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Configurar sentido descendente

Cincinnati

9 de enero de 2020 09:00:28 CET

Llegué casi a la medianoche a Cincinnati,

media hora de taxi desde el aeropuerto hasta el hotel,

y las luces de la ciudad al final de la autopista.

 

Al día siguiente vi el río Ohio y mi alma se alegró.

 

Desde una colina vi el río dividiendo dos Estados,

a un lado Kentucky, al otro Ohio,

con sus puentes, sus barcos, sus camiones,

y abajo, el agua turbia, y los rascacielos de la ciudad.

 

Me decía a mí mismo la palabra Cincinnati,

como una oración, como una palabra sagrada

que le robara a la oscuridad un sol merecido.

 

Llamé a mi hijo pequeño a España para decirle que estaba aquí,

en esta ciudad y al lado de este río,

y nadie descolgó el teléfono.

 

Vi que llevaba cuarenta llamadas realizadas.

 

Comí en un restaurante asiático,

comí arroz y un pez de agua dulce,

era un día primaveral, con brisa y luz,

y pensé: ojalá encontrara trabajo aquí,

una casa, una familia, unos hijos, un perro.

 

Ojalá encontrará aquí un sol merecido.

 

Y decía todo el rato Cincinnati,

porque parecía una palabra sanadora,

porque parecía una palabra italiana,

porque parecía la palabra perfecta

para decir adiós a quien fui.

 

Después de comer hice la llamada cuarenta y uno.

 

Me alojé en el Fairfield, un hotel agradable

en el barrio de la universidad, había gente joven

por las calles, gente alegre, bebiendo cerveza,

di un paseo y otra vez

dije Cincinnati, porque es una fiesta

esa palabra, un desfile de íes que bailan en mi alma.

 

Quiero vivir treinta años más, Cincinnati,

quiero llegar a ser octogenario.

 

Necesito toda la vida del planeta Tierra.

No puedo morir ahora,

cuando me quedan tantas cosas por hacer.

 

Hice otra llamada.

 

Hola, hijo, estoy en Cincinnati,

es una ciudad preciosa,

¿qué quieres que te compre, cariño?,

terminé diciéndole a la recepcionista

afroamericana del Fairfield en español,

y ella no entendió ni una palabra,

pero al menos me escuchaba,

y me miró con ojos incrédulos,

pero también apenados.

 

Abril del año dos mil dieciocho,

tengo cincuenta y cinco años,

y dije mil veces la palabra Cincinnati.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

Recuerdos del Olimpo

9 de enero de 2020 08:56:59 CET

Alguno de nosotros había leído
los usos y costumbres del Olimpo
en algún volumen infantil
prestado del bibliobús.
Llegamos a la playa
con una cesta llena de uvas
y otros celestiales manjares afanados
en las cocinas de casa
y en el recodo junto a la roca,
donde el charco grande y la ría,
nos pusimos hojas entre el pelo,
nos desnudamos 
y nos pusimos a hablar en griego.

Lo mejor es el agua, dijo uno
mientras se lanzaba desde la roca
ignorando que los dioses
suelen tener poca filosofía.

El celestial empleo no acarreaba mucha tarea
así que tras un rato de hablar en jerigonza
y compararnos disimuladamente las pollas
el Olimpo se volvía algo aburrido.
Alguien volvió al idioma de casa
y a toda prisa nos pusimos el bañador,
abandonamos los aperos divinos
y corrimos hacia el escondrijo de la ría
donde ellas se bañaban desnudas.

Escrito en Lecturas Turia por Martín López-Vega

Plantas de interior

25 de noviembre de 2019 08:41:13 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por la noche riego las plantas de interior, me ocupo de ellas, no hay sombra que las haga morir en la memoria sin llamar la atención. Resuelvo el horizonte y también la caída donde debe existir el mundo en el presente. Elogio las ruinas en un texto, el espacio fructífero del poema. 

Tomamos posesión de un campo de escritura, los hombres cotidianos ocupados en la mudanza. No hay héroes ni vencidos, no podemos borrar al dueño del relato, sus máscaras, la parte de una vida que sigue deshaciéndose y deja tras ella su cola de cristales. El porqué de un suceso vive en cada momento su trama tartamuda, la extensión de un desastre. 

Estoy entre nosotros buscando lo posible con fecha señalada en su acepción vulgar. He elegido a un actor, revocado su herida para hacerla real. La huida es el camino hacia un espejo que he quebrado. De esta decisión surge lo que no hay que repetir. El tiempo que lleva tu nombre está iluminado.

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Antonio Tello

El aburrimiento

25 de noviembre de 2019 08:35:47 CET

Natural de Babia

-aunque otros dicen que de la Inopia-

y de gustos muy eclécticos

-le gusta Heidegger, por ejemplo,

pero no le hace ascos

a la típica comedia española-,

lo normal es que te lo encuentres 

varias a veces al día,

y que, aunque haga amago de quedarse,

puedas quitártelo de encima

sin que oponga demasiada resistencia.

Pero conviene no fiarse de él,

no siempre resulta tan inofensivo.

En ocasiones -estoy asistiendo

a una de ellas- puede llegar a ser

de una extrema crueldad.                         

¿Que no me crees? Míralo, ahí, en la mesa

del fondo, frotándose las manos, con esa

media sonrisa cínica, esperando

tranquilamente su hora, la de asomarse

a la mirada de ese par de enamorados

que, como todos, también

se iban a amar toda la vida.

Escrito en Lecturas Turia por Karmelo Iribarren

Zbigniew Herbert, un autor de nuestro tiempo

19 de noviembre de 2019 08:12:05 CET

1

 

Se ha convertido casi en un lugar común afirmar que la poesía polaca de la segunda mitad del siglo XX ocupa una posición que muy pocas poesías digamos “periféricas” pueden haber tenido a lo largo de la historia. Pasa a ser la poesía que ejerce más influencia y tiene un impacto mayor en otras literaturas, principalmente del ámbito anglosajón, aunque también en el alemán (en el francés y en el español tardaría un poco más, aunque las repercusiones en este último aún se pueden percibir hoy en día). En el marco de ese fenómeno, y siguiendo tal vez con los lugares comunes, siempre se cita a una tríada de autores, aunque serían algunos más los que configuran ese grupo poético de calidad poco común en un momento determinado. Claro que están los acmeístas rusos, los poetas de la generación del 27 en España, los poetas griegos, o los herméticos italianos, autores que representan en cada una de sus respectivas tradiciones literarias un cambio enorme en la poesía, y tras los cuales ya nada es lo mismo que unos años antes. Pero se podría afirmar que la repercusión de los autores polacos llega a ser más duradera, al menos hasta el momento en el que todavía arden un poco los rescoldos del modernismo literario. Después, cuando han desaparecido ya los grandes relatos, son autores que tienen tal vez una menor importancia, especialmente el mayor del grupo, el poeta Czesław Miłosz, aunque también Zbigniew Herbert, y en menor medida Tadeusz Różewicz, que sigue siendo el gran autor a descubrir, tal vez porque su discurso sea de un planteamiento radical en cuanto a lo que nos ha dejado la cultura occidental. Además, este último no forma parte de la tríada, ya que ese lugar lo ocupa la poeta Wisława Szymborska. Estos serían los autores que más han contribuido a formar lo que el propio Czesław Miłosz denominó la “Escuela de poesía polaca”, un nombre generalizador que agrupaba varias estéticas en su seno y que tuvo mucha fortuna en los círculos americanos. Los cimientos de esa escuela se encuentran en una famosa antología de poesía polaca de posguerra que publicó con traducciones propias en los Estados Unidos en el año 1965, es de él mismo el prólogo donde relata la simplicidad de la frase, la ironía, la falta de estructuras de ritmo o de rima clásicas, y un discurso claro que no perdía muchos elementos o características al ser trasladado a otra lengua. De entre los autores que selecciona, y que configuran el canon de la poesía polaca de la segunda mitad del siglo XX (de capital importancia es el hecho de que ha sido realizado desde fuera, en el exilio), destaca la figura de Zbigniew Herbert, que encarnaría todos estos elementos. Aparte de los elementos mencionados, las alusiones y referencias al mundo clásico y la construcción de poemas en forma de parábola hacen de él el autor ideal para encarnar la confrontación con el régimen político existente en Polonia a la par de ser un poeta de calidad indiscutible que sabe dónde establecer la frontera en el texto para que no caiga o en un discurso moralizador o en un pathos excesivo.

A partir de ahí, Zbigniew Herbert se iba a erigir como el poeta por antonomasia no solo de ese tipo de poesía sino de la poesía polaca en general. Hasta el punto de que cuando Miłosz recibe el premio Nobel de literatura en el año 1980, en su faceta de poeta, que era la que más le interesaba, era mucho más conocido como traductor de Herbert que por su propia producción. Este elemento, que hoy en día podríamos calificar de anecdótico, reviste gran importancia para poder ver la repercusión de Herbert, así también como una serie de características (las que ya apuntaba allí Miłosz) que se han ido repitiendo hasta la saciedad y que han dado como resultado una visión parcial de la obra del autor de Don Cogito.

No se detiene aquí la clasificación de Herbert, puesto que años más tarde, con el poema “Tornada de don Cogito” (tal vez uno de los poemas más sobrevalorados de su producción, y que ha tenido mucha más importancia en su lectura en clave de resistencia en Polonia que en el extranjero) y también con el poema “Informe de la ciudad sitiada” (en este caso, un poema soberbio, como muchos otros que tiene Zbigniew Herbert) pasa a convertirse en el poeta que encarna todos los valores de la oposición durante la época del estado de guerra en Polonia (1981-1983). De este segundo poema dirá Sven Birkerts: “las principales estrategias de Herbert: el desplazamiento del tono y una visión histórica distante confluyen ambas en el poderoso título del poema”. Ese rol, el del vate de la oposición, después va a cargar su biografía, y va a convertirlo en una especie de símbolo, que él mismo acentuó y que, a causa de desafortunadas intervenciones posteriores del poeta (debidas a estados críticos de su enfermedad) tuvo como resultado que algunas tendencias conservadoras quisieran apropiarse de su figura. Pero eso sería otro tema, la cuestión de los poetas nacionales, que en este caso se disputarían entre Herbert y Miłosz (y también la relación de ambos poetas da para todo un artículo por separado).

Así las cosas, la obra de Herbert se ha tenido que enfrentar varias veces a intentos de clasificación y de reducción, en algunos casos se ha mantenido una imagen del poeta concreto, como la del poeta de la oposición, que aún rige en varios círculos de Polonia. Otra de las clasificaciones y reducciones se derivan de la creación de ese personaje totalmente iconoclasta, a veces un alter ego del autor, a veces una creación moral, que es Don Cogito. En cuanto a estos aspectos, un lector de una lucidez poco común como el premio Nobel J. M. Coetzee, afirma que “en un grado importante, Don Cogito es como Don Quijote (con quien está explícitamente asociado en el primero de los poemas de Don Cogito, “Las dos piernas de Don Cogito”): es una criatura cuyo creador solo puede llegar a darse gradualmente de hasta qué punto puede sobrellevar el peso poético”. Herbert como el autor de Don Cogito, cuando si repasamos sus poesías completas veremos que ese personaje no aparece hasta el año 1974, con el título del libro del mismo personaje, y anteriormente ya había publicado ¡4 libros de poemas! y a partir del libro Elegía para la partida (1990) su aparición va siendo cada vez más tenue. Sí, un personaje que tiene una importancia capital en su obra, pero no se puede encerrar la figura de Herbert en el encasillamiento de Don Cogito.

Por suerte, el lector español tiene a su disposición buena parte de la obra de Zbigniew Herbert, tanto los poemas, en la espléndida edición de Xaverio Ballester de la Poesía completa, como en los ensayos, donde están los principales del autor: Un bárbaro en el jardín, Naturaleza muerta con brida y El laberinto sobre el mar, aparte del volumen de prosas El rey de las hormigas. Con todas estas traducciones ya imposible es, después de una lectura atenta, reducir a Zbigniew Herbert a una o dos líneas, a uno o dos temas. Es una obra considerable en la que aparece una serie de motivos recurrentes, bajo una forma u otra, sea bajo la figura de Don Cogito, en la forma de un ensayo o en los otros poemas (en los que utiliza y en los que no utiliza el concepto de la máscara) de toda su producción.

 

2

Como traductor de algunos ensayos de Herbert, mientras llevaba a cabo la ardua tarea de pasarlo al español, me encontré varias veces con la idea de que la lengua que utilizaba Herbert en esos ensayos era más elaborada que la de los poemas, que en los ensayos aportaba el lirismo que había abandonado en la propia poesía. Desde entonces, no dejó de asaltarme esa idea cada vez que volvía a los textos del autor polaco, tanto en poesía como en prosa. En un artículo sobre la vertiente poética de Herbert, Krystyna Pietrych afirma: “Herbert, por elección, de manera consciente y consecuente, no quería ser un poeta lírico. Ya en su primer libro presentó una autoafirmación importante. En el poema “A los poetas caídos” escribió de manera unívoca: “termina el canto”, anunciando de esta manera el fin de la poesía cantada y pasando a la posición de un anti-cantor”. No obstante, eso no quiere decir que su poesía sea del todo privada de lirismo, es un tipo de voz diferente que permite transmitir ese mensaje moral pero que muchas veces aparece à rebours a través de la ironía del autor, a veces un cinismo directo o burla, como lo exige más el tipo de poema-parábola que muchas veces pone en funcionamiento. Es un aspecto muy particular que una diatriba tal como la presenta el autor aquí hacia la poesía más convencional, o la que proviene aún de un cierto modernismo, se realice a través de un poema que mantiene una estructura rítmica silabotónica y con una serie de rimas inexactas que aportan aún el elemento lírico al poema del que intentará desprenderse más tarde el autor de Un bárbaro en el jardín.

Para entender este cambio, o esta apuesta de Herbert, que compartirá también con los otros poetas, como Różewicz o Szymborska, pero que ya no alcanza a Miłosz, hay que mirar un poco la tradición de la poesía polaca, aparte del giro copernicano que representa el final de la II Guerra Mundial para la concepción del mundo y también para toda la poesía, con el abandono en algunas tradiciones (entre ellas, la polaca) de las formas más clásicas o canónicas. En el momento que publica Herbert su primer libro (para algunos un debut tardío, con 32 años), en el año 1956, las estéticas de las generaciones anteriores se habían agotado por completo, tanto la poesía de la Joven Polonia como la del movimiento de Skamandra habían quedado anacrónicos. Y no obstante, Herbert, tal como indica Pietrych, tiene sus primeros intentos poéticos siguiendo modelos de la Joven Polonia. Pero en los años 40-50 hay un cambio de modelo radical, y los nuevos autores buscan sus fuentes en las vanguardias que habían tenido un eco más débil anteriormente, entre los autores de las vanguardias destaca la figura de Julian Przyboś. Los postulados estéticos de la poesía de Przyboś podían permitir buscar nuevos caminos de expresión para los autores que empezaban a escribir y a publicar en esos años, especialmente en lo que se refiere a las experiencias de la guerra (y no olvidemos que la II Guerra Mundial se ensañó de manera especialmente cruel en Polonia). De ahí que en el primer libro de Herbert, que sería el de evolución hacia su propio tono poético, se encontraran aún poemas que presentaban estructuras de rimas y ritmos, pero que después irá abandonando. En cuanto a las líneas temáticas, ya se ve plenamente en este su primer libro Cuerda de luz que están establecidas y con una madurez muy perceptible. En poemas como “Cementerio de Varsovia” o “Profecía” la experiencia de la guerra aparece a partir de ese lenguaje sincopado, sin puntuación que será una de las señas de identidad de su poesía, y también los versos sangrados que establecen una especie de diálogo dentro del mismo poema, una polifonía o un coro muy particular que da visiones, aporta elementos, incisos: “antes de la invasión de los vivos / los muertos se colocan más abajo / más hondo” dice en el primero de estos poemas. El catastrofismo de Czesław Miłosz (pero especialmente, en la versión de Józef Czechowicz, en lo que se llama la Segunda Vanguardia) también tiñe el tono de estos poemas, aunque el catastrofismo alertara sobre la desgracia y en tiempos de Herbert ya ha acaecido. Con todo, el uso rico de la metáfora y las imágenes en Miłosz hace que la relación no pueda ser tan directa.

Otro tema que ya aparece en el primer libro es el de la mitología familiar, o la automitología, porque no se centra tanto en las figuras de los miembros de la familia sino en sí mismo, y surgirá un Herbert con tintes de un patriotismo también muy propio, que se deja traslucir en sus poemas. En el aspecto personal, será uno de los caballos de batalla de Herbert, especialmente en cuanto a la visión del Levantamiento de Varsovia, y uno de los principales puntos de conflicto con su admirado Czesław Miłosz, a quien le unió una amistad profunda y un desencuentro que llegó hasta el final de sus días. En cuanto a la mitología personal, no se puede descartar que Don Cogito participe en un grado muy alto de la misma. En este primer libro, en el poema “Mamá” surge la visión del mismo poeta: “lejos de tus ojos / perforados de ciego amor / es más fácil soportar la soledad // a la semana / en un cuarto frío / con la garganta encogida / leo su carta // carta donde / las letras permanecen separadas // como amorosos corazones.” En la última estrofa aún se deja llevar por un cierto sentimentalismo que desbancará por completo a partir del segundo libro y que no volverá a aparecer, de manera bastante sorprendente, hasta el último libro que publicó, Epílogo de la tormenta (1998), quizás el libro de poemas más personal de Herbert.

El tercer libro de poemas de Herbert lleva un título muy significativo Estudio del objeto (1961), y en él encontramos el punto culminante de la focalización del poema en el objeto, en las cosas. Es otra de las vías de funcionamiento de los poemas de Herbert, antes de Don Cogito, centrarse en el objeto, mirar desde el objeto, valorarnos desde el objeto, un cambio de perspectiva que da una sensación de objetividad, de esa mirada sin condicionantes que quería simular en su poesía. A la vez, es el objeto el que define no a su poseedor sino a todo lo que lo rodea, damos nombre al objeto pero es él el que nos determina, viene a decir Herbert. Sin abandonar aún este primer libro en el que exploramos las líneas temáticas de su poesía, en el poema “Taburete” dice Herbert “acudes siempre que te convoca mi mirada / con tu inmovilidad extrema explicándote por señas / al pobre entendimiento: somos verdaderos – / al final la fidelidad de los objetos nos abre los ojos”. Al final, incluso el vacío, la inexistencia es lo que llega a la máxima expresión, a su zenit, desaparecer y mantenerse en el anonimato es el objetivo, tanto para nosotros como para los objetos: “el objeto más bello es / el que no existe” afirma en el poema “Estudio del objeto”. Y si uno se mantiene entre lo animado y lo inanimado, entre una muerte y una vida, entonces puede terminar como el pájaro de madera del poema bajo el mismo título: “vive ahora / en el imposible confín / entre la materia animada / y la imaginada / entre el helecho del bosque / y el helecho del Larousse  […] en aquello que aun separado de la realidad/ no tiene bastante corazón / bastante fuerza // que no se convierte / en una imagen.” En este mismo libro aparece el poema “El guijarro” que “hasta el final nos mirarán / con su ojo calmo y clarísimo”. En los objetos radica la esencia de nuestra humanidad, funcionan como elementos metafóricos de nosotros mismos. En “Casas de los suburbios”, “tan solo las chimeneas sueñan”, las propias casas no van al teatro, mastican corteza de pan, seguramente dura, y están siempre en venta. La capacidad de personificación de la poesía de Herbert no se limita tan solo a los objetos, aunque estos formen una parte importante de su producción, sino que alcanza a los acontecimientos, de ahí esa fuerza evocadora que tiene que puede llegar incluso a movilizar toda una sociedad.

La visión exteriorizada a través del objeto o a través de un acontecimiento o un animal tiene una plasmación directa en la sección de los poemas en prosa del libro Hermes, el perro y la estrella (1957), que en este caso remite con más intensidad a la poesía de Francis Ponge. En esta sección, en el poema “Objetos” el autor se pregunta por qué no ha visto actuar, hacer cosas a los objetos, para concluir: “Sospecho que los objetos hacen estas cosas por razones didácticas: para no dejar de recordarnos nuestra inconstancia”.

Todos estos temas, y otros que aparecerán, a la vez que esa manera de relatarlos, de enfocarlos, son absolutamente personales, pertenecen a una voz única. Tal vez esto fuera lo que permitió que estos autores polacos pudieran tener esa enorme repercusión allende de sus fronteras. Y también dentro, cada uno de los poetas resulta de una voz inconfundible y que pocas veces ha tenido continuadores (quizás más en el caso de Różewicz). Piotr Śliwiński cita una de las primeras críticas que aparecieron de ese primer libro de Herbert, su autor es Jerzy Kwiatkowski: “Herbert ha venido al mundo con una armadura de un clasicismo doble: el antiguo, y el vanguardista-rozewicziano. Es un creador de un intelecto y una erudición inauditas, un poeta doctus con ambiciones filosóficas, dotado a la vez del encanto de un irónico magnífico. […] Tiene madera de ser un poeta excelente. Y además, es un moralista; a diferencia de Białoszewski, vive en la contemporaneidad. Es más joven de edad que Różewicz, y no tan solo, también más joven en su actividad de escritor, ¿podría, pues, convertirse en un dirigente poético de la generación, en un dictador del gusto, en el poeta central de su generación? No. Puesto que la poesía de Herbert continúa y perfecciona muchos valores. No crea ninguno y no destruye ninguno. Su poesía se libera lentamente de las sugerencias de varios maestros, es conservadora y fría: ya no va a alcanzar la generación que es diez años más joven que él, no crea ningún “nuevo escalofrío”.

Aunque hayan pasado muchos años de aquella reseña que tenía un carácter inmediato, claro está, alguna afirmación sigue siendo vigente. Zbigniew Herbert, a pesar de no crear esa línea nueva, un “nuevo escalofrío”, se convierte en el poeta central de su generación. ¿O tal vez ese “escalofrío” llegó con la creación de Don Cogito?

 

3

Lwów, Lviv, Lemberg, Leópolis es la ciudad donde nace Zbigniew Herbert en 1924, y donde reside hasta el año 1944, cuando está a punto de ser tomada por el Ejército Rojo. Ciudad mítica, enclave de mezcla de culturas y de lenguas, ciudad de suma importancia para todo el desarrollo cultural de Polonia durante la época de entreguerras, cuando formaba parte de aquel país que resurgió después de la I Guerra Mundial. Después, Polonia pierde todos esos territorios y Herbert no volverá a la ciudad. Pero acudirá a ella varias veces a lo largo de toda su obra: “Nunca de ti me atrevo a hablar / inmenso cielo de mi barriada / ni de vosotros tejados que contenéis la cascada del aire” dice en el poema “Nunca de ti” del libro Hermes, el perro y la estrella. Leópolis será su ciudad perdida, otro mito al que añadir a su historia, hasta que al final pueda afirmar “tan solo hablamos a las cosas con ternura por su nombre de pila”, aunque sea que “cada noche / me paro descalzo / ante el cerrado portón / de mi ciudad” (“Mi ciudad”, también de Hermes, el perro y la estrella). En algunos momentos, la sensación de pérdida alcanza cotas de dolor y de desganada resignación, como en “Un país” en la sección de los poemas en prosa: “Justo en un rincón de este viejo mapa hay un país que añoro […] Por desgracia una gran araña tejió sobre él su tela y con su viscosa saliva cerró las aduanas del sueño”, como si incluso el retorno de la imaginación fuera una tarea fútil e infructuosa.

Casi en cada uno de los libros de poemas que publica Herbert la ciudad de Leópolis es como un espectro que planea allí, que es el origen de todo, el lugar al que se sueña llegar, pero lo que queda es el intento imaginario, nada más. Por eso, incluso Don Cogito lo intenta, reforzando la imagen identificadora de Cogito-Herbert. Y cuando habla del regreso a la patria tanto puede ser a Polonia como a su Leópolis, tal como se ve en “Don Cogito – El regreso”: “Don Cogito / ha decidido regresar / al pétreo seno / de la patria […] no puede ya sin embargo / soportar esos giros coloquiales /  – comment allez-vous / wie geht’s / – how are you […]” Es paradigmático este poema de la postura del poeta ante el gobierno con el que le tocó vivir y lidiar, bajo ese yugo comunista. Aunque salió varias veces del país (y dio como resultado sus espléndidos libros de ensayos), Herbert decidió quedarse en él. No optó por la vía del exilio, como el caso de Czesław Miłosz. No vamos a buscar paralelismos con otras literaturas, porque las circunstancias históricas son siempre diferentes y particulares, pero puede venir a la mente la figura de Vicente Aleixandre en la poesía española.

En el año 1974, en el libro Don Cogito vuelve a aparecer el tema con el personaje que crea el autor: “Don Cogito medita sobre el regreso a su ciudad natal”: “Si allí regresara / con certeza no encontraría yo / ni siquiera una sombra de mi casa / ni los árboles de mi niñez / ni la cruz con el rótulo de hierro”

Y finalmente, uno de los poemas más directos de Herbert sobre la ciudad de Leópolis se encuentra en el último libro que publica, el poema lleva el título “En la ciudad”: “En la ciudad fronteriza a la cual ya no he de regresar / hay una alada piedra ligera y enorme […] en mi ciudad que no está en ningún mapa / del mundo existe un pan que puede alimentar / toda una vida”. Tanto en este poema como en el anterior el lector puede detectar algunos ecos de la poesía de Czesław Miłosz, especialmente del poema “En mi patria”: “En mi patria, a la que no he de volver / hay un lago forestal enorme, / anchas nubes, rotas, maravillosas / lo recuerdo cuando vuelvo la vista”. No es de extrañar esta coincidencia, al tener los dos autores una ciudad perdida (la ciudad sin nombre llegó a denominar Czesław Miłosz a su Vilna natal), de un territorio también perdido después de la Segunda Guerra Mundial, y un periplo vital que los ha alejado y ha impedido el regreso a esas zonas. La combinación de historia presente en la poesía es otro elemento que caracteriza a  la escuela de poesía polaca y que raramente encontramos en poetas de otras literaturas que se encontraban en la otra parte del telón de acero. Poesías tan potentes como la checa o la húngara no acuden a este condicionante como sí lo hacen los poetas polacos.

En no pocas ocasiones, los poemas de Herbert hacia la ciudad natal se mezclan con los poemas sobre la patria, sobre Polonia renacida en el siglo XX, sobre la disolución del imperio (en un tiempo pasado y en un tiempo futuro; se trata, pues, de dos imperios diferentes), no siempre es así, aunque representa un intento de identificación que no encontramos en otros poetas, donde existen o una o la otra. Uno de los más desgarradores poemas acerca de este tema es el que abre el libro Inscripción, “Prólogo”, una sensación de desgarro que se ve más acentuada porque es de los pocos poemas en los que Herbert se acerca más al carácter lírico del poema, con rimas que ya son claramente evidentes. ¿No se había desprendido aún de la rémora del modernismo como él mismo podría haber llegado a considerar? ¿Era una manera de hacer que ese contraste entre la realidad, la crueldad del tema y la belleza de la expresión fuera más marcada y agudizara más en las sensaciones que pudiera transmitir al lector? ¿Con la creación del coro, daba voz a una comunidad, y además a partir del lirismo? No se puede saber qué movió a Herbert a utilizar unas rimas y esa forma en el poema, pero logra un efecto muy profundo, por ser casi una excepción en su producción este tipo de estrategia, y entonces la identificación entre ciudad y patria pueden tener un significado pleno (en la traducción no se mantienen las rimas, seguramente porque provocarían un distanciamiento mayor en el tema, pero sí se conserva ese lirismo tan particular de este poema): “La ciudad – / (Coro) Ya no hay tal ciudad / Se hundió bajo la tierra […] A la zanja por la que navega un turbio río / llamo Vístula. Es duro reconocerlo: / a un tal amor nos condenaron / con una patria tal nos han perforado”

 

4

 

Czesław Miłosz y Zbigniew Herbert, relación de admiración y de enemistad, de enfrentamiento y de amistad, todo a la vez. La chispa saltó en una cena en casa de los Carpenter, reputados traductores de poesía polaca. Parece ser que la discusión fue por motivos ideológicos, por la visión que cada uno tenía del papel de Polonia durante la guerra, en el Levantamiento de Varsovia, de sus actuaciones, y también de la pertenencia a un patriotismo más laxo o más decisivo. El enfriamiento de la relación se puede seguir en la correspondencia que mantuvieron ambos autores, que se mantuvo incluso después de la discusión, aunque de manera más espaciada. Y la discusión pasó a otros ámbitos, a la literatura. En el libro El año del cazador Czesław Miłosz se atreve a poner en tela de juicio la figura de Henryk Elzenberg, filósofo y principal mentor de Herbert. Como este último reconoce en el poema “A Henryk Elzenberg, en el centenario de su nacimiento”, del libro Rovigo (1992): “Qué habría sido de mí de no haberte encontrado – mi maestro Henryk / A quien ahora por primera vez me dirijo por el nombre de pila / con la veneración y respeto debidos a las Sombras Largas”. Elzenberg imprimió una profunda huella en la temática clásica, así como una valoración ética de la poesía del poeta de Leópolis. Como respuesta, Zbigniew Herbert ataca en varios frentes, por una parte el poema (que no se publicó en vida de Herbert) “He vuelto a soñar con Miłosz”, por otra, la creación de un contra-libro, como indica Andrzej Franaszek, cuyo título sería El año del cordero, en el que discutiría principalmente la figura de Miłosz, y por una tercera, la vía más virulenta, la publicación, en el mismo libro Rovigo, del poema “Chodasiewicz”, un ataque despiadado a toda la figura del autor otrora admirado. El poema no menciona directamente a Czesław Miłosz pero se puede entender perfectamente, cualquier lector que conozca la obra del autor nacido en Vilna detectará todos los ataques, desde los poemas hasta el exilio pasando por la prosa y también como venganza la crítica al mentor de Miłosz, su tío Oscar Vladislas de Lubicz Miłosz.

No menciono esta situación como si fuera una curiosidad, una anécdota del mundo literario polaco, sino como uno de los elementos cruciales para entender las dos grandes figuras que dominaron la poesía en su lengua a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, y que a pesar de sus diferencias y de sus ataques, les unían más elementos de los que los separaban, al menos en el ámbito de la creación.

En el poema “Tres estudios sobre el realismo” Herbert presenta tres tipos de pintura que plantean la cuestión de la realidad y el arte, otra de las líneas de su poesía, la reflexión sobre la creación artística, sobre la capacidad de esta no ya de evocar sino de presentar otros mundos de manera autónoma. En otro poema posterior, del libro Estudio del objeto, “En el taller”, el mundo que crea el pintor resulta ser más real, más auténtico que el del Creador: “en cambio / el mundo del pintor / es bueno / y está lleno de errores / el ojo se pasea / de una mancha a otra / de una fruta a otra.” El problema de la realidad, de la creación es compartida también en no pocos poemas de Czesław Miłosz. De hecho, ambos autores se encuentran en un momento de divergencia de la ciencia y la literatura, de dos mundos escindidos, donde hay la fe y la esperanza que la segunda pueda seguir cumpliendo la tarea de crear un mundo paralelo, o de crear el mundo más real. Por eso, ambos están anclados en un modernismo que solo Herbert en algunos momentos de su poesía final podría empezar a cuestionar. Se pueden apreciar estas concomitancias en el inicio de uno de los poemas de Czesław Miłosz del ciclo “Seis conferencias en verso” apunta: “¿Qué hacemos con la realidad? ¿Dónde está en las palabras? / Apenas titila y ya desaparece. Vidas incalculables / Que nadie recuerda. Ciudades en los mapas” El afán del arte, en todas sus manifestaciones para poder alcanzar lo que es la realidad. En el caso de Miłosz es la búsqueda, la duda; en el caso de Herbert es más la concreción, la existencia, la posibilidad.

En uno de sus textos sobre poesía, publicados póstumamente, Herbert indica la relación con la realidad: “la esfera de la actividad del poeta, si tiene alguna relación seria con su trabajo, no es la contemporaneidad, que entiendo como el estado actual de conocimiento político-social y científico, sino la realidad, un tenaz dialogo del hombre con la realidad concreta que le rodea, con ese taburete, con un prójimo, con esa parte del día, cultivar esa habilidad que está desapareciendo de la contemplación”.

 

5

 

Herbert abre otros caminos en el debate del arte, como si quisiera presentar todo un enorme panorama donde cada uno de los detalles estalla en una nueva reflexión. Pero ya, pasados los desengaños y decepciones que le ha brindado la historia, a pesar de que pueda creer en una realidad más concreta en el mundo de la pintura (y aquí cabe mencionar de nuevo los dos libros de ensayos en los que las otras artes diferentes a la literatura juegan un papel primordial), no lo cree así en el lenguaje, en el canto, lo que le aproxima en este punto de nuevo a Miłosz. El poema clásico, ya antológico de Herbert, “Apolo y Marsias” va en esa dirección. Como apunta el gran crítico polaco Jan Błoński: “Toda la poesía de Herbert está desgarrada por la oposición entre la Arcadia de la virtud y de la belleza por una parte, y el Apocalipsis de la contemporaneidad por otra: las alucinaciones, las obsesiones y los ataques de pánico se contraponen de manera muy frecuenta a la felicidad apacible de la sabiduría humanista (a veces epicúrea, a veces moralista). No por casualidad el rival de Apolo no es para Herbert Dionisos, como era habitual, sino el despellejado Marsias: es su destino el que no deja de visitar la conciencia del poeta.” El canto se ve impotente, el lenguaje y la propia poesía. A través de la ironía, o incluso el sarcasmo, la poesía se ve relegada a un rincón inútil, aunque todo se exprese paradójicamente a través de la propia poesía. Volvemos al punto de la poesía no lírica, de la desconfianza ante el lenguaje. En “Aldaba” dice “doy un golpe en el tablón / y él me va apuntando / mi árido poema moralista / sí – sí / no – no”, un tablón que es su instrumento, en clara contraposición con la lira. La sequedad de la oración se convierte en el tono más fidedigno del poeta en cuanto a las valoraciones de la poesía, la sola sílaba de Marsias puede recrear todo el dolor, no es necesario el adorno, la filigrana, el lirismo. En el año 1972 Herbert da cuenta de su propio programa poético: “Los poemas que más me gustan de la poesía contemporánea son aquellos en los que percibo lo que denominaría como la característica de la transparencia semántica (termino recogido de la lógica de Husserl). Esa transparencia semántica es la propiedad del signo que consiste que en el momento en el que se utiliza la atención se centra en el objeto destacado y no es el mismo signo el que capta la atención. La palabra es una ventana abierta a la realidad. Por otra parte, me gustan menos (y a veces, en absoluto) los poemas cargados de metáforas con una sintaxis extrañada, los “poemas objeto” tras los cuales no se ve nada, y cuyo objetivo es mantener la atención del lector hacia la maestría del autor”.

De manera también completamente explícita la visión de la poesía Herbert la transmite a los poetas polacos que son de una generación posterior, unos poetas que buscaban desenmascarar la falsedad del lenguaje del poder, un discurso de enfrentamiento que había iniciado el propio Herbert. Se dirige a Ryszard Krynicki, uno de los poetas más importantes del movimiento “Nueva Ola”, con una carta en verso: “Poco quedará Ryszard en verdad poco / de la poesía de este siglo enloquecido con certeza Rilke Eliot / y algunos  otros venerable chamanes que conocieron el secreto / de hechizar palabras bajo una forma inmune a la acción del tiempo sin lo cual / no hay frase digna de ser recordada sino que el habla es como la arena” (“Carta a Ryszard Krynicki”, Informe desde la ciudad sitiada y otros poemas).  Eliot y Rilke, y un par de chamanes, curiosa selección, dos modernistas con planteamientos muy diferentes, como si el propio Herbert quisiera conciliar tendencias con la ruptura de uno y la continuidad de otro, como un debate en su propia poesía, o en la tradición de su propia lengua. Pero lo que importa es la forma inmune a la acción del tiempo, que quede por lo menos alguna certeza en la que poder confiar, y esa sería la palabra, aunque muy pocos pueden llegar a conseguirlo. La poesía lucha contra el tiempo y contra la historia, con el momento, con el loco siglo XX, y con todos los siglos anteriores y los que tienen que llegar. El final del poema rompe con todo el tono de meditación, de resignación, amargura y decepción anteriores, esa manera de romper el discurso es lo que salva a los poemas de Herbert del discurso moralizador, una vuelta de tuerca en la que todo se convierte en tal vez una broma. Es el descenso de la filosofía a la realidad más dura, como en el caso del poema “Don Cogito relata la tentación de Spinoza”, dejémonos de esas cuestiones, lo importante son las cuestiones más vitales, las necesidades perentorias, las convenciones que nos pide la sociedad. Una enorme burla. Es particular también la fórmula de despedida de este poema-carta, que coincide con los juegos que llevaba a cabo en sus relaciones epistolares (basta con ver las cartas con Wisława Szymborska o con Czesław Miłosz), así que la sombra no tendría aquí un elemento simbólico (¿y dónde encontramos los simbolismos en su poesía, si precisamente quiere alejarse de las mismas?) sino un doble juego que acentúa la ironía al final del poema.

De Adam Zagajewski recibe una postal, y le responde con un nuevo poema, tiene un tono muy amistoso, de una charla sobre lo que ven en las ciudades, sobre cosas nimias, aunque sea la fealdad compartida de los bloques construidos bajo la época soviética, todo en un tono muy ligero, conversacional, de crítica irónica, y en este contexto una invectiva contra la famosa afirmación de Adorno no es nada sorprendente, incluso casi racional, sí, así debería ser: “Me imagino exactamente lo que estás haciendo ahora – / les estás leyendo a un puñado de fieles porque aún quedan fieles […] Bueno y ya ves a pesar de lo que ideó el trágico Adorno (“Una postal de Adam Zagajewski”, Rovigo)

Parece otra vez la risa burlona de un descreído que, no obstante, afirma. Marek Zaleski, en una interpretación muy interesante en la que defiende que la obra de Herbert, así como los intentos de identificación identitaria, se encuentran en el dominio de la figura de un trickster, un impostor, dice: “El juego, tal como destaca Agamben (quien, por otra parte, cita a Emile Benveniste) “aparta y libera a la humanidad de la esfera del sacrum, pero sin acabar de derribar esa esfera”. Devuelve lo que es hierático, por tanto petrificado, a lo que es vivo, así pues librado a la invención y a la fantasía. Herbert solía ser un despreocupado participante del juego, pero con más frecuencia la risa esconde en él el horror, mientras que el humor suele ser una rebuscada forma de adoración de la derrota de la belleza, y a la vez asegura un campo de maniobra, un espacio de libertad”. En ese sacrum ya se podría incluir perfectamente a Adorno, puesto que hace referencia a todo lo que ha sido elevado a un estadio de casi inmovilidad cultural irrefutable.

 

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“Los antiguos maestros / se las arreglaban sin nombres” (“Los Antiguos Maestros”, Informe desde la ciudad sitiada y otros poemas), directa declaración de intenciones. El arte en el dominio anónimo, sin la personalidad del artista, sin nombre, pero con sello propio que no se tiene que llegar a conocer. Con dos versos, Herbert echa abajo todos los cimientos del romanticismo, de la autoría en el mundo occidental, se permite subvertir un orden establecido en el arte que pide una voz original. En el poema, los autores quedan ensombrecidos en la obra, se funden en ella, la belleza los salva y hace que perduren. En el ensayo “El maestro de Delft”[1] no publicado en vida, y que iba a forma parte de un libro dedicado a Vermeer y a pintores más desconocidos de la pintura holandesa, Herbert reitera más de una vez su fascinación por lo poco que nos ha llegado sobre la vida de Vermeer, que deja una brecha para la imaginación, aunque también para centrarse en lo que realmente interesa, que es la obra. Dice el autor del ensayo “En realidad, sabemos de él muy poco, como si perteneciera a ese grupo de flamencos primitivos que llevaban bellos y misteriosos nombres: el Maestro del follaje bordado, el Maestro de la Lluvia de Maná, el Maestro de la Sangre Sagrada.” Una afirmación que entronca con el final del poema que he citado. Si hacemos un repaso a los dos libros de ensayos principales que dedicó a la pintura, Un bárbaro en el jardín y Naturaleza muerta con muerta bajo este prisma, se puede observar la presencia mayoritaria de las obras anónimas, de los autores desconocidos, aparte de que el hecho de que Herbert se centrara en unas épocas determinadas de la historia del arte ya facilitaba poder encontrarse con tal situación. Desde el primero “Lascaux”, como si ya el arte fuera por naturaleza propia el dominio de lo anónimo, y el arte fundacional principalmente.

Antiguos maestros, anónimos maestros y pequeños maestros. Este último era el título bajo el cual iba a agrupar Herbert a los otros pintores en el libro de ensayos, incluía a figuras relevadas a un segundo plano en la historia del arte, en los márgenes de la grandeza, pero de una importancia fundamental. Herbert se pregunta repetidas veces por qué motivo toda una multitud de pintores quedaron relegados a ese concepto, y lo que quiere destacar es que cada uno de ellos representa un mundo propio y particular, una visión del arte. De hecho, el concepto de pequeños maestros está fijado para referirse a esos pintores, pero en el caso de Herbert conllevan una reflexión que va mucho más allá de esta selección de autores y sirve para establecer un abanico más amplio no solo de pintores sino que pasa al campo de la la literatura. Por otra parte, como dice Magdalena Śniedziewska, Herbert se encuentra atrapado entre dos visiones (y ya es otra vez que presenciamos en toda su obra este dilema), por una parte, la que proviene todavía del siglo XIX acerca de los pequeños maestros, y por ende, el repite las características que se les atribuyen, pero por otra parte, quiere actuar en defensa de esos pequeños maestros. Y después afirma la misma autora: “Herbert, sensible siempre al destino de los que habían quedado olvidados, empujados a los márgenes de la gran historia, escucha atentamente sus palabras. Pero sus esfuerzos no tienen como objetivo ponerlos en la corriente principal de la historia, sino en formar una nueva manera de pensar. No se trata pues, de buscar afinidades por doquier, relaciones lógicas o llegar a una descripción en categorías de una totalidad. Según Herbert, hay que aceptar que no se puede abarcar toda la historia, encerrarla en un orden a cualquier precio, enmarcarla en los límites fijos de las corrientes estéticas, conceptos, jerarquías.” ¿No es exactamente lo mismo que intenta alcanzar en su propia obra? Los poemas de Herbert pueden dar la sensación de que mantienen una jerarquía, pero precisamente lo que pretenden es desbancarla, otorgarle otro punto de vista, no es una jerarquía fija y estipulada, una jerarquía de valores que hay que seguir a pies juntillas, es una manera de establecer las relaciones y que a través del acercamiento que tengamos hacia las mismas estableceremos de una u otra manera. Así, Don Cogito, y todos los personajes de las máscaras de Zbigniew Herbert, y los clásicos, y los objetos, indican la importancia de subvertir, de burlarse de esas estructuras fijas. Pero lo más importante, y lo que lo alejaría del otro gran poeta de la subversión en la literatura polaca, Tadeusz Różewicz, es que esas estructuras existen, no se pueden derribar por completo, hay que hacer un ejercicio para poder repensarlas. Como hay que hacer un ejercicio para repensar el lugar que ocupan los pequeños maestros para el receptor contemporáneo.

Por una parte, el restablecimiento de órdenes diferentes; por la otra, el anonimato del autor que se funde en la obra de arte en el momento de buscar la belleza, ese es el camino que hay que seguir. Posturas difíciles de conciliar, al igual que las otras parejas de conceptos, de planteamientos que se encuentran en la obra de Herbert. Siempre Herbert entre dos fuegos, como indican James L. Foy y Stephen Rojcewicz: “nos hallamos ante un poeta que usa particulares concretos, pero que valora los universales, que mantiene la tradición clásica pero que se centra en la vida cotidiana, que alaba y describe lo mundano y lo simple, pero que blande la ironía y domina la filosofía.”

La obra de Herbert bascula entre un mundo de valores que se ha derrumbado y se ha hecho añicos, y a los que aún se intentan aferrar los autores como tablas de salvación y unas dudas que aparecen con los nuevos sistemas en los que hay que replantearse la validez de esos antiguos valores. Una estrategia de debate para estar en el filo de ambos y no acabar cayendo es la ironía. En Herbert el uso marcado de esta responde (no siempre, claro está) a un intento de reforzar y rebatir a la vez las certezas (de la historia, del pensamiento occidental, de los conceptos como patria o identidad) que cada vez se van debilitando más en el transcurso del siglo XX.

 

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Si en los primeros libros de poesía de Zbigniew Herbert ya teníamos de manera casi programática las principales preocupaciones de las que iba a tratar a lo largo de toda su creación, una voz consolidada, y un tipo de construcción propia del poema, en el último libro que publica, Epílogo de la tormenta (1998), sorprende a todos los lectores con un tono mucho más confidencial, íntimo. No abandona su manera de construir el poema, pero la amplía con una dicción menos seca, como buscando un consuelo en la palabra que había estado bregando hasta ese momento, y parece como un ajuste cuentas consigo mismo, sin abandonar la ironía que refuerza un decaimiento que rezuma en varios instantes, como en el poema “Teléfono”, en el que relata una conversación con el monje trapense Thomas Merton (con quien, curiosamente, y vuelve a aparecer en la relación, Miłosz mantuvo una intensa correspondencia), al final del poema dice la voz poética: “vaya guardián de la nada / estoy hecho / nunca en mi vida / he conseguido / crear / una abstracción decente”.

De este libro destacan, por su carácter de cuestiones definitivas, por su simbología cristiana, por su tono de contrición (no necesariamente hacia Dios, o el dios de Herbert, no tan cercano del cristiano), y de aspiración, el ciclo de poemas “Breviario”. Con el título puede remitir también al Libro de horas de Rilke. En este ciclo hay un compendio de lo que llegó a conseguir Herbert en su obra, de lo que aspiraba, las intenciones programáticas de los primeros libros desaparecen, claro está, hasta fundirse en este mirar hacia atrás. Aparece el estilo, la belleza, el debate de los contrarios que quiere conciliar, las enumeraciones a las que sentía tanto apego y llegó a dominar y a fundir entre los salmos y Homero o la tradición greco-latina, los objetos. Hay una evolución desde “Breviario (I)” que arranca con una ironía, y el lector piensa que se adentra en el mundo herbertiano al que está tan acostumbrado, después pasa a la enumeración de los objetos, con un detallismo y una selección que se centran en pocas esferas de la vida del poeta, especialmente la de la creación, y de repente, sin dejar la ironía, que se va volviendo cada vez más amarga, el lector presencia el mundo de la enfermedad, hasta que termina con las pastillas para el sueño que “son estupendas, porque reclaman, recuerdan, reemplazan la muerte”. Magistral uso de los tres verbos en que las diferentes fases de la vida y la muerte se funden en el hombre.

Los otros breviarios pasan de la creación a la belleza y a un tono de resignada aceptación, aunque también de rebeldía, por las circunstancias de la vida. En “Breviario (II) el autor empieza pidiendo un largo aliento de la frase para poder encerrar todo el mundo, aspecto del que se ha hablado poco acerca de la creación de Herbert, en algunos poemas uno puede tener la sensación de que hay una ambición de querer describir la totalidad del mundo (de ahí que esas contradicciones que quería conciliar pudieran llegar a ese acuerdo), de manera similar a como lo pretendía Jorge Luis Borges. Pero no nos adentraremos en esos derroteros. Al principio del poema dice: “Señor, / dótame de talento para componer frases largas, cuya línea sea la línea de una respiración, extendida como los puentes, como el arco iris, como el alfa y el omega del océano”. Desaparece la ironía del primer poema del ciclo, y Herbert aspira a la totalidad, a tener la frase larga: “por frases largas rezo, pues, por frases que modele el esfuerzo, tan extensas que en cada una de ellas pueda encontrarse el reflejo especular de una catedral, de un gran oratorio, de un tríptico”. Esfuerzo titánico es el que pide el autor, y una visión deudora aún del modernismo del que no se liberará en ningún momento, la intención de crear la obra total. Curiosa conclusión, al final de los días, de un autor que había buscado siempre el detalle. O quizás en el detalle más absoluto se encierra la transcendencia de lo superior que intentaba alcanzar.

El más confesional de los poemas es el “Breviario (IV)”, donde el repaso a la vida se hace directo, cruel, ensañado, austero hasta lo más recóndito de cada espacio de verso: “la vida mía / debería cerrarse en un círculo / terminarse como una sonata bien compuesta / mas ahora veo con claridad / en el momento previo a la coda / acordes rotos / colores mal combinados y también palabras / algarabías disonancias / los lenguajes del caos”. Juicio severo el que se impone el autor, pero esas algarabías, esas disonancias, ¿no son las que impone la historia, la cruel historia del siglo XX? Y en su mundo, en toda su creación, la poética y la ensayística, Herbert expresó esa algarabía con un punto de consolación a pesar (o gracias) a la ironía para el lector de ese siglo, para que pudiera asirse a unas pequeñas certezas. Tal vez serán los lenguajes del caos, de una historia de ruido y furia a la que el autor de Don Cogito ha puesto un orden de belleza y de reflexión.



[1]     El lector puede encontrar dicho ensayo en este mismo número de Turia.

Escrito en Lecturas Turia por Xavier Farré

Los etiquetadores literarios definen la Nueva Crónica Latinoamericana como el Boom de la No Ficción. Una de las exponentes de este periodismo regenerado, que vuelve a entroncar con la literatura, es la argentina Leila Guerriero (Junín, 1967). Mario Vargas Llosa ha encomiado, desde las páginas del diario El País, cómo compone cada perfil o retrato de sus personajes: “Es un objeto precioso, armado y escrito con la persuasión, originalidad y elegancia de un cuento o un poema logrados.”

Dicho por el último sobreviviente de aquel grupo, que detonó la novela latinoamericana desde la Barcelona franquista, Leila Guerriero no necesita más presentadores.

Estudió la carrera de Turismo, pero no la llegó a ejercer. Le pudo más la pasión por las letras, y observar lo variado de la condición humana, que organizar cruceros por el Perito Moreno o veladas de tango para guiris en El Viejo Almacén.  Con 25 años envió un cuento, titulado Kilómetro cero, al diario bonaerense Página/12 y, cuatro días después, el director, Jorge Lanata, la contrató como redactora. Su firma no tardó en aparecer en los periódicos de mayor tirada en el Cono Sur, como La Nación y El Mercurio, y fue revalidada en España por El País, del que es actualmente columnista.

Autora, además, de una docena de libros en los que prevalece el perfil de personajes y la crónica narrativa, Guerriero desempeña también la labor de editora para América Latina de la revista mexicana Gatopardo, en la que se ha fraguado una parte importante de esa Nueva Crónica Latinoamericana.

Con una vida profesional tan intensa, no viaja a España todo lo que desearía. Por eso, esta conversación tiene lugar entre Buenos Aires y Royuela (Teruel) mediante llamada de WhatsApp. Sin imágenes. Entrar por primera vez en casa de alguien, a través del objetivo de un teléfono, es un allanamiento de morada. Tiene algo de obscenidad. 

Tarde de paseo por este rincón de España; amanecer borrascoso en Buenos Aires. El entrevistador juega con ventaja. Aunque no la conoce en persona, ha visto fotos suyas, de cuerpo espigado y melena salvaje; puede imaginarla en el salón de su domicilio porteño. Sin embargo, descubre ahora el tono expansivo, campechano y jovial de su voz. 

- Te agradezco que hayas aceptado esta vía (la norma manda no tutear a los entrevistados, pero entre periodistas es lo que impera), porque imagino que, atenta como estás al mínimo detalle de quien tienes enfrente, tú nunca lo hubieras hecho.

- Al contrario. Cuando se interpone la distancia y el tiempo, me ha tocado. Como a todos los que trabajamos en esto. En ocasiones, claro que he tenido que hacer de este modo alguna entrevista, más bien corta, si quería obtener un testimonio, no del todo central, para un perfil o nota más larga. Pero eran por teléfono o Skype. Aunque no me apasiona la tecnología, son herramientas útiles para nuestro trabajo. Ahora, WhatsApp tengo desde hace muy poco tiempo y ésta es la primera.

 

El entorno familiar

- Pues ya somos dos. Cuando afrontas un perfil, o retrato periodístico en profundidad, de un personaje necesitas empezar por el principio. Independientemente de la estructura que le des luego al relato. No puedes comprender a ese hombre o mujer, con el que llegarás a conversar durante meses, sin conocer su pasado. ¿Cómo era tu entorno familiar en Junín?

- Mi papá es ingeniero químico. Una persona que se lee de tres a cuatro libros por semana. Y mi mamá, que falleció en 2009, era maestra, pero nunca ejerció el magisterio, sino que se dedicó al rol tradicional de ama de casa. A criar a los hijos. También leía mucho, aunque a ella una novela le duraba dos meses. Era muy devota de las revistas. No de ésas de la farándula.  La recuerdo leyendo una para mujeres que se llamaba Claudia (se publicó entre 1957 y 1973), muy avanzada, muy de vanguardia. Traía reportajes, crónicas, cuentos y muy buenas firmas. En casa había libros y revistas de historietas por doquier, y se recibían, qué sé yo, cinco diarios por día. Cuando veníamos a Buenos Aires, como a papá le gusta mucho el teatro y a mamá le gustaba el cine, íbamos todo el tiempo de espectáculos. Eran dos personas ilustradas y, aunque se hablaba de literatura, no puedo decir que viviera en una casa de intelectuales. Pero sí muy estimulante desde el punto de vista cultural.

Junín, en plena pampa húmeda y rodeada de un entorno lacustre, es una de las ciudades más activas y aplacibles de la provincia de Buenos Aires. Algún prócer local la bautizó con el pomposo nombre de La Perla del Noroeste. Pero la pequeña Leila se aislaba de aquel ambiente turístico, administrativo e industrial en la biblioteca familiar. Le gustaban los relatos de terror y ciencia ficción. “Sobre todo los de Horacio Quiroga y Ray Bradbury, que fueron los que me hicieron empezar a escribir. Porque yo escribo desde que soy chiquitita. Cuando tenía siete u ocho años. Pero el primer relato que entregué a Página/12  ya no tenía nada que ver con esos géneros, ni cosa por el estilo. Era una historia muy cruda, de realismo sucio, digamos. Una mujer roba un banco con su novio y, cuando escapa de la Justicia, se da cuenta de que se ha subido al proyecto de él, que aceptó convertirse en ladrona porque estaba enamorada. Está escrito con una voz muy bestial, nada romántica. Porque yo tampoco lo soy. Es curioso, sí, que haya sido un texto de ficción el que me haya abierto la puerta del periodismo”.

 

Sobre el periodismo narrativo

- Radio Nacional de España emite un programa en el que sus seguidores no se reclaman oyentes, sino escuchantes. En el caso del periodismo narrativo ¿ocurre igual? ¿Sois periodistas que, más que ver, estáis observando, escrutando?

- Todo el periodismo debiera definirse de esa manera. Vamos a entrevistar a la gente, la escuchamos y transcribimos lo que nos dicen. Pero usamos poco los otros sentidos. Qué se yo: la mirada, el olfato…Tenemos que estar atentos a las gesticulaciones de los entrevistados, el entorno que los rodea, sus casas, sus formas de decir: “Buenos días”, “Buenas tardes”, ”Perdón” y “Gracias”. El periodismo tradicional deja un poco de lado esos detalles que aquí se trabajan mucho.

- ¿Y, precisamente esos detalles, te han permitido descubrir en algún personaje más de lo que aportaban sus palabras?

- Siempre sucede. No se deben sacar conclusiones rápidas; por eso al hacer un perfil nos quedamos tanto tiempo con el entrevistado. Puede ser que un día esa persona esté de mal humor y responda mal; pobre, se le enfermó la suegra. Qué se yo. Ahora me viene a la cabeza la escritora Aurora Venturini. Yo la entrevisté cuando tenía 87 años y falleció a los 92. Fui varias veces a su casa, en La Plata, y le pedí permiso para sacar fotos. No quería publicarlas, pero estaba tan abigarrada de objetos que, a la hora de describirla, me iba a resultar muy difícil, por más que tomara notas. Yo, además de grabar, siempre tomo notas con la libreta. Saqué fotos de su biblioteca y, cuando llegué a mi casa, les hice un zoom y descubrí un montón de libros con títulos muy extraños. Como Los brujos, La Luna Negra de nosequé… Parecía de magia negra. Justo después, hago una entrevista con una de sus discípulas y me dice: “¿Viste que Aurora, si le haces un daño, te hace una brujería?” Y me empezó a hablar de su faceta digamos paranormal. La siguiente vez que fui a verla, le pregunté y me dijo que era muy creyente, muy católica, y que, así como existía Dios, existía el Demonio. Y me empezó a contar que ella lo había visto. Su mejor amigo era un cura exorcista. Hablé con él y nada de lo que dijo Aurora era descabellado ni para mofarse. El cura decía que, si aseguraba haber visto algo, había que darle cierto crédito. Surgió este tema de conversación que, fantasía o no, formaba parte de sus creencias. Luego ella me contó cosas que pasaron. Como que había abierto el periódico y había visto una necrológica de alguien que todavía no se había muerto y se murió poco después. No digo con esto que yo crea en esas cosas. Digo que ella las contaba de esta manera. Y todo salió de una foto a su biblioteca. Sí, esos pequeños detalles, que nadie mira o pasan desapercibidos, pueden echar luz sobre zonas de la gente a la que uno entrevista.

 

Historias en primera persona

Escribir en primera persona es un clavo ardiendo al que el periodista se aferra en casos de extrema necesidad. Leila Guerriero sólo lo ha hecho en tres de sus libros: Los suicidas del fin del mundo (2005), Una historia sencilla (2013) y Opus Gelber (2019). “Uso la primera persona en mis columnas de El País, aunque no siempre, para que se entienda que la que opina soy yo. También en mis conferencias sobre la escritura o el periodismo, porque es lo que a mí me pasa, pero que no tiene por qué ser una verdad. En el caso de esos tres libros recurro a ella por diferentes razones. En Los suicidas del fin del mundo, cuando yo llegué a Las Heras, un pueblo perdido en la Meseta Patagónica, donde había un excesivo número de suicidios entre jóvenes, vi que esa gente vivía en un estado de aislamiento y de precariedad terrible. Les cortaban la ruta los piqueteros, porque protestaban por tal cosa, y el pueblo se quedaba aislado cuarenta días. Sin recibir combustible, sin víveres, sin recibir nada. O el viento tumbaba los cables del teléfono y se quedaban diez días sin poder usarlo. Les daba igual, pero yo me desesperaba, porque me sentía encerrada. Pensaba: “No voy a poder salir de acá nunca más”. La cita con mis entrevistados era en el único café del pueblo que, a su vez, era un burdel. Y todo esto, que para ellos era normal, para mí no lo era. Esa primera persona es la mirada del forastero que no ve tan natural lo que ellos consideran cotidiano. En Una historia sencilla me incluí yo porque había cosas que me costaba mucho dilucidar. Como el hecho de que Rodolfo González Alcántara, el protagonista, se dirigiera con tanto entusiasmo hacia su propia aniquilación. Porque él iba a ganar el premio del Festival Nacional de Malambo de Laborde. El malambo es un baile tradicional de los gauchos. Si lograba ganar, como pasó, suponía el fin de su arte, porque en las bases figuraba que no podría presentarse a ningún otro concurso como solista. Y tampoco entendía el altísimo grado de prestigio que tenía este festival, absolutamente desconocido por entonces. Me parecía que era indispensable esa primera persona. De todas formas, creo que Opus Gelber es donde aparezco más expuesta de todos los libros que he escrito. Porque la personalidad del pianista Bruno Gelber se comprende y se explica sólo en relación con un otro. En la forma que manipula, ejerce su magnetismo e interpela a ese otro que tiene enfrente, que soy yo. Bruno me pone contra las cuerdas. Es superinquisitivo. Me hace preguntas incomodísimas. Juega un poco conmigo: me encuentra parecidos graciosos con actrices y me pregunta cómo me llevo con mi marido; si me acosté con mujeres…y qué pienso yo de los celos. En buena parte del libro, Bruno me entrevista a mí de alguna forma. Por supuesto, muchas de mis respuestas no aparecen, porque no interesan a nadie. Pero hay una faceta de la personalidad de Bruno que sólo se puede mostrar en ese juego como el gato y el ratón con la persona que tiene enfrente. No había manera de escribirlo si no era en primera persona”.

 

“Me molesta cuando se confunde sarcasmo con inteligencia”

A pesar de lo que cuenta, Leila Guerriero sostiene que la entrevista no debe concebirse como un combate. No hay que enseñar las armas. Pero tampoco mostrarse cómplice. Echando la vista atrás, se reprocha haber sido “un poco sobona” con algunos entrevistados y ha intentado dosificar la ironía y el sarcasmo. “Son recursos de alto impacto que se pueden transformar en un vicio. Si se convierten en el único medio que tenés para subrayar lo ridículo, lo indignante, lo absurdo, lo contradictorio, lo paradójico, blablablá… de una situación, te mostrarás como un narrador de pocos recursos. Viendo hacia atrás, encuentro algunos perfiles y crónicas recargadas en ese sentido. Sin embargo, uso mucho la ironía en las columnas de El País. Incluso llego al sarcasmo. Hay autores que utilizan ambos recursos con mucha frecuencia y me encantan, pero ahora me parece más interesante buscar otras cosas. Lo que sí me molesta es cuando se confunde, que se confunde mucho, sarcasmo con inteligencia.”

- Cuando empezaste en este oficio, todavía marcaba la pauta el Nuevo Periodismo estadounidense, pero ya empezaba a haber grandes maestros latinoamericanos.

- Sí, eran casi todos, como vos decís, gringos. Aunque para mí siempre fue un referente muy importante acá Martín Caparrós. Y después, los que fueron mis editores Homero Alsina Thevenet y Elvio Gandolfo, o Tomás Eloy Martínez. Eran guías más asequibles y cercanos. La posibilidad de que yo conociera a Tom Wolfe era una en ocho millones. En cambio, Homero me llamaba por teléfono a mi casa. Y Elvio Gandolfo me decía: “La nota está buenísima, pero acá tal cosa y acá tal otra”. Y leía a Caparrós y decía: “Ah, bueno, entonces este artículo él lo resolvió así. Qué bien, no se me había ocurrido esta solución.” Y lo mismo puedo decir de Rodrigo Fresán. Luego, cuando hubo Internet y podías entrar en revistas de Colombia, México o Chile, se amplió ese mapa de gurúes, que terminaron siendo colegas y, algunos de ellos, amigos muy queridos. 

Durante la carrera de Turismo, Leila Guerriero tuvo que estudiar Historia del Arte y, cuando se le pregunta si hay similitudes entre un perfil periodístico y el retrato de un pintor, tras ruborizarse (se intuye en la voz) reconoce que sí. “De hecho, viste, el subtítulo de Opus Gelber es Retrato de un pianista. Yo siempre tiendo a creer que un perfil, una crónica, son el equivalente a un documental sólo que escrito. Aunque cada pintor tiene su técnica, parte de un esbozo, de una idea seminal, y, a medida que avanza en la pintura, va descubriendo qué retrato quiere hacer. En la escritura hay primero un embrión, medio deforme, de lo que va a ser después; luego un pulido, a partir de esa materia desbordada, y, finalmente, se liman las rebabas. En ese sentido, podíamos pensar también en el material de la escultura. Sí, creo que la escritura y varias artes, entre ellas la música, comparten un poco esa búsqueda. El acercamiento primigenio, hasta después llegar a una forma más o menos final.  Que siempre podría ser distinta, porque es una decisión un poco arbitraría: ¡Terminé! Ja,ja. Podría seguir al infinito.”

- Las figuras, muchas veces, se insertan en un paisaje. Hemos hablado antes de la importancia de ese fondo en el caso de Aurora Venturini. Pero también existe un paisanaje. ¿Esas relaciones personales, en torno al retratado de un perfil periodístico, abren puertas que el protagonista puede mantener infranqueables?

- Sí. Por ejemplo, el perfil de Bruno Gelber no puede tener sólo su voz. Hacen falta otras que hablen sobre él. Primero porque es interesante ver versiones contrastadas de un mismo hecho. O sea, Bruno cuenta su infancia de una manera y Munina, su hermana, la cuenta parecida, pero distinta en algunos puntos. Los testimonios laterales echan luz sobre cosas que la gente no dice de sí misma. A veces ni siquiera por ocultamiento, sino por pudor. Qué se yo, nadie dice: “Soy un genio”, salvo que tenga un ego tipo Dalí. Estos testimonios señalan contradicciones, paradojas, traen recuerdos que el protagonista no menciona. Y abren toda una rama, una línea de conversación. Yo vi mucho a Bruno a lo largo de todo un año, y lo seguí viendo después, pero nunca lo encontré angustiado o melancólico. Puede perder la paciencia y enojarse, sin embargo, nunca lo vi abajo. Esteban, el hombre que vive con él pero que no es su pareja, aunque el departamento está a su nombre, me comentó que la única vez en la que vio mal a Bruno, angustiado y muy metido para dentro, fue cuando se quebró la mano y tuvo que estar enyesado seis meses, a principios de los dosmiles. Después que tuvo un accidente de auto. Ahí hay una revelación, porque Bruno le quitaba importancia a ese accidente. Se reía un poco… Y, sin embargo, viene Esteban y me dice: “Mira, no. Cuando se accidentó, sí lo vi mal. Lo vi preocupado.”

 

“Uno no puede darle voz a un monstruo para que limpie su imagen o pretenda hacerlo”

- Además de perfiles escritos por ti, has publicado, como editora, dos libros de ese género elaborados por otros periodistas: Cuba en la encrucijada (2017) y Los malos (2015). En este último aparecen retratos de criminales, torturadores y genocidas, como Ingrid Olderock, la oficial chilena que vejaba sexualmente con perros a los detenidos. ¿Debemos los periodistas dar voz a esa gente?

- Nunca termino de entender esta polémica. Hay que darles voz, pero de determinada manera. Uno no puede darle voz a un monstruo, a un sujeto siniestro, para que limpie su imagen o pretenda hacerlo. Eso no. Pero todos los perfiles de Los malos, que es un libro que demandó mucho trabajo, están muy bien tratados por sus autores. Yo les dije, como editora, que no quería un libro indignado. Con el dedito levantado, diciendo: “Este sujeto es un monstruo”, sino que me contaran la vida de estos sujetos, tan siniestros como son, de forma que pudiéramos entender lo que pasaba por su cabeza.  Algunos son tremendos.  Sin ir más lejos, el Mamo Contreras, director de la DINA de Pinochet. Torturó, mató, hizo desastres…Pero el texto está muy bien armado por su autor, Cristóbal Peña; cuenta toda la vida del tipo, habla con su hijo…hasta que llega a verlo a la cárcel y lo que encuentra es un viejo medio perdido, medio demente, que está estudiando los ovnis, rodeado por sus nietas: la imagen de la decadencia.  Y, después de leer todo el retrato, por supuesto que uno no siente ninguna lástima. Si Cristóbal hubiera empezado por ese arranque, poniendo al viejo en la cárcel, medio perdido y qué sé yo, el perfil hubiera sido otro. Yo no creo que se trate de darle voz, como vos decís, porque parece que los vamos a dejar contar sus versiones. Se trata de contar lo que hicieron, cómo se transformaron en lo que han sido, las decisiones que tomaron, hablar con sus amigos… ¿Quiénes son los amigos de estas personas? ¿Cómo se puede ser amigo de alguien así? Es muy fácil reducir a esta gente a la idea de monstruo. Si uno dice: “Ah, son monstruos,” los saca de la especie humana y es un pensamiento muy tranquilizador. Porque un monstruo se reconoce fácilmente. Lo siniestro, lo perverso, lo aterrador es que están camuflados y viven entre nosotros como hijos de vecinos cualquiera. Y, como periodistas, debemos tratar de comprender el ecosistema de la cabeza de estas personas, así como tratamos de comprender también otros: a gente más buena, completamente buena o talentosa. Utilizando las mismas herramientas periodísticas.  No, no creo que se trate de darles voz, sino de entender.

 

“Argentina ha sido modelo de Memoria Histórica”

- Ya que hablamos de crímenes, Raúl Alfonsín llegó a la Casa Rosada y se propuso juzgar a los genocidas de las Junta Militares con el calor de sus posaderas todavía reciente en el sillón presidencial. En España, casi medio siglo después de la muerte de Franco, se le rinde homenaje en un monumento de titularidad pública. ¿No fuisteis demasiado rápido en Argentina y nosotros muy lento? 

- Yo no me voy a meter a opinar de la política española, porque creo que allí hay mucha opinión y muy bien fundada al respecto. Me remito a hablar de la política de acá, de lo que más conozco. Creo que Alfonsín hizo lo que había que hacer y con un riesgo muy alto; la dictadura, como decís, todavía estaba presentísima. No pasó casi tiempo y empezaron los juicios. El informe Nunca Más sacó a la luz la historia soterrada de las torturas y desapariciones. No veo ningún motivo para tener que esperar a hacer esas cosas si es que se hacen bien, como se hicieron. Fue ejemplar. Después hubo, como sabés, leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, de Impunidad, y se reabrieron los juicios por lesa humanidad. Hace poco tiempo, se pretendió dictar una ley que beneficiara a esos condenados por crímenes de lesa humanidad y la gente salió a la calle. Generaciones de argentinos, desde abuelos hasta nietos y bisnietos, se congregaron frente a la Plaza de Mayo exigiendo que no se hiciera. Y no se hizo. Temas como la Memoria y la Justicia, en términos de Derechos Humanos, son algo muy arraigado en la gente. Se empezó a crear conciencia desde muy iniciada la democracia.  Si hay algo que me conmueve de este país es eso. Creo que es la única cosa que ha funcionado, con ires y venires, pero ha funcionado bien. La memoria nunca es un error.

El reportaje de Leila Guerriero La voz de los huesos, que en América se publicó como El rastro de los huesos, cuenta el trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense para reconstruir los crímenes de la dictadura. Obtuvo el premio Nuevo Periodismo Cemex y la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que presidía García Márquez. La voz de la cronista va apartando, como hacen ellos con la tierra, el manto de olvido con que cubrieron los militares su programa de exterminio. De aquella convivencia surgió una amistad que perdura. “Los periodistas entrevistamos a mucha gente y no podemos hacernos amigos de toda. Ni todo el mundo se presta, o no nos apetece a nosotros. Pero aquí se dio, después de pasar muchas horas con ellos. Y no sólo en el laboratorio. Porque no podía terminar la crónica sin ver una exhumación y los acompañé al cementerio de La Plata a exhumar tres cuerpos. No había nada morboso. Fue duro, pero me parecía fundamental verlo y contarlo.”

- He leído en alguna parte que te ocurre lo que a Ernst Jünger: que te gusta visitar los mercados y los cementerios de las ciudades a las que llegas. Él se hacía idea de cómo era esa sociedad en función del trato que daba a sus vivos y a sus muertos.

- Me parece interesante lo que decía Jünger, pero yo no siento ningún atractivo especial por los cementerios. Quizá se haya extrapolado de algún comentario que hice a otros colegas sobre  aquella crónica. Tampoco siento rechazo por esos lugares urbanos. Acá, en Buenos Aires, vivo cerca del cementerio de La Chacarita y es curioso porque uno puede entrar con el auto. Tiene calles adentro y una arquitectura alucinante…una atmósfera de calma, tranquila, nada que atemorice. Aunque tampoco es un lugar para hacer una fiesta. Si tengo que ir a un cementerio, voy sin ningún problema. Por lo que decís de Jünger, yo estuve como veinte mil millones de veces en Santiago o en México y no tengo ni idea de donde están los cementerios de esas ciudades. Pero sí conozco sus mercados.

En Plano americano (2013) Leila Guerriero traza perfiles de escritores, fotógrafos, músicos, pintores, cineastas y otros creadores latinoamericanos. Lo publicó la Universidad Diego Portales, de Santiago de Chile, y a pesar del corto recorrido que suelen tener las ediciones universitarias, uno de los ejemplares cayó en manos de Mario Vargas Llosa. Lo escogió al azar entre la pirámide de libros que le envían a su domicilio y, al ver en el índice de retratados a Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), por quien siente verdadera devoción, le pudo la curiosidad. El erudito dominicano fue el cabo de la madeja que le llevó a leer el libro completo y dedicarle a la autora su columna semanal en el diario El País: “Muestra de manera fehaciente que el periodismo puede ser también una de las bellas artes y producir obras de alta valía, sin renunciar para nada a su obligación primordial, que es informar.” Guerriero no era ninguna debutante, ya destacaba entre los periodistas de su generación, pero aquello le hizo rozar la gloria. “Para mí fue un shock. Una conmoción, esa es la palabra. La columna de Vargas Llosa aquí la tiene sindicada el diario La Nación y, con la diferencia horaria, la publica cuatro horas más tarde. Yo estaba trabajando, porque no vivo pegada a las ediciones digitales de los periódicos todo el tiempo, ni tengo una alerta de Google con mi nombre. No, no hago esas cosas. Y me llamó mi amigo, y editor de opinión de La Nación, Jorge Fernández Díaz. Cuando me lo cuenta, digo: “Jorge, me acaba de bajar la presión. No puedo creerlo.” Y me la leyó al teléfono, porque no me atrevía a entrar en El País. Obviamente, yo había leído a Vargas Llosa desde chica, pero no lo conocía personalmente ni tenía ninguna relación con él. Luego entablé contacto y lo conocí en un restaurante de Madrid, gracias a nuestro común amigo Juan Cruz Ruíz, pero en aquel comento me costó entender qué me pasaba. Apenas abrí el mail, fue el mismo efecto que cuando te ganas un premio muy importante. ¿Entendés? Te escriben, y te llaman, desde todos lados: amigos, colegas…Era un poco eso de ¿Qué hace una chica como yo en un lugar como éste?”

 

“El papa Francisco me parece contradictorio y manipulador”

 Los dos argentinos vivos con más proyección internacional son Messi y el papa Francisco. El primero se muestra parco en palabras. Cualquier perfil sobre el futbolista devendría en un elogio del silencio. El pontífice ha concedido muchas más entrevistas que todos sus antecesores juntos, y en ellas se muestra locuaz, chistoso…terrenal, en una palabra. Pero los periodistas apenas han podido compartir con él una hora de conversación. Un perfil llevaría meses, por eso Leila Guerriero lo considera inaccesible. “Claro que me parece interesante Bergoglio, pero me resulta un sujeto muy poco loable. Si un periodista tiene que deponer muchos prejuicios antes de entrevistar a una persona, yo creo que con Francisco me costaría muchísimo hacer ese trabajo. Me genera antipatías. Es uno de los sujetos que tiene más poder en el mundo, además jefe de Estado, y muy contradictorio. Hay un consenso de simpatía, o había por lo menos, en los inicios, con esa imagen de estar dispuesto a terminar con ciertas cosas de la Iglesia, y en realidad es tan conservador o más que todos. Hizo muy poco para cambiar de raíz los abusos sexuales, por ejemplo. Cuando vino al Sur, a Chile, fue muy poca gente a verlo. Sentó a su lado al obispo Juan Barros, que estaba acusado de haber encubierto el caso Karadima, una historia tremenda de abusos sexuales a menores. Sostuvo ante los periodistas que no había ninguna prueba de la complicidad de ese obispo, cuando los abusados habían presentado decenas. Incluso enviaron cartas al Vaticano que jamás fueron contestadas. Bergoglio, después de apoyar a Barros, tuvo que salir pidiendo disculpas. Mirando su comportamiento de aquellos días, creo que es un hombre de convicciones muy aterradoras. Pero, por otro lado, se lo ve como un tipo con cierta cercanía terrenal. Parece tener más conocimiento que otros miembros de la Iglesia de lo complicada que es la vida de la gente en el día a día. Ya digo, me parece interesante, muy contradictorio, y, por supuesto, inaccesible para hacerle un perfil periodístico tal y como yo me los planteo.”

 Leila Guerriero parece sentirse más en su salsa con personajes desconocidos, como la señora que envenenó a  amigas agregando cianuro al té, el ilusionista manco o un cardiólogo convertido en el doble Freddie Mercury. Seres humanos que, por lo general, tuvieron su breve reseña en la prensa y a los que ella, con las herramientas del periodismo, redime de la anécdota para contarnos su historia. Las más interesantes, junto a reflexiones sobre su oficio y la última entrevista a Homero Alsina Thevenet antes de morir, las recopiló en Frutos extraños (2009). “La base del libro es la famosa frase que dice que, visto de cerca, nadie es normal. Y eso se puede extrapolar un poco a toda la gente que uno ha retratado. Me cuesta encontrar, si es que lo hay, un denominador común a esas personas. Son muy diversas. Sin embargo, a pesar de que utilizara ese título para un libro concreto, lo que me mueve no es la extrañeza de la gente, sino la curiosidad que me genera. Porque, si no, tendría una colección de frikis y no va por ahí lo que me interesa.”

 

“A los periodistas nos encanta la épica del perdedor”

- ¿Te tienta la épica del perdedor? Porque quizá se vislumbre algo en La voz de los huesos, Los suicidas del fin del mundo… incluso el Rodolfo de Una historia sencilla, pese a ganar el concurso de baile, tiene una dosis de perdedor.

-A los periodistas nos encanta esa épica del perdedor, del loser. Lo que vos decís es cierto.  Pero en estos casos no la veo para nada. El Equipo Argentino de Antropología Forense reconstruye la historia de personas que han sido víctimas. Y los jóvenes suicidas de La Patagonia, yo tampoco diría que un suicida sea un perdedor. En ambos casos hay un quiebre, son historias de horror, no de perdedores. Y Rodolfo no sé si tiene algo de perdedor, porque siempre se sobrepone a todo lo que le pasa: los primeros años de pobreza, acá en Buenos Aires, y luego da todo por conseguir ese campeonato de baile. Aunque la condición sea no volver a presentarse a ningún otro. Finalmente gana. Va tras un sueño y lo consigue. ¿Algo de perdedor? Yo más bien lo veo como una especie de Ícaro.

-Muchos escritores de ficción dicen que, a veces, no son ellos los que dominan a los personajes, sino que se les rebelan y conducen al autor a donde les da la gana. ¿Te ha ocurrido que fueras en busca de un entrevistado y se te cruzara otro más interesante por el camino?

- No…(duda). No. Aunque el libro Plano americano funciona como una especie de vasos comunicantes. De pronto, en el perfil de un diseñador de joyas, aparecen, qué se yo, los testimonios laterales de una cronista de moda y un diseñador de afiches. Después, la cronista de moda ha despertado en mí el suficiente interés para convertirla en protagonista del siguiente perfil. Pero toparme con alguien impensado (vuelve a dudar. Como queriendo cerciorarse) creo que no me ha pasado nunca.

 

“No es sencillo comentar situaciones complejas en pocas líneas”

 La conversación concluye hablando de su faceta como columnista. La editorial Libros del Asteroide acaba de publicar Teoría de la gravedad, un libro recopilatorio de las columnas de prensa escritas por Leila Guerriero a lo largo de más de cinco años. Reflexiones entreveradas de lecturas y recuerdos que demuestran que todavía se puede hacer literatura en los periódicos. Le pregunto si la columna es la destilación última del periodismo. Si algunas le han costado más tiempo de escribir que, por ejemplo, un perfil de veinte páginas. “No sé si más. Porque un perfil de ese tipo cuesta muchísimo. Lo complicado de la columna es cuando se publica con una periodicidad alta. Si es difícil tener una idea por año, imagínate tener una idea todas las semanas. Cuando quiero hablar de algún asunto político, social o económico, normalmente de América Latina, recojo mucha información. Armo un documento grande, con cantidad de notas de archivo, y lo cruzo con libros que he leído. Depuro lo accesorio y, con lo que resta, armo la columna. Me lleva tiempo, no es sencillo comentar situaciones complejas en pocas líneas. Hay que evitar el reduccionismo y que todo sea blanco o negro. Para hacer un perfil me paso meses. También es necesario separar lo esencial de lo accesorio; pero buscar una estructura, que tenga clima, una atmósfera, es igualmente trabajoso. Cada género tiene su propia dificultad.

Sobrepasado, con creces, el tiempo de la entrevista, Leila Guerriero prolonga la conversación en tono más personal. Encarna la antidiva en un oficio donde proliferan las estrellas rutilantes. Ya lo advirtió Vargas Llosa tras leer Plano americano: “No interfiere jamás, nunca usa a sus personajes para auto promocionarse, practica aquella invisibilidad que exigía Flaubert de los verdaderos creadores.” Se ofrece para completar, cualquier otro día, lo que sea necesario. No reclama leer el texto antes de la publicación. ¡Sería ofender a un colega! Pero pide un pequeño favor:

- Si podés, no me hagas hablar de tú. Porque yo no utilizo esa forma. Puesto que soy argentina, hablo de vos.

- Por supuesto. Sería como tergiversar tus palabras.

- Pero a veces lo hacen. ¿Viste?... ¡¡Y, al leerlo, uno se encuentra hablando como en el doblaje de una película!! (WhatsApp devuelve metálico el son de su risotada).

 Hace 75 años, Homero Alsina Thevenet, que firmaba HAT las críticas de cine, ya denunció en el semanario Marcha cómo se profana, de ese modo, la integridad artística de un largometraje. Decíamos ayer…

        

 

 

 

 

 

 

 

    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

Un thriller metafísico

11 de octubre de 2019 08:31:42 CEST

Olga Tokarczuk, escritora polaca ampliamente conocida por los lectores en Polonia, y galardonada con muchos de los más importantes premios literarios de ese país, tampoco es una absoluta desconocida del lector en lengua española. Su Un lugar llamado Antaño, que hizo que fuera percibida en su país como una de las voces renovadoras de la narrativa polaca y en la que quiso verse una reinterpretación centroeuropea del realismo mágico latinoamericano, vio la luz en España en la editorial Lumen en traducción de Ester Rabasco y Bogumila Wyrzykowska, en el año 2001. En 2015, en la Editorial Océano de México, y en traducción de Abel Murcia, se publica una de sus últimas novelas -Prowadź swój pług przez kości umarłych (“Conduce tu arado sobre los huesos de los muertos” ), título que reproduce uno de los versos del poeta William Blake-, novela que acaba de llegar ahora en 2016 a España, en esa misma traducción, con el sello de la Editorial Siruela. El título en español -Sobre los huesos de los muertos-, aceptado por la autora a propuesta del editor mexicano y siguiendo la línea abierta en su día por la edición francesa de la obra, reduce a la mitad el título del original, y poco nos dice del contenido de la obra.

 

Sobre los huesos de los muertos supone un primer acercamiento de la narradora polaca a la novela policíaca, eso sí, un acercamiento que aporta elementos que permiten que Tokarczuk defina esta obra como un “thriller metafísico”, intentando así alejarse un tanto de la novela negra al uso. Nos encontramos ante una peculiar novela ambientada en una zona rural de la Polonia actual, realidad que la autora, que reside en un entorno parecido, conoce sumamente bien, y en la que sitúa a su protagonista, Janina Duszejko, señora ya de cierta edad y aquejada de sus particulares dolencias, ingeniera jubilada y maestra sui generis de inglés en la escuela local, que encuentra, al igual que otros muchos de los particulares personajes de la novela, el lugar al que retirarse. O quizá sería mejor decir en el que aislarse, de una u otra manera, del mundo exterior. Varios son los ejes en torno a los cuales cabría imaginar que está construida la narración: los epígrafes de William Blake en cada uno de los capítulos –un Blake que también servirá en el libro como para urdir una filosofía de vida-, la ecología –vista, en una primera aproximación, más como una actitud cotidiana de relación con los animales y el entorno natural que como una reivindicación de carácter teórico-, una más o menos explícita crítica de la modernidad y sus consecuencias, la astrología, las relaciones sociales, la idea del castigo de actitudes moralmente rechazables, etc., etc. Es en ese contexto en el que asistimos a una serie de extrañas muertes en ese, en principio, apacible e idílico entorno y de las que de un modo u otro podría parecer que los responsables fueran… los animales.

 

Duszejko, narradora y protagonista de la novela, guiará al lector, no desinteresadamente, y dejando en todo momento huellas de su particular percepción de las relaciones humanas, la religión, el feminismo, etc., en el espacio y en el tiempo de los acontecimientos. Y así, ya desde las primeras páginas del libro, desde la primera muerte, la de Pie Grande, hasta la última, la de Mondongón, serán sus ojos los que nos vayan mostrando la realidad…, nuestra mirada será la mirada de Janina Duszejko, nuestras sensaciones, las suyas. Iremos con ella en su desvencijado Samurai por los alrededores, con ella seguiremos el curso de los astros, será su sufrimiento y desesperación por la desaparición y muerte de sus perras los que nos acompañarán, su ira contra los cazadores la que nos contagie… 

 

Tokarczuk, con un cuidadoso uso del lenguaje, de la ironía –particularmente sutil-, y de la estructura narrativa que si bien no es ajeno a los modelos del género no abandona, en aras de una más fácil comprensión, la concepción literaria que la autora ha ido apuntalando en sus anteriores obras, no se permite que la intriga de esa novela negra oculte o disminuya los valores que ella le exige al texto literario. La trama se irá desgranando hasta un final en el que el lector, que no podrá permanecer indiferente ante la solución presentada, se verá frente a un desenlace que aunque pudiera parecer alejado de los convencionalismos de la novela policíaca no deja de beber de sus fuentes.- ABEL MURCIA

 

Olga Tokarczuk, Sobre los huesos de los muertos, Madrid,  Siruela, 2016.

Escrito en Lecturas Turia por Abel Murcia

Tengo tiempo para esto

10 de octubre de 2019 09:32:08 CEST

En mi opinión, las mejores anotaciones de un diario, los mejores diarios, los más sinceros, los más honestos, son aquellos en los que no pasa nada, en los que se escribe para decir que no pasa nada, en los que el café, el periódico, el super, la cajera del super, la barra del bar, la camarera apoyada en la barra del bar, un niño que cruza la calle, el encuentro con un conocido desconocido o viceversa, y vuelta otra vez a casa, en definitiva, en los que se vive, en los que late la vida real y figurada.

La vida figurada es la tercera entrega de los diarios del poeta José Carlos Cataño, y subrayo poeta porque ser poeta puede ser un accidente o una condición y en su caso no hay duda de que es esto último. Y lo es tanto en sus libros de poesía como en esta aventura diarística (Los que cruzan el mar), que no es lo mismo que aventura poética, aunque la poesía viaje con él en su equipaje. Un buen título para estos diarios en los que su autor duda con razón de la vida real, dicho con más propiedad, de que la vida sea real, o si quieren afinar más todavía, de que la vida sea sólo real, o incluso, sólo lo real.

Y entonces, nada más empezar, primera sorpresa: “Quemaría toda mi poesía.” Me paro y vuelvo a leer la frase: “Quemaría toda mi poesía.” Y pienso: no hay que fiarse nunca de los autores. Sobre todo de los autores de diarios. La mejor forma de mentir sobre uno mismo es diciendo la verdad. Y viceversa naturalmente. Lo que diga un autor sobre sus libros debe traernos siempre sin cuidado. Lo que importa, lo único que importa, es lo que escribe. Y escribir, como afirma en una de las primeras entradas el autor, es peligroso. ¿Algo tan aparentemente inocente e insubstancial peligroso? Precisamente. Siempre ha sido así.

El lector habitual de diarios, me refiero ahora a los periódicos, esos otros diarios que están en las antípodas de los diarios, sabe que lo sustancial anda siempre oculto entre líneas y nunca en los titulares, que no sirven más que para despistar.  Lo mismo pasa con los diarios de escritores.  Vayamos pues a la anécdota, vayamos a lo superfluo, vayamos a la digresión, que ahí es donde vamos a encontrar al autor.

Los diarios, los días, indefectiblemente, tarde o temprano, nos traen recuerdos de infancia y de juventud. Un viaje suele bastar para convocar el pasado, un encuentro, un sueño. No hay una teoría del diario como no hay una teoría de la novela, el diario es una práctica (diaria), un hábito, una rutina, y en el caso de los escritores, que son la inmensa mayoría, una especie de taller o de fábrica de ideas, de impresiones, de intuiciones, que el diarista anota al lado de una fecha, un poco como esas fotografías que tomamos de un paisaje que atrae nuestra mirada sin motivo aparente (aunque siempre haya motivos). Por eso los diarios se parecen tanto y a la vez tan poco unos a otros, y por eso lo que cuentan, lo que importa, lo esencial, es lo que los diferencia. Y en última instancia las diferencias siempre están en la escritura y en la vida, en la escritura de la vida. Los de José Carlos Cataño son los diarios de un canario que escribe en castellano y reside en Barcelona. Un canario que pasea su mirada desencantada por un mundo que no es el suyo, un mundo que le expulsa, que le margina, que le niega, como, tarde o temprano, acaba haciendo con todos nosotros. Un mundo, y este es el meollo del asunto, que hace tiempo que habla otro lenguaje.

“La luz de la tarde es miel, oro y nostalgia que baña las fachadas”, anota Cataño una tarde. Aunque la seriedad, la confesión, es la gran tentación de los diarios, otras tentaciones los redimen: la ironía, el humor, el no tomarse uno mismo nunca demasiado en serio, son cosas que también encontramos en La vida figurada y que agradece el lector (al menos el lector que escribe esta reseña). Porque no son las opiniones, ni los juicios, ni las ideas lo que importa en los diarios. Son los recuerdos. Y son los recuerdos porque los recuerdos suelen ser involuntarios y recordamos cosas cuya importancia en nuestra vida, suponiendo que tengan alguna, casi siempre se nos escapa. Y porque sospechamos también que las personas que aparecen en esos recuerdos no los recuerdan igual, o no los recuerdan en absoluto. Menudo chasco. Para el diarista, que no está muy seguro de su existencia, escribir un diario es una forma, la única seguramente, de levantar acta de su vida: “Puesto que ni veo ni vivo, escribo.”

El diario es un género como cualquier otro, y los géneros hoy se caracterizan por carecer de reglas, por transgredir las reglas, por saltárselas a la torera. El diario particularmente las transgrede todas: es y no es ficción, ensayo, poesía; es y no es sincero, honesto, verídico; es y no es objetivo, subjetivo; es y no es diario, memoria, olvido. El diario son las páginas que escribe el escritor cuando no tiene nada que escribir, y que muchas, muchísimas veces, acaba siendo lo mejor de su obra, lo único que la posteridad salva. Escribir sin finalidad, sin argumento, sin motivo, sin preocupaciones por el estilo, es una prueba que sólo superan los mejores.

Cataño desconfía con razón de teorías. Todas las teorías han acabado arrumbadas por otras teorías a las que les espera idéntico futuro. El argumento del diario podría resumirse en esta genial frase suya: “En mañanas como esta la vida merece la pena. Ya veremos cómo cae la tarde.” Y a continuación el diarista se pregunta: ¿lo que escribo es lo que vivo? Porque al escribirlo, una cena en un restaurante, una lectura de poesía, los rasgos tártaros de una mujer, el diarista es consciente de que todo pasa a otra dimensión, a una dimensión ignota, a la dimensión de la escritura. Toda la teoría del diario se reduce pues a: “escribir cada dos o tres días sobre lo que uno observa, lee y piensa para no dar reposo ni a la memoria ni a lo que va aprendiendo.” El diarista ve pasar la vida y la anota, vida que es, por definición, vida cotidiana, algo que Cataño logra transmitir muy bien. Pasear por la ciudad, entrar en alguna librería, comprar algo para la cena, observar a los viandantes, tropezarse otra vez con algún conocido desconocido o viceversa, leer el periódico, escribir un poema, o un prólogo (para este diario), sentarse en una cafetería, recomponer una lámpara, en todo esto consiste la vida. Una vida apasionante como le dice un vecino pensando en otra cosa, en otra vida, pero así es efectivamente, pues no hay nada más apasionante que levantarse todas las mañanas.

Hay muchas nubes y muchos pájaros en estos diarios. Mucho cielo por tanto, mucha soledad. Cuando estamos solos los ojos se nos vuelven al cielo. “Tengo tiempo para esto”, anota el diarista. Y hay entradas también que son como poemas, que son poemas: “El calor. El resplandor. Apenas hay brisa. La jacaranda de aquí al lado ya es lila. No hay rumbo en mi vida. Ni conclusiones.”  En otro lugar: “En la colina de enfrente se cimbreaban los eucaliptos. Me llegaba su aroma oscuro. La noche estaba cuajada de estrellas y de corrientes invisibles. Ya no llovería.” En otro: “En este momento, en las ya desconocidas tierras de la infancia, se están moliendo las amapolas.” No es indiferencia ante lo que sucede a su alrededor, no es resignación, pero tampoco le indigna ya nada, tampoco le subleva tanta mediocridad, tanta infamia, tanto insulto a la inteligencia. El diarista toma nota de todo esto, salda algunas cuentas pendientes, se desahoga, se confiesa, escribe… ¿qué otra cosa puede hacer? “No es vivir lo que cansa, es el dolor.” Y se despide. Con él que no cuenten. Continuará.- MANUEL ARRANZ.

 

 

José Carlos Cataño, La vida figurada, Sevilla, Renacimiento, 2017.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

Esto nunca se acaba

10 de octubre de 2019 09:27:10 CEST

Si se sostiene, como ha hecho la crítica más sosegada, que Soldados de Salamina (2001) no es una novela sobre la guerra civil, habrá que decir lo mismo y con idéntica firmeza de El monarca de las sombras (2017). Por el contrario, si, como se anunció en solapas y en medios de prensa, aquel éxito editorial trataba sobre el fusilamiento fallido del «fundador e ideólogo de Falange, quizás uno de los responsables directos del conflicto fratricida»; entonces, Javier Cercas, en su novela más reciente, como ha destacado un diario de tirada nacional, «vuelve a la Guerra Civil —tratada ya en Soldados de Salamina—, indagando en la figura de su tío abuelo Manuel Mena, muerto en la contienda». Así las cosas, era esperable, como ha ocurrido con otros títulos del escritor de Ibahernando (Cáceres), como Anatomía de un instante (2009) o El impostor (2014), un cuestionamiento de esta última propuesta editorial en términos crudamente históricos e ideológicos; pero no literarios. En su siempre presente registro irónico, el propio Cercas lo incorpora a su texto cuando hace decir al personaje de David Trueba: «—¿De verdad vas a escribir otra novela sobre la guerra civil? Pero ¿tú eres gilipollas o qué? Mira, la primera vez te salió bien porque pillaste al personal por sorpresa; entonces nadie te conocía, así que todo el mundo te pudo usar. Pero ahora es distinto: ¡te van a dar de hostias hasta en el carnet de identidad, chaval!» (pág. 38); y cuando él mismo nos recuerda que Trueba «había llevado al cine mi novela sobre la guerra» (p. 128).

 

En efecto, en España, el caso de Javier Cercas y de parte de su novelística puede ejemplificar esa inclinación que muchos tienen a leer lo que se dice y hablar de ello como si fuese algo real o realizable, y no leer cómo se dice y tratarlo como un hecho literario. Batalla perdida. No creo que pueda convencer a casi nadie de que no hay que hablar sobre las obras literarias como si estuviésemos comentando las cosas de la vida real; y menos de que se lean las novelas de Cercas como novelas y no como libros de historia. Parte de la culpa la tiene él; porque ha elegido una fórmula arriesgada. Pero quien no arriesga en literatura, a costa de lo que digan los demás, no merece puesto alguno en ningún parnaso.

 

Sea como sea —y conste que mi posición es la de leer estos textos como

novelas literarias—, El monarca de las sombras establece vínculos muy precisos con Soldados de Salamina, tan precisos y numerosos que iluminan más la clave interpretativa de ambos textos del lado de la teoría de la literatura que del de la memoria histórica. La pregunta sin respuesta que para Cercas ha de plantear toda novela del punto ciego —sobre la que disertó en las conferencias Weidenfeld reunidas en su volumen El punto ciego (2016)— redunda en el hecho literario de la capacidad de un escritor de escribir una historia y de cómo ha de ser contada esa historia. Y sobre todo, para qué. El diálogo entre el relato de 2001 y el de 2017 es constante desde el principio de El monarca de las sombras —no solo por la advertencia del amigo Trueba— y recoge desde aspectos nucleares de significación hasta detalles aparentemente ínfimos. Entre estos, por ejemplo, y volviendo a Trueba, cuando su amigo le dice que «te va a salir un libro cojonudo» (p. 44), que tanto recuerda al «¡Que nos va a salir un libro que te cagas!» del personaje de Conchi en Soldados de Salamina, que como el de Trueba, asiste a buena parte del proceso de construcción de la historia. Entre los más determinantes, la presencia de dos niveles narrativos que se alternan en las quince secuencias de la novela, la primera persona del personaje de Javier Cercas escritor y la primera persona de un historiador o cronista que se excusa diciendo que no es un literato y que no puede fantasear (p. 79), y que también tiene como referente a Javier Cercas y su familia. Todo gira en torno a Javier Cercas, a lo suyo, a los suyos, y a su pasado. Con la licitud lógica de quien se vuelve sobre uno mismo y sobre un proyecto de libro postergado en torno a «una historia bochornosa» (p. 19), «la historia del símbolo de todos los errores y las responsabilidades y la culpa y la vergüenza y la miseria y la muerte y las derrotas y el espanto y la suciedad y las lágrimas y el sacrificio y la pasión y el deshonor» (p. 270) de sus predecesores, entre los que descuella un personaje clave —como la imagen ficticia del padre en Soldados de Salamina y su imagen real en Anatomía de un instante— que es motor de todo: la madre, llena de la dignidad de quien ya no tiene lágrimas; pero llena también de literatura si reparamos en la pertinencia del relato de Danilo Kiš (pp. 124-127) que tras el joven y noble guerrero oculta la figura tapada de la verdadera protagonista que es la madre. Porque esta es otra de las claves constructivas de los relatos de Cercas; su carácter autorreferencial en el que la literatura, lo escrito, está presente a lo largo de toda la historia. Como en Soldados de Salamina, el narrador recurre a la evocación y reproducción de un texto previo, de un artículo de prensa —«Los inocentes», recogido luego en Relatos reales (2000)— en el que el referente literario de El desierto de los tártaros, la novela de Dino Buzzati, servirá de representación de una idea sobre el sentido de nuestra existencia, sobre la vida como una larga espera, sobre los anhelos que no se colman, sobre lo que no se acaba nunca, sobre la figura narrada de Manuel Mena como una indagación —un reto— personal en una nueva novela, una nueva propuesta literaria, que vuelve a llenarse de los constituyentes propios de la manera de escribir de su autor.

 

Sería arrogante reprochar a Javier Cercas escribir sobre su pasado, y más aún, que crea en que todo confluye en su presente. Llegado el caso de un reproche, este tendría que ser de índole literaria. Por el momento, Cercas en El monarca de las sombras —el del reino de las sombras en que se convierte el Aquiles de la Odisea—, sigue resolviendo bien su manera de volverse sobre sí mismo, escribirse a sí mismo, con mimbres esencialmente literarios. —Miguel Ángel Lama.

 

 

Javier Cercas, El  monarca de las sombras, Barcelona,  Penguin Random-House Grupo Editorial, 2017.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Miguel Ángel Lama

La cara oscura de la globalización

10 de octubre de 2019 09:21:39 CEST

El filósofo y ensayista surcoreano Byung-Chul Han vuelve a reflexionar en un breve pero jugoso ensayo sobre la cultura, la comunicación y el arte como ingredientes de una sociedad cada vez más uniforme y globalizada. Desde su ensayo La sociedad del cansancio (2012) hasta el reciente libro Sobre el poder  (2016), este profesor de Filosofía y Estudios culturales de la Universidad de las Artes de Berlín aborda en La expulsión de lo distinto una temática que saca a relucir las lacras de una sociedad neoliberal dominada por el capitalismo y cada vez más esclava de la globalización.

Con el subtítulo Recepción y comunicación en la sociedad actual, Han plantea una tesis basada en la búsqueda de autenticidad y en la huida de una alienación que se deriva del poder igualitario de una sociedad neoliberal cada vez más despersonalizada. Sus reflexiones sobre la alteridad y la búsqueda de un difícil equilibrio entre la autenticidad y la capacidad de escuchar al otro están enraizadas en una tradición filosófica en la que tienen cabida Heidegger, Hegel y Nietzsche. El autor surcoreano se lamenta desde el inicio del ensayo de la aparente desaparición del otro como algo negativo que, paradójicamente, enriquece la personalidad: “El otro como misterio, el otro como seducción, el otro como eros, el otro como deseo, el otro como infierno, el otro como dolor va desapareciendo”. Es lo que denomina el signo patológico de los tiempos actuales y lo que considera una fuente de depresión y de represión.

Como no podía ser de otra manera, este pensador pone el dedo en la llaga de la globalización como uno de los problemas más preocupantes del siglo XXI. Una época en la que han irrumpido con fuerza dos de las amenazas más extendidas: el terrorismo y la xenofobia. Por eso Han propone como única salida de este clima de odio y desesperación la búsqueda de una autenticidad, el abandono de actitudes narcisistas y el cultivo del eros como fuente de vida y de hospitalidad. En este sentido hace hincapié el autor en la proliferación de los “atracones de series” y en el poder alienante e igualatorio de las redes sociales. Debido a las nuevas tecnologías, el individuo pierde su propio criterio y se ve envuelto en un torbellino en el que el “me gusta” ha suplantado y eclipsado cualquier relación interpersonal enriquecedora y en el que el selfie es un mecanismo autocomplaciente para ocupar el propio vacío interior.

Cada una de las breves secuencias de este ensayo se convierte en una píldora filosófica que, sin desligarse del planteamiento inicial del autor, enlaza con la anterior y añade nuevas e inquietantes reflexiones. Así Han, siguiendo la estela de su maestro Heidegger, habla del miedo y de su estrecha relación con la muerte. Un miedo que surge cuando hay que cruzar un umbral sin posibilidad de dar marcha atrás, un miedo que está hermanado con la alienación y que se refleja en la novela El extranjero de Albert Camus. También se hace eco de otros grandes novelistas del siglo XX como George Orwell, Elías Canetti o Franz Kafka para insistir en la importancia de la mirada. Una mirada enigmática como la del protagonista de La ventana indiscreta de Hichcock, una mirada que va mucho más allá que la que dirigimos como autómatas a esa ventana impersonal que es Windows. Estrechamente asociada a la mirada, cobra protagonismo la voz.  La voz y la mirada están siendo eclipsadas en la comunicación digital. “Una comunicación – afirma el autor – que carece de misterio de enigma y de poesía”.

El pensador surcoreano, a medida que avanza en sus reflexiones, va más allá de lo puramente filosófico e intenta aunar lenguaje, arte y literatura. Cita varias veces a Paul Celan, uno de sus poetas preferidos, e insiste en la importancia de la poesía como vehículo privilegiado del lenguaje y de los sentimientos. Se trata de buscar el lenguaje de lo distinto, la expresión del asombro y de lo enigmático. Para ello hay que recurrir al hechizo del arte y a la magia de la poesía. Estas dos disciplinas nos permiten, según Han, la apertura al otro, a diferencia del ego que se alimenta de la política y de la economía. Sin embargo, esa voz y esa mirada diferente, lejos del narcisismo de los que se recrean en el espejo virtual de las nuevas tecnologías, no sería nada sin el contrapunto del silencio. Un silencio sin el cual todo se convierte en un ruido rutinario y alienante. Gracias a este silencio creativo, no se ha perdido la capacidad de escuchar, algo tan difícil de lograr en una época en la que los mensajes telegráficos del Twitter rozan la impersonalidad y el igualitarismo. El autor ejemplifica la ética de la escucha con una nueva alusión literaria. En este caso elige como obra de referencia la novela Momo, de Michael Ende, para ilustrar la dificultad de escuchar y de prestar atención al otro.

De todos modos, este último ensayo de Byung-Chul Han va más allá de unas breves reflexiones sobre el poder de la globalización y el dominio indiscriminado de una sociedad neoliberal. Hay una serie de ideas y aportaciones implícitas en el libro que cobran cada día más actualidad. La referencia a los populismos y a los nacionalismos, así como al problema de los refugiados, es una llamada de atención a los dirigentes políticos occidentales, especialmente a Trump, polémico presidente de los Estados Unidos. Tampoco elude Han sus críticas a la uniformidad que preside los medios de comunicación y al poder igualatorio de las nuevas tecnologías. A este respecto considera internet como “una caja de resonancia del yo aislado”. Por eso insiste en la importancia de pasar del tiempo del yo al tiempo del otro, del aislamiento narcisista a la comunicación más racional, de lo uniforme a lo auténtico, de lo repetitivo a lo distinto. La expulsión de lo distinto, a pesar de su brevedad, invita al lector a una reflexión activa y a adoptar unas actitudes muy distintas a las que consideramos habituales y cotidianas.- JOSÉ MARÍA ARIÑO COLÁS.

 

Byung-Chul Han, La expulsión de lo distinto, traducción de Alberto Ciria, Barcelona, Herder Editorial, 2017.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Ariño

Leer hoy a Sender

10 de octubre de 2019 09:14:02 CEST

Pocos autores habrá cuya vida y obra estén tan imbricadas e implicadas en la historia del siglo XX español, como las de Ramón José Sender, nacido en una festividad tan aragonesa como la de San Blas, tan sólo a los 34 días de  inaugurarse la centuria; ocho años después, el mismo 3 de febrero, nacería en París su tan querida Simone Weil, anarquista como el escritor aragonés y, aunque laica, santa como el que fuera legendario obispo de Sebaste. Treinta y nueve años antes y en idéntica fecha, había visto la luz otro aragonés tan aguerrido, tan mujeriego y con tan intensa preocupación social como el escritor de Chalamera: el indomable Joaquín Dicenta, al que, como sucedió con Sender, se le impuso Blas entre el resto de sus nombres.

 

Con las antenas alerta para todo lo que significase injusticia o rebeldía y de vocación desusadamente temprana -con 15 años publicaba artículos y cuentos en la prensa zaragozana y madrileña (V. Turia, 120: 343-350)- el joven Ramón manifestará su inconformismo, desde los enfrentamientos con su padre hasta su cercanía al movimiento libertario y los tonos fuertemente sociales que irá adquiriendo progresivamente su periodismo. Periodístico será su primer libro, El problema religioso en México (1928) y varios de los que sacará a la luz en los años treinta. Así, Imán, publicado en los estertores de la monarquía alfonsina (enero 1930), es una novela que enfrenta de golpe tres cuestiones candentes en su tiempo: el antibelicismo desatado desde la Gran Guerra; el, para España, tan enconado problema de Marruecos y la necesidad de que la novela supere la linealidad y retórica decimonónicas aportando nuevas fórmulas apuntadas por las vanguardias. Por no hablar de una cuarta: la importancia de cada individuo concreto, que Sender desarrollará en posteriores narraciones y le acercará a un muy personal existencialismo.

Historia, preocupación social e inquietud por las cuestiones literarias, estéticas y metafísicas van a ser constantes en su transcurso personal, siempre cercado por las circunstancias que impone la primera. La producción periodística y narrativa del autor oscense durante la convulsiva década de los treinta en España da buena cuenta de cuáles son esos contextos y de cómo se implica en ellos.

Por entonces, Sender ya había pasado por la FAI, por la cárcel Modelo y se escoraba hacia el comunismo. Como periodista, tras su etapa aragonesa, había sido redactor de El Sol y La Libertad. Su prestigio como escritor comprometido y de alta calidad era indiscutible, lo que viene a corroborar el Premio Nacional de Literatura otorgado en 1935 a Mr. Witt en el cantón. Como en tantos otros casos, la guerra destroza su carrera y también su vida pero hasta extremos desaforados: el fusilamiento de su esposa y de su hermano Manuel, al que tanto quería como admiraba (“Que ha muerto Dios / lo mismo que mi hermano / contra la tapia de un fosal cercano”, escribe en su Libro armilar), la separación para siempre de sus hijos, la animadversión de los comunistas, que nunca dejaran de calumniarlo y hasta intentarán matarlo, y el brutal alejamiento de todas sus raíces, que, sin embargo, propiciarían una literatura tan ligada a ellas.

Yo tuve víctimas en mi propia familia que dejaron cicatrices imborrables en mi corazón y en mi atormentada alma.

Prefiero no volver a hablar de ellas. Todo el mundo las sabe. Y hay, como he dicho otras veces, el pudor masculino de la tragedia. De la tragedia de uno que ha sido la de España entera.

                                                              (Monte Odina, p. 367)

Se ha hablado suficientemente de la honda imbricación de su obra con Aragón en todos los órdenes y el narrador es el primero que no se cansa de proclamarlo. Su poesía, novela y periodismo darán buena cuenta de ello. Y todavía más, sus poco conocidos pero extraordinarios ensayos literarios, sobre todo, porque la literatura aragonesa de su tiempo, fuera de su figura y la de Jarnés, es casi irrelevante en un contexto nacional tan rico en escritores de altura.

 Desde Mr. Witt en el cantón, última de las novelas publicadas por el autor antes del exilio, -las narraciones de la guerra (Crónica de un pueblo en armas, Primera de acero y Contraataque) no pueden considerarse novelas estrictas- hasta El bandido adolescente (1965), primera de las publicadas en la España de Franco, transcurrirán tres décadas. Suficiente plazo para que, salvo unos cuantos viejos que lo recuerdan y unos pocos profesores que lo han leído, el escritor sea un desconocido. No obstante, el público lector le otorgará rápidamente sus plácemes y la editorial Destino, en cuya revista homónima publicó también el primer artículo de su autoría (23-XI-1968) aparecido en España desde la Guerra Civil, lo tendrá entre sus autores más rentables durante varios lustros. Incluso una de sus novelas menos atractivas, La mirada inmóvil, será la más vendida, según datos del Instituto Nacional del Libro, en el mes de septiembre de 1979, cuando ya empezaba a aminorar la fiebre por la novedad y el morbo por el escritor de novelas prohibidas.

Obviaremos las peripecias posteriores de su obra para enunciar un hecho demostrable. Hoy se lee mucho menos a Sender, pese a la excelsitud y variedad de su producción literaria; pese al auge de la novela histórica, en la que fue maestro y ante cuya producción palidecen la casi totalidad de las obras de este género que hoy nos sepultan bajo su inanidad; pese a que es el novelista español del siglo XX más traducido en el mundo; pese a que la bibliografía, tanto en forma de libros como de estudios y artículos, ya es casi inabarcable y, caso único frente a sus escasos competidores (Baroja y Cela), entre sus factores, predominan los hispanistas extranjeros.

¿Qué vieron sus muchos lectores y han visto sus críticos en el escritor aragonés para distinguirle con sus preferencias? Dicho en palabras sencillas, sería variedad, amenidad, intensidad, potencia imaginativa, diversidad de registros, estilo vigoroso y desafectado, profundidad y originalidad de pensamiento, información cultural variopinta, una cuasi perfecta integración de lo particular con lo colectivo, de lo local con lo universal…

¿Qué vieron sus opositores y contrarios? Volubilidad ideológica, producción muy desigual, metafísica sin rigor, falta de sistema…

Tampoco es riguroso descalificar a los detractores por su origen ideológico pero, si es verdad -como creo y cree la sabiduría hermética y hasta la sabiduría sin adjetivos- que los extremos se tocan, en el caso de Sender, los adversarios están en ambos extremos totalitarios: perseguido a la vez por Franco y por Stalin, si queremos resumir en dos nombres dos justificaciones ideológicas para una misma actitud ultrarrepresiva. Si nos acercamos a lo particular, Emilio Romero y Enrique Líster, entre otros tantos, podrían ser dos buenos ejemplos de hienas con la consigna de calumniar al disidente.

Realmente las ideas de Sender no cambiaron mucho desde sus inicios hasta sus últimos años. Bien lo analiza Patrick Collard en Ramón J. Sender en los años 1930-1936 (Sus ideas sobre la relación entre literatura y sociedad), donde demuestra fehacientemente que las preocupaciones y actitudes de la última fase del escritor tienen raíces, incluso, en su producción periodística anterior a su consagración literaria. Si tuviéramos que recurrir a una línea maestra por la que discurre su pensamiento, deberíamos hablar de fe total en los instintos, lo que se corresponde con un vitalismo que se configura en su torrencialidad narrativa. Actitud íntimamente vinculada con el pensamiento libertario, base de su percepción social del mundo. Matizando, sin embargo, que el escritor es sobre todo radical cuando arrostra el problema del individuo frente a la sociedad. Su toma de partido es clara a favor del primero y ello se refleja también en su postura como artista: la obra funciona como un mecanismo soteriológico, deviene en un recurso de justificación y redención personales.

Hablábamos de vitalismo y torrencialidad narrativa. “Escribir es acción” –como lo es el pensar- manifestó Sender en varias ocasiones y son consabidas las raíces vanguardistas de esta postura apasionada y el prototípico horror vacui, que conmina y estimula al artista a forzar todos sus resortes creativos.

Una manera, y tal vez la mejor, de vencer es la creación. Cualquier forma de creación. La naturaleza nos ofrece la forma más placentera con el amor físico. Pero éste nos da nada más una apariencia de victoria. Cuando esta va acompañada en la vida por la creación de la mente (obtener formas originales y propias) la sensación de nuestra presencia en la realidad es más completa… La imaginación es el arma decisiva contra la invasión del vacío.

                                                                 Álbum de radiografías secretas, p. 91.

 

Desde sus primeras novelas, la intensidad de la acción se complementa con paréntesis o intermisiones que muestran los arcanos y enigmas que rigen el difuso trayecto del animal humano. Incluso obras tempranas, como La noche de las cien cabezas (1934) o Proverbio de la muerte (1939), son novelas en las que la reflexión metafísica se sobrepone a lo estrictamente narrativo. Hay un progresivo desplazamiento de la historia y la idea en el pensamiento senderiano en favor de la antropología y el mito. Sender nunca vaciló en dar el paso más o menos aventurado de penetrar en esferas difícilmente reductibles al acoso de la razón pragmática:

Cuando la literatura agota las formas naturalistas y realistas y nos somete con ellas a la tortura de la monotonía; los lectores recordamos con nostalgia los tiempos de los cuentos de hadas, de las novelas de caballerías y de las narraciones donde se producían metamorfosis arbitrarias. La razón se cansa de sí misma a veces.

                                                          Álbum de radiografías secretas, p. 91.

El novelista fluctuó siempre entre la necesidad de exponer los acuciantes problemas de una época conflictiva y la imposibilidad de explicarlos y vincularse a ellos sin penetrar en las complejas cavidades del enigma:

En la narración novelesca es obligado conducirse racionalmente… Pero lo irracional se impone cada día

                                                    Álbum de radiografías secretas, pp. 80-81.

De ahí, quizá, el conocido manifiesto senderiano: “El novelista debe hacer verosímil la realidad”, que matizará de nuevo en el magnífico libro de ensayos donde escarbamos estas citas:

Los lectores no se conforman con la exactitud y la veracidad en la psicología. Quieren algo más, quieren dimensiones líricas, sorpresas de una originalidad genuina, quieren lo inesperado, inolvidable y convincente. Convincente no sólo para nuestra mente, sino para todo nuestro complejo mundo interior.

                                                                 Álbum de radiografías secretas, p. 14.

“Toda filosofía comienza con el estremecimiento, lo mismo que la religión y la poesía”, escribió RJS en Memorias bisiestas. Frente a esta atracción por lo inefable o necesidad del misterio, el débito al lector de hacerse comprensible, de poner la prosa al servicio de la claridad: “Se debe escribir sin ninguna aceptación de esos sobreentendidos en los que la mente cultiva su pereza” nos dice en el Álbum (p. 166). Y el estilo será siempre “desafectado”, como subraya Carrasquer, su principal estudioso, llano, directo y natural; nunca facilón, edificante o artificioso. La voluntad de claridad no puede ser más notoria. Lo que no hay que confundir con facilidad o vulgarización. Como sucedió en otras artes, la literatura coetánea a la de Sender, tendía a ser una literatura para escritores –hoy hemos vuelto a la facilidad y el pastiche- y el narrador oscense convenía en que no hay arte si no hay originalidad y esfuerzo:

Con todos sus inconvenientes me parece más plausible que escribir adulando al nivel más bajo de las masas. La demagogia en arte es más funesta que en política. El escritor tiene la obligación de dar lo mejor de sí mismo sin pensar si es o no accesible.

                                                                 Álbum de radiografías secretas, p. 14.

Es cierto que Sender fue totalmente contrario a la subcultura y, pese a su afecto por los movimientos renovadores, tampoco creyó demasiado en la contracultura, como muestra el tan jugoso artículo “Los golfos de Buda y otros inocentes excesos”, recogido en Ensayos del otro mundo (1970). En su multidireccionalidad temática verificamos el tan variado sustrato cultural que el escritor acarrea, nunca acomodado a escuelas o esquemas. El citado Francisco Carrasquer dejó escrito que su obra “funciona como la mejor síntesis conocida hecha arte literario de nuestra cultura” y, para verificarlo, sólo hay que repasar las referencias a autores y obras que aparecen en sus varios miles de artículos -lamentablemente, aún no antologados ni estudiados- y en sus volúmenes ensayísticos. Sabemos, por otra parte, que su biblioteca, ya en los años treinta, estaba superpoblada y, si nos ceñimos tan solo al arte literario, no me cansaré de ponderar un ensayo como Examen de ingenios, Los noventayochos (1961) y muchas páginas de otros, como Valle-Inclán y la dificultad de la tragedia (1965), Nocturno de los 14 (1969), Tres ejemplos de amor y una teoría (1969), Ensayos del otro mundo, Libro armilar de poesía y Memorias bisiestas (1974), Solanar y lucernario aragonés (1978), Monte Odina (1980), Segundo solanar y lucernario (1981) y el citado y póstumo, Álbum de radiografías secretas (1982).

En toda la escritura de Sender se manifiesta insistente y explícito desprecio por la apariencia. Una necesidad de escapar a la definición. No le preocupa parecer sino ser, aunque en el ser anide, siempre acechante, la duda.

En este milagro constante del existir (…) uno de los mayores motivos de asombro nos lo ofrece la insatisfacción del artista verdadero con su propia obra. Desconfiad de los que están satisfechos de sí. (…) nadie hay tan feliz ni tan satisfecho de sí mismo como un mal poeta. El buen poeta se agita en su universo de dudas. Como el buen religioso (…) Sólo el tonto no duda nunca. De ahí la tontería implícita en regímenes como el fascista o el comunista. O en doctrinas como el existencialismo. Porque la desesperación sistemática es desorientadora y culpable.

                                                       Álbum de radiografías secretas, p. 171-172.

Para el interesado por las cuestiones sociales, el narrador oscense es, por descontado uno de los pocos intelectuales de su siglo más cercanos al pueblo, cuya inspiración tomó siempre como primordial y manifiesto de la verdad natural: “La gente tiene miedo a los poderosos y desprecia a los que no son nada. Es un error. El poderoso es pusilánime y el que no tiene nada que perder es peligroso. Ojo, pues, con los miserables porque, además, y esto es lo más grave, tienen siempre razón”, escribe en Memorias bisiestas. Libro éste de carácter aforístico, lo que lo acerca a su confesado maestro Gracián, colocado como pegote al final de sus Poesías (casi completas), y tan poco leído como valioso e ilustrativo.

Ya se ha sugerido que existen otras grandes articulaciones en el gran mosaico que es Sender, enorme narrador que surge de un magnífico periodista. Dejando aparte la poesía de la que en otros lugares me ocupé suficientemente, me refiero, ante todo, al ensayo. Se habló muy brevemente de su enorme valía como analista literario y se citaron varios de los ensayos en los que combina esta faceta con otras muy diversas, pero también son poco conocidas obras como Ensayos sobre el infringimiento cristiano (1967) –el libro que más veces leyó Mauricio Aznar, el legendario cantante de Mas Birras-  en el que el autor aragonés resumió su interpretación del hecho religioso y simbólico, cercano a la filosofía hermética, el misticismo y la teosofía, teniendo en cuenta las aportaciones de los mitólogos contemporáneos. Heterodoxia religiosa que, desde su fascinación por Miguel de Molinos hasta sus últimas novelas, pasando, evidentemente, por la poesía, es una constante senderiana. Por su parte, El futuro comenzó ayer. Lecturas mosaicas (1975) es un sorprendente y desatendido libro sobre el judaísmo, que fascinaba a otro aragonés ilustre, Felix Romeo. También, Ver o no ver. Reflexiones sobre la pintura española (1980) que nos habla con agudeza de otra de sus pasiones, la pintura, actividad que el escritor practicó aunque sin destacar en ella.

Con la venia del lector, introduciré el final de este comentario con una cita de Fernando Savater y otra propia porque, creo, resumen convincentemente la esencia del tan bien dotado escritor:

Hay un tipo de honradez característico, un detestar la palabrería oratoria, un amor por la abundancia y prodigalidad de temas, una fluidez vigorosa de acciones y pasiones que caracterizan al novelista de pura sangre… Tras Valle-Inclán y Baroja, Sender ha sido el novelista español de más clase, el de raza más indiscutible y enérgica (…) De Sender, pensando sobre todo en sus últimos años dirán escritor desigual, demasiado prolífico; y será momento de recordar la defensa que ante acusaciones similares hizo de Alejandro Dumas su biógrafo Maurois: Le reprocháis vicios de generosidad, pero ¿acaso le hubierais preferido monótono o avaro? 

 

La complejidad y riqueza de la personalidad del escritor no permiten más que apuntar aspectos de una obra y vida inabarcables y todavía con muchos espacios vírgenes en su trayectoria e interpretación. Pero, si se puede decir algo con seguridad es que, con sus errores, vacilaciones y desvíos, Sender no se doblegó ante doctrinas y mantuvo siempre incólume esa independencia, que llevó a la literatura.

 

Conviene leer hoy a Sender porque es uno de los dos o tres novelistas más extensos e intensos de la pasada centuria; porque amenidad, información, defensa de la libertad, de la justicia y del individuo se juntan en sus ensayos y ficciones; por su cultura proteica que abarca las culturas europeas, las iberoamericanas y las angloamericanas. Y porque es, sin competencia, el más destacado escritor aragonés desde los tiempos de Gracián. La Zaragoza del jesuita y la senderiana Huesca, articuladas por el Teruel de Braulio Foz, se ensamblan literariamente a través de estos tres genios del arte del bien decir.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Barreiro

Premonición

23 de septiembre de 2019 08:37:29 CEST

Lo recuerdo sentado cerca de otra ventana

leyendo el ABC, hace cincuenta años,

como lo lee ahora mientras que la mañana

se nos va silenciosos, tan iguales y extraños.

 

Mira de vez en cuando la iglesia clausurada

en la que entran y salen sus parientes difuntos,

con los que espera pronto hablar como si nada

fuese la muerte más que volver a estar juntos.

 

Distraen su dolor, que ya no tendrá hechura,

el silencio diario, eco del infinito,

y el murmullo del coro cansado de esperar.

 

Pronto serán leyenda su mansedumbre pura,

su tímida manera de ser el Señorito,

su paz ante el espejo, que no podré heredar.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Juárez

Nuevos proverbios para Bruhegel el Viejo

5 de septiembre de 2019 13:09:18 CEST

 

Cumpliendo los cincuenta, al peine le sobran púas.

No hay nube que marque dos días el lugar del tesoro.

Aplaude más, pero no mejor, quien lleva

fuego en una mano y agua en la otra.

 

El tragafuegos caga cenizas el día de su jubilación.

Un solo dedo no levanta el higo del suelo.

En el cruce de los cuatro caminos

el burro envía cada pata a recorrerlos.

 

Como el vino y los sombreros, el corazón se sube a la cabeza.

En papada de cura no come migajas el monaguillo.

Debes alejarte mucho de un gran misterio

si pretendes verlo de cuerpo entero.

 

Nos ahogaremos por la nariz el día que llueva hacia arriba.

Al cepillo de la muerte no le peines las cerdas.

Decir “fuego” no quema la boca,

si dices “silencio” te muerdes la lengua.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Jiménez Domínguez

Sendas de Bashö

8 de agosto de 2019 13:22:04 CEST

        (Primavera)

 

I

Primeras luces.

El aire se estremece:

alas y brisas.

 

II

Han florecido

las ramas del almendro.

¿Es primavera?

 

III

Cruzan la tarde.

¿Adónde van? ¿Adónde?

Vuelo de grullas.

 

IV

Suena a lo lejos

la canción de la tierra.

Croan las ranas.

 

V

Lluvia de mayo.

¡Cómo tiembla la luna

sobre los charcos!

 

VI

En el sendero

que viene de la infancia

crecen zarzales.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Neila

La tregua, la pausa

8 de agosto de 2019 09:50:48 CEST

Hay mañanas

 

—generalmente muy frías—

 

en las que ensaya la esperanza

su arquitectura de promesa,

su apetito de suficiente lejanía.

 

Así lo siento en esta plaza,

 

en el perro que persigue palomas

sin intención de atraparlas;

en las luces que a estas horas de luz

siguen encendidas sin necesidad.

 

Todos actuamos hoy como si esa promesa

pudiera cumplirse, sabiendo que es

su incapacidad lo que hoy nos confirma,

que nuestra renuncia es su tratado.

 

Será verdaderamente humana la espera

cuando el tiempo pase así,

sobre esta silla de metal helada

como si fuera una piedra

que me protege de un río

y que me ofrece un río.

 

Tenme en cuenta aquí, Señor,

aunque me niegues el jardín y el huerto,

la lucha contra la mosquita que arruina el tomate.

 

Tenme presente en la piedad

con que esos críos inician la cuenta atrás,

en los sudores fríos de esta pausa.

Escrito en Lecturas Turia por Alejandro Simón Partal

En un museo

20 de junio de 2019 12:38:59 CEST


 

“Miren la luz de las figuras

de Ribera: procede de ellas mismas,

no está llegando de ninguna parte”,

sentenció rutinariamente el guía.

Sus palabras flotaron

entre los óleos tristes, entre el limpio fulgor

- concreto y asediado -

de aquellas telas tenebrosas

y el lienzo sin propósito

de mi desprevenida voluntad,

como una flecha blanda

cuya herida en la muerte no habría de doler

pero nos duele.

Miré la luz que desprendían

aquellos cuerpos de mudez sellada:

era la claridad superviviente

una vez que ha vencido la presencia

sobre la negación y su viscoso abismo.

Vi los semblantes de la beatitud,

los labios entreabiertos, la piel fría;

vi las manos tocando

esa seda invisible que es la gracia,

compensación del daño, agua, brisa

para quienes se atreven a escuchar

el origen del eco, el germen del amor.

Dolientes focos de verdad inmóvil,

desde aquellas figuras emanaba

un brillo para el mundo.

Yo quise retener unos instantes

el hontanar que era, el regalo

que daban: la limosna

con que entender mi nombre,

polen con que amasarme,

ocasión de sentir el relieve que soy,

porque esa luz propia que entregaban

yo podía extraer,

contra mi indiferencia, pensamiento,

para mi incertidumbre, claridad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Cabrera

La forja de un escritor: Rafael Chirbes, ensayista

20 de mayo de 2019 08:23:35 CEST

 Novelar es, ante todo, saber mirar

Chirbes (2010: 205)

 

 

El “taller” del escritor es una feliz designación del espacio, tanto físico como simbólico, en que los textos literarios toman cuerpo: un espacio atravesado de referencias, (re)lecturas, vivencias e ideas que generan interpretaciones varias de cuanto nos rodea. Es el núcleo esencial donde, a veces, un pensamiento en desarrollo fructifica y alcanza su sentido al hacerse público mediante el registro impreso, entre otras en forma de novela, aportándonos una nueva mirada sobre el mundo. A Rafael Chirbes, escritor de raza, le importa esa dimensión pública: cómo las razones de uno pasan a otro y ayudan a que el artista cree imaginarios de la manera propia de su tiempo, que ayuden “a componer o fijar ese espacio mental y hasta moral que es la sensibilidad de una época” (2002: 10).

En su taller, Chirbes viene centrando su mirada particularmente en el devenir de la España contemporánea. De sus textos se deduce que, si un novelista nos entrega con su obra la radiografía de su tiempo, también nos entrega la suya propia. Por un lado, lo ha logrado mediante una extraordinaria vertiente ficcional, hoy integrada por nueve novelas encabezadas por Mimoun (1988). Por otro, a través de una afinada y sólida vía ensayística, reveladora de cómo se ha forjado como escritor.

No pocos autores se acompañan de textos teóricos en torno a su quehacer literario, aunque en tantos difieran la intención y el resultado. Sin embargo, los de Chirbes, atinado observador, desvelan su utillaje mental y creativo, exponen planteamientos iluminadores de los entresijos de su novelística, pergeñan un discurso coherente y poderoso sobre aspectos del entresiglos XX-XXI y, con frecuencia, lo muestran como testigo lúcido del periodo que Carlos Blanco Aguinaga —tan admirado por él— denomina la Segunda Restauración, esto es, la transición del franquismo a la democracia con la vuelta de los Borbones.

Hasta ahora, El novelista perplejo (2002) y Por cuenta propia. Leer y escribir (2010) —dedicado a Blanco Aguinaga— son los títulos en que Chirbes ha recopilado textos de variada factura: charlas, conferencias, prólogos, artículos y notas breves, muchos de ellos escritos con voluntad de ser impresos:

Una de las grandes desolaciones del escritor —de la que nunca se cura— es la de no saber nunca si ha acertado al colocarse en el lugar que le permite contemplar el dolor y la esperanza de su tiempo. Por eso, los novelistas, además de novelas, escribimos textos en los que intentamos exponer nuestra intención, justificar nuestro trabajo. (2002: 88)

Los textos del primer libro se disponen sin organización temática, pero el segundo distribuye las aportaciones en cuatro apartados: maestros; contemporáneos; memorias y maniobras; y a modo de epílogo: cuestiones domésticas. Son, pues, significativos títulos que anuncian las claves de lectura de su obra ensayística en general. Así, en primer lugar, sus textos se ocupan de la función de la literatura y del escritor en el siglo XXI, aun cuando en ocasiones Chirbes visite otras épocas desde el presente. Caben ahí textos dedicados a la tradición en que él se inscribe y de la cual se nutre, mas también a autores contemporáneos por los que siente afinidad. En su búsqueda del sentido de la escritura (por qué y para quién se escribe), con mucho tino Chirbes pone por escrito preocupaciones relacionadas con el arte y la literatura, y sobremanera con la novela, que para él constituye un “espacio donde se plantea un problema moral, un ejercicio de pedagogía” (2010: 18). Así, especialmente le interesa cuál es el estatus de la novela y a quién representa el novelista de hoy; la responsabilidad civil del escritor cuyo reto es escribir la novela que su tiempo solicita; la defensa de lo estético como ideológico y el análisis de la (trans)formación del gusto como forma de dominio, que combate en sus escritos.

En segundo lugar, principalmente afronta la Guerra Civil española y sus consecuencias hasta nuestros días (exilio, posguerra, transición, recuperación interesada de la memoria), y así aborda la degradación y la pérdida de viejos referentes (lucha de clases, revolución, burguesía o proletariado); la deliberada desmemoria de la transición y su discurso oficial; los comportamientos abusivos del poder y del capital; el espíritu permisivo y republicano característico de buena parte de la mejor cultura española, “periódicamente derrotado por embates de intransigencia” (2002: 8). Respecto de la última novela española de la memoria, Chirbes la viene a definir “consoladora narrativa de los sentimientos, al servicio de lo hegemónico […] calculada retórica de las víctimas con la que se restituye la legitimidad perdida en los ámbitos familiares del poder” (2010: 16). En estas situaciones, cree que “hay que indagar en las razones por las que lucharon y por las que perdieron” (2010: 17), por ende sin edulcorar el discurso de víctimas y verdugos ni recurrir a lo sentimental como recurso narrativo más efectista. En ambas recopilaciones, notable presencia adquiere Walter Benjamin cuando Chirbes se posiciona acerca de la memoria y de la justa lucha por apropiarse de su legitimidad.

En tercer lugar, en ambos libros consta un espacio reservado para otros intereses personales del escritor, desde la gastronomía hasta su relación con el campo editorial. Así, aunque no me detenga en ellos, en este espacio cabe indicar dos títulos inscritos en la vertiente no ficcional de Chirbes: Mediterráneos (1997) y El viajero sedentario (2004), donde se adentra en las muchas ciudades que ha conocido, si bien en una entrevista reconoció que no se cansa de volver a Valencia, París, Roma, Nápoles, Salamanca y Fez (López de Abiada, 2011: 14).

 

En el taller de Chirbes: la voz de la verdad

Una consideración que Chirbes subraya es que todo texto es saqueo, una apropiación. Desvela sus predilecciones en primera persona y, en el caso de la literatura, opta por aquella que le plantea un dilema moral al lector: el Tirant, La Celestina, Garcilaso y Quevedo; Cervantes en su conjunto, como Galdós y Aub; Blasco, Clarín, Machado, Cernuda, Vallejo, Marsé, Vázquez Montalbán, Gil de Biedma, Méndez, Pinilla, Zúñiga, Goytisolo, Pombo o Barba. Además, incorpora su conocimiento de la literatura occidental y en sus escritos se congregan alusiones o comentarios extensos sobre Dante, Bocaccio, Chateaubriand, Zola, Proust, Ruskin, Ibsen, Ford Madox Ford, Rilke, Broch o Pavese. Con ellos confluyen en su galería personal otros nombres de relieve, desde Voltaire, Nietzsche, Picasso y Goya a teóricos de la literatura como Luckács, Bajtín o Todorov.

Así, sus ensayos conforman un lugar de encuentro, de recepción, asimilación y reacción, con hacedores de la literatura y del arte, con sus críticos, lectores y espectadores, y a la postre compendian el saber de Chirbes, iluminan nuestro devenir histórico y brindan una metáfora de la creación artística —marcadamente literaria—. Igualmente sirven para trazar su biografía al descubrirnos el autor aspectos de su infancia nada fácil, de su formación como historiador en el tardofranquismo o de sus distintos trabajos: librero, periodista, profesor, crítico literario y reportero en Sobremesa, revista de gastronomía, vinos y viajes. A finales de los años ochenta, consiguió ocupar un lugar en el campo literario al publicar en Anagrama. Para ello contó con una amiga escritora, Carmen Martín Gaite, a quien dedica varios escritos y cuya complicidad fue determinante para entrar en contacto con Jorge Herralde, sobre quien volveré, cuya relación cordial refiere Chirbes en “El escritor y el editor” (2010: 273-292).

Ante todo, sus textos nos ofrecen su perplejidad ante el mundo. En ellos subyace un rotundo valedor de la literatura responsable y activa que, bajo el signo del realismo, él mismo practica: “Cada época provoca su propia injusticia y necesita su propia investigación, su propia acta” (2002: 35). En efecto: Chirbes observa, escucha, interviene con voluntad de conocimiento, crea y nos entrega su visión del mundo con personajes que son opciones morales y portadores de los estigmas de un tiempo, el nuestro, de sus inquietudes estéticas, sociales, artísticas y humanas, mas también de sus fracasos.

La mirada del artista es premisa basilar en sus ensayos. En este sentido, del retrato de Dyer que pintó Bacon, escrutado en detalle por Chirbes, su análisis nos regala uno de sus autorizados comentarios: “Todo pintor, todo artista busca un camino u otro, y esa elección y no otra es su forma de respuesta a los problemas que el arte plantea en cada momento, que no son problemas sólo de técnica, sino de espacio mental, moral” (2002: 53). En este territorio de la mirada, un texto clave es “El punto de vista” (2002: 69-90), donde Chirbes liga al placer estético la percepción de alguna parcela de la realidad desde un lugar nuevo. Según él, precisamente el problema del novelista es encontrar ese lugar desde el cual organizar y comprender mejor la infinita variedad que la vida propone. Por ello, afirma, del intercambio de puntos de vista la narrativa extrae “su carácter de experiencia a la vez pedagógica y ética” (2010: 26).

De igual modo, y abundantemente, reflexiona sobre sus principios constructivos: cómo surge, con quién dialoga, qué equilibrios mantiene con sus contemporáneos y con la tradición, a favor de quiénes y en contra de qué habla Chirbes. También escribe sobre aquellos que legitiman el canon y considera buenas novelas las que “nos enseñan a mirar, surgen de releer y actualizar el género; de ponerlo en cuestión” (2010: 190). Para Chirbes, no cabe la inocencia narrativa y toda novela “tiene la obligación de llevar incorporado el saber novelesco y la reflexión en torno a ese saber de cuantas la han precedido” (2002: 79). Estas son un enorme almacén de materiales con el que un novelista puede abastecer su taller, e incluso “los maestros literarios hay que buscarlos fuera del género en muchas ocasiones” (2010: 205); él mismo cita a Lucrecio, Marx y Fernando de Rojas, y a las voces previamente apuntadas añade otras básicas en su concepción de la novela: Balzac, Flaubert, Dostoievski, Tolstói, Pilniak, Mailer, Updike o Roth.

Por otra parte, también examina el desplazamiento de la novela por otros medios y así la polémica acerca de la vida o la muerte de la novela, que Chirbes minoriza al considerar que será diagnosticable sólo en la medida en que mantenga o no el pacto con la sociedad o con los sectores sociales cuya sensibilidad nutre (2002: 17). En sus textos reactiva su radical defensa del contexto histórico y su postura contraria a los formalismos —botón de muestra es la opinión vertida sobre los cosmopolitas orteguianos y su rechazo al realismo (2010: 120)—. Sin la vinculación dentro-fuera, escribe, “la literatura me parecería un soberbio aburrimiento” (2002: 83). Para Chirbes, “una obra no puede trabajar con certezas, ser una consigna: el lenguaje literario acaba reflejando las tensiones de su tiempo utilizando caminos que ni el propio autor imagina” (2010: 22). En la novela, pues, se entremezclan lo público y lo privado, “una forma de respuesta a esa pregunta que el escritor lleva consigo de manera permanente” (2002: 89). De ahí que su narrativa se asiente en el entorno de un intelectual que, como fabulador, le interesa lo que ocurre fuera del libro e interviene, por ejemplo, contra la crisis moral de la sociedad española reciente en la epatante novela En la Orilla (2013), muestra sin par de las posibilidades del realismo en nuestros días. Como hace con Benjamin respecto de la memoria, disemina la presencia de Galdós o de Aub en muchos textos para plantear las complejas relaciones entre verdad y mentira, ficción y realidad; para valorar el juego de perspectivas y los límites entre novela, biografía e historia; o bien para exigir la reparación de una injusticia.

Su paradigmático interés por la memoria es el eje sobre el que pivota su narrativa y tantos de estos ensayos; una memoria que, también entendida como ajuste de cuentas con el presente, incluso relaciona con la lengua en que uno escribe (“De lugares y lenguas”, 2002: 117-136). Fundamental es su voz con relación a la dictadura franquista y también a “esa larga traición llamada transición” (2002: 119), que, insiste en ello, “no fue un pacto sino la aplicación de una nueva estrategia en esa guerra de dominio de los menos sobre los más” (2002: 109). Chirbes se considera heredero de la derrota, tras la voluntaria excavación que lo llevó a aquel tiempo de herencia silenciada y complementó su formación sentimental y política en una España de lucha esperanzada que pasó al “desencanto”, al “pasotismo”, de la gran ilusión a la ocasión, al pelotazo.

Lo expuesto hasta aquí configura un articulado universo temático en su primer libro. Como antes he mencionado, ya el índice del segundo, Por cuenta propia, explicita los apartados comentados y el escritor nuevamente enfrenta cuestiones que le importan. Así, bajo la etiqueta “Maestros” reúne cuatro dilatadas contribuciones: sobre La Celestina, que tanto admira porque instauró la veta realista de la narrativa española y convirtió la lectura en un “ejercicio de sospecha” (2010: 47); la novela de guerra y su relación con la verdad en Svevo, Céline, Mann, Dos Passos, Musil, Barbusse, Graves, Remarque, Kraus o Hemingway; una tercera sobre el significado de Cervantes para un lector de hoy:

La voluntad de desafío del novelista que sabe que se salva o condena en su propia literatura; y que su moral se expresa en la propia organización del texto, y no en un discurso que pide prestado al exterior, es la mejor lección que creo que puede extraer el novelista contemporáneo de la literatura de Cervantes (2010: 111).

Aparte esa escritura que es forma de conocimiento del novelista, también de Cervantes aprecia la presencia de un mundo conflictivo en donde no caben discursos unívocos. Si con él habla de “gran literatura”, no es de extrañar que, en la tradición generosa del autor del Quijote, en otro escrito reivindique a Galdós, explore su rechazo y manifieste su interés por el juego de perspectivas.

Después, renovando aspectos abordados en El novelista perplejo, en el segundo apartado (“Contemporáneos”) explora Los Cuadernos de todo, de Carmen Martín Gaite; recoge su epílogo a la edición alemana de Gran Sol, de Ignacio Aldecoa; visita un territorio que le es propio: la gastronomía, que relaciona con la memoria, y lo hace de la mano de quien considera un maestro: Vázquez Montalbán; también comenta Ahora tocad música de baile (2004) de Andrés Barba, cuya mirada lo atrapó por ser una reflexión acerca de la realidad que obliga a mirar a partir de seres que viven “en un mundo abandonado por los dioses” (2010: 193). Seguidamente, retoma la vigencia de la novela, hoy libre de ataduras: al no cumplir ya función informativa ni decoradora, el novelista puede “trabajar hacia dentro con más libertad” (2010: 200). Frente al modelo ideológico mitigador del papel de ciudadano, considera todavía vigorosa la capacidad de resistencia y la ejemplifica tras su lectura de Roth, Swift, La Capria, Pombo o Sánchez Ostiz. En esta línea, al detenerse en el novelista en el siglo XXI y el estatus de la novela (“cada vez más, un asunto de estricta vida privada”, 2010: 206), el escritor se muestra molesto por la complicidad que la narrativa contemporánea establece con el lector advirtiéndole que está ante una novela, género que “se ahoga en un exceso de aptitudes: agoniza por una sobredosis de inteligencia” (2010: 212).

En “Memorias y maniobras”, Chirbes comienza desgranando la apropiación de la figura de Max Aub, olvidada incluso mientras los suyos, los socialistas, gobernaron en España. Prosigue con el “Principio de Arquímedes” de la literatura, “según el cual la presencia de un nuevo elemento en un espacio desaloja a otro” (2002: 103), lo cual muestra reivindicando el lugar de los exiliados, ocupado tras la contienda. En el extenso “De qué memoria hablamos”, afirma que “la memoria histórica pone las bases de un método de justicia” (2010: 227) y, como ya apuntaba en El novelista perplejo, insiste en que ello pasa por integrar a los testigos y alzarse frente al relato dominante.

En su vuelta a la transición, critica con dureza la formación de la España posfranquista, señala cómo se construyeron otros relatos, se canonizó el concepto de “moderación”, se aceptó la derrota, se pasó de la resistencia a la abundancia y supuso “un segundo saqueo de la memoria de los vencidos” (2010: 247). Así, en “Una nueva legitimidad”, considera retórico e interesado el setenta aniversario de la proclamación de la Segunda República celebrado en 2001. Como en la llamada literatura de la memoria, que ve una moda, considera el neorrepublicanismo una de sus variantes. La sensación “pegajosa” que por entonces lo invitó a alejarse de homenajes, la siente ante otros asuntos de actualidad que le importan como la “cuestión gay” (2010: 253), si bien desconfía de su resolución por la complaciente invocación a la normalidad y porque intuye “que encierra un mensaje artificial, forzado” (2010: 253). Concluye el apartado con una nota sobre la literatura en Europa, donde Chirbes advierte la existencia de quienes hoy se empeñan en pasar de la retórica a la verdad (como es su caso). Por último, en “Cuestiones domésticas” publica el breve texto titulado “Trabajo”, donde afirma que “una casa y un libro son expresiones de la sorprendente dureza interior que guarda ese frágil animal humano al que cualquier accidente tumba” (2010: 294). Además, incorpora un magistral texto, antes referido, sobre su vínculo con Herralde.

¿Qué supone editar en Anagrama, sello de calidad en el campo cultural, del que Chirbes se nutre con frecuencia, como evidencian los textos que lee? Sus novelas y ensayos forman parte de esa novela-río que, según Herralde, es el catálogo de Anagrama, editorial que, frente a las obras de consolación, fomenta obras de provocación, como señalara Giulio Einaudi de los editores culturales (Cesari, 2007: 6). Es más, Herralde se define por la “política de autor”: seguirlo, publicarlo todo, como hace con Chirbes, favoreciendo incluso su traducción por editores foráneos.

A Chirbes, valga apuntarlo, el novelista que lo atrapa “no busca consolar, sino descifrar” (2010: 19), no debe pelear con colegas sino únicamente con su propia obra, en pro de su calidad. Anagrama encaja bien con su postura, ya que entre los propósitos de la editorial está “la exploración en torno a los debates políticos, morales y culturales más significativos de nuestro tiempo, con cierta predilección por aquellas incursiones más arriesgadas y polémicas” (Herralde, 2009: 8). Coincide también con su editor al considerar la novela de hoy “una esclava más del promiscuo harén de […] los grandes grupos mediáticos”, caracterizados por su disposición “no sólo de las factorías de producción artística, sino también de los santuarios de su canonización: detentan los códigos del gusto” (2002: 18-19). Responsable de parte de la reciente historia de la narrativa en español, de Anagrama proceden autores a los que Chirbes vuelve: Carmen Martín Gaite, Álvaro Pombo o Félix de Azúa. Lector voraz, Chirbes reconoce la conveniencia de que todo escritor “emparente su obra con ciertos autores y ciertos libros cuya compañía a veces honra y a veces sólo justifica” (2002: 111). Con relación a tal linaje, afirma: “En cualquier arte, cada nuevo artista busca a sus antecesores y los pone en contacto entre sí” (2002: 63).

Actualmente, Chirbes se sitúa con ventaja en el campo literario, donde ocupa un lugar privilegiado y su voz se inscribe con positiva sanción crítica en la historia literaria[1]. Además, Chirbes dialoga bien con posturas críticas coetáneas, como las de Constantino Bértolo (2008) o Marta Sanz (2014), autora a quien Chirbes prologa su nueva versión de La lección de anatomía (2014), que admira como ejemplar literatura de intervención y gozosa representación de vida. Así, respetado por la crítica y el público lector, no solamente en España, Chirbes es de igual modo figura señera para escritores afines como Alfons Cervera, Luis García Montero, Moisés Pascual, Isaac Rosa o Ricardo Menéndez Salmón.

En suma, en su taller particular, reconocido por las instancias de mediación y de legitimación del campo cultural, leído y ajeno a los brillos mediáticos, Chirbes adopta una posición de defensa ante las ofensas de la vida. Más cerca del rencor que de la emoción que la literatura despierta, en sus ensayos, como he tratado de sintetizar, exhibe su perplejidad sin expresiones alambicadas, vivifica a sus fantasmas y desmenuza cuanto le preocupa, regresando a los temas que he expuesto con una solvente visión cívica y combativa. Sus miradas, los que él llama “escritos”, en su conjunto posibilitan el acceso al taller de la que Herralde (2006: 77) define “la voz de la verdad”: “una voz que pregunta y se interroga, que celebra y se indigna, que gusta de ir (o tiene que ir) a la raíz de las cosas, duela lo que duela […] sabueso inevitable a la caza de la verdad”.

 

BIBLIOGRAFÍA

Bértolo, Constantino (2008). La cena de los notables. Cáceres: Periférica.

Cesari, Severino (2007). Colloquio con Giulio Einaudi. Torino: Einaudi

Chirbes, Rafael (2002). El novelista perplejo. Barcelona: Anagrama.

----- (2010). Por cuenta propia. Leer y escribir. Barcelona: Anagrama.

Herralde, Jorge (2006). “Rafael Chirbes: la voz de la verdad”, en Por orden alfabético. Escritores, editores, amigos. Barcelona: Anagrama, pp. 77-85.

----- (2009). Biblioteca Anagrama. 40 años de labor editorial. Barcelona: Anagrama.

López de Abiada, José Manuel (2011). “Entrevista a Rafael Chirbes”, en López Bernasocchi, Augusta; López de Abiada, José Manuel (eds.). La constancia de un testigo. Ensayos sobre Rafael Chirbes. Madrid: Verbum, pp. 12-20.

Sanz, Marta (2014). No tan incendiario. Cáceres: Periférica.

----- (2014). La lección de anatomía. Prólogo de Rafael Chirbes. Barcelona: Anagrama.

Vara, Natalia (2014). “Narrativa 2013: iluminaciones para un tiempo de crisis”, Ínsula, 808, abril de 2014, pp. 2-5.



[1] En abril de 2014, por ejemplo, el almanaque de Ínsula dedicado a la narrativa de 2013 se abría con En la orilla bajo un revelador título: “Iluminaciones para un tiempo de crisis” (Vara, 2014). Considerada la mejor novela del año, obtuvo el Premio Nacional de la Crítica, que Chirbes añadía así al conseguido con la anterior: Crematorio (2007).

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lluch Prats

Buñuel y Saura, 1983. Dos aragoneses en el camino

16 de abril de 2019 08:41:55 CEST

Cuenta Carlos Saura que del cine de Luis Buñuel sólo conocía el documental Las Hurdes, tierra sin pan, rodado, y prohibido durante la Segunda República. No fue hasta 1957, en unos encuentros de cine “hispánico” en Montpelier, cuando Saura quedó admirado al descubrir, a través de dos películas, el cine narrativo de aquel aragonés exiliado en México y del que en España apenas se conocía nada. Subida al cielo (1952) y Él (1953), los títulos en cuestión, no sólo entroncaban con “un proceso histórico y un pasado cultural”[1], sino que se referían a una realidad, mexicana o española, daba lo mismo, desde puntos de vista moral y creativo, completamente personales. Es decir, Buñuel había logrado lo que hubiera ansiado cualquier cineasta con ambiciones. Y Saura lo era. “Me impresionó muchísimo”, comentaría más tarde, “pero quizá no supe ver entonces lo que ello pudo gravitar sobre lo que luego yo mismo he hecho.”

 

El primer largometraje que Saura dirigió, Los golfos (1959), fue seleccionado para participar en el festival de Cannes, “milagrosamente”, dice él con modestia. Aquella edición de 1960 fue histórica. Se exhibían nada menos que La aventura, de Antonioni, El manantial de  la doncella, de Bergman o La dolce vita, de Fellini, que fue la que se alzó con el premio mayor, pero especialmente, a efectos de lo que aquí nos ocupa, La joven, una película de Luis Buñuel rodada en inglés, que hablaba del racismo y la solidaridad. No fue entendida en aquel festival, ni tampoco en Estados Unidos, donde se levantó una pequeña campaña contra Buñuel. Pero esto es anecdótico. Lo que importa aquí es que en aquel festival, Saura y Buñuel se encontraron frente a frente por primera vez, acompañados por Pere Portabella, productor de Los golfos. Buñuel tenía sesenta años y Saura, veintiocho. Se entendieron a la primera y cada uno se interesó por las películas del otro. Diez años atrás, Buñuel había sorprendido en Cannes con Los olvidados (1950), que podría tener algún parentesco con Los golfos, no en su forma pero sí en que ambas películas heredaban de algún modo el espíritu del neorrealismo. Sin embargo, no era el neorrealismo el principal punto de contacto artístico entre los dos autores, uno veterano, el otro en sus inicios, tanto como la intención de crear un mundo visual más complejo en el que la imaginación y lo onírico tuvieran la misma importancia que la realidad misma. En un entusiasta artículo publicado en la revista francesa Positif[2], Saura aseguraba que “Buñuel ha prolongado una tradición literaria que procede de la novela picaresca, de Quevedo y de Valle Inclán, pero añadiendo la influencia determinante de Pérez Galdós.” (…) Por otro lado, “el surrealismo se integra perfectamente a la manera de ser de Buñuel: es un movimiento que preconiza un inconformismo perpetuo, y es al mismo tiempo una actitud moral, sin la cual Luis no hubiera aceptado tal movimiento.”

 

Los dos aragoneses iniciaron una amistad que les iba a durar para siempre. Saura, junto a Portabella, tuvo algo que ver en el hecho de que Buñuel regresara por fin a España a dirigir una película; como se sabe, ésta fue Viridiana (1961), que conquistó Cannes pero espantó desde al mismísimo Franco hasta a los censores españoles, que decidieron dar por no existente la película. Aquello fue una catástrofe, y Buñuel regresó a México. Cuatro años más tarde, Saura le reclamó como actor para el breve personaje de un verdugo en Llanto por un bandido (1964). A Buñuel le divirtió la idea, como poco después también la de hacer de cura en En este pueblo no hay ladrones (1964), del mexicano Alberto Isaac. Por su parte, Saura había aparecido junto a Rafael Azcona también disfrazado de cura en El cochecito (1960), de Marco Ferreri. A estos anticlericales les divertía jugar.

 

En 1966 Saura realizó La caza, *una obra auténticamente personal, que a Buñuel “le interesó muchísimo”. Y no sólo a Buñuel. La caza obtuvo el Oso de Oro del festival de Berlín y recorrió el mundo. “Se la presenté en una proyección privada. Me confesó que le hubiera gustado haber hecho él esa película. Sorprendido, me preguntó cómo había sido capaz de hacer una película con un guión en el que los diálogos son tan vulgares que apenas dicen nada interesante.”[3]

 

A partir de La caza, Carlos Saura confesó abiertamente su admiración por Buñuel, hasta el punto de dedicarle su película siguiente, Peppermint frappé (1967). Y cuando, de nuevo coincidieron en Cannes, donde Saura concursaba con La prima Angélica (premio especial del jurado 1974), Buñuel declaró a su vez la admiración que le producía el cine de su amigo. En esta película, José Luis López Vázquez interpreta su personaje tanto de niño como de adulto, un experimento arriesgado que sin duda entusiasmó a Buñuel. Por su parte, la guerra civil está recordada con horror pero dejando resquicios para el humor, contando la realidad de forma creativa*. Saura ha dicho: “La realidad es mucho más compleja de lo que se dice o se piensa de una manera elemental. Ahí están los sueños, las alucinaciones, nuestros deseos, la memoria, las imágenes de nuestra vida, todo lo que se piensa que puede ser... Todo esto está mezclado en el cine de Buñuel, lo cual le convierte en el pionero.”

 

Saura había descubierto un camino nuevo y reconocía la influencia del maestro que le había abierto los ojos. En España era posible hacer un cine imaginativo, a la española, sobre la realidad española, como con su genialidad hizo en la pintura el aragonés Goya.  ¡En qué hora se le ocurrió a Saura hacer estas declaraciones! A partir de entonces fueron muchos los críticos que minusvaloraron su cine porque, en su opinión, se parecía al de Buñuel. Nada menos cierto, sin embargo. Con miras comunes pero desde personalidades lejanísimas entre sí, las obras de Buñuel y Saura han estado a veces en las antípodas. Buñuel no tiene herederos, como tampoco Saura hasta ahora. “Creo que sería imposible prolongar el cine de Buñuel. Con él se terminó Buñuel. Luis Buñuel era simplemente Luis Buñuel”, Saura dixit.

 

Buñuel regresó de nuevo a España para dirigir una película, la tercera y última en su país. Fue Tristana (1970), proyecto que había quedado aplazado desde el escándalo de Viridiana. Cambió la localización de Madrid a Toledo –“ciudad llena para mí de resonancias, de recuerdos de los años veinte”, escribió Buñuel[4]–, y aun contando con actores que no le interesaban, a excepción de Fernando Rey y Lola Gaos[5], Buñuel realizó una de sus mejores películas[6]. Ese mismo año de 1970 Saura rodó igualmente una de sus mejores obras hasta entonces, El jardín de las delicias, crónica negra sobre la España del desarrollo, “un nuevo análisis implacable sobre la familia”, en palabras de Román Gubern[7]. No hay puntos de conexión entre ambas películas aunque las une en la distancia un mismo ejercicio de crueldad y de ironía. Y de libertad para transgredir normas narrativas.

 

Luis Buñuel falleció en México a los 83 años tras haber dirigido treinta y dos películas, entre ellas algunas fundamentales. Ese mismo año Saura rodaba Carmen, su segunda incursión en el género musical. No sé si Buñuel llegó a conocer Bodas de sangre, la obra maestra que Gades y Saura habían realizado dos años atrás. Pero sabido el escaso interés que Buñuel había mostrado por la música en sus películas, quizás debido a su sordera, y en consecuencia también por el baile, sería magnífico haber conocido su opinión. (En este aspecto Saura y Buñuel no coincidieron: para Saura ha sido primordial jugar con la música en el cine.)

 

El caso es que Saura, con la inestimable ayuda de Agustín Sánchez-Vidal, gran conocedor de Buñuel y de su obra, se embarcó unos años más tarde en realizar una película homenaje al maestro de Calanda en la que el propio Buñuel fuera el personaje protagonista, y rodada precisamente en Toledo, donde Buñuel fue tan feliz en sus años mozos. El resultado fue Buñuel y la mesa del rey Salomón (2001), una película fresca y joven en la que Saura fantaseó en libertad. Le hizo al amigo un homenaje a veces “muy poco respetuoso”, mostrándole socarrón, “muy divertido, como era él.”[8] Y Saura continuaba: “Estoy seguro de que a él le hubiera gustado verse como un personaje de ficción. Puedo ver su sonrisa.” [9]

 

La auténtica mesa del rey Salomón permanece escondida en algún lugar de Toledo, y Buñuel, junto con sus jóvenes amigos Salvador Dalí y Federico García Lorca, deciden ir en su busca ya que la leyenda dice que en esa mesa pueden leerse el pasado y el futuro de todas las generaciones. Este divertido filme de aventuras fantásticas sorprendió a los críticos, que calaron poco en su humor. Según Saura, algo parecido le ocurrió a Buñuel, cuyas humoradas cinematográficas fueron escasamente comprendidas: “Hay cosas en el cine de Luis que si no se es español absoluto, español de una generación concreta, son muy difíciles de percibir en todos sus detalles. Son las pequeñas cosas, las pequeñas bromas entre amigos, a veces insignificantes, pero que tienen una especie de código secreto. Por debajo de esa historia del surrealismo que se cuenta, hay un sentido del humor muy especial. Que nunca sabes hasta qué punto es una moral, es decir, una intención de moralizar o si, por el contrario, se está subvirtiendo el orden.[10]

 

A lo largo de su vida, Buñuel dirigió 32 películas. Saura, felizmente en activo, ha realizado ya 40. ¿Todas ellas influidas por Buñuel? En un tiempo, de forma simplista, se daba esto por hecho, y de tal forma que el latiguillo se convirtió en tópico, empañando la independencia de la mirada hacia el cine de Saura. En esto sí se han parecido ambos autores. En cierto sentido, los dos siguen siendo incomprendidos.

 



[1] Carlos Saura, de Enrique Brasó. Ediciones JB, 1974.

[2] Positif, num. 42, noviembre de 1961, citado por Román Gubern en su libro Carlos Saura, editado por el festival Iberoamericano de Huelva, 1979

[3] Entrevista con Saura del Centro Virtual Cervantes en el centenario del nacimiento de Buñuel.

La caza  cuenta la anécdota de tres viejos amigos aficionados a la caza del conejo, cuyos rencores se avivan durante la jornada hasta acabar en un baño se sangre

[4] Citado por Agustín Sánchez Vidal en su libro Luis Buñuel, obra cinematográfica. Ediciones J.C., 1984

[5] Los protagonistas jóvenes fueron la francesa Catherine Deneuve y el italiano Franco Nero, que se correspondían mal con los personajes

[6] “No hay otro filme que, como éste, reúna naturalmente, bajo las zonas transparentes de la conciencia, mayor sencillez y complejidad, mayor delicadeza y horror...”, en palabras del crítico Ángel Fernández-Santos

[7] Román Gubern, op. cit

[8] Declaraciones de Saura con motivo del estreno. Unión, octubre 2001.

[9] Buñuel está interpretado en sus años mozos por el actor Pere Arquillué, y en su edad madura por el Gran Wyoming. Por su parte, Lorca está encarnado por Adrià Collado, y Dalí por Ernesto Alterio.)

[10] Entrevista publicada en Centro Virtual Cervantes con motivo del centenario del nacimiento de Buñuel.

Escrito en Lecturas Turia por Diego Galán

Por favor, que llueva

15 de abril de 2019 08:42:38 CEST

¿Qué sería del tiempo sin nosotros?

¿Para qué serviría esa impostura?

 

Pero el tiempo es un tren rápido y lento,

un tren que necesita nuestra sangre

para arrancar hacia quién sabe dónde.

Sin nosotros la máquina no anda,

sin nuestra sangre el monstruo no se mueve.

 

Hay días, sin embargo, en que la sangre

se espesa demasiado o se calienta

y resulta inservible, no funciona,

atora el mecanismo de las horas

y se escucha el chirrido de los frenos.

 

Dura apenas un mísero segundo,

lo que se tarda en respirar profundamente,

lo que dura un ligero parpadeo,

lo que abarca el espacio de un latido:

de pronto, hacia el abismo, el tren arranca.

 

Y vamos, como en la vieja cinta de los Marx,

echándole más sangre a la caldera,

echándole y echándole la sangre,

la pobrecita sangre que se queja:

el tiempo quema mucho, el tiempo abrasa:

que llueva, por favor, que llueva.

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisca Aguirre

Largo noviembre

8 de abril de 2019 09:19:18 CEST

Leí por primera vez Largo noviembre de Madrid a comienzos de los años ochenta, pocos meses después de que se editase. Yo era un aspirante a escritor, había pergeñado tres o cuatro relatos, había publicado un par de ellos. Y me encontré con aquel libro de Juan Eduardo Zúñiga. Recuerdo la turbación primera con la que leí las primeras líneas, el primer relato, y cómo me rehice para volver a él y adentrarme definitivamente en el libro. La sensación perturbadora no me abandonó hasta que concluí Las lealtades, el último cuento, y la última frase “el dedo índice apretó a fondo el minúsculo gatillo del arma”. Alguien había disparado también sobre mí. No fue una lectura cómoda. Como cuando uno o dos años antes había leído a Juan Carlos Onetti por primera vez y poco antes, o poco después, El llano en llamas. Algo inquietante ocurría en aquellas páginas que me hacía avanzar por ellas con una gran concentración y un estado de vigilia exacerbado. Me recuerdo leyendo aquellas frases interminables, subordinada tras subordinada arrastrándome como una ola en un remolino envolvente, casi asfixiándome pero deseando que llegara un nuevo golpe, un nuevo impulso de lenguaje que me llevase a un nuevo recodo de ese territorio desconocido.

Había comprado el libro después de hojearlo someramente, esperando tal vez encontrar un complemento a otros trabajos literarios o históricos sobre la Guerra Civil a los que en aquella época me había aficionado. También, el Madrid y el noviembre del título me llevaban a un terreno personal, a la memoria interpuesta de mi padre, que en noviembre del 36 había llegado a Madrid enrolado voluntariamente como carabinero de la República y no abandonaría la capital de la gloria hasta treinta meses después. De lo leído previamente a Hugh Thomas, a Manuel Azaña o a Tuñón de Lara apenas encontré rastro en el libro de Juan Eduardo Zúñiga. De lo presentido, de lo intuido en la vida de mi padre durante la guerra, lo encontré todo.

Largo noviembre de Madrid  encarnaba la trastienda de la guerra, es decir, la verdadera guerra. Lo indescifrable, el caos que se apodera del espíritu de los hombres ante la irrupción del caos externo. La guerra como una devastación interior, como la subversión de lo establecido para adentrarse no en la muerte, sino en una nueva forma de vida. A veces más laberíntica y a veces mucho más simple, despojada de la hipocresía y los falsos rituales de la vida convencional. La muerte no es más que una cortina que se estremece y que impulsada por el aire de la guerra a veces envuelve de modo trágico pero natural a no importa quién, a cualquiera. La vida es un capricho y, lógicamente, la muerte también. Los que deambulaban por el Madrid sitiado eran plenamente conscientes de ello. No se habían habituado a lo extraordinario sino que habían comprendido que lo artificial es la paz. El hombre, nos decía Zúñiga a cada línea, es un ser mutante y dispuesto a adaptarse con prontitud a cualquier situación.

Muchas veces a lo largo de la lectura de ese libro añoré la voz de mi padre. La visión que él podría haber tenido de esos relatos, el contraste que podría haberme ofrecido entre lo que se cuenta en el libro y su vida en Madrid a lo largo de aquel tiempo. Largo noviembre de Madrid iba más allá de la literatura. Se adentraba en el misterio. En ese terreno en el que las obras importantes conquistan el vacío. La conquista era indudable no solo para un lector biográficamente implicado como era mi caso –no importa que fuera de modo indirecto-. Cualquiera que leyese esos relatos con un mínimo de atención sería consciente de estar pisando un suelo virgen y recóndito. Zúñiga cumplía el anhelo de cualquier escritor. Su arma expresiva, sus recursos narrativos, sus vicios, su uso del idioma, eran nuevos. No estaban codificados ni se parecían a los de ningún otro escritor.

“Todo pervivirá: sólo la muerte borrará la persistencia de aquella cabalgata ennegrecida que fueron los años que duró la contienda”. Con esa frase acaba el primer relato, Noviembre, la madre, 1936, y queda establecida la pauta del libro, la evocación y la descomposición lenta de los hechos a través de la memoria y de lo vislumbrado, lo imaginado, lo intuido: la verdad. La verdad hecha a base de retazos poliédricos, de perspectivas distorsionadas, de miradas esquinadas, estrábicas y completamente subjetivas. La verdad última de la guerra no estaba en los libros de Historia que había leído hasta entonces sino esos personajes que deambulaban por el libro de Zúñiga y que parecían los espectros de una realidad sepultada hasta entonces. Como esa joven del relato Nubes de polvo y humo que va de un lado a otro con una dentadura postiza en la mano buscando no al propietario de los dientes, sino buscándonos a nosotros. A unos lectores sobrecogidos.

No, aquel libro que yo había cogido casi al azar, no era un libro que ahondase en los datos que yo había ido recabando sobre la Guerra Civil. Largo noviembre de Madrid hablaba de otras guerras, de todas las guerras. También, naturalmente, de la del 36. Allí estaban calles reconocibles, fechas, huellas digitales que identificaban esa guerra, pero el libro era mucho más ambicioso. Instauraba un territorio de fantasmagorías que servían para cualquier tragedia. Creaba unos personajes que se quedaban paseando por nuestro interior como sombras dudosas pero imborrables y que en cierto modo desmentían aquella frase con la que acababa el primer cuento. Ni siquiera la muerte podría borrar ya esa cabalgata ennegrecida que Zúñiga había labrado en plomo. Ni esa sensualidad que va arrasando por encima y por debajo de la miseria, de los dramas.

La sensualidad, la tensión erótica es una de las constantes del libro. Uno no sabe si es el resultado mismo de la cercanía de la muerte o si se trata de una pulsión que ni siquiera el desastre y la muerte pueden achicar. Pero el resultado es arrollador, un gas que va recorriendo las estancias, las páginas, el lenguaje, una alteración que no deja de bombear y que espesa la sangre. El lector es un voyeur impregnado de voluptuosidad que a la luz anaranjada de un horno de pan ve maniobrar unos cuerpos desnudos arrastrándose uno sobre otro,  o que observa el cuerpo de una mujer, “desde los hombros a las piernas, piernas largas, bien modeladas en medias de seda tan tersa como si fuera la misma carne, tirante desde la parte alta, donde aparecían dos broches de liguero, hasta el tobillo que se estrechaba para entrar en el zapato negro con gran tacón y una hebilla dorada”.

La maquinaria poderosa del lenguaje. Un latido largo, una voz que iba susurrando una historia tras otra, envolviendo al lector, llevándolo de la destrucción al éxtasis sin solución de continuidad. Dieciséis relatos que daban la medida de un escritor extraordinario y que hoy, como hace treinta años cuando los leí por primera vez, me siguen perturbando, llenándome de felicidad literaria.

 

                                                                                                         

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Soler

El nudo

8 de abril de 2019 09:12:46 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cómo desatar este nudo, me digo,

y en él concentro la mirada como para que arda.

Lo que en mis ojos late no es fuego, sin embargo, 

sino impotencia: 

esa parálisis

que nace del temor a la derrota.

Un nudo pareciera provenir del azar, ser inocente

de la tensión que encierra. Pero engaña.

(No hay nudo sin proceso,

sin movimiento previo, sin lazadas)

Podría deshacerlo

si supiera por donde comenzar o hubiera un método

para desenredar esta maraña.

Pero dentro del nudo hay un silencio,

un ensimismamiento, 

la trabazón perversa que nos mueve

de querer desistir

a la esperanza. 

Escrito en Lecturas Turia por Piedad Bonnett

Bajo la raíz

8 de abril de 2019 08:56:38 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una tarde de sol, dentro de varios siglos,

una mujer morena como yo

se tumbará tal vez a descansar

sobre esta misma tierra

donde una vez estuvo la casa de mis padres.

 

La mujer del futuro extenderá los muslos

mientras observa en calma el viaje de las nubes.

Será feliz, casi seguramente

el mundo en torno le parecerá

subordinado,

a salvo.

Tan suyo, sobre todo.

Sí, sólo suyo, y considerará

que el verano y el sol le pertenecen.

 

Entonces ya hará años que no está

la casa de mis padres,

ni tampoco la huella

de haber estado nunca.

 

La tarde avanzará, apacible y serena.

La mujer jugará a arrancar hierbecillas

del mismo suelo donde pasé mi infancia.

Cantará, compondrá una guirnalda,

mirará al cielo, se quedará pensando…

 

La contemplo quién sabe desde dónde.

Y no sabría decir

si soy yo quien la mira

o bien otra mujer desde el pasado

es quien de pronto me está mirando a mí.

 

Escrito en Lecturas Turia por Raquel Lanseros

Wislawa Szymborska: un millón de deslealtades

29 de marzo de 2019 12:06:16 CET

Cuando en 1996 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura a Wislawa Szymborska se dio un histórico caso. De repente, dos premios Nobel de Literatura, de los mejores del pasado siglo, se verían reunidos en una misma ciudad, Cracovia, de las más bellas de Europa. Los dos eran polacos: el gran poeta, novelista y ensayista Czeslaw Milosz y la igualmente inmensa poeta y, a lo largo de su vida también atípica articulista y autora de textos breves en prosa, Wislawa Szymborska. Los dos pertenecían a una sufrida nación, Polonia, pulverizada varias veces, de forma vergonzosa, a lo largo de la Historia, por los diversos pactos y repartos territoriales llevados a cabo por sus poderosos y avariciosos vecinos, principalmente el Imperio Ruso, Prusia y también Austria. Una nación que devocionaba, como una segunda religión patriótica, por encima de todo, la poesía.

Los itinerarios geográficos y biográficos de ambos habían sido distintos. Disidentes ambos del comunismo implantado inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial en aquellos países del Este de Europa, ideología en la que ambos habían militado al igual que otros muchos de su generación, Milosz emprendería el camino del exilio, una práctica tristemente tradicional para los polacos a lo largo de su atribulada historia, mientras que Wislawa Szymborska, nacida en el seno de una familia burguesa en 1923, en Kórnik, cerca de Poznan, desde los 6 años viviría siempre en Cracovia, hasta su fallecimiento en 2012.

Nacido en 1911 en la Lituania zarista, unida desde hacía tiempo a Polonia, Czeslaw Milosz ocupó diversos puestos diplomáticos de la Polonia Popular desde 1945 a 1951, año en que rompió definitivamente con el régimen, instalándose en Francia. En 1961 comenzaría a dar clases de literaturas eslavas en la Universidad de Berkeley. Tres décadas después, en los años 90, una vez le fue concedido el Nobel de Literatura en 1980, y una vez llegada la democracia a su país tras una transición pacífica, comenzó a pasar cada vez más temporadas en Cracovia, instalándose por fin de forma definitiva allí, hasta su fallecimiento en 2004.

Y si una excelente biografía sobre Wislawa Szymborska –Trastos, recuerdos, editorial Pre-Textos- publicada en 2012 por dos conocidas escritoras y periodistas polacas, Anna Bikont -ganadora del Premio Europeo 2002 por Nosotros los de Jedwabne, impresionante documento sobre un terrible pogromo llevado a cabo en Polonia una vez finalizada la guerra- y Joanna Szczesna , nos acercaba a esta escurridiza y discreta autora que rehuyó toda su vida cualquier tipo de sobreexposición pública y espectacularidad, que se alejó permanentemente de los focos, evitando recitales y entrevistas, la lectura ahora de sus maravillosas y poco convencionales Prosas reunidas[1], este estupendo, sutilísimo, hipercrítico, a ratos muy divertido, y siempre escasamente rutinario -como ella misma lo fue siempre- volumen de reseñas para la prensa, nos acerca a lo más parecido a un fiel, constante e involuntario autorretrato. La esencia misma de Wislawa, en estado puro. Algo parecido a una autobiografía sentimental, intelectual, estética y existencial, todo reunido y encapsulado a un mismo tiempo, en cada ocasión de la que se tratara y en apenas unas cuantas líneas. Su delicado sentido del humor, su agudeza, su penetrante y nada vulgar inteligencia, su espíritu crítico que nunca se dejaba avasallar por opiniones extrañas o por el mainstream ambiental,  todo ello se da cita, sea el tema que sea, en reducidos espacios, y ya se ponga a hablar de la figura de El Cid o el Quijote, de la antigua Roma, del “milagro” de los Ensayos de Montaigne, de fenómenos sobrenaturales y de anticipación, de sus queridos animales y de zoología fantástica, de músicos y cantantes de ópera, de ese idolatrado jazz que se oiría el día de su funeral, de los diarios de Mann y de Gombrowicz, de los enigmas de la era neandertal, del último de los Jagellones y los cuentos y costumbres de la antigua Polonia, de la naturaleza de los sueños, del humor a través de épocas, autores y países, del fatídico siglo IX en la Europa Occidental, de “la provincia fantasma de Lodomeria” mencionada siempre junto a Galitzia en los títulos de los emperadores austríacos, de las diversas “máscaras” de Jaroslav Hasek o de las no menos numerosas polémicas y batallas que siempre han rodeado el mundo literario, estuviera o no Witkacy por medio.

Szymborska conocería a Milosz –como recordará en uno de los mejores textos del volumen, titulado Nerviosismo, en este caso bastante tardío, de 2001, publicado cuando ya colaboraba con unas muy celebradas columnas en el periódico más influyente de Polonia, y prácticamente de toda la Europa Central, Gazeta Wyborcza- en un recital, cuando ella era joven y apenas había empezado a escribir. La figura mítica de Milosz, su sola presencia, imponía una autoridad indiscutible entre todas las de su época. “¿Qué pinta la poesía de Czeslaw Milosz en Lecturas no obligatorias?”, se pregunta la propia Szymborska, ironizando, sobre el papel canónico de este inconmensurable poeta en toda referencia a la gran literatura del pasado siglo y del actual que se precie. Lo conoció en febrero de 1945. Se hallaban todos en el Stary Teatr de Cracovia, donde tenía lugar un hecho histórico: el primer recital de poesía desde el final de la guerra. Como recuerda Szymborska, en aquella época, "era una persona relativamente leída en cuanto a prosa, pero con conocimientos prácticamente nulos en cuanto a poesía”. La mayoría de los nombres le resultaban desconocidos, aun así “escuchaba y observaba” a algunos de aquellos poetas “insoportablemente grandilocuentes” o a otros, por el contrario, inseguros, cuya voz se quebraba y el papel temblaba entre sus manos. Pero de repente llegó alguien que no tenía nada que ver con ninguno de los allí escuchados. Anunciaron “a alguien llamado Milosz”. Alguien que “leía con serenidad y sin histrionismos”. Alguien que le hizo decirse para sí misma: “Ahí tienes a la auténtica poesía y a un poeta de verdad”.

Años más tarde, cuando Milosz era un apestado del régimen, relegado y prohibido en su país, Szymborska lo volvería a ver a finales de los años cincuenta en un café de París. Sin lograr vencer el “nerviosismo” que la agarrotaba siempre que se hallaba frente a él, no llegó a decirle –como contará ella después- nada, ni siquiera unas simples noticias, “que le hubiesen hecho feliz”. Es decir: que sus libros prohibidos “todavía eran leídos en Polonia”, que se transcribían en copias introducidas ilegalmente en el país y que, en definitiva,  los jóvenes no le habían olvidado en absoluto. Una vez obtenido el Nobel, dieciséis años después que Milosz (“cada uno en su propio reino”) Szymborska, como cuenta, nunca perdería esta sensación casi colegial cuando se hallaba en su presencia: “Ni hoy –confesaría en este mismo texto- tengo la menor idea de cómo tratar al Gran Poeta. Cuando estoy cerca de él, sigo sintiéndome tan nerviosa como antes”.

Miembro del Partido Comunista, como muchos jóvenes intelectuales polacos tras acabar la segunda guerra mundial, los dos primeros libros de Szymborska seguirían la “ideología oficial” y las reglas estéticas del realismo socialista. Una adhesión de los primeros años, en los que llegó a firmar poemas dedicados a Lenin o Stalin (una exigencia, por otra parte, para todo aquel que quisiera seguir publicando o trabajando en revistas) que más tarde, incluso en el momento feliz de la concesión del Nobel, pasado casi medio siglo, le sería miserablemente recordado por algunos. Porque el desengaño, como en tantos otros casos, como en el citado de Milosz, no tardaría en llegar. Así lo expresaría más tarde, ya en la década de los 90: “Después de la fuerte crisis de los años cincuenta, comprendí que la política no era mi elemento. No considero aquellos años totalmente perdidos. Me dieron una resistencia ante cualquier tipo de doctrina”. En 1958, durante un viaje a París realizado con el luego célebre y genial autor del teatro del absurdo Slawomir Mrozek, y otros, entraría en contacto con la principal revista del exilio polaco, Kultura, y con su directo, el influyente intelectual Jerzy Giedroyc, comenzando su distanciamiento del comunismo. En 1966, en solidaridad con el gran filósofo Leszek Kolakowski, expulsado del POUP (Partido Obrero Unificado Polaco) Szymborska devolvería su carnet del Partido, siendo inmediatamente expulsada de la revista Zycie Literackie (Vida Literaria) donde dirigía, desde 1953, la sección de poesía. En esta publicación, sobre todo tras el “deshielo polaco” de 1956, apareció lo mejor de la época. Allí es donde Szymborska publicaría su famoso y delicioso ciclo de Lecturas no obligatorias, recogido ahora en el espléndido volumen de sus Prosas reunidas. Un ciclo muy personal, que llevaba cien por cien su propio e inconfundible sello, dedicado a comentar libros no necesariamente de autores célebres y no necesariamente catalogables como solemnes, “serios” e inmortales. Al contrario, en ocasiones rozando lo extravagante y pintoresco, sus textos estaban siempre llenos de gracia y de una genial y fascinante desenvoltura que habría hecho las delicias de un erudito jocoso, amante de las paradojas y de los datos irrisoriamente absurdos como Umberto Eco. O de un formidable teorizador de la “ligereza”, entendida como una de las bellas artes, de la talla de Italo Calvino.

A este género de revistas, y a este tipo de responsables que a Szymborska siempre le dieron alas para escribir a su gusto, de lo que le apetecía, revistas en cierto modo heroicas que luchaban por plantar las discretas semillas de toques algo más veladamente liberales y no tan plúmbeos como era habitual en la estricta doctrina del quehacer cotidiano comunista,  esta gran poeta les rendirá un emocionado recuerdo, en forma de homenaje retrospectivo, en su texto de 1995  Con el silbato colgando del cuello. Un texto que llevaba el subtítulo de La vida en Przekrój. Przekrój fue el primer magazine semanal polaco –de contenido cultural, social y político- que apareció en Cracovia, recién acabada la guerra mundial, en 1946. En un contexto de aburrimiento generalizado, o como Szymborska diría, de “aburrimiento forzoso, aburrimiento pegajoso” (“la vida en la República Popular de Polonia era aburrida, ya sé que no es el principal reproche que se le puede hacer, que hay al menos una docena más, pero que era aburrida es un hecho: aburrida y gris, gris y monótona”), todo era igual y uniforme, a la vez que tediosamente represivo (“todos los periódicos informaban sobre los mismos hechos con las mismas palabras, en las tiendas, dondequiera que fueses, siempre había los mismos productos, si es que había”). De ahí su cariñoso recuerdo hacia aquel rara avis que fue el factótum principal de la revista evocada, el que le imprimió su sello: “En aquel contexto se tiene que entender qué significaba en aquellos tiempos la revista Przekój, con Marian Eile como redactor jefe, por qué era tan leída y por qué se agotaba tan rápido. Simplemente porque Eile proporcionaba pequeñas sorpresas a la gente, la arrastraba a divertimentos no programados por los de arriba y se esforzaba por ensanchar su campo visual (…) Una historia que se interrumpe con los infames sucesos de 1968, cuando Eile se vio obligado a dejar la redacción”. Cuando Szymborska habla de “infames sucesos”, se refiere a una detestable campaña antisemita, instigada desde el gobierno comunista, en la que se forzó a dejar los puestos de trabajo y fueron expulsados de la Universidad y de la administración un gran número de judíos. A Marian Eile le sucedería lo que a otros muchos periodistas e intelectuales judíos que fueron perseguidos y purgados a lo largo y ancho del país. Es el momento en el que muchos judíos polacos emigraron bien a Israel o a los Estados Unidos. Se calcula que si antes de la campaña antisemita había unos 40000 judíos en Polonia después tan solo quedaron en el país unos 5000.

Unos artículos publicados, ya fuera primero en Zycie Literackie, y más tarde en otras revistas como Pismo u Odra, en las que Wislawa divagaba maravillosamente, observando el centro de las cosas pero también las invisibles y elocuentes periferias a menudos descuidadas en primeras y convencionales visiones distraídas de las cosas o los seres que pueblan el mundo. Sumamente libre, radicalmente original, de una capacidad de estupor y de sorpresa único y autónomo, que carecía de escuelas y modas, como dice Manel Bellmunt, el excelente traductor y autor del prólogo de este volumen de prosas, “en ocasiones Szymborska se olvidaba ex profeso de las obligaciones del articulista y divagaba sobre temas que guardaban poca o ninguna relación con el libro, centrándose, rara vez, exclusivamente en la obra en cuestión”. Cada uno de sus textos se convertía así en una rara joya mestiza, mitad delicada pieza poética, ensayo de todo y de mucho más a lo Montaigne y narración de microhistorias siempre cautivadoras. Precisamente Montaigne, uno de sus escritores favoritos (“uno de los mayores logros que haya alcanzado el alma humana”) se convierte en el núcleo de uno de sus mejores textos. Alguien, un maestro, que parece hecho a su medida. Una “mentalidad crítica que no encajaba para nada –como explica la poeta- en ninguno de los dos bandos del fanatismo religioso, que guerreaban aquellos días”. Es decir, los católicos y hugonotes. El hecho de rendirle homenaje al autor admirado de los célebres Ensayos, le da pie a Szymborska para elaborar una fantástica reflexión sobre el misterio del azar y la posteridad. ¿Qué hubiera sucedido si en una de las caídas del caballo durante aquellos frecuentes viajes llevados a cabo por el “bondadoso Señor Michel de Montaigne”, a la edad de treinta y tantos, cuando ya había comenzado a proyectar “su magna obra” en la torre de su pequeño castillo “y las primeras frases ya ennegrecían algunas de sus hojas” su autor no llegara a sobrevivir del percance ocurrido en uno de los muchos caminos repletos de peligros? Por otro lado, como señala Szymborska, en aquellos días de pavorosa intransigencia “nada más sencillo que encontrar un millar de deslealtades en un escritor que piensa por cuenta propia”. En su recuento de estupores y “milagros” (el texto lleva por título El milagro de los Ensayos) en torno a esa obra que iluminó la humanidad a lo largo de los siglos posteriores, Szymborska propone no perder de vista nunca el indescriptible regalo del destino que son cada una –no sólo la de Montaigne- de las obras maestras que nos han acompañado en nuestras vidas: “Si el destino hubiese conseguido desbaratar su creación -la creación de los Ensayos- probablemente otra obra o conjunto de obras se habrían convertido para nosotros en la cúspide intelectual máxima del siglo XVI. No tendríamos ni idea de que ese lugar de honor se debería a una simple victoria por incomparecencia del adversario. No hay lugar en el abigarrado tejido de la historia para los espacios en blanco. Es decir, los hay, pero no hay manera de confirmar su existencia”. Afortunadamente, tanto Montaigne como Szymborska mucho después, desafiaron esa inquietante ley de los espacios en blanco. Han permanecido y permanecerán eternamente entre nosotros.

 

 

 

 



[1] Wyslawa Szymborska, Prosas reunidas, traducción y prólogo de Manel Bellmunt Serrano, Barcelona,  Malpaso, 2017.

 

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Monmany

La razón humilde

15 de marzo de 2019 08:31:37 CET

Octavio Paz conoció a Ortega y Gasset siendo un poeta todavía muy joven, cuando Ortega era un hombre ya mayor y de no muy buena salud, hacia 1953. Al evocar ese encuentro mucho tiempo después, Paz se preguntó abruptamente, entre paréntesis y sin contestarse: ¿por qué nunca empleó por escrito el registro familiar? La pregunta nacía de una sorpresa. No imaginaba detrás del estilo solemnizante del Ortega maduro su evidente cordialidad, jovial y divertida, la conversación chispeante y hasta procaz de Ortega (pese a lo cual Ortega desaconsejó a Paz, en la misma entrevista, el cultivo de la poesía y taxativamente recomendó que aprendiese alemán si quería hacer alguna cosa seria en la vida).

 

El registro familiar, el sermo humilis o la poética de lo humilde es parte de la herencia más viva de la tradición realista de la novela del siglo XIX. No ha tenido siempre buena prensa ni ha disfrutado en todos los tramos de la historia reciente de una respetabilidad alta. Sin embargo, sigue siendo uno de los motores centrales de la creación novelesca y la lectura literaria. Es también la poética que coloca más abiertamente a la novela en la zona de frontera con la crónica, con el periodismo o con la historia (posible) del presente. Se atreve incluso, a veces, a adelantarse a la pereza, la cobardía (o la probidad) de la historiografía. Dicho de otro modo: algunos novelistas de la democracia han sido capaces de contar y conjeturar mejor que los buenos libros de historia lo que fue la vida cotidiana durante la república y la guerra o a lo largo del franquismo. Han sido fuentes insustituibles para comprender la naturaleza estratificada, interconectada y al mismo tiempo difusa del pasado; son las que han dado cuenta de los espacios ambiguos, de las falsas determinaciones, de las aparentes firmezas, de las presuntas traiciones.

 

No son esos ámbitos en absoluto ajenos a la narrativa de Ignacio Martínez de Pisón. Incluso sus novelas más intimistas o más psicológicas han anclado sus tramas a fechas y lugares concretos, a espacios sociales y momentos históricos determinados. Sus tres últimos libros, sin embargo, han acentuado de forma muy marcada la sensibilidad histórica habitual en sus relatos, y el origen de esa inflexión está en una espléndida novela factual o ensayo de historia narrativa, Enterrar a los muertos (2005). Pero a pesar de su acertadísima combinación de intriga novelesca sin ficción, crónica veraz y narración histórica, sus dos obras siguientes regresaron a la novela de ficción: Dientes de leche (2008) y El día de mañana (2011).

 

Sin embargo, ya no eran lo mismo. El narrador volvía a la función mediadora y transparente de voz neutra porque prestaba su lenguaje a los personajes protagonistas, bien de forma directa o indirecta. Renunciaba a actuar desde la autobiografía o el yo más o menos visible del historiador o del ensayista y aspiraba a construir una ficción, una novela de ficción. Pero lo hacía con una atadura ética nueva, que antes había sido sólo un auxilio de la imaginación del novelista y ahora se convertía en pieza muy central de la novela: ahora la historia vivida y real era parte biológica de la novela y sin esa historia verídica el relato perdía buena parte de su significado. Dientes de leche necesitaba contar qué y quiénes habían sido las tropas fascistas italianas en la guerra civil y cómo vivieron en casa la victoria franquista y el franquismo. El día de mañana fue ya abiertamente, además de una espléndida novela, una lección de historia precoz, adelantada, aun por escribir por parte de los mismos historiadores: la segunda mitad del franquismo y el tránsito a la democracia es todavía etapa ampliamente anegada de tópicos redentores de quienes fabricaron ese tiempo.

 

Las razones son múltiples. El tiempo heroico de la victoria o la derrota total han sido el ámbito común de la investigación histórica y también de la novela, mientras que la lenta salida del subdesarrollo, todavía bajo el franquismo, ha sido material de exploración más difícil y menos nítida. Se desdibujan los perfiles porque el tiempo pasa, el régimen sigue pero las cosas cambian desde muchos ángulos. Nuevas generaciones se pusieron en marcha a mediados de los años sesenta, mientras vivían todavía los actores de la guerra, los responsables de la victoria y también de la resistencia, todos por cierto asumiento nuevos papeles o nuevas variantes de sus antiguos papeles.

 

Félix de Azúa intentó esa exploración sin acabar de salirse con la suya. Momentos decisivos es una novela inteligente de 2000 que dejaba insatisfacciones propiamente novelescas. Sin embargo, contenía una idea motor que comparece en casi todos los intentos de contar ese pasado muy opaco y simplificado. En el epílogo evoca Azúa el fracaso del general que soñó “haberlo dejado todo atado y bien atado, como si el tiempo pudiera encadenarse a un peñasco y ofrecer su hígado a las rapaces. No sabía que la transformación entraría por una puerta inesperada, no mediante luchas políticas o militares, que tanto temía, sino a través de la sutil vida doméstica, de la rutina de todos los días que erosiona continentes enteros sin avisar, a traición. No habría levantamientos, ni revoluciones, ni matanzas épicas, no habría Historia, sino algo más profundo y tan eficaz como para cambiar la faz del mundo.”

 

 

                                   *          *          *

 

 A principios de 2008, cuando acababa de publicar Dientes de leche, Martínez de Pisón quiso recordar en más de una entrevista que llevaba viviendo 26 años en Barcelona. Hoy serán ya treinta, y confío que sigan siendo más pese a todos los pesares secesionistas que Pisón observa (yo también) con algo más que aprensión, quizá incluso con algo de sentido difuso de injusticia o de abuso. La pregunta inmediata que le hacía en La Vanguardia el periodista era más directa y previsible: ¿Por qué no escribe sobre Barcelona? Pisón contestaba con una primicia que transcribo íntegra: “Preparo ahora una novela sobre un confidente de la Brigada Político-Social de la policía en la Barcelona franquista, cuento las cosas feas que hizo. Pero no juego a hacer de Barcelona un personaje: no creo que una ciudad lo sea, por mucho que Barcelona haya devenido género literario”.

 

Ese es y no es el argumento de El día de mañana, quizá porque por entonces la novela apenas debía ser el embrión del libro aparecido finalmente en 2011. Más allá de la ironía final, Barcelona no será quizá un personaje, pero sin duda sí lo es la atmósfera tibia y turbia de una sociedad reticular, dotada de una amplia gama de vulgares grisuras localizadas en Barcelona y sus distintas clases y espacios. Los destellos que emite la luz de Bocaccio o los cameos de Carlos Barral o Jaime Gil de Biedma son deslumbrantes para el lector pero en la novela comparecen como parte de un mundo real sin héroes: no son mucho más que Mateo Moreno, inspector de policía. La clase media y menestral que comparece dispersamente en la obra, al hilo de las biografías de sus protagonistas, no está ahí tampoco como material de relleno ni es mero paisaje de fondo sino el fondo mismo. Constituye el retrato fractal y veraz de una España más sumisa que agitada, con ciudadanos ocupados en remediar sus vidas con sanadores milagrosos y curanderos, con rutas en algún caso vistosas y elitistas, con activismo político arriesgado a veces y a veces apenas testimonial, con pequeños negocios sin grandes expectativas y una voluntad común de salir adelante sin heroísmos contagiosos.

 

Así que es Barcelona pero no es Barcelona. O no lo es mucho más que cualquier capital con sus brillos locales y sus afanes, donde actúa la policía secreta aunque presumiblemente con menos trabajo que en grandes capitales como Madrid o Barcelona. Ese cambio de rasante en la sociedad, esa agitación exigua pero efectiva de las capas sociales, educadas o no, fue parte de aquel paisaje que arranca de principios de los años sesenta y desemboca en la Constitución de 1978. Es el marco histórico que cubre con plena conciencia la novela: los primeros pasos del desarrollo capitalista desde el subdesarrollo puro y duro.

 

Y, por fin, el confidente, de quien Pisón creía en 2008 que contaría “las cosas feas que hizo”. Si fuese verdad, esta no sería la espléndida novela que es. Es sólo una media verdad y en ella reside la inteligencia y la honradez del escritor: el tejido secreto de las motivaciones del confidente no están nunca definitivamente claras, ni nadie podrá ir más allá de la conjetura. Ni siquiera el novelista o el narrador comparece por ninguna parte como voz sancionadora del bien o el mal, la bendición o la reprobación de una biografía espiada a través de testimonios ajenos, contradictorios, voluntariamente desinformados y voluntariamente firmes en puntos de vista que sólo el lector –por medio de la ironía estructural de la novela- descubre falibles o insuficientes.

 

Para el joven militante comunista embarcado en calentar la protesta contra el juicio de Burgos en 1970, Justo Gil era “un tipo eficiente, disciplinado, despierto, carente por completo de sentido del humor, rabiosamente antifranquista”. Lógicamente, si “hubiera tenido que elegir a una persona que me mereciera total confianza, casi seguro que le habría elegido a él” (180). En parte, quizá por las mismas razones que hicieron de Justo el hombre ideal para Carmen, cuando los dos eran muy jóvenes. Sin saber bien cómo se ganaba a las personas, “tenía algo que hacía que te sintieras a gusto a su lado: su manera de mirarte, de hablarte... Te hacía sentir que le importabas, aunque en realidad lo acabaras de conocer” (50). Algo así le sucederá al propio inspector o a un inexpertísimo Noel León, el muchacho que le ayudará a construir la casa, convencido de que era “un hombre complejo, profundo, con algo de iluminado y de santón” y ya imbuido, por entonces, de una suerte de redentorismo místico contra el interés y el cálculo, el materialismo de la vida moderna y la ausencia de “valores del espíritu... Impresionaba que un hombre cojo y flaco y lleno de cicatrices mencionara esos valores del espíritu” (312), sobre todo si a esas alturas el lector lleva la cuenta de las pendencias de Justo como confidente de la Brigada Político-Social. 

 

El momento quizá más delicadamente emocionante de El día de mañana está en una escena con potencial carroñero pero finalmente lírica y casi simbólica. El Rata en ese episodio ya no es ese ratón al que van a cazar los dos italianos de la ultraderecha dispuestos acabar con él como se acaba con una rata. Ahora es el niño que fue, contado por él mismo a otro niño, Noel León, y ante la irritación del inspector Moreno. Los chavales del pueblo, cuenta Justo, habían seguido al hombre y a la mula moribunda hasta el cementerio de animales, habían visto cómo le partía las piernas con un hierro para que “nunca volviera a levantarse” y luego se marcharon mientras se acercaban ya los buitres sobrevolando la zona. Pero la mula estaba viva todavía, y Justo volvió: “Mientras yo estuviera delante, los buitres no se acercarían. No quería que se la comieran viva, ¿entiendes, Noel? Miraba los ojos abiertos, casi humanos, de la mula, que parecía que me daban las gracias por estar allí, y tenía claro que no era decente abandonarla así...” Cuando la mula dio el respingo final, “su mirada dejó de ser humana para ser la mirada de un animal muerto. Y entonces sí. Entonces sí que me marché y dejé que los buitres bajaran a comérsela...” (296)

 

¿Es legítimo apurar el paralelismo implícito entre la mula y el propio Rata? ¿No hay algo de desvalimiento en Justo cuando Franco se muere y él acaba cayendo bajo los disparos de la ultraderecha dirigida por los aparatos policiales del Estado, la misma Brigada Político-Social para la que había trabajado, la misma Brigada que había sabido chantajearlo también?

 

Casi parece un palíndromo estructural, por llamarlo así. Lo que antes funcionaba en una dirección funciona leído también en la dirección contraria. Los padres de Noel León son, como su propio nombre indica, palindromistas y en esta novela demasiadas cosas tienden a dejarse leer en dos direcciones con sentidos dispares como para que esa vocación extraña no revele algo de la intención de la novela. Justo muere asesinado por sicarios de la ultraderecha que fomenta la misma policía porque los ha denunciado y ha actuado abiertamente contra ellos: muere como el “rey de los traidores” después de haber sido el confidente traidor de la subversión antifranquista.

 

No hay cuadrícula ética simple para evaluar la biografía de Justo. Se hace confidente como forma de huir de una estafa múltiple pero construye una casa con sus manos y con el corazón puesto en proteger a la mujer estafada, Carmen. Justo no es enteramente comprensible, incluso a ratos es inverosímil, yo creo que deliberadamente inverosímil, porque es humilde y vulgarmente real. Por eso es un gran personaje de ficción: porque es real. Vive en su interior la cábala ilusa de sus fantasías de redención leyendo a los místicos y a Vintilia Horia. Cuidó de su madre con la abnegación integral de su primera juventud y con la misma convicción con la que envía el “fuego purificador” contra la ultraderecha con Franco ya muerto o la fe con la que preserva año tras año la imagen de Carmen “tal como era nueve o diez años antes, cuando la estafó: una jovencita alegre e ingenua, una huérfana desvalida y necesitada de protección”, como una Dulcinea cualquiera en el caletre de un caballero cualquiera: “¿Cómo imaginar que un tipo así –se pregunta Mateo Moreno- podía llegar a enamorarse como se enamoró de Carmen Román?”, que no es un palíndromo, pero casi. O cómo imaginar que aquel otro “clásico chulo” al que “todo el mundo le tenía miedo” en los Hogares Mundet –cuenta el inspector- esperaría por las noches a que todos los demás durmiesen para llorar “como los perrillos que esperan atados a un árbol mientras la dueña entra en una tienda a comprar”, sólo porque “se había enamorado de una chica algo mayor que salía con un taxista”?

 

¿Dónde está el orden previsible de las cosas? ¿Dónde está el orden justo de los juicios sobre las personas cuando se dispone de todos los datos? ¿Y cuándo, teniendo todos los datos, el juicio puede ser justo si es un juicio absoluto? ¿O cómo de absoluto? ¿Hasta dónde? El inspector fabrica varios de esos juicios sobre Justo a medida que lo conoce, y no es exactamente una ayuda técnica, porque es en realidad quien acaba desbarantando las lecturas simples del caso. No hay modo de que se aclare del todo el lector, quizá porque no hay nada que aclarar y es el lector quien ha de asumir la dificultad de enfrentarse a la realidad por encima o por debajo del tópico y la simpleza.

 

Cuando aun nos falta mucho por saber de Justo, el inspector aparece como portavoz fiable, bien informado. Lo que sabe y piensa tiende a obligarnos a ir matizando el juicio sobre él, o a complicarlo, y empezamos a creer que esta novela es algo más que la denuncia confortable de un confidente letal que muere antes de los 40 años. Quizá se parece a un palíndromo y su inquietante duplicidad de sentido. Para Mateo Moreno,  Justo es en la p. 147 “un cándido. Se las daba de listo pero en el fondo era un cándido”. Pero cien páginas después “es un cabrón” vengativo porque no perdona que haya gente con más suerte que él. Y sólo veinte páginas después es también un “canelo. Un canelo y un cabrón.” El inspector intuye que Justo actúa movido por un sentido privado de la justicia, por el deseo de proteger y compensar a Carmen, aunque “los mierdas como tú no estáis en deuda con nadie, ja, ja.” Pero tampoco está seguro del todo: “eres un canelo y un cabrón, pero más un canelo que un cabrón” (239). ¿O era al revés?

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Gracia

Primavera en invierno

15 de marzo de 2019 08:23:36 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un muro al sol, todavía en invierno,

y un cielo azul con cigüeñas que pasan,

tienen ese poder de llamarme de nuevo

a la vieja ciudad donde nací.

 

Y me dejan parado, boquiabierto,

allá donde se funden las afueras

de cara al campo: rocas,

los senderos,

la última espadaña de una ermita

que cae sobre el declive del río…

¿O es que el tiempo

tiene como un regazo, fiel, paciente,

donde guarda mi ausencia —igual que un lecho

con su forma vacante—

hasta la plenitud de mi regreso

en la mañana intacta de la vida?

 

Tengo ahora en los labios un instante de aquellos

que no quiero perder sin que algunas palabras

lo retengan.

Recuerdo

lo llamaréis; mas no,

en realidad es algo muy distinto de eso.

Podríamos llamarlo

primavera en invierno:

a la hora del Ángelus, en un día de marzo,

hay un niño tumbado sobre el suelo

de maderas doradas, con los brazos en cruz,

que recibe el aliento

—de par en par abiertas las ventanas—

del sol, en lo más alto, y el estremecimiento

de sentir que algo sube por el patio

(que es casi un pozo negro)

hasta que llega en forma de palabras

montadas a los lomos del oleaje eterno

de la música.

Luego, ensimismado,

y en total abandono mira al cielo

y su forma perfecta de polígono azul.

 

Mitad felicidad y mitad miedo.

 

Pero si yo tuviera

que elegir de entre todas, primavera en invierno,

tus manifestaciones,

no hallaría una sola. Porque es el mundo entero

cada una de ellas, en un rayo de sol.

 

Lo que siempre llamamos inspiración de un verso

es ese observatorio que, en su día más puro,

es como si alcanzara un cielo abierto

parecido al del mártir.

Cuando pasan

cigüeñas por un río —mi río, el río Duero—

y en los momentos de oro,

es en él en quien pienso.

En esa comprensión de la unidad

que sólo es suya; en el desasimiento,

raíz de la alegría,

y en la dilatación del alma —hasta el orden de un cuerpo—

que es la visión de Dios.

 

Para mí es como un reino

que no nos pertenece

y al que pertenecemos;

del que nada nos dice ni la altura

ni la profundidad, ni cerca y lejos

que sirvieran de luces o señales

al corazón; secreto como un centro

que no está en el pasado

ni en el futuro.

Pero

también es este un reino que aquí se hace fugaz:

en unas pocas horas vuelve el hielo

después de estas mañanas soleadas, azules.

Como vuelve de nuevo

la variedad, la vida…

 

Y entonces, en los dedos,

sólo nos quedan trozos,

pasajes sueltos,

rotos y sueltos como de una canción de amor.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Andrés Ruiz

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