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Configurar sentido descendente

Llega un momento, en medio de la carretera de la vida, en que dejamos de conducir mirando al frente y lo hacemos con los dos ojos clavados en el retrovisor, viene a decirnos la poesía elegíaca del poeta portugués Nuno Júdice (nacido en Mexilhoeira Grande en 1949), último premio Reina Sofía de poesía iberoamericana y uno de los nombres indiscutibles de las últimas décadas de poesía lusa. La mirada de Nuno Júdice recoge los indicios que el pasado deja en nuestro presente (en calles, en libros, en un gesto al tomar la taza de café, en una forma de atusarse el cabello) y construye con ellos una elegía que no renuncia a su carga de dolor por lo dejado atrás pero que en el fondo viene a decirnos, como lo hacen a veces algunas canciones, que no hemos perdido lo que hemos perdido, que si los años cansan es porque a la vez que recorremos las calles del presente seguimos caminando por cada una de las calles que una vez caminamos, amando a un tiempo todos los cuerpos que antaño amamos, arrepintiéndonos de cada mal paso, extenuándonos ante la presencia voraz de la dicha.

Si una de las coordenadas de la poesía de Nuno Júdice es la pérdida, la otra es el misterio. Y en su capacidad para evocarlo y sugerirlo está probablemente la clave de la trascendencia de su poesía. Hay siempre algo, en los mejores poemas de Júdice, que nos sugiere que en medio de la cotidianidad, al acecho entre los gestos de siempre, está a punto de irrumpir algo pequeño y secreto que cambiará nuestras vidas para siempre. La poesía de Júdice está al acecho del momento de la duración; un momento que, cuando queremos darnos cuenta, ha pasado irremediablemente. Por suerte, teníamos lista la trampa del poema y algo de él ha quedado atrapado en ella, aunque sea algo que sólo podemos ya contemplar, pero no vivir del todo; que nos escucha, pero no nos responde. Y esa respuesta no dicha es lo que busca el poema.

Júdice, que además de poeta es novelista y un lúcido ensayista, destaca entre los poetas de su generación por ser uno de los que antes asimila un elemento surrealista muy presente en la poesía portuguesa, y lo hace en unos poemas de corte esencialmente narrativo. La mayor abstracción de sus primeros libros se va atenuando hasta alcanzar el molde más habitual de su obra: algo vivido, leído o visto reclama un instante pasado, y la evocación sugiera una teoría de la pérdida. Júdice busca una poesía casi se diría que de clima, en la que juega a recrear una atmósfera de la que se concluye no una moraleja, sino algo parecido a la condensación de esa atmósfera en forma de estado de ánimo. Siempre hay algo en sus atmósferas que acaba por atraparnos, por retener, latiendo, algo del tiempo que pasa inexplicable. El núcleo esencial de su poesía lo componen los libros As regras da perspectiva (Las reglas de la perspectiva, 1990), Um canto na espessura do tempo (Un canto en la espesura del tiempo, 1992), Meditação sobre ruínas (Meditación sobre ruinas, 1995) y O movimento do mundo (El movimiento del mundo, 1996). En esos libros Júdice elabora su poética y la despliega en variaciones siempre hondas y con una novedosa mirada poética. A partir de ese libro, otros títulos como Teoria geral do sentimento (Teoría general del sentimiento, 1999), Geometria variável (Geometría variable, 2005) o Guia de conceitos básicos (Guía de conceptos básicos, 2010) ensanchan una obra que crece a un ritmo constante de prácticamente un libro por año pero cuyas líneas esenciales están ya trazadas desde esos libros fundamentales de los años noventa. Cada nueva entrega aporta, y no es poco, un puñado de poemas memorables. Júdice es un poeta bastante traducido al castellano: Visor e Hiperión han publicado antologías suyas y Pre-textos anuncia una nueva. Los poemas que traduzco a continuación son inéditos en castellano (hasta donde llegan mis noticias) y proceden del último libro publicado por Nuno Júdice en Portugal, Fórmulas de uma luz inexplicável (Fórmulas de una luz inexplicable, Dom Quixote, 2012). A propósito de este nuevo libro explicaba Júdice en una entrevista con Carlos Vaz Marques publicada en la revista Ler explica su búsqueda de un ambiente cotidiano en su poesía como una reacción, en cierto modo, a lo que era más habitual entre los poetas de su generación, partiendo de la abstracción: “Por parte de mi generación”, explica, “hubo un rechazo de ese camino. Es un poesía que podríamos decir más abstracta. Lo que no quiere decir que no haya habido siempre cuestiones que nacen de situaciones muy concretas. Aunque buscase transformarlas en otras cosas menos visibles o menos referenciales. Lo que ha ocurrido en mis últimos libros es una liberación de esa preocupación, y el comenzar a hablar de cosas que son de hoy. Es importante que haya una visión literaria de las cosas que ocurren. A través de eso es posible comprendarlas de otra manera y verlas críticamente”. Así explica su evolución. Y a la pregunta de si ha cambiado su noción del poema responde: “Creo que no. Hay dos versos de ese libro (La noción del poema) que continúan siendo parte de mi poética. Primero, “una poesía que las máquinas podrían hacer”, en el sentido en que a partir del momento en que el poema comienza a ser construido funciona como algo que nace de dentro de su propio lenguaje. Dejo de dominar ese poema. Es una cosa que se pone en funcionamiento y que va construyendo aquello que estoy escribiendo. Puedo interferir pero es una construcción que tiene que ver con la idea de caja negra”. Así versifica, en un poema titulado precisamente “El poeta”, su trabajo: “Trabaja ahora en la importación / y exportación. Importa / metáforas, exporta alegorías. / Podría ser un trabajador / por cuenta propia, / uno de esos que cumplimenta / cuadernos de hojas azules con / números / de deber y haber. De hecho, lo que / debe son palabras; y lo que tiene / es ese vacío de frases que le / ocurre cuando se apoya / en la ventana, en invierno, y la lluvia cae / del otro lado. Entonces, piensa / que podría importar el sol / y exportar las nubes. / Podría ser / un trabajador temporal. Pero, / en cierto modo, su / práctica se confunde con la de un / escultor del movimiento. Hiere, / con la piedra del instante, lo que / pasa de camino / a la eternidad; / suspende el gesto que sueña el cielo; / y fija, en la dureza de la noche, / el movimiento de las alas, el azul, la sabia / interrupción de la muerte”.

Probablemente el libro de 2013 de Nuno Júdice esté ya camino de la imprenta. Es tal la fuerza de su tono, su dominio del lenguaje poético, que es imposible no seguir leyéndolo, buscando nuevos matices, encontrando, en cada nuevo libro, media docena de poemas que añadir a los mejores de su autor.

 

Nuno Júdice


Proyecto 

 

Busco la tierra blanca de otro

continente, los montes áridos de un litoral

tempestuoso, el hondo secreto de unos ojos

abiertos al coral de la eternidad. Me perdí

en esa búsqueda; destruí los cuadernos donde

había apuntado el camino. Como un ciego,

extendí los brazos al ocaso de un infinito

dibujado por los locos. Me golpeé contra

sus límites, y anduve dándole vueltas sin encontrar

un punto de fuga.

 

Pero vi salir todos los barcos del puerto

que había imaginado. Lo había imaginado con largos

muelles vacíos, y lo había recorrido despacio, tropezando

en maderos podridos y en los cordajes inútiles

de un velamen corroído. De vez en cuando me sentaba

en los cajones deshechos por los vagabundos

en busca de un resto de comida. Los perros

venían junto a mí y me lamían las manos

como si yo fuera su dueño.

 

No sé qué llevaban esos barcos, ni

qué sueño de felicidad se deshizo en los ojos

vacíos de los ahogados.


Edipo

 

Lo que el hombre busca no se encuentra

en las líneas en que la eternidad se cruza con el

instante. Él piensa que el azar dibujó ese

límite; y se equivoca cuando desvía la línea hasta

acercarla a su deseo, desafiando a los dioses. Pero

lo que el futuro le propone no es lo que

él ve; sólo las sibilas lo adivinaron, y la llave

de su lenguaje se perdió en un fondo

de nube, entre aves enloquecidas y

vientos contrarios. El hombre insiste, sin embargo;

y sus manos cavan la tierra, abriéndose camino

hasta las raíces secas de un siglo antiguo, donde

él busca la solución del enigma que,

si le preguntasen, no sabría enunciar: «¿Quién

soy? O mejor, ¿quién imagino que soy, ahora

que ninguna respuesta me es dada?». Y vuelve

a tapar el agujero que abrió, escondiendo las

piedras donde habría leído su destino, si

aún tuviese la luz del día para reconocer

las señales. Sin embargo, de noche, los pasos

le conducen al lugar del que partió,

como si fuese el único camino que

le queda. Y al llegar a ese principio,

descubre que es su fin, para no tener que

volver a partir, ni a hacer la pregunta

para la que no encontrará, nunca, la respuesta.


El sentido del azul

 

Buscamos el sentido. Pensamos en ello. A

veces aparece un significado, pero todo resulta vago,

como si las palabras no dijesen ya lo que

dicen. Por ejemplo: quiero saber qué significa

ese azul de la pared. La casa está en pie,

resistió al tiempo; pero el azul está deslustrado

por el sol del verano, por la lluvia del invierno,

por la humedad salada de las mareas. Y cuanto

significa este azul no es el azul del color de

una pared, tan sólo. Habrá quien vea en él

el paso de los años, la fragilidad de la vida;

pero habrá quien señale los pedazos en que el color

desapareció, dejando a la vista el revoco,

y se refiera a un mundo en ruinas, a cuanto

no es posible recuperar. Pero el pintor

llega, apoya la escalera contra la pared, disuelve

la pintura en el balde y aprovecha la semana sin

lluvia para igualarlo todo. Quizás el nuevo

azul no sea igual que el anterior; y cuando

miro el azul del cielo y lo comparo con el de la pared

es como si el uno fuera la sombra del otro. En

cierto modo, el azul de este cielo me parece

más artificial que el azul de la pared. Digo

entonces que el hombre perfecciona la imagen

que la naturaleza nos da, como si no

fuera posible creer en el cielo. El

pintor se ha marchado. Después, miro

a lo alto: hay nubes aquí y allá, y algunos

pájaros lo puntúan como insólitas

manchas en el infinito. Hace falta un pintor

que le tape los agujeros y lo iguale todo

de nuevo. ¿Pero dónde está la escalera

que llegue allá? ¿Y cuántos baldes de tinta serían

necesarios? Y me quedo esperando la noche para

no ver el azul con las imperfecciones del cielo.


Elegía 

 

Los romanos, que enterraban a sus muertos a lo largo de la calzada,

facilitaban las cosas: quien moría, tenía a su frente el

camino ya hecho. De noche, cuando alcanzo las encrucijadas

y pienso en los huesos bajo tierra, les pregunto:

«¿Cuál es la dirección? ¿El norte, cuya estrella empalidece,

o el sur, hacia donde van quienes no saben qué otro camino

seguir?». Me responde el viento, que agita los quinqués

de la rotonda; y las sombras se agitan en el suelo, como si

quisieran responderme. ¿Pero a cuál he de prestar atención?

¿A esa que danza, como la loca sibila, obligándome

a descifrar los gestos de una respuesta? ¿O a la sombra

única, en la cal del muro, en que reconozco los rasgos de

una antigua amada, cuyo canto se desprende del breve silencio

de los arbustos? Aquí, sin embargo, los romanos no tuvieron

ese problema. Los muertos fueron entregados a los muertos; y

la calzada continuó, de oeste a este, hasta los confines

del imperio. Quien se quedó en medio, entregado al olvido

de los dioses, no tuvo derecho a lágrimas, ni a lápidas

funerarias. Sólo tú, que surgiste de mi memoria para

esa danza nocturna, me pides: «Acuérdate de mí;

no pierdas mi imagen; y siente, en tus manos,

el cuerpo que perdiste, para hacer el camino de vuelta».


Recordando

 

Al ver tu rostro en una fotografía antigua, no imagino lo

que los años le habrán hecho. Los cabellos negros podrán ser

blancos; el rostro vestido de ojeras del tiempo, o

de arrugas; en los labios, lo que era una sonrisa contaminada

de ironía se habrá transformado en el trazo amargo de un

descreimiento sin remedio; y sólo los ojos podrán aún mantener

la luz de hondo verde en que tantas veces me perdí. Sí,

es lo que el tiempo nos hace, podrías decirme si por casualidad te

encontrase, en algún lugar. Pero los caminos de la vida, que nos

llevan a tantos desencuentros, no pueden evitar que

haya pasado junto a ti, un día cualquiera, y ni siquiera te

haya reconocido, como si fueras otra, y en tu

cuerpo de hoy nada hubiera quedado de un breve amor.


Verano tardío

 

En los surcos del arado, donde restos de raíces y piedras

me hacen tropezar, sigo el camino de los antepasados

hasta el borde de la carretera. El alquitrán se derrite con el sol,

y sólo algún que otro animal, huido del rebaño, se echa

sin una sombra, y parece muerto como la tarde

que ningún soplo de viento agita. Sin embargo, aquí

y allá, señales de que una vida existe más allá del calor

me obligan a detenerme: una abeja agonizante sobre

la hierba seca, o una hilera de hormigas que se

perdió de camino al agujero que alguien pisó, sin querer

saber de sus habitantes. Pero un coche surge,

a lo lejos, y parece resplandecer con el brillo que esconde

el horizonte. El ruido se acerca; y una ilusión

de que existe otro mundo más allá de este

lo acompaña, cuando se aleja, y todo regresa

al silencio pesado, al estancamiento del suelo,

a este pensamiento quemado por la memoria.

 

Traducción de Martín López-Vega.

Escrito en Lecturas Turia por Martín López-Vega

12 de diciembre de 2014

I
 
Llegar hasta aquí es fruto del azar:
una línea de tranvía que atraviesa un puente;
una calle por la que asoma, a lo lejos, un mercado;
la tranquilidad, siquiera aparente, de un café con terraza;
la sucesión de casas que conservan
sorprendentemente su fachada;
una puerta suspendida en un tercer piso;
los pabellones renovados de una fábrica;
un portal cerrado que consigues abrir;
el placer de habitar un hogar extranjero;
la blancura amarillenta del pasillo;
las escaleras que conducen,
sin saberlo, a otra puerta metálica;
una mujer que se dirige hacia ti
y te toca la espalda;
el idioma que no entiendes
y las escasas palabras que lográis compartir;
una llave que sale desde el fondo de un bolso;
la pequeña sala que se despliega frente a tus ojos;
las fotografías que cuelgan torpemente de la pared;
la vida de un barrio periférico;
los momentos fijados ante la cámara;
la acumulación de fechas y de nombres;
los saltos de tiempo;
la interrupción de unos años;
la secreta esperanza de que alguien
construyó para ti ese museo.
 
Te detienes frente a una fotografía.
Olvidas dónde estás y cómo has llegado.
Conservas sólo la inexplicable familiaridad
que te provoca una imagen ajena.
Aquellos que existieron antes que tú
y vuelven ahora, a escasa distancia.
 
II
 
Dos cuerpos inclinados hacia atrás.
Rodillas flexionadas.
Él, descalzo,
ladea el pie y lo separa del suelo.
Tiene los ojos cerrados y el torso desnudo.
Aprieta los labios.
Ella, con falda larga y gorro,
se concentra en un punto lejano.
Juntan las manos e improvisan un baile.
Apoyada en una barandilla de madera,
una chica joven se gira y les observa.
Les mira, también con desconfianza,
un hombre que pasea justo a su lado.
 
Me conmueve su forma de estar en otra parte.
Más allá de la ribera y de los bañistas.
Más allá del puente que une,
todavía de una pieza,
los extremos de la ciudad.
Son, en ese instante,
dos personas que han conquistado
un pequeño intervalo.
Un perfecto momento de eternidad.
Me conmueve su habilidad para borrar
la vida alrededor.
Su capacidad para estar solos.
Uno a uno.
Aunque permanezcan con las manos juntas
y necesiten otro cuerpo.
Aunque sepan que para evadirse
es necesario, en ocasiones, estar acompañado.
 
Quedarán para siempre así fijados.
En la fotografía de un museo
oculto en una fábrica.
Quedarán sus caras
y su forma de habitar el tiempo.
 
Como el río, también ellos,
detenidos, avanzan.

Escrito en Lecturas Turia por Álex Chico

12 de diciembre de 2014

            

De todas las interpretaciones limitadas al campo cultural que han tratado de dar explicación a la relación existente entre el paulatino encogimiento del horizonte histórico y el problema humano de la negatividad o, mejor, su “rebeldía metafísica”, ha sido probablemente la línea de diagnóstico inaugurada por Alexander Kojève, por su impacto e influencia en el pensamiento francés contemporáneo, una de las más fructíferas e influyentes. No es preciso recordar aquí la influyente reconstrucción que entre los años 1933-1939 realizara de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo. Tópico fundamental de la época, el problema será discutido por lo más relevante de la escena filosófica —R. Aron, Georges Bataille, Merleau-Ponty, Hippolyte, Lacan, Sartre, Simone de Beauvoir, entre otros— y recogido naturalmente no sólo por el marxismo, sino también más tarde por el existencialismo al hilo de problemas como el del “fin de la historia”.

Aunque esta línea de lectura no es una de las más habituales para acercarse a ese “hombre rebelde” que fue Albert Camus, resulta difícil no tenerla en cuenta, dado el carácter de contemporáneo esencial que tuvo Kojève para toda esta brillante generación. Con una conclusión muy diferente: a diferencia de sus contemporáneos, que cifraron su proyecto existencial dentro del llamado “sentido de la historia”, acelerándola presuntamente o cabalgando a sus lomos, el optó por explorar un camino trágicamente singular. A tenor de la vía escogida por Camus, su paso del yo al nosotros no pasaba ya por ninguna garantía histórica.

Existe un texto precisamente del citado Kojéve, en la Introduction à la lecture de Hegel, en el que asegura que, en última instancia, no existen más que dos grandes temperamentos filosóficos: los que consideran, bajo cierto aire gnóstico, que la naturaleza es, por principio, hostil y que, por tanto, cabe cifrar el papel del discurso filosófico en plantar cara y luchar contra ella; es decir, filósofos que se distancian del mundo, le declaran la guerra “y oponen a su orden mudo una palabra que lo domina y, al dominarlo, lo trastoca y lo desmiente”. Y los filósofos que, por el contrario, por su temple vitalista y spinoziano, no pueden sino “decir sí” a la naturaleza y glorificarla en alguna medida. A pesar, incluso de sus desgarros y tensiones. Siempre que Camus recoge este tema, como, por ejemplo, en El mito de Sísifo (1942), lo analiza a la luz del tema del absurdo. Desde el punto de vista humano, este asunto reposa sobre una contradicción: el mundo es plural y opaco, mientras que el espíritu humano aspira a la unidad y a la transparencia. Ahora bien, de ahí la gran cuestión: ¿puede el absurdo ser superado cuando se radicaliza?

Parece un dato incontrovertible que, en el caso de Camus, su pertenencia a esta tradición de pensamiento, que asegura que es preciso reconciliarse con la naturaleza, tiene mucho que ver con el diálogo profundo y fructífero que mantuvo con ese pensador clave que fue para él Nietzsche. Aunque hay que recordar al joven lector contagiado por la influencia de Pascal o Dostoievski —fundamental también para comprender su obra—, Nietzsche fue, para Camus, el pensador que aportaba las claves correctas para entender el laberinto en el que se había convertido el siglo XX. Es más, cabría entender esta honda relación, como trataremos de apuntar en estas breves páginas, como un programa ético y pedagógico de escritura y actitud pública orientado a combatir el resentimiento al que, dada su terrible desorientación, parecía condenado el momento histórico en todas sus formas y figuras. Si nos atenemos a su obra, es, sobre todo, en el arco temporal que va de Cartas a un amigo alemán (1945) a El hombre rebelde (1951), donde Camus parece sentirse más cómodo bajo el diagnóstico de Nietzsche. No sería seguramente desacertado, incluso, calificarle bajo el rótulo –como ha recordado recientemente Michel de Onfray en su L´Ordre libertaire. La vie philosophique d´Albert Camus- de “nietzscheano de izquierdas”. Entre otras razones, porque, a la luz del problema del nihilismo, entiende que la “filosofía de la preferencia”, que descubre en la rebeldía su justo derecho, ha de corregir a esa “filosofía de la evidencia” nacida del absurdo de las experiencias del siglo.

Por otro lado, aunque es cierto que Camus discute tesis nietzscheanas muy problemáticas como la de la “voluntad de Poder” y se opone a las posibles conclusiones o lecturas eugenésicas que explotaron sus descuidados lectores fascistas, la absoluta afirmación del mundo y su amor fati serán para él criterios de orientación básicos. En el contexto de reconstrucción de la cultura europea, Camus recogerá de Nietzsche materiales filosóficos para entender que había llegado la hora de aceptar el mundo sin recurrir a la justificación de un “más allá” o a la fe en una sociedad futura perfecta. Bajo este desplazamiento, Camus será escrupulosamente nietzscheano en su escepticismo tanto respecto a los planteamientos de cuño kantiano orientados a entender que la realidad se aproxima de modo asintótico a los ideales como a pensar que la realidad tiende a realizar de forma inmanente, en su movimiento histórico, el ideal. En un contexto histórico como el francés de esa época, muy marcado por los diagnósticos de Hegel y Marx, no puede entenderse la originalidad de los planteamientos de Camus sin este trasfondo. Como Sísifo, el hombre rebelde no tiene garantías: el esfuerzo de la revuelta y la rebeldía han de ser por ello incesantes, siempre renovados.

 

II

 

¿Por qué el famoso escritor y filósofo galardonado con el premio Nobel de Literatura en el año 1957, encontró en el pensador del sentido afirmativo de la existencia un aliado? Hay varias razones, pero la principal está condensada en esta hermosa frase autobiográfica del prefacio de “El revés y el derecho”, que dibuja todo un plan ético-político: “fui puesto a mitad de distancia entre la miseria y el sol. La miseria me impidió creer que todo está bien bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo”.

Esta alianza entre Camus y Nietzsche, que se forjó en la juventud del primero y se mantuvo hasta sus últimos días, se reconoce bajo el hilo rojo de un complejo sentimiento de gratitud por el hecho desnudo de existir que, sin embargo, no desdeña la rebelión. El mundo es perfecto… pero no tanto como para aceptarlo con el “sí” del asno, que diría Zaratustra. Desde este telón de fondo, Camus aborda muchos temas comunes con el pensador alemán, aunque siempre modulados bajo ese escenario nihilista que dibujó el magisterio de Kojève para toda esa generación. Y aquí la gran cuestión a responder era esta: ¿cómo entender la insatisfacción genuinamente humana, su tensión, en un presente en el que nadie podía sentirse ya cabalgando seguro a lomos de la historia? Si desde el principio el artista-filósofo francés se sintió fascinado por el filósofo-artista alemán, fue porque trataba honestamente de dar respuesta a esta tensión sin sostenerse en ninguna teodicea o gran filosofía de la historia al estilo del “gran relato” hegeliano. Ambos, asimismo, se declaraban admiradores de la cultura griega y anhelaban la rehabilitación de algunos de sus componentes y mitos. Desde esta pulsión filohelénica cabe comprender el profundo amor de Camus por la cultura sensorial propia del Mediterráneo. Hay un Camus, en efecto, “zaratustriano”,  que apuesta por la unidad, la fusión o, como dice en El primer hombre, por “la inocencia" de todas las cosas”. “El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”, escribió. Este Camus solar que dice filosofar sobre el “cuerpo desnudo”, es también el Camus nietzscheano seguidor de lo que llama el “pensamiento del Sur”. Un Camus, que, como ha señalado Bernard-Henri-Lévy, “tanto en el orden humano como en el de la naturaleza, sólo deja constancia de lo Trágico para superarlo inmediatamente y plantear que el espíritu alcanza un punto en el que las contradicciones del mundo, sus incomposibilidades, sus desavenencias y conflictos, se resuelven milagrosamente”.

Observamos en toda la obra de Camus el elogio constante de una serena luminosidad: la de la vida sencilla, una luz que emerge de la dignidad de una sabia pobreza que él disfrutó, sobre todo, según él mismo evoca, durante su infancia. Si esta idea puede resultarnos útil es porque nos ayuda a comprender otra posible reacción, no necesariamente melancólica en su sentido patológico, ante la irremediable pérdida de las expectativas del yo. En El primer hombre, libro póstumo del autor, una especie de reconstrucción fiel de la ardua existencia del niño Camus en el seno de una familia azotada por la miseria y la guerra en la Argelia de los años veinte, leemos:

“[...] la vida sin hombre y sin consuelo entre los restos engrasados y la ropa sucia de los otros, los largos días de faena acumulados de una existencia que, a fuerza de estar privada de esperanza, había perdido todo resentimiento, una vida ignorante, obstinada, resignada a todos los sufrimientos, tanto los suyos como los ajenos”.

Es como si, con estas palabras, Camus quisiera señalar la relación entre la carencia de resentimiento y la ausencia de grandes esperanzas o excesivos proyectos, un rasgo habitualmente ligado a las clases más oprimidas. Si, a diferencia de la lectura conservadora, Camus cree que las clases modestas están más vacunadas respecto al resentimiento y la amargura es porque mantienen un equilibrio más adecuado con el mundo. Así, en el ensayo “Entre sí y no”, encontramos la siguiente reflexión: “Hay una soledad en la pobreza, pero una soledad que le devuelve su precio a cada cosa. Con cierto nivel de riqueza, el propio cielo y la noche cuajada de estrellas parecen bienes naturales. Pero en la parte baja de la escala, el cielo recupera pleno sentido. Una gracia inestimable”.

Lo decisivo de la lógica del resentimiento, para Camus, es que proyecta una negatividad suplementaria que se nutre de la incapacidad tanto de decir sí, incluso con sus aspectos trágicos, al mundo como de rebelarse: en realidad, la lógica del resentimiento aboga por un “ficticio sí” que nace de la incapacidad de decir y hacer un no; o, lo que es lo mismo, de decir sí trágicamente. “El hombre del resentimiento -escribe C. Rosset, en La fuerza mayor- no es ni el hombre del no ni el ‘espíritu que dice no’, como se presenta Mefistófeles en el Fausto de Goethe. Es más bien el espíritu que justamente no logra decir no y se halla limitado de ese modo, a falta de otra cosa mejor, a farfullar un falso sí”. El resentimiento del esclavo radica, así pues, en que, ante una afrenta concreta, solo puede reaccionar moralizando el campo de fuerzas en el que se halla inserto, hace de necesidad, virtud, de su impotencia concreta, mérito moral. Es muy importante destacar este paso: el resentido no es resentido porque guarda algún tipo de desprecio hacia ese elemento real que le abruma, sino porque, ante esta situación traumática que le cuestiona, sólo puede negar de otro modo, indirecta, subterráneamente, desde una construcción ficticia orientada a velar por su inacción y mantener su impotencia. No en vano Clément Rosset compara atinadamente esta “suspensión” de la acción del hombre del resentimiento con el procedimiento analizado por Freud en la “represión”, esto es, “el efecto no de una mala reacción frente a una situación psicológicamente traumática, sino más bien como el efecto de una ausencia de reacción (o de ‘abreacción’): efecto conjugado de una herida y de la imposibilidad de reaccionar a ella, aunque fuese de un modo lamentable”.

Es interesante que Camus contraponga en El hombre rebelde este resentimiento de la afirmación de la rebelión y critique desde estos parámetros la interpretación “conservadora” del fenómeno a cargo de Max Scheler. Para Camus, la pulsión rebelde no tiene que nacer necesariamente en el oprimido; también puede desplegarse como “identificación” ética y “no psicológica” ante el espectáculo de la opresión de la que otro es víctima. Scheler define bien el resentimiento, considera Camus, “como una auto-intoxicación, la secreción nefasta, en vaso cerrado, de una impotencia prolongada”. La rebelión, en cambio, “fractura al ser y le ayuda a desbordarse. Libera oleadas que, de estancadas, se hacen furiosas”. También acierta Scheler al destacar el aspecto pasivo del resentimiento, observando el gran lugar que ocupa en la psicología de las mujeres, destinadas al deseo y a la posesión, pero “en las fuentes de la rebelión hay, por el contrario, un principio de actividad superabundante y de energía”. Scheler tiene también razón cuando sostiene que la envidia colorea fuertemente al resentimiento, pero –advierte Camus- “se envidia lo que no se tiene, en tanto que el rebelde defiende lo que es. No reclama solamente un bien que no posee o que le hayan frustrado. Aspira a hacer reconocer algo que tiene y que ya ha sido reconocido por él, en casi todos los casos, como más importante que lo que podría envidiar”. La rebelión, concluye Camus, por tanto, “no es realista”.

Es como si Camus quisiera indicarnos que sólo quien goza con poco o, mejor dicho, quien sabe disfrutar de las pequeñas cosas de la vida, puede librarse mejor de la altiva melancolía asociada a la pérdida. Y, por tanto, a su resentimiento. Siguiendo este hilo, en su luminoso ensayito “El revés y el derecho”, Camus escribe: “Los principios debemos colocarlos en las cosas grandes, para las pequeñas nos basta con la misericordia”. Y poco antes: “En cuanto a mí, sé que mi manantial está en […] ese mundo de pobreza y de luz en el que viví tanto tiempo y cuyo recuerdo me ampara de los dos peligros contrarios que amenazan a todo artista, el resentimiento y el contento”.

¿Por qué es tan interesante la idea de Camus de que la gente sencilla es más capaz de entregarse al deseo de vivir sin defensas imaginarias narcisistas que las elites culturales o socioeconómicas? Porque de la generosidad de quien no se obsesionó por poseer nunca nada, como él, que vivió en un ambiente de digna pobreza, se desprende una economía psíquica que contrasta con la de quien, acostumbrado a poseer o buscar privilegios, sólo persiste obcecadamente en invertir ilusoriamente (de forma autoafirmativa) tras el dolor de la pérdida. Del dolor aprende, del dolor, renace, quizá, por eso, quien tuvo menos que perder, quien tuvo siempre poco que perder tras las desgracias o quien supo de la vida lo suficiente como para desconfiar de los ascetismos quijotescos y los sobreesfuerzos inútiles. Quien está acostumbrado a tener poco y a perder, quien conoce por experiencia las absurdas exigencias de todo sobreesfuerzo inútil, ¿por qué iba a angustiarse, en la amenaza de sus crisis o decepciones, por no ganar? En el contexto de la lucha antifascista de Camus estas palabras adquieren un especial, porque, al igual que Sartre, consideraba que el totalitarismo era el fascismo de los perdedores acostumbrados a ganar: “Pero es porque no me gusta que se haga trampa. Lo valiente de verdad es, bien pensado, conservar los ojos abiertos a la luz, de la misma forma que a la muerte. Por lo demás, ¿cómo explicar el vínculo que conduce de ese amor ávido por la vida a esa desesperación secreta?”.

 

III

 

Bajo esta mirada inmunizada frente al resentimiento y dispuesta a eliminar la sombra del nihilismo, Camus tenía que reflexionar sobre la situación europea y su estado de crisis con otro tono. No en vano, en las últimas páginas de El hombre rebelde, Camus se refiere en los siguientes términos al nihilismo que se ha apoderado del hombre europeo: “El secreto de Europa –escribe- es que no ama ya la vida. Estos ciegos han querido borrar la alegría de la faz del mundo, y aplazarla para más tarde. La desesperación de ser hombre les ha empujado finalmente a una desmesura inhumana”. Esta conciencia de crisis también fue subrayada en su discurso en Estocolmo con motivo de la concesión del premio Nobel:

“Estos hombres, nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años cuando se instalaban a la vez el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, que fueron confrontados después, para perfeccionar su educación, a la guerra de España, a la segunda guerra mundial, a los campos de concentración, a la Europa de la tortura y las prisiones, deben hoy levantar sus hijos y sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Nadie, supongo, puede pedirles que sean optimistas [...] Pero la mayor parte de nosotros, en mi país y en Europa, ha rechazado este nihilismo y se ha lanzado a la búsqueda de una legitimidad. Ha sido necesario forjar un arte de vivir para tiempos de catástrofe, para nacer una segunda vez, y luchar después, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que actúa en nuestra historia”.

Nacer por segunda vez. ¿Quién por entonces podía decir esto? ¿Quién podía sostener, sin miedo a ser tildado de ingenuo, máxime tras las amargas experiencias del siglo, que el secreto de Europa radicaba en que “ya no se amaba la vida”? Probablemente, a la hora de proferir esta sentencia, Camus estuviera pensando en una reflexión de Georges Clemenceau sobre el carácter alemán, que presuntamente, según el político, se distinguiría por no amar la vida. Lo interesante es que, al generalizar Camus las palabras de Clemenceau sobre el conjunto de los europeos, él estaba dando a entender que la vieja oposición entre Francia y Alemania no podía seguir manteniéndose y así, llamando la atención sobre las posibles condiciones de posibilidad de la reconstrucción europea. ¿No estaba así Camus planteando desde la brújula nietzscheana en torno al nihilismo la reconciliación germano-francesa ahondando en su proceso de decadencia común?

Existe un texto de Nietzsche en Más allá del bien y el mal, que Camus leyó atentamente. “La lucha contra la opresión cristiano-eclesiástica durante siglos [...] –escribía el autor de Zaratustra- ha creado en Europa una magnífica tensión del espíritu, cual no la había habido antes en la tierra: con un arco tan tenso nosotros podemos tomar ahora como blanco las metas más lejanas. Es cierto que el hombre europeo siente esta tensión como un estado penoso; y ya por dos veces se ha hecho, con gran estilo, el intento de aflojar el arco [..]  —¡nosotros los buenos europeos y espíritus libres, muy libres— ¡nosotros la tenemos todavía, tenemos la penosidad toda del espíritu y la entera tensión de su arco!”     

Es esta nueva tensión —que es tensión de futuro, búsqueda de nuevos valores y caminos para la cultura—, la que Nietzsche ligaba al destino del “buen europeo”. Para Camus, que recogió el testigo de este reto, mantener esta tensión en un sentido ya no moral en Europa obligaba a una torsión subjetiva. Al desaparecer el blanco moral- metafísico, esa meta final a la que debía orientarse la flecha del arco y animaba nuestras empresas, Camus constataba que el hombre de su tiempo, sin embargo, realizaba la falsa deducción de que cualquier tensión era vana, inútil. Es más, en algún sentido, el último hombre aflojaba esta tensión y “caía” tanto más bajo cuanto más alto y elevado era el blanco al que apuntaba el “más allá” moral. Lo difícil era advertir que esta postración o enfermedad de la voluntad no era más que una consecuencia provisional de un “exceso” atlético que ahora se comenzaba a mostrar como imposible para nuestras fuerzas; que esta debilidad podía tensionarse subjetivamente de otro modo. Esto es lo que Camus llamaba “forjar un nuevo arte de vivir en tiempo de catástrofe”.

 

IV

 

Empezábamos estas páginas distinguiendo dos tipos de temperamento filosóficos. ¿no cabría entender la disputa entre Camus y Sartre, esa gigantomaquia de la cultura francesa contemporánea y, por extensión, europea, a la luz de esta arena? Hay intelectuales que, invocando a lo demoníaco, nos empujan a insondables abismos, a decisiones traumáticas. Otros, en cambio, que, a riesgo de ser tachados de “blandos” o “conservadores” o de aplazar las presuntas urgencias de la acción, tratan de levantar puentes y, reivindicando el diálogo entre los hombres, limar diferencias a primera vista irreconciliables. Si Sartre es el mejor ejemplo de la primera categoría, Camus, tal vez, su antagonista más cercano, lo es de la segunda. Curiosamente, en la distancia entre ambos se dibuja uno de los escenarios más interesantes de la cultura política del siglo XX. Tal vez por ello, como ha escrito Fernando Savater, “es difícil imaginarse a Camus como ‘intelectual-padre’ —un rasgo que sí se ajusta al perfil de Sartre—, pero en cambio “resulta grato y estimulante recordarle como lo que quiso ser para tantos desde su relativa soledad, un buen compañero”.

Curiosamente, en este enfrentamiento, también advertimos dos posibles interpretaciones del mensaje nietzscheano: la protestante, y trágica, de Sartre, y la más “católica”, “pagana” y “griega” de Camus, que no acepta la hipótesis del pecado original ni, por tanto, del Mal radical. “Una verdad con espinas. “Nuestra amistad no era cosa fácil, pero he de lamentarla”, escribió Sartre en Les Temps Modernes tras una crítica de El hombre rebelde. Camus no tardó en replicar en una carta publicada en la misma revista. Aunque la excusa empezó siendo el libro, la polémica enseguida tomó otro giro: los campos de concentración en la Unión Soviética. “Todo se desarrolla, argumentaba Camus, como si ustedes defendieran el marxismo, en tanto que dogma implícito, sin poder afirmarlo en tanto que política abierta”.

Como se recordará, B. Henri-Lévy publicó hace unos años una matizada revisión del gran antagonista bajo el título “El siglo de Sartre”. También habría poderosas razones para haber hablado de “El siglo de Camus”. Entre otras razones, porque, a diferencia de la posible urgencia política del autor de La náusea, también este supo ser el auténtico epicentro polémico de todas las líneas de fuerza de su tiempo. Tal vez ni el mismo Sartre hubiera sospechado que la posteridad iba a ser favorable a Camus en cuanto a su representación del intelectual. En este sentido, Michel Foucault hablaba de cierta “indignidad de hablar por los otros”. Puede que la resistencia de Camus a “profetizar” o “predecir” el futuro tuviera así más que ver con lo que Foucault denominaba “intelectual específico” que con esa figura de “intelectual universal”, ese portavoz de la verdad general que criticaba en Sartre. “Al no ser un poder, la filosofía no puede librar batallas contra los poderes, pero mantiene, sin embargo, una guerra sin batalla, una guerra de guerrillas contra ellos...”. Si el intelectual profético, tal como es descrito por Foucault, es alguien que hasta hace poco tomaba la palabra y se le reconocía el derecho a hablar como maestro de la verdad y la justicia; se le escuchaba, o pretendía hacerse escuchar, como representante de lo universal, ¿no es el hombre rebelde de Camus más bien lo contrario, esto es,  un “intelectual específico”? En este punto la figura foucaultiana posee indudables rasgos del “espíritu libre” nietzscheano y su función médico-educativa. Tarea que, lejos de la cómoda función profética, asume su responsabilidad de otro modo a fin de interrogar las evidencias, los postulados, cuestionar los hábitos, disipar las familiaridades admitidas.

Quizá esto explique por qué en los últimos tiempos hayamos asistido a la reiterada tentativa de presentarnos la obra de Camus como mucho más contemporánea que la de cualquier otra gran figura intelectual de su generación. Para su amigo Jean Daniel, por ejemplo, “Camus se consideraba tan lúcido, tan responsable, que le indignaba que hicieran de él un utopista o, incluso, un profeta”.

 “Un compañero y no un padre”. Con estas palabras definió el mismo Daniel, en su libro de memorias, Camus. A contracorriente, a su amigo. Compartía con el escritor argelino el mismo origen —ambos eran pieds-noirs, de origen europeo— y una pasión: el periodismo. Camus, que sólo ejerció con regularidad el oficio de periodista (considerado por él “el más hermoso del mundo”) durante pocos años, especialmente en la época de la Resistencia, aparece a los ojos del amigo como un hombre “intenso y austero, cálido y tenso, sensual y puritano”, perseguido por la tuberculosis y, sobre todo, combatiente de lo que Daniel denomina “las aventuras de la verdad”.

Por eso, si afirmáramos que la figura de Camus brilla hoy más como escritor-icono del pasado siglo que como periodista en sentido estricto, cometeríamos también un error: el de pasar por alto en qué sentido, como ya había anunciado el propio Marx, la mirada del periodista resulta intelectualmente imprescindible para profundizar en las contingencias de la actualidad y realizar un diagnóstico objetivo de la época sin ilusiones. El interés de la figura intelectual que Camus encarnó radica justo en este punto, Por eso no parece exagerado afirmar que el peculiar brillo de la mirada de Camus, ese respeto casi religioso hacia la vida, por vulgar que fuera, ese fulgor incomprendido por contemporáneos como Sartre, se curtió en sus experiencias de primera mano como periodista. Sus primeros pasos en el oficio fueron, en la Argelia colonizada, en el periódico independentista del Frente Popular. Con tanta pasión que su encendido artículo “La miseria de la Kabylia”, publicado en 1940, provocó que las autoridades ordenaran el cierre inmediato del periódico.

Tras esta experiencia viajó a París, donde ejerció de secretario de redacción para Paris-Soir. En 1944 puso en marcha el famoso diario Combat, que dirigiría en la clandestinidad hasta 1947, y cuyo primer editorial del 21 de agosto —fecha de la liberación de París—, sigue siendo recordado como ejemplo de coraje de la Francia “resistente” al totalitarismo.

Donde Sartre era literato y a veces se rendía a la retórica, Camus optaba por la crudeza. También aquí su ética era la del periodista. En su escritura muestra cómo en su predilección por la concisión y la sencillez hubo un tiempo en el que los periodistas aceptaban gustosos el honrado estilo de los moralistas del siglo XVIII. “He escuchado -se lee en La peste- tantos razonamientos que han estado a punto de hacerme perder la cabeza y que se la han hecho perder a otros hasta hacerles consentir el asesinato, que he comprendido que toda la desdicha de los hombres proviene de que no tienen un lenguaje claro. He tomado entonces el partido de hablar y actuar claramente para ponerme en el buen camino. Por consecuencia, digo que hay plagas y que hay víctimas, y nada más”.

 

V

 

A tenor de todo ello, no es extraño que, para muchos, Camus, con el paso del tiempo, haya encarnado otra posibilidad de intelectual durante el pasado siglo, alguien presto a hablar en nombre de valores imprescindibles para cuestionar radicalmente las injusticias del presente. En Camus el concepto de compromiso no es tanto un concepto político que haga hincapié en los deberes sociales del escritor, es decir, su obligación moral de comprometerse con la sociedad en la que le ha tocado vivir, cuanto una concepción filosófica extremadamente sensible a la importancia del lenguaje, de toda palabra viva. De ahí que no haya compromiso del escritor que no sea una apología indirecta de la literatura. Para él, y como sabía Platón, el lenguaje no es inocente, sino un arma, no pocas veces útil para mejorar el mundo.

Camus, como moralista, fue, por tanto, un intelectual más ejemplar que doctrinario, más testigo que juez, más contagioso que persuasivo. Y su proyecto no puede entenderse al margen de lo que Nietzsche denominó “la muerte de Dios” y sus inevitables consecuencias para la legitimación del mundo radicalmente secularizado. El existencialismo de Camus surge como toma de conciencia radical de nuestro “arrojamiento” a un escenario que no está hecho a la medida de lo humano. El hombre es como un expósito abandonado en un paisaje vacío, indiferente, contingente, sin Padre protector.

Sin embargo, a partir de esta inhóspita constatación, Camus, huérfano de padre, desarrolla curiosamente todo un proyecto ético de reafirmación humanista sin rencor ni resentimiento. Frente a un mundo desheredado, aboga por recuperar una nueva idea de hombre no hipotecada por la tradición. De este modo su singular “existencialismo” nietzscheano supo combinar el legado humanista ilustrado del XVIII con la nueva tesis básica de que la existencia humana precedía a su esencia. Esta insistencia en la responsabilidad llamará asimismo la atención sobre la aceptación voluntaria de la autonomía, una opción que no pocas veces es eludida por debilidad o cobardía.

 

VI

 

Alérgico a todo maniqueísmo, Camus fue también por ello un autor trágico y nada melodramático. Distinguió la tragedia, donde las fuerzas que se oponen son legítimas, del melodrama, que gira en torno al resentimiento y en esa medida no puede sino utilizar la impotencia como recurso de fuerza. En El hombre rebelde, Camus intenta dar una solución al problema de la rebelión desde esta intuición, yendo más allá del idealismo moral y el realismo cínico: “Si la rebelión pudiera fundar una filosofía […], sería una filosofía de los límites, de la ignorancia calculada y del riesgo”. Utilizando como punto de partida la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo -que, como hemos indicado, fue decisiva para el ambiente intelectual francés contemporáneo- Camus considera que toda meditación correcta sobre la rebelión implica la idea de límite. Un límite que, por un lado, se impone a la opresión y un límite, por otro, que, en virtud de la dignidad común a todos los hombres, se impone a la propia rebelión, al reconocer el derecho del otro a rebelarse. En este sentido, la rebelión justa no puede reivindicar nunca la libertad más extrema; al contrario, somete a juicio esta libertad soberana, que es la del Amo. “No es solamente un esclavo contra el amo, sino también un hombre contra el mundo del amo y el esclavo”. Esta introducción de una “medida” frente a un “poder ilimitado” nos llevaría a hablar quizá de una rebelión de segundo grado, de una “rebelión de la rebelión”.

No parece forzado relacionar esta moderación de Camus, así como su desplazamiento de las alturas melancólicas a bajuras no resentidas con una nueva relación, ya no patética, con lo trágico. Desde este ángulo de visión, ¿no nos enseña su pedagogía justamente a aprender mejor a perder? Sea como fuere, lo cierto es que Camus nos enseña aquí un camino, corto y simple, hacia la vida, muy diferente de la obsesión por el control soberano que define al neurótico individuo contemporáneo. En relación con esta idea, me gustaría terminar con unas palabras de Peter Sloterdijk de su ensayo Eurotaoísmo:

“Como a Hércules en la encrucijada, a la consciencia humana se le plantea desde el principio la elección entre el camino corto y el camino largo, entre la odisea y el paseo, y si bien en un principio la elección ha de recaer en el camino largo, porque los autogestados, que revientan de vigor, no saben sino volcarse en el sobreesfuerzo, no por ello dejará de tener sus derechos el camino corto. De estos derechos es conocedora una tradición oculta […] Recordárnoslo es el sentido metafísico de la confrontación que recoge el anecdotario griego entre el gran pensador Platón y el chabacano pantomimo Diógenes. El clown metido a filósofo muestra al filósofo que hay una alternativa a la heroica ascensión del espíritu a la vida de las ideas. Y es que la manía divina tiene también una variante popular. La otra salida del sobreesfuerzo es no entrar en él. […] Si en el tiempo del auge de la metafísica la otra consciencia se refugió en la pantomima, la literatura, en la comedia y en la vida silenciosa, en la hora de su derrumbamiento vuelven a hacerse audibles las voces de la sabiduría. Son las voces de la más antigua disidencia, voces de mujeres, de niños, de románticos y de pícaros, gentes sencillas, personas que no se han dejado convencer de que cuando vinieron al mundo ellos no estaban presentes [...] ellos pueden enseñar al sujeto venido a menos lo evidente, de manera que al fin le llegue a ‘ojos y oídos’”.

 

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

12 de diciembre de 2014

Qué silencio esta noche.

Solo se escucha un río,

su continuo ajetreo algo lejano.

He llegado a pensar

que era lenguaje, idioma;

un conjunto cifrado que ahora entiendo,

descifro, identifico.

Hay un rumor más lejos,

no alcanzo a precisar

su misterioso origen.

Tal vez es algún eco

u otra voz que medita.

Miro entonces al cielo.

Hay una luna inmensa, blanca, llena.

Parece que gritara,

enorme, como boca.

Ahora llega una nube.

Se ha perdido su luz por un instante.

Es una nube negra

más negra que otras nubes.

Más dura, más opaca.

Y es en este silencio, y en esta oscuridad,

cuando vuelvo a escuchar al fondo el río.

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Elguero

9 de diciembre de 2014

Mi padre era ciego. Llevaba consigo un babuino amaestrado que había adquirido en cierta aldea de Aqba, la misma que viera mi alumbramiento y la muerte de mi madre, de quien conservaba una diadema de oro que alguna vez prometió no vender nunca. Cuando aún veía borrosamente, me adiestró en la acrobacia y el malabarismo. Recorríamos el mundo. A cambio de unas monedas, yo bailaba con el simio y hacía cabriolas en el aire. Mi padre contaba historias de asesinos y de reyes, de aparecidos o de licántropos, de tortugas parlantes y de ovejas que daban miel.

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Escrito en Lecturas Turia por Manuel Moyano

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