extensión, el drama del sur del mundo”. La expresión de ese drama tendrá su expresión más álgida en los poemas póstumos (escritos en su madurez parisina, después de tantos años de lucha política y poetización existencial), en los que dicho sentimiento, como señala Eielson, iría “compensado por un pensamiento utópico, fraternal, comunitario, gracias al cual la humanidad entera alcanzaría su salvación. Un primer paso debería ser, en este sentido, la redención del pobre sobre la tierra”.

El poema “Telúrica y magnética” es sin duda un texto cardinal para la construcción de este canto que nutre la idea de Vallejo según la cual la poesía es en esencia una expresión de humanidad (“¡Oh campos humanos!”, comienza la tercera estrofa). Es decir, una naturaleza que también aparece humanizada, descrita desde un punto de vista geográfico, que nos lleva por cerros, surcos, papales, cebadales y otros campos de cultivo, climas, etc. Por ellos llegamos en este poema hasta un “campo intelectual de cordillera”, que abunda en el sentido de los citados “campos humanos”: “¡Mecánica sincera y peruanísima/ la del cerro colorado!/ ¡Suelo teórico y práctico!/[…]  ¡Cuaternarios maíces, de opuestos natalicios, / los oigo por los pies cómo se alejan, / los huelo retomar cuando la tierra/ tropieza con la técnica del cielo! /¡Molécula exabrupto! ¡Átomo terso!/ ¡Oh campos humanos!/ ¡Solar y nutricia ausencia de la mar,/ y sentimiento oceánico de todo!/ ¡Oh climas encontrados dentro del oro, listos!”. Partiendo de esta humanización, nos encontramos ante la idea del canto a la humanidad, y al prójimo, que preside los Poemas humanos, pues no se trata solo de la “sierra de mi Perú”, sino del “Perú del mundo” y “Perú al pie del orbe” al que declara: “Yo me adhiero”. Es decir, un Perú universalizado con el que se identifica.

Regresando al planteamiento de Eielson, su argumentación deriva hacia esa “actualidad” propuesta en el propio título de su artículo: “Vallejo no ha podido ver con sus propios ojos el fin de la utopía comunista, pero ha sabido diagnosticar la dramática deshumanización de la sociedad actual, que amenaza hasta su propia integridad física”. Sin embargo, “es pues con el fin de la utopía que su voz se dilata más allá de todo límite social, político, temporal, histórico. Y esto porque su poesía no fue nunca deliberadamente política, en la medida en que no son políticos el padecimiento ni la felicidad humanas”. Eielson cifra esa dilatación de la voz vallejiana por encima de los acontecimientos históricos en su potencial para interpretar el mundo actual, sus perpetuas injusticias y desigualdades, reforzadas por las nuevas formas de opulencia y exhibición de la misma, en suma, por el afianzamiento del materialismo más radical sobre la miseria y el dolor humano: “¿Qué escribiría Vallejo, por ejemplo, de la abyecta, sórdida, violenta realidad de las grandes metrópolis contemporáneas? ¿Qué diría de tanta opulencia material exhibida por una parte, cuando las otras dos terceras partes de nuestro mundo se debaten en la miseria? ¿En dónde encontraría al «hombre nuevo» por él anunciado, sino entre los pobres del llamado Tercer Mundo?”.

Por último, quiero también rescatar del artículo de Eielson lo que denomina el “pathos vallejiano”, que pone en relación con los estoicos y los místicos castellanos (“Quevedo y Unamuno, hasta los grandes rusos de fin de siglo”), y también con ese uso del lenguaje que, una vez traspasada la etapa modernista de Los Heraldos Negros (1918), se construye sobre la invención “para mejor expresar tan dolorosa sustancia poética” en el periodo en que se interna en los caminos inaugurales de la vanguardia de Trilce (1922). Es allí donde la renovación del lenguaje comienza el derrotero apuntado, desde el hermetismo hasta el despojamiento de la palabra que será en Poemas humanos tan seca como intensa, tan nueva como clarividente: “Un lenguaje visual desnudo, escueto, corrosivo, sin ninguna concesión a las dulzuras terrenales, pero con una capacidad de síntesis que no excluye el más crudo realismo ni la más honda ternura”. Por fin, como lo hiciera Benedetti, concluye Eielson sobre la actualidad de Vallejo:

Una palabra, la suya, que nos llega desde su milenario pasado, atraviesa la lengua española, la desbarata y la renueva, y continúa dilatándose hasta ocupar el espacio planetario de nuestra época, unidos como estamos hoy —no por la solidaridad cantada en sus poemas— sino, más prosaicamente, por los mass-media imperantes. Justo a cien años de su venida al mundo, en esta fecha que coincide con el descubrimiento, la invasión, el encuentro, o como se quiera llamar a la llegada de Colón a tierras americanas, ojalá que su voz resuene más fuerte y sea de auspicio para una mayor generosidad y una vida más digna para todos.

De 1992 pasamos a las puertas del siglo XXI, para recoger lo escrito por Raúl Zurita sobre Vallejo en su ensayo “Poesía y Nuevo Mundo” (2000), en el que realiza un recorrido por los grandes nombres de la historia de la literatura hispanoamericana desde 1492. Vallejo tendrá un protagonismo indiscutible en esa historia, precisamente desde una perspectiva que afianza su actualidad:

La Historia general –se refiere a la del Inca Garcilaso de la Vega– termina con el relato de la ejecución del último descendiente del trono Inca en la ciudad del Cuzco. Esa muerte reúne en sí todas las muertes […]. Pero esas exequias serán sobre todo una condición futura y la ejecución relatada por Garcilaso significará también, trescientos años más tarde, el sacrificio de los poemas de César Vallejo.

Como vemos, Zurita lanza un vínculo iluminador desde el relato realizado por el Inca sobre el ajusticiamiento de Túpac Amaru I en 1572, hasta los poemas de Vallejo, en los que el dolor del Perú que se encuentra en la historia del Inca se actualiza y, finalmente, se universaliza.

Como hemos podido advertir en los poemas mencionados, si de actualidad de Vallejo hablamos, los Poemas humanos permiten la reafirmación de su anclaje en el presente en tanto que muestran lo que bien podemos denominar una amplia geografía del amor, como sentimiento cósmico que, en sus diferentes manifestaciones, puebla, vivifica, desgarra, entrelaza, compacta sus versos: desde el amor carnal y espiritual, al amor a la naturaleza; desde el amor al ser humano en general, a la expresión máxima y global del amor a la vida. Pero el sentimiento del amor siempre estuvo vinculado con el dolor, no solo como tema sino como raíz más profunda de toda su obra. Los sentidos que se derivaron de ello, y los modos en que se transmiten, poseen la dimensión de lo sempiterno que se cifra, asimismo, en la modernidad de un decir poético único.

 Y si hablamos de lo sempiterno, resulta fundamental comentar en este punto el tratamiento del amor a la mujer y el erotismo, por ejemplo en el poema “Dulzura por dulzura corazona”, en el que el erotismo más carnal de Los heraldos negros y de Trilce se transforma en el sentimiento del amor que apunta al sentido cósmico: “¡Dulzura por dulzura corazona!/ ¡Dulzura a gajos, eras de vista,/ esos abiertos días, cuando monté por árboles caídos!/ Así por tu paloma palomita,/por tu oración pasiva,/ andando entre tu sombra y el gran tezón corpóreo de tu sombra./ Debajo de ti y yo,/ tú y yo, sinceramente,/ tu candado ahogándose de llaves”. Versos con los que el poeta expresa la doble dimensión del ser, material y espiritual, esta última invisible y escondida “debajo” de la primera, acompañada de ese adverbio, “sinceramente”, que le aporta toda la carga semántica de la autenticidad, y cuyo sentido se remacha en el verso “tu candado ahogándose de llaves”, con el que expresa la carga erótica nunca eludida. De este pensamiento surge la imagen que sitúa, en un mismo nivel, lo material y lo espiritual –sexo y amor– identificados metafóricamente en la paloma y su vuelo: “Mucho pienso en todo esto conmovido, perduroso/ y pongo tu paloma a la altura de tu vuelo/ y, cojeando de dicha, a veces,/ repósome a la sombra de ese árbol arrastrado”. La fusión en el espacio poético de ambos extremos genera la exultación máxima, expresada en esa imagen superlativa, “cojeando de dicha”, con la que Vallejo materializa el peso de la felicidad hasta la cojera metafórica.

Por supuesto, en esta geografía del amor, el prodigado a la vida tendrá un protagonismo esencial. Unos versos del poema titulado “Los anillos fatigados”, perteneciente al primer poemario, Los Heraldos negros, nos dan la entrada perfecta: “Hay ganas de volver, de amar, de no ausentarse,/ y hay ganas de morir, combatido por dos/ aguas encontradas que jamás han de istmarse”. La imposibilidad de conciliar el deseo de vivir (a través del amor) y el de morir, se expresan en la imagen de “las aguas que jamás han de istmarse”, que concentra la imposibilidad más absoluta en tanto que esta es doble, pues la imposible fusión de las aguas se potencia con la utilización del motivo geográfico del istmo cuya esencia es terrestre.

Un poema en prosa titulado “Hallazgo de la vida” es también muy significativo para adentrarnos en esta idea, pues se trata de un canto a la vida que se presenta como un hallazgo absoluto e inédito: “¡Señores! Hoy es la primera vez que me doy cuenta de la presencia de la vida. ¡Señores! Ruego a ustedes dejarme libre un momento, para saborear esta emoción formidable, espontánea y reciente de la vida, que hoy, por la primera vez, me extasía y me hace dichoso hasta las lágrimas. Mi gozo viene de lo inédito de mi emoción. Mi exultación viene de que antes no sentí la presencia de la vida”. Y concluye categórico con la reaparición de la muerte que vivifica la vida: “Nunca, sino ahora, supe que existía una puerta, otra puerta y el canto cordial de las distancias. ¡Dejadme! La vida me ha dado ahora en toda mi muerte”.

Por este camino poético de vida, amor, muerte y dolor, como temas universales del poeta, llegamos hasta este 2018 en el que bien podemos reafirmar, con Benedetti, que Vallejo sigue “afirmado en nuestro presente”. A lo que cabe agregar el requerimiento de Eielson para que “su voz resuene más fuerte”, en aras de una mayor generosidad entre los pueblos y de la necesidad reivindicativa de la dignidad humana, presente asimismo en la reflexión de Zurita. Concluyamos, con todo, que Vallejo sintetizó su conmovido amor a la vida y a la humanidad con una llamada a la solidaridad y al diálogo entre los hombres, desde una poesía esperanzada ante el ser humano al que dedicó todo su esfuerzo de poeta comprometido en el sentido más profundo del término. Este le llevaría a convertirse en una de las voces más intensas, originales y definitivas de la poesía escrita en español en el siglo XX. Por ello, leer a Vallejo, hoy, sigue significando una puerta de acceso irrepetible al “sentimiento oceánico de todo”, a veces “cojeando de dicha”, las más, sintiendo en sus versos el dolor que sigue creciendo “en el mundo a cada rato”, que “crece a treinta minutos por segundo, paso a paso”, humanamente eterno.



[1]
                        [1] Entrevista a Eduardo Chirinos, por Jorge Eslava, “Vallejo, el poeta que nos eriza”. En file:///C:/Users/USUARIO/Downloads/1381-4896-1-PB%20(1).pdf.


 

Escrito en Lecturas Turia por Eva Valero

 

 Llega el tercer libro de memorias de Luis Antonio de Villena (editado de forma magistral por Pre-Textos), donde Luis Antonio va trenzando recuerdos, personajes que han pasado por su vida, en ese afán del amanuense que va escribiendo con letra esmerada ese renglón de su vida, por si acaso puede alcanzar notoriedad. Aunque todo acabe en el polvo y en nada, en el afán del escritor madrileño no hay ajuste de cuentas sino el deseo de revivir, rememorar, echar un vistazo al antiguo paisaje del pasado, con sus  personajes olvidados e inolvidables.

    En el capítulo “Trazos sobre el fin de la Edad Feliz”, Luis Antonio nos habla de una etapa de dicha donde escribía en El Mundo, colaboraba en la Ser, publicaba en Visor, con el estimado Chus, que tantos hemos conocido. Tenía entonces incluso a esa madre que le cuidaba y le protegía, en los desmanes del chico irresponsable que siempre fue Luis Antonio su madre siempre fue la cordura y la razón. Hay un anhelo de ese tiempo en el libro, ya que todo ha ido degradándose definitivamente, tanto culturalmente como socialmente. El melancólico que ha sido el escritor madrileño recuerda su pasado, sus momentos de gloria, sus citas con chicos en bares, sus encuentros con grandes escritores.

   Todo un mundo cabe en esta obra. Como dice Luis Antonio, son los tiempos actuales: “Tiempo de bárbaros, tiempo de terrible miseria, sin estudios nobles, sin humanidades, sin educación” (p. 57). La idea que prevalece es que la generación de Luis Antonio fue el último bastión de humanismo, antes de la barbarie actual.

  El libro habla de grandes amigos como Paco Brines, siempre tan querido, Pepe Hierro y tantos otros, en el camino nos habla de Gala, de esa relación que nunca llegó a la intimidad, de esa lengua viperina del escritor cordobés. Pero también de Ricardo Defarges, de Guillermo Carnero, en esa relación de encuentros y desencuentros con él. También respiran en las páginas escritores más jóvenes como Luis Muñoz, José Luis Rey y tantos otros.

   Hay un deseo de rememorar, de recordar aquello que nos hizo felices, aquellos momentos eróticos con jóvenes que ya han pasado por su vida, algunos amantes de la literatura, otros efebos conocidos en los bares, como si fuera Cavafis entregado al roce de los cuerpos, el libro emana esa sensación de fugacidad, todo ha ocurrido y ahora ya no queda nada. En ese afán de convertir la vida en un efímero pasar, Luis Antonio novela su pasado, cuenta anécdotas, habla de amigos y de enemigos, pero al final, queda solo el resplandor ido, la sombra de una luz antigua que ya se extinguió.

    Hay un capítulo “Mis libros” dedicado a su obra, porque al salir sus segundas memorias le reprocharon que solo hablaba de amigos y de momentos amorosos, ¿es acaso la obra otro momento de amor? Quizá si, en este apartado Luis Antonio habla de la poesía y de la prosa, que siempre le han perseguido en la vida. Se detiene al final en Mamá, porque en este libro exorciza ese dolor materno-filial que le ha ido llevando por muchos derroteros, como una señal imperecedera que permanece en él para siempre.

  Cuando leemos este tercer tomo, nos preguntamos, ¿Ha sido feliz el poeta? La pregunta vuela en las páginas, los momentos de dicha, donde el sexo cobra altura, se combinan  con la melancolía del tiempo ido. Creo que con este libro, Luis Antonio cierra una etapa y en sus textos nos vemos a nosotros mismos viviendo, entre luces y sombras de la vida.

   

Luis Antonio de Villena, Las caídas de Alejandría, Valencia, Pre-Textos, 2019.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

 

            En un brillante ejercicio de estilo, algo grandilocuente en ocasiones, Manuel Ruiz Zamora aborda, en su colección de fragmentos filosóficos titulada Notas a pie de página, un objetivo imposible de lograr: argumentar en el resbaladizo terreno de la posmodernidad. De ahí que su intento recurra a una estrategia, no especialmente novedosa, pero que él ejecuta con gran maestría: intentar que, como en el sofisticado arte marcial japonés moderno Aikido, la, en este caso, escasa fuerza del atacante sea utilizada por el defensor para neutralizarlo, sin renunciar a la posibilidad de que los papeles se intercambien; aunque, dada la debilidad del monto total de energía en cuestión, el golpe argumentativo está muy lejos de ser definitivo; más bien, se tiene la paz como horizonte. De ahí que la fortaleza de Ruiz Zamora sea más bien la belleza del estilo con que intenta revolverse contra la posmodernidad desde el interior de ella misma.

            El lector aprovechará la iluminación que encierra cada fragmento, más efectiva si comparte la fuente aludida en cada uno, menos efectiva en caso de que la alusión le quede algo más lejana; pero notará siempre que lo que el autor le ofrece es un delicado destilado de sus omnívoras lecturas; nada de regurgitaciones de casi citas sin comillas, que suele ser recurso común, sino auténtica quintaesencia de la fuente leída o de la problemática abordada. Y como la impresión que da el libro es efectivamente la de una colección de las habituales notas que van surgiendo en la mente de todo lector en su brega diaria con los textos, queden estas escritas o meramente apuntadas, es acertada su inclusión en la colección Levante, que la editorial reserva, oportunamente, a Diarios.

            Los fragmentos —no exactamente aforismos, como se aclara en el Prólogo— carecen de orden aparente, por lo que pueden ser leídos en cualquier sentido, aunque, como la poesía, es recomendable que se lean durante cortos periodos de tiempo. Salvo algunos fragmentos que forman una corta serie con un hilo determinado, cada uno aborda un punto esencial transportable a otro punto esencial de cualquier otra página. Ni hay guía, ni se echa en falta. La guía es el lector, y los ecos que en él produzcan estas condensadas reflexiones filosóficas, situadas voluntariamente al margen, pero porque el centro de la vida filosófica se ha alejado de su centro, valga decir.

            De modo que se adivina fácilmente que el texto al que corresponden estas Notas a pie de página es el de la posmodernidad. En concreto, son dos las grandes cuestiones que dominan: el arte y la política. De su íntima relación, algo diluida en el romanticismo, ya sabemos desde la República platónica, pero aquí aparecen en toda la riqueza de sus distintos, e interrelacionados, aspectos. No en vano Ruiz Zamora ha dedicado ya un libro al Post-arte, Escritos sobre post-arte, y muestra que las cuestiones políticas le han debido de ser consustanciales desde siempre. Cabe imaginar que su formación ha sido a base de clásicos, digamos pensamiento fuerte, —los griegos por puesto, junto a Hegel, Marx, Nietzsche, Ortega—, y que, enfrentado a los libros de moda que encontraba en las librerías, su lectura se le ha ido diluyendo en la boca como si fueran gusanitos, sin dejar tras de sí más que un leve aroma a no se sabe exactamente qué.

            Lo que cabría señalar es la inoportunidad, que llega al hartazgo, del afijo antepuesto pos o post. Porque, en realidad, supone una línea temporal única en los movimientos culturales que es inexistente, por más que sea muy cómoda para ser dibujada en una pizarra metafórico-pedagógica. La realidad se parece más bien a la de un pentagrama, donde distintos movimientos culturales van en paralelo disputándose el primer lugar en la atención de la mayoría; pero, cuando alguna línea domina, no anula las demás; estas quedan a la espera de que llegue su hora. En particular, respecto a la posmodernidad, sus argumentos pueden fácilmente retrotraerse al origen mismo de la modernidad; de modo que a lo que se asistió en las décadas finales del siglo pasado no fue a la superación de la modernidad, en el contexto de la expansión del llamado Estado del Bienestar, sino a la hegemonía de ciertas ideas que fueron gestadas varias décadas atrás. Del mismo modo, lo posmoderno está ya mostrando claros síntomas de que pasa a tercer plano y que otras ideas, más adecuadas seguramente a los fuertes retos actuales, recuperan el primer plano.

            Porque, en cultura, nada se supera, nada caduca. ¿Qué era el dadaísmo, arte o posarte? Josep Maria Pou encarnando a Ahab en Moby Dick es arte, pace animalismo. ¿Qué eran las distintas tesis esgrimidas por las naciones potentes en torno a la Gran Guerra, verdad o posverdad? Recuérdese la sorpresa con que Ortega y Gasset leyó el libro de su admirado Max Scheler Der Genius des Kriegs und der Deutsche Krieg (1915) —admirado por ser Scheler y por ser alemán—, pero que provocó su enojo al ver cómo su formalismo de los valores se rellenaba de un material nacionalista bastante burdo, e impropio de un filósofo serio. Un gobierno de ciudadanos iguales y libres es política, pace populismos.

            Para volver a nuestro autor, conviene recoger algunos de sus dichos. Por ejemplo: «al renunciar a la metafísica, el arte renuncia, sin saberlo, igualmente a sí mismo, o dicho de otra forma: se suicida por amor a la realidad. ¿Para qué queremos ver una olla en un museo, si, con un sencillo proceso de reeducación de nuestras disponibilidades estéticas, podemos verla cada día en nuestra cocina» (p. 59). O, en otra de sus perlas: «la instrumentalización interesada e inteligente de la idea de Bien engendra a menudo más monstruos que el sueño de la razón, porque aquellos que son capaces de patrimonializarla, es decir, de arrogarse la representatividad de la misma, habrán logrado una cuota de poder que tan solo se sustenta en el propio principio que pide ese anhelo y que es, por tanto, independiente de cualquier necesidad específica de verdad» (p. 274). Aunque no siempre son tiradas largas sus frases: «Hemos dejado de creer en Dios, pero creemos en Steve Jobs» (p. 279). Ni todo son aparentes certezas: «¿cómo rebelarse contra aquello que nos enseñó alguien a quien amábamos y admirábamos sin medida? ¿Cómo admitir, sin un sentimiento de traición, que aquello que ese alguien nos enseñó no era, finalmente, sino una patraña sin más fundamento que la fe que nos despertaba alguien que nos parecía admirable? ¿Cómo aceptar, por el contrario, el sentido común de aquello que nos fue transmitido a través de la crueldad o la sordidez? ¿Cómo lograr, si no una reconciliación intelectual, sí al menos una cierta comprensión de aquello otro que nos fue transmitido a través de esa crueldad y sordidez?» (p. 148)

            Quizá los otros dos libros ya publicados por Ruiz Zamora den la pista del autor que le sirve actualmente de apoyo, tras tanto resbalar. Me refiero a su edición de textos del pensador hispano-norteamericano Jorge/George Santayana George Santayana. Ejercicios de autobiografía intelectual y a la colecciones de ensayos propios titulada El poeta filósofo y otros ensayos sobre George Santayana. Porque, efectivamente, se percibe un aroma santayaniano en gran parte del argumentario que Ruiz Zamora opone sutilmente a las modas filosóficas. Dado que estas hunden sus raíces en el idealismo y en Heidegger, nuestro autor le opone un materialismo razonable à la Santayana, con visos de sistema que, sin incoherencias, ancle las grandes cuestiones filosóficas sobre el ser, la razón, la verdad, lo espiritual, la vida, la belleza. Y no está solo en el empeño de recuperar, ya como clásico, el pensamiento de Santayana. Otro libro reciente, Democracia, Islam, Nacionalismo, del prolífico Ignacio Gómez de Liaño, incluye dos capítulos sobre Santayana como ayuda para entender las religiones políticas que azotaron, y azotan, los derechos democráticos de los individuos: uno dedicado a la novela El último puritano —novela que, dicho sea de paso, está pidiendo a gritos desde hace años una reedición—, donde Santayana reconstruye las debilidades del puritanismo, y otro dedicado a su concepción estética del catolicismo.

            Como colofón, citaré una de las cuarenta y tres notas al pie que incluyen estas doscientas diez Notas —sí, no hay error: la notas llevan sus propias notas—: «Existe una insistente apología del libro como fuente de tolerancia, pero se elude identificar su frecuente presencia en la fenomenología del fanatismo» (p. 78). ¿Qué lector resiste la tentación de añadir una nota a esta nota sobre su nota?

 

 

 

 

Manuel Ruiz Zamora, Notas a pie de página [Fragmentos filosóficos], La Isla de Siltolá, Colección Levante, Sevilla, 2018.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Daniel Moreno Moreno

24 de enero de 2020

“Sólo la niebla era real”, escribió José María Conget en La bella cubana. Llevamos tres días en Zaragoza sin ver el sol y la realidad de la niebla se ha impuesto sobre las demás realidades. A cuatro horas en AVE de la niebla zaragozana, en Sevilla, Conget responde a las preguntas y cuenta los días que le faltan para entrar en el quirófano. Van a operarle la rodilla y tardará meses en volver a Zaragoza, la ciudad a la que siempre acaba regresando.

  Si Luis Martín Santos escribió en Tiempo de silencio el Ulises de Madrid, Conget escribió, en Comentarios (marginales) a la guerra de las Galias y en Gaudeamus, el Ulises de Zaragoza.

 

Memoria de Zaragoza

- ¿Qué queda de tu Zaragoza?

- De mi Zaragoza, como tú dices, poco queda, o nada más bien. Es ya pura memoria y sospecho que desfigurada, como la mayoría de los recuerdos.

- Hace años que cerró el café Gambrinus y ahora ha cerrado el cine Elíseos. Pero Los Espumosos se han reproducido y extendido por toda la ciudad.

- Hay ciudades cuya estructura misma impide cambios radicales, como le ocurre a Manhattan. Toda gran urbe es un palimpsesto y el distrito estrella de Nueva York se reescribe sobre un plano que admite pocas transformaciones: cambian, sí, los establecimientos de comercio, algunos edificios, los hábitos de sus ciudadanos. Pero si una máquina del tiempo me transportara a 1925, pongo por caso, y me depositara en la calle 53 con la Octava avenida, donde yo vivía, no tendría ningún problema para ir caminando hasta el Village. Vale, tampoco me perdería en la Zaragoza de 1925 si quisiera ir desde mi casa hasta el Pilar, o quizá sí porque en 1925 donde se alza ahora mi casa había un descampado. Zaragoza ha crecido por barrios que me son totalmente ajenos. Para mí terminaba en el Ebro, o no, un poco después de cruzar el puente, donde abría el cine Norte, que de vez en cuando programaba películas perdidas. Ahora a cuánta gente le cobija el Actur, un barrio impersonal que sin duda ofrece buenos servicios pero que es similar a docenas de barrios en los extrarradios de Cuenca, Cáceres o Pamplona. Y no es que eche en falta la atmósfera zaragozana de los cincuenta, mi infancia, o de los sesenta, mi juventud: era una ciudad casposa, puritana, mediocre, inculta y dirigida por una clase patricia que concentraba toda la vulgaridad del franquismo, que ya es decir. La nostalgia, si existe, es por mi propia inocencia y por algunos lugares concretos que redimían -o eso creía yo- de la cutrez generalizada, el cine Elíseos, que tú mencionas por ejemplo, que con su marchamo selecto de Arte y Ensayo nos regalaba el espejismo de que por fin teníamos acceso al gran cine mundial y nos habíamos vuelto definitivamente europeos. Y luego hay que mencionar el apego afectivo a unas esquinas, unos rincones del parque, unos bares -todos desparecidos, de Los Espumosos, donde tomé mi primera cerveza (con limón) solo queda el nombre de una franquicia-, unas librerías, ciertas calles y plazas que se encierran en pequeñas burbujas de la memoria por estar asociadas a episodios que me conmovieron (o me destrozaron) en mi pasado. Zaragoza sale en todos mis libros -a veces de manera camuflada- como un impuesto sentimental que pago a la persona que fui, quizás en un intento ingenuo de no perder la frágil identidad. Pero la Zaragoza actual poco tiene que ver con la de mi recuerdo -aparte de mi casa, sigo viviendo en el edificio del Paseo María Agustín donde nací-, es mejor en muchos aspectos (como el resto del país, por otro lado), ya no te pueden llevar a comisaría por besar a una chica en un banco del Cabezo y los jóvenes poseen un nivel de información que, por razones obvias, nosotros no podíamos alcanzar; ahora bien, no consigo casi nunca la madeleine necesaria para conectarme con aquellos espacios que el tiempo ha devorado. Te acordarás de aquel soneto de Quevedo -o que tradujo Quevedo de un poeta siciliano que lo escribió en latín-, aquel de "Buscas en Roma a Roma, oh, peregrino"... y a Zaragoza misma no la hallas. El Ebro sigue ahí, es verdad.

- Los escenarios en los que suceden tus novelas y relatos son siempre urbanos. O casi siempre. En Comentarios y en Palabras de familia aparece un escenario rural: Borja.

- Soy un escritor de poca imaginación, sin capacidad para situar la acción de un relato en un lugar donde yo no haya vivido. Eso que los ingleses llaman spirit of place para mí no tiene que ver con la historia, el folklore, los monumentos de una localidad, o al menos no esencialmente, sino con lo que yo he captado a través de una cotidianidad sensorial: olores, sombras, formas, sonidos. He dicho en otras ocasiones que escribo de memoria y me refiero a eso, al intento de recobrar fragmentos de emociones del pasado. Y es cierto, soy muy urbano pero tengo recuerdos muy vívidos y numerosos de mis veranos infantiles en Borja. Mi padre trabajaba allí de oficial de notaría y los domingos se sacaba un modestísimo sobresueldo ejerciendo de secretario del ayuntamiento de Maleján; esos pueblos y enclaves aledaños, Ainzón, Agón, donde mi abuelo tenía una carpintería, el Santuario de Misericordia, están asociados a sensaciones muy intensas relacionadas con personajes -la tía Pedorra, el practicante Patricio, el enano violento, la muda que trabajaba en la fábrica de jabón-, terrores nocturnos, estampas fijas, en blanco y negro, de callejas y plazas, todo matizado por las fabulaciones de la memoria, como he podido comprobar después. El último verano que pasé allí fue el de mis nueve años, el verano de 1957. Borja aparece en alguna página mía autobiográfica pero sólo tú te has dado cuenta de que se inmiscuye en varias ficciones, yo ni me acuerdo.

 

“Le debo a Proust el hallazgo de caminos de la sensibilidad hacia la recuperación emotiva del pasado”

- Alguna vez he pensado que la carretera de Maleján, de la que hablas en Comentarios y en Vamos a contar canciones, es de algún modo tu camino de Swann. 

- Como tantos otros lectores, le debo a Proust el hallazgo de caminos de la sensibilidad hacia la recuperación emotiva del pasado. Pero no puedo identificar su mundo burgués, refinado y parisino con ningún aspecto de mi infancia en una familia de clase media baja, que vivía en un pueblo donde no había agua corriente y ni un solo libro abultaba un rincón de la casa de mis padres (años después sí tuvieron su pequeña biblioteca). Por la carretera de Maleján no se veía avanzar a ningún sofisticado Swann; la recorríamos los domingos mi padre, mi hermano y yo cantando a grito pelado cuando volvíamos a Borja, y no precisamente una melodía que se aproximara a un adagio de Vinteuil o similar. Es uno de mis emblemas de la felicidad. Sin mezcla de Swann ni de literatura.

- Uno de tus libros se titula El olor de los tebeos. ¿A qué te olían los tebeos cuando eras niño y a qué te huelen ahora?

- Tal vez porque me adorna un apéndice nasal considerable (parecido al del actor Karl Malden), poseo un olfato poderoso y sutil. De niño jugaba con mis hermanos a que era capaz, con los ojos cerrados, de adivinar la editorial a la que pertenecía la novela de Salgari (mi autor favorito entonces) que me acercaban a la nariz: las de Calleja se distinguían perfectamente de las más modernas de Molino, y no digamos de las chilenas Zig-Zag, a las que atribuía yo un aroma oceánico. Lo mismo ocurría con los tebeos. El Guerrero del antifaz y El Capitán Trueno, el Jaimito y el Pulgarcito no sólo representaban dos modos diversos de entender las aventuras y las historietas de humor -el estilo de la editorial Valenciana y el de la editorial Bruguera, tan diferentes para el lector como para el cinéfilo el look de una película de la Universal de otra de la Metro-, es que además, en razón del papel o la tinta utilizados, olían de manera distinta, por no hablar del olor peculiar de los tebeos mexicanos de Novaro, los más caros del quiosco y los de aroma más potente. Pero en mi libro el olor de los tebeos es el olor del tiempo. Y el tiempo no ha pasado por los tebeos actuales.

 

“Un olor feliz de la niñez es el de los cines de Zaragoza”

- Al comienzo de Comentarios se habla del perfume de la niñez. Toda tu obra está llena de olores, unos agradables, melancólicos, y otros no tanto. ¿Qué olores, felices e infelices, han marcado tu vida?

- Un olor feliz de la niñez es el de los cines de Zaragoza, el de los de estreno y también el de los de barrio -a pipas, chicle, orines-, y a su vez había muchos matices diferenciadores según las empresas. La casa de mis padres en la Rochapea de Pamplona no despedía un olor a desdicha sino a frío en invierno, el frío huele y los de mi quinta lo saben muy bien. Otro olor alegre es el del cuerpo de la persona amada, no el de su colonia o su perfume sino el olor inconfundible de su piel. Y un olor espantoso: el de la mili, y más si se tiene en cuenta que el cuartel donde la padecí albergaba cuadras de mulas y caballería.

- Con treinta y muy pocos años publicaste, en Hiperión, Quadrupedumque, la primera entrega de una ambiciosa trilogía novelística en la que había una voz, un tono (entre humorístico y melancólico), un ritmo sintáctico y una aglutinante manera de contar ya definidas. ¿Cuándo empezaste a escribir? ¿Qué habías publicado antes de Quadrupedumque? ¿Por qué caminos llegaste a la Trilogía de Zabala?

- Antes de Quadrupedumque no había visto impresa ni una línea de la que fuera autor, ni siquiera en la prensa local, y tenía treinta y tres años cuando Hiperión editó mi primera novela. Comparado con otros escritores de mi generación, fui un publicador tardío, pero escribía desde siempre; en ingreso de bachillerato parí una novela bélica que se titulaba El refugiado (la conservo, es muy graciosa) y con otros tres compañeros del colegio componíamos un tebeo, Los cuatro Rebeldes, cuyo único guionista -he sido siempre un torpísimo dibujante- era yo. Además durante el verano contaba cada noche a mis hermanos un cuento de aventuras que se continuaba hasta principios de octubre, cuando yo me volvía a Zaragoza. Creo que con esos relatos nocturnos, que plagiaban películas, tebeos y novelas juveniles, aprendí ciertas cosas sobre la narración oral a las que he vuelto de mayor. En la adolescencia me inventé un alter ego, Zabala, que protagonizó  sucesivas novelas cortas: Algo sobre Zabala, Algo sobre Zabala 2, Algo más sobre Zabala y así, me faltó sólo Zabala ataca de nuevo. En fin, cumplidos los veinte comencé un novelón que me llevó dos lustros de sudores; se llamaba Utis, título que remite, con ambición petulante, a cierto libro de Joyce de lejana inspiración homérica (el mío también transcurría en un día pero zaragozano en vez de dublinés). Al terminarla me di cuenta de que era infumable; las primeras páginas adolecían de una ingenuidad aplastante y, aunque mejoraba conforme avanzaba, carecía de unidad de estilo y hasta de propósito. Aparte de que yo había leído mucho más y la lectura me había vuelto humilde rebajando mis pretensiones. Luego ya vino Quadrupedumque, que escribí en nueve meses, un embarazo. El niño me salió tan pedante como el título. No pensaba que iniciaba una trilogía hasta redactar las últimas páginas, entonces me apeteció seguir con el personaje -al fin y al cabo había pasado toda mi vida alimentándolo- para trazar una especie de retrato generacional, algo que se acentuó en la tercera entrega, la más autobiográfica, que transcurre a lo largo del curso 1968-69 en la Universidad de Zaragoza. Había observado cómo mis contemporáneos estaban construyendo a posteriori un sesentayochismo heroico de lucha antifranquista -y algunos de verdad se jugaron el pellejo-, cuando yo había conocido a muchos de ellos en la Babia política, como yo mismo, que sólo en la mili tomé conciencia plena de lo que pasaba en mi país.

 

El ambiente universitario de finales de los años sesenta

- En Gaudeamus retrataste el ambiente universitario de la Zaragoza de finales de los sesenta. ¿Qué amistades y magisterios de entonces te ayudaron a forjar tu vocación? ¿Qué libros y películas y discos compartisteis y os marcaron para bien o para mal? ¿Cómo ves ahora, desde la distancia, aquellos años, aquellos sueños?

- Creo que a los dos meses de entrar en la universidad me había dado cuenta ya de que aquello era una gran tomadura de pelo. Había profesores ogro-fascistas, profesores gandules, profesores majaras y alguno alcohólico; lo difícil de encontrar era un catedrático que respondiese a la idea (platónica) de conocimiento, vocación docente y capacidad de transmisión del saber que yo esperaba ingenuamente de la profesión. Claro que recuerdo algún caso aparte, como el bondadoso señor Frutos, apegado todavía a la escolástica pero tolerante con los alumnos que íbamos por otros derroteros. Y tuve la suerte de que me impartiera un curso Mainer, que estaba iniciando su carrera y era ya un sabio en materia literaria. Empecé Románicas, me aburrí pronto y me pasé, sin saber inglés, a Filología Moderna, que me ofrecía un futuro en el que podría leer en original a muchos escritores que admiraba. En fin, iba al cine todos los días con Manuel Aguirre, amigo desde los seis años, y devoraba toda clase de libros, incluidos unos cuantos esotéricos por influencia de otro amigo, Luis Salete, que estaba entonces bajo la fascinación de un pintoresco gurú maño que "podía abandonar su cuerpo como nosotros dejamos la chaqueta". Más o menos fabulado, conté todo esto en Gaudeamus. Aprendí mucho más leyendo por mi cuenta y en las salas de cine que en las aulas. En cuanto a la música, yo era un chico raro. Nunca me interesó el rock, y ahí sigo, los Beatles me dejaban indiferente -ahora los oigo con la melancolía que proporciona la pátina del tiempo- y escuchaba sobre todo clásica, canción francesa y el folk angloamericano que empezaba a llegar, los Chieftains, Joan Baez, Pete Seeger, esas cosas. Tardé en aficionarme al jazz, debo mi apertura musical a Maribel. Los libros que significaron algo para mí... una lista interminable. Mi introducción a la literatura seria comenzó en la primera adolescencia con los narradores eduardianos -Chesterton, Wells, Kipling, que hoy continúo apreciando-, los novelistas rusos, Dostoyevski a la cabeza, la generación del 98 y los clásicos españoles, Cervantes, la Celestina, el Lazarillo…, que no dejan de maravillarme hasta ahora mismo, nada original, como ves. Y la poesía de los siglos de oro, por supuesto. No soporto, sin embargo, nuestro glorioso teatro nacional. Y allá por  el 67 o 68 el fogonazo deslumbrante de los latinoamericanos y el paulatino descubrimiento de nuestros exiliados. Y tantos más, toda la gran novela burguesa del XIX, Galdós, Dickens, Flaubert, Clarín...Ya no he vuelto a leer con aquella pasión, aunque recientemente he regresado a Rojo y negroAna Karénina y Little Dorrit y qué asombro y qué placer renovados.

 

Los collages que confecciona el recuerdo

- “El recuerdo confecciona collages peregrinos”, se lee en Comentarios. Tu obra está hecha de esos collages que confecciona el recuerdo y también has utilizado el collage como técnica narrativa. 

- Dices que he utilizado el collage como técnica narrativa. Pues no he sido consciente de ello. Es verdad que los capítulos de mis tres primeras novelas no se redactaron en el orden que se publicaron; yo los iba escribiendo según las apetencias del momento o las ganas de experimentar con un estilo determinado, a veces me proponía pastiches voluntarios y secretos (son fáciles de percibir) de autores que leía en la época, Benet, por ejemplo, o García Hortelano. Esa forma de componer produce un efecto  de collage, tienes razón. Luego me he sometido a unas estructuras narrativas menos aleatorias y que en realidad son más difíciles.  Aunque lo de los pastiches me tienta de vez en cuando. En La bella cubana hay uno de Cortázar; volví a leer Rayuela, que había sido un antes y un después en mi juventud, no me gustó casi nada y me dio tanta pena, porque a su autor le tengo un aprecio especial, que decidí compensar el desapego con una imitación. Tonterías con las que se divierte uno.

- También a ti, como al autor de la célebre novela de inspiración homérica, te marcaron los jesuitas...

- Fui a los jesuitas por el esnobismo de mi abuela. Pasaba con mis padres y hermanos el verano y las navidades, pero durante el curso vivía con mi abuela materna y mi tía, que dirigían un taller de alta costura de bastante prestigio en Zaragoza. Y mi abuela, sin duda deseando lo mejor para mí, me matriculó en el colegio adonde sus clientas, todas de la burguesía local, llevaban a sus retoños. De modo que yo compartía pupitre con los hijos de la clase dirigente que debían recibir una educación encaminada a que ocupasen con los años los puestos de sus progenitores. Fue un flaco favor, la verdad. Me sentí siempre como un infiltrado y aprendí a ocultar mi "inferior" condición social desde pequeño, me convertí en un disimulador. Por otro lado, si atendemos a lo académico, la formación era muy deficiente y en muchos casos oscurantista. ¡Y la obsesión de los curas por el pecado!..., o sea, por el sexo, que alcanzaba su culminación en los siniestros ejercicios espirituales de la Quinta Julieta, esos que mimetizó a la perfección el irlandés famoso. A la maldad de los directores de las congregaciones marianas -los Kostkas y los Luises en el lenguaje ignaciano- sólo les encuentro la excusa de la estupidez que luego percibí en ellos. Dos excepciones. En cuarto y sexto de bachillerato me dio clase de literatura un jesuita joven de superior inteligencia que me instó a que escribiera y con el que mantuve amistad y una correspondencia epistolar hasta su muerte; se llamaba José Joaquín Alemany y dentro del campo de la teología era una eminencia. Le guardo un cariño y una gratitud inalterables. Y tuve un magnífico y estrafalario profesor de Latín en Preuniversitario, el padre Garayoa, que me hizo traducir media Eneida y coger gusto por la poesía latina; también dirigía el coro del colegio con talante wagneriano, entusiasta e irascible.

 

“La conciencia del paso del tiempo es lo que me pone un nudo en la garganta”

- ¿Te ha ocurrido con algún director de cine lo mismo que con Cortázar? ¿A cuáles, por el contrario, vuelves siempre con "asombro y placer renovados”?

- Ojo, no me desencantó Cortázar sino Rayuela, y con todo hay capítulos de la novela que sigo disfrutando. Pero yo la había mitificado y por eso mismo me resistía a su relectura, me daba miedo descubrirle defectos a un libro que había supuesto mucho para mí. De cualquier modo su influencia fue beneficiosa. Y hay cuentos de Cortázar que he leído repetidamente y la magia permanece intacta. Con el cine es distinto. No sé cuántas veces he visto Shane (Raíces profundas se llamó aquí) o El tercer hombre y no dejan de conmoverme, pero no estoy seguro de que la emoción proceda de las películas mismas y no de  las emociones acumuladas a lo largo de los años, como si fuera la conciencia del paso del tiempo -de los yoes que he sido cada vez que las veía- lo que me pone un nudo en la garganta. Me pasa con unas cuantas más, con rtigo, por ejemplo, con Los paraguas de Cherburgo. Ya ves que hablo de títulos y no de directores. Es un campo en el que he sido muy fiel a los amores juveniles...y a mis fobias. Hombre, claro que hay épocas en las que valoras ciertas novedades que luego una perspectiva más amplia coloca en su sitio. Pienso en el cine de Almodóvar, que hizo visible en el mundo nuestra cinematografía y sólo por eso hay una deuda contraída con él. Pero he vuelto a ver sus primeras películas, que me parecían tan frescas, y aun juzgándolas más interesantes que lo que hace ahora, creo que han envejecido mal. O el que ha envejecido mal soy yo, todo puede ser.

- En Vamos a contar canciones, publicada en 1999, decías que Maribel y tú habíais contabilizado cerca de dos docenas de domicilios a lo largo de vuestra vida en común, número que, supongo, se habrá incrementado desde entonces. ¿De qué casas os ha costado más separaros?

- Hubo otro domicilio, en la rue de l'Université de París, pero ahí terminaron las mudanzas. De todas las ciudades donde he vivido me ha costado despedirme, bueno, de Glasgow no demasiado, era tan deprimente, pero la vivienda que más me apenó dejar fue la última que tuvimos en Londres, en el área de Notting Hill, a unos metros de Portobello. Y fue desgarrador marcharnos de Nueva York, no tanto por la ciudad, que por supuesto, como por separarnos de nuestra hija, que se quedó allá y sabíamos que no volveríamos a vivir juntos salvo en vacaciones o de visita, era un fin de etapa en más de un sentido y todo fin de etapa constituye un recordatorio del carácter pasajero de nuestra existencia, de que no hay billete de vuelta y que lo único que permanece es lo que cargamos en la memoria.

- Me da la sensación de que cada una de las ciudades en las que has vivido representa, dentro de tu obra, un estado de ánimo diferente.

- En el terreno personal yo diría que más que una diferencia de estado de ánimo hay una diferencia de edad. Y de circunstancias. A Glasgow llegué con 24 años y dejé París con 55. Nos presentamos en Perú sin trabajo y sin pensar que, una vez transcurrido el plazo de permanencia como turistas, seríamos ilegales; a otros países fui respaldado por contratos desde mi país. ¿Se refleja eso en mi obra? No sabría responderte. Los personajes masculinos de mis relatos suelen ser tipos frustrados, condenados a la soledad y pesimistas, vivan donde vivan. Sin embargo los textos de no ficción que he dedicado a las ciudades en las que he residido reflejan a una persona bastante mejor instalada en su realidad. Dejo a un aficionado al sicoanálisis la explicación de estas peculiaridades. Yo tengo la mía pero no es interesante.

 

Buscar la naturalidad de una forma expresa puede ser un impedimento para conseguirla”

- Me acuerdo de Félix Romeo, a la salida de la presentación en la librería Antígona de Espectros, parpadeos y Shazam! Estábamos en la terraza de un bar y Félix nos leía fragmentos de tu libro y, elevando su ya de por sí elevado tono de voz y aporreando la mesa con el libro, nos decía: "Así quiero escribir yo, con esta naturalidad". ¿Cómo se llega a escribir con naturalidad? ¿Y cómo se transmite esa naturalidad al lector?

- El inolvidable Félix ejercía la virtud, entre otras, de ser muy generoso con los amigos; él escribía como hablaba, no podía ser más natural. Yo empecé cultivando una prosa con tendencia a periodos sintácticos muy complejos, y con los años, sin que haya desaparecido del todo ese rasgo de estilo, me he ido aproximando a un registro coloquial culto, quizá como resultado de la oralidad impuesta a muchos de mis relatos, que se ciñen a historias que alguien cuenta a otra persona. Buscar la naturalidad de una forma expresa puede ser un impedimento para conseguirla; es como recomendar a alguien que, antes de una entrevista de trabajo o con vistas a seducir a un tercero, sea espontáneo, imposible ser espontáneo si tratas de serlo. En mi caso la supuesta naturalidad surge de otro planteamiento, el del punto de vista del narrador: si se renuncia a la omnisciencia, ¿quién cuenta el cuento y por qué? La mayoría de las novelas españolas que escogen la primera persona no justifican esa elección, aparte de la comodidad del escritor con ese yo narrativo. Por eso en mis libros los personajes escriben cartas o se enfrentan a un interlocutor y yo transcribo su conversación o monólogo. Lo que no deja de ser convencional asimismo, pero es un método que apacigua mis escrúpulos. Ahora bien, en los ensayos o artículos procuro expresarme como lo haría de viva voz, con la ventaja de que pueden evitarse los latiguillos o incoherencias.

 

“Ir al cine me gusta más que ver películas”

- El cine, una de las grandes pasiones de tu vida, está presente de un modo u otro en todos tus libros.

- En no sé qué novela mía el protagonista afirma que su verdadera patria es el cine. Tendría que haber dicho las salas de cine, que conforman una geografía internacional, multilingüística y sin fronteras. Ahora que el cine, como lo concebíamos, está desapareciendo y cada día cierran salas en todo el mundo, creo que ir al cine me gusta más que ver películas. Por muy grande que sea la pantalla doméstica y muy completa la oferta de cadenas de televisión a la carta, ver una película en casa carece del carácter entre misterioso y balsámico que para mí presenta el consultar la cartelera, salir a la calle, sacar tu entrada, esperar a que se apaguen las luces y sentir que los conflictos personales, las obligaciones enojosas, la discusión con el vecino quedan marginados durante un par de horas en las que ese refugium peccatorum te protege de la realidad. Así lo experimentaba de niño. "El cine es más hermoso que la vida", asegura Truffaut, o un personaje de Truffaut, en La noche americana. Yo ahora pienso lo contrario, aunque el cine continúa creando un grato paréntesis, con un tiempo distinto, en medio de las turbulencias del otro tiempo, el exterior.

 

“La literatura y el cine son dos lenguajes distintos y las influencias mutuas son referenciales”

- ¿Te has servido deliberadamente de técnicas cinematográficas para componer pasajes de tus novelas o algún relato?

- En efecto, mis libros están llenos de referencias cinematográficas, ahora bien, jamás he pretendido utilizar una técnica de cine porque, entre otros motivos, es imposible. En la década de los veinte del siglo pasado hubo una ingenua aspiración por parte de las vanguardias a reproducir en verso o en prosa travellings, primeros planos, fundidos, etc y se escribieron poemas cinemáticos y cuentos fílmicos (Jarnés, por ejemplo, publicó un par de ellos). Juegos infantiles, analogías que han servido para entretener a profesores y a mí mismo. Pero repito la perogrullada: la literatura y el cine son dos lenguajes distintos y las influencias mutuas son referenciales. Se dice que el montaje de Griffith inventó el suspense y luego los novelistas hemos aprendido, gracias al cine, a "montar" nuestras historias. Bien, Griffith se inspira de hecho en Dickens y ya en los folletines del XIX se utilizaba la técnica del suspense como método de enganche del lector. Lo que sí es cierto es que la fascinación por el cine ha llevado a algunos autores a tratar de plasmar con palabras ciertas imágenes que le conmocionaron en la pantalla, y así, cuando una página describe cómo un coche de ventanillas oscuras dobla una esquina, el lector avispado  percibe que el narrador quiere conseguir la misma reacción que sintió viendo  el coche de Bogart doblar una esquina, lo que no deja de ser un tanto pueril.

- ¿Nunca te ha tentado la idea de escribir un guión o de ejercer la crítica cinematográfica?

- No, nunca he escrito un guión de cine, ni siquiera lo he deseado. Tampoco he asistido a un rodaje cuando algún director me lo ha ofrecido. Sería como perder la inocencia. Durante unos meses tuve en prensa una columna semanal sobre cuestiones cinematográficas; sería abusar de la palabra "crítica" encasillar dentro de ese género periodístico las opiniones que yo vertía allí. Con los años he llegado a la conclusión de que nuestras reacciones estéticas son viscerales, aunque luego las embadurnemos de argumentos razonables; el gusto es una facultad arbitraria, por eso es absurdo querer convencer a alguien de que la película que le ha gustado es una porquería o viceversa. Entiendo que mucha gente inteligente se encandile con el cine de Lars Von Trier pero sus "razones" no me valen frente al rechazo que yo experimento hacia los productos de ese señor, y mis "razones" para rechazarlos son tal vez las que ellos esgrimen para ensalzarlos. Ya ves, soy un visceral escéptico.

 

“La poesía es el género literario más intenso”

- Rastreaste la huella del cine en la poesía española y editaste una preciosa antología: Viento de cine. Hay momentos, además, en que tu prosa adquiere una indudable intensidad poética. ¿Qué relación mantienes con la poesía?

- He sido lector de poesía toda mi vida, hasta hace unos años. Ahora leo muy poca, la que escriben los amigos y de vez en cuando retomo a los clásicos. No deja de maravillarme la abundancia nacional de líricos. Aquí, en Andalucía, levantas una piedra y sale un poeta, "como los escorpiones", que decía Quevedo, "y a pesar de todo hermanos en Cristo". Se leen entre ellos, se maldicen entre ellos, se cotillean entre ellos. Algunos no han perdido ese ridículo aire sacramental cuando leen sus versos en público. Quizás un empacho de poetas me ha alejado de los poemas. Pero es verdad, mi obra contiene citas y parafraseos de muchos poemas amados. A veces, sobre todo al principio, supuraba una especie de prosa poética que hoy me avergüenza. La poesía es el género literario más intenso y que puede emocionar más hondamente. La prosa también consigue a veces esa intensidad, sólo que para ello no debe utilizar las técnicas del verso; hay narradores que para lograr cierto ritmo escriben sin darse cuenta en endecasílabos, eso es un error y genera un estilo pastelero. Si alguna vez he conseguido en un texto parecidos resultados a los de un buen poema, me alegro, pero no convierte mi prosa en poética, Alá me libre.

 

“Me irritan los dogmas estéticos tanto como el canon, ese invento siniestro del gremio académico”

- Uno de los mejores relatos de la literatura española reciente se titula "Una investigación literaria" y forma parte de Bar de anarquistas. No es la única pieza magistral que hay en tus libros de relatos. ¿Cuál sería tu decálogo del cuento?

- ¿Te gustó ese cuento? Tengo la impresión de que mis libros de relatos pasan sin pena ni gloria y tampoco estoy seguro de que se merezcan una u otra. Durante años me resistí a publicar relatos cortos, tenía el objetivo contundente de la novela, a pesar de que en todas ellas introducía de polizón un cuento (o varios). Fui encontrando tanto placer en la brevedad que me impuse por fin el propósito de componer un volumen de cuentos; también ayudó que me bloqueé tras los primeros capítulos de una novela, La bella cubana. Ahora espero, si las musas no son hostiles, alternar las dos distancias narrativas. Y no, no tengo un decálogo. Hay escritores cuyo ars poetica, por llamarlo de algún modo, se corresponde exactamente a lo que ellos hacen. No es mi caso, mis gustos son muy católicos y disfruto igual con Nabokov que con Dostoyevski, a quien el primero detestaba, con Borges que con Galdós, al que el argentino supongo que despreciaba tanto que jamás lo nombra. Me irritan los dogmas estéticos (en cine el grupo Dogma me produce urticaria) tanto como el canon, ese invento siniestro del gremio académico. Aparte de que ya sabes que los decálogos se crean para transgredirlos.

 

“El maestro supremo del relato corto es Chejov”

- En algunos de tus cuentos asoman sus cabezas escritores como Borges, Cortázar o Monterroso y en otros se percibe el aroma de los maestros norteamericanos del relato breve. ¿Quiénes son tus cuentistas?

- Los tres latinoamericanos que mencionas, por supuesto, un grupo al que habría que sumar a Bioy y a Onetti. De los estadounidenses contemporáneos, Carver y Tobias Wolff, bueno, y Cheever, que queda un poco más lejos. Para mí el maestro supremo del relato corto es Chejov. Hay muchos otros, los americanos del XIX, Kipling cuando no hace propaganda del Imperio... Entre los españoles actuales me parecen excelentes Hipólito G. Navarro y Juan Bonilla; y lamento que Ignacio Martínez de Pisón se haya apartado un tanto de un género en el que consiguió logros magníficos. Quiero citar dos de mis cuentos favoritos porque me hicieron reír a carcajadas, y eso no tiene precio: "Teniente Bravo", de Juan Marsé; y "Muerte de Sevilla en Madrid", de Bryce Echenique.

 

Sobre la editorial Pre-Textos

- Publicaste tu primera, segunda y tercera novelas en Hiperión y has publicado en Alfaguara, en Xordica, en Renacimiento y en Point de Lunnettes, pero tu editorial es Pre-Textos. ¿Qué te une a ella?

- He publicado ocho libros con Pre-Textos y el noveno está en capilla, aparte de colaborar en el volumen colectivo que celebraba los 25 años de la editorial. Sus ediciones son casi artesanales de tan cuidadas, no contienen erratas, la atención a los aspectos materiales del libro es máxima. Y han depositado en mi obra -y en el talento de mi hijo Miguel, que ha diseñado las últimas portadas- una fe y una confianza dignos de mejor causa pues mis ventas no justifican que continúen publicándome. Hay otro aspecto que destaco: su independencia, ahora que casi todo está mediatizado por intereses ajenos a lo literario. Manuel Borrás, la persona que selecciona las publicaciones, no tiene que aceptar presión externa porque Pre-Textos no pertenece a un grupo multinacional o asociado a los media de prensa y televisión, y sus decisiones se basan en la honradez de su criterio, el de un hombre de extensa cultura y aguda sensibilidad literaria. Y vaya, no trato de ensalzar mi obra indirectamente sino de señalar una realidad objetiva y mi satisfacción por estar integrado en ella, o como diría Guillermo Brown, sólo hago constar un hecho. Ah, y tampoco me mueve la amistad personal; tengo un gran aprecio por el trío directivo de Pre-Textos pero a dos de ellos sólo les he visto un par de veces en tantos años, y con Borrás he coincidido en dos ocasiones más. Me publicaron sin conocerme, fue sugerencia del poeta sevillano Fernando Ortiz que les enviara una novela, Palabras de familia, y el resto es historia.                                                  

 

Maribel Cruzado, mi compañera

- Destinataria de varios de tus libros, Maribel Cruzado también es uno de los personajes principales de tu obra, y no sólo de la parte de no ficción.

- Maribel Cruzado es mi compañera desde que yo tenía veinte años. El único libro mío de ficción en el que aparece es La bella cubana. En la trilogía primera sirvió de modelo parcial para la protagonista femenina, pero hay un montón de detalles objetivos que las diferencian: la novia de Zabala rompe con él, no tiene hijos y su peripecia sentimental es bien distinta a la de mi mujer. El carácter, sobre todo eso que en Aragón llamamos rasmia, las identifica y cierta manera valerosa de enfrentarse a las dificultades, tal vez sea lo mismo. En La bella cubana salimos brevemente los dos con la intención, no sé si lograda, de crear distancia entre mi propia vida y la de los personajes principales, para evitar la tentación de las interpretaciones autobiográficas. En las obras de no ficción es normal que, si hablo de viajes, amistades, hábitos cotidianos, cumpla un papel la persona con la que comparto todo.

- ¿Qué opinas de las series de televisión? ¿Compartes el entusiasmo que despiertan algunas de ellas? ¿Crees que son, como se dice, el presente y el futuro del cine?

- La última serie de televisión que seguí fue Los intocables, a mediados de los 60 del siglo pasado, creo. Encendemos poco el televisor y por tanto no veo series. No tengo nada contra ellas salvo que, de engancharme a alguna, me quitaría tiempo para ir al cine. Es fácil imaginar un futuro no muy lejano en el que la gente se queda todas las tardes y noches en casa frente a una pantalla considerable, pues las salas de cine están condenadas a desaparecer, y ésa es para mí una imagen del apocalipsis de una época, y así lo traté de expresar en uno de mis relatos. Cada uno es hijo de su tiempo y yo lo soy del tiempo del cine, o mejor dicho, de los cines. Debo añadir que nuestro hijo, que es un experto en series, nos regaló Los Soprano completa, la fuimos viendo a lo largo de un año y estaba muy bien, aunque no es comparable a la capacidad de síntesis y la ausencia de otra clase de compromisos de El Padrino, por citar un ejemplo próximo a esa historia de mafiosos. También nuestra hija, que trabaja desde hace casi veinte años en la distribución de cine extranjero en Estados Unidos, nos insiste en que veamos otras series destacadas. Pero ya te digo, es un placer para cuyo disfrute no dispongo de tiempo.

 

“En mis clases no quería que asociaran la literatura con el estudio sino con el placer”

- Has trabajado muchos años como profesor. ¿Podría enseñarse mejor la literatura? ¿Cómo?

- No tengo certezas sobre los métodos más adecuados para enseñar literatura pero sí acerca de los negativos: los que se suelen utilizar en España, y me refiero a la enseñanza media, que conozco bien y que es donde se cuecen los rechazos de los chicos. Ocurre que en nuestro país no se enseña literatura sino historia de la literatura a base de memorizar manuales, sin que los adolescentes tengan un contacto directo con las obras y menos todavía con obras accesibles. Este verano me contaba una sobrina la preparación de Lengua y Literatura para la selectividad, donde sacó la máxima nota sin haber leído apenas y sin entender lo poco que había leído. Eso sí, se sabía perfectamente lo que el profesor les había dictado sobre el espacio y el tiempo en el Romancero gitano, que le parecía incomprensible. En mis clases yo prescindía de los libros de texto -un ahorro necesario para los padres- y no permitía a los alumnos que tomaran apuntes; proponía obras, las leían, las discutíamos, les obligaba a pensar, a expresar oralmente lo que pensaban y a escribir luego esas reflexiones, que yo corregía y comentaba minuciosamente. No quería que asociaran la literatura con el estudio sino con el placer. Por eso nunca suspendí a un alumno. Si al final Cernuda o Valle-Inclán les seguían resultando indiferentes -yo procuraba que no fuera así pero no siempre lo conseguía-, quién era yo para impedir que trabajaran de cajeros en un banco o estudiasen Químicas. Era una labor de seducción, y de seducción apasionada aunque no lo dejara traslucir. La práctica de esta materia no debería caer en manos de funcionarios con mentalidad de tales, sino en astutos donjuanes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Julio José Ordovás

Cuando estaba haciendo mis primeros intentos de escribir cuentos, hace más de treinta y cinco años, Onetti me atraía menos que Borges o Quiroga, que Kafka y Poe. Pero estaba allí, inquietándome a partir de su imagen vista en fotografías que lo mostraban serio, hosco y fumador, con algo fúnebre e indefinidamente melancólico instalado detrás de los lentes. Digamos que accedí a Onetti menos por lo que escribía que por su pinta de maldito, de turbio fraguador de la propia leyenda que lo precedía. Luego, a partir de la inevitable lectura de Bienvenido, Bob y El posible Baldi, la inquietud se consolidó, con el agregado de una sorda sensación de impotencia. Era posible disfrutar de la prosa borgeana sin sufrir la incapacidad de emularla; no era posible leer a Onetti sin ser agobiado por lo que no se ha de lograr. Probablemente, el aspirante a escritor que yo era entonces sufrió lo que Onetti ante Faulkner, con la diferencia de que el profundo Sur era algo lejano, crepuscular y extranjero, mientras que los habitantes del mundo onettiano andaban por ahí, a la vuelta de cualquier esquina montevideana o bonaerense.

Para el joven veinteañero que yo era, leer a Onetti significó un cataclismo y un prolongado padecimiento. También contribuyó, justo es decirlo aquí, un libro cuyo título me descolocó cuando lo ví: Las trampas de Onetti de Fernando Aínsa, editada por Alfa en 1970. Fue el primer ensayo que leí sobre el escritor –y el primero importante que alguien le dedicó- y en él encontré las claves de mi fascinación por Onetti a la par que me permitió decodificar no solo sus “trampas” – que Aínsa consignaba con rigor y lúcido abordaje crítico- sino los componentes humanos y el basamento existencial de su literatura. No obstante, lo más importante de ese testimonio de Aínsa estaba en la dedicatoria genérica de la obra: “A quienes, como Onetti, todavía creen en el destino propio de la novela”. Esa creencia todavía me habita.

Hoy, Juan Carlos Onetti es quizá uno de los autores uruguayos menos leídos en su propio país y no se cuántos jóvenes, aspirantes a escritores o simples lectores, pueden sentir lo que yo sentí cuando abrí por primera vez uno de sus libros. Onetti fue siempre poco leído, pero en vida su merecida fama de personaje hosco y de autor profundamente admirado por sus colegas, en especial los extranjeros, lo puso a salvo de las exigencias del mercado. Era lo que se dice un verdadero outsider, un frontera que vino a pisotear el jardín de lo establecido en el momento que aparece. Es fama que buena parte de la primera edición de su novela El pozo (1940) – la primera que publicó- tardó años en venderse y permaneció olvidada en los depósitos de la librería Barreiro & Ramos de Montevideo hasta que a comienzos de la década del 60 se pusieron a la venta 49 ejemplares en una liquidación. Si se entra a cualquier librería importante del Uruguay es difícil ver a primera vista ejemplares de las obras de Onetti exhibidos. Los que existen por lo general se apilan con discreción en algún sector de las mesas de autores nacionales, pero sin el lugar preeminente que merecerían. No disfrutan sus libros de la exposición de los de Eduardo Galeano o los del mismo Mario Benedetti, que hasta dispone para su vasta obra de exhibidores exclusivos en algún puto de venta. Las reediciones existentes de cuentos y novelas de Onetti son pocas –editores amigos me han comentado que es difícil la negociación de los derechos de reedición con su viuda y demás herederos- y más allá de la presencia de los excelentes tomos de sus obras completas, editadas por Galaxia Gutemberg y ofrecidas al desalentador precio de 75 dólares cada uno, la literatura de Onetti no merece espacios notorios para los libreros compatriotas. Ni que hablar de elementos recordatorios o promocionales como suelen ser fotografías, posters o un lugar destacado en vidriera. Esos espacios pertenecen a Paulo Coelho, J.K. Rowling, Ken Follet o, en lo doméstico, a cualquier crónica sobre hechos de la historia reciente, usos y costumbres de los uruguayos o las reiteradas biografías sobre gente que todavía vive. En las librerías uruguayas Onetti es invisible.

La cara opuesta de esta carencia es la venerada memoria de Onetti, que en Uruguay es custodiada por un grupo inorgánico de fieles intelectuales que, habiéndolo conocido y tratado o no habiéndolo visto nunca, asumen un conocimiento total sobre vida y obra del maestro, lo que emparenta su misión con la de guardianes de algo que podría definirse como la Santa Iglesia Onettiana. También están, por supuesto, los amigos que lo han sobrevivido y que celan del anecdotario o la correspondencia. En este año del siglo de Onetti, ellos habrán de ser sin duda los primeros en integrar las mesas de futuros coloquios que se realizarán en homenaje al maestro, para evitar desviación alguna en ese culto que ha determinado que Onetti sea prácticamente inabordable para los legos. Es cierto, Onetti es un autor arduo y que exige lectores atentos, por lo cual ha sido más admirado que leído, condición que comparte con Borges, por ejemplo. Pero si se sigue restringiendo la difusión de su obra –que en Uruguay no se consigue en su totalidad- a especialistas o fans y acotando el marco de participación del público a eventos puramente académicos para iniciados, el homenajeado seguirá siendo un agujero negro para las generaciones actuales de uruguayos.

En Uruguay el cine nacional está en auge y hasta gana premios internacionales, pero los cineastas uruguayos en general no encuentran en Onetti inspiración para los guiones de sus películas. Es notable que “Mal día para pescar”, largometraje basado en el cuento Jacob y el otro, dirigido por Alvaro Brechner, y que quizá se estrene este año, sea la primera obra de Onetti que se adapta al cine en territorio uruguayo. Hace diecisiete años, el realizador Pablo Dotta incluyó en El dirigible, referencias e imágenes de Onetti en un filme muy peculiar y personal pero que no se inspiraba en ningún cuento o novela del autor, pese a lo cual era una película indudablemente onettiana. Un poco antes, en 1980, el argentino Raúl de la Torre había filmado El infierno tan temido, con Alberto de Mendoza como protagonista. A comienzos de los 70, en México, una versión de El astillero quedó inconclusa ¿Es filmable Onetti? Claro que lo es y ofrezco dos ejemplos de historias que podrían ser magníficas películas en manos de directores inteligentes, capaces de captar toda la humanidad y ambigüedad de Bienvenido, Bob o Los adioses.

En Montevideo es escasa la presencia del nombre Onetti en el nomenclátor ciudadano. No existe una avenida o siquiera una calle que recuerde al gran acostado de nuestras letras. Apenas hay una plaqueta recordatoria en el legendario edificio de la calle Gonzalo Ramírez, donde Onetti vivió y escribió muchas de sus obras. Ignoro si hay algo similar en la casa de la calle Bonpland, última morada que habitó en Uruguay antes de marchar al exilio. Y consigno: Decreto Nº 31168: Plaza Juan Carlos Onetti; La Junta Departamental de Montevideo Decreta: Artículo 1º. -Desígnase con el nombre de Juan Carlos Onetti la plaza que se encuentra al Norte de la calle Santa Lucía y al Sur de la calle Emancipación, delimitada por la intersección de la calles Timote y Anagualpo. Artículo 2º.-Comuníquese.” El decreto está fechado el 24 de febrero de 2005 y en su municipal redacción suenan como bofetadas los nombres imposibles de esas calles, para nada onettianas salvo que hubieran cambiado de Santa y le hubieran puesto María. Confieso que no he pasado nunca por esa plaza ubicada en un remoto lugar del oeste de la capital, pero ojalá la Junta (que no Junta Larsen) mejore este año la recordación y le conceda al único Premio Cervantes uruguayo un espacio más señalado y visible.

Este breve inventario de la ausencia consigna una realidad: Onetti es nuestro héroe olvidado, nuestro más grande escritor no leído y nuestro gran misterio existencial. Como escritor uruguayo que creció a la sombra del autor de Un sueño realizado, reflexiono hoy sobre esa condición de olvido y desconocimiento que parece reducir la figura de Onetti a mito más que a autor bisagra en la literatura uruguaya y latinoamericana del siglo XX. Es sabido que ya a finales de la década del 40 Onetti era reconocido y admirado por un grupo de amigos e intelectuales que rápidamente advirtieron el peso específico de su escritura, en especial luego de publicar su obra maestra, La vida breve, novela que instala el mítico espacio de Santa María con la misma autoridad y contundencia que su maestro Faulkner había dado existencia al condado de Yoknapatawpha.

Lo que sobrevino luego fue la empeñosa construcción de un mundo literario propio y la creación – gestada a partir de la publicación de la nouvelle El pozo, diez años antes- de la moderna novela urbana rioplatense en comarcas dominadas hasta entonces por el costumbrismo y el criollismo. Por supuesto que en paralelo a esa travesía literaria, Onetti autor daría vida al otro Onetti: el personaje inolvidable, el seductor distante y manejador, el bebedor impenitente, el depresivo intratable, el implacable pesimista, el lector voraz, el indiferente profesional, el amante torturado y torturante, el tierno oculto debajo del cínico y del cruel, el lolitista confeso, el lúcido odiador de lo burgués, el padre distante, el testigo inmóvil y horizontal y, por supuesto, el exiliado por excelencia que ni con invitaciones presidenciales aceptó dejar su cama en la Avenida América de Madrid para regresar a la patria.

¿Por qué los uruguayos no leen a Onetti? Tal vez porque no quieren enterarse de que detrás de ellos no hay nada y que aquel famoso pasaje de El pozo que nos remite a “un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos” sigue teniendo la contundencia de una verdad devastadora. Porque su prosa es compleja y exige dedicación. Porque sus historias no implican un mensaje o la cómoda gramática del bienpensar pre masticado, que tanto nos ha abrumado desde el cliché del escritor comprometido. Porque no quiere agradar, ni ser ejemplar, ni enseñarnos nada. Tampoco leen a Rodó, que en el novecientos fue símbolo del escritor nacional por excelencia y hoy solo es visible en los billetes que estampan su efigie. No es casual que, al igual que Onetti, Rodó muriera lejos, en Palermo, Sicilia, mugriento y en el ocaso luego de haber iluminado el horizonte de Latinoamérica con el ideario contenido en su Ariel. A un siglo de nacido, Onetti marca un antes y un después en las letras americanas. Anterior al boom –que fue una creación editorial- no participó del esplendor de aquellas tiradas de miles de ejemplares que sus integrantes disfrutaron, pero, admirado y reconocido por varios de sus integrantes es quizá, junto con el otro Juan, Rulfo, el menos glamoroso y el más respetado a medida que pasan los años.

Para algunos autores uruguayos contemporáneos, Onetti sigue siendo un faro, un desafío y un antídoto contra las tentaciones de lo inmediato y la búsqueda del éxito fácil. Su manera de encarar el acto de escribir no reconoce otras razones para hacerlo que la del propio placer y una imperiosa necesidad de salvación por la imposible tarea de emular a Dios mediante la escritura. Inclinados ante su magisterio –enumero de manera arbitraria y sin autorización de ellos- algunos autores de mi país como Milton Fornaro, Hugo Fontana, Juan Carlos Mondragón –que además ha escrito una tesis doctoral sobre el maestro-, Omar Prego Gadea -que fue su amigo-, Henri Trujillo y quien esto escribe, en mayor o menor grado reconocemos en Onetti, más que influencias temáticas o de ambientes –ni siquiera rozamos su talento- una actitud ante el misterio de escribir que tiene mucho que ver con una ética. Suscribimos, sin duda, esta frase que Onetti estampó alguna vez en un artículo titulado Literatura ida y vuelta: “Cuando un escritor es algo más que un aficionado, cuando pide a la literatura algo más que los elogios de honrados ciudadanos que son sus amigos, o de burgueses con mentalidad burguesa que lo son del arte con mayúscula, podrá verse obligado en la vida a hacer cualquier clase de cosa, pero seguirá escribiendo. No porque tenga un deber a cumplir consigo mismo ni una urgente defensa cultural que hacer, ni un premio ministerial para cobrar. Escribirá porque sí, porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su pasión y su desgracia.” 

Pese a los libreros que no lo exhiben ni lo ofrecen –es más fácil vender autoayuda o prosa light a la moda- y a los lectores que se lo pierden por ignorancia o pereza, el monstruo todavía nos mira con esos ojos encapotados finales, desprovistos ya de los anteojos de armazón gruesa y oscura, hace un amago de sonrisa con la boca desdeñosa y amenaza mostrarnos un solo diente, brindar con el vaso abundante de whisky, mover un hombro para indicarnos que ya no importa o afirmar con indiferencia que lloverá siempre. El ha podido resucitar a Larsen, incendiar Santa María y hacer nacer a Díaz Grey con más de 30 años y sin pasado: puede hacer cualquier cosa porque, como ya dijo, en la escritura entran solo él y Dios.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Hugo Burel

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