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Configurar sentido descendente

El imposible lenguaje de la noche (2020) es la primera novela de Joaquín Fabrellas (Jaén, 1975), autor que hasta la fecha ha publicado una serie de libros de poemas —Estertor en las piedras (2003), Oficio de silencio (2003), Animal de humo (2005), No hay nada que huya (2014), República del aire (2015) y Metal (2017)—, además de la plaquette Clara incertidumbre (2017). A su labor creadora cabe sumar sus aportaciones críticas aparecidas en importantes revistas nacionales e internacionales, a propósito, principalmente, de la poesía contemporánea en lengua española: Juan Antonio Bernier, Francisco Ferrer Lerín, Francisco Gálvez o Manuel Lombardo Duro, entre otros, han suscitado su interés. Asimismo, en la actualidad se desempeña como profesor de Secundaria y Bachillerato en la especialidad de Lengua Castellana y Literatura. Las tres facetas, de uno u otro modo, se vinculan con el lenguaje, un problema recurrente en su literatura que también forma parte, como veremos, de la novela que nos ocupa, avalada por el sello de Chamán Ediciones dentro de su firme apuesta por «publicar textos de calidad literaria que muestren autores conocidos o desconocidos para el público lector», tal como especifica su página web (<https://chamanediciones.es/conocenos/> [26/8/2020]).

La obra se articula a través de un relato de complicada síntesis, compuesto como está de fragmentos que se entrelazan, más o menos directamente, para constituir una trama múltiple. Esta implica de manera concreta a Paul Demut —«miembro de la Generación Beat, cronista de la noche de Nueva York. (1933-1985)» (p. 199)—, cuya identidad constituye una de las claves que la novela encierra. En el interior descubrimos cartas, entrevistas, crónicas y otros documentos que se atienen a una mutua interdependencia y una cierta cohesión que nace, en términos narrativos, de su yuxtaposición de acuerdo con su avance cronológico. A fin de unir estos documentos y llegar a construir una imagen completa del todo, será especialmente importante la colaboración del lector.

A esto último contribuye la organización del conjunto del libro en torno a unas secciones determinadas: tres centrales —«El manuscrito imposible de una noche (1955-1965)», «Vidas salvajes. Halcones de la noche (1965-1975)» y «Enterrad la ceniza (1975-1985)»— a las que se unen un pasaje introductorio de Demut, donde se percibe la voz de un hombre cansado de su propia existencia que se entrega a una «novela que nunca acaba» (p. 16), y una elocuente nota final. Esta concede una lógica sorprendente a la serie de escenas desarrolladas a lo largo de las tres décadas a que aluden los títulos anteriores, propósito semejante al que cumple el primer texto de Demut, y ambos esenciales para el funcionamiento global de la obra.

Así, encontramos información detallada de toda una generación, que es la de Demut, a través de los dichos documentos. Por ejemplo, se hace al lector partícipe del contenido de una carta de Jack Kerouac al propio Demut o de detalles íntimos de Allen Ginsberg. También se reproducen entrevistas a Thelonious Monk, Bill Evans, Dylan Thomas, Lou Reed o Johnny Cash o están presentes, de una u otra forma, Charlie Parker, Lee Krasner, Miles Davis, Andy Warhol o Norma Jean-Marilyn Monroe, pues se explora esta doble vertiente nominal. Numerosos personajes de la realidad histórica se filtran en la novela, donde entrarán en contacto con los enteramente ficticios. Unos y otros refuerzan la cohesión del todo a partir de su aparición en más de un segmento textual, con singularidades como la de que un personaje que vive en un segundo plano una cierta escena puede pasar en otra al primero, como lo revela este título: «3.- Bitches Brew (Hablan las chicas que coincidieron con Antoine esa noche)» (p. 32). Un extracto interesante, además, porque ejemplifica el funcionamiento general de los títulos de los fragmentos, importantes de cara a la orientación del lector: llevan los números correspondientes, consecutivos en cada parte; una denominación, y normalmente un subtítulo.

También merecen atención otros elementos textuales significativos, como son las citas que se insertan en unos lugares específicos: una de Jack Kerouac en el umbral de la primera parte, una de Virgilio en el de la segunda y una de Roland Barthes en el de la tercera, que se encuentran precedidas de una más de Witold Gombrowicz. Las cuatro coadyuvan a suscitar la atmósfera que se busca en la novela, que puede condensarse en la máxima de recrear el ambiente cultural en que se movía la generación beat y todo lo que la rodea, con lo cual debe ponerse el foco en el contexto de Nueva York y la noche, tan característico de esta como de las acciones que se hilvanan en nuestro relato. Por tanto, en consonancia con la cita que se aduce de Barthes —«La modernidad comienza con la búsqueda de una Literatura imposible» (p. 127)—, en El imposible lenguaje de la noche se impone la tarea de explorar vías expresivas que difieran de modelos bien conocidos que ofrece la tradición literaria, como pueden ser las novelas con un narrador omnímodo a la manera decimonónica. Fabrellas persigue una mirada caleidoscópica, incompatible con aprehensiones únicas de la realidad, en la estela de paradigmas como los representados por William Faulkner o John Dos Passos, entre otros.

No extraña, así pues, que la novela se asimile a un mosaico, donde muchos personajes toman la palabra desde unas perspectivas y unos pareceres que se complementan entre sí en la reconstrucción que se lleva a cabo. Conviven, incluso, denominaciones de distinto cariz para idéntico referente, como ocurre con la misma generación beat, cuyos miembros y seguidores son designados en varias ocasiones con el despectivo nombre de beatniks, de amplia difusión durante las décadas en cuestión, como es bien sabido. Y es que no poco tiene El imposible lenguaje de la noche de ensayo, cuyo contenido se orienta hacia una cultura y unos protagonistas que comparten el talento y una infatigable dedicación a las disciplinas en que se consagraron como artistas destacados y figuras de una época, en un ascenso jalonado de no escasos ni leves sufrimientos. De los músicos antes mencionados, baste pensar que Bill Evans murió apenas superados los cincuenta años o Charlie Parker sin haber cumplido los treinta y cinco, con sendas carreras tempranamente interrumpidas. Lo mismo podría decirse de otra personalidad de ese entonces, pues uno de los fragmentos se titula «Escrito en la muerte de Billie Holliday», el cual rezuma frustración y angustia: «La voz más bonita del mundo, eso dijeron de mí, eso dijo Sinatra de esa chiquita de cara afable que iba a comerse el mundo y aquí me tenéis, no puedo ni recordar ninguna canción ahora, ninguna...» (p. 91). Son artistas que alimentan sus ideales frente a la masa social, que la novela muestra atrapada en los patrones que se le imponen e incapaz de disfrutar de una libertad propia.

Se desarrolla en estos términos una historia impregnada de evocaciones culturales: está la literatura, pero también la pintura —con una notable inclinación por el expresionismo abstracto—, el cine o, principalmente, la música. Tendrán lugar, de hecho, en el Port Moresby, un bar y local de conciertos, algunos de los sucesos más agitados de la novela, incluidos significativos incidentes que se concatenarán en interesantes intrigas, con un detective que desempeña un papel importante al respecto. Pasarán allí la noche, en un clima de alcoholismo, drogadicción y prostitución, celebridades de la cultura, sobre todo escritores y músicos, particularmente relacionados con el jazz. Género este en torno al cual, durante toda la novela, se entreteje una tupida red de referencias que evidencian un vasto conocimiento de la materia.

Pero la presencia del jazz resulta fundamental no solo por las alusiones que recibe, sino también, entre otras razones, por una cuestión formal nada desdeñable que lo implica. Y es que los textos iniciales de la primera de las tres partes centrales muestran en nota al pie, nada más comenzar, una recomendación musical que conviene escuchar mientras son leídos, estableciendo así una singular conexión con los receptores del libro. La primera de estas notas nos pone sobre aviso, y las posteriores remitirán a los discos homónimos de los títulos, como el ya mentado «Bitches Brew», o «Kind of Blue», «So What», «In a Silent Way», etc. Al respecto, cabe decir que Fabrellas ha creado una lista de reproducción en la plataforma musical Spotify con las canciones de la novela, muchas alrededor del bebop, que está muy presente en general: <https://open.spotify.com/playlist/4YsrREr7M4sKtYoNmuRjwF?si=Yx3e-ukDT8mykrPoCGXmTQ&fbclid=IwAR2qtnkUm2_rfQGeYHwqpo9OI75dT-0GG0S-0dT9Qs-ljnBW9EHYencPP7A> [26/8/2020].

Es más, ha llegado el escritor a confesarme que la obra se fundamenta, desde el punto de vista constructivo, en la idea de la improvisación, aplicada en la pintura, la literatura o, como me interesa destacar ahora, el jazz. En virtud de esta noción, en el caso presente, se busca una entrega sin restricciones a la escritura, buscando liberar con ella, sobre el blanco del papel, el impulso creativo, lo cual no quiere decir que el autor no establezca con anterioridad, en mayor o menor precisión, lo que se propone, por ejemplo acerca del argumento. De alguna forma, a lo que aspira es a escribir como se vive y a que el pensamiento pueda desatarse en armonía con lo que se escribe. Es una técnica de la que, por ejemplo, se sirvió Kerouac, y que, como he anticipado, se relaciona con el jazz, tanto en el pasado como en la actualidad. Así las cosas, no sorprenderá que Fabrellas también me precise, a propósito de El imposible lenguaje de la noche, una canción relevante en la historia del género musical: Solar. Me señala, en particular, la interpretación que de ella hizo, en compañía de Scott LaFaro y Paul Motian, Bill Evans para el disco Sunday at the Village Vanguard (1961). En esta última, mejor conseguida que otras según su criterio, los sonidos de los instrumentos se suceden en cadena y se reúnen al final, dinámica que no es ajena al armazón estructural de nuestra novela.

Junto a lo anterior, la improvisación, como se puede esperar, tendrá una incidencia decisiva sobre el uso de la lengua. Principalmente, a modo de ecos estéticos de la generación beat, que tienen continuidad aquí a través de una expresión, con frecuencia, cruda, directa y cargada de espontaneidad y dosis de coloquialismo. Coordenadas estas desde las que se hacen abundantes alusiones al sexo, el alcohol o las drogas, en pasajes como el siguiente: «Me lo encontré, me miró con indiferencia, me insultó, me dijo: chulo de mierda, me gritaba que qué hacía por su barrio, como si la ciudad fuese suya, o esa parte infecta de la ciudad, cerca del Port Moresby, yo sabía que ese bar era una tapadera de la pasma, pero Antoine, ni puta idea, no sabía si jugaba a dos bandas, de todas formas, iba a darle una paliza por levantarme a mi zorra, que casi la mata de un chute y no pude sacarle durante unos cuantos días, el muy cabrón, si me empieza a tocar las putas, adónde vamos a llegar» (p. 65). Estos se enlazan con otros más contenidos, sobrios, algunos de especial plasticidad: «La imagen devuelve un plano general de un interior, una ventana que se dobla sobre sí misma. Los dos amantes no saben que estamos hablando de ellos como lo estamos haciendo, están repletos, cansados, medio envueltos en las sábanas. Podrían formar parte de un cuadro barroco, ser un cuadro; la luz pasa por la persiana interior medio recogida, entra a raudales, pero no molesta» (p. 69). No cabe duda, así pues, de la atención por la lengua como componente de relieves, vigor y ritmo propios. Es una realidad tan viva como los personajes, y al igual que ellos alberga muchos matices.

En suma, estamos ante una personal aportación narrativa. En esta se consigue aquilatar la atmósfera que antes mencionaba, y ello se une a ricas evocaciones culturales e históricas y un sugestivo uso de la lengua. Además, entre otras cosas, destacaría la estructura y un valor que solo apunto: las conexiones entre ficción y realidad. Veremos si Joaquín Fabrellas prosigue en el cultivo de la novela, género que se le presenta propicio para articular tramas significativas desde su habitual detenimiento en las cuestiones lingüísticas, que atestiguan su poesía y ahora El imposible lenguaje de la noche.

 

 

Joaquín Fabrellas, El imposible lenguaje de la noche, Albacete, Chamán Ediciones, 2020.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pedro Mármol Ávila

4 de septiembre de 2020

Esa noche, todos los televisores transmitieron la misma señal: en primer plano aparecía la cara de quien muchos habíamos alentado, solo que ya no sonreía con suficiencia. Mostraba cierta forma de perplejidad, como si de pronto se hubiera despertado en una tierra remota, algo hostil. Más aún cuando en la pantalla apareció Alberto Fujimori, el triunfador de las elecciones. Entre los gritos del público y los flashes, Fujimori y Vargas Llosa declararon ante la prensa nacional y extranjera, se tomaron las manos y las alzaron en señal de victoria. Pocas horas después el escritor subiría al avión que, por fin, lo llevaría de regreso a Europa, y abandonaba así a los peruanos en ese sueño que, sin que nadie lo advirtiera, ya comenzaba a convertirse en delirio. Uno de esos delirios donde todo sería posible, y que nadie sabría cómo contrarrestar, ni tan siquiera contar. Porque, según afirman, las palabras resultarían demasiado justas.

Recuerdo que subimos a la azotea con mi padre. El cielo estaba cubierto y sin estrellas, pero pudimos ver el avión haciéndose cada vez más chiquito hasta desaparecer en el horizonte. Quisimos creer que era el avión que se llevaba al escritor; sin embargo, de inmediato otro avión surcó el cielo. Y luego otro. De hecho, nos acostumbraríamos a ver aviones sobrevolar la superficie de ladrillos, montículos de arena y piedras. Parecían ballenas repletas de náufragos dispuestos a comenzar desde cero, más allá de esa humedad que oxidaba y carcomía sin descanso. Cuando bajamos de la azotea, todos dormían, no se oía ruido alguno a no ser por las voces que salían de la pantalla. El comentarista vaticinaba un gran futuro para nuestro país; por fin, habíamos elegido un presidente que, con honradez, tecnología y trabajo, nos sacaría del abismo.

Pese a las admoniciones de mi madre —había que abrir los ojos, debíamos irnos mientras fuera posible—, mi padre decidió que nos quedaríamos a dar batalla, hasta que uno de los dos fuese derrotado. No entendí muy bien a quién se refería. Tampoco busqué comprenderlo. Me preocupaba más lo que ocurría en el barrio. Finalmente, habíamos llegado a la final del campeonato interbarrial. Estábamos ansiosos por levantar la copa, que hablaran de nosotros por todas partes; eso sí, sabíamos que iba a estar tranquísima. Los de San José, nuestros rivales, habían encontrado un refuerzo inesperado. Se llamaba Perico y jugaba en los calichines de Cantolao. Lo habíamos visto jugar en la semifinal: técnico, veloz y quimboso, él solito podía ganarle a todo aquel que se le cruzara en el camino.

Si mal no recuerdo, poco después, mi padre se lanzó a la construcción del segundo y tercer piso. Sin que él se diera cuenta mi madre se acostumbró a mirarlo desde el marco de la puerta. Otra vez estaba perdido en las nubes, como ella siempre decía, algún día por fin se estrellaría. Mi padre apenas advertía sus comentarios o admoniciones. Frente a él tenía extendidos los planos de la casa, aquí estaría el cuarto de los chicos; al lado, el de ambos; acá tendríamos un jardincito, hasta una terraza en la que podríamos hacer parrilladas. En este mismo lugar, señalaba con el índice, acondicionaría su consultorio particular. ¿Se imaginaba? Por fin, podría recibir a los pacientes del barrio, del distrito, de la ciudad entera. En lugar de responderle, mi madre se daba media vuelta y regresaba a sus ocupaciones.

Conforme pasaron los días, las semanas y los meses, cedimos a esa expresión demasiado prolongada de lo provisorio: los colchones por el suelo; el bidón de agua para cocinar, lavarse las manos, evacuar el baño; los hierros desnudos y doblados que ya empezaban a enmohecerse. En el fondo sabíamos que los obreros habían dejado de venir, no tanto porque el sindicato estuviera en huelga, como por falta de pago. Nadie decía nada, dejábamos a mi padre partir cada mañana rumbo a la clínica donde trabajaba. Bajo la excusa de falta de liquidez ya no le remuneraban una parte del sueldo. Lo poco que ganaba apenas nos daba para comer y cancelar las mensualidades de los colegios. Una vez que mi padre se iba mi madre guardaba los planos en el ropero. Una película de polvo recubría la mesa. Ella se apuraba en pasarle una esponja húmeda para que pudiéramos posar nuestras tazas y cuadernos. Siempre hacíamos las tareas a última hora.

Cuando comenzó la guerra con el vecino Ecuador hacía varios días que los planos ya no salían del armario. Cada noche, frente al televisor, mi padre maldecía, qué carajos, por un miserable pedazo de tierra morirían cientos. ¿Por qué no regalábamos de una vez ese terreno a los ecuatorianos? En la pantalla, aparecía el presidente Fujimori: hablaba de valor y sacrificio. En medio de la selva más inhóspita, señalaba un mapa, indicando que se encontraban en territorio liberado de manos enemigas. Allí mismo la historia levantaría el edificio de su orgullo nacional. En el cielo oscuro los aviones Mirage sobrevolaban nuestras cabezas, haciendo sonar las alarmas de los carros, y rajaban una que otra ventana. Pero a nadie, salvo a mi padre, parecía importarle. Los comentaristas destacaban la potencia de nuestras Fuerzas Armadas, el final de la guerra era inminente, decían, el país entero celebraría una gran victoria. Mi padre estuvo de un humor de perros durante esos días, pero ya había empezado a calmarse con unos sorbos de cerveza o ron o pisco, lo que fuera. Le debían no sé cuántos meses en la clínica y cuando se le ocurrió reclamar le respondieron que no tenía más que renunciar. Y sanseacabó.

Tiempo después, perdimos otro campeonato, una vez más frente a los de San José. Diez minutos antes del final el árbitro nos anuló un gol. Después, el maldito de Perico nos metió dos. El segundo fue anotado con una clarísima mano que, como era de esperarse, el árbitro nunca vio. Ni siquiera después de que pitara ese gol nos descompusimos. Al contrario, batallamos con todo hasta que, un par de minutos antes de que terminara el partido, el árbitro se negó a cobrar un penal que me hicieron en el área chica. “Árbitro vendido, pito regalado”, saltó todo el barrio en las tribunas. Terminamos en pelea con el árbitro, el equipo contrario, el barrio de San José enterito. “¿Ya te viste la rodilla?”, dijo mi padre en el carro, con cara que no anunciaba nada bueno. No le respondí, la radio hablaba del éxito nacional en el conflicto contra el Ecuador, ahora seríamos un país no solo pacificado, sino que, también, unido. Al rato llegamos a la clínica, detrás del Palacio de Justicia. Mientras íbamos a que me hicieran la radiografía, nos dejábamos saludar por las enfermeras, administrativos y colegas de mi padre con una mezcla de estupor y distancia. No sé por qué razón mi padre me pareció uno de esos comediantes que pierden la careta en medio de la escena y frente a todos los espectadores. Quizá en ese momento, sin ser consciente, empecé a comprender muchas cosas acerca de él.

Mientras esperábamos a que me dieran de alta —fractura de rótula—, me animé a pasear por la clínica. Tendría que utilizar muletas, así que lo mejor era aprender de una vez a caminar con ellas. El médico me había prescrito varias semanas de reposo y después rehabilitación, si es que quería seguir jugando al fútbol. La verdad, nunca más volvería a jugar. Y me pregunto hasta qué punto fue determinante ese paseo que di en la clínica, aprovechando que mi padre se atareaba en cancelar la cirugía y terapias posoperatorias. Había escuchado decir que allí estaba internado Teodoro “Lolo” Fernández, el mítico cañonero, quien campeonó con Universitario, triunfó en los Bolivarianos y nos llevó a la victoria en las Olimpiadas de Berlín. Mi padre me había contado que metía unos pelotazos tan fuertes que desgarraban las redes de los arcos. Con algo de suerte encontraría su habitación al cabo de transitar por tantos pasillos y patios.

Avancé con mis muletas entre monjas y sacerdotes, enfermeros y convalecientes, por pasadizos cada vez más sombríos y olvidados. Conforme me perdía por los corredores se desvanecía la esperanza de encontrar al mítico cañonero. No obstante, por una razón que no entendía, no dejaba de seguir adelante hasta que llegué a una especie de patio detrás de otro patio, un patio vacío y húmedo, donde apenas entraba la luz y se amontonaban varios objetos que la desidia y el desdén parecían haber olvidado, sin resolverse por fin a arrojarlos. Estaba viendo las revistas y los periódicos cuando, de pronto, escuché una radio encendida. La música provenía de una habitación con la puerta entreabierta. Apenas la empujé un ruido de bisagras desvencijadas agitó lo que hubiera en la cama. Tardé unos instantes en acostumbrarme a esa penumbra. Desde lo más hondo de la cama, detrás de un plato donde reposaba una papa rellena, un señor viejísimo me clavó la mirada. No respondió a mi saludo, parecía absorto, como si estuviera en otra dimensión, un lugar sin lugar, una región sin fronteras, y no en esa habitación estrecha, con olor a sudor, remedios y naftalina. “¿Qué te pasó en la pierna?”, escuché de pronto, y vi que con un dedo, que parecía un lápiz mordido, señalaba mi rodilla.

Cuando me di cuenta, mi padre me empujaba fuera de la habitación, mientras se deshacía en disculpas.

“¿Papá, quién era ese señor?”, atiné a decir en el carro.

“Es un poeta, hijo. Se llama Emilio Adolfo Westphalen”.

El verano siguiente, mientras los del barrio partían de vacaciones a Cerro Azul, San Bartolo, o cualquier otra playa, nosotros nos quedamos en casa. Apenas recuerdo un fin de semana en Huaral, donde fuimos con la excusa de ver a la abuelita. Estaba chocha, apenas nos reconocía, pero ni así había olvidado su antipatía hacia mi padre. Esa vez fue peor que nunca, pues lo acusaba de haber malogrado la vida de su hija y sus nietos, era un bueno para nada, tenía la cabeza en otra parte. Mamá se terminaría quedando con ella los tres meses que duraban las vacaciones. Pobre abuelita, vivía sola con sus gatos, necesitaba que alguien se ocupara de ella, al menos por un tiempo. En el camino de regreso mi padre no paró de maldecir su mala suerte, jurar que pronto se desquitaría de todos, ya verían, ya verían. Apenas le hicimos caso. Detrás de la ventana, bajo un sol insoportable, desfilaba lo que quedaba de la ciudad, unos perros flacos, los vendedores ambulantes, unos niños que corrían detrás de una llanta.

De hecho casi ni vimos a mi padre durante esas semanas. Partía temprano por la mañana, dejando el olor de su colonia, y regresaba a las quinientas, cuando yo ya me había acostado. Mis hermanos apenas se dieron cuenta: aprovecharon de la inesperada libertad para jugar Súper Nintendo, alquilar motocicletas, salir en mancha a otros barrios. Según cuentan, ese fue el verano en el que aprendieron a fumar, tuvieron sus primeras borracheras, se mandaron a sus flacas. Cuando los amigos regresaron de la playa encontraron demasiados cambios, como si todos hubiesen alcanzado algo similar a la vida adulta. Todos menos yo. Al menos no de la misma manera. Esas fueron mis primeras vacaciones después de terminar la secundaria. Debía sacarles el jugo si quería pasar el examen de ingreso en la universidad. Fue entonces cuando, sin que nadie lo hubiese anticipado, otro drama detonó en la casa tras el regreso de mi madre.

Al cabo de tantos años, ya de vuelta en el Perú, me digo que muchas familias vivieron lo mismo. Lo único diferente era el desenlace. Casi siempre el joven irreflexivo termina sometido, estudia Derecho, Ingeniería, Arquitectura, cualquiera de esas carreras para un futuro promisorio. Pese a la oposición de mi mamá —desde su regreso, algo había cambiado en ella para siempre—, en mi caso no ocurrió de esa manera. Nunca podré decir que entendí la poesía de Emilio Adolfo Westphalen, pero sí que tras leerla busqué la de César Vallejo, César Moro, Blanca Varela y la de muchos otros. En Lima todos sabemos que otros van a morirse/mucho antes que nosotros,/y que sus ojos en los nuestros nos dirán:/“Hasta nunca”. Inesperadamente, mi padre me apoyó en mi decisión de estudiar Literatura. Replicó a mi madre que me dejara tranquilo, esa era la carrera que él siempre había querido estudiar; al menos, uno de sus hijos la seguiría. Por lo demás, ¿alguien no debía contar, sin temor alguno, lo que habíamos sido en este país? Mi mamá le respondió que por qué demonios siempre se había empeñado en hacer lo opuesto a lo que hacían los demás. Había tenido la vida que quiso y la había arruinado, pero no tenía derecho a hacer lo mismo conmigo. Así, mi padre ganó en la penúltima pelea que tuvieron, la que selló mi destino. Tiempo después, cuando le recordé el episodio con el poeta de la clínica, mi padre se alzó de hombros, no recordaba nada de eso.

Es necesario confesar que ya nadie seguía creyendo en la casa de tres pisos. Vivíamos en algo parecido a una ruina doméstica en la que los años, el ingenio y algo parecido a la versatilidad, acumularon comodidades como un tanque de agua donde tuvo que ir la parrilla, un tendedero en lo que debió haber sido el jardín, un cuarto de estar en lo que pudo haber sido un comedor. Desde hacía mucho tiempo, habíamos armado nuestras camas, apropiándonos cada uno de un espacio que seguía siendo provisorio, pero que necesitábamos, y que, por fin, habíamos hecho nuestro. Un día, buscando lugar para mis libros universitarios abrí un viejo armario. Adentro, encontré los planos de la casa. Estaban amarillos en ciertas partes; en otras, la tinta había desaparecido. Lo que quedaba hacía pensar más en uno de esos mapas de ciudades siniestradas, enterradas por el olvido. Me llamó la atención reconocer lo que tuvo que haber sido el consultorio de mi padre, rayado con algo más que ensañamiento. También reconocer, con otra tinta, su caligrafía en una esquina: “Proyecto aplazado, aunque de inminente concretización”. ¿Todavía seguía creyendo que terminaría la casa? Al cabo de los años, mi mamá terminó por instalarse en esa habitación, sin importarle que estuviera del lado de la calle ni que fuera la más húmeda. Mis libros quedaron bien en ese armario, pese a que ahora, tras mi regreso, los haya encontrado, junto con los planos, convertidos en polvo de polillas.

Mis padres habían dejado de hablarse para lo que no fuera indispensable. Cualquiera que los hubiese visto habría creído que tantos años de matrimonio habían cristalizado en un idioma secreto, de solo dos locutores, en el que los gruñidos, los sobreentendidos, las indirectas eran más elocuentes que cualquier frase. Sin embargo era algo peor que eso. Recuerdo muy bien una tarde. Tuvo que haber sido después de que ingresara a la universidad, pues en mi recuerdo me veo leyendo un libro de Julio Ramón Ribeyro. O uno de Luis Loayza. En fin, poco importa. En mi recuerdo el teléfono suena y mi mamá responde. Se queda callada, deja entrar la voz del otro lado, en su oído, en su intimidad, allí donde nadie más tuvo que haber penetrado. Después, mi madre cuelga y la escucho sollozar, maldecir a mi padre, no tenía derecho para hacerla sufrir de esa manera, gracias a ella había sacado adelante su profesión. Cuando mi padre regresó, le reprochó sin dejarlo responder, como si de repente hubiera liberado un torrente durante mucho tiempo reprimido. Esa fue la última vez que pelearon.

Arriba, uno tras otro, seguían pasando los aviones, cargados de otros escritores, ingenieros, psicólogos, informáticos, muchos arquitectos. También familias, padres y madres que llevaban con ellos a sus hijos, en ocasiones sus padres, sin esperanza de regresar a la ciudad. De haber sido posible los peruanos se habrían ido hasta caminando; allá lejos, donde el trabajo los esperaba, las casas eran relucientes, los jardines siempre daban frutos. Podría decir que lo único que nunca cambió, a lo largo de todos esos años, fueron los aviones. En nuestro barrio, por ejemplo, los primeros en volar fueron los vecinos, los Allende. Vendieron todo antes de partir, la tienda, el carro, la casa, cada una de sus pertenencias. Primero, se había ido una de sus hijas, la Graciela, para cuidar niños y ancianos. Después, se fue la otra con el marido. Al final, quedaron los dos viejecitos esperando que alguien los recogiera. Cuando por fin ocurrió, ambos se despidieron de nosotros entre lágrimas. Tiempo después, nos llegó el parte de fallecimiento de don Gustavo. Lo enterraron no sé dónde, en España.

Otros amigos del barrio se fueron a Estados Unidos, Chile, Argentina, incluso a Ecuador. Mi padre maldijo cuando escuchó que Alberto Fujimori se presentaría por tercera vez a la presidencia. Había tomado no sé cuántos préstamos en el banco para pagar las pensiones universitarias, le debían varios meses en la clínica, los pacientes pasaban y prometían pagar más tarde, cuando no le pedían que les regalase la consulta. Con generosa resignación, mi padre aceptaba. Una y otra vez. No era culpa de ellos, sino de la barbarie en la que vivíamos y de la que nadie hablaba en la televisión, en los periódicos. Cada vez que lo escuchaba decir eso, me fijaba en las arrugas alrededor de los ojos, las canas en sus sienes, la curva de su espalda cada vez más pronunciada. Entonces, recordé su frase de “hasta que uno de los dos sea derrotado”. Quise creer que se había referido al país en el que nos había tocado vivir, al cual había declarado una guerra sin cuartel, perdida de antemano, pero de todos modos encarnizada. Cuánto me equivocaba era algo que descubriría más tarde.

No era el momento para descubrimientos sino para meterme en el vientre de otra ballena. Después de haber terminado la carrera, contra todo pronóstico, aceptaron mi inscripción en una universidad parisina. Podría continuar mis estudios en un país, una ciudad nuevos, en los cuales incluso podría ser alguien nuevo. “Aprovecha para quedarte a vivir en Europa”, me dijo mi padre esa mañana en el aeropuerto, antes de abrazarme. “Este país no tiene arreglo”, añadió antes de soltarme. “¿Qué tonterías le estás diciendo? Si para cuando regrese la casa ya estará lista”, corrigió mi madre con un tono que excluía la réplica. Sonreí por el extemporáneo intercambio de personalidades, mientras arrastraba la maleta por la zona de vuelos internacionales. Apenas despegó el avión, quise ver el techo de mi casa. No lo encontré entre tantos escombros. Me di cuenta de que Lima entera era un techo de hierros herrumbrosos y estirados al cielo, muebles despanzurrados, un sinfín de objetos que me hicieron pensar en la caligrafía de un idioma secreto. De pronto, la ciudad despareció debajo del manto de nubes, densas y blanquísimas.

Mi vida en París fue como ir a la zaga de una quimera, pero con los ojos bien abiertos. Apenas me di cuenta, ya llevaba varios meses en la capital, había cambiado de apartamento una y otra vez, así como había encontrado varios trabajitos. Uno de ellos fue el de albañil en la empresa de unos libaneses. Conocí a argelinos, turcos, marroquíes y muchos otros que llegaron a Francia por las mismas razones, aunque con distintos medios. Renovábamos apartamentos de familias francesas. Se iban un mes, nos dejaban trabajar tranquilos, en las paredes, gasfiterías y acabados. Cuando regresaban encontraban un apartamento radiante, listo para acoger una vida de hogar, con la torre Eiffel en el horizonte. Estuve un verano en ese trabajo, antes de encontrar una plaza de profesor de español en la academia donde, sin saberlo, trabajaría durante tantos años. Entretanto, defendería una tesis, así como también partiría a vivir a otras ciudades, solo para regresar de nuevo a París. Ah, también vería a Mario Vargas Llosa a lo lejos, un anochecer de verano. Grité su nombre, volteó, sonrió con su dentadura perfecta y alzó la mano tal y como recordaba haberlo visto hacer en la televisión. Luego desapareció.

Mientras tanto, en el lejano Perú ocurrieron muchos sucesos. Poco después de mi partida, Alberto Fujimori se atribuyó la victoria en una nueva elección. No duró mucho en su tercer mandato como presidente. Se descubrió que había inscrito su partido con firmas falsas. También se difundieron videos de su asesor Montesinos comprando votos de los congresistas de oposición. Mi padre me contaba que en el noticiero de la noche pasaban videos del asesor entrevistándose con políticos, futbolistas, periodistas, historiadores, abogados, empresarios, animadores de la televisión; en suma, el país entero. El punto culminante de cada entrevista era cuando entregaba fajos de dólares, entre sonrisas y abrazos. Tras el escándalo el asesor fugó en un velero, mientras que Fujimori presentó su renuncia a la presidencia por medio de un fax enviado desde Japón. Así había terminado la dictadura en mi país. Con unas cuantas letras que pretendían escamotear tantas injusticias, atrocidades y corruptelas. A pesar de las penurias que le había ocasionado, y contra todo pronóstico, mi padre era capaz de tomar las cosas con humor. “La casa estará terminada antes de que la situación en este país mejore”, dijo y ambos reíamos antes de colgar.

Al inicio regresaba al Perú cada año o dos. Después me casé. Tuve un par de hijos. Me hubiera gustado escribir que viajaba seguido con ellos para que pasaran momentos con sus abuelos. Sin embargo, ocurrió lo que debía pasar. Conocí a otra mujer, me fui un tiempo con ella, lo que duraba el sueño. A veces nos enamoramos más por prolongar una fantasía, que por la otra persona. También porque necesitamos creer que todavía es posible evadirse de la aspereza, aplazar lo inevitable. Recibí la llamada de uno de mis hermanos, poco después de que se dictara el divorcio. Mi padre se había puesto mal, le había dado un infarto. No quisieron contármelo la última vez, pero desde hacía mucho tiempo había tenido problemas de salud. Recordé que, pese a deberle muchos años de servicios, lo habían despedido de la clínica. Cuando colgué el teléfono, miré alrededor, las maletas abiertas, las botellas desperdigadas, los cuadernos desgarrados. Eso era lo único que había obtenido al cabo de tantos años en Francia.

Había transcurrido demasiado tiempo. Después de Alberto Fujimori, los peruanos habíamos tenido varios presidentes, incluso habíamos reelegido a Alan García. Emilio Adolfo Westphalen, el primer poeta que vi en mi vida, falleció en la misma clínica sin escribir más. Entretanto Mario Vargas Llosa había regresado al Perú con uno, dos, varios libros. Poco a poco los limeños dejarían de cultivar esa antipatía que se había convertido en la única manera de relacionarse con él. Es más, después de que ganara el premio Nobel, lo celebraron con excesivo orgullo. Alan García lo recibió en el aeropuerto, le colgó una medallita en la solapa, entre los flashes de los periodistas y los hurras de sus partidarios. En las fotos, ambos parecían haber olvidado esa enemistad que con minuciosa pasión se habían dedicado a mantener. Sin embargo, eso ya es literatura, forma parte de otra historia, una mitología donde existe una revancha, en la que los individuos ingresan en la historia nacional entre vítores y aplausos. Tantas palabras gastadas y vueltas a gastar sin remedio, arrojadas en un pozo silencioso y sombrío donde, en cualquier momento, estallaría un fulgor. Pero no habría nadie para verlo.

Llegué demasiado tarde. Mi padre había muerto horas antes, acompañado de mis hermanos y, desde luego, mi mamá. Lo que encontré fue un cuerpo despojado de pensamientos, afectos; de repente lleno de cicatrices. Pese al estado de su cadáver, el rostro tenía un semblante apacible. “Parece dormido”, pensé o intenté convencerme. Le tomé la mano y después no pensé en nada más. En cierta forma, había regresado a su lado y estaba seguro de que él lo sabía. Felizmente, pude apoyar a mis hermanos con los innumerables trámites necesarios para asegurar el velorio y el entierro. El día del sepelio, apareció una jovencita a quien nadie conocía. Bastó verla para que la reconociéramos y entendiéramos tantas cosas, tantos silencios, reproches y vacíos. Con voz apagada, nos contó, nos confesó que era hermana nuestra. La primera en abrirle los brazos fue mi mamá. No sería la primera sorpresa que me daría porque, contra toda expectativa, en los días sucesivos no dejaría de manifestar lo buen hombre que había sido mi padre, cuánto la había amado. Para ese entonces, ya no buscaba coherencia alguna. Además, esta no existe en el recuerdo de quienes nos fueron cercanos.

Al terminar la ceremonia les dije que regresaría a pie a casa. Uno de mis hermanos se propuso acompañarme, pero me negué. Pese a que me dolían las rodillas a causa de la humedad, necesitaba estar solo. Fue en ese momento que entendí a quién se había referido mi padre tantos años atrás con eso de que daría batalla, hasta que uno de los dos fuese derrotado. No se había referido a ninguna persona en especial, sino a algo más, algo que nunca conocimos, pero que desde el inicio sufrimos. ¿Quién ganó esa batalla? No lo sé, pero mi padre no fue derrotado. El viento sopló más fuerte, se llevó la tierra, el polvo, las briznas que se habían asentado sobre su lápida. Podía haber sido golpeado, humillado, incluso podía haber traicionado a los suyos, pero nadie lo había derrotado, eso no. Uno de los niños que merodeaba por el lugar se me acercó, ¿quería que me mantuviera limpiecita la losa? Le di unas monedas, antes de despedirme de mi viejo en su flamante casa. Y aquí dejo su historia, la historia de un héroe muy distinto a los demás, un héroe ordinario que no se encuentra en ninguna enciclopedia ni tratado, un héroe anónimo caído en el mismo combate para el que nos reclutaron a todos.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Félix Terrones

3 de septiembre de 2020

Quienes en tiempos disfrutaron con Santepar, la Trilogía del Renacimiento o los Relatos completos de Campos Reina (1946-2009) no pueden dejar de leer Parques cerrados (editado por Debolsillo en 2019), título bajo el que, en triple degustación, se acoge una exquisitez más de este celebrado autor de culto. Una exquisitez compuesta  por el ya conocido y jugoso ensayo De Camus a Kioto (2010), por su Poesía completa y, sobre todo, por el Diario del Renacimiento, los dos últimos inéditos. Exquisitez con la que, además de saborear de nuevo la delicada y ajustada prosa de Campos Reina, se ahonda tanto en sus entresijos vitales y creativos, como en su mundo referencial o en sus temáticas centrales, porque Parques cerrados, tal como se confiesa a comienzo del diario, es ante todo “un enfrentamiento conmigo mismo” (p. 27) y porque, sin duda, funciona como “una aguja de navegar” en la obra del autor que partiendo desde el despertar a la vida y a la literatura del autor en el paraíso infantil de Puente Genil y tras atravesar otros espacios cardinales como, por ejemplo, Sevilla o Málaga, desemboca de lleno en el epicentro mismo de su actividad vital y de su sabroso universo literario.

 

Parques cerrados supone de entrada  una auténtica delicia para el lector que ama y gusta de la buena literatura. No sólo por lo que en sí representa tal publicación al otorgar visibilidad y vida literaria a obras hasta ahora desconocidas, sino porque ayuda mucho a comprender la personalidad creativa de Campos Reina dada la honda y plural red de reflexiones sobre la que se sustenta el Diario del Renacimiento o por el humus que emana desde Poesía completa. El arco (sobre todo, de comprensión) que se abre con ambas es enorme, pues permite ir desde la más oculta y minúscula sensación hasta la más inimaginable meditación, accionadas todas ellas por la pluralidad de circunstancias (desde el impacto del paisaje infantil a que se conforma como esencial en la obra del de Puente Genil, por ejemplo) que movieron al autor durante su fecundo proceso creativo. Ideología,  filosofía, estética, interpretación artística... se dan la mano con emociones íntimas y realidades cotidianas, enmarcadas siempre por los temas siempre esenciales  en Campos Reina  como el amor y la muerte.

 

Sustanciosa y básica es la “Breve reseña de mi vida” que abre el Diario del Renacimiento. Una reseña que avisa y que saca a la luz la “extraña red de circunstancias que me había conducido hasta donde estoy” (p. 9) y por la que asoma resplandeciente un autobiografismo reflexivo como enseña del quehacer creativo posibilitando así el uso de la intimidad al desnudo como explicación del ideal  y del pensamiento artísticos de Campos Reina. Hay mucha valentía en esa desnudez que camina en  pos de la comprensión que permite explicaciones claves tras vencer el recato y asumir los riesgos.  En ella, abundan los recuerdos (”Florecen incendiados/ recuerdos de mi vida” confesará en el poema “Carreteras polvorientas”, Poesía completa, p. 21”), aportados por una memoria que se ejerce desde el mirador de la madurez y con asideros bien asumidos y justificados. Recuerdos capaces, sobre todo, de recuperar el tiempo ido (“el tiempo es una luz lejana”. Afirma en el autor en el poema en prosa “Visiones de las quebradas” de Poesía completa, p. 121). Una recuperación que, las más de las veces, ofrece instantáneas muy nítidas y no exentas de un contenido crítico que tiende a manar subterráneo tal como ocurre con el existir y comportamiento de los españoles en los años 50 del pasado siglo XX (años de hambre, de silencio, de sumisión y de manipulación religiosa, por ejemplo), frente a otras veces que se tintan de suculenta melancolía, aunque siempre bajo el timón de la reflexión que proporciona el hallazgo juicioso con el que todo adquiere sentido.

 

Si De Camus a Kioto supuso para el lector adentrase en el universo de referencias claves que se muestran como básicas en la obra de Campos Reina, la Poesía completa muestra el valor de la intimidad y de lo vital como elemento que acciona sensaciones que posibilitan y sustentan el acto creativo, complementados por el Diario del Renacimiento que permite visualizar un recorrido paralelo a la redacción de la saga de los Maruján, protagonistas de la Trilogía del Renacimiento, al abarcar con jugosas y alimenticias píldoras perfectamente destiladas (es lo que, a la postre, son los aquilatados fragmentos del diario) el trecho temporal que va desde 1989 a 2001. Un trecho temporal que da fe de cómo se siente el quehacer creativo, los materiales que sirven de quicio a éste, las dudas en los enfoques, los pulimentos necesarios para que la prosa, además de ser precisa, brille intensa sin obviar, por supuesto, la dolorosa conmoción que conlleva la poda… Es decir, colocar ante los ojos del lector, la ardua y solitaria tarea del día a día del escritor que, en definitiva, acaba siendo todo un testamento vital y artístico. Sin duda,  un acierto editorial dar  tal primicia al público lector amante de las buenas hechuras literarias que desarrollan temáticas vividas e inquietantes como las del añorado Campos Reina. Para devorar.  

 

 

 

Campos Reina. Parques cerrados. Barcelona, Debolsillo, 2019.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ramón Acín

En su nuevo libro de relatos, Réplica, Miguel Serrano Larraz ensaya los límites de la cotidianidad y la extrañeza, al tiempo que ofrece al lector una suerte de retrato generacional en el que la nostalgia adquiere tintes negativos.

Réplica es un libro ante el que resulta muy difícil permanecer indiferente, en el que el lector se enfrenta a una colección de relatos autónomos, pero no totalmente desconectados entre sí. Su autor, Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977), es una de las más firmes apuestas de la editorial Candaya, pues este es ya el tercer título que publica en su catálogo tras el libro de relatos Órbita (2009) y la novela Autopsia (2013, Premio Estado Crítico de Novela 2015). De todas maneras, los editores ya sabían que se trataba de una apuesta segura, pues el nombre de Miguel Serrano llegó a ellos a través de Juan Villoro, y a Villoro a través de Roberto Bolaño, nada menos.

El autor de Réplica ya no es un autor novel o una promesa de la literatura, sino un escritor de larga y contrastada trayectoria, tanto en poesía como en narrativa. A su faceta como escritor hemos de sumar las de filólogo y traductor, si bien estudió también Ciencias Físicas, algo que los lectores pueden rastrear en sus obras. Antes de publicar Autopsia, ya había dado a las prensas otras dos novelas, Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano (Eclipsados, 2008) y la parodia Los hombres que no ataban a las mujeres (1001 ediciones, 2010, firmada con el pseudónimo de Ste Arsson). Además, había publicado tres volúmenes de poesía, Me aburro (Harakiri, 2006), La sección rítmica (Aqua, 2007) e Insultus morbi primus (Lola Ediciones, 2011), y había sido incluido en diferentes antologías de narrativa breve.

Su libro más reciente, Réplica, es una colección de doce relatos de diferente extensión, repartidos en cuatro partes que conforman una estructura bien trabada. La primera parte consta de cinco relatos; la segunda incluye solo uno; y esa misma pauta se repite en la tercera, con cinco relatos, y la cuarta, que cierra el volumen con el relato que da título al conjunto, “Réplica”, aunque en algún momento el autor llegó a plantearse la posibilidad de titular el volumen Bunbury.

El problema de los géneros literarios y la disolución de las fronteras entre los mismos es algo ya inherente a la obra de Miguel Serrano y constituye una de sus marcas de estilo. Réplica es un buen ejemplo y hay en sus páginas un verdadero ejercicio de memoria, más que de nostalgia. Quienes rondamos la cuarentena hemos visto desaparecer un mundo, y no necesariamente tenemos por qué echarlo de menos, pero, desde luego, percibimos que las generaciones posteriores ya no han conocido ese mundo sin ordenadores, sin móviles, sin internet. Lo insólito y lo desconcertante forman parte del relato de ese mundo perdido.

Así, el primer relato da muy bien el tono del conjunto. En “Recalificación”, la enorme sombra de un inminente centro comercial se proyecta sobre la vida del dueño de una ferretería de barrio. En muchas capitales de provincia todavía se recuerda la fusión y reconversión de los antiguos hipermercados, o el momento en que se proyectó el primer gran centro comercial ante la estupefacción y el escepticismo de los vecinos, que pensaban que se trataba de un modelo de negocio que jamás triunfaría en un país como el nuestro.

Los deportes y las competiciones escolares son el tema del segundo relato, “Un tiempo muerto”, en el que, a través del monólogo interior, conocemos los recuerdos de aquellos años de colegio que, poco a poco, se van convirtiendo en un ajuste de cuentas con el pasado por parte de un personaje a quien siempre elegían el último en todas las competiciones escolares y que acabó jugando al baloncesto al ser descartado del equipo de futbito.

Genial resulta la estructura de “Oxitocina”, donde una tragedia familiar queda en off, pero, de alguna manera, accedemos a ella a través de la historia de dos muñecos de trapo: Feldespato y Patológica. Y así podríamos seguir relato a relato, hasta completar la docena, pero es mucho mejor que los lectores se adentren en las páginas de “Central”, “El payaso”, “La disolución”, “La tabla periódica”, “Media res”, “Azrael”, “La frontera”, “Logos” y “Réplica” con la menor información posible.

 La forma en que se trata el tiempo narrativo y la utilización de la primera y la tercera persona son dos de los grandes aciertos de Réplica. Lo veíamos ya en el primer relato, “Recalificación”, pero resulta fundamental para entender otros, como “El payaso”, “La disolución” o “Logos”. De la misma manera, Zaragoza es el escenario de fondo y algunos momentos del año, como la Navidad, aparecen en más de una pieza. Hay un tono de soledad, de fracaso, de un tiempo perdido irremisiblemente que impregna todo el volumen y convierte en extraño incluso el relato más cotidiano. Hay también cierto patetismo, como el del novelista que trata de hacer una parodia y todo el mundo lee su novela en serio, algo que ocurre en el ya mencionado “El payaso”, donde se rompen, no solo los límites de los géneros, sino también los de la ficción y la autoficción.

Los relatos tienen una extensión variable: los diez más breves se reparten entre la primera y la tercera parte, y van desde las cuatro páginas de “La tabla periódica” hasta las dieciocho de “Media res”. Los dos más largos, “La disolución”, de veinticuatro páginas, y “Réplica”, de treinta y nueve, ocupan, respectivamente, la segunda y la cuarta parte. Aunque ya hemos hablado de cómo Miguel Serrano Larraz cruza las fronteras entre géneros literarios, de vez en cuando flirtea de forma nada disimulada con ellos: así, hay un componente central de novela de aprendizaje en el extraño relato de infancia que es “La disolución”; de la misma manera, el relato negro se abre paso en “Media res” y la ciencia‑ficción en “Logos”. Los temas del doble, las apariencias y los parecidos más o menos razonables son muy importantes a lo largo de todo el libro, pero lo más llamativo es, con diferencia, el tratamiento del tiempo y la presentación de las relaciones interpersonales, especialmente cuando se producen entre los miembros de una misma familia.

 En cierto modo, todo ello queda quintaesenciado en “Réplica”, relato que cierra el volumen y le da título. En él, al protagonista lo confunden reiteradamente con diferentes músicos, pero, en una etapa determinada de su vida, lo confundían con Enrique Bunbury, algo que, al residir en Zaragoza en el momento de mayor esplendor de Héroes del silencio, adquiría proporciones de tragedia, o más bien de tragicomedia. Al protagonista de “Réplica” lo podían confundir (si bien en diferentes momentos de su vida) con Bunbury o con Santiago Segura, por mencionar únicamente dos parecidos casi antagónicos. Hay algo en este relato que recuerda, en cierto modo, a Zelig, ese “hombre camaleón” creado por Woody Allen en un falso documental o mockumentary. Y, del alguna manera, también hay algo de falso relato de autoficción en Réplica, un volumen que, sin duda, deparará muchas alegrías tanto a su autor como a sus editores.- JOAQUÍN JUAN PENALVA.

 

 

Miguel Serrano Larraz, Réplica, Avinyonet del Penedès, Candaya, 2017.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Joaquín Juan Penalva

 1. De Dante a Shakespeare. Las lágrimas por Paolo y Francesca no pueden ser las mismas que derramamos por Otelo y Desdémona. ¿Lloraremos por Otelo? Dante se desmaya después de aquel relato, por mucho que los amantes estén condenados al círculo de los lujuriosos.[2]  El Infierno no es un capricho de su autor, sino un lugar real, no gobernado por afectos privados. El misterio de la Divina comedia reside en su persuasiva impersonalidad: antes que creer a Dante había que creer en Dios. ¿Y no hay que creer a Dante para leer su obra? La fe es el salvoconducto para visitar los lugares de los que habla el poeta; sin fe, el artificio es tan maravilloso como insostenible. Así que entramos en Dante más de lo que abrimos o cerramos su libro; o digamos que entramos en el mundo de Dante, que al mismo tiempo existe y no existe para nosotros. La visión moderna de la Divina comedia relativiza el valor absoluto que proclama, como ocurre con las tragedias griegas: el problema es que la mitología de Dante, como diría C. S. Lewis, se ha hecho real, profundiza el mito que se ha encarnado en la historia. Europa es la historia de un mito encarnado, el más extraño e insostenible ensayo de fusión cultural. La de Dante pretende ser la poesía del cristianismo, cuyos héroes ya no son Jasón ni Ulises, sino Santo Tomás y San Francisco.[3] Los héroes de nuestro tiempo están más cerca de Otelo y Hamlet. Pero ¿cómo pasamos de Dante a Shakespeare? En cierto momento de Otelo, Emilia le hace ver a Desdémona que, una vez nos hemos apoderado del mundo, somos los dueños de nuestra culpa.[4] El infierno estaría en nuestros “malos sueños”.[5] Según Yago, el hombre es libre para cultivar ese terreno o dejar que quede asilvestrado. ¿Qué tipo de matrimonio forman Yago y Emilia?

 

2. El porqué de los celos. Yago hablaba así para ganarse a Rodrigo, su cómplice, al que acabará asesinando; Emilia, para calmar a Desdémona, antes de hacerle ver que las mujeres son iguales a los hombres en lo que respecta a su debilidad y, por tanto, excusables en igual medida. (Sus preguntas “a la baja” son un eco de las célebres preguntas de Shylock sobre los judíos en El mercader de Venecia.)[6] Pero Emilia será un instrumento, aunque involuntario, para la perdición de la “malhadada” Desdémona. Recordemos que otros personajes de Otelo están atrapados por los celos: Rodrigo, Yago, Blanca. Es el clima que se respira desde el comienzo, con aquel oscuro intercambio entre Yago y Rodrigo. Fijémonos también en el diálogo inicial entre Otelo y Yago en el acto IV, que vuelve a confundir al espectador. Algo va mal desde el principio, advertimos, algo que tiene que ver con Yago, que es el personaje que mejor se conoce a sí mismo.[7] (¿No hay una insinuación shakesperiana sobre la maldad propia del uso que puede hacerse de ese tipo de conocimiento? ¿No es peor Yago que Otelo, que no se conoce a sí mismo porque aún no ha conocido —en su matrimonio— a Desdémona? Sin embargo, Yago no es la causa de los celos de Otelo.[8] (“Causa” será la palabra preliminar en boca de Otelo antes de acabar con Desdémona.) No hay decididamente causalidad en la conducta de Otelo.[9] El amor se experimenta como causa de sí mismo y, en consecuencia, el amor enloquecido, los celos, no ha de buscar un motivo más allá de sí mismo. Stanley Cavell explica que Otelo no puede soportar la imperfección en Desdémona, la pérdida de su integridad o virginidad. Todo hace pensar que la noche nupcial no ha llegado a consumarse, ni en Venecia ni en Chipre. ¿No supone esto, además, cierta impotencia en el belicoso Otelo? La impotencia en Otelo es un reflejo y una manera de expresar la impotencia de la sociedad veneciana para aceptarlo más allá de su condición de mercenario. Otelo es el elegido para enfrentarse al turco en Chipre. Pero su experiencia en la guerra resulta inservible en la ciudad en paz. Otelo es admirado por el mismo motivo por el que Desdémona llega a enamorarse de él, por el heroísmo que envuelve su figura. Otelo es el narrador de su historia, el poeta romántico de sí mismo ante Desdémona, cuya declaración de amor (“un mundo de suspiros”) no había sido directa (Otelo, I, iii). También podemos suponer en Desdémona cierta inexperiencia o incapacidad para comportarse en el mundo de Otelo. Quiere dar el paso de acompañarle a Chipre, donde se desencadenará la tragedia. Desdémona ha sido el público de Otelo, pero Otelo no puede saber cómo actuará una vez casados, cuando estén en pie de igualdad respecto a sus verdaderas pasiones. En esa ignorancia o temor al conocimiento estaría el origen de sus celos, antes que las insinuaciones de Yago.

 

3. Yago y las apariencias. Conviene prestar atención a la prioridad de las influencias para no desenfocar la maldad de Yago, la cual tiene un cariz misógino, como advertimos en sus réplicas a Desdémona y Emilia en el acto II; quiere medrar en el servicio y considera que la promoción de Casio  es humillante. Además, está dispuesto a vengarse del rumor sobre la infidelidad de su esposa con Otelo (un asunto que se menciona dos veces). En boca de Yago ha puesto Shakespeare cierto saber incontestable, lo que le gana el aprecio de quienes lo tratan. Es su intención la que demuestra su perversidad, como si el poeta dijera: el carácter no debe ser interpretado de manera literal, sino genial[10] El juego de las apariencias no estaría completo sin la parte de Otelo, cuya raza es una apariencia de la naturaleza sometida a un juicio convencional que él mismo acaba por compartir.[11] Desdémona había afirmado conocer a Otelo no solo por su rostro. El problema es que la intimidad de Otelo y Desdémona es inviable, como vemos en los dos primeros actos, como si Shakespeare nos advirtiera de que un romance privado no puede nutrir una felicidad duradera. Brabancio es el primer personaje engañado o exaltado por Yago: por boca del padre de Desdémona parece hablar la misma Venecia, y solo la humanidad emancipada de Desdémona se atreve a contradecirla. (Recuérdese la opinión sobre las mujeres venecianas que Yago desliza en el oído de Otelo.) La obra se mueve sobre el carril de las opiniones, mientras suponemos que el matrimonio entre los esposos no se ha consumado.[12] Esto es crucial para encender la llama de los celos en Otelo. ¿Cómo podría haberse salvado la desigualdad entre los esposos? La prosperidad de Venecia depende de la virtud militar de Otelo, pero el testimonio de su amor no consigue arrancar del Dux sino unas manidas palabras de consuelo para Brabancio, de las que este se burla. La tragedia se debe a que la sociedad veneciana es como es: u Otelo es capaz de cambiarla o la sociedad habrá de purgar a Otelo, hasta hacer que se vea a sí mismo con la mirada enajenada y descubra una monstruosidad.[13] Para Brabancio, es cuestión de magia que su hija haya podido enamorarse de Otelo. (El tema de la magia frente a la “naturaleza” es recurrente.) Yago, por su parte, afirmaba que todo queda bajo el dominio de la voluntad en los hombres, incluso el amor: es el juicio más antinatural que pronuncia nadie en la obra. A Desdémona podría hacerle falta conocer el mundo para reconducir y mejorar su amor por Otelo: se ha enamorado de él como de quien ha oído hablar; a Otelo le convenía suponer los límites de la inexperiencia de Desdémona. Su edad hace pensar que no debía engañarse respecto al tipo de pasión que ha despertado en ella. “Sacrificarla” puede ser el modo de negarse a permitir que lo vea como realmente es, que es otra manera de verla a ella tal como Otelo quiere que sea siempre. Los esposos habían de cambiar, pero el cambio de Desdémona es el primero que supone una amenaza para su matrimonio.[14]

 

4. La sociedad más libre. Advertimos que Venecia no va a hacer nada por Otelo y Desdémona, como no iba a hacer nada por el mercader ante la exigencia de Shylock. En aquella obra era la sabia Porcia, la mujer que viene de un reino utópico, la que resolvía la contradicción de una sociedad en que la fuerza de los contratos se antepone a la piedad. La Venecia de Otelo, como la de Shylock, es el arquetipo de la república moderna, en que la ley no puede prohibir, sin embargo, la discriminación de la que son víctimas el moro o el judío o la mujer. El límite del liberalismo nos permite reconocer la tarea de la filosofía, que solo admite las enseñanzas fundadas en una naturaleza “no democratizable”. Siempre habrá cierto desajuste, incluso en la sociedad más respetuosa con los derechos individuales, entre las costumbres —la “tirana costumbre”, dice Otelo— y los principios de la razón natural. Sin embargo, Otelo no es un filósofo como Porcia, y la suya no es una comedia, sino una tragedia. Otelo sentencia que Desdémona debe morir o engañará a otros hombres: ha sido engañado o, como diría Emerson, se ha engañado a sí mismo. Pero Otelo no es una comedia filosófica, sino la tragedia de la sociedad más libre, o de una sociedad preferible, en todo caso, a la de sus enemigos. Vale la pena recordar que también la nave de Otelo, como la flota de los turcos, está a punto de naufragar en la tempestad.

 

5. Voces y ecos. Somos espectadores capaces de distinguir la vela de Otelo y alegrarnos de su llegada. Una vela, repiten las voces en Chipre; luz, luz, clama al principio Brabancio; sangre, sangre, sangre, insistirá Otelo.[15] La obra está llena de ecos y, de otra manera, pide distinguir las voces de los ecos. Yago se hace eco de Otelo para confundirlo. Otelo enloquece cuando desconfía de la identidad de los demás. Yago le hará creer que Casio no es de fiar al afirmar que Casio es un hombre honrado (tal como Antonio decía de Bruto ante los romanos en Julio César). En el momento más majestuoso de la tragedia, Desdémona parece presagiar su muerte cuando pide que Emilia le prepare su cama con las sábanas nupciales. Se ha extraviado el pañuelo con un bordado “moteado de fresas”, un pañuelo “manchado” que sería la prueba de su virginidad. Desdémona, sin saber cómo, sin que Otelo sepa cómo, ha perdido su virginidad. ¿No se sabe Desdémona inmersa en el tipo de relatos que le contaba Otelo? ¿No aspiraba a convertirse en el personaje que ahora es? Cuando Otelo entra en la habitación, ella duerme. ¿Cómo puede dormir, después de la ofensa que había recibido? Otelo la había insultado y golpeado ante Ludovico. Desdémona duerme no solo por su conciencia tranquila, sino con la convicción de que el cambio en Otelo es irreversible. La transformación de Otelo es verbal. Le vemos, al fin, convertido en el poeta de sus propios “azares desastrosos” y “accidentes patéticos”, como ejecutor y consiguiente víctima de un cruel engaño. No podrá acabar con Yago (al que intenta herir por dos veces), solo consigo mismo. El suicidio de Otelo es la reconversión del esposo en el general que mataba a su enemigo con sus propias manos.[16] La de su muerte es, en efecto, la última historia que cuenta. Ha pasado a ser, desde el acto III, el autor de su obra, en la que el papel de Yago se vuelve secundario.[17] Otelo exige que Yago le dé la “prueba ocular” de la culpabilidad de Desdémona: quiere asistir a una representación. Ambos han jurado arrodillados las muertes de Casio y Desdémona. ¿Son ya un mismo personaje? ¿Lo eran antes, como si las maquinaciones de Yago fueran el presentimiento de Otelo sobre la infidelidad de Desdémona? ¿No asiste Yago en Chipre, como un Otelo, al galanteo de Casio?

 

6. Una tragedia de enredo matrimonial. Otelo exige a Yago que le revele sus pensamientos: los de Otelo. En la película de George Cukor, A Double Life (Doble vida, 1947) Anthony John (Ronald Colman) interpreta a un Otelo sin Yago. ¿No es esa una sugerencia de que, por diabólica que sea, la existencia misma de Yago es prescindible cuando Otelo ocupa todo el espacio de la tragedia?[18]  Tony es el doble personaje, Tony y Otelo, pero también Yago y Otelo. En la película, viene de representar en una comedia, A Gentleman’s Gentleman, el papel de un criado que acaba fugándose con la esposa del señor: un Casio que roba a Desdémona. Tony despierta diversidad de pareceres entre quienes lo conocen. ¿Es un actor alguien de fiar? ¿Cómo podemos gobernar la hipocresía de nuestras vidas? Tony le confiesa al productor que no fue su padre, sino su mujer, Brita, quien le enseñó a “hablar, moverse, pensar”, y que quedó hecho pedazos y reconstruido (“I had to tear myself apart and put myself together, again and again”) hasta convertirse en el actor que es. ¿Hasta dónde no llega la responsabilidad de la mujer que ha forjado así a un hombre? ¿No se siente a su vez “deconstruido” Otelo por el amor de Desdémona? Cukor había dirigido Historias de Filadelfia (con su propio trasfondo shakesperiano), una comedia de enredo matrimonial, según la denomina Cavell.[19] Tony y Brita responden al paradigma de una pareja que no ha superado su divorcio, como Tracy y Dexter (Katherine Hepburn y Cary Grant) en Historias de Filadelfia. Pero sabemos que Brita no está dispuesta a casarse de nuevo. Brita sabe que no hay arreglo o recomposición posible, que Tony es un hombre roto. ¿Cómo no va a saberlo el propio Tony, empeñado en sacar adelante el proyecto de Otelo con algunos arreglos propios? El principal es el de estrangular a Desdémona con un beso. (“El beso de la muerte”, que sirve en Doble vida como un titular para la prensa, sería el título de una película noir de Henry Hathaway [Kiss of Death, 1947], protagonizada por Victor Mature, ¡un actor de origen italiano! El beso de la muerte involucra también una historia de venganza. Orson Welles reproduciría el velado “beso de la muerte” en su propia adaptación de Otelo en 1952.) El fracaso de la comedia de enredo matrimonial implica la tragedia, como si el director advirtiera: el cine negro será una tragedia en (para) el cine.[20] ¿Por qué Shakespeare muestra la muerte de Desdémona? ¿No era hasta entonces esa muerte, la de la mujer a manos de su esposo, algo excesivamente obsceno?  (En ninguna otra tragedia suya asistimos a un uxoricidio.) ¿Qué tipo de advertencia quiere hacernos el poeta, cuando sabemos que hay una recomendación de prudencia que puede leerse entre líneas en todas sus tragedias?[21] ¿Ser prudentes para no acabar como Otelo y Desdémona?  Sin embargo, hay algo en el amor incondicional de Otelo y Desdémona, como en el de Antonio y Cleopatra, que desoye la recomendación, como si el momento de la prudencia hubiera pasado, en el sentido de que tendría que haberse evitado el idilio. Traspasado ese límite, el amor desconoce la prudencia, tal como Desdémona negaba que Otelo fuera celoso. (¿No es esta una prueba de que no conoce a Otelo suficientemente? ¿Y no es ese el mismo caso de Otelo cuando le habla a Yago de Desdémona?)[22] El enamoramiento había de ceder el paso al amor, a fin de que los esposos pudieran desengañarse respecto a su verdadera identidad. La comedia de enredo matrimonial iluminaría estos rincones de la tragedia, cuya segunda mitad tiene, como se ha señalado, un ritmo de farsa.[23] ¿No es esto perceptible en la manera en que Yago hace hablar a Casio de la prostituta, Blanca, mientras el negro Otelo escucha escondido los comentarios y las risas?

 

7. “Dejad eso anotado”. El genio de Shakespeare se aquilata a la hora de componer esas escenas en que Yago improvisa las trampas en que hace caer a los demás personajes. De fondo vemos cómo el lenguaje de Otelo, desde sus “ambages ampulosos”, se desmorona y vuelve a levantarse —o “excavarse”— con tintes sombríos. La naturaleza del amor de Otelo fue verbal antes que sensual, así que el habla de Otelo es la primera víctima de su locura. Al comienzo del acto IV, es Otelo el que se hace eco de Yago, sometido por completo a su hechizo. Y exclamará: “¡No son vanas las palabras que así me estremecen!”. Hay cierta sensatez en la vanidad frente a la locura de la enajenación. Enfermo de celos, la vida de Otelo resulta insoportable. Como en sueños, como si no hubiera diferencia entre el sueño y la vigilia, acabará con la vida de Desdémona. Volvemos a que es notable que Desdémona duerma, lo que en Shakespeare es señal de su inocencia, mientras que ya no hay descanso para Otelo hasta su propia muerte. Y así como el caso del amor empeora por Otelo engañado por Yago —con las pruebas del fingido sueño de Cassio, el pañuelo extraviado y lo dicho sobre Blanca (por Desdémona), sueño, vista y oído abarcando el mundo entero de los sentidos—, queda resarcido cuando Desdémona expira negando haber sido asesinada por Otelo. Otelo la oye decir, antes de conocer la prueba de su inocencia por Emilia, que ella misma había cometido el crimen. El “crimen” para Otelo en ese momento era el adulterio, la palabra que no soportaba decir (IV, ii), antes que su propio asesinato, según descubrirá demasiado tarde, urgido a decir “una palabra o dos” antes de partir. Otelo es aquí un eco de Hamlet cuando el príncipe le pedía a Horacio que se abstuviera de la “felicidad” del suicidio para contar su historia (“cuando relatéis estos sucesos desafortunados”), de manera similar a como Ofelia, muerta tras haber perdido la razón, habría sido el prototipo de Desdémona al entonar la canción del sauce.[24] El suicidio de Otelo se pliega sobre el “suicidio” de Desdémona, que muere declarándose inocente, pero sin acusar a su esposo, que al final vuelve a besarla en el lecho. Cleopatra, tras la muerte de Antonio, hará por amor lo que Otelo no puede hacer por sí mismo, cuando pide ser arrebatado “sin reposo entre los vientos”. (¿No habría aquí cierto sesgo racial por el que se antepone la pasión a toda razón, una recepción shakesperiana de Oriente sin la que, por convencional que resulte, el propio mundo —Venecia o Inglaterra o Europa— no puede entenderse a sí mismo por completo?). El silencio que guarda Yago tras haber sido descubierto es el límite de la maldad, el ejecutor de la desgracia, mientras que a Otelo hemos de oírlo hasta el final pedir “morir besándote”, tras confesar que se ha dejado arrebatar por la locura. “Dejad eso anotado” quiere decir que la traición de Yago no sea la última palabra: el mal ha de ser silenciado. La cara siniestra del amor que ofrecen los celos, diríamos, también es del amor, más que del amante (El propio Otelo declaraba no haber sido “dado a los celos”). Nadie estaría libre de la locura a la que puede arrastrarnos la naturaleza; la obra extiende sus luces y sombras, por fin, a la sociedad que ha asistido a la “trágica carga de este hecho”. ¿Cómo no creer que haya de ser respetada la última voluntad de Otelo, una vez se ha destapado la culpa de Yago? ¿Y no será la sociedad misma, que debe hablar de Otelo sin disculparle ni agravar su falta, la última en ser encausada? No es en Venecia, sino en Chipre, donde ha ocurrido la tragedia: una distancia que nos ayudará a juzgarla, entre el “lascivo viento” y las “castas estrellas”.[25]



[1] Este texto responde a una conferencia sobre Otelo en el seminario sobre Psicología literaria prevista para el 17 de marzo de 2020 en la Biblioteca Regional de Murcia. El comienzo está en deuda con la sesión anterior sobre Dante. Se escribe para los ojos como se habla al oído. Videte quid audiatis.

[2] Dante Alighieri, La divina comedia, en Obras completas, trad. de N. González Ruiz, BAC, Madrid, 1994: “Mientras que un espíritu decía esto, el otro lloraba de tal modo que de piedad sentí un desfallecimiento de muerte y caí como los cuerpos muertos caen” (Infierno, V, 139-142).

[3] Cf. Infierno, XVIII, 83-99, y XXVII, 79-142, con Paraíso, X, 82-137, y XI, 73-139.

[4] William Shakespeare, Otelo, en Obras completas, trad. de L. Astrana Marín, Aguilar, México, 1994, p. 418: “¡Bah!, la iniquidad no es una iniquidad sino para el mundo, y teniendo al mundo por haberla cometido, no sería una iniquidad en un mundo vuestro, lo que os permitiría bien pronto repararla”. (Cito en adelante por esta traducción. Según Inmaculada Serón Ordóñez, las traducciones de Astrana “marcaron un antes y un después, y a día de hoy siguen constituyendo la única colección completa de obras de Shakespeare en español de un mismo traductor”. Véase el estudio bibliográfico “Shakespeare en castellano: traducciones y ediciones disponibles”, en el recomendable breviario de Mario Praz, Unas tardes con Shakespeare, trad. de T. Lanero y C. Torres, Confluencias, 2014.

[5] La expresión paradigmática está en Hamlet (II, ii), p. 241: “Dios mío, podría estar yo encerrado en una cáscara de nuez, y me tendría por rey del espacio infinito, si no fuera por los malos sueños que tengo”.

[6] William Shakespeare, El mercader de Venecia (III, i): “¿Es que un judío no tiene ojos?”. Cf. con Otelo (IV, iii), p. 419: “Sepan los maridos que sus mujeres gozan de sentidos como ellos: ven, huelen, tienen paladares capaces de distinguir lo que es dulce de lo que es agrio, como sus esposos. ¿Qué es lo que procuran cuando nos cambian por otras? ¿Es placer? Yo creo que sí. ¿Es el afecto lo que les impulsa? Creo que sí también. ¿Es la fragilidad, que así desbarata? Creo también que es esto. ¿Y es que no tenemos nosotras afectos, deseos de placer y fragilidad como tienen los hombres? Entonces que nos traten bien, o sepan que el mal que hacemos son ellos quienes nos lo enseñan”.

[7] Los dos primeros actos acaban con monólogos de Yago. Sobre Yago, véase Otelo (I, i), p. 362: “No todos podemos ser amos, ni todos los amos están fielmente servidos… A semejante categoría confieso pertenecer. Porque, señor, tan verdad como sois Rodrigo, que, al ser yo el moro, no quisiera ser Yago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo”. Véase Allan Bloom with Harry V. Jaffa, Shakespeare’s Politics, Basic Books, Nueva York y Londres, 1964, p. 63: “Leídos desapasionadamente, los discursos de Yago lo muestran como el pensador más claro de la obra… Yago trata de vivir su vida libre del dominio de otros hombres y en especial de los pensamientos de otros hombres… Para Yago, el hombre solo puede liberarse por el pensamiento… No puede fundar su vida en el autoengaño, como hace Otelo”.

[8] Stanley Cavell, Disowning knowledge in seven plays of Shakespeare, Cambridge UP, Cambridge, 2003, p. 133: “Afirmo que debemos comprender que Otelo, por el contrario, quiere creer a Yago, que intenta, contra lo que sabe, creerle”.

[9] Stephen Greeenblatt, El espejo de un hombre. Vida, obra y época de William Shakespeare, trad. de T. de Lozoya y J. Rabasseda, Penguin, Barcelona, 2016, p. 396: “Shakespeare descubrió que podía profundizar enormemente el efecto de sus obras… si eliminaba… el fundamento racional, la motivación o principio ético que justificaba la acción que estaba a punto de desarrollarse. Ese principio no consistía en elaborar un enigma que hubiera que resolver, sino en crear una opacidad estratégica”.

[10] La distinción está en Emerson. Toda la psicología literaria de Otelo se concentra en la escena situada en el centro de la obra, que consta de 15 escenas, si tenemos en cuenta la irrelevancia de la escena ii del acto III. Otelo, III, iii, p. 393: “Yago: Por lo que toca a Miguel Cassio, me atrevería a jurarlo, pienso que es un hombre honrado. Otelo: Y yo también. Yago: Los hombres debieran ser lo que parecen. ¡Ojalá ninguno de ellos pareciese lo que no es! Otelo: Cierto es que los hombres debieran ser lo que parecen”. Poco después, Yago se indigna: “¿Revelar mis pensamientos?.. ¿Quién tiene un corazón tan puro donde las sospechas odiosas no tengan sus audiencias y se sienten en sesión con las meditaciones permitidas?”.

[11] Otelo, p. 399: “¡Quiero tener alguna prueba! Su nombre, que era tan puro como el semblante de Diana, está ahora tan embadurnado y negro como mi propio rostro”.

[12] Otelo, I, ii: “Yago: Pero os lo ruego, señor, ¿os habéis casado de veras?”.

[13] Una sombra monstruosa o grotesca recorre esta tragedia, descrita como “una comedia doméstica que se tuerce” (Charles Boyce, “Othello”, en Dictionary of Shakespeare, Wordsworth Reference, Nueva York, 1990, p. 474). Véanse las citas siguientes en boca de diversos personajes. Otelo, p. 393: “Otelo: ¡Por el Cielo, me sirve de eco, como si encerrara en su pensamiento algún monstruo demasiado horrible para mostrarse!”; p. 394: “Yago: Es el monstruo de ojos verdes que se divierte con la vianda que le nutre”; p. 398: “Yago: ¡Oh mundo monstruoso!”; p. 404: “Emilia: Los celos son un monstruo que se engendra y nace de sí mismo”; p. 407: Otelo: ¡Un hombre cornudo es un monstruo y una bestia!”.

[14] Otelo, pp. 371-372: “Desdémona: El estrépito franco de mi conducta y la tempestad afrontada de mi suerte lo proclaman a son de trompeta en el mundo… Se me priva de participar en los ritos de esta religión de la guerra por la cual le he amado”.

[15] Otelo, pp. 364, 376, 400, 422.

[16] Charles Boyce, “Othello”, en Dictionary of Shakespeare, p. 471: “Al final Otelo se iguala a sí mismo con los enemigos paganos a los que solía vencer… El simpático retrato de Shakespeare de una figura extranjera, combinado con la compasiva presentación de su arrepentimiento y suicidio al final de la obra, enfatiza que el potencial para el fracaso trágico es universal”. Esta lectura contrasta con la crítica a la dimensión cosmopolita de Otelo en Allan Bloom, Shakespeare’s Politics, p. 43: “El moro de Shakespeare, después de tomar los desvíos del hombre civilizado y manifestar una profundidad inesperada, vuelve al final a la barbarie que el público esperaba originalmente”.

[17] Allan Bloom, Shakespeare’s Politics, p. 65: “Yago no tiene idea de lo que quiere… Es un ejemplo de lo que a menudo se dice que ocurrirá cuando los hombres ya no crean en Dios; es un ateo”. “El personaje de Yago es una de las supererogaciones del genio de Shakespeare”, comenta William Hazlitt en Characters of Shakespeare’s Plays (1817), Oxford UP, Londres y Nueva York, 1952, pp. 44-49.

[18] Contra la “hipótesis del Yago-Satanas”, Lampedusa advirtió que “la ópera Otelo ha matado a la tragedia Otelo para los italianos”. Véase Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Shakespeare, trad. de R. B. Bradaschia, Nortesur, Barcelona, 2009, p. 80: “El que estalle la tragedia se debe solo al temperamento de Otelo y a su extrema tendencia al desequilibrio. El personaje trágico es Otelo; Yago es la despreciable chispa que hace deflagrar la mina… Era tan poco el temor que Shakespeare tenía a Yago que no dudó en confiarle numerosísimos golpes de humor… Aunque humor, huelga decirlo, melancólico, amargo y muy deprimente”.

[19] Stanley Cavell, Ciudades de palabras, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Pre-Textos, Valencia, 2007, p. 66: “La causa general de la intervención en las comedias de enredo matrimonial —pues el hecho de estos matrimonios significa que la pareja conversa— es educar; comenzar con responder a la falta de educación de la mujer, a su exigencia de conocer algo que cambie su insatisfacción con las cosas como son, o revele su papel en ellas, o su, al cabo, mayor satisfacción con una manera que con ninguna otra… Tracy puede, como Porcia [en El mercader de Venecia], elegir entre tres hombres; en su caso la elección reside en determinar quién puede ayudarla a responder a esa exigencia, lo que significa hallar a alguien con quien hablar, en quien creer… El género del enredo matrimonial habla de la exigencia de la mujer de ser educada y de educar, es decir, de ser escuchada”.

[20] Léase esta apreciación de Cavell con la mente puesta en la degeneración que supondría el paso de la comedia matrimonial al cine negro: “El periodo en la cultura americana en que se formaban la sensibilidad y la educación de los responsables de una película como Historias de Filadelfia, en especial la confianza con que se esperaba que la alusión y el intercambio sofisticado fueran comprendidos por un número considerable de ciudadanos, no ha sido igualado, supongo, ni antes ni después” (Ciudades de palabras, p. 67).

[21] George Anastaplo, The Artist as Thinker. From Shakespeare to Joyce, Ohio University Press, Athens, Ohio, 1983, p. 26: “¿Es el universo moral de las tragedias de Shakespeare, tal como se ha dicho, frío y prohibitivo? Shakespeare nos sugiere lo que la prudencia exige en varias circunstancias. ¿No es esto reconfortante, en lugar de amenazador? ¿No nos instruye, a través de las tragedias, sobre los muchos modos en que los hombres se equivocan? ¿No nos sentimos animados por las tragedias, debidamente comprendidas, a creer que los hombres no han de ser necesariamente solo víctimas del capricho y la irracionalidad? En lugar de preocuparnos por una privación improbable [en el sentido de que, si los hombres se comportaran como debieran, no se escribirían tragedias], ¿no deberíamos comprender precisamente cómo el juicio erróneo conduce a aberraciones de las que hace uso la tragedia?”. Sobre Otelo, en particular, Anastaplo señala —en contraste con la conclusión de Allan Bloom sobre Emilia como el personaje “dispuesto a morir por la verdad”—, que Emilia, que habría colaborado con los tortuosos planes de su esposo demasiado a menudo, “se equivoca al revelar la verdad sobre Yago en su presencia mientras va armado… Ya no había necesidad de apresurarse”.

[22] Otelo (III, iv), p. 401: “Emilia: ¿No es celoso? Desdémona: ¿Quién, él? Pienso que el sol bajo el cual ha nacido secó en él semejantes humores”. Otelo (IV, i), p. 409: “Otelo: ¡Que la ahorquen!... Solo digo lo que es… ¡Tan delicada con la aguja!... ¡ Tan admirable en la música!... ¡Oh! ¡Cuando canta, haría desaparecer la ferocidad de un oso!... ¡De ingenio tan agudo y fértil! ¡Y tan ocurrente!... La haré trizas!... ¡Ponerme los cuernos!”.

[23] Stanley Cavell, Disowning knowledge in seven plays of Shakespeare, p. 132.

[24] Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Shakespeare, p. 81: “La muerte de Otelo sería la más grande escena fúnebre de Shakespeare de no existir el precedente de la muerte de Hamlet, y si unos meses más tarde no hubiera concebido la muerte voluptuosa y mordaz de Cleopatra-Fitton”.

[25] Wilson G. Knight, The Wheel of Fire. Interpretation of Shakespeare’s Tragedy, The World Publishing Company, Cleveland, 1964, p. 105: “La separación es la regla por todo Otelo”.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Alcoriza

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