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La obra de Elias Canetti (1905-1994) está marcada por tres obsesiones centrales: la masa, el poder y la muerte. A las dos primeras dedicó la que consideraba su obra capital: Masa y poder. Y desde comienzos de la década de los cuarenta fue tomando apuntes para llevar a cabo su otro gran texto, el libro contra la muerte. Sin embargo, no llegó a acabarlo. Es más, ni siquiera lo empezó. Esto es lo curioso que resalta el escritor suizo Peter von Matt en su excelente postfacio: «Canetti nunca escribió la primera frase de su libro –señala–. Este mero hecho ya plantea un enigma. Durante décadas tuvo la mirada puesta en esa obra, escribió estenográficamente apunte tras apunte al respecto en sus pequeños blocs, utilizó cientos de lápices, pero nunca redactó la primera frase.» Quedaron, pues, un sinfín de ideas, aforismos, anotaciones y citas, todos destinados, en principio, a ese libro; con el paso del tiempo, varios fueron incluidos en La provincia del hombre (1973), por ejemplo, o luego en El corazón secreto del reloj (1987); otros permanecieron sin publicar, recogidos, de forma ora agrupada, ora dispersa, en el inmenso legado. Lo que hizo el editor alemán fue reunir esos apuntes, tanto los publicados como los inéditos, someterlos a una criba para evitar excesivas repeticiones y para respetar el rigor que caracteriza a la escritura del autor y darles una forma cronológica. Así pues, lo que el lector español tiene en las manos es una recopilación prolija y cabal de cuanto Elias Canetti escribió preparando ese gran libro que pensaba escribir contra la muerte. La edición española cuenta, además, con la colaboración de Ignacio Echevarría, una de las personas que mejor conoce la obra de Canetti en el mundo; él se encargó de revisar y de anotar el texto.

 

            Una y otra vez insistía Elias Canetti en su proyecto y en su programa. En 1943, por ejemplo, escribía: «Desde hace muchos años nada me ha inquietado ni colmado tanto como el pensamiento de la muerte. El objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres. Hubo un tiempo en el que quise prestar este objetivo al personaje central de una novela al que, para mis adentros, llamaba el “Enemigo de la Muerte”. Pero durante esta guerra me he dado cuenta de que es preciso expresar directamente y sin disfraces las convicciones de este tipo, que constituyen propiamente una religión. Por eso ahora voy anotando todo lo que guarda relación con la muerte tal y como quiero comunicárselo a los demás, y he dejado totalmente de lado al “Enemigo de la Muerte”. No pretendo decir con esto que las cosas vayan a quedar así; tal vez el personaje resucite en años venideros de manera distinta a como yo me lo había imaginado. En la novela debía fracasar en su desmesurada empresa; pero le estaba reservada una muerte honrosa: un meteoro iba a ser el encargado de liquidarlo. Quizá lo que más me moleste hoy sea el hecho de que tuviera que fracasar. No puede fracasar, no le está permitido. Si bien tampoco puedo dejar que triunfe mientras los hombres siguen muriendo por millones...» Y veinte años después anotaba: « ... mi actitud respecto a la muerte … la preocupación más importante de mi vida ...» La fuente del proyecto son tanto las experiencias personales como las sacudidas producidas por el presente político que le tocó vivir: ahí están la muerte repentina y prematura del padre, la muerte de la madre, luego la terrible guerra mundial, la campaña de exterminio de la población judía en Europa. Canetti estaba habitado por sus muertos.

 

            Se trata desde luego de una empresa singular, única, gigantesca: oponerse radicalmente a la muerte, combatirla sin descanso, conseguir que deje de existir. Él habla de un «odio a la muerte». «Nunca podrás hacer las paces con la muerte», escribía. Y añadía: «cualquier cosa menos morir». A pesar de lo insólito y radical de la empresa, esta arraiga en corrientes profundas del siglo XX. Está relacionada con el cambio que se produjo en la política del poder, el cual se traslada de uno centrado en la muerte a otro centrado en la vida. Canetti no es ajeno a ese proceso, si bien su visión es radicalmente personal (como lo es, por cierto, su concepto de la masa, la cual también fue profusamente estudiada en el siglo XX, por Le Bon, por Ortega, por Freud, por Reich y otros).

 

Con la nitidez deslumbrante de su escritura insiste él en la relación del poder con la muerte: «Un hombre tiene a gente a su alrededor para que se muera antes que él. ¿No es esa la esencia más profunda del poderoso?», apunta. Y: «La condena a muerte de todos al principio del Génesis contiene en el fondo cuanto puede decirse sobre el poder, y no hay nada que no se deduzca de ello.» Así, acercándose a nuestros días, describe a Sadam Hussein como ejemplo del poderoso, del «superviviente», de aquel que basa su poder en la muerte de los otros.

            Canetti es una pensador de la «vida», hace hincapié en el «carácter sagrado de cada vida». Un pensador moderno, emparentado en este sentido con Nietzsche, con quien no siempre coincide y a quien hasta a veces rechaza. Aun así, es afín a él también en su forma eruptiva de pensar, en su tendencia a la plasmación aforística del pensamiento.

            El libro contra la muerte está colmado de percepciones geniales: «A los alemanes, los seis millones de judíos asesinados les han impregnado el cuerpo y el alma; nunca más habrá un alemán que no sea también judío.» Y de reflexiones sobre otros escritores, como Thomas Bernhard, a quien consideró por un momento un discípulo, pero de quien luego se distanció, precisamente por su relación con la muerte. Canetti opinaba que Bernhard «cedía» en vez de oponerse a ella.

            Hemos señalado al comienzo que el hecho de que nunca llegara a empezar ese libro que era la obsesión de su vida resulta «curioso». Quizá no lo sea tanto; quizá el Gran Libro consista precisamente en esto: en una serie infinita de apuntes, cada uno de los cuales lo contiene Todo. Este es el caso de El libro contra la muerte de Elias Canetti.- ADAN KOVACSICS

 

 

 

Elias Canetti, El libro contra la muerte, traducción de Juan del Solar y Adan Kovacsics, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Adan Kovacsics

13 de mayo de 2020

El siglo XXI cargado de posibilidades multidisciplinares ofrece nuevas perspectivas en la narrativa hispanoamericana que, con diferentes puntos de vista, se acerca a conceptos tradicionales, evita la renuncia a la tradición, o se adapta a un presente con esa docilidad que posibilita una nuestra singular de los vicios en cualquiera de los ámbitos literarios; y si concretamos el espacio geográfico en México una generación nacida en los setenta acusa en sus textos un costumbrismo con visos de crítica, muestra una abulia formal, o un exceso de provincianismo, aunque voces disidentes orientan su literatura hacia tramas que reproducen atmósferas opresivas, situaciones de extrema violencia, odio y abominaciones que se concretan y fundamentan en el valor mismo de la palabra. Gerardo Sifuentes (1974), Luis Felipe Lomeli (1975) y Antonio Ortuño (1976), liderarían esa denominada “generación del apocalipsis mexicano”.

 

            Antonio Ortuño (Zapopan, Jalisco (México), 1976) ha publicado las colecciones de cuentos, El jardín japonés (2007), historias que recurren a la ironía, la violencia, la sátira y se cargan de melancolía como resultados de una estrategia narrativa que provocan un sentimiento aditivo en el lector. La Señora Rojo (2010) que se divide en dos apartados de una profundidad textual: “La carne”, ocho cuentos de variada extensión, y con un distanciamiento irónico donde la crueldad aflora por doquier;  y un segundo, “El mundo” de contenido más metafórico, incluso paranoico, bastante ambicioso; propone otros temas de ámbito americano: la represión, el nacionalismo, el heroísmo, o la Historia y sus maneras de ser abordada, en el mejor ejemplo de los regímenes totalitarios. Y la antología personal Agua corriente (2015), trece cuentos, muchos breves: historias sobre padres e hijos, matrimonios en declive, o acerca el mundo de la enfermedad. Crítica social y política, realismo frente a elementos fantásticos, en urbes reconocidas y espacios inciertos, como en un Oriente mítico. Y con cada cuento, Ortuño proporciona una sorpresa, e insiste con esa intención de renovarse con cada historia. La vaga ambición (2017), su última y cuarta entrega, ha obtenido el V Ribera del Duero. Una vez más, Ortuño demuestra que conoce y maneja el microcosmos de la condición humana y ambienta sus historias en escenarios controlados, donde la gravedad se manifiesta con mayor o menor intensidad, en un considerable abanico de grandezas y de miserias, de ilusiones o frustraciones que despiertan nuestro interés lector. La prosa de Ortuño transita por diversos registros, heredero de la corriente latinoamericana clásica, concreta su exploración en un contexto individual, y así concibe una proyección más universal, afirma su compromiso político e histórico, y resalta esa inequívoca identidad de una considerable responsabilidad. Completan su visión narrativa, el ejemplo de sus novelas, El buscador de cabezas (2006), Recursos humanos (Finalista Premio Herralde, 2007),  Ánima (2011), La fila india (2013), Blackboy (2014), Méjico (2015) y El rastro (2016).      

 

            La vitalidad que subyace en los cuentos que componen el volumen La vaga ambición desemboca en auténticas tragedias pese a la irónica visión que Ortuño presta a sus relatos porque el tono que el mejicano contempla en sus historias es de un finísimo humor negro, o de la sátira más descarnada porque la crueldad y la malicia están presentes en los seis cuentos que componen el volumen y esa innegable amargura que el narrador explota desde su misma infancia, “Un trago de aceite”, hasta que se convierte en un escritor cuarentón, actitud que compensa el microcosmos ensayado para constatar la suma de calamidades que conlleva el difícil oficio de escribir, según manifiesta su protagonista Arturo Murray. La creación del personaje le permite a Ortuño transcribir experiencias propias y hacer que estas complementen el significado literario de su vida, aunque en ocasiones se trate de lejanas y olvidadas anécdotas de verano, problemas familiares, o la mayor de las aversiones a la insensatez de toda una vida. Estos cuentos ofrecen una especie de ejercicio terapéutico que permite a su personaje principal sobrellevar las múltiples humillaciones que la sociedad le adjudica, sobre todo cuando el escritor pretende cierto renombre de un selecto club de destacados profesionales, o la petición del Ayuntamiento de su ciudad natal de nombrarle ciudadano notable, y la admiración de una actriz de un popular show nocturno; todo un listado de vanidades que un Murray “atrapado” constata como si el éxito literario conllevara el quebrantamiento de ese espíritu benefactor que siempre lo animaba a escribir. Y es así como su carrera literaria se convierte en un entramado de trampas y de equívocos.

 

            La cohesión de los cuentos, de una calculada extensión, conforma una sólida unidad que obliga a leer el libro en su conjunto, como capítulos aislados de una biografía doliente, auténticos apólogos de la formación de un escritor, o de su perseverancia para sobrevivir en el difícil mundo de la literatura, y constatan el rencor acumulado que lleva a la venganza, como en el relato “El caballero de los espejos”, con un final inmisericorde asociado al éxito literario y la posibilidad del desprecio; o como si el escritor fuese tildado de un auténtico títere en esas presentaciones, “El príncipe con mil enemigos”, donde Murray advierte que nadie de los presentes “tenían la menor idea de mi obra o de mi existencia” e, incluso, “el organizador compartía su ignorancia”. Antonio Ortuño ha sido capaz de diseccionar ese terrible mundo de los egos literarios, de soberbia y cinismo que acompaña al mundo de la creación literaria, porque su finalidad es constatar la ironía misma con esa mirada visceral que conlleva la suma de hábitos de los autores, sus fobias y sus manías que de la mano del mejicano se convierten en una observación tan tierna como demoledora. El mejor ejemplo, “La batalla de Hastings”, una historia sobre un autor saturado que enseña a escribir y parafrasea para sus alumnos las verdades y las mentiras de la literatura,  y se resume cuando al final del mismo les pide a sus alumnos que “mientan y engañen”, que “mientan más” porque, él mismo, después de tan extenuante sesión lo que hará es “sentarse, respirar hondamente, y mentir y mentir”.- Pedro M. DOMENE.

 

 

Antonio Ortuño, La vaga ambición, Madrid, Páginas de Espuma, 2017.  V Premio Ribera del Duero.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pedro M. Domene

6 de mayo de 2020

Fue un compañero de facultad, a principios del curso de 1996 y en el patio de letras de la Universidad de Barcelona, quien primero me habló de Luis Izquierdo, diciéndome que era poeta y que en sus clases no se ceñía tan sólo al programa sino que hablaba de otros escritores europeos, como Hofmannsthal o Kafka. A pesar de que yo cursaba entonces otra filología y aburrido como estaba de aquella facultad en tantos aspectos decepcionante, decidí acudir de oyente a una de sus clases sobre poesía contemporánea. El inmediato deslumbramiento me llevó a matricularme en todas las asignaturas que dio aquellos años –sobre novela española o hispanoamericana, tanto daba, puesto que sus clases, aunque teóricamente adscritas al departamento de filología hispánica, discurrían en el ámbito de la Weltliteratur, de la literatura universal, a cuyo cosmopolitismo se plegaba mejor su temperamento.

            Aunque los aplicados las llamaban caóticas, sus lecciones eran sólo digresivas, atentas a los autores obligatorios pero con puntuales excursiones a otros países y a otras disciplinas, principalmente a la pintura, la arquitectura o el cine. Era evidente su gusto por las vanguardias y su predilección por la cultura urbana, a cuya expresión, tanto en arte como en novela o en poesía dedicó buena parte de su estudio. La seducción que ejercía en tantos de nosotros se debía seguramente a su inagotable capacidad asociativa. Recuerdo el día en que nos descubrió a Wallace Stevens, a propósito de unas versiones que Jorge Guillén había hecho de algunos de sus poemas, convirtiendo una clase sobre la generación del 27 en un ejercicio de verdadera crítica literaria. Siempre generoso con sus pasiones, sabía contagiarnos su inquietud intelectual, provocándonos a menudo. Acostumbrados a la monótona prédica doctoral de aquellos años, nos encantaba y nos divertía que un profesor se atreviera a argumentar sus reticencias, con autoridad y sentido del humor, sobre poetas intocables como Juan Ramón Jiménez o Vicente Aleixandre. El legado más útil, político en un sentido lato, que puede dejar un profesor quizá sea el de haber despertado el sentido crítico en sus alumnos.

            Físicamente, Luis se parecía un poco al último Yeats, con esa pelambrera grisácea siempre un tanto despeinada. Más tarde supe además que el poeta irlandés era uno de sus predilectos. “My King a lost King, and lost soldiers my men” (“Mi rey, un rey vencido y soldados muertos mis hombres”), solía citar a menudo para ilustrar el cometido básico de la poesía, cantar lo que se pierde. Con su atuendo oxoniense –la pipa, el maletín y las corbatas de lana– recordaba también a un profesor europeo exiliado en algún campus norteamericano, una caracterización que se avenía muy bien con su formación ecléctica y su nobleza de espíritu. Aunque siempre reivindicaba sus orígenes humildes –su padre, a quien perdió siendo muy joven, había sido peluquero en el Paseo de Gracia–, Luis tenía un porte aristocrático, inducido por la destreza con que manejaba su castellano materno y por esa mueca sardónica –a grin, en inglés, palabra tan precisa como intraducible– que a menudo acompañaba sus comentarios y en general su actitud ante la vida.

             Luis era un outsider en el departamento de hispánicas, reclutado en la filología más por necesidad que por vocación. Después de dejar la carrera de derecho, había estudiado filosofía y letras, en la especialidad de germánicas, licenciándose con una tesina sobre La muerte de Virgilio de Hermann Broch, un autor al que nunca dejó de volver. Amplió luego estudios de alemán en Rothenburg ob der Tauber y en la Universidad de Tübingen, donde conoció a Claudio Magris, con quien siempre mantuvo una buena amistad. En sus conversaciones solía recordar el impacto que le habían causado las conferencias de Ernst Bloch. Yo creo que el mundo germánico era el fundamento de su cultura, luego matizado o enriquecido por la aportación anglosajona, sin olvidar su afición, muy propia de todos los de su edad, por la literatura francesa, adoptada como compensación de nuestras carencias. Seguramente su único maestro reconocido fue José María Valverde, con quien, además de la vocación comparatista, compartía un sentido ético de raíz cristiana.

            En 1961, Luis se casó con Anna Ramón, madre de sus tres hijos. Hay en la vida pocas experiencias tan gratas y humanamente reconfortantes como conocer a un matrimonio feliz y bien compenetrado. Anna y Luis eran, para los demás, más ellos mismos cuando estaban juntos. Su constelación de buenos amigos –en Madrid como en Barcelona–, la variedad de sus intereses culturales, la seriedad de su compromiso político o su célebre hospitalidad –en el piso de la calle Girona como en la casa de Sant Vicenç de Montalt– eran un reflejo de esa armonía interior de la pareja que ni siquiera la enfermedad de los dos, en los últimos tiempos, pudo empañar. Recién casados, se fueron a vivir a Estados Unidos, en lo que fue uno de los períodos más intensos y enriquecedores de su vida. Gracias a Xavier Rubert de Ventós, que le recomendó en el puesto, Luis pudo dar clases de literatura española contemporánea en Cincinnati (Ohio) y en Washington, una experiencia que siempre recordaba con nostalgia y gratitud. Huir de la sacristía franquista, disfrutando además del refugio que la cultura europea había encontrado en las universidades norteamericanas después de la segunda guerra mundial, fue un privilegio y un estímulo, una gran suerte. Luis siempre recordaba una conferencia de Harry Levin –no sé si en Cincinnati o en Washington– sobre Shakespeare. “Era como escuchar música”, decía. A su paso por Nueva York, por iniciativa de Anna, fueron a visitar en su apartamento a Hannah Arendt, que les recibió muy amablemente. Arendt era entonces presidente de los exiliados españoles republicanos en la ciudad, según me contó Luis. Y estuvieron hablando, sobre todo, de Hermann Broch, a quien Arendt había conocido y sobre quien había escrito estupendos ensayos.

            Los años en Estados Unidos convirtieron a Luis en una especie de eterno ciudadano mental de Nueva York. De alguna manera, hizo suyo el mundo de Hannah Arendt, de Mary McCarthy y Edmund Wilson, de Auden y de Joseph Brodsky, del New York Review of Books, revista a la que estaba suscrito. Los autores por los que siempre se interesó son prácticamente los mismos que estudia Wilson en El castillo de Axel (1931), con la excepción de Kafka, a quien Wilson no entendió y cuya obra era para Luis como un breviario. De Baudelaire y Flaubert hasta Yeats y Eliot, sus reflexiones literarias transcurrieron siempre dentro de lo que Cyril Connolly llamó el movimiento moderno, lo mejor que dio la literatura europea más o menos entre 1850 y 1960. Recuerdo, por ejemplo, una clase suya en la que analizó la escena de los comicios agrícolas en Madame Bovary que nunca olvidaré, por la fruición con que comentaba cada uno de los detalles. O una conferencia que dio en el Institut d’Humanitats de Barcelona, del que era vicepresidente –gracias a la generosidad y el sentido de la jerarquía de Jordi Llovet, otro gran maestro–, sobre Lolita de Nabokov y que ya está para siempre asociada a mi lectura de esa novela.

            A su regreso de Estados Unidos y gracias a su amigo Joaquim Marco, Luis entró en la universidad de Barcelona. Como aún no existía un departamento de literatura comparada –lo crearía Llovet, contra viento y marea, muchísimos años después–, Luis se doctoró en hispánicas con una tesis sobre José Moreno Villa. Por aquellos años, compaginó su labor docente con trabajos editoriales, lo que le permitió conocer a poetas como Joan Oliver y Joan Vinyoli, correctores a sueldo, o a Carlos Barral en su última vida como editor. De todos contaba siempre anécdotas muy divertidas. En 1988 ganó finalmente una cátedra de literatura española contemporánea, de la que se jubilaría en el año 2007. En un gesto típicamente suyo, se negó a ser catedrático emérito por lo excesivo de la burocracia que exigía el honor. 

            Pero más que catedrático o crítico literario, Luis era sobre todo poeta. Para él la poesía era una forma insustituible de pensar, hasta el punto de que realmente pensaba en verso. En los últimos años, no era raro que sus amigos recibiéramos sobres con tres o cuatro poemas improvisados –ripios, los llamaba él– sobre algún político impresentable, la Iglesia o sobre cualquier libro que acabara de leer, desahogos y divertimentos que ilustraban hasta qué punto la poesía era para él un fenómeno mental que le ayudaba a respirar. Así como su prosa crítica es para mi gusto demasiado envarada y conserva  poco de la vivacidad y el humor de su conversación o de sus clases, su poesía es la justa estilización de su habla y de su inteligencia. Recuerdo perfectamente el impacto que me produjo el primer poema suyo que leí. Estaba en una librería de Barcelona y di por casualidad con Señales de nieve (1995), entonces su título más reciente, publicado en Pamiela gracias a nuestro común amigo Ramón Andrés. Abrí el libro y empecé a leer el primer poema, titulado “Letanías profanas”:

 

                                   He querido escribir un poema

                                   de amor un claro vastísimo

                                   poema de amor

 

                                   Durante muchos días con sus (ojos

                                   de lince) noches he

                                   querido escribir este amor

                                   sus melódicas piernas y sus labios

                                   encendidos y

                                   sus pechos sosegados

                                   elocuentes cadenciosos

                                   que he custodiado (celoso,

                                   por supuesto)

                                   sin otras concesiones

                                   que no fueran las de la pasión

                                   más desordenada

                                   que atravesé rozando las salmodias

                                   Rosa Mystica Turris Eburnea

                                   Speculum Maiestatis

                                   […]

 

Desde entonces me lo sé de memoria y ha quedado ahí, como una parte de mí mismo, como sólo ocurre con los pocos poemas o fragmentos de poema que se convierten en carne propia. Sigo creyendo que “Letanías profanas” es uno de los mejores poemas de amor de la segunda mitad del siglo XX, de una especie de amor, además, a la que pocas veces atiende la poesía, más acostumbrada a cantar la exaltación del enamoramiento o a lamentar su extinción. Como “Pandémica y Celeste” de Jaime Gil de Biedma, pero con una propuesta ética y vivencial muy distinta,  “Letanías profanas” habla del amor largo, del amor de muchos días, difícil y sostenido en el tiempo. El final es de una elevación genuinamente eliotiana:

 

                                   Y hasta el olvido en que arderá el deseo

                                   trasunto de nosotros sin historia

                                   te dirá en toda piedra y en el blanco

                                   que efunde el sol eterno de los cuerpos

                                   resueltos a unidad cuánto mi amor

                                   te quería sin fin y te tenía

                                   y te quería

                                   como quieren los astros silenciosos

                                   y el diamante de arcilla que quemamos.

 

 

Señales de nieve sigue siendo a mi juicio su mejor libro, el que contiene un mayor número de poemas excelentes y en el que uno puede hacerse una idea más cabal del tipo de poeta que era. De alguna manera, ese poemario intensifica las virtudes y corrige los defectos de los tres anteriores, Supervivencias (1970), El ausente (1979) y Calendario del nómada (1983). Desde el punto de vista del oído, no hay en Señales de nieve ni rastro de la tendencia al sonsonete que a veces le perdía, por su talento para la versificación fácil. Y todas sus influencias están ahí ya bien integradas y domesticadas. Tanto su gusto como su dicción se habían educado con Antonio Machado y Pedro Salinas, un bagaje al que luego fue incorporando algo de la poesía alemana –de Brecht y Gottfried Benn, principalmente– y bastante de la anglosajona, sobre todo de Robert Frost, Wallace Stevens, Auden o Philip Larkin. Con respecto a sus contemporáneos, Luis fue un poeta sin generación que en realidad pertenecía al grupo del 50. Ninguno de su edad supo asimilar mejor algunos aspectos de la poesía de Carlos Barral, de Jaime Gil de Biedma o de Gabriel Ferrater, cuya descripción de Barcelona, en lo moral como en lo social, estudió muy de cerca. Recuerdo siempre una clase que dedicó a comentar “Barcelona ja no és bona o mi paseo solitario en primavera”, el poema de Gil de Biedma, admirando el virtuosismo técnico y compositivo (“es una pieza flaubertiana”), el ensamblaje de lo íntimo y familiar con lo histórico y político, la administración de los silencios. Fue para mí un precedente inolvidable.

            No es fácil, su poesía. El tono casi siempre meditativo tiende a sintetizar la reflexión y a proyectarla en las imágenes que la acompañan, en un trasunto de su pensamiento en acto que muchas veces prescinde de la aclaración al lector. Y ahí es donde mejor se aprecia la influencia de Barral o de Ferrater, menos preocupados que Gil de Biedma por evidenciar la anécdota que inspira el poema. Algunos de sus asuntos recurrentes son la lectura, el padre ausente, el amor conyugal, los viajes, por supuesto la ciudad, la pintura y el cine. Quizá sea frente a los cuadros, entre los libros y estando de viaje donde su verso adquiere mayor profundidad y mayor encanto. Hay por ejemplo una écfrasis en Señales de nieve, titulada “Vue de Genève”, sobre una pintura de Jean-Étienne Liotard, que es sencillamente magistral, por la manera en que logra describir a un tiempo el cuadro, el pensamiento que genera, su recuerdo y el viaje que hizo al lugar en el que se exponía. Y sin duda su mejor comentario sobre su autor predilecto está en “Franz Kafka y el desierto”, un poema de No hay que volver (2003), el primer libro que le publicamos en Lumen.

            Muchos de sus poemas tienen también una dimensión política y demuestran que la poesía, a través de la resistencia de la memoria, ha sido a menudo el último refugio contra el totalitarismo. Es la “conciencia de los incurables”, de la que habló en su poema sobre Brodsky, también en No hay que volver. Anna y Luis tuvieron desde muy jóvenes un agudo sentido de la justicia y de la solidaridad. Ya en la democracia, pertenecieron a los círculos socialdemócratas de Barcelona, reunidos en torno a la familia Maragall –Jordi Maragall i Noble, el pater familias, fue como un segundo padre para Luis– y en el que también estaban el rector Josep Maria Bricall, Joan Raventós o José Antonio González Casanova, representantes todos ellos, cada uno en su ámbito, de una sociedad posible que fue marginada por el pujolismo y que ahora ya ha sido aniquilada por el independentismo. Como había dicho Juan García Hortelano –tan querido por Luis– de los poetas de la generación del 50, todos ellos fueron “convictos de pertenecer a un país bárbaro”.

            Cuesta mucho, parafraseando a Saul Bellow, entregar a la muerte a un ser humano como Luis Izquierdo. Ni siquiera cuando enfermó de cáncer dejó de dar muestras de generosidad y de atención, de gratitud y de bondad. Luis tenía una cualidad que he visto en muy pocas personas –otra de ellas fue su amiga Carmen Balcells– y era la capacidad limpia de admirar. Aunque también sabía denostar con sarcasmo y malicia, si algo le entusiasmaba corría a felicitar al responsable y avisaba de ello a todo su círculo. Releyendo una carta que me envió cuando estábamos editando el que sería su último poemario, La piel de los días (2013), encuentro unas líneas que definen perfectamente su talante: “haber vivido y respirar todavía, compartirlo y viajar con Anna, no perder hijos y ganar amigos –tampoco demasiados– me parece un privilegio    –y lo es– que no merezco, pero estoy por ello muy reconocido”.

            En una de las comidas que hacíamos a menudo con amigos –con Jordi Llovet, con Ana María Moix– recuerdo que le comenté cómo me había impresionado una reflexión de Walter Benjamin en Dirección única. Dice Benjamin –el fragmento se titula “A media asta”– que cuando perdemos a un ser querido sufrimos una serie de transformaciones que sentimos la necesidad de comunicarle a esa persona, hasta que nos damos cuenta de que esos cambios sólo han sido posibles gracias a su ausencia. Y al final, dice Benjamin, le saludamos en una lengua que ya no entiende. Nunca olvidaré el gesto de íntimo reconocimiento que hizo Luis al escuchar esas palabras. Ahora pienso que debió identificarse por completo con esa observación, pues toda su poesía fue de algún modo un diálogo póstumo con su padre ausente, al que quiso mucho. Alguna vez me había comentado que cuando conducía por una carretera marítima de la costa catalana, al pasar por una determinada curva, le parecía ver la figura de su padre, saludándole. Siempre le decía que tenía que escribir un poema sobre eso, pero, claro, nunca había dejado de hacerlo. Desde que murió, cada vez que paso en coche por una curva al filo del mar, no importa dónde, soy yo quien imagina a Luis saludándome, hasta que me doy cuenta de que ahora somos nosotros quienes le hablamos en un idioma que ya no entiende.

 

Andreu Jaume

 

 

           

 

Escrito en Lecturas Turia por Andreu Jaume

6 de mayo de 2020

 

a Vicente Valero

 

Todas las noches, a la misma hora, se despertaba, y mientras apoyándose en las dos manos se iba incorporando poco a poco en la cama, trataba de recordar el sueño. A continuación se deslizaba  hacia un lado, el izquierdo, y se dejaba caer, hasta que sus pies daban con las zapatillas. Entonces se ponía en pie. Encendía el móvil. Las cinco y treinta, buena hora pensaba, ningún mensaje. No te levantes a oscuras, me preocupa que un día te caigas, le había dicho antes de colgar. Puedes tropezar, tienes la casa llena de trastos. Hazme el favor de encender la luz. Todavía no había amanecido. No corría las cortinas a pesar de su insistencia. Sólo cuando ella se quedaba a dormir. Dormirás mejor, hazme caso, no se cansaba de repetirle. Tampoco había luz en la gran vía, excepto, de cuando en cuando, las luces de algún coche. ¿Quién conduciría aquellos coches? ¿Un hombre? ¿Una mujer? ¿Jóvenes o viejos? ¿De dónde venían a estas horas? ¿A dónde iban? Tenía la boca seca y ganas de mear. Primero la cocina, se dijo. ¿Por qué no te llevas un vaso de agua a la cama, como todo el mundo? Mejor aún, llévate la botella. La dejas en la mesita y así no tienes que levantarte a beber. Ya, respondía él, pero se calienta, y a mí me gusta el agua fría. Abrió la nevera y echó un trago directamente de la botella. Bebía más para refrescarse la boca que para saciar la sed. Luego se dirigió al baño, y, sin encender la luz, se sentó a orinar. Se lavó meticulosamente las manos. Volvió a la cama. Encendió la lámpara. En la mesa había varias pilas de libros, fichas, lápices, una piedra de la Selva Negra que le servía de pisapapeles. Cogió un libro maquinalmente y un lápiz. Enfermos antiguos de Vicente Valero. Me gusta este tipo pensó, me gusta lo que escribe y me gusta cómo escribe. Y se dispuso a leer la primera página mientras pensaba en la sabiduría de los viejos. La sabiduría de los viejos murmuró para sí mismo, otro cuento más. La sabiduría de los viejos no es sabiduría, es sencillamente vejez, es resignación, es resentimiento, la sabiduría de los viejos es despertarte todos los días a las cinco de la mañana y tomar catorce pastillas diarias. Resumiendo, una putada, una enorme putada. Sí, ya sé que en la vejez la vida se remansa y el deseo se muda en afecto, ya sé que más vale aceptar lo imponderable, someterse voluntariamente. Por no hablar de ese espíritu que en algunas personas se mantiene siempre joven, o del valor de la amistad, de la auténtica y desinteresada amistad. En fin, si eso le consuela, me alegraré por usted. Empezó a leer:

“En uno de mis primeros recuerdos veo a un hombre con barba que está sentado en una butaca al lado de una estufa. Este hombre, de quien no puedo decir nada más, si era viejo o joven, cuál era su nombre, dónde estaba su casa, no habla: lo hacen por él tres —o quizá dos, o cuatro— mujeres que parecen discutir entre ellas, que se interrumpen a gritos, que tratan de explicarse ante otra mujer que acaba de llegar, conmigo, y que —la reconozco— es  mi madre”.

Leyó la primera página hasta el final y cerró el libro. Sabes, le había dicho también aquella noche por teléfono, para mí la primera página es muy importante, si la primera página me gusta, sé que me va a gustar el libro. Y me cuenta que antes, cuando se compraba un libro (ahora ya no se los compra, los saca de la biblioteca, o se los presto yo), generalmente una novela, aunque podía ser otra cosa, cualquier cosa, porque alguien le había hablado del libro, o había leído algo sobre él, y cuando empezaba a leerlo, cuando leía la primera página, pues, no sé cómo decirlo, pero si no me enganchaba, sabes ¿entiendes lo que te digo?, pues lo dejaba para otro momento. Así que ya no compro ningún libro sin haber leído antes la primera página. Te entiendo, le dije, pero ¿no has pensado que a lo mejor era el libro el que te dejaba a ti?, ¿Y eso qué importa? Tienes razón, no importa. Valero ¿qué tal está?, me preguntó. El anterior, el del ajedrez, recuerdas, me gustó. Duelo de alfiles, sí. A mí también me gustó. Valero, le dije, está escribiendo una obra de bastante más calado que todo lo que año tras año se nos anuncia como “obra maestra”, o “un nuevo Proust”, (no se lo debí de decir así, como comprenderán, “calado” no quiere decir nada, pero no recuerdo las palabras exactas). Con cada nuevo libro Valero ahonda (no, nada de ahonda, tachen esto también). Con cada nuevo libro Valero da un paso más…, sí, esto está bien, un paso. Levantó la vista. Estaba amaneciendo. Pensó, luego seguiré. Antes de apagar la luz vio cómo una franja luminosa, cada vez más ancha, cada vez más luminosa, se perfilaba en el horizonte, vio la cúpula de la iglesia saliendo poco a poco de la oscuridad, vio los tejados, las antenas, todo cada vez más nítido, el cielo, el color del cielo tiñéndose de rojo, de azul, de anaranjado. Dejó el libro en la mesa, el lápiz se calló al suelo. Cerró los ojos.

 

*

 

Cuando una hora más tarde se despertó y se puso a escribir esta página el cielo era azul. Una vez más recordó la cita de Salter: “… y todo es absurdo excepto el honor, el amor y lo poco que el corazón conoce”. Debe de estar en Quemar los días, su autobiografía, la había buscado varias veces últimamente pero no la había encontrado. Escribió a continuación: el mundo es como lo vemos, y no lo vemos igual con diez años que con setenta. Escribió: la verdad no está en lo que contamos, ni está en lo que recordamos, la verdad está en una mirada, en el temblor de una mano. Escribió: la verdad está en una mentira dicha por amor. Todo esto le sonaba haberlo escrito en otras ocasiones. A propósito de otros libros. O tal vez lo había leído. Se repetía. Hacía tiempo que se repetía. Pero no, no me he ido del tema trató de convencerse a sí mismo, esto no es una digresión, esto es el tema, esto es Enfermos antiguos, el último libro de Vicente Valero. Volver la vista atrás y mirar a lo lejos. Otra frase: “La literatura, cuando ocurre, es la correspondencia entre dos soledades”. (Lorrie Moore, a propósito de John Cheever.) La soledad del lector y la soledad del escritor. Ella no escribió “soledades” sino “agorafobias”, pero está claro lo que quiso decir. Hacemos lo que podemos, dijo también. Valero no se ha propuesto contarnos su vida, ni siquiera se ha propuesto rescatar del olvido un pasado que no volverá. Pero, ¿puedo estar seguro de esto? ¿Cómo saberlo? Enfermos antiguos, y su libro anterior, Las transiciones, no son sus memorias; como tampoco es su particular búsqueda del tiempo perdido. ¿Qué son entonces? La vida no cabe en una biografía, aunque “todo trabajo serio de creación debe tener un fondo autobiográfico”. Los recuerdos no vuelven en el orden en que sucedieron ni como sucedieron. Y tampoco vuelven todos. ¿Quién hace la selección? Pero no estamos reconstruyendo un crimen. Lo estamos perpetrando. No estamos volviendo al pasado. Es el pasado el que vuelve a nosotros. Ese pasado que no está muerto. “Ese pasado que ni siquiera está pasado”. En puridad Las transiciones es posterior a Enfermos antiguos. Al menos los hechos que allí se narran son posteriores, cronológicamente posteriores. No hay una causa primera, ni eficiente ni final. Los recuerdos no acuden cronológicamente, nos los explicamos a nosotros y a los demás cronológicamente, porque nuestra razón necesita que una causa preceda a un efecto y que no haya efecto sin causa. Pero la memoria no tiene en cuenta la cronología. La mente se rige por otras jerarquías invisibles cuya razón ignoramos. El mundo no habla, no nos habla, somos nosotros los que hablamos por él. Todo en este mundo es contingente, todo puede ser y todo puede no ser, todo pudo y no pudo ser.

Y escribe Valero, ya hacia el final del libro: “Todo estaba cambiando y de aquellos cambios —de sus consecuencias más visibles—  se hablaba, pero nunca del cambio mismo  —de su causa más profunda  —ni tampoco mucho—  algo más y siempre con inquietud sincera – de hacia dónde nos llevaban. Nadie en la isla echaba de menos tiempos mejores, simplemente porque nadie los había conocido…”

Personalmente creo que es más difícil terminar que empezar. Parar a tiempo. Poner punto final.

 

*

 

No acaba bien, me dijo aquel mismo día después de leerlo. Las dos líneas finales están bien, esas tienes que dejarlas, pero la cita de Valero, esa cita en concreto me refiero, no digo que no esté bien, pero aquí no viene a cuento. Tienes que buscar otra. Tenía razón. Tienes razón, le dije, pero tenía que acabar con una cita de Valero. Sobre todo tenía que acabar, porque aquella primera página se había convertido ya en tres. Tienes razón, repetí. Pues busca otra, me dijo. Sí, voy a buscar otra. Y otra cosa más. Estaría bien que el narrador volviera a hacer acto de presencia, ¿no crees? ¿El narrador? Sí, el tipo del principio, el que se levanta a media noche a mear. Pues no es mala idea, pensé. ¿Cómo no se me había ocurrido? Piénsalo, repitió. Sí, lo pensaré, voy a pensarlo ahora mismo. Y mientras se lo decía, se me ocurrió de repente. La cita no tiene que ser de Enfermos antiguos. La cita tiene que ser de Las transiciones. Esta noche te llamo, ¿de acuerdo? Claro, llama cuando quieras cariño. Y fui a por Las transiciones. No necesité buscar mucho.

“Han pasado ya casi veinte años desde aquel día y, sin embargo, lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer, puedo aún oler mi aliento ácido, oír los ruidos de mi estómago, sentir las punzadas de mi dolor de cabeza y de mi vértigo. Anduve un rato perdido o desorientado por aquellas calles desangeladas y húmedas sin encontrarlo, hasta que por fin di con el cementerio, donde más pronto o más tarde, pensé en aquel momento, también irían a parar mis huesos, mis recuerdos y mis pensamientos, mis tristezas y mis alegrías, ya nada importaría entonces…”

El final siempre es anterior al final. El final nos deja huérfanos. El final nos hace enmudecer, nos nubla la vista. Nos gustaría pensar que el final nos prepara para el final. Pero no es así. Personalmente creo que es más difícil terminar que empezar. Parar a tiempo. Poner punto final.

 

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Vicente Valero, Enfermos antiguos, Cáceres, Periférica, 2020.

--Las transiciones, Cáceres, Periférica, 2016.

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

6 de mayo de 2020

                                                                                                                                     El médico establece mi periodo de cura

y sólo soy capaz de hacer extrañas muecas.

Frágil la palabra cuando estoy lejos de casa.

 

Un vestido blanco tejido con hilos bendecidos

cubre el cuerpo ajeno que me nutre y me palpita.

Me santiguo mojando los dedos en mi propia sangre.

 

Me mantengo en la silla tambaleante pero firme

encima de un suelo lleno de pestañas de desconocidos

que rasgan la planta de mis pies y duele.

 

Bebo del líquido tóxico de cada una de las máquinas

que soportarán a los padres de mis padres,

y a mis padres, posponiendo la tierra en la cara.

 

Toco la piel virgen tras saltar la costra

y reto a cada desamor a presentarse

para decir que sí y rasgarla de nuevo.

 

El médico establece mi periodo de cura

y dudo de cada uno de los motivos:

 

Pues señor médico,

una flor con pulgón

acaba siendo sólo enfermedad.

Escrito en Lecturas Turia por Dalila Eslava

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