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LA REVISTA AVANZA, EN PRIMICIA EN ESPAÑOL, LA NOVELA DEL ESCRITOR BRITÁNICO: "EL NÚMERO 11"

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de noviembre en España y otros países, un sumario repleto de atractivos textos inéditos protagonizados por grandes autores internacionales. Así, el escritor argentino Patricio Pron da a conocer un interesante artículo sobre su célebre compatriota Jorge Luis Borges. También encontraremos una completa y rigurosa aproximación al universo literario de Roberto Bolaño, uno de los escritores latinoamericanos más importantes de los últimos tiempos. Y, entre otros contenidos de interés, una grata sorpresa en primicia en español: un fragmento de El número 11, la nueva novela del escritor británico Jonathan Coe, uno de los nombres más destacados de la narrativa inglesa contemporánea. 


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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

La cellisca ha tomado Madrid y las primeras páginas de los diarios. El invierno saca sus galones de frío y, pasado por la humedad, alumbra diciembre en los destellos que la nieve deja sobre la calzada para que los coches pisen con las luces encendidas. La casa de José María Merino es una isla caliente. ¿Para qué los radiadores cuando el papel es tan eficiente material de construcción y la mejor prenda de abrigo? En su despacho madrileño uno desconoce si, detrás de la biblioteca, hay pared o todo es barricada literaria. Hay volúmenes por todas partes: en la estantería, por supuesto, pero también encima del escritorio, debajo, y no sé si hasta colgando del techo. En el suelo, los ejemplares descansan en triple fila. Su voz, entre campanuda y reflexiva, no mira por encima del hombro.

 

-Su trayectoria literaria asoma ligada a la propuesta moral. ‘A veces me recorren el ánimo secuencias y añoranzas que no provienen de mi experiencia extraliteraria, sino que tienen su raíz en lecturas que, ya olvidadas, identifico como sentimientos propios’[1]. ¿Es posible aprender del olvido?

-A través de la literatura, interiorizamos quiénes somos y qué es la vida. También conocemos casos espectaculares, como el de un tal don Quijote de la Mancha, que modificó su comportamiento y la misma realidad para convertirse en un amadís. Es decir, por supuesto se aprende del olvido.

-En los ejemplos que cita pesa la voluntad.

-Es que, sin sacar a Freud, el olvido voluntario está ahí, como un fantasma. El otro, el involuntario, llena los almacenes del recuerdo con cosas que después gravitarán sobre nosotros, mandando mensajes. Ambos forman nuestro sustrato vital.

-En alguna ocasión ha dicho algo así como que el hombre que es está formado por una transustanciación de las historias leídas. Este lenguaje, ¿se debe a la contaminación que ha dejado la religión después de miles de años de dominio en el arte, las costumbres y los dichos o a que la creación tiene, efectivamente, conexiones extáticas?

-En realidad, la creación literaria tiene mucho que ver con el mito. En mi discurso de ingreso en la Real Academia dije que la ficción es lo que nos ha hecho homo sapiens. Ver y explicar el mundo a través de símbolos está en nuestra condición, somos animales simbólicos. Las historias convierten la realidad en símbolos. Todo, mucho antes que la ciencia, la metafísica, la filosofía y la escritura. La sustancia heredada de la ficción por la literatura es la reorganización de símbolos. Esto nos aproxima al mundo mítico y a los arquetipos.

-Pero, en origen, el mito tiene algo de religioso.

-Sí, no soy escritor místico, pero reconozco que el arquetipo religioso ayuda a vivir. Yo no creo en esoterismos, cuanto en lo mítico como sustancia de la especie humana. Los mitos religiosos no reconcilian a la persona con su condición mortal, sino que la llevan a un más allá desconocido. El mundo mítico nace cuando Jasón y los argonautas van en busca del vellocino de oro. Luego, todos buscamos el vellocino.

-Tiene, entre otros, los premios Miguel Delibes, Torrente Ballester, Castilla y León, Salambó y Nacional de la Crítica. ¿Considera su ingreso en la RAE otro premio más que un nombramiento para trabajar con la lengua?

-Que mi voz haya sido estimada de ese modo es el mejor premio que me han otorgado. Es el reconocimiento de un organismo misterioso con el que uno no guarda relación y que, de repente, te invita a hablar de palabras.

-Usted se crió en una casa con buena biblioteca. Los diccionarios y las enciclopedias le brindaron el primer contacto con el mundo de las ideas.

-Mi padre Bonifacio era un abogado republicano, abierto y liberal y le encantaba que sus hijos leyéramos. Yo era el mayor y, durante años, el lector principal. De los libros que me regalaba, conservo bastantes. Le gustaba verme consultar la Universitas y la Espasa. Y cuando le iba conque algún libro estaba en el Índice, él respondía muy serio: ‘Nihil obstat’. Y ya tenía autorización episcopal.

- Luis Mateo Díez, en la contestación a su discurso de ingreso en la Academia, definió a su padre como un hombre de sensibilidad y criterio, “que valoraba ese tesoro de los libros como el mejor legado para sus hijos”; ¿Le aconsejaba?

-Era buen orientador. Me decía: ‘Josemari, de esto te puede interesar tal cosa’. Yo ahora tengo una biblioteca mucho más grande, sin embargo en aquella estaba lo más sustantivo.

-¿Qué contenía esa biblioteca?

-Había muchas obras completas de Aguilar. Estaban los clásicos del siglo Diecinueve, ya fuesen españoles, ingleses, norteamericanos, alemanes o franceses. Víctor Hugo y Voltaire, completos. Había mucha poesía, una colección de Premios Nobel, la Summa Artis y ejemplares de Ciencias Naturales, Historia y Geografía que todavía conservo.

-Parece grande.

-No lo era, pero sí rica en elementos estimulantes, selecta.

-Hablando de palabras. Usted ha dicho que mantiene con ellas “una relación adictiva” y hasta de “vicio”. ¡Parece que hablara de bajas pasiones!

-(ríe) ¡Como si uno no pudiera ser vicioso de cosas nobles! No, no lo considero baja pasión, sino alta. Las palabras me encantan desde niño. El otro día una amiga argentina me felicitaba las Pascuas con una que nunca había escuchado. ¡Vaya regalo! La apunté para profundizar sobre ella. Las palabras son uno de los vicios más sanos que se pueden tener.

-Sabino Ordás sostiene que la lengua no necesita tutores: ‘Si goza de buena salud, ella sola se desarrolla y florece. Si está anémica y enferma, ningún médico podrá devolverle la vitalidad. Sin la academia, el mundo anglosajón sostiene un lenguaje en permanente renovación; con academia, el castellano peninsular se empobrece cada día más’[2]. Yo creo que debe lanzar una defensa sobre la Real Academia, ya que la mora.

-Don Sabino es terrible –sonríe-, ¡pero opinamos igual!: la Academia es como Icona, se dedica a estudiar el estado de la cuestión. Acaba de salir una Gramática ejemplar al respecto que intenta incluir el español sin acotaciones.

-¿No es, en alguna ocasión, poco rígida?

-Es que si los hablantes empobrecen el idioma, no hay nada que hacer. Felizmente, el español tiene a América. El tronco de las estructuras del idioma se mantiene gracias a los americanos. Nosotros somos el diez por ciento de los hablantes.

-No obstante, si atendemos al creciente número de países donde se estudia, posee buena salud.

-Sí, a diferencia del francés, que se ha venido abajo. La Francophonie ha desaparecido y, con ella, la ortografía, las composiciones y casi la fonética. En nuestro caso, intentamos evitarlo gracias a la actuación coordinada de las academias, que es positiva no para ahormar el idioma –porque no tiene fuerza-, sino para crear una conciencia de lengua común. Ahora, repito, si la gente joven habla cada vez peor y utiliza menos registro lingüístico y los medios de comunicación empobrecen su discurso, a la larga, haga lo que haga la Academia, el español tendrá deficientes condiciones de mantenimiento.

-¿Esa escasa fuerza que mienta es por la que sanciona vulgarismos –se acaba de aceptar sofases como plural de sofá-?

-Sí, hay algunos plurales -como jabalíes- tolerantes -con jabalís-. Yo no lo sería. Pero la Academia no tiene más remedio que asumir el lenguaje popular. A mí me horroriza móvil con sentido de celular. Durante años se logró imponer balompié, la gente volvió a fútbol y hubo que reincorporarla al flujo lingüístico. Es el caso de matrimonio: no responde a la semántica original, pero hay que asumir el significado de la calle.

-Su tesis de que el homo sapiens empieza a ser porque comienza a interpretar es un tanto revolucionaria.

-He leído a multitud de lingüistas y siempre van por el mundo del lenguaje, no por el de la ficción. Mi teoría es que lenguaje y capacidad de comunicación tenemos todos los seres vivos, empezando por los virus y las bacterias. No hay más que ver a las hormigas, las flores o los delfines. Los gatos, por ejemplo, están transmitiendo continuamente información: poseer lenguaje no nos diferencia. El hecho raro, no sé si patológico, es que nosotros utilizamos el lenguaje para organizar ficciones. Está en nuestra naturaleza. El Neanderthal tenía lenguaje y sabía fabricar herramientas igual que los antropoides y algunas aves –el uso de la herramienta no es algo específicamente humano-. Lo innovador es que nuestra especie utiliza el lenguaje, a diferencia de los delfines –que, además, son sofisticados-, para organizar esas ficciones y, a través de ellas, contar el mundo.

-O sea: por encima de la voz y de la palabra, la ficción.

-Exacto. Publiqué un artículo[3] en el que digo que si Linneo nos volviese a clasificar no nos llamaría Homo sapiens, sino Homo narrans. Somos la especie que cuenta historias.

-Usted constata el declive del cuento[4], después de que, en el primer tercio del Veinte, no quedara periódico o revista sin uno por número. ¿A qué se debe? ¿Es culpa del gusto cambiante de los lectores?, ¿de la simple moda literaria?, ¿del concepto comercial del periodismo de hoy?

-Llegó el cine. Trastocó el formato del divertimiento masivo, exactamente igual que ahora pasa con la televisión y, no digamos, con los videojuegos. Lo curioso es que, a pesar de que en los últimos años, el lector común –no me gusta decir vulgar- prefiere el best seller, el cuento ha renacido entre los autores y con un nivel sorprendente[5].

-¿El cuento es, como se dice, capaz de requerir más trabajo que una novela?

-Requiere más trabajo, pero menos tiempo. La novela es una exploración en terreno selvático: vas con un machete y sabes que, a dos kilómetros, hay una casita donde vive Fulano, que tiene un primo enamorado de una señora que vive en otra casita. No sabes más. Y empiezas a descubrir sendas. Al final, la casa no es la que esperabas y el primo no vive donde creías… El cuento es al revés: una iluminación. Has de tener la idea desde el principio. Empezar un cuento sin saber adónde vas es imposible.

-¿Empieza las novelas a ciegas?

-No, pero se puede. Lo común es querer ir a un sitio y acabar en otro. De vez en cuando me ocurre y no me sorprende. Frente a esto, la dificultad del cuento es saber dónde quieres ir y lograr llegar. Ah, y depurarlo constantemente.

-¿Nunca le ha sucedido, al contrario, empezar un cuento y ver que la historia se ensancha?

-Es gracioso, me está sucedido últimamente. Escribo mini cuentos, los miro y me digo: ‘Merino, esto no es un mini cuento. Te está pidiendo más páginas’. Me dice que lo deje respirar. Hay cuentos que me han estado engañando durante años. Verlo es cuestión de oficio.

-¿Habla con sus creaciones?

-Sí, miro al bicho y escucho. Es exactamente lo que me pasó con El lugar sin culpa, el típico cuento guardado en un cajón. No lo saqué hasta descubrir qué me pedía. Nació como cuento, luego me dijo que era una novela enorme y, finalmente, resultó de menos de doscientas páginas.

-El lugar sin culpa transcurre en una isla que define como “arquetipo de la naturaleza que no puede conocer la angustia, ni la nostalgia, ni ninguna forma de desasosiego”. No lo he visto referido en ningún lugar, pero para mí El lugar sin culpa viene a ser una utopía, un género poquísimo frecuentado. Encaja por lo filosófico -por la propuesta identitaria y de organización social- y por lo que tiene de no-lugar, atendiendo a la etimología eu-topos. ¿Lo tenía previsto?, ¿contempla la opción?

-Pues en realidad, sí,… es una utopía… Por partes -para explicar la propuesta-: yo soy conservacionista y reputo que el calentamiento global agrava las injusticias básicas de nuestro mundo. La reunión de Copenhague[6] es una demostración de que no somos naturaleza. ¿Problema de nuestros políticos? No lo sé. Pero nosotros no somos naturaleza. Es más, somos su gran enemigo. Sufrimos, pensamos y soñamos, pero somos un elemento enemistado con la naturaleza.

-No obstante, la necesitamos.

-La necesitamos para sobrevivir porque, aunque no la seamos, estamos compuestos de ella. ¿Cómo vamos a resolver la contradicción? Es utópico pensar en un mundo de vida armónica. Incluso, ¿por qué no van a tener los chinos derecho a decir: ‘Ustedes, europeos, están muy bien; ¿ahora nosotros tenemos que hacer el doble de esfuerzo para desarrollarnos sin contaminar?’. Evidentemente, no somos naturaleza. Eso como introducción. Respondiendo directamente: no lo había pensado, pero, evidentemente, es una utopía. El lugar sin culpa, en el fondo, es un mundo de realización perfecta e imposible donde el ser humano no sufre y no recuerda.

-Como Moro o Campanella, usted también se sirve de una isla. Es decir, cumple también el componente espacial.

-Sí, sí, para crear el entorno perfecto sin contaminación. Aunque, ojo: ni siquiera la doctora Gracia se encuentra a gusto dentro y tiene que volver a civilizarse. Los seres humanos tenemos sentimientos, memoria e intereses, o sea: redes que impiden la utopía.

-La isla es el arquetipo mencionado -un sitio equilibrado donde las lagartijas no temen a las personas, un refugio-, pero también roza la liviandad, la desmemoria, el abandono. ¿Podría interpretarse el presumible estado de perfección como arma de doble filo?

-Qué duda cabe. Al fin y al cabo, el retiro le permite a la doctora Gracia humanizarse, conocerse y valorar el compromiso. Pero… huir de la realidad… no sirve para nada. El estado magnífico en el que se encuentra es tan anormal como estar sometida a la presión de la vida diaria y a la angustia de los que la rodean. El aislamiento deja una herida en la memoria.

-En el extremo de esa desmemoria estaría el delirio senil de la madre insultando a la doctora –“Mala puta”, entre otras befas-. ¿Es la senilidad otro lugar sin culpa?

-Efectivamente, el alzheimer es un lugar tremendamente inocente. ¿Podemos juzgar a un imbécil que trabajó en Auschwitz? Desgraciadamente, no. La propia vida le ha quitado la culpabilidad. Esta inocencia no tiene que ver con la de la infancia, que es jubilosa hacia el futuro. La vejez es la inocencia triste y dolorosa, la inocencia del final, de la desintegración.

-He leído que, con esta novela, abre una trilogía sobre espacios naturales, pero luego ya no si La sima es la segunda parte.

-Iba a serlo. No lo es y estoy atascado gravemente. He hecho viajes y tomado notas [muestra una libreta pequeña de anillas con cuatro o cinco páginas escritas y dibujadas], pero necesito más tiempo.

 

La sima, su última novela, tiene la Guerra Civil de fondo. No parece sorpresivo, pero sí los hechos que la motivaron. El volumen es producto de su desazón como ciudadano a la vista de la obstrucción del Partido Popular después de los atentados del 11-M -“Una crispación, a estas alturas de la democracia, inaceptable”-. En realidad las convulsiones vienen de antiguo. A lo largo del Veinte se tiñó el mapa de sangre y no digamos durante la Reconquista. Merino atisba “un comportamiento  irreconciliable en nuestros políticos”. Gustavo Martín Garzo escribió una tribuna, a propósito[7], en la que decía que la República “pudo ser el comienzo un país distinto, tolerante y amable”. Sin embargo, acaba compartiendo con el protagonista de La sima que nuestra historia “es una sucesión ruidosa de desencuentros y turbios ajustes de cuentas: pura memoria del rencor”. La portada del libro reproduce una foto de Agustí Centelles titulada Juego de niños[8]. En ella unos muchachos simulan un fusilamiento con palos y escobas. Es una metáfora que, al revés de lo habitual, viene del pasado al presente. Al autor le intranquiliza el radicalismo. Entiende ese camino no trata tanto de ideas políticas, cuanto de comportamientos y sentimientos. “Me preocupa la mala uva de los españoles”.

-El otro día uno de la oposición le dijo a su contrincante: ‘Usted lo que quiere es recogerme con una furgoneta y pasearme’. ¡Caramba!, en el año 2009 no debería caber ese lenguaje político. Sin renunciar a las ideas, debería haber cierto espíritu de concordia. La República, sí, replanteó la Historia de modo reformista y optimista. Garzo tiene razón al hablar de ella como un horizonte extraordinario, pero lo sorprendente es que, en ella, sólo creían los republicanos. Al final fueron los movimientos totalitarios de raíz fascista los que la derrocaron, pero la República había sido desbordada desde el primer momento por radicalismos. Es una pena: vivió acosada por un lado y por otro. Por lo que respecta a la actualidad, sólo espero que nuestros políticos reflexionen y rebajen el tono dialéctico. No creo que vuelvan enfrentamientos como aquéllos.

 

El tiempo pasa. En la calle, oculto en eso que llaman Navidad. Por su casa no veo ningún belén, a pesar de que, en Los cuadernos azules, confiesa que su madre los ponía con fervor. Las costumbres cambian. Somos tiempo. En sus libros, practica con él una curiosa taxidermia. Hay una metafísica delimitada que une El lugar sin culpa a La sima. En ésta se lee: ‘Todo lo que existe está hecho de tiempo, desde las galaxias hasta las castañas, es sólo el ritmo lo que cambia’. En otro punto: ‘Los únicos que sufrimos de verdad el tiempo somos nosotros (…) La Tierra no tiene nada que ver con el tiempo como mero accidente biológico’. Más adelante: ‘Sólo soy tiempo no geológico, no cósmico, y por eso algo tan efímero como si ya hubiese ocurrido’. En El lugar sin culpa el ser humano vuelve a ser tiempo frente a la isla, que prevalece. Dice: ‘Este espacio sólo tiene pequeñas memorias de lo concreto’. Más explícitamente: ‘De la rabia de saberse tiempo sale toda la furia, el odio es tiempo, el hambre es tiempo, el ser humano concibe el infinito en forma de tiempo que transcurre sin concluir, como el infierno para nosotros es tiempo, tiempo de sufrimiento que no se agota, somos incapaces de imaginarnos fuera del tiempo (…) Doscientos años son para la isla igual que doscientos siglos’. Pronunció Antonio Machado: “Los que buscamos en la metafísica una cura de eternidad, de actividad lógica al margen del tiempo, nos vamos a encontrar definitivamente cercados por el tiempo”. Merino sabe, como el autor de Soledades, que al poeta no le es dado pensar fuera del tiempo. Piensa que este concepto, tiempo, está más presente en la última parte de su obra porque ahora se le escurre más rápido. Transcribe su mirada limpia y su estilo preciso en islarios convertidos en obra atemporal.

 

-Cuando se plantea metafísicamente el mundo, es posible que existan a la vez el tiempo y el no tiempo. Como dijo el filósofo: ¿por qué existe el no ser y no la nada? Yo creo que son términos antitéticos. Igual que las personas o somos tiempo o somos no tiempo. Todo lo que nos rodea lo es, pero, ¿sería posible que una computadora dijera cuánto llevamos en la Tierra?... Prácticamente no existimos en el tiempo del cosmos. Las montañas están formándose, pero, para nosotros, es imperceptible. Su ritmo no tiene que ver con el nuestro. Cuanto nos rodea es eternidad e infinitud frente a nuestra fugacidad. Deberíamos pensar, alternativamente a la religión, que somos efímeros y morimos. Los pensadores antiguos ya se preguntaban a qué conduce tanta pasión, tanto dolor, tanta furia. Tenemos la maldición de olvidar nuestra esencia. ¿Por qué no sacamos, de lo efímero, la felicidad de la especie?, ¿por qué no, del mundo, un lugar confortable? Pienso en ello porque estoy en eso que llaman Tercera Edad. ¡Si lo pone hasta en mi carnet de metro!

-A pesar de lo frágiles que somos, hemos conseguido injerir en la todopoderosa naturaleza. En los últimos cincuenta años el hombre ha destruido más Medio que en los miles anteriores.

-Claro, porque somos naturaleza consciente incapaz de lo positivo. Como señalan las novelas fantásticas, tan precursoras, acabaremos constituidos por una parte importante de maquinaria. Stephen Hawking dice: “El ser humano tiene futuro fuera del planeta Tierra”. ¡Él, como la ciencia, es optimista! Pero la inteligencia nos convierte en dañinos. Falta armonía. Vuelvo a la reunión de estos días en Copenhague: es casi un cuento, su significado es simbólico. Bien, pues nuestra inteligencia puede acabar hasta con la Especie.

-Otro paralelismo: los zanjones y los enterramientos. ‘Los cuerpos humanos somos al fin y al cabo un depósito de minerales, de elementos que la tierra reutiliza sin asco ni respeto, con la naturalidad del jardinero que prepara el compost con los restos orgánicos para abonar luego sus plantas’ -El lugar sin culpa-. En La sima esto es trágico porque hay una Guerra Civil de por medio, pero el componente orgánico de la persona y su destino bajo tierra están igualmente presentes.

-Pues tampoco lo había pensado, pero sí. Hay paralelismos indiscutibles... En La sima he debido de profundizar inconscientemente en los aspectos fundamentales de El lugar sin culpa. Pero es que la trilogía quiere ir por ahí: por la naturaleza y sus espacios. Y la tierra es uno. La segunda ha de transcurrir en un río. Quiero resaltar el agua como el valor cada vez más preciado de un planeta con el que no sabemos relacionarnos.

-La sima, como elemento físico y simbólico está presente desde el Inicio.

-La historia del homo antecessor empieza en una sima, eso está claro. Pero lo que me interesa apuntar es que el mundo sigue lleno de simas, de enormes cuevas donde se arrojan cuerpos. Yo he tenido siempre la idea de que la materia se transforma, no se destruye; la noción de que somos materia orgánica en continua renovación. Cuando se hayan recuperado los cuerpos de toda los desdichados ajusticiados por el franquismo y no queden ni sus nietos, ni sus tataranietos, ni sus choznos, todo habrá vuelto al humus originario y, con él, se harán vasijas y fertilizantes para los tomates.

-¿Por qué la montaña?

-Yo quería situar la novela en la montaña occidental de León, concretamente, que es la que más me gusta y a la que más voy -por supuesto, en verano-. Desde la cordillera norte las cumbres son abruptas, pero las meridionales tienen tono humano.

-Entiendo que visita pueblos y también sube montañas.

-Sí, hago excursiones. Me gusta ir andando, ascendiendo suavemente, y darme cuenta de que no necesito ser escalador ni tener cuerdas para llegar arriba. Por el camino te puedes encontrar hayedos, bosques de tejos, de todo.

-¿Qué se cruzó, entonces, entre su plan y el resultado?

-El problema de las guerras. Yo quería hablar de alguien que se retiraba a escribir una tesis. Y quería mezclar el proyecto de esa persona, relacionado con la Historia, con el medio natural. Deseaba trabajar en la misma línea que en El lugar sin culpa. Pero se me cruzaron la Guerra Civil y la Memoria Histórica, por una parte, y la reacción de la oposición conservadora a raíz del 11-M, por otra. Pasó de ser una novela sobre naturaleza a sobre Historia. También iba a ser corta y se fue a las cuatrocientas y pico páginas. No puedo incluirla en los espacios naturales me ponga como me ponga.

-¿Cómo hacer ver que la Memoria Histórica busca justicia y no reabrir heridas?

-Es sencillo: que los seres deban estar bien enterrados no responde a un derecho, sino a un Mandamiento. Por lo que, si la persona, encima, es creyente, deberá entenderlo mejor. Es la sepultura de los muertos. La Memoria Histórica pertenece a lo humanitario y a lo religioso.

-¿En qué varía esta guerra de las anteriores?

-Todas son terribles. La desdicha de ésta fue que ganaron los que nunca habían ganado. Las guerras siempre fueron sanguinarias, pero, carlistas y liberales, después, amnistiaban y dejaban una posguerra pacífica. Ganara quien ganara. En este caso los que ganaron siguieron machacando a la gente durante cuarenta años. No hubo en ellos un ápice de reconciliación.

-¿Cómo sería su reconciliación ideal?

-Pues, aunque sea romántico y sin sentido, me gustaría que llegaran los dos bloques al Parlamento y se dijeran: ‘Nosotros somos los hijos o los nietos de los Rojos’; ‘Nosotros somos los hijos o los nietos de los Nacionales’. Que se abrazaran para escenificar, de una vez, que aquello acabó.

 

Distingue mejor la venganza en El conde de Montecristo –Dumas- y en La mansión –Faulkner- que en cualquier otro sitio de la vida y reconoce que, a veces, le ponen en aprietos si le preguntan por significados a bocajarro -“Desde que soy académico todo el mundo piensa que llevo el diccionario en la cabeza”-. Por tocar palos, ha tocado hasta el cómic[9]. Según observa, la comprensión “no proviene de un proceso racionalizador, sino de una forma alucinatoria”. Al mismo tiempo que opina que la ficción de calidad “mantiene un radical compromiso con su tiempo”, establece una analogía acuática entre la ciencia ficción y el comunismo de Estado por lo que ambos tienen de utopía racional.

Vive entre el trabajo y la familia. Su mujer es catedrática de Contabilidad en la Universidad Complutense; una hija, profesora de Derecho Constitucional; y otra, poeta, ahora en Estados Unidos enseñando Escritura Creativa.

 

Los propios parajes de extrañeza que escoge como temas de sus novelas conforman una poética tendente a la utopía de la que no se separa. Con resonancias de Cuentos del reino secreto y El centro del aire, escribe El heredero, donde excava en la identidad. Es una de sus obras más ambiciosas, pero sin trascendencia comercial –“Estoy perfectamente fuera de ese mundo”-. Sólo de El oro de los sueños, novela entre histórica y de aventuras que lleva cincuenta ediciones, se puede decir que haya vendido.

-La identidad ha sido siempre para mí un tema querido. El ser humano no está hecho de una pieza: se compone de lo que es y de lo que cambia. Tanto de los elementos originarios más puros como de los impuros y mestizos.

-¿Qué pinta la globalización en la identidad?

-Una paradoja, pues, a pesar de que somos globales, hay gente que reivindica la lengua de su comarca, que la reinventa incluso frente a la de sus antepasados. Y luego va a un McDonalds a cenar o pide una pizza por teléfono, al igual que miles de personas al mismo tiempo en todo el mundo, en diversas lenguas. ‘Entonces, ¿usted a qué llama identidad?’. Habría que decirle a la gente: ‘Oiga, sea usted un poco de todos los sitios, no sea tan-tan-tan identitario’. ¡No se puede volver a útero materno!, es imposible.

-En esa novela, El heredero, el caos aparece supeditado a la ficción. ¿Hace falta leer para encauzar la realidad dentro de un orden en la vida?

-Creo que sí. Aun aquella sociedad poco lectora, sigue empapada de literatura. El comportamiento humano, en su circulación normal, sea cual sea, ha sido acuñado por la literatura. Si somos traidores, leales o nos enamoramos, sabemos qué significa por la información inconsciente que nuestra sociedad lleva después de haberla acuñado la literatura. Si no existiera la literatura sería complicado entender la realidad.

 

Las ideas del cambio y del útero, antes aludidas, están expresadas, de otra manera, en la poesía de José María Merino. En Cumpleaños lejos de casa escribió, para la edición de mil novecientos ochenta y siete, que no pudo conjurar una sensación de extrañeza, como si él no fuera ya quien escribió los poemas, lo cual recuerda lo escrito por Auden a propósito del ser y la escritura: “Lo que todo cambia y siempre permanece, lo que soy, el rostro que busqué y el que encuentro en cada uno de mis momentos, el que se transforma pasado mañana sin perder mis rasgos, sin dejar de ser yo”.

-¿Se puede sustraer la identidad del cambio?

-No. Y como muestra, escribí un poema en homenaje a Frankenstein[10], un ser fabricado con retales de otros.

-Y hay que reconocerse en lo ajeno.

-Por supuesto. La brutalidad identitaria llega cuando no nos reconciliamos con las partes de las que estamos hechos.

-‘La identidad ya sólo existe en las ensoñaciones de los ayatolas, de los aberchales, de gente así. Aunque parezcan irreductibles, son puras figuraciones, delirios. Realmente ya no hay nada que mantenga el alma igual, día tras día. Desgraciadamente ya no está loco quien cambia sino quien es capaz de incorporarse a la última mutación de todo.  De ahí la imposibilidad de la memoria’[11]. Sin embargo, frente al alzheimer del que hablábamos antes, y que nos deshabita por dentro, la memoria es un apoyo fundamental para la existencia.

-Claro, nos salva de la imbecilidad…

-… Pero usted dice: “La imposibilidad de la memoria”.

-Hay que entenderlo, es un cuento metafórico sobre radicales que han perdido las creencias. Al extraviar la memoria, nos borramos. En literatura, dos más dos no son cuatro y no debemos aproximarnos a la remembranza desde una mentalidad exclusivamente científica. He hablado de la identidad de muchas formas y, algunas veces, contradictoriamente. Es normal después de una vida escribiendo.

-Por último, ¿qué pasó con la poesía?

-Eso digo yo: ‘¡Qué le pasó a la poesía conmigo!’… Yo creo que, cuando Luis Mateo Díez, Agustín Delgado y yo escribimos Parnasillo provincial de poetas apócrifos, a Luis Mateo y a mí la poesía nos dijo adiós: ‘No me habéis tomado en serio, ya nunca más os miraré a la cara’. Yo creo que fue así.

-No la debe de echar de menos, a juzgar por su prosa.

-¡Cómo no la voy a echar de menos…! Mucho… Lo que pasa es que creo que simplemente soy un narrador. En realidad, casi todos mis poemas, releídos, son relatos. Derivé naturalmente a la narrativa porque, aunque la poesía me enseñó, lo mío no era la lírica.

-Escribió: ‘Pero sólo en la ruta de mi destino / mejor el planto que el rebuzno. / Mejor sentir que en la hoguera de algún verso / se quemará mi sangre cualquier día’.

-Es un homenaje a un tango. Date cuenta de que soy un admirador de la literatura popular, no sólo oral. Me gustan los tangos, los boleros, los corridos, las rancheras, la copla,… ¡Hay letras y músicas preciosas! No sabría vivir sin mis discos. Ese poema al que te refieres es el último: en la hoguera de algún verso, se quemó mi sangre y no volví a escribir poesía nunca más.

 

Don Cándido -personaje- dispone que la escritura “es un modo de materializar el pensamiento, pues el puro pensamiento es evanescente”. El pensamiento es humo y la escritura, materia. Vale. Pero no sólo la palabra escrita. También la pronunciada. Lo demuestran, pasadas al papel, las respuestas de José María Merino, llenas de arena y mar, esto es, de isla.

 

 

 

 



[1] Introducción a Cien títulos, de Juan Cruz Martínez

[2]  Capítulo Inutilidad de la academia, página 101 de Las cenizas del Fénix, editorial Calambur.

[3] Revista Ficción Continua.

[4] Antología Los mejores relatos españoles del siglo XX, seleccionada, prologada y anotada por José María Merino.

[5] Artículo titulado David y Goliat para la revista Mercurio

[6] Celebrada a mediados de diciembre de 2009 para afrontar el Cambio Climático.

[7] La hermosa charla, El País, 19 de diciembre de 2009

[8] En fechas precedentes a la entrevista salta la noticia de que esa foto de Centelles, el Robert Capa español, ha sido adquirida por el Ministerio de Cultura y la depositará en Salamanca junto al resto de su legado.

[9] El mar dulce, junto a M. A. Nieto. Planeta Agostini.

[10] En Cumpleaños lejos de casa, Seix Barral.

[11] El viajero perdido, Alfaguara.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

4 de noviembre de 2016

1. Estaba la madre triste en la cocina un sábado con el hijo. Clonc. Asomaron por las ranuras de la tostadora dos tostadas renegridas.

Entonces, ¿no me acompañas? Mira que no te lo vuelvo a repetir.

El muchacho raspó lo quemado con un cuchillo antes de untar la tostada con crema de chocolate.

Ya te acompañé la última vez. Además está lloviendo.

Cuatro gotas, Aitor. No seas flojo.

Que no, amá. Hoy no.

¿Tú también te vas a olvidar del abuelo? Todo el mundo se olvida de él. Un hombre bueno y trabajador. En fin, me da que me estoy volviendo histérica.

Un poco, sí.

Pensó: ¿Cómo lo va a recordar si no llegó a conocerlo? Estoy empleando la táctica equivocada. Para que piense en su abuelo yo debería hacérselo interesante. Esta batalla la tengo perdida de antemano. A ver, ¿qué recuerdos tengo yo de mis abuelos? El uno aún no había criado canas cuando lo mataron en la guerra. Ni siquiera sabemos dónde está enterrado. La abuela no perdió nunca la esperanza de verlo volver. Me han contado que en el hospital, más muerta que viva, deliraba: ¿Ha venido Ramón? ¿Ha venido Ramón?

Amá, te oigo murmurar.

Se volvió hacia la ventana. El mar gris a lo lejos, las nubes, la lluvia. Seguía metida en sus pensamientos: Al padre de mi madre lo mató el cáncer cuando yo aún no había aprendido a andar. ¿Cómo era? Ni idea. El olvido se lo traga todo. El olvido es una fiera insaciable. Pero yo se lo voy a poner difícil. Por orgullo. Por ti, padre. Yo no te olvido. Ni a ti ni lo que te hicieron.

Las tostadas saben a quemado.

Te quejas de todo, ¿eh? Cinco euros si me acompañas.

Hoy no.

Le estuvo ocultando la verdad desde el nacimiento. Para protegerlo.

Siguió hablando para sí mientras introducía en la tostadora otras dos lonchas de pan: ¿Para protegerlo de qué? No me parecía bien que creciese con una espina clavada en su alma de niño. Y para que no fuera por ahí contando: mi abuelo esto, mi abuelo lo otro. ¿He sido cobarde? Seguro. Pero volvería a actuar de la misma manera.

 

2. Fue Kike quien reveló al niño la verdad poco antes que este cumpliera ocho años. Kike había hecho promesa de guardar silencio sobre el asunto del abuelo por los días en que Edurne y él se pusieron de acuerdo en disolver el matrimonio.

Kike, días más tarde, jovial, por teléfono: ¡Qué bien nos llevamos desde que no vivimos juntos!

Convinieron en una serie de medidas para que el niño se viera afectado lo menos posible por la separación. Kike se mostraba tan rápidamente de acuerdo en todo que Edurne sospechó que no la escuchaba.

Este quiere perderme de vista cuanto antes.

Le hizo prometer que no contaría al niño cómo había muerto el abuelo. Ya se encargaría ella de contárselo con la debida suavidad cuando Aitor hubiera cumplido catorce o quince años.

A esa edad un muchacho está en mejores condiciones de entender asuntos que duelen.

Ya te he dado mi palabra. No insistas.

Es que me preocupo.

Pues no te preocupes y eso que te ahorras.

Transcurrido un año, Aitor entró una tarde en casa diciendo alegremente que ya sabía lo del abuelo. A Edurne le pareció que acababa de caerse a un pozo de agua hirviente. Corrió al teléfono. No lograba marcar el número completo de Kike. Decidió esperar a que se le hubiese pasado la primera racha de ira.

Ya veo que para ti no significa nada una promesa. Pensaba que estábamos de acuerdo en este punto.

La calma de Kike la exasperaba a tal extremo que dio un manotazo a la pared.

Ese amigo suyo, Íñigo, le ha hecho unas insinuaciones en el colegio y él me ha preguntado. No se lo he podido ocultar. Ahora, a mí no me parece que esto le haya causado ningún trauma. Se lo ha tomado con naturalidad.

Ella pensó: Está casado con otra mujer. ¿Quién soy yo para hacerle reproches?

Resuelta a marcar las distancias, le retiró el nombre de confianza.

Bueno, Enrique, ya no hay remedio.

Y a continuación, la voz ahogada por un pujo de llanto, pronunció un adiós rápido y colgó el teléfono.

Decidió esperar, sentada a la mesa de la sala, al dolor de cabeza que le viene cada vez que se excita. No le venía, qué raro, y dieron entretanto las doce de la noche. Había encendido las cuatro velas de un candelabro de adorno, simplemente porque las tenía delante y vio la caja de cerillas y ya todo le daba igual y la jaqueca no tardaría en torturarla, pero tardaba. El candelabro y las velas, de una fealdad insoportable, eran un regalo-imposición de su suegra. Para evitar roces con la vieja, Edurne no se había atrevido nunca a usar aquellas horribles velas con retorceduras como de columna salomónica.

Estética de ultratumba. A la mierda con todo y con todos. No quiero más convenciones, ataduras ni falsedades.

Estuvo una hora cavilando sin apartar la mirada del resplandor tranquilo de las llamas.

¿Qué hago? ¿Me deprimo, me tiro por la ventana, vacío de un trago una botella de lejía?

Pensó por último: Lo que no voy a hacer es llorar.

Le dio a este punto un coraje repentino, sopló las velas hasta apagarlas y, susurrando que había llegado la hora de luchar y rebelarse, decidió cultivar la memoria de su padre a partir de aquel momento en presencia de Aitor. A la mañana siguiente colgó fotografías en las paredes. Repartió otras, con o sin marco, sobre los muebles y por la tarde mostró a su hijo recortes de periódico que guardaba en una vieja carpeta. Ni siquiera le ocultó uno donde figuraban los retratos de tres detenidos. Señaló a uno de ellos.

Este fue uno de ellos, no sabemos si el que disparó.

El sábado siguiente llevó a Aitor a visitar la tumba del abuelo. Madre e hijo repitieron la visita a menudo; pero a medida que pasaban los meses el muchacho fue perdiendo interés.

Diez euros.

Amá, joé, ya te he dicho que hoy no puedo.

 

3. Tomó el autobús de la línea 9 para subir a Polloe. Fue la única en apearse. Como de costumbre, se detuvo a leer la inscripción en el arco de la entrada: PRONTO SE DIRÁ DE VOSOTROS LO QUE SUELE AHORA DECIRSE DE NOSOTROS. ¡¡MURIERON!! A pesar de que podía repetir aquellas palabras de memoria, nunca entraba en el cementerio sin leerlas, no sabía por qué ni le importaba. Manías. Hubo de levantar la cara hacia el cielo gris de media mañana para cerciorarse de que llovía. Ahora en una mejilla, ahora en un párpado o en la frente, las gotas diminutas le causaban una grata sensación como de finos pinchazos de frío. Abrió el paraguas para proteger su peinado reciente de peluquería. Sonaban los tacones de sus zapatos por el camino asfaltado del cementerio.

Pensó: En lo que a mí concierne, esta es la casa del padre, como la llamó el poeta aquel, Aresti. Y a la casa del padre, del mío al menos, hay que venir elegante.

La tumba se encontraba al costado de un sendero en cuesta, adosada a otras similares. En la lápida, bajo una cruz sencilla, figuraban el nombre y apellidos de su padre y dos fechas. Por los días del entierro, hacía ya tantos años, algunos parientes les aconsejaron a ella y a su madre que evitasen cualquier palabra, emblema, señal, que pudiera servir para identificar al difunto como víctima del terrorismo.

La losa se alargaba hacia el sendero sin más adorno que una maceta con un pequeño boj de forma cónica. El borde de la tumba sobresalía obra de medio metro del suelo. A menos que hubiera testigos, lo que sucedía raras veces, Edurne acostumbraba sentarse en dicho borde y hablar en pensamiento o con susurros a su padre. Nunca rezaba; pero, a imitación de su difunta madre, al llegar solía santiguarse.

Edurne extendió sobre la losa mojada una bolsa de plástico y sobre la bolsa, su pañuelo de cuello. Tras asegurarse de que no había gente por los alrededores, se acomodó lo mejor que pudo en su improvisado asiento.

Han vuelto a mandarme la solicitud. Ya les dije a los de la Oficina de Víctimas que no soy la persona adecuada. Todavía hay en mí mucho dolor y mucho rencor. Como lo oyes, aitá. Es falso, como creen algunos, que el tiempo cura las heridas. En mi caso, el tiempo las ha empeorado. Desde que me comunicaron la propuesta no he vuelto a dormir una noche entera de un tirón. Estoy como al principio, como si te acabaran de asesinar esos malvados. Me arde de repente una brasa en el estómago, me pongo a sudar y a revolverme mientras imagino escenas horribles en las que mato con la misma crueldad que ellos y hago mucho daño, tanto que me sobresalto y a las dos o las tres de la madrugada estoy tan despierta como de día. Entonces enciendo la lámpara porque ya sé que el rencor no va a dejarme reposar. Leo una novela o miro la televisión con auriculares para que Aitor no oiga el ruido desde su cuarto. Y aún me piden que vaya a escuchar a uno de los tipos que nos destrozó la vida. Sólo de pensarlo se me corta la respiración.

La sacó de su soliloquio un anciano con boina que, parado a unos cien metros, en una encrucijada, tendía nerviosamente la mirada en rededor. Su llamativa conducta no pudo menos de sorprender a Edurne. El viejo trotó de pronto con pasos menudos y porte ridículo hacia el costado de un panteón. Volvió a mirar a un lado y otro como quien se dispone a cometer una fechoría. En esto, se bajó los pantalones y, acuclillado junto la pared, convencido sin duda de que nadie lo observaba, se aligeró del vientre antes de perderse de vista entre las tumbas.

Lleva dieciséis años en la cárcel y esperemos que allí siga, pudriéndose bien podrido. Claro que cualquier día de estos igual lo sueltan. No me inspiran ninguna confianza los actuales gobernantes. Son blandos, aitá, blandos y contradictorios y, con tal de mantenerse en el poder, serían capaces de las mayores vilezas. ¿Cómo me voy yo a presentar delante de uno de los que te mataron? Es lo que les dije a los mediadores. Pero ellos insisten en que el terrorista está arrepentido. Se salió de la banda y, como se salió, sus jefes lo echaron. Me preguntan si tendría interés en leer una nota de arrepentimiento que ha escrito. Lo que yo quiero es que resucite a mi padre. Con eso me conformaba. Malditas las ganas que tengo de leer las chorradas de un asesino hipócrita que, haciéndose el bueno, aspira a conseguir la libertad, nos ha jodido. Los de la Oficina aseguran que los reclusos no obtienen beneficios penitenciarios por reunirse con las víctimas. ¿Y si los mediadores mintieran con el noble fin de contribuir a la paz? ¿Hay alguien que diga la verdad? No me fío ni de mi cara en el espejo.

Se puso de pie. Bajaba por el sendero una mujer de unos sesenta años con una regadera metálica. Edurne la saludó al pasar. La mujer no respondió. Tenía las dos medias agujereadas a la altura de las pantorrillas.

Pensó: Quienquiera que haya creado el cosmos fue un chapucero.

Ya no volvió a sentarse. Plegó con cuidado el pañuelo y lo guardó. Con la bolsa de plástico hizo una pelota.

Me voy, aitá. He prometido a Aitor freírle croquetas de bacalao. Es buena persona, quizá demasiado buena. Eso sí, cada vez se me hace más difícil traerlo al cementerio. Compréndelo. Ha entrado en la adolescencia, tiene sus ilusiones y sus problemas, y este no es exactamente un lugar divertido para un muchacho de catorce años. En fin, ya te he dicho lo que tenía que decirte. Tú estate tranquilo porque no voy a consentir que me embauquen los de la Oficina. Ni arrastrada iría yo, fíjate lo que te digo, a hablar con un sanguinario. Lástima que estés muerto y no puedas darme tu opinión.

La sobresaltaron unos toques repentinos en el hombro. Al volverse vio a la señora de la regadera, que tenía levantado un dedo índice sucio de barro.

Oye, ya perdonarás.

¿Necesitas ayuda?

No, no, es que me he dado cuenta de que antes me has saludado y no te he respondido. Iba tan metida en mis cosas...

No te preocupes.

Bueno, agur, pues.

Agur.

De nuevo fijó la mirada en los agujeros de las medias. Esta vez no quitó el ojo de encima a la mujer hasta que la vio desaparecer tras una hilera de panteones. Seguía lloviendo.

 

4. Salió del cementerio convencida de que el asunto estaba liquidado. Se lo dijo para sus adentros una y otra vez mientras bajaba en autobús a la ciudad y se lo siguió diciendo por el camino a casa, tan absorta en su obsesión que a punto estuvo de ser atropellada por una moto.

¿Qué, ya no saludas?

Huy, Kike, perdona.

¿No te acuerdas de mí? Soy el padre de tu hijo.

Me tienes que perdonar. Tengo mucha prisa.

Pues anda despierta, no te vayas a pasar de largo.

Ella no aceptaría entrevistarse bajo ningún concepto con uno de los que mataron a su padre. Por decencia, por orgullo y porque lo había prometido ante la tumba del asesinado.

A mí que me olviden.

Y, sin embargo, aunque estaba o creía estar segura de su decisión, no conseguía apartar del pensamiento la propuesta de la Oficina de Víctimas del Gobierno Vasco. Le habían garantizado la confidencialidad de los encuentros. Le explicaron los objetivos de aquella iniciativa que había partido de los propios reclusos. Le ofrecieron la posibilidad de entrevistarse primeramente con otras víctimas que se hubieran encontrado en la prisión de Nanclares con disidentes de ETA.

No.

Por supuesto que no estaba obligada a perdonar. Se trataba simplemente de mantener una conversación, de contarse lo que se quisieran contar.

No.

Con la posibilidad, claro está, de interrumpir el encuentro cuando la víctima lo desease.

Que no, oiga, que esto es muy fuerte para mí.

La acompañaría, si lo consideraba oportuno, un mediador. No tenía por qué quedarse a solas con el preso.

Con el asesino, querrá usted decir.

En casa preparó las prometidas croquetas de bacalao. Sólo tenía que freírlas pues había hecho la masa de víspera. Incapaz de concentrarse en la tarea, las de la primera sartenada le quedaron aceitosas, blandas, medio crudas, y las siguientes se le quemaron. Aitor mordisqueó decepcionado dos o tres.

Oye, por hacerme un favor no tienes que comerlas.

Jo, amá, es que no te han salido bien.

Por la tarde, Edurne continuó dándole vueltas a la idea de verse cara a cara con el terrorista que había solicitado la reunión. Imaginó un sinnúmero de situaciones, algunas sobremanera desagradables, incluso violentas; otras, ridículas de puro inverosímiles, en las que ultrajaba la memoria de su padre, como aquella en que se arrancaba a postular las mismas ideas políticas del agresor y terminaba echándose en sus brazos enamorada. Se avergonzó de su frivolidad. Cuanto más risueñas eran las escenas que le dibujaba su imaginación, mayor sufrimiento le causaban.

 Intentó distraerse a toda costa. Fue al cine a ver una película insustancial a la que apenas prestó atención. A la salida, estuvo probándose ropa y zapatos en varios establecimientos; accedió a los galanteos de un señor cercano a los sesenta, que la cubrió de piropos junto a la barra de una cafetería y se quedó visiblemente chasqueado cuando a ella se le ocurrió anunciarle que se iba a hacer la cena a su marido. Poco antes del cierre de los comercios, compró dos novelas en su librería de costumbre.

Hiciera lo que hiciera, no pasaban cinco minutos seguidos sin que le viniese a la mente la cara del terrorista, la del retrato en blanco y negro del recorte de periódico. Una cara joven, atractiva, sonriente; una cara de chico majo que a Edurne no le resultaba fácil vincular con armas y víctimas. A veces, en el curso de sus reflexiones, le sobrevenía una aguda sensación de humillación y de vergüenza que la obligaba a detenerse en medio de la calle y mirar a todos lados, asustada por la posibilidad de que los transeúntes pudieran leer sus pensamientos.

De anochecida llegó a su casa con el ánimo deshecho, torturada por un intenso dolor de cabeza cuyos primeros síntomas le habían empezado en el cine. Decidió tomar una pastilla y acostarse sin demora. Antes quiso preguntar a su hijo si ya había cenado y darle de paso las buenas noches.

Por las rendijas de la puerta salía luz. Llamó. Tenían hecho acuerdo de no entrar de sopetón en sus respectivas habitaciones y despedirse todos los días antes de dormir.

No sé si hago bien. Quizá lo protejo demasiado. Quizá por mi culpa sea un día un hombre frágil.

Aitor estaba sentado encima de la cama, manejando el iPhone que le había sido robado días atrás.

¿No te dije que sería pan comido encontrarlo con el sistema de localización?

Edurne se sentó a su lado.

El iPhone estaba en casa de Íñigo, ¿verdad?

No me ha hecho falta usar el sistema.

Porque sabías desde el principio que él te mangó el iPhone.

Me lo ha devuelto por su cuenta. Me ha llamado por teléfono y me ha dicho: Ven y te lo doy. Y para que sepas, no me lo ha robado. Yo me lo olvidé en clase y él se lo llevó para que nadie me lo robara. La prueba es que me lo ha devuelto.

Vamos, Aitor, abre los ojos. El iPhone te desapareció el lunes pasado. Tu amiguito ha tenido toda la semana para devolvértelo. El miércoles por la tarde estuvo aquí. Hablamos en la cocina de lo que había pasado y él se calló.

Amá, sus padres tienen poco dinero. A Íñigo no le pueden comprar tantas cosas como tú o el aitá a mí.

Y entonces te parece justo que robe.

Edurne se percató de que a su hijo se le empezaban a humedecer los ojos.

No irás a llorar, ¿eh?

Le he perdonado.

Ah, ¿cómo? ¿Te ha pedido perdón?

No. Le he perdonado porque es mi amigo.

Me da que te falla la memoria. El año pasado te anduvo sacando dinero. Si no me llego a enterar, todavía te estaría desplumando. Y una vez te pegó.

Éramos pequeños.

No tan pequeños. Doce años.

Íñigo es mi mejor amigo. No me gusta que hables mal de él, amá. Ha hecho una cosa fea, pero ya lo hemos arreglado. Tú me parece que tampoco andas bien de memoria. Olvidas que Íñigo me ha defendido de otros, hasta de chavales mayores que él.

Edurne besó a su hijo en la mejilla y le dio las buenas noches.

Me duele mucho la cabeza.

Fueron sus últimas palabras antes de salir de la habitación.

 

5. El domingo, las dos amigas se reunieron a las cuatro de la tarde en la cafetería del hotel Orly, cerca de la vivienda de Edurne. Apenas unas horas antes habían concertado la cita por teléfono. Mariasun no vaciló en aceptar el encuentro. Para evitarle molestias, Edurne expresó su propósito de viajar a Irún, donde Mariasun residía y tenía su consultorio. Mariasun prefirió aprovechar la cita para dar una vuelta por San Sebastián.

No ando en busca de tratamiento. Simplemente tengo una duda y necesito que alguien de confianza me diga: Haz esto o no lo hagas. Estoy dispuesta a obedecer. Sola no puedo tomar una decisión.

¿Tienes algún problema físico?

No. Bueno, sí. Desde ayer me duele la cabeza, pero no te llamo por eso. Ni siquiera sé si tengo un problema, aunque supongo que no saber si una tiene un problema ya es un problema. En fin, será mejor que nos veamos y te lo explique.

Edurne decidió presentarse con adelanto en la cafetería del hotel para no hacer esperar a su amiga; pero, a su llegada, Mariasun ya estaba allí, sentada junto a uno de los ventanales con un café solo y un vaso de whisky encima de la mesa. Acudió sonriente al abrazo de su amiga.

¿Te sigue doliendo la cabeza?

Algo menos.

Tomaron asiento una frente a otra. Edurne pidió a la camarera un agua mineral, aunque no tenía intención de beberla. Tras cerciorarse de que nadie sino su amiga la escuchaba, refirió a esta con pormenores todo lo concerniente a la propuesta que había recibido de la Oficina de Víctimas, su firme determinación de rechazarla y las dudas que sin embargo la mortificaban, dudas que se habían agudizado a raíz del diálogo que había mantenido con su hijo la noche anterior.

Le contó a Mariasun el episodio del iPhone robado, sin omitirle las distintas interpretaciones que ella y Aitor hacían del asunto. Le confesó que la rapidez con que su hijo había perdonado a quien ella consideraba un falso amigo se le figuraba un signo de debilidad, eso seguro, pero, por encima de todo, un precio excesivamente alto que el muchacho pagaba por miedo a posibles represalias.

Para mí que el otro lo chantajea.

Estas historias de adolescentes son bastante comunes. ¿Qué relación piensas que guarda con el proyecto del Gobierno Vasco?

Eso es precisamente lo que quiero que me aclares como experta que eres en conductas humanas. Porque lo cierto es que me comprometí a responderle el jueves que viene al pesadito de la Oficina y, desde mi conversación con Aitor, me siento insegura. El asunto no me da un segundo de tranquilidad. Temo cometer un grave error tanto si voy a hablar con el terrorista como si no voy. Aunque no de la misma manera que mi hijo, también me siento chantajeada. Si acepto el encuentro, me parece que traiciono a mis padres. Si lo rechazo, se apodera de mí la sensación de estar atrapada en el rencor.

¿Has hablado con Kike?

Está fuera de mi vida. Más allá de las cuestiones relativas a Aitor, no creo que tengamos mucho que decirnos.

Mariasun pidió la cuenta. No había venido, dijo, a San Sebastián para pasarse la tarde entera metida en una cafetería y además necesitaba fumar urgentemente un cigarrillo.

En vista de que ya no llovía, se pusieron de acuerdo las dos amigas en caminar por la playa a menos que la marea no lo permitiese. La pleamar apenas dejaba transitable una estrecha franja de arena. Y de la mitad de la playa en adelante, ni siquiera eso. Decidieron entonces recorrer el paseo de Miraconcha hasta el túnel de El Antiguo y después volver.

El cielo estaba encapotado. A Edurne le extrañaba que transcurrieran los minutos y Mariasun se limitara a disfrutar de su cigarrillo sin decir una palabra.

Pensaba que hablaríamos.

Estoy reflexionando. ¿Cuánto crees que vale un piso por esta zona?

Mucho.

Anduvieron durante varios minutos en silencio. En esto, Mariasun se detuvo a contemplar el mar, apoyada de codos en la barandilla. Edurne se colocó a su lado.

En mi opinión, tu hijo ha actuado de manera sensata. No lo acucia el orgullo y eso tú lo interpretas como debilidad. Crees que cede, que se encoge. Quizá no hayas caído en la cuenta de que a Aitor le podría parecer una injusticia el hecho de que él posea cosas que su amigo no se puede costear. No sé si me explico. En alguna ocasión me has contado que Aitor es un niño sensible. Ponte ahora en su lugar. ¿Qué ha hecho él para conseguir un iPhone y todo lo que tenga en casa, que supongo que no será poco porque ni a ti ni a Kike os va mal económicamente? El único requisito que el muchacho ha tenido que cumplir para gozar de unas holgadas condiciones de vida es ser vuestro hijo. Pero eso no es un mérito, puesto que nadie está capacitado para elegir antes del nacimiento a sus padres.

Frente a las dos amigas, las aguas de la bahía copiaban el gris del cielo. Las olas llegaban espaciadas, sin fuerza, rotas en espuma perezosa hasta el muro del paseo. El horizonte marino se difuminaba a lo lejos detrás de una gasa sutil de bruma.

¿Pretendes afirmar que mi hijo vive como una injusticia que le compremos cosas?

No lo sé ni tampoco creo que nos llevaría a ninguna parte averiguarlo. En cambio, intuyo que no le parece correcto que su amigo carezca de cosas que él tiene. En consecuencia, se siente culpable o por lo menos incómodo delante de... ¿Cómo se llama?

Íñigo.

Y de ahí le viene una necesidad, más natural de lo que tú acaso creas, de compartir. Una manera de lograrlo es olvidar el iPhone o lo que sea en clase y dejarlo a la vista de su amigo.

O sea, que se deja robar.

No, puesto que luego perdona, con lo cual anula el posible delito.

Cuanto más hablas, más me hundes.

Pero es que al perdonar pone fin a una situación incómoda, desagradable, dolorosa; en una palabra, a una situación que no le gusta. Esto sí lo has entendido, Edurne, quizá sin darte cuenta. Y puede que en el fondo de ti apruebes la actitud de tu hijo, aunque no sepas bien por qué y te dé miedo la idea de que todos se podrían aprovechar de él.

Bueno, y ¿cuál es la conclusión?

La conclusión es que nunca ganaré lo suficiente para comprarme un piso en esta zona.

En serio.

Pues que deberías entrevistarte con el miembro del comando que asesinó a tu padre.

Nunca perdonaré. Yo no soy mi hijo y no tengo nada que compartir, como no sea sufrimiento.

Exacto. Esa reflexión me gusta.

No voy a perdonar, Mariasun. Está por encima de mis fuerzas.

Que yo sepa, nadie te ha pedido que perdones.

Entonces, ¿a qué coño voy a ir a Vitoria?

Apartándose de la barandilla, Mariasun reanudó la marcha. Mientras encendía otro cigarrillo, esperó a que Edurne estuviera a su lado. A tiempo de exhalar la primera bocanada, le dijo:

Vete allí a poner término a lo que te está corroyendo desde hace muchos años por dentro. Ve a la cita con el desgraciado ese aunque sólo sea por egoísmo. Endílgale todo lo que puedas de tu dolor. Quizá logres así aligerarte de peso. Si no vas, tendrás que seguir cargando con él tú sola.

Edurne volvió unos instantes la mirada hacia la bahía.

No sé, no me terminas de convencer.

Ni lo pretendo. Te ordeno que vayas a Vitoria. ¿Acaso no esperabas de mí una orden? Pues ahí la tienes.

Y yo te mando que dejes de fumar, que ya no eres una cría.

 

6. Llevaba un establecimiento propio de compraventa de automóviles. Lo llevaba con la ayuda de tres empleados. Hasta mediados de la década de los setenta había tenido un socio al que le tiraban mucho las apuestas y la bebida. Se separaron. Él pidió un préstamo a la caja de ahorros para comprarle al borrachingas su parte del negocio. Le costó tiempo levantar cabeza. Como era muy trabajador, finalmente empezó a prosperar. Le iba tan bien que estaba pensando adquirir un segundo local. Venía de familia humilde. A su padre lo fusilaron cuando la guerra. En Asturias o por ahí. Entre los que vigilaban a los prisioneros había un falangista, vecino suyo. Le dio el reloj para que se lo entregase a su mujer. Ella nunca creyó que lo hubieran matado. Hasta el último día de su larga vida estuvo convencida de que volvería. Crió a los cuatro hijos ella sola y guardaba el reloj del marido en el bolsillo del delantal. Esos han pasado mucha hambre. Y en él se notaba la pasión por el trabajo, el sentido de la responsabilidad, un convencimiento firme de que el dinero hay que ganarlo con sudor y madrugones porque en esta vida nadie regala nada. Era mañoso, honrado, valiente. Montó el primer taller sin apenas capital. Arreglaba carrocerías de sol a sol. Y salió adelante a pesar del socio gandul que por poco le arruina la empresa. Escribía con faltas, pero le daba igual. Luego se pudo permitir un empleado que se ocupaba del papeleo. A veces paseaba por la ciudad con la pequeña Edurne de la mano y le decía lleno de orgullo: Ese coche lo vendí yo, ese que está ahí aparcado también. Con frecuencia no iba a comer a casa. Llamaba por teléfono y le decía a su mujer: Oye, que tengo un cliente y no lo puedo despachar. Él era así. Se marchaban los empleados, pero él seguía atendiendo a los posibles compradores fuera del horario laboral. En esas ocasiones almorzaba en su bar de toda la vida, en el barrio de Gros. Y más que el almuerzo lo que él no quería perderse por nada del mundo era su partida de cartas a la hora del café. Se reunían cuatro amigos, los de siempre, y se jugaban al mus las consumiciones. Ahora habría sido más precavido. Por aquellos días no se imaginó que lo tenían vigilado. Lo operaron de una hernia y faltó más de una semana a la partida; pero en cuanto se sintió recuperado volvió al bar y al segundo o tercer día entraron a mirar, lo vieron jugando, lo esperaron fuera. Salió. Por lo visto no era buen sitio para dispararle porque allí la acera es estrecha y hay mucho peatón y críos. Así que prefirieron seguirlo un rato y, antes que llegara al taller, se le acercó uno por detrás y le soltó en plena luz del día, desde muy cerca, un tiro en la cabeza. Después, cuando estaba caído en el suelo, le soltó otros dos, de manera que para cuando llegó la ambulancia ya había muerto.

 

7. No puede andar lejos porque la he visto hace un rato.

Por las tardes suele ir a la biblioteca.

Si sigue en la biblioteca es que aún no lo sabe. ¿Qué hacemos?

Lo primero, habría que comprobar si está en la biblioteca como dice esta. Y después una de las tres tendría que decírselo.

¿Y por qué no las tres?

Bueno, pues las tres, pero antes hay que ver si está en la biblioteca.

Hacía cosa de veinte minutos que la radio había dado la noticia. Serían como las cuatro de la tarde. El locutor, voz grave: Interrumpimos la programación, la víctima de 45 años, propietario de, varios tiros cuando iba por, se cree que ETA, consternación, han expresado su repulsa...

Sí está.

¿Qué hacemos?

Hay que decírselo.

Yo no me atrevo.

Esto es fuerte. Vamos al pasillo a fumar y pensemos. Total, por cinco minutos no va a cambiar nada.

Una de las estudiantes ofreció tabaco. Cada una se llevó un cigarrillo a los labios.

Y tú, ¿desde cuándo fumas?

Hoy hago una excepción. Me muero de los nervios.

A la primera calada empezó a toser. El profesor de Latín Vulgar venía por el pasillo con su maletín marrón y sus gafas de miope.

¿Le pedimos que se lo diga él?

El profesor las saludó al pasar y continuó su camino sin detenerse.

De todos modos, era una mala idea. No me imagino al viejo transmitiendo la trágica noticia con el debido tacto.

¿Qué hacemos?

Sí, porque algo hay que hacer. Se nos está acabando el cigarro.

Pues lo echamos a suertes.

La que había hecho la propuesta sacó una moneda. A cara o cruz lo decidieron.

Tú entras.

Entró. Edurne estaba tomando notas con un grueso libro abierto sobre la mesa. Un dedo tembloroso le tocó el hombro.

Sal. Hay una cosa que tienes que saber.

Y tú se lo dices.

Trató de decírselo.

A tu padre...

No pudo seguir. Un sollozo repentino la dejó sin habla.

 

8. No daba la jornada laboral por terminada hasta no haber ordenado los papeles repartidos sobre la mesa. Antes de ponerse el abrigo echó un chorrito de agua a una maceta con dalias que tenía sobre una repisa, junto a una fotografía en blanco y negro de sus padres, sonrientes, recién casados, y otra de Aitor en colores. La planta y las fotografías eran los únicos adornos del despacho. Nada más cruzar la puerta de salida, se despidió de algunos compañeros arracimados en un círculo de conversación y, al darse la vuelta para emprender el camino de su casa, casi choca con Kike, que la estaba esperando.

Tenemos que hablar.

Edurne le advirtió que andaba apurada de tiempo.

No te entretengo mucho. Estoy preocupado.

¿Problemas matrimoniales?

Mi matrimonio marcha estupendamente. Eres tú quien me preocupa.

Miró a los lados con unos movimientos rápidos del cuello, como para certificar su inquietud.

Aquí no podemos conversar. Deja por favor que te robe diez minutos. Tengo cierta esperanza de convencerte.

Ella pensó: Parece que en esta ciudad todo el mundo mira a los lados antes de hablar.

Se dirigieron a un bar de la plaza de Guipúzcoa, con terraza en los soportales. La terraza (sol, temperatura agradable) estaba de bote en bote. Encontraron una mesa libre en un rincón al fondo del local. Edurne no quiso beber nada.

Kike: Se lo hice repetir porque no me entraba en la cabeza. A ver, Aitor, despacio. ¿Seguro que has entendido bien? Dice que estás dispuesta a ir a una cárcel a hablar con un miembro de ETA. O exmiembro, me da igual. Uno con delitos de sangre. Si me apuras, el que disparó contra tu padre y perdona que me exprese de este modo. No pretendo dañarte. Deja por favor que diga las palabras como me vienen a la boca. No tengo mala intención, te lo juro.

¿Por qué no paras de darle vueltas al café? Lo vas a marear.

Te pongo nerviosa. No es mi deseo. ¿Cómo puedes hacer semejante cosa?

¿Qué cosa?

Hacerle el juego a un asesino, supongo que para que se le pasen los remordimientos, si de verdad tiene alguno. ¿Qué diría tu pobre padre? ¿Y tu madre? Imagina que viviera tu madre. ¡Con todo lo que sufrió! ¿Qué pensaría de esta decisión tuya? Yo es que no me lo explico. ¿A qué vas allí? ¿Qué sacas en limpio? Ese tío se quiere aprovechar de ti, no sé cómo. Luego saldrás en la prensa.

Después de la última vuelta, depositada la cucharilla sobre el platillo, el café con leche siguió girando en el interior de la taza. Edurne mantenía la mirada fija en el pequeño remolino espumoso que se movía cada vez más despacio.

Se te va a enfriar.

Kike empujó la taza hacia el borde de la mesa con intención evidente de no probar el café. Gesticulaba nervioso.

No vayas, Edurne. Es una locura. ¿Y si te pones en peligro?

Edurne le clavó una mirada de desconcierto.

Entiéndeme. Aunque ya no cometa atentados, esa gente sigue armada. En cualquier momento podrían empezar a matar de nuevo. No sería la primera vez, ¿eh? Dicen una cosa y al de un tiempo hacen otra. Siguen defendiendo los mismos fines por los que han matado a tantas personas. No vayas, por favor. ¿Qué necesidad tienes de buscarte líos? Sí, ya sé, ya sé que los presos que se reúnen con las víctimas están fuera de la organización. Te metes en un río de caimanes, hazme caso.

¿Has terminado? Me tengo que ir. Tu hijo me espera. Hay que alimentarlo, ¿sabes?

Pues, mira, de él quería hablarte precisamente. Lo pones en peligro.

Edurne dio un respingo en la silla.

¿Quién, yo?

Ya me dirás. Más de una vez aquí han pagado justos por pecadores. Si te señalas, si te siguen, y él está a tu lado... No me gustaría que le pasara nada, ¿sabes? Si pudiera exigirte que no vayas a ver al tipo ese te lo exigiría.

Pero no puedes.

Se puso de pie. Adelantó el cuerpo por encima de la mesa para acercar su cara a la de Kike.

Me gustaría que de mayor mi hijo tuviera algo que tú nunca has tenido.

Echó el cuerpo hacia atrás antes de decir:

Huevos.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aramburu

SE TITULA “ECO MONTAÑÉS” Y FUE ESCRITO A LOS 15 AÑOS

La revista cultural TURIA, que distribuye este mes de noviembre un nuevo número de su edición en papel, da a conocer el que puede considerarse el primer cuento publicado por un jovencísimo Ramón J.  Sender. El relato se titula “Eco montañés” y apareció en el periódico madrileño “Los comentarios” el 27 de diciembre de 1916. Sender tenía entonces quince años y ya había publicado en la prensa aragonesa varios artículos de diversa naturaleza. De ahí que este rescate documental confirme la precocidad literaria del autor de títulos inolvidables de las letras españolas del siglo XX como “Crónica del alba” o “Réquiem por un campesino español”. Ahora TURIA, gracias a la labor del investigador Javier Barreiro, redescubre este texto perdido y lo analiza para los lectores de nuestros días.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

21 de octubre de 2016

La trayectoria lírica de Juan Antonio González Fuentes (Santander, 1964) está jalonada por una deslumbrante serie de poemarios concebidos durante casi tres décadas. El minucioso quehacer del escritor cántabro ha ido configurando un universo personal en el que fulguran libros tan conocidos como La última seguridad (1993), La rama ausente (1995), Además del final (1998), La luz todavía (2003), Atlas de perplejidad (2004), La lengua ciega (2009), Haikus sin estación (2010), Haikus sin nombre (2011) y Monedas sueltas (2014). A la manera de una justa y precisa conmemoración, Antonio Portela Lopa –profesor de la Universidad de Burgos y conocido poeta- ha cuidado una antología de sus versos bajo el sugestivo título de Memoria. Este décimo volumen de González Fuentes comprende una selección de textos que permite reflexionar sobre su escritura globalmente, desde los poemas de juventud redactados en 1989 hasta una gavilla de inéditos datados en torno al bienio 2014-2015. El momento dulce que vive el autor se ve, además, refrendado por la publicación de un ambicioso tomo de estudios sobre su obra, coordinado por los catedráticos Philippe Merlo Morat y Claudie Terrasson: Una epifanía escueta. Poesía y Poética de Juan Antonio Gonzalez Fuentes (Santander, Tantín, 2015).

Parece obligado dar inicio a esta recensión con la valoración que han hecho de la obra del autor norteño dos grandes conocedores de la misma, dos intelectuales afines que han tratado de resaltar los rasgos más relevantes de su estilo: Dámaso López García y Álvaro Pombo. Si el primero caracterizaba de forma general la poesía de González Fuentes como “difícil”, el segundo se atrevía a definir al escritor como “un excelente poeta de lo oscuro”. Ambas estimaciones sitúan claramente sus versos bajo la enseña del hermetismo, en una singular indagación personal que bebe del mejor legado visionario y podría remontarse hasta las voces autorizadas de Arthur Rimbaud, Paul Valéry o Saint-John Perse. Junto a esa tradición gala que funda buena parte de la modernidad, acaso no resulte baladí traer a colación, en el ámbito de las letras castellanas, la honda veta surrealista de Vicente Aleixandre, cierta producción vanguardista de Gerardo Diego, el contorno lírico de las alucinaciones de José Hierro o –por espigar un dechado más próximo- el caudal irracionalista de Antonio Gamoneda.

En el marco de una declaración de poética encaminada a la traductora Carina Potor, González Fuentes evidenciaba del siguiente modo la intención de su impulso creativo: “yo busco torcer las palabras y sus significados, romperlas, darles la vuelta para usarlas de forma exploratoria en busca de aquellos espacios del pensamiento y el sentimiento” que la lengua cotidiana no puede expresar en una situación de normalidad. Como apunta el autor mismo, la colisión de imágenes y significados, la revelación sorprendente de hallazgos expresivos le llevan -tanto a él como a sus lectores- a explorar de forma visionaria los territorios ocultos del intelecto y la emoción.

Esa singular definición poética acaso debería matizarse con otras declaraciones programáticas afines, cinceladas en verso. Baste evocar aquí el testimonio de una delicada composición publicada originariamente en Además del final:

 

Vivo tras el festivo abismo

que la memoria ostenta.

Y en este azul empeño

del tiempo que dormita,

me obligo con premura

a la palabra y su vuelo.

 

Los eneasílabos y heptasílabos del epigrama permiten intuir el trasfondo último de una escritura que extiende sus raíces a través de la acción de la memoria, ofreciéndose como una pugna contra el tiempo, a través de la cual la palabra poética anhela escalar el cielo. El poema va revelándose a los lectores atentos mediante sutiles recursos expresivos, como el oxímoron (“festivo abismo”) o el desplazamiento calificativo del “azul empeño del tiempo”, que connotativamente puede asociarse tanto a las alturas celestes que el yo lírico debe recorrer en un rapto de inspirados vuelos, así como a la evanescente melancolía del azur modernista y la recuperación de los momentos perdidos a través del recuerdo. 

En Teoría de poeta, una nueva definición del mester de escritura se pergeña a través de las breves líneas de un poema en prosa. El texto nos permite ahora atisbar otra serie de valores: la importancia que asume en buena parte de su obra la percepción de la naturaleza, la evocación intensa o arrebatada del entorno a través de una densa red simbólica, la identificación del yo lírico con toda suerte de elementos y objetos, en una suerte de visión “mística de las cosas”, tal como apuntara Antonio Portela. Así lo presenta con cincelada clave de lirismo el propio González Fuentes:

Se adensa el aliento del otoño con su escarcha de máscara oxidada, y el final de la estación viaja en el aire que tutela el diálogo de las cosas, que en ellas engendra una grieta sensible y les narra con euforia la teoría del poeta: soy lo que me rodea.

Como se puede intuir a la luz de las imágenes, no hay cesura entre la percepción sensorial, el plano anímico y el orbe intelectual. En el preciso instante en que el escritor evoca –o inventa- un paisaje va a ofrecer fundidos en sus versos esa misma percepción de un espacio real u onírico (un “otoño”, fingido o veraz, con sus fríos matutinos y sus tonalidades rojizas), la idea esencial que lo define (intuida a través del “diálogo” con el entorno) y el sentimiento que genera (la vigorizante “euforia”).

Tal como ha apuntado la crítica, una serie de símbolos reiterados permite apreciar la coherencia tonal y estilística de un autor que ha alcanzado ya la madurez plena: la luz, el mar, las estaciones, el jardín, la nieve, el mármol, la rosa, la lluvia, el naufragio... Puede seguirse, por ejemplo, a lo largo del entero florilegio la persistencia de una voz tan significativa como pétalo, emblema de hermosura, cifra de finitud y elegancia. Irrumpe el vocablo en el poema VI de Del tránsito y su pérdida (“Al fin comprendo el significado de la huida y siento el claro éxtasis del pétalo que sin esfuerzo vuela cumpliendo su destino”), en la composición vigésimo quinta de La última seguridad (“Hay lirios plantados en el mar que deambulan inciertos por el naufragio, ese reino tan extraño. Allí son como el ámbar de tu ausencia, voz de estrellas sin hoguera, lóbrego vuelo de pétalos extintos”), en el poema IV de Paisajes entre dos reinos (“La quiebra vertical de este solo invierno. Las piedras ahogadas en el azul perplejo de un cielo incómodo a la plegaria. El tributo afilado de un pétalo sobre la muda arquitectura que se desmaya”), el texto décimo cuarto de La luz todavía (“La llama requiere espacio, una flor para firmar su propia luz, para desdecir el peso sucesivo del engaño, de la distancia milagrosa que suma firme las afueras, el temblor herido que con pulso propio olvida el camino, el pétalo final de mi sed”)…

La búsqueda de la concisión y la intensidad es otro de los signos que identifican la lírica de Juan Antonio González Fuentes, que en algunas declaraciones ha sostenido que su “forma de pensar la poesía siempre es breve: intentar sugerir muchas cosas con pocas palabras”. De ahí que a través de asociaciones instantáneas y fulguraciones sensoriales haya confluido su escritura con un género tan propicio como el haiku. En ello coincide, además, con varios compañeros de promoción poética, que desde diferentes líneas de asedio han querido medirse con dicho género breve durante la última década. Quizá no esté de más evocar aquí algunos testimonios significativos, como el libro La sed provocadora: haikus y tankas (2006) de Ricardo Virtanen o los ciclos compositivos titulados Haikus del año seco (2008) de Aurora Luque o La condición del aire (2013) de Ana Martín Puigpelat.

Sin abandonar la arraigada conciencia de lo efímero que se trasluce en numerosos textos de Memoria, hallamos en ocasiones algún que otro elemento de tradición clásica. Así la composición XXXII de los Haikus sin nombre revela sin ambages sus lazos con el mundo antiguo: “Igual linaje / el del hombre y las hojas: / mil veces leve”. Acompasada por la suave cadencia del fonema lateral, en apenas tres versos toma cuerpo una delicada reescritura –como en quintaesencia– del más celebrado de los símiles de Homero: “Cual la generación de las hojas, así la de los hombres. El viento esparce las hojas por el suelo, reverdeciendo produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, nace una generación humana y otra perece”. Como cabía esperar, los sutilísimos ecos de otras corrientes creativas pueden intuirse igualmente en varios poemas. De hecho, la clave misma de los haikai permitiría establecer algunos puntos de contacto con la mejor tradición del Orientalismo finisecular. Así el perfil majestuoso del tigre (“Bajo la luna / es el dorso del tigre / penumbra blanca”) o la delicadeza de un lirio que languidece (“Reclama un bosque / el ala alicaída / del lirio triste”) evocan de manera insospechada y lejana alguno de los mejores momentos del maestro Darío, como el sensual depredador de Estival o la famosa aliteración en lambdacismo del “ala aleve del leve abanico”.

Muchas son las reflexiones que podrían hacerse a partir de la complejidad y riqueza del lírico breviario titulado Memoria, mas no cabe seguir desgranando desde el ámbito de una breve reseña el tesoro de iluminaciones que éste acoge. Quizá pueda servir como escueta conclusión aquello que, con pleno acierto, Antonio Gamoneda había subrayado en la obra del autor santanderino: la importancia que asume la “búsqueda –y hallazgo- de una esencialización”. Coincidiendo plenamente con el juicio del gran maestro visionario, es de rigor afirmar que en las páginas que conforman el elegante tomo Memoria se ofrece a múltiples lectores la decantada y exquisita esencia de una de las voces líricas más genuinas de nuestro tiempo.

 

Juan Antonio González Fuentes: Memoria (Antología 1989-2015), Madrid, Abada, 2015. Edición y prólogo de Antonio Portela Lopa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Ponce Cárdenas

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