Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 301 a 305 de 1353 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

21 de enero de 2022

                    

Los estados febriles del espíritu convierten la vida -en ocasiones- en un lugar inhabitable, donde “cada día es una tregua entre dos noches”. Hay veces, sin embargo, en que los días se transforman en noches negrísimas donde la tregua ni siquiera es posible. Antes de abordar la obra de Stig Dagerman (1923-1954), es necesario leer un pequeño ensayo -publicado dos años antes de su muerte- titulado Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, una carta de despedida donde el autor expone, en apenas diez páginas, su inadaptación a la realidad y su imposibilidad de vivir. Comienza así: “Estoy desprovisto de fe y no puedo ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia la muerte. Por eso no me atrevo a tirar la piedra ni a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si esta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mí mismo, ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable”.

Este autor escandinavo, nacido cerca de Estocolmo, y poco conocido todavía en España, puso fin a sus días, en la ciudad de Enebyberg, a los treinta y un años de edad. Y en apenas cinco -los que van de 1945 a 1949- escribió cuatro novelas, otras tantas obras de teatro, un sinfín de artículos de prensa, ensayos y poemas. El silencio de su último lustro de vida solo fue roto por el texto anteriormente citado: su testamento vital y literario.

Periodista vinculado a publicaciones de corte anarquista, Dagerman editó a los veinte años su primera novela, a la que siguieron otras tres de éxito notable. Se casó en 1943 y fue padre de dos hijos. Años más tarde se separaría de su mujer para casarse con una actriz. Nunca encontró consuelo en el amor. Su carácter depresivo, la autoexigencia que se imponía en su trabajo y su infancia desgraciada (la madre murió siendo él un niño) forjaron una personalidad -en palabras de Federica Montseny- incapaz de luchar con y por la vida. “Era un joven taciturno, que en todas partes se sentía extraño. Solo era feliz en su estudio, lleno de libros y cuadros, rodeado de bosque”. La escritura no fue otra cosa para él sino un imperativo desde el que traducir sus estados de ánimo: esa soledad devastadora, implacable. Su ascenso al olimpo de las letras suecas fue tan rápido que, cuando se percató de que no sería capaz de alumbrar más páginas memorables, enmudeció.

Su última obra maestra, publicada en 1947, se titula Otoño alemán y consta de trece reportajes que el autor escribió cuando su periódico -Expressen- lo envió a Alemania para registrar el estado del país tras la Segunda Guerra Mundial. Estas excelentes crónicas -lúcidamente críticas, políticamente incorrectas- constituyen una de las mejores lecciones de periodismo narrativo de todos los tiempos, amén de un testimonio solidario y compasivo absolutamente desgarrador.

La primera de ellas -la que da título al conjunto- describe la llegada a la región de Ruhr de trenes llenos de refugiados, “gente andrajosa, hambrienta y no grata que se apretuja en la oscuridad pestilente de la estación ferroviaria”.  El joven periodista -23 años cuenta Dagerman cuando escribe estos reportajes- viaja más tarde a Berlín, Múnich y Colonia: ciudades completamente asoladas por la guerra. El reportero observa iglesias derruidas, fábricas arrasadas, catedrales que tienen “una herida roja de ladrillos que parece sangrar cuando anochece”. La mirada del escritor, que atraviesa el país en trenes atestados de expatriados, documenta los vestigios de ese mundo en ruinas con una precisión fotográfica, el ritmo de una prosa exquisita y la belleza lacerante de la mejor poesía.

El panorama de la Alemania de la época no podía ser más desolador. Pobreza y miseria, desgracia y penuria se dan la mano en cada una de estas páginas. Y, en esa tesitura, las diferencias sociales se agudizan: mientras las personas más pobres viven en sótanos y cárceles abandonadas, los poderosos lo hacen en sus antiguas residencias, y aunque la sangría bélica “no hizo distinción de clases -arguye la burguesía- las cuentas corrientes no fueron bombardeadas”, ironiza el autor. La precariedad de la población civil es tan extrema que, en la localidad de Essen, hay trenes varados que transportan a centenares de evacuados que sobreviven tomando una sopa diaria. A lo largo del volumen, Dagerman se entrevista con maestras y escritores, con jóvenes desnortados y ancianos, asiste a las primeras elecciones democráticas y a grotescos juicios de desnazificación que, insidiosamente, hurgan en el dolor de los vencidos.

Stig Dagerman, el joven prodigio de las letras escandinavas, nos legó en los reportajes de Otoño alemán un relato conmovedor de la decadencia humana, una lúcida reflexión sobre el odio y el mal escrita con extraordinaria sensibilidad y coraje. (“El periodista que sale retrocediendo de un sótano inundado es, en la medida en que su reacción es consciente, una persona inmoral, un hipócrita”, escribe en la primera crónica). En la última, como si estuviera interpelándose a sí mismo, se pregunta cuál es la distancia entre literatura y sufrimiento. Y anota lo siguiente: “Hay una relación directa entre el arte y el sufrimiento, y se podría decir que el solo hecho de sufrir con otros es una forma de literatura que busca ardientemente sus palabras”. Seis años después de escribir lo anterior, él mismo dio -en su carta de despedida- una de las definiciones más atinadas del dolor de ser y la angustia de vivir: “Cada noche no es más que una tregua entre dos días”. Dagerman convivió con esa angustia en la Alemania de posguerra, la había visto muchas veces frente a él y la sufrió en su interior. Y un día -un 4 de noviembre de 1954- no quiso vivir más. 

    

Stig Dagerman, Otoño alemán, traducción de José María Caba, Logroño,

Pepitas de calabaza Editorial, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Íñigo Linaje

21 de enero de 2022

Leo por segunda vez Azufre de Pepe Cervera (Alfafar, Valencia, 1965), editado por Tres Hermanas (Madrid, 2021). Algo más de medio año separa la primera lectura de la segunda. Y el puzle encaja, todo el engranaje narrativo funciona en estos siete relatos que componen el libro y que tienen su centro de gravedad en personajes cuya compleja psicología nos eleva y traslada a sus mismos paisajes. Y es grato, de nuevo, constatar que la literatura, cuando está bien parida, consigue su propósito: hacernos desaparecer y posibilitar el encuentro con el que fuimos en este aquí y ahora absoluto e indisoluble.

Cierro el libro – se cierra el telón lentamente -, lo dejo sobre el escritorio y lo miro con cierta distancia mientras enciendo un cigarrillo. Mientras observo deshacerse el humo, también yo desaparezco, pero queda en mí la certeza inexorable que comparto con el autor cuando afirma en el último relato, uno de los más crudos, esperanzadores y hermosos del libro: “leer es un rumbo y el extravío”. Entonces pienso en el olor del azufre y en algunas de sus manifestaciones simbólicas a lo largo de la historia del hombre; pienso en podredumbre, en el infierno, en la muerte… pero pienso también, con extrañeza, como si fuera el reverso de la misma moneda, en la luz del fuego, la claridad, la posibilidad de mirar, de redimirnos, de adentrarnos. Y acude a mi cabeza de forma inesperada, mientras escribo estas líneas, ese Doc Holliday, ya casi tocado de muerte, interpretado por un pletórico Victor Mature en “Pasión de los fuertes”. Recita un hermoso fragmento de Hamlet, busco la película y veo, de nuevo, esa escena: “Si no temiera un algo después de la muerte, esa ignorada región cuyos confines ningún viajero vuelve a traspasar. Ese temor sujeta nuestra voluntad y nos hace soportar los males que nos afligen antes que lanzarnos a otros desconocidos. Así la conciencia nos convierte a todos en cobardes”.

Me fijo entonces en la imagen de la cubierta: una mano en tensión agarrada a un tobillo. Alguien sujeta a alguien. Pienso en esa lucha, en la línea de flotación, en el cielo como si fuera una bóveda de nervaduras. Imagino los ojos de los protagonistas de esa imagen, los ojos de Chesney Henry Baker frente a los de un Chet Baker Junior “sumergido en un desvarío líquido hasta una profundidad de la que ojalá nunca tuviera que emerger” (“Azufre”).

Paseo mis dedos por el libro y siento que esa imagen de la cubierta vibra en cada una de las páginas, traslada su tensión, la brega, la contradicción, el fondo y la superficie; y recuerdo unas líneas, subrayadas minutos antes, de uno de los relatos y que es una consideración en toda regla sobre qué es leer: “Leer es una búsqueda, es el intento acelerado por encontrar algo distinto, la necesidad apremiante por conseguirlo, es encaminarse, resistir, ascender, es el empeño por llegar a otro sitio, pero también es el sosiego, la intimidad, el misterio” (“A propósito de las jóvenes ideas”).

Mientras sigo absorto en la imagen de la cubierta veo parpadear los siete post-it que he pegado en el libro, uno por relato. Hay corriente en casa. También, como el azufre, esta mañana de diciembre el aire es denso y ligero, hostil y claro.

En “Rastros” el autor disecciona con distancia, primero, y con una cercanía que tiene más de merodeo y desconfianza que de acercamiento real, luego, la relación de un matrimonio anciano – podrían ser nuestros padres – cuya vida es totalmente mecánica y predecible. En este relato y en el último (“A propósito de las jóvenes ideas”) aparece el narrador, un joven de diecisiete años, enfermo también de tuberculosis como Doc Holliday. Las descripciones, los espacios transformados, el tiempo, los planos articulan la mirada de los personajes y propician el encuentro entre ese enfermo adolescente y unos padres ancianos, rutinarios. A través de esa pareja de octogenarios, del nieto, del hijo, del narrador uno descubre “un mundo que conmueve, que vibra, no este, tan quieto y encogido, tan hueco, sin nada dentro” y un abanico de posibilidades que nunca sucedieron se despliega en nuestro imaginario.

El segundo relato es de una intensidad eléctrica y se yergue como una pieza teatral; como el autor nos dice en una nota a pie de página, fue llevado al teatro bajo el título Naturaleza muerta en el ya lejano 2018. “Azufre” es un intenso y breve texto, en él se narra el encuentro (de nuevo la tensa relación padre-hijo) en una sala de velatorio entre dos músicos: Chesney Henry Baker y un Chet Baker que ronda la cuarentena. Quizá sea este relato uno de los más líricos del libro, aunque Azufre está cargado de esa plasticidad y transcendencia que tiene la buena poesía. En él se nos anticipa, en la figura de Chet Baker, un personaje, entrañable también, que aparecerá en el último relato (“A propósito de las jóvenes ideas”) y que Cervera describe en ambos textos como si fuera uno mismo: “robustas botas de montaña, de piel vuelta, sucias, tejanos viejos y una camiseta de algodón con el cuello en pico, de manga corta, oscura pero desteñida”. Tanto Chet Baker como Benja son personajes arquetípicos: el héroe trágico. A ambos les une la misma pasión por la música, por el caballo, por el destino aciago.

El tercer relato, “Así sea”, es, en realidad una oración, la bendición de la mesa el día de Navidad. Mientras se suceden las alabanzas, afloran también las miserias y vergüenzas de una familia durante el mandato de Kennedy. Leído con voz profunda y cavernosa, imaginando, emulando la voz de Cohen tiene mucho de su “Hallelujah”. Al de Alfafar y al de Montreal les une aquí una fina y punzante ironía

“Kilómetros y kilómetros” es un hermoso relato centrado en la figura del padre. En él coexisten todas las contradicciones del hombre, del anciano al que el narrador se asoma y vuelve, de nuevo, al abismo: “Mucho tiempo ha transcurrido desde que dejé de asomarme a ese paisaje, pero lo reconozco, es mío también, me pertenece”.

“Rastros”, “Kilómetros y kilómetros” y, último relato del libro, “A propósito de las jóvenes ideas” se complementan a la perfección y funcionan como los arcos de crucería de una bóveda: equilibrando el peso y trasladando su tensa electricidad página a página.

“Los acuchilladores” es un relato en el que brilla la capacidad del autor por reducir, sintetizar toda la artillería narrativa en unas breves e intensas páginas y por adoptar un registro más culto que va acorde con el ambiente en el que sucede la acción, la alta sociedad parisina. En él, de nuevo, desde otro prisma y espacio narrativo se incide en la relación padre-hijo a través de la férrea disciplina que el personaje principal, Jean- Baptiste Lasserre (“arrogante en el trato, pómulos resecos, frente ancha y ancha mandíbula, cejas y mostacho impenetrables”), aplica a sus dos hijos adolescentes para luchar contra su apatía.

“Conexiones” es un híbrido texto que se mueve entre lo epistolar, la crítica (autocrítica, más bien), el apunte, el diario. En él brilla el ingenio; saber aunar esas diferentes voces simultáneas en la que cada uno expresa sus ideas y forma, a la vez, un todo armónico lo atestiguan.

El último relato, uno de los más hermosos e intenso del libro, “A propósito de las jóvenes ideas” es un hímnico canto a la amistad; pero también a la muerte, a la música, a la esperanza, a los libros, a las drogas... El autor extrae el título de este relato del documental sobre The Jam, About the young idea; de él nace el hilo conductor del texto, el amor entre dos amigos: Paul Weller y Steve Brookes están sentados en un sofá gris, “cada uno sujeta una guitarra acústica entre los brazos” y el segundo recuerda la atracción sexual que sintió por el primero muchos años atrás (“Al escuchar esta declaración, Weller abre los ojos, sorprendido”). Pero esta historia no es la de Weller y Brookes, “esta es una historia que viene de antiguo, una historia que siempre regresa como siempre regresan los muertos que se levantan de la fosa, arañando desde dentro la tierra reseca”, es la historia del adolescente de catorce años y de Javier Ribera; pero también la de Benja y de Chet Baker, de esa pareja de ancianos que sale a caminar y recuerda que no hay miel, de la paloma en la repisa, de la mano agresora que golpea al hijo y la mano dulce que echa migas de pan al pájaro...

El libro, de hecho, empieza de alguna forma al final de este último relato: el adolescente enfermo de tuberculosis que debe pasar cerca de un año enclaustrado en su casa (“Acabo de cumplir diecisiete años y a los diecisiete años mi pleura no resiste tanto trajín y se desgarra de repente y los pulmones se me encharcan. Los putos pulmones. Aquellas aguas trajeron estos lodos”). En él está el nervio crudo que justifica y cohesiona todos los demás relatos. No podríamos comprender cada uno de los personajes que desfilan por él sin atender a esa relación iniciática y salvadora entre el narrador de catorce años y Javier Ribera y su temprana muerte.

Personalmente prefiero siempre los libros que te ponen contra las cuerdas a aquellos que buscan la complacencia. Azufre arde en la pira de los primeros.

 

 

Pepe Cervera, Azufre, Madrid, Tres Hermanas Ediciones, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Sandro Luna

21 de enero de 2022

Es en La mano del teñidor donde el ensayista británico W. H. Auden integra entre las funciones del crítico tanto la propuesta de una lectura de la obra que acreciente nuestra comprensión de la misma como la proyección de cierta luz sobre la relación entre el arte, la ciencia y la vida. A diferencia de la crítica centrada en las relaciones entre obras y autores de distintas épocas o tradiciones (que exige erudición), aquella críticasobre los nexos entre el arte, la ciencia y la vida parece pedir un grado mayor de suspicacia cuando las cuestiones que suscita el crítico son nuevas e importantes.

La posibilidad de decir algo «nuevo e importante» acerca de la forma en que un autor infiere sus íntimas o exclusivasilaciones artístico-vitales, podemos convenirlo así, es más ardua cuanto más conocido es este. Tal es el caso, no solo de Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942)sino, en gran medida, también de los relatos, semblanzas, crónicas oníricas y otras formas de narrativa breve contenidas en el libro que nos ocupa.

Elegantemente publicadopor Contrabando, en edición del Antonio Viñuales Sánchez, con un paratexto muy atractivo (desde las ilustraciones de Saúl Moreno –estupendo el híbrido de la cubierta– a las notas de procedencia), Casos completos es una recopilación de textos en prosa de ese género definido por la extensión que llamamos literatura breve. Esto es, se trata de textos ya conocidos (algunos también inéditos) que pueden servir tanto para que un improbable lector desconocedor de la obra de Ferrer Lerín se asome por primera vez a una mitología moderna aplaudida desde hace años por la crítica, como a la revisión más o menos sistemática del corpus del autor de Fámulo o Familias como la mía.

En relación con el título, para Viñuales, «el caso se caracteriza por ser la narración de un suceso inusitado o extraordinario del pasado reciente que rompe con una norma». Y aunque es la verbalidad, la oralidad con su asombrosa relevancia discursiva, la nota que, para este teórico de la literatura, caracteriza esta iconoclastia, creo –por intentar aportar algo,al menos, «nuevo»­– que esta selección de la prosa leriniana es una suerte de muestrario (en lo que atañe a sus bestiarios) también o sobre todo de la mirada, de la particularísima forma de observar la relación entre el arte, la ciencia y la vida de Francisco Ferrer Lerín.

Esa forma personal de percibir con los ojos, o de aguzar los sentidos para observarla relación entre el arte, la ciencia y la vida oscila entre la mirada forense (por situarla cuestión del caso en el seno de un proceso), la frialdad científicaWertfreiheit –en la que también se integra el desencanto flaubertiano–, el avistamientode aves (birdwatching), la curiosidad y la lujuria, la descripción exhaustiva, el escrutinio facial y corporal del avezado jugador de póquery una línea de literatura (más clásica que rara, a mi juicio) tan onírica como hipersubjetiva, de una poética excéntrica en la que son reconocibles influencias (posiblemente inversas como ha señalado en distintos lugares nuestro autor) que van de los Grimm (brothers) a Borges o de Wallace Stevens a Sharon Olds.

Otear, indagar, clasificar, listar, escudriñar… concretamente, me parece que Casos completos permite al lector de esta compilaciónponerse en los ojos de Lerín, entre la fantasía cinematográfica de Spike Jonzé (Como ser John Malkovich, 1999), los ojos pecaminosos de Ray Milland en el clásico de Roger Corman, la reconstrucción estética de un hallazgo (su Manifiesto de Arte Casual) el hipnotismo y el giallo: rostro en la cerradura, ojos que avistan, rigor científico, corotoscopio –ese artefacto decimonónico de Lionel S. Beale (1886) adelantado nueve años a la primera presentación pública de los hermanos Lumière–.

Si el corotoscopio permite, junto con una linterna mágica, proyectar imágenes en movimiento, a partir del concepto de la persistencia de retina planteado por Joseph Plateau, a través deCasos completos los ojos y los oídos del lector accedena una forma de aprehender la tenacidad de la anécdota vital, la fijeza en la práctica de retener sueños, de suspender instantes, de inmovilizar cuerpos, de peritar, encadenar –y aquí de nuevo es fundamental la pensada selección de Viñuales y de la cada día más interesante editorial valenciana– eventos y sumarios, listas y crímenes, niñas y reptiles.

Recientemente, Álvaro Cortina (Abisal) incluía a Ferrer Lerín en su amplio estudio de zonas, madréporas y figuras probablemente porque los casos que nos ocupan se tornan rebosantes de pregnancia visual. Cobra así sentido el peso enla visualización mental de guiones improbables (en un género que cultivó Antonin Artaud), la forma en que la libídine(«Presencia y celebración de unos pechos», «Mujeres extraordinarias» et al.) oscila entre el barroquismo y el informe anatómico más neutro u objetivo.

Bajo una mirada poética ­–un uso artístico– de la crueldad y la alegría, de la violencia y la risa, Viñuales traza una meritoria tipología para asomarnos a las distintas figuras del libro: Casos clínicos que incluyen «Monstruosidades» o «Empleos y vidas laborales», Casos sinópticos («Argumentos y sinopsis», «Guiones», «Proyectos», «Listas y relaciones»), Informes, acaso un epítome de la labor forense que mencionábamos atrás («Informes periciales», «Testimonios»), Sucesos y Casos literarios («Casos de autor», «Casos filológicos», «Casos lingüísticos», «Bibliofilias»).

En lo que toca a la cuidada extracción de los textos, en orden cronológico estos provienen desde el mítico poemario La hora oval (1971) a su celebrada actividad bloguera o colaboraciones en revistas como Camino de Pakistán.

Que la casuística se inicie de la mano del monstruo supone, a mi juicio, una declaración de intenciones ­–­tengo al monstruo como la expresión más irreductible de la individualidad–dicho esto en el sentido de que alertan de que los textos que siguen están más cerca de la fantasía que de la imaginación: al decir de finas analistas de la filosofía moral en lo literario (Nancy Frazer, Martha Nussbaum o Iris Murdoch), la imaginación nos coloca en la posición empática con los otros (nos deformamos a nosotros mismos), con la fantasía –individual, ensimismada y hermética como los magistrales personajes de Nabokov–, deformamos el mundo para ajustarlo a nuestro capricho.Evidencias de ese reajuste por la fantasía son las primeras mitologías, la interpretación sui generis de la glosalía, las teogonías caprichosas y los partos prodigiosos.

Particular interés presentan, a mi juicio, las necrológicas, su muy visual bibliofilia, las fachadas (la escalada urbana de fachada y el retropaseo por solares forman parte de mi desviación más personal), los textos de 30 niñas (de la añorada editorial también valenciana Leteradura), la selección de Cuaderno de campo, entre el odradek (un carrete de hilo negro olvidado) y el objet trouvé de una «rara avis sin jaula» en luminosa expresión de Wences Ventura, las reflexiones disectoras o los domicilios levantados enGingival, la analogía verbal con el Vexierbild (una forma próxima, de nuevo, a su reivindicable Arte Casual).

No estoy seguro de si esta casuística ­–la ubicación bajo el rótulo de caso– acaba de aprehender la totalidad de notas y preferencias de nuestro volumen, pero ¿qué otro nombre podría hacerlo? Hay caso, desde luego, hay azar porque el compendio, la revisión y la antología… se barajan. Ignacio Echevarría ha apuntado con inteligencia cuestiones estratégicas (literarias y editoriales) al otro lado del paratexto, pero más allá de cierto cálculo, Ferrer Lerín sigue teniendo de cara el albur, la contingencia, el azar (la llegada del as): creo que acierta Antonio Viñuales al apuntar la mezcla de crueldad y alegría (y a los malentendidos que suscita) y sobre todo creo que probablemente ese rasgo lo emparente para bien, paradójica, azarosamente, con un sector de la literatura y en particular del feminismo más combativo de las bad girls (en EE. UU., A. M. Homes y entre nosotros, recientemente, María Bastarós), esto es, que por azar se acaban ligando tras los múltiples desvíos lerinianos el clasicismo heterodoxo (no tengo eso por un oxímoron) y la más rabiosa actualidad.

Retratos poco benevolentes de la condición humana, precisión léxica, algo de magia, puyas a la normalidad y al «se» heideggeriano, citas y partidas, esoterismo y alquimia, evidencias y fes, juegos de Doppelgänger, perspectiva aérea y poesía –Rilke ligó al conocimiento del vuelo de los pájaros la posibilidad de escribir un verso– mirada y azar.Tampoco me parece improbable que esa mirada deba al conocimiento de la obra del biólogo Jacques Monodsu propio, personal, subjetivoreconocimiento como agente químico secundario en un majestuoso, pero impersonal drama cósmico,un espectáculo irrelevante por no deseado. Tampoco es descartable, ya que mentamos al autor de El azar y la necesidad,(un frontispicio) que sea precisamente el más raro de los albures el que haya dirigido y aún dirija la producción libresca y literaria de este inclasificable clásico reciente.

 

 

 

Francisco Ferrer Lerín, Casos completos, edición de Antonio Viñuales Sánchez, Valencia, Contrabando, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús García Cívico

20 de enero de 2022

1

Seguían flotando a su lado. Desfilando de un lado a otro sin comprender lo que era el silencio. Sin callarse en su deambular por el pasillo, como si formaran parte de un pequeño motín. Coreando en alto lo que hacían o lo que planeaban hacer. Dos de ellas repetían la palabra Muir, apellido de origen escocés, deleitándose en la dicción. Muir como moaré o Muir como morir. Muir, Miur, Muri. Y ella, sentada, las miraba y las escuchaba. Consciente de que no se acomodarían juntas ese día, sus amigas y ella, ante su secreter de cuatro cajones para anotar las lecciones de la mañana tras el desayuno, antes del paseo con los perros.

No podía decir que sus compañeras fueran bien vestidas ni bien peinadas. Ni siquiera que guardaran correctamente las filas. Se habían lavado, pero no se habían preocupado de hacerse una buena lazada del vestido a la espalda ni de subirse las polainas con cuidado, atendiendo a la disposición de la costura, procurando que no se torciera pierna arriba. Tampoco parecían haber dormido mucho. Arrastraban los zuecos y protestaban a su paso, mostrando su agotamiento. O su aburrimiento. La injusticia que se estaba cometiendo con ellas al hacerles cargar los sobres en los que otras residentes habían ido embutiendo las facturas. Al hacerles bajar de las estanterías superiores las cajas de libros, las clasificadoras y los expedientes de la A a la Z (Abad-Zúñiga). Al hacerles agrupar en el suelo de madera las carpetas en las que se habían amontonado sus calificaciones y las noticias más importantes sobre el internado, con fotografías en blanco y negro y fotografías en color. Se dejaban guiar por las órdenes de la directora y la jefa de estudios, que también circulaban ante ella, la privilegiada, la eximida, en su posición cómoda de niña observadora. Mirando cómo las dos gobernantas dirigían los trabajos de rescate y recuperación de documentos. Oyendo cómo insistían en su vamos hija date prisa que es para hoy mientras apartaban a otra alumna. Y ella, sin moverse de un taburete, con los ojos fijos en los dibujos de su libro, sonriendo sin parecer ansiosa ni malévola. Con una sonrisa apocada pero inteligente, intentando pasar desapercibida. Porque era allí donde le habían dicho que estuviera y era allí donde debía estar. De manera absurda porque estorbaba a las demás. Conjurando (o deseando conjurar) con esa sonrisa estéril que surgía sin motivo el odio que le profesaban las internas. Porque era ahí donde le habían dicho que estuviera. Y era ahí donde estaba. Acatando las órdenes como acataban las órdenes las otras, que se movían, aunque ella no. Que se quejaban, aunque ella no.

Como era inteligente, sonreía para pedir disculpas. Con la sonrisa de los que descansaban en su huida a Egipto y la sonrisa del arcángel Baraquiel esparciendo flores. La de los que acompañaban a santa Rosalía de Palermo. Los que confortaban a san Francisco. O la de los seguidores de Abraham. Para aclarar que no tenía la culpa de estar ahí sentada. Que no lo había pedido. Porque si ella hubiera podido pedir algo, habría elegido una taza de chocolate o un batido de chocolate o unas pastas de chocolate. Nunca estar ahí atornillada, leyendo mientras las demás sudaban y maldecían. Sudaban y se manchaban la frente y las mejillas con los dedos llenos de un polvo que se les quedaba pegado a la cara cuando intentaban secarse el sudor de la cara con los dedos. Llenos de polvo.

 

2

—Sabes por qué estás ahí, ¿verdad? —le preguntó una de las mayores al pasar cerquísima de ella, en el camino que avanzaba por la derecha y se dirigía hacia el jardín desde el almacén.

No. No lo sabía. Sólo obedecía.

—Te van a encerrar —dijo la misma chica al deslizarse de nuevo a su lado veinte minutos más tarde. Con la misma voz. La misma firmeza. Educada y suave—. Ese va a ser tu castigo.

Ella alzó la cabeza, dejó de mirar los dibujos de su libro y sonrió más. Sonrió como si su boca respondiera a una necesidad física. La Asunción de la Virgen. La castidad. La alegoría del invierno. Iba a tener que contar hasta siete. Siete días de la semana. Siete pecados capitales. Siete sacramentos. Siete notas musicales. El siete era un número bueno, y ella era buena. Así que iba a contar hasta siete para asegurarse de que no la dejarían encerrada. Que se iría cuando se fueran sus compañeras. No había motivos para pensar lo contrario.

—¡El libro! ¿Te he dicho yo que dejes de mirar el libro?

Una de las gobernantas, la jefa de estudios, se inclinaba y escupía sobre el sacrificio de Isaac, lo que podía juzgarse como blasfemia por acción, pero ella volvió a sonreír y a hundir la cabeza en la página abierta.

—Retírate esas greñas de la cara.

(Ayuda, ayuda, ayuda) Pidió. Dejando el libro abierto sobre las piernas y recogiéndose con las dos manos el pelo que le llegaba hasta el suelo ahora que debía quedarse clavada en un taburete.

—Pareces una pordiosera. Estudia lo que viene ahí. Apréndelo y retenlo. A ver si así dejas de tener esa pinta de chiflada.

¿Estarían hablándole a ella? ¿No se estarían equivocando de alumna? Era una cosa tan rara esa altanería repentina. Ese desprecio. ¿Dónde, en qué parte de la fila se encontraban sus amigas? Porque tenía amigas. Alguien debía de quererla aún en el espacio en el que había vivido siempre.

—Habrá que sacrificar una cabra.

—¿Qué?

—Sólo así te cubriremos.

Quien le hablaba de esa manera se había comportado con ella como una madre desde su nacimiento. Había sido su niñera. Su hada. Había jugado con sus piezas de construcción, había unido los puntos de sus dibujos de párvula, le había curado las costras, había secado su frente febril, le había explicado a qué se debían las primeras sangres. Y ahora le decía a la menor oportunidad que no debía haberlo hecho. A la menor oportunidad.

—No haberlo hecho.

No haber hecho ¿qué?

Se le estaba marcando el borde del taburete en la parte inferior de los muslos. La textura de la madera, las astillas sueltas.

La directora se mostraba comprensiva, lo intentaba al menos, mostrarse comprensiva, pero no atendía a las preguntas de su pupila porque su pupila, con los puños cerrados y los ojos impresionables, con su rostro de niña atenta que podía tener comportamientos de bestia, esa pupila se hallaba en aquel momento a años luz de ella, la directora.

—Ya se va tu amiga.

—¿Se va también Lucrecia?

—Claro que se va Lucrecia. Se van casi todas. Sólo se queden las que son como tú.

A ella le brillaban los ojos, convencida de haber perdido el color rosa del rostro.

 

3

¿Qué había hecho? ¿Qué habían descubierto? ¿Lo que hacía en la bañera? ¿Los objetos que se metía en la boca? ¿Que tiraba la carne a la basura o se la echaba a los perros? No sabía en qué iba derivar aquel frufrú de faldas, aquel transitar de expedientes y ahora también de maletas y mantas. ¿Sería para bien lo que estaba sucediendo? ¿Vendría escrito su prometedor futuro en un cuaderno con páginas de pergamino? Su porvenir. Su meta. ¿Estaba destinada a grandes hazañas, hermosísimas aventuras? La profesora de Ciencias Naturales les había dicho un lunes por la mañana (empezaba el mes de octubre) que no eran más que partículas abandonadas en un universo eterno y hostil. Y si ella era sólo un puntito que hablaba y hacía exámenes y compartía con otros puntitos sus pensamientos, sus dudas y proyectos, sus penas y aspiraciones, ¿podía considerarse la elegida y predecir que su existencia se vería exenta de tristezas? ¿Volvería a hablar de Novalis y el Romanticismo? ¿Volvería a mirar hacia arriba, al cielo, y a dejarse llevar por la búsqueda y la introspección sin sentirse una criminal, una alumna marcada? Señalada por los demás.

¿Cómo saberlo?

Lo mismo se estaba volviendo loca.

Debía consultarlo.

Preguntar en qué situación iba a quedar ahora. Averiguar el nombre del pintor que plasmaría en un lienzo su retrato, sus ropas de invierno (bufandas, guantes, calcetines mullidos) y sus pies descalzos en verano. ¿Quién querría tenderse a su lado si sus amigas se iban y si las niñas que tenían padres se iban y si las que podían terminar los estudios en otra parte se iban, y sólo se quedaban allí las crías pobres y sin familiares cercanos que quisieran acogerlas en su casa, al menos una temporada? En sus salas de té. En sus salones. Sus dormitorios. Sus cocinas perfumadas con especias y hierbas aromáticas.

 

4

Uno de los perros perdía mucho pelo. En la cocina. En el porche. En el pasadizo al que daban las habitaciones. O tal vez se tratara de varios perros a la vez. Había mechones de color blanco y de color naranja por todos los rincones del internado. Sobre las alfombras. Pegados a las patas de los muebles, las mesas y las sillas. La jefa de estudios se agachaba, hacía pinza con los dedos, recogía las pelusas, las examinaba y luego las tiraba por una ventana. O las dejaba caer al otro lado de una puerta abierta. Siempre se había creído (ella siempre lo había creído) que los perros perdían el pelo con la llegada del verano, pero resultaba que también lo hacían en otoño.

—Como los humanos. ¿A ti no se te cae el pelo en otoño?

Acariciar a los perros. Contemplar la variada actividad de los perros. Mirarlos cuando dormían y soñaban que corrían. Oír cómo bebían. Partirles un trozo de pan y dárselo antes de que dejasen de dar vueltas y se lanzasen contra la mano de la discípula que hubiera partido su pedazo de pan o contra uno de los brazos de esa misma discípula o contra sus piernas. Examinarles los dientes, las uñas. Amar a los perros. Querer a los perros como no se quería a ninguna persona cercana o lejana.

—Es muy importante el entorno en que crecemos. Para el desarrollo de las habilidades artísticas, expresivas, espaciales…

Solía decir la directora.

Aunque ahora sólo repetía:

—Y que haya tenido que pasarnos esto al comienzo del curso…

Ella seguía escuchando las voces de las demás en su ajetreo por el pasillo, y notó que se le cerraban los ojos. Para mantenerse despierta se olvidó del libro que tenía sobre las rodillas y se fijó en los cristales de la pared opuesta, que dejaban adivinar las nubes del exterior. Recordó que los griegos creían en la existencia de caminos que llevaban al inframundo. Y se adjudicó la tarea de traducir ese pensamiento al alemán porque el alemán era la lengua perfecta para iniciar su próxima disertación en clase de Filosofía. Mucho mejor que en la de Geografía. Las otras se iban, pero ella se quedaba. Y aquella estampida de colegialas, aquella evaporación de condiscípulas, su traslado, su éxodo, podía ser una buena ocasión para pasar de curso sin tener que estudiar mucho más. Si se iban las alumnas más listas, las que disponían de plumieres llenos de pinturas de colores comunes (azul y marrón), colores raros (malva, terracota) y lápices con diferentes tipos de mina, si se quedaba ella con las más jóvenes y las menos favorecidas, tal vez la pusieran pronto en uno de los pupitres de la primera fila y en un curso más avanzado. Aunque sólo fuera con el propósito de que las profesoras no se largaran también. Para que no desistieran de su empeño. Para que siguieran pensando que su labor tenía un sentido. Que aún podían reconducirla y hacer de ella un ser honesto capaz de reconocer lo bueno y distinguirlo de lo vil. Ya que su naturaleza no le proporcionaba por sí misma las pautas correctas, le harían memorizar los comportamientos más adecuados y lograrían que interiorizara que el obrar individual debía ajustarse a unos patrones conformes a la moral.

De ello se encargarían las cuidadoras que habían vivido siempre a su lado. Las que estaban al tanto de sus debilidades. De los cambios en sus facciones cuando empezaba a quedarse dormida. Sus ansias y contradicciones. Las que sabían descifrar el sonido de sus tripas hambrientas minutos antes del almuerzo. Las que controlaban los extravíos de sus brillantes ojos.

 

5

Saldría a la pizarra y pondría cruces junto a los nombres de las niñas que se portaran mal.

Muir. Muir. Muir.

Presentaría un escrito bien documentado sobre los cefalópodos. De diez folios. Un ensayo sobre los nombres de las articulaciones humanas. Una relación íntegra de los seres que expulsan llamas.

Muir. Muir. Muir.

Ella había conocido a una señora Muir, pero las demás no lo sabían. No debían saberlo. Sus transacciones tenían que mantenerse en secreto porque sólo en secreto podía venderle una niña a la señora Muir, que quería una hija y que se llevó a la enferma recién llegada con la que aún no se había encariñado nadie y que necesitaba tres gotas de medicina tres veces al día en sus cucharadas de leche con miel. La niña que jadeaba en vez de respirar y arañaba cuando pretendía hacer una caricia. Que necesitaba que le pusieran crema por todo el cuerpo, piernas, pies, y berreaba cuando le inyectaban el líquido ambarino que ella había olido y visto desde sus múltiples y variados escondites de debajo de una silla, de debajo de una mesa, de detrás de un sillón tapizado de rojo y dorado, de detrás de las cortinas que caían hasta el suelo en el aula de las tutoras o inmovilizada en el interior de la blanca estantería que ascendía hasta el techo de la biblioteca. La niñita que a veces lloraba mucho y que a veces no lloraba nada, circunstancias ambas que preocupaban por igual a quienes debían encargarse de ella. Esa criatura con un organismo incapaz de retener la salud.

La señora Muir quería una hija.

Y ella le vendió una hija a la señora Muir. Así fue.

Sólo que la señora Muir no sabía que la niña había nacido hinchada. Cerúlea y decaída. La señora Muir no quería una hija marchita ni quería que su hija marchita terminara muriendo.

¿Se la habría comprado de haber sabido que estaba enferma?

—La señora quiere otro bebé. Y dice que no va a pagar más. Ni un céntimo más. Exige uno sano. Pero aquí no vendemos bebés. ¿Verdad que no? ¿Vendemos bebés, querida? Responde, mi reina. ¿Nosotras, en este internado, vendemos bebés? ¿Lo hacemos?

Ella sí. Lo había hecho.

Y ahora la señora Muir estaba furiosa.

Se había presentado en la puerta de la residencia a los tres días, quizá a los cuatro, reclamando justicia después de haber hecho circular cada pormenor (fechas, costes) de un extremo a otro de la población. Por los rincones en los que se instalaban sus convecinos a beber y comer pipas, a veces sobre un suelo de serrín, a veces sobre la capa restante del químico color coral con el que mataban a las hormigas en los meses de junio, julio y agosto. Por los compartimentos del tren y las vías de la estación, de pasajero en pasajero. Había ido difundiendo su desdicha por los andenes. Había aullado en sueños. Acurrucada en su nido, junto a la cuna del bebé que ya no estaba, pataleando. Chillando que le habían entregado a una niña en mal estado. Una niña que llegó a este mundo descompuesta. Y como aquello era un crimen, tenía derecho a una compensación. A reclamar lo que era suyo.

—Ya me parecía a mí demasiado barata —repetía.

Ella, la alumna que seguía en el taburete y en cuya cabeza se había gestado el plan (estrategia y desempeño), consideraba poco digno y poco propio de un ser aristocrático ir vociferando y mendigando como lo hacía la señora Muir. Tampoco le parecía nada digno haber tenido que mentir en el despacho de la directora después de escuchar la historia de la niña desaparecida y después de que le preguntasen si sabía dónde estaba. ¿Tú sabes algo? Haz memoria, piénsalo con calma, no hay prisa. ¿Qué has hecho? ¿Vas a decirnos qué es lo que has hecho? Tuvo que negar con la cabeza y pronunciar un conciso no, mientras se reafirmaba en su razonamiento avanzado que venía a concluir en que resultaba lícito entregarle un bebé a quien lo requiriera ya que había muchos bebés en el mundo. ¿Cómo iba a sospechar que la señora Muir la acusaría directamente a ella? ¿Cómo imaginar que iba a sentirse tan ofendida? Tan humillada.

Y ahora, mientras asistía al desalojo y a una exclusión próxima a la excomunión, reflexionaba acerca de la necesidad última de semejante comportamiento. La proporcionalidad. Se cuestionaba si la violencia y los excesos de tanta queja iban a influir en unas consecuencias más o menos favorables. Una mayor compensación final. Una reparación más ventajosa. El desagravio.

Qué más daba. Esa sería la cuestión exacta.

Qué más iba a dar.

 

6

¿La dejarían morir de hambre? ¿Era ese el motivo por el que le habían ordenado que se sentara en un taburete y no se moviera mientras las demás sí lo hacían?

Hasta ellas llegaba el olor del humo de la hoguera que preparaba el jardinero para calentarse el almuerzo, y que anticipaba el calor de las chimeneas, la inminencia del invierno. ¿Debía temer por su vida, la suya, su propia vida? ¿Iban a dejarla morir igual que había muerto la recién llegada? ¿Apreciarían en semejante desenlace algún tipo de justicia divina?

 

7

La que había sido su nodriza durante años le daba un golpe en la cabeza y luego un golpe en el cuello después de haberle revuelto el pelo larguísimo con las dos manos y después de habérselo enredado. La amenazaba con quitarle sus insectos (mariquitas, escarabajos) y sus animales pequeños (ninfas, cobayas). Sus libros y libretas. Y ella seguía preguntándose por la importancia real de todo aquello. ¿Qué más daba? Con la cantidad de niñas que había allí dentro, con la cantidad de puntitos o partículas de niña que circulaban por el universo eterno y hostil, ¿qué diferencia había entre una u otra? ¿A quién podía afectarle que se llevaran dos bebés o que se llevaran cinco? Uno u otro. ¿Por qué no se la llevaban a ella? Directamente a ella. ¿Querría la señora Muir arrancarla del internado, sacarla por una ventana, por una tubería, por el sótano, y acunarla? Darle sus vasos de zumo al amanecer y al anochecer, sus papillas de fruta, sus purés y sus patatas fritas. ¿Querría la señora Muir ponerle sus vestidos de color aguamarina a juego con los zapatos y las horquillas del pelo? Ay, señora Muir, lléveme a mí. Ay, señora Muir, entiérreme también a mí en una caja blanca de niña virgen.

Las demás no sabían de sus abstracciones ni de sus ruegos. La mayoría ni siquiera estaba al tanto de lo que había ocurrido con la cría enferma a las puertas del edificio. Sólo espiaban de reojo a una discípula que se hacía nudos en el pelo y sostenía un libro de arte sacro sobre las rodillas, azotada por la directora en su merodear pasillo arriba, pasillo abajo, mientras ayudaba a arrastrar las maletas y los expedientes de las que se iban. Aquella alumna iba a ser su desgracia, con todo lo que habían hecho por ella, decía la jefa de estudios. Y la escupía. Aquella muchacha había metido al diablo en su comunidad académica. Aquella criatura que meditaba acerca de que lo bello podía coincidir con lo bueno, pero no tanto con lo útil y lo provechoso, y acerca de que todo lo que le quedaba por hacer esa mañana y esa tarde era seguir hundiendo la cabeza en unas páginas que aún no entendían el concepto de cultura moderna, emitiendo un incoherente sonido entrecortado y neutro. Algo parecido a mah-mah.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

“La espera orienta / este viaje / como una costura, / detrás del arbusto / o la verdad. / El poema al oído / nos extrema al mundo. / Y, mientras, lo que fuimos / en las ciudades / nos sirve para vivir.”

 

Éste es el poema que abre la primera parte de El viaje del animal, una suerte de propedéutica o antesala preparatoria al libro que contiene casi todos los elementos que se irán desgranando en su lectura: un ritmo lento, paciente, dilatado (el de la espera), la búsqueda de una orientación o vía por donde encauzar un viaje que será tanto individual como colectivo, el poema o la escritura como anclaje privilegiado o punto de detención inevitable, la mirada hacia el pasado y el instinto mínimo, pero arraigado, que tiende hacia la supervivencia.

 

Pero vayamos por partes. Digamos, por ejemplo, que El viaje del animal es el tercer poemario de Mariano Martínez, que traza líneas de solidaridad y también de divergencia con su libro de 2016 Cuando el pan (Ediciones de la Isla del Siltolá). Añadamos, para seguir, que las similitudes con su anterior libro tienen que ver con un aspecto más temático que formal, pues el lenguaje despojado y pauperizado a voluntad de Cuando el pan ya no halla continuidad en el libro que estoy comentando. En éste, la versificación es más “discursiva”: la prosodia discurre, sin interrupciones o recortes, sin contención, sin violencia, pero con los ajustes propios del marco poético. A cada libro según sus necesidades lingüísticas, podríamos decir.

 

¿De qué viaje nos habla este libro? Se trata de un itinerario tanto real como metafórico, el recorrido por lo que podríamos llamar la vida humana, inestable y extrañada, leída en clave personal pero también conjunta, social, política. Este viaje nos sume en el desconcierto de una existencia titubeante con la que solamente podemos reunirnos o identificarnos a tientas -ensayo y error– a través del tacto y del sentido más afilado del que podemos disponer o somos capaces de desarrollar: el que podríamos llamar “sentido poético”. Este sentido nos aferra a un modo de transitar o de hacer esa transición, ese camino, buscando las pistas en lo que nos extraña, desbrozando la maleza del lenguaje común y adentrándonos en una senda del lenguaje que nos valga a modo de refugio y amparo ante la fragilidad propia de la condición humana. Una condición errante y errática, marcada por la herida personal y colectiva y las múltiples contradicciones, el temblor, el vértigo y el hambre, pero también la resistencia y la voluntad de transformación de un entorno hostil. El libro ahonda en esas máculas o estigmas de lo humano, y al mismo tiempo, dualidad mediante, nos muestra su irresistible y paradójica belleza, lograda a través de una lírica que tiende a aislar y sustanciar los elementos y unidades lingüísticas. Dice Mariano: “El temblor como lenguaje de belleza,/ sin luz precisa/ ni rostro/ ni regazo”, o dicho de otro modo, con Hölderlin: “en el peligro está también lo que salva.”

 

Ahí, precisamente ahí, en lo que tiembla, asoma la conexión con algo de lo que podría salvarnos, la animalidad o la reducción de lo humano a lo animal. Martínez observa en el libro la existencia humana desde una mirada a la vez panorámica, desapegada, y próxima. En la proximidad aparece el aliento de lo animal como “ánima” y soplo de vida, cuenco de calidez, simplicidad y universalidad. El animal y lo animal en nosotros, siempre tan ciegos y volubles, es una suerte de devolución a un espacio más auténtico, primigenio y más puro: “esta paz que buscamos en la mirada/ nos devuelve al animal.”

 

Otro de los leitmotivs o estaciones de paso para dar sentido a esa vida desgarrada serían el amor y el contacto con la alteridad como experiencias de retroacción y transformación. La dimensión relacional del yo que se funde con una segunda persona aparece en la segunda parte del libro. El amor se dibuja como una vuelta a casa, asentamiento y morada condicional pero holgada en un mundo hecho de astillas y estruendosos silencios. “La condición de regresar,/ aunque de manera torpe,/ lenta, cansada./ Esa es la condición de amar,/ porque la tierra/ siempre permanece/ por nosotros.” Como decía la poeta argentina Diana Bellessi: “Todos sabemos: partir es volver.” Y en ese retorno del que partimos y que nos parte aparece la ternura como posibilidad de echar amarres en algún lugar.

 

Será también a través del arte, de la estética (en este caso, la propia escritura) y de sus distintos y múltiples espejos donde se abra también un espacio posible de calma y de reflexividad para esta atropellada ruta. Como ya he indicado anteriormente, en el libro de Martínez el lenguaje poético y lo poético en un sentido más general y abstracto cobran un relieve especial en cuanto contenido abordado específicamente en los textos. El poema es la “escritura ceniza que se hace carne” y con él “humedecemos el idioma piel, huérfano”. De este modo, el lenguaje poético abre las puertas a la transmutación y a la unión con lo sensorial, con lo físico, con la piel y lo carnal. La poesía hace un revestimiento con la orfandad, y dota de una respiración a la lengua: “la materia del alfabeto latido”.

 

Asimismo, es en el compromiso político que enlaza con la visión de lo ocurrido en el pasado reciente de nuestro país donde también se encuentran otras de las salidas o arraigos del viaje. Concretamente, en el libro se explicita ese esfuerzo por “descifrar la memoria” en la búsqueda de la historia del militante anarquista afincado en El Prat de Llobregat Demetrio Beriain Azqueta, en la cuarta parte del libro. Esa búsqueda de un testimonio singular de vida y militancia podría ser un ejemplo de las formas que tenemos de ahondar en las posibilidades incumplidas en el pasado, en lo que nos legaron las generaciones perdidas, lo no sido, “lo inacabado, / la historia que está / a punto de nosotros.” Y allí, tal vez, un atisbo de esperanza para el futuro, todavía.

 

 

 

Mariano Martínez, El viaje del animal, León, Eolas Ediciones, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Laia López Manrique

Artículos 301 a 305 de 1353 en total

|

por página
Configurar sentido descendente