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Configurar sentido descendente

16 de marzo de 2023

Un fantasma recorre el mundo. Es el fantasma de la mediocracia. Este concepto es una de las ideas centrales de Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder[1], un ensayo del filósofo canadiense Alain Deneault (Quebec, 1970), que anteriormente había publicado en castellano Paraísos fiscales. Una estafa legalizada. Deneault, profesor de sociología en la Universidad de Quebec y director del programa Collège International de Philosophie de París, ha escrito sobre las actividades de compañías mineras en África, América Latina y Europa del Este, y en Canadá, donde la legislación facilita sus operaciones económicas. Uno de sus libros, Canadá Noir, que incluía información de numerosas fuentes sobre actividades de empresas canadienses en el extranjero, ocasionó una demanda de la compañía minera Barrick Gold (el libro fue retirado de la circulación en un acuerdo extrajudicial; el caso inspiró una modificación legislativa para proteger la libertad de expresión y de información).

“La mediocracia establece un orden en el que la media deja de ser una síntesis abstracta que nos permite entender el estado de las cosas y pasa a ser el estándar impuesto que estamos obligados a acatar”, explica Deneault. En una entrevista con Andrés Seoane en El Cultural señalaba que “ser mediocre es encarnar el promedio, querer ajustarse a un estándar social, en resumen, es conformidad. Pero esto no es en principio peyorativo, pues todos somos mediocres en algo. El problema de la mediocridad viene cuando pasa a convertirse, como en la actualidad, en el rasgo distintivo de un sistema social. Hoy en día nos encontramos en un sistema que nos obliga a ser un ciudadano resueltamente promedio, ni totalmente incompetente hasta el punto de no poder funcionar, ni competente hasta el punto de tener una fuerte conciencia crítica. Aquellos que se distinguen por una cierta visión de altura, una cultura sólida o la capacidad de cambiar las cosas quedan al margen. Para tener éxito hoy, es importante no romper el rango, sino ajustarse a un orden establecido, someterse a formatos e ideologías que deberían cuestionarse. La mediocracia alienta a vivir y trabajar como sonámbulos, y a considerar como inevitables las especificaciones, incluso absurdas, a las que uno se ve obligado”.

Escapar no es fácil: “Si reivindicamos nuestra libertad no servirá más que para demostrar lo eficiente que es el sistema”, escribe Deneault. En este sistema, toda labor es un trabajo; todo trabajo es solo un medio. Y, un poco a la manera de los enanos que según Augusto Monterroso se reconocen gracias a un sexto sentido, los mediocres se reconocen entre sí, en un clima de impostores que oscilan entre la complicidad y el miedo.

En buena parte es un libro contra las estructuras. Este “orden mediocre que se establece como modelo” florece en todos los engranajes de la sociedad (neoliberal occidental). El sistema genera lo que Enzensberger llama “analfabetos secundarios”. Recompensa a personas capaces de realizar sus tareas, cumplir objetivos de productividad, ser útiles; saben sobrevivir, empleando una autocensura obligatoria que “se presenta como una demostración de astucia”. Pero su característica principal es que no son capaces de cuestionar lo que piensan, de examinar los fundamentos intelectuales de las acciones o las estructuras en las que participan. Practican una ética y estética de la acomodación; contribuyen a crear un gigantesco trampantojo que encubre la opresión y la rapacidad.

“La norma de la mediocridad lleva a desarrollar una imitación del trabajo que propicia la simulación de un resultado. El hecho de fingir se convierte en un valor en sí mismo. La mediocracia lleva a todo el mundo a subordinar cualquier tipo de deliberación a modelos arbitrarios promovidos por instancias de autoridad”, explica Deneault. El mediocre es un elemento de la cadena de opresión, el instrumento que emplean los poderosos para ejecutar sin mancharse una “violencia simbólica”, en un sistema de naturaleza “mortífera” que oculta tras una apariencia de “moderación”, una tonalidad o temperamento siempre sospechoso para Deneault.

Como señaló el sovietólogo Robert Conquest, la forma más sencilla de entender una organización burocrática es asumir que la dirige una camarilla compuesta por sus enemigos. Esta idea, aunque sin la ironía del historiador británico, no está lejos de la visión de Alain Deneault, que aplica el concepto de la mediocracia a distintos ámbitos: la educación, el comercio y las finanzas, la cultura y la civilización. La tesis no siempre es clara, ni el motivo que permite unir los temas o los registros de escritura (a veces más ensayístico, a veces más periodístico). El ensayo une dos libros, La médiocratie y Politiques de l’extrême centre.

A juicio del autor, uno de los lugares donde prolifera la mediocracia es la universidad. Los académicos no solo deben saber más sobre cada vez menos, sino que están metidos en una especie de rueda de hámster de publicaciones tan necesarias para su carrera como irrelevantes para el progreso del conocimiento. Las servidumbres académicas aplastan el pensamiento propio, los cauces del sistema constriñen la libertad intelectual y todo el diseño conspira para evitar la originalidad. Es como si el objetivo fuera impedir que alguien levantase la cabeza y viese el mecanismo. Una configuración casi feudal propicia la supervivencia de esa estructura.

Algunas de las observaciones de Deneault son perspicaces y valiosas. Una gran cantidad de energía se destina a cargas absurdas. Muchas veces quienes provocan avances decisivos en una disciplina no son los grandes especialistas: a menudo, es interesante la perspectiva de alguien que es experto en otro campo, o la combinación de dos campos de conocimiento posibilita un cambio en la forma en que vemos una disciplina. Los sistemas pueden generar grasa superflua, pérdidas de tiempo, abusos de poder; pero los protocolos también tienen aspectos que ayudan a corregir errores.

Una de las obsesiones de Deneault, que revela cierta impronta orwelliana en un autor influido sobre todo por escritores continentales, es la desactivación de eufemismos y palabras de camuflaje. De los académicos critica una tendencia hacia la opacidad léxica que se ha convertido en una especie de shibboleth, y lamenta el triunfo de palabras como gobernanza o plurales sanitarios como opresividades. A veces es ingenioso: por ejemplo, cuando cita estudios que comparan el mundo universitario y su estructura desigual con el narcotráfico. Otras veces resulta banal o hiperbólico. Así, dice que el PowerPoint “erradica la autonomía de la mente”. Mucha autonomía no debías tener si te la erradica un PowerPoint. Citando a McLuhan, señala que Superman indica “la pérdida absoluta de la relación de este pueblo con el pensamiento estructurado”. El dibujante de cómics Art Spiegelman exponía hace unos meses una visión interesante de los cómics de superhéroes y sus condiciones de producción: en vez de la proyección de la impotencia del hombre tecnológico, él destacaba el origen inmigrante, a menudo judío, de creadores de superhéroes que, a finales de los años treinta, derrotaban a villanos poderosos.

Otras veces, simplemente, no parece saber de lo que habla. Critica, con una mezcla de desdén profesoral y virguería hermenéutica, el énfasis en las tecnologías de la serie de Superman. Podemos darle un tono casi metafísico a esa relación, como si solo fuera semiótica, pero la historia del cine (como la de la música, la de la literatura, la de la cultura) tiene que ver con el desarrollo de la tecnología, que no es solo un símbolo.

En otras partes del libro uno no acaba de entender el nexo con la mediocridad, aunque sí parecen formar parte de la visión general del autor. Deneault escribe de la financiarización de la economía, del valor del dinero por encima de todas las cosas y las tipologías psicológicas que genera. Si en la cultura se guiaba por Rancière y autores vinculados al posestructuralismo y la teoría francesa, o por la escuela de Frankfurt en otros momentos, cuando habla de dinero parece que el sociólogo y filósofo alemán Georg Simmel es su influencia principal. En algunas de las páginas más interesantes y desasosegantes del libro habla de las relaciones de las empresas y la naturaleza, de los trapicheos de grandes compañías, del papel de las ONG. La globalización, señala, habría tenido un efecto inesperado: aliar a obreros y empresas frente a las clases de otros países. (Aunque esto, que presenta como una novedad, quizá no lo sea tanto.) Algunas cosas parecen un tanto envejecidas. Ya no estamos en la fase expansiva de la globalización: el alineamiento de intereses corporativos entre empresas norteamericanas y chinas contra los trabajadores occidentales es una idea menos presente ahora que hace un tiempo.

El espíritu de carrerismo o profesionalismo -uno de cuyos ejemplos y transmisores máximos es, dice Derneault, el experto, el intelectual que se pone al servicio del poder- permea nuestro comportamiento social (“estamos dispuestos a hacer grandes esfuerzos para medrar socialmente hasta alcanzar el nivel en que nos podremos ahorrar todos estos esfuerzos psicológicos”). El llamado arte subversivo (donde las grandes fortunas fuerzan el sometimiento de los artistas) es otro ejemplo; también los economistas “oficiales”, que, dice, son “banqueros del significado”. No parece tomar la economía muy en serio como ciencia y escribe varias veces de forma despectiva sobre ella: la motivación es, ante todo, ideológica. “A los artistas se les conmina a trabajar con arreglo a los dictámenes del mercado en vez de los de su propio proceso creativo”, escribe. En la parte final ataca a los defensores de lo que llama “extremo centro”, un concepto de Pierre Serna, que resumió la trayectoria los líderes que practicaban estas políticas (“sensatas”, tecnocráticas, animadas por el propósito declarado de alejarse del extremismo) como “una historia de las retractaciones”. Es un sistema que ha fracasado, sostiene Deneault, y se basaba en la idea del crecimiento, fundado en indicadores falaces y fetiches. Los intelectuales del extremo centro, sostiene, dan legitimidad a casi todo lo que no puede gustar a una persona de bien: de la brutalidad policial a la evasión fiscal. La crítica, dice el autor, ya no es nueva: “¿Cómo podemos explicar que estamos en una posición tan estática como para que las catástrofes más terribles hayan sido presagiadas hace décadas?”. La solución tampoco: “¡Sé radical!”.

Mediocracia funciona como catálogo de referencias: puede llevar a algunos libros o estudios estimulantes. Con todo, a veces es deslavazado y arbitrario en sus recomendaciones; se guía más por la antipatía que por el rigor. Como explica el autor en el fragmento que acabo de citar, en buena medida las críticas que hace fueron formuladas hace décadas. El sistema no solo las recibió: supo incorporarlas. Mientras tanto, desde que se produjeron las críticas que Deneault reitera como si fueran más o menos nuevas (la generación de necesidades del consumismo, la estupidización de la televisión, la falta de escrúpulos de las corporaciones), gracias al capitalismo, con todos sus defectos, millones de personas han salido de la pobreza. Deneault utiliza los datos cuando le convienen y otras veces los descalifica como ejemplos de la manipulación maligna del sistema. Que la mortalidad infantil (es decir, niños fallecidos el primer año de vida) pasara de 8,8 millones de muertes en1990 a 4,1 millones en 2017 puede suceder mientras el sistema fracasa de manera formidable, como dice él. Pero sigue siendo un logro.

Si hubiera que colocar el libro en una categoría, más que como ensayo o reportaje encajaría como novela policiaca. El cadáver quizá se conozca a los postres, pero el asesino es tan amorfo como inequívoco. Es el orden económico capitalista occidental, que se puede entender con el extremo centro (donde tiene cabida, como ejemplo más desarrollado, el presidente socialista de Francia Hollande, predecesor de Macron, a quien Deneault ha acusado de forma un poco rocambolesca de dar un golpe de Estado, metafórico naturalmente): algo fácil de identificar está detrás de cada ejemplo. El autor no se toma la molestia de dar un argumento contra su propio interés, aunque fuera por coquetería, y si bien parece conocer los chanchullos de los negocios occidentales en una suerte de provincianismo intelectual no critica ningún otro sistema. Los problemas en África o en América Latina son problemas generados por Occidente, que corrompe e impulsa estructuras de opresión. Pero no hace falta ser un defensor del colonialismo militar o económico para reconocer que la opresión y la corrupción se producen también cuando no hay interferencia de Europa y América del Norte: Occidente no siempre tiene la culpa. Como escriben Ian Buruma y Avishai Margalit en Occidentalismo (Debate): “Las historias de Europa y Estados Unidos están manchadas de sangre, y el imperialismo occidental causó muchos daños. Pero ser consciente de eso no significa que deberíamos ser complacientes con respecto a la brutalidad actual de las antiguas colonias. Al contrario. Culpar del barbarismo de los dictadores no occidentales al imperialismo estadounidense, el capitalismo global o el expansionismo israelí no es solo equivocarse; es precisamente una forma orientalista de condescendencia, como si solo los occidentales fueran lo bastante adultos como para ser moralmente responsables de lo que hagan”.

Uno puede leer Una cama para una noche (Debate), el admirable y devastador estudio de David Rieff sobre el auge y el fracaso de la acción humanitaria. O puede leer a Deneault, que dice que en Haití “las organizaciones gubernamentales tienen el aspecto siniestro de una fuerza política de ocupación” y se queda tan ancho. Para él, cuando Stiglitz critica los excesos de la globalización, el fundamentalismo de mercado, del neoliberalismo, es un tipo de derechas que se hace pasar por alguien de izquierdas. Aquí estamos, entretenidos, en “una muy lucrativa lucha contra el cáncer, en lugar de los sencillos cambios alimentarios que podrían prevenirlo”. ¿Cómo no habíamos caído en que el cáncer se arreglaba con yogures y brócoli?

Si es interesante la cuestión de los impuestos y las críticas a las finanzas, no hay una visión más constructiva o la elaboración de una alternativa. En los últimos años han aparecido muchas críticas al funcionamiento del capitalismo, inspiradas por la crisis de 2007 y 2008, los descontentos con la globalización, el crecimiento de la desigualdad, el abuso de los recursos naturales. Políticos mainstream y medios liberales como el Financial Times y The Economist debaten formas de salvar el capitalismo de sí mismo, prestan atención a propuestas como la renta básica, alertan de los riesgos del capitalismo rentista, de los peligros que una desigualdad excesiva supone para la democracia liberal. Esos ajustes, sometidos a la experimentación empírica y a la deliberación democrática, parecen más útiles que una impugnación a la totalidad que no termina de concretarse.

Lo más irritante del libro no es que sea estructuralmente frágil, argumentativamente tramposo o factualmente discutible (aunque en ocasiones lo es). Lo más cargante es la sensación de que el autor piensa que está revelando algo novedoso, cuando ofrece una mezcla inconsistente de observaciones valiosas, obviedades, tópicos y teorías de la conspiración. A veces da la sensación de ser una versión tan posmoderna como inconsciente del mito de la caverna, o ese tipo un poco cargante que te toca al lado en una cena y te cuenta que el problema no es por lo que dicen todos, sino por ese otro chisme que él sabe. Es una de esas mentes sutiles, que saben un poco más: con algo de suerte, podrás acceder a su estadio de conocimiento; lograrás estar en el secreto. Al leer el ensayo incomoda la asunción de que el autor y el lector son resistentes frente a ese mundo mediocre. Un resumen del libro es la estadística que dice que el 80% de los conductores creen que conducen mejor que la media.



[1] Alain Deneault. Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder. Traducción de Julio Fajardo Herrero. Madrid, Turner, 2019.

 

Escrito en Lecturas Turia por Daniel Gascón

Si con Descendimiento la poeta Ada Salas (Cáceres, 1965) compartía su particular oratorio ante el cuadro del mismo nombre de Van der Weyden, recogiendo el dolor y la belleza para sostener la mirada del poeta, con Arqueologías (Pre-Textos) realiza un ejercicio de memoria en el que los mitos y los pasajes bíblicos se enraízan con la figura del padre y —acaso en inconsciente desplazamiento—maestros de distintos ámbitos artísticos. No es casual que el yo poético discurra entre higueras y tacimientos. Ambos nos acercan al origen.


“El poema ha sido como un candil en el túnel de una mina”

- ¿Sobre qué asuntos conviene hacer una labor arqueológica?

- No sabría decirte si «conviene» hacer esa labor en ningún caso, salvo que se sea arqueólogo stricto sensu. Supongo que no diría lo mismo si fuera psicoanalista o si hubiera pasado por una experiencia psicoanalítica. El verbo «convenir» implica un sentido de obligación matizada junto al de necesidad. En el terreno personal, como me ha ocurrido durante la escritura de este libro, ha habido muy poco de voluntad, y desde luego nada de obligación. Si ha habido necesidad, no ha sido consciente. A posteriori, puedo decir que el «trabajo arqueológico», si no ha sido necesario, sí ha sido útil: he visto cosas que no podría haber visto más que a través del poema. El poema ha sido como un candil en el túnel de una mina.

 

- Hay un regreso hacia lo mítico y lo histórico. ¿Qué nos enseña cualquier tiempo pasado?

- Desviándome de la pregunta, me permito, Esther, contestar con una cita del maestro Phillipe Jaccottet, del libro, titulado, precisamente, Paisajes con figuras ausentes. Creo que sus palabras, que traduzco sobre la marcha, tienen mucho que ver con Arqueologías: “Así, sin que yo lo hubiera querido ni buscado, era una patria lo que reencontraba por momentos, y quizá la más legítima: un lugar que me abría la mágica profundidad del tiempo. […] Esas “aberturas” propuestas a la mirada interior […] señalaban por intermitencias, pero con obstinación, un nudo como inmóvil. Volverse hacia eso debía de ser aprehender el inmemorial aliento divino (fuera de toda referencia a una moral o a una religión); y, a la vez, permanecer fiel a la poesía, que parece ser una de sus emanaciones.”


“El regreso del pasado puede ser luminoso”

- Que se «enreden» varios tiempos, como anuncia el frontispicio de Zambrano, ¿es recomendable, necesario, un azar, algo funesto?

- Diría que es inevitable. Inevitablemente, el presente está enredado en la red de los sucesivos pasados. Son previos, claro, han dejado, por tanto, rastros, huellas. Poder vivir en plenitud el carpe diem entendido como vivir solo en el instante presente (en este caso disfrutándolo), es un desiderátum pero, en lo que mí respecta, un imposible. De ahí, quizá, cierta imposibilidad para la (absoluta) felicidad. El pasado acecha. Está ahí. A veces duele mirarlo; a veces, muchas, vuelve, como algo hermoso. Si conseguimos que esa convivencia (inevitable) con el pasado no sea, al menos exclusivamente, elegíaca, el regreso del pasado puede ser luminoso.

 

- ¿Qué importancia tiene el paisaje en nosotros?

- ¿En nosotros? ¿Los paisajes que vemos en cualquier situación? ¿Entendemos por paisaje solo lo que es naturaleza no intervenida? Creo que esta última es la idea más general y compartida de qué es un paisaje. Es la mía también. No una «vista», por ejemplo, urbana, sino una contemplación de lo natural en toda la extensión que puede abarcar la mirada. En ese caso, contemplar un paisaje es una liberación del propio peso. Es dejar de ser una misma.

Hay un paisaje especialmente resonante, creo: el que nos rodeó en la infancia. El paisaje reconocido y que nos reconoce. Ese paisaje es como un hermano. Es familia.

 

- Le devuelvo en forma de pregunta unos versos de su poemario: ¿”Es posible empezar como si todo/ —nada—/ hubiera sucedido”?

- Es posible. Cuesta ponerlo en práctica, pero es posible. Es, también, la única esperanza.

 

- "Es preciso cantar/ como si el mundo/ comenzara de nuevo". ¿Así con la escritura?

- El azar es increíble. Ayer mismo escribí un poema muy torpe. Quizá lo escribí para poder responder hoy a tu pregunta:

Olvida que has escrito.

Olvida que has vivido.

Olvida que viviste. Para empezar.

De nuevo.

 

- Preside el tono elegiaco en estos poemas, ¿es más fructífera, para la poesía, la melancolía que el deseo?

- ¿Elegía implica melancolía? Me hago esa pregunta. Creo que sí. Pero paradójicamente la melancolía nace de un deseo: el deseo de volver al pasado. ¿Es posible ser melancólico sin ser deseante? Creo, según lo pienso, que no. La melancolía y el deseo, entonces, necesitan un ingrediente común: la pasión. Un ingrediente común también, e imprescindible, de la escritura.

 

- Para «masticarse en el otro», ¿qué disposición de ánimo se requiere?

- No sabría contestar a esa pregunta. No sé qué quiere decir ese verso; al menos, no exactamente. Algo chungo, desde luego –permítaseme esta palabra–. Supongo que me refería a un amor destructivo, que es siempre autodestructivo. Así que se me ocurre que la disposición del ánimo es la ceguera.

 

- El poeta ¿escribe en el espacio que queda entre "la tumba más profunda" que resulta ser el corazón y "las heridas que conforman un humilde mapa"?

- Sí. Aunque no sé si hay distancia. El corazón contiene mapas de heridas. El poeta se enfrenta a ellas con humildad.

 

“El amor es una cuestión transitiva”

- ¿Es inútil "el amor/ que nadie quiere"?

- ¿Inútil? Pues sí. ¿Para qué sirve el amor si nadie lo recibe? El amor es una cuestión transitiva.

 

- Frente a la "claridad, que siempre viene del cielo", como escribió Claudio Rodríguez, usted propone otra claridad "que viene desde dentro". ¿Iluminan cuestiones diferentes ambas?

- Posiblemente iluminan las mismas cuestiones. Pero la diferencia estriba en la perspectiva, en el recorrido espacial. Lo que viene desde abajo trae más acarreo, es menos transparente. Lo que viene desde el cielo (la lluvia, por ejemplo), es más limpio. Los dos diferentes modos, condicionan desde dónde se escribe el poema y, por lo tanto, su resultado.

 

- ¿Por qué la palabra debe ser un instrumento cortante, incisivo?

- Bueno, si no se trata de hablar, sino de decir, la palabra es y debe ser incisiva. No es una cuestión de elección. Nombrar, no merodear, es algo incisivo. Las flechas son incisivas. Si llegan al corazón, matan.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

EL PRESTIGIOSO ESCRITOR Y PREMIO CERVANTES ASEGURA, A PROPÓSITO DE SU OBRA: “EN POESÍA TODO ES SÍMBOLO”

UNA DE LAS MEJORES ESCRITORAS MEXICANAS ACTUALES LO TIENE CLARO: “LA IMAGINACIÓN PERMITE QUE EL MUNDO SIGA EXISTIENDO”

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de noviembre, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés: Antonio Gamoneda y Brenda Navarro. Sin duda, Gamoneda es uno de nuestros escritores más carismáticos, habiéndose convertido en guía y modelo de muchos poetas más jóvenes. En él se valoran su sabiduría lingüística y su conciencia crítica, su apertura hacia las tradiciones de la modernidad y su clarividencia a la hora de enjuiciar el tiempo que vivimos. Puede decirse que, a sus 92 años y a pesar del inevitable desgaste físico, Gamoneda trabaja con intensidad y permanece al día de todo, dueño de su agenda y convertido en un referente de la autenticidad y el compromiso de la mejor poesía.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

El primer tercio del siglo XX constituye, como es sabido, un periodo esencial en la historia de la cultura española. Durante ese espacio de tiempo tuvo lugar, aunque en menor medida que en el resto de Europa, la crisis cualitativa de la mentalidad burguesa y, al mismo tiempo, el aumento cuantitativo de la misma debido al ascenso de las masas, que se incorporan a la nueva sociedad de consumo. Esa coyuntura histórica, cuyos cambios distan mucho de haber concluido, supuso el cuestionamiento de las estructuras sociales vigentes y de las formas de mentalidad inscritas en ellas. Los hombres y las mujeres de profesiones intelectuales cumplieron una función social relevante, incrementada de manera progresiva desde las postrimerías del siglo XIX, obligados a afrontar las antinomias que definen la época; vale decir, la crisis de la burguesía frente a la emergencia del proletariado, el proceso de secularización frente a la sacralización del mundo, el retroceso de la cultura letrada frente a la civilización científico-técnica. No obstante lo cual, esa irrenunciable actividad social adquiere manifestaciones divergentes (conformistas o disconformes) y, por ende, suscita actitudes bien distintas (reaccionarias o progresistas) y hasta diametralmente opuestas (comunistas o fascistas).

Escritor y periodista postergado hasta hace poco tiempo, Manuel Chaves Nogales supo afrontar la encrucijada de entreguerras con una actitud, una lucidez y una coherencia dignas del mayor elogio, que muy pocos de sus coetáneos, los escritores de la llamada Edad de Plata de la cultura española, consiguieron superar. En el prólogo al libro de relatos sobre la guerra civil A sangre y fuego, escribe: “Yo era eso que los sociólogos llaman un “pequeñoburgués liberal”, ciudadano de una república democrática y parlamentaria”[1]. Y su actitud no deja lugar a dudas: “Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera de la aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente los medios de producción y de cambio —como dicen los marxistas— ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo”[2]. De ahí que la originalidad vital y literaria del escritor sevillano pueda definirse, en primer lugar, por su destacada contribución al desarrollo del periodismo de masas y, finalmente, por su posición ante la rebeldía vanguardista, frente a la revolución comunista y contra la reacción fascista subsecuente, como intento señalar en esta breve semblanza.

 

Años de formación: de Sevilla a Madrid

Manuel Chaves Nogales nació en Sevilla el 7 de agosto de 1897, en el seno de una familia hispalense de clase media acomodada. Siguiendo la tradición familiar, se decantó desde muy joven por el periodismo. Su abuelo paterno, José María Chaves Ortiz, fue un conocido pintor de temas taurinos, al que se debe el primer cartel ilustrado de la Feria de Sevilla. Su padre, Manuel Chaves Rey, fue colaborador de diferentes periódicos sevillanos, miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, además de cronista oficial de la ciudad. Su madre, Pilar Nogales, realizó estudios de música y fue concertista de piano; y su tío, José Nogales, fue director de El Liberal, uno de los principales diarios sevillanos del primer tercio del siglo XX. A los catorce años, el joven Manuel comenzó a colaborar en El Liberal, donde su padre ejercía por entonces de redactor jefe. Tras el fallecimiento del padre en 1914, simultaneó los estudios de Filosofía y Letras con escarceos juveniles en el periodismo. Desde 1918 hasta 1921, trabajó como redactor y colaborador en El Noticiero Sevillano, diario independiente de tendencia monárquica, y La Noche. Y en 1920 publicó el artículo narrativo “La Ciudad”, dentro del libro colectivo Quien no vió a Sevilla[3], en un momento en que la ciudad hispalense experimenta un desarrollo urbanístico e intelectual de repercusión nacional.

El joven Chaves Nogales nació al periodismo por las mismas fechas que a la literatura; sus colaboraciones con El Liberal de Sevilla, El Noticiero Sevillano y La Noche coincidieron con la composición de sus primeros libros, La ciudad (Sevilla, Talleres de La Voz, 1921) y Narraciones maravillosas y biografías ejemplares de algunos grandes hombres humildes y desconocidos (Madrid, Caro Raggio, 1924). Conviene recordar que, durante las primeras décadas del siglo, el viejo periodismo personalista e ideológico del ochocientos da lugar al nuevo periodismo de masas, de modo y manera que las relaciones entre el escritor y el periodismo se estrechan; mientras que el periódico ofrece al escritor un medio de comunicación más fluido que el libro y un modo de ganarse el sustento, el escritor contribuye a la empresa con su ingenio creador y su sagacidad crítica. Tanto es así que algunos escritores de entreguerras, entre los que cabe destacar a Rafael Cansinos Assens, Corpus Barga, César González-Ruano o el mismo Manuel Chaves Nogales, contribuyeron a renovar el género de la “no ficción” en un sentido doble: por una parte, flexibilizando los límites entre la literatura ficticia (poesía, narrativa, teatro) y la literatura facticia (testimonial y documental); y por otra, transgrediendo los límites entre la escritura testimonial o literaria (memorias, diarios, epístolas) y la escritura documental o periodística (noticias, crónicas, reportajes).

La década de 1920 fue un periodo crucial en la historia de Occidente: una verdadera encrucijada de transformaciones sociales, ideológicas y culturales. La propagación de la técnica en la vida cotidiana supuso, al fin, un cambio profundo en las mentalidades. A principios de 1920, Chaves Nogales contrajo matrimonio con Ana Pérez y se trasladó a Córdoba, donde presenció la aparición del periódico La Voz, dirigido por Ramiro Rosés, en el que llega a oficiar de redactor jefe. Su estadía en la capital andaluza coincidió con frecuentes viajes a Madrid, donde empezó a publicar en el diario El Sol. En julio de ese año, su citado libro La ciudad consiguió una subvención del Ayuntamiento de Sevilla, y un año más tarde aparece bajo el sello de los Talleres de La Voz. El libro fue reseñado en varios medios provinciales (La Voz, El Noticiero Sevillano) y en las páginas de la revista España, una de las publicaciones periódicas más acreditada de la época. La recensión de la obra, firmada por A(ntonio) E(spina), comienza en estos términos: “Un panorama complejo de episodios y reflexiones desarrollado a manera de crónica, en que se estudia una vieja ciudad española: Sevilla”[4]. Y el verano de 1923 aparecieron dos de sus cuentos, “Los caminos del mundo” y “La gran burla”, que luego pasaría a llamarse “El bromazo”, en la sección “El cuento de hoy” de La Voz, cuyo marbete volvería a aparecer más adelante en el Heraldo de Madrid.

Entre tanto, se traslada con su esposa Ana Pérez a Madrid, donde nació su primera hija y comenzó a introducirse en los círculos periodísticos y literarios de la capital. Aquí le sorprendió la Dictadura de Primo de Rivera, proclamada el 23 de septiembre de 1923, y en este segundo momento biográfico y laboral, en esta nueva “etapa madrileña”, desarrolló una intensa y fructífera labor profesional hasta que los avatares de la guerra civil le obligaran a autoexiliarse. Poco después, en 1924, arribó a la redacción del Heraldo de Madrid, en cuyas páginas aparecería buena parte de su producción periodística. Los primeros artículos, lastrados por los rigores de la censura, mostraban ya un sello personal, caracterizado por la diversidad temática, el respeto a la información, la amenidad expositiva y la visión crítica. Entre los temas abordados se cuentan: la confección de diccionarios, los fraudes editoriales, el viejo cementerio de Madrid, la creación del Colegio Mayor Hispanoamericano de Sevilla, la precariedad de las clases humildes, los modos de hacer novelas, etc. Al tiempo que se afianzaba como periodista, publica una novela corta titulada La Órbita (Sevilla, Casa Velázquez, colección “La novela del día”, mayo de 1924) y concluye el libro de relatos en que venía laborando desde su etapa sevillana: Narraciones maravillosas y biografías ejemplares de algunos grandes hombres humildes y desconocidos (Madrid, Caro Raggio, diciembre de 1924).

Los primeros años de estancia de Chaves Nogales en Madrid coincidieron con la irrupción de las vanguardias artísticas y literarias en España. Bien es cierto que, desde 1908 hasta 1918, se habían producido las primeras manifestaciones vanguardistas, protagonizadas principalmente por Ramón Gómez de la Serna, quien publicó su ensayo-manifiesto El concepto de la nueva literatura en la temprana fecha de 1909. Pero hubo que esperar hasta la llegada de Vicente Huidobro, portavoz de las vanguardias parisienses y adalid del creacionismo para que, en los ambientes literarios de España, se encendiese el fuego de las vanguardias, alimentado por un grupo de jóvenes creadores en el que se contaban, entre otros, Rafael Cansinos Assens, Guillermo de Torre, Adriano del Valle, Xavier Bóveda y el joven argentino Jorge Luis Borges. Desde la llegada de Huidobro a Madrid, hasta los primeros ecos del surrealismo, se proclamaron y desarrollaron numerosos movimientos literarios, entre los que cabe destacar el creacionismo, el ultraísmo, el purismo, la deshumanización del arte, et tutti quanti. Hasta que, en 1925, tras la aparición del Primer manifiesto del surrealismo en la Revista de Occidente, la “Exposición de artistas ibéricos” en Madrid, con su importante manifiesto vanguardista, la publicación de Literaturas europeas de vanguardia de Guillermo de Torre, y La deshumanización del arte de Ortega y Gasset, comenzó a cundir la necesidad de un regreso al orden y, consecuentemente, un abandono de la literatura ensimismada.

Ahora bien, el hecho de ser un periodista doblado de escritor, con una declarada fidelidad al periodismo informativo, pudo evitar que Chaves Nogales acabara seducido por los cantos de sirena vanguardistas, como les sucedió a muchos de sus coetáneos. Aunque coincidió con algunos de los poetas, narradores y artistas de vanguardia que pululaban por las principales tertulias y publicaciones de la época, no renunció en ningún momento a la función social del arte, que supo encauzar en los medios de comunicación de masas bajo la forma de artículos, crónicas, reportajes y entrevistas. Fue capaz de calificar a Ramón Gómez de la Serna de “perseverante tallista de la emoción” o de contradecir abiertamente las ideas sobre la novela de Ortega y Gasset. En el artículo “Cómo se hacen las novelas”, uno de los primeros que publicó en el Heraldo de Madrid, se pronuncia abiertamente contra Ortega y sus acólitos, los futuros narradores de la colección Nova novorum, que aparecería poco después bajo el sello de la señera Revista de Occidente, al tiempo que se decanta por Pío Baroja, cuyo trato prolongaría durante años, y su técnica novelística. Su visión crítica de la realidad y su concepción social del arte le abocaban a tomar una postura clara ante los hechos, pues la actitud complaciente o evasiva es “demostración terminante de inmoralidad y perversión”.

 

La consolidación del periodista y del escritor

A comienzos de 1926, un suceso extraordinario acaparó las portadas de los principales periódicos nacionales: regresa a Huelva el hidroavión de la Aeronáutica Militar española Plus Ultra, tras realizar por primera vez un vuelo entre Europa y América. Chaves Nogales se encargó de cubrir la noticia para el Heraldo de Madrid, en un periplo informativo que le llevó por tierras de Huelva y Sevilla. Este trabajo produjo un cambio determinante en la actuación profesional del periodista, en opinión de María Isabel Cintas: “Por una parte, se inició su interés por el avión como medio de desplazamiento en los tiempos modernos, que tanta importancia para su actividad tendría en el futuro. Por otro lado, abandonó la redacción y fue tras la noticia”[5]. Meses más tarde tiene lugar otro hecho importante en su vida. En julio de 1927, siguiendo la tradición paterna, Chaves Nogales ingresó en la masonería, con Vicente Sánchez Ocaña, compañero en las tareas periodísticas, en la logia Dantón de Madrid, con el seudónimo de Larra. Como tantos otros artistas, intelectuales y trabajadores de la época, vio en la forma de entender la vida que la masonería representaba, basada en los principios ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad, una respuesta a la crisis de la conciencia burguesa, una salida a la estructura social vigente y las formas de mentalidad que genera.

El interés de Chaves Nogales por las travesías aeronáuticas, epifenómeno del fuerte impacto que conoció el desarrollo tecnológico durante los felices años veinte, pronto se vio recompensado de nuevo. El 25 de octubre de 1927 llegaba Ruth Elder a Lisboa, célebre aviadora norteamericana que estuvo a punto de perecer en la travesía del océano Atlántico. El periodista sevillano alquiló un avión para desplazarse a la capital portuguesa y, durante varias jornadas, informó del nuevo suceso aeronáutico a través de crónicas trasmitidas desde el avión: “La emocionante partida de un hidroavión que va a cruzar el Atlántico”, “Cómo es Ruth Elder”, “El paso de Ruth Elder por Portugal y España”, “Cómo se inventa un gran suceso. Ruth Elder, creación de un periodista”. Esa serie de crónicas viajeras, en las que el autor consolida sus dotes de reportero au plein air, le reportaron una enorme popularidad, reconocida finalmente con el premio Mariano de Cavia, que los directores de cuatro periódicos, El Liberal, Heraldo de Madrid, El Sol e Informaciones, acordaron concederle el 10 de mayo de 1928. La popularidad, el reconocimiento y los homenajes no se hicieron esperar. Como era previsible, tampoco faltaron voces discrepantes que, con razón o sin ella, relacionaron la concesión del importante premio con la pertenencia del galardonado a la Francmasonería.

Al tiempo que declinaban los movimientos artísticos y literarios de vanguardia, de lo que queda constancia en las dos revistas principales de la época, Revista de Occidente y La Gaceta Literaria, daba sus primeros pasos la literatura social de avanzada, liderada por los nuevos narradores de la “otra generación del 27” (la expresión es de Víctor Fuentes), unidos en torno a las revistas Post-Guerra y Nueva España; ambas publicaciones contaban con una línea editorial de izquierdas y defendían ideas socialistas y republicanas. En el año 1926, la Revista de Occidente echaba a andar su colección Nova novorum, en la que vieron la luz novelas lírico-intelectuales de Pedro Salinas, Benjamín Jarnés, Antonio Espina y Valentín Andrés Álvarez. Ese mismo año se publica la primera novela social, La duquesa de Nit, de Joaquín Ardedríus, a la que seguirían el resto de “libros de avanzada” (el rubro es de José Díaz Fernández): La espuela (1927) del mismo Joaquín Arderíus, España 1930 (1927) de Gabriel García Maroto, El Blocao (1928) de José Díaz Fernández, Los príncipes iguales (1928) de Joaquín Arderíus, La venus mecánica (1929) de José Díaz Fernández, El comedor de la pensión Venecia (1930) de Joaquín Arderíus, Imán (1930) de Ramón J. Sender, etc. A diferencia de los narradores de orientación vanguardista, estos narradores se reclaman partidarios de la narrativa antibelicista europea y de la novela revolucionaria rusa.

Durante estos cinco años, Chaves Nogales coincidió con buena parte de ellos, compañeros de letras y de generación sojuzgados por la censura previa de la dictadura de Primo de Rivera, en tertulias, periódicos y revista de la época, particularmente en el afamado café de Fornos, en el diario Heraldo de Madrid y en La Gaceta Literaria. El 15 de marzo de 1928, esta última revista publicó una interesante interviú, a la que respondieron escritores de ideologías diferentes e incluso contrapuestas, a propósito de las relaciones promiscuas entre política y literatura, y en la que Chaves Nogales dejó clara su postura al respecto: “Así como no profeso ninguna religión positiva, no pertenezco a ningún partido político. Si tuviese un temperamento heroico, creo que sería comunista; no lo soy porque me falta ese ímpetu nazarenoide que hoy se necesita para ser comunista militante. Cumplo, sin embargo, con mi débito esparciendo en cuanto escribo ese difuso sentimiento comunista que me anima”[6]. Y a raíz de obtener el afamado premio Mariano de Cavia en 1928, publicó en la verista gráfica Estampa un artículo acerca de las relaciones entre el periodismo y la literatura, reivindicando el trabajo eminentemente objetivo del periodista frente a la labor imaginativa de la literatura de ficción. “He hecho una obra de periodista —constata—. Los literatos a la novela o al teatro. Cada uno en su ámbito. El periodista ha de trabajar en la redacción y en la calle”[7].

El año 1930 fue una fecha clave en la encrucijada histórica de entreguerras y, consecuentemente, en la trayectoria personal y literaria de Manuel Chaves Nogales. El 28 de enero cayó la dictadura del general Primo de Rivera. A aquellas alturas del siglo, las vanguardias artísticas y literarias habían experimentado un regreso al orden, cuando no un avance hacia el compromiso político y social. Los intelectuales  reaccionaron contra el menosprecio de que eran objeto por parte de las clases dominantes, conjurando el miedo a la nueva clase emergente, el proletariado revolucionario, y, en el caso de los escritores de avanzada, se ponen de su lado. Desde el cargo de director de Heraldo de Madrid, el periodista sevillano saludó la caída de la Dictadura, vale decir,  “seis años, cuatro meses y trece días sin garantías constitucionales”. Vuelve a recorrer Europa y pasa el verano en París como corresponsal del Heraldo, recopilando materiales sobre la revolución soviética. A comienzos del segundo semestre fue requerido por Luis Montiel para  preparar la salida de un nuevo periódico: un diario moderno, veraz e imparcial, dotado ahora con los mejores adelantos técnicos. Y el 16 de diciembre de 1930, vio la luz pública el diario Ahora, al que nuestro periodista dedicaría, como subdirector, todas sus capacidades desde ese momento y durante el sexenio siguiente.

Durante los primeros años treinta, Chaves Nogales desarrolló una intensa y fructífera labor periodista. Pilotó el semanario gráfico Estampa y, desde diciembre de 1930, desempeñó el cargo de subdirector del diario Ahora, modernizando las publicaciones y enriqueciendo sus contenidos, conforme al mejor periodismo que se hacía fuera de España. Aprovechando las experiencias de su estancia en París, publicó por entregas en el primero sus crónicas del viaje en avión por Europa, que aparecería posteriormente bajo el título La vuelta a Europa en avión  (Madrid, Mundo Latino C.I.A.P., 1929) y la historia del maestro de flamenco Juan Martínez y su mujer Sole, que correría la misma suerte bajo el título El maestro Juan Martínez, que estaba allí (Madrid, Estampa, 1934). Y, ya entre el 29 de junio y el 14 de diciembre de 1934, sus crónicas sobre el torero Juan Belmonte que, agrupadas en libro, dieron lugar a su celebrada biografía Juan Belmonte, matador de toros (Madrid, Estampa, 1935). Al mismo tiempo, y como alma mater del diario Ahora, dejó en este periódico lo mejor de su producción: entrevistas con los principales políticos españoles, reportajes sobre la Alemania nazi, artículos sobre la intervención de España en Ifni o reportajes sobre la revolución de octubre en Asturias. Una labor que quedaría truncada el 17 de julio de1936, a raíz del estallido de la guerra.

Con el ruido y la furia de las armas, las facultades humanas invierten su orden, y la acción ocupa el lugar preferente, por encima de los sentimientos y los pensamientos, que acaban por oxidarse: inter arma silent musae. El exilio continuado y finalmente masivo de masones, judíos y comunistas iba a dejar el campo periodístico y literario expedito para el medro de los escritores falangistas: Rafael Sánchez-Mazas, Víctor de la Serna, César González-Ruano, Eugenio Montes, Ernesto Giménez Caballero y Agustín de Foxá, entre otros. Esta generación de escritores, a la que Francisco Umbral llamó “los prosistas de la Falange” y relató con su estilo pop y su cinismo posmoderno en La leyenda del César Visionario, no es otra que la generación del 27 puesta en prosa, a la que pronto se sumarían los escritores de la generación del 36: Rafael García Serrano, Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro, y Pedro de Lorenzo, principalmente. Quien más, quien menos, todos reconocían el magisterio de Ortega y Gasset, de Eugenio d’Ors y, en menor medida, de Ramiro de Maeztu; así mismo, unos se reclamaban seguidores de José Antonio Primo de Rivera, mientras que otros seguían con devoción a Ramiro Ledesma Ramos. Aunque, por lo general, comenzaron sus respectivas carreras literarias en los movimientos de vanguardia, impulsados por la rebeldía característica de la juventud frente a las estructuras arcaicas del “orden establecido”, representaron la vuelta al orden, cuando no el retorno a los preceptos arcaizantes de las sociedades rurales.

César González-Ruano, coetáneo y colega de Chaves Nogales desde los primeros años veinte, llegó a decir que el artículo y la crónica fueron “el auténtico género literario propicio y característico de nuestra generación”[8]. Si estaba en lo cierto, y eso parece, él mismo fue el primer articulista de su promoción, al tiempo que Chaves Nogales llegó a ser el reportero más representativo de la misma. Coincidiendo con la irrupción de los prosistas de la Falange en los medios, el sevillano escribió y publicó los grandes reportajes a los que hemos hecho referencia más arriba. Ahora bien, la fidelidad de Chaves Nogales a su ideario liberal, un liberalismo eminentemente humanístico, de ascendencia ilustrada, y su defensa de un periodismo objetivo, le salvaron de caer en la deriva fascista, como antes le habían preservado de la deriva comunista, proclives al totalitarismo, a las cuales se opuso con similar empeño. En el prólogo a los espeluznantes relatos de A sangre y fuego, esa declaración de principios inolvidable, escribe: “Antifascista y antirrevolucionario por temperamento, me negaba sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las grandes conmociones y aguardaba trabajando, confiado en el curso fatal de las leyes de la evolución. Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario”[9].

 

Y al fin: la errancia sin sosiego

El levantamiento militar del 18 de julio sorprendió a Chaves Nogales en Londres, donde se hallaba en misión periodística, de modo que hubo de regresar a Madrid precipitadamente. A la semana de su vuelta, un Consejo Obrero, formado por delegados de los talleres, se incautó del diario Ahora, y el sevillano ocupó la dirección del mismo. “Me convertí en el camarada director —escribe en el prólogo de A sangre y fuego—y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la Prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espíritu, ni por mi condición de pequeño burgués liberal de la que no renegué jamás”[10]. Comoquiera que sea, las presiones de los bandos en liza le resultaban insoportables; de modo y manera que, el 13 de noviembre, renunció a la dirección del periódico. “Me consta por confidencias fidedignas que, aún antes de que comenzase la guerra civil, un grupo fascista de Madrid había tomado el acuerdo, perfectamente reglamentario, de proceder a mi asesinato como una de las medidas preventivas que había que adoptar contra el posible triunfo de la revolución social, sin perjuicio de que los revolucionarios, anarquistas y comunistas, considerasen por su parte que yo era perfectamente fusilable”[11], relata en el prólogo mencionado.

Cuando tuvo la certeza de que nada podía hacerse ya, salvo contribuir al desarrollo de la guerra, abandonó su puesto en la lucha y optó por la expatriación. Tras pasar por Barcelona, en compañía de una masa informe de pobres gentes, arrastrada por el ventarrón de la guerra, se instaló con su mujer y sus hijos en el barrio parisino de Montrouge. Allí compartió su desventura con una legión de desarraigados, entre popes rusos, judíos alemanes, revolucionarios italianos y españoles, esforzándose en mantener contra viento y marea una ciudadanía española meramente espiritual. Y allí continuó trabajando como periodista, colaborando con la agencia Cooperation Press Service, a través de la cual pudo mandar artículos a numerosos periódicos hispanoamericanos y europeos: El Tiempo (Bogotá), El Nacional (México), La Nación (Buenos Aires), Le Soir (París), Le Soir (Bruselas), La Dépechê (Toulouse) y New York Herald Tribune. Con la ayuda de su familia y sus amigos más cercanos, organizó una publicación artesanal, Sprint, dirigida fundamentalmente a los exiliados españoles que llegaban a Francia. Una vez asumida y normalizada su situación de expatriado, colaboró en L’Europe Nouvelle y, bajo seudónimo, en la revista Candide; también fue corresponsal de la agencia Havas, con cuyo director Emery Reeves había entablado una estrecha amistad, que distribuía materiales a los periódicos más representativos de América Latina.

Durante el tiempo que le dejaba libre su labor periodística, fue recuperando el gusto por su viejo oficio de narrador. Recogió sus relatos de la guerra en el volumen titulado A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España  (Santiago de Chile: Ercilla, 1937); el libro, traducido al inglés por Luis de Baeza, fue publicado en New York bajo el título Heroes and Beasts of Spain ese mismo año y reeditado en Londres el  año siguiente como And in the Distance a Light…? En su citado prólogo, constata: “España y la guerra, tan próximas, tan actuales, tan en carne viva, tienen para mí desde este rincón de París el sentido de una pura evocación. Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera”. Y concluye: “A veces los personajes que intento manejar a mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se alzan contra mí y, arrojando la máscara literaria que yo intento colocarles, se me van de entre las manos, diciendo y haciendo lo que yo, por pudor, no quería que hiciesen ni dijesen”[12]. Su célebre biografía Juan Belmonte, matador de toros, editado por Leslie Charteris, apareció simultáneamente en Londres (Heinemann) y New York (Book Leage of America) en 1937, lo que contribuiría a hacerle más llevadera la vida familiar en Francia. Pero corrían tiempos convulsos, y su estancia en la capital francesa tenía los días contados.

Era la segunda patria que Chaves Nogales estaba a punto de perder, al igual que los miles y miles de hombres de toda Europa que habían acudido a Francia en los últimos tiempos arrastrados por el mito de la libertad, que buscaban en ella amparo contra la nueva barbarie que se adueñaba de Europa. En el prólogo a La agonía de Francia, otro de los escritos esenciales del autor, precisa: “Yo he visto y he sentido hondamente la amarga decepción de esos cientos de miles de hombres que, perdida su patria por la expansión triunfante de la barbarie totalitaria, llegaban a Francia creyendo encontrar en ella el baluarte de la democracia y de la civilización y se encontraban con un nazismo vergonzante, larvado, con el cadáver maquillado de una República Democrática en cuyas entrañas podridas germinaba la gusanera del totalitarismo”[13]. El mito de París, del liberalismo democrático y de los Derechos del Hombre, estaba a punto de perecer, como ya lo había hecho el mito de Moscú, de la revolución bolchevique y del comunismo igualitario. Pero Chaves Nogales no se resigna: “Era sólo una nueva etapa dolorosa de una lucha que no tiene patrias ni fronteras porque no es sino la lucha de la barbarie contra la civilización, de las fuerzas de destrucción contra el espíritu constructivo y el instinto de conservación de la humanidad, de la mentira contra la verdad…”[14]

La lealtad a su verdad íntima, vale decir, el rechazo de la estupidez y la crueldad que de ella se deriva, le abocó a una errancia sin sosiego. En 1940, las tropas alemanas penetraron en Francia e invadieron París. La esposa y los tres hijos de Chaves Nogales se vieron obligados a abandonar la capital francesa, para dar con sus vidas  en un campo de refugiados cercano a Irún, donde nació la cuarta hija del matrimonio; desde allí volvieron a Sevilla, bajo la custodia de José Chaves, hermano de Manuel, al tiempo que éste se traslada a Londres, merced a la ayuda de Emery Revesz, el director de la agencia Havas (France-Presse). Al llegar a Londres, Chaves Nogales se instala en un pequeño apartamento de Russel Court, desde donde prosiguió su incesante actividad periodística con el tesón y el celo de costumbre. Se empleó como redactor en la plantilla del Evening News y llegó a colaborar con una columna propia en el Evening Standard, a la vez que mantenía sus compromisos con los medios franceses e hispanoamericanos. En 1941, dio a las prensas La agonía de Francia (Montevideo, Claudio García & Cia editores), cuyo subtítulo proclamaba: versión original española de The Fall of France, un ensayo certero acerca de la defección del país galo durante la Segunda Guerra Mundial.

Una vez que se hubo aclimatado a la vida londinense, Chaves Nogales convirtió su despacho en un lugar de encuentro para políticos, diplomáticos y personajes públicos, donde hallaron cobijo y, en ocasiones, trabajo remunerado numerosos exiliados españoles. Entre octubre de 1941 y 1942 dirigió la agencia de noticias Atlantic-Pacific Press, propiedad de Deric E. W. Pearson y, tras desavenencias profesionales con el mismo, abrió su propia agencia. Leal a su independencia ideológica, implacable con los extremismos, proyecta una revista titulada Atlanta. Entre 1942 y 1944, colaboró con la BBC en el programa Foreign Language Talks Spanish. Como no podía ser de otra manera, no tardó en entablar relaciones con el pequeño colectivo de Acción Republicana Española (ARE) y, dentro del ciclo de conferencias organizado por el grupo, pronunció una celebrada conferencia: “La función de la prensa en las democracias”. También colaboró como orador en el homenaje a México celebrado el 19 de diciembre de 1943 en el Bonington Hotel de Londres. Y proyectó una novela basada en la vida de los exiliados españoles en Gran Bretaña. La errancia sin fin de Manuel Chaves Nogales concluyó en mayo de 1944, como consecuencia de un cáncer de estómago, a los cuarenta y seis años de edad. Sus restos descansan en el North Sheen Cemetery de Richmond (Londres), en una humilde tumba abandonada, cubierta por el polvo del olvido.

Tras varias décadas de desmemoria, injustificada pero comprensible, la figura y la obra de Manuel Chaves Nogales es ya una referencia periodística y literaria incuestionable. Desmemoria injustificada, pues se trata de uno de los periodistas más destacados de la conocida como Edad de Plata de la cultura española; pero comprensible, pues su búsqueda de la verdad por encima de cualquier ideología hizo de él una voz incómoda en una España escindida y en una Europa sojuzgada por los totalitarismos. La recuperación de su legado durante las últimas décadas ha pasado por distintos momentos y diferentes artífices. En primer lugar, el celo bibliográfico del editor Abelardo Linares y su admiración por el autor sevillano le indujeron a publicar la mayor parte de sus obras, además de recuperar numerosos textos inéditos en periódicos y revistas de la época. A la profesora María Isabel Cintas Guillén se debe la recuperación de la figura de Chaves, merced a la publicación de la Obra Narrativa (1993) y la Obra Periodística (2001) del autor sevillano, además de su biografía Chaves Nogales. El oficio de contar (2001) o la edición e introducción de otros libros del mismo. Recientemente ha tenido lugar la publicación de su Obra completa (2020), en edición de Ignacio F. Garmendia y con prólogos de Antonio Muñoz Molina y Andrés Trapiello, coeditada por Libros del Asteroide y la Diputación de Sevilla. Con ella se culmina el proceso de recuperación de uno de los mejores reporteros españoles, cuya obra narrativa y periodística contribuyó a integrar el periodismo, el género documental y testimonial, en el canon literario.



[1] Manuel Chaves Nogales, A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. Nueve novelas cortas de la guerra civil y la revolución, Santiago de Chile, Ercilla (Contemporáneos), 1937, p. 11.

[2] Ibidem., p. 11.

[3] Manuel Chaves Nogales, “La ciudad”, dentro de Quien no vió a Sevilla…, Sevilla, Gironés, MCMXX.

[4] España, año VIII, nº 314  (1º de abril de 1922), p. 17.

[5] María Isabel Cintas Guillén, “Introducción a Manuel Chaves Nogales, Obra periodística, Tomo I,  Diputación de Sevilla, Biblioteca de Autores Sevillanos, 2001, p. LI.

[6] La Gaceta Literaria, nº 30 (15 de marzo 1928), p. 2.

[7] Citado por María Isabel Cintas Guillén, Chaves nogales. El oficio de contar, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2011, p. 103.

[8] César González-Ruano,  “El artículo periodístico”, en Nicolás González Ruiz, Enciclopedia del periodismo, Barcelona-Madrid, Editorial Noguer, 1966, p. 402.

[9] Op. cit., p. 12.

[10] Ibidem, p. 18.

[11] Ibidem, p. 18.

[12] Ibidem, p. 17.

[13] Manuel Chaves Nogales, La agonía de Francia, Sevilla, Diputación de Sevilla, 2001, p. 18.

[14] Ibidem, p. 24.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Neila

6 de marzo de 2023

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La semilla de agua del rocío

se acumula en silencio

sobre las flores negras de la tierra.

 

En la luz de la luna está el comienzo del mundo,

de todo lo que somos.

 

Para que no haya nadie

con los ojos cerrados,

para que abandonemos nuestras casas

y podamos reunirnos en las calles,

la sustancia visible de los días se derrama en la noche,

extiende sus hogueras

sobre las largas playas del solsticio,

sobre los ríos inmensos de la vida

que se llenan pronto de alabanzas

y de celebraciones,

de pensamientos nuevos.

 

Por encima de mí, sólo los pájaros

perciben con sus ojos la claridad del aire.

 

Todo lo que sucede en esta noche desconoce la muerte.

Aunque nos venza el rojo de la sangre

de los gallos del alba.

Escrito en Lecturas Turia por Basilio Sánchez

LA REVISTA RINDE HOMENAJE A MARCEL PROUST, AUGUSTO MONTERROSO,  ANNE SEXTON Y AL CRÍTICO LITERARIO JAVIER GOÑI

TAMBIÉN PUBLICA UN AVANCE DEL NUEVO LIBRO DE EMMANUEL CARRÈRE SOBRE LOS ATENTADOS DE 2015 EN PARÍS

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de marzo en España y otros países, un sumario con interesantes artículos inéditos protagonizados por grandes autores de la literatura contemporánea: Marcel Proust, Augusto Monterroso y Anne Sexton. También ofrece, en primicia en español, un avance del último libro del escritor francés Emmanuel Carrère, Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2021 y autor de indiscutible prestigio internacional.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Poca ha sido la atención prestada al Luis Buñuel escritor, seguramente porque su trayectoria como cineasta lo eclipsó. Más allá del iniciático estudio y compilación de Agustín Sánchez Vidal a principios de los años de 1980 y de la reciente edición que hemos realizado para Cátedra, el Buñuel literato no ha sido santo de la devoción de estudiosos de la literatura española contemporánea. La culpa, además de esa brillante carrera cinematográfica, la tiene el propio autor, siempre receloso de que su obra viese la luz, a pesar de que una buena parte de ella fuese publicada.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Jordi Xifra

ROSA MONTERO PRESENTARÁ LA REVISTA EL 22 DE MARZO EN EL MUSEO DE TERUEL 

MANUEL HIDALGO LO HARÁ EN LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES DE MADRID EL 25 DE ABRIL

La revista  TURIA alcanza este 2023 una cifra mágica e insospechada para una iniciativa de sus características: celebra su 40 aniversario. Y lo hace convertida ya en una de las publicaciones culturales de referencia en español, con difusión nacional e internacional por suscripción, con versiones digital y en papel y un reconocimiento mayoritario a su labor que simboliza muy bien ese Premio Nacional al Fomento de la Lectura que el Gobierno de España le concediera en 2002 por su permanente y valiosa tarea de promoción de la creatividad y su permanente apuesta por  la universalidad de la cultura.  

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

24 de febrero de 2023

“El oficio de la palabra, / más allá de la pequeña miseria/ y la pequeña ternura de designar esto o aquello, / es un acto de amor: crear presencia / (…) La palabra: ese cuerpo hacia todo. / La palabra: esos ojos abiertos” escribió Roberto Juarroz en el cuaderno cuarto de su Poesía Vertical. Raúl Nieto de la Torre (1978) en Piedra negra, piedra blanca (2022) ha plasmado esa propuesta. Enfrentado a su madurez con los ojos abiertos de la palabra, ha hecho del verso indagación, introversión, introspección al hilo de su circunstancia vital, por decirlo con Thorpe Running y Alfredo Saldaña. Piedra negra…trata en el fondo de todo eso y sus perímetros, de ese averiguarse en la edad y sus tránsitos, también de la asunción de un proceso. O la reflexión entre cuanto fue y donde el yo piensa el hoy en el equilibrio funámbulo de su autognosis en ese nuevo querer decirse, entenderse en su reciente cuerpo y realidad, circunstancia (el hijo igualmente). O donde se replantea la relación entre lo nombrado como tal (yo) y la palabra en crisis, ante una problematización del yo moderno y posmoderno, para que Fiedrich Schlegel y Helene Cixoux duerman tranquilos. Juarroz, estricto en pulsiones y afinidades, más allá en la desnudez, llega concreto a Nieto de la Torre, cuando entiende así ese tránsito, y problematiza: “El otro que lleva mi nombre/ ha comenzado a desconocerme. /Se despierta donde yo me duermo, / me duplica la sensación de estar ausente, /ocupa mi lugar como si fuera yo, / (…) Imitando su ejemplo, /empiezo yo a desconocerme. / Tal vez no exista otra manera/ de empezar a conocernos”. Nos lo cuenta en sus Poemas de otredad y en la extrañeza ante al nuevo yo, el que se ha ido deslizando imperceptiblemente y  desemboca en la meditación, lejos de la filosofía, que es otro lenguaje. Y así lo hace Nieto en la llamada poesía de la edad con Piedra negra, piedra blanca y punto de aproximación al motivo (con tono acompasado al mismo del entenderse y asumirse), cuando “habito en la montaña de mi mente” para homenajear al Wallace Stevens de la poesía es el asunto del poema. Ya va entendiendo el lector por dónde van los tiros. Y es que el libro nos cuenta una crisis emocional ante el tiempo y el yo, un desear entenderse desde ahí, ante el tiempo y el silencio que existe cuando aún no se ha rellenado el nuevo yo y se precisa de la escritura “Pues lo que no he escrito no lo sé”. Así lo canta en un estupendo poema de la primera parte de las cinco del libro. Hay pues, en sentido heideggeriano, un hacerse al silencio de lo que se desaloja y de lo que no ha llegado. Lo hace, pues no hay otra, desde la extrañeza biográfica, la falacia biográfica igualmente, como escribió ya hace mucho, por 1946, uno de los miembros más destacados del New Criticism, William K. Wimsatt. “Hay tanto / blanco a mi alrededor y tanta nada / que lo que escribo es lo que sé” un asidero, pues se parte, y de nuevo Juarroz, de “un vacío multitud que sigue solo”, uno de los asuntos: la soledad. Hay una constatación ante ese abismo o hueco de las cosas, ante esa vecindad con el silencio, el hueco que ha dejado lo pasado y el nuevo donde el yo cohabita desasosegadamente.

En época de ampulosidades se agradecen estas voces construyéndose con buen saber decir, además, pues Nieto de la Torre tiene ritmos interiores bien asentados, conoce el oficio y camina acompasadamente a las nuevas maneras de los lenguajes de un/su tiempo. Su madurez ha sabido explicarse en un diálogo en letra redonda de lo asertivo, pero dentro de esa legibilidad que la crítica del sentido común, como dijo Geoffrey Hartman, acepta con franqueza frente a experimentalismos radicales, siempre más problemáticos. Raúl Nieto se ha quedado a las puertas de todo ello porque ha antepuesto y una confesionalidad desde la cortesía de la claridad, de cierta claridad, pues sabe donde está. Ciertamente lejos las aventuras de Antonio Méndez Rubio como esfuerzo (tras Jenaro Talens, pero con otras fórmulas). Es decir, lejos de un experimentalismo radical en juegos, dislocamientos del yo y aventuras metapoéticas, que el reduce hacia una mayor contingencia clasicista en las cursivas. Y si bien hay presencia de esas fórmulas de los nuevos decires, no se entrega a ellos con actitud vanguardista, sino clásica. Queda lejos incluso de la inicial /radical Andrés Sánchez Robayna de “Tinta” o de los recientes “proemas” saturados de voces o los espesores misceláneos de cierto experimentalismo fallido de los poetas del 2000 en su evolución, y del 2010 en su apuesta. La propuesta de Raúl Nieto, pertenece a ese nuevo clasicismo meditativo los lenguajes y sus resistencias, reivindicación frente a la representación unívoca de las meras líneas claras y narrativas. Y lo sabe decir entre redondas y cursivas sin radicalidad en el juego formal, para afronta saberse desde lo sucinto y “confesional”.  Ya hemos hecho referencia al respecto a William K. Wimsatt.

“Miro por el cristal. Están / las hojas todavía / hechas de árbol y los ojos / están llenos de / hombre de mediana edad, callado, pensativo. / No han coincidido muchas veces” nos dirá. Ese es el tono antepuesto, como marca de intenciones. Sabe que también, siente, sobre todo, otra vida que trascurre “agazapada, oscura”. Con la “cuerda” del “todos” asume ese diálogo con el yo y con la exterioridad desde la nueva perspectiva de la “mediana edad” en ese “todo llega a ser”, como tu pelo “recogido en lo alto como un nido / intempestivo”. Y es que tiene originalidad en las imágenes.  Raúl Nieto de la Torre es de esos poetas que prefiere equivocarse, y no es el caso, antes que adocenarse y no tener voz, arriesga en ello. Quiere decirse desde ahí y con plasticidad constante sin exuberancias, desde un alto en el camino ante el lago como aquel ibis=Pessoa, y ahora él mismo “Parado como un pájaro en su muerte”. Su voz está asumiendo un tránsito,pero también un luto (atención a ese aspecto o pulsión)  y “lo hago andando”. Es un “Miedo” dice en otro estupendo poema el solitario que busca amor y responder preguntas que ha sabido resolver y sintetizar en el poema: “cuando digo un poema soy poema”. Reflexión y pensamiento lírico, lejos de la filosofía, de un lector, me parece, de José Ángel Valente, si bien esté seguramente más próximo de lo que parece, a Roberto Juarroz. Sin su misticismo, pero casi, pues le merodea. Esa luz de interiores de “deshecho / la posibilidad de luz que esconde / la persiana bajada” pues “Tengo palabras dentro” como respuesta a “la mordedura de la luz”, no ha dado aún el salto a ese ámbito como palabra despojada. Lo dará si decanta y purga las conexiones con la realidad, pero esa “máscara” o poema, a la que alude en ocasiones, está pugnando en la balanza por ir en esa dirección.  Y lo “Estás gritando en el silencio/igual que un pan mordido” dice con plasticidad propia, quien asume el vacío: “como un hueso/de aire”. En esas anda esta poesía a la que, sin duda, habrá que seguir, pues lo merecen sus versos y esta honradez de contarse en un momento en sus “ojos / de manzana mordida oscureciéndose”. Lo cuenta con una imagen propia, original, pero eso ya lo habíamos dicho.

 

Raúl Nieto de la Torre, Piedra negra, piedra blanca, Madrid, Huerga y Fierro, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

16 de febrero de 2023

Incluye este volumen que ve la luz en Editorial Ultramarina un buen muestrario de la diversidad y riqueza de la poesía hispánica que hoy —y pocas veces ese hoy ha nombrado algo tan inmediato y actual— se está escribiendo a una y otra orillas del Atlántico. Poetas de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, España, Guatemala, Italia, México, Nicaragua, Panamá, Perú y Uruguay, hasta un total de cincuenta y cinco, conforman esta propuesta que surge del compromiso que Casa Bukowski mantiene con la poesía y que ha sido coordinada por Ivo Maldonado, un poeta, editor e incansable gestor cultural nacido en Chile en 1978 que ha trabajado con un grupo de colaboradores de España, Nicaragua, Colombia, Ecuador, Guatemala, Bolivia, Uruguay y México.

Desde luego, esta antología —aunque sea también, y sobre todo, una apuesta, una propuesta de futuro, y ese futuro confirmará, o no, lo que aquí se presenta como una realidad en potencia— está llamada a constituirse como un punto de referencia de la poesía escrita en español en estos últimos años (algunos de los poetas seleccionados, los más jóvenes, han nacido en 2005), una poesía que presenta una riquísima variedad temática y formal, entendida a menudo como una respuesta, un reflejo e incluso un desacuerdo ante las convenciones sociales que ordenan nuestro presente. Una poesía, en ese sentido, que no mira hacia otro lado, comprometida con las carencias y adversidades del mundo del que forma parte.

La poesía —donde la verdad se desvanece para manifestarse en la forma de una palabra que tan solo da testimonio de sí misma, donde la herida de la profundidad queda al descubierto y el secreto se resiste a ser compartido y romper su inviolabilidad— se presenta como un lugar en el que a veces —como sucede en algunos de estos poemas— se produce un engendrar o un dar a luz («donner à voir», decía Paul Éluard), un acontecimiento que responde al sonido y contiene el sentido de una sola e inquietante palabra que vale por todo el lenguaje y el silencio que la arropan y sostienen. Una palabra que se dice a sí misma y nada más. Ningún otro gesto, ninguna otra cosa incorpora, nada más añade que su sola y perturbadora presencia abandonada y extendida como una mancha sobre la sábana blanca e inmarcesible del silencio (así, algunos poemas de Sofía Nowendsztern, Rassiel Zabala, Ángela Camila González, Ana Victoria Jaraba).

Es, reitero, el lugar de la palabra que quiere ser nada menos que palabra, en realidad, solo eso, palabra y nada más, señal que se basta a sí misma, memoria pulverizada, tierra en tempero dispuesta ya para ser labrada por la palabra, resto o destello de una lengua perdida pero aún no olvidada y siquiera conservada en unos pocos y desordenados fragmentos que se confunden entre la niebla del lenguaje, como sucede en los poemas de Celia Carrasco, unos textos en los que la vida cobra vuelo y se eleva hacia lo más hondo gracias a la potencia del lenguaje. Es el lugar de la palabra que quiere decir otra cosa distinta de lo que ya se ha dicho y reiterado hasta la extenuación, expresar quizás lo indecible, a veces lo silenciado, una palabra que brota para romper el sonsonete y el runrún que martillean sin cesar en la continuidad previsible y anodina de una conversación ya establecida y programada de antemano, una palabra que, al combinar sus letras de otra manera, nos permite explorar y palpar la realidad de un modo insólito y encontrar por el camino algo distinto, otra cosa, un mundo distinto, el indicio quizás de un acontecimiento inesperado.

Estos poetas —y me refiero a ellos, claro, de manera muy general, como no puede ser de otra manera en este reducido espacio— beben en muy diferentes tradiciones y culturas, aunque todos ellos compartan el compromiso con una lengua, el español, en la que encuentran un reguero de posibilidades. Saben que escribir es enfrentar(se a) la muerte, experimentar una imagen de la muerte, establecer algún tipo de vínculo con ella (aunque esa realidad se perciba ahora, claro, como algo muy lejano), perder —desaprovechando incluso la oportunidad de dictar otras palabras—, pero es una pérdida que conlleva una ganancia pues, en esto, no es más rico quien más atesora sino quien ha sabido crecer en la privación, la pérdida y la adversidad (léanse en este sentido, por ejemplo, los poemas de Diana Galán, Isabella Acerenza y Rocío Medina).

Aunque, evidentemente, sean muchas las diferencias entre ellos, estos poetas se sirven de un lenguaje figurado y no literal, un lenguaje que opera —así en los casos más interesantes— no por imitación o reproducción de una realidad previa sino por transformación semántica, simbólica o imaginaria, elaborado con tropos y recursos literarios, un lenguaje que, precisamente por su constitución, se presta a resultar sospechoso de desvirtuar la realidad o de faltar a la verdad, por ejemplo, un lenguaje maleable y con frecuencia escurridizo en el que el sentido y el significado se encuentran condicionados por la potencia traslaticia y el ámbito metafórico e imaginario en el que surgen. Decía Alfonso Reyes que la poesía es el baile del lenguaje, el lenguaje en movimiento, y quien quiera compartir con ella esa danza tendrá que arriesgar su identidad y entregarse a la vitalidad, la potencia y la mutación del lenguaje. Algunos de estos poetas han entendido muy bien esta lección.

La poesía, en ocasiones, es el lugar de ese hablar desarticulado y no sometido. Hay poetas que se resisten a comerciar con palabras ya empaquetadas a gusto del consumidor; tratan entonces de fundar un habla que suele resultar impronunciable y sorda para el común de los mortales, ininteligible, atenta a otra sensibilidad y a otra percepción del mundo, un habla marginal por no atendida, extraña por infrecuente, construida desde la negativa a nombrar el mundo de una manera ya dada, desde la sospecha que da intuir que el mundo será otro si es otro el lenguaje que lo nombra o, sin más, que el mundo será si hay un lenguaje, una palabra, que lo nombra (así, algunos poemas de Juan Gallego Benot, Génesis Ramos, Guillermo García). Las palabras son las miradas de estos poetas, los elementos que dan testimonio de su presencia imaginada en el mundo. Y esas palabras, a veces, transforman lo que pronuncian hasta el punto, incluso, de hacerlo desaparecer.


Todos los dioses. Antología panhispánica de poetas jóvenes del siglo XXI, Ivo Maldonado, antologador, Sevilla, Editorial Ultramarina, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

1.- Se escribe siempre desde un punto de vista, ese punto de vista suele tener detrás un pensamiento y ese pensamiento esta alimentado por un nudo de querencias y quereres, el que ata y da consistencia al autor. A su vez un querer suele tener como sombra un desamor, que es su contrario. Cabría ver ese desamor como un complementario, siguiendo a Machado: busca a tu complementario, que marcha siempre contigo y suele ser tu contrario. Si no fuera por su acepción más bien peyorativa cabría hablar de filias y fobias, sentenciando que eso somos: un manojo mejor o peor urdido de filias y fobias.

 

2.- Cuando se analiza unas concreta obra de un autor podemos prestar mayor o menor atención al autor, e incluso en el extremo podemos llegar a prescindir de él,  como predicaba una escuela crítica que aún colea, fruto del estructuralismo y, al final, del empeño del marxismo-leninismo en automatizar la historia eliminando al sujeto, siempre sospechoso. Sin embargo al analizar no “una obra” sino “la obra” de un autor es más apropiado ocuparnos de éste para entender aquella, en su intención pero también en su significado. Y esto nos lleva inevitablemente a prestar atención a sus querencias y quereres.

 

3.- Desde luego hay un querer previo o presupuesto que es el dar cuenta de una realidad a través de una historia tratando de que las palabras, al someterlas en su empleo a un esfuerzo de intensificación, nos revelen más de lo que resulta de la mera corrección al combinarlas. Este “hacer” (poieo) se puede ejecutar bien, regular o mal, lo que dependerá tanto del respeto a la ortodoxia en esa combinación como de su potencia creadora al transgredirla –que es la que rotura nuevos surcos en el pagus, la página-, pero también de que en ese esfuerzo se alcance o no la intensidad de la que antes hablaba, cuya manifestación es un chisporroteo que se acaba convirtiendo en luz, más o menos como al hacer pasar una corriente eléctrica por la dificultosa espiral de un filamento. Es ya conocido y reconocido que esa prueba de “buena escritura” la ha pasado y la pasa el autor Juan Pedro Aparicio con excelencia. A la excelencia de la factura se añade la de las historias, repletas de imaginación, interés, sensualidad y vida, incluyendo en esta la mezcla de verosimilitud e inverosimilitud que existe en toda existencia humana. Son historias que han pasado ya con éxito, al ser publicadas, la prueba del lector, la crítica y los galardones.

 

4.- Pero La novela de Lot, siendo un kilo más o menos de la escritura excelente de las cuatro novelas ya publicadas, las reúne bajo un título, Lot, que denota una intención de engarce y, a la vez de carga de sentido de las cuatro al someterlas justamente a ese lema: Lot. Sobre qué sea Lot, si es León o no es León, si caso de serlo se trata de un León físico, sociológico e histórico o más bien de una abstracción, un  destilado, e incluso si hablamos de una entidad terrenal  o algo así como un León espiritual (al modo, diríamos, de Sión o la Jerusalén celestial del Apocalipsis, como parece insinuar su primera cita), ya habla con un saber cualificado José María Merino en su espléndido prólogo. Cualificado, digo, no solo por el muy acreditado talento crítico de Merino, sino por un conocimiento especial del autor de Lot que viene de la fraternidad de haber sido y ser compañeros de andanzas y de causas durante toda una fértil vida literaria.

 

5.- Hay en el autor JPA una querencia primordial que es la que, con la fuerza de un destino capaz de imponerse incluso a su voluntad y le viene de las honduras misteriosas de un vínculo telúrico,  lo ata a su tierra, a su solar,  que en un primer círculo es León, la antigua capital de un antiguo Reino que llegaría a ser Imperio, pero en su proyección  histórica antecedente es el ancestral territorio de los Astures o Ástures. Todo ello explica que Asturias esté en sus novelas tan presente, en algunas –como en La Forma de la Noche- más incluso que el propio León. Idealizadamente, la frustración de ese Imperio, donde brotó el cigoto del parlamentarismo en Europa, sería la de la propia España, condenada a sufrir para siempre la maldición que en su excelente ensayo Nuestro Desamor a España (Premio Internacional de Ensayo Jovellanos) JPA llama “embriogénesis defectuosa”.

 

6.- Hay pues aquí un irredentismo en estado puro, o sea, sin pasar por el tallado político, y por tanto un vórtice de creatividad literaria. Como en todo irredentismo, amor y desamor comparten a codazos un mismo espacio. Si el amor es al viejo Reino o Imperio de León el desamor tiene su objeto en la que llama Castiespaña,  una especie de nación fallida fruto de aquella embriogénesis defectuosa que se llevó por delante todas las promisorias virtudes del Viejo Reino. Pero el desamor se proyecta también hacia la eterna aliada de Castilla, Roma, el Vaticano, la Iglesia Católica, de cuya alianza la última versión conocida sería, ni más ni menos, el nacional-catolicismo. Roma andaría detrás de todas las particiones, reparticiones y recomposiciones de esa fase magmática de las naciones, siempre en beneficio de su propio poder, tan terrenal.

 

7.- Si por ahí iría el haz de fibras de las querencias primordiales, a ellas se anudan otros quereres, y hago la distinción para denotar en estos la presencia, en mayor o menor grado, de una voluntad guiada por impulsos éticos, equivalentes, aquí en el plano social, a las afinidades electivas (de igual modo que la sangre mandaría en las querencias). Se trata de su afiliación a la causa –perdida- de los perdedores de la Guerra Civil española, presente también en sus novelas sin que sufra su verdad literaria, sino al revés, pues la justa ponderación de la realidad de los hechos transustanciada en la realidad creada, produce verdad. Ese fracaso de los perdedores se une al del Viejo Reino, pero no viene de él, aunque los derrotados lo hayan sido por el nacional-catolicismo.  Nace de modo principal –en mi opinión- a modo, como he dicho, de una respuesta ética, de un impulso  de justicia (y compasión, si se quiere) con los vencidos y luego largamente victimados, aunque en términos “de clase” no sean exactamente los suyos; lo cual, pienso, refuerza o enaltece su valor moral.

 

8.- Sin ánimo, desde luego, de agotar el repertorio de querencias y quereres, hay también al fondo de ese formidable conjunto de novelas que tiene dentro Lot –como en toda la obra de JPA- un extraño e inquietante vector de fuga, de signo que podríamos llamar mistérico, místico, gnóstico y hasta teosófico, en permanente lucha con la complexión básicamente racionalista del autor.  Subyace,  cumpliendo la misión de levantar al decorado de la realidad, en algunas escenas que ponen un acento surrealista en las novelas, como los tigres fugados de un circo que atraviesan las líneas del cerco de Oviedo o el paracaidista lanzado al vacío de una plaza urbana al comienzo de otra,  pero la pasión de JPA por las cosas que no están al alcance de la vista se hace explícita en su devoción hacia Emanuel Swedemborg, que preside la cuarta novela del haz, El viajero de Leicester, aparece en una de las tres citas del conjunto (“Sin dos soles, el uno vivo y el otro muerto, no habría creación”) y ha sido elucidada “hasta cierto punto” (como propio de su naturaleza mistérica) en el prólogo de José María Merino a la edición de dicha obra (2013), a la que califica de “novela de fantasmas”. Pero, como digo, esa cuarta dimensión corretea por toda la obra de JPA, como en los “relatos cuánticos” de La mitad del diablo, de 2006, o incluso en sus, llamémoslas así, “devociones cívicas”, como la de que profesa a la antimateria religiosa de Genarín, que cada Viernes Santo pasean muchos leoneses por su ciudad, dando la réplica a los desfiles oficiales. Se trata de un olor a azufre comedido, que, sin afectar a la compostura característica de JPA, un tanto british,  la carga de inquietante atractivo.

 

9.- Un breve exordio como a pie de página a este respecto. La proscripción de la magia por la cultura y la moral del racionalismo -con la impagable ayuda de la Iglesia, siempre atenta a asegurarse el monopolio del prodigio, el “milagro”, eliminando toda competencia- alcanza de lleno a la literatura, que por la vía estrecha del género reserva a la novela y relatos fantásticos su emisión canónica (igual que hace con la llamada “literatura erótica”, un modo de conjurar el erotismo en la otra), o bien instaura de modo explícito un género híbrido, como el “realismo mágico”, libre de pecado contra la razón de Occidente al imputarlo a una contaminación indigenista. Cosa parecida ocurre con el que llamo “realismo mágico del Norte”, que hoy encarnaría Cormac McCarthy. A fin de cuentas “De lo que no se puede hablar [lo inefable] hay que callar la boca” (Tractatus, ep. 7 y último). Sin embargo el humo de lo mágico, que poco tiene que ver con el llamado “pensamiento mágico”, se acaba colando de forma inevitable por las rendijas de la literatura realista en forma un tanto críptica y a veces disimulada. Un ejemplo sería el rito insinuado en el final de La Regenta, del que alguna vez me he ocupado, sin que venga a cuento ahora ir más allá. Curioso es que la crítica literaria, tantas veces un brazo de la censura moral, suela silenciar estas salidas del tono, como si fueran simples ruidos que conviene limpiar de la audición. Pues bien, ese humo está tan presente en la atmósfera más o menos clandestina de la literatura de JPA que me atrevo a afirmar que sin aspirarlo a fondo no se hace uno cargo de ella del todo.

 

10.- Por mi parte, en todo caso, me afilio de modo especial al sol muerto pero muy vivo, que explora JPA sin acudir a otras claves, el de una segunda vida en la memoria de quienes nos recuerdan, una especie de chisporroteo vital cuando lo hacen quienes lo hacen. Se trataría de una religión en sentido propio, o sea, un vínculo con lo que haya o no haya fuera de lo que hay. Un asunto (de ahí mi afiliación) que emparenta, creo, con la pregunta que me hacía yo mismo por vía poética en un libro de hace casi un cuarto de siglo, Los gestos de la tarde (perdón por la autocita): “La tarde está repleta / de preguntas y viento, / ¿Será nada la nada / o seguirá el recuerdo?”.

 

No descubro nada, en fin, si digo que la obra de JPA (toda ella y ésta) es la de un autor distinto, hondo, concienzudo, concienciado, sabio, honesto, rebelde hacia la apariencia de las cosas, terco en sus querencias y quereres, valioso por el poderío de su letra y su mente, de prosa limpia y fondo turbio, útil incluso para poner en su lugar a tanta “literatura” de prosa turbia y fondo patéticamente limpio como nos rodea.

 

Juan Pedro Aparicio, La novela de Lot, León, Eolas Ediciones, 2022.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro de Silva

Fuera del día (Bartleby). Con este título, la poeta barcelonesa Rosa Lentini (1957) cierra la trilogía Hablando de objetos rotos, acompañado por Tuvimos y Hermosa nada. La memoria sigue sirviendo de eje a los versos de Lentini, que hacen de la memoria lumbre de futuro, reconstruidos en un gerundio casi sostenido, sin aspavientos, sin resplandor que ofusque sino con candidez de puchero, que va narrando (se) una historia que es la suya hecha analogía de alteridad. Diez años para una tríada que se nos presenta como una suerte de sortilegio lingüístico y de exorcismo de la infancia, lleno de belleza: “pero el deseo/ pugna por nacer a una segunda piel/ la incredulidad de la que brota,/ donde el demonio de los versos/ se libre de la ira y de su lluvia envenenada”.

 

- ¿Cómo se instruye a la mirada para que encuentre o descubra el prodigio que nos rodea?

- Teniendo en cuenta, ante todo, lo que Sharon Olds nos dice en uno de sus poemas: «Mirar, mirar, mirar la tierra/ (…) como si esta fuera mi forma personal/ de tener alma». Es un compromiso donde antes que nada está el saber que nuestra forma de mirar es la que nos construye. Otra poeta norteamericana, Denise Levertov, dice que se suele olvidar que el poeta acude a la poesía con el mismo propósito que lo hace el lector; por algún tipo de iluminación, de revelación que le ayude a sobrevivir, especialmente en espíritu, pero esas revelaciones no lo son la mayor parte de las veces sobre lo inaudito, sino sobre lo que está a nuestro alrededor olvidado o sin ser visto y que pugna por expresarse. Y es que el poeta está buscando iluminar lo que siente pero que no sabe que lo siente hasta conseguir expresarlo.


“El poeta camina sobre una cuerda floja, equilibrando contenido y forma”

- En su poesía, usted propone más que el fulgor de lo contingente, la acumulación vital de quien escribe (esto también se advierte en la extensión de los poemas). ¿Pesa más la memoria que el deseo?

- Depende de la memoria de cada uno, de lo vivido por cada uno; en mi caso, la memoria pesa y el poema suele alargarse, aunque no siempre. Al igual que los amerindios, pienso que lo que tenemos delante no es el futuro, sino el pasado, y que todo lo acumulado en la vida sirve para clarificarlo más que para revivirlo, y esa transfiguración desde el presente de un pasado menos revisitado que reconstruido, nos ofrece, poco a poco, un cuadro más completo de quiénes somos; la poesía de la memoria no es nunca la sola narración de los hechos, es necesaria también una elaboración poética, una máscara, que ayude a acercarla al lector. El poeta camina sobre una cuerda floja, equilibrando contenido y forma. Desde mi codirección en la revista Hora de Poesía, hasta la de Ediciones Igitur, ambas con mi marido, el escritor Ricardo Cano Gaviria, he leído mucha poesía. Y solo por esa cantidad de lecturas espero saber reconocer los límites, hasta dónde se puede llegar en la narración personal.


“El compromiso ético del poeta es sobre todo con la palabra”

- El compromiso del poeta, ¿queda más allá del lenguaje, queda fuera del día?

- El compromiso ético, moral, del poeta va más allá de lo contingente, pero también más allá de una poesía social tal como se entendía en el periodo de los años 50 a los 70 del siglo pasado. En Estados Unidos saben encontrar el punto medio entre lo personal y lo social. Es un compromiso con lo real, entendiendo por real no la realidad, sino la narración personal que hacemos de ella. Hacer poemas de experiencias íntimas contadas desde la interioridad, pero no calcando la realidad, sino interpretándola a través de la mediación de la poesía, poemas íntimos sí, pero no confesionales. El compromiso ético del poeta también llega fuera de la palabra, aunque es sobre todo con la palabra. En la trilogía que acabo de cerrar con el libro Fuera del día, y de la que previamente publiqué, también en Bartleby, Tuvimos y Hermosa nada —por cierto, con tres portadas preciosas del pintor José María Guerrero Medina—, incido principalmente en los abusos infantiles dentro de la familia, aunque no es el único tema, si bien es cierto que no la tenía proyectada previamente, y que la fui completando a medida que asumía lo que iba entendiendo.


“La traducción es el más exhaustivo aprendizaje que se pueda hacer de la obra de un poeta”

- Siguiendo la estela de poetas como Sharon Olds o Linda Pastan, la suya es una poesía que convoca lo telúrico. ¿De qué modo “un cuerpo se entrega a su destino”?

- De ambas poetas he traducido un libro, Satán dice de la primera, en colaboración con mi marido, y una antología de la segunda, en colaboración con Jonio González. La traducción es el más exhaustivo aprendizaje que se pueda hacer de la obra de un poeta, así que ambas me han influido, pero no son las únicas. Lo que intento hacer es una poesía basada en lo que llamo “imaginación visionaria orgánica”, esto es, basada en lo imaginario diurno, oponiéndose por tanto a lo puramente onírico y a la fantasía —donde el yo quedaría encerrado—, y que además tenga un recorrido casi físico en el poema. Lo que se propone es tanto un recorrido de imágenes diurnas como una organicidad de los sentimientos. Tendría que poner un ejemplo. En mi libro Tuvimos, hay un poema muy representativo, que es el que da nombre a toda la trilogía titulado “Hablando de objetos rotos”; en él, el sujeto poético implícito protagoniza la acción de encontrar la cabeza del padre entre la basura. Decirlo así queda raro, es una imagen extraña, fuera de lo acostumbrado, pero si además se cuenta que la recoge, que la transporta a hombros, que la gente en la calle la toca para que les de suerte, que le hace unos esponsales y luego la entierra en el jardín junto a las osamentas de los gatos, y que después esa cabeza descarnada, junto con los huesos de los  animales, nos miran a los vivos cuando encendemos la luz en la habitación antes de acostarnos, como un teatro de añoranzas que teme las despedidas, estoy dándole un recorrido en imágenes al sentimiento de ausencia y de separación. Le doy una organicidad y un relato. Otro de los temas que trato es el de la enfermedad, el cuerpo se “entrega a su destino” en la página, siempre dialogando con el poema.


“Podría decirse que el poema nos escucha, si le das suficiente recorrido, antes de que seamos capaces de escucharlo a él”

- La reescritura (y, por tanto, la relectura) es uno de los ejes de su trabajo. El poema, ¿nos habla o nos escucha?

- Cuando Juan Pablo Roa me propuso reunir toda mi poesía para iniciar su futura editorial Animal Sospechoso, yo estaba a punto de publicar en Bartleby el libro que daría un giro fundamental, casi fundacional, a mi poesía. Digo fundacional porque, al revisarla para el volumen de la poesía reunida, mis libros anteriores quedaron iluminados por este. De ahí también que el tomo de la poesía reunida empiece por el último libro publicado por entonces hasta remontarse al primero. De esa forma rastreaba mejor lo que, aun siendo intuido desde el inicio, no había sido capaz de nombrar completamente. Así, los poemas revisados se reescribieron casi solos, como si no estuviera reelaborando, sino traduciendo a una poeta que había trazado su obra paralelamente a la mía. Clarificada la visión del pasado, los propios poemas me indicaban lo que debía modificar o dejar más explícito. Podría decirse que el poema nos escucha, si le das suficiente recorrido, antes de que seamos capaces de escucharlo a él, como si dándole vida pudiera acabar contándonos lo que de otro modo no somos capaces de explicarnos a nosotros mismos, es el misterio de la poesía.

 

- Hay mucho de psicoanalítico, de autoconciencia, en sus versos. ¿Cómo saber que la narración que hacemos de nosotros mismos es la adecuada, la verdadera?

- Hay un movimiento en mi poesía que Edgardo Dobry califica de “espiralado”, esto es, parecería que se está en el mismo lugar, pero es pura apariencia, se retoman los temas una y otra vez, pero siempre a través de un movimiento en espiral, por lo que nunca se está realmente en el mismo sitio, ni se cuenta lo mismo, y ese movimiento es propio del psicoanálisis. Más que revisitarlo, reconstruyo el pasado, porque cuando fue vivido tenía claves propias, desconocidas para la niña. Ahora, con una información acumulada, se recompone y completa el cuadro que no se entendió entonces. Supongo que la clave está en tratar de ser lo más sincero posible, aun si esa verdad puede herirnos —y seguro que lo hace—. Y volvemos al misterio de la poesía cuanto más nos adentramos en una historia personal, cuanto más desvelamos nuestras propias claves, nuestra experiencia se vuelve más comunitaria.


“Escribir es en sí mismo una reconstrucción”

- De lo que cae en el fuego, ¿qué puede rescatarse?

- Escribir es en sí mismo una reconstrucción, es nuestra arma de religación con el mundo. Y lo poco, o lo muy poco, que queda tras el fuego ofrece una claridad; para los que hemos vivido con más instinto de supervivencia que orientación, impagable y, por supuesto, también la posibilidad de volver a empezar. Es como el paisaje después de una batalla, un paisaje desolador donde hay que partir de cero, pero como decía Rilke: «Sobreponerse es todo», si no, solo queda victimismo, prolongación del dolor.

 

- El poema ¿surge no tanto “del sueño de lo perdido” sino de “la luz que lo albergaba”?

- Lo vivido es lo que creímos tener, en cierto modo un engaño piadoso, donde sobreponíamos a la realidad nuestros sueños de lo real, que nunca fueron lo que sucedía, al menos no del todo, y solo desde el ahora desvelamos las claves, perdida ya la inocencia. Nuestro deseo se basa siempre en recuperar menos esos momentos que esa pureza de pensamiento; entendemos ahora que hubo menos en muchos casos y más en unos pocos, acaso ajustando la memoria a una realidad más acorde a nuestros afectos, donde al poema le importa tanto la coherencia del tema con la palabra y con su armonía, como crecer con nosotros.


“Resulta más fácil remover el humus de lo sensiblero que ahondar en lo realmente importante”

- ¿Por qué, de un tiempo a esta parte, tiene tanto predicamento esa poesía de los pleonasmos, de lo cursi, de lo mortalmente manido, frente a quienes buscan «la metáfora del antes de nosotros dormido»? El capitalismo, ¿finalmente ha conseguido explotar aquello que aún le permanecía vedado, la poesía?

- Resulta más fácil remover el humus de lo sensiblero que ahondar en lo realmente importante. La respuesta de quien empieza en la poesía, y de quien lee poco, es así más inmediata. Lo vemos también en otras artes, no solo en poesía. Y porque ahora se relaciona cantidad de lectores, o «seguidores», sobre todo en redes sociales, a calidad literaria, pero una cosa no tiene que ver con la otra; a veces, incluso, es diametralmente opuesta. En cambio, cavar en el yo, como proponía Paul Celan, ahondar en el yo hasta convertir lo personal en universal es otra cosa, y hay que trabajar mucho, y de muchas formas, no solo escribiendo. Tras Auschwitz, las mal interpretadas palabras de Adorno acerca del deber de los poetas de no seguir escribiendo poesía ensimismada, apuntaban en la dirección de que lo político debía volverse personal, pero también, tiempo después, lo personal acabó convirtiéndose en político, entendiendo además que lo personal debe tratar de integrarse en lo universal. Buscar la universalidad, pero sin eliminar lo personal, elidiendo el yo, pero no eludiéndolo, debería ser la aspiración del poeta. Como puedes ver el movimiento va hacia adentro, y no hacia afuera, escribiendo para agradar a los lectores. Siempre es sorprendente cómo esa inmersión auténtica en lo personal acaba convirtiéndose en un referente universal; parece un contrasentido, pero resulta que, a más profundidad en el yo y mayor comprensión, más se siente identificado en profundidad el lector. Además, es la única forma de conseguir lectores fieles, porque, y de nuevo retomo a Levertov, lector y poeta buscan el mismo tipo de iluminación vital.


“La melancolía siempre resulta una gran distorsionadora”

- “La gran apuesta de la vida es asumir la pérdida”, escribió Bishop. Algo de esto hay en tu poesía. ¿Cómo incorporar lo vivido sin que la melancolía sea tan excesiva que paralice?

- El poema de Bishop acaba hablando de esa pérdida como desastre, y dice concretamente “no es difícil dominar el arte de perder, por más que a veces/ pueda parecernos (¡escríbelo!) un desastre” (por cierto, tomo la traducción de Joan Margarit y Sam Abrams que publicamos en Ediciones Igitur ). Solo al final la poeta admite el desastre de toda pérdida y el poema entero cobra otro sentido tras ese último verso, y aunque lo dice una sola vez, resalta con cursiva el “escríbelo” previo a la palabra desastre, como diciendo “atrévete”. Ella dominaba muy bien la capacidad de distancia del poeta respecto a su poesía y a sus sentimientos. En mi caso, y como comenta Noni Benegas en su libro de ensayos Ellas resisten, en el texto que me dedica, frente a la locura de los mayores, la niña se convierte en una pequeña adulta, toma la «distancia» de una observadora. En el poema es lo mismo, es sobre todo la narración del testigo, del superviviente, y, por tanto, esta debe ser lo más objetiva posible, la melancolía siempre resulta una gran distorsionadora.


“La poesía más responsable lleva en sí una forma de consuelo, porque escribir nos va desvelando nuestra verdad” 

- Aunque (creo) son dos momentos distintos de lo mismo, ¿qué sucede entre el hallazgo y la pérdida? ¿De qué cuesta reponerse más?

- Siempre de la pérdida, y muchas veces una vida entera no es suficiente para reponernos, pero retomo de nuevo a Rilke, su idea de que la vida es un constante sobreponerse a la pérdida. En cambio, el hallazgo, incluso el doloroso, es algo que acabará formando parte de nosotros con el tiempo, una vez asimilado; la pérdida, por contra, es una resta, un vacío, algo insustituible, como todos los que han sufrido amputaciones en sus miembros y que dicen seguir sintiendo sus brazos o piernas. Sin embargo, la poesía más responsable —hablo de compromiso moral con la palabra—, lleva en sí una forma de consuelo, porque escribir nos va desvelando nuestra verdad. 


“La palabra es telúrica, sale del cuerpo y vuelve a él”

- ¿Qué se requiere para que “el animal entre en calor”?

- Alejarse del daño para protegerse. Nunca somos suficientemente conscientes de nuestra fragilidad, y como dije antes, la poesía es el arma que tiene el poeta para que “el viejo argumento de la forma” se abra camino; la palabra es telúrica, sale del cuerpo y vuelve a él.

 

“El horizonte desvía los barcos / de cualquier tierra prometida”. ¿Lo que preside (o debería hacerlo) en nuestra biografía es el deseo o su persecución?

- En mi caso, más la persecución que el deseo mismo, no cabe duda. El dramatismo viene siempre determinado entre lo que deseamos que ocurra y lo que ocurre realmente. Es la base de la poesía ese no alcanzar nunca nuestros propósitos, la base de toda escritura y de toda creación es esa frustración. Escribimos como un modo de compensar esa falta, esa fantasía que todos hemos tenido, ese todo inalcanzable, y aunque esa compensación que es el poema nunca puede salvarnos ni cambiar nada, aunque no es una victoria, siempre acaba siendo una ganancia, porque donde antes no había sino una página en blanco, ahora hay un poema o un libro.

 

- “Dejé de acudir al manso lago de aguas estancadas”. ¿Cómo romper la inercia para salir de esos modos que, —más o menos— dominamos, tan próximos a nuestras obsesiones y maneras, y buscar lo otro, lo distinto, el reto, lo no hecho

- La distancia sobre lo conocido, el punto de vista de otras lenguas, la traducción; abogo siempre por la traducción de la obra de otros poetas, estamos en un mundo global y la poesía es una muestra más de esa globalidad. Está cambiando y lo hace muy rápido, en países como Estados Unidos o Canadá más si cabe; abrirse a otras lenguas, traducir, crea una ruptura con lo conocido, con nuestra tradición, además de una conciencia de lo que aún no abarcamos. De las poetas norteamericanas he aprendido la libertad de escribir sobre cualquier cosa siempre que sepamos cómo hacerlo, siempre que no sea calco o confesionalidad. Decía Adrienne Rich, una de las poetas norteamericanas más concienciadas, que a ella le costó poco hacer buenos poemas, pero en cambio necesitó media vida para saber que escribía desde el punto de vista de una mujer de mediana edad, de raza blanca que vivía en el país más poderoso de la tierra. Esa conciencia de saber desde dónde escribimos, desde qué lugar en el mundo, qué género, qué tiempo, es uno de los conocimientos que todo poeta de la modernidad debería tener. Conocerse para abrirse y conocer a otros poetas para extenderse, para tener opciones diferentes.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

El escritor, traductor y editor Nicolas Bersihand (París, 1976) siente especial querencia por las cartas, por el mundo epistolar, sabe que hay literatura y sabiduría y belleza en las misivas postales. Tras Cartas a la madre, en el que indagaba el modo de tratar y los asuntos abordados entre madre e hijos, ahora publica Cartas eróticas (Ediciones B), en el que recoge un florilegio de declaraciones encendidas, apasionadas, vehementes, libidinosas, tiernas, místicas, dolientes.

 

“Las cartas nos desvelan otra luz sobre la verdadera vida de estos grandes personajes de la historia”

- Discúlpeme la impertinencia pero, ¿no resulta un tanto obsceno que algo tan íntimo y privado como la correspondencia se exponga públicamente?

- No es nada impertinente sino un tema tanto legal como moral. Para el derecho, la correspondencia forma parte de la obra de su autor, regida por el código de propiedad, que autoriza bajo ciertas condiciones su publicación: en Europa, con alguna excepción, 70 años después de la muerte de su autor, está permitida su reproducción. Moralmente, es verdad que existe una contradicción en el hecho de que el gran género de la intimidad por antonomasia (más que los diarios, memorias...), se vuelva público. Pero es cierto que muchos de sus autores sabían perfectamente que sus cartas iban a ser publicadas mientras las escribían. Y nunca quise hacer un libro obsceno, sino retratar el erotismo real a partir de las correspondencias ya publicadas: no exhumo cartas inéditas, sino que trabajo con libros ya publicados. Creo que nos desvelan otra luz sobre la verdadera vida de estos grandes personajes de la historia, al mismo tiempo que tienen un interés profundamente antropológico: en estas cartas radican grandes secretos, pasiones y pulsiones ocultas de estas personas, del género humano, pues. Y, por último, creo que es cuestión de época: para Erasmo, su libro más importante era su epistolario con los grandes personajes del mundo, que publicó en vida. Desde hace siglos, el valor de la correspondencia ha decaído, pero quizás los cambios digitales la pongan de nuevo en el lugar que se merece: un continente literario, histórico y cultural único, tan variado como emocionante. Estas son las convicciones que me impulsaron a lanzarme en un vasto trabajo editorial sobre las cartas.

 

- ¿Dónde acaba la ternura, la confianza, la familiaridad y comienza el terreno de lo erótico en nuestra comunicación con el otro?

- Creo que las flechas del deseo, que definen para mí la entrada en el erotismo, confesado, formulado o no, pueden aparecer en cualquier lugar y momento, contexto y circunstancia. En pocas palabras, se cambia de registro y se pasa a una relación erótica, consumada, afirmada, asumida o no.

 

“El tinte erótico experimenta una profunda transformación con el paso del tiempo y el (in)cumplimiento del deseo”

-¿Cómo se modula el tinte erótico dependiendo de si es previo, simultáneo o posterior a la consumación erótica?

- Creo que el tinte erótico (¡qué bonita expresión!) experimenta una profunda transformación con el paso del tiempo y el (in)cumplimiento del deseo. Las cartas anteriores al primer contacto son parecidas a los poemas de Santa Teresa sobre la llegada de Cristo, puro fuego de deseo. El hecho consumado libera la expresión tanto del deseo como la de los placeres sentidos. Y las cartas posteriores relatan las transformaciones del deseo inicial en recuerdo, desaparición, nada o llegada al amor, la gran pasión humana.

 

“Las épocas de ruptura histórica crean o liberan un deseo colectivo multiplicado, como enfurecido por las circunstancias”

- ¿Hay épocas más proclives que otras al erotismo? La nuestra, en la que el contacto físico cada vez se restringe (pienso en la cultura norteamericana, especialmente después del Mee too), en la que las pantallas sustituyen la presencia, en la que plataformas que convocan a posibles parejas piden una serie de datos previos para que los algoritmos hagan de Celestina… ¿no ha rebajado la práctica erótica a una suerte de condicionantes (a veces normativos) que la socavan?

- No soy historiador pero me parece que las épocas de ruptura histórica, revolucionarias o de fin de una era, crean o liberan un deseo colectivo multiplicado, como enfurecido por las circunstancias. El Renacimiento, con poetas como El Aretino, la Ilustración con los libertinos, el Romanticismo con sus artistas y las grandes revoluciones (francesa, bolchevique…) y/o los grandes saltos históricos, como la Segunda República, el 68, crean un caudal de deseo, que la intimidad recoge y canaliza. Tampoco es su única vía de expresión: las sublimaciones proliferan allí también, en las artes, las ciencias, el mundo cambia… En este sentido, me parece que vivimos en semejante circunstancias, desde la entrada en el tercer milenio. Todos los cambios contemporáneos descritos en su pregunta -tecnológicos, ideológicos, revoluciones políticas (#metoo)- dibujan una nueva configuración del deseo, nuevas normas, prácticas y artes de los encuentros y de los placeres íntimos. Pero me parece que el deseo es salvaje e indomable: su liberación del nuevo canon descrito (y que desconocía del todo) llegará, si es que le condicionan de verdad.

 

“Las cartas de las mujeres son las más sorprendentes”

- “Mi querida zozobra, no deseo otra cosa que abrasarme los labios con tu primer beso”, le escribe Reneé Vivien a Kérimé. La práctica del erotismo verbal, ¿varía en función de los sexos?

- No quiero caer en un esencialismo de género, muy al uso y criticado por el feminismo, pero tal como lo elabora el feminismo de la diferencia, que no niega ni cancela la diferencia de género, más allá de las diferencias anatómicas, al buscar, descubrir, leer y seleccionar estas cartas, me parece que las correspondencias ilustran una diferencia de sexo acerca del lenguaje del deseo, hasta la expresión del amor. Las cartas de las mujeres son de las más sorprendentes, ya sea por la ausencia de censura (la famosa Lou, de Appolinaire), su poesía sensual (ésta misma de Kérimé), su ubicación del deseo erótico en un marco más amplio (fisiológico para Lou Andreas-Salomé, el amor para muchas mujeres). Y desde luego, la tentación cósmica como la exploración de un abanico de sensaciones infinitas esbozan una práctica «femenina» del erotismo.

 

“Son infinitas las maneras de cortejarse”

- ¿Son inagotables las maneras de cortejarse, de amarse, de conquistar ese territorio en el que “hacer catleya” (Proust) y “hacer el amor como quien bebe un vaso de agua” (Kolontái)?

- Hice este libro después de dedicar mucho tiempo a mi libro anterior: las cartas a las madres. Varón, sin hijos, ni perspectiva o ya deseo de tenerlos, pensaba haber recorrido un continente infinito, inalcanzable de cierta manera, la alteridad absoluta para mí. Y en la labor sobre las cartas eróticas, me sorprendió que tratase de un tema que me concernía pero que resultó a la vez francamente inabarcable por todas sus manifestaciones, expresiones epistolares o no: literarias, artísticas, culturales. En todas las culturas, épocas y países, el erotismo proyecta su sombra imperiosa, inquietante a la par que magnífica, trascendente, ineludible. Así que respondería «sí» a su pregunta: son infinitas las maneras de cortejar, desearse, disfrutar del encuentro íntimo, quererse…

 

- “(…) te reitero mi anterior consejo de que, en todos tus amoríos, te decantes por las mujeres mayores y no por las jóvenes”, le conmina Benjamin Franklin a un amigo. ¿Se puede enseñar el arte del erotismo, o es más bien una cuestión intuitiva?

- Debo confesar mi incompetencia para responder a esta pregunta, pero al juzgar por la cantidad abrumadora de tratados íntimos, empezando por el Kamasutra (¡del que existe una versión española!), la cantidad de cartas de consejos y prevenciones, todas las novelas de iniciación (cito en mi breve ensayo final al escritor Philippe Sollers, que confiesa que empezó a leer novelas para saber más sobre este tema, las intimidades humanas), está claro que la cultura de cualquier época transmite sus enseñanzas sobre este tema. Eso no quita, creo, la autenticidad y libre expresión de cada persona que quizá habría que limitar también, al ser condicionadas por la ideología de su tiempo y la vida inconsciente de uno mismo.

 

“Vivimos la edad de oro de las correspondencias”

- ¿Se ve disminuido el voltaje erótico si en vez de carta escribimos un correo electrónico o un whatsapp?

- Para nada, más bien todo lo contrario, creo. La carta no es la propietaria ni el emblema del género epistolar: la correspondencia, como género literario, experimentó varios cambios técnicos que no acabaron con ella sino que la transformaron. Pero, desde un mensaje oral o escrito transmitido por un mensajero, como Maratón en la Grecia Antigua, hasta el whatsApp, permanece la estructura que define la correspondencia: alguien escribe algo para otra persona. El paso al mundo digital, al permitir a muchas personas analfabetas, con carencias de escritura o con problemas de acceso al correo tradicional, solo multiplicó las correspondencias. De alguna manera, vivimos la edad de oro de las correspondencias: nunca en la historia se intercambiaron tantos mensajes de una persona a otra. El feminismo contemporáneo, que libera y permite la libre expresión de las mujeres, reflejado en el éxito planetario del 50 sombras de Grey, señala que quizá estamos viviendo la gran época de la correspondencia erótica, eso sí, digital, aún sin publicar.

 

- ¿Rilke tenía razón cuando afirmaba aquello de que “la experiencia artística se encuentra tan increíblemente cerca de la del sexo, de su dolor y su éxtasis, que ambas manifestaciones no son más que diferentes formas de un mismo anhelo y deleite?”.

- Creo que es la tesis de Freud, plasmada en su concepto de libido: esta energía sexual, de la que todo proviene. Todas las actividades usan, conectan y transforman con la libido. Especialmente, la cercanía del arte, de la literatura con las esferas del deseo me parece probada por la lista infinita de obras que se acercan al deseo, las fantasías, los encuentros…

 

- “Alcanzamos la iluminación cuando tememos perder un objeto tan preciado en la vida”, escribe Ninon de Lenclos a Lopuis de Mornay. ¿La cotidianidad arruina el erotismo?

- Las cartas de muchas personas aquí recogidas dicen lo contrario: el deseo puede permanecer, eso sí, transformado. Por la cotidianidad, cambios fisiológicos como lo apunta la ciencia o la evolución de la vida de las personas implicadas

 

- “En cuanto te coja, no queda rastro del gran hombre”, le dice Emilia Pardo Bazán a Galdós. ¿Cómo medir la osadía, la sugerencia sutil? ¿Cómo saber cuándo dejar un resquicio al equívoco es necesario?

- Creo que en el uso del lenguaje más allá de la mera transmisión de información, la fotografía de una situación, estriba la verdadera literatura, a la que pertenecen las cartas. Este arte de la medida, del claroscuro, del entredicho o del no dicho es una vara de medir literaria. Al mismo tiempo, la historia de la literatura erótica es todo lo contrario: la emancipación de la alusión, la conquista del derecho a nombrar todo por su nombre, el goce de decir, confesar, especialmente por parte de las mujeres, afirmar su deseo… Me parece que el temple entre la osadía o la sugerencia están marcadas por la naturaleza de la relación y el atrevimiento, el deseo secreto de sus protagonistas. Y luego el arte mismo de la escritura, capaz de transformar una relación entre dos personas, erótica o no, cambia las perspectivas al ser en sí mismo un goce poderoso, articulado en muchos sentidos al deseo íntimo.

 

“El deseo no se para ante nada”

- “Tu amor es violento y sublime, es divino, como todo en ti”, le escribe Claretta Petacci a Mussolini. “Tu amor se ha abierto al sol como una fruta madura, como un torrente impetuoso ha destruido los muros de contención, ha invadido el mundo con su júbilo, ha inundado de alegría mi corazón (…)”. El erotismo, ¿es inmune a la monstruosidad, es capaz de disociar lo público de lo privado?

- Creo que el erotismo y su fuego interior, el deseo, desconocen cualquier límite o frontera, que quizá el amor derrumba, si hiciera falta. Para bien o para mal, prueba de su grandeza o de su ceguera, en todo caso, demostración de su fuerza, el deseo no se para ante nada. Este fragmento ilustra por otro lado el poder erótico de los grandes dictadores quienes han sido, a lo largo de la historia, las personas que más cartas de cortejo y más peticiones de matrimonio han recibido. Pero, más allá de las cartas, es una pregunta a la que quizá se debería aplicar una perspectiva de género: ¿cómo separar el amor verdadero de la atracción por el monstruo?

 

“Las cartas que más me han sorprendido han sido las de la amante de Victor Hugo”

- En este trabajo de lectura epistolar, ¿qué carta es la que más le ha sorprendido y por qué?

- Todas las cartas que publiqué, y las que no pude (por falta de espacio, problemas de derechos y demás) me han impactado, tocado, enriquecido. Para ser exacto, las que más me han sorprendido han sido las tres cartas de Juliette Drouet, la amante de Victor Hugo, que se convertirá en la gran mujer de su vida. El poeta, romántico y progresista, el político defensor de los pobres, visionario, feminista, ecologista, era, en su relación real con las mujeres, todo salvo irreprochable: maltratador de Juliette, a la que prohibía salir a la calle sin él, mujeriego a más no poder, no le interesaba mucho, por no decir más, el placer femenino. Entonces, la genial, vital y magnífica Juliette, le describió el nacimiento, las sensaciones y las vivencias del goce femenino, en la mitad del siglo XIX, sin que esto tuviera el más mínimo efecto en su amante. Tuve el inmenso placer de leerlas, asombrado y maravillado.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

30 de enero de 2023

El último libro de Sergio Navarro (1992), ganador del XVIII Premio Nacional de Poesía Joven Grande Aguirre 2022, viene a confirmar la aventura que inauguró el autor tras ganar el Adonáis por el 2016. Este último galardón de la Universidad Popular José Hierro, confirma persistencias y saber decir, valora la madurez primera, capacidad de reflexión y análisis, originalidad plástica y tropológica, muy personal en sus sucintos guiños, a falta aún de estilemas definidores de un yo inconfundible. No se le debe exigir, cuando muestra talento y poesía sin pacto, a la espera del asentamiento. Muchos hundimientos en verso y prosa han existido tras los iniciales y estupendos brillos, honrados en su quehacer y atenderse, como el decir memorable de Blanca Andreu. O, con menos peso, pero brillante también, sobre todo teniendo en cuenta los años y adolescencia lírica, mágica y conflictiva, de aquella Elena Medel de pitufos, jeans y bikinis. No es el caso, pues no brilló tanto la poesía de Sergio Navarro en sus comienzos o “en construcción”, por decirlo con John Ashbery, pero ya se sabe, frente a excepciones y tópicos, que la poesía es asunto de madurez, en lo fundamental. La labor del Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes y Universidad popular, esfuerzo público, reconoce y hace crecer voces como esta en la renovación de nuestra lírica. Lo promueve con alicientes cualitativos allá de los excesos del escaparate mediático, lastrado por intereses económicos tantas veces, prensa y editoriales dependientes que compran en la sombra a las independientes, y sin entrar en detalles. En los inicios de su aventura cultural, al comienzo de su andadura y de la mano de Manolo Romero, el yerno de José Hierro, di en ella, mucho antes de la llorada Guadalupe Grande, una conferencia en un gimnasio, a falta de un local adecuado. Las cosas han cambiado desde entonces, y buena prueba de ello es este premio Grande Aguirre. No siempre se encuentran libros de poesía que así pueda llamarse sin ofensa de las diversas musas, ni en el Adonáis, ni en el Loewe o el de la Generación del 27, por citar a vuelapluma algunos nombres con pedestal social, entre tantos. Tampoco brotan poetas todos los días en un país lleno de versos y versificadores entre las autoediciones o en las editoriales que ven allí una fuente legítima de ingresos. La poesía, pese a tópicos excepcionales y salvo para los tales Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Federico García Lorca y el primer Claudio Rodríguez, es cosa de madurez, por citar a la carrera. De esta que comienza Sergio Navarro y ha traído junto a Erika Martínez o Berta García Faet, antes del 2020, libros de referencia, propuestas con algo diferente que decir a la poesía española de hoy o en español, si lo prefieren.

Historia del Tacto nada promete que después traicione, como las violetas de Cernuda donde se reconoce, y además hermanan, en las soledades de una de las seis secciones. Un tránsito emocional frente a la presencia de otras más amables: “Los límites del mundo son los límites del tacto”. O, si prefieren, del amor y deseo, de lo tangible frente a la contemplación imantadora: “El mar es el alma del ojo”. Y al fondo el eterno motor de la pugna por decirse de todo buen poeta lírico: “Las palabras/ son el lugar donde no están los muertos”. El libro reivindica en su miscelánea algunos protagonismos: la memoria y la reflexión, el amor y deseo, o los existenciales peregrinajes por una Inglaterra de los que brota un diálogo existencial con el citado Luis Cernuda. O una apuesta aventurada y atractiva, aunque a mí no me convenza tanto como las otras, en la que conjuga lenguajes del medievo para alumbrar pulsiones y sentimientos. A veces el exceso de “autoficción lírica” sin fórmula, salvo la de la extrañeza por el modo de narrar (más que versificar), puede encontrar resistencias en los misoneístas, entre los que no me encuentro, pero escucho (piensen en algunos momentos de la poesía de Mariano Peyrou. Se ha de tener una fórmula radical con centro en la palabra -Roberto Juarroz, por ejemplo, entre ella y el silencio-, y no, salvo excepciones, que las hay, en la narración, la anécdota o cierta pretenciosidad, más allá de la “nube del no decir” o de no ser atractivo ese imán del asunto en su perspectiva.) Ha tenido, con todo, Sergio Navarro el valor de arriesgarse y experimentar en ella, hacer algo distinto a la pluralidad de propuestas convencionales. Y aunque, ya digo, está sección esa de reinterpretaciones o “traducciones infieles” no me parece del todo convincente en esos términos. Sin duda atrae ese valor y falta de miedo a lo diferenciado, riesgos. María Salgado o Lola Nieto los han afrontado, con otro desparpajo, desde lo experimental, la música y lo visual. También Berta García Faet ha arriesgado en Los salmos fosforitos, con mucho más que taller (pero con mucha construcción desde ahí y logolalia atractiva), como buena parte de esa escuela que encuentra hueco en el noreste de España, que se emplean con ella dese lo mismo (Unai Velasco, etc). O, en otra vertiente, el sugerente y último libro, atractivo realmente en sus aciertos, del buen hacer de otras promociones, como la llorada y capaz Guadalupe Grande en Jarrón y tempestad. Por ello admiro el riesgo, creo que fallido, de esta sección, mientras valoro con cautela esa propuesta, frente a las otras, casi todo el libro, donde reconozco un estupendo buen hacer y saber decir, o algo más que propileos líricos.

La primera de las secciones, La gracia de las palomas de invierno, acerca el drama de la construcción desde los “galopes de la memoria en el colchón”, pensativos. También es atractivo el coraje del fideísmo público en verso en un contexto donde los fideísmos han muerto, o se han hecho folclore o astucia, o lo contrario, integrismo. Lo hace desde la fe y lenguajes puestos al día, que trae con modernidad o cuanto en poesía importa, el verbo y la imagen, la fórmula y la perspectiva. Que Erika Martínez, Juan Andrés García Román o Álvaro García se hayan interesado en Historia del tacto, habla de esa modernidad y reconocimiento. Por ahí se destilan aturdidos dramas y heridas (los ojos del niño ante el divorcio), o “un corazón de rama y nada”, y la intimidad delicada. Lo hace con imágenes directas y sugerentes, propias: “Una liebre espantada/fue el alma en los ojos. / Siempre llegamos tarde”. El delicioso, ágil en las analogías e inteligente reflexión sobre la memoria y sus celadas del poema “Cuando llevan al niño a la playa”, traen a la primera plana toda esa capacidad de sugerencia y análisis del conflicto, de la misma manera que, en otras, se acerca al deseo y al amor, no sin cierta presencia de una oscura soledad de fondo muy habitual (en la sección “Niños perdidos en los bosques”, por ejemplo”. Y también en esta de la que hablamos: “Tus ojos juegan a ser una cuerda. / En los míos/ hay potrillos que se hunden en los páramos”, mientras siente, en inédita imagen, “Tu caricia por mi/un insecto avanzando una cortina/ busca lo que tan solo fuera existe”, y lo hace con un fraseo muy de algunos poetas de la promocione del 2000, a las que nos hemos acercado Juan Carlos Abril, José Andújar o yo mismo. Con aquel giro que dio la poesía frente al final del realismo y del silencio en los jóvenes nacidos en los años 70. Superficie y profundidad, tacto y esencia, presencia e ilusión, juegan sus claroscuros, a lo largo de todo el libro en su pugna por ser y estar, huir de sus soledades y empozamientos catabáticos a los que tiende,  pues “la muerte/ocurre a quien se queda solo”

Escuché muchas veces a Claudio Rodríguez decir que el poeta incapaz del poema largo, no era poeta. No lo sé, mientras pienso en la genial Emily Dickinson, como modelo opuesto y genial. Sergio Navarro ha sido capaz de lo extenso. Lo demuestra “El milagro de la caridad de Luis Cernuda”, vivencial, no sé si de muy ajustado título, sí de trasmitir impresiones, lenguaje y tropos desde la emocionalidad y “la piel mondada de la vida”, intachable verosimilitud, algo de conmiseración y espejo, alambres y fragilidad del yo en “moliendo el cuerpo de los solitarios” y/en “la cicatriz del vuelo”. El verso de Sergio Navarro vive esos límites emocionales, cuenta, sitúa ·” (…) al borde de mi ser, como el nadador en su trampolín”. Tanto como la originalidad de las imágenes de un reflexivo al que la dureza consiste en el simple sacudir las migas del mantel se le hace “(…) nuestra fiereza contra la tarde/ (…/ El mar es lo difícil”, cuenta tirando la red al fondo de su inquietud lejana a los lenguajes del silencio, y de los explícitamente realistas, impuros. Un contemplativo de fondo, donde de pronto restalla una imagen o claridad que aclara el sentido, y reflexiona. “Descubren que el abismo es profundo/porque nos inclinamos en su espejo”. Y a esa circunstancia entrega su confesión de tropos sutiles, deslizados como quien no dice, o no atiende con exceso al corazón de emociones que nunca se desbordan, pero se filtran, desmondan y descortezan (por utilizar su verbo del autor). Y desde donde se propone tanto como Erika Martínez en propia modernidad y talento en Chocar con algo, sugerencias de quien se sumerge y guarda la delicadeza: de “(…) perder los ojos/para hablar con los muertos”.

La poesía de Sergio Navarro trae esa modernidad íntima de quienes se atienden sin tiempo para mirar hacia los lados en su precariedad, ni con esa vocación. Su fideísmo le lleva corajudamente también a decir Cristo en el asunto (y no es poca cosa en nuestra poesía aceptar un nombre en desuso), y a mostrarse vigoroso en él. Está muy bien que lo haga y diga, aunque la poesía no sea cuestión de creencias, sino de palabras y, sobre todo, de saber decirlas, sean cuales sean, y fuera de maximalismos peligrosos, salvo cuando la ocasión lo requiere y puntualmente (pienso en Maiakovski. Y no acabó bien). No cae en ello, pero también deja entrever que ese yo, complejo, en todas sus variantes, y el mismo lenguaje, que mima y eleva con fuerza le construyen como poeta verosímil, pues se atiende y tiene un rico mundo propio y reflexivo, ligado a una imaginería personal. Esa apuesta tan personal, como la de tantas primeras madureces en sus libros de referencia y asentamiento, hablan de un movimiento de tropas y versos que deberán confirmar sus movimientos sobre el terreno en próximos libros más unívocos, fuera de misceláneas. Con todo, esta “Historia del tacto” me parece que es, además de por las atractivas virtudes expuestas, el preámbulo de algún libro donde su nombre se termine de asentar, pues el buen hacer de Sergio Navarro, está muy presente en nuestras letras desde hace ya años.

           

Sergio Navarro, Historia del tacto, Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes, 2022.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

23 de enero de 2023

Para designar la principal corriente poética contemporánea en nuestro país, el término que me suele venir a la cabeza es “neocostumbrismo” o “vivencialismo” o “neocostumbrismo vivencialista”. Y es que muchos de los volúmenes que llegan tras el filtro editorial son propuestas en clave personal, directa y sin apenas distinción entre el “yo literario” y el “cotidiano”, en lo que es una forma de universalidad de lo singular: la propia experiencia. Son muchas, si no directamente mayoría, las autorías que podrían clasificarse dentro de este movimiento estético, de esta corriente escritural que se viene extendiendo desde hace años y que —me pregunto— no se habrá convertido ya en la más popular y característica del versar contemporáneo, tal como en otros tiempos fueran los cantares, los epigramas o las odas, por ponerles un ejemplo. Y, por las hechuras del texto que nos ocupa, creo que no sería desacertado incluirlo dentro de esta poesía, ampliamente representada en nuestros anaqueles.

Olga Novo, en su brillante prólogo a Cosas asombrosas ocurrirán hoy, de Carmen Berasategui, nos invita a “ver en la escritura la exuvia de lo que hemos sido, aquello que sigue amarrado a la rama cuando ya hemos alzado el vuelo, la primera piel que no es alma pero tampoco es cuerpo”. Acierta nuestra Premio Nacional de Poesía 2020 al señalar con esta imagen brillantemente esa marca de lo personal, autobiográfico, en la voz que nos habla desde estos poemas, pues pueden verse como exégesis de la experiencia vital, emocional y vivencial de la poeta.

En ellos el hecho poético-transcendente surge como bruma desde la prosa poética desplegada por la autora, a partir de la cual se nos narra una visión del mundo claramente personal, pero extrapolable a otras latitudes y sensibilidades, formalizándose en una escritura alejada de los recursos clásicos de la poesía y, en gran medida, marcada por la escasez de imágenes poéticas; resultando ésta una opción de creación que algunos lectores pueden encontrar cuestionable, en especial si atienden a posicionamientos como el del también poeta y Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada Alfredo Saldaña en su Romper el límite, donde las califica como “mecanismos de apertura y desestabilización, síntomas de una crisis que pone en tela de juicio el sentido. Exploración de lo real a partir de una mirada insólita que detecte relaciones y correspondencias que habitualmente pasan desapercibidas”. Y es que, como recalcara Ángel Guinda, el poeta no escribe sobre la realidad, sino contra ella, y —añadiría— para agrietarla, para abrir la hendija que deje ver más allá, las imágenes poéticas son un recurso para nada desdeñable.

Así mismo, encuentro en la propuesta de Berasategui una forma personal de realismo. Poetas como Raymond Carver abrieron para nosotros la poesía a un subtipo al que se designó como “sucio”, en gran medida, por el hecho de llenar de lirismo un pasatiempo juvenil tal como disparar a las ratas en un vertedero o por llenar de emoción evidente las cuitas del pago del funeral paterno; algo —hasta entonces— insólito en un poemario. No obstante, superado el realismo, o al menos ampliado con hallazgos posteriores, y asimilada la fuerza de la palabra desnuda de otro afán que el de la exploración interior, llegamos a la cuestión sobre si basta tal desempeño. Para mí (como nos indica Saldaña que fue el caso de Juarroz) entiendo que la poesía es “una oportunidad para desafiar los límites del lenguaje y, por tanto, para explorar las posibilidades de conocimiento del mundo”: un reto extremo para cualquiera.

Berasategui nos anuncia que le habita el relámpago y, en efecto, sus poemas son la revelación de algo más allá mimetizado en el más acá cotidiano: una instantánea a la luz de ese flash, la foto de una polaroid que va dejando ver —al disiparse el velo blanco— algo que queríamos guardar para siempre, conscientes de que somos “seres a rebosar de merma y gozo”; dolor y éxtasis que se nos ofrecen generosa y sinceramente a lo largo del poemario.

La poesía de Berasategui, cercana y vivida, es capaz de transmitir con vigor esa intensa emoción que nos llega a oleadas con las mareas de la vida, de plasmar las sensaciones de extrañeza que habitan en lo común y en lo cotidiano, de divisar y señalar lo bello con determinación, anticipando con arrojo todas las cosas maravillosas que pueden ocurrirnos hoy, completando con la suma de su labor y entregándonos la muda de la piel tejida que, en efecto, podemos reconocer y vestir durante nuestra lectura.

Durante una charla reciente con un narrador convinimos en clasificar los libros leídos en dos grupos principales: los que guardas tras haber leído y los que reservas para volver a visitar en algún momento. Por eso, cada vez que releo uno de los míos, me cuestiono si he sido ambicioso al enriquecer mis textos con capas, referencias y recursos suficientes, con ideas y sentidos innovadores, que —sumados a mi forma personal de entender y filtrar la poesía a mí través— impulsen al lector no a necesitar sino a desear volver a reencontrarse con sus páginas en algún otro momento y —como postulara Guinda en su Poesía útil— si acaso “sirva al ser humano: moralmente, para vivir; culturalmente, para ensanchar y afianzar su saber; y estéticamente, para gozar. Una poesía que tenga los pies en la tierra, comprometida con el destino de las mujeres y hombres de su tiempo. Que busque elevar el lenguaje coloquial a la categoría de lenguaje poético, y consiga que la verdad particular de su mensaje alcance validez universal”. No es fácil acertar en objetivos tan elevados, aunque la sabiduría popular declara los beneficios de apuntar lejos.

Desde luego, la poesía de Berasategui cumple con algunos de los dogmas de la Poesía útil guindeana, siendo por ejemplo “una poesía habitable, testimonio radicalmente sincero de la experiencia vital e intelectual, de nuestra convivencia con la realidad del existir y con la idea de la muerte”. La autora nos ha demostrado una gran sensibilidad, empatía y elegancia en la búsqueda de lo mínimo. Tal vez injustamente —por ser, además de poeta, gestora cultural y editora— había generado unas expectativas en lo estrictamente literario distintas, pero estoy convencido de que Berasategui seguirá creciendo como autora y beneficiándose de la belleza y el equilibrio de facturas más complejas, aunque no por ello menos livianas y cercanas, como la propia Olga Novo nos ha demostrado con su elevada obra, en la que tantos encontramos inspiración y guía.

 

Carmen Berasategui, Cosas asombrosas ocurrirán hoy, Zaragoza, Olifante Ediciones de poesía, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

La identidad de las noches de Julio Monteverde (Cartagena 1973), es un libro híbrido y originalísimo que recoge, por un lado, la propia experiencia onírica de su autor a través de algunos de sus sueños y, por otro, una serie de artículos sobre la ciudad onírica, la fusión de sueño y realidad y el azar.

Es sabido que la experiencia onírica es una de las fuentes de donde mana la verdadera poesía y que, en palabras de J.L. Borges, “los sueños constituyen el más antiguo y no menos complejo de los géneros literarios”. Pero los sueños recogidos en este libro no han sido concebidos en la vigilia, ni son imágenes visionarias rescatadas para componer un poema. Son sueños creados por el sueño, en verdad soñados, lo que no hace que estén exentos de poesía, pues en ellos se conforma el instante poético que engendra el mismo sueño.

Este libro nos habla del sueño que sigue a la vida, el que participa de la existencia devolviéndonos transformado lo que extrae de ella. En esa oscilación de sueño y vigilia encontramos dos mundos concatenados, estrechamente unidos, que no se excluyen ni se confunden, sino que continúan el uno en el otro, reconociéndose como complementarios. Y es que si la experiencia onírica se desborda en la realidad es porque, tanto sueño como realidad, poseen sus cimientos en la vida misma.

Haciendo alusión al sugerente título, La identidad de las noches, en los sueños reflejamos, como una imagen reverberante, nuestra identidad forjada a través del tiempo, creando un pliegue de experiencia que nos permite preguntarnos frente a nuestra propia imagen si somos nuestro hueco o somos nuestra huella, proyectando miedos, inquietudes, deseos, sobre figuras y objetos que son la razón visionaria de nuestro ser. Latas parlantes, ataúdes rojos, libros sin hojas, edificios andantes, y otros objetos de especial magnetismo son algunos de los que el lector encontrará en este libro. Esta conversión en objeto onírico nos permite la experiencia de ser uno con el objeto soñado. “En nuestros sueños de vuelo (…) no somos sino un poco de materia volante” (G. Bachelard), porque en la experiencia onírica participamos no solo como espectadores y creadores del sueño, sino también como la propia materia sensible de este: “Entonces levanto la cabeza y observo, al otro lado del techo de cristal que recubre todo el pasillo, un rostro de mujer que me observa sonriente. Creo reconocerla. –¿Eres M.? Me dice que sí y ambos comenzamos a volar. –Tú eras la belleza– le digo. A lo que ella responde: –«¡Quiero subir!». ¿Te acuerdas? Eso es, al parecer, lo que yo le decía siendo niño. –¡Sí! ¡Claro! ¡Quiero subir! Así que subimos, subimos, subimos…” (pág. 68)

La mayoría de los sueños incluidos transcurren en lugares públicos, en esos no-lugares donde nuestra identidad se diluye y nos perdemos en lo colectivo, en el anonimato de las masas y dónde, casualmente, pasamos gran parte del tiempo en la vigilia: vagones de tren, librerías, bibliotecas, cafés, etc. Pero sobre todo suceden por las calles de una ciudad erigida en el sueño.

La ciudad onírica revela siempre al soñante que vive en un caos interno de fragmentos y ruinas. Es una ciudad percibida como extraña y amenazante, con escenarios propios de un cuadro de Delvaux o de Ernst, en la que la angustia se vuelve paisaje, terror y admiración se dan la mano.

Esta urbe soñada, desconocida y anhelada, lleva a la búsqueda material de la vida onírica encerrada en la ciudad real, donde lo maravilloso está a nuestro alcance, el deslumbramiento a pie de calle y el azar sale al encuentro del paseante proporcionándole fogonazos de verdadera revelación poética.

Entendemos azar como casualidad o, bajo el caleidoscopio del surrealismo “confluencia inesperada entre lo que el individuo desea y lo que el mundo ofrece” (A. Bretón). Aunque no se trata de obsesionarse con el contenido del lugar al que ansiamos llegar, si es que existe alguna meta, sino de la estrecha franja de baldosas que media entre nuestros pasos y ese lugar en tanto cometido. Es en esa franja donde se visibiliza la esencial perplejidad del ser humano ante las peripecias del tiempo y el espacio, en un intento de juntar pedazos de lo roto y lo perdido para recomponer una figura plausible que lo ensamble: “La casa (…) me produjo al instante una sensación de inquietud profunda. (…) Una reminiscencia muy potente me atrapó, una evocación de otro lugar en el que el frío y el mármol blanco eran la única clave a la que se me permitía acceder. Era una sensación muy definida de pertenencia, de vinculación, y a la vez muy indefinida en cuanto a su verdadero sentido. Ahí estaba, y la infancia entera parecía mecerse bajo sus ondas.” (“Una casa en sombras”, pág.62)

En la serie de artículos dedicados al azar y a la irrupción de lo onírico en lo real, entre los que destacan los titulados “Los ojos abiertos en la ciudad” y “Una manifestación del deseo”, encontramos a un sujeto en un espacio inagotable, formado por un laberinto de interminables pasos, que por muy bien que llegue a conocer los barrios de la ciudad que recorre, siempre tiene la sensación de estar perdido. Y que se entrega al movimiento de las calles reduciéndose casi solo a un ojo que ve. Así, la enorme ciudad se convierte en llave maestra, permitiendo que esa mirada encuentre un punto de conmoción que da paso a lo otro, a lo subterráneo, a lo oculto a plena vista.

Es este un libro que cada lector leerá a su manera, intentando, quizá, hacer una integración simbólica con su propia experiencia. En cualquier caso, son textos para adentrarse en ellos como el transeúnte solitario en la ciudad soñada, dispuestos al asombro, a dejarnos deslumbrar descubriendo las grietas que conectan sueño y vigilia, constatando que todo es uno y que lo onírico y lo real, como parte de la misma vida, están siempre entrelazados.

 

Julio Monteverde, La identidad de las noches, Madrid, Adeshoras, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Tere Susmozas

La cultura fenicia no dejó firmes huellas físicas de su existencia, pero sí un enorme calado cultural, importantes nociones a propósito del comercio y un alfabeto integrado en su totalidad por consonantes. Hacia el origen de esa cultura zarpan los versos de Juan de Dios García (Cartagena, 1975) de su último poemario, Canto fenicio (Chamán ediciones). Dividido en tres puertos (“Los hombres púrpura”, “Nudo de rizo” y “Pueblo errante”), el cartaginés ahonda en la memoria que emerge de las pérdidas, en la transición y sus topos (descampados, drogas, rock and roll, tanteos vertiginosos, lo de que la vida iba en serio y se hace tarde) y, por último, en lo efímero del asunto de vivir.

 

- ¿Qué características tiene el canto fenicio, aparte de que «solo puede escucharse entre las conjeturas de un historiador o en la imaginación de un arqueólogo»?

- Formalmente, es una lírica cantada en prosa acuática. No tiene verticalidad ni vuelo de ave, sino que es humana y horizontal, aunque trémula, por las travesías marítimas de sus remeros, cuya única patria era el suelo conocido más movible: el Mediterráneo. Su color de voz es de un azul purpúreo. Temáticamente, sus letras coquetean a su antojo con los vaivenes del tiempo y por eso parecen endeudadas con la Antigüedad cuando, de repente, pegan un bocado a la Modernidad. Quizá su etiquetado perfecto en el cancionero sea esta paradoja: vieja vanguardia.

 

“La esencia del viajero, su motor, es lo sorpresivo”

 

- El viajero, ¿huye de algo o sale al encuentro de?

- Puede ser que huya de algo, aunque no es el caso de este autor fenicio que te habla. Pero es seguro que no sale al encuentro de nada, precisamente porque la esencia del viajero, su motor, es lo sorpresivo.

 

- ¿Qué es lo mejor y lo peor de que la vida de uno sea «una gloria subterránea»?

- Lo peor es que hasta los treinta y tantos años he pensado, con cierta frecuencia, que era una manera de ser gris, de sentir las experiencias con un voltaje reducido y, por tanto, de disfrutarlas con menor intensidad. Sin embargo, en este tramo cercano a la cincuentena considero que es una forma de estar en el mundo muy gratificante. Por un lado, participas de acontecimientos trascendentales, los gozas en plenitud, pero casi en secreto, porque no eres el protagonista, sino un magnífico secundario. Me encanta catar la gloria, estar dentro del marco de la foto de grupo, pero que solo me aplaudan en casa o, como mucho, en el vecindario.

 

“Carecemos de coraje porque el estado de bienestar, la utopía alcanzada, lo devoró a finales del siglo XX”

 

- Un poeta, ¿es un hombre de acción?

- De acción imaginaria, toda la que quieras. Vivimos para la ficción dentro de la verdad y servimos en el laberinto del conocimiento, pero carecemos de coraje porque el estado de bienestar, la utopía alcanzada, lo devoró a finales del siglo XX. No nos engañemos: apenas quedan escritores «de armas y letras», al menos en Occidente.

 

- ¿De qué manera se hereda el dolor?

- A través de lo que podríamos denominar “sangre cultural”. Cada familia, pueblo, región, país, cultura, comunidad, llamémosle como mejor te parezca, tiene una herencia, una idiosincrasia falsa o dañina. Tóxica, como se suele calificar ahora. Por ejemplo, en mi caso, al ser español, aprendí pronto a aguantar en la mayoría de los medios de comunicación y en las tertulias librescas, tabernarias o laborales todo tipo de improperios antihispánicos, producto de una propaganda política concreta, de una envidia acomplejada, de un rencor ridículo o, peor aún, de una ignorancia descarada.

 

“El teléfono móvil es una droga de diseño que se ha popularizado en los inicios del siglo XXI”

 

- Cuando uno «forma parte de la conversación del mundo», ¿cómo distinguir lo interesante de lo superfluo?

- Creo que no resulta tan difícil, aunque sí requiere una desintoxicación de una droga de diseño que se ha popularizado en los inicios del siglo XXI y me temo que vamos a convivir con ella hasta que nuestra civilización se extinga. Me refiero al teléfono móvil, donde se condensa casi todo el contenido del mundo. Prueba a pasar un mes sin utilizarlo nada más que para llamadas a familiares cercanos; es prácticamente imposible, pero si lo consigues y estás educado en un sistema vital anterior al móvil, comprobarás cuánto aprovechas el tiempo y con qué facilidad descartas información prescindible en tu cotidianidad. Es la misma conciencia que se le queda a un ex-adicto cuando pasa una temporada a salvo de su adicción y se pregunta cómo ha podido estar tan absurdamente esclavizado.

 

- ¿Conviene acercarse a «una isla que aún arde en mar abierto»?

- ¡Claro! Allí residimos algunos refugiados, pero cada vez vienen menos compañeros, porque el mar que nos rodea es como el canto de las sirenas homéricas. Estamos esperando a que en esa isla haya muchas explosiones volcánicas y crezca su extensión. Ojalá se convirtiese, como mínimo, en península.

 

Nos precede una historia en la que los artistas sí han cumplido con su talento en tiempos sombríos”

 

- Le devuelvo la pregunta de los versos de Brecht: «En los tiempos sombríos, ¿se cantará también»?

- Eso espero, porque me volvería loco si desapareciese nuestra isla ardiendo. De ahí que uno tienda al alarmismo. Nos precede una historia en la que los artistas sí han cumplido con su talento en tiempos sombríos. Solamente te pondré dos ejemplos, y no son literarios, sino cinematográficos: La canción de Carla, cuando la Contra intentaba derrocar al gobierno sandinista de Nicaragua, o las escenas de teatro callejero entre bombardeo y bombardeo balcánico en La mirada de Ulises.

 

- Las referencias musicales son notorias. ¿Qué banda sonora tendría este poemario?

- Me han recomendado que confeccione la banda sonora del libro en Spotify, pero no utilizo esa plataforma, así que invito a los lectores más entusiastas de Canto fenicio a hacerla. Desde Schubert hasta Kurt Cobain hay músicos con nombres propios que aparecen explícitamente y otros evocados de manera indirecta. Anímense.

 

“Busco una inteligencia bondadosa en los libros que leo”

 

- ¿Algún libro que le haya conmovido últimamente?

La filtración de la luz, de la mexicana Sihara Nuño. Trata el hecho químico, astronómico y matemático con una belleza y una extraña fantasía pedagógica que me ha cautivado. Se agradecen actitudes así ante tanta sensiblería e ideología previsible. No busco ni bondades monjiles ni inteligencias íntegras, sino una inteligencia bondadosa en los libros que leo. Y este la tiene.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

La narrativa de los 80 consiguió resolver de una manera espontánea y eficaz la tensión entre contenido y forma porque, el ciclo histórico de la dictadura y el legado franquista heredado, convirtieron la larga etapa experimental fraguada desde los 60 en un producto cultural intenso/ extenso al servicio de una crónica generacional dura, amarga y crítica, que dará sus frutos en las décadas siguientes y alcanzará el nuevo milenio, cuando la multiplicidad de corrientes, y la relativa hegemonía de algunas modalidades narrativas, responda al reclamo de un lector que marca las pautas de una nueva literatura, y cuya exigencia última es la propia escritura porque los novelistas vuelven a ser interpretes de la realidad. En esa marcada tendencia al realismo mítico y fantástico surge una novela alegórica, cuando los autores, tras el momento histórico del 75, han superado esa fuerte presión tanto ideológica como discursiva que les llevará a territorios más ricos en perspectivas. Entonces la realidad trasciende hasta elementos misteriosos y fantásticos, o sencillamente cubre un territorio mítico donde ensayar sus obras porque, el simbolismo de la búsqueda o la metáfora del camino, se aplican a la existencia humana que así muestra su endeble condición. Y aun más, esta mágica fecha marcará un antes y un después, tras una férrea censura en política cultural que la literatura siempre intentó soslayar, y en narrativa contribuyó a una transición que finalizaría en una democracia estable y con novelas que coprotagonizarán ambientes de tolerancia y objetivación, desmontando esa tradición realista, practicada por el realismo-burgués anterior de un Galdós o de un Baroja, y que Martín-Santos, Goytisolo, Marsé y Benet llevaron a cabo sobrevalorando un potencial ideológico y una mayor función reflectora de la literatura, en general. Este cambio progresivo, y la responsabilidad política del escritor, se convierten en una forma propia de escribir y desembocan en nuevas experiencias, cada vez más complejas, con un lenguaje novelesco más autónomo, se consiguen auténticas ficciones noveladas, que ocupan un espacio de resistencia a través de la imaginación porque la agonía política del franquismo conllevó una conciencia problemática de la propia modernidad, y con ella las posibilidades/ capacidades de asimilar de forma diferente la historia, una conciencia con perspectivas nuevas y la búsqueda de poéticas novelescas que convirtieron la realidad en una crónica de la vida individual e íntima de los individuos que ahora escriben porque asimilan esa vivencia como una auténtica práctica lingüística, y la asunción de las imágenes como una técnica casi cinematográfica que une esa exposición de la realidad a la renuncia de una ideología caduca, que no se resiste a buscar un sentido, y a dar una significación a sus textos.


Femenino singular

Hans Jörg Neuschäfer en sus “Observaciones sobre la literatura española posterior a 1975”[1] escribe sobre la nutrida participación de las mujeres en el panorama narrativo de la época, y añade el valor de su competencia, frente a esa “cuota” que establece la crítica cuando tiende a hacer historia literaria de un período determinado, así que ellas forman parte de las mismas tendencias que huyen de un dogmatismo al uso, o de cuestiones ideológicas determinadas pero, aunque comprometidas con el feminismo, ninguna profesa un credo abstracto al respecto. Las aportaciones se hacen desde el ámbito periodístico con ambiciones literarias, Rosa Montero, como ejemplo, desde la lírica, con Ana Rosetti o la propia narrativa, en mayor proporción, Esther Tusquets, Montserrat Roig y Adelaida García Morales. María Dolores de Asís[2], ejemplifica esta etapa rica en producción y en su ensayo sobre novela y escritura femenina, traza una amplia semblanza sobre narradoras presentes en décadas anteriores, y otras que han conseguido la atención de la crítica, Paloma Díaz-Mas, Belén Gopegui, Almudena Grandes, Clara Sánchez y la propia García Morales. MonikaWalter[3] apunta la aportación de estas y otras con respecto a la educación de los sentimientos, tanto en la esfera íntima y sexual, como la erótica por el elevado número de escritoras, Abad, Pottecher, Ortiz y Falcón que, en la profundidad de esas regiones reprimidas y alienadas, convierten a sus protagonistas masculinos y femeninos en un campo de autoafirmación literaria. Y este discurso femenino no se limita a temas única y exclusivamente de mujer, como la conquista de la diferencia corporal, la independencia sexual o la igualdad moral de derechos, sino a la variedad estilística que ensayan, soberanas y seguras de su éxito frente a sus colegas masculinos que, con su valía, se desplazan por la amplitud de géneros narrativos tradicionales, policíacos, históricos, psicológicos e intimistas, eróticos, de aventuras, y a través de un punto de vista inequívoco que conlleva crítica, humor o sensibilidad, o se mueven entre la fantasía y la realidad, como leemos en Fernández Cubas, Riera, Cibreiro, Navales, Puértolas y, una vez más, García Morales.

 

La atmósfera primitiva de García Morales

La capacidad de diseñar un espacio topográfico y temporal testimonia a partir de los ochenta la vitalidad de la narrativa española. Surge una tendencia regionalista frente al urbanismo al uso porque la identidad colectiva se abre en la creciente afloración de comunidades autónomas donde empiezan a convertir en literatura las dimensiones que, en otro tiempo, habían sido reducidas por los mecanismos de represión interna del pasado histórico franquista, y las voces vienen del antiguo País Vasco y de Andalucía, fundamentalmente, aunque Castilla León, Asturias o Galicia aporten no pocos nombres a la extensa nómina que mezcla el paisaje de su infancia, con la memoria histórica y cultural.

Adelaida García Morales (Badajoz, 1945- Dos Hermanas, Sevilla, 2014) tiene la extraña capacidad de captar en su narrativa los ambientes y las atmósferas de una forma sugerente, y una óptima clarividencia para concretar situaciones y contenidos que buscan conmocionar al lector y hacerle llegar un tipo de novela explícita y complaciente con las situaciones más morbosas, o unas transitadas introspecciones de los sentimientos. Sus narraciones resultan sugestivas, se despliegan como esos secretos que vamos desvelando sin prisa alguna. Pasado y memoria confluyen para mitificar tanto el espacio como la figura humana; observamos así su reencuentro con un interior de lo más íntimo. En El Sur[4], su primera incursión narrativa, están ya presentes algunas de las temáticas que forjarán el conjunto de su obra posterior: la soledad como una forma de realización, de auténtica vida, que se construye y se destruye a la vez, y necesita de la comunicación con el otro, al tiempo que la rehúye, como una auténtica forma de defensa propia; el amor pasional, capaz de alterar lo cotidiano, una evidente necesidad, que desarrollará de forma magistral en su siguiente novela, El silencio de las sirenas[5]; la muerte, como una continua presencia, en muchos casos tan tenebrosa como auto-destructiva; y el silencio como una forma de relación, una de las principales características del conjunto; importa tanto lo que se dice, como lo que no está escrito, un hecho que otorga a sus historias la posibilidad de múltiples interpretaciones. El lector de su escritura se convierte en alguien activo, tendrá que indagar en las tramas y en los personajes, seres marginales y poco explícitos, y la información que García Morales aporta sobre ellos y su comportamiento resulta tan ambivalente como extravagante; sus vidas transcurren voluntariamente en los márgenes, viven en zonas rurales, calificadas como mágicas, léase la comarca alpujarreña granadina, o la campiña sevillana, donde el paisaje se torna gótico, espacio que ayuda a su introversión, paisaje que la crítica ha calificado como la visión de una neo-gótica femenina.

Adriana, la protagonista, de este relato breve, intenta comprender el misterio en torno a la desaparición del padre, el resto de acontecimientos de la historia pertenecen a los recuerdos que ella evocará desde su presente actual. El primer hecho que cuenta es el suicidio de su progenitor, sobre el que volverá, y núcleo de la narración, porque para la niña y la adolescente Adriana aun resulta incomprensible el motivo que lo llevó hasta aquel extremo, o cual era el sufrimiento que escondía. Adriana cuenta el transcurso de una hermosa etapa junto a su padre, tan presente y distante, al mismo tiempo; en realidad, se resuelve como el preámbulo de la historia, e ignora el hecho de que su progenitor hubiera abandonado su ciudad natal Sevilla, quizá por algo muy grave, y por qué se escondía en un lugar sombrío y lejano; García Morales recrea la identificación con la singularidad del hecho mismo, la hostilidad y la soledad total que siempre rodea a la niña, paliada en ocasiones por la figura de tía Delia, que representa la añoranza de la imagen del sur; descubre entonces que un amor del pasado atormenta a su padre porque nunca lo ha olvidado; y siente, aun más, su imposibilidad para comprender por qué está rodeada de tanto sufrimiento. La muerte del padre, y el distanciamiento de la madre motivarán que Adriana se mueva para encontrarse por fin con la muy evocada ciudad de Sevilla, y darle a la historia un desenlace final, y aun más angustioso: su padre no sólo había huido de un amor imposible, sino que con él había abandonado a un hijo. Solo tras la resolución del conflicto Adriana podrá empezar una vida sin los fantasmas del pasado.

La protagonista evoca el territorio de la memoria[6] para mitificar no solo la figura del padre suicida, sino que justifica su propio espacio interior, que se recrea y se despliega ante la narración con un resultado tan sugestivo ante el lector como si la niña se desdoblara, uno a uno, en sus pequeños secretos. Adriana no consigue comprender ese insoportable dolor del padre, y la no menos atormentada vida que lleva, y por su inocencia no será capaz de salvarlo de un sufrimiento, víctima de sus propios verdugos: la cobardía, el sentimiento de culpa, el resentimiento o la extraña asunción de considerarse uno más de los vencidos de la guerra civil. Y aun se añade esa geografía física que es el Sur, la fuerza deslumbrante del sol —escribe Mari Luz Melcón[7]— (…) El Sur es Sevilla, la ciudad hecha de “piedras vivientes, de palpitaciones secretas”, y allí encontrará la niña Adriana la esencia del ser exiliado de su padre, susceptible de identificarse con la imagen machadiana más andaluza. Sevilla es para ella, en cierta forma, una extensión de su padre, y buscará en esta ciudad la respuesta mágica a su petición: la de encontrarlo “en un espacio distinto y nuevo.” La capital andaluza se presenta ante Andrea como una ciudad cuyos vestigios palpitan,  “Había en ella un algo humano, una respiración, un hondo suspiro contenido”[8]. Esta descripción y el nuevo ambiente, contrastan por completo con su casa, vieja y descuidada, rodeada de soledad, de silencios y de muerte, porque a García Morales le interesa hablar de lo inefable, de lo inaprensible, de cuanto va más allá de una experiencia racional, de aquello que resulta distinto. Las emociones de sus personajes no pueden transmitirse por una simple palabra puesto que, en su novela, muchas de las conductas de sus personajes resultan contradictorias, sobre todo la del padre, cuya ambigüedad motiva el sufrimiento en la niña. Laura E. Ponce Romo[9] habla de un mundo etéreo, a veces nebuloso, tanto en el relato El Sur como después en Bene, porque en el primero la protagonista evoca a un padre muerto, cuando ha pasado un tiempo sin definir, lo hace a través de un monólogo/ diálogo, y es de noche cuando la joven evoca los recuerdos de su infancia. Adriana seguirá buscando esa figura paterna en su intento por dar forma a una historia de la que solo le llegan fragmentos, una dispersión de datos como su propia edad, acertadamente de los siete a los quince años.

El mundo literario de Adelaida García Morales se concreta en una geografía interior y femenina, ellas son siempre las que tienen voz, las que desde sus monólogos construyen, a través de la memoria y de las sensaciones más diversas, ese mundo exterior donde lo masculino aparece vagamente, y el orden social poco importa. La mirada de esta escritora, como ha señalado Pedro A. Curto[10], “es ante todo femenina, uterina, parte desde lo más intimo, para hacernos observar a través de sus ojos, ese mundo misterioso, desde el cual se plantea, el “ser mujer”. La mujer se percibe como lo íntimo, el hombre como esa composición externa. Y en esta mirada tan “feminista” se acerca a la escritura de la británica Woolf  y a la brasileña Lispector, y en particular a ésta última cuando recurre a lo sobrenatural, a una realidad atípica, para desentrañar la profundidad de sus conflictos narrativos. En esa preferencia por la mujer, la autora declaraba: “El hombre ha jugado su partida con la existencia y la ha perdido, nos ha llevado a la catástrofe. La mujer es la reserva que le queda a la vida, por sus valores, por ser más altruista.”

En Bene (1985)[11], editada junto a El Sur, según Ponce Romo[12], hay una narradora, otra joven que conversa con el espíritu de su hermano. Ha pasado mucho tiempo desde que vio por última vez a Santiago, no se especifican los años por lo que el lector percibe este espacio temporal como ambiguo. Se sabe, en cambio, que todos han muerto ya, sólo queda ella viviendo en la casa de su infancia. “Anoche soñé contigo, Santiago. Venías a mi lado, paseando lentamente entre aquellos eucaliptos donde tantas veces fuimos a merendar con Bene”[13]. La historia es desde el inicio inquietante, y Ángela explica un sueño que ha tenido con su único hermano a quien llama desde el más allá; el sueño se relaciona con Bene, una joven que parece estar controlada por otro espíritu, el de su padre gitano. Los sueños en esta narración de García Morales ayudan a concretar un ambiente ilusorio, al tiempo el lector percibe la sensación de que parte de cuanto la narradora relata, hubiera sido verdad o podría haberse convertido en algo real.

La protagonista se siente, una vez más, sola. El escenario vuelve a ser una casa amplia y alejada de la ciudad, algo menos lúgubre que en El Sur, incluso llega a formar parte de sus habitantes porque Ángela recibirá sus clases particulares de una maestra que la visita periódicamente. García Morales justifica la continua soledad de sus protagonistas porque ambas viven en una circunstancia particular, tienen poco contacto con otros niños de su edad y eso les lleva a desarrollar su propio mundo de fantasías. Ángela observará que el exterior puede convertirse en un mundo excitante, sobre todo porque su tía Elisa le prohíbe ir más allá de la cancela, algo que para ella sería algo excitante, y donde se imagina podrían ocurrir las cosas más extraordinarias. El aislamiento de la protagonista le hará vivir en un auténtico estado de fragilidad y, a falta de amigos con quienes jugar, Santiago se convierte en el centro de su vida. Así pasará sus días, observará tras la cancela, la carretera vacía, el paso de algunas manadas de toros o las caravanas de gitanos, afuera está el peligro y el misterio, solo en contadas ocasiones, Ángela ha podido visitar la ciudad y siempre en compañía de su tía Elisa, quien se presupone la preserva de los peligros latentes en el exterior; solo en la casa la joven se sentirá segura y protegida y, tal vez por eso, cuando aparece la figura de Bene, la tía Elisa la trata con absoluta frialdad, le muestra desde el principio su enemistad a la joven, aunque es consciente de que no puede contradecir la voluntad de su cuñado Enrique, y sospecha que la gitana le ofrece sus servicios, como sabe ya ha hecho en ocasiones anteriores con otros hombres. La presencia de la nueva criada resulta especialmente inquietante para la tía, no para Ángela que pronto percibe ese aire de vacío en este nuevo personaje en quien confía e invita a ese lugar secreto donde su hermano y ella convivieron de niños, y pasaron tantas horas contando historias misteriosas: la torre. Este espacio se convertirá en ese lugar emblemático en la novela donde se pueden escuchar las voces de aquellos que se han ido de este mundo y regresan para hacer oír su voz, o advertirles de algún peligro a los moradores de la casa, y allí la joven gitana se transformará en un ser de mirada fría. Bene se convierte en un personaje ambivalente, y el final de la novela resulta tan ambiguo como la propia historia porque, mientras se avanza en su lectura, ese límite entre vida y muerte se ve traspasado en numerosas ocasiones para justificar, de alguna forma, la presencia de los personajes más significativos.

En su siguiente novela, García Morales, apunta Santos Alonso[14], El silencio de las sirenas (1985)[15], vuelve a la mitificación, en esta ocasión el amor y el misterio, a través de las obsesiones y de toda la simbología de una joven, Elsa, que huye y se aísla en un pequeño pueblo alpujarreño y vive allí su obsesión amorosa por un hombre a quien apenas conoce. La maestra del lugar se convierte en su confidente y, al mismo tiempo, es la narradora periférica de una historia que transforma realidad y sueño en una experiencia límite porque la fantasía amorosa que vive esta joven se diluye a medida que avanzamos en un relato comparable al canto de las sirenas que hicieran sobrevivir a Ulises en su mítico regreso. Lo imaginario es el elemento más importante, la historia principal está servida, y en torno a ella una excelente percepción de la atmósfera en que viven los habi­tantes del lugar, la sensación del ambiente llega a confundir esta realidad, como hace la propia protagonista con su vida. De nuevo un círculo de dos: María y Elsa y su mutua fascinación. Elsa en su retiro evoca el amor ¿ficticio? ¿real?, que, de alguna manera, significa la autoafirmación de su existencia, pues cuando concluye el relato este amor se disipa, se desenca­dena el deseo de la autodestrucción del yo. La presencia de otras historias dentro de la historia general viene a ser otro elemento más de ese concepto neogótico esgrimido en la narrativa de García Morales, y en esta novela ayuda a mantener el aire de ambigüedad en torno a la protagonista. Elsa, sin embargo, es un personaje claramente distinto a los otros, no solamente vive en una aldea remota en las alpujarras granadinas donde el paso del tiempo es diferente, sino que incluso en el pueblo mismo ella ha escogido vivir aislada del resto, tanto en el espacio real como en el espacio mental. Su aspecto pálido se asemeja cada vez más a una estatua de mármol, incluso al final cuando su cuerpo cristalizado se confunde con la nieve blanca de las montañas. Elementos que llevan al lector a reconocer en El silencio de las sirenas un mundo extraño, o a preguntarse, ¿quién es realmente Elsa?, ¿por qué su comportamiento se asemeja al de una loca? incluso, ¿por qué su cuerpo va sufriendo transformaciones? Conforme las sesiones de hipnosis avanzan, Elsa va envolviéndose más en un mundo de fantasía, pues el amor que expresa por Agustín Valdez/Eduardo la conduce a los límites de un éxtasis romántico. A pesar de esa primera sensación de un auténtico estudio psicoanalítico de personajes y ambientes, la obra no se somete a una teoría sobre cualquier disciplina psicoanalítica, es la persecución por parte de la protagonista de una ficción que para ella llega a convertirse en realidad, y, funda­mentalmente, como la narradora García Morales ha manifestado en alguna ocasión, es el placer intrínseco de contar una historia.


Conmover al lector

Adelaida García Morales explicita su literatura a partir de su tercera novela, recién arrancada la década de los noventa[16], y sus ambientes o las atmósferas de sus siguientes textos resultan menos sugerentes, o tal vez se plantea que ahora sus historias contienen situaciones que buscan conmover al lector más que provocarle la introspección de sus sentimientos, como en sus primeras entregas. El simbolismo vuelve a ser muy explícito en La lógica del vampiro (1990)[17], y una vez más, una narradora, Elvira, recrea un espacio y se rodea de personajes que provocan en ella una sensación de extrañeza y enajenación que irá evolucionando hacia la inmersión más o menos tensa en un mundo más real, así el lector siente una mayor cercanía con el argumento y las técnicas narrativas de la anterior novela, aunque ahora la figura protagonista sea un vampiro social que manipula y se aprovechará de los demás, pero sobresale ese ambiente de incertidumbre, de misterio, con un personaje lleno dudas y de una irresistible atracción hacia la bruma, y el desencadenante de la historia: la posible muerte del hermano de la narradora, un acontecimiento que provoca en el lector incertidumbre e intriga como posibilidad narrativa, y ahora ese mundo real, la ciudad de Sevilla y algunas poblaciones de alrededor, justifican ese soporte físico y espacial, sólido y creíble, porque parte del argumento roza a menudo lo sobrenatural o lo fantástico, sus acciones gravitan en torno a Alfonso, el vampiro de quien nunca sabemos en qué orden vive o qué llega realmente a esconder, y evitan así que la novela revele la verdadera identidad de este. Con la partida de la anónima protagonista-narradora no hay necesidad de aclarar el enigma, se deja a su propia fortuna, y el lector se alegra de que la protagonista salga victoriosa de ese mundo. No es un final desesperanzado, aunque tampoco desmiente la posibilidad real de lo que ella ha dejado atrás.

El tono y el estilo de la novela comparten similitud con el mundo narrativo de García Morales, la novela se centra en esa vivencia interior de la protagonista, se narra todo en forma autobiográfica, y se mantiene un tono uniforme, nunca monótono, puesto que en todo momento utiliza descripciones y diálogos convenientes, incluida esa clara tendencia a la concisión y a la huida de todo aquello que resulte superfluo o innecesario, tan habitual hasta el momento en su narrativa, aunque esa concentración anecdótica simule más bien una auténtica novela breve, en el sentido de El Sur y Bene, caracterizada ahora por los suficientes ingredientes de intriga y de tensión que mantiene la calidad del relato.

Un mayor impacto emocional explora, la narradora, en sus siguientes novelas, cuando recurre a la infancia a través de la memoria, Las mujeres de Héctor (1994)[18] y La tía de Águeda (1995)[19], como a futuros melodramas psicológicos que siguen en su línea narrativa. En la primera conserva ese aire de soledad y frustración que ha condicionado a sus personajes siempre, aunque el planteamiento nada tiene que ver con las anteriores. El intimísimo rural que conmocionó al lector, la fuerza de unos personajes desarrollados sin apenas diálogo y el fuerte subjetivismo caracterizador, han sido abandonados y la intención escribir una obra urbana. El comienzo es bueno, las pri­meras páginas son de lo más cine­matográfico, dos mujeres discu­ten y tras un breve forcejeo ocurre un asesinato involuntario, cir­cunstancia que planea sobre el resto del relato. Los personajes son presentados muy rápidamen­te, al hilo del suceso, poste­riormente se ocultan. Tres mujeres encarnan un melodrama personal en torno al único hombre del relato, Héctor. Parece más bien el esbozo de una historia mayor que, inequívocamente, se queda a medias, porque ni la trama policial que debiera envolver a la historia, ni la lucha particular que llevan a cabo las distintas mujeres, logran interesar. Laura, la ex-esposa y homicida involunta­ria, se debate entre su propia autosuperación y la sombra del crimen que debe ocultar; no logra la fuerza necesaria como persona­je principal y queda como un conato de ejemplo femenino. Margarita, la amante circunstan­cial del marido separado es, por su propia fuerza natu­ral, quien sobresale por encima del personaje anterior, aunque se desdibuja en una especie de “sal­vadora de almas” que la condicio­na; y finalmente, Irina es una niña-mujer que, caprichosamente, se debate entre el amor imposible de Héctor, porque éste no le hace caso, y su actuación se com­pleta en una sucesión de actos insensatos. Y en la segunda, La tía Águeda, una vez más, se explora el oscuro mundo de la infancia y su relación con la muerte, o la protección de las mujeres en la España de los cincuenta cuando Marta, su protagonista, huérfana de madre se ve obligada a vivir con su tía Águeda, en un pueblo de la provincia de Huelva, donde la sutilidad de los colores negros y grises imperan sobre el atisbo de la inocencia misma.

Las emociones sobresalen, una vez más, en los casos de Nasmiya (1996)[20], un relato que plantea los conflictos emocionales y de identidad que provoca el derecho islámico a tener más de una esposa, o la morbosidad que encontramos en La señorita Medina (1997)[21], y en aspectos tan delicados como el suicidio o la homosexualidad. El secreto de Elisa (1999)[22], es un texto fragmentado en secuencias, confluyen dos acciones que corresponden a dos diferentes planos, situados en un vago presente de los noventa. En el real, la separación de un matrimonio, tras veintiocho años de convivencia; los hijos criados y el descubrimiento de que el marido tiene una amante. Entonces, con cincuenta y dos años, Elisa lleva a cabo el sueño de su vida: vivir sola en un pueblo pequeño de Segovia, elige una casa solitaria, y pronto su existencia retirada es fuente de murmuraciones y recelos en el ámbito reducido del lugar. García Morales renueva una vez más el contraste entre la vida en el campo frente al anonimato en la gran ciudad. El mundo de las pasiones familiares, reaparece en El testamento de Regina (2001)[23], que cuenta un cierto melodrama interior, con intereses de fondo, una anciana, protagonista del relato, y la joven psiquiatra que decide trasladarse hasta la casa, acudiendo al reclamo de un anuncio. Para Susana comienza una historia inverosímil, con una Sevilla desdibujada como telón de fondo, y el conocimiento de una familia cuyos personajes están abocados a un sinvivir por las ambiciones perversas que dominan sus vidas. Sólo Regina, la bella anciana y de intensa fuerza interior, sobrevive a las intrigas familiares de un relato que discurre por los difíciles límites de la inverosimilitud. La última novela que García Morales publica simultáneamente en 2001 se titula Un historia perversa[24], una trama psicológica que suprime buena parte de los elementos y constantes de su narrativa previa. La novela se desarrolla en espacios interiores y reduce sus personajes, prácticamente, a dos, Andrea y Octavio, una pareja de recién casados, un famoso escultor y la dueña de una sala de exposiciones. Un relato angustioso, una historia horrorosa que relata como la pasión de su protagonista masculino, poco tiempo después del matrimonio, desemboca en un carácter violento, autoritario, dueño absoluto de la situación. Y sobresale la atracción de la joven esposa por un hombre de tan extraña conversión. Dos géneros se superponen, el psicológico porque se trata de una exposición de dominio, y la posesión sobre el otro yo, además de la intriga porque, en cierto modo, predomina una cierta locura criminal en el desarrollo de toda la novela.

Un apunte final, los relatos breves que Adelaida García Morales recogió bajo el título, Mujeres solas (1996)[25], responden, según Francisco Javier Higuero[26], a todo un desarrollo narrativo anterior rastreable en sus novelas, La tía Águeda, Nasmiya, La señorita Medina y El secreto de Elisa, y cuyos personajes femeninos se ven abatidos por todo tipo de contratiempos e incertidumbres afectivas, y son víctimas de esa irremediable deshumanización que les acecha. Sobresale, según Higuero, ese evidente manifiesto de la narradora frente a cualquier moda literaria barroquizante y enmascaradora, textos “repletos de múltiples y diversas connotaciones que sobresalen como parte integrante de la producción literaria de una de las escritoras de más talento narrativo de las letras españolas”.



[1]              Abriendo caminos. La literatura española desde 1975; Varios Autores; ed., de Dieter Ingenschay y Hans-Jörg Neuschäfer; Barcelona, Lumen, 1994; págs. 7-16.

[2]              Última hora de la novela en España; Madrid, Pirámide, 1996; págs., 456-472.

[3]              Íbidem., pág., 25-26

[4]              La primera edición data de mayo de 1985. Edita Anagrama, junto a la novela corta Bene.

[5]              La novela fue Premio Herralde, la edita Anagrama en noviembre de 1985.

[6]              Así lo señala, también, María Ángeles Naval en “Las casas de la memoria. Acerca de los relatos de Adelaida García Morales”; El texto iluminado. Escritoras españolas en el cine; coord. Alberto Sánchez, Cultural Rioja, Febrero-Abril, 2001; págs. 21-32.

[7]              Reseña, El Sur & Bene; Cuadernos Hispanoamericanos; 1986, núm., 428; págs. 183-185.

[8]              Ob., cit., (pág., 40).

[9]              Tesis Doctoral, Texas Tech University, mayo, 2012.

[10]             En Periodicoirreverente, (Opinión) Irreverentes.Org., 10 febrero 2014.

[11]             Ob., cit.

[12]             Ob. cit., pág.106.

[13]             Ob., cit., pág., 53.

[14]             La novela española en el fin de siglo (1975-2001); Madrid, MareNostrum, 2003; págs., 156-157.

[15]             Ob., cit.

[16]             Santos Alonso, Ob., cit.

[17]             La primera edición data de 1990; Barcelona, Anagrama.

[18]             La primera edición data de 1994; Barcelona, Anagrama.

[19]             La primera edición data de 1995; Barcelona, Anagrama.

[20]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, enero de 1996.

[21]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, noviembre 1997.

[22]             La primera edición, Madrid, Debate, octubre 1999.

[23]             La primera edición, Barcelona, Debate, enero 2001.

[24]             La primera edición, Barcelona, Planeta, enero 2001

[25]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, octubre 1996; contiene los siguientes cuentos: “Tres hermanas”, “Agustina”, “Celia”, “Virginia”, “La carta” y “La desconocida”.

[26]             “Segmentariedades desterritorializadas en Mujeres solas, de Adelaida García Morales; El cuento en la década de los noventa; José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo, eds.; Madrid, Visor, 2001; págs.197-206.

Escrito en Lecturas Turia por Pedro M. Domene

9 de enero de 2023

Tras dos novelas editadas —Sobrevivir a Comala [Baile del sol, 2010] y La nota muerta [Pregunta, 2020]— y un riguroso ensayo —Maurice Blanchot. La exigencia política [Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014]—, Rosa Martínez publica un primer libro de poesía —El miedo del doble a la soledad [Pregunta, 2022]— que excede los límites convencionales del género para adentrarse en el territorio de la reflexión filosófica, tal y como, por otra parte, se presupone a cualquier libro de poesía que sea algo más que recuento impresionista o terapéutico sentimentalismo.

La poesía de Rosa Martínez es sólida y afilada, resultado de una reflexión previa sobre alguna de las preguntas que acompañan a la existencia humana y sobre la forma en que la escritura trata de nombrar lo que acaso sea innombrable. La muerte y la identidad, esos viejos temas que llenan anaqueles sin dejar de parecer inéditos cuando una voz singular los confronta, engranan el libro. Dos temas duros, fuertes, que Rosa Martínez aborda con radicalidad, desde la tentativa del abismo y la soledad. Y sin caer en el lugar común. Al contrario: la poesía de esta autora sorprende por su personalidad; no parece un primer libro, no parece un acercamiento ocasional, parece lo que es: un texto que pudiera ser orgánico, prolongación del cuerpo que se rompe, de un cuerpo que interpela con palabras baldías al lector, porque no hay otras, pero que sirven para cuestionar con hondura la verdad del lenguaje y el estatuto de lo que nos constituye. Una posibilidad, un tajo, el miedo, la soledad y la belleza. El ser y la ausencia del ser. La inmediatez que nos acompaña y la vocación de trascenderla con el lenguaje. El Yo y el yo otro. La Verdad y la verdad.

Podemos preguntarnos si la potencia humana —la imaginación, la razón, la intuición— puede aclarar lo oscuro del mundo y transcender lo inmediato, hacia eso que llamamos verdad, incluso si nos hallamos ante la inmediatez de la muerte. Y, a un mismo tiempo, podemos preguntarnos si existe la posibilidad de que esa verdad pueda ser escrita. Dos preguntas profundamente modernas que Rosa Martínez se hace y nos hace.

La poeta divide su libro de dos partes diferenciadas: ‘El relato de las últimas palabras’ y ‘El miedo del doble a la soledad’. Desde el punto de vista del estilo, ambas cuentan con un inicio que las enmarca y con un propósito. En el inicio de la primera parte, la autora nos sitúa ante la sombra incognoscible de la muerte. Y el propósito que señala es “Perseguir la sombra”. La poeta plantea esa persecución en unos términos tan concretos como difusos: “las últimas palabras”. ¿Puede la potencia humana aclarar la oscuridad de esas “ultimas palabras”? ¿Transcienden en verdad esas últimas palabras antes de la cesación de la vida? Podrían ser las últimas palabras de cada uno de los muertos y las muertas que ha habido. Las últimas. La imaginación tiembla ante la visión de quienes hemos querido diciendo algo último. Rosa Martínez relata una posibilidad que también es imposibilidad: las últimas palabras de la señora R., que murió ahogada en su propia sangre.

La segunda parte, que da título al libro, ‘El miedo del doble a la soledad’, se distancia del primer relato, el de la muerte de la señora R. y sus últimas palabras, para centrarse en la posibilidad de que haya escritura del yo. De que haya verdad escrita. Pero Rosa Martínez liga ambas partes al abordar desde distintas ópticas el mismo problema: la ausencia. La única verdad del ser y de la escritura es la ausencia. La ausencia de lo que no puede ser captado, de lo que no puede ser descifrado. La muerte es ausencia. La identidad, también.

Distintos fragmentos de ‘El relato de las últimas palabras’ evidencian la tensión entre el ser inmanente y su posible transcendencia: la ausencia de lo que se resiste a ser reconocido. Una tensión que se constata como experiencia de un sentido. Solo sentido. No hay lugar para tender hacia el significado de lo que ocurre. Solo sentido. Acaso posibilidad de un sentido.

“Las últimas palabras/ agrietan el sentido oculto de las cosas” [p.36]; “Las últimas palabras son excreciones de sentido” [p.38]; “Porque ¿qué es la verdad en el trauma de la muerte? Las últimas palabras no deberían reflejar la verdad. Es demasiado triste. No hay verdadera belleza ni consuelo en la verdad” [p.45]; “Por mucho que te empeñes/ no es tan claro que las palabras/ puedan salvarnos” [p.50]; “las palabras se esfuerzan en no durar (…) las últimas palabras/ están en mi cabeza,/ en la sed que nunca sacia [p.53]; “las últimas palabras son baldías” [p.60].

A esta experiencia, Maurice Blanchot —a quien Rosa Martínez tan bien conoce— la denominó “experiencia del desastre”. Una experiencia que se incardina con la imposibilidad de reproducir el ser como ausencia. Solo hay tensión. Escribirlo como tensión. Y miedo. Y ante esta experiencia, no puede haber Yo nos dice la poeta: “Ser el doble invertido de otro impronunciable Escribir desangrando con un corte limpio la yugular del libro del texto del poema Escribir porque allí donde creíamos ver dos al fin no hay nadie y entonces sientes (y es un sentir insípido y tarado) el miedo del doble a la soledad (…) Descubre que el doble y el yo son un Nadie ligero que subestima a los seres que no pueden durar (que no deben durar) Por eso no entiendes el sentido de tu permanencia” [pp.77-78].

Ausencia —un Nadie— y un sentido incomprensible asociado a Escribir. Así inicia Rosa Martínez la segunda parte de libro, ‘El miedo del doble a la soledad’. No hay posible transcendencia, no hay verdad posible. Escribir siempre son “ultimas palabras”. Un inicio que, como ven, dialoga con la primera parte. Además, recuerden, que Rosa Martínez a continuación plantea un propósito y, en este caso, escribe: “Desarmar las formas,/ luchar,/ no someterse al tiempo/ ni al sueño extraño los otros,/ perseguir el dictamen insensato de los bordes.// Ser fiel al poema./Extinguir en el camino/ el miedo del doble a la soledad.” [p.79].

En la primera parte, el propósito era “perseguir la sombra” de la muerte; ahora es luchar en el territorio del poema y en ese camino extinguir el miedo. Pero el miedo solo puede extinguirse en el reconocimiento de la ausencia y el poema es tentativa de su representación. Aunque se represente un doble, con sangre y piel, solo hay tentativa, nunca Verdad. Solo hay un espejo vacío. De ahí que Rosa Martínez apele a una identidad que no es la del Yo ni la del Tú sino la del Lo [p.84] —que tampoco es Él—: ni sujeto de la enunciación ni destinatario. Volvemos a la ausencia, a la vivencia de la ausencia. Yo soy ausencia y el doble es ausencia. Escribe la poeta: “Tu ausencia/ añádela a la mía (…) Acaricia mi nada/ para que pueda ser” [pp.86-87]; “Tútampocohasvistonada” [p.88].

Hay un poderoso fondo teórico en este intensísimo libro de poemas de Rosa Martínez. Una vocación por ese abismo que es redefinir la verdad. Los temas son la muerte y la identidad, pero es la ausencia, tan afín a Blanchot, el concepto que determina la lectura: ser para sumergirse en la ausencia de lo que se es. Blanchot lo noveló en Aminadab —a través de la búsqueda de la nada— y en El último hombre —mediante el silencio—; Rosa Martínez insiste más en la búsqueda que en el silencio y desvela que esta experiencia —la experiencia del desastre— será inútil si no es en las últimas palabras que siempre son un poema.

 

Rosa Martínez, El miedo del doble a la soledad, prólogo Alfredo Saldaña, Zaragoza, Pregunta, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por David Mayor

23 de diciembre de 2022

No es inusual que se reproche a la moderna crítica literaria la tendencia a dedicar más esfuerzos al halago que a desnudar las debilidades de los textos a los que enfrenta su supuesto análisis imparcial. Admitiendo que el juicio imparcial es improbable, también hay que añadir que hay autores y obras sobre las que no cabe reproche, siendo este el caso que nos ocupa.

En los surcos de voz que cava Celia Carrasco Gil (Tudela, 2000) se siembra una palabra con clara intención seminal, pues es labranza en los azules limos de un elevado cielo poético, desde el que crecen radiantes los brotes rectos de su amplio saber hacer. En su proceso de creación, la autora desarrolla una escritura en la que la evidente inteligencia que atesora sirve de guía a la intuición más espontánea, en la que todo lo aprendido se pone al servicio de la exploración y en la que su ideación se afana en plasmar un paso nuevo, se consagra en la elevación de una arquitectura asombrosa y alumbrada por las más ricas vidrieras. Frente a la complacencia de una creación irreflexiva, nos encontramos ante una trabajadora incansable del verbo que —tras haber sido reconocida con el Gloria Fuertes, haber sido invitada a encuentros poéticos internacionales por la École Normale Supérieure de París o el Instituto Cervantes de Sofía y haber sido finalista del Premio Nacional de Poesía Joven—, nos presenta su primera y breve antología, obra en la que se resumen los logros alcanzados durante sus inaugurales seis años de poesía publicada, que quedan impresos por iniciativa de Ediciones del 4 de agosto, quien nos entrega un poemario de bolsillo y que constituye un pasaporte literario con el que la autora bien puede abrirse paso a través de cualquier frontera.

El libro se compone y divide en tres partes semejantes, con poemas de sus obras Entre temporal y frente (Olifante, 2020), Selvación (Torremozas, 2021, XXII Premio de Poesía Joven Gloria Fuertes) y los inéditos en los que viene trabajando estos últimos años. Hasta ahora, si se me permite el atrevimiento de tratar de enumerar los rasgos característicos de su estilo, estos incluían el trabajo artesano con la palabra, demostrando un sorprendente oficio —fino, exigente, preciso, laborioso, delicado—, el regreso a lo leído y a lo aprendido incorporando esos barros en las huellas de sus propios pasos, el desarrollo de un proceso personal de creación a partir de su sentir y su logos, el dominio de la tradición (ejemplificado, por ejemplo, en la perfección de sus sonetos), la búsqueda de un verbo que desborde su expresión desde el silencio y desde una forma de nombrar propia, el juego como vehículo de experimentación usando, por ejemplo, la sonoridad o la riqueza etimológica de las palabras, el despliegue de un notable ritmo y de una cadencia musical serena para asistir a lo que —en su conjunto— constituye un ejercicio intelectual de gran valor, en el que se hila y cierra cada poema con harmonía y rotundidad.

Los nuevos poemas que completan la obra ya conocida —y reseñada en diversos medios— suponen un paso más en la conquista de ese territorio virtual que es la voz propia y resultan ser la evidencia de la partida, del abandono de un primer campo poético que, ahora y en parte, deja en barbecho para sembrar en la tierra nueva que horada su talento expansivo. Son poemas que declaran el fin de un rito personal e iniciático, que son constatación del propio cambio y de la madurez que éste otorga y, así, muestran la desnudez de la herida y comienzan a desvelar todos los escondites de un yo poético que se arriesga y quiere exponerse libremente. En tal ejercicio de cuestionamiento encontramos “un estío/ donde solo el silencio resucita” y una “pluma doblegada por el delirio”.

La poeta no se rinde. Sigue percutiendo con su voz contra los lienzos de esa atalaya que contiene y resguarda el misterio, deshaciendo en el “ser” de la tinta con la que escribe lo que es “noser”, preparando ese ajoblanco en el que se mezcla la vida y la poesía y donde la sustancia queda adherida al continente, a la formalidad del verso y, por un momento, al vislumbrar esa luz alba en los renglones, creemos ver en la palabra todo lo que está incapacitado para contener un simple vocablo.

 

Celia Carrasco Gil, Limos del cielo (Poesía 2016-2022), Logroño, Ediciones del 4 de agosto, 2022.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

23 de diciembre de 2022

La espléndida labor realizada por Jon Kortázar al frente de la poesía vasca escrita en euskera, deberá asomarse también a este Sediento de mar de Pello Otxoteko (1970). Un libro escrito en origen en euskera y posteriormente traducido por el autor al castellano. Cuentan mis confidentes vasco parlantes, pues cuanto recuerdo apenas da para preguntar dónde está Ondárroa, que el ritmo grave de la traducción refleja bien el original y no hay demasiada pérdida. Añaden, sin embargo, que brilla más la redacción en euskera por los ritmos internos, y también por la contundencia sentenciosa con que se emplea en el verso libre la madurez reflexiva y agonista del irundarra.

Sediento de mar, despliega sus velas en el Pequod del capitán Ahab (nave donde se mezclan todas las razas, quizá haciendo referencia a la tribu de ese nombre, extinguida por otra parte) con “La balada de Ismael” y las cierra con el naufragio o encuentro con la ballena. O, si prefieren, con el encuentro con cada uno mismo, simbolizados con explicitud en el último poema de la segunda parte, “Desterrados de ser”. Una obertura y un colofón abren y cierran esta partitura lírica, enmarcando el asunto de la meditación sobre nuestra existencia al hilo de la llamada poesía de la edad. Sediento de mar, desde la misma explicitud del título, habla de ese abocamiento. Y así, desde esa perspectiva reflexiva sobre el sinsentido de ser o de ser para la muerte, nada nuevo hay en ello, muestra el centro del canto el poeta vasco, con sus intermezzos y pausas, vericuetos que apenas se distaren del camino, en su viaje a cuando avecina “el destierro de mi noche”. O ese encuentro con ballena propia, que ha sabido simbolizar en inicios y finales, asida a las bordas de “nuestra impotencia” en ese adentramiento simbólico o paralelo a los mundos de Melville. Asume o comprende bien Otxoteko que “Los asideros son escasos en el mundo”, aunque existan txalupas y balsas salvavidas un instante, la circunstancia o la poesía misma, fámula de esa vida a la que ruega “ofréceme al menos el don de escribir”. Poesía como comprensión o placebo contra el aguijón de la vida, bien descrita como mero aguijón hiriente sobre el animal herido, sobre nuestra animalidad de fondo, que nos impulsa a vivir mientras nos interrogamos. Ya lo contó en su momento la genialidad de Juan Ramón Jiménez.

Sediento de mar, no es un planto, sino una reflexión elegíaca, es un esfuerzo de contención meditativo, apesadumbrada en el tono y pretensión, nunca lacrimógena, sobre “nuestra trágica existencia”. A veces, sin embargo, los instantes mágicos como “la cabeza de mi hijo al otro lado del cristal”, la verdad de la inocencia y la nube del no saber, salvaguardan. O la esencia del paisaje, de la rama y la hoja, de la piedra o la mera lluvia “la verdad de este mundo”, a pesar de que siempre echa la red al fondo. Algo que repetía el último José Ángel Valente, e impone a las palabras su rescoldo: “las cenizas/ nos susurran verdades silenciosas”.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales

La madre abre los ojos y no se reconoce. Trata de descifrar ese rostro enmarcado, tan extraño, tan ausente, que, anclado en la pared, nunca deja de mirarla. Alza una ceja y el retrato imita su gesto. No comprende. Inventa un cuadro propio en el espejo sin saber que, mientras tanto, alguien la está «escriviviendo» en su papel. Es una abuela ciega, una isla-persona subterránea nacida de la erupción verbal del último poemario de Nuria Ruiz de Viñaspre (Logroño, 1969), Las abuelas ciegas, galardonado con el XXIV Premio de Poesía «Nicolás del Hierro». Es Las abuelas ciegas (Ayuntamiento de Piedrabuena, 2022) un libro en el que la res olvidadiza de la enfermedad de Alzheimer influye sobre la acertada decisión que la autora toma sobre sus verba, esto es, sobre la forma voluntariamente fragmentada en la que el texto se presenta. Y es que en este libro, al igual que en la vida, «Todo empieza donde todo acaba / en la punta de la lengua / cementerio letológico donde van a morir las palabras», esas voces perdidas, esas puntadas huidas del hilván de las reminiscencias, esos fragmentos de un pasado hecho añicos y transformado en retazos de gramática.

Nuria Ruiz de Viñaspre sabe que cuando la madeja de la memoria se enmaraña, el olvido la corta y el tejido del recuerdo, como el texto, se quebranta. Se hace entonces huella del silencio, vacío de quien llega a «perder la memoria / perder la / la» en el espacio en blanco u óstracon del tipo leucós de esta práctica balbuceante, casi desaparecida y disuelta por completo, de quien escribe el recuerdo de una lengua mordisqueada, del texto que, como apuntara Túa Blesa en Los trazos del silencio (1998), dice su logofagia. También el tema afecta a esa ausencia de puntuación que parece abandonar el discurso ordenado por una suerte de habla, además de ejercer su influjo sobre la sintaxis, en una suerte de dislocución ¾en la terminología de Chantal Maillard¾ que tensa hasta la disociación la trama del lenguaje. Surcando este mar de páginas, estas islas verbales, hay ciertas reminiscencias intertextuales que dan cuenta de un discurso ecoico, polifónico, en el que se dialoga con las resonancias implícitas de autores como Antonio Gamoneda, Jorge Manrique, María Zambrano o Juana Castro, además de otras ¾Rabindranath Tagore, Roberto Juarroz, Arturo Carrera, Luis Buñuel, Lita Cabellut, Novalis, Cirlot, Rumi, Nasrudin¾ explícitamente referenciadas.

En este libro, desde una peculiar arqueología discursiva, la autora (des)escribe esta experiencia-límite del lenguaje, una voz que, aturdida, se expone a su propia intemperie cuando el fuego del hogar de la anterior palabra ya no calienta, cuando la morada del verbo ya no le pertenece ni responde a la mente emancipada, cuando la casa conocida salta por los aires y solo se puede escribir desde la conciencia de la mordedura, del abismo, del residuo que queda tras la fuga. Cada poema es un pájaro que no recuerda cómo anidó la vez anterior en la memoria, un discurso que decanta las casas y las cosas, que perdura y perjura su dicción en continuos lapsus-paronomasias que dan cuenta de la proximidad de un precipicio logofágico con vistas a la nada. Dado que la autora asegura que «el predemente es vertical», la memoria, sin previo aviso, se despeña, se decanta, se vuelve sumidero y, si de repente toma el pasado por residuo, desagua los recuerdos. Es así como la autora logra recrear de cerca en estas páginas «el Alzheimer de una madre diseñando / idiomas propios», por medio de un particular discurso verbodegenerativo que modela y mordisquea los trazos del silencio y las trizas de la palabra.

En ocasiones, Ruiz de Viñaspre juega también con la dispositio, con prácticas texto-visuales cercanas al caligrama, con herramientas que rompen el fondo esperado del texto, dejan al margen la convención de la escritura o comparan el poema con un embudo invertido que transmuta la pérdida en ganancia. Pero hay, además, algo de excavación en este libro, algo de perforación del habla, algo de retrotracción al balbuceo previo a la dicción, algo que recuerda a la inefabilidad de toda antepalabra. En este poemario, «Los leones no caminan vestidos / quieren ir al fondo del lenguaje / a desenterrar palabras que les miren de frente». Y hacia ese fondo, hacia ese soterrado arché originario se orienta a veces cierta de(con)strucción creadora, en ocasiones casi juarrociana. Mediante distintas herramientas discursivas, la voz se tambalea en el lenguaje, duda, se confunde, pierde su referente si en esta «alteración del habla / aliteración del yo / ¿o era al revés?» se mezcla y se enmaraña. El discurso que ya no se pertenece de pronto se traba. «¿Acaso gallo y galgo son parte de su abismo?», se pregunta el yo lírico ante el habla de la abuela ciega. «Yodo está en su sitio», confunde más adelante. Y es que, tal y como refiere otro poema: “La mente ordenaba una colocación concreta / de notas y la boca desobedecía / Se desconcretaba su abecedario musical / […] Ella solo quería formalizar su idioma / sin léxico sin vocabulario con amnesia / histérica y con fuga.”

En este vaciado memorístico y verbal, la autora trabaja en ocasiones con un imaginario cercano a la nadificación zambraniana, como vemos en «Desde allí la nada y el nadie / donde nada sale y nadie entra», o próximo, también, al no-tiempo o el tiempo otro de un «ahora después aquí» propio de El espacio literario blanchotiano. Se trabaja así con una cosmovisión detenida, con cierta isotopía de una región del no, con un imaginario en el que se ha perdido toda coordenada. El discurso fragmentado se sitúa, además, en un no-lugar distinto al cotidiano, ya que «Cuando en la mente hay ventisca todo sale de su lugar» hacia un afuera, convierte el tránsito en errancia, en nomadismo de ese lenguaje en fuga que se entrega a la intemperie desértica del habla.

Así, en Las abuelas ciegas asistimos a una experiencia-límite del lenguaje, al desorden y a la confusión, a la conciencia del mordisco lingüístico de ese olvido que nos traga.

 

Nuria Ruiz de Viñaspre, Las abuelas ciegas, pról. Amalia Iglesias Serna, Piedrabuena, Ayuntamiento de Piedrabuena, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Celia Carrasco Gil

En la novela Atila, a partir del rescate de la figura del escritor Aliocha Coll (1948-1990), Javier Serena (Pamplona, 1982), sugiere varias lecturas de peculiar amplitud y actualidad. La primera giraría en torno a la tradición del artista incomprendido: Alioscha (el personaje) desarrolla su obra experimental en medio de desarreglos y fracasos, los cuales seguimos a través del testimonio de un periodista amigo. Dichos malestares derivarán en una enfermedad mental que, de modo inevitable, terminará por destruirle la vida, sin por ello comprometer nunca el rigor ni la ambición de su proyecto.

A partir de tal planteamiento, Serena construye una puesta en escena en la que se entrecruzan el relato y la biografía, la crónica y la fábula, sugiriendo que en la ficción el personaje puede imponerse a la anécdota -real o imaginaria-, a través de su poder de irradiación; la seducción que ejerce aquello que fascina porque no puede ser nunca cabalmente interpretado. Esta reconstrucción lineal de un proceso invisible y pleno de incertidumbre, pese a su apariencia realista, permite que Atila sea una novela que admita distintas clases de interpretaciones: la de la mera historia de un excéntrico, la de una época superada o la de nuestra propia relación con el abismo y el deterioro psíquico. 

Otra perspectiva menos evidente, sin embargo, mostraría que el desafortunado e inevitable desenlace que persigue al protagonista sería el resultado de una sociedad cuyos valores -tanto éticos como artísticos- se hallaban en un momento de transformación radical: un proceso histórico del que Alioscha, al igual que  los pocos que lo acompañaron, apenas era consciente. Así, la anhelada modernización social y artística que generacionalmente se auguraba tras el fin de la dictadura en España fue perfilándose hacia cierto conservadurismo discursivo y formal (como defendiera Fernando Savater con su defensa de una literatura comunicativa y amable en La infancia recuperada de 1976). Hoy reconocemos que este proceso, con la perspectiva del tiempo, derivó en la pérdida paulatina de nociones como la calidad literaria y la cultura como acervo, hasta llegar a que la literariedad haya dejado de ser relevante frente a las exigencias de rentabilidad por parte de la industria editorial e internet. En consecuencia, creemos de gran relevancia que la historia de Atila –la de un ambicioso escritor neovanguardista- se desarrolle en los años posteriores a la Transición, cuando el mundo editorial español, tras abandonar la censura política del franquismo, se definió fundamentalmente a partir del éxito comercial, lo corporativo y los gustos del mainstream

Yendo contracorriente, Alioscha, como escritor, pretendía legar una marca histórica, actualizando una tradición experimentalista totalmente activa en el contexto internacional, pero despreciada o desconocida en España por décadas de ostracismo. La brillantez de su formación y su cultura fuera de lo común permitieron que aquella ambición fuese reconocida por unos pocos, pero los fracasos sentimentales, su exilio parisino y la mala relación con el padre disparan en él una profunda y autodestructiva negatividad. Alioscha se sabe un privilegiado por origen, pero rechaza aquellas ventajas (atenuándose, podría haber sido parte de la renovación narrativa que conformaron Javier Marías y Vila-Matas), mostrando así la hidalguía de un auténtico espíritu aristocrático: gesto que reclama a su padre, para quien la cultura apenas supone una actividad ornamental. Y esta crítica es muy elocuente y sigue siendo justificada, dentro y fuera de la novela, al pensar los vínculos de la Cultura de la Transición y el espectro histórico de la vanguardia: una tradición preterida por una burguesía ensimismada, corta de miras, que sería pronto superada y desplazada por el mercado y sus productos editoriales.

De este modo, Atila construye una parábola de un momento de profunda reformulación artística y social, por lo que guarda cierta similitud con un clásico del cine de aquellos días, Arrebato (1979) de Iván Zulueta. Y ése es uno de los méritos de Serena, pues Alioscha, como escritor y antihéroe, es menos llamativo que un excéntrico cineasta amateur enganchado a la heroína. Tanto su degradación como sus rarezas son menores, casi entrañables, pues su cultura e inteligencia le impiden ser un maldito decimonónico, ni tampoco puede permitirse nada que lo distraiga de la ejecución de su obra. En la misma línea, el estilo y la prosa de Serena, ante todo contenidos y funcionales, tampoco realizan concesiones a favor de su personaje, pues Alioscha nunca irradia simpatía, siendo los comentarios sobre su escritura más cercanos al desconcierto que al entusiasmo.

Pareciera, entonces, que el sacrificio de Alioscha resulta encomiable, básicamente, por una cuestión moral: una perspectiva extrema y al mismo tiempo adecuada como antídoto a un tiempo en el que el éxito exige prescindir de cualquier entereza o pretensión de verdad. En conclusión, Javier Serena no solo ha empleado muy hábilmente los cruces entre la realidad y la ficción para rescatar y traer a la actualidad la figura de un escritor interesante y casi desconocido como Aliocha Coll, sino que ha deslizado muchas preguntas sobre lo que podríamos denominar los misterios de la vocación y los destinos literarios.

 

Javier Serena, Atila, Palma de Mallorca, Sloper, 2022

Escrito en Sólo Digital Turia por Martín Rodríguez-Gaona

16 de diciembre de 2022

A Chantal Maillard (1951) le fue concedido el Premio Nacional de Poesía en 2004 por Matar a Platón. Esta colección de poemas, de resonancias inequívocas, llevaba consigo un apéndice que recordaba, al menos desde su título, al texto homónimo de Marguerite Duras: Escribir.

En este apéndice, Maillard -como su colega francesa- exploraba los propósitos que la llevan a escribir: “Escribir / para curar / en la carne abierta / en el dolor de todos / en esa muerte que mana / en mí y en la de todos”, decía en sus primeros versos. Pero también, añadía, para “decir el grito, para descansar”. Para tantas cosas más: “para escribir el dolor / para proyectarlo / para actuar sobre él con la palabra”.

La escritura se revela en Chantal Maillard como forma de vida. Como instrumento con el que observar la vida. Una vida que ha transcurrido en diversas ciudades y aun países. Algo que vemos reflejado en los cuatro diarios que componen esta edición que ha publicado recientemente la editorial Pre-Textos.

El libro incluye asimismo, a modo de adenda, un puñado de textos independientes. En uno de ellos, Besoin de voir plus grand (título inspirado por la lectura de un libro de Georges Perec: Je suis né), la autora justifica la elección del diario como uno de sus géneros recurrentes. En él dice lo siguiente: “Desde siempre me ha perseguido la necesidad de dar cuenta en el relato, tanto en la prosa como en el poema, del tiempo de la escritura. Por ello, quise que mis cuadernos de reflexiones aparecieran en forma de diarios, tal como habían sido escritos, sin subterfugios ni ornamento, evitando someter su contenido a clasificación, contenido u otra”.

Esta concepción del diario como espacio de reflexión y observación se complementa con el carácter con que Chantal Maillard dota a cada uno de ellos. Así, el primero de ellos, titulado Filosofía en los días críticos, va ligado a la idea de pasión; el segundo, Diarios indios, a la de observación; el tercero, Husos. Notas al margen, a la de duelo; y el cuarto y último, Bélgica, una vuelta a sus orígenes, está relacionado, al decir de la autora, con la “añoranza del gozo y el trabajo de la memoria”.

La escritura de Maillard oscila, como es bien sabido, entre la filosofía y la poesía. Se caracteriza por su carácter marcadamente introspectivo. Ante ella, el lector o lectora no lo tiene -al menos a priori- fácil. En ocasiones cuesta entrar en ella, desvelarla. Una vez dentro, una vez desvelada y comprobado que nuestra autora va más allá de las contorsiones a que somete al lenguaje, se hace de repente la luz. Aquella extrañeza primera se convierte, súbitamente, en algo familiar.

Empecemos por el último (cronológicamente hablando) de estos diarios. Bélgica supone una vuelta, a través de varios viajes realizados entre 2005 y 2008, al país de origen de la autora afincada en España.

En sus páginas, Maillard da cuenta de cada uno de esos viajes, realizado por motivos distintos. En el primero de ellos, nos informa de un reencuentro con la abuela y con la memoria del abuelo pintor. Es cuando constata, como el Baudelaire de Les Fleurs du mal (“J’ai plus de souvenirs que si j’avais mille ans”) que está “hecha de recuerdos”; un material que configura en su discurrir (y la lleva a constatar) su propia vejez, un estado en el que “todo es reconocido; nada se ofrece puro” ya que “cualquier impresión apela a otra, anterior, que se activa con tal fuerza que la actual se convierte en simple soporte del recuerdo”.

Las páginas de Bélgica recogen asimismo cuestiones del día a día de la escritora en hechos tan aparentemente banales como las visitas a las casas de los pintores James Ensor y Magritte (no lo será tanto si tenemos en cuenta su labor en torno a figuras como Henri Michaux, del que tradujo algunos textos al castellano), o la descripción del entramado de unas jornadas literarias a la que es invitada.

Por su parte, en Husos. Notas al margen nos encontramos ante una escritura que se caracteriza por el duelo al que aludíamos anteriormente. Un duelo que se desdobla en lo que podemos considerar (por su disposición en la página) como texto principal y textos subordinados (redactados en una prosa desenvuelta que da cuenta de los detalles). En cualquier caso, se trata de los escritos que contienen una mayor carga dramática. “Escribo, porque escribir es lo único que cabe hacer cuando ya no hay nada que deba hacerse”. La escritura, de nuevo, como espejo desde el que observarse y rincón desde el que guarecerse. La escritura, también, como terapia, como (posible) remedio.

En lo que concierne a Diarios indios, un libro escrito a lo largo de varios años de la década de 1990, cabe decirse que ya fue comentado en esta sección a propósito de la edición en 2014 de India, un volumen que recogía todos los escritos de Maillard referentes al país asiático. En aquel entonces ya decíamos que el lector o lectora asiste al encuentro de la escritora, “a su lado más íntimo”, para compartir con ella las descripciones de un paisaje marcado por la miseria o del kitsch característico de las clases pudientes. Ya entonces remarcábamos asimismo la labor de despojamiento y de observación (desde el interior al exterior) que lleva a cabo y refleja en estas páginas.

Finalmente, en Filosofía en los días críticos se trasluce cierto estado de plenitud. Hay referencias que parecen colmar a la mujer que anota en estos cuadernos. Las anotaciones que lleva a cabo a propósito de da lectura de El extranjero, de Albert Camus, o la escucha de las Variaciones Goldberg de J.S. Bach, nos invitan a pensar en ello.

“Vuelvo a mí”, escribe Chantal Maillard. “Cada vez que abro el cuaderno de notas, vuelvo a mí. Vuelvo a mí en la escritura, o antes aún, en la tensión que dispone a la escritura”. Son páginas que rebosan vitalidad. “Mientras yo viva, la muerte seguirá siendo lo más ajeno a mí, lo absolutamente otro”.

En conclusión, estos diarios, que tienen continuidad -según la propia autora- en La mujer de pie y en La compasión difícil (ambos publicados por Galaxia Gutenberg en 2015 y 2019, respectivamente), constituyen una de las mejores pruebas de la escritura, profunda, exigente, rica en hallazgos, de Chantal Maillard.

 

Chantal Maillard, La arena entre los dedos. Diarios reunidos, Valencia, Pre-Textos, 2020.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Martínez

Tras la desventurada peripecia de los molinos de viento, don Quijote promete a Sancho que será testigo de cosas que difícilmente creerá. A partir de entonces D. Quijote y Sancho van por el mundo en busca de aventuras que para el escudero son un dislate y para el caballero, verdaderas, pues confunde la realidad del mundo y la ficción de su febril imaginación. Entre el mundo y lo imaginado no hay diferencia y tan verdad puede ser lo uno como lo otro; también podríamos decir que lo sucedido no es nada sin su interpretación; así salva Cervantes la distancia que hay entre lo verdadero y la percepción que de ello tiene el protagonista de su novela, el cual, conforme avanza esta, es secundado por Sancho. No creo que Cervantes no distinguiera entre realidad y ficción, ni que pensara que ambas tienen un estatuto idéntico, o siquiera similar. Cervantes es deudor de las teorías literarias de su tiempo y de una cosmovisión aún estable y sin fisuras. Ni siquiera apoyaría las tesis románticas de la creación de un mundo a partir del yo del autor. Aunque haya subjetividad en su obra, no es la que vendrá con el Romanticismo, y mucho menos la posromántica, que en este caso es la de la Posmodernidad.

Don Quijote confunde lo que ocurre y en varias ocasiones cambia de nombre pero ni el yo propio ni el mundo en que vive están sometidos a presiones que desmientan lo que el uno y el otro son. Todo es causado por la imaginación, que Cervantes reviste de locura para hacerlo verosímil. Juan Goytisolo fue uno de esos relectores de la obra de Cervantes en la que vio las infinitas líneas de fuga que la novela ofrecía. En “La herencia de Cervantes” apunta que “el creador seguía la brújula de su inventiva, sin trabas ni reglas de ninguna clase. […] El dilema de Cervantes […] es el de cómo recobrar la libertad inventiva, coartada por el peso de las convenciones y cánones”, y de la ideología que todo enloda, añado yo. No fue Goytisolo el único que escribió su obra bajo la sombra cervantina. Jorge Luis Borges antes que él ya realizó una lectura que más tarde alumbró otras posmodernas. “Pierre Menard, autor del Quijote” es un extraordinario juego de espejos donde Menard y Cervantes se sitúan cara a cara y aun así el primero no logra hacerse con la obra del segundo. El tiempo reescribe todo, viene a decirnos Borges, y toda obra es única porque cada lectura (y Menard es un caso privilegiado) es distinta. Cada uno de nosotros lee una novela diferente, incluso uno mismo lee dos novelas cuando entre las lecturas median varios años. Borges, además de esa interpretación de la lectura, fue el artífice de que el Quijote se comenzara a leer de manera renovada. Si hasta entonces en el ámbito anglosajón a Cervantes se lo había leído como el autor de la primera novela realista – con la excepción de Laurence Sterne, que sí que logró ver las posibilidades que el Quijote ofrecía – a partir de Borges las lecturas ponen el énfasis en la libertad creativa y en las posibilidades de crítica social, a través de la ironía y del humor.

Entre los autores que así lo ven, y que ponen en pie una obra en la ladera posmoderna cervantina encontramos a Salman Rushdie, autor indio famoso por la fétua que el imám Jomeini lanzó contra él a raíz de la publicación de Los versos satánicos. Rushdie ya era conocido con anterioridad. Su libro Hijos de la medianoche había sido un gran éxito de lectores y de crítica. Vinieron tras él Vergüenza y Los versos satánicos, más algunas colecciones de ensayos, el libro de cuentos Oriente, Occidente, un recuento de cómo vivió los años en que tuvo que esconderse, más novelas no tan famosas hasta llegar a la última Quijote, en la que de manera poco disimulada viene a dar cuenta de la pervivencia de la novela cervantina.

Las novelas de Rushdie, en especial las tres primeras mencionadas, presentan también sucesos que al lector le cuesta creer; son maravillosas porque se salen de lo real aunque este sea su punto de partida. Es lo que Gabriel García Márquez llamó realismo mágico – término que Rushdie adopta – y que para el escritor angloíndio define la literatura poscolonial, pues expresa una conciencia propia del Tercer Mundo. La literatura poscolonial es la de los desposeídos viene a decirnos, la que cuenta lo que la historia oficial oculta, haciéndose eco de las tesis de la filosofía de la historia de Walter Benjamin. Para contar aquello que no se quiere decir es necesario salirse de la lógica que rige la realidad. Hay que abrir grietas y crear puntos de fuga mediante la imaginación. Este es un uso de la imaginación que sirve tanto para Cervantes como para Rushdie; cierto que en Rushdie hay un elemento político que no está presente (o, al menos, tan presente en Cervantes, pero no hay diferencias esenciales en cuanto a la imaginación desaforada de sus novelas).

Si Cervantes escribió la sátira de la sociedad española en el siglo XVII, Rushdie lo hace con la India y Paquistán del siglo XX. Los sucesos inverosímiles que tienen lugar en Hijos … tienen como intención poner en entredicho la aceptación mansa de la historia de la India. En “Hogares imaginarios” Rushdie reconoce que la novela trata del recuerdo que tiene de la India. La mirada – de cualquier persona, no solo la del escritor – es fragmentaria, incapaz de aprehender el conjunto en su totalidad, a pesar de que su intención fuera la de crear una realidad en cinemascope – en realidad una narración que tuviera un aliento épico –, que, sin duda, consigue gracias al nacimiento de los mil niños la noche en que la India adquiere su estatus de nación independiente, y a la capacidad para conectar los hechos históricos más relevantes con las peripecias de Saleem, el protagonista. Para ello hay que entender la novela no como un género cerrado cuyas características reposan en la gran novela decimonónica que va de Gustave Flaubert a Ivan Turguénev y Henry James, George Eliot, Charles Dickens, Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós, Honoré de Balzac o Thomas Hardy. Las que estos autores escribieron son novelas que contenían algunas de las posibilidades que dicha narración permitía, pero no la única como, también en el siglo XIX demostró Herman Melville con la escritura de Moby-Dick. Rushdie ya sea porque entiende que la novela poscolonial, que en su caso es también posmoderna, no puede ser un calco de la novela europea decimonónica, ya sea porque la lectura del Quijote le impacta – o, quizás, por ambas razones – concibe la novela como un texto experimental – aunque no tanto que para el lector sea un suplicio la lectura – en que ni el narrador ni los personajes permanecen idénticos durante toda la narración. Y donde, por supuesto, los hechos pueden ir más allá de la lógica mundana siempre y cuando, dentro del mundo cerrado que es la novela, sean verosímiles. Esto explica que apueste por la novela como género literario híbrido (sin que termine de definir con exactitud dicha característica).

Vergüenza es una crítica a Paquistán a través de la historia de Omar Khayam, hijo de tres hermanas – aunque solo una estuvo embarazada, las otras compartieron todos los síntomas y etapas –, que se cría en una casa antigua que, da a entender Rushdie, es como una cárcel. Allá vive hasta que se marcha a estudiar. A partir de ese momento, Khayam siente su vida dividida entre el placer y la guerra. No es eso lo más importante sino lo posmoderno con que construye su novela, con un narrador que guía la historia y no deja de comentar los hechos, la importancia que la narración tiene en la sociedad paquistaní, o la historia ausente con la que conviven los países que en un pasado no lejano fueron colonias, la permanente duda de quién es o las metamorfosis que experimentan algunos personajes, como, por ejemplo, Babar quien se convierte en ángel a raíz de su muerte. Vergüenza es, más allá de la crítica política, una novela sobre la narración: lo que significa contar historias, la importancia de su conservación, transmisión y fijación.

Los versos satánicos ofrece al lector una mayor complejidad – casi un retorno en ciertos aspectos a Hijos …– comenzando por la metamorfosis de los personajes en una novela donde las criaturas híbridas son frecuentes. Gibreel Farishta y Saladin Chamcha son actores que, en la primera escena de la novela, caen desde un avión mientras se convierten uno en ángel y otro en demonio. Los versos…  tiene una estructura en que la realidad y el sueño se alternan, a veces sin que el lector sepa con seguridad dónde está. Esto hace verosímil el sueño de Gibreel con Mahound, trasunto de Mahoma, y la batalla por la conversión de un lugar llamada Sumisión. Los personajes son dioses corporeizados pero también podrían ser parte de alguna de las películas de Gibreel, pues este es otro nivel de realidad irreal que plantea la novela: dónde está la realidad, si en el mundo, en los sueños o en las fantasías humanas.

Si las aventuras de Gibreel tienen que ver con el recuento ficcional del modo en que el Islam se extendió por la Península Arábiga en sus primeros años, lo que incluye guerras entre clanes, la vida de Saladin es más terrenal, no solo porque busca arreglar su matrimonio; en uno de los episodios acaba transformado en cabra e ingresa en un hospital donde tratan a personas que sufren similar afección.

Desde la ironía posmoderna, que incluye grandes dosis de humor, Rushdie critica el modo en que las personas utilizan la religión para fines espurios. La crítica, en gran medida lograda gracias al humor, es irreverente, aunque nunca arremete contra el dogma sino contra aspectos históricos, viéndolos desde un ángulo nuevo, osado, y satírico pero no hiriente. No es el ataque más grave que haya recibido una religión. Podemos pensar en la quema de iglesias y de sinagogas, en las leyes que, a lo largo de la historia, han coartado la libertad de los creyentes o en la persecución y matanza de estos. Habría que recordar con Bertrand Russell que en una democracia es necesario que la gente aprenda a soportar que ofendan sus sentimientos. Es lo propio de las sociedades donde no hay ni una religión ni un dogma oficial, donde las personas viven sus creencias en la intimidad de sus vidas, por más que esto fastidie a la clerecía. La ausencia de una moral (o religión) oficial es condición indispensable de toda convivencia en las sociedades complejas – que son casi todas las que hoy en día existen. A la moral la sustituye la ley, y a la violencia física el debate de ideas, al que nunca debemos calificar como violencia lingüística, ni filosófica ni argumentativa ni política.

El humor, presente en las novelas de Rushdie, como también lo estaba en el Quijote, en El Lazarillo de Tormes, así como en Ulises o en tantas otras novelas modernas, es un elemento necesario en toda sociedad abierta. En las de tiempos pasados era el modo en que los escritores lograban sortear la censura, y con ella el castigo legal por su atrevimiento. En nuestro tiempo el humor no es ya necesario para eludir las penalizaciones pero sigue siendo un instrumento extraordinario para desmontar las falacias dogmáticas de todos los curillas que merodean y se entrometen en nuestras vidas.

En una sociedad tecnológica – mucho más que científica – el sentido y el uso de la literatura se han perdido. Las novelas han de tener alguna utilidad en esta sociedad. Dicho pragmatismo miope olvida que las novelas, entre otras cosas, pueden ser el espejo en que nos reflejamos, allá donde vemos, a nuestro pesar, las deformidades que nos conforman. Las mejores, y por ello calificamos a sus autores de grandes novelistas, son aquellas que no intentan imponer una tesis ni crean dos bandos sino que muestran con honestidad, aunada con el humor, lo que en esta vida somos, con lo bueno y lo malo de cada uno.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan

Cuando un libro supera un determinado número de páginas y su volumen y forma indican que no es un peso ligero (sigo siendo de leer en papel), sino que pertenece a una categoría superior, uno puede huir despavorido y dedicarse a otras cosas –con total seguridad menos provechosas- o entrar directamente en faena. Pero si el libro en cuestión –Frutos extraños (Crónicas reunidas 2001-2019)- comienza con un texto como “Mi diablo”, en el que Leila Guerriero (Junín, Argentina, 1967), su autora, explica con vehemencia no exenta de emoción su trayectoria lectora y profesional (el orden es imprescindible), entonces el lector acude raudo al resto de textos reunidos en el libro y abandona la pigricia que lo ha ido abotagando últimamente. Es en esas páginas iniciales en las que podemos observar buena parte del tono y ritmo narrativos que van a predominar en el resto de crónicas y perfiles sobre diversos personajes y los textos sobre el oficio de escribir que conforman el libro. Si, además, el primero de los ellos es “El gigante que quiso ser grande”, que gira en torno a la vida del luchador de la WWF y antiguo jugador de básquetbol Jorge “El Gigante” González, miel sobre hojuelas, pues uno recuerda con cariño esas sesiones frente a la tele viendo aquellos espectáculos (es un decir, claro) de lucha libre, con personajes que ya se intuía que tenían toda una historia detrás de los focos y el estrellato, de los puñetazos inverosímiles, las caídas estrepitosas y los disfraces e histrionismo de sus gestos.

Este volumen de Frutos extraños (publicado en 2020) recoge los textos que ya aparecían en la edición de 2009 (Frutos extraños. Crónicas reunidas 2001-2008, también en Alfaguara), a los que se añaden el procedente de una conferencia (el antedicho “Mi diablo”), junto con cuatro crónicas más y un texto incluido en la sección “Sobre el periodismo”. Es, por tanto, una versión ampliada, que recopila textos que han sido publicados sobre todo en revistas de Colombia (El Malpensante, SoHo), Argentina (La Nación Revista, Rolling Stone) o Méjico (Gatopardo), así como algún otro en España (El País Semanal) y conferencias u otras publicaciones. La primera parte, que es la más extensa, “Crónicas y perfiles”, contiene 20 textos cuya amplitud varía y permiten una lectura independiente. Es en estas páginas donde creo que es más nítida su maestría, sostenida en el tiempo a lo largo de una trayectoria literaria y periodística prolífica, con títulos recientes como Opus Gelber. Retrato de un pianista (Anagrama) o Teoría de la gravedad (Libros del Asteroide) -ambas de 2019-, pues los perfiles de los entrevistados son claros, desaparece la entrevistadora y es el propio personaje el que se nos ofrece y devela, con sus claroscuros y secretos. Son ellos frente a los que se sitúa Guerriero, que escucha cuando observa y que traza estas crónicas y perfiles tras un riguroso estudio de campo y narración.

De todos ellos quizás sea “La voz de los huesos” el que más recorrido ha tenido: la historia del Equipo argentino de Antropología Forense que se ha dedicado a buscar los restos de los muertos durante la dictadura militar argentina tiene tintes épicos, pero parece englobada en una narración que tiene también  algo de policial. Junto a esta pieza literaria hay otros perfiles de personajes de la cultura menos conocidos o que han quedado arrumbados por el paso del tiempo, como Pedro Henríquez Ureña o Facundo Cabral y otros más recientes y mediáticos, como Fito Páez (“No me verás arrodillado”); empresarios singulares como Gustavo Grobocopatel (“Sobre un verde mar de soja”) o Alberto Samid (“El rey de la carne”); gentes del espectáculo que se mimetizan en otros (“El clon de Freddy Mercury”, que es Jorge Busetto y su banda One) o que hacen de una desgracia virtud en el arte del ilusionismo (“René Lavand: mago de una sola mano”). Hay también crónicas de asuntos diferentes, relacionados incluso con personajes que arrastran episodios turbios detrás (“Tres tristes tazas de té”) y otras de relatos asombrosos por lo rocambolesco de la historia, como “El hombre del telón”, que también algo de tragedia. Es en esta querencia por los asuntos que a priori se escapan de los focos o de los más mediáticos en donde sobresale el oficio de quien sabe vichar con atención dónde está la historia que merece ser contada, como si de un gabinete de curiosidades se tratara.

Guerriero hace que su narración resulte fácil y fluida y que lo que parece difícil, que es trazar los perfiles de los personajes con naturalidad y sin que se note la tramoya, lo logra un complejo equilibrio que no es casual. Para ello se ha de conocer el pasado de la que persona a la que se entrevista a fondo, ir a los pequeños detalles, tratar de comprenderla (aunque tal vez no lo merezca) y que aquella sea el centro, hacerse en cierto modo invisible, como ella misma comentaba en la conversación que mantuvo con Juan Carlos Soriano en Turia en su número 132 (2019). De entre las influencias y corrientes con las que se puede relacionar esta escritura, está la de la denominada como “Nueva crónica latinoamericana”, que tiene a Martín Caparrós, Tomás Eloy Martínez o Homero Alsina, entre otros, como algunos de sus más destacados escritores. Estas crónicas gozan en la actualidad de gran prestigio y en los últimos años comienzan a ganar más público lector; son un género híbrido,  con sus detractores y apologistas (y también, quizás, sus popes), que aúna periodismo y narrativa y que tiene en antologías recientes (Antología de crónica latinoamericana actual, editada por Darío Jaramillo Agudelo o Un mundo lleno de futuro. Diez crónicas de América Latina, a cargo de la propia Guerriero) y revistas especializadas –algunas citadas más arriba- sus canales de difusión, aunque en España todavía está en mantillas. Y de la escritura y el periodismo versan también los cinco textos que aparecen en la sección “Sobre el periodismo”, que completan el volumen (y una breve Coda: “Música y periodismo”) en los que se ofrecen reflexiones sobre el periodismo y la escritura, además de repasar algunos de los temas y cuestiones esenciales de quien escribe.

Explicar el mundo a través de la escritura, mostrar curiosidad por lo que nos rodea (y a lo que no solemos prestar atención), salirse de lo trazado y crear un estilo propio, que huya del lugar común y el tópico, constituyen, entre otras, las bases de la nueva crónica latinoamericana que practica desde hace años Leila Guerriero, en la que estos frutos no tan extraños son la mejor muestra de su maestría en la narración y en un enfoque y estilo distintos (también en sus columnas en El País). No querría terminar con un ditirambo gratuito y encomiástico en el que se cae a veces cuando se reseña un libro (espero que no), pero desde luego que estas crónicas, perfiles y textos sobre el periodismo son la prueba de que nos encontramos ante una escritora que transita por una senda propia y que a buen seguro seguirá sorprendiéndonos.

 

Leila Guerriero, Frutos extraños (Crónicas reunidas 2001-2019). Madrid, Alfaguara, 2020.

Escrito en Lecturas Turia por Pedro Moreno Pérez

9 de diciembre de 2022

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La madre toca a su hijo como si fuese un instrumento.

La culpa se ha vuelto una monedita pintada.

Algo en ella:

clausurado.

 

Si tuviera ocho patas

ofrecería a las crías también yo

de mi carne.

 

Fíjate en la de las criaturas, que está toda hecha de espejo.

Un brazo vicario y menudo en un

pulso contigo misma.

La ciega, la animal, la jíbara.

 

La madre y el hijo negocian su poder con moneditas de plástico.

Comen y defecan ese mismo lenguaje.

Miedo, berrinche, elogio, confianza.

 

Por el envés del día va gruñendo la madre su ternura.

Lleva como conchitas colgadas de un collar.

Culpa deber atención pertenencia.

 

Se abrazan fuerte para que la dicha no llegue a derramarse.

Frotan de los paños lo que no desearon nunca.

Atándose al mástil de un amor tan fiero

algo en la araña quedó clausurado.

 

El hijo y la madre comercian con su placer y su castigo.

Algunas manchas no salen jamás.

Escrito en Lecturas Turia por Yolanda Castaño

Román Gubern: "El Vaticano custodia la mirada de sus enemigos"

Evitaré caer en el “tedio” de presentar a Román Gubern -en adelante Gubern- desde el prisma académico de la suma de títulos, logros gestores e interminables reconocimientos institucionales. Cualquiera puede consultar en su web oficial el desfile de brillantes condecoraciones que hermosean su dilatada trayectoria. Para los más perezosos, piénsese en una carrera internacional de lo más prestigioso y acertarán.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Iván Moure Pazos

Sara Mesa: "La realidad es nuestro campo de minas"

¿De qué servirían los charcos si nadie los pisara? En la acera, su grisura recuerda la oscuridad de un bosque. Todo puede presagiar algo, todo es normal; sobre todo, lo raro. “Sus padres se comportaban con normalidad, ella se comportaba con normalidad, la vida seguía con normalidad” -Cara de pan (2018)-. Bajo esa normalidad se esconden túneles por los que una realidad alternativa discurre. 

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

14 de noviembre de 2022

Solía contar Almudena Grandes que el éxito de ventas obtenido por Las edades de Lulú (1989) la había sacado de redactora anónima de entradas de Enciclopedia y Atlas y le permitió dedicarse de lleno a la literatura. Era Las edades de Lulú una novela erótica en la colección de Tusquets “La sonrisa vertical”, que asesoraba Luis García Berlanga y que junto a las novelas de Milán Kundera permitió el despegue económico de la editorial Tusquets, empresa que mantenían a flote Beatriz de Moura y Toni López Lamadrid. Es Tusquets editorial a la que Almudena Grandes siempre se mantuvo fiel y que ha sabido dotarse de unos pocos de siempre, como Luis Landero y Fernando Aramburu.

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Escrito en Artículos Revista Turia por José María Pozuelo Yvancos

14 de noviembre de 2022

Qué tentación tan fuerte, parafrasear a Larra: "Traducir en España es llorar…", pero hay quien opina que Larra nunca dijo la frase original, así que podríamos ahorrarnos la cita. Y además no queremos llorar. Si acaso, queremos protestar. Sin duda queremos reivindicar. Y, por encima de todo, queremos traducir. A lo largo de las páginas que siguen, trataré de dar un poco de contorno a las frases genéricas del primer párrafo, y advierto de antemano que lo que viene a continuación va ser tan solo en parte una exposición de hechos, porque también tiene que serlo de derechos, y no puede, jamás, dejar de serlo de aspiraciones, placeres y deseos. Estamos hablando de literatura.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Carlos Fortea

EL PRESTIGIOSO HISTORIADOR DEL CINE ASEGURA, A PROPÓSITO DE SU COLABORACIÓN CON LA SANTA SEDE:  “EL VATICANO CUSTODIA LA MIRADA DE SUS ENEMIGOS”

UNA DE NUESTRAS MEJORES ESCRITORAS ACTUALES LO TIENE CLARO: “LA REALIDAD ES NUESTRO CAMPO DE MINAS”

LA REVISTA TAMBIÉN PUBLICA UN OPORTUNO ENSAYO SOBRE LOS RIESGOS DE QUE EL USO DE LA TECNOLOGÍA NOS CONDUZCA A UN NUEVO TOTALITARISMO

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de noviembre, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés: Román Gubern y Sara Mesa. Sin duda, Gubern es uno de nuestros intelectuales más carismáticos por sus estudios sobre cultura de la imagen y comunicación audiovisual. Es un gran conocedor de la obra de Luis Buñuel y sus estudios sobre el cine mundial o durante la guerra civil, el lenguaje del cómic o la pornografía fueron pioneros en España. Puede decirse que, a sus 88 años, Gubern se ha convertido ya en una institución en si mismo, casi en una marca muy distinguida de las investigaciones fílmicas y las averiguaciones de la cultura visual.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

LA REVISTA TAMBIÉN ANALIZA LA OBRA DE LAURA FERNÁNDEZ, UNA DE LAS NARRADORAS  MÁS ORIGINALES DE LA ACTUALIDAD

TURIA SE HA DISTRIBUIDO ANTICIPADAMENTE EN LA RECIENTE EDICIÓN DE LA FERIA DEL LIBRO DE FRANKFURT COMO EJEMPLO DE LA VITALIDAD DE LAS REVISTAS CULTURALES ESPAÑOLAS

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de noviembre en España y otros países, un sumario en el que sobresalen dos amplios e interesantes artículos inéditos protagonizados por dos grandes autores de la literatura contemporánea: Almudena Grandes y José Saramago. Sobre ambos escriben dos acreditados especialistas en sus respectivas obras: los profesores y críticos literarios José María Pozuelo Yvancos y Perfecto E. Cuadrado. También se ofrece un atractivo estudio, elaborado por Andreu Navarra, que reivindica la obra de una de las nuevas voces más originales de las actuales letras españolas: la escritora y periodista Laura Fernández.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

La llegada del general Franco el 19 de julio de 1936, a Tetuán, la capital del Protectorado Español en Marruecos, desata la brutal persecución de los masones españoles que residen en Tetuán. El puerto de Tánger es el único refugio seguro, dado su estatuto internacional. Pero la huida ha sido prácticamente imposible. Los masones que no han sido pasados por las armas en las primeras horas del alzamiento, son encerrados en el campo de concentración del Mogote, instalado a las afueras de Tetuán. Y posteriormente son fusilados. La protagonista de la novela de María Dueñas El tiempo entre costuras, informada de estos sucesos por la dueña de la pensión en la que se hospeda, narra la angustiosa atmósfera en la que viven los españoles –sean masones o no- viendo impotentes cómo se desarrolla la guerra civil al otro lado del Estrecho.     

El tiempo entre costuras es el título de una novela de María Dueñas, una historia de amor y espionaje en el mundo colonial de África y en el Madrid de la postguerra.[1] Su protagonista es una joven modista, Sira Quiroga que abandona la capital española en los meses previos al alzamiento, arrastrada por el amor hacia un hombre a quien apenas conoce. Juntos se instalan en Tánger, una ciudad internacional y mundana, donde todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso, la traición y el abandono. Sola y acuciada por deudas ajenas, Sira se traslada a Tetuán, la capital del Protectorado español en Marruecos. Ayudada por amistades de reputación dudosa, forja una nueva identidad y logra poner en marcha un selecto taller de costura en el que sus clientas forman parte de lo mejor de la sociedad. El destino de la protagonista queda ligado a un puñado de personajes históricos entre los que destacan Juan Luis Beigbeder, ministro de Asuntos Exteriores, su amante, la británica Rosalinda Fox, Ramón Serrano Suñer y el agregado naval Alan Hillgarth, jefe del espionaje británico en el Protectorado.

En su etapa de Tetuán aparece el relato de sus vivencias en la pensión de «La Luneta» donde se aloja. En la pensión aparecen las primeras referencias al tema de la masonería. Los huéspedes son españoles, y representan la terrible dicotomía de las dos Españas enfrentadas en la guerra civil. En el comedor, durante las comidas se repiten día tras día duros enfrentamientos dialécticos que sostienen ambos bandos. Sira, la protagonista nos relata una violenta discusión entre los huéspedes a la hora de la comida, recién llegada a la pensión. Los insultos de los partidarios del bando “nacional” poseen la carga argumental del mensaje antirrepublicano, y antimasónico, que justifican el “alzamiento”. Los improperios desde la parte republicana reflejan los tópicos en los que se carga, sobre todo contra la Iglesia por su papel ultraconservador, y se ataca el carácter fascista de los militares franquistas.

La brutal represión de los masones

Sobre la rapidez y la amplitud del castigo de los masones en la guerra civil, bastan algunos datos conservados en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca correspondientes a 1936. Por ejemplo, de la logia Hijos de la Viuda de Ceuta, fueron fusilados 17 hermanos el 17 de julio. La brutal represión de los masones se extiende en otras ciudades españolas en África, como Melilla y Tetuán, donde fueron fusilados todos los masones.[2]

Como escribe el profesor Ferrer Benimeli “con la sublevación militar del 18 de julio de 1936 la historia de la Masonería española entra en una época de persecución y sistemática destrucción”, Ferrer Benimeli se hace eco de una nota publicada en ABC de Madrid, el 23 de septiembre de 1936 en la que se da cuenta de la represión llevada a cabo en Granada, y en la que se dice: “Tenemos la seguridad de que, en Melilla, en Ceuta y en Tetuán, han asesinado los facciosos a todos los masones, sabemos que antes de asesinarlos los han sometido a tormentos y vejaciones, sabemos que muchos han sido enterrados vivos. Y todos ellos asesinados y atormentados sin formación de causa ni el menor disfraz de proceso ni sentencia de tribunal competente alguno. Sabemos que antes que ningún marxista (que parece enfocar el odio y la persecución de los fascistas) asesinan a todo masón”.[3]

Sobre la represión sufrida por los masones en Tetuán se habla en la primera parte de la novela El tiempo entre costuras de la escritora María Dueñas.[4] Su protagonista es una joven modista, Sira Quiroga que abandona Madrid, en los meses previos al alzamiento, para instalarse primero en la ciudad de Tánger[5], y posteriormente en Tetuán, capital del Protectorado español en Marruecos. Cerrado el tráfico naval del Estrecho hacía la Península, los que no han podido salir huyendo –lo que conseguirán muy pocos- vivirán en una atmosfera de terror y de miedo, porque cualquier denuncia tiene graves consecuencias. [6]

Durante su etapa de Tetuán, Sira relata sus vivencias en la pensión de «La Luneta» donde se aloja. Y allí aparecen las primeras referencias al tema de la masonería. Los huéspedes son españoles, y representan la brutal dicotomía de las dos Españas enfrentadas en la guerra civil. Durante las comidas se repiten día tras día duros enfrentamientos dialécticos que sostienen ambos bandos. Un día, recién llegada a la pensión Sira es testigo de una violenta discusión entre los huéspedes. Los insultos de los partidarios del bando “nacional” poseen la carga argumental del mensaje antirrepublicano, y antimasónico, que justifican el “alzamiento”. Los insultos desde la parte republicana reflejan los tópicos de la propaganda en los que se carga sobre todo contra la Iglesia por su mentalidad  ultraconservadora, y se ataca el carácter fascista de los militares franquistas.[7]

Las alusiones a la Masonería son representativas del discurso antimasónico repetido durante la dictadura, hasta el fallecimiento del Caudillo. [8]  La habilidad de la escritora en la descripción de los ambientes y la elaboración de los diálogos entrecortados por los insultos y los gritos, da verosimilitud a la vida cotidiana de los residentes en la pensión de «La Luneta», y por extensión de los habitantes españoles del Protectorado. Cerrada la comunicación marítima con la Península, sin poder cruzar el Estrecho, los huéspedes viven en una dura confrontación permanente desde que estalló el alzamiento. Y según le cuenta Candelaria (La Matutera) la dueña de la pensión, los masones han sufrido una persecución implacable, desde el 17 de julio de 1936, e incluso antes.[9]

Hay varios momentos muy emocionantes en la novela. Como, por ejemplo, cuando el 1 de abril de 1939 llega a la pensión la noticia del fin de la guerra, a través de la radio. Y con el último parte de guerra, uno de los huéspedes (masón) se despide de todos los residentes anunciando que se ve obligado a marchar al exilio. Candelaria le dice que en su pensión siempre será bienvenido. La Matutera, con su gran humanidad y comprensión jugará un papel moderador entre los partidarios de los dos bandos. Y, sobre todo, ejercerá un permanente papel protector de Sira, la protagonista de la novela a la que ayuda generosamente. Estas dos mujeres no se posicionan en ninguno de los dos bandos combatientes porque para ellas, lo necesario y lo imprescindible se limita a tratar de sobrevivir.

El relato novelístico va avanzando cuando se produce una extraña aventura de venta de armas, con objeto de conseguir el dinero para que Sira pueda instalar su propio taller de costura en Tetuán. La joven tendrá que disfrazarse de mora e ir por la noche hasta la estación de tren de Tetuán, donde se ha convenido la entrega de unas pistolas -que ocultará entre sus ropas-, a un desconocido personaje, el hombre de Larache. Se trata de un masón que le ayudará a salir huyendo, arriesgando la vida, y del que nunca conocerá su nombre. En este episodio, la masonería no es un mero argumento literario que refleja la difícil convivencia entre los partidarios de las dos Españas. Los masones son personas y - sobre todo “el hombre de Larache” – actúan con gran humanidad frente a la fragilidad de la protagonista. 


En la pensión de “La Luneta”

El lugar en el que residirá Sira una buena temporada hasta que pueda montar su propio taller de costura, es una modesta pensión en la que Candelaria la acoge con familiaridad y comprensión. La primera referencia a la Masonería aparece en el capítulo 7, cuando Sira acaba de llegar a la pensión de “La Luneta”, en la ciudad de Tetuán. Sira habla de la experiencia de su primer día. Concretamente narra el momento de la comida, en el que todos los huéspedes se reúnen en el comedor. En esta escena, que sirve de presentación de algunos de los personajes principales de la novela de María Dueñas, la protagonista relata cómo los huéspedes discuten vivamente sobre la guerra civil.

Ya lo hemos dicho, unos son partidarios del bando republicano y otros del de los generales golpistas. Lejos de la península se produce una guerra dialéctica, en el que se intercambian insultos e improperios cuando llega la hora de comer y pasan al comedor de la pensión, hasta que “Candelaria” impone con autoridad el final de las “hostilidades”, aunque la siguiente confrontación se repite a la hora de la cena. Y de nuevo se repetirá la misma escena de la discusión los días siguientes, prácticamente con las mismas palabras[10] y con los mismos argumentos enfrentados. Y así volverá a repetirse hasta el final de la guerra, cada vez que pasan al comedor.


Improperios, insultos y atrocidades

Sira narra su llegada a la pensión y el tenso ambiente en que viven los huéspedes:

Candelaria regresó apenas una hora más tarde.[11]

Poco antes y poco después fue llegando el menguado catálogo de huéspedes a los que la casa proporcionaba refugio y manutención. Componían la parroquia un representante de productos de peluquería, un funcionario de Correos y Telégrafos, un maestro jubilado, un par de hermanas entradas en años y secas como mojamas, y una viuda oronda con un hijo al que llamaba Paquito a pesar del vozarrón y el poblado bozo que el muchacho ya gastaba. Todos me saludaron con cortesía cuando la patrona me presentó, todos se acomodaron después en silencio alrededor de la mesa en los sitios asignados para cada cual:

Candelaria presidiendo, el resto distribuido en los flancos laterales. Las mujeres y Paquito a un lado, los hombres enfrente. «Tú en la otra punta», ordenó. Empezó a servir el estofado hablando sin tregua sobre cuánto había subido la carne y lo buenos que estaban saliendo aquel año los melones. No dirigía sus comentarios a nadie en concreto y, aun así, parecía tener un inmenso afán en no cejar en su parloteo por triviales que fueran los asuntos y escasa la atención de los comensales.

Sin una palabra de por medio, todos se dispusieron a comenzar el almuerzo trasladando rítmicamente los cubiertos de los platos a las bocas. No se oía más sonido que la voz de la patrona, el ruido de las cucharas al chocar contra la loza y el de las gargantas al engullir el guiso. Sin embargo, un descuido de Candelaria me hizo comprender la razón de su incesante charla: el primer resquicio dejado en su perorata al requerir la presencia de Jamila en el comedor fue aprovechado por una de las hermanas para meter su cuña, y entonces entendí el porqué de su voluntad por llevar ella misma el mando de la conversación con firme mano de timonel.

—Dicen que ya ha caído Badajoz. —Las palabras de la más joven de las maduras hermanas tampoco parecían dirigirse a nadie en concreto; a la jarra del agua tal vez, puede que, al salero, a las vinagreras o al cuadro de la Santa Cena que levemente torcido presidía la pared. Su tono pretendía también ser indiferente, como si comentara la temperatura del día o el sabor de los guisantes.

 De inmediato supe, no obstante, que aquella intervención tenía la misma inocencia que una navaja recién afilada.

 —Qué lástima; tantos buenos muchachos como se habrán sacrificado defendiendo al legítimo gobierno de la República; tantas vidas jóvenes y vigorosas desperdiciadas, con la de alegrías que habrían podido darle a una mujer tan apetitosa como usted, Sagrario.

La réplica cargada de acidez corrió a cuenta del viajante y encontró eco en forma de carcajada en el resto de la población masculina. Tan pronto notó doña Herminia que a su Paquito también le había hecho gracia la intervención del vendedor de crecepelo, asestó al muchacho un pescozón que le dejó el cogote enrojecido. En supuesta ayuda del chico intervino entonces el viejo maestro con voz juiciosa. Sin levantar la cabeza de su plato, sentenció.

 —No te rías, Paquito, que dicen que reírse seca las entendederas.

 Apenas pudo terminar la frase antes de que mediara la madre de la criatura.

 —Por eso ha tenido que levantarse el ejército, para acabar con tantas risas, tanta alegría y tanto libertinaje que estaban llevando a España a la ruina...

 Y entonces pareció haberse declarado abierta la veda. Los tres hombres en un flanco y las tres mujeres en el otro alzaron sus seis voces de manera casi simultánea en un gallinero en el que nadie escuchaba a nadie y todos se desgañitaban soltando por sus bocas improperios y atrocidades.

 Rojo vicioso, vieja meapilas, hijo de Lucifer, tía vinagre, ateo, degenerado y otras decenas de epítetos destinados a vilipendiar al comensal de enfrente saltaron por los aires en un fuego cruzado de gritos coléricos.

 Los únicos callados éramos Paquito y yo misma: yo, porque era nueva y no tenía conocimiento ni opinión sobre el devenir de la contienda y Paquito, probablemente por miedo a los mandobles de su furibunda madre, que en ese mismo momento acusaba al maestro de masón asqueroso y adorador de Satanás, con la boca llena de patatas a medio masticar y un hilo aceitoso cayéndole por la barbilla. En el otro extremo de la mesa, Candelaria, entretanto, iba transmutando segundo a segundo su ser: la ira amplificaba su volumen de jaca y su semblante, poco antes amable, empezó a enrojecer hasta que, incapaz de contenerse más, propinó un puñetazo sobre la mesa con tal potencia que el vino saltó de los vasos, los platos chocaron entre sí y por el mantel se derramó a borbotones la salsa del estofado.

 Como un trueno, su voz se alzó por encima de la otra media docena.

 —¡Como vuelva a hablarse de la puta guerra en esta santa casa, los pongo a todos en lo ancho de la calle y les tiro las maletas por el balcón!

 De mala gana y lanzándose miradas asesinas, replegaron todos velas y se dispusieron a terminar el primer plato conteniendo a duras penas sus furores. Los jureles del segundo transcurrieron casi en silencio; la sandía del postre amagó peligro por aquello de lo encarnado de su color, pero la tensión no llegó a estallar. El almuerzo terminó sin mayores incidentes; para encontrarlos de nuevo, hubo sólo que esperar a la cena. Volvieron entonces como aperitivo las ironías y las bromas de doble sentido; después los dardos cargados de veneno y el intercambio de blasfemias y persignaciones y, finalmente, los insultos sin parapeto y el lanzamiento de curruscos de pan con el ojo del contrario como objetivo.

 Y como colofón, de nuevo los gritos de Candelaria advirtiendo del inminente desahucio de todos los huéspedes si persistían en su afán de replicar los dos bandos sobre el mantel. Descubrí entonces que aquél era el natural discurrir de las tres comidas de la pensión un día sí y otro también. Nunca, sin embargo, llegó la patrona a desprenderse de uno solo de aquellos hospedados a pesar de que todos ellos mantuvieron siempre alerta el nervio bélico y afiladas la lengua y la puntería para cargar sin piedad contra el flanco contrario.

 No estaban las cosas en la vida de “la matutera” en aquellos momentos de menguadas transacciones como para deshacerse voluntariamente de lo que cada uno de aquellos pobres diablos sin casa ni amarre pagaba por manutención, pernocta y derecho a baño semanal. Así que, a pesar de las amenazas, rara fue la jornada en la que de un lado al otro de la mesa no volaron oprobios, huesos de aceituna, proclamas políticas, pieles de plátano y, en los momentos más calientes, algún que otro salivazo y más de un tenedor. La vida misma a escala de batalla doméstica.

 

Un contubernio de seres descolocados, iracundos y asustados…

La siguiente referencia masónica funciona “por alusiones”. Sira utiliza el epíteto de “contubernio” para describir el ambiente de la pensión en la que está alojada. [12] Según Sira, en la pensión “se repiten los conatos de bronca casi a diario, en un “contubernio de seres descolocados, iracundos y asustados…” Dice que los huéspedes siguen con gran apasionamiento el desarrollo de la guerra sosteniendo los argumentos y la propaganda de su bando. Los unos hablan de las victorias de los militares rebeldes, y los otros de los avances del ejército republicano:

Y así fueron pasando mis primeros tiempos en la pensión de La Luneta, entre aquella gente de la que nunca supe mucho más que sus nombres de pila y — muy por encima— las razones por las que allí se alojaban. El maestro y el funcionario, solteros y añosos, eran residentes longevos; las hermanas viajaron desde Soria a mediados de julio para enterrar a un pariente y se vieron con el Estrecho cerrado al tráfico marítimo antes de poder regresar a su tierra; algo similar ocurrió al comercial de productos de peluquería, retenido involuntariamente en el Protectorado por el alzamiento.

Más oscuras eran las razones de la madre y el hijo, aunque todos suponían que andaban a la búsqueda de un marido y padre un tanto huidizo que una buena mañana salió a comprar tabaco a la toledana plaza de Zocodover y decidió no volver más a su domicilio. Con conatos de bronca casi a diario, con la guerra real avanzando sin piedad a través del verano y aquel contubernio de seres descolocados, iracundos y asustados siguiendo al milímetro su desarrollo, así fui yo acomodándome a esa casa y su submundo, y así fue también estrechándose mi relación con la dueña de aquel negocio en el que, por la naturaleza de la clientela, poco rendimiento presuponía yo que alcanzaría ella a recoger.

 

El extraño episodio de venta de las pistolas y los masones

“Candelaria” ayuda a Sira a encontrar trabajo en Tetuán, pero las cosas están muy difíciles y no consigue nada, hasta que un día se entera de que nuestra protagonista sabe coser, y lo hace muy bien. Aquí empieza una nueva etapa en la vida de Sira, en la que también jugarán un papel los masones. Para montar su propio taller Sira va a necesitar dinero, y no una pequeña cantidad, porque “Candelaria” le dice que hay que buscar un piso de lujo, en una zona más céntrica y más distinguida que la del barrio de La Luneta donde ella tiene la pensión. Para hacerse con una clientela de categoría tendrá que instalar un taller de alta costura. Candelaria le va a ayudar a conseguir lo que necesita mediante la venta de unas pistolas que se dejó un residente de la pensión al inicio de la guerra. Aunque reconoce que la venta de armas es un “negocio” muy arriesgado, le dice que no tienen más remedio. Ese “negocio” puede significar la posibilidad de obtener la cantidad de dinero que necesita Sira para montar su taller. [13]  

 —Y ¿cómo voy yo a montar una casa de alta costura, Candelaria? —pregunté acobardada.

 La primera respuesta fue una carcajada. La segunda, tres palabras pronunciadas con tal desparpajo que no dejó lugar a la más diminuta de las dudas.

 —Conmigo, chiquilla, conmigo.

Aguanté la cena con una tropa de nervios bailándome entre los intestinos. Antes de ésta, la patrona no pudo aclararme nada más porque, apenas formuló su anuncio, llegaron al comedor las hermanas comentando exultantes la liberación del Alcázar de Toledo. Al poco se sumaron el resto de los huéspedes, rebosando satisfacción un bando y rumiando su disgusto el otro. Jamila empezó entonces a poner la mesa y Candelaria no tuvo más remedio que dirigirse a la cocina para ir organizando la cena: coliflor rehogada y tortillas de un huevo; todo económico, todo blandito no fuera a darles a los hospedados por reduplicar la gesta del día en el frente lanzándose con furia a la cabeza los huesos de las chuletas.

Acabó la cena bien salpimentada con sus correspondientes tiranteces, y unos y otros se retiraron del comedor con prisa. Las mujeres y el cachalote de Paquito se dirigieron al cuarto de las hermanas para escuchar la arenga nocturna de Queipo de Llano desde Radio Sevilla. Los hombres marcharon a la Unión Mercantil para tomar el último café del día y charlar con unos y otros sobre el avance de la guerra. Jamila recogía la mesa y yo me disponía a ayudarla a fregar los platos en la pila cuando Candelaria, con un gesto imperioso de su cara morena, me indicó el pasillo.

 —Tenemos que hablar, niña. Tú y yo tenemos que hablar muy en serio —dijo en voz baja sentándose a mi lado—. Vamos a ver: ¿tú estás dispuesta a montar un taller? ¿Tú estás dispuesta a ser la mejor modista de Tetuán, a coser la ropa que aquí nunca nadie ha cosido?

—Dispuesta claro que estoy, Candelaria, pero...

 —No hay peros que valgan. Ahora escúchame bien y no me interrumpas.

Verás tú: después del encuentro con la alemana en la peluquería de mi comadre, me he estado informando por ahí y resulta que en los últimos tiempos contamos en Tetuán con gente que antes no vivía aquí. Igual que te ha pasado a ti, o a las raspas de las hermanas, a Paquito y la gorda de su madre, y a Matías el de los crecepelos: que con lo del alzamiento os habéis quedado todos aquí, atrapados como ratas, sin poder cruzar el Estrecho para volver a vuestras casas (...)

 —La sigo, Candelaria, claro que la sigo, pero...

 —¡Sssssssshhhh! ¡Que he dicho que no quiero peros hasta que yo termine de hablar! Vamos a ver: lo que tú ahora necesitas, ahora mismito, ya, de hoy a mañana, es un local de campanillas donde ofrecer a la clientela lo mejor de lo mejor. Por mis muertos te juro que no he visto a nadie coser como tú en toda mi vida, así que hay que ponerse manos a la obra inmediatamente. Y sí, ya sé que no tienes ni un real, pero para eso está la Candelaria.

 —Pero si usted no tiene una perra tampoco; si está todo el día quejándose de que no le llega ni para darnos de comer.

 —Ando canina, talmente: las cosas han estado muy dificilísimas en los últimos tiempos para conseguir mercancía. En los puestos fronterizos han colocado destacamentos con soldados armados hasta las cejas, y no hay manera humana de traspasarlos para llegar a Tánger en busca de género si no es con cincuenta mil salvoconductos que a mi menda nadie le va a dar. Y alcanzar Gibraltar está aún más complicado, con el tráfico del Estrecho cerrado y los aviones de guerra en vuelo raso dispuestos a bombardear todo lo que por allí se mueva.

 Pero tengo algo con lo que podemos conseguir los cuartos que necesitamos para montar el negocio; algo que, por primera vez en toda mi puñetera vida, ha venido a mí sin que yo lo buscara y para lo que no he necesitado salir de mi casa siquiera. Ven para acá que te lo enseñe. Se dirigió entonces a la esquina de la habitación donde se acumulaba el montón de trastos inútiles.

 —Date antes un garbeo por el pasillo y comprueba que las hermanas siguen con la radio puesta —ordenó en un susurro.

Cuando volví con la confirmación de que así era, ya había retirado de su sitio las jaulas, el canasto, los orinales y las palanganas. Delante de ella sólo quedaba el baúl.

—Cierra bien la puerta, echa el pestillo, enciende la luz y acércate — requirió imperiosa sin levantar la voz más de lo justo.

La bombilla pelada del techo llenó de pronto la estancia de luminosidad mortecina. Llegué a su lado cuando acababa de levantar la tapa. En el fondo del baúl sólo había un trozo de manta arrugado y mugriento. Lo alzó con cuidado, casi con esmero.

 —Asómate bien.

Lo que vi me dejó sin habla; casi sin pulso, casi sin vida. Un montón de pistolas oscuras, diez, doce, tal vez quince, quizá veinte, ocupaban la base de madera en desorden, cada cañón apuntando a un lado, como un pelotón dormido de asesinos.

 —¿Las has visto? —bisbisó—. Pues cierro. Dame los trastos, que los ponga encima, y vuelve a apagar la luz.

La voz de Candelaria, aún queda, era la de siempre; la mía nunca lo supe porque el impacto de lo que acababa de contemplar me impidió formular palabra alguna en un buen rato. Volvimos a la cama y ella al cuchicheo.

 —Habrá quien aún piense que lo del alzamiento se hizo por sorpresa, pero eso es mentira cochina. Quien más y quien menos sabía que algo fuerte se estaba cociendo. La cosa llevaba ya un tiempo preparándose, y no sólo en los cuarteles y en el Llano Amarillo. Cuentan que hasta en el Casino Español había un arsenal entero escondido detrás de la barra, vete tú a saber si es verdad o no.

En las primeras semanas de julio tuve alojado en este cuarto a un agente de aduanas pendiente de destino, o eso al menos decía él. La cosa me olía rara, para qué te voy a engañar, porque para mí que aquel hombre ni era agente de aduanas ni nada que se le parezca, pero, en fin, como yo nunca pregunto porque a mí tampoco me gusta que nadie se meta en mis chalaneos, le arreglé su cuarto, le puse un plato caliente en la mesa y santas pascuas. A partir del 18 de Julio no le volví a ver más. Igual se unió al alzamiento, que salió por piernas por las cabilas hacia la zona francesa, que se lo llevaron para el Monte Hacho y lo fusilaron al amanecer: ni tengo la menor idea de lo que fue de él, ni he querido hacer averiguaciones.

El caso es que, a los cuatro o cinco días, me mandaron a un tenientillo a por sus pertenencias. Yo le entregué sin preguntar lo poco que había en su armario, le dije vaya usted con Dios y di el asunto del agente por terminado. Pero al limpiar la Jamila el cuarto para el siguiente huésped y ponerse a barrer debajo de la cama, la oí de pronto pegar un grito como si hubiera visto al mismísimo demonio con el pincho en la mano o lo que lleve el demonio de los musulmanes, que a saber qué será. El caso es que ahí, en la esquina, al fondo, le había arreado un escobazo al montón de pistolas.

—¿Y usted entonces las descubrió y se las quedó? —pregunté con un hilo de voz.

—¿Y qué iba a hacer si no? ¿Me iba a ir en busca del teniente a su tabor, con la que está cayendo?

—Se las podía haber entregado al comisario.

—¿A don Claudio? ¡Tú estás trastornada, muchacha!

Esta vez fui yo quien con un sonoro «sssssssshhhhhh» requerí silencio y discreción.

—¿Cómo le voy a dar yo a don Claudio las pistolas? ¿Qué quieres, que me encierre de por vida, con lo enfilada que me tiene? Me las quedé porque en mi casa estaban y, además, el agente de aduanas se quitó de en medio dejándome a deber quince días, de manera que las armas eran más o menos su pago en especias. Esto vale un dineral, niña, y más ahora, con los tiempos que corren, así que las pistolas son mías y con ellas puedo hacer lo que se me antoje.

—¿Y piensa venderlas? Puede ser muy peligroso.

—Nos ha jodido, claro que es peligroso, pero necesitamos el parné para montar tu negocio.

—No me diga, Candelaria, que se va a meter en ese lío sólo por mí...

—No, hija, no —interrumpió—. Vamos a ver si me explico. En el lío no me voy a meter yo sola: nos vamos a meter las dos. Yo me ocupo de buscar quien compre la mercancía y con lo que saque por ella, montamos tu taller y vamos a medias.

—¿Y por qué no las vende para usted misma y va tirando con lo que consiga sin abrirme a mí un negocio?

—Porque eso es pan para hoy y hambre para mañana, y a mí me interesa más algo que me dé un rendimiento a largo plazo. Si vendo el género y en dos o tres meses voy echando al puchero lo que por él consiga, ¿de qué voy a vivir luego si la guerra se alarga?

—¿Y si la pillan intentando comerciar con las pistolas?

—Pues le digo a don Claudio que es cosa de las dos y nos vamos juntitas a donde nos mande.

—¿A la cárcel?

—O al cementerio civil, a ver por dónde nos sale el payo.

A pesar de que había anunciado esta última funesta premonición con un guiño lleno de burla, la sensación de pánico me aumentaba por segundos. La mirada de acero del comisario Vázquez y sus serias advertencias aún permanecían frescas en mi memoria. Manténgase al margen de cualquier asunto feo, no me haga ninguna jugada, compórtese decentemente. Las palabras que de su boca habían salido componían todo un catálogo de cosas indeseables. Comisaría, cárcel de mujeres. Robo, estafa, deuda, denuncia, tribunal. Y ahora, por si faltaba algo, venta de armas. [14]

—No se meta en ese lío, Candelaria, que es muy peligroso —rogué muerta de miedo.

—¿Y qué hacemos entonces? —inquirió en un susurro atropellado.

¿Vivimos del aire? ¿Nos comemos los mocos? Tú has llegado sin un céntimo y a mí ya no me queda de dónde sacar. Del resto de los huéspedes sólo me pagan la madre, el maestro y el telegrafista, y ya veremos hasta cuándo son capaces de estirar lo poco que tienen. Los otros tres desgraciados y tú os habéis quedado con lo puesto, pero no puedo largaros a la calle, a ellos por caridad y a ti porque lo único que me faltaba ya es tener detrás de mí a don Claudio pidiendo explicaciones. Así que tú me dirás cómo me las ingenio.

—Yo puedo seguir cosiendo para las mismas mujeres; trabajaré más, me quedaré despierta la noche entera si hace falta. Repartiremos entre las dos, todo lo que gane...

—¿Cuánto es eso? ¿Cuánto te crees que puedes conseguir haciendo pingos para las vecinas? ¿Cuatro perras mal contadas? ¿Se te ha olvidado ya lo que debes en Tánger? ¿Piensas quedarte a vivir en este cuartucho para los restos? —

Las palabras les salían a borbotones de la boca en una catarata de siseos aturullados—.

Mira, chiquilla, tú con tus manos tienes un tesoro que no se lo salta un gitano, y pecado mortal es que no lo aproveches como Dios manda. Ya sé que la vida te ha dado palos fuertes, que tu novio se portó contigo muy malamente, que estás en una ciudad en la que no quieres estar, lejos de tu tierra y de tu familia, pero esto es lo que hay, que lo pasado, pasado está, y el tiempo jamás recula. Tienes que tirar para adelante, Sira. Tienes que ser valiente, arriesgarte y pelear por ti. Con la malaventura que llevas a rastras ningún señorito va a venir a tocarte a la puerta para ponerte un piso y, además, después de tu experiencia, tampoco creo que tengas interés en volver a depender de un hombre en una buena temporada. Eres muy joven y a tu edad aún puedes aspirar a rehacer la vida por ti misma; a algo más que marchitar tus mejores años haciendo dobladillos y suspirando por lo que has perdido.

—Pero lo de las pistolas, Candelaria, lo de vender las pistolas... musité acobardada.

—Eso es lo que hay, criatura; eso es lo que tenemos y por mis muertos te juro que voy a arrancarle todo el beneficio que pueda. ¿Qué te crees tú, que a mí no me gustaría que fuera algo más curiosito, que en vez de pistolas me hubieran dejado un cargamento de relojes suizos o de medias de cristal? Pues claro que sí. Pero resulta que lo único que tenemos son armas, y resulta que estamos en guerra, y resulta que hay gente que puede estar interesada en comprarlas.

—Pero ¿y si la pillan? —volví a preguntar con incertidumbre.

—¡Y vuelta la burra al trigo! Pues si me trincan, rezamos al Cristo de Medinaceli para que don Claudio tenga un poco de misericordia, nos comemos una temporadita en la trena, y aquí paz y después gloria. Además, te recuerdo que ya sólo te quedan menos de diez meses para pagar tu deuda y, al paso que llevas, no vas a poderte hacer cargo de ella ni en veinte años cosiendo para las mujeres de la calle. Así que, por muy honrada que quieras ser, como sigas en tus trece de la cárcel al final no te va a salvar ni el Santo Custodio. De la cárcel o de acabar abriéndote de piernas en cualquier burdel de medio pelo para que se desahoguen contigo los soldados que vuelvan machacados del frente, que también es una salida a considerar en tus circunstancias.

—No sé, Candelaria, no sé. Me da mucho miedo...

—A mí también me entran las cagaleras de la muerte, a ver si te crees tú que yo soy de yeso. No es lo mismo trapichear con mis apaños que intentar colocar docena y media de revólveres en tiempos de contienda. Pero no tenemos otra salida, criatura.

—¿Y cómo lo haría?

—Tú de eso no te preocupes, que ya me buscaré yo mis contactos. No creo que tarde más de unos cuantos días en traspasar la mercancía. Y entonces buscamos un local en el mejor sitio de Tetuán, lo montamos todo y empiezas.

—¿Cómo que empiezas? ¿Y usted? ¿Usted no va a estar conmigo en el taller?

Río calladamente y movió la cabeza con gesto negativo.

—No, hija, no. Yo me voy a encargar de conseguirte el dinero para pagar los primeros meses de un buen alquiler y comprar lo que necesites. Y después, cuando todo esté listo, tú te vas a poner a trabajar y yo me voy a quedar aquí, en mi casa, esperando el fin de mes para que compartamos los beneficios.

Además, no es bueno que te asocien conmigo: yo tengo una fama nada más que regular y no pertenezco a la clase de las señoras que necesitamos como clientas. Así que yo me encargo de poner los dineros iniciales y tú las manos. Y después repartimos (..)

—¿Y si no gano nada? ¿Y si no consigo clientela?

—Pues la hemos jiñado. Pero no me seas ceniza antes de tiempo, alma de cántaro. No hay que ponerse en lo peor: tenemos que ser positivas y echarle un par de narices al asunto. Nadie va a venir a solucionarnos a ti y a mí la vida con todas las miserias que llevamos a rastras, así que, o luchamos por nosotras, o no nos va a quedar más salida que quitarnos el hambre a guantazos.

—Pero yo le di mi palabra al comisario de que no iba a meterme en ningún problema.

Candelaria hubo de hacer un esfuerzo para no carcajearse.

—También me prometió a mí mi Francisco delante del cura de mi pueblo que me iba a respetar hasta el fin de los días, y el hijo de mala madre me daba más palos que a una estera, maldita sea su estampa. Parece mentira, muchacha, lo inocente que sigues siendo con la de mandobles que te ha propinado la suerte últimamente. Piensa en ti, Sira, piensa en ti y olvídate del resto, que en estos malos tiempos que nos ha tocado vivir, aquel que no come se deja comer. Además, la cosa tampoco es tan grave: nosotras no vamos a liarnos a pegar tiros contra nadie, simplemente vamos a poner en movimiento una mercancía que nos sobra, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.

Si todo resulta bien, don Claudio va a encontrarse con tu negocio montado, limpito y reluciente, y si te pregunta algún día de dónde has sacado los cuartos, le dices que te los he prestado yo de mis ahorros, y si no se lo cree o no le gusta la idea, que te hubiera dejado en el hospital a cargo de las hermanas de la Caridad en vez de traerte a mi casa y ponerte a mi recaudo. Él anda siempre liado con un montón de follones y no quiere problemas, así que, si se lo damos todo hecho sin hacer ruido, no va a molestarse en andar con investigaciones; te lo digo yo, que lo conozco bien, que son ya muchos años los que llevamos midiéndonos las fuerzas, tú por eso quédate tranquila.

Con su desparpajo y su particular filosofía vital, sabía que Candelaria llevaba razón. Por más vueltas que diéramos a aquel asunto, por mucho que lo pusiéramos boca arriba, boca abajo, del derecho y del revés, en resumidas cuentas, aquel triste plan no era más que una solución sensata para remediar las miserias de dos mujeres pobres, solas y desarraigadas que arrastraban en tiempos turbulentos un pasado tan negro como el betún. La rectitud y la honradez eran conceptos hermosos, pero no daban de comer, ni pagaban las deudas, ni quitaban el frío en las noches de invierno. Los principios morales y la intachabilidad de la conducta habían quedado para otro tipo de seres, no para un par de infelices con el alma desportillada como éramos nosotras por aquellos días. Mi falta de palabras fue interpretada por Candelaria como prueba de asentimiento.

—Entonces, ¿qué? ¿Empiezo mañana a mover el género?

Me sentí bailando a ciegas en el filo de un precipicio. En la distancia, las ondas radiofónicas seguían transmitiendo entre interferencias la charla bronca de Queipo desde Sevilla. Suspiré con fuerza. Mi voz sonó por fin, baja y segura. O casi.

—Vamos a ello.

Satisfecha mi futura socia, me dio un pellizco cariñoso en la mejilla, sonrió y se dispuso a marcharse. Se recompuso la bata e irguió su corpulencia sobre las desvencijadas zapatillas de paño que probablemente llevaban acompañándola la mitad de su existencia de malabarista del sobrevivir. Candelaria la matutera, oportunista, peleona, desvergonzada y entrañable, ya estaba en la puerta rumbo al pasillo cuando, aún a media voz, lancé mi última pregunta. En realidad, apenas tenía que ver con codo lo que habíamos hablado aquella noche, pero sentía una cierta curiosidad por conocer su respuesta.

—Candelaria, ¿usted con quién está en esta guerra?

Se volvió sorprendida, pero no dudó un segundo en responder con un potente susurro.

—¿Yo? A muerte con quien la gane, mi alma.

Prosigue el relato de la venta de las pistolas con algunas alusiones a la masonería. Sira, tendrá que disfrazarse de mora para ir hasta la estación de tren, donde se ha convenido la entrega de las pistolas -que oculta entre sus ropas-, a un misterioso personaje, el hombre de Larache. Al parecer se trata de un masón que le ayudará a huir, y del que nunca conocerá su nombre.[15]

Aquí el tema de la masonería no es un mero argumento ideológico que refleje el clima de enfrentamiento mortal entre las dos Españas combatientes. Los masones son personas y - sobre todo el último- reaccionan con una gran humanidad frente a la fragilidad de la protagonista. Y después de este episodio no volverá a hablarse ni de los masones ni de la masonería:

Los días que siguieron a la noche en que me mostró las pistolas fueron terribles. Candelaria entraba, salía y se movía incesante como una culebra ruidosa y corpulenta. Iba sin mediar palabra de su cuarto al mío, del comedor a la calle, de la calle a la cocina, siempre con prisa, concentrada, murmurando una confusa letanía de gruñidos y ronroneos cuyo sentido nadie era capaz de descifrar. [16]

No interferí en sus vaivenes ni le consulté sobre la marcha de las negociaciones: sabía que cuando todo estuviera listo, ella misma se encargaría de ponerme al corriente.

Pasó casi una semana hasta que, por fin, tuvo algo que anunciar. Regresó aquel día a casa pasadas las nueve de la noche, cuando ya estábamos todos sentados frente a los platos vacíos esperando su llegada. La cena transcurrió como siempre, agitada y combativa. A su término, mientras los huéspedes se esparcían por la pensión con rumbo a sus últimos quehaceres, nosotras comenzamos a recoger juntas la mesa.

Y en el camino, entre el traslado de cubiertos, loza sucia y servilletas, ella, como con cuentagotas, me fue desgranando entre susurros el remate de sus planes: esta noche se resuelve por fin el asuntillo, chiquilla; ya está todo el pescado vendido; mañana por la mañana comenzamos a mover lo tuyo; qué ganitas que tengo, alma mía, de acabar con este jaleo de una maldita vez. Apenas cumplimos con la faena, cada una se encerró en su cuarto sin cruzar una palabra más entre nosotras. El resto de la tropa, entretanto, liquidaba la jornada con sus rutinas nocturnas: las gárgaras de eucalipto y la radio, los bigudíes frente al espejo o el tránsito hacia el café. Intentando simular normalidad, lancé al aire las buenas noches y me acosté.

Permanecí despierta un rato, hasta que los trajines se fueron poco a poco acallando. Lo último que oí fue a Candelaria salir de su cuarto y cerrar después, sin apenas ruido, la puerta de la calle. Caí dormida a los pocos minutos de su marcha. Por primera vez en varios días, no di vueltas infinitas en la cama ni se metieron conmigo bajo la manta los oscuros presagios de las noches anteriores: cárcel, comisario, arrestos, muertos. Parecía como si el nerviosismo hubiera decidido por fin darme una tregua al saber que aquel siniestro negocio estaba a punto de terminar. Me sumergí en el sueño acurrucada junto al dulce presentimiento de que, a la mañana siguiente, empezaríamos a planificar el futuro sin la sombra negra de las pistolas sobrevolando nuestras cabezas.

Pero duró poco el descanso. No supe qué hora era, las dos, las tres quizá, cuando una mano me agarró el hombro y me sacudió enérgica.

—Despierta, niña, despierta.

Me incorporé a medias, desorientada, adormecida aún.

—¿Qué pasa, Candelaria? ¿Qué hace aquí? ¿Ya está de vuelta? —logré decir a trompicones.

—Un desastre, criatura, un desastre como la copa de un pino —respondió la matutera entre susurros.

Estaba de pie junto a mi cama y, entre las brumas de mi somnolencia, su figura voluminosa se me antojó más rotunda que nunca. Llevaba puesto un gabán que no le conocía, ancho y largo, cerrado hasta el cuello. Comenzó a desabotonarlo con prisa mientras lanzaba explicaciones aturulladas.

—El ejército tiene vigilados todos los accesos a Tetuán por carretera y los hombres que venían desde Larache a recoger la mercancía no se han atrevido a llegar hasta aquí. He estado esperando casi hasta las tres de la mañana sin que nadie apareciera y, al final, me han mandado a un morito de las cabilas para decirme que los accesos están mucho más controlados de lo que creían, que temen no poder salir vivos si se deciden a entrar.

—¿Dónde tenía que verles? —pregunté esforzándome por emplazar en su sitio todo lo que ella iba contando.

—En la Suica baja, en las traseras de una carbonería.

Desconocía a qué sitio se estaba refiriendo, pero no intenté averiguarlo. En mi cabeza aún adormecida se perfiló con trazos gruesos el alcance de nuestro fracaso: adiós al negocio, adiós al taller de costura. Bienvenido otra vez el desasosiego de no saber qué iba a ser de mí en los tiempos venideros.

—Todo ha terminado entonces —dije mientras me frotaba los ojos para intentar arrancarles los últimos restos del sueño.

—De eso nada, chiquilla —atajó la patrona terminando de despojarse del gabán—Los planes se han torcido, pero por la gloria de mi madre yo te juro que esta noche salen zumbando de mi casa las pistolas. Así que, arreando, morena: levántate de la cama, que no hay tiempo que perder.

Tardé en enteder lo que me decía; tenía la atención fija en otro asunto: en la imagen de Candelaria desabrochándose el sayón informe que la cubría bajo el gabán, una especie de bata suelta de basta lana que apenas dejaba intuir las formas generosas de su cuerpo. Contemplé atónita cómo se desvestía, sin comprender el sentido de tal acto e incapaz de averiguar a qué se debía aquel desnudo precipitado a los pies de mi cama. Hasta que, desprovista de la saya, empezó a sacar objetos de entre sus carnes densas como la manteca.

Y entonces lo entendí. Cuatro pistolas llevaba sujetas, en las ligas, seis en la faja, dos en los tirantes del sostén y otro par de ellas debajo de las axilas. Las cinco restantes iban en el bolso, liadas en un trozo de paño. Diecinueve en total. Diecinueve culatas con sus diecinueve cañones a punto de abandonar el calor de aquel cuerpo robusto para trasladarse a un destino que en ese mismo momento comencé a sospechar.

Y ¿qué es lo que quiere que haga? —pregunté atemorizada.

—Llevar las armas a la estación del tren, entregarlas antes de las seis de la mañana y traerte de vuelta para acá los mil novecientos duros en los que tenía apalabrada la mercancía. Sabes dónde está la estación, ¿no? Cruzando la carretera de Ceuta, a los pies del Gorgues. Allí podrán recogerla los hombres sin tener que entrar en Tetuán. Bajarán desde el monte e irán a por ella directamente antes de que amanezca, sin necesidad de pisar la ciudad.

—Pero ¿por qué tengo que llevarla yo? —Me notaba de pronto despierta como un búho, el susto había conseguido cortar la somnolencia de raíz.

—Porque al volver de la Suica dando un rodeo y pergeñando la manera de arreglar lo de la estación, el hijo de puta del Palomares, que salía del bar El Andaluz cuando ya estaban cerrando, me ha echado el alto junto al portón de Intendencia y me ha dicho que igual le cuadra esta noche pasarse por la pensión a hacerme un registro.

—¿Quién es Palomares?

—El policía con más mala sangre de todo el Marruecos español.

—¿De los de don Claudio?

—Trabaja a sus órdenes, sí. Cuando lo tiene delante, le hace la rosca al jefe, pero, en cuanto campa a sus anchas, saca el cabrón una chulería y una mala baba que tiene acobardado con echarle la perpetua a medio Tetuán.

—Y ¿por qué la ha parado a usted esta noche?

—Porque le ha dado la gana, porque es así de desgraciado y le gusta repartir estopa y asustar a la gente, sobre todo a las mujeres; lleva años haciéndolo y en estos tiempos, más todavía.

—Pero ¿ha sospechado algo de las pistolas?

—No, hija, no; por suerte no me ha pedido que le abra el bolso ni se ha atrevido a tocarme. Tan sólo me ha dicho con su voz asquerosa, dónde vas tan de noche, matutera, no estarás metida en alguno de tus chalaneos, cachoperra, y yo le he contestado, vengo de hacerle una visita a una comadre, don Alfredo, que anda mala de unas piedras en el riñón.

No me fío de ti, matutera, que eres muy guarra y muy fullera, me ha dicho luego el berraco, y yo me he mordido la lengua para no contestarle, aunque a punto he estado de cagarme en todos sus muertos, así que, con el bolso bien firme debajo del sobaco, he apretado el paso encomendándome a María Santísima para que no se me movieran las pistolas del cuerpo, y cuando ya lo había dejado atrás, oigo otra vez su voz cochina a mi espalda, lo mismo me paso luego por la pensión y te hago un registro, zorra, a ver qué encuentro.

—¿Y usted cree que de verdad va a venir?

—Lo mismo sí y lo mismo no —respondió encogiéndose de hombros—. Si consigue por ahí a alguna pobre golfa que le haga un apaño y lo deje bien aliviado, igual se olvida de mí. Pero, como no se le enderece la noche, no me extrañaría que tocara a la puerta dentro de un rato, sacara a los huéspedes a la escalera y me pusiera la casa patas arriba sin miramientos. No sería la primera vez.

—Entonces, usted ya no puede moverse de la pensión en toda la madrugada, por si acaso —susurré con lentitud. [17]

—Talmente, mi alma —corroboró.

—Y las pistolas tienen que desaparecer inmediatamente para que no las encuentre aquí Palomares —añadí.

—Ahí estamos, sí, señor.

—Y la entrega tiene que hacerse hoy a la fuerza porque los compradores están esperando las armas y se juegan la vida si tienen que entrar a por ellas a Tetuán.

—Más clarito no lo has podido decir, reina mía.

Nos quedamos unos segundos en silencio, mirándonos a los ojos, tensas y patéticas. Ella de pie medio desnuda, con las lorzas de carne saliéndole a borbotones por los confines de la faja y el sostén; yo sentada con las piernas dobladas, aún entre las sábanas, en camisón, con el pelo revuelto y el corazón en un puño. Y acompañándonos, las negras pistolas desparramadas.

Habló la patrona finalmente, poniendo palabras firmes a la certeza.

—Tienes que encargarte tú, Sira. No nos queda otra salida.

—Yo no puedo, yo no, yo no... —tartamudeé.

—Tienes que hacerlo, chiquilla —repitió con voz oscura—. Si no, lo perdemos todo.

—Pero acuérdese de lo que yo ya tengo encima, Candelaria: la deuda del hotel, las denuncias de la empresa y de mi medio hermano. Como me pillen en ésta, para mí va a ser el fin.

—El fin bueno lo vamos a tener si llega esta noche el Palomares y nos agarra con todo esto en casa —replicó volviendo la mirada hacia las armas.

—Pero Candelaria, escúcheme... —insistí.

—No, escúchame tú a mí, muchacha, escúchame bien tú a mí ahora —dijo imperiosa. Hablaba con un siseo potente y los ojos abiertos como platos. Se agachó hasta ponerse a mi altura, aún estaba yo en la cama.

Me agarró los brazos con fuerza y me obligó a mirarla de frente—. Yo lo he intentado todo, me he dejado el pellejo en esto y la cosa no ha salido —dijo entonces—. Así de perra es la suerte: a veces te deja que ganes y otras veces te escupe en la cara y te obliga a perder. Y esta noche a mí me ha dicho ahí te pudras, matutera. Ya no me queda ningún cartucho, Sira, yo ya estoy quemada en esta historia. Pero tú no. Tú eres ahora la única que aún puede lograr que no nos hundamos, la única que puede sacar la mercancía y recoger el dinero. Si no fuera necesario, no te lo estaría pidiendo, bien lo sabe Dios. Pero no nos queda otra, criatura: tienes que empezar a moverte. Tú estás metida en esto igual que yo; es asunto de las dos y en ello nos va mucho. Nos va el futuro, niña, el futuro entero. Como no consigamos ese dinero, no levantamos cabeza. Y ahora todo está en tus manos (…)

—¿Ha pensado cómo tendría que hacerlo? —pregunté por fin con un hilo de voz.

Resopló con estrépito Candelaria, recuperando aliviada el ánimo perdido.

—Muy facilísimamente, prenda. Espérate un momentillo, que ahora mismito te lo voy a contar.

Salió de la habitación aún medio desnuda y retornó en menos de un minuto con los brazos llenos de lo que me pareció un trozo enorme de lienzo blanco.

—Vas a vestirte de morita con un jaique —dijo mientras cerraba la puerta a su espalda— Dentro de ellos cabe el universo entero.

Así era, sin duda. A diario veía a las mujeres árabes arrebujadas dentro de aquellas prendas anchas sin forma, esa especie de capas amplísimas que cubrían la cabeza, los brazos y el cuerpo entero por delante y por detrás. Debajo de ellas, efectivamente, podría alguien ocultar lo que quisiera.

Un trozo de tela solía cubrirles la boca y la nariz, y la cubierta les llegaba hasta las cejas. Tan sólo los ojos, los tobillos y los pies quedaban a la vista. Jamás se me habría ocurrido una manera mejor de andar por la calle cobijando un pequeño arsenal de pistolas (...)

—Ponte estas babuchas, son de la Jamila —dijo dejando a mis pies unas ajadas zapatillas de piel color parduzco—. Y ahora, el jaique —añadió sosteniendo la gran capa de lienzo blanco—. Eso es, envuélvete hasta la cabeza, que te vea yo cómo te queda.

Me contempló con una media sonrisa.

—Perfecta, una morita más. Antes de salir, que no se te olvide, tienes que ajustarte también a la cara el velo para que te tape la boca y la nariz. Hala, vamos para afuera, que ahora tengo que explicarte rapidito por dónde vas a salir.

Empecé a caminar con dificultad, consiguiendo a duras penas mover el cuerpo a un ritmo normal. Las pistolas pesaban como plomos y me obligaban a llevar las piernas entreabiertas y los brazos separados de los costados. Salimos al pasillo, Candelaria delante y yo detrás desplazándome torpemente; un gran bulto blanco que chocaba contra las paredes, los muebles y los quicios de las puertas. Hasta que, sin darme cuenta, golpeé una repisa y tiré al suelo todo lo que en ella había: un plato de Talavera, un quinqué apagado y el retrato color sepia de algún Pariente de la patrona.

La cerámica, el cristal del retrato y la pantalla del quinqué se hicieron añicos tan pronto chocaron contra las baldosas, y el estrépito provocó que, en los cuartos vecinos, los somieres comenzaran a crujir al romperse el sueño de los huéspedes.

—¿Qué ha pasado? —gritó la madre gorda desde la cama.

—Nada, que se me ha caído un vaso de agua al suelo. A dormir todo el mundo —respondió Candelaria con autoridad.

Intenté agacharme para recoger el estropicio, pero no pude doblar el cuerpo.

—Deja, deja, niña, que ya lo arreglo yo luego —dijo apartando con el pie unos cuantos cristales.

Y entonces, inesperadamente, una puerta se abrió apenas a tres metros de nosotras. Al encuentro nos salió la cabeza llena de rulillos de Fernanda, la más joven de las añosas hermanas. Antes de que tuviera ocasión de preguntarse qué había pasado y qué hacía una mora con un jaique tumbando los muebles del pasillo a esas horas de la madrugada, Candelaria le lanzó un dardo que la dejó muda y sin capacidad de reacción.

—Como no se meta en la cama ahora mismo, mañana en cuanto me levante le cuento a la Sagrario que anda usted viéndose con el practicante del dispensario los viernes en la cornisa.

El pánico a que la pía hermana se enterara de sus amoríos pudo más que la curiosidad y, sin mediar palabra, Fernanda volvió a escurrirse como una anguila dentro de su habitación.

—Tira para adelante, chiquilla, que se nos está haciendo tarde —dispuso entonces la matutera en un susurro imperioso—. Es mejor que nadie vea que sales de esta casa, a ver si va a andar por aquí cerca el Palomares y la cagamos antes de empezar. Así que vamos para afuera (...)

—Cuando llegues al barrio moro, date unas cuantas vueltas por sus calles y asegúrate de que nadie se fija en ti o te sigue los pasos. Si te cruzas con alguien, cambia de rumbo con disimulo o aléjate todo lo posible. Al cabo de un rato, vuelve a salir a la Puerta de La Luneta y baja hasta el parque, sabes por dónde te digo, ¿verdad?

—Creo que sí —dije esforzándome por trazar a ciegas el recorrido.

—Una vez allí, te vas a dar de frente con la estación: cruza la carretera de Ceuta y métete en ella por donde pilles abierto, despacito y bien tapada. Lo más probable es que no haya por allí más que un par de soldados medio dormidos que no te harán ni puñetero caso; seguramente te encuentres a algún marroquí esperando el tren para Ceuta; los cristianos no empezarán a llegar hasta más tarde.

—¿A qué hora sale el tren?

—A las siete y media. Pero los moros, ya sabes, llevan otro ritmo con los horarios, así que a nadie extrañará que andes por allí antes de las seis de la mañana.

—¿Y yo también debo subirme, o qué es lo que tengo que hacer?

Se tomó Candelaria unos segundos antes de responder e intuí que a su plan apenas le quedaba ya camino por el que avanzar.

—No; tú en principio no tienes que coger el tren. Cuando llegues a la estación, siéntate un ratillo en el banco que está debajo del tablón de los horarios, deja que te vean allí y así sabrán que eres tú quien lleva la mercancía.

—¿Quién tiene que verme?

—Eso da lo mismo: quien tenga que verte, te verá. A los veinte minutos, levántate del banco, vete para la cantina y arréglatelas como puedas para que el cantinero te diga dónde tienes que dejar las pistolas (...)

—¿Adónde van a ir a parar las armas? ¿Quiénes son esos hombres de Larache?

—Eso a ti lo mismo te da, muchacha. Lo importante es que lleguen a su destino a la hora prevista; que las dejes donde te digan y que recojas los dineros que te tienen que dar: mil novecientos duros, acuérdate bien y cuenta los billetes uno a uno. Y, luego, te vuelves para acá echando las muelas, que yo te estaré esperando con los ojos como candiles. [18]

—Nos estamos exponiendo mucho, Candelaria —insistí—. Déjeme por lo menos saber con quién nos estamos jugando los cuartos.

Suspiró con fuerza y el busto, apenas medio tapado por la bata ajada que se había echado encima en el último minuto, volvió a subir y bajar como impulsado por un inflador.

—Son masones —me dijo entonces al oído, como con miedo a pronunciar una palabra maldita—. Estaba previsto que llegaran esta noche en una camioneta desde Larache, lo más seguro es que ya anden escondidos por las fuentes de Buselmal o en alguna huerta de la vega del Martín.[19] Vienen por las cabilas, no se atreven a andar por la carretera. Probablemente recojan las armas en donde tú las dejes y ni siquiera las suban al tren. Desde la misma estación, digo yo que volverán a su ciudad atravesando de nuevo las cabilas y esquivando Tetuán, si es que no los pillan antes, Dios no lo quiera. Pero, en fin, eso no es nada más que un suponer, porque la verdad es que no tengo ni pajolera idea de lo que esos hombres se traen entre manos. Suspiró con fuerza mirando al vacío y prosiguió en un murmullo.

 

El campo de concentración del Mogote

Candelaria medio al oído y con cierto temor le habla de la brutal represión de los masones que se ha producido en diversas ciudades del Protectorado Español en Marruecos. Le cuenta que el antiguo campo de concentración del Mogote[20] situado en las afueras de Tetuán fue, junto con el campo de Zeluán (cerca de Melilla), el primero de los campos de concentración que utilizaron los militares del bando rebelde para detener a los presos: 

—Lo que sí sé, criatura, porque todo el mundo lo sabe también, es que los sublevados se han ensañado a conciencia con todos los que tenían algo que ver con la masonería. A algunos les metieron un tiro en la cabeza entre las mismas paredes del local en donde se reunían; los más afortunados huyeron a todo correr a Tánger o a la zona francesa. A otros se los llevaron para el Mogote, y cualquier día los fusilan y a tomar viento. Y probablemente unos cuantos anden escondidos en sótanos, buhardillas y zaguanes, temiendo que cualquier día alguien dé un chivatazo y los saquen de sus refugios a culatazo limpio. Por esa razón no he encontrado a nadie que se haya atrevido a comprar la mercancía, pero, a través de unos y otros, conseguí el contacto de Larache y por eso sé que será allí a donde irán a parar las pistolas.

Me miró entonces a los ojos, seria y oscura como nunca antes la había visto.

—La cosa está muy fea, niña, muy requetefeísima —dijo entre dientes—.

Aquí no hay piedad ni miramientos y, en cuantito alguien se significa una miajita, se lo llevan por delante antes de decir amén. Ya han muerto muchos pobres desgraciados, gente decente que nunca mató una mosca ni a nadie jamás hizo el menor mal. Ten mucho cuidado, chiquilla, no vayas a ser tú la próxima.[21]

Volví a sacar de la nada una pizca de ánimo para que ambas nos convenciéramos de algo en lo que ni yo misma creía.

—No se preocupe usted, Candelaria; ya verá como salimos de ésta de alguna manera.

Y sin una palabra más, me dirigí al poyete y me dispuse a trepar con el más siniestro de los cargamentos bien amarrado a la piel. Atrás dejé a la matutera, observándome desde debajo de la parra mientras se santiguaba entre susurros y sarmientos. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que la Virgen de los Milagros te acompañe, alma mía. Lo último que oí fue el sonoro beso que dio a sus dedos en cruz al final de la persignación. Un segundo después desaparecí tras la tapia y caí como un fardo en el patio del colmado.

 

El masón de Larache

Sira para la consecución de su misión sale de noche bien enfundada por todo el cuerpo, con las pistolas que debe llevar a la estación y se ocultan entre sus ropajes, pero se desorienta, y a punto está de no llegar a su destino, porque varias patrullas le dan el alto y le piden la documentación que evidentemente no tiene porque es española, a pesar de su ropa. Pero, al final la dejan pasar, y supera de nuevo el control militar en la propia estación. El encargado de recibir las armas va con una chilaba, aunque descubre que también es español. Este hombre le ayuda a liberarse de las pistolas, pero, “el masón de Larache” tiene que interrumpir precipitadamente la entrega de las armas por la proximidad de los soldados que hacen la guardia en la estación y que se acercan a donde están ellos.

Él le dice que salga rápidamente. Sira se resiste, pero al final apenas tiene tiempo de salir huyendo, ignorando si ese desconocido que la ha tratado con gran respeto y le ha entregado la suma de dinero pactada, ha tenido tiempo de salvarse o ha sido detenido. Pero esa incógnita quedará sin resolver: 

Entré en la estación por la puerta principal, abierta de par en par. Me recibió un despliegue de luz fría alumbrando el vacío, incongruente con la noche oscura que acababa de dejar detrás. Lo primero que capté fue un gran reloj que marcaba las seis menos cuarto. [22]

Suspiré bajo la tela que me cubría el rostro: el retraso no había sido excesivo. Caminé con intencionada lentitud por el vestíbulo mientras con los ojos escondidos tras la capucha estudiaba aceleradamente el escenario (...)

La cantina era grande y tenía al menos una docena de mesas, todas sin ocupar excepto una en la que un hombre dormitaba con la cabeza escondida entre los brazos; a su lado descansaba vacío un porrón de vino.

Me dirigí hacia el mostrador arrastrando las babuchas, sin tener la menor idea de qué era lo que debería decir o lo que allí tenía que oír. Tras la barra, un hombre moreno y enjuto con una colilla medio apagada entre los labios se afanaba en colocar platos y tazas en pilas ordenadas, sin prestar en apariencia la menor atención a aquella mujer de rostro tapado que a punto estaba de plantarse frente a él.

Al verme alcanzar el mostrador, sin sacarse el resto del cigarrillo de la boca, dijo tan sólo en voz alta y ostentosa: a las siete y media, hasta las siete y media no sale el tren. Y después, en tono bajo, añadió unas palabras en árabe que no comprendí. Soy española, no le entiendo, murmuré tras el velo.

Abrió la boca sin poder disimular su incredulidad, y el resto de su pitillo fue a parar al suelo en el descuido. Y entonces, atropelladamente, me transmitió el mensaje: vaya al urinario del andén y cierre la puerta, la están esperando (…)

Apenas había luz y no quise buscar la palomilla, preferí acostumbrar los ojos a la oscuridad. Vislumbré la señal de hombres a la izquierda y la de mujeres a la derecha. Y al fondo, contra la pared, percibí lo que parecía un montón de tela que lentamente comenzaba a moverse. Una cabeza tapada por una capucha emergió cautelosa del bulto, sus ojos se cruzaron con los míos en la penumbra.

—¿Trae la mercancía? —preguntó con voz española. Hablaba quedo y rápido.

Moví la cabeza afirmativamente y el bulto se irguió sigiloso hasta convertirse en la figura de un hombre vestido, como yo, a la usanza moruna.

—¿Dónde está?

Me bajé el velo para poder hablar con más facilidad, me abrí el jaique y expuse ante él mi cuerpo fajado.

—Aquí.

—Dios mío —murmuró tan sólo. En aquellas dos palabras se concentraba un mundo de sensaciones: asombro, ansiedad, urgencia. Tenía el tono grave, parecía una persona educada.

—¿Se lo puede quitar usted misma? —preguntó entonces.

—Necesitaré tiempo —susurré.

Me indicó un aseo de señoras y entramos los dos. El espacio era estrecho y por una pequeña ventana se colaba un resto de luz de luna, suficiente como para no necesitar más iluminación.

—Hay prisa, no podemos perder un minuto. El retén de la mañana está a punto de llegar y revisan la estación de arriba abajo antes de que salga el primer tren. Tendré que ayudarla —anunció cerrando la puerta a su espalda.

Dejé caer el jaique al suelo y puse los brazos en cruz para que aquel desconocido comenzara a trastear por mis rincones, desatando nudos, destensando vendas y liberando mi esqueleto de su siniestra cobertura.

Antes de comenzar, se bajó la capucha de la chilaba y frente a mí descubrí el rostro serio y armonioso de un español de edad media con barba de varios días. Tenía el pelo castaño y rizado, despeinado por efecto del ropaje bajo el que probablemente llevara tiempo camuflado. Sus dedos empezaron a trabajar, pero la labor no resultaba sencilla.

Candelaria se había esforzado a conciencia y ni una sola de las armas se había movido de su sitio, pero los nudos eran tan prietos y los metros de tela tantos que desprender de mi contorno todo aquello nos llevó un rato más largo de lo que aquel desconocido y yo habríamos deseado.

Nos mantuvimos callados los dos, rodeados de azulejos blancos y acompañados tan sólo por la placa turca del suelo, el sonido acompasado de nuestras respiraciones y el murmullo de alguna frase suelta que marcaba el ritmo del proceso: ésta ya está, ahora por aquí, muévase un poco, vamos bien, levante más el brazo, cuidado.

A pesar del apremio, el hombre de Larache actuaba con una delicadeza infinita, casi con pudor, evitando en lo posible acercarse a los recodos más íntimos o rozar mi piel desnuda un milímetro más allá de lo estrictamente necesario.

Como si temiera manchar mi integridad con sus manos, como si el cargamento que llevaba adherido fuera una exquisita envoltura de papel de seda y no una negra coraza de artefactos destinados a matar.

En ningún momento me incomodó su cercanía física: ni sus caricias involuntarias, ni la intimidad de nuestros cuerpos casi pegados. Aquél fue, sin duda, el momento más grato de la noche: no porque un hombre recorriera mi cuerpo después de tantos meses, sino porque creía que, con aquel acto, estaba llegando el principio del fin.

Todo se desarrollaba a buen ritmo. Las pistolas fueron saliendo una a una de sus escondrijos y yendo a parar a un montón en el suelo. Quedaban muy pocas ya, tres o cuatro, no más. Calculé que, en cinco, en diez minutos como mucho, todo estaría terminado.

Y entonces, inesperadamente, el sosiego se rompió, haciéndonos contener el aliento y frenar en seco la tarea. Del exterior, aún en la distancia, llegaron los sonidos agitados del comienzo de una nueva actividad.

Tomó aire el hombre con fuerza y se sacó un reloj del bolsillo.[23]

—Ya está aquí el retén de reemplazo, se han adelantado —anunció. En su voz quebrada percibí angustia, inquietud, y la voluntad de no transmitirme ninguna de aquellas sensaciones.

—¿Qué hacemos ahora? —susurré.

—Salir de aquí lo antes posible —dijo de inmediato—. Vístase, rápido.

—¿Y las pistolas que quedan?

—No importan. Lo que hay que hacer es huir: los soldados no tardarán en entrar para comprobar que todo está en orden.

Mientras yo me envolvía en el jaique con manos temblorosas, él se desató de la cintura un saco de tela mugrienta e introdujo las pistolas a puñados.

—¿Por dónde salimos? —musité.

—Por ahí —dijo alzando la cabeza y señalando con la barbilla la ventana—. Primero va a saltar usted, después tiraré las pistolas y saldré yo. Pero escúcheme bien: si yo no llegara a unirme a usted, coja las pistolas, corra con ellas en paralelo a la vía y déjelas junto al primer cartel que encuentre anunciando una parada o una estación, ya irá alguien a buscarlas. No eche la vista atrás y no me espere; tan sólo salga corriendo y escape. Vamos, prepárese para subir, apoye un pie en mis manos.

Miré la ventana, alta y estrecha. Creí imposible que cupiéramos por ella, pero no lo dije. Estaba tan asustada que tan sólo me dispuse a obedecer, confiando ciegamente en las decisiones de aquel masón anónimo de quien jamás llegaría a conocer siquiera el nombre.

—Espere un momento —anunció entonces, como si hubiera olvidado algo.

Se abrió la camisa de un tirón y del interior extrajo una pequeña bolsa de tela, una especie de faltriquera.

—Guárdese antes esto, es el dinero pactado. Por si acaso la cosa se complica una vez fuera.

—Pero aún quedan pistolas... —tartamudeé mientras me palpaba el cuerpo.

—No importa. Usted ya ha cumplido su parte, así que debe cobrar —dijo mientras me colgaba la bolsa al cuello. Me dejé hacer, inmóvil, como anestesiada—. Vamos, no podemos perder un segundo.

Reaccioné por fin. Apoyé un pie en sus manos cruzadas y me impulsé hasta agarrarme al borde de la ventana.

—Ábrala, deprisa —requirió—. Asómese. Dígame rápido qué ve y qué oye.

La ventana daba al campo oscuro, el movimiento provenía de otra zona fuera del alcance de mi vista. Ruidos de motores, ruedas chirriando sobre la gravilla, pasos firmes, saludos y órdenes, voces imperiosas repartiendo funciones. Con ímpetu, con brío, como si el mundo estuviera a punto de acabar cuando aún no había comenzado la mañana.

—Pizarro y García, a la cantina. Ruiz y Albadalejo, a las taquillas. Vosotros a las oficinas y vosotros dos a los urinarios. Vamos, todos cagando leches — gritó alguien con rabiosa autoridad.

—No se ve a nadie, pero vienen hacia acá —anuncié con la cabeza aún fuera.

—Salte —ordenó entonces.

No lo hice. La altura era inquietante, necesitaba sacar antes el cuerpo, me negaba inconscientemente a salir sola. Quería que el hombre de Larache me asegurara que iba a venir conmigo, que me llevaría de su mano allá a donde tuviera que ir.

La agitación se oía cada vez más cerca. El rechinar de las botas sobre el suelo, las voces fuertes repartiendo objetivos. Quintero, al urinario de señoras; Villana, al de hombres. No eran a todas luces los reclutas desidiosos que encontré a mi llegada, sino una patrulla de hombres frescos con ansia por llenar de actividad el principio de su jornada.

—¡Salte y corra! —repitió enérgico el hombre agarrándome las piernas e impulsándome hacia arriba.

Salté. Salté, caí y sobre mí cayó el saco de las pistolas. Apenas había alcanzado el suelo cuando oí el estruendo precipitado de puertas abiertas a patadas. Lo último que llegó a mis oídos fueron los gritos broncos que increpaban a quien ya nunca más vi.

—¿Qué haces en el urinario de mujeres, moro? ¿Qué andas tirando por la ventana? Villarta, rápido, sal a ver si ha arrojado algo al otro lado. Empecé a correr. A ciegas, con furia. Cobijada en la negrura de la noche y arrastrando el saco con las armas; sorda, insensible, sin saber si me seguían ni querer preguntarme qué habría sido del hombre de Larache frente al fusil del soldado (...)

Mientras corría frenética por el campo, mientras clavaba las uñas en la tierra y tapaba con ella el saco, mientras caminaba por la carretera; a lo largo de todas las últimas acciones de aquella larga noche, por la mente se me habían cruzado mil imágenes conformando secuencias distintas con un solo protagonista: el hombre de Larache.

En una de ellas, los soldados descubrían que no había tirado nada por la ventana, que todo había sido una falsa alarma, que aquel individuo no era más que un árabe somnoliento y confundido; lo dejaban entonces marchar, el ejército tenía orden expresa de no importunar a la población nativa a no ser que percibieran algo alarmante.

En otra muy distinta, apenas abrió la puerta del urinario, el soldado comprobó que se trataba de un español emboscado; lo arrinconó en el retrete, le apuntó con el fusil a dos palmos de la cara y requirió refuerzos a gritos. Llegaron éstos, lo interrogaron, tal vez lo identificaron, tal vez se lo llevaron retenido al cuartel, tal vez él intentó huir y lo mataron de un tiro en la espalda cuando saltaba a las vías. [24]

En medio de las dos premoniciones cabían mil secuencias más; sin embargo, sabía que nunca lograría conocer cuál de ellas estaba más próxima a la certeza. Entré en el portal exhausta y llena de temores. Sobre el mapa de Marruecos se alzaba la mañana.[25]

 

Un ateo, hijo de Lucifer

Vuelve a aparecer implícitamente de nuevo una referencia masónica en el capítulo 20 de la Segunda Parte de la novela cuando Sira -instalada en su nuevo taller, donde trabaja y reside- evoque las viejas peleas que se repetían en el comedor de la pensión, narrando el fallecimiento de uno de los huéspedes más respetados, don Anselmo. Un personaje anciano, bondadoso dispuesto a ayudar siempre a todo el mundo, maestro jubilado, y masón…[26]

—Que dice la señora Candelaria que vaya en cuanto pueda para La Luneta.

Se ha muerto el maestro, don Anselmo.

Paquito, el hijo gordo de la madre gorda, me traía sudoroso el recado.

—Vete adelantando tú y dile que voy en seguida.

Anuncié a Jamila la noticia y lloró con pena. Yo no derramé una lágrima, pero lo sentí en el alma. De todos los componentes de aquella tribu levantisca con la que conviví en los tiempos de la pensión, él era el más cercano, el que mantenía conmigo una relación más afectuosa. Me vestí con el traje de chaqueta más oscuro que tenía en el armario: aún no había hecho un hueco en mi guardarropa para el luto.

Recorrimos Jamila y yo con prisa las calles, llegamos al portal de nuestro destino y ascendimos un tramo de escalera. No pudimos avanzar más, un denso grupo de hombres amontonados taponaba el acceso. Nos abrimos paso con los codos entre aquellos amigos y conocidos del maestro que respetuosamente esperaban turno para acercarse a darle el último adiós.

La puerta de la pensión estaba abierta y antes de cruzar siquiera el umbral percibí el olor a cirio encendido y un sonoro murmullo de voces femeninas rezando al unísono. Candelaria nos salió al encuentro en cuanto entramos. Iba embutida en un traje negro que le quedaba a todas luces estrecho y sobre su busto majestuoso se columpiaba una medalla con el rostro de una virgen. En el centro del comedor, sobre la mesa, un féretro abierto contenía el cuerpo ceniciento de don Anselmo vestido de domingo. Un escalofrío me recorrió la espalda al contemplarlo, noté cómo Jamila me clavaba las uñas en el brazo. Di un par de besos a Candelaria y ella dejó junto a mi oreja el reguero de un chorro de lágrimas.

—Ahí lo tienes, caído en el mismito campo de batalla.

Rememoré aquellas peleas entre plato y plato de las que tantos días fui testigo. Las raspas de los boquerones y los trozos de piel de melón africano, rugosa y amarilla, volando de un flanco a otro de la mesa. Las bromas venenosas y los improperios, los tenedores enhiestos como lanzas, los berridos de uno y otro bando. Las provocaciones y las amenazas de desahucio nunca cumplidas por la matutera. La mesa del comedor convertida en un auténtico campo de batalla, efectivamente.

Intenté contener la risa triste. Las hermanas resecas, la madre gorda y unas cuantas vecinas, sentadas junto a la ventana y enlutadas todas de arriba abajo, continuaban desgranando los misterios del rosario con voz monótona y llorosa. Imaginé por un segundo a don Anselmo en vida, con un Toledo en la comisura de la boca, gritando furibundo entre toses que dejaran de rezar por él de una puñetera vez. Pero el maestro ya no estaba entre los vivos y ellas sí. Y delante de su cuerpo muerto, por presente y caliente que aún estuviera, podían ya hacer lo que les viniera en gana.

Nos sentamos Candelaria y yo junto a ellas, la patrona acopló su voz al ritmo del rezo y yo fingí hacer lo mismo, pero mi mente andaba trotando por otros andurriales.

Señor, ten piedad de nosotros.

Cristo, ten piedad de nosotros.

Acerqué mi silla de enea a la suya hasta que nuestros brazos se tocaron.

Señor, ten piedad de nosotros.

—Tengo que preguntarle una cosa, Candelaria —le susurré al oído.

Cristo, óyenos.

Cristo, escúchanos.

—Dime, mi alma —respondió en voz igualmente baja.

Dios Padre Celestial, ten piedad de nosotros.

Dios Hijo, redentor del mundo.

—Me he enterado de que andan sacando a gente de zona roja.

Dios Espíritu Santo.

Santísima Trinidad, que eres un solo Dios.

—Eso dicen...

Santa María, ruega por nosotros.

Santa Madre de Dios.

Santa Virgen de las Vírgenes.

—¿Puede usted enterarse de cómo lo hacen?

Madre de Cristo.

Madre de la Iglesia.

—¿Para qué quieres tú saberlo?

Madre de la divina gracia.

Madre purísima.

Madre castísima.

—Para sacar a mi madre de Madrid y traérmela a Tetuán.

Madre virginal.

Madre inmaculada.

—Tendré que preguntar por ahí...

Madre amable.

Madre admirable.

—¿Mañana por la mañana?

Madre del buen consejo.

Madre del Creador.

Madre del Salvador.

—En cuanto pueda. Y ahora cállate ya y sigue rezando, a ver si entre todas subimos a don Anselmo al cielo.

El velatorio se prolongó hasta la madrugada. Al día siguiente enterramos al maestro, con sepelio en la misión católica, responso solemne y toda la parafernalia propia del más fervoroso de los creyentes. Acompañamos el féretro al cementerio. Hacía mucho viento, como tantos otros días en Tetuán: un viento molesto que alborotaba los velos, alzaba las faldas y hacía serpentear por el suelo las hojas de los eucaliptos. Mientras el sacerdote pronunciaba los últimos latines, me incliné hacia Candelaria y le transmití mi curiosidad en un susurro.

—Si las hermanas decían que el maestro era un ateo hijo de Lucifer, no sé cómo le han organizado este entierro.

—Déjate tú, déjate tú, a ver si se le va a quedar el alma vagando por los infiernos y va a venir luego su espíritu a tirarnos de los pies cuando estemos durmiendo...

Hice esfuerzos por no reír.

—Por Dios, Candelaria, no sea tan supersticiosa.

—Tú déjame a mí, que yo ya soy perra vieja y sé de lo que estoy hablando.

Sin una palabra más, se concentró de nuevo en la liturgia y no volvió a dirigirme ni la mirada hasta después del último requiescat in pacem. Bajaron entonces el cuerpo a la fosa y cuando los enterradores empezaron a echar sobre él las primeras paletadas de tierra, el grupo comenzó a desmigarse. Ordenadamente nos fuimos dirigiendo hacia la verja del cementerio hasta que Candelaria se agachó de pronto y, simulando abrocharse la hebilla de un zapato, dejó que las hermanas se adelantaran con la gorda y las vecinas. Las contemplamos rezagadas mientras avanzaban de espaldas como una bandada de cuervos, con sus velos negros cayéndoles hasta la cintura; medio manto, los llamaban.

—Anda, vámonos tú y yo a darnos un homenaje en memoria del pobre don Anselmo, que, a mí, hija mía, con las penas es que me entran unas hambres...

Callejeamos hasta llegar a El Buen Gusto, elegimos nuestros pasteles y nos sentamos a comerlos en un banco de la plaza de la iglesia, entre palmeras y parterres. Y finalmente le hice la pregunta que llevaba conteniendo en la punta de la lengua desde el principio de la mañana.

—¿Ha podido averiguar ya algo de lo que le dije?

Asintió con la boca llena de merengue.

—La cosa está complicada. Y cuesta unos buenos dineros.

—Cuéntemelo.

—Hay quien se encarga de las gestiones desde Tetuán. No he podido enterarme bien de todos los detalles, pero parece que en España la cosa se mueve a través de la Cruz Roja Internacional.

Localizan a la gente en zona roja y, de alguna manera, la consiguen trasladar hasta algún puerto de Levante, no me preguntes cómo porque no tengo ni pajolera idea. Camuflados, en camiones, andando, sabe Dios. El caso es que allí los embarcan. A los que quieren entrar en zona nacional, los llevan a Francia y los cruzan por la frontera en las Vascongadas. Y a los que quieren venir a Marruecos, los mandan hasta Gibraltar si pueden, aunque muchas veces la cosa está difícil y tienen que llevarlos primero a otros puertos del Mediterráneo. El siguiente destino suele ser Tánger y después, al final, llegan a Tetuán.[27]]

Noté que el pulso se me aceleraba.

—¿Y usted sabe con quién tendría yo que hablar?

Sonrió con un punto de tristeza y me dio en el muslo una palmadita cariñosa que me dejó la falda manchada de azúcar glasé.

—Antes de hablar con nadie, lo primero que hay que hacer es tener disponible un buen montón de billetes. Y en libras esterlinas. ¿Te dije o no te dije yo que el dinero de los ingleses era el mejor?

—Tengo sin tocar todo lo que he ahorrado en estos meses —aclaré ignorando su pregunta.

—Y también tienes pendiente la deuda del Continental.[28]

—A lo mejor me llega para las dos cosas.

—Lo dudo mucho, mi alma. Te costaría doscientas cincuenta libras.

La garganta se me secó de pronto y el hojaldre quedó atrapado en ella como una pasta de engrudo. Comencé a toser, la matutera me palmeó la espalda. Cuando conseguí finalmente tragar, me soné la nariz y pregunté.

—¿Usted no me lo prestaría, Candelaria?

—Yo no tengo una perra, criatura.

—¿Y lo del taller que le he ido dando?

—Ya está gastado.

—¿En qué?

Suspiró con fuerza.

—En pagar este entierro, en las medicinas de los últimos tiempos y en un puñado de facturas pendientes que don Anselmo había dejado por unos cuantos sitios. Y menos mal que el doctor Maté era amigo suyo y no me va a cobrar las visitas.

La miré con incredulidad.

—Pero él tendría que tener dinero guardado de su pensión de jubilado — sugerí.

—No le quedaba un real.

—Eso es imposible: hacía meses que apenas salía a la calle, no tenía gastos...

Sonrió con una mezcla de compasión, tristeza y guasa.

—No sé cómo se las arregló el viejo del demonio, pero consiguió hacer llegar todos sus ahorros al Socorro Rojo.

 

A modo de conclusión

“Las palabras –afirma el profesor David Armitage- son medios con los que construimos nuestro mundo; no son los únicos, por cierto, pero son los instrumentos con los que lo construimos en conversación con nuestros prójimos cuando tratamos de persuadirles de nuestro propio punto de vista para justificar nuestras acciones y para atraer a los distantes e incluso a la posteridad. Pero al hablar de guerras, las palabras se blanden como armas, ya sea que la sangre esté aún caliente, ya que la batalla se haya enfriado. Las palabras que se refieren a la guerra —incluso los nombres de la guerra— son realmente discutibles, y no hay guerra de nombre más controvertible que la guerra civil”. [29]

 

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- Salueña, Jesús Albert. El Ejército de África (1939-1956), en Los Ejércitos del franquismo (1939-1975). Madrid: Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado (UNED), 2010.

- Sánchez Ferré, Pere. La Masonería y los masones españoles del Siglo XX. Barcelona: MRA. Ediciones, 2012.

- Sánchez Montoya, Francisco. Masonería en Ceuta, Origen, Guerra Civil y Represión (1821-1936). Ceuta: Editorial libros de Ceuta, 2018.

- Sueiro Seoane, Susana. “La ciudad de los espías (1940-1945): Tánger español y la política británica”. En RUHM, vol. 4, n.º 8 (2015): 55-74.

- Vázquez, Sonsoles. ¡Salam alicum, Hamido!. Algazara: Málaga, 1999.

- Velasco de Castro, Rocío. “La represión contra la población civil del protectorado español en Marruecos”. En Hispania nova. Revista de Historia Contemporánea, n.º 10 (2012).

- Zarrouk, Mourad. “Arabismo, traducción y colonialismo: el caso de Marruecos”. En Awraq, n.º XXII. (2001-2005): 425-460.

- Zarrouk, Mourad. Los traductores de España en Marruecos (1859-1939). Barcelona: Bellaterra, 2009.

- Zohra Bouaziz, Fátima. “Bernabé López: Tánger no fue un paraíso para los españoles en la Guerra Civil”. En EFE, (7 de octubre de 2021).

 

 

 

 

 

 



[1] María Dueñas, El tiempo entre costuras (Barcelona: Planeta, 2009).

[2] Vicente Moga Romero, Al Oriente de África. Masonería, Guerra Civil y Represión en Melilla (Melilla: Norma Editorial, Centro Asociado de la UNED, 2004-2005); y Francisco Sánchez Montoya, Masonería en Ceuta, Origen, Guerra Civil y Represión (1821-1936) (Ceuta: Ed. libros de Ceuta, 2018).

[3] José Antonio Ferrer Benimeli, La Masonería Hispana y sus luchas democráticas. Sueños de libertad, Oviedo, Masónica, 2022: 428-429.

[4] María Dueñas, El tiempo entre costuras (Barcelona: Planeta, 2009).

[5] Fátima Zohra Bouaziz, “Bernabé López: Tánger no fue un paraíso para los españoles en la Guerra Civil”. En EFE, (7 de octubre de 2021).

[6] Rocío Velasco de Castro, “La represión contra la población civil del protectorado español en Marruecos”, Hispania nova. Revista de Historia Contemporánea, n.º 10 (2012).

[7] José Antonio Ferrer Benimeli, «Masones del Protectorado español en Marruecos y plazas de soberanía, el 18 de julio de 1936», Actas del Congreso Internacional «El Estrecho de Gibraltar» Ceuta 1987, Madrid: ed. E. Ripoll Perelló, 1988, III.

[8] A esta cuestión dedico un capítulo más extenso en mi último libro Franco y la Masonería. Un terrible enemigo que no se rinde jamás (Oviedo: Masónica, 2022), 123-158.

[9] “Los sublevados, dice Candelaria, se han ensañado a conciencia con todos los que tenían algo que ver con la masonería. A algunos les metieron un tiro en la cabeza entre las mismas paredes del local en donde se reunían; los más afortunados huyeron a todo correr a Tánger o a la zona francesa. A otros se los llevaron para el Mogote y cualquier día los fusilan y a tomar viento. Y probablemente unos cuantos anden escondidos en sótanos, buhardillas y zaguanes, temiendo que cualquier día alguien dé un chivatazo y los saquen de sus refugios a culatazo limpio” (Dueñas, 133-134)

[10] En el comedor de la pensión se repetían cada día, entre otros insultos los siguientes epítetos: rojo vicioso; vieja meapilas; hijo de Lucifer; tía vinagre; ateo; degenerado; masón asqueroso; y adorador de Satanás.

[11] Dueñas, 99 - 101.

[12] Dueñas., 102- 103.

[13] Dueñas, 110-121.

[14] El 9 de febrero de 1939, cuando las tropas franquistas habían completado la ocupación de Cataluña, se promulgó la Ley de Responsabilidades Políticas, un nuevo instrumento de la política represiva del Régimen. En su preámbulo, se establecía que el objetivo de esa nueva Ley era: “Liquidar las culpas (…) contraídas por quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la sublevación roja, a mantenerla viva durante más de dos años y a entorpecer el triunfo providencial e históricamente ineludible del Movimiento Nacional”. De este modo, podrían convivir en España quienes habían luchado para salvar la Patria y la civilización y quienes borrarían "sus yerros pasados mediante el cumplimiento de sanciones justas y la firme voluntad de no volver a extraviarse”. En el artículo primero, se decía: “Se declara la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas, que desde el 1º de octubre de 1934 y antes del 18 de julio de 1936 contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima España y de aquellas otras que a partir de la segunda de dichas fechas se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o pasividad grave”.

[15] La Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo (1 de marzo de 1940) que sufrieron los masones en la España de Franco, junto con la Ley de Responsabilidades Políticas (9 de febrero de 1939) y la Ley de Seguridad del Estado. La dictadura promulgó una serie de leyes especiales, con un complejo entramado represivo, como las Juntas de Incautación de Bienes, el Tribunal Especial contra la Masonería y el Comunismo, los Tribunales de Responsabilidades Políticas y posteriormente el Tribunal de Orden Público cuya documentación se ha conservado en el Centro Documental de la Memoria Histórica y en otros archivos estatales. Juan José Morales Ruiz, La publicación de la Ley de Represión de la masonería en la España de postguerra (Zaragoza: Editorial Fernando El Católico, 1992). 

[16] Dueñas, 122-134.

[17] El 29 de marzo de 1941 se publicó en el Boletín Oficial del Estado la Ley de Seguridad del Estado por la que el régimen franquista institucionalizaba y legalizaba algunos de los mecanismos de represión y limitación de las libertades que más le caracterizaron. La ley se dividía en doce capítulos según el tipo de delitos a los que hacía referencia y algunas consideraciones generales al final. El primer capítulo definía todo tipo de actividad que atacase al régimen franquista, al ejército, o a los símbolos nacionales, destacando el delito de traición a la patria y la tenencia de armas. Para algunos de estos delitos se aplicaba la pena de muerte.

[18] Vicente Moga Romero, Al Oriente de África. Masonería, Guerra Civil y Represión en Melilla (Melilla: Norma Editorial, Centro Asociado de la UNED, 2004-2005); y Francisco Sánchez Montoya, Masonería en Ceuta, Origen, Guerra Civil y Represión (1821-1936) (Ceuta: Ed. libros de Ceuta, 2018).

[19] Dueñas, 133 -134.

[20] El antiguo campo de concentración del Mogote, situado en las afueras de Tetuán fue, junto con el campo de Zeluán (cerca de Melilla) fue el primero de los que construyó el bando golpista. Este centro de hacinamiento fue organizado siguiendo el modelo de los campos de concentración nazis. Debido al calor, los trabajos forzados, las torturas, la falta de alimentación y los fusilamientos arbitrarios, se convirtió en un verdadero infierno donde los presos morían en masa. El campo de concentración de Zeluán estaba ubicado en la alcazaba, a unos treinta kilómetros de Melilla. La alcazaba tenía la forma de un cuadrilátero, de unos 200 metros de largo cada lado, con torres defensivas dispuestas a lo largo de todo el perímetro y una serie de edificaciones construidas en el interior. Zeluán pertenece a la comarca de Guelaya, en la provincia de Nador, en la orilla sur de la gran albufera conocida como Mar Chica por los españoles, o como Bu Erg por los marroquíes. Las mujeres fueron concentradas en el Fuerte de Victoria Grande de Melilla que, sin embargo, siempre tuvo la consideración de prisión. Estuvo en funcionamiento desde el 19 de julio de 1936 hasta, al menos, abril de 1939.

[21]Félix Ramos Toscano y Pedro Jesús Feria, Camino hacia la tierra olvidada. Guerra Civil y represión en el Protectorado español de Marruecos, 1936-1945 (Sevilla: Foro por la memoria histórica de Andalucía, 2016). Y Valeria Aguiar Bobet, La masonería española en Marruecos (Santa Cruz de Tenerife: Ediciones Idea, 2020).

[22] Dueñas, 135-150.

[23] Dueñas, 145.

[24] Velasco de Castro, Rocío, “La represión contra la población civil del protectorado español en Marruecos”, Hispania nova. Revista de Historia Contemporánea, n.º 10 (2012).

[25] Dueñas, 149.

[26] Dueñas, 230- 236.

[27] Susana Sueiro Seoane, “La ciudad de los espías (1940-1945): Tánger español y la política británica”, RUHM, vol. 4, n.º 8 (2015); Bernabé López García, El frente de Tánger (1936-1940) (Madrid: Marcial Pons, 2021); y Fátima Zohra Bouaziz, “Bernabé López: Tánger no fue un paraíso para los españoles en la Guerra Civil”, EFE, Rabat, (7 de octubre de 2021).

[28] El Hotel Continental está en 36 Rue Dar Baroud, Tánger, a pie de playa, cerca de la medina y a cinco minutos del puerto, ofrece vistas panorámicas a la bahía del Mediterráneo. Alberga salones de estilo marroquí con mosaicos tradicionales, y ocupa un edificio del siglo XIX declarado patrimonio nacional.

[29] David Armitage, Las guerras civiles. Una historia en ideas (Madrid: Alianza Editorial, 2018), 181-182.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan José Morales Ruiz

2 de noviembre de 2022

Con el libro Prohibido fijar carteles, Manuel Valero Gómez (Alicante, 1986), obtuvo el III Premio de Poesía de la Facultad de Filología de la UNED, que ahora edita el volumen. Doctor en Filología Hispánica, crítico y poeta, tras una dilatada trayectoria como investigador, ofrece en este poemario una estimulante visión del mundo contemporáneo averiguado en su cotidianeidad y en su apariencia habitual, que examina, con intención crítica y socialmente comprometida, desde la ironía e incluso el sarcasmo. Y lo consigue con una palabra poética dúctil y muy expresiva, brillante y demoledora, mientras su verso se amolda a las exigencias del guion variando en los recursos expresivos, paralelismos y anáforas desplegadas en poemas admirablemente construidos.

Si hay decepción ante nuestro mundo actual, el poeta se revela y resiste con su palabra y con una decidida fluidez expresiva, mientras los maestros, como si de manes clásicos se tratase, protegen al poeta y a sus creaciones: desde Rimbaud o Nicanor Parra y Pier Paolo Pasolini a Luis García Montero o Miguel Hernández, establece Manuel Valero su posición irreductible ante una realidad que descubre con asombro pero que retrata con severidad.

Incluso cuando se plantea una didáctica de la historia, el poeta se enfrenta a nuestro habitual discurrir con la intención de evidenciar, a través de las cuatro partes  y un poema final en que el libro se organiza, cuánto hay de sórdido y repetido en nuestra pobre existencia cotidiana: “Fuera de servicio”: “Instrucciones para tomar el metropolitano”; “A quemarropa”: “Una soledad sin rostro nos asesina”; “Prohibido fijar carteles”: “Responsable la empresa anunciadora”; “Postales perdidas”: “Correos y Telecomunicaciones”; y el “Final”: “Epílogo para (des)empleados”, que concluye un mundo expresivo que ha ido nutriéndose en la sátira de nuestro tiempo conforme el poemario ha ido avanzando hacia su destino, en la lucha permanente que ha hecho posible este libro entre el yo lírico y su interior y las exigencias del espacio vital en el que se ha ido planteando su acceso a esa visión de la realidad que, con tanta entereza y eficacia, ha forjado el libro.

Como señala el prologuista del volumen, Guillermo Laín Corona, este es un libro especial porque el poeta ha sabido hacer confluir en él la intimidad y el compromiso, de manera que reformula en cierto modo la historiografía literaria porque es un poemario neosocial, neoexistencialista, neolírico… y asegura que los poemas de este libro con su anclaje en la tradición no están exentos de modernidad: “Un repaso de la existencia con mucho existencialismo y con no poco fondo de armario literario”. Y mucho más es este libro: sobre todo porque su propuesta es muy original, revitalizadora e innovadora y la forja de su espíritu es solidaria con una visión que atrae al lector por su constante acierto en el compromiso personal mientras que la expresiva palabra poética va descubriendo sentimientos de admiración y al mismo tiempo repulsa ante este complejo mundo de hoy tan vivamente retratado a lo largo del libro.

Estilísticamente, el poeta acierta cuando desarrolla sus poemas con una insistencia en los espacios y en las pausas, que van deteniendo al lector en las palabras clave de cada representación poética, de manera que su original vocabulario y la cohesión de su semántica fortalecen representaciones que destacan por su solidez, pero también por la severidad de sus censuras.

Manuel Valero Gómez no está enfadado contra el mundo pero lo analiza con prevención constante y busca en sus lecturas de apasionado filólogo apoyos para sobrevivir entre las adversidades que va descubriendo y denunciando, hasta el punto de que la intertextualidad en este libro es fortalecedora y desde luego creativa y eficaz: heridas, astillas, calle, miseria, todo alrededor de la intimidad, mientras nuestro autor establece, en un poema antológico, la poética del presente y se plantea para qué sirve la poesía  ante un mundo  que se desenvuelve en la lógica del asedio, entre la estética y la ética, mientras las preguntas se agolpan para entender la historia y la violencia hasta llegar a esa prohibición de fijar carteles que se sublima en su simbolismo vital en el ámbito de un universo convulso hasta borrar el nombre del poeta.

En Prohibido fijar carteles, el poeta ha creado un libro solidario y complejo que ha enriquecido con la multiplicidad de las experiencias enfrentadas a las propias inquietudes y pasiones de su yo lírico, hasta el punto del que el libro se convierte en una continuada lección de convivencia con los demás, con lo heredado y con el propio imaginario, adquirido en la reflexión de propuestas literarias que ejercen su influencia poema tras poema en este libro tan singular.

 

Manuel Valero Gómez, Prohibido fijar carteles, III Premio de Poesía de la Facultad de Filología de la UNED, Madrid, Editorial UNED, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Francisco Javier Díez de Revenga

Publicado en la colección “Historiadores de la Masonería” el libro Franco y la Masonería. Un terrible enemigo que no se rinde jamás del profesor de Historia Contemporánea de España en el Centro de la UNED en Calatayud, fue presentado en el Ateneo de Cádiz, durante la celebración del II Seminario Internacional de Historia de la Masonería, organizado por el Centro de Estudios Históricos de la Masonería Española (CEHME) de la Universidad de Zaragoza.  

“Francisco Franco Bahamonde – escribe Juan José Morales-  el Generalísimo, el Caudillo, el dictador: nunca fue masón, pero estaba obsesionado con la masonería y los masones. De hecho, fue el único Jefe de Estado que firmó una ley implacable para la persecución de los masones. Recién acabada la guerra civil y durante toda su vida repitió insistentemente en numerosos discursos y en más de un centenar de artículos –curiosamente firmados con distintos seudónimos- que había que estar en guardia contra las acechanzas de un extraño contubernio judeo-masónico-comunista, basado fundamentalmente en rancias, pero muy eficaces teorías conspiratorias. En España prevalece todavía la visión más oscura de la masonería; como la de un ente secreto, satánico e infernal, causante de todos los males. Esta visión estaba tan arraigada en la mente de muchos españoles- y probablemente aún lo esté- que por eso los masones tuvieron que esperar unos cuantos años después del fallecimiento de Franco, para poder regresar del exilio. Y algo que también parece muy significativo: la masonería no fue legalizada hasta dos años después que el Partido Comunista de España (PCE). Franco, no podía dormir tranquilo porque estaba convencido de que la Masonería es un terrible enemigo que no se rinde jamás. Esa era la peor de sus pesadillas”.

El profesor Juan José Morales Ruiz se ha especializado en el tema del discurso antimasónico y la represión de la masonería en la guerra civil y durante el franquismo. Es miembro del Centro de Estudios Históricos de la Masonería Española (CEHME) de la Universidad de Zaragoza. En la misma editorial (Masónica.es) ha publicado Palabras asesinas. El discurso antimasónico en la guerra civil española.

Escrito en Sólo Digital Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

 

Hay obras literarias que conforman un cosmos: órbitas lunares, astro que rige, satélites, influencias, meteoritos… Obras literarias que son, acaso, la propia biografía del autor, sin que se trate de textos autobiográficos al uso. La de Marguerite Duras es una obra altísima, con una profundidad renovada, con una intensidad de bosquejo impresionista que nunca sacia del todo la sed. Como las grandes historias. María Cecilia Salas Guerra, psicóloga y profesora de la Universidad de Antioquia y doctora en problemas del pensar filosófico de la Universidad Autónoma de Madrid, es la autora de un ensayo en el que se adentra en el significado último de la escritura de la autora francesa: Marguerite Duras. Escribir la parte de sombra (editorial Swann).

 

“La obra de Marguerite Duras es tremendamente visual”

 

- La sombra de Duras, ¿es alargada, espesa, intermitente...?

- La obra de Marguerite Duras es tremendamente visual. Con palabras, pinta, fotografía y hace montajes con los paisajes, los estados de ánimo, los eventos grandes y pequeños que marcan su vida, o que dan lugar a sus relatos. Podemos decir que su escritura arroja una sombra intermitente que, como el claroscuro, agrega luz y sombra, y nos da la sensación de volumen y profundidad: da vida a las palabras, atiende a la fugacidad de las vislumbres, a esa mirada pasajera que reclama una escritura sutil, marginal, blanca, en la que se atesoran las huellas de acontecimientos nimios pero decisivos, abiertos a infinitos campos de posibilidades, en los que la escritura recomienza con cada libro.

 

- ¿Cómo hacer de la sombra de cada cual un hontanar de inspiración, de creación?

- En su condición de artista, Duras muestra que cada uno hace lo que puede con su parte de sombra, y para ello no existe una clave o una receta. Escribir es algo que se le impone a la escritora como un acto irrenunciable, que la conduce por «lugares pantanosos en los que no se puede apoyar el pie». Su obra, entonces, es un modo singular de hacer con la parte de sombra, es una versión con múltiples aristas y matices, que atrapa o expulsa al lector, y cuando lo atrapa lo exilia de sí mismo o al menos le permite verse un poco desde fuera, atender a ciertas vivencias, escucharse de otro modo, desalojar uno que otro prejuicio.

 

“Escribiendo, Duras se entrega a la soledad, al silencio, a la brutalidad de la vida”

 

- ¿Qué es lo que más le fascina de la obra de Marguerite Duras? ¿Qué hace de ella una autora tan reconocible, indispensable?

- Sorprende esa manera tan suya de tejer la vida en una forma de escritura que es eminentemente femenina, y que constatamos no solo en las novelas sino también en los ensayos, en las conversaciones y en los guiones cinematográficos. Asistimos a un tejido indiscernible que nos interpela, sobre todo en cuanto al deseo no sabido, a la feminidad inatrapable en las redes del saber, a los oscuros lazos familiares, a la convulsa infancia, entre otras experiencias igualmente vitales para cualquier lector.

De igual modo, resulta excepcional la precisión y la sutileza con la que Duras recrea la experiencia de la locura, del arrebato y del exilio, tan frecuentes en sus personajes, por el mismo hecho de que son bastante corrientes en la vida misma.

Escribiendo, Duras se entrega a la soledad, al silencio, a la brutalidad de la vida; se expone al no saber, al enigma de la existencia: muestra con palabras esa otra región, y lo hace sin saber cómo, sin método, por eso no escribe libros «encantadores, sin poso alguno, sin noche. Sin silencio». Ella reivindica los «libros que se incrusten en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento». (Duras, Escribir) O, como advierte en Los ojos verdes: «Escribir es no poder evitarlo, no poder escaparse de ello. Veo [al escritor] bregando consigo mismo, por esos lugares movedizos que lindan con la pasión, imposible de cercar, de ver, y de lo que nada puede librarle. (…) La desdicha maravillosa es quizá aquella tortura, esta invocación que no deja descanso alguno, ese arrebato de uno que le hace sentirse abandonado y perdido cuando termina el libro. Tú lo sabes. Ser para sí mismo su propio objeto de locura y no volverse loco por ello. Eso podría ser la desdicha maravillosa».

 

- Usted dice que el acto de leer es un acto de escucha. ¿En algún momento, el texto, además de hablarnos, nos escucha?

- Leer es un paciente acto de escucha, es decir, de cierto vaciamiento, no de otro modo es posible una mínima receptividad ante el misterioso acto de escribir llevado a cabo por otro ser humano, cuya existencia estuvo tomada por la necesidad apremiante de decir, evocar, reelaborar, hasta sostenerse casi prioritariamente en las palabras, cual funambulista. Leer es escuchar el acto de escribir, que consiste en «callarse y hablar» a la vez.

En ese sentido, el acto de escuchar, como el acto de mirar, es casi siempre de ida y vuelta. Leyendo, de repente somos escuchados por el relato, así como ante la imagen, de repente, somos mirados. En ambos casos, se puede decir que somos certeramente interpelados, que salimos del libro o de la imagen siendo otros.

 

- La obra de Marguerite Duras está “poblada de personajes arrastrados por el desierto del deseo”. ¿Cuándo —de haber esa ocasión— conviene no atender al deseo?

Aunque es la esencia del hombre, el deseo es, habitualmente, no sabido, enigmático, de ahí que no se confunde con las ansias, las necesidades o las aspiraciones. El ser humano es causado por el deseo, tomado por él, como una fuerza que lo empuja y que, eventualmente, casi siempre a posteriori, se despeja un poco. Algunos personajes de Duras se abandonan a esa fuerza oscura que es el deseo, se arrojan hasta la catástrofe incluso, tal como podemos verlo en Lol V. Stein, en el Vicecónsul o en Anne-Marie Stretter, entre otros.

 

“Escribir la infancia es también inventar un lugar en el mundo”

- ¿Hasta qué punto uno puede «escribir la infancia» (toda vez que se cambia de apellido para arraigar aún más su nombre en ella)?

- Escribir la infancia es, para Marguerite Duras, evocar, re-construir, ficcionar, arrojar un poco de luz sobre esa región que es determinante de la vida, pero de la cual apenas sobreviven restos inconexos y destellos que, al escribirlos, atraviesan o perfilan la parte de sombra en la que los seres hablantes se hallan un poco exiliados de sí mismos. Escribir la infancia también es inventar un lugar en el mundo, poblar una geografía antes inexistente, imaginar un origen, traer a colación ciertos rasgos de la madre o del padre…

 

- ¿Qué aporta conocer la vida del autor cuando uno lee su obra? ¿De qué manera la condiciona?

- De la vida de un autor se pueden conocer algunos hechos, narrados por él mismo, casi siempre con matices y diferencias cada vez que los evoca; o referidos por los biógrafos, en el propósito de hacer un homenaje o de evidenciar algunas claves para acercarse a la obra. Pero en alguna medida la biografía es «ofrenda vana» —como dice Pascal Quignard—, y la autoexposición o autobiografía es, en buena medida, autoficción. Por tanto, la vida del autor no se conoce plenamente, y como lectores estamos ante unos personajes que tampoco llegamos a conocer a cabalidad. La misma Duras afirma que no puede conocer a su criatura Lol V. Stein y el lector tampoco: ella deambula, aparece y desaparece, solo la vemos en su errancia, hasta ser presas nosotros mismos de ella, es decir, somos perseguidos y mirados por Lol, como una presencia silenciosa que desconcierta e incita el decir y la especulación de otros, díganse otros personajes que la miran o los lectores que no logran definirla. Tampoco podemos conocer al Vicecónsul, de quien solo nos llegan sus gritos, porque está claro que grita y aúlla como quien reza, del mismo modo que dispara por las noches contra Lahore y contra la India en descomposición, porque no puede hacer otra cosa, dispara para matar por matar.

 

“Todos vivimos en el exilio”

 

- Si tuviera que escoger una de las obras de Duras, ¿Cuál sería y por qué?

Elegiría El Vicecónsul. En primer lugar, porque en esta novela la autora revisita y extiende las geografías de la infancia, que había recreado en Dique contra el pacífico —el libro preferido de Duras al final de su vida—, ampliando en esta ocasión su mirada sobre los efectos del colonialismo: el hambre, la miseria, el exilio. En segundo lugar, porque la autora construye una voz narrativa masculina, la de Peter Morgan, que es quien escribe, y aparece tanto o más implicada que la voz narrativa de Jacques Hold, que escuchamos en El arrebato de Lol V. Stein. Y, en tercer lugar, porque en esta novela se muestra la locura, el extravío y la llamada lepra del corazón con un refinamiento casi clínico. El Vicecónsul nos muestra que, para decirlo con los versos de Henri Luque Muñoz: “Todos somos discapacitados, / Todos vivimos en el exilio, / Todos somos la noche, / Llevamos el misterio en la cara…”

 

- ¿Usted diría que fue una mujer feliz?

- Su obra nos muestra una mujer consecuente con el arduo deseo de escribir, hasta las últimas consecuencias, tanto, que Lacan se pregunta si la «caridad sin grandes esperanzas con la cual Duras anima sus creaciones, no proviene de la fe que usted tiene de sobra cuando celebra las bodas taciturnas de la vida vacía con el objeto indescriptible». Fiel y consecuente con la escritura, con las palabras, hasta el momento final de su vida, tal como podemos leerlo en Esto es todo, hecho a partir de los esbozos intensos y lacónicos que le dictara a su incondicional compañero, Yann Andrea: “A veces estoy vacía durante mucho tiempo./ Existo sin identidad./ (…) / La felicidad es lo mismo que decir, un poco muerta./ Un poco ausente del lugar donde hablo. / (…) Cuando escribo, estoy en la misma locura que cuando vivo./ Me reúno con masas de piedra cuando escribo. Las piedras de la Presa / (…) / Escribir durante toda la vida, eso enseña a escribir. Eso no salva de nada.” 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

10 de octubre de 2022

Quizás la historia de la filosofía, como cualquier historia, deba reescribirse continuamente. Cada momento contempla el pasado desde su propio punto de vista. Y mirar hoy la historia de la filosofía desde una óptica diferente constituye una experiencia única, una aventura sugestiva que nadie ha vivido antes. Exige leer un texto envejecido por los años que esconde un mensaje oculto que debemos descifrar. Y eso pretende hacer aquí nuestro compañero de viaje, cuando conversa con los sabios de antaño y con los lectores de hogaño, un encaje de bolillos que quiere ser fiel a la imagen de siempre, pero reeditándola con las investigaciones recientes para así obtener una imagen nueva que refleje el estado de la cuestión.

Juan Padilla es un profesor de la UDIMA que ha escrito libros sobre Henri Bergson y sobre la escuela de Madrid. Su tesis doctoral, dirigida por Heliodoro Carpintero, versó sobre Antonio Rodríguez Huéscar. Ha trabajado en la edición de las obras completas de Ortega por la Fundación José Ortega y Gasset e investiga hoy sobre temas de muy distinta índole. Es un filósofo por vocación que vive en la filosofía, para quien toda la historia del pensamiento occidental interpela al hombre de hoy, que, por más que lo intente, no puede permanecer de espaldas al desafío máximo de la condición humana y a las preguntas que se hace cuando se enfrenta al sentido y al sinsentido de todo, abrumado por el vértigo del abismo.

Este grueso volumen de setecientas páginas es algo más que un libro de texto. Además de exponer en pocas palabras las ideas de cada escuela y de cada filósofo, con objetividad, con rigor y con las explicaciones necesarias para entenderlas, aporta algunas claves que van descubriendo el sentido general de los cambios de rumbo que se suceden en el tiempo, como el tránsito de la Grecia clásica a la época helenística, el encuentro (o desencuentro) del cristianismo naciente con la Antigüedad pagana, el Renacimiento y la reforma protestante o el surgimiento de la modernidad y de la posmodernidad. Pero no se contenta con ello, sino que además fotografía el contexto en el que las ideas nacen, viven y mueren. Quizás se deba a la influencia de Ortega esta sensación que transmite al lector de que la filosofía vive en la historia, de que tiene que hacerse a sí misma, concebir proyectos en cuya ejecución se topa con facilidades y dificultades. Y todo ello se puede explicar y entender haciendo uso de la razón.

Consciente de que su discurso tiene un argumento, no puede evitar poner un cierto orden en lo que en sí mismo es caos. Y esta dación de forma en una materia informe supone un disimulado acto de creación personal (patente desde las primeras líneas para el lector avisado) que excita la curiosidad. Todo un magma de ideas ajenas que el autor ha repensado en la soledad sonora de su más íntimo ser y que en cierto modo hace suyas.

Aunque es imposible ser especialista en todo, para que este acto de atrevimiento sea fructífero debe abarcar la filosofía (occidental) en su conjunto, porque cualquier idea es antecedente o consecuente de otra. Y el crítico, que no cree en el progreso del pensamiento, debe exponerla teniendo en cuenta lo que hubo antes y lo que vendrá después. Advertir de la relación de cada uno de los elementos del sistema con todos los demás es lo que dota de fuerza y vigor a un relato como este.

El título anuncia ya una toma de postura. Sustituir la denominación tradicional de filosofía por pensamiento supone ensanchar el campo de estudio con incursiones en la ciencia y en la religión para acercarse a lo que Arthur Lovejoy llamó historia de las ideas. Y aludir a las desventuras de la razón implica ser consciente de la relación de amor/odio que, a pesar de los pesares, liga a ésta con la filosofía. Corta sin contemplaciones el autor cualquier cordón umbilical que lleve a confundir la filosofía con la religión. Si aquella es por su propia naturaleza racional, esta “se apoya siempre en algún modo en una vivencia, en una teofanía, en una fe, en una revelación trascendentes que el hombre recibe de la divinidad pero no descubre por sus propios medios” (p. 15). Pero esta declaración de principio no podrá impedir que el irracionalismo se entrometa en la ansiada racionalidad filosófica, unas veces desde ciertas  religiones, otras desde la mística y en el pasado inmediato desde la propia filosofía.

Muchas maneras de pensar deambulan por las páginas del libro: las religiones mistéricas, los sofistas, las escuelas socráticas, los gnósticos, apologistas y Padres de la Iglesia, los escolásticos, los humanistas, los ilustrados, los positivistas y neopositivistas. Dentro de este enjambre abigarrado del pensamiento occidental no se le escapa al autor que hubo quienes cultivaron formas de ser y de vivir al margen de la racionalidad dominante, tachadas casi siempre por los depositarios de la ortodoxia y de la ortopraxis, pese a lo cual una y otra vez renacen de sus cenizas componiendo una corriente subterránea y variopinta de ideas que se resiste a morir y a la que la historia reservará el lugar que le corresponde. Místicos de la primera Edad Media, como el pseudo Dionisio o Máximo el Confesor, y del siglo XIV como el maestro Eckhart y sus seguidores, filósofos perseguidos, como Amaury de Bène o Siger de Brabante, hacen acto de presencia por derecho propio.

Escrito por un español, este libro presta atención a una filosofía española despreciada y silenciada por los nacionales, profesores e investigadores que dirigen su mirada hacia las grandes figuras, de antes y de ahora, nimbadas por la fama y encumbradas por la tradición. Sin embargo, Isidoro de Sevilla llena en Europa todo el siglo VII, Domingo Gundisalvo, Juan Hispano y la escuela de traductores de Toledo propician la recepción en la Universidad de París de la sabiduría antigua en el siglo XIII, los filósofos de al-Ándalus, musulmanes y judíos, Ibn Hazm de Córdoba, Ibn Gabirol, Ibn Arabi de Murcia y otros muchos rayan a la máxima altura en su tiempo y en toda la posteridad. Y, sobre todo, Averroes y Maimónides fuerzan el salto a una nueva escolástica de raíz aristotélica sobre la que se edificarán la ciencia y la filosofía modernas. En este sentido, merecen un lugar destacado en el Olimpo los filósofos del siglo XX Unamuno, Ortega y la escuela de Madrid.

Si los manuales al uso son oscuros y pesados, esta historia es nítida, cristalina, porque lo explica todo, y además lo hace con un estilo literario de gran belleza. Escribir, aunque sea de filosofía, es escribir bien, escribir como se habla, para que el lector goce cada momento del placer del texto. Aunque al filósofo le va la vida en ello, filosofar también es gozar, y el autor lo sabe bien.

El libro es atractivo tanto para el neófito como para el iniciado. Al primero sirve para hacerse una idea muy completa de cuáles son las líneas maestras del pensamiento occidental, que verá explicadas con claridad y al mismo tiempo con todo el rigor, huyendo de las deformaciones divulgativas al uso. Quien conozca la filosofía de Platón o Schopenhauer también disfrutará leyendo entre líneas y descubriendo sutilezas, nuevas interpretaciones, datos históricos relevantes e incluso filósofos hasta ahora poco conocidos.

Juan Padilla es orteguiano, quizás el último filósofo de la escuela de Madrid, que además se siente orgulloso de serlo. Y, con ello, da vida a una filosofía de otra época, que marcó a fuego durante mucho tiempo la historia intelectual de España, y no sólo de ella. Desde el momento presente, fiel a sí mismo y a su punto de vista, reactualiza una manera de hacer filosofía y de entender la tradición que abre nuevas vías para la comprensión de los problemas eternos.

El libro no llega hasta el día de hoy, porque el autor alberga el convencimiento de que sólo se puede hacer historia del pasado y, por tanto,  serán otros quienes en el futuro cuenten lo que está sucediendo ahora. A pesar de todo, despierta la curiosidad del lector, que quiere saber dónde y cómo termina el relato, después de un siglo XX caótico e ininteligible. Pues bien, sin querer desvelar el desenlace, entre las últimas corrientes de pensamiento y de la ciencia inserta el autor un capítulo dedicado a  la ciencia de las religiones y la teología, en el que trata del surgimiento de la nueva fenomenología de la religión y de la crisis del modernismo dentro de la teología católica.

Mezcla de tradición y originalidad, esta historia, filosófica o crítica, de la filosofía occidental, será una fuente de estudio e investigación a la que habrá que volver una y otra vez para contrastar con el autor los descubrimientos, nuevas ideas, hipótesis y corazonadas que vayan apareciendo a lo largo del camino, porque la filosofía no se puede separar de su historia.

 

Juan Padilla, Aventuras y desventuras de la razón. Historia del pensamiento occidental, Centro de Estudios Financieros, Madrid, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Florentino Alaez Serrano

Una de las antologías más famosas del XX en castellano fue la que compiló José María Castellet en 1970. Nueve poetas agrupados en la “coqueluche”, los más jóvenes, con querencia a la cultura pop y contracultura (Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, Guillermo Carnero, Ana María Moix y Leopoldo María Panero) y los «senior», feligreses de la cultura clásica: Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión y José María Álvarez.

Licenciado de Filosofía y Letras, desde que publicase su primer poemario (Cuadernos de arte y pensamiento, 1959), José María Álvarez (Cartagena, 1942) ha ido tejiendo una colosal obra, a lo largo de treinta años, que ha reunido bajo el epígrafe Museo de cera, con diferentes ediciones y sus pertinentes ampliaciones. Poeta épico, los suyos son versos que cantan a los clásicos, haciéndolos cuaderno de bitácora en un mundo en decadencia. Un deseo tumultuoso, con voluptuosidades obscenamente hermosas, un apurar la vida en sus vertientes más hedonistas, una constante reivindicación de la memoria y de la cultura pueblan sus poemas, traducido a numerosos idiomas.

Traductor de Cavafis, Stevenson, Jack London, Shakespeare, Hölderling o Maikovski, entre otros, su novela La esclava instruida obtuvo el Premio Sonrisa Vertical (1992). Ha conocido (e intimado) con alguno de los autores imprescindibles del XX, como Cioran, Borges, Onetti, Octavio Paz o Raymond Aron. Viajero inmarcesible, siente debilidad por Venezia o Istambul—como gusta escribir—, París o Cartagena.

 

- Recuerdo una de mis primeras entrevistas, con Buero Vallejo, que me confesó que estaba un tanto harto de que, cincuenta años después, se le siguiera conociendo y preguntando por Historia de una escalera, como si no hubiera escrito nada más en su vida. A usted, que le pregunten por los Novísimos, ¿le irita, le hastía, le enorgullece?

- A mí me da lo mismo. Agradezco haber sido incluido en ese libro, porque
—sin duda— nos sirvió para ocupar un espacio que nos hizo más conocidos. Lo importante, culturalmente, es ver hoy qué queda y a dónde ha llegado cada uno de los antologados.

 

“El ser humano se ha vuelto más domesticado”

- Pienso en textos de Miller, de Lawrence, de Witkopp (acaso la última escritora libertina), Sade o Apollinaire. Me llevan, de otro modo, a su espléndida novela La esclava instruida, y no estoy segura de que, de nuevas, alguien publicase un texto así. ¿Nos hemos vuelto más pacatos?

- Más pacatos, no… Más domesticados —y espero no incluirme en esa masa—, sí. Es inconcebible cómo gran parte de la sociedad ha aceptado esta especie de lobotomía sexual que arrasa lo que verdaderamente somos, lo que es el ser humano. Pero, bueno, no es sino uno más, aunque puede que esencial, de los crímenes incesantes de la intelligentsia y los gobiernos, como toda esa patraña de la ideología de género, la falsificación de la Historia, la destrucción de la Memoria. En fin… el basurero en que han convertido el vivir.

 

“El deseo ha hecho posible una vida digna”

“Como la hiedra a una pared vieja / el deseo se agarra a mi alma”. ¿Qué papel ha de desempeñar el deseo en nuestras vidas?

- La ha hecho posible, quiero decir, como vida digna.

- Me resulta curioso que titulase su obra completa Museo de cera, porque sus poemas están vivos, apasionados, vehementes, lo contrario a que quietud mórbida que convoca un Museo de cera…

- En realidad, fue el título que nació al mismo tiempo que el primer poema de ese libro, allá por el verano de 1960, en París. Y puede que sea lo que, en realidad, es Museo de cera: un museo. Y «de cera» porque es en lo que estamos convirtiéndonos. Se ve que fue una premonición.

 

“No creo que pueda haber ética sin adoración de la belleza”

- Leyéndole, da la impresión de que antepone la belleza, la estética, a la ética…

- Todo es lo mismo. Yo no creo que pueda haber ética sin adoración de la belleza, sin lo más alto que podamos conseguir estéticamente, sin el constante decantar la cultura.

 

- Como tantos otros intelectuales, usted orbitó en el Partido Comunista. ¿La cuestión es estar siempre frente al poder? ¿De qué modo ha de comprometerse políticamente un poeta —si es que ha de hacerlo—?

- En los viejos años 60 —y he escrito mucho sobre esto— y en España, el Partido Comunista era la única oposición al régimen. Y, además, éramos muy ignorantes, muy fácilmente manipulables. En Francia sucedía lo mismo, y en casi todas las naciones… menos las que estaban sufriendo el horror, horror que se nos ocultaba. Pero, de todas formas, mi labor como «compañero de viaje» fue muy corto y lleno de dudas; desde los setenta, lo que he ido siendo, e in crescendo, es un anticomunista feroz. He contado sobre todo esto en mis libros La insoportable levedad de la libertad, Los decorados del olvido y Manifiesto de Villa Gracia.

 

- “Oh, ebria la Fortuna”, canta uno de sus versos. ¿Se puede vivir sin dioses? ¿A qué precio?

- Creo que no. De todas formas, de lo que se trata es de formas de adoración, y yo, lo que siento más cercano a mí en esa literatura fantástica, son aquellas del antiguo mundo griego. Desde luego, lo que no se puede es vivir sin adoración de la trascendencia.

 

“No concibo la vida sin épica”

- “Oigo los hierros de la Ilíada…” ¿Puede ser épica una vida vivida en el siglo XXI?

- Yo no entiendo, no concibo la vida sin la épica. No hace mucho, precisamente, hablé sobre lo bien que le vendría a casi toda la actual poesía, no sólo española, un «paso» por Kipling, por ejemplo. Y claro está que por Homero, Virgilio… o Shakespeare…

 

- ¿En qué se resume “el botín del mundo”?

- En la libertad y en la desaparición de los necios.

 

- Cortázar, Borges, Vargas Llosa, Aleixandre… de todos los personajes que ha conocido, ¿cuál le ha causado una impresión más honda?

- Oh… muchos. Borges, Espríu, Raymond Aron, Ferruzzi, Giarcarlo Ivancic, Onetti, García Márquez, Jean-François Revel… no sé, son tantos… Y no sólo que haya conocido personalmente, sino los leídos, los contemplados, los escuchados. ¿Qué sería yo sin Shakespeare, sin Tácito, sin Velázquez o Rembrandt, sin Mozart, sin Bach, sin Gibbon, sin Stevenson, sin Lampedusa, sin Hölderlin, sin Baudelaire, sin Manrique, sin Flaubert, sin Stendhal, sin Tocqueville, sin Hayek y von Mises, o sin Popper, sin Kavafis, sin Nabokov, sin Alfonso Reyes, sin Quevedo…? Yo qué sé; la lista sería infinita.

 

“Las masas no tienen nada que ver con la cultura”

- Si “los animales buscan el oro”, usted parece buscar, verso tras verso, el esplendor vital en la dialéctica cultura clásica/cultura de masas…

- Las masas no tienen nada que ver con la cultura. Yo busco… y acaso ni busco, sino que, como decía Picasso, “encuentro”.

 

- “¿Sabes lo que me preocupa, lo que / a veces me inquieta? /                                     Imaginar que no hay salida / en tu descenso a los Infiernos, / hilo que te asegure regresar”. ¿Conviene atravesar el infierno? ¿Qué disposición de ánimo ha de tenerse para salir de él?

- El infierno lo atravesamos con excesiva frecuencia. Y, sin duda, es fundamental ese hilo de Ariadna que nos permite volver. Y ese hilo es precisamente lo que ahora se pretende, y acaso se consiga, destruir: lo que somos de verdad, nuestra memoria.

 

- ¿Cómo saber que lo vivido ha merecido la alegría de recordarlo?

- Si lo ha guardado la memoria es porque se lo merece.

 

- Homero, Aquiles, Plutarco, Virgilio, Teseo, Ulises, Patroclo… de todos los personajes clásico que habitan su poesía, ¿por cuál siente debilidad? ¿Por qué no Eneas?  O Alejandro Magno. ¿Cómo saber qué o quién merece ser pálpito de un poema?

- Está en la emoción que su recuerdo nos regala. Pero pocas veces —o ninguna— existe sin pasar antes por un espacio que sólo al Arte pertenece.

 

- ¿Qué se hace cuando uno “tiene la Luna en la palma de la mano”?

- Asombrarse.

 

“Creer en el mas allá es un acto de fe que mis dioses no me han concedido”

- ¿Mantiene la certeza de que “no hay nada / más allá de la tierra que piso”?

- Bueno… Yo soy agnóstico. Toda otra conjetura, afirmación o negación, creo que precisa de un acto de fe que mis dioses no me han concedido.

 

- Vive entre París y Cartagena, y es un hombre que ama viajar. ¿De qué modo condicionan y transforman los lugares a uno?

- Cada día amo menos viajar. Viajo, pero lo detesto. La calidad de los medios, la cantidad de gente que nadie sabe por qué están ahí… la calidad de todo, las ciudades que están haciéndose insoportables por el tráfico. Y, sobre todo, cómo van perdiéndose tantas librerías, haciéndose desagradable la visita a museos, etc. Donde más vivo es en París y en Villa Gracia, con escapadas a Venecia o a Budapest, porque otras ciudades, digamos «de mi vida», como Alejandría o Istanbul, o San Petersburgo, o New York, cada vez tienen más inconvenientes, limitaciones para el gozo, normativas irracionales.

 

“Los únicos héroes son los que luchan contra toda ideología miserable?

¿Quién fue, a su juicio, el último héroe del que tengamos constancia?

Ni idea. En este momento, los únicos que me parecen héroes son los que luchan contra toda ideología miserable (género, multiculturalismo, pensamiento «correcto», ecologismo delirante, falsificación de la Historia, abolición de la Memoria, etc., etc., etc.)

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

30 de septiembre de 2022

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pienso en las ciudades

abandonadas por las guerras.

En las calles donde se construyeron

hospitales de campaña,

en los refugios improvisados,

en las bombas que caen sobre los edificios,

en las paredes desmenuzadas

y el rastro de polvo blanco cubriendo el desamparo

de todos esos rostros que jamás imaginaron

una guerra

dibujando un nuevo mapa de ruinas y dolor

sobre sus callejuelas.

 

Pienso en las calles vivas,

con su gentío y su alboroto locuaz

de tiendas y mercados,

de juegos y algarabía musical,

de presente lleno de sueños cotidianos,

con sus celebraciones familiares,

sus enamoramientos y sus risas.

 

Eran como nosotros

ciudadanos de un lugar

que no se imaginó

convertido en escombros por culpa de los hombres.

 

No nos imaginamos las bombas sobre nuestras casas,

nadie nos prepara para contemplar

el infierno de los que se odian

desde nuestros balcones y ventanas.

 

Eran como nosotros

ciudadanos ingenuos que pensaban

en las guerras como un murmullo lejano

de los noticieros tristes.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Merino

30 de septiembre de 2022

Martín Lasalt (Montevideo, 1977) es uno de los narradores con mayor proyección de su generación, habiendo recibido ya varias distinciones nacionales relevantes. Es autor de las novelas La entrada al Paraíso (2015), Pichis (2016), La subversión de la lluvia (2017) y el volumen de cuentos Un odio cansado (2019). Ha colaborado en volúmenes colectivos y antologías como 8cho & 8cho (2014), 13 que cuentan (2016), 25/40 Narradores de la Banda Oriental (2018), Las historias que Fressia no contó (2018). En 2020 fue premiado con una beca a la creación artística del Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay para trabajar en su próxima novela, de la que esperamos poder dar pronta noticia.

Después de que en 2019 sus obras cruzaran el Río de la Plata y el Atlántico por primera vez, para editarse en Argentina y en Francia, este 2022 arriba a tierras valencianas de la mano de la editorial ‘Tiempo de papel ediciones’ con la que fuera su segunda novela Pichis. Lasalt narra sus historias desde un prosa que llega al lector ágil y liviana, se acerca a las sensaciones del momento para revelarlas, se detiene en los pensamientos, en las ideas y hasta en las grietas de la lógica y lo cabal, en las que sus personajes hacen incursiones de apnea, abriendo el pecho al reto del abismo. Los protagonistas de sus novelas —y esta no es una excepción— son vidas alejadas del canon moderno del éxito, son corrientes de voluntad a la sombra de un destino que no entrega el deseado amparo. Y, es que, si entendemos por certidumbre lo que prevemos puede pasar y por milagro aquello que no cabía plantearse como el “resultado lógico de los acontecimientos”, Pichis nos presenta los milagrosos episodios de dos parias (dos pichis, que es una forma despectiva de designar a las personas sin hogar en esas tierras rioplatenses) en su diáspora por una miseria asumida y —por ello y en algunos momentos— invisible a sus propios ojos.

El Cholo y la Chola deambulan por la gran ciudad hurgando en los desechos cotidianos, en la irrealidad, en la esencia de nuestra sociedad como antítesis reveladora de nuestra naturaleza, al tiempo que su distopía milagrosa (por incierta y por su velado homenaje al realismo mágico) también se mezcla con el realismo más descarnado. Estos vagabundos no esperan a Godot, de hecho no esperan sino encontrar algo (cualquier cosa) que les alivie del peso del instante, satisfaciendo el hambre de todo, la ignorancia de todo, la carencia oceánica en la que naufragan y para la que no hay más sol que el calor indulgente de su autocompasión y —a veces— de la complicidad con ese otro pichi con el que se comparte la suerte nefanda.

Montevideo es el personaje silente, se muestra como un Gobi en el que no se ha de hallar provisión alguna, ni refugio, ni salida triunfal. Pero en el infierno también hay belleza, hay amor, hay una luna rebosante de magia. Lasalt tampoco priva a sus desdichados pichis del placer de sentir esa grandeza de nuestra condición humana que se nos revela con el breve fulgor de alguna dicha que, aunque sea pasajera, nos colma de agrado como, sin duda, lo hace esta obra sorprendente e ingeniosa con la que podemos acercarnos a las letras uruguayas y que obtuvo una mención especial del Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay en el año 2018.

 

Martín Lasalt, Pichis, Tiempo de papel, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

26 de septiembre de 2022

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tú esperas sentada en un banco

junto al semáforo.

Él se acercar al lugar.

Camina desde el otro lado

de la gran avenida.

Reconoces su forma de caminar

desde bastante lejos.

Aunque lejos, te ve y te saluda.

El semáforo se ha convertido

en un punto de encuentro

y en un punto de partida también.

La vida es frágil,

como un vaso siempre dispuesto

para brindar o derramarse.

Mirar se ha convertido

en un ritual impuesto

entre cosas y espacios sin resolver

de mimos y automóviles.

Todos los viernes, a las cinco y media.

Treinta segundos para cruzar,

esta mirada no es suficiente.

Escrito en Sólo Digital Turia por Francisco Gálvez

22 de septiembre de 2022

Tere Irastortza Garmendia nació en Zaldivia en 1961 y reside en Olaberria. Profesora, creadora del master de escritura Idazle Eskola en UNED-Bergara. En 1980 publicó su primer libro de poesía, Gabeziak, y desde entonces ha compuesto una obra poética muy prolífica. Ese mismo año ganó el Premio de la Crítica de poesía en euskera por esta obra.

Hostoak. Gaia eta gau aldaketa (1981) recibió un accésit del Premio Resurrección María de Azkue. Este trabajo fue publicado por la Caja de Ahorros de Bilbao tras la concesión de su premio en 1982.

En 2003 repitió el Premio de Crítica Nacional con Glosak esana zetorrenaz. Así mismo, fue nominada finalista en el Premio Nacional de Poesía.

Sin dejar de lado la poesía, también ha abordado el ensayo, publicando en 2008 Izendaezinaz, que trata sobre el concepto de Dios y su innombrabilidad y la humanidad del siglo XXI,1112 y en 2017 Txoriak dira bederatzi, repleta de reflexiones de la autora, aforismos, poemas, etc, finalista también del Premio Nacional de Ensayo.

Tere Irastortza también se dedica a la traducción, traduciendo del catalán la obra de Marià Manent y del francés la de Edmond Jabès y la de Marina Tsvetáyeva.

La poesía en lengua euskera es rica, y en ese contexto, la poesía escrita por algunas poetas mujeres es realmente interesante. Pero por desgracia, salvo algunos nombres que siempre representan al grueso de un panorama más amplio, no son suficientes las traducciones al castellano, para poder conocer una poesía particular, con características únicas y propias. Por eso es de celebrar la edición bilingüe por Olifante el libro publicado primero en euskera por Pamiela en 2015, Llenabais el mundo. Mundua betetzen zenuten, en traducción de la autora.

Pero vayamos al libro, al tomarlo en las manos nos atrae su título, de la metáfora, fluida, esa coma que parte, que separa y a la vez añade, es la punta de un hilo que nos invita a tirar, seguir un recorrido que nos irá deteniendo en cada poema, un ovillo que es vida, es pensamiento, y es luz.

La poesía de Tere Irastortza es, quiero decirlo con admiración, asentamiento, poso lento, de vivencia personal. La poeta mira hacia adentro y busca en un recorrido vital en el que la lengua, el vehículo de la escritura, es doble. Y eso le hace descubrir un peso, la obliga a hacer una elección. Cuando aparece la necesidad de elegir, cuando surge una dificultad de tanto calado, y la persona se ve obligada a cuestionarse y a cuestionar todo el entorno recibido, salta la luz.

Conviven dos formas de comunicar, lo que la poeta descubre en su manera de acercarse al entorno, y aquello que acaba imponiéndose a la hora de destacarlo en la escritura. Dos conceptos, elige uno pero ambos conviven, se complementan, insisten y se salta a la superficie algo nuevo, para darle un sostén a una peculiar y definitoria experiencia. Y por todo eso la lengua tiene un peso, que hay que ir limando, definiendo, cortando, hasta dejar el lenguaje en pura médula, arrancando capas de lo evidente, y destacar aquello que punza.

Escribir es por supuesto una manera de traducir. La poeta crea lentamente su universo personal acumulando lecturas y experiencias, y con las influencias y la insistencia en los poetas cercanos, se encuentra el camino. Traducir un universo personal, pasarlo a escritura, limarlo, ajustarlo. La poesía de Tere Irastortza es un ejercicio límite, por un lado, y un equilibrio, por otro, entre el silencio tan buscado aquí y cultivo de una mirada única. Relacionar mundos, hacerlos propios, un “sentimiento abierto”, adueñarse, sin miedo, sin prejuicios, de todo lo que resulta necesario: “Si todo no será, finalmente, nada – si la nada no proviene del / Todo – si todo no es, incluida la nada – todo lo que es.”

Hay un hilo comunicante entre realidad vivida, experiencia propia, y me atrevo a decir - sueño. Ese estado en el que todo es permitido y que abre el subconsciente, del que evidentemente la poeta se nutre, es aquí una vía de conocimiento, y sin llegar a ser un ejercicio cercano a las teorías del surrealismo, el sueño le permite llegar más allá, indagar y dudar, ver y sentir, descubrir y descubrirse. Hay una manera de pensar que busca la aclaración, una explicación que se comparte entre poeta y lector, el lector puede entrar y estar, y así vemos en este poema de la p. 63: “Recuerdo que comentabas / que ella olvidaba cubrir la comida en el frigorífico, / y que temías que desvariara, / pues últimamente cambiaba de lugar / los zapatos y otras cosas por el estilo.”

Pero la poeta sabe que sea como sea hay que apoderarse de algo indebido, de la vida, de la otra existencia, y de esa forma abrir un espacio desconocido que tanto la diferencia. Llenabais el mundo. Mundua betetzen zenuten es un libro lleno de rayos de luz, es un libro flecha, dardo, un punzón. Un escalpelo que pincha y suelta todas las preguntas y posibilidades sobre la propia identidad, la propia de la autora, la nuestra como lectores, con tanta precisión que constatarlo hasta duele. Escribir con todas las palabras, pero las palabras justas, aquellas que son imprescindibles, y acompañada de una lupa para ir cultivando el asombro. Todo para convivir con la libertad, absoluta libertad personal.

 

Tere Irastortza Garmendia, Llenábais el mundo, Zaragoza, Olifante, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rodolfo Häsler

Con motivo de la publicación de una nueva edición bilingüe de “A room for one’s own” de Virginia Woolf con el título de “Un cuarto para ella sola”, con traducción, introducción y notas de Enrique Girón y Andrés Arenas (Editorial Langre, 2022), hemos preguntado a una serie de destacadas escritoras españolas acerca del significado y la transcendencia de esta obra:

 

1. ¿Qué significa para ti el concepto de "una habitación propia"?

2. ¿Cuál es, a tu juicio, el legado de este ensayo de Virginia Woolf hoy en día?

 

LAURA CASIELLES (Pola de Siero, Asturias, 1986) es poeta y periodista. Es autora de los libros Soldado que huye (2008), Los idiomas comunes (XIII Premio de Poesía Joven Antonio Carvajal y Premio Nacional de Poesía Joven Miguel Hernández en 2011), Las señales que hacemos en los mapas (2014) y Breve historia de algunas cosas (2017). Licenciada en Periodismo y en Filosofía, tiene un máster en estudios árabes e islámicos contemporáneos, y en su doctorado se ha especializado en la memoria de la colonización española en Marruecos y el Sáhara Occidental. En este campo ha publicado la investigación Los cantos inolvidables. Souffles: una revista marroquí de poesía y política entre el colonialismo y los años de plomo (2018) y dirigido el documental web Provincia 53. Memorias cruzadas del Sáhara Occidental. Como traductora del francés ha publicado la antología del poeta marroquí Abdellatif Laâbi Desde la otra orilla (2017). En los últimos años se ha dedicado también a la comunicación política. En la actualidad colabora con diversos medios y proyectos, y está especialmente vinculada a la revista La Marea, en la que escribe habitualmente y co-coordina la sección de cultura.


1. Para mí es un concepto que tiene un significado muy explícito y material: no se puede escribir, ni dedicarse a ningún otro arte, si no se tiene un espacio personal, no solo en términos físicos, sino también de disposición: un tiempo no dedicado a las labores productivas y reproductivas, unas condiciones de vida dignas, en definitiva, la posibilidad de cerrar la puerta a las obligaciones de la cotidianeidad y centrarse en la labor creativa de modo suficientemente intenso. Virginia señaló cómo eso había sido particularmente difícil para las mujeres, que jamás podían cerrar la puerta de una habitación porque toda la casa era su responsabilidad, y todo el tiempo, tiempo dedicado al cuidado de las demás personas. Pero el concepto se estira: podemos aplicarlo también en términos de clase, de origen cultural, de situación vital. Históricamente, muy poca gente ha tenido una habitación propia destinada al trabajo creativo: solo un puñado de hombres blancos y con dinero. No parece casual que sean ellos los que constituyen el 90% de un canon que se nos ha vendido como medido por la excelencia, sin prestar atención a todo esto.

2. Sigue muy vigente, sigue siéndonos muy útil para pensar. Por un lado, pese a los muchos avances en materia de igualdad, ¿no sigue siendo cierto que las mujeres tienen más difícil que los varones cerrar la puerta de su estudio para ponerse a trabajar en sus obras? En este ámbito como en todos, la conciliación es más difícil para nosotras, por muchos patrones heredados cuya deconstrucción lleva mucho tiempo y mucho trabajo. Por otro lado, el concepto se sigue extendiendo y se puede aplicar de nuevas maneras. Además de ser útil también para pensar en otras discriminaciones, como decíamos en la pregunta anterior, las nuevas formas de precariedad renuevan la pregunta: ¿Quién tiene hoy un cuarto propio, en casas diminutas y carísimas como las que habitamos? ¿Cómo se cierra la puerta a las distracciones cuando la labor de escritura se tiene que combinar con infinidad de pequeños trabajos de supervivencia? ¿Qué podemos crear en un mundo acelerado y voraz que rara vez deja ocasión para construir un espacio, un tiempo personal seguro, sereno y fértil para el pensamiento y la belleza?


RAQUEL FERNÁNDEZ MENÉNDEZ (Salas, Asturias, 1993). Poeta e investigadora. Doctora en Género y Diversidad (mención internacional) por la Universidad de Oviedo. Sus líneas de investigación se centran en las relaciones entre género y autoría en la cultura española contemporánea. Como poeta, ha publicado, entre otros, El llibru póstumu de Sherezade (Premio Nené Losada y Premio al meyor llibru n'asturianu del 2017 de la Tertulia Malory).         

 

1. Una habitación propia es un lugar físico o simbólico en el que las mujeres cuentan con los recursos materiales necesarios para leer, escribir y llevar a cabo cualquier otra actividad creativa.

2. La obra de Virginia Woolf cuenta aún con una gran vigencia y sigue suscitando un acalorado debate en torno a la pertinencia o no de defender que, para escribir, sea necesario tener un cuarto propio. ¿Acaso no es posible escribir desde otros lugares: una cocina, el sofá de un pequeño apartamento, una sala de lactancia, un hospital? Por otra parte, el que Remedio Zafra haya llamado la atención sobre los "cuartos propios conectados" (a Internet) nos ha hecho pensar sobre nuestra relación con la cultura en red y la importancia para el feminismo y las alianzas entre las creadoras culturales. Por último, el aislamiento y el cierre de los lugares públicos para la escritura y estudio -bibliotecas, salas de estudio, cafés– a raíz de la crisis sanitaria ha dotado de una nueva significación a la noción de habitación propia, subrayando su relevancia en lo que concierne a la creación cultural de las mujeres.


OLGA MERINO (Barcelona, 1965). Novelista y docente. Licenciada en Ciencias de la Información (Universidad Autónoma de Barcelona) y máster en Latin American Studies (University of London). Ha vivido en Londres y en Moscú, en esta última ciudad como corresponsal de El Periódico de Catalunya durante la transición del comunismo a la economía de mercado. Ha publicado las novelas: Cenizas Rojas (Ediciones B, 1999), Espuelas de papel (Alfaguara, 2004), Perros que ladran en el sótano (Alfaguara, 2012) y La forastera (Alfaguara, 2020). Traducciones al italiano, neerlandés, inglés, chino, árabe, griego y francés. En 2006, obtuvo el X Premio Mario Vargas Llosa NH de Relatos por el cuento “Las normas son las normas”, ambientado en la guerra de Crimea. Actualmente es columnista de El Periódico y profesora en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès.

 

1. Recuerdo haber leído Una habitación propia a los 27 años, y que me iluminó la cabeza la claridad y contundencia de su mensaje: “Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas”. Con el paso de los días, no obstante, fue quedándome la sensación de que Virginia Woolf escribía desde una posición privilegiada, de quien puede permitirse pasar una tarde entera en el Museo Británico, pasear por Bloomsbury, divagar, escribir… ¿Cómo podía obtener una mujer 500 libras anuales en 1929? ¿Trabajando de costurera?, ¿en la fábrica?, ¿de criada? Es un ensayo brillantísimo, como lo era ella, pero le falta, creo, la perspectiva de clase social. El factor socioeconómico. En este sentido, me pareció muy acertada y reveladora la novela de Alicia Giménez Bartlett Una habitación ajena (1997), donde la autora da voz a Nelly Boxall, quien trabajo durante veinte años como cocinera y criada en casa de los Woolf. Ella ni siquiera tiene una habitación. Duerme en el desván, con otra chica de servicio

2. El ensayo sigue pareciéndome muy vigente. Porque es un clásico. Y porque señala la absoluta necesidad de independencia económica para las mujeres. No solo para la creación artística; también para la vida, para la libertad.


SARA MESA (Madrid, 1976). Estudió Periodismo y Filología Hispánica; posteriormente trabajó como funcionaria. Si bien se inició en la poesía con Este jilguero agenda (2007, Premio de Poesía Miguel Hernández), es ante todo una narradora. Ha publicado tres libros de relatos: La sobriedad del galápago (2008), No es fácil ser verde (2009) y Mala letra (2016). Y seis novelas: El trepanador de cerebros (2010), Un incendio invisible (2011), Cuatro por cuatro (2013, Finalista del Premio Herralde), Cicatriz (2015, Premio Ojo Crítico de Narrativa), Cara de pan (2018) y Un amor (2020). También es autora del ensayo Silencio administrativo (2019).

 

1. Para mí, la habitación propia no es solo un espacio físico. Es, sobre todo, un concepto mental, y tiene que ver la independencia económica, la libertad, la defensa del espacio propio, soledad y tiempo para escribir. Casi “ná”.

2. El ensayo sigue vigente y de hecho se han publicado nuevas ediciones para hacerlo accesible a nuevas generaciones. Me consta que chicas jóvenes lo leen. El legado tiene que ver sobre todo con una idea central en Woolf: el dinero. Las mujeres no deben depender económicamente de los hombres. Esta idea parece ya asumida, pero todavía hay que insistir en ella, sobre todo en épocas de crisis económica.


ROSA MONTERO (Madrid, 1951). Escritora y periodista. Estudió Periodismo y Psicología y desde finales de 1976 trabaja de manera exclusiva para el diario El País, en el que fue redactora jefa del suplemento dominical durante 1980-1981. Ha publicado numerosas novelas (las más recientes son Los tiempos del odio y La buena suerte) con las que ha obtenido algunos de los premios más importantes nacionales e internacionales. También ha publicado el libro de relatos Amantes y enemigos y dos ensayos biográficos, Historias de mujeres y Pasiones, así como cuentos para niños y recopilaciones de entrevistas y artículos. Su obra está traducida a más de veinte idiomas, es Doctora Honoris Causa por la Universidad de Puerto Rico y Premio Internacional Columnistas del Mundo 2014. En 2017 fue galardonada con el Premio Nacional de las Letras.

 

1. Una habitación propia hoy para mí significa más que una habitación propia para escribir. Y para ella también, claro, significaba mucho más. Significa el espacio propio en tu vida que dediques a la escritura y que dediques a tu propio deseo. Es decir, creo que una de las cosas en las que todavía no hemos acabado de superar el sexismo en el que también nos educan a nosotras porque el sexismo, el machismo, es una ideología en la que nos educan a hombres y mujeres y todos tenemos que librarnos de ella. Y uno de los rincones más difíciles para liberarse para las mujeres es el hecho de respetar el propio deseo, de poner el propio deseo en un lugar de preeminencia, porque las mujeres viven tradicionalmente en el deseo de los otros, siempre potencian, pasan por delante el deseo de los padres, de los novios, de los maridos, de los hijos, de todo el mundo… Escribir, pongamos, concretamente, el deseo de escribir. Bueno, siempre… he encontrado a tantas chicas, empezando a escribir, que hablan como si fuera un hobby… “bueno, sí, es que escribo cositas” … ¿Cómo que escribo cositas? No hay tíos que digan “escribo cositas”, ¿no? Entonces, respetar tu propio deseo y colocarlo en un lugar de preeminencia en tu vida, eso es la habitación propia, esa es la habitación propia. Y esa es la que es verdaderamente difícil de tener.

2. Y el legado de este ensayo de Virginia Woolf pues sobre todo es que acuñó, digamos, esa idea que es tan perfectamente elocuente y tan plástica y tan, tan, tan formativa de nuestra mirada sobre el mundo. O sea que creo que fue […] Tenía una gran cabeza. Virginia Woolf era una mujer con una capacidad intelectual muy importante. Entonces, poder concretar, poner el dedo en la llaga de esto que estoy diciendo, en ese espacio propio que nos falta tanto y que es un espacio interior. Por eso creo que hizo que pudiéramos conseguirlo de una manera más fácil o por lo menos nombrar nos permite conocer lo que somos, lo que no somos, lo que nos falta. Nombrar las cosas nos permite ser dueñas de ellas, de alguna manera. Así que, bueno, le debemos, desde luego que le debemos mucho.


SARA R. GALLARDO (Ponferrada, León, 1989). Poeta e investigadora. Doctora en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid, con una tesis titulada La construcción de la(s) subjetividad(es) en la autonovela familiar contemporánea: escritura, memoria y cuerpo en la literatura en español. Ha publicado los libros de poemas Epidermia, Berlín no se acaba en un círculo y ex vivo. Escribe asiduamente en Pikara Magazine. Actualmente es investigadora posdoctoral gracias a las ayudas Margarita Salas en la Universidad de Münster.

 

1. Para mí, la habitación propia hoy en día no tiene tanto que ver con la libertad individual, ya rebatida y creo que superada por movimientos culturales y filosóficos posteriores, sino con la capacidad de articular un discurso emancipador desde la precariedad que nos atraviesa a muchas mujeres creadoras o escritoras. Entender que el lugar que ocupamos no es propio, sino que es interrelacional: gracias a otras y otros estamos donde estamos (recomiendo mucho Ella pisó la luna. Ellas pisaron la luna de Belén Gopegui, en este sentido). Reivindicar el valor material de nuestro trabajo (defender la profesionalidad de nuestros quehaceres artísticos y la obligación de cobrar por ellos) y, por último, entender que la habitación propia nunca va a poder existir sin el trabajo de cuidados (propios y ajenos): solo desde ahí esa habitación podrá ser un espacio de resistencia donde quepan otras muchas con menos voz y menos espacio.

2. Uno de los mayores legados de Una habitación propia es la lectura feminista con que se dotó a este texto y, más específicamente, la lectura materialista con perspectiva de género. Esto es, creo que entender la libertad individual en el mundo actual (o desde principios del siglo XX) como una independencia económica puede que no parezca muy revolucionario, pero lo es: ataca directamente a una de las causas principales de la no emancipación de las mujeres frente a sus padres y maridos. Pocas veces se analiza el campo literario desde el materialismo y, cuando se hace, muchos de sus artefactos simbólicos quedan desactivados (p. ej.: el canon).


MARTA SANZ (Madrid, 1967). Escritora, ensayista y docente. Doctora en Literatura Española por la Universidad Complutense de Madrid. Autora de una amplia y muy reconocida obra narrativa compuesta por quince novelas (las más recientes pequeñas mujeres rojas y Parte de mí), ha escrito también poesía y ensayo. Figura clave en la narrativa española contemporánea, colabora asiduamente en prensa.

 

1/2. El cuarto propio es tiempo. Tiempo para concentrarte en una escritura exigente e intrépida que pide continuidad. El tiempo es un capital que se identifica con el dinero y con una autonomía respecto al padre, al esposo, al patrón, pero también con la liberación de las cargas culturales que feminizan sistemáticamente los cuidados: si la sociedad te obliga a cuidarte para resultar agradable y a la vez te obliga a que cuides de los demás, te impone una ética del sacrificio para los otros que es incompatible con la escritura, El cuarto propio es liberarte de la mala conciencia por no cuidar de tu padre enfermo. El cuarto propio es poder decidir si lo cuidas o no sin que la sociedad te juzgue colocándote el sambenito de ser una mujer egoísta. El cuarto propio es esa rebeldía. El cuarto propio es la conciencia de que para poseerlo hay que pagarlo: las pobres carecen de cuarto propio y de niñeras que cuiden de su prole mientras ellas escriben. Por eso hay menos mujeres escritoras y con una obra más pequeña. Porque la realidad nos coloca en el lugar de la doble dificultad y el cansancio redoblado.


ALMUDENA VIDORRETA (Zaragoza, 1986).  Poeta y profesora. Su último libro de poemas fue Nueva York sin querer (La Bella Varsovia, 2017), y recientemente vio la luz una edición ahora ilustrada del primero, Algunos hombres insaciables (Universitat de Lleida, 2021), que incluye traducciones al inglés y al catalán. Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza y en Literatura Latinoamericana por la Universidad de la Ciudad de Nueva York, ha desarrollado su carrera docente e investigadora en instituciones norteamericanas (CUNY, Fordham University, Haverford College o el Instituto Cervantes de Manhattan, entra otras) y españolas (Universidad de Zaragoza y Universidad Internacional de la Rioja). Es autora de estudios como Teatro, poder e imprenta en la Cerdeña española (New York, IDEA, 2021).

 

1.Para mí, ese ensayo supuso el descubrimiento de su autora. Y, con ella, la búsqueda de una genealogía de escritoras, como poeta y como estudiosa, que sigue hasta nuestros días. En esta obsesión por la pervivencia del influjo literario, jugué a convertirla en personaje dentro de un poema de Algunos hombres insaciables (Aqua, 2009; ahora reeditado por la Universitat de Lleida, 2021), como mito de una suerte de sacrificio, junto a la Ofelia de Shakespeare. Pensar en encarnación o reencarnación, en imágenes inconexas que adquieren un sentido y, sobre todo, en el género y su importancia.

2.El sintagma que le da título se ha convertido en un lugar común del pensamiento universal contemporáneo y de la lucha feminista. Ese ensayo sigue siendo imprescindible en su feliz expresión de aquello de “que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas”, y sea la escritura de novelas el pseudónimo contaminado de una faceta cualquiera del intelecto. Se trata de los pilares básicos de la libertad de expresión y la conciencia de la propia entidad, de la existencia de un cuerpo que ocupa un lugar por sí mismo en el mundo, en el estrado o en los fogones. Y, además, una expresión temprana (no tanto) de la brecha salarial, de la conciencia de grupo, de los estereotipos literarios, y la necesidad de revisitar y renombrar a las musas. Es una carta de presentación de lo que significa ser escritora, ser poeta, ser actriz o pintora.

Escrito en Sólo Digital Turia por Claudia García Morán

12 de septiembre de 2022

La creación literaria supone un diálogo incesante en el que tomamos signos de un lenguaje anterior a nosotros para hacerlos expresar algo que desborda las convenciones de la comunidad que los instituyó. Aludo al intercambio que sucede en la psique de quien escribe, así como a un discurrir con la tradición y con los contemporáneos, lectores potenciales. Todo escritor siente como ineludible encontrar una voz propia, inconfundible, pero lo deseado podría ser una multiplicidad de voces tanto exteriores como interiores. Las primeras son, sin más, deudas literarias. Las segundas surgen de fuerzas profundas, aquellas que nos aguardan en lo que algunos psicólogos denominan «inconsciente objetivo», auténtico depósito de experiencias transpersonales que suelen interpelarnos de manera casi siempre enigmática, irreductible a la razón. Irene Reyes-Noguerol (Sevilla, 1997) parece haber localizado, a una temprana edad, la llave de este cuarto del tesoro. Más allá de que haya merecido abundantes premios en certámenes y de que en 2021 Granta la haya incluido en su selección de los mejores escritores en español menores de treinta y cinco años, la prueba del hallazgo al que me refiero es De Homero y otros dioses, su segundo libro, ahora reimpreso.

Como bien señala en su prólogo Fernando Iwasaki, la autora ofrece señales inequívocas de «vivir en la literatura», gesto que la distingue de su generación. Sorprende, en efecto, el regreso a las fuentes tanto de la cultura occidental como de la imaginería mítica, es decir, religiosa, de la que milenariamente nos hemos servido para entendernos —no solo en el arte: hasta la psiquiatría ha echado mano de ella—. Sorprende por igual que, pese al influjo borgiano patente desde la pieza introductoria —«Los ciegos / De Homero y otros dioses»—, tal regreso no se limite a una operación intelectual, fascinada por una combinatoria cultural prestigiosa, sino que, como Iwasaki asimismo agrega, registre «episodios pasionales» de la estirpe olímpica en tiempos como los nuestros, «vulgares». Hay una tendencia visceral, una ruptura de la distanciada frialdad característica de las estéticas posmodernas que sugiere que Reyes-Noguerol avanza a contrapelo de preferencias imperantes a fines del siglo XX que hoy se manifiestan inconvincentes. Estos relatos, más que arcaísmos negadores del cambio histórico, nos deparan residuos del pasado que se recategorizan como crítica activa: el presente, en ellos reinventado, se convierte en caja de resonancia de otras eras.

No creo azaroso que esa actitud desafiante se materialice en el libro con una llamativa inversión. Las pistas de lectura que usualmente nos ofrecen los epígrafes se trasladan al final, a manera de colofón autoral, y, mientras una confirma el parecer de Iwasaki acerca del vitalismo de la autora —un extracto del muy recordado pasaje bilingüe de Petronio donde la Sibila de Cumas ironiza las desventajas de la longevidad (Satiricón 48.8)—, la otra insinúa una cosmovisión que desmiente a quemarropa la axiología de nuestra era: «Nihil novum sub sole (Eclesiastés 1: 9)». Si el motor del capitalismo funciona gracias a los nuevos productos, los nuevos métodos de producción o transporte, los nuevos mercados, las nuevas formas de organización industrial y los nuevos consumidores, Reyes-Noguerol le abre al entorno inmediato la compuerta de una mirada premoderna, en una especie de ucronía que disipa la linealidad temporal y, con ella, la desconexión afectiva con el ayer. Por eso el principio unificador de esta colección de relatos —que entremezcla cuentos, microcuentos y textos limítrofes entre la narrativa y el poema en prosa— es la coexistencia de dos planos: el mítico, anclado en la tradición grecolatina, y el realista, concentrado en lo íntimo y lo menor, ya se trate del crescendo de soledad que es la vejez («Turrón del duro / Filemón y Baucis»), del borroso mundo que el alzhéimer secreta en la mente de los ancianos («Tras el espejo / Leteo»), del descubrimiento de la melancolía por parte de una niña que espía la ciudad desde una ventana («Sombras / El reino del Hades») o de las hostilidades sentidas en el aula por quienes adivinan el desdén jerárquico de quienes están en la palestra («Por mí y todos mis compañeros / Medusa»). Los títulos dobles de cada texto diseñan el umbral en que la narradora nos instala con un tesón estructurante que conducirá al clímax de «Amanece / Eos», texto conclusivo en el cual se pasa revista a muchos de los personajes del volumen, ahora invocados sin rodeos con su nombre mitológico, pero descritos como habitantes de los distintos pisos de un mismo edificio, sin faltar «la araña de siempre» que «podría llamarse Homero», lo que aúna las subjetividades del aedo y de la inteligencia que ha ido tejiendo el libro. Con ello se crea otro espacio liminar en cuyo seno comienzo y fin resultan indiscernibles, puesto que se añade una vuelta de tuerca al ciclo abierto por el primer texto, donde convergían las identidades del Minotauro, Borges y Homero.

El retorno a los dioses profundos que moviliza este proyecto acaso sea indicio de una reacción ante lo que Fredric Jameson, en la segunda mitad del siglo XX, reconoció como «mengua del afecto» (waning of affect) inseparable de una sociedad en la cual la combinación de un consumismo acumulativo y la alienante masificación de los gustos o el criterio propicia la elisión, fragmentación o invisibilización del sujeto detrás de sus posesiones, abandonando a quienes intentan reconocer a ese prójimo mediante la obra de arte en un ámbito de superficies que imposibilita la empatía. Para probarlo, Jameson contrastó célebremente la vigorosa y dolida humanidad del Par de botas (1887) de Van Gogh con la desangelada vacuidad de los Zapatos de polvo de diamante (1980) de Warhol. En nuestro caso, bastaría comparar las obras plásticas de Carlo Maria Mariani (Roma 1931-Nueva York 2021), donde se saqueaba la Antigüedad para superponerla a lo contemporáneo en beneficio de cierta provocadora desfamiliarización, en el fondo gratuita, con el comercio entre lo clásico y nuestra cotidianidad que se despliega en la escritura de Reyes-Noguerol: nada de formalismo ni exhibición de ingenio hay en las fábulas mitológicas de esta. Por el contrario, el pathos con frecuencia se adueña de sus páginas e, incluso, no escasea la franca ternura —que jamás se desliza al sentimentalismo—. En el libro sobran los ejemplos, pero quisiera destacar el contrapunto que se establece en «El viajante / Hermes» entre las multitudes que se desplazan —la historia nos lleva del taxi al aeropuerto, y de allí al avión, hasta el nuevo aeropuerto— y el hombre solitario que contempla niños, padres, azafatas sumergidos en una marea indetenible de reacciones colectivas o individuales, efusiones a veces incontrolables, que delinean un cerco invisible de aislamiento para quien funge de testigo. Ese mirón de la energía y la animación ajenas tendrá, luego de admitir su «fracaso», un instante de revelación al descubrir que el contacto con la gente ha llenado el vacío afectivo warholiano —que él en principio representa— infundiendo en los objetos un aura rebosante de humanidad; al recoger su equipaje, de hecho, «con el pasaporte listo y de nuevo en cola, de nuevo todavía solo entre cientos de viajeros felices que meten prisa», divisará cómo sus compañeros se hacen fotos y posan «señalando otra maleta que nunca es negra, ni simple, ni lisa, que va hinchada y a punto de reventar, que por fin lo mira alejándose con sus ruedas firmes, con sus ruedas seguras de maleta satisfecha y es la única que le dice adiós, es la única que se da cuenta, es la única que sonríe».

Ese triunfo de una emoción que consigue impregnar hasta lo inanimado determina, a mi ver, la forma de estas narraciones, cuya brevedad sin duda se debe a que, como aseveraba Poe al meditar sobre géneros como el cuento y la poesía, all high excitements are necessarily transient (‘toda conmoción es por fuerza pasajera’). Aunque también hemos de reparar en una elocución rica en anáforas, paralelismos, geminaciones, onomatopeyas y acumulaciones que modula, como he anticipado, hacia la lírica, donde los ritmos postergan lo conceptual para conducirnos a lo que está antes o más allá de la conciencia. En ese reino, justamente, nos aguardan con su paciencia milenaria los dioses y los mitos.

 

Irene Reyes-Noguerol, De Homero y otros dioses, Sevilla, Maclein y Parker, 2021.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Gomes

12 de septiembre de 2022

Este nuevo y desconcertante libro de poesía de Izara Batres (Madrid, 1982) se articula en torno a una extrañeza desarrollada al margen del tópico y el lugar común, una propuesta que encuentra en lo insólito su morada y que nos provoca un temblor que deriva en un desajuste y un desasosiego. Batres se coloca así en la estela de escritores como Pound, Eliot, Beckett, Joyce, Valente o Cortázar, un escritor, este último, muy querido por la poeta y de quien toma el título de su libro, Fin del mundo del fin.

Poeta, narradora y ensayista con una estimable y reconocida trayectoria —su poemario Tríptico recibió en 2016 el XXXVI Premio Fernando Rielo de poesía—, Batres se ha adentrado de lleno en esa extrañeza que Baudelaire, en algunos de sus ensayos, y luego los formalistas rusos elevaron a una categoría estética central de la modernidad; se ha enfrentado a ese temblor y ha encontrado un paisaje roto y descompuesto, incorpóreo y fragmentado, logrando así abrir las puertas a las posibilidades y las potencias inéditas de la vida, saltar al abismo, resistirse al vendaval del progreso (Benjamin dixit) y tratar de recuperar, con la inestimable y necesaria aportación de la palabra poética, el control de un futuro compartido: «Yo soy todos vosotros» (p. 76), leemos en «El poeta minotauro», «soy otros» (p. 78) en «De cauces insospechados», «me he visto en otros» (p. 80) en «Y ¿por qué no?». Así, un poema un tanto crepuscular como es «Fin de los tiempos» acaba con estos versos: «Trasciende la red, / vibra, / ya uno con la metáfora, / ya elevado a prisma, a nube, / a la ubicuidad del fénix incoloro; / serás poesía, / seremos poesía. / Renaceremos» (p. 13). Ahí brota esta propuesta, en ese límite que de algún modo da medida y sentido a una vida asediada por el vendaval, en la proximidad del precipicio que acoge el salto al vacío, allí donde la disolución es posible (léase a este respecto «Bartleby»).

Izara Batres toma aire para llevar a cabo su particular vuelo poético y se coloca a una saludable distancia de ese magro realismo tan aplaudido en el panorama literario más reciente. En cierto modo, Fin del mundo del fin traza un itinerario poco transitado, representa un contraejemplo, una excepción al explorar la plenitud de su particular decir poético en la expresión entrecortada y fragmentada, una exploración que en gran medida abre paso a una palabra que quiere decir(se) de otra manera y que, me parece, se ubica a la luz de la escritura meditativa y contemplativa, el pensamiento oriental, cierta poesía de la modernidad (sobre todo, William Blake y el simbolismo francés) y autores posteriores de la talla de Alejandra Pizarnik, Dylan Thomas o José Lezama Lima.

En mi opinión, Fin del mundo del fin comparte algunos rasgos, intereses y motivos temáticos con Sin red, el poemario que Batres publicó en 2019, y ello al margen de algunas coincidencias evidentes que reflejan la huella cortazariana: la última parte de aquel libro se titulaba «Cronopia (we can be heroes)», mientras que el poema que cierra su nuevo libro lleva por título «Para llegar a Cronopia». Tanto en aquella ocasión como en esta otra hay, más allá de la denuncia de la realidad más salvaje y destructiva del tiempo que vivimos —sostenida sobre la nada, un campo semántico recurrente en el poemario, el caos, la cosificación y la brutalidad (léase el poema «La caída», donde el amor cumple una función terapéutica y salvífica)—,  un anhelo por recuperar una unidad perdida, una esperanza en el poder de la palabra de la poeta (léase el poema «Al fondo»), sabedora de que esa misma realidad —al igual que sucede con la verdad, como dejara escrito Bertolt Brecht— puede disfrazarse con distintos ropajes y, por lo tanto, ser representada de diversas formas.

El poemario de Izara Batres supone de este modo una invitación a recorrer paisajes en donde no deja de ponerse en juego la identidad, esto es, la seguridad. Porque, en el fondo, como leemos en «Doble arteria de la noche», se trata de «Saber si estoy decidida a pasar, / a ir, por fin, al otro lado» (p. 38). Poesía, repito, que coloca la extrañeza y la incertidumbre en un primer plano de percepción y representación de la realidad y que se encuentra así en condiciones de implicar apuestas claras y decididas por el desconcierto en la medida en que subvierte dicha realidad nombrándola de otras maneras, es decir, desautomatizándola, transformándola en un agente extraño, apuestas que podrían materializarse en ese cuestionamiento de la realidad que los registros figurativos, aceptados y consolidados socialmente, suelen evitar. Una propuesta que responde en gran medida a los objetivos prioritarios que un formalista como Sklovski quiso ver en un lenguaje volcado hacia el autoconocimiento, es decir, hecho con palabras y no tanto con imágenes, ideas, símbolos o intenciones del poeta, un lenguaje, en cualquier caso, extraño. A partir de ahí pueden medirse las rigurosas y muchas veces tensas relaciones que Batres mantiene con el lenguaje, entendiéndolo como una oportunidad para la exposición de conflictos, orientado a la búsqueda de nuevos usos y sentidos, a una cierta distancia de la utilidad y rentabilidad que caracterizan su uso corriente.

Habrá, pues, que despetrificar el lenguaje y «barrer el vacío» (p. 75), ese parece ser uno de los objetivos que Batres ha perseguido en Fin del mundo del fin. La poesía, en estos casos, no consiste únicamente en una cuestión de lenguaje (como el tópico reitera después de Mallarmé), implica también unas maneras de afrontar y enfrentar la realidad, vaciándola de todos sus lugares comunes, ahuecándola para que lo que se sostiene en el silencio o al otro lado pueda brotar (véase el poema «Para una espeleología probable del otro lado»). Como leemos en «Silenciadas»: «Me quedo en el silencio hacia el fondo del muro, aislada, / mirando y viendo y cediendo y no sé rugir» (p. 37). Solo así el silencio puede sustentar el sentido de una vida, su potencia indomable y extraña.

En estas condiciones, y frente a ese lenguaje figurativo al que vuelven una y otra vez los poetas de la tribu, Batres ha fundado su poética en los extremos opuestos del realismo más blando, allí donde se desdibujan los usos convencionales del género y otro tipo de poesía, otra clase de mundo, es posible: «y esperaremos / que, al final de los puentes, se abra, inmensa y profunda, / la olvidada poesía verdadera / con la que tanto quisimos» (p. 88). Así, contra la exclusión mediática que silencia el desarrollo de ciertos lenguajes y por una reivindicación de la palabra como elemento de transformación y de la poesía como auténtico diálogo social, surge esta propuesta que Izara Batres nos plantea, contraria al establecimiento de cualquier tipo de pacto lingüístico llamado a domesticar el potencial rebelde y emancipador del lenguaje poético. Escrito desde el respeto y el conocimiento de diversas tradiciones, Fin del mundo del fin es un libro singular y necesario.

 

Izara Batres, Fin del mundo del fin, Granada, Valparaíso Ediciones, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

Bien nos instruyó Heráclito sobre la imposibilidad de cruzar el mismo río dos veces. En efecto, para los que ya habíamos leído la obra de María Paz Guerreo, nos acercarnos a la orilla de esta Ranura (Olifante, 2022) buscando un nuevo punto por el que vadear su propuesta literaria, por el que las aguas discurren educada, libre y salvajemente. Ya desde la portada de los libros de María Paz Guerrero[i], éstos nos adelantan esa determinación por ubicarse dentro de la literatura, pero desde un cierto afuera, en un lugar que ella conquista para nuestra palabra poética: Dios también es una perra, Los analfabetas, Lengua rosa afuera, gata ciega y Ranura…

En lo que se refiere a mi lectura de estos versos, podría haber elegido una aproximación con perspectiva colombiana apoyándome en dos razones fundamentales: la primera de ellas, porque tiene raíces propias, no convalidables con las de ninguna antología española reciente, y porque cuando ustedes se acerquen a descubrirla —como podría haber dicho Monterroso—, esta literatura ya estaba allí y las espigas de su palabra habían conocido el mismo viento que otros autores colombianos coetáneos como Jorge Cadavid, Camila Charry Noriega, Tania Ganitsky (otra voz colombiana a tener muy en cuenta) y que han madurado al sol de grandes poetas desconocidos para muchos de nosotros, imanes que establecieron nuevos campos magnéticos en su tradición, entre los que cabría destacar a José Manuel Arango. La poesía de Guerrero no es ni colonial ni colonizable: es libre e insurrecta, y aún conociendo y guardando respeto a su raíz, se muestra salvaje como el felino que conoce las leyes universales de la gravedad pero, con cada uno de sus movimientos, expone abiertamente su desafío. Tal vez María Paz Guerrero no escriba en español, sino en colombiano y su propuesta poética —diría que afortunadamente— se ubica en el extremo opuesto de lo que hoy se escribe o publica mayoritariamente en nuestro país.

Por eso, a continuación, quiero realizar una aproximación más natural y pertinente, que no es otra que la artaudiana[ii] siendo la obra de Guerrero un eco consciente de esta poética en la actualidad, eco que no nos llega desde Montmartre sino desde Chapinero, sumándose a las mujeres latinoamericanas que muestran su estigma artaudiano; estigma que es marca, pero que también es llaga, ranura en la piel poética en la que se sustancia la ruptura con la tradición globalizante y consolidada, en la que la herencia de Artaud ha quedado como residuo marginal. Sin embargo, en los versos de esta antología descubriremos cómo la cumbia, la indigencia indígena, el calor, los ruidos y aromas de Bogotá…, se articulan para sostener una propuesta artaudiana de poesía colombiana. Por ello, si me permiten el atrevimiento, voy a exponer un decálogo de citas del francés con las que trataré de demostrar su reflejo en la poesía de Guerrero:

 

1. “La vida consiste en arder en preguntas”

Efectivamente, aunque el recurso principal de la poesía de Guerrero no es la interpelación al lector, a lo largo de todos su textos se aprecia la enormidad de su cuestionamiento, su formidable intento por poner a prueba los cimientos de todo lo que sabe, de todo lo que ha aprendido, de lo que ella misma es como parte de una civilización, de una tradición o de un pueblo. Guerrero machaca el sistema, su corrección, sus trajes de gala y buenas maneras, para devolver al hombre su naturalidad, su espontaneidad, su curiosa forma de incorporarse a los nuevos espacios y hábitats, aún a riesgo de quedar a la intemperie. En la lectura de este libro encontrarán ustedes un amplio esfuerzo de exploración que, les aseguro, no pasa desapercibido[iii].


2. “Pues mi ser es bello pero espantoso. Y sólo es bello porque es espantoso”

No se precisa gran empeño en demostrar esta afirmación, pues en el universo guerreriano hasta dios está expuesto al espanto, les leo: “dios tiene 53 años/ arrugas/ dios está menopáusico/ le da rabia/ odia su cuerpo que se ensancha”, etc. En estos versos no hay renuncia a la belleza, pero en ellos no existe lugar ni para la complacencia y ni para el recato con el que tratamos de eludir los tabús, ni la fealdad innata a la vida, a la enfermedad o a la penuria. No es una poética homologable por Disney ni por el relato hollywoodiense: nos encontramos ante la obra de un cineasta independiente con narrativa y dirección muy personales.


3. “Es grave advertir que después del orden de este mundo hay otro orden”

A mi juicio, el orden que emerge tras el orden en la poesía de Guerrero, es un orden pautado por el ritmo de la música, por el ruido ambiental, por la versificación e incluso, más allá, por el mero hecho de hablar, de escribir, de emitir palabras que van a convertirse en golpes de voz, en arietes del silencio, en unidades —si me permiten el término— de “nosilencio” que vienen a pautar el vacío del pensamiento, porque pensamos —e interiorizamos los sentimientos— con palabras, con términos que dividen un espacio yermo (el del vacío silencioso) para que en él prosperen el sentido, la comunicación, la vida…. Les invito a visitar el poema de la página 18 de Ranura: tachaduras, uniones con guiones (eliminación del silencio, del espacio), cambios de alineamiento, signos ilegibles… Ese orden es el que explorata María Paz Guerrero y es en ese campo ambiguo del nombrar sobre el que trata de dibujar ranuras: surcos en los que esperar el grano de un trigo nuevo.


4. “Es conveniente que todo aquello que se ha ido convirtiendo en actitud mecánica y sin creatividad desaparezca y caiga en el olvido”

A todas luces, en la obra de esta poeta combativa vamos a encontrar precisamente una dejación del camino común, un alejamiento de formas y estructuras, una deserción de cualquier norma establecida como canónica, es decir, como copia, como repetición, como mecánica pura de la creación: el notable esfuerzo con el que se desempeña esta poeta tiene como uno de sus objetivos fundamentales eludir los moldes, los axiomas y las fórmulas magistrales, para adentrarse en el territorio legítimo de una construcción propia a través de sendas poco pisadas del actual “monte Parnaso”.


5. “No ha quedado demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible”

Con esta certeza en el corazón y en la cabeza, María Paz Guerrero deforma el leguaje, salta más allá de la semántica y nos habla de los analfabetas, de un dios que es una perra, pero también se instala en el silencio: nos dice “anhela cerrar la boca como si fuera a pronunciar una palabra”, un silencio que se contrapone con una voz, un pensamiento, que ha de nacer desde el mismo cuerpo, un cuerpo sin órganos, un cuerpo deleuziano y anhelante, que “jalaba el pelo/ quería saber si / q u i t á n d o me/ la cabeza/ a l c a n z a r í a/ a/ pensar”. Guerrero demuestra en esta antología su duda sobre el lenguaje y, por tanto, sobre su materialización en palabras, estructuras a las que parece retar constantemente, las desarma hasta su última pieza… Se diría, que traer del afuera del lenguaje a su poesía es parte de su reto creativo: hacer menos imperfecto el mundo de las palabras.


6. “La poesía es una fuerza disociadora y anárquica que, a través de la analogía, las asociaciones y las imágenes, se nutre de la destrucción de las relaciones conocidas.”

La enumeración o concatenación de elementos que son dardos (saetas que lucen como aerolitos poéticos), es un recurso que encontramos en la poesía de María Paz Guerrero y que, como nos indicara Artaud, ataca la lógica del nexo habitual, destruye la posibilidad de previsión y genera un escenario nuevo, distinto y desasosegante: “Demasiado prendedizas ya cocinan a sus nietos ya las hienas ya el bostezo y sí la sangre para untar las estanterías la piel para dilatar las turbinas sí el trasiego el relincho matutino la modorra un dos tres cuatro veces en la retina la pantalla partida la magulladura contagiosa la malinche la andanza el trasiego la voz ultramarina la perdiz desarreglada”, etc. Este ejemplo de destrucción de las relaciones conocidas, creo que podemos afirmar, dota a la poesía de Guerrero de la fuerza disociadora y anárquica planteada.


7. “Todo lenguaje es incomprensible, como el parloteo de un desdentado indigente”.

En efecto, en el proceso de deconstrucción del lenguaje, en el desarme del puzle perfecto que nos otorgue la posibilidad de tratar las piezas de forma distinta, Guerreo malea los términos e incluso desciende hasta su base sonora, hasta el fonema. Así propongo como ejemplo la “u” que leemos en el último poema, uno de los textos hasta hoy inéditos.[iv]


8. “No puedo concebir que ninguna producción artística tenga existencia emancipada de la vida en sí misma”

Expongo a vuestro criterio si esto no se cumple, al menos, en dos facetas de su obra poética: la social y la expresión personal. En primera instancia, la poesía de María Paz Guerrero mantiene un fuerte compromiso de clase, de pueblo, de necesidad, de precariedad, de carencia que es preciso cubrir o, al menos, designar, tal vez para que esta consciencia del hueco, de la ranura, se muestre como un frente de bajas presiones y llame a su contrario para establecer ese juego de soles y tormentas pugnando alrededor de un nuevos equilibrios, como mapa de isobaras que quiere anunciar la llegada, tal vez no inminentemente, del buen tiempo.

En segundo lugar ésta es una poesía desde una oquedad personal y propositiva, que expone frente al lector una suerte de “ready—made”, de provocación surreal que —con ese espíritu de vanguardia—, trata de aventar lo banal y acorralar lo esencial, pues “no hay infinito todo es parcela”, nos dice. La poesía de Guerrero resulta tan desconcertante como inspiradora y mantiene sus pies en la vida misma, en el barrio, en la cumbia que suena machaconamente...


9. “Sin sarcasmo me hundo en el caos”

De la lectura de esta Ranura se puede extraer que el sarcasmo, en forma de humor lacerante y vívido, forma parte del mar de fondo sobre el que olean otros recursos poéticos de la propuesta guerreriana. Les leo el fragmento inaugural del poemario Los analfabetas: “Idiotas cuando leen/ confusos cuando escriben/ anteriores a las ideas/ vamos a convertirlos en hombres”. Como muestra espero que pueda valernos este botón.


10. “Estoy en el punto donde ya no toco a la vida, pero tengo en mí todos los apetitos y la titilación insistente del ser. Solo tengo una ocupación: rehacerme”.

Los anhelos y las carencias, es decir, las hambres de la carne, los apetitos volitivos, aparecen en la poesía de María Paz Guerrero, una propuesta que quiere desasosegar, introducir una perturbación en la melodía prevista, eliminar aquello que sabíamos de antemano, borrarlo de su poema, hacerlo saltar por los aires, para —a continuación— explorar esa devastación, caminar por el cráter y lustrar los pedazos de metralla que allí quedaron esparcidos. Entonces la poeta emerge y su voz rehace un espacio distinto sumando los pedazos rescatados del hambre, creando un objeto a partir de la destrucción, un no—lugar ranurado en cada una de sus soldaduras y en el que la poeta espere que entremos y contemplemos el código fuente con el que se escribe nuestra realidad tan poco virtual. Leemos, paso a paso, por encima del camino hecho de múltiples teselas que dispone para nosotros, que resuenan, chirrían bajo el peso de nuestras concepciones y prejuicios, nos hace dudar y se constituye en vértigo, en impugnación o, al menos, en contestación a la norma ante la que nosotros sí habíamos claudicado. Todo aparenta estar descompuesto, pero la poeta se ha rehecho en una materialidad distinta: os invito a contemplarla.

 

Concluyo citando su “hoy cualquiera es escritor/ pero no cualquiera/ defiende una montaña”. Leer a Guerrero es una ascensión a su Annapurna, en cuya cumbre enfrentamos la mirada ciega de esta sorprendente gata.

 

María Paz Guerrero, Ranura, Olifante, Zaragoza, 2022.



[i]                      [i]  Nacida en Bogotá en 1982, Paz Guerrero estudió Literatura en la Universidad de Los Andes y realizó un posgrado en Literatura comparada en la Sorbonne Nouvelle de París— es profesora de Creación Literaria en la Universidad Central de Bogotá. es autora de los poemarios Dios también es una perra (Cajón de Sastre, 2018), Los analfabetas (La Jaula Publicaciones, 2020) y Lengua rosa afuera, gata ciega (Himpar Ediciones, 2021), así como de la selección y prólogo de La Generación sin Nombre. Una antología (Universidad Central, 2019) y del ensayo El dolor de estar vivo en Los poemas póstumos de César Vallejo (Universidad de Los Andes, 2006). Sus poemas aparecen en las antologías Pájaros de sombra (Vaso Roto, 2019) y Moradas interiores. Cuatro poetas colombianas (Universidad Javeriana, 2016), a los que se añade ahora este Ranura. Dos de sus libros han sido traducidos al inglés y al francés.

[ii]                     [ii] por Antonin Artaud.

[iii]                   [iii] Puede servir de ejemplo el poema que encontrarán en la página 15.

[iv]                   [iv] Pág. 54

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

Fernando García de Cortázar  tiene madera de escritor y olfato de periodista. Si le  añadimos  su faceta de Catedrático  de Historia  Contemporánea, su afán por la verdad, y su  interés por el arte y la cultura, nos encontramos ante uno de los autores divulgativos con  más éxito de España.

Nos recibe en su despacho de la Fundación  Dos de Mayo. Nación y libertad, en plena Gran Vía  de Madrid.  Nuestra intención es hablar de  Historia,  de la historia de nuestro país. En el curriculum leemos que “su formación humanística y su sensibilidad literaria le han ayudado a acercar  de forma atractiva la Historia al gran público de tal manera que muchos de sus libros se han convertido en grandes éxitos editoriales”.

- ¿No le parece que es una responsabilidad muy grande el haber conseguido poner de moda la  Historia en nuestro país?

-  Yo entiendo que sí, pero aparte de que pueda ser un mérito, entiendo que es una  responsabilidad  nuestra, de todos los historiadores, y una obligación. Es una obligación, porque la historia es tan importante que no debe quedarse  en los ámbitos puramente académicos o universitarios, sino que debe buscar la demanda  de los ciudadanos. A lo largo de los cincuenta libros que he escrito, y en concreto en los últimos veinte, he tratado de que interese la Historia. Y que la Historia sirva también para irrumpir en  el  presente. Debe servir para mejorar la sociedad y no quedar reducida a un mero objeto culturalista de entretenimiento y de debate , sino que debe  hacerse carne en el debate ciudadano,  en la mejora de nuestro presente, y en la preparación de un futuro mejor.

 

- Da la sensación de que a los españoles no nos gusta demasiado aprender de nuestra Historia.

- Si, yo entiendo además que la Historia en España está siendo manipulada desde el presente. La Historia actúa en el  presente, pero muchas veces porque el presente la manipula y porque en el debate político la Historia es un arma arrojadiza que se echa  un partido contra otro. Sobre todo los  acontecimientos más recientes. Y también tiene una repercusión  política porque los nacionalismos  que están construyendo  sus  naciones, en especial los nacionalismos periféricos, saben que la Historia es la gran partera de la nación, que sin historias no hay naciones. Entonces cuando no tienen Historia, pues la manipulan o se la inventan.

 

- Usted ha denunciado en más de una ocasión  esas creaciones históricas de la nada y las manipulaciones. Hablemos de esos dos elementos, la mixtificación y la creación de una Historia con un patrón determinado.

- La Historia de España está siendo manchada, se utiliza en el debate. Es algo que incluso se observa en textos políticos. No hay nada más que acercarse a los proyectos o anteproyectos de Estatutos; aparece allí una Historia hecha, diríamos, atribuyendo categorías del presente a fenómenos del pasado, que es algo realmente grave. Episodios del siglo XIII, XIV, XV, que no tienen nada que ver con la situación actual, y se les hace protagonistas de ese hecho presente. Yo suelo decir del País Vasco, que es donde nací y donde vivo, que  no hay ninguna otra región que tenga menos credenciales históricas para  reivindicar una secesión o una independencia. Cualquier otra región puede aparecer con mayor entidad histórica o con mayores hechos diferenciales para tratar de reivindicarlo. Yo entiendo que más que el País Vasco, que está en el corazón de Castilla, y es, como dirían los hombres del 98, la abuela de España, no tiene sentido que trate de separarse de algo que es suyo y que en buena medida es creado a través de Castilla.

 

- Me gustaría volver a la idea de España y los españoles. ¿Por qué cuando alguien dice que se siente español se le achaca pertenecer a la extrema derecha?

- Es algo que vengo denunciando desde hace tiempo. Primero, porque el franquismo ha hecho muchísimo daño y todavía, tristemente, parece vigente. Y porque los nacionalismos tratan siempre de intoxicar la opinión pública con eslóganes parecidos. Además, la izquierda, en buena medida, ha debido creer esa interpretación que dan los propios nacionalistas.  A veces se dan situaciones patológicas, como el hecho de que afirmarse como español sea identificarse, no con la corriente liberal admirable del nacionalismo español del XIX, sino con las corrientes más integristas, ultraconservadoras, ultracatólicas y falangistas. Yo entiendo que algo se ha ganado, ¿no? Pero claro, ahí están continuamente, lo publicitan muy bien los nacionalismos para defenderse atacando con ese tipo de consideraciones. La izquierda debería darse cuenta de que está actuando miméticamente respecto a los nacionalismos y que debe situar a sus enemigos, no en los que defienden a España, sino en los que tratan de afirmar sus naciones desde la exclusión, la diferencia, los que no piensan como ellos, como ocurre con los nacionalistas.

 

- Este hecho conlleva otras cosas que no se dan en Europa, como el desprecio de los signos, de los símbolos, la bandera, el himno, los símbolos que en teoría deberían unirnos. Se ha visto con claridad en algún partido de fútbol.

- Esto es realmente grave, y la gente debería reflexionar al respecto. Como los nacionalismos conocen la fuerza de los símbolos, tratan de identificar los símbolos del contrario, del adversario, con lo más reaccionario, lo ultra, con Franco, con Primo de Rivera. Pero creo que algo se está ganando. Por ejemplo, han hecho mucho bien los triunfos deportivos, la selección española de fútbol en el campeonato de Europa. Se veía claramente ahí que decir “soy español”, no era patrimonio de la ultraderecha, sino al contrario, de la ciudadanía contenta de identificarse con su país, y que el  empleo de la bandera ya no era patrimonio de nadie, sino de todos.

 

García de Cortázar es director de la  Fundación Dos de Mayo. Nación y libertad, que nació para organizar los actos conmemorativos del Bicentenario del 2 de Mayo y de la Guerra de la Independencia, y contribuir al conocimiento de aquellos  hechos históricos. Pero tiene una vocación de continuidad, para preparar la celebración del Bicentenario de la Constitución de Cádiz e impulsar y difundir los valores de nación y libertad que simboliza esa fecha histórica de la que somos herederos en nuestra Constitución de 1978.

- ¿Considera que la Guerra de la Independencia es el acontecimiento más importante de nuestra Historia reciente?

- Yo creo que sí, la verdad. Se suele decir que toda la Historia es Historia contemporánea, y no pretendo arrimar el ascua a mi sardina, puesto que soy catedrático de Historia Contemporánea, sino porque a partir de esa fecha,1808, se produce algo realmente importante  que es el paso de súbditos a ciudadanos y que, a través de la idea de España, de las transformaciones manifestadas y de la Constitución que surge en 1812, no sólo vamos a tener nuestros derechos sino que disfrutamos de  derechos y libertades individuales. Eso me parece importantísimo en la Historia de España. Pienso, sin ninguna exageración, que es la fecha más importante porque es la que más está influyendo en nuestras vidas a través de la Constitución. Yo suelo decir que se equivocan los términos cuando se  habla de derechos históricos, algo que también se ha colado en nuestro lenguaje, por efecto de la corrupción nacionalista. Los territorios no tienen derechos históricos, ni por supuesto las lenguas tienen derecho a crearse hablantes obligatorios. Los que tenemos derechos somos los ciudadanos, que los cedemos a través de las Constituciones. Precisamente esta fecha nos recuerda esa asunción de derechos a través del texto constitucional.

 

- En 1812 se creó un modelo de nación. ¿Difiere mucho del actual?

- No, en buena medida no. Se ha progresado en las cuotas democráticas, en los planteamientos sociales, que no se tenían en 1812, con nuestra primera gran Constitución. Pero yo entiendo que lo que allí se afirmó es una nación de ciudadanos, no es una nación étnica ni lingüística, no es la nación integrista, ni del nacionalismo ultraconservador de finales del XIX y de principios del XX. Es la nación que firma un acuerdo entre los ciudadanos para no vivir cejijuntamente sino para aceptar también sus diferencias. Y, sobre todo, para vivir en un proyecto común, que hace alusión mucho más al futuro que al pasado. No es una nación historicista, sino una nación que piensa muchos más en el futuro que en el pasado. Ortega y Gasset decía que a él le preocupaba más la España que encontraba al levantarse que la que dejaba baja al acostarse.

 

Hablamos de la cultura, una preocupación destacada  de Fernando García de Cortázar en los últimos años, si nos atenemos al título de  sus publicaciones. En el prólogo de Breve Historia de la cultura en España se dice: “Sorprende que en un país tan propenso a la invención de pasados falsos haya tan poco amor, tan poco respeto, por las huellas verdaderas del ayer”. Una obra que nos traslada, entre otras muchas ciudades, al Toledo de las Tres Culturas, a la Ávila mística, a una Sevilla a la sombra de Velázquez, al Madrid ilustrado, a la Barcelona modernista o a la Valencia contemporánea. De la mano del autor pasearemos por las calles de esas ciudades, que son también las calles en la que se forjó la cultura española.

- Usted tiene fama de decir lo que piensa, algo que sin duda le honra. Y ha asegurado que la Iglesia es la gran creadora de cultura en España ¿Cree que ha sido bien entendido?

- Por supuesto, yo creo que  sumando cuantitativamente, es obvio, el peso es enorme. Ahora probablemente no, pero durante siglos ha sido  la gran conservadora del patrimonio y de la cultura en España. En uno de mis últimos libros Breve Historia de la Cultura en España se ve claramente. La Iglesia, no sólo como mecenas, como inductora, como conservadora de las obras, sino también  como salvadora, en todas las disciplinas.

 

Fernando García de Cortázar ha obtenido el Premio Nacional de Historia por el libro Historia de España desde el arte. En él utiliza la creación artística como hilo conductor. Propone un recorrido por la Historia de nuestro país a través de 600 obras. Como explica su autor,” utiliza la capacidad emotiva y de expresión del arte para reforzar la palabra del historiador. 

- ¿Somos conscientes del patrimonio cultural que tenemos, de lo que nos han legado nuestros antepasados?

- Yo  me he preocupado de decírselo a los españoles en muchos de mis libros. España es una super potencia cultural, seguramente no hay otra en el mundo. Podemos competir con Italia  en patrimonio plástico- artístico, pero superamos a este país  en cuanto al idioma, mucho más extendido que el de los italianos. Me alegra en las noticias el gran éxito  del turismo cultural y las exposiciones. Están cambiando las cosas y los medios de comunicación están contribuyen a ello. Uno de los ejemplos más recientes lo tenemos en la gran exposición de Sorolla, con unos índices de concurrencia como no se han dado nunca en la Historia de España. Entiendo que vamos a mejor y que, efectivamente, los españoles, tienen que ser conscientes  del extraordinario valor de su patrimonio cultural. Yo lo he intentado inculcar en esas obras relacionadas con la historia de la cultura y del arte en nuestro país.

 

Fernando  García de Cortázar considera que se está robando a los adolescentes parte de ese legado cultural. Nos cuenta cómo en cierta ocasión, mientras preparaba la Breve historia de la cultura en España, ofreció una conferencia a un grupo de profesores y catedráticos de instituto en Cantabria. Mencionó a Baltasar Gracíán, y le explicaron que su figura ha desaparecido de los libros de texto. Me quedé helado, me pareció de una gravedad importante. Que por obsesiones identitarias, regionalistas, autonomistas, rancias, no aparezca una de las grandes cumbres del pensamiento español. Es un drama que no se pude entender desde fuera, como Alemania o Estados Unidos, donde El Criticón fue un best-seller.

- Nos interesa su opinión sobre el estado de la educación en nuestro país. Lleva muchos años en la docencia y habrá  visto de todo. ¿Ha apreciado cómo cada vez lo alumnos tienen más dificultades de comunicación, con un vocabulario escaso?

- Es cierto, y yo también culparía a  las editoriales que hacen todo esto, a veces son  reduccionistas y van a un lenguaje sumamente  elemental y simplificado, en vez de tratar  que lo alumnos que leen sus libros amplíen vocabulario. Me parece gravísimo, porque eso condiciona los contenidos. Si la primera función es hacer que entiendan  lo que dicen nuestras palabras, pues entonces atentamos contra la expresión literaria, que es mucho más rica cuantas más palabras se empleen, y contra la expresión de los conocimientos. Me he encontrado ese problema al escribir mi último libro, la Pequeña historia del mundo. Un libro del que estoy contentísimo, ha sido la obra de no ficción más vendida en la Feria del Libro de Madrid. Yo, consciente de eso, me fui a un colegio durante 15 días para escribirlo, para ver qué léxico podía emplear, qué palabras suscitaban a los alumnos emoción o alegría. Encontré que había muchas palabras  que no conocían y les expliqué la necesidad de ampliar el léxico. Para ello, se creó el “Rincón de las palabras” un esfuerzo por salvar esa barrera que nos estamos encontrando por el escaso léxico que usamos, no solo los alumnos, sino también los adultos.

 

- Fernando García de Cortázar se ha querido dirigir también a los niños y adolescentes, con su Pequeña Historia del mundo. En ella acompaña la narración de hechos históricos con ficción, diálogos y aventura. Hemos leído un titular que dice: “Cortázar despeja de ñoñez y moralina la Historia que les cuentan a los niños”.

- Pues sí, entiendo yo que sirve para niños inteligentes, porque  no hay que infantilizar. La historia es tiene  tal capacidad docente, de trasmisión de conocimientos y de enseñar, de sacar lecciones de ella que suelo decir que es la mejor asignatura de Educación para la Ciudadanía. No hace falta retorcer argumentos, sino presentar los acontecimientos tal como la propia Historia nos los ofrece para que el niño saque conclusiones relacionadas con que algo es bueno o es malo. Se emociona ante el altruismo de determinadas conductas o reprueba y rechaza otras conductas menos ejemplares.

 

- Tras hablar de alumnos y niños, queremos conocer también su opinión en torno al profesorado, dada, como decíamos, su gran experiencia docente. Entramos ahora en Bolonia, ¿va a ser una ruptura demasiado brusca para nuestra universidad?

- Yo lo de Bolonia no lo he seguido mucho; a veces me da pereza entrar en este tipo de legislaciones que luego no sabemos en qué quedan. Y sin embargo abandonamos algo tan importante como es el leer a los clásicos o esforzarnos porque nuestros alumnos no sólo lean sino que escriban mejor. Yo diría que en las enseñanzas medias hay movimientos de mejora bien organizados. De mejora de las disciplinas, de apertura, de aprendizaje. En la Universidad igual estamos más en el “sálvese quien pueda”. Sí noto mayor preocupación en los institutos, en la forma en que se imparten los contenidos y cómo se renuevan las formas de trasmisión de esos contenidos, quizá más que en el mundo universitario.

 

Nuestro protagonista es buen conocedor del periodismo, sin duda sabe cómo originar titulares de los que se publican sin duda en un diario. Así, leemos, en relación con la Ley de la Memoria Histórica: “El juez Baltasar Garzón está convirtiendo España en un tanatorio”.

- Desde su punto de vista, ¿cómo se está desarrollando todo lo relativo a la Ley de la Memoria Histórica, cree que es conveniente para nuestro país entrar en esa dinámica?

- Lo he denunciado multitud de veces, me parece absurdo. Sobre todo porque, en general, la historiografía española goza de buenísima salud y no se necesitan apoyaturas, injerencias, ni dirigismos del poder político. Yo creo que hay un error de consenso en general. Quitando mitómanos o gentes que no son profesionales de la historia, yo entiendo que esa injerencia política hace daño. Y, ciertamente, los mayores críticos de esta ley han sido los propios historiadores, de uno y otro color.

 

Volvemos a la cultura, y a la necesidad de recuperar y preservar nuestro legado cultural. Sobre todo aquél que, por una u otra razón, ha quedado en el olvido .Desde la Fundación se ha recuperado una obra importante de Mariano Rodriguez Ledesma, el Oficio y misa de difuntos. Se trata del primer oratorio sinfónico-coral de la historia de la música española. La Fundación que dirige Fernando García de Cortazar quiere difundir la Historia en más registros que el meramente bibliográfico. ”Tengo un sentido integral y global de la Historia, me interesa desde el arte, la literatura, el mundo filosófico y la música. La Fundación está publicando una serie con música en torno a la Guerra de la Independencia y el surgimiento de la nación. La labor que está haciendo con los libros se extiende también con los discos. El volumen de Rodríguez Ledesma es la expresión de esa línea de trabajo. Está claro que en aquella época no sólo existía Juan Crisóstomo Arriaga, que es un magnífico músico: gracias a estos trabajos se ve que estaba acompañado de una buena pléyade de músicos.

 

Fernando García de Cortazar habla con entusiasmo de los proyectos de la Fundación Dos de mayo: Nación y Libertad”. Y recuerda el éxito de aquella iniciativa en la que se buscó la participación ciudadana. La idea era configurar unos grandes carteles que cubrieran la fachada de la Puerta del Sol en las celebraciones del 2 de Mayo. Más de 80.000 personas participaron enviando sus fotografías. La informática hizo lo demás.

Tenemos que terminar, y reconocemos que la imagen, la expresión y las palabras de nuestro interlocutor no son las de un historiador al uso. Su concepto de la Historia y de los historiadores queda reflejado en estas palabras, pronunciadas por Fernando García de Cortázar en la conmemoración del II Centenario del 2 de Mayo:“Las naciones sin Historia no son naciones en sentido estricto, son mera materia amorfa, moldeable por el espíritu de las que sí la tienen. La nación no es, se construye, y se construye en gran parte a través de la transmisión de una memoria pública. La historia se convierte así en una especie de partera de la nación. De ahí que los historiadores seamos considerados sujetos peligrosos e indeseables por aquellos que hoy desean hacerse con un patria nueva, por aquellos que se esfuerzan en inventar una memoria separada y enfrentada a España, una memoria que reescribe su idea de nación con los renglones torcidos del mito, del odio, de la animosidad, de la diferencia.”

Escrito en Lecturas Turia por Juan Fernández Vegue

Aquella primera mañana, la primera de tantas, un centenar de cigüeñas invadió el patio de recreo, compartiendo su latido, tan misterioso y nuevo, con nadie más que con la niebla. No somos predadores directos, había explicado a mis alumnos, apenas tres o cuatro días antes, en un mundo que nunca más sería, ni siquiera, un poco nuestro. Esa es la única razón por la que la Ciconia ciconia convive con el ser humano.

Pero aquella primera mañana, la primera de tantas, el espacio y el tiempo arrinconaron, hasta lo más hondo de su esencia, a todos los hombres y a todas las mujeres convivientes.

Yo me había conectado a mi primera clase online. Me había puesto una camiseta de colores vistosos y unos vaqueros, y había colocado el teléfono móvil frente al punto más luminoso del salón. Estábamos comentando unos versos de La tierra baldía, de T.S. Eliot, cuando un millar de crotoreos se coló por el micro, inundando el espacio físico y virtual.

¿Habéis visto lo mismo que yo?

Las cigüeñas aterrizaron en la pista gris y, desde allí, se dispersaron hacia la pista roja. Igual que habíamos estado haciendo a diario otros, recorrieron la distancia del Ram al Loscos, del Loscos al Ram. Buscaban, como buscamos nosotros, algo con lo que reforzar sus nidos. La idea de familia. De nudo. De hogar. Era 16 de marzo y ellas parecían tenerlo algo más claro.

Los seres humanos hemos dispuesto de la moral y de la carne para contar (para contarnos) un relato (el nuestro) en su versión más amable, dije a mis alumnos mientras una cigüeña alzaba el vuelo, llevándose con ella las últimas huellas del patio. Pero hay otras historias que no podemos contar. Miradnos ahora, tan fuera de la vida y de la Historia.

Poco a poco, la primavera fue revelándose desde dentro de la tierra. Y en los troncos de los árboles. Y en las yemas. Llegamos a ver en flor las almendreras, pero nos perdimos el estallido del cerezo, del melocotonero y del ciruelo, que siguieron su ciclo tan propios y tan ajenos. La espera nos salvará, pensé entonces.

En aquel tiempo, sin tiempo ni espacio, el silencio atrajo más silencio y eso permitió que abandonasen sus escondrijos los animales que sí suelen temernos. Yo confié en ellos, lo hice más que en cualquier promesa de cambio, de la inmensidad que salió de todos aquellos balcones humanos. Por una vez, dejamos, nosotros, de sentirnos tan a salvo. Y por una vez, deseamos que aquellas aves anidasen en nuestros tejados.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Muñoz

20 de junio de 2022

La editorial independiente madrileña Piezas Azules nos presenta el décimo trabajo del aragonés Ramiro Gairín Muñoz, Tiempo de frutos, siendo éste un objeto cuidado, muy hermoso, al que da cuerpo el diseño y las sugerentes ilustraciones del zaragozano Lalo Cruces, y cuyos ejemplares han sido numerados, dándole a cada uno ese detalle de singularidad. El poemario nos recibe con unos versos de evocación a la mítica herencia poética de Antonio Machado y se cierra con una cita juanramoniana, poeta al que también apuntan los títulos de dos de sus capítulos: «Espacio» y «Tiempo».

Por lo demás, el diálogo con otros autores termina ahí, no habiendo en estos poemas una clara intención metaliteraria o de diálogo con otras voces poéticas. La tesis del poemario —que puede verse como diario vivencial, como anotaciones poéticas, como cartas para un diálogo amoroso o como postales del instante en ese viaje compartido— sostendría una concepción de la existencia como experiencia de amor. Así ese tiempo y esos frutos parecen aludir al generoso alimento que ofrece el árbol que nace de la simbiosis de los amantes. El libro constituye un ejemplo de ese movimiento actual y que formalmente no está declarado, pero que viene a designarse como Vivencialismo o Neocostumbrismo y que hace de la cotidianeidad y de la vivencia de nuestro tiempo (y en primera persona) la base narrativa sobre la que se traduce poéticamente la percepción del poeta, esfuerzo en el que se trata de dejar resonante —dentro de la espontaneidad del episodio que se destaca— el eco de lo que percute en la sensibilidad del autor y, por tanto, se presenta como transcendente.

El Vivencialismo es la más anchurosa de las corrientes actuales, movimiento sin manifiesto ni proclamación que quedaría caracterizado por la escritura en una o dos capas, por la sencillez prosaica de la voz que, sin apenas epítetos y desde una primera persona, transmuta el poema en diario poético, en nota marginal de la vida, en una grieta emocional en el cemento del día a día donde florece una semilla resistente: “algo le ha pisado la cola al viento/ se revuelve furioso/ embiste los cristales”. En este estilo directo y narrativo, el uso de recursos clásicos suele quedar reducido a un estrecho abanico formado por aquellos que otorgan capacidad de codificación y de impacto en la imagen poética, como puedan ser la sinestesia, la prosopopeya o la asíndeton y en la introducción de enumeraciones; recurso con el que suele componerse una suerte de collage, una yuxtaposición de elementos de distintos colores, patrones y texturas, que —en esa disposición combinada— genera un nuevo todo poético. El poema vivencialista oscila entre la confesión íntima, la explicitación de la anécdota personal que –aislada por la lente del microscopio poético— aparece sublimada o el diálogo con un amigo o un amor idealizado (en el sentido estricto) y que habita más allá de las tapas del libro, todo ello contribuyendo a convertir el poemario en un vehículo de unión, una máquina para viajar al encuentro de su interlocutor.

El poemario arranca mirando a las nubes y expresando su deseo de crear “sustancias” —derivado del latín substare ‘estar debajo’— y de descubrir “materiales con palabras” de una forma aséptica, sin volcar la tragedia personal en el observador, es decir, en el lector —y, tal vez, sin buscar la sombra del mar, levantando la espuma con las yemas de los dedos—. Gairín nos propone —y lo compartimos— que la poseía puede ser “la mirada de un gato/ la promesa de un cuerpo/ la posibilidad de un zarpazo”. Mas, si este gato fuera el gato de Cheshire podríamos no toparnos con él, pues el poeta parece no invitar a su Alicia a cruzar el espejo de la escritura: “necesito que aceptes esta vida […] y que si nos cambiamos/ por una que yo escriba/ desapareceremos”. Qué cabría esperar de ese mundo especular y fantástico es una cuestión que despierta interés y nos deja a las puertas de un camino más ambicioso y arriesgado, una propuesta de ruptura con lo convencional y, por tanto, con lo menos sorprendente.

No hay mácula en la escritura y en la propuesta que, como propongo en mi lectura, se enclava en una corriente de estilo popular, actual y accesible a lectores habituados a otros géneros a través del uso de la prosa poética —en algunos momentos, prosa versificada— que me ha hecho recordar algunas de las enseñanzas que, en su día, me transmitiera Félix Romeo Pescador, en lo que (con todos los respetos y con su permiso y si la memoria no me traiciona modificando los preceptos según mi conveniencia o mi experiencia posterior) podría resumir como sus “Principios fundamentales del verso”, de entre los que rescato estos, a saber: El verso ha de contener una unidad de sentido mínima y esta unidad ha de ser independiente y susceptible de observarse aisladamente, de que “viva” por sí misma si la extraemos definitivamente del poema. El otro sería que la versificación ha de atender a favorecer el axioma anterior y a fijar el necesario ritmo al que el poema no debe renunciar, a proponer una musicalidad que no pase inadvertida al lector. Así la versificación conduce la lectura por el camino deseado por el poeta y la pausa que añade ésta, así como la estructuración en estrofas, han de cumplir con esta tarea, aunque hoy en día parece que, tanto el verso como la estrofa, más parecen buscar el extrañamiento divergente que la complicidad coral con el lector.

Señalo estos aspectos al tratarse del décimo título del autor quien, por tanto, ostenta un bagaje amplio y cuya propuesta pide ser analizada con más detenimiento. No obstante, Tiempo de frutos no es una obra cismática sino continuista dentro las publicaciones de Gairín, quien nos propone su poesía como escritura epicúrea, como nota de amor junto a un café, como dietario escrito en esa cuarta dimensión del tiempo en que vivimos, del tiempo tintado por el yo y, por tanto, más personal. El poemario, de esta manera, como último capítulo de este diario vivencial, resulta una lectura cercana, agradable y que se puede disfrutar/compartir —análogamente al diálogo con el ser amado— en íntima compañía.

Ramiro Gairín Muñoz, Tiempo de frutos, Madrid, Piezas Azules, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

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