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Configurar sentido descendente

Cuando estaba haciendo mis primeros intentos de escribir cuentos, hace más de treinta y cinco años, Onetti me atraía menos que Borges o Quiroga, que Kafka y Poe. Pero estaba allí, inquietándome a partir de su imagen vista en fotografías que lo mostraban serio, hosco y fumador, con algo fúnebre e indefinidamente melancólico instalado detrás de los lentes. Digamos que accedí a Onetti menos por lo que escribía que por su pinta de maldito, de turbio fraguador de la propia leyenda que lo precedía. Luego, a partir de la inevitable lectura de Bienvenido, Bob y El posible Baldi, la inquietud se consolidó, con el agregado de una sorda sensación de impotencia. Era posible disfrutar de la prosa borgeana sin sufrir la incapacidad de emularla; no era posible leer a Onetti sin ser agobiado por lo que no se ha de lograr. Probablemente, el aspirante a escritor que yo era entonces sufrió lo que Onetti ante Faulkner, con la diferencia de que el profundo Sur era algo lejano, crepuscular y extranjero, mientras que los habitantes del mundo onettiano andaban por ahí, a la vuelta de cualquier esquina montevideana o bonaerense.

Para el joven veinteañero que yo era, leer a Onetti significó un cataclismo y un prolongado padecimiento. También contribuyó, justo es decirlo aquí, un libro cuyo título me descolocó cuando lo ví: Las trampas de Onetti de Fernando Aínsa, editada por Alfa en 1970. Fue el primer ensayo que leí sobre el escritor –y el primero importante que alguien le dedicó- y en él encontré las claves de mi fascinación por Onetti a la par que me permitió decodificar no solo sus “trampas” – que Aínsa consignaba con rigor y lúcido abordaje crítico- sino los componentes humanos y el basamento existencial de su literatura. No obstante, lo más importante de ese testimonio de Aínsa estaba en la dedicatoria genérica de la obra: “A quienes, como Onetti, todavía creen en el destino propio de la novela”. Esa creencia todavía me habita.

Hoy, Juan Carlos Onetti es quizá uno de los autores uruguayos menos leídos en su propio país y no se cuántos jóvenes, aspirantes a escritores o simples lectores, pueden sentir lo que yo sentí cuando abrí por primera vez uno de sus libros. Onetti fue siempre poco leído, pero en vida su merecida fama de personaje hosco y de autor profundamente admirado por sus colegas, en especial los extranjeros, lo puso a salvo de las exigencias del mercado. Era lo que se dice un verdadero outsider, un frontera que vino a pisotear el jardín de lo establecido en el momento que aparece. Es fama que buena parte de la primera edición de su novela El pozo (1940) – la primera que publicó- tardó años en venderse y permaneció olvidada en los depósitos de la librería Barreiro & Ramos de Montevideo hasta que a comienzos de la década del 60 se pusieron a la venta 49 ejemplares en una liquidación. Si se entra a cualquier librería importante del Uruguay es difícil ver a primera vista ejemplares de las obras de Onetti exhibidos. Los que existen por lo general se apilan con discreción en algún sector de las mesas de autores nacionales, pero sin el lugar preeminente que merecerían. No disfrutan sus libros de la exposición de los de Eduardo Galeano o los del mismo Mario Benedetti, que hasta dispone para su vasta obra de exhibidores exclusivos en algún puto de venta. Las reediciones existentes de cuentos y novelas de Onetti son pocas –editores amigos me han comentado que es difícil la negociación de los derechos de reedición con su viuda y demás herederos- y más allá de la presencia de los excelentes tomos de sus obras completas, editadas por Galaxia Gutemberg y ofrecidas al desalentador precio de 75 dólares cada uno, la literatura de Onetti no merece espacios notorios para los libreros compatriotas. Ni que hablar de elementos recordatorios o promocionales como suelen ser fotografías, posters o un lugar destacado en vidriera. Esos espacios pertenecen a Paulo Coelho, J.K. Rowling, Ken Follet o, en lo doméstico, a cualquier crónica sobre hechos de la historia reciente, usos y costumbres de los uruguayos o las reiteradas biografías sobre gente que todavía vive. En las librerías uruguayas Onetti es invisible.

La cara opuesta de esta carencia es la venerada memoria de Onetti, que en Uruguay es custodiada por un grupo inorgánico de fieles intelectuales que, habiéndolo conocido y tratado o no habiéndolo visto nunca, asumen un conocimiento total sobre vida y obra del maestro, lo que emparenta su misión con la de guardianes de algo que podría definirse como la Santa Iglesia Onettiana. También están, por supuesto, los amigos que lo han sobrevivido y que celan del anecdotario o la correspondencia. En este año del siglo de Onetti, ellos habrán de ser sin duda los primeros en integrar las mesas de futuros coloquios que se realizarán en homenaje al maestro, para evitar desviación alguna en ese culto que ha determinado que Onetti sea prácticamente inabordable para los legos. Es cierto, Onetti es un autor arduo y que exige lectores atentos, por lo cual ha sido más admirado que leído, condición que comparte con Borges, por ejemplo. Pero si se sigue restringiendo la difusión de su obra –que en Uruguay no se consigue en su totalidad- a especialistas o fans y acotando el marco de participación del público a eventos puramente académicos para iniciados, el homenajeado seguirá siendo un agujero negro para las generaciones actuales de uruguayos.

En Uruguay el cine nacional está en auge y hasta gana premios internacionales, pero los cineastas uruguayos en general no encuentran en Onetti inspiración para los guiones de sus películas. Es notable que “Mal día para pescar”, largometraje basado en el cuento Jacob y el otro, dirigido por Alvaro Brechner, y que quizá se estrene este año, sea la primera obra de Onetti que se adapta al cine en territorio uruguayo. Hace diecisiete años, el realizador Pablo Dotta incluyó en El dirigible, referencias e imágenes de Onetti en un filme muy peculiar y personal pero que no se inspiraba en ningún cuento o novela del autor, pese a lo cual era una película indudablemente onettiana. Un poco antes, en 1980, el argentino Raúl de la Torre había filmado El infierno tan temido, con Alberto de Mendoza como protagonista. A comienzos de los 70, en México, una versión de El astillero quedó inconclusa ¿Es filmable Onetti? Claro que lo es y ofrezco dos ejemplos de historias que podrían ser magníficas películas en manos de directores inteligentes, capaces de captar toda la humanidad y ambigüedad de Bienvenido, Bob o Los adioses.

En Montevideo es escasa la presencia del nombre Onetti en el nomenclátor ciudadano. No existe una avenida o siquiera una calle que recuerde al gran acostado de nuestras letras. Apenas hay una plaqueta recordatoria en el legendario edificio de la calle Gonzalo Ramírez, donde Onetti vivió y escribió muchas de sus obras. Ignoro si hay algo similar en la casa de la calle Bonpland, última morada que habitó en Uruguay antes de marchar al exilio. Y consigno: Decreto Nº 31168: Plaza Juan Carlos Onetti; La Junta Departamental de Montevideo Decreta: Artículo 1º. -Desígnase con el nombre de Juan Carlos Onetti la plaza que se encuentra al Norte de la calle Santa Lucía y al Sur de la calle Emancipación, delimitada por la intersección de la calles Timote y Anagualpo. Artículo 2º.-Comuníquese.” El decreto está fechado el 24 de febrero de 2005 y en su municipal redacción suenan como bofetadas los nombres imposibles de esas calles, para nada onettianas salvo que hubieran cambiado de Santa y le hubieran puesto María. Confieso que no he pasado nunca por esa plaza ubicada en un remoto lugar del oeste de la capital, pero ojalá la Junta (que no Junta Larsen) mejore este año la recordación y le conceda al único Premio Cervantes uruguayo un espacio más señalado y visible.

Este breve inventario de la ausencia consigna una realidad: Onetti es nuestro héroe olvidado, nuestro más grande escritor no leído y nuestro gran misterio existencial. Como escritor uruguayo que creció a la sombra del autor de Un sueño realizado, reflexiono hoy sobre esa condición de olvido y desconocimiento que parece reducir la figura de Onetti a mito más que a autor bisagra en la literatura uruguaya y latinoamericana del siglo XX. Es sabido que ya a finales de la década del 40 Onetti era reconocido y admirado por un grupo de amigos e intelectuales que rápidamente advirtieron el peso específico de su escritura, en especial luego de publicar su obra maestra, La vida breve, novela que instala el mítico espacio de Santa María con la misma autoridad y contundencia que su maestro Faulkner había dado existencia al condado de Yoknapatawpha.

Lo que sobrevino luego fue la empeñosa construcción de un mundo literario propio y la creación – gestada a partir de la publicación de la nouvelle El pozo, diez años antes- de la moderna novela urbana rioplatense en comarcas dominadas hasta entonces por el costumbrismo y el criollismo. Por supuesto que en paralelo a esa travesía literaria, Onetti autor daría vida al otro Onetti: el personaje inolvidable, el seductor distante y manejador, el bebedor impenitente, el depresivo intratable, el implacable pesimista, el lector voraz, el indiferente profesional, el amante torturado y torturante, el tierno oculto debajo del cínico y del cruel, el lolitista confeso, el lúcido odiador de lo burgués, el padre distante, el testigo inmóvil y horizontal y, por supuesto, el exiliado por excelencia que ni con invitaciones presidenciales aceptó dejar su cama en la Avenida América de Madrid para regresar a la patria.

¿Por qué los uruguayos no leen a Onetti? Tal vez porque no quieren enterarse de que detrás de ellos no hay nada y que aquel famoso pasaje de El pozo que nos remite a “un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos” sigue teniendo la contundencia de una verdad devastadora. Porque su prosa es compleja y exige dedicación. Porque sus historias no implican un mensaje o la cómoda gramática del bienpensar pre masticado, que tanto nos ha abrumado desde el cliché del escritor comprometido. Porque no quiere agradar, ni ser ejemplar, ni enseñarnos nada. Tampoco leen a Rodó, que en el novecientos fue símbolo del escritor nacional por excelencia y hoy solo es visible en los billetes que estampan su efigie. No es casual que, al igual que Onetti, Rodó muriera lejos, en Palermo, Sicilia, mugriento y en el ocaso luego de haber iluminado el horizonte de Latinoamérica con el ideario contenido en su Ariel. A un siglo de nacido, Onetti marca un antes y un después en las letras americanas. Anterior al boom –que fue una creación editorial- no participó del esplendor de aquellas tiradas de miles de ejemplares que sus integrantes disfrutaron, pero, admirado y reconocido por varios de sus integrantes es quizá, junto con el otro Juan, Rulfo, el menos glamoroso y el más respetado a medida que pasan los años.

Para algunos autores uruguayos contemporáneos, Onetti sigue siendo un faro, un desafío y un antídoto contra las tentaciones de lo inmediato y la búsqueda del éxito fácil. Su manera de encarar el acto de escribir no reconoce otras razones para hacerlo que la del propio placer y una imperiosa necesidad de salvación por la imposible tarea de emular a Dios mediante la escritura. Inclinados ante su magisterio –enumero de manera arbitraria y sin autorización de ellos- algunos autores de mi país como Milton Fornaro, Hugo Fontana, Juan Carlos Mondragón –que además ha escrito una tesis doctoral sobre el maestro-, Omar Prego Gadea -que fue su amigo-, Henri Trujillo y quien esto escribe, en mayor o menor grado reconocemos en Onetti, más que influencias temáticas o de ambientes –ni siquiera rozamos su talento- una actitud ante el misterio de escribir que tiene mucho que ver con una ética. Suscribimos, sin duda, esta frase que Onetti estampó alguna vez en un artículo titulado Literatura ida y vuelta: “Cuando un escritor es algo más que un aficionado, cuando pide a la literatura algo más que los elogios de honrados ciudadanos que son sus amigos, o de burgueses con mentalidad burguesa que lo son del arte con mayúscula, podrá verse obligado en la vida a hacer cualquier clase de cosa, pero seguirá escribiendo. No porque tenga un deber a cumplir consigo mismo ni una urgente defensa cultural que hacer, ni un premio ministerial para cobrar. Escribirá porque sí, porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su pasión y su desgracia.” 

Pese a los libreros que no lo exhiben ni lo ofrecen –es más fácil vender autoayuda o prosa light a la moda- y a los lectores que se lo pierden por ignorancia o pereza, el monstruo todavía nos mira con esos ojos encapotados finales, desprovistos ya de los anteojos de armazón gruesa y oscura, hace un amago de sonrisa con la boca desdeñosa y amenaza mostrarnos un solo diente, brindar con el vaso abundante de whisky, mover un hombro para indicarnos que ya no importa o afirmar con indiferencia que lloverá siempre. El ha podido resucitar a Larsen, incendiar Santa María y hacer nacer a Díaz Grey con más de 30 años y sin pasado: puede hacer cualquier cosa porque, como ya dijo, en la escritura entran solo él y Dios.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Hugo Burel

24 de enero de 2020

 

“El gran dolor del hombre, que empieza desde la infancia y sigue hasta la muerte, es que mirar y comer sin dos operaciones distintas”. Estas palabras de Simone Weil, contenidas en los Cuadernos, bien podrían servirnos de hilo rojo para evocar su pensamiento, una reflexión tensada al máximo entre el mirar y el comer, entre el desprecio a lo natural y la urgente perentoriedad del salto a la transcendencia, entre la animadversión frente a la voracidad del yo y la apertura generosa a una alteridad siempre despreciada o ignorada.

Comer o mirar, no había término medio para Weil, ciertamente. Se cuenta la anécdota de que Weil, teniendo apenas cinco años, no dudó en privarse voluntariamente de unas golosinas al ver a unos niños pobres que no podían comprárselas. Si el dato es cierto, habría una profunda línea de continuidad hasta su muerte. A causa del exceso de trabajo y su conducta ascética —se impone severas restricciones alimenticias como acto de solidaridad con sus conciudadanos franceses—, su estado de salud sufre un rápido deterioro durante los últimos años de su vida. Ingresada en el sanatorio de Ashford, muere exiliada en 1943 con apenas 34 años. Incluso en el hospital se negó a consumir los alimentos que su enfermedad requería. No es casualidad por ello que uno de los especialistas de su obra, Carlos Ortega, haya definido precisamente su figura en términos parecidos al “artista del hambre” de Kafka, “[…] un personaje que despierta un súbito interés no bien se conocen cuatro detalles de sus ‘capacidades’, y al que luego se olvida por la avidez de nuevos espectáculos o porque el interés se muda en ‘repulsión hacia el espectáculo del hambre’, mientras el artista adelgaza y adelgaza hasta lo insólito, hasta confundirse y ser barrido con la paja de la jaula en la que se le exhibe. Los dos exhalan la misma queja de que nadie vaya a recoger el legado de los secretos de su vocación”[1].

Sin embargo, aunque en cierto modo la trayectoria intelectual y biográfica de Weil, cuyo centenario se conmemora por estas fechas (1909-1943),  se asemeja a la lucha de un alma orientada a morar en las alturas y en pugna contra la gravedad de la tierra, esta ascesis no dejó de comprometerse nunca con la tarea de erradicar la miseria de este mundo. De ahí que su peculiar misticismo religioso conviva no sin fricciones con un planteamiento que si bien desborda el horizonte político tradicional también lo completa en algunos puntos fundamentales. La reciente corriente de pensamiento “impolítico” francesa e italiana (Agamben, Esposito, Nancy, Cacciari…) hunde aquí precisamente sus raíces. No en vano el peculiar cristianismo existencial y profundamente heterodoxo de Weil ha sido reconocido como una de las experiencias intelectuales más singulares del siglo XX. Para Susan Sontag su vida, un símbolo extremo de coherencia, representa el precio que tuvo que pagar el intelectual del siglo pasado por reconciliar vida y doctrina. También fue el modelo del que se sirvió Roberto Rossellini para realizar Europa 51, una de sus películas más conmovedoras. La película narra la historia de Irene, esposa de un diplomático extranjero en Roma, cuyo carácter frívolo se verá zarandeado a raíz del suicidio de su hijo de doce años. Desorientada ante esta tragedia, Irene busca un nuevo sentido a su vida, pero queda decepcionada con la política. Sólo su aproximación a los pobres y su contacto con la gente necesitada le abren un camino hacia una espiritualidad incómoda: su voluntad de entrega será incomprendida por el entorno, quien sólo percibe en su actitud extravagante indicios de locura. Examinada por los médicos, que no son capaces de comprender que sus actos son el fruto de una inaudita exigencia moral, acabará siendo internada en una institución psiquiátrica.

No pocas veces fue calificada Weil a lo largo de su vida de “demente”. Hasta el propio De Gaulle llegó a afirmar que “estaba loca” ante su extravagante propuesta de que la mandaran en paracaídas a la Francia ocupada. En Le bleu du ciel, Bataille empleaba términos parecidos para describirla: “Llevaba vestidos negros, mal cortados y sucios. Daba la impresión de no ver delante de sí, y con frecuencia se tropezaba con las mesas al pasar. Sin sombrero, sus cabellos cortos, tiesos y mal peinados, semejaban alas de cuervo a ambos lados de su cara. Tenía una nariz grande de judía delgada en medio de una piel macilenta, que sobresalía de las alas por debajo de unas gafas de acero. Te desazonaba: hablaba lentamente con la serenidad de un espíritu ajeno a todo; la enfermedad, el cansancio, la desnudez o la muerte no contaban para ella... Ejercía cierta fascinación, tanto por su lucidez como por su pensamiento alucinado”.

 

Nacida en París en 1909, Weil comenzará a estudiar filosofía e historia bajo el magisterio del brillante pensador Émile Chartier, más conocido como “Alain”, que le introduce en el estudio de Spinoza, a partir de ese momento una de sus grandes referencias filosóficas. Allí donde la ética spinoziana trataba de desprenderse de los lastres de una subjetividad tendente continuamente a recaer en el error y la imaginación Weil  buscará un espacio de pureza lejos de esa voracidad hambrienta del yo. Desde el año 1931 enseña en diversas escuelas francesas y, sin militar en partido alguno —instalada en la tradición libertaria Weil siempre abominó de la adaptación a las normas de cualquier organización burocrática—, se mueve siempre en ambientes próximos a la izquierda. En esa época, en la que se afilia al movimiento pacifista de la Liga de los Derechos Humanos e imparte clases en el marco de las organizaciones obreras parisinas, un tema brilla sobre los demás: el propósito de definir las “condiciones de una cultura obrera” a la luz de una reconsideración crítica de la categoría de trabajo. De un trabajo que es sólo alienante, puesto que ha perdido su vertebración humana y social. “La sociedad menos mala —afirmará en Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social— es aquélla donde el común de los hombres se encuentra más a menudo en la obligación de pensar al actuar, tiene las mayores posibilidades del control sobre el conjunto de la vida colectiva y posee mayor independencia. Además, las condiciones necesarias para disminuir el peso opresivo del mecanismo social se contrarían entre sí desde que se pasa cierto límite; así, no se trata de avanzar lo más lejos posible en una dirección determinada sino, lo que es mucho más fácil, de encontrar un cierto equilibrio óptimo”.

Aunque el tono y el marco de preocupaciones intelectuales de Weil pone de manifiesto una indudable continuidad temática, suele habitualmente destacarse en su obra dos etapas: una primera de contenido más político, que tendría lugar entre los años 1930 y 1937; y una segunda, más religiosa, aunque igual de heterodoxa, que abarcaría desde 1937 hasta su muerte en agosto de 1943. Aunque ella misma se sintió incómoda para definir su cambio de orientación con la expresión “conversión” al cristianismo, el pensamiento de Weil se acerca en esta etapa al campo de la mística: “[…] en un momento de intenso dolor físico, mientras me esforzaba en amar, pero sin creerme en el derecho de dar un nombre a este amor, sentí, sin estar en absoluto preparada para ello, una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano” (Pensamientos desordenados).

La razón de este giro se ha atribuido habitualmente a una serie de experiencias personales. Entre ellas, la insatisfacción ante la idea marxista de revolución y sus propias frustraciones en la Guerra Civil de España, a dónde viaja en 1936 para luchar brevemente como miliciana anarquista en el frente de la famosa “columna Durruti”. Años más tarde, un encuentro místico acaecido durante su estancia en el monasterio de Solesmes ahonda en su compromiso religioso, un lazo, dicho sea de paso, siempre heterodoxo: Weil nunca llegó a bautizarse ni a integrarse en el marco institucional de la Iglesia.

Los últimos años de la “virgen roja” —así era llamada despectivamente por uno de sus profesores de filosofía en el Liceo— siguen marcados por una alta exigencia espiritual, el sentido de la justicia y por su interés por la problemática social. A causa de la ocupación alemana se traslada, primero, a Marsella —periodo fructífero que abarca hasta 1942, y más tarde a Estados Unidos e Inglaterra, donde colabora con el “Comité nacional de la Francia libre”.

Sus escritos más importantes, en su mayor parte ensayos, diarios y anotaciones, se publicarán póstumamente bajo diversos títulos, entre los que destacan La pesanteur et la grâce [La gravedad y la gracia] (1947), L’Enracinement [Echar raíces] (1949), Attente de Dieu [A la espera de Dios] (1950), La connaissance surnaturelle [El conocimiento sobrenatural] (1950), La condition ouvrière [La condición obrera] (1951), Intuitions pré-chrétiennes [Intuiciones precristianas] (1951), Lettre à un religieux [Cartas a un religioso] (1951), Cahiers [Cuadernos] (1951), La source grècque [La fuente griega] (1953), Opprésion et liberté [Opresión y libertad] (1955), en la que se incluye el importante ensayo, redactado en 1934, “Réflexions sur les causes de la liberté et de l’oppression sociale” [“Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social”], Écrits historiques et politiques [Escritos históricos y políticos] (1960), Écrits de Londres et dernières lettres [Escritos de Londres y últimas cartas] (1957) y Pensées sans ordre concernant l’amour de Dieu [Pensamientos desordenados sobre el amor de Dios] (1964).

 

Gnosticismo y funesta gravedad

 

Acierta José Jiménez Lozano en definir la posición de Simone Weil como la de alguien que se sitúa irreversiblemente en el paisaje nihilista posnietzscheano de la “muerte de Dios”, esto es, en el escenario de “[…] la modernidad total, en la que ya no hay ni calvos ardiendo […], es alguien que se entrega a lo Real último, no ya ‘ut soi Deus non daretur’, sino ‘etsi Deus non datur’, y podríamos decir que estaba siendo expelido como humo en los crematorios de Auschwitz, y como materia orgánica en Gulag”[2].

En lo concerniente al problema del sentido, como es conocido, el mundo moderno se define cada vez más por la experiencia del declive del Dios Padre y su sustitución por un Dios todopoderoso y paulatinamente más distante del mundo. Weil, sin embargo, en este espacio gnóstico del pensamiento contemporáneo, marca distancias con toda tentación prometeica. Justo lo contrario de la tendencia más recorrida por el pensamiento del siglo XX. “Dios, al crear el mundo —sostiene Weil—, se retiró de él para venir solo como un mendigo, necesitado y sin fuerza. Pensar a Dios es, pues, pensar su ausencia, su silencio. En este mundo, Dios calla, o lo que es lo mismo, allí donde reina la necesidad, al bien le está como prohibido reinar directamente. Sin embargo, Dios no deja de llamar a los hombres, y un rayo de su luz llega a traspasar a veces la opacidad del mundo tocando a aquel que vacía su yo, que consiente y espera. Esta gracia de Dios no puede evitar la subordinación aplastante del mundo a la necesidad, a la gravedad y a la fuerza; pero puede hacer que el alma no ceje de amar”.

En un decisivo texto para comprender este paso gnóstico contemporáneo, “Imitación de la Naturaleza”[3], Hans Blumenberg analiza en cambio cómo la entronización de la libertad humana como valor absoluto no sólo implicó la pérdida de la ejemplaridad de la Naturaleza, sino que rebajó a ésta a mera condición de objeto o instrumento del progreso. La obra humana no hace referencia a otro ser que le preceda, denotado y presentado por ella, sino que, en la porción de ser que le corresponde en el mundo del hombre, constituye ahora algo originario. Curiosamente, es entonces cuando la dimensión normativa de la Naturaleza “implosiona” y se transforma en el mero telón de fondo contra el que se desarrolla, por un lado, la voracidad infinita de la voluntad —el guión humano de la voluntad ilimitada prometeica— y, por otro, la experiencia de cuño existencialista de crear continuamente ex nihilo el guión de la singularidad, una nueva experiencia de poder que no está tan alejada de la idea de la excepcionalidad humana sobre el mundo.

Para Simone Weil, siguiendo aquí a Pablo, en el momento en el que Dios se vacía en la creación surge también el peligro de que las criaturas se magnifiquen a la luz de una falsa divinidad. En lugar de propiciar este señorío, Weil acentúa actitudes como el abandono y la restitución. La única forma de relacionarse justamente con Dios es, pues, actuar como esclavo. Dicho de otro modo: si la tendencia gnóstica contemporánea parte de este escenario ilimitado para legitimar el “señorío” humano —si Dios es libre para inventar otros mundos, es evidente que la facticidad no agota las posibilidades del Ser y que el hombre no tiene como misión la reproducción de lo ya dado, sino la honda insatisfacción hacia ello—, Weil desestima este horizonte constructivista, así como su consecuencia: la idea de que el hombre es un ser de excepción, esa declaración de independencia metafórica que se retrotrae a Pico de la Mirándola: el hombre adánico como autor absoluto del guión del mundo. “El abandono en que Dios nos deja es su modo de acariciarnos. El tiempo, nuestra única miseria, es el toque de su mano. La abdicación mediante la cual  nos hace existir”.

Contra esta supuesta “excepcionalidad” antropológica Weil reacciona desde un doble frente. Por un lado, recusando de raíz la idea de naturaleza, funesto marco gravitatorio que conduce a una voluntad de poder insaciable e infinita; por otro apelando a una suerte de “adelgazamiento” de la categoría tradicional de subjetividad, ciega por definición a la diferencia y la alteridad. Rechazando las demandas de “lo propio”, Weil se embarca aquí en una lucha de tono muy pascaliano contra ese “odioso yo” que sólo es capaz de metabolizar la realidad al precio de destruirla. “Uno se enorgullece siempre de algo de lo que pueden privarle las circunstancias, de manera que el orgullo es una mentira. Ser consciente de esa  mentira es lo que constituye la virtud de la humildad. (La desnudez de espíritu.) Únicamente los dones de la gracia escapan a las circunstancias, y uno no puede  enorgullecerse de tales dones, al menos no en el momento de recibirlos. Contemplar las virtudes que uno posee como un producto exclusivo de las  circunstancias y del pasado que ya no le pertenece a uno” (Cuadernos).

Para Weil, la salvación, dada la distancia infinita entre naturaleza y gracia, no puede salvar el abismo más que en un salto al margen del mundo. La indiferencia y la nada del mundo desde el punto de vista ontológico sólo pueden ser compensadas por la interioridad absoluta de la dignidad moral. En este sentido toda salvación constituye un movimiento dramático de renuncia del yo.

Por otro lado, en un mundo definido por el abandono de Dios, Weil concluye que el “Mal” pasa a ser lo que efectivamente “existe”, mientras que el “Bien” sólo puede ser algo excepcional. De ahí también que la redención implique un rechazo del mundo, esto es, sea una repetición de la des-creación [décréation] de Dios. Dicho de otro modo: el vaciamiento del hombre ha de estar  la altura del vaciamiento de Dios. “La desdicha está realmente en el centro del cristianismo [...] Lo primero que se nos ordena amar es la desdicha: la desdicha del hombre, la desdicha de Dios” (A la espera de Dios).

En este marco gnóstico, de exilio de Dios, si la tendencia natural de la subjetividad es caer por la fuerza de gravedad —o por “necesidad”—, la ascesis del alma ha de consistir en una levitación capaz de sustraerse al peso de la existencia. A esta capacidad Weil la denomina “gracia”, un concepto religioso que es declinado por ella desde unas claves muy singulares. “Todos los movimientos naturales del alma —se afirma en el comienzo de La gravedad y la gracia—se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia. Siempre hay que esperar que las cosas sucedan conforme a la gravedad, salvo que intervenga lo sobrenatural. Dos fuerzas reinan en el universo: luz y gravedad”.

Como muy bien ha señalado José Luis Pardo: “El demonio contra el que Weil se debatía con todos los medios a su alcance no es otra cosa que la naturaleza, esa naturaleza que, desde su descubrimiento griego en la sentencia de Anaximandro de Mileto, tiende al equilibrio, a la estabilidad, a la soportabilidad, a rellenar todos los vacíos y a colmar todas las ausencias. La sorprendente lectura moral de las leyes de la física que opera Simone Weil hace de la propiedad más característica de lo terrestre, su gravedad, la más cabal metáfora de la presencia del mal en el mundo: ‘Si no existiera gravedad, el bien sería natural, y el mal sería fortuito, sorprendente; en virtud de la gravedad, es al revés’. Todos los cuerpos caen. Y todas las almas. El mal no solamente es natural, es la ley de la naturaleza. Y el bien, por el contrario, es excepcional, es incluso una objeción contra las leyes de la física, como ese milagro por el cual los cuerpos de los santos y de los sabios consiguen levitar, desafiando la ley de la gravedad. Frente a una tradición milenaria que identifica el ser con el bien y el mal con la nada, Simone Weil sostiene que el mal está emparentado con la fuerza y con el ser, mientras que el bien pertenece a la familia de la debilidad y de la nada”[4]. De ahí que el alma que está tocada por la gracia deba dar frutos sobrenaturales, o bien secarse; no le está permitido dar simplemente frutos naturales.

En el ámbito concreto de la redención de la gravedad weiliana, el umbral de la gracia no conoce más que una experiencia activa de impotencia similar al “milagro”: el cambio súbito de todas las apreciaciones de valor, la renuncia súbita a todas las costumbres, la inclinación inmediata e irresistible hacia personas y objetos nuevos. El místico considera este acto de renacimiento como una intervención directa de Dios, no de su voluntad, por definición impura. De tal forma que todo entrenamiento en torno al poder de la virtud —o toda sensación de orgullo o bienestar— le resultará secundaria.

Dicho esto, lo interesante del caso de Weil es que su “sacrificio” no desemboca, sin embargo, en ninguna actitud aristocrática de indiferencia hacia el mundo, sino una acentuación de compromiso con la situación de los “esclavos”: “Tuve de pronto la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, que los esclavos no podían dejar de seguirla  [...] y yo entre ellos”. Con veinticinco años consigue una licencia de su profesión de maestra y decide conocer de primera mano el mundo obrero. A partir de ahí trabajará como operaria manual en varias fábricas, entre ellas la Renault, donde, según confiesa, recibió “la marca del esclavo”.

Tras sus experiencias personales con la revolución obrera, sobre todo, en su degeneración estalinista, y la guerra civil española, Weil considerará el poder como una “fatalidad” que pesa por igual sobre los señores y los esclavos. La solución política quedará paulatinamente difuminada en la solución religiosa. Como ella misma reconocerá: “[…] los privilegios, por sí mismos, no bastan para determinar la opresión. La desigualdad podría ser fácilmente suavizada por la resistencia de los débiles y el espíritu de justicia de los fuertes, no haría surgir una necesidad aun más brutal que las mismas necesidades naturales, si no interviniera otro factor, a saber, la lucha por el poder” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social).

En virtud de una argumentación sugerentemente simular a la denuncia nietzscheana del “resentimiento”, Weil interpreta los sucesos de violencia acaecidos en el siglo como recaídas constantes en un círculo vicioso. “El periodo actual es de aquéllos en que en que todo lo que normalmente parece constituir una razón para vivir se desvanece, en que, bajo pena de perderse en la confusión o en la inconsciencia, se debe replantearlo todo. El hecho de que el triunfo de los movimientos autoritarios y nacionalistas que destruye un poco en todas partes la esperanza que las buenas gentes habían puesto en la democracia y en el pacifismo no es más que una parte del mal que sufrimos. Ese mal es mucho más profundo y está mucho más difundido” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social).

Asimismo, desconfiada con las reformas del sistema soviético, Weil llega a la conclusión de que las formas de opresión son más profundas de lo que considera el marxismo e independientes del régimen legal de propiedad del capitalismo. Nada cambia si a las formas tradicionales de opresión les sustituye otra dominación, la ejercida burocráticamente en nombre de la función del Partido.

El problema radica en el hecho de que, a causa de su situación de continua opresión, el hombre se ve “obligado” naturalmente a desear el mal a quienes desprecia para compensar imaginariamente el desequilibrio causado por la desgracia que él mismo padece. Es decir, cuando sufre, intenta extender a otros su malestar, aunque sea por medio de una ficción, para así hacer más soportable el suyo. “Pues por el hecho mismo de que nunca hay poder sino carrera por el poder y que esta carrera es sin término, sin límites, sin medida, ya no hay más límite ni medida en los esfuerzos que exige. Los que se libran a estos esfuerzos, obligados siempre a hacer más que sus rivales, que a su vez se esfuerzan por hacer más que ellos, deben sacrificar la existencia no sólo de esclavos, sino la propia y la de los seres más queridos. Así Agamenón inmolando a su hija revive en los capitalistas que, para mantener sus privilegios, aceptan sin preocuparse demasiado guerras capaces de quitarles sus hijos. De este modo la carrera por el poder esclaviza a todo el mundo, a los poderosos como a los débiles” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social). Bajo este punto de vista la lucha entre amo y esclavo no tiene desenlace natural, sino “innatural”. Sólo la gracia puede salvarnos.

 

De la lógica de los derechos a la lógica de las obligaciones

 

En el contexto de esta aceptación weiliana del diagnóstico pascaliano sobre la “abominación” del yo cabe también entender su reivindicación de los deberes frente a los derechos. Ha de señalarse en este sentido que Weil en los momentos finales de su existencia (1943) fue invitada por el gobierno en el exilio londinense de De Gaulle a participar en un grupo de trabajo que, dirigido por Louis Closon, elaborara un borrador que sentara las futuras bases políticas y jurídicas de la Francia liberada. Todas estas ideas quedaron recogidas en dos de sus últimas obras Écrits de Londres et  derniéres lettres y L’enracinement (Echar raíces), obra esta última que Albert  Camus —uno de los principales valedores y editores de la obra de Weil— consideraba “imprescindible” para la reconstrucción del futuro de la nueva Europa.

Como puede deducirse de su incesante polémica con la figura “soberana” del individuo, el planteamiento de Weil contra los derechos parte de su crítica a la construcción de la teoría política ligada a la emergencia del sujeto burgués y su insuficiente problematización del problema de la justicia social. Desde la implantación de la lógica individual de los derechos, el horizonte de la comunidad deja de definirse como un conjunto de personas vinculadas por un deber, por una deuda, por una obligación de dar, incluso por un “sacrificio”, para devenir un cuerpo positivo mayor o aglutinante que sus miembros sólo tienen ahora “en común” en calidad de propietarios individuales. Como es conocido, toda la teoría política desde Hobbes parte de este horizonte. Desde este punto de vista, Weil considera que el marco legislativo de los derechos implica una lógica de privilegios —de “inmunidad”— en virtud de la cual el sujeto queda privado de obligaciones o deberes. Los miembros dejan, pues, de tener en común ya una deuda, no están unidos por un deber que los priva de ser dueños de sí.

            Weil entiende en cambio que la comunidad no puede pensarse como corporación de individuos receptores pasivamente de derechos, sino como una invitación activa a la “exposición”. Ahora bien, con la implantación de los derechos el individuo deviene absoluto al ser liberado de la deuda originaria que le vincula a la alteridad, que ahora es contemplada no sólo como condición de posibilidad de existencia, sino como “amenaza” de su identidad falsamente autoconstituida. Weil argumenta por tanto que si las obligaciones tienen que ver con los seres humanos y el sentido impersonal de la justicia, el derecho sólo afecta a las “personas”. De ahí que haya que asegurarse e inmunizarse mediante un contrato, que diluye la fuerza del originario vivir en común.

El llamado Leviatán, pues, disuelve todo vínculo distinto del intercambio protección-obediencia. Lo sacrificado es la relación entre los hombres, o sea, los hombres mismos, en función de otro marco, su necesidad —otro término criticado por Weil—, esto es, su autoconservación y mera supervivencia. Por ello el problema, según ella, radica en que la reivindicación exclusiva de “derechos”, por muy democrática que sea, no sólo no  garantiza en absoluto que las necesidades vitales de  los más desfavorecidos sean cubiertas —por lo habitual uno reclama en primer lugar derechos para uno mismo y en segundo lugar para los demás—, sino que también impone una perspectiva subjetivista, ensimismada y, por tanto, ciega ante la demanda de la alteridad. Reconocer públicamente por el contrario las obligaciones hacia el otro implica ser lo suficientemente noble como para atender la perspectiva del otro en su espacio propio, una mirada que sólo es  posible si el yo se ha vaciado previamente de su obsesión narcisista por reclamar derechos “propios”.

Por todo lo dicho no es extraño que en los últimos años el denominado pensamiento “impolítico” italiano (Giorgio Agamben, Roberto Esposito, Massimo Cacciari, entre otros) haya visto en la figura de Weil un referente indiscutible. Siguiendo la argumentación de la pensadora de La gravedad y la gracia, ha sido Roberto Esposito quien más ha profundizado en esta estela con resultados harto fructíferos. Partiendo de la idea weiliana de la inutilidad de nuestro vocabulario político tradicional —“se pueden tomar casi todos los términos, todas las expresiones de nuestro vocabulario político y abrirlos. En su centro se encontrará el vacío”—, el filósofo italiano ha sometido en las últimas décadas las categorías políticas de la modernidad a una deconstrucción intensa, comparable a la que emprendió Weil en su época. Para ambos, las categorías políticas modernas (soberanía, poder o libertad, entre otras) han entrado en una zona de insignificancia o, mejor aún, de contradicción consigo mismas, para lo cual es necesario tener una mirada diferente —precisamente “impolítica”, aunque no por ello ni mucho menos apolítica ni antipolítica—, capaz no de reactivarlas, sino de llevarlas a su agotamiento definitivo. Ese obstáculo provendría de una dificultad que inviste la categoría misma de “representación”, tanto en el sentido (teológico-político) de la representación-imagen del Bien por el poder, como en el sentido (moderno) de la representación-delegación de la mayoría por una instancia soberana única. De este modo, la perspectiva “impolítica” no es una actitud apolítica ni impolítica, sino antes bien la política considerada desde su frontera exterior, su determinación, en el sentido de que define los "términos": las palabras y los límites. De un modo muy parecido a Weil Espósito considera que lo “impolítico” es precisamente el espacio que marca la imposibilidad del pensamiento de adherirse completamente a la realidad de la política, imposibilidad radicalmente debida al hecho de que el mal no está sólo en la realidad de la ’polis’ sino inserto en el hombre mismo.

 

Experiencia y pobreza

 

Es esa depurada ascesis orientada a una vida “lo más desnuda y herida” posible de Weil lo que también le acerca una de nuestras mejoras pensadoras: María Zambrano. En el acercamiento fenomenológico que ambas realizan al mundo se observa esa incesante voluntad de sacrificio que jamás se puede resolver en el pensar. En esta abdicación subjetiva que para el filósofo tradicional es pura tiniebla ellas encuentran huellas, relámpagos de lucidez… luz. Y esta luz no aparece sino a quien se vacía de la voluntad de poder. Si Weil resplandece ante nosotros en su centenario es por su inmensa fragilidad… por su fracaso. “Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente”, comentaba Zambrano. Lo mismo vale para Weil: es justo su debilidad lo que la convierte en contemporánea necesaria. En cierto modo, su modesto e incómodo gesto de apertura al vacío creador.

Es un dato bien conocido que Weil era muy hostil en general al discurso estético. Estimaba las tragedias de Esquilo y Sófocles, los poemas de Villon, la Ilíada y, sobre todo, el Rey Lear de Shakespeare. En cierto sentido la heterodoxa ubicación de Weil en el escenario filosófico contemporáneo no se encuentra por otro lado muy lejos del mensaje “alquímico” del “Lear” shakespeareano: es preciso viajar a los bajos fondos y lugares más desolados del alma para redimirnos. Al final de la obra asistimos al proceso de cómo el cuerpo desnudo en la intemperie del monarca provoca la transmutación de su corazón de piedra en fluido humano. Sólo su fracaso como rey poderoso le humaniza, le acerca al sufrimiento de su pueblo. Mientras analizaba las heridas infligidas al narcisismo humano también Freud, en clara alusión al Lear, recomendaba al iluso que se jactaba de ser soberano de su alma descender a los estratos más profundos de ésta para llegar a conocerse. En el fondo, la imagen de ese monarca desterrado que desciende a los abismos de la experiencia para comprender el valor de la humanidad, ¿no es la imagen de la propia filosofía de Weil, obligada a descender a lo singular y a justipreciar la obstinada presencia de las cosas, esa pasividad continuamente mancillada por la “vigorexia” filosófica de la era moderna? ¿No reta del mismo modo el discurso de Weil, en tanto que ejercicio de verdad viva, al discurso filosófico tradicional, ese monarca, como Lear, con pies de barro y corazón de piedra? Tal vez por ello “conectar” con la palabra de Weil equivale a alcanzar un nivel de pobreza y de sencillez incomparables, acceder a una economía expresiva muy poco común. Deleuze hablaba de la elegancia “involutiva” de algunos escritores, de una anorexia que avanza simplificando, economizando hasta tocar el hueso mismo de las cosas. En cierto modo los escritos de Weil parecen revelar este mismo desbordamiento por sobriedad.



[1]              Carlos Ortega, “Introducción“ a La gravedad y la gracia, Madrid, Trotta, 1999,  p. 23.

[2]           Jiménez Lozano, J., “Queridísima e irritante Simone Weil”, en Archipiélago, nº 43/2000, p. 19

[3]           “Imitación de la Naturaleza”, en Las realidades en que vivimos, Barcelona, Paidós, 1999.

[4]           Pardo, J. L. “¿Todos los cuerpos caen?”, en Babelia, suplemento cultural de El País, 16 de junio de 2001, p. 16.

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

24 de enero de 2020

No había elegido ninguna profesión concreta

quizá buscador

de pucheros repletos de tierra quemada y monedas de oro

Berthold

extraño nombre ubicado en lo más alto de la sierra

donde se recuerda el paso de inmensos rebaños de ovejas

por el Puente Pasotierra

uno de los cinco pasos, el central,

la voz del hombre

una voz ya hoy no productiva

y en concreto

la idea de disminución

la disminución del flujo

del caudal de ganado

y de todos nosotros

quizá el diminutivo, los diminutivos,

pero siempre el Simorg

en el que ellos se anulaban

el Simorg eran ellos

y yo la destrucción del mundo

por tres veces

alma agobiada

siempre lector de obras primigenias

atleta de las imágenes

aunque en botánica soy tan exiguo

como abundante en otros conocimientos

como la razón de la miel

los vientos desobedientes

o el rastro de la gelatina en el hígado gigante.

 

A mí

deben imaginarme como a un hombre moreno

al que se le atribuyen ciertos inventos

(sé dar vida a las panteras)

hombre del futuro

supergordo sentado en cama

cráneo modificado

que dejó de andar

de manipular

de proferir discursos de aparato

soy Berthold aún

pero no conduzco ya el rebaño

de ahora en adelante

rememoro la impostura

sanciono los encomios (Elogio de la mosca)

capturo peces con sabor a vino

y me enjuago en las fuentes de la sabiduría

pero

la verdad

es que en esta larga tarde de domingo

época patria

sólo pienso

en cómo será mi muerte

si la profecía fiel se cumple

y en edad muy avanzada

soy devorado por perros.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

No hace mucho, sobre la mesa de novedades de una librería me sorprendió la cubierta de un grueso libro: era una vieja fotografía de León Tolstói, ya anciano, dando un paseo entre la nieve. Esa imagen, reclamo escogido por los editores del volumen de V. B. Shklovski, Lev Tolstói (2019), vivía en mis recuerdos desde que, hace muchos años, la descubrí en uno de los libros que conservo con mayor cariño, adquirido a un precio irrisorio entre los entonces importados de la URSS por la antigua Librería Rubiños, lamentablemente desaparecida hace tiempo. Recién licenciado entonces y metido aún en mi tesis doctoral, frecuentaba yo aquella librería, interesado por una revista mensual de literatura soviética y el fondo ruso de excelentes obras de arte o literatura al alcance de cualquier bolsillo. Aquel hermoso libro versaba sobre Yásnaya Polyana y la vida del famoso novelista, y estaba dotado con abundantísimas fotografías de una y otra (Ясная Поляна. Москва 1978 / Yásnaya Polyána, Moscú 1978). Pues bien, como he podido comprobar, en su página 153 se publicaba la que, un tanto recortada, ilustra ahora las cubiertas y solapas de esta biografía de Tolstói. No sé por qué, aquella antigua foto se quedó prendada en mis recuerdos y, cuarenta años después, repetida en la edición de Casus Belli, me ha empujado a abrir las páginas del volumen, enfrascarme en su lectura y dedicarle estas líneas.

 

Como bien saben los especialistas, Víktor Borísovich Shklovsli (1893-1984) fue el más destacado representante del Formalismo ruso, movimiento pionero que, en las primeras décadas del pasado siglo, se alzó en pro de una teoría científica moderna sobre la crítica literaria. Cierto que ésta poseía ya una larga tradición (D. Viñas, Historia de la crítica literaria, Barcelona 2017) y que, durante la segunda mitad del siglo XIX, con el celebérrimo Charles A. Saint-Beuve (1804-1869), el Positivismo y la obra de Gustave Lanson (1857-1934), comenzó a asentarse como práctica respetada. Pero, de todas formas, crear una verdadera ciencia fue objetivo original del Formalismo ruso, que marcó “los principales caminos seguidos por la crítica literaria en el siglo XX” (D. Viñas 2017: 357). Luego vendrían la corrección marxista, el Realismo socialista, Mijaíl Batjín (1895-1975) y todas las teorías defendidas durante el siglo XX. Y el mismo Shklovsky, que con apenas treinta años publicó su teoría de la prosa (Теории прзы, Москва 1925 / Sobre la prosa literaria, Barcelona 1971), había evolucionado bastante cuando casi cuarenta años después escribió la biografía que consideramos (Лев Толстой, Москва 1963). Por eso, esta obra no es una exposición combativa, sino un libro ameno y lleno de datos interesantes y novedosos. Sin embargo, su estructura y líneas revelan el alma teórica de su autor quien, dejándola traslucir, revela al tiempo que, con los años transcurridos, había asumido no pocas de las virtudes que Leopoldo Alas-Clarín (Mezclilla, Barcelona 1987) confería a la buena crítica. Porque, al fin y al cabo, este libro es fruto de la espléndida madurez de uno de los mejores teóricos de la crítica literaria del siglo XX.

 

La relevancia de Lev Tolstói en la literatura europea y mundial es tan notoria, que cualquier nuevo estudio sobre su obra y vida ha de ser bienvenido. Más aún por ser ésta rusa, cuando la forzada anglosajonización del actual panorama editorial omite casi la traducción de ensayos no escritos en inglés, mientras que el obligado William C. Faulkner se reivindica como padre de cuanta hispana vocación literaria se precie. Y ello, pese a que su lenguaje e inquietudes tengan tan poco que ver con nuestro mundo y nuestros horizontes mentales y físicos. Si Emilia Pardo Bazán o Benito Pérez Galdós levantaran la cabeza quedarían asombrados. Sin embargo, no ocurre lo mismo con Lev Tolstói, pues siendo ruso y profundamente ruso, sus temas y sus sentimientos calaron hondo en nuestra Europa, pues nos reconocemos en él. Por eso influyó tanto en muchos autores del continente y es todo un clásico de la mejor cultura europea. Asombran por tanto algunas distorsiones debidas a inexplicables razones: 6 páginas dedicadas al ruso Tolstói frente a las 26 (sic) consagradas al polaco A. Mickiewiz, en una gruesa Historia de las literaturas eslavas (F. Presa González, ed., 1997: 1141-1147 y 693-719 respectivamente). Notable. Más allá de lo “nacional”, Lev Tolstói vive en el alma de las literaturas europea y rusa. Y en ésta, porque como se ha escrito antes, sin el realismo de Pushkin, Gógol o Lérmontov, Tolstói “no habría dado frutos como La guerra y la paz y Anna Karénina” (E. Lo Gatto, La literatura rusa moderna, Buenos Aires 1972: 338-339): pero sin él, yo creo que tampoco Korolenko, Chéjov, Gorki, Bulgákov, Shólojov, Grossman, Rybákov o Aksiónov habrían tenido el mismo suelo firme bajo sus pies.

 

No abundan las buenas biografías sobre Lev Tolstói en español, aparte la excelente y ya clásica de Henri Troyat Tolstói (Bruguera, Barcelona 1984, 3 vols.: la francesa en 1965). Ruso emigrado en la niñez a Francia -su nombre real era Lev Aslanóvich Tarásov-, escribió una semblanza muy amena, amparada en fuentes originales. Sin embargo, algo me dice que pudo tener sobre su mesa el libro de Shklovski, publicado en Moscú dos años antes, por más que no aparezca citado en las notas finales. Años antes, la Editorial Prensa Española había publicado una biografía menor, pero muy didáctica, en su colección Los Gigantes de la Literatura (1972) -traducción de la editada en Italia por Mondadori, sin constancia de autor-, y más tarde, apareció otra muy breve pero curiosa, de la mano de E. Aparicio Cortés (L. N. Tolstói (1828-1910), Ediciones del Orto, Madrid 1998). Con alguna más, también hay estudios y evocaciones (M. Wiesenthal: 2010) o entrevistas reunidas (J. Bustamante, ed..: 2012). Pero lo disponible sabe a poco. Sería estupendo contar con una recopilación crono-biográfica de documentos, como la que Igor N. Sujij dedicara a Chéjov (Chéjov en vida. Una biografía en documentos, Alba Editorial, Barcelona 2011): pero no la hay. Así que, por todas estas razones y su propia entidad, esta edición española es una grata nueva.

 

Desde la primera página, con la dedicatoria del libro a Borís M. Eijenbaum (1886-1959), su camarada en la lucha por el formalismo, más la inclusión de una cita de Lenin sobre la grandeza de Tolstói a partir de las memorias de M. Gorki (p. 7), comprendemos el método y circunstancias del estudio de Shklovski: un cierto sincretismo fruto de la evolución de su propia vida. Las reservas que a muchos lectores pueda causarles esa y otras citas de Lenin desaparecen en cuanto se inicia la lectura de las 802 páginas del libro, seguidas con la avidez del cazador tras la aventura vital y literaria del maestro ruso. Así que nada de abrumador infolio académico, sino un libro de esos que, cuando se acaban, producen una íntima sensación de abandono y nostalgia.

 

De obligada lectura es la breve introducción de los traductores y editores, G. Lukiánina y J. Mª Cañadas (pp. 9-13). En contadas páginas desmenuzan la esencia del método aplicado por Sklovski: sincretismo -formalismo, vida de Tolstói, documentación exhaustiva en los 90 tomos de las obras completas, cartas y diarios incluidos- e interés por el proceso de creación de las obras de Lev Mijáilovich más que por las obras en sí. Y en cuanto a su vida, atención no sólo a los hechos en relación con las obras, sino también a lo que los editores llaman temas transversales mantenidos: el sentimiento de huida, la liberación de las presiones externas, la lucha contra los prejuicios y el interés por las cosas cotidianas. Una vez entendido esto, el lector puede saborear plenamente una biografía fuera de lo común. Por lo demás, salvo inexplicables errores tipográficos en el índice y alguna mínima cuestión discutible en la traducción -como repetir el viejo error de las ediciones españolas, que hablan de “kanes” mongoles en lugar de janes -aquí, “kanato” de los “avares” (mejor, ávaros) del Cáucaso (p. 702)-, por influencia de la versión inglesa, “khan”. Aunque en ruso se escriba correctamente ханство (transcripto “janstbo”, janstba para nuestro oído”: nuestro janato) y хан, que suena “jan”, como debería siempre escribirse en español: jan. Pero minucias aparte, la empresa de los editores ha sido colosal y de resultados magníficos.

 

Cinco densas partes -por sí mismas, verdaderos libros- comienzan con una primera (pp. 15-178) dedicada a la familia y su entorno, la época de estudiante, sus primeras lecturas serias y la incorporación al ejército del Cáucaso tras su hermano Nikolái, oficial de artillería. En la Segunda Parte (pp. 179-356), además de seguir experiencias vitales que tallaron su alma de forma tan intensa, como la Guerra de Crimea (1853-1856), sus viajes por Europa y su amistad con A. I. Hérzen o Iván S. Turgéniev, las experiencias docentes con sus campesinos y su matrimonio, Sklovski considera obras como Infancia, Los cosacos, Sebastópol o El diablo, aplicando su particular método de analizar el proceso y el entorno de la obra más que describirla. Y leyéndole, nos damos cuenta de que estamos ante algo realmente diferente a las biografías y los estudios literarios al uso. La impresión se fortalece más aún en la Tercera Parte (pp. 357-511), en la que a más de los pensamientos y dudas de Tolstói -atención a la celebérrima noche de Arzamas (pp. 400-402)-, se consideran obras tan especiales como Guerra y paz, El Abecedario o Anna Karénina. En cuanto a ésta, creo que por vez primera un analista destaca algo esencial: la brevedad de sus capítulos y el desarrollo de temas completos y en lugares determinados en cada uno de éstos (p. 467), lo que confiere al relato y sus avatares un carácter único. Ya en la Cuarta Parte (pp. 513-646) asistimos a la vida de Tolstói con Sofía, las viviendas familiares, sus congojas espirituales y remordimientos -la riqueza y las tierras, la propiedad literaria-, el encuentro con Vladímir G. Chertkov o la implicación en la lucha contra la hambruna de 1891. Además, Shklovski aborda consideraciones de enorme interés, como las que dedica a “cómo nacía un libro” (pp. 584-590), precisamente en torno a una de las obras más debatidas de Lev Nikoláyevich, La sonata a Kreutzer: y en fin, somete a un análisis desmenuzado una obra estremecedora: La muerte de Iván Ilich. En fin, en la quinta y última parte (pp. 647-799) considera Shklovski las últimas grandes novelas como Resurrección –“relato del amor, más poderoso que el relato sobre el arrepentimiento” (p. 660) o la trágica aventura de Jadyí Murat. Pero también el paso del tiempo, los cambios y la naturaleza en Moscú o Yásnaya Polyána, su extrañamiento de las clases dominantes de Rusia y su conversión progresiva en figura admirada, polo de atracción de pacifistas y luchadores del mundo, como Gandhi (pp. 723-724). Y con las luchas por la herencia, su huida y muerte, esta obra monumental se cierra en la página 799, dejando en nosotros la sensación que arriba evocaba y a la vez, la certeza de que tenemos en nuestras manos una biografía única. En resumen, una excelente y novedosa biografía.

 

Víctor Shklovski, Lev Tolstói. Traducción, introducción y notas de Galina Lukiánina y José Mª Cañadas, Ediciones Casus-Belli, Madrid 2019.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín María Córdoba

16 de enero de 2020

 1.      

 

No sé cómo fue que respondí:

–No se preocupe, abogado, puedo viajar.

Realmente estaba harto del trabajo en ese bufete de abogados tras casi un año cumpliendo con todo tipo de encargos para esos que te miran como si estuvieran haciéndote un favor. No me parecía verdad que me pidieran que me fuera de viaje y además solo. Tal vez debería haber prestado más atención. De hecho, el jefe había mencionado:

—Encontramos un pasaje de avión y el hotel –incluye las comidas– ya está pagado por diez días. Allí te explicarán cómo moverte. El traslado desde y hacia el aeropuerto está reservado. Ten mucho cuidado: Caracas es una ciudad peligrosa, no salgas de noche. Este dinero es para gastos pequeños. Nos mantenemos en contacto por Internet.

Pero la misión, aunque fuera muy imprecisa, casi para un detective, me intrigaba:

—Nuestro cliente es muy rico. De hecho, no le interesan los bienes del pariente fallecido, que se peleó con la familia y hacía muchísimo tiempo que no sabían nada de él. Quiere saber qué pasó exactamente, cómo vivía y si dejó descendencia en Venezuela. Es inútil ir a la Embajada. Sólo mandaron el certificado de defunción, que por otro lado consiguieron de casualidad, pero no saben nada más. Giuseppe Foglienzi no era miembro de ningún club italiano, probablemente no le importaba su patria. En este dossier están los pocos datos que tenemos.

Además de saber español, me preguntaba por qué habrían elegido a un recién graduado en Derecho. Ahora lo entiendo. Nadie querría venir aquí y no esperaban ningún resultado. Pero aquel cliente era demasiado importante para negarle ni siquiera un capricho.

—Acuérdate de sacarte selfies en los lugares y con la gente. Solo tenemos que demostrar que lo intentamos. Si puedes descubrir cualquier cosa, tanto mejor.

Desde el aeropuerto de Maiquetía hay una autopista que ha visto mejores tiempos: sube por la montaña, luego la deja a la izquierda, muy verde, bajo un cielo esplendoroso y entra en la ciudad entre filas de edificios altísimos. El taxista me dibuja un panorama bastante aterrador. En el hotel hay guardias armados, me repiten que no puedo por nada salir solo, menos que menos por la noche y que el hotel tiene un piano bar y televisión con canales en todos los idiomas. Por suerte, durante el Erasmus de Barcelona, conocí a un venezolano, Luis Alberto. Él estudió Ciencias Sociales. No es que fuésemos muy unidos, pero de vez en cuando nos escribíamos. Sé que es investigador en una universidad, está casado y tiene un hijo. Luis Alberto me había anticipado la misma información que todos me repiten, pero me dijo que viniera de todas formas, que debo ver Caracas ahora, que se ocupará de mí. No tenía muchas opciones y aquí estoy. Le avisé por WhatsApp y ya está en camino al hotel.

 

2.

Luis Alberto y su esposa Florángela viven en un pequeño apartamento. Está en un gigantesco condominio en ruinas. Sus habitaciones dan la sensación de una mudanza en curso: todo está en cajas, con muebles improvisados, salvo por las paredes –cubiertas de pinturas y dibujos: Florángela es pintora– y por las pilas ordenadas de libros. La cocina también está bien equipada, pero no hay casi nada para comer. O mejor dicho: todo lo que hay es para el niño.

—A Dios gracias los padres de Florángela viven en el campo y a veces nos traen algo. Aquí, si es que encuentras comida, los precios son imposibles. ¡Estamos todos flacos, todos a dieta!

Luis Alberto resuelve mi problema de pagar en un país sin dinero en efectivo al darme su tarjeta de crédito local, pero me advierte que no tiene mucho saldo y le llevará un par de días cambiar mis euros en el mercado negro y depositarlos allí. Con la tarjeta de crédito italiana me aplicarían el tipo de cambio oficial. Infinitamente más bajo que el real, lo publica diariamente la página dolartoday.com y sube de hora en hora.

Fuimos a la dirección que dio Giuseppe Foglienzi en el hospital, pero el número no existe. En las casas cercanas nos dijeron que no lo conocían. Después fuimos directamente al hospital, bastante destartalado, donde un joven médico nos dice que es imposible hacer la búsqueda. En medio de los enormes problemas que tienen no hay suministros y no saben con qué tratar a la gente, enferma por la propagación de las epidemias. Pero luego buscó en unos archivos de la computadora y encontró que Foglienzi llegó al final de su vida y se le expidieron dos certificados de defunción: uno para la embajada italiana –porque lo habían registrado como italiano– y otro para la familia, que lo había retirado. Así que hay una familia que buscar.

Logramos convencer al doctor de que se tome un café con nosotros. Me viene a la mente mi tío: muy izquierdista, quien antes de partir me contó varias cosas sobre Venezuela, así que en la conversación saco la historia de los médicos cubanos que llegaron por solidaridad. Me miran sorprendidos:

—Se fueron, muchos no volvieron a su país, aquí sólo quedan los militares y los espías cubanos. Hasta buenas personas eran algunos, pero los estudios de Medicina en Venezuela no están para nada atrasados. Y como quiera que sea le pagamos a los cubanos con una gran cantidad de barriles de petróleo.

En el camino, de regreso a su casa, Luis Alberto sigue:

—Somos un país colonizado por Cuba: controlan la seguridad nacional, los servicios secretos, las fuerzas especiales. Fidel Castro condicionó y dirigió todos los movimientos de Chávez. Parecía imposible terminar peor que Cuba, pero lo hemos conseguido: ahora estamos peor que ellos tras la caída del Muro de Berlín.

Luego me cuenta sobre sus clases en la universidad: a veces falta el agua o la luz y cada semana algunos de los estudiantes o colegas salen de Venezuela y se van de repente.

—Muchos amigos están en el extranjero, con mejor o peor suerte.

Caracas está hecha polvo, por decir lo menos, se puede entender que en otros tiempos debió ser rica, bella, efervescente de cultura y diversión. Ahora parece una ciudad muy triste, recorrida por gente preocupada y asustada, con largas colas frente a tiendas casi vacías. Analizamos el problema de movernos por la ciudad. Luis Alberto le pregunta a su esposa quién puede llevarme.

—Mi hermana puede hacerlo —responde Florángela.

—¿Tilta? No sé quién es más peligrosa, Caracas o tu hermana.

—¿Conoces a alguien más que vaya a cualquier parte cuando le da la gana? Hablaré con ella.

 

3.

Tilta viste de motociclista. Sobre el casco, un destello dorado. La cara llena de pecas, ojos muy oscuros, pelo corto y rubio claro. Me escruta. Es tan alta como yo.

—No tienes vínculos con Venezuela, es la primera vez que vienes aquí, ¿no?

Y cuando se lo confirmo, acepta:

—Se puede arreglar.

Así que me subo a la silla de su motocicleta de gran cilindrada, de marca imprecisa, probablemente fruto de la combinación de varias motocicletas.

—No hay más piezas de repuesto. Solo funcionan los motores de quienes los saben arreglar. En cambio la gasolina no cuesta nada.

Me muestra que en el río Guaire –un torrente pestilente que atraviesa la ciudad, una cloaca al aire libre– hombres y niños con tamices o con las manos buscan joyas, pero también se conforman con piezas de metal para vender.

—Rebuscan también en la basura, por supuesto, pero ahí no se encuentra casi nada.

Luego sube una colina desde donde se puede ver la inmensa ciudad de edificios y favelas extendidas sobre el valle a 900 metros. Le digo que me gustaría buscar la tumba de Giuseppe Foglienzi y le pregunto si sabe dónde podría preguntar.

Sacude la cabeza:

—Déjamelo a mí. ¿Tienes la tarjeta de crédito de mi cuñado? Bueno, vamos a comprar harina.

Descendemos por una bajada a una velocidad poco recomendable y –saltando sobre parterres e islas de tráfico– acabamos en una zona de barracas detrás de un paso elevado. Allí Tilta entra en un patio, regatea un poco con un bachaquero –un comerciante de productos del mercado negro– y mete en las alforjas de la motocicleta varios paquetes de harina de maíz precocida marca Pan.

—Es para las arepas y las empanadas. Ya las probaste, ¿verdad?

Como no las conozco, me lleva a probar estas frituras y focaccinas rellenas.

Luego, con moto y todo, entramos al Cementerio General del Sur. Tilta va directo a un grupo de personas. Podrían ser sepultureros, a juzgar por las palas y otras herramientas, aunque tienen unas caras poco recomendables. Negocia la búsqueda de la tumba de Giuseppe Foglienzi, enterrado hace poco. Promete primero dos paquetes de harina, luego llega a tres. Nos hacemos a un lado y esperamos a que la encuentren.

—Es el cementerio más grande de Caracas, no está lejos del hospital que dijiste, los traen después aquí cuando están apurados, pues ni controles hay.

En ese momento me doy la vuelta y capto algo muy extraño: los monumentos funerarios están casi todos rotos, varias fosas están abiertas, pueden verse escombros y restos de ataúdes alrededor de nosotros. Caminamos entre las sepulturas y es así en todas partes: hay hasta huesos dispersos.

—Abren las tumbas en busca de objetos preciosos, o el oro de los dientes y anillos, o quizás incluso para rituales de brujería... el cráneo porque piensa y el fémur porque camina... Es una lástima a lo que nos han reducido... imagínate, hasta la tumba de Rómulo Gallegos la profanaron...—comenta Tilta.

Nos llaman y juran que nos llevarán a los restos de Giuseppe Foglienzi. Vamos en motocicleta y no soltamos la harina hasta que veamos la lápida. Está, en efecto, en una esquina apartada. Es muy sencilla: el nombre y las fechas. Pero está intacta.

—Saben que los que mueren ahora no llevan nada consigo. Así que las muertes recientes valen menos.

Me arrodillo, acaricio la escritura y dedico un pensamiento al desconocido que me mandaron a buscar. Soy demasiado torpe para decir una oración, pero hago como si lo hiciera. Luego tomo varias fotos con mi teléfono móvil y hago un mapa del lugar, anotando todo lo que pueda servir para volver a encontrar la tumba.

—¿Por qué dices que tuvieron que enterrarlo rápidamente? —le pregunto a Tilta.

—Porque me parece que tu difunto no era de Caracas.

 

4.   

Luis Alberto me lleva a visitar el Centro Histórico, donde está la casa natal del Libertador. Un puesto embanderado vende discos de Chávez cantando canciones tradicionales. En la tapa: el “comandante eterno” a caballo, como un auténtico llanero, sonriente y vencedor.

No sé si comprarle un disco a mi tío.

Luis Alberto me explica algo más:

—Al principio, Chávez, indudablemente, tenía carisma para los venezolanos. Pero luego identificó el socialismo con el estatismo, nacionalizó sin ton ni son y le entregó las empresas a corruptos incompetentes, por no mencionar el militarismo y la impunidad general, puesto que el Poder Judicial está en manos de los chavistas. Pero el colapso final vino con Maduro. Hoy solo una minoría apoya al gobierno, ese apoyo lo obtienen por coerción en el caso de los trabajadores estatales, o por chantaje, te dan bolsas de comida sólo si tienes el carnet de la patria, que te define como oficialista. El aparato militar y la policía, además de reprimir, está involucrado en redes de asuntos ilícitos. Maduro permite a la alta dirección del Ejército enriquecerse descaradamente con el mercado negro y los sobornos a las importaciones, pero también con una empresa militar específica para la explotación ilimitada de la riqueza mineral del subsuelo. La apertura de nuevos territorios a las multinacionales provocará un genocidio de los nativos y destruirá el medio ambiente. Ya ahora buena parte de Venezuela, sobre todo el sur –los estados Amazonas, Guárico, Apure, Bolívar y Delta Amacuro– está en manos de delincuentes, mafiosos, narcotraficantes, irregulares armados, guerrilleros colombianos y paramilitares.

Más tarde regreso al sillín trasero de Tilta: cruzamos la ciudad a una velocidad vertiginosa, haciendo un espeluznante eslalon entre los automóviles y entramos en Petare (al extremo este de la ciudad): pequeñas casas de ladrillo, a veces reducidas a bloques de cemento, madera, plástico, todo apilado entre la mugre. Con la moto, Tilta se desliza por senderos y sube escalones, al final entra en un garaje improvisado. Lo cierra inmediatamente con un candado. Bajamos y tomamos un sendero muy estrecho entre indefinibles tufos húmedos y miserables. Llegamos a una sala donde nos espera Gelson sentado frente a un altar con muchas estatuillas de cerámica que representan santas coquetas, bronceados indígenas con arcos y flechas, madonas, generales, negros con machetes, niñitos Jesús... también hay un tipo con bata de médico, un piel roja y un vikingo barbudo. Una gran vela azul arde. Gelson me hace sentarme, me ofrece un cigarro –lo enciendo por cortesía– y un vaso de licor. Es muy fuerte y seco, huele a hierba o a madera macerada, tiene un vago toque de tequila.

—Es cocuy, un destilado de agave, un poco menos de 50° —dice Tilta.

Veo a Gelson mirándome a través del humo de su cigarro. Para romper el hielo, utilizo las sugerencias de mi tío y pregunto si la vida en esos barrios pobres ha mejorado con el chavismo.

—De vez en cuando ha llegado algo de asistencia social y mucha retórica. Pero también han armado y protegido a los colectivos. Son unas bandas que ahora actúan por su cuenta. La diosa dijo muy pronto que Chávez estaba engañando al pueblo. Al principio, en la Corte Libertadora, junto a Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, Rafael Urdaneta y Rómulo Betancourt, estaba su retrato, pero lo quitaron. La población ahora está hambrienta y sedienta. Falta todo, incluso medicamentos y los servicios públicos más básicos. Nadie cree en el gobierno, lleno de gente corrupta, que además envía periódicamente a la policía para reprimir a los que tienen el valor de protestar. Aquí los niños dejan la escuela para convertirse en carteristas o narcotraficantes...

Pregunto quién es la diosa.

—Ella, la reina, María Lionza —dice Tilta, señalándola.

En el centro del altar la estatuilla más grande representa a una mujer morena; semidesnuda, cubierta sólo por un velo celeste, coronada y montada en una danta, levanta en alto algo.

—Es un hueso pélvico femenino. A su lado están el Indio Guaicaipuro y el Negro Felipe. Juntos forman la Trinidad venezolana. Ellos son los Tres Poderes.

Tilta intercambia una mirada con Gelson y añade:

—Tú tienes que encontrar la pista de tu italiano. Nosotros queremos hacerle unas preguntas a la diosa. Tú puedes ser el intermediario y todos tendremos las respuestas que buscamos.

Esa noche la motociclista burla a la guardia del hotel y –comiéndose un semáforo tras otro– me lleva por avenidas casi desiertas. Luego frena frente a una librería en la Plaza Altamira.  

—Esta es la resistencia. Salen aunque no se pueda, aunque sólo hayan cenado una sopa. Esta noche celebran a un escritor especial, José Balza. Le han publicado una colección de cuentos. Él nos enseñó a leer, escribir, escuchar música y ver películas. Ven, entremos.

Tilta saluda a todos y sonríe feliz. Es muy bonita cuando sonríe. La acera frente a la librería está iluminada por cientos de velas multicolores. La gente conversa en la calle, con un libro o un vaso en la mano, en un desafío para recuperar centímetro a centímetro la noche de Caracas.

 

5.     

Me encuentro con un correo electrónico del bufete: agradecen las fotos del cementerio y me envían la dirección de un empresario venezolano que recordaron. Dicen que está muy conectado –metido en todas partes– y podría serme útil. Pero Tilta se niega a llevarme allí, juzgándolo como un espantoso bolichico, es decir, un exponente de la burguesía bolivariana desenfrenada nacida con el chavismo, y tengo que ir en taxi. El edificio es gris y está muy bien custodiado: hay un ascensor que sólo conduce a las plantas superiores, donde se encuentra la oficina financiera. Sigo al guardia armado que me acompaña a través de un laberinto de pasillos y habitaciones con puertas abiertas. En una hay un tipo durmiendo, en otra los soldados están jugando dominó y otra más está llena de paquetes. Luego llegan las secretarias y finalmente la sala de espera frente a la oficina del jefe, custodiada por un ujier. Iván Gabriel me recibe de lo más cordial. Es lo contrario de lo que esperaba: joven, robusto, unos años mayor que yo, vestido casualmente (casi modesto), la energía le sale por todos los poros. Detrás del escritorio hay tres grandes retratos: un Bolívar casi mulato, Chávez con el puño en alto y el Che Guevara pescando. Aquí sí que las fórmulas de mi tío pueden serme útiles. Me pregunta cómo me pareció Caracas. Por supuesto que no le digo. Al contrario: le suelto lo de las dificultades de un país sometido a la guerra económica por el Imperio. Pero me corta en seco:

—Es apenas un período. Hacemos y haremos buenos negocios con todos, hasta con los Estados Unidos.

Le doy la información que tengo sobre Giuseppe Foglienzi y le pido en nombre de la empresa que rastree a la familia. Llama a un colaborador y le pasa la tarea. Más allá de las ventanas de la oficina se puede ver el valle de Caracas, la gran montaña, el cielo cubierto de nubes blancas.

—Vas a conocer esta ciudad. Haré que te recojan en el hotel hacia las siete.

Otro que no tiene miedo de salir por la noche.

La lujosa Hummer en la que se mueve Iván Gabriel tiene un equipo de discoteca y suena Guaco, la “Súper Banda de Venezuela”. Esta “todo terreno” es precedida y seguida por dos carros llenos de guardaespaldas. Iván Gabriel me presenta a su novia, una delicada chica envuelta en sedas vaporosas. También él está bien vestido. Cenamos en la urbanización Las Mercedes, en un restaurante de carnes –especializado en asado a la llanera– con finos vinos argentinos y chilenos. Hay de todo y más. Y se nota más aún en el contexto de la carestía. Iván Gabriel es muy simpático, bromea sobre cualquier cosa, hasta sobre Maduro, a quién no le ahorra ni una burla. Hace reír hasta a su etérea novia. Luego vamos a un bar de moda con música bailable e Iván Gabriel me lleva aparte y me pide un favor: debo seguirle el juego y confirmar que al día siguiente tenemos que salir de Caracas juntos por negocios confidenciales, volveremos al día siguiente. La novia es de la altísima sociedad y el proyecto personal de Iván Gabriel no la incluye. No me gusta mentir, ¿pero puedo decirle que no?

Nuestra caravana blindada recorre la ciudad fantasmagórica, llevamos a la novia a casa y cuando estamos solos Iván Gabriel saca un pendrive y me muestra en la pantalla interior de la Hummer su “proyecto personal”: una morena muy grande, que parece salir de un cómic escabroso, retratada con un bikini microscópico. Confortado por la perspectiva de tal compañía, me concede con generosidad que le pregunte qué quiero. Y yo, con mi inefable carota, le digo que siento no poder moverme por el país y que he oído hablar tanto del Parque Nacional Canaima, la gran indicación turística de mi tío.

—Claro —dice sin pestañear—, si ahí están las fuentes del Caroní, el río que nos da electricidad. Tienes suerte, realmente tengo que enviar a uno de los míos para que considere comprar una casa de campo y un pedazo de tierra. Ahora no hay casi turismo ya, pero volverá y hay que estar preparado. Puedes ir con él. En un vuelo regular hasta Puerto Ordaz y luego en una avioneta.

Es una locura, pero en realidad dos días después llego a Canaima, al pie del Macizo Guayanés. El pequeño aeropuerto está medio vacío. Dicen que solo vienen algunos en los fines de semana. Pero en cuanto se llega al borde de la laguna el espectáculo es imponente y suave al mismo tiempo: el rugido de las gigantescas cascadas del río Carrao, las aguas oscuras y espumosas, la selva fluvial, a lo lejos los tepuyes ­–montañas de cima plana– con las finas y muy altas cascadas que descienden a lo largo de sus paredes rocosas, las palmeras que germinan en el agua, los arcoíris entre las salpicaduras y las nubes. Wilmar, representante de Iván Gabriel, pide mi opinión sobre el hotel ecológico, que me parece magnífico, a pesar del descuido, con ese increíble paisaje frente a él. Busco un guía con canoa, pero me dicen que falta gasolina. ¿Cómo es posible, si Venezuela tiene las mayores reservas de petróleo del mundo? Parece que llega poca y va a parar a las minas de oro ilegales. Al final, gracias a Wilmar, conseguimos algunos bidones. Salgo de Ucaima y me quedo fuera todo el día, alrededor del Auyantepui. Por la noche estoy rendido, pero aún no me recupero de la maravilla. El único lugar abierto es una cabaña con un grupo de rusos gritando, bebiendo y cantando. Es el único ruido bajo las estrellas sin fin. Salimos al día siguiente muy temprano en el avión.

 

6.     

Hay unos 350 kilómetros para llegar desde Caracas al estado Yaracuy, en la montaña de Sorte, el palacio natural de María Lionza. Los caminos son buenos y no dan miedo, pero Tilta corre como un demonio y adelanta a todo el mundo. Por suerte cada tanto nos detenemos. Entonces puedo preguntarle sobre el ritual.

—El hermano Gelson dice que puedes servir, pareces el tipo justo. Necesita una persona de afuera de Venezuela y extraña al culto. Te vamos a velar mientras duermes. No te preocupes, no correrás ningún riesgo.

—¿Pero tú crees en eso?

—Yo no creo en nada —me contesta con una mueca—. Vamos a entendernos: Chávez era supersticioso, con él se puso de moda la santería cubana, su tumba es un destino de peregrinación. Pero quiero que la dictadura termine y si la diosa habla, eso ayudará. Que una cosa quede clara: la diosa es sólo luz y bondad. No tiene nada que ver con la brujería.

—Háblame de María Lionza.

—Viene de la madre indígena del agua y de la selva, la Yara, pero es un culto sincrético, es también la anaconda, Yemayá, la Virgen María y quién sabe qué más. La onza que la protege es el yaguarondi, un felino salvaje. La pintan a horcajadas sobre una danta, es decir, un tapir. Guaicaipuro fue un cacique de la resistencia indígena contra los conquistadores, Felipe un negro antiesclavista rebelde del siglo XVI. Creo que simbolizan las razas que se han mezclado en los venezolanos. Luego están las Cortes de Espíritus que los acompañan, pero es una larga historia.

Por fin llegamos a la montaña de Sorte. Encontramos altares bajo cortinas y marquesinas y también en mampostería. Hay una colorida explosión de estatuas, bustos e imágenes, como las que vi en Petare, con velas multicolores encendidas, ofrendas de flores y frutas. Cruzamos un río y encontramos al grupo de Gelson esperándonos. Allí dejamos la motocicleta y subimos la selva, hacia el portal sagrado, en una fuente, en medio de la espesura del monte. Nos encontramos con pequeñas casas de metal y madera, tan grandes como colmenas, con imágenes en su interior –y otras estatuas al pie de grandes árboles– y dibujos realizados con ceniza o yeso en los espacios abiertos del suelo. Cuando llegamos al lugar elegido, esperamos a que llegara la noche fumando puros y bebiendo cocuy. Los fieles cantan canciones acompañados por una guitarra. Al caer la luz dibujan una gran figura en el suelo con talco blanco y me hacen acostar dentro de ella, rodeándome con velas encendidas.

—Es la capilla magnética, o sea, el oráculo desde donde le vas a prestar tu voz a la diosa —dijo Tilta—. No hay nada que me preocupe. Rellenan con pétalos de flores y semillas algunos espacios donde las líneas del dibujo se cruzan.

Tilta me dio un té de hierbas mezclado con cocuy. Luego me recita susurrando, como una nana, los nombres de los espíritus de las Cortes de la Reina, empezando por la indígena:

—Urimare, Yoraco, Cayaurima, Naiguatá, Tamanaco, Sorocaima, Baruta, Churuguara, Terepaima, Arichuna, Tiuna, Paramaconi, Barquisimeto, Guaicamacuto, Jirajara, Maracay, Catia, Nurachí, Coromoto, Guaicamacuare, Yarúa, Arichuna, Paramacay…

La oigo y no la oigo, pero la veo sonreír y es muy bonita cuando sonríe. También hay una Corte de los Juanes:

—Don Juan del Tabaco, Don Juan de los Caminos, Don Juan de las Aguas, Don Juan de los Suspiros, Don Juan de los Cuatro Vientos, Don Juan del Amor, Don Juan del Desespero, Don Juan de los Encantos, Don Juan de la Luz, Don Juan del Dinero, Don Juan del Borracho, Don Juan de los Tesoros...

Y con esta letanía en la boca, me quedo dormido.

Me despierto en medio de la noche fresca y suenan muchos tambores alrededor, salidos de quién sabe dónde. Estoy en una hamaca amarrada entre dos árboles. Veo, no muy lejos, la figura dibujada en el suelo donde yo estaba, todavía llena de velas y ahora también de botellas y frutas. Bajo y me encuentro ante Tilta.

—¿Cómo fue todo? —le pregunto.

—Maravilloso. Hablaste, la familia de tu italiano difunto está en Juan Griego, en la isla de Margarita, en la costa del Caribe. Te llevará a ellos el padre Tiburcio, en el santuario de la Virgen del Valle.

—Caray, no será fácil llegar allí...

—¿Por qué? Tu amigo bolichico te encontrará un pasaje de avión.

—¿Y qué hay de ti?

—Te lo resumo, porque no te interesa el resto, el régimen caerá y será doloroso. Maduro debe asumir su segundo mandato en enero del año que viene, ahora sabemos que no lo completará.

 

7.       

De Iván Gabriel me llega la noticia de que el único rastro de Giuseppe Foglienzi es una pizzería de su propiedad en la localidad margariteña de Juan Griego. Parece que estoy destinado a excursiones muy rápidas en mis días venezolanos. En el santuario de la Virgen del Valle encuentro al Padre Tiburcio. Viejo y casi sordo, recuerda bien a Giuseppe. Sabe que ha fallecido y me da una dirección. Así me topo frente a Migdalia y a su hijo. No es fácil superar sus recelos, pero me esfuerzo y al final confían en mí. Giuseppe tuvo un infarto fulminante en Caracas, donde habían ido a acompañar a su otro hijo, que se marchaba a vivir al extranjero. La pizzería ahora está a nombre de sus hijos: llevan su apellido, pero tuvieron que cerrarla por la crisis. Foglienzi no quería saber nada de Italia, no tenía ningún vínculo allí. Pero ella había preparado una carpeta con algunas hojas en italiano. Echo un vistazo: cartas, documentos antiguos y algunas fotos descoloridas.

—Era para Italia, en caso de que alguien apareciera, así que puedes llevársela.

Es mucho más de lo que esperaba. Les aseguro que nadie los molestará. Y no me hago un selfie con ellos. De hecho, lo decido inmediatamente: no diré que los conocí. La casa es bonita, desde las ventanas se puede ver el mar. Sus rostros también son serenos. Les cuento que vi la tumba de Giuseppe en Caracas.

—Esa fue una formalidad. Lo incineramos y esparcimos sus cenizas aquí en el mar abierto.

Juan Griego es una hermosa bahía con lagunas y una fortaleza y montañas al fondo –en la parte norte de la isla– cerca de hermosas playas. No será difícil recuperarse cuando los turistas regresen. Quizás el otro hijo emigrante regrese también para dirigir la pizzería.

Vuelvo rápidamente a la capital porque se me acabó el tiempo. Luis Alberto y Florángela están muy contentos de que haya cumplido mi misión y sobre todo de que no me haya topado con ningún malandro, los famosos criminales locales. Hasta el niño agita las manos y grita de alegría. Bien, si es así, quiere decir que hay algún futuro. Tilta aparece en el último momento. Bloquea el taxi con su motocicleta para darme una botella de cocuy artesanal.

–El año que viene habrá una celebración. Así que tal vez la próxima vez no invites a las chicas a un cementerio.

Ni siquiera se quita el casco, que tiene la visera baja. Pero sé que sonríe.

 

 

 

Nota: El relato, escrito en 2018, se publicó en italiano en la revista “Limes” n.3 de 2019. Ha sido traducido por dos venezolanos: Sandra Caula, que vive en España, y otro que, por vivir en Venezuela, prefiere quedar en el anonimato.

Escrito en Sólo Digital Turia por Danilo Manera

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