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Configurar sentido descendente

Todo el ruido del mundo

3 de mayo de 2022 11:32:59 CEST

 











 

Como un silencio abatido,

tu lengua sobre mi sudor,

la primavera llegando tarde,

nuestros cuerpos revolcándose en la ceniza.

Como una mujer pálida con la sangre a contracorriente,

de esas que besan cruces y un tambor.

Luego estoy yo,

como llegando del martirio o de atravesar un aro de fuego en tu mirada.

Como la espada y la mano y el cuello de una flor que tiembla.

Igual a los días de lluvia que encadenan tempestades,

tacitas de té donde unos piececitos de niña bailan.

Como el castigo o el árbol arrasado o la ciudad que no sabe dormir

y se calza un avión en los talones.

Todo el ruido del mundo está ahora en la palabra.

Toda la palabra del mundo se esconde ahora en el vientre del mar.

Todo el mar ruge ahora sobre la boca de los amantes.

Como si mañana las camisas de los muertos pudieran despertar

y darnos su abrazo de escarcha.

¿Te has fijado en la respiración de las violetas?

¿Te has fijado en el grosos de las gafas de T. S. Eliot?

Luego están nuestros asuntos con dios,

hacer la cama de su carne,

planchar los nervios de su hijo bastardo,

zurcir la herida de esta tierra que nos escupe.

Escrito en Lecturas Turia por Angélica Morales

Su primer libro es de 1965, pero sólo considera válido lo escrito a partir de 2007. Arrepentirse de un libro está al alcance de cualquiera, de tantos sólo de Ángel Guinda. La primera contrición llega en 1991, cuando reúne su poesía en Claustro y deja fuera toda huella anterior a 1980. Ni rastro de La pasión o la duda (1972), Las imploxiones (1973), Acechante silencio (1973), El pasillo (1974), ni de La senda (1974), por citar algunos de los primeros. Tampoco incorporará a la antología La creación poética… (2004) los de la década consecutiva: La ciudad interior (1983), Época opaca (1985), El almendro amargo (1986), Sazón (1988), Cántico corporal (1989), Lo terrible (1990)…

Existe la intención no inmediata de fijar su poesía en edición canónica. Este hecho le traerá dolores porque “toda antología es una amputación” pero, sobre todo, porque habrá de incluir “algunos poemas del principio”. No será más que una concesión. Sólo considera “fiable” lo escrito desde hace 13 años, a los 59 suyos. Claro interior es el libro que inaugura esta etapa, “la válida”, en la que lo mismo guarda silencio que rompe el lenguaje, literalmente: “Rom po la pa labra, desescombro”. Pero no deconstruye: “Desroto, me deshuyo. / Reconstruyo”. Los versos ondean sincopados como notas de guitarra de Keith Richards: “En la nada no hay muerte, en la vida no hay nada del todo no (…) suave serpiente la caricia (…) En, en. Vagínala. El grito donde el ya. El ya disparo del éxtasis carnal”. Ángel Guinda sabe que una sustancia principal del género es preguntar; otra, su capacidad de asombrar; y otra, su lenguaje a veces ilógico”. En nuestro autor, las contradicciones acaban no diciendo lo contrario de lo que afirman. “Estar fuera del mundo por llevar un mundo dentro”. La contradicción refuerza el discurso de la vida que, de ser algo, será paradójica. “Algunos no encajamos y nos desencajamos”. Ángel Guinda conoce al dedillo los precipicios; por eso, dejaron de serlo. En este su primer libro, Claro interior, Guinda parafrasea a Jaime Gil y rebate a Pavese como en otros suscribirá a Casona y contradirá a Claudio Rodríguez. No escribe poemas, sino desplantes. Y cose sábanas para los fantasmas, que, por qué no, pudieran ser desplantes de carne y hueso invisibles. Lo que no existe actúa sobre lo que existe y la enfermedad es una sala de espera cutre y abandonada, lejos de las habitaciones tan blancas que los hospitales presentan en las nuevas series. “La bolsa de basura es nuestra biografía”. Blanca es también la página después de haberla manchado. “¿Esto es la vida o es la muerte? Dudo”, y nosotros con él.

Guinda se devora a sí mismo. Su patria es la soledad. Hablar de sus retractaciones, de por qué ha dado comienzo hasta tres veces su carrera, le reporta un malestar físico. Su trayectoria, de más de medio siglo, reducida a poco más de una década. Si lo pensamos bien, tal cosa le rejuvenece, le quita años, le acoqueta. Pero él no quiere quitarse años, prefiere clavar en dios los codos. “Desde hace años padezco la obsesión juanramoniana por el afán de perfección”. En consecuencia, no cesa de revocarse, como si esto fuera posible, como si pudiera extraer sus poemas de las páginas de los libros y llevarlos a la pared de un basurero, o de una máquina incineradora, y dejar las páginas de los primeros incólumes. “Sólo estoy satisfecho con la obra publicada desde2007”. Queda claro. Como también para mí que refundarse no es impugnarse, sino aplicar una enmienda parcial al conjunto: la mayor de las reescrituras, y el que no reescribe no vive. Su obsesión radical por ofrecer lo mejor de sí le hace arrepentirse demasiado, algunas veces intentando nada más que afianzar “una voz propia y unitaria”, como si en algún momento no la hubiera tenido, o como si no la hubiera alcanzado en estos versos remotos: “Como una despedida llegué a ti”; “Porque habéis de morir, vivid / en vida”.

En La experiencia de la poesía (2016) dejó escrito que la palabra es un ser vivo, percepción compartida, entre otros, por Félix Grande, que él lleva más lejos: “La palabra nace, crece, se reproduce, puede llegar a morir, a matar y a resucitar”. Dejó escritas más cosas, por ejemplo, que la creación de su obra es “la obra en destrucción”, y que toda retractación “es un suicidio”, y que, en cada retractación, él se retrata. Los juegos de palabras no son juegos de palabras. Es la vida aplicando en sentido equívoco cada una de sus acepciones, cambiando las letras de las palabras que conforman su zigzag. Guinda asume, con Enrique Urquijo, que ha muerto y ha resucitado, y le angustia ofrecer más explicaciones. Pasemos entonces a lo último, que es un libro menudo, ‘Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones’, donde ha enterrado seis años, los mismos que en Claro interior. Primero hay que componer, luego hay que afinar. “Cada libro alcanza la edad cuyo desarrollo exige y, a veces, los motivos son indescifrables”. Los deslumbramientos… salió en lo peor de la emergencia sanitaria, el 9 de abril de2020. A la editora llegó una semana más tarde, y, después, se despachó en las tiendas virtuales. La presentación fijada en el Paraninfo de la universidad de Zaragoza nunca se celebrará. Estos meses ha escrito dos poemas que añadiría: ‘La aparecida’ y ‘Cuando me muera’. Ya está, otra vez, de alguna manera, reescribiendo, impugnándose. Acaba de sacar un libro que ya es incompleto. Una retractación sobre la marcha. Impenitente. Los libros son trenes que pasan una vez. Por eso le duelen las estaciones. Podrá reenganchar un vagón cuando se reedite, mas será una trampa, probablemente “la trampa de vivir”.

 

“El arte siempre ayuda a sobrevivir: nos estimula, nos enriquece, nos redime”

- Es obligado empezar hablando de la pandemia. ¿Cómo la ha llevado?

- Pues con resignación y alevosía: mejor que regular; por lo tanto, bastante bien.

- El arte, ¿le ha servido de algo?

- El arte siempre ayuda a sobrevivir: nos estimula, nos enriquece, nos redime. Como decía en el manifiesto Poesía útil (1994), el arte, cualquier arte, le sirve al ser humano: moralmente, para vivir; estéticamente, para gozar; y culturalmente, para aumentar el conocimiento del mundo y de nuestro propio mundo. Lo peor ha sido convivir cada día con el dolor por esos miles de víctimas que han perdido la vida.

- Y su descanso, ¿cómo ha sido? Hubo problemas de sueño, en general.

- Un descanso discontinuo, con interrupciones y sobresaltos. Y, algunas noches, fatigoso. Cada vez que me desvelo, escucho la radio: duermo con el transistor debajo de la almohada. Si me levanto, a veces, veo a mi padre. Ya tumbado, medito, atizo el rescoldo de la memoria que son tantos recuerdos de cuando era niño, adolescente, joven… así fue como accedí a Recapitulaciones, esas recapacitaciones que van haciendo balance de una vida, mi vida.

- La reparación del sueño afecta a la faceta creativa.

- En mi caso, se trata de una relación inconstante. En la plena oscuridad misteriosa e inquietante de la noche, pienso mucho, demasiado. Y siempre tengo un lápiz y un papel en la mesilla para anotar cualquier circunstancia temática que se me pueda presentar. Las sorpresas más recientes han sido el primer verso de un poema: “No fotografíes la tormenta”; y los versos finales de otro, el último que he escrito. Me encontraba paseando, en medio de una pesadilla, por la Via degli Archi, en la localidad medieval italiana de Randazzo, Catania, y contemplé la erupción del Etna. Esos versos finales dicen: “Y si muero a tu lado / me curará la muerte”.

- Hay quienes, durante el confinamiento, se mostraron atascados. Veo que no es su caso.

- Han surgido, desde luego, algunas ideas por desarrollar. Sobre todo, una: la de poetizar un triple concepto de la existencia: como herencia recibida e impuesta con el nacimiento; como deuda adquirida amortizable con vivencias; y, finalmente, como un préstamo a plazo variable que sólo se puede cancelar con la muerte.


“Desde niño, el miedo y la muerte me acompañan obsesivamente”

- ¿Desde cuándo ve a su padre por las noches?

- Desde niño. El miedo y la muerte me acompañan obsesivamente. Mi madre murió de mi parto y él lo hizo en 2005. Contemplo, por ejemplo, una representación fantasmagórica de mi padre. Siento su mano que me roza un hombro cuando, al andar a oscuras por la casa, rebaso las puertas de las habitaciones que dan al pasillo.

- ¿Se han acrecentado estos episodios durante el confinamiento?

- Digamos que se mantienen los temores por presencias o apariciones que siempre me han acechado.

- En esta época, tan distraída, ¿debiéramos prestar más atención a los fantasmas? Parece que sólo la literatura se acuerda de ellos, da igual si Rulfo o Patti Smith.

- Es algo que pasa o no pasa. Yo, teniendo entre cinco y siete años, a causa de mis terrores nocturnos, dormía con mi padre. En la percha de la puerta él colgaba su chaqueta, su pantalón, la camisa, la bufanda y su sombrero o boina. Pues bien, en ocasiones, sobre esas prendas veía ya sombras blancas envolviendo los bultos de las ropas. Y hasta el Ángel de la Guarda, o su fantasma, lo veía yo con total nitidez y con alas.

- Y no estaba soñando.

- No, despierto con los ojos abiertos.

- Los fantasmas, aunque no los recordemos, ¿se acuerdan de nosotros?

- Los fantasmas nos recuerdan antes de que los olvidemos, o puede ser que nos olviden antes de que los recordemos.


“La vida es una sana enfermedad que no se cura sino con la muerte”.

Ángel Guinda ha doblado la mano al cáncer. Se encuentra con altibajos y una anemia casi crónica, pero el cielo aparece vacío de nubes. Las rutinas durante el proceso de superación de la enfermedad se redujeron casi a consultas y pruebas médicas, a recibir tratamiento y guardar reposo. Casi porque la enfermedad no fue obstáculo para la escritura cuando ésta le sobrevino, cuando determinadas vivencias le impelían: “¡Escríbeme!”. Entre cada ciclo de tratamientos, descansaba veinte días. El malestar se lo han ido aliviando el cine y la literatura. De enero a junio del año pasado, vio cuarenta y nueve películas en sala, versión original subtitulada. Durante los primeros seis meses de éste se ha embaulado, lo menos, quince biografías: Frida Khalo, Dora Maar, Tamara de Lempicka, Camille Claudel, Dorothea Lange, Assia Wevill, Tina Modotti, Picasso, Rilke, Charles Chaplin, Beethoven, Chopin… No tiene inconveniente en confesar que el cáncer que padece es de pulmón. “He hecho méritos para contraerlo”. Hace treinta y pico años escribió el poema ‘Me he fumado la vida’. Dieciocho sesiones de quimioterapia ha recibido, en seis ciclos de tres, y treinta de radioterapia. Para evitar la metástasis, por protocolo preventivo, quince sesiones más de radioterapia en el cerebro, el órgano “predilecto”, dice, socarrón, “de ese tipo de cáncer para reproducirse”. Guinda se encuentra bien, lo que no le salva de revisiones trimestrales, claro. Hablamos al poco de la última. Hay bullas en la base de los pulmones, algo de bocio y dos pequeños quistes en los riñones. La nueva es que no hay recidiva. Pero continúan las pruebas. Esta semana, un PET-TAC; la próxima, un análisis. Una vida poco poética que se echa a la espalda como si lo fuera. Guinda parece que saca fuerzas de la fuerza, no de la flaqueza. Su cabeza permanece intacta y me da por pensar que le tensan más sus retractaciones que sus citas con la oncóloga. “¿Se puede ser feliz cuando el cuerpo se echa a un lado?”, pregunto. Difícil saber si vivimos o morimos en él. Seguramente las dos cosas. Imposible discernir si nos queda piel después de haber mudado la última. “La noción de felicidad -responde resuelto- la trató inteligentemente a la gallega Leo Ferré en su canción ‘Madame’, preguntándose: Le bonheur... qu’est que c’est?”. Lo dice a la francesa. De un modo que es, también, a la gallega. El secreto de la vitalidad de su obra es conocer la oscuridad y no esconderla. El autoengaño lo deja para los principiantes.

Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones’ es un libro que son dos libros, ambos conectados por la enfermedad. Se lo digo, y él precisa que tienen la enfermedad “como tema o sus efectos sicológicos como consecuencia temática”. Sí concede que la enfermedad se le ha colado en Los deslumbramientos más que en ninguna otra entrega, pero la verdad es que los desórdenes físicos, con distinta intensidad, son la sustancia de su obra la última década. Mira en un silencio que rompe para anotar de memoria: “Hace mucho afirmé que la vida es una sana enfermedad que no se cura sino con la muerte”.


“La vida de verdad es sed de siempre”

La memoria para él es una herramienta, no un género. Espectral (2011) es el libro de memorias de un autor que no tiene libro de memorias. En él no descontamos las preguntas y los presagios: “¿Qué gritan los acantilados entre los quitamiedos de mi memoria?”. Su cabeza es una nube a ras de suelo. “¿Qué otras vidas antes nos mataron?”. El agua y el tiempo buscan caminos por los que huir, informa. “La vida de verdad es sed de siempre”. Andaba inmerso él una tarde en Juan Ramón, hidratándose con la quinta relectura de Espacio, bañándose en la música de las olas, los vientos y los perros de Moguer, tras la inmensa cristalera de una cafetería, en Madrid, cuando el libro se le apareció. Primero, en verso. Escritura automática; momentos hiperrealistas, alguno de realismo utópico. Alcanzada la mitad, al igual que Juan Ramón, decidió ofrecerlo en prosa fragmentada para facilitar la comprensión lectora. Iba camino de un poema-río, y eso era algo que no deseaba. Guinda nunca ha pensado escribir unas memorias, acaso marcado por Borges -“La meta es el olvido y yo he llegado antes”-, pero Espectral es lo más cerca que ha estado. En sus páginas pervive el ímpetu testimonial enfrentado al espejo de la memoria, “un vaciado de interioridades”, dice, una exteriorización de su interior traumático. Ángel Guinda se ha llegado a ver convertido en fantasma. Las sombras tienen algo de espanto y alcanzan todas y cada una de las coces de la vida. “No es preciso desnudar la sombra”, dijo en Vida ávida (1980) -y seguimos con los libros anteriores-. Sin embargo, en Catedral de la noche (2015) se volcó sobre ella, sobre la penumbra, quitándole sus ropajes. “¿Qué cambió? ¿El afán por la luz?”. “Catedral de la Noche me parece un templo gótico cuya cúpula es la bóveda celeste. Y el gótico representa la elevación, ¡sí!, hacia la luz. Creo que ese libro supone, en mi poesía, la exaltación de aquel Claro interior que acerté a ver ocho años antes”. Catedral de la noche incluye dos fotos suyas: en una, apacible, casi un cura, debido al cuello de la americana; en la otra parece un detective, intentando que el humo del cigarrillo se confunda con la niebla. “Morir joven es duro, / pero más duro es envejecer”, proclama. Sabe que la noche existe en “el aire puntiagudo” que vuelve la luz puntiaguda. “Deja el cielo caer por su semblante / caspa de luz”. Las llamas conectan este libro con otro, (Rigor vitae) (2013). En el primero, sirven para moverse en la oscuridad; en el segundo son un saco al que echa las sombras: “No sé qué es un poema (…) ¿Es la soga de luz con la que ahorcarse uno?”; “¡Asesinaré a la muerte!”; “Todo caduca menos el dolor”.


“Aspiro a conseguir una simbiosis entre tradición y originalidad; a recoger verdad, belleza, intensidad”

- En Claro interior hay tormentas. “Escribir el poema / es sembrar el relámpago, / traducir el silencio”. El que siembra relámpagos, ¿qué aspira a recoger?

- En ese libro hay tormentas y tormentos. Sembrar relámpagos, en mi poesía, equivale a escribir versos como quien funda caminos en la más alta luz, versos ricos en imágenes fulgurantes, metáforas, oxímoron, concatenaciones, paradojas, antítesis, símiles, paralelismos, alegorías, énfasis, enumeraciones u otras figuras de realce expresivo que configuren una imaginería propia hacia un estilo personal. Teniendo presente que tradición es herencia, y que ésta enriquece más a quien mejor la asimila, y sabiendo que la originalidad consiste en el reconocimiento de los propios orígenes, yo aspiro a conseguir una simbiosis entre tradición y originalidad; a recoger verdad, belleza, intensidad.

- También en ese libro establece que el poema no es nada si no hace vida en nadie y que, para escribir un poema útil, hay que considerar si lo que se dice en él tiene interés, así como si habrá editor que arriesgue su dinero. ¿Piensa lo mismo? ¿En serio tiene en cuenta al lector?

- Pienso lo mismo, no perder nunca de vista al lector. Jamás me atrajeron el culturalismo ni el esteticismo decadente. Hay que ‘escribir como se vive’ [título de la antología que se editó al concedérsele el Premio de las Letras Aragonesas 2010], hay que escribir como se es; con claridad, de manera que cualquier lector pueda comprender el poema. Sustituir lo lúdico por lo lúcido. Sí: escribo contra la realidad, no sobre ella.

- En (Rigor vitae) propuso “escribir como se muere”.

- También revelé hablarme a dentelladas, no tengo nada que ocultar.

- La iluminación, ¿tiene algo de erotismo?

- Al erotismo asocio la penumbra, la luz la relaciono más con el amor.

- La luz la ha juntado en un libro -Toda la luz del mundo (2002)- compuesto por poemas de un verso. ¿En qué se diferencia un poema-verso de un verso-aforismo?

- Nacieron como poemas universos, antes de que existiesen los whatsapps. Los poemas-verso son poemas nacidos como unidades de texto sensitivo. Los aforismos son unidades de texto nacidos como paremia, pensamientos, reflexiones, sentencias, refranes, etcétera. Gotas de la destilación del pensamiento.

Sus explicaciones distan de ser caprichosas, pero muchos versos podrían funcionar como poemas sueltos o reclamos cercanos al aforismo: “Dime que la verdad aún no es mentira”; “Los dientes del aire castañean”. De hecho, no es raro que los versos aparezcan en sus poemas separados mediante línea viuda. La razón hay que buscarla en la inusual intensidad de los mismos. La poética de Guinda está compuesta por líneas delgadas, pero fuertes como hilo de araña. Es un autor de todo menos previsible. Comprobémoslo de igual forma repasando los autores que cita en sus libros: Edgar Lee Masters, Piero Manzoni, Yves Klein, Martín Adán, Joan Vinyoli, Anna de Noailles, Salah ‘Abd al-Sabur, Manuel António Pina, Ricardo Paseyro, Arabella Siles, Pilar Bastardés, Josefina Vicens, Enrique Urquijo, Bocángel, Abdul Hadi Sadoun, Agustín Porras, Fray Jerónimo de San José, Mahmud Darwish.


“No temo las contradicciones desde que acepto que la vida asoma a sus ojos las ventanas de la muerte”

- No teme las contradicciones. Para usted, el hambre y la guerra son formas de violencia, pero también la belleza y el amor.

- No temo las contradicciones desde que acepto que la vida asoma a sus ojos las ventanas de la muerte. La belleza y el amor tienen de violencia un irrefrenable instinto contraviolento, antiodio.

- ¿La violencia es un camino en el que perfeccionarse?

- No le digo que no. La Paz sufrida durante cuarenta años fue una paz violenta: la paradoja siempre, tanto en la vida como en la poesía. Una paz impuesta con el terror para aprender la obediencia. Santa Teresa escribió su personal Camino de perfección para las monjas carmelitas del Monasterio de San José en Ávila, del que era priora. Y Pío Baroja escribió también su particular Camino de perfección -pasión mística-.

Guinda coge por los pies la poesía y la zarandea en lo alto de un viaducto. En su afán por ir más allá y dotar de sentido a las acciones, llegó a colocar el título de los poemas al término de los versos. Esta manera de proceder sólo la ha encontrado uno, más tarde, en Fermín Herrero. “El título encabezador del poema es lo normal, una forma de presentación temática. Titular a pie de poema es como dar la conclusión. Es una cuestión más anecdótica que trascendental. Si dejé de hacerlo supongo que fue para no resultar pesado”. Una vía de tantas exploradas. Otra es el aforismo puro, vertiente oculta por su labor de poeta, que, al fin y al cabo, la engloba. Sus aforismos viven en Libro de huellas (2014), un presente histórico en que el adobe parece material noble y las ruinas se ofrecen votivas. Incluso el autor parece dialogar con aquellos que le precedieron: “Tu piel es la profundidad de mi deseo” recuerda lejanamente el “no hay nada más profundo que la piel”, de Válery; y su “he cerrado los ojos para ver” puede tener ecos del “hemos venido a no ver”, de san Juan. Sus aforismos, como el resto de su obra, se bate en duelo contra la realidad de un mundo que, más que no gustarle, le disgusta y lo hace “gravemente”. Por eso, tal vez, reclama en la poesía un compromiso que sirva, literalmente, para vivir.

- Entonces, ¿es posible conciliar el objeto de belleza y el sujeto de conducta?

- Al menos, yo pretendo una realidad que sea objeto de belleza en cuanto a estética en la edición -cubierta, papel, tipografía (tipo y cuerpo de letra)-, y a realce expresivo mediante figuras literarias -metáfora, antítesis, hipérbole o exageración, comparaciones, paralelismos, etcétera-; y que al mismo tiempo sea sujeto de conducta, sí, en cada momento, en poemas y libros distintos.


“Urge superar tantos hábitos de banalidad”

Al principio, Guinda citó su Poesía útil. En aquel manifiesto afirmaba sentirse cansado y decepcionado con la poesía escrita en la España de fin de siglo. Apostaba por otra, salvaje, libre. Hoy afirma que, camino de cumplirse el primer cuarto del XXI, sigue instalada entre nosotros “una amplia corriente de mediocridad” y que esta “grave dispersión” afecta en la educación, la cultura y las artes. “Urge superar tantos hábitos de banalidad y favorecer la máxima concentración para que la trascendencia eclipse la contingencia hasta borrarla”. Esto que dice hoy, taxativo y bien formulado, es consonante con lo que dijo ayer: “Toda la vida he sido un moribundo / a puñetazos con el vandalismo / de la banalidad” (Rigor vitae).

- ¿Apostaba entonces por una tercera vía?

- Puede ser interesante una tercera vía intransigente con la frivolidad, que arraigue en la voluntad humanitaria, intelectual y cultural, y que reforme nuestra actitud ante la vida, mejorándola.

- ¿Se edita mucho?

- Muchísimo. Y muy poco, en poesía al menos, con calidad suficiente para merecer lectura. Salvo a algunos editores, no beneficia nada publicar cualquier cosa cuyo autor esté dispuesto a costear; pero es parte del negocio, como medio de vida, en estos tiempos.

Guinda echa de más el amateurismo fútil, saco en el que, supongo, caben los poetuiteros y tuerce el gesto ante los mediocres con ínfulas. “En una época enferma, la palabra ha de ser hospital”, escribió, le recuerdo, ¡menudo verso! Guinda está bendecido por una sincera gratitud y si se le pregunta por quiénes se siente acompañado, los nombres se le despeñan, al revés, garganta arriba, saliendo por su boca, y si uno quiere apuntarlos, debe tomar aire para no perder la retahíla: “Me acompañan batallones sagrados de poetas”, dice, despacio, previo a lanzarse: Yamani, Emadi, Banddopadhyay, Hadi Sadoum, Baltadzhieva, Dušiça Nicolić Dann; Rosendo Tello, Gimferrer, Colinas, De Cuenca, Irigoyen –“con su silencio ejemplar”-, García Montero, Mestre, Yusta, Curiel, Luis Luna; Antón Castro, Saldaña, Lostalé, Forega; Zelada, García Teresa, Agustín Porras, José Luis Rey, Linaje, Malvís, Cereijo, Rodríguez Abad, José Luis de la Vega –“pertinazmente mudo”-; Raquel Lanseros, Olga Bernad, Marta Domínguez, Trinidad Ruiz Marcellán, Davidova, Teresa Agustín; Reyes Guillén; y, entre las voces más jóvenes: Trashumante, Escarpa, Carmen Aliaga, Elisa Berna, Mariuccia Licari, Verónica Aranda, Andrea Espada, Maty Sanz... Se detiene y concluye diciendo: “¡Y más!”. Guinda es muchas cosas, también excesivo. O, mejor, pasional.


“Los dones del silencio que más me interesan son la meditación, el acompañamiento, la quietud y la contemplación”

- Acaba de referir como virtud la abstinencia en la palabra. ¿Me puede citar algún libro en el que haya aprendido los dones del silencio?

- Previo a esos dones, me atrae el mutismo propio del estupor melancólico o catatónico. Los dones del silencio que más me interesan son la meditación, el acompañamiento, la quietud y la contemplación. El libro más reciente sobre la influencia del silencio en la meditación es Biografía del silencio, de Pablo d’Ors. Acerca del quietismo me parece fundamental la Guía espiritual de Miguel de Molinos. Hay libros que dicen mucho y bien en lo que dicen. Otros que dicen más en lo que callan y en lo que dejan decir al lector. Un ejemplo, en la línea aforística, es el libro Citações e pensamentos [Citas y pensamientos], de Agostinho da Silva. Y respecto de otros dones tangenciales al silencio, tal el misterio, pueden iluminarnos los libros grimorios o de conocimiento mágico -el Libro de las leyes, atribuido a Platón-, los nigrománticos y otros misteriosos acerca de las sombras.

- En más de un libro sostiene haber venido a destruir el mundo.

- Desde el primer momento sentí venir a destruirlo y, de las ruinas, levantar otro orden. Procuro no desviarme de ese intencionado sentir.

- Acaba de reafirmarse en que hay que escribir con claridad. Los herméticos italianos figuran entre sus favoritos.

- Es un error considerar difíciles o incomprensibles a Ungaretti, Quasimodo, Montale… Antes bien hay que considerarlos misteriosos, concentrados.

- ¿Y qué me dice de la abstracción?: ¿permite utilidad?

- Más allá de la figuración o de la abstracción, yo entiendo que es útil todo arte de calidad, sea literatura, pintura, escultura, música, mimo, danza…

- Utilidad más allá de la funcionalidad.

- Más allá.

- Ha escrito sobre Malévich. Se siente cerca de la pintura moderna.

- Estoy con la máxima calidad de la pintura. Acerca del conflicto de preferencia entre figuración -Antonio López- o abstracción - Tàpies-, hace tiempo manifesté mi preferencia por la abstracción.

- ¿Tiene pensado reunir sus artículos sobre arte?

- Me lo han propuesto. No son muchos, pero sí suficientes: Malévich, pero también Modigliani, Klein, Manzoni, Picasso, Saura, Miró...


“La poesía es palabra de música”

- ¿Qué relación halla entre la música y la pintura?

- Más allá del tópico ut pictura poesis, considero que ‘la poesía es palabra de música’ y ‘la canción es palabra con música’ [cita dos aforismos de Arquitextura (2015)]. La música es esencial en la palabra poética. En la pintura, colores y formas equivalen a las palabras en literatura.

- Vida ávida se lo dedica a la Destrucción. Allí leemos: “Cuando ames, odiarás”. Supongo que admite más de una lectura, también carnal. Recuerdo unas declaraciones del filósofo André Comte-Sponville: “El sexo sin amor se parece al odio”. En usted percibo, incluso en el sexo con amor, posibilidad de odio. ¿Estoy equivocado?

- Puede ser que usted esté equivocado, pero tampoco. Como en el caso de ‘Je t’aime moi non plus’ -‘Te quiero, pero tampoco’-, aquella canción de Serge Gainsbourg cantada y grabada por el gran fumador francés: primero con Brigitte Bardot, después con su mujer Jane Birkin. He vivido el sexo sin amor, el amor con sexo, e incluso estando el odio presente en ese mismo sexo con amor.

- Usted no le va a la zaga a Gainsbourg…: “Me dan miedo las dosis de alquitrán / que estrangulan el aire que respiro” -Claro interior-. Aparte de un signo de valentía, consignar sus miedos -otra constante-, ¿es una manera de conjurarlos?

- El poeta lírico vive dentro de su yo, en la máxima intimidad con su mundo interior. Escribe, mayoritariamente, en primera persona; y cuando lo hace en segunda, suele referirse a sí mismo. Identificar y confesar los propios miedos es, desde que era niño, una obsesión. Es afirmarse en la sinceridad, en la transparencia; es honrar la poesía.

- La otra gran fijación es la muerte.

- Que me viene del fallecimiento de mi madre, en el parto.

- ¿Cuándo empezó a fumar?

- Siendo adolescente. A los treinta y tantos, pasé a dos cajetillas diarias.

- ¿Cuándo lo dejó?

- Dejar de fumar fue una necesidad urgente cuando un día, estando solo en casa, en la terraza, fumando, me quedé sin respiración. Me esforcé en recuperarla haciendo profundas inspiraciones e inhalando alcohol. Sólo poco a poco, y por instinto de supervivencia, conseguí respirar. Diez años antes me habían diagnosticado EPOC [Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica]. Desde ese 2 de noviembre de 2018 no he vuelto a fumar. Luego, llegó el diagnóstico más grave, del que hemos hablado.

- Parece tener un presentimiento duro de sí mismo, como si le costase una parte de usted. “Muere”.

- Ese muere exhortativo se dirige al tú que es el propio yo lírico, cierto. Ya que mi obra es marcadamente autobiográfica, los obstáculos y demás conflictos me han estallado tanto en la vida como en la obra. En la etapa en que mi juventud fue más joven y alocada, me dejé arrollar por los excesos: políticos, religiosos, de velocidad, con la bebida, el tabaquismo… y más.

“Este vino que bebo no es la sangre de Cristo” -Claro interior-. “Las vidas que he bebido, las muertes que fumé” -(Rigor vitae)-.

En la introducción a La experiencia de la poesía (2016), estableció que todo lo que hacemos en esta vida podríamos haberlo hecho mejor. Él está satisfecho con su obra hasta cierto punto, o a partir de cierto momento. Su vida se limita a aceptarla, señal de inteligencia.

Venía de consumir farlopa, marihuana y ácido lisérgico. Se liberó de las sustancias exiliándose en Madrid. Fue en 1988 cuando participó en un concurso de traslados y consiguió plaza en un colegio público de Alcorcón. La capital era la resaca de la Movida. Para alguien desprovisto de voluntad, debía de ser la representación del paraíso, pero, por muy incitante, la realidad chocó contra el plexo de Ángel Guinda. “Fue una resistencia monacal, de soledad buscada y solidaridad autorredentora”. Sus días como profesor los acabó en el instituto de enseñanza secundaria Luis Buñuel, también de Alcorcón; y Madrid podemos afirmar que ha terminado influyendo en sus libros tanto como en su vida. Hasta tiene un poema dedicado a Lavapiés, donde vive.

- A usted le caracteriza una mirada inclemente, más que hacia el paso del tiempo, hacia la vejez, a la que resta toda connotación de sabiduría. Es consciente de que el apagamiento afecta al físico y a la mente.

- Envejecer es “un catálogo de averías, un repertorio de reparaciones” [se sabe sus versos y no teme la autocita]. Envejecer es un gran inconveniente. Una amenaza, un peligro irreversible. No creo poner paños calientes. La vejez, en mi caso, la acepto y la afronto como consecuencia de haber vivido ávidamente.


“La memoria es una llave maestra para activar la evocación y abrir los recuerdos”

- En su último libro expresa que la memoria “es una llave maestra”. Pareciera que acaba siempre en el fondo del mar. ¿Los libros son tal vez una mesilla en que posarla, mientras?

- La memoria es una llave maestra para activar la evocación y abrir los recuerdos… mientras no esté oxidada ni presa del alzhéimer. Los libros, en estas circunstancias adversas, nos fundan, nos distraen y fortalecen. Nos hacen vivir más.

Hace unas respuestas, Guinda recomendaba escribir como se vive. En 1992, publicó en El Periódico de Aragón un artículo titulado ‘Clifford Still: pintar como se vive’. La vida como guía, la realidad como cristal roto. Esta entrevista bien podría titularse ‘Contestar como se vive’, que es lo que ha hecho, con autoexigencia. Por cierto, como en los detalles no sólo está el demonio, sino la persona, vaya uno: al aludir a la Guía espiritual de Miguel de Molinos, tercié preguntando si conocía la de Castilla, de Jiménez Lozano. “Sinceramente, no”. Seguimos a lo nuestro. Horas después, en el correo me espera el siguiente mensaje: “Acabo de encargarla, en dos formatos, en la librería Maxtor de Valladolid”, ciudad en la que se casó con su mujer actual hace ahora catorce años, en la que tiene familia política y que visita cada dos o tres meses. Ángel Guinda es lo contrario a la indiferencia. Por eso está tan vivo. Tan despierto que lo normal es que se desvele por la noche. Quiere vivir, lo dijo en un poema de Claro interior -todo lo ha dicho en sus poemas- pero, sobre todo, lo demuestra con sus actos. Vive como lee. La vida sí le va a echar de menos.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

Comienzo

29 de abril de 2022 14:45:00 CEST





Un no sé qué que quedan balbuciendo

San Juan de la Cruz

 

 

 

 

 

 

No lo recuerdo bien:

 

el extraño sonido de las hojas, el silencio

que emana, la fuente y la raíz, los insectos

dibujando su nombre por el aire.

Balbuceo lentamente todo eso para que no se escape,

apenas se entiende lo que digo,

pero digo como quien espera que brote

de la tierra, descalza,

para verme.

 

Todo está vivo, nítido, perpetuo.

Aunque no lo recuerdo bien.

Así todo se acostumbra a su existencia.

De lejos.

Y poder quedarme, sin embargo.

Escrito en Lecturas Turia por Marta López Vilar

Miguel Delibes: claves de su vigencia

25 de abril de 2022 09:46:52 CEST

En abril de 2019 XL El Semanal publicó los resultados de una encuesta que había organizado para dilucidar quién era el más importante escritor español. El primero resultó Miguel de Cervantes (con el 29,21% de votos), el segundo Benito Pérez Galdós (16,68%) y el tercero, Miguel Delibes (11,87%). Naturalmente no se trata aquí de insistir en el valor numérico de un conjunto de preferencias particulares, pero no deja de ser significativo que, entre los escritores recientes (la encuesta excluía a los vivos), el más votado fuese Delibes, que acompañaba en el ilustre podio a Cervantes y a Pérez Galdós. No creo, pues, arriesgado afirmar que posiblemente sea Delibes el escritor español reciente sobre el que hay un más claro consenso positivo entre los lectores y que entra de lleno en ese club de clásicos de nuestras letras, tal y como, de hecho, figuraba ya en sus últimas décadas de vida: solo hay que recordar la expectación con la que fueron recibidas cada una de sus novelas y el amplio reconocimiento público y crítico que estas merecieron.

En las argumentaciones que muchos lectores dieron en la citada encuesta para justificar su voto a Delibes figura especialmente el hecho de que su obra sea sensible reflejo de la España de su tiempo y de sus gentes, en particular las del ámbito rural, junto a otras consideraciones de incontestable vigencia en el imaginario lector[1]. Es cierto, junto a ello, que la mayoría asociamos a Miguel Delibes Setién con unos valores definitivamente apreciados (en contraste con cierta inmundicia generalizada en la vida personal y pública de los últimos años), como son la coherencia, la honestidad literaria y esa recia y digna castellanía que se observan en prácticamente toda su obra y el comportamiento que públicamente mostró. A pesar de que él era un hombre retraído, dado a la depresión y poco amigo de los oropeles, es justo reconocer una cierta simpatía personal que proporcionan su biografía y su obra y que yo desde luego no oculto.

Pero me gustaría concretar algo más esos aspectos por los que Miguel Delibes, en contraste con otros autores contemporáneos que gozaron de bien construida fama[2], es un autor que, a mi juicio, goza de bien ganada vigencia. Y lo haré, naturalmente, desde una lectura personal y simpática de su obra y de la bibliografía principal sobre la misma.
Delibes es historia de la narración en España en la segunda mitad del siglo XX, punto fundamental desde el que observar medio siglo de literatura española (el que va entre 1948 de La sombra del ciprés y 1998 de El hereje) y también un interesante y constante interrogante sobre el papel y la extensión de la novela, al que no son ajenos aspectos como la relación del narrador con sus personajes o las innovaciones técnicas presentes en Cinco horas con Mario, Parábola del náufrago o Los santos inocentes. Partícipe, en diversos momentos entre los años cuarenta y setenta, de las inquietudes de los escritores autodidactas, los universitarios, los social-realistas y los vanguardistas, como se ve en las conversaciones con César Alonso de los Ríos, a partir de El camino (1950), y así lo ha destacado Marisa Sotelo, Delibes “apuesta por la sencillez, la naturalidad del estilo, tamizado de cordial ironía y la búsqueda de la autenticidad se convierte en su preocupación fundamental”[3]. Entre la creación de Delibes hay que considerar una enriquecedora y a menudo complementaria relación entre las novelas y los relatos incluidos en La partida (1954) o Siestas con viento sur (1957); cuentos como los de La mortaja (1970) son tan representativos como los mejores libros de Delibes, según Sobejano. Existe además, redundando en las claves perceptibles en toda su literatura, una conexión entre los personajes, por ejemplo, de títulos muy distintos: así, Senderines en La mortaja, el Mochuelo en El camino o el Nini en Las ratas; o el difunto de Cinco horas con Mario y Cipriano Salcedo en El hereje.

Pero, si es posible hallar unas claves de estilo, e incluso, como veremos, la presencia de algunos temas vertebradores en su literatura, en Delibes se aprecia, como ya señalara Pilar Celma, un triple compromiso: ético, social y estético. Solo este aserto bastaría por sí solo para encauzar la predilección lectora por Delibes, que una vez afirmó: “Mi vida de escritor no sería como es si no se apoyase en un fondo moral inalterable. Ética y estética se han dado la mano en todos los aspectos de mi vida”. De ahí, a mi parecer, la filiación cervantina del escritor: el cuidado de los personajes y sus voces, la cercanía al débil, la perfecta ambientación y construcción narrativas a través de los propios personajes, la lucha de la individualidad frente al poder, la exigencia de la libertad de conciencia frente al seguidismo social.

Afirmaba el Prof. Gonzalo Sobejano que todas las novelas de Delibes podían titularse como la tercera de ellas, El camino, porque los personajes buscan su propio camino de realización personal, habitualmente en un contexto poco propicio o incluso hostil, y porque el propio autor recorre un camino “desde la soledad a la solidaridad” que supone “una progresiva toma de conciencia de la responsabilidad humana, un proceso de acercamiento al humanismo social a partir de la angustia existencial. Delibes, puede afirmarse, es el novelista español responsable por excelencia”[4]. Abundando en esta idea, retomo de Sobejano lo siguiente: “La vida, el carácter, la obra, la significación de la obra y el sentido de la trayectoria cumplida, todo viene alentado en Miguel Delibes por el ritmo de la compasión, esa virtud estética consistente en compenetrarse éticamente con el objeto de la atención creativa, que no es ideación ni fantasía, sino amor al prójimo”[5]. En diferentes ocasiones Delibes se pronunció sobre el carácter de sus protagonistas, acusando, con cierto pesimismo, su refugio del desvalido (el niño, el campesino, el incomprendido): “Yo he tomado en mi literatura una deliberada postura por el débil. En todos mis libros hay un acoso del individuo por parte de la sociedad, y siempre vence, se impone esta”[6].

El profesor Sobejano acuñó una afortunada expresión para referirse al escritor, el “recogimiento atento”, que era tanto un recogimiento físico como espiritual, afecto a una tradición sin dogmatismos, a un liberalismo socializador, a una necesidad íntima de la literatura. En su narrativa Delibes se compromete con los desvalidos, pero también consigo mismo, como veremos brevemente a continuación, en relación con el desarrollo de personajes y narraciones.

Delibes es un extraordinario constructor de personajes, a los que hace vivos realmente: “Poner en pie unos personajes de carne y hueso e infundirles aliento a lo largo de doscientas páginas es, creo yo, la operación más importante de cuantas el novelista realiza”, comenta en el significativo artículo titulado “Los personajes en la novela”. La compenetración del autor con la conciencia de sus personajes (varios considerados alter ego o trasuntos del autor, por ejemplo en Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, Madera de héroe o Señora de rojo sobre fondo gris), llegando a hablar desde ellos, en perfecta identificación, o a focalizar la narración desde sus circunstancias y resoluciones. Resuenen aquí las palabras del escritor en  la recepción del Premio Cervantes (1994): “Mis personajes son, en buena parte, mi biografía. Pasé la vida disfrazándome de otros, imaginando, ingenuamente, que este juego de máscaras ampliaba mi existencia, facilitaba nuevos horizontes, hacía aquélla más rica y variada”. Obviamente, esos personajes viven no exactamente ideas, sino una historia: son sujetos narrativos con sus propias circunstancias y sus propias formas lingüísticas. Son, en definitiva, los elementos básicos de toda narración: un hombre, un paisaje y una pasión.

Por si fuera poco su particular geografía literaria, Delibes es verdaderamente un “escritor con territorio”, como le denominó Alonso de los Ríos. La mayoría de sus novelas y cuentos se ambientan en su ciudad natal, Valladolid[7], o en pueblos de Castilla y Extremadura (excepcionales son los escenarios abulense de La sombra del ciprés es alargada, chileno de Diario de un emigrante y utópico de Parábola del náufrago). Escribió además crónicas misceláneas regionales, como Castilla (1960) y Viejas historias de Castilla la Vieja (1964) y Castilla, habla (1986). No podemos olvidar su compromiso periodístico en la época de la censura de prensa (me refiero: en la época en que la censura de prensa estaba claramente establecida por el régimen político) y su labor como director de El Norte de Castilla (1958-1966) en contra la despoblación y la falta de inversiones en el agro castellano, lo que le acarreó no pocos problemas. Cuando en 1964 alguien le preguntó con qué se conformaría, afirmó Delibes: “Con que, cuando se analice mi obra, dentro de equis años, se diga: ´Acertó a pintar Castilla`”. Pero, a partir de lo local, su obra ha trascendido a lo universal, a los valores universales del ser humano: “La universalidad del escritor debe conseguirse a través de un localismo sutilmente visto y estéticamente interpretado”[8].

Los temas de Delibes, trazados en la dehesa extremeña o en las sucias calles del Valladolid contrarreformista, son universales y esta es, sin duda, otra clave de su vigencia. Recordemos únicamente la importancia que en su prosa tiene el tema de la infancia y la inocencia (en El camino o El príncipe destronado, por ejemplo); el tema de la muerte (en La mortaja, Las guerras de nuestros antepasados, El hereje…); o la compasión por los sencillos (en El camino, Mi idolatrado hijo Sisí o Los santos inocentes):  “El hecho de que yo me incline por el hombre humilde y por el hombre víctima revela, imagino, mi espíritu democrático, pero no menos mi espíritu cristiano”[9]. Delibes ha sido un escritor reflexivo con su tiempo y con la angustia del ser humano en una época cambiante en  diversos órdenes.

El tema de los viajes y el conocimiento de otras realidades políticas en su época muestra la capacidad de Delibes para sorprenderse por otras realidades y tratar de conocerlas, como se observa bien en sus ensayos Por esos mundos, Europa: Parada y fonda (1963), USA y yo  (1966), Dos viajes en automóvil: Suecia y Países Bajos (1982) o He dicho (1996). Los textos de La primavera de Praga (1968), uno de sus libros testimoniales más valiosos, responden al final a esa convicción del escritor: “Sigo creyendo en la posibilidad de hacer compatibles la justicia y la libertad y no dudo que, a la larga, el paso dado por Rusia –torpe y brutal— acabará volviéndose contra ella”; y, algo más adelante, “las armas sirven para matar hombres, pero nunca sirvieron para matar ideas”.

Uno de los rasgos característicos del pensamiento de Delibes tiene que ver con una de las revoluciones que se imponen en el mundo, la ecológica. Delibes fue un destacado defensor de la naturaleza y crítico del progreso alienante y destructor. En El sentido del progreso desde mi obra, afirmaba que “el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia”. Desde el punto de vista del ecologismo, Delibes sitúa un puente crítico entre el mundo rural y el urbano y además rescata el léxico y las costumbres rurales, hasta el punto de que su obra parece, como decía Manuel Alvar, “un tratado de antropología cultural”: “Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante”[10]. Esta defensa de un mundo en desaparición aparece en Las ratas, Viejas historias de Castilla la Vieja, El disputado voto del señor Cayo… Ahí se concita también su interés por el mundo rural y el individualismo de los personajes, ya que “la ciudad uniforma cuanto toca; el hombre enajena en ella sus perfiles característicos”[11]. En este punto encaja la afición naturalista del cazador y pescador Delibes, que escribió expresamente sobre la caza y la pesca en ensayos como La caza de la perdiz roja (1963), El libro de la caza menor (1964), Con la escopeta al hombro (1970), La caza en España (1972), Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo (1977), Mis amigas las truchas (1977), Las perdices del domingo (1991) o El último coto (1992).

La bibliografía de Delibes no se cierra con sus novelas, relatos y ensayos de viajes o cinegéticos. Hay títulos misceláneos, como Vivir al día (1967), Un año de mi vida (1971), Mi vida al aire libre (1989) y Pegar la hebra (1990), que revelan su prolijidad desde diversos frentes intelectuales.

Su obra traspasa además lo meramente literario. Una decena de narraciones de Delibes han sido llevadas al cine, lo que redunda en la investigación sobre su obra desde otro lenguaje, el cinematográfico. Aunque Delibes siempre confesó su incapacidad para escribir directamente teatro, cuatro de sus textos han sido llevados al escenario por parte de importantes intérpretes y productores que mantienen sin duda viva parte de su obra: Cinco horas con Mario (estrenado por Lola Herrera en el teatro Marquina de Madrid el 26 de noviembre de 1979), La hoja roja (1987), Las guerras de nuestros antepasados (por José Sacristán y Juan José Otegui en el teatro de Bellas Artes el 7 de septiembre de 1989; y por Manuel Galiana y Teófilo Calle en el teatro Principal de Palencia el 31 de mayo de 2002) y Señora de rojo sobre fondo gris (por José Sacristán). Incluso se pretendió en su día llevar a teatro El hereje, cuya novela, por cierto, tiene un guion de cine firmado por José Luis Cuerda.

Otra clave a mi juicio innegable de la vigencia del escritor es el hecho de que su archivo se encuentre disponible para su consulta en la Fundación Miguel Delibes de Valladolid. Lamentablemente no es fácil en España que el legado de un autor, por desgracia tantas veces sujeto a ambiciones particulares, esté a disposición de los investigadores y lectores y que, desde una entidad con financiación pública y privada, se mantenga viva la memoria del escritor y se alienten ediciones y actividades que redunden en su conocimiento, por el bien de todos como patrimonio cultural insustituible. De esta forma, es posible el descubrimiento de nuevos materiales, versiones e interpretaciones[12]. En 2002 se publicó su correspondencia con Josep Verges y en 2014 la de Gonzalo Sobejano, libros que iluminan parte de nuestra historia intelectual reciente.

La obra de Delibes goza de unas características que van a facilitar su vigencia, es decir, su lectura y estudio a través del tiempo. Para empezar, por haberse hecho eco, desde una raigambre cervantina, de la noble causa de los débiles y de la libertad de conciencia de sus héroes o antihéroes. Su literatura, profundamente castellana, se nutre de unos temas universales (la infancia, el ideal de justicia y libertad, la naturaleza, las contradicciones del progreso, la muerte…) que justifican el interés que ha tenido y tiene en los lectores en castellano (a través de innúmeras ediciones, acrecentadas en este año conmemorativo) y allende nuestras fronteras lingüísticas. Por otro lado, su literatura es tan extensa y variada como cuidada, con una prosa magistral, llena de hallazgos y matices, con personajes creíbles de profunda complejidad. Quien lo lea va a leer a un clásico nuestro de las letras universales.



[1]
                        [1] Así también numerosos testimonios recogidos en el libro Hasta siempre, paisano Delibes, recuerdo de la 43ª Feria del Libro de Valladolid, Valladolid, Ayuntamiento de Valladolid, 2010, con parte de los mensajes de condolencia recibidos los días 12 y 13 de marzo de 2010.

[2]
                        [2] Recuerdo inevitablemente a Camilo José Cela, premio Nobel en 1989, caso verdaderamente significativo de escritor que alcanzó los mayores reconocimientos y luces públicas en vida y que, póstumamente, es, a lo que presumo, un autor más bien poco leído. Como esto que acabo de escribir procede de mi impura subjetividad, sería interesante en un futuro valorar con datos la suerte póstuma de la obra de Cela; por de pronto, en la encuesta de XL El Semanal ocupó un meritorio 12º puesto, con 1,59% de los votos.

[3]
                        [3] SOTELO, Marisa, “Introducción”,  en Miguel Delibes, El camino, Barcelona, Planeta (Austral), 2019, p. 14.

[4]
                        [4] SOBEJANO, Gonzalo, “Estudio introductorio. Cinco horas con Mario: de la novela al drama”, en Miguel Delibes, Cinco horas con Mario (versión  teatral), Madrid, Espasa-Calpe, 1982 (3ª ed.), p. 12.

[5]
                        [5] SOBEJANO, Gonzalo, “Introducción” a Miguel Delibes, La mortaja, Madrid, Cátedra (Letras Hispánicas, 199), 2010 (9ª ed.), p. 36.

[6]
                        [6] En GARCÍA DOMÍNGUEZ, Ramón, Miguel Delibes: un hombre, un paisaje, una pasión, Barcelona, Destino, 1985, p. 70.

[7]
                        [7] De Valladolid. Antología de textos sobre Valladolid y sus gentes, edición a cargo de Ramón García Domínguez, Barcelona, Lunwerg, 2009.

[8]
                        [8] En ALONSO DE LOS RÍOS, César,  Conversaciones con Miguel Delibes, Madrid, Editorial Magisterio Español, 1971, p. 180.

[9]
                        [9] En ALONSO DE LOS RÍOS, César,  op.cit., 1971, p. 103.

[10]
                        [10] DELIBES, Miguel, El sentido del progreso desde mi obra. Discurso leído el día 25 de mayo de 1975 en el acto de su recepción y contestación del Excmo. Sr. Don Julián Marías, Madrid, Real Academia Española, 1975, P. 52.

[11]
                        [11] DELIBES, Miguel, op.cit., 1975, p. 55.

[12]
                        [12] Como ejemplo, el cuento ilustrado incluido en La bruja Leopoldina y otras historias reales (prólogo de Elisa Delibes, Barcelona, Destino, 2018) o la mayor parte de materiales de trabajo utilizados en mi edición de El hereje (Madrid, Cátedra, Letras Hispánicas, 2019).

Escrito en Lecturas Turia por Mario Crespo López

El lugar de un escritor distinto y solitario

12 de abril de 2022 10:35:22 CEST

“Depende, claro está, de lo que se entienda por normalidad. ¿Qué es normal? ¿Lo que más abunda? Pues, entonces, no hay duda, soy raro. Ser raro, sin embargo, no es malo. Puede ser, incluso, un piropo. Quevedo decía que el sol, para hacerse estimar, no habría de salir cada día”, respondió en una ocasión Javier Tomeo Estallo (Quicena, Huesca, 1932-Barcelona, 2013) a propósito de su indiscutible singularidad. Fue un escritor distinto, sin patrón, inclasificable, solitario y, más que marginal, periférico, como lo calificó en varias ocasiones su gran amigo Félix Romeo Pescador (Zaragoza,1968-Madrid, 2011). Fue un escritor que venía del cómic y de la literatura popular, bajo el nombre de Franz Keller, de Kafka, de Valle-Inclán, a quien citaba mucho más que leía o que había leído, pero le fascinaba aquello de “la deformación expresiva y grotesca de la realidad” del esperpento, y Sigmund Freud, al que recurría una y otra vez para explicar la escisión permanente, esa forma de abismo en vida de sus criaturas. Declaró: “Mis personajes son seres reales, forman parte de la realidad. Pero son personajes quintaesenciados; los ofrezco en condiciones de ser digeridos plenamente. Personajes arquetípicos, con una pretensión de universalidad. Seres, por lo general, incomprendidos y solitarios”. Sin duda, pero también anómalos, con distintas patologías, casi siempre víctimas de una obsesión, de una enfermedad real o imaginaria o de las pulsiones atávicas, que era la nuez o la espiral expansiva sobre la que montaba sus novelas.

Esa extrañeza tan peculiar y única, su forma de percibir el mundo, su condición de visionario de la incomunicación, de la soledad y de la angustia, harían de Javier Tomeo un escritor desubicado, fuera de contexto, un tanto apocalíptico, sin pretenderlo, alguien que anda por ahí, fuera del carril, en las regiones de lo incierto, acaso como un sembrador de monstruos. Javier Tomeo, que podía ser muy ingenioso y certero en sus análisis, daba claves de su poética en cualquier instante: “La gente perfecta, feliz y simétrica, carece del interés literario que poseen aquellos individuos que revelan algún tipo de anomalía. Los pueblos felices no tienen historia. Hay que entender esta monstruosidad de mis novelas como una suerte de metáfora (...) Los monstruos son difíciles ejercicios de amor (…) Todos llevamos un monstruo dentro”.

Con todo, Javier Tomeo encontró su sitio y fue editado y reeditado, elogiado por doquier (por Rafael Conte, José-Carlos Mainer, Jesús Ferrer Sola, Nora Catelli, Fernando Valls, entre muchos otros), tuvo un gran éxito en el teatro, a pesar de que solo escribió una pieza netamente teatral, como Los bosques de Nyx (Xordica, 1995). También fue traducido a las principales lenguas del mundo. En los años 80 y 90, sobre todo, vivió momentos de popularidad. Apenas recibió galardones oficiales de España, pero sí recibió el Premio Aragón de 1994 y fue Medalla de Oro de Zaragoza en 2005, ciudad que en 1999 presentó su candidatura oficialmente al Premio Nobel de Literatura.

¿Cómo se forjó la personalidad de Javier Tomeo? ¿Cómo labró su singular trayectoria? De entrada conviene decir que era hijo único y que formó parte de la diáspora aragonesa a Barcelona. Solía decir, con algo de coquetería y de autoleyenda, que había sido fugazmente tercer portero del Huesca y que, algunos años después, mandó al periódico de su ciudad una crónica de un choque entre el Sant Andreu y el Huesca.  Allí, en cierto modo, sugería que había nacido el escritor, aunque en realidad Javier Tomeo haría un poco de todo: trabajó de negro, haría traducciones, “sin saber muy bien inglés”, y daría por aquí y por allá su primeros coletazos literarios con los relatos. “Publiqué en los años 50, en El Noticiero Universal, una colección de relatos que se llamaba Cuentos del Sábado. Eran breves y supongo que se percibiría el influjo de las lecturas de Carson McCullers, una escritora norteamericana, y supongo que aún no habría superado la fase imitativa. Además, me publicaron otros cuentos que he perdido, por los que me pagaban 200 pesetas, que era mucho. Julio Manegat fue esencial porque me dio alas”, explicó en una ocasión.

Sería en 1967, en la editorial Marte, que llevaba Tomás Salvador, donde publicaría su primer libro: El cazador (1967). Narraba la historia de un hombre que se encierra en su habitación con la firme determinación de no volver a salir jamás. Según el propio Tomeo, por entonces no había leído a Franz Kafka; a medida que iban pareciendo sus nuevos libros, como Ceguera al azul (Tábano, 1969) -donde cuenta el relato de un hombre que desea ir a Beluchistán, pero que no acierta a sacar su billete- fue su amigo el citado Julio Manegat quien le recomendó que leyese al autor de La metamorfosis. Tomeo, con su habitual sentido del humor o con su sentido de la irrealidad, lo hizo y le dijo: “Este tío me copia”. Tomeo contaba que ese libro aparecía en una colección de autores no premiados y que era consciente que lo que él hacía no se adaptaba muy bien a lo que se llevaba en España en ese momento: el realismo social, que iba a dar paso a destellos de experimentalismo y poco después a lo que se llamó “la nueva narrativa española”, que empezó con algunos libros claves: La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza, El río de la luna de José María Guelbenzu y la tetralogía en marcha, Antagonía, de Luis Goytisolo.

En ese momento, como haría siempre, trabajador ya en la fábrica Olivetti, Javier Tomeo iba a su marcha, al amparo de los citados Tomás Salvador y Julio Manegat, Juan Ramón Masoliver y de Ramón de Goicoechea, que fue el primer marido de Ana María Matute y se convertiría en una especie de interlocutor o alter ego en sus artículos, en sus cuentos y en algunos de sus libros. Dijo de él: “Mi amigo, y personaje de mis textos, Ramón o Ramoncito me decía siempre que había gente que sacaba a pasear a sus monstruos a las cuatro o cinco de la mañana. Decía que estaban ocultos durante el día y que salían de madrugada y por poco tiempo. Es probable”.

En 1971, El unicornio ganó el premio de novela ‘Ciudad de Barbastro’, que publicaría el sello Bruguera. Aquel galardón fue importante en su carrera: le hacía mucha ilusión. Significaba volver a casa y era un espaldarazo. Eso sí, Javier Tomeo seguía a la suya, anclado en la obsesión, el disparate y el absurdo. En una representación teatral, sin que medie nada, los espectadores empiezan a morir uno tras otro. Tomeo introduce aquí otra de sus pasiones: los animales imaginarios o soñados (sería un pertinaz y divertido creador de bestiarios), y un nuevo procedimiento narrativo: articula el relato en forma de cuaderno con acotaciones teatrales.

En esa carrera sigilosa, que lo vinculaba más con Joan Perucho y Álvaro Cunqueiro que con nadie, Javier Tomeo seguiría publicando libros: Los enemigos (Planeta, 1974), y su primera gran obra, quizá una de sus mejores novelas: El castillo de la carta cifrada (Anagrama, 1979), título que suponía, además, el salto a la que va a ser la gran editorial de su vida, Anagrama. Su editor Jorge Herralde, que le ha dedicado muchas palabras y elogios, lo define en Un día en la vida de editor y otras informaciones fundamentales (Anagrama, 2019) como “glorioso autor de teatro internacional sin haber escritor jamás una pieza teatral”, y dice que “el gran crítico Rafael Conte y yo rivalizábamos en nuestro entusiasmo por la obra de Tomeo”. El castillo de la carta cifrada es una ficción en la que un noble abandona el mundo y se recluye en una fortaleza; intenta establecer relación con un antiguo enemigo y no puede hacerlo. El clima del surrealismo y del absurdo está presente de nuevo, sazonado por fogonazos líricos, y el autor afinaba aquí más la sinrazón y el extrañamiento que nunca. El desabrido desconcierto existencial.

Al año siguiente aparecía Diálogo en re mayor (Anagrama, 1980), otro texto en que el Javier Tomeo indaga en el tema capital de su obra: la incomunicación. La novela plantea una situación claramente tomeana y paradójica: dos hombres, Juan y Dagoberto, uno virtuoso del trombón de varas y el otro apasionado del violín, intentan conversar y entenderse en un vagón de tren durante cinco horas. Constatan que son los únicos viajeros, y ahí Tomeo sigue desarrollando su querencia por la claustrofobia, los espacios cerrados, angostos, casi como si fueran espacios escénicos. En este clima opresivo se debaten muchos asuntos: la memoria de los personajes, la singularidad de los instrumentos, la necesidad y la imposibilidad de la relación. Como se percibe, Javier Tomeo no daba puntada sin hilo. Era un autor nítidamente contemporáneo que le daba vueltas a un asunto eterno pero capital en nuestros días: el enigma de la identidad. ¿Quiénes somos, cuál es nuestro lugar en el mundo, cómo es el mundo, qué fuerzas telúricas y sociales lo descomponen y nos descomponen? Desde el punto de vista del estilo, se alternan los diálogos, llenos de sorpresas y excursiones narrativas y evocadoras, con sus descripciones minimalistas, despojadas de retórica. El escritor oscense, que sería bautizado como “el Kafka de Huesca”, no tardaría en reconocer otros influjos, a los ya conocidos, como Luis Buñuel, que para él era Dios, Baltasar Gracián y el Goya de las pinturas negras. Algunos años después, en una entrevista, y dio cientos, diría: “Me sacan los colores los que me comparan con ese gran genio que es Kafka, pero bueno... No está nada mal. Prefiero que digan que me parezco a Kafka que a Rafael Pérez y Pérez, por ejemplo. Bromas aparte, con Kafka coincido a través de Freud y del subconsciente. Yo soy el escritor del ello, en mis personajes lo que prevalece es el ello –atávico, irracional, agresivo- frente al yo –civilizado, contemporizador–. Y Gregorio Samsa es la gran metáfora del ello”.

Cinco años después, publica el libro que le va a dar fama y a reclamar atención para su poética: Amado monstruo (Anagrama, 1985), que fue finalista del Premio Herralde; le ganó un futuro Cervantes, el mexicano Sergio Pitol. El joven aspirante a un puesto de vigilante, entabla un diálogo con un director de un banco, y ahí, en una novela teatralizada, con unidad de tiempo y lugar, como dijo el crítico y editor Luis Suñén, se barajan muchas cosas: la lucha de clases, la relación entre el amor y el esclavo, la dependencia del joven de su madre; en realidad, los dos personajes sufren idéntica sumisión. Javier Tomeo, entre otras particularidades, anota una anomalía: el protagonista, cautivo cuando menos psicológicamente, tiene seis dedos en una mano.

Por otra parte, Javier Tomeo demostraba que venía para quedarse. A partir de entonces, su presencia será constante. Más que constante, pertinaz, porque él era un escritor metódico que escribía a diario, de noche y de día, y con siempre con luz artificial. Y casi puede decirse que entregaría, casi hasta su muerte, uno o dos o hasta tres libros por año. Fue eso también lo que llevó a diversificar su presencia en otros sellos: Planeta, muy especialmente, Destino, Alpha Decay, Mondadori, Xordica, Huerga & Fierro, Páginas de Espuma y Prames, entre otros.

Su nombre desde Amado monstruo ya no pasaba inadvertido; al contrario, aunque era mayor que casi todos ellos, se asoció a la Nueva Narrativa Española que integraron, entre otros, Álvaro Pombo, veterano como él, José María Merino (con quien tendrá algunas afinidades: la pasión por el microrrelato y el interés por la literatura fantástica), Luis Mateo Díez, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares, Rosa Montero, Cristina Fernández Cubas, Jesús Ferrero, Javier García Sánchez, Enrique Vila-Matas, Justo Navarro, Miguel Sánchez-Ostiz, Féliz de Azúa, Vicente Molina Foix, etc., y entre ellos también figuran sus paisanos Soledad Puértolas, Ignacio Martínez de Pisón, José María Conget y, en cierto modo, Ana María Navales, que publicaría sus mejores libros en los años 80 y 90 también. Javier Tomeo figuraría con El castillo de la carta cifrada y Amado, en un único volumen, en una colección de 1989 del Círculo de Lectores, que tenía algo de inventario de ese grupo, al que no puede llamarse generación. La Nueva Narrativa Española renovaba la escritura, había asimilado muy bien la novela negra y el cine, era muy cosmopolita y reivindicaba el jazz, el peso de nuestra historia literaria, la creación de personajes y el viaje, y tenía en Vladimir Nabokov a una de sus figuras de referencia.

Javier Tomeo se convertirá en un autor de culto. Citado, respetado, elogiado, y sobre todo llevado a la escena. Serían Jacques Nichet, Jean Jacques Préau, Paco Ortega y José María Pou, por citar algunos nombres, quienes trasladarían a las tablas muchas de sus novelas: Amado monstruo se llevó la palma, y conoció adaptaciones en varias lenguas, y estrenó en los tres grandes teatros de París. En 1987 publicó El cazador de leones (Anagrama), otro de esos libros que gustaron mucho en el teatro: un hombre solitario quiere hablar por teléfono con una mujer, a la que le va cambiando de nombre. El oscense ensaya de nuevo algo que forma parte de su estilo: el monólogo, una suerte de perorata que refleja sus cambios de humor, sus veleidades y la inclinación a cambiarle el nombre a la mujer imaginaria que está al otro lado de la línea. Rafael Conte, como glosaba más arriba Jorge Herralde, fue a París con motivo de sus éxitos teatrales y fue en ese viaje cuando percibió que el escritor aragonés se inspiraba para una nueva novela. Escribió en ‘El País’ en enero de 1989: “En la pasada primavera, un día de sol, sentado en un café y frente al amasijo genial de chatarra del Centro Pompidou de París, Tomeo miraba las palomas que se paseaban picoteando entre las piernas de los clientes. Luego lo contará en un periódico. Y ocho meses después vemos el resultado, una nueva novela, discreta, misteriosa, que oscila entre el humor y el terror, La ciudad de las palomas, que estos días aparece en las librerías. Tomeo era apreciado, caía bien, pero nadie parecía confiar demasiado en él, como si fuera un diamante en bruto; pero ya parece estar bastante pulido y empieza a brillar con su extraña y propia luz”. La cita es un poco larga pero muy valiosa. Jorge Herralde añade un detalle gracioso que quizá no sea nada exagerado, “Tomeo debía estar persiguiendo a una chica o algo similar”, extremo literario o pícaro que también recordaría el escritor y crítico Marcos Ordóñez en su necrológica.

La ciudad de las palomas era un paso más en su mirada desoladora sobre la urbe, los avances tecnológicos, la televisión y, de fondo, la imposible convivencia. De nuevo irrumpía su desazón y su advertencia al futuro: “No hay nada más frustrante que un teléfono que no suena, y a la vez la telefonía móvil se vuelve alienante. La televisión es la versión eléctrica y actual del demonio”, dijo con motivo del libro. Más adelante, añadiría un matiz: “No soy en absoluto partidario de la televisión, pero solo se puede escribir desde la mala leche, y la televisión es, en este país, el instrumento ideal para cargarse de mala leche”.

Javier Tomeo ya estaba lanzado en las letras españolas. Conquistaba su sitio título a título, de argumento leve. La anécdota era como el hueso puro, y a partir de ahí crecía todo desde la obsesión, la presencia del sexo, la melancolía, la locura, el virtuosismo de la dialéctica, la repetición y la profunda desconfianza en el ser humano. Si La ciudad de las palomas fue una gran metáfora de la incomunicación y el recelo ante las nuevas tecnologías, en otros libros como El mayordomo miope, Problemas oculares, El discutido testamento de Gastón de Puyparlier y Zoopatías o zoofilias, nos asomamos al mundo de las deficiencias, las taras, las amputaciones, las perplejidades: no es que criticase algo de eso exactamente sino que a través de la deformación y la caricatura habla de la imperfección del alma, de la maldad, del descrédito de existir, del sentido de la vida y de las cicatrices insondables. Lo cotidiano se volvía absurdo, patético e inverosímil, como el detritus informe de una pesadilla. Lo cual no quiere decir que en sus libros no haya instantes de ternura y de poesía: todo lo contrario. Su obra, con humor negro, con ironía y sarcasmo, con huidas hacia lo fantástico y el terror incluso, es como el llanto que no cesa del hombre, del monstruo perdido en la madrugada, y es la exposición con variaciones de un escritor, más intuitivo que moralista, que analiza la condición humana. “Me sirvo de la ficción para señalar dónde nos aprieta más el zapato de nuestras imperfecciones”, dijo una vez.

Javier Tomeo ha tenido tantas lecturas que se le ha emparentado con otros autores, además de los acarreados hasta aquí: Eugene Ionesco, Samuel Beckett, Dino Buzatti, Gómez de la Serna, Miguel Mihura, hasta se han visto en él ecos de Edgar Allan Poe en algunos de sus cuentos. Junto a ellos, es muy difícil aludir a autores contemporáneos: rara vez se le oía citar a un compañero de generación, con el que podía viajar a cualquier sitio, a congresos, a un viaje por Alemania. Lo cual no quiere decir que fuera desagradable o dado al desaire. Suscitaba simpatía, pero iba a su bola, con esa intuición centelleante y sin filtro que en él era una forma de inteligencia o su detector de visiones. En cambio, él sí era citado, leído y reconocido, e incluso parecía intranquilizar un poco su éxito. O despertar interrogantes. El propio Juan Benet, referencia de muchos escritores y no pocos críticos, se acercó a sus libros, y dijo que con ellos le pasaba como con las croquetas, que todos le sabían igual. La reacción de Tomeo fue variada: al principio, le enojó; después, le restó importancia con más indiferencia que rencor, y finalmente, la aceptó, con somardería, y más de una vez dijo: “Benet tiene razón”. El propio Tomeo reflexionó en varias ocasiones sobre el hecho de que sus novelas fuesen una y otra vez adaptadas al teatro: “Mis novelas son situaciones dramáticas con un principio, un desarrollo y un desenlace. Pocos personajes, economía de palabras, situaciones en tiempo real… todo esto a los que hacen teatro les motiva y estimula. Algunos han dicho que mis novelas tienen una visión anticipada de lo que puede ocurrir en el escenario, y eso hace que sea relativamente fácil adaptarlas al teatro”.

Su producción, con algunos descensos, nunca dejó de crecer. Ahí están libros tan importantes como La agonía de Proserpina (Planeta, 1993), donde irrumpe la mujer con energía y carisma por primera vez en un libro sobre la relación de pareja; El crimen del cine Oriente (Plaza & Janés, 1995), donde intenta hacer una novela clásica con argumento, basada en hechos reales, con atmósfera de realismo social; La máquina voladora (Anagrama, 1996), sobre un hombre que desea volar y de cómo interfiere la brujería; El canto de las tortugas (Planeta, 1998), la vuelta a un caserón familiar en pleno campo de un joven con un complicado historial clínico, y Napoleón VII(Anagrama, 1999), el relato de un esquizofrénico que se siente Napoleón y convoca a diversos personajes en un contexto palaciego y departe con ellos, en uno de esos libros donde la imaginación se dispara y se proyecta sin límites hacia el infinito.

Tomeo aportó muchas cosas a la narrativa española: hizo una apuesta constante por los animales, por los bestiarios, con ecos de Aristóteles y Claudio Eliano, pero también de Ambroise Paré, Buffon y Borges, Perucho y Kafka, y creó sus propios híbridos (su favorito fue el gallitigre, título de una novela), firmó varios libros de ese asunto y publicó un Bestiario en 2007 en el sello Prames, ilustrado por Natalio Bayo; desarrolló su propio lenguaje del género breve, en Historias mínimas, sobre todo, y se sintió muy cómodo en el microcuento, como se vio en su libro póstumo El fin de los dinosaurios (Páginas de Espuma, 2013), y también en muchos textos de sus Cuentos completos (Páginas de Espuma, 2012), edición que hizo Daniel Gascón.

¿Qué vínculo tiene su literatura con El jinete polaco o Sefarad de Antonio Muñoz Molina, con las ficciones de Javier Marías y Pérez Reverte, con Juegos de la edad tardía de Luis Landero, ¿Qué me quieres, amor?, de Manuel Rivas con La señora Berg de Soledad Puértolas o con El día de mañana de Ignacio Martínez de Pisón. En apariencia, no demasiado. Quizá esté más próximo a algunos libros de Juan José Millás, de Enrique Vila-Matas, o Francisco Ferrer Lerín, con quien comparte la afición a lo breve, a los juegos apócrifos, a los animales y a la visión de la realidad como un espejismo de fastidios, de sombras y de deseos invencibles.

Ocupó su sitio, estuvo en boca de muchos, fue atendido y requerido por los medios de comunicación. Como José Antonio Labordeta, con quien coincidió muchas veces en Casa Emilio, festivales de cine o reuniones de colegas, conectó con generaciones jóvenes: fue un entrañable amigo de los escritores Félix Romeo, Cristina Grande, Lus Alegre e Ismael Grasa, que de alguna manera fueron sus protectores en Aragón, y también conectó con Daniel Gascón, tuvo una relación entrañable con jóvenes editores como Enric Cucurella, de Alpha Decay, Juan Casamayor, de Páginas de Espuma, y Chusé Raúl Usón, de Xordica, y suscitó la admiración de cineastas como David Trueba o Pedro, que llevó al cine El crimen del cine Oriente, y de actores como Javier Gurruchaga, Gabino Diego, Jorge Sanz o José María Pou. No nos cabrían en estas páginas el eco que generó, sus actividades, sus colaboraciones en prensa, en Heraldo de Aragón, El mundo o ABC. Fue objeto, entre otras, de una tesis de Ramon Acín Fanlo, uno de los primeros que fijó su atención en sus obras y autor de Aproximación a la narrativa de Javier Tomeo (Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2001); José Luis Calvo Carilla coordinó el volumen colectivo La obra narrativa de Javier Tomeo (Institución Fernando el Católico, 2015). No recibió reconocimiento alguno, pero ha dejado su poso: su originalidad, su extravagancia, su lucidez, su percepción caricaturesca del mundo, su conocimiento del alma humana y sus paradojas, y ha puesto su prosa depurada al servicio de la ficción y de sus fábulas morales.

La literatura española de los últimos años no sería fácil de entender sin las aportaciones del hombre que descansa a los pies casi del castillo de Montearagón. Es probable que él, desde allí, ponga en práctica los secretos del oficio: “Escribir es abrir una ventana y ver el paisaje y contárselo a los que no están asomados contigo”.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antón Castro

Llámame mamá

20 de enero de 2022 13:35:11 CET

1

Seguían flotando a su lado. Desfilando de un lado a otro sin comprender lo que era el silencio. Sin callarse en su deambular por el pasillo, como si formaran parte de un pequeño motín. Coreando en alto lo que hacían o lo que planeaban hacer. Dos de ellas repetían la palabra Muir, apellido de origen escocés, deleitándose en la dicción. Muir como moaré o Muir como morir. Muir, Miur, Muri. Y ella, sentada, las miraba y las escuchaba. Consciente de que no se acomodarían juntas ese día, sus amigas y ella, ante su secreter de cuatro cajones para anotar las lecciones de la mañana tras el desayuno, antes del paseo con los perros.

No podía decir que sus compañeras fueran bien vestidas ni bien peinadas. Ni siquiera que guardaran correctamente las filas. Se habían lavado, pero no se habían preocupado de hacerse una buena lazada del vestido a la espalda ni de subirse las polainas con cuidado, atendiendo a la disposición de la costura, procurando que no se torciera pierna arriba. Tampoco parecían haber dormido mucho. Arrastraban los zuecos y protestaban a su paso, mostrando su agotamiento. O su aburrimiento. La injusticia que se estaba cometiendo con ellas al hacerles cargar los sobres en los que otras residentes habían ido embutiendo las facturas. Al hacerles bajar de las estanterías superiores las cajas de libros, las clasificadoras y los expedientes de la A a la Z (Abad-Zúñiga). Al hacerles agrupar en el suelo de madera las carpetas en las que se habían amontonado sus calificaciones y las noticias más importantes sobre el internado, con fotografías en blanco y negro y fotografías en color. Se dejaban guiar por las órdenes de la directora y la jefa de estudios, que también circulaban ante ella, la privilegiada, la eximida, en su posición cómoda de niña observadora. Mirando cómo las dos gobernantas dirigían los trabajos de rescate y recuperación de documentos. Oyendo cómo insistían en su vamos hija date prisa que es para hoy mientras apartaban a otra alumna. Y ella, sin moverse de un taburete, con los ojos fijos en los dibujos de su libro, sonriendo sin parecer ansiosa ni malévola. Con una sonrisa apocada pero inteligente, intentando pasar desapercibida. Porque era allí donde le habían dicho que estuviera y era allí donde debía estar. De manera absurda porque estorbaba a las demás. Conjurando (o deseando conjurar) con esa sonrisa estéril que surgía sin motivo el odio que le profesaban las internas. Porque era ahí donde le habían dicho que estuviera. Y era ahí donde estaba. Acatando las órdenes como acataban las órdenes las otras, que se movían, aunque ella no. Que se quejaban, aunque ella no.

Como era inteligente, sonreía para pedir disculpas. Con la sonrisa de los que descansaban en su huida a Egipto y la sonrisa del arcángel Baraquiel esparciendo flores. La de los que acompañaban a santa Rosalía de Palermo. Los que confortaban a san Francisco. O la de los seguidores de Abraham. Para aclarar que no tenía la culpa de estar ahí sentada. Que no lo había pedido. Porque si ella hubiera podido pedir algo, habría elegido una taza de chocolate o un batido de chocolate o unas pastas de chocolate. Nunca estar ahí atornillada, leyendo mientras las demás sudaban y maldecían. Sudaban y se manchaban la frente y las mejillas con los dedos llenos de un polvo que se les quedaba pegado a la cara cuando intentaban secarse el sudor de la cara con los dedos. Llenos de polvo.

 

2

—Sabes por qué estás ahí, ¿verdad? —le preguntó una de las mayores al pasar cerquísima de ella, en el camino que avanzaba por la derecha y se dirigía hacia el jardín desde el almacén.

No. No lo sabía. Sólo obedecía.

—Te van a encerrar —dijo la misma chica al deslizarse de nuevo a su lado veinte minutos más tarde. Con la misma voz. La misma firmeza. Educada y suave—. Ese va a ser tu castigo.

Ella alzó la cabeza, dejó de mirar los dibujos de su libro y sonrió más. Sonrió como si su boca respondiera a una necesidad física. La Asunción de la Virgen. La castidad. La alegoría del invierno. Iba a tener que contar hasta siete. Siete días de la semana. Siete pecados capitales. Siete sacramentos. Siete notas musicales. El siete era un número bueno, y ella era buena. Así que iba a contar hasta siete para asegurarse de que no la dejarían encerrada. Que se iría cuando se fueran sus compañeras. No había motivos para pensar lo contrario.

—¡El libro! ¿Te he dicho yo que dejes de mirar el libro?

Una de las gobernantas, la jefa de estudios, se inclinaba y escupía sobre el sacrificio de Isaac, lo que podía juzgarse como blasfemia por acción, pero ella volvió a sonreír y a hundir la cabeza en la página abierta.

—Retírate esas greñas de la cara.

(Ayuda, ayuda, ayuda) Pidió. Dejando el libro abierto sobre las piernas y recogiéndose con las dos manos el pelo que le llegaba hasta el suelo ahora que debía quedarse clavada en un taburete.

—Pareces una pordiosera. Estudia lo que viene ahí. Apréndelo y retenlo. A ver si así dejas de tener esa pinta de chiflada.

¿Estarían hablándole a ella? ¿No se estarían equivocando de alumna? Era una cosa tan rara esa altanería repentina. Ese desprecio. ¿Dónde, en qué parte de la fila se encontraban sus amigas? Porque tenía amigas. Alguien debía de quererla aún en el espacio en el que había vivido siempre.

—Habrá que sacrificar una cabra.

—¿Qué?

—Sólo así te cubriremos.

Quien le hablaba de esa manera se había comportado con ella como una madre desde su nacimiento. Había sido su niñera. Su hada. Había jugado con sus piezas de construcción, había unido los puntos de sus dibujos de párvula, le había curado las costras, había secado su frente febril, le había explicado a qué se debían las primeras sangres. Y ahora le decía a la menor oportunidad que no debía haberlo hecho. A la menor oportunidad.

—No haberlo hecho.

No haber hecho ¿qué?

Se le estaba marcando el borde del taburete en la parte inferior de los muslos. La textura de la madera, las astillas sueltas.

La directora se mostraba comprensiva, lo intentaba al menos, mostrarse comprensiva, pero no atendía a las preguntas de su pupila porque su pupila, con los puños cerrados y los ojos impresionables, con su rostro de niña atenta que podía tener comportamientos de bestia, esa pupila se hallaba en aquel momento a años luz de ella, la directora.

—Ya se va tu amiga.

—¿Se va también Lucrecia?

—Claro que se va Lucrecia. Se van casi todas. Sólo se queden las que son como tú.

A ella le brillaban los ojos, convencida de haber perdido el color rosa del rostro.

 

3

¿Qué había hecho? ¿Qué habían descubierto? ¿Lo que hacía en la bañera? ¿Los objetos que se metía en la boca? ¿Que tiraba la carne a la basura o se la echaba a los perros? No sabía en qué iba derivar aquel frufrú de faldas, aquel transitar de expedientes y ahora también de maletas y mantas. ¿Sería para bien lo que estaba sucediendo? ¿Vendría escrito su prometedor futuro en un cuaderno con páginas de pergamino? Su porvenir. Su meta. ¿Estaba destinada a grandes hazañas, hermosísimas aventuras? La profesora de Ciencias Naturales les había dicho un lunes por la mañana (empezaba el mes de octubre) que no eran más que partículas abandonadas en un universo eterno y hostil. Y si ella era sólo un puntito que hablaba y hacía exámenes y compartía con otros puntitos sus pensamientos, sus dudas y proyectos, sus penas y aspiraciones, ¿podía considerarse la elegida y predecir que su existencia se vería exenta de tristezas? ¿Volvería a hablar de Novalis y el Romanticismo? ¿Volvería a mirar hacia arriba, al cielo, y a dejarse llevar por la búsqueda y la introspección sin sentirse una criminal, una alumna marcada? Señalada por los demás.

¿Cómo saberlo?

Lo mismo se estaba volviendo loca.

Debía consultarlo.

Preguntar en qué situación iba a quedar ahora. Averiguar el nombre del pintor que plasmaría en un lienzo su retrato, sus ropas de invierno (bufandas, guantes, calcetines mullidos) y sus pies descalzos en verano. ¿Quién querría tenderse a su lado si sus amigas se iban y si las niñas que tenían padres se iban y si las que podían terminar los estudios en otra parte se iban, y sólo se quedaban allí las crías pobres y sin familiares cercanos que quisieran acogerlas en su casa, al menos una temporada? En sus salas de té. En sus salones. Sus dormitorios. Sus cocinas perfumadas con especias y hierbas aromáticas.

 

4

Uno de los perros perdía mucho pelo. En la cocina. En el porche. En el pasadizo al que daban las habitaciones. O tal vez se tratara de varios perros a la vez. Había mechones de color blanco y de color naranja por todos los rincones del internado. Sobre las alfombras. Pegados a las patas de los muebles, las mesas y las sillas. La jefa de estudios se agachaba, hacía pinza con los dedos, recogía las pelusas, las examinaba y luego las tiraba por una ventana. O las dejaba caer al otro lado de una puerta abierta. Siempre se había creído (ella siempre lo había creído) que los perros perdían el pelo con la llegada del verano, pero resultaba que también lo hacían en otoño.

—Como los humanos. ¿A ti no se te cae el pelo en otoño?

Acariciar a los perros. Contemplar la variada actividad de los perros. Mirarlos cuando dormían y soñaban que corrían. Oír cómo bebían. Partirles un trozo de pan y dárselo antes de que dejasen de dar vueltas y se lanzasen contra la mano de la discípula que hubiera partido su pedazo de pan o contra uno de los brazos de esa misma discípula o contra sus piernas. Examinarles los dientes, las uñas. Amar a los perros. Querer a los perros como no se quería a ninguna persona cercana o lejana.

—Es muy importante el entorno en que crecemos. Para el desarrollo de las habilidades artísticas, expresivas, espaciales…

Solía decir la directora.

Aunque ahora sólo repetía:

—Y que haya tenido que pasarnos esto al comienzo del curso…

Ella seguía escuchando las voces de las demás en su ajetreo por el pasillo, y notó que se le cerraban los ojos. Para mantenerse despierta se olvidó del libro que tenía sobre las rodillas y se fijó en los cristales de la pared opuesta, que dejaban adivinar las nubes del exterior. Recordó que los griegos creían en la existencia de caminos que llevaban al inframundo. Y se adjudicó la tarea de traducir ese pensamiento al alemán porque el alemán era la lengua perfecta para iniciar su próxima disertación en clase de Filosofía. Mucho mejor que en la de Geografía. Las otras se iban, pero ella se quedaba. Y aquella estampida de colegialas, aquella evaporación de condiscípulas, su traslado, su éxodo, podía ser una buena ocasión para pasar de curso sin tener que estudiar mucho más. Si se iban las alumnas más listas, las que disponían de plumieres llenos de pinturas de colores comunes (azul y marrón), colores raros (malva, terracota) y lápices con diferentes tipos de mina, si se quedaba ella con las más jóvenes y las menos favorecidas, tal vez la pusieran pronto en uno de los pupitres de la primera fila y en un curso más avanzado. Aunque sólo fuera con el propósito de que las profesoras no se largaran también. Para que no desistieran de su empeño. Para que siguieran pensando que su labor tenía un sentido. Que aún podían reconducirla y hacer de ella un ser honesto capaz de reconocer lo bueno y distinguirlo de lo vil. Ya que su naturaleza no le proporcionaba por sí misma las pautas correctas, le harían memorizar los comportamientos más adecuados y lograrían que interiorizara que el obrar individual debía ajustarse a unos patrones conformes a la moral.

De ello se encargarían las cuidadoras que habían vivido siempre a su lado. Las que estaban al tanto de sus debilidades. De los cambios en sus facciones cuando empezaba a quedarse dormida. Sus ansias y contradicciones. Las que sabían descifrar el sonido de sus tripas hambrientas minutos antes del almuerzo. Las que controlaban los extravíos de sus brillantes ojos.

 

5

Saldría a la pizarra y pondría cruces junto a los nombres de las niñas que se portaran mal.

Muir. Muir. Muir.

Presentaría un escrito bien documentado sobre los cefalópodos. De diez folios. Un ensayo sobre los nombres de las articulaciones humanas. Una relación íntegra de los seres que expulsan llamas.

Muir. Muir. Muir.

Ella había conocido a una señora Muir, pero las demás no lo sabían. No debían saberlo. Sus transacciones tenían que mantenerse en secreto porque sólo en secreto podía venderle una niña a la señora Muir, que quería una hija y que se llevó a la enferma recién llegada con la que aún no se había encariñado nadie y que necesitaba tres gotas de medicina tres veces al día en sus cucharadas de leche con miel. La niña que jadeaba en vez de respirar y arañaba cuando pretendía hacer una caricia. Que necesitaba que le pusieran crema por todo el cuerpo, piernas, pies, y berreaba cuando le inyectaban el líquido ambarino que ella había olido y visto desde sus múltiples y variados escondites de debajo de una silla, de debajo de una mesa, de detrás de un sillón tapizado de rojo y dorado, de detrás de las cortinas que caían hasta el suelo en el aula de las tutoras o inmovilizada en el interior de la blanca estantería que ascendía hasta el techo de la biblioteca. La niñita que a veces lloraba mucho y que a veces no lloraba nada, circunstancias ambas que preocupaban por igual a quienes debían encargarse de ella. Esa criatura con un organismo incapaz de retener la salud.

La señora Muir quería una hija.

Y ella le vendió una hija a la señora Muir. Así fue.

Sólo que la señora Muir no sabía que la niña había nacido hinchada. Cerúlea y decaída. La señora Muir no quería una hija marchita ni quería que su hija marchita terminara muriendo.

¿Se la habría comprado de haber sabido que estaba enferma?

—La señora quiere otro bebé. Y dice que no va a pagar más. Ni un céntimo más. Exige uno sano. Pero aquí no vendemos bebés. ¿Verdad que no? ¿Vendemos bebés, querida? Responde, mi reina. ¿Nosotras, en este internado, vendemos bebés? ¿Lo hacemos?

Ella sí. Lo había hecho.

Y ahora la señora Muir estaba furiosa.

Se había presentado en la puerta de la residencia a los tres días, quizá a los cuatro, reclamando justicia después de haber hecho circular cada pormenor (fechas, costes) de un extremo a otro de la población. Por los rincones en los que se instalaban sus convecinos a beber y comer pipas, a veces sobre un suelo de serrín, a veces sobre la capa restante del químico color coral con el que mataban a las hormigas en los meses de junio, julio y agosto. Por los compartimentos del tren y las vías de la estación, de pasajero en pasajero. Había ido difundiendo su desdicha por los andenes. Había aullado en sueños. Acurrucada en su nido, junto a la cuna del bebé que ya no estaba, pataleando. Chillando que le habían entregado a una niña en mal estado. Una niña que llegó a este mundo descompuesta. Y como aquello era un crimen, tenía derecho a una compensación. A reclamar lo que era suyo.

—Ya me parecía a mí demasiado barata —repetía.

Ella, la alumna que seguía en el taburete y en cuya cabeza se había gestado el plan (estrategia y desempeño), consideraba poco digno y poco propio de un ser aristocrático ir vociferando y mendigando como lo hacía la señora Muir. Tampoco le parecía nada digno haber tenido que mentir en el despacho de la directora después de escuchar la historia de la niña desaparecida y después de que le preguntasen si sabía dónde estaba. ¿Tú sabes algo? Haz memoria, piénsalo con calma, no hay prisa. ¿Qué has hecho? ¿Vas a decirnos qué es lo que has hecho? Tuvo que negar con la cabeza y pronunciar un conciso no, mientras se reafirmaba en su razonamiento avanzado que venía a concluir en que resultaba lícito entregarle un bebé a quien lo requiriera ya que había muchos bebés en el mundo. ¿Cómo iba a sospechar que la señora Muir la acusaría directamente a ella? ¿Cómo imaginar que iba a sentirse tan ofendida? Tan humillada.

Y ahora, mientras asistía al desalojo y a una exclusión próxima a la excomunión, reflexionaba acerca de la necesidad última de semejante comportamiento. La proporcionalidad. Se cuestionaba si la violencia y los excesos de tanta queja iban a influir en unas consecuencias más o menos favorables. Una mayor compensación final. Una reparación más ventajosa. El desagravio.

Qué más daba. Esa sería la cuestión exacta.

Qué más iba a dar.

 

6

¿La dejarían morir de hambre? ¿Era ese el motivo por el que le habían ordenado que se sentara en un taburete y no se moviera mientras las demás sí lo hacían?

Hasta ellas llegaba el olor del humo de la hoguera que preparaba el jardinero para calentarse el almuerzo, y que anticipaba el calor de las chimeneas, la inminencia del invierno. ¿Debía temer por su vida, la suya, su propia vida? ¿Iban a dejarla morir igual que había muerto la recién llegada? ¿Apreciarían en semejante desenlace algún tipo de justicia divina?

 

7

La que había sido su nodriza durante años le daba un golpe en la cabeza y luego un golpe en el cuello después de haberle revuelto el pelo larguísimo con las dos manos y después de habérselo enredado. La amenazaba con quitarle sus insectos (mariquitas, escarabajos) y sus animales pequeños (ninfas, cobayas). Sus libros y libretas. Y ella seguía preguntándose por la importancia real de todo aquello. ¿Qué más daba? Con la cantidad de niñas que había allí dentro, con la cantidad de puntitos o partículas de niña que circulaban por el universo eterno y hostil, ¿qué diferencia había entre una u otra? ¿A quién podía afectarle que se llevaran dos bebés o que se llevaran cinco? Uno u otro. ¿Por qué no se la llevaban a ella? Directamente a ella. ¿Querría la señora Muir arrancarla del internado, sacarla por una ventana, por una tubería, por el sótano, y acunarla? Darle sus vasos de zumo al amanecer y al anochecer, sus papillas de fruta, sus purés y sus patatas fritas. ¿Querría la señora Muir ponerle sus vestidos de color aguamarina a juego con los zapatos y las horquillas del pelo? Ay, señora Muir, lléveme a mí. Ay, señora Muir, entiérreme también a mí en una caja blanca de niña virgen.

Las demás no sabían de sus abstracciones ni de sus ruegos. La mayoría ni siquiera estaba al tanto de lo que había ocurrido con la cría enferma a las puertas del edificio. Sólo espiaban de reojo a una discípula que se hacía nudos en el pelo y sostenía un libro de arte sacro sobre las rodillas, azotada por la directora en su merodear pasillo arriba, pasillo abajo, mientras ayudaba a arrastrar las maletas y los expedientes de las que se iban. Aquella alumna iba a ser su desgracia, con todo lo que habían hecho por ella, decía la jefa de estudios. Y la escupía. Aquella muchacha había metido al diablo en su comunidad académica. Aquella criatura que meditaba acerca de que lo bello podía coincidir con lo bueno, pero no tanto con lo útil y lo provechoso, y acerca de que todo lo que le quedaba por hacer esa mañana y esa tarde era seguir hundiendo la cabeza en unas páginas que aún no entendían el concepto de cultura moderna, emitiendo un incoherente sonido entrecortado y neutro. Algo parecido a mah-mah.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

Algunas notas sobre la poesía de Ángel Guinda

11 de octubre de 2021 13:35:10 CEST

 «El poeta no pide, sino que entrega; el poeta es todo concesión», son palabras de María Zambrano (Filosofía y poesía, 46) que podrían servir para cifrar la trayectoria de Ángel Guinda (Zaragoza, 1948), alguien que ha demostrado siempre una acusada conciencia lingüística, un compromiso radical con la vitalidad de las palabras. Así, eso que comúnmente se entiende por «ser poeta» podría en este caso equipararse con vivir una especie de fatum, experimentar un tipo de relación incondicional, permanente y riesgosa con el lenguaje en la que algunos se han dejado eso que, precisamente, demanda la poesía como una exigencia sin límites: la vida. Escribir Ángel Guinda es escribir poesía hasta el punto, en este caso, de que su vida aparece profundamente vinculada con su escritura. No se entiende la una sin la otra, y este conflicto, esta elección, emerge con frecuencia en sus textos y en sus actos. Por ejemplo: «Escribir como se vive» (Breviario, 21).

Autor de una dilatada obra poética, entre la que se cuentan títulos como Vida ávida (1980), El almendro amargo (1989), Después de todo (1994), La llegada del mal tiempo (1998), Biografía de la muerte (2001), Claro interior (2007), Poemas para los demás (2009), Espectral (2011), Caja de lava (2012), (Rigor vitae) (2013) y Catedral de la Noche (2015), Guinda ha desarrollado en paralelo un trabajo de traducción (Cecco Angiolieri, Antonio Sagredo —con Inmaculada Muro—, Teixeira de Pascoaes, Àlex Susanna, Florbela Espanca, José Manuel Capêlo, Ana Cristina Cesar, Augusto dos Anjos) y una actividad de aliento reflexivo materializada en volúmenes de aforismos —Huellas (1998), Libro de huellas (2014)— y manifiestos («Poesía y subversión», «Poesía útil», «Poesía violenta», etc.) que ha de leerse íntimamente entrelazada a su obra poética, una labor en la que el contar y el cantar son permanentes compañeros de viaje.

Poemas, aforismos, manifiestos, diferentes registros de un mismo lenguaje que parece responder al tópico sapere aude y en donde la emoción y la reflexión designan dos momentos sucesivos de una potencia expresiva que se materializa en un mismo proceso de creación artística; en ese sentido, un mismo hilo teje esta escritura —la que leemos en sus libros de poesía y la que encontramos en sus manifiestos o en sus volúmenes de aforismos—, un hilo entreverado de pasión y conocimiento, acción y meditación, delirio y razón. El propio poeta ha defendido en más de un lugar la necesidad de una estética que no se desvincule de la ética. Por otra parte, muchos de sus poemas presentan fuertes dosis de contenido ético, didáctico y moral, del mismo modo que bastantes de sus aforismos destacan por su plasticidad y su alcance estético.

Huellas, por ejemplo, se inicia con la sentencia que, a modo de poética, declara: «El aforismo es una gota de la destilación del pensamiento» (p. 17). Huellas que se presentan como el negativo de una vida logografiada en la escritura a través del tiempo, señales marcadas en la arena de la existencia que la memoria trata de guardar y que el olvido, sin embargo, con su conducta hará desaparecer porque, como reconoce el propio poeta, «Inmisericorde con todo es el tiempo» (p. 18). Así, al igual que le ocurrió a aquel otro escritor que quería «dejar huella» y marcharse «entre aplausos», la voz que escuchamos en Huellas, sabedora de su derrota, se rebela contra el arrollador paso del tiempo y el vendaval del olvido: «Somos una mascarada del olvido» (p. 63). Pero su triunfo, sin embargo, está ahí, en la mera enunciación, en la propuesta de un discurso capaz de detectar las aristas de una realidad fracturada en su raíz.

Aforismos, axiomas, sentencias, interrogantes y huellas que van construyendo algunos fragmentos de la «vida de un hombre», título con el que agrupó sus diferentes libros Giuseppe Ungaretti, un referente del aragonés. Pero la construcción nunca es completa ya que, según leemos en una de las páginas de Huellas, «Creamos a fuerza de aniquilaciones» (p. 46), esto es, la construcción del texto —vale decir, la arquitectura del mundo— deriva de una paradoja, se lleva a cabo siempre sobre la base de una determinada destrucción, no hay ganancia que no pague el peaje de un cierta pérdida. De ahí el título de una de sus compilaciones: La creación poética es un acto de destrucción. Antología (1980-2004). Aniquilaciones, demoliciones, el lenguaje poético parece arrasar todo aquello que nombra. En este sentido, leemos: «Tengo miedo a leer, tengo miedo a escribir. Las palabras aparecen para desaparecerme» (Huellas, 21). Las palabras del poeta prueban la desintegración de su identidad, la disolución de su propio ser en el ser propio del lenguaje, son el eco desvanecido de una voz apagada, el hueco en el que finalmente se oculta y es. De ahí la glosa de Rimbaud y la crisis de identidades que encontramos en este libro: «Yo es otros que no quieren ser yo» (Huellas, 22), un conflicto que encuentra su escenario en una realidad intempestiva, que actúa como un taladro ante cuya agresión el sujeto se resiste a claudicar.

El poeta de Ángel Guinda es el albatros de Baudelaire. Al igual que le ocurre al príncipe de las nubes, sus movimientos son torpes en el mundo en medio de unos gritos que ahogan su voz. Ese poeta, «cuya verdad las bestias nunca escuchan, lleva en sus pies las nubes, un abismo en la frente, y oye siempre otros pasos» (Huellas, 52), es capaz de intuir aquello que avista la mirada más allá de lo que los ojos miran y solo cuando por fin logra ver se da cuenta del prodigio: la mirada le revela un mundo secreto, ajeno al mundo que creía único, experimenta entonces una sensación de vértigo que difícilmente puede controlar. Es preciso haber mirado con los ojos abrasados por el sol para ver la oscuridad: «He cerrado los ojos para ver» (Toda la luz del mundo, 110), afirma el poeta reescribiendo a Paul Éluard. En efecto, se trata de concentrarse, recogerse, volver sobre uno mismo para contemplar o, al menos, intuir aquello que no alcanza a apreciar la mirada que se limita a las cosas materiales; se trata, claro, de destapar lo oculto, de mirar no con los ojos del cuerpo sino del pensamiento: es la mirada que da paso a un viaje interior que permite abarcar la totalidad del mundo: sus formas, colores, texturas e imágenes concentradas en un punto milimétrico e infinito al mismo tiempo, un punto de luz donde la oscuridad es tal que nos ciega con su mirada. Huellas se cierra con el siguiente aforismo: «Se es lo que se hace. Y más lo que nos deshace» (p. 65). Y recordemos que el poeta hace textos y en esos mismos textos se diluye, traslada su cuerpo a la palabra, vive y se desvive en la escritura, es ya texto dispuesto para ser leído. La escritura es así salud y enfermedad, construcción y destrucción, amparo y desolación.

Ángel Guinda no ha dejado de explorar ese lenguaje llamado a desvelar la (in)consistencia de lo real; al margen de todo tipo de modas y consignas, ha entendido siempre la poesía no tanto como una actividad reglada sino como una oportunidad para adentrarse en un espacio vital en el que plantear interrogantes de tipo metafísico, ontológico y ético, un territorio caracterizado por la apertura hacia lo simbólico e imaginario en el que el pensamiento se libera, sin adentrarse en lo irracional, de la sistematicidad y la lógica de lo racional, en un proceso que culmina en un encuentro con la otredad donde el yo se construye a partir de una indomable rebeldía. Asistimos a una estrategia con la que, más que buscar respuestas, se pone en tela de juicio el orden y el sentido de la realidad, sometiéndolos a un estado de tensión permanente, vaciándolos de paso de todo tipo de tópicos y prejuicios enquistados en el imaginario colectivo con el objetivo de crear un espacio vacío a partir del cual quizás sea posible reinventar la vida.

Así las cosas, inteligencia, soledad, responsabilidad, silencio y dominio acaban siendo finalmente los compañeros de viaje de un poeta que ha optado por anteponer la crítica a cualquier otro objetivo. Leemos en «Disidencia», poema de Conocimiento del medio: «Escucha / dentro de ti la voz de la conciencia / y álzala como escudo contra / el mundo: será / temeridad, pero es tu triunfo» (p. 25). Es ahí —en ese lugar desapacible, inhóspito y alejado de todo gregarismo en el que es posible pensar otro mundo— donde la crítica puede encontrarse con la poesía dado que esta, frente a otros géneros de discurso, no consiste en contar historias o inventar situaciones sino en modificar con el lenguaje las relaciones que tenemos con la realidad; en ese sentido, poesía, crítica y compromiso pueden compartir un aliento insurgente y perturbador basado en la transformación de la escritura, el sentido, la vida.

En mi opinión, Ángel Guinda asume una idea de compromiso que va más allá de lo social, haciendo del lenguaje el lugar donde se materializa la crisis del imaginario ideológico y cultural, entendiendo la palabra poética como una factoría de producción de preguntas, una oportunidad idónea para tratar cuestiones relacionadas con la construcción de la identidad y, de paso, ahondar tanto en los intersticios de la propia extrañeza como en las fisuras de la otra familiaridad, una extrañeza que acaba resultándonos próxima y natural, una familiaridad que se torna muchas veces incomprensiblemente rara y anómala. En estas circunstancias, algunos textos permiten medir las rigurosas y muchas veces tensas relaciones que este poeta mantiene con el lenguaje a la hora de tratar, por ejemplo, las cuestiones identitarias, entendiendo ese lenguaje como un instrumento para la exposición de todo tipo de conflictos, profundizando en él, yendo a la búsqueda de nuevos usos y sentidos, a una cierta distancia de la utilidad, inmediatez y rentabilidad que caracterizan su uso corriente; la poesía, en estos casos, no consiste únicamente en una cuestión de lenguaje (Mallarmé dixit), implica también unas maneras de afrontar y enfrentar la realidad. Así, contra la exclusión social que veta el desarrollo de ciertos lenguajes y por una reivindicación de la palabra como elemento de cooperación y de la poesía como auténtico diálogo social, surgen propuestas como esta, contraria al establecimiento de cualquier tipo de pacto lingüístico llamado a domesticar el potencial desestabilizador del lenguaje poético. En estas condiciones, una poética como esta ha elaborado sus respuestas en los extremos opuestos del culturalismo, el esteticismo y el realismo más blandos, allí donde se desdibujan los márgenes convencionales de nuestro modus vivendi y otro tipo de lírica —otro tipo de mundo— es posible.

Guinda ha sabido mirar, ha visto: «Encendida en la luz hay otra luz. / Oscuridad adentro, lo visible» (p. 13), escribe en «Hay otra luz», el poema que abre Biografía de la muerte, rastros de una poética que encontramos ya en su primer libro reconocido, Vida ávida: «la sola Claridad está en lo Oscuro» (p. 37). Hay precedentes de esta mirada: en el ámbito del primer romanticismo alemán, Novalis clama en los Himnos a la noche: «Hacia abajo, al seno de la tierra, / ¡lejos del imperio de la luz!» (p. 73), y, más recientemente, Antonio Gamoneda en Libro del frío: «Veo una luz debajo de la niebla y la dulzura del error me hace cerrar los ojos», «He atravesado las cortinas blancas: / ya solo hay luz dentro de mis ojos» (pp. 42 y 151). En medio de ese viaje a través de la oscuridad, el poeta es un condenado a la claridad y al canto.

Guinda ha sabido mirar la nada de la muerte reflejada en la inmensidad de cada instante vital, no por más efímero menos intenso y extraordinario, ha mirado con los ojos del que ansía saber y ha comprendido que la recompensa —como sucede en la Ítaca de Cavafis— se halla en el mismo viaje, la vida, y que el futuro, la muerte, es solo una promesa o una realidad temporalmente demorada, un texto en todo caso aún no escrito, metáfora del vacío que el poema con su presencia trata de colmar. Esta es una idea recurrente, aparece ya en algunos textos de su particular prehistoria poética, por ejemplo, en «Razón de ser», poema de Las imploxiones, un libro dedicado a Julio Antonio Gómez, poeta a quien Guinda siempre ha tenido en muy alta estima: «Cuando pensé matarme / fue / ya / tarde / me había enamorado de la vida» (p. 17), o en «Vida mortal», texto que abre Entre el amor y el odio: «Y que la muerte nos sorprenda vivos» (p. 15), o, por citar solo otro caso, en «Recuento», poema incluido en Después de todo: «Avanzó a trompicones, hasta / aquí. Sin embargo —ni partir, / ni llegar: lo más bello / del viaje fue el camino» (p. 59).

La escritura era para Jacques Derrida, idea que fue en aumento hacia el final de su vida, una actividad crepuscular. En una de sus últimas intervenciones, recogida en Aprender por fin a vivir, señaló: «Cada vez que dejo que algo parta, que tal huella salga de mí […], vivo mi muerte en la escritura» (p. 30), y algo parecido apunta Guinda en diversas ocasiones, para quien la poesía, más que una respuesta, es una presencia ante la muerte, como si esta funcionara como una metáfora abarcadora de la totalidad, una imagen que a veces siente como una losa de la que quiere liberarse. En esa línea indagatoria, Biografía de la muerte (2001) supone una renovada vuelta de tuerca a un tema —la muerte— bastante frecuentado, el intento de poner rostro e imagen a esa realidad irreal que es la muerte. Escribir es entonces experimentar conciencia de una muerte que hermana el final con lo que precede al comienzo, el final —ese punto en el que las palabras se callan y las presencias de los otros se desvanecen— y lo que antecede al umbral, ese instante abonado de silencio y soledad. Construido sobre un contrasentido elemental muy del gusto del poeta (¿cómo escribir la biografía —esto es, el relato de una vida— de la muerte, es decir, de algo que todavía no ha acontecido?), este libro es asumido como un «ejercicio espiritual», como una práctica preparatoria que ha de reconciliarle con la muerte de su propia biografía (con ese mismo título, en 1994, había incluido ya un poema en Después de todo).

En la escritura de Claro interior (2007) se aprecia con intensidad la apuesta moral y el compromiso crítico con la denuncia de una determinada realidad a menudo miserable y obscena, una escritura apegada a la existencia singular, marcada por el propio devenir vital aunque al mismo tiempo orientada hacia un lugar en el que el yo comparte tensiones, conflictos y aspiraciones con otros yoes. Así, ya desde el primer poema: «Cada palabra pesa / todo lo que la vida / ha pasado por ella. / […] / Cada palabra pesa / su paso por la vida» (p. 11), una vida que no se entiende sin la presencia de su compañera inevitable, la muerte, porque hablar de la muerte consiste al final en hablar —desde la vida, no puede hacerse desde otro sitio— de la vida, en suplir el vacío ontológico y la nada blanca de la muerte por la misteriosa e insurgente claridad que emana de las cosas del mundo: «Yo persigo la luz de lo profundo» (p. 19), declara la voz poética en «Otro mundo», conocedora —como Hölderlin, Novalis, Blake y otros grandes poetas visionarios— de que el ascenso a las estrellas pasa por previos itinerarios abisales, lección que Guinda aprendió pronto de sus vates románticos favoritos.

En un registro que recuerda, en parte, al de ciertos textos de los años ochenta (Vida ávida, Hielo en llamas), algunos poemas de Claro interior («Derribos y construcciones», «El discurso») dejan entrever el duende y la magia que con frecuencia han acompañado a esta escritura, que no ha dejado nunca de explorar en las contradicciones, antítesis y paradojas del lenguaje, esto es, de la vida, una escritura que solo se entiende al calor de una imprescindible comunicación: «Ser poema es ser nada / si no hace vida en nadie» (p. 13). Se trata de resistir y de subvertir la realidad para —desde sus ruinas— construir otro orden, levantar otro mundo y, en ese sentido, esta escritura contiene un valor ético y político incuestionable. Si ahora —en un texto titulado «La realidad»— puede leerse: «A pesar de que escribo / contra ella / —sobre ella jamás— / no sé en qué consiste / la realidad» (p. 17), recordemos que en Huellas ya se había referido al «taladro de la realidad» (p. 27), y que en «Arquitextura», un poema de Hielo en llamas, había declarado: «Escribo contra la realidad, / no sobre ella» (Crepúscielo esplendor, 67), verso que a su modo completaba aquel otro anterior de Vida ávida en el que aconsejaba: «Y a la vida agresiva agrédele» (p. 38). Al fondo, el conocido lema acuñado por Cesare Pavese —un poeta recordado en el texto que cierra y da título al libro— en la entrada del 10 de noviembre de 1938 de su diario El oficio de vivir: «La literatura es una defensa contra las ofensas de la vida» (El oficio de vivir. El oficio de poeta, 185). Por cierto, casi nunca se menciona que en esa misma entrada Pavese habla del «silencio acumulado para el arrebato» como otra defensa idónea frente a todas esas agresiones, un aviso a navegantes que tantos y tantos poetas se niegan a escuchar. Se trata entonces de resistir y de actuar en legítima defensa frente al agresor, de levantar una voz crítica, resistente e insumisa ante los escándalos de la historia, confiando todavía en que «Acaso hemos venido al mundo para destruirlo y de las ruinas levantar otro orden» (Huellas, 29), aforismo que, con una ligera variante, abría ya en 1983 su primera summa poética, Crepúscielo esplendor.

«Toda vida es errar» (Claro interior, 25), y el rastro de esa errancia se deja ver en los trazos de una escritura empeñada en dar aliento e imagen a nuestras miserias sociales, convencida de que la palabra debe contribuir a construir otro mundo sin duda más limpio, honesto y justo; con un registro muy próximo al de algunos de los mejores bardos del realismo, afirma: «Si escribo para nada, para nadie, / me sobra la palabra» (p. 28). La autocrítica (la composición se titula «Yo me acuso» e incluye una reescritura del poema de Gil de Biedma «No volveré a ser joven») no puede expresarse con mayor claridad, y el poeta se encuentra entonces más cerca del docere o del prodesse que del delectare horacianos. Y habría que señalar también que estos poemas están escritos desde la situación del que sabe que menos es más, del que es consciente de que solo en la pérdida y la desposesión se encuentra la más luminosa y relevante de las conquistas: «Si lo he perdido todo ya soy un ganador» (p. 44). Así, la voz poética que en un poema como «Cuenta atrás» se escucha —desde la ladera descendente de esa montaña que es final de una vida— podrá afirmar, armada de sabiduría existencial, pertrechada tan solo con el deseo: «Quiero vivir. / […] / Querer vivir / es ya una vida más» (p. 42). En ese sentido, hay en Claro interior algo de acción de gracias, algo de suma y recapitulación de acciones ejecutadas y algo también de ajuste de cuentas con uno mismo, y ello desde la sensación de que la identidad personal es un mito, una falacia, un espejismo que se desvanece con la aparición de la incertidumbre, la diferencia y la otredad, escenarios en donde el yo se juega sus redaños. Silencio y soledad, diferentes registros de una misma y aplastante realidad, esa que se muestra en este revelador y radical viaje de aprendizaje que es Claro interior.

Poemas para los demás (2009) es un volumen atravesado de emoción, compromiso y reflexión que continúa algunas líneas abiertas en libros anteriores (Breviario, Huellas, Claro interior). A lo largo de su trayectoria, Guinda ha apostado reiteradamente por la necesidad de desarrollar una estética que no traicione a la ética y, de este modo, muchos de sus poemas incorporan contenidos sociales, didácticos y morales sin que se resienta por ello la potencia de sus imágenes, el valor artístico y la plasticidad de sus símbolos. El conjunto se caracteriza por el desgaste y la erosión de los tópicos y los elementos retóricos más triviales y por la desactivación del engranaje poético más común. En «Semillas» puede leerse: «Escribo con palabras / rotundas y sinceras, / con palabras de pan, / de aceite, vino, agua, / de casa, de la calle, / con ideas en bruto, / para que tú me entiendas. / […] / Con palabras de vida, / con palabras de tiempo, / con palabras de amor, / con palabras de odio. / Escribo con semillas. / Sencillamente, escribo. / Escribo como vivo. / Escribo como soy» (pp. 15-16). De esta manera, quien en Vida ávida reformulara aquella sentencia canónica del realismo poético español de los cincuenta con el verso «No siempre la claridad viene del cielo» (p. 23), se inclina ahora por una escritura liberada de toda servidumbre retórica innecesaria, directa al corazón o a la razón, comprometida con la transformación de algunos de nuestros valores ideológicos e imaginarios más arraigados: «No queremos poemas teoremas. / Poemas solución a los problemas. / […] / No escribamos impunemente a tientas. / Escribamos poemas herramientas» (Poemas para los demás, 19-20). Parece una historia que recuerda a la de aquel otro vate que un día bajó a la calle, vio lo que había, rompió todos sus versos y comenzó a escribir de otra manera.

En un registro similar al de ciertas composiciones anteriores, algunos  de estos Poemas para los demás («Nuevo orden», «Deconstrucción», «Nada es del todo», «El peso de lo que pasa») dejan entrever la fuerza expresiva que con frecuencia ha acompañado a Guinda, un poeta que no ha dejado nunca de explorar en las contradicciones y paradojas del lenguaje, reescribiendo en ocasiones —como sucede en «Credo», «Ave María», «Gloria» o «Bienaventuranzas»— letanías y oraciones propias del devocionario cristiano. Poemas para los demás supone asimismo una nueva inmersión en el tema de la muerte, cuya presencia planea en muchas composiciones de este libro, así en «El superviviente», «Devenir», «El escéptico», «Larga espera», ese emotivo canto de despedida que es «Trasmoz» o esa suerte de epitafio que cierra el libro titulado «A pie de página», donde se lee: «El poeta Ángel Guinda / desertó de este mundo. // De espaldas a la muerte / y abrazado a la vida» (p. 64). Así, el volumen se plantea como un lavado de estómago y de conciencia con el que el poeta trata de ajustar cuentas consigo mismo, y ello en un escenario en el que, repito, hablar de la muerte consiste al final en sustituir el vacío ontológico y la nada blanca y abisal de la muerte por la misteriosa e insurgente claridad que emana de las cosas del mundo: «La muerte es la verdad de haber vivido» (p. 52), una muerte que es ya solo una promesa o un aviso de certeza constantemente aplazada, un texto aún no redactado: «Hace mucho que viene / lo que no viene» (p. 61), escribe quien, después de haber vivido lo suyo, planta cara a la muerte con una mirada casi anhelante.

Y con todos esos materiales de derribo se van construyendo algunos fragmentos de  una vida que no deja de proyectarse sobre los demás, sobre ese escenario en que el yo se diluye en un nosotros con el que comparte realidad, convive y conmuere: «Todo poema debe ser un útil / para arreglar el mundo / —el mundo propio y el de los demás; / incluso, si lo hay, el otro mundo» (p. 48). Escritura, pues, que sin dejar de constatar algunas certezas arraigadas en el ser humano —la muerte, por ejemplo, es un acontecimiento que hay que afrontar en soledad—, se desarrolla como un ejercicio de solidaridad compartida, un compromiso con aquellas voces y conciencias silenciadas, machacadas por un orden social radicalmente injusto y alienante, una práctica de resistencia y actuación en legítima defensa frente al agresor que sin desmayo golpea insistentemente nuestras existencias y pone a prueba nuestra cada vez más debilitada capacidad de reacción, una puesta en marcha de una voz crítica, resistente e insumisa ante los escándalos de la Historia, todo ello en un mundo en el que —si Georges Moustaki había declarado «l´état de bonheur permanent»— se apuesta por un «Nuevo orden» en el que «Urge cambiar el desorden del mundo. / Se declara el estado de crisis permanente. / […] / Se permite soñar con otra realidad» (pp. 21-22).

Ángel Guinda no ha dejado de desarrollar en sus sucesivas entregas una estética literaria comprometida con la ética y, de este modo, muchos de sus poemas contienen una gran carga de compromiso social, valores didácticos y morales que, combinados con una imaginería plástica y un utillaje retórico muy bien manejado, apuntan hacia unos mismos objetivos artísticos. El poeta que se adentra en esos territorios y lleva un vivir errabundo y desgarrado alcanza, como detallara María Zambrano en Filosofía y poesía, una ética y un género de conciencia tocado por la lucidez, una ética verbal sostenida sobre una recurrente intratextualidad que parece impedir el avance de esta escritura pero que, en mi opinión, habría que interpretar como la señal de un pensamiento imparable, no detenido, esto es, de un pensar, un proceso en marcha y no un acto consumado.

Así, encontramos en Espectral (2011) la escritura más característica de su autor, esa que, atemperada con una cierta actitud romántica —«¿Por qué la luz me desorienta? ¿Por qué me guío en la oscuridad?» (p. 78), o bien: «Atrévete a cruzar el pasadizo que lleva de la luz a las tinieblas» (p. 84)—, ha hecho de este poeta un maestro consumado en el arte de la contradicción, la antítesis y la paradoja, una escritura que vuelve una y otra vez sobre sí misma sin dejar por ello de nombrar el mundo, sin dar la espalda a la realidad, una escritura que se presenta como la manifestación de un sujeto que, sin renunciar al protagonismo de la enunciación, no deja de cumplir una función significativa en el enunciado: «un niño cruza el mundo con un féretro al hombro, y ese niño soy yo» (p. 11). La poesía emerge entonces para constatar y al mismo tiempo desmembrar el tópico: la vida es una búsqueda, un proceso de aprendizaje, un viaje a través del mundo que —como nos enseñara Borges en esa brevísima y memorable historia a la que alude en el «Epílogo» de El hacedor (1960)— encuentra su destino en uno mismo. Y el sujeto lírico que aquí surge se integra en esa misma tradición cuando confiesa: «He caminado tanto y aquí estoy. ¡Huimos siempre hacia nosotros mismos!» (pp. 22-23), una huida que se materializa al final como un enfrentamiento ante uno mismo, como una especie de regressus ad uterum que marca el paso iniciático hacia una posterior renovación.

Espectral —enmarcado entre dos citas ígneas de Dante («Poca favilla gran fiamma seconda») y Gimferrer («Quins ulls són la nit?»), dos autores de cabecera de nuestro poeta— relata un viaje al más allá interior de un sujeto lírico que no deja de proyectarse sobre cada uno de los textos, y eso ya desde el que abre el poemario, donde lo ardiente desempeña un papel relevante: «¿Qué bobina de fuego flota en el horizonte? Ser círculo es ser un universo. ¡Versos míos, girad!» (p. 11). Podría señalarse que aquí están ya —esbozados, al menos— algunos motivos recurrentes —esas metáforas obsesivas, en expresión de la psicocrítica— que han circunvalado esta escritura desde sus inicios: la interrogación sobre el (sin)sentido de la existencia, la pasión, la utopía, la escritura poética como representación de la identidad o, mejor, de los conflictos identitarios: «¡Para saber quién soy comienzo a dialogar con mis fantasmas!» (p. 15), y podría añadirse que esta entrega supone un nuevo giro de tuerca a un universo poético trazado y entrelazado a lo largo de casi cincuenta años de escritura.

Lo visionario tiñe algunos fragmentos: «¿Soy un iceberg que desafía al sol? ¿Un volcán que se extingue? ¡Soy el poseso que rajó el espacio para ver más allá!» (pp. 30-31), como si el mundo se presentase como un escenario demasiado angosto e irrespirable. De paso, el conjunto se caracteriza por el desmontaje de algunos de los tópicos y elementos retóricos más banales del imaginario artístico más extendido y, así, la voz poética, animada por una cierta comunión panteísta con la naturaleza y tocada por un acusado sentimiento vitalista, va declarando su solidaridad con todo ser vivo: «Estoy vivo desde hace mucho fuelle y, sin embargo, no quiero morir» (p. 38). Y la muerte, como no podía ser de otra manera en un poeta tan entregado a exprimir la vida como este, ocupa su lugar en este libro, una muerte que, de nuevo, vuelve a manifestarse en Trasmoz y la geografía moncaína (como ya habíamos tenido oportunidad de leer en Poemas para los demás), un escenario que funciona aquí como metáfora del destino definitivo y de la complicidad con el mundo natural: «Un día fulgurante, desatrapado de las garras del ruido, me adentraré en senderos pedregosos» (p. 49).

Espectral, como (Rigor vitae), de 2013, tiene algo de laico libro de horas, slides of life, cuaderno de bitácora o breviario organizado para recoger en él apuntes, notas, fragmentos e imágenes de una vida, dispuesto para ser administrado en diferentes dosis y alcanzar con todo ello un escenario en el que la palabra sobreviva a la vida, ya biografiada. El lenguaje responde aquí a algunos planteamientos que el poeta viene exponiendo desde hace algún tiempo en sus diferentes manifiestos: «Por más que las palabras sean semillas cargadas con el silencio de los mundos, debo escribir con algo más que con palabras. Escribir con verdad, con riesgo, para algo, para alguien» (p. 66), escribir para los demás y, a veces, en nombre de los demás. Así, en (Rigor vitae), leemos: «¡Hablo en nombre de aquellos cuya vida es una encrucijada!» (p. 27). Sin descuidar en ningún momento la densidad expresiva y el nivel de exigencia formal, es un rasgo permanente de esta escritura la complicidad con el dictum que entiende la poesía como una herramienta necesaria y eficaz al servicio de la comunicación y no como una actividad orientada por el solipsismo. Con materiales de muy diversa procedencia, el poeta va tejiendo su particular itinerario por lugares reales e imaginarios, describiendo con todos ellos objetos, seres, situaciones, acontecimientos y mundos con los que acaba integrándose tras haberles enfrentado su propio mundo.

Reconocerse en lo extraño, distanciarse hacia lo más próximo, tal parece haber sido el objetivo esencial que Ángel Guinda ha perseguido de manera incansable. Su escritura es un magnífico ejemplo del conflicto que a veces surge entre una actividad de la emoción y una práctica del pensar, como si la emoción y el pensamiento fuesen aristas de un mismo imaginario poético. Heredera y en parte deudora de la mejor tradición lírica de la modernidad, la poesía de Guinda ha reactualizado con una voz potente y singular algunos de los tópicos a los que esa tradición se ha aproximado: la soledad del ser humano y  los abismos infranqueables de la conciencia. Y así, con el transcurrir del tiempo, ha ido creciendo en intensidad, reflexión y actitud crítica. De ser en sus inicios una poesía del arrebato ha pasado a ser la escritura de un ser humano arrebatado a la vida por la propia poesía.

La poesía, vivida como una necesidad, permite una meditación sobre el lenguaje al tiempo que procura un cierto efecto salvífico al afrontar la presencia del abismo. Guinda se ha mostrado siempre convencido de que uno de los objetivos prioritarios de la poesía consiste en arrojar al ser humano al abismo para salvarlo del vacío y ganar así, por lo menos, el propio abismo; la palabra poética, un quehacer en el abismo, sería la condición para soportar ese lugar en lo que tiene de espacio sin fondo, lugar sin anclaje, denota tanto el intento de ir más allá de cualquier frontera como la intensidad de un movimiento que habría de llevarle a encontrarse con los intersticios del ser.

 

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4 de agosto de 2021 11:39:25 CEST

Alfredo Castellón llamaba por teléfono, solo por hablar un rato, por preguntar por los amigos zaragozanos. Me preguntaba si Eva estaba escribiendo, Eva Puyó, mi pareja, y nos leía a todos con atención. Se incorporaba de un modo natural a la charla de quienes éramos más jóvenes que él, le veíamos acercarse con sus zancadas grandes, su buena estampa y su sonrisa. En esa facilidad suya para dar lugar a un vínculo amistoso, más allá de las generaciones, me recordaba a José Antonio Labordeta, gente que ha vivido en residencias y que ha pasado por colegios mayores, envueltos en un activismo de funciones de teatro y en una avidez de lecturas y de cine, y que luego conservan para siempre un aire de camaradería, como si toda su vida fuese una deriva de aquella explosión inicial e ininterrumpida. Ahora el teléfono es para mí otra cosa, porque ya no está Alfredo ni los amigos mayores que me llamaban.

A Alfredo, cuando vivía Félix Romeo, o cuando Eloy Fernández Clemente dirigía su colección Biblioteca Aragonesa de Cultura, o durante tiempo después, todos le insistíamos en que tenía que escribir sus memorias, una demanda de la que quizá él acabase algo cansado. Su biografía –su labor de pionero en la televisión española, el paso por Roma y su ciudad del cine, su trato con María Zambrano, su última entrevista filmada con Azorín…– estaba entre las más interesantes de nuestro país. Las entrevistas con él que nos dejaron Vicky Calavia, Antón Castro o Juan Domínguez Lasierra permiten que podamos asomarnos aunque solo sea un poco a su interesantísima voz y a su experiencia. Unos y otros le hablaban de esas memorias pendientes mientras que él, tras jubilarse y volcarse más en la tarea del escritor que en todo momento fue, cuando en los bares contaba lo que estaba escribiendo –“mi obra”, decía–, se refería a relatos, aforismos o piezas medio líricas, un poco para desesperación de todos. Pasado el tiempo, y después de haber leído El ruido de la memoria, que es mi libro preferido suyo, o tras leer también los pequeños textos de Mis apólogos, uno entiende que Alfredo Castellón estuviese realmente absorbido en aquella escritura, donde se expresa una voz y una visión del mundo que es todo un testamento y una escuela de vida. Hay un mundo entero en esas páginas, una verdad hondísima. De modo que, si bien es cierto que a todos nos hubiese gustado leer aquellas memorias audiovisuales, comprendemos que Alfredo sabía bien lo que hacía, y que no se escabullía. Como he oído repetir a sus amigos mayores, Alfredo Castellón era un poeta, por más que no escribiese poemas. El resultado es que él quiso dar continuidad a esa vertiente suya hasta que la muerte, que tenía siempre tan presente por sus referentes familiares, se lo llevara. No quiso escribir sobre Pilar Miró sino sobre unos naranjales donde descubrió un cadáver durante la guerra, ni sobre Antonioni, sino sobre un pequeño viaje hecho en camión junto a su padre.

Es innegable, como alguna vez se ha señalado, que en su escritura se percibe la influencia de lo cinematográfico o de lo audiovisual, el ámbito profesional en que se desenvolvió su vida. En sus relatos va a lo que considera esencial, y no parece preocuparse en las transiciones o en los modos elaborados de introducir los diálogos, por ejemplo. Esto da lugar a que algunos de sus relatos, sobre todo los breves, parezcan más ideas para un relato que relatos propiamente dichos, lo que forma parte de su particular estilo. Porque está claro que no lo hacía así por descuido, Alfredo corregía mucho y no despreciaba en absoluto la forma. Era su forma, por así decirlo. Incluso algunos de sus aforismos parecen apuntes hechos para un desarrollo que alguien pudiese llevar a cabo después. Se le ocurren de pronto ideas o situaciones que oscilan entre lo tierno y lo absurdo, entre lo trascentente y lo humorísticamente negro, siempre con un fondo de sabiduría. Parecen acumulársele y, como si necesitase muchas vidas para desarrollar cada una de ellas, las deja en su núcleo, en su sinopsis. Esto no es así en sus relatos más extensos, en aquellos donde, por ejemplo, desarrolla un recuerdo, con sus personajes secundarios, pero incluso entonces a mí me parece que lo recorre todo un aire de cine italiano, una búsqueda de lo poético a través de una sucesión de escenas y de paisajes. Da lugar entonces a una secuencia de personajes y de lugares que desembocan en un sentimiento luminoso de melancolía. Nunca se aparta Alfredo Castellón del tono amistoso y de lo ligeramente humorístico. Sus textos, publicados de un modo disperso, discreto y desordenado, acaban dejando que se descubra una voz de enorme talento y singularidad.

Nunca es ordinario o chabacano Alfredo Castellón, hay en él una búsqueda de lo clásico que se expresa por medio de un lenguaje que en cierto modo está fuera del tiempo. Es un creador a quien le interesan mucho los clásicos, tanto de la literatura como de la pintura. Sus películas no están rodadas en un lenguaje corriente o del todo realista, y junto a Alfredo Mañas recrea un modo de hablar del siglo de oro. Esto se ve también en las adaptaciones de Cervantes y de otros autores que llevó a cabo, o en la obra teatral que dedicó a Colón, Aquellos pájaros anunciaban tierra, donde se sirve de unas palabras que podrían ser de su época, pero que realmente no son de ninguna, y que tienen mucho del lenguaje atemporal y simbólico, onírico, de las tablas del teatro.

En el prólogo de Solo con lo puesto escribe Rosa Burillo que “La poesía era su religión, la forma de espiritualidad suprema. Era como rezar.” Mariano Gistaín llama a Alfredo Castellón “dandy discreto” y trata sobre el modo en que este autor desafía a la muerte. Alfredo creció en un entorno donde lo religioso estaba muy presente, y hace amistad con una republicana cristiana, como era Zambrano, y lee a Unamuno, de quien escribió junto a Julio Alejandro una adaptación para el cine de San Manuel Bueno, mártir, y con todo aquello acaba haciendo una singular filosofía de la trascendencia, donde es este mundo y ningún otro el milagro, y es aquí, y no en otro lugar, la eternidad. Recuerda aquella despedida de Azorín, que no era “hasta la eternidad”, sino “eternidad”, sin más –aquel “hasta”, en cierto modo, hubiese sido propio de un descreído–. Y me impresiona ese Lázaro resucitado de Alfredo Castellón que no es capaz de decir nada del otro mundo y a quien de la boca no le sale más que tierra de enterrado, porque es en ella donde se contiene toda nuestra profunda verdad. O ese pasaje conmovedor en que se imagina a Jesús de Nazaret añorando las caricias de su madre y los dátiles del desierto, dando a entender que es aquel el paraíso, y que lo que nos corresponde es vivir nuestra humanidad hasta el final.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ismael Grasa

Los inviernos besan nuestras fotografías

4 de agosto de 2021 10:16:48 CEST

Estoy delante de tu recuerdo.

Miro aquella fotografía donde apareces vestida de negro

y la casa se ve al fondo.

Alguna vez vienen destellos de luz y cal blanca,

pero enseguida me oprime la garganta el dolor,

tu figura encorvada,

las hormigas trepando por tus piernas de carne acostumbrada y olvido.

Querías hablar con Dios antes de morirte

pero en su lugar apareció un hombre viejo,

con la barba descuidada y un suéter azul

que tomó tu mano y pronunció tu nombre sin saber muy bien si eras tú

o si se trataba de un espectro.

Tú lo miraste un momento y le preguntaste:

¿Es usted Dios?

Él contestó:

No, señora A, soy el señor F.

Y ya no hubo más conversación.

Cambiaste la dirección de tus ojos

y te quedaste pensando en los inviernos.

Quién sabe si conociste por primera vez los bosques de Dinamarca

o te diste de bruces en el sueño contra una muchacha con el ombligo roto

y un piercing en el corazón.

El caso es que no regresaste a la vida.

Respirabas pedacitos de ausencia y un sorbo de agua

que, de vez en cuando, una enfermera te obligaba a beber.

Permaneciste ida de tu cuerpo,

ida de tus huesos,

con la sangre revuelta en otro lugar,

con la tierra batiendo palmas cerca de tus vestidos,

con tus piernas echando raíz en aquellas fotografías que empezaban a tener fiebre

y a besar el color amarillo.

Sencillamente cerraste el telón.

Recuerdo que no había pájaros cerca de la ventana

y que alguien puso la cafetera al fuego.

Pensé que la noche siempre trae muertos hermosos

y una maleta de plata donde meter el ruido.

Escrito en Lecturas Turia por Angélica Morales

Doris Lessing, en su centenario

4 de agosto de 2021 07:01:00 CEST

Doris Lessing, que toma su apellido de su segundo marido, Gottfried Lessing, un judío ruso marxista, fue la primogénita del matrimonio formado por Alfred Tayler, un ex oficial, combatiente en la primera guerra mundial, en la que se dejó una pierna, y una enfermera, Emily Maude  Mc Veagh. Nació en el seno de una familia de clase media inglesa y protestante, pero en un lugar bastante alejado de Gran Bretaña, ya que vio la luz en Persia, en la ciudad de Kermanshah, el 22 de octubre de 1919.

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Escrito en Lecturas Turia por Carme Riera

 


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Escrito en Lecturas Turia por José Teruel

El mundo sin nosotros

4 de junio de 2021 14:03:50 CEST

No quiero ver un mundo sin nosotros
aunque eso nos condene a vivir para siempre. 
De todo lo que hablamos no quedaría nada.
Apenas hay testigos.
Inútil fue la calle iluminada por un sol de verano
y el ruido de otra gente,
y también los tacones castigando la acera solitaria
cuando corría a verte en medio del invierno.
Mi corazón ardiendo y aquel niño 
que comprendió que yo me iba muy lejos
y estaba desarmada
y vino con su paso de pequeño borracho
a darme su pistola de juguete. 
(Debí matarme entonces, mientras pude;
debí matarte entonces, mas qué importa,
si tampoco del arrepentimiento
quedará ni sospecha ni recuerdo).
Faltará mi dramática tristeza 
cuando no puedo verte.
Y faltará la noche,
la noche acumulada,
la noche entre tus ojos, la que tú no veías,
la que tú no querías,
la que yo no podía expulsar de mi cabeza. 
Y faltará tu luz. 
La suave luz que meces mientras andas.
Faltará mi alegría de campana,
de perro rastreando, de hambre, de codicia
de ti, faltará todo.
No quiero ver un mundo sin nosotros.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Olga Bernad

Adversidad

28 de mayo de 2021 08:50:29 CEST

Durante mucho tiempo. Había trabajado en el hospital por veinte años. Ya no. Ahora tenía su propia clínica. Ganaba dinero. No vivían mal. De vez en cuando apostaba. Un poco en el casino. Un poco a los galgos. También hacía favores. Y por qué no. El suyo era un trabajo humanitario, altruista. Algunos pacientes no podían pagar. Pobres diablos. Y qué. ¿No se decía eso de los médicos? Altruistas. Más que humanos. Dioses. Pues de vez en cuando, hacía favores. Y qué. No le costaba. En realidad le daba igual. La gente lo llamaba generosidad. Pero. Su madre hablaba de otra forma. Con las vecinas, temerosa. Siempre. Es un chico impulsivo, decía cuando él era un chaval. No tiene mala intención. Redistribuía los juguetes que encontraba. A veces se guardaba algunos antes de ponerlos de nuevo en circulación. Y qué. Nunca consiguió que alguno lo tentara lo suficiente como para quedárselo. Su madre no tenía dinero. Una viuda. Mala salud. Joven, pero. Envejecida por el sufrimiento prematuro de la pérdida de un marido. Y un hijo. Mamá no puede comprar juguetes. Haz los deberes. Juega con lo que encuentres por ahí. Pobre mamá. Cada vez que le daba la espalda al hijo, él batía el récord de encontrar juguetes. O descubría un agujero. Su hermano imaginario y él. Ambos. Dentro.

 

Su mujer opinaba que estaba loco. Y eso en un médico no está bien. No cobrar a sus enfermos. Animarles a operarse. Comprar regalos. Cosas inservibles. Para ella. Para el hijo. Para él. Apostar. Exceso de imaginación, decía. Su mujer. Que lo había hecho todo por los dos en el pasado. Exceso de irresponsabilidad. Excesos que les estaban arruinando. En el presente. Había estado enamorada de él. Lo había amado. Lo había visto desnudo. Nadar en el mar en invierno, fuerte, poderoso, sin miedo. En verano había cerrado puertas y ventanas para que nadie los oyese follar. Era ella. Entonces.

 

Pero.

 

Ahora lo despreciaba. Se había vuelto pequeño. Se despertaba por las noches y la veía mirándolo. Sin comprender. Espantada de su pequeñez. Quién es este hombre, parecía insinuar. Suplicar. Los últimos años no había dejado de suplicar. Con la mirada. Con el cuerpo. Con las manos. Que vuelva el poderoso nadador. Que vuelva. Su silencio le reprochaba que la hubiera abandonado. Que practicase la medicina como si fuera una actividad vil. Como si ganar dinero fuese despreciable, parecía decir. Lo avergonzaba. Su mujer lo avergonzaba. Adoraba sus miembros. Sus hombros. Su vientre. Sus pies. Pero por separado. A veces, se la imaginaba inerte. Descuartizada. Víctima de un accidente. Con el cuerpo lleno de llagas. Entonces recurría a él. Había intentado explicárselo. ¿Qué sucedería entonces si no tuvieses dinero con que pagarme? ¿Cómo puedes ser tan morboso?

 

Pero.

 

No entendía su falta de interés por el dinero. Y quería dejarle. Aunque. Eso lo estimulaba. También sus pacientes tenían miedo. De sus diagnósticos. De los medicamentos. De las facturas. De una operación. A veces parecían odiarle. Sentía piedad. Compasión. Por ellos. Por su mujer. Por todas las criaturas que se arrastraban en este mundo en busca de protección y no la hallaban.

 

Él estaba tranquilo.

 

Fue poco antes del decimocuarto cumpleaños del hijo. Su abogado llamó. Tenían un problema, dijo. Siempre. Es urgente que hablemos, esta vez es algo serio. De verdad. Siempre era urgente. Y serio. De verdad. ¿Y qué? No le dio importancia. Tantas veces había estado con el agua al cuello. Se reía del agua, él, el nadador. Y del cuello. Su  madre le había enseñado que el dinero era despreciable y que no había que hablar de él. Reunió los objetos íntimos de su hijo cuando murió. Y los vendió. A él le habría gustado conservarlos. Las medallas de judo del hermano. Los libros de inglés. Los cromos. Los zapatos. Muchas cosas. Por las noches había dormido en la cama del hermano, cuando murió. Imaginado que era él. Se arañaba el pecho con una cuchilla de su padre. Sangraba. La madre lloraba y clamaba al cielo en silencio. Se preguntaba por qué. Por qué. Primero un marido. Luego un hijo. Y ahora, él.

 

Algunos pacientes no podían pagar. Otros tardaban en hacerlo. Y la gente no enfermaba como antes, le dijo a su abogado. No lo hacían. Eran prudentes. Y listos. Enfermaban sólo cuando se lo podían permitir. Asombroso, dijo el abogado. Pero y qué. ¿Y qué? Cuando se lo explicaba a su mujer, ella tampoco entendía. Soriasis que curaban solas al segundo mes de tratamiento. Cataratas que dejaban de progresar. Leucopenias que remitían tras meses de estacionamiento. No entendían. El paciente que tenía enfrente lo miró. Estaba recién intervenido de urgencias. Un agujero en su cuello de lo más desagradable. Hará falta un milagro, dijo el abogado. No pagas al fisco. Apuestas. Vas a perder. Perder, se rió él. El paciente se revolvió en el asiento. Ven a verme, dijo. Y colgó el teléfono. Discúlpeme. No se preocupe por nada. Verá como todo se arregla. ¿Es necesario, doctor? ¿Si es necesario? ¿Operarse? Sí. Lo es. El aire salió de sus pulmones y se escapó por el agujero de su cuello. No era un hombre joven. Ni atractivo. Era un paciente normal. Como todos. Sin embargo. Si jugaba bien sus cartas. Si podía disponer de otra oportunidad. Ninguna mujer le susurraría al oído con un agujero así en su garganta. Eso no.

 

Antes de marcharse, la recepcionista lo interceptó. Habían llamado del concesionario. La moto. El cumpleaños. El regalo del hijo. Han dicho que puede ir a verla cuando quiera. La recepcionista era una chica joven. Lo miró con extrañeza. Sorprendida. Con una imperceptible mueca de ironía en su expresión. Una moto no era para un hombre como él. ¿Una moto no era para un hombre como él? Es para mi hijo, le explicó. Ella se encogió de hombros. Masticó su chicle. Sonrió. Con la boca en forma de corazón. Le habría gustado desnudarse. Mostrarle su pecho de nadador. Arrancarle la ropa a ella y lamer su boca en forma de corazón. Entonces, cuando gimiese de placer, reírse de su juventud. Qué suerte, dijo ella alegremente. Será mejor que me marche a comer, Esther. Se llamaba Esther. Llevaba poco más de un mes trabajando allí. No sabía hacer nada. No sabía manejar el ordenador. Iba al instituto. Se pintaba corazones blancos en los extremos puntiagudos de las uñas. Hablaba inglés. A mí nunca me han hecho un regalo así, dijo. Elevó los ojos al techo. Una moto. Una moto, sí, dijo él. Pero pequeña. Para que se pasease por los alrededores. Cerca de la madre. Eso le había hecho prometer su mujer. Si la ley lo permitía, por qué no ella. También ella había sido joven una vez. También había ido en moto. Utilizado la moto para experimentar. Para apretar los muslos e imaginar. Para aferrarse a la cintura del placer y morderse los labios en forma de corazón. ¿O acaso ya lo había olvidado? Ella. Ella lo había olvidado. La puta que se abría de piernas en la trasera de su coche después del cine. Ella había olvidado cómo se deseaba. Cómo era nadar contra las olas. Lo había olvidado a él nadando contra corriente. En invierno. Había rebatido casi todos sus argumentos. Había hablado contra el dinero. Contra la madre. Contra su pequeñez. Pero. ¿Cuándo empezaría a pagarlo? Entre un perro y una moto siempre me quedaré con una moto, dijo Esther.

 

Tomó el camino que llevaba al despacho del abogado. La calle gris. Brumosa. La lluvia fina. El tráfico. Todo tan lento. Tan angustioso y tan lento. Frenó bruscamente ante una señal de stop. El coche de atrás lo embistió suavemente. Un muchacho asomó la cabeza por la ventanilla y se puso a gritar. Como su hermano. Podía verlo nítido como ayer. Como el mismo día que sucedió. La lluvia acolchaba los gritos. En la pensión. En el colegio. En la calle. En el cementerio, donde esperó que su madre gritase. Pero. La madre no gritó. No lloró. Y el hermano se fue. Un muchacho fuerte, escapándose por entre las gruesas losas de muerte. Elevando hacia los asistentes su dedo corazón. Jajaja. Quince años.

 

El chico del coche de atrás arrancó. Pasó de largo. Su dedo levantado. Pensó en el hijo. Repetía curso. No hacía deporte. No le daba el sol. Pasaba las tardes en su cuarto. Con la Nintendo. Chateando. Con el móvil. Con nadie de carne y hueso. Su mujer se preocupaba. Lo regañaba. Lo quería grande. No pequeño. No un muñeco como él. No quería que desperdiciara el tiempo. El tiempo. Pero. El hijo era manso. Sonreía. Dejaba caer su cuerpo inmenso de hombre aún pequeño, prometedor, sobre el somier. Él no quería estar presente. Iba. Venía. Cuando pasaba la tormenta, entraba en la habitación. El hijo estaba enfrascado en el ordenador. Qué haces. Ya ves. Pero. No veía, no. A veces probaba a hablarle del hermano. ¿El muerto? Sí. Consiguió una moto. La arregló. ¿Dónde? En un desguace. ¿En un desguace? Sí. La arregló. Él solo. La desmontó. La limpió. Volvió a montarla de nuevo. El hijo se fue apartando del ordenador. Luego, su hermano se la regaló a él. ¿Y dónde está ahora? No lo sé. ¿No lo sabes? Es mentira. No había tratado de inculcar en el hijo su pasión por la medicina. Y el hijo… ¿quién iba a ser? ¿Quién era ahora? Volvió la cara hacia el ordenador. Los tendones de su cuello tensos. Como los tallos de una planta. Es mentira. No es mentira, dijo él. Debe de estar donde la abuela, dijo. La encontraré.

 

No la encontró.

 

Por encima de los edificios, hacia el oeste, una gruesa línea de nubes se iba ensanchando. Aparcó en zona prohibida. Cuando empujó la puerta del despacho, oyó la tormenta tras de sí.

 

Lo encontró trabajando. Llevaba su traje azul y su corbata. Y su camisa de abogado. Se tomaba la vida muy en serio. El abogado. Como si la vida fuese algo cuyo rendimiento hubiese que demostrar. La vida no es un juego, decía. No se podía vivir despreocupadamente. Como si todo fuse un juego de bloques que hubiera que encajar. No se podía vivir como él. Sin tratar de demostrar nada. ¿Qué tengo que demostrar?, preguntaba él. Que eres lo que dices ser. Solvente. Buen médico. Lo soy. Nadie lo diría en cuanto a la solvencia. En cuanto a lo de ser buen médico… En este juego se pierde con facilidad. Has dicho antes que la vida no es un juego. Pero. Lo era. Un juego de bloques que había que encajar. Quito este bloque de aquí y lo encajo allá. Un abogado encaja cosas dentro de otras cosas, se dijo. Si lo consigue, es feliz. Le gustaba sentarse en el despacho de su abogado. Y escucharlo. Sus esfuerzos por encajar los bloques. Sus razones. Sus esfuerzos por hacerlo encajar a él. Mientras él asentía. Mientras él fingía que entendía.

 

Le ofreció café. ¿Algo un poco más fuerte? No tengo nada más fuerte. Cogió la fotografía que había sobre el escritorio y la observó. El abogado y su mujer. Y un bebé. El abogado sacudió la cabeza. Se acabaron las apuestas, dijo. Le habló de la auditoría. De las irregularidades en las declaraciones de la renta. Vas a perder tu negocio. ¿La clínica? La clínica. La clínica es mía. Es del banco. Una incómoda verdad. Se levantó y caminó por la habitación. No puede ser tan grave. Observó de nuevo la foto. Estás exagerando. El abogado y su mujer. Y el bebé. Hipotecaré la casa, dijo. Siempre estás jugando a perder, dijo el abogado.

 

Ella lo llamó por teléfono y lo anunció. No fue una advertencia. No fue una celebración. Simplemente lo anunció. Y el hijo nació nueve meses después. Él volvía de su trabajo en el hospital y miraba la cuna donde dormía el hijo. A veces, lloraba. A veces, lo miraba llorar. Y otras, no podía mirar más. Pensaba en el hermano muerto. Pensaba en lo que le había robado a su hermano. El hijo. La mujer. El trabajo en la clínica. La casa. Luego ella venía y lo rodeaba con sus brazos y él olvidaba que era un mezquino y un bastardo. El que sobrevivió. Desabrochaba su camisa con sus dedos como lazos. Los derramaba sobre su pecho. Y sus pezones se erizaban. Y su miembro se levantaba. Y ella gemía y suspiraba y sus ojos se volvían vidriosos cuando entraba dentro de ella y no podía dejar de pensar en la hinchazón de sus ojos anegados de deseo y de compasión y de amor. Y entonces, la madre enfermó. El cáncer tomó posesión de la escena familiar. Manteniéndolo todo a raya. Y quedó atado a una vida pequeña de nadador cobarde. Cerca de la orilla. La madre era menos importante que la mujer. Pero. Moriría también.

 

Condujo distraído hasta el concesionario. La lluvia le hacía sentir ingrávido. Lento. No podía pensar. No quería perder la clínica. Pero. ¿Qué podía hacer? ¿Hipotecar la casa? La casa era de ella. Su herencia. Todo ese maldito dinero que se fue. En la clínica. En las operaciones de la madre. En las apuestas. Maldito dinero de ella. Te juro que lo quemaría. La casa, el dinero, todo. Y lo habría hecho de no ser por la última apuesta. Aquella racha de buena suerte. El último y desesperado esfuerzo del nadador. Pero. La racha se había terminado, al parecer. En el casino lo toleraban. Le dejaban jugar. Perder, más bien. Excepto alguna pequeña ganancia, todo para ellos. Estúpido. Torpe. Ella ya sólo veía en él la mitad de un hombre. Y cómo impedirlo.

 

El vendedor lo esperaba en la puerta. Era un hombre con un solo brazo. Tardó unos segundos en reaccionar. La última vez también le sorprendió. Volvió a presentarse como entonces, extendiendo el brazo izquierdo. Él dudó. Se miró las dos manos. ¿Qué mano debía ofrecer? El otro volvió a decirle su nombre, que ya no recordaba. Silas. Silas vestía un buen traje. Sintió admiración por él. Llevaba el pelo peinado hacia delante, con clase. Como un emperador. Me alegra volverlo a ver. A mí también. Silas metió su única mano en el bolsillo. Vayamos a ver la moto. Tenía una hilera de dientes perfectos. Dos arrugas en el entrecejo. Introdujo en la puerta una llave que entresacó de un manojo. Pero. No era esa. Lo siento, dijo. Nunca sé cuál es. Del llavero sobresalía una cosa con pelo. Una pata de conejo. La miró un momento con asco. Silas lo advirtió. Dejó de moverla. Nunca me separo de ella, dijo. Le explicó que era su talismán de la suerte. Él no tenía un talismán, pensó. Hace años tuve un accidente. Nadie daba un duro por mí. Se miró la manga hueca de su americana y guardó silencio.

 

Entraron en el hangar. Aquí está, dijo. Había unas cincuenta motocicletas aparcadas allí. Alineadas, limpias. Parecían nuevas. Silas se detuvo ante una de color azul. Grande. En la foto no le había parecido tan grande. El sillín ancho. Las ruedas tan gruesas como las de un coche. Qué le parece, preguntó Silas. Demasiado grande para un chico. Cómo dice. A qué chico se refiere. Al mío. ¿Esta moto no es para usted? Es para mi hijo. Cumple catorce años el domingo. Silas pestañeó. Extendió la mano izquierda y la llevó hasta el lado derecho de su cráneo, por encima de la cabeza. Se rascó. La maniobra no resultó natural. Eso cambia un poco las cosas, dijo. Aunque es una moto inofensiva para un adulto, a un chico podría impresionarlo. Será difícil de maniobrar. Es demasiado grande, sí. Demasiado grande para un chico. Y demasiado cara, le dijo al vendedor. Podría rebajarla un poco, eso no sería problema. Pero. No se trata de eso. Era demasiada moto para un chaval. Él rodeó la moto. Pasó la mano por el sillín, mientras Silas guardaba silencio. Sólo cumplirá catorce años una vez.

 

Soñó con el día en que la madre los llevó al balneario. Un gran hotel anticuado, al lado del mar. Con la lámpara del gran salón encendida. A su madre la había invitado un señor que venía a casa algunas veces. También venían otros. Traían regalos. Y chuletas. Cuando vivía el hermano, se reían de ellos a escondidas. Ahogando las risas con un almohadón. Cuando murió, él dejó de reírse. Intentaba hablar con ellos. Agradarlos. En el sueño, la madre le pedía que fuera amable con el hombre que los había invitado. Él sonreía y su cara, al mirarse en un espejo, era diferente. Vieja. Se contraía en torno a un gran agujero en el centro del gaznate. Pero. Aún seguía habiendo en ella algo familiar.

 

 El domingo se levantó temprano. El día del cumpleaños del hijo. Mientras ellos aún dormían se duchó. Se abrigó. Fue al garaje en busca de la moto.

 

Condujo deprisa. Sin casco. El aire le presionaba en la cara como si fuese algo sólido. Le cerraba los ojos. Todo él, gravedad. Carne blanda y mortal. ¿Y si moría? No hacía falta rodear todo el pueblo para ir a la panadería. Pero. Aceleró. Podía morir. Solo con apartar un poco la mano del manillar. Sintió su peso contra el suelo. Contempló la imagen. La posibilidad. Pero. Nada parecía presagiarlo. La muerte súbita, sin presagio, no tenía emoción. Ni siquiera parecía real. Qué emoción tenía estar vivo un instante y al instante siguiente no. La emoción estaba en el camino. En la transición. La música, el crescendo, la conciencia, el redoble del tambor. Frenó con elegancia frente a la panadería. Luego condujo despacio hacia casa.

 

Ella llevaba puesto el camisón. Lebón ha llamado, dijo. Lo miró. ¿Vas a venir a recoger a mi madre?, dijo él. Se había puesto una sudadera encima del camisón. Una imagen procaz. Evitó mirarla. Pero. La miró. Ella apartó los ojos y bebió de su taza de café. ¿Por qué llama en domingo tu abogado?, quiso saber. No lo sé. Se acercó y puso una mano en la cintura de su mujer. Ella se apartó. Qué ha pasado esta vez. Nada, dijo él sin mucho acaloramiento. No ha pasado nada. Es domingo. Es el cumpleaños del niño. Tengamos la fiesta en paz. Ella dejó su taza. Se abrazó la sudadera y salió al jardín.

 

Volvió al dormitorio. Se lavó las manos en el lavabo y se masturbó. Se contempló en el espejo mientras lo hacía. Su rostro contraído. Sus músculos en tensión. Ella solía decirle que la excitaba verlo así. Sintió los lametazos del placer en la base de la espalda. Pasando de largo. La rabia. Él había crecido hasta hacerse mayor. El hermano no. Pensó en ello y se puso a llorar. Pensó en ello y en que era imposible correrse y llorar a la vez.

 

El hijo lo acompañó a la estación. Aún seguía lloviendo. Las luces de las farolas dibujaban conos amarillos sobre el pavimento mojado. Temía el encuentro con la madre. La madre sería la misma de siempre, más vieja. Más frágil. Más pequeña. Pero. El hijo conectó la radio. Hubiera querido apagarla. No estaba de humor. Le pidió que no mencionase la moto delante de la abuela. Por qué no, dijo el hijo. Mientras tecleaba en su aparato celular. Sin apartar la vista de él. No lo hagas, dijo él. Pero la verá. No lo hagas. Su madre lo miraría con severidad. Sin sitio donde esconderse. No sé por qué le tienes miedo a la abuela. No le tengo miedo a la abuela. Pero. Cuando vio sentada a su madre en uno de los bancos de la estación, sola, junto a sus dos maletas viejas, sujetando un paraguas negro, supo que sí. De sus silencios. De su distancia. Del sonido de su voz. El hijo no se apresuró. Tiró de él. La abuela los observó acercarse. Hola mamá, dijo él. Hola, contestó la madre poniéndose en pie. Él recogió las maletas del suelo, mientras el hijo le hablaba a la abuela de la moto. Sintió subirle el rencor a la garganta. A la cabeza. Hubiera querido golpearle. Al hijo. Pero. Se quedó callado. Paralizado. No pudo hablar. La madre no dijo nada. Tosió y se encorvó sobre su bolso. No se parecía a la mujer del balneario ni a la que vendió las cosas del hermano. Apenas se parecía a sí misma.

 

La mujer los esperaba con la comida preparada. Comieron en silencio. De vez en cuando, el hijo dejaba escapar una risa mientras miraba la televisión. Llovía. Su mujer le preguntó a la madre por algunos detalles del viaje en tren. La madre contestaba sin mirarla. Mientras empujaba la carne en el plato con el tenedor. Tomaron la tarta en el salón. El hijo preguntó por la moto. No podían salir con ella y tuvieron que conformarse con conducirla por el jardín. Su mujer y su madre bebían café en la cocina o salían al porche. No hablaban. Las observó desde lejos. Como si fueran algo amenazador. La madre, sentada en la tumbona sacudiéndose un hilo de la falda. Su mujer, de pie. Inmensa. Poderosa. Si él hubiera tenido de niño una amiga como ella, así de fuerte. Así de fría. Así de poderosa. Si hubiera podido disfrutar de su favor.

 

 La madre se fue a dormir temprano. Empezó a beber cuando el hijo y la mujer subieron a su habitación. Ella miró con asco la botella de Smirnov. Y a él.

 

Le dolía la cabeza. Tenía la boca pastosa. Rigidez en la parte de atrás del cuello. Llamó a la clínica. Le dijo a Esther que no iría hoy. ¿Puedo irme a casa?, preguntó ella. No, contestó él.

 

Delante del desayuno tuvo ganas de vomitar. Donde está mamá, preguntó a su mujer. Su mujer no contestó. Abrió una ventana. El olor de fuera penetró en la cocina. El humo. El hedor de las hojas podridas. De la turba. De los cuervos y las tumbas. Se levantó. Llevó la taza al fregadero y dijo que se iba a dormir. Tu madre está fuera, dijo ella, en el jardín. Hace frío, dijo él. Hay quince grados, dijo ella. Lo miró un instante. Luego se dio media vuelta y se puso a fregar los platos. Él la contempló. Su silueta compacta. De una pieza. Sin fisuras o articulaciones. Sin huecos. Sintió en la entrepierna el inicio de una erección. Se acercó a ella por detrás. No tuvo tiempo de volverse. La empujó contra el fregadero y la inmovilizó. Tiró del pantalón del pijama. De la goma de las bragas. Metió la mano entre los muslos y los separó. Ella se resistió. Oía su respiración jadeante, llena de rabia, cerca de su cara. Pero. No se detuvo. Abrió los labios del coño y la penetró con el dedo. Estaba húmedo. Luego se bajó los pantalones y se masturbó, antes de metérsela por detrás. Mientras le aplastaba las tetas con las manos. Mientras la aplastaba contra su pecho de nadador. Mientras ella forcejeaba para zafarse de él. El camión de la basura se detuvo al otro lado de la verja del jardín y se marchó. Ninguno de los dos dijo una palabra. Ella estaba llorando cuando la apartó de sí. 

 

Una escena navideña. Él y su hermano sacando las bicicletas del garaje para ir a jugar. La calle llena de nieve. Y un perro. Y montones de personas alrededor del pobre animal.

 

En un banco, cambió el cheque. Tomó la dirección del casino. No era la hora de mayor afluencia. Pero. Se sentó un rato en el bar, para abarcar todas las mesas de un vistazo. La gente que estaba reunida allí no parecía temerle a la adversidad. Parecían muertos. Muñecos. Nadie permanecía mucho rato en el mismo lugar. Todos querían lo mismo.

 

Perder.

 

Abandonó la barra y dejó atrás el bar. Salió a la terraza. El mar no se veía. Se oía. Tras las dunas de arena. Se sentó en la barandilla y observó a su espalda el interior tras el cristal. Como en una película muda. La mesa del black Jack. La ruleta. Todos iban solos al casino. Como él. Hombres y mujeres solos, pequeños, moviéndose nerviosamente de un lugar a otro. Cuestión de tiempo.

 

Dio la espalda a la escena y contempló el horizonte. Ancho. Oscurecido. Ante él. Saltó la barandilla. Se descolgó por la pared rocosa, resbalando por ella, y llegó al suelo. Comenzó a caminar por la arena. Primero se quitó los zapatos. Luego se quitó el abrigo y lo abandonó sobre unas rocas. Después el resto de la ropa. No dejó de caminar. El mar seguía sin verse. Pero. Se oía. Allá. Solo. Un poco más allá.

 

Escrito en Lecturas Turia por Cristina Cerrada

Minotauro

21 de abril de 2021 08:19:27 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sigo los pasos de las voces, los ecos de otros encuentros. Soy el hilo en la urdimbre negra. El laberinto tiene forma de oído. Hay que saber escuchar para orientarse y no dejarse sorprender. Inesperados haces de luz cortan las tinieblas. Polvo de carbón, átomos de nogal, esporas fecundas flotan ante los ojos. No puedo retroceder. No hay delante ni detrás, no hay izquierda ni derecha, no hay arriba ni abajo, no hay día ni noche, no hay aire ni tierra. No hay yo ni otro. Sólo anhelo. Un limo tembloroso de miedo y deseo. Un ruido sordo de pezuñas se alza sobre el latido de la sangre, su olor sofoca el aire. La oscuridad se adensa, oprime, me lame. Lo recorro con mis dedos húmedos. De su piel emana un vaho negro. Acaricio con mi mano derecha su sexo de macho. Bajo su respiración, mi respiración. Luego, el eclipse.

 

Escrito en Lecturas Turia por Nuria Barrios

Calostro

14 de abril de 2021 11:46:58 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nunca me ha gustado la leche:

el tacto del cuajo en el paladar,

su lento y caliente descenso

hacia el interior de la infancia.

 

La fe nutricia de las madres

sostuvo a la mía en la lucha

contra mi terca negativa.

 

Monjas y pediatras se comportaron

como artilleros

en la perdida batalla del gusto.

 

La insistencia del mundo reforzaba

la vehemencia de mi rechazo.

 

Sus tibias órdenes tan solo

lograban adensar el líquido

en mi garganta,

cerrar la esponjosa niñez

de mi barriga,

incapaz de ingerir la láctea

blancura y su promesa.

 

El recuerdo del hambre,

tenazmente agarrado a los huesos,

convertía la mala digestión

en una variable inconcebible.

 

-Quien hubiera tenido leche a mano

en aquella época-

susurra una de mis abuelas,

al fondo.

 

Pese a todo, el tiempo empuja

y mi pequeño cuerpo alambrado

fue adquiriendo, poco a poco,

la fortaleza

                   destartalada

del imparable crecimiento.

 

La juventud me libró del regusto

fermentado de aquella infancia

y me hizo creer

que los blandos guardianes

de la primera edad

ya no eran necesarios.

 

Los huesos, que nada sabían

entonces de falta de calcio

ni de vulnerabilidad

ni de lo que será quebrarse,

mostraban la pujanza de la vida,

el vibrante deseo de ser.

 

Vinieron la sed y los viajes

y los cuerpos y las bifurcaciones.

 

Empecé a tener miedo,

no de los dragones y sus escamas

brillantes, sino de mí misma.

 

Después de deshacer el mundo,

decidí construirlo.

Maduré, quién sabe.

 

Lo único cierto es que

nunca me ha gustado la leche,

tampoco ahora.

 

Y, sin embargo,

si aprieto muy fuerte los ojos,

solo pienso en cuánto me gustaría

escucharle decirme una vez más:

 

“un vasito de leche y a dormir”.

Escrito en Lecturas Turia por Bibiana Collado

Vicente Rojo —pintor y escultor, genio de las artes plásticas, maestro en el diseño y la edición de libros, revistas, periódicos y suplementos literarios— escribió: «crear zonas de sombra y duda es lo que da sentido al arte».

La impronta de Vicente Rojo (Barcelona, 1932) en soportes de papel es innumerable: ese niño que, todavía en su ciudad natal, trataba de dibujar caballos, que jamás abandonó los lápices y muy pronto añadió plumas y pinceles, a los que se han sumado todo tipo de herramientas y técnicas, ha compartido su talento y entusiasmo con miles, cientos de miles de personas, según el caso: entre muchos otros proyectos plásticos, que en 1991 le merecieron el Premio Nacional de Ciencias y Artes de México, diseñó el diario La Jornada y el primer Plural. Rojo fue director artístico de México en la Cultura, La Cultura en México, Artes de México, la Revista de la Universidad, los Cuadernos de Bellas Artes y Diálogos, entre otras publicaciones.

Fundador y codirector de Ediciones Era —que en 2020 cumplió sus primeras seis décadas de vida fructífera—, es hasta la fecha un apasionado confeso del papel en tanto soporte esencial del gesto de reproducir —y con ello aumentar— la realidad.

A lo largo de su carrera de pintor y escultor Rojo ha realizado múltiples exposiciones individuales y ha participado, en todo el mundo, en diversas muestras colectivas.

Sònia Hernández —escritora nacida en Terrassa en 1976— y yo charlamos sobre El hombre que se creía Vicente Rojo, publicado por Acantilado. Le pregunté:

— ¿Cómo influyó tu lectura de Diario abierto —libro excepcional del artista— en la escritura de El hombre que se creía Vicente Rojo?

 — Tuve el privilegio de conocer a Vicente Rojo durante una de sus visitas a Barcelona. Cuando cayó en mis manos Diario abierto, publicado por Ediciones Era, fue un verdadero deslumbramiento. Al leer sus textos tuve otra mirada. Me enseñó a ver y entonces pude conocer el valor del equilibrio, la conexión con una esencia muy antigua, el poder de la imaginación.

Rojo me ha recibido en su estudio en Coyoacán para conversar sobre su trabajo. Se ha dicho que Rojo «pinta la escritura» y «escribe la pintura». A la vez defiende el espacio de la plástica como un refugio: lo considera el último reducto de la libertad individual. Su trabajo abarca distintos medios como pintura, libros de artista, ilustración, grabado y escultura, una multitud de series pictóricas y escultóricas desarrolladas durante décadas. «He tratado de hacer una suerte de geometría, respetada por un lado y enriquecida por otro, sometida a nuevas pruebas visuales», asevera.

El recinto, iluminado en su totalidad, revela pistas de las piezas que han compuesto diversas muestras. Hay rastros de su quehacer sobre sus mesas de trabajo, algunas esculturas colocadas en estantes, diversos objetos pertenecientes a su obra esparcidos por todo el lugar. Nacido el 15 de marzo de 1932 en Barcelona, Rojo viste una camisa vino, un suéter azul, pantalones de pana gris, zapatos negros y un gorro de lana: su vestimenta le da un aire de Hemingway. Charlamos sobre las series que ha realizado desde 1952. Aproximaciones, Señales, Negaciones, Recuerdos, México bajo la lluvia, Escenarios, Escrituras.

Ha pasado su vida tratando de imaginar que siempre está comenzando. Extrapolo la idea de levantamiento de Georges Didi-Huberman a los terrenos de la creación de Vicente Rojo: el arte «es un gesto sin fin, recomenzado sin cesar, tan soberano como lo puedan ser el propio deseo o esta pulsión, este “impulso de libertad”». Nos dirigimos al jardín del estudio —que alberga esculturas de gran formato del artista—, al que casi nunca sale y que observa a través de gigantescos ventanales.

Vicente Rojo —diseñador de la famosa portada blanca con rectángulos azules ochavados y la E invertida en la soledad de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez— concibe a la geometría como un lenguaje. Intuyo que piensa en el hombre occidental y la geometría, «cuyo rigor, figuras y lenguaje están presentes desde hace casi tres milenios en nuestros pensamientos, el espacio del mundo y la naturaleza de las cosas». Comprende así el movimiento del universo, de las estrellas. Rojo y yo nos levantamos de nuestros asientos y me muestra una serie de lienzos perfectamente cuadrados, que reposan en un área del estudio de techos altísimos. El denominador común de la obra de Rojo es la idea de que la imaginación —o asimilación inmediata de las posibilidades de las cosas— es infinita.

 

«Paz y yo explorábamos los vínculos entre la obra plástica y la palabra escrita»

— ¿Cuáles son las características de tu sistema creativo?

— Cuando pinto siempre lo hago sobre doce o quince telas al mismo tiempo, para que cada una de ellas tenga un principio; pero los finales se van combinando. No me puedo concentrar en una sola pieza, tengo que tener un margen amplio.

— ¿Cómo percibes el vínculo entre artes plásticas y literatura?

— Las formas inaugurales de mis cuadros se van transfigurando, de manera que, frecuentemente, los puntos de partida, al igual que los personajes de una ficción, se modifican.

— Tu vocación se reveló de manera precoz.

— Se manifestó, lo he dicho en diversas ocasiones, por una obsesiva necesidad de tener en las manos todo tipo de materiales: lápices de colores, papeles, tijeras, pegamento —premura que persiste hasta hoy; a veces creo no haber superado la infancia—. Así intenté imaginar una obra como pintor, como escultor. He aseverado que mis manos me representan desde la infancia: ellas simbolizan toda mi relación con el mundo.

— Desde tu llegada a México en 1949, después de huir de la España franquista, te convertiste, según Amanda de la Garza y Cuauhtémoc Medina en su ensayo «Escrito / Pintado. Vicente Rojo como agente múltiple», en «un triple agente de la cultura mexicana».

— Así ocurrió. Me absorbieron el diseño gráfico, la edición y la pintura. Todo resultaba meditabundo y ponderado, a la vez se convertía en algo impetuoso. Las tres vertientes convergían en un punto irrefrenable. Desde lo apacible hasta lo indómito, exploré sin cesar las tres vetas mencionadas de mi quehacer artístico.

— En 1968 creaste Artefacto. Se trataba de un ejercicio de apropiación de un exhibidor comercial de libros en el que sustituiste los volúmenes impresos con cuadros manipulables. Exhibiste Artefacto en la Galería Juan Martín en 1969. ¿Cómo fue la experiencia?

— Grata. Los espectadores y lectores tomaban los libros-cuadros con la mano para contemplarlos de cerca y manipularlos. La experiencia táctil distorsionaba el acercamiento visual a la pieza o piezas. Tocaban los libros-cuadros como si de volúmenes reales se hubiese tratado. Buscaba una nueva experiencia estética.

— En 1967 te enteraste de que Octavio Paz preparaba un estudio sobre Marcel Duchamp, cuyo adelanto se iba a publicar en la Revista de Bellas Artes. Vía correo le propusiste a Paz, embajador de México en la India, editar el texto en un libro de artista. ¿Qué destacas de la colaboración entre ambos en Marcel Duchamp: libro maleta, publicado por Ediciones Era en 1968?

— El proyecto creció. Concebí un objeto pensado como un libro-maleta a la manera de Marcel Duchamp, inserto en una caja con una cubierta en forma de un tablero de ajedrez. Paz quedó sumamente satisfecho con el resultado. Me escribió inmediatamente para comunicarme que Duchamp estaría encantado. Mientras se gestaba el libro-maleta, Paz y yo explorábamos los vínculos entre la obra plástica y la palabra escrita.

— En 1968 también publicaste Discos visuales en Ediciones Era con Octavio Paz. Destacaste el carácter lúdico de la pieza, que contiene los poemas «Concorde», «Juventud», «Pasaje» y «Aspa».

— En marzo de 1968 Octavio Paz, desde la India, me propuso el proyecto de realizar Discos visuales, una manera de poesía en movimiento. Paz pensaba en el objeto poético como una creación operable con las manos, como una aportación cinética a la poesía: el lector movería un objeto como un juguete. Paz había concebido los Discos visuales, que permitirían que los cuatro poemas mutaran, basado en una pieza de promoción de la línea aérea Trans World Airlines. El movimiento era esencial. Se trataba de la experimentación poética de Paz.

 

«Texto e imagen cohabitan los mismos espacios mentales en una vasta gama de correspondencias y complicidades»

— Los investigadores Amanda de la Garza y Cuauhtémoc Medina sugieren que tus libros de artista se cuestionan desde un ángulo particular: «qué es un libro» y «qué puede ser un libro». ¿Qué responderías?

— El libro ha sido, es y será —siempre— un objeto sensible.

— Has colaborado con Alfonso Alegre Heitzmann, María Baranda, Alberto Blanco, Coral Bracho, Rafael-José Díaz, Olvido García Valdés, Hugo Hiriart, David Huerta, Bárbara Jacobs, Arnoldo Kraus, Miguel León Portilla, Pura López Colomé, Carlos Monsiváis, Jaime Moreno Villareal, Álvaro Mutis, José Emilio Pacheco, Fernando del Paso, Octavio Paz, Andrés Sánchez Robayna, Francisco Serrano, José-Miguel Ullán, Nicanor Vélez, Enrique Vila-Matas y Juan Villoro, entre otros autores, como Joseph de Acosta (Medina del Campo, 1539-Salamanca, 1600), autor de Historia natural y moral de las Indias (1590), cuyo capítulo XXIV del libro tercero, «De los volcanes o bocas de fuego», te cautivó. ¿De qué manera distingues los nexos literarios suscitados en tu quehacer artístico?

— No existe una correspondencia particular o plenamente determinada entre las imágenes visuales que yo genero y las creaciones textuales de todos los autores que mencionas. Pero evidentemente hay múltiples vasos comunicantes entre los dos planos creativos: el de la plástica y el de la escritura. El trabajo con cada uno de ellos ha sido siempre distinto, pero ha resultado igualmente enriquecedor. El poeta vallisoletano Miguel Casado lo comprendió muy bien. Escribió que mi obra evita fungir como ilustración de un texto, elude siempre la traducción visual de lo escrito. En este ejercicio de absoluta independencia yo no ilustro los textos ni éstos explican la imagen. Texto e imagen cohabitan los mismos espacios mentales en una vasta gama de correspondencias y complicidades.

— Las llamas obras compartidas.

— Exactamente. Colaboramos en la creación de un corpus literario-artístico.

 

«León-Portilla fue la persona que más se aproximó —desde la profunda erudición y la sensibilidad más refinada— a las complejidades del pensamiento y de las ideas del universo náhuatl»

— «La tinta negra y roja es expresión del género de los difrasismos o vocablos pareados, muy abundantes en náhuatl, que metafóricamente connotan determinadas ideas y objetos. En este caso el señalamiento se dirige a los libros —los códices indígenas con pinturas y signos glíficos— y también a las pinturas mismas que cubrían muros en los templos, palacios y escuelas», escribió Miguel León-Portilla. Coral Bracho y Marcelo Uribe aseveran que en La tinta negra y roja. Antología de poesía náhuatl Miguel León-Portilla y tú ofrecieron una idea de la sensibilidad poética que permeaba la mirada de los nahuas. ¿Cuál fue el origen del proyecto?

— Le propuse a Miguel León-Portilla reunir un conjunto de composiciones de la antigua tradición en náhuatl, traducidas por él al español, con una nueva serie de pinturas. Los poemas son de los antiguos nahuas. Así nos acercamos a la poesía náhuatl, traducida por él y pintada por mí. León-Portilla fue la persona que más se aproximó —desde la profunda erudición y la sensibilidad más refinada— a las complejidades del pensamiento y de las ideas del universo náhuatl. Penetró ese mundo como nadie lo ha sabido hacer hasta el día de hoy.

— ¿Cómo fue el desarrollo del lenguaje visual utilizado en La tinta negra y roja con Miguel León-Portilla?

— Alguna vez escribí que en realidad me hubiera gustado ser un anónimo iluminador de manuscritos románicos, aislado en alguna lejana montaña europea, o un tlacuilo dibujante y escritor —que en esa época eran lo mismo— de códices prehispánicos, oculto en la selva o en los llanos del territorio que más tarde se llamaría México. Ese es el origen del lenguaje visual utilizado en La tinta negra y roja. Me sentí como un dibujante y escritor de códices.

— En «Ordenar, destruir» Sergio Pitol evocó dos grandes dípticos llamados Códices. En el primero rige la perturbación. En el segundo Códice la armonía se ha recuperado. «Pero la paz recuperada dista mucho de ser la de los sepulcros. Rojo, el demiurgo, puede sentirse satisfecho. Sigue existiendo un ritmo. De la luz y el color se desprende una vibración precisa y delicada».

— Los Códices destacados por Sergio Pitol contienen un sinnúmero de elementos pictóricos que permiten una lectura similar a la que propician los fascinantes códices prehispánicos.

 

«Cuando Cardoza y Aragón contempló mi obra recurrió a Apollinaire para describir mi quehacer artístico»

— «La veta que Rojo explora está hecha de armonías intuitivas o calculadas por sensibilidad para principios de las estructuras abstractas —proporciones, ritmos, contrastes—: unidad y equilibrio. La forma conquista plena autonomía y más que lo original, lo originario», escribió Luis Cardoza y Aragón en Pintura contemporánea de México. ¿Cómo recuerdas a Cardoza y Aragón?

— Fue un hombre muy perspicaz. Luis Cardoza y Aragón afirmó que la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre. Cuando Cardoza y Aragón contempló mi obra recurrió a Apollinaire para describir mi quehacer artístico: me dijo y posteriormente escribió —cito de memoria— que yo pinto conjuntos con elementos nuevos nunca tomados de la realidad visual, sino creados completamente por mí y dotados de poderosa realidad.

 

«La lluvia y los volcanes son disímiles pero nunca son excluyentes»

— Has abordado naturalezas diferentes: la lluvia y los volcanes. ¿Cómo distingues las series dedicadas a ambos fenómenos?

— La lluvia y los volcanes son disímiles pero nunca son excluyentes.

— En tus Volcanes convergen distintas perspectivas. ¿Qué te atrae de ellos?

— Los volcanes tienen una imagen sumamente atractiva. Resultan siempre contradictorios porque son muy bellos pero a la vez pueden causar mucho dolor tras una erupción catastrófica.

— ¿Cuál es el origen de la serie México bajo la lluvia, en la que percibo unidad y equilibrio, palabras utilizadas previamente por Cardoza y Aragón?

— Tiene su origen en un viaje a Tonantzintla. Acompañé a Miguel Prieto al Observatorio a pintar un mural. Es el recinto donde el astrónomo Guillermo Haro descubría estrellas Novas. Desde la colina se veía el valle de Cholula y vi dos lluvias: una a la izquierda del valle y otra a la derecha. Nunca había visto dos lluvias simultáneamente. Veía que ambas avanzaban y retrocedían. Quedé estupefacto. Realicé notas en 1964, pero comencé a pintar la serie en París en 1980.

 

«En el sueño me convierto en un niño»

— El gesto sin fin del arte se manifiesta también de manera onírica. Abordas la vida secreta de los sueños. Tienes uno recurrente que sucede en un extraordinario y remoto escenario cercano al mar. ¿Cómo es el sueño?

— En el sueño me convierto en un niño. Es de gran intensidad visual. Constituye una parte de los escenarios que, como un murmullo constante, atesoro en mi memoria.

 

«Percibo, sin duda, los dos volúmenes —Diario abierto y Puntos suspensivos— como una forma de constancia de vida»

— «Sólo perdura lo esencial», escribiste en Diario abierto. En ese libro maravilloso abundan las frases aforísticas.

— Otros destacados son: «Estoy lejos de conseguir la imagen que persigo» y «crear zonas de sombra y duda es lo que da sentido al arte». Esas frases casi aforísticas funcionan también en Puntos suspensivos. Escenas de un autorretrato, la automonografía de 432 páginas en las que se despliegan múltiples imágenes de mi trabajo en pintura y escultura. No se acaba nunca de aprender, de descubrir, de inventar, de reinventar.

— En Diario abierto revelas tus «vías de escape»: La diligencia de John Ford, Enamorada de Emilio Fernández y Gabriel Figueroa, Corazón. Diario de un niño de Edmundo de Amicis, Cumbres borrascosas de Emily Brontë, los hermanos Marx, Alfred Hitchcock, William Somerset Maugham, Benito Pérez Galdós e Ingrid Bergman.

— Quería vivir sin salir de la isla que era mi casa, realizar una especie de viaje alrededor de mi cuarto, a través de dos libros que fueron mi refugio: La isla misteriosa de Jules Verne y Robinson Crusoe de Daniel Defoe, relato del náufrago enfrentado a la adversidad con gran imaginación y eficacia.

— En el libro expresas que el origen de todo tu trabajo está en tus dos infancias.

— Claro. Mi primera infancia, en mi Barcelona natal, está construida en el recuerdo como un cúmulo de experiencias que fueron muy difíciles para mí. La segunda parte de mi juventud data de 1949, cuando llegué a México y la vida cambió: se me iluminó. Gradualmente comencé mi desarrollo cultural como un mexicano ansioso de formarse.

— «Se dice que toda la obra de un creador, sea escritor o artista, es en realidad una forma de autobiografía», escribiste en Diario abierto y en Puntos suspensivos. Escenas de un autorretrato.

Puntos suspensivos, antología de mi trabajo como pintor y escultor, se titula así porque siempre quiero creer que mi obra sigue en proceso. Percibo, sin duda, los dos volúmenes —Diario abierto y Puntos suspensivos— como una forma de constancia de vida.

 

«He tratado de hacer una suerte de geometría, respetada por un lado y enriquecida por otro, sometida a nuevas pruebas visuales»

— En «¿Rojo o romántico?» Gabriel García Márquez escribió: «No era fácil relacionar su complejidad con la pureza geométrica de sus cuadros».

— En ese extraordinario texto Gabriel García Márquez aseveró que siempre me he resistido a ser el «romántico espléndido» que él reconocía en mí. Fue enfático en la geometría como realidad pura de mi trabajo.

— En cada aspecto hay un principio geométrico, todo posee una geometría intrínseca. ¿Cómo lo percibes?

— Uso la geometría como un lenguaje: el que está en los orígenes. He tratado de hacer una suerte de geometría, respetada por un lado y enriquecida por otro, sometida a nuevas pruebas visuales.

 

«Desde niño, la conciencia del alborozo inseparable del dolor ha normado mi vida y mi trabajo»

— Otro lenguaje es el de la memoria. Construyes el pasado. Tu primer recuerdo se remonta al 19 de julio de 1936. Empiezas a ver el mundo a partir de esa doble imagen que tiene, según la miras en aquel momento, «unidos en una sola visión el sentido de la fiesta y la tragedia».

— La primera visión que guardo, como he dicho varias veces, es de mis cuatro años. Recuerdo la reacción que hubo en Barcelona frente al alzamiento militar de Franco. Yo lo veía todo a través de la ventana de mi casa. Sobre el Paseo de San Juan se abre paso una imagen fuerte, nítida en términos plásticos: los camiones que pasaban con gente gritando o cantando mientras levantaba armas y banderas. Comienzo a ver el mundo a partir de esa doble imagen que tiene —tal como evoco en el Diario abierto—, unidos en una sola visión el sentido de la celebración y la tragedia. No olvido los brillantes colores, la euforia popular y, al mismo tiempo, está la presencia de las armas. Desde niño, la conciencia del alborozo inseparable del dolor ha normado mi vida y mi trabajo.

 

«Recuerdo mi primer acercamiento al papel a mis cuatro años»

— En el texto «Hacer mella, cicatrizar, construir» José-Miguel Ullán cita un pasaje de Paracelso, médico que nació en Einsiedeln, Suiza, en 1493: «La imaginación es un universo en miniatura que puede crear sus formas invisibles y éstas materializarse».

— Celebro que recuerdes ese extraordinario pasaje citado por José-Miguel Ullán, ya que Paracelso fue médico en el siglo XVI. Yo colaboro con Arnoldo Kraus, médico y escritor.

— Realizas con Arnoldo Kraus un formidable proyecto: Apologías. Es una serie literaria-visual compuesta por Apología del lápiz, Apología del libro, Apología de las cosas, Apología del polvo y Apología del papel.

— Trabajamos bajo una premisa: las cosas, como las ideas y las palabras, tienen bagaje y memoria, acumulan historias. Cambiamos la palabra diálogo por la palabra danza. Una danza entre palabras e imágenes.

Apología del papel es el quinto libro de su proyecto dual. Subrayé el siguiente pasaje de Kraus: «El papel abriga. Humaniza. Acerca. Abraza. Casa existencial para poetas, escritores, pintores». ¿Cómo recuerdas tu primer contacto con el papel?

— Recuerdo mi primer acercamiento al papel a mis cuatro años. En aquellos días ya me gustaba tener en las manos lápices para trazar sobre él algo que, obviamente, no llegaba a ser un dibujo. Pero ahí sigo, hasta la fecha. Tiempo después ya me animaba a tratar de dibujar un caballo. Pero no sabía hacerlo. Sigo igual, también hasta la fecha.

— Admiras el papel de china picado. Cito a Kraus: «Armado con tijeras, pegamentos y cúters, Vicente Rojo dotó a las palabras de imágenes, cuyos trazos, per se, invitan.» ¿Cómo dilucidas esa invitación?

— Desde que llegué a México y conocí las fiestas en las que por encima de nuestras cabezas bailaba el papel de china, me sentí atraído por él. Me fascinaba igualmente si la fiesta era en un recinto cerrado que en la calle, por su geometría y sus colores. Era un verdadero alarde de la cultura popular.

— «Poesía y ficción no son dogmas: las cosas sienten, viven en uno y con uno. Cobran vida al ser usadas. Así el papel», dice Kraus. ¿De qué manera sientes que el papel cobra vida cuando comienzan a utilizarlo?

— El papel me ha seguido acompañando a lo largo de la vida. Y no únicamente en mi trabajo con libros o revistas o carteles. Aun cuando Kraus dice que el papel cobra vida al usarlo, para mí ha sido siempre la vida misma. Y, por lo tanto, la representación en sí de la poesía.

— «La memoria encontró una nueva morada y las ideas un hábitat privilegiado», escribió Kraus sobre el origen del papel. ¿De qué manera concibes el papel como soporte de recuerdos e ideas?

— El papel ha sido siempre el soporte de los monumentos que son los libros, en los que se ha reunido de manera «privilegiada» —la palabra es de Kraus— nada menos que la memoria y las ideas que nos abren al futuro.

 

«Versión celeste fusiona el arte con métodos técnicos d’avant-garde»

— El simbolismo del papel está ligado a la escritura, dibujo y pintura que recibe, recuerda el egiptólogo Georges Posener. La esencia de ese material detonó Apología del papel. Del griego pápyros, que dio la palabra «papel», asevera Posener, el papiro es un equivalente del libro. La apología de ese material primigenio coincide con la celebración de la luz artificial —uno de los símbolos de la modernidad— que implica tu pieza titulada Versión celeste. Se trata de «la obra luminosa de Vicente Rojo en el Monte de Piedad», como se lee en el subtítulo del catálogo realizado por el sello El Viso en 2019. Al encenderse, el vitral cobra vida. Al observar tu pieza luminosa pienso en una máxima del autor francés André Virel: «Dejándonos atraer por ella entramos en un camino que parece poder conducir más allá de la luz, es decir, más allá de toda forma, pero también más allá de toda sensación y noción». El pasaje ofrece una luz que se relaciona directamente con la evolución de tu obra. En 2019 demostraste tu pasión por los dos métodos creativos y te expresaste a través de ambos: el papel antiquísimo y un vitral iluminado con tecnología novedosa.

 — El vitral lumínico Versión celeste ocupa el plafón del patio central de la casa matriz de Nacional Monte de Piedad. Los bocetos se transformaron en una estructura programada con tecnología de punta. Pedro Romero de Terreros Gómez Morín —patrono secretario de esa institución de asistencia privada y descendiente del fundador—, acompañado por los arquitectos Armando Chávez y Gustavo Avilés, me propusieron la creación del vitral. La tarea era crear un cielo en movimiento, una bóveda celeste pero geométrica, hecha de aluminio, luz y cristal. La periodista e historiadora Claudia Itzkowich lo abordó muy bien en el catálogo. Vicente Rojo Cama —mi hijo, diseñador, fotógrafo y músico—, Karla León —artista de la luz dinámica—, Avilés y Chávez trabajaron arduamente.

— Itzkowich admira el vitral: es una autoría tuya con «una tecnología súper avanzada en control y en sistemas de iluminación». Ella destaca tus habilidades y las de tu equipo «para utilizar las más finas técnicas contemporáneas con el fin de transformar la atmósfera mediante nuevas configuraciones de los mismos elementos básicos: luz, cristal y color».

Versión celeste fusiona el arte con métodos técnicos d’avant-garde.

 

«Las cosas nos dan identidad. Es el origen de mi Autorretrato. Las cosas cobran vida en nuestros recuerdos. Nosotros otorgamos significados»

— La reproducción de Autorretrato —técnica mixta sobre madera, 140 x 140 cm, 2016— está en las páginas centrales de Apología de las cosas. La Galería López Quiroga, en Polanco, Ciudad de México, albergó Abecedario. Pinturas, esculturas, libros, grabados y el Autorretrato, es decir, estructuras o sistemas propios de la formalidad artística, elementos de tu lenguaje, compusieron la muestra. Laura —mi esposa— y yo llegamos a la sala donde se exhibió Autorretrato. Signos. Objetos usados, cosas que igualmente pueden interpretarse en clave simbólica. Lápices de colores, soldaditos de juguete, aviones en miniatura, tubos de pintura vacíos, diversos instrumentos de medición y trazo —que bien podrían ser de navegación—: reglas, transportadores, compases. La nostalgia envuelve también a José Emilio Pacheco y a Carlos Fuentes, evocados con botones promocionales. Están tus lentes, instrumento primordial de tu quehacer; el espacio alberga postales, fotografías, recortes, brochas, tijeras, naipes, letras, un flexómetro. Una mezcla de texturas y colores. Plumas, canicas, crayones y piezas de rompecabezas dentro de un rompecabezas; pinceles de distintos grosores, un sello, clips, pinzas de madera, números y letras impresos en diversos materiales. Tu firma está deletreada con cubos de madera. Laura advirtió que todos esos fragmentos poseen algo en común: la guerra contra el olvido, la relación con el pasado. Ella también te percibe como homo ludens: alguien que ve en el juego una función cardinal como el pensamiento, según el historiador holandés Johan Huizinga. ¿Cuál es el origen de tu Autorretrato?

— Las cosas nos dan identidad. Es el origen de mi Autorretrato. Las cosas cobran vida en nuestros recuerdos. Nosotros otorgamos significados. La pieza no representa mi rostro, sino objetos que pertenecen a diversas épocas de mi vida. El juego —como dijo Laura, tu esposa, con mucha razón— es inherente a la concepción del Autorretrato. Los crayones, las plumas, los naipes, las piezas de rompecabezas, las canicas son símbolos de la parte lúdica de la existencia. Son elementos de mi lenguaje artístico. Estoy de acuerdo con los planteamientos de Johan Huizinga. Las imágenes tradicionales del homo sapiens y el homo faber son insuficientes para explicar la complejidad del pensamiento. El carácter lúdico de la cultura es percibido por el homo ludens.

— En un texto de Cuaderno de escritura Salvador Elizondo se aproximó a la idea de lo lúdico en tu obra: «La pintura de Vicente Rojo se inscribe ya, ajustándose a ella con una congruencia perfecta, dentro de la extensión precisa de lo que abarca el mirar la pintura como una operación o un juego puros».

— Para Salvador Elizondo la forma resultaba una especie de ideal, en la que destacó un juego puro. Dijo que en mi obra el color mismo —trascendente en su mirada poética, en su concepción literaria del arte— es la más clara escritura de la emoción que genera la constatación de la forma.

 

«El circo representa nuestra vida cotidiana: la belleza y el riesgo existentes»

— Continúo con el carácter lúdico de tu obra. La relectura de «Circo de noche» de José Emilio Pacheco —conjunto de doce poemas publicado en el libro El silencio de la Luna— inspiró la exposición Circo dormido. Y el libro Circos contiene los poemas de Pacheco y tus construcciones fotografiadas por Vicente Rojo Cama, tu hijo, quien diseñó el volumen. Tus imágenes y construcciones representan al circo una vez que los personajes de Pacheco ya han actuado y el circo se ha quedado dormido, en semioscuridad. Las construcciones fueron fotografiadas de noche, con luces especiales, para completar los poemas de Pacheco y, a su vez, crear una suerte de distancia.

— Quise dar la imagen de aquello que viene después de la vitalidad y riesgo de una función circense que ha lucido, emocionado, conmovido e inquietado: el circo que queda a la espera de la siguiente función.

— ¿Cómo fue detonado el recuerdo?

— La construcción de los escenarios ocurrió como yo hacía las cosas de pequeño. Cuando era niño me resultaba muy difícil obtener juguetes, por lo tanto tenía que fabricarlos. Me vi construyendo los juguetes que hacía de niño, aunque en este caso son juguetotes.

— ¿Cómo sucede tu investigación visual?

— Recuerdo que a un niño que había dibujado algo se le preguntó «cómo hiciste esto», a lo que respondió «lo hice de memoria». Todo lo que he hecho a lo largo de mi vida ha sido «de memoria». Tengo referencias muy concretas, no las reviso, no las repaso, no recupero imágenes, sino simplemente recuerdo cómo eran, y a partir del recuerdo de las formas yo trabajo.

— ¿De qué manera relacionas al circo con el espectáculo de la vida?

— Es un escenario paralelo. El circo representa nuestra vida cotidiana: la belleza y el riesgo existentes. Nos estamos viendo en el circo, somos nosotros mismos. El circo es un espectáculo alegre, divertido, dinámico, actuado por cirqueros que tienen los problemas que tenemos todos los demás. Ocurre un juego de espejos entre el espectáculo y lo que está dentro del espectáculo.

— ¿Por qué decidiste entablar un diálogo con los poemas de Pacheco?

— Siempre he sido cercano a su poesía. Lo consulté con José Emilio; me dijo que el conjunto tenía una unidad muy especial y que le gustaría que yo hiciera algo. Pensé que una serie de imágenes sobre papel no era lo único que quería realizar. Empecé a ver elementos que tenía en mi estudio para hacer construcciones. Creí que serían pocas, pero me di cuenta de que cada poema necesitaba una imagen abstracta, pero con referencias visuales concretas.

— ¿Cómo ocurre el juego de espejos entre las construcciones que aparecen fotografiadas en el libro y los gouaches de la exposición?

— Las dos series de elementos son opuestas y complementarias. Los gouaches fueron hechos a la par de las construcciones. Las construcciones cumplieron una función muy precisa para el libro; realicé los gouaches con mayor libertad, abordando temas que no necesariamente están en el volumen. Es un juego de enfrentamiento, de oposición y de complemento.

 

«En Rumbo al exilio final Bárbara [Jacobs] escribió sobre la existencia»

— Bárbara Jacobs, escritora excepcional y tu pareja, afirma: «Aquí estoy otra vez, deseosa de aprender, adivinar, intuir cómo logra Vicente Rojo ser una persona invariablemente de buen corazón, incapaz de herir voluntariamente a nadie, por ninguna razón, bajo ninguna circunstancia, aun cuando lo que fuera que en este sentido pidiera una respuesta suya se tratara de un ataque frontal. ¿Cómo logra Vicente responder con serenidad? Inclusive con una sonrisa. A todo. Siempre. No digo que ponga la otra mejilla, porque en esas situaciones lo que hace es, más bien, repito, sonreír. Tampoco digo que no sea ingenioso y que, por lo tanto, no sea capaz de responder a la altura y hasta con creces a algo que lo pudiera molestar, incluso sublevar, o aun entristecer, porque sensible es y porque ingenioso es. Vicente es sumamente sensible; basta conocer su trato, o basta conocer su trabajo para confirmarlo, además confirmarlo con énfasis. Y Vicente es altamente ingenioso, desplegadamente ingenioso, muy desarrolladamente ingenioso, intuitivamente, instintivamente. Pero estas respuestas cargadas de ingenio que da (es decir, cargadas de malicia en su significado de picardía, de travesura; es decir, cargadas de una magistral combinación de humor con inteligencia) no las practica sino con quienes él sabe que son capaces de reconocerlas como lo que son, juegos, juegos del intelecto, divertidos, alegres, hasta hilarantes».

— Me alegra mucho que cites a Bárbara. Ella es experta en la combinación del humor con inteligencia. Recuerdo que la entrevistaste hace tiempo y conversaron, entre muchos temas, sobre su libro Nin reír. La risa a lo largo de la historia, la ciencia, el arte, mi vida y la literatura. En Rumbo al exilio final Bárbara escribió sobre la existencia, sobre cómo empezó a leer, cuándo comenzó a escribir, qué lecturas la cautivaron, qué personas le dieron momentos radiantes y qué experiencias la han guiado en el camino.

 

«Es el resplandor de las estrellas inherente a la poesía»

— Cuentas que debes a la generosidad de Fernando Benítez la presentación de tu primera exposición de pintura en 1958, hace más de seis décadas, en la que te definió como un joven «tierno y lírico, a veces desgarrado y violento», y te atribuyó «la aurora, la inconformidad, la esperanza».

— Fue una presentación apasionante. Fernando Benítez escribió esas generosas palabras cuando yo era joven.

— Yo te atribuyo la libertad y las estrellas que iluminan la densidad sombría del bosque que intentamos atravesar todos los días.

— Gracias. Tus palabras también son generosas.

— ¿Cómo fue tu selección cromática para Apología del polvo, uno de los libros realizados con Arnoldo Kraus?

— Pensé, al tratar el tema del polvo, que debía manejar tonos grises, usar el negro, dar una perspectiva lúgubre. Pero el texto de Kraus es luminoso. Por lo tanto, esa luz me permitió pensar en lo colorido, en el polvo de estrellas. Los astros siempre tienen colores, las estrellas son luminosas. Eso plasmé. Muchos pensadores dicen que somos polvo de estrellas.

— ¿De qué manera percibes la poética inherente a las estrellas?

— Mi padre llegó a México años antes de que yo lo lograra. En Barcelona yo veía las estrellas pensando en que mi padre veía en México las mismas estrellas que yo percibía. Hay una canción titulada «Polvo de estrellas» que yo escuchaba en mi juventud. También recuerdo Mujeres alcanzando la luna y Hombre contemplando el firmamento, piezas extraordinarias de Rufino Tamayo en las que las estrellas nos iluminan desde el cielo.

— En el ensayo «Un paréntesis que se abre sin cesar» el pintor italiano Valerio Adami —nacido en Bolonia en 1935 y expositor reciente en The Mayor Gallery de Londres— explora la complejidad soterrada de tu expresión poética.

— Es el resplandor de las estrellas inherente a la poesía. Cuando entré a formar parte de El Colegio Nacional como creador y recreador de imágenes —es el medio en el que yo trabajo, no lo es la palabra— dije que era doloroso, porque mis ideas, más allá de las que logro concretar en el ámbito de las artes plásticas, nunca han hallado las palabras apropiadas para expresarse. En diversas ocasiones he sostenido que por un verso de un poema me atrevería a cambiar toda mi obra.

Escrito en Lecturas Turia por Alejandro García Abreu

 Cuando el maestro acaba de cumplir ochenta años, la revista cultural Turia se suma a los múltiples homenajes que se le están tributando y presenta esta semblanza vital y profesional sin, como se pueden imaginar, pretender abarcar la enormidad de su persona y, ni mucho menos, analizar la vastedad de su obra. Nuestro compositor, director y pedagogo sigue en la brecha en plena producción y son ya más de setecientas las piezas que ha compuesto, con lo que la mera enumeración de las mismas desbordaría ampliamente las posibilidades de este artículo.

 

En el momento de redactar estas páginas, se encuentra trabajando en la revisión de La gitanilla, un trabajo que hizo para el ballet nacional de España sobre las novelas ejemplares de Cervantes. Además está inmerso en la composición de dos obras de piano para sus dos últimos nietos: "Siempre les he escrito [hijos y nietos] a todos una partitura de bienvenida al mundo".

 

De la intensidad y la altura del presente momento creativo de Antón García Abril dan buena cuenta los múltiples encargos que recibe constantemente: la gran violinista americana, Hilary Hahn, ha paseado por un buen número de ciudades europeas y de Estados Unidos su obra Tres suspiros, escrita a petición propia para ella por Antón; por su parte, el quinteto de metal Spanish Brass Luur Metalls,  tras estrenar en el año 2009 con gran éxito su primer encargo, El vuelo del viento, se apresuró a repetir experiencia el pasado año con un nuevo estreno de turolense título, Guadalaviar, una composición largo tiempo gestada, escrita para quinteto de metales solista y orquesta de cuerda, dos pianos y percusión.

 

Quien quiera aproximarse a su vida y a su producción musical deberá consultar las obras de Fernando J. Cabañas Alamán, Antón García Abril. Sonidos en libertad (Instituto Complutense de Ciencias Musicales. SGAE.1993); de Paula Coronas, Estética y estilo en la obra de Antón García Abril (Orquesta Filarmónica de Málaga, 2001); de Álvaro Zaldívar, Antón García Abril. Poeta de vanguardia (Ediciones Maestro, 2003); de Andrés Ruiz, Antón García Abril, un inconformista. El compositor, visto y sentido, por sus intérpretes (Fundación Autor. SGAE. 2005), así como los diferentes estudios de Esther Sestelo dedicados a su obra. Para finalizar esta mínima bibliografía que, de una u otra manera, gravita sobre el presente artículo, recomendamos también la lectura del estudio de Pablo Pérez y Javier Hernández, Antón García Abril. El cine y la televisión (Diputación de Zaragoza, 2002), dedicado a su música incidental.

 

El mundo compositivo de Antón García Abril es inmenso, se extiende desde las bandas sonoras, pasando por la canción de concierto, el poema sinfónico, las obras orquestales, para piano, guitarra, ballet, las de carácter didáctico y pedagógico, hasta llegar a la ópera. Todo un universo creativo, tan ciclópeo como ecléctico y polimórfico, pero al mismo tiempo unitario, de obra en marcha, en constante construcción, fruto de una vida consagrada por entero a la música que, como hemos anticipado, resulta imposible resumir en unas pocas páginas, por lo que nos limitaremos a recorrer su trayectoria vital deteniéndonos brevemente en aquellos momentos fundamentales de la misma o de su producción, en los que Teruel, su patria chica, está presente, bien sustentando e impulsando su trayectoria profesional, bien latiendo bajo sus composiciones: sus paisajes, sus gentes, sus familiares, sus amigos, sus recuerdos de infancia y adolescencia, etc., conforman un magma creativo que aflora en forma de homenajes continuos a su tierra, pues como anticipábamos en el título, Antón García Abril es un músico universal turolense; un artista que no renuncia a sus raíces, al contrario, las posee en lo emotivo, en el fondo de su espíritu creador y las proyecta hacia el mundo convirtiéndolas en universales, demostrando una vez más la verdad de las palabras del escritor portugués Miguel Torga de que “lo universal es lo local sin paredes”, máxima que alienta siempre en los grandes creadores e, incluso, en el espíritu de esta misma revista cultural.

 

Seguir la pista de su persona en el periódico local turolense (antiguo Lucha, en la actualidad Diario de Teruel) resulta apasionante y pronto se comprueba, sin ningún género de duda, el respeto y la admiración que ha suscitado y suscita entre sus paisanos, así como también se percibe con claridad meridiana la justa correspondencia del compositor, hijo agradecido que dedica a su tierra lo mejor de sí mismo: su trabajo, su música, sus composiciones más sentidas.

 

La banda de música (1943)

            Antón García Abril nació en Teruel el 19 de mayo de 1933. Su padre, pintor industrial, tenía vocación de músico y cuando los menesteres de su trabajo se lo permitían, tocaba el saxofón en la banda de la ciudad. Será en ella donde a los diez años descubra el encanto de la música y nazca su vocación. Antón García Abril reconoce su importancia siempre que se le pregunta: “Allí nació mi amor por la música y, desde entonces tengo un respeto extraordinario por las bandas, que son un vehículo de cultura popular […] En aquel medio descubrí el misterio de la música como lenguaje […]” “[…] y es que la banda, con esa gran tradición que tiene en España, ha producido muchas aficiones musicales, entre ellas la mía. Lo digo por los que piensan que tienen una importancia secundaria. Están equivocados. Como elemento de cultura popular tiene la misma importancia que una orquesta sinfónica.”

 

            Por su parte, la banda de Teruel lo reconoció como “Socio de Honor” (2003)  y como “Director Honorario”, dándole también su nombre a la Escuela de Música de la ciudad (2011).

 

Primeras composiciones: Canto a la madre (1946) y Angelines (1947)

            En 1947, becado por la Diputación Provincial, se trasladó a Valencia para ampliar sus conocimientos musicales bajo el magisterio de Consuelo Lapiedra. Tras un año de duro trabajo, se examinó como libre de tres cursos de solfeo y de cuatro de piano, su hazaña la recogía el periódico (2-7-1948) de la siguiente elogiosa manera: “Con notas sobresalientes aprobó en un solo curso, en el Conservatorio de Valencia, los tres de solfeo y cuatro de piano, el niño Antón García Abril. Los profesores le dedicaron grandes elogios por su aplicación y grandes condiciones para la música”. La ciudad lo adoptaba así como su particular niño prodigio. No la defraudaría.

 

            Ya en estos años iniciales de formación, Antón comenzó a componer y, según recoge Cabañas, sus primeros trabajos serían su Canto a la madre (1946) y Angelines (1947), dedicada también a ella, partituras hoy en día perdidas, pero vivas aún en la memoria y las manos del compositor.

 

Himno de “La Vaquilla” (1950)

Como no podía ser de otra manera, entre estas composiciones iniciales, se encuentra el Himno de “La Vaquilla” (1950), fruto de ese sentimiento tan turolense que es ser y sentirse “vaquillero”; sentimiento que se mantiene vivo durante toda la vida y que rememora el maestro siempre que se le pregunta al respecto recordando con nostalgia las fiestas de sus años mozos, cuando con sus compañeros de colegio y otros jóvenes trabajadores formaron la peña de significativo nombre “studtrab” (de estudiantes y trabajadores) para vivirlas con camaradería y sana intensidad. De esta forma, con su trabajo compositivo, el joven Antón comenzó a devolver a su ciudad lo que recibía de ella, creando ese flujo de influencias y mutuo reconocimiento que se mantendrá a lo largo de toda su vida (en 1991 la Federación de Interpeñas turolense lo nombró, junto a Antonio Ubé Casinos, autor de la letra, “peñista del año”).

 

Ángel Mingote (1952)

            Siguiendo los consejos del afamado pianista Leopoldo Querol, Antón tomó la determinación de proseguir sus estudios en Madrid. Decisión que suscitó cierta preocupación en su casa, pues no veían con buenos ojos emprender tamaña aventura sin tener lo que en aquellos momentos se conocía como un “valedor” en la gran ciudad, figura que al fin y a la postre encontraría en Ángel Mingote -padre del gran humorista gráfico, turolense de adopción, Antonio Mingote- que había vivido durante algunos años en Teruel y que a la sazón era profesor del conservatorio madrileño.

 

Apoyado de nuevo económicamente por la Diputación de Teruel, Antón García Abril dio inicio a sus estudios superiores avalado por el músico darocense, fraguándose de inmediato entre ellos una sólida amistad sustentada en el convencimiento del profesor en las grandes posibilidades del joven músico, confianza recogida por escrito  en su artículo titulado “Antón García Abril, músico”, publicado en el diario local (3-07-1955): “Mi acierto, hasta hoy, en pronósticos y augurios, me anima y decide a esta afirmación: García Abril está dotado de tal musicalidad, que puede llegar hasta donde los mejores lleguen […]”, para concluir solicitando a “las más relevantes y oficiales personalidades de Teruel a que velen por él y protejan a quien de seguro ha de rendir ciento por uno; a quien puede dar días de gloria a su región.”

 

El tiempo, el buen hacer del maestro y la crítica han confirmado su pronóstico, así, casi cincuenta años más tarde, el estudioso Álvaro Zaldívar afirmaba respecto de García Abril: “es el compositor más robusto y solvente de la segunda mitad del siglo XX, heredando el lugar que cupo a Manuel de Falla en la primera mitad de ese siglo”.

 

            Los deseos de Ángel Mingote no cayeron en saco roto y como sucediera hasta ese momento, la Diputación Provincial turolense siguió apoyando con puntuales ayudas económicas al en ese momento aprendiz de composición a complementar sus estudios en los prestigiosos cursos de verano que organizaba la Academia Chigiana de Siena, donde asistió a cursos de composición con Vito Frazzi, de dirección de orquesta con Paul van Kempen, de música cinematográfica con Angelo Francesco Lavagnino y sobre el mundo del ballet con Alexander Sajarov.

 

            En el curso 1963-64,  completó su formación en nuevas técnicas de composición en la Academia “Santa Cecilia” de Roma con el prestigioso maestro Gofreddo Petrassi.

 

Torrepartida (1955)

En el verano de 1955, se rodaba en escenarios turolenses Torrepartida, de Pedro Lazaga, con guión del entonces juez en Teruel, José Mª Belloch, una película de “maquis” ambientada en la capital turolense, la estación del tren de Cella, Albarracín y su sierra. A propuesta de Belloch, amigo de la familia de García Abril, y tras una prueba al piano en la emisora local de Radio Nacional de España, que disipó las reticencias del director, poco dispuesto a confiar la banda sonora a un principiante, el equipo del film encomendó la música a la joven promesa turolense, quien confeccionó, según sus propias palabras, una “música que los italianos llaman al aperto, donde la mayoría de la acción se producía en las montañas y la música tenía una función fundamental: dramatizar aquel aspecto, grande, abierto, que en el cine español se había visto poco o nada.”

 

 Superadas las iniciales reservas del prolífico realizador, su colaboración se prolongó durante 22 años y  se materializó en 68 películas, algunas de ellas tan famosas como Ana dice sí, La fiel infantería (con esta banda sonora obtuvo el Premio Nacional del Sindicato de 1959, galardón que volvería a conseguir en 1968 con otra película de Lazaga, No le busques tres pies, y por tercera vez en 1975 con Los pájaros de Baden-Baden, de Mario Camus. No serían estos los únicos premios en el ámbito de la música funcional, también le concederían la Medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos al conjunto de su labor en el cine y el Premio “Luis Buñuel” de Cinematografía en 1977), Los tramposos, Los económicamente débiles, La ciudad no es para mí, etc.

 

Antón García Abril se convirtió en un nombre fundamental de la composición musical aplicada al cine en la etapa que fue de mediados de los cincuenta hasta finales de los setenta, caracterizada principalmente por la producción de las denominadas “comedias a la española” o “españoladas”, muchas de ellas dirigidas por el citado Lazaga, Mariano Ozores o Vicente Escrivá, y producidas en su mayor parte por José Luis Dibildos y Pedro Masó, a las que Abril aportó ritmos de jazz, melodías y canciones pegadizas en la mejor tradición de sus contemporáneos italianos: Sor Citröen, El turismo es un gran invento, ¡Vente a Alemania, Pepe!, Abuelo made in SpainLas Ibéricas F.C., La llamaban la Madrina, Lo verde empieza en los Pirineos, Manolo la nuit,  etc. También cultivó el thriller  en El rostro del asesino Culpable para un delito; el spaghetti-western, en  Tierrra brutal o Adios, Texas; el cine de terror  en varias películas de León Klimovsky  y de Amando Osorio, entre otros.

 

Cuando este tipo de cine comercial decrece,  la producción de Antón García Abril también desciende, pero, sin embargo,  busca nuevos caminos musicales y sus partituras acusan un importante enriquecimiento sinfónico y se hacen mucho más ambiciosas, logrando trabajos tan depurados como La lozana andaluzaEl perro,  El crimen de Cuenca, La colmenaLos santos inocentesLa rusa, Réquiem por un campesino español o Romanza final. Gayarre, una banda sonora delicada y de gran nivel, para la que confeccionó una bella melodía al piano, leitmotiv que se repite en diferentes momentos de la película, y para la que compuso también varias canciones de mérito, como el bello zorcico Vive o el Canto porque estoy alegre, de las que un jovencísimo José Carreras hizo una interpretación memorable.

 

Como señala Fernando J. Cabañas, fue en 1986 cuando la actividad que García Abril desarrollaba para el cine alcanzó uno de sus momentos cumbres, pues la banda sonora de la película de Rodney Bennet, Monsignor Quixote (1985), le llevó a conseguir el premio “The music Retailers Association Annual Awards for Excelennce” (1986), al ser elegida, junto a otras de John Barry, John Williams o Maurice Jarre, para ser interpretada por la Orquesta Filarmónica de Londres en el Albert May, espacio  en el que se reúne la música cinematográfica más relevante en el panorama internacional de cada temporada. 

 

Ese mismo año, en el “I Encuentro Internacional de Música de Cine”, celebrado en Sevilla, se le dedicó un ciclo especial a su obra y se grabó un disco homenaje, interpretado por la Orquesta Sinfónica de Madrid, dirigida por el propio compositor, en el que se recogieron sus mejores bandas sonoras, tanto cinematográficas  como televisivas.

 

En esta misma línea, y como reconocimiento a su labor, la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España le encargó en 1987 la  Obertura  con la que se abre desde ese año el acto anual de entrega de los “Premios Goya”.

 

 La televisión es otro de los campos para los que ha compuesto partituras inolvidables, la mayoría de las cuales permanecen de forma imborrable en el inconciente colectivo de los españoles. Suya es la música de El hombre y la Tierra Los camioneros, Fortunata y Jacinta, Anillos de Oro, Ramón y Cajal, Cervantes, Segunda enseñanza, Los desastres de la guerra,  Réquiem por Granada, Brigada Central, y un largo etcétera, dejando a un lado, incluso, las sintonías para cabeceras de programas tan célebres como La tarde, Deportes, Tarde de toros, Punto de encuentro, etc.

 

Dentro del ámbito de la música incidental, nuestro compositor también colaboró en numerosos montajes teatrales: Luces de bohemia, Tirano Banderas, Mariana Pineda, Doña Rosita la soltera, Calígula, Los intereses creados, entre otros muchos.

 

Mención aparte merece la comedia musical, Un millón de rosas, con texto de  Joaquín Calvo Sotelo basado en una libre recreación de la intensa vida de “la bella Otero”, por la que obtuvo el Premio Nacional de Teatro de 1971 y un gran éxito de público y crítica.

 

La música funcional para teatro, cine y televisión le proporcionó una cercanía con el público, tanto cualitativa como, sobre todo, cuantitativa, pues muchas de estas películas fueron verdaderos éxitos de taquilla y gozaron y gozan de una gran popularidad entre el público español (cualquiera de las protagonizadas por el inefable actor aragonés Paco Martínez Soria son un buen ejemplo de ello).

 

A pesar de que Antón García Abril abandonó a finales de los años ochenta esta faceta creativa, en modo alguno reniega de sus partituras, todo lo contrario, se muestra satisfecho de su experiencia y reconoce cuando se le pregunta que “la televisión y el cine fueron un taller de creación, porque pensabas la música, la escribías e inmediatamente podías escucharla en las grabaciones. Habría que pagar por disponer de un taller así”.

 

Concierto en el Cine Victoria (1955).

            Anunciado a bombo y platillo en la prensa local, el 23 de diciembre de 1955, organizado por la asociación “amigos del Arte”, tuvo lugar en el Cine Victoria “la presentación formal de nuestro joven y ya famoso compositor Antonio García Abril, considerado como el máximo valor de esta hora entre la nueva generación de músicos españoles. Dará a conocer a sus paisanos alguna de esas obras que le han dado renombre… El artista ha querido que su música llegue al público con todos los matices expresivos y contenido lírico, de los que la interpretación pianística podría únicamente dar referencia.” (Lucha, 21-12-1955). El concierto fue un éxito total, el joven compositor, al piano, se acompañó de la soprano y profesora en el Conservatorio de Valencia, Emilia Muñoz, y del violinista, José Moret. En la primera y segunda parte presentó composiciones propias (Tres villancicos, Marinera, Canto a la madre, Mañanicas de Mayo, Arrojome las naranjicas, La zagala alegre, Capricho para violín y piano y Sonata de Siena). En la tercera, interpretó obras de Rachmaninoff, Chopin, List y Turina, cerrando con dos obras propias más, Danza aragonesa y Andaluza. Para finalizar, regaló fuera ya de programa su Nana, primera parte de su composición titulada, Dos piezas breves.


            A esta actuación siguieron otras muchas, así, algún tiempo después y en el Teatro Marín, se iniciaría en el campo de la dirección con la Orquesta Municipal de Valencia para interpretar obras de Weber, Dvorak, Dukas y Rimsky-Korsakov.

 

            En la década de los cincuenta, inició la composición del Ballet de los Amantes de Teruel   -inconcluso hasta la fecha-, en colaboración con sus paisanos, el citado juez Belloch, y el periodista y cineasta turolense, Clemente Pamplona, autores de la espectacular obra teatral representada en la Plaza del Seminario de la ciudad a principios de septiembre de 1955, con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de las momias de los Amantes, seguramente con la intención de que formara parte de la misma (incluía poemas de Federico Muelas).

 

            En abril de 1961, tuvo lugar una conferencia-concierto en honor a los participantes en la I Asamblea Provincial de la Familia, que corrió a cargo del crítico musical, Antonio Fernández Cid, la soprano Mª Teresa Tournè y la pianista Carmen Díez Martín. El musicólogo disertó sobre el tema “La canción contemporánea española”, a partir de Granados, pasando por Eduardo Toldrá, Ataulfo Argenta, Montsalvatge, Jesús Leoz, Turina, Falla y García Abril, que se encontraba entre el público y de quien se interpretaron, quizá como estreno, sus Diez canciones infantiles (la parte literaria correspondía al citado Federico Muelas). El compositor fue tan aclamado que se vio obligado a subir al escenario y acompañar él mismo al piano “Pala y pico”, una de sus canciones. Con ellas, el compositor turolense había conseguido el accésit al Premio Nacional de Música del año 1956, cuyo ganador fue su mentor y maestro, Ángel Mingote. Ese año la música nacional tuvo acento aragonés: un veterano y una joven promesa; el maestro y el alumno que cumple con su obligación de intentar superarlo.

 

            Llevado de su amor por Teruel y siguiendo en esa línea compositiva, en 1965 dedicó el apunte coreográfico, Jota del Torico, al que quizá sea el símbolo más emblemático de la ciudad.

 

Cruz de San Jorge. Mantenedor de las fiestas de la Vaquilla (1978)

            En abril de 1978 fue distinguido con la Cruz de San Jorge por la Diputación Provincial de Teruel y en las fiestas de la Vaquilla ejerció de mantenedor con un interesante discurso (recogido en el diario Lucha de los días 6 y 7 de julio) en el que recorrió los hitos musicales más importantes de la provincia turolense, desde Gaspar Sanz, pasando por la ópera de Bretón dedicada a los Amantes de Teruel, hasta acabar exponiendo y destacando la importancia de su música popular, relacionando la enorme variedad de cantos que se pueden encontrar en sus pueblos: gozos, albadas, villancicos, mayos, oliveras, cantos de bodegas, el “reloj de la Pasión”, la baraja o el arado, los Sacramentos, los Mandamientos, etc. Se detiene especialmente en el “romance del arado” de Torres de Albarracín, que narra la Pasión de Jesús, y en los Mayos, para finalmente concluir solicitando la reedición del libro fundamental al respecto de Miguel Arnaudas,  Cancionero de la provincia de Teruel, ofreciendo a la ciudad la posibilidad de escribir un ciclo de canciones de concierto sobre una selección de textos premiados en las distintas ediciones del certamen poético que con motivo de estas fiestas se convoca, cuyo título anticipa como  “Cuaderno de los Amantes”. Cerró su intervención con las siguientes palabras tan representativas de su forma de ser y de entender la música y el mundo: “Que el amor sea nuestra guía. Es suficiente con el amor hacia las pequeñas cosas. Amemos nuestra tierra, nuestra tradición, nuestros monumentos, nuestros hombres que con su trabajo diario contribuyen al desarrollo de nuestra tierra…”

 

Sinfonía del Guadalaviar (1983)

            En marzo de 1982, Antón García Abril fue elegido académico de la Real de Bellas Artes de San Fernando. En diciembre de 1983, leyó su discurso de ingreso en la Academia, cuyo título, Defensa de la melodía, anticipa y resume a la perfección su contenido e intención: los principios esenciales de su música, a los que siempre se ha mantenido fiel y, quizá, también, de su forma de ser y de entender la vida.

 

Su ciudad natal no quiso permanecer ajena a este acontecimiento y durante ese año se sucedieron diferentes homenajes. Así, en marzo, se le nombró Hijo Predilecto de la ciudad. Agradecido, Antón, se comprometió a hacer una gran sinfonía dedicada a su tierra, Teruel y Aragón, pero sin caer en populismos ni provincianismos vanos. Él mismo anticipaba de la siguiente manera en el Heraldo de Aragón (14-05-1985) sus intenciones compositivas: “Hasta ahora no se ha hecho nada en este terreno. Querría hacer con la música de mi tierra lo que hizo Falla con la de Andalucía. Una obra que, partiendo de las raíces, sea universal; estaría estructurada en tres movimientos, correspondiendo cada uno de ellos a Zaragoza, Huesca y Teruel.” Es el comienzo de un proyecto titánico, hasta la fecha inconcluso, que originariamente denominó como Sinfonía Guadalaviar, en el que integraba otros esbozos compositivos anteriores, inspirados en su tierra como la Sinfonía aragonesa y la Sinfonía de “los Amantes”.

 

En vísperas de leer su discurso de ingreso, a finales de noviembre, la banda de música Santa Cecilia de Teruel, en su habitual concierto anual, lo nombró socio de Honor.

 

Seis Preludios de Mirambel (1984-96)

            Los Preludios de Mirambel corresponden a una colección de seis piezas para piano escritas en homenaje al pequeño pueblo del Maestrazgo turolense que tal y como nos recuerda el mismo Antón García Abril, surgieron “en un recorrido por todo el Maestrazgo, coincidiendo con la visita de nuestra reina, en el año 1983, para hacer entrega del premio "Europa Nostra" al pueblo de Mirambel, sentí el deseo de ofrecer mi pequeño homenaje como turolense.” Añade que su pretensión fue la de enraizar su obra con la tradición pianística española, cuestión que resulta evidente en los seis preludios, si bien, en el primero se aprecia también una cierta influencia raveliana y en el cuarto una mayor modernidad y variedad rítmica.

 

Concierto mudéjar (1985-86).

            En 1983 fue nombrado hijo predilecto de Teruel y en 1985, su amigo, el padre Jesús María Muneta, a la sazón Director del Instituto Musical Turolense, hombre fundamental en el devenir de la música de la ciudad en las últimas décadas, estrenó en su honor la obra significativamente titulada, Abriliana. Homenaje al maestro Antón García Abril, para orquesta.

 

Llevado de la gratitud ante esas continuas muestras de cariño de los turolenses, el maestro aprovechó el encargo del Ministerio de Cultura, con motivo del año Europeo de la Música, para componer su Concierto mudéjar, espléndido homenaje al estilo arquitectónico turolense por excelencia; una creación en la que desarrolla su vena melódica en tres tiempos que, según sus propias palabras, “fluyen de manera expresiva para crear un mundo de equivalencias entre el mudéjar arquitectónico y el sonoro”, pues como aquel, la composición se realiza con una extraordinaria economía de medios: una guitarra y una orquesta de cuerda; música sincera, grata y asequible a cualquier oído, compuesta para perdurar en el tiempo, clásica ya a pesar de su modernidad, presente en todos los selectos repertorios de los grandes solistas mundiales.

 

Se estrenó oficialmente el 1 de octubre de 1986 en la catedral de Teruel bajo su dirección y la interpretación de Ernesto Bitetti y la Orquesta de Cámara I Solisti Aquilani. Ese mismo año, el mudéjar turolense fue reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

 

Los actos de homenaje de su ciudad se han sucedido puntualmente casi todos los años; las asociaciones más importantes lo han reconocido con sus distinciones más preciadas, así, en 1988, fue nombrado “Turolense del Año” por el Centro de Iniciativas Turísticas. Casi al mismo tiempo, en el V Abrazo Andalucía Aragón, la Casa de Andalucía en Teruel, le otorgó el título de “Aragonés del Año”.

 

También por esas fechas, a petición de la Delegación de Teruel de Manos Unidas, compuso para dicha organización su sintonía. De igual forma, en 1993, el Gobierno de Aragón, con motivo de la celebración del día de San Jorge, le concedió la medalla al Mérito Cultural. Por su parte, el Ministerio de Cultura reconocía su trayectoria profesional y su obra otorgándole el Premio Nacional de Música. La Universidad de Verano de Teruel lo homenajeaba dedicándole un curso de “análisis estético e interpretativo de sus obras para piano y canto y piano”, quizá único en el panorama universitario español, al tratarse de un músico vivo.

 

Como venimos destacando, Antón García Abril no dejó de componer obras alusivas a su tierra, así, en 1999, estrenó Tres polifonías turolenses, basadas en el Dance de Jorcas, y en el 2002, con motivo de su lectura del pregón de la Semana Santa, regaló a la ciudad su composición Florecicas de la pasión, inspirada en el mundo del folclore a través de una jota aragonesa y en los toques de tambores y cornetas, aunando de esta forma el mundo popular y el de la Semana Santa.

 

Himno de Aragón (1989)

            A finales de 1987, la Mesa de las Cortes Regionales de Aragón propuso encargarle la composición del himno oficial. Tras una serie de rocambolescos avatares, se decidió designar a cuatro escritores representativos de diferentes generaciones y de otros tantos territorios aragoneses –Ildefonso Manuel Gil, Ángel Guinda, Rosendo Tello y Manuel Vilas-, para que, en escasas pero maratonianas jornadas entorno a un piano en la ciudad de Daroca, escribieran su texto: treinta y tres versos dispuestos en dos estrofas de entrada, un estribillo y una estrofa de transición.

 

            Su estreno tuvo lugar el 22 de abril de 1989, en el Palacio de la Aljafería de Zaragoza, a cargo del Coro Fleta de Zaragoza (dirigido por Emilio Reina), la Coral Oscense (dirigida por Conrado Beltrán), la Coral Polifónica Turolense (dirigida por Jesús María Muneta) y la Orquesta Sinfónica de Madrid, todos, a su vez, dirigidos por el propio García Abril.

 

            Aragón cuenta pues con un Himno, heroico y  solemne, de gran calidad, tanto en lo musical como en lo poético, pero que, sin embargo, no ha calado en la ciudadanía, no se ha convertido en emblemático de la población aragonesa, quizá el problema radique en la falta de consenso político y en la nula difusión del mismo.

 

Divinas Palabras (1986-1997)

Escrita por encargo del Ministerio de Cultura casi al tiempo que se aprobaba la reconversión del Teatro Real, comenzó su composición en 1988. Casi diez años después se producía el estreno, un hito para la historia de la música española del siglo XX, tan escasa de óperas.

 

Basada en la obra homónima de Valle-Inclán, con libreto del escritor Francisco Nieva, dirección de Ros Marbá y con Plácido Domingo encabezando un reparto excepcional, Antón García Abril compuso tres horas de música densa, sin relajo, sustancial, con dos papeles de gran extensión y vuelo cantable, otros cuatro muy importantes y hasta una docena más de cierta relevancia… Más el coro-pueblo, un personaje fundamental también en esta ópera, de ahí la enorme masa coral que requirió su puesta en escena.

 

Una creación de esa magnitud supone la sublimación de todo músico, la composición de una ópera, como espectáculo total, implica trabajar todas las técnicas: el manejo de la orquesta sinfónica, el desarrollo de las partes corales, las solistas, dúos, tríos, cuartetos, la escenografía, el espacio acústico visual… Y en el caso de Divinas Palabras más si cabe, pues se trata de una obra, en opinión del director Eugene Kohn, “muy compleja, no por la tesitura, sino por la especial concepción de la melodía que posee el autor. La obra es muy romántica en realidad, muy melódica, a pesar de esas armonías complicadas, plenas de muchas notas, lo que las hace difíciles de escuchar, de identificar en una primera lectura”.

 

En definitiva, Divinas palabras es una obra de madurez, un resumen de la trayectoria como compositor de Antón García Abril, a la que el mismo Plácido calificó de “inconmensurable”.

 

Concurso Internacional de Piano “Antón García Abril” (2004)

            Con ocasión de su 70 cumpleaños, un grupo de músicos (el trío Ars Amandi : María del Carmen Muñoz, Ignacio Lozano y Pedro Paterson) decidieron homenajear al maestro y crearon el Concurso Internacional de Piano que lleva su nombre, un verdadero motivo de satisfacción para el maestro como reconocía en estas mismas páginas en una entrevista de 2005: “… el concurso me colma de satisfacción, porque ha sido a propuesta de jóvenes músicos, apoyados por las instituciones…” y que agradecía ese mismo año, en la inauguración de la II edición del Concurso, con el estreno de Tres piezas Amantinas, ejecutadas por el pianista Leonel Morales, a las que seguirían en otras ediciones posteriores Lontananzas (presentadas en la edición del año 2006, se trata de seis piezas que rezuman juventud, romanticismo y arrebato, pues datan de 1953, y que el maestro rescató y revisó especialmente para la ocasión), Microprimaveras (interpretadas por la pianista Ilona Timchenko, ganadora del concurso en su edición del año 2009, y que hace un par de años grabó la obra pianística más reciente del maestro)  y Diálogo con las estrellas (2010).

 

A modo de conclusión

Antón García Abril nos sigue sorprendiendo, no sólo por su madurez y plenitud artística (en el año 2006 le fue concedido el VII Premio Iberoamericano de la Música Tomás Luis de Victoria, considerado el equivalente al Cervantes de la música clásica, el mayor reconocimiento para autores vivos en el ámbito hispanoamericano), sino por su enorme actividad compositiva y por su fidelidad a sí mismo, por su forma de entender el arte en libertad, como una forma de comunicación, de obra en marcha, en continuo hacerse y conformarse como parte de un todo unitario, plena de humanidad y mezcla de raíces, tradición y vanguardia, sin exclusiones de ningún tipo.

 

Quizá, quien mejor lo haya definido haya sido Álvaro Zaldívar con las siguientes hermosas palabras, a nuestro juicio definitorias del ser artístico de nuestro paisano: “Enraizado profundamente y por tanto abiertamente universal, turolense militante, aragonés en ejercicio y español orgulloso de serlo […]” Ese, sin duda, es Antón García Abril: una melodía viva, con notas de siempre, pero siempre nuevas; un músico universal turolense. Sea así por muchos años.

 

           

Escrito en Lecturas Turia por Juan Villalba Sebastián

Semejanzas

12 de marzo de 2021 14:21:15 CET

 

Las luces de las casas

atraviesan las ramas de los árboles

como dardos en un puesto de feria.

Bruñida por la tarde,

cada piedra refleja su porción de universo.

 

Nuestra ruina hace hermosos

los viejos edificios,

sobre nuestros despojos se levantan las ciudades antiguas.

 

Como la rosa árabe

que el vaho de las palabras hace crecer a ciegas

desde las comisuras de los muertos,

sobre la piedra roja del pasado

cantan para nosotros las aves del futuro.

 

En los templos ocultos

en las profundidades de las plazas

nace el espino blanco de la melancolía.

En el cielo violeta de las torres,

en las puntas doradas de todas las iglesias,

revolotean los pájaros

con la misma piedad con que lo hacen,

en tardes como esta,

sobre la catedral de San Basilio en un verso de Milosz.

 

                                              

Escrito en Lecturas Turia por Basilio Sánchez

Gatas pariendo

2 de febrero de 2021 10:02:58 CET

Así escuchas las cosas de tu vida como el maullido de un gato al fondo del jardín

Te despiertas de madrugada y oyes al fondo muy al fondo ese remoto maullido de gato recién nacido

Y un verano y otro y luego otro más hasta llegar a esta noche

Al fondo jardín al fondo

Así escuchas las cosas de tu vida así escuchas las cosas del mundo

a oscuras de noche palpando el susto de no entender o el de no querer hacerlo

y ese gato que no para de maullar y es una pequeña herida no sabes de qué no sabes de quién pero ahí está insistiendo clamando de hambre y noche al borde del peligro al borde del abismo al borde del jardín un coche un faro luego nada

y continuarán los maullidos más obcecados que tú y si no al tiempo al próximo verano hasta la próxima canícula sonido desvalido como una onomatopeya tan poco lírica que no la puedes escribir te dices

qué pensaría nadie y quien es nadie al leer esa onomatopeya tan líricamente escrita tan ridículamente sonora tan de viñeta de posguerra

pero suena suena cada noche

y tú para bordear la herida te dices que así empezó todo con una onomatopeya con un sonido tan innombrable como ahora el insistente maullido del gato recién nacido convocándote a dónde pidiéndote qué

O quizá algo peor tal vez nada te convoque y tan solo te despiertas en medio de la noche para ser el precario testigo que no puede traducir una onomatopeya 

Eso te dices para bordear la herida

Escuchas al gato Después has visto un hombre con el torso descubierto y sin brazos al borde de la calle has rozado la pierna perdida en el pantalón doblado sobre el muslo y has visto que la muerte es un ramo de rosas de plástico atado a un farol

y te has preguntado qué palabra no es una onomatopeya indescifrable para seguir la sombra 

Un verano y otro al fondo de la vida al fondo del jardín al fondo del sonido

Y las gatas siguen pariendo sin parar y paren onomatopeyas que al fondo del jardín resuenan como las tablas de la ley

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Guadalupe Grande

Aforismos

11 de enero de 2021 09:01:42 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL RETROVISOR

A pesar de su tamaño, es el más cruel de los espejos. O el más sincero, según se mire. Su principal utilidad no es reflejar el rostro de quien lo contempla, sino mostrarle insistentemente, al tiempo que cree que avanza, lo que ha dejado atrás.

 

EL COLADOR

La mujer del pescador cuela el agua antes de beberla para no soñar por la noche con tempestades y naufragios.


LLAVE 

Instrumento que abre o cierra una puerta.

En plural (las llaves) hace referencia a las de casa.

Dos juegos.

Quedamos en que te pasarías a recoger tus cosas cuando yo no estuviese.

Avísame antes.

Y que luego me las dejarías encima de la mesa.

 

LA COMETA

Un antiguo emblema oriental sentencia que quien consigue hacerla volar se conoce mejor a sí mismo, pues la cometa ni se entrega por completo al viento ni abandona del todo el suelo.

 

MENSAJES EN EL CONTESTADOR

Vivo solo.

Aunque a veces, en el trabajo, marco el número de teléfono de mi casa.

Y pregunto por mí.

 

EL HILO DE ARIADNA

Una vez que dio muerte a la bestia, Teseo decidió cortar aquel hilo.

Y no regresar.

 

LO QUE TÚ MIRAS

Me gusta mirarte cuando no sabes que te estoy mirando.

Entonces, para verte, miro lo que tú miras.

 

COMPRENDER

Para comprender a alguien es preciso cultivar con detenimiento todos sus defectos.


INERCIA

En el río, el agua es agua en movimiento.

La sed es una excusa.

Se bebe para ver el mar.

 

ILESO

Aunque acordarse de algo ya no duela, del pasado nadie regresa ileso.

 

PIZARRA

Ninguna palabra o fórmula que se copia en ella sobrevive a la clase siguiente.

Se borran por igual el problema y la solución del problema.

Escribir todos los días en una pizarra es el mejor antídoto contra la vanidad.

 

AFILAR

Conseguir que una palabra haga sangrar los ojos de quien la lea.

 

MAESTRO

El maestro debe tener menos certezas que sus alumnos.

 

FÓRMULAS

El espacio que una persona deja al irse es igual a la velocidad con la que se marcha multiplicado por el tiempo que estuvo a nuestro lado.

 

ESCALERAS

Subía los peldaños de dos en dos. Es decir, llegaría arriba habiendo conocido sólo la mitad de la escalera.

 

ESCRIBIR

Enhebrar una aguja con los ojos cerrados.

 

LAS SÁBANAS Y LOS SUEÑOS

Planchaba las sábanas porque quería quemar los sueños que habían quedado enredados en ellas.

 

LA PARTE POR EL TODO

Todas las casas se construyen con presencias y ausencias.

El ladrillo que se pone será un muro.

El ladrillo que no se pone será una puerta.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Cumbreño

El sol del más allá y El reflujo de los sentidos

13 de octubre de 2020 08:37:02 CEST

 

 

Traducción y nota previa de Viorica Patea y Natalia Carbajosa

 

 

Ana Blandiana (n. 1942), poeta de excepción, es una figura legendaria de la literatura rumana, en la que ocupa un lugar comparable al de Anna Ajmátova o Vaclav Havel en las letras rusas o checas. Destacada opositora al régimen de Ceau?escu, Blandiana forma parte del grupo de escritores que concibieron su vocación literaria como la de ser testigos de su tiempo y la literatura como una forma de resistencia moral.

Autora de catorce libros de poesía, dos volúmenes de relatos fantásticos, nueve de ensayos y una novela, es la poetisa rumana actual más internacional. De su obra se han traducido hasta la fecha sesenta y nueve libros a veinticuatro lenguas.

Después de 1989, Blandiana reorganizó el PEN Club rumano. Además de haber recibido numerosos galardones literarios, nacionales e internacionales, en 2009, Blandiana fue condecorada con la más alta distinción de la República Francesa, la Légion d’Honneur por su contribución a la cultura europea y su lucha contra la injusticia. El Departamento de Estado de EE.UU le ha concedido el Premio Mujeres Rumanas Valientes (2014).

Ana Blandiana es Ciudadana de Honor de cuatro ciudades de Rumanía: Sighet, Boto?ani, Timi?oara y Oradea, y ha recibido el Doctor Honoris Causa de la Universitatea de Vest, Timi?oara (2014) y de la Universidad de Cluj (2015). Desde 2012, se celebra anualmente el Festival Nacional Ana Blandiana para la Creación e Interpretación (FAB), bajo los auspicios del Ministerio de Educación y el Consejo de Enseñanza Media de Braila.

Ana Blandiana ha sido nominada para el premio Poeta Europeo de la Libertad (2016) por su libro de poemas Mi Patria A4 (2010, publicado por Pre-Textos 2015).

De naturaleza romántica, contemplativa y visionaria, su poesía aspira hacia un lirismo de las esencias y cultiva un tono sincero y espontáneo de inflexiones metafísicas. Su poética, basada en el sentimiento trágico de la existencia, se perfila como un arte que revela a la vez que esconde los significados de las cosas.

 

Los dos volúmenes El Sol del más allá (2000) y El reflujo de los sentidos (2004) nacen de la época de efervescente activismo cívico de la autora posterior a la Revolución de 1989 y a su subsiguiente desilusión, al ver cómo los principios éticos eran cada vez más arrinconados en las agendas políticas de todos los partidos. Asumió su destino solitario, el de ser una Casandra que no renuncia a formular en alto las verdades fundamentales de la existencia, incluso cuando resultan incómodas o impopulares.

 

 

Fluyo, fluyo

 

Soy el primer hombre que envejece

Bajo el sol de estos cielos ardientes.

Solo descubro,

Sin ayuda de nadie,

Este enorme asombro

De un cuerpo que, aun siendo mío,

Se ha quedado atrás,

Como una orilla asolada,

Mientras que yo fluyo,

Fluyo sobre el mar

Hasta que dejo de verme.

 

 

Prendidos en las ramas

 

Prendidos en las ramas,

Algunos casi secos,

Otros comenzando a madurar,

Pero todos con los vestidos ajados,

De estambre,

Y las alas enredadas en el viento.

Hace tiempo que dejaron de intentar soltarse

Y caer,

Como sabiendo

Que más abajo existen otras ramas

En las que se marchitan

Otros ángeles.

 

 

Dos cruces


Tú fuiste mi cruz

Alta y delgada,

Capaz de crucificarme

Viga sobre viga.

Yo he sido tu cruz

Niña

Reflejada en el espejo.

El mismo movimiento

Para el abrazo y

La crucifixión,

Para el novio

Y la novia.

Deja que el tiempo

fluya dos veces,

Desde el ocaso y desde el alba,

Para uno y para otro,

Para que se nos asemeje

Y, sombrío, nos

cubra de flores.

Entre las que miraremos hacia el cielo

Adornado con dos cruces gemelas:

Una de ellas, de sombra.

 

 

El navío de los poetas

 

Los poetas creen que es un navío

Y se embarcan.

 

Dejadme subir al navío de los poetas

Que avanzan por las olas del tiempo

Sin mecer su mástil

Y sin tener que moverse

(Pues el tiempo se mueve alrededor

Cada vez más rápido.)

 

Los poetas esperan y declinan dormir,

Se niegan a morir,

Para no perderse ese último instante

Cuando el barco se separe de la orilla.

 

Pero ¿qué es la eternidad

Sino este navío de piedra,

Esperando con obstinación

Algo que nunca sucederá?

 

 

Lamento

 

Es difícil estar sola

Con los demás, amargura

En las hojas, su color nuevo

Se apaga mientras caen

Y bajo los rancios muros encalados

Asoman las muecas de antes de la guerra.

 

Lo peor deja arena en los dientes,

Lo mejor fermenta rimas agrias,

Me es difícil estar sola

E incluso más en medio de la gente,

Me es difícil callar

Y más difícil aún gritar

Una verdad hecha añicos.

 

Pero, sobre todo, tengo miedo y me es difícil

Arrastrar a Dios

De regreso al cielo.

 

 

 

(Estos poemas forman parte de los libros El sol del más allá y El reflujo de los sentidos, de próxima publicación por la editorial Pre-Textos)

Escrito en Lecturas Turia por Ana Blandiana

Echado en la cama, telefonea

14 de septiembre de 2020 08:42:58 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(Natalia Ginzburg, sobre Sandro Penna)

 

 

Me va creciendo la tristeza

día a día

en mi caparazón de plástico,

se me refleja insomne

en las pupilas, en la orejas

y en cada paso que se ahoga en la silla.

 

   Por la ventana

   sesgo el vaivén de la inmodestia

   cada noche a las tres,

   poco más o menos,

   en que repaso el aire

   que no remueve ni un átomo de boca.

 

Sólo la paza,

lujosa soledad del equilibrio

inestable y desnudo. Ni siquiera

un brillo, un pequeño destello de almohadas

me incita ya a escarbar un afluente. No

me atrae la obstinación de las truchas,

el discurso anodino y meliloto

del arco iris amor azanahoriado

 

   Callo y espío

   echado en la cama, telefoneo.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Joaquín Carbonell

El mundo es más hondo que extenso

26 de junio de 2020 12:05:22 CEST

Extrañamente, Borges estaba convencido de que había dos categorías de escritores: los que procedían de la vida y los que procedían de la propia literatura. El capitán del primer equipo era Whitman. El del segundo Emerson. El, por supuesto, militaba en el segundo equipo. Si es evidente que no todo lo vivido es literatura lo es también que todo lo leído es vida, y sin embargo, como si la literatura fuese un país que se ha independizado, que pudiera independizarse, Borges mantenía esa distinción que, falazmente, igualaba a los dos elementos. Esa afirmación sirvió apenas para que sus enemigos más acérrimos constataran que en la literatura de Borges, tan brillante, faltaba vida, como si de verdad fuera posible que la literatura  anduviera por su cuenta fuera de la vida, como si pasar las noches de farra, por alguna razón inexplicable, tuviera que ver con vivir más que pasar la noche leyendo a Dante. Para leer, lamento la obviedad, hace falta estar vivo: no hace falta estar vivo para ser leído, pero sí para leer y la literatura tiene más que ver con la lectura que con la escritura, lo que es fácil de probar: mañana mismo el gobierno podría prohibir la escritura de libros y ese decreto no acabaría con la literatura, pero si prohibiese la lectura de libros, la literatura estaría muerta, de donde es fácil deducir que no puede haber literatura separada de la vida, ni siquiera aquella que nace de la propia literatura: la división es un tópico barato para que Bukowski -vida- y Azorín -literatura- no jueguen en el mismo equipo. El tópico hizo fama, y todavía hay quien reprocha a los textos de Borges la desventaja de ser demasiado literarios y poco vividos: se ve que en alguna parte hay un termómetro que decide qué es  vida, y decide también que la literatura, por sí sola, no lo es.

En cualquier caso, por seguir jugando a la entomología, hay quienes en esa artificial y triunfante división entre escritores de la vida y escritores de la literatura andan a medio camino, en una síntesis en la que la una y la otra son perfectas colaboradoras para producir los efectos que pretendan hacer circular quienes los ponen en danza. Creo que Conget es uno de los mejores ejemplos a nuestro alcance de escritor que sabe combinar ambas esencias para producir una fragancia particular, una voz reconocible en la que lo vivido y lo leido (habiendo sido por fuerza lo leído parte inesquivable de lo vivido, una región grande de ese país inmenso, grande y potente sí, pero de independencia imposible) se enlazan como instrumentos sustanciales en una sinfonía. El modo en que, en su obra, funciona la idea de ciudad es evidencia de cómo se conjugan vida y literatura si aceptamos hacer esa distinción que, extrañamente, hacía Borges. Pero resulta en cierta medida hasta artificial estudiar -o hacer el intento de estudiar- el modo en cómo funciona esa idea en los textos de Conget porque eso daría por hecho que, de partida, hay una idea, una intención, y no creo que ni siquiera en los libros en los que parece evidente que esa idea está implícita -pues son libros dedicados a homenajear ciudades amadas: Cincuenta y Tres y Octava, su libro sobre Manhattan,  o Pont de L'Alma, su libro sobre París-, sea la que sustente los textos. Si se compara el tono y los logros, el modo de narrar y la meta, de esos libros con los de otros -el que recoge sus escritos sobre comics, Espectros, parpadeos y Shazam!, o el que dedica a unas canciones, Vamos a contar canciones-, será fácil comprobar que no varían: las ciudades, como las canciones, o los tebeos, son para Conget cosas que le han pasado, trampolines donde la experiencia ha pisado lo suficientemente fuerte como para dar el salto a la literatura -a veces de ficción y a veces de no ficción, sin que importe mucho por fortuna dónde se puede encasillar un texto. Conget sabe que la vida es más grande que la literatura y que ésta no puede, ni en el mejor de sus sueños, igualarse a aquella: lo que sí puede hacer es retener su compás, homenajearla, alimentarse de ella y de todo lo que ella ofrece, y entre las cosas que ofrece está la literatura, la de los otros, claro, de donde, sin asomo de pedantería -pues puede que Conget sea el tipo menos pedate que yo haya conocido, y a la vez, el azote más incansable de la pedantería al que me haya sido dado escuchar-, sus textos contengan múltiples homenajes literarios. En la división entre autores procedentes de la literatura y autores procedentes de la vida, Conget estaría fuera de sitio, porque, sabiamente, el niño que leía a Salgari -y todo lo que cayera en sus manos- y el lector incansable que es han alimentado al escritor tanto como sus muy "congetianas" experiencias por las ciudades en las que ha ido trazando su biografía: Lima, Londres, Nueva York, París...En un precioso artículo sobre Raymond Carver escribe Conget: "Y sobrevino esa felicidad que regala la literatura. Es el gusto por el lenguaje y la obra bien hecha, pero también, y más que nada, una intensificación del deseo de vivir, como si se descubriera que las puertas que nos encerraban en un sótano estaban en realidad abiertas desde siempre y afuera nos aguardaba por fin la aventura del mundo. Algo muy juvenil, lo reconozco sin sonrojo, pero ese es el estímulo que yo había encontrado antes en los libros y que me había abandonado." Los libros como estímulo para zambullirse en la aventura del mundo, la literatura como camino a la vida, no como su enemiga : es, precisamente, una de las lecciones del Quijote, que sale a los caminos de la vida impulsado por la magia de la lectura, una magia que para hacerse real tiene que demostrarse como insuficiente, necesitada de completarse con lo que haya más allá de los propios libros.

Es fácil pues advertir cuán llenos de vida están los libros de Conget y por lo tanto, tanto si estos unifican sus textos para hablar de canciones o de cómics o de ciudades, cuán llenos de vida, de experiencia íntima e identificativa, están los objetos que se utilizan de trampolín. Conget es un erudito del tebeo pero puede uno asomarse a cualquiera de sus textos sobre esa materia para no sentirse expulsado por su erudición: es un alquimista que convierte cualquiera de sus experiencias en literatura. A mí, que sé de tebeos lo mismo que de halterofilia, o sea, muy poco, sus textos sobre el asunto me llegan porque los protagoniza -hasta el más erudito de ellos- un niño asombrado que descubre el mundo y descubre que el mundo es un cachorro ansioso que está deseando que salgamos a jugar por él. Este amor constante a lo vivo, a la vida, es lo que hace impagables tantas páginas de Conget, más allá de cuál sea el pretexto utilizado para elaborarlas. También, claro, las páginas escritas sobre las ciudades que tan bien conoce. No diría que Conget es un escritor viajero: no es alguien que va a los sitios a contar lo que hay en los sitios para satisfacer una demanda de quienes pueden decidir, a través de esos textos, si les apetece ir a esos sitios. Es alguien que vive allí, son textos, no de un extranjero que utiliza su mirada foránea, sino de un vecino que a veces lo es de París y otras de Londres y otras de Nueva York. El ejemplo más idóneo para demostrarlo es el espléndido Pont de L'alma donde París no es esa colección de cromos más o menos pomposos y recurrentes que suele ser en tantas obras que la tienen por musa, sino algo medio fantasmal que está al otro lado de las vidrieras, una especie de promesa a la que el protagonista de las páginas del libro no consigue entregarse nunca, atareado como está con una vida que no le permite dejarse fascinar por la ciudad fascinante. Lo que me lleva a pensar que el azar ha podido elegir los destinos a los que Conget ha tenido que ir desplazándose por razones profesionales, pero sólo le ha prestado al escritor escenario más o menos prestigiados por la tradición sin imponerle ningún otro requisito ni variarle el tono: me parece que si el azar lo hubiera mandado a El Cairo o a Berlín o a Moscú, el tono de sus libros hubiera sido el que es, el de alguien al que le pasan cosas y decide contarlas y a la par que las cuenta va recordando de dónde viene creando una poética sustancia hecha de memoria y encanto.

En el texto que le dedica a Londres, 10 Rillington Place, dirección en la que entre 1943 y 1953 al menos diez mujeres fueron asesinadas y en la que años después le tocó vivir a nuestro autor, se ve bien  algo de lo que estoy tratando de decir: comienza el narrador por desmentir a quienes aseguran que la niebla de Londres es un invento de Hollywood, le encuentra antecedentes que alcanzan a Whistler y Dickens, pero enseguida nos lleva a su infancia, en la que se recuerda niño difuminando las esquinas del Soho en las historietas del Inspector Dan, y a los ocho o nueve años confirma, con la película A 23 pasos de Baker Street, que el principal atractivo de Londres residía en su fecunda producción de maldad. Conget llega a los sitios en los que va a vivir bien armado de amigos y referencias que le acompañan desde una infancia llena de tebeos, películas y libros. Y no hay el menor obstáculo para que esa cabalgata de compañeros de ficción le entorpezcan las ganas de echarse a la vida (hasta el punto de que, en el magnífico final de su texto parisino, comentando un poema de Guillermo Carnero en el que el poeta dice, emocionado ante la música de un órgano que suena en una hermosa iglesia, "Nunca hizo tanto por mí ningún ser vivo", Conget riñe: "Qué falacia, pensé. La más leve caricia del más humilde ser vivo me engancha a la existencia con mayor vigor que la más espléndidas de las catedrales construida para durar"), porque, precisamente, no hay mejorr lugar para dejarse empapar por la literatura (la leída y la que está por escribir, o escrivivir, como decía en uno de sus mejores neologismos Julián Ríos).

En un espléndido artículo sobre las ciudades de Conget, Ignacio Martínez de Pisón escribía sobre las tres grandes capitales sobre las que ha escrito o en las que ha escrito Conget:  "Esas tres ciudades son también tres momentos en la vida de un hombre. Londres es todavía la ciudad en la que el futuro está por escribirse y parece que todo será siempre posible. Nueva York tiene todos los rasgos de la plenitud, pero una plenitud no exenta de melancolía: de ahí la necesidad de retener sensaciones, de ahí esa nostalgia anticipada de quien sabe que no podrá vivir eternamente en esa ciudad. Y cerrando el ciclo está París, una ciudad que, narrada a lo largo de tres cojeras sucesivas, se nos presenta finalmente como el lugar en el que el autor cobra conciencia del paso del tiempo y del irrevocable acceso a la edad madura." Pero si las echamos a pelear, haciendo que la obra de Conget sea un ring de catch, donde los golpes entre los contendientes no pueden sino ser simulados, quizá la vencedora de entre las tres ciudades sea Nueva York: cuando se decidió a dedicarle un libro, muy en su línea de autobiografiarse a través de los otros -sean estos tebeos, películas, libros o ciudades-, decidió con muy buen tino retratar su calle. Pero también resulta indispensable Nueva York en su última y a mi parecer más potente novela, La Bella Cubana: una Nueva York que no presta sus prestigiosos escenarios por casualidad y que deja ver, en su efecto en los jóvenes protagonistas que forman la pareja principal de la novela, tanto su capacidad para deslumbrar con sus bellezas y luces como la dureza extraordinaria de su rutina, de manera que sea a la vez -y siempre a través de sus efectos en una vida- sueño y pesadilla, ilusión y realidad. Es en esa excepcional novela donde con más emoción y agilidad -sin descartas uno de los ingredientes que consigue que se mantengan tan frescos los textos de Conget: el humor- se relata el proceso de putrefacción que llamamos madurez, cómo el cinismo y la amargura de las miradas maduras acaban corrompiendo la insólita alegría de una inmadurez que tiene los días contados y las noches incontables. Uno, leída la novela, no puede imaginarla en otra ciudad que no sea Nueva York, pero eso no quiere decir que la novela sostenga en modo alguno la novela y sabe bien que sucede al contrario: son las andanzas de los personajes las que vuelven tan verdadera la ciudad por la que esas andanzas se desarrollan. La prueba de que la novela no necesita a la ciudad para golpearnos es que, comenzando como comienza en las pestilencias del Hotel Evans, culmina muy lejos de Nueva York, mucho antes de Nueva York, en uno de los finales más emocionantes que recordemos.

Conget ha ido completando el círculo mágico. Ha hecho gran literatura de su vida -¿con su vida? ¿por su vida? ¿en su vida? ¿contra su vida?: no sé qué preposición poner, creo que habría que ponerlas casi todas: una vida que llenó primero de literatura para devolverle a ésta lo que ésta le dio: asombro, emoción, humor, la sensación, la certeza, de que el mundo es más hondo que extenso. Sin que eso le hiciera sentir que estaba encerrado en ninguna torre de marfil. Porque si hay dos categorías de escritores -los procedentes de la literatura y los procedentes de la vida- Conget es de los que no podrían, de ninguna de las maneras, quedar encerrado en ninguno de los dos sin perder parte esencial de lo que es, de lo que nos ha dado.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Bonilla

Diez poemas de "Paradas"

19 de junio de 2020 08:18:39 CEST

Imaginar la cadena del sueñoes para Anne Carson (Canadá, 1950) crearla de nuevo a partir de la primera vez, cuando los eslabones todos rechinaron a un mismo tiempo, como si cada uno de los engranajes fuera un sueño soñado por alguien más, un alguien a quien conocemos por, y a través de, la literatura.

            Supongamos Homero, el ciego, de quien poco sabemos pero creemos conocer tan bien como la palma de nuestra mano con tan solo leer a Carson. Ella nos lo presenta tan real como nuestro propio pasado, con todo y sus fantasmas. Los de Ulises, los de Carson, los nuestros. Ella misma personifica a Ulises, el viaje, el sueño: ironía pura, brillo de alba.

            Decreación es de-crear para recuperar el ser. Ella lo hace a partir de la batalla con la desmemoria: Circe, el canto de las sirenas, los sueños, y lo que cada noche el sueño calla. Y en ese silencio surgen las contradicciones que en Anne Carson se inclinan hacia la misma noche del alma. Clasicista como se ha pronunciado desde sus primeros libros, Anne Carson prescinde de lo que no es esencial. Desnuda la palabra como el viento desnuda la fría roca ante la cual todos debemos orar, suplicar, rogar. Una súplica por el retorno a la primera voz, a la primera vez en donde el recuerdo se instaura en la mente.

            En estos poemas, parte de «Cadena de los sueños» (que a su vez es la sección inicial de Decreación, publicado en 2005 y que Vaso Roto Ediciones editará próximamente en español), ella toma a la madre como la lengua, como la fuerza, como el inicio del mar en el que hay que zambullirnos para hallar (inventar) el recuerdo que inunda de agua la casa, esa en la que no podemos estar aún, la que estamos por habitar, la creada y descreada, en un intento de Ser.

 

*

 

Anne Carson nació en Toronto (Canadá) en 1950 y durante su infancia residió en distintos pueblos y ciudades de la región de Ontario. Después de estudiar clásicas en las Universidades de Toronto y St. Andrews (Escocia), regresó a Toronto en 1981 para escribir su tesis doctoral sobre Safo, publicada en 1986 con el título de Eros the Bittersweet. En la actualidad enseña clásicas en la Universidad de Michigan, en Ann Arbor.

Ha publicado varios volúmenes misceláneos de poemas y ensayos, entre ellos Plainwater: Essays and Poetry (1995), Glass, Irony and God (1995), Men in the Off Hours (2000), The Beauty of the Husband (2000, Premio T. S. Eliot de poesía) y Decreation (2005), así como una novela en verso, Autobiography of Red (1998), el ensayo Economy of the Unlost (2002) y un volumen con sus versiones de la poesía de Safo, If Not, Winter (2002). Además, ha sido dos veces finalista del National Book Critics Circle Award. En español se han publicado dos libros suyos: La belleza del marido (un ensayo narrativo en 29 tangos) (Lumen, 2003, trad. Ana Becciu) y Hombres en sus horas libres (Pre-Textos, 2007, trad. Jordi Doce).- JEANNETTE L. CLARIOND.

 

 

 

Paradas

 

 

Cadena de sueños

 

Quién puede dormir cuando ella...

a cientos de millas oigo ese vasto aliento

avivar sus cubiertas agitadas.

Cicatriz tras cicatriz

los eslabones

rechinan una vez.

Navegamos madre en un océano sin barcos.

Piedad por nosotros, piedad por el océano, navegamos.

 

 


Líneas

 

 

Mientras hablo con mamá ordeno cosas. Lomos de libros junto al teléfono.

Clips

en un cuenco de porcelana. Residuos de goma manchan la mesa. Ella habla

con nostalgia

de la muerte. Empiezo a girar los clips en la dirección contraria.

Fuera

de la ventana la nieve cae en líneas rectas. A mi madre,

amor

de mi vida, le cuento lo que almorcé. Las líneas caen ahora

más

de prisa. El destino añade peso en los extremos (para apresurarnos)

quisiera

decirle: es señal de la misericordia de Dios. Ella no me retendrá

dice, ella

no me pasará factura. Los milagros se escurren sin darnos cuenta. Los

clips

están eternamente alineados. ¡La misericordia de Dios! Cuánto tiempo

la sentiré

arder, dijo la niña intentando ser

amable.

 

 

 

Nuestra fortuna

 

En una casa al atardecer la lección final de una madre

devasta el poniente y sella el pacto.

Mira por las ventanas al anochecer y verás gente de pie.

Somos así, teníamos un pretexto para estar dentro.

Llegó el día, cortamos el fruto (cortamos

el árbol). Ahora estamos fuera.

Aquí hay una deuda

saldada.

 

 

 

Sin puerto alguno

 

En la antigua lucha entre hálito y muerte, se concede un último sueño.

Aceptamos una oferta por la casa.

En la suma de las partes,

¿dónde están las partes?

En silencio (allí) aguardan hojas y ventanas.

Nuestro tendedero desnudo corta la inclinación de la noche.

Y en su grito por el perdido atuendo de la luz celestial

ángeles y detritus nos reclaman al flotar por nuestra cancela aún cerrada.

 

 

 

Ella celebraría hoy el 50º aniversario de su boda

 

El frío implora ante un muro romano.

La luz es intensa (atrapada)

y las sombras esperan como

capuchas a punto de caer.

El cerebro llama

dos veces

por sal.

 

Acaso fue Ovidio quien dijo, Tanto viento enmudece las piedras.

 

 

 

Ciertas tardes ella no atiende el teléfono

 

Febrero. Hielo por todas partes. Pueden sentirse distintas densidades del hielo.

Sus tonos –azul blanco marrón a gris-pardo plateado– varían.

Parte del hielo tiene grava en el centro o sombras en su interior.

Otra parte es lisa como una ladera, no podría sostenerte.

De pie sentirías que el viento se atenúa, se deshila.

Todo cuanto hemos deseado, se deshila.

Los pequeños no pueden sostenerse sobre el hielo.

Ni una carta, ni un esbozo de letra, puede sostenerse.

Cegadoramente, lo que allí hay de mundo, quema.

Febrero. Hielo por todas partes. Pueden sentirse distintas densidades del hielo.

 

 

 

Esa fuerza

 

 

Esa fuerza, madre: desenterrada. Martillada, encadenada,

sombría, agrietada, sollozante, arrolladora, encerrada

en sus lamentos, martillada, martillando residuos

de muerte. Aferrada y contenida,

informe y voraz. Cuchillo.

Sin desangrar la médula

esa fuerza, madre,

se detuvo.

 

 

 

Pienso que el pobre pueblo ha sido muy maltratado

 

Luz contra los muros de ladrillo y un viento boreal ennegrece las ramas.

La sombra extrae las entrañas de la luz ya secas en su palma.

Come tu sopa, madre, dondequiera que esté tu mente.

Despunta el mediodía invernal. Frágiles soles

aún vivos alivian los soles de aquel día.

Pues el pobre pueblo sueña

con rendirse, madre

nunca insensible,

madre valiente

y feliz.

 

 

 

A pesar de su dolor, otro día

 

 

La niebla del río (7 AM) se dispersa y comienza, se estremece y comienza

en las rocas otoñales del molino.

Restos de hojas resplandecen. He hallado mi cordura.

La evidencia (7 PM): ella toma sus medicamentos, yo doy un paseo por el río.

La rueda de molino huele a húmeda hoja de maíz.

Detrás de mí (2:38 AM) en la oscuridad del Motel Dorset oigo el clic del calentador

y a ella, que se despierta en el otro extremo de la ciudad

en un cuarto pequeño y cálido

aferrándose a un rosario que brilla en lo oscuro.

No importa qué se diga del tiempo, la vida va en una sola dirección,

es una verdad que resplandece.

La niebla del río (7 AM) es plata desollada

cuando el alba oscurece

el día de mi partida.

PELIGRO NO LEVAR NI ECHAR ANCLAS

dice el letrero justo en la orilla.

La no conciencia nos engulle.

Ella en la cama como ramita doblada.

Yo, como siempre, ida.

 

 

 

Nada que hacer

 

Tu viento vidrioso rompe contra la muda orilla y agita la rosa.

Mirad como

antes de una gran nevada,

antes de que el vacío deslizante de la noche caiga sobre nosotros,

nuestras linternas proyectan

formas de antiguas compañías

y

luego una fría pausa.

Qué cuchillo desolló

esa hora.

Hundió las boyas.

Sopla sobre lo que fue nuestra casa.

Nada que hacer solo rema.

 

 

(Traducción de Jeannette L. Clariond)

Escrito en Lecturas Turia por Anne Carson

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