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16 AUTORES LE RINDEN HOMENAJE A TRAVÉS DE 180 PÁGINAS DE TEXTOS ORIGINALES

EL AUTOR DE “EN LA ORILLA” PUBLICA EN “TURIA“  FRAGMENTOS INÉDITOS DE SU CUADERNO DE NOTAS 

Rafael Chirbes será el gran protagonista de la nueva entrega de la revista cultural TURIA. En un año en el que está obteniendo el aplauso unánime de crítica y lectores gracias a su novela “En la orilla”, Chirbes recibe el homenaje de 16 autores que publican en TURIA 180 páginas de textos originales en los que se analiza su personalidad y su obra literaria. El sumario se enriquece, además, con una amplia selección de fragmentos inéditos del cuaderno de notas de Chirbes bajo el título de “A ratos perdidos” y la más completa biocronología nunca difundida sobre su trayectoria.

El próximo día 27 de noviembre, TURIA dará a conocer en Teruel este nuevo número. Será un acto de reconocimiento a Chirbes que contará con la presencia del propio escritor homenajeado y con la del profesor y crítico literario Fernando Valls, que ejercerá de presentador y que ha coordinado el monográfico que la revista dedica a un autor que no deja indiferente a nadie. No en vano suele decirse de él que su literatura es la de un sabueso a la caza de la verdad.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

17 de noviembre de 2014

La vida es un movimiento continuo en el que hay que superar fronteras, afrontar contratiempos y reubicarse de forma constante para adaptarse a las nuevas situaciones que surgen. El cine de José Luis Borau se acomoda muy bien a esta reflexión, como lo fue su vida, vinculada no solo a la industria cinematográfica sino también a la literatura y a la gestión cultural, puesto que no hay que olvidar al Borau presidente de la Academia del Cine así como de la SGAE o al académico de la Lengua que fue. El cineasta zaragozano ha sido muchas cosas y su obra, prolífica. Eso sí, no debemos tener en cuenta exclusivamente su vertiente cinematográfica, cuya filmografía como director tampoco es muy extensa, sino su amplia obra cultural, que abarca su faceta literaria como escritor y editor, al margen de su labor como guionista, sin olvidar tampoco la de productor e incluso actor.

De Borau se han publicado numerosas biografías y aproximaciones a su filmografía, las más conocidas las de Agustín Sánchez Vidal y Carlos F. Heredero, y junto a ellas otras no menos notables como la de Luis Martínez de Mingo y, una de las más recientes, el libro publicado por el Festival de Málaga en 2011 obra de José Luis Angulo y Antonio Santamarina. A la extensísima bibliografía sobre Borau hay que sumar otros proyectos editoriales que arrojan luz sobre el autor de Furtivos, como el libro catálogo de la exposición que el Festival de Cine de Huesca de 2009 acogió en torno a esta película, o el completísimo monográfico que meses antes le dedicó la revista Turia del Instituto de Estudios Turolenses en su número 89-90. Ahora se suma un nuevo volumen, José Luis Borau. La vida no da para más, de Bernardo Sánchez Salas, un proyecto que no es nuevo, sino que se remonta a hace un lustro, pero que ha atravesado por múltiples vicisitudes y que apareció por fin publicado poco antes de la muerte de Borau, convirtiéndose así, incluido su título, en el epitafio de quien ha sido una de las personalidades claves de la cultura española de las últimas décadas tanto por sus aportaciones cinematográficas como literarias, que hasta la fecha han resultado las más huérfanas de estudio. El libro de Sánchez Salas pretende cubrir ese vacío.

José Luis Borau. La vida no da para más es un libro extraño, atípico, chocante por su estructura y la disposición de su contenido, pero también porque aborda algo escasamente tratado en los trabajos sobre el cineasta, su obra narrativa escrita más allá de los guiones de sus filmes. El apartado dedicado a explorar esta faceta, bajo el epígrafe Un escritor de ida y vuelta, es por ello el más interesante de este ensayo y un complemento imprescindible dentro de los estudios realizados hasta la fecha sobre el realizador y escritor. El libro atravesó por varios contratiempos y su publicación se fue retrasando, por lo que su autor ha ido incorporando adendas y añadidos sin pretender alterar su espíritu inicial. La obra vio por fin la luz en 2012 dentro de la editorial Pigmalión y con el patrocinio, además, de la Semana de Cine Experimental de Madrid, la Fundación Autor y la SGAE.

El título hace referencia a un comentario que Borau le hizo a Sánchez Salas en uno de los múltiples intercambios epistolares que mantuvieron, cuando al requerirle las respuestas a un cuestionario que le había enviado, le pidió más tiempo para hacerlo porque sus múltiples compromisos le impedían contestarlo en el acto. “La vida no da para más”, le dijo, pero en el caso de Borau, la vida le dio para mucho, para ser uno de los personajes más importantes que ha tenido la cultura española en los últimos tiempos, por lo que es de esperar, y de desear, que todavía se publiquen muchos más trabajos sobre él. En este caso su rasgo distintivo reside en abordar, entre otros aspectos, esa vertiente literaria y editora a la que ya hemos aludido, además de contener la que probablemente sean la filmografía y bibliografía más completas del autor realizadas hasta la fecha.

El libro tiene una estructura muy ligada a las experiencias vitales de su autor y a la relación que éste mantuvo con José Luis Borau, que se tradujo en la posibilidad de acceder a relatos antes de su publicación y también a conocer los dos últimos guiones que dejó sin rodar, La Pajarita de Oro y Los hermanos del Don –en colaboración este último con Rafael Azcona–. Las reflexiones que se hacen sobre estos trabajos figuran entre las aportaciones más novedosas que el lector puede encontrar. No se propone Sánchez Salas abordar en profundidad toda la obra cinematográfica de Borau, sino que busca centrarse, sobre todo, en su producción a partir de 1990, dando por suficientes las aportaciones hechas antes de esa fecha por Carlos Fernández Heredero y Agustín Sánchez Vidal. A partir de esa premisa, el autor nos traslada al universo de Borau a través de sus últimos trabajos para el cine y la televisión, con continuas miradas hacia su filmografía anterior, teniendo presente como nunca se había hecho antes su obra narrativa escrita. En medio, el lector encontrará una inusual conversación entre Borau y Sánchez Salas, tras pasar una jornada juntos en Logroño y de contenido más anecdótico que otra cosa, aunque ayuda a comprender la forma de ser del personaje. Pero lo más destacado de este peculiar trabajo son esos vínculos que el autor establece entre cine y literatura, y de qué manera unos y otros están presentes al final en toda la obra de Borau, y cómo su actividad en el cine y las múltiples facetas que ha desempeñado son el desencadenante de los libros que publicó en las dos últimas décadas. Aflora así el escritor oculto, el que se escondía tras los guiones literarios del sus filmes, objeto igualmente de publicación como si de novelas se tratara, y en algunos casos transcritos de la imagen a la palabra por el propio Borau, lo que le confiere todavía más un valor literario, como fue el caso del guión de Furtivos publicado en la revista Viridiana. Sánchez Salas indaga en ese Borau escritor que no tiene ambiciones literarias pero posee un prurito literario que ha quedado patente en libros como El caballero D’Arrast, Camisa de once varas, Navidad, horrible Navidad, y Amigo de invierno, entre otros. Lo hace, además, profundizando, interesándose por comparar ediciones, como el original de Arituyena, primer relato que se conoce de Borau, publicado en 1952 en la revista del Colegio Mayor Cerbuna de Zaragoza y reeditado en 2008, reelaborado por el cineasta y con el nuevo título de El país de Arituyena. La conclusión a la que llega Sánchez Salas es que cine y literatura van de la mano en Borau, aunque precisa que lo primero no monopoliza lo segundo pero se trasluce, según sus propias palabras, “como una especie de guía o de ‘guión’ para atravesarla, incluso –en buena medida– sustanciarla y abrazarla”.- FRANCISCO JAVIER MILLÁN.

 

Bernardo Sánchez Salas, José Luis Borau, La vida no da para más, Pigmalión y Semana de Cine Experimental de Madrid, Madrid, 2012.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Francisco Javier Millán

Cómo elevar el vuelo, sin ser un ángel, desde un cuarto propio, cómo comprar flores y gatos persas, papel para escribir; cómo lanzar un anzuelo, cómo lanzarse uno mismo como anzuelo para intuir una idea del mundo, para rozar una idea sobre el mundo. Cómo pasar el día con la mano suspendida en el aire, asida a una pluma, al borde de un tintero, al borde del lago. Y qué decir. Y cómo decirlo. Y cómo decirlo en libertad.

 

A Virginia Woolf le preguntaron por su profesión y le sugirieron que hablara sobre ella y sobre las dificultades a las que se enfrentaba una mujer en esa profesión. Como era de esperar, hizo algo más que un catálogo de nudos sociológicos. En esa pequeña conferencia, Virginia señala las condiciones y obstáculos con los que se enfrenta una mujer a la hora de elegir la escritura como profesión, y a la hora, como creadora, de dejar correr la mano sobre el papel con libertad; en no más de cinco páginas, resume toda una actitud frente a la creación.

 

Comprar el papel y la pluma, disponer del cuarto y el tiempo necesario, disfrutar de cierta independencia económica: éstas eran las condiciones materiales. No es poco, y aún era menos poco para una mujer en aquella época. Sin embargo, Virginia Woolf añadía que para comenzar a escribir, además de reclamar aquel cuarto propio y el tiempo y el papel, había que matar al ángel de la casa. Es decir, el acto fundacional de la escritura como profesión, señalaba con serena y compleja precisión, era, en cierto sentido, un acto de violencia. En el caso de una mujer a principio de siglo, se trataba de elegir al otro abstracto que es la escritura frente a los otros particulares.

 

Había que comenzar con un acto de desplazamiento, de violentación del orden establecido, para ejercer la profesión de escritor, seguido de un acto de libertad extrema en el decurso de la conciencia para vivir como tal: estas son las premisas que Virginia Woolf reclama para la creación. Aunque sea desde un lugar distinto del prisma, me parece que las observaciones de Virginia Woolf continúan siendo vigentes. Preguntarse por el actual ángel de la casa, preguntarnos sobre cuáles son los fantasmas de contención con los que se enfrentan hoy los creadores, y, suponiendo que se puedan conjurar, preguntar si se enfrentan hoy con libertad –como mujeres, como hombres- sin la coacción de la mirada sancionadora externa a la que alude Virginia, ¿acaso no siguen siendo tareas necesarias?

 

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*Conferencia dictada en la National Society for Women’s Service el 21 de enero de 1931. Póstumamente publicada en La muerte de la polilla, 1942

Es posible que en estos años las dificultades para iniciar la creación y afrontarla con libertad sean menos disímiles entre hombres y mujeres, sin embargo creo que, en cierto sentido, son más complejas para ambos sexos. Los ángeles domésticos y los espejos petrificadores no han perdido ni su persuasión ni su severidad.

 

Alas: la escritura como profesión

Volvamos al acto fundacional de la escritura: matar al ángel de la casa. Virginia se refería con esta imagen al popular poema de Coventry Patmore en el que éste elogiaba a su perfecta esposa victoriana. Según la intepretación de Virginia, esa perfecta esposa era una especie de lubricante de la realidad, una mezcla de ángel y duendecillo, malicioso si era el caso, que se encargaba de limar asperezas, engrasar los goznes para que no chirriaran, moderar desavenencias, apaciguar desencuentros y facilitar el curso de los acontecimientos previstos. En principio no parece una mala tarea, salvo porque no hay opción ni imprevistos. El ángel de la casa custodiaba un orden ni elegido ni cuestionable, y lo hacía bajo la brújula de la renuncia y la abnegación.

 

En esa pequeña conferencia, Virginia Woolf confesaba que si bien creía haber solventado el problema de matar al ángel de la casa, sin embargo no había podido solucionar el conflicto del espejo; es decir, si bien los hombres eran libres para entregarse al acto de la creación en términos de imaginación y trance, las mujeres no podían hacer tal cosa. Podían, sí, reclamar su cuarto, reclamar la remuneración por su trabajo, reclamar su deseo de no ser las conciliadoras perpetuas de lo irreconciliable, pero el ejercicio extremo de la imaginación para crear la obra de arte estaba aún lejos. La descripción es sencilla y transparente, la joven mujer, que no sabe en qué consiste ser una mujer, ni cree que nadie pueda saberlo, ya ha escrito un artículo, lo ha enviado en un hermoso sobre, se lo han publicado, le han pagado por ello y con ese dinero ha comprado un gato persa: algo tan inútil como bello y necesario. Ése es su primer acto de escritora profesional, comprar un gato persa. Con ese acto y el de encerrarse a escribir su cuarto propio, Virginia entiende que ha matado al ángel de la casa.

 

Regreso entonces a la pregunta, con qué ángel se encuentran hoy la escritora o el escritor, la poeta, el compositor... Desgraciadamente, podemos hoy todavía preguntarnos, como Virginia, si en el ejercicio de la escritura hay algún obstáculo mayor para las mujeres que para los hombres. Sin embargo, no es esto lo que me interesa señalar, sino que el acto de la escritura, la decisión de escribir, se inicia con un acto de perturbación del orden, un acto de serena violencia que lleva a la escritora a la aniquilación de la gestualidad que le es impuesta. No estoy muy segura de que podamos seguir explicitando, con la “libertad” con que lo hizo Virginia, que es necesario ese grado de violentación de la realidad social e ideológica para, siquiera, empezar a plantearse el acto “profesional” de la escritura. Me temo que hoy no estamos menos impelidos a no generar conflictos, más allá de lo admisible, de lo que lo estaban hace casi un siglo los ángeles de las diversas casas. Quién de entre los profesionales compra hoy con su primer “sueldo” de escritor el camaleón de Keats, el barril de Diógenes, la itinerancia de Rilke, el pan con dos cerillas de Vallejo, en lugar de la mantequilla para las tostadas o la hipoteca de la casa. Así lo enuncia Virginia, así podemos enunciarlo hoy. Todo es entendible, sobrevivir es también vivir, comer pan con mantequilla, necesario. Pero no lo es menos el gato persa, la belleza del camaleón, la verdad de la belleza y la decisión de no asumir algunas contingencias. Al menos no todas. Ni es menos necesario tomar la decisión de no tener contento a todo el mundo, cosa terrible.

 

Matar al ángel de la casa: primer escalón, de ascensión o de descenso.

 

Espejos: la metamorfosis de la escritura

Pero esa mujer es ambiciosa y quiere algo más que ser una “profesional” de la escritura, esa mujer quiere un acto libre de imaginación y creación, quiere levantar la mano, aferrarla a la pluma y, una vez que le ha lanzado el tarro de tinta al ángel de la casa, como el que lanza una piedra a un estanque, una vez que ese receptáculo de líquida escritura le ha dado muerte al ángel, quiere algo más. El acto de asesinar al ángel es una experiencia laboral, social, no le basta con documentar y testimoniar, y ahora quiere una experiencia de creación de escritura, de imaginación. Pero no es posible:

 

“Quiero que me imaginéis escribiendo una novela en estado de trance. Quiero que penséis en una joven sentada, con una pluma en su mano, que durante minutos, e incluso durante horas, no sumerge en el tintero. La imagen que llega a mi mente cuando pienso en esa joven es la imagen de un pescador que yace hundido en sueños al borde de un profundo lago con una vereda que se extiende alrededor del agua. Dejaba que su imaginación se derramara libremente sobre cada roca y en cada grieta del mundo que yace sumergido en las profundidades de nuestro ser inconsciente. Entonces sucedió la experiencia, la experiencia que creo menos frecuente entre las mujeres escritoras que entre los hombres. La línea se fugó entre los dedos de la joven. Su imaginación se había desvanecido. Había buscado los estanques, las profundidades, oscuros lugares donde dormita el pez más grande. Y entonces algo se había quebrado. Hubo una explosión. Hubo espuma y confusión. La imaginación se había estrellado contra algo duro. La joven despertó de su sueño. Estabo en un estado de la más aguda y extrema angustia. Para decirlo sin rodeos, había rozado algo, algo sobre el cuerpo, sobre las pasiones que no le cabía a ella nombrar como mujer. Los hombres, su razón se lo decía, se habrían quedado pasmados. La conciencia de lo que los hombres dirían de una mujer que dice la verdad sobre sus pasiones la había expulsado de su artístico estado de inconsciencia. No podía escribir más. El trance se había desvanecido. Su imaginación no podía continuar creando. Creo que esta es una experiencia muy común entre las mujeres escritoras, se encuentran impedidas por el extremo convencionalismo de su sexo.”

 

Esa joven mujer quiere un acto de creación, un gesto que le permita entrar en contacto con lo desconocido, con lo que desconoce de ella y con lo que desconoce del mundo, y, si es posible, con lo que el mundo desconoce de si, es decir, con lo otro. Busca un acto de creación que se refleja en un espejo de doble naturaleza. El vuelo de la libertad creadora se anuda no tanto a las alas de un ángel como a las aletas de un pez, es decir, para que el vuelo no carezca de identidad y se convierta en una losa ha de sumergirse antes en lo inconsciente, individual o colectivo. La joven escritora, que bordea la orilla del lago y que ve el pez de lo inconsciente al fondo, sabe que debe prescindir de las preocupaciones que le pueda suscitar su imagen como mujer para poder sumergirse en busca de ese acto de creación; ha podido atravesar, como Alicia, el espejo de su propia mirada, pero no ha podido hacer lo mismo con la mirada del otro, ese otro que es el azogue, el que convierte una superficie transparente en un espejo, y que delimita lo que se refleja. En esta época, me pregunto si hay siquiera un espejo para la tarea del escritor, si hay siquiera “otro” que espera algo de ese “profesional” de la línea, continua, partida, suspensiva...

 

La creación como un diálogo con y contra los espejos. La creación como un acto de metamorfosis en diálogo con lo otro y en disidencia con lo uno.

 

Me pregunto si podríamos pensar en Orlando como en la respuesta al ángel de la casa. Creo que en parte sí: Orlando no sólo posee un cuarto propio sino un espacio laberíntico e infinito, como el mundo, Orlando no depende económicamente de nadie, y por tanto no le debe servilismo a nada ni a nadie, Orlando participa de ambos sexos porque lo que no necesita que el otro sexo le devuelva su imagen, y, lo que es más interesante, ante tal cúmulo de peculiaridades desplegadas con tanta naturalidad y levedad, a nadie le resulta ofensiva su extravagancia. Orlando es libre de encontrar la manera para desarrollar sus deseos e inquietudes, y, sobre todo, su intensa y a la vez serena necesidad de vincularse a la vida y las experiencias, y meditarlas como mejor le plazca. Todo esto, claro, con muchos matices, nadie es enteramente libre; si bien hay ciertas y distintas convenciones a las que adecuarse, el espacio que le queda a Orlando para ser lo que es, es bastante amplio porque, y esto es lo más importante, Orlando no tiene miedo, su identidad es cambiante y no está comprometida por un espejo petrificado. Orlando atraviesa el tiempo y la cultura y sus trasmutaciones casi como la poesía de Holderlin. Su vida es su escritura y ese interminable poema dedicado a un árbol.

 

Alcanzar esa libertad quizá sea utópico, pero de eso se trata, ¿no?. Al menos de intentarlo. Me pregunto qué escritor en estos días puede encerrarse en su cuarto, con su gato persa, su camaleón, su Odradek, su barata resma de papel, el arma homicida del ángel y lo que queda de éste, su pluma, y dejar correr la mano, a través de las metamorfosis. Cómo acceder a ese trance al que se refería Virginia Woolf sin quedarse paralizado ante la mirada sancionadora de lo que se espera o, lo que es peor, de lo que nadie espera.

 

Bien, convengamos en que, a estas alturas de la modernidad y de la posmodernidad, las prevenciones no son las que eran, pero convengamos también que resulta iluso pensar que estamos libres de sanciones de una u otra índole. En estos momentos, me temo que el doble espejo, ese en el que debemos mirarnos y a la vez el que debemos eludir, no tiene tanto el carácter de azogue moral, que también, como un carácter formal. Porque, ¿cuáles son hoy los espejos petrificados o falsos espejos que paralizan la mano sobre el papel? ¿Los críticos literarios, los estudiosos, los medios de comunicación o silenciamiento, el mercado, el río del clasicismo y la tradición del que cada artista debe ser despositario o de la que debe huir? Y ¿cuántos están dispuestos a sumergirse en el trance al que se refiere Virginia y regresar siendo otros? ¿Qué otros serían esos, y, para quién? Intuyo que ésta es más una época de cambios que de transformaciones, y que, en cierto sentido, la literatura ha renunciado a su poder alquímico de transformación. Convertida la cultura en consumo de ocio, convertidas las filosofías y las religiones en materiales arqueológicos, desprestigiadas las revoluciones, ignorados los recursos retóricos que no acudan al naturalismo, normativizadas formalmente las piezas artísticas, de la índole que sean (cuadros, poemas, películas, canciones, piezas de teatro, novelas), resulta cada vez más complicado, que no complejo, dejar correr la mano en libertad. Si la libertad de un creador fuera escribir un poema en prosa de quinientas páginas, o realizar una saga fílmica de veintisiete cortos de tres cuartos de hora de duración cada uno, o una novela por entregas en capítulos de tres renglones... Sí, esa libertad sería posible, como lo sería un circo de fantasmas, pero me temo que sólo bajo la intermediación de mecanismos publicitarios que enfatizaran no su carácter de objetos de conciencia sino de divertimento extravagante. Me pregunto, en realidad, cuál es el espacio de diálogo que ahora se le otorga a la creación.

 

Coda: anzuelos y piedras

De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, reza el refrán, y la cuestión es como enfrentarse a la escritura sin confundir las alas con piedras ni la profesión con la creación. Cómo no terminar con los bolsillos llenos de piedras, creyendo que son las alas de la profesión. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

 

Virginia Woolf no daba soluciones, se limitaba a poner el dedo en la llaga, a nombrar con lucidez no exenta de consternación, las dificultades que advertía y creía necesario salvar. Las nombraba como un San Jorge derrotado frente al dragón que habría deseado ser un Jonás que regresa del vientre de la ballena. Han pasado los años, y me parece que la enseñanza se mantiene intacta. Virginia exponía en esa breve conferencia sus conquistas y derrotas, sus fantasmas y hallazgos: los anzuelos necesarios para la creación y los detestables como seducción de la complacencia; las piedras necesarias para no perder el camino o para generarlo o para ser lanzadas contra los espejos del orden, y las que nos sumergen en el río sin retorno. Virginia Woolf se balanceó de manera extrema entre la racionalidad y el abismo, entre la transparencia sintáctica y la complejidad semántica, entre las bibliotecas conquistadas o por conquistar y los gatos persas; buscó obcecadamente la manera no de narrar un mundo femenino sino de encontrar el espacio para la mirada femenina. En Una habitación propia escribía: “Es funesto ser un hombre o una mujer a secas; uno debe ser ‘mujer con algo de hombre’ u ‘hombre con algo de mujer’. Es funesto para una mujer subrayar en lo más mínimo una queja, abogar, aún con justicia, una causa; en fin, el hablar conscientemente como mujer. Y por funesto entiendo mortal; porque cuanto se escribe con esa parcialidad consciente está condenado a morir. Deja de ser fertilizado. Alguna clase de colaboración debe operarse en la mente entre la mujer y el hombre para que el arte de creación pueda realizarse”. Esta, parece también hoy, una tarea pendiente.

 

Un cuarto, una desobediencia, libertad para sumergirse en lo inconsciente, diálogo con lo otro: ¿podremos cumplir con estas tareas? Esa joven mujer delgada nombró sin beligerancia, pero asumiendo la complejidad, el conflicto permanente al que se enfrenta la creación. Conciliar lo irreconciliable, asumir las dificultades a las que en cada época están expuestos los creadores, descubrir lo que paraliza la mano, buscar con rotunda obstinación la libertad. Pocas prosas son tan transparentes y sugerentes a un tiempo, tan conscientes de lo que nombra el arte sólo puede ser nombrado de esa manera. Su búsqueda lúcida y desasosegada, incluso en sus textos más breves y aparentemente circunstanciales, es una permanente llamada de atención que nos obliga a preguntarnos por las alas, los espejos, los anzuelos, las piedras.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Guadalupe Grande

11 de noviembre de 2014

            La experiencia intelectual de los dos últimos siglos, e incluso el sentido común, nos indica que es imprescindible conocer y tratar de comprender el mundo contemporáneo para orientarnos en él como individuos o comunidades políticas y, virtualmente, tomar las decisiones adecuadas. También sabemos lo difícil que resulta ofrecer un retrato acertado sobre la realidad en la que vivimos, sobre el presente actual que transcurre ahora mismo a nuestro alrededor. Es un ejercicio intelectual arriesgado y comprometido, sin duda, tratar de apresar en algo similar a una fotografía la fluida sucesión de acontecimientos en los que estamos inmersos. Pero si se hacen las preguntas adecuadas, y se ofrecen diagnósticos sobre la realidad inmediata, es posible, posteriormente, ofrecer algunas directrices sobre qué sería bueno o deseable. El libro El nuevo espacio público de Daniel Innerarity, parte del supuesto de que es imprescindible actualizar nuestra forma de mirar la realidad, y se atreve también a ofrecer algunas ideas sugerentes para afrontar los principales problemas con los que hoy nos encontramos. Por eso es un libro con una doble intención; por un lado, el análisis profundo de los cambios radicales que experimenta el mundo social, los estados, el individuo, la historia, la ciudad y la urbanidad, la política, la identidad colectiva, girando todo ello alrededor del concepto de “espacio público”; por otro lado, el texto está dotado de una intención normativa y en él se sugieren caminos para lograr sortear algunas de las más complicadas cuestiones que debemos, queramos o no, enfrentar.

            Innerarity parte del convencimiento de que vivimos en un mundo que se ha visto radicalmente modificado. Consecuentemente las categorías que nos han servido hasta ahora para interpretar el mundo deben ser reconceptualizadas, especialmente el concepto de “espacio público”. En realidad, la ambición de tratar de revigorizar y reconstruir el espacio público es un interesante intento de recuperar la política, en la línea de algunas de las más recientes apuestas teóricas que nos hablan de ciudadanía, republicanismo y responsabilidad, bien anclado teóricamente también en Habermas y especialmente en Luhmann. La propuesta de Innerarity aboga por la recuperación de la política y lo político, mediante la creación de un espacio público acorde con la actual realidad, es decir, que se adapte, por decirlo a la manera de Ortega, a la altura de los tiempos. Desde el punto de vista constructivista, que defiende Innerarity, el espacio público es algo que no se puede dar por hecho, sino que es un proceso, se construye y reconstruye, y lo hace de una manera muy singular que no es otra que mediante la intervención de diferentes agentes y actores que deliberan. El espacio público, igual que las comunidades o la idea de “pueblo”, no son realidades dadas de antemano, ni remiten a esencias, sino que se generan con la participación de los actores, con sus diálogos y sus discusiones. Y el problema, según señala el autor, es que el actual espacio público no está cumpliendo las funciones que le corresponden. Una de las cuestiones que se abordan en este libro es el problema de la representación política, la crisis de la política, y el tan rutinariamente repetido problema de la distancia entre los representantes políticos y los representados. La política, para nuestro autor, es síntesis y deliberación, es generación de nuevos contenidos, identidades y soluciones mediante la discusión y la confrontación en el espacio público. Frente a la respuesta de ciertos autores posmodernos que enfatizan la alteridad y la diferencia, y frente a la clásica unificación homogeneizante religiosa o política (a través de las ideologías), el espacio público deliberativo se alza como una alternativa capaz de articular el complejo mundo social del presente. Hay que evitar a toda costa el subcontrato social que supone la deslocalización de la política. Los políticos delegan sus responsabilidades subcontratando su función de tomar decisiones: hacia arriba, en una salida elitista que remite a los expertos; o hacia abajo, en una salida que devuelve los problemas irresueltos a los ciudadanos (bien sea en el modelo de democracia directa, bien en el de sociedad civil). En cambio, Innerarity se esfuerza en elaborar una defensa de la representación y de la democracia deliberativa, que sea capaz de alcanzar síntesis, y no se limite a la mera agregación y defensa de los propios intereses. Por eso tiene una especial relevancia el problema de la definición del “bien común”, así como el intento de dotar de sentido a la cuestión de la “responsabilidad”. La responsabilidad que defiende Innerarity, frente a la dramatización maximalista (todos somos responsables de todo lo que sucede) y la irresponsabilidad (el mundo es tan complejo que la posibilidad de buscar responsabilidades es una mera ilusión), se basa en ensanchar el concepto, partiendo de la idea de que la historia es la acumulación de una serie de efectos no previstos y no intencionados. Las acciones de los individuos o de los sistemas hacen la historia, pero no en los términos que pretendían. Por eso hay que ensanchar el concepto de responsabilidad, y ampliarlo hacia el pasado y el futuro. Tenemos que tratar de ser responsables de las consecuencias no queridas de nuestras acciones, según defiende Innerarity, pese a la dificultad que esta apuesta conlleva. Volvamos ahora a la idea de bien común. Una vez que conocemos las dificultades, y los peligros, que entraña de una definición con pretensiones universalistas de la idea de bien común, no queda más remedio que buscar una alternativa si se quiere conservar este concepto vigente. Y es algo a lo que no renuncia Innerarity. El bien común es presentado así como un concepto inacabado, que precisa de negociación y diálogo, que requiere ser vigilado y reconceptualizado constantemente, mediante la participación de los distintos actores en el espacio público. Pero la importancia del espacio público se ve aún más ampliada cuando hablamos de la organización política del mundo. Los Estados liberales clásicos, deben ser sustituidos, según argumenta Innerarity, por “Estados cooperativos”, al mismo tiempo que la globalización nos obliga a la búsqueda de una “cosmopolítica”. Vayamos por partes. Frente a los problemas que han ocasionado en la historia reciente el poder omnipresente de los Estados fuertes y frente a la privatización de los servicios y la doctrina del Estado mínimo, el poder cooperativo se alza como una especie de tercera vía. Se trata, en pocas, palabras, de tratar de incorporar a los diversos actores e instituciones sociales en la toma de decisiones mediante un proceso de cooperación, eliminando los juegos de suma cero (en los que siempre que uno gana es porque otro pierde). De una manera similar, presenta Innerarity la necesidad de tratar de enfrentarnos a los nuevos problemas que la globalización nos ha traído. La solución vuelve a ser la política, la deliberación y la cooperación. Cosmopolitizar la globalización es tanto descosificar el concepto como politizarlo.

            Por todo lo que hemos escrito hasta ahora, el lector puede muy bien entender que el libro de Innerarity es un interesante y ambicioso viaje hacia la recuperación de la política en el complejo mundo actual, cuyo punto central es un renovado concepto de espacio público.

 

Daniel Innerarity, El nuevo espacio público, Madrid, Espasa Calpe, 2006.

 

                                                                                 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Alberto J. Ribes Leiva

7 de noviembre de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primero es el barullo de unos niños

después la asociación con la noche de brujas

la lucidez despacio enmarañada

 

la habitación de enfrente apareciéndose

las cosas que han guardado y lo que miden

las partes de la casa que no vemos

 

la huella del propósito

de releer los cómics de Tintín

la vieja colección de pensamiento

 

la luz de la mañana en la oficina

otro fin de semana reducido

a una tarde por culpa del trabajo

 

y al final el calor en vaharadas

la quemadura tribu de tu abrazo en mi espalda

con el que me preguntas en qué pienso.

Escrito en Lecturas Turia por Ramiro Gairín

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