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Configurar sentido descendente

28 de octubre de 2014

 

    ¿Existe siempre, por fuerza, una tercera persona que reorienta y proporciona un sentido profundo y último a las relaciones? ¿Se trata de un elemento estimulante y perfeccionador de estructuras o núcleos humanos ya formados y establecidos, o conlleva más bien un fatal y corrosivo impulso destructor? Este es el tema de fondo que sobrevuela por un un apasionante, continua y sutilmente bifurcado cruce de caminos, que es  la novela, o relatos enlazados, La tercera persona de Alvaro de la Rica (Madrid, 1965). Profesor de Teoría Literaria y director de la Cátedra Félix Huarte de Estética y Arte contemporáneo en la Universidad de Pamplona, articulista y crítico literario en diferentes revistas y periódicos españoles y, paralelamente, autor de uno de los mejores blogs culturales que en la actualidad circulan por la red –un blog, Hobby Horse,  que da idea de la enorme voracidad así como de la riqueza y erudición, nada usual, de intereses artísticos y culturales que lo alimentan- a Alvaro de la Rica se le conocía sobre todo por un magnífico y muy original ensayo, titulado con el provocador –por lo anacrónico y no simultáneo en el tiempo- título de Kafka y el Holocausto (Trotta, 2009). 

    Un brillante estudio dedicado a Kafka, probablemente nuestro mayor contemporáneo, que encarnaría como sucedía con  la obra de otros gigantes del nivel de Joyce y Pessoa, pero de forma mucho más marcada en su caso, al perseguido, al exiliado, al que sin cesar “está construyendo e iniciando una nueva huida”, dispersándose por el mundo, como decía Joseph Roth en Judíos errantes.  O, si se prefiere, a ése que personifica en algún momento de la Historia al expulsado por ser “la escoria de la nación”, como posteriormente dirían los nazis. Con su estudio sobre Kafka –al que le habían antecedido otros ensayos anteriores como En lo más profundo del bosque. La juventud de Julien Green, 1998; Estudios sobre Claudio Magris, 2000 y Homenaje a José Jiménez Lozano, 2006- De la Rica se convertiría en uno de los escasos jóvenes intelectuales españoles que se atreverían a afrontar, en su caso con enorme talento y solvencia, además de con una  clarividente penetración nada mimética ni rutinaria, esa “inmensa montaña de literatura”, como la llamaría el crítico George Steiner, creada en torno a un autor que en toda su vida no había publicado más que una media docena de relatos y bocetos. Un autor que provocaría, en ocasiones, una pavorosa “kafkología”, en palabras de Kundera, y que, como dice Alvaro de la Rica en su obra –“acaso el primer apocalipsis moderno”- se vería empujado y condenado a asumir todo lo negativo de una época y de una condición humana universal, a tocar de cerca con sus visiones un corazón oscuro y tenebroso que tantas veces sobrecogería a sus lectores.

     Kafka, como mantiene en su ensayo De la Rica, prefigura y graba a sangre y fuego en sus novelas y relatos, en la forma de figuras del exterminio, “antes de que sucediera”, genocidios masivos y posteriores, que sacudirían a su más inmediata familia, ya que sus tres hermanas morirían años después en Auschwitz. Como dirá el autor de este estudio: “Ni En la colonia penitenciaria ni en ninguna otra de sus ficciones, especialmente El proceso y El castillo, ni las agudas reflexiones que las acompañan, escapan a un momento de la historia europea que se puede calificar de apocalíptico”. Una apocalipsis entrevista, que le hace convertirse a Kafka en una especie de gran testigo de cargo, por anticipado, del totalitarismo político –en sus diversas formas duales- del siglo XX, tanto en la forma de “alfabeto” detallado del nazismo, como en la casi exacta descripción del sistema político comunista y de aquellos aterradores juicios posteriores, en los que las víctimas y castigados sin causa reconocible, acabaría clamando porque se les reconociera culpables. Sin haber llegado a tiempo al destino que probablemente le esperaba, lo mismo que a sus hermanas, nadie como él, como dirá De la Rica, fue capaz de retratar la degeneración de aquellos sistemas políticos y la monstruosidad tantas veces inconcebible del Holocausto.

   Un tema, el Holocausto, al que citamos sobre todo porque también ocupará una parte importante y de gran intensidad, aunque sea de manera aparentemente colateral, en la obra  La tercera persona. Primera y excelente novela de Alvaro de la Rica, en realidad contiene dos distintas, aunque enlazadas,  de un ciclo de nueve historias que irán apareciendo con el tiempo. Su género mixto o amalgama de varios tipos de relatos (la novela epistolar, el relato filosófico y moral  a lo Jacques le fataliste de Diderot, pero también de Proust, Camus o Les liaisons dangereuses de Laclos, o bien los magníficos Petits Traités de Quignard) gozan de más tradición en las literaturas francesa o alemana y la hacen de nuevo tan inusual y extraña, tan fascinantemente compleja en su torbellino de ramificaciones, en comparación a lo que estamos acostumbrados en el ámbito de los nuevos narradores de nuestros días, como también lo fue en su día  su ensayo Kafka y el Holocausto.

  “Nadie puede conocer el sentido de las relaciones entre las personas”, se dice en la novela La tercera persona de Alvaro de la Rica. Sobre este enigma y permanente ambigüedad y falta de clarificación en las relaciones de seres humanos que comparten intimidades en ocasiones mucho más intensas que las de una alcoba o lecho matrimonial, están construidos los dos relatos complementarios que conforman esta obra. Sobre esa constante turbulencia y fina línea o frontera, casi invisible en ocasiones, que separa en la vida la amistad y el amor, el deseo sexual y la afinidad puramente espiritual, transitan estos relatos. Ya sea en la correspondencia que se intercambian dos personajes, un hombre y una mujer que han sido todo el uno para el otro, sin llegar a “consumar” su relación, o ya sea en el encuentro fortuito de un norteamericano en París con una seductora y bella mujer que le arrastra a una “confesión” y quién sabe si también a acabar esa noche con él en la habitación de su hotel, todos ellos están sujetos a cambios imprevistos, tanto interiores como exteriores, a oleadas de pequeñas e invisibles metamorfosis –muchas veces ignoradas por ellos mismos y no sólo por los demás-  que pueden dar inopinadamente la vuelta a lo que ha sido su historia personal hasta esos mismos momentos.

         Dividida la obra en dos partes que aluden principalmente a la figura de esa “tercera persona”, ese intruso que interfiere en una relación de pareja, sea la que sea la relación que los une y el tipo de pareja del que se trate, el primer relato lleva por título “Todesbanden (Una noche del otoño de 2008)”. Un relato que adquiere un tono brumoso y como de sueño, como de juego perverso o pesadilla kafkiana, entre lo onírico y lo real, en el que subyace  sin cesar una continua y fuerte “tensión erótica”. Un relato, cuyo misterio y extrañeza va creciendo por momentos, que se sitúa en la órbita de autores como Schnitzler y su famoso Relato soñado o en cualquiera de los no menos magníficos de Dino Buzzati. El protagonista, que en este relato se introduce a sí mismo ante una extraña y tentadora mujer, Moïra –que comparte el nombre con el personaje principal  de una novela de Julien Green, en torno a una joven estudiante deseada ferozmente por todos-, conocida por casualidad en un café de París, con la que inicia un excitante y  repentino coqueteo, se llama Jacob  y es  profesor en la universidad de Nueva York. Según él mismo dice, escribe para algunos periódicos y de vez en cuando publica libros, aunque no específicamente novelas. Como ironiza –esas ironías de intelectual neoyorquino a lo Philip Roth que no cesarán de aparecer en toda la novela- lo que escribe son “sólo estudios y comentarios, soy judío. Judío según las leyes de Vichy y no por la Torá”. Moïra, por su parte,  le confiesa que su motivo de estar en París es que ha venido a despedirse de un amante casado, Franc, con el fin de acabar con la relación, una relación que los está destrozando. Franc y Moïra le suplican a él, a un desconocido que no sabe nada de ellos, o al menos qué tipo de pareja son –“hasta qué punto son una pareja abierta”- que les ayude en el momento desgarrador y traumático de la separación. Dos constantes, la “confesión” que le hace un personaje a otro y que le implica rápidamente no sólo en el dolor y problemas privados que arrastra consigo,  sino que le introduce desde ese instante en la historia futura, ya sea cercana o no, de su vida, y por otra parte, el hecho de  la “despedida”, de la cancelación necesaria y abrupta de una relación que ha gozado de una gran intensidad, ya sea sexual o platónica, que se repetirá en estos relatos.

      Por su parte, Jacob, que en esos momentos ha ido a París, como él dice, “deseando aclararme sobre algo que tantas veces me había quemado por dentro”, se dispone a contarle a Moïra, la inesperada confidente, una extraña historia “que había marcado mi matrimonio con la sombra del adulterio”. Ante la pregunta de Moïra de si nunca ha tenido “tentaciones” en su vida de casado, Jacob muy pronto  se confiesa ante su nueva amiga, u objeto furioso e irresistible de deseo, la que en realidad maneja toda la situación (“es ella la que lleva la delantera en todo, tres horas manejándome a su antojo”). La introduce en lo que es  la historia y el dolor actual de su vida. Existe en la vida de Jacob -según cuenta- una amiga de la universidad a la que se siente unido “por lazos que no me explico”. Ha preferido mantenerse fiel a su mujer, ha escogido la renuncia –“no me preguntes por qué”- pero no por ello el deseo ha cedido: “Deseo acostarme con ella. Todos los días y todas las noches siento ese deseo. A veces con una fuerza que me parte el alma en dos”.

   El segundo relato, “Desde un tren Brest-Lyon. Final de la primavera de 2008”, retrocede en el tiempo y en lo que ha sido hasta ese momento la historia de Jacob. Esta vez entra en juego la que ha sido esa “tercera persona” en discordia, o bien en feliz y estimulante compenetración, que le narraba en el capítulo o historia anterior a Moïra. Jacob ha estado unido hasta hace poco a una compañera y colaboradora de la universidad, Claire, a través de un grado de intimidad superior a la física y carnal de muchos otros (“al fin y al cabo, la cama no es lo más importante, ni mucho menos lo más íntimo”) y con una  dependencia mutua que se había vuelto tan vivificante y enriquecedora, tan indispensable, como casi insoportable e invivible. Casados ambos, Jacob y su compañera, los dos, después de unos años de fría y correcta relación profesional, estuvieron a lo largo de los últimos meses, finalizados con una brusca despedida, unidos por vínculos de una tremenda y creciente intensidad en la que ninguno se decidía a “decir basta”. Ahora, la que se encarga de narrarlo “desde el otro lado”, desde su propio punto de vista o “confesión” directa, sin necesidad de utilizar testigos extraños, como fue el caso de Moïra en el anterior relato, donde Jacob apenas esbozó su historia, es la mujer, la amiga de Jacob en la Universidad. De nuevo, volvemos a encontrarnos en este relato con parejas cruzadas, en unos casos insatisfechas, como es el caso Claire y su marido, que viven en el fracaso total de un matrimonio que se ha dejado de querer y que no acaba de dar el paso definitivo de la separación, y Jacob que vive por el contrario un matrimonio en principio feliz, aún con la angustia de una enfermedad sin precisar que acecha constantemente  a su mujer. Sentido de culpa y miedo a pecar (“a infringir la ley, a condenarse”), desesperación y confesiones mutuas y compartidas, un amor que es dolor a un  mismo tiempo, pero que también puede llegar a vencerlo, a ser “superior al dolor y no sólo su otra cara”, vuelven a aparecer turbulentamente en esta narración epistolar. Lo hace en la forma de una carta en la que amiga o amante platónica de Jacob hace recuento de lo que fue su historia, la historia personal de ella y la de los últimos meses de los dos juntos, hasta la aparición inopinada de una tercera persona, que provocó la separación definitiva de algo que ya de por sí se había vuelto invivible. De nuevo, en este relato escrito durante el trayecto del tren de Brest a Lyon, se repite la ceremonia de los adioses de una pareja –sean amigos íntimos, amantes que nunca llegaron a serlo, o una mezcla ambigua y sin determinar de todo ello- para lo que ha sido necesaria la intervención de un extraño, de un tercero. A la carta de Claire le llegará una respuesta, que conforma la tercera parte del libro (“La respuesta de Jacob, o el comentario. Comienzo del verano de 2008”). El mismo Jacob, de nuevo irónicamente y haciendo bromas sobre sus habituales cometidos académicos y profesionales, titula su respuesta como “comentario” : “Tu carta está escrita para ti misma, para aclararte tú. Me la escribes a mí, pero podrías no habérsela dirigido a nadie. Es un autoexamen (…) Lo único que yo puedo hacer ahora es comentarte algunas cosas de las que escribes: al fin y al cabo, el comentario de un texto escrito es mi única especialidad (…) El comentario es siempre una forma de poner distancia. Es como un refrigerio, o un apaciguamiento. De esa forma uno cree que domina aquello que tiene delante”. De todas formas, como él mismo aclara, la pasión enfriada o vista a distancia por la razón no siempre es algo superado, totalmente vencido. En cualquier momento ese “fuego” que se creía dormido, dominado, puede resurgir y revolverlo todo, trastocando todo lo que la razón había expuesto y clarificado fríamente en un momento anterior.

  Novela radial, multitentacular, que se abre sin cesar como un torbellino que avanza y retrocede, bien circularmente o por espasmos, como las emociones y “puertas” que van atravesando simbólicamente sus protagonistas, en el intercambio epistolar entre Claire y Jacbo se regresa  a un hecho que marcó, de una forma más o menos visible, más o menos secreta, a estos personajes. El hecho o trauma sin igual del Holocausto. El principio y el fin simbólico de muchas cosas. En la respuesta a la carta de Claire, Jacob le confiesa una de las razones -¿quizá la principal, sobre todo en su caso, como judío?-  por la que siempre la admiró: “Conozco tu generosidad a la hora de ponerte en el lugar de los demás, tu delicadeza, tu incapacidad de herir a nadie, y he observado tu fragilidad cuando algo, o alguien, te hiere a ti (…) Llevas varios años zambullida en el estudio de la shoah y sé que es algo inseparable de tu vida, algo que no te puedes explicar y que te rompe por dentro”. Será precisamente en una visita a Cracovia, cuando Claire, que está iniciando en esos momentos un enamoramiento con un amigo íntimo de Jacob que ha viajado con ellos, y tras decidir ir a lo que es el centro simbólico de su estudio de muchos años, Auschwitz, “el corazón del mal”, cuando todo acabe entre ellos.

      La muerte, esa muerte simbólica que planeaba por estos relatos complementarios y con la que se iniciaba la novela, esa cancelación abrupta de muchas cosas que se acaban, de muchos seres que dejan de “vivir” a diario para otros y ser “alguien” diferenciado, alejándose de su camino, o esa muerte o asesinato feroz y ritual de seres indefensos provocado en cierto  momento de la Historia, la que cancele la historia privada de estos dos personajes. Dos personajes que han necesitado de la ayuda de un tercero para separarse. Dos personajes que se han desnudado y  han narrado sus confesiones más íntimas –“las que les quemaban”- aceptando a duras penas el desgarro que siempre supone un adiós, sea del género que sea: “Hay una tercera persona que orienta las relaciones en la buena dirección (…) Entre tú y yo ha estado siempre presente mi mujer. Entre mi mujer y yo has estado tú presente, y eso me ha servido para darme cuenta de lo mucho que la quiero a ella. La tercera persona. En toda relación hay que buscar siempre a la tercera persona. Es el único camino, la verdadero vida”. Una vida que se había dejado aparcada por un tiempo, pero que estuvo siempre allí, alerta y expectante, pendiente de ser retomada.-.

 

Álvaro de la Rica, La tercera persona, Barcelona, Alfabia, 2012.

 

 

                                               

    

Escrito en La Torre de Babel Turia por Mercedes Monmany

27 de octubre de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Noche final, si al fin tengo que verte,

sé una duelista noble y dame el sable

con en el que en nuestro duelo inevitable

no esté dejado yo sólo a mi suerte.

  

Si la naturaleza no subvierte

su orden por más lucha que se entable,

déjame por lo menos la improbable

ocasión de intentar matar mi muerte.

 

Mientras me agujereas el abrigo,

aún en los botones viejas huellas

de mi niñez, yo lucharé contigo,

 

noche en la que me miren las estrellas,

como amantes que, en un cielo enemigo,

sean dulces, crueles, como fueron ellas.

 

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro García

22 de octubre de 2014

   Desde la noche de los tiempos, Eros y Thanatos han conformado los dos grandes ejes, además de básicos, sobre los que suelen asentarse y moverse los mecanismos de las grandes obras literarias. Ambas fuerzas están presentes  en Samsa, de Lorenzo Ariza, latiendo con gran potencia en su horizonte, aunque el latido camine más por el carril de la sugerencia que por el trillado de la evidencia.

   Así, Grete, la hermana de Gregor Samsa (que, en la novela, también actúa como elemento metafórico, capaz de retardar y ocultar la problemática al personaje central), actuará como eje erótico ante el protagonista-narrador, quien, sin saber la causa, se ve empujado a escribir sobre todo cuanto le rodea para así disipar, cuando menos, alguna de las muchas nieblas que se ciernen  sobre su existencia. 

   Frente a éste eje sexual, femenino y erótico, en paralelo, caminará la fuerza del thanatos, asentada en el extraño accidente y  posterior muerte del “principal” –brazo derecho del protagonista-narrador- quien hasta su óbito ha llevado con precisión matemática la ancestral empresa familiar que el protagonista heredó de sus mayores; una muerte que revolotea de forma insistente en todos los actos y sucesos de la novela.

   Pero aún siendo importante la presencia de tales polos universales, Lorenzo Ariza, con el potente eco de Kafka al fondo, hace parpadear  con contundencia su interés por el tema del absurdo y sus muchas adherencias y ramificaciones. Nos referimos al absurdo que borra límites y que emborrona las fronteras de la lógica. Con ello, la visión de la existencia humana perderá su prístina claridad y posibilitará el paso al lado oscuro de la vida y, a la vez también, permitirá el acceso a la “otredad” (no olvidar la persistente metáfora del protagonista ante el espejo. Valga una cita como ejemplo: “Por la mañana, al despertar, observándome en el espejo, pensé a que lado del mismo se encontraba aquel que decía ser yo”, pág. 89). De eso, precisamente, trata Samsa, en permanente diálogo con La Metamorfosis de Kafka (y de algunos otros cuentos del checo: “el artista del hambre”, por ejemplo), del lado oscuro de la vida y de la necesidad de hablar del “otro” o de encontrar al “otro” que está instalado en nosotros. Un diálogo o narración que se consigue, sobre todo, gracias a la abundante presencia y poder de los sueños (“”sólo en el sueño se hacían factibles las metamorfosis” confesará el protagonista- narrador en la pág. 96 al saber con certeza que “en los sueños somos los que nos somos”) y, también, al poder de las alucinaciones o de las locuras personales que habitan y viven en la mayoría de los personajes de la novela (y de todo lector, por supuesto).

   ¿Cómo llega a ello Lorenzo Ariza?, ¿cómo  consigue exponer el absurdo de la existencia? O ¿cómo accede y traspasa la oscuridad que envuelve a ésta?  Lo consigue  haciendo uso de la anécdota con el mencionado apoyo de la historia de Gregor Samsa en lontananza. Con la anécdota, en una continuo y permanente ramificación, logra expandir su historia narrativa hacia el problema de cómo acceder, conocer y comprender la existencia del ser humano. O, cuando menos, de cómo acceder mínimamente el lado oscuro del ser humano. Un lado oculto e inquietante a la vez que gratificante.

   La anécdota en Samsa, tal como ocurre también en la narrativa de Javier Tomeo, por ejemplo, se reduce a un hecho en apariencia trivial  que, sin embargo, es marcado de forma puntual en tiempo y en el calendario desde el inicio de la novela (“Día lluvioso de noviembre”). Es decir, lo imprevisto, rebozado de lógica. Y con esa lógica asentada en la anomalía, la profundización. La historia en pleno sentido apenas tiene cabida. Todo se reduce a lo que un narrador omnisciente quiere contar. Estamos ante el arte de componer con un material mínimo, celular, para derivar a lo monumental y de trabajada arquitectura. Y ello es así porque la clave de la novela no radica en el suceso o circunstancia, sino en el desarrollo a que es sometido el breve suceso o anécdota, ramificada en una tupida red de disyuntivas.

 En Samsa la anécdota desencadenante es la siguiente: Un mozo de almacén comunica al principal y éste al dueño de la empresa (a la postre protagonista y narrador de la novela) que uno de sus comerciales no ha acudido, como de costumbre, a la estación para tomar, como estaba fijado, el tren de las cinco. Es decir, la lógica de la rutina cotidiana del trabajo en la empresa se ha roto y debe ser conocida la causa de tal interrupción de la cadena. Un suceso simple, pero imprevisto, trastoca el orden secreto de la cotidianidad y debe ser analizado en profundidad. Ahí reside el desarrollo de la novela, pues la falta a la cita del comercial, conlleva la investigación del principal y a causa de lo que éste descubre cuando acude a la casa para interesarse y saber de él –algo desconocido para el lector y continuamente aleteando en la narración- la locura ocupa su persona y acaba muriendo arrollado por un tranvía. Tras este arranque, la historia narrada adquiere rápidamente ramificaciones en varias e imprevistas direcciones: investigación de la muerte, indagación introspectiva del protagonista-narrador, salida a la luz de circunstancias oscuras  tales como la vida oculta (“otredad”) del principal y del comercial, etc. En suma, el suceso y su imprevisto acaecer permiten traspasar los límites de la realidad aceptada como verdadera y normal y, por tanto, acceder a otro mundo paralelo o submundo desconocido que deja claro que el absurdo es quien domina la vida.

   Una vida desconocida a cuya información se irá accediendo a cuentagotas, engrosando la anécdota inicial para arribar a una realidad plural, ramificada en varias direcciones, sean las  varias relativas a la vida de quien narra (desde el sueño, la introspección, la alucinación o la impresión), sean las relativas al hecho narrado y sus secuelas, o sean las propias a las vidas del resto de  los personajes que pululan por la novela. La conclusión final será de desasosiego, de manera similar a lo que acontece en las creaciones kafkianas o en las obras de Javier Tomeo con quienes Lorenzo Ariza se emparenta.

    No quiero –no debo- desvelar más, pero sí decir, por ejemplo, que la historia narrada cuadra a la perfección con los lugares donde acaece –almacén, calles, casa...- y, también, que tales espacios poseen su buena dosis de tribulación dentro de la lógica de la cotidianidad. En ellos, la sensación de lo cerrado, de clausura, de oclusión, de agobio... abunda. En ellos y en los muebles y demás elementos que los cercan, dando así la fisonomía adecuada cual geografía acompañante, al tiempo que asisten a los sueños, cuadran con lo imposible y dan forma a la alucinación (remito a la casa de la familia Samsa, por ejemplo). Y, también apuntar otro buen hallazgo de Lorenzo Ariza: maneja bien los tiempos verbales en función de la materia narrada (narración de hechos,  introspección, sueño...) sin que haya quiebro alguno en lo relatado. O que lo pictórico ayuda perfectamente al aura de las descripciones. O que las enumeraciones concuerdan como guantes con la introspección... En suma, una primera obra, densa, sugerente, profunda que rompe con el típico esquema que se espera de cualquier opera prima. Una primera obra que sorprende por su prosa  medida, equilibrada, comunicativa y, sin duda, fiel a los momentos que el autor relata y, ante todo, una prosa rica en contenido y significados, por su detallismo comunicativo tanto a la hora de dar fe de  sucesos, como a la hora de especificar rasgos físicos y psíquicos.

 

Lorenzo Ariza, Samsa, Oviedo, Pez de Plata, 2014.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ramón Acín

21 de octubre de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bendito sea el suicidio. 

Lo mejor de nuestro amor fue suicidarnos. 

Tantos suicidas en París, en Nueva York,

en Ginebra, en Londres, en Estocolmo y en Madrid. 

Hombres y mujeres que se arrojan por las ventanas,

desde décimos o undécimos pisos,

intentando volar en el absurdo viento de las ciudades. 

Bendito sea el suicidio, que nos iguala a los ángeles

más famosos en las rutinarias gradas del Universo. 

Es temperamental, la muerte por amor. 

Suicídate, no significa nada, el mundo resplandecerá

aún más y no habrá tristeza alguna porque nadie te ama ya. 

Hombres y mujeres que dispararon negras pistolas

contra sus inocentes y vencidas sienes,

que castigaron  su aparato digestivo

con cápsulas verdes y blancas, rojas y amarillas. 

No soporté que me abandonaras, amor mío. 

No soporté quedarme sin trabajo, amor mío. 

No podía verte con otra, amor mío. 

San Ian Curtis, San Mariano José de Larra, Santa Silvia Plath,

la santa horca, la santa pistola y el santo gas,

y el amor siempre,

el amor

tan asesino. 

Di adiós a tu cuerpo, se ha quedado vacío. 

Bendito sea el suicidio,

que nos aleja de la mirada de todos los Emperadores. 

Bendito sea el suicidio, el gran adiós de los lunáticos. 

Qué bella es la muerte y su hermano el sueño,

dijo un inglés ilustre. 

No podía soportar las nubes, el mar, las calles,

amor mío. 

Cúbreme de tierra, estaré bien no estando,

amor mío.

Cómprame un ataúd barato, estará  bien así.

No hace falta que me recuerdes, amor mío.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

20 de octubre de 2014

 

No, no hablemos hoy de la belleza

(la que desde el origen va unida

a la verdad,

la que bien entendida aún permite

ser humanos

a los que no desean ser humanos,

la que armoniza la naturaleza

y permite que el mundo -¿hasta cuándo?-

aún gire suavemente

en sus goznes).

Recordemos tan sólo

a aquel para quien nunca podrá haber

memoria.

 

Se llamaba José.

Fue el asesinado de nuestra familia.

Fue uno de esos muertos

que hubo en casi todas las familias

de ese país que se llamó Cainlandia.

En concreto, fue uno de aquellos siete mil

y pico que creyeron simplemente

en lo sagrado.

 

Fue un joven agustino.

Dicen que en su voz

poseía la música de Orfeo.

Había logrado huir de su colegio

y en una pensión buscó refugio.

Vestía de paisano, deseaba

quizás estar en paz

consigo mismo y con aquel Madrid

convulso,

pero una noche

hombres airados fueron en su busca.

Fue llevado hasta el barrio

de Tetuán, a la checa

del Cine Europa,

donde fue torturado,

sin causa, hasta la extenuación.

 

Luego, fue conducido hasta un lugar

que todavía hoy suelen llamar

“El Quemadero”

 

(un basurero entonces de la ciudad,

allá por donde hoy –¡ironías del destino!–

se alza un hospital al que llaman “La Paz”).

Allí, en “El Quemadero”,

entre los desperdicios,

José fue asesinado y sepultado.

Para él no habrá jamás

ni justicia,

ni tumba.

 

Tenéis razón, no hablemos de la belleza hoy.

No digamos tampoco quienes fueron

los cobardes.

Sin ira y sin rencor,

tengamos simplemente un piadoso recuerdo

para aquel inocente

y para sus asesinos

sin rostro.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Colinas

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