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Configurar sentido descendente

Ida Vitale: “Aprendí a ser piadosa releyéndome”

Los significados parecen escritos en piedra. Luego va la poesía y rompe las palabras en mil y un pedazos. ‘Desvahar plantas’. Ella limpia y moldea. Es el ejército enemigo del Principio de no contradicción. Eso de que nos lleva a las fronteras del lenguaje suena manido; los lugares comunes, sin embargo, hay que sonarlos de vez en cuando: una campana sin tocar es poco más que un adorno del paisaje.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

Fernando Savater: “No soy ni quiero ser nacionalista, ni de izquierdas ni de derechas”

Con motivo de la publicación de su último libro, Carne gobernada, tuve la oportunidad de conversar un rato a través de Zoom con Fernando Savater, uno de los grandes referentes del ensayo, la filosofía y la literatura de periódicos en España desde hace más de cincuenta años. Yo desde Barcelona y él desde su amada San Sebastián, pudimos charlar distendidamente sobre asuntos literarios, políticos y filosóficos. Recordar sus comienzos como escritor en los años setenta, y la polémica que ha representado su expulsión de las páginas de El País, un rotativo del que había sido parte fundamental desde el principio.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por José Antonio Vila Sánchez

31 de octubre de 2024

Evocar la figura del escritor y editor Jacobo Siruela al calor de un nuevo libro resulta siempre una idea atractiva. Al ponerse a ello, uno recuerda de inmediato unas palabras suyas en torno al principal de sus quehaceres, la edición, en las que se definía a sí mismo como un artesano. De repente nos vienen a la cabeza libros como el opúsculo de Beatrice Warde (La copa de cristal. La tipografía debería ser invisible) o los que dio a la imprenta el malogrado Josep Maria Pujol. De igual modo su labor en la editorial Siruela, en la que publicó a clásicos modernos como Italo Calvino y Robert Walser –ahí es nada– o recuperó títulos de una inextinguible Edad Media. 

Jacobo Siruela se caracteriza, pues, por confeccionar buenos libros (la referencia a Warde y Pujol no era gratuita, aunque también es cierto que podríamos haber mencionado otros nombres del oficio tipográfico o simplemente libresco), tanto en el fondo como en la forma, se entiende. Libros, añadimos, que en su mayoría llegan avalados por él mismo. Libros, en fin, que definen un vasto grupo de intereses, de entre los que podríamos destacar los que conformarían –en una imprecisa definición– el subgrupo dedicado al “pensamiento mágico”. Valga como ejemplo la recuperación de la obra ensayística y poética de Juan Eduardo Cirlot o la de su hija, Victoria Cirlot, en torno a dos cuestiones que le son queridas a nuestro escritor y editor: la Edad Media y el misticismo. O, más recientemente, ya en su nueva casa editora, los rescates de estudiosos del mito como Karl Kerenyi o Joseph Campbell. 

Tras esta breve evocación del personaje, el lector que se adentra en las páginas de este nuevo libro siente de inmediato la familiaridad de los temas tratados. Nos hallamos, cabe tenerse muy en cuenta también, ante un volumen misceláneo en el que se recogen diversos textos, escritos durante épocas diferentes y a menudo por encargo, del conde de Siruela. 

El primero de ellos, como explica nuestro autor, le fue encomendado por Sergio Vila-Sanjuán, director del suplemento de cultura del diario La Vanguardia. En esta ocasión el también escritor barcelonés ejercía como responsable del ciclo de conferencias titulado El libro como universo, celebrado en la Biblioteca Nacional en 2012. Así pues, Libros secretos supuso la contribución de Jacobo Siruela a dicho acontecimiento. 

En éste, como en otros textos que conforman este libro, aparece una de las tesis defendidas por el autor: la necesidad del mito como creador de sentido. Una idea que conecta con la concepción tradicional de la obra de arte como “portadores de significado” (según la definición de “sémiophores” de K. Pomian), a menudo receptáculo del propio mito como puede comprobarse –para remontarnos a la Antigüedad– en las cerámicas áticas de un maestro como Exequias. 

Para desarrollarla, Siruela pone en juego una serie de libros que tienen “cierto grado de complejidad”. El más significativo de todos ellos es el titulado Though Forms, obra de Annie Besant y Charles Webster Leadbeater. Ambos se integraron en la Sociedad Teosófica Inglesa, convirtiéndose de este modo en discípulos de Madame Blavatsky. Como tales, pusieron en marcha estudios de hondo calado como el origen del universo. La importancia que les otorga Jacobo Siruela tiene que ver con la influencia que algunos de los artistas de las vanguardias históricas (fundamentalmente Kandinsky) reciben de ellas. En su búsqueda de lo real, afirma siguiendo a Platón, “la mera imitación de la apariencia exterior no bastaba”. 

Siruela insiste –y éste es uno de los puntos más interesantes del libro y de este primer texto– en la importancia de la espiritualidad, negada por el “materialismo científico moderno”, en la aparentemente impermeable obra de artistas de la modernidad como Piet Mondrian o el ya citado Vasily Kandinsky. Se hace necesaria, pues, la “tensión entre opuestos”: razón y magia se dan la mano para dar de sí el conocimiento completo. Este punto conecta con otros textos del libro, como el que le dedica a Valentine Penrose, poeta surrealista y esposa durante unos años de Roland Penrose, pero también con su disertación en torno a uno de los primeros mitos de la civilización como Gilgamesh

Otro de los atractivos de este libro son las fuentes que maneja su autor. De vuelta a Libros secretos, en él nos damos de bruces con el relato de una serie de títulos enigmáticos, lo que nos lleva a sentirnos inmersos en una suerte de Wünderkammern o cámara de maravillas. El primero de ellos es el conocido como Manuscrito Voynich. De origen medieval, llega a las manos de un exrevolucionario metido a librero llamado Wilfrid Michal Habdank-Wojnicz procedente de un lote adquirido a los jesuitas. Descubre que nadie ha podido descifrarlo.  El segundo de ellos, el Mutus liber (o Libro mudo), es un libro sin texto escrito pero con significado que arrastra la influencia de la escritura jeroglífica del Egipto antiguo. Por último, La arquitectura natural (Vega, 1949) hace lo propio en referencia a las proporciones áureas tan comunes en la Antigüedad (volvemos a la Grecia antigua, donde el mito convive con la ciencia de arquitectos como Ictino, proyectista del Partenón). 

Los textos que completan el libro, y que en cierto modo confirman la gran tesis del autor en torno a la necesaria convivencia de razón y pensamiento mágico en aras a un conocimiento completo, son los que Siruela escribe para su recopilación de cuentos en torno a la figura del vampiro y el que dedica al fotógrafo japonés Masao Yamamoto. 

Acabemos como empezamos: volviendo a la figura del editor para insistir una vez más en el buen diseño y la legibilidad de lo publicado. No es habitual destacar aspectos de la manufactura del libro en cuestión en una reseña, pero debiera serlo. Los libros se leen de un modo u otro según cómo estén editados. Lo decía el poeta de Moguer, y nosotros lo tenemos muy en cuenta. Por eso tampoco nos olvidamos de la fotografía del autor hecha por Inka Martí que aparece en la contraportada: otra maravilla.- RAFA MARTÍNEZ. 

 

Jacobo Siruela, Libros, secretos, Atalanta, Vilaür, 2015

Escrito en Lecturas Turia por Rafa Martínez

31 de octubre de 2024

Atardece, y por la calle principal resuenan unos golpes secos, acompasados, recuerdan el repiqueteo indolente de los obreros después de una jornada de trabajo que se alarga sin objetivo; recuerdan cuando se construía el pueblo dentro del pueblo, como si a todos les hiciera ilusión ser la nueva ciudad dormitorio de la capital, aunque fuera capital de provincia. Y de repente el parón. Parece que nadie lo vio venir desde su rinconcito de prosperidad; pero se acabaron las obras, no hay futuro, y Doña Elvira es la única novedad que ha llegado al pueblo.

El eco de los golpes, igual que las sombras en el suelo, se hace cada vez más nítido, más contundente. Las vecinas le abren paso con discreción, y luego se arremolinan, muy juntas, y chismorrean: «Ya está aquí Doña Erguida.» Camina trabajosamente pero muy digna en sus tacones negros, ya gastados, cada vez más llenos por la carne que se le agolpa en las pantorrillas. Ella sabe que la miran de reojo y las vecinas se preguntan por qué elegiría precisamente su pueblo para apartarse de las cámaras —de las miradas no, de eso, nunca—, y cómo consigue mantener ese porte rotundo, ese recogido tan blanco como tieso. Pero al cruzar por la farmacia, le parece ver cómo alguien tuerce una sonrisa cuando la ven pasar de impecable blanco y negro: «Pues yo, ya no la veo tan erguida».

Doña Elvira ya ha absorbido suficiente luz del sol; siente que ha terminado su fotosíntesis, que es hora de volver. Y camina hacia casa con más ganas que otros días, aunque más despacio, porque hoy se encuentra cansada, incómoda en esos zapatos tan altos. Así que, sin dar un taconazo fuera del barrio caro, y antes de que la noche se cierre del todo, llega a su vivienda unifamiliar, unipersonal, encajonada como una cuña entre los pisos nuevos. La casa de piedra parece un error de cálculo al que pusieron el tejado demasiado pronto, con las dos ventanas enrejadas siempre a cal y canto, dos ojos que no quieren mirar hacia afuera.

Igual que ayer, igual que el día anterior, nada más abrir la puerta la reciben los cactus y las rosas de invierno; la ven abrir el buzón y pasar las hojas de publicidad una a una, hasta que vuelve a la primera. Con la propaganda en la mano, se queda apoyada en la barandilla de forja al pie de las escaleras y, unos segundos después, empieza a subir pesadamente. A lo largo de la pared, van escalando las cintas, y sus hojas, alargadas como lanzas, la envuelven con un apego selvático, tan irreal como su “casa para uno” entre los bloques de pisos.

Dentro de su escondite, ficus, alocasias, filodendros, trepan unos sobre otros, se empeñan en crecer sin miramientos, sin respeto por el tiempo muerto que los rodea. Después de casi un año de refugio, Doña Elvira apenas llega a abrir el armario de las infusiones, alargando el brazo por encima de las chefleras, que ya son más altas que ella; los tallos rectos, las hojas fuertes. En aquella cocina, blanca y holgada, las plantas le devuelven una chispa de luz, cumpliendo un pacto breve, desproporcionado. Aunque bien mirado, estaban más lustrosas cuando les quitaba el polvo con un pincel. Se ha vuelto rácana hasta con el agua, y ellas se han puesto de un verde mate, gastado.

Con la taza llena de té de Ceilán, Doña Elvira entra en su habitación y se sienta frente a la cómoda. Después de quitarse los zapatos, se palpa las piernas hinchadas, igual que un jinete acaricia a un caballo fatigado, mientras se mira en el espejo por encima de las hojas anaranjadas de las clivias. Con lo que le costó atreverse a dejar que las plantas entraran en su dormitorio. Había leído que envenenan el aire con dióxido de carbono, que pueden robarte el oxígeno mientras duermes; y no tenía ninguna intención de compartir el suyo. Pero unas cuántas macetas no podían ser peligrosas. Ahora piensa y mira las clivias, las drácenas, que se levantan orgullosas, guardianas de sus fotos en blanco y negro, aunque en realidad ya empiezan a taparlas con un abanico verde y rojizo: ahí está Doña Elvira enmarcada en primer plano con su traje de gala, rodeada de la flor y nata de otra generación; y al lado, a la salida del Teatro Principal, con un hombre muy alto, moreno, que la coge de la cintura. Ella se vuelve hacia él con unos ojos que llevan mirándolo más de cuarenta años; cuando era Elvira de Jaén, cuando era otra. Así aparece en las fotos, detenida en aquel tiempo en que apenas tenían que girarse para verla pasar, porque ella era el objetivo de las cámaras, el fondo de las pantallas en blanco y negro. Después, con el color, llegaron otras caras, otros repertorios, nunca el suyo. La idea le hace sonreír, lo cierto es que empezaba a cansarse hasta de miradas; y la sonrisa le amontona las arrugas, que acuden como las ondas que provoca una piedra al caer al agua. Rebotando de una década a otra, hojea los álbumes de fotos hasta que le vence la fatiga. Entonces cierra de golpe el álbum. Queda en el aire un olor seco, a papel viejo a punto de resquebrajarse, de tan deformado por el peso de los recuerdos uno encima del otro, por las imágenes de un tiempo que ya no es suyo.

Se dirige al armario, y empieza a apartar abrigos, vestidos de otras temporadas, buscando entre las perchas. ¡Ahí está su traje de gala! Bajo una funda porosa color beige y un chal a juego: el mismo diseño de una pieza que marcaba su cintura en aquellas fotos sin color. El fondo, granate, con rosas amarillas bordadas. El tejido, delicado, granuloso al tacto; el encaje es casi el único testigo de otra manera de trabajar. Doña Elvira echa una mirada a su alrededor: la lámpara de araña, que cubre la habitación mientras las bombillas se siguen fundiendo de una en una; las paredes, de un blanco deslucido. Junto al espejo, repara en la taza de té, quizá demasiado exótico, demasiado frío ya. Tampoco tiene hambre. Su apetito prodigioso también pertenece al pasado, a los días de festejos, cuando devoraba hombres y mujeres, dulce y amargo por igual. Ahora sólo quiere tumbarse y descansar. Así que rodea la cama y cierra también las ventanas que dan a la parte trasera de la casa. Pero aún le queda una cosa por hacer.

Deja el vestido estirado cuidadosamente sobre la cama, deslumbrada como si lo viera por primera vez, y se va quitando la ropa, dejándola por el suelo con indiferencia. Vuelve a la cómoda y abre el último cajón. De allí saca la ropa interior a juego que no usa hace décadas; y luego se dispone a meterse dentro del vestido. Despacio. Primero el recogido, que ya empieza a desarmarse. La tela se atasca antes del cuello y se queda ahí colgando, como pétalos desordenados que la van cubriendo. Doña Elvira se ve medio encorvada en el espejo. Los brazos suspendidos parecen ramas mal podadas, sarmientos temblones que agita una brisa helada. Hasta que consigue incorporarse y, poco a poco, se recompone y va arreglando los obstáculos, dando tirones para ajustar el vestido desde la falda. Pausadamente, acaba de estirar la tela y se ciñe un lazo, los dedos lentos, hinchados.

Cuando Doña Elvira vuelve a sentarse en la cama, su sonrisa sigue arrugada, intacta. Se pone el chal sobre los hombros y, para terminar la función, se calza los tacones negros. Se tumba sigilosamente, y alisa la cubierta con las manos, exhausta. En cuestión de minutos, Doña Elvira vuelve a ser esa foto en blanco y negro, vuelve a ser otra. Sin esfuerzo, reproduce el compás de sus plantas y expulsa dióxido de carbono.

Cintas, drácenas, clivias, todas siguieron respirando algún tiempo más que ella; racionando, mendigando la luz que se colaba por los postigos. Las chefleras fueron las primeras en secarse, en consumirse poco a poco mientras dejaban caer las flores una a una. Las drácenas se acabaron arrugando hasta parecer ancianos milenarios. Los ficus empezaron a amarillear; fueron encorvándose casi desde el techo, y se pusieron a tirar hojas como un globo que suelta lastre a la desesperada. Pero ya era tarde. Las cintas fueron las últimas en morir, cuando se les acabó el agua que habían ido almacenando en las raíces, retorcidas en la tierra de su maceta igual que dedos deformados por la artrosis.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por J. M. García Esteban

LA REVISTA PUBLICA TEXTOS INÉDITOS DE OLGA TOKARCZUK Y DE LUIS MATEO DÍEZ 

TAMBIÉN ANALIZA LA OBRA DEL NORUEGO JON FOSSE Y DEL VENEZOLANO RAFAEL CADENAS 

ADEMÁS OFRECE UNA ENTREVISTA EN EXCLUSIVA CON LA ESCRITORA URUGUAYA IDA VITALE 

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuye este mes de noviembre en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores de la literatura contemporánea. En ese listado de valiosos nombres propios que han escrito algunas de las mejores y más impactantes obras de nuestra época, hay que citar a autores como la polaca Olga Tokarczuk y el noruego Jon Fosse, ambos recientes Premios Nobel. También a creadores indiscutibles dentro del rico y diverso panorama literario de habla hispana como Luis Mateo Díez, la uruguaya Ida Vitale y el venezolano Rafael Cadenas, todos ellos galardonados con el Premio Cervantes. Sin duda, un quinteto de lujo que simboliza muy bien la universalidad y la atractiva oferta de contenidos originales que posee cada entrega de TURIA. 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

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