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3 de octubre de 2014

                        Diario de un cuerpo es la última obra del escritor francés Daniel Pennac. Cuando vino a Zaragoza hace unos meses, dentro de su gira de promoción, convocó a un público numeroso, lo que, sin ser una sorpresa, fue una muestra más del seguimiento que este escritor tiene en nuestro país. Entre ellos, algunos se reconocían lectores de las novelas de la familia Malaussène, una serie con elementos de novela negra y humor que le hizo muy popular. Ha dedicado textos al público infantil y juvenil, y diré ya que las partes que más me han gustado de Diario de un cuerpo se corresponden principalmente con la infancia y juventud del protagonista: Pennac parece tener una sensibilidad y una habilidad particulares para regresar, de adulto, a los miedos e incertidumbres de los menores, como ya demostró también en el tratamiento que hace del estudiante “zoquete” en su ensayo Mal de escuela.

                        Diario de un cuerpo es una novela que se presenta bajo el artificio de ser un diario real escrito por un hombre que acaba de morir. Este diario fue redactado entre los doce y los ochenta y siete años, y cuenta con la peculiaridad de que en sus entradas no se hace constar asuntos de la “vida interior” o psíquica del protagonista, sino sólo de aquello que tenga una dimensión corporal –de ahí el título de la novela. De modo que podemos decir que es un libro lleno de escatología y de vísceras, como un modo, aunque pudiese parecer lo contrario, de acercarse a la interioridad emocional humana: desde el episodio en que el niño protagonista se mea encima por miedo, a las competiciones de mear lejos o “hacer bola” con el músculo del brazo; desde las erecciones, las poluciones y los cambios fisiológicos de la adolescencia, a las decrepitudes de la vida adulta –o a las aprensiones que conservamos, aun a nuestro pesar, como sucede en el pasaje en que el autor del diario cuenta cómo descubre que una señora mayor rechaza el asiento que le ofrecen en el autobús porque secretamente le da asco sentarse en un lugar todavía caliente por otro. En cierto modo, aunque Diario de un cuerpo es una novela, no se encuentra lejos del ensayo, o del tipo de ensayo que Pennac ha venido escribiendo: un ensayo ligado al relato de la experiencia propia, donde no tiene obstáculo en citar películas o libros que le vienen a la mente, y que trata del hombre en todas sus edades, y no sólo la de la madurez intelectual.

                        Esta novela de Pennac, sin más hilo narrativo que los episodios por los que va pasando el protagonista a lo largo de los años, resulta ciertamente entretenida. En sus mejores páginas se transita con rapidez de lo divertido a la descripción de detalles con capacidad de conmover. Se ha señalado que en los libros de este autor hay en general un tono jubiloso, una joie de vivre, una celebración de lo humano, y eso es algo que no falta en este volumen. Hay en Pennac un sentido de la humanidad, de la piedad, que antes que a la gravedad le lleva al sentido del humor. En particular, en este libro no sólo hay momentos que mueven a la risa, sino que, contra lo que suele ser común en esta clase de textos, cuenta chistes –tengo anotados media docena de ellos. Y es que, realmente, la narrativa de Pennac no está muy lejos de la oralidad. Pennac ha venido haciendo en teatros franceses lecturas de obras literarias en voz alta, un género en el que le gusta recrearse y que también ha reivindicado en su ensayo Como una novela. Pennac ha escrito a menudo sobre el modo en que accedemos a los libros, y ha defendido una actitud desenfadada, desacralizada, para hacerlo. Esta clase de textos le han acercado al mundo de la pedagogía y a la reflexión sobre la lectura.

                        Esta “heterodoxia” de Pennac ha hecho que sus ensayos se muevan en un terreno también difícil de clasificar. Y es este el campo que a mí más me gusta de este autor, en particular tal y como lo lleva a cabo en Mal de escuela, quizá el libro suyo que prefiero: ese mezclar autobiografía con reflexiones sobre el mundo que ve, o ese incluir referencias del cine o la literatura como quien, de pronto, aconseja una lectura, más que como quien busca un argumento de autoridad. Y, como digo, tampoco están muy lejos de esta miscelánea los episodios narrados en el falso diario de la novela que comentamos aquí, ni faltan referencias a otros libros, como ventanas que el autor abre en medio de su texto. Entre los autores españoles cita en varios momentos a García Márquez y a Montalbán –lo que no es extraño en un autor de novela negra con toques de humor como él–, además de a Buñuel. De este cineasta se refiere, dentro del género “corporal” del que trata el libro, al momento de sus memorias en que celebra en su vejez haberse liberado de la libido –si el Diablo le hubiera propuesto una segunda vida sexual, decía Buñuel, la habría rechazado, prefiriendo antes que fortaleciera su hígado y sus pulmones para poder seguir bebiendo y fumando.

                        Resulta quizá paradójico que su ensayo Como una novela, que trata sobre el hecho de leer, haya tenido tanto eco en nuestro país, que cuenta con un índice tan bajo de lectores –como si la lectura tuviese que ver con una extraña clase de militancia, en lugar de ser sencillamente un hábito social, natural y enriquecedor. En todo caso, se puede decir que si aquel texto trataba sobre el leer, este Diario de un cuerpo trata, veladamente, sobre el escribir. Al fin y al cabo, no es más que la crónica de un cuerpo que escribe. Y se puede decir también que, si Mal de escuela era un libro contra la sociología –en cuanto que esta ciencia nunca tiene la última palabra para explicar a las personas; o en cuanto que buscando “causas” que explican los problemas de la sociedad, deja fuera lo que para Pennac es el centro: la luz que mueve a cada persona, la responsabilidad individual y nuestra capacidad de salvar a “otro”, como le salvaron a él unos pocos buenos profesores–, este Diario de un cuerpo lo es contra la psicología. Todo queda reducido a un conjunto de humores, huesos, temores e íntimas certidumbres, sin que podamos realmente separar unas cosas de otras.

 

Daniel Pennac, Diario de un cuerpo, Barcelona, Mondadori, 2012.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Ismael Grasa

 

Empecemos por decir que, a no ser porque este libro llega firmado por alguien como Pablo D’Ors y publicado por una editorial como Siruela, uno no lo habría abierto siquiera. Y no porque no le interese la cuestión –bien al contrario–, sino porque en la actualidad hay demasiados libros en el mercado relacionados directa o indirectamente con la espiritualidad y la meditación de autores que uno no dudaría en calificar de “charlatanes”. O algo peor. Como es habitual, pues, uno escoge cuidadosamente lo que lee. Por si acaso.

 

Así que, sí, uno lee el libro. Y subraya. Y comienza a establecer relaciones de parentesco por doquier. Pero antes digamos que se trata de un libro en el que Pablo D’Ors, escritor y sacerdote católico, ha volcado su experiencia en torno a la meditación. Es, o viene a ser, una suerte de diario de su experiencia en este asunto. La narración, con este formato, parece ganar en agilidad. Por si fuera poco, el estilo, claro y conciso, sin florituras, ayuda a entender todos y cada uno de los pasos por los que el autor va transitando: avances, dudas, primeros frutos, conclusiones. Y más meditación en soledad: de las primeras dificultades a imponerse como un ejercicio necesario, apenas un paso. O dos, pero que resulta tan enriquecedor, según nos cuenta el autor, que uno ya no puede dejarlo.

 

Lo que en este libro nos propone Pablo D’Ors es, ni más ni menos, una toma de conciencia de la realidad individual a través de la meditación. Ésta toma, para ello, elementos de cierto misticismo como el vaciamiento interior. Nada nuevo, nada que no supiéramos ya. Lo interesante, al menos a primera vista, es el mismo relato: en él vemos a D’Ors quejarse del dolor de espalda, de sus largos paseos por la montaña, de, en fin, sus peripecias ante lo que es su propósito esencial, anotado al principio del texto: “Reconciliar al hombre con lo que es”. Porque no de otra cosa se trata aquí. Más interesante, más emocionante aún para el lector, resultan sus conclusiones: esas que van surgiendo tras el ejercicio de la meditación. Un ejercicio que se prolonga con los años y que, efectivamente, va dando sus frutos. Esas conclusiones, fruto del ejercicio al que aludimos y de la sabiduría que arrastra consigo el autor, constituyen el meollo de este libro: en conjunto forman una especie de tratado para la recuperación del alma, si se me permite la expresión.

 

Hemos citado antes posibles parentescos. Los que va estableciendo el lector según su experiencia, entre otros. A uno, por proximidad, le parece oír ecos de textos clásicos de la Antigüedad: de las Epístolas morales a Lucilio, de Séneca; de las Cuestiones tusculanas de Cicerón; de los estoicos y sus acólitos, en fin; y del pensamiento cristiano, que no deja de entroncar con ellos.

 

Se trata, bajo el humilde punto de vista de uno, de un libro valioso para aquellos lectores que buscan un referente moral, unas normas de conducta para el propio bien (y con él, el colectivo), la buena vida, de cada cual. Desde ese punto de vista, no extrañará que esta Biografía del silencio esté teniendo una buena acogida en el mercado editorial. La situación del país en el que vivimos es de tal podredumbre (en casi todos los aspectos), que una reflexión profunda sobre el ser con todo lo que ello supone y en la que se toca buena parte de las grandes cuestiones (personales) que preocupan a aquellas personas con un mínimo de sensibilidad, debe interesar.

 

En el libro abundan las conclusiones de carácter moral, como ya hemos apuntado antes. Para ello, y en pocas palabras, D’Ors trata de despojarse (y su experiencia se quiere universal) de todo aquello que no es su propio yo: así pues, remite al despojamiento –incluido todo tipo de pensamiento que, a la postre, embote la mente–, a la lucha contra un yo egoísta, infeliz a fuerza de proyectarse en el futuro, de hipotecar su presente, de vivir en sueños. Y de, por tanto, hacerlo con miedo. Con un miedo paralizador. Es sólo un ejemplo de todo lo que este libro ofrece: una sabiduría elemental, necesaria. Y una breve, mínima introducción a lo que es el ejercicio de la meditación.

 

El texto de Pablo D’Ors se quiere una reivindicación de la vida, de una vida sencilla que puede vivirse con conciencia desde la realidad cotidiana, desde la proximidad con aquellos que nos rodean (aquello que Julián Marías reivindicaba en una serie de artículos) y con la naturaleza. Nada realmente que no esté al alcance de nuestra mano.

 

Pablo d'Ors, Biografía del silencio, Madrid, Siruela, 2013.

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Rafa Martínez

29 de septiembre de 2014

Una vez más, Benjamín Jarnés vuelve a nosotros. Esta vez viene de la mano de Turia, la prestigiosa revista literaria aragonesa. Hay escritores cuyo destino parece ser el de ir y venir con paso ligero por los anales de la literatura. La fama y el olvido, que conocieron en vida, se prolongan después de su muerte y la balanza, en casi todos los casos, suele inclinarse del lado del olvido, porque olvidar es probablemente lo más fácil. Son escritores de difícil clasificación. No encajan del todo en la trayectoria central de la historia de la literatura. Dan vueltas alrededor de un centro que construyen para ellos mismos. Pertenecen a otros sistemas planetarios, aunque están ahí, conviviendo con el gran sistema solar y en ocasiones se confunden con él, pero es sólo por un momento. Es, casi, un malentendido. En todo caso, una rareza. Pero, ¿qué sería de la historia del arte sin las rarezas?

 

Las Meninas es una rareza. El Quijote es una rareza. Sin embargo, son cumbres artísticas. No se ajustan a las convenciones de la época. Irrumpen por sorpresa y, asombrosamente, se imponen. Llevan dentro de sí una fuerza que se diría no calculada, imprevista, inesperada. No se sabe lo que sucede en el cuadro que pinta Velázquez y no se sabe cuál es el último mensaje de Cervantes. Pero un público acostumbrado a los retratos reales, a los bodegones y a las estampas religiosas, un público acostumbrado a que los héroes de las novelas de caballerías rescaten a la doncella y den muerte al malvado dragón, se rinde ante Las Meninas y ante el Quijote.

 

Ese margen de incertidumbre que está en la raíz de la creación resulta alentador para los artistas. La fe siempre nace de la incertidumbre.

 

Hay creadores que simplemente se instalan en ese margen, que hacen de él su territorio. Seguramente, no de forma voluntarista, sino casi instintiva. De una forma que está inextricablemente unida a la personalidad del artista.

 

Benjamín Jarnés pertenece a esta estirpe de creadores. Es un escritor que vive fuera de la corriente del legado literario. Observa, examina ese legado con un agudo sentido crítico, busca pistas que le permitan transitar por otros espacios. Quiere ser moderno, adelantarse a los tiempos. Es una voluntad en la que no hay impostura alguna. Es su visión de la literatura lo que le empujar hacia la modernidad. Desde el lugar en el que se ha situado, eso es lo que ve: hay que escribir de otro modo y de otras cosas, hay que partir de nuevos presupuestos. Sus textos literarios están llenos de pensamiento, pero es un pensamiento que, en sí, es ya literatura. Es el pensamiento de alguien que está convencido de que la creación es la meta vital de los seres humanos. Del “hombre”, diría Jarnés. Como diría, en casos semejantes, el mismo Ortega.

 

Más que con Ortega, Jarnés está emparentado espiritualmente con Unamuno. Pero Jarnés es un literato puro, no aspira a ser filósofo ni profesor (aunque lo fue, impartió clases de literatura española en la Escuela Normal Superior de Maestras de México, DF y dirigió cursos para norteamericanos en la Universidad de México, explicando la novela picaresca durante varios años, como nos dice Juan Domínguez Lasierra, en la biocronología jarseniana que se publica en este número de la revista Turia).

 

La meta y la materia de los libros de Jarnés es, siempre, literaria. Las pesonas que son objeto de sus biografías, el género que más practicó, se convierten en sus manos en personajes literarios, impregnados, eso sí, de dudas filosóficas y metafísicas, dudas unamunianas, incluso orteguianas. Pero su propósito es esencialmente literario. Es aquí, en el terreno de la literatura, donde Jarnés quiere dar la batalla.

 

Creo que todos los artículistas que han colaborado en el dossier Jarnés que nos ofrece Turia destacan el vitalismo del escritor. Su apuesta por la vida. Jarnés no se considera un vanguardista únicamente interesado en romper con la forma tradicional de la novela, quiere alcanzar momentos reveladores, conocer los entresijos de las emociones, bucear en los laberintos de la personalidad. Y quedarse, finalmente, con el aliento de la vida, como si se tratara de un elixir mágico, un Santo Grial.

 

Si Jarnés rechaza la prosa decimonónica es porque le se le ha hecho plúmbea. Domingo Ródenas de Moya resume muy bien el concepto de prosa que guía a Jarnés: “la prosa, en manos del artista, es un instrumento de creación en el que la idea y la imagen encuentran su perfecta conciliación, pues mientras la idea sostiene sólidamente la pasarela sintáctica, la imagen permite pasar deliciosamente de un lado a otro de la frase” (p. 173)

 

Jarnés -sigue diciendo Ródenas de Moya-  “preconizó para el arte joven una vía de conciliación entre idealismo, realismo e infrarrealismo que llamó integralismo, en el que la sublimación romántica (la ensoñación), la cotidianidad realista (la vigilia) y las simas oscuras del subconsciente (los sueños) se equilibraban en una representación idedigna de la compleja naturaleza humana” (p. 173)

 

Una meta muy ambiciosa, ciertamente. Pero está muy bien descrita. Jarnés, como teórico, tiene la facultad de seducirnos, de convencernos. Su teoría literaria es, en sí misma, literatura. Así, por lo demás, lo concebía el autor, que contaba con el pensamiento como parte constitutiva de la creación.

 

En este contexto, es la bandera de la moderación lo que hace singular a  Jarnés. Sus estudiosos lo señalan siempre: huye de los extremos y del autoritarismo, se refugia en la sensatez y en el diálogo. Desde este refugio, se acerca al ser humano corriente, a cualquier lector. Y se brinda a ser recatado del olvido una y otra vez. Sus aspiraciones, sus metas, se pueden compartir.

 

A diferencia de otros teóricos, Jarnés hace hincapié en la imaginación, que prefiere llamar “fantasía”. Juan Herrero Senés señala en su texto la importancia de lo corporal en Jarnés como sustento de las emociones. El cuerpo es “el mediador indiscutible entre el sujeto y el mundo circundante”, un excelente “conductor” para “poner en contacto a los seres”, los momentos y las escenas se desprenden de los recuerdos, el futuro y la eternidad y alcanzan lo “efímero esencial” (p. 184). Y aquí, en lo efímero esencial, también cabe el pensamiento. Herrero Senés cita una frase de Jarnés en El convidado de papel: “Solo una discreta pausa a medio aprendizaje de sensibilidad -unos zapatos a tiempo- permite conservar en los dedos todos los hilos de la enmarañada sinfonía de lo vivo” (p. 185)

 

Su desconfianza hacia la naturaleza objetiva de la realidad también nos hace cercano a Jarnés. Cada observador capta una realidad distinta, y no siempre la misma, puesto que cada observador lleva dentro de sí a muchos otros. Los estados de ánimo cambian, las miradas sobre la realidad también.

 

Ciertamente, como señala Herrero Senés, los personajes novelescos de Jarnés son “solitarios hasta los huesos, vueltos sobre sí mismos, separados de los otros por fronteras invisibles”, sus relaciones dejan “un poso de incomprensión e insatisfacción” (p. 188) El protagonista jarnesiano “sufre de un hastío casi congénito y sus momentos aislados de felicidad no le curan esa cierta desgana, esa indiferencia, ese arrojar la toalla que es precisamente lo que Jarnés va a cuestionarse hacia 1929” (p. 189)

 

La vida y la obra de Jarnés giran alrededor de las fechas. 1929 es un año clave, el año del éxito, un año de intensa actividad y numerosas publicaciones. Diez años más tarde, en 1939, encontramos a Jarnés en el campo de concentración de Limoges. Otros diez años más tarde, en 1949, muere, de regreso en Madrid, después de haber vivido largo tiempo en México. Su vida está, como la de otros escritores de su tiempo, marcada por

el exilio. Jarnés, hombre moderado, no encuentra su sitio. Moderado, pero inclasificable. No es hombre de grupos. Está interesado en la exploración literaria, y eso se lleva a cabo en soledad.

 

No fue totalmente incomprendido ni totalmente marginado. Participó en muchas tertulias literarias, colaboró en muchas revistas, la Revista de Occidente, entre otras. En 1943, se le rindió un homenaje en el Palacio de Bellas Artes de México con motivo del 25 aniversario de su obra literaria (p. 285) y de regreso a Madrid, en 1948, contó con el interés del editor José Janés.

 

El panorama literario de esos años, que conocieron tantos cambios y convulsiones, y que finalmente se encauzaron hacia una estabilidad gris, marcada por la censura y una obligatoria uniformidad, no sería completo sin figuras como Benjamín Jarnés. Nos haríamos una idea errónea de ese tiempo si no consideramos lo que significó la obra de unos escritores que se apartaron de la corriente literaria heredada y se plantearon nuevas metas, se dejaron guiar por otras luces.

 

En este tipo de escritores se refleja, de una forma más evidente que en otros, la crisis de los valores, la transición hacia nuevas épocas, un futuro que se desconoce.

 

El universo de Benjamín Jarnés, la trayectoria que recorrió, las sucesivas miradas que arrojó sobre la compleja relación del ser humano consigo mismo y con los otros, son fruto, sin duda, de un tiempo convulso, desorientado, que, insatisfecho con su pasado, se mueve a tientas en un presente neblinoso y se esfuerza por encontrar pequeñas señales indicadores, pequeños destellos de luz que le permitan avanzar. Y es fruto, también, de sus inquietudes artísticas y vitales. Si en Jarnés no se puede separar el pensamiento de la acción, tampoco puede existir, claro está, la separación entre arte y vida. Ese arte total al que en definitiva aspiraba lo define como escritor y como ser humano. Y, como apuntan algunos de los textos que Turia ha recogido en este número que hoy presenttamos sobre el escritor, quizá encontremos en su obra algunos indicios que lo llevaron a defender, a la vez, el experimento y la moderación, la divagación y la sensibilidad, la belleza y la vida.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Soledad Puértolas

Cuando este escritor argentino llegó a Madrid para participar en varios actos donde se analizaba su obra literaria, no se podía imaginar que iba a regresar a su Buenos Aires natal con el máximo galardón que se concede en lengua castellana, el premio Cervantes. Justo reconocimiento a quien dio forma narrativa a tantas historias extraordinarias, en las que el mundo cotidiano se transforma para participar de la materia de los sueños.

 

El autor de La invención de Morel y El lado de la sombra, al que siempre se le suele relacionar con su gran amigo y colaborador Jorge Luis Borges, se nos muestra a sus setenta y seis años como un amante de las cosas más sencillas, nos sorprende al reconocer que sus mayores goces son un baño de agua fresca y el olor a pan tostado.

 

- Sus cuentos, que parecen comenzar de una forma inofensiva, encierran con frecuencia algo amenazador, algo terrible. La sensación de querer conducirnos por un laberinto, para mostrarnos el otro lado de la realidad, la otra cara del espejo… ¿Qué piensa usted de los espejos?

 

- Los espejos siempre me han gustado y atraido. A los siete años me fascinaba el espejo del cuarto de vestir de mi madre. Era un espejo de tres cuerpos en el que las imágenes se repetían nítidamente. Representaba para mí la atracción de lo sobrenatural. Quería introducirme en su interior, me daba una especie de vértigo, un vértigo agradable.

 

- Octavio Paz decía que “el espejo que soy me deshabita”. Es el espejo como algo terrible. Usted parece verlo como algo positivo.

 

- El espejo me gusta. A mí me gustan las cosas naturales, el agua, el pan. Pero además de su función, me gusta la parte biselada del espejo, esa parte donde no refleja nada, que tiene un color verde oscuro, me parece preciosa. Y la imagen en el espejo, bien nítida, reproducida tal cual es. Fue eso lo que me incitó a crear La invención de Morel.

 

- ¿El juego de los espejos?

 

- Sí. Borges me hace decir en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, absurdamente, que a mí el espejo me parece atroz. Cuando leí eso lo agradecí infinitamente, siempre lo agradeceré. Estar en un cuento como ese es la inmortalidad. Pero de todos modos me hace gracia que esté diciendo que me parece atroz lo que desde mi infancia más me gustó. A lo mejor yo, que me creo imaginativo porque invento historias fantásticas, no soy tan imaginativo.

 

 

“Soy un individuo bastante simple”

 

- Usted lo ve todo como muy natural, desde las mismas cosas…

 

- Yo creo que sí porque soy un individuo bastante simple. Me gusta la vida por motivos simples no por motivos complejísimos. Es verdad que también me gusta la literatura que no es tan sencilla, pero me gusta la literatura en su complejidad y también la que es sencilla. Con Borges tenía una especie de polémica. Yo le señalaba la sencillez de Lope, un poco en contra de la complicación de Quevedo y… Creo que en definitiva Borges admitió, aunque al principio con reticencias, que la simplicidad es una meta digna y que ser sencillo muchas veces es lo más difícil. Fíjese en Berceo, en Fray Luis, en Jorge Manrique que me gustó desde la primera infancia hasta ahora.

 

- Da la impresión de conocer bien a los clásicos, de apreciar mucho la literatura española.

 

- Yo empecé con la literatura española, le debo una de las condiciones de mi felicidad, que es escribir.

 

 

“La vida humana es muy corta, pero suficientemente larga como para que uno olvide ciertas cosas”

 

- Eso no lo solía reconocer Borges, que era bastante escéptico con nuestra literatura.

 

- Pero hablando con él cambiaban muchas cosas. Hicimos juntos una antología de la poesía española que no llegamos a terminar. La vida humana es muy corta, pero suficientemente larga como para que uno olvide ciertas cosas. Por ejemplo, hace poco estaba viendo unas carpetas que habíamos preparado para hacer una edición de los Argensola, y veo que hay notas de la edición Rivadeneyra corregidas por mí, que eran distintas a las que iban a figurar en la antología. Pero no sé como procedí, no me acuerdo. Ni siquiera sé donde saco en una nota que “le crujían los dientes” y en otra corrijo “le crujían los huesos”.

 

- Es una pena que no aparezcan esos textos. Deberían editarse.

 

- Si vale la pena, después de muerto aparecerán. Además de la antología de poesía española, hice otra antología de poesía hispanoamericana con Borges. Las dos quedaron inconclusas. La española se había perdido en el inmenso desorden de mi casa y ese extravío me hacía pensar que quedaba por mentiroso ante las personas a las que se lo había comentado, aunque encargué infinidad de veces que la buscaran. Por casualidad la encontró una mujer que venía del campo, sin aptitudes ni para leer el título.

 

 

“Amo la literatura española”

 

- ¿Hasta qué época llegaba esta antología? Porque supongo que no llegaron hasta nuestros días.

 

- Creo que terminaba en Juan Ramón Jiménez. Cuando la encontré pensé que debía releerla un poco antes de venir aquí. Me parecía como un acto de amor hacia España. Una vez comenté esto a una periodista y luego contó que lo había dicho para quedar bien. Soy la persona más convencida del mundo de que si se está hablando con un interlocutor y éste posee algo bueno, se le debe decir; porque la vida ya es bastante dura. En todos los tiempos hay cosas desagradables. Si yo amo la literatura española y además le tengo gratitud, ¿por qué se lo voy a ocultar a ustedes? Es a ustedes a quien se lo tengo que decir.

 

- Pero también nos tiene que decir lo malo.

 

- Lo malo es que no hay bastantes libros de memorias. Me gustaría que hubiese más.

 

- ¿Conoce las de Rosa Chacel? A mi parecen muy buenas, además habla bastante de Argentina.

- La conozco a ella, pero no sus memorias. Me alegro de que me lo diga. Yo he fracasado en mis memorias. Pensaba que escribir memorias no era más que escribir otro relato y conseguí hacer un relato tedioso, así que muy alarmado decidí que tenía que empezar de nuevo. Por eso quiero ver cuáles son las biografías de mis colegas, cómo manejan ese género tan difícil.

 

- A mí me gustan las de Chacel porque no están escritas ahora, en el momento de su vejez, sino que son páginas que ha ido reuniendo a través del tiempo, a partir de sus anotaciones.

 

- Desgraciadamente yo no puedo hacer eso. Podría mostrar los diarios que escribí desde el año 1946 a 1959, que son extensísimos, pero eso no me sirve porque creo que me daría más trabajo que ponerme a escribir mis memorias. Además al pasar de una cosa a otra tendría que estar adaptando todo el tiempo. En cambio lo que haga ahora, bien o mal, será una creación homogénea.

 

- Chacel hace una obra muy abierta, muy moderna, que no es suficientemente conocida en este país, donde hay gente que con poco más de treinta años ya está escribiendo memorias. Algunas hasta se venden bien. Claro que también las hay serias como las de Francisco Ayala.

 

- Yo conocí mucho a Ayala, pero me gustan más sus mejores cuentos que sus memorias.

 

- Su amistad durante tantos años con Borges ha sido muy fecunda para la literatura, juntos dirigieron una antología de literatura fantástica, una colección de novelas policíacas y también escribieron algunos relatos memorables. ¿Qué problemas se les planteaban con estas colaboraciones?

 

- Estábamos completamente cómodos, escribíamos conversando y riéndonos. Comentábamos los temas y mientras charlábamos, redactábamos los cuentos, que siempre salían distintos de nuestras previsiones. Algunos cuentos no sabíamos muy bien quién los había redactado, yo pensaba que el tema lo había propuesto Borges y  él decía que había sido yo. Eso demuestra nuestra falta de amor propio y que los recuerdos son inseguros.

 

 

“Yo siempre he amado la vida, Borges no tanto”

 

- Pero habría cosas en las que no estarían de acuerdo.

 

- A mí me gusta más la literatura amorosa, a él no. Le interesaba más la épica que la lírica, al contrario que a mí. Yo siempre he amado la vida, Borges no tanto. Tenía un fondo de amargura. Decía que ojalá le llegara la muerte pronto. Pero no era triste si podía estar funcionando su inteligencia. Ambos disfrutábamos inventando versos absurdos.

 

- Su esposa, la escritora Silvina Ocampo, fue una de las personas que contribuyeron a la animación cultural de Buenos Aires. ¿El matrimonio entre escritores supone algún problema a la hora de escribir?

 

- No. Nosotros nos contábamos las historias que íbamos a escribir. En casa siempre se hablaba de libros. Era un ambiente muy agradable. Ahora mi mujer está muy enferma.

- Usted es un gran amante de la poesía.

 

- No entiendo a la gente que dice que está cansad y no puede leer poesía. Yo, cansado o no cansado, no puedo pasar más de un día o dos sin leer poesía. Además he escrito poesía y cuando lo he hecho es cuando he sentido que escribía más intensamente. Me parece que realmente escribir es escribir poesía. Como he tomado la actitud de quien cree que va a ser inmortal, he inventado cuentos en 1934 y 1937 que luego he escrito en 1988 y 1989, con una gran confianza en que iba a seguir viviendo. También he pensado siempre que iba a escribir algún libro de poesía algún día. Aparte de eso, hago algo que es lo menos poético del mundo, que son esas rimas, generalmente satíricas, que escribo por las mañanas. Por ejemplo: “Hinchado como un sapo y como un buey / tengo cara de Ernesto Hemingway”. Es que cuando era joven tenía cara de marinero norteamericano, una cara de bruto, luego la cara se me hinchó por el estallido de una glándula salivar e hice esa rima.

 

- Así que algún día tendremos un libro suyo de poemas.

 

- Claro. Cuando usted sea muy viejo y yo sea inmortal.

 

- Usted es ya inmortal.

 

- Esa inmortalidad es falsa. No, yo quiero la de la conciencia.

 

- Alguien dijo que la amistad es una promesa de inmortalidad.

 

- Eso es, una promesa…

 

 

“Las vanguardias artísticas son una de las grandes calamidades de este siglo”

 

- ¿Qué opinión le merecen las vanguardias artísticas?

 

- Creo que son una de las grandes calamidades de este siglo.

 

- ¿Le parecen una calamidad gentes como Ramón Gómez de la Serna, Oliverio Girondo o Vicente Huidobro?

 

- Admiro a Ramón, aunque en momentos breves. La máquina de las greguerías lo devoró un poco. Girondo y Huidobro no han escrito para mí, no tenían por qué haber escrito para mí. Me parece que es el fruto de la malcrianza, de creer que cualquier ocurrencia rara vale la pena. Los vanguardistas han estado buscando la originalidad desesperadamente, cuando la originalidad no se busca, se encuentra. La vanguardia es más encantadora en boca de los críticos que en la de los autores. Hay cosas que son muy interesantes de sus vidas pero no de sus obras. La biblioteca de libros ilegibles que han dejado es considerable. Los cuadros feos que han hecho son tan abundantes que serían la pesadilla de mi despertar si los tuviera en mi dormitorio. E incluyo ahí a Picasso con toda su obra.

 

- En eso no estamos de acuerdo.

 

- Lo sé. Lo sé. En estas cosas somos enfáticos porque las sentimos mucho. Yo creo que han sido una calamidad, que han hecho un paréntesis en la literatura del que todavía nos estamos reponiendo, y que subsiste hoy en día por el prestigio que contamina o puede contaminar a los jóvenes. Hablo como una especie de educador viejo, lo que nunca he querido ser.

 

- Usted conoció a Breton.

 

- Fui a visitar a Breton y me encontré con un subteniente del ejército voluntario y con una chica indochina que se la hubiera robado con gusto.

 

- Y en el caso de Octavio Paz.

 

- Cuando dejó de ser como ellos, empezó a escribir bien. Un día me dijo, que en definitiva sólo podíamos hablar con los surrealistas. ¡Pero Octavio, si precisamente es con quien no podemos hablar!, le respondí.

 

 

“De Buñuel me quedo con Ese oscuro objeto del deseo

 

- Quizá el surrealismo acapare muchas otras cosas. No sólo están ellos.

 

- Yo borraría todo el capítulo del surrealismo si no existiera Buñuel. El Buñuel de los últimos filmes, no el de Un perro andaluz.

 

- ¿Y su periodo mexicano?

 

- El mexicano tampoco. De Buñuel me quedo con Ese oscuro objeto del deseo, que hizo a partir de una novela tonta: La mujer y el pelele. Y con El discreto encanto de la burguesía.

 

- Parece que va buscando la perfección, pero eso lo da la edad. Me habla del Buñuel mayor, pero Borges a los diecinueve años no era así.

 

- No es la edad, es el aprendizaje que supone la vida. La edad es también la decadencia, son los achaques, las debilidades, y todas esas cosas. Lo que sí puedo decirle es que una persona que practica un arte a lo largo de su vida, lo aprende y, si es inteligente, sabe aprovechar sus propias experiencias, sus propios errores. Cuando veo la equivocación de un muchacho digo: ¡Qué suerte!. Porque yo ya la cometí. No son los consejos los que enseñan sino las propias experiencias. Yo soy responsable de todos los errores que cometo con frecuencia.

 

- Pero, ¿y la vibración poética?. Creo que las vanguardias fueron un periodo inaugural, que hay ciclos que se repiten. Si usted hubiera nacido en 1899 en vez de en 1914, quizá no hubiera conocido a Borges, quizá su obra fuera distinta.

 

- Estoy seguro de que hubiera sido distinta. Puede que se pareciera a la de Huidobro, pero entonces sería muy mala. El error y el acierto se presentan igualmente de atractivos. Tal vez un poco más el error, porque consigue ser atractivo con menos derecho. Así que uno tiene que ir eligiendo y siempre está abierto a equivocarse.

 

- A usted parece gustarle tanto Baroja como Proust que son escritores muy distintos.

 

- Me gustan escritores diversos. Stendhal y Eça de Queiroz, Montaigne y Byron, Conrad y Borges. Leo mucho a los clásicos. El Horacio en España de Menéndez Pelayo me parece maravilloso. He vuelto a descubrir a Chejov y me da vergüenza pensar que pasé la vida creyendo que no me gustaba. No siempre vuelvo a los escritores mejores. Stevenson me gusta ahora menos de lo que me gustó, pero sus comienzos son tan extraordinarios que no me importa mucho como terminan sus obras.

 

- Pero habla poco de escritores actuales. ¿Es que no lo suele leer?

 

- Estoy leyendo más bien a escritores de otra época. Cuando se tienen mis años uno encuentra placer en leer las cosas que sabe que son buenas. No estoy en edad de descubrimientos, además no soy un historiador de la literatura, hablo de escritores porque es lo que conozco.

 

 

“Uno debe escribir pensando en la miseria de la crítica literaria”

 

- No parece apreciar mucho la labor de la crítica, de ciertos críticos...

 

- Uno no debe nunca escribir pensando en los críticos, debe escribir pensando en la miseria de la crítica literaria. No sé si siempre saben lo que están haciendo. A veces leen libros míos que yo no escribí. Lo importante es no pensar en los críticos sino en los lectores. La persona que está fuera tiene la mirada fresca, ve cosas que uno no ve.

 

- En sus comienzos la crítica le trató bastante mal.

 

- Cuando salió mi libro Caos me recomendaron que me dedicara a sembrar patatas. Entonces sí estaba de acuerdo con ellos. Fue el encuentro con Borges en 1937 el que me indujo a abandonar las aventuras de vanguardia y a cambiar de estilo. Yo todavía no me atrevía a inventar nada. El se esforzó en que los críticos me aceptaran como escritor. Considero que mi obra comienza a partir de 1940 con La invención de Morel. Sólo en 1948, cuando escribía La trama celeste, noté que se me soltaba la mano y encontraba mi estilo.

 

- La narrativa hispánica suele emplear la violencia, incluso la violentación de la propia obra, como forma de expresión.

 

- Comprendo bastante bien eso. Creo que soy de esos bárbaros autores que necesitan de un enano y un gigante para estimular al lector. Me gustaría ser un escritor de cosas sencillas pero necesito esos estímulos de violencia o de rarezas, si no me aburro cuando escribo y aparece el gigante inevitablemente. Pero me inspira más la gente sencilla que la gente complicada.

 

- Posiblemente de ahí viene su insistencia en lo fantástico.

 

- Quizá, porque siempre deseo que en la vida pasen cosas extraordinarias. Somos demasiado parecidos a nosotros mismos. Se me ocurren las historias y las hago así. Me divierte escribirlas. Es cierto que en mí lo fantástico es constante, ya en 1953 quise hacer un libro con historias de amor y puse en él historias fantásticas. Pero también he escrito cuentos sin esos elementos.

 

- ¿Utiliza a veces la contradicción como rasgo de estilo, como algo inherente a la propia obra?

 

- Puede ser, pero no intento hacer blanco y negro.

 

“Los intelectuales españoles en el exilio enriquecieron la vida literaria de Buenos Aires”

 

- A veces el papel de los intelectuales españoles en el exilio nos llega un tanto deformado. Usted trató a Francisco Ayala y Rosa Chacel, entre otros.

 

- Indudablemente enriquecieron la vida literaria de Buenos Aires. Unos asesorando a editoriales, como Guillermo de Torre y Amado Alonso; otros con su simple presencia, como Ayala. Fue un momento muy hermoso. Dos importantes editoriales, Sudamericana y Losada, nacieron de aquel exilio.

 

- Pero, ¿actuaban en círculos cerrados o eran independientes? ¿Se integraban bien en la sociedad argentina?

 

- Con nosotros eran muy abiertos. El que se quedó solo siendo una persona muy querida por todo el mundo -por lo menos por Borges, por Silvina y por mí- fue Gómez de la Serna. No sé qué pasó, quizá su matrimonio, sus celos; fue algo triste. Llegó como una auténtica notabilidad, un hombre muy brillante, y luego se le olvidó. Como si Buenos Aires lo hubiese devorado.

 

- Allí escribió Automoribundia, que son unas memorias espléndidas.

 

- Sí, tienen cosas espléndidas. Ramón podía ser muy humano, hacerle sentir a uno las cosas y, de pronto, dejarse llevar por un mecanismo de disparates, como una ametralladora.

 

- Ramón daba una importancia capital a las cosas, las eleva a otro nivel.

 

- Es cierto, y muy poéticamente.

 

- En ese encanto de las cosas conecta un poco con usted, aunque de otra forma, claro.

 

- Ramón las agrupaba como en un museo. Yo más bien hablo de pocas cosas, esa es la diferencia. Pero le comprendo muy bien y me siento muy unido a él. Sentía una nostalgia tremenda de Madrid.

 

- Usted participó en una de las empresas culturales más interesantes de su país, la revista Sur, que algunos consideran casi como una continuación de la Revista de Occidente.

 

 

“Cuando ahora releo la revista Sur me parece espléndida”

 

- Puede ser. Victoria Ocampo era muy amiga de Ortega. Yo participé mínimamente, era consejero del grupo. Tenía la impresión de que la revista no era tan importante. Ahora cuando la releo me parece espléndida.

 

- ¿Qué opinión le merece la “novela negra”, la obra de Dashiell Hammett, por ejemplo?

 

- Más que el ambiente de esos personajes ricos que son tan abundantes, me gusta el ambiente del detective, los bares y cosas así. Son historias que uno no puede recordar, no puede contárselas a los demás, nunca se sabe lo que está sucediendo.

 

- Pero está la fuerza del lenguaje, las frases cortas tan precisas, casi como un puñetazo.

 

- Esa frase corta es la que yo utilizaba en La invención de Morel para no equivocarme, para tener pocos errores. Después me retaron con las frases cortas y empecé a darlas como pan rallado. Ahora me gusta que la frase sea un poco más larga. Su uso ha sido catastrófico en los escritores americanos. Hay tantos que dicen: “llegué al hotel, tomé el ascensor, fui a mi cuarto, me senté, después me di un baño...”. Todo eso no quiere decir nada.

 

- Pero en Hammett su utilidad es asombrosa.

 

- Como semental ha tenido unos potrillos espantosos.

 

- Usted escribió cuentos policiales con Borges. Lo policial parece un intento de reordenar el mundo, un desplazamiento producido por el miedo a que se destruya el orden establecido. Supondría una tendencia a restablecer ese orden. También es una forma combinatoria, una especie de juego.

 

- Lo policial en nuestra obra no tiene mucho valor policial. Nos salían historias de otro tipo, muy barrocas. Nos perdíamos diez o doce veces en el argumento y eso se nota. A veces tengo cierto remordimiento.

 

“Quisiera que el fin del mundo me pillara en una sala cinematográfica”

 

- Usted es un gran amante del cine, incluso del de serie B.

 

- Me gusta tanto el cine que quisiera que el fin del mundo me pillara en una sala cinematográfica.

 

- Muchas obras suyas han sido llevadas al cine. Robbe Grillet confiesa haberse inspirado en La invención de Morel para su guión de El año pasado en Marienbad.

 

- Se han hecho veintidós películas basadas en narraciones mías, alguna ha sido plagiada. No estoy satisfecho de ellas. Me gustaría que con un argumento mío se hiciera una buena película de serie B; que la gente disfrute con ella, que se divierta. Hay obras mías que nacieron para el cine. La literatura fantástica es muy difícil de llevar a la pantalla. El ojo ve mucho más, cree en lo que ve, no se deja engañar cuando le muestran una cosa falsa.

 

- Usted ha escrito guiones para el cine.

 

- Escribí guiones cuando no sabía escribirlos, salieron como debían salir, pésimamente. El suspense en el cine es distinto al de las novelas. Tiene que ser simple, que la gente encuentre algo que desear o que temer; así el público estará interesado. Si se le dan toda una serie de actos inexplicables, el espectador se irrita y cuando llega a la explicación ya no tiene interés por ella.

 

- Entonces, considera el guión como obra literaria.

 

- Claro, y como todo género tiene sus exigencias. Como libro de lectura puede salir bien, pero para el cine hay que hacerlo con un comienzo, un nudo y un desenlace. Como dijo Byron, de un lado están las unidades y del otro la barbarie.

 

- Se han publicado guiones de Fellini, Bergman o Godard, que son difíciles de leer si no se ha visto la película.

 

- Y son difíciles de ver esas películas. Tengo una larga experiencia en Godard porque he ido al cine casi todos los días durante mucho tiempo y he visto de todo. Pero Godard está combinando en el vacío.

 

- Porque es un experimentador. Está buscando un nuevo lenguaje.

 

- Lo del nuevo lenguaje dejémoslo cuanto antes, eso son lugares comunes vacíos.

 

- Es que con Godard sucede de nuevo lo de las vanguardias de los veinte. Por eso hablaba de ciclos, en los años sesenta se vuelven a repetir aquellas inquietudes de los años veinte.

 

- No. Yo no veo las cosas como una historia. La historia no tiene importancia. Hay obras logradas y no logradas. Si quiere ponga los guiones de Godard en la biblioteca inmensa de obras logradas, todo es discutible. Cuando vino Robbe Grillet a Buenos Aires dijo que quería verme, así que me escondí. Con una estética tan distinta, cómo íbamos a hablar. Para discutir hay que tener alguna afinidad, sino no se puede discutir.

 

Bioy Casares defiende sus opiniones con calor porque cree que el mayor compromiso del escritor es la veracidad. Sus profundas convicciones no se llevan bien con ningún tipo de poder, pero su desengaño de la política lo empuja a un amor profundo por la vida, en la que dice estar en continuo aprendizaje. Trastocador de los hechos más sencillos, a los que convierte en historias fantásticas que se confunden en nuestra memoria con los sueños, todavía confiesa que se olvida de la superstición y los temores cuando piensa en las mujeres.

 

Aquel niño que quiso atravesar el espejo, como Alicia, para ver el otro lado del mundo, se mantiene absorto en la contemplación del brillo del sol a través de las rendijas de la realidad.

Escrito en Lecturas Turia por Miguel Losada

23 de septiembre de 2014

Pido disculpas por comenzar con una pequeña confesión personal: nunca me han atraído los libros que tratan sobre el acto de leer, las lecturas sobre lecturas. Sin citar a sus autores para no herir susceptibilidades, muchos me parecieron plúmbeos, otros frívolos, otros falsamente profundos, y casi todos los que recuerdo eran antes que nada una mezcla de mitología de la lectura, erudición y anecdotario. No es el caso: siendo un libro de metalectura, que provoca el <<leer del leer>>, no se habla en Darse a la lectura, de Ángel Gabilondo, de experiencias lectoras, sino que se hace filosofía (casi metafísica) de la lectura.

            Parte el autor, desde el propio título, del hecho de que leer es como ciertas drogas; habíamos oído las expresiones <<darse a la bebida>> o  <<darse a la droga>>, pero nunca <<darse a la lectura>>, con la ventaja de que la lectura no es una manía tóxica, aunque sí cree adicción. Leer sería así una forma de afrontar la vida; no una suplantación de la misma (como afirman ciertos letrafóbicos: quien lee lo que otros escriben es porque no tiene vida propia, se oye decir), sino una manera como tantas otras de vivirla, que nace de la curiosidad, de la insatisfacción, del deseo, de la búsqueda, del ansia de diálogo. E igual que hay letrafóbicos hay letraheridos: aquellos que deciden soportar las magulladuras que deja la existencia entregándose a la lectura, que ─como toda manifestación de amor─ pasa por ser una forma de dejar de ser uno mismo para darse al otro. Los que se dan a la lectura.

            Hace bien Gabilondo, como buen filósofo y escritor (lo de exministro no viene ahora al caso), en buscar en las etimologías, en leer las palabras una a una. Quizá la vieja y sabia palabra que más se repite sea lógos, pero no es la única; aprendemos con este texto que leer es a legere como elegir a eligere: además de una importante decisión del ser humano, leer es una elección permanente (<<elegir leer es elegir elegir>>, dice Gabilondo, de la misma manera que ser <<lector es ser elector>>) porque cada vez que se nos ofrece es una oportunidad a aprovechar. Conocemos también la vinculación entre lectura y lección, así como que la palabra página viene del verbo latino pango (acuerdo, pacto, paz, reconciliación), y que se relaciona léxicamente con pagus (aldea, reunión). E igualmente acierta en hacer referencia a sus maestros sin ampulosidad, y en dejar caer las citas culteranas con naturalidad y sin artificio, desgranadas a lo largo del libro; leemos apelar a la autoridad de Kristeva, Derrida, Barthes, Deleuze, Proust o Camus (entre los modernos: cultura afrancesada, pues, la de Gabilondo), y de Séneca, Cicerón, Ovidio, Marco Aurelio o Epicteto entre los clásicos.

            Enseña el autor que sabemos leer solos, pero leemos siempre a alguien (también se puede leer con alguien, como aquella egregia pareja que leía el mismo libro a la vez: cuando él terminaba una página, arrancaba la hoja y se la pasaba a ella) con el que establecemos comunicación, simpática o no; solemos leer de noche porque la lectura es actividad nocturna (<<siempre es algo de noche>>, y hay en el libro una deliciosa teoría sobre la mesilla del sujeto lector); se puede leer en papel o en el <<atril luminoso>> de los nuevos aparatos ─no hay defensa a ultranza del libro tradicional, aunque sí de la Biblioteca como espacio físico y mental de la casa─; podemos leer como diversión o como disfrute, o en estrecha compañía de Eros; pero siempre hay que darse a la lectura, como gran enseñanza de este libro, sin prisa, frente a la obsesión tecnológica de la inmediatez y de la rapidez, sabiendo esperar (se habla de la importancia de los ritmos de lectura, de la necesidad de encontrar el adecuado a cada cual y a cada libro), sin miedo, demorándose. Leer no es una persecución ─y mucho menos una huida─, sino una búsqueda paciente.

            En bastantes de sus breves treinta y dos capítulos, Darse a la lectura se desliza en un terreno fértil y grato, sobre todo por el asunto tratado, como es el de la frase breve y la tendencia al aforismo, a la manera de E.M. Cioran. Veamos algunos: <<atravesados por el Logos, somos seres de palabra>>; leer no es una tarea ni ocupación para rellenar el tiempo libre; <<al finalizar un libro estamos más vivos>>; leer es una acción política, que invita a <<cuidar la palabra para cuidar la ciudad>>; <<cuando leemos a los clásicos, no nos sentimos solos>>, como reflejo de la conveniencia de leer y releer a los clásicos para evitar el bullicio de lo inminente y para aprovechar que un mismo texto, como aseveraba Calvino, admite infinitas lecturas; existen comunidades de personas lectoras desconocidas que <<se ven afectadas por un mismo libro, aunque cada cual viva su propia, singular e insustituible experiencia>>; leer es relacionarse, tanto por parte del lector (en su diálogo con el autor, y posteriormente con otros lectores) como por parte de los libros, que se entrelazan, se cruzan, conversan entre ellos. Recurre el autor también a los grandes pensadores alemanes, como Nietzsche: la Filología es el arte de leer despacio, con ojos y dedos delicados (lentitud+detenimiento es el consejo par que moviliza el texto); y Hegel, motivo de su ya lejana tesis doctoral: en cualquier actividad humana, lo importante no es el resultado, sino el proceso. No importa acabar un libro, sino qué ha ocurrido a lo largo de la lectura y cómo ella ha cambiado al sujeto para transformarlo en otro; no importa acabar un libro sino en qué condiciones se termina.

            Incide el profesor Gabilondo en que la lectura actúa como terapia para curar esas heridas que el mero hecho de vivir deja en el hombre. No oculta, pues, que leer es bueno para la salud, tanto para las enfermedades del alma como para las del cuerpo: leer, dice, despierta, evita la soledad, reconforta, oxigena… Pero como estamos ante un libro serio, no se hace en él mitología de la lectura; de ahí que se alerte también de los peligros del ejercicio lector, porque la palabra cura, sí, pero también puede hacernos enfermar. Hay lecturas que efectivamente son terapia, pero a veces el remedio (farmacon) es peor que la enfermedad, ya que leer nos hace también más vulnerables, y leyendo se corre el riesgo de cambiar, de ser otro, de dejar de ser uno mismo. Se trata en cierta medida de un gesto de insatisfacción, de reconocimiento tácito de aquello (¡tanto!) de lo que no somos capaces.

            Hay en Darse a la lectura más cosas. Un hermoso capítulo sobre el acto de leer en voz alta a otro, aunque no haya incapacidad física de hacerlo por su parte. Una pertinente reflexión sobre cómo leer provoca escribir, y otra sobre cómo afecta a nuestra forma de ser el primer libro que leímos, con el que nos liga un <<lazo imprevisible>>. Una sutil disquisición sobre la posibilidad de leer de memoria, ya que toda lectura es una rememoración, <<una mímesis que no imita lo ya dicho, sino que reactiva su decir hasta el punto de potenciar que se diga lo que nunca se dijo>>. Así es la prosa de Gabilondo, siempre atenta a la connotación, al apunte conciso y sugerente. No es este libro exactamente un ensayo, sino una galería de breves reflexiones sobre los distintos ánimos, posturas, intereses, peligros, aciertos, logros, fallas, encuentros, litigios, elecciones, lecciones, rugosidades y milagros propios del acto de leer. Ese que tantos ─cada vez más─ encuentran penoso, inútil y absurdo, sin duda porque no han leído a Nietzsche: <<Lo absurdo de una cosa no prueba nada contra su existencia, es más bien condición de ella>>. Y puestos a cerrar con más aforismos, citaremos uno del mismo Cioran y que Ángel Gabilondo parece haber anotado bien en sus páginas, aquel que dice que <<La lucidez es el único vicio que hace al hombre libre: libre en un desierto>>. Las palabras lectura y luz no tienen la misma etimología, pero bien podría buscarse una conexión feliz entre ambas.- PABLO PÉREZ RUBIO

 

Ángel Gabilondo, Darse a la lectura, RBA, Barcelona, 2012.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Pérez Rubio

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