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Configurar sentido descendente

La verdad criminal de nuestra historia reciente

28 de mayo de 2021 08:46:35 CEST

Entre 1945 y 1946 tuvo lugar en Núremberg el largo proceso que sentó en el banquillo a una veintena de nazis implicados, en diferentes grados, en las matanzas y todo género de delitos de los que fue autor consciente un amplio elenco de alemanes encabezado, entre otros, por Adolf Hitler. En el banquillo se sentaba Hans Frank, abogado, ex ministro del recién derrocado régimen, y responsable, entre otras muchas acciones criminales, del asesinato de tres mil quinientos judíos, ejecutados al borde de una fosa donde se enterraron, amontonados, los cadáveres, en las cercanías de la ciudad entonces polaca conocida como Lwow, Lvov, Lviv o Lemberg. Así como de la deportación de muchos más a los campos de exterminio.

De Lemberg, y de sus proximidades, donde ejerció su letal dominio Frank como gobernador, provenían, y allí habían residido y llevado a cabo parte de sus estudios, Hersch Lauterpacht, catedrático de derecho internacional afincado en Inglaterra; Rafael Lemkin, fiscal y abogado, que ejerció la casi totalidad de su carrera profesional en Estados Unidos; y Leon Buchholz, abuelo por línea materna de Philippe Sands, autor de Calle Este-Oeste, un extraordinario trabajo que destaca por su cuidada y exhaustiva documentación, y por su habilidad narrativa.

Sands (Londres, 1960) es profesor de derecho internacional en el University College de su ciudad natal; y ha jugado un importante papel en los juicios llevados a cabo en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Corte Penal Internacional de La Haya, referidos al más reciente conflicto yugoslavo, al genocidio ruandés, a la invasión de Irak, a Guantánamo, o al dictador chileno Pinochet. Ha escrito ensayos sobre la ilegalidad de la guerra de Irak o el uso de la tortura por parte del gobierno de Bush. Seis años de arduo trabajo, según explica al final de Calle Este-Oeste, le han llevado a elaborar una suerte de quest o de ensayo narrativo que tiene mucho de detectivesco, de thriller, de indagación sobre el horror del siglo XX, lo que facilita su lectura pese al acopio de datos –el listado de las fuentes utilizadas, las notas, los créditos de las más de setenta ilustraciones y mapas, y el índice analítico que acompañan la edición, ocupan casi un centenar de páginas.

Además de reproducir una buena parte de los debates internos del juicio de Núremberg –haciendo hincapié en las intervenciones de jueces, fiscales, abogados y de algunos de los acusados (Göring, Ribbentrop, Rosenberg, Speer o el propio Frank, entre otros)-, Sands recoge opiniones y testimonios de descendientes directos de algunos de aquellos personajes. Uno de los más interesantes es el de Niklas Frank, que no sólo abomina de su padre, sino que todavía hoy mira cada día la foto de su cadáver, efectuada instantes después de ser ahorcado en Núremberg: “Para acordarme, para asegurarme de que está muerto” (p. 493).

Pero sin duda hay tres componentes que colman el interés de este trabajo: la biografía y la descripción del quehacer intelectual y político de Lauterpacht y de Lemkin, y la indagación en el pasado familiar del autor, a medida que, tardíamente, lo va descubriendo. Todo ello relacionado con la raíz común en la región de la Galitzia polaca –hoy ucraniana- donde Frank –del que también se nos dan muchos detalles de su vida personal, militar y política- ejerció un poder destructivo. Lauterpacht y Lemkin, con sus seguidores en el campo de las ideas referentes a la aplicación de la justicia universal, fueron los “creadores”, respectivamente, del concepto de crímenes contra la humanidad y del de genocidio. Sands no elude cualquier aportación que explique el auge merecido de ambos términos y la importancia de su relevante aplicación en muchas de las acciones y de los análisis ejercidos con posterioridad a la fecha de Núremberg. Un solo ejemplo: la noción de genocidio tiene sus antecedentes en la de “Völkermord” (asesinato de pueblos), que ya formuló el poeta August Graf von Platen en 1831, y Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, cuatro décadas más tarde (p. 253). Lauterpacht y Lemkin enfrentaron ambos conceptos, intentando imponer cada uno la supremacía del suyo, lo que hace que Sands concluya que en buena medida se complementan y revisten la misma vital importancia en la consecución de un mundo más justo.

A esas indagaciones sobre personajes fundamentales en la construcción de nuestro universo judicial contemporáneo, se une, como ya he dicho, el descubrimiento progresivo de unos antecedentes familiares semitas, del que los ascendientes han preferido ocultar los detalles en un intento por superar la marca indeleble grabada en sus vidas. Sands averigua que una buena parte de sus predecesores perecieron víctimas de la Shoah. En cuanto a los que escaparon de ella, han preferido, como su abuelo Leon, adoptar el silencio, en un singular rescate de sí mismos que resulta imposible: “Es solo que hace muchísimo tiempo decidí que esa era una época que no deseaba recordar. No he olvidado. He decidido no recordar” (p. 427), manifiesta el anciano, con delicada sutileza.

Sands ha viajado también a los lugares donde los hechos evocados tuvieron su desarrollo para constatar que, en muchos casos, se ha intentado cubrirlos de un velo que esconde la vergüenza o la ausencia de crítica, si no una ridícula parodia. Así, cuando, de visita en la actual Lviv ucraniana, el autor descubre, cercano a las ruinas de la sinagoga construida a finales del siglo XVI y destruida por los nazis en 1941, un restaurante judío llamado Golden Rose en una ciudad donde no sobrevivió ningún representante de esta nación. Los comensales, a los que observa, cenan ataviados como judíos de la década de los veinte: sombreros negros y toda “la parafernalia asociada a la comunidad judía ortodoxa. Nos quedamos horrorizados [le acompaña su hijo]; era un lugar para que se disfrazaran los turistas, que al entrar cogían las características prendas y sombreros negros de unos colgadores situados justo dentro de la entrada principal. El restaurante ofrecía comida judía tradicional –junto con salchichas de cerdo- en un menú en el que no figuraban los precios. Al final de la comida, el camarero invitaba a los comensales a regatear el precio” (p. 505).

La supuesta comicidad de la interesada parodia no puede ser más ofensiva ni infame.

 

Philippe Sands, Calle Este-Oeste. Sobre los orígenes de “genocidio” y “crímenes contra la humanidad”, traducción de Francisco J. Ramos Mena, Barcelona, Anagrama, 2017.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Giménez Corbatón

Circunvalar lo extraño

30 de abril de 2021 14:31:47 CEST

 

Hablaba Szymborska, en su discurso después de la concesión del premio Nobel, de la duda, de la necesidad de dudar para poder entender. Hablaba del no sé como respuesta inherente a la perpetua pregunta del poeta, en este caso. ¿Cómo resolver que no hay base firme, que el tal vez es más cierto que la certeza, que el vuelo se aproxima más a nuestra respiración que el paso?, ¿cuál es la reacción ante la perplejidad o la herida? Voy a responder sin demasiada rotundidad: el silencio. Hablar y callar acaso sean dos marabuntas igualmente violentas. Y esto, este impulso preparatorio para decir o no decir, genera lo extraño. Intuyo que la escritura de Arturo Borra es una escritura perpleja, esto es, hay extrañeza en el afuera y en el adentro, por tanto, la palabra se comporta como esa extraña que intenta ser vestigio y memoria.

 

     Desde lejos (Eolas ediciones, 2020), este inquietante y portentoso libro, nos embadurna de tiempo y de fisuras: el ser que se aleja —de sí y de sus lugares— y la acechanza de un desconcertante vacío: «late en mí / el desfiladero».

     El libro se inicia con dos acertadísimas citas de Simone Weil y René Char, que abren el orificio de dos irrevocables agujas que el poeta henderá en los versos: extranjería e incertidumbre. Estos topos son la lanzadera de las lesiones que se van apelmazando en los versos: la inconsistencia, el miedo, la distante cordura, la suciedad política y social, etc.; y también, cómo no nombrarlo, ese reducto que es el amor desde donde poder visitarse a uno mismo y mantener la dignidad —y la esperanza.

     No hay secciones; la lectura se ofrece en su desbordamiento como una fronda repleta de alegorías o de refuerzos sintácticos desmembrados por la barra interna de muchos de los versos. Así mismo, los poemas encierran en corchetes sus títulos —concisos, esenciales, en su gran mayoría una sola palabra—; visualmente actúan con tal rotundidad que la lectura que a continuación se inicia ya proviene de un cierre, de una extenuación. Cabría insinuar que los signos ortotipográficos son actantes, no solo especifican sino que explican y se comportan como verdaderos nutrientes del contenido.

     Intuyo, nuevamente, que de entre los bellos y perturbables hallazgos que podemos encontrar en la escritura de Arturo Borra está esa atmósfera reconocible e íntima que se ancla al grumo desnudo de la inocencia. ¿Cómo, si no, las incesantes preguntas, la infancia en carne viva —y su expulsión—, el no retorno a nada, la extranjería ubicua o el dolor por aquellos que pierden la vida durante las extenuantes travesías para, paradójicamente, poderla mantener?

     En el magnífico texto introductorio de Alfredo Saldaña se trazan sabiamente las constantes que permanecen en la poesía de Arturo Borra. Repasando alguno de los libros anteriores del poeta, leemos en Para trazar lo imposible: «[...]Hacer del tránsito / una patria oscura» o «Si no nos expusiéramos al viento, ¿cómo podríamos sentirnos acariciados por lo lejano?». El viento, efectivamente —y como también apunta Saldaña—, actuaba como un desfibrilador reactivando la andadura, aun a pesar de la liviandad del paso. En Desde lejos también cruza —el viento— los versos como habitante interno, pero es el vacío o el hueco la gran fosa que detona la palabra. «[...]Para no callar/, escribir la hendidura», nos encontramos en Todo tanto; «Que el vacío se convierta en lugar de lo naciente.», oímos en el primer poema de Desde lejos.

     La palabra, que nombra y vacía, su no lugar y sus ocultos desdoblamientos, ¿acaso puede deambular como un eco sorprendido en donde la sustancia —el es— pueda significarse?; ¿puede retener en su vastedad el preciso hematoma que produce lo extraño? La razón poética (María Zambrano), tal vez condensada en el intento, abre pozos en el pozo, hay en ella un «irse vaciando en el vacío» (Clara Janés).

    No es en balde que Arturo Borra incluya cuatro Poéticas en Desde lejos —hay que tener en cuenta sus ensayos publicados sobre el lenguaje poético y el exilio— y dos Sabidurías. Las primeras articulan, curiosamente, un posicionamiento vital que deja —¿al margen?— la reflexión sobre el lenguaje, de manera que el poeta, sabedor de su impostura pero también de la necesidad de este, la disemina, como si se tratase de perdigones, por todo el libro —así el título de muchos de los poemas: [Idioma], [Lengua muerta], [Palabra desamarrada], etc—. En las Sabidurías, volvemos a lo inicialmente apuntado, la duda: «yo no sé quién sabe qué / qué yo/ quién / decime vos que vas preguntando / sin voz», en la primera; «¿Y quién sabe morir?», en la segunda. Es inevitable entrar en los Libros Sapienciales y leer lo siguiente: «De improviso hemos sido engendrados, | y después de esto seremos como si no hubiéramos sido [...]» (Sabiduría 2,2). La muerte es ese paseante mudo que alumbra nuestro eco y del que no sabemos nada salvo su existencia cierta; así, la desaparición sucede como un desalojo callado. También la oscuridad —esa materia que se revela en el morir— es aliento en los versos de Arturo Borra: «No importa que la penumbra sea: / así se confunden los pasos / que llegan desde lejos / como un ritual de despedida». El poeta bordea el filo de la oquedad en la lengua e incesantemente pregunta, y se pregunta, cómo se regresa, y quién lo hace.

     Pongamos que vuela, la palabra, como el jazmín en noches lentas. Pongamos que, como apuntó Rilke, desemboca en silencio. Arturo Borra, extraño de sí mismo y de su voz, ausculta la naturaleza del ser, disecciona hábilmente las incisiones dolorosas que nos perforan, deambula lejos para comprender que el afuera también convierte la palabra en hueco —«[...]todo barranco es más real / que la cercanía.»—; de lejos delimita magistralmente los cercos de la memoria —lo expulsado que permanece— y, de lejos, da cuenta de los registros perdidos que le instan a reconocerse.

     También desde fuera urde el recuerdo de la infancia —modismos y giros de su tierra natal e imágenes devueltas al ahora—. Con el lenguaje busca la casa en silencio: «un solcito/ un árbol/ otra palabra / que abrazar/ manto verde / para cubrirse del desierto» y en esa distancia reconstruye la mirada: «aprendiendo a mirar / desde lejos». Extrañar lo vivido acaso retumbe como una onda en el agua que agranda su movimiento, pues allá están los sonidos irrompibles que siguen acuciando al rumor del presente (es inevitable recordar aquí aquellos matices consternados del Libro del desasosiego, de Pessoa).

     Esta escritura limada en el vínculo sobrecogedor de la propia imagen, que expone, apabullante y precisa, la carencia de abrigo, se refleja en el lector como si se tratara de un espejo. Solo cabe circunvalar los intensos poemas que nos brinda su autor y, acto seguido, estremecerse y asistir a un ritmo despiadado de lucidez, de belleza y, si acaso, de desazón.

     «¿Y quién no arrastra sus lechos secos, zonas baldías donde depositamos las pérdidas?», nos dice Arturo Borra.

     ¿Quién no lo hace?

 

 

 

                                                    

Arturo Borra, Desde lejos, León, Eolas Ediciones, 2020.

    

     

Escrito en La Torre de Babel Turia por Lola Andrés

 

 

On the wayward ways of this wayward town,

a smile becomes a smirk

Cole Porter

 

 

 

 

 

 

En su libro Escuchar a Bajtin (1986) Iris Zavala rescata el concepto cronotopo, “una conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura” (pp.116). Siguiendo al teórico ruso, Zavala pone el acento en el espacio y el tiempo como formas de la realidad del género novelesco, y vuelve sobre las premisas que buscan explicar los enlaces y desligues de los nudos argumentales; la génesis de nuevos cronotopos a partir del principal, y el cambio de posición del lector, quien se convierte en atrevido cartógrafo que traza el mapa de las distintas dimensiones de la historia.

Todo lo anterior nos ofrece una perspectiva desde la cual leer la nueva novela de Óscar Marcano, Los inmateriales (Pre-Textos, 2020). El centro del relato es la historia de Raimundo Lucio, mochilero caraqueño que recala en París, en 1985, luego de fracasar como poeta. Diversas circunstancias le persuaden de no continuar hacia Madrid, abandonar la aventura y permanecer en la capital francesa. Mundo, como le llama su amigo Thierry, trabaja como canguro para sobrevivir; cuida a varios niños, entre ellos a Mirabelle, la pequeña sin habla que trastocará su vida.  Cuando no está trabajando, nuestro protagonista persigue la ciudad de su escritor fetiche, Henry Miller, y, como una suerte de Brassaï caribeño, dispara su Pentax mientras explora con idéntica paciencia e interés la misma fila de cafés, cabarets y cines retratada por el neoyorquino. El flâneur pasea sin rumbo por la ciudad y la hace discurso en las conversaciones con los distintos personajes que marcan el tono y tempo de la novela. 

Son inolvidables las largas charlas con Thierry sobre sus experiencias en Venezuela, y muy especialmente sobre Chet Baker y otros miembros del cool-jazz, cuyas interpretaciones, sones y fraseo acompasan la historia, desde el “to be cool” de la relación del francés con Cazuza, hasta las notas del hard bop, cuyas improvisaciones a pleno pulmón, sonidos cálidos y ritmos explosivos, dan cuenta de los cambios vitales de nuestra pareja de amigos. Entre Mundo y el franchute no hay palabra sin respuesta, aunque esa respuesta sea el silencio, un secreto, un gesto de desaprobación o una discusión grupal; como las que se suceden alrededor de la figura de Tricia: “Inquieto, el franchute me patrulla con la vista. Quiere contener mi falta de tacto. No me mires así, lo atajo. Si no lo digo, se me duermen las nalgas” (pp.173).

Mención especial merece la amistad de Raimundo con El Compadre, el virtuoso hidrocálido que estudia guitarra en Le Cim, “una escuela de jazz del Dieciocho” (pp.199).  Con Cuauhtémoc conoce otros aspectos de la vida parisina y disfruta una velada musical a la altura del Birldland, el Blue Note, el Village Vanguard o cualquiera de las catedrales del jazz (pp. 299). 

Como ya hiciera en su primera novela, Puntos de sutura (2007), Óscar Marcano vuelve a sorprendernos en Los inmateriales con una historia en la que el olfato es pieza clave para desentrañar los significados ocultos tras diversos velos. Raimundo reconoce los olores y es su nariz una especie de nocturlabio que prefija el tiempo de vida de una estrella: abundan el recuerdo de Je Reviens, perfume que evoca el olor de su madre y que busca en cada mujer; pero también el barrunto de heces de los clochard, los aromas de aluce, ilice, trilice, pondolo y minolo de la dama de pies romanos; el acre aroma de la entrepierna de la mujer-holograma “que [le] chupó el veneno” (pp. 264), y  el insoportable tufo de Pierrot que tanto excita a la garota

Sobre el privilegio de los sentidos llega el logos, como una memoria de extraños espacios que desde el origen está conectada con aquella exposición “que curó Lyotard en el Pompidou” (pp. 18), indagando sobre cualidades desconocidas de la materia.   Al igual que en la arquitectura donde una obra no se completa sino cuando es habitada, el gran acierto de Los inmateriales es que se construye definitivamente al ser leída. Emulando a  Rayuela, la novela de Marcano es protagonista de sí misma, y puede comprenderse de varias maneras: secuencialmente, capítulo a capítulo, siendo testigos de la transformación de Raimundo y de cómo recupera el centro perdido al volver a Caracas e intentar desentrañar el misterio de la (in)existencia de “Hugo”, ese extraño compatriota que viajó a París en 1907 y conoció “a Modigliani, a Picasso y a Matisse” (pp.493), estudió pintura en la academia de la Grande-Chaumière, y dejó un legajo de memoria fragmentada solo inteligible tras la performance de Perán.

Otra posibilidad es El Manuscrito que Casimir, el brocanteur, lega a Raimundo, y que explica tanto la novela como su contexto interno, gracias a las voces que pueblan El Mogador y el Caves Saint-Gilles, bares en los que nuestro protagonista alterna con interlocutores de paso y habitués. Como en un juego de espejos cuya representación es fiel solo en apariencia, el espacio y tiempo conocido del Saint-Gilles perderá nitidez con los años. Y los errants de El Mogador (el soldado colombiano, Fanny y Julliette, o el converso de Praga) ofrecerán las únicas pistas verosímiles con las que el narrador va trenzando el hilo invisible que une a Raimundo con “Hugo”. Si el pintor  enlaza un objeto de estudio tras otro: la luz, el color, las texturas; las necesidades del cuerpo y las bondades de los personajes que le rodean en dos “libros” aparentemente incompletos: las cartas y la experiencia del viaje, “con la letra hológrafa sobre el papel traslúcido” (pp.9), y con el “Dios te ama” impreso sobre “el objeto liso, chato, cuadrado, de horrible goma color hueso” (pp.529), el joven arquitecto se detiene en las particularidades de su falta de afecto familiar, las costumbres de la población y un catálogo de ser curiosos y raros. Junto con ello se introducen reflexiones acerca de diversos temas filosóficos, científicos, políticos, que lo conducen al conocimiento de sí mismo y al encuentro con su verdadera identidad, sin subterfugios ni miedos.  

Hemos dicho que Bajtin llama la atención sobre el cambio de posición del lector en la novela. Y tenemos que insistir en que este es precisamente uno de los mayores aciertos de Óscar Marcano en Los inmateriales: la historia que es contada, el cómo se cuenta, pero también la experiencia de su lectura.  Aunque nuestro narrador nos pasee por múltiples escenarios de la arquitectura parisina, por decenas de emociones representadas a través de las piezas de jazz; por fragmentos inolvidables del cine de culto y la literatura; por las teorías psicoanalíticas que explican la vida sexual de los personajes. Aunque exponga los secretos de los Apócrifos y repase parte importante de la historia política y plástica venezolana, nada es definitivo.  Toda la puesta en escena a la que asistimos converge en un engranaje de piezas minúsculas donde se fraguan los cambios más grandes. Tenemos que aventurarnos a experimentar que “el mejor cielo será siempre el del lector”.

Sin ninguna duda, Los inmateriales consagra a Óscar Marcano en la sólida trayectoria que iniciara en 1999 con el volumen de cuentos Lo que François Villon no dijo cuando bebía (publicado después con el título Solo quiero que amanezca -2002-), y que ha crecido exponencialmente con Inecuaciones (1984), Sonata para una avestruz (1988), Cuartel de Invierno (1994) y Puntos de sutura (2007).

 

Óscar Marcano, Los inmateriales, Valencia, Pre-Textos, 2020.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por María Elisa Núñez

Entender el pasado de Teruel

30 de abril de 2021 14:16:44 CEST

“La caballería villana del Teruel bajomedieval” es una monografía que promete exactamente lo que da: un estudio de calidad sobre la élite turolense de Teruel durante los siglos XIII-XV. Maravillosamente documentado, el autor a través de un sólido corpus metodológico aporta una mirada crítica y compleja a la medievalidad turolense, sin que, por ello, se pierda en ningún instante una lectura fluida y asequible tanto para el historiador como para el que se inicia en estos menesteres. Esta fluidez se consigue, en gran medida, gracias a la decisión del autor, Alejandro Ríos Conejero, de establecer capítulos diferenciados que exploran cada uno de los aspectos de la caballería villana. De esta forma, se consigue entender en toda su complejidad tanto el papel como la evolución de este grupo a través del tiempo, gracias a su definición y caracterización en todas las esferas.

La primera pregunta a responder es obvia ¿qué es o quién puede ser parte de la caballería villana? La respuesta se encuentra en el capítulo dos: aquel que, con una propiedad intramuros de la ciudad, pudiera costearse tanto la panoplia militar como una montura. No es extraño ni a nadie sorprende que un caballero sea aquel que tenga un caballo y pueda ir con él a la guerra. Y es que, es precisamente el contexto bélico del siglo XIII, marcado por la expansión de los reinos cristianos sobre la península, lo que tradicionalmente se ha llamado como “reconquista”, el que permite el crecimiento de este grupo. Teruel nace en 1177 como una villa de frontera, y como tal y siguiendo la norma de la época, es favorecida para facilitar la repoblación de este enclave. Pero, los privilegios no sólo se otorgan a la ciudad en sí, sino que habrá un grupo en su seno que saldrá ampliamente favorecido: la caballería, aquella que permita a los monarcas, Alfonso II y Jaime I, no solo defender Teruel sino también atacar a los territorios enemigos.

Pero el papel del caballero no sólo se centra en el ejercicio bélico, sino que también se desarrollará intramuros y en el seno de la política. Pues uno de los privilegios de este grupo fue el acceso y posterior monopolización de los cargos públicos y del concejo turolense. Es así como la caballería villana llega al poder desarrollando a su vez una cultura y una ideología propia que justifica su predominancia. Bien como defensores de la ciudad frente al enemigo común o como intermediarios entre el poder real y la villa, los caballeros controlaron Teruel, enfrentándose, tal y cómo lo narra el capítulo cuarto, y lo ejemplifica el quinto, los unos a los otros. Apasionante es el juego de poder y las dinámicas que allí se tejen que involucran a los apellidos más famosos de aquel entonces, y que, a día de hoy, aún resuenan.

En conclusión, esta obra es sin duda de lectura obligatoria no sólo para los que quieran entender el pasado de Teruel, sino para aquel que sea amante de la Historia, ya que es un ejercicio histórico excelente no sólo por sus tesis, sino por el gran ejercicio de archivo que hay detrás de cada letra escrita.

 

Alejandro Ríos Conejero, La caballería villana del Teruel bajomedieval, Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Vanessa Pozo García

La experiencia de la lectura y la intensionalización de la extensión, bajo el amparo de la teoría de los mundos posibles, tal y como destacó el Tomás Albaladejo (y más allá de las relaciones semántico intensionales, sintácticas o estilísticas del texto), encuentran su verdad narrativa en el pacto de ficción, si es que no queremos retrotraernos al asunto de la verosimilitud. Una cuestión compleja, objetivo de la crítica moderna y contemporánea en asuntos de narratología, y con particular peso en Darío Villanueva o José María Pozuelo Yvancos, entre otros, dentro del perímetro nacional. En el fondo no deja de ser la novela una representación y pacto entre los discursos y sus formas simbólicas, analógicas, o mundos generados como modelos posibles que su ficción propone y el lector reconstruye desde su pragmática vital. A veces, aquellos tiempos de la experimentación proponen retos al lector acomodado, aunque sin ocultar el propósito de fondo.  El sueño de Torba gira obsesivamente sobre un asunto y se hace alegoría del mismo. Rafael Soler (1947) lo postula así desde un recogido mundo de personajes (un breve puñado solamente), o vidas que se ofrecen al lector, si bien marcadas por ese actante principal que iremos desvelando en parte. Son unos personajes cualesquiera, sin más, profesores de un instituto de enseñanzas medias (no solo), de mujeres (Berta, Clara, Teresa…) y hombres (Jorge, Jaime, Vicente, José…), profesionales que ejercen su labor en una ciudad desconocida (también en Laxe en la Costa de la Muerte, no elegida al azar precisamente), marítima sin duda. Así asistimos al proceso de la revelación de su contrapunto y encuentro vital. O, si prefieren, a cómo sabemos algo de sus vidas a través de rápidos diálogos (pero sobre todo del secreto imantador, abisal, o eje de la significación), desnudos, donde se transparenta lo esencial para el lector y cuanto Bremond denominó el momento estratégico…o breves ráfagas donde se anuncia la síntesis del propósito del autor, sabiamente velado. En los diálogos de Soler, a veces con los asideros justos, asistimos a los enigmas o quid (debemos estar muy atentos a ellos). Y a través de ellos al ser, al asunto y acción de la novela, sin más, en su fenomenología (pero también en su poesía). Así, sin apenas espacio para la voz del narrador, esos diálogos y juegos, también pequeñas incursiones del mismo, diarios incluidos, surgen rápidas escenas perfiladas con un estilete donde todo se concentra. Y espacio en el que se van revelando circunstancias, hechos, amores o sospechas, enfermedades y pulsiones (atención a esto). O incluso, aunque no sea exacto, dejando espacio para un Rolls en su papel casi de Mcguffin hitchcockiano (aunque luego resulta mucho más relevante de lo esperado), y sin que pueda desvelar nada más allá de cuanto aquí se insinúa (también hay una misteriosa manada de agresivos perros). No se deje engañar el lector o desprecie esos guiños que ejercen de imán o foco de extramuros. Finalmente adquirirán una relevancia clave.

Rafael Soler, muy al hilo de cuanto escribió Michel Butor, postula sus textos con vistas a ser leído. Es decir, escribe con ese afán y más allá de la novela experimental que tanto predicamento tuvo en España, pues su propósito es el de contar historias. Y aunque El sueño de Torba es compleja, literaria, elaborada, no es una novela experimental, si bien el lector se encuentra de bruces con una apuesta narrativa solo apta para paladares exigentes. Y es que, si bien se ajusta a la legibilidad, guarda rastros del virtuosismo demostrativo de aquella mirada.  El poeta y narrador valenciano, ya había hecho incursiones en aquellos otros parajes llenos de espinas y dificultades, tan reclamados en aquel entonces de la transición a la democracia y aledaños. Tiempos de Miguel Espinosa y Julián Ríos, que descolocaron mucho más al lector que el Vargas Llosa de La casa verde. Ahora Rafael Soler ha sabido sortear esos peligros, más bien entonces, pues no debemos olvidar que estamos ante una novela de 1983 y traída de nuevo al ruedo para suerte del lector, pues era inencontrable. Además, y para gozo del lector, ha llegado en una cuidada edición. Se suele olvidar en demasiadas ocasiones ese buen hacer de algunas editoriales, como Olé Libros, y cuya presencia es menor de la debida.

Sin duda Rafael Soler ha ido dando pistas de esa aventura de unos de los protagonistas y de la novela desde ese yo más o menos sugerido siempre donde se transparenta el protagonista. En la última sección asistimos al sentido de todo a través de Jaime Sarduy y un coche que va al agua. De ese agonismo donde la acción apenas existe, o la evolución de sus protagonistas, frente a los matices y la red del sentido, no precisamente optimista, en ese torbellino de aspectos que giran sobre sí mismos. Dick Bogarde, el protagonista de Muerte en Venecia, del “Hortera Visconti” y de esa muerte con grandeza en una tumbona y que el protagonista, tal vez, emula. No se lo quiero desvelar. La novela de Rafael Soler, donde pasan cosas, solo habla en el fondo de una sola. Y lo hace muy poéticamente.

 

 

 

Rafael Soler, El sueño de Torba, Valencia, Olé Libros, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Rafael Morales Barba

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