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   En este estudio quiero relacionar a dos hombres que tienen en común dos valores importantes: una ética semejante de la vida y una amistad de muchos años.

   Max Aub tuvo que exiliarse al terminar la Guerra Civil española, para este hombre singular se  acababa una etapa importante de su vida y comenzaba un exilio que daría sus frutos en lo que respecta a producción literaria.

   ¿Qué relación existe entre estos dos hombres? Ambos vienen del exilio, ambos volvieron a España, ambos pertenecen a un mundo cultural común: la España republicana, los intelectuales antifascistas, y ambos estuvieron exiliados en México.

   Aub vuelve a España el 23 de agosto de 1969 con pasaporte mexicano y un visado que sólo le autorizaba “una estancia de tres meses”. Hará entonces una breve visita a Calanda (Aragón), el pueblo natal de Luis Buñuel y a Zaragoza, con motivo de la fiesta del Pilar. Visitó también las tres ciudades claves de su biografía española: Barcelona, Valencia y Madrid.

   También fue Max Aub, al igual que Gil-Albert, un luchador ante el régimen  franquista y dice algo muy importante sobre ello al poeta valenciano Miguel Veyrat: “no fue el exilio el que ha influido en mi literatura, sino la guerra. Y la guerra la cambió del todo en todo” (Miguel Veyrat, 1969: 67). Para Max Aub, la República fue abortada por el régimen franquista y éste sustituyó un ideal de vida democrático por una tiranía manifiesta. La misma opinión mantuvo Gil-Albert, como pudimos conocer en su obra Drama Patrio y, por ende, fue idea clave en muchos escritores exiliados.

    Podemos ver en el prólogo a La gallina ciega, esa especie de diario español que Aub escribió  para  deleite   de   la   mayoría   de   sus   seguidores, lo que dice Manuel Aznar 

Soler sobre la ética y la estética en Max Aub: “Max Aub se define como un escritor español exiliado, un escritor para quien ética y estética están vinculados indisolublemente” (Manuel Aznar Soler, 1995: 40).

   ¿Qué quiere decir Manuel Aznar Soler? Desde luego, se refiere a esa visión ética de la vida, su honradez al defender unas ideas, pero también a ese deseo estético de crear una prosa limpia, bella e, incluso, transparente que pueda reflejar a su vez esa visión ética de la vida.

   Coincide aquí con Gil-Albert, no me refiero, como podemos suponer, a una identificación en el estilo, sino a su interés en reflejar de forma elaborada y, por tanto, estéticamente, sus ideas razonadas sobre la vida (lo que transparenta su ética).

   En La gallina ciega, Max Aub nos ofrece páginas inolvidables, donde destapa la sociedad mediocre que anida en el régimen franquista. La escasez intelectual y la ausencia de moralidad del Régimen van a ser brillantemente denunciadas por Aub.

   Merece la pena citar muchas páginas de este libro, como documento rico y clarificador de la entidad de un hombre imprescindible como Aub, pero me limitaré a algunas muy significativas.

   En su llegada a Valencia, en 1969, el escritor certifica la pobreza intelectual de la ciudad y, por ende, del país entero: “A nadie le interesan aquí los libros: las librerías desiertas. Pequeña diferencia con Barcelona donde se ve a alguna gente hojeando. Aquí, nadie lee en  los  tranvías  o  en  los  autobuses   o en las terrazas de los snack-bars o ex cafés”  (Max Aub, 1995: 176-177).

   Además, dirá que todo lo que se oye en los bares son chistes y fútbol, situación que, como podemos observar día a día, no ha cambiado mucho desde aquel año ya lejano.

   Aub va a ser consciente de la mediocridad de España en los meses que estuvo aquí.

   El escritor anhela que cambie la situación del país y que la dictadura que arrasa todo y atrasa el mundo económico y cultural acabe para siempre: “¡Qué duda cabe que España, la política española, debe cambiar y cambiará!” (Max Aub, 1995:177).

   También son muy interesantes las páginas que dedica a Gil-Albert, lo que es significativo  y  ha acrecentado mi curiosidad para relacionar a ambos escritores: “Casa de Juan Gil-Albert. Juan más encorvado, la voz más fina, idéntica amistad y exquisito buen gusto. Misma figura en los modales y en la voz, incapaz de subir el tono, reconcomiéndose a cualquier disparidad o enojo” (Max Aub, 1995: 177).

    Es destacable no sólo este retrato admirativo a un hombre que conserva su delicadeza, aquella que tuvo cuando ambos escritores se conocieron antes de la Guerra Civil española, sino también un rasgo que va a caracterizar a Gil-Albert y que ve muy claramente Max Aub: “Se va a tener que operar. No parece preocupado más que por su edad. Le reanimo en lo que puedo”. (Max Aub, 1995: 178). Es, sin duda, el paso del tiempo una obsesión clara en el escritor alicantino que va a marcar parte de su madurez y de su vejez.

   Otro rasgo que destaca Aub sobre su amigo es esa sensación de importancia que Gil-Albert va a tener ante el reconocimiento público, tan demorado, pese a su prolífica obra:    <<Juan Gil-Albert tan contento, tan contento porque los directores del Ateneo Mercantil “se han acordado de él” e incluido en una serie de veladas en que recitarán sus poemas “algunos poetas valencianos”>> (Max Aub, 1995: 179).

   Aub es categórico, reconoce que en ese clima mediocre un hombre de la talla de Gil-Albert, el cual ha hecho de su escritura un mundo delicado, fino, esmaltado en cualidades luminosas, no  puede  sentirse  más que  agradecido por las limosnas de unos pocos: “Juanito Gil-Albert, entre sus sombras soñadas, feliz, consolado por mandamases

 del Ateneo Mercantil… Mas ¿qué harías tú, Maxito, tras veintidós años de estar

aquí

aplastado?”.

   Se refiere a Máximo José Khan, el amigo de ambos, enterrado en Brasil, que fue, como recordamos, un icono, un referente para Gil-Albert en el Tobeyo o del amor.

   La casa de Gil-Albert le  trae a Max Aub el recuerdo de Ramón Gaya, ya que hay cuadros de él en las paredes. El pasado que ellos compartieron en México vuelve a ser evocado.

   Aub se exilia en  México en 1942 y morirá allí en 1972. Los primeros años del exilio, de 1939 a 1942, estuvo en Francia. Para Aub, México es el lugar que más ama en el mundo, después de España, su España. No hay duda que Gil-Albert siente lo mismo que su amigo, esa pasión por las tierras mexicanas une a ambos.

   La tierra les ha marcado, por ello, el escritor alicantino escribió allí su Tobeyo y algunos poemas a México, parte de su corazón quedó allí para siempre.

   Otros amigos de Max Aub aparecen en La gallina ciega: Juan Chabás, José Gaos, Joaquín Rodrigo, Genaro Lahuerta, Pedro Sánchez; amigos todos de adolescencia que nunca podrá olvidar.

   También merece nuestra atención la charla de Max Aub, tras su regreso, en la casa de Manolo Zapater, cuando Aub le pregunta por Gil-Albert y Zapater contesta que hace tiempo que no se ven. Dirá Aub lo  siguiente  sobre el  escritor  alicantino: “No. No ve a

Juan Gil-Albert. Juan no es Federico García Lorca ni Rafael Alberti, pero es un escritor fino (como decíamos entonces), un ser inteligente, de excelente calidad, de lo mejor que hay en Valencia, si no el mejor…” (Max Aub, 1995: 152).

   Esta ausencia de relación entre Zapater y Gil-Albert la explica muy bien Max Aub en el libro. Podemos  ver  en  esta  explicación  la raíz  de mi interés para hacer coincidir la estética y la ética de ambos escritores, en las palabras de Aub se transparenta esta afinidad: “Sencillamente está convencido (Gil-Albert) de que no sucede nada que valga la pena, no ya en los países socialistas, por ejemplo, en los Estados Unidos o en Francia. O en Inglaterra. El mundo se acabó” (Max Aub, 1995: 152).

   Lo que Max Aub nos dice es que tras las guerras (la II Guerra Mundial y la Guerra Civil española) hay una pérdida indudable de fe en el ser humano, tras la constatación de la maldad del hombre, nada merece ya la pena.

   Aunque el escritor se exceda en pesimismo, hay que entender el contexto en que nacen estas palabras: la vuelta del exilio, su regreso temporal (con un visado de tres meses) en un país envuelto todavía en la Dictadura.

   Merece la pena repasar las páginas que Max Aub dedica a poetas que considera “hermanos menores” como Leopoldo de Luis y Ramón de Garcíasol. El gusto y la delicadeza del escritor se hace lirismo en estas páginas que muestran con claridad su sentido ético y estético de la vida: “Les conozco en fotografía, no en carne y hueso. Les conozco bien, impresos: hechos miga, es decir, letra, pasados por el tamiz del linotipo” (Max Aub, 1995: 553).

   Bella reivindicación de la lectura, del placer de encontrarse con las líneas y disfrutar así, sin conocer al poeta, hecho luz por la luz del otro, impregnado, al fin y al cabo.

   Hay en el libro de Max Aub ese sabor de nostalgia, a la vez que una propuesta de honradez, de  ética  de la  vida que le  asemeja  a  Gil-Albert. El  escritor  no va  a  tener ningún tipo de reparo en ofrecer su opinión de España, en ese año en que la Dictadura entraba en su última etapa: “En España, los sinvergüenzas, los católicos de verdad y los imbéciles viven como Dios. Añádase  los  que  no  quieren  saber  nada  de nada y, claro está, los turistas que encuentran lo que buscan, al precio deseado” (Max Aub, 1995: 570).

   También el escritor muestra su asombro por el cambio acaecido en las cosas importantes, como por ejemplo, el que ha sufrido una de las ciudades de su juventud, Valencia. La ciudad ha cambiado, ya no tiene el aspecto de entonces, en aquellos años en los que paseaba con sus amigos escritores. Dice así: “Ya no conocería Valencia. Ahora es otra cosa. No sé si mejor o peor, muy distinta. Ya no hay plaza Cautelar. No sé si se llama del Generalísimo o del General Franco o algo por el estilo y su amigo Capuz (José Capuz) ha hecho una estatua del tal” (Max Aub, 1995: 158).

   Se refiere a un escultor que hizo una estatua ecuestre del dictador, ya retirada.

   Nos cuenta Aub su amistad con Ramón Gaya y nos revelará que fue el primero que le compró una acuarela al pintor murciano en Valencia, pagó por ella 25 pesetas.

   También habla en el libro de la actitud de los intelectuales ante la Guerra Civil: “De anarquistas a callados” (508). Pero no denostará ni a Azorín, ni a Maeztu, ni a Machado. Sí lo hará frente a aquellos que, con su cinismo, han cambiado de ideología y se han arrimado al franquismo sin reparos, los nombres de éstos podemos imaginarlos: “A los que no perdono es a esos cabroncillos- que no nombro. Que estuvieron de boquilla con nosotros para volver la casaca en seguida que nos vieron perdidos. Si no fuesen intelectuales, lo mismo daría” (Max Aub, 1995: 509).

   El escritor nacido en Francia (Aub nació en París en 1903), no está en contra de los que se mantuvieron firmes ante una ideología equivocada y cita a Jiménez Caballero, Ledesma Ramos o  Luys  Santamarina,  pero sí lo  está  ante  esos  cínicos  como Carlos

Robles Piquer o Pedro Laín Entralgo, cuya actitud cobarde detesta plenamente.

   Es  muy  evidente este rechazo cuando hace mención de los académicos, en los cuales, sin duda, se encuentra el doctor Laín Entralgo. Dice  Max Aub lo siguiente, reflejando su ética y su decencia frente al cinismo y la mentira de algunos: “Cena en casa de Xavier. Cuatro académicos: endilgan horrores del pueblo español; maravillas del cielo y del suelo. Lo demás, asqueroso; como si ellos no formaran parte de él, o no hubiesen contribuido a modelarlo tal y como se ve” (Max Aub, 1995: 505). Hará alusión a los chistes que estos “refugiados del 36 en embajadas o en falange” llevan a cabo con cinismo supremo.

   Sobre el personaje de Laín, Max Aub es muy incisivo al criticar al intelectual fascista por no dimitir en solidaridad con los catedráticos expulsados de la Universidad como Aranguren, todo ello aparece en Una cena en Madrid en 1969.

   Afirma en La gallina ciega algo todavía más esclarecedor acerca del talante falso y deshonesto de Laín Entralgo: “Este elegante Laín que toma un café, con tanta distinción, sonriente…”, como vemos hay ya un espíritu de crítica en esa figura que retrata: “Deja continuamente transparentar, con todo y su admiración por los componentes de la generación del 98, su educación católica y falangista, a pesar de sus desengaños. Algo falla y chirría en esa generación de los arrepentidos” (Max Aub, 1995: 506).

   Sostiene también el escritor que ese grupo de servidores de Franco y de su régimen “no sirven a nadie y para nada;” y, desde luego, destaca una  magnífica prosa al descalificar a ese grupo de falangistas (D´Ors, Laín, Robles Piquer) que imponen su poder y su autoritarismo: “Políticamente, ante todo, les falta clientela, duermen sobre sus laureles impresos, pasan mala noche y paren hijas” (Max Aub, 1995: 507).

   Demoledor  es  Aub en  contra  de  esos “presuntos”  intelectuales  “democráticos” que  dinamitaron  con  su cinismo el verdadero don de la intelectualidad que incluye, sin duda, la honestidad y la decencia ante su propio pueblo. No aparece en esta dura crítica Dionisio Ridruejo  que,  pese  a  su   pasado  falangista, se  caracterizó   por  un  sentido ético que le llevó a la disidencia en los tiempos del franquismo.

   Como vemos, el libro es muy interesante porque nos revela una forma honesta de ver la vida, sin tapujos, mostrando su rebeldía a una España carente de libertades. La obra conjuga el desengaño, el escepticismo, frente al cariño y el aprecio a amigos como Gil-Albert, Fernando Dicenta, Ramón Gaya, Manolo Zapater y tantos otros.

   Aub se identifica  con los gustos literarios de Gil-Albert, porque eran tiempos donde la literatura  se apreciaba como un don enriquecedor y no existía un mercado tan excesivo como el actual: “Libros y papeles por todas partes: lo que es normal, pero son libros y papeles de nuestra época: Proust, Gide, Cocteau, Canedo, Unamuno, Azaña” (Max Aub, 1995: 503). Se refiere a los libros que tenía en su casa un viejo amigo, Fernando González.

   Hay otra referencia en esta obra a Gide, cuando hace mención de la verdad, de la ética, de la mentira que, pese a un cierto talante honesto, tiene la vida misma: “No se trata de enorgullecerme de ser esto o lo de más allá- bueno o malo- porque entonces lo mismo miente Genet o Gide, Baroja o Millar” (Max Aub, 1995: 354).

   Y termina  Max Aub con una máxima que nos explica su visión de la vida: “El mundo es una enorme mentira” (354). Hablará en esa parte del infierno del campo de concentración en el que estuvo, de tanto dolor del pasado.

   Para concluir este repaso a La gallina ciega y a la visión de su autor, he de decir que tanto Gil-Albert como Aub han tenido que pasar por una misma senda de tristeza y desarraigo, pero anida en ambos una visión noble y decente de la vida.

   Los dos escritores son muy conscientes de que el mundo de su juventud ha cambiado, no sólo por el inclemente paso del tiempo, sino por los terribles acontecimientos que han vivido. Ambos escritores necesitan en sus libros denunciar la barbarie y el cinismo del mundo que ha dejado tales atrocidades.

   Podemos establecer una diferencia entre ambos, si Gil-Albert va a expresar una idea vitalista de la vida al alejarse conscientemente del mundo que le rodea (por el dolor que le produce), Max Aub no puede hacerlo y plasma en sus novelas y en su teatro el horror, porque su premisa principal es la denuncia para la posteridad.

   La ética compartida de la vida nos deja una sensación de decencia en un mundo que, lamentablemente, no se caracterizó por mostrarla con frecuencia. No son los únicos intelectuales que lo hicieron (ya comentamos el caso de Baroja o Juan Ramón Jiménez, entre otros), pero existen vínculos que los hacen testigos de primera línea de un mismo mundo y un mismo destino.

 

CONCLUSIÓN: UNA ÉTICA COMPARTIDA DE LA VIDA

   He querido relacionar a Max Aub y a Gil-Albert porque ambos vivieron las difíciles condiciones del exilio, a ninguno de los dos les faltó coraje para denunciar la mediocridad de la sociedad española del franquismo.

   Aub lo hizo en su único viaje a España, lo que convierte a su libro La gallina ciega en crítica feroz a la sociedad acomodada, a los intelectuales que se han adherido al Régimen. Gil-Albert, sin embargo, vive la vuelta a España escribiendo mucho, pero su obra no resulta interesante para las editoriales y para la dictadura. La sinceridad de sus opiniones, su compromiso ético con la libertad, le impiden salir a la luz en aquellos tiempos.

   La experiencia de  ambos  en  México les une también, aunque lo más interesante es la amistad anterior, los años de la juventud en Valencia.

   Max Aub reconoce que Juan Gil-Albert no puede dar más en esa época de dictadura. El escritor comprende que se halle solo, aislado de la fama, ya que considera al artista alicantino uno de los mejores que ha dado su tierra.

   En resumen, al relacionar a los dos escritores, he querido manifestar que ambos fueron muy escépticos con la sociedad, hacen una crítica de España por su falta de preparación y por el escaso interés (salvo minorías ilustradas) por la lectura y la cultura, en general.

   Las páginas comentadas aquí de La gallina ciega sirven para conocer mejor el mundo cultural de la época en el corto regreso a España de Aub. Nos queda la tristeza por la condición de exiliado de un hombre de su talla intelectual.

   Ambos, Gil-Albert y Aub mantuvieron un compromiso con sus ideas, sin excluir, por ello, la importancia al estilo, siendo dos grandes escritores del siglo XX.

  

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

Hay un momento, en la primera parte de Tu rostro mañana, cuando el narrador está contando de su padre, y va diciendo que cuando hubo terminado la Guerra Civil el que fuera uno de sus mejores amigos lo traicionó y delató, y que además iba paseando por ahí pavoneándose de que iba a conseguir que le cayeran treinta años de cárcel, en el que Javier Marías escribe: “¿Cómo no puedo conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que mostrarás tan solo cuando no lo espere?”. Ahí, en el curso de la novela, cae así el impulso que remotamente la anima. ¿Qué sabemos del futuro de los que nos rodean, qué será de ellos, qué hay ahora que nos avise de lo que serán, qué margen en su rostro de ahora para adivinar el de mañana?

Fiebre y lanza, el primer volumen de la última novela de Javier Marías, empieza así: “No debería contar uno nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra ni cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido”. La última frase del tercer volumen, Veneno y sombra y adiós, la que cierra todo, son nada más que tres palabras: “No, nada malo”. Entre un extremo y el otro están contenidas las 1590 páginas de una de las aventuras literarias más ambiciosas de los últimos años. El pasado mes de agosto, refugiados del sol inclemente en su casa del centro de Madrid, el escritor se levantó a mitad de la conversación para ir a buscar en su despacho una cuartilla. Había ahí unas cuantas frases. “Son todas las notas que he tomado para escribir la novela”, explicó.

“La suerte del cobarde”. Eso estaba escrito ahí, en ese papel. Y otras anotaciones por el estilo, que fueron –quién sabe– las que fueron empujando a Javier Marías, las que le sirvieron de apoyo. Pero igual simplemente las escribió y luego las despreció. “Cada libro se va haciendo a medida que avanzo”, explica. Y así se hizo Tu rostro mañana (Alfaguara). “No hay ni esquema previo, ni sinopsis”, dice. Escribe y escribe, va afinando con las palabras, y al final se da por contento con una página. “Entonces la meto en una carpeta, y ya no la tocó más. No hago dos versiones. Me atengo a lo que he ido escribiendo. Y si surge una contradicción con lo ya dicho, la dejó ahí, ya veré la forma de arreglarlo”.

Así trabaja Javier Marías. Nacido en Madrid en 1951, publicó su primera novela en 1971: tenía 20 años. El 27 de abril de este año leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española, que tituló Sobre la dificultad de contar. “Como si precisáramos conocer lo improbable además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo remoto, lo negado y lo que pudo ser, además de lo que fue y de lo que es; y, por supuesto, dialogar con los muertos”, dijo allí para explicar la necesidad de la ficción.

Lo cierto y lo improbable; los hechos y las hipótesis y fracasos. La ficción todo lo permite, y es la ficción la que define la larga trayectoria de Marías. En las casi 1600 páginas de Tu rostro mañana hay sitio para tocar muchos registros, muchos temas, para levantar escenarios distintos e inventar las más variadas historias. ¿Pero cómo empezó todo? “No es fácil decirlo, y menos ahora cuando ha pasado tanto tiempo”, contesta. “Pero seguramente fue una cosa pequeña, que luego en la novela incluí cuando ésta ya estaba bastante avanzada”.

Luego afina bastante más: “Los servicios secretos británicos pasaron una mala temporada entre la caída del muro de Berlín y los atentados de las torres gemelas. Fueron unos doce años en que no tenían trabajo, y durante los cuales no tuvieron otra manera de sobrevivir que saliendo a la búsqueda de clientes. En la novela lo cuenta uno de los personajes y es algo totalmente cierto, no una invención. Habían perdido a su tradicional enemigo, a los rusos por decirlo de manera simplona, y empezaron a ofrecer sus servicios a grandes compañías, a hacer espionaje industrial. Lo hicieron con el conocimiento de los altos mandos y la manera que encontraron para camuflar esta actividad fue utilizando el argumento de que si estaban sirviendo a las grandes compañías del Reino Unido es que estaban sirviendo a su país”.

El personaje al que se refiere Marías es la joven Pérez Nuix, una chica que trabaja con el protagonista en los servicios secretos británicos. En la novela se mezclan muchas historias, pero está también llena de reflexiones, de consideraciones, de ideas e hipótesis y pensamientos. “Las historias crecen a partir de sí mismas”, observa Javier Marías. “Aparecen algunas a las que les encuentras más posibilidades que las de quedarse en una mera digresión. Escribo con brújula. No tengo la historia completa cuando empiezo, ni siquiera cuando me voy acercando al final. Las digresiones se convierten en parte del libro, se incorporan como parte de la historia. Esto lo sé de lejos, de cuando traducía el Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, hace más de treinta años. Sterne decía que avanzaba a medida que hacía digresiones. Pero entonces dejaban de ser una desviación, y formaban parte de la historia. Le daban cuerpo al libro”.

Son diez las novelas que ha escrito Javier Marías. Con la quinta, El hombre sentimental, que apareció en 1986, empezó a llegar a un mayor número de lectores. Todas las almas, de 1989, es uno de sus títulos fundamentales: ahí aparecen algunos personajes y preocupaciones y temas que lo llevan acompañando desde entonces. Corazón tan blanco (1992) y Mañana en la batalla piensa en mí (1994) trajeron el ruido de la consagración, el aplauso unánime, la proyección internacional. Con Negra espalda del tiempo (1998) rompió con la estructura y los registros que había cultivado en sus dos últimas novelas, las de mayor éxito hasta entonces, y se embarcó en otra cosa que terminó por llamar “falsa novela”. “Creo no haber confundido todavía nunca la ficción con la realidad…”: con esas palabras empezaba aquel libro, y pronto confesaba: “Yo voy a cometer aquí varias afrentas porque hablaré, entre otras cosas, de algunos muertos reales a los que no he conocido, y así seré una forma inesperada y lejana de posteridad para ellos”.

Así que una trataba de algunos muertos reales, pero también incluyó a algunos vivos reales. Marías contaba la historia de John Gawsworth, por ejemplo, el escritor y rey de Redonda, y se entretenía largamente en hablar de cosas de la isla, pero se ocupaba también del profesor Rico, y se refería a colegas suyos de Oxford o a Mercedes Casanovas, su agente literaria. Un juego, una broma, una reflexión: y desplegaba esas dos corrientes, la de la realidad y la de la ficción, cuyo cruce y mezcla ya había desencadenado equívocos con Todas las almas. Fue un libro que interrumpía las estrategias narrativas que había utilizado en sus anteriores novelas y que abría su obra hacia el futuro. En Tu rostro mañana, dos de los personajes esenciales del libro son su padre, Julián Marías, y Peter Russell, su colega de Oxford, “el hispanista y lusitanista más importante de la segunda mitad del siglo XX”, escribió de él Ian Michael, otro profesor de la célebre universidad, y que como tal aparecía en Negra espalda del tiempo.

“Los cambios que se produjeron en los servicios secretos  británicos tienen algo que ver con el origen de Tu rostro mañana,  pero es lo anecdótico, lo que sirve como trasfondo de la novela”, cuenta Javier Marías. “Porque de lo que trata principalmente es de las dificultades de saber a qué atenernos con las personas que nos importan. De la dificultad de conocer el rostro que tendrán mañana. No tenemos ni idea de cómo serán y nos gustaría saberlo. Vas confiado en la vida y crees conocer el rostro que tienen hoy quienes te rodean y te importan. Pero hay muchas historias de grandes decepciones: con amigos, con amantes, con familiares. Y se oye tantas veces decir aquello de ‘Me habría jugado el cuello…’ o eso otro de ‘Habría puesto la mano en el fuego...”.

Y Marías prosigue: “Uno de los ejemplos más fuertes de todo esto es lo que ocurrió con mi padre. Fue traicionado por un amigo cuando terminó la Guerra Civil. Y esa traición pudo haberlo llevado a la muerte. La historia del padre de Jacobo Deza en la novela es la historia de mi padre, casi sin cambios. El 15 de mayo de 1939 lo detuvieron. Si se salvó fue porque hubo personas del bando de los vencedores que se portaron bien. Y es que dentro del conjunto monstruoso de la dictadura hubo individuos que se portaron decentemente. Y en el juicio de mi padre, un juicio que fue una farsa como tantos de los que se celebraron entonces, una persona que lo conocía de la facultad, Lissarrague, fue llamado como testigo de cargo. Era falangista, tenía una buena posición en el régimen franquista y habló muy bien de mi padre. Y negó veracidad a algunas de las disparatados cargos de los que lo acusaban, como el de conocer todas las redes en España de la NKVD, la que sería la KGB, o la de ser el hombre de Pravda en España durante la guerra. El caso es que el tribunal entendió que tenía que llamarle la atención a Lissarrague por hablar tan bien del acusado. Y le recordaron que estaba allí como testigo de cargo. ‘Creía que se me había llamado para decir la verdad’, contestó Lissarrague”.

Peter Wheeler, el nombre que adopta Peter Russell en Tu rostro mañana, le dice al narrador en una de las largas conversaciones que tienen a lo largo de la novela que todos los hombres “llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento”. De lo que se trataba con Javier Marías en Madrid este último agosto era justamente de aquel episodio de delación y traición, cuando Del Real, el viejo amigo de su padre, lo entregó a los franquistas para que procedieran a castigarlo. “Mi padre publicó durante la guerra artículos en el ABC de la zona republicana. No eran artículos rojos (que mi padre nunca lo fue), pero sí muy republicanos”, cuenta Marías. Y subraya: “Todo lo que pasó en esos años le parecía atroz. Su primera reacción fue la de exclamar ante cuanto ocurría: ¡qué exageración!”.

Decía Juan Benet, uno de los amigos y maestros de Javier Marías, que los escritores españoles tenían en la Guerra Civil materia con la que ocuparse largamente. En esta su última novela, y acaso por tratar extensamente del desgraciado episodio que llevó a su padre a la cárcel por culpa de uno de sus amigos, la guerra está presente de manera rotunda. “Cada bando se ha dedicado a demonizar al adversario”, dice Marías. “Y las cosas son mucho más complejas. En cualquier guerra civil ocurre con más facilidad lo que Wheeler comenta en el libro, que llevamos dentro de nosotros las probabilidades de actuar de distintas maneras, de matar, de traicionar. Hay contadas circunstancias que permiten que esas probabilidades se manifiesten. Una de ellas es una guerra civil”.

Luego se detiene un momento en lo que pasó más adelante. “Es curioso que tanta gente se escudara durante el franquismo en la justificación de que ‘todo el mundo hace lo mismo’ para justificar su actuación (o su pasividad total) ante diferentes situaciones ignominiosas. Pero no es verdad, no todo el mundo hizo lo mismo”.

Y Marías se explica: “Lo que llama la atención es que hubiera tanto afán de justificarse precisamente aquí, donde a los ganadores nadie les pidió cuentas de nada. Durante la guerra hubo gente decente en un bando y en el otro, gente que pasó sin mancharse a pesar de las dificultades. Mi padre era católico, como muchos de los que fueron apartados de sus respectivas actividades. Sólo más adelante le pidieron que se reintegrase a la universidad. No quiso hacerlo. Se negó a firmar los principios del movimiento. Es verdad que se decía que todo el mundo lo hacía, como tantas otras cosas, para quitarle importancia. Él no lo hizo. No estaba de acuerdo con esos principios, no firmó. Se portó bien. Y es eso lo que se va olvidando. Y es un inmenso empobrecimiento”.

Diez novelas, tres libros de relatos, un montón de volúmenes donde ha ido reuniendo sus artículos de prensa, traducciones (de Lawrence Sterne, Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson, Thomas Hardy, Isak Dinesen, William Faulkner y Vladimir Nabokov, entre muchos otros), y una serie de libros atípicos, como ése de Vidas escritas, donde elabora distintos retratos de escritores desde perspectivas muy diferentes, dan cuenta de la trayectoria de Javier Marías. Un nombre que ya es indiscutible en el panorama de la literatura internacional por mucho que quieran restarle méritos cuantos arremeten contra él, muchas veces sin haberlo leído, o habiéndose quedado tan sólo en la espuma de sus habituales textos periodísticos.

Javier Marías señala en una de las paredes del salón de su casa el retrato de un oficial británico con corbata y bigotes. En Tu rostro mañana, ese dibujo está en el despacho del jefe del narrador, de Tupra, ese tipo duro y misterioso de los servicios secretos británicos para el que trabaja. En la novela, el que señala es Deza, que pregunta: “¿Quién es ese militar de ahí?”.

Tupra contesta de manera ambigua: “No lo sé. Mi abuelo. Me gusta su cara”. Y cambia de tema, como para quitarse la pregunta de encima. “En personajes como Tupra hay mucho de invención”, explica Javier Marías. “Pero en muchos de ellos hay cosas del propio autor. Les presto mucho de mí mismo. Les presto cosas mías. Ese dibujo se lo doy a Tupra en la novela. Y Custardoy, el menos atractivo de todos los personajes del libro, también tiene cosas mías, costumbres mías. Hay mucho de invención, pero sobre una fuente principal de información que soy yo mismo”.

“Sí, mi padre y Wheeler eran ya muy viejos y quizá ambos recorrían en ascuas sus penúltimos trechos, no por pavor religioso sino por aprensión biográfica; o quizá no tanto, y apenas si temían tiznarse”, escribe Javier Marías en Tu rostro mañana. “Tanto Peter Russell [Wheeler] como mi padre murieron durante la escritura del libro”, observa el escritor. “Y durante todo ese tiempo tuve que hacerlos hablar, tuve que hacerlos actuar. Con lo que tengo la impresión de que sólo cuando acabé la novela murieron en verdad del todo. Pero los otros personajes, la mayoría, no tienen un referente determinado. Ocurre como les ocurría a los novelistas antiguos, como a Flaubert por ejemplo, que de lo que se trata al escribir es de ponerse en el lugar de los otros”.

Desconfiar. Recordar y olvidar. El arte de mantenerse al margen. La necesidad de hablar y la pertinencia de callar. Conceder y negar. Pedir. El saber que la suerte está echada. La culpa. El diálogo entre los vivos y los muertos. Tu rostro mañana está lleno de digresiones. Todas ellas se van colgando de los hilos narrativos que mueve el texto. Claros en el bosque de la narración, fulgores instantáneos que iluminan su médula. El asunto principal es el trabajo que consigue Jacobo Deza, el narrador, cuando vive en Londres. Se ha separado de Luisa, su mujer, a la que ha dejado en Madrid con sus dos hijos. Los servicios secretos lo fichan. “Tú tenías el raro don de ver en las personas lo que ni siquiera ellas son capaces de ver en sí mismas, o no suelen”, le dice Wheeler a Deza. Por eso termina trabajando para Tupra. “Consistía en escuchar y fijarme e interpretar y contar, en descifrar conductas, aptitudes, caracteres y escrúpulos, desapegos y convicciones, el egoísmo, ambiciones, incondicionalidades, flaquezas, fuerzas, veracidades y repugnancias, indecisiones”, así define su trabajo. O de forma más sintética: “Interpretaba –en tres palabras– historias, personas, vidas”.

“Tupra es el que mueve los hilos”, comenta Javier Marías, todavía atrapado por su última novela durante esa larga conversación en el verano de Madrid. “Y es el rostro que no cambia, el que parece impenetrable. Pero también tiene sus momentos de debilidad. Ocurre cuando vuelve en tren de Edimburgo y Jacobo Deza le va leyendo unos poemas. Entonces le pide más, que siga leyendo. Y se nota que podría tener más debilidades que las que se apuntan. Pero, sí, es el personaje sin rostro, el que lo sabe todo, el que corrompe al narrador y lo envenena. El que le pregunta que por qué dice que no se puede ir por ahí matando a la gente. Y el narrador sabe que con él no vale ninguna respuesta convencional: porque está mal, porque la policía nos puede descubrir, porque no debe hacerse a nadie lo que no queremos que se nos haga a nosotros. Nada sirve, sin embargo. No hay respuestas. No las hay para quien carece de rostro y lo sabe todo y va a corromperlo y envenenarlo. Lo más sorprendente es que el narrador, cuando ya todo ha pasado y ha vuelto a instalarse en Madrid, y las cosas siguen su curso, sigue pensando en Tupra como en un amigo. El que tiene al demonio como aliado. Porque el demonio sabe manejarse en cualquier situación”.

Terminó el largo proceso de Tu rostro mañana, leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española, recibió el homenaje de su editorial en Santillana del Mar, junto a Mario Vargas Llosa y Arturo Pérez-Reverte. Pero todavía ha habido lugar para otra iniciativa vinculada a Javier Marías en los últimos meses. Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás (Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg) es un volumen muy particular. Como parece claro que Javier Marías es poco amigo de escribir sus memorias o de entretenerse en una autobiografía, Inés Blanca se ha ocupado de rastrear, aquí y allá, y reunir todos aquellos textos suyos en que se ha ocupado de sí mismo, de su familia, de sus amigos, de los más próximos y de su obra. Los textos más personales y evocativos, los que iluminan distintos rincones de su vida. El libro está dividido en ocho partes y cada una de ellas propone un acercamiento a diferentes ámbitos de la historia de Javier Marías: su infancia, sus padres, su juventud, los intelectuales a los que admira (Juan Benet, entre ellos), las grandes figuras de la generación que perdió la Guerra Civil, la historia del reino de Redonda (donde Javier Marías es monarca con el nombre de Xavier I) y de algunos de sus mejores duques, su madurez y, para terminar, dos apéndices: su Diario de Zúrich, que permite acercarse a un periodo de su vida desde su propia escritura, y la larga entrevista que le hizo Sarah Fay para The Paris Review.

“Hubiese podido ser mucho peor de no haber tenido éxito como escritor”, le cuenta ahí Marías a Sarah Fay cuando hablan de sus complicaciones iniciales, de la preocupación de sus padres porque no sentara cabeza, de sus pesares y desasosiegos. “Y eso hubiera podido ocurrir muy fácilmente, nunca lo olvido. No creo que mis libros sean fáciles, aunque tampoco son tan difíciles, pero en fin, tampoco habría sido de extrañar que de mis novelas se vendieran sólo diez mil ejemplares. Hay muchos escritores que venden bastante menos, incluso. He tenido mucha suerte, pero fue algo gradual”.

Suerte, dedicación, talento, capacidad de asumir riesgos. Aunque cada vez vaya a enfrentarse con más voces críticas –ha observado muchas veces lo  mal que en este país se lleva el éxito de los otros–, lo cierto es que Javier Marías es uno de los novelistas españoles de referencia. Durante el encuentro veraniego en su casa de Madrid hubiera sido necesario que el tiempo se dilatara para poder tratar de su larga trayectoria, pero no es fácil que las horas se alarguen por mucho que uno se empeñe. Y el encuentro se centró inevitablemente en Tu rostro mañana, y en sus ramificaciones y desafíos.

Acaso lo que más impacte en un momento dado de su desarrollo es la emergencia de la violencia (su utilización) en la propia vida del narrador. Es verdad que en la novela desde pronto está ya toda la sangre de la Guerra Civil y que la vinculación del narrador con los servicios secretos británicos, con el MI5 y el MI6, ya anuncia la apertura hacia un mundo lleno de pasadizos oscuros y de turbulencias. Pero hay un momento en que todo ese trabajo discreto de interpretar y traducir y contar y valorar que realiza el narrador de pronto se ve alterado por un episodio mínimo. Es una discoteca, Deza hace de intérprete y Tupra trata con un italiano que ha acudido con su mujer. Y es justo la mujer la que, gracias a la intervención de un patoso funcionario del consulado español en Londres, la que sufre un ligero percance. Y ahí interviene Tupra. Con eficacia, con una brutal eficacia. Y la novela cambia de rumbo.

La vida de los servicios secretos, cómo trabajaron durante la Segunda Guerra Mundial, y en otras circunstancias, sus estratagemas infernales para imponerse al enemigo. De todo está también hecho el libro de Marías. Lo singular ocurre cuando actúa el veneno, y la utilización de la violencia entra a formar parte de la propia vida de Jacobo Deza. “Hay una violencia que el narrador asume porque le toca ejecutarla y para la que, hasta cierto punto, encuentra una justificación”, cuenta Javier Marías. “En la violencia que utiliza contra el amante de su ex mujer podría haber algo de celos o de venganza, es cierto, pero lo relevante es que esa violencia forma parte de las decisiones que ha tomado, que son suyas. Incluso pudo haber ido más lejos”.

Lo que Marías subraya, una y otra vez, es que esa violencia ha estado en las manos del que la ejecuta, ha sido cosa suya, puede responder de ella. Hay otra violencia, que también surge del narrador, que inspira el narrador, que sugiere. “Es una violencia que ha inspirado pero que no ha decidido”, observa Marías. “Y sin embargo le atañe profundamente, le duele, le exaspera. Y no hace como suele hacer la gente, que tiende a justificarse cuando por su causa se han hecho daños. Enseguida se descargan de culpas: “no lo hice con intención”, “fue sin querer”. El peso de la culpa es muy llevadero cuando lo que se hace se hace sin querer. Pero es eso justamente lo que le afecta profundamente al narrador de Tu rostro mañana. Y es que lo más grave, lo más difícil de sobrellevar es lo que pasa a través de uno y sobre lo que uno no tiene al final el control”.

Se hacen barbaridades en las guerras. Y lo normal, dice Marías, es que luego se piense: “Sin mi participación podría haber pasado lo mismo, podría haberme ahorrado lo que hice. Muchas veces, cuando se conoce ya el final uno considera innecesario lo que hizo. Y se dice, ¡qué desperdicio!”.

Va pasando el tiempo, y de las batallas que salen en la novela se pasa a las batallas del mundo real. Hay cierta irrealidad a propósito del pasado cuando ya ha pasado. Lo observa Marías cuando comentaba que el Karadzic que acababa de ser apresado ya no tenía a nuestros ojos la consistencia del bárbaro que había realizado tantos desmanes en Bosnia. “Cuando las cosas terminan, la intensidad con que se han vivido parece que se va aplacando. Los bombardeos contra Irak exasperaban y, ahora que han cesado, parecen nada más que una lejana sombra irreal. A los seis meses de la muerte de Franco, ya parecía un individuo prehistórico”.

Y, sin embargo, las cosas no cesan. Siguen los horrores y permanecen las huellas de los que se fueron. En el texto que Javier Marías leyó en Santillana del Mar, durante el homenaje que le hizo su editorial, decía que es de los que opinan “que la única manera de contar algo verdadero es bajo el elegante y pudoroso disfraz de una invención, precisamente porque el que inventa o fabula –si lo hace bien y con consideración, o por lo menos no es un mastuerzo– nunca va a plegarse a las groseras y rocambolescas imposiciones de la realidad”.

Y confesaba allí, de nuevo, que escribe con brújula y no con mapa: “Si conociera de antemano la entera historia que me dispongo a contar, si la tuviera ya íntegra en la cabeza antes de ponerme a escribir, lo más probable es que ni siquiera me molestara en escribirla”.

Su última novela tiene casi 1600 páginas. En Madrid, con todo el calor de julio, y protegidos de su rigor en la discreta penumbra del salón de su casa, Javier Marías volvió en la conversación una y otra vez sobre Tu rostro mañana, sobre los hilos que dejan sueltos sus historias, sobre la manera en que se enfrentó a su escritura, sobre la Guerra Civil que invadió tantas de sus páginas (“Nada de lo que pasó entonces es para estar orgulloso”). Queda cerrar aquella cita. Conviene hacerlo con otro fragmento de su texto de Santillana:

“Al escribir me aplico el mismo principio de conocimiento que rige la vida. Así como a los veinte años hacemos lo que hacemos sin saber qué nos convendrá haber hecho cuando tengamos cuarenta, y así como a los cuarenta no tenemos más remedio que atenernos a lo que hicimos a los veinte, que no podemos borrar ni enmendar, yo escribo lo que escribo en la página 5 de una novela sin tener ni idea de si eso me convendrá cuando llegue a la 200, y, lejos de escribir una segunda y tercera versiones, adecuando aquella página 5 a lo que después he sabido que contendrá la 200, yo no cambio nada, sino que me atengo a lo escrito al principio tentativa o intuitivamente, azarosa o caprichosamente. Sólo que, a diferencia de lo que la vida hace –y por eso es tan mala novelista las más de las veces–, procuro que lo que inicialmente no tenía significación la acabe teniendo”.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José Andrés Rojo

Francisco Brines, que tiene setenta y cinco años y hace algún tiempo sufrió un infarto que debilitó su corazón, conserva intacto su amor a la vida sin dejar en ningún momento de ser consciente de la caducidad de todo, y sin renunciar tampoco al deslumbramiento que, como un don, le producen la aparición de una criatura hermosa, o un paisaje que germina dentro de él. Todo esto sin perder esa mirada con la que cada día construye el mundo desde su propia biografía. Su obra, ya clásica por su capacidad para tratar temas universales, como el amor, la soledad,  la vejez o la muerte, dotándolos de un latido último en el que pueden reconocerse seres de cualesquiera  época, formación y estrato social, ha ido desarrollándose, durante casi ya medio siglo, en torno a un núcleo vivificador marcado por el paso del tiempo. Desde Las brasas hasta La última costa, pasando por Aún no, Insistencias en Luzbel, y esos dos libros medulares que son  Palabras a la oscuridad y El otoño de las rosas, Francisco Brines  ha escrito -como él mismo ha dicho- un único libro con múltiples registros, que se corresponden con las distintas edades y circunstancias vitales  y su relación con el amor, la soledad, el dolor, la naturaleza y el sentimiento de pérdida, porque para Brines la poesía y la vida son inseparables.

- Me importa la poesía porque me importa la vida, por lo tanto están interrelacionadas profundamente en mi caso. Es desde ella desde donde escribo, y la poesía la potencia, pues por su medio  desvelo la realidad, me hace conocer  lo que desconocía. También trata de salvarla, ya que cuando lees un poema surge el texto como si hubiese acabado de escribirse, no importa que hayan pasado muchos años de ello. Sí, creo que el transcurso de mi existencia va unido a mi poesía.

-  Vida y obra me gustaría que fueran en las próximas líneas materia humana transparente en el diálogo mantenido  con el poeta del Cincuenta en su casa de Elca, un término del campo de Oliva, localidad valenciana donde nació. Un territorio mítico de permanente alumbramiento físico y espiritual, al que siempre regresó y donde ahora reside. En él todos los sentidos se acoplan en natural armonía: la luz más pura convive con la sombra, el perfume de los naranjos destaca en una sinfonía de olores y el mar es apenas un línea azul donde descansar la mirada, para la que están hechos el jardín, los balcones y el intachable azul del cielo. Allí, suspendida casi, se levanta una casa grande y blanca, donde creció Brines.

-  En Elca transcurrió lo mejor de mi infancia, pues desde ese lugar me dispuse a contemplar con sosiego y temblor el mundo: el exterior y el de mi cuerpo y mi espíritu. Para mí ha llegado a simbolizar el espacio del mundo. Allí lo descubrí deslumbrante y eterno, y cuando la vida me dio una visión nueva, inesperada, de mortalidad, seguí amándolo desde su pérdida, y añorando en él su antiguo e imposible engaño divino. Allí experimenté, en la pausa de las vacaciones colegiales, pues durante el curso estudiaba el colegio San José de los jesuitas, en Valencia, la complacencia y el amor de mí mismo, que era también amor individualizado a los demás, la inquietante y turbia percepción de la inseguridad, o el rechazo de unos sólidos y falsos valores y, en horas amargas, el desengañado distanciamiento de mi propia persona. En ese lugar he vivido, sobre todo, el sentimiento de la pérdida del mundo. Desde pequeño me instalaba en la soledad del comienzo del otoño allí, y aprendía a reflexionar conmigo mismo, a descubrir el mundo pausado y a la vez riquísimo del campo, a leer sin prisas, a escribir con tiempo, eran días maravillosos. En ese lugar se han cruzado todas mis edades.

-  Un silencio con pulso se abre tras las últimas palabras,”se han cruzado todas mis edades”, y pensamos en la figura del hombre viejo que aparece en Las brasas, libro escrito en plena juventud, y en el que, sin embargo, hay  una visión final de la existencia, de acabamiento.

-  En Las brasas se produjo premonitoriamente el destino que me aguardaba. El personaje anciano del libro que vivía solo en la casa esperando la última despedida, mirando el mundo que en aquel lugar aprendió a amar de niño, soy yo, su habitante ahora. Es una suerte que haya podido suceder así, pues indica que he tenido una vida larga, y ese don aún existe. La persona que era yo, en el libro se transforma en un anciano porque se escribió en un momento mío de decaimiento, y lo vestí de una carne ya alejada de la alegría. Era una forma de distanciarme de una realidad demasiado cruda.

- Mientras Francisco Brines responde reviviendo lo que nunca ha muerto, recordamos unos versos de Las brasas: “Sin emoción la casa/ se abandona, ya los rincones húmedos/ con la flor del verdín, mustias las vides;/ los libros, amarillos. Nunca nadie/ sabrá cuándo murió, la cerradura/ se irá cubriendo de un lejano polvo” .La mirada después repasa algunos de los miles de volúmenes de la biblioteca albergada en los dos pisos de la casa: en uno se encuentran los autores contemporáneos, y en el otro, donde respiran los clásicos , destaca un espacio dedicado al siglo XVIII.

-  El siglo XVIII está muy representado, a pesar de no ser precisamente un siglo poético. Me interesó un escritor de esa centuria,  Gregorio Mayans, y como no había libros suyos, busqué ediciones del XVIII. Al ser Mayans un polígrafo, hizo que me interesara por el siglo en toda su extensión y variedad,  sorprendiéndome por su modernidad. España se relaciona entonces por primera vez con Europa,y es también el primer ejemplo de la presencia de las dos Españas:  la progresista y la reaccionaria. Mayans era progresista y estaba muy insertado en una tradición humanista, le interesaban los erasmistas del XVI.

-  La necesidad de la escritura se despertó en Brines al mismo tiempo que  el descubrimiento de su propio  cuerpo y del mundo exterior, susceptibles de ser creados mediante la palabra. Durante unos ejercicios espirituales, con todo lo que entrañan de sentimiento de culpa y castigo, una ventana le pone en contacto con una realidad desconocida y auroral.

-   El muchacho está asomado a una ventana viendo cómo la naturaleza se enciende, después de una tormenta repentina y primaveral, con un sol de resurrección. Han quedado con nuevo color aparecido las palmeras, más vivos y cercanos los estáticos rosales del paseo, y desde tanto mojado silencio está tornando poco a poco el aroma del azahar de todos los naranjos; parece que vida fuese sólo ese  debilitado olor. Cuando aquella tarde definitivamente caía, el poema estaba acabado : y ante mi asombro era en él donde yo descubría la única realidad acontecida. El muchacho había sido  el mágico creador de la tarde, y por ello la sentía como la más hermosa de su vida. No importa ahora que aquel poema fuera definitivamente malo y, con probabilidad, vergonzosamente juanramoniano;  es decir de otro. Yo carecía  por entonces de una mínima voz propia. Y, sin embargo, el placer de escribir, la emoción del resultado hallado, nunca fue tan grande como en aquellos lejanísimos años.

-    Esa necesidad de la escritura estuvo sustentada en la lectura del citado Juan Ramón Jiménez que -son palabras de Brines- le instaló definitivamente en la poesía.

-   Experimenté  que mi sensibilidad se afinaba, captaba mejor la belleza callada del mundo exterior, aprendía a reflexionar sobre el tumultuoso y fascinante mundo interior del muchacho que yo era, había un diálogo silencioso con el mundo exterior e interior y era enteramente personal. Aprendí a gozar más de la existencia; mi instalación en la poesía alcanzaba plenitudes impensadas.

-  Aprendizaje interior en compañía de la música silenciosa del poeta de Moguer, completado por el ejemplo moral y de rebeldía representado por Luis Cernuda.

-   Nadie como él , señalé el año pasado en mi discurso de ingreso en la Real Academia Española, supo incorporar con tanta verdad y plenitud al hombre que él era en las palabras escritas. Era una experiencia que me conmocionaba y una posible lección de proyección personal en el poema, que en unos momentos hostiles para cualquier desnudamiento de la verdad –añade ahora-se convertía en paradigma de autenticidad humana. A lo que se suma la variedad temática de su poesía, en la que el pensamiento  y la fruición sensorial colaboran en la tarea de mostrar la condición humana con todos sus momentos mágicos y de exteriorizar su espíritu rebelde.

-   Tampoco falta en la formación de quien busca la verdad  el magisterio de Antonio Machado.

-   En él hay otro gran poeta que es también un gran ejemplo moral. Me interesan todos sus libros,  pero creo que hay más concomitancias con el misterio simbolista de la primera época y con el emocionante metafísico último, que con el realista crítico de Campos de Castilla.

-    Otro nombre más, tantas veces olvidado, muy ligado al tiempo, tema central en la obra de Brines, surge también en la conversación: el de Azorín, tan cerca de la poesía por su precisión en el nombrar.

-    Sí, es un gran poeta en prosa, como también lo fue de otra manera, Gabriel Miró. Dos alicantinos, tierra y aire finos. Es uno de los grandes poetas del tiempo, el nervio más importante de la literatura del siglo xx. Pero como esa demorada visión temporalista  está en prosa,  los críticos no ven su presencia en tantos otros poetas.  En su discurso de ingreso en la Academia, Vargas Llosa  se refirió a Azorín, y en él dijo dos cosas que confirmaban su valor poético sin que se refiriera a ello: lo llevaba en sus viajes, y lo leía antes de dormir. Eso se hace con los poetas. Se trata de textos breves, con un mundo emocional concreto. Señaló luego que no había pensamiento original: los poetas hablan desde el tópico, o los sentimientos generales, pero el resultado es la intensa e individual emoción que originan en el lector. Estaba , sin decirlo, celebrando a un poeta.

-    Sobre una mesa próxima a un mirador hay un rodal de luz  en el que reposa un grueso volumen con un título que tiene el aroma de una existencia cumplida, aunque todo en el escenario que habitamos y la propia lucidez y disfrute de cada momento del poeta nos hable de futuro. El título, Ensayo de una despedida, expresa muy bien el sentido total de la obra de Francisco Brines, publicada, ya en su tercera edición por la editorial Tusquets, en la que se recogen también textos excluidos hasta ahora de los distintos libros, merecedores-en palabras del autor-de” darles su segunda y más poderosa vida: aquella que tiene su nacimiento en los ojos del lector.

-     Con cada uno de nuestros actos  vamos escribiendo nuestra biografía, en la que hay ascensiones estelares, y descensos abisales, gozo y dolor, siempre con la consciencia de que estamos abocados a la despedida final, de la que palabras, gestos y hechos, son anuncio a través de los años. Doble cara que explica el doble rostro de la poesía de Brines: el elegíaco y el celebratorio.

-   El poeta elegíaco parece lo contrario del poeta hímnico, celebratorio.  Y sin embargo son el anverso y el reverso de una misma moneda: uno celebra la vida desde su exaltación vivida, el otro la canta desde su pérdida, doliéndose de ello, pero en el fondo son dos cantos celebratorios. Mi poesía  respira, jadea de gozo, aúlla de dolor, entre esos dos polos nace y crece. Mi poesía trata de reflejar  o ahondar en la vida de todos los hombres, e incluyo ahí a los analfabetos, que asimismo alientan, jadean y aúllan, entre esas dos situaciones. A veces susurramos.   La representación, en que la vida consiste no cabe duda de que tiene escenas maravillosas, por eso uno siente verdaderamente tener que despedirse, tener que  bajar el telón.

-   Antes de que la memoria del escritor levantino sea revelación de su vida y de su escritura, en perfecta simbiosis, siente la necesidad  de comunicarnos hasta qué punto la poesía ha sido para él una vía de conocimiento.

-    Mucho de lo que sabía de mí aparece en ella desde perspectivas nuevas, con lo que el resultado me reservaba sorpresa, novedad, y también afloran territorios importantes que desconocía, como si se iluminaran zonas oscuras, inexistentes por invisibles. Es como descubrir con la mirada la otra cara de la luna. Lo que ocurre conmigo, me ocurre también con la realidad exterior. Pero hay, claro, otra clase de poesía que sólo pretende celebrar la existencia, y diversas  más. Es evidente que para mí es fuente de conocimiento, y es por ello por lo que me importa tanto en mi condición de lector como en la de creador. La emoción recibida en la lectura del poema que se ha escrito reside principalmente en el nuevo conocimiento adquirido. Conocimiento que puede ser racional, pero también sensorial o afectivo.

-  El poema no sólo desvela  aspectos ignorados del creador, sino que constituye, y es otro aspecto en el que Brines quiere detenerse,  el lugar de encuentro con el otro, con los otros.

-    Naturalmente, ya que todo lo que soy y me ocurre, sucede en cualesquiera seres humanos, y éstos sin ser iguales tienen muchos trazos semejantes. Esencialmente estoy hablando también de ellos, incluso cuando hablo de algo muy concretamente mío, y por eso el lector puede emocionarse con lo que lee. Esa parte que desconocía de mí mismo y que he accedido a ella por el poema, puede asimismo verse como la encarnación en mí del otro.

-  Encuentro con el otro a través de las palabras y desde una fidelidad irrenunciable tanto a lo ético como a lo estético.

-    Hay muchos poemas en que la moral está presente de un modo explícito en el contenido del texto, y siempre al margen de esa presencia concreta, entiendo que el acto de la escritura es un ejercicio moral. El asentimiento estético nos lleva  a un asentimiento textual con respecto al hombre que lo ha escrito y eso implica un sentimiento de tolerancia, y el ejercicio de la tolerancia es  un espléndido ejercicio moral. Es más el poema puede conseguir que en él encarne quien discrepa ideológica y vitalmente del autor, mediante ese asentimiento a la estética que toda obra artística comporta. ¿Hay tolerancia mayor?.

-    El tiempo y el espacio que aquí en Elca adquieren una dimensión carnal, son elementos fundadores del universo poético de Francisco Brines. Ambos se tejen en la mirada y luego se hacen sustancia del pensamiento. De esta conjunción de lo visible y lo invisible, de la naturaleza exterior e interior, fecundadas siempre por la memoria surge una obra unitaria, con el mismo tono cordial y meditativo, pero con distintos temas y luces. Con la ayuda del propio poeta intentaremos la honda aventura de su lectura.

-     Me refiero al tiempo. Como ya he dejado escrito, con el ejercicio poético no se pretende hallar ninguna piedra filosofal, sino dar testimonio de la sucesiva ruina y esplendor del tiempo, hacer sensible la dolorida o gozosa señal que yace oculta en la carne del hombre. El tiempo es mi cuerpo y mi enigma, y también el fracaso definitivo. Contra ese fracaso lucha el poema, que acomete la ilusión de detener el tiempo. Tiempo  y espacio, y paso así a otra de las coordenadas, unas veces dialogan y otras se superponen. En el poema pueden quedar reflejados con nitidez  o metaforseados. Eso no depende de mi voluntad, sino que ahí la fuerza transformadora reside en las palabras, en lo que la poesía se escribe a sí misma. Comparto con el poeta y ensayista José Luis Gómez Toré  que la experiencia plena del espacio necesita de la luz, que revela distancias, cercanías, horizontes y límites. E igualmente estoy de acuerdo en que en el negro esplendor de la nada no hay espacio, y con la idea de que el espacio por antonomasia es la infancia. En todo caso son inseparables el espacio y la mirada, que como afirma José Olivio Jiménez, el gran amigo y gran crítico, desgraciadamente  ya muerto, sigue el proceso de ver, sentir y ser. Yo soy un poeta intimista y contemplativo. Parece que estoy siempre asomado a una ventana mirando el mundo y la gente, y cuando el mundo exterior se oscurece miro dentro de mí. Y todavía sin abandonar este tema, coincido con Dionisio Cañas en que aquello que se escribe sobre lo visto da forma, y sitúa en el espacio al personaje que ve, y así, como dice Dionisio, una mirada mental puede crear espacios de la imaginación, aunque sean  formados a base de una realidad leída(no vivida), o vista a través de la pintura o simplemente inventada.

-    En cuanto al pensamiento, Carlos Bousoño te considera el poeta metafísico. por excelencia de tu generación, término  que no debemos identificar con lo abstracto, sino como encarnación de los temas eternos: el amor, el tiempo, la vejez, la muerte…

-    El lector es el que tiene que apreciar si mi poesía es metafísica o no. Y a partir de ese momento te diré que mi metafísica es de andar por casa( como a Santa Teresa Dios le andaba entre los pucheros).Lo que me hago son preguntas lanzadas en busca de respuestas que siempre son dudosas, pero las preguntas si se han concretizado ya, y mis respuestas son  lo que son, mi creencia personal, no pienso la respuesta  que objetivamente ha dado en la diana.

-   La luz,  y su ausencia, la sombra, están ligadas existencialmente a la mirada en la obra del poeta hasta el extremo de que, como afirma el profesor y poeta Dionisio Cañas, Brines “ve su vida en términos de luz y sombra. La luz gastada, piensa, es un síntoma plástico del paso del tiempo; y la luminosidad se corresponde con la niñez, la juventud y el amor. Y así como la mirada de  otros dos compañeros de generación, Claudio Rodríguez y José Ángel Valente, es respectivamente  auroral y nocturna, añade, la de Brines es crepuscular, particularmente presente en Las brasas y Palabras a la oscuridad. Un crepúsculo que se torna anochecer en Aún no y noche de los sentidos  en forma de nada, o como espacio para un erotismo carente de amor,  en Insistencias en Luzbel.” Y, por fin, la fecundación ejercida por la memoria a la que antes aludimos, determina el carácter narrativo de la obra del Premio Nacional de las Letras, una narración peculiar llena de espacios y de rostros,  ámbito emocional y de reflexión. Un territorio íntimo en el que se libra una dura batalla con el olvido, y que alumbra unas veces dicha y otras soledad y dolor. Existe por tanto, como indica José Luis Gómez Toré “una constante interrelación entre pensamiento ,memoria y sentimiento”. La memoria en definitiva, piensa Brines, nos dota de historia, y desde  luego es selectiva.

-   La memoria acaba siendo nuestra vida, es el único testimonio que nos queda de ella. Por qué persiste la memoria de algo, y borra el olvido cosas tan importantes o más que lo salvado por aquélla, es otro de los misterios con los que tenemos que convivir.

-    Misterio, por cierto, que no falta  en la poesía de nuestro autor.

-  Sí, la vida es un misterio general y está llena de enigmas concretos que tratamos de descifrar.  Mi obra tan interrelacionada con ella está surcada también por el misterio. Pretendo sentirlo a través de palabras en movimiento por espacios de soledad y belleza, e interrogarme sobre el misterio que todo ser entraña, donde tanto tiene que decir el amor.

 -  A medida que Francisco Brines habla con lentitud, como quien hace del lenguaje el sonido profundo de la existencia ,y en estrecha complicidad con la exuberante naturaleza que nos rodea, voy recordando unos versos: “El destino del hombre es el amor .Y cada uno tiene su propia lucha y su propio camino”.

 -   El amor nos proporciona momentos de gloria y ardentía, pero también nos abre a veces un hueco en el corazón, y el pensamiento toca el vacío. El amor nos revela mediante el descubrimiento del otro. Representa la mejor inserción del hombre en el tiempo. Yo desearía, querría creer, en un cielo que sólo consistiese en hacer interminable la existencia del amante correspondido. El amor es el destino del hombre, como digo en mis versos,  con  lo que se engloban otras modalidades de este sentimiento: el familiar, el amistoso, el humanitario…Cuando amamos somos más, y sentimos que nuestra naturaleza ha valido la pena.

 -  El amor se fundamenta en la cohabitación entre el cuerpo y el espíritu. El cuerpo no es sólo piel ,sino que transparenta el alma. Son inseparables.

 -  Es así, el espíritu habita en la carne, es su mejor prolongación. Y cuando muere el cuerpo el espíritu se desvanece. Hay que romper las barreras en la fusión de dos cuerpos, y buscar el resplandor último. Hay que convertir el tacto en un acto de conocimiento e integrar el deseo en el espíritu sin apagar su fuego.

 -   Un poema de El otoño de las rosas (Premio Nacional de Poesía) ,”El triunfo de la carne” empieza ahora a latir como una criatura deseada. Ambos callamos: “Me dabas sed y eras el agua toda, / y llegué a ti acaloradamente, /  y fui un ciego furor, una jauría / de blancos dientes en tu carne joven. / Intentaste apagar, y era una música, / El fuego de la antorcha con tu boca, / Y la sed que me dabas aún crecía. / Todo el lugar del mundo estaba en ti, /  y sólo mi tormenta lo habitaba. / Luchamos hasta el alba de aquel siglo, / Y al penetrar tu carne con mi fuego / el pecho se partía cada vez. / Y llegó la fatiga, y al vencerme / vencía yo también al fin un cuerpo / sólo mortal, y efímero, y terrible //  Al reposar la llama de la vida / puse mis labios con dulzura lenta / en torno a tu cintura, y los ojos / alcé para mirarte: con más luz, / con más belleza aún me sonreías. / Supe así la desdicha de la carne”.  El otoño de las rosas es junto a Palabras a la oscuridad, una de las cimas de la poesía de Brines. Se trata de un libro en el que, como indica José Olivio Jiménez, alternan las percepciones de orden metafísico y los signos vitalistas y posee una gran fuerza simbólica.

 -   Este es el libro del que me encuentro más cerca ahora. Si tuviera que regalar un libro a alguien que me quiere conocer, y me lee  por primera vez, lo haría con éste. Palabras a la oscuridad es el libro central de mi juventud, y El otoño de las rosas lo es de mi madurez. Mi persona es donde está mejor expresada. Son los libros más extensos de que he escrito. En cuanto a la fuerza simbólica apuntada por Olivio, el símbolo es una presencia indubitable en mi obra, y con respecto a la metáfora, al concretizar menos el significado, le da más margen creativo al lector. Rosa, mar, luz, sombra…son palabras muy simples, son tópicos, y sin embargo el campo significativo es en ellas inmensurable. Además son palabras que en el lector también pueden actuar simbólicamente en su vida personal, y eso las hace más universales. El símbolo se individualiza, y puede alcanzar una significación concreta, mediante las palabras que lo acompañan, y las connotaciones que producen en él.

 -  La cita de dos de los libros fundamentales de ese gran libro unitario que es toda la obra del poeta valenciano, me anima a preguntarle por el último poemario publicado hasta ahora, La última costa, que veo como una recapitulación de todos sus temas desde un final que no renuncia a volver a los orígenes, desde una vida casi cumplida, pero con aspiración de eternidad, y con la mirada todavía quemada por la belleza.

 -   La última costa tiene mayor gravedad, es más enjuto que El otoño de las rosas. Transcurre entre la infancia y la muerte: fíjate, mi último libro podría ser el primero que publiqué, escrito a los veintitantos años, me refiero  a Las brasas. Esto indica la circularidad. Sí, toda mi obra es un solo libro. Y permíteme qua aluda a un libro intermedio, Aún no, que Carlos Bousoño define como nihilista. Lo escribí en una situación anímica muy mala, lo que no quiere decir que no produzca gozo en el lector, porque  no tiene por qué producirte un mayor asentimiento estético el poema gozoso que el poema secamente dolorido; el placer receptor discurre al margen  de la circunstancia temática o anímica del autor. Así sucede también con una gran sinfonía, en la que un allegro radiante y un adagio tristísimo te proporcionan un equiparable placer al margen, repito, del sentimiento que te comunican, de alegría o de tristeza. En la vida real preferimos estar instalados en la alegría.

 -   En Aún no, existe alguna novedad como es la aparición del epigrama y la sátira.

 -    Sí, y no volví a ello, y no porque me disgustasen los resultados. Estimo que esa sección está bastante lograda, y me permitió ampliar mi poesía a un género nuevo en mí, la sátira, creo que con cierta personalidad. Surgieron nuevos procedimientos, descubrimientos expresivos, y mi inserción en una tendencia antiquísima y rica. Es decir no me limitó. Paradójicamente la escritura me brotaba con una gran facilidad, me bastaba con encontrar un motivo. Pero como no desvelaba  mis zonas de oscuridad, y sobre todo lo que predominaba era el ingenio, lo abandoné. Con lo escrito ya era suficiente.”

Un ejemplo remacha lo que el poeta ha dicho: “Eres mezquino en el oficio, todo / lo empobreces, reduces las carrozas /  a tartanas; aúñas cigarrillos, / dentaduras, y en plazas o tabernas / mudas reputación por risotada. / Eres chulo (y ladrón); mas no prestigias / oficio tan antiguo y respetable”.

 -   Las desnudas montañas que se divisan desde la casa de Francisco Brines en Elca  son poco a poco poseídas por una caudalosa sombra, y se adivina al fondo el “paisaje intocado, pero que está siempre en movimiento del mar”, como le gusta decir al poeta. “Se trata de un cuerpo vivo con distintas cadencias: desde la máxima quietud hasta la reacción más colérica”. Sombra y mar anuncian que ha llegado el momento de algunas confesiones, sin orden aparente pero con concierto.

 -   El poema acomete esa ilusión de detener el tiempo, de hacer que el instante transcurra sin pasar, efímero y eterno a la vez. En ese instante leo cuánto he gozado del amor físico, pero con qué poca frecuencia he estado verdaderamente enamorado. Al escribir, uniendo siempre vida y obra, el instinto es el del explorador, y la conciencia el del colonizador. Mi expresión quiero que posea la sencillez comunicadora de la palabra hablada, pero escribo como pienso. El pensamiento debe clarificarse, y la expresión, repito,  debe parecerse al habla cotidiana. Y hablando de claridad comprendo muy bien con el paso de los años cuál ha sido mi relación, aparte de la amistad, con el grupo de los Cincuenta, que durante una etapa adoptó un compromiso ideológico, político, del que los más jóvenes, Claudio Rodríguez y yo, nos quedamos al margen, y el resto también abandonó ese territorio muy pronto. Quien persistió más fue Ángel González, porque en él era más necesario, y  en ese terreno su ironía era magistral. La poesía social del grupo, estaba mucho más elaborada, cuidada, que la anterior, ya no se dirigían al obrero que no los leía, sino al burgués, fustigando su conducta con un lenguaje más indirecto, menos obvio, que se supone que éste entendería. Bien, quizá estoy mezclándolo todo, pero hoy tengo necesidad de manifestarme interior y exteriormente”.

 -   Aprovecho entonces esa disposición para  abordar otras cuestiones como, por ejemplo, su labor  en la Academia o su doble pasión por el fútbol y los toros.

 -  Desde que hace año y medio ingresé para ocupar el sillón del dramaturgo Buero Vallejo, siempre que estoy en Madrid acudo los jueves a la Academia. El ambiente allí es de gran cordialidad y cortesía. Mi papel claro, en las reuniones es el de creador, no el de lexicógrafo. Y en lo que se refiere a lo que denominas dos grandes pasiones, es cierto soy buen aficionado al fútbol y entiendo algo de toros. Los toros suelen ser aburridos, pero a veces brilla el arte; el fútbol siempre es divertido, pero nunca es arte. En el  toreo se puede detener el tiempo, en el fútbol, por el contrario, todo es velocidad, rapidez. Para mí, el arte es lo primero.

 -   Francisco Brines  sigue haciendo una vida normal, a pesar de la decena de pastillas que debe tomar para que el corazón no le vuelva a jugar una mala pasada. Ha vuelto a releer  a Juan Ramón Jiménez, con la misma fruición de la adolescencia, y tiene bastante avanzado un nuevo libro de poemas. Brines, que muestra su extrañeza cuando le pregunto si algún día ganará el Cervantes, espera como algo real  e ilusionante   tener en sus manos  la antología de su obra que ha preparado Dionisio Cañas, titulada Todos los rostros del pasado, como uno de sus poemas, y que ha publicado Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. Su actitud ante la existencia sigue siendo la del que apura los momentos hasta la última semilla del placer, consciente a la vez  de la pérdida final, a la que se enfrenta con estoicismo, y sin encontrar argumentos para la existencia de un Dios que nos asegure la supervivencia después de la muerte.

 -  Soy un agnóstico que quisiera tener fe. Me gustaría que los creyentes tuvieran razón, que no se perdiera la identidad del ser, que no se terminara la existencia como tal, pervivir del modo que sea. Lo que no puedo aceptar es una supervivencia  con castigo.

 -  En el firmamento de este lugar mítico llamado Elca, hay un enjambre de astros en los que  una vez más, se quema de belleza su mirada, y que, de nuevo, nos devuelve a la poesía de Brines, a su sed inagotable, presente en uno de los poemas aún no publicado en libro: “Hay veces en que el alma / se quiebra como un vaso, / y  antes de que se rompa / y muera (porque las cosas mueren / también), llénalo de agua / y bebe, / quiero decir que dejes / las palabras gastadas, bien lavadas, / en el fondo quebrado / de tu alma, / y, que si pueden, canten”.

 -   Sí, mientras tenga aliento, y ella quiera visitarme, seguiré escribiendo poesía

 Un ave cruza el cielo. Al fondo se ven las luces del puerto y ciudad de Denia.

 

                                                                   

                                    

 

   

                          

               

                           

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lostalé

5 de mayo de 2016

Esta historia empieza con una escritora ante la pantalla de su ordenador. Le han pedido que escriba un texto y ese es su oficio, un encargo así no debería incomodarla. Pero, ¡ay!, le han solicitado un cuento hermoso, una historia bonita y para la escritora “narración bonita” es un oxímoron, una contradicción en los términos o, así lo siente ella, una falsedad, una mentira. La escritora es una mujer llena de manías y prejuicios: le desagradan los finales felices, detesta a los autores que hablan de sí mismos en tercera persona, como si fueran jugadores o entrenadores de fútbol… Esa fastidiosa escritora soy yo, Clara, como sin duda habéis adivinado.

 

En los momentos difíciles de la vida hay quien se encomienda a Dios, a la Vírgen, a Alá, a Jehová, a Zeus, Afrodita o Neptuno; yo siempre recurro a Chéjov, al viejo Antón, mi escritor favorito. ¿Qué haría Chéjov en mi situación?, me pregunto, buscando una salida, una orientación. A diferencia de otros grandes de la literatura rusa del sXIX, Antón Chéjov no era de familia noble; su abuelo había sido esclavo, su padre, un tendero sin suerte cuyo negocio quebró. Empezó a escribir para ganar dinero con el fin de sufragar sus estudios de medicina y ayudar a su numerosa e improductiva familia. Firmaba sus primeros cuentos con un seudónimo porque esas narraciones de tono humorístico, escritas apresuradamente, le avergonzaban. Y un día recibió una carta del mayor crítico literario ruso de la época, Dmitry Grigorovich; en ella, el insigne hombre de letras ponderaba su talento, se confesaba seguidor suyo y le alentaba a no desperdiciar su don, esa chispa de genio; en resumen, le encarecía que se tomara en serio el oficio de escritor, ces’t à dire, que escribiera historias serias. Esa carta fue un regalo inesperado para Chéjov y también un espaldarazo, una señal: cambió su destino. A partir de entonces empezó a firmar sus narraciones con su propio nombre y abandonó la vena cómica para abordar otro tipo de historias, esos cuentos imperecederos en los que el escritor ruso ahonda en los conflictos y contradicciones de la naturaleza humana como nadie hizo antes. Antón Chéjov no sólo fue un inmenso escritor, también una buena persona; fundó hospitales, escuelas, bibliotecas, atendió como médico, sin cobrarles, a centenares de campesinos pobres… Era lo más parecido a un santo laico que quepa imaginar, pero nunca escribió sobre ello, nunca hizo alarde de sus buenas obras, ni pergeñó una historia hermosa y conmovedora sobre un joven escritor al que la carta de reconocimiento y apoyo de un viejo maestro infunde una nueva confianza en sí mismo y en sus capacidades, transformando su vida; no hizo nada de eso, sino que publicó, una tras otra, con fertilidad asombrosa, historias tristes. Se lo reprochaban sus amigos, sus lectores: usted, le decían, es un hombre alegre, optimista, ¿por qué escribe siempre esas historias tristes? Él esbozaba una sonrisa benévola, distraída, y se encogía de hombros, como diciendo, la vida es triste, no puedo hacer otra cosa.

 

De forma que en esta encrucijada, Chéjov no me sirve. Fiel discípula suya, yo también sostengo con fervor que para ser literaria una historia tiene que ser, si no triste y desoladora, sí un punto melancólica, nostálgica, desesperanzada. Y sin embargo…

 

Y sin embargo, a veces en la vida una tropieza con historias hermosas, conmovedoras, que cargan sobre sus espaldas con esos adjetivos detestables, ñoños, apropiados para las fábulas morales de los libros de autoayuda, del todo incompatibles, ya lo hemos dicho, con la verdadera literatura. Pero allí están. Son reales, han sucedido. ¿Qué hacemos con ellas? ¿No son dignas de relatarse porque no cantan desventuras?

 

Me viene a la memoria una de esas historias. Me tropecé con ella en el curso de mi investigación sobre la última guerra de los Balcanes, a la que dediqué tres años. (Chéjov, hombre generoso y pródigo en todo, también en consejos a escritores bisoños, recomendaba escribir sobre lo conocido, lección que no he seguido en mi última novela, “La hija del Este”. Los maestros están para escucharlos y luego desobedecerlos.) Es la historia de la Haggadah de Sarajevo.

 

La Haggadah (palabra que en hebreo significa narración), es un libro religioso judío que se lee en la noche del Pésaj, la Pascua judía, cuando las familias hebreas se reúnen para celebrar la liberación y salida del pueblo de Israel de Egipto. Hay distintas versiones de la Haggadah, pero todas contienen bendiciones, cánticos y textos del Libro del Éxodo. Cualquier familia judía que se precie tiene su ejemplar de la Haggadah. Allá por el año 1350, un escriba de bella caligrafía, ayudado por algún primoroso ilustrador, o ilustradores, culminó una obra única, prodigiosa, una Haggadah manuscrita en lengua sefardita, en el ladino que ya casi ha desaparecido. Para su confección se empleó piel de becerro blanqueada y las ilustraciones se hicieron en oro y cobre. Tiene 142 páginas, de las cuales 34 son ilustraciones, miniaturas. La fecha y la autoría de la obra son un misterio, propicio a conjeturas; hay una certidumbre, no obstante: esa Haggadah procede de España, del antiguo Reino de Aragón, probablemente del barrio judío, o call, de mi ciudad, Barcelona; un escudo de la misma figura en ella, así como dos escudos de armas en los márgenes inferiores, uno con una rosa y el otro con un ala, lo que hace suponer a los expertos que ese libro exquisito fue un regalo de bodas para los hijos de las familias Shoshán (rosa en hebreo) y Elezar (Ala en hebreo), quienes con su enlace sellaban la unión de dos de las estirpes más distinguidas de la comunidad judía de Barcelona. Los entendidos especulan con la posibilidad de que algún cristiano participara en la elaboración del manuscrito, pues la religión judía prohíbe la representación de figuras humanas y en las ilustraciones del libro abundan esas imágenes prohibidas: ¡Adán y Eva desnudos!, ¡hebreos de la época del rey David ataviados con las ropas propias de los cortesanos de la España medieval! Todo muy irregular, desde el punto de vista de la ortodoxia judaica. Ese librito único encierra otros portentos, como globos terráqueos, esa herejía por la que Giordano Bruno fue quemado vivo 200 años más tarde. Fue un regalo muy bien recibido, manchas de vino y agua en las páginas de pergamino atestiguan su uso, se brinda y se bebe en la cena del Pesaj… La convivencia feliz de las tres culturas y las tres religiones, cristiana, hebrea y musulmana, no había de durar mucho: en el año aciago de 1492, ese mismo año en el que Colón descubrió América, los muy católicos reyes de España, Isabel y Fernando, decretaron la expulsión de los judíos.

 

Y la Haggadah viajó con sus atribulados dueños; otra expulsión, otro éxodo. Quiere la leyenda que recalara en Portugal y que en 1497, cuando ese infame invento español, la Santa Inquisición, se propagó a ese reino, manos precavidas la enterraron para salvarla de los autos de fe. Años después fue exhumada de entre las raíces de un olivo y vendida a una familia judía, la cual se la llevaría a Roma o a Venecia; la suerte la acompañó en el exilio: en 1609, el inquisidor Vistorini estampó el nihil obstat en sus páginas y la autorizó con su firma, librándola de nuevo de la furia purgadora del Santo Oficio. Nuestro inquieto libro prosigue su periplo y llega a Sarajevo, cuando esta ciudad todavía se hallaba bajo el imperio otomano. No pudo encontrar mejor destino, Sarajevo, la pequeña Jerusalén, era una ciudad multiétnica en la que convivían las tres religiones del Libro, la cristiana (católicos croatas y ortodoxos serbios), la musulmana y también la judía, pues a mediados del sXVI se asentaron en ella numerosos judíos sefarditas expulsados de España (quién sabe si algún descendiente de aquellos Shosha o Elazar que fueron sus primeros dueños…) Una noche del año 1894 la familia Cohen celebra en Sarajevo la Pascua hebrea. El joven Josef, el primogénito, llamado a perpetuar la tradición familiar y a ejercer de médico, lee con voz temblorosa, llena de emoción, los conocidos versos de la Haggadah: El hambriento será bien acogido y se le dará de comer, al sediento se le calmará la sed… Los conoce de memoria y esa Haggadah tan manoseada forma parte de su existencia desde que le alcanza el recuerdo. Aquella madrugada sale de su casa, furtivo y silencioso como un ladrón; lleva consigo la Haggadah. Josef Cohen no quiere ser médico, la sola visión de una gota de sangre le produce náuseas; tampoco desea casarse con una joven de la comunidad sefardita de Sarajevo y pasar el resto de su existencia en esa ciudad; él ha urdido para sí otro destino, sueña con ser actor y triunfar en los escenarios de Viena, Praga o Budapest. Ofrece la Haggadah a la Benevolencija, una sociedad humanitaria y cultural establecida por la comunidad sefardita de Sarajevo, la cual lo adquiere por el precio de 150 Kruna. Josef Cohen no volverá a Sarajevo, ni sabrá nunca más de su familia, en cuanto a su carrera artística… Podéis imaginar lo que queráis, Josef, mi Josef, es maleable, como todos los personajes de ficción; del verdadero Josef, el hombre de carne y hueso que a finales del sXIX vendió el libro judío, nada se sabe, quienes lo conocieron han muerto hace mucho tiempo y con ellos sus recuerdos.

 

Lo primero que hicieron los ufanos nuevos propietarios de la valiosa Haggadah fue enviarla a Viena para su valoración por expertos. Y al punto se arrepintieron. ¿Y si no nos la devuelven? La rapacidad de los amantes de las antigüedades en el SXIX es conocida, las magníficas colecciones del Louvre, el British Museum o el Pérgamo de Berlín, dan fe de ella. Pero la Haggadah regresó a Sarajevo veinte años más tarde, algo decrépita y desmejorada, aliviada del peso de sus ribetes de oro y plata por dedos codiciosos. La visita a Viena no fue en vano, la Haggadah de Sarajevo adquirió renombre. Conscientes de ello, los sucesivos directores del Museo Arqueológico de Sarajevo fueron precavidos. Ese libro preciado nunca se exhibió, fue guardado bajo llave en un lugar seguro y únicamente podía ser consultado por los elegidos. Se ocultaba al público, pero todo el mundo sabía de su existencia. Cuando las fuerzas alemanas entraron en Sarajevo en 1942, el general alemán Johann Fortner se dirigió de inmediato al museo de la ciudad y exigió la entrega del manuscrito a su director, el croata y, por tanto, aliado, Jozo Patricevic.

 

-¡Qué extraña coincidencia! Hace menos de una hora ha venido un oficial alemán y se lo ha llevado- dijo, sorprendido, Patricevic.

 

Fortner quiso saber el nombre del compañero de armas que se le había adelantado y el director del museo repuso que no le había parecido prudente preguntárselo.

 

El general se tragó el embuste. Tras su marcha, el director y el custodio del museo, el musulmán Dervis Korkut, urdieron un plan para poner el libro a salvo. Esa misma noche, el intrépido Korkut desafió la luna traicionera y las patrullas alemanas y, campo a través, con la Haggadah oculta entre sus ropas, se la llevó a una aldea, en la falda de la montaña de Bjelasnica, y con la ayuda del imán la enterró bajo el suelo de la mezquita. O eso dice la tradición.

Tras la derrota alemana y la liberación de Bosnia, la Haggadah volvió al museo, que tenía un nombre nuevo: Museo Nacional. Centenares de miles de judíos perecieron en Jasenovac, Auschwitz, Gradiska, Jadovno y otros campos de concentración establecidos por los nazis y sus aliados croatas en el territorio de lo que pasó a llamarse República Federal Socialista de Yugoslavia, pero nuestra Haggadah sobrevivió.

 

Pasan los años, las décadas, muere Tito, se desmorona Yugoslavia. Una gran exposición de arte sefardita se prepara en Madrid para conmemorar, en 1992, el 500 aniversario de la expulsión de los judíos de España. La Haggadah de Sarajevo estaba llamada a ser la estrella de esa efeméride, pero la guerra de Croacia en 1991 impulsó al museo de Madrid a pedir un seguro por 7 millones de dólares.  Los organizadores tuvieron que desistir de su propósito, el libro se quedó en Sarajevo y junto con la ciudad, su ciudad, aguardó la nueva guerra, que estalló en abril de 1992. Durante el prolongado asedio de Sarajevo, sus habitantes desatendieron sus antiguas ocupaciones por un nuevo y absorbente empeño: sobrevivir. Pero cuando el Museo Nacional de Sarajevo se convirtió en objetivo del fuego serbio, su director, el musulmán Enver Imamovic, cambió de prioridad. Se las apañó para persuadir a un par de policías para que le acompañaran al museo bajo una lluvia de granadas y morteros. El jefe de policía le preguntó si el libro que quería rescatar era tan valioso como una vida humana e Imamovic, imperturbable, le contestó que sí. A velocidad suicida circularon por las calles vacías de la ciudad sitiada, consiguieron entrar en el museo y perdieron horas deambulando por sus pasadizos y sótanos hasta dar con la caja fuerte donde se guardaba el libro. Uno de los policías, experto en cerraduras, logró abrirla, y con el manuscrito protegido por sus cuerpos salieron de nuevo al exterior y otra vez sortearon balas, bombas, morteros, hasta depositar la Haggadah en la bóveda blindada del banco central. Y así fue como un puñado de bosnios musulmanes arriesgaron sus vidas por un libro judío.

 

En la guerra de Bosnia perecieron más de 100.000 personas, varios millones de habitantes fueron desplazados de sus casas, de sus pueblos y aldeas, la biblioteca de Sarajevo fue incendiada, ardió durante días y con ella dos millones de libros, pero la Haggadah, nuestra Haggadah, no.

 

Tras la guerra, rumores malévolos extendieron la especie de que el gobierno musulmán la había vendido para comprar armas. El Presidente Izetbegovic quiso desmentir esos infundios y ordenó trasladar el libro a la sinagoga de Sarajevo, para su exhibición al público durante la Pascua judía. Indignado, Imamovic, presentó su dimisión. No podía aceptar que aquel manuscrito, que apreciaba más que su propia vida, fuera expuesto a quién sabe que nuevos azares por la fanfarronería temeraria de un político. Fue una premonición; la Haggadah tuvo que afrontar un nuevo peligro por causa de la incuria y mala voluntad de un gobierno. Bosnia- Herzegovina  es un país imposible, los acuerdos de Dayton, que sellaron la paz en 1995, son un remiendo; no se ha creado un ministerio de cultura, ni institución que haga sus funciones, no hay interés político en preservar el legado cultural común y el Museo Nacional, privado de fondos y apoyo oficial, tras una larga agonía, cerró sus puertas el pasado año. Sus gestores no podían pagar la electricidad, el gas, ni la seguridad. Los 65 empleados del museo trabajaron sin sueldo, sin aire acondicionado, sin calefacción, durante un año entero, aguardando un milagro que impidiera el cierre. En octubre del 2011 se reunieron todos por última vez en torno a la fuente del jardín botánico, en el recinto de la institución, arrojaron al agua una moneda y formularon el deseo compartido de que el museo pudiera abrirse de nuevo. Antes de abandonar el edificio clavaron un letrero en sus recias puertas de madera con la leyenda “Cerrado” y luego se fueron a sus casas, mucho de ellos llorando.

 

Estudiantes de Sarajevo se encadenaron a los pilares del edificio, en una protesta desesperada a la que puso término la policía. Los aguerridos jóvenes dejaron una bandera en el museo, con un mensaje dirigido al gobierno de Bosnia-Herzegovina: “¡Deberíais avergonzaros!”

 

¿Y la Haggada, nuestra Haggadah?

 

El museo Metropolitan de Nueva York ofreció darle hospedaje durante tres años, pero una oscura “Comisión para la preservación de los monumentos nacionales”, el organismo gubernamental del que depende la Haggadah, condicionó la salida del libro a una hipotética resolución de la incertidumbre legal del museo, de modo que la Haggadah se halla en el limbo, ese misterioso no lugar en el que penan o levitan los muertos inocentes. El antiguo director del museo, Imamovic, teme que la UNESCO acabe por incautarse del manuscrito, pues tiene la misión y la facultad de velar por las obras de arte de relieve internacional en riesgo de destrucción o pérdida, a no ser…

 

A no ser que la fortuna, la baraka, o la divina providencia que nunca han abandonado a la Haggadah en sus ajetreados seis siglos de existencia, vuelvan a manifestarse bajo la forma de otro individuo anónimo, un eslabón más en esa cadena de gestos solidarios que ha logrado preservarla durante tanto tiempo, quien logre rescatarla de ese limbo jurídico y la devuelva a la vida, porque a diferencia de otros objetos y artefactos construidos por el hombre, que son perecederos, los libros nunca mueren, renacen cada vez que alguien los abre, pasa sus páginas, lee: El hambriento será bien acogido y se le dará de comer, al sediento se le calmará la sed…

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Clara Usón

5 de mayo de 2016

 

 

Salvatore Arcidiacono nació en 1923 en Messina (Sicilia), donde murió en 2007.
Entre otros libros, ha publicado: Omaggio a Scilla, Giri di bussola y Cerchio di sale.

 

 

 

 

 

 

TIERRA Y MAR

En la tierra solo y extranjero,
en el mar me acompaña la gaviota
en la tierra soy un árbol desarraigado
en el mar espiga de la ola
en la tierra encarno la desolación
en el mar el último sentido de la vida.


OCASO EN EL MAR


Mientras sabias gaviotas
trazan signos
de antiguas escrituras
lleva al corazón olas de paz
este ocaso en el mar.
En la playa pescadores
aparejan barcas
para el atún.
Yo enciendo otro cigarrillo
única compañía
en el búnker de mi soledad.


LA OLA

Qué frágil me siento
frente a tu inmensidad
ola que así como te rompes
te recompones.
Mudable y eterna
sólo tú no conoces cadenas
sólo tú eres inmune
a heridas y derrotas.


COMO UN DESPERTAR


Si quieres dar sentido
a la vida, recuérdala.
Recuérdala como un despertar,
un canto, un sonido.
Y concilia su realidad
turbia y enmarañada
con la transparencia del mar
la suprema fuerza de la ola
y la fascinación de su misterio.


VANA CARRERA

Es alta desde esta torreta
la maravilla
de la extensión del mar.
Allí descubro mi imagen
que ondea, vacila, se descompone:
como la vida humana
que efímera corre
su vana carrera.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Salvatore Arcidiacono

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