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Configurar sentido descendente

Víctor Fuentes: “Las tinieblas de la guerra nos han acompañado toda la vida”

Miembro numerario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, y correspondiente de la Real Academia Española, autor de unos 3000 artículos y 28 libros, incluyendo ediciones críticas y antologías. Víctor Fuentes (Madrid, 1933), Catedrático Emérito de la University of California (Santa Barbara) es, actualmente, historia viva de más de medio siglo de intelectualidad española en el exilio.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Iván Moure Pazos

EL ACTO SE CELEBRARÁ EN PRÓXIMO 1 DE DICIEMBRE EN EL MUSEO DE TERUEL

LA REVISTA DEDICA UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO A SEGUNDO DE CHOMÓN, QUE VINCULA CINE Y LITERATURA

El nuevo número de la revista cultural TURIA tiene como principal objetivo rendir un merecido homenaje a Segundo de Chomón, con motivo de cumplirse este año el 150 aniversario de su nacimiento. Este turolense pionero del cine universal es el protagonista de un espectacular, atractivo, novedoso y completo monográfico que pone en valor su obra y lo describe como uno de los grandes creadores de los orígenes del cine. Y es que Chomón no sólo contribuyó, a comienzos del siglo XX, a la construcción de un oficio hasta entonces inexistente como el cinematográfico, su papel también fue fundamental en la creación de un nuevo arte: el cine.  

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

TAMBIÉN ANALIZA LA NARRATIVA DE CARLOS CASTÁN

44 AUTORES ARAGONESES PARTICIPAN EN EL NUEVO NÚMERO DE TURIA

El nuevo número de la revista TURIA tiene, entre sus principales contenidos, un oportuno y amplio artículo de Juan Villalba Sebastián en el que se rinde homenaje y se hace balance de la rica e intensa trayectoria de Joaquín Carbonell. No en vano, este otoño de 2021, se ha cumplido el primer aniversario de su muerte. Bajo el título de “Joaquín Carbonell: alma de niño inquieto” se ofrece al lector un pormenorizado recorrido por la biografía de un creador polifacético nacido en la localidad turolense de Alloza en 1947.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

El 8 de octubre de 1917, mientras Europa contenía el aliento ante el avance de las tropas británicas hacia la línea Hindenburg, que atravesaron en Cambrai, cerca de la frontera con Bélgica…, en la neutral España, un grupo de artistas, capitaneado por el pintor Ignacio Zuloaga, llegaba, con dificultad, entre las montañas, a la localidad de Fuendetodos, cuna de Francisco de Goya, en las profundidades del interior peninsular, con una caravana inédita para las gentes del pueblo de varias decenas de automóviles. La iniciativa del pintor, que había comprado la casa natal de Goya y sufragado las escuelas por suscripción –con una exposición pictórica habida en el Museo de Zaragoza entre el 13 de mayo y el 18 de junio de 1916–, pretendía revitalizar este recóndito enclave geográfico como punto de encuentro entre artistas. Junto a las autoridades y el cicerone Zuloaga, viajaron desde Zaragoza otros dos músicos de excepción, el compositor Manuel de Falla y la cantante polaca Aga Lahowska, que venía de triunfar con Carmen en Madrid. Antes de los discursos y las medallas, se dijo misa en la modesta iglesia del pueblo con música de Fauré, interpretada por los artistas forasteros y, más tarde, tras la colocación de la primera piedra del monumento a Goya de Julio Antonio, la hermosa soprano eslava cantó una jota desde el balcón del ayuntamiento que, pese a la ovación recibida, el pueblo acogió con indiferencia, tal vez, a causa del registro culto de la obra.

 

El propio Falla quedó desconcertado: el público no había reconocido la raíz popular de su Jota, procedente de la colección Siete canciones populares españolas:

 

Dicen que no nos queremos,

Porque no nos ven hablar;

A ti corazón y al mío,

Se lo pueden preguntar.

 

Ya me despido de ti,

De tu casa y tu ventana,

Y aunque no quiera tú madre,

Adiós, niña, hasta mañana.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Falla, Siete canciones populares españolas, Jota

 

A su regreso, Falla escribió a Zuloaga el 17 de octubre de 1917: “no olvidaré nunca los días de Fuendetodos y Zaragoza, los proyectos formados en medio de tantos recuerdos y de tanta emoción de arte y verdad...”, pensando en la influencia que el influjo de Goya, el artista español por excelencia, podría tener en la próxima obra que había prometido escribir para los ballets rusos del empresario Diaghilev, tras una visita a Granada en el verano de 1916. En agosto de 1918, ante el hundimiento definitivo en el frente occidental, la compañía rusa viajó a Londres para iniciar una pequeña gira de regreso, de momento, imposible en París, arrasada por la miseria y los esfuerzos bélicos.

El 21 de octubre de 1918, sobre una postal de El pelele de Goya, encabezada por una melodía de El sombrero de tres picos anotada a mano, Falla escribió a Diaghilev con un hondo entusiasmo: “muchas felicidades por el gran éxito de los ballets en Londres… y por el triunfo soberbio de los aliados, ¡reboso de alegría!”. Tal vez, el compositor ya sabía de la trascendencia de Fuendetodos en la que sería su obra más aclamada, el Sombrero de tres picos o Le tricorne, sobre el texto de Pedro Antonio de Alarcón transformado en libreto por Gregorio Sierra y María Lejárraga, estrenada en Inglaterra en 1919:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Recreación de la postal de Falla a Diaghilev

 

 

Falla utilizaría la melodía de la postal para ilustrar la amenaza del corregidor burlado –“¡me las pagaréis![1]”–, en la voz chillona de la trompeta –nótese la sustitución del compás de 6/8 de la tarjeta por el definitivo de 3/8–:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Falla, El sombrero de tres picos, Con el capotín-tin-tin

 

Para el apoteósico final de la obra, una vez aclarado el enredo de la trama, Falla dispuso una imponente jota como colofón, en que concurre la compañía entera sobre el escenario, sellando la cosmovisión popular de la obra, con la danza más grandiosa, para lucimiento de músicos y bailarines, donde convergen los temas de los tres protagonistas:

 

Por eso la habanera, con sorpresa para todo español, ha seguido viviendo en la música francesa como propia expresión de la nuestra y a pesar de que España la tiene ya olvidada desde hace medio siglo. No ha sido así la suerte de la Jota, utilizada en Francia con intención idéntica y que aún goza en España de la fuerza vital que tuvo en tiempos pretéritos (Manuel de Falla, Notas sobre Ravel, septiembre de 1939)[2].

 

De este modo, la jota final rinde homenaje a la molinera, la verdadera protagonista de la historia, que ha sabido salvaguardar su honra de los requiebros del poderoso corregidor, manteniéndose fiel a su marido. Su característico leitmotiv gobierna de principio a fin la danza final, en especial, el estribillo, de enorme fuerza melódica, mientras que las coplas atesoran giros moriscos, propiciados por el modo frigio y otros artificios propios de la música folclórica andaluza. A pesar de sus múltiples pasajes cromáticos, la jota se mantiene en Do mayor, la tonalidad blanca, sin alteraciones ni teclas negras, símbolo de la reconciliación final, con lejanos ecos de Fuendetodos y diversas reminiscencias de la Feria de Ravel.

 

El fin de esta frenética vorágine sonora llega con una estampa familiar, la recreación musical del manteo del corregidor en escena por parte de la gente del pueblo –le bercement du corrégidor– entre enormes descensos melódicos, compensados por glissandi en movimiento contrario, que evocan los pliegues del manto y las sucesivas caídas del peso muerto sobre la tela, un detalle ajeno al texto de Alarcón:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Falla, El sombrero de tres picos, Jota

 

El corregidor aparece como lo que es, un pelele manteado por las mujeres, en alusión directa a Goya, predecesor de Zuloaga y Picasso, pero también de Falla, en su evocación musical de imágenes populares. Entre tanto, las ráfagas descendentes engrosan un torbellino cromático cuya huida vertiginosa sentencia el cercano final, anticipando el de La valse, el ballet de Ravel rechazado por Diaghilev en 1920, a causa de su oscuro mensaje, esto es, el peligro de la destrucción total que se cierne sobre la humanidad, tal cual la guerra había demostrado.

 

El Sombrero de tres picos triunfó en Londres y se erigió para siempre en quintaesencia del ballet de corte cosmopolita. La obra se materializó en un escenario británico (Alhambra Theater, en el Soho) a partir de una compañía de ballet rusa (les saisons de Diaghilev), un compositor español (Falla), un director musical suizo (Ernst Ansermet) y un decorador español (Pablo Picasso), todos ellos afincados en Francia antes de la guerra, en una obra estrenada en Londres, compuesta de variopintas influencias procedentes del folclore español y de la ópera wagneriana.

 

De este modo, casi cien años después de su muerte, la influencia de Goya fue capital en el Sombrero de tres picos de Falla, como una sombra alargada sobre el arte español de la época, junto a la jota como forma popular virtuosa, tan arraigada en la música europea durante todo el siglo XIX.

 

 

 

 

 



[1]
                [1] El sombrero de tres picos, Madrid, 1882, edición digital Centro Virtual Cervantes, XI.

[2]
                        [2] Escritos sobre música y músicos, Buenos Aires, 1950, pp. 116-117.

Escrito en Sólo Digital Turia por Marta Vela

Cada libro cuenta su propia historia y un momento de la historia vital y literaria de su autor. Pero hay autores y autoras en los que se hace más evidente la voluntad –y la necesidad– de trenzar por debajo de los libros de su producción una historia paralela, un hilo invisible común que los une y los dota de un sentido global al que cada título aporta su matiz propio, o el recorrido del que cada libro es una estación –desde luego, nunca de paso– hacia un destino que completará la escritura y la vida. Siendo este el caso de Verónica Aranda, algo se perderá el lector de este Humo de té (Premio «Leonor», 2020 de la Excma. Diputación de Soria) que no se haya detenido en las estaciones anteriores –desde el ya lejano Poeta en India (2005) hasta el más reciente Cobalto oscuro, también de 2020 pero inmediatamente anterior al libro que nos ocupa.

Poeta que ha hecho de la «forma de estar en la ciudades» una poética, una forma de ser del lugar y una forma de ser en sí y de comprenderse, Verónica Aranda aborda Humo de té como un punto de llegada desde el que echar la vista sobre lo vivido, lo viajado, lo visto, lo gustado o lo asombrado. No puedo dejar de recordar en este punto lo que una vez escuché sobre Marilyn Monroe –con las trampas que hayan podido distorsionar la verdad de esta anécdota–, que, habiendo adquirido su última casa, la actriz mandó grabar a la entrada de la misma la inscripción latina «Cursum perficio», «aquí acaba el viaje» o también «he llegado a mi destino». Desde luego, el viaje de Verónica Aranda no ha acabado, pero en Humo de té la vida y la mirada se introyectan y las imágenes del viaje parecen evocarse desde una morada amable y amena, con velos que amortiguan la intensa luz del mundo de afuera, que hasta Humo de té había colmado –y deslumbrado– los ojos de la autora en buena parte de su poesía anterior.

En esa morada amable y amena, la escritura cede el paso a «instantes ágrafos», quizá consecuencia gozosa de las «interferencias de la carne al verbo» que brinda esa morada nueva. Pero «la distancia también es reescritura» –nos recuerda Verónica–, y no se acaba –aunque sea desde la evocación– la necesidad de re-aprehender la vida «antes de ser poema» y, a pesar del «miedo irracional a escoger un vocablo», la necesidad de nombrarla, nombrar y decir, como parte ineludible del oficio de poeta («Cuando deseo nombrar: / poema, / barca, / pez pequeño, / semillas, / colmenas en islotes diminutos, / me pliego en el concepto, / rozo aldabas, / antes de completar / un inventario fértil.» O: «Regresan: estación, / los números impares, / té negro sin azúcar / con dulce de gacela. / Recupero: cometa, duna, gato, / la noche es infinita.»). La poeta nombra las cosas, nombra el mundo, pero el mundo, las cosas, también escinden su nombre y, acaso, su identidad. Oficio de poeta de doble dirección. En otro lugar hemos reflexionado sobre que viajamos para desaparecer y en esa desaparición, renombramos el mundo y con él nosotros adquirimos al mismo tiempo un nombre nuevo.

En esa morada amable y amena, el recuerdo deviene en degustación del rito. En refinamiento del ademán. En la afirmación agridulce de las dimensiones de [nuestro] teatro, como lo expresaba Gil de Biedma. Un teatro tanto más barroco y alambicado como lo sea el «abismo imaginado», con que concluye magistralmente el libro. En ese contexto Verónica Aranda ofrece una de las mejores definiciones que conocemos de la creación poética, cuando «[a]ntes de sumergir / la vasija en el blanco, el alfarero / busca la trascendencia». La expresión inefable de un don.

El poema se llena, entonces, de ceremonias de té cuyo humo es el signo y el alfabeto de una renacida escritura y a lomos de sus virutas y arabescos surge la imagen del recuerdo y un sentido; nos devuelve a las plegarias de los orantes y las plañideras; a cantantes, pescadores, hilanderas, vendedores de caracoles y pájaros, y mendigos y su gramática cifrada y ritual –parafraseando al maestro Azorín– «fugitiva estela de gestos, gritos, indignaciones, paradojas…». A todos ellos (los orantes, las plañideras, los pescadores, etc.) ya los conocimos más vívidos en Poeta en India (2005), en Alfama (2009), Postal de olvido (2010), Cortes de luz (2010), Café Hafa (2015) o en Río Mekong (2018), pero en Humo de té son convocados, en la evocación, a la danza de la filigrana vaporosa –y muy modernista– de la infusión y su aroma narcótico impregnando el aire y las paredes; son convocados al elegante –y estudiado– gesto con que se sirve el té y se agasaja al invitado; o al no menos teatralmente primoroso de «ir a buscar una hoja satinada / y declinar una invitación». Pues, más modernista –y más manierista– que nunca Verónica Aranda, la poesía de este Humo de té se recrea y se esencia en el atrezzo. En modos delicados («Un lánguido placer / atravesó el enebro» o «y en la tristeza del payaso / que se anuda despacio el corbatín»); en la presencia de elementos culturalistas de la literatura, la pintura o la ópera (Duras, Rothko, Turandot, Celan, El Bosco…); en los dragones de jade, los tatuajes, las copas luminosas, una mañana de 1900, un samovar… «las fiebres de otro siglo», que no sólo son un decorado, con ser suficiente. Es una forma de ser del lugar y en el lugar. La conciencia de que, en realidad, estamos hechos de «retazos de relatos que nos narren / el tiempo que habitamos bodegones». Esos bodegones que, en su aparente estatismo, reflejan en la textura de alimentos y vajilla los ojos de quien los mira, para decirle quién fue... como Humo de té nos devuelve los ojos de Verónica Aranda –los verdaderos sujetos literarios de este poemario– (y su conciencia de sí).

Cursum perficio, Verónica Aranda disfruta de su morada amable y amena, tiene su habitación propia desde la que contarse y contarnos. Afortunadamente, el viaje no ha terminado.

 

 

Verónica Aranda, Humo de té, Diputación de Soria, Soria, 2021.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan José Martín Ramos

8 de noviembre de 2021

He venido a pasar unos días al sur, al apartamento que tienen mis padres en un pueblo de la costa mediterránea. Vengo con el ánimo trastornado por inquietudes y porque los recuerdos del verano son ya solo eso: recuerdos. Uno vive una experiencia feliz y se enamora y, aunque sabe que las cosas hermosas -como dice Cernuda- tienen su instante y pasan, sigue empecinado en transitar caminos que quizá ya no existen. A veces, nos empeñamos en llamar pérdida a un momento de dicha pasada, pero la verdadera pérdida consiste en no haber vivido.

He llegado por la mañana a esta casa y me ha recibido como un lugar extraño. He venido con el ánimo herido, nostálgico, pero he traído conmigo un libro -Diario de una soledad- que promete acompañarme. Su autora es la escritora de origen belga May Sarton (1912-1995). Sarton, que vivió la mayor parte de su vida en Norteamérica, escribió novelas, poesía y ensayo, pero lo más relevante de su producción literaria se encuentra en sus memorias y en sus diarios. La autora, una defensora firme de los derechos de la mujer, escribió en los años setenta del siglo pasado, en su residencia de Nelson, un cuaderno íntimo en el que, entre otras cosas, trata de “averiguar qué piensa y saber dónde está”.

Las dos primeras páginas de Diario de una soledad -su primera entrada- son un ejercicio prodigioso de autoanálisis, un retrato psicológico certero de las inquietudes que el libro desarrollará más tarde. Escribe May Sarton: “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible, distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si, de repente, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Hay una dualidad enfrentada en esa afirmación. Hay dolor en estas páginas y remansos de paz y serenidad. En sus primeras anotaciones, la escritora habla del estado depresivo que atraviesa y de cómo solo la visión de la naturaleza le consuela. Luego se refiere a sus tareas domésticas, a sus quehaceres literarios, al espíritu solidario que le lleva a ayudar a los demás. El contacto con los otros contribuye a que su ánimo mejore y a que la soledad -elegida voluntariamente- se convierta en un espacio propicio para la creación y la exploración interior.

Llevo el diario de May Sarton a todas partes conmigo. Me siento en una terraza frente al mar. Sigo leyendo y asimilando un testimonio que me resulta familiar y aleccionador. En cierto momento de su relato, ella confiesa que está enamorada y que pasa los fines de semana con su amante. Y recuerda una cita de François Mauriac: “La experiencia de la felicidad es la más peligrosa, pues toda felicidad posible aumenta nuestra sed y la voz del amor hace resonar el vacío”. Más tarde consigna los viajes que hace por el país ofreciendo conferencias y promocionando sus novelas. Mucho más tarde -hacia el final del libro- revela el deterioro de la relación y la ruptura con la mujer a la que ama.

 

Diario de una soledad, además de constituir un diálogo fecundo de Sarton consigo misma, inserta en sus páginas fragmentos de poemas, citas de otros autores y retazos de las misivas que la escritora recibe y escribe. Todo ello le sirve para bucear en su mundo interior y registrar el estado del mundo exterior: el fulgor de los amaneceres y los atardeceres, el cambio que provoca en la naturaleza el fluir de las estaciones. Pero también para indagar en el sentido de las relaciones humanas, para suscribir su compromiso por la independencia de la mujer en un país puritano y machista. Y, sobre todo, para exaltar el valor de la amistad, algo que hace nuestra soledad más soportable.

Esta noche -mi última noche aquí- he dado una vuelta por el paseo marítimo y he mirado con tristeza la algarabía de la gente: el eco de la alegría ajena, que es lo que nos separa de los otros cuando estamos solos. Hay momentos en los que nos separamos del mundo y somos extranjeros. Hay momentos en los es muy fácil caer en la desolación. Hago estas reflexiones y pienso en una frase que he leído y anotado antes: “Tengo tiempo para pensar. Tengo tiempo para ser. De ahí mi enorme responsabilidad: usar bien el tiempo en estos años que aún me quedan por delante”.

En un alarde de sabiduría y entereza, May Sarton extrae de los estados crepusculares lecciones de vida. Aunque lo fácil es lo contrario, porque la soledad es siempre un venero para la introspección: “Aquí, en Nelson, he estado cerca de suicidarme más de una vez”, confesará la autora. Uno evoca la dicha vivida y ya cancelada y puede regodearse insidiosamente en la pérdida. Uno puede consumir tercamente su presente sin percatarse de que está anulando su porvenir. “A veces, lo más valioso que podemos hacer por nuestra mente es dejarla descansar, deambular, vivir en la luz cambiante de una habitación”. 

 

 

Diario de una soledad, May Sarton, traducción Blanca Gago, Madrid, Gallo Nero Ediciones, 2021.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Íñigo Linaje

LA PRESTIGIOSA ENSAYISTA ESPAÑOLA ASEGURA: "HAY QUE APLICAR IMAGINACIÓN E INTELIGENCIA PARA DAR FORMA A LO POSIBLE"

EL PROFESOR EMÉRITO DE LA UNIVERSIDAD DE CALIFORNIA CONFIESA: "LAS TINIEBLAS DE LA GUERRA NOS HAN ACOMPAÑADO TODA LA VIDA"

LA REVISTA TAMBIÉN REDESCUBRE A UNA GRAN FILÓSOFA OLVIDADA: RACHEL BESPALOFF

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de noviembre, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés: Remedios Zafra y Víctor Fuentes. Ella es uno de los nombres propios más destacados del ensayismo español actual gracias a dos libros muy valiosos para analizar el presente con mirada crítica y coherencia: “Frágiles” y “El entusiasmo”. Él, por su parte, ha desarrollado una ingente labor intelectual en los USA, donde actualmente ejerce como profesor emérito de la Universidad de California en Santa Bárbara y es una de las figuras más respetadas entre los estudiosos de nuestra cultura en el extranjero.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

26 de octubre de 2021

La editorial independiente Animas del Huerva presenta este 2021  —hasta donde sabemos— un único título: Bululú, firmado por Ros Beret (Belver de Cinca, 1980).

Se trata de una pieza que esquiva las lindes del género ya que no se trata de una novela, ni de un ensayo (aunque tiene un poco de ambas), ni tampoco es una colección de relatos o un diario (a pesar de que el autor se conjure con estos géneros). Esta obra nace en las antípodas de la autoficción y, para serles franco, el cuerpo me pide definir su prosa como “autoverdad”. Digo así porque el texto rezuma honestidad y llaneza sin imposturas ni vanaglorias, además de por ser un relato en el que se exploran los rincones de la autarquía y porque nos presenta un conjunto de experiencias y reflexiones que componen la bitácora de un viaje personal fuera de la ruta preestablecida para el autor y para el actor, constituyendo, en lo relativo a la empresa teatral, un modelo de economía de espaldas al patrimonio, una guía para el emprendimiento sin dios, patria ni amo, un manual para planificar negocios de mayor provecho libertario que pecunial o una crónica de lo que implica representar una obra de un género que, no siendo teatro callejero ni monólogo, la pone en escena una troupe formada por un único actor y lo hace en un rincón bien elegido de cualquier pueblo; en lo personal es una autobiografía ética, un bestiario de libertades, una recapitulación de habilidades para la supervivencia o un libro de consulta para el lego en errancia; en lo etnográfico es un recorrido afectivo por los pueblos de Aragón y del norte de España, un decálogo del buen cado y la pernoctación al raso o una taxonomía de la generosidad y el carácter a lo largo y ancho de nuestra geografía; en lo intelectual, además de esa prosa de verdad propia, es una Anábasis del ego sin guerras y sin ejércitos, es un manual de bricolaje para reconstruir un optimismo de las cenizas del camino o, al menos, armar la socarronería precisa para hacer de los despojos telones con los que seguir navegando y, entre otras muchas cosas más, es el relato mitológico de los doce trabajos del bululú.

También es una propuesta y una narración para obrar con voluntad, planificación y estética propias, eludiendo otros condicionantes al margen del disfrute de completar un proyecto personal, especialmente apartando el cáliz de la tentación de aquellos que son mandamientos de la santa madre prudencia y que, arraigados en el subconsciente, los más comunes de entre los mortales no solemos osar cuestionar por miedo al frío, al fracaso y, en definitiva, a la muerte de la cigarra sobre la que estábamos tan bien aleccionados.

Para aquellos que, como yo, quedaran sorprendidos ante la exótica sonoridad de su título, el propio Ros Beret nos pone en antecedentes informándonos de que en El viaje entretenido, de Agustín de Rojas, se mencionaba el variado elenco de cómicos ambulantes que, por aquel entonces, recorrían también los caminos de España, a saber: bululú, ñaque, gangarilla, cambaleo, garnacha, bojiganga, farándula y compañía, siendo el bululú —según Rojas subraya— el más menesteroso de esta comitiva de miserables.

Cabe destacar que, por encima de cualesquiera otras consideraciones, la epopeya biográfica que nos entrega el autor tiene tres rasgos señeros: en primer lugar, nos llega armada con una sublime naturalidad que acerca el ascua de la complicidad a la sardina del errático bululú; en segundo lugar, la semántica con la que se nos trasladan los hechos está compuesta con abierta coherencia y aúna con soltura las voces de Ros Beret y de su nómada alter ego; y, en último término, el texto demuestra un gran sentido del relato, componiendo un cuento novelesco con raigambre en la mejor tradición de la prosa aventurera. Esto, sin duda, ha de tener relación con la santísima trinidad a la que el autor y el bululú se encomiendan a lo largo del relato y del camino, tríada que está compuesta por Miguel de Cervantes, Ítalo Calvino y Robert Louis Stevenson. Los modelos que estos santos de cabecera ofrecen a Beret como espejo en el que mirarse y como escapulario al que acogerse buscando consuelo u orientación son, por este orden, el vagamundo Quijote con la ética de su caballería, el determinado Cosimo Piovasco con sus inquebrantables principios y la nobleza, la magia resistente del narrador oral encarnado en ese Tusitala en el que se convirtiera el propio Stevenson en la isla de Samoa. No es desde los mares del sur, precisamente, desde donde nos escribe el de Belver, sino desde un “descampado de las afueras de la literatura”, como él mismo confiesa. No obstante, ese terreno conforma una isla difícil de encontrar en los mapas que dibujan nuestro tiempo bañada por las aguas de la sociedad del consumo y lo inmediato y azotada por los vientos del seguidismo y la personalidad digital.

Por todo lo expuesto, Bululú, en resumen y a través del cristal con el que leo, es uno de los libros del 2021 a salvar a buen recaudo en una biblioteca que guste acrecentarse en lo insólito, en lo sugerente, en lo atemporal, en lecturas de valor y que enganchen, pues resulta una obra divertida al tiempo que contestataria, supone un espejo en el que mirarse de forma reflexiva y, en todo caso, supone un disfrute al recorrer las gestas de caballería de este cómico de la legua, que con notable solvencia narrativa y un toque de retranca somarda, ofrece muy buenos ratos a aquellos que quieran asomarse a los lances sin truca de su “Gira de la miseria”. Al igual que la tournée del bululú, como no podía ser de otro modo, el homónimo volumen sólo se encuentra en puntos de venta fuera de casi todas las rutas habituales. Por ello, si este título fuera de su interés tendrá que emprender una pequeña exploración para conocer de primera mano las aventuras y tribulaciones de quien se declara “un funambulista de lo incierto, un partisano del teatro popular, un vagabundo de las estrellas”. Suerte en la búsqueda y que lo disfruten a pierna suelta.

 

Fotografía de Ros Beret realizada por Juan Moro.

 

 

Ros Beret, Bululú, Zaragoza, Animas del Huerva, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

Dado que es bastante verosímil que más de un lector -él o ella, ella o él- de la revista Turia sea investigador predoctoral o personal investigador en formación en algún departamento universitario de Humanidades más o menos digitales (variantes: Teoría de la Literatura, Literatura Comparada, Historia de las Ideas, Filosofía Analítica o No, Estudios Culturales, Crítica Literaria, Estudios de Género, y lo que surja), quiero que esta reseña le sea destinada especialmente. Si además dedica sus esfuerzos investigadores y precarios a la definición y delimitación del género “novela”, que de todo hay en la viña académica y virgiliana del Señor, la obra objeto de estas líneas ha de pasar a su corpus de estudio de manera inmediata. Sean ellos, pues, quienes se enfanguen en dilucidar la categorización de los géneros narrativos en general y en postular la inclusión de esta ficción (“una ficción que desmonta los resabios de la postmodernidad”, se lee como subtítulo o aviso para navegantes en la cubierta) en un género tan inasible como, paradójicamente, palpable: la novela.

La indagación en torno a la adscripción genérica de esta ficción -un término tan del gusto de ese Borges que aparece en el título- ha de pasar necesariamente por aceptar el diagnóstico de Síndrome de Diógenes Narrativo para la actividad que lleva a cabo Sonia Dalton en esta su primera novela publicada. Todo parece servir a la escritora argentina que da nombre al colectivo que entrega la obra. Una narración “de acarreo” que no renuncia a materiales puramente narrativos (AKA literarios) pero que los trufa con disquisiciones, entrevistas, obra en marcha, reseñas ficticias y demás materiales de construcción. Integrado todo ello en una narración en ocasiones alucinada, en ocasiones lineal y en ocasiones ultracontrolada -en eso Dalton parece ser una y trina-, comienza muy pronto la interconexión de los distintos mundos textuales a través de pasadizos imprevisibles, comienzan los desdobles de voces narrativas que activan zonas de interpretación inesperadas, comienza la dislocación de los espacios, comienza la desintegración de los modelos temporales, comienza el humor, la sátira, el descontrol, la puesta a prueba de la resistencia de materiales técnicos, formales y semánticos que debería ser el objetivo final de toda obra literaria.

Sonia Dalton conoce el oficio de escribir y lo pone al servicio de una trama sustentada en un único pivote: el viaje a Estocolmo para la concesión del premio Nobel de un ficcional César Aira (el primer argentino en recibirlo, a despecho de Borges et al.). César Aira es un personaje, un ente de ficción, pero también un estado de cosas que vive en nuestros días y que representa pulsiones, deseos, frustraciones, anhelos, desprecios y vivencias que anidan en esos “resabios de la postmodernidad” de los que nos avisa el subtítulo. Que luego este Otro-Aira no reciba el premio Nobel -por motivos no del todo claros- y sí lo reciba una Cesárea Areas, o que Aida Sarce, otro doble del doble, se cuele en la trama a destiempo, son maneras de poner de manifiesto algunas de las actitudes vitales, profesionales, íntimas y públicas, de algunos protagonistas de un sistema literario y cultural que desatienden lo fundamental para tenderse a esperar a que pasen los cadáveres de sus enemigos o los cadáveres exquisitos o los cadáveres de sus propias obras.

Las situaciones planteadas por Sonia Dalton son en ocasiones descacharrantes, absurdas, extremadas. Hay escenas de raigambre costumbrista, otras de corte netamente intelectual, desarrollos no concluidos de bildungsroman, relatos con narradores tan poco fiables que no podemos evitar creerlos a pies juntillas, practicas omniscientes declaradamente inverosímiles de tan puntillosas, críticas delirantes a un modelo de circulación social de la literatura que sonrojaría al más pintado (y que, de hecho, nos sonroja porque nosotros también somos los más pintados). Todo ello con el aroma imposible de obviar de que lo que se nos cuenta, y cómo se nos cuenta, procede de un deseo irrefrenable de ofrecer una mirada lúcida, desde el humor y la comprensión casi fraterna de todas las ambiciones humanas, al mundo literario y académico.

Y si la parte de la trama dedicada a esta línea que podemos denominar socio-literaria nos resulta gratificante en grado sumo, no lo es tanto porque muestre las vergüenzas más o menos ya conocidas de todos (nosotros) los que formamos parte de este circo del (brindis al) sol -autores, críticos, académicos, editores, lectores, premios, etc.), sino porque Sonia Dalton no solo no deja títere con cabeza sino que decapita incluso el estilo, es decir, lo aligera de jerarquías para dejar que fluya la escritura casi automática, algo descontrolada, llena de fisuras, elevando el lenguaje al peldaño superior. No podría haber sido de otra manera. Si toda esta carga de profundidad crítica y satírica se hubiera presentado en odres viejos, sin poner en tela de juicio, sin problematizar el propio lenguaje que se usa para “hacer literatura”, habría sido capaz de provocar la carcajada (son los nuestros tiempos proclives a la risa floja), pero no habría llegado, además, a dejar una huella intelectual, sentimental y humana en los lectores. Aquí el estilo se contrae y se expande proponiendo universos alternativos, forzando los límites de los géneros, postulando atribuciones, negando información, construyendo alternativas que se diluyen inmediatamente después, ejerciendo una presión narrativa que ningún perno consigue sostener. Y dando paso a voces narrativas interrelacionadas de manera difusa, profusa y confusa hasta construir un relato múltiple donde realidad y ficción, hechos y sueños, actos y deseos se desbordan. Voces, recordando el bolero, que se quiebran sobre la tiniebla de la soledad (de los personajes).

El paseo que nos propone Borges en Estocolmo por el Hall of Fame de la literatura y la cultura actuales es hilarante porque, precisamente, no consiente el facilismo y la humorada. Y es necesario porque la escritura que lo sustenta está a cada paso asumiendo la posibilidad del desboque y el exceso, de fracasar, de decir de más o de no decir. Que todo esto suceda en Corea del Norte o en Coronel Pringles (Argentina) es lo de menos; que los nombres propios sean reconocibles aporta menos que el hecho de reconocer en estos nombres -podrían ser muchos otros, podrían ser los nuestros- formas de decir y de actuar en la cuerda floja; que la crítica sea extrema no impide disfrutar de una trama adictiva. Todo esto lo consigue Sonia Dalton. Su proyecto colectivista es un soplo de aire fresco. Seguro que algunos prefieren el aire contaminado. No es mi caso. Este crítico es desde ya “daltonista”.

 

 

Sonia Dalton,  Borges en Estocolmo, Madrid, De Conatus, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier García Rodríguez

LA REVISTA AVANZA, EN PRIMICIA EN ESPAÑOL, EL NUEVO LIBRO DE UNO DE LOS MEJORES ESCRITORES ACTUALES

TAMBIÉN INVITA A CONOCER MEJOR LA OBRA DE TRES AUTORAS FASCINANTES: CLARICE LISPECTOR, MARISA MADIERI Y AMANDA GORMAN

 La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de noviembre en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores. Así, TURIA avanza, en primicia en español, la nueva novela del escritor británico Graham Swift, premio Booker y uno de los principales narradores actuales de habla inglesa. Bajo el título de “Aquí estamos”, el autor nos cuenta la historia de un triángulo amoroso que tiene como protagonistas a tres personajes que actuaban en un teatro de variedades del paseo marítimo de Brighton durante los años cincuenta.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

21 de octubre de 2021

Tradicionalmente, la poesía dedicada al deporte suele consistir en himnos de gloria a los atletas. Así ocurre desde las Odas triunfales de Píndaro, del siglo V antes de Cristo, llenas de apoteosis mitológica, hasta los Vanguardismos de hace cien años, con su exaltación del juego, la velocidad y el músculo. Ejemplo de esto último es la famosa Oda a Platko, de Rafael Alberti, donde un portero de fútbol se eleva a la altura de un héroe de Cantar de Gesta.

Aunque no ocurre así en Cuenta atrás, el último poemario de José Antonio Conde. La materia es el deporte, sí, concretamente la figura de un boxeador negro norteamericano de mediados del siglo pasado, Sonny Liston, que llegó a campeón mundial de los pesos pesados en 1962, título que perdió en 1964 en los puños de Cassius Clay. Pero, aparte de que el protagonista del libro sea un deportista, nada hay de semejante en Cuenta atrás con el tono habitual de celebración y alegría que suele tener la poesía del deporte, sea la de Alberti o sea la de Píndaro. En primer lugar, el libro no glorifica las victorias de Sonny, sino que hace algo mucho más profundo e interesante, como es presentarnos los sentimientos del protagonista, el fondo de sus pensamientos y emociones, y su evolución a lo largo de su vida, en una especie de biografía lírica. Y en segundo lugar, el tono, lejos de la exaltación, es sombrío y áspero, como corresponde a la durísima vida que Sonny Liston llevó, nacido en el seno de una familia conflictiva, analfabeto, subordinado a la Mafia, relacionado con las drogas y muerto oficialmente de sobredosis, aunque hay quien opina, como el mismo José Antonio Conde, que fue asesinado.

            Siendo todo poesía, Cuenta atrás alterna prosa y verso, de forma rigurosa. Las prosas suelen adoptar un tono más descriptivo, como de crónica, a través de la cual podemos seguir la biografía de Liston, centrada en los momentos cruciales de su vida y de su carrera boxística. Pero esto no quiere decir que se trate de una prosa plana o meramente funcional; por el contrario, ofrece grandes dosis de imágenes y metáforas sugerentes. Por ejemplo, ya desde el principio, nos presenta el nacimiento de Sonny en “un hogar confuso en la pobreza, que advierte el látigo y sus pliegues, la mansedumbre y la ira en las grandes plantaciones de algodón de Arkansas” (p. 21). En lugar de una larga descripción de la miseria y el maltrato, se concentra en imágenes breves y desoladas, como “el látigo y sus pliegues”, algo mucho más evocador y mucho más efectivo. Si la poesía consiste en decir lo máximo con el mínimo de palabras, esta es una buena demostración.

            Los versos resultan más cargados de lirismo, menos cerca de la crónica y más directamente conmovedores, donde la metáfora actúa acentuando la dureza y la amargura de lo que podríamos llamar la “educación sentimental” de Sonny Liston: “El miedo tiene sus matices, / es anatómico y goyesco. / Se expresa piramidal /cuando Sonny combina los colores; / el azul en las costillas, / un blanco casi transparente / en la mirada, / y un gris plomizo en el mentón” (p. 32).

Para observar la diferencia entre las prosas y los versos, podemos comparar dos poemas sucesivos, referidos al combate que Sonny sostuvo el dos de setiembre de 1953:

La prosa: “En el cincuenta y tres, año en que se modifica la Convención sobre la Esclavitud en la Sede de las Naciones Unidas, Sonny Liston debuta como boxeador profesional; su rival, un púgil decrépito y cansado de insomnios llamado Don Smith. En treinta y tres segundos lo arroja a la lona” (p. 25).

El verso: “Lo suyo es el crochet, / una hostia sin preguntar, / ese párpado que blasfema, / que intuye el vértigo / cuando un violento tragaluz / extiende su cristalería” (p. 26).

Si en prosa hallamos una crónica casi de estilo periodístico, aunque no olvida la imagen sugeridora “cansado de insomnios”, es en el verso donde reina la metáfora que conduce directamente a la emoción. De esta manera, se dosifica perfectamente el lenguaje para unos momentos y otros: para la referencia documental y para la emoción lírica. Este libro viene además después de muchos otros en los que José Antonio Conde ha ido depurando la dicción, en busca de la palabra exacta, de la expresión concentrada que alcanza en un mínimo lingüístico un máximo de significación, lo que, aplicado a un libro como Cuenta atrás, hace, no que veamos, sino que vivamos desde dentro la vida desgraciada de Sonny Liston.

            Cuenta atrás: es lo que un árbitro  de boxeo hace cuando un púgil cae al ring antes de determinar el KO. Pero también es lo que la vida hizo con Sonny Liston, niño maltratado, matón de la Mafia, adicto al alcohol y las drogas y muerto prematuramente antes de los cuarenta años. Sonny cayó a la lona  de la vida nada más nacer y, a través de los poemas, con las referencias de los años, podemos seguir en el libro de José Antonio Conde esa “cuenta atrás”:

 

            10.- Nace Sonny Liston en Sand Slough, Arkansas, en la más extrema pobreza (1932).

            9.- Su madre se marcha a St. Louis, Missouri. Sonny se queda abandonado a un padre alcohólico y brutal (1946).

            8.- Tras salir de la cárcel en libertad condicional, Sonny debuta como boxeador profesional (1953).

            7.- Sonny se relaciona con la Mafia. Problemas con el alcohol y las drogas. Acosado por la policía (1956).

            6.- Sonny vence a Julio Mederos por KO técnico (1958).

            5.- Sonny arrebata a Floyd Patterson el título mundial de los pesados (1962).

            4.- Sonny revalida el título frente a Floyd Patterson (1963).

            3.- Sonny pierde el título mundial ante Cassius Clay (1964).

            2.- Último combate de Sonny, frente a Chuck Wepner (1970).

            1.- Sonny muere por sobredosis (versión oficial), tal vez asesinado (1970).

            0.- Es el epitafio: “Charles Sonny Liston (1932-1970)

                                         Un hombre”.

 

            Este es, textualmente, el epitafio, que José Antonio Conde, con buen oficio poético, dejándolo tal cual, lo convierte en verso, integrándolo en un poema: “Inhóspita / y oculta entre la maleza, / una lápida atraviesa la memoria” (p. 55).

            Sonny Liston está considerado uno de los diez mejores pesos pesados de la historia. Píndaro habría escrito varias odas triunfales. Alberti habría celebrado su combate contra Floyd Patterson. José Antonio Conde ha preferido hacer poesía con su vida, una poesía dura y descarnada, áspera y cruel, donde la metáfora sirve para castigarnos el hígado. Si es cierto que la materia de Cuenta atrás es el deporte, propiamente el libro no tiene tema deportivo: su tema es la destrucción de un hombre. Estamos ante un libro de crítica social, de denuncia de la sociedad capitalista, de cómo una persona es convertida en mercancía, cómo un muchacho pobre y marginado es utilizado sin escrúpulos por la industria del espectáculo, para deshacerse de él cuando ya se ha convertido en una piltrafa.

            Al hilo de Cuenta atrás, podemos recordar casos que han ocurrido en el mismo boxeo en España: Urtain, que acabó arruinado, suicidándose al tirarse por un balcón. Perico Fernández, tan querido en Aragón, hecho al final un guiñapo y muerto en un centro siquiátrico. Poli Díaz, el “Potro de Vallecas”, que aún vive, o más bien malvive, luchando contra la droga y la marginalidad a la que se vio abocado. Son ejemplos nuestros de lo mismo: de cómo esta sociedad implacable con los de abajo devora y destruye a esos trágicos muñecos que ella misma ha producido. Cuenta atrás: un libro muy recomendable para leer, releer y meditar profundamente su mensaje.

 

                                                                                 

 

 

José Antonio Conde, Cuenta atrás, Zaragoza, Los libros del Gato Negro, 2020.

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín Sánchez Vallés

       Siempre he sentido debilidad por los buenos libros de entrevistas. La sensación de cercanía -como lector infiltrado en el marco donde acontece la conversación-, de viveza -como una especie de tiempo diferido que puedes volver a experimentar- y, sobretodo, el privilegio que supone estar al otro lado de una conversación que espolea la curiosidad invitándote a examinar las propias  ideas. Así, por ejemplo, en el caso de La fascinación de las palabras (Cortázar), Diálogos (Borges), Un largo sábado (George Steiner), o las Conversaciones de Cioran o Jaime Gil de Biedma; y, ahora también, de Palabras para la resistencia de Jordi Virallonga y la necesaria complicidad de José Antonio Jiménez.

 

    Autor de una sólida y reconocida obra poética -además de traductor, antólogo o ensayista- Virallonga ha ejercido la docencia durante décadas y presidido el Aula de Poesía de Barcelona hasta su disolución. Toda una vida, pues, dedicada a la poesía, la enseñanza y la dinamización cultural. Palabras para la resistencia (Sobre poesía y otras trincheras) indaga y ahonda lúcidamente en esos grandes ejes -fundamentalmente en los dos primeros- desde la convicción que solo una cierta ética de la resistencia nos puede ayudar a combatir las peligrosas dinámicas del presente -ideológicas, sociales, culturales- que intentan asfixiar la libertad y dignidad del individuo. Una actitud crítica que podemos percibir en muchos de los temas que aborda esta conversación en forma de entrevista convenientemente transcrita, amplificada y montada: la felicidad, la función de la poesía, los clásicos grecolatinos, el Antiguo Testamento, la construcción de una identidad, la soledad, el modelo educativo, la educación sentimental, el poeta en la sociedad, la reivindicación del Romanticismo, etc. Desde la solvencia intelectual, independencia artística y su propia experiencia humana, Jordi Virallonga nos habla sobre aquellas cuestiones que han sido -y continúan siendo- fundamentales en su existencia. 

 

   Lo que empezó siendo una charla entre amigos que ayudara a José Antonio Jiménez a elaborar un prólogo para la poesía reunida de Jordi Virallonga ha dado como resultado un libro que, si bien lo libera momentáneamente de sistematizar en forma de ensayo -como era su voluntad- lo escrito y pensado en relación a la poesía, le permite al mismo tiempo dejar constancia -como suscribe en su prólogo- “de todo aquello que la poesía me había enseñado”. Es imposible sintetizar y despachar en unas pocas líneas todo el caudal de referencias literarias vinculadas a la propia obra, todo aquello que atañe a una determinada educación sentimental que con el paso del tiempo ha tenido que deconstruir y reinventar, toda la carga crítica hacia determinados modelos educativos y culturales que fracturan, constriñen y devalúan nuestro presente. Así que escogeré algunos temas que me han parecido sustanciales, recurrentes o, simplemente, particularmente sugerentes en relación al mundo de la poesía y al ámbito del poema.

 

   Para empezar, su título: Palabras para la resistencia (Sobre poesía y otras trincheras), con ecos de cierta literatura engagée aunque, finalmente, el verdadero compromiso de Virallonga sea escribir buenos poemas como todos sabemos. Pero también con la habilidad de generar asociaciones y vínculos que  hacen pensar en la famosa cita de Tristan Tzara, “la resistencia se organiza en todas las frentes puras, o en aquellas subversivas palabras de André Bretón que José María Álvarez utiliza para cerrar su Poética: “Aquí y en todas partes hay que acorralar a la bestia loca del uso”. Creo que a lo largo de este fructífero diálogo lo que hay en juego en estas expresiones se muestra como un ritornelo significante en numerosas ocasiones. He aquí una muestra donde aparecen las dos imbricadas: “En esta sociedad los poetas estamos del lado de la resistencia, mientras sigamos no nos tendrán a todos (…). Me interesa más abrir el campo ampliando la duda para derrumbar mitos con los que los testaferros de los muertos rigen la vida de los vivos.”

 

    La poesía como vehículo de una cierta “épica de la resistencia” -la expresión es de  José Antonio Jiménez- cuya función consistiría en inocular por la vía de un lenguaje poético renovado todas las defensas posibles contra la tiranía de la verdad, la injusticia o las miserias de la vida. En este sentido la poesía de Jordi Virallonga destila un cierto componente didáctico -que diría Eliot- o moral, como él mismo reconoce - “Mi poesía es moral pero no moralista (...). Mi vida y mi poesía son diferentes, pero mi objetivo como poeta y mi objetivo de vida es el mismo”- y queda patente en El perfil de los pacíficos (1992) o Crónicas de usura (1997).

 

     En Palabras para la resistencia se alude a una poesía más del estar que del ser -aunque sean indisociables- que se refleja, no solamente en la propia vinculación con la historia que la generación del 50 espoleó, sino en la asunción de una contemporaneidad caracterizada por la complejidad, la disgregación y la crítica de lo trascendental -la pureza, lo auténtico, lo único. Si estilo y carácter suelen solaparse, la escritura de Virallonga es contundente, entusiasta, rebelde en ese duelo sostenido para que no le den gato por liebre ni coarten su libertad. Su muesca en el revólver del verso sería la de un lúcido ajuste de cuentas individual y colectivo mediante unos poemas muy trabajados -puede tardar años hasta dar con las palabras precisas que completan con éxito un poema- donde la forma de exposición -un tono conversacional, narrativamente fluido-  el tratamiento del lenguaje -el de la cotidianidad en sus diferentes registros poéticamente reelaborados-, los diferentes personajes -basados en estereotipos fácilmente reconocibles que el autor ironiza o parodia con extraordinaria verosimilitud-, o el punto de vista desde el cual la acción se desarrolla -pueden convivir uno o varios en un mismo poema dotándolo de una indudable modernidad, -, son esenciales para crear “un artefacto que el lector identifique, o aún mejor, que funcione en su íntima experiencia de un modo verosímil, por si él lo convierte en algo real que afecte a su propia vida”. 

 

    En Palabras para la resistencia, además, sucede algo poco frecuente -o por lo menos así me lo parece- en relación a la propia obra. Y es que nos habla de toda una serie de mecanismos fundamentales en la elaboración del poema que, normalmente, aparecen eclipsados por la biografía, la interpretación o el contexto. Me refiero a eso que podríamos llamar la cocina o el taller literario de donde extrae los procedimientos para armar su artefacto. Por ejemplo, refiriéndose a El perfil de los pacíficos comenta lo siguiente: “Presté atención a que cada uno de los poemas funcionara en la totalidad del libro, a cualquier desacierto en la ordenación de los poemas, en los cambios de tono, en la selección de las palabras, en la ponderación, en la relevancia de los personajes, el ajuste de los espacios y los tempos”. Un exceso de celo que le lleva a intentar ajustar al milímetro su idea de poema con el resultado final, y que no siempre coincide con las soluciones aparentemente más lógicas o deslumbrantes que pueden alterar la acción de conjunto: “Los grabo, los escucho, los digo en voz alta, los corrijo de nuevo y cuando empiezo a componer un libro, esté donde esté voy” dándole vueltas y vueltas. Como se reitera a lo largo del libro, la poesía no se escribe con emociones sino con palabras y con oficio, pero también con un misterioso y sofisticado instinto musical que recorre el poema y lo imanta: “Trabajo mucho con rimas internas porque producen una armonía que modifica la tonalidad y levanta o rebaja la potencia del verso. A veces no hace falta ni que rime, es el mismo ritmo, el juego de tonos o alejarse conscientemente de cualquier posibilidad de rima con lo anterior”.

 

    Pero para poder “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu” Virallonga, previamente, ha tenido que hacer una intensa y, a veces, dramática revisión de su naturaleza -como dirían los clásicos- para crearse una nueva identidad que no repitiera los inveterados patrones adquiridos, un complejo personaje -de eso se trata precisamente cuando el mundo, finalmente, se ha convertido en fábula- con el que se siente cómodo para ir por el mundo y vivir con dignidad. Es en ese mismo sentido que habría que entender su apuesta por asumir la tradición literaria y renovarla, pues solo a través de este doble movimiento es posible que el lenguaje dé la sensación de estar anclado a un presente vivo: “Yo quisiera poner mi grano de arena para liberar al lenguaje del hábito del lugar común para acercarlo a nuestro tiempo”.

 

    Acabaré este somero recorrido por Palabras para la resistencia citando un par de expresiones del libro que me parecen especialmente relevantes. Términos como derrota o débiles que, en esta entrevista y por razones obvias, van en sentido contrario al común denominador de la sociedad y el pensamiento que nos gobierna creando a su alrededor como un pequeño ecosistema de ideas y valores de los que se nutre una parte significativa de la personalidad y obra de su autor. No sé si la poesía es “la historia de los seres sin historia” -creo que Virallonga es un atento lector de Gianni Vattimo, y José Antonio Jiménez lo cita de forma indirecta a través del filósofo Joan García del Muro -, pero lo que sí creo es que “lo que dura lo fundan los poetas” -Hölderlin-, que la poesíaes la más honda penetración en el ser de que es capaz el hombre” -Julio Cortázar vía Keats-, y que está en el bando opuesto a los que detentan el poder, pues su verdadero envite es debilitar permanentemente todas aquellas estructuras de imposiciones y violencias que nos oprimen. Porque Virallonga está “con los que pierden, aunque muchos de los que pierden están con los que ganan”; porque valora sobremanera la dignidad del derrotado -”la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece”, que diría Borges- en su afán por no capitular en la defensa de la libertad -pero también de la responsabilidad-; porque concibe la poesía como un instrumento útil para vencer la soledad y examinar nuestro pensamiento; por todo ello y lo esgrimido con anterioridad, les invito -”no hay nada mejor que una conversación sobre la vida y un buen vino entre amigos”, asegura su autor- a que reserven sin demora una lectura que degustarán de principio a fin con la impresión de que han estado acompañados por dos amigos que aman apasionadamente la poesía; que han leído, pensado, hablado y escrito con lucidez sobre ella; y que, como me ha sucedido a mí, les hará mucho más soportable esta maravillosa y terrible existencia.

 

 

Jordi Virallonga, Palabras para la resistencia: sobre poesía y otras trincheras. Una conversación con José Antonio Jiménez, Benalmádena, Eda libros, 2021

Escrito en Sólo Digital Turia por Moisés Galindo

18 de octubre de 2021

Andrés Ortiz Tafur (Linares, 1972) acaba de publicar su último libro de relatos Los últimos deseos, con la editorial Sílex. Ochenta piezas breves conforman este libro de pinceladas impresionistas que vibran a lo largo de sus páginas marcadas por episodios de la vida diaria, monótona y rutinaria de la existencia y orbitan en torno a las relaciones humanas como su anterior libro El agua del buitre, publicado el año anterior por la editorial Baile del Sol.

 

Se perfilan los temas de la soledad, la incomunicación, los miedos, las angustias y la muerte a lo largo de un hilo conductor cuyo denominador común es el amor a las gentes, la admiración por la belleza de lo mundano, lo normal, lo imperceptible y lo cotidiano. Un libro muy ameno y divertido. “Los últimos deseos” que lleva un inteligente prólogo de Ernesto Calabuig, en el que el filósofo y profesor destaca una serie de rasgos que conforman e integran este libro. Se podría decir que es una miscelánea, una mezcolanza de frases, reflexiones, pensamientos e ideas que atraviesan de forma tangencial la mente de su autor.

 

En el discurso textual Andrés Ortiz Tafur se interroga, piensa, mira la realidad del mundo, lo que ve y lo que es perceptible a sus ojos y quizás, no lo es en los de los demás. La dedicatoria del libro ya nos indica a quiénes va dirigido y quiénes forman parte importante de su vida, sus vecinos. Se podría decir que se trata de un discurso autobiográfico, escrito sobre las escenas cotidianas que un excelente escritor como Andrés ha ido acumulando a lo largo del tiempo, desde que decidió, como expresa Ernesto Calabuig en el prólogo, “tomar la decisión valiente y difícil de dejar su cuidad y retornar a una vida limitada y sencilla” e irse a un paraje perdido como el de Cortijo Viejo. El autor consigue describir con maestría los espacios narrativos que incluyen la ciudad y el paisaje natural de este Cortijo Viejo, un lugar de viejos olivos sedientos bajo los campos y montes del pleno Linares sumergidos en un paraíso de musicalidad y sinestesias que proceden de lo mundano, lo vulnerable, lo real. La prosa de Andrés Ortiz Tafur refleja historias bajo el recorrido cotidiano de la vida en la calle, los lugares domésticos y caseros con cavilaciones e interrogantes dentro de lo mundano.

 

Cada relato es un cuadro, una escenificación de la realidad y representa una estrella de tonalidad diferente. La forma de expresión del autor es pausada, relajada, donde el autor da valor a lo anodino, a la familia, a sus recuerdos y añoranzas. Un narrador omnisciente que sabe y conoce todas las voces narrativas. Lo que vertebra el libro es el amor por los demás. El discurso textual es normal, coherente y espléndido. Exalta la belleza de lo simple, la vehemencia de lo cotidiano, lo doméstico, lo diario. Los protagonistas de estos relatos necesitan recrearse en la belleza día a día, saborearla y degustarla, disfrutar de los buenos momentos y mantienen una serie de conductas repetitivas. Necesitan el aire en la cara, reír y llorar, gritar en medio de la naturaleza, hablar con sus vecinos mediante la tensión narrativa que su autor caracteriza en cada una de sus páginas. Retratos, pinceladas impresionistas e imágenes sensoriales, escenas y scripts humanos que desvelan el amor que el autor siente por el género humano. Ama y siente lo simple, lo normal, lo anodino, lo efímero, lo sencillo, lo inverosímil, lo básico que impera en el hombre de la calle.

 

Ortiz Tafur es un gran escritor que mantiene la tensión, la intensidad y la esfericidad en cada una de sus historias entrelazadas por el denominador común del amor al género humano en el que se cruzan diferentes mundos posibles, unos reales y otros ficcionalizados. Se trata de admitir o cambiar el destino del hombre ya sea modificando el  rumbo de la vida de los personajes que aparecen en cada una de sus historias o construyendo otros alternativos. El narrador en primera persona de cada pieza de este libro sumerge al lector en la veracidad, autenticidad y verosimilitud de los hechos creando la atmósfera adecuada de tensión para terminar sus páginas, intensidad y esfericidad. Igual que empieza, termina. El mundo que circunda a nuestro escritor le permite establecer cierta circularidad ya que, su propio modo de vida, su forma de pensar y su manera de aprender, son cíclicos.

 

Los lectores de Andrés Ortiz Tafur reconocen que laten a lo largo del texto los temas que imbrican su escritura y modelan su pensamiento. La cubierta del libro nos dirige hacia los atardeceres cotidianos de la vida de un escritor que ama la vida llena de colores y matices y encuentra en lo cotidiano de un mundo rural, el acontecer diario que le aporta la vitalidad y la energía para seguir viviendo.

 

Los conceptos de confinamiento, aislamiento, la Filomena, la pandemia encierran al hombre en un círculo vicioso, hermético y en espiral en el que aislarse del mundo y evadirse de él. Sin embargo, Ortiz Tafur se ancla en el tiempo de todos estos acontecimientos para ir en busca del Otro y buscar una sonrisa en cada uno de sus textos breves aportando de ese modo, coherencia y armazón al libro.

 

La verdad, la falsa mentira, las apariencias invitan a la vacilación del lector que según Tzvetan Todorov, nos incitan a la perplejidad y extrañeza ante lo insólito. Y digo “insólito” porque lo que narra con gracias y naturalidad Andrés es justamente en lo que la mayoría de los seres humanos no se fijan ya que parece desapercibido a la vista del ciudadano de una sociedad posmoderna de 2021. La mentira, la verdad, la falsa realidad y las redes sociales nos acercan a los avances tecnológicos y humanos del XXI en el cual el autor juega con las metáforas que el lector medio interpretará a través del discurso textual y mediante las cuales denuncia los avances tecnológicos, el comportamiento miserable y mezquino de los políticos, de la clase política, el yoísmo y aislamiento del hombre en la sociedad posmoderna en la que el poder de la naturaleza queda solapado bajo el influjo de la propaganda de la élite social, el materialismo y el consumismo que impera en el capitalismo. En el transcurso de sus ochenta y tantos retazos narrativos, Ortiz Tafur nos conduce con vehemencia y maestría por la normalidad que rodea su vida mediante una escritura que muestra al lector cómo el ser humano puede ser muy feliz con lo mínimo e imprescindible.

 

En todos los relatos gravitan el amor y el sexo con idénticos mecanismos de representación que le llevan al autor a indagar en la sintaxis discursiva, repetitiva y circular de sus relatos. Andrés Ortiz Tafur invita a cada lector a pasearse por la casa, el pueblo y el paisaje natural en los que se desarrollan la vida simple y cotidiana de los personajes entre las dicotomías conceptuales (existencia/inexistencia, presencia/ ausencia, vida/muerte) y los juegos ficcionales que aportan la estética a los relatos. No sabemos si el autor finge o narra los hechos con tal naturalidad que los convierte en pura verosimilitud de lo acontecido a modo de espejo diáfano y transparente. A lo largo de las páginas de su sexto libro publicado, interesante y prometedor, el lector se sumergirá en más de ochenta fogonazos o chispazos narrados la mayoría en una sola cara y con un atractivo tejido argumental de sus historias que recorren un camino, marcan las pautas de un viaje, nos muestran su visión del mundo y nos enseñan a rastrear en los mecanismos de la escritura.

 

Dentro del mundo de la ficcionalidad Ortiz Tafur enfrenta al lector frente a la realidad y por medio de los finales de sus textos enlentece el tiempo del discurso narrativo, lo dilata o la alarga indefinidamente abriendo la puerta a la incertidumbre y planteando una dicotomía constante entre la ficción o la realidad.  

 

 

Andrés Ortiz Tafur, Los últimos deseos, Madrid, Sílex, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Almudena Mestre

 

«Quien esté libre de literatura que tire la primera piedra», asegura con cierta retranca Constantino Bértolo (Lugo, 1946) en esta conversación a propósito de la segunda edición de La cena de los notables (Periférica), un luminoso y estimulante ensayo a propósito de la escritura, la lectura y la crítica sustentado en la responsabilidad de quien escribe, sobre qué y como escribe y la responsabilidad de quien lee y cómo recibe y entiende la lectura. Todo ello pespuntado por dos hilos principales: Madame Bovary y Martin Eden.

“Mejor que leer cualquier libro que ninguno”

- Cabe entender la lectura como una conquista irreversible, incruenta, a la que no acompañan ni explotación ni esclavitud ninguna». ¿Mejor leer, cualquier libro, que no hacerlo?

- ¡Uf! Me hace dudar la pregunta. Creo que sí, que mejor leer cualquier libro, incluso el Mein Kampf o La imitación de Cristo, que ninguno. Soy de los que siempre han defendido que en la vida es mejor estar mal acompañado que solo. Dejar de estar mal acompañado es relativamente fácil, dejar de estar solo es más complicado.

- ¿Cómo conjugar la obra con la vida? Pienso en ejemplos canónicos de escritores reprochables en algún terreno de su vida (Pound, Celine, Arthur Miller, Rousseau…), ¿debe interferir la clave biográfica en la lectura?

- Pienso que casi de manera inevitable interviene y sobre todo lo que más interfiere es la relación que establecemos entre esas biografías y nuestro propio relato autobiográfico. Creo que es imposible leer a Celine sin que se haga presente nuestra opinión sobre su vida. Esto no significa que impida una lectura válida (objetiva no hay ninguna) de su obra, pero todos leemos con nuestros prejuicios encima de la mesa. Tratar de conocerlos y de resistirse a ellos es algo que cada lector debería tener en cuenta.

- Pienso en la biografía de escritores como Horacio Quiroga, Alda Merini, Panero, Ambrose Bierce… ¿Hay veces que la vida se impone a la literatura?

- Sin duda habrá y hay casos en los que el deseo de «hacerse literatura» a base de proyectarse en ciertas vidas de ciertos autores, literaturice de forma enfermiza esa relación. Quien esté libre de literatura que tire la primera piedra.

- Un libro, ¿dice más de quien lo escribe, de quien lo lee o de la sociedad en la que surge?

- Como en el caso de la santísima trinidad, son inseparables. En cada libro, uno y trino, están esos tres elementos. El peso que se le otorgue a cada uno de ellos dependerá de la mirada ideológica desde la que la lectora o lector se acerque a él.

- ¿Ha sentido usted deliquio al leer algún libro?

- Recuerdo que en la adolescencia y en una etapa de maldeamores, la lectura de El cuarteto de Alejandría me salvó de la tristeza. Cuando años más tarde releí aquellas novelas la verdad es que sentí bastante vergüenza literaria.

“Un libro ilumina a otro”

- ¿Qué criterio ha de seguirse para trazar una constelación de lecturas?

- La luz. Un libro ilumina a otro y este otro ilumina a otro y así se van conformando constelaciones y archipiélagos. Por ejemplo, alrededor de Madame Bovary giran Ana Karenina,La de Bringas, Effi Briest, La Regenta, El Amor de Arthur, Una nube de ira, Tristan e Isolda y otras muchas más.

- El canon (en general), ¿sirve como faro o como grillete? ¿Cada cuánto debería de revisarse el canon?

- Como faro muchas veces deslumbra y no deja ver cuál es la ruta ideológica que esa señal facilita y acomoda. Como grillete, el hierro se vende – en las universidades o en los suplementos literarios- como si fuera oro y se ofrece como joya deseable. En todo caso jerarquiza y más que atender a lo que propone habría que analizar lo que excluye. ¿Revisarlos? No creo que ninguno pase la ITV, aunque siempre dependerá de a dónde se quiera viajar.

 

“La inteligencia exige distancia pero no siempre la lectura requiere inteligencia”

- ¿Cuánta distancia conviene colocar entre el texto y el lector –su lectura–?

- A mi entender, la inteligencia exige distancia pero no siempre la lectura requiere inteligencia. Las novelas policíacas por ejemplo más que inteligencia piden curiosidad y fisgoneo; las de Alatriste, emoción viril y patriotera.

- Hace un par de años, cuando se estrenó una película llamaba La gran belleza, escuché decir a algunas personas que habían ido a verla, que no sabían si les había gustado o no. ¿A usted le ha ocurrido eso, estar ante algún texto sobre el que no haya sido capaz de emitir un juicio en uno u otro sentido?

- Creo que en general siempre es bueno sospechar del gusto personal. Algo parecido a lo que plantea me sucedió con El buen soldado, de Ford Madox Ford; tardé mucho en averiguar si me gustaba o no. Finalmente me pareció una novela tramposa, falsa y decidí que dejara de gustarme todo aquello que durante su lectura me había gustado.

- ¿Algún libro que considere sobrevalorado?

- Casi todos.

 

- ¿Usted acudiría a una cena de notables?

Para saberlo antes tendrían que haberme invitado. El otro día, durante la Feria del Libro de Madrid, tuvo lugar por ejemplo la fiesta de una editorial importante y no, no recibí ninguna invitación. Ni siquiera pude asomarme o mirar a través de las ventanas porque no me dijeron dónde se celebraba. Pero si hubiera ido acaso también hubiera preguntado el por qué gran parte del pan que venden está tan cursi, mohoso y malo.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

 «El poeta no pide, sino que entrega; el poeta es todo concesión», son palabras de María Zambrano (Filosofía y poesía, 46) que podrían servir para cifrar la trayectoria de Ángel Guinda (Zaragoza, 1948), alguien que ha demostrado siempre una acusada conciencia lingüística, un compromiso radical con la vitalidad de las palabras. Así, eso que comúnmente se entiende por «ser poeta» podría en este caso equipararse con vivir una especie de fatum, experimentar un tipo de relación incondicional, permanente y riesgosa con el lenguaje en la que algunos se han dejado eso que, precisamente, demanda la poesía como una exigencia sin límites: la vida. Escribir Ángel Guinda es escribir poesía hasta el punto, en este caso, de que su vida aparece profundamente vinculada con su escritura. No se entiende la una sin la otra, y este conflicto, esta elección, emerge con frecuencia en sus textos y en sus actos. Por ejemplo: «Escribir como se vive» (Breviario, 21).

Autor de una dilatada obra poética, entre la que se cuentan títulos como Vida ávida (1980), El almendro amargo (1989), Después de todo (1994), La llegada del mal tiempo (1998), Biografía de la muerte (2001), Claro interior (2007), Poemas para los demás (2009), Espectral (2011), Caja de lava (2012), (Rigor vitae) (2013) y Catedral de la Noche (2015), Guinda ha desarrollado en paralelo un trabajo de traducción (Cecco Angiolieri, Antonio Sagredo —con Inmaculada Muro—, Teixeira de Pascoaes, Àlex Susanna, Florbela Espanca, José Manuel Capêlo, Ana Cristina Cesar, Augusto dos Anjos) y una actividad de aliento reflexivo materializada en volúmenes de aforismos —Huellas (1998), Libro de huellas (2014)— y manifiestos («Poesía y subversión», «Poesía útil», «Poesía violenta», etc.) que ha de leerse íntimamente entrelazada a su obra poética, una labor en la que el contar y el cantar son permanentes compañeros de viaje.

Poemas, aforismos, manifiestos, diferentes registros de un mismo lenguaje que parece responder al tópico sapere aude y en donde la emoción y la reflexión designan dos momentos sucesivos de una potencia expresiva que se materializa en un mismo proceso de creación artística; en ese sentido, un mismo hilo teje esta escritura —la que leemos en sus libros de poesía y la que encontramos en sus manifiestos o en sus volúmenes de aforismos—, un hilo entreverado de pasión y conocimiento, acción y meditación, delirio y razón. El propio poeta ha defendido en más de un lugar la necesidad de una estética que no se desvincule de la ética. Por otra parte, muchos de sus poemas presentan fuertes dosis de contenido ético, didáctico y moral, del mismo modo que bastantes de sus aforismos destacan por su plasticidad y su alcance estético.

Huellas, por ejemplo, se inicia con la sentencia que, a modo de poética, declara: «El aforismo es una gota de la destilación del pensamiento» (p. 17). Huellas que se presentan como el negativo de una vida logografiada en la escritura a través del tiempo, señales marcadas en la arena de la existencia que la memoria trata de guardar y que el olvido, sin embargo, con su conducta hará desaparecer porque, como reconoce el propio poeta, «Inmisericorde con todo es el tiempo» (p. 18). Así, al igual que le ocurrió a aquel otro escritor que quería «dejar huella» y marcharse «entre aplausos», la voz que escuchamos en Huellas, sabedora de su derrota, se rebela contra el arrollador paso del tiempo y el vendaval del olvido: «Somos una mascarada del olvido» (p. 63). Pero su triunfo, sin embargo, está ahí, en la mera enunciación, en la propuesta de un discurso capaz de detectar las aristas de una realidad fracturada en su raíz.

Aforismos, axiomas, sentencias, interrogantes y huellas que van construyendo algunos fragmentos de la «vida de un hombre», título con el que agrupó sus diferentes libros Giuseppe Ungaretti, un referente del aragonés. Pero la construcción nunca es completa ya que, según leemos en una de las páginas de Huellas, «Creamos a fuerza de aniquilaciones» (p. 46), esto es, la construcción del texto —vale decir, la arquitectura del mundo— deriva de una paradoja, se lleva a cabo siempre sobre la base de una determinada destrucción, no hay ganancia que no pague el peaje de un cierta pérdida. De ahí el título de una de sus compilaciones: La creación poética es un acto de destrucción. Antología (1980-2004). Aniquilaciones, demoliciones, el lenguaje poético parece arrasar todo aquello que nombra. En este sentido, leemos: «Tengo miedo a leer, tengo miedo a escribir. Las palabras aparecen para desaparecerme» (Huellas, 21). Las palabras del poeta prueban la desintegración de su identidad, la disolución de su propio ser en el ser propio del lenguaje, son el eco desvanecido de una voz apagada, el hueco en el que finalmente se oculta y es. De ahí la glosa de Rimbaud y la crisis de identidades que encontramos en este libro: «Yo es otros que no quieren ser yo» (Huellas, 22), un conflicto que encuentra su escenario en una realidad intempestiva, que actúa como un taladro ante cuya agresión el sujeto se resiste a claudicar.

El poeta de Ángel Guinda es el albatros de Baudelaire. Al igual que le ocurre al príncipe de las nubes, sus movimientos son torpes en el mundo en medio de unos gritos que ahogan su voz. Ese poeta, «cuya verdad las bestias nunca escuchan, lleva en sus pies las nubes, un abismo en la frente, y oye siempre otros pasos» (Huellas, 52), es capaz de intuir aquello que avista la mirada más allá de lo que los ojos miran y solo cuando por fin logra ver se da cuenta del prodigio: la mirada le revela un mundo secreto, ajeno al mundo que creía único, experimenta entonces una sensación de vértigo que difícilmente puede controlar. Es preciso haber mirado con los ojos abrasados por el sol para ver la oscuridad: «He cerrado los ojos para ver» (Toda la luz del mundo, 110), afirma el poeta reescribiendo a Paul Éluard. En efecto, se trata de concentrarse, recogerse, volver sobre uno mismo para contemplar o, al menos, intuir aquello que no alcanza a apreciar la mirada que se limita a las cosas materiales; se trata, claro, de destapar lo oculto, de mirar no con los ojos del cuerpo sino del pensamiento: es la mirada que da paso a un viaje interior que permite abarcar la totalidad del mundo: sus formas, colores, texturas e imágenes concentradas en un punto milimétrico e infinito al mismo tiempo, un punto de luz donde la oscuridad es tal que nos ciega con su mirada. Huellas se cierra con el siguiente aforismo: «Se es lo que se hace. Y más lo que nos deshace» (p. 65). Y recordemos que el poeta hace textos y en esos mismos textos se diluye, traslada su cuerpo a la palabra, vive y se desvive en la escritura, es ya texto dispuesto para ser leído. La escritura es así salud y enfermedad, construcción y destrucción, amparo y desolación.

Ángel Guinda no ha dejado de explorar ese lenguaje llamado a desvelar la (in)consistencia de lo real; al margen de todo tipo de modas y consignas, ha entendido siempre la poesía no tanto como una actividad reglada sino como una oportunidad para adentrarse en un espacio vital en el que plantear interrogantes de tipo metafísico, ontológico y ético, un territorio caracterizado por la apertura hacia lo simbólico e imaginario en el que el pensamiento se libera, sin adentrarse en lo irracional, de la sistematicidad y la lógica de lo racional, en un proceso que culmina en un encuentro con la otredad donde el yo se construye a partir de una indomable rebeldía. Asistimos a una estrategia con la que, más que buscar respuestas, se pone en tela de juicio el orden y el sentido de la realidad, sometiéndolos a un estado de tensión permanente, vaciándolos de paso de todo tipo de tópicos y prejuicios enquistados en el imaginario colectivo con el objetivo de crear un espacio vacío a partir del cual quizás sea posible reinventar la vida.

Así las cosas, inteligencia, soledad, responsabilidad, silencio y dominio acaban siendo finalmente los compañeros de viaje de un poeta que ha optado por anteponer la crítica a cualquier otro objetivo. Leemos en «Disidencia», poema de Conocimiento del medio: «Escucha / dentro de ti la voz de la conciencia / y álzala como escudo contra / el mundo: será / temeridad, pero es tu triunfo» (p. 25). Es ahí —en ese lugar desapacible, inhóspito y alejado de todo gregarismo en el que es posible pensar otro mundo— donde la crítica puede encontrarse con la poesía dado que esta, frente a otros géneros de discurso, no consiste en contar historias o inventar situaciones sino en modificar con el lenguaje las relaciones que tenemos con la realidad; en ese sentido, poesía, crítica y compromiso pueden compartir un aliento insurgente y perturbador basado en la transformación de la escritura, el sentido, la vida.

En mi opinión, Ángel Guinda asume una idea de compromiso que va más allá de lo social, haciendo del lenguaje el lugar donde se materializa la crisis del imaginario ideológico y cultural, entendiendo la palabra poética como una factoría de producción de preguntas, una oportunidad idónea para tratar cuestiones relacionadas con la construcción de la identidad y, de paso, ahondar tanto en los intersticios de la propia extrañeza como en las fisuras de la otra familiaridad, una extrañeza que acaba resultándonos próxima y natural, una familiaridad que se torna muchas veces incomprensiblemente rara y anómala. En estas circunstancias, algunos textos permiten medir las rigurosas y muchas veces tensas relaciones que este poeta mantiene con el lenguaje a la hora de tratar, por ejemplo, las cuestiones identitarias, entendiendo ese lenguaje como un instrumento para la exposición de todo tipo de conflictos, profundizando en él, yendo a la búsqueda de nuevos usos y sentidos, a una cierta distancia de la utilidad, inmediatez y rentabilidad que caracterizan su uso corriente; la poesía, en estos casos, no consiste únicamente en una cuestión de lenguaje (Mallarmé dixit), implica también unas maneras de afrontar y enfrentar la realidad. Así, contra la exclusión social que veta el desarrollo de ciertos lenguajes y por una reivindicación de la palabra como elemento de cooperación y de la poesía como auténtico diálogo social, surgen propuestas como esta, contraria al establecimiento de cualquier tipo de pacto lingüístico llamado a domesticar el potencial desestabilizador del lenguaje poético. En estas condiciones, una poética como esta ha elaborado sus respuestas en los extremos opuestos del culturalismo, el esteticismo y el realismo más blandos, allí donde se desdibujan los márgenes convencionales de nuestro modus vivendi y otro tipo de lírica —otro tipo de mundo— es posible.

Guinda ha sabido mirar, ha visto: «Encendida en la luz hay otra luz. / Oscuridad adentro, lo visible» (p. 13), escribe en «Hay otra luz», el poema que abre Biografía de la muerte, rastros de una poética que encontramos ya en su primer libro reconocido, Vida ávida: «la sola Claridad está en lo Oscuro» (p. 37). Hay precedentes de esta mirada: en el ámbito del primer romanticismo alemán, Novalis clama en los Himnos a la noche: «Hacia abajo, al seno de la tierra, / ¡lejos del imperio de la luz!» (p. 73), y, más recientemente, Antonio Gamoneda en Libro del frío: «Veo una luz debajo de la niebla y la dulzura del error me hace cerrar los ojos», «He atravesado las cortinas blancas: / ya solo hay luz dentro de mis ojos» (pp. 42 y 151). En medio de ese viaje a través de la oscuridad, el poeta es un condenado a la claridad y al canto.

Guinda ha sabido mirar la nada de la muerte reflejada en la inmensidad de cada instante vital, no por más efímero menos intenso y extraordinario, ha mirado con los ojos del que ansía saber y ha comprendido que la recompensa —como sucede en la Ítaca de Cavafis— se halla en el mismo viaje, la vida, y que el futuro, la muerte, es solo una promesa o una realidad temporalmente demorada, un texto en todo caso aún no escrito, metáfora del vacío que el poema con su presencia trata de colmar. Esta es una idea recurrente, aparece ya en algunos textos de su particular prehistoria poética, por ejemplo, en «Razón de ser», poema de Las imploxiones, un libro dedicado a Julio Antonio Gómez, poeta a quien Guinda siempre ha tenido en muy alta estima: «Cuando pensé matarme / fue / ya / tarde / me había enamorado de la vida» (p. 17), o en «Vida mortal», texto que abre Entre el amor y el odio: «Y que la muerte nos sorprenda vivos» (p. 15), o, por citar solo otro caso, en «Recuento», poema incluido en Después de todo: «Avanzó a trompicones, hasta / aquí. Sin embargo —ni partir, / ni llegar: lo más bello / del viaje fue el camino» (p. 59).

La escritura era para Jacques Derrida, idea que fue en aumento hacia el final de su vida, una actividad crepuscular. En una de sus últimas intervenciones, recogida en Aprender por fin a vivir, señaló: «Cada vez que dejo que algo parta, que tal huella salga de mí […], vivo mi muerte en la escritura» (p. 30), y algo parecido apunta Guinda en diversas ocasiones, para quien la poesía, más que una respuesta, es una presencia ante la muerte, como si esta funcionara como una metáfora abarcadora de la totalidad, una imagen que a veces siente como una losa de la que quiere liberarse. En esa línea indagatoria, Biografía de la muerte (2001) supone una renovada vuelta de tuerca a un tema —la muerte— bastante frecuentado, el intento de poner rostro e imagen a esa realidad irreal que es la muerte. Escribir es entonces experimentar conciencia de una muerte que hermana el final con lo que precede al comienzo, el final —ese punto en el que las palabras se callan y las presencias de los otros se desvanecen— y lo que antecede al umbral, ese instante abonado de silencio y soledad. Construido sobre un contrasentido elemental muy del gusto del poeta (¿cómo escribir la biografía —esto es, el relato de una vida— de la muerte, es decir, de algo que todavía no ha acontecido?), este libro es asumido como un «ejercicio espiritual», como una práctica preparatoria que ha de reconciliarle con la muerte de su propia biografía (con ese mismo título, en 1994, había incluido ya un poema en Después de todo).

En la escritura de Claro interior (2007) se aprecia con intensidad la apuesta moral y el compromiso crítico con la denuncia de una determinada realidad a menudo miserable y obscena, una escritura apegada a la existencia singular, marcada por el propio devenir vital aunque al mismo tiempo orientada hacia un lugar en el que el yo comparte tensiones, conflictos y aspiraciones con otros yoes. Así, ya desde el primer poema: «Cada palabra pesa / todo lo que la vida / ha pasado por ella. / […] / Cada palabra pesa / su paso por la vida» (p. 11), una vida que no se entiende sin la presencia de su compañera inevitable, la muerte, porque hablar de la muerte consiste al final en hablar —desde la vida, no puede hacerse desde otro sitio— de la vida, en suplir el vacío ontológico y la nada blanca de la muerte por la misteriosa e insurgente claridad que emana de las cosas del mundo: «Yo persigo la luz de lo profundo» (p. 19), declara la voz poética en «Otro mundo», conocedora —como Hölderlin, Novalis, Blake y otros grandes poetas visionarios— de que el ascenso a las estrellas pasa por previos itinerarios abisales, lección que Guinda aprendió pronto de sus vates románticos favoritos.

En un registro que recuerda, en parte, al de ciertos textos de los años ochenta (Vida ávida, Hielo en llamas), algunos poemas de Claro interior («Derribos y construcciones», «El discurso») dejan entrever el duende y la magia que con frecuencia han acompañado a esta escritura, que no ha dejado nunca de explorar en las contradicciones, antítesis y paradojas del lenguaje, esto es, de la vida, una escritura que solo se entiende al calor de una imprescindible comunicación: «Ser poema es ser nada / si no hace vida en nadie» (p. 13). Se trata de resistir y de subvertir la realidad para —desde sus ruinas— construir otro orden, levantar otro mundo y, en ese sentido, esta escritura contiene un valor ético y político incuestionable. Si ahora —en un texto titulado «La realidad»— puede leerse: «A pesar de que escribo / contra ella / —sobre ella jamás— / no sé en qué consiste / la realidad» (p. 17), recordemos que en Huellas ya se había referido al «taladro de la realidad» (p. 27), y que en «Arquitextura», un poema de Hielo en llamas, había declarado: «Escribo contra la realidad, / no sobre ella» (Crepúscielo esplendor, 67), verso que a su modo completaba aquel otro anterior de Vida ávida en el que aconsejaba: «Y a la vida agresiva agrédele» (p. 38). Al fondo, el conocido lema acuñado por Cesare Pavese —un poeta recordado en el texto que cierra y da título al libro— en la entrada del 10 de noviembre de 1938 de su diario El oficio de vivir: «La literatura es una defensa contra las ofensas de la vida» (El oficio de vivir. El oficio de poeta, 185). Por cierto, casi nunca se menciona que en esa misma entrada Pavese habla del «silencio acumulado para el arrebato» como otra defensa idónea frente a todas esas agresiones, un aviso a navegantes que tantos y tantos poetas se niegan a escuchar. Se trata entonces de resistir y de actuar en legítima defensa frente al agresor, de levantar una voz crítica, resistente e insumisa ante los escándalos de la historia, confiando todavía en que «Acaso hemos venido al mundo para destruirlo y de las ruinas levantar otro orden» (Huellas, 29), aforismo que, con una ligera variante, abría ya en 1983 su primera summa poética, Crepúscielo esplendor.

«Toda vida es errar» (Claro interior, 25), y el rastro de esa errancia se deja ver en los trazos de una escritura empeñada en dar aliento e imagen a nuestras miserias sociales, convencida de que la palabra debe contribuir a construir otro mundo sin duda más limpio, honesto y justo; con un registro muy próximo al de algunos de los mejores bardos del realismo, afirma: «Si escribo para nada, para nadie, / me sobra la palabra» (p. 28). La autocrítica (la composición se titula «Yo me acuso» e incluye una reescritura del poema de Gil de Biedma «No volveré a ser joven») no puede expresarse con mayor claridad, y el poeta se encuentra entonces más cerca del docere o del prodesse que del delectare horacianos. Y habría que señalar también que estos poemas están escritos desde la situación del que sabe que menos es más, del que es consciente de que solo en la pérdida y la desposesión se encuentra la más luminosa y relevante de las conquistas: «Si lo he perdido todo ya soy un ganador» (p. 44). Así, la voz poética que en un poema como «Cuenta atrás» se escucha —desde la ladera descendente de esa montaña que es final de una vida— podrá afirmar, armada de sabiduría existencial, pertrechada tan solo con el deseo: «Quiero vivir. / […] / Querer vivir / es ya una vida más» (p. 42). En ese sentido, hay en Claro interior algo de acción de gracias, algo de suma y recapitulación de acciones ejecutadas y algo también de ajuste de cuentas con uno mismo, y ello desde la sensación de que la identidad personal es un mito, una falacia, un espejismo que se desvanece con la aparición de la incertidumbre, la diferencia y la otredad, escenarios en donde el yo se juega sus redaños. Silencio y soledad, diferentes registros de una misma y aplastante realidad, esa que se muestra en este revelador y radical viaje de aprendizaje que es Claro interior.

Poemas para los demás (2009) es un volumen atravesado de emoción, compromiso y reflexión que continúa algunas líneas abiertas en libros anteriores (Breviario, Huellas, Claro interior). A lo largo de su trayectoria, Guinda ha apostado reiteradamente por la necesidad de desarrollar una estética que no traicione a la ética y, de este modo, muchos de sus poemas incorporan contenidos sociales, didácticos y morales sin que se resienta por ello la potencia de sus imágenes, el valor artístico y la plasticidad de sus símbolos. El conjunto se caracteriza por el desgaste y la erosión de los tópicos y los elementos retóricos más triviales y por la desactivación del engranaje poético más común. En «Semillas» puede leerse: «Escribo con palabras / rotundas y sinceras, / con palabras de pan, / de aceite, vino, agua, / de casa, de la calle, / con ideas en bruto, / para que tú me entiendas. / […] / Con palabras de vida, / con palabras de tiempo, / con palabras de amor, / con palabras de odio. / Escribo con semillas. / Sencillamente, escribo. / Escribo como vivo. / Escribo como soy» (pp. 15-16). De esta manera, quien en Vida ávida reformulara aquella sentencia canónica del realismo poético español de los cincuenta con el verso «No siempre la claridad viene del cielo» (p. 23), se inclina ahora por una escritura liberada de toda servidumbre retórica innecesaria, directa al corazón o a la razón, comprometida con la transformación de algunos de nuestros valores ideológicos e imaginarios más arraigados: «No queremos poemas teoremas. / Poemas solución a los problemas. / […] / No escribamos impunemente a tientas. / Escribamos poemas herramientas» (Poemas para los demás, 19-20). Parece una historia que recuerda a la de aquel otro vate que un día bajó a la calle, vio lo que había, rompió todos sus versos y comenzó a escribir de otra manera.

En un registro similar al de ciertas composiciones anteriores, algunos  de estos Poemas para los demás («Nuevo orden», «Deconstrucción», «Nada es del todo», «El peso de lo que pasa») dejan entrever la fuerza expresiva que con frecuencia ha acompañado a Guinda, un poeta que no ha dejado nunca de explorar en las contradicciones y paradojas del lenguaje, reescribiendo en ocasiones —como sucede en «Credo», «Ave María», «Gloria» o «Bienaventuranzas»— letanías y oraciones propias del devocionario cristiano. Poemas para los demás supone asimismo una nueva inmersión en el tema de la muerte, cuya presencia planea en muchas composiciones de este libro, así en «El superviviente», «Devenir», «El escéptico», «Larga espera», ese emotivo canto de despedida que es «Trasmoz» o esa suerte de epitafio que cierra el libro titulado «A pie de página», donde se lee: «El poeta Ángel Guinda / desertó de este mundo. // De espaldas a la muerte / y abrazado a la vida» (p. 64). Así, el volumen se plantea como un lavado de estómago y de conciencia con el que el poeta trata de ajustar cuentas consigo mismo, y ello en un escenario en el que, repito, hablar de la muerte consiste al final en sustituir el vacío ontológico y la nada blanca y abisal de la muerte por la misteriosa e insurgente claridad que emana de las cosas del mundo: «La muerte es la verdad de haber vivido» (p. 52), una muerte que es ya solo una promesa o un aviso de certeza constantemente aplazada, un texto aún no redactado: «Hace mucho que viene / lo que no viene» (p. 61), escribe quien, después de haber vivido lo suyo, planta cara a la muerte con una mirada casi anhelante.

Y con todos esos materiales de derribo se van construyendo algunos fragmentos de  una vida que no deja de proyectarse sobre los demás, sobre ese escenario en que el yo se diluye en un nosotros con el que comparte realidad, convive y conmuere: «Todo poema debe ser un útil / para arreglar el mundo / —el mundo propio y el de los demás; / incluso, si lo hay, el otro mundo» (p. 48). Escritura, pues, que sin dejar de constatar algunas certezas arraigadas en el ser humano —la muerte, por ejemplo, es un acontecimiento que hay que afrontar en soledad—, se desarrolla como un ejercicio de solidaridad compartida, un compromiso con aquellas voces y conciencias silenciadas, machacadas por un orden social radicalmente injusto y alienante, una práctica de resistencia y actuación en legítima defensa frente al agresor que sin desmayo golpea insistentemente nuestras existencias y pone a prueba nuestra cada vez más debilitada capacidad de reacción, una puesta en marcha de una voz crítica, resistente e insumisa ante los escándalos de la Historia, todo ello en un mundo en el que —si Georges Moustaki había declarado «l´état de bonheur permanent»— se apuesta por un «Nuevo orden» en el que «Urge cambiar el desorden del mundo. / Se declara el estado de crisis permanente. / […] / Se permite soñar con otra realidad» (pp. 21-22).

Ángel Guinda no ha dejado de desarrollar en sus sucesivas entregas una estética literaria comprometida con la ética y, de este modo, muchos de sus poemas contienen una gran carga de compromiso social, valores didácticos y morales que, combinados con una imaginería plástica y un utillaje retórico muy bien manejado, apuntan hacia unos mismos objetivos artísticos. El poeta que se adentra en esos territorios y lleva un vivir errabundo y desgarrado alcanza, como detallara María Zambrano en Filosofía y poesía, una ética y un género de conciencia tocado por la lucidez, una ética verbal sostenida sobre una recurrente intratextualidad que parece impedir el avance de esta escritura pero que, en mi opinión, habría que interpretar como la señal de un pensamiento imparable, no detenido, esto es, de un pensar, un proceso en marcha y no un acto consumado.

Así, encontramos en Espectral (2011) la escritura más característica de su autor, esa que, atemperada con una cierta actitud romántica —«¿Por qué la luz me desorienta? ¿Por qué me guío en la oscuridad?» (p. 78), o bien: «Atrévete a cruzar el pasadizo que lleva de la luz a las tinieblas» (p. 84)—, ha hecho de este poeta un maestro consumado en el arte de la contradicción, la antítesis y la paradoja, una escritura que vuelve una y otra vez sobre sí misma sin dejar por ello de nombrar el mundo, sin dar la espalda a la realidad, una escritura que se presenta como la manifestación de un sujeto que, sin renunciar al protagonismo de la enunciación, no deja de cumplir una función significativa en el enunciado: «un niño cruza el mundo con un féretro al hombro, y ese niño soy yo» (p. 11). La poesía emerge entonces para constatar y al mismo tiempo desmembrar el tópico: la vida es una búsqueda, un proceso de aprendizaje, un viaje a través del mundo que —como nos enseñara Borges en esa brevísima y memorable historia a la que alude en el «Epílogo» de El hacedor (1960)— encuentra su destino en uno mismo. Y el sujeto lírico que aquí surge se integra en esa misma tradición cuando confiesa: «He caminado tanto y aquí estoy. ¡Huimos siempre hacia nosotros mismos!» (pp. 22-23), una huida que se materializa al final como un enfrentamiento ante uno mismo, como una especie de regressus ad uterum que marca el paso iniciático hacia una posterior renovación.

Espectral —enmarcado entre dos citas ígneas de Dante («Poca favilla gran fiamma seconda») y Gimferrer («Quins ulls són la nit?»), dos autores de cabecera de nuestro poeta— relata un viaje al más allá interior de un sujeto lírico que no deja de proyectarse sobre cada uno de los textos, y eso ya desde el que abre el poemario, donde lo ardiente desempeña un papel relevante: «¿Qué bobina de fuego flota en el horizonte? Ser círculo es ser un universo. ¡Versos míos, girad!» (p. 11). Podría señalarse que aquí están ya —esbozados, al menos— algunos motivos recurrentes —esas metáforas obsesivas, en expresión de la psicocrítica— que han circunvalado esta escritura desde sus inicios: la interrogación sobre el (sin)sentido de la existencia, la pasión, la utopía, la escritura poética como representación de la identidad o, mejor, de los conflictos identitarios: «¡Para saber quién soy comienzo a dialogar con mis fantasmas!» (p. 15), y podría añadirse que esta entrega supone un nuevo giro de tuerca a un universo poético trazado y entrelazado a lo largo de casi cincuenta años de escritura.

Lo visionario tiñe algunos fragmentos: «¿Soy un iceberg que desafía al sol? ¿Un volcán que se extingue? ¡Soy el poseso que rajó el espacio para ver más allá!» (pp. 30-31), como si el mundo se presentase como un escenario demasiado angosto e irrespirable. De paso, el conjunto se caracteriza por el desmontaje de algunos de los tópicos y elementos retóricos más banales del imaginario artístico más extendido y, así, la voz poética, animada por una cierta comunión panteísta con la naturaleza y tocada por un acusado sentimiento vitalista, va declarando su solidaridad con todo ser vivo: «Estoy vivo desde hace mucho fuelle y, sin embargo, no quiero morir» (p. 38). Y la muerte, como no podía ser de otra manera en un poeta tan entregado a exprimir la vida como este, ocupa su lugar en este libro, una muerte que, de nuevo, vuelve a manifestarse en Trasmoz y la geografía moncaína (como ya habíamos tenido oportunidad de leer en Poemas para los demás), un escenario que funciona aquí como metáfora del destino definitivo y de la complicidad con el mundo natural: «Un día fulgurante, desatrapado de las garras del ruido, me adentraré en senderos pedregosos» (p. 49).

Espectral, como (Rigor vitae), de 2013, tiene algo de laico libro de horas, slides of life, cuaderno de bitácora o breviario organizado para recoger en él apuntes, notas, fragmentos e imágenes de una vida, dispuesto para ser administrado en diferentes dosis y alcanzar con todo ello un escenario en el que la palabra sobreviva a la vida, ya biografiada. El lenguaje responde aquí a algunos planteamientos que el poeta viene exponiendo desde hace algún tiempo en sus diferentes manifiestos: «Por más que las palabras sean semillas cargadas con el silencio de los mundos, debo escribir con algo más que con palabras. Escribir con verdad, con riesgo, para algo, para alguien» (p. 66), escribir para los demás y, a veces, en nombre de los demás. Así, en (Rigor vitae), leemos: «¡Hablo en nombre de aquellos cuya vida es una encrucijada!» (p. 27). Sin descuidar en ningún momento la densidad expresiva y el nivel de exigencia formal, es un rasgo permanente de esta escritura la complicidad con el dictum que entiende la poesía como una herramienta necesaria y eficaz al servicio de la comunicación y no como una actividad orientada por el solipsismo. Con materiales de muy diversa procedencia, el poeta va tejiendo su particular itinerario por lugares reales e imaginarios, describiendo con todos ellos objetos, seres, situaciones, acontecimientos y mundos con los que acaba integrándose tras haberles enfrentado su propio mundo.

Reconocerse en lo extraño, distanciarse hacia lo más próximo, tal parece haber sido el objetivo esencial que Ángel Guinda ha perseguido de manera incansable. Su escritura es un magnífico ejemplo del conflicto que a veces surge entre una actividad de la emoción y una práctica del pensar, como si la emoción y el pensamiento fuesen aristas de un mismo imaginario poético. Heredera y en parte deudora de la mejor tradición lírica de la modernidad, la poesía de Guinda ha reactualizado con una voz potente y singular algunos de los tópicos a los que esa tradición se ha aproximado: la soledad del ser humano y  los abismos infranqueables de la conciencia. Y así, con el transcurrir del tiempo, ha ido creciendo en intensidad, reflexión y actitud crítica. De ser en sus inicios una poesía del arrebato ha pasado a ser la escritura de un ser humano arrebatado a la vida por la propia poesía.

La poesía, vivida como una necesidad, permite una meditación sobre el lenguaje al tiempo que procura un cierto efecto salvífico al afrontar la presencia del abismo. Guinda se ha mostrado siempre convencido de que uno de los objetivos prioritarios de la poesía consiste en arrojar al ser humano al abismo para salvarlo del vacío y ganar así, por lo menos, el propio abismo; la palabra poética, un quehacer en el abismo, sería la condición para soportar ese lugar en lo que tiene de espacio sin fondo, lugar sin anclaje, denota tanto el intento de ir más allá de cualquier frontera como la intensidad de un movimiento que habría de llevarle a encontrarse con los intersticios del ser.

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

11 de octubre de 2021

 

 

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Escrito en Lecturas Turia por Valerie Miles

8 de septiembre de 2021

«El pozo y la estrella» fue el título que Octavio Paz dio a una breve nota necrológica que publicó en Vuelta a raíz de la muerte de Roberto Juarroz. Recuerdo esto porque se trata de dos poetas, dos pensadores del lenguaje poético convocados por Celia Carrasco Gil en diferentes momentos, y dos motivos, el pozo y la estrella, que, como se verá, remiten a dos campos semánticos intensamente frecuentados por esta poeta.

Tras un sorprendente y sólido primer libro titulado Entre temporal y frente (Olifante, 2020), Celia Carrasco publica ahora Selvación, volumen con el que obtuvo el XXII Premio «Gloria Fuertes» de Poesía Joven y con el que apuntala una línea de trabajo muy firme y consistente con la palabra, al margen del ruido y la sobrexposición mediática que suelen acompañar últimamente a la poesía más aplaudida en España, un país en el que este género a menudo se somete a las reglas y servidumbres del espectáculo y el comercio más insípidos.

Celia Carrasco, sin prejuicios, atenta solo al poder ingobernable del lenguaje, ha ido a lo largo de estos años dando forma a su singular taller de escritura, entendiendo desde el principio la actividad de hacer versos como un juego muy serio en el que las palabras, con sus interminables combinaciones, encierran tesoros y posibilidades que hay que explorar y descubrir; en este sentido, los dobles sentidos y la sugerente ambigüedad generada por el inteligente uso de la polisemia son mecanismos vehiculares recurrentes. Así, con Entre temporal y frente entregó un libro medido hasta el último detalle en el que nada quedaba al azar, un poemario penetrante y hondo, dotado de una profunda coherencia y de una estructura orgánica muy bien ensamblada en el que las palabras eran cuidadosamente elegidas hasta el punto de configurar con ellas unos poemas sostenidos sobre unas envolventes cadencias rítmicas, continuos hipérbatos y un incontestable y perturbador tempo musical.

Rasgos que dan cuenta de una voz con una acusada y exigente conciencia expresiva que también brotan en este nuevo libro, Selvación, término que responde a un procedimiento de creación léxica a partir de «selva» y «salvación» con el que la poeta nombra el intersticio «de una vida / que se parte», un escenario situado en un punto indeterminado, entre la ciudad desasosegante y la selva como emblema de lo sagrado, la vida natural y la libertad, motivo este esencial, me parece, en la idea que Celia Carrasco tiene de lo poético, imprescindible en el momento de lanzarse desde lo alto del acantilado al abismo de la creación. Y creo que la poesía podría nombrar ese espacio impreciso de refugio, ternura y proyección. Como leemos en «Polifemo»: «Que la poesía te cuaje y que te mime y te madure en soledad / dentro de su cueva por un tiempo. / Te meza en la caverna de su selva y te haga resistente». Selvada, pues, por el poema.

Dividido en tres partes —«Ciudad», «Hogueras cenicientas» y «San Silvestre»—, Selvación incluye un total de treinta y nueve poemas, trece en cada una de las secciones, un dato nada fortuito que es indicio del interés arquitectónico de esta poeta por armar un libro que sea algo más que una mera agrupación de textos. Como su primera entrega, Selvación también se abre con un soneto, esta vez de título homónimo al del libro, que contiene dos sonetos más, el extraordinario «Espeleología» y «Panorámica». El volumen, ya desde el mismo título, responde al deseo de construir un locus que se encuentre más allá o al margen del tópico «menosprecio de corte y alabanza de aldea», tan reiterado a lo largo de nuestra tradición literaria, que aquí se traduce en la confrontación entre un territorio urbano amenazado por una cierta deshumanización y un espacio selvático e indómito propicio para que broten el amor y la libertad. Si en su primer libro Celia Carrasco encontraba en Miguel Hernández un referente importantísimo, alguien en quien vio aunadas la fuerza verbal y la confidencia entrañable de las emociones recreadas, aquí las autoridades convocadas se amplían a autores como Fray Luis de León, J. Joubert, E. Dickinson, A. Machado, D. Agustini, G. Bachelard, R. Darío, Huidobro, Cernuda, García Lorca, Neruda, los ya citados Paz y Juarroz, B. de Otero, J. Hierro, J. Á. Valente o M. D´Ors, entre otros, lo cual es indicio de un imaginario poético y cultural complejo y versátil, señal de que los senderos por los que en este libro se transita son muchos y diferentes entre sí. Sin prejuicios, sin lentes ni quevedos de ningún tipo, Celia Carrasco observa con los ojos del asombro dispuesta a abismarse en un mundo inédito.

Como sucedía en su poemario anterior, Selvación también se inicia con un texto en el que leemos una declaración de amor y entrega incondicional a la poesía frente a los embates tortuosos y falaces de la vida (la asombrosa potencia del simulacro, la espectacularidad de la apariencia, la formidable y ensordecedora detonación de los ecos, la suplantación de la realidad por la virtualidad y de la originalidad por la clonación y el plagio). Y desde ahí, colocándose en un lugar incómodo e inestable, «sin suelo que pisar», se dispone a recorrer el sendero incierto hacia su deseada e inquietante «selva sagrada», el lugar del idilio y la emancipación, el sitio donde «el silencio fecunda la palabra» y el poema nos cuida y acompaña con una desconcertante sensación de escalofrío. En esa selva, «lugar de comunión con la palabra» y, al mismo tiempo, espacio donde el mundo se invalida al pronunciarse, se adentra esta poeta con la ilusión de dar con el secreto del acontecimiento que desequilibra y conmueve.

Selvación dibuja escenarios urbanos y naturales configurados a partir de insólitas expresiones metafóricas y en ellos se despliega un abanico de registros dotados de una altísima densidad imaginaria. En un primer momento, la voz que aquí habla se ve a sí misma naufragando en una vida que la aprieta y constriñe, obligada a «reptar por avenidas sucias en silencio» y a olvidarse de los pájaros que, lejos del «núcleo del suelo», quizás son señales de otra vida más vacía y más plena. Asediada por una nadería insulsa y repleta de banalidades, esa voz aún tiene fuerzas para convivir con los desheredados y los desplazados del banquete social y compartir con ellos la verdad real e incontestable de sus existencias, como sucede, por ejemplo, en poemas como «La huella en el margen», «Adoquín inédito» o «El hombre de hojalata», en donde encuentra, a pesar del evidente desamparo, motivos para la esperanza. Una voz que asimismo contempla con estupor un «rayo de sol que se ha hecho añicos / en la mañana póstuma de los viandantes / sin que nadie lo recoja», un rayo de sol que muy bien podría ser síntoma de un mundo natural perdido y olvidado, ese que, por ejemplo, representan la Amazonia y las amazonas en poemas como «Ahorcado amazónico» y «Ensueño de filología». Selvación necesita un lector atento y vigilante, dispuesto a acompañar en ese viaje a quien con su palabra ha logrado dar voz a lo desaparecido —la figura del padre, por ejemplo, en poemas como «Chispa», «Mudanza» o el memorable y ya citado «Espeleología»—, trastrocar la vida convirtiéndola en una experiencia liberadora y luminosa, modelada aquí por «el torno de alfarero del consumismo», motivo también de crítica en otro poema, «Nueva leña».

En estas circunstancias, como sugiere Celia Carrasco, se trataría de avanzar aireando la palabra, despojándola de todas esas losas con las que hemos levantado el mausoleo en el que rendimos cuentas a la muerte, disolviendo los espectros de una lengua fósil que se empeña en silenciar el canto áspero y luminoso con el que los muertos nombran al alba la distancia que se ensancha y el tiempo que se encoge. Se trataría de navegar sin una ruta marcada, de andar por andar, de caminar hacia cualquier sitio, hacia ningún sitio, hacia todos los sitios, como hace esta poeta al desplazarse por el sendero que atraviesa sin dejar huella, recorre hacia lo más inquietante de sí misma y en el que genera un hueco donde respirar convirtiéndolo en una zona habitable desde la que poder contemplar las estrellas.

 

Celia Carrasco Gil, Selvación, Madrid, Torremozas, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

 

 

 

 

 

 





 











Sr.

Juan Sánchez Peláez

Caracas.

*

                                                     Valencia, 9 de nov. De 1967

Querido Juan:

Tengo ánimo de hacer desde hace tiempo un trabajo sobre tu poesía que precise para mí y para otros, ciertas valoraciones y revelaciones cuyo poder gravita demasiado tácitamente. Más que una incursión amistosa o unas formulaciones rígidas, quiero anotar con un pensamiento liberado de la ocasión, algunos estados capitales de tu decir poético, determinados énfasis, zonas privilegiadas de comunicación con el ser.

 

Las palabras transcritas y que acabo de leer, con las que he dado inicio a esta charla, pertenecen a una carta inédita que Eugenio Montejo (1938-2008) le envió a Juan Sánchez Peláez (1922-2003) en noviembre de 1967 y que poseo, en custodia, gracias a Malena Coelho, viuda de Sánchez Peláez. Para entonces el autor de Elena y los Elementos contaba con 44 años y uno antes había publicado su tercer libro de poesía, Filiación oscura. Por su parte, el joven Montejo tenía 29 y acababa de publicar su primero, Élegos[ii]. A mediados de esa década habían comenzado su amistad, cuando Sánchez Peláez estuvo radicado en Valencia, Venezuela, donde trabajó junto a Montejo en la Universidad de Carabobo.

 

Comienzo estos breves apuntes sobre la obra de Juan Sánchez Peláez haciendo alusión a lo dicho por Montejo en esa carta, por varias razones. En primer lugar, por encontrar en esas palabras una identidad de propósitos respecto a mis intenciones. En segundo término, porque al tratarse de dos poetas tan difícilmente emparentables en sus búsquedas estéticas, las cuales incluso podríamos calificar como ubicadas en las antípodas, adquiere mayor realce la confesada admiración del joven por ese poeta de la generación precedente, que ya comenzaba a hacerse leyenda en el campo poético venezolano. Y un tercer motivo estriba en el hecho cierto de que Eugenio Montejo es un nombre suficientemente conocido y reconocido fuera de Venezuela, y particularmente en España, suerte con la que infortunadamente no ha corrido hasta ahora la obra de Juan Sánchez Peláez, la cual sigue siendo fundamentalmente una obra de culto para unos pocos y exigentes lectores, a pesar de la publicación de su Obra reunida, por Lumen, en 2005, dos años después de su muerte, y, más recientemente, en 2018, de su Antología poética publicada por Visor en coedición con la Fundación de la Cultura Urbana, bajo el cuidado editorial de Marina Gasparini Lagrange y con prólogo de Alberto Márquez.  

 

Ofrecer una lectura de esta obra que dejara de lado “la incursión amistosa” y las “formulaciones rígidas” fue lo que, en efecto, intentó Montejo algunos años después, cuando publicó su ensayo titulado “La aventura surrealista de Juan Sánchez Peláez”. Allí, al tiempo que busca caracterizar el “sello propio” de esta poesía, nos previene sobre la dificultad de hacerlo dado el condicionamiento que la impronta surrealista, que en el mismo título del ensayo se destaca, pudiera tener sobre cualquier lectura que se quisiera hacer de ella. Al respecto, señalaba: “conviene aproximarnos a su poesía de modo que la interroguemos desde sus propios destellos, prescindiendo, hasta donde podamos de los atributos que le añade el credo de su militancia”. Para añadir luego: “Advirtamos que no es fácil indagar en una obra lo que sólo debe a sí misma, ni dar con ese espacio secreto donde la palabra del poeta se torna irreductible en su entera desnudez” (p. 156, subrayados nuestros).

 

Antes de tantear la naturaleza de esa “entera desnudez”, detengámonos en algunas consideraciones acerca de la significación de la obra de Juan Sánchez Peláez dentro de la tradición poética venezolana, tomando en cuenta, especialmente, el contexto histórico en que apareció y su singularidad. Ya es un lugar común, al referirse a Juan Sánchez Peláez, decir que durante su adolescencia vivió en Chile, donde estableció contacto con los integrantes de Mandrágora, agrupación militante del surrealismo, promotora de la denominada por ellos “poesía negra”, declarada enemiga de los valores de la sociedad burguesa y defensora de la magia, la irrealidad, el placer y la libertad como elementos irrenunciables de su práctica poética y vital, además de revolucionaria en el orden social. El grupo estuvo conformado por Teófilo Cid (1914-1964), Braulio Arenas (1913-1988) y Enrique Gómez Correa (1915-1995), a los cuales se sumó luego su miembro más joven, Jorge Cáceres (1923-1949). Entre los blancos recurrentes de sus ataques, en el campo local, estuvieron Neruda y su Residencia en la tierra. Gonzalo Rojas (1916-2011), quien mantuvo una cercana amistad con Sánchez Peláez desde entonces y a lo largo de su vida, y quien tuvo también vinculación con el grupo, luego se haría crítico tanto de sus postulados como de sus realizaciones. Digamos que Mandrágora, a pesar de su beligerante activismo verbal, propio de muchas iniciativas de ostentación vanguardista, terminó siendo absorbida en el campo de la consuetudinaria “guerrilla literaria” chilena, sin logros relevantes en cuanto a obras individuales y sin más significación que la que como gesto disruptivo dentro de la poesía chilena y latinoamericana se le quiera asignar. Lo cierto es que mientras duró la estadía de Sánchez Peláez en Chile, que fue de menos de dos años, entre 1940 y 1941, en Venezuela también ocurrían cosas de interés en el mundo literario, tras la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, en diciembre de 1935. Al año siguiente, en 1936, se forma una agrupación llamada Viernes, en cuyos postulados también se reclamaba la urgencia de renovar la poesía venezolana, en consonancia con las tendencias de la época y con las iniciativas que a la par venían dándose en otros países del continente y de Europa. En Viernes, sin embargo, más que el surrealismo se promovió una apertura bastante más plural, nutrida esencialmente del legado del romanticismo alemán, inglés y francés y de las vanguardias en general, que fomentara una mayor libertad imaginativa, asociativa y simbólica, no ajena tampoco a los dictámenes del inconsciente. No obstante, el marco de su actuación fue distinto, pues desde su origen se hizo expreso, además del deseo de buscar caminos de renovación estética, un llamado a la reconciliación, la amplitud y la tolerancia, como urgencia nacional al iniciarse el largo período de transición política hacia la democracia de la era posgomecista. Tanto Mandrágora como Viernes contaron con revistas. La primera publicó 7 números, entre julio de 1938 y octubre de 1943. La segunda, 22 en sólo dos años, entre mayo del 39 y del 41. De entre la larga lista de colaboradores de diversas partes del mundo que publicaron en ella, estuvieron, por mencionar sólo a los chilenos: Vicente Huidobro (1893-1948), Eduardo Anguita (1914-1992), Rosamel del Valle (1901-1965) y Ángel Cruchaga Santamaría (1893-1964).

 

Al concluir la existencia de Viernes, como contraposición a sus propuestas estéticas, surgió lo que se ha llamado en la historiografía poética venezolana la reacción anti-viernista, la cual abarcó buena parte de las décadas de 40 y 50.  Fue al inicio de esa época —en la que se acentuó el cultivo de la poesía costumbrista y de temas sociales y se rescató la escritura de variadas formas métricas y rítmicas propias de la tradición de la poesía española— que Juan Sánchez Peláez volvió a Venezuela ganado por concepciones poéticas muy ajenas a las dominantes en su país tras la extinción de la experiencia viernista. Durante todos esos años, Sánchez Peláez, quien en realidad nunca participó ni tuvo interés en formar parte de agrupación alguna, ni en redactar o proclamar manifiestos estéticos, siguió trabajando silenciosamente en su poesía. Ocho años después de su regreso al país, una figura principalísima del grupo Viernes, Vicente Gerbasi (1913-1992), será el primero en llamar la atención, públicamente, sobre la singularidad de su existencia y su ardua exigencia. Al respecto afirmó, en una nota publicada en el Papel literario de El Nacional el 25 de junio de 1950, lo siguiente:

 

Juan Sánchez Peláez, uno de los jóvenes venezolanos mejor dotados para el ejercicio poético, viene trabajando desde hace más o menos diez años en un silencio que resulta sorprendente en nuestro medio, donde toda persona que escribe un soneto, una copla o una crónica periodística quiere lanzarse en la carrera literaria con la publicación de un volumen. 

 

Juan Sánchez Peláez, que a mi entender es uno de los mejores poetas con que actualmente cuenta Venezuela, apenas es conocido por un reducido grupo de poetas, escritores y artistas de Caracas […], y de Santiago de Chile, donde estudió y fue asistente a las peñas del grupo «Mandrágora» […] Sánchez Peláez trabaja diariamente, infatigablemente su poesía. Hay en este joven artista una verdadera pasión creadora. Desde hace años acumula cuartillas, cuadernos, libros. Sin embargo, hasta ahora no le ha sido posible publicar ni siquiera una «plaquette» (Gerbasi, p.15).  

 

El hecho de que Vicente Gerbasi —quien tras la publicación de su libro Mi padre, el inmigrante, en 1945, se había consolidado como una presencia central e indiscutible en la escena poética nacional— haya sido el primer mentor de Juan Sánchez Peláez no es un detalle menor. Como tampoco, que en ese año de 1945 se hubiera publicado otro libro que vendría a iniciar el proceso de redescubrimiento y rescate de la obra de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), Las Piedras Mágicas: hacia una interpretación de José Antonio Ramos Sucre (Caracas: Suma, Artes Gráficas), de Carlos Augusto León (1914-1997). A nuestro entender, las obras de ambos poetas van a ser nutrientes fundamentales de la poesía de Sánchez Peláez y lecturas reveladoras de una forma distinta de hacer poesía en Venezuela, que descubrirá al poco tiempo de su vuelta de Chile.

 

A Viernes, además, estuvieron vinculados sus dos más cercanos y admirados poetas y amigos chilenos, sin contar a Gonzalo Rojas. Ellos fueron, justamente, Humberto Díaz Casanueva (1906-1992), quien fue discípulo de Heidegger y traductor de Hölderlin, y Rosamel del Valle (1901-1965), cuya poesía Sánchez Peláez publicó e hizo conocer fuera de Chile cuando años después estuvo al frente de la gerencia editorial de Monte Ávila. Díaz Casanueva vino a Venezuela en la segunda mitad de la década de los 30, como parte de la misión pedagógica chilena traída al país por Mariano Picón Salas (1901-1965), tras la muerte de Gómez. A partir de entonces, tanto su relación con Venezuela como con los “viernistas” fue muy activa e intensa y se prolongó por el resto de su vida. 

 

Un año después de la nota de prensa en la que Gerbasi anunciaba la existencia de Sánchez Peláez, aparecerá su primer libro, Elena y los elementos. Sin pancartas ni carteles que lo avalaran, este poemario se incorporará a la tradición poética venezolana como la expresión de una búsqueda divergente y una voluntad manifiesta de ruptura, mediante la asunción de una imaginería desbordada, penetrada por un evidente afán surrealizante que intenta poner de relieve el sustrato onírico del que procede y en el que la experiencia verbal aspira ser encarnación de la misma pasión erótica que en el ámbito temático da cohesión al libro. De este modo, la apuesta lírica de Sánchez Peláez adquiere una tonalidad y una dimensión anímica sin antecedentes en la poesía venezolana, que se afilia de modo indudable con las búsquedas poéticas emprendidas y promovidas varios años antes por algunos miembros de Viernes, entre los cuales jugó un rol fundamental, como ya hemos señalado, el propio Gerbasi. Sus concepciones de la poesía y del poeta, desde este primer libro y a lo largo de toda su obra, no ocultarán su cercanía con las nociones románticas del vate demiurgo y visionario que responde ante el poema como una suerte de médium capaz de verbalizar lúcida y lúdicamente, a modo de ráfagas asombrosas y alucinantes, revelaciones trascendentes.

 

Vistas las cosas desde la perspectiva histórica que nos otorga el tiempo, podríamos afirmar a estas alturas que Elena y los elementos constituye una puerta de entrada a la modernidad poética venezolana, al inicio de la segunda parte del siglo XX. En ese libro se constata tanto la precoz madurez con que Sánchez Peláez asimila el aprendizaje de la breve salida al mundo —tras el rápido contacto con otros campos literarios y otras motivaciones poéticas, específicamente durante su vivencia chilena— como del legado de la propia tradición venezolana y en particular de las obras de los dos hitos fundamentales de la primera mitad del siglo XX. Me refiero a La torre de Timón, Las formas del fuego y El cielo de esmalte, de José Antonio Ramos Sucre, publicadas entre 1925 y 1929, y Mi padre, el inmigrante, de Gerbasi, de 1945. Podríamos decir incluso que esa puerta es en dos direcciones, pues a través de ella las generaciones posteriores a Sánchez Peláez pudieron acceder con otra mirada y leer de otro modo las obras de esas figuras tutelares de la primera mitad del siglo pasado. Una breve semblanza de Sánchez Peláez, escrita por Jesús Sanoja Hernández en 1972[iii], cuando ya el autor de Elena y los elementos era una figura consagrada en el campo poético venezolano, nos habla de la forma en que fue apreciado en sus inicios y del modo como fue recibido su primer libro:

 

Antes fue distinto. Se le miraba, en la Caracas del año 50, como a un ser caído del infierno, con un rostro más parecido a la máscara que al reconocimiento, eterno quejumbroso de los cinturones de castidad urbana, y de la indiferente matanza de los instintos. Apenas un grupo de amigos, iniciados y rituales, gozaban de aquellos versos de minoría que luego entrarían a formar volumen en Elena y los elementos (1951), y cuya repercusión inmediata fue de poco ámbito, pero cuya percusión en el tiempo, ampliada por los ecos expresivos que encontró en los más jóvenes, fue tan decisiva como la de Mi padre el inmigrante. Si acaso dos nombres han influido con suficiente y beneficiosa irradiación, pueden anotarse de una vez: Gerbasi y Sánchez Peláez.

 

Aquella lengua sectaria y minorista vibró, sin embargo, en el espíritu de los escogidos, y fue, como dije, extendiéndose hacia quienes nacían para la poesía y buscaban un molde o un antecesor, de modo que para llegar a Ramos Sucre, a Rosamel del Valle, o a los surrealistas, siempre debía pagarse peaje en la poesía de Elena y los elementos (pp. 55-56).

 

Ese parentesco entre las figuras de Ramos Sucre y Sánchez Peláez tiene varias aristas. Una de ellas es la derivada de la extrañeza de las obras de ambos y de la poca receptividad con que fueron acogidas inicialmente. La de Ramos Sucre tuvo que esperar 15 años, después de la muerte de su autor, para comenzar a ser revisitada y estimada desde otros presupuestos. La de Sánchez Peláez se vio beneficiada, tal vez, del hecho de que su aparición coincide con el momento de reivindicación del raro Ramos Sucre y de las huellas dejadas por la experiencia viernista, más allá de la reacción en contrario que en una parcela del campo poético venezolano sus planteamientos produjeron. Ante las dificultades de la crítica para abordar estas singulares y extrañas obras, claramente rupturistas dentro de la tradición poética venezolana, aunque desprovistas de carteles y de manifiestos confrontativos, se ha acudido al abuso de las etiquetas clasificatorias, incompetentes en definitiva para alcanzar una comprensión cabal de su naturaleza, pero útiles para la confección de manuales e historias literarias. La obra de Ramos Sucre ha sido clasificada de romántica, modernista, vanguardista, pre-surrealista y hasta surrealista, al tiempo que su condición de poeta ha sido relativizada por quienes lo han leído como cultor de narrativas breves (ese ha sido uno de los costos de haber introducido el poema en prosa en Venezuela). En el caso de Sánchez Peláez el remoquete de poeta surrealista ha predominado en la crítica, aunque su obra también ha sido vista como neorromántica y existencialista.

 

En el ensayo prometido en la carta que citamos al comienzo de estas páginas, Montejo explora el vínculo entre estas dos obras. Al respecto, dice lo siguiente:

 

Sánchez Peláez contaba en la poca eximia tradición poética de nuestro país con la obra de un poeta de excepción, apenas reivindicado en los últimos años: José Ramos Sucre. Advertir la necesidad de retomar, desde otros niveles expresivos, el intento de aquel poeta solitario, es ya un mérito de visión que aclara y fortalece su intento creador. De él heredará un trazo enfático y suntuoso de la palabra, así como una vigilancia tenaz que cuida la tensión de su poesía. Claro está, será otra la expresión de su sensibilidad, otro el universo que alimenta las formas de su imaginación, y la sola presencia del deseo como una activa desnudez del yo lírico, que alcanza en él, como en los surrealistas mayores, un nivel mítico, bastará para diferenciarlo. Pero el celo que gobierna cada poema por medio de una selección de palabra a menudo eficaz denota, no obstante, cierta fidelidad hacia el creador de Las formas del fuego (Montejo, 1974, pp. 157-158).

 

Ahora bien, además del parentesco señalado entre la obra de Ramos Sucre y de Sánchez Peláez, específicamente en lo atinente a lo que podríamos denominar el acendrado ejercicio de orfebrería verbal patente en su poesía, habría otro elemento que permitiría relacionarlos junto a Gerbasi, en una suerte de tríada, pues en los tres casos, aunque se trata de obras que en su conjunto evidencian una profunda coherencia y unidad interna, sobre todo en lo relativo a los universos simbólicos que construyen, muestran, no obstante, ciertas variaciones en el plano estilístico o de la elocutio, dentro del conjunto de libros que las conforman. Esto, sin duda, ayuda a evitar el predominio de una tonalidad monocorde.

 

Eso lo observamos al contrastar el leguaje mucho más discursivo y hasta narrativo de La Torre de Timón, de Ramos Sucre, con respecto al constreñimiento, el poder sintético y el mayor peso de la imagen en Las formas del fuego. Por su parte, a diferencia del lenguaje encantatorio, versicular y fuertemente rítmico que Vicente Gerbasi despliega en Mi padre, el inmigrante, de 1945, en Los espacios cálidos, publicado 7 años después, encontramos más bien versos detenidos, más pausados y mesurados, ganados por un lenguaje llano, aunque en lo sustantivo se acuda al mismo espacio metafórico. Otro tanto encontramos en la poesía de Sánchez Peláez, quien ocho años después de la aparición de su primer libro, publica en 1959 su segundo, Animal de costumbre, en el que nos encontramos ante un hablante poético más diáfano y directo, menos proclive (y también más alerta) a la adopción de las fórmulas retóricas artificiosas, al uso de los epígonos de un pretendido surrealismo asimilado sólo en sus aspectos más superficiales y codificados, como ocurre ocasionalmente en Elena y los elementos. De este modo, sin desentenderse de los tópicos e intereses centrales de su primer libro[iv], se evidencia un cambio significativo: el logro de una forma expresiva más íntima y personal que derivará también en el orden temático en una mayor apertura e intensificación de la propia experiencia vital.    

 

No más de 250 páginas conforman la totalidad de la obra publicada de Sánchez Peláez: siete poemarios en el lapso comprendido entre 1951 y 1989[v]. En ella se articulan una serie de campos temáticos, isotópicamente, en distintos planos: la dislocación de la relación yo-tú-ella, sometida a múltiples enmascaramientos; la invocación a la amada y la pasión erótica; la infancia, el entorno afectivo familiar y la continua nostalgia por los paraísos perdidos asociados a ellos; la urgencia del amor y la ternura como imperativos vitales; el tenso conflicto entre el ser y las imposiciones del deber ser; la percepción de un permanente exilio existencial y su consecuente sensación de extrañeza en el mundo; la elección consciente de una apuesta verbal signada por la lucidez, el rechazo a la retórica, la veracidad de la palabra inmediata y el rescate de una oralidad entrañable;  la concepción de la poesía como don y ritual que hace del poeta un visionario capaz de alcanzar atributos proféticos, mediante la enunciación de inusitadas y oscuras simbologías. Todos estos asuntos estarán presentes en el conjunto de su obra, dándole más énfasis a uno u otro en determinadas parcelas.

 

Si pensáramos en esa totalidad como un tejido, podríamos imaginar que en la trama se dispondrían en orden sucesivo los colores y motivos correspondientes a la combinación de tonos y asuntos predominantes en cada uno de sus poemarios, mientras que los hilos que conformarían la urdimbre, sobre cuya tensión se sostendría la integridad del tejido, estaría determinada por los asuntos esenciales, que a nuestro modo de ver son, justamente: la inocencia, el desamparo y el erotismo. Todos los hilos de la trama se tejerán sobre esta urdimbre para configurar una malla verbal, un lenguaje caracterizado por su condición enigmática, balbuceante, hermética, fragmentaria, lúdica y lujuriosa.  

 

Basta con leer dos fragmentos de los dos primeros poemas de Elena y los elementos, para constatar cómo desde el mismo inicio de esta obra estos asuntos se ponen de relieve:

 

                                                           I

 

Solo al fondo del furor. A Ella, que burla mi carne, que
                 [desvela mi hueso, que solloza en mi sombra.

 

A ella, mi fuerza y mi forma, ante el paisaje.

 

Tú, que no me conoces, apórtame el olvido.
Tú que resistes,
resplandor de un grito, piernas en éxtasis, yo te destruyo,
                     [sangre amiga, enemiga mía, cruel lascivia. (p. 9)

 

                                                           II

 

Al arrancarme de raíz a la nada
Mi madre vio, ¿qué?, no me acuerdo.
Yo salía del frío, de lo incomunicable.

 

Una mañana descubrí mi sexo, mis costados quemantes,
                             [mis ráfagas de imposible primavera.

 

A la sombra del árbol
           [de mi gran nostalgia ya comenzarían a devorarme,
           [ya comenzarían. (p. 10)

 

Esa pasión desbordada, ese deseo imperioso, ese erotismo irrefrenable cruza toda la obra de Sánchez Peláez sin temor a reiterarse, Así, por ejemplo, en un poema que no casualmente se llama “Persistencia”, del libro Filiación oscura, acude a la misma anáfora:

 

A Ella (y en realidad sin ningún límite). Con holgura y placer.


A Ella, la víbora y la abeja. La desnudez preciosa.

 

A Ella, mi transparencia, mi incoherente arrullo, el rumor
    [que sube en las raíces de mi lengua.

 

A Ella, cuando regreso de las inmensas naves que hay en
    [el cuerpo huraño con un sol inmóvil.

 

A Ella, mi ritual de beber en su seno porque quiero comenzar algo, en alguna dirección.

 

A Ella, que abre el sobre de mis amuletos.

 

A Ella, que en la balanza anónima de la memoria y en las horas finales prolonga mi
    [presencia real y mi presencia ilusoria sobre la tierra.

 

A Ella, que con una frase insomne divaga en el umbral de mis lámparas.

 

A ella, a causa de un vocablo que me falta y a la vez usufructo de un breve viaje que
    [podría revelarme. (p. 94)

 

Pero como vemos, el impulso erótico en esta obra no sólo se encauza en la celebración y posesión del cuerpo femenino, también hace del lenguaje, de la palabra revelada, de “ese vocablo que falta”, un cuerpo deseado, urgido. Por eso, en un poema de Lo huidizo y permanente (1969), dice: “Aunque la palabra sea sombra en medio, hogar en el aire, soy otro, más libre, cuando me veo atado a ella, en el alba o la tempestad.//Por la palabra vivo en aguas plácidas y en filón extranjero, fuera del inmenso hueco” (p. 16), o en otro del poemario Rasgos comunes (1975), afirma: “Suenan como animales de oro las palabras.// Ahuyentando los límites mojarás el todo y la nada para sofocar el vértigo, y ellas se convertirán en muchachas de algodón” (p. 170). Ese erotismo que es alcance, realización en la otra y en lo otro, en la palabra y en lo femenino, se vuelve integridad, absoluta totalidad, disolución de límites, amor, ternura, transparencia, despojamiento, en un poema dedicado a su esposa, Malena, en su último libro, Aire sobre aire (1989). Allí dice:

 

Yo no soy hombre ni mujer
yo sólo tengo resplandor propio
cuando no pierdo el curso del río
cuando no pierdo su verdadero sol
y puedo alejarme libre, girar, bogar,
navegar dentro de lo absoluto y el mar blanco


entonces sí soy
el hombre rojo lleno de sangre


y sí soy la mujer: una flor límpida, un
lirio grande


y también soy el alma


y clarean los valles hondos
en nuestro mudo abrazo eterno,
amor frío


—y qué más
qué más por ahora
piragua azul
piragüita. (p. 226)

 

Ese ser que se busca también en las palabras, ese que se siente arrancado “de raíz a la nada”, salido de lo “incomunicable” será poseído por innumerables desdoblamientos, máscaras, por voces que lo atraviesan y circundan, por “su animal de costumbre”, pero también por diversas formas de despojamiento. Es significativo observar cómo el “Yo” enfático a comienzo de verso —rasgo estilístico que, por cierto, constituye uno de los más característicos de Ramos Sucre—, encontrado en 30 ocasiones en su primer libro, Elena y los elementos, va dejando de tener esa preponderancia en los siguientes libros, pues sólo aparece en 6 oportunidades en Animal de costumbre, 1 en Filiación oscura y esporádicamente en los 4 restantes. Y en ese proceso de despojamiento del “yo”, justamente, las voces del entorno familiar, entre otras, van tomando mayor protagonismo, como figuras protectoras y amadas. Entre ellas está la madre. Así nos dice en Animal de costumbre: “Mi madre me decía:/ Hay que rezar por el Ánima Sola./ Hay que rezarle a San Marcos de León”. (p. 57). O:

 

Mi madre charlaba en los largos vestíbulos,
y paseaba en el aire
un navío de plata,


A su alrededor
Y más allá de los balcones,
Había un extenso círculo
con hermosos caballos.

 

Yo quiero que Juan trasponga sus límites, y juegue como los otros niños —dice mi madre; y con mi hermano salgo a la calle; voy a París en velocípedo y a París en la cola de un papagayo, y no provoco ningún incendio, y me siento lleno de vida.

 

Libre alguna vez de mi tristeza.
Libre de este sordo caracol. (p. 59)

 

Pero más allá de todas las exploraciones que en el orden retórico podamos consignar en esta poesía (ráfagas de frases conformadas por imágenes asombrosas, en apariencia desarticuladas, entrecortadas, paratácticas, ganadas por la ilogicidad, secuencias de si condicionales sin resolución, aposiciones, abundancia de frases sin verbo, con sintagmas adjetivos, nominales o preposicionales, un lenguaje balbuceante, etc.), lo que impera detrás de todo eso, en definitiva, es la presencia de un niño que juega con las palabras, como forma de protegerse, de resguardarse del mundo exterior que lo amenaza, de defender su derecho a la indefensión, pues sólo con ellas cuenta para enfrentarse al mundo, mientras vive en la nostalgia del paraíso perdido, del espacio primigenio. Un niño, que aunque parezca adulto, dice en un poema llamado “Hora entre las horas” de Rasgos comunes: “atemos/ frases/ fragmentos/ nociones/ uno y otro equívoco e hipótesis habituales/ ensayemos   máscaras   estilos/ gestos diversos/ dale y dale a tu campana en la inmensa tarde” (p. 152). Ese niño es el mismo que ante su padre, figura autoritaria y encarnación del deber ser, no tiene más respuesta que afirmar, como podemos ver en dos poemas de Animal de costumbre:

 

Ahora te digo:
No tengo títulos
Tiemblo cada vez que me abrazan
Aún
No cuelgo en la carnicería.

 

Y esta es mi réplica
(Para ti):
Un sentimiento diáfano de amor
Una hermosa carta que no envío. (p. 51)

 

O de este modo, en otro poema:

 

Yo transformo la historia más simple,
confiado al amor.

 

¿Escuché esta frase:
«De hijo a padre o bisabuelo»?
¿La escuché dentro o fuera de mí?
¿Enarbolo tardíamente el arco y la flecha?

 

Estoy inerme ante las vocales
Y vocablos;
Del cuerpo malo que de allí deriva y la consiguiente soledad.

 

Escucho el privilegio de continuar en niño.
No me señalan crecer, como antes decían:
«Una pulgada más grande».
Ahora me reconocen,
De una a varias pulgadas más pequeño (pp. 43-44).

 

Baudelaire concebía al genio como aquel que vivía en “la infancia recuperada a voluntad” y Rilke afirmaba que “la verdadera patria del hombre es la infancia”. Ambos poetas y ambas sentencias parecieran afines al espíritu y al ideario poético de Sánchez Peláez y al del sujeto que nos habla desde su poesía, a pesar de que en algún momento diga: “No regresaré nunca hasta mi ábaco de madera/ Ya no tengo la inocencia de mis primeros años” (p. 25), o: “volví a oír decir niño estése quieto” (p. 137), o “Alguna vez/ antes de dar forma a tu visión/ crece sin pausa/ el niño que fuiste y que quiere unirse de nuevo a ti” (p. 159). Este niño presente en la obra de Sánchez Peláez, este sujeto eternamente infante, esmerado por siempre en aprender a hablar hurgando a fondo en las palabras, en su memoria y la memoria de ellas, de las palabras, jugando incesantemente con ellas, haciendo de ellas el motivo de su vida, es también un niño nacido con una sin par sabiduría, incluso diría que un niño viejo antes que adulto, venido al mundo para vivirlo a plenitud y para despedirse de él, para vivir su muerte, sabiamente y a su hora como se testimonia en el último poema de Por cuál causa o nostalgia:

 

Si fuera por mí
al cumplir mi ciclo y mi
plazo
habría de estar solo
calmo

Despiertas habrían de estar
la mañana y la alborada
                                         Pues
al pasar
al transcurrir yo
muerto
moverán la luz
—hoja y árbol
                         Y habrá gorrioncitos de pie
en los cables
—quejas  alegrías  chimeneas   e incendios

—el tigre lamerá su pómulo cubierto de
relámpagos

 

los países inquietos también habrán de quedarse calmos

 

luego de muchos sueños   dios de los sueños
muerto o vivo mi ciempiés nocturno
la plena selva ha de rodearme con grandes nubes y destellos

 

una tarde mía en el olvido   en mi día aún por segar (p. 214).

 

No sé si con estas notas he logrado interrogar la poesía de Sánchez Peláez, “desde sus propios destellos”, “desde lo que sólo debe a sí misma”, como lo hizo Montejo en el ensayo que he señalado, y como lo volvió a hacer en una nota titulada “Adiós a Juan Sánchez”, publicada en Letras libres el 29 de febrero de 2004, a pocos meses del fallecimiento del poeta de Elena y los elementos. Ese texto finaliza con una cita de un escrito de André Breton, en el que se refiere a su amistad con Benjamin Péret. Montejo comenta que Juan Sanchez Peláez la “solía repetir” y la aprovecha para manifestar una vez más su afecto y gratitud por aquel poeta que en su juventud conoció en aquella Valencia venezolana. La frase aludida es la siguiente: “Hablo de él como de una lámpara demasiado próxima que durante cuarenta años, día a día, ha embellecido mi vida”. Esa admiración y ese afecto se hará también manifiesto en un poema, “Pavana del adiós a Juan”, suscitado por la misma circunstancia, publicado en el último libro de Montejo, Fábula del escriba (2006). Leamos algunos de sus versos:

 

Se va, se fue la tierra a sus remotos mundos
y Juan va adentro.
Aquí, junto a nosotros, por un instante se detuvo
—casi sin detenerse—
y abrió de pronto un hueco, un pozo, una ranura,
la escotilla de alguno de sus flancos,
una puerta sin puerta
donde apenas si cabe la noche de un hombre,
la noche y su memoria,
y Juan entró en silencio con sus palabras de oro,
sigiloso, soñando…(p. 45)

 

***

 

En otra parte[vi] he comentado cómo, gracias a la recomendación de un amigo, el poeta eslovaco Peter Macsovsky —con quien compartí en el International Writing Program de la Universidad de Iowa en 1997— descubrí la poesía de Charles Simic. Juan Sánchez Peláez fue el primer escritor venezolano que participó en ese programa, en 1969. En enero de 1998, cuando volví a Venezuela y le reporté a Juan las lecturas y descubrimientos que hice durante mi estadía literaria en las planicies norteñas de los Estados Unidos, y le hablé de mi entusiasmo por la obra de Simic, entendí que esa pasión no era compartida por él. En principio me sorprendió su indiferencia ante una obra poética que a mí me parecía notable. Después, con el paso del tiempo, fui comprendiendo la razón de la lejanía que Juan sentía por a esa poesía.

 

En la última entrega de la que fue una importante publicación venezolana, la revista Veintiuno, hay una nota de Eugenio Montejo titulada “Cifras de poemas futuros”, referida a mi libro Pasado en limpio. Ese fue uno de los últimos escritos que Eugenio publicó en su vida. Menos de un año después una repentina enfermedad se lo llevaría. En ese texto Montejo se detiene, justamente, en un poema dedicado a Juan Sánchez Peláez quien había muerto en el 2003. Al respecto, decía lo siguiente:

 

El dibujo que trazan los versos de Gutiérrez Plaza recrea la imagen del último Juan, ya octogenario y enfermo, obviamente distinto del que, hace más de cuarenta años, atravesaba entonces el arco solar de la media vida cuando lo conocimos, aunque el encantamiento de los ojos y la extrañeza de la mirada que parecía haber afrontado visiones poco comunes, fuesen siempre los mismos. El poema de Gutiérrez Plaza se concreta en un apunte sobrio y preciso: “Juan lee,/ Juan sabe que va a morir,/ Juan escucha el resoplido/ quejumbroso de sus pulmones”. Corren los días finales del poeta, unos días en que, como en tantos otros, distraídamente, desde su aparente fragilidad y sin proponérselo siquiera, da lecciones a sus amigos, esta vez acerca de cómo encarar la muerte de modo imperturbable, casi sin dejar que el terrible acontecimiento altere demasiado su ánimo: “Juan lee sin distraerse/ en lo que vendrá”.  (…)  “Respira hondo/ pero no puede/ no puede ni deja de leer./ Se despide de las visitas/ y llama a Malena/ con sus ojos grandes,/ repletos de adivinanzas”. En otros versos del mismo poema se añade este otro rasgo de precisión del retratado: “No le gusta/ la poesía objetiva./ Prefiere arropar cada palabra/ con el tacto de un animal nocturno” (p. 6).

 

Esos versos le dan pie para esta reflexión:

 

En la compilación de Gutiérrez Plaza hay varios otros poemas dedicados a diversos creadores como Eliseo Diego, Roberto Juarroz, José Ángel Valente o su propio abuelo, el reconocido compositor Juan Bautista Plaza, cada uno visto desde algún ángulo insinuado por la obra del personaje o por un dato afín con que lo ha retenido la memoria. No obstante, en la observación acerca de la “poesía objetiva”, incorporada a los versos que dedica a Sánchez Peláez, parece hacer un guiño mediante el cual el autor sutilmente marca el terreno de su propia estética, más ceñida a cierto objetivismo, es decir, menos proclive a arropar sus palabras “con el tacto de un animal nocturno” (p. 6).

 

Sobre esa tensión entre lo objetivo y lo subjetivo en el poema, Eugenio adelantaba en esa nota otra observación. Identificaba, precisamente, esa difícil frontera que separara los gustos de Juan, respecto de la poesía de Simic y de algún modo de la mía. Montejo advertía: “Es verdad que no resulta fácil deslindar del todo en una obra de arte lo que reconocemos como subjetivo de aquello que creamos su opuesto. El objetivismo, por lo demás, no niega los elementos subjetivos implicados en una escritura artística, sino que los subordina a sus componentes representativos” (p. 6).

 

Y creo que, ciertamente, cuando escribí ese poema pensé tanto en el Juan que se nos iba, enfrentando con sabiduría y ejemplaridad la muerte, como en aquel que tuvo esa inusitada reacción la noche que hablamos sobre Simic, en el momento en que se levantó del sofá en la sala de su apartamento y me pidió que lo esperara unos minutos, antes de volver con un libro en la mano, extraído de su biblioteca, para decirme: “léelo, te lo regalo, a ti te interesa más que a mí”. El libro en cuestión es una antología de la poesía de Simic, publicada en México por la UNAM, en 1994, titulada El sueño del alquimista, traducida por Rafael Vargas.

 

Me gustaría que esta anécdota pudiera leerse, sobre todo, como un homenaje a la memoria de dos grandes poetas, Juan Sánchez Peláez, motivo central de estas páginas, y Eugenio Montejo, uno de sus más fervorosos y admirativos discípulos, a pesar de la inmensas y obvias diferencias que hay en la configuración verbal y simbólica de sus obras. Y así también, quisiera que sirviera como testimonio de una cualidad, a mi modo de ver bastante singular, de la poesía venezolana: la vitalidad del diálogo intergeneracional y la fraternidad que naturalmente se da entre poetas. Luego de aparecer publicado el artículo de Montejo en la revista Veintiuno, él me llamó sorprendido y entusiasmado por la ilustración que lo acompañaba. Ni él ni yo conocíamos al ilustrador. Me pidió que hiciera gestiones para obtener una copia del original. Al año siguiente, como dije, Eugenio murió. Tiempo después caí en cuenta de mi falta, nunca hice nada por obtener esa copia. Al recordar esto, hace apenas un año, me propuse cumplir la encomienda que me hiciera y tras merodear un tiempo por internet di con Pablo Iranzo, el ilustrador del artículo, quien luego de conocer esta historia accedió complacido a enviármela sin costo, de forma digital. Hoy esa imagen está en una pared de la sala de mi casa. En ella llevo en el pecho el rostro de Juan y al fondo, difuminado, me acompaña el texto en el que Eugenio alude al poema con el que quise despedirme del “poeta de ojos encantados”.     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Autora de la fotografía: María Magdalena Coelho



[i] Conferencia dictada en la Cátedra Ramos Sucre, de la Universidad de Salamanca, en España, el 28 de octubre de 2020.

[ii] Caracas: Editorial Arte, 1967.

[iii] El Nacional, Caracas, 10 de septiembre de 1972.

[iv] Así, por ejemplo, en el poema VI de Animal de costumbre podemos leer: “Elena es alga de la tierra/ Ola del mar./ Existe porque posee la nostalgia/ De estos elementos,/ Pero Ella lo sabe,/ Sueña,/ Y confía,// De pie sobre la roca y el coral de los abismos”. (p. 47)  

[v] Las primeras ediciones de los libros que conforman la obra poética de Juan Sánchez Peláez, sin considerar los volúmenes antológicos ni traducciones, son: Elena y los elementos. Caracas: Tipografía Garrido, 1951; Animal de costumbre. Caracas: Editorial Suma, 1959; Filiación oscura. Caracas: Editorial Arte, 1966; Rasgos comunes. Caracas: Monte Ávila, 1972; Por cual causa o nostalgia. Caracas: Fundarte, 1981; Aire sobre el aire. Caracas: Tierra de Gracia, 1989. Además, en la edición de Lumen, se recogen por primera vez nueve poemas en una sección denominada “Poemas inéditos”. La paginación de todos los poemas de Sánchez Peláez citados en este trabajo corresponden a esa edición.   

[vi] https://prodavinci.com/mi-pueblo-nomada/

Escrito en Sólo Digital Turia por Arturo Gutiérrez Plaza

4 de agosto de 2021

Alfredo Castellón llamaba por teléfono, solo por hablar un rato, por preguntar por los amigos zaragozanos. Me preguntaba si Eva estaba escribiendo, Eva Puyó, mi pareja, y nos leía a todos con atención. Se incorporaba de un modo natural a la charla de quienes éramos más jóvenes que él, le veíamos acercarse con sus zancadas grandes, su buena estampa y su sonrisa. En esa facilidad suya para dar lugar a un vínculo amistoso, más allá de las generaciones, me recordaba a José Antonio Labordeta, gente que ha vivido en residencias y que ha pasado por colegios mayores, envueltos en un activismo de funciones de teatro y en una avidez de lecturas y de cine, y que luego conservan para siempre un aire de camaradería, como si toda su vida fuese una deriva de aquella explosión inicial e ininterrumpida. Ahora el teléfono es para mí otra cosa, porque ya no está Alfredo ni los amigos mayores que me llamaban.

A Alfredo, cuando vivía Félix Romeo, o cuando Eloy Fernández Clemente dirigía su colección Biblioteca Aragonesa de Cultura, o durante tiempo después, todos le insistíamos en que tenía que escribir sus memorias, una demanda de la que quizá él acabase algo cansado. Su biografía –su labor de pionero en la televisión española, el paso por Roma y su ciudad del cine, su trato con María Zambrano, su última entrevista filmada con Azorín…– estaba entre las más interesantes de nuestro país. Las entrevistas con él que nos dejaron Vicky Calavia, Antón Castro o Juan Domínguez Lasierra permiten que podamos asomarnos aunque solo sea un poco a su interesantísima voz y a su experiencia. Unos y otros le hablaban de esas memorias pendientes mientras que él, tras jubilarse y volcarse más en la tarea del escritor que en todo momento fue, cuando en los bares contaba lo que estaba escribiendo –“mi obra”, decía–, se refería a relatos, aforismos o piezas medio líricas, un poco para desesperación de todos. Pasado el tiempo, y después de haber leído El ruido de la memoria, que es mi libro preferido suyo, o tras leer también los pequeños textos de Mis apólogos, uno entiende que Alfredo Castellón estuviese realmente absorbido en aquella escritura, donde se expresa una voz y una visión del mundo que es todo un testamento y una escuela de vida. Hay un mundo entero en esas páginas, una verdad hondísima. De modo que, si bien es cierto que a todos nos hubiese gustado leer aquellas memorias audiovisuales, comprendemos que Alfredo sabía bien lo que hacía, y que no se escabullía. Como he oído repetir a sus amigos mayores, Alfredo Castellón era un poeta, por más que no escribiese poemas. El resultado es que él quiso dar continuidad a esa vertiente suya hasta que la muerte, que tenía siempre tan presente por sus referentes familiares, se lo llevara. No quiso escribir sobre Pilar Miró sino sobre unos naranjales donde descubrió un cadáver durante la guerra, ni sobre Antonioni, sino sobre un pequeño viaje hecho en camión junto a su padre.

Es innegable, como alguna vez se ha señalado, que en su escritura se percibe la influencia de lo cinematográfico o de lo audiovisual, el ámbito profesional en que se desenvolvió su vida. En sus relatos va a lo que considera esencial, y no parece preocuparse en las transiciones o en los modos elaborados de introducir los diálogos, por ejemplo. Esto da lugar a que algunos de sus relatos, sobre todo los breves, parezcan más ideas para un relato que relatos propiamente dichos, lo que forma parte de su particular estilo. Porque está claro que no lo hacía así por descuido, Alfredo corregía mucho y no despreciaba en absoluto la forma. Era su forma, por así decirlo. Incluso algunos de sus aforismos parecen apuntes hechos para un desarrollo que alguien pudiese llevar a cabo después. Se le ocurren de pronto ideas o situaciones que oscilan entre lo tierno y lo absurdo, entre lo trascentente y lo humorísticamente negro, siempre con un fondo de sabiduría. Parecen acumulársele y, como si necesitase muchas vidas para desarrollar cada una de ellas, las deja en su núcleo, en su sinopsis. Esto no es así en sus relatos más extensos, en aquellos donde, por ejemplo, desarrolla un recuerdo, con sus personajes secundarios, pero incluso entonces a mí me parece que lo recorre todo un aire de cine italiano, una búsqueda de lo poético a través de una sucesión de escenas y de paisajes. Da lugar entonces a una secuencia de personajes y de lugares que desembocan en un sentimiento luminoso de melancolía. Nunca se aparta Alfredo Castellón del tono amistoso y de lo ligeramente humorístico. Sus textos, publicados de un modo disperso, discreto y desordenado, acaban dejando que se descubra una voz de enorme talento y singularidad.

Nunca es ordinario o chabacano Alfredo Castellón, hay en él una búsqueda de lo clásico que se expresa por medio de un lenguaje que en cierto modo está fuera del tiempo. Es un creador a quien le interesan mucho los clásicos, tanto de la literatura como de la pintura. Sus películas no están rodadas en un lenguaje corriente o del todo realista, y junto a Alfredo Mañas recrea un modo de hablar del siglo de oro. Esto se ve también en las adaptaciones de Cervantes y de otros autores que llevó a cabo, o en la obra teatral que dedicó a Colón, Aquellos pájaros anunciaban tierra, donde se sirve de unas palabras que podrían ser de su época, pero que realmente no son de ninguna, y que tienen mucho del lenguaje atemporal y simbólico, onírico, de las tablas del teatro.

En el prólogo de Solo con lo puesto escribe Rosa Burillo que “La poesía era su religión, la forma de espiritualidad suprema. Era como rezar.” Mariano Gistaín llama a Alfredo Castellón “dandy discreto” y trata sobre el modo en que este autor desafía a la muerte. Alfredo creció en un entorno donde lo religioso estaba muy presente, y hace amistad con una republicana cristiana, como era Zambrano, y lee a Unamuno, de quien escribió junto a Julio Alejandro una adaptación para el cine de San Manuel Bueno, mártir, y con todo aquello acaba haciendo una singular filosofía de la trascendencia, donde es este mundo y ningún otro el milagro, y es aquí, y no en otro lugar, la eternidad. Recuerda aquella despedida de Azorín, que no era “hasta la eternidad”, sino “eternidad”, sin más –aquel “hasta”, en cierto modo, hubiese sido propio de un descreído–. Y me impresiona ese Lázaro resucitado de Alfredo Castellón que no es capaz de decir nada del otro mundo y a quien de la boca no le sale más que tierra de enterrado, porque es en ella donde se contiene toda nuestra profunda verdad. O ese pasaje conmovedor en que se imagina a Jesús de Nazaret añorando las caricias de su madre y los dátiles del desierto, dando a entender que es aquel el paraíso, y que lo que nos corresponde es vivir nuestra humanidad hasta el final.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ismael Grasa

Mi primera experiencia como lector de Gustavo Valle data de 2009 con Bajo tierra, que era también su primera novela. Desde entonces he estado persuadido de que la suya es una voz central de la narrativa venezolana. Celebro que la aparición de Amar a Olga (Valencia: Pre-Textos, 2021) le dé al público español la maravillosa oportunidad de conocerlo. No estamos ante un bluff comercial inventado en los laboratorios editoriales y promovido por la insistencia hipnótica de la publicidad, sino ante un autor que por la consistencia estética de sus propuestas se seguirá leyendo cuando sus títulos figuren entre las novedades exhibidas en las cadenas de librerías.

            La anécdota de Bajo tierra constituía una arqueología moral tanto de la Venezuela más remota como de la que todavía, a duras penas, sobrevive. Se relataba en clave fantástica, con algo de H. G. Wells o Jules Verne, un descenso a las profundidades de Caracas donde habitaban sociedades con intenciones siniestras, arcaicas presencias que interferían desde la oscuridad en los sucesos cotidianos; todo eso rematado por los espantosos deslaves de 1999 que arrasaron al país, particularmente las zonas adyacentes a la capital, con un saldo de millares de víctimas atribuibles a la confabulación de la naturaleza hostil y la torpeza estatal. Diez años después de la catástrofe, era evidente el retorno a Venezuela de una amenaza que se creía sepultada en los sótanos de la historia: el autoritarismo de cuño militar. No costaba temer que el novelista estuviera emprendiendo una de esas “metáforas totalizadoras” o “globales” ―como las denomina la puertorriqueña Ana Lydia Vega― con las que la literatura hispanoamericana una y otra vez ha insistido en reclamar funciones pedagógicas, edificantes, proféticas... Ya en esa novela, sin embargo, Valle lograba lo que a mí me lo confirma como un magnífico narrador: pese a la incitación de su texto a que lo leamos alegóricamente, en este hay asimismo dispositivos que desbaratan los nítidos paralelos de una alegoría, donde A debe corresponder a 1, B debe corresponder a 2, C a 3, y así sucesivamente. La trama de aventuras se diluía en la incertidumbre, la posibilidad de que nada de lo contado obedeciera a eventos, sino a una manera personal del protagonista, en su imaginación de escritor, de lidiar con carencias afectivas: un padre experto en asuntos subterráneos, hacía mucho extraviado mientras trabajaba en la perforación de túneles del metro. En otras palabras, la actividad intelectual e ideológica, pública, a la que nos convida la alegoría se rendía al imperativo del sentimiento, cuya legitimidad la hallaremos en la esfera privada. En ella no hay tableros de significados exactos o colectivos.

            Con Amar a Olga Valle le es fiel a su carrera, pero sus inclinaciones vienen potenciadas ahora por una mayor madurez. En esta novela su poética revela afinidades con aquello que en la narrativa anglófona de unas décadas a esta parte se ha identificado como New Sincerity. David Foster Wallace, el autor que reflexionó más al respecto, subrayó en los artificios posmodernos una sempiterna ironía cuyo principal objetivo era exiliar o menguar nuestra entrega a los afectos. Wallace y otros narradores como Zadie Smith, Donna Tartt, Jonathan Franzen y Michael Chabon han intentado desviarse de esa impersonalidad, fruto de la cosmovisión mecanizada del capitalismo tardío, invitándonos a redescubrir la inmediatez emocional, una sinceridad consciente, no obstante, de que los ideales románticos pueden degenerar en fórmulas, como ocurrió en el siglo XIX. Con esa memoria cultural a cuestas, la Nueva Sinceridad se esfuerza en recrear modos de vincularse con la realidad que superen la veneración por el “poshumanismo”.

            Si nos atenemos a Hispanoamérica, Amar a Olga pertenece al linaje no abundante de la narrativa que resalta los conflictos de la vida interior de sus protagonistas, quienes, de esa manera, superan la índole de marionetas doctrinarias ―percance usual en las obras de autores ansiosos de captar la “esencia” de lo nacional, o radiografiar la sociedad para diagnosticar los males que la aquejan y convertirse en sus oblicuos salvadores―. A Valle no le interesan las poses magisteriales o mesiánicas que, desde la época de Bartolomé Mitre hasta la del Boom, han facilitado carreras políticas al escritor. Lo atraen, por el contrario, las criaturas de ficción cercanas a la condición humana, criaturas en las cuales, sin saber bien por qué, reconocemos zonas de nuestra psique o la de nuestros allegados. Los suyos son personajes genuinos, no rudimentarios “actantes” cuyo propósito consiste en desempeñar un papel en el tinglado argumental o, peor, encarnar un principio abstracto.

            El retrato convincente de los mecanismos de la mente humana exige, amén de empatía o vivencias acumuladas por el autor, un alto grado de pericia verbal. A fin de cuentas, los personajes no son personas, sino conjuntos de signos en un texto que causan efectos en nuestra percepción y movilizan datos almacenados en nuestra memoria. Pero no todos los escritores saben manipular esos signos para suscitar una impresión de verosimilitud. ¿Cómo lo consigue Valle? Mediante lo que Henry James, en la tradición flaubertiana de presentar y no analizar, solía denominar el “método escénico”: no evaluando directamente una personalidad, sino haciendo que los gestos, las iniciativas, los parlamentos, los detalles del escenario y el encadenamiento de acciones nos concedan los materiales necesarios para sacar nosotros nuestras propias conclusiones. Amar a Olga tiene un narrador en primera persona: eso hace más engañosa nuestra tarea, porque la información se filtra sin intermediarios a través de su perspectiva de mundo. Pronto, con una gran sutileza ―no del personaje narrador, sino del invisible autor implícito que a su vez lo crea―, al “yo” se le escapan suficientes elementos para que la imagen de héroe romántico que al comienzo reclama su pasión por Olga, un antiguo amor de juventud, no nos entusiasme tanto o no deje de sembrar en nosotros desconfianza. Después de todo, vamos descubriendo que este cuarentón incapaz de comunicarse con Marina, su mujer, y, fatalmente, en trance de divorcio, para colmo en un país infernal ―“inframundo”, lo llama―, tiene un cuadro psicológico más que sospechoso, proclive al onanismo o a episodios amorosos en serie: síntomas regresivos o, quizá, de una adolescencia que jamás ha desaparecido. Su inconsciencia es tal que no le permite avizorar cuándo su pasión por Olga pondrá en peligro a ambos en el campo minado de un entorno sin más ley que la voluntad de los militares. En la disputa de Eros y Tánatos acaso toque al segundo la última palabra; nunca estaremos seguros.

            Las ambivalencias de un héroe que podríamos considerar antihéroe ―dependiendo de nuestras oscilantes apreciaciones de su conducta― llevan a su perfección un modelo de novela cuya materia no son los acontecimientos, sino cómo los sienten quienes participan en ellos: el “tema”, si pudiera hablarse de tal en las ficciones, se localiza en la percepción y el discernimiento o la falta de discernimiento de los personajes, no en un conjunto de acciones. La prioridad para el novelista la tiene la fabulación de individuos. Estos se vuelven contradictorios, impredecibles, burlan la trampa de la moraleja. De su talante se derivan las acciones. Valle sabe que la literatura de la cual proviene ha sido fértil en catecismos laicos. Su misión en Amar a Olga, así pues, parece ser combatir toda forma de sermón incentivando en su protagonista la mayor autonomía posible y, en consecuencia, autenticidad psicológica.

Como las personas de carne y hueso, el “yo” ―innominado hasta la línea final, para que podamos compenetrarnos mejor con él― existe gracias al desencuentro de las versiones de sí mismo que prodiga. Por eso, justamente, nos depara una irreductible sensación de vida.

Gustavo Valle, Amar a Olga, Valencia, Pre-Textos, 2021.

 

 

Autor de la fotografía: Martín Castillo Morales. 
 
 
 
 
 
 
 
 
Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Gomes

Estoy delante de tu recuerdo.

Miro aquella fotografía donde apareces vestida de negro

y la casa se ve al fondo.

Alguna vez vienen destellos de luz y cal blanca,

pero enseguida me oprime la garganta el dolor,

tu figura encorvada,

las hormigas trepando por tus piernas de carne acostumbrada y olvido.

Querías hablar con Dios antes de morirte

pero en su lugar apareció un hombre viejo,

con la barba descuidada y un suéter azul

que tomó tu mano y pronunció tu nombre sin saber muy bien si eras tú

o si se trataba de un espectro.

Tú lo miraste un momento y le preguntaste:

¿Es usted Dios?

Él contestó:

No, señora A, soy el señor F.

Y ya no hubo más conversación.

Cambiaste la dirección de tus ojos

y te quedaste pensando en los inviernos.

Quién sabe si conociste por primera vez los bosques de Dinamarca

o te diste de bruces en el sueño contra una muchacha con el ombligo roto

y un piercing en el corazón.

El caso es que no regresaste a la vida.

Respirabas pedacitos de ausencia y un sorbo de agua

que, de vez en cuando, una enfermera te obligaba a beber.

Permaneciste ida de tu cuerpo,

ida de tus huesos,

con la sangre revuelta en otro lugar,

con la tierra batiendo palmas cerca de tus vestidos,

con tus piernas echando raíz en aquellas fotografías que empezaban a tener fiebre

y a besar el color amarillo.

Sencillamente cerraste el telón.

Recuerdo que no había pájaros cerca de la ventana

y que alguien puso la cafetera al fuego.

Pensé que la noche siempre trae muertos hermosos

y una maleta de plata donde meter el ruido.

Escrito en Lecturas Turia por Angélica Morales

4 de agosto de 2021

Doris Lessing, que toma su apellido de su segundo marido, Gottfried Lessing, un judío ruso marxista, fue la primogénita del matrimonio formado por Alfred Tayler, un ex oficial, combatiente en la primera guerra mundial, en la que se dejó una pierna, y una enfermera, Emily Maude  Mc Veagh. Nació en el seno de una familia de clase media inglesa y protestante, pero en un lugar bastante alejado de Gran Bretaña, ya que vio la luz en Persia, en la ciudad de Kermanshah, el 22 de octubre de 1919.

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Escrito en Lecturas Turia por Carme Riera

14 de julio de 2021

Escritura rota, fragmento, quiebra de la linealidad espacio temporal como manifestación de un aliento con residencia en la singularidad y proyectado hacia lo eterno universal.

 

Habla la luz, claman los colores, las sinestesias bordan el mapa machadiano donde se inscriben los topónimos de una aventura fantástica y real. Una realidad –dolorosa realidad- cuyo rostro transformado exhibe las arrugas de los sueños –estamos hechos de la materia de los sueños, advirtió Shakespeare-, para mejor nombrar aquello que nos hace y nos deshace.

 

La escritura, nos dice Samir Delgado, en un sustancioso texto liminar, constituye una materialización del sueño y la esperanza habita el tiempo de las islas del exilio. Exilio, el de Antonio Machado, como paradigma de la barbarie, pero exilio también el que todos vivimos por nuestra condición de extranjeros. Somos extranjeros incluso para nosotros mismos. Parece inoportuna esta última observación al contemplar la tragedia de Machado, mas tengo para mí que Samir prolonga la condición y extrañeza del ser humano, desde una crítica social profunda y poco convencional,  hacia territorios ontológicos donde muy bien podría resonar la palabra de otro gran desubicado, el poeta egipcio francófono y ciudadano francés, Edmónd Jabès. En Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, proclama: “Aquello que ve la luz es extranjero a la luz misma”.

 

Pedro Garfias, otro exiliado, escribe: “Qué cerca de tu tierra te has sabido quedar”,  y Delgado nos lo recuerda en el epígrafe de Retourner,  primera sección del libro La carta de Cambridge. Lo imposible que se vuelve inevitable, dice Juan Larrea en ese mismo epígrafe. La proximidad, tan sólo la cercanía –una cercanía indeterminada y fiada al albur que tropieza con fronteras y pasos clausurados- como único refugio y morada posibles. Las migajas como lecho para el descanso tras una búsqueda indesmayable.

 

Pero ¿qué tierra es esa que te ha expulsado a la vecindad?

 

La poeta portuguesa, Ana Luisa Amaral, afirma que “la misión de la poesía, si tuviera alguna, sería preservar memorias”. La escritura de Samir, no sólo preserva las memorias, sino que las enciende, las aviva y claman frente a los terribles muros de silencio, frente al oído ciego y el ojo sordo.

 

¿Qué tierra es esta –otra vez y mil veces más- que te ha expulsado? ¿Qué esperanza te queda? ¿Y qué esperanza queda para aquellos que no sufren el sufrimiento de los otros?

 

Arte de la memoria, Delgado abre también, no ya una memoria individual, un espacio inútil de recuperación de la experiencia solitaria de una subjetividad siempre precaria, sino que convoca a otras voces, una gran asamblea de ánimas, que conforman esa verdad que jamás puede alcanzarse de una vez por todas, como nos enseñó Esquilo en su Prometeo. Hasta sesenta y tres de aquéllas comparecen en el libro para dar cuenta, para presentar los distintos matices, planos y facetas de un espacio donde, cabe al pensamiento, se excita el movimiento emocional, la purga del olvido.

 

Corifeo en el centro de la Orchestra-escenario, Samir Delgado acuerda el registro de un contumaz desorden desde la  conciencia clara de la magnitud del empeño que descansa en el ser del no ser, en la plenitud del vacío, en la locuacidad del silencio, en el salpicado de notas para una sinfonía que, desde siempre, se sabe incompleta, y, por eso mismo, tiende a la completitud. Esta es la inteligencia y la razón poética de quien, como Samir, puebla su universo con semejante generosidad. Otra paradoja más que nos atraviesa: la voz propia siempre se inscribe en lo común, en la expresión de lo colectivo. Sólo puede recibir quien sabe dar; sólo sabe dar quien puede recibir; sólo puede escribir quien se atreve a escuchar aun con el riesgo de ser tachado, borrado, diluido.

 

Portbou. Antonio Machado. Corpus Barga. Dos fotografías para la desolación. La imagen del sufrimiento callado, la vejez anticipada, el aniquilamiento. Ya no hay camino, piensa Concha Zardoya, para el poeta que hizo del camino existencia y metáfora universal.

 

“El tiempo detenido de ayer en la frontera”, escribe Samir, y continúa: “volver a sentir el periplo vital / frente a su réplica en la pantalla //  bajo el impulso inmediato de la mirada / hacia el horizonte de aquel mismo cielo / que fue el tragaluz del último mar // es la terateia: la maravilla del encuentro de la voz / en el eco de cada palabra revivida”.

 

Respira la palabra. Autarquía de la palabra. Autarquía del mar y del poema. “Y en cualquier instante puede llegar el poema / como un naufragio de Turner / / desde la autarquía del mar / anochece el hotel Bougnol”, nos  advierte el autor de La carta de Cambridge.


Las palabras saben de nosotros lo que nosotros ignoramos de ellas, escribe René Char. El poeta francés sabe también que la poesía es palabra en el tiempo. ¿Un tiempo extinto o un tiempo no iniciado, o tal vez siempre reiniciado en el poema?

 

Todo está siempre abierto a los días azules. Respira la palabra, y Samir Delgado acompaña ese flujo lingüístico y, sencillamente, permite que se exprese. En la página, él es una tachadura. ¿Qué movimiento es éste que armoniza el caudal rítmico con la materia conceptual? Todo tiene en La carta de Cambridge una libérrima naturaleza musical y pictórica, que, afortunadamente, el poeta ha podido anotar. Y, sin embargo, en el libro conviven poesía, prosa, artículo y ensayo. Hasta la ficha artística de “Antonio Machado, 1966”, escultura del aragonés Pablo Serrano, se hace un hueco sin estridencia, en un libro inclasificable y absolutamente necesario.

 

Acepten, por favor, esta aventura, este viaje iniciático, exploren los límites de la palabra, del ser, de la existencia, gocen con la belleza de la mano de un poeta que honra, sin ninguna duda, la memoria de nuestro Antonio Machado más universal. Ojalá que los dioses concedan a Samir Delgado honra semejante.

 

Samir Delgado, La carta de Cambridge, Zaragoza, Olifante, 2021

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Mariano Castro

14 de julio de 2021

 

Un golpe en prosa lírica penetra agudamente en nuestro suelo. Resuena. Es la reverberación de lo que ya no está, de lo que ha dejado de ser y, sin embargo, permanece. Es el pálpito de un sonido que germina, crece, brota y, después de retumbar, hace nacer a un nuevo retoño que apunta con firmeza hacia el futuro de la luz en forma de poema. Es la palabra precisa de Ana Muñoz (Cuenca, 1987), una voz madura y verdecida que, tras ese dulce titubeo a caballo entre el deseo y la búsqueda que puebla las primeras páginas de su poemario Madriguera, se decanta por pasar a contemplar la profundidad que entraña el curso de la vida, así como por permitir que el lenguaje arraigue en lo más hondo de la rutina cuando una pérdida que no parece seguir las leyes de la naturaleza quiebra la superficie que hasta entonces había sostenido el camino de su Redehuerta. Así, la poeta opta por encaminarse hacia el poema y allí comienza a excavar un agujero, se hace voz de masa madre que moldea la tierra fecunda en la que la escritura trabaja hasta socavar los espacios anteriormente frecuentados y desenterrar de ellos la hermosura que hasta entonces siempre habían albergado, hasta llegar a desconocerlos e incluso a renunciar a ellos al asegurar «ya no quiero volver ni a la luz ni al campo, ni al resto de cosas que me hacían feliz» (Muñoz, 2021: 18).

            La voz lírica rompe en cierto modo con el pasado, pero a su vez lo conserva como patria añorada, como lugar de la evocación y la escritura, como textualidad del soporte de memoria que sobrevive al paso del tiempo. Bajo la percepción de que «esta es la forma en la que acaba el mundo: con un poema» (Muñoz, 2021: 18), Ana Muñoz sin embargo invierte esta cadencia conclusiva de su propia letra porque considera que cada cambio es un transcurso de situaciones, que «nada sucede del todo hasta que se supera» (Muñoz, 2021: 19), y que por lo tanto es preciso continuar el trayecto iniciado; y así es como empieza el recorrido de un libro en el que alcanza a guarecerse del dolor tan solo cuando lo taladra, cuando trepana el silencio tenso del suelo con la voz y profundiza con el tiempo en lo más hondo de la vida, en la raíz de la belleza.

            El ambiente lírico del poemario, de este modo, varía a lo largo de la obra. Se inaugura con la tendencia lóbrega y nublada de una vida que se consume en momentos como los de «esa avanzadera de los días de quema que es el humo» (Muñoz, 2021: 20), de un mundo «que se está muriendo» (Muñoz, 2021: 26) y en el que «todo ha pasado a ser algo aproximado, algo incierto, como los años de este ciprés longevo» (Muñoz, 2021: 21). Es este un entorno en el que se recuerda constantemente la fecha señalada de un miércoles que, lejos de ser un anclaje temporal como otro cualquiera, se define como el instante del dolor por antonomasia, el comienzo del sufrimiento que implica la llegada de una pérdida. Lo vemos en versos como «desde aquel miércoles, el silencio es una forma más de violencia y se acumula demasiado ruido en las ideas que bordean, y bordan, tu nombre a lo largo de la zequia» (Muñoz, 2021: 18). Pero más adelante el yo lírico abandona este espacio del duelo, ese inicial «No quiero que nada ni nadie pueda brotar a tu costa en la próxima primavera» (Muñoz, 2021: 26), y lo sustituye  por un «Ya no suele inquietarme que la tierra en la que yaces pueda llegar a profanarse […] Así ha sido y así ha de ser siempre» (Muñoz, 2021: 35). Nuestra poeta se redefine así en la convicción de que el recorrido vital no pasa por la posesión en cierto sentido egoísta del cariño, ni tampoco consiste en un mero estado de presencia o ausencia, sino que se traduce en recorrido, en un proceso de renovación constante en el que todo fluye y permanece pero en el que «Nada queda. Nada si es posesión» (Muñoz, 2021: 23), porque «La naturaleza es tránsito y misterio» (Muñoz, 2021: 23).

            Como traslación de poesía y pensamiento, la voz lírica se injerta en sus nostalgias y las completa con la prolongación y la unión permanentes que surgen de su recuerdo, llenando así el vacío de la ausencia con el lenguaje que nos traspone una nueva presencia, porque «La comunicación aquí es necesaria. Por consideración. Por instinto. Por supervivencia» (Muñoz, 2021: 37). Ana Muñoz, consciente de que «Importa el fruto. Porque importan las raíces» (Muñoz, 2021: 32), cuida tanto de lo visible como de lo invisible en la traslación de sus poemas, actúa como tallo que transita entre los rincones más oscuros y los espacios más iluminados, entre lo más hondo y lo más alto al mismo tiempo, como vínculo entre los extremos, y acepta que el vacío colme un nuevo lugar de la naturaleza, que pase «a ser pasto de la tierra para poder pertenecerle a ella» (Muñoz, 2021: 20). Es de este modo como nuestra poeta emprende el camino hacia las hojas renovadas de una existencia caduca que se secó y se cayó en otro tiempo, y entonces se reconoce a sí misma «al borde de una vida nueva, desparramándome como el café que siempre echo de más» (Muñoz, 2021: 30), saliéndose por completo de los límites del mundo conocido para así explorar el otro lado y entender que al cuidar a las plantas «ese mimo es comunicación con algo más que con ellas» (Muñoz, 2021: 38), es diálogo con lo que no está y, sin embargo, permanece y se intuye cada vez más cerca.

            Y a medio camino entre el “aquí” de su palabra y el “allí” de la tierra y del cielo, la voz de Ana Muñoz recorre la trascendencia de la vida como savia que fluctúa entre ambos extremos, y, considerando que «ser alguien o ser algo es aquello que pasa inmediatamente antes e inmediatamente después de no ser nada y de no ser nadie» (Muñoz, 2021: 19), la poeta hace “algo” de la “nada”, hace presencia de lírica desde el silencio violento de la ausencia. Y la traslada al injertar al presente su recuerdo como prolongación futura, como una palabra nodriza que amamanta el curso de la vida desde el refugio del lenguaje, desde el cobijo del poema, desde un agujero inicial ahora ya poblado por su firme convicción de madriguera.

 

 

Ana Muñoz, Madriguera, Zaragoza, Olifante, 2021.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Celia Carrasco Gil

9 de julio de 2021

La aforística de José Luis Morante (El Bohodón, Ávila, 1956), formada por los libros Mejores días (2009) y Motivos personales (2015) (a los que se acaba de unir Planos cortos. Aforismos y cine, 2021, publicado al albor de Migas de voz), se da cita en un florilegio que reúne textos de los dos primeros libros, a los que suma los de un inédito: A sorbos. Una publicación que sitúa a su autor en el ámbito del aforismo internacional.

Migas de voz se presenta en la bellísima colección Esquirlas, coordinada por el aforista mexicano Hiram Barrios -muy conocido en España por sus trabajos en este campo- en la Universidad Nacional Autónoma de México. El volumen viene prologado por Carmen Canet, una de las voces clave en el resurgimiento del aforismo en España en el siglo XXI, quien alude a estas migas morantianas como “piezas inteligentes” y “escenas de lo cotidiano”. En este sentido se apuntan dos de los axiomas que conforman el aforismo actual. Por un lado, su lado reflexivo, inherente a todo texto aforístico, a medio camino entre el carácter sentencioso de la filosofía y el estupor melancólico de la poesía; por otro, lo inteligente en el aforismo de Morante se fragua dentro de una concepción mixta, cercano a lo que Karl Kraus llamaba “búsqueda civil de la verdad”. En este sentido, procedimientos propios como la ironía, la inteligencia, la paradoja, el humor o el sentido poético de la realidad convergen bajo el prisma de la aforística contemporánea, de la que José Luis Morante es destacado representante. Lo poético (la veta metafórica) subyace en el aforismo actual junto a lo conceptual. José Luis Morante es un excelente poeta, y cabalga en la determinación de una frase proteica cuyo fogonazo lírico expresa siempre una idea, una conceptualización de una idea. La poesía como verdad y como pensamiento. El decir breve, su opulencia metafísica, lo metafórico instalado en la cotidianidad. El aforismo sintético y punzante de José Luis Morante pretende dar sentido a nuestros actos, a la existencia humana, al devenir escéptico que nos recompone día a día. Por esa razón el aspecto moral tiene tanto peso en su paradigma aforístico. El poeta pensador da constancia de un personaje que reconstruye la realidad, con su visión escéptica e irónica, llena de media verdad o verdad y media, como quería el ya citado Karl Kraus. Por eso escribe: “Alguien escribe. Soy parte de la trama. Un personaje episódico”.

A lo largo de los tres libros seleccionados, se constata una formulación de la identidad, una novelización de ideas identitarias, como vimos que titula el apartado final. El aforista ucraniano Leonid S. Sukhorukov, precisamente, definió al aforismo como “una novela de una sola línea”. Las migas morantianas condensan -al modo del “polen” de Novalis, o de las “hojas caídas” de Rozanov- una novela de ideas, un pensamiento en movimiento, migas certeras condensadas en un decir mínimo, sintético, con que su autor formula “una hipótesis verosímil”, “una verdad creíble”, como señala el propio escritor en un apartado final, a modo de poética aforística titulada “Una novela de ideas. (Apuntes sobre el aforismo)”.  Ahí queda explícita la tradición aforística en una de las reflexiones de este apartado que titula “Tradiciones”. Se dan citas algunos de los nombres esenciales en su aforística: Nietzsche, Canetti, Wilde, Chesterton, a los que sumaríamos nosotros los moralistas franceses (sobre todo Joubert y Rivarol), o la monumental influencia que representa el edificio del aforismo tradicional: Georg Christoph Lichtenberg, o en el terreno hispánico: Juan Ramón Jiménez.

Decíamos al inicio de nuestras notas que la antología se organiza en tres apartados, los dos libros publicados hasta la fecha: Mejores días y Motivos personales, más el inédito A sorbos, que cierra la trilogía. Los dos primeros formulan una colectánea aforística compacta. Los aforística de José Luis Morante se conjura en forma diarística. No en vano, en Reencuentros (diario publicado en 2007), aparece la síntesis aforística como una de las piedras arquitectónicas de su narrativa. Así leemos: “Cuando estoy solo ensamblo actividades que acentúan mi condición de solitario inútil”, o bien: “Alguien escribe. Soy parte de la trama. Un personaje episódico”, que engarza con aquella “novela de ideas” que propone el posfacio final.

Los aforismos de Migas de voces vienen a ser una síntesis, una suma de instantes donde queda retratada la vivencia cotidiana, por eso la aforística de esta primera etapa se acerca al aforismo moral, puesto que radiografía la realidad con bisturí de entomólogo. En este sentido, podemos leer algunos textos muy sugerentes:

La crítica debe cultivar el pudor. El elogio gratuito suena a sarcasmo.

El egoísta hace del yo apócope de nosotros.

Quehacer constante: acumula quejas.

Pero la aforística morantiana acumula una variedad grande de recursos. La ironía está presente como una forma de identidad propia: “Ejemplos del vacío, las estatuas carecen de secretos” o “Las virtudes se gastan; solo los defectos tienen voluntad de permanencia”; también como paradoja es recurso útil: “Eligió ser testigo mudo” o “Cualquier soledad está llena de encuentros”. Mientras, la poesía destella en unos pocos ejemplos de aforismo poético: “Los derrumbes emiten destellos líricos”, que a veces engasta con la greguería: “Tampoco son idénticas las sombras de los árboles”. Tampoco faltan las tenues referencias a la tradición, como cuando escribe: “La poesía no ha cambiado. Es un interrumpido diálogo con el tiempo: la suma de ayer, de hoy, de mañana”, que nos retrotrae al machadiano “la poesía es palabra esencial en el tiempo”.  E incluso, dentro de una preterida metapoética, no faltan textos que nos remiten al ámbito poético: “Afronto la escritura defendiendo en común que menos es más; calculo estructuras para que nada sobre” (con alusión a un título poético de Joan Margarit); con alusión al decir aforístico, con la intención de precisar lo indefinible de este género en auge: “Aforismo: un zumbido de avispas”.

Sin duda, y esta es una impresión personal, el aforismo del poeta José Luis Morante crece, se expansiona, al tiempo que se concreta, con la inclusión de los inéditos de A sorbos, que sin duda se publicará en fecha cercana en toda su extensión. Dentro de los textos que conforman la poética aforística que representa el apartado teórico final, leemos: “Lo mínimo es el dardo”. Estos nuevos aforismos, en efecto, quieren asemejarse, desde su mismo titular, a “sorbos cortos”, a dardos dialécticos. Los textos tienden a una mayor concisión, donde redundan antiguos procedimientos, como la ironía (“el prudente convierte en coma cualquier punto final”), el escepticismo (“Que raíz tiene la nada”) o la paradoja (“Ese empeño en acaparar bocanadas de aire bajo el agua” o “Hay una generosidad periférica, que regala lo que no tiene”), si bien suma nuevas formulaciones, como el humor (mucho menos presente en los dos primeros volúmenes), detallado en estos ejemplos:

            Cuántas vísceras se movilizan a la hora del almuerzo.

            Último refugio de la épica contemporánea, me he apuntado al gimnasio,

transformado en ocasiones en humor negro: “Sus caricias restriegan”.

Otros textos de este libro recalan en el aforismo lírico o poético de una manera más pertinaz: “Salgo fuera y me paro: la nieve desovilla su madeja de luz”, o en el aforismo metafísico: “El polen en suspensión de la vanidad degrada la espina dorsal de los espejos”. También es llamativo el aforismo que pretende la definición: “Tristeza. Su matrimonio era un número impar”, “Originalidad, cristales rotos que no repiten trazos” o “Las poéticas son epitafios revisables”, muy al estilo de lo que presentó el filósofo y aforista Miguel Catalán en su fundamental Diccionario Lacónico (2019).

A esta recolecta de nuevos aforismos de A sorbos, señalamos algún homenaje expreso, y leemos entre líneas a Borges ( “Yo soy otro pero a la vez soy yo” o “Yo soy realmente yo, pero ellos son otros”), Ángel González (“El civismo de mi vista cansada practica inversiones pacifistas, empeñadas  en corregir el cuerpo de letra”) o Gabriel Celaya (“La poesía es un arma cargada de futuro”, solo si los versos emplean el exacto calibre”), aunque también aparecen citados Oscar Wilde, Julio Ramón Ribeyro y Alejandra Pizarnik, en perfecta comunión poética/aforística.  Como afirma el final de uno de sus textos, “sé que escribir es caminar”. El camino aforístico de José Luis Morante presenta una clara simbiosis con su corpus poético. “La escritura aforística no pasa de ser la sombra larga de una fisonomía nómada”, dice en “El yo plural”, primer fragmento de sus apuntes metapoéticos del apartado final. Una fisonomía que deletrea una forma de mirar la cotidianidad que completa una “novela de ideas”, migas que son gotas de realidad en la voz de uno de nuestros aforistas mayores.

                                                          

                                                                                             

 

Migas de voz, José Luis Morante, Universidad Nacional Autónoma de Ciudad de México, Ciudad de México, colección Esquirlas, prólogo de Carmen Canet, 2021.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Virtanen

“Yo considero que solo quienes buscan comprender a fondo lo que observan pueden explicarlo a otros de forma sencilla. Mis ojos son míos y cualquiera puede ver, pero no mirar igual que yo”. He ahí una declaración de principios, una lección que todo periodista debería aprender: una consigna capital. Todos vemos, pero no todos sabemos mirar. Lo dice Silvia Cruz Lapeña (Barcelona, 1978) en uno de los pasajes incluidos en su primer libro, el extraordinario Crónica jonda. El texto termina así: “Creerse ciegamente lo que alguien cuenta y elogiar sin matizar y con locura son cosas que solo se hacen por amor. Y yo no escribo por eso”.

Silvia Cruz recoge el testigo, en esa frase seminal, de la sentencia que dejó escrita Alejandra Pizarnik antes de morir: “Solo quiero ir hasta el fondo de las cosas”. Y eso es lo que ella hace: profundizar en los libros que lee, en la música que escucha, en el perfil de los personajes que retrata, en la intimidad de sus entrevistados. Algo que se opone diametralmente al reporterismo superficial que se ejerce hoy en día. Y es que su manera de operar -su mirada lírica, la defensa de su oficio- tiene más que ver con el periodismo narrativo (ese que utiliza las herramientas de la literatura como vehículo de expresión) que con cualquier otra forma de trabajo o encargo.

La prosa precisa que Cruz escribe en las páginas de un periódico es la misma que exhibe en los libros que ha publicado hasta la fecha. Pocos periodistas – y pocos escritores- manejan el tempo de las narraciones como ella, pocos son capaces de dibujar sobre la página un abanico tan extenso de recursos: metáforas audaces, anáforas, aliteraciones. He ahí su técnica, siempre revestida de emoción. Su debut literario, publicado hace cuatro años, mostraba una variedad de enfoques y registros que daba cuenta de su versatilidad como creadora. Crónica jonda, una obra articulada en torno al flamenco, contenía entrevistas disfrazadas de relatos, relatos que escondían columnas de opinión, columnas que eran crónicas de viajes y conciertos: piezas que tenían algo de diario personal y de breviario.

Y personal, íntimo y singular era lo que registraba en ellas. Desde recuerdos familiares y estampas de su infancia en Baena hasta episodios de su adolescencia en Barcelona. Desde viajes pasados, presentes y futuros hasta rutas por los escenarios más variopintos del país. Esa confluencia de vivencias y trayectos, de curiosidad y conocimiento convertía el libro en un retrato sociológico de la España reciente. Una España, en los albores del nuevo siglo, donde proliferan la corrupción y los escándalos políticos, la especulación urbanística y el independentismo, y donde la brecha social entre pobres y ricos se paga en forma de precariedad laboral, en especial en su gremio: el periodístico. Todo ese material estaba perfectamente documentado, narrado con la rotundidad y la rabia del flamenco, pero mostraba siempre el revés de ese itinerario: la belleza extraordinaria del perfil de Paco de Lucía, viñetas cotidianas como “Tres persianas bajadas y dos tajos de tijera”, evocaciones y recuerdos de sus familiares más queridos. Todo tamizado por los ojos de una mujer que miraba dentro y fuera de sí misma espoleada por la música: la música de sus palabras.

Si el periodismo es un oficio que puede ser elevado a la categoría de arte lo es gracias al buen hacer del periodista. Y eso sucede en las crónicas de Silvia Cruz y en ese ejercicio de reporterismo literario que es su último libro, Lady Tiger, un texto que puede leerse como un perfil de largo aliento o como una biografía de la boxeadora Marian Trimiar. En cualquier caso, y más allá del soporte genérico, el sello de la escritora queda impreso en cada tramo de la obra.

“Yo suelo mirar, y después buscar los datos”, dice ella. Yo pienso que alguien escribe sobre alguien porque -consciente o inconscientemente- busca conexiones personales, puntos de encuentro, espejos. Si Silvia Cruz Lapeña demuestra una cosa en Lady Tiger es empatía con el personaje que retrata: una mujer negra de origen humilde. Unas credenciales que le permiten componer a lo largo de estas páginas -sin pretenderlo- un pequeño tratado feminista, un relato que aborda el plano político y social de la Norteamérica del siglo pasado. Y que, al mismo tiempo, le sirve para denunciar dos de las lacras más infames de aquella sociedad, de todas las sociedades: la discriminación racial y el machismo.

Si Marian Trimiar consiguió su licencia de boxeadora profesional en 1978, Silvia Cruz consigue conformar aquí un reportaje que se nutre de los elementos más genuinos del periodismo narrativo: un gran trabajo de documentación que le lleva a reconstruir la historia de una mujer -una luchadora nata- con una prosa precisa y un rigor envidiable. Sensibilidad y empatía, decíamos antes. Técnica y talento. Denuncia y compromiso. El subtítulo del libro -no puede ser más elocuente- es también una declaración de principios: “Es mi cuerpo y es mi vida”.

Ignoramos si Silvia Cruz Lapeña ha boxeado alguna vez. Lo que sí sabemos es que lo hace con las palabras en cada uno de sus libros, en cada uno de sus perfiles y entrevistas. Sabemos que de niña (igual que Lady Tiger) quiso estudiar Medicina y que ha trabajado de camarera y telefonista. Y sabemos que ha colaborado en periódicos y revistas, en medios escritos y audiovisuales. Hace unas semanas, en uno de sus textos de actualidad para Vanity Fair, publicaba una semblanza de Franco Battiato, un artículo en el que decía adiós al músico italiano que, a la vez, escondía otra despedida. Y lo hacía con la serenidad de una prosa pausada, reflexiva: como quien corta delicadamente con unas tijeras la fotografía de un amor que ya no es. Pura emoción contenida, rabia jonda y tristeza. Y es que todo el mundo puede ver, pero pocos auscultan la realidad y los sentimientos como ella.    

                                                                                                                   

                                                                                                                  

 

Silvia Cruz Lapeña Crónica jonda / Lady Tyger , Madrid, Libros del K.O., 2017 y 2020.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Íñigo Linaje

La altura de Carmen Berenguer (Santiago de Chile, 1946) roza el vértice del ciprés más espigado y voluntarioso que un verso pudiera imaginar. No fue fácil y espumeante su camino, pero abrió surco propio, combatió (con la palabra y con los actos) y finalmente el reconocimiento fue llegando finalista del Nacional de Literatura, Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda –primera chilena en obtenerla–, presidenta de la Sociedad de Escritores de Chile… su poética es un grito contra la tortura, un grafiti encarnado, una obra visual en perpetua rebelión. Libros de la resistencia acaba de publicar La gran hablada, que contiene tres libros de Berenguer escritor en plena dictadura militar: Bobby Sands desfallece en el muro, Huellas de siglo y A media asta.

 

- Cuando vio las pruebas de La gran hablada, que reúne sus tres primeros libros, aparecidos ya hace veinte años, ¿se reconoce, se asombra, se extraña..?

- En los primeros años leí una crónica de un joven que hace de su cuerpo una lucha como soporte ético y político y pensé en esa orgánica de flujos corporales y escritura con excrementos en el muro de su prisión. Y escribí un libro visual del hambre y a mano, 200 ejemplares. El sistema editorial en el Chile de la época era muy restringido y oficialista. La cultura había sido desmantelada, las universidades intervenidas. En ese espacio, la producción del libro se comenzó a realizar en forma artesanal; de hecho, el libro que me hice fue corcheteado.

El segundo y el tercer libro de La gran hablada se inscriben en nacientes ediciones y un sello intentando proponer una modernidad editorial; se pensó en libros para máquinas de pegado hermético, no obstante, A media asta resultó un libro que al abrirlo las páginas se salían. Es importante esto, porque es en la instauración del modelo capitalista neoliberal que logramos elaborar otro Chile reinventando la contracultura. De tal manera que realizamos el Primer Congreso Feminista en Chile desde ese margen de reflexión cultural interrgando la cultura. En ese contexto se editan quinientos ejemplares, pero en editoriales inestables e independientes.

Desde esa perspectiva actualizamos lecturas y ello me hace pensar en la idea de autor como productor, de Walter Benjamin, en la importancia entre la escritura y la materialidad como significancia en su realización a la reflexión en el objeto libro. Por ello tu pregunta a tantos años, estos tres libros en uno, fue la intención de obtener una recepción más amplia de una década.

 

“Mi obra sigue siendo una poesía asertiva”

- Tantos años después…

- Sí. En ese sentido, se ampliaron las lecturas entorno a mi libro. Ha sido importante, venía creciendo una nueva generación, que me leyó, y que ahora puede disponer de mi obra sin dificultad. Cuarenta años atrás, considero que sigue siendo una poesía asertiva. Y puedo mirar y leer mis libros en la distancia del tiempo corrigiendo apenas alguna coma. No fue un escrito guiado por un romanticismo idealista; creo recoger en él y en los textos que he escrito documentos que se lean por medio de su historia, de su contexto social político y cultural; más que literarios, escrituras escritas en estados de sitio.

 

“Mi vida ha sido escribir, escribir y leer y leer y vivir y vivir en forma insurrecta y pasional”

- Pienso en el hecho que motivó la escritura de Bobby Sands desfallece en el muro. ¿Por qué cosas merece la pena entregar la vida?

- Fueron escritos bajo las balas. Fueron escritos en medio de simulacros de muerte, de engaños, obligada a crear otros, otras lecturas en rupturas textuales y obstinadas. Por ello dejé de lado una estética limpia y pura y quise recurrir en esa latencia a la memoria fundada en recuerdos de mis antepasados, en contra del olvido de aquellos que fueron obligados a atravesar este caos. Mi vida ha sido escribir, escribir y leer y leer y vivir y vivir en forma insurrecta y pasional. De esa manera leo mis libros. Por otro lado, siento respeto por una autonomía humana una autoconciencia, un diseño de vida y de muerte, como propone Timoty Leary.

 

“Entiendo el arte y lo político en su resistencia a la norma”

- Su poesía siempre ha mantenido un alto compromiso político. ¿Cuándo se corre el riesgo de que el compromiso con lo político sea mayor que el compromiso con el poema?

- Entiendo el arte y lo político en su resistencia a la norma y en esa misma resistencia inherente al arte en contra de la norma, y de los flujos de control y sus mensajes desde el poder.

 

- «Todo lo he perdido/ si es que alguna vez lo tuve». ¿Cómo sabe uno de lo que sí tuvo?

- Huellas de siglo un carnaval de rock estridente un punki una pincelada de una imagen femenina en la urbe donde brilla la varieté barata de objetos brillantes a la deriva. Flujos de violencia, una lengua replica a Hitler trasmite el sonido de las botas vociferante todo el largo invierno y máquinas de guerra, enlaces militares y camuflajes verde oliva, por medio de megáfonos en las esquinas medios estridentes antirosarios  y antisermones a la mañana a las doce del día después del cañón que nos despierta en Santiago de Chile, atemorizante en la hora de las plegarias de los que tienen fe, oraciones de las escrituras sagradas, en ese entonces la iglesia era nuestro soporte para acompañar a las víctimas de la violencia militar. Los flujos de control social, de pronto sale Punk Punk, sonido contracultural en el Chile de la escoria y el estiércol. 

De qué manojos de viejas vengo. Así es que lo que tuve fueron ellas y las perdí, como perdí un país.

 

 

“Escribir, cantar y bailar reviven los oficios del día”

- «Mi lengua te lavó entero enterito día y noche/ hasta el primer pendejo». ¿De qué sana la poesía?

- Sana por su liberación de sentidos reprimidos como diría Freud. Es que la escritura es ver, oír, sentir, el sentido del oficio, escribir, cantar y bailar reviven los oficios del día.  Uno de mis libros de cabecera es La clínica y literatura, de  Giles Deleuze.

 

- ¿Cómo «se despierta a los sonámbulos?»

- ¡Chile despertó!

 

- Qué pesa más en el poema, ¿los sueños o las intuiciones o los deseos o los recuerdos?

La escritura se escribe desde el oído, los ojos, todos los sentidos en una línea.

 

¡No solo de hambre se muere!

- ¿Es el hambre la mayor fuerza incoativa para el hombre, para la lucha?

¡No solo de hambre se muere!

 

- ¿Qué poetas españoles lee, de hacerlo?

Los poetas de la Guerra Civil han sido guía en mi escritura. Antonio Machado, Federico García Lorca, Juan Ramón Jimenez y Miguel Hernández. Los he escuchado desde mi niñez, han sido parte de mi vida, se escuchaban en las radios de Chile, en esos años la radio fue fundamental en nuestra formación literaria. Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Pablo de Rokha, Alberti, León Felipe… memoricé a algunos. Y los clásicos, sobre todo Góngora.

 

- ¿Cómo saber que lo que uno necesita expresar ha de hacerlo por medio de un poema o de una performance?

Los medios y modos de expresión son ilimitados, las performances que hice son visuales; el cuerpo, su soporte y su lectura son signos asignificantes y la escritura lo mismo, a-literaria. Se puede poetizar una lámpara y no se trata de escoger un modo u otro, todos pueden decirnos mucho, me gusta la imagen.

 

- El movimiento feminista tuvo un fortísimo impulso en las revueltas de 2019. ¿Sirvieron de algo? ¿Cuál es la salud en estos momentos del movimiento feminista chileno, se reconoce usted en él?

- Han sido años de lucha, un siglo, de allí vienen las nuevas generaciones de mujeres, que son decididas y piensan tomar lo que consideran que les pertenece y les fue arrebatado demasiado tiempo. Somos millones en la calle, activistas, luchamos por el aborto, contra la violencia, contra el abuso laboral. El movimiento de mujeres es muy amplio y practicamos el feminismo desde diversos espacios: desde las históricas desde donde vengo, hasta las que militan en partidos comunistas y Frente Amplio. En las últimas elecciones han ganado alcaldías y espacios importantes como la constituyente, pensando en una nueva constitución. Las tesis el grupo performático han sintetizado las demandas y hecho una acusación pública, como una funa (*), a las instituciones, universidades y políticas, parlamento y presidente, como figuras patriarcales de mausoleo, completamente de museo. Las tesis performancistas se pueden leer desde los grupos activos de arte, durante la dictadura.  Su antecedente inmediato son las ‘Yeguas del Apocalipsis’ (**).

 

(*) Es el nombre dado en Chile a una manifestación de denuncia y repudio público contra una persona o grupo.

(**) Colectivo formado en la década de los años 80 por los poetas Pedro Lemebel y Francisco Casas, que practicaban un arte comprometido y contestario. Mediante sus performances.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Antonio Colinas: “El poeta trabaja con lo que desconoce”

El salón tiene tres ambientes: uno, en torno a una mesa, para departir, corregir textos o degustar un té; otro, más reposado, con sofás, mesa de centro, pantalla y gran ventanal; y un tercero, con ventanal mellizo, que hace las veces de despacho. Por todos pasa la biblioteca, abrigando la estancia en un largo abrazo. Los libros se encuentran además fuera de la pared hasta dar la impresión de crecer como plantas silvestres por el suelo. Buena parte de los que nos rodean descansará después de verano en un Fondo Cultural, en La Bañeza.

 

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

José Jiménez Lozano, un escritor sin carnet

Es sabido que Jiménez Lozano repitió en más de una ocasión que quería desaparecer de las portadas de sus libros. Consideraba que lo menos importante de lo que entregaba a los lectores era que su nombre apareciese en un lugar preeminente. Se pueden buscar muchas explicaciones a esta petición: ¿Era falsa modestia? ¿Se trataba de timidez? ¿Se apartaba de los intereses del mundo? No, no era falso pudor: era bien consciente de la importancia de su obra.

 

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Escrito en Artículos Revista Turia por Guadalupe Arbona

Irene Vallejo: “Para transformar el mundo, hay que reformular los mitos antiguos”

Hay libros que pueden cambiar una vida. Llegan como un tsunami a la cotidianidad de su autor poniendo patas arriba rutinas, horarios, proyectos pendientes. Si el éxito crece como una bola de nieve, las exigencias de la industria editorial, las absorbentes campañas de promoción y el eco en medios periodísticos especializados o generalistas se sumará y retroalimentará la ola.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Angélica Tanarro

LA REVISTA DEDICA UN ATRACTIVO MONOGRÁFICO A UNOS DE LOS AUTORES MÁS ORIGINALES Y LIBRES DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS DEL SIGLO XX

TURIA PUBLICA, ADEMÁS, TEXTOS INÉDITOS DE CLAUDIO MAGRIS, ANTONIO COLINAS, GUSTAVO MARTÍN GARZO, SERGIO DEL MOLINO Y ADOLFO GARCÍA ORTEGA

Cuando se cumple poco más de un año de su muerte, la revista cultural TURIA ha querido rendir homenaje a un escritor esencial y con personalidad propia en el panorama de las letras españolas de las últimas décadas. Fue José Jiménez Lozano un Premio Cervantes sin carnet, un escritor ético con inequívocas y arraigadas convicciones, que siempre buscó la libertad y que mantuvo que la literatura es levantar la vida con palabras. De ahí que no le gustase la palabra escritor, que sentía demasiado cargada de orgullos personalistas y que prefiriera denominarse escribidor.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

18 de junio de 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Menos tú, todo está en internet.

 

Habría que vivir dos veces, pero no para no cometer los mismos errores, sino para terminar las lecturas pendientes.

 

El desprecio, ese disfraz de la envidia.

 

La escena más íntima: cuando los libros se desnudan y te desnudan.

 

A veces, un plato caliente viene mejor al corazón que al estómago.

 

La vida es un borrador que no se puede pasar a limpio.

 

Las relaciones comienzan siendo sólidas, luego se vuelven líquidas y después gaseosas. Como los estados de la materia.

 

La feminidad es un arma que se puede malinterpretar. Pero el que se equivoca, ya viene confundido.

 

Sabía de las sílabas de la vida, de la rima libre del tiempo y de la consonancia y asonancia del camino.

 

Se advertía que sus luces eran de bajo consumo.

 

Le preguntaban el presente, el pasado y el futuro del verbo amar. Respondía en imperfecto.

 

Me gusta la rima de cicatriz con olvido.

Las soledades pobladas de libros ya son otras soledades.

 

La fotografía es el insomnio de una imagen.

 

Todo pensamiento abre su propio paisaje.

 

Tengo ganas de llorar –me dijo la nube. Y yo de llover –le contesté.

 

  “Todo fluye”,  hasta que deja de fluir heráclitamente.

 

El aforismo es un pasillo estrecho que nuestra mente ensancha.

 

Le gritaron: la lectura o la vida, y siguió leyendo.

 

Esos matrimonios que van cogidos del brazo para no caerse del todo.

 

¡Ya está bien de tanto sentido común, utilicemos el propio!

 

Las relaciones tormentosas debería partirlas un rayo.

 

Decir “hasta luego” es más cercano que decir ”adiós”, “ a Dior”, es más elegante.

 

En la vida y en los libros pasar páginas es avanzar.

                                                                           

Menos mal que nos queda la utopía y el cuento de la lechera.

                                            

                                                                        

Escrito en Sólo Digital Turia por Carmen Canet

 He aquí un libro inolvidable, se dice el lector cuando concluye la lectura de El cazador de ángeles, un libro al que le tenía ganas y leí apenas tuve entre las manos, pero dejé para leer en profundidad más tarde pues sigo un orden temporal y antes estaban Ensayo para una misión de Fran Ignacio Mendoza, Pavana del silencio de Fernando Sarría, Nadar hasta la orilla de Nacho Escuín y algún otro más. Ya en aquella primera lectura, peripatética pues fue mientras caminaba aquel día, hubo algo que me sorprendió: la amenidad, algo inusitado en un poemario pues la mayoría suelen ser pajas mentales, desahogos sentimentales, pataletas dialécticas o juegos del intelecto. Aquí, no. Antón Castro canta y cuenta la memoria y las gentes que construyeron su educación sentimental y flaubertiana; realiza un homenaje al pasado y el presente que se va, comenzando de esta manera: “Sé dónde estás y qué ves. / Puedo imaginarlo muy bien: / ese océano verde, ahogado por un cielo/ gris y melancólico, el campo abierto / hacia un horizonte interminable”, pues se desdobla en bilocación sorprendente: es el poeta pero es también el objeto de su amor que mira el horizonte; es el lector a quien invita a que se meta entre sus brazos que son líneas; escribe un epitalamio en el que nos fundimos todos. A partir de ahí, desgrana sus recuerdos desde su partida del paraíso gallego: “Cuando yo era chiquillo, / tras irme de la Arcadia / ideal, me dijeron / que ya había perdido / a mi primer amor: / aquella carnicera / que me doblaba en años / y quizás en picardías”, cazando la atención del lector que ya no puede dejar de leer, como si el poeta fuera un ciego con zanfoña y el libro una plaza de piedra y lluvia, para después presentarnos a Saturnino el mendigo que contaba estrellas, invocado por una tercera persona que es el padre del autor, algo que se repite en el libro como si el poeta quisiera ocultar su voz tras apariciones y conjuros, diciendo “no soy yo quien habla, sino ellos”, en un juego mágico, no en vano declara “soy de un país de brujas y cuentos. Mi padre me decía que los aparecidos llegaban con la lluvia y que las salamandras de la fuente eran sagradas", declara para después cantar a su madre en el poema titulado Medianoche, con versos emocionantes que mueven las lágrimas al final, pues esa es una de sus cualidades, saber cerrar los poemas con versos coherentes y maravillosos que deslumbran por su belleza; así, tras evocar a su madre y recordar cómo él cazaba estrellas con tirachinas de niño, mientras que ahora lo hace con el teléfono móvil, concluyendo: “Mamá, o neno”, pues mágicamente se ha hecho niño con el conjuro de los versos. Y es que las figuras de los padres, tíos, hijos, amores y amigos están presentes hasta convertirlos en familia de todos, pasando de lo singular a lo universal, como cuando canta la historia de su padre, emigrante en Suiza, que es la de media generación de españoles que tuvo que emigrar en los años 50 y 60. Es así cómo, entre recordaciones y ensueños, Antón Castro nos va guiando por un mundo telúrico y prodigioso; un mundo entreverado de homenajes a vivos y muertos, como hiciera, por ejemplo, Jorge Guillén pero aquí con versículos empapados de saudade y lluvia que calan al lector, pues no están dedicados a grandes personajes, sino a gente común como Ana y Diego, José Terol, Vicente Almazán, Eva Armisén y Miguel Sebastián…, gente sencilla y corriente a quien acaricia y, si se ha ido, resucita como a Félix Romeo y Javier Delgado. ¿Hay algo más generoso? Creo que no. Un poeta cantando no al mecenas, sino a nadie, como Odiseo, es decir, a todos. Así es este libro sobre el que se podría escribir un ensayo, un libro donde caben relatos en prosa poética (Claro del bosque con mujer), poemas eróticos (Niña de nubes I), enigmas (Dices que te duele la cabeza) y sueños que acaso no lo son (Desvelados), repartidos en cinco secciones como cinco cofres de tesoros donde se guarda el ayer y el hoy; los que se fueron y los que aún están; un libro bellísimo y de lectura imprescindible para quien ame la poesía.

 

 

Antón Castro, El cazador de ángeles, Zaragoza, Olifante, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por José Luis Gracia Mosteo

4 de junio de 2021

No quiero ver un mundo sin nosotros
aunque eso nos condene a vivir para siempre. 
De todo lo que hablamos no quedaría nada.
Apenas hay testigos.
Inútil fue la calle iluminada por un sol de verano
y el ruido de otra gente,
y también los tacones castigando la acera solitaria
cuando corría a verte en medio del invierno.
Mi corazón ardiendo y aquel niño 
que comprendió que yo me iba muy lejos
y estaba desarmada
y vino con su paso de pequeño borracho
a darme su pistola de juguete. 
(Debí matarme entonces, mientras pude;
debí matarte entonces, mas qué importa,
si tampoco del arrepentimiento
quedará ni sospecha ni recuerdo).
Faltará mi dramática tristeza 
cuando no puedo verte.
Y faltará la noche,
la noche acumulada,
la noche entre tus ojos, la que tú no veías,
la que tú no querías,
la que yo no podía expulsar de mi cabeza. 
Y faltará tu luz. 
La suave luz que meces mientras andas.
Faltará mi alegría de campana,
de perro rastreando, de hambre, de codicia
de ti, faltará todo.
No quiero ver un mundo sin nosotros.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Olga Bernad

           Con una marcada tendencia hacia el verso de arte menor, cada palabra de Antonio Méndez Rubio en Hacia lo violento es un soplo de luz, un pálpito de imagen breve pero de inhalación sumamente profunda que, una vez leída, ya nunca más vuelve a desvanecerse, sino que desde el latido accede a lo patente y no solo permanece sino que también se amplifica a través de la caja de resonancia del silencio. A medio camino entre la sombra y el albor, leemos versos como «la luz que ahora titila / a punto de apagarse, / traspasada, no ajena, / nos resume mejor / que cualquier claridad más verdadera» (Méndez Rubio, 2021: 47), y en esta imagen que parece evocarnos el sueño de la vela bachelardiana, el autor insiste en esa «pregunta por la claridad» (Méndez Rubio, 2021: 42) con la que a menudo renombra su incertidumbre. Es así como el poeta deja abierto un interrogante que no parece pretender encontrar respuesta concreta y que sin embargo sí que la halla de algún modo en la forma en la que Méndez Rubio concibe sus versos, permitiendo que la «nieve para la noche» (Méndez Rubio, 2021: 67) del «hilo blanco» (Méndez Rubio, 2021: 109) que vertebra el lenguaje ilumine en cada página la contención de lo accesorio y ascienda al otro lado de las cosas, a su verdad, consiguiendo así ahondar más allá de lo que la vida a simple vista nos presenta.

            El autor, consciente de las continuas hostilidades del mundo en el que vivimos, toma la palabra y, con ella, su propio partido contra el silencio, y muestra en varias ocasiones un paraje desolador en el que «todo bajo las nubes / de después de la destrucción / es de por sí un peligro» (Méndez Rubio, 2021: 57). En este ambiente no resuena sino el eco de la amenaza que, a menudo, por miedo, puede conducirnos a reprimirnos y contener ciertas ideas, clausurando a nuestras propias palabras dentro, y por eso leemos unos versos en los que el poeta nos advierte «Coge aire: te va a hacer falta / para llegar a callar eso» (Méndez Rubio, 2021: 153). El mutismo ocupa entonces ese paisaje hostil en el que se intuye la tragedia y donde «Quienes se quedan no saben hablar. / Se inclinan solamente / como callándose en resto / de vida». Este resto vinculado al silencio, que encontramos también en la inquietante señal de alarma de «Resto sin voz, ¿se oye?» (Méndez Rubio, 2021: 61), es un término que nos conduce a la que en ocasiones da la impresión de ser la única certeza en estos poemas, que no es sino la de que «nada cierra / una mano vacía» (Méndez Rubio, 2021: 106), la de la carencia, la privación, la pérdida, la ausencia, la falta como «lugar / para aprender a perder» (Méndez Rubio, 2021: 98), o lo que sería lo mismo: una experiencia del vacío en la que cualquier indicio de posesión e identidad se ha disuelto y la búsqueda de algo a lo que aferrarse es lo que señaliza el camino.

            De esta forma, Méndez Rubio se resiste a la colonización de un discurso vacío que emane de la palabra fundada por la creencia en la fabulación del relato impuesto verticalmente desde arriba, y al mismo tiempo rechaza firmemente el mutismo absoluto de un mundo oprimido, el agujero dejado por «el hueco de las palabras / que no se dijeron / ni se dirán» (Méndez Rubio, 2021: 133). Así, en las diez partes que conforman Hacia lo violento que recogen textos de nueve libros publicados entre 2007 y 2017 y también una sección final de poemas inéditos el autor logra llegar a establecerse precisamente en el justo punto medio entre estos dos extremos y busca la verdad, avanza hacia lo violento por medio de una creación libre y subversiva que abre con la palabra una grieta en el mutismo dominante, comprometiéndose con la entrega de su lenguaje como cuando reconoce «te puedo dar mi palabra» (Méndez Rubio, 2021: 116) y permitiendo a su vez que la voz sea amparada en otras ocasiones en el silencio de la respiración requerida por determinados poemas como cuando leemos «te hago justicia: / guardo silencio» (Méndez Rubio, 2021: 98) .

            De ahí que, retomando la carencia y el aprendizaje de la pérdida, leamos «para saber faltar: así también el árbol blanco: respira de verdad en la memoria» (Méndez Rubio, 2021: 51), donde vemos cómo se vincula la experiencia del vacío con la apertura del espacio inmaculado a la profundidad del hálito, a esa inhalación del mundo que después exhala la sinceridad en forma de donación de aliento, de palabra e imagen de verdadera trascendencia. El autor entonces permite a sus poemas «ser / del abrir» (Méndez Rubio, 2021: 62), y de esta forma cada verso se convierte en entrega, se vuelve donación de libertad en el lugar abierto que ha traspasado quien ha decidido batallar entre la palabra y el silencio, y en este ámbito leemos «Palabra a palabra. / Manos abiertas: signo eterno / sin más seguridad / que la historia del aire / interrumpida solo por su propia inconstancia […] Dan». Méndez Rubio nos ofrece sus versos y nos entrega su escritura con el riesgo y la naturalidad que acompañan a la profundidad de quien respira, y así inspira la ausencia y la carencia de «la mano que  no / llega hasta la mano que más / quiere alcanzar» (Méndez Rubio, 2021: 147) y desde allí espira la presencia y la entrega de un gesto que «se abre contra el aire / en ofrenda» (Méndez Rubio, 2021: 147).

            Llegamos en este momento al afuera como exhalación, a las «palabras fuera / de las palabras» (Méndez Rubio, 2021: 123) que emanan muchas veces de la necesidad de huida, de la voluntad de extrañarse y salirse de uno mismo, con la convicción de que «adentro de esa voz / todo está fuera / de sitio, de plazo» (Méndez Rubio, 2021: 121) y de que «cualquier fuga puede hablar» (Méndez Rubio, 2021: 126) porque la ruptura de los límites es siempre el inicio del camino hacia el otro lado, hacia la realidad que se encuentra más allá de la apariencia de las ficciones disfrazadas de verdades y de todos aquellos datos subrepticiamente superficiales que podrían conducirnos a «confundir / el mundo con la ilusión de un mundo» (Méndez Rubio, 2021: 144). Se abre así el espacio a la profundidad de la trascendencia, a esa voluntad de aprender a «faltar: hundirse como raíz / del árbol más visible y más seguro» (Méndez Rubio, 2021: 63), y vemos de qué forma el descenso del dinamismo vertical conduce al posterior ascenso de la palabra transmutada en imagen, como advertimos por ejemplo en el poema titulado «A todas las preguntas», que se erige como respuesta que renombra la incertidumbre de un primer interrogante pero sin renunciar a ella, sin resistirse con ello a fundar otra nueva duda. Así, leemos «Hundiéndose esa voz. / Haciendo un agujero / en la tierra inocente, entre la hierba fresca / con la mano que existe. Presintiendo / neblina que, mientras desciende, fulge […] Aquí sigue la mano, / la insegura. / Haciendo un agujero en la tierra con silencio» (Méndez Rubio, 2021: 73). Es así como esta «raíz, la de mover los labios, la de los ojos demasiado abiertos» (Méndez Rubio, 2021: 53) ahonda en la verdad, la excava, horada la tierra y deposita allí la voz a modo de simiente de los labios, del «cielo de la boca» (Méndez Rubio, 2021: 133), y la imagen como semilla de mirada, descendiendo así a la raíz del germinar, al rayo del poema plantado, al filón de verdad de un tallo que crece desde las tinieblas del más silencioso ahondamiento, para acto seguido pasar a elevarse en el vuelo de la imagen como una presencia distinta, como una «raíz del alzar, que a otro intento obedece» (Méndez Rubio, 2021: 53). La palabra de albor de Méndez Rubio procede entonces del abismo, de la oscuridad, no es esa «luz que se olvidó del fondo / para poder vivir» (Méndez Rubio, 2021: 48) sino que permanentemente nos está recordando que se ha originado en las profundidades del silencio y en los dinamismos de las semillas de la vida, como vemos también en «sube la hiedra negra, pero sube / hacia el único cielo / que, hecho de azar, nos / asiste» (Méndez Rubio, 2021: 74). 

            Son las de Antonio Méndez Rubio en Hacia lo violento, por tanto, palabras que, tras haber ahondado en las tinieblas de un mundo hostil, reconocen que «la única sombra / que no es necesario olvidar / es la que nos acompaña» (Méndez Rubio, 2021: 113) y nos hacen entrega de la luz de su ascenso poético, del vuelo libre de la imagen transmutada en exhalación, en hálito que logra elevarse hacia su verdadera y más lírica trascendencia.

 

 

Antonio Méndez Rubio, Hacia lo violento, Madrid, Huerga y Fierro Editores, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Celia Carrasco Gil

EL PRESTIGIOSO POETA ESPAÑOL ASEGURA: "TODOS LLEVAMOS UN DEPÓSITO DE ABISMO Y DE SOMBRA DENTRO”

LA AUTORA DE "EL INFINITO EN UN JUNCO" LO TIENE CLARO: "PARA TRANSFORMAR EL MUNDO, HAY QUE REFORMULAR LOS MITS ANTIGUOS"

LA REVISTA TAMBIÉN RESCATA ARTÍCULOS OLVIDADOS DE FRANCISCO UMBRAL

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de junio, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas inolvidables: Antonio Colinas, uno de los poetas mas carismáticos y de más sólida trayectoria de la literatura española contemporánea y con la filóloga y escritora Irene Vallejo, una de las autoras del momento debido al arrollador éxito de su libro sobre libros “El infinito en un junco”.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

28 de mayo de 2021

Durante mucho tiempo. Había trabajado en el hospital por veinte años. Ya no. Ahora tenía su propia clínica. Ganaba dinero. No vivían mal. De vez en cuando apostaba. Un poco en el casino. Un poco a los galgos. También hacía favores. Y por qué no. El suyo era un trabajo humanitario, altruista. Algunos pacientes no podían pagar. Pobres diablos. Y qué. ¿No se decía eso de los médicos? Altruistas. Más que humanos. Dioses. Pues de vez en cuando, hacía favores. Y qué. No le costaba. En realidad le daba igual. La gente lo llamaba generosidad. Pero. Su madre hablaba de otra forma. Con las vecinas, temerosa. Siempre. Es un chico impulsivo, decía cuando él era un chaval. No tiene mala intención. Redistribuía los juguetes que encontraba. A veces se guardaba algunos antes de ponerlos de nuevo en circulación. Y qué. Nunca consiguió que alguno lo tentara lo suficiente como para quedárselo. Su madre no tenía dinero. Una viuda. Mala salud. Joven, pero. Envejecida por el sufrimiento prematuro de la pérdida de un marido. Y un hijo. Mamá no puede comprar juguetes. Haz los deberes. Juega con lo que encuentres por ahí. Pobre mamá. Cada vez que le daba la espalda al hijo, él batía el récord de encontrar juguetes. O descubría un agujero. Su hermano imaginario y él. Ambos. Dentro.

 

Su mujer opinaba que estaba loco. Y eso en un médico no está bien. No cobrar a sus enfermos. Animarles a operarse. Comprar regalos. Cosas inservibles. Para ella. Para el hijo. Para él. Apostar. Exceso de imaginación, decía. Su mujer. Que lo había hecho todo por los dos en el pasado. Exceso de irresponsabilidad. Excesos que les estaban arruinando. En el presente. Había estado enamorada de él. Lo había amado. Lo había visto desnudo. Nadar en el mar en invierno, fuerte, poderoso, sin miedo. En verano había cerrado puertas y ventanas para que nadie los oyese follar. Era ella. Entonces.

 

Pero.

 

Ahora lo despreciaba. Se había vuelto pequeño. Se despertaba por las noches y la veía mirándolo. Sin comprender. Espantada de su pequeñez. Quién es este hombre, parecía insinuar. Suplicar. Los últimos años no había dejado de suplicar. Con la mirada. Con el cuerpo. Con las manos. Que vuelva el poderoso nadador. Que vuelva. Su silencio le reprochaba que la hubiera abandonado. Que practicase la medicina como si fuera una actividad vil. Como si ganar dinero fuese despreciable, parecía decir. Lo avergonzaba. Su mujer lo avergonzaba. Adoraba sus miembros. Sus hombros. Su vientre. Sus pies. Pero por separado. A veces, se la imaginaba inerte. Descuartizada. Víctima de un accidente. Con el cuerpo lleno de llagas. Entonces recurría a él. Había intentado explicárselo. ¿Qué sucedería entonces si no tuvieses dinero con que pagarme? ¿Cómo puedes ser tan morboso?

 

Pero.

 

No entendía su falta de interés por el dinero. Y quería dejarle. Aunque. Eso lo estimulaba. También sus pacientes tenían miedo. De sus diagnósticos. De los medicamentos. De las facturas. De una operación. A veces parecían odiarle. Sentía piedad. Compasión. Por ellos. Por su mujer. Por todas las criaturas que se arrastraban en este mundo en busca de protección y no la hallaban.

 

Él estaba tranquilo.

 

Fue poco antes del decimocuarto cumpleaños del hijo. Su abogado llamó. Tenían un problema, dijo. Siempre. Es urgente que hablemos, esta vez es algo serio. De verdad. Siempre era urgente. Y serio. De verdad. ¿Y qué? No le dio importancia. Tantas veces había estado con el agua al cuello. Se reía del agua, él, el nadador. Y del cuello. Su  madre le había enseñado que el dinero era despreciable y que no había que hablar de él. Reunió los objetos íntimos de su hijo cuando murió. Y los vendió. A él le habría gustado conservarlos. Las medallas de judo del hermano. Los libros de inglés. Los cromos. Los zapatos. Muchas cosas. Por las noches había dormido en la cama del hermano, cuando murió. Imaginado que era él. Se arañaba el pecho con una cuchilla de su padre. Sangraba. La madre lloraba y clamaba al cielo en silencio. Se preguntaba por qué. Por qué. Primero un marido. Luego un hijo. Y ahora, él.

 

Algunos pacientes no podían pagar. Otros tardaban en hacerlo. Y la gente no enfermaba como antes, le dijo a su abogado. No lo hacían. Eran prudentes. Y listos. Enfermaban sólo cuando se lo podían permitir. Asombroso, dijo el abogado. Pero y qué. ¿Y qué? Cuando se lo explicaba a su mujer, ella tampoco entendía. Soriasis que curaban solas al segundo mes de tratamiento. Cataratas que dejaban de progresar. Leucopenias que remitían tras meses de estacionamiento. No entendían. El paciente que tenía enfrente lo miró. Estaba recién intervenido de urgencias. Un agujero en su cuello de lo más desagradable. Hará falta un milagro, dijo el abogado. No pagas al fisco. Apuestas. Vas a perder. Perder, se rió él. El paciente se revolvió en el asiento. Ven a verme, dijo. Y colgó el teléfono. Discúlpeme. No se preocupe por nada. Verá como todo se arregla. ¿Es necesario, doctor? ¿Si es necesario? ¿Operarse? Sí. Lo es. El aire salió de sus pulmones y se escapó por el agujero de su cuello. No era un hombre joven. Ni atractivo. Era un paciente normal. Como todos. Sin embargo. Si jugaba bien sus cartas. Si podía disponer de otra oportunidad. Ninguna mujer le susurraría al oído con un agujero así en su garganta. Eso no.

 

Antes de marcharse, la recepcionista lo interceptó. Habían llamado del concesionario. La moto. El cumpleaños. El regalo del hijo. Han dicho que puede ir a verla cuando quiera. La recepcionista era una chica joven. Lo miró con extrañeza. Sorprendida. Con una imperceptible mueca de ironía en su expresión. Una moto no era para un hombre como él. ¿Una moto no era para un hombre como él? Es para mi hijo, le explicó. Ella se encogió de hombros. Masticó su chicle. Sonrió. Con la boca en forma de corazón. Le habría gustado desnudarse. Mostrarle su pecho de nadador. Arrancarle la ropa a ella y lamer su boca en forma de corazón. Entonces, cuando gimiese de placer, reírse de su juventud. Qué suerte, dijo ella alegremente. Será mejor que me marche a comer, Esther. Se llamaba Esther. Llevaba poco más de un mes trabajando allí. No sabía hacer nada. No sabía manejar el ordenador. Iba al instituto. Se pintaba corazones blancos en los extremos puntiagudos de las uñas. Hablaba inglés. A mí nunca me han hecho un regalo así, dijo. Elevó los ojos al techo. Una moto. Una moto, sí, dijo él. Pero pequeña. Para que se pasease por los alrededores. Cerca de la madre. Eso le había hecho prometer su mujer. Si la ley lo permitía, por qué no ella. También ella había sido joven una vez. También había ido en moto. Utilizado la moto para experimentar. Para apretar los muslos e imaginar. Para aferrarse a la cintura del placer y morderse los labios en forma de corazón. ¿O acaso ya lo había olvidado? Ella. Ella lo había olvidado. La puta que se abría de piernas en la trasera de su coche después del cine. Ella había olvidado cómo se deseaba. Cómo era nadar contra las olas. Lo había olvidado a él nadando contra corriente. En invierno. Había rebatido casi todos sus argumentos. Había hablado contra el dinero. Contra la madre. Contra su pequeñez. Pero. ¿Cuándo empezaría a pagarlo? Entre un perro y una moto siempre me quedaré con una moto, dijo Esther.

 

Tomó el camino que llevaba al despacho del abogado. La calle gris. Brumosa. La lluvia fina. El tráfico. Todo tan lento. Tan angustioso y tan lento. Frenó bruscamente ante una señal de stop. El coche de atrás lo embistió suavemente. Un muchacho asomó la cabeza por la ventanilla y se puso a gritar. Como su hermano. Podía verlo nítido como ayer. Como el mismo día que sucedió. La lluvia acolchaba los gritos. En la pensión. En el colegio. En la calle. En el cementerio, donde esperó que su madre gritase. Pero. La madre no gritó. No lloró. Y el hermano se fue. Un muchacho fuerte, escapándose por entre las gruesas losas de muerte. Elevando hacia los asistentes su dedo corazón. Jajaja. Quince años.

 

El chico del coche de atrás arrancó. Pasó de largo. Su dedo levantado. Pensó en el hijo. Repetía curso. No hacía deporte. No le daba el sol. Pasaba las tardes en su cuarto. Con la Nintendo. Chateando. Con el móvil. Con nadie de carne y hueso. Su mujer se preocupaba. Lo regañaba. Lo quería grande. No pequeño. No un muñeco como él. No quería que desperdiciara el tiempo. El tiempo. Pero. El hijo era manso. Sonreía. Dejaba caer su cuerpo inmenso de hombre aún pequeño, prometedor, sobre el somier. Él no quería estar presente. Iba. Venía. Cuando pasaba la tormenta, entraba en la habitación. El hijo estaba enfrascado en el ordenador. Qué haces. Ya ves. Pero. No veía, no. A veces probaba a hablarle del hermano. ¿El muerto? Sí. Consiguió una moto. La arregló. ¿Dónde? En un desguace. ¿En un desguace? Sí. La arregló. Él solo. La desmontó. La limpió. Volvió a montarla de nuevo. El hijo se fue apartando del ordenador. Luego, su hermano se la regaló a él. ¿Y dónde está ahora? No lo sé. ¿No lo sabes? Es mentira. No había tratado de inculcar en el hijo su pasión por la medicina. Y el hijo… ¿quién iba a ser? ¿Quién era ahora? Volvió la cara hacia el ordenador. Los tendones de su cuello tensos. Como los tallos de una planta. Es mentira. No es mentira, dijo él. Debe de estar donde la abuela, dijo. La encontraré.

 

No la encontró.

 

Por encima de los edificios, hacia el oeste, una gruesa línea de nubes se iba ensanchando. Aparcó en zona prohibida. Cuando empujó la puerta del despacho, oyó la tormenta tras de sí.

 

Lo encontró trabajando. Llevaba su traje azul y su corbata. Y su camisa de abogado. Se tomaba la vida muy en serio. El abogado. Como si la vida fuese algo cuyo rendimiento hubiese que demostrar. La vida no es un juego, decía. No se podía vivir despreocupadamente. Como si todo fuse un juego de bloques que hubiera que encajar. No se podía vivir como él. Sin tratar de demostrar nada. ¿Qué tengo que demostrar?, preguntaba él. Que eres lo que dices ser. Solvente. Buen médico. Lo soy. Nadie lo diría en cuanto a la solvencia. En cuanto a lo de ser buen médico… En este juego se pierde con facilidad. Has dicho antes que la vida no es un juego. Pero. Lo era. Un juego de bloques que había que encajar. Quito este bloque de aquí y lo encajo allá. Un abogado encaja cosas dentro de otras cosas, se dijo. Si lo consigue, es feliz. Le gustaba sentarse en el despacho de su abogado. Y escucharlo. Sus esfuerzos por encajar los bloques. Sus razones. Sus esfuerzos por hacerlo encajar a él. Mientras él asentía. Mientras él fingía que entendía.

 

Le ofreció café. ¿Algo un poco más fuerte? No tengo nada más fuerte. Cogió la fotografía que había sobre el escritorio y la observó. El abogado y su mujer. Y un bebé. El abogado sacudió la cabeza. Se acabaron las apuestas, dijo. Le habló de la auditoría. De las irregularidades en las declaraciones de la renta. Vas a perder tu negocio. ¿La clínica? La clínica. La clínica es mía. Es del banco. Una incómoda verdad. Se levantó y caminó por la habitación. No puede ser tan grave. Observó de nuevo la foto. Estás exagerando. El abogado y su mujer. Y el bebé. Hipotecaré la casa, dijo. Siempre estás jugando a perder, dijo el abogado.

 

Ella lo llamó por teléfono y lo anunció. No fue una advertencia. No fue una celebración. Simplemente lo anunció. Y el hijo nació nueve meses después. Él volvía de su trabajo en el hospital y miraba la cuna donde dormía el hijo. A veces, lloraba. A veces, lo miraba llorar. Y otras, no podía mirar más. Pensaba en el hermano muerto. Pensaba en lo que le había robado a su hermano. El hijo. La mujer. El trabajo en la clínica. La casa. Luego ella venía y lo rodeaba con sus brazos y él olvidaba que era un mezquino y un bastardo. El que sobrevivió. Desabrochaba su camisa con sus dedos como lazos. Los derramaba sobre su pecho. Y sus pezones se erizaban. Y su miembro se levantaba. Y ella gemía y suspiraba y sus ojos se volvían vidriosos cuando entraba dentro de ella y no podía dejar de pensar en la hinchazón de sus ojos anegados de deseo y de compasión y de amor. Y entonces, la madre enfermó. El cáncer tomó posesión de la escena familiar. Manteniéndolo todo a raya. Y quedó atado a una vida pequeña de nadador cobarde. Cerca de la orilla. La madre era menos importante que la mujer. Pero. Moriría también.

 

Condujo distraído hasta el concesionario. La lluvia le hacía sentir ingrávido. Lento. No podía pensar. No quería perder la clínica. Pero. ¿Qué podía hacer? ¿Hipotecar la casa? La casa era de ella. Su herencia. Todo ese maldito dinero que se fue. En la clínica. En las operaciones de la madre. En las apuestas. Maldito dinero de ella. Te juro que lo quemaría. La casa, el dinero, todo. Y lo habría hecho de no ser por la última apuesta. Aquella racha de buena suerte. El último y desesperado esfuerzo del nadador. Pero. La racha se había terminado, al parecer. En el casino lo toleraban. Le dejaban jugar. Perder, más bien. Excepto alguna pequeña ganancia, todo para ellos. Estúpido. Torpe. Ella ya sólo veía en él la mitad de un hombre. Y cómo impedirlo.

 

El vendedor lo esperaba en la puerta. Era un hombre con un solo brazo. Tardó unos segundos en reaccionar. La última vez también le sorprendió. Volvió a presentarse como entonces, extendiendo el brazo izquierdo. Él dudó. Se miró las dos manos. ¿Qué mano debía ofrecer? El otro volvió a decirle su nombre, que ya no recordaba. Silas. Silas vestía un buen traje. Sintió admiración por él. Llevaba el pelo peinado hacia delante, con clase. Como un emperador. Me alegra volverlo a ver. A mí también. Silas metió su única mano en el bolsillo. Vayamos a ver la moto. Tenía una hilera de dientes perfectos. Dos arrugas en el entrecejo. Introdujo en la puerta una llave que entresacó de un manojo. Pero. No era esa. Lo siento, dijo. Nunca sé cuál es. Del llavero sobresalía una cosa con pelo. Una pata de conejo. La miró un momento con asco. Silas lo advirtió. Dejó de moverla. Nunca me separo de ella, dijo. Le explicó que era su talismán de la suerte. Él no tenía un talismán, pensó. Hace años tuve un accidente. Nadie daba un duro por mí. Se miró la manga hueca de su americana y guardó silencio.

 

Entraron en el hangar. Aquí está, dijo. Había unas cincuenta motocicletas aparcadas allí. Alineadas, limpias. Parecían nuevas. Silas se detuvo ante una de color azul. Grande. En la foto no le había parecido tan grande. El sillín ancho. Las ruedas tan gruesas como las de un coche. Qué le parece, preguntó Silas. Demasiado grande para un chico. Cómo dice. A qué chico se refiere. Al mío. ¿Esta moto no es para usted? Es para mi hijo. Cumple catorce años el domingo. Silas pestañeó. Extendió la mano izquierda y la llevó hasta el lado derecho de su cráneo, por encima de la cabeza. Se rascó. La maniobra no resultó natural. Eso cambia un poco las cosas, dijo. Aunque es una moto inofensiva para un adulto, a un chico podría impresionarlo. Será difícil de maniobrar. Es demasiado grande, sí. Demasiado grande para un chico. Y demasiado cara, le dijo al vendedor. Podría rebajarla un poco, eso no sería problema. Pero. No se trata de eso. Era demasiada moto para un chaval. Él rodeó la moto. Pasó la mano por el sillín, mientras Silas guardaba silencio. Sólo cumplirá catorce años una vez.

 

Soñó con el día en que la madre los llevó al balneario. Un gran hotel anticuado, al lado del mar. Con la lámpara del gran salón encendida. A su madre la había invitado un señor que venía a casa algunas veces. También venían otros. Traían regalos. Y chuletas. Cuando vivía el hermano, se reían de ellos a escondidas. Ahogando las risas con un almohadón. Cuando murió, él dejó de reírse. Intentaba hablar con ellos. Agradarlos. En el sueño, la madre le pedía que fuera amable con el hombre que los había invitado. Él sonreía y su cara, al mirarse en un espejo, era diferente. Vieja. Se contraía en torno a un gran agujero en el centro del gaznate. Pero. Aún seguía habiendo en ella algo familiar.

 

 El domingo se levantó temprano. El día del cumpleaños del hijo. Mientras ellos aún dormían se duchó. Se abrigó. Fue al garaje en busca de la moto.

 

Condujo deprisa. Sin casco. El aire le presionaba en la cara como si fuese algo sólido. Le cerraba los ojos. Todo él, gravedad. Carne blanda y mortal. ¿Y si moría? No hacía falta rodear todo el pueblo para ir a la panadería. Pero. Aceleró. Podía morir. Solo con apartar un poco la mano del manillar. Sintió su peso contra el suelo. Contempló la imagen. La posibilidad. Pero. Nada parecía presagiarlo. La muerte súbita, sin presagio, no tenía emoción. Ni siquiera parecía real. Qué emoción tenía estar vivo un instante y al instante siguiente no. La emoción estaba en el camino. En la transición. La música, el crescendo, la conciencia, el redoble del tambor. Frenó con elegancia frente a la panadería. Luego condujo despacio hacia casa.

 

Ella llevaba puesto el camisón. Lebón ha llamado, dijo. Lo miró. ¿Vas a venir a recoger a mi madre?, dijo él. Se había puesto una sudadera encima del camisón. Una imagen procaz. Evitó mirarla. Pero. La miró. Ella apartó los ojos y bebió de su taza de café. ¿Por qué llama en domingo tu abogado?, quiso saber. No lo sé. Se acercó y puso una mano en la cintura de su mujer. Ella se apartó. Qué ha pasado esta vez. Nada, dijo él sin mucho acaloramiento. No ha pasado nada. Es domingo. Es el cumpleaños del niño. Tengamos la fiesta en paz. Ella dejó su taza. Se abrazó la sudadera y salió al jardín.

 

Volvió al dormitorio. Se lavó las manos en el lavabo y se masturbó. Se contempló en el espejo mientras lo hacía. Su rostro contraído. Sus músculos en tensión. Ella solía decirle que la excitaba verlo así. Sintió los lametazos del placer en la base de la espalda. Pasando de largo. La rabia. Él había crecido hasta hacerse mayor. El hermano no. Pensó en ello y se puso a llorar. Pensó en ello y en que era imposible correrse y llorar a la vez.

 

El hijo lo acompañó a la estación. Aún seguía lloviendo. Las luces de las farolas dibujaban conos amarillos sobre el pavimento mojado. Temía el encuentro con la madre. La madre sería la misma de siempre, más vieja. Más frágil. Más pequeña. Pero. El hijo conectó la radio. Hubiera querido apagarla. No estaba de humor. Le pidió que no mencionase la moto delante de la abuela. Por qué no, dijo el hijo. Mientras tecleaba en su aparato celular. Sin apartar la vista de él. No lo hagas, dijo él. Pero la verá. No lo hagas. Su madre lo miraría con severidad. Sin sitio donde esconderse. No sé por qué le tienes miedo a la abuela. No le tengo miedo a la abuela. Pero. Cuando vio sentada a su madre en uno de los bancos de la estación, sola, junto a sus dos maletas viejas, sujetando un paraguas negro, supo que sí. De sus silencios. De su distancia. Del sonido de su voz. El hijo no se apresuró. Tiró de él. La abuela los observó acercarse. Hola mamá, dijo él. Hola, contestó la madre poniéndose en pie. Él recogió las maletas del suelo, mientras el hijo le hablaba a la abuela de la moto. Sintió subirle el rencor a la garganta. A la cabeza. Hubiera querido golpearle. Al hijo. Pero. Se quedó callado. Paralizado. No pudo hablar. La madre no dijo nada. Tosió y se encorvó sobre su bolso. No se parecía a la mujer del balneario ni a la que vendió las cosas del hermano. Apenas se parecía a sí misma.

 

La mujer los esperaba con la comida preparada. Comieron en silencio. De vez en cuando, el hijo dejaba escapar una risa mientras miraba la televisión. Llovía. Su mujer le preguntó a la madre por algunos detalles del viaje en tren. La madre contestaba sin mirarla. Mientras empujaba la carne en el plato con el tenedor. Tomaron la tarta en el salón. El hijo preguntó por la moto. No podían salir con ella y tuvieron que conformarse con conducirla por el jardín. Su mujer y su madre bebían café en la cocina o salían al porche. No hablaban. Las observó desde lejos. Como si fueran algo amenazador. La madre, sentada en la tumbona sacudiéndose un hilo de la falda. Su mujer, de pie. Inmensa. Poderosa. Si él hubiera tenido de niño una amiga como ella, así de fuerte. Así de fría. Así de poderosa. Si hubiera podido disfrutar de su favor.

 

 La madre se fue a dormir temprano. Empezó a beber cuando el hijo y la mujer subieron a su habitación. Ella miró con asco la botella de Smirnov. Y a él.

 

Le dolía la cabeza. Tenía la boca pastosa. Rigidez en la parte de atrás del cuello. Llamó a la clínica. Le dijo a Esther que no iría hoy. ¿Puedo irme a casa?, preguntó ella. No, contestó él.

 

Delante del desayuno tuvo ganas de vomitar. Donde está mamá, preguntó a su mujer. Su mujer no contestó. Abrió una ventana. El olor de fuera penetró en la cocina. El humo. El hedor de las hojas podridas. De la turba. De los cuervos y las tumbas. Se levantó. Llevó la taza al fregadero y dijo que se iba a dormir. Tu madre está fuera, dijo ella, en el jardín. Hace frío, dijo él. Hay quince grados, dijo ella. Lo miró un instante. Luego se dio media vuelta y se puso a fregar los platos. Él la contempló. Su silueta compacta. De una pieza. Sin fisuras o articulaciones. Sin huecos. Sintió en la entrepierna el inicio de una erección. Se acercó a ella por detrás. No tuvo tiempo de volverse. La empujó contra el fregadero y la inmovilizó. Tiró del pantalón del pijama. De la goma de las bragas. Metió la mano entre los muslos y los separó. Ella se resistió. Oía su respiración jadeante, llena de rabia, cerca de su cara. Pero. No se detuvo. Abrió los labios del coño y la penetró con el dedo. Estaba húmedo. Luego se bajó los pantalones y se masturbó, antes de metérsela por detrás. Mientras le aplastaba las tetas con las manos. Mientras la aplastaba contra su pecho de nadador. Mientras ella forcejeaba para zafarse de él. El camión de la basura se detuvo al otro lado de la verja del jardín y se marchó. Ninguno de los dos dijo una palabra. Ella estaba llorando cuando la apartó de sí. 

 

Una escena navideña. Él y su hermano sacando las bicicletas del garaje para ir a jugar. La calle llena de nieve. Y un perro. Y montones de personas alrededor del pobre animal.

 

En un banco, cambió el cheque. Tomó la dirección del casino. No era la hora de mayor afluencia. Pero. Se sentó un rato en el bar, para abarcar todas las mesas de un vistazo. La gente que estaba reunida allí no parecía temerle a la adversidad. Parecían muertos. Muñecos. Nadie permanecía mucho rato en el mismo lugar. Todos querían lo mismo.

 

Perder.

 

Abandonó la barra y dejó atrás el bar. Salió a la terraza. El mar no se veía. Se oía. Tras las dunas de arena. Se sentó en la barandilla y observó a su espalda el interior tras el cristal. Como en una película muda. La mesa del black Jack. La ruleta. Todos iban solos al casino. Como él. Hombres y mujeres solos, pequeños, moviéndose nerviosamente de un lugar a otro. Cuestión de tiempo.

 

Dio la espalda a la escena y contempló el horizonte. Ancho. Oscurecido. Ante él. Saltó la barandilla. Se descolgó por la pared rocosa, resbalando por ella, y llegó al suelo. Comenzó a caminar por la arena. Primero se quitó los zapatos. Luego se quitó el abrigo y lo abandonó sobre unas rocas. Después el resto de la ropa. No dejó de caminar. El mar seguía sin verse. Pero. Se oía. Allá. Solo. Un poco más allá.

 

Escrito en Lecturas Turia por Cristina Cerrada

Entre 1945 y 1946 tuvo lugar en Núremberg el largo proceso que sentó en el banquillo a una veintena de nazis implicados, en diferentes grados, en las matanzas y todo género de delitos de los que fue autor consciente un amplio elenco de alemanes encabezado, entre otros, por Adolf Hitler. En el banquillo se sentaba Hans Frank, abogado, ex ministro del recién derrocado régimen, y responsable, entre otras muchas acciones criminales, del asesinato de tres mil quinientos judíos, ejecutados al borde de una fosa donde se enterraron, amontonados, los cadáveres, en las cercanías de la ciudad entonces polaca conocida como Lwow, Lvov, Lviv o Lemberg. Así como de la deportación de muchos más a los campos de exterminio.

De Lemberg, y de sus proximidades, donde ejerció su letal dominio Frank como gobernador, provenían, y allí habían residido y llevado a cabo parte de sus estudios, Hersch Lauterpacht, catedrático de derecho internacional afincado en Inglaterra; Rafael Lemkin, fiscal y abogado, que ejerció la casi totalidad de su carrera profesional en Estados Unidos; y Leon Buchholz, abuelo por línea materna de Philippe Sands, autor de Calle Este-Oeste, un extraordinario trabajo que destaca por su cuidada y exhaustiva documentación, y por su habilidad narrativa.

Sands (Londres, 1960) es profesor de derecho internacional en el University College de su ciudad natal; y ha jugado un importante papel en los juicios llevados a cabo en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Corte Penal Internacional de La Haya, referidos al más reciente conflicto yugoslavo, al genocidio ruandés, a la invasión de Irak, a Guantánamo, o al dictador chileno Pinochet. Ha escrito ensayos sobre la ilegalidad de la guerra de Irak o el uso de la tortura por parte del gobierno de Bush. Seis años de arduo trabajo, según explica al final de Calle Este-Oeste, le han llevado a elaborar una suerte de quest o de ensayo narrativo que tiene mucho de detectivesco, de thriller, de indagación sobre el horror del siglo XX, lo que facilita su lectura pese al acopio de datos –el listado de las fuentes utilizadas, las notas, los créditos de las más de setenta ilustraciones y mapas, y el índice analítico que acompañan la edición, ocupan casi un centenar de páginas.

Además de reproducir una buena parte de los debates internos del juicio de Núremberg –haciendo hincapié en las intervenciones de jueces, fiscales, abogados y de algunos de los acusados (Göring, Ribbentrop, Rosenberg, Speer o el propio Frank, entre otros)-, Sands recoge opiniones y testimonios de descendientes directos de algunos de aquellos personajes. Uno de los más interesantes es el de Niklas Frank, que no sólo abomina de su padre, sino que todavía hoy mira cada día la foto de su cadáver, efectuada instantes después de ser ahorcado en Núremberg: “Para acordarme, para asegurarme de que está muerto” (p. 493).

Pero sin duda hay tres componentes que colman el interés de este trabajo: la biografía y la descripción del quehacer intelectual y político de Lauterpacht y de Lemkin, y la indagación en el pasado familiar del autor, a medida que, tardíamente, lo va descubriendo. Todo ello relacionado con la raíz común en la región de la Galitzia polaca –hoy ucraniana- donde Frank –del que también se nos dan muchos detalles de su vida personal, militar y política- ejerció un poder destructivo. Lauterpacht y Lemkin, con sus seguidores en el campo de las ideas referentes a la aplicación de la justicia universal, fueron los “creadores”, respectivamente, del concepto de crímenes contra la humanidad y del de genocidio. Sands no elude cualquier aportación que explique el auge merecido de ambos términos y la importancia de su relevante aplicación en muchas de las acciones y de los análisis ejercidos con posterioridad a la fecha de Núremberg. Un solo ejemplo: la noción de genocidio tiene sus antecedentes en la de “Völkermord” (asesinato de pueblos), que ya formuló el poeta August Graf von Platen en 1831, y Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, cuatro décadas más tarde (p. 253). Lauterpacht y Lemkin enfrentaron ambos conceptos, intentando imponer cada uno la supremacía del suyo, lo que hace que Sands concluya que en buena medida se complementan y revisten la misma vital importancia en la consecución de un mundo más justo.

A esas indagaciones sobre personajes fundamentales en la construcción de nuestro universo judicial contemporáneo, se une, como ya he dicho, el descubrimiento progresivo de unos antecedentes familiares semitas, del que los ascendientes han preferido ocultar los detalles en un intento por superar la marca indeleble grabada en sus vidas. Sands averigua que una buena parte de sus predecesores perecieron víctimas de la Shoah. En cuanto a los que escaparon de ella, han preferido, como su abuelo Leon, adoptar el silencio, en un singular rescate de sí mismos que resulta imposible: “Es solo que hace muchísimo tiempo decidí que esa era una época que no deseaba recordar. No he olvidado. He decidido no recordar” (p. 427), manifiesta el anciano, con delicada sutileza.

Sands ha viajado también a los lugares donde los hechos evocados tuvieron su desarrollo para constatar que, en muchos casos, se ha intentado cubrirlos de un velo que esconde la vergüenza o la ausencia de crítica, si no una ridícula parodia. Así, cuando, de visita en la actual Lviv ucraniana, el autor descubre, cercano a las ruinas de la sinagoga construida a finales del siglo XVI y destruida por los nazis en 1941, un restaurante judío llamado Golden Rose en una ciudad donde no sobrevivió ningún representante de esta nación. Los comensales, a los que observa, cenan ataviados como judíos de la década de los veinte: sombreros negros y toda “la parafernalia asociada a la comunidad judía ortodoxa. Nos quedamos horrorizados [le acompaña su hijo]; era un lugar para que se disfrazaran los turistas, que al entrar cogían las características prendas y sombreros negros de unos colgadores situados justo dentro de la entrada principal. El restaurante ofrecía comida judía tradicional –junto con salchichas de cerdo- en un menú en el que no figuraban los precios. Al final de la comida, el camarero invitaba a los comensales a regatear el precio” (p. 505).

La supuesta comicidad de la interesada parodia no puede ser más ofensiva ni infame.

 

Philippe Sands, Calle Este-Oeste. Sobre los orígenes de “genocidio” y “crímenes contra la humanidad”, traducción de Francisco J. Ramos Mena, Barcelona, Anagrama, 2017.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Giménez Corbatón

28 de mayo de 2021

       En 1949 Josep Pla publicaba Viaje a pie, un conjunto de crónicas con las que testimoniaba su proximidad al mundo rural del Ampurdán, recreando parajes de elegíaca configuración y contemplativa mirada. Algunas décadas antes había visto la luz el único libro en prosa de Federico García Lorca, Impresiones y paisajes (1918), donde relataba, con un ya inconfundible estilo poético, su viaje como estudiante universitario por diversas regiones peninsulares. Y Miguel de Unamuno captaría el paisaje característicamente noventayochista en Andanzas y visiones españolas (1922); sin olvidar la huella literaria de aquellos decimonónicos viajeros románticos. Toda una tradición narrativa, en suma, que ha nutrido la obsesiva "filosofía de andar y ver", donde el viaje no supone el mero desplazamiento de un lugar a otro, sino que implica un recorrido íntimo, un introspectivo peregrinaje que tiene mucho de catártica experiencia personal. El viajero que observa, describe y medita se erige así en un pensador de la existencia, inmerso en un periplo iniciático, donde el entorno visitado cobra vida propia y sugestivo protagonismo literario. Con esta decantación narrativa Camilo José Cela publicaba Viaje a la Alcarria (1948), que él mismo consideraba como "mi libro más sencillo, más inmediato y directo." Se recogen aquí sus andariegas vivencias que, dos años antes, le habían llevado a conocer in situ  buena parte de la provincia de Guadalajara.

 

      El narrador y periodista cultural, formado como historiador, Javier Ors, autor de los libros de relatos Un tiburón en la piscina y Cuarteto de cuerdas y la novela Los años asesinos, ha recorrido también sobre el terreno el mismo trayecto que en su día realizara el creador de La colmena, dando como resultado el volumen Una aventura periodística. Nuevo paseo por la Alcarria de Cela. Este texto tiene la forma de un conjunto de reportajes, que pautan una ruta de mirada comparativa con su ya clásico antecedente viajero. El redactor, trasunto autorial, acompañado de un fotógrafo (Alejandro Olea), se echa a andar siguiendo un referente literario, reseñando la pervivencia del mismo en un paisaje cada vez más urbano, industrial y tecnificado. Se rescata aquí la figura del apenas conocido retratista del viaje celiano, Karl Wlasak, que aportó las imágenes de la primera edición del libro. Taciturno y distante, fugitivo acaso de la deprimida postguerra europea, retraída figura que contrastaría con la exultante presencia del escritor, su perfil y su trabajo aportarían la impactante visualidad de una deprimida belleza. En Una aventura periodística, el redactor y su acompañante encaran su divergente y complementario carácter: escéptico y desencantado el primero, grave y de lacónica expresión el segundo. Encontrándose   ambos con una variada tipología humana, se radiografía aquí certeramente el carácter popular que oscila entre la abierta franqueza de trato y el consabido recelo ante el errabundo forastero. Se frecuenta al sentencioso lugareño, que ostenta sin saberlo una antigua filosofía del coloquial sentido común; preguntado uno de ellos si queda muy lejos una determinada población, precisa: "Lejos, no; solo es tiempo". Y es que en este recorrido viajero impera la impresión de un tiempo detenido, que gravita entre el de aquella novela de los años cuarenta y un presente de constancia residual, con inevitables pérdidas y puntuales recordatorios. Plazas de pueblo, recoletos rincones o empinadas callejuelas compiten ahora con rotondas o vías rápidas, que han desbancado a caminos vecinales o parsimoniosas majadas. Nuestros viajeros son continuamente confundidos con integrantes de una excursión de universitarios de varios países; la novelesca andadura convertida así en ruta vagamente turística y pintoresca. Los sonoros topónimos de la región van jalonando el camino: Taracena, Valdenoches, Torija, Cifuentes, Brihuega, Morandel, Trillo..., al tiempo que placas conmemorativas en algunos de estos lugares recuerdan el paso de aquel cachazudo y aplomado novelista. La memoria que del mismo pervive es aquí desigual; campechano y dicharachero para unos, "un borde y un maleducado" para otros. Y muchos recuerdan, sobre todo, el regreso del escritor a esos parajes, que motivaría el Nuevo viaje a la Alcarria, en Rolls Royce y  con choferesa de color.

 

         Este libro no es tan solo la crónica de unas vivencias viajeras, porque plantea también  interesantes cuestiones de teoría narrativa: el juego ficcional con la realidad, la distancia expresiva  entre el redactor que leyó en su día el libro de Cela y el que ahora testimonia su viaje a la Alcarria, el modo en que leemos actualmente a los clásicos literarios, o la decisiva importancia del lenguaje descriptivo y adjetival. De la mano de esta bien templada prosa recorremos ventas, posadas, figones y paradores, en una geografía humana donde aún perviven las huellas del escritor que aquí es también justamente reivindicado: "Él, que más tarde acarrearía con el peso de hombre grosero, destemplado y tosco, una imagen que aún ensombrece su nombre y perjudica su obra, tomó la insólita decisión de abandonar el confort de las bibliotecas para perseguir el idioma donde se habla, que es en la calle y en el campo, y no ceñirse únicamente al  que consignan los libros." Por otro lado, y en claro ejercicio metaficcional, el autor entrega estas páginas, que figuradamente le ha pasado un amigo suyo -el redactor-, a un conocido de su confianza, cuyo nombre coincide con el de quien escribe esta reseña.

 

           Sabemos ya sobradamente que buena parte de la mejor literatura -de Chaves Nogales a García Márquez- anida en la crónica periodística, como un género narrativo perfectamente consolidado y autónomo. Javier Ors se viene a sumar con este libro a la rica tradición del relato  viajero de honda proyección humana. Ha contado con una selecta documentación bibliográfica sobre el libro de Cela, ha reconstruido aquella caminante experiencia, ha reflexionado sobre la verosímil impostura de la libre fabulación, consiguiendo con todo ello un libro de inteligente amenidad y comprometida excelencia literaria.

 

 

Javier Ors, Una aventura periodística. Nuevo paseo por la Alcarria de Cela, Valencia, Calambur, 2020.       

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Ferrer Solá

LA REVISTA AVANZA, EN PRIMICIA EN ESPAÑOL, EL NUEVO LIBRO DEL MEJOR ESCRITOR ITALIANO ACTUAL

TAMBIÉN INVITA A REDESCUBRIR LA OBRA DE CARMEN LAFORET, CUANDO SE CUMPLE EL PRIMER CENTENARIO DE SU NACIMIENTO

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de junio  en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores. Así, TURIA avanza, en primicia en español, el nuevo libro de relatos del escritor italiano Claudio Magris, premio Príncipe de Asturias y uno de los grandes intelectuales europeos actuales. Bajo el título de “Tiempo curvo en Krems”, este volumen reúne cinco relatos conectados sutilmente por algunos temas compartidos: la vejez, la evocación del pasado, el tiempo que adquiere una dimensión no lineal y una sensación de desplazamiento, de extrañamiento que de un modo u otro acompaña a los personajes.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

28 de mayo de 2021

            En un tiempo a menudo vertebrado por la inmediatez y la creciente velocidad de la rutina, no es de extrañar el interés que en las últimas décadas ha venido suscitando la tendencia hacia la brevedad, la concisión y la economía lingüística, que tradicionalmente ha encontrado su espacio en el microrrelato, pero que recientemente se ha manifestado a través de géneros tan novedosos como es el caso de la instaliteratura, que traslada la creación a ese ámbito hipertextual que ya forma parte activa de la vida.

            En su libro Perchas, Mario Hinojosa (Teruel, 1978), poeta, cronista y guía, hace una recopilación de algunas de las publicaciones de su muro de Facebook o su feed de Instagram, y eso explica el título unitario que da a estas instantáneas colgadas en las redes. Es de este modo como de la Nube pasamos al objeto físico del libro, y nuestro poeta, que ha acostumbrado desde el año 2009 a conducirnos con su voz por diferentes lugares en el programa de radio «A vivir Aragón», deja aquí el micrófono en favor de la palabra escrita y la imagen capturada, y de esta manera es como nos lleva a través de su lenguaje y su fotografía por las instantáneas de enclaves, momentos y recuerdos en los que somos partícipes de cómo se va abriendo ante nuestra mirada perpleja la posibilidad de contemplación de nuevos espacios líricos.

            Ya desde la cubierta apreciamos la imagen de un homo viator en blanco y negro, una silueta detenida que se mimetiza con el entorno, una memoria andante con los recuerdos permanentemente cargados a la espalda, buscando renombrar la incertidumbre al otear el horizonte mientras se pregunta cuál será el nuevo sendero de su vida. Y lo que sucede es que Mario Hinojosa en este libro opta por la errancia, por el nomadismo poético, por el apartamiento, por la evasión, por cierto beatus ille, así como por el extrañamiento que practica quien ha decidido disolverse con el entorno y hacer alpinismo en el Pico de Palomera, ascendiendo al otro lado de las cosas y trascendiendo más allá de lo meramente superficial, conociéndose con ello a sí mismo. De ahí que en este trayecto que recorre su imaginación creadora reconozca precisamente «la búsqueda incansable de la belleza en lo más sencillo de la vida» (Hinojosa, 2021: 23).

            Y es que realmente es ahí donde se encuentra el origen de esta obra, de estas imágenes y textos decantados del repositorio global de quien ha sabido encontrar su poesía en la emoción de lo esencial que sucede cada día. De esta manera, con una estructura ternaria constituida por las partes tituladas «Urdimbre», «Sin red» e «Hilos de memoria», en este libro advertimos un diálogo permanente entre imagen y texto que nos lleva desde lugares inexplorados y sobrecogedores hacia recuerdos de carne y hueso en la segunda parte y hasta una última sección de homenajes a modo de despedida.

            Así, en la primera sección, por medio de este hilo narrativo, Hinojosa, con Stairway to heaven como música de ambientación, recorre lugares despoblados del realismo mágico que es la vida, enclaves que recuerdan tanto a Comala como a Macondo, y eleva así paisajes en su mayoría turolenses a su proyección mítica e incluso a una categoría literaria, al diseminar por sus textos analogías con fragmentos de obras de Cervantes, García Márquez o Juan Rulfo.  Las imágenes presentan en esta primera parte cierto menosprecio de la urbe y alabanza del ambiente rural, con rebaños de ovejas, pueblos perdidos, naturaleza, plantas, descensos al centro de la Tierra y con ello al abismo, salvamentos y sepulturas, lugares sobre los que se cierne inevitablemente «el golpe de la despoblación» (Hinojosa, 2021: 12), imágenes líquidas en las que el tiempo fluye manso en el cauce de los ríos, y hasta señales que pretenden organizar de alguna manera el tráfico de una sociedad desordenada que a veces parece salirse de sí misma.

            En la segunda parte, el camino es ya de carne y hueso, de siluetas humanas que dan forma física a la compañía, al viaje de la infancia y la inocencia, y que construyen con su respiración apacible y retirada los «castillos en el aire» (Hinojosa, 2021: 31) de la vida. Aquí el ser humano se aparta de las aglomeraciones del mundanal ruido y se funde con el paisaje, abrazándose con la mirada al horizonte. La figura de espaldas es recurrente en estas instantáneas, y esto permite la universalización de la experiencia personal, la proyección global de la anécdota, y a su vez está íntimamente relacionado con lo que Mario Hinojosa ve de médula espinal en la naturaleza, como continuación nerviosa de la propia vida. Así, buscando lugares apartados en los que encontrar la emoción sin redes, la esencia verdadera del momento, la espalda nos permite intuir al otro lado la visión sin interferencias entre la mirada y el entorno, la experiencia de la unión más íntima. De ahí que el autor escriba «En vuestros ojos la belleza del paisaje de Teruel vuelve a levantarse del olvido» (Hinojosa, 2021: 34). Porque además el recuerdo se fundamenta como textualidad en el soporte de memoria que constituye el libro.

            Y por último, enlazando con una imagen de la segunda parte en la que lo que se hace presente es una palpable ausencia, Mario Hinojosa, consciente de que «a veces los astros iluminan la Tierra con una intensidad que duele» (Hinojosa, 2021: 45), dedica el final de su libro a las despedidas, a los homenajes a personas que, de un modo u otro, han ido dejando huella en su camino. En estas páginas hace perdurar el recuerdo tanto de Parra como de Gimondi, Albert Uderzo, Ingmar Bergman, Maradona o John Berguer. De esta forma, pasa a convertir la evocación de su muerte no en un estancamiento sino en «una sombra que volará para siempre por las tortuosas carreteras de la memoria» (Hinojosa, 2021: 42), allí donde la palabra dialoga con imágenes de geografías áridas pero de tonos radiantes, y de brumas umbrías pero de atardeceres sosegados, a modo de réquiem por el camino de encuentros y despedidas que nuestro homo viator sabe que es la vida.

 

 

Mario Hinojosa, Perchas, Zaragoza, Olifante, 2021.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Celia Carrasco Gil

Está rompiéndose el lenguaje en cada verso escrito por Antonio Méndez Rubio (Fuente del Arco, Badajoz, 1967). Sucede siempre. Una renovada rudeza que al tiempo es terneza y zarpazo. Luz. Enjambre. Nos interpela, sin dejarnos habitar el siguiente verso pidiendo tregua. La poesía de Méndez Rubio crece por entre los adoquines que la raíz va levantando al crecer. Es lumbre, fragilidad. Belleza, compromiso. Voz de otros, de muchos, la misma, lo común de la voz humana. Y escribe como anuncia el título de su antología en Huerga y Fierro: Hacia lo violento.

 

«El mundo, o como mínimo un mundo, desaparece cada vez que el poema se traiciona a sí mismo»

- ¿Qué sucede si un poema no brota de la violencia que se ejerce sobre el lenguaje?

- Que no hay poema. Que sería mejor no decir ni escribir nada antes que alimentar la cháchara expresiva que estimula la mentira de que el mundo sigue ahí, como si nada, a nuestro alcance. El mundo, o como mínimo un mundo… o más en concreto, otro mundo, desaparece cada vez que el poema se traiciona a sí mismo.

 

- ¿No es asombroso que de esa violencia el resultado sea la belleza?

- Es inevitable. No hay remedio. En psicología social, el concepto de violencia termina resumiéndose en producción de angustia. Entiendo por belleza la violencia necesaria de lo que no se entiende cómo nos puede encadenar así, una atracción que deja sin aire el aire y nos atraviesa la garganta con un imán ciego. Es el asombro que llega de lo que nos arranca de nuestra mismidad, nos embelesa y no nos deja ya volver a ningún punto de partida imaginable. La conjunción de belleza y violencia convierte nuestro pulso en la alegría de un sinvivir.

 

“El sistema nos ha envilecido más que nunca”

- «En el fondo de esa agua no hay monedas». ¿De qué modo –si es que ha conseguido hacerlo- ha envilecido el sistema la poesía? Parecía que, al ser un territorio no rentable, permanecía alejado de su voracidad, pero si se echa un vistazo a las listas de poemarios más vendidos, uno encuentra nombres ajenos por completo a la poesía.

- El sistema nos ha envilecido más que nunca, nos ha colonizado el corazón sustituyéndolo por una coraza defensivo-agresiva (lo que W. Reich llamaría una “coraza caracteriológica”). Ha sido subjetivado, interiorizado hasta el punto de volverse invisible de tan inmediato. Ya M. Foucault, en sus ensayos sobre el origen de la biopolítica, detecta en el nacimiento del liberalismo moderno, hacia finales del siglo XVIII y sobre todo en el XIX, lo que se podría considerar un ideal del sujeto que es empresario de sí mismo. La poesía, entendida como expresión lírica de una subjetividad individual, o sea, como la entiende la sociedad moderna más oficial, se ve atraída con fuerza por esa pulsión del sujeto orientado a convertirse en su propia empresa, a promocionarse como marca publicitaria… es como si la lógica neoliberal y el lugar moderno de la poesía estuvieran condenados a entenderse. Por lo demás, la poesía entendida como salto al vacío, punto de alto riesgo, práctica de lenguaje al límite, no ha podido no verse condicionada por la oleada de conformismo que se ha apoderado del ambiente social y cultural desde hace al menos unos diez o doce años, aunque ya A. Gramsci (hacia 1920) señalaba el conformismo como el mayor mal de su tiempo. Da la impresión de que se está cerrando un bucle funcional entre los intereses inmediatamente comerciales de la industria editorial y los miedos inconscientes de cada vez más gente que se resiste a la sensación de transgresión, de desconcierto. Así parece razonable pensar que se debilita la necesidad de atravesar lo desconocido, de impulsar la creatividad y la (auto)crítica sin la cual no puede haber un cambio de mundo. Cuando R. Vaneigem distinguía entre sobrevivir y vivir apuntaba a reivindicar la relación íntima, irrenunciable, entre poesía y querer vivir. Pero hoy día, tal como se presenta cotidianamente la realidad del estado de las cosas, la poesía aparece en el espacio público sobre todo como un elemento autoafirmativo, inercial, cuando no meramente decorativo. Es cosa de cada cual ponernos en medio de este circuito paralizante, exponernos a la intemperie de alguna manera decisiva, de infinitas maneras, de modo que produzcamos interferencias, ruido, temblor… que agujereemos este tejido de cobardía en expansión y lo resituemos a nuestra escala microscópica, cuántica, pero también por esto mismo quizá inapresable para los sistemas macro de monitorización que activa el orden cultural, comercial y tecnológico actual.

 

“La escritura va por necesidad hacia la violencia ilusa, sin fondo, del querer vivir”

- ¿Hasta qué punto vivir y escribir son una misma cosa?

- La clave es Kafka: no hay vida sin escritura. Se dice una y otra vez que lo malo de la poesía es que no se entiende, que no sigue ninguna lógica. Vale. En el penúltimo párrafo de El proceso escribe Kafka: “Sin duda, la lógica es inconmovible, pero no se resiste a una persona que quiere vivir”. La escritura va por necesidad hacia la violencia ilusa, sin fondo, del querer vivir. Esta condición es decisiva en la escritura y la lectura, en el lenguaje y la escucha, y lo es tanto más cuanto más cerca está la raíz de cada decisión de la de cada paso o acto que se cruza cuando llegamos a decir algo. Es como si el momento arbóreo de deci(di)r arraigara en una tierra imprevisible. 

 

- ¿Qué se pierde si nos falta la atención?

- El mundo. Cualquier mundo. Todo.

 

- ¿Qué se requiere para «arder con la fuerza del hambre»?

- Sentirnos como madera creciendo por debajo de una tierra oscura, sin agua, sin alimento, que es como de hecho nos sentimos cuando estamos sin quien amamos. Cuando alguien se siente sin nadie, sin tú, sin ti, sabe responder a esta pregunta, aunque no sepa hacerlo con palabras, sabe lo que implica de pasión y dolor, de pérdida que arde, como diría Gamoneda. Sé que hay un hambre que no es mía, sé que hay “colas del hambre”… sé que gracias al poema ofrezco para compartirla el hambre que sí tengo.

 

“Lo poético se nutre del encuentro con lo(s) otro(s)”

- ¿Qué porción de voluntad, de azar, de amor, de violencia hace falta para «hacer que el mundo no sea otra vez el mundo»?

- Lo único que tengo claro es que, sea la porción que sea, sea una porción compartida, puesta en común. Que nos une justamente por no ser de nadie. Lo poético, en su sentido más abierto de creatividad común, anónima, inscrita secretamente en nuestros cuerpos, se nutre del encuentro con lo(s) otro(s). Me acuerdo de un capítulo del libro La vida secreta de los árboles que se titula «Juntos funciona mejor», y donde se explica despacio cómo los árboles, desde la punta de cada rama hasta el principio de cada raíz, se buscan, se cuidan recíprocamente y comparten “la lucha por la luz”. Es algo así, con la poesía sucede algo probablemente muy similar.

 

- «“Eres verdad” –y es no un poder». ¿Cómo se reconoce lo auténtico en un momento en el que la verdad se ha devaluado, importa menos? En otras palabras, ¿cuánto ilumina el azar en el poema?

- Practico y estudio el I Ching casi a diario. Desde la perspectiva china antigua, tal como se sintetiza en el Libro de las Mutaciones, la verdad se equipara al vacío interior, en el sentido de un estado de máxima receptividad y disponibilidad. Es ahí donde el azar actúa como una semilla de verdad: el Sujeto, el Yo no puede manejar ni controlar eso, no se empodera ni se enseñorea de las situaciones y los cambios que atraviesan su vida íntima y común. No es una renuncia, es un anti-poder que deja huellas en un anti-discurso que se abre a vivir el mundo como un cruce eléctrico de signos. El pensamiento moderno occidental exige la institución de un Yo directivo, supuestamente autónomo y robinsoniano. Para combatir esto probablemente haya que entrar en una lucha personal y colectiva, poética y política (“lo personal es político”, como decía el grito de guerra feminista). Pero esa lucha parte del principio de que verdad y poder no se corresponden sino que, al contrario, todo aquello que bloquea la circulación libre de energía, de deseo, se vuelve una forma de reproducir «la cuestión del mal». Esta es la forma en que la cultura china de hace más de tres mil años nos ayudaría hoy a no seguir construyéndonos corazas, ni en el poema ni en el día a día. Es deci(di)r: a dar el primer paso para emprender la ruta extraviada que nos ayude a ser de verdad antifascistas.

 

“Rezo por salir del miedo”

- ¿A qué teme y a qué le reza el poeta?

- En mi caso, y sin ningún ánimo de generalizar, rezo por salir del miedo, por reconstruir mi vida sobre el apoyo incierto de aquello que me ponga ahí, que me exponga, que no sea miedo sino lo otro del miedo. Sin la poesía no podría ni intentarlo. Así que eso ruego a los dioses existentes y también a los inexistentes, por si acaso…

 

- Un «cuerpo que no piensa solo en sí», ¿es un cuerpo más vivo?

- Sí o sí, ¿no?...

 

- «Te puedo dar mi palabra». ¿De qué salva la poesía?

- De estar a salvo. «Todos estamos en peligro», como avisó Pasolini poco antes de morir salvajemente asesinado.

 

“El poema es un lugar para aprender a escuchar”

- El poema, ¿nos escucha o nos habla? Si «cualquier fuga puede hablar», ¿hay algo que tenga que callar en el poema, algo que deba hacerlo?

- Me parece que el poema no es un lugar para hablar sino para aprender a escuchar. Para hacer sitio donde se oiga(n) lo(s) otro(s). Por eso mismo lo poético requiere un lenguaje otro, una comunicación otra, a la que se tiene miedo, o que directamente se desprecia como «oscuridad», cuando eso es solamente un síntoma de las zonas de sombra que nos constituyen. Sin oscuridad no hay deseo, no hay seducción, no hay encuentro, creo… Esa especie de extranjería o exilio (im)propio de la práctica poética es como una señal que nos marca el rumbo en medio de la tormenta de lo real. Hay un poema sin título de Hannah Arendt que apunta hacia esta apertura de/a la alteridad, y que dice así: «Habiéndome confiado por entero a lo que no me resulta familiar, / mostrándome cercana a lo foráneo / y próxima a lo remoto, / pongo mis manos en las tuyas».

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

30 de abril de 2021

 

Hablaba Szymborska, en su discurso después de la concesión del premio Nobel, de la duda, de la necesidad de dudar para poder entender. Hablaba del no sé como respuesta inherente a la perpetua pregunta del poeta, en este caso. ¿Cómo resolver que no hay base firme, que el tal vez es más cierto que la certeza, que el vuelo se aproxima más a nuestra respiración que el paso?, ¿cuál es la reacción ante la perplejidad o la herida? Voy a responder sin demasiada rotundidad: el silencio. Hablar y callar acaso sean dos marabuntas igualmente violentas. Y esto, este impulso preparatorio para decir o no decir, genera lo extraño. Intuyo que la escritura de Arturo Borra es una escritura perpleja, esto es, hay extrañeza en el afuera y en el adentro, por tanto, la palabra se comporta como esa extraña que intenta ser vestigio y memoria.

 

     Desde lejos (Eolas ediciones, 2020), este inquietante y portentoso libro, nos embadurna de tiempo y de fisuras: el ser que se aleja —de sí y de sus lugares— y la acechanza de un desconcertante vacío: «late en mí / el desfiladero».

     El libro se inicia con dos acertadísimas citas de Simone Weil y René Char, que abren el orificio de dos irrevocables agujas que el poeta henderá en los versos: extranjería e incertidumbre. Estos topos son la lanzadera de las lesiones que se van apelmazando en los versos: la inconsistencia, el miedo, la distante cordura, la suciedad política y social, etc.; y también, cómo no nombrarlo, ese reducto que es el amor desde donde poder visitarse a uno mismo y mantener la dignidad —y la esperanza.

     No hay secciones; la lectura se ofrece en su desbordamiento como una fronda repleta de alegorías o de refuerzos sintácticos desmembrados por la barra interna de muchos de los versos. Así mismo, los poemas encierran en corchetes sus títulos —concisos, esenciales, en su gran mayoría una sola palabra—; visualmente actúan con tal rotundidad que la lectura que a continuación se inicia ya proviene de un cierre, de una extenuación. Cabría insinuar que los signos ortotipográficos son actantes, no solo especifican sino que explican y se comportan como verdaderos nutrientes del contenido.

     Intuyo, nuevamente, que de entre los bellos y perturbables hallazgos que podemos encontrar en la escritura de Arturo Borra está esa atmósfera reconocible e íntima que se ancla al grumo desnudo de la inocencia. ¿Cómo, si no, las incesantes preguntas, la infancia en carne viva —y su expulsión—, el no retorno a nada, la extranjería ubicua o el dolor por aquellos que pierden la vida durante las extenuantes travesías para, paradójicamente, poderla mantener?

     En el magnífico texto introductorio de Alfredo Saldaña se trazan sabiamente las constantes que permanecen en la poesía de Arturo Borra. Repasando alguno de los libros anteriores del poeta, leemos en Para trazar lo imposible: «[...]Hacer del tránsito / una patria oscura» o «Si no nos expusiéramos al viento, ¿cómo podríamos sentirnos acariciados por lo lejano?». El viento, efectivamente —y como también apunta Saldaña—, actuaba como un desfibrilador reactivando la andadura, aun a pesar de la liviandad del paso. En Desde lejos también cruza —el viento— los versos como habitante interno, pero es el vacío o el hueco la gran fosa que detona la palabra. «[...]Para no callar/, escribir la hendidura», nos encontramos en Todo tanto; «Que el vacío se convierta en lugar de lo naciente.», oímos en el primer poema de Desde lejos.

     La palabra, que nombra y vacía, su no lugar y sus ocultos desdoblamientos, ¿acaso puede deambular como un eco sorprendido en donde la sustancia —el es— pueda significarse?; ¿puede retener en su vastedad el preciso hematoma que produce lo extraño? La razón poética (María Zambrano), tal vez condensada en el intento, abre pozos en el pozo, hay en ella un «irse vaciando en el vacío» (Clara Janés).

    No es en balde que Arturo Borra incluya cuatro Poéticas en Desde lejos —hay que tener en cuenta sus ensayos publicados sobre el lenguaje poético y el exilio— y dos Sabidurías. Las primeras articulan, curiosamente, un posicionamiento vital que deja —¿al margen?— la reflexión sobre el lenguaje, de manera que el poeta, sabedor de su impostura pero también de la necesidad de este, la disemina, como si se tratase de perdigones, por todo el libro —así el título de muchos de los poemas: [Idioma], [Lengua muerta], [Palabra desamarrada], etc—. En las Sabidurías, volvemos a lo inicialmente apuntado, la duda: «yo no sé quién sabe qué / qué yo/ quién / decime vos que vas preguntando / sin voz», en la primera; «¿Y quién sabe morir?», en la segunda. Es inevitable entrar en los Libros Sapienciales y leer lo siguiente: «De improviso hemos sido engendrados, | y después de esto seremos como si no hubiéramos sido [...]» (Sabiduría 2,2). La muerte es ese paseante mudo que alumbra nuestro eco y del que no sabemos nada salvo su existencia cierta; así, la desaparición sucede como un desalojo callado. También la oscuridad —esa materia que se revela en el morir— es aliento en los versos de Arturo Borra: «No importa que la penumbra sea: / así se confunden los pasos / que llegan desde lejos / como un ritual de despedida». El poeta bordea el filo de la oquedad en la lengua e incesantemente pregunta, y se pregunta, cómo se regresa, y quién lo hace.

     Pongamos que vuela, la palabra, como el jazmín en noches lentas. Pongamos que, como apuntó Rilke, desemboca en silencio. Arturo Borra, extraño de sí mismo y de su voz, ausculta la naturaleza del ser, disecciona hábilmente las incisiones dolorosas que nos perforan, deambula lejos para comprender que el afuera también convierte la palabra en hueco —«[...]todo barranco es más real / que la cercanía.»—; de lejos delimita magistralmente los cercos de la memoria —lo expulsado que permanece— y, de lejos, da cuenta de los registros perdidos que le instan a reconocerse.

     También desde fuera urde el recuerdo de la infancia —modismos y giros de su tierra natal e imágenes devueltas al ahora—. Con el lenguaje busca la casa en silencio: «un solcito/ un árbol/ otra palabra / que abrazar/ manto verde / para cubrirse del desierto» y en esa distancia reconstruye la mirada: «aprendiendo a mirar / desde lejos». Extrañar lo vivido acaso retumbe como una onda en el agua que agranda su movimiento, pues allá están los sonidos irrompibles que siguen acuciando al rumor del presente (es inevitable recordar aquí aquellos matices consternados del Libro del desasosiego, de Pessoa).

     Esta escritura limada en el vínculo sobrecogedor de la propia imagen, que expone, apabullante y precisa, la carencia de abrigo, se refleja en el lector como si se tratara de un espejo. Solo cabe circunvalar los intensos poemas que nos brinda su autor y, acto seguido, estremecerse y asistir a un ritmo despiadado de lucidez, de belleza y, si acaso, de desazón.

     «¿Y quién no arrastra sus lechos secos, zonas baldías donde depositamos las pérdidas?», nos dice Arturo Borra.

     ¿Quién no lo hace?

 

 

 

                                                    

Arturo Borra, Desde lejos, León, Eolas Ediciones, 2020.

    

     

Escrito en La Torre de Babel Turia por Lola Andrés

 

 

On the wayward ways of this wayward town,

a smile becomes a smirk

Cole Porter

 

 

 

 

 

 

En su libro Escuchar a Bajtin (1986) Iris Zavala rescata el concepto cronotopo, “una conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura” (pp.116). Siguiendo al teórico ruso, Zavala pone el acento en el espacio y el tiempo como formas de la realidad del género novelesco, y vuelve sobre las premisas que buscan explicar los enlaces y desligues de los nudos argumentales; la génesis de nuevos cronotopos a partir del principal, y el cambio de posición del lector, quien se convierte en atrevido cartógrafo que traza el mapa de las distintas dimensiones de la historia.

Todo lo anterior nos ofrece una perspectiva desde la cual leer la nueva novela de Óscar Marcano, Los inmateriales (Pre-Textos, 2020). El centro del relato es la historia de Raimundo Lucio, mochilero caraqueño que recala en París, en 1985, luego de fracasar como poeta. Diversas circunstancias le persuaden de no continuar hacia Madrid, abandonar la aventura y permanecer en la capital francesa. Mundo, como le llama su amigo Thierry, trabaja como canguro para sobrevivir; cuida a varios niños, entre ellos a Mirabelle, la pequeña sin habla que trastocará su vida.  Cuando no está trabajando, nuestro protagonista persigue la ciudad de su escritor fetiche, Henry Miller, y, como una suerte de Brassaï caribeño, dispara su Pentax mientras explora con idéntica paciencia e interés la misma fila de cafés, cabarets y cines retratada por el neoyorquino. El flâneur pasea sin rumbo por la ciudad y la hace discurso en las conversaciones con los distintos personajes que marcan el tono y tempo de la novela. 

Son inolvidables las largas charlas con Thierry sobre sus experiencias en Venezuela, y muy especialmente sobre Chet Baker y otros miembros del cool-jazz, cuyas interpretaciones, sones y fraseo acompasan la historia, desde el “to be cool” de la relación del francés con Cazuza, hasta las notas del hard bop, cuyas improvisaciones a pleno pulmón, sonidos cálidos y ritmos explosivos, dan cuenta de los cambios vitales de nuestra pareja de amigos. Entre Mundo y el franchute no hay palabra sin respuesta, aunque esa respuesta sea el silencio, un secreto, un gesto de desaprobación o una discusión grupal; como las que se suceden alrededor de la figura de Tricia: “Inquieto, el franchute me patrulla con la vista. Quiere contener mi falta de tacto. No me mires así, lo atajo. Si no lo digo, se me duermen las nalgas” (pp.173).

Mención especial merece la amistad de Raimundo con El Compadre, el virtuoso hidrocálido que estudia guitarra en Le Cim, “una escuela de jazz del Dieciocho” (pp.199).  Con Cuauhtémoc conoce otros aspectos de la vida parisina y disfruta una velada musical a la altura del Birldland, el Blue Note, el Village Vanguard o cualquiera de las catedrales del jazz (pp. 299). 

Como ya hiciera en su primera novela, Puntos de sutura (2007), Óscar Marcano vuelve a sorprendernos en Los inmateriales con una historia en la que el olfato es pieza clave para desentrañar los significados ocultos tras diversos velos. Raimundo reconoce los olores y es su nariz una especie de nocturlabio que prefija el tiempo de vida de una estrella: abundan el recuerdo de Je Reviens, perfume que evoca el olor de su madre y que busca en cada mujer; pero también el barrunto de heces de los clochard, los aromas de aluce, ilice, trilice, pondolo y minolo de la dama de pies romanos; el acre aroma de la entrepierna de la mujer-holograma “que [le] chupó el veneno” (pp. 264), y  el insoportable tufo de Pierrot que tanto excita a la garota

Sobre el privilegio de los sentidos llega el logos, como una memoria de extraños espacios que desde el origen está conectada con aquella exposición “que curó Lyotard en el Pompidou” (pp. 18), indagando sobre cualidades desconocidas de la materia.   Al igual que en la arquitectura donde una obra no se completa sino cuando es habitada, el gran acierto de Los inmateriales es que se construye definitivamente al ser leída. Emulando a  Rayuela, la novela de Marcano es protagonista de sí misma, y puede comprenderse de varias maneras: secuencialmente, capítulo a capítulo, siendo testigos de la transformación de Raimundo y de cómo recupera el centro perdido al volver a Caracas e intentar desentrañar el misterio de la (in)existencia de “Hugo”, ese extraño compatriota que viajó a París en 1907 y conoció “a Modigliani, a Picasso y a Matisse” (pp.493), estudió pintura en la academia de la Grande-Chaumière, y dejó un legajo de memoria fragmentada solo inteligible tras la performance de Perán.

Otra posibilidad es El Manuscrito que Casimir, el brocanteur, lega a Raimundo, y que explica tanto la novela como su contexto interno, gracias a las voces que pueblan El Mogador y el Caves Saint-Gilles, bares en los que nuestro protagonista alterna con interlocutores de paso y habitués. Como en un juego de espejos cuya representación es fiel solo en apariencia, el espacio y tiempo conocido del Saint-Gilles perderá nitidez con los años. Y los errants de El Mogador (el soldado colombiano, Fanny y Julliette, o el converso de Praga) ofrecerán las únicas pistas verosímiles con las que el narrador va trenzando el hilo invisible que une a Raimundo con “Hugo”. Si el pintor  enlaza un objeto de estudio tras otro: la luz, el color, las texturas; las necesidades del cuerpo y las bondades de los personajes que le rodean en dos “libros” aparentemente incompletos: las cartas y la experiencia del viaje, “con la letra hológrafa sobre el papel traslúcido” (pp.9), y con el “Dios te ama” impreso sobre “el objeto liso, chato, cuadrado, de horrible goma color hueso” (pp.529), el joven arquitecto se detiene en las particularidades de su falta de afecto familiar, las costumbres de la población y un catálogo de ser curiosos y raros. Junto con ello se introducen reflexiones acerca de diversos temas filosóficos, científicos, políticos, que lo conducen al conocimiento de sí mismo y al encuentro con su verdadera identidad, sin subterfugios ni miedos.  

Hemos dicho que Bajtin llama la atención sobre el cambio de posición del lector en la novela. Y tenemos que insistir en que este es precisamente uno de los mayores aciertos de Óscar Marcano en Los inmateriales: la historia que es contada, el cómo se cuenta, pero también la experiencia de su lectura.  Aunque nuestro narrador nos pasee por múltiples escenarios de la arquitectura parisina, por decenas de emociones representadas a través de las piezas de jazz; por fragmentos inolvidables del cine de culto y la literatura; por las teorías psicoanalíticas que explican la vida sexual de los personajes. Aunque exponga los secretos de los Apócrifos y repase parte importante de la historia política y plástica venezolana, nada es definitivo.  Toda la puesta en escena a la que asistimos converge en un engranaje de piezas minúsculas donde se fraguan los cambios más grandes. Tenemos que aventurarnos a experimentar que “el mejor cielo será siempre el del lector”.

Sin ninguna duda, Los inmateriales consagra a Óscar Marcano en la sólida trayectoria que iniciara en 1999 con el volumen de cuentos Lo que François Villon no dijo cuando bebía (publicado después con el título Solo quiero que amanezca -2002-), y que ha crecido exponencialmente con Inecuaciones (1984), Sonata para una avestruz (1988), Cuartel de Invierno (1994) y Puntos de sutura (2007).

 

Óscar Marcano, Los inmateriales, Valencia, Pre-Textos, 2020.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por María Elisa Núñez

30 de abril de 2021

“La caballería villana del Teruel bajomedieval” es una monografía que promete exactamente lo que da: un estudio de calidad sobre la élite turolense de Teruel durante los siglos XIII-XV. Maravillosamente documentado, el autor a través de un sólido corpus metodológico aporta una mirada crítica y compleja a la medievalidad turolense, sin que, por ello, se pierda en ningún instante una lectura fluida y asequible tanto para el historiador como para el que se inicia en estos menesteres. Esta fluidez se consigue, en gran medida, gracias a la decisión del autor, Alejandro Ríos Conejero, de establecer capítulos diferenciados que exploran cada uno de los aspectos de la caballería villana. De esta forma, se consigue entender en toda su complejidad tanto el papel como la evolución de este grupo a través del tiempo, gracias a su definición y caracterización en todas las esferas.

La primera pregunta a responder es obvia ¿qué es o quién puede ser parte de la caballería villana? La respuesta se encuentra en el capítulo dos: aquel que, con una propiedad intramuros de la ciudad, pudiera costearse tanto la panoplia militar como una montura. No es extraño ni a nadie sorprende que un caballero sea aquel que tenga un caballo y pueda ir con él a la guerra. Y es que, es precisamente el contexto bélico del siglo XIII, marcado por la expansión de los reinos cristianos sobre la península, lo que tradicionalmente se ha llamado como “reconquista”, el que permite el crecimiento de este grupo. Teruel nace en 1177 como una villa de frontera, y como tal y siguiendo la norma de la época, es favorecida para facilitar la repoblación de este enclave. Pero, los privilegios no sólo se otorgan a la ciudad en sí, sino que habrá un grupo en su seno que saldrá ampliamente favorecido: la caballería, aquella que permita a los monarcas, Alfonso II y Jaime I, no solo defender Teruel sino también atacar a los territorios enemigos.

Pero el papel del caballero no sólo se centra en el ejercicio bélico, sino que también se desarrollará intramuros y en el seno de la política. Pues uno de los privilegios de este grupo fue el acceso y posterior monopolización de los cargos públicos y del concejo turolense. Es así como la caballería villana llega al poder desarrollando a su vez una cultura y una ideología propia que justifica su predominancia. Bien como defensores de la ciudad frente al enemigo común o como intermediarios entre el poder real y la villa, los caballeros controlaron Teruel, enfrentándose, tal y cómo lo narra el capítulo cuarto, y lo ejemplifica el quinto, los unos a los otros. Apasionante es el juego de poder y las dinámicas que allí se tejen que involucran a los apellidos más famosos de aquel entonces, y que, a día de hoy, aún resuenan.

En conclusión, esta obra es sin duda de lectura obligatoria no sólo para los que quieran entender el pasado de Teruel, sino para aquel que sea amante de la Historia, ya que es un ejercicio histórico excelente no sólo por sus tesis, sino por el gran ejercicio de archivo que hay detrás de cada letra escrita.

 

Alejandro Ríos Conejero, La caballería villana del Teruel bajomedieval, Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Vanessa Pozo García

La experiencia de la lectura y la intensionalización de la extensión, bajo el amparo de la teoría de los mundos posibles, tal y como destacó el Tomás Albaladejo (y más allá de las relaciones semántico intensionales, sintácticas o estilísticas del texto), encuentran su verdad narrativa en el pacto de ficción, si es que no queremos retrotraernos al asunto de la verosimilitud. Una cuestión compleja, objetivo de la crítica moderna y contemporánea en asuntos de narratología, y con particular peso en Darío Villanueva o José María Pozuelo Yvancos, entre otros, dentro del perímetro nacional. En el fondo no deja de ser la novela una representación y pacto entre los discursos y sus formas simbólicas, analógicas, o mundos generados como modelos posibles que su ficción propone y el lector reconstruye desde su pragmática vital. A veces, aquellos tiempos de la experimentación proponen retos al lector acomodado, aunque sin ocultar el propósito de fondo.  El sueño de Torba gira obsesivamente sobre un asunto y se hace alegoría del mismo. Rafael Soler (1947) lo postula así desde un recogido mundo de personajes (un breve puñado solamente), o vidas que se ofrecen al lector, si bien marcadas por ese actante principal que iremos desvelando en parte. Son unos personajes cualesquiera, sin más, profesores de un instituto de enseñanzas medias (no solo), de mujeres (Berta, Clara, Teresa…) y hombres (Jorge, Jaime, Vicente, José…), profesionales que ejercen su labor en una ciudad desconocida (también en Laxe en la Costa de la Muerte, no elegida al azar precisamente), marítima sin duda. Así asistimos al proceso de la revelación de su contrapunto y encuentro vital. O, si prefieren, a cómo sabemos algo de sus vidas a través de rápidos diálogos (pero sobre todo del secreto imantador, abisal, o eje de la significación), desnudos, donde se transparenta lo esencial para el lector y cuanto Bremond denominó el momento estratégico…o breves ráfagas donde se anuncia la síntesis del propósito del autor, sabiamente velado. En los diálogos de Soler, a veces con los asideros justos, asistimos a los enigmas o quid (debemos estar muy atentos a ellos). Y a través de ellos al ser, al asunto y acción de la novela, sin más, en su fenomenología (pero también en su poesía). Así, sin apenas espacio para la voz del narrador, esos diálogos y juegos, también pequeñas incursiones del mismo, diarios incluidos, surgen rápidas escenas perfiladas con un estilete donde todo se concentra. Y espacio en el que se van revelando circunstancias, hechos, amores o sospechas, enfermedades y pulsiones (atención a esto). O incluso, aunque no sea exacto, dejando espacio para un Rolls en su papel casi de Mcguffin hitchcockiano (aunque luego resulta mucho más relevante de lo esperado), y sin que pueda desvelar nada más allá de cuanto aquí se insinúa (también hay una misteriosa manada de agresivos perros). No se deje engañar el lector o desprecie esos guiños que ejercen de imán o foco de extramuros. Finalmente adquirirán una relevancia clave.

Rafael Soler, muy al hilo de cuanto escribió Michel Butor, postula sus textos con vistas a ser leído. Es decir, escribe con ese afán y más allá de la novela experimental que tanto predicamento tuvo en España, pues su propósito es el de contar historias. Y aunque El sueño de Torba es compleja, literaria, elaborada, no es una novela experimental, si bien el lector se encuentra de bruces con una apuesta narrativa solo apta para paladares exigentes. Y es que, si bien se ajusta a la legibilidad, guarda rastros del virtuosismo demostrativo de aquella mirada.  El poeta y narrador valenciano, ya había hecho incursiones en aquellos otros parajes llenos de espinas y dificultades, tan reclamados en aquel entonces de la transición a la democracia y aledaños. Tiempos de Miguel Espinosa y Julián Ríos, que descolocaron mucho más al lector que el Vargas Llosa de La casa verde. Ahora Rafael Soler ha sabido sortear esos peligros, más bien entonces, pues no debemos olvidar que estamos ante una novela de 1983 y traída de nuevo al ruedo para suerte del lector, pues era inencontrable. Además, y para gozo del lector, ha llegado en una cuidada edición. Se suele olvidar en demasiadas ocasiones ese buen hacer de algunas editoriales, como Olé Libros, y cuya presencia es menor de la debida.

Sin duda Rafael Soler ha ido dando pistas de esa aventura de unos de los protagonistas y de la novela desde ese yo más o menos sugerido siempre donde se transparenta el protagonista. En la última sección asistimos al sentido de todo a través de Jaime Sarduy y un coche que va al agua. De ese agonismo donde la acción apenas existe, o la evolución de sus protagonistas, frente a los matices y la red del sentido, no precisamente optimista, en ese torbellino de aspectos que giran sobre sí mismos. Dick Bogarde, el protagonista de Muerte en Venecia, del “Hortera Visconti” y de esa muerte con grandeza en una tumbona y que el protagonista, tal vez, emula. No se lo quiero desvelar. La novela de Rafael Soler, donde pasan cosas, solo habla en el fondo de una sola. Y lo hace muy poéticamente.

 

 

 

Rafael Soler, El sueño de Torba, Valencia, Olé Libros, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Rafael Morales Barba

30 de abril de 2021

 

 

Viajero, ¿quién eres? Te veo proseguir tu camino, sin sarcasmo y sin amor, con tu mirada indescifrable; te veo ahí húmedo y triste, como la sonda que desde los profundos abismos asciende insatisfecha a la luz. ¿Qué has ido a buscar a lo profundo?” Friedrich Nietzsche s allá del bien y del mal.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En su primera obra, Todos los gusanos de seda  (Olifante, 2015), Estela Puyuelo transitaba la metamorfosis que impulsa el resurgir a partir de los propios despojos, para liberarnos en las sucesivas “mudas”, descubrir y aprehender como niños la realidad en su belleza y su fealdad. En estos tiempos de quietud impuesta da un paso adelante y se arriesga a embarcarnos en un nuevo viaje desde su poemario Ahora que fuimos náufragos.

La obra se divide en XXV cantos con la siguiente estructura: un poema prologal titulado “A veces es miércoles”, tres partes diferenciadas que componen el cuerpo principal del mismo: La Telemaquia, El regreso y La venganza, y finaliza con un poema-epílogo titulado “Ahora que fuimos náufragos”.

La autora abre ventanas en el poemario a numerosas reflexiones en torno a cuestiones universales de la filosofía. Una de ellas es el viaje como alegoría de la existencia: el fracaso al buscar refugio en la memoria, el regreso a lo irreconocible, la construcción y deconstrucción del yo, la imposibilidad del reconocimiento. En la primera parte, el poema “Las musas en el estado de alarma” nos pone en situación: la voz de las musas creadas por Zeus, en palabras de Píndaro, “para alabar las grandes obras y la completa creación en palabras y música” no existe en las emergencias. La pandemia provocada por el COVID-19 ha puesto patas arriba nuestro mundo provocando un vuelco en la existencia. Este momento de inflexión es el detonante que obliga a emprender un viaje no-viaje hacia las profundidades del ser, para hacerle frente a un mundo hostil que se ha presentado sin anunciarse, de la misma manera que el lector, en “Calíope, es invitado a combatir la incertidumbre, el pánico y la soledad de la página en blanco.

El sujeto que emprende el viaje se retrata en el poema “En suculento festín” envuelto en una contingencia evanescente. No quiere cambiar el mundo, se conforma con sobrevivir en él de forma acrítica. La toma de conciencia de la mortalidad  desvelada en el poema “Héroes” posibilita una meditación sobre la existencia. Las fuerzas vitales del ser humano se abren paso hacia su conciencia y, a través de ella, buscan el modo de expresarse. Vuelta tras vuelta, verso a verso, la poesía coloca la vida en la encrucijada, ahí donde se abre la puerta a los infiernos y acometen las dudas, forzándola a representar un papel heroico a su pesar. En un primer momento, de la mano de Penélope, se encamina hacia el refugio en la memoria, sumergiéndose en la trama rizomática de los recuerdos en los que solo encuentra nostalgia retroutópica o angustia. Allí el tiempo se deforma como los relojes dalinianos. La existencia misma y la conciencia de tener el mobiliario reconocible en su sitio desaparecen de esa cotidianeidad ya difuminada.

Desandada la ruta de la memoria, acomete la vuelta al yo originario. El regreso a esta identidad se construye en el conflicto. El individuo, elevado a la categoría de totalidad suficiente y autónoma, se revela hostil hacia la realidad y los otros. Afincado en ese individualismo irreductible no se reconoce en la realidad, que ha sufrido una alteración trágica, ni en los otros; todo reconocimiento se esfuma. “Y alargar, vacías, / las cuencas de las manos, / para no alcanzar / ni suelo, ni cielo, ni horizonte / que te sitúe / en aquel lugar seguro / donde podías amar / aunque también fuera, / como ahora, / dando tumbos”. Versos que podrían acompañar las lágrimas del prisionero del mito platónico en su vuelta a la caverna, al descubrir que ha perdido toda identificación con el lugar y sus habitantes.

Ante la imposibilidad del retorno a lo mismo es la voz del poema “Laertes” la que no acepta la irreversibilidad de la catástrofe y pone al caminante tras la pista de una nueva senda que transitar, esa que lleva del yo al nosotros y del nosotros al yo: “celebrando el plural / el final de los números primos, / la fiesta de los cuerpos / que se aman, / el nosotros”. Tomar conciencia de que una vida nunca se basta a sí misma, es necesario renunciar al individualismo estéril, descubrir que es imposible ser solo como individuo. El yo se desvela como el nido en el que se incuba la proyección al nosotros entendido no como una suma de individualidades sino como la creación de un espacio nuevo en el que desarrollar una tarea común. Traspasar los umbrales de las prisiones de lo posible[1] que nos impiden imaginar un horizonte utópico a partir del cual moldear este mundo fenoménico en el que aprender y desaprender a vivir juntos. 

Ahora que fuimos náufragos ya conocemos lo que significa perder el rumbo muchas veces, que el destino se extravíe sin remedio: que se haga, otra vez, / sueño. / Y no llegar, leemos en “Itaca”. Es el momento de la rebeldía, vivir no es sobrevivir, es construir un nuevo presente, en palabras de Derrida: “no como un imperativo categórico sino como la forma misma de la experiencia y del deseo irrenunciable”[2]. Conquistar la propia vida; cargar con la verdad insoportable de ser sólo una vida, única e irrepetible, solo podrá soportarlo quien sea capaz de crear. Este reto que Nietzsche impone obliga a ascender de lo más profundo, celebrar la vida, el encuentro, la cotidianeidad, ahí donde poesía y vida se entretejen. Ligado a este planteamiento acaba el poemario con los versos: “Y a los confines del mundo / treparé, / asiéndome a las rocas, /en feliz intento / por lograr la huida”.

 

 

Estela Puyuelo, Ahora que fuimos náufragos, Zaragoza, Olifante Ediciones de poesía, 2021.

 



[1]
                        [1] Garcés, Marina Las prisiones de lo posible. Ed. Bellaterra S.L., Barcelona 2002
 

[2]
                [2] Derrida, Jacques. Entrevista de Catherine Paoletti a Jacques Derrida. Programa “A voix nue” 18 de diciembre de 1998.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Alfredo Sánchez

21 de abril de 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sigo los pasos de las voces, los ecos de otros encuentros. Soy el hilo en la urdimbre negra. El laberinto tiene forma de oído. Hay que saber escuchar para orientarse y no dejarse sorprender. Inesperados haces de luz cortan las tinieblas. Polvo de carbón, átomos de nogal, esporas fecundas flotan ante los ojos. No puedo retroceder. No hay delante ni detrás, no hay izquierda ni derecha, no hay arriba ni abajo, no hay día ni noche, no hay aire ni tierra. No hay yo ni otro. Sólo anhelo. Un limo tembloroso de miedo y deseo. Un ruido sordo de pezuñas se alza sobre el latido de la sangre, su olor sofoca el aire. La oscuridad se adensa, oprime, me lame. Lo recorro con mis dedos húmedos. De su piel emana un vaho negro. Acaricio con mi mano derecha su sexo de macho. Bajo su respiración, mi respiración. Luego, el eclipse.

 

Escrito en Lecturas Turia por Nuria Barrios

Un escritor no deja de ser un artesano que moldea palabras para crear una obra. El hecho de que su materia prima no sea un objeto tangible no quiere decir que sus creaciones no puedan emocionar a un lector, a una persona que penetra en las entrañas del lenguaje -en este caso- y halla un placer estético semejante al del espectador que contempla la obra de un trabajador manual. Esto es lo que uno hace, con mayor o menor habilidad y desigual fortuna, cuando escribe, por ejemplo, una columna de prensa para un periódico.

Igual que hay buenos artesanos, hay buenos escritores y mejores y sobresalientes. El periodista Ander Izagirre (San Sebastián, 1976), que lleva muchos años publicando crónicas y reportajes, pertenece a esta última categoría. Para comprobarlo, solo hay que acercarse a un libro que publicó hace quince años y que la editorial Libros del K.O. acaba de rescatar ahora: Los sótanos del mundo.

El origen de esta obra está en el viaje que el autor realizó, junto a un grupo de expedicionarios en 2001 que, lejos de ascender las cumbres más altas del planeta, se propuso bucear en las depresiones geográficas de los cinco continentes. Comandados por Josu Iztueta, los viajeros se internan en terrenos sometidos a condiciones climatológicas extremas y, a lo largo de nueve meses, se topan con un sinfín de personajes de lo más variopinto: mineros, militares, maestras, expatriados. Vidas, en general, poco comunes como la del misionero que deja su existencia confortable y se establece en un poblado inhóspito de África.

Los sótanos del mundo es un libro que mezcla la aventura de viajar con la tradición de las regiones exploradas y las vidas -a veces, al límite- de personas anónimas. Hay en estas páginas una rigurosidad escrupulosa al abordar la intrahistoria de cada territorio, gran delicadeza a la hora de entrevistar a sus habitantes y precisión total en el aporte de datos. Estas crónicas trepidantes, perfectamente documentadas y escritas con una maestría compositiva sobresaliente, demuestran que el periodismo bien hecho es una forma excelsa de literatura.

Ander Izagirre ha declarado en más de una ocasión que sus trabajos nacen de manera azarosa: lo mismo de un conflicto civil que de hechos denunciables como la explotación infantil, un tema que estudió en Potosí, su otro gran libro. Pero absolutamente todos tienen un común denominador: la curiosidad. Ella es la que le lleva de un continente a otro a conocer la existencia de diferentes culturas y, lo más importante, a ponerse por un momento en el lugar de los otros. De ahí nace el periodismo más genuino. Y tantas otras pasiones. Porque, ¿qué le queda a una persona que carece de curiosidad?

 

Ander Izagirre, Los sótanos del mundo, Libros del K.O., 2020,

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Íñigo Linage

Hay maneras de escribir que saben a pan con membrillo, modos de pespuntar frases que resultan combas con las que saltar en ellas, formas de articular las historias que prenden una sonrisa que nos acompaña aún de noche. Todo esto (tono, oficio, belleza, humor) tiene Lo malo de una isla desierta (Pre-Textos), el primer libro de relatos de Javier Echalecu (Madrid, 1981), un territorio en el que sin duda aventurarse dichoso. Atentos a esa portada de la poeta y collagista Tere Susmozas.

 

- ¿Compensa perder una sala de estar (extrañísimo nombre, por más cotidiano que sea su uso) y encontrar una litografía de Kandinsky?

- Sí, efectivamente, tiene algo extraño el nombre de «sala de estar», aunque se trata de uno de esos sintagmas usados con tanta frecuencia que, al final, no somos capaces de percibirlo (de percibir su extrañeza, digo). De hecho, ahora que lo dices, me pregunto cómo se habrá traducido a otros idiomas en los que no existe la distinción entre ser y estar. Seguramente tenga un nombre mucho menos sugerente. Hay que ver, con lo fabuloso que sería hablar de una «sala de ser»…

Perder una sala de estar es lo que le ocurre al matrimonio que protagoniza el relato. El día de su aniversario, al llegar a casa, se encuentran con que ha desaparecido esa habitación y que, en su lugar, aparece una pared de la que cuelga la litografía de Kandinsky que mencionas. Puede parecer absurdo -y lo es, claro-, aunque menos de lo que parece si tenemos en cuenta que esa sala de estar ha ido, efectivamente, desapareciendo de la mayoría de nuestras casas a causa de la presión inmobiliaria.

Y no compensa, desde luego, no compensa. El matrimonio lo tiene claro: por mucho que los demás (policía, bomberos, ayuntamiento, empresas de mudanzas o sus propios amigos) les aseguren que toda pérdida tiene sus ventajas, y les recuerden que podrían haber perdido algo peor (ponte que hubieran perdido el cuarto de baño), ellos insisten en recordar la pérdida de esa sala de estar en la que un día hicieron vida. Y de esto último trata en realidad el cuento. Vale que vivir sea perder cosas (la frase es de Ana María Matute). Hasta ahí, estamos de acuerdo. Pero, en fin, una cosa es que aceptes que a veces toca perder, y otra distinta es que te quiten también el derecho a ser escuchado. Esto es lo que verdaderamente le ha sido arrebatado al matrimonio. No tanto una sala de estar, como el derecho a la palabra.

 

“La extrañeza no es sino nuestra condición natural”

- «Hoy nadie se acuerda de Leónidas Gagarin». Pensé al leer este arranque que tampoco nadie se acuerda de Leónidas Lamborghini. ¿De qué depende que uno se convierta en un extraño? ¿No siempre la justicia poética ejerce su cometido?

- Me atrevería a plantearlo al contrario. La extrañeza no es tanto un estado al que nos pueda conducir el azar o ciertas decisiones, sino nuestra condición natural; es decir, que no se trata de evitar el riesgo de convertirse en un extraño, sino de tomar conciencia de que, en el fondo, somos eso: unos extraños, y extraños tanto para los demás como para nosotros mismos. Los malentendidos, a mi juicio, se generan al creer lo contrario.

Y por lo que se refiere a la fama, bueno, el otro día leí en internet una frase de Umbral que me viene como anillo al dedo. Decía que la gloria se acaba a la vuelta de la esquina, y que no soporta un trayecto de autobús en extrarradio. Pues bien, ese trayecto es el que experimenta el pobre Leónidas Gagarin, aunque en vez de en autobús el trayecto lo hace en una nave espacial que llega al lado oscuro de la luna.

Por un tiempo, Leónidas vive en la espuma de la fama. Te lo puedes imaginar: desfiles, genuflexiones, ríos de vodka. Y luego, pasado unos años, cuando deja de ser una novedad, o sea, cuando la sed del espectáculo pone sus ojos en otros héroes, acaba defenestrado, anunciando calzado barato, integrando la masa de los olvidados. El espectáculo debe continuar. El mismo espectáculo que glorifica a Leónidas lo devora, lo digiere y lo evacúa. Como dice la canción: The show must go on.

En resumen, en su caso no hay justicia poética. No niego que esta exista en algunas ocasiones. Pero si la justicia civil es ciega, quizá la poética sea tuerta. Además, ya sabemos que en la construcción del canon literario intervienen muchísimos factores extraliterarios que nada tienen que ver con la justicia.

 

- ¿Qué deberíamos de aprender, en el caso de que hubiera que aprender de ellos algo, de quien «se esconde de su propia grandeza»?

- Tal vez su sentido de la protección. La vanidad es, además de ridícula, peligrosa. Conviene esconderse lo mejor posible de ella y, si te encuentra –porque seamos sinceros: cada cierto tiempo nos encuentra– lo mejor es entregarle algo en prenda y aprovechar su distracción para volver a huir. La vanidad nos deforma. La vanidad, como en el cuento del emperador, nos hace pensar que llevamos un vestido precioso cuando en realidad vamos desnudos.

 

“No somos algo hecho de una vez por todas sino algo abierto: algo siempre pendiente de hacerse”

- Para que uno, cualquiera, se parezca a su propia vida, ¿qué conviene hacer?

- Una persona a la que tengo mucho aprecio me dijo una vez: ¿y a qué podemos aspirar si no a convertirnos en una metáfora de nosotros mismos? Es una frase que se me quedó grabada, que me vuelve cada cierto tiempo, y creo que porque se opone radicalmente al mantra que tanto se escucha de «ser uno mismo».

Cuando pronunciamos esta última frase, sugerimos que existe un «uno mismo». O sea, que si conseguimos apartar las ramas del bosque, encontramos nuestra esencia. Y así, todo el secreto de la felicidad consiste en localizar ese yo verdadero que estaría esperándonos, como si se tratara de una flor con los pétalos desplegados que está ahí esperándonos, oculta entre arbustos y matorrales.

Bueno, no voy a negar lo importante que es saber lo que queremos y lo que nos hace sentir incómodos, pero lo cierto es que, si profundizamos un poco, nos daremos cuenta de que no somos una cosa que se pueda conocer. Y no lo es porque no somos algo «dado». No somos algo hecho de una vez por todas sino algo abierto: algo siempre pendiente de hacerse. Lo que somos es aspiración y posibilidad. Y quizá esto entra, más que en el ámbito del conocimiento, en el de la revelación.

Por eso creo que siempre hay como un desajuste entre nuestra vida y nuestro ser. Es contradictorio, lo sé, porque ¿qué somos sino nuestra vida? Y, sin embargo, a veces parece que vida y ser no terminan de acoplarse. Como si al mismo tiempo fuéramos y no fuéramos nuestra vida. Supongo que a esto se refería Machado cuando hablaba de la «esencial heterogeneidad del ser», o así lo interpreto yo, al menos.

 

- Si uno, durante los momentos previos de una cita, guarda la certeza de que el mundo estallará en mil pedazos, ¿conviene acudir a ella, llegar tarde o mantener el tipo y ser puntual? 

- Lo curioso es que uno puede imaginar el fin del mundo, pero no el final de uno mismo, a pesar de que la experiencia demuestra que suele ocurrir lo contrario: que es uno el que termina, y el mundo sigue adelante tan pancho. A veces, sí, imaginamos nuestra propia muerte, pero en realidad lo que hacemos es fantasear gozosamente con el dolor que nuestra ausencia provocará en los demás. Por cierto, es irónico que, para poder imaginar el acto más personal de todos, el de nuestro propio final, necesitemos llenar nuestra fantasía de los demás. Solo podemos ver nuestro final a través de los ojos de otros.

Dicho lo cual, respondiendo a tu pregunta, yo actuaría como el protagonista del cuento: aun sabiendo que va a llegar el fin del mundo, mantendría el tipo y trataría de robar un último beso. No se me ocurre mejor manera de despedirme del mundo.

 

“Sigo sintiéndome un imitador de voces y me temo que siempre será así”

- Pensando en el relato ‘Adverbios en mente’, ¿cuánto de genuino tiene Javier Echalecu como escritor y cuánto de heredado?

- Marco Aurelio comienza sus meditaciones indicando qué ha aprendido de cada ser querido, qué rasgos personales debe a cada cual. Es una muestra de agradecimiento a todos ellos con la que viene a decir: yo soy lo que soy gracias a vosotros. La protagonista de Adverbios en mente, sin embargo, hace lo contrario. Se pone a diseccionar obsesivamente su personalidad e identifica qué rasgo de su personalidad es original suyo y cuál viene de una influencia de los demás. Al final, claro, se da cuenta de que, si arranca de sí misma cada uno de esos rasgos que vienen de fuera, se queda sin nada, pues no somos sino una suma de los demás, o sea, que estamos hechos de influencias.

Pues bien, este deseo absurdo de originalidad de la protagonista me ha perseguido durante mucho tiempo como escritor. Siempre me ha obsesionado no tener una voz propia. Siempre he tenido la impresión de que mis relatos imitan la voz de otro autor. Que soy un «vampiro» de los estilos, como el personaje protagonista de El congreso de literatura de Aira. De hecho, cuando escribo, siempre tengo en la mesa los libros de los autores en los cuales me encaja ese tipo de cuento.

Esta venenosa obsesión la he tratado de exorcizar con la escritura de este relato, riéndome un poco de mí mismo, pero creo que solo lo he conseguido en parte. Sigo sintiéndome un imitador de voces, y me temo que siempre será así: hay autores que tienen una voz reconocible libro tras libro; en mi caso, tengo la impresión de que la voz cambia de relato en relato, y solo pasado un tiempo, cuando he tomado distancia, he podido descubrir ciertos temas que unen los relatos de este libro. Hasta hace poco el libro me parecía algo descoyuntado. Ahora no, ahora empiezo a ver un ser vivo.

 

- V3* tiene cierta incapacidad para entender las señales del otro. ¿Cómo se sabe cuándo una idea merece amasarla hasta convertirla en cuento? ¿Cómo se sabe que un cuento no funciona, que hay que dejarlo en el cajón?

- Me hace gracia que me plantees esto con un cuento que, de hecho, estuvo mucho tiempo en el cajón y que al final resucité por sugerencia de un par de amigos. Luego me he encontrado (lo que son las cosas), con que hay quien lo tiene por uno de los mejores del libro. Y algo parecido me ha pasado con el último cuento: Imagen del futuro. Lo encontré de casualidad, mientras buscaba otro archivo, en la papelera de reciclaje del ordenador. Lo había desechado porque no me gustaba. Y cuando lo encontré, me dije que era un cierre estupendo del libro, y ahora es uno de los textos que más me gustan.

Te diría que uno puede estar seguro de que una idea merece ser amasada cuando, en contra de nuestra voluntad, a pesar de haberla rechazado, vuelve una y otra vez, como esos comerciales de las compañías telefónicas que insisten en llamar a casa. Cuando esto ocurre, lo que en realidad está pidiendo la idea es que la enfoques de otra manera, que le des otra forma, que escribas el relato desde otra perspectiva y estilo. En todo caso, te confesaré que yo no suelo escribir tanto a partir de ideas como de una frase que me asalta. Y esto me lleva a tu segunda pregunta: el cuento acaba en el cajón cuando tu intuición te dice que ahí debe acabar. Lo cual no obsta para que, por si acaso, preguntes a algún amigo. Mi intuición es un poco despiadada, y he de cuidar que no me juegue alguna mala pasada.

 

- ¿Cuánto de Sísifo tiene el escritor? ¿Y el hombre?

- Escribir un libro no se diferencia mucho de cargar con una roca hasta la cumbre. Luchas como un loco, con un empeño que roza lo absurdo, por escribir una buena frase, vas superando con dificultad párrafo tras párrafo, estás cada vez más cerca del final de la montaña, y, sin embargo, cuando parece que estás a punto de conseguirlo, llega el momento de la decepción: eso que estabas escribiendo deja de gustarte y la roca cae montaña abajo. Y vuelta a empezar. Y así cada día. Se supone que uno va ganando experiencia cuanto más escribe, pero el otro día leía una entrevista a un escritor famoso que reconocía que para él escribir es siempre empezar de cero.

Además, uno escribe buscando la obra redonda. La Obra con mayúsculas. Una obra que no existe y que, gracias precisamente a esto, nos impulsa a seguir escribiendo pues nunca perdemos la esperanza de escribirla algún día. Ese día, como digo, no llegará nunca. Y mejor que sea así: porque si escribiésemos algo que nos satisficiera plenamente, algo rotundamente perfecto, inmediatamente dejaríamos de escribir. Esto vale no solo para el escritor sino para el hombre en general. Es de lo que habla el cuento de Sísifo desencantado. Es una reflexión sobre el deseo. No es Sísifo quien sostiene la roca: es la roca la que lo sostiene a él.

 

- Sísifo. Si «el verdadero peso de la roca no se halla en la roca», ¿dónde se coloca?

- Hay una novela estupenda sobre la guerra de Vietnam, Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, escrita por Tim O’Brien. He dicho novela, pero en realidad es una suma heterogénea de historias, podríamos decir que un libro de relatos interconectados. En el primero de todos, un soldado describe obsesivamente las cosas que cargaban en los macutos convirtiéndolos en una carga tan pesada: las cacerolas, las cantimploras, las pastillas, las tabletas de sal, los repelentes antimosquitos. Pero luego, hacia el final, nos advierte que no son estas cosas las que volvían pesadas aquellas mochilas. Era el bagaje de emociones que portaban esos hombres que podían morir. «Pena, terror, amor, añoranza». Dice el autor: «Eran cosas intangibles, pero aun siendo intangibles tenían una masa y una gravedad específica propias, tenían un peso intangible». También ahí está el peso de la roca de Sísifo (el peso de las mochilas que llevamos cada uno). En las cosas intangibles.

 

“No me arrepiento de haber esperado porque creo que eso me ha permitido salir con un libro del que me podré sentir orgulloso dentro de unos años”

- Le devuelvo una pregunta: «¿Hay satisfacción comparable a la de un hombre honrado que cumple con su destino cuando ya nadie lo espera?»

- Te diría que me aplico la pregunta porque he publicado este libro, mi primero, a los casi 40 años, y más de uno (yo mismo en los momentos de duda) pensaba que me iba a tirar toda la vida escribiendo y tachando, escribiendo y tachando. Hoy siento una satisfacción muy grande al verlo en las librerías. Al verlo en una editorial como Pre-Textos. Una satisfacción casi tan grande como la que años atrás imaginaba que iba a sentir cuando me ponía a fantasear con este momento (la felicidad que uno dibuja en su cabeza, claro, es inalcanzable en la realidad). Y te soy sincero: no me arrepiento de haber esperado tantos años porque creo que eso me ha permitido salir con un libro del que más o menos, con todas sus virtudes y defectos, me podré sentir orgulloso dentro de unos años cuando eche la mirada atrás.

 

- ¿Conviene reconocer a un ángel?

- Se supone que los ángeles son seres ingrávidos, pero, la verdad, hay algunos bastante pesados. Si el que nos encontramos es como el del relato de Mosaico, es decir, uno que va de salvador y que, sin haber bajado jamás el barro, sin haber puesto jamás un clavo, pretende convencernos de que sabe de la vida más que nosotros mismos, casi mejor pasar de largo y hacer oídos sordos.

 

“Lo que más detesto en la literatura es la ñoñez y la grandilocuencia”

- ¿Cuál es el escritor que más admira y el que más detesta?

- Admiro a escritores y detesto estilos de escritura. Podría decirte que ese escritor más admirado es Marcel Proust y que lo que más detesto en la literatura es la ñoñez y la grandilocuencia. Alguno habrá que diga: pero ¿no representa Proust justamente esto? Para mí, no. Para mí Proust, como dijo Lawrence Durrell, es la anarquía con buenos modales. Con Proust el hombre empieza a fragmentarse, y no por otra razón Beckett lo leyó obsesivamente. Por cierto, tiene un estupendo ensayo sobre él.

 

- Pinchatripas, chupacharcos… ¿cuánto de elegancia tiene el insulto?

- Escuché una vez a Hipólito G. Navarro decir, en broma, que a él lo que le gustaba era escribir títulos, pero que los editores les obligaban a añadir un cuento a continuación. Me sirve la anécdota para decir que el cuento de X por X’ es casi una excusa para poder traer de vuelta algunos de esos insultos tan sonoros que atesora la lengua española. En ello influyó un buen compañero de trabajo, hoy amigo, que tenía un arsenal de artefactos verbales de esta clase (lo recuerdo acusando a uno de ser un pataliebre, a otro mascachapas…) y, por supuesto, el María Moliner. Si buscas la palabra «zascandil», fíjate que cantidad de joyas aparecen: ligero de cascos, chafandín, chiquilicuatre, cirigallo, danzante, danzarín, enredador, saltabancos, saltabardales, saltaparedes, sonlocado, tarambana, tararita, títere, tontiloco, trafalmejas. Creo que usé varios de estos insultos en el cuento. Casi es un honor ser insultado así.

 

“Un niño te quita tiempo, pero a cambio te da vida”

¿Compensa, pues, marcharse a una isla desierta, a pesar de lo malo?

- Yo no me iría, desde luego, pero así dicho parece que hablamos de islas desiertas que se encuentran en recónditas latitudes, fuera de nosotros, y creo que el libro habla en realidad de las que podemos encontrar en nuestro interior. Me dijo un amigo, con buen criterio, que el libro estaba lleno de personajes obsesivos (además de cretinos, lo que me hizo bastante gracia). Y son estos personajes obsesivos los que terminan en una isla desierta. En la isla de sus pensamientos. Nada bueno puede tener estar incomunicados con el exterior, y quizá haya retratado varios de estos personajes, un poco llevados al extremo, precisamente para conjurar ese riesgo en mi vida, porque yo mismo tiendo a veces a practicar el escapismo interior. Dejó una cáscara ahí fuera, en la realidad, y me retiro a pensar mis pensamientos. Por suerte, hay cosas que tiran de ti e impiden que acabes en una isla. Que te devuelvan a la realidad. Una de ellas es un hijo. Un niño, como ha escrito Eloy Sánchez Rosillo en su último libro, es un maestro de la felicidad. Un niño te quita tiempo, pero a cambio te da vida.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

14 de abril de 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nunca me ha gustado la leche:

el tacto del cuajo en el paladar,

su lento y caliente descenso

hacia el interior de la infancia.

 

La fe nutricia de las madres

sostuvo a la mía en la lucha

contra mi terca negativa.

 

Monjas y pediatras se comportaron

como artilleros

en la perdida batalla del gusto.

 

La insistencia del mundo reforzaba

la vehemencia de mi rechazo.

 

Sus tibias órdenes tan solo

lograban adensar el líquido

en mi garganta,

cerrar la esponjosa niñez

de mi barriga,

incapaz de ingerir la láctea

blancura y su promesa.

 

El recuerdo del hambre,

tenazmente agarrado a los huesos,

convertía la mala digestión

en una variable inconcebible.

 

-Quien hubiera tenido leche a mano

en aquella época-

susurra una de mis abuelas,

al fondo.

 

Pese a todo, el tiempo empuja

y mi pequeño cuerpo alambrado

fue adquiriendo, poco a poco,

la fortaleza

                   destartalada

del imparable crecimiento.

 

La juventud me libró del regusto

fermentado de aquella infancia

y me hizo creer

que los blandos guardianes

de la primera edad

ya no eran necesarios.

 

Los huesos, que nada sabían

entonces de falta de calcio

ni de vulnerabilidad

ni de lo que será quebrarse,

mostraban la pujanza de la vida,

el vibrante deseo de ser.

 

Vinieron la sed y los viajes

y los cuerpos y las bifurcaciones.

 

Empecé a tener miedo,

no de los dragones y sus escamas

brillantes, sino de mí misma.

 

Después de deshacer el mundo,

decidí construirlo.

Maduré, quién sabe.

 

Lo único cierto es que

nunca me ha gustado la leche,

tampoco ahora.

 

Y, sin embargo,

si aprieto muy fuerte los ojos,

solo pienso en cuánto me gustaría

escucharle decirme una vez más:

 

“un vasito de leche y a dormir”.

Escrito en Lecturas Turia por Bibiana Collado

El último poemario de María Negroni (Rosario, 1951) condensa una perplejidad ante la ausencia mayúscula, la de Dios, al tiempo que reflexiona –una vez más– sobre la insuficiencia del lenguaje para el decir. Oratorio (Vaso Roto) está pespuntado por un prontuario de preguntas imposibles formuladas desde una primera del plural, un nosotros que insiste en lo que de común tenemos, y que incide, asimismo, en el extrañamiento compartido. «y he aquí que se yergue/ en la canci´n vencida/ y se desvive y clama/ por alcanzar el sentido/ de la voz carnal/ y después cae/ y se levanta/ y vuelve a caer/ radiante en sus harapos / y lo que sigue es una fiesta/de perspectivas más que humanas/ –porque caer es una gracia–».

 

Si la atención es la oración natural del alma, como proclama la cita que antecede al poemario, ¿cuál es la del cuerpo?

No lo sé, habría que preguntarle a Malebranche.

 

Hablando de atención, cuando lo leemos, ¿el poema escucha o nos habla?

Las dos cosas y más. El poema es una caja de resonancias donde conviven la voz de quien escribe, la voz de quien lee y proyecta en su propia caverna de obsesiones lo que cree entender y también la voz muda, es decir el silencio que rodea y sostiene lo dicho y lo no dicho.

 

¿Es, el poema, el oratorio, el lugar más adecuado para orar?

Tomo la idea de «plegaria» de Malebranche en un sentido profano. Quizá convendría recordar que toda palabra nace siempre de un deseo de mutismo y que detesta las normas, y, por eso, escribe frases que son plegarias y también ladridos. La plegaria que me interesa sería una manera de estar profundamente conectada con la vida, con sus regalos y sus pruebas, su demanda absoluta, tanto de obediencia como de insumisión.

 

El oratorio nos remite a un lugar íntimo entre el creyente y dios; al tiempo, algunas preguntas que brotan en el poemario utilizan la primera del plural. ¿Hay una imposibilidad de escucha común?

Ante todo, habría que aclarar que la palabra «oratorio» remite también a un género musical dramático sin puesta en escena, ni vestuario ni decorados cuyo tema puede o no ser religioso. En cuanto a la primera persona del plural, creo que obedece a la conciencia cada vez más aguda de que el sufrimiento y el asombro y el miedo y la maravilla absoluta de la vida constituyen una posesión común.

 

«porque no ver es hermoso», ¿cuál es el nivel de incertidumbre que sostiene el poeta cuando escribe?

Ese nivel de incertidumbre es total. Si uno pudiera «ver», no habría escritura.

 

Además de la poesía y de la fe, ¿hay algún otro camino que nos conduzca «al país que anhelamos/ adentrísimamente»?

Los caminos hacia «ese país que anhelamos/adentrísimamente» son infinitos. Brotan unos de unos otros, se ramifican con cada encuentro y cada discrepancia, cada encrucijada, cada nueva dificultad, cada amor inesperado. ¿Por qué reducirlo solo a la poesía y la fe?

 

En una búsqueda, ¿qué papel cumple la desorientación?

La desorientación es un don. Porque sólo en ese sentirse extraviada aparece la posibilidad de encontrar algo que hasta entonces se desconocía, algo que se escape de lo consabido, del tedio de lo previsible.

 

«se vuelve equilibrista/ la intuición que piensa». ¿Cómo se conjuga digamos el sentido del poema, es decir, el pensamiento del poema con la resistencia de toda poesía a detenerse en el (un) significado?

Creo que el verso lo dice mejor de lo que yo pueda explicar. Hay una especie de combinatoria única en el poema, entre la intuición y el pensamiento racional. Podría haber escrito también la emoción que piensa, solo que habría que aclarar que el pensamiento es él mismo una emoción. ¿No son acaso las ideas emociones del pensamiento?

 

Tus versos «que no importa saber/ ignorar o saber» me llevan a los de Wallace Stevens, «el poema se revela solo al hombre ignorante». ¿Se trata de eso, de desaprender cuando se escribe, cuando se lee?

Claro, alguna vez escribí que la poesía es la epistemología del no saber. También escribí: hay que ir en contra del saber porque cada saber produce su ignorancia propia. Así es: hay un conocimiento rarísimo, inexpresable, en ese tipo de ignorancia. Es como si una luz se encendiera cada vez que aceptamos nuestra precariedad y el carácter perecedero de todo. Los místicos de todas las tradiciones lo han expresado de muchas maneras. En la entrega a esa vulnerabilidad reside una promesa. Fabulosa paradoja que no cesa de asombrar. En Archivo Dickinson escribí un poema brevísimo titulado «Riqueza», que decía: «Poseer es imposible. Ese es el premio». Esto mismo podría aplicarse al verbo «saber».

 

De nuevo el jardín como uno de tus leit motiv poéticos, pero en esta ocasión, además de a la infancia, nos lleva a ese otro jardín, el edénico, que nos recuerda nuestra condición mortal. De alguna manera, ¿el arte en general, la poesía en concreto, no es sino la añoranza de ese lugar otro, del lugar original?

Sí, la añoranza de «ese lugar otro» está en la poesía y también en el arte en general y, en ese sentido, forma parte de nuestra preparación para la muerte. Pero, una vez más, es algo que compartimos todos los seres, ya que la sensación de escisión, de desamparo, de vulnerabilidad y de precariedad, son comunes a la vida misma.

 

«también las cosas/ están en las palabras/ por su ausencia». ¿Qué don concede la ausencia que no se puede recibir sin ella?

En realidad, este verso apunta más a una cierta limitación congénita del lenguaje para dar cuenta del mundo. Las palabras son criaturas tramposas e insuficientes, siempre. Porque lo real siempre se escabulle cuando intentamos nombrarlo o, peor aun, queda congelado en la escritura misma.

 

¿Cuánto de hambre de misterio empuña tu poesía?

Eso tendrían que decirlo los y las lectoras, ¿no?

 

Siguen presentes huellas de algunas poetas muy queridas por ti, Pizarnik, por ejemplo («en la palabra jardín/ crecen manzanas»). A tu prolífica cosecha poética, narrativa, intelectual, se añaden reconocimientos de muchos tipos, tesis doctorales incluidas. ¿Qué pasa por tu cabeza cuando te das cuenta de que para otros tú habitas ese mismo lugar de poeta tutelar, por llamarlo de alguna manera, que ocupó Pizarnik para ti?

No me lo he planteado y ni siquiera sé si me interesaría planteármelo. Pizarnik fue, para mí, un deslumbramiento, claro (como lo fue para todas las poetas de mi generación). Prefiero dejarlo ahí.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

LA REVISTA DEDICA UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO AL MEJOR ESCRITOR SECRETO DE ESPAÑA  

TURIA PUBLICA ADEMÁS TEXTOS INÉDITOS DE CARMEN MARÍA MACHADO, PHILIPP BLOM, RUY BELO Y GABI MARTÍNEZ

SE APLAZA LA PRESENTACIÓN PROGRAMADA EN CÁCERES HASTA QUE LA MEJORA DE LA PANDEMIA LO PERMITA

 Tan original como excelente escritor, tan valorado por la crítica como todavía poco conocido por un público lector más mayoritario, el análisis y la mejor difusión de la figura y la obra de Gonzalo Hidalgo Bayal bien merecían el espectacular monográfico que le dedica la revista cultural TURIA en su nuevo número.

Autor de culto para la crítica y para los buenos lectores, la calidad y singularidad de obra del escritor extremeño Gonzalo Hidalgo Bayal resulta indiscutible. Tanto en el ámbito narrativo, como en el ensayístico y poético, sus libros lo convierten en merecedor del espectacular homenaje colectivo que le rinden en la revista TURIA un total de catorce escritores y especialistas que reivindican el interés de un autor fascinante, que cultiva una literatura nada convencional y que puede interpretarse como un sobresaliente ensayo sobre las grandezas y miserias de la condición humana.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Vicente Rojo —pintor y escultor, genio de las artes plásticas, maestro en el diseño y la edición de libros, revistas, periódicos y suplementos literarios— escribió: «crear zonas de sombra y duda es lo que da sentido al arte».

La impronta de Vicente Rojo (Barcelona, 1932) en soportes de papel es innumerable: ese niño que, todavía en su ciudad natal, trataba de dibujar caballos, que jamás abandonó los lápices y muy pronto añadió plumas y pinceles, a los que se han sumado todo tipo de herramientas y técnicas, ha compartido su talento y entusiasmo con miles, cientos de miles de personas, según el caso: entre muchos otros proyectos plásticos, que en 1991 le merecieron el Premio Nacional de Ciencias y Artes de México, diseñó el diario La Jornada y el primer Plural. Rojo fue director artístico de México en la Cultura, La Cultura en México, Artes de México, la Revista de la Universidad, los Cuadernos de Bellas Artes y Diálogos, entre otras publicaciones.

Fundador y codirector de Ediciones Era —que en 2020 cumplió sus primeras seis décadas de vida fructífera—, es hasta la fecha un apasionado confeso del papel en tanto soporte esencial del gesto de reproducir —y con ello aumentar— la realidad.

A lo largo de su carrera de pintor y escultor Rojo ha realizado múltiples exposiciones individuales y ha participado, en todo el mundo, en diversas muestras colectivas.

Sònia Hernández —escritora nacida en Terrassa en 1976— y yo charlamos sobre El hombre que se creía Vicente Rojo, publicado por Acantilado. Le pregunté:

— ¿Cómo influyó tu lectura de Diario abierto —libro excepcional del artista— en la escritura de El hombre que se creía Vicente Rojo?

 — Tuve el privilegio de conocer a Vicente Rojo durante una de sus visitas a Barcelona. Cuando cayó en mis manos Diario abierto, publicado por Ediciones Era, fue un verdadero deslumbramiento. Al leer sus textos tuve otra mirada. Me enseñó a ver y entonces pude conocer el valor del equilibrio, la conexión con una esencia muy antigua, el poder de la imaginación.

Rojo me ha recibido en su estudio en Coyoacán para conversar sobre su trabajo. Se ha dicho que Rojo «pinta la escritura» y «escribe la pintura». A la vez defiende el espacio de la plástica como un refugio: lo considera el último reducto de la libertad individual. Su trabajo abarca distintos medios como pintura, libros de artista, ilustración, grabado y escultura, una multitud de series pictóricas y escultóricas desarrolladas durante décadas. «He tratado de hacer una suerte de geometría, respetada por un lado y enriquecida por otro, sometida a nuevas pruebas visuales», asevera.

El recinto, iluminado en su totalidad, revela pistas de las piezas que han compuesto diversas muestras. Hay rastros de su quehacer sobre sus mesas de trabajo, algunas esculturas colocadas en estantes, diversos objetos pertenecientes a su obra esparcidos por todo el lugar. Nacido el 15 de marzo de 1932 en Barcelona, Rojo viste una camisa vino, un suéter azul, pantalones de pana gris, zapatos negros y un gorro de lana: su vestimenta le da un aire de Hemingway. Charlamos sobre las series que ha realizado desde 1952. Aproximaciones, Señales, Negaciones, Recuerdos, México bajo la lluvia, Escenarios, Escrituras.

Ha pasado su vida tratando de imaginar que siempre está comenzando. Extrapolo la idea de levantamiento de Georges Didi-Huberman a los terrenos de la creación de Vicente Rojo: el arte «es un gesto sin fin, recomenzado sin cesar, tan soberano como lo puedan ser el propio deseo o esta pulsión, este “impulso de libertad”». Nos dirigimos al jardín del estudio —que alberga esculturas de gran formato del artista—, al que casi nunca sale y que observa a través de gigantescos ventanales.

Vicente Rojo —diseñador de la famosa portada blanca con rectángulos azules ochavados y la E invertida en la soledad de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez— concibe a la geometría como un lenguaje. Intuyo que piensa en el hombre occidental y la geometría, «cuyo rigor, figuras y lenguaje están presentes desde hace casi tres milenios en nuestros pensamientos, el espacio del mundo y la naturaleza de las cosas». Comprende así el movimiento del universo, de las estrellas. Rojo y yo nos levantamos de nuestros asientos y me muestra una serie de lienzos perfectamente cuadrados, que reposan en un área del estudio de techos altísimos. El denominador común de la obra de Rojo es la idea de que la imaginación —o asimilación inmediata de las posibilidades de las cosas— es infinita.

 

«Paz y yo explorábamos los vínculos entre la obra plástica y la palabra escrita»

— ¿Cuáles son las características de tu sistema creativo?

— Cuando pinto siempre lo hago sobre doce o quince telas al mismo tiempo, para que cada una de ellas tenga un principio; pero los finales se van combinando. No me puedo concentrar en una sola pieza, tengo que tener un margen amplio.

— ¿Cómo percibes el vínculo entre artes plásticas y literatura?

— Las formas inaugurales de mis cuadros se van transfigurando, de manera que, frecuentemente, los puntos de partida, al igual que los personajes de una ficción, se modifican.

— Tu vocación se reveló de manera precoz.

— Se manifestó, lo he dicho en diversas ocasiones, por una obsesiva necesidad de tener en las manos todo tipo de materiales: lápices de colores, papeles, tijeras, pegamento —premura que persiste hasta hoy; a veces creo no haber superado la infancia—. Así intenté imaginar una obra como pintor, como escultor. He aseverado que mis manos me representan desde la infancia: ellas simbolizan toda mi relación con el mundo.

— Desde tu llegada a México en 1949, después de huir de la España franquista, te convertiste, según Amanda de la Garza y Cuauhtémoc Medina en su ensayo «Escrito / Pintado. Vicente Rojo como agente múltiple», en «un triple agente de la cultura mexicana».

— Así ocurrió. Me absorbieron el diseño gráfico, la edición y la pintura. Todo resultaba meditabundo y ponderado, a la vez se convertía en algo impetuoso. Las tres vertientes convergían en un punto irrefrenable. Desde lo apacible hasta lo indómito, exploré sin cesar las tres vetas mencionadas de mi quehacer artístico.

— En 1968 creaste Artefacto. Se trataba de un ejercicio de apropiación de un exhibidor comercial de libros en el que sustituiste los volúmenes impresos con cuadros manipulables. Exhibiste Artefacto en la Galería Juan Martín en 1969. ¿Cómo fue la experiencia?

— Grata. Los espectadores y lectores tomaban los libros-cuadros con la mano para contemplarlos de cerca y manipularlos. La experiencia táctil distorsionaba el acercamiento visual a la pieza o piezas. Tocaban los libros-cuadros como si de volúmenes reales se hubiese tratado. Buscaba una nueva experiencia estética.

— En 1967 te enteraste de que Octavio Paz preparaba un estudio sobre Marcel Duchamp, cuyo adelanto se iba a publicar en la Revista de Bellas Artes. Vía correo le propusiste a Paz, embajador de México en la India, editar el texto en un libro de artista. ¿Qué destacas de la colaboración entre ambos en Marcel Duchamp: libro maleta, publicado por Ediciones Era en 1968?

— El proyecto creció. Concebí un objeto pensado como un libro-maleta a la manera de Marcel Duchamp, inserto en una caja con una cubierta en forma de un tablero de ajedrez. Paz quedó sumamente satisfecho con el resultado. Me escribió inmediatamente para comunicarme que Duchamp estaría encantado. Mientras se gestaba el libro-maleta, Paz y yo explorábamos los vínculos entre la obra plástica y la palabra escrita.

— En 1968 también publicaste Discos visuales en Ediciones Era con Octavio Paz. Destacaste el carácter lúdico de la pieza, que contiene los poemas «Concorde», «Juventud», «Pasaje» y «Aspa».

— En marzo de 1968 Octavio Paz, desde la India, me propuso el proyecto de realizar Discos visuales, una manera de poesía en movimiento. Paz pensaba en el objeto poético como una creación operable con las manos, como una aportación cinética a la poesía: el lector movería un objeto como un juguete. Paz había concebido los Discos visuales, que permitirían que los cuatro poemas mutaran, basado en una pieza de promoción de la línea aérea Trans World Airlines. El movimiento era esencial. Se trataba de la experimentación poética de Paz.

 

«Texto e imagen cohabitan los mismos espacios mentales en una vasta gama de correspondencias y complicidades»

— Los investigadores Amanda de la Garza y Cuauhtémoc Medina sugieren que tus libros de artista se cuestionan desde un ángulo particular: «qué es un libro» y «qué puede ser un libro». ¿Qué responderías?

— El libro ha sido, es y será —siempre— un objeto sensible.

— Has colaborado con Alfonso Alegre Heitzmann, María Baranda, Alberto Blanco, Coral Bracho, Rafael-José Díaz, Olvido García Valdés, Hugo Hiriart, David Huerta, Bárbara Jacobs, Arnoldo Kraus, Miguel León Portilla, Pura López Colomé, Carlos Monsiváis, Jaime Moreno Villareal, Álvaro Mutis, José Emilio Pacheco, Fernando del Paso, Octavio Paz, Andrés Sánchez Robayna, Francisco Serrano, José-Miguel Ullán, Nicanor Vélez, Enrique Vila-Matas y Juan Villoro, entre otros autores, como Joseph de Acosta (Medina del Campo, 1539-Salamanca, 1600), autor de Historia natural y moral de las Indias (1590), cuyo capítulo XXIV del libro tercero, «De los volcanes o bocas de fuego», te cautivó. ¿De qué manera distingues los nexos literarios suscitados en tu quehacer artístico?

— No existe una correspondencia particular o plenamente determinada entre las imágenes visuales que yo genero y las creaciones textuales de todos los autores que mencionas. Pero evidentemente hay múltiples vasos comunicantes entre los dos planos creativos: el de la plástica y el de la escritura. El trabajo con cada uno de ellos ha sido siempre distinto, pero ha resultado igualmente enriquecedor. El poeta vallisoletano Miguel Casado lo comprendió muy bien. Escribió que mi obra evita fungir como ilustración de un texto, elude siempre la traducción visual de lo escrito. En este ejercicio de absoluta independencia yo no ilustro los textos ni éstos explican la imagen. Texto e imagen cohabitan los mismos espacios mentales en una vasta gama de correspondencias y complicidades.

— Las llamas obras compartidas.

— Exactamente. Colaboramos en la creación de un corpus literario-artístico.

 

«León-Portilla fue la persona que más se aproximó —desde la profunda erudición y la sensibilidad más refinada— a las complejidades del pensamiento y de las ideas del universo náhuatl»

— «La tinta negra y roja es expresión del género de los difrasismos o vocablos pareados, muy abundantes en náhuatl, que metafóricamente connotan determinadas ideas y objetos. En este caso el señalamiento se dirige a los libros —los códices indígenas con pinturas y signos glíficos— y también a las pinturas mismas que cubrían muros en los templos, palacios y escuelas», escribió Miguel León-Portilla. Coral Bracho y Marcelo Uribe aseveran que en La tinta negra y roja. Antología de poesía náhuatl Miguel León-Portilla y tú ofrecieron una idea de la sensibilidad poética que permeaba la mirada de los nahuas. ¿Cuál fue el origen del proyecto?

— Le propuse a Miguel León-Portilla reunir un conjunto de composiciones de la antigua tradición en náhuatl, traducidas por él al español, con una nueva serie de pinturas. Los poemas son de los antiguos nahuas. Así nos acercamos a la poesía náhuatl, traducida por él y pintada por mí. León-Portilla fue la persona que más se aproximó —desde la profunda erudición y la sensibilidad más refinada— a las complejidades del pensamiento y de las ideas del universo náhuatl. Penetró ese mundo como nadie lo ha sabido hacer hasta el día de hoy.

— ¿Cómo fue el desarrollo del lenguaje visual utilizado en La tinta negra y roja con Miguel León-Portilla?

— Alguna vez escribí que en realidad me hubiera gustado ser un anónimo iluminador de manuscritos románicos, aislado en alguna lejana montaña europea, o un tlacuilo dibujante y escritor —que en esa época eran lo mismo— de códices prehispánicos, oculto en la selva o en los llanos del territorio que más tarde se llamaría México. Ese es el origen del lenguaje visual utilizado en La tinta negra y roja. Me sentí como un dibujante y escritor de códices.

— En «Ordenar, destruir» Sergio Pitol evocó dos grandes dípticos llamados Códices. En el primero rige la perturbación. En el segundo Códice la armonía se ha recuperado. «Pero la paz recuperada dista mucho de ser la de los sepulcros. Rojo, el demiurgo, puede sentirse satisfecho. Sigue existiendo un ritmo. De la luz y el color se desprende una vibración precisa y delicada».

— Los Códices destacados por Sergio Pitol contienen un sinnúmero de elementos pictóricos que permiten una lectura similar a la que propician los fascinantes códices prehispánicos.

 

«Cuando Cardoza y Aragón contempló mi obra recurrió a Apollinaire para describir mi quehacer artístico»

— «La veta que Rojo explora está hecha de armonías intuitivas o calculadas por sensibilidad para principios de las estructuras abstractas —proporciones, ritmos, contrastes—: unidad y equilibrio. La forma conquista plena autonomía y más que lo original, lo originario», escribió Luis Cardoza y Aragón en Pintura contemporánea de México. ¿Cómo recuerdas a Cardoza y Aragón?

— Fue un hombre muy perspicaz. Luis Cardoza y Aragón afirmó que la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre. Cuando Cardoza y Aragón contempló mi obra recurrió a Apollinaire para describir mi quehacer artístico: me dijo y posteriormente escribió —cito de memoria— que yo pinto conjuntos con elementos nuevos nunca tomados de la realidad visual, sino creados completamente por mí y dotados de poderosa realidad.

 

«La lluvia y los volcanes son disímiles pero nunca son excluyentes»

— Has abordado naturalezas diferentes: la lluvia y los volcanes. ¿Cómo distingues las series dedicadas a ambos fenómenos?

— La lluvia y los volcanes son disímiles pero nunca son excluyentes.

— En tus Volcanes convergen distintas perspectivas. ¿Qué te atrae de ellos?

— Los volcanes tienen una imagen sumamente atractiva. Resultan siempre contradictorios porque son muy bellos pero a la vez pueden causar mucho dolor tras una erupción catastrófica.

— ¿Cuál es el origen de la serie México bajo la lluvia, en la que percibo unidad y equilibrio, palabras utilizadas previamente por Cardoza y Aragón?

— Tiene su origen en un viaje a Tonantzintla. Acompañé a Miguel Prieto al Observatorio a pintar un mural. Es el recinto donde el astrónomo Guillermo Haro descubría estrellas Novas. Desde la colina se veía el valle de Cholula y vi dos lluvias: una a la izquierda del valle y otra a la derecha. Nunca había visto dos lluvias simultáneamente. Veía que ambas avanzaban y retrocedían. Quedé estupefacto. Realicé notas en 1964, pero comencé a pintar la serie en París en 1980.

 

«En el sueño me convierto en un niño»

— El gesto sin fin del arte se manifiesta también de manera onírica. Abordas la vida secreta de los sueños. Tienes uno recurrente que sucede en un extraordinario y remoto escenario cercano al mar. ¿Cómo es el sueño?

— En el sueño me convierto en un niño. Es de gran intensidad visual. Constituye una parte de los escenarios que, como un murmullo constante, atesoro en mi memoria.

 

«Percibo, sin duda, los dos volúmenes —Diario abierto y Puntos suspensivos— como una forma de constancia de vida»

— «Sólo perdura lo esencial», escribiste en Diario abierto. En ese libro maravilloso abundan las frases aforísticas.

— Otros destacados son: «Estoy lejos de conseguir la imagen que persigo» y «crear zonas de sombra y duda es lo que da sentido al arte». Esas frases casi aforísticas funcionan también en Puntos suspensivos. Escenas de un autorretrato, la automonografía de 432 páginas en las que se despliegan múltiples imágenes de mi trabajo en pintura y escultura. No se acaba nunca de aprender, de descubrir, de inventar, de reinventar.

— En Diario abierto revelas tus «vías de escape»: La diligencia de John Ford, Enamorada de Emilio Fernández y Gabriel Figueroa, Corazón. Diario de un niño de Edmundo de Amicis, Cumbres borrascosas de Emily Brontë, los hermanos Marx, Alfred Hitchcock, William Somerset Maugham, Benito Pérez Galdós e Ingrid Bergman.

— Quería vivir sin salir de la isla que era mi casa, realizar una especie de viaje alrededor de mi cuarto, a través de dos libros que fueron mi refugio: La isla misteriosa de Jules Verne y Robinson Crusoe de Daniel Defoe, relato del náufrago enfrentado a la adversidad con gran imaginación y eficacia.

— En el libro expresas que el origen de todo tu trabajo está en tus dos infancias.

— Claro. Mi primera infancia, en mi Barcelona natal, está construida en el recuerdo como un cúmulo de experiencias que fueron muy difíciles para mí. La segunda parte de mi juventud data de 1949, cuando llegué a México y la vida cambió: se me iluminó. Gradualmente comencé mi desarrollo cultural como un mexicano ansioso de formarse.

— «Se dice que toda la obra de un creador, sea escritor o artista, es en realidad una forma de autobiografía», escribiste en Diario abierto y en Puntos suspensivos. Escenas de un autorretrato.

Puntos suspensivos, antología de mi trabajo como pintor y escultor, se titula así porque siempre quiero creer que mi obra sigue en proceso. Percibo, sin duda, los dos volúmenes —Diario abierto y Puntos suspensivos— como una forma de constancia de vida.

 

«He tratado de hacer una suerte de geometría, respetada por un lado y enriquecida por otro, sometida a nuevas pruebas visuales»

— En «¿Rojo o romántico?» Gabriel García Márquez escribió: «No era fácil relacionar su complejidad con la pureza geométrica de sus cuadros».

— En ese extraordinario texto Gabriel García Márquez aseveró que siempre me he resistido a ser el «romántico espléndido» que él reconocía en mí. Fue enfático en la geometría como realidad pura de mi trabajo.

— En cada aspecto hay un principio geométrico, todo posee una geometría intrínseca. ¿Cómo lo percibes?

— Uso la geometría como un lenguaje: el que está en los orígenes. He tratado de hacer una suerte de geometría, respetada por un lado y enriquecida por otro, sometida a nuevas pruebas visuales.

 

«Desde niño, la conciencia del alborozo inseparable del dolor ha normado mi vida y mi trabajo»

— Otro lenguaje es el de la memoria. Construyes el pasado. Tu primer recuerdo se remonta al 19 de julio de 1936. Empiezas a ver el mundo a partir de esa doble imagen que tiene, según la miras en aquel momento, «unidos en una sola visión el sentido de la fiesta y la tragedia».

— La primera visión que guardo, como he dicho varias veces, es de mis cuatro años. Recuerdo la reacción que hubo en Barcelona frente al alzamiento militar de Franco. Yo lo veía todo a través de la ventana de mi casa. Sobre el Paseo de San Juan se abre paso una imagen fuerte, nítida en términos plásticos: los camiones que pasaban con gente gritando o cantando mientras levantaba armas y banderas. Comienzo a ver el mundo a partir de esa doble imagen que tiene —tal como evoco en el Diario abierto—, unidos en una sola visión el sentido de la celebración y la tragedia. No olvido los brillantes colores, la euforia popular y, al mismo tiempo, está la presencia de las armas. Desde niño, la conciencia del alborozo inseparable del dolor ha normado mi vida y mi trabajo.

 

«Recuerdo mi primer acercamiento al papel a mis cuatro años»

— En el texto «Hacer mella, cicatrizar, construir» José-Miguel Ullán cita un pasaje de Paracelso, médico que nació en Einsiedeln, Suiza, en 1493: «La imaginación es un universo en miniatura que puede crear sus formas invisibles y éstas materializarse».

— Celebro que recuerdes ese extraordinario pasaje citado por José-Miguel Ullán, ya que Paracelso fue médico en el siglo XVI. Yo colaboro con Arnoldo Kraus, médico y escritor.

— Realizas con Arnoldo Kraus un formidable proyecto: Apologías. Es una serie literaria-visual compuesta por Apología del lápiz, Apología del libro, Apología de las cosas, Apología del polvo y Apología del papel.

— Trabajamos bajo una premisa: las cosas, como las ideas y las palabras, tienen bagaje y memoria, acumulan historias. Cambiamos la palabra diálogo por la palabra danza. Una danza entre palabras e imágenes.

Apología del papel es el quinto libro de su proyecto dual. Subrayé el siguiente pasaje de Kraus: «El papel abriga. Humaniza. Acerca. Abraza. Casa existencial para poetas, escritores, pintores». ¿Cómo recuerdas tu primer contacto con el papel?

— Recuerdo mi primer acercamiento al papel a mis cuatro años. En aquellos días ya me gustaba tener en las manos lápices para trazar sobre él algo que, obviamente, no llegaba a ser un dibujo. Pero ahí sigo, hasta la fecha. Tiempo después ya me animaba a tratar de dibujar un caballo. Pero no sabía hacerlo. Sigo igual, también hasta la fecha.

— Admiras el papel de china picado. Cito a Kraus: «Armado con tijeras, pegamentos y cúters, Vicente Rojo dotó a las palabras de imágenes, cuyos trazos, per se, invitan.» ¿Cómo dilucidas esa invitación?

— Desde que llegué a México y conocí las fiestas en las que por encima de nuestras cabezas bailaba el papel de china, me sentí atraído por él. Me fascinaba igualmente si la fiesta era en un recinto cerrado que en la calle, por su geometría y sus colores. Era un verdadero alarde de la cultura popular.

— «Poesía y ficción no son dogmas: las cosas sienten, viven en uno y con uno. Cobran vida al ser usadas. Así el papel», dice Kraus. ¿De qué manera sientes que el papel cobra vida cuando comienzan a utilizarlo?

— El papel me ha seguido acompañando a lo largo de la vida. Y no únicamente en mi trabajo con libros o revistas o carteles. Aun cuando Kraus dice que el papel cobra vida al usarlo, para mí ha sido siempre la vida misma. Y, por lo tanto, la representación en sí de la poesía.

— «La memoria encontró una nueva morada y las ideas un hábitat privilegiado», escribió Kraus sobre el origen del papel. ¿De qué manera concibes el papel como soporte de recuerdos e ideas?

— El papel ha sido siempre el soporte de los monumentos que son los libros, en los que se ha reunido de manera «privilegiada» —la palabra es de Kraus— nada menos que la memoria y las ideas que nos abren al futuro.

 

«Versión celeste fusiona el arte con métodos técnicos d’avant-garde»

— El simbolismo del papel está ligado a la escritura, dibujo y pintura que recibe, recuerda el egiptólogo Georges Posener. La esencia de ese material detonó Apología del papel. Del griego pápyros, que dio la palabra «papel», asevera Posener, el papiro es un equivalente del libro. La apología de ese material primigenio coincide con la celebración de la luz artificial —uno de los símbolos de la modernidad— que implica tu pieza titulada Versión celeste. Se trata de «la obra luminosa de Vicente Rojo en el Monte de Piedad», como se lee en el subtítulo del catálogo realizado por el sello El Viso en 2019. Al encenderse, el vitral cobra vida. Al observar tu pieza luminosa pienso en una máxima del autor francés André Virel: «Dejándonos atraer por ella entramos en un camino que parece poder conducir más allá de la luz, es decir, más allá de toda forma, pero también más allá de toda sensación y noción». El pasaje ofrece una luz que se relaciona directamente con la evolución de tu obra. En 2019 demostraste tu pasión por los dos métodos creativos y te expresaste a través de ambos: el papel antiquísimo y un vitral iluminado con tecnología novedosa.

 — El vitral lumínico Versión celeste ocupa el plafón del patio central de la casa matriz de Nacional Monte de Piedad. Los bocetos se transformaron en una estructura programada con tecnología de punta. Pedro Romero de Terreros Gómez Morín —patrono secretario de esa institución de asistencia privada y descendiente del fundador—, acompañado por los arquitectos Armando Chávez y Gustavo Avilés, me propusieron la creación del vitral. La tarea era crear un cielo en movimiento, una bóveda celeste pero geométrica, hecha de aluminio, luz y cristal. La periodista e historiadora Claudia Itzkowich lo abordó muy bien en el catálogo. Vicente Rojo Cama —mi hijo, diseñador, fotógrafo y músico—, Karla León —artista de la luz dinámica—, Avilés y Chávez trabajaron arduamente.

— Itzkowich admira el vitral: es una autoría tuya con «una tecnología súper avanzada en control y en sistemas de iluminación». Ella destaca tus habilidades y las de tu equipo «para utilizar las más finas técnicas contemporáneas con el fin de transformar la atmósfera mediante nuevas configuraciones de los mismos elementos básicos: luz, cristal y color».

Versión celeste fusiona el arte con métodos técnicos d’avant-garde.

 

«Las cosas nos dan identidad. Es el origen de mi Autorretrato. Las cosas cobran vida en nuestros recuerdos. Nosotros otorgamos significados»

— La reproducción de Autorretrato —técnica mixta sobre madera, 140 x 140 cm, 2016— está en las páginas centrales de Apología de las cosas. La Galería López Quiroga, en Polanco, Ciudad de México, albergó Abecedario. Pinturas, esculturas, libros, grabados y el Autorretrato, es decir, estructuras o sistemas propios de la formalidad artística, elementos de tu lenguaje, compusieron la muestra. Laura —mi esposa— y yo llegamos a la sala donde se exhibió Autorretrato. Signos. Objetos usados, cosas que igualmente pueden interpretarse en clave simbólica. Lápices de colores, soldaditos de juguete, aviones en miniatura, tubos de pintura vacíos, diversos instrumentos de medición y trazo —que bien podrían ser de navegación—: reglas, transportadores, compases. La nostalgia envuelve también a José Emilio Pacheco y a Carlos Fuentes, evocados con botones promocionales. Están tus lentes, instrumento primordial de tu quehacer; el espacio alberga postales, fotografías, recortes, brochas, tijeras, naipes, letras, un flexómetro. Una mezcla de texturas y colores. Plumas, canicas, crayones y piezas de rompecabezas dentro de un rompecabezas; pinceles de distintos grosores, un sello, clips, pinzas de madera, números y letras impresos en diversos materiales. Tu firma está deletreada con cubos de madera. Laura advirtió que todos esos fragmentos poseen algo en común: la guerra contra el olvido, la relación con el pasado. Ella también te percibe como homo ludens: alguien que ve en el juego una función cardinal como el pensamiento, según el historiador holandés Johan Huizinga. ¿Cuál es el origen de tu Autorretrato?

— Las cosas nos dan identidad. Es el origen de mi Autorretrato. Las cosas cobran vida en nuestros recuerdos. Nosotros otorgamos significados. La pieza no representa mi rostro, sino objetos que pertenecen a diversas épocas de mi vida. El juego —como dijo Laura, tu esposa, con mucha razón— es inherente a la concepción del Autorretrato. Los crayones, las plumas, los naipes, las piezas de rompecabezas, las canicas son símbolos de la parte lúdica de la existencia. Son elementos de mi lenguaje artístico. Estoy de acuerdo con los planteamientos de Johan Huizinga. Las imágenes tradicionales del homo sapiens y el homo faber son insuficientes para explicar la complejidad del pensamiento. El carácter lúdico de la cultura es percibido por el homo ludens.

— En un texto de Cuaderno de escritura Salvador Elizondo se aproximó a la idea de lo lúdico en tu obra: «La pintura de Vicente Rojo se inscribe ya, ajustándose a ella con una congruencia perfecta, dentro de la extensión precisa de lo que abarca el mirar la pintura como una operación o un juego puros».

— Para Salvador Elizondo la forma resultaba una especie de ideal, en la que destacó un juego puro. Dijo que en mi obra el color mismo —trascendente en su mirada poética, en su concepción literaria del arte— es la más clara escritura de la emoción que genera la constatación de la forma.

 

«El circo representa nuestra vida cotidiana: la belleza y el riesgo existentes»

— Continúo con el carácter lúdico de tu obra. La relectura de «Circo de noche» de José Emilio Pacheco —conjunto de doce poemas publicado en el libro El silencio de la Luna— inspiró la exposición Circo dormido. Y el libro Circos contiene los poemas de Pacheco y tus construcciones fotografiadas por Vicente Rojo Cama, tu hijo, quien diseñó el volumen. Tus imágenes y construcciones representan al circo una vez que los personajes de Pacheco ya han actuado y el circo se ha quedado dormido, en semioscuridad. Las construcciones fueron fotografiadas de noche, con luces especiales, para completar los poemas de Pacheco y, a su vez, crear una suerte de distancia.

— Quise dar la imagen de aquello que viene después de la vitalidad y riesgo de una función circense que ha lucido, emocionado, conmovido e inquietado: el circo que queda a la espera de la siguiente función.

— ¿Cómo fue detonado el recuerdo?

— La construcción de los escenarios ocurrió como yo hacía las cosas de pequeño. Cuando era niño me resultaba muy difícil obtener juguetes, por lo tanto tenía que fabricarlos. Me vi construyendo los juguetes que hacía de niño, aunque en este caso son juguetotes.

— ¿Cómo sucede tu investigación visual?

— Recuerdo que a un niño que había dibujado algo se le preguntó «cómo hiciste esto», a lo que respondió «lo hice de memoria». Todo lo que he hecho a lo largo de mi vida ha sido «de memoria». Tengo referencias muy concretas, no las reviso, no las repaso, no recupero imágenes, sino simplemente recuerdo cómo eran, y a partir del recuerdo de las formas yo trabajo.

— ¿De qué manera relacionas al circo con el espectáculo de la vida?

— Es un escenario paralelo. El circo representa nuestra vida cotidiana: la belleza y el riesgo existentes. Nos estamos viendo en el circo, somos nosotros mismos. El circo es un espectáculo alegre, divertido, dinámico, actuado por cirqueros que tienen los problemas que tenemos todos los demás. Ocurre un juego de espejos entre el espectáculo y lo que está dentro del espectáculo.

— ¿Por qué decidiste entablar un diálogo con los poemas de Pacheco?

— Siempre he sido cercano a su poesía. Lo consulté con José Emilio; me dijo que el conjunto tenía una unidad muy especial y que le gustaría que yo hiciera algo. Pensé que una serie de imágenes sobre papel no era lo único que quería realizar. Empecé a ver elementos que tenía en mi estudio para hacer construcciones. Creí que serían pocas, pero me di cuenta de que cada poema necesitaba una imagen abstracta, pero con referencias visuales concretas.

— ¿Cómo ocurre el juego de espejos entre las construcciones que aparecen fotografiadas en el libro y los gouaches de la exposición?

— Las dos series de elementos son opuestas y complementarias. Los gouaches fueron hechos a la par de las construcciones. Las construcciones cumplieron una función muy precisa para el libro; realicé los gouaches con mayor libertad, abordando temas que no necesariamente están en el volumen. Es un juego de enfrentamiento, de oposición y de complemento.

 

«En Rumbo al exilio final Bárbara [Jacobs] escribió sobre la existencia»

— Bárbara Jacobs, escritora excepcional y tu pareja, afirma: «Aquí estoy otra vez, deseosa de aprender, adivinar, intuir cómo logra Vicente Rojo ser una persona invariablemente de buen corazón, incapaz de herir voluntariamente a nadie, por ninguna razón, bajo ninguna circunstancia, aun cuando lo que fuera que en este sentido pidiera una respuesta suya se tratara de un ataque frontal. ¿Cómo logra Vicente responder con serenidad? Inclusive con una sonrisa. A todo. Siempre. No digo que ponga la otra mejilla, porque en esas situaciones lo que hace es, más bien, repito, sonreír. Tampoco digo que no sea ingenioso y que, por lo tanto, no sea capaz de responder a la altura y hasta con creces a algo que lo pudiera molestar, incluso sublevar, o aun entristecer, porque sensible es y porque ingenioso es. Vicente es sumamente sensible; basta conocer su trato, o basta conocer su trabajo para confirmarlo, además confirmarlo con énfasis. Y Vicente es altamente ingenioso, desplegadamente ingenioso, muy desarrolladamente ingenioso, intuitivamente, instintivamente. Pero estas respuestas cargadas de ingenio que da (es decir, cargadas de malicia en su significado de picardía, de travesura; es decir, cargadas de una magistral combinación de humor con inteligencia) no las practica sino con quienes él sabe que son capaces de reconocerlas como lo que son, juegos, juegos del intelecto, divertidos, alegres, hasta hilarantes».

— Me alegra mucho que cites a Bárbara. Ella es experta en la combinación del humor con inteligencia. Recuerdo que la entrevistaste hace tiempo y conversaron, entre muchos temas, sobre su libro Nin reír. La risa a lo largo de la historia, la ciencia, el arte, mi vida y la literatura. En Rumbo al exilio final Bárbara escribió sobre la existencia, sobre cómo empezó a leer, cuándo comenzó a escribir, qué lecturas la cautivaron, qué personas le dieron momentos radiantes y qué experiencias la han guiado en el camino.

 

«Es el resplandor de las estrellas inherente a la poesía»

— Cuentas que debes a la generosidad de Fernando Benítez la presentación de tu primera exposición de pintura en 1958, hace más de seis décadas, en la que te definió como un joven «tierno y lírico, a veces desgarrado y violento», y te atribuyó «la aurora, la inconformidad, la esperanza».

— Fue una presentación apasionante. Fernando Benítez escribió esas generosas palabras cuando yo era joven.

— Yo te atribuyo la libertad y las estrellas que iluminan la densidad sombría del bosque que intentamos atravesar todos los días.

— Gracias. Tus palabras también son generosas.

— ¿Cómo fue tu selección cromática para Apología del polvo, uno de los libros realizados con Arnoldo Kraus?

— Pensé, al tratar el tema del polvo, que debía manejar tonos grises, usar el negro, dar una perspectiva lúgubre. Pero el texto de Kraus es luminoso. Por lo tanto, esa luz me permitió pensar en lo colorido, en el polvo de estrellas. Los astros siempre tienen colores, las estrellas son luminosas. Eso plasmé. Muchos pensadores dicen que somos polvo de estrellas.

— ¿De qué manera percibes la poética inherente a las estrellas?

— Mi padre llegó a México años antes de que yo lo lograra. En Barcelona yo veía las estrellas pensando en que mi padre veía en México las mismas estrellas que yo percibía. Hay una canción titulada «Polvo de estrellas» que yo escuchaba en mi juventud. También recuerdo Mujeres alcanzando la luna y Hombre contemplando el firmamento, piezas extraordinarias de Rufino Tamayo en las que las estrellas nos iluminan desde el cielo.

— En el ensayo «Un paréntesis que se abre sin cesar» el pintor italiano Valerio Adami —nacido en Bolonia en 1935 y expositor reciente en The Mayor Gallery de Londres— explora la complejidad soterrada de tu expresión poética.

— Es el resplandor de las estrellas inherente a la poesía. Cuando entré a formar parte de El Colegio Nacional como creador y recreador de imágenes —es el medio en el que yo trabajo, no lo es la palabra— dije que era doloroso, porque mis ideas, más allá de las que logro concretar en el ámbito de las artes plásticas, nunca han hallado las palabras apropiadas para expresarse. En diversas ocasiones he sostenido que por un verso de un poema me atrevería a cambiar toda mi obra.

Escrito en Lecturas Turia por Alejandro García Abreu

 Cuando el maestro acaba de cumplir ochenta años, la revista cultural Turia se suma a los múltiples homenajes que se le están tributando y presenta esta semblanza vital y profesional sin, como se pueden imaginar, pretender abarcar la enormidad de su persona y, ni mucho menos, analizar la vastedad de su obra. Nuestro compositor, director y pedagogo sigue en la brecha en plena producción y son ya más de setecientas las piezas que ha compuesto, con lo que la mera enumeración de las mismas desbordaría ampliamente las posibilidades de este artículo.

 

En el momento de redactar estas páginas, se encuentra trabajando en la revisión de La gitanilla, un trabajo que hizo para el ballet nacional de España sobre las novelas ejemplares de Cervantes. Además está inmerso en la composición de dos obras de piano para sus dos últimos nietos: "Siempre les he escrito [hijos y nietos] a todos una partitura de bienvenida al mundo".

 

De la intensidad y la altura del presente momento creativo de Antón García Abril dan buena cuenta los múltiples encargos que recibe constantemente: la gran violinista americana, Hilary Hahn, ha paseado por un buen número de ciudades europeas y de Estados Unidos su obra Tres suspiros, escrita a petición propia para ella por Antón; por su parte, el quinteto de metal Spanish Brass Luur Metalls,  tras estrenar en el año 2009 con gran éxito su primer encargo, El vuelo del viento, se apresuró a repetir experiencia el pasado año con un nuevo estreno de turolense título, Guadalaviar, una composición largo tiempo gestada, escrita para quinteto de metales solista y orquesta de cuerda, dos pianos y percusión.

 

Quien quiera aproximarse a su vida y a su producción musical deberá consultar las obras de Fernando J. Cabañas Alamán, Antón García Abril. Sonidos en libertad (Instituto Complutense de Ciencias Musicales. SGAE.1993); de Paula Coronas, Estética y estilo en la obra de Antón García Abril (Orquesta Filarmónica de Málaga, 2001); de Álvaro Zaldívar, Antón García Abril. Poeta de vanguardia (Ediciones Maestro, 2003); de Andrés Ruiz, Antón García Abril, un inconformista. El compositor, visto y sentido, por sus intérpretes (Fundación Autor. SGAE. 2005), así como los diferentes estudios de Esther Sestelo dedicados a su obra. Para finalizar esta mínima bibliografía que, de una u otra manera, gravita sobre el presente artículo, recomendamos también la lectura del estudio de Pablo Pérez y Javier Hernández, Antón García Abril. El cine y la televisión (Diputación de Zaragoza, 2002), dedicado a su música incidental.

 

El mundo compositivo de Antón García Abril es inmenso, se extiende desde las bandas sonoras, pasando por la canción de concierto, el poema sinfónico, las obras orquestales, para piano, guitarra, ballet, las de carácter didáctico y pedagógico, hasta llegar a la ópera. Todo un universo creativo, tan ciclópeo como ecléctico y polimórfico, pero al mismo tiempo unitario, de obra en marcha, en constante construcción, fruto de una vida consagrada por entero a la música que, como hemos anticipado, resulta imposible resumir en unas pocas páginas, por lo que nos limitaremos a recorrer su trayectoria vital deteniéndonos brevemente en aquellos momentos fundamentales de la misma o de su producción, en los que Teruel, su patria chica, está presente, bien sustentando e impulsando su trayectoria profesional, bien latiendo bajo sus composiciones: sus paisajes, sus gentes, sus familiares, sus amigos, sus recuerdos de infancia y adolescencia, etc., conforman un magma creativo que aflora en forma de homenajes continuos a su tierra, pues como anticipábamos en el título, Antón García Abril es un músico universal turolense; un artista que no renuncia a sus raíces, al contrario, las posee en lo emotivo, en el fondo de su espíritu creador y las proyecta hacia el mundo convirtiéndolas en universales, demostrando una vez más la verdad de las palabras del escritor portugués Miguel Torga de que “lo universal es lo local sin paredes”, máxima que alienta siempre en los grandes creadores e, incluso, en el espíritu de esta misma revista cultural.

 

Seguir la pista de su persona en el periódico local turolense (antiguo Lucha, en la actualidad Diario de Teruel) resulta apasionante y pronto se comprueba, sin ningún género de duda, el respeto y la admiración que ha suscitado y suscita entre sus paisanos, así como también se percibe con claridad meridiana la justa correspondencia del compositor, hijo agradecido que dedica a su tierra lo mejor de sí mismo: su trabajo, su música, sus composiciones más sentidas.

 

La banda de música (1943)

            Antón García Abril nació en Teruel el 19 de mayo de 1933. Su padre, pintor industrial, tenía vocación de músico y cuando los menesteres de su trabajo se lo permitían, tocaba el saxofón en la banda de la ciudad. Será en ella donde a los diez años descubra el encanto de la música y nazca su vocación. Antón García Abril reconoce su importancia siempre que se le pregunta: “Allí nació mi amor por la música y, desde entonces tengo un respeto extraordinario por las bandas, que son un vehículo de cultura popular […] En aquel medio descubrí el misterio de la música como lenguaje […]” “[…] y es que la banda, con esa gran tradición que tiene en España, ha producido muchas aficiones musicales, entre ellas la mía. Lo digo por los que piensan que tienen una importancia secundaria. Están equivocados. Como elemento de cultura popular tiene la misma importancia que una orquesta sinfónica.”

 

            Por su parte, la banda de Teruel lo reconoció como “Socio de Honor” (2003)  y como “Director Honorario”, dándole también su nombre a la Escuela de Música de la ciudad (2011).

 

Primeras composiciones: Canto a la madre (1946) y Angelines (1947)

            En 1947, becado por la Diputación Provincial, se trasladó a Valencia para ampliar sus conocimientos musicales bajo el magisterio de Consuelo Lapiedra. Tras un año de duro trabajo, se examinó como libre de tres cursos de solfeo y de cuatro de piano, su hazaña la recogía el periódico (2-7-1948) de la siguiente elogiosa manera: “Con notas sobresalientes aprobó en un solo curso, en el Conservatorio de Valencia, los tres de solfeo y cuatro de piano, el niño Antón García Abril. Los profesores le dedicaron grandes elogios por su aplicación y grandes condiciones para la música”. La ciudad lo adoptaba así como su particular niño prodigio. No la defraudaría.

 

            Ya en estos años iniciales de formación, Antón comenzó a componer y, según recoge Cabañas, sus primeros trabajos serían su Canto a la madre (1946) y Angelines (1947), dedicada también a ella, partituras hoy en día perdidas, pero vivas aún en la memoria y las manos del compositor.

 

Himno de “La Vaquilla” (1950)

Como no podía ser de otra manera, entre estas composiciones iniciales, se encuentra el Himno de “La Vaquilla” (1950), fruto de ese sentimiento tan turolense que es ser y sentirse “vaquillero”; sentimiento que se mantiene vivo durante toda la vida y que rememora el maestro siempre que se le pregunta al respecto recordando con nostalgia las fiestas de sus años mozos, cuando con sus compañeros de colegio y otros jóvenes trabajadores formaron la peña de significativo nombre “studtrab” (de estudiantes y trabajadores) para vivirlas con camaradería y sana intensidad. De esta forma, con su trabajo compositivo, el joven Antón comenzó a devolver a su ciudad lo que recibía de ella, creando ese flujo de influencias y mutuo reconocimiento que se mantendrá a lo largo de toda su vida (en 1991 la Federación de Interpeñas turolense lo nombró, junto a Antonio Ubé Casinos, autor de la letra, “peñista del año”).

 

Ángel Mingote (1952)

            Siguiendo los consejos del afamado pianista Leopoldo Querol, Antón tomó la determinación de proseguir sus estudios en Madrid. Decisión que suscitó cierta preocupación en su casa, pues no veían con buenos ojos emprender tamaña aventura sin tener lo que en aquellos momentos se conocía como un “valedor” en la gran ciudad, figura que al fin y a la postre encontraría en Ángel Mingote -padre del gran humorista gráfico, turolense de adopción, Antonio Mingote- que había vivido durante algunos años en Teruel y que a la sazón era profesor del conservatorio madrileño.

 

Apoyado de nuevo económicamente por la Diputación de Teruel, Antón García Abril dio inicio a sus estudios superiores avalado por el músico darocense, fraguándose de inmediato entre ellos una sólida amistad sustentada en el convencimiento del profesor en las grandes posibilidades del joven músico, confianza recogida por escrito  en su artículo titulado “Antón García Abril, músico”, publicado en el diario local (3-07-1955): “Mi acierto, hasta hoy, en pronósticos y augurios, me anima y decide a esta afirmación: García Abril está dotado de tal musicalidad, que puede llegar hasta donde los mejores lleguen […]”, para concluir solicitando a “las más relevantes y oficiales personalidades de Teruel a que velen por él y protejan a quien de seguro ha de rendir ciento por uno; a quien puede dar días de gloria a su región.”

 

El tiempo, el buen hacer del maestro y la crítica han confirmado su pronóstico, así, casi cincuenta años más tarde, el estudioso Álvaro Zaldívar afirmaba respecto de García Abril: “es el compositor más robusto y solvente de la segunda mitad del siglo XX, heredando el lugar que cupo a Manuel de Falla en la primera mitad de ese siglo”.

 

            Los deseos de Ángel Mingote no cayeron en saco roto y como sucediera hasta ese momento, la Diputación Provincial turolense siguió apoyando con puntuales ayudas económicas al en ese momento aprendiz de composición a complementar sus estudios en los prestigiosos cursos de verano que organizaba la Academia Chigiana de Siena, donde asistió a cursos de composición con Vito Frazzi, de dirección de orquesta con Paul van Kempen, de música cinematográfica con Angelo Francesco Lavagnino y sobre el mundo del ballet con Alexander Sajarov.

 

            En el curso 1963-64,  completó su formación en nuevas técnicas de composición en la Academia “Santa Cecilia” de Roma con el prestigioso maestro Gofreddo Petrassi.

 

Torrepartida (1955)

En el verano de 1955, se rodaba en escenarios turolenses Torrepartida, de Pedro Lazaga, con guión del entonces juez en Teruel, José Mª Belloch, una película de “maquis” ambientada en la capital turolense, la estación del tren de Cella, Albarracín y su sierra. A propuesta de Belloch, amigo de la familia de García Abril, y tras una prueba al piano en la emisora local de Radio Nacional de España, que disipó las reticencias del director, poco dispuesto a confiar la banda sonora a un principiante, el equipo del film encomendó la música a la joven promesa turolense, quien confeccionó, según sus propias palabras, una “música que los italianos llaman al aperto, donde la mayoría de la acción se producía en las montañas y la música tenía una función fundamental: dramatizar aquel aspecto, grande, abierto, que en el cine español se había visto poco o nada.”

 

 Superadas las iniciales reservas del prolífico realizador, su colaboración se prolongó durante 22 años y  se materializó en 68 películas, algunas de ellas tan famosas como Ana dice sí, La fiel infantería (con esta banda sonora obtuvo el Premio Nacional del Sindicato de 1959, galardón que volvería a conseguir en 1968 con otra película de Lazaga, No le busques tres pies, y por tercera vez en 1975 con Los pájaros de Baden-Baden, de Mario Camus. No serían estos los únicos premios en el ámbito de la música funcional, también le concederían la Medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos al conjunto de su labor en el cine y el Premio “Luis Buñuel” de Cinematografía en 1977), Los tramposos, Los económicamente débiles, La ciudad no es para mí, etc.

 

Antón García Abril se convirtió en un nombre fundamental de la composición musical aplicada al cine en la etapa que fue de mediados de los cincuenta hasta finales de los setenta, caracterizada principalmente por la producción de las denominadas “comedias a la española” o “españoladas”, muchas de ellas dirigidas por el citado Lazaga, Mariano Ozores o Vicente Escrivá, y producidas en su mayor parte por José Luis Dibildos y Pedro Masó, a las que Abril aportó ritmos de jazz, melodías y canciones pegadizas en la mejor tradición de sus contemporáneos italianos: Sor Citröen, El turismo es un gran invento, ¡Vente a Alemania, Pepe!, Abuelo made in SpainLas Ibéricas F.C., La llamaban la Madrina, Lo verde empieza en los Pirineos, Manolo la nuit,  etc. También cultivó el thriller  en El rostro del asesino Culpable para un delito; el spaghetti-western, en  Tierrra brutal o Adios, Texas; el cine de terror  en varias películas de León Klimovsky  y de Amando Osorio, entre otros.

 

Cuando este tipo de cine comercial decrece,  la producción de Antón García Abril también desciende, pero, sin embargo,  busca nuevos caminos musicales y sus partituras acusan un importante enriquecimiento sinfónico y se hacen mucho más ambiciosas, logrando trabajos tan depurados como La lozana andaluzaEl perro,  El crimen de Cuenca, La colmenaLos santos inocentesLa rusa, Réquiem por un campesino español o Romanza final. Gayarre, una banda sonora delicada y de gran nivel, para la que confeccionó una bella melodía al piano, leitmotiv que se repite en diferentes momentos de la película, y para la que compuso también varias canciones de mérito, como el bello zorcico Vive o el Canto porque estoy alegre, de las que un jovencísimo José Carreras hizo una interpretación memorable.

 

Como señala Fernando J. Cabañas, fue en 1986 cuando la actividad que García Abril desarrollaba para el cine alcanzó uno de sus momentos cumbres, pues la banda sonora de la película de Rodney Bennet, Monsignor Quixote (1985), le llevó a conseguir el premio “The music Retailers Association Annual Awards for Excelennce” (1986), al ser elegida, junto a otras de John Barry, John Williams o Maurice Jarre, para ser interpretada por la Orquesta Filarmónica de Londres en el Albert May, espacio  en el que se reúne la música cinematográfica más relevante en el panorama internacional de cada temporada. 

 

Ese mismo año, en el “I Encuentro Internacional de Música de Cine”, celebrado en Sevilla, se le dedicó un ciclo especial a su obra y se grabó un disco homenaje, interpretado por la Orquesta Sinfónica de Madrid, dirigida por el propio compositor, en el que se recogieron sus mejores bandas sonoras, tanto cinematográficas  como televisivas.

 

En esta misma línea, y como reconocimiento a su labor, la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España le encargó en 1987 la  Obertura  con la que se abre desde ese año el acto anual de entrega de los “Premios Goya”.

 

 La televisión es otro de los campos para los que ha compuesto partituras inolvidables, la mayoría de las cuales permanecen de forma imborrable en el inconciente colectivo de los españoles. Suya es la música de El hombre y la Tierra Los camioneros, Fortunata y Jacinta, Anillos de Oro, Ramón y Cajal, Cervantes, Segunda enseñanza, Los desastres de la guerra,  Réquiem por Granada, Brigada Central, y un largo etcétera, dejando a un lado, incluso, las sintonías para cabeceras de programas tan célebres como La tarde, Deportes, Tarde de toros, Punto de encuentro, etc.

 

Dentro del ámbito de la música incidental, nuestro compositor también colaboró en numerosos montajes teatrales: Luces de bohemia, Tirano Banderas, Mariana Pineda, Doña Rosita la soltera, Calígula, Los intereses creados, entre otros muchos.

 

Mención aparte merece la comedia musical, Un millón de rosas, con texto de  Joaquín Calvo Sotelo basado en una libre recreación de la intensa vida de “la bella Otero”, por la que obtuvo el Premio Nacional de Teatro de 1971 y un gran éxito de público y crítica.

 

La música funcional para teatro, cine y televisión le proporcionó una cercanía con el público, tanto cualitativa como, sobre todo, cuantitativa, pues muchas de estas películas fueron verdaderos éxitos de taquilla y gozaron y gozan de una gran popularidad entre el público español (cualquiera de las protagonizadas por el inefable actor aragonés Paco Martínez Soria son un buen ejemplo de ello).

 

A pesar de que Antón García Abril abandonó a finales de los años ochenta esta faceta creativa, en modo alguno reniega de sus partituras, todo lo contrario, se muestra satisfecho de su experiencia y reconoce cuando se le pregunta que “la televisión y el cine fueron un taller de creación, porque pensabas la música, la escribías e inmediatamente podías escucharla en las grabaciones. Habría que pagar por disponer de un taller así”.

 

Concierto en el Cine Victoria (1955).

            Anunciado a bombo y platillo en la prensa local, el 23 de diciembre de 1955, organizado por la asociación “amigos del Arte”, tuvo lugar en el Cine Victoria “la presentación formal de nuestro joven y ya famoso compositor Antonio García Abril, considerado como el máximo valor de esta hora entre la nueva generación de músicos españoles. Dará a conocer a sus paisanos alguna de esas obras que le han dado renombre… El artista ha querido que su música llegue al público con todos los matices expresivos y contenido lírico, de los que la interpretación pianística podría únicamente dar referencia.” (Lucha, 21-12-1955). El concierto fue un éxito total, el joven compositor, al piano, se acompañó de la soprano y profesora en el Conservatorio de Valencia, Emilia Muñoz, y del violinista, José Moret. En la primera y segunda parte presentó composiciones propias (Tres villancicos, Marinera, Canto a la madre, Mañanicas de Mayo, Arrojome las naranjicas, La zagala alegre, Capricho para violín y piano y Sonata de Siena). En la tercera, interpretó obras de Rachmaninoff, Chopin, List y Turina, cerrando con dos obras propias más, Danza aragonesa y Andaluza. Para finalizar, regaló fuera ya de programa su Nana, primera parte de su composición titulada, Dos piezas breves.


            A esta actuación siguieron otras muchas, así, algún tiempo después y en el Teatro Marín, se iniciaría en el campo de la dirección con la Orquesta Municipal de Valencia para interpretar obras de Weber, Dvorak, Dukas y Rimsky-Korsakov.

 

            En la década de los cincuenta, inició la composición del Ballet de los Amantes de Teruel   -inconcluso hasta la fecha-, en colaboración con sus paisanos, el citado juez Belloch, y el periodista y cineasta turolense, Clemente Pamplona, autores de la espectacular obra teatral representada en la Plaza del Seminario de la ciudad a principios de septiembre de 1955, con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de las momias de los Amantes, seguramente con la intención de que formara parte de la misma (incluía poemas de Federico Muelas).

 

            En abril de 1961, tuvo lugar una conferencia-concierto en honor a los participantes en la I Asamblea Provincial de la Familia, que corrió a cargo del crítico musical, Antonio Fernández Cid, la soprano Mª Teresa Tournè y la pianista Carmen Díez Martín. El musicólogo disertó sobre el tema “La canción contemporánea española”, a partir de Granados, pasando por Eduardo Toldrá, Ataulfo Argenta, Montsalvatge, Jesús Leoz, Turina, Falla y García Abril, que se encontraba entre el público y de quien se interpretaron, quizá como estreno, sus Diez canciones infantiles (la parte literaria correspondía al citado Federico Muelas). El compositor fue tan aclamado que se vio obligado a subir al escenario y acompañar él mismo al piano “Pala y pico”, una de sus canciones. Con ellas, el compositor turolense había conseguido el accésit al Premio Nacional de Música del año 1956, cuyo ganador fue su mentor y maestro, Ángel Mingote. Ese año la música nacional tuvo acento aragonés: un veterano y una joven promesa; el maestro y el alumno que cumple con su obligación de intentar superarlo.

 

            Llevado de su amor por Teruel y siguiendo en esa línea compositiva, en 1965 dedicó el apunte coreográfico, Jota del Torico, al que quizá sea el símbolo más emblemático de la ciudad.

 

Cruz de San Jorge. Mantenedor de las fiestas de la Vaquilla (1978)

            En abril de 1978 fue distinguido con la Cruz de San Jorge por la Diputación Provincial de Teruel y en las fiestas de la Vaquilla ejerció de mantenedor con un interesante discurso (recogido en el diario Lucha de los días 6 y 7 de julio) en el que recorrió los hitos musicales más importantes de la provincia turolense, desde Gaspar Sanz, pasando por la ópera de Bretón dedicada a los Amantes de Teruel, hasta acabar exponiendo y destacando la importancia de su música popular, relacionando la enorme variedad de cantos que se pueden encontrar en sus pueblos: gozos, albadas, villancicos, mayos, oliveras, cantos de bodegas, el “reloj de la Pasión”, la baraja o el arado, los Sacramentos, los Mandamientos, etc. Se detiene especialmente en el “romance del arado” de Torres de Albarracín, que narra la Pasión de Jesús, y en los Mayos, para finalmente concluir solicitando la reedición del libro fundamental al respecto de Miguel Arnaudas,  Cancionero de la provincia de Teruel, ofreciendo a la ciudad la posibilidad de escribir un ciclo de canciones de concierto sobre una selección de textos premiados en las distintas ediciones del certamen poético que con motivo de estas fiestas se convoca, cuyo título anticipa como  “Cuaderno de los Amantes”. Cerró su intervención con las siguientes palabras tan representativas de su forma de ser y de entender la música y el mundo: “Que el amor sea nuestra guía. Es suficiente con el amor hacia las pequeñas cosas. Amemos nuestra tierra, nuestra tradición, nuestros monumentos, nuestros hombres que con su trabajo diario contribuyen al desarrollo de nuestra tierra…”

 

Sinfonía del Guadalaviar (1983)

            En marzo de 1982, Antón García Abril fue elegido académico de la Real de Bellas Artes de San Fernando. En diciembre de 1983, leyó su discurso de ingreso en la Academia, cuyo título, Defensa de la melodía, anticipa y resume a la perfección su contenido e intención: los principios esenciales de su música, a los que siempre se ha mantenido fiel y, quizá, también, de su forma de ser y de entender la vida.

 

Su ciudad natal no quiso permanecer ajena a este acontecimiento y durante ese año se sucedieron diferentes homenajes. Así, en marzo, se le nombró Hijo Predilecto de la ciudad. Agradecido, Antón, se comprometió a hacer una gran sinfonía dedicada a su tierra, Teruel y Aragón, pero sin caer en populismos ni provincianismos vanos. Él mismo anticipaba de la siguiente manera en el Heraldo de Aragón (14-05-1985) sus intenciones compositivas: “Hasta ahora no se ha hecho nada en este terreno. Querría hacer con la música de mi tierra lo que hizo Falla con la de Andalucía. Una obra que, partiendo de las raíces, sea universal; estaría estructurada en tres movimientos, correspondiendo cada uno de ellos a Zaragoza, Huesca y Teruel.” Es el comienzo de un proyecto titánico, hasta la fecha inconcluso, que originariamente denominó como Sinfonía Guadalaviar, en el que integraba otros esbozos compositivos anteriores, inspirados en su tierra como la Sinfonía aragonesa y la Sinfonía de “los Amantes”.

 

En vísperas de leer su discurso de ingreso, a finales de noviembre, la banda de música Santa Cecilia de Teruel, en su habitual concierto anual, lo nombró socio de Honor.

 

Seis Preludios de Mirambel (1984-96)

            Los Preludios de Mirambel corresponden a una colección de seis piezas para piano escritas en homenaje al pequeño pueblo del Maestrazgo turolense que tal y como nos recuerda el mismo Antón García Abril, surgieron “en un recorrido por todo el Maestrazgo, coincidiendo con la visita de nuestra reina, en el año 1983, para hacer entrega del premio "Europa Nostra" al pueblo de Mirambel, sentí el deseo de ofrecer mi pequeño homenaje como turolense.” Añade que su pretensión fue la de enraizar su obra con la tradición pianística española, cuestión que resulta evidente en los seis preludios, si bien, en el primero se aprecia también una cierta influencia raveliana y en el cuarto una mayor modernidad y variedad rítmica.

 

Concierto mudéjar (1985-86).

            En 1983 fue nombrado hijo predilecto de Teruel y en 1985, su amigo, el padre Jesús María Muneta, a la sazón Director del Instituto Musical Turolense, hombre fundamental en el devenir de la música de la ciudad en las últimas décadas, estrenó en su honor la obra significativamente titulada, Abriliana. Homenaje al maestro Antón García Abril, para orquesta.

 

Llevado de la gratitud ante esas continuas muestras de cariño de los turolenses, el maestro aprovechó el encargo del Ministerio de Cultura, con motivo del año Europeo de la Música, para componer su Concierto mudéjar, espléndido homenaje al estilo arquitectónico turolense por excelencia; una creación en la que desarrolla su vena melódica en tres tiempos que, según sus propias palabras, “fluyen de manera expresiva para crear un mundo de equivalencias entre el mudéjar arquitectónico y el sonoro”, pues como aquel, la composición se realiza con una extraordinaria economía de medios: una guitarra y una orquesta de cuerda; música sincera, grata y asequible a cualquier oído, compuesta para perdurar en el tiempo, clásica ya a pesar de su modernidad, presente en todos los selectos repertorios de los grandes solistas mundiales.

 

Se estrenó oficialmente el 1 de octubre de 1986 en la catedral de Teruel bajo su dirección y la interpretación de Ernesto Bitetti y la Orquesta de Cámara I Solisti Aquilani. Ese mismo año, el mudéjar turolense fue reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

 

Los actos de homenaje de su ciudad se han sucedido puntualmente casi todos los años; las asociaciones más importantes lo han reconocido con sus distinciones más preciadas, así, en 1988, fue nombrado “Turolense del Año” por el Centro de Iniciativas Turísticas. Casi al mismo tiempo, en el V Abrazo Andalucía Aragón, la Casa de Andalucía en Teruel, le otorgó el título de “Aragonés del Año”.

 

También por esas fechas, a petición de la Delegación de Teruel de Manos Unidas, compuso para dicha organización su sintonía. De igual forma, en 1993, el Gobierno de Aragón, con motivo de la celebración del día de San Jorge, le concedió la medalla al Mérito Cultural. Por su parte, el Ministerio de Cultura reconocía su trayectoria profesional y su obra otorgándole el Premio Nacional de Música. La Universidad de Verano de Teruel lo homenajeaba dedicándole un curso de “análisis estético e interpretativo de sus obras para piano y canto y piano”, quizá único en el panorama universitario español, al tratarse de un músico vivo.

 

Como venimos destacando, Antón García Abril no dejó de componer obras alusivas a su tierra, así, en 1999, estrenó Tres polifonías turolenses, basadas en el Dance de Jorcas, y en el 2002, con motivo de su lectura del pregón de la Semana Santa, regaló a la ciudad su composición Florecicas de la pasión, inspirada en el mundo del folclore a través de una jota aragonesa y en los toques de tambores y cornetas, aunando de esta forma el mundo popular y el de la Semana Santa.

 

Himno de Aragón (1989)

            A finales de 1987, la Mesa de las Cortes Regionales de Aragón propuso encargarle la composición del himno oficial. Tras una serie de rocambolescos avatares, se decidió designar a cuatro escritores representativos de diferentes generaciones y de otros tantos territorios aragoneses –Ildefonso Manuel Gil, Ángel Guinda, Rosendo Tello y Manuel Vilas-, para que, en escasas pero maratonianas jornadas entorno a un piano en la ciudad de Daroca, escribieran su texto: treinta y tres versos dispuestos en dos estrofas de entrada, un estribillo y una estrofa de transición.

 

            Su estreno tuvo lugar el 22 de abril de 1989, en el Palacio de la Aljafería de Zaragoza, a cargo del Coro Fleta de Zaragoza (dirigido por Emilio Reina), la Coral Oscense (dirigida por Conrado Beltrán), la Coral Polifónica Turolense (dirigida por Jesús María Muneta) y la Orquesta Sinfónica de Madrid, todos, a su vez, dirigidos por el propio García Abril.

 

            Aragón cuenta pues con un Himno, heroico y  solemne, de gran calidad, tanto en lo musical como en lo poético, pero que, sin embargo, no ha calado en la ciudadanía, no se ha convertido en emblemático de la población aragonesa, quizá el problema radique en la falta de consenso político y en la nula difusión del mismo.

 

Divinas Palabras (1986-1997)

Escrita por encargo del Ministerio de Cultura casi al tiempo que se aprobaba la reconversión del Teatro Real, comenzó su composición en 1988. Casi diez años después se producía el estreno, un hito para la historia de la música española del siglo XX, tan escasa de óperas.

 

Basada en la obra homónima de Valle-Inclán, con libreto del escritor Francisco Nieva, dirección de Ros Marbá y con Plácido Domingo encabezando un reparto excepcional, Antón García Abril compuso tres horas de música densa, sin relajo, sustancial, con dos papeles de gran extensión y vuelo cantable, otros cuatro muy importantes y hasta una docena más de cierta relevancia… Más el coro-pueblo, un personaje fundamental también en esta ópera, de ahí la enorme masa coral que requirió su puesta en escena.

 

Una creación de esa magnitud supone la sublimación de todo músico, la composición de una ópera, como espectáculo total, implica trabajar todas las técnicas: el manejo de la orquesta sinfónica, el desarrollo de las partes corales, las solistas, dúos, tríos, cuartetos, la escenografía, el espacio acústico visual… Y en el caso de Divinas Palabras más si cabe, pues se trata de una obra, en opinión del director Eugene Kohn, “muy compleja, no por la tesitura, sino por la especial concepción de la melodía que posee el autor. La obra es muy romántica en realidad, muy melódica, a pesar de esas armonías complicadas, plenas de muchas notas, lo que las hace difíciles de escuchar, de identificar en una primera lectura”.

 

En definitiva, Divinas palabras es una obra de madurez, un resumen de la trayectoria como compositor de Antón García Abril, a la que el mismo Plácido calificó de “inconmensurable”.

 

Concurso Internacional de Piano “Antón García Abril” (2004)

            Con ocasión de su 70 cumpleaños, un grupo de músicos (el trío Ars Amandi : María del Carmen Muñoz, Ignacio Lozano y Pedro Paterson) decidieron homenajear al maestro y crearon el Concurso Internacional de Piano que lleva su nombre, un verdadero motivo de satisfacción para el maestro como reconocía en estas mismas páginas en una entrevista de 2005: “… el concurso me colma de satisfacción, porque ha sido a propuesta de jóvenes músicos, apoyados por las instituciones…” y que agradecía ese mismo año, en la inauguración de la II edición del Concurso, con el estreno de Tres piezas Amantinas, ejecutadas por el pianista Leonel Morales, a las que seguirían en otras ediciones posteriores Lontananzas (presentadas en la edición del año 2006, se trata de seis piezas que rezuman juventud, romanticismo y arrebato, pues datan de 1953, y que el maestro rescató y revisó especialmente para la ocasión), Microprimaveras (interpretadas por la pianista Ilona Timchenko, ganadora del concurso en su edición del año 2009, y que hace un par de años grabó la obra pianística más reciente del maestro)  y Diálogo con las estrellas (2010).

 

A modo de conclusión

Antón García Abril nos sigue sorprendiendo, no sólo por su madurez y plenitud artística (en el año 2006 le fue concedido el VII Premio Iberoamericano de la Música Tomás Luis de Victoria, considerado el equivalente al Cervantes de la música clásica, el mayor reconocimiento para autores vivos en el ámbito hispanoamericano), sino por su enorme actividad compositiva y por su fidelidad a sí mismo, por su forma de entender el arte en libertad, como una forma de comunicación, de obra en marcha, en continuo hacerse y conformarse como parte de un todo unitario, plena de humanidad y mezcla de raíces, tradición y vanguardia, sin exclusiones de ningún tipo.

 

Quizá, quien mejor lo haya definido haya sido Álvaro Zaldívar con las siguientes hermosas palabras, a nuestro juicio definitorias del ser artístico de nuestro paisano: “Enraizado profundamente y por tanto abiertamente universal, turolense militante, aragonés en ejercicio y español orgulloso de serlo […]” Ese, sin duda, es Antón García Abril: una melodía viva, con notas de siempre, pero siempre nuevas; un músico universal turolense. Sea así por muchos años.

 

           

Escrito en Lecturas Turia por Juan Villalba Sebastián

12 de marzo de 2021

 

Las luces de las casas

atraviesan las ramas de los árboles

como dardos en un puesto de feria.

Bruñida por la tarde,

cada piedra refleja su porción de universo.

 

Nuestra ruina hace hermosos

los viejos edificios,

sobre nuestros despojos se levantan las ciudades antiguas.

 

Como la rosa árabe

que el vaho de las palabras hace crecer a ciegas

desde las comisuras de los muertos,

sobre la piedra roja del pasado

cantan para nosotros las aves del futuro.

 

En los templos ocultos

en las profundidades de las plazas

nace el espino blanco de la melancolía.

En el cielo violeta de las torres,

en las puntas doradas de todas las iglesias,

revolotean los pájaros

con la misma piedad con que lo hacen,

en tardes como esta,

sobre la catedral de San Basilio en un verso de Milosz.

 

                                              

Escrito en Lecturas Turia por Basilio Sánchez

TAMBIÉN ANALIZA LA FIGURA DEL MÚSICO TUROLENSE RAFAEL ANGLÉS

29 AUTORES ARAGONESES PARTICIPAN EN EL NUEVO NÚMERO DE TURIA

El nuevo número de la revista TURIA tiene, entre sus principales contenidos, un oportuno y amplio artículo de José Domingo Dueñas Lorente en el que se hace balance de la fama póstuma de Ramón J. Sender. No en vano, este año se celebra el 120 aniversario de su nacimiento.

Según la opinión del profesor Dueñas Lorente, uno de los mayores especialistas en su obra, el lugar que ocupa Sender en la historia de España y de su literatura “se ha modificado en aspectos relevantes en los últimos lustros. En este tiempo, la literatura del aragonés ha gozado de un interés constante por parte de no pocos estudiosos, nuevas promociones de analistas han accedido a sus textos y la resonancia de su obra se expande por distintas partes del mundo”.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel


EL PRESTIGIOSO ARTISTA HISPANO MEXICANO VICENTE ROJO ASEGURA: “USO LA GEOMETRÍA COMO UN LENGUAJE: EL QUE ESTÁ EN LOS ORÍGENES”.


EL ESCRITOR ÁLVARO VALVERDE, POR SU PARTE, LO TIENE CLARO: “LA POESÍA NECESITA POCO PARA SER”.
LA REVISTA TAMBIÉN PUBLICA POEMAS INÉDITOS DEL PORTUGUÉS RUY BELO.

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de marzo, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con el  pintor, diseñador gráfico y editor hispano mexicano Vicente Rojo y con el escritor español Álvaro Valverde. Se trata de dos conversaciones exclusivas, que permiten no sólo conocerlos mejor, sino también descubrir sus opiniones sobre un amplio repertorio de temas de interés. Ambos son, por encima de todo, autores de una obra de marcada originalidad y relevancia en sus respectivos ámbitos.  


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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Aunque en nada compense la pérdida que ha significado su muerte, recordar la obra literaria de Luis Sepúlveda es contribuir a que su presencia siga viva de algún modo. Los muchos años de residencia en Gijón (desde 1997) no agotan su relación con Asturias: en 1988 obtuvo el Premio Tigre Juan de Novela Corta con Un viejo que leía novelas de amor, donde fijaba los recuerdos de sus experiencias cuando en 1978 vivió en la Amazonía ecuatoriana, y cuyo éxito habría de suponer algún tiempo después la irrupción de su autor en el ámbito entonces prestigioso de la novela latinoamericana.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Teodosio Fernández

En uno de sus luminosos ensayos sobre Rafael Sánchez  Ferlosio, dice Hidalgo Bayal  que la obra literaria encierra en sí misma las claves (si las hubiere) para su lectura. Comparto en gran medida esta afirmación o al menos tengo la certeza de que, salvo en el mundo académico y sus angosturas, no hay un modelo previo que quepa aplicar con provecho ni tampoco método predispuesto que permita recorrer, disfrutar e interpretar literatura alguna de fuste.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Concha D'Olhaberriague

Vicente Rojo: “Uso la geometría como un lenguaje: el que está en los orígenes”

Vicente Rojo —pintor y escultor, genio de las artes plásticas, maestro en el diseño y la edición de libros, revistas, periódicos y suplementos literarios— escribió: “crear zonas de sombra y duda es lo que da sentido al arte”. La impronta de Vicente Rojo (Barcelona, 1932) en soportes de papel es innumerable: ese niño que, todavía en su ciudad natal, trataba de dibujar caballos, que jamás abandonó los lápices y muy pronto añadió plumas y pinceles, a los que se han sumado todo tipo de herramientas y técnicas,

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Alejandro Garcia Abreu

Álvaro Valverde: “La poesía necesita poco para ser”

No importa qué libro abras, siempre encontrarás un molino. El mismo que, en ruinas, adquirieron sus suegros entre La Vera y el Valle del Jerte. En ese paraíso han transcurrido muchas horas de su vida. El molino fue reformado y convertido en una casa habitable, aunque prosigue sin luz eléctrica. Un motor suple la necesidad.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

LA REVISTA RINDE HOMENAJE A LUIS SEPÚLVEDA, MANUEL CHAVES NOGALES Y LUCÍA BERLIN

TAMBIÉN PUBLICA TEXTOS INÉDITOS DE CARMEN MARIA MACHADO Y PHILIPP BLOM

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de marzo en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores de la literatura contemporánea. En primer lugar, rinde homenaje al escritor chileno Luis Sepúlveda, fallecido por coronavirus en abril de 2020 y que alcanzó celebridad internacional por su novela “Un viejo que leía novelas de amor”.
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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

 

 

regado por la pulcra saliva del cielo

Dra, 1986 (2020: 397)

 

Una excepción

 

De la extrañeza, de la rebeldía, del dolor, de la ternura, de la búsqueda de un Dios esquivo, de la incomprensión en un mundo que no es el suyo brota la necesidad de decir que movió toda la obra de Pedro Casariego Córdoba (Madrid 1955-1993). Entre 1977 y 1987 Casariego concibió los poemarios La canción de Van Horne (1977), El hidroavión de K. (1978), La risa de Dios (1978), Maquillaje (Letanía de pómulos y pánicos) (1979), La voz de Mallick (1981) y Dra (1986), que serían agrupados en Poemas encadenados (Seix Barral, Barcelona, 2003; 2020, en edición ampliada). A este volumen habría que sumar sus poemas sueltos, su pintura, los textos y dibujos de La vida puede ser una lata (1988) o Cuadernos amarillo, rojo, verde y azul (1988). Verdades a medias (1998) recoge su obra escrita en prosa. El cuento ilustrado Pernambuco, el elefante blanco (1993) fue su despedida.

El poeta madrileño huyó de círculos literarios y de exposiciones públicas, entregado a su “oficio solitario”, a su “manera de estar solo”. Traicionando este deseo, podríamos deslizar su obra poética por esa generación intermedia del final del franquismo y los primeros años de la España constitucional. Dos antologías establecerían el marco temporal: Nueve novísimos poetas españoles (1970) de José María Castellet y Postnovísimos (1986) de Luis Antonio de Villena. Entre sesentayochistas, novísimos, postnovísimos, posmodernos y “poetas de la movida”, entre otras tendencias, brilla su obra secreta. Si se ha hablado para estos años de “poetas venecianos”, “poetas puros”, “poetas de la experiencia”, “poetas yonkis” o “poetas secretos”, sin duda Pe Cas Cor se alinearía en una corriente unipersonal de secretismo. Es conocida su condición de abstemio y su distancia con respecto a las estéticas estupefacientes. En su caso son absolutamente naturales, biológicos, los vínculos con la poesía neosurrealista o neovanguardista, con la cultura pop y, en definitiva, con lo que se puede llamar “poesía de la diferencia”. Su obra está más cerca de los Poemas humanos de César Vallejo o Poeta en Nueva York de Federico García Lorca que de la obra de cualquiera de sus contemporáneos.

Isabel Bellido, Manuel Rico o Joaquín Ruano recogen en sus estudios de la época dos hechos culturales, ambos de 1984, que hablan de apertura y de nuevas formas en el arte: el Congreso Narrativa en la Posmodernidad, celebrado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y la aparición del número 1 de la revista La Luna de Madrid, altavoz de la movida. En esta publicación, muy pronto, José Luis López Aranguren puede escribir ya su desencanto ante una euforia superficial y sin demasiado sentido: “Sumidos en el Paro, la Delincuencia, la Marginación y la Pasión. También viviendo en el Reencantamiento. En la Esperanza sin Fe. Esto es la Posmodernidad.” (Bellido, 2017: 2)

Igualmente, Joaquín Ruano se refiere para los primeros años 80 a la existencia de posmodernos y ácratas. Estos últimos optan, “ante el desencanto de la realidad, por la fuga”, por “negar la mediocridad circundante” y encuentran su salida en la promiscuidad, la locura, la drogadicción y la homosexualidad. (Bellido: 2017: 3) Al margen de la nueva libertad conquistada, entre los poetas sigue habiendo un orden oficial, el de los poetas que publican en editoriales de prestigio, que imponen un nuevo canon, y ese otro orden de las voces que se desmarcan por diferencias sociales, estéticas o personales o que simplemente no constan. Este es el espacio de Casariego. A este respecto, es significativo el título del artículo de Isabel Bellido: “De cómo la movida mató a los poetas”, que trata de explicar la cara b, el desasosiego ante la complacencia.

Por acabar de trazar un contexto, diremos que fueron muchas las antologías que dieron cuenta de la poesía de los años 70 y 80. Casariego apenas aparece, y a destiempo, en Después de la modernidad de Julia Barella (1987), 8 poetas raros de José Luis Gallero y José María Parreño (1992) o Poesia espanhola de agora (Lisboa, 1997). Su presencia en los diferentes panoramas de la generación es prácticamente inexistente. De forma general, en esas antologías de los años 70 y 80, frente la generación del medio siglo o los realistas, se reconocen algunos rasgos decisivos: cuidado del lenguaje, cercano a veces a lo intelectual, otras al simbolismo; obediencia exlusiva del poema a sus propias leyes internas, sin alusión directa a la realidad o la sociedad del momento; literatura autorreflexiva, metaliteraria, cuajada de polifonías y alusiones intertextuales; regreso al irracionalismo y lo excepcional; regreso a lo experimental y a todas las rupturas versales, tipográficas y rítmicas; aparición de figuras del mundo mediático y de iconos pop. Estos rasgos no explican la obra singular de Pedro Casariego, pero al menos la sitúan en un ambiente creativo distinto, en ocasiones efervescente y de estímulos rupturistas. Por lo demás, se sabe que las relaciones de Casariego con otros poetas fue mínima y que no era lector de poesía.

Volviendo a la excepción, coincide la etapa creativa de Pedro Casariego Córdoba con la de “malditos”, “raros” o “heterodoxos” como Eduardo Haro Ibars, Fernando Merlo, Leopoldo María Panero, Aníbal Núñez o Félix Francisco Casanova o con la irrupción brillante de Blanca Andreu con De una niña de provincias que se vino a vivir en un chagall (Premio Adonais, 1980). Es esta también la época en que se pronuncian estéticamente los poetas recogidos en Poesía Contracultura Barcelona (2016) por David Castillo y Marc Balls y tantos otros que en diferentes lugares de la geografía española ejercieron su individualismo y su disidencia. El neosurrealismo y lo contracultural, que serían dos de las aspiraciones del arte de esta época, se pueden asociar a la obra del madrileño. Por su parte, la poesía de Eloy Sánchez Rosillo, que en 1978 da a la luz Maneras de estar solo, representaría la otra dimensión, clara, elegíaca y reflexiva, de toda esta modernidad.

 

Abrir el grifo

 

La corta estatura

de 3 de las operadoras camboyanas

precisamente sus 3 portavoces

que reclaman en correcto francés

la recompensa prometida

por la captura de Stirling

permite a Van Horne ver

el estallido de la primera bomba (2020: 27)

 

            Como una bomba estallan los primeros versos enlazados, encadenados, del primero de sus libros, La canción de Van Horne. Intentar explicar cuál es el origen único, el arranque insólito de su poesía nos obligaría, en primera instancia, a escucharlo a él mismo:

 

“Consiste simplemente en abrir un grifo y dejar que manen de ese grifo todos los líquidos y todos los cantos químicos posibles, tratando de hacer acopio de imágenes, robando palabras a los periódicos, expresiones a las gentes, términos a los diccionarios, y luego batiéndolos todos para hacer una bebida que no resulte totalmente imposible de digerir.” (Entrevista, El Paseante, 1985: 99)

 

La obra poética de este “cometa”, que en palabras de Clara Janés cruzó nuestro firmamento “ardiendo en <hielo celeste>”, fue recogida en 2003, a los 10 años de su muerte, en Poemas encadenados (Seix Barral), con prólogo de Ángel González, al cuidado de sus hermanos y Pe Cas Cor Sociedad Imaginada. Como homenaje, esta vez en el 65 aniversario de su nacimiento, el volumen ha sido reeditado (Seix Barral, 2020), incluyendo algunos poemas inéditos de la última época, con un nuevo prólogo de Javier Rodríguez Marcos y con la intercesión de algunos escritores que coinciden en su entusiasmo por una obra cuando menos singular, imprescindible si nos adentramos en los circuitos mínimos de la literatura de verdad. Antonio Gamoneda, Berta Vias Mahou, Enrique Vila-Matas, Marta Sanz o Ray Loriga, entre otros, firman los textos y escolios que acompañan esta edición y que subrayan el valor irrenunciable de esta explosión de creatividad y talento.   

 

Visionario ciego

             Roberts aúlla como una cometa

              y yo aúllo como esa misma cometa  :

               mis dedos definen

                su cuerpo de angustia  :

                 él dice

                  que mi cintura es un crisantemo

                   cuya elegancia

                    nos santifica  :

                     ¿armoniza mi perfume

                      los naipes

                       de su tiempo?

 

                                               S. 82.

                                          (Maquillaje (Letanía de pómulos y pánicos), 2020: 331)

 

Como Tiresias, el poeta es un visionario ciego, capaz de ver más allá de nuestra propia ceguera. El precio de esta lucidez y de esta deserción de la realidad es alto:

 

Hay

muchos

mundos

pero yo no

estoy

en

ninguno.

¿Sabré

morir?

Vivir

no he sabido...

 

Así se exponía en Cuadernos amarillo, rojo, verde y azul (Árdora, 1998: 41). En cada uno de sus libros mordemos la fruta de una imaginación desbordante, irisada de hallazgos y transgresiones. Prometeo ha robado el fuego, lo ha transmutado en poliedro vivo de un mundo fantástico, un bestiario huraño, una llamarada de desobediencia y sueño. Prometeo ha sufrido su castigo y ha luchado con todas sus fuerzas para desencadenarse y ser de nuevo el fuego. Así, en el mundo inabarcable de Pe Cas Cor cabrán la risa de Dios, un aviador espartano, Marie “que quisiera ser / una libélula de plata / y no una joven dama / de labios azules” (2020: 163), los unicornios que enmudecen para siempre, el dolor, los sueños de Phil Kierkegaard, la espiga de trigo, Zimmermann y una metralleta descuidada, la fruta para los débiles, el séptimo cielo de Paivarinta, los tigres de la felicidad, los aerolitos que son brujas embrujadas, la morfina, los sastres que visten de belleza la rabia, el pecho de Vanderbilt y una nadadora hawaiana y, por supuesto, los grandes carteles que anuncian el refresco Van-Cola. Parece infinito el paisaje siempre interior, infinita la escenografía alucinada, la geografía incendiaria de alguien que se esfuerza en decirlo todo desde la conciencia abrumadora de que las palabras son insuficientes:

 

Nuestras palabras

nos impiden hablar.

Parecía imposible.

Nuestras propias palabras.

 

                                   N. 0.

                                               (La risa de Dios, 2020: 233)

 

Una lectura crítica de sus formas y sus significados nos llevaría a hablar de adanismo poético, de los contactos entre misticismo y postmodernidad, del inconformismo y el no pertenecer anarquistas (“En algunos lugares la anestesia se ha convertido en la religión universal” (“Berlín”, 2020, 531)), del desencanto (“Una enfermedad venérea / ha troceado el alma a los gorriones” (2020: 407)), de la iluminación y el desarreglo de los sentidos de Rimbaud y Lautréamont, del estado de falencia o intersticialidad que nos ofrece el otro lado de las cosas, del desaprendizaje de los modos convencionales de vivir y escribir (“Lucharé contra todos los que digan / lo que yo digo” (2020: 459)), del mito y lo inconsciente (“Regresemos a la sorpresa del templo griego.” (“Berlín”, 2020: 530)), de la disolución de los géneros, del collage y la fusión que transmiten la superposición existencial de planos, símbolos o realidades, del centro descentrado de Jacques Derrida y la escritura de los márgenes de Maurice Blanchot, del poeta como delirante que hay en Cortázar, de las asociaciones salvajes de ideas (“soy todo lo bondadoso que puede ser un buitre” (2020: 438)), de la escritura automática que no es stricto sensu automática, de la visión irracional (“mi salvaje peregrinación por la nada más vacía”  (2020: 375)) y de la contemplación órfica. Son múltiples las posibilidades de acercamiento a esta obra. Y, sin embargo, desde el sentido más común Antonio Gamoneda nos explica que “más allá de la literatura”, donde “realidad poética” y “realidad vida/muerte” no se distinguen, “carece de sentido definir -poner límites- a la forma o los significados de la poesía de Casariego. Todo es y deja de ser en la misma sucesión/convulsión/disolución.”  (2020: 432) Marta Sanz habla, a propósito de Maquillaje, de “rescoldo romántico y anticipación queer” (2020: 286). “Mi rostro es un antifaz. / Desenterrad mi segundo rostro” pide Casariego en La risa de Dios (2020: 255). La literatura es maquillaje y máscara y hueso y palabras. En palabras de Marcos Giralt, el poeta es “capaz de sentir las sutiles relaciones que transitan por debajo de las cosas. Como si el tiempo hubiese sido abolido y toda la creación se le mostrase transparente.” (2020: 22)

De acuerdo con ellos, desde cierta inocencia hermenéutica, creo que podría ser un error, en casos como el de Casariego, abordar su poesía desde lo que consideramos normal, racional, convencional. En su obra, desde el inicio, la normalidad es otra cosa, cercana a una exploración abisal, delirada y nostálgica del primer lenguaje, de aquel que aún era la realidad.

 

Tú mi Dios

Tú que conviertes al siervo en siervo

Tú que conviertes el huerto en huerto

                                   la piedra en piedra

                                   el amor en amor

 

Tú abrazando brujas y santos y hielos y otras naciones amigas

 

Tú tan tormenta de vida y yo tan tormento de nada

necesito que me invadas despertando sueños

o apagando mis infiernos de fuego con Tus dragones de agua bendita.

 

                                   (“Tú mi Dios”, 1980, 2020: 460)

 

 

La voz desbocada

 

En Pedro Casariego Córdoba la escritura fluye siempre, se enlaza o se desliga y se desencadena para precipitarse sobre nosotros como una catarata. De La risa de Dios, por ejemplo, dice que “salió como un torrente, muy libremente” (1985:101). Y este torrente viene de un gran venero original.

 

recordé que los cometas no se peinan nunca

 y comprendí que el cometa no se había distraído

            el cometa

             se dirigía

              inconsciente y certero como aguja de brújula

               a un lugar muy concreto

                del paisaje que me contenía

 

temí que el lugar fuera yo

 

                                   M. 61.

                                   (La voz de Mallick, 2020: 377)

 

En cualquier caso, estamos ante una escritura desatada, quizá la única que se aproximaría a traducir el mundo de dentro, el interior múltiple. En su viaje a las profundidades, en su extracción de la piedra interna, Casariego da la sensación de estar mostrando, como si fuese el ruido de los campos magnéticos que somos, el ruido de su propia consciencia, “el silencio móvil del alma” (1985: 101). La sinfonía rimbaudiana que se remueve en las profundidades, las criaturas inconscientes de Gustavo Adolfo Bécquer, las que pugnan por salir a la luz, están aquí también y aparecen ante nosotros como un géiser increíble.

Ante una voz desbocada como la del poeta madrileño, la crítica no puede sino enmudecer. El poeta es un delirante. Una intuición mística o mítica o trascendente o metafísica hay en la fuente de sus poemas, lo que se traduce consecuentemente en el lenguaje. Ya Jacques Maritain se había referido en La intuición creadora en la poesía y el arte al “hecho de que los artistas modernos luchen por liberarse del lenguaje racional y de sus leyes lógicas”, insistiendo en que “nunca como ahora prestaron tanta atención a las palabras (…), pero ello sólo a fin de poder transfigurarlas y quedar libres del lenguaje de la razón discursiva” (1955: 126). La necesidad de deshacerse de la razón lógica es uno de los tatuajes poéticos de Casariego.

            En la esfera de la intuición -continúa Maritain-  “penetramos en el imperio nocturno de una prístina actividad del intelecto que, más allá de los conceptos y de la lógica, se realiza en una conexión viva con la imaginación y la emoción.” (1955: 131).

Esta “conexión” nos devuelve de nuevo a los dominios de Orfeo, al oráculo del conocimiento. Por su boca se pronuncian sin freno los dioses o las musas o las fuerzas lisérgicas de la naturaleza y la ciudad. La poesía es, como en la Sibila, adivinación de las profundidades que hay más allá de la razón. Como explica Julio Cortázar, “ser poeta / escritor / novelista / narrador / es decir ficcionante, imaginante, delirante, mitopoyético, oráculo o llámale equis” es siempre algo más (2000: 157). Nunca la retórica sería suficiente para apresar la belleza impulsiva, desoladora, neurálgica de estos poemas, ni la conciencia de este caudal, de esta fuente manida en secreto (“¡Que bien sé yo la fonte que mana y corre, / aunque es de noche!” canta San Juan de la Cruz (1992: 277)), venero, cascada que apenas obedece a una ley de gravedad emocional, a un impulso sagrado, secreto.

 

Dios me ama

             Dios ama mi enloquecer

 

                                   S. 73.

(2020: 327)

 

 “Su origen -le oímos decir a San Juan de nuevo- no lo sé, pues no le tiene, / mas sé que todo origen de ella viene”. El poema de Casariego es un río, un poema río con afluentes y meandros y deltas; difícil entonces explicar con palabras las olas, las corrientes internas, la constante mutabilidad heraclitiana. De igual forma, el escritor chileno José Donoso decía lo imposible o lo inútil de intentar explicar la belleza total de la Historia de Genji o la poesía de John Keats. En Casariego el corazón subjetivo del símbolo acaba por instaurar un discurso oblicuo, irreductible, proteico, en continua transformación, en el que los sentidos se cruzan, se revuelven, regresan o van en direcciones desconocidas, se amplifican o se retraen hasta algo muy esencial, esencialmente inexplicable.

 

Un campo

infestado de cráneos de gorrión y margaritas

que perdió el tesoro

de su materia

y ascendió

tan involuntariamente como un globo

para convertirse

en el ingrávido

delicadísimo pabellón

de Paivarinta

 

                                   P. 7.

                                   (Dra, 2020: 398)

 

Tal vez esta irreductibilidad del hecho artístico, su carácter indomable ante la crítica o la exégesis, tenga que ver con las propias palabras, que no dejan de pertenecer al mundo de más allá.

 

el dolor

    este rinoceronte que no distingue

       y embiste

              desde soledad

                           con la fiereza del desconcierto

                                        y lleva un traje

                                                  de diamantes mal planchados

                                                         y su carrera ciega

                                                          de metros infinitos

llega al ritmo

    blanco y honrado de la nieve

 

“Ahora hablas con el dolor”, 1985 (2020: 515)

 

El rinoceronte del dolor embiste. ¿Cómo decirlo? La fuente escondida que diga esta embestida será fundamentalmente una fuente de sangre y conocimiento:

 

Mi sangre no es sabia;

yo busco un manantial de sangre sabia:

ríos de sangre sabia

para regar mi cuerpo.

                                   (2020: 459)

 

Entre la búsqueda ascética y el sacrificio ritual, el hombre es un manantial y la escritura, “la imitación del torrente”. Su obra entera traduce esta voluntad y esta necesidad amplísimas de bautizarse en el río de palabras, en una apuesta contra las seguridades, los racionalismos, los realismos y las solideces, en una averiguación del yo: “porque yo soy sangre” (2020: 459). “Dejar que manen todos los líquidos” será la consigna líquida de una obra poética “rara”. El manantial fluye contra el tiempo, contra la vulgaridad, al encuentro de un Dios, sea el que sea.

           

El poeta secreto

 

No creo en los ovnis:

he gastado mi fe

viviendo como una serpiente.

Mi pantalón es azul:

soy extraño y

siento desprecio;

me desprecio a mí mismo

cuando hablo tanto de mí,

porque yo desprecio a los que se desnudan.

 

                 (“Te quiero porque tu corazón es barato”, 1980, 2020: 459)

 

Pe Cas Cor confiesa, desde un pudor radical, “abrir el grifo” y dejar que manen las sustancias del alma, el universo volátil, etéreo, líquido del interior, y también los “cantos”, las canciones preexistentes, la química de las sensaciones o las emociones. Para ello, para que esta transición sea lo más verdadera posible, se dispone a hacer acopio de cuantas imágenes, palabras, expresiones sea capaz, independientemente de cuál sea su origen. Sabe remotamente que traiciona así al arte, al artista secreto. El poeta reniega, descree de quienes exteriorizan su obra.

 

“Yo defiendo un arte que se destruye al ser creado. El artista que escribe un libro o compone música está ya efectuando un trasvase de su alma con lo exterior que la deforma, ya que es imposible describir lo que sucede dentro de uno mismo.” (1985: 100)

           

Trasvasar es traicionar. El propio acto de crear implica renunciar al arte. Desde la conciencia de esta renuncia, Casariego “incurrió” -como dice Ángel González- en diferentes poemarios.

 

“Siempre el artista será una persona que renuncia al silencio móvil del alma, y ha tratado de reflejar con un espejo totalmente imperfecto aquello que es realmente un poema interior.” (1985: 100)

 

Ese “poema interior” es el que atrae y exige toda su atención. Visceralmente, además.

 

“El artista que no sabe que hace arte, realmente lo hace, porque el valor del arte es precisamente la espontaneidad, la fuerza, el entrechocar de células, el río de la sangre.” (1985: 101)

 

Esta posición “mística” es la última revolución posible, la última revancha contra el mundo, contra el espejo que nos distorsiona. Sus poemas se resisten con fiereza a todo intento de clasificación, porque son el trasunto más fiel posible de la pureza de un “alma móvil”, el reflejo más cercano del laberinto de soledad de donde proceden.

 

esta soledad es hija de una altura equivocada

yo tengo el vicio del cielo

soy el único propietario

del aire huesudo y de los pájaros fáciles

 

                        (“Esta soledad”, 2020: 464)

 

El lenguaje es clave en esta mediación entre lo interior y lo exterior. Y Casariego lamenta sus alcances insuficientes, su distorsión de la voluntad original del poema interior. Ante esta situación de irredención, rebeldía e ingenuidad extremas, el crítico de la literatura debe ser consciente de la imposibilidad de reducir a palabras “el vicio del cielo” (“Estoy milagrosamente. / Estoy milagrosamente.” (2020: 459)) o el dolor (“ahora hablas con el dolor / él te dejará porque no te entiende”, (2020: 514)) de sus poemas. Hay una fractura, una revolución, un símbolo en el fondo del fondo que no admite su explicación.

 

soy el perro que en la luna escarba una hoguera de signos

y

        sólo

       la

        muerte

            me hace

              la vida

                imposible.

                                   (“Tu mezquita y tu río”, 1979, 2020: 439)

 

Contra el tiempo, que nos hace la vida imposible, contra la debilidad, contra el aburrimiento, contra la estricta realidad escribió el poeta madrileño. Una metáfora de esta inquisición es la frecuencia con que inunda sus páginas lo divino: Dios, la oración, el rezo, la plegaria, el salmo, las biblias. Cuando incluso el dolor nos abandona, porque no nos entiende, quizá la incomunicación sea una de las muertes de Dios, la muerte del lenguaje. La imposibilidad de hablar con el otro y la imposibilidad de hablar consigo mismo se convierten en estímulo inicial de esta obra inaudita. Este hablar consigo mismo es posible desde el monólogo interior poético del que hemos hablado. “Quien habla solo -había explicado Antonio Machado en su “Retrato”- espera hablar con Dios un día”.

 

Dios nos ama

             oh Dios nos ama

              Dios enronquece

   y disipa tu luz

                Dios predica en tus aleluyas

                 y en tus restañasangres

                  y en tus volcanes

                   y en tu pubis místico

                    y nos ama

                     y en mis misereres

                      y en nuestras biblias

 

                                   S. 93.

                                               (2020: 337)

 

En la línea del intimismo más radical de la intraconciencia, el poeta se lanza a sus profundidades para ser, para buscar esa raíz en que las palabras aún nos permitan hablar. La estructura externa de esta lucidez mostrará un mapa dislocado, en que se acumulan imágenes, conexiones, relaciones de palabras, correspondencias fatales o insólitas o descoyuntadas. El “raconte de rêves” y la escritura automática surreales -aunque en sus poemarios haya una especie de hilo narrativo- están muy cerca. Algo parecido ocurre en las takes del jazz. El músico se dejaba ir sobre un leitmotiv, desde un leitmotiv, y se convertía en cadencia de lo nunca visto, de lo nunca revelado. Esta actitud excesiva, expansiva ante la creación es la que encontraríamos en escritores del confesionalismo más puro. Un buen ejemplo es Anne Sexton, quien se vale del “desorden” espontáneo y la naturalidad bruta en sus textos despojados, sin piel. Casariego, por su parte, puede decirnos:

 

La fatiga me tumba en este jardín perfecto o en esta escombrera de cisnes encantados.

Mañana afeitaré el continuo anochecer de mi garganta.

Torpes como jugadores de golf palpan el sueño mis dedos.

Encima de mí las constelaciones tejen sus monótonas promesas.

Mueve los abedules la ingeniería fácil que despide el paraíso.

Hay perros románticos en todos los seres de cinco letras.

No soy perezoso.

Duermo.

                                   (“Berlín”, 2020: 532)

 

En el fondo de todo esto, hay una idea clarividente: el lenguaje se interpone entre nosotros y lo que queremos decir. Desde una perspectiva similar, Juan Andrés García Román lamentaba la pérdida de ese lenguaje adánico, primigenio, en que las cosas verdaderamente nombraban la realidad. Casariego es igualmente consciente de la pobreza que se deriva de un lenguaje que no es posibilidad, que vive adocenado en su convencionalismo.

El artista secreto, interior, busca una comunicación directa, visceral, contagiosa, con los otros, como en Paul Celan o José Ángel Valente.

 

Vendí uno de mis bosques de petróleo

 entregué el precio a doce de mis lacayos

  y los envié al mundo

   para que consiguieran

    todos los diccionarios

     incluso los de las lenguas más insensatas

      con la esperanza de que algún extranjero

       entendiera el himno

 

                                   P. 58.

                                   (Dra, 2020: 423)

 

¿Quién entendería el himno? A la semántica de un alma viva, en movimiento, se corresponde un lenguaje vivo, abierto, en movimiento. Casariego intenta en su obra restituir esa conexión perdida entre la emoción y el lenguaje. Así, su discurso será salvajemente intuitivo, irónico, fluido, dislocado, virginal. En su boca cobran sentido las experiencias poéticas rupturistas de la contracultura y la exploración de la metafísica del lenguaje.

 

 

 

 

 

Isabel BELLIDO (2017): “De cómo la movida mató a los poetas”. Jot Down. https://www.jotdown.es/2017/01/la-movida-mato-los-poetas/ (diciembre de 2020)

Pedro CASARIEGO CÓRDOBA (2020). Poemas encadenados. Barcelona. Seix Barral.

Pedro CASARIEGO CÓRDOBA (1985). Entrevista para El Paseante, nº 1, págs. 99-102. Cuestionario y edición de Jacobo Siruela. http://www.pedrocasariego.com/entrevista_paseante/

Pedro CASARIEGO CÓRDOBA (1998). Cuadernos amarillo, rojo, verde y azul. Madrid, Árdora Ediciones

Julio CORTÁZAR (2000). Un tal Lucas. Madrid. Ed. Suma de Letras

San Juan DE LA CRUZ (1992). Poesía. Madrid. Cátedra Letras Hispánicas

Escrito en Sólo Digital Turia por Andrés García Cerdán

 

Sorprende siempre, desconcierta, atropella, como en ocasiones irrumpe violenta esa dicha sosegada que no despierta el recelo de los dioses.  Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942). Su último poemario, «Grafo pez» (Libros de la Resistencia) es un prontuario de obsesiones: el cine, lo onírico, los elementos (en principio) ajenos al poema y una innovación matemática que provoca una (desasosegante quiebra lírica). Rien ne va plus.

 

- La poesía ¿tiene más de matemática (grafo) o de sagrado (pez)?

- La colección de Tusquets en la que he publicado tres libros de poemas se llama «Nuevos Textos Sagrados». Parece que lo sagrado, lo oculto, lo magnífico, forman parte indisoluble del concepto «poesía». Sin embargo, «Grafo Pez» no solo es el título del poema que da título al volumen, es un importante grafo de la teoría de grafos, parte capital de la ciencia matemática, cuyos enunciados suponen, a menudo, indiscutibles versos si no poemas.  

 

- La palabra «escrita con tinta de nuez moscada» que busca el poeta ¿cuánto tiene de fracaso?

- La palabra escrita siempre constituye un fracaso, al no alcanzar nunca la plenitud de su significado. El sintagma citado pertenece al poema «La palabra» redactado para el catálogo-libro de la exposición «Ferrer Lerín. Un experimento», evento en el que se delimitaba el contorno de mi actividad artística, quizá regulada por la oralidad e incluso por la escritura.   

 

- ¿Existe la palabra, al estilo Dreyer, dadora de vida?

- Dreyer, como buen demiurgo, tuvo capacidad creadora y en «Ordet» otorgó al verbo toda posible carga transformadora. Mi palabra es mucho más modesta, carece, por definición, de recursos religiosos. 

 

- Pienso en «Hermana menor», y en la importancia que a lo largo de su obra tiene el sueño (físico y simbólico). ¿Pesa más lo onírico en el poema que en la vida?

En mi caso, y ya sé que es de gente maleducada hablar de uno mismo, los sueños han constituido parte fundamental en la gestación y parto de muchos textos, poéticos y narrativos; características como la realidad, variedad y gratuidad, los convierten en material codiciado. En cuanto a la vida, he de decir que a estas alturas ya no recuerdo, cuando soy preguntado acerca de la procedencia de determinadas historias, si pertenecen al espacio onírico, a mi biografía oficial o a la sarta de mentiras que he ido propagando.   

 

- «Glotón de mí». ¿De quién gustosamente tendría una Gran comilona poética sin importarle empacho alguno?

- Ahora que, con motivo de su muerte se reproduce la famosa declaración de Jean-Claude Carrière: «con Buñuel comí más de 2000 veces», yo podría ensayar un tímido «vi comer, de lejos, en Hyères, en una ocasión, a Saint-John Perse». 

 

- Las analogías que se establecen en la poesía tienen más de voluntad, de alquimia, de azar, de arbitrariedad..?

- En mi poesía (y en menor grado también en mi narrativa) el azar es el conductor favorito, establece sabios compromisos y abre vías insospechadas. Claro, en alguna ocasión, para acallar la mala conciencia que señala como poco serio el discurso, acudo a la voluntad, pomposo término, que fulmina el desvarío y rebusca en el cajón de sastre de la memoria y la cordura.   

 

- «(…) aún resistas/ con esas lesiones/ incompatibles con la vida». ¿De qué cura la poesía? ¿Cuándo la escritura comienza a convertirse en un inmenso sarcófago de repeticiones y palabras muertas?

- Cuando la escritura comienza a convertirse en un inmenso sarcófago de repeticiones y palabras muertas hay que apagar el ordenador, levantarse de la silla, salir del despacho, bajar a la calle y echarse bajo las ruedas de un tranvía o de un deportivo de lujo dependiendo de cuál sea tu orientación política. Ah, y la poesía no cura nada, simplemente a veces, si uno queda satisfecho de lo que ha escrito durante el día, la gélida ceremonia nocturna de introducirse en el lecho resulta menos penosa.  

 

- ¿Cuál es «la distorsión más peligrosa» a la que nos exponemos al leer poesía?

- No he logrado aún enloquecer (pero espero lograrlo) buscando la palabra justa, ese elemento único que consigue cerrar un verso, un párrafo, de modo triunfal. Hablo de escribir, no de leer, pero reconozco que llevo tan lejos mi espíritu perfeccionista que ante un sintagma defectuoso (en un marco de excelencia, se entiende) desespero, me distorsiono, si no logro corregirlo.

 

- ¿Qué tiene Max Reinhartd que nunca tendrá Almodóvar?

- ¡Qué difícil me lo pone, resultan tan parecidos! Ambos de la farándula, ambos nacidos en similares enclaves, Baden bei Wien el primero, Calzada de Calatrava el segundo, ambos de señorial porte. Puede que, y esto lo digo forzando un tanto las cosas, Pedro nunca consiga que corra sangre judía por su sistema circulatorio.   

 

- A usted que usa las redes, ¿le resulta interesante la subjetividad líquida, postmoderna?

- Es un capítulo que muchos quisieran final pero que, matizado, ha venido para quedarse. Pero no es nada nuevo; recuerdo mis comienzos en el mundo literario, en aquellos consejos editoriales, por ejemplo en los de Barral Editores, donde lo que se estilaba era decir la más espectacular boutade, como proponer estrafalarios títulos y autores, a ser posible lituanos, cuando, en una sesión, en la que ya no aguantaba más, solté, «yo fui mujer» Tuve bastante éxito. 

 

- ¿Qué decir «ante el rostro de quien se sienta en el trono»?

- Siempre me han subyugado los héroes grandiosos, los popes lustrosamente uniformados. Y no es que desee usurpar sus tronos, prefiero permanecer en un escalón inferior (obedecer es mucho más fácil que mandar) y de refilón contemplar su rostro, nunca de frente que no vaya a cegarme el brillo de sus pupilas. Estimo que sin épica, sin excesos, no existiría la poesía, ni la novela, ni el cine, ni, desde luego la vida, la vida que valga la pena vivir.

 

- Pienso en la recreación de «Hippogypoi». ¿Qué nos enseñan los bestiarios antiguos?

- En principio los bestiarios medievales tenían intencionalidad moralizadora, extraían ejemplos de conducta a partir de las bestias que cabalgaban en el improbable campo de la realidad fantástica, eran manuales que almacenaban enseñanzas convenientes, encaminadas a desarrollar conductas dignas, correctas. Luego, su estructura moderna, de inventario, fue utilizada por autores proclives a la más desaforada digresión, sustituyendo la certeza que la ciencia aportaba sobre la imposibilidad de unicornios y sirenas, por el uso de arcaicas maneras de redactar e ilustrar las páginas.

 

- ¿Cuál es el último libro que le ha emocionado?

- Sin duda Los muertos y los vivos / The Dead an the Living, de la extraordinaria poetisa (sí, «poetisa») estadounidense Sharon Olds, en la versión bilingüe (muy buena traducción al español de J.J. Almagro Iglesias y Carlos Jiménez Arribas) publicada en 2006 por Bartleby Editores. Libro que ya he destacado en otras ocasiones pero del que ahora he logrado coronar su lectura en inglés, de lo cual me siento sumamente orgulloso y gratificado. 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

5 de febrero de 2021

Antonov, el último poemario de Antonio Luis Ginés (Iznájar, Córdoba, 1967) nos habla de un balance vital, de quien se detiene y mira tanto al pasado como al futuro, sabiendo ya que muchos sueños se quedarán en nada (“Todos los deseos no van a cumplirse/ Con uno satisfecho bastaría”). Quizás por eso mismo, el sujeto lírico constata que es el presente el lugar al que pertenece, su precario pero irrenunciable hogar. La experiencia no ha traído demasiadas certezas, pero sí la suficiente sabiduría como para comprender (como se sugiere en el poema “Hipótesis del eje”) en qué precarios equilibrios se sustenta nuestro vivir. Estamos ante una poesía llena de referencias biográficas, incluso de anécdotas, y, sin embargo, no se trata exactamente de una poesía confesional: lo importante no son tanto los hechos concretos, como el rumor de fondo de lo que apenas aflora a la superficie y que convierte toda realidad en misterio. Como el sonido en plena noche de ese Antonov, que da título al libro (y que se refiere a un hecho auténtico, un avión de carga ruso que atraviesa diariamente el cielo de la ciudad). Ese visitante nocturno se nos presenta como una presencia que está ahí, pero que no se puede ver y que, de pronto, recoge el saldo invisible de una vida: “Todas las noches a las doce/ el viejo Antonov cruza el cielo hacia la costa./ Es el primer día de frío./ Casi todo lo que me pasó hoy/ pareció intrascendente […]/ Pienso entonces en todos los años/ que puedo salvar de la quema./ Y este frío, por fin, pegado a la piel, evaporando todo el calor/ que aún nos queda dentro”.

 

 La importancia del yo en este libro es evidente, como sugiere también el propio título, que puede leerse asimismo como una referencia en clave al propio nombre del poeta, Antonio, cuyo rostro tal vez es (o no, qué importa) ese que se nos muestra borroso en la portada del libro (¿qué rostro no es borroso al mirarse en el pasado?). Pero conviene no engañarse: estamos ante un yo que no se considera el centro de realidad alguna, sino acaso de su propia existencia (como cualquiera de nosotros). El yo señala así solo un punto de coordenadas, al que no es posible renunciar si no queremos equivocar la ruta. Así, en “Seré”, el poeta evoca nombres prestigiosos (Whitman, Cernuda, Vallejo, Sexton, Machado…) para acabar constatando “Sére mucho menos que todos ellos./ Pero seré yo,/ y a eso me aferro”. Se trata, con todo, de un sujeto que no se concibe a sí mismo sino en relación a las frágiles redes que teje hacia los otros, o que los otros tejen hacia él. La paternidad, la vida en pareja…afloran así, como puntos de apoyo en medio de la diaria desorientación que supone vivir. Una presencia constante es también la de la naturaleza, no desde una concepción romántica de un Edén perdido, sino como pura alteridad frente a la mirada del ser humano, que constata a través de esos seres (animales, plantas…) la realidad irrenunciable de un mundo que está más allá del yo. Árboles, pájaros sitúan al sujeto lírico ante un mundo mudo, sin lenguaje, al que se intenta responder, no siempre con éxito, desde la palabra humana. De ahí el acertado despojamiento de un poema como “Sobre la piedra”, que tiene algo de haiku, no desde luego en su forma métrica, sino en ese deseo, en unos pocos versos, de apresar el instante, en este caso de la perplejidad que le causa al poeta un estornino muerto. “El pájaro, su cadáver ante mí:/ una señal sin respuesta/. He hecho una foto”,  escribe, como si solo la fotografía pudiera dar fe de la mudez no solo del mundo animal, sino de la muerte, otro enigma cotidiano, otro rumor de fondo que nos acompaña, como acompañan los muertos familiares en “Reunión”. El lenguaje no basta, y, sin embargo, son las palabras las que van tejiendo un diálogo del yo con los otros, con el mundo, consigo mismo. El cubano Eliseo Diego decía que la poesía debía ser como una conversación en la penumbra, y eso es Antonov, una conversación en voz baja, de alguien ante el espejo, pero un espejo en que se nos invita a reflejarnos.

 

 

Antonio Luis Ginés, Antonov, Madrid, Bartleby, 2020

Escrito en Sólo Digital Turia por José Luis Gómez Toré

2 de febrero de 2021

Así escuchas las cosas de tu vida como el maullido de un gato al fondo del jardín

Te despiertas de madrugada y oyes al fondo muy al fondo ese remoto maullido de gato recién nacido

Y un verano y otro y luego otro más hasta llegar a esta noche

Al fondo jardín al fondo

Así escuchas las cosas de tu vida así escuchas las cosas del mundo

a oscuras de noche palpando el susto de no entender o el de no querer hacerlo

y ese gato que no para de maullar y es una pequeña herida no sabes de qué no sabes de quién pero ahí está insistiendo clamando de hambre y noche al borde del peligro al borde del abismo al borde del jardín un coche un faro luego nada

y continuarán los maullidos más obcecados que tú y si no al tiempo al próximo verano hasta la próxima canícula sonido desvalido como una onomatopeya tan poco lírica que no la puedes escribir te dices

qué pensaría nadie y quien es nadie al leer esa onomatopeya tan líricamente escrita tan ridículamente sonora tan de viñeta de posguerra

pero suena suena cada noche

y tú para bordear la herida te dices que así empezó todo con una onomatopeya con un sonido tan innombrable como ahora el insistente maullido del gato recién nacido convocándote a dónde pidiéndote qué

O quizá algo peor tal vez nada te convoque y tan solo te despiertas en medio de la noche para ser el precario testigo que no puede traducir una onomatopeya 

Eso te dices para bordear la herida

Escuchas al gato Después has visto un hombre con el torso descubierto y sin brazos al borde de la calle has rozado la pierna perdida en el pantalón doblado sobre el muslo y has visto que la muerte es un ramo de rosas de plástico atado a un farol

y te has preguntado qué palabra no es una onomatopeya indescifrable para seguir la sombra 

Un verano y otro al fondo de la vida al fondo del jardín al fondo del sonido

Y las gatas siguen pariendo sin parar y paren onomatopeyas que al fondo del jardín resuenan como las tablas de la ley

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Guadalupe Grande

20 de enero de 2021

Desde que en 2008 Jon Bilbao publicase sus primeros libros (el volumen de relatos Como una historia de terror y la novela El hermano de las moscas, ambos en Salto de Página), se ha abierto a pico y pala un hueco dentro de la narrativa española. Es la suya una obra cohesionada y perfectamente reconocible, tanto por sus temas como por su estilo. Fue un descubrimiento de un editor excelente, Pablo Mazo, quien le editó también Bajo el influjo del cometa (2010, cuento), Padres, hijos y primates (2011, novela) y Física familar (2014, relato). Tras un brevísimo paso por Tusquets (Shakespeare y la ballena blanca, 2013), Bilbao encontró acomodo en otro hogar de lujo, Impedimenta, donde goza de la hospitalidad de dos exquisitos anfitriones Enrique Redel y Pilar Adón. Con ellos ha sacado Estrómboli (2016, cuento), El silencio y los crujidos (2018, volumen que recoge tres nouvelles) y Basilisco (2020, novela). Se trata, como ven, de un narrador constante y versátil, dueño de un mundo propio.

Basilisco es un libro de frontera. Y no lo digo solo porque buena parte de la obra se localice en el lejano Oeste, sino porque disuelve los límites entre dos subgéneros consolidados (la novela y el cuento) y entre planos distintos (realidad y fantasía). El libro está compuesto por ocho historias, que podemos dividir en dos bloques. Jon Bilbao juega con la técnica del relato enmarcado. Tenemos una narración principal escrita en primera persona y que transcurre en la actualidad. La protagoniza un escritor de 40 años (ingeniero de profesión) y su familia. Bilbao no pierde la ocasión de tratar asuntos espinosos, ya sean conyugales o filiales; algo a lo que nos tiene acostumbrados. En esta sección encontramos personajes de libros anteriores, que como en las novelas de Miguel de Unamuno, saltan de un texto a otro (me refiero a Manuel y Diana, sacados de la “Crónica distanciada de mi último verano”, insertada en Estrómboli). Bilbao, además, vuelve a localizar el lugar de trabajo de su héroe en una refinería, al igual que hiciera en El hermano de las moscas. Estos amarres nos ayudan a transitar las resbaladizas páginas del libro. Dentro de este bloque, decía, tenemos varias narraciones enmarcadas. Un amigo del matrimonio, James, relatará al novelista en Reno (estado de Nevada) las historias relacionadas con John Dunbar, un legendario pistolero del Oeste americano antepasado de su mujer (y a menudo, aquel cederá la palabra a otros paranarradores, como Clement –un agudo y crítico dibujante documentalista del siglo XIX que deja por escrito en un diario sus impresiones– y su adinerado padre). Este segundo cuerpo de la narración admite una triple lectura. Por un lado, la del mero entretenimiento. No en vano, se habla de expediciones científicas en busca de fósiles marinos que demuestren la existencia del Diluvio Universal, de la profanación de tumbas en pos de una sortija de diamantes… La segunda, y no menos interesante interpretación, descansa en la parodia. Bilbao conoce los roles de los personajes del western, los elementos míticos que el cine de Hollywood ha grabado a fuego en nuestro imaginario, los rasgos indispensables que han esterotipado las novelas que abordan el Far West… y no duda en aludir a ellos para granjearse nuestra complicidad. Como el Kazuo Isihuro de El gigante enterrado (obra que revitaliza la novela de caballerías con el empleo de tópicos de la materia de Bretaña), Bilbao realiza una versión moderna de un género popular, mostrando sus costuras sin tapujos, pero ofreciendo a los lectores un crisol de novedades: la reflexión metaliteraria, la ironía, la estructura experimental (un puzzle incompleto de piezas desorganizadas) y las varias vueltas de tuerca que admite el contenido de la obra. La tercera, y última, de hecho, es para mí la más relevante: la simbólica. La yuxtaposición temporal de los dos cuerpos de relatos (el presente-el pasado) nos invita a establecer una conexión entre los mismos. ¿No será el Oeste, la vida de frontera, el espejo donde se mira nuestra civilización contemporánea? ¿No será su metáfora? ¿Qué supone un desafío mayor: atravesar la tierra de los indios o las aguas revueltas de un matrimonio desilusionado? ¿Qué produce mayor soledad: los cañones de roca del desierto o la falta de comunicación con los padres? ¿Qué espeluzna más: el enfrentamiento con una desalmada banda de criminales o con un grupo de góticos delante de tu niño? ¿Qué produce un cansancio, una fatiga o un odio mayor: hacerte cargo de la vida de otro en medio de una guerra o la crianza de tus hijos con el subsiguiente aplazamiento de metas y proyectos (o incluso su abandono)? Parece que Jon Bilbao nos diga, en el fondo, que la gesta de las mujeres y hombres de hoy en día sea equivalente a la de los colonos y pistoleros que avanzaron hacia el Oeste un siglo y medio antes.

Sostenía José Ángel Valente que el desierto supone una experiencia extrema de interiorización, un espacio de lucha contra los demonios personales. No sé si será el célebre poeta místico (aunque laico) quien resuena detrás de Basilisco –puede que lo haga Mircea Cartarescu, con sus pesadillas alucinadas–, pero lo cierto es que el ingeniero-cowboy de la obra se asoma a sus abismos, a la profundidad de su caverna, a su monstruo interior y cruza la frontera de sí mismo para salir más fuerte. Quizás para cambiarse.

Muy buena novela, Basilisco. Inquietante, punzante, y a ratos, estremecedora.


Basilisco, Jon Bilbao. Madrid, Impedimenta, 2020.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ariadna García

11 de enero de 2021

Des en canto, cuarto título poético, con marchamo de autenticación, del poeta y crítico Mario Martín Gijón (Villanueva de la Serena, 1979), llegó hasta nosotros el pasado año editado por otro extremeño, Francisco Najarro, que lo acogió en una hermosa colección del sello chileno-español RIL. Mario Martín Gijón es un escritor de singular trayectoria y uno de los intelectuales con más vocación y con más camino por recorrer en el panorama literario español e internacional. Baste recordar que como poeta ha publicado Latidos y desplantes (2011), Rendicción (2013 —acaba de aparecer su traducción inglesa en Shearsman Books—) y Tratado de entrañeza (2014). Pero la lírica no es el único campo en el que trasiega con pericia Martín Gijón. Con los años, ha desarrollado una vasta obra ensayística con títulos como Una poesía de la presencia. José Herrera Petere en el surrealismo, la guerra y el exilio (2009), la edición, junto al profesor Joseba Buj, de la novela de Carlos Blanco Aguinaga Viajes de ida (Novela histórica) (2018), o el ensayo Voces de Extremadura. El camino de Paul Celan hacia su Shibboleth español (2020). También ha escrito narrativa, destacando Un otoño extremeño (ERE, 2017) o Ut pictura poesis y otros tres relatos (Pre-Textos, 2018).

 

 Pero lo que nos ocupa en estas líneas, permítaseme el oxímoron, es un fascinante Des en canto. Me explico, lo que en los primeros libros de Mario Martín pudiera entenderse como una mera indagación en el lenguaje basado en la ruptura de la morfología del signo, en este poemario es ya un claro afianzamiento de un estilo depurado, de/cantado para remover, como sucede con los mejores caldos, los acallados sedimentos, aromas y texturas del lenguaje. No es habitual toparse en la poesía española actual con ejemplos que caminen por la senda de la extrañeza y este libro es una clara excepción a esa regla. Antonio Méndez Rubio, en la contracubierta, resume: “Mario Martín Gijón vuelca así (en) el poema (hacia) el cielo abierto de los significantes inseguros, del sentido como hemorragia de un lenguaje herido por la crisis común, epocal, ambiental.”. Tanto es así, que el poeta profundiza en la forma escapando de la palabra como límite, como camisa de fuerza y focaliza su mirada, su canto en la idea de ser ritmo si dualidad amorosa. Ya desde el título, Mario Martín Gijón, propone una decantación del sentido de las palabras, multiplicando la pluralidad de sus posibles significaciones por medio de un casi silabeo ingenuo, de un casi balbuceo lírico —que des en canto / de lo perdido—, pleno de un casi desprendimiento y entrega polisémica: la vida, como la poesía, es ofrecerse, entregarse y qué mejor cauce de esa entrega des/interesada que el propio canto, que la propia musicalidad entre/cortada del poema para ensalzar el (en)canto de la persona amada. Pero a la vez, nuestra existencia, la del poeta, se nos re(b)vela en ocasiones con dureza, con la dureza de las aristas de la piedra, con la dureza de la ausencia y el dolor causado por la distancia. Con una estructura circular —pues los poemas parónimos de inicio y cierre: “dedicálogo” y “decá[e]logo” abrazan a las restantes sesenta y dos composiciones—, con juegos anafóricos, con pasajes cotidianos y abundantes detalles de magnífico escritor, el libro nos hace entender la poesía como oficio y como deseo, como juego de contrarios, como acto de generoso desprendimiento de uno mismo. Este eje amoroso, igual que el tronco de un árbol bien trabajado desde la raíz por la naturaleza, se ramifica en otros tantos temas: la crítica literaria en piezas que son verdaderas poéticas y antipoéticas; la crítica a una sociedad en decadencia; sentidos homenajes a poetas, amigos y familiares, destacando la figura de la compañera, del padre o del hijo. Y siempre, desde la reivindicación de una comunicación universal que nos sitúa ante las “marcas” del lenguaje, de lo semiótico y lo afectivo, lindando con la tradición más genuina de nuestra poesía culta y utilizando un abanico de recursos que revitalizan y refrescan el carácter dúctil de nuestra lengua. Si algo determina el lenguaje de este Des en canto de Mario Martín, es su afán por superar la idea —casi momificada— de fondo y forma. El poeta, sin menoscabar las leyes de la comunicación, libera el significante de su atadura denotativa (de corto recorrido) y lo lleva por el camino matricial de cierta asfixia, al tiempo que dota a las palabras de un nuevo na(s/c)imiento. Las palabras, como por mitosis, se dividen, cristalizan en multitud de prismas y los símbolos resultantes —en muchos casos antónimos— se atraen, se repelen, se aprietan, se abren y también sus significados, originándose una cromática armonía de campos asociativos. En el poema “petición”, con el pronombre de 2ª persona en cursiva, incrustado como punta de flecha en el título, leemos: mayor vida / bre / ve[o] / más c[l]ara y sin cera. La dislocación de palabras; la adición de fonemas (letras) y otros signos; el uso de una letra o de una sílaba a modo de bisagra para engendrar un neologismo uniendo términos distantes; la utilización de la cursiva junto a la redonda; la fragmentación de vocablos a lo cubista, a lo caligramático en un mismo plano de la página o en cascada y la utilización de extranjerismos desencadenan la resemantización de las palabras. Estos recursos son la espina dorsal de la poesía de Mario Martín Gijón, son la seña de identidad de un estilo arbóreo que crece natural —a lo Huidobro— y se ramifica desde la firme voluntad de una expresión total, en la que trama y urdimbre hilan lo invisible con lo visible como hila el lenguaje de la vida lo decible con lo indecible. Es verdad que la poesía díscola de Mario Martín no se explica sin la distorsión de lo fonético-fonológico. Pero, en absoluto, se explica solo desde esta agitación convulsa del lenguaje. El resultado de este Des en canto es suma/mente interesante, no porque llame de forma poderosa la atención del lector, sino porque potencia y/o traspasa de forma exponencial el sentido de un discurso poético (actual) que se sabe trillado y banalizado en sus temas. En la poesía de Mario Martín Gijón, como ya escribí en otro momento refiriéndome a sus tres libros anteriores, la huella de lo suced(ido) es devuelta a la vida por medio de la palabra poética en el instante de una extraña entrañeza. Por ello, cualquier lector ante este des en canto / [de] lo que no fue / dich(o/a) no debe erigirse en dueño y señor del texto, más —a su pesar— debe batirse (lenta/mente) en retirada para que sea el propio dis/curso poético el que se abra camino desde su aparente enmaraña/miento hacia el abrazo lector de nuestros ojos.–Javier Pérez Walias.

 

 


  Mario Martín Gijón,  Des en canto
 
España, RIL Editores, 2019.

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Pérez Walias

11 de enero de 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL RETROVISOR

A pesar de su tamaño, es el más cruel de los espejos. O el más sincero, según se mire. Su principal utilidad no es reflejar el rostro de quien lo contempla, sino mostrarle insistentemente, al tiempo que cree que avanza, lo que ha dejado atrás.

 

EL COLADOR

La mujer del pescador cuela el agua antes de beberla para no soñar por la noche con tempestades y naufragios.


LLAVE 

Instrumento que abre o cierra una puerta.

En plural (las llaves) hace referencia a las de casa.

Dos juegos.

Quedamos en que te pasarías a recoger tus cosas cuando yo no estuviese.

Avísame antes.

Y que luego me las dejarías encima de la mesa.

 

LA COMETA

Un antiguo emblema oriental sentencia que quien consigue hacerla volar se conoce mejor a sí mismo, pues la cometa ni se entrega por completo al viento ni abandona del todo el suelo.

 

MENSAJES EN EL CONTESTADOR

Vivo solo.

Aunque a veces, en el trabajo, marco el número de teléfono de mi casa.

Y pregunto por mí.

 

EL HILO DE ARIADNA

Una vez que dio muerte a la bestia, Teseo decidió cortar aquel hilo.

Y no regresar.

 

LO QUE TÚ MIRAS

Me gusta mirarte cuando no sabes que te estoy mirando.

Entonces, para verte, miro lo que tú miras.

 

COMPRENDER

Para comprender a alguien es preciso cultivar con detenimiento todos sus defectos.


INERCIA

En el río, el agua es agua en movimiento.

La sed es una excusa.

Se bebe para ver el mar.

 

ILESO

Aunque acordarse de algo ya no duela, del pasado nadie regresa ileso.

 

PIZARRA

Ninguna palabra o fórmula que se copia en ella sobrevive a la clase siguiente.

Se borran por igual el problema y la solución del problema.

Escribir todos los días en una pizarra es el mejor antídoto contra la vanidad.

 

AFILAR

Conseguir que una palabra haga sangrar los ojos de quien la lea.

 

MAESTRO

El maestro debe tener menos certezas que sus alumnos.

 

FÓRMULAS

El espacio que una persona deja al irse es igual a la velocidad con la que se marcha multiplicado por el tiempo que estuvo a nuestro lado.

 

ESCALERAS

Subía los peldaños de dos en dos. Es decir, llegaría arriba habiendo conocido sólo la mitad de la escalera.

 

ESCRIBIR

Enhebrar una aguja con los ojos cerrados.

 

LAS SÁBANAS Y LOS SUEÑOS

Planchaba las sábanas porque quería quemar los sueños que habían quedado enredados en ellas.

 

LA PARTE POR EL TODO

Todas las casas se construyen con presencias y ausencias.

El ladrillo que se pone será un muro.

El ladrillo que no se pone será una puerta.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Cumbreño

Significa esta obra la búsqueda incesante de Lerín, que no se conforma con haber clausurado su segundo ciclo poético, según la crítica, con aquel tríptico compuesto por Fámulo, Hiela sangre y Libro de la confusión, lugar donde finiquitaba las preocupaciones existenciales y donde nos mostraba parte de su amplio catálogo de manufacturación del poema.

Como rasgo primero, la obra ya nos lanza un acertijo, Grafo pez, en el título, que alude a la teoría de grafos, una parte de la matemática que estudia los vértices y los nodos, y cuya representación es este pez no ictiográfico, que se incluye entre las páginas del libro. Es esta una manera exolírica de trabajar en poesía, recogiendo material hallado en el largo devaneo cultural inagotable de la lírica leriniana.

En su ininterrumpida obra, en su reticular y recursiva manera de escribir, mediante la teoría lírica de los reflejos especulares: obras, que, a su vez, dan otras obras posteriores, teniendo en cuenta que el tiempo, siempre ha sido algo lábil en las líneas heterodoxas del barcelonés, ya que se estructuran sus textos como vasos comunicantes en busca de aquella página magistral de la que hablaba en “Bibliofilia 5”, página maestra, sí, que se pueda intercalar en cualquiera de sus textos, como una pieza autónoma, y , a la vez, novedosa, que no haya sido escrita nunca, y que, al mismo tiempo, recuerde  su particular tradición personal y única. Tal es la dificultad de la lírica leriniana, problema irresoluble, dilema que acata las reglas anticanónicas fijadas por su autor a lo largo de todos estos años.

Aparece entonces Grafo Pez, Libros de la Resistencia, (2020) breve  libro que va a estar compuesto por 19 textos, los cuales, se dividen en dos partes: en primer  lugar, los diez primeros poemas: “La palabra”, “Tránsito”, ”Hippogypoi”, ”Grafo Pez”, “Hermana menor”, “Glotón de mí”, ”Hombre de futuro”, “Plastic World”, más otros dos que se suman a esta primera parte y que el poeta introdujo más tardíamente en la configuración general del libro: “Aves Nobles” y “Jóguar”, que se verán más adelante, y que componen la novedad más reciente con respecto a otros poemas del volumen, algunos de los cuales habían ido apareciendo en publicaciones anteriores, como por ejemplo aquellos recogidos bajo el título de Ciudad Corvina,  Banda Legendaria, (2018),Valencia, en donde dio algunos de los poemas que ahora agrupa en Grafo Pez: “Definición de poema”, “Ciudad Corvina I, II y III”, así como “Aparición / Desaparición de un capitán Mascaraque”, “Caligrafía”, “Triángulo Gmail”, “Andie”, “Mujer molusco y sin fondo”, a los que ahora, en Grafo pez, suma “La hija de Cora”, y “Término”, junto con “Nombre inane” y “Postcuervo”.

La obra de Ferrer Lerín bendice la confusión, la amalgama, o miscelánea, cuyo principio regidor está determinado por su voz lírica. Desde su primera obra, hasta esta última, donde puede comprobarse ese proceder por acumulación, horror vacui temático que aparece de forma orgánica en los diferentes libros del barcelonés, que concede más importancia, como artista total, a la inclusión en sus volúmenes de sus mismas obsesiones en las que va profundizando paulatinamente, antes que definir cada libro como unidad cerrada y conclusa.

De nuevo, vuelven a rastrearse las obsesiones del autor: el cine, la belleza femenina, porque Ferrer Lerín ha hecho de la descripción morfológica de distintas especies, humanas y animales, uno de los rasgos identificativos de su lírica; así como la profunda preocupación por la naturaleza asistemática de su poesía, conocedor de que su obra se encuentra siempre transitando los límites indefinibles de su producción.

 Continúa, por tanto, en esta entrega, con su sistema paleográfico de escritura, basada en textos antiguos, así como los que proceden de recuerdos propios o el hallazgo lingüístico en la historia de la literatura.

Las nuevas plataformas digitales, en las que difunde incasablemente su obra y donde tiene reservado un lugar predilecto. Su antigua preferencia por las actrices, por la belleza que bendice como el practicante de una religión erótica.

Se observa también, en esta nueva entrega, su conocido interés por el cine que puede verse en “Hombre del futuro”, donde habla de la figura de Maximilian Goldmann, Max Reinhartd, creador del expresionismo cinematográfico y uno de los directores teatrales que se inclinaron más por el nuevo arte que por el teatro, sentando las bases de lo que sería el cine moderno.

En “Hermana menor”, se nos refiere la historia onírica donde los procesos naturales toman un papel relevante; el sueño como un proceso fisiológico que depura mediante la experiencia estética del poema: «Los restos de los banquetes, suelo apenas manchado / de agua hervida / y luego enfriada con nieve, miel decocta[…]».

Por otra parte, se muestran las definiciones morfológicas llevadas a cabo en los poemas “Hippogypoi, sin anomalias” o “Grafo Pez” donde describe la forma de un pez inexistente, conocida ya la pasión por ciertas especies necrófagas, así como por la herpetología, y cuyo afán descriptivo, lo lleva también a enunciar las características generales de esta especie, pero que, en el fondo, no es más que un trampantojo lírico, ya que este “Grafo Pez” no tiene que ver con la morfología de ningún animal, sino con  teorías matemáticas, y cuya representación visual es un pez.  Se basa en un material completamente ajeno a lo poético, para crear un resultado novedoso y que sorprende por la brutal desconexión con lo lírico.

Nos adelanta una descripción detallada de la teoría de grafos,(vértices y aristas), que es usada, entre otras cosas, para la computación, las redes sociales y el almacenamiento de datos en la nueva sociedad macluhaniana, donde el hombre ha sido desplazado del centro habitual de atención, convirtiéndose en un proletario cibernético, una mezcla inane de datos informáticos y complejas leyes de seguridad que no lo defienden en absoluto, sino que lo atrapan más en una cadena infinita de repercusiones legales, sociales y sentimentales, y cuya subjetividad, le está siendo arrebatada en una sociedad globalizada.

Y es que este interés por lo cibernético se puede explicar desde el punto de vista de la confusión actual donde la rapidez se impone al reposo, de ahí, su interés por las publicaciones en Internet de sus casos, que conforma el auténtico laberinto post-gutembergiano, la biblioteca infinita a la que aludió Borges en muchos de sus relatos, o la realidad sustituta del sueño de Kafka, lugares por los que nuestro poeta transita de forma reiterada.

La apoyatura en ciertas anécdotas históricas, como la desaparición del niño Etan Kalil Patz en Nueva York, en “La Palabra”, poema que abre el libro y juega también a buscar el origen primitivo de la palabra, pequeñas historias de la historia que él erige en monumentos, en hitos para apuntalar el edificio borroso de su memoria, procedente de la memoria colectiva.

El Simorg en “Hippogypoi”, ave fantástica de la mitología persa, que se ajusta a los gustos lerinianos por las aves y por los bestiarios fantásticos, donde nos procura una definición de sí mismo, una imagen de un hombre confuso: «siempre lector de obras primigenias / atleta de las imágenes / aunque en botánica soy tan exiguo[…]».

“Glotón de mí” está basada en la lectura, como frecuentemente hace, de la Biblia, en especial del Antiguo Testamento, donde hace la redefinición de la creación del mundo natural y su natural traspaso a las ciudades, primer movimiento civilizador tras el paso del árbol a la caverna, verdadera revolución mundial, que conllevó la aparición de la soberbia y la primera confusión de voces, sonidos e idiomas.

«No destruyó la torre, que no le repugnaba, es que /confundió el idioma,  /confundir las lenguas, confundir a las gentes».

En “Plastic World, apud Sagrada Biblia”, retoma de nuevo su interés por ese libro, que contiene, para nuestro poeta, el germen de todo lo escrito, el texto inagotable de la posmodernidad. Nos muestra aquí, de nuevo, la comparación de un mundo objetualizado y consumista, frente a un mundo simplificado y natural, el recogido por la Biblia, pero cuya confusión y cripticismo hemos heredado irresolublemente.

«Se halló la sangre de todos los degollados / La sangre que ocupaba el mar / Que ocupaba los vientres de los peces /Y los vientres de la aves / Pero las tinieblas pasan».

Los últimos poemas introducidos en la nómina oficial de poemas de Grafo Pez son “Aves nobles”, sobre el tema conocido de la ornitología del autor y que compone una de las fuentes más productivas de toda su carrera, así como “Jóguar”, poema que mezcla, por acumulación, una fotografía que sirve como el detonante de todo este texto, todo ello mezclado con la lectura de Juan Bautista Avalle Arce Temas hispánicos medievales, de ahí el componente historicista del texto, que mediante la “paleografía”, vuelve a actualizar significados de sintagmas de crónicas antiguas, así como vienen haciendo en otros libros de su producción; donde también planea la inquietud existencial y la preocupación sobre la figura del padre.

«[…] dio muerte de herejes acusados de relapso / herejes con la tez dispuesta […] Entre mucha polvareda un revuelo de cornejas / cornejas rojas que nunca fueron vistas[…]».

O en «Aves nobles», donde partiendo de la cita historicista, sobre el conocido verso de Garcilaso, que, a su vez, tomó de las Metamorfosis de Ovidio, quizá esa continua transformación es de la que se compone gran parte de la obra leriniana, la interminable metamorfosis de su hipertextualidad, una intertextualidad colindante con los clásicos. Proceso del cual parte, para combinarlo con una oración que coincide con los versos tres y cuatro donde asoma el semiautomatismo de cuño leriniano.

«A Dafne ya los brazos le crecían / convertidos en laurel, / presuntos marsupiales, / en el estío polvoriento.[…]»

Y también una de las claves existenciales de nuestro poeta, la cercanía a la muerte, la obsesión del poema que se repite en un verdadero poeta, así:

«A mi capitán Jarris, el verdadero poeta, / un verdadero poeta debe repetirse siempre, / le daba miedo morir, / ser un paciente indefenso, volverse repulsivo[…]»

Ferrer Lerín juega a sustituir en la segunda parte, “Ciudad Corvina” la realidad por una realidad virtual y nos muestra ejemplos de comunicaciones reales anónimas donde juega a sorprendernos en el inmenso ejercicio de la desaparición de la autoría en el texto; queda patente también en las siguientes líneas donde la escritura es sustituida por una caligrafía esmerada que a su vez trata de remedar una letra de imprenta de un libro editado ya, como la versión de un palimpsesto que por azar se encontrara desterrando la importancia del autor actual para convertirlo en un amanuense de sí mismo.

Así dice: «Recibo correo de un calígrafo[…] se ofrece a caligrafiar mis prosas y versos[…] Responde preguntando qué poema prefiero. Contesto que el que él quiera. Responde con una foto.» La obra escrita por todos, la respuesta en forma de imagen, la transformación de los múltiples discursos convertida en una foto en un tipo de letra que no cambia el mensaje que ya no pertenece a nadie. Sobre el tema de la continua escritura de la obra, de la literatura incesante, que llega a ser una y la misma

En “Mujer molusco y sin fondo” nos muestra otra de las obsesiones de Ferrer Lerín, el mundo de los sueños y su plasmación por escrito, mezclado además con el nuevo lenguaje inserto dentro de las nuevos medios de comunicación que crea una nueva manera de conexión entre los internautas, un nuevo lenguaje en una nueva época:

«He soñado contigo. Estabas abierta en canal, pero no colgabas de un garfio. Tenía frío y pensé que el interior de tu cuerpo, empapado en sangre, supondría un buen consuelo, pero no fue así, el calor te había abandonado.»

En “La hija de Cora”, nos presenta un texto de tipo realista, en la matriz subversiva del estilo leriniano, texto que supone una novedad en cuanto al material al que acompaña, puesto que no había sido publicado tampoco con anterioridad, y que detalla el proceso  degenerativo del cáncer, quizá un reflejo temático de aquel temor de “hombre sensato” que teme a la muerte del Libro de la confusión.

«[…] y me besa en la mejilla. Alguien dice "es la hija de Cora" y luego en la calle de la acequia, la de los ricos, la veo pasar con unas amigas, quizá polacas o quizá gitanas».

Hay toda una gradación temática e intelectual del proceso lírico de Lerín que nos ofrece y que nos explica en el principio de la obra y que nos da una visión de su proceder lírico, una obra basada en la palabra, en ”La palabra”, o, por ser más específicos, en el léxico, que es la principal preocupación del poeta, la exactitud calibrada que hace tan característica su poesía no simbólica, de raíz orgánica. Hasta la última pieza de la primera parte “Definición de poema” donde nos da una visión global  de la suma de interacciones de vocablos hasta cristalizar en el texto poemático.

«[…]La Palabra se fue perdiendo / encogía /al final solo quedó un resto / nada de importancia / una sombra / que nadie ya quería / quedó solo esa cosa laxa / esa cosa de materia fea / que ustedes pronto adivinan. ///

Hasta “Definición de poema”, donde parece que esa palabra queda encarnada: «Un poema es el espacio en el que el aire queda atrapado / en el que se conserva el habla de las aves / y donde habita el gran rey de los desiertos,[…] Un poema incomoda con la duda / a quien alimenta a las tórtolas turcas /a quien seduce incólume al emisario, […]hombres displicentes diestros como nosotros / en el ejercicio de la muerte sobre estólidas masas[…]»

Ese es el trayecto, de la palabra al texto, recorrido ascendente, interminable, la música única como cómplice en contra del olvido en camino análogo al de su producción lírica, de la etimología significativa al texto producido por acumulación de espacios colindantes que cohabitan en alegre disyuntiva en la diacronía textual de Lerín.

 Grafo Pez, es otra incursión en la profundidad hermética leriniana, un proceso estilístico que nos devuelve la arriesgada labor de un poeta que sabe que su producción vino para mostrarnos una realidad diferente, ya que todo el proceso lírico de nuestro autor, significa un antes y un después en la poesía española y, cuyo discurso,  ha sido construido sobre las exequias de la corriente hegemónica castellana, su obra  inaugura los caminos de la otra modernidad.

De lo imperecedero.

Tal vez la inmortalidad.

 

 

 

Francisco Ferrer Lerín, Grafo pez, Madrid, Libros de la Resistencia, 2020.

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín Fabrellas

Luis García Montero: "Nada hay más tonto que un poeta sin conciencia crítica"

Señalaba Ángel González que la poesía que le interesaba era la que “vierte su luz dentro de las fronteras del reino de los hombres”. Lo dijo y lo cultivó en su obra el poeta asturiano, pero la frase podría suscribirla perfectamente Luis García Montero. El autor de entregas como Áspero mundo y Tratado de urbanismo es una de las fuentes de inspiración del creador granadino, quien ha tenido la enorme suerte de ser amigo de algunos de sus admirados maestros

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Emma Rodríguez

Ángel Guinda: "Confesar los propios miedos es honrar la poesía"

Su primer libro es de 1965, pero sólo considera válido lo escrito a partir de 2007. Arrepentirse de un libro está al alcance de cualquiera, de tantos sólo de Ángel Guinda. La primera contrición llega en 1991, cuando reúne su poesía en Claustro y deja fuera toda huella anterior a 1980. Ni rastro de La pasión o la duda (1972), Las imploxiones (1973), Acechante silencio (1973), El pasillo (1974), ni de La senda (1974), por citar algunos de los primeros.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

16 de noviembre de 2020

El completo sentido de lo que se escribe, lo normal es que le sea inalcanzable al propio escritor. Lo contrario sería dar por hecho que su tarea, como la de los redactores de prospectos farmacéuticos o exhortos judiciales, se ajusta a alguna finalidad predeterminada, documental y mecánica. Y lo cierto es que se escribe en estado de nebulosa, se camina a tientas, no se sabe muy bien lo que se quiere. De lo otro, de la perfecta conciencia de la propia labor, sólo se puede decir que, si alguna vez se encuentra, su hallazgo en todo caso será retrospectivo.

 

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Escrito en Artículos Revista Turia por Enrique Andrés Ruiz

A la vista de la ingente y hasta apabullante bibliografía sobre la obra poética de Antonio Gamoneda, al ponerme a escribir este texto sobre su poesía, consciente de mis limitaciones, he optado por trasladar al hipotético lector un relato lo más directo y cercano a lo leído y, en consecuencia, ajeno al discurso académico que tanto gusta a sus exégetas. Una lectura, en suma, y sólo eso; a sabiendas de que no soy filólogo y, como dice nuestro autor, “todas las lecturas son subjetivas” y “la realidad de una escritura se decide en la comprensión y el juicio de quien la lee”.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Álvaro Valverde

HOMENAJE A LA MEJOR ESCRITORA PORTUGUESA ACTUAL

EL INSTITUTO CERVANTES ACOGIÓ EN MADRID LA PRESENTACIÓN DE TURIA

LA REVISTA TAMBIÉN PUBLICA INÉDITOS DE CAHERINE MILLET, SOLEDAD PUÉRTOLAS, VALERIE MILES, CÉSAR ANTONIO MOLINA, CLARA JANÉS, SARA MESA Y MANUEL VILAS

La gran escritora portuguesa Lídia Jorge, recientemente galardonada con el Premio de Literatura en Lenguas Romances que concede la FIL de Guadalajara, es la principal protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Un homenaje colectivo que le rinden un total de doce autores españoles y portugueses y que reivindica el interés de una autora fascinante, que cultiva una literatura de hondo sentido ético y que cree “en el poder subversivo de la belleza”.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

12 de noviembre de 2020

Tras En la salud y en la enfermedad (Pról. Juan C. Mestre, Fugger Libros/Sial, 2004), La prisión delicada (Calambur, 2007), Aprendizaje (Pról. P. Luque, Polibea, 2010) y Nocturno insecto (Tigres de Papel, 2014), acaba de publicar Beatriz Russo La Llama inversa en Huerga&Fierro (2020), en su reciente Colección Rayo Azul, que, de la mano de Oscar Ayala y Enrique Villagrasa, apunta a convertirse en una compilación selecta de referencia con obras de autores de la altura lírica de Alejandro Céspedes, Enrique Falcón o la propia Russo, entre otros. Después de aparecer en el panorama poético de inicios de siglo con un libro prologado por el Premio Nacional de Poesía Juan Carlos Mestre, Beatriz Russo definitivamente se instituye con La prisión delicada como una poeta de voz insólita, con una imaginería desbordante de singular lucidez. Superados experimentos materno-filiales que se sitúan en el orden de lo vivencial más íntimo, en Aprendizaje, posteriormente reportó otra obra de notable altura, Nocturno insecto, donde la autora manifiesta un centro lírico ya plenamente definido en lo formal, mediante un poema en prosa de exquisita urdimbre, así como en su tópica, ya afianzada desde el sustrato de la revelación, desde el subconsciente originario y siempre conformando los grandes temas de la existencia.

La poeta Russo se inserta en la tradición de poesía culta de elaborado discurso y adecuada figuración del lenguaje, que bebe las fuentes del gran Pérez Estrada – y en esta línea igualmente de Gamoneda y ulteriormente Mestre–; sin embargo, también una notable formación como Lingüista e Hispanista le reporta a la autora otras firmes influencias desde el Surrealismo a Cernuda y el 27, también asumiendo los frutos pictóricos e ideológicos prerrafaelitas y de otras corrientes foráneas. Y es que hay en el estilo de Russo una transcendencia de raíz romántica que se observa desde su gusto por el Prerrafaelismo de raigambre más libertario –que cree en la espiritualidad del Arte–, hasta en la expresión de la emoción, la preferencia por la búsqueda de la integridad creativa en referentes tempranos, el idealismo opuesto al materialismo y al realismo –tan agotados en la poesía española que reproduce patrones miméticamente desde hace medio siglo–, la referencia a lo telúrico que vuelve a su esencia al poeta, etc. Del Romanticismo inglés es obvia lectora la autora, de Keats y especialmente de Shelley, de quienes se observan pulsiones en su obra, de la tradición germana se observa homóloga influencia por parte de Hölderling y más claramente de Rilke.

Es de señalar la elección del poema en prosa -creado y concebido por el Romanticismo-, único género poético de creación moderna, ámbito en el que se concreta desde su origen en el Romanticismo germánico para dar notables frutos más tarde en Baudelaire, Rimbaud o Mallarmé entre una larga lista de autores franceses. En nuestra tradición presentó sus más tempranas apariciones románticas en las prosas poéticas de Bécquer, Somoza o incluso Gil y Carrasco. El Surrealismo español brindó los poemarios en prosa de Hinojosa y especialmente dos de Juan Larrea, otro autor referente de Russo, una de cuyas citas abre el libro. La Generación del 27 produjo igualmente el poema en prosa, especialmente Jorge Guillén, Emilio Prados o Cernuda, en su memorable Ocnos (1942) –sería además Cernuda el responsable del primer análisis formal realizado acerca del género en nuestra cultura–. Posteriormente, Cirlot y Valente brindaron más que notables muestras del poema en prosa como también advierte Aullón de Haro. Indica, asimismo, el crítico y epistemólogo que en el poema en prosa adquiere preeminencia el ritmo de pensamiento, lo que en Russo alcanza elevadas cotas por cuanto aúna pensamiento, emoción y Espíritu.

Una vez recogida la tradición temático-formal en la cual se inserta el corpus poético de la autora, hemos de profundizar en La llama inversa, seguramente el mejor libro de Russo, lo que era difícil después del deslumbrante discurso lírico acogido en La prisión delicada. Observemos, pues, los aspectos formales de su elocutio y la forma en que desenvuelve aquí la autora su particular tópica.

De un lado, los contenidos elocutivos del texto se conforman en torno a dos casi simétricas partes, la primera es “La edad de los incendios”, e incluye veintiocho composiciones; la segunda, “Lo efímero humano” reúne veintiséis. La primera se ve precedida por tres citas de Aleixandre, Huidobro y Larrea, que claramente exponen la tradición de revelador irracionalismo en la que se inserta esta obra. La segunda parte se ve introducida por otra cita de Larrea y por una de Louis Aragon por motivaciones similares. Casi todas las citas incluyen referencias al fuego-incendio por su carácter simbólico purificador en asociación al origen, aquí la infancia, lo primigenio en la biografía de la autora: «Primero los cantos, su fricción, luego las chispas, y por siempre el fuego, su hollín, las brasas desde el principio». El fuego es renovación y origen tras la necesaria purificación, también intensidad y vivencia; en consecuencia, el campo asociativo del fuego determina parte del léxico que recorre el texto, donde aparecen brasas, mecha, encendedor, chispas, hollín, cenizas, combustión, crepitar, incandescencia, pira... Así se sirve la autora ya desde el título, de uno de los grandes símbolos antropológicos más arquetípicos para ilustrar el ímpetu de la niñez, luego la revolución contenida de su juventud, la intensidad, el amor y su consumación, para más tarde señalar la redención a través de la renovación de la identidad, al conformarse como adulta que se enfrenta al mundo.

Desde el inicio del libro, formalmente sobresale uno de los rasgos que en el poema en prosa manifiesta su posibilidad –con el trazo de un poeta hábil, lo que aquí sí hay– de mantener cierta prosodia interna que reencauce la prosa en el discurso del género lírico, se trata de la plena identificación de frases y versos que son metros perfectamente construidos, así en forma de endecasílabos como «se posa en una pila abigarrada» o «abajo brillo de sudor y sombras» o heptasílabos «quizá de nuevo el llanto» o «un último suspiro», así como octosílabos, etc., versos que se enhebran en la prosa y otorgan el necesario ritmo requerido por el subgénero.

Si bien el poema en prosa es una composición en donde la idea, el pensamiento, presenta unas mayores posibilidades de desarrollo, también lo hace la narratividad, que sin duda permite la presentación de lo que a todas luces es una autobiografía lírica de Beatriz Russo; no obstante, consideramos que gana la autora en los poemas en prosa en donde predomina la sugerencia, en donde los juegos metafóricos son más abundantes, como en «Desertar es como llevarse la boca al corazón» o en «Rodar como hierbajos en un páramo sin límites», donde late cierta reivindicación por construir la identidad propia al margen de grupos, haciendo ruta en soledad, que culmina en la siguiente composición con un afianzamiento individual ya pleno: «Atrás quedaban las cenizas de un ave herida que aprendió a librarse de la dúctil idiosincrasia de la manada».

Otra singularidad formal que refuerza el valor de la obra es la manera en que cada composición poética se abre a través de una máxima o aforismo: «Lo terrible habita a unos minutos de nuestra voz», «Yo he jugado con las sombras sin temerle al sol», «Habitamos la tragedia de un solo hombre», «Desertar es como llevarse la boca al corazón» o «La boca es el símbolo». O los versos que en sí constituyen un único poema, el más breve del conjunto y más acorde a este referido estilo aforístico, que sirve de impecable cierre a la obra: «Ver nacer produce nostalgia. Ver morir es el principio del vértigo».

Los campos semánticos o asociativos crean un peculiar ropaje de significación natural al texto, que se enraíza en lo telúrico natural, en la vivencia carnal. Así el léxico presenta el hiperónimo aves y pájaros, que recogen los sustantivos hipónimos albatros, papagayo, ruiseñor, trinos y parvadas de aves, gorriones, palomas, pichones y vencejos. Pero el bestiario explícito acoge también hipónimos animales acuáticos como crustáceos, truchas, erizo, cefalópodos, molusco; o terrestres como colmena, escarabajos, grillos, moscas, insectos, reptiles, orugas, gusanos, perros. El orden vegetal también halla su lugar en el léxico: hierba, hoja, raíces, sauces, bosque, musgo, líquenes. Lo mismo sucede con el orden de la tierra propiamente dicha: arena, peñascos, tierra, mar, rocas, y más reiteradamente, la piedra por su enorme simbolismo inaugural y de asentamiento. Sin embargo, esta sobreabundancia léxica acerca de la naturaleza permanece casi imperceptible en el orden de lo temático, no es este un libro bucólico, ni es ‘lo natural’ el topos primero, se trata de una cuestión de estilo, de recuperar lo telúrico a la manera romántica, como base de inspiración del poeta, que se asienta en lo sensible de su naturaleza para elevarse desde allí a la revelación: «Algo tramarán los dioses telúricos para salvaguardar el trono de los árboles», «Si un árbol desecha su hoja, ya no servirá de néctar a las simientes tras esta cortina de humo y polvo», «silencian la labor de las abejas» o «Los bosques ya no recuerdan el peso de la lluvia». La naturaleza, lejos de la divinidad, nos salva: «No importa el soplar del viento y el regular pacto del sol con el paisaje; la calma se extiende con feroz distancia manteniéndose a salvo de todo lo divino», «(...) convivir, al fin y al cabo, con el mar en blanco sin hacerle más preguntas».

Respecto a la tópica de la autora, esta envoltura formal de tratamiento del léxico le sirve a Beatriz Russo para presentar lo que definíamos como su autobiografía lírica. Tal sería el principal eje de la isotopía narrativa en tanto algunos de los poemas en prosa suceden argumentativamente al anterior relatando fases de la vida, como realiza en las composiciones dedicadas en la primera parte al parvulario, la infancia con sus juegos en la calle, la soledad de la adolescente distinta, que sufre la envidia «el suplicio de pedradas» o «Un paseo de labios encendidos maldecía la suerte de mi rostro», las tardes de cine con proyector, las pipas de girasol, la tienda de barrio, los bocadillos desde el balcón, los perros, el barro... Constituye curiosamente una infancia de sabor legendario, más propia de una película de Vittorio de Sica, François Truffaut o de la posguerra española, que de la infancia capitalina de quien debió de vivir como adolescente la movida madrileña con una probable camiseta de Amarras. Tal rememoración de la infancia mediante dicho tono de sabor antiguo otorga una interesante atmósfera al texto que, en nuestra opinión, atraerá particularmente al lector.

La autobiografía vital lírica prosigue en esta primera parte con poemas acerca de un accidente de esquí que obligó a la autora a realizar una dolorosa y lenta recuperación que duró casi cuatro años –sorprende la serenidad del relato–. También incluye poemas sobre el fin de la infancia-adolescencia y sobre la pérdida de la ingenuidad primera tras el amor más doliente. Amor y miedo, amor fallido: «Miraba su rostro con el vértigo de una oruga pendiente de una rama». Y la libertad tras la separación: «Pero mi celda ya era fungible por unanimidad. Afuera me esperaba el infinito con su brillo de esquirlas redimidas»; y tras la superación del dolor, los recuerdos amables: «Reliquias de amor en la faz del tiempo, tributos que permanecen en nuestro afecto ya sellado tras el duelo y su combustión primera». Mas hay siempre duda y aprehensión ante la nueva posibilidad de un nuevo amor: «¨El amor es cosa de los otros¨, pienso, y me resigno (...)».

Si en la parte primera la autobiografía lírica era puramente vivencial, de sucesos existenciales de la autora, la parte segunda presenta la subsiguiente evolución moral o espiritual de la misma, los valores que restan tras el desengaño humano consustancial a la vida, y a los cuales se aferra la autora. Así, tras la renovación y superación de los sucesos vitales previos, queda el amor al hijo y la mención directa a la transmigración de su alma o la metempsicosis del mismo. La madre regresa desde el otro lado: «Te miro desde mi rincón cercano, caverna de hiedra donde aquel agosto te devolví a la luz. Ocurres en mi vida como un ser extraño sin apenas margen para recordarte en tu apariencia anterior», y más adelante, «Alma reciclándose en el abismo. Un último suspiro, un empujón hacia lo oscuro y después, quizá de nuevo el llanto. Luz que nos nace ciegos. Neonato adorado desde su primer latido»; sin el amparo de la religión: «Siempre se hacen dioses con la palabra y se colocan sobre la cúspide como se coronan los tejados con la última piedra. Somos descendientes de la orfandad. Nuestro padre fue el primero de una estirpe de vates impuestos por desorientación. A algunos les cae la fe del cielo (...)». Asimismo, cuenta igualmente con la amistad, aun mediatizada por la tecnología. Mas siempre defiende Russo el margen para la superación: «Regresé al lugar de la catástrofe y donde había sangre ahora crecía una flor»; «Pero yo tengo la destreza de darle la vuelta al mundo». Hay finalmente asunción de la madurez, de la calma ante la espera última, la muerte: «Ya solo aguardan el retorno a su última cuna. La carne entumecida, sin el candor de la piel de larva. Eclosión de la edad siniestra, fervor en su breve distancia hacia el vacío».. Luego también la enfermedad senil o la vejez serena en sendos poemas dedicados al padre y a la madre; también la tierra y el amor redimen: «Pero así como el amor comienza desde la tierra, con su sabor de barro y de simiente, así ha de surgir todo aquello que se erige tras su oscuridad remota». Y de nuevo, la voluntad de regresar al origen, retroceder desde la ancianidad al nacimiento e incluso a un estado anterior.

Sobresale en este sentido la voluntad metafísica, de reflexión de lo vital, que articula el libro y señala el origen: «La pérdida es el regreso inmediato a la inexistencia. Tener y después ya no tener era una cuestión de fuego», « (…) un retorno que se repite como el pálido vuelo luminoso de los fuegos fatuos sobre esta orilla». A veces desde la bajeza de lo sensorial más abyecto y lo escatológico: «Ya no es el lodo que hizo a los hombres, sino el excremento en el que poco a poco nos vamos reproduciendo; amalgama de cenizas apiladas sobre un páramo atestado de gusanos». La escatología se refiere en tanto que ancla a la bajeza natural al hombre: orines, heces, sudor, excremento, «un barrizal de miedo y sombra». En oposición a ello, el agua –en dialéctico juego con el fuego– que redime: «Porque existimos pese a todo y pese a nada, con una explicación que en realidad no importa. Simulemos que nuestras venas son como los ríos y que su caudal de sangre se dirige al mar. Allí, donde el agua no discute su procedencia, ni la génesis de su composición ni su compromiso». Obvia la referencia a los clásicos versos manriqueños, que sin embargo contenían la misma idea que Li Po –o Li Bai– recogiera en un poema siete siglos atrás: «Los hechos y los hombres viajan hacia el morir/ como pasan las aguas del Río Azul / a perderse en el mar...»

La voluntad de reflexión se observa desde el poema primero, donde cita la figura de el pensador. Por otra parte, señala la pobreza del pensamiento contemporáneo al advertir que «también el hombre se inmola con su pensar minado». Además de las referencias al logos, son destacables las alusiones al Verbum, la palabra generadora del origen o a su usurpación por los escritores banales: «Porque el verbo es el soplido que apaga la primera llama», «Hemos caído en la red de los ventrílocuos», «Yo soy testigo de la voz herida y de su canto». Notabilísimo en este orden el poema de la página cincuenta y ocho, en donde critica el mal entendido epigonismo de la poesía coetánea y dicta a los poetas: «Los senderos más certeros se adoquinan con las piedras del verbo y su conciencia».

Además de la libertad y el regreso al origen ante la barbarie de los nuevos tiempos y la depauperación espiritual del ser humano, Beatriz Russo propugnaba el refugio mediante la palabra y sus posibilidades creadoras-redentoras, pero también mediante la alteridad y la agrupación: «Nos cogemos de la mano para protegernos de la redondez del mundo», «Nos arrimamos al de al lado sin conocer su procedencia» o «Un aterrizaje forzoso con toda la humanidad herida cogida de la mano». El trasunto de lo social se observa además cuando refiere «la miseria humana», «los niños de las clases bajas», los «pirómanos políticos», los niños de Ghana que «transitan vertederos» o «Ancianos descomponiéndose entre los cubos de basura se nutren de las sobras», y a propósito de la naturaleza, incluye un poema dedicado al deterioro medioambiental.

Finalmente, hemos de insistir en el notorio uso que de la metáfora hace Beatriz Russo, quien claramente ilustra el poder de narratividad que también posee la imagen. Se agradece la brevedad mediante la que siempre desenvuelve la autora sus obras, de usual densidad metafórica, con lo que la brevedad se ve compensada, y favorece así la más cómoda intelección del lector. La brevedad sería, para Luján y Cerrillo uno de los principales rasgos que distancia la Poesía de otros géneros –y aquí se ejemplifica con gran acierto–, algo que también manifestara y afianzara la calidad de su obra La prisión delicada. El rico poder condensador de la metáfora le permite, incluso desde la relativa brevedad del libro, construir un discurso que acoge y desarrolla, bajo los temas principales, otros subtemas de no menos importancia: de interés social o espiritual, como la pobreza, el medio ambiente, el regreso a la naturaleza, la búsqueda de la verdad a través de la palabra y de la poesía.

Desde luego, sobresale La llama inversa en tiempos de tan débil poesía reinante, cuando los medios amparan, difunden y enaltecen libros donde la ausencia de figuración del lenguaje de la poetica infirma se completa con burdas cacofonías, aliteraciones chirriantes, mediante el discurso descriptivo y explicativo a la manera de la prosa, pero en renglones cortos que pretenden emular la disposición material de los versos; tiempos estos cuando la metáfora es ausente o grotesca en su simpleza, las redundancias son constantes, los asíndeton mal urdidos, ripiosa la sobreabundancia de asonancias internas o irregularidades en las rimas si las hay, y, por añadidura, se renuncia a la parte más sensorial de la poesía, que la acercaba a la música a través de su prosodia o ritmos internos. Contrasta por tanto una obra en donde se aprecia una lúcida voluntad de construcción de un libro notablemente bien estructurado en lo formal y en lo temático, de tono coherente y único, con una figuración del lenguaje ejemplar y una proyección emocionante y universalizadora de la reveladora y abundante sustancia estética poética que posee.

 

 

Beatriz Russo, La llama inversa, Huerga & Fierro, Madrid, 2020.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Idoia Arbillaga

EL RETO INMEDIATO SERÁ LA TRANSFORMACIÓN DE NUESTRA ECONOMÍA HACÍA UN MODELO RESPETUOSO CON EL MEDIO AMBIENTE

EMILIO TRIGUEROS DEFIENDE EN LA REVISTA LA NECESIDAD DE VIVIR DE OTRA MANERA, DE INVERTIR EN LAS TECNOLOGÍAS SOSTENIBLES

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número un interesante artículo titulado “El cambio climático y la crisis del coronavirus”, elaborado por el químico y escritor Emilio Trigueros. Según explica este especialista,  como vía de salida a la actual crisis del coronavirus deben priorizarse aquellos programas de recuperación económica que tengan como eje la lucha contra el cambio climático. No hay otra opción si no queremos pasar de una devastación pandémica universal a otra aún más grave y definitiva: la muerte medioambiental del planeta.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

28 de octubre de 2020

  Muchos creen que la obra de Orson Welles es de las más importantes de la historia del cine, porque representa un acto de libertad y de creatividad que no tuvieron muchos directores. Bárbara Galway es una joven periodista que, fascinada por la obra del genial director, se propone hacer la biografía del cineasta. Se da cuenta, a lo largo de la entrevista, que Welles tiene dos obsesiones: llevar a cabo la difícil empresa de hacer una cinta definitiva sobre El Quijote, novela que le fascina. La otra es su amor a España que visitó con su padre porque este era amigo de Juan Belmonte, de ahí su afición al toreo desde muy joven, que luego siguió cultivando cuando fue íntimo amigo de Antonio Ordoñez.

  Welles está empeñado en que Steven Spielberg produzca la película pero este le da largas, en esta otra obsesión anida este libro magníficamente escrito, una investigación que el reputado y gran estudioso de la generación del 27 y de Buñuel, va trazando. Me refiero a Agustín Sánchez Vidal, que va dejando su prosa rica y elaborada para que podamos ver, como si de una cámara se tratase, el mundo de la Mancha, todo lo que rodea a ese espacio de luz que fascinó a Cervantes y que obsesionó a Welles. Como dice Sánchez Vidal cuando se enfrenta al Quijote: “A diferencia de tantos libros clásicos, el Quijote no es un residuo arqueológico de mundos ya abolidos. Está tan vivo como sus gentes, fatalistas y sentenciosas, con sus conversaciones oblicuas, enristradas de refranes”.

  En el libro se alternan diferentes paisajes, el de la Mancha, que va describiendo un Sánchez Vidal en estado de gracia que recuerda y evoca esos páramos donde Quijote y Sancho han transitado: “El rustico talonea impaciente buscando a su burro”, pero también el mundo de Welles, el de Hollywood, lo que nos cuenta sobre Rita Hayworth, una mujer fracasada por los maltratos de su padre y de tantos que aparecieron en su vida, pero también de sus rodajes, de las películas que rodó en España, como das a Campanadas a Medianoche y Mister Arkadin. Hay otro paisaje presente, el de la imaginación de Welles, siempre activa, siempre en claroscuros, donde viven seres fantasmagóricos que pasan del Otelo al Quijote, pasando por Mister Arkadin o el Harry Lime de El tercer hombre.

  Merece la pena destacar las cartas que personas afamadas del cine español como María Asquerino o Gil Parrondo envían a Bárbara Galway, útiles para su libro. En ellas vemos al Welles egocéntrico, airado, que trata mal a los técnicos, que pide incluso, de una forma soez, acostarse con la famosa actriz española, la cual le rechaza, provocando la ira del genio. Aquí vemos a un Welles que solo vivía para su grandeza, para su genialidad, para sus películas. Él mismo confiesa que la mayoría de ellas fueron destrozadas en el montaje, lo que le alejó de Hollywood.

   Se alternan los mundos en el libro, la entrevista que va respirando poco a poco, donde vemos al verdadero Welles, el universo del Quijote y la Mancha, que va trazando Sánchez Vidal poco a poco en magníficas descripciones, pero también ese amor por España, que está presente en todo el libro.

  Me quedo con esa imagen de Ronda que transmite Sánchez Vidal, la ciudad que enamoró al cineasta y que le llevó a elegirla como lugar de descanso final: “Y, por encima de todos los lugares, Ronda. La ciudad mágica y ensimismada, la más hermosa que vieron sus ojos”.

   Hay en el libro rica información sobre todo el cine de Welles, pero el mayor logro es esa forma de trazar paralelismos entre ese mundo que imagina, el que proyecta La Mancha y el que produce el cine.

  Yo creo que el mayor objetivo de Sánchez Vidal es trazar una línea donde Quijote y Welles son una misma persona, ambos buscan una quimera, un deseo que está más allá de lo alcanzable. Es ahí donde el libro triunfa, entre el personaje real (Welles) y el imaginado (el Quijote) hay un mimetismo que lo envuelve todo.

  Gran esfuerzo el que ha hecho el gran investigador aragonés para plasmar tantos mundos paralelos, al leer este Quijote-Welles (editado con gran elegancia por la editorial Fórcola con una fotografía de portada donde aparecen Orson Welles y Akim Tamiroff en el rodaje de la película) vemos a dos grandes que buscan lo mismo:  trascender aquello que crean, hacer que sus sueños se conviertan en realidad, desde el mundo de las caballerías al mundo del cine hay un paso en este libro. Todo un reto que Sánchez Vidal ha conseguido. Un libro necesario para conocer mejor a Welles y ver en él al Quijote que siempre fue.

 

 

Agustín Sánchez Vidal, Quijote Welles, Madrid, Fórcola, 2020

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

EL DIRECTOR DEL INSTITUTO CERVANTES LO TIENE CLARO:NADA HAY MÁS TONTO QUE UN POETA SIN CONCIENCIA CRÍTICA

GUINDA, POR SU PARTE, AFIRMA: CONFESAR LOS PROPIOS MIEDOS ES HONRAR LA POESÍA

TAMBIÉN PUBLICA UN INÉDITO DE CATHERINE MILLET SOBRE D.H. LAWRENCE

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de noviembre, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con los escritores Luis García Montero y Ángel Guinda. Se trata de dos conversaciones exclusivas, que permiten no sólo conocerlos mejor, sino también descubrir sus opiniones sobre un amplio repertorio de temas de interés. Ambos son, por encima de todo, poetas y su obra se encuentra entre lo más interesante de la literatura española actual.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Seducción es el título de su mejor poemario. Seducir es lo que hace cuando escribe, cuando habla. Leer sus libros y conversar con él es entrar en un mundo donde los recuerdos se mezclan con las emociones, las canciones con el cine, las anécdotas personales con la historia. Si hay alguien capaz de atesorar infinitos datos y referencias y compartir su saber con los demás es él. Si hay dos palabras que definen su trabajo y su personalidad son estas: sensibilidad y pasión.

El escritor gallego, afincado en Zaragoza, Antón Castro (A Coruña, 1959) pasa por ser uno de los nombres más destacados del periodismo de este país; no en vano, el año 2013 recibió el Premio Nacional de Periodismo Cultural. Autor de una treintena de títulos que abarcan todos los géneros (novela, relato, teatro, poesía), Castro acaba de publicar un libro que reúne un centenar de perfiles de personajes famosos que, a lo largo del siglo XX, cruzaron las tierras de Aragón. Fruto de un intenso trabajo de documentación y de una exposición certera de los hechos narrados, Pasaron por aquí (Editorial Pregunta) es un volumen escrito con afán divulgativo y estilo vigoroso que oscila entre la crónica y el reportaje. Desde directores de cine hasta músicos de renombre pasando por literatos y estrellas del celuloide, la obra presenta un extenso catálogo de celebridades como Ava Gardner, Maurice Ravel, Günter Grass o Bruce Springsteen. Todos ellos retratados por la mano impresionista de Castro, que, con lenguaje preciso y prosa trepidante, nos ofrece un abanico de relatos plagados de anécdotas e historias semidesconocidas.

El pasado verano, el escritor participó en la decimotercera edición del Festival Expoesía de Soria, una ciudad que no visitaba -según sus palabras- desde hacía cuarenta años. Allí habló de uno de los escritores de su vida, Gustavo Adolfo Bécquer, y de otras querencias vitales y literarias. El encuentro con los lectores propició un reencuentro muy especial con un puñado de amigos. Allí, en la cálida noche de la capital castellana, tuvimos ocasión de departir con él distendidamente, de disfrutar de su sabiduría enciclopédica y de su profunda humanidad, de reír y escuchar de su voz melancólicas canciones gallegas; todo ello regado con buen vino, orujo de la tierra e irrefrenable alegría.

 

“Cuando te zambulles en un tema, compruebas que hay una verdad oculta”

- ¿Cómo surgió la idea de la serie Pasaron por aquí?

- Siempre me han interesado mucho las personas de la cultura, del deporte o de cualquier aspecto de la vida social, con personalidad, que habían estado en Aragón y especialmente por Zaragoza, que es la ciudad donde vivo desde 1978… Ensanchan el imaginario. Había escrito a menudo sobre ello, por ejemplo sobre las 50 horas de Albert Einstein en 1923, y surgió un poco azarosamente. Era algo que estaba ahí, y a Ana Usieto, coordinadora de un suplemento de sábado de moda y nuevas tendencias, le interesó el tema. Y así empezamos. Era una página completa, salvo la luna de miel de Nino Bravo y su mujer María Amparo en Gallur, que fue doble. Hice casi 100 entregas.

- ¿Qué es lo que más le fascina de los personajes que ha retratado, más allá de que todos hayan pasado por Aragón? ¿Qué hilo común los une?

- En primer lugar, cómo viven las ciudades, los pueblos, los paisajes. Por lo regular, salvo Unamuno y Lobo Antunes (a quienes no les gustó Zaragoza), lo que vieron les emocionó y hablaron de ello. Cómo se adaptan, cómo conectan con la gente o sencillamente como se aíslan para hacer bien su trabajo. No es fácil saber qué hilo les une: se interesaron por los monumentos, por la jota, por algunas tradiciones, por la gente, y de otros se sabe poco. Por lo general dejan una aureola, un feliz recuerdo, y de muchos se sigue hablando todavía: de Tyrone Power, de Uma Thurman, de Einstein, de Anthony Quinn, de Dalí, de Josephine Baker, y de multitud de cantantes. Su presencia también coloca a Aragón en el mundo de una cierta modernidad.

- Hay en el libro un gran trabajo de documentación.

- Cada texto alienta desde tres lugares: la documentación del periódico, que ha sido capital y nos permitió descubrir cosas que apenas sabíamos; las documentalistas Elena de la Riva y Mapi Rodríguez fueron mis mejores cómplices y me regalaron hallazgos incluso sospechosos: en el diario Heraldo se decía que Charlot había estado en Zaragoza. Era, en realidad, uno de sus muchos imitadores profesionales. Luego, he estudiado la historia de la comunidad a través de libros, crónicas, vídeos y búsqueda en archivos y consultas con expertos. Y en tercer lugar también he buscado testimonios, gente que hubiera vivido tal o cual visita: Jeanne Moreau en el Teatro Principal, El Guerrouj en un colegio, el acompañante de Uma Thurman a comprar unas botas, el bancario que atendió a Nino Bravo en Gallur, antes de un concierto. Una cosa que compruebas siempre cuando te zambulles en un tema es la cantidad de inexactitudes y de lugares comunes que hay y que hay una verdad oculta.

 

“No hay nada más sorprendente, con más matices, que la realidad”

- ¿Cuál es el secreto para escribir un buen perfil o un reportaje?

- Investigar, buscar todos los datos, elaborar el contexto, no conformarte con poco o lo inmediato, y luego contarlo con precisión, con imaginación y ritmo. Como se cuenta un cuento o una buena historia. Con pasión y sin traicionar un ápice la verdad. No hay nada más sorprendente, con más matices, que la realidad, que a menudo parece un sueño o resulta completamente inverosímil.

- En sus libros se da un continuo trasvase de géneros: su narrativa contiene buenas dosis de lirismo, sus poemas toman -a veces- la forma del relato, sus crónicas beben de lo que en Latinoamérica se denomina periodismo literario. ¿Cómo definiría su último libro?

- En este libro hay un poco de todo: la crónica, la investigación (por ejemplo, esa historia de amor de un joven Julio Iglesias en Barbastro; se le coló una mujer en su hotel y pasó la noche con él), el retrato, el cuento, y sí hay un trasvase constante de géneros. Lo importante es acercarnos al personaje, qué vio, qué hizo, qué sintió, etc., y construir un texto que parece invitarte a decir: “Quiero saber más”. Yo me he formado leyendo a Cunqueiro y Manuel Vicent, especialmente. Pasaron por aquí es un libro entretenido, de curiosidades, de detalles, de grandes personajes, y creo que en el fondo es una crónica cultural y social de la vida española, no solo aragonesa, de los últimos 120 años. Hay, agazapada, una pequeña historia del mundo: la ley de la gravedad, el music hall, el teatro, el circo, Hollywood, el arte, el rock and roll, el ballet, la política, muchos aspectos del franquismo, la transformación de España que se abre a los grandes conciertos...

- ¿Qué supuso para usted la concesión -el año 2013- del Premio Nacional de Periodismo Cultural?

- Había estado una vez en el jurado y ni se me había pasado por la cabeza que un día pudiera ser el elegido. Fue para mí completamente inesperado y precioso… Cuando me llamaron del Ministerio de Cultura pensaba que me iban a pedir un texto o que integrase algún jurado. Cuando me comunicaron el premio, me senté y me eché a llorar como un niño. Era un premio a 26 años de trabajo en El Día de Aragón, en El Correo Gallego, en El Periódico de Aragón, en ABC Cultural y en Heraldo de Aragón, en la televisión autonómica y muchas revistas que me han acogido: Eñe, Librújula, Turia, Mercurio. Y lo sentí como una mirada hacia la periferia y como un premio coral que distinguía suplementos literarios, programas de televisión como El Paseo de las Artes y las Letras, Viaje a la luna, Borradores, ciclos literarios, etc., y a mucha gente que había trabajado con entusiasmo desde Aragón. Me hizo sumamente feliz y me ha dado un poco más de visibilidad. Y también de responsabilidad. Cada vez que releo un trabajo mío pobre, descuidado, rutinario, me siento fatal…

 

“Me gusta medirme constantemente en todos los géneros”

Un periodista que escribe novelas. Un narrador que escribe poesía. Un divulgador de la cultura. ¿Qué es Antón Castro? ¿Quién es? Si seguimos las huellas biográficas que aparecen en sus libros, encontraremos autorretratos como este: Vivo en la cuerda floja. Mi ánimo pende de un hilo invisible, soy fatalista y enfermizo. La cita está extraída de su poema Amor y bricolaje. En la misma obra, Seducción, deslumbra Amor de madre: una carta que retrata a un niño enamoradizo y silencioso, apasionado del cine y la literatura. Una carta que es una despedida de la patria de la infancia. Si los relatos de Golpes de mar están llenos de naufragios y destinos inciertos, su novela Cariñena documenta la huida de su Galicia natal: los trabajos precarios en tierras aragonesas, las lecturas iniciales y las fantasías eróticas, su llegada al mundo del periodismo. Se establece definitivamente en Zaragoza en 1978: vive allí desde hace más de cuarenta años. Desde hace veinte dirige el suplemento Artes y letras de Heraldo de Aragón. En medio quedan infinitas notas de blog, programas de televisión, un buen puñado de libros.

- ¿Qué le queda por explorar a un escritor que ha publicado más de treinta obras?

- A veces tengo la sensación de que aún no he empezado. Me gustaría hacer una novela ambiciosa, de aliento, de personajes, ese libro al que le doy vueltas y que no encuentro el tiempo de enfrentarme a él. Y tras seis poemarios desde 2010, quisiera hacer uno objetivamente bueno, sin prisa, muy meditado, sin ansiedad. Creo que me quedan muchas por explorar, y me gusta medirme constantemente en todos los géneros.

- Siendo la suya una literatura de inspiración autobiográfica, ¿le tientan géneros como el diario? ¿Se ha planteado avanzar en esas memorias de juventud que son Cariñena?

- He intentado hacer un diario sistemático y lo hice durante un tiempo a través de mi blog, pero soy tan desordenado y disperso que me cuesta mucho culminar proyectos. Soy lector de dietarios, me apasionan. El último que me conmovió ha sido el de Héctor Abad Faciolince. Me sentí reflejado en muchos momentos. Y sí, he empezado la continuación de Cariñena: mis seis meses de camarero de bingo cuando iba a ser padre, con apenas 21 años, entre octubre de 1980 y abril de 1981. Ando con ello y quiero que sea también una pequeña historia de esa época, y un viaje a mi propia memoria, cuando apenas tenía donde caerme muerto. El día que nació mi hijo Daniel, se acababa mi contrato y me mandaron a la calle.

 

“ El periodismo enseña a mirar el mundo, a ser críticos”

- En estos tiempos difíciles que vivimos, ¿debe ser el periodismo, además de un canal de información, un instrumento de denuncia?

- Más que nunca. El periodismo es una tentativa constante de intentar decir lo que pasa desde la verdad, que siempre admite matices e interpretaciones, pero no manipulaciones, falsedades o infamias. Y si observas eso, si cultivas la honestidad, la denuncia sale porque es un mundo sumamente injusto. Lo vemos en la pandemia: importan más las trifulcas de partido que el deseo de solucionar los problemas de la gente en lo esencial como es el miedo, la muerte, el desamparo, la absoluta incertidumbre. El periodismo enseña a mirar el mundo, a ser críticos, y si eres honesto la denuncia y la crítica salen solas.

- ¿Dónde acaba la libertad del articulista que trabaja para un medio público?

- Uno de los principales problemas es que ahora se han instalado más que nunca diversas censuras. Hay muchos periodistas que quieren hacer bien su trabajo con responsabilidad y libertad, y se arriesgan. Y son los más. Pero la censura ahora llega de muchos frentes: de tu propio medio, del Gobierno, de la publicidad. Un periodista, ante todo, se debe a la información y al respeto a sus lectores. España se ha empobrecido y retrocede en ámbitos de libertad y tolerancia, y por ello también se resiente la profesión.

 

“Hemos hecho el mundo más estrecho y más reaccionario”

- Especialmente en algunas manifestaciones artísticas, y al contrario de lo que pudiera parecer, la censura sigue existiendo.

- Hemos hecho el mundo más estrecho y más reaccionario. Las conquistas de la libertad de expresión que se consiguieron en la primera transición se están viniendo abajo. Todo el mundo se siente agredido por algo. Y no eso: tenemos que ganar en libertad y no ser prisioneros de la suspicacia, de lo políticamente correcto y de la intolerancia.

- ¿Qué es lo más gratificante de un oficio -a veces, ingrato- como el periodismo?

- Aprendes a diario y debes estar en alerta. El mundo no se para jamás y la información tampoco. Siempre aparece algo o alguien que te conmueve y quieres contar.

- ¿Qué reto tiene pendiente en este campo?

- Ha cambiado tanto nuestro oficio, se tiene que trabajar tan deprisa, que ahora lo que me gustaría es recuperar tiempo y sosiego para que la calidad de los textos sea impecable. Me gustaría intentar escribir textos que pudiese leer alguien dentro de un siglo o dos. Y me gustaría editar algunas de las series de verano de personajes que he publicado. Aprendo todos los días de los jóvenes, y me doy cuenta de cuánto me falta por llegar. Intento seguir en el camino cargado de ilusiones y de curiosidad.

 

“Creo que me han faltado lectores”

- ¿Qué balance hace de su trabajo periodístico y literario después de tantos años?

- Nunca se está contento con lo que se hace. A veces, repaso mi obra, lo que he escrito, y me doy cuenta de que he hecho muchas cosas con entrega, con pasión y con placer. Que he disfrutado y que he buscado belleza y emoción. Creo que he escrito dos libros de cuentos aceptables, El testamento de amor de Patricio Julve y Golpes de mar, los dos han tenido varias ediciones y aparecieron en Destino, me retrata mi novela corta Cariñena, en proceso de adaptación al cine, y hay algunas páginas bonitas en mis poemarios Seducción y El musgo del bosque, en Mujeres soñadas y El dibujante de relatos, etc. Y me ha gustado mucho escribir literatura infantil y juvenil, especialmente El tango de Doroteo. El balance para mí es bueno, ha sido muy provechoso, pero pienso sinceramente que lo mejor está por llegar. O al menos me hago esa ilusión. Y, como me dijo Manuel Vilas tras publicar el libro de Lou Reed, creo que me han faltado lectores. Pero eso creo que lo diría cualquier escritor.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Íñigo Linage

LA REVISTA RECIBIÓ EL ORIGINAL POCO ANTES DE QUE EL CANTAUTOR TUROLENSE RECIENTEMENTE FALLECIDO INGRESARA EN LA UCI

EN EL ARTÍCULO SE RINDE HOMENAJE A LA LABOR MUSICAL DEL AUTOR DEL "CANTO A LA LIBERTAD"

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuye este próximo mes de noviembre en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos elaborados por conocidos escritores y otros protagonistas de la actualidad cultural. Entre ellos, TURIA publica un sugerente y emotivo artículo que había encargado al cantautor Joaquín Carbonell sobre Labordeta y en el que realiza una personal aproximación a la trayectoria musical del autor del “Canto a la libertad”.

Se trata de un texto original que Carbonell envió a TURIA poco antes de su ingreso en la UCI del Hospital Clínico y con el que la revista quería rendir homenaje a José Antonio Labordeta cuando este año se cumple el décimo aniversario de su muerte. La iniciativa fue muy bien acogida por el también cantante y escritor pero, desgraciadamente, el coronavirus acabó con la vida de Carbonell y ese texto que escribió sobre su gran amigo y maestro tendrá carácter póstumo.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

13 de octubre de 2020

 

  Ángel Guinda es uno de los poetas que ha ido dejando una trayectoria de gran sensibilidad, uno de esos poetas que al leer sus versos parece que ya te comunicas con el hombre afable y bueno que lleva dentro.

   Ahora llega Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones, editado por Olifante, una editorial que ha ido dejando su sello en muchos poetas con el esmero y el cuidado de sus libros accesibles y bien editados, de la mano de Trinidad Ruíz Marcellán.

   Los deslumbramientos se convierten en destellos donde vive el verso, una luz germinal que encuentra su propio espejo. En el poema “Las desapariciones” ya vemos ese caminar a la muerte, nuestro único sendero tras el tránsito vital, el poeta lo dice con la certeza de su madurez, de su paso cierto ante la vida.

“La vida es nuestra. / Nosotros somos de la muerte./ (Cuando la vida se va como un borrón / el sol se esparce como un huevo roto) / A cada uno acallará el silencio, / arrasará el olvido a cada uno. / ¿Desaparecerá todo lo aparecido? / Así fue, así es, así será”.

   Envueltos en la madeja de la tela del tiempo, somos solo seres efímeros, que vamos caminando a la muerte sin remisión. En la sencillez de los versos hay también un destello de ese tiempo que se va y que nos recuerda al Cernuda  de “Donde habite el olvido”, seremos solo huellas que el tiempo borrará y cuando ya nadie pronuncie nuestros nombres, todo lo envolverá el silencio definitivo.

  Ángel Guinda sabe que toda presunción es vana, somos seres en derrota, que nos creemos todo pero que en el fondo no somos nada, como dice muy bien en el poema “La sencillez”:

“Nos creemos colosos. / ¡Somos insignificantes! / Tenemos esta vida en alquiler”.

   No nos pertenece nada, porque en el fin el contrato se termine y volvemos a la nada de donde vinimos, lo que me recuerda al poema “Lo fatal” de Rubén Darío, donde expresa esta realidad que nos amenaza:

“Dichoso el árbol que es apenas sensitivo / y más la piedra dura, porque esa ya no siente/ Pues dolor más grande que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida consciente”.

   La vida va tejiendo en sus hilos nuestro ser, nuestra capacidad de amar pero el dolor está siempre presente y nos persigue hasta el final de nuestros días. Lo sabe bien Ángel Guinda porque los deslumbramientos son también certezas, como la familia (en el poema del mismo título), que ya no es aquel primer fogonazo de luz de la niñez, que todo lo descubre y nos hace felices, como nos recordaba en su poesía Francisco Brines, sino un quejido, una fractura, una huella en la derrota:

“¡Hasta lo más compacto acaba disgregándose!”.

   Y el desencanto que late en el libro, que se respira en sus hojas, al pasarlas vamos viendo una vida, un hombre que ya sabe que el espejo que le mira le dice verdades, ya no hay sueños a los que aferrarse. En el poema “Espejismo”, Guinda ya sabe que está al otro lado, donde ya no hay quimeras, sino certezas de un tiempo que quema en las manos:

“Yo soñaba de joven / con un mundo mejor. / (El sueño no se hizo realidad)”

   El poema termina con ese eco que le dice que jamás alcanzará el mundo soñado, al igual que el poema titulado “El viejo”, donde este ya no espera nada de nadie. La vida ha ido abriendo grietas, fisuras, que nos hacen más frágil, nos vamos preparando hacia la nada que es la muerte.

  En las recapitulaciones nos deja consejos, advertencias, miradas a la vida que va cediendo en su paso inexorable hacia el final.

  Todo el libro asume esa condición, el poeta ya está en el reverso de la vida y consciente de ello nos regala un testimonio que se hace luz y sombra cuando leemos sus versos. Guinda nos abre una ventana al tiempo y sabe que este ya se va cumpliendo.

   A través del libro navegamos hacia ese espacio donde la luz se hace sombra y el niño que fue ya ha dejado sus sueños en la nada del tiempo. Un libro donde la emoción está siempre presente porque late en versos verdaderos. Los deslumbramientos son los destellos que han dejado en el poeta una luz que siempre contiene sombras.

 

Ángel Guinda, Los deslumbramientos. Recapitulaciones, Zaragoza, Olifante, 2020.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

13 de octubre de 2020


Como una vieja Sherezade

 

Una noche más obligada a inventar una nueva historia que le permitirá seguir viviendo. Sobre un papel, lentamente, inicia un relato cuyo interés prolongará unas horas más su vida. Resistir el vértigo, sostenida por la fiebre de encontrar un final aceptable para el enigma planteado.

Como una vieja Sherezade que cada madrugada se engaña, ya solo a si misma, aplazando el destino que tiene adjudicado, desafiando la necesidad con el deseo, resistiendo, refugiada en un papel, la certeza de que será finalmente abatida. Alcanzar el amanecer es la victoria. No hay más recompensa que el júbilo de quien siendo pequeño ha logrado parecer fuerte.

No hay misterios que desvelar, solo la alegría de saberse diestro en el juego, de saber amagar contra la parte más oscura de uno mismo. Como el niño que es feliz ganando con trampas sus partidas solitarias. Engañar al engaño en el que, sin salida, nos sumerge el tiempo.

Poder mirarse al espejo sabiendo que queda siempre por levantar otro velo y descubrir algo nuevo, quizás una sorpresa, en el rostro cansado que ve todos los días.

No ha sido capaz de encontrar más que cuentos para escapar del presente inexorable, en el que cada noche, como un titán, tiene que abrir un paréntesis.

 

 

 


Horizonte


Instintivamente volvió a acercarse a la ventana y a mirar la pared que era su horizonte constante desde que se mudó a aquel piso. Encendió el penúltimo cigarro de la tarde, llevaba seis meses viendo cada día ese muro que, en un primer momento, no imaginó que pudiera llegar a convertirse en una presencia continua. Había llegado a conocer cada uno de los cambios de color que a lo largo del día la luz iba dibujando en la pintura gris, cada sombra producida por las antenas de los tejados vecinos al interponerse en el camino del sol, y el lugar exacto en el que aparecerían las manchas de humedad los días de lluvia según soplara el viento.

Incomprensiblemente, su casa estaba construida frente a la pared medianera de otro edificio en lugar de pegada a él; nadie parecía conocer la razón.

Pasaba horas en su ventana como si en lugar de un muro pudiera ver la ciudad entera desde su casa. El desinterés acerca de las vidas de los demás, de nada que no fueran sus densos recuerdos, hacía que el panorama le resultara tan atractivo como el que hubiera podido contemplar desde el ático más caro de la ciudad.

Cerca de los setenta, y habiendo viajado por el mundo le bastaba aquella pared para consumir su tiempo mirándola. Lo que casi todos considerarían aburrimiento era para ella un privilegio y agradecía intensamente la falta de deseo que la alejaba del resto del mundo, estaba cansada y solo necesitaba pequeñas comodidades y vecinos discretos. Había decidido ocultarse de todos aquellos a quienes había conocido y casi olvidado.

Algunas veces también miraba sus manos, que se iban haciendo extrañas, cada vez más, eran las manos de una vieja. Recordaba el tiempo en el que la vejez parece que no vaya a alcanzarte nunca, como la enfermedad o la muerte, el tiempo en el que miras al mundo con ojos altivos y a los adultos con condescendencia, y de pronto, casi sin aviso previo, allí estaba. Ya era como ella recordaba a su abuela, las mismas arrugas, las manchas en la piel, las canas, un ligero temblor en la voz... No tenía espejos en la casa, solo se podía ver de pasada reflejada en los cristales de la ventana, no quería sentirse obligada a llevar la cuenta de los desperfectos. En cambio, por las noches contemplaba su sombra proyectada en el muro por el flexo de su mesa. Su sombra apenas había cambiado, en ella sí se reconocía, reconocía la imagen en negro de sus dedos largos, el movimiento de su pelo al levantar la cabeza, sus gestos con el brazo mientras fumaba... Durante unos minutos recuperaba la seguridad que, durante años, le dio su belleza y que al final había resultado tan inútil como todo lo demás. Jugaba un rato sabiendo que algún vecino podía observar sus juegos, bebía unas copas, algunas noches bailaba un poco y cuando se cansaba apagaba la luz. El día siguiente volvería a ser igual, horas que pasan sin traer novedades, la vida siguiendo su curso fuera, sin llegar a salpicarla, mientras ella no la miraba a través de su ventana. Estaba segura de que no le quedaba nada por hacer y comenzaba a pensar que un día, cuando se cansara de contemplar ese gris incesante, se decidiría a abrir la ventana y salir.

 

 

 

¿Cómo puedo excusarme yo por no ser capaz de no leerlas?

 

Qué agradable resulta olvidar quién eres y disfrazarte con la piel de otro; aunque ese otro no sea mucho más afortunado que tú. La tristeza que siento al leer sus cartas no es la mía y, por ello, resulta más soportable. ¡Pobre hombre! Después de los cuarenta, uno ya no debería sentir ciertas cosas. Y menos aún escribir sobre ellas.

¿Pero cómo hubiera podido adivinar que la fría admiración de los eruditos acabaría publicándolas?

¿Cómo puedo excusarme yo por no ser capaz de no leerlas?

Me conmueve su amor en vilo, pendiente del correo, de barcos que cruzaban el Atlántico y trenes que atravesaban Europa. No quiero llegar al final porque sé que, a pesar del esfuerzo y el amor convertidos en miles de palabras, esa pasión cayó derrotada y se hundió en amargura y dolor para él, y casi en indiferencia para ella.

Otras en su lugar se hubieran sentido afortunadas.

Escrito en Sólo Digital Turia por Eve Ferriols

 

 

Traducción y nota previa de Viorica Patea y Natalia Carbajosa

 

 

Ana Blandiana (n. 1942), poeta de excepción, es una figura legendaria de la literatura rumana, en la que ocupa un lugar comparable al de Anna Ajmátova o Vaclav Havel en las letras rusas o checas. Destacada opositora al régimen de Ceau?escu, Blandiana forma parte del grupo de escritores que concibieron su vocación literaria como la de ser testigos de su tiempo y la literatura como una forma de resistencia moral.

Autora de catorce libros de poesía, dos volúmenes de relatos fantásticos, nueve de ensayos y una novela, es la poetisa rumana actual más internacional. De su obra se han traducido hasta la fecha sesenta y nueve libros a veinticuatro lenguas.

Después de 1989, Blandiana reorganizó el PEN Club rumano. Además de haber recibido numerosos galardones literarios, nacionales e internacionales, en 2009, Blandiana fue condecorada con la más alta distinción de la República Francesa, la Légion d’Honneur por su contribución a la cultura europea y su lucha contra la injusticia. El Departamento de Estado de EE.UU le ha concedido el Premio Mujeres Rumanas Valientes (2014).

Ana Blandiana es Ciudadana de Honor de cuatro ciudades de Rumanía: Sighet, Boto?ani, Timi?oara y Oradea, y ha recibido el Doctor Honoris Causa de la Universitatea de Vest, Timi?oara (2014) y de la Universidad de Cluj (2015). Desde 2012, se celebra anualmente el Festival Nacional Ana Blandiana para la Creación e Interpretación (FAB), bajo los auspicios del Ministerio de Educación y el Consejo de Enseñanza Media de Braila.

Ana Blandiana ha sido nominada para el premio Poeta Europeo de la Libertad (2016) por su libro de poemas Mi Patria A4 (2010, publicado por Pre-Textos 2015).

De naturaleza romántica, contemplativa y visionaria, su poesía aspira hacia un lirismo de las esencias y cultiva un tono sincero y espontáneo de inflexiones metafísicas. Su poética, basada en el sentimiento trágico de la existencia, se perfila como un arte que revela a la vez que esconde los significados de las cosas.

 

Los dos volúmenes El Sol del más allá (2000) y El reflujo de los sentidos (2004) nacen de la época de efervescente activismo cívico de la autora posterior a la Revolución de 1989 y a su subsiguiente desilusión, al ver cómo los principios éticos eran cada vez más arrinconados en las agendas políticas de todos los partidos. Asumió su destino solitario, el de ser una Casandra que no renuncia a formular en alto las verdades fundamentales de la existencia, incluso cuando resultan incómodas o impopulares.

 

 

Fluyo, fluyo

 

Soy el primer hombre que envejece

Bajo el sol de estos cielos ardientes.

Solo descubro,

Sin ayuda de nadie,

Este enorme asombro

De un cuerpo que, aun siendo mío,

Se ha quedado atrás,

Como una orilla asolada,

Mientras que yo fluyo,

Fluyo sobre el mar

Hasta que dejo de verme.

 

 

Prendidos en las ramas

 

Prendidos en las ramas,

Algunos casi secos,

Otros comenzando a madurar,

Pero todos con los vestidos ajados,

De estambre,

Y las alas enredadas en el viento.

Hace tiempo que dejaron de intentar soltarse

Y caer,

Como sabiendo

Que más abajo existen otras ramas

En las que se marchitan

Otros ángeles.

 

 

Dos cruces


Tú fuiste mi cruz

Alta y delgada,

Capaz de crucificarme

Viga sobre viga.

Yo he sido tu cruz

Niña

Reflejada en el espejo.

El mismo movimiento

Para el abrazo y

La crucifixión,

Para el novio

Y la novia.

Deja que el tiempo

fluya dos veces,

Desde el ocaso y desde el alba,

Para uno y para otro,

Para que se nos asemeje

Y, sombrío, nos

cubra de flores.

Entre las que miraremos hacia el cielo

Adornado con dos cruces gemelas:

Una de ellas, de sombra.

 

 

El navío de los poetas

 

Los poetas creen que es un navío

Y se embarcan.

 

Dejadme subir al navío de los poetas

Que avanzan por las olas del tiempo

Sin mecer su mástil

Y sin tener que moverse

(Pues el tiempo se mueve alrededor

Cada vez más rápido.)

 

Los poetas esperan y declinan dormir,

Se niegan a morir,

Para no perderse ese último instante

Cuando el barco se separe de la orilla.

 

Pero ¿qué es la eternidad

Sino este navío de piedra,

Esperando con obstinación

Algo que nunca sucederá?

 

 

Lamento

 

Es difícil estar sola

Con los demás, amargura

En las hojas, su color nuevo

Se apaga mientras caen

Y bajo los rancios muros encalados

Asoman las muecas de antes de la guerra.

 

Lo peor deja arena en los dientes,

Lo mejor fermenta rimas agrias,

Me es difícil estar sola

E incluso más en medio de la gente,

Me es difícil callar

Y más difícil aún gritar

Una verdad hecha añicos.

 

Pero, sobre todo, tengo miedo y me es difícil

Arrastrar a Dios

De regreso al cielo.

 

 

 

(Estos poemas forman parte de los libros El sol del más allá y El reflujo de los sentidos, de próxima publicación por la editorial Pre-Textos)

Escrito en Lecturas Turia por Ana Blandiana

14 de septiembre de 2020

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(Natalia Ginzburg, sobre Sandro Penna)

 

 

Me va creciendo la tristeza

día a día

en mi caparazón de plástico,

se me refleja insomne

en las pupilas, en la orejas

y en cada paso que se ahoga en la silla.

 

   Por la ventana

   sesgo el vaivén de la inmodestia

   cada noche a las tres,

   poco más o menos,

   en que repaso el aire

   que no remueve ni un átomo de boca.

 

Sólo la paza,

lujosa soledad del equilibrio

inestable y desnudo. Ni siquiera

un brillo, un pequeño destello de almohadas

me incita ya a escarbar un afluente. No

me atrae la obstinación de las truchas,

el discurso anodino y meliloto

del arco iris amor azanahoriado

 

   Callo y espío

   echado en la cama, telefoneo.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Joaquín Carbonell

El imposible lenguaje de la noche (2020) es la primera novela de Joaquín Fabrellas (Jaén, 1975), autor que hasta la fecha ha publicado una serie de libros de poemas —Estertor en las piedras (2003), Oficio de silencio (2003), Animal de humo (2005), No hay nada que huya (2014), República del aire (2015) y Metal (2017)—, además de la plaquette Clara incertidumbre (2017). A su labor creadora cabe sumar sus aportaciones críticas aparecidas en importantes revistas nacionales e internacionales, a propósito, principalmente, de la poesía contemporánea en lengua española: Juan Antonio Bernier, Francisco Ferrer Lerín, Francisco Gálvez o Manuel Lombardo Duro, entre otros, han suscitado su interés. Asimismo, en la actualidad se desempeña como profesor de Secundaria y Bachillerato en la especialidad de Lengua Castellana y Literatura. Las tres facetas, de uno u otro modo, se vinculan con el lenguaje, un problema recurrente en su literatura que también forma parte, como veremos, de la novela que nos ocupa, avalada por el sello de Chamán Ediciones dentro de su firme apuesta por «publicar textos de calidad literaria que muestren autores conocidos o desconocidos para el público lector», tal como especifica su página web (<https://chamanediciones.es/conocenos/> [26/8/2020]).

La obra se articula a través de un relato de complicada síntesis, compuesto como está de fragmentos que se entrelazan, más o menos directamente, para constituir una trama múltiple. Esta implica de manera concreta a Paul Demut —«miembro de la Generación Beat, cronista de la noche de Nueva York. (1933-1985)» (p. 199)—, cuya identidad constituye una de las claves que la novela encierra. En el interior descubrimos cartas, entrevistas, crónicas y otros documentos que se atienen a una mutua interdependencia y una cierta cohesión que nace, en términos narrativos, de su yuxtaposición de acuerdo con su avance cronológico. A fin de unir estos documentos y llegar a construir una imagen completa del todo, será especialmente importante la colaboración del lector.

A esto último contribuye la organización del conjunto del libro en torno a unas secciones determinadas: tres centrales —«El manuscrito imposible de una noche (1955-1965)», «Vidas salvajes. Halcones de la noche (1965-1975)» y «Enterrad la ceniza (1975-1985)»— a las que se unen un pasaje introductorio de Demut, donde se percibe la voz de un hombre cansado de su propia existencia que se entrega a una «novela que nunca acaba» (p. 16), y una elocuente nota final. Esta concede una lógica sorprendente a la serie de escenas desarrolladas a lo largo de las tres décadas a que aluden los títulos anteriores, propósito semejante al que cumple el primer texto de Demut, y ambos esenciales para el funcionamiento global de la obra.

Así, encontramos información detallada de toda una generación, que es la de Demut, a través de los dichos documentos. Por ejemplo, se hace al lector partícipe del contenido de una carta de Jack Kerouac al propio Demut o de detalles íntimos de Allen Ginsberg. También se reproducen entrevistas a Thelonious Monk, Bill Evans, Dylan Thomas, Lou Reed o Johnny Cash o están presentes, de una u otra forma, Charlie Parker, Lee Krasner, Miles Davis, Andy Warhol o Norma Jean-Marilyn Monroe, pues se explora esta doble vertiente nominal. Numerosos personajes de la realidad histórica se filtran en la novela, donde entrarán en contacto con los enteramente ficticios. Unos y otros refuerzan la cohesión del todo a partir de su aparición en más de un segmento textual, con singularidades como la de que un personaje que vive en un segundo plano una cierta escena puede pasar en otra al primero, como lo revela este título: «3.- Bitches Brew (Hablan las chicas que coincidieron con Antoine esa noche)» (p. 32). Un extracto interesante, además, porque ejemplifica el funcionamiento general de los títulos de los fragmentos, importantes de cara a la orientación del lector: llevan los números correspondientes, consecutivos en cada parte; una denominación, y normalmente un subtítulo.

También merecen atención otros elementos textuales significativos, como son las citas que se insertan en unos lugares específicos: una de Jack Kerouac en el umbral de la primera parte, una de Virgilio en el de la segunda y una de Roland Barthes en el de la tercera, que se encuentran precedidas de una más de Witold Gombrowicz. Las cuatro coadyuvan a suscitar la atmósfera que se busca en la novela, que puede condensarse en la máxima de recrear el ambiente cultural en que se movía la generación beat y todo lo que la rodea, con lo cual debe ponerse el foco en el contexto de Nueva York y la noche, tan característico de esta como de las acciones que se hilvanan en nuestro relato. Por tanto, en consonancia con la cita que se aduce de Barthes —«La modernidad comienza con la búsqueda de una Literatura imposible» (p. 127)—, en El imposible lenguaje de la noche se impone la tarea de explorar vías expresivas que difieran de modelos bien conocidos que ofrece la tradición literaria, como pueden ser las novelas con un narrador omnímodo a la manera decimonónica. Fabrellas persigue una mirada caleidoscópica, incompatible con aprehensiones únicas de la realidad, en la estela de paradigmas como los representados por William Faulkner o John Dos Passos, entre otros.

No extraña, así pues, que la novela se asimile a un mosaico, donde muchos personajes toman la palabra desde unas perspectivas y unos pareceres que se complementan entre sí en la reconstrucción que se lleva a cabo. Conviven, incluso, denominaciones de distinto cariz para idéntico referente, como ocurre con la misma generación beat, cuyos miembros y seguidores son designados en varias ocasiones con el despectivo nombre de beatniks, de amplia difusión durante las décadas en cuestión, como es bien sabido. Y es que no poco tiene El imposible lenguaje de la noche de ensayo, cuyo contenido se orienta hacia una cultura y unos protagonistas que comparten el talento y una infatigable dedicación a las disciplinas en que se consagraron como artistas destacados y figuras de una época, en un ascenso jalonado de no escasos ni leves sufrimientos. De los músicos antes mencionados, baste pensar que Bill Evans murió apenas superados los cincuenta años o Charlie Parker sin haber cumplido los treinta y cinco, con sendas carreras tempranamente interrumpidas. Lo mismo podría decirse de otra personalidad de ese entonces, pues uno de los fragmentos se titula «Escrito en la muerte de Billie Holliday», el cual rezuma frustración y angustia: «La voz más bonita del mundo, eso dijeron de mí, eso dijo Sinatra de esa chiquita de cara afable que iba a comerse el mundo y aquí me tenéis, no puedo ni recordar ninguna canción ahora, ninguna...» (p. 91). Son artistas que alimentan sus ideales frente a la masa social, que la novela muestra atrapada en los patrones que se le imponen e incapaz de disfrutar de una libertad propia.

Se desarrolla en estos términos una historia impregnada de evocaciones culturales: está la literatura, pero también la pintura —con una notable inclinación por el expresionismo abstracto—, el cine o, principalmente, la música. Tendrán lugar, de hecho, en el Port Moresby, un bar y local de conciertos, algunos de los sucesos más agitados de la novela, incluidos significativos incidentes que se concatenarán en interesantes intrigas, con un detective que desempeña un papel importante al respecto. Pasarán allí la noche, en un clima de alcoholismo, drogadicción y prostitución, celebridades de la cultura, sobre todo escritores y músicos, particularmente relacionados con el jazz. Género este en torno al cual, durante toda la novela, se entreteje una tupida red de referencias que evidencian un vasto conocimiento de la materia.

Pero la presencia del jazz resulta fundamental no solo por las alusiones que recibe, sino también, entre otras razones, por una cuestión formal nada desdeñable que lo implica. Y es que los textos iniciales de la primera de las tres partes centrales muestran en nota al pie, nada más comenzar, una recomendación musical que conviene escuchar mientras son leídos, estableciendo así una singular conexión con los receptores del libro. La primera de estas notas nos pone sobre aviso, y las posteriores remitirán a los discos homónimos de los títulos, como el ya mentado «Bitches Brew», o «Kind of Blue», «So What», «In a Silent Way», etc. Al respecto, cabe decir que Fabrellas ha creado una lista de reproducción en la plataforma musical Spotify con las canciones de la novela, muchas alrededor del bebop, que está muy presente en general: <https://open.spotify.com/playlist/4YsrREr7M4sKtYoNmuRjwF?si=Yx3e-ukDT8mykrPoCGXmTQ&fbclid=IwAR2qtnkUm2_rfQGeYHwqpo9OI75dT-0GG0S-0dT9Qs-ljnBW9EHYencPP7A> [26/8/2020].

Es más, ha llegado el escritor a confesarme que la obra se fundamenta, desde el punto de vista constructivo, en la idea de la improvisación, aplicada en la pintura, la literatura o, como me interesa destacar ahora, el jazz. En virtud de esta noción, en el caso presente, se busca una entrega sin restricciones a la escritura, buscando liberar con ella, sobre el blanco del papel, el impulso creativo, lo cual no quiere decir que el autor no establezca con anterioridad, en mayor o menor precisión, lo que se propone, por ejemplo acerca del argumento. De alguna forma, a lo que aspira es a escribir como se vive y a que el pensamiento pueda desatarse en armonía con lo que se escribe. Es una técnica de la que, por ejemplo, se sirvió Kerouac, y que, como he anticipado, se relaciona con el jazz, tanto en el pasado como en la actualidad. Así las cosas, no sorprenderá que Fabrellas también me precise, a propósito de El imposible lenguaje de la noche, una canción relevante en la historia del género musical: Solar. Me señala, en particular, la interpretación que de ella hizo, en compañía de Scott LaFaro y Paul Motian, Bill Evans para el disco Sunday at the Village Vanguard (1961). En esta última, mejor conseguida que otras según su criterio, los sonidos de los instrumentos se suceden en cadena y se reúnen al final, dinámica que no es ajena al armazón estructural de nuestra novela.

Junto a lo anterior, la improvisación, como se puede esperar, tendrá una incidencia decisiva sobre el uso de la lengua. Principalmente, a modo de ecos estéticos de la generación beat, que tienen continuidad aquí a través de una expresión, con frecuencia, cruda, directa y cargada de espontaneidad y dosis de coloquialismo. Coordenadas estas desde las que se hacen abundantes alusiones al sexo, el alcohol o las drogas, en pasajes como el siguiente: «Me lo encontré, me miró con indiferencia, me insultó, me dijo: chulo de mierda, me gritaba que qué hacía por su barrio, como si la ciudad fuese suya, o esa parte infecta de la ciudad, cerca del Port Moresby, yo sabía que ese bar era una tapadera de la pasma, pero Antoine, ni puta idea, no sabía si jugaba a dos bandas, de todas formas, iba a darle una paliza por levantarme a mi zorra, que casi la mata de un chute y no pude sacarle durante unos cuantos días, el muy cabrón, si me empieza a tocar las putas, adónde vamos a llegar» (p. 65). Estos se enlazan con otros más contenidos, sobrios, algunos de especial plasticidad: «La imagen devuelve un plano general de un interior, una ventana que se dobla sobre sí misma. Los dos amantes no saben que estamos hablando de ellos como lo estamos haciendo, están repletos, cansados, medio envueltos en las sábanas. Podrían formar parte de un cuadro barroco, ser un cuadro; la luz pasa por la persiana interior medio recogida, entra a raudales, pero no molesta» (p. 69). No cabe duda, así pues, de la atención por la lengua como componente de relieves, vigor y ritmo propios. Es una realidad tan viva como los personajes, y al igual que ellos alberga muchos matices.

En suma, estamos ante una personal aportación narrativa. En esta se consigue aquilatar la atmósfera que antes mencionaba, y ello se une a ricas evocaciones culturales e históricas y un sugestivo uso de la lengua. Además, entre otras cosas, destacaría la estructura y un valor que solo apunto: las conexiones entre ficción y realidad. Veremos si Joaquín Fabrellas prosigue en el cultivo de la novela, género que se le presenta propicio para articular tramas significativas desde su habitual detenimiento en las cuestiones lingüísticas, que atestiguan su poesía y ahora El imposible lenguaje de la noche.

 

 

Joaquín Fabrellas, El imposible lenguaje de la noche, Albacete, Chamán Ediciones, 2020.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pedro Mármol Ávila

4 de septiembre de 2020

Esa noche, todos los televisores transmitieron la misma señal: en primer plano aparecía la cara de quien muchos habíamos alentado, solo que ya no sonreía con suficiencia. Mostraba cierta forma de perplejidad, como si de pronto se hubiera despertado en una tierra remota, algo hostil. Más aún cuando en la pantalla apareció Alberto Fujimori, el triunfador de las elecciones. Entre los gritos del público y los flashes, Fujimori y Vargas Llosa declararon ante la prensa nacional y extranjera, se tomaron las manos y las alzaron en señal de victoria. Pocas horas después el escritor subiría al avión que, por fin, lo llevaría de regreso a Europa, y abandonaba así a los peruanos en ese sueño que, sin que nadie lo advirtiera, ya comenzaba a convertirse en delirio. Uno de esos delirios donde todo sería posible, y que nadie sabría cómo contrarrestar, ni tan siquiera contar. Porque, según afirman, las palabras resultarían demasiado justas.

Recuerdo que subimos a la azotea con mi padre. El cielo estaba cubierto y sin estrellas, pero pudimos ver el avión haciéndose cada vez más chiquito hasta desaparecer en el horizonte. Quisimos creer que era el avión que se llevaba al escritor; sin embargo, de inmediato otro avión surcó el cielo. Y luego otro. De hecho, nos acostumbraríamos a ver aviones sobrevolar la superficie de ladrillos, montículos de arena y piedras. Parecían ballenas repletas de náufragos dispuestos a comenzar desde cero, más allá de esa humedad que oxidaba y carcomía sin descanso. Cuando bajamos de la azotea, todos dormían, no se oía ruido alguno a no ser por las voces que salían de la pantalla. El comentarista vaticinaba un gran futuro para nuestro país; por fin, habíamos elegido un presidente que, con honradez, tecnología y trabajo, nos sacaría del abismo.

Pese a las admoniciones de mi madre —había que abrir los ojos, debíamos irnos mientras fuera posible—, mi padre decidió que nos quedaríamos a dar batalla, hasta que uno de los dos fuese derrotado. No entendí muy bien a quién se refería. Tampoco busqué comprenderlo. Me preocupaba más lo que ocurría en el barrio. Finalmente, habíamos llegado a la final del campeonato interbarrial. Estábamos ansiosos por levantar la copa, que hablaran de nosotros por todas partes; eso sí, sabíamos que iba a estar tranquísima. Los de San José, nuestros rivales, habían encontrado un refuerzo inesperado. Se llamaba Perico y jugaba en los calichines de Cantolao. Lo habíamos visto jugar en la semifinal: técnico, veloz y quimboso, él solito podía ganarle a todo aquel que se le cruzara en el camino.

Si mal no recuerdo, poco después, mi padre se lanzó a la construcción del segundo y tercer piso. Sin que él se diera cuenta mi madre se acostumbró a mirarlo desde el marco de la puerta. Otra vez estaba perdido en las nubes, como ella siempre decía, algún día por fin se estrellaría. Mi padre apenas advertía sus comentarios o admoniciones. Frente a él tenía extendidos los planos de la casa, aquí estaría el cuarto de los chicos; al lado, el de ambos; acá tendríamos un jardincito, hasta una terraza en la que podríamos hacer parrilladas. En este mismo lugar, señalaba con el índice, acondicionaría su consultorio particular. ¿Se imaginaba? Por fin, podría recibir a los pacientes del barrio, del distrito, de la ciudad entera. En lugar de responderle, mi madre se daba media vuelta y regresaba a sus ocupaciones.

Conforme pasaron los días, las semanas y los meses, cedimos a esa expresión demasiado prolongada de lo provisorio: los colchones por el suelo; el bidón de agua para cocinar, lavarse las manos, evacuar el baño; los hierros desnudos y doblados que ya empezaban a enmohecerse. En el fondo sabíamos que los obreros habían dejado de venir, no tanto porque el sindicato estuviera en huelga, como por falta de pago. Nadie decía nada, dejábamos a mi padre partir cada mañana rumbo a la clínica donde trabajaba. Bajo la excusa de falta de liquidez ya no le remuneraban una parte del sueldo. Lo poco que ganaba apenas nos daba para comer y cancelar las mensualidades de los colegios. Una vez que mi padre se iba mi madre guardaba los planos en el ropero. Una película de polvo recubría la mesa. Ella se apuraba en pasarle una esponja húmeda para que pudiéramos posar nuestras tazas y cuadernos. Siempre hacíamos las tareas a última hora.

Cuando comenzó la guerra con el vecino Ecuador hacía varios días que los planos ya no salían del armario. Cada noche, frente al televisor, mi padre maldecía, qué carajos, por un miserable pedazo de tierra morirían cientos. ¿Por qué no regalábamos de una vez ese terreno a los ecuatorianos? En la pantalla, aparecía el presidente Fujimori: hablaba de valor y sacrificio. En medio de la selva más inhóspita, señalaba un mapa, indicando que se encontraban en territorio liberado de manos enemigas. Allí mismo la historia levantaría el edificio de su orgullo nacional. En el cielo oscuro los aviones Mirage sobrevolaban nuestras cabezas, haciendo sonar las alarmas de los carros, y rajaban una que otra ventana. Pero a nadie, salvo a mi padre, parecía importarle. Los comentaristas destacaban la potencia de nuestras Fuerzas Armadas, el final de la guerra era inminente, decían, el país entero celebraría una gran victoria. Mi padre estuvo de un humor de perros durante esos días, pero ya había empezado a calmarse con unos sorbos de cerveza o ron o pisco, lo que fuera. Le debían no sé cuántos meses en la clínica y cuando se le ocurrió reclamar le respondieron que no tenía más que renunciar. Y sanseacabó.

Tiempo después, perdimos otro campeonato, una vez más frente a los de San José. Diez minutos antes del final el árbitro nos anuló un gol. Después, el maldito de Perico nos metió dos. El segundo fue anotado con una clarísima mano que, como era de esperarse, el árbitro nunca vio. Ni siquiera después de que pitara ese gol nos descompusimos. Al contrario, batallamos con todo hasta que, un par de minutos antes de que terminara el partido, el árbitro se negó a cobrar un penal que me hicieron en el área chica. “Árbitro vendido, pito regalado”, saltó todo el barrio en las tribunas. Terminamos en pelea con el árbitro, el equipo contrario, el barrio de San José enterito. “¿Ya te viste la rodilla?”, dijo mi padre en el carro, con cara que no anunciaba nada bueno. No le respondí, la radio hablaba del éxito nacional en el conflicto contra el Ecuador, ahora seríamos un país no solo pacificado, sino que, también, unido. Al rato llegamos a la clínica, detrás del Palacio de Justicia. Mientras íbamos a que me hicieran la radiografía, nos dejábamos saludar por las enfermeras, administrativos y colegas de mi padre con una mezcla de estupor y distancia. No sé por qué razón mi padre me pareció uno de esos comediantes que pierden la careta en medio de la escena y frente a todos los espectadores. Quizá en ese momento, sin ser consciente, empecé a comprender muchas cosas acerca de él.

Mientras esperábamos a que me dieran de alta —fractura de rótula—, me animé a pasear por la clínica. Tendría que utilizar muletas, así que lo mejor era aprender de una vez a caminar con ellas. El médico me había prescrito varias semanas de reposo y después rehabilitación, si es que quería seguir jugando al fútbol. La verdad, nunca más volvería a jugar. Y me pregunto hasta qué punto fue determinante ese paseo que di en la clínica, aprovechando que mi padre se atareaba en cancelar la cirugía y terapias posoperatorias. Había escuchado decir que allí estaba internado Teodoro “Lolo” Fernández, el mítico cañonero, quien campeonó con Universitario, triunfó en los Bolivarianos y nos llevó a la victoria en las Olimpiadas de Berlín. Mi padre me había contado que metía unos pelotazos tan fuertes que desgarraban las redes de los arcos. Con algo de suerte encontraría su habitación al cabo de transitar por tantos pasillos y patios.

Avancé con mis muletas entre monjas y sacerdotes, enfermeros y convalecientes, por pasadizos cada vez más sombríos y olvidados. Conforme me perdía por los corredores se desvanecía la esperanza de encontrar al mítico cañonero. No obstante, por una razón que no entendía, no dejaba de seguir adelante hasta que llegué a una especie de patio detrás de otro patio, un patio vacío y húmedo, donde apenas entraba la luz y se amontonaban varios objetos que la desidia y el desdén parecían haber olvidado, sin resolverse por fin a arrojarlos. Estaba viendo las revistas y los periódicos cuando, de pronto, escuché una radio encendida. La música provenía de una habitación con la puerta entreabierta. Apenas la empujé un ruido de bisagras desvencijadas agitó lo que hubiera en la cama. Tardé unos instantes en acostumbrarme a esa penumbra. Desde lo más hondo de la cama, detrás de un plato donde reposaba una papa rellena, un señor viejísimo me clavó la mirada. No respondió a mi saludo, parecía absorto, como si estuviera en otra dimensión, un lugar sin lugar, una región sin fronteras, y no en esa habitación estrecha, con olor a sudor, remedios y naftalina. “¿Qué te pasó en la pierna?”, escuché de pronto, y vi que con un dedo, que parecía un lápiz mordido, señalaba mi rodilla.

Cuando me di cuenta, mi padre me empujaba fuera de la habitación, mientras se deshacía en disculpas.

“¿Papá, quién era ese señor?”, atiné a decir en el carro.

“Es un poeta, hijo. Se llama Emilio Adolfo Westphalen”.

El verano siguiente, mientras los del barrio partían de vacaciones a Cerro Azul, San Bartolo, o cualquier otra playa, nosotros nos quedamos en casa. Apenas recuerdo un fin de semana en Huaral, donde fuimos con la excusa de ver a la abuelita. Estaba chocha, apenas nos reconocía, pero ni así había olvidado su antipatía hacia mi padre. Esa vez fue peor que nunca, pues lo acusaba de haber malogrado la vida de su hija y sus nietos, era un bueno para nada, tenía la cabeza en otra parte. Mamá se terminaría quedando con ella los tres meses que duraban las vacaciones. Pobre abuelita, vivía sola con sus gatos, necesitaba que alguien se ocupara de ella, al menos por un tiempo. En el camino de regreso mi padre no paró de maldecir su mala suerte, jurar que pronto se desquitaría de todos, ya verían, ya verían. Apenas le hicimos caso. Detrás de la ventana, bajo un sol insoportable, desfilaba lo que quedaba de la ciudad, unos perros flacos, los vendedores ambulantes, unos niños que corrían detrás de una llanta.

De hecho casi ni vimos a mi padre durante esas semanas. Partía temprano por la mañana, dejando el olor de su colonia, y regresaba a las quinientas, cuando yo ya me había acostado. Mis hermanos apenas se dieron cuenta: aprovecharon de la inesperada libertad para jugar Súper Nintendo, alquilar motocicletas, salir en mancha a otros barrios. Según cuentan, ese fue el verano en el que aprendieron a fumar, tuvieron sus primeras borracheras, se mandaron a sus flacas. Cuando los amigos regresaron de la playa encontraron demasiados cambios, como si todos hubiesen alcanzado algo similar a la vida adulta. Todos menos yo. Al menos no de la misma manera. Esas fueron mis primeras vacaciones después de terminar la secundaria. Debía sacarles el jugo si quería pasar el examen de ingreso en la universidad. Fue entonces cuando, sin que nadie lo hubiese anticipado, otro drama detonó en la casa tras el regreso de mi madre.

Al cabo de tantos años, ya de vuelta en el Perú, me digo que muchas familias vivieron lo mismo. Lo único diferente era el desenlace. Casi siempre el joven irreflexivo termina sometido, estudia Derecho, Ingeniería, Arquitectura, cualquiera de esas carreras para un futuro promisorio. Pese a la oposición de mi mamá —desde su regreso, algo había cambiado en ella para siempre—, en mi caso no ocurrió de esa manera. Nunca podré decir que entendí la poesía de Emilio Adolfo Westphalen, pero sí que tras leerla busqué la de César Vallejo, César Moro, Blanca Varela y la de muchos otros. En Lima todos sabemos que otros van a morirse/mucho antes que nosotros,/y que sus ojos en los nuestros nos dirán:/“Hasta nunca”. Inesperadamente, mi padre me apoyó en mi decisión de estudiar Literatura. Replicó a mi madre que me dejara tranquilo, esa era la carrera que él siempre había querido estudiar; al menos, uno de sus hijos la seguiría. Por lo demás, ¿alguien no debía contar, sin temor alguno, lo que habíamos sido en este país? Mi mamá le respondió que por qué demonios siempre se había empeñado en hacer lo opuesto a lo que hacían los demás. Había tenido la vida que quiso y la había arruinado, pero no tenía derecho a hacer lo mismo conmigo. Así, mi padre ganó en la penúltima pelea que tuvieron, la que selló mi destino. Tiempo después, cuando le recordé el episodio con el poeta de la clínica, mi padre se alzó de hombros, no recordaba nada de eso.

Es necesario confesar que ya nadie seguía creyendo en la casa de tres pisos. Vivíamos en algo parecido a una ruina doméstica en la que los años, el ingenio y algo parecido a la versatilidad, acumularon comodidades como un tanque de agua donde tuvo que ir la parrilla, un tendedero en lo que debió haber sido el jardín, un cuarto de estar en lo que pudo haber sido un comedor. Desde hacía mucho tiempo, habíamos armado nuestras camas, apropiándonos cada uno de un espacio que seguía siendo provisorio, pero que necesitábamos, y que, por fin, habíamos hecho nuestro. Un día, buscando lugar para mis libros universitarios abrí un viejo armario. Adentro, encontré los planos de la casa. Estaban amarillos en ciertas partes; en otras, la tinta había desaparecido. Lo que quedaba hacía pensar más en uno de esos mapas de ciudades siniestradas, enterradas por el olvido. Me llamó la atención reconocer lo que tuvo que haber sido el consultorio de mi padre, rayado con algo más que ensañamiento. También reconocer, con otra tinta, su caligrafía en una esquina: “Proyecto aplazado, aunque de inminente concretización”. ¿Todavía seguía creyendo que terminaría la casa? Al cabo de los años, mi mamá terminó por instalarse en esa habitación, sin importarle que estuviera del lado de la calle ni que fuera la más húmeda. Mis libros quedaron bien en ese armario, pese a que ahora, tras mi regreso, los haya encontrado, junto con los planos, convertidos en polvo de polillas.

Mis padres habían dejado de hablarse para lo que no fuera indispensable. Cualquiera que los hubiese visto habría creído que tantos años de matrimonio habían cristalizado en un idioma secreto, de solo dos locutores, en el que los gruñidos, los sobreentendidos, las indirectas eran más elocuentes que cualquier frase. Sin embargo era algo peor que eso. Recuerdo muy bien una tarde. Tuvo que haber sido después de que ingresara a la universidad, pues en mi recuerdo me veo leyendo un libro de Julio Ramón Ribeyro. O uno de Luis Loayza. En fin, poco importa. En mi recuerdo el teléfono suena y mi mamá responde. Se queda callada, deja entrar la voz del otro lado, en su oído, en su intimidad, allí donde nadie más tuvo que haber penetrado. Después, mi madre cuelga y la escucho sollozar, maldecir a mi padre, no tenía derecho para hacerla sufrir de esa manera, gracias a ella había sacado adelante su profesión. Cuando mi padre regresó, le reprochó sin dejarlo responder, como si de repente hubiera liberado un torrente durante mucho tiempo reprimido. Esa fue la última vez que pelearon.

Arriba, uno tras otro, seguían pasando los aviones, cargados de otros escritores, ingenieros, psicólogos, informáticos, muchos arquitectos. También familias, padres y madres que llevaban con ellos a sus hijos, en ocasiones sus padres, sin esperanza de regresar a la ciudad. De haber sido posible los peruanos se habrían ido hasta caminando; allá lejos, donde el trabajo los esperaba, las casas eran relucientes, los jardines siempre daban frutos. Podría decir que lo único que nunca cambió, a lo largo de todos esos años, fueron los aviones. En nuestro barrio, por ejemplo, los primeros en volar fueron los vecinos, los Allende. Vendieron todo antes de partir, la tienda, el carro, la casa, cada una de sus pertenencias. Primero, se había ido una de sus hijas, la Graciela, para cuidar niños y ancianos. Después, se fue la otra con el marido. Al final, quedaron los dos viejecitos esperando que alguien los recogiera. Cuando por fin ocurrió, ambos se despidieron de nosotros entre lágrimas. Tiempo después, nos llegó el parte de fallecimiento de don Gustavo. Lo enterraron no sé dónde, en España.

Otros amigos del barrio se fueron a Estados Unidos, Chile, Argentina, incluso a Ecuador. Mi padre maldijo cuando escuchó que Alberto Fujimori se presentaría por tercera vez a la presidencia. Había tomado no sé cuántos préstamos en el banco para pagar las pensiones universitarias, le debían varios meses en la clínica, los pacientes pasaban y prometían pagar más tarde, cuando no le pedían que les regalase la consulta. Con generosa resignación, mi padre aceptaba. Una y otra vez. No era culpa de ellos, sino de la barbarie en la que vivíamos y de la que nadie hablaba en la televisión, en los periódicos. Cada vez que lo escuchaba decir eso, me fijaba en las arrugas alrededor de los ojos, las canas en sus sienes, la curva de su espalda cada vez más pronunciada. Entonces, recordé su frase de “hasta que uno de los dos sea derrotado”. Quise creer que se había referido al país en el que nos había tocado vivir, al cual había declarado una guerra sin cuartel, perdida de antemano, pero de todos modos encarnizada. Cuánto me equivocaba era algo que descubriría más tarde.

No era el momento para descubrimientos sino para meterme en el vientre de otra ballena. Después de haber terminado la carrera, contra todo pronóstico, aceptaron mi inscripción en una universidad parisina. Podría continuar mis estudios en un país, una ciudad nuevos, en los cuales incluso podría ser alguien nuevo. “Aprovecha para quedarte a vivir en Europa”, me dijo mi padre esa mañana en el aeropuerto, antes de abrazarme. “Este país no tiene arreglo”, añadió antes de soltarme. “¿Qué tonterías le estás diciendo? Si para cuando regrese la casa ya estará lista”, corrigió mi madre con un tono que excluía la réplica. Sonreí por el extemporáneo intercambio de personalidades, mientras arrastraba la maleta por la zona de vuelos internacionales. Apenas despegó el avión, quise ver el techo de mi casa. No lo encontré entre tantos escombros. Me di cuenta de que Lima entera era un techo de hierros herrumbrosos y estirados al cielo, muebles despanzurrados, un sinfín de objetos que me hicieron pensar en la caligrafía de un idioma secreto. De pronto, la ciudad despareció debajo del manto de nubes, densas y blanquísimas.

Mi vida en París fue como ir a la zaga de una quimera, pero con los ojos bien abiertos. Apenas me di cuenta, ya llevaba varios meses en la capital, había cambiado de apartamento una y otra vez, así como había encontrado varios trabajitos. Uno de ellos fue el de albañil en la empresa de unos libaneses. Conocí a argelinos, turcos, marroquíes y muchos otros que llegaron a Francia por las mismas razones, aunque con distintos medios. Renovábamos apartamentos de familias francesas. Se iban un mes, nos dejaban trabajar tranquilos, en las paredes, gasfiterías y acabados. Cuando regresaban encontraban un apartamento radiante, listo para acoger una vida de hogar, con la torre Eiffel en el horizonte. Estuve un verano en ese trabajo, antes de encontrar una plaza de profesor de español en la academia donde, sin saberlo, trabajaría durante tantos años. Entretanto, defendería una tesis, así como también partiría a vivir a otras ciudades, solo para regresar de nuevo a París. Ah, también vería a Mario Vargas Llosa a lo lejos, un anochecer de verano. Grité su nombre, volteó, sonrió con su dentadura perfecta y alzó la mano tal y como recordaba haberlo visto hacer en la televisión. Luego desapareció.

Mientras tanto, en el lejano Perú ocurrieron muchos sucesos. Poco después de mi partida, Alberto Fujimori se atribuyó la victoria en una nueva elección. No duró mucho en su tercer mandato como presidente. Se descubrió que había inscrito su partido con firmas falsas. También se difundieron videos de su asesor Montesinos comprando votos de los congresistas de oposición. Mi padre me contaba que en el noticiero de la noche pasaban videos del asesor entrevistándose con políticos, futbolistas, periodistas, historiadores, abogados, empresarios, animadores de la televisión; en suma, el país entero. El punto culminante de cada entrevista era cuando entregaba fajos de dólares, entre sonrisas y abrazos. Tras el escándalo el asesor fugó en un velero, mientras que Fujimori presentó su renuncia a la presidencia por medio de un fax enviado desde Japón. Así había terminado la dictadura en mi país. Con unas cuantas letras que pretendían escamotear tantas injusticias, atrocidades y corruptelas. A pesar de las penurias que le había ocasionado, y contra todo pronóstico, mi padre era capaz de tomar las cosas con humor. “La casa estará terminada antes de que la situación en este país mejore”, dijo y ambos reíamos antes de colgar.

Al inicio regresaba al Perú cada año o dos. Después me casé. Tuve un par de hijos. Me hubiera gustado escribir que viajaba seguido con ellos para que pasaran momentos con sus abuelos. Sin embargo, ocurrió lo que debía pasar. Conocí a otra mujer, me fui un tiempo con ella, lo que duraba el sueño. A veces nos enamoramos más por prolongar una fantasía, que por la otra persona. También porque necesitamos creer que todavía es posible evadirse de la aspereza, aplazar lo inevitable. Recibí la llamada de uno de mis hermanos, poco después de que se dictara el divorcio. Mi padre se había puesto mal, le había dado un infarto. No quisieron contármelo la última vez, pero desde hacía mucho tiempo había tenido problemas de salud. Recordé que, pese a deberle muchos años de servicios, lo habían despedido de la clínica. Cuando colgué el teléfono, miré alrededor, las maletas abiertas, las botellas desperdigadas, los cuadernos desgarrados. Eso era lo único que había obtenido al cabo de tantos años en Francia.

Había transcurrido demasiado tiempo. Después de Alberto Fujimori, los peruanos habíamos tenido varios presidentes, incluso habíamos reelegido a Alan García. Emilio Adolfo Westphalen, el primer poeta que vi en mi vida, falleció en la misma clínica sin escribir más. Entretanto Mario Vargas Llosa había regresado al Perú con uno, dos, varios libros. Poco a poco los limeños dejarían de cultivar esa antipatía que se había convertido en la única manera de relacionarse con él. Es más, después de que ganara el premio Nobel, lo celebraron con excesivo orgullo. Alan García lo recibió en el aeropuerto, le colgó una medallita en la solapa, entre los flashes de los periodistas y los hurras de sus partidarios. En las fotos, ambos parecían haber olvidado esa enemistad que con minuciosa pasión se habían dedicado a mantener. Sin embargo, eso ya es literatura, forma parte de otra historia, una mitología donde existe una revancha, en la que los individuos ingresan en la historia nacional entre vítores y aplausos. Tantas palabras gastadas y vueltas a gastar sin remedio, arrojadas en un pozo silencioso y sombrío donde, en cualquier momento, estallaría un fulgor. Pero no habría nadie para verlo.

Llegué demasiado tarde. Mi padre había muerto horas antes, acompañado de mis hermanos y, desde luego, mi mamá. Lo que encontré fue un cuerpo despojado de pensamientos, afectos; de repente lleno de cicatrices. Pese al estado de su cadáver, el rostro tenía un semblante apacible. “Parece dormido”, pensé o intenté convencerme. Le tomé la mano y después no pensé en nada más. En cierta forma, había regresado a su lado y estaba seguro de que él lo sabía. Felizmente, pude apoyar a mis hermanos con los innumerables trámites necesarios para asegurar el velorio y el entierro. El día del sepelio, apareció una jovencita a quien nadie conocía. Bastó verla para que la reconociéramos y entendiéramos tantas cosas, tantos silencios, reproches y vacíos. Con voz apagada, nos contó, nos confesó que era hermana nuestra. La primera en abrirle los brazos fue mi mamá. No sería la primera sorpresa que me daría porque, contra toda expectativa, en los días sucesivos no dejaría de manifestar lo buen hombre que había sido mi padre, cuánto la había amado. Para ese entonces, ya no buscaba coherencia alguna. Además, esta no existe en el recuerdo de quienes nos fueron cercanos.

Al terminar la ceremonia les dije que regresaría a pie a casa. Uno de mis hermanos se propuso acompañarme, pero me negué. Pese a que me dolían las rodillas a causa de la humedad, necesitaba estar solo. Fue en ese momento que entendí a quién se había referido mi padre tantos años atrás con eso de que daría batalla, hasta que uno de los dos fuese derrotado. No se había referido a ninguna persona en especial, sino a algo más, algo que nunca conocimos, pero que desde el inicio sufrimos. ¿Quién ganó esa batalla? No lo sé, pero mi padre no fue derrotado. El viento sopló más fuerte, se llevó la tierra, el polvo, las briznas que se habían asentado sobre su lápida. Podía haber sido golpeado, humillado, incluso podía haber traicionado a los suyos, pero nadie lo había derrotado, eso no. Uno de los niños que merodeaba por el lugar se me acercó, ¿quería que me mantuviera limpiecita la losa? Le di unas monedas, antes de despedirme de mi viejo en su flamante casa. Y aquí dejo su historia, la historia de un héroe muy distinto a los demás, un héroe ordinario que no se encuentra en ninguna enciclopedia ni tratado, un héroe anónimo caído en el mismo combate para el que nos reclutaron a todos.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Félix Terrones

3 de septiembre de 2020

Quienes en tiempos disfrutaron con Santepar, la Trilogía del Renacimiento o los Relatos completos de Campos Reina (1946-2009) no pueden dejar de leer Parques cerrados (editado por Debolsillo en 2019), título bajo el que, en triple degustación, se acoge una exquisitez más de este celebrado autor de culto. Una exquisitez compuesta  por el ya conocido y jugoso ensayo De Camus a Kioto (2010), por su Poesía completa y, sobre todo, por el Diario del Renacimiento, los dos últimos inéditos. Exquisitez con la que, además de saborear de nuevo la delicada y ajustada prosa de Campos Reina, se ahonda tanto en sus entresijos vitales y creativos, como en su mundo referencial o en sus temáticas centrales, porque Parques cerrados, tal como se confiesa a comienzo del diario, es ante todo “un enfrentamiento conmigo mismo” (p. 27) y porque, sin duda, funciona como “una aguja de navegar” en la obra del autor que partiendo desde el despertar a la vida y a la literatura del autor en el paraíso infantil de Puente Genil y tras atravesar otros espacios cardinales como, por ejemplo, Sevilla o Málaga, desemboca de lleno en el epicentro mismo de su actividad vital y de su sabroso universo literario.

 

Parques cerrados supone de entrada  una auténtica delicia para el lector que ama y gusta de la buena literatura. No sólo por lo que en sí representa tal publicación al otorgar visibilidad y vida literaria a obras hasta ahora desconocidas, sino porque ayuda mucho a comprender la personalidad creativa de Campos Reina dada la honda y plural red de reflexiones sobre la que se sustenta el Diario del Renacimiento o por el humus que emana desde Poesía completa. El arco (sobre todo, de comprensión) que se abre con ambas es enorme, pues permite ir desde la más oculta y minúscula sensación hasta la más inimaginable meditación, accionadas todas ellas por la pluralidad de circunstancias (desde el impacto del paisaje infantil a que se conforma como esencial en la obra del de Puente Genil, por ejemplo) que movieron al autor durante su fecundo proceso creativo. Ideología,  filosofía, estética, interpretación artística... se dan la mano con emociones íntimas y realidades cotidianas, enmarcadas siempre por los temas siempre esenciales  en Campos Reina  como el amor y la muerte.

 

Sustanciosa y básica es la “Breve reseña de mi vida” que abre el Diario del Renacimiento. Una reseña que avisa y que saca a la luz la “extraña red de circunstancias que me había conducido hasta donde estoy” (p. 9) y por la que asoma resplandeciente un autobiografismo reflexivo como enseña del quehacer creativo posibilitando así el uso de la intimidad al desnudo como explicación del ideal  y del pensamiento artísticos de Campos Reina. Hay mucha valentía en esa desnudez que camina en  pos de la comprensión que permite explicaciones claves tras vencer el recato y asumir los riesgos.  En ella, abundan los recuerdos (”Florecen incendiados/ recuerdos de mi vida” confesará en el poema “Carreteras polvorientas”, Poesía completa, p. 21”), aportados por una memoria que se ejerce desde el mirador de la madurez y con asideros bien asumidos y justificados. Recuerdos capaces, sobre todo, de recuperar el tiempo ido (“el tiempo es una luz lejana”. Afirma en el autor en el poema en prosa “Visiones de las quebradas” de Poesía completa, p. 121). Una recuperación que, las más de las veces, ofrece instantáneas muy nítidas y no exentas de un contenido crítico que tiende a manar subterráneo tal como ocurre con el existir y comportamiento de los españoles en los años 50 del pasado siglo XX (años de hambre, de silencio, de sumisión y de manipulación religiosa, por ejemplo), frente a otras veces que se tintan de suculenta melancolía, aunque siempre bajo el timón de la reflexión que proporciona el hallazgo juicioso con el que todo adquiere sentido.

 

Si De Camus a Kioto supuso para el lector adentrase en el universo de referencias claves que se muestran como básicas en la obra de Campos Reina, la Poesía completa muestra el valor de la intimidad y de lo vital como elemento que acciona sensaciones que posibilitan y sustentan el acto creativo, complementados por el Diario del Renacimiento que permite visualizar un recorrido paralelo a la redacción de la saga de los Maruján, protagonistas de la Trilogía del Renacimiento, al abarcar con jugosas y alimenticias píldoras perfectamente destiladas (es lo que, a la postre, son los aquilatados fragmentos del diario) el trecho temporal que va desde 1989 a 2001. Un trecho temporal que da fe de cómo se siente el quehacer creativo, los materiales que sirven de quicio a éste, las dudas en los enfoques, los pulimentos necesarios para que la prosa, además de ser precisa, brille intensa sin obviar, por supuesto, la dolorosa conmoción que conlleva la poda… Es decir, colocar ante los ojos del lector, la ardua y solitaria tarea del día a día del escritor que, en definitiva, acaba siendo todo un testamento vital y artístico. Sin duda,  un acierto editorial dar  tal primicia al público lector amante de las buenas hechuras literarias que desarrollan temáticas vividas e inquietantes como las del añorado Campos Reina. Para devorar.  

 

 

 

Campos Reina. Parques cerrados. Barcelona, Debolsillo, 2019.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ramón Acín

En su nuevo libro de relatos, Réplica, Miguel Serrano Larraz ensaya los límites de la cotidianidad y la extrañeza, al tiempo que ofrece al lector una suerte de retrato generacional en el que la nostalgia adquiere tintes negativos.

Réplica es un libro ante el que resulta muy difícil permanecer indiferente, en el que el lector se enfrenta a una colección de relatos autónomos, pero no totalmente desconectados entre sí. Su autor, Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977), es una de las más firmes apuestas de la editorial Candaya, pues este es ya el tercer título que publica en su catálogo tras el libro de relatos Órbita (2009) y la novela Autopsia (2013, Premio Estado Crítico de Novela 2015). De todas maneras, los editores ya sabían que se trataba de una apuesta segura, pues el nombre de Miguel Serrano llegó a ellos a través de Juan Villoro, y a Villoro a través de Roberto Bolaño, nada menos.

El autor de Réplica ya no es un autor novel o una promesa de la literatura, sino un escritor de larga y contrastada trayectoria, tanto en poesía como en narrativa. A su faceta como escritor hemos de sumar las de filólogo y traductor, si bien estudió también Ciencias Físicas, algo que los lectores pueden rastrear en sus obras. Antes de publicar Autopsia, ya había dado a las prensas otras dos novelas, Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano (Eclipsados, 2008) y la parodia Los hombres que no ataban a las mujeres (1001 ediciones, 2010, firmada con el pseudónimo de Ste Arsson). Además, había publicado tres volúmenes de poesía, Me aburro (Harakiri, 2006), La sección rítmica (Aqua, 2007) e Insultus morbi primus (Lola Ediciones, 2011), y había sido incluido en diferentes antologías de narrativa breve.

Su libro más reciente, Réplica, es una colección de doce relatos de diferente extensión, repartidos en cuatro partes que conforman una estructura bien trabada. La primera parte consta de cinco relatos; la segunda incluye solo uno; y esa misma pauta se repite en la tercera, con cinco relatos, y la cuarta, que cierra el volumen con el relato que da título al conjunto, “Réplica”, aunque en algún momento el autor llegó a plantearse la posibilidad de titular el volumen Bunbury.

El problema de los géneros literarios y la disolución de las fronteras entre los mismos es algo ya inherente a la obra de Miguel Serrano y constituye una de sus marcas de estilo. Réplica es un buen ejemplo y hay en sus páginas un verdadero ejercicio de memoria, más que de nostalgia. Quienes rondamos la cuarentena hemos visto desaparecer un mundo, y no necesariamente tenemos por qué echarlo de menos, pero, desde luego, percibimos que las generaciones posteriores ya no han conocido ese mundo sin ordenadores, sin móviles, sin internet. Lo insólito y lo desconcertante forman parte del relato de ese mundo perdido.

Así, el primer relato da muy bien el tono del conjunto. En “Recalificación”, la enorme sombra de un inminente centro comercial se proyecta sobre la vida del dueño de una ferretería de barrio. En muchas capitales de provincia todavía se recuerda la fusión y reconversión de los antiguos hipermercados, o el momento en que se proyectó el primer gran centro comercial ante la estupefacción y el escepticismo de los vecinos, que pensaban que se trataba de un modelo de negocio que jamás triunfaría en un país como el nuestro.

Los deportes y las competiciones escolares son el tema del segundo relato, “Un tiempo muerto”, en el que, a través del monólogo interior, conocemos los recuerdos de aquellos años de colegio que, poco a poco, se van convirtiendo en un ajuste de cuentas con el pasado por parte de un personaje a quien siempre elegían el último en todas las competiciones escolares y que acabó jugando al baloncesto al ser descartado del equipo de futbito.

Genial resulta la estructura de “Oxitocina”, donde una tragedia familiar queda en off, pero, de alguna manera, accedemos a ella a través de la historia de dos muñecos de trapo: Feldespato y Patológica. Y así podríamos seguir relato a relato, hasta completar la docena, pero es mucho mejor que los lectores se adentren en las páginas de “Central”, “El payaso”, “La disolución”, “La tabla periódica”, “Media res”, “Azrael”, “La frontera”, “Logos” y “Réplica” con la menor información posible.

 La forma en que se trata el tiempo narrativo y la utilización de la primera y la tercera persona son dos de los grandes aciertos de Réplica. Lo veíamos ya en el primer relato, “Recalificación”, pero resulta fundamental para entender otros, como “El payaso”, “La disolución” o “Logos”. De la misma manera, Zaragoza es el escenario de fondo y algunos momentos del año, como la Navidad, aparecen en más de una pieza. Hay un tono de soledad, de fracaso, de un tiempo perdido irremisiblemente que impregna todo el volumen y convierte en extraño incluso el relato más cotidiano. Hay también cierto patetismo, como el del novelista que trata de hacer una parodia y todo el mundo lee su novela en serio, algo que ocurre en el ya mencionado “El payaso”, donde se rompen, no solo los límites de los géneros, sino también los de la ficción y la autoficción.

Los relatos tienen una extensión variable: los diez más breves se reparten entre la primera y la tercera parte, y van desde las cuatro páginas de “La tabla periódica” hasta las dieciocho de “Media res”. Los dos más largos, “La disolución”, de veinticuatro páginas, y “Réplica”, de treinta y nueve, ocupan, respectivamente, la segunda y la cuarta parte. Aunque ya hemos hablado de cómo Miguel Serrano Larraz cruza las fronteras entre géneros literarios, de vez en cuando flirtea de forma nada disimulada con ellos: así, hay un componente central de novela de aprendizaje en el extraño relato de infancia que es “La disolución”; de la misma manera, el relato negro se abre paso en “Media res” y la ciencia‑ficción en “Logos”. Los temas del doble, las apariencias y los parecidos más o menos razonables son muy importantes a lo largo de todo el libro, pero lo más llamativo es, con diferencia, el tratamiento del tiempo y la presentación de las relaciones interpersonales, especialmente cuando se producen entre los miembros de una misma familia.

 En cierto modo, todo ello queda quintaesenciado en “Réplica”, relato que cierra el volumen y le da título. En él, al protagonista lo confunden reiteradamente con diferentes músicos, pero, en una etapa determinada de su vida, lo confundían con Enrique Bunbury, algo que, al residir en Zaragoza en el momento de mayor esplendor de Héroes del silencio, adquiría proporciones de tragedia, o más bien de tragicomedia. Al protagonista de “Réplica” lo podían confundir (si bien en diferentes momentos de su vida) con Bunbury o con Santiago Segura, por mencionar únicamente dos parecidos casi antagónicos. Hay algo en este relato que recuerda, en cierto modo, a Zelig, ese “hombre camaleón” creado por Woody Allen en un falso documental o mockumentary. Y, del alguna manera, también hay algo de falso relato de autoficción en Réplica, un volumen que, sin duda, deparará muchas alegrías tanto a su autor como a sus editores.- JOAQUÍN JUAN PENALVA.

 

 

Miguel Serrano Larraz, Réplica, Avinyonet del Penedès, Candaya, 2017.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Joaquín Juan Penalva

 1. De Dante a Shakespeare. Las lágrimas por Paolo y Francesca no pueden ser las mismas que derramamos por Otelo y Desdémona. ¿Lloraremos por Otelo? Dante se desmaya después de aquel relato, por mucho que los amantes estén condenados al círculo de los lujuriosos.[2]  El Infierno no es un capricho de su autor, sino un lugar real, no gobernado por afectos privados. El misterio de la Divina comedia reside en su persuasiva impersonalidad: antes que creer a Dante había que creer en Dios. ¿Y no hay que creer a Dante para leer su obra? La fe es el salvoconducto para visitar los lugares de los que habla el poeta; sin fe, el artificio es tan maravilloso como insostenible. Así que entramos en Dante más de lo que abrimos o cerramos su libro; o digamos que entramos en el mundo de Dante, que al mismo tiempo existe y no existe para nosotros. La visión moderna de la Divina comedia relativiza el valor absoluto que proclama, como ocurre con las tragedias griegas: el problema es que la mitología de Dante, como diría C. S. Lewis, se ha hecho real, profundiza el mito que se ha encarnado en la historia. Europa es la historia de un mito encarnado, el más extraño e insostenible ensayo de fusión cultural. La de Dante pretende ser la poesía del cristianismo, cuyos héroes ya no son Jasón ni Ulises, sino Santo Tomás y San Francisco.[3] Los héroes de nuestro tiempo están más cerca de Otelo y Hamlet. Pero ¿cómo pasamos de Dante a Shakespeare? En cierto momento de Otelo, Emilia le hace ver a Desdémona que, una vez nos hemos apoderado del mundo, somos los dueños de nuestra culpa.[4] El infierno estaría en nuestros “malos sueños”.[5] Según Yago, el hombre es libre para cultivar ese terreno o dejar que quede asilvestrado. ¿Qué tipo de matrimonio forman Yago y Emilia?

 

2. El porqué de los celos. Yago hablaba así para ganarse a Rodrigo, su cómplice, al que acabará asesinando; Emilia, para calmar a Desdémona, antes de hacerle ver que las mujeres son iguales a los hombres en lo que respecta a su debilidad y, por tanto, excusables en igual medida. (Sus preguntas “a la baja” son un eco de las célebres preguntas de Shylock sobre los judíos en El mercader de Venecia.)[6] Pero Emilia será un instrumento, aunque involuntario, para la perdición de la “malhadada” Desdémona. Recordemos que otros personajes de Otelo están atrapados por los celos: Rodrigo, Yago, Blanca. Es el clima que se respira desde el comienzo, con aquel oscuro intercambio entre Yago y Rodrigo. Fijémonos también en el diálogo inicial entre Otelo y Yago en el acto IV, que vuelve a confundir al espectador. Algo va mal desde el principio, advertimos, algo que tiene que ver con Yago, que es el personaje que mejor se conoce a sí mismo.[7] (¿No hay una insinuación shakesperiana sobre la maldad propia del uso que puede hacerse de ese tipo de conocimiento? ¿No es peor Yago que Otelo, que no se conoce a sí mismo porque aún no ha conocido —en su matrimonio— a Desdémona? Sin embargo, Yago no es la causa de los celos de Otelo.[8] (“Causa” será la palabra preliminar en boca de Otelo antes de acabar con Desdémona.) No hay decididamente causalidad en la conducta de Otelo.[9] El amor se experimenta como causa de sí mismo y, en consecuencia, el amor enloquecido, los celos, no ha de buscar un motivo más allá de sí mismo. Stanley Cavell explica que Otelo no puede soportar la imperfección en Desdémona, la pérdida de su integridad o virginidad. Todo hace pensar que la noche nupcial no ha llegado a consumarse, ni en Venecia ni en Chipre. ¿No supone esto, además, cierta impotencia en el belicoso Otelo? La impotencia en Otelo es un reflejo y una manera de expresar la impotencia de la sociedad veneciana para aceptarlo más allá de su condición de mercenario. Otelo es el elegido para enfrentarse al turco en Chipre. Pero su experiencia en la guerra resulta inservible en la ciudad en paz. Otelo es admirado por el mismo motivo por el que Desdémona llega a enamorarse de él, por el heroísmo que envuelve su figura. Otelo es el narrador de su historia, el poeta romántico de sí mismo ante Desdémona, cuya declaración de amor (“un mundo de suspiros”) no había sido directa (Otelo, I, iii). También podemos suponer en Desdémona cierta inexperiencia o incapacidad para comportarse en el mundo de Otelo. Quiere dar el paso de acompañarle a Chipre, donde se desencadenará la tragedia. Desdémona ha sido el público de Otelo, pero Otelo no puede saber cómo actuará una vez casados, cuando estén en pie de igualdad respecto a sus verdaderas pasiones. En esa ignorancia o temor al conocimiento estaría el origen de sus celos, antes que las insinuaciones de Yago.

 

3. Yago y las apariencias. Conviene prestar atención a la prioridad de las influencias para no desenfocar la maldad de Yago, la cual tiene un cariz misógino, como advertimos en sus réplicas a Desdémona y Emilia en el acto II; quiere medrar en el servicio y considera que la promoción de Casio  es humillante. Además, está dispuesto a vengarse del rumor sobre la infidelidad de su esposa con Otelo (un asunto que se menciona dos veces). En boca de Yago ha puesto Shakespeare cierto saber incontestable, lo que le gana el aprecio de quienes lo tratan. Es su intención la que demuestra su perversidad, como si el poeta dijera: el carácter no debe ser interpretado de manera literal, sino genial[10] El juego de las apariencias no estaría completo sin la parte de Otelo, cuya raza es una apariencia de la naturaleza sometida a un juicio convencional que él mismo acaba por compartir.[11] Desdémona había afirmado conocer a Otelo no solo por su rostro. El problema es que la intimidad de Otelo y Desdémona es inviable, como vemos en los dos primeros actos, como si Shakespeare nos advirtiera de que un romance privado no puede nutrir una felicidad duradera. Brabancio es el primer personaje engañado o exaltado por Yago: por boca del padre de Desdémona parece hablar la misma Venecia, y solo la humanidad emancipada de Desdémona se atreve a contradecirla. (Recuérdese la opinión sobre las mujeres venecianas que Yago desliza en el oído de Otelo.) La obra se mueve sobre el carril de las opiniones, mientras suponemos que el matrimonio entre los esposos no se ha consumado.[12] Esto es crucial para encender la llama de los celos en Otelo. ¿Cómo podría haberse salvado la desigualdad entre los esposos? La prosperidad de Venecia depende de la virtud militar de Otelo, pero el testimonio de su amor no consigue arrancar del Dux sino unas manidas palabras de consuelo para Brabancio, de las que este se burla. La tragedia se debe a que la sociedad veneciana es como es: u Otelo es capaz de cambiarla o la sociedad habrá de purgar a Otelo, hasta hacer que se vea a sí mismo con la mirada enajenada y descubra una monstruosidad.[13] Para Brabancio, es cuestión de magia que su hija haya podido enamorarse de Otelo. (El tema de la magia frente a la “naturaleza” es recurrente.) Yago, por su parte, afirmaba que todo queda bajo el dominio de la voluntad en los hombres, incluso el amor: es el juicio más antinatural que pronuncia nadie en la obra. A Desdémona podría hacerle falta conocer el mundo para reconducir y mejorar su amor por Otelo: se ha enamorado de él como de quien ha oído hablar; a Otelo le convenía suponer los límites de la inexperiencia de Desdémona. Su edad hace pensar que no debía engañarse respecto al tipo de pasión que ha despertado en ella. “Sacrificarla” puede ser el modo de negarse a permitir que lo vea como realmente es, que es otra manera de verla a ella tal como Otelo quiere que sea siempre. Los esposos habían de cambiar, pero el cambio de Desdémona es el primero que supone una amenaza para su matrimonio.[14]

 

4. La sociedad más libre. Advertimos que Venecia no va a hacer nada por Otelo y Desdémona, como no iba a hacer nada por el mercader ante la exigencia de Shylock. En aquella obra era la sabia Porcia, la mujer que viene de un reino utópico, la que resolvía la contradicción de una sociedad en que la fuerza de los contratos se antepone a la piedad. La Venecia de Otelo, como la de Shylock, es el arquetipo de la república moderna, en que la ley no puede prohibir, sin embargo, la discriminación de la que son víctimas el moro o el judío o la mujer. El límite del liberalismo nos permite reconocer la tarea de la filosofía, que solo admite las enseñanzas fundadas en una naturaleza “no democratizable”. Siempre habrá cierto desajuste, incluso en la sociedad más respetuosa con los derechos individuales, entre las costumbres —la “tirana costumbre”, dice Otelo— y los principios de la razón natural. Sin embargo, Otelo no es un filósofo como Porcia, y la suya no es una comedia, sino una tragedia. Otelo sentencia que Desdémona debe morir o engañará a otros hombres: ha sido engañado o, como diría Emerson, se ha engañado a sí mismo. Pero Otelo no es una comedia filosófica, sino la tragedia de la sociedad más libre, o de una sociedad preferible, en todo caso, a la de sus enemigos. Vale la pena recordar que también la nave de Otelo, como la flota de los turcos, está a punto de naufragar en la tempestad.

 

5. Voces y ecos. Somos espectadores capaces de distinguir la vela de Otelo y alegrarnos de su llegada. Una vela, repiten las voces en Chipre; luz, luz, clama al principio Brabancio; sangre, sangre, sangre, insistirá Otelo.[15] La obra está llena de ecos y, de otra manera, pide distinguir las voces de los ecos. Yago se hace eco de Otelo para confundirlo. Otelo enloquece cuando desconfía de la identidad de los demás. Yago le hará creer que Casio no es de fiar al afirmar que Casio es un hombre honrado (tal como Antonio decía de Bruto ante los romanos en Julio César). En el momento más majestuoso de la tragedia, Desdémona parece presagiar su muerte cuando pide que Emilia le prepare su cama con las sábanas nupciales. Se ha extraviado el pañuelo con un bordado “moteado de fresas”, un pañuelo “manchado” que sería la prueba de su virginidad. Desdémona, sin saber cómo, sin que Otelo sepa cómo, ha perdido su virginidad. ¿No se sabe Desdémona inmersa en el tipo de relatos que le contaba Otelo? ¿No aspiraba a convertirse en el personaje que ahora es? Cuando Otelo entra en la habitación, ella duerme. ¿Cómo puede dormir, después de la ofensa que había recibido? Otelo la había insultado y golpeado ante Ludovico. Desdémona duerme no solo por su conciencia tranquila, sino con la convicción de que el cambio en Otelo es irreversible. La transformación de Otelo es verbal. Le vemos, al fin, convertido en el poeta de sus propios “azares desastrosos” y “accidentes patéticos”, como ejecutor y consiguiente víctima de un cruel engaño. No podrá acabar con Yago (al que intenta herir por dos veces), solo consigo mismo. El suicidio de Otelo es la reconversión del esposo en el general que mataba a su enemigo con sus propias manos.[16] La de su muerte es, en efecto, la última historia que cuenta. Ha pasado a ser, desde el acto III, el autor de su obra, en la que el papel de Yago se vuelve secundario.[17] Otelo exige que Yago le dé la “prueba ocular” de la culpabilidad de Desdémona: quiere asistir a una representación. Ambos han jurado arrodillados las muertes de Casio y Desdémona. ¿Son ya un mismo personaje? ¿Lo eran antes, como si las maquinaciones de Yago fueran el presentimiento de Otelo sobre la infidelidad de Desdémona? ¿No asiste Yago en Chipre, como un Otelo, al galanteo de Casio?

 

6. Una tragedia de enredo matrimonial. Otelo exige a Yago que le revele sus pensamientos: los de Otelo. En la película de George Cukor, A Double Life (Doble vida, 1947) Anthony John (Ronald Colman) interpreta a un Otelo sin Yago. ¿No es esa una sugerencia de que, por diabólica que sea, la existencia misma de Yago es prescindible cuando Otelo ocupa todo el espacio de la tragedia?[18]  Tony es el doble personaje, Tony y Otelo, pero también Yago y Otelo. En la película, viene de representar en una comedia, A Gentleman’s Gentleman, el papel de un criado que acaba fugándose con la esposa del señor: un Casio que roba a Desdémona. Tony despierta diversidad de pareceres entre quienes lo conocen. ¿Es un actor alguien de fiar? ¿Cómo podemos gobernar la hipocresía de nuestras vidas? Tony le confiesa al productor que no fue su padre, sino su mujer, Brita, quien le enseñó a “hablar, moverse, pensar”, y que quedó hecho pedazos y reconstruido (“I had to tear myself apart and put myself together, again and again”) hasta convertirse en el actor que es. ¿Hasta dónde no llega la responsabilidad de la mujer que ha forjado así a un hombre? ¿No se siente a su vez “deconstruido” Otelo por el amor de Desdémona? Cukor había dirigido Historias de Filadelfia (con su propio trasfondo shakesperiano), una comedia de enredo matrimonial, según la denomina Cavell.[19] Tony y Brita responden al paradigma de una pareja que no ha superado su divorcio, como Tracy y Dexter (Katherine Hepburn y Cary Grant) en Historias de Filadelfia. Pero sabemos que Brita no está dispuesta a casarse de nuevo. Brita sabe que no hay arreglo o recomposición posible, que Tony es un hombre roto. ¿Cómo no va a saberlo el propio Tony, empeñado en sacar adelante el proyecto de Otelo con algunos arreglos propios? El principal es el de estrangular a Desdémona con un beso. (“El beso de la muerte”, que sirve en Doble vida como un titular para la prensa, sería el título de una película noir de Henry Hathaway [Kiss of Death, 1947], protagonizada por Victor Mature, ¡un actor de origen italiano! El beso de la muerte involucra también una historia de venganza. Orson Welles reproduciría el velado “beso de la muerte” en su propia adaptación de Otelo en 1952.) El fracaso de la comedia de enredo matrimonial implica la tragedia, como si el director advirtiera: el cine negro será una tragedia en (para) el cine.[20] ¿Por qué Shakespeare muestra la muerte de Desdémona? ¿No era hasta entonces esa muerte, la de la mujer a manos de su esposo, algo excesivamente obsceno?  (En ninguna otra tragedia suya asistimos a un uxoricidio.) ¿Qué tipo de advertencia quiere hacernos el poeta, cuando sabemos que hay una recomendación de prudencia que puede leerse entre líneas en todas sus tragedias?[21] ¿Ser prudentes para no acabar como Otelo y Desdémona?  Sin embargo, hay algo en el amor incondicional de Otelo y Desdémona, como en el de Antonio y Cleopatra, que desoye la recomendación, como si el momento de la prudencia hubiera pasado, en el sentido de que tendría que haberse evitado el idilio. Traspasado ese límite, el amor desconoce la prudencia, tal como Desdémona negaba que Otelo fuera celoso. (¿No es esta una prueba de que no conoce a Otelo suficientemente? ¿Y no es ese el mismo caso de Otelo cuando le habla a Yago de Desdémona?)[22] El enamoramiento había de ceder el paso al amor, a fin de que los esposos pudieran desengañarse respecto a su verdadera identidad. La comedia de enredo matrimonial iluminaría estos rincones de la tragedia, cuya segunda mitad tiene, como se ha señalado, un ritmo de farsa.[23] ¿No es esto perceptible en la manera en que Yago hace hablar a Casio de la prostituta, Blanca, mientras el negro Otelo escucha escondido los comentarios y las risas?

 

7. “Dejad eso anotado”. El genio de Shakespeare se aquilata a la hora de componer esas escenas en que Yago improvisa las trampas en que hace caer a los demás personajes. De fondo vemos cómo el lenguaje de Otelo, desde sus “ambages ampulosos”, se desmorona y vuelve a levantarse —o “excavarse”— con tintes sombríos. La naturaleza del amor de Otelo fue verbal antes que sensual, así que el habla de Otelo es la primera víctima de su locura. Al comienzo del acto IV, es Otelo el que se hace eco de Yago, sometido por completo a su hechizo. Y exclamará: “¡No son vanas las palabras que así me estremecen!”. Hay cierta sensatez en la vanidad frente a la locura de la enajenación. Enfermo de celos, la vida de Otelo resulta insoportable. Como en sueños, como si no hubiera diferencia entre el sueño y la vigilia, acabará con la vida de Desdémona. Volvemos a que es notable que Desdémona duerma, lo que en Shakespeare es señal de su inocencia, mientras que ya no hay descanso para Otelo hasta su propia muerte. Y así como el caso del amor empeora por Otelo engañado por Yago —con las pruebas del fingido sueño de Cassio, el pañuelo extraviado y lo dicho sobre Blanca (por Desdémona), sueño, vista y oído abarcando el mundo entero de los sentidos—, queda resarcido cuando Desdémona expira negando haber sido asesinada por Otelo. Otelo la oye decir, antes de conocer la prueba de su inocencia por Emilia, que ella misma había cometido el crimen. El “crimen” para Otelo en ese momento era el adulterio, la palabra que no soportaba decir (IV, ii), antes que su propio asesinato, según descubrirá demasiado tarde, urgido a decir “una palabra o dos” antes de partir. Otelo es aquí un eco de Hamlet cuando el príncipe le pedía a Horacio que se abstuviera de la “felicidad” del suicidio para contar su historia (“cuando relatéis estos sucesos desafortunados”), de manera similar a como Ofelia, muerta tras haber perdido la razón, habría sido el prototipo de Desdémona al entonar la canción del sauce.[24] El suicidio de Otelo se pliega sobre el “suicidio” de Desdémona, que muere declarándose inocente, pero sin acusar a su esposo, que al final vuelve a besarla en el lecho. Cleopatra, tras la muerte de Antonio, hará por amor lo que Otelo no puede hacer por sí mismo, cuando pide ser arrebatado “sin reposo entre los vientos”. (¿No habría aquí cierto sesgo racial por el que se antepone la pasión a toda razón, una recepción shakesperiana de Oriente sin la que, por convencional que resulte, el propio mundo —Venecia o Inglaterra o Europa— no puede entenderse a sí mismo por completo?). El silencio que guarda Yago tras haber sido descubierto es el límite de la maldad, el ejecutor de la desgracia, mientras que a Otelo hemos de oírlo hasta el final pedir “morir besándote”, tras confesar que se ha dejado arrebatar por la locura. “Dejad eso anotado” quiere decir que la traición de Yago no sea la última palabra: el mal ha de ser silenciado. La cara siniestra del amor que ofrecen los celos, diríamos, también es del amor, más que del amante (El propio Otelo declaraba no haber sido “dado a los celos”). Nadie estaría libre de la locura a la que puede arrastrarnos la naturaleza; la obra extiende sus luces y sombras, por fin, a la sociedad que ha asistido a la “trágica carga de este hecho”. ¿Cómo no creer que haya de ser respetada la última voluntad de Otelo, una vez se ha destapado la culpa de Yago? ¿Y no será la sociedad misma, que debe hablar de Otelo sin disculparle ni agravar su falta, la última en ser encausada? No es en Venecia, sino en Chipre, donde ha ocurrido la tragedia: una distancia que nos ayudará a juzgarla, entre el “lascivo viento” y las “castas estrellas”.[25]



[1] Este texto responde a una conferencia sobre Otelo en el seminario sobre Psicología literaria prevista para el 17 de marzo de 2020 en la Biblioteca Regional de Murcia. El comienzo está en deuda con la sesión anterior sobre Dante. Se escribe para los ojos como se habla al oído. Videte quid audiatis.

[2] Dante Alighieri, La divina comedia, en Obras completas, trad. de N. González Ruiz, BAC, Madrid, 1994: “Mientras que un espíritu decía esto, el otro lloraba de tal modo que de piedad sentí un desfallecimiento de muerte y caí como los cuerpos muertos caen” (Infierno, V, 139-142).

[3] Cf. Infierno, XVIII, 83-99, y XXVII, 79-142, con Paraíso, X, 82-137, y XI, 73-139.

[4] William Shakespeare, Otelo, en Obras completas, trad. de L. Astrana Marín, Aguilar, México, 1994, p. 418: “¡Bah!, la iniquidad no es una iniquidad sino para el mundo, y teniendo al mundo por haberla cometido, no sería una iniquidad en un mundo vuestro, lo que os permitiría bien pronto repararla”. (Cito en adelante por esta traducción. Según Inmaculada Serón Ordóñez, las traducciones de Astrana “marcaron un antes y un después, y a día de hoy siguen constituyendo la única colección completa de obras de Shakespeare en español de un mismo traductor”. Véase el estudio bibliográfico “Shakespeare en castellano: traducciones y ediciones disponibles”, en el recomendable breviario de Mario Praz, Unas tardes con Shakespeare, trad. de T. Lanero y C. Torres, Confluencias, 2014.

[5] La expresión paradigmática está en Hamlet (II, ii), p. 241: “Dios mío, podría estar yo encerrado en una cáscara de nuez, y me tendría por rey del espacio infinito, si no fuera por los malos sueños que tengo”.

[6] William Shakespeare, El mercader de Venecia (III, i): “¿Es que un judío no tiene ojos?”. Cf. con Otelo (IV, iii), p. 419: “Sepan los maridos que sus mujeres gozan de sentidos como ellos: ven, huelen, tienen paladares capaces de distinguir lo que es dulce de lo que es agrio, como sus esposos. ¿Qué es lo que procuran cuando nos cambian por otras? ¿Es placer? Yo creo que sí. ¿Es el afecto lo que les impulsa? Creo que sí también. ¿Es la fragilidad, que así desbarata? Creo también que es esto. ¿Y es que no tenemos nosotras afectos, deseos de placer y fragilidad como tienen los hombres? Entonces que nos traten bien, o sepan que el mal que hacemos son ellos quienes nos lo enseñan”.

[7] Los dos primeros actos acaban con monólogos de Yago. Sobre Yago, véase Otelo (I, i), p. 362: “No todos podemos ser amos, ni todos los amos están fielmente servidos… A semejante categoría confieso pertenecer. Porque, señor, tan verdad como sois Rodrigo, que, al ser yo el moro, no quisiera ser Yago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo”. Véase Allan Bloom with Harry V. Jaffa, Shakespeare’s Politics, Basic Books, Nueva York y Londres, 1964, p. 63: “Leídos desapasionadamente, los discursos de Yago lo muestran como el pensador más claro de la obra… Yago trata de vivir su vida libre del dominio de otros hombres y en especial de los pensamientos de otros hombres… Para Yago, el hombre solo puede liberarse por el pensamiento… No puede fundar su vida en el autoengaño, como hace Otelo”.

[8] Stanley Cavell, Disowning knowledge in seven plays of Shakespeare, Cambridge UP, Cambridge, 2003, p. 133: “Afirmo que debemos comprender que Otelo, por el contrario, quiere creer a Yago, que intenta, contra lo que sabe, creerle”.

[9] Stephen Greeenblatt, El espejo de un hombre. Vida, obra y época de William Shakespeare, trad. de T. de Lozoya y J. Rabasseda, Penguin, Barcelona, 2016, p. 396: “Shakespeare descubrió que podía profundizar enormemente el efecto de sus obras… si eliminaba… el fundamento racional, la motivación o principio ético que justificaba la acción que estaba a punto de desarrollarse. Ese principio no consistía en elaborar un enigma que hubiera que resolver, sino en crear una opacidad estratégica”.

[10] La distinción está en Emerson. Toda la psicología literaria de Otelo se concentra en la escena situada en el centro de la obra, que consta de 15 escenas, si tenemos en cuenta la irrelevancia de la escena ii del acto III. Otelo, III, iii, p. 393: “Yago: Por lo que toca a Miguel Cassio, me atrevería a jurarlo, pienso que es un hombre honrado. Otelo: Y yo también. Yago: Los hombres debieran ser lo que parecen. ¡Ojalá ninguno de ellos pareciese lo que no es! Otelo: Cierto es que los hombres debieran ser lo que parecen”. Poco después, Yago se indigna: “¿Revelar mis pensamientos?.. ¿Quién tiene un corazón tan puro donde las sospechas odiosas no tengan sus audiencias y se sienten en sesión con las meditaciones permitidas?”.

[11] Otelo, p. 399: “¡Quiero tener alguna prueba! Su nombre, que era tan puro como el semblante de Diana, está ahora tan embadurnado y negro como mi propio rostro”.

[12] Otelo, I, ii: “Yago: Pero os lo ruego, señor, ¿os habéis casado de veras?”.

[13] Una sombra monstruosa o grotesca recorre esta tragedia, descrita como “una comedia doméstica que se tuerce” (Charles Boyce, “Othello”, en Dictionary of Shakespeare, Wordsworth Reference, Nueva York, 1990, p. 474). Véanse las citas siguientes en boca de diversos personajes. Otelo, p. 393: “Otelo: ¡Por el Cielo, me sirve de eco, como si encerrara en su pensamiento algún monstruo demasiado horrible para mostrarse!”; p. 394: “Yago: Es el monstruo de ojos verdes que se divierte con la vianda que le nutre”; p. 398: “Yago: ¡Oh mundo monstruoso!”; p. 404: “Emilia: Los celos son un monstruo que se engendra y nace de sí mismo”; p. 407: Otelo: ¡Un hombre cornudo es un monstruo y una bestia!”.

[14] Otelo, pp. 371-372: “Desdémona: El estrépito franco de mi conducta y la tempestad afrontada de mi suerte lo proclaman a son de trompeta en el mundo… Se me priva de participar en los ritos de esta religión de la guerra por la cual le he amado”.

[15] Otelo, pp. 364, 376, 400, 422.

[16] Charles Boyce, “Othello”, en Dictionary of Shakespeare, p. 471: “Al final Otelo se iguala a sí mismo con los enemigos paganos a los que solía vencer… El simpático retrato de Shakespeare de una figura extranjera, combinado con la compasiva presentación de su arrepentimiento y suicidio al final de la obra, enfatiza que el potencial para el fracaso trágico es universal”. Esta lectura contrasta con la crítica a la dimensión cosmopolita de Otelo en Allan Bloom, Shakespeare’s Politics, p. 43: “El moro de Shakespeare, después de tomar los desvíos del hombre civilizado y manifestar una profundidad inesperada, vuelve al final a la barbarie que el público esperaba originalmente”.

[17] Allan Bloom, Shakespeare’s Politics, p. 65: “Yago no tiene idea de lo que quiere… Es un ejemplo de lo que a menudo se dice que ocurrirá cuando los hombres ya no crean en Dios; es un ateo”. “El personaje de Yago es una de las supererogaciones del genio de Shakespeare”, comenta William Hazlitt en Characters of Shakespeare’s Plays (1817), Oxford UP, Londres y Nueva York, 1952, pp. 44-49.

[18] Contra la “hipótesis del Yago-Satanas”, Lampedusa advirtió que “la ópera Otelo ha matado a la tragedia Otelo para los italianos”. Véase Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Shakespeare, trad. de R. B. Bradaschia, Nortesur, Barcelona, 2009, p. 80: “El que estalle la tragedia se debe solo al temperamento de Otelo y a su extrema tendencia al desequilibrio. El personaje trágico es Otelo; Yago es la despreciable chispa que hace deflagrar la mina… Era tan poco el temor que Shakespeare tenía a Yago que no dudó en confiarle numerosísimos golpes de humor… Aunque humor, huelga decirlo, melancólico, amargo y muy deprimente”.

[19] Stanley Cavell, Ciudades de palabras, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Pre-Textos, Valencia, 2007, p. 66: “La causa general de la intervención en las comedias de enredo matrimonial —pues el hecho de estos matrimonios significa que la pareja conversa— es educar; comenzar con responder a la falta de educación de la mujer, a su exigencia de conocer algo que cambie su insatisfacción con las cosas como son, o revele su papel en ellas, o su, al cabo, mayor satisfacción con una manera que con ninguna otra… Tracy puede, como Porcia [en El mercader de Venecia], elegir entre tres hombres; en su caso la elección reside en determinar quién puede ayudarla a responder a esa exigencia, lo que significa hallar a alguien con quien hablar, en quien creer… El género del enredo matrimonial habla de la exigencia de la mujer de ser educada y de educar, es decir, de ser escuchada”.

[20] Léase esta apreciación de Cavell con la mente puesta en la degeneración que supondría el paso de la comedia matrimonial al cine negro: “El periodo en la cultura americana en que se formaban la sensibilidad y la educación de los responsables de una película como Historias de Filadelfia, en especial la confianza con que se esperaba que la alusión y el intercambio sofisticado fueran comprendidos por un número considerable de ciudadanos, no ha sido igualado, supongo, ni antes ni después” (Ciudades de palabras, p. 67).

[21] George Anastaplo, The Artist as Thinker. From Shakespeare to Joyce, Ohio University Press, Athens, Ohio, 1983, p. 26: “¿Es el universo moral de las tragedias de Shakespeare, tal como se ha dicho, frío y prohibitivo? Shakespeare nos sugiere lo que la prudencia exige en varias circunstancias. ¿No es esto reconfortante, en lugar de amenazador? ¿No nos instruye, a través de las tragedias, sobre los muchos modos en que los hombres se equivocan? ¿No nos sentimos animados por las tragedias, debidamente comprendidas, a creer que los hombres no han de ser necesariamente solo víctimas del capricho y la irracionalidad? En lugar de preocuparnos por una privación improbable [en el sentido de que, si los hombres se comportaran como debieran, no se escribirían tragedias], ¿no deberíamos comprender precisamente cómo el juicio erróneo conduce a aberraciones de las que hace uso la tragedia?”. Sobre Otelo, en particular, Anastaplo señala —en contraste con la conclusión de Allan Bloom sobre Emilia como el personaje “dispuesto a morir por la verdad”—, que Emilia, que habría colaborado con los tortuosos planes de su esposo demasiado a menudo, “se equivoca al revelar la verdad sobre Yago en su presencia mientras va armado… Ya no había necesidad de apresurarse”.

[22] Otelo (III, iv), p. 401: “Emilia: ¿No es celoso? Desdémona: ¿Quién, él? Pienso que el sol bajo el cual ha nacido secó en él semejantes humores”. Otelo (IV, i), p. 409: “Otelo: ¡Que la ahorquen!... Solo digo lo que es… ¡Tan delicada con la aguja!... ¡ Tan admirable en la música!... ¡Oh! ¡Cuando canta, haría desaparecer la ferocidad de un oso!... ¡De ingenio tan agudo y fértil! ¡Y tan ocurrente!... La haré trizas!... ¡Ponerme los cuernos!”.

[23] Stanley Cavell, Disowning knowledge in seven plays of Shakespeare, p. 132.

[24] Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Shakespeare, p. 81: “La muerte de Otelo sería la más grande escena fúnebre de Shakespeare de no existir el precedente de la muerte de Hamlet, y si unos meses más tarde no hubiera concebido la muerte voluptuosa y mordaz de Cleopatra-Fitton”.

[25] Wilson G. Knight, The Wheel of Fire. Interpretation of Shakespeare’s Tragedy, The World Publishing Company, Cleveland, 1964, p. 105: “La separación es la regla por todo Otelo”.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Alcoriza

Los personajes de Discurso de boda están inmersos en una cotidianeidad abrumadora en la que nos identificamos con un personaje y también con el que menos se le parece; con uno y con su opuesto. La narración es aquí valiente, sin convencionalismos o falsos pudores. Quizás por eso habla al corazón, suena a verdad. Siempre con el exquisito dominio del lenguaje que caracteriza toda la obra de García. He disfrutado mucho con esta novela y trataré de explicar por qué. “La crueldad natural de las parejas” está al lado de frases crueles y de pareja como las que canta Marifranci en copla. De lo más sublime y elevado a lo cotidiano y humorístico. Este es el vaivén de emociones con el que, entre Woody Allen y James Salter, atrapa al lector Álvaro García en su nueva y rotunda novela. El poeta ganador de los premios Hiperión y Loewe da con madurez el paso a la narrativa, iniciado con El tenista argentino, premio Ciudad de Barbastro en 2018. Como ya ocurría en aquella, la de Discurso de boda es una escritura valiente, fresca, sin clichés, profunda y reflexiva en el tratamiento del amor, de la soledad y de la muerte.

Discurso de boda se diría resultado de una búsqueda constante de nuevas formas de expresión, ahora encontradas en un género que Ezra Pound señalaba como el heredero de la poesía en algo crucial: la captación de la complejidad moral y de lenguaje, testigo que según il miglior fabbro la novela toma en el momento en que la poesía pierde matices para conformarse con la musicalidad de expresiones morales fijas, esclerotización que Pound data en el Renacimiento. Con Jane Austen y después Flaubert y después Henry James llegaría para Pound el cauce nuevo de la poesía, gracias a la cantidad pero sobre todo a la riqueza del despliegue en matices de observación desde la conciencia. J.A. Juristo ha escrito (Cuadernos Hispanoamericanos, febrero de 2019) que la construcción narrativa de Álvaro García es poética en el sentido en que lo son las de Lawrence o Faulkner: no basta con la apariencia de los hechos. La huida de la captación lineal o fija da lugar en Discurso de boda a algo que considero muy de agradecer: en personajes entre sí distintos e incluso dispares, puede el lector encontrar trozos de sí mismo.

Discurso de boda es una novela divertida, llena de humor. Puede uno reírse a carcajadas en momentos como el del biquini fosilizado o el de la salida de Otom al jardín con el cazo de comida, buscando a Katia, como quien va a darle de comer al perro. O en los diálogos con Marifranci cuando los dos hermanos protagonistas eran pequeños. Pero también ese humor está a veces lleno de amargura, de melancolía, como en la evocación del parecido entre el padre y el jardinero vestido con un traje cedido (en todos los sentidos) por el padre. O en la asimilación entre el novio de Marifranci y el enano recién casado de la canción que canta ella. No sabe uno si reír cuando el trucaje fotográfico de la cara de la tía monja muerta, a la que nadie pudo fotografiar con toca por ser de clausura. Los personajes buscan una salida a la soledad a la que están abocados como correlatos que son de seres humanos complejos. Álvaro García, poeta de prestigio, podía haber elegido una manera cómoda, comercial, de novelar. Su búsqueda del fundamento literario, aludido en algún momento de la propia novela, lo lleva en cambio a arriesgar con un lenguaje sorprendente al servicio de la trama y de los personajes. La narración en primera persona por Otom inserta magistralmente los diálogos en estilo directo sin signos de acotación, atento al fluir de la conciencia y de los rompimientos externos que consiguen la austeniana storm in a teacup. La teacup sería aquí un microcosmos en el que se va integrando la vida de la ciudad; en el que se van introduciendo casi cada una de las inquietudes humanas. No falta la reflexión sobre la manera o la dificultad de comunicarlas. Esta novela despliega y aporta perspectivas a las imágenes, a las voces, a los ruidos, como cuando Otom recuerda haberle dicho ‘te quiero’ en dos ocasiones a la bailarina Inés, sin que ella llegara a oír la declaración en ninguno de los dos casos, uno por tener puestos los auriculares, otro por el ruido de la máquina de café del restaurante del propio Otom.

En su imprescindible ensayo sobre el lenguaje literario Poesía sin estatua. Ser y no ser en poética (2005), defendió Álvaro García cierta huida de lo que él llamaba el “coágulo del yo”, para transmutar las palabras. La convicción que logra Discurso de boda no deja de tener la misma naturaleza que la poesía: el extrañamiento del lenguaje, la atención a los matices, sobre todo en el tratamiento del sexo. La humedad y el calor están por toda la novela. La excitación sexual y la ciudad se funden en eso, ya presente en El tenista argentino. Están las chanclas húmedas y todavía calientes de las chicas que se van, chanclas que Otom saca a secar al sol y que un día se pondrá Katia. A pesar de la modernidad y de tantas vanguardias e ismos, todavía hay cierto pudor a hablar de sexo en novela, y menos de una forma tan directa y natural, al menos en las novelas consideradas de cierta categoría intelectual. Esta no es la única muestra de valentía y clarividencia de Discurso de boda: en unos tiempos marcados por el pensamiento fijo –que en literatura comprobamos como una vuelta a la musicalidad del lugar común sentimental, moral y hasta político-, en Discurso de boda, desde los juegos de conciencia que marcan el discurso improvisado por Otom en la boda de su hermano y Katia, hay pensamiento múltiple. Resulta más que audaz la verbalización de una transgresión paralela a la del mandamiento de rechazar deseos y realidades impuras: también la moral social de nuestras ciudades y sus depilaciones, sus consignas mediáticas, sus compromisos políticos desde el teléfono móvil, es reflejada en imágenes que contribuyen a la identificación múltiple que vengo refiriendo, conseguida por el despliegue de una conciencia narrativa atenta “a realidades más concretas que la palabra mundo”. Despliegue mental al que en esta novela le sigue fielmente una capacidad de lenguaje que quizá por eso parece tan natural.

 

 

Álvaro García, Discurso de boda, Jerez de la Frontera, Libros Canto y Cuento, 2020.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por María José Carrassco

22 AUTORES RINDEN HOMENAJE AL CINEASTA  QUE SIEMPRE SE SINTIÓ ESCRITOR

“TURIA” TAMBIÉN PUBLICA TEXTOS INÉDITOS DE LUIS LANDERO, LUIS ALBERTO DE CUENCA, LUIS GARCÍA MONTERO, JOSÉ MARÍA CONGET, IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN, MARTA SANZ Y ELOY TIZÓN 

El nuevo número de la revista cultural TURIA tiene como principal objetivo rendir un necesario y merecido homenaje al cineasta y escritor Alfredo Castellón. Un atractivo y sincero reconocimiento colectivo que le rinden un total de 22 autores y que reivindica el interés y la vigencia de una obra literaria, cinematográfica y televisiva que supone una de las contribuciones más originales a la cultura española contemporánea.

A través de 200 páginas de textos inéditos, TURIA pone en valor la figura y la obra de Alfredo Castellón, el cineasta que siempre se sintió escritor. Fue la suya una personalidad fascinante, a un tiempo insondable y transparente. Capaz de convertirse en un fiel amigo y un verdadero admirador de la gran María Zambrano y de deslumbrar a una entonces jovencísima Marta Sanz, hasta parecerle “el hombre que parecía recién llegado de las montañas”. Fue también Alfredo Castellón el realizador que cambió la forma de hacer cultura en televisión, con programas como “Estudio 1” o “Mirar un cuadro” o el director de cine que cosechó éxito internacional con su película “Las gallinas de Cervantes”, adaptación de un cuento de Ramón J. Sender sobre la vida de Cervantes y sus mujeres.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel


Fue Marta González Rivas quien decidió que su nieto iba a ser escritor, y fue ella la que determinó cuáles no iba a ser: “Kafka no, Joyce ni cagando, Tolstoi no seas loco, Sartre ni a palos. ¿Tú conoces esa parte en La gaviota, la del reflejo de la luna en el vidrio roto? Así hay que escribir, como la luna cuando se refleja”, le exigió, y el niño que Rafael Gumucio era escribió como el reflejo de la luna en el vidrio roto hasta que su abuela decidió que carecía de talento para la literatura. “¿Para qué escribir si no vas a ser Proust?”, le dijo.

 

Marta González Rivas nació en Santiago de Chile en 1914 y murió allí en 2009, pero pasó buena parte de su vida en el exilio, la primera vez acompañando a su padre y en la segunda ocasión junto a su marido tras el sangriento golpe de Estado de septiembre de 1973. Quizás sus excentricidades y contradicciones se debieran a una existencia repartida entre Santiago de Chile, París, Constantinopla y Roma, pero también es probable que estuviesen arraigadas en su clase de pertenencia (la “aristocracia chilena”), que siempre consideró cursi y falsa pero a la que nunca abandonó a pesar de tener ideas marxistas. A Marta González Rivas le irritaba la pacatería, pero ella misma podía ser pacata a veces; era partidaria del aborto, del divorcio y la eutanasia pero no llevó a cabo ninguna de las tres cosas. Escribió un libro acerca de la importancia del caso Dreyfus en la obra de Marcel Proust, pero consideraba a la escritura una “huevada” (tontería), y algo “latero” (aburrido). “La gente que escribe se vuelve agria. Te caga el carácter escribir tanto” (190), le dijo una vez a su nieto, promoviendo su vocación literaria sólo para cancelarla con un gesto: “No seas tonto”, déjalo ya de una vez.

 

Éste no lo dejó, por supuesto. Nacido en Santiago de Chile en 1970, Rafael Gumucio es periodista y autor de tres novelas, Memorias prematuras (1999), Comedia nupcial (2002) y La deuda (2009), al igual que de la no ficción reunida en Los platos rotos. Historia personal de Chile (2003 y 2013), Páginas coloniales (2006) y La situación (2010), entre otros libros. Mi abuela, Marta González Rivas (2013) continúa el singular proyecto iniciado por su autor con la publicación Los platos rotos, la historia de una “provincia cagona y muerta de miedo” llamada Chile que se convirtió en un hito por la contundencia con la que su autor echaba por tierra los mitos nacionales, desde La Araucana de Alonso de Ercilla hasta la inmolación de Salvador Allende. Su nuevo libro continúa ese proyecto, pero lo hace de tal manera que las implicaciones de la demolición de la historia chilena conciernan también a su autor y a la profesión que ha escogido.

 

De a ratos testimonio, por momentos carta, a veces diario: Mi abuela, Marta González Rivas narra la historia de una mujer adelantada a su tiempo, una mujer contradictoria, prepotente y manipuladora pero capaz de ser generosa, subyugante y conmovedoramente sincera, una mujer que fue esposa e hija de dos de los políticos más importantes de la historia chilena del siglo XX pero nunca hizo ningún esfuerzo por permanecer a su sombra, que fue amiga de José Donoso (con quien rompió cuando el autor de El lugar sin límites le pidió que conformaran un “matrimonio de conveniencia”), que pintó, estudió teatro y acuñó una docena de frases extraordinarias: “La vida del ser humano limita al norte con su cabeza y al sur con sus pies. Lo demás son países vecinos”, “Por puro miedo a los rotos [pobres], los caballeros se volvieron rotos”, “Pequé mucho, pero ahora no voy a pecar más porque no tengo con quién”.

 

Aunque Marta González Rivas es uno de esos personajes que sólo se pueden definir como “inolvidables”, este no es sólo un libro acerca de la abuela de su autor, sino también sobre un sector minoritario de la clase alta chilena que decidió oponerse activamente a las desigualdades existentes en la “provincia cagona y muerta de miedo” a sabiendas de que esto suponía poner fin a sus privilegios, así como un libro, no exactamente acerca del pasado familiar, sino acerca de cómo ese pasado nos conforma. En ese sentido también es un libro sobre Rafael Gumucio, quien compartió con su abuela el exilio parisino y heredó de ella la necesidad de vivir fuera para poder regresar periódicamente a Chile, la vocación literaria (que su abuela tuvo la generosidad de disuadir para que esa vocación se manifestase en el mejor ámbito en el que puede hacerlo, que es el de la disidencia), la imposibilidad de “separar la historia de la geografía” y la tendencia a “comprender la historia como una anécdota de familia”. “Mi abuela, que había vivido un exilio antes, sabía que el verdadero sentido de esa condena no era separarte de tu territorio sino disgregar tu tribu, acabar con esa fuerza ante todo política: la familia, la pareja, los hijos, la herencia improbable”, escribe. “Temía mi abuela que nos sucediera lo mismo a sus nietos; que, más allá de los años en París, quedáramos para siempre apartados de toda referencia, sin casa en el mundo, sin otro país que una especie de rabia mezclada con un cariño infinito. Antes de que las olas subieran de nuevo, antes de que algún coronel o general resentido volviera a exiliarnos, le importaba a mi abuela convertir la grieta en un abrazo y a esta familia esparcida e incómoda en el único país posible”.

 Una familia, una literatura para entenderla: ésa fue la herencia al tiempo que el mandato que Marta Rivas González depositó en Rafael Gumucio; de su último libro, Lorena Amaro escribió que es “uno de los mejores libros autobiográficos escritos en los últimos cincuenta años en Chile”, y el influyente crítico chileno Camilo Marks sostuvo que, “si no es el mejor libro de Rafael Gumucio, está muy cerca de serlo”. Ambos tienen razón.- PATRICIO PRON.

 

 

Rafael Gumucio, Mi abuela, Marta Rivas González, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Patricio Pron

Estamos aquí reunidos con motivo de la presentación oficial de una nueva y celebrada antología sobre tu poesía. Me estoy refiriendo a “La mirada de la esfinge”, editada por la editorial valenciana Olé Libros, una antología consolidada por Noelia Illán Conesa, una joven poeta, también murciana, quien se confiesa amante de tu prosa y tu poesía desde que tenía 14 años.

Sí. Yo creo que ella antes de leer los poemas míos, empezó con prosa, con una novela, La esclava instruida, que fue premio La Sonrisa Vertical. Y ahí fue donde ella empezó. Y unos años, luego, pues un día, me localizó y ella es muy lectora de esos libros y, bueno, empezó una amistad y ahora es una colaboradora mía en muchas cosas ¿no?

 

Es una secretaria áurea, ¿no? (aludiendo a una conversación previa)

Sí (risas).

Cuéntanos qué te pareció el proyecto cuando Noelia te lo ofreció y qué piensas de su original planteamiento y acabado final.

Bien, hombre. Digamos, a mí, bien, de siempre. Cuando alguien se interesa por los poemas, que al fin y al cabo es una cosa que uno hace sin que nadie se lo haya pedido, sino porque uno lo hace, pues, que alguien se interese, pues siempre es un motivo, digamos, de alegría ¿no?

Pero yo lo que siempre hago cuando se seleccionan mis cosas, ¿no? Es que no me meto. No me meto porque yo creo que el poeta es el que menos debe —o sea— intervenir, esto hay que dejarlo al lector, lo que el lector piensa que le funciona, ese es su libro ¿no?

Y entonces, lo que estuvimos viendo, porque ella estaba muy interesada en hacer una antología, sobre todo, en algo que en mi obra, digamos, en fin, es más extensa, pero tiene un lugar bastante grande, que son los poemas… Yo no diría tanto de amor, porque de lo que yo entiendo por amor, yo puedo tener cinco, seis o siete poemas, pero sí poemas de deseo, poemas de deslumbramiento sexual, digámoslo así. Entonces, eso lo entendió bien y yo creo que es una antología que ha quedado bien.

La otra que ella había hecho, hace ya cuatro años, o no sé, era sobre ciudades. Igual. Cogió poemas sobre ciudades que yo amo mucho y a las que voy, y tal, y para mí tienen un significado extraordinario ¿no?

 

Noelia nos cuenta en su prólogo a esta antología que el itinerario que trazan los textos que ha escogido se corresponde al recorrido emocional que a través del deseo en tus poemas ella descubrió. Es decir, el libro se estructura en dos partes, la primera, dedicada a una percepción carnal del sentimiento amoroso, y la segunda, a su experiencia más romántica y menos material. Sin duda, este planteamiento hace de esta antología un paso original para todo aquel que no conozca tu poesía.

Sí. Sí, sí. Y además, fíjate, hay poemas que tienen entre sí cuarenta años de diferencia, puede haber entre un poema y otro. Yo, los poemas míos, esto que llamáis poemas `románticos´, yo creo que eso no es lo que abunda. Yo soy muy poco romántico. O hay algunos poemas de verdadero amor, y esos son hondos, más hondos, y luego, los otros, tienen muy poco de románticos.

 

¿Cómo debemos interpretar ese deseo? ¿De una forma física y materialista de posesión cartesiana o como esa utopía que nos hace anhelar aquello que conocemos pero no tenemos? Deduzco de los poemas que entiendes el deseo también como un motor que nos mueve, y por tanto, como un positivo incitador a ponernos en marcha e ir en busca de nuestros sueños.

No, no, yo creo que es mucho más simple. Es simplemente el deseo que una mujer puede despertar en un hombre. Es eso. Luego la intensidad de eso dependerá de la irradiación de la mujer y digamos, de la percepción del hombre ¿no?

 

¿Qué opinión te merece que una editorial valenciana —relativamente joven y pequeña— haya apostado fuerte por una colección como Vuelta de Tuerca, en la que se inscribe esta antología, una colección que pretende compendiar las antologías de los mejores poetas a nivel nacional? Hay que decir que detrás de semejante proyecto se encuentra Toni Alcolea, valiente editor que en Valencia está haciendo una labor impagable en favor de la poesía.

Hombre, yo creo, y sobre todo en estos momentos, yo creo que las antologías están bien. Por dos motivos. Uno de ellos es que no hay tanto tiempo, o la gente no dedica tanto tiempo, en general, a leer. Entonces, enfrentarse con una obra, y sobre todo, esta mía, una obra muy extensa, pues, puede ser un hándicap ¿no? En cambio, en una antología, que se supone que está de lo mejor, uno escribe muchas cosas que no son —precisamente— lo mejor, ahí están más seleccionados y entonces le pueden dar una idea al lector.

Sí, me parece bien. Y el discurso que está teniendo Olé Libros con esta colección, yo creo que está bien, porque yo he visto ahí los títulos que va habiendo y son considerables. El anterior a este ha sido el de Paca Aguirre. 

 

Casualmente, este año 2020 conmemoramos los 50 años de la aparición de la famosa y polémica —a partes iguales— antología de José María Castellet “Nueve novísimos poetas españoles” en la que fuiste incluido. ¿Te has sentido siempre cómodo bajo la etiqueta de `poeta novísimo´?

Bueno. En realidad es que me da igual. Lo que sí creo es que los que intervinimos allí hemos sido muy afortunados. Muy afortunados porque en un momento, aquello significó como un reclamo enorme y nos dio acceso, quizá, a puestos que todavía no nos los merecíamos. Entonces creo que tuvimos una gran fortuna en esto.

Pero claro, el tema de los novísimos también se podría plantear de, si realmente esa antología era una antología sobre un determinado gusto, una forma de hacer. Y eso es lo que yo he discutido siempre, porque fuimos nueve, como pudimos ser doce. Yo nunca he entendido por qué Luis Antonio —aunque no tenía casi poemas— no está, por ejemplo. Pero no teníamos que ver unos con otros. Porque si tú coges, realmente, tanto lo que sale en ese libro, como lo que cada uno ha hecho luego, han sido caminos muy diferentes. Pero bueno, supongo que José María lo que hizo entonces fue elegir lo que le pareció a él que podía sonar, y bueno,

 

Podríamos decir que Castellet falló como antólogo, entre comillas, per acertó en que hubo un cambio de mentalidad en la poesía española.

Sí. Claro que lo hubo. Lo que pasa es que, lo que te decía antes, que ese cambio, probablemente, se daba también en más poetas de los que estaban en esa antología.

 

Barnatán, por ejemplo ¿no?

Marcos. Pero bueno, Marcos, hubo un problema. Yo tampoco lo sé. No supe entonces por qué, bien. Pero luego he estado viendo y no se incluyó, aun siendo del mismo grupo nuestro y tal, porque es que no era español aún, era argentino. Algo de eso.

 

¿Consideras que el culturalismo, en la poesía española, goza de buena salud en la actualidad?

No lo sé muy bien. Yo creo que hoy, hoy, la poesía, sobre todo la que se hace hoy por la gente más joven va por otros lados. Lo que pasa es que tampoco he entendido nunca muy bien lo de `culturalismo´, porque ¿qué significa el culturalismo? Yo puedo entender quién es culto, pero culturalismo, no. De hecho, por ejemplo, allí había poetas, por ejemplo, Manolo Vázquez, que difícilmente podían entrar ahí. Manolo Vázquez era un poeta militante e incluso con ideología de izquierda y tal, etcétera, etcétera. Luego, hay otros que realmente no habían escrito. Y no han escrito luego, después. Y Castellet escogió. Quiero decir, fue una amalgama.

 

Sé que uno mismo es el peor lector y crítico de su obra pero…

Sin duda

 

¿Consideras Museo de cera como tu gran obra maestra?

Bueno, en último caso, digamos, va a ser la única obra al final, y te lo voy  a decir por qué. Yo empecé a escribir Museo en el año 60. Estuve allí, en París, y allí comenzó el libro. Yo lo que sí tuve desde el principio era la idea, no de hacer un libro de poemas suelto, y luego otro, etcétera, sino que desde el principio yo sí tuve la idea de un libro que era como una arquitectura. Por eso en este momento la última edición, la octava, la que sacó Renacimiento, ya es libro de cerca de novecientas páginas. Y después de ese han venido más libros, sueltos, pero que para mí, esos libros, en una edición que se haga un día, irán incluidos en la parte que le corresponden de Museo. O sea, que al final Museo puede ser un libro de mil seiscientas páginas. Entonces, yo tenía la idea de construir un libro, pues como una catedral, al cual se iba incorporando, incorporando incluso diversas partes, etcétera, etcétera. Con todo su aparato de citas que, por ahí me han acusado muchas veces de culturalismo, cuando en realidad las citas para mí eran, eran dos cosas: primero, una diversión; y por otro lado, una manera de encuadrar el libro dentro de una tradición. Referencias, como, o sea, diciendo: la poesía no es algo que hoy se nos ocurra una cosa y hace un siglo, no. Podemos tener unas variantes pero formamos parte de un mismo club. Y si ahora mismo tú lees a Safo, o lees a quien quieras, a Teócrito, los antiguos y tal, te das cuenta, o Catulo, que podía haber escrito esta mañana.

 

Algunos han comparado Museo de cera con el Cántico de Jorge Guillén, para mí es una especie de Libro de Aleixandre, me recuerda a Los cantos de Pound, un compendio enciclopédico de saberes, de experiencias, de viajes. ¿Has pretendido cartografiar tu experiencia en la vida, en la palabra poética con este libro?

Sí, claro, claro. Todo junto. Pero lo que yo siempre he discutido y defendido es que lo uno escribe, porque, ahora, por ejemplo, hay una manera de ver la poesía, y eso se nota mucho en la poesía joven, de ver la poesía como una manera de testimoniar lo que le pasa. Esto yo siempre quise huir de eso. Quiero decir, yo, claro que hablo de lo que me pasa o no me pasa, a veces invento, hago mil historias, pero hasta lo que me pasa, al llegar a la página no es lo que me pasa directamente, es lo que me pasa después de haberse ido a un mundo, en donde todo se reviste de significaciones estéticas. Ya no tienen que ver ni siquiera con el poeta, ni siquiera con el autor. Muchas veces me han dicho: «es que usted aquí habla de tal persona», o a veces salen, o sea, en situaciones, y digo: «no, no, no, son como la criatura del doctor Frankenstein, es decir, yo puedo aludir a alguien  y esa persona tiene el pelo de A, los ojos de B, la mirada de C e incluso si esa situación es, qué te voy a decir, en Alejandría, si a mí en el poema me conviene mucho más, poéticamente, que eso suceda en Budapest, eso sucede en Budapest. Y ahí se va englobando todo.

 

Hablando de Pound. En el año 1985 fuiste presidente del homenaje mundial que se hizo a Ezra Pound en Venecia ¿qué recuerdos tienes de aquel momento? Imagino que sería emocionante para ti, Pound era un poeta admirado al que habías traducido.

Sí. Yo lo organicé y lo presidí porque ese homenaje se hizo desde mi casa, mi mesa, con el teléfono. Y así empezó la historia. A Pound lo he traducido muy poco, pero Pound para mí, no solo era un enorme poeta, aunque haya muchos aspectos en Los cantos que no me resultan, o sea, que no me impresionan, en directo, o no me interesan mucho. Me interesa más el Pound primero, el Pound de A lume spento, el Pound de sus libros primeros, que los Cantos. Pero lo que Los cantos, bueno, la obra entera, sí son, para mí es la columna vertebral, digamos, con Eliot, de la poesía moderna. Sobre todo, para los ingleses todavía más que para nosotros, porque el idioma poético de Ezra Pound modifica totalmente el discurso del inglés, de la poesía inglesa.

 

Como sabemos, al culturalismo también se le llamó y se le llama venecianismo ¿qué representa hoy para ti la eterna ciudad de Venecia?

Para mí, Venecia es algo muy unido a mi vida. Ha representado, y he vivido allí mucho, primero, yo te diría, una ciudad donde me sentía muy bien y me siento bien. El hecho de que no haya coches, el hecho de que sea una ciudad muy pequeña, andas, es el trato de la gente, una cierta elegancia que todavía quedaba en los venecianos, etcétera.

Venecia ha ido evolucionando, en estos momentos, digamos, mi Venecia, te puedo hablar de la Venecia de los años setenta, ochenta, no tiene nada que ver con lo que actualmente es Venecia. Venecia, pues como casi todo en nuestro mundo, desgraciadamente, se está convirtiendo en, pues eso que les gusta tanto hoy, en un centro temático, o casi. Entonces, ya es un sitio donde no puedes caminar, de gente. Una ciudad que están destruyendo, pero destruyendo físicamente, todo lo de los transatlánticos que entran constantemente están destruyendo, claro. Pero, en fin, es una ciudad en donde aún me siento bien, porque para mí, quizá estoy mirando una cosa que ya no es lo que yo… Pero sigue siendo, de alguna manera.

 

¿Eres un viajero empedernido?

Bueno, más que empedernido, desde siempre me han gustado mucho una serie de sitios a los cuales he vuelto, porque sí que me muevo mucho, pero muchas veces me muevo volviendo a la misma ciudad, una y otra vez, una y otra vez. Lo que me pasa, por ejemplo, con Budapest. Budapest es una ciudad que desde el año 76, o por ahí, yo no sé las veces que he vuelto. He conocido todos los Budapest, desde el Budapest aquel comunista cerrado, a lo que hoy es ¿no? O es lo que me pasa con París. Pero bueno, claro, París era, ha sido todo, mi juventud. Ahora, de eso hace ya un montón de años, que ya, porque yo vivía en hoteles, hoteles, hoteles, pues como hemos vivido allí todos y al final, acabe ya, comprándome allí una casa, junto a Notre Dame. Y bueno, París es eso, es mi mundo de librerías, de librerías de viejo, porque yo soy más de las librerías de viejo, de libro usado, que de las librerías de ahora. Es lo que me pasa con Egipto, por ejemplo, que he ido muchas veces. Alejandría es otra ciudad que también ya no es lo que era, en absoluto.

 

Recuerdo ahora que en París, en el Café Danton, fue donde comenzaste a escribir Museo de cera.

Sí. En ese pequeño café que hay justo en Odeón, allí empecé en el verano del 60. En agosto, julio o agosto, agosto me parece que era.

 

Dicen que la diferencia entre el turista y el viajero es que el viajero vuelve transformado por el lugar que visita ¿no?

Sí, bueno. Tú fíjate. Yo eso lo sigo sintiendo. Yo vuelvo siempre con algo. Una ciudad que por ejemplo, que además, ya te digo, es tan pequeña que me la conozco hasta el último rincón, como puede ser, o sea, Venecia ¿no? Bueno, pues por calle, por puentes, por sitios que haya pasado cientos de veces, sigo pasando y descubriendo algo que no había visto: un detalle en una fachada, en una puerta. Yo soy muy poco turista, en ese sentido.

 

¿Qué viaje marcó tu vida?

¡Uf! No sé. Ciudades que desde la primera vez me hayan causado una impresión física brutal, ha sido, por ejemplo, Estambul. Ahora, desde que dio el golpe de estado Erdogan no he vuelto porque ya está pasando cosas que no me agradan.

 

¿Qué opinas sobre el papel de la cultura en la sociedad actual? ¿Crees que todo se ha desvirtuado por culpa de una generalizada pérdida de valores, por la llegada masiva de sociópatas al poder, por la democratización de la cultura llevada a cabo por los mass media?

Sí. Bueno. Yo creo que se está produciendo un fenómeno en el mundo, porque esto no es aquí en España, quiero decir, en Francia, Estados Unidos, está tal cual, y en Alemania y en Italia, que es ¿cómo te diría yo? Lo que había sido, hasta nosotros, quizá, ansia de saber, de conocer, de buscar lo excelente, ha estado dando vuelta, reculando e incluso quizá esa búsqueda de lo excelente hasta hay, en este momento mucha gente a la que eso le tira para atrás, lo acusan: «elitismo, no sé qué, tal y cual». Y entonces eso lo que produce es un proceso de incultura generalizada. Esa incultura generalizada, esa amnesia histórica, pues lleva a que evidentemente los productos que salen de ahí para mí tengan bastante menos valor. Entonces, lo que sucede es que yo soy bastante pesimista. Claro. El pesimismo no deja de ser otra tontería, porque en cinco minutos el mundo cambia. El mundo cambia y de pronto, sucede algo y resulta que empezamos un renacimiento de cualquier cosa, pero sí soy pesimista porque no lo veo venir todavía ¿no? No lo veo. Y lo que estoy viendo, ya te digo, en toda Europa, no solo aquí y en Estados Unidos, estoy viendo Universidades que para mí eran importantes focos, pues convertidas en un desastre. Arrastradas por la ideología de género, arrastradas por el multiculturalismo, arrastradas por, incluso que no reconoces. Una Universidad con la que tuve mucho contacto, bueno, he dado allí una conferencia e incluso estuve allí en un college, como era Cambridge, en estos momentos Cambridge no tiene nada que ver. Pero el problema, además, es que estas cosas no tienen que ver con lo que eran hace diez años, quince años, quiero decir que el paso ha sido violentísimo, en muy poco tiempo, y eso es lo que casi ni nos permite poder ni analizarlo.

 

¿Crees que vivimos en un tiempo de mediocridad, de mentira, el tiempo del plagiador, del arribista, un tiempo que canta a lo vulgar y decadente?

Totalmente de acuerdo.

 

¿Por qué estamos como estamos? ¿A quién podríamos culpar?

Es que, yo no creo, quiero decir, hay muchos enemigos ¿no? Pero, ¿cuál sería el principal? El principal, probablemente, es esa extraña sensación que ha entrado en muchísima gente, yo te diría que de suicidio. Como le está pasando a Europa, se está suicidando, culturalmente, se está suicidando vitalmente, se está suicidando, aquí el problema todavía es, en fin, menor, pero por ejemplo, en Francia, lo del islamismo, eso ya es una cosa… Entonces, asistimos a modificaciones de formas de ser, de formas de comportarse, a modificaciones, incluso, lingüísticas, que nos sumergen en un extraño, en una pesadilla ¿no?

Y lo que has dicho antes estoy conforme con todo: mediocridad, etc. son los reyes de este momento.

 

En alguna ocasión te has manifestado en contra del mundillo intelectual español. 

No. Del mundillo intelectual español, del mundillo intelectual francés, del mundillo intelectual norteamericano y del que quieras.

 

¿Qué motivó en ti esta opinión?

Pues porque creo, por lo que decíamos, que todos estos problemas que se han ido transformando en una, como en una opresión, que es lo que conduce a esa mediocridad, etc. todo esto ha sido municionado por la intelectualidad. Quiero decir, cuando estamos viendo en todos los países, porque no hay ninguno que se salve, unos gobiernos abyectos, o sea, unos gobiernos que uno no se imaginaría ni, vamos, ni cuando Idi Amin Dada, o sea. Cuando estamos viendo, incluso gente de una indigencia mental absoluta ocupando unos poderes que modifican nuestras vidas, o nos las hacen insoportables, lo que no nos damos cuenta es que a ninguna de esas turbias cabezas se les ha ocurrido. Todo lo que nos está pasando se les ha ocurrido a los intelectuales. No todos, claro, hay muchos que no, pero son los que municionan a los poderes de todas estas justificaciones. Y por eso es mi desprecio, en general, hacia la intelectualidad, con sus excepciones, claro, muy nobles, pero que están siendo arrasadas, o a las Universidades, que han caído todas bajo esa misma historia.

 

¿Qué te hubiese gustado ser de no ser escritor?

No lo sé. Pirata (risas).

 

¿Qué libro tuyo salvarías de la hoguera?

Bueno, si yo tuviese que coger solo uno, no cogería un libro mío. Me cogería La divina comedia, me cogería a Shakespeare. Y si fuese mío, no lo sé, porque no he tenido la sensación, como te decía antes, de un libro y luego otro y luego otro. He tenido la sensación de un libro, entonces, no lo sé, puede que hay algún poema mío que, o sea, intentara salvar de esa quema.

 

¿Cuál arrojarías al fuego?

¡Uy! ¿Yo? El noventa por ciento de lo que he escrito (risas).

 

¿Qué libro de otro autor jamás quemarías?

Pues ya te lo he dicho: La divina comedia, La Ilíada, la obra de Shakespeare. No, muchos, muchos. Ahí sí habría muchos que salvaría, me tiraría a la hoguera (risas) para salvar el libro.

 

¿Qué libro de otro autor te produciría deleite si lo vieras arder?

¿Pues qué te voy a decir? El noventa y ocho por ciento de lo que se está escribiendo en España ahora mismo. Por no irnos a otros países, porque si fuera de Francia, te diría que el noventa y cinco.

 

¿Lees a algún poeta contemporáneo por el que sientas especial interés?

¿Españoles?

 

Sí. Mira. Por ejemplo, todos son amigos, un poeta que además, tenéis la inmensa suerte de que es un poeta hijo de esta tierra, que es Francisco Brines. Francisco Brines, yo creo que en estos momentos, pondría mi mano en el fuego, porque es el poeta más alto de Europa. Yo no conozco en este momento en Italia, Alemania, Francia ningún poeta de la altura de Brines. Bueno, estamos hablando de vivos, porque podríamos hablar de, pero vamos, que hablamos de vivos. Otro poeta, también de Valencia, que me interesa es por ejemplo Vicente Gallego. Y luego, por ejemplo, te voy a decir dos o tres poetas españoles a los cuales leo y somos muy buenos amigos: Luis Antonio de Villena, podría ser uno, Felipe Benítez, podría ser otro, y por ejemplo, Mesanza, podría ser también otro.

 

¿Qué piensas del panorama poético español actual? ¿Qué crees que le espera a la poesía española?

Bueno, yo ya te he dicho los que yo leo y me interesan. Lo veo pesimista y muy flojo, pero lo que está pasando aquí es lo que está pasando en todo el mundo. Quiero decir, yo creo que un poeta es alguien, primero, que no sabe por qué es poeta. Siente una necesidad de escribir eso de esa manera y unos temas, etcétera y no sabe, se obsesiona, lo hace peor o lo hace mejor, corrige mejor o no. Y sobre todo, quiere hacerlo cada vez mejor, los modelos que se pone, es esto, hablamos de Shakespeare, del otro, o sea, grandes modelos a los cuales jamás uno llega, pero al menos se queda un poco más cerca. Y lo que ahora mismo yo estoy viendo es que, primero, en general, y sobre todo en los más jóvenes que me mandan libros, me mandan cosas y no se puede leer. Primero, son profundamente incultos, no han leído, no leen, y se leen entre ellos cuatro. Luego, se les ha puesto como modelo, por ejemplo, no la alta poesía, sino ¿cómo te diría yo? Letras de canciones. Y luego lo peor, es lo que te decía yo, que de eso he pretendido yo huir siempre, es lo que sientes en ese momento. Entonces estamos en un nivel pues que podría ser lo que antiguamente en el colegio o en el instituto un chico o una chica escribían en el pupitre unos poemas por el amiguito que les gustaba, y claro, eso no es. Sobre todo, un infantilismo, una falta de buscar lo que de verdad es hondo, lo que de verdad nos significa. Por eso te digo mi opinión sobre lo que leo, yo ahora mismo a veces entro en una librería, veo la sección de poesía y empiezo a ver una serie de libros, la mayoría escritos por mujeres, muy curioso, en grandes sellos y vendiendo, además mucho, y abro el libro y no puedo pasar del segundo verso. Porque digo, esto es lo que se le ocurría a Pepita en segundo de Bachiller, que se enamoraba de su compañerito aquel. Esto a mí, la verdad que no me interesa.

 

¿Qué crees que le espera ahora a la poesía española?

No lo sé. No lo sé. Creo que pueden seguir escribiendo estos e incluso muchos más que se unan a esto, porque claro, ya no exige nada, es lo que se me ocurre en este momento ¿no? La ingeniosidad que se me ocurra en este momento, eso no tiene ningún valor. Y lo que pasa es lo que te he dicho, la historia puede cambiar en cinco minutos. Puede cambiar. A lo mejor en estos momentos hay, no sé, en Lugo, o en Crevillente ¿no? (risas) hay un poeta que esté escribiendo algo que no conocemos y que va a ser el Rimbaud de este momento. Ojalá.

 

¿Qué te queda por hacer como poeta?

Seguir intentando encontrar ese verso que no muera. Es que no, no hay otra cosa. Seguir vivo. Seguir.

 

 

 

 

BIOGRAFÍA DE JOSÉ ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR

Escritor, crítico literario, poeta y editor valenciano. Estudia Filología Hispánica en la Universidad de Valencia. Codirector de la revista literaria Crátera. Miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional. Publica  los libros de poesía: Luces de antimonio (2011), El testamento de la rosa (2014), La soledad encendida (2015), La flor de la vida (2016), Maldito y bienamado bibelot (2017), Nubes rojizas (2019) y Actos sucesivos (2020). Publica en 2017 su libro de ensayo y crítica Polifonía de lo inmanente. Apuntes sobre poesía española contemporánea (2010-2017). En breve publicará El monstruo en el camerino, su primer libro de aforismos, en Ediciones Trea.

 

 

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