Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 181 a 185 de 1332 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

17 de abril de 2023

Escribía Carlos Castán (La Expedición, 9, dossier sobre El autor y su primera obra) que el primer libro suele ser el de más larga gestación, está todo ahí, los fantasmas de la niñez y los tragos últimos de la noche pasada: "a medida que va transcurriendo algo de tiempo comprendemos que en ese libro no había apenas nada, y en la mente se nos empiezan a organizar de nuevo los mismos fantasmas con distintas cadenas, amarguras y sueños”.

Días sin día (Xordica, 2004), el primer libro de Ordovás, era un galimatías que radiografiaba crudamente el volcán que llevaba en su cabeza. En el magma de aquella erupción se mezclaban enojos de adolescente, pesadillas, modestias, soberbias y una larga ristra de frases que lo ennoblecían: "Si no dejas parte de ti en la página esa página es papel mojado. Lo malo es que llegará un día en que no tendrás fuerzas ni valor para seguir escribiendo".

Por entonces Ordovás ya publicaba en la revista Clarín, bajo la cirugía de José Luis García Martín, reseñas de los muchos libros que leía y cosas sueltas suyas. Un escritor no se cultiva en la estrecha imaginación que le conduce a novelas negras o rosas o legendarias, salpimentadas de estúpidas dosis de besos y otros argumentos de cartón piedra. Un escritor se hace en la crónica, en la crítica, en las lecturas y en la observación. Lo hará luego en El País, en La Vanguardia, en ABC, en la misma Turia. Contará viajes a mansiones y museos de Europa, sobre pueblos aragoneses que quieren ser ciudades, sobre pintores que además del color y la forma pretenden dilucidar la ironía de la vida. Ordovás deja sobre el papel el rastro de un caracol que persigue ser una liebre. Trabaja con denuedo en dos novelas que verán la luz en Anagrama.

El Anticuerpo (2014) y Paraíso Alto (2017) son las dos novelas con las que Ordovás se presentó a la sociedad literaria, en la editorial que le apetecía: donde había leído a Carver, a Bernhard, a Modiano o a Martínez de Pisón. El Anticuerpo, que recibió una buena crítica tanto en España como en Francia, formaba ya parte del universo que vamos a ver en su última obra, Castigado sin dibujos. Algo menos, pero también, la segunda. No obstante, Ordovás se encontró con dos cordilleras que le cerraron el paso. Una, fabricada por él mismo al hacer demasiado caso al polaco Gombrowicz, o quizá no lo entendió bien: "el arte consiste en escribir algo totalmente imprevisto". Y escribió en Anticuerpo sobre un yonqui que acampaba en los tejados de su pueblo y en Paraíso Alto sobre un ángel que recogía suicidas en un pueblo abandonado, que podía ser Almonacid de la Cuba, con alguna pincelada del Amanece que no es poco, de José Luis Cuerda . Estas cosas espantan a muchos que no supieron ver lo que había debajo de lo anecdótico. Porque debajo estaba el escritor hablando con madurez literaria de sí mismo y del mundo que nos rodeaba. De la otra cordillera tuvo menos culpa Ordovás. Anagrama, que ya estaba con Herralde de retirada y en manos de la italiana Feltrinelli, se había convertido en una fábrica que soltaba muchos productos sin demasiado cariño, por ver cómo funcionaban. Y sin amor, el futuro no prospera.

Ha habido que esperar unos años hasta que Chusé Raúl Usón ha prestado el calor imprescindible que da la editorial Xordica. El editor acompaña al escritor, lo defiende, busca portadas atractivas, las pesa, las sugiere. El peatón sentimental (2022) se desprendía de decorados extraños y se sumergía en lo imprevisto: alguien que camina en lo que otros llamamos madrugada y nos descubría la belleza, la soledad y la locura de Zaragoza. Ordovás no cae en la trampa, como caen muchos escritores actuales, de describir la vida corriente en un plano corriente e insípido, sino la vida profunda. La del que camina y la del recorrido caminado: "Plazas que se abren en todas las direcciones. Plazas cerradas sobre sí mismas. Plazas en que los muertos se mezclan con los vivos. Plazas que te trasladan a otras plazas de otras ciudades. Las plazas son también espejos en los que la ciudad se mira y en los que nos miramos nosotros al pasar por ellas". Enumeraciones y repeticiones que pueden venir de Perec, de Vila-Matas, de Bernhard, pero que ya son de Ordovás.

El escritor no debe desnudarse, debe enriquecer su paleta de palabras, de sentimientos, de pausas y, en el caso de Ordovás, de saber situar los fragmentos del espejo roto, de tal forma que aún fragmentado en el suelo te devuelva una imagen. Eso es lo imprevisto.

En Castigado sin dibujos, vuelve a su pueblo, a su ansia de investigar con la lupa de la emoción los secretos que guardan en las casas sus habitantes. Las zonas oscuras que guarda su familia y que él ni siquiera sospecha. Se pregunta por qué las corridas de toros duraban en la televisión tanto tiempo y los dibujos animados tan poco. Pero no solo habitan los recuerdos, los recuerdos son traicioneros, los compara con el presente y muestra el precipicio por el que no debe caer: "Convertida en un bien de consumo, la basura nostálgica se vende cada día mejor. También en el mercado literario".

Un escritor es un perro que olfatea, un detective que mira y ve. Sin ambas premisas se podrá publicar un libro que sea un magnetofón abierto pero no una caja de pinturas donde resaltan los azules del cielo, los amarillos del secano, la estela blanca de un F-16, el sudor frío de su piloto. Julio José Ordovás despega con estos dos últimos libros hacia Dios sabe dónde o hacia la literatura más imprevisible y más deseada, porque "los padres, los niños, los televisores, los sofás y los dibujos animados han cambiado".

 

Julio José Ordovás, Castigado sin dibujos, Zaragoza, Xordica, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Adolfo Ayuso

17 de abril de 2023

Olifante Ediciones de Poesía, en su colección ‘Papeles de Trasmoz’, presenta este mes dos novedades que comparten carta de navegación pues, desde el golfo de Bizkaia, ambas orientan su astrolabio hacia el alto brillo de la poesía tradicional nipona. Para quien pueda no estar familiarizado con ella, las modalidades más extendidas a occidente desde aquel lejano archipiélago son tres: el haiku, el senryu y la tanka. El haiku y el senryu son tercetos de arte menor en los que se muestra una emoción o se demuestra asombro utilizando un patrón silábico que, en su ortodoxia, queda fijado por un ritmo 5-7-5. Pese a su sencillez engañosa, atienden a una complejidad que reside en las constricciones articuladas por los temas canónicos que les son definitorios y por ciertos hitos por los que transitar, como el cuidado y sostenimiento de los ritmos y acentos internos de sus moras o la consignación del kigo, entre otras cosas. La diferencia básica entre ambos reside en que si el primero tiene a la naturaleza como inspiración o referente, el segundo es más libre en cuanto a tema y restricciones, eliminándose el kigo, referencia temporal o estacionaria que marca el momento en el que el deslumbramiento evocado por la naturaleza provoca la escritura del haiku y en el que se enmarca. Por su parte, la tanka la conforman cinco versos, por lo general, siguiendo el patrón 5-7-5-7-7 que se dividen en dos unidades rítmicas, asimilables a un senryu al que completaran dos versos como colofón. El tema más habitual de la tanka tradicional es el amor carnal y se cree que, en su origen, constituía un mensaje que cifraba la pasión de los amantes entre las metáforas de sus versos.

En estos dos últimos volúmenes de la serie ‘Papeles de Trasmoz’ lo que vamos a hallar únicamente son poemas encuadrables dentro de las dos primeras categorías: haikus y senryus, composiciones que, por su brevedad, retan las capacidades de expresión del poeta, al constreñirse su creatividad dentro de una extensión de tan solo 17 sílabas. El volumen 110 de la colección lleva por título Migas de Sombra y lo firma Aitor Francos (Bilbao, 1986), autor que en los últimos 12 años ha publicado 10 poemarios y 5 libros de aforismos, entre otras cosas. El estilo de los haikus de Francos es limpio y correcto —sin mutilaciones ni estrangulamiento de la palabra— y en ellos se despliega una voz atenta a los aromas y sucesos del mundo circundante. En el se aprecia un posicionamiento del yo que tiene presente al niño que fuera y donde ya enraizara la soledad primera, esa desde la que se abrieron por primera vez sus ojos, de par en par, a la contemplación: “Ante la luna/cómo no ser un niño/ abandonado”. También destaca el animismo con el que tiñe la intención de la naturaleza o de cualquier objeto, mientras que la sensibilidad del poeta esboza el instante unas veces describiendo los visible “El girasol, / en posición de rezo. / Anochecer” y en otras a lo invisible “Prendas de jóvenes. / La dueña del vestido / es la cascada”.

Por su parte Carlos D’Ors (San Sebastián, 1951) —con una dilatada carrera como poeta, narrador, ensayista pintor, crítico de poesía y de arte—, firma el volumen 111, Querida Naturaleza, en el que despliega su hilo de voz a lo largo de cuarenta y siete cadenas de diecisiete sílabas, todas nombrando elementos de esa Naturaleza a la que se dirige, y en los que se evidencia su contemplación del mundo animal y vegetal, de los astros que pautan sus ciclos y de los instantes irrepetibles que la vida nos depara: “Una mariposa:/ brisa de primavera/ su parpadear”. Para el poeta la Naturaleza es un ente independiente, sin necesidad de la presencia humana, humanidad que se beneficia de los dones de aquella, de su belleza, y del éxtasis naciente de su admiración: “Cada pájaro/ en sus ojos refleja/ todo el cielo”, observación que —con la erupción reciente en el Parque Natural de Cumbre Vieja— permite asistir a acontecimientos asombros, como el nacimiento de la nueva geografía: “Vomitas, volcán, / asistimos al parto / de la montaña”.

Sorprendidos doblemente por la irrupción del haiku vasco en el catálogo de Olifante, tras estas lecturas, podemos entender y vislumbrar el engarce de estas pequeñas cuentas sobre el blanco horizonte del papel impreso, pues se tratan de perlas mínimas crecidas a partir de la recepción una mota de polvo del hoy sobre la que el tiempo y la reescritura construye tres capas nacaradas (5-7-5), redondeando ese momento y presentando al lector el brillo esférico de sus poemas.

 

Aitor Francos, Migas de sombra, Zaragoza, Olifante, 2023.

Carlos D’Ors, Querida Naturaleza, Carlos D’Ors, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Manca terra es un libro original y necesario: critica la poesía muerta y propone otra que nazca del contacto con la tierra, con la vida. Tiene carácter político porque ansía cambiar la realidad.

Consta de cuatro partes perfectamente vertebradas. La primera es una invocación y una poética, en cuanto que reclama “lo intacto, / el barro primero / habla de un lenguaje que no sea adquisición” (p. 26). La segunda es un retablo de desposesión y de muerte: campos de concentración, vidas truncadas. La tercera, que da nombre al libro, trata de la naturaleza y de los seres humanos en extinción. La cuarta y última parte aporta una posible solución, que pasa por la rebeldía y por aproximarnos, aprojimarnos, a todos los seres humanos, a la tierra, al árbol. Vuelve a la poesía para afirmar que ha de ser un canto de derrumbe, puesto que “La demolición requiere su música y sus poetas” (p. 50).

Manca terra es un libro incómodo, políticamente incorrecto, que reniega del lenguaje “poético” para hallar otro nuevo que sea “una súbita floración en la rama calcinada” (p. 18). Para ello hay que “fracturar la senda de las palabras, extremar sus límites y resistencias”. También han de nacer las palabras como frutos, como cantos: “una columna vencida / retornando a su patria” (p. 18). En Manca terra respira el exilio, se construyen casas de la infancia, “camino hasta la puerta de la casa: sus cimientos en el aire (…) Giro la llave: todas las pérdidas se agolpan en el costado izquierdo como refugiados en una única frontera” (22).

Al final del libro reivindica el poema-canto. Es importante hablar desde un no-lugar, de exilio, desde el que poder conectar con todos los seres humanos y con la tierra: “La tierra que no está en ninguna parte / esa es la verdadera patria” (87). Porque la salvación viene de la desposesión, de volver a lo esencial. El canto que nos salve ha de ser “canto del derrumbe, la exaltación de lo roto, pura ley del caos. Que hablen los elementos, madre saqueada, expoliada, un canto salvífico, un himno, canto de lo que cae, de lo que espera no caer del todo” (101). Hasta que volvamos a la infancia, “hasta que vuelva a latir el árbol de la infancia” (105). Porque la infancia “es el árbol salvado de la quema / por su savia transparente / no maderable / todavía” (42). Ese canto ha de ser testimonio y rebeldía. Ha de ser para la vida, no para la Literatura. Ha de contar el ecocidio en que nos ha tocado vivir, la agonía de aquella vida que conocimos en la infancia. Para ello “Lo poético (debe estar) a salvo de los poetas”. Porque lo poético respira en otro lugar “tan frágil / como un parpadeo entre dos mundos o las lilas de Celan. A veces, por un instante, nos toca con su gracia” (91). Canto del derrumbe, rebelión y vuelta al latido del árbol de la infancia, no para refugiarnos en él, sino para empezar de nuevo. “Escribir es una forma de viajar a aquella niña / de ocho años y decirle: no me acostumbré. / Su ortopedia para sobrellevar el horror no funcionó” (p. 27). De ahí, de esa constatación y de la rebeldía, de nombrar las cosas y la vida con una lengua verdadera, hecha de semillas y de tierra, vendrá la esperanza.

Manca terra muestra un mundo apocalíptico, sin vida, hecho de i-phones fabricados por manos esclavas “navegando lustrales aguas de banda ancha” (p. 54) y en soledad total, porque se ha abandonado “la matriz telúrica del árbol” (p. 54).

Frente al desastre, está la resistencia, “el amor que no sabe que sabe”; “amor en el pino negro / que dobla su espalda / bajo el peso de la piedra / que arrastró el último alud” (p. 78).

Ha llegado el tiempo de la lucha, de encielarse, de hundirse en la tierra o en el cielo. Hay que devolver el latido a las palabras. La poesía no puede ser un “parque protegido /, un gesto exquisito y vacuo en medio de la matanza” (p. 84).

La compasión, que etimológicamente procede de πάθος, nos puede salvar porque “nos hace ingresar en la trama de lo vivo, en el dolor de los otros” (p. 89).

El mundo es uno. El poema debe nacer como la flor, las palabras nacen como frutos, como cantos. Todo debe regresar: “el polvo al polvo” (p. 20). Porque existe “una sustancia que no se pierde (…) / una especie de amor que nos enhebra” (p. 52). Todo es “comunidad, tejido viviente” (p. 92) Porque nunca escribimos solos: nos acompañan “nuestros desaparecidos, esos árboles que siguen creciendo dentro” (p. 100).

Un enorme esfuerzo el de Laura Giordani para reparar el mundo, la tierra de la infancia; para buscar “el barro primero”, para inclinarse hacia la infancia (p. 26).

El dolor y la tortura conducen al ser humano hasta el límite. Pero puede sustraerse a él. La escritura “como último gesto humano” (p. 39). Porque hay que “tender andamios transparentes en el aire”” (p. 33).

Con mirada lúcida expone los errores pasados y presentes. Terrible ha sido el dolor y el mundo apocalíptico y alienado en el que vivimos “en el que la luz del móvil eclipsa el presente, colapsa el tiempo” (p. 46).

Manca terra en los árboles de “raíces peligrosamente expuestas” (p. 52). Como el árbol de Yggdrasil, el fresno sagrado, que une el cielo con la tierra, así debemos volver al círculo, a la matriz telúrica del árbol” (p. 55). El poema, “región intermedia entre el cielo nocturno y el suelo (p. 99), al igual que los seres humanos crecen como un árbol que une, ya lo hemos dicho, cielo y tierra.

Falta el sustrato, la vida natural y Laura Giordani denuncia esa carencia biológica. Asimismo, denuncia la explotación de los seres humanos y de la tierra. Apodícticos son los siguientes versos: “Mírate bien en los escaparates / hasta no tener ninguna duda: / tu vestido sangra” (p. 58). “Tan seco tu pan / tan seca tu simiente / están creando una patente / para el árbol de tu infancia” (p. 67).

Ante esta destrucción de la vida en el sentido más amplio, no podemos permanecer impasibles: “Haber visto / y seguir como si no pasara nada” (p. 71). La escritura abre un camino “al que le creció la hierba” (76); facilita el regreso al monte para trazar “conexiones / entre las luminarias heladas y las vísceras” (p. 77).

Juan Gil-Albert dijo en su Breviarium vitae: “La verdad no convence a nadie. La verdad existe”. Manca terra sigue esa línea: denuncia la poesía-reserva, al igual que los bosques-reserva. Las flores, “un balbuceo del oscuro alfabeto de la tierra” (p. 93), saben lo que es la vida, quizá también sin saber.

La vida se mantiene gracias a los ancestros, a su simiente que aún nos sostiene (p. 60). En “Hijo de la luz y de la sombra”, dice Miguel Hernández  que nuestros muertos se besan en nosotros.

Manca terra es implacable porque nuestra vida es implacable: lo abandonamos todo: nuestro pasado; hipotecamos la naturaleza, convertida en estos momentos en suelo industrial, sin valor su vida, sus nutrientes muertos. Hechizados por la tecnología y el dinero vamos hacia la sexta extinción: “Harán las guerras suficientemente lejos / lejos las manos que cosen tu vestido /, segarán la espiga por ti / cerrarán los ojos a tus muertos” (p. 92).

Un mundo aséptico que envuelve su podredumbre en inmortalidad. De esa sociedad aséptica nace una poesía que es “un trozo de muerte / sobre una salsa de palabras que apenas llega a camuflar la podredumbre del lenguaje” (…) “Si con tus pensamientos creas el mundo / párate a contemplar / -si puedes-/ lo que has creado” (p. 73). Una acusación que no deja lugar a componendas. Una acusación urgente como algunos poemas de Miguel Labordeta: “Severa conminación de un ciudadano del mundo” o “Un hombre de treinta años pide la palabra”. Poemas que muerden como los de Otero o Celaya, que sentencian a su tiempo. Pero no se trata de rebelarse ante un momento histórico, cercado por la guerra. Se trata de mostrar algo peor: la extinción.

A pesar de todo L. Giordani aún cree en la utopía: con el canto que nace del derrumbe hay esperanza. Hay que “encontrar las hebras de resistencia en el lenguaje / los últimos árboles de pie”, “en algún lugar donde las flores no perezcan / tan rápido” (p. 74). Por eso ofrece un plan para salir adelante: hay que nombrar las plantas, olvidando los herbarios, hay que escribir pisando la tierra o hundiéndose en el cielo.

Se trata de lograr una poesía viva, que deje atrás el antiguo debate entre poesía minoritaria o mayoritaria, de esencia o de existencia. La poesía que reclama Laura Giordani ahonda en la tierra para que podamos hablar con palabras que sean árboles, piedras, personas. Lo poético “cerca de lo que nos deslumbra y luego se desvanece sin reclamar posteridad alguna” (p. 91). Ese mundo de reparación tiene su anclaje en otras poetas como Alejandra Pizarnik, a quien dedica el último poema; Emily Dickinson, que tanto amó la tierra; Blanca Varela. Todas ellas barro que repara las heridas desde el derrumbe. No olvidaremos esta Manca terra constelada de futuro.

 

Laura Giordani, Manca terra, La Garúa, 2020

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

«Llegó con tres heridas…», Ángel Guinda llegó a la poesía y a la vida ‒que para él eran lo mismo‒ con esos tres cortes profundos que tan hermosamente cita en su particular seguidilla Miguel Hernández. Ángel Guinda fundó para la poesía de su tiempo el antitópico. El amor, la muerte y la vida, conceptos más tópicos todavía, lugares comunes en la literatura desde sus primitivas manifestaciones escritas y no escritas, reciben un tratamiento asimismo antitópico cuando quien los poetiza es el Ángel (fieramente humano) Guinda. Si el antitópico formal, basado en el uso morfosemántico de la oposición significadora (‘juventud, humano tesoro’; ‘cántico corporal’, etc.) es hábito guindiano, el abordaje de los topós literarios constituye del mismo modo una novedosa característica de su poesía. No encontraremos en la obra de Ángel Guinda ni un solo título ‒ni uno sólo‒ en el que no aparezca esa trilogía. Sus páginas poéticas, aforemáticas, críticas… las inunda la presencia constante de la vida, de la muerte, del amor. ¿Cómo iban a ser diferentes o estar ausentes en Aparición y otras desapariciones?

Sin embargo, destaca en este hermoso y naturalista póstumo un rasgo que ya hizo acusado acto de presencia en Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones: el estoicismo. No a la manera dócil de Séneca, sino un estoicismo activo entroncado con ese parabién clásico que orna a nuestro Ángel vivísimo y que en Los deslumbramientos… aparecía mezclado con un ascetismo recobrado del sintagma titular dictado en 2001 para su Biografía de la muerte. Allí, «Una vida tranquila» recuperaba a Fray Luis, el asceta que propagó por Europa un beatus ille hortelano, es decir, activo. Dichoso él, dichoso también el Ángel que regresaba a su madurez imbuido de un precoz cansancio de la vida, del amor y de la muerte. En esa década, entre 1994 y 2001, Ángel Guinda se sentía fatigado; los títulos de esa etapa constituían el tránsito precedente al descenso tras la esforzada subida a la cima de la ‘existencia’. Después de todo, Conocimiento del medio, La llegada del mal tiempo y Biografía de la muerte son sus títulos-descansillo. Ángel había llegado al altiplano reflexivo; a partir de entonces comenzaría el descenso. El peso con el que cargará es de nuevo un topós literario, aunque no deja de ser una realidad conviviente, común a la general angustia existencial del ser humano: la edad, el paso del tiempo, la extendida cronopatología. Resulta llamativo a este respecto que siga el asunto presente en Aparición; lo prueba la cita de Séneca que acota el poema «El convaleciente»: No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho. Digamos que esta cita senequista apunta al centro mismo de su rotunda negación, pues el texto del poema deja bien a las claras la necesidad de perder ese tiempo en determinadas circunstancias: por ejemplo, cuando la materialidad de las cosas y su orden rutinario crean el perfecto marco de un espacio propicio a la abstracción reparadora: «El espacio seguía en calma; /  y yo, ausente, volaba.», dicen los dos últimos versos de este poema sensual en el que los sentidos cobran valor trascendental en la ocupación del tiempo en el espacio.

Ángel Guinda repite cita, ahora objetiva y descriptiva, en el poema «El tiempo», sustantivado, concreto, unívoco: «Todo es tiempo» ‒dice‒ y termina: «Más allá del tiempo sigue el tiempo». Esta visión, tan einsteniana, que prescribe al tiempo como una dimensión dada, proyectada ad infinitum, la misma que le hace decir (más o menos) a Octavio Paz que no es el tiempo el que pasa, sino nosotros los que pasamos por él, no la tengo recogida en mi inmediata memoria lectora de Guinda. Es nueva para mí, como una aparición más de las que nos tiene acostumbrados su obra, pero que, como muchas veces ocurre con sus ‘iluminaciones’, nos remite a un hecho a mi juicio irrefutable respecto a la consideración del tiempo. Es bien sabido, por ejemplo, que la historia ha dispuesto un nuevo marco referencial en el que ya no basta el paso del tiempo exterior al hombre como ser individual y colectivo, sino que la propia evolución de las sociedades ha ido estableciendo jalones sustentados en acontecimientos que la razón ha ido ordenando y por medio de los cuales nos planteamos también un tiempo histórico, un tiempo psíquico y un tiempo sensitivo. Pues bien, los nueve versos del poema nos muestran cómo la disgregación de este tiempo en nuevas perspectivas y valores, otorga a aquella dimensión naturalmente cósmica ‒einsteniana, repito‒ una percepción más ensayística, filosófica y, desde luego, ayuntada a la experiencia individual, como no puede ser de otro modo en Ángel Guinda: sensitiva, psíquica.

Diría más: ese poema, en su compleja sencillez (dictaría Borges), pone en entredicho aquella pulsión del ser humano que ha estado siempre ligada a la transición de una vida mensurable en el tiempo convencional, pero, sobre todo, al rito mágico por medio del cual era posible traspasar esa frontera y seguir «viviendo» más allá de la contingencia azarosa de la vida puramente material o física. El poema de Guinda, al reducir el tiempo a un fenómeno casi material, refuta esa posibilidad que suelda buena parte de las preocupaciones del hombre como ser en el tiempo y sus preguntas sobre su papel en un contexto dado y sobre su destino, sobre su finalidad (el tópico ubi sunt), difícilmente aceptable más acá de su crisis vital en cuanto toma conciencia de ser un «ser para la muerte», particularidad sobre la que tanto debatirían Heidegger y Sartre.

Ese ser para la muerte está aquí en su plena aceptación; está en Aparición y otras desapariciones con la rotundidad, sinceridad y firmeza del Pouvoir poétique de un poeta cuyo ser humano interior sabe que existe y saldrá de él (lo dijo diáfanamente en Los deslumbramientos…); pero es que es precisamente esto lo que significa ‘existir’ (= ex‒ister): salir, ‘aparecer’ a la realidad para, finalmente, en este caso, soldar el plasma del mundo, la materia y el fluido, lo que parece escapar a las venas que recorren cielo y tierra, aire, agua… Lo inaprehensible es así atrapado por la palabra en una suerte de hábil y exclusiva maestría para apresarlo en el signo que significa o en el signo que invita a otra semántica apenas atisbada o definitivamente secreta.

En «Anemia II» es ese plasma del mundo («todas las sangres que me transfundieron») el que ha escrito sus poemas. Ángel Guinda se abre aquí las venas para entregarnos esos poemas y vivir más, para que nosotros vivamos más. Séneca se las abrió para morir por decreto imperial.

 

Ángel Guinda, Aparición y otras desapariciones, Zaragoza, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Martínez-Forega

Antonio Gamoneda: “En poesía todo es símbolo”

La cabeza de Gamoneda camina sola, separada del cuerpo. Este ha fichado por la vida, por la corrupción de la materia; la cabeza prosigue su marcha, ajena al desgaste que impone el curso del tiempo. A sus casi 92 años, el poeta trabaja con intensidad y permanece al día de todo, dueño de su agenda.

Leer más
Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

Artículos 181 a 185 de 1332 en total

|

por página
Configurar sentido descendente