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Configurar sentido descendente

29 de mayo de 2020

 El año 2010 empezó en París, con un vaso de plástico en la mano, bajo una torre Eiffel iluminada en un cegador azul eléctrico. Miles de personas fotografiaban el frío metálico y el efecto de los rayos láser sobre el hierro y el cielo, al tiempo que contra cada pared se alineaban decenas de jóvenes con buzos y pasamontañas para ser cacheados por la policía. En las calles aledañas ardían los coches entre sonidos de sirenas y charcos de champán. Al día siguiente hacía un frío inhumano. Bajo los copos de nieve que caían lentamente, estuve recorriendo una vez más el cementerio de Montparnase, deteniéndome en las mismas tumbas de siempre: Duras, Cortázar, Vallejo, Baudelaire, y también Serge Gainsbourg y Jeanne Seberg, la cazadora solitaria. Ponerme en cuclillas frente a cada una de ellas, rozar con los dedos las losas mojadas, indagar vagamente sobre el sentido y volverme a preguntar por qué mis deseos más hondos se formulan siempre entre signos de interrogación. Sentir el perfume de las rosas negras. Que París no era más que un bulevar de sombras, eso musitaba Moustaki al adolescente que fui desde un radiocassette de plástico rojo, y eso exactamente fueron para mí las calles hasta llegar al puente de Mirabeau. No sabía por cuál de los dos lados se había arrojado Paul Celan la noche del 19 al 20 de abril de 1970, de manera que decidí uno y estuve un buen rato allí mirando el agua. Mentiría si dijera que mis pasos me habían conducido hasta aquel lugar azarosamente. Asomarme por esa barandilla había sido el motivo principal de mi viaje a París. Es extraño cómo escogemos a veces los sitios donde obtener respuestas o bálsamo, a qué vencidos dioses les rogamos luz, de qué modo incomprensible vamos buscando en el mundo de reclinatorios e instantes sagrados, miradas que nos fotografíen desde un cielo roto. El caso es que, contemplando la corriente desde ese punto, imaginando el estruendo de un cuerpo que a peso desde la balaustrada a la hora en que todos duermen, pretendía yo averiguar si quería o no seguir viviendo, si iba o no a seguir viviendo. Para eso estaba allí aunque no sepa decir por qué, ni ahora ni entonces.

 

Hacía poco tiempo que me había separado. Mi estado afectivo era atroz, mi economía hacía aguas por todas partes y el cuerpo empezaba a pasarme factura, propenso a morir como siempre he sido, de los excesos de antaño y las noches de angustia de entonces. Hay sueños que te destrozan vivo, mil veces peores que cualquier insomnio, por sudoroso y taquicárdico que sea. Siempre, como lector o como observador de la vida, había sentido fascinación por las situaciones en que alguien tiene que volver a empezar de cero: presidiarios que salen con lo puesto, desterrados que regresan al viejo barrio, viudos extranjeros, gente que de la noche a la mañana cambia de costumbres y de pasaporte. En cambio, ahora que era yo quien me encontraba en un trance parecido, no podía quitarme de la cabeza la sensación de haber quedado varado en la cuneta, enfermo y sin fuerzas para nuevos capítulos. Se disparó, eso sí, mi vieja pulsión de huida, la misma que cada verano me había llevado a conducir horas y horas por las carreteras de España, sin rumbo ni destino fijo, escuchando country, parando en las gasolineras, anotando vaguedades en un pequeño cuaderno. Sólo que esta vez se disparó de una forma mucho más descontrolada y dolorosa porque el asunto ya no tenía que ver con emborronar mapas o buscar moteles desolados y cinematográficos donde pasar la noche. Todo lo que antes era mansa melancolía se había convertido ahoraen telaraña y temblor. Entre aquellas escapadas de miles de kilómetros y esta especie de fuga había más o menos la misma diferencia que entre un niño que juega a que le matan de un disparo y otro que se muere de verdad.

 

Pero hay algo de oscuramente placentero en quemar las naves y ver cómo arde sobre las aguas la posibilidad del regreso. Una vez que se ha pensado es difícil decir que no a la tentación de romper con todo, a la querencia de ceder ante el vórtice que tira de nosotros, y cortar los hilos y apagar las luces últimas, lanzar al mar retratos y ramos. Es como pegar a un hermano. Imposible detener esa vieja atracción por lo irreversible que viene acompañada de la autocompasión más dulce y de un vértigo como el que está detrás, por ejemplo, de los suicidios infantiles, o, sin necesidad de ir tan lejos, del impulso que nos lleva a pronunciar palabras del tipo “púdrete” o “no vuelvas a pensar mi nombre” o “para mí estás muerto”. Y hablando de estar muerto, qué sensación de ultratumba la que tuve al ver en el suelo mis zapatos cuando subí a mi antigua casa a recoger unas cosas. Había visto esa escena antes, de niño, en casas de familiares lejanos a los que íbamos a dar el pésame, y me había hecho pensar en todos los pasos que se quedaron sin dar y que el final verdadero de todo camino es siempre un par de zapatos abandonados.. De repente mi punto de vista se trocó y por un instante mis ojos fueron los de un familiar del finado que rebusca disimuladamente entre sus enseres ropas de parecida talla u objetos que puedan serle de alguna utilidad. Esos zapatos negros en el suelo, con una finísima capa de polvo, asomando por debajo de la mesilla de noche, constataban que alguien había muerto en esa habitación, hacía nada, y tuve el impulso de abrir las ventanas de par en par. Para irme, para poder terminar de irme. Contemplé, por así decirlo, mi ausencia desde fuera, cosa que me produjo un extraño mareo. Esa misma sensación de muerte propia he tenido al regresar a ciudades o barrios del pasado, lugares de donde me borré de golpe, y que han seguido su vida como si nada, el ajetreo de cada día, locales que cambian de dueño, tiendas que se cierran, calles que se ensanchan. No es difícil verse como un fantasma entre los vecinos que ya no nos reconocen, los escasos tenderos que siguen en su puesto, entrañables y envejecidos, los grupos de niños surgidos de la nada que regresan del colegio respirando la algarabía de coles hirviendo en cada ventana, corros de señoras hablando en la acera y el grito lastimero de iguales para hoy. Aquellos zapatos en el suelo de lo que había sido mi cuarto me hicieron comprender que, a todos los efectos, acababa de morir para mucha gente. Sin dolor, sin rito alguno, pero con exactamente el mismo resultado. Me venían a la mente los nombres de personas a las que ya no volvería a ver, salvo casualidad extrema, todas esos individuos que sin haber llegado nunca a ser verdaderos amigos constituían el paisaje humano en el que se desarrollaban mis días. Sin el foco de su mirada sobre mí, todo cobraba una tonalidad de pesadilla. ¿Qué es de la vida de uno cuando ya nadie la mira? Toda vida es un relato y todo relato necesita un lector. De lo contrario, la realidad circundante se diluye, no hay más que percepciones fragmentarias, instantes como islas, momentos inconexos. La verdadera orfandad se produce cuando se cierran o se evaporan los ojos que miraban tu vida.

 

Estuve viviendo en un noveno piso desde el que se veían varias cúpulas de la ciudad. Un lugar acogedor, con mucha madera y adornos japoneses. La calle estaba en cuata y los autobuses urbanos pasaban por abajo a toda velocidad. A veces, por la noche, su ruido se confundía con el de un barranco que se desboca. Algunos viernes vienen los niños. Llegan aquí con un montón de bultos a pasar el fin de semana. La nevera vacía, yo sin poder apenas pronunciar palabra. Lo miran todo a su alrededor, luego se miran entre ellos y por último a mí. Creo que la pregunta que flota en el aire es algo así como qué hacemos ahora, pero no referida a este preciso instante, sino más bien de ahora en adelante, qué vamos a hacer, cómo vamos a apañárnoslas si cuanto éramos se ha roto. Con todas esas maletas por ahí en medio, bolsas de viaje, mochilas con los deberes del colegio, abrigos amontonados, parecemos una familia de refugiados. Es como si su madre hubiera muerto en un bombardeo y los tres, antes de huir, hubiéramos visto su cuerpo asomar entre las ruinas, los labios blancos pegados a la tierra, la nube confusa de moscas y polvo. Me pregunto si tengo derecho a que respiren el aire de este mundo mío atormentado, si puedo darles algo que no sea dolor. Salimos a dar una vuelta. Camino con mi bufanda sin saber bien hacia dónde. Ellos vienen detrás, siguen a mamá pata. Al pequeño a veces le doy la mano y aprieto fuerte. Todo amor es llanto.

 

 

¿Cuánto tarda en morir un hombre que se tiende en la cama con esa idea, mirando al techo, decidido a no moverse ya del sitio, a no comer, a no contestar a timbres ni teléfonos?, ¿cuánto tardan en secársele las lágrimas del rostro?, ¿en qué momento justo dejan de brotar? La locura es una náusea negra que tiende a subir hacia el cerebro. A veces se produce a tal velocidad que adquiere la forma del arrebato. Eso es lo que les ocurre a los suicidas y también a algún que otro asesino de esos que se arrepienten en seguida y se preguntan qué han hecho y se comen a besos al cadáver tendido en el suelo y lo llenan de mocos y palabras. En mi caso es algo bastante más sereno, si puede utilizarse esta palabra. Nace en las tripas y avanza en oleadas lentas que so como de sobra, y luego se queda a anidar entre las grietas viscosas de los sesos, las convierte en verdaderos pozos de calaveras y recuerdos y mete en cada pensamiento la palabra muerte con todo su temblor. Y así no hay quien pueda levantar cabeza. A algunas mujeres, por ejemplo, no puedo dejar de verlas no como son el momento, sino como creo que serán cuando lleguen a ancianas. Por debajo de la piel actual, veo asomarse ya a una vieja que suspira agotada en la cola del supermercado y a la que alguien, quizá yo mismo, le deja preparadas las medicinas sobre la mesilla de noche. Algunas arrugas incipientes anticipan un rostro que aún no es pero que a mí se me impone de manera irremediable, y afecta también a su aliento, a su modo de moverse y de estar callada. En el caso de Alba, la cosa iba todavía un poco más allá: me era imposible estar a su lado sin pensar en su calavera y en la tumba a la que irían a parar todos esos huesos, la pelvis que a veces luchaba contra la mía, los fémures que me rodeaban la cintura, la quijada que en la noche atacaba mi boca.

 

El cuerpo sin vida de Paul Celan fue recogido once kilómetros Sena abajo, en un remanso del río. Yo me sentía ya a mitad de camino de un recorrido semejante. Sólo me faltaba esperar a ver en qué rama cercana a la orilla se enredaban mis piernas. Seguramente se desprendería un zapato que continuaría su rumbo, como un pequeña embarcación fúnebre, hasta el Atlántico. Pensaba en alguien recogiendo el cadáver y en la posibilidad de una bocanada de aliento que me resucitase. Esa noche me acosté temprano en el Hotel du Nord, mientras seguía cayendo aguanieve en el patio interior al que daba mi habitación y los informativos de la televisión ponían todo el tiempo las mismas imágenes de coches incendiados la noche anterior. Recuerdo que tras cerrar los ojos me acariciaba el pelo imaginando que mi mano de era de otra persona, de cualquiera. De alguien que sabe que mi corazón está lleno de pozos amargos a los que no quiere asomarse, y me dice mientras llega el sueño que hay ciudades en el mundo en las que ya es de día y que poco a poco iré reuniendo los pedazos para componer, con lo poco que quede, algo parecido a un ser humano. Y me voy quedando dormido a pocas manzanas de un río, bajo un cielo roto, en un cuarto donde nadie sabe que estoy, en un bulevar de sombras y coches calcinados. Descansar significa que nadie me vea.

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Castán

29 de mayo de 2020

Fue en mitad de uno de los fireworks de Haendel que tenían que interpretar tres veces por semana durante todo el verano. Se equivocó de nota, en mitad de una fanfarria, menos mal, porque si hubiese sido un solo de oboe se habría notado como se nota un gallo en un tenor. Tan solo, si acaso, podría haberlo notado el fagot, siempre detrás de ella, respirándole en la nuca. Pero el fagot era un caballero inglés incapaz de decirle a una dama que se había equivocado. 

Daba igual. Aunque solo lo supiese ella, aunque al astuto Breshkovski, el director, se le hubiera pasado por alto en mitad de los petardos. Pero a Violeta no le preocupaba haberse equivocado, esas cosas pasan. Era posible incluso que, como Violeta era más alta que la media, los músicos la hubieran visto incluso sonrojarse. Lo que le preocupaba era el modo. Estaba muy pendiente de la partitura, era un Mi mayor nada forzado, veía complacida cómo sus dedos seguían la fuga con suavidad, pero con la misma delicadeza, como si formase parte de una conexión exclusiva entre las notas negras y las yemas de los dedos, había dado un Sol menor. El error no era desliz. Había que cambiar de posición todos los dedos de ambas manos para cometerlo. Era una falsa orden, un despiste de los dedos, del cerebro, de lo que fuera, pero no suyo.

El error no volvió a aparecer en toda la gira de verano. A Violeta le seguía costando pensar que lo hubiera cometido ella. El error se cometió a sí mismo y, por absurda que resultase, esa era la única explicación convincente que se le ocurría. No hubo sobresaltos, pero le costaba mucho más esfuerzo. Ya no se atrevía a tocar sin partitura por más que se la supiese de memoria. Desconfiaba de la relación que se había establecido entre sus ojos y sus dedos, de manera que rehabilitó al cerebro en sus funciones de vigilancia, y aún tuvo que hacer un esfuerzo suplementario para que tanta concentración no afectase al fluir de la música, no la empastase ni la sincopase sino que siguiera siendo la que era cuando no necesitaba tanta atención.

Habían empezado los ensayos de la temporada de otoño, los programas triples con los que exprimían a los miembros de la Windsor Baroque, las giras por barcazas inestables, las piezas de cámara y la ópera Dido y Eneas como broche final a mediados de octubre, en Londres, en la Royal Opera House. La ópera no estaba prevista, porque las partituras originales de Purcell no incluyen oboes, pero Breshkovski había decidido incorporarlos en detrimento del protagonismo del violín, y Violeta terminaba los ensayos tan exhausta como un corredor de fondo que se hubiera visto obligado a ser consciente de los movimientos de sus piernas. De hecho había retrocedido hasta el terreno vulgar en el que no cabe hablar de una interpretación sino de una reproducción. Atrás quedaron esos trinos casi involuntarios que sus compañeros de la sección de viento aplaudían por su frescura. Todo era según decía la partitura reescrita por Breshkovski, según el cerebro administraba las tareas, según los dedos obedecían sin rechistar.

Quizá por culpa del cansancio los efectos volvieron a reproducirse a finales de septiembre, a tres semanas escasas del estreno de la ópera. En mitad de una sonata de Zelenka que estaban interpretando en un college de Oxford, volvió a confundirse aparatosamente, y esta vez el público quizá no se dio cuenta (el resultado no había sonado mal y Zelenka es un músico desconocido), pero sus cuatro compañeros elevaron las cejas o abrieron los ojos, casi por instinto, como si el error hubiese sido un codazo, o un mal recuerdo.

Después, en el pub, tuvo que sincerarse. “No sé por qué he dado ese Sol menor, será que estoy cansada”. Pero luego, en la soledad de su apartamento de Londres, se arrojó en brazos de la obsesión. Leyó todo lo que fue capaz sobre enfermedades asociadas a la distonía, la bestia negra de los músicos de viento, capaz de arruinarles la carrera e incluso de condenarlos a una silla de ruedas para el resto de sus días, si no a efectos devastadores en su equilibrio mental y emocional. Si la distonía era el problema, podía empezar a despedirse de la música. 

Se fijó un plazo, hasta el estreno del Dido y Eneas. Según como fueran las cosas para entonces, tomaría algunas decisiones: acudir a un neurólogo, someterse a una terapia o, si fuera necesario, abandonar la profesión. Siempre podría tocar en orquestas que no abusasen de ese modo de sus músicos, en Alemania, en Italia o en España, en alguna banda municipal, en alguna charanga de pueblo, en algún tanatorio. La música seguía estando por encima de todo.

Durante los ensayos no se volvieron a cometer los errores pero era imposible librarse del miedo a cometerlos. Los compañeros empezaron a darse cuenta, no tanto por el resultado de sus interpretaciones sino por su actitud personal. Ya no tomaba la pinta de después de los ensayos en el Steel’s con el fagot inglés, prefería pasear con la flautista japonesa en los descansos entre los árboles de Regent’s Park, o sola, sin nadie que le hiciese pensar. En su casa comía cualquier cosa y se pasaba el tiempo ejercitando con mancuernas los músculos del labio y practicando yoga. De vez en cuando, un par de veces por semana —tampoco podía permitirse más—, contrataba a un fisioterapeuta que le relajase los músculos del cuello.

Si al tiempo de recuperarse le sumaba el tiempo de ensayar por su cuenta y el de dormir lo necesario, no le quedaba un minuto para dejar el cuidado de su cuerpo y dedicarse un poco a sí misma. Pero había notado que solo en un punto concreto de la tranquilidad, poco antes de entrar en la despreocupación pero todavía consciente de todo, era donde menos esfuerzo le costaba mantener los dedos a raya, ordenarles sus movimientos e incluso, en ocasiones de especial seguridad, dejarse llevar como antes.

El precio era bastante alto, pero ya llegarían las vacaciones. Los fines de semana permanecía en casa, estudiando, y cuando el fagot inglés o la flautista japonesa o el clarinetista búlgaro la llamaban para salir, para cenar, ir al cine o pasear por la campiña inglesa, ella estaba siempre ocupadísima, había venido de Madrid su madre a verla y tenía que enseñarle Londres. En parte, solo en parte, era verdad, porque su madre iba una vez al mes —tampoco podía permitirse más— y le fregaba la casa. Rara vez salían. La madre ya sabía dónde estaba el supermercado y le hacía la compra del mes, de modo que ella podía reproducir un sábado el horario de un martes sin la más mínima perturbación. Cualquier perturbación empeoraría las cosas.

Para cuando Breshkovski, el director, le pidió que fuese a su despacho, Violeta sintió un cierto alivio. Era el final. El meticuloso Breshkovski estaba a punto de poner fin a esa consciencia tormentosa. Cuando el director, un tipo calvo, muy moreno, georgiano del mar Negro, ancho y chaparrudo, con bigotazo, llamaba a alguien con esa mueca de servilismo, era para decirle que no lo estaba haciendo bien. Nada más terminar el Dido y Eneasmedia orquesta tenía que renovar contrato, incluido el propio Breshkovski, que había sido contratado para un año con opción a otro. Su perfeccionismo metálico, soviético, y su oído de gato montés captaban los más mínimos deslices del último violín, y solía corregirlos en privado. Cada día, al terminar la última sesión, había media docena de agraciados que debían esperar turno para ir a su despacho. Si lo hubiera hecho en medio del ensayo, como todo el mundo, no habría sido tan humillante. Los que repetían dos días seguidos, algunos de sesenta años, músicos magníficos la mayoría, jugaban a burlarse de la situación haciendo como que eran niños pequeños a los que el maestro había castigado, pero otros lo pasaban mal. 

Violeta era del grupo —bastante amplio, por otra parte— de músicos a los que Breshkovski no había llamado nunca la atención. Cuando escuchó su nombre, sintió en el hombro la mano de Adam, el fagot inglés, no estaba claro si de ánimo, de solidaridad o de condolencia; seguramente con la mejor intención. Era un hombre más o menos de su edad, cerca ya de los cuarenta, exageradamente inglés, con el pelo rubio ondulado, color rosa pálido, gafas muy gruesas y piernas muy largas, que más de una vez la había invitado a fotografiar los amaneceres de Morgate sin que Violeta mostrase demasiado interés.

El suplicio duró casi cuarenta y cinco minutos, los que tardaron en entrar y salir del despacho de Breshkovski el chelo italiano, la trompa checa, el clave portugués y la flauta argentina, que fueron pasando delante de ella, la oboísta española. Los ingleses nunca eran llamados a capítulo. Eran los tiempos del Brexit, un largo sábado de incertidumbre.

Cuando entró al despacho, Breshkovski se deshizo en agasajos y la invitó a que se sentase con una sonrisa de dientes enormes que Violeta no había visto nunca. Para su sorpresa, no la había llamado para recriminarle nada sino para felicitarla por su trabajo. Violeta no daba crédito. ¿De veras no había notado nada? ¿Tan metalúrgico era su sentido de la perfección que no había notado siquiera una leve merma en la fluidez interpretativa? Con su inglés estropajoso, Breshkovski dijo que, si decidiera quedarse al frente de la orquesta el año siguiente, cosa que ya le había propuesto el consejo de administración de la Windsor Baroque, y que él aún tenía que estudiar porque había sobre su mesa ofertas muy interesantes de las orquestas de Delaware, Mónaco y Qatar, no dudaría en ascenderla al puesto de primer oboe, porque el repertorio en el que estaba pensando se ajustaba más a la sobriedad precisa de Violeta que a la inclinación a la filigrana del oboísta primero, de origen vietnamita. ¿Y no me podía haber dicho eso sin ponerme en la cola de los tontos?, pensó Violeta, pero ni se le ocurrió decirlo. 

Al final de tanto piropo sospechoso salió el peine. Breshkovski le dijo que su hija había venido a pasar unos días a Londres, que él estaba muy ocupado con los preparativos de la ópera (el contratenor irlandés le llevaba por la calle de la amargura, la mezzosoprano rumana era un desastre) y que le haría un gran favor, ya que eran más o menos de la misma edad, y ella, Violeta, era una mujer simpática y muy responsable, “como todas las españolas”, si sacaba un poco a su hija del hotel, a que le diera el aire.

En un mundo de relaciones laborales justas Violeta le habría dicho que no, le habría recriminado la vejación pública y le habría amenazado con demandarlo por chantaje. Pero los músicos de la Windsor Baroque, al menos los extranjeros, dependen de los informes de los directores. Violeta salió de allí más indignada que otra cosa. Se tenía que arrastrar, perder horas de estudio, de ejercicio y de relajación, perturbar su sistema nervioso para mantener un puesto de trabajo que la estaba volviendo loca y que amenazaba con dejarla paralítica.

Natalia no resultó ser tan antipática como su padre. Todo lo contrario. Era una muchacha tímida y generosa, menuda en comparación con la envergadura de Violeta, una de esas chicas altas y cabizbajas que si va deprisa tiene andares caballunos.  Cada vez que veía que estaba en su mano hacer algo por Violeta, no lo dudaba un momento. Violeta se preguntaba si es que en el mar Negro se confunde buena educación con servilismo, como en España, porque a todas horas Natalia estaba dándole las gracias por haberla llevado a un sitio tan bonito, o a un teatro, casi como si Violeta fuera la actriz principal de la comedia, o a una exposición de arte, como cuando fueron a la Tate Modern y Natalia empezó a reírse de puro entusiasmo al ver la instalación de Ai Wei-Wei en la Sala de Turbinas, el suelo cubierto por millones de pipas de girasol hechas de cerámica y pintadas a mano, una por una, por otro millón de artesanos chinos, o como cuando la llevó a pasear por Candem y cada vez que entraban en una tienda Natalia iba cambiando de aspecto, ahora con unas botas Doctor Maertens, luego con un piercing en la nariz, más tarde con una camiseta negra de Sex Pistols, por no hablar de cuando preguntó a Violeta de qué color debería teñirse el pelo, aquel castaño suyo del mar Negro, y no dudó un momento, cuando encontró el frasco adecuado, en comprar un tinte del color de la madera del oboe, que también era violeta.

Le hizo perder bastantes horas de ensayo, y cuando acabó el primer fin de semana de turismo londinense Violeta no había dedicado ni un minuto a la partitura del Dido y Eneas. Llegaba tan cansada de las inacabables excursiones con Natalia que caía redonda en la cama. El ensayo del lunes fue un desastre, no estaba concentrada y en un par de ocasiones los dedos interpretaron lo que les dio la gana, no lo que su cerebro les había ordenado. Breshkovski no la llamó a capítulo, pero sus compañeros de la sección de viento, sobre todo los que formaban con ella el cuarteto, se alarmaron considerablemente. El único que trató de quitar hierro al asunto, cómo no, fue el fagot, que se ofreció a acompañar a Violeta hasta su casa y en el camino le propuso un fin de semana en Morgate.

Violeta no sabía si estaría disponible, tenía que recuperar el tiempo despilfarrado el fin de semana anterior, volver a sus asanas, sus mancuernas, su cúpula de nieve artificial. Pero fue imposible. Nada más llegar a casa, sonó el timbre y era otra vez Natalia, dulce y sonriente, lista para visitar un par de galerías del Bricklane que no cerraban hasta tarde. Violeta no pudo hacer nada para impedirlo: Natalia era joven, fresca, entusiasta, era muy agradable charlar con ella en esa lengua franca que es el inglés básico. A pesar de su peinado punki, Violeta se la imaginaba con un pañuelo a la cabeza, trabajando en el sovjoz. Era delgada y fibrosa, de ojos muy claros y piel muy blanca. Ni siquiera los labios eran oscuros, como si toda ella estuviera cubierta por una veladura de bondad. Era la primera persona en Londres con la que pasaba tanto tiempo seguido sin tocar un instrumento, divirtiéndose a pesar de la responsabilidad que la atenazaba, pero eso no lo hacía porque se hubiesen conocido en una exposición o montando en bicicleta, sino porque, por encima de todo, Natalia era la hija del director. No atenderla significaba caer en desgracia, pero atenderla también porque su capacidad de concentración estaba hecha jirones. 

De modo que Violeta se lió la manta a la cabeza y ni esa semana ni la siguiente dedicó apenas tiempo al estudio. No hubo ensayo en el que no se equivocase un par de veces, siempre fallos absurdos, notas ni remotamente parecidas a las que debía interpretar. Lo único que conseguía era no terminar de darlas, anticiparse a las consecuencias del error, y eso después de que, tras una sesión de Zelenka con el cuarteto en la que estuvo particularmente desafortunada, Violeta llegase a casa y, nada más abrirle la puerta a Natalia, cuando esta la abrazó y le preguntó qué le había pasado, por qué había estado llorando, liberó una cascada de lamentaciones que no cesó hasta bien entrada la noche. 

Esa noche Natalia se quedó a dormir en la casa, en el sofá cama que usaba su madre cuando venía a verla. Por la mañana, nada más despertarse, Violeta tenía un espléndido desayuno macrobiótico encima de la mesa. Natalia también le había preparado una fiambrera de plástico con un par de sándwiches para el almuerzo y un botellín de zumo de papaya, y mientras Violeta miraba, con más miedo que otra cosa, la partitura que había de ensayar esa mañana, Natalia se dedicó a darle masajes en las manos, a separarle los metacarpianos y relajar las articulaciones de las falanges, y aun antes de permitir que se fuese a duchar y arreglarse para el ensayo la hizo tumbarse encima de la cama y le dio un masaje en la columna y en el cuello. 

Ese día no hubo fallos, ni en la sesión de Zelenka con el cuarteto, en la que fue felicitada por Konstantin, el clarinete búlgaro, que aprovechó para besuquearla, y por Shizu, la flautista japonesa, con su sonrisa de cuento infantil, y no digamos por Adam, el fagot inglés, que se deshizo en halagos y en sonrisas; ni tampoco en el ensayo de Dido y Eneas, donde por fin pudo soltarse y no mirar como una gallina hipnotizada la evolución de sus dedos, sino concentrarse, si acaso, en la pasión de Dido, dibujarla, llevar el sentimiento al mismo grado de pasión desatada (era el primer acto), en intervenciones casi siempre secundarias, pero llenas de energía. Por primera vez en mucho tiempo tocaba sin miedo. 

Nada más salir del ensayo y conectar el teléfono llamó a Natalia. En su inglés sin opciones se felicitaron mutuamente y se dieron las gracias y cambiaron de planes y al final fue Violeta la que se acercó hasta el hotel donde Natalia vivía con su padre y le ayudó a hacer las maletas y a venirse a vivir con ella. Aquello lo propuso Natalia, y para Violeta fue otro gran alivio porque habría sonado un poco egoísta proponerlo ella, era como traerse al fisio a casa para no tener que caminar hasta la clínica. Pero Natalia estaba cansada de la vida de hotel y del sieso de su padre, que se pasaba el día encerrado en su cuarto, aporreando el piano y estudiando partituras. Con un solo día no tendrás bastante, Violeta, mejor me voy a tu casa. Esas fueron sus palabras, y Violeta lo aceptó encantada. 

Violeta lo recordaría después como la época más feliz de su vida. Natalia era un ángel venido del mar Negro que la había sacado del pozo, del trabajar por nada, de luchar sin más ambición que la de seguir luchando y contemplar el futuro como un territorio calcinado que ya se puede abarcar con la mirada. Sus habilidades fisioterapéuticas eran lo de menos. Lo importante era la voz común de sus conversaciones, como un único monólogo a dos voces, la confianza sin límites que se desarrolló entre ellas, el afecto sin reservas. Hablaba con Natalia más de lo que había hablado nunca con nadie, y siempre, al escoger las formulaciones más simples, el territorio compartido, daba con una idea mucho más clara de la que se podía extraer de las largas, poéticas y alambicadas páginas de su diario. Natalia le obligaba a reducirlo todo a términos reales, con tan exiguo vocabulario no había sitio para la mentira.

Con sus altibajos, porque una afección neuronal, por pequeña que sea, no desaparece de la noche a la mañana, Violeta llegó al estreno de Dido y Eneas en perfectas condiciones. Los conciertos de Zelenka fueron un éxito y también la ópera, y Violeta se había instalado en su nuevo régimen de vida como en el modelo de existencia que estaba dispuesta a seguir para siempre. Entre ellas todo fue tan natural que resulta imposible decir en qué momento la expresión del afecto ya podía considerarse relación íntima. El sexo llegó como la consecuencia natural de vivir en pareja, pocos días antes del estreno, después de un día agotador en el que los nervios habían vuelto a aparecer, nervios de alegría que sin embargo afectaban al dominio de sus dedos, cuando, después de cenar, Natalia dio a Violeta un último masaje antes de dormir y en otro movimiento impensado, cuando iba a decirle a Natalia que por favor le masajeara suavemente la zona del bulbo raquídeo, sus labios pronunciaron por su cuenta otras palabras, eres lo mejor que me ha pasado, que Natalia selló con un beso.

El día del concierto era divertido verlas salir de casa, Violeta de tiros largos, alta, grande, poderosa, con un vestido negro que habían elegido entre las dos, y Natalia con sus botas de militar, sus vaqueros rotos, su camiseta negra, su chupa de cuero y el pelo teñido de malva. Eran la princesa de la noche y la guerrera de Femén. No se separaron en los días que siguieron, durante las siete actuaciones que había previstas en la Royal Opera House hasta el fin de temporada. Violeta iba a las exposiciones remotas que Natalia visitaba como si estuviera buscando un tesoro escondido, y Natalia redoblaba sus artes terapéuticas, su afecto y su hablar apasionado, de ojos muy abiertos, como si le fuera la vida en todo pero nada fuera para tanto. La madre de Violeta vino a verla varias veces e hizo también muy buenas migas con Natalia, capaz de caer bien a cualquiera en cualquier circunstancia, por más que la madre de Violeta solo quisiera la felicidad de su hija, cuya sonrisa no había sido tan sincera desde que era niña.

Y era verdad. Si en ese tiempo sus dedos la habían desobedecido alguna vez, había aprendido a quitarle importancia. Si sus labios habían dicho lo que no querían, el error solo había sido motivo para la risa. Vivía en un mundo ingrávido, con frecuencia perdía el sentido del tiempo y se sorprendió en actitudes propias de mujer enamorada, en no avergonzarse de sus instintos protectores, en sentir admiración por las virtudes de Natalia y un inmenso cariño hacia sus defectos.

Cuando terminó la última representación en el Royal Opera House, Breshkovski reunió a los músicos para darles las gracias y pedirles perdón por su carácter exigente, y para anunciarles (si es que esto podía considerarse una buena noticia, dijo entre sonrisas) que la London Baroque había renovado su contrato para las próximas dos temporadas. Aparte de eso, les deseaba unas felices vacaciones. 

Hubo aplausos y hurras y protocolos falsos, y los cuatro compañeros de la sección de viento brindaron por el fin de temporada con unas pintas en Steel’s, y se alegraron de que Violeta volviese por fin a beber cerveza, aunque fuera poca. Pero cuando Violeta volvió a casa Natalia ya no estaba, ni ella ni sus pertenencias. No contestó a los mensajes ni mucho menos cogió el teléfono. Breshkovski ya no estaba alojado en el hotel, y por más que intentó localizarlo fue completamente inútil. Esa noche la pasó en vela, mirando al techo. No tenía fuerzas ni para ordenar la casa. El primer mensaje que llegó a su teléfono fue a las ocho de la mañana del día siguiente. Era un breve correo de la London Baroque en el que se le informaba de que había sido despedida.

En medio de un dolor que la desgarraba intentó pedir explicaciones a la junta directiva del London Baroque, aunque solo fuese para que le dieran un motivo. Después de algunas vacilaciones y secretismos de salón, lo único que consiguió fue que un directivo le confirmara en persona que los informes sobre ella eran desfavorables, el mismo que, antes de dar por zanjada la cuestión, le recomendó visitar a un buen neurólogo.

Violeta pasó algunos días más en Londres, deshecha, sin fuerzas para salir a la calle o hacerse la comida, desastrada, indiferente. Dio por hecho que todo había terminado, no solo su relación con Natalia sino su vida en Londres, porque no estaba dispuesta a presentarse a ninguna otra audición de ninguna otra orquesta. Con las pocas fuerzas que le quedaban decidió volver a Madrid y agarrarse a lo primero que saliese, aunque tuviera que guardar para siempre el oboe. Ad gloriam per insaniam, decía, en latín, un tatuaje que un oboísta italiano llevaba en el antebrazo. Violeta ya había pasado por la gloria. Ahora solo le quedaba la locura.

Una tarde, cuando estaba, a fuerza de sacrificio, resolviendo todas las cuestiones legales que la unían a Londres, los suministros de la casa, las direcciones postales, cualquier huella que quedase de su presencia, Violeta entró en la boca de metro de Belsize Park y después de bajar por largas escaleras mecánicas en una fila de gente silenciosa vio que por la escalera de subida iba ascendiendo lentamente la figura de Natalia. 

La vio sin verla. Natalia gritaba y gesticulaba desde el otro lado. ¿Dónde vas? Espérame abajo, le decía. Y Violeta quizá quiso entonces decir algo, acercase a ella, desandar la escalera para reunirse con Natalia. Sin embargo, lo único que salió de su cuerpo fue la orden de mirar al suelo. Las escaleras siguieron su curso y la voz de Natalia desapareció como un sonido incomprensible y lejano. Cuando llegó al andén incluso dudó de que la hubiera visto, pero no de que su cuerpo no le dejara emitir ningún sonido porque aún ahora era incapaz de pronunciar palabra o de gritar siquiera o de echarse a correr. Se sentó en uno de los bancos del andén y se recostó en la pared tubular. ¿Era ella? ¿Seguro que era ella? Y, si así era, ¿por qué no había vuelto a bajar por las escaleras? No, su cuerpo había hecho lo correcto. Poco a poco empezó a sentirse más tranquila, incluso pronunció en voz alta algunas frases que tampoco extrañaron a los vecinos de andén. Si por ella hubiese sido, habría bajado de dos en dos los pedaños y vuelto a subir los otros hasta encontrar a Natalia y gritarle o besarla o ambas cosas, llorar seguramente, pero en el momento de la humillación de la amante abandonada su cuerpo había dicho que no. Empezó a pensar entonces en todos los errores involuntarios que había cometido, y que el nivel que había alcanzado con Zelenka o con Purcell no lo había conseguido nunca antes, era como una esfera superior para la que no basta con ser un buen instrumentista, un lugar tan etéreo como los días que pasó con Natalia. De no haberse producido alguno de aquellos errores gruesos, lo más seguro es que no hubiese visitado el paraíso. Los mismos errores, su terrible amenaza, eran los que, si ella se dejaba llevar, la librarían del infierno. 

Tan solo aguantó dos paradas, entre Belsize Park y Hamstead Heath. Necesitaba respirar. Empezaba a sentirse muy débil y tenía que recordar dónde estaba igual que cuando los síntomas empezaron debía recordar a cada momento qué nota era la siguiente. Las palabras no se fijaban en sus circunstancias, y eran esas mismas circunstancias las que quedaban reducidas a una imagen sin significado. Si algo sirvió para despabilarla fue la conciencia de que iba a perder el sentido de un momento a otro, podía caer de bruces a un andén vacío, quedarse tirada en un banco hasta que un empleado la despertase a empujones, o un policía la detuviese.

Al salir al parque y ver el cielo gris y sentir la lluvia fina respiró hondo y trató de volver a la vida. El teléfono volvía a tener cobertura y en él solo había un mensaje del fagot inglés: “I’ve been fired”, me han despedido. Esas cuatro palabras, y el intercambio de mensajes que siguió a ellas, sirvieron al menos para recomponer las ruinas de su equilibrio. No solo Adam, el fagot inglés, sino también Konstantin, el clarinetista búlgaro, y a Shizu, la flautista japonesa. Después de amargarles la existencia metiendo vientos donde no los había, en la ópera de Purcell, ahora prescindía de un plumazo de toda la sección, casi seguro que para incorporar nuevos músicos traídos del mar Negro, o, más bien, que solo fuesen británicos, o que cobrasen menos. Adam, en este caso, había sido, según Konstantin, la coartada para que no pareciera un acto de xenofobia.

El final de la conversación fue, como casi siempre, una invitación a Morgate, “para lamernos las heridas”. Los dedos de Violeta teclearon la respuesta más precisa: “Ok”. Siempre había rechazado las invitaciones del fagot porque sabía que tarde o temprano aprovecharía para ir un paso más allá, pero esa vez Adam dijo que allí se reunirían con Shizu y Konstantin. A fin de cuentas se habían quedado todos sin trabajo, y Konstantin sabía de un bar donde solían contratar orquestas de cámara para amenizar los cielos de Turner. 

Una fila de trípodes aguardaba como una línea de ametralladoras la salida del sol. Sus dueños tomaban café en vasos de plástico y se frotaban las manos. Los cuatro músicos desayunaron, aún de noche, en la terraza del restaurante, y cuando el negro empezó a teñirse de azul apartaron un poco las sillas e interpretaron el adagio de la sonata 6 de Zelenka. Violeta sintió el calor de la madera cuando cogió la campana con la mano derecha, y el frío de las llaves cuando sostuvo  con la izquierda el cuerpo inferior. Su cuerpo giró para que encajasen las llaves y las espigas. Hacía frío, el cielo iba tomándose de rosa, en otros tiempos había sido un acto de lujuria sujetar con los dedos el tudel, cuando sentía en los labios el tacto de la caña, esa que, cínicamente, se llama estrangul. Sonaba Zelenka sin partitura, y fue como si no hubiera tenido más que acercar su cuerpo a un instrumento que necesitaba aire, como si hubiese abierto un grifo de agua tibia que a medida que soplaba iba derramándose por su interior. Tocaba sin miedo, le parecía imposible que alguna vez le hubiesen podido desobedecer los dedos. Esta vez era ella quien llevaba el primer oboe, y Konstantin el segundo, era ella la que ahora revoloteaba por las notas con delicadeza. El aire hacía vibrar las llaves, como una corriente diminuta que le acariciaba las yemas de los dedos. El cielo se tiñó de violentos amarillos y ella sentía firmes los labios, libres las vías. Era la rana feliz que hincha su cuello y ve los sonidos volar. Era la reina con su carroza, e iba levantando mariposas cansadas como un soplo de viento levanta los papeles, lentas alas desvaídas que al principio aleteaban apesadumbradas, hasta que una corriente de sonidos favorables les permitía un tupido aleteo de tonos alegres, brillantes, los profundos azules que escapaban a la luz del sol. Necesitaba el cuerpo entero para mover los dedos, otra vez, con unas torsiones que harían equivocarse a Adam, pero lo necesitaba para que fueran ellos, los dedos, los que se expresasen sin las dudas de su voluntad, y lo hiciesen con el tempo que necesitaba. Alargaba unas notas, acortaba otras, como si unas fueran rectas y otras girasen en pleno vuelo, y era veloz en los escaques y lenta cuando planeaba, y al final del movimiento replegó las alas y su mente se volvió a posar encima de aquel cielo manchado. Desde allí Violeta se vio respirar desmadejada, con el oboe derecho sobre el muslo, los labios entreabiertos y el cansancio satisfecho de los que han vuelto a vivir. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Castellote

29 de mayo de 2020

 











A Pedro, a punto de cumplir 18 años

 

Porque abrieron el telediario con la noticia de que sufríamos

otra ola de calor en pleno mes de julio

te propusimos pasar la tarde en una playa artificial cercana.

Y, sorprendentemente, aceptaste.

Con el GPS del móvil, desde el asiento de atrás,

guiaste nuestro viaje. Sigue la nacional

y gira a la derecha en el próximo cruce.

Se deja un pueblo a un lado y se atraviesa otro.

La playa está al final, en las afueras.

Al volver una curva el agua del pantano

nos inundó los ojos.

El ambiente era alegre o estábamos alegres.

Los colores, los mismos que en las playas auténticas,

chiringuitos, tumbonas y sombrillas de paja.

Te hizo gracia que hubiera vendedor ambulante

de gafas y sandalias. Tú también

te pediste un café y comentaste

que de un tiempo a esta parte

te gustaba más bien solo y cargado.

Dijimos que te hacías mayor

y admiramos la playa de cemento y arena,

midiendo con los ojos la hondura de las aguas. 

Conversamos de pesca, de tus planes.

Prometimos volver algún fin de semana

y, mediada la tarde, nadamos hasta el límite

marcado por las boyas intentando ignorar

la dura realidad de los relojes.  

En el viaje de vuelta  

probamos a ensayar otro camino

y acabamos perdidos, cuando caía el sol,

por pistas asfaltadas en medio de canales

donde tu GPS no recibía datos.

En silencio pensé

que así ha de ser sin duda el paraíso:

retenerte, extraviados por siempre,

en cualquier carretera sin destino. 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Irene Sánchez Carrón

HOMENAJE AL ESCRITOR  SUIZO, UNO DE LOS MÁS IMPORTANTES AUTORES EN LENGUA ALEMANA DEL SIGLO XX

“TURIA” TAMBIÉN PUBLICA TEXTOS INÉDITOS DE  MAHVASH SABET, AMÉLIE NOTHOMB, VICENTE MOLINA FOIX Y PATRICIO PRON

 CANCELADA LA PRESENTACIÓN EN EL GOETHE INSTITUT DE MADRID

El gran escritor suizo Robert Walser es el principal protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Un homenaje colectivo que le rinden un total de dieciséis autores españoles y suizos y que reivindica el interés y la actualidad de un autor fascinante y más allá de las modas. TURIA pone en valor la figura y la obra de Robert Walser a través de un espectacular monográfico que contiene más de 150 páginas de textos inéditos. También se da a conocer un poema original de Walser, así como una interesante selección de su correspondencia nunca publicada en España.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Era el año 1999, o el 2001; acababa de cumplir veinte años, o estaba a punto. Mi amigo el escritor Daniel Barredo y yo jugábamos a los poetas: vestíamos de gabán y bufanda blanca, el pelo tirando a largo, sobrios casi nunca, cigarrillo siempre. Por aquellas fechas, escuchábamos hasta el agobio un poema de Luis Antonio de Villena que el propio autor había colgado en formato de audio en su página web. El poema en cuestión, bellísimo y extenso, narraba las peripecias de un enigmático personaje austriaco llamado Paulik. Entre otras muchas cosas, decía lo siguiente:

 

Paulik era tan hermoso,

tan increíblemente bello,

que no fue necesario enseñarle las técnicas del óleo,

las vidas de Plutarco o el alma de Strindberg...

 

Estrínver. Yo lo pronunciaba con petulancia, echando el humo del Lucky Strike con un gesto falsamente amanerado, como si supiera de quién se trataba. Era una palabra potente, lejana, sonoramente poderosa: estrínver. Supongo que serían varios factores: lo muy culturalista del poema, mi juventud, mi ignorancia. La inmediatamente anterior referencia a Plutarco, a quien tampoco conocía y que me sonaba a helénico y a muerte. O mis pesquisas en un recién inaugurado Internet: “August Strindberg, escritor y dramaturgo sueco nacido en 1849…”; sólo sé que, de pronto, aquella sensación difusa e incómoda, aquel desasosiego que llevaba ya algún tiempo viajando alrededor de mi cráneo, ganó sentido y se materializó en mi mente. Fueron varios factores, pero fue sobre todo esa palabra, estrínver, tan alejada de mi comprensión y mi dominio. ¿Cómo un chaval del sur de Madrid, cuyo sueño, escasos años antes, había sido debutar como delantero centro en el Moscardó, iba a ser capaz de entender la literatura de un dramaturgo sueco del siglo XIX que, para colmo, se llamaba Estrínver? ¿Cómo me iba a atrever siquiera a degustar las mieles sobrantes de su complejísimo pensamiento? Mucho mejor seguir leyendo a Quevedo, a Paco Umbral, a Rosalía de Castro, que eran unos escritores estupendos y que tenían unos nombres que no parecían atesorar unas cosmovisiones de las que nunca sería capaz de participar.

 

Así seguí durante un par de años, entregado al prejuicio del sonido, hasta que unas lecturas de Charles Bukowski, sugeridas por algunos amigos de fiar, empezaron a modificar mi opinión. ¡Pero si se dedica a hablar de tipos normales, de borracheras y de relaciones amorosas de una noche! Mucho más difícil era Pedro Calderón de la Barca, que tenía un nombre y un apellido de andar por casa pero que no se andaba con pequeñeces. O Lorca, ese fácil bisílabo que encerraba unos meandros y unas turbulencias que, poco a poco, comenzaba a distinguir.

 

Me puse manos a la obra. Cogí la lista de los Premios Nobel. Maurice Mauterlinck: con ese nombre, cualquiera se atreve. Pero... ¡si resulta que tiene un libro que se llama “La vida de las abejas”! No será para tanto. Winston Churchill... ¡si es el político! Isaac Bashevis Singer. Yasunari Kawabata. Knut Hansum: ¡pero si habla del hambre, como casi todos! Me di cuenta de que esos nombres tan fascinantes y tan ajenos no querían decir nada; era mi sinestesia y mi imaginación la que los elevaba a la categoría de semidioses, la que los situaba en un estadio que pensaba inefable y que, felizmente, resultó no serlo.

 

Fueron llegando lecturas de autores que muy poco antes me eran temibles, novelistas con los que no me había atrevido por el simple hecho de tener unos nombres incomprensibles y a los que atribuía una escritura mucho más cercana al pensamiento abstracto que a la pura narrativa. Así llegó Guy de Maupassant y su Horla. Fiodor Dostoievski y su Raskolnikov. Guillaume Apollinaire y sus Once mil vergas. Nathaniel Hawthorne y su Wakefield. Y, cómo no, Strindberg, el gran dramaturgo sueco nacido en 1849 Johan August Strindberg.

 

Todavía hoy, cuando descubro a algún autor de nombre rimbombante, experimento un breve pánico y me acuerdo de ese joven de veinte años que le tenía miedo a la palabra extraña. Pero he acabado por superarlo: Michel Houellebecq, Ferenc Karinthy, Joyce Carol Oates, Gregor von Rezzori, no os tengo miedo. He vencido al sonido y al complejo. Quién sabe en qué neuronas, en qué lugar del alma residirá esa rémora: algún día, quizás, la neurociencia tenga algo que decir. En cualquier caso, si de repente me diera por aprender a tocar un instrumento y dedicarme a la música, creo que preferiré presentarme con un nombre sencillo como Bob Dylan que como Robert Allen Zimmerman, también os digo.

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

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