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Configurar sentido descendente

26 de junio de 2020

Octavio Paz ha sido uno de los ensayistas más grandes de la historia, pero también investigador, poeta, uno de los estudiosos que mejor ha entendido el sentido del lenguaje, su poder para explicar el mundo.

Juan Malpartida, poeta, narrador y director de la prestigiosa revista Cuadernos Hispanoamericanos, logra entrar en la mirada de Paz, en su huella, a través de un estudio profundo titulado Octavio Paz, un camino de convergencias, editado por Fórcola, una editorial que ha cuidado siempre los textos y de la que han salido muy interesantes estudios de gran profundidad.

Paz es el amanuense, el traductor del profundo universo que late en las palabras, cuando se pronuncian por primera vez. La consideración que hace Malpartida de Paz tiene que ver con el poder anunciador de la imaginación donde late el pensamiento del mexicano, como nos recuerda en el libro:

“Por el otro, el autor de Piedra de sol fue construyendo una poética en la que sitúa la imaginación como fundamento de lo sagrado, y no al revés”. (p.31)

Muy cierto, porque para Paz el mundo de los sentidos que expresa el lenguaje va consolidando un poder evocador, toda palabra lleva un eco, un espacio donde el lenguaje cobra un espacio de pensamiento que no muere.

Como dice Malpartida en Paz hay una “meditación poética y protéica sobre la palabra que gira, como los mismos sentidos, alrededor de la transparencia. El poema mismo es esa transparencia”. (p. 95).

En Paz, las palabras nos llevan a la intensificación de los sentidos, la palabra blanco en un poema de Paz nos lleva a la imagen como un espacio sagrado que nadie ha de ocupar.

Para Juan Malpartida el universo de Paz es también la búsqueda del otro, donde el poeta se completa, somos seres que vivimos en la penumbra de la vida, oscurecidos por nuestra incertidumbre ante la muerte y en el lenguaje encontramos un motivo para estar vivos y creer en la eternidad del tiempo.

 El mono gramático, La llama doble, El arco y la lira, todos son esfuerzos que evocan el lenguaje iniciático, el que crea el mundo. Es Paz el demiurgo que nos abre una nueva luz para entender el mundo no solo en su poesía, sino en sus ensayos.

 Para Paz el poema no es una ventana a la realidad, sino la realidad misma y en ese mundo de convergencias que plantea este brillante ensayo sabemos que el pensador mexicano lo abarca todo, no es un creyente a la manera ortodoxa pero sí cree en el poder del lenguaje y de la cultura para que vivamos plenamente el instante al crear o a al leer a otros creadores.

 Malpartida destaca cinco palabras que definen al Paz pensador: tiempo, significado, negación, deseo, presencia. Son estas las que conforman ese espacio donde transita el mexicano, buscando siempre en los laberintos del ser la verdad aún no nombrada. Nos hallamos ante un libro que avanza sobre las sombras de Paz, de su recorrido vital pero también del pulso de su creación que ha dejado muchas influencias por su eruditismo sin ser realmente erudito, porque cada vez que Paz escribe nos ilumina con su pensamiento. Un libro necesario que abre nuevas lecturas de Paz, todas ellas apasionantes para descubrir el poder evocador del lenguaje como traductor del universo.

 

Juan Malpartida, Octavio Paz. Un camino de convergencias. Madrid, Fórcola, 2020.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Extrañamente, Borges estaba convencido de que había dos categorías de escritores: los que procedían de la vida y los que procedían de la propia literatura. El capitán del primer equipo era Whitman. El del segundo Emerson. El, por supuesto, militaba en el segundo equipo. Si es evidente que no todo lo vivido es literatura lo es también que todo lo leído es vida, y sin embargo, como si la literatura fuese un país que se ha independizado, que pudiera independizarse, Borges mantenía esa distinción que, falazmente, igualaba a los dos elementos. Esa afirmación sirvió apenas para que sus enemigos más acérrimos constataran que en la literatura de Borges, tan brillante, faltaba vida, como si de verdad fuera posible que la literatura  anduviera por su cuenta fuera de la vida, como si pasar las noches de farra, por alguna razón inexplicable, tuviera que ver con vivir más que pasar la noche leyendo a Dante. Para leer, lamento la obviedad, hace falta estar vivo: no hace falta estar vivo para ser leído, pero sí para leer y la literatura tiene más que ver con la lectura que con la escritura, lo que es fácil de probar: mañana mismo el gobierno podría prohibir la escritura de libros y ese decreto no acabaría con la literatura, pero si prohibiese la lectura de libros, la literatura estaría muerta, de donde es fácil deducir que no puede haber literatura separada de la vida, ni siquiera aquella que nace de la propia literatura: la división es un tópico barato para que Bukowski -vida- y Azorín -literatura- no jueguen en el mismo equipo. El tópico hizo fama, y todavía hay quien reprocha a los textos de Borges la desventaja de ser demasiado literarios y poco vividos: se ve que en alguna parte hay un termómetro que decide qué es  vida, y decide también que la literatura, por sí sola, no lo es.

En cualquier caso, por seguir jugando a la entomología, hay quienes en esa artificial y triunfante división entre escritores de la vida y escritores de la literatura andan a medio camino, en una síntesis en la que la una y la otra son perfectas colaboradoras para producir los efectos que pretendan hacer circular quienes los ponen en danza. Creo que Conget es uno de los mejores ejemplos a nuestro alcance de escritor que sabe combinar ambas esencias para producir una fragancia particular, una voz reconocible en la que lo vivido y lo leido (habiendo sido por fuerza lo leído parte inesquivable de lo vivido, una región grande de ese país inmenso, grande y potente sí, pero de independencia imposible) se enlazan como instrumentos sustanciales en una sinfonía. El modo en que, en su obra, funciona la idea de ciudad es evidencia de cómo se conjugan vida y literatura si aceptamos hacer esa distinción que, extrañamente, hacía Borges. Pero resulta en cierta medida hasta artificial estudiar -o hacer el intento de estudiar- el modo en cómo funciona esa idea en los textos de Conget porque eso daría por hecho que, de partida, hay una idea, una intención, y no creo que ni siquiera en los libros en los que parece evidente que esa idea está implícita -pues son libros dedicados a homenajear ciudades amadas: Cincuenta y Tres y Octava, su libro sobre Manhattan,  o Pont de L'Alma, su libro sobre París-, sea la que sustente los textos. Si se compara el tono y los logros, el modo de narrar y la meta, de esos libros con los de otros -el que recoge sus escritos sobre comics, Espectros, parpadeos y Shazam!, o el que dedica a unas canciones, Vamos a contar canciones-, será fácil comprobar que no varían: las ciudades, como las canciones, o los tebeos, son para Conget cosas que le han pasado, trampolines donde la experiencia ha pisado lo suficientemente fuerte como para dar el salto a la literatura -a veces de ficción y a veces de no ficción, sin que importe mucho por fortuna dónde se puede encasillar un texto. Conget sabe que la vida es más grande que la literatura y que ésta no puede, ni en el mejor de sus sueños, igualarse a aquella: lo que sí puede hacer es retener su compás, homenajearla, alimentarse de ella y de todo lo que ella ofrece, y entre las cosas que ofrece está la literatura, la de los otros, claro, de donde, sin asomo de pedantería -pues puede que Conget sea el tipo menos pedate que yo haya conocido, y a la vez, el azote más incansable de la pedantería al que me haya sido dado escuchar-, sus textos contengan múltiples homenajes literarios. En la división entre autores procedentes de la literatura y autores procedentes de la vida, Conget estaría fuera de sitio, porque, sabiamente, el niño que leía a Salgari -y todo lo que cayera en sus manos- y el lector incansable que es han alimentado al escritor tanto como sus muy "congetianas" experiencias por las ciudades en las que ha ido trazando su biografía: Lima, Londres, Nueva York, París...En un precioso artículo sobre Raymond Carver escribe Conget: "Y sobrevino esa felicidad que regala la literatura. Es el gusto por el lenguaje y la obra bien hecha, pero también, y más que nada, una intensificación del deseo de vivir, como si se descubriera que las puertas que nos encerraban en un sótano estaban en realidad abiertas desde siempre y afuera nos aguardaba por fin la aventura del mundo. Algo muy juvenil, lo reconozco sin sonrojo, pero ese es el estímulo que yo había encontrado antes en los libros y que me había abandonado." Los libros como estímulo para zambullirse en la aventura del mundo, la literatura como camino a la vida, no como su enemiga : es, precisamente, una de las lecciones del Quijote, que sale a los caminos de la vida impulsado por la magia de la lectura, una magia que para hacerse real tiene que demostrarse como insuficiente, necesitada de completarse con lo que haya más allá de los propios libros.

Es fácil pues advertir cuán llenos de vida están los libros de Conget y por lo tanto, tanto si estos unifican sus textos para hablar de canciones o de cómics o de ciudades, cuán llenos de vida, de experiencia íntima e identificativa, están los objetos que se utilizan de trampolín. Conget es un erudito del tebeo pero puede uno asomarse a cualquiera de sus textos sobre esa materia para no sentirse expulsado por su erudición: es un alquimista que convierte cualquiera de sus experiencias en literatura. A mí, que sé de tebeos lo mismo que de halterofilia, o sea, muy poco, sus textos sobre el asunto me llegan porque los protagoniza -hasta el más erudito de ellos- un niño asombrado que descubre el mundo y descubre que el mundo es un cachorro ansioso que está deseando que salgamos a jugar por él. Este amor constante a lo vivo, a la vida, es lo que hace impagables tantas páginas de Conget, más allá de cuál sea el pretexto utilizado para elaborarlas. También, claro, las páginas escritas sobre las ciudades que tan bien conoce. No diría que Conget es un escritor viajero: no es alguien que va a los sitios a contar lo que hay en los sitios para satisfacer una demanda de quienes pueden decidir, a través de esos textos, si les apetece ir a esos sitios. Es alguien que vive allí, son textos, no de un extranjero que utiliza su mirada foránea, sino de un vecino que a veces lo es de París y otras de Londres y otras de Nueva York. El ejemplo más idóneo para demostrarlo es el espléndido Pont de L'alma donde París no es esa colección de cromos más o menos pomposos y recurrentes que suele ser en tantas obras que la tienen por musa, sino algo medio fantasmal que está al otro lado de las vidrieras, una especie de promesa a la que el protagonista de las páginas del libro no consigue entregarse nunca, atareado como está con una vida que no le permite dejarse fascinar por la ciudad fascinante. Lo que me lleva a pensar que el azar ha podido elegir los destinos a los que Conget ha tenido que ir desplazándose por razones profesionales, pero sólo le ha prestado al escritor escenario más o menos prestigiados por la tradición sin imponerle ningún otro requisito ni variarle el tono: me parece que si el azar lo hubiera mandado a El Cairo o a Berlín o a Moscú, el tono de sus libros hubiera sido el que es, el de alguien al que le pasan cosas y decide contarlas y a la par que las cuenta va recordando de dónde viene creando una poética sustancia hecha de memoria y encanto.

En el texto que le dedica a Londres, 10 Rillington Place, dirección en la que entre 1943 y 1953 al menos diez mujeres fueron asesinadas y en la que años después le tocó vivir a nuestro autor, se ve bien  algo de lo que estoy tratando de decir: comienza el narrador por desmentir a quienes aseguran que la niebla de Londres es un invento de Hollywood, le encuentra antecedentes que alcanzan a Whistler y Dickens, pero enseguida nos lleva a su infancia, en la que se recuerda niño difuminando las esquinas del Soho en las historietas del Inspector Dan, y a los ocho o nueve años confirma, con la película A 23 pasos de Baker Street, que el principal atractivo de Londres residía en su fecunda producción de maldad. Conget llega a los sitios en los que va a vivir bien armado de amigos y referencias que le acompañan desde una infancia llena de tebeos, películas y libros. Y no hay el menor obstáculo para que esa cabalgata de compañeros de ficción le entorpezcan las ganas de echarse a la vida (hasta el punto de que, en el magnífico final de su texto parisino, comentando un poema de Guillermo Carnero en el que el poeta dice, emocionado ante la música de un órgano que suena en una hermosa iglesia, "Nunca hizo tanto por mí ningún ser vivo", Conget riñe: "Qué falacia, pensé. La más leve caricia del más humilde ser vivo me engancha a la existencia con mayor vigor que la más espléndidas de las catedrales construida para durar"), porque, precisamente, no hay mejorr lugar para dejarse empapar por la literatura (la leída y la que está por escribir, o escrivivir, como decía en uno de sus mejores neologismos Julián Ríos).

En un espléndido artículo sobre las ciudades de Conget, Ignacio Martínez de Pisón escribía sobre las tres grandes capitales sobre las que ha escrito o en las que ha escrito Conget:  "Esas tres ciudades son también tres momentos en la vida de un hombre. Londres es todavía la ciudad en la que el futuro está por escribirse y parece que todo será siempre posible. Nueva York tiene todos los rasgos de la plenitud, pero una plenitud no exenta de melancolía: de ahí la necesidad de retener sensaciones, de ahí esa nostalgia anticipada de quien sabe que no podrá vivir eternamente en esa ciudad. Y cerrando el ciclo está París, una ciudad que, narrada a lo largo de tres cojeras sucesivas, se nos presenta finalmente como el lugar en el que el autor cobra conciencia del paso del tiempo y del irrevocable acceso a la edad madura." Pero si las echamos a pelear, haciendo que la obra de Conget sea un ring de catch, donde los golpes entre los contendientes no pueden sino ser simulados, quizá la vencedora de entre las tres ciudades sea Nueva York: cuando se decidió a dedicarle un libro, muy en su línea de autobiografiarse a través de los otros -sean estos tebeos, películas, libros o ciudades-, decidió con muy buen tino retratar su calle. Pero también resulta indispensable Nueva York en su última y a mi parecer más potente novela, La Bella Cubana: una Nueva York que no presta sus prestigiosos escenarios por casualidad y que deja ver, en su efecto en los jóvenes protagonistas que forman la pareja principal de la novela, tanto su capacidad para deslumbrar con sus bellezas y luces como la dureza extraordinaria de su rutina, de manera que sea a la vez -y siempre a través de sus efectos en una vida- sueño y pesadilla, ilusión y realidad. Es en esa excepcional novela donde con más emoción y agilidad -sin descartas uno de los ingredientes que consigue que se mantengan tan frescos los textos de Conget: el humor- se relata el proceso de putrefacción que llamamos madurez, cómo el cinismo y la amargura de las miradas maduras acaban corrompiendo la insólita alegría de una inmadurez que tiene los días contados y las noches incontables. Uno, leída la novela, no puede imaginarla en otra ciudad que no sea Nueva York, pero eso no quiere decir que la novela sostenga en modo alguno la novela y sabe bien que sucede al contrario: son las andanzas de los personajes las que vuelven tan verdadera la ciudad por la que esas andanzas se desarrollan. La prueba de que la novela no necesita a la ciudad para golpearnos es que, comenzando como comienza en las pestilencias del Hotel Evans, culmina muy lejos de Nueva York, mucho antes de Nueva York, en uno de los finales más emocionantes que recordemos.

Conget ha ido completando el círculo mágico. Ha hecho gran literatura de su vida -¿con su vida? ¿por su vida? ¿en su vida? ¿contra su vida?: no sé qué preposición poner, creo que habría que ponerlas casi todas: una vida que llenó primero de literatura para devolverle a ésta lo que ésta le dio: asombro, emoción, humor, la sensación, la certeza, de que el mundo es más hondo que extenso. Sin que eso le hiciera sentir que estaba encerrado en ninguna torre de marfil. Porque si hay dos categorías de escritores -los procedentes de la literatura y los procedentes de la vida- Conget es de los que no podrían, de ninguna de las maneras, quedar encerrado en ninguno de los dos sin perder parte esencial de lo que es, de lo que nos ha dado.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Bonilla

TAMBIÉN PUBLICA UN INÉDITO DE LUIS LANDERO

LA PRESTIGIOSA ESCRITORA RUMANA ASEGURA: “HAY QUE LUCHAR CONTRA LA CENSURA INTERIOR”

SERGIO DEL MOLINO LO TIENE CLARO: “LA  LITERATURA AUTOBIOGRÁFICA AYUDA A EXPIAR CULPAS” 

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este próximo mes de julio, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con los escritores Ana Blandiana y Sergio del Molino. Se trata de dos conversaciones exclusivas, que permiten no sólo conocerlos mejor, sino también descubrir sus opiniones sobre un amplio repertorio de temas de interés. Ambos son dos de los más valiosos protagonistas de nuestra actualidad cultural: la escritora rumana Ana Blandiana, es toda una referencia de la mejor literatura europea y siempre concibió su vocación creativa como una forma de resistencia moral. Por su parte, Sergio del Molino es uno de los escritores y periodistas del momento,  posee una personalidad cercana y vivaz, un sentido crítico muy acusado y una imperiosa necesidad de atrapar en sus libros y colaboraciones en prensa y radio cuanto nos ocurre y reflexionar sobre ello.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

19 de junio de 2020

Imaginar la cadena del sueñoes para Anne Carson (Canadá, 1950) crearla de nuevo a partir de la primera vez, cuando los eslabones todos rechinaron a un mismo tiempo, como si cada uno de los engranajes fuera un sueño soñado por alguien más, un alguien a quien conocemos por, y a través de, la literatura.

            Supongamos Homero, el ciego, de quien poco sabemos pero creemos conocer tan bien como la palma de nuestra mano con tan solo leer a Carson. Ella nos lo presenta tan real como nuestro propio pasado, con todo y sus fantasmas. Los de Ulises, los de Carson, los nuestros. Ella misma personifica a Ulises, el viaje, el sueño: ironía pura, brillo de alba.

            Decreación es de-crear para recuperar el ser. Ella lo hace a partir de la batalla con la desmemoria: Circe, el canto de las sirenas, los sueños, y lo que cada noche el sueño calla. Y en ese silencio surgen las contradicciones que en Anne Carson se inclinan hacia la misma noche del alma. Clasicista como se ha pronunciado desde sus primeros libros, Anne Carson prescinde de lo que no es esencial. Desnuda la palabra como el viento desnuda la fría roca ante la cual todos debemos orar, suplicar, rogar. Una súplica por el retorno a la primera voz, a la primera vez en donde el recuerdo se instaura en la mente.

            En estos poemas, parte de «Cadena de los sueños» (que a su vez es la sección inicial de Decreación, publicado en 2005 y que Vaso Roto Ediciones editará próximamente en español), ella toma a la madre como la lengua, como la fuerza, como el inicio del mar en el que hay que zambullirnos para hallar (inventar) el recuerdo que inunda de agua la casa, esa en la que no podemos estar aún, la que estamos por habitar, la creada y descreada, en un intento de Ser.

 

*

 

Anne Carson nació en Toronto (Canadá) en 1950 y durante su infancia residió en distintos pueblos y ciudades de la región de Ontario. Después de estudiar clásicas en las Universidades de Toronto y St. Andrews (Escocia), regresó a Toronto en 1981 para escribir su tesis doctoral sobre Safo, publicada en 1986 con el título de Eros the Bittersweet. En la actualidad enseña clásicas en la Universidad de Michigan, en Ann Arbor.

Ha publicado varios volúmenes misceláneos de poemas y ensayos, entre ellos Plainwater: Essays and Poetry (1995), Glass, Irony and God (1995), Men in the Off Hours (2000), The Beauty of the Husband (2000, Premio T. S. Eliot de poesía) y Decreation (2005), así como una novela en verso, Autobiography of Red (1998), el ensayo Economy of the Unlost (2002) y un volumen con sus versiones de la poesía de Safo, If Not, Winter (2002). Además, ha sido dos veces finalista del National Book Critics Circle Award. En español se han publicado dos libros suyos: La belleza del marido (un ensayo narrativo en 29 tangos) (Lumen, 2003, trad. Ana Becciu) y Hombres en sus horas libres (Pre-Textos, 2007, trad. Jordi Doce).- JEANNETTE L. CLARIOND.

 

 

 

Paradas

 

 

Cadena de sueños

 

Quién puede dormir cuando ella...

a cientos de millas oigo ese vasto aliento

avivar sus cubiertas agitadas.

Cicatriz tras cicatriz

los eslabones

rechinan una vez.

Navegamos madre en un océano sin barcos.

Piedad por nosotros, piedad por el océano, navegamos.

 

 


Líneas

 

 

Mientras hablo con mamá ordeno cosas. Lomos de libros junto al teléfono.

Clips

en un cuenco de porcelana. Residuos de goma manchan la mesa. Ella habla

con nostalgia

de la muerte. Empiezo a girar los clips en la dirección contraria.

Fuera

de la ventana la nieve cae en líneas rectas. A mi madre,

amor

de mi vida, le cuento lo que almorcé. Las líneas caen ahora

más

de prisa. El destino añade peso en los extremos (para apresurarnos)

quisiera

decirle: es señal de la misericordia de Dios. Ella no me retendrá

dice, ella

no me pasará factura. Los milagros se escurren sin darnos cuenta. Los

clips

están eternamente alineados. ¡La misericordia de Dios! Cuánto tiempo

la sentiré

arder, dijo la niña intentando ser

amable.

 

 

 

Nuestra fortuna

 

En una casa al atardecer la lección final de una madre

devasta el poniente y sella el pacto.

Mira por las ventanas al anochecer y verás gente de pie.

Somos así, teníamos un pretexto para estar dentro.

Llegó el día, cortamos el fruto (cortamos

el árbol). Ahora estamos fuera.

Aquí hay una deuda

saldada.

 

 

 

Sin puerto alguno

 

En la antigua lucha entre hálito y muerte, se concede un último sueño.

Aceptamos una oferta por la casa.

En la suma de las partes,

¿dónde están las partes?

En silencio (allí) aguardan hojas y ventanas.

Nuestro tendedero desnudo corta la inclinación de la noche.

Y en su grito por el perdido atuendo de la luz celestial

ángeles y detritus nos reclaman al flotar por nuestra cancela aún cerrada.

 

 

 

Ella celebraría hoy el 50º aniversario de su boda

 

El frío implora ante un muro romano.

La luz es intensa (atrapada)

y las sombras esperan como

capuchas a punto de caer.

El cerebro llama

dos veces

por sal.

 

Acaso fue Ovidio quien dijo, Tanto viento enmudece las piedras.

 

 

 

Ciertas tardes ella no atiende el teléfono

 

Febrero. Hielo por todas partes. Pueden sentirse distintas densidades del hielo.

Sus tonos –azul blanco marrón a gris-pardo plateado– varían.

Parte del hielo tiene grava en el centro o sombras en su interior.

Otra parte es lisa como una ladera, no podría sostenerte.

De pie sentirías que el viento se atenúa, se deshila.

Todo cuanto hemos deseado, se deshila.

Los pequeños no pueden sostenerse sobre el hielo.

Ni una carta, ni un esbozo de letra, puede sostenerse.

Cegadoramente, lo que allí hay de mundo, quema.

Febrero. Hielo por todas partes. Pueden sentirse distintas densidades del hielo.

 

 

 

Esa fuerza

 

 

Esa fuerza, madre: desenterrada. Martillada, encadenada,

sombría, agrietada, sollozante, arrolladora, encerrada

en sus lamentos, martillada, martillando residuos

de muerte. Aferrada y contenida,

informe y voraz. Cuchillo.

Sin desangrar la médula

esa fuerza, madre,

se detuvo.

 

 

 

Pienso que el pobre pueblo ha sido muy maltratado

 

Luz contra los muros de ladrillo y un viento boreal ennegrece las ramas.

La sombra extrae las entrañas de la luz ya secas en su palma.

Come tu sopa, madre, dondequiera que esté tu mente.

Despunta el mediodía invernal. Frágiles soles

aún vivos alivian los soles de aquel día.

Pues el pobre pueblo sueña

con rendirse, madre

nunca insensible,

madre valiente

y feliz.

 

 

 

A pesar de su dolor, otro día

 

 

La niebla del río (7 AM) se dispersa y comienza, se estremece y comienza

en las rocas otoñales del molino.

Restos de hojas resplandecen. He hallado mi cordura.

La evidencia (7 PM): ella toma sus medicamentos, yo doy un paseo por el río.

La rueda de molino huele a húmeda hoja de maíz.

Detrás de mí (2:38 AM) en la oscuridad del Motel Dorset oigo el clic del calentador

y a ella, que se despierta en el otro extremo de la ciudad

en un cuarto pequeño y cálido

aferrándose a un rosario que brilla en lo oscuro.

No importa qué se diga del tiempo, la vida va en una sola dirección,

es una verdad que resplandece.

La niebla del río (7 AM) es plata desollada

cuando el alba oscurece

el día de mi partida.

PELIGRO NO LEVAR NI ECHAR ANCLAS

dice el letrero justo en la orilla.

La no conciencia nos engulle.

Ella en la cama como ramita doblada.

Yo, como siempre, ida.

 

 

 

Nada que hacer

 

Tu viento vidrioso rompe contra la muda orilla y agita la rosa.

Mirad como

antes de una gran nevada,

antes de que el vacío deslizante de la noche caiga sobre nosotros,

nuestras linternas proyectan

formas de antiguas compañías

y

luego una fría pausa.

Qué cuchillo desolló

esa hora.

Hundió las boyas.

Sopla sobre lo que fue nuestra casa.

Nada que hacer solo rema.

 

 

(Traducción de Jeannette L. Clariond)

Escrito en Lecturas Turia por Anne Carson

18 de junio de 2020

Hay que saludar con gratitud la publicación de Historias de la pequeña ciudad: obra audaz, valiente e inesperada, alejada de las modas dominantes, escrita con el esmerado rigor que sabe imprimir a su quehacer el orfebre escrupuloso, y cuyo mayor y más genuino mérito reside probablemente en el insobornable afán de autenticidad que desprenden sus páginas más inspiradas y luminosas. Quien conozca algo de su itinerario literario sabrá que el abulense Antonio Pascual Pareja no es ave del «nuevo gay-trinar». Es el suyo un universo creativo regido por criterios estéticos que no pocos se aprestarán a tildar de anticuados, cuando no plenamente superados; sin embargo, el escritor, enteramente consciente de que su labor no pasa por someterse con docilidad a los dictados de las tendencias en boga, prosigue su propia búsqueda, perseverante, tenaz, apasionada de la belleza, siempre atento a su vertiente más cercana —y acaso por ello, más secreta—; avanzando con paso decidido en la tarea de dar encarnadura literaria a todas aquellas impresiones que han ido forjando su peculiar forma de sentir la inmediata realidad que lo circunda.

En la estela de su muy estimable Invisible Pablo, esta última obra se inscribe también en un ámbito un tanto ambiguo, de incierta adscripción genérica. Bien parece acomodarse Antonio Pascual al principio de que el género literario ha de ponerse siempre al servicio de las necesidades creativas de cada escritor. Por de pronto, en una primera aproximación —a todas luces insuficiente— basta decir que Historias de la pequeña ciudad se integra en su mayor parte por una colección de piezas narrativas breves, que tienen como denominador común la presencia de un mismo marco provinciano, en el que —solo en apariencia— predominan la monotonía y el tedio. Con todo, ante las sombras de algunos posibles prejuicios, el propio creador decide anticiparse y, con precisas palabras, aclara la sustancia inspiradora de la obra:

“¿Qué pasa en la pequeña ciudad? Nada. Nada pasa en ella. Todo lo que es digno de contar, lo decisivo, ocurre en las grandes ciudades. En los lugares pequeños, el rostro de la vida es anodino y gris. […] Y, sin embargo, todo lo realmente valioso es parvo. [...] Todo lo importante es pequeño y, por ello, fácil de perder.”

El poeta abulense se erige, pues, en cantor de ciertas realidades humildes, anónimas, modestas, injustamente ignoradas; se afana en hacer visible lo invisible, en recuperar la sustancia estética que se halla oculta en nuestras peripecias más mundanas. Desde un lugar vital y espiritual propio, desde su locus standi —según la célebre expresión del filósofo George Santayana— nos va desvelando la trascendencia que palpita en los hechos más prosaicos, y a los que rara vez otorgamos la atención requerida: «Pero, como nada ocurre en la pequeña ciudad, las cosas nimias acaban teniendo aquí su importancia».

Su escritura participa de ese mismo ideal: se elude la afectación expresiva, se desdeñan los artificios narrativos sofisticados y complejos. Hay que elogiar su prosa: austera, exacta, contenida; probablemente madurada en fecundos ratos de soledad y silencio. En conjunto, sobresale de nuevo el inextinguible magisterio de Azorín, tan vivo y pujante, como cualquiera de nuestros clásicos, ya omnipresente en Invisible Pablo, y que reaparece confirmándose como deidad tutelar de Antonio Pascual Pareja, al que incluso dedica un personal homenaje en «El hombre que lee».

Esta filiación noventayochista, muy acusada, por ejemplo, en lo tocante a la evocación del paisaje o a la intensa conciencia de la temporalidad, puede llegar a opacar la presencia de otros relevantes veneros. Claro está que la localización provinciana de la obra no es óbice para que el autor demuestre, sin énfasis innecesarios ni infatuado exhibicionismo, poseer un vasto bagaje cultural, en el que tienen cabida escritores del fuste de Tolstói, Shakespeare, Emily Dickinson, John Keats o Rilke; e incluso otros raramente frecuentados, como la malograda Maria Messina. Personajes y motivos literarios, cumple subrayarlo, que se integran a veces con total naturalidad en el microuniverso contemporáneo de su ciudad. De esta manera, Jacinto, por más señas el poeta Jacinto Herrero Esteban (1931-2011), añora a su amigo, el también poeta Antonio Muñoz Rojas (1909-2009), en «El reguerillo». Natalia Goncharova y Alexandr Pushkin aparecen transmutados en los Alejandro y Natalia de la pequeña ciudad en la breve historia titulada «La florecilla». La solitaria y abatida Elena, evoca, sin duda, a la bien conocida Hélène, destinataria de los sonetos que concedieron la inmortalidad literaria a Pierre de Ronsard. Sabemos, además, que el bohemio del cuento homónimo se llama Alejandro, y su mujer Juana, en clara alusión a Alejandro Sawa y a su mujer Jeanne Poirier; este recita versos de Rubén Darío y emplea su inconfundible y delatora muletilla: ¡admirable!

 Especial atención reclama, asimismo, la notable influencia que ejerce sobre nuestro autor el mundo cinematográfico. Dejando a un lado alusiones a ciertas películas fetiche (Once upon a time in America o ¡Qué bello es vivir!) y a consagrados directores como Raoul Walsh o Nicholas Ray, contenidas en el cuento «Alicia», importa destacar curiosos paralelismos más recónditos. Sobresalen, de forma llamativa, ciertas concomitancias de Historias la pequeña ciudad con Más allá de las nubes, película un tanto infravalorada, que un veterano Michelangelo Antonioni dirigió con Wim Wenders a mediados de los años noventa del cada vez más lejano siglo XX. Similitudes observables tanto en el sosegado tempo narrativo, como en algunas historias —recuérdese la protagonizada por Irène Jacob—. Pero, como es natural, la pasión cinéfila no se agota en un puñado de referencias. Se observan, por otra parte, ecos del cuidado intimismo de realizadores como Y. Ozu, Ingmar Bergman o Víctor Erice, por ceñirnos solamente a las referencias más ilustres. Otro nombre ineludible es el de Charles Chaplin, con el que comparte nuestro escritor una singular predilección por «los universales del sentimiento».

Pero Historias de la pequeña ciudad es un título engañoso: ciertos capítulos son eminentemente descriptivos. He aquí la pervivencia natural de su veta poética —recuérdese que Pascual Pareja es autor del poemario El viento y la casa (2007)—. En general, son brevísimos intermezzos en los que el autor alcanza su más elevado vuelo lírico. Logra una estremecedora limpidez en algunos pasajes preñados de una fuerza poética incontestable, en los que, junto al antes mencionado Azorín, se percibe la influencia de Juan Ramón Jiménez o un no muy lejano parentesco con ese tono evocador y nostálgico del Ocnos de Luis Cernuda. Instantes de trance poético, auténticas hierofanías, momentos en los que eclosiona una fina sensibilidad: el amanecer, la puesta de sol, el paisaje otoñal, el estío, los primeros signos que anuncian el cambio de estación, cuando la ciudad vuelve a cobrar todo su protagonismo: «Cae la noche de verano sobre la pequeña ciudad. Se derrama sobre ella como tibio rocío. Empapa primero lo alto y desciende enseguida, con lenta prisa, sobre las cosas de los hombres».

A pesar de su estructura libre, dos personajes perduran y confieren cierta cohesión al conjunto: el primero —y el más relevante—  es la inmutable ciudad, en la que no es difícil entrever los inconfundibles trazos de su amada Ávila natal; en segundo lugar, acaso menos evidente, la del poeta, que aparece y reaparece fugazmente; ya como personaje protagonista de algunas historias, como «El poeta y la rosa», «El muro de cristal» o «El camino del poeta»; ya como discretísimo observador de esas peripecias cotidianas, que inspiran buena parte de las historias.

 En Historias de la pequeña ciudad se describe cabalmente un apasionante itinerario de formación espiritual y vital, que tiene como nervio central el mundo de las emociones y las cuestiones de alcance universal: el amor, la familia, la fugacidad temporal, la frustración, la vejez o la vocación literaria. Temas que son tratados desde la intimidad, desde el secreto mundo interior de unos personajes vistos siempre con comprensión y ternura. Como abulense de pura cepa, sabedor de que la mirada debe proyectarse siempre hacia ese místico «hondón interior», Pascual Pareja ha tratado de elaborar una auténtica historia de almas humanas y, al mismo tiempo, ha querido salvar e iluminar la memoria de todos esos seres desconocidos para la mayoría, pero decisivos en su proceso de maduración, pertenecientes a su propia «intrahistoria» personal. El escritor logra su ambicioso empeño apoyándose en una suerte de sabiduría contemplativa, en un modo concreto de situarse ante la realidad. Es la suya una auténtica pedagogía de la mirada. Se trata de una forma de sentir y de observar indisociable de una concepción antropológica y aun existencial genuinamente cristiana. Porque, llegados a este punto, habrá que manifestarlo sin ambages: Historias de la pequeña ciudad se presenta como una obra hondamente religiosa. Sirva de ejemplo ilustrativo el tono elegíaco que preside la emocionante semblanza a José Antonio, protagonista de «Un hombre bueno», perfecto ejemplo de un ars moriendi cristiano, que se opone a la gélida mentalidad clínica que domina en la secularizada sociedad de nuestros días.

Terminada la lectura, un imperativo estético y vital se impone: el necesario regreso a la autenticidad, la restauración urgente de sacralidad de lo cotidiano.  Antonio Pascual nos enseña que el milagro es vivir, y que este acontece aquí y ahora, ante nuestra superficial indiferencia. Reivindica el autor el sentido de todos los pequeños gestos, mínimos y mundanos; de una preciada liturgia de la parvedad, desde una óptica personalista. Y, por añadidura, el amor a sus seres más queridos, a los habitantes desconocidos de la pequeña ciudad.

En realidad, Historias de la pequeña ciudad, bajo su engañosa apariencia de obra conformista y modesta, ha sido concebida como una auténtica reprobatio contra cierta literatura, obstinada en la exaltación de lo sórdido, plácidamente entregada a una vacua y nihilista celebración de las miserias humanas en sus aspectos más degradantes; como balsámico antídoto contra el solipsismo deshumanizador que invade la sociedad de nuestros días y que ha ido permeando de forma paulatina en la creación literaria. Antonio Pascual Pareja se sabe peregrino de su tiempo, rara avis en el parnaso contemporáneo; mas, a pesar de esta condición de escritor confinado a la incomprensión, se afana en mostrarnos la posibilidad de otros cauces literarios igualmente legítimos.

En efecto, cabría colegir, asumiendo todo lo que se ha comentado hasta aquí, que Historias de la pequeña ciudad brilla como creación singular, casi inaudita en el actual panorama literario, extemporánea tanto en lo que atañe a sus fuentes literarias como a sus firmes convicciones estéticas. Aboga Pascual Pareja por una literatura de la gratitud y del bien, enraizada en una concepción cristiana de la persona. En suma, una certeza ilumina las páginas más sublimes de Historias de la pequeña ciudad: el retorno a la patria de lo invisible, a la auténtica morada de los poetas verdaderos. Así se dice a las claras por boca de Francisco: «La vida nunca cesa. Siempre ocurren cosas. En cada lugar lo hacen de una forma distinta, única. Aquí la luz es otra. La ceguera es cosa de los hombres».

 Parece casi una paráfrasis del conocidísimo capítulo XXI de Le Petit Prince: «L’essentiel est invisible pour les yeux». Escuchemos nosotros, ingenuos pero apasionados lectores, sus sabias exhortaciones; salgamos, pues, de nuestra ceguera y vayamos al encuentro de lo invisible, celebremos el don siempre subyugante de la existencia; el auténtico milagro, el más luminoso y el más recóndito, la dicha de vivir y de sentirnos vivos, ante la realidad, misterio incesante, inabarcable.

 

 

Antonio Pascual Pareja. Historias de la pequeña ciudad. Valencia, Pre-Textos, 2019.

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Rodríguez González

LA REVISTA RINDE HOMENAJE A MARIO BENEDETTI, MIGUEL DELIBES Y EMIL CIORAN

TAMBIÉN PUBLICA LA CORRESPONDENCIA INÉDITA DE PHILIP LARKIN Y UN AVANCE DE LA NOVELA “EL PARISINO”, DE ISABELLA HAMMAD, QUE TRIUNFA EN REINO UNIDO Y USA

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este próximo mes de julio en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores de la literatura contemporánea. En primer lugar, TURIA rinde homenaje a Mario Benedetti y Miguel Delibes, de quienes este año se celebra el centenario de su nacimiento, y lo hace a través de sendos artículos originales que permiten constatar la vigencia y el interés de su obra, así como la ejemplaridad cívica que mostraron a través de sus respectivas trayectorias personales.


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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

12 de junio de 2020

                                                 a mi hija Clara

 

 

Solemnes banalidades.

El pensamiento más transparente casi siempre es la ausencia de pensamiento.

No juzgar. Pero condenar.

Los hombres pequeños no crecen, sólo crecen los grandes.

La curiosidad que tiene el hombre por conocer, nunca suele ir más allá de querer saber lo que se cuece en la cocina de su vecino.

Es difícil saber si el hombre destruye para poder construir, o si por el contrario construye para así poder destruir.

Los éxitos, para ser completos, deben ser inmerecidos.

La razón siempre admite componendas. El corazón, jamás.

Ocultar los pensamientos. Pero no tanto que no volvamos a encontrarlos.

La mediocridad, como la incompetencia con la que tiene tanto en común, si quiere triunfar tiene que ser ostentosa.

Pensar y opinar no son sinónimos, aunque pueda parecerlo. Son precisamente antónimos.

El conocimiento que no tiene límites ni siquiera es conocimiento.

Disparar contra gigantes fue siempre deporte favorito de enanos.

El hombre hace el bien por interés. El mal en cambio lo hace desinteresadamente.

La verdad se reconoce por la longitud de la frase. Si es demasiado larga es que es mentira.

"La belleza inexplicable de una obra" (Valery), reside tantas veces en su cualidad de inexplicable.

La justicia es la belleza perfecta.

Clamoroso silencio.

Si una verdad necesita demostración, es que es mentira.

Lo que no depende de ti, es de lo que tú dependes.

"Qué grande es el pensamiento de que verdaderamente nada se nos debe" (Pavese). Pero más grande todavía es el pensamiento de que lo debemos todo.

La única idea que parece tener algún futuro, es la idea de que no tenemos futuro.

Cuando se tiene razón, hay que actuar como si no se tuviera, a fin de no perderla del todo.

No todas las metas del hombre están en la misma dirección.

Cuanto más se esforzaba por alcanzar la meta, más se alejaba de ella. Porque la tenía a sus espaldas.

Recelo de quien dice ser de mi opinión.

La auténtica libertad de opinión es no tener ninguna

La mayoría de los hombres tenemos más de qué arrepentirnos por lo que dejamos de hacer que por lo que hicimos.

Ponía en sus libros toda su ignorancia.

Sólo sigue un camino recto quien teme perderse.

Donde hay ingenio no suele haber genio.

¡Qué pocos libros necesita el hombre! ¡Pero cuántos debe leer para llegar a darse cuenta!

Tengo la sensación cuando no leo de que me falta algo. Pero cuando leo, entonces tengo la certeza de que algo me falta.

Hay libros que influyen tan poderosamente en nosotros que hasta nos olvidamos de que los hemos leído.

No escribe más que sandeces. ¡Pero con qué estilo!

Pensar no es más que sacar conclusiones propias de pensamientos ajenos.

Tener ideales. Pero no creer en ellos.

Todo lo que leemos por algún motivo, es prescindible.

Su mejor pensamiento, con el tiempo, resultó ser una perogrullada.

Sólo las deudas imaginarias nos atan de por vida.

La inocencia no se pierde, se gana.

Convertir una derrota en una victoria sólo es una cuestión de estilo.

Quien comprende las razones del enemigo, está vencido de antemano.

Era tan austero que hasta se prohibía tener pensamientos propios.

Llevaba una vida tan privada que acabó muriendo en la indigencia.

A veces se olvidaba de pensar.

Pronto echaremos de menos lo que tuvimos de más.

 

 

 

 

 

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Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

12 de junio de 2020

       

    El periodista y poeta murciano José Antonio Martínez Muñoz es un caso tan singular en el panorama poético español que solo una “poesía reunida” permite apreciarlo en su totalidad. No ha sido hasta 2019 cuando, gracias a la apuesta de la joven editorial albaceteña Chamán Ediciones, ha visto la luz el primero de los dos volúmenes de Hasta que nada quede, el que recoge la obra publicada a lo largo de 40 años. Con la próxima publicación del segundo, formado por inéditos, se cerrará el proyecto de ofrecer al lector una obra diferente, atravesada por la música y la literatura y capaz de explorarlas de la mano del lenguaje y sus silencios.

   Los primeros libros comparten un humus musical y poético donde los versos de Octavio Paz, Vallejo, Celan o Lorca se confunden con Mahler, el blues, Clapton y Led Zeppelin, y mezclan amor, ceguera, muerte, la negación existencial, el uso de tachaduras, el silencio de las páginas en blanco, la noche, el alcohol, el anhelo y la desesperanza.

   En esa misma estela está moanin’ (some blues), que afronta la extrañeza de quien no se reconoce en la imagen que le devuelve el espejo: otro hombre se afeita en mi espejo, mientras la gente sigue con su vida a espaldas de esta metamorfosis que desgrana un estribillo machacón e hipnótico de pena, de pérdida, de final.

   nocturno para saxo conjura la melodía de los cuerpos con un acúmulo de sensaciones donde sobra cualquier tipo de regla. Quien manda es el júbilo de la creación que enumera a sus criaturas en un canto ávido, sensorial que se irá volviendo desvaído cuando los cuerpos pierdan la armonía y quede solo una historia de desamor que deja a las espaldas una letanía de imágenes de frío y perplejidad.

    En libros posteriores José Antonio Martínez Muñoz combinará la vanguardia con una bien leída tradición clásica. Lo advertimos en silva del alba maleva, donde sus viejos temas arrastran ya pérdidas y escepticismo, matizado con un tono irónico, coloquial pero desencantado, de un viajero consciente de que va perdiendo el control de su ruta.

    En esa línea abunda uno, un “uno” empeñado en ajustar cuentas con el tiempo. Los juguetes rotos de la juventud, la soledad y la muerte llenan el petate de este viajero consciente de que ya se le va haciendo a uno tarde, y donde fluyen constantes las referencias y préstamos, alientos cruzados de aquellos gigantes a cuyos hombros se aúpa: Gil de Biedma, Conrad, Allan Ginsberg y tantos otros.

    la lluvia en el cristal se inclina tanto hacia el microrrelato como se vuelve aforismo, apunte inacabado, reflexión breve. Los puntos de vista son diversos, las voces se suceden, las horas maúllan, la niebla tiene forma de gato, las algas suenan como chopos, el rock and roll se ondula como una víbora y todo es una fábula que sucede en el san Barandán de las letras que tanto parece gustar a este poeta enemigo de la ortodoxia, de los géneros trazados con regla y cartabón, de la camisa de fuerza de la norma.

     el hombre atardecido se adentra en un hondo infierno existencial. Quizás sea a partir de este momento cuando la deuda clásica del poeta se exhibe con mayor evidencia. El rockero que se bebía las noches, el enamorado con la miel en los labios, el amante

arrojado a la cuneta se funden en un homérico Nadie al que acompañar de naufragio en naufragio a través de fragmentos, poemas, relatos mínimos, enumeraciones antitéticas, paréntesis y preguntas de respuesta imposible.

     El viajero, desprovisto de los sueños de la juventud, es una sombra que envejece en el silencio mientras navega errante por un mar vinoso y cruel. Todo es fracaso recurrente, yermos lunáticos; todo incita a sentarse a esperar el fin del mundo.

     Aquel viaje lleno de promesas y aventura parece haber desembocado en un Comala fantasmagórico. La forma, a su vez, se estira y se encoge, se omite entre paréntesis y renace, se hace eco, marejada, huesos sobre la playa.

    el viento de la Gehena se hunde en la noche eterna del infierno. Pero el peregrino no lo hace solo: las voces de los poetas acuden de nuevo para formar un coro de consuelo y palabras. Los diálogos subterráneos se suceden y hay, entre nada y olvido de donde no hay regreso, muletas de Celan, remos de Pound, redes de Eliot, velas alígeras de Quasimodo, Vallejo, Basho, Ungaretti y tantos otros que también escucharon el canto de Tiresias.

    Tanto sextina como en luz almagra evocan el viaje fugaz de la vida humana que cumple con su destino hasta extinguirse en la muerte. Lo que queda es la vida como levísimo intervalo entre dos cantos: Ya canta el gallo / pronto responderá / oscuro el grillo.

     La última parte del libro la compone un anticipo de inéditos: fragmenta, oscurana y sofoclea.

     El primero transmite, a través de la elipsis y la fragmentariedad simbólicas, cómo el tiempo y el salitre van royendo la capacidad de decir. Quedan palabras sueltas, frases inacabadas, desapego verbal y existencial.

     Oscurana, por su parte, rinde homenaje al conflicto de la identidad, tan caro al autor como lo es Pessoa: empiezo a conocerme. No existo. Consta de un diálogo dramático entre ser y sombra cuyo juego metafísico evidencia el verso: pessoa   persona   máscara

personne   nadie. Toda una vida empeñada en el viaje de averiguarse para concluir en el desconocimiento de uno mismo. Uno es, definitivamente, nadie: Yo soy todos estos hombres / todos estos rostros, estas voces soy / y no existo.

     Esta edición termina con Sofoclea, una reescritura más o menos traicionera del estásimo I de la Antígona de Sófocles que reivindica su espacio vital en el universo de El hombre atardecido, ese viajero: que cruza las espumas // voraces de los mares / bajo el látigo helado//de los vientos feroces.

     Todo se abraza en esta obra: la tradición con la vanguardia, el yo y el no yo, la noche y el día, el viaje con el regreso al punto de partida, el hombre con sus contradicciones y fidelidades, la palabra con el silencio.

     Para seguir apurando la vida y su misterio hasta que nada quede. Para alcanzar, con la lectura de este libro y de otros como él, toda la calidad de incandescencia con la que Aldo Pellegrini define la auténtica poesía, esa que no está hecha para los imbéciles.

 

 

Hasta que nada quede. José Antonio Martínez Muñoz. Albacete, Chamán Ediciones 2019.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pilar Blanco

12 de junio de 2020

¿De qué manera puede explicarse el éxito mundial de las telenovelas latinoamericanas? ¿Está la realidad reflejada en las telenovelas o es que las telenovelas definen esa realidad? ¿Cómo se ha desarrollado, a partir de los años cincuenta, la tradición telenovelesca? ¿Qué distingue las telenovelas mexicanas de las colombianas, las brasileñas, las argentinas y demás? ¿En qué medida la presencia de Netflix y otras plataformas ha cambiado el modelo de creación en cada uno de estos países? El crítico cultural Ilan Stavans, autor de Spanglish (2002) y Lengua Fresca (2015), entre otros libros, y el director de teatro y cine Benjamín Cann, que estuvo a cargo de las telenovelas El pecado de Oyuki (1988) y Rubí (2004), entre otras, ambos mexicanos, exploran estos y otros temas en un diálogo que se centra en el papel de las emociones.

***

“La culpa, en el melodrama mexicano, suele ser sinónimo de bondad”

Benjamin Cann: Una mujer, Betsy, de unos 30 años. Casada con un hombre de unos 32. Un hombre guapo, varonil. Un buen hombre. Esto es, un hombre decente, trabajador. De buenos sentimientos, a la manera que nuestras madres nos educaron: incapaz de herir a una mujer con sus palabras. Incapaz de hacerle una “peladez”, ofenderla, insultarla. Decirle “gorda.” 

            Porque Betsy es obesa. No es una mala persona tampoco: quiere a su marido, está enamorada de él. Lo trata con cariño, lo consiente. Betsy no trabaja. Es una mujer “típica” mexicana de los años ochenta: su marido trabaja, ella atiende al marido. Es obesa. Hoy diríamos que es incorrecto juzgar a una mujer por su figura. Sin embargo, en los años ochenta, noventa... aun hoy en algunos estratos socio-económicos, ser obesa podría ser considerado como un defecto. En la televisión de esa época era, sin duda, un defecto, una característica dramática para de allí construir un personaje antagonista. Una mujer obesa no sería nunca una protagonista. La telenovela manejaba estereotipos: la mujer ideal era esbelta. Nunca obesa. En México, en el 2019, un reporte de salud dice que el 72.5% de los adultos tiene sobrepeso u obesidad.

            En fin, Betsy era obesa. Se decía de ella “gorda.” Su marido, guapo, esbelto, conoció a Lorna: esbelta. Se gustan. “Amor a primera vista.” Betsy empieza a sentir algo raro en el comportamiento de su marido. Su marido, que es una buena persona, siente culpa hacia Betsy pero no puede evitar sentir la atracción que siente hacia Lorna. La culpa, en el melodrama mexicano, suele ser sinónimo de bondad. Quien siente culpa, es bueno. 

 

“Curioso que, como hacen muy bien las telenovelas, si sientes culpa estás en del lado correcto”

Ilan Stavans: La culpa, según el Diccionario de la Lengua Española, es “una acción u omisión que provoca un sentimiento de responsabilidad por un daño causado”.  En otras palabras, ser culpable es sentirse deudor. Para que una persona sienta culpa, debe haber procesado el sentimiento de responsabilidad. Un bebé no siente culpa. Claro que una vez que sientes culpa por vez primera, estás marcado para siempre. 

            Ahora bien, ¿es cierto que quien siente culpa es bueno? Las religiones occidentales basan su esencial en el concepto de culpa. Pero ninguna promueve la culpa como una solución. Curioso que eso—ya lo dijiste tú—sea lo hacen muy bien las telenovelas: si sientes culpa, estás del lado correcto. 

 

BC: Aquí la encrucijada: él las ama a las dos. Betsy, celosa, reclama. Se vuelve insoportable. Le hace la vida “de cuadritos” al marido, que se siente inmensamente culpable: no puede escapar a su destino, a su suerte: se ha enamorado de otra mujer, pero la culpa, esa culpa judeo-cristiana tan característica de nuestra educación cultural mexicana, le impide enfrentar la verdad. 

            Mientras tanto, Lorna decide alejarse de él aunque lo ama: ella nunca le arrebataría a otra mujer nada. Mucho menos su hombre. Si no estuvieran casados, tal vez. Pero ya casados ante la ley de Dios...

            Un hombre, dos mujeres: el triángulo típico de una telenovela. En esta que te cuento, aparentemente no hay “malos.” Él y Lorna son esbeltos. Ella está segura de haber sido traicionada: su hombre, al parecer, se ha enamorado de otra mujer estando casado con ella. Él, es cierto, se ha enamorado de otra. Pero es un amor imposible, porque él es un hombre cabal: no se irá con Lorna pues está casado con Betsy. Betsy, que además de gorda es celosa, se vuelve intransigente, paranoica, desconfiada: intolerable. Sufre la traición, pero no tiene armas intelectuales para enfrentarla, solo sus emociones. Estas la hacen volverse un personaje negativo: antagonista: su conducta hará imposible el amor entre Lorna y él.

            Al transmitir la historia, es clara la preferencia de los espectadores por la relación entre Lorna y el marido. Los espectadores prefieren que el guapo se vaya con la guapa y no se quede con la gorda. Afortunadamente para la expectativa de los espectadores, la gorda se descompone: deja de ser buena y empieza a ser la mala de la historia, al perseguir obsesivamente a su marido, al que la traicionó.

            Algo en la expectativa del espectador justifica la traición porque Betsy es gorda...y digo “afortunadamente” porque de esta manera el espectador no tiene conflicto moral: puede, sin culpa, elegir la historia de amor de los guapos. Si la gorda fuera buena, habría un conflicto para el espectador. Haciéndola “mala,” antagonista, el espectador escogerá lo “correcto.”

           

“El mundo telenovelesco es otra manera de catalogar las emociones, de estudiarlas con ahínco”

IS: Las emociones humanas son un tema muy estudiado pero poco entendido. ¿Cuántas hay? ¿Han sido catalogadas alguna vez? ¿Existe una lista exhaustiva? ¿Quién les dio nombre? ¿Todas las lenguas y culturas del mundo tienen el mismo número? ¿Cómo se relaciona una emoción con las otras? Por ejemplo, ¿cómo distinguir dónde termina la envidia y empiezan los celos? ¿El afecto y el amor? ¿El odio y el rencor? 

            Acaso el filósofo que mejor ha explicado la constelación emocional sea Spinoza (1632-1677). Esto es curioso porque Spinoza era un hombre híper intelectual, que solía no tener paciencia con sus propias emociones. Su Ética es un libro exquisito donde explica las emociones una por una, del amor a la pena. 

            Cuando yo pienso en las telenovelas—y lo hago con frecuencia. Pues soy un aficionado a ellas—Spinoza me sirve de guía. Me da la impresión que, desde otra perspectiva, el mundo telenovelesco es otra manera de catalogar las emociones, de estudiarlas con ahínco.

            El resultado, por supuesto, es distinto. Spinoza es un pensar científico: su análisis de las emociones tiene como objeto controlarlas. Las telenovelas buscan lo puesto: crear situaciones a través de las cuales las emociones se desbordan hasta confundirse.

            Me gusta la manera en que tu anécdota supone roles típicos, o llamémoslos modelos. Esa base estructural la tienen no solamente las telenovelas sino también Spinoza.

 

“El modelo de las telenovelas es el mismo de los cuentos infantiles”

BC: Las telenovelas hicieron un modelo de los roles, de las conductas típicas. Ellas no inventaron esas conductas. Se basaron en ellas, las simplificaron y las expusieron de manera esquemática, clara, simple. Las telenovelas no inventaron el mundo, obviamente, que se muestra en ellas. Lo arquetipificaron. 

            El modelo es el mismo de los cuentos infantiles: en el mundo hay buenos, malos y los que colaboran con ambos. En ese mundo es deseable que triunfe el bien. En los cuentos el bien se identifica con conceptos morales arraigados en las costumbres de quienes los escuchan. Así, es correcto en el mundo unirse ante la ley: casarse. Es un bien que lleva a la felicidad. Es correcto obedecer los diez mandamientos. Obedecerlos te hace una buena persona. Quien desobedece alguno de ellos es malo. Afecta el bien general y ofende a la sociedad y a Dios.

            El bien y el mal son evaluados desde el mundo emotivo, en las telenovelas. No desde el cerebro racional, desde la evaluación racional. En las telenovelas todo lo que sucede afecta las emociones de sus habitantes.

 

“No todos los adultos nos dejamos manipular por la vorágine emocional que proponen las telenovelas”

IS: Si el pensamiento infantil depende de opuestos—los buenos y los malos, los bonitos y los feos, los niños y los adultos—¿sería juicioso pensar que, al imitarlo para el público adulto, ¿la estrategia resulta en una infantilización de los espectadores? No quiero, en lo absoluto, aparentar ser crítico. Para mí, las telenovelas no son un universo en el que reine la razón sino el sentimiento. No todos los niños sobre enfatizan los sentimientos. Ni tampoco todos los adultos nos dejamos manipular por la vorágine emocional que proponen las telenovelas.    

BC: Tal vez sí juicioso, mas no justo. Las telenovelas cuentan un cuento, considerando varios factores: quien atiende al cuento no presta su total atención a la narración. Mientras atiende el cuento hace otras cosas. La estructura de una telenovela considera este factor. Otro a considerar, es que no todos los espectadores podrán seguir el cuento todas las noches durante algunos meses. Por eso las telenovelas han optado por estructuras repetitivas y fáciles de seguir. El más importante: las telenovelas van primordialmente dirigidas a un público de escasa escolaridad. El público que la telenovela ha perseguido generalmente es el que no cuenta con muchas otras opciones de entretenimiento, pues no es un público con capacidad económica suficiente para procurarse muchas opciones de entretenimiento, y tampoco es un público cuyo hábito de entretenimiento incluya generalmente la lectura. En muchos casos, no lee en absoluto. De manera que los temas que toca una telenovela deben ser tratados de maneras simples y comprensibles para espectadores, como dije antes, de poca escolaridad y pocos recursos económicos. No son, obviamente, exclusivas de este público. Muchas otras audiencias han seguido las telenovelas desde siempre.

 

“Las telenovelas permiten que el público se tome unas vacaciones de sí mismo”

IS: Hay algo más: es un público deseo de escape, acaso aburrido por el trajín diario. Las telenovelas, se ha dicho muchas veces, son un escape. Permiten que el público se tome unas vacaciones de sí mismo. Al nivel de las emociones, este aspecto es fundamental. La vorágine de las telenovelas es una excusa para vivir porque individualmente la gente vive aburrida, sin aliciente. Estas narraciones brindan la oportunidad de insertarse en vidas ajenas, de tomarse unas vacaciones de sí mismo.

            Me parece esencial el tema que sugieres: puede que las telenovelas sean para un público sencillo, pero también permiten entender cómo las emociones básicas se repiten en narraciones primarias en todas las civilizaciones. Amamos, odiamos, sentimos envidia, celos, rivalidad. No importa cuán educado seas, estos sentimientos nos definen a todos. En ese sentido, yo creo que hacer telenovelas es una tarea difícil: ¿cómo contar un cuento multidimensional que se repita constantemente mientras explota las coordenadas básicas de nuestra condición humana?

            Hay telenovelas buenas y telenovelas malas. Las buenas siguen siendo básicas pero empujan la narración a un nivel de sofisticación que no olvida a su público primario al tiempo que las eleva a otra esfera. Las malas son meras fórmulas. Confío que en un tendremos una telenovela con el alcance del Quijote o Cien años de soledad, es decir, una obra maestra que rebase el tiempo y espacio en que fue escrita. ¿No crees?

 

“La telenovela tiene reglas tan definitivas como, por ejemplo, un partido de futbol”

BC: Hacer telenovelas es sumamente difícil, complicado. La cantidad de condicionantes que debes tener en cuenta para desarrollar una historia de telenovela limita las posibilidades creativas. La telenovela tiene reglas tan definitivas como, por ejemplo, un partido de futbol: cada “partido” tiene una duración definitiva. Se divide en dos tiempos y sabes que en cada tiempo “chutas” para un lado, así como sabes que si la pelota sale por la banda la regresas al campo con un “saque de manos…” Así en una telenovela: cada capítulo tiene una duración límite y reglas precisas. Cada capítulo debe iniciar y terminar con un golpe dramático importante, de preferencia tan fuerte que haga pensar al espectador que pasarán cosas nuevas e importantes y que afectarán de maneras importantes las vidas de los personajes. Cada capítulo debe prolongar la expectativa de que los protagonistas están a punto de resolver un problema y los antagonistas de impedirlo. Debe respetar el pre-conocimiento de que como no todos los espectadores pueden seguir las anécdotas todo el tiempo, es importante repetir constantemente ciertas informaciones que hagan al espectador saber que, aunque no vio el capítulo anterior, puede seguir la trama sin perderse…

Además, el director debe tener cuidado en buscar que sus personajes sean siempre empáticos, aun sin saber con precisión qué pasará en sus vidas, pues nunca tiene la posibilidad de leer los capítulos completos: la trama completa. Cuando empiezas a grabar una telenovela, la historia no ha sido terminada de escribir. Algunos productores incluso llegan al extremo de escribir sus novelas día a día, para ir siguiendo las reacciones diarias de su público, e ir tratando de seguir sus preferencias.

Y de acuerdo: hay telenovelas “buenas” y telenovelas “malas.” Y aunque no hay fórmula para predecir si serán unas u otras, las empresas establecen parámetros que intentan protegerlas del fracaso y asegurar un éxito mínimo. Con esto, han logrado que todas tengan un cierto nivel “seguro” de éxito con el público, y pueden predecir un promedio de espectadores. Antes había telenovelas que literalmente paralizaban la vida de una ciudad. Rompían records de espectadores, lograban ser vistas por tanta gente que su éxito llegaba a reflejarse en el poco tráfico de la ciudad a horas pico. O las había tan poco favorecidas por el interés de los espectadores que era mejor sacarlas del aire para evitar catástrofes en el rating. Hoy tienen todas un cierto promedio y ya no es frecuente ver éxitos arrolladores ni fracasos rotundos. Las televisoras lograron un promedio, digamos “estable,” y sacrificaron los “extremos:” éxito o fracaso rotundo.

            Y la gente reacciona como ante un tsunami. Cuando pasó al aire en México el final de Rubí, ese viernes, la ciudad se paralizó. No había tráfico en las calles, en esa gran vía del Distrito Federal, el Anillo Periférico.

 

“No hay duda que en América Latina expresamos nuestras emociones, en comparación por ejemplo con Alemania o Inglaterra, como un performance”

IS: Me pregunto si hay culturas que son más temperamentales que otras. Es peligroso afirmarlo porque esa aseveración sugiere que las emociones no son experimentadas de manera idéntica por todos, que algunas culturas viven “a flor de piel”, por decirlo de alguna forma. ¿Por qué la civilización hispánica es una máquina de telenovelas? Su sobreproducción, ¿es un síntoma de que, en el mundo de habla española, así como en Brasil, odiamos más vehementemente, con más fuerza?

            Luego de estudiar a fondo nuestra cultura, digamos en mi libro ¿Qué es la hispanidad? (FCE, 2013), creo que no hay duda que en América Latina expresamos nuestras emociones, en comparación por ejemplo con Alemania o Inglaterra, como un performance. Acaso esto se deba a nuestra historia, repleta de altibajos, en la que hay más derrotas que triunfos. Pero este no es un ingrediente irremplazable porque los altibajos están presentes en muchas otras tradiciones. Y hay telenovelas fascinantes en otras lenguas. Yo más bien creo que esa esencia, atada a la herencia mediterránea que tenemos, nos define categóricamente.

BC: Curiosamente, las telenovelas tienen éxito en otras culturas: los países árabes en general. Turquía hace hoy telenovelas muy exitosas. Países con conflictos internos vívidos. Culturas en donde el odio es latente. La discriminación, las diferencias sociales abismales. La percepción de la justicia mal o nulamente aplicada, o la impunidad. La corrupción. Me llama mucho la atención que es en estos países en donde las telenovelas se ven con mayor interés.

IS: Eso me llevar a preguntar: ¿qué es el melodrama? Yo creo que Cien años de soledad, por ejemplo, es una novela melodramática. Lo mismo las de Víctor Hugo y Charles Dickens. Ocurre que esas narraciones nos llegan en formato libro, lo que nos hace pensar que son mejores para nuestra salud. Pero Los miserables es un rollón.

 

“La cadena Televisa era una fábrica de sueños para los que no tienen opción”

BC: ¡Los miserables es un gran melodrama! Lo de Dickens ni se diga. Estoy de acuerdo contigo: el que nos haya llegado en un libro nos hace creer que son “mejores.” Si bien no es el formato el que hace a esas obras “mejores,” si es, supongo, la profundidad del tratamiento lo que las hace más complejas. Dickens, o Víctor Hugo abordan el comportamiento humano, al igual que una telenovela, a partir de las percepciones que sus personajes tienen del mundo desde sus emociones y sus pasiones. El melodrama narra un mundo de emociones y pasiones. Nunca sus personajes son seres eminentemente racionales, intelectuales, analíticos. Responden a los estímulos que reciben desde sus “cojones” o desde sus “corazones.”       

            Yo conocí a don Emilio Azcárraga Milmo, que tenía en sus manos la cadena Televisa. Una vez fui invitado a su oficina y tuve el honor de ser regañado fuertemente por él, por mi falta de capacidad para entender cuál era el compromiso de su televisora con sus espectadores. Me dijo—o debería yo decir, me enseñó—que él hacía televisión para la gente que no tiene oportunidad de divertirse de otras maneras. Su televisión, algo así me enseñó, es para los que no salen de compras porque no tienen dinero. Para los que no pueden salir de vacaciones porque apenas les alcanza para sobrevivir todos los días. Su televisión era una fábrica de sueños para los que no tienen opción.

Dice una cierta teoría, frecuentemente achacada a los indios Coras que habitan--aunque casi ya extintos—en Nayarit, pero hasta donde he podido averiguar nunca comprobada, que el ser humano tiene tres cerebros. Considerando que el ser humano utiliza su cerebro para relacionarse con el mundo y responder a los problemas cotidianos que la vida en sociedad le plantea, voluntariamente o inconscientemente responde con alguno de estos tres: el visceral, el emotivo, o el racional. El primero está ubicado en el área genital, incluido el ano. Con este cerebro respondemos a los estímulos de manera definitiva, certera e inmediata: por ejemplo, si veo cruzar a una mujer cuyas formas físicas me atraen, tengo deseo por ella. Deseo físico. O tal vez deseo platicar con ella porque siento atracción empática. O dudo si será conveniente acercarme a ella porque tal vez ya tiene otro compromiso, o tal vez me rechace, o tal vez yo no le sea atractivo…cada ejemplo corresponde a cada uno de los cerebros.

Cuando estructuramos personajes en una telenovela, debemos decidir cómo responden a los estímulos que constantemente recibirán. Sus vidas en la telenovela básicamente consistirán en ser expuestas a recibir estímulos, de preferencia en cada episodio. Los personajes en un melodrama constantemente se caracterizan porque responden con sus cerebros viscerales y/o emotivos. Sea Dickens, o sea una telenovela. Ciertamente Dickens, García Márquez o Víctor Hugo desarrollan maneras más complejas. Pero ciertamente, también, al escribir fomentan que el lector imagine el mundo completo. Desde el rostro de sus habitantes hasta sus formas de hablar: entonaciones, inflexiones…es el lector el que define y decide y caracteriza a cada uno de sus personajes. En la televisión, el medio ha preseleccionado, y con esto, limitado la imaginación del espectador. El mundo del lector, en este sentido, es mucho más rico, amplio, creativo y hasta más auténtico que el del espectador. El género, en todo caso, puede ser el mismo. La experiencia es radicalmente diferente.

Cuando hice El pecado de Oyuki, conocí a Yolanda Vargas Dulché: gran conocedora del gusto popular, gran escritora de la cotidianeidad mexicana, gran retratista del melodrama mexicano. Oyuki era japonesa, pero con un lenguaje y una cosmovisión de las clases media y baja mexicanas. Yolanda, el primer encuentro que tuve con ella, en su casa, se vistió de Geisha para contarme la historia. Es decir, transpuso la autenticidad de un contexto nacional a otro.

 

“Vivimos vicariamente a través de los personajes con los cuales nos identificamos”

IS: A mí me suena a inautenticidad. Sea como sea, me pregunto qué pasa cuando las emociones se televisan. O bien las neutralizamos en nosotros mismos o las emulamos. El que nuestra heroína ame locamente nos libera de hacer lo mismo. O quizás no empuja a hacerlo de igual manera. Siempre he pensado que las telenovelas nos enseñan a vivir.

            No ofrezco esta afirmación de forma pasajera. De hecho, yo creo que el arte en general nos enseña a vivir: la literatura, el cine, el teatro, la TV, la pintura, la danza, etc. Vivimos vicariamente a través de los personajes con los cuales nos identificamos: si ellos ríen, nosotros también; lo mismo si lloran o anhelan o envidian. Obviamente, la TV juega un papel gigantesco en el presente que eclipsa a todos los otros medios. El televisor está encendido a toda hora el día y en cualquier lugar: la cocina, el gimnasio, la oficina, nuestro iPhone y así. Nosotros lo vemos y él nos ve a nosotros. La relación es simbiótica, a grado tal que en algún momento borramos la línea que nos separa: somos personajes en una telenovela que observan telenovelas para entender su propia condición. Esa es nuestra verdad: la performativa, la virtual, la escapista. Porque a fin de cuentas, aunque lo debata Platón, la verdad es relativa.

BC: Pienso que “la verdad” sucede en la cabeza del espectador. Es el espectador el que completa la historia que la telenovela le plantea, pues es quien decide en última instancia si lo que le contamos es cierto, es verdad, o no. El espectador puede conmoverse al ver a un personaje llorar por la manera en la que lo ve llorar, o por el conflicto que lo hizo llorar. Cuando las emociones se televisan, inevitablemente se “ilustran.” Elegimos las imágenes para que el espectador se emocione. No lo dejamos libre. Le ponemos música a las emociones, les damos forma. Y el espectador decide: les creo o no les creo.

No sé si estoy de acuerdo contigo con que las telenovelas nos “enseñan a vivir.” Nos enseñan, eso sí, una forma de responder a los estímulos que la vida nos presenta. Nos ejemplifican formas de responder a los estímulos. Nos presentan personas y situaciones que ciertamente se parecen a las de la vida diaria del espectador, pero las telenovelas operan desde los extremos. No son atractivos los personajes que son exactamente como yo, el espectador. Son atractivos los que son expuestos a los extremos y desde los extremos responden. En los extremos hay héroes, trágicos o cómicos. En las telenovelas los personajes hacen cosas que yo no haría nunca. Yo, por ejemplo, nunca me enamoraría pasionalmente de mi madre al grado de no poder evitar hacerle el amor, y al descubrirlo sacarme los ojos. Tampoco sé si yo, espectador, me atrevería a dar mi vida literalmente, no metafóricamente, para que la persona que amo sea feliz, aunque no sea conmigo.

Las telenovelas, o el melodrama, en el mejor de los casos, ejemplifican formas de asumir la vida. Digo en el mejor de los casos porque podrían hacernos reflexionar mediante el ejemplo acerca de otras maneras de ver la vida. O enseñarnos que vale la pena luchar por un ideal. En el peor de los casos, nos pueden enseñar a qué si no tienes un mejor auto o una mejor casa, o una novia más bella, o más dinero, no puedes ser feliz.

 

“La felicidad es una ficción”

IS: La felicidad es una ficción. Las telenovelas la televisan: nos muestran cómo estar alegras o tristes, qué soñar y cuándo. Eduardo Galeano dijo en algún sitio que el fútbol es el opio de las masas en el mundo en general y en América Latina en particular. Tiene razón, pero en ese caso las telenovelas son la cocaína. Somos cocainómanos. Sin las telenovelas, no somos nadie. No me refiero exclusivamente a quienes las miran sino a todos, los espectadores y los que las resisten. Porque la cocaína no solamente tiene efecto en quien la consume sino en todo el entorno. Me pregunto, por ejemplo, que pasaría si por un día, una semana, un mes, un año, de pronto no existieran las telenovelas. La ansiedad, el bochorno, la desorientación, la rebeldía y la sedición nos acecharían con mayor fuerza.  

Escrito en Sólo Digital Turia por Ilan Stavans y Benjamín Cann

Aunque estoy básicamente de acuerdo con el planteamiento teórico de que, de todos los participantes en la comunicación literaria, el menos fiable en la interpretación de la obra es el propio autor (demasiadas exigencias, demasiada venda antes de la herida, demasiadas pulsiones, demasiadas ínfulas, demasiadas presiones, demasiado yo, demasiado superyó, demasiado Freud, casi siempre), no tengo tantas reticencias en relación a la capacidad de muchos de ellos para la reflexión, no tanto en torno a la intención autorial –tan volátil, tan inalcanzable, tan interesada, tan falaz‒ como vehículo infalible para insuflar un sentido en la obra, como para explicitar de manera objetiva los dispositivos, los mecanismos, las técnicas narrativas utilizadas en la construcción del relato, para mostrar los fundamentos estéticos del mismo, para explicitar, en definitiva, su “poética” en relación al género y la individualización de la misma en cada obra concreta.

Leo a Almodóvar después de haber visto a Almodóvar (la persona, el personaje). Leo sus palabras que ya han sido imágenes. Resulta algo ilógico y, en cierto sentido, perturbador “leer” una película, realizar el camino inverso, de la imagen a la palabra, que ha realizado el autor. Si resulta inevitable proyectar una imagen mental de personajes y espacios al leer un texto literario, ¿qué decir del proceso en el que leemos un texto literario (el guion, digámoslo cuanto antes, lo es para mí: al menos los de Almodóvar) que ya ha fijado previamente, mediante otro formato, mediante su desarrollo audiovisual, las imágenes “reales” en nuestra mente?.

Leer un guion después de ver la película resultante del mismo es tratar de añadir una mirada de falsa ingenuidad en el proceso de intercambio artístico. No es momento para profundizar en las razones por las que el lector de ficciones se hace espectador de esas mismas ficciones adaptadas para la pantalla: insistencia en un tema, placer de la repetición, ritual de comparación, afianzamiento de criterios, valoración técnica, juicio de formatos, hooliganismo en obras y autores, etc.; pero ¿vamos de vuelta al guion por los mismos motivos?, ¿queremos de verdad leer una película ya vista? (ni siquiera me plantearé aquí si queremos de verdad leer una película que no hemos visto).

Pero volvamos a Almodóvar, al escritor. Volvamos a él en el pacto de confianza de que la “Memoria de las historias”, texto que incluye como cierre de la edición del guion literario de Dolor y gloria, es una puerta para entender esta historia de historias y para entender al autor y a sus hipóstasis. Páginas que hablan de los impulsos creativos y personales, de las pulsiones, que han conducido a este relato: la autoficción (que le recrimina al personaje la madre, tan autoconsciente), el deseo y la ficción cinematográfica (para formar una trilogía con La ley del deseo y La mala educación), el dolor y el deseo que acompañan a la vida, la necesidad de integrar “dos historias que amor que han marcado al protagonista” (el niño Salvador que despierta al deseo y el adulto Salvador de los ochenta que vive el deseo proyectado y encarnado en Federico: ambas historias han descansado en el cajón del autor a la espera de integrarse en el mejor espacio del tetris creativo, “porque mis guiones son siempre un compendio de diferentes fragmento”), la necesidad de contar todo esto (el personaje de Salvador actual le regala la autoría al intérprete del monólogo, para que no se le reconozca, para no ser él mismo), las adicciones (así se llama el monólogo teatral), la pantalla (escribe Almodóvar: “La pantalla blanca lo representa todo, el cine que Salvador vio en su infancia, su memoria adulta, los viajes con Federico para huir de Madrid y de la heroína, su forja como escritor y como cineasta. La pantalla como testigo, compañía y destino”).

Pedro Almodóvar hace autobiografía en esta “Memoria de las historias”. Nos lo recuerda a cada paso: “Además de que soy del tipo de directores que lo deciden todo, hay mucho de mi biografía detrás de personajes que en apariencia no tienen ningún parecido conmigo”. En esta vuelta al origen que es este relato (múltiple, desdoblado, plurisignificativo, autoconsciente, enrevesado, sorpresivo, desestabilizador para quien pretende acceder a los distintos niveles), el autor, como no podía ser de otra manera, toma conciencia de que decirse es desdecirse, de que el yo es también una construcción social y cultural. Así lo manifiesta Almodóvar:

“Pero una vez superado el primer escalofrío, cuando estoy escribiendo el guion y me doy cuenta de que si quiero continuar debo despojarme de todo pudor y encarnarme en la escritura, fundirme con ella, superado el primer momento de vértigo, la propia entrega me distancia de lo que estoy escribiendo. Es como cuando he escrito partiendo de hechos reales, en el momento en que empiezan a definirse como materia de ficción el origen desaparece. Quiero decir que bien avanzado el guion no tenía la sensación de estar escribiendo sobre mí”.

En este juego entre ficción y dicción, para el escritor Pedro Almodóvar (creo que esta es una de las claves de Dolor y gloria, la autorreivindicación como escritor: “Soy un novelista o escritor de relatos frustrado y suelo escribir piezas de diferente duración sin una finalidad concreta”, dice de sí mismo), gana la ficción por goleada, porque “la ficción es el mejor modo de indagar acerca de la realidad, incluida la realidad propia”.

¿Los guiones son literatura? La pregunta es irresoluble, claro. Son literatura, creo, a los que muchos directores (e incluso guionistas) les quitan la literatura a propósito. Una paradoja. Herramienta de trabajo o texto literario. Parece que en el caso de Pedro Almodóvar esto es intercambiable. “Todas mis películas están en los espacios en blanco de los libros que leo”, afirma. Cita a Borges, a Pessoa, a Coetzee, a Bolaño, a Kafka, a Virginia Woolf, a Lucía Berlin, a Emmanuel Carrère, a Joan Didion, a Capote.

Infancia, mirar atrás, primera persona, autorreferencia, soledad, primer deseo, geografía, anatomía, dolor, enfermedad, adicciones, libros, el perdón, música. Dolor y gloria, el relato que leemos (otra cosa es la película, que leemos de otra manera porque sus lenguajes son distintos) es la ficción y la dicción de Pedro Almodóvar.

Pedro Almodóvar: Dolor y gloria, Madrid, Penguin Random House (Reservoir Books), 2019.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier García Rodríguez

5 de junio de 2020

 

Estos insectos utilizan su forma de rama como camuflaje, una técnica que les sirve para mantenerse a salvo de los predadores, lee Eder en el panel de información del insecto palo. Luego tarda un poco en descubrirlo en su jaula de cristal. Si no tuviera hijos no habría vuelto a pisar un zoológico, un acuario o un parque de insectos como en el que está ahora. Los animales ya no le inspiran nada. La última vez que vio un perro muerto en una carretera, con las tripas aún frescas, se dio cuenta de que esa misma imagen que lo conmovía hasta hacía unos años, no era más que una de esas fotos de nuestro álbum sentimental que puede extraviarse sin dramas.

Recuerda cuando era pequeño y atrapaba todos los insectos que encontraba en el jardín trasero del chalé de sus padres. Metía moscas sin alas, cucarachas, arañas, chanchitos, tijeras y lombrices en un tarro de cristal, esperando que las leyes de la naturaleza desencadenaran una matanza. Sonríe por primera vez en la mañana. Nunca pasaba nada, pero él siempre volvía a intentarlo, metía más tijeras y arañas creyendo que su leyenda de insectos asesinos sería suficiente para provocar una pelea. Como último recurso prendía fuego a un trozo de papel periódico y lo tiraba dentro. Los insectos trataban de escapar. Las moscas y los chanchitos, siempre las moscas y los chanchitos, morían achicharrados. El fuego se apagaba al tapar el tarro. Otras veces, aburrido de la apatía de su ejército animal, llenaba el tarro de agua y lo enterraba en el jardín. Si bien se sentía como un director de cine fracasado, su fama de torturador lo recompensaba. Con el asco que le dan las cucarachas, trata de imaginar cómo hacía para capturarlas. ¿Le darán asco a sus hijos? ¿Extinguirán alguna especie de bicho cuando repitan las salvajadas de su infancia?

Su hijo mayor estira los brazos para que lo cargue, no alcanza a distinguir al insecto palo desde abajo. Su mujer carga al menor. Se llevan menos de un año de diferencia. Eder y su mujer son hijos únicos y no querían que su primer hijo creciera de la misma manera, sin un compañero de juegos real, o sea alguien casi de su misma edad. ¡Cómo les hubiera gustado tener mellizos! Tiene grabada en su cabeza la hora en que su mujer rompió aguas la primera vez: 5:28. Se ducharon juntos y salieron a tomar una taxi. Conducía un rumano que activó su GPS porque no sabía el camino. Aquella madrugada Eder se dio cuenta de lo poco que se había interesado por el embarazo de su mujer, sólo le preocupaba que el niño no naciera con ningún retraso, porque un niño con Síndrome de Down u otro problema podía ser peor que pagar una hipoteca de por vida. Del segundo parto no recuerda la hora a la que su mujer rompió aguas, pero sí que llamaron un taxi y ella se fue sola.

El hijo mayor le saca media cabeza al menor, es un niño grueso, tierno y violento. Eder teme que haya heredado su incapacidad para controlar sus impulsos. Lo levanta y sus dolores de espalda despiertan, siente como si fuera una planta a la que están arrancado de raíz. Esta temporada su equipo de fútbol no se apuntó a ningún torneo y desde entonces se ha lesionado tres veces los gemelos de las piernas, dos jugando pachangas y la otra empujando el cochecito de sus hijos cuesta arriba. Cree que la falta de ejercicio provoca sus males. Si al menos entrenara dos veces por semana estaría en forma para cargar a sus hijos. ¡Dónde está!, pregunta su hijo mayor pegando la nariz a la jaula de cristal. Eder señala los insectos palo. A ver, dice el niño, no veo, papá. A Eder le encanta la cadencia en la voz de su hijo, cómo estira la última sílaba y se queda con la lengua fuera. Si la paternidad estuviera compuesta de escenas para contemplar como cuadros en un museo, pasaría por alto ese dolor de espalda que sólo alivia tumbándose en la alfombra del salón.

Entonces, como suele ocurrir desde que alguien celebró la gracia, su hijo le pega un manotazo en la cara. ¡Mierda!, grita Eder sin vergüenza, sujetando fuerte las dos manos del niño, que empieza a llorar. Su mujer se acerca con el hijo menor zafándose de sus brazos. ¡Contrólate!, le pide entre dientes. Y empieza una discusión en la que Eder sabe que lleva las de perder, pero se defiende repitiendo otra vez que un día de estos el niño le va a sacar un ojo, como a ese escritor con todos sus hermanos escritores al que su hijo le provocó un desprendimiento de retina. Ella lo llama exagerado, le recuerda que se trata de niños que no son conscientes del peligro, su intención no era hacerle daño y debería pedirle perdón a su hijo. El escritor con todos sus hermanos escritores tuvo que permanecer cuatro meses boca abajo en cama para que la retina volviera a su lugar. Eder reconoce que el argumento resulta inútil con el niño llorando y tratando de estirar sus manitas presas hacia su madre, y calla. Su mujer le quita al niño y vuelve a decirle que a esa edad no son conscientes de lo que hacen. Luego lo repetirá un par de veces más, como es su costumbre, aprovechando que hay gente alrededor y que él no la mandará a callar en público.

El siguiente bicho es el insecto hoja, que también aprovecha su forma para camuflarse en los árboles. Desde que una mariquita se metió por la ventana de la cocina a su piso, sus hijos se volvieron fanáticos de los insectos. Tienen tres años, pero pronto el mayor cumplirá cuatro. El mes siguiente empieza el colegio. Eder y su mujer prefieren no mirar el calendario, es verano en Madrid y los días son una cadena perpetua de comidas infantiles. El tiempo se mide por bocados, ya no por las páginas que lee. El cansancio también. Si por lo menos comieran solos no gastarían tanta energía en enfadarse.¿Cuándo fue la última vez que pudieron ver una película de corrido en el salón? Una noche él le habló de Las Hurdes, el documental de Buñuel del que siempre había escuchado hablar a un compañero de trabajo. Ella lo descargó, desconfiada como suele serlo con sus recomendaciones cinematográficas. Y su desconfianza se reconfirmó. Aquello era un inframundo. Cuando llegaron a la escena del niño muerto ella paró el documental. No necesitaba ver esa mierda, ¿acaso no sabía que desde que había sido madre todo lo que tuviera que ver con niños maltratados, desnutridos o muertos la afectaba más que cualquier cosa? Sí, claro que lo sabía, le dijo Eder, recordándole esa tarde en una terraza del barrio, cuando una yonqui se acercó a contarle la historia de sus desgracias con una bebé sin nada que comer.

-Le diste los cinco euros que nos quedaban.

-Al menos me quedé tranquila.

-Y ella más, con el chutazo que se metió.

Es domingo, el único día de descanso para Eder. Trabaja de lunes a sábado y a veces los domingos según el turno que se le antoje a los jefes. Su mujer trabaja por las mañanas de lunes a viernes. Fue ella quien tuvo la idea de visitar El Escorial y en el camino han parado en el Insectpark al verlo desde la carretera. Cocinó a última hora la noche anterior y por la mañana se encargó de alistar todas las cosas. Siempre lo hace, dice que si Eder tuviera que hacer la maleta de los niños para un viaje o la comida para un picnic, lo más seguro es que faltaría la mitad de lo necesario. Eder no se queja. Es cómodo delegar y esa clase de críticas las aguanta sin problema. Otras no.

La mayoría de los visitantes son familias con hijos pequeños y alguna pareja joven. Eder se fija en las familias. Ninguna tiene niños de la edad de los suyos, o son muy pequeños para andar y aún van en su cochecito, o ya son grandes y no necesitan que los carguen en brazos para ver mejor a los insectos en las jaulas. Se compadece de los que tienen que seguir empujando el cochecito. Este verano ellos se lo quitaron de encima. El día que lo dejaron en la calle abrieron una botella de vino blanco para celebrarlo. El plan era follar como si se acabaran de conocer, esa época en la que se emborrachaban sin importar el día de la semana, pero después de la primera copa se dieron cuenta de que sus bostezos eran más grandes que sus ganas y lo aplazaron para la noche siguiente.

Su hijo mayor le pide que lo cargue otra vez. Los niños no son rencorosos, olvidan con la misma velocidad con la que él pierde la paciencia si llega de trabajar por la noche y encuentra la cocina sin recoger. Su cabeza es una olla a presión que va a explotar. Limpia la mesa donde comen sus hijos, barre la comida que ha caído al suelo y luego pasa la fregona. ¿Por qué siempre hay comida en el suelo cuando su mujer les da de comer? ¿Por qué no puede hacer las cosas como él, con el mismo cuidado para que el otro no tenga que limpiar después? Se lo pregunta a ella. Sabe que hacerlo es prender la mecha de una noche que acabará excitada como un animal salvaje por los reproches y las amenazas. Sabe que la tapa de la olla a presión va a salir volando y va a hacer daño, mucho daño. Antes, arrepentido por la malas horas durmiendo sin rozarse siquiera después de discutir a gritos, se preguntaba por qué no le había dado unas cuantas vueltas a lo que iba a decir si sabía de antemano las consecuencias. Ahora se pregunta por qué ya no le importan los gritos y el sinsabor de la mañana siguiente con la boca agria y el estómago revuelto. Eres un maltratador, le dijo ella la última vez. ¿Cómo puede un maltratador ser un hombre que juega con sus hijos persiguiéndolos por los parques aullando como un lobo? ¿Cómo puede un maltratador limpiar su casa hasta desaparecer toda huella de caos y preparar la comida y decirle a su mujer que se tome la tarde libre porque él se encargará de los niños?¿Cómo puede un maltratador abrazar a su mujer mientras miran fotos de sus hijos y ríen al recordar sus primeros pasos y tratan de imaginar cómo serán en el futuro y se quejan porque dentro de nada ya no podrán cargarlos en brazos ni achucharlos como bebés? ¿No dicen siempre los vecinos que el maltratador era una buena persona?

Hay unas hormigas gigantes que le gustaría tener en casa como decoración. Las visualiza en su jaula de cristal encima de la estantería pequeña donde coloca sus cómics. Su hijo apenas le deja observarlas, quiere pasar rápido a la siguiente jaula y así casi corren de una a otra. ¡Mira!, dice el niño con voz gutural, señalando a una tarántula. Eso enternece a Eder. Los gestos de sus hijos y los nombres que inventan como chichisauro, lo hacen sentir peor que a la mañana siguiente de pelear con su mujer, se avergüenza por ser incapaz de controlar la furia que desata una estupidez como la cocina sucia. A veces, solo en casa, ha pensado que la única forma de eliminar esos arranques es desapareciendo él mismo. Siente otra vez que le arrancan un pedazo de la espalda igual que si fuera una planta. El dolor se expande como una crema que, en vez de curar, mata. Ruega porque esa noche sus hijos no exijan con lloriqueos que los saque en brazos a los dos juntos de la bañera.

¿Por qué las otras familias parecen alegres? Nadie le avisó que su vida dejaría de pertenecerle cuando nacieran los niños. Al comienzo intentaban hacer planes para verse con los amigos, pero de repente la fiebre llegaba y los condenaba a pasar la tarde en Urgencias, así que renunciaron a parte de su vida social y empezaron a quedar sólo con padres para compartir sus virus y miserias. Eder se ríe cada vez que suena en su cabeza la voz de la matrona de las clases de preparto: “Los primeros meses son como entrar en un túnel hasta que llega el momento en el que por fin se ve la luz”. Lo repetía siempre en cada sesión. Pero cómo explicarle a esa señora que el túnel es él mismo.

 

***

 

Mientras su mujer saca los platos, los baberos y las cucharas, Eder vigila que sus hijos no se pinchen los ojos jugando con unas ramas. El resto de familias han montado un banquete sobre sus mesas si las compara con la suya. Ni siquiera tiene una lata de cerveza para refrescarse, sólo agua para los niños. Su hijo mayor va desechando cada rama que recoge por una más grande. ¡Este es palísimo!, grita al encontrar una que apenas puede levantar. El menor corre a ayudarlo. Su mujer los llama a comer. Esa especie de bosque que el Insectpark ha acondicionado para los visitantes se parece mucho al club campestre al que Eder iba con sus padres. El club pertenecía a la empresa estatal para la que trabajaba su viejo. Nunca llevaban comida, había varios restaurantes alrededor en los que iban probando porque el del club sólo vendía bebidas, patatas fritas, galletas y caramelos. Le cuesta convencer a los niños para que se sienten a comer. El mayor no ha soltado la rama y chilla cuando Eder pretende quitársela. Forcejean y Eder vence al dar un tirón. El niño llora fuerte. Su mujer lo increpa, qué le pasa, por qué tiene esas reacciones. ¿No lo entiende?, es su único día libre, ella no sabe lo que es descargar cajas, agacharse a cada rato y aguantar los comentarios de los jefes casi siete horas durante seis días a la semana, y que esa rutina no tenga un final a la vista. Es su excusa, le echa la culpa de su mal carácter al trabajo. Pero esta vez elige decir sólo que está agotado, para qué más explicaciones inútiles. Me lo hubieras dicho antes y nos quedábamos en casa, replica ella. ¡Te lo dije!, estalla Eder, y enumera las veces que ella insistió el sábado para que hicieran un paseo en familia. Su hijo menor lo mira con la cabeza agachada. ¿En qué se ha convertido?

Deja, ya les doy yo de comer, dice su mujer, vete a dar una vuelta.

Eder abraza a su hijo mayor, quiere consolarlo. Cuando el niño se enfada a la hora de comer golpea la mesa como lo ha visto hacer a él. Siempre creyó que sería un padre más comprensivo y dedicado que los otros que ha visto gritando y maltratando a sus hijos en la calle, en las tiendas, en el metro. ¿Es que la paternidad transforma a los hombres en monstruos? No, él siempre ha sido un tipo violento, acostumbrado a resolver sus problemas por la fuerza. Estarían mejor sin él.

Voy a la gasolinera a comprar una cerveza, ¿te traigo una sin alcohol?, pregunta a su mujer antes de darle un beso a sus hijos.

 

***

 

Eder bebe una cerveza a la entrada del Insectpark, aparcado bajo la sombra de unos árboles. Ha olvidado comprar una sin alcohol para su mujer. Es lo que suele pasar, que se olvida de las cosas, aunque tenga la lista de la compra en el bolsillo. Siempre se ufana de su buena memoria en el trabajo. Pero si supieran que es una desgracia en casa. Si supieran que a menudo pierde la paciencia con los niños y golpea la mesa con los puños para obligarlos a tragar la comida cuando ellos sólo hacen caso a sus dibujos animados. Si supieran que por las noches llora imaginando que pierde a su familia y que sus hijos ya adolescentes reniegan de él. Si supieran la verdad. Acaba su cerveza y abre otra lata. Baja del coche. Hace un día estupendo. No es el mismo calor de Madrid. Aquí refresca más, no se siente como un gato atropellado en la carretera, seco. Camina unos metros y logra ver a sus hijos esquivando las cucharadas de su mujer. Se siente como un soldado cobarde que, en vez de auxiliar a un compañero a punto de ser rematado, elige huir. Cuando él les da de comer la comida es una lucha que desgasta su amor o lo que sea que siente por ellos. Porque ya no lo sabe. ¿Cómo llamar a eso que cambia tan rápido del amor al odio? ¿Cómo llamar a un hombre que fantasea con desaparecer de la vida de su familia creyendo que es lo mejor para todos?

Recoge unas ramas y las tira de inmediato. ¿Por qué le gustan tanto a sus hijos? Sube al coche otra vez. Lo enciende y busca alguna emisora que ponga algo de rock. Antes vivía pendiente de las nuevas bandas extranjeras y se informaba sobre sus conciertos en Madrid. Quería ser el primero de sus amigos en verlas en vivo. Si se enteraba de algún concierto casi secreto sólo se lo comentaba a un par de ellos. ¿Qué imagen tendrán de él? Es el Hombre Palo. Como los bichos palo que se camuflan entre la arquitectura de los árboles, él lo hace entre gente buena confiando en que nunca perderá los papeles porque el miedo a la censura inhibirá sus descargas de violencia. Enciende el coche. Cambia de emisora buscando una señal divina que rescate su fe infantil, la misma a la que acudía de pequeño si no había estudiado para un examen o si el jefe de disciplina de su colegio lo pillaba en el baño faltando a clase. No encuentra ninguna canción conocida que él pueda interpretar como el mensaje salvador que apague su olla a presión. Aprieta el embrague y en un acto reflejo sube el volumen a la radio.

 

Escrito en Lecturas Turia por Sergio Galarza

Cándido Pérez Gállego ve la escritura de Virginia Woolf como stream of consciousness como la explosión de la conciencia, fruto de la desmedida angustia existencial de la autora (2006). Releo a Malcolm Bradbury y su visión del Modernismo con un compendio de obras que tienen como denominador común transcend, la transcendencia, la excelencia, la búsqueda de la perfección mediante el conocimiento, la búsqueda de verdad de la que habla Henry James en The Art of Fiction. Pienso en Harold Bloom y lo que él le pide a la escritura, que le ayude a paliar la soledad, a combatir los embates de la vida cotidiana_e intuyo que la rutina_con el placer de la obra bien hecha, el libro como objeto estético y de belleza. Recuerdo los comentarios de Max Weber cuando habla del poder inusitado que tiene el capitalismo y la necesidad del hombre de expresar su singularidad, su sentir en el mundo y hacer de ello una obra de creación. Thoreau construye su casa Walden, junto al lago del mismo nombre, próximo a Concorde (Massachusetts) y es una obra de creación, en palabras del crítico norteamericano Stanley Cavell, la construcción como el acto mismo de la escritura, y creo que el Romanticismo americano de Emerson renace a principios del siglo XX ahogado en el ambiente burgués_y bastante desorientado_de la ciudad.

Virginia Woolf era una niña bien, hija de un padre de fuerte temperamento, que se justificaba a sí mismo los arranques de ira porque pensaba que, en un genio, todo es disculpable. La idea la recoge María Lozano en su edición de Mrs. Dalloway en Cátedra. Angustiada o no, pienso sinceramente que a Virginia Woolf le preocupaba el conocimiento y hacia él se encaminó con una educación esmerada. Vive en el mundo en una época paralela a T. S. Eliot, se mueve en ambientes intelectuales y elitistas, y quiero pensar que se impregna del espíritu de la Crítica de Cambridge, porque uno se contagia del momento (también del momento literario) que le toca vivir.

T. S. Eliot busca y define el correlato objetivo, la idea de conseguir con relaciones de palabras la imagen o el sentir que más se ajuste a la visión del mundo que el escritor intenta transmitir. Ezra Pound lo buscó hasta la saciedad escribiendo palabras en todas las lenguas posibles_hasta en sánscrito_con el único fin de lograr la pureza del texto, la adecuación inmediata y esencial de pensamiento y texto. En su versión menos grata esto desembocó en Norteamérica en los New Critics, el Nuevo Criticismo, donde lo único que importaba era el texto; en su manifestación más apasionante y precisa, la poesía modernista de T. S. Eliot. A partir de ahí veamos dónde colocamos a Virginia Woolf.

Ralph Freedman la define dentro de novela lírica, un género a caballo entre la poesía y la novela argumental propiamente dicha. Recuerdo la preocupación de Raymond Williams en un interesante artículo sobre novela realista y sus consecuencias, que intuye la dirección atmosférica a la que se dirige la novela, al proyectar en exceso la obsesión subjetiva del personaje en la escenografía, en el mundo de ficción. Freedman alude a la forma de hacer de la escritora y la define como un modelo dinámico que intenta mantener el equilibrio entre el mundo de ficción y sus pernonajes, las distintas personae en que se desdobla la voz de la autora.

Según Freedman, Virginia Woolf es muy consciente de la relación mente y mundo como espacio físico; de hecho, dice que a ella le repele la forma de hacer de Joyce, demasiado enclaustrada en su pensamiento vital y sin tener en cuenta el mundo que le rodea.

Virginia Woolf se plantea la singularidad de sus personajes y cómo compaginar esa singularidad con la realidad del entorno, los puentes que establece y las actitudes al respecto; sensaciones, asociaciones, memorias, “El acto mental estalla en relaciones” (1972: 256). En Mrs. Dalloway y To the Lighthouse (El Faro) el mundo de ficción es más evidente y hasta retoma la tradición costumbrista de Jane Austen, aunque de un modo extremadamente personal. En Las Olas (The Waves, en el original inglés), en opinión de muchos su mejor obra, utiliza una voz cada vez más distanciada de la realidad física y encuentra en ella su expresión más excelsa y más pura.

Decía Thomas Mann que uno debe ser consciente del ambiente al que pertenece[1] y qué duda cabe de que a la escritora le preocupaba su adecuación al mundo y propone personajes que participan de él, que buscan en los otros paliar su propio desconcierto existencial y que se agarran a la imagen para buscar su base de sustentación y también por amor a esa existencia que, confusa o no, celebran y recrean. La voz de Virginia Woolf explota a cada instante en forma de estallido arrebatado que intenta entusiasmarse con la sucesión de imágenes que la rodean, su visión exquisita del mundo. El sentir de los personajes se proyecta en la elección de los objetos que se convierten en símbolos unidos unos a otros formando una relación intensa y entusiasta, un componer el mundo de acuerdo con su estar en él, un mundo de imágenes que ratifican el sentir interior y también, en último término, subraya los grandes símbolos que configuran la expresión del pensamiento de la autora, su dinámina interior.

En Mrs. Dalloway y To the Lighthouse su preocupación es compatibilizar el escenario costumbrista con la mente, en The Waves la voz se torna etérea, y también más pura. Me viene a la memoria la conocida reflexión de Ortega, “Yo soy yo y mi circumstancia” y la continuación de la frase, menos extendida popularmente “...y si no la salvo a ella no me salvo yo.” Me parece que a Virginia Woolf le preocupa salvar su circunstancia, delimitar el elemento de ficción con lexemas que a fuerza de relacionarse_incluso anárquicamente_unos con otros, den lugar a una forma estética, a un significado elevado y admirable. En palabras de Freedman en cuanto a novela lírica se refiere: “ Su objetividad radica  en una forma que fusiona el yo y el otro, un cuadro que separa al escritor de su persona en un mundo aparte y formal (1972: 15)”. En su definición se encuentra la clave y la voz de la escritura.

Virginia Woolf selecciona objetos exquisitos y los relaciones de la forma más sencilla posible, mediante and…and…and (y…y…y…) y compone con ellos un cuadro que ratifica la expresión mental y de sentimiento de las distintas personae que forman su narrativa. Esta configuración plástica de la realidad, en la intentión recuerda el correlato objetivo de T. S. Eliot y hasta la idea de Gertrude Stein de construir una prosa sencilla y natural. De fondo, se adivina la personalísima actitud de la escritora que busca entusiasmarse con las gentes y con las cosas con dos propósitos, uno, paliar su angustia existencial, su manifiesto vacío y otro, componer de forma muy visual mediante grandes símbolos y pequeñas imágenes su pensamiento y su sentir, de ella y con el mundo. El resultado es una expresión plástica de exquisita belleza, muy visual, un verdadero cuadro repleto de color, su concepción de la vida. Hablamos de literatura y pienso a la vez en música, por los tiempos, por la cadencia, y en pintura, por el color, por los objetos recreados en los que se advierte el tono nacarado a través de su voz. Veamos algunos ejemplos de todo ello.

En Mrs. Dalloway, correlatos objetivos estáticos y dinámicos surgen de su voz casi a borbotones concatenados por ese y (and): “Devonshire House, Bath House…y recordaba a Silvia, Fred Sally Seton_tal cantidad de gente; y bailando toda la noche; y los vagones traqueteando de camino al mercado; y volver en coche a casa por el parque (Woolf, 2003:155)”.[2]

Vuelvo al correlato objetivo, a T.S. Eliot, a Gertrude Stein, a Hemingway_salvando las distancias_en “Soldier´s Home”. En la emoción, en la contemplación del cuadro, en los y que se suceden para concatenar unas imágenes con otras y contagiar entusiasmo o nostalgia, una recuerda el cierre de “Goodbye, My Brother” (“Adiós, Hermano Mío”) de John Cheever).[3]

El color, el mundo de los objetos de que Virginia Woolf se rodea y que constituyen su ligazón al mundo, su expresión artística, su recreo y también su apreciación de la realidad, se ve precisado en múltiples ejemplos. La naturaleza adquiere aquí su expresión más doméstica, se convierte en una naturaleza de ciudad, más exquisita, más suave_también más atmosférica_, tonalidades irisadas, múltiple colorido: 

...y era el momento, entre las seis y las siete, cuando todas las flores_rosas, claveles, lirios, lilas_brillan; cada una de las flores parecen una llama que arde por su cuenta, suave y pura, en los arriates brumosos; y ¡cómo le gustaban las polillas blancogrís que en remolinos rondaban los heliótropos, las prímulas de la noche! (Woolf, 2003: 160)[4]

Con una imagen la escritura plasma una idea o un sentimiento, el matrimonio, los celos; y es de nuevo una imagen pictórica, de una determinada cadencia, una imagen animada, percibida casi para el cine. En Mrs. Dalloway, Clarissa Dalloway ve escrito en el bloc de notas junto al teléfono que Lady Bruton, invita a su marido a que la acompañe para comer, a su marido, no a ella; y los celos aparecen de inmediato: “…como la planta en el lecho del río se estremece al sentir la onda de un remo: tal fue su temblor, tal fue su estremecimiento (Woolf: 2003: 177).”[5]

Los personajes que elige, las distintas personas que animan en última instancia las ideas y sentimientos de la autora, no siempre evolucionan, algunas, como en el caso de Septimus, ejemplifican tendencias y constituyen en sí mismos verdaderos símbolos de la idea apuntada. Septimus es más una actitud ante el mundo que una persona compleja y paradójica, real. Con su descripción, configura de un solo trazo una actitud mental, un posicionamiento frente a la realidad en estado puro, casi un objeto estético en sí mismo, digno de admiración, de belleza, incluso digno de ser salvajemente amado: “Septimus Warren Smith…con sus zapatos marrones, y su abrigo raído y sus ojos castaños temerosos que provocaban temor a su vez en los ojos de los desconocidos. El mundo ha levantado su látigo; ¿dónde restallará? (Woolf, 2003: 162)”[6]. Septimus con sus dos apellidos, porque la autora subraya su personalidad defendida a ultranza, incluso en su poco adecuada vestimenta, pero sobre todo subrayando la idea de la marginalidad, la inadecuación al mundo, la vulnerabilidad; otras tantas facetas desdobladas de la personalidad de la escritora.

Creo ver en la voz narrativa de Virginia Woolf un cierto halo, la luz del faro y a la vez el faro como objeto amado, la imagen que da nombre a su obra To The Lighthouse, la casa de la luz, otra gran metáfora de su búsqueda de conocimiento, de claridad, de saber científico. Y con todo, la máxima expresión simbólica de su actitud ante el mundo, la imagen que mejor define, en mi opinión, la actitud de la escritora y su posición en la realidad, es la que cierra su novela Las Olas, The Waves  y que no me resisto a citar en estas páginas porque corresponden al más puro estilo Woolf, las olas, el renacer a cada rato y el morir como la máxima expresión artística del ser humano y su difícil andadura:

 “Y también en mí se alza la ola. Se incha, arquea el lomo. Una vez más tengo conciencia de un nuevo deseo, de algo que surge en el fondo de mí, como el altivo caballo cuando el jinete pica espuelas y después lo refrena con la brida. ¿Qué enemigo percibimos ahora avanzando hacia nosotros, tú, sobre quien ahora cabalgo, mientras piafamos en este pavimento? Es la muerte. La muerte es el enemigo. Es la muerte contra la que cabalgo, lanza en ristre y melena al viento, como un hombre joven, como Percival cuando galopaba en la India. Pico espuelas. ¡Contra tí me lanzaré, entero e invicto, oh Muerte!” 

Las olas rompían en la playa.[7]      (Woolf, 1983: 266)  

La imagen con la que la escritora termina Las Olas, constituye una visión estética de la vida llena de precisión y belleza, también la objetivación artística de la realidad, que refleja como en un espejo, su paso por el mundo. En palabras de Ana María Navales en su introducción a los Cuentos de Bloomsbury, “un momento de plenitud creadora” (1991: 6).

Me viene a la memoria Marina Tsvietaieva, ese terrible existir entre el sometimiento como garantía de supervivencia y la necesidad de arriesgarse, aunque el peligro nos conduzca a la muerte. En la introducción a su obra: “No la persona sino la necesidad de estar enamorada es lo fundamental. No la esencia… sino el ritmo, el ritmo intenso…” (21) y también: “el deseo…y la promesa…de…vivir para siempre en una eterna infancia, han de considerarse no como una prueba de inmadurez…sino de la lucidez con que desde sus primeros versos había visto la oposición entre su mundo de intimidad radical y armonía liberadora y la inaceptable ceguera de la exteriorización, limitación y monotonía del de los adultos.” “El deseo…de impedir la entrada en su vida del mundo prosaico de los adultos.” (12) [8]

Recuerdo a David Riesman en La Muchedumbre Silenciosa (The Lonely Crowd), los tres tipos posibles de personas, las tres tendencias ante el mundo, la persona tradicional, la introspectiva (tipo Hemingway) y la que busca en lo otro y en los otros, en el mundo, el sentido de uno mismo como conocimiento más sublime y supremo. Virginia Woolf pertenece en mi opinión a éste último y su búsqueda, por encima de su atormentada personalidad, es siempre científica, la expresión plástica del conocimiento, la voz transformada en imagen y la imagen amada, buscada, a la que recurre una y otra vez porque necesita estabilidad y también orden. John Irving dice en Las Normas de la Casa de la Sidra (Cider House Rules) que el huérfano necesita un sentido del orden y hasta de la rutina. Clarissa Dalloway, en su casa y en su matrimonio y a la vez, la imperiosa necesidad de escapar de todo ello.

 

OBRAS CONSULTADAS

 

Bradbury, Malcolm and McFarlane, James (ed.) (1991) (1976) Modernism. A Guide to European Literature 1890-1930. London: Penguin.

Elliot, Emory (ed) (1991) Historia de la Literatura Norteamericana. Madrid: Cátedra. 

Freedman, Ralph (1963) The Lyrical Novel _Studies in Hermann Hesse, André Gide and Virginia Woolf. Princeton: Princeton University Press. Trad.: Jose Manuel Llora (1972) Ralph Freedman. La Novela Lírica... Barcelona: Barral Editores. 

Navales, Ana María (1991). Cuentos de Bloomsbury. Barcelona: Edhasa.

Pérez Gállego, Cándido (2006) “Conversaciones con el profesor Dr. Pérez Gállego”, (25 octubre, 2006). 

Riesman, David (1961) The Lonely Crowd:A Study of the Changing American Character. New Haven. 

Tsvietaieva, Marina (1997) Antología Cien Poemas. Trad.: José Luis Reina Palazón. Madrid: Visor. 

Williams, Raymond (1992) (1985) “The Metropolis and The Emergence of Modernism” en Modernism/ Postmodernism. Peter Brooker (ed.). Singapore: Longman (1998) (1992 1ª ed.). 

Woolf, Virginia (1992) (1ª ed.: 1925) Mrs. Dalloway. Londres: Penguin Books. 

Woolf, Virginia (2003) La Señora Dalloway. Edición de María Lozano. Madrid: Cátedra. 

Woolf, Virginia (1963) (1ª ed.: 1931) The Waves. London: The Hogarth Press. 

Woolf, Virginia (1983)  (1ª ed.: The Waves, 1931) Las Olas. Traducción de Andrés Bosch. Lumen.



[1] Thomas Mann reproduce la idea en una travesía por el Atlántico donde escribe entre otros ensayos “Viaje por Mar con Don Quijote,” para las páginas literarias del  periódico de Zurich. 

[2] “Devonshire House, Bath House… and remembered Sylvia, Fred, Sally Seton_such hosts of people; and dancing all night; and the waggons plodding past to market; and driving home across the Park.” (Woolf, 1992: 9). 

[3] “El mar aquella mañana estaba iridiscente y oscuro. Mi mujer y mi hermana nadaban_Diana y Helen_y veía sus melenas al viento, negro y oro en el agua oscura. Las veía salir y veía que estaban desnudas, desinhibidas, hermosas, y llenas de gracia, y observé a las mujeres desnudas salir del mar.”  “The sea that morning was iridescent and dark. My wife  and my sister were swimming_Diana and Helen_and I saw their uncovered heads, black and gold in the dark water. I saw them come out and I saw that they were naked, unshy, beautiful, and full of grace, and I watched the naked women walk out of the sea. (23) En Stories de John Cheever, de 1978, New York: Ballantine Books, 1995.

[4] …and it was the moment between six and seven when every flower_roses, carnations, irises, lilac_glows; white, violet, red, deep orange; every flower seems to burn by itself, softly; purely in the misty beds; and how she loved the grey white moths spinning in and out, over the cherry pie, over the evening primroses! (Woolf, 1992: 14). 

[5]  “…as a plant on the river-bed feels the shock of a passing oar and shivers: so she rocked: so she shivered. (Woolf, 1992: 32)”.

[6] “Septimus Warren Smith…brown shoes and a shabby overcoat, with hazel eyes which had that look of apprehension in them which makes complete strangers apprehensive too. The world has raised its whip; where will it descend?” (1992: 15)

[7] “And in me too the wave rises. It swells; it arches its back. I am aware once more of a new desire, something rising  beneath me like the proud horse whose rider first spur and then pulls him back. What enemy do we know perceive advancing against us, you whom I ride now, as we stand pawing this stretch of pavement? It is death. Death is the enemy. It is death against whom I ride with my spear couched and my hair flying back like a young´s man, like Percival´s, when he galloped in India. I strike spurs into my horse. Against you I will fling myself, unvanquished and unyielding, O Death!” /The Waves broke on the shore. (Woolf, 1963: 211)

[8] El final de Las Olas recuerda los versos de Marina Tsvietaieva: “yo soy de la perecedera espuma del mar/Uno creado de carne, otra del barro del suelo_/a ellos tumba y lápida memorial…/en la pila del mar bautizada_y en el vuelo/soy_oleaje que estalla perennal.” Y también: “Desmembrada en rodillas de granito volvería,/ en cada ola voy_a resucitar./ Alabada sea la espuma,_la espuma de alegría_/ la elevada espuma del mar.” Corresponden al poema “Una Creada de Piedra y otra de Arcilla Fina” fechado el 23 de mayo de 1920. Su propia vida, su actitud ante el mundo recuerda la de Virginia Woolf. Marina Tsvietaieva nace en Moscú en 1892 y pone fin a su vida en 1941.

Escrito en Lecturas Turia por M.ª Rosa Burillo

Se trata de explicar aquí los procedimientos que Ferrer Lerín utiliza para construir ciertos textos, que es, a la postre, una de las características diferenciadoras con respecto a otro tipo de poesía que predominaba en el panorama lírico castellano en los sesenta, hasta la actualidad.

No se trata de señalar sus temas, que son variados y que, a veces, pueden coincidir con los procedimientos líricos que utiliza, pero me refiero a un lenguaje procedente de esos lugares, vetados para la poesía ortodoxa tradicional. Lerín no enmascara esos otros lenguajes ni procedimientos, ajenos, en un principio, a la labor de la lírica tradicional, cuyo paisaje humano y sentimental, corresponde con el objeto y con el sujeto del propio poema, Lerín, en este caso, utiliza esos materiales ajenos y los incorpora sin prejuicios formales o técnicos y los transforma en poema.


Paleografías

Este proceso puede advertirse claramente en Fámulo. Es un proceso consciente mediante el cual, el autor, utiliza un material externo, en un principio, a la propia práctica poética, pero relacionado con el lenguaje. En este caso, el libro Fámulo, y su texto homónimo, que está basado en el libro: Calzada de Valdunciel. Palabras, cosas y memorias de un pueblo de Salamanca, de Pascual Riesco Chueca, donde utiliza palabras y expresiones de aquel lugar:

«Bollo maimón / pan de farinato / cazador de tendencias /(no se empleaba entonces la palabra viento) / garbanzos torrados / piedra de manteca / lanzaban su relincho / mujeres relinchando /ese jirijeo grito de la fiesta[…]»

Palabras que mezcla también con el recuerdo de sus años de estudiante. Le ha servido esta modalidad dialectal del habla castellano-leonesa para construir un poema sobre el pasado.

Este proceso de recuperación de material escrito puede verse en toda la sección de Paleografías de Fámulo, porque no solo le sirve este material édito, como en el caso anterior, sino que también le sirve algún texto encontrado (similar al trabajo de recogida de muestras, A.C.) olvidado por alguien en una nota aparentemente sin importancia, como puede ser la que escribió su hijo, Miguel Ferrer Jiménez, en una hoja. En el texto “Cotas de excelencia”, donde el autor juega a escondernos lo que ha escrito él y lo que dejó escrito su hijo, dice:

«No había nacido. / Época nefasta pues por no conocer la vitalidad de las creaciones artísticas / época de “Prolongación de Claudia” / o “Eres un único”. / Se agrupan los cautivos. / Una de las ciudades de Calvino.//


Libros antiguos

Es otro procedimiento habitual en Ferrer Lerín, (y una variante de las paleografías), con la diferencia de que, en este caso, solo se basa en libros antiguos: Diccionarios, Libro de la caça de Alfonso X, Libro de la Cadena, Libro de cetrería del rey Dancos entre otros y cumple, fundamentalmente, una labor de interés semántico, el rastreo metódico en busca de palabras no halladas previamente, los hápax, donde puede verse la pasión filológica de Ferrer Lerín, véase Bestiario de Ferrer Lerín, donde se vierte parte de su inconclusa tesis doctoral.

La belleza expresiva del lenguaje antiguo, con un alto valor sincrónico, mediante la transcripción del poeta, lo convierte en un discurso desactualizado por su componente diacrónico, pero, cuyo resultado es de una fuerza inigualable que transforma en poema un texto desvinculado de la intención poética, forzando el autor, la pertenencia de un texto extraño a un género para el que no había sido diseñado en ningún momento, de ahí, que se produzca esa extrañeza recurrente en ciertas piezas de Ferrer Lerín, al tratar de trasladar, (esa es la labor del poeta, el trasvase de contenidos), materia ajena a lo lírico y lo convierte en un texto mejorado, desubicado, al extirparlo de su matriz original donde cobraba sentido pleno. En Fámulo hay dos textos que reflejan lo que se ha dicho antes: “Inscripta” y “Segmenta” que utilizan como fuente el Libro de los sellos redondos de hierro o Libro de la cadena, que recoge los fueros de la ciudad de Jaca.

En “Inscripta” dice: «Illo anno quando rex Garsias venit super Iaca et cremavit illo burgo novo /[…]las tierras a comprar qui es Iacca en lo barri de Burnau fueron tasadas/ […]

El poeta vierte en el texto moderno las oraciones en latín medieval y los mezcla con otras frases en castellano de su propia producción poética, procedimiento de palimpsestación lírica que utiliza material desechado y lo usa en su nuevo texto, mientras va descubriendo capas léxicas de la superficie, explicación de que nuestra forma de escribir no es más que una constante actualización idiomática de nuestro primer lenguaje, el barro léxico que Lerín somete a una hidratación textual y convierte en  moderno tras un proceso de catalogación arqueológica urgente.

Como producto de ese estudio y lectura en libros anteriores al S. XX, que puede verse en diferentes lugares de su obra, surge el hallazgo, donde Lerín procede como el científico atento, en busca de nuevas étimos para catalogar su desaparición. Ironía textual ya que al escribirse el hápax desaparece y se actualiza. Rizo idiomático al que acostumbra Lerín.


Hápax (legómena)

Literalmente, hápax legómena significa: “lo que se dijo una vez”, procede de manera parecida a aquello que en el arte sacro se ha denominado Acheropita, lo que no se ha hecho a mano, sino de forma involuntaria, lo digo, porque los hápax estuvieron también muy relacionados con la traducción de los textos sagrados hebreos y griegos paleocristianos que tuvieron una traducción problemática o incorrecta, y que se vertieron al idioma incipiente y se fosilizaron allí. En este caso que mostramos a continuación, Lerín nos devuelve un hápax relacionado con los animales donde nos ofrece una erudita lección de geo-etimológica que cristaliza en el texto “Lorra”, en Hiela sangre. [pp. 95-96]:

«Una lorra / no evita siempre al humano / se sabe/ autora de burlas provocantes a risa /porque / no hablamos de la zorra  de carne[…]No identifico el poema, ¿a qué libro pertenece? / Ferrer Lerín: No tiene llibro aún; es un homenaje a lorra, un hápax. […] En el famoso opúsculo Sobre el animal cebra que se criabaen España (1752) del Padre Sarmiento se dice que «los Golpejares son sitios en que abundan de Lorras».

Y nos ofrece a continuación una explicación filológico-toponímica sobre el posible origen del étimo errante.


Traducción errónea

Muy relacionado con esta técnica textual del hallazgo, algo que siempre llamó poderosamente la atención de Lerín son las traducciones erróneas, el mismo Lerín, como hemos dicho, traduce una obra tan difícil como la de Tzara, así como Tres cuentos de Flaubert u Ossi di sepia de Montale. La traducción como esa parte en el reverso de la creación literaria, por ello llama tanto la atención al autor, porque hace derivar al idioma y sus recursos sintagmáticos que construyen la comunicación directa. En este caso que ofrecemos de Hiela sangre, se trata de una traducción sobre un pueblo indígena, los botocudos, palabra con la que los portugueses se referían a los habitantes de Brasil  por llevar botoques, es decir, aros de metal o madera en los labios y en los lóbulos de las orejas.

«Eran amplios y planos / los cheekbones altos / la nariz bridgeless pequeña / las ventanas de la nariz anchas / y la proyección de las quijadas leve.[…] Era nómada cazador-gatherers / el vagar desnudo en las maderas y vida del bosque […]su solamente armas eran caña[…] bambú nariz flauta[…] (p. 87-88)


Enumeraciones y censos

Aquí reúne dos modalidades, la pasión por los libros antiguos y la confección de censos y enumeraciones que actúan como enumeraciones caóticas. Las enumeraciones se pueden comprobar sobre todo en su vertiente más relacionada con la actividad ornítica, pero también se extrae de la lectura de libros de caza que Lerín rastrea con lente filológica. En el caso que mostraremos a continuación se pueden ver tanto el material lingüístico antiguo, como la enumeración y el orden alfabético con que opera en algunos textos, influencia quizá de aquel azar objetivo que rige otra gran parte de su lírica y que es capaz de estructurar en ocasiones su lírica.

En “Solemnísimo vocabulista”, p. 89-90: «Animale / Agua& humidad. / Bestes. / Bosq[es] y la[s] otras cosas saluaticas», donde sigue una copiosa lista de objetos al azar.

En “Libro de cetrería del rey Dancos” nos ofrece otra lista pero, esta vez, repite en aliteración el comienzo y recoge el índice de contenidos de dicho libro según la edición de José Manuel Fradejas Rueda.

«El XIII capítulo es quando á fundaçion et non quieren comer / el XIIII capítulo es de fazer los ffalcones osados.» p. 91.

El Libro de la confusión se abre con un texto que opera de manera similar, en “Culminación del patronazgo de San Benito de Nursia, donde dice: «De los caminantes de llanura / De los mercaderes de comestibles, especialmente de carne / De los archiveros / De os agricultores / De los ingenieros / De los curtidores[…] p. 15.

Uno de los más característicos de la producción leriniana es el soberbio texto a continuación donde se dan una serie de lugares propicios, que en un principio, pueden entenderse como ideales para la contemplación de aves, pero que tienen un fin más nihilista, ya que se trata de lugares para practicar el suicidio:

“Ababuj (Teruel). Partida de Ablaque. Viga en la Caseta del Sordo. (Practicable).

Abertura (Cáceres). Campo de Custodio. Olivos centenarios. (Prcticable).[…]

Caborriu (Gerona). Masía Pons. Viga madrina en iglesia. (Riesgo de rotura)(Practicable).[…]


Árboles genealógicos

También emparentado con la confección de censos, el estudio de su propia familia, le lleva a proceder de igual manera con otras, en este caso que ofrecemos, es un relato de invención propia, pero que mistifica la veracidad de un expurgo en un libro genealógico, en Libro de la confusión, “Descendencia”, p 49: «Descendencia de Josefa Engracia Pérez Oliveta (1884-1921), casada con José Juan Abilio Castaña Serafín (1881-1934)[…]»

Otro ejemplo de esta manera de proceder leriniana puede verse en el texto “F.F.”,  (p. 103), de Fámulo, donde afirma, en este caso, el texto es autobiográfico: «Francsico Ferrer Mascaró, notario, natural de Balaguer, Lérida, viaja destinado a Puigcerdá, Gerona, a mediados del XIX[…]María de las Mercedes Auger Massanet, natural de Barcelona contrae matrimonio con Abilio Ferrer Morer, la recuerda sentada, ella siempre de negro, la abuelita Mercedes[…] María Luisa Lerín Falcó, natural de Barcelona contrae matrimonio con Francisco Ferrer Auger en la ciudad de ambos, a su único hijo se le bautiza Francisco gracias a quien no lo sabemos.[…]

Aquí trata de explicar su pasado mediante la presentación de su árbol genealógico, determinando todas las variantes que existieron hasta llegar a él y a su descendencia.


Ornitología

Estos textos aparecen por doquier en sus libros, es en Cónsul cuando empieza a reflejarse este interés por las aves, donde ya nos ofrece el texto “Corvus corax”, relato en donde aparecen diferentes aves que alimentan su particular cosmogonía natural: «Las lomas desde el viñedo hasta el cantil y el mismo cantil en toda su extensión. Luego las eventuales zonas de aventura trófica. Las playas y los vertederos de la ciudad donde compiten con otras aves. […] Llegan a la cresta y  el macho azuzado por el falso celo de otoño gira ciento ochenta grados[…]» Aquí se puede ver una descripción de un científico de campo, la intención no es conmovedora, sino descriptiva. Esa va ser una de sus principales características como escritor, la utilización de una forma de escribir que no se corresponde con lo esperado en un poeta. No hay emoción alguna que pueda despertar este texto, su intención no es esa, sino la de ser preciso.

La emoción de este texto consiste tal vez en darnos cuenta de que el protagonista de este relato no es el autor, sino un cuervo que contempla desde lo alto la decadencia de la ciudad, la rapiña a la que se ve sometido, la capacidad de sobrevivir del animal frente a la fragilidad del hombre: «El suelo aparece sembrado de cadáveres. Cadáveres humanos que las ratas cubren mientras los perros trajinan pedazos y el mundo alado se mantiene sobre mi cabeza. La muerte.»

Un lenguaje que nada tiene que ver con lo lírico ni con sus tropos. De hecho es narración, algo que ya introduce en el segundo libro y que en este tercer volumen se asienta sin complejos de transgredir entre un lugar y otro, como lo va  a hacer en el resto de sus libros.

En Fámulo, hay una sección, “Ornithologiae”, dedicada a tal disciplina, con tres piezas, las especies más importantes para Lerín: “Aguilucho cenizo”, “Quebrantahuesos” y “Cuervo”,pp. 93-97. En Hiela sangre hay diferentes piezas que se refieren al mundo de la naturaleza y también a la ornitología: “Talpa”, p. 23; “Buitre leonado”, p. 59.

Dice en “Quebrantahuesos”: «Contemplad el vuelo, flecha / de dimensión desconocida, garras / sobre hueso frío, la médula mordida […] planea lejos, se aleja / entre el chasquido de plumas secas que cortan / el aire.» p. 95

En “Buitre leonado” en Hiela sangre: «[…] traer a colación / al sin par necrófago. / Se recuerda el verso / “la espalda comida por el Gyps” / en un poema áspero[…]» Donde coinciden el rescate de unos versos de cónsul y su pasión ornítica.


Monstruos

La descripción de la naturaleza lo ha llevado a desarrollar también un gusto estético por la morfología de lo horrendo, por el monstruo, por las bestias que describe también en su novela Familias como la mía, donde hay una detallada descripción de la Bête de Guevaudan, descripción que hace con todo lujo de detalles.

 En La hora oval contamos con la descripción de “El monstruo”: «También las orejas y la longitud del pelo impresionaban. Además surgía de un modo constante una llama verdosas de las fauces semicerradas que pude vislumbrar como huidizas»[…]

O “Viejo circus” donde se describe el aspecto de una bestia decadente (un viejo oso) en un circo antiguo. «Cogí un extraño animal y lo levanté por encima de nuestras cabezas. El acto me permitió clavar las uñas en la blanca piel del payaso. No brotó sangre y el no notó la maniobra.»


El juego

Otro de los lugares poco propicios para la lírica es el que pertenece al tema del juego de azar, algo que fue muy importante en su  juventud, pero que fue abandonado al llegar a Jaca como ha contado en más de una ocasión al dejar sin dinero al padre de un compañero de clase de su hijo, y del que da cuenta en “Casino en provincias” en Cónsul, quizá unos de los poemas más reconocidos de Ferrer Lerín, donde explica su relación con el juego: «Hay una mesa hexagonal, / verde como la risa, que nos reúne. / La   madera del borde, donde los cigarros / queman, soporta, horas / más horas, nuestros codos. / Así, bajo la escayola / y sobre el crujiente suelo / paso las tardes[…]»


El sueño

 Como heredero del surrealismo francés, Ferrer Lerín se ha dedicado en muchas de  sus composiciones a trasladar, utilizando el proceso de la narración del sueño, toda su carga onírica desde sus primeros libros; este interés por el sueño y su proceso semiautomático es patente, ya que hay mucho de trabajo detrás de la aparentemente sencilla redacción de los sueños, de todo aquello que es prosaico, pulir y dejar solo lo que es verdaderamente onírico, no los espacios intermedios, por lo tanto, se puede decir que es un proceso de montaje y expurgo para crear un texto único. Este sistema de producción es tan patente que se publicó Mansa chatarra reuniendo toda su producción onírica. Las muestras son numerosas: “Mansa chatarra”, “El monstruo”, “La historia preferida”, “Se describe una vida extraña”, “La dama que vive” de La hora oval; “Madre estaba allí, o “La casa”, “Pesadilla”, “Otra vez ella” de Hiela sangre, donde se combinan también esa experiencia del sueño con la libido sexual.

Dice en “Mansa chatarra”: «[…] Estaba lejos de la meta con un paraguas absurdamente inútil con una fuerte alteración nerviosa secuela de tanto mal y las calles parecían hoscas parodiando mi entrega[…] Tuve fuerzas para agacharme y dar migas de queso al muchacho fornido que me acuciaba restregarle la chepa a mi madre e intentar una vez más abrir el aparato»[…]

Donde la utilización de un léxico deslavazado predomina sobre una sintaxis pulcra, pero cuya situación carece de un significado realista. Influencia de los surrealistas franceses, toda vez que en España apenas se hizo esto. En Ferrer Lerín la influencia directa del surrealismo es fundamental y puede verse en el uso del versículo extenso sin ajustarse a la rima o la temática simbólico-sentimental tan arraigada en Europa y en España, como veremos también más adelante en las técnicas de automatización empleadas en el texto por Ferrer Lerín.

O en este texto de Hiela sangre donde el lenguaje descriptivo es de nuevo el vehículo usado por Ferrer Lerín para comunicar un estado onírico, sin por ello pensar que esto es una técnica usada sin consecuencias, recordar un sueño es siempre cercenarlo, recrearlo, y de eso hay mucho en esta técnica onírica: «Regresé a los treinta años de mi muerte. La casa, vieja, sin aquella mano de pintura que nunca pudimos dar; los libros, sepultados por el polvo; los muebles, devorados por la carcoma. Ni rastro de los míos. Mi mujer enterrada lejos, en el sur seco y amarillo. Mis dos hijos, a los que tanto quise, irremisiblemente borrados[…] no queda nadie de aquel tiempo. Y no puedo preguntar a esta gente extraña, porque no me oyen, y quizá, ni me ven. No debí volver.» p. 79

O en Edad del insecto, donde se da este texto “HUNFJKOERDBMBHGjhfutir” donde afirma: «[…] las fábricas principales están en madrid barcelona y valencia y los trapecistas sobre ella que caen estos días a menudo y siempre desde entonces cada vez prefiero no ver ni oír ni gustar solo en paladeando la palabra que es gesto ya tiemblo como los primeros apareamientos alumínicos mas lunáticos de los escuerzos.»


Sexualidad

La libido se traduce mediante la descripción del deseo en los textos de Ferrer Lerín.

Puede verse  en la serie de textos sobre Rinola Cornejo en Cónsul: «Rinola aparece echada. El lecho resulta confuso, camino de humedad, vaso profano o simplemente una depresión en el firme[…]El amor como una escenografía teatral.

Edad del insecto “A mi Charlota Ramplin”, donde dice: «te vi bailar sobre las llamas con tus bragas blancas / virgen desnuda / cristo / escupiendo sangre ante el atleta.//


El proceso automatizador

En el texto Port Royal de La hora oval este texto está hecho sobre una base automática donde mezcla, en la primera parte del verso, un sintagma creado por el propio autor, y la segunda, que corresponde a fragmentos escogidos al azar de un libro de piratas. Muestra de ese azar objetivo que defendían los surrealistas y del que Ferrer Lerín nos da aquí una muetsra:

«Nostalgia inusitada. Cosario moteado. / Divino caminar. Doblón áureo./ Húmeda grandilocuencia. Abordar. / Yo. Pedazo de historia. Philip. / Arrancado al trasunto. Gosse./ […]

En Edad del insecto aparece también hay un buen número de piezas que siguen este proceso automatizador, y componen este libro, precisamente aquellos textos que resultaron excluidos de sus tres primeros libros, precisamente, los que eran algo más complicados a la hora de articular su articular modo de trabajar, como en “Troquel embudo de buril” : «67  alopécicas doncellas presentaron as ofrendas rituales al supremo canciller / 84 black bass relampaguean dulce y atávicamente / 16 amigos aman / 98 son los años que / 36 es un número / […]»

“Och, he revives. See how he raises”, donde aparece una comprometida composición que rinde tributo a los poemas creacionistas, que siguen su proceso, pero aún rizando más el experimento en cuanto que dispone el texto en diferentes campos tipográficos, lecciones aprendidas en la vanguardia europea y que él traslada a estos pagos.

 »O ahsíya-resucitavedcómoselevanta / O estuve ensangrentándome durante 9 horas / O / O / O al fin devolví el cordero […] y tener que aguardar la regurgitación de tardes lúbricas / soy como pájaro en llama […] su nr ty mo / ft nm mn lo / ».

Donde asistimos a un proceso de automatización hasta casi llegar al impulso mecánico de la mano en la máquina de escribir recorriendo inconsciente las teclas. Un proceso en el cual el poeta transcribe su pensamiento objetivo directo que asalta desde la creación hasta que se convierte solo en movimiento, en mecanografía inconsciente de los dedos golpeando al azar.

 

Escritores. Cine

Tiene también la obra de Ferrer Lerín un componente culturalista, entendido como la explicación de aquellas obras artísticas que han supuesto un hito en su educación intelectual, por ello, aparecen distintos textos a lo largo de toda su obra que tiene que ver con el visionado de películas clásicas, de escritores que han supuesto un referente en su trayectoria o de las piezas musicales que han influido en su gustos o que le han obsesionado 

Uno de los primeros textos que explica esta relación directa con la literatura o con el arte, en particular, aparece en La hora oval, se trata de la composición “Tzara”, que sirve a modo de declaración de intenciones líricas: «Luchar contra el anquilosamiento de las palabras / moverlas disponiendo muevas mallas sacudir la estructura del poema / despertarlo / se trata de agarrar un objeto ver su nombre pesarlo, medirlo / olerlo observarlo / darle libertad para que se manifieste / para que se realice totalmente[…]»

Pero las referencias a otros autores son constantes en su obra, en Fámulo, hay un poema dedicado a un perro que toma el nombre del actor norteamericano Glu Gulaguer del Hollywood dorado; en Libro de la confusión, hay una sección, Agradecimientos, donde dedica tres poemas a Moravia, a Frank Sherwood Taylor, y a Henry Miller:

«Yo era, por esencia, una contradicción, / fanático del sexo / y con vocación de enamorado / buscaba en los muslos heridas de sagapeno, esa gomorresina leonada[…]carestía, / Judío Errante, también los Trópicos, / […] Lascivo inválido, colocaba la lengua seborreica / en el jardín sombrío, por ignorancia […]».

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín Fabrellas

  “20 siglos en vigilia no volverán a dormirme/ Porque cada sueño es una espuma debajo de la lengua”. Así leemos en un fragmento de “La gran hablada (MM) La loca del paisaje”, dentro del libro A media asta, que, junto a Bobby Sands desfallece en el muro y Huellas de siglo conforman el volumen. En estos versos llama la atención cómo sobre la palabra “lengua” gravita toda la polisemia del vocablo: lengua como parte del cuerpo, pero asimismo lengua como idioma, como habla. Ese ir y venir entre lenguaje y corporalidad constituye uno de los motivos más poderosos de la escritura de Berenguer. No en balde esta edición se abre con un homenaje a un preso en huelga de hambre, donde igualmente la palabra “hambre” alude a múltiples sentidos, no solo al acto de protesta, sino también a la miseria material y política, a todo lo incumplido, sobre lo que el cuerpo tiene mucho que decir. En boca de Bobby Sands escribe la poeta chilena: “Alguien podría escribir un poema/ de las tribulaciones del hambre./ Yo podría, pero ¿Cómo terminarlo?”.

  Quizá la poesía que todavía nos concierne es aquella que nace de esa sensación de impotencia, de no poder decir. Todo poema es, por definición, inacabado. Todo poema linda así, por un extremo, con el silencio y, por otro, con una corriente verbal que no quiere callarse: la poesía es, así, la gran hablada. Y, a la vez, la gran silenciosa. El enigmático título que nos propone la autora se presta así también a diversas lecturas. En países como México, “hablada” es sinónimo de lo que en español peninsular llamaríamos “habladuría” (pero también “fanfarronada”). No así en Chile, y, sin embargo, en el habla coloquial chilena, no son raras las sustantivaciones como la que se nos presenta aquí a través del verbo “hablar”. En esa y otras marcas de oralidad, me parece percibir una cierta desacralización del lenguaje poético. O más bien, habría que hablar una dialéctica constante de desacralización y resacralización, puesto que, a la vez que se percibe la condición mestiza del lenguaje, su radical impureza, la lengua asume la función de marcar un territorio sagrado, el de una dignidad humana pisoteada una y otra vez por la lógica de un poder (económico, político,…), que tiene como referente principal (pero no único) el régimen de Pinochet, bajo el cual se escriben y publican todos los libros recogidos en este volumen. Bajo la capa de modernidad que convirtió el régimen pinochetista en uno de los alumnos más aventajados del neoliberalismo, se adivina la violencia ancestral, las figuras arcaicas que convoca el fascismo. Así, en poemas como “Santiago Punk”, no se esconde la fascinación por la sociedad de consumo, pero tampoco sus espejismos y trampas: “Punk, Punk/ War, war. Der Krieg, Der Krieg/ Bailecito color obispo/ La libertad pechitos al aire […] FMI, la horca chilito en prietas/ Tanguito revolucionario/ Punk, Punk, paz Der Krieg/ Whiskicito arrabalero/ Un autito por cabeza/ y una cabeza por un autito”. La escritura asume el difícil reto de no caer en la banalización de todos los discursos, pero tampoco en una retórica de lo sublime, tan fácil de asimilar por los regímenes autoritarios. Hay que insistir en esas huellas de oralidad, que asoma aquí y allá, no solo por la presencia de coloquialismos, sino también por esa impresión de una suerte de incontinencia verbal, que es a la vez celebración y denuncia. Frente a la violencia ejercida sobre los cuerpos y sobre el lenguaje, frente a la imposición de callar y de no decir, la poesía quiere ser, de nuevo, la gran hablada, la charlatana que desoye la orden de guardar silencio (“Esto que te escribo  chiiit  no se lo digas a nadie   calladita porque si me escuchan me cuelgan: chiiit son las ventajas de la escritura”).

  Hablar por hablar tiene mala prensa. Parece pertenecer a la Geschwätz (“cháchara”, “parloteo”) que Heidegger denunciara como un hablar inauténtico (el mismo Heidegger, por cierto, que creyó encontrar la autenticidad en la retórica del nacionalsocialismo). Quizá no es casual que dicha charlatanería tradicionalmente se haya atribuido a las mujeres. Resulta llamativo el hecho que el mismo orden patriarcal (uno de los pilares de toda ideología fascista) que durante siglos impuso una desigualdad social, política, lingüística (hay también un reparto del discurso, de lo que pueden decir y no decir las mujeres), al mismo tiempo ha resaltado con fuerza el estereotipo de la mujer charlatana, que no deja hablar a los hombres. Hay algo de provocador en el gesto de Berenguer de convocar esas voces femeninas que caen como un torrente, como si acabaran de romper un dique. No hay que olvidar que la violencia que deja su huella en tantas páginas se ejerce sobre cuerpos (golpeados, violados, heridos…) que obviamente no son asexuados, y, con harta frecuencia, son cuerpos de mujer: “Desnuda la maldecida/ nosotros sangrante vulva: Mueca/ Mimética la rojita/ se acerca/ Sangrantecercadalasangran/ Eran hartos/ me lo hicieron/ me amarraron/ me hicieron cruces/ y bramaban/ como la mar”. Así, en los poemas de “Lamentación” de A media asta (como el que acabamos de citar), la vulva tiene un especial protagonismo, en una dinámica que convoca los fantasmas del deseo, de la agresión y el miedo, en una inquietante mezcolanza. No es casual que lo corporal cierre esa serie poética, con la polisemia de la lengua que mencionábamos al principio, lengua-lenguaje, lengua-músculo que lame las heridas, en un gesto piadoso y, con todo, potencialmente amenazante: “Es lengua que desea herirte y limpiarte/ aunque la maldición recaiga sobre ella la dueña de la lamentación”.

  Como explica Soledad Bianchi en el lúcido prólogo que cierra el libro, el trabajo sobre el lenguaje de Berenguer busca explorar los márgenes, aquello que ha sido arrojado a la periferia de lo sin voz y lo inexistente: “En A media asta, esa marginalidad se expande y aparece también, nuestro pasado, cuando habla de la mujer indígena, la despojada, adolorida, históricamente violada”. Bianchi no deja de resaltar que no nos encontramos ante una poesía política al uso, y así es. Puesto que la lengua no renuncia a dar testimonio, pero tampoco a su riqueza, a una desmesura que pone en entredicho los discursos autoritarios, como una fiesta en medio de las balas, vida contra la muerte. La poesía: la gran hablante-hablada.

 

 

Carmen Berenguer, La gran hablada, Madrid, Libros de la resistencia, 2019

 

Escrito en Sólo Digital Turia por José Luis Gómez Toré

29 de mayo de 2020

 El año 2010 empezó en París, con un vaso de plástico en la mano, bajo una torre Eiffel iluminada en un cegador azul eléctrico. Miles de personas fotografiaban el frío metálico y el efecto de los rayos láser sobre el hierro y el cielo, al tiempo que contra cada pared se alineaban decenas de jóvenes con buzos y pasamontañas para ser cacheados por la policía. En las calles aledañas ardían los coches entre sonidos de sirenas y charcos de champán. Al día siguiente hacía un frío inhumano. Bajo los copos de nieve que caían lentamente, estuve recorriendo una vez más el cementerio de Montparnase, deteniéndome en las mismas tumbas de siempre: Duras, Cortázar, Vallejo, Baudelaire, y también Serge Gainsbourg y Jeanne Seberg, la cazadora solitaria. Ponerme en cuclillas frente a cada una de ellas, rozar con los dedos las losas mojadas, indagar vagamente sobre el sentido y volverme a preguntar por qué mis deseos más hondos se formulan siempre entre signos de interrogación. Sentir el perfume de las rosas negras. Que París no era más que un bulevar de sombras, eso musitaba Moustaki al adolescente que fui desde un radiocassette de plástico rojo, y eso exactamente fueron para mí las calles hasta llegar al puente de Mirabeau. No sabía por cuál de los dos lados se había arrojado Paul Celan la noche del 19 al 20 de abril de 1970, de manera que decidí uno y estuve un buen rato allí mirando el agua. Mentiría si dijera que mis pasos me habían conducido hasta aquel lugar azarosamente. Asomarme por esa barandilla había sido el motivo principal de mi viaje a París. Es extraño cómo escogemos a veces los sitios donde obtener respuestas o bálsamo, a qué vencidos dioses les rogamos luz, de qué modo incomprensible vamos buscando en el mundo de reclinatorios e instantes sagrados, miradas que nos fotografíen desde un cielo roto. El caso es que, contemplando la corriente desde ese punto, imaginando el estruendo de un cuerpo que a peso desde la balaustrada a la hora en que todos duermen, pretendía yo averiguar si quería o no seguir viviendo, si iba o no a seguir viviendo. Para eso estaba allí aunque no sepa decir por qué, ni ahora ni entonces.

 

Hacía poco tiempo que me había separado. Mi estado afectivo era atroz, mi economía hacía aguas por todas partes y el cuerpo empezaba a pasarme factura, propenso a morir como siempre he sido, de los excesos de antaño y las noches de angustia de entonces. Hay sueños que te destrozan vivo, mil veces peores que cualquier insomnio, por sudoroso y taquicárdico que sea. Siempre, como lector o como observador de la vida, había sentido fascinación por las situaciones en que alguien tiene que volver a empezar de cero: presidiarios que salen con lo puesto, desterrados que regresan al viejo barrio, viudos extranjeros, gente que de la noche a la mañana cambia de costumbres y de pasaporte. En cambio, ahora que era yo quien me encontraba en un trance parecido, no podía quitarme de la cabeza la sensación de haber quedado varado en la cuneta, enfermo y sin fuerzas para nuevos capítulos. Se disparó, eso sí, mi vieja pulsión de huida, la misma que cada verano me había llevado a conducir horas y horas por las carreteras de España, sin rumbo ni destino fijo, escuchando country, parando en las gasolineras, anotando vaguedades en un pequeño cuaderno. Sólo que esta vez se disparó de una forma mucho más descontrolada y dolorosa porque el asunto ya no tenía que ver con emborronar mapas o buscar moteles desolados y cinematográficos donde pasar la noche. Todo lo que antes era mansa melancolía se había convertido ahoraen telaraña y temblor. Entre aquellas escapadas de miles de kilómetros y esta especie de fuga había más o menos la misma diferencia que entre un niño que juega a que le matan de un disparo y otro que se muere de verdad.

 

Pero hay algo de oscuramente placentero en quemar las naves y ver cómo arde sobre las aguas la posibilidad del regreso. Una vez que se ha pensado es difícil decir que no a la tentación de romper con todo, a la querencia de ceder ante el vórtice que tira de nosotros, y cortar los hilos y apagar las luces últimas, lanzar al mar retratos y ramos. Es como pegar a un hermano. Imposible detener esa vieja atracción por lo irreversible que viene acompañada de la autocompasión más dulce y de un vértigo como el que está detrás, por ejemplo, de los suicidios infantiles, o, sin necesidad de ir tan lejos, del impulso que nos lleva a pronunciar palabras del tipo “púdrete” o “no vuelvas a pensar mi nombre” o “para mí estás muerto”. Y hablando de estar muerto, qué sensación de ultratumba la que tuve al ver en el suelo mis zapatos cuando subí a mi antigua casa a recoger unas cosas. Había visto esa escena antes, de niño, en casas de familiares lejanos a los que íbamos a dar el pésame, y me había hecho pensar en todos los pasos que se quedaron sin dar y que el final verdadero de todo camino es siempre un par de zapatos abandonados.. De repente mi punto de vista se trocó y por un instante mis ojos fueron los de un familiar del finado que rebusca disimuladamente entre sus enseres ropas de parecida talla u objetos que puedan serle de alguna utilidad. Esos zapatos negros en el suelo, con una finísima capa de polvo, asomando por debajo de la mesilla de noche, constataban que alguien había muerto en esa habitación, hacía nada, y tuve el impulso de abrir las ventanas de par en par. Para irme, para poder terminar de irme. Contemplé, por así decirlo, mi ausencia desde fuera, cosa que me produjo un extraño mareo. Esa misma sensación de muerte propia he tenido al regresar a ciudades o barrios del pasado, lugares de donde me borré de golpe, y que han seguido su vida como si nada, el ajetreo de cada día, locales que cambian de dueño, tiendas que se cierran, calles que se ensanchan. No es difícil verse como un fantasma entre los vecinos que ya no nos reconocen, los escasos tenderos que siguen en su puesto, entrañables y envejecidos, los grupos de niños surgidos de la nada que regresan del colegio respirando la algarabía de coles hirviendo en cada ventana, corros de señoras hablando en la acera y el grito lastimero de iguales para hoy. Aquellos zapatos en el suelo de lo que había sido mi cuarto me hicieron comprender que, a todos los efectos, acababa de morir para mucha gente. Sin dolor, sin rito alguno, pero con exactamente el mismo resultado. Me venían a la mente los nombres de personas a las que ya no volvería a ver, salvo casualidad extrema, todas esos individuos que sin haber llegado nunca a ser verdaderos amigos constituían el paisaje humano en el que se desarrollaban mis días. Sin el foco de su mirada sobre mí, todo cobraba una tonalidad de pesadilla. ¿Qué es de la vida de uno cuando ya nadie la mira? Toda vida es un relato y todo relato necesita un lector. De lo contrario, la realidad circundante se diluye, no hay más que percepciones fragmentarias, instantes como islas, momentos inconexos. La verdadera orfandad se produce cuando se cierran o se evaporan los ojos que miraban tu vida.

 

Estuve viviendo en un noveno piso desde el que se veían varias cúpulas de la ciudad. Un lugar acogedor, con mucha madera y adornos japoneses. La calle estaba en cuata y los autobuses urbanos pasaban por abajo a toda velocidad. A veces, por la noche, su ruido se confundía con el de un barranco que se desboca. Algunos viernes vienen los niños. Llegan aquí con un montón de bultos a pasar el fin de semana. La nevera vacía, yo sin poder apenas pronunciar palabra. Lo miran todo a su alrededor, luego se miran entre ellos y por último a mí. Creo que la pregunta que flota en el aire es algo así como qué hacemos ahora, pero no referida a este preciso instante, sino más bien de ahora en adelante, qué vamos a hacer, cómo vamos a apañárnoslas si cuanto éramos se ha roto. Con todas esas maletas por ahí en medio, bolsas de viaje, mochilas con los deberes del colegio, abrigos amontonados, parecemos una familia de refugiados. Es como si su madre hubiera muerto en un bombardeo y los tres, antes de huir, hubiéramos visto su cuerpo asomar entre las ruinas, los labios blancos pegados a la tierra, la nube confusa de moscas y polvo. Me pregunto si tengo derecho a que respiren el aire de este mundo mío atormentado, si puedo darles algo que no sea dolor. Salimos a dar una vuelta. Camino con mi bufanda sin saber bien hacia dónde. Ellos vienen detrás, siguen a mamá pata. Al pequeño a veces le doy la mano y aprieto fuerte. Todo amor es llanto.

 

 

¿Cuánto tarda en morir un hombre que se tiende en la cama con esa idea, mirando al techo, decidido a no moverse ya del sitio, a no comer, a no contestar a timbres ni teléfonos?, ¿cuánto tardan en secársele las lágrimas del rostro?, ¿en qué momento justo dejan de brotar? La locura es una náusea negra que tiende a subir hacia el cerebro. A veces se produce a tal velocidad que adquiere la forma del arrebato. Eso es lo que les ocurre a los suicidas y también a algún que otro asesino de esos que se arrepienten en seguida y se preguntan qué han hecho y se comen a besos al cadáver tendido en el suelo y lo llenan de mocos y palabras. En mi caso es algo bastante más sereno, si puede utilizarse esta palabra. Nace en las tripas y avanza en oleadas lentas que so como de sobra, y luego se queda a anidar entre las grietas viscosas de los sesos, las convierte en verdaderos pozos de calaveras y recuerdos y mete en cada pensamiento la palabra muerte con todo su temblor. Y así no hay quien pueda levantar cabeza. A algunas mujeres, por ejemplo, no puedo dejar de verlas no como son el momento, sino como creo que serán cuando lleguen a ancianas. Por debajo de la piel actual, veo asomarse ya a una vieja que suspira agotada en la cola del supermercado y a la que alguien, quizá yo mismo, le deja preparadas las medicinas sobre la mesilla de noche. Algunas arrugas incipientes anticipan un rostro que aún no es pero que a mí se me impone de manera irremediable, y afecta también a su aliento, a su modo de moverse y de estar callada. En el caso de Alba, la cosa iba todavía un poco más allá: me era imposible estar a su lado sin pensar en su calavera y en la tumba a la que irían a parar todos esos huesos, la pelvis que a veces luchaba contra la mía, los fémures que me rodeaban la cintura, la quijada que en la noche atacaba mi boca.

 

El cuerpo sin vida de Paul Celan fue recogido once kilómetros Sena abajo, en un remanso del río. Yo me sentía ya a mitad de camino de un recorrido semejante. Sólo me faltaba esperar a ver en qué rama cercana a la orilla se enredaban mis piernas. Seguramente se desprendería un zapato que continuaría su rumbo, como un pequeña embarcación fúnebre, hasta el Atlántico. Pensaba en alguien recogiendo el cadáver y en la posibilidad de una bocanada de aliento que me resucitase. Esa noche me acosté temprano en el Hotel du Nord, mientras seguía cayendo aguanieve en el patio interior al que daba mi habitación y los informativos de la televisión ponían todo el tiempo las mismas imágenes de coches incendiados la noche anterior. Recuerdo que tras cerrar los ojos me acariciaba el pelo imaginando que mi mano de era de otra persona, de cualquiera. De alguien que sabe que mi corazón está lleno de pozos amargos a los que no quiere asomarse, y me dice mientras llega el sueño que hay ciudades en el mundo en las que ya es de día y que poco a poco iré reuniendo los pedazos para componer, con lo poco que quede, algo parecido a un ser humano. Y me voy quedando dormido a pocas manzanas de un río, bajo un cielo roto, en un cuarto donde nadie sabe que estoy, en un bulevar de sombras y coches calcinados. Descansar significa que nadie me vea.

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Castán

29 de mayo de 2020

Fue en mitad de uno de los fireworks de Haendel que tenían que interpretar tres veces por semana durante todo el verano. Se equivocó de nota, en mitad de una fanfarria, menos mal, porque si hubiese sido un solo de oboe se habría notado como se nota un gallo en un tenor. Tan solo, si acaso, podría haberlo notado el fagot, siempre detrás de ella, respirándole en la nuca. Pero el fagot era un caballero inglés incapaz de decirle a una dama que se había equivocado. 

Daba igual. Aunque solo lo supiese ella, aunque al astuto Breshkovski, el director, se le hubiera pasado por alto en mitad de los petardos. Pero a Violeta no le preocupaba haberse equivocado, esas cosas pasan. Era posible incluso que, como Violeta era más alta que la media, los músicos la hubieran visto incluso sonrojarse. Lo que le preocupaba era el modo. Estaba muy pendiente de la partitura, era un Mi mayor nada forzado, veía complacida cómo sus dedos seguían la fuga con suavidad, pero con la misma delicadeza, como si formase parte de una conexión exclusiva entre las notas negras y las yemas de los dedos, había dado un Sol menor. El error no era desliz. Había que cambiar de posición todos los dedos de ambas manos para cometerlo. Era una falsa orden, un despiste de los dedos, del cerebro, de lo que fuera, pero no suyo.

El error no volvió a aparecer en toda la gira de verano. A Violeta le seguía costando pensar que lo hubiera cometido ella. El error se cometió a sí mismo y, por absurda que resultase, esa era la única explicación convincente que se le ocurría. No hubo sobresaltos, pero le costaba mucho más esfuerzo. Ya no se atrevía a tocar sin partitura por más que se la supiese de memoria. Desconfiaba de la relación que se había establecido entre sus ojos y sus dedos, de manera que rehabilitó al cerebro en sus funciones de vigilancia, y aún tuvo que hacer un esfuerzo suplementario para que tanta concentración no afectase al fluir de la música, no la empastase ni la sincopase sino que siguiera siendo la que era cuando no necesitaba tanta atención.

Habían empezado los ensayos de la temporada de otoño, los programas triples con los que exprimían a los miembros de la Windsor Baroque, las giras por barcazas inestables, las piezas de cámara y la ópera Dido y Eneas como broche final a mediados de octubre, en Londres, en la Royal Opera House. La ópera no estaba prevista, porque las partituras originales de Purcell no incluyen oboes, pero Breshkovski había decidido incorporarlos en detrimento del protagonismo del violín, y Violeta terminaba los ensayos tan exhausta como un corredor de fondo que se hubiera visto obligado a ser consciente de los movimientos de sus piernas. De hecho había retrocedido hasta el terreno vulgar en el que no cabe hablar de una interpretación sino de una reproducción. Atrás quedaron esos trinos casi involuntarios que sus compañeros de la sección de viento aplaudían por su frescura. Todo era según decía la partitura reescrita por Breshkovski, según el cerebro administraba las tareas, según los dedos obedecían sin rechistar.

Quizá por culpa del cansancio los efectos volvieron a reproducirse a finales de septiembre, a tres semanas escasas del estreno de la ópera. En mitad de una sonata de Zelenka que estaban interpretando en un college de Oxford, volvió a confundirse aparatosamente, y esta vez el público quizá no se dio cuenta (el resultado no había sonado mal y Zelenka es un músico desconocido), pero sus cuatro compañeros elevaron las cejas o abrieron los ojos, casi por instinto, como si el error hubiese sido un codazo, o un mal recuerdo.

Después, en el pub, tuvo que sincerarse. “No sé por qué he dado ese Sol menor, será que estoy cansada”. Pero luego, en la soledad de su apartamento de Londres, se arrojó en brazos de la obsesión. Leyó todo lo que fue capaz sobre enfermedades asociadas a la distonía, la bestia negra de los músicos de viento, capaz de arruinarles la carrera e incluso de condenarlos a una silla de ruedas para el resto de sus días, si no a efectos devastadores en su equilibrio mental y emocional. Si la distonía era el problema, podía empezar a despedirse de la música. 

Se fijó un plazo, hasta el estreno del Dido y Eneas. Según como fueran las cosas para entonces, tomaría algunas decisiones: acudir a un neurólogo, someterse a una terapia o, si fuera necesario, abandonar la profesión. Siempre podría tocar en orquestas que no abusasen de ese modo de sus músicos, en Alemania, en Italia o en España, en alguna banda municipal, en alguna charanga de pueblo, en algún tanatorio. La música seguía estando por encima de todo.

Durante los ensayos no se volvieron a cometer los errores pero era imposible librarse del miedo a cometerlos. Los compañeros empezaron a darse cuenta, no tanto por el resultado de sus interpretaciones sino por su actitud personal. Ya no tomaba la pinta de después de los ensayos en el Steel’s con el fagot inglés, prefería pasear con la flautista japonesa en los descansos entre los árboles de Regent’s Park, o sola, sin nadie que le hiciese pensar. En su casa comía cualquier cosa y se pasaba el tiempo ejercitando con mancuernas los músculos del labio y practicando yoga. De vez en cuando, un par de veces por semana —tampoco podía permitirse más—, contrataba a un fisioterapeuta que le relajase los músculos del cuello.

Si al tiempo de recuperarse le sumaba el tiempo de ensayar por su cuenta y el de dormir lo necesario, no le quedaba un minuto para dejar el cuidado de su cuerpo y dedicarse un poco a sí misma. Pero había notado que solo en un punto concreto de la tranquilidad, poco antes de entrar en la despreocupación pero todavía consciente de todo, era donde menos esfuerzo le costaba mantener los dedos a raya, ordenarles sus movimientos e incluso, en ocasiones de especial seguridad, dejarse llevar como antes.

El precio era bastante alto, pero ya llegarían las vacaciones. Los fines de semana permanecía en casa, estudiando, y cuando el fagot inglés o la flautista japonesa o el clarinetista búlgaro la llamaban para salir, para cenar, ir al cine o pasear por la campiña inglesa, ella estaba siempre ocupadísima, había venido de Madrid su madre a verla y tenía que enseñarle Londres. En parte, solo en parte, era verdad, porque su madre iba una vez al mes —tampoco podía permitirse más— y le fregaba la casa. Rara vez salían. La madre ya sabía dónde estaba el supermercado y le hacía la compra del mes, de modo que ella podía reproducir un sábado el horario de un martes sin la más mínima perturbación. Cualquier perturbación empeoraría las cosas.

Para cuando Breshkovski, el director, le pidió que fuese a su despacho, Violeta sintió un cierto alivio. Era el final. El meticuloso Breshkovski estaba a punto de poner fin a esa consciencia tormentosa. Cuando el director, un tipo calvo, muy moreno, georgiano del mar Negro, ancho y chaparrudo, con bigotazo, llamaba a alguien con esa mueca de servilismo, era para decirle que no lo estaba haciendo bien. Nada más terminar el Dido y Eneasmedia orquesta tenía que renovar contrato, incluido el propio Breshkovski, que había sido contratado para un año con opción a otro. Su perfeccionismo metálico, soviético, y su oído de gato montés captaban los más mínimos deslices del último violín, y solía corregirlos en privado. Cada día, al terminar la última sesión, había media docena de agraciados que debían esperar turno para ir a su despacho. Si lo hubiera hecho en medio del ensayo, como todo el mundo, no habría sido tan humillante. Los que repetían dos días seguidos, algunos de sesenta años, músicos magníficos la mayoría, jugaban a burlarse de la situación haciendo como que eran niños pequeños a los que el maestro había castigado, pero otros lo pasaban mal. 

Violeta era del grupo —bastante amplio, por otra parte— de músicos a los que Breshkovski no había llamado nunca la atención. Cuando escuchó su nombre, sintió en el hombro la mano de Adam, el fagot inglés, no estaba claro si de ánimo, de solidaridad o de condolencia; seguramente con la mejor intención. Era un hombre más o menos de su edad, cerca ya de los cuarenta, exageradamente inglés, con el pelo rubio ondulado, color rosa pálido, gafas muy gruesas y piernas muy largas, que más de una vez la había invitado a fotografiar los amaneceres de Morgate sin que Violeta mostrase demasiado interés.

El suplicio duró casi cuarenta y cinco minutos, los que tardaron en entrar y salir del despacho de Breshkovski el chelo italiano, la trompa checa, el clave portugués y la flauta argentina, que fueron pasando delante de ella, la oboísta española. Los ingleses nunca eran llamados a capítulo. Eran los tiempos del Brexit, un largo sábado de incertidumbre.

Cuando entró al despacho, Breshkovski se deshizo en agasajos y la invitó a que se sentase con una sonrisa de dientes enormes que Violeta no había visto nunca. Para su sorpresa, no la había llamado para recriminarle nada sino para felicitarla por su trabajo. Violeta no daba crédito. ¿De veras no había notado nada? ¿Tan metalúrgico era su sentido de la perfección que no había notado siquiera una leve merma en la fluidez interpretativa? Con su inglés estropajoso, Breshkovski dijo que, si decidiera quedarse al frente de la orquesta el año siguiente, cosa que ya le había propuesto el consejo de administración de la Windsor Baroque, y que él aún tenía que estudiar porque había sobre su mesa ofertas muy interesantes de las orquestas de Delaware, Mónaco y Qatar, no dudaría en ascenderla al puesto de primer oboe, porque el repertorio en el que estaba pensando se ajustaba más a la sobriedad precisa de Violeta que a la inclinación a la filigrana del oboísta primero, de origen vietnamita. ¿Y no me podía haber dicho eso sin ponerme en la cola de los tontos?, pensó Violeta, pero ni se le ocurrió decirlo. 

Al final de tanto piropo sospechoso salió el peine. Breshkovski le dijo que su hija había venido a pasar unos días a Londres, que él estaba muy ocupado con los preparativos de la ópera (el contratenor irlandés le llevaba por la calle de la amargura, la mezzosoprano rumana era un desastre) y que le haría un gran favor, ya que eran más o menos de la misma edad, y ella, Violeta, era una mujer simpática y muy responsable, “como todas las españolas”, si sacaba un poco a su hija del hotel, a que le diera el aire.

En un mundo de relaciones laborales justas Violeta le habría dicho que no, le habría recriminado la vejación pública y le habría amenazado con demandarlo por chantaje. Pero los músicos de la Windsor Baroque, al menos los extranjeros, dependen de los informes de los directores. Violeta salió de allí más indignada que otra cosa. Se tenía que arrastrar, perder horas de estudio, de ejercicio y de relajación, perturbar su sistema nervioso para mantener un puesto de trabajo que la estaba volviendo loca y que amenazaba con dejarla paralítica.

Natalia no resultó ser tan antipática como su padre. Todo lo contrario. Era una muchacha tímida y generosa, menuda en comparación con la envergadura de Violeta, una de esas chicas altas y cabizbajas que si va deprisa tiene andares caballunos.  Cada vez que veía que estaba en su mano hacer algo por Violeta, no lo dudaba un momento. Violeta se preguntaba si es que en el mar Negro se confunde buena educación con servilismo, como en España, porque a todas horas Natalia estaba dándole las gracias por haberla llevado a un sitio tan bonito, o a un teatro, casi como si Violeta fuera la actriz principal de la comedia, o a una exposición de arte, como cuando fueron a la Tate Modern y Natalia empezó a reírse de puro entusiasmo al ver la instalación de Ai Wei-Wei en la Sala de Turbinas, el suelo cubierto por millones de pipas de girasol hechas de cerámica y pintadas a mano, una por una, por otro millón de artesanos chinos, o como cuando la llevó a pasear por Candem y cada vez que entraban en una tienda Natalia iba cambiando de aspecto, ahora con unas botas Doctor Maertens, luego con un piercing en la nariz, más tarde con una camiseta negra de Sex Pistols, por no hablar de cuando preguntó a Violeta de qué color debería teñirse el pelo, aquel castaño suyo del mar Negro, y no dudó un momento, cuando encontró el frasco adecuado, en comprar un tinte del color de la madera del oboe, que también era violeta.

Le hizo perder bastantes horas de ensayo, y cuando acabó el primer fin de semana de turismo londinense Violeta no había dedicado ni un minuto a la partitura del Dido y Eneas. Llegaba tan cansada de las inacabables excursiones con Natalia que caía redonda en la cama. El ensayo del lunes fue un desastre, no estaba concentrada y en un par de ocasiones los dedos interpretaron lo que les dio la gana, no lo que su cerebro les había ordenado. Breshkovski no la llamó a capítulo, pero sus compañeros de la sección de viento, sobre todo los que formaban con ella el cuarteto, se alarmaron considerablemente. El único que trató de quitar hierro al asunto, cómo no, fue el fagot, que se ofreció a acompañar a Violeta hasta su casa y en el camino le propuso un fin de semana en Morgate.

Violeta no sabía si estaría disponible, tenía que recuperar el tiempo despilfarrado el fin de semana anterior, volver a sus asanas, sus mancuernas, su cúpula de nieve artificial. Pero fue imposible. Nada más llegar a casa, sonó el timbre y era otra vez Natalia, dulce y sonriente, lista para visitar un par de galerías del Bricklane que no cerraban hasta tarde. Violeta no pudo hacer nada para impedirlo: Natalia era joven, fresca, entusiasta, era muy agradable charlar con ella en esa lengua franca que es el inglés básico. A pesar de su peinado punki, Violeta se la imaginaba con un pañuelo a la cabeza, trabajando en el sovjoz. Era delgada y fibrosa, de ojos muy claros y piel muy blanca. Ni siquiera los labios eran oscuros, como si toda ella estuviera cubierta por una veladura de bondad. Era la primera persona en Londres con la que pasaba tanto tiempo seguido sin tocar un instrumento, divirtiéndose a pesar de la responsabilidad que la atenazaba, pero eso no lo hacía porque se hubiesen conocido en una exposición o montando en bicicleta, sino porque, por encima de todo, Natalia era la hija del director. No atenderla significaba caer en desgracia, pero atenderla también porque su capacidad de concentración estaba hecha jirones. 

De modo que Violeta se lió la manta a la cabeza y ni esa semana ni la siguiente dedicó apenas tiempo al estudio. No hubo ensayo en el que no se equivocase un par de veces, siempre fallos absurdos, notas ni remotamente parecidas a las que debía interpretar. Lo único que conseguía era no terminar de darlas, anticiparse a las consecuencias del error, y eso después de que, tras una sesión de Zelenka con el cuarteto en la que estuvo particularmente desafortunada, Violeta llegase a casa y, nada más abrirle la puerta a Natalia, cuando esta la abrazó y le preguntó qué le había pasado, por qué había estado llorando, liberó una cascada de lamentaciones que no cesó hasta bien entrada la noche. 

Esa noche Natalia se quedó a dormir en la casa, en el sofá cama que usaba su madre cuando venía a verla. Por la mañana, nada más despertarse, Violeta tenía un espléndido desayuno macrobiótico encima de la mesa. Natalia también le había preparado una fiambrera de plástico con un par de sándwiches para el almuerzo y un botellín de zumo de papaya, y mientras Violeta miraba, con más miedo que otra cosa, la partitura que había de ensayar esa mañana, Natalia se dedicó a darle masajes en las manos, a separarle los metacarpianos y relajar las articulaciones de las falanges, y aun antes de permitir que se fuese a duchar y arreglarse para el ensayo la hizo tumbarse encima de la cama y le dio un masaje en la columna y en el cuello. 

Ese día no hubo fallos, ni en la sesión de Zelenka con el cuarteto, en la que fue felicitada por Konstantin, el clarinete búlgaro, que aprovechó para besuquearla, y por Shizu, la flautista japonesa, con su sonrisa de cuento infantil, y no digamos por Adam, el fagot inglés, que se deshizo en halagos y en sonrisas; ni tampoco en el ensayo de Dido y Eneas, donde por fin pudo soltarse y no mirar como una gallina hipnotizada la evolución de sus dedos, sino concentrarse, si acaso, en la pasión de Dido, dibujarla, llevar el sentimiento al mismo grado de pasión desatada (era el primer acto), en intervenciones casi siempre secundarias, pero llenas de energía. Por primera vez en mucho tiempo tocaba sin miedo. 

Nada más salir del ensayo y conectar el teléfono llamó a Natalia. En su inglés sin opciones se felicitaron mutuamente y se dieron las gracias y cambiaron de planes y al final fue Violeta la que se acercó hasta el hotel donde Natalia vivía con su padre y le ayudó a hacer las maletas y a venirse a vivir con ella. Aquello lo propuso Natalia, y para Violeta fue otro gran alivio porque habría sonado un poco egoísta proponerlo ella, era como traerse al fisio a casa para no tener que caminar hasta la clínica. Pero Natalia estaba cansada de la vida de hotel y del sieso de su padre, que se pasaba el día encerrado en su cuarto, aporreando el piano y estudiando partituras. Con un solo día no tendrás bastante, Violeta, mejor me voy a tu casa. Esas fueron sus palabras, y Violeta lo aceptó encantada. 

Violeta lo recordaría después como la época más feliz de su vida. Natalia era un ángel venido del mar Negro que la había sacado del pozo, del trabajar por nada, de luchar sin más ambición que la de seguir luchando y contemplar el futuro como un territorio calcinado que ya se puede abarcar con la mirada. Sus habilidades fisioterapéuticas eran lo de menos. Lo importante era la voz común de sus conversaciones, como un único monólogo a dos voces, la confianza sin límites que se desarrolló entre ellas, el afecto sin reservas. Hablaba con Natalia más de lo que había hablado nunca con nadie, y siempre, al escoger las formulaciones más simples, el territorio compartido, daba con una idea mucho más clara de la que se podía extraer de las largas, poéticas y alambicadas páginas de su diario. Natalia le obligaba a reducirlo todo a términos reales, con tan exiguo vocabulario no había sitio para la mentira.

Con sus altibajos, porque una afección neuronal, por pequeña que sea, no desaparece de la noche a la mañana, Violeta llegó al estreno de Dido y Eneas en perfectas condiciones. Los conciertos de Zelenka fueron un éxito y también la ópera, y Violeta se había instalado en su nuevo régimen de vida como en el modelo de existencia que estaba dispuesta a seguir para siempre. Entre ellas todo fue tan natural que resulta imposible decir en qué momento la expresión del afecto ya podía considerarse relación íntima. El sexo llegó como la consecuencia natural de vivir en pareja, pocos días antes del estreno, después de un día agotador en el que los nervios habían vuelto a aparecer, nervios de alegría que sin embargo afectaban al dominio de sus dedos, cuando, después de cenar, Natalia dio a Violeta un último masaje antes de dormir y en otro movimiento impensado, cuando iba a decirle a Natalia que por favor le masajeara suavemente la zona del bulbo raquídeo, sus labios pronunciaron por su cuenta otras palabras, eres lo mejor que me ha pasado, que Natalia selló con un beso.

El día del concierto era divertido verlas salir de casa, Violeta de tiros largos, alta, grande, poderosa, con un vestido negro que habían elegido entre las dos, y Natalia con sus botas de militar, sus vaqueros rotos, su camiseta negra, su chupa de cuero y el pelo teñido de malva. Eran la princesa de la noche y la guerrera de Femén. No se separaron en los días que siguieron, durante las siete actuaciones que había previstas en la Royal Opera House hasta el fin de temporada. Violeta iba a las exposiciones remotas que Natalia visitaba como si estuviera buscando un tesoro escondido, y Natalia redoblaba sus artes terapéuticas, su afecto y su hablar apasionado, de ojos muy abiertos, como si le fuera la vida en todo pero nada fuera para tanto. La madre de Violeta vino a verla varias veces e hizo también muy buenas migas con Natalia, capaz de caer bien a cualquiera en cualquier circunstancia, por más que la madre de Violeta solo quisiera la felicidad de su hija, cuya sonrisa no había sido tan sincera desde que era niña.

Y era verdad. Si en ese tiempo sus dedos la habían desobedecido alguna vez, había aprendido a quitarle importancia. Si sus labios habían dicho lo que no querían, el error solo había sido motivo para la risa. Vivía en un mundo ingrávido, con frecuencia perdía el sentido del tiempo y se sorprendió en actitudes propias de mujer enamorada, en no avergonzarse de sus instintos protectores, en sentir admiración por las virtudes de Natalia y un inmenso cariño hacia sus defectos.

Cuando terminó la última representación en el Royal Opera House, Breshkovski reunió a los músicos para darles las gracias y pedirles perdón por su carácter exigente, y para anunciarles (si es que esto podía considerarse una buena noticia, dijo entre sonrisas) que la London Baroque había renovado su contrato para las próximas dos temporadas. Aparte de eso, les deseaba unas felices vacaciones. 

Hubo aplausos y hurras y protocolos falsos, y los cuatro compañeros de la sección de viento brindaron por el fin de temporada con unas pintas en Steel’s, y se alegraron de que Violeta volviese por fin a beber cerveza, aunque fuera poca. Pero cuando Violeta volvió a casa Natalia ya no estaba, ni ella ni sus pertenencias. No contestó a los mensajes ni mucho menos cogió el teléfono. Breshkovski ya no estaba alojado en el hotel, y por más que intentó localizarlo fue completamente inútil. Esa noche la pasó en vela, mirando al techo. No tenía fuerzas ni para ordenar la casa. El primer mensaje que llegó a su teléfono fue a las ocho de la mañana del día siguiente. Era un breve correo de la London Baroque en el que se le informaba de que había sido despedida.

En medio de un dolor que la desgarraba intentó pedir explicaciones a la junta directiva del London Baroque, aunque solo fuese para que le dieran un motivo. Después de algunas vacilaciones y secretismos de salón, lo único que consiguió fue que un directivo le confirmara en persona que los informes sobre ella eran desfavorables, el mismo que, antes de dar por zanjada la cuestión, le recomendó visitar a un buen neurólogo.

Violeta pasó algunos días más en Londres, deshecha, sin fuerzas para salir a la calle o hacerse la comida, desastrada, indiferente. Dio por hecho que todo había terminado, no solo su relación con Natalia sino su vida en Londres, porque no estaba dispuesta a presentarse a ninguna otra audición de ninguna otra orquesta. Con las pocas fuerzas que le quedaban decidió volver a Madrid y agarrarse a lo primero que saliese, aunque tuviera que guardar para siempre el oboe. Ad gloriam per insaniam, decía, en latín, un tatuaje que un oboísta italiano llevaba en el antebrazo. Violeta ya había pasado por la gloria. Ahora solo le quedaba la locura.

Una tarde, cuando estaba, a fuerza de sacrificio, resolviendo todas las cuestiones legales que la unían a Londres, los suministros de la casa, las direcciones postales, cualquier huella que quedase de su presencia, Violeta entró en la boca de metro de Belsize Park y después de bajar por largas escaleras mecánicas en una fila de gente silenciosa vio que por la escalera de subida iba ascendiendo lentamente la figura de Natalia. 

La vio sin verla. Natalia gritaba y gesticulaba desde el otro lado. ¿Dónde vas? Espérame abajo, le decía. Y Violeta quizá quiso entonces decir algo, acercase a ella, desandar la escalera para reunirse con Natalia. Sin embargo, lo único que salió de su cuerpo fue la orden de mirar al suelo. Las escaleras siguieron su curso y la voz de Natalia desapareció como un sonido incomprensible y lejano. Cuando llegó al andén incluso dudó de que la hubiera visto, pero no de que su cuerpo no le dejara emitir ningún sonido porque aún ahora era incapaz de pronunciar palabra o de gritar siquiera o de echarse a correr. Se sentó en uno de los bancos del andén y se recostó en la pared tubular. ¿Era ella? ¿Seguro que era ella? Y, si así era, ¿por qué no había vuelto a bajar por las escaleras? No, su cuerpo había hecho lo correcto. Poco a poco empezó a sentirse más tranquila, incluso pronunció en voz alta algunas frases que tampoco extrañaron a los vecinos de andén. Si por ella hubiese sido, habría bajado de dos en dos los pedaños y vuelto a subir los otros hasta encontrar a Natalia y gritarle o besarla o ambas cosas, llorar seguramente, pero en el momento de la humillación de la amante abandonada su cuerpo había dicho que no. Empezó a pensar entonces en todos los errores involuntarios que había cometido, y que el nivel que había alcanzado con Zelenka o con Purcell no lo había conseguido nunca antes, era como una esfera superior para la que no basta con ser un buen instrumentista, un lugar tan etéreo como los días que pasó con Natalia. De no haberse producido alguno de aquellos errores gruesos, lo más seguro es que no hubiese visitado el paraíso. Los mismos errores, su terrible amenaza, eran los que, si ella se dejaba llevar, la librarían del infierno. 

Tan solo aguantó dos paradas, entre Belsize Park y Hamstead Heath. Necesitaba respirar. Empezaba a sentirse muy débil y tenía que recordar dónde estaba igual que cuando los síntomas empezaron debía recordar a cada momento qué nota era la siguiente. Las palabras no se fijaban en sus circunstancias, y eran esas mismas circunstancias las que quedaban reducidas a una imagen sin significado. Si algo sirvió para despabilarla fue la conciencia de que iba a perder el sentido de un momento a otro, podía caer de bruces a un andén vacío, quedarse tirada en un banco hasta que un empleado la despertase a empujones, o un policía la detuviese.

Al salir al parque y ver el cielo gris y sentir la lluvia fina respiró hondo y trató de volver a la vida. El teléfono volvía a tener cobertura y en él solo había un mensaje del fagot inglés: “I’ve been fired”, me han despedido. Esas cuatro palabras, y el intercambio de mensajes que siguió a ellas, sirvieron al menos para recomponer las ruinas de su equilibrio. No solo Adam, el fagot inglés, sino también Konstantin, el clarinetista búlgaro, y a Shizu, la flautista japonesa. Después de amargarles la existencia metiendo vientos donde no los había, en la ópera de Purcell, ahora prescindía de un plumazo de toda la sección, casi seguro que para incorporar nuevos músicos traídos del mar Negro, o, más bien, que solo fuesen británicos, o que cobrasen menos. Adam, en este caso, había sido, según Konstantin, la coartada para que no pareciera un acto de xenofobia.

El final de la conversación fue, como casi siempre, una invitación a Morgate, “para lamernos las heridas”. Los dedos de Violeta teclearon la respuesta más precisa: “Ok”. Siempre había rechazado las invitaciones del fagot porque sabía que tarde o temprano aprovecharía para ir un paso más allá, pero esa vez Adam dijo que allí se reunirían con Shizu y Konstantin. A fin de cuentas se habían quedado todos sin trabajo, y Konstantin sabía de un bar donde solían contratar orquestas de cámara para amenizar los cielos de Turner. 

Una fila de trípodes aguardaba como una línea de ametralladoras la salida del sol. Sus dueños tomaban café en vasos de plástico y se frotaban las manos. Los cuatro músicos desayunaron, aún de noche, en la terraza del restaurante, y cuando el negro empezó a teñirse de azul apartaron un poco las sillas e interpretaron el adagio de la sonata 6 de Zelenka. Violeta sintió el calor de la madera cuando cogió la campana con la mano derecha, y el frío de las llaves cuando sostuvo  con la izquierda el cuerpo inferior. Su cuerpo giró para que encajasen las llaves y las espigas. Hacía frío, el cielo iba tomándose de rosa, en otros tiempos había sido un acto de lujuria sujetar con los dedos el tudel, cuando sentía en los labios el tacto de la caña, esa que, cínicamente, se llama estrangul. Sonaba Zelenka sin partitura, y fue como si no hubiera tenido más que acercar su cuerpo a un instrumento que necesitaba aire, como si hubiese abierto un grifo de agua tibia que a medida que soplaba iba derramándose por su interior. Tocaba sin miedo, le parecía imposible que alguna vez le hubiesen podido desobedecer los dedos. Esta vez era ella quien llevaba el primer oboe, y Konstantin el segundo, era ella la que ahora revoloteaba por las notas con delicadeza. El aire hacía vibrar las llaves, como una corriente diminuta que le acariciaba las yemas de los dedos. El cielo se tiñó de violentos amarillos y ella sentía firmes los labios, libres las vías. Era la rana feliz que hincha su cuello y ve los sonidos volar. Era la reina con su carroza, e iba levantando mariposas cansadas como un soplo de viento levanta los papeles, lentas alas desvaídas que al principio aleteaban apesadumbradas, hasta que una corriente de sonidos favorables les permitía un tupido aleteo de tonos alegres, brillantes, los profundos azules que escapaban a la luz del sol. Necesitaba el cuerpo entero para mover los dedos, otra vez, con unas torsiones que harían equivocarse a Adam, pero lo necesitaba para que fueran ellos, los dedos, los que se expresasen sin las dudas de su voluntad, y lo hiciesen con el tempo que necesitaba. Alargaba unas notas, acortaba otras, como si unas fueran rectas y otras girasen en pleno vuelo, y era veloz en los escaques y lenta cuando planeaba, y al final del movimiento replegó las alas y su mente se volvió a posar encima de aquel cielo manchado. Desde allí Violeta se vio respirar desmadejada, con el oboe derecho sobre el muslo, los labios entreabiertos y el cansancio satisfecho de los que han vuelto a vivir. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Castellote

29 de mayo de 2020

 

A Pedro, a punto de cumplir 18 años

 

Porque abrieron el telediario con la noticia de que sufríamos

otra ola de calor en pleno mes de julio

te propusimos pasar la tarde en una playa artificial cercana.

Y, sorprendentemente, aceptaste.

Con el GPS del móvil, desde el asiento de atrás,

guiaste nuestro viaje. Sigue la nacional

y gira a la derecha en el próximo cruce.

Se deja un pueblo a un lado y se atraviesa otro.

La playa está al final, en las afueras.

Al volver una curva el agua del pantano

nos inundó los ojos.

El ambiente era alegre o estábamos alegres.

Los colores, los mismos que en las playas auténticas,

chiringuitos, tumbonas y sombrillas de paja.

Te hizo gracia que hubiera vendedor ambulante

de gafas y sandalias. Tú también

te pediste un café y comentaste

que de un tiempo a esta parte

te gustaba más bien solo y cargado.

Dijimos que te hacías mayor

y admiramos la playa de cemento y arena,

midiendo con los ojos la hondura de las aguas. 

Conversamos de pesca, de tus planes.

Prometimos volver algún fin de semana

y, mediada la tarde, nadamos hasta el límite

marcado por las boyas intentando ignorar

la dura realidad de los relojes.  

En el viaje de vuelta  

probamos a ensayar otro camino

y acabamos perdidos, cuando caía el sol,

por pistas asfaltadas en medio de canales

donde tu GPS no recibía datos.

En silencio pensé

que así ha de ser sin duda el paraíso:

retenerte, extraviados por siempre,

en cualquier carretera sin destino. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Irene Sánchez Carrón

HOMENAJE AL ESCRITOR  SUIZO, UNO DE LOS MÁS IMPORTANTES AUTORES EN LENGUA ALEMANA DEL SIGLO XX

“TURIA” TAMBIÉN PUBLICA TEXTOS INÉDITOS DE  MAHVASH SABET, AMÉLIE NOTHOMB, VICENTE MOLINA FOIX Y PATRICIO PRON

 CANCELADA LA PRESENTACIÓN EN EL GOETHE INSTITUT DE MADRID

El gran escritor suizo Robert Walser es el principal protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Un homenaje colectivo que le rinden un total de dieciséis autores españoles y suizos y que reivindica el interés y la actualidad de un autor fascinante y más allá de las modas. TURIA pone en valor la figura y la obra de Robert Walser a través de un espectacular monográfico que contiene más de 150 páginas de textos inéditos. También se da a conocer un poema original de Walser, así como una interesante selección de su correspondencia nunca publicada en España.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Era el año 1999, o el 2001; acababa de cumplir veinte años, o estaba a punto. Mi amigo el escritor Daniel Barredo y yo jugábamos a los poetas: vestíamos de gabán y bufanda blanca, el pelo tirando a largo, sobrios casi nunca, cigarrillo siempre. Por aquellas fechas, escuchábamos hasta el agobio un poema de Luis Antonio de Villena que el propio autor había colgado en formato de audio en su página web. El poema en cuestión, bellísimo y extenso, narraba las peripecias de un enigmático personaje austriaco llamado Paulik. Entre otras muchas cosas, decía lo siguiente:

 

Paulik era tan hermoso,

tan increíblemente bello,

que no fue necesario enseñarle las técnicas del óleo,

las vidas de Plutarco o el alma de Strindberg...

 

Estrínver. Yo lo pronunciaba con petulancia, echando el humo del Lucky Strike con un gesto falsamente amanerado, como si supiera de quién se trataba. Era una palabra potente, lejana, sonoramente poderosa: estrínver. Supongo que serían varios factores: lo muy culturalista del poema, mi juventud, mi ignorancia. La inmediatamente anterior referencia a Plutarco, a quien tampoco conocía y que me sonaba a helénico y a muerte. O mis pesquisas en un recién inaugurado Internet: “August Strindberg, escritor y dramaturgo sueco nacido en 1849…”; sólo sé que, de pronto, aquella sensación difusa e incómoda, aquel desasosiego que llevaba ya algún tiempo viajando alrededor de mi cráneo, ganó sentido y se materializó en mi mente. Fueron varios factores, pero fue sobre todo esa palabra, estrínver, tan alejada de mi comprensión y mi dominio. ¿Cómo un chaval del sur de Madrid, cuyo sueño, escasos años antes, había sido debutar como delantero centro en el Moscardó, iba a ser capaz de entender la literatura de un dramaturgo sueco del siglo XIX que, para colmo, se llamaba Estrínver? ¿Cómo me iba a atrever siquiera a degustar las mieles sobrantes de su complejísimo pensamiento? Mucho mejor seguir leyendo a Quevedo, a Paco Umbral, a Rosalía de Castro, que eran unos escritores estupendos y que tenían unos nombres que no parecían atesorar unas cosmovisiones de las que nunca sería capaz de participar.

 

Así seguí durante un par de años, entregado al prejuicio del sonido, hasta que unas lecturas de Charles Bukowski, sugeridas por algunos amigos de fiar, empezaron a modificar mi opinión. ¡Pero si se dedica a hablar de tipos normales, de borracheras y de relaciones amorosas de una noche! Mucho más difícil era Pedro Calderón de la Barca, que tenía un nombre y un apellido de andar por casa pero que no se andaba con pequeñeces. O Lorca, ese fácil bisílabo que encerraba unos meandros y unas turbulencias que, poco a poco, comenzaba a distinguir.

 

Me puse manos a la obra. Cogí la lista de los Premios Nobel. Maurice Mauterlinck: con ese nombre, cualquiera se atreve. Pero... ¡si resulta que tiene un libro que se llama “La vida de las abejas”! No será para tanto. Winston Churchill... ¡si es el político! Isaac Bashevis Singer. Yasunari Kawabata. Knut Hansum: ¡pero si habla del hambre, como casi todos! Me di cuenta de que esos nombres tan fascinantes y tan ajenos no querían decir nada; era mi sinestesia y mi imaginación la que los elevaba a la categoría de semidioses, la que los situaba en un estadio que pensaba inefable y que, felizmente, resultó no serlo.

 

Fueron llegando lecturas de autores que muy poco antes me eran temibles, novelistas con los que no me había atrevido por el simple hecho de tener unos nombres incomprensibles y a los que atribuía una escritura mucho más cercana al pensamiento abstracto que a la pura narrativa. Así llegó Guy de Maupassant y su Horla. Fiodor Dostoievski y su Raskolnikov. Guillaume Apollinaire y sus Once mil vergas. Nathaniel Hawthorne y su Wakefield. Y, cómo no, Strindberg, el gran dramaturgo sueco nacido en 1849 Johan August Strindberg.

 

Todavía hoy, cuando descubro a algún autor de nombre rimbombante, experimento un breve pánico y me acuerdo de ese joven de veinte años que le tenía miedo a la palabra extraña. Pero he acabado por superarlo: Michel Houellebecq, Ferenc Karinthy, Joyce Carol Oates, Gregor von Rezzori, no os tengo miedo. He vencido al sonido y al complejo. Quién sabe en qué neuronas, en qué lugar del alma residirá esa rémora: algún día, quizás, la neurociencia tenga algo que decir. En cualquier caso, si de repente me diera por aprender a tocar un instrumento y dedicarme a la música, creo que preferiré presentarme con un nombre sencillo como Bob Dylan que como Robert Allen Zimmerman, también os digo.

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

25 de mayo de 2020

Con estos Pasos mínimos pero rotundos que da José Antonio Conde en su nuevo libro de poemas leemos a un autor más cercano y accesible que en anteriores entregas, más volcado en el espinoso problema de la identidad, más reflexivo acerca del difícil camino que configura una voz, más consciente de ser un yo poético en continuo devenir. “Rumor de ser”, anuncia Conde en el segundo poema, ser a través de un lenguaje que no llega a definir, un simple acercamiento al aquí y ahora, ese momento vivido que posee, como el poema, múltiples lecturas, diferentes posibilidades que lo reescribirán en cada lector, con un sinfín de confluencias y desencuentros. La palabra poética es, en este sentido, “tránsito” y “hueco”, soliloquio que subraya el peligro de no ser, una pérdida de esperanza o un resto al que te aferras para no hundirte en la indiferencia.

Un paso mínimo es, según esta lógica discursiva, tan solo un acercamiento, nunca definitivo, necesariamente incompleto, el signo que pueda poner por escrito lo que uno es. Conde se sitúa, como no podía ser de otro modo, en la intemperie, en las afueras de una palabra que busca inventar, reinventar y reinventarse desde la incertidumbre, también desde la necesidad de que hay que llegar a ser “algo más que una duda”. La realidad, ese monstruo de las mil caras, se presenta para ser convertida en ficción, en escritura sublimada, una forma de supervivencia que devuelve de continuo a la incertidumbre.

La escritura, la palabra, es lo que se acerca, lo que no se elige, algo sobrevenido que se impone como un hallazgo y que acabará configurando, con sus trampas y sus fragmentaciones, la memoria del poema, una huella imperceptible. Este lenguaje poético, que José Antonio Conde martillea en sus posibilidades con cada nuevo libro, surge de una voluntad firme, de un deseo inequívoco, y también de una dificultad desmedida. Es un acercamiento, un yo incompleto a la luz y a la sombra del poema. El lenguaje, al fin y al cabo, no deja de ser un reflejo, una insistencia en los matices, un punto de partida para lo nuevo o sencillamente renovado.

La poesía de José Antonio Conde, inconfundible en sus propuestas, siempre se ha caracterizado por un diálogo de la forma y esta vez declara conocer sus causas y sus consecuencias, un hecho que implica, entre otras cosas, “aceptación”, “desengaño”, “andadura”, “acto interminable”, “distancia”, “resistencia” y un aprendizaje de lo fugaz que el autor siempre ha manejado con maestría. Desnudez, que no sencillez, así es su poesía, mínima, sincrética y esencial. En este libro queda a un lado el simbolismo hermético que definía a otros títulos anteriores para hacerse visiblemente más reflexivo. La ruptura entre signo y significado que antes parecía consciente es ahora sobrevenida. Un estilo, una estética, es una forma de decir que no se elige, un camino personal hacia un “saber oculto”, el modo de desentrañar la realidad propia mediante el desbroce de las evidencias.

Si la poesía es trayecto, palabra que tiende a un fin, lo esencial que deshace las incertidumbres, signo que debe estar “más allá del signo”, estos Pasos mínimos quieren poner por escrito el curso de lo vivido. Es una obligación impuesta. La referencia a la escritura como viaje es constante, un conjunto de momentos fugitivos en continua mudanza; la voz es “tránsito”, “rumor”, “eco”, “huella”; la palabra, río, “cauce equivocado”, “tormenta” y “desprendimiento”, “grito y escolio”. Las sucesivas alusiones a este camino que es la escritura repiten una y otra vez la dificultad de retener lo esencial, un hecho que sin embargo ha sido siempre norma en la poesía de Conde. Hay una cierta idea de solipsismo lingüístico, una pérdida de fe en la capacidad que tiene el lenguaje de decir algo cierto sobre las cosas, una noción reiterada, por otra parte, en un buen número de poetas contemporáneos.

La paradoja, en este caso, se da en un Orfeo que no mira hacia atrás o que, después de haber mirado, una vez convertido en estatua de sal, asume esa condición y se sabe arrojado a la incertidumbre del poema. “No basta Eurídice”, avisa Conde, avanzar es vencer los obstáculos de la mirada, saber que la certeza está en el origen, lo uno que se constituye en forma y sentido. Su Arcadia particular, esa escritura ideal que nunca llegará pues está condenada al fracaso por naturaleza, recupera la estética romántica, es lo acorde a sí mismo. Solo se retorna avanzando. Por eso la palabra nunca dejará de ser “promesa”, “lastre”, “testimonio”, “referencia”, “ceniza”, “intuición”. La vida se comprende en su movimiento, en su carácter circunstancial. La altura de la poesía está en su profundidad. He leído a pocos poetas que sean capaces de hacer de esta máxima un momento intenso. José Antonio Conde es uno de ellos.- JUAN ANTONIO TELLO.

 

José Antonio Conde, Pasos mínimos, Ocaña, Lastura, 2017.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Juan Antonio Tello

25 de mayo de 2020

Firmándola Jean Echenoz, ese gran escritor francés actual, esta novela, la última que aparece (por ahora) traducida, es algo, o mucho más, que una de espías, que también lo es. Es, sí, o también, una parodia del género, pero ojo con hacer de la palabra “parodia”, un lugar común; o si lo es, si se quiere ver así, que sea una parodia, es una inteligentísima novela de espías, con todos los matices que se quiera, y enriqueciéndola -Enviada especial, la novela- con una sutilísima línea de humor. Los lectores fieles de Echenoz recordarán seguro otra novela, Lago (1991, 2016, Anagrama), en la que ya trataba este género de espías, quizá de forma más disparatada, y con un humor de mayor calibre, que esta que nos ocupa. Así que, vayamos por partes. Uno como lector no vive nunca en una cápsula de aire, aislado, y uno desde su capricho, y desde su juego de dados con el azar, se ha encontrado, en este caluroso mes de julio, cuando la envío a la revista, cumpliendo los plazos establecidos, leyendo a Echenoz a la vez que disfrutaba (re)leyendo a Boris Vian y  a  Jean-Patrick Manchette, esos dos estupendos escritores que, siéndolo ambos, escritores, han engrandecido desde siempre la novela policiaca a la manera francesa. Pues lo mismo ocurre con esta novela, una de espías, del gran Echenoz, un autor emparentado con, entre otros, dentro de la órbita del país vecino, Pierre Michon (por cierto, a Michon le entrevistan en el canal francés internacional TV5, que la protagonista femenina de la novela encuentra en la capital de la hermética Corea del Norte, a lo de Corea voy enseguida: lo de TV5 no sé si es sano y añejo chauvinismo, Echenoz sabrá, pero al parecer se ve en Pyongyang). Echenoz  es autor de un buen número de novelas largas y, muchas, cortas, muy abundantemente publicado en España (en Anagrama, sobre todo) y en mi reciente memoria de lector está esa trilogía -estupenda- de vidas noveladas dedicadas a Ravel -el músico-, al corredor checo Tras el Telón Zátopek -Correr- y al desdeñado y recuperado Hombre de Luces, Tesla -Relámpagos-, además de una brevísima y hermosísima historia sobre la Gran Guerra -14: no cabe más precisión minimalista…-. Estas, en fin, han sido mis lecturas de Echenoz más recientes, en la fresquera me quedan otras, aguardando la ocasión propicia, hasta encontrarme, ahora, con esa sutil y elegante novela de espías, no excesivamente paródica -que sí- y levemente humorística -que también. ¿Y Manchette y Vian? No tiene esta de Echenoz la violencia y la rabia de las de Boris Vian, ni la carga política de las de Manchette, pero de los dos algo tiene, sí, Enviada especial. Una novela que, como las clásicas del género -insisto, una de espías-, sigue más o menos la plantilla que está obligado a usar, para desde la primera página no dejar de ser Echanoz, de ir por su cuenta. Se nos muestra, sí, una leve intriga, una cierta -y disparatada, acaso inverosímil, también- operación encubierta de los servicios secretos franceses, o un empecinamiento de un general de esos SSF que aspira a hacer méritos sin encomendarse ni a dios ni al diablo -ojo, que esto no es un spoiler-. Tal vez a Echenoz del género, de los servicios secretos, de las operaciones encubiertas le atraía lo disparatado que ayer y hoy se esconde tras el mundo del espionaje: uno, este lector, el que no vive en una campana de cristal, ha sido muy partidario, estos meses de atrás, de las dos temporadas de Oficina de infiltrados, las peripecias de los servicios secretos franceses “en tiempo real” en Siria e Irán: una serie estupenda, un auténtico succès televisivo en Francia. Pues bien ese sutil humor, convenientemente subrayado y nada grueso, que uno veía en esa serie, lo encuentro, magnificado por el oficio literario de Echenoz, en esta estupenda novela. Una novela que tiene tres partes, la captación del personaje femenino para que haga de matahari en Pyongyang, el secuestro-preparación de la misma y la puesta en escena de sus encantos allá lejos, en la capital norcoreana. Echenoz utiliza ciertas (mínimas) convenciones del género para manejarlas en su terreno (literario). Le interesa más el ir y venir de sus personajes literarios por París, que la acción puramente aventurera. Y ciertamente ninguno del elenco tiene papel (insignificante) sin palabra de relieve. Todos, gracias a la pericia del autor, quedan atrapados en la tela de araña del lector o más bien este queda atrapado en la de Echenoz. Este se nos presenta todo el rato a pie de calle, literalmente a pie de obra, mezclándose con sus personajes, como si fuera uno más, omnisciente, eso sí, al modo decimonónico, quedándose ora con el lector, ora con uno de los personajes, al que le toque la china. Este acercamiento algo forzado –algo: hay que decirlo- le sienta bien a la postre al texto, levemente parodiado, como si Echenoz se burlara de las convenciones del género. Este carácter paródico, este uso, que no abuso, del humor se muestra más claro y evidente en la apoteosis final, la frustrada –y no digo más, que vivimos en tiempos de spoiler- operación norcoreana. No sé si Echenoz conoce de primera mano Corea del Norte, si ha estado allí, o se ha documentado a fondo, pero describiendo esa realidad, ese artificio de país, parece como si se hubiera divertido ante tanto disparate a mayor gloria del Nietísimo, el Líder Supremo (también es verdad que ayuda mucho a tanta risa esa pareja tan tintinesca, con algo de Hernández y Fernández, que son los dos guardaespaldas de la matahari inmovilizados por las estrictas normas norcoreanas). Estas páginas, por cierto, me han recordado mucho un viaje tolerado, organizado y controlado que realizó el escritor portugués José Luis Peixoto a aquel país y que con el título de Dentro del secreto. Un viaje por Corea del Norte editó no hace tanto Xordica Editores. En el libro de Peixoto, como en el de Echanoz la realidad es mucho más paródica que la ficción. Y de esto trata, entre otras cosas, esta novela, una de espías. No solo.- JAVIER GOÑI

 

 

 

Jean Echenoz, Enviada especial, Barcelona, Anagrama, 2017.

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Javier Goñi

25 de mayo de 2020

Uno conoce a pocos tipos tan endiabladamente versátiles como David Trueba. Como hombre de cine, ha escrito guiones para otros directores (Amo tu cama rica, Los peores años de nuestra vida, Two much, La niña de tus ojos…) y ha dirigido películas como La buena vida, que ya ha cumplido más de veinte años, Obra maestra, Soldados de Salamina, Bienvenido a casa, La silla de Fernando, Madrid 1987…, hasta llegar a Vivir es fácil con los ojos cerrados, que ganó seis Goyas -entre ellos el de mejor película y mejor director- y que es una de las más hermosas películas españolas de los últimos años. Es también un hombre de televisión, para la que ha realizado distintos programas y series, como aquel recordado “El peor programa de la semana”, que dirigió junto con José Miguel Monzón, El Gran Wyoming, o la serie “Qué fue de Jorge Sanz”, la mejor serie española de televisión de todos los tiempos en opinión de la mayoría de los críticos. Es asimismo un hombre de prensa, pues ha escrito mucho en los periódicos y desde hace años ejerce de colaborador en El País, con una columna semanal que tiene miles de seguidores. Y es, en lo que ahora nos interesa, un grandísimo escritor y narrador, que ha publicado hasta la fecha cinco novelas, todas ellas en Anagrama: Abierto toda la noche, Cuatro amigos, Saber perder, (que obtuvo el Premio de la Crítica y fue para “El Cultural” de El Mundo el mejor libro del año), Blitz y esta maravillosa Tierra de Campos, que es sin duda su libro más ambicioso y que va a consagrar definitivamente a David Trueba como uno de los más grandes escritores españoles.

Tierra de Campos comienza con un coche fúnebre en la puerta de la casa del protagonista, Dani Campos -o Dani Mosca, como también se le conoce por haber formado parte del grupo “Las Moscas”-, un músico, cantante y compositor de 45 años, que ha obtenido un cierto reconocimiento a su trabajo, ha grabado diez discos en treinta años de carrera, y algunas de cuyas canciones han llegado a ser grandes éxitos en las voces de intérpretes como Luz Casal o Ana Belén. Dani, que ha sido también telonero de Joan Manuel Serrat en una larga gira, va a iniciar un viaje en ese coche fúnebre para cumplir el deseo de su padre y llevarlo a enterrar a su pueblo natal, Garrafal de Campos, en la comarca castellano-leonesa de Tierra de Campos. A lo largo de ese viaje y en compañía de Jairo -el chófer ecuatoriano que conduce el coche fúnebre, un tipo simpático y parlanchín que acabará convirtiéndose en uno de los grandes personajes de la novela-, Dani repasa su vida, desde su infancia y adolescencia hasta esos mismos días, y recuerda a sus amigos, sus amores, su pasión por la música… y nos entrega un daguerrotipo perfecto de cómo fue la vida de tantos y tantos músicos españoles a partir de los años ochenta.

De haber sido una película, Tierra de Campos estaría en la línea de las grandes comedias de la historia del cine, ésas entre las que por ejemplo “El Apartamento” de Billy Wilder o “El Verdugo” de Berlanga son el buque insignia. Es decir, el humor sí, pero con un fondo de melancolía, de amargura o incluso de tragedia. Y no solo el humor por el humor, que eso no le gustaba a Rafael Azcona ni nos gusta a sus muchos admiradores, sino el humor como vehículo para transmitir unas ideas, unos principios y unos valores. ¿Cuáles son las ideas y los valores que nos transmite Trueba en esta novela? Pues bastantes y variados. Por ejemplo, la estrecha relación entre la vida y el arte, la imperiosa necesidad de construirnos una identidad, la fuerza imparable del amor y el deseo, la lealtad en la amistad, el amor a los padres, o el coste a pagar, a veces atroz, de la vida libre, desinhibida y desordenada de muchos músicos y artistas de aquellos años.

El libro tiene dos capítulos, o dos grandes partes, como si se tratara de las dos caras de un viejo disco de vinilo: la cara A (que comienza con los recuerdos de la infancia y la creación de “Las Moscas”, pasa por la revelación del gran secreto del libro y la pasión por Oliva -que fue su primer gran amor-, y termina trágicamente con la muerte del mejor de sus amigos) y la cara B, con el viaje al pueblo para enterrar a su padre, su carrera en solitario como Daniel Mosca y el amor por la japonesa Kei.

Tierra de Campos se asienta sólidamente sobre seis grandes pilares: la importancia de la infancia y la adolescencia como etapas de formación y aprendizaje; la relación del protagonista con sus padres y el descubrimiento de un secreto que le dejará conmocionado; el descubrimiento de la música como razón de vivir y como oficio del que vivir; su biografía sentimental, con un largo inventario de pasiones y amoríos; el valor de la amistad, que hará que tres amigos que se conocieron en el colegio sigan juntos hasta que la muerte de uno de ellos rompa esa relación; y la fuerza insondable y devastadora del amor, con dos relaciones apasionadas como son las que Daniel mantiene con Oliva y Kei.

Una de las principales características del libro, como ya hemos dicho, es el humor, que recorre todas sus páginas. Veamos tres ejemplos: acaba de morir el padre de Dani en el hospital y llega del pueblo la tía Dorina. Ésta dice desde la puerta de la habitación: “¿A lo mejor no vengo en buen momento?” Parece una frase extraída de un guión de Rafael Azcona para Berlanga, y no es difícil imaginar a Rafaela Aparicio o a Gracita Morales interpretando el papel de la tía Dorina. En otro momento, Jairo está explicándole a Dani su vida como empleado de la funeraria, y le cuenta cómo una vez, en un entierro, había una corona que no tenía bien estirada la banda y en lugar de leerse “Tus familiares nunca te olvidaremos”, se leía “Tus familiares te olvidaremos”. Jairo la estiró y comentó: “mejor que se lea bien, que no es día para ponerse sinceros”. Y en el homenaje que se le tributa en el pueblo, cuando Dani trata de convencerles de que no tiene méritos para que le pongan su nombre al Centro Cultural, la mujer del alcalde le corta: “ya nos gustaría que Madonna fuera hija del pueblo, pero esto es lo que hay”.

Y el libro tiene también muchos momentos de ternura, de melancolía y de amargura (el recuerdo que hace Dani del beso de buenas noches de su madre y cómo y en qué momento se perdió), y está lleno de agudas reflexiones, de esas ideas y valores a los que antes nos referíamos: “No le pidas a tu amigo algo que tu amigo no pueda darte y tendrás amigo durante muchos años. Nunca intercambiemos la sangre de nuestros pulgares”, “Nunca trabajes para ricos. No conocen el sacrificio que cuesta ganar dinero” o “Aún no sabía que es más fácil perdonar a los enemigos que a los amigos”.

Una novela redonda, esta Tierra de Campos. Una obra maestra.- JOSÉ LUIS MELERO.

 

David Trueba, Tierra de Campos,  Anagrama, Barcelona, 2017.

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Luis Melero

25 de mayo de 2020

                        

En compañía, Brueghel era divertido

 y le gustaba asustar a la gente o sus aprendices

 con historias de fantasmas y cientos de otras diabluras

Carel van Mander

 

El pintor despertó con la cabeza pesada. El sopor era como un mal vino, le enturbiaba la mente. Sentía el cuerpo impregnado todavía de un olor agrio. Sobre todo, lamentaba haber gastado dos monedas de esa forma. Ahora tendría que darse prisa en acabar otro cuadro en medio de la neblina de sus ideas. Se figuró que alguien le ponía los puños en las sienes y apretaba para hacerle daño. Las pinturas campesinas siempre se pagaban bien. Se sentó a pensar junto a la ventana. Veía incordiar las moscas allá en el cielo opaco del norte.   

El camino cruzaba entre campos de paja corta y enteramente dorada. Al caminar saltaban las piedrecillas en el suelo y volaba algo de polvo: un polvo sucio y blanquecino. La camisa del carnicero, limpia por la mañana, tenía lamparones a causa del vino, del sudor y del capricho de escupir continuamente al suelo. Además estaba su buen apetito: hiladas de la sopa de ajo y judías del almuerzo habían resbalado de su boca antes de gotear por la camisa.

Ya no era el calor del mediodía, pero aún cansaba el sol. Gemían los pasos. En el cielo firme, los pájaros cruzaban planos y melancólicos como hachas, abriendo surcos en el aire justo encima de los campos arados. La saliva se anudaba y se agarraba a la boca. La lengua en cambio estaba inmóvil como un sapo. Al fondo, poniendo oscuridad en los ojos, sobresalían las curvas alegres de unas colinas. Y no era sombra, sino el color de la tierra por la podredumbre y la humedad, el barro de hojas descompuestas y la penumbra, donde paseaban las arañas. Allí había encuentros al llegar la noche.

El carnicero era un bruto jovial que ya empezaba a echar carnes. Andaba animadamente y cantaba porque su voz hacía volver la cabeza a las mujeres de las granjas y seguirlo con ojos redondos y dóciles de vaca.

Bajo el sombrero de paja, su brillante pelo castaño se apelmazaba al cráneo. Si salía al paso algún perro, lo pateaba. Miraba las franjas rosadas del terreno y las moscas en las cintas de plata de las acequias. Respiraba con satisfacción. La primera bocanada de bruma le hizo mirar al cielo, donde se encendían los bordes de las nubes. En una de las casonas desperdigadas distinguió la superficie bruñida de dos culos. Los campesinos, arrimados a la ventana del cobertizo, charlaban y cagaban sobre la charca. Era alegre y plácido.

El carnicero quería acercarse a la feria anual de ganaderos para curiosear y ver a cuánto vendían las piezas. Al pueblo ya no llegaba esa misma noche, pero conocía una posada en el camino. Sería cuestión de madrugar la mañana siguiente con el alba.

En un lateral aparecieron los tallos cabizbajos de los girasoles que tanto abundan por la zona. El sol caía y los ruidos llegaban todos desde lejos, traídos por el airecillo del crepúsculo. Ya no se distinguían las cercas donde los perros ladraban y la silueta de los árboles se iba haciendo más y más negra. El carnicero solo vio a un tipo meando contra una cerca con los pies amordazados por los calzones. Pensó en acercarse y mear sobre él, pero llegaba ya a la posada y estaba de buen humor.

En las alforjas sonaban las dos monedas que dos jóvenes ignorantes le habían pagado esa mañana por diez onzas de carne podrida. Recordar el timo le hacía reír y cantar. El carnicero silbaba y gritaba a plena voz si se acordaba de la letra. Así se hace en la impunidad del campo. De rato en rato ponía los brazos en jarras, avanzaba ligero una pierna y brincaba. ¡Y con qué gracia! La gente solía opinar que era un buen y alegre muchacho.

En el cielo terminaron de apagarse los fuegos de la puesta. Las nubes formaban una cortina turbia colgando ante la luna; debajo, los campos llanos como la palma de una mano. Ahora, todos pálidos, se parecían poco al amarillo de hace unas horas. Gris y confuso, el paisaje llamaba a las lechuzas y sus largos gemidos.

El carnicero pensaba en alcanzar la posada para comer y beber, y en nada más.

Había llegado a los cuarenta años aún lleno de apetitos y fuerte. Degollaba a los animales de una sola cuchillada. En invierno, su último aliento era una niebla flotante cuando se derrumbaban. Además tenía un reñidero de gallos. Las calzas amarillas le caían bien todavía, a pesar de que engordaba. Siempre había estado orgulloso de sus muslos y por eso le gustaba enseñarlos a las mujeres después de meterles las manos tan a gusto por sus camisas de blonda.

El sombrero de paja estaba viejo y lleno de ventanas al cielo puro de la noche. El carnicero apretó la marcha por los campos lisos. Cielo, tierra y brotes eran como una mujer que pesa pero es agradable encima de uno. Las estrellas acariciaban el aire de terciopelo. Los hierbajos ya no se podían distinguir. Arañaban las pantorrillas del carnicero. Primero oía troncharse las ramillas de espino contra sus piernas, inmediatamente le trepaba un escozor bien placentero. No era oscuro el viento que hinchaba su camisa mugrienta, sino tibio como la tripa de un animal.

El horizonte se apoyaba en una celosía de arbustos y matas. Por fin, a un lado del camino descubrió la posada de piedra gris y remates de madera. A la entrada había un banco y en él un viejo arrodillado descansaba el pecho. Tenía los brazos abiertos como un crucificado y las mejillas descarnadas. Estaba quieto y muy pálido en su piadoso retiro. Si hacía penitencia o se había dormido no le importó al carnicero cuando le dio un puntapié en las costillas. Ululaban los perros. Entró.

Tres tipos estaban en una de las mesas, haciendo puñetas con las manos. El posadero y su ayudante cargaban unas angarillas llenas de comida. El dueño iba detrás con un cucharón de madera metido en el sombrero, que era de ala remangada. Se frotaba la mano en el delantal por un lado y por otro, y luego lo usaba para servir remetiendo el brazo y liándose la tela alrededor. Una cortina recia cerraba el paso a la cocina. Por la sala había jarras tumbadas e hilillos de vino corrían sobre la madera. El carnicero se sentó. Vio luz huidiza en las lámparas.

El primero en hablar fue un hombre con el sombrero y el traje guarnecidos de gamuza vieja. Llevaba barba, pero se afeitaba cuidadosamente los carrillos y el bigote. Era un negociante que también se dirigía a la feria de ganado.

–Amigo, ¿no habrás visto a un lisiado por el camino? ­–dijo.

El carnicero negó.

–Estamos esperando al Juanón, uno que lleva los pies a la espalda –añadió jocosamente el segundo, con bolsas en los ojos, afeitado casi hasta el cráneo y coronado de bocio. Era del pueblo–. Palabra que se arrastra como una culebra, de pechos en el suelo. Se quedó así porque le pasó un carro por encima. El desgraciado camina con una especie de caballetes que agarra con las manos. Pero te mueres de risa cuando menea los deditos por encima de la espalda, lo mismo que un gallo meneando las plumas del trasero.

–Le gusta beber ­­–terció el que quedaba, que tenía una costra negruzca en vez de dientes–. Solo que no sabe cómo sentarse a la mesa.

Enseguida comían y brindaban todos alegremente.

Para servir y ayudar en la cocina había, cómo no, una muchacha. Se sentaba aparte, con una jarra a los pies, por si alguno echaba de menos más vino. El vino lamía el interior de la jarra y sonaba como lengüetazos cuando ella la apoyaba sobre el vientre. Estaba sentada y se rascaba las piernas echándoles salivazos y untándose la piel con esa baba reluciente a causa de las luces. Era como poner miel en un pan de miga fresca. Con la cabeza reclinada, los mechones de un pelo negrísimo le tocaban el pecho y dos teticas finas asomaban al escote. Tenía en las uñas un arcoiris negro.

El carnicero le tiró un hueso al del bocio, y entonces se dio cuenta de que era tuerto.

–Una vez le jugué una buena a un cocinero, que iba a casa del conde nosequé en Namur. Como él tampoco se daba cuenta de que soy medio ciego, le aposté una partidita de tabas con un ojo tapado. Tres camisas le saqué –y con una reverencia muy seria, el tuerto canturreó “Perdone su señoría si el cocinero de su Gracia enseña la pelambre del pecho”.

Hubo buenas risas, toses y esputos de ave mezclada con el tinto. En la pared mancharon unas gavillas de trigo trenzadas para adorno.

La muchacha levantó unos ojuelos oscuros y picarones. Ante eso el carnicero fingió con muchísima gracia que se ruborizaba como una doncella, haciendo toda clase de melindres y tonterías. Finalmente le dedicó un guiño, con unas gotillas de grasa temblándole en la barbilla.

El tuerto era hablador: “Yo, si la señora me permite, es mi ocasión de mojar mis penas. Amigos, me he casado como un hombre de bien y no he visto hora buena desde entonces. No he sido más que un desgraciado sin un momento de alegría”. Se acabó la jarra de un solo trago.

El negociante dijo:

–Las mujeres son como animales y, a más viejas, más bestias –Guiñaba los ojos­–. Ved lo que pasó en mi hacienda. Tenía yo un criado fuerte y buen trabajador, pero como era feo de cara y algo simple, se daba el caso de que no encontraba esposa ¡Cuántas veces venía el pobre muchacho a quejarse! Es como si lo viera aquí mismo. Pues en esto que un día en el camino le dieron un alto unos salteadores y solo por divertirse, porque el desgraciado no llevaba nada encima, le cortaron la lengua y le saltaron encima de la cabeza. Al menos eso creímos entender por sus figuras de loco. Ni que decir tiene que se quedó tonto del todo, babeando y con las manos colgantes. Desde entonces, amigos, las criadas viejas y la despensera se lo llevan bajo los chopos prometiéndole cualquier chuchería, un dulce o cintillo, que cualquier cosa vale para servirse de él. “Como no habla y de nada se entera”, dicen, “no se hará lenguas del desliz.”

El de los dientes podridos añadió: “Eso es porque no les sirven idiotas a medias, los quieren enteros”.

Estaban tan congestionados que se reían sin voz, resoplando. Todos juraron a su turno que las mujeres se merecían mano dura y pocas contemplaciones. El tuerto prometía, en cambio, que él a su esposa no le pegaba nunca, salvo cuando estaba sobrio.

Las moscas se apareaban sobre el pan del cestillo. Rastros de tizne, huesos y cartílagos nacarados como ostras manchaban la madera de la mesa. Brillaba el pringue de la salsa. En la mesa las nerviaduras de la madera buscaban abrazarse.

El aldeano de dentadura podrida se rehundió en la silla y acurrucó la cabeza como un palomo. Bajo la camisa sobresalían sus piernas desnudas porque no vestía otra cosa. Él mismo descubrió sus vergüenzas colgando, y con sorpresa que era alegre y era también afectuosa, se las meneaba, solo por vérselas mover.

–Compañeros –musitó–, no os creáis otra cosa. Con el beber la amiga mea mucho, pero corre poco.

Al estallar en carcajadas, el carnicero sentía vértigo y se mareaba. También quiso contar una historia:

–En mi lugar hay una buena moza, redondita como una manzana. Quiso su padre casarla con un molinero, y el caso es que ella le tomó más afición al aprendiz de molienda que a las harinas y las barbas nevadas del marido. “¿A qué te vas ahora al molino?”, le decía el molinero al sinvergüenza del aprendiz. “Se atascó la corredera”, contestaba, o bien: “Es la tolva, que no quiero que se ciegue”. La esposa, que entre tanto esperaba en la tiniebla del molino, a poco no se contenía la risa que le daba el asno del marido. Y de verdad que era una mujercita muy fina y apetitosa.

El carnicero le hizo una galantería a la muchacha: le rindió un alerón de pollo que tenía agarrado en la mano y meneaba en el aire al hablar. Continuó:

–Un día desapareció el aprendiz, sin darle aviso siquiera a su anciana madre, con la que era muy afectuoso. Todos pensaron que el marido lo había ahogado como a un gato y que yacía enterrado en campo abierto. Hay que ver cómo lloraba la “viudita” y cómo cizañeaba la vieja: “¡Me han matado a mi hijito! ¡Justicia con el molinero!”. En éstas estábamos, y el viejo con un pie en la horca, cuando regresa el aprendiz, vivito y tan ufano. Una viuda de otro pueblo lo había querido para ciertos... útiles que necesitaba que le lubricasen, y el chiquillo acudió sin decir nada porque era de natural discreto y servicial. El caso es que el marido se puso tan contento de verlo sano y de salvar el cuello, que le decía: “ Juanillo, ven, que se me atascó la corredera”, “Juanillo, la tolva, que no me corre”. De ahí veis que para volver más llevadero el pecado, lo que hay que hacer es pecar más.

Los tres apreciaron el cuentecillo. “Hay que cobrarle caro el pescuezo a maese Pedro Botero”, terminó el de los dientes negros, que después de todo lo que había comido se acababa de encaprichar de unos huevos.

Brindaron.

Otro comensal, que llevaba un gorro verde y tenía una verruga surcada de venas, salió a mear, meneando las garrillas ligeras y murmurando: “que se me va, que se me va”. Los ecos de sus pasos sobresaltaron el patio. Era noche cerrada y en las acequias nadaban las estrellas. Un soplo fresco venido de fuera dobló las llamas de las velas y torció de golpe la luz. Se podía sentir un cierto tufo y opresión.

El carnicero vio acercarse las mejillas bailonas del tuerto. Le puso una mano en el hombro porque con la otra quería tener sujeta una jarra de vientre mellado. Respiraban asqueados uno muy cerca del otro. El tuerto abarcó al ausente con sus cejas: “Ahí donde lo ves, lleva gorro por un buen motivo”. Su tono tenía muchísima intención. Hasta la joven se inclinó, intrigada.

–Su madre sabrá lo que hacía con el porquero cuando se escapó un cerdo y le comió la oreja en la misma cuna.

El carnicero lo encontró una gran cosa: el mordisco de un marrano en la oreja.

–El cura resulta que cuando iba a estirarle de la oreja al crío, se encontraba con el muñón. ‘Ya tengo bastante castigo, padre’, le decía el muy tunante. Pero el señor padre, que había sido muy bruto en sus años jóvenes, le daba en la frente diciendo: “¡Ah, hi de puta puta!”.

Regresó el desorejado, y la alegría se diluyó un poco. El carnicero quería levantarle el gorro verde para ver el muñón de oreja. Vinieron los eructos vinosos, sobrevino una cierta pesadez. Los huevos se enfriaban en la fuente de barro: espumosos y tibios.

El carnicero empezó a mirar dentro de su jarrita de metal, irritándose porque su ojo se bañaba en las sombras perpetuas que había dentro. Mientras el carnicero la meneaba, la luz besaba el metal de la jarra. El tuerto inclinaba la cabeza y en cuanto al negociante, a ése se le caía la barbilla sobre el pecho. Tenía el rostro congestionado y los párpados blandos como la carne de una almeja.

El aldeano sacó una cajita de los pliegues de su ropilla. “Son frutas confitadas”, dijo, pero era más bien una baba de azúcar prendida del fondo de la cajita.

Se figuraron que la había robado.

A continuación el aldeano, con una cereza dulce entre los labios, llamó a la muchacha intentando en vano que se la tomase de la misma boca, porque había visto hacerlo a los pajarillos menudos del campo. Fruncía los labios y hacía como si le dedicase tiernos besos de ave. Sonreía con el pico inmóvil y agitando sus patitas de canario. Entonces asomaban los dientes negruzcos y sanguinolentos como las entrañas de un pez. Nadie pudo resistirse: era lo más repugnante que habían visto. Ante la indiferencia de la muchacha, el carnicero agarró el cráneo del aldeano con las dos manos y le dio de sopetón un sonoro beso. La juerga fue completa: hacía tiempo que no se divertían así.

Cuando el carnicero decidió acostarse, la joven le precedió para alumbrarle el camino. Llevaba una cinta que arrebujaba su falda bajo el culo. Cada paso suyo descubría unas pantorrillas firmes y tensas y hacía temblar un gran cerco de luz por los escalones. Las paredes, de piedra pobre, recibían sus sombras. Ante la puerta del cuarto los ojos de ella se reían y un mechón caído le arañaba la boca. El carnicero deseó acariciar con intensidad la medialuna de su cráneo hasta la nuca.

–Te daré dos monedas si pasas la noche conmigo –le dijo, y la besó de un modo tan inopinado que se dieron de narices y entraron en el cuarto riendo su torpeza y frotándose la cara con las manos.

Mientras la desnudaba, ella bostezó. En las aguas de su mirada acechaba una lejana expresión de cansancio.

Durante horas hicieron todas las malicias que conocían.

A través de un ventanuco les llegaba la voz de herrumbre del aire. Había vigas por encima de las paredes desnudas. Las velas columpiaban su luz. Faltaban tejas fuera, en el tejado. La primera vez que hicieron el amor, él le cantó varios sones, como “¿Dónde vas, bella muchacha?” o “El tamboril de mi Mariana”. Se había sentado sobre el jergón con las piernas largas y ella se fijó en que le crecían pelos como un remolinillo alrededor del ombligo y en los dedos de los pies, justo debajo de las uñas. Sonaron risas. Ella se enredó con sus mechones negros, que la acariciaban con mucha dulzura, como las plantas debajo del agua. El carnicero, mientras, le pellizcaba los carrillos del culo.

Cabalgaron, aguijaron, frotaron las carnes, se abrazaron, se persiguieron hasta dormirse uno en brazos del otro.

La mañana que siguió fue clara y desleída. Apenas al alba, él le susurró: “Amor mío, amor mío”, y la besó con ternura, pero a boca llena. Ella presentó un rostro contraído por el sueño. Con una mano detrás de las caderas él la mantenía cerca y con la otra mano totalmente abierta la palpaba, a ver si tenía firmes las carnes. “Corderita”, le decía, y en efecto la sujetaba como a las crías suculentas que degollaba a cuchillo. Una blancura vaporosa se posó en el aire, en la habitación casi vacía. Ella se desasió, lo besó, se acercó a un taburete de tijera y se animó al contacto del cuero tenso y curtido en su trasero. Empezó a vestirse.

El carnicero le pagó las dos monedas y aún la llamó “chiquilla”.

Cerró la puerta y se empezó a preparar él también para salir. El suelo estaba frío a pesar de la paja desperdigada. La cama y el taburete eran los únicos muebles. Las ventanas eran estrechas y el cielo no se abarcaba desde el triángulo que dibujaba la puertecilla de madera.

El comedor estaba despejado, algo oscuro y con trapos húmedos en el suelo. El carnicero se sintió a disgusto. Unas gallinas a medio desplumar se contoneaban a la luz lechosa y entre los reflejos de plata del agua en el suelo. Una de ellas picoteó el cuello de la otra. El carnicero pensó que la piel de las gallinas se parece a la de los tiñosos.

El posadero –cara ancha, nariz de rojo subido, manos serviles– le detuvo para pedirle el pago. Se sintió francamente a disgusto.

–¡Cómo, señor! Si le di dos monedas a la muchacha y ni siquiera me ha devuelto el cambio.

Todo se resolvió enseguida: llamaron a la muchacha, que no pudo esconder sus dos monedas y tuvo que entregarlas.

El carnicero salió al camino con el alma más ligera.

 

La mirada de Pieter Brueghel dejó de deambular por el paisaje al otro lado de la ventana. Empezó a pintar.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Irene Vallejo

19 de mayo de 2020

 

                   Escribir construyendo un cálido edificio en cuyas habitaciones reverbera una luz nunca usada ni vista en nuestro entorno es lo que viene haciendo desde siempre, desde que comenzó a fraguar su obra (poética,  narrativa y ensayística), toda ella gloriosa, José Manuel Caballero Bonald. Jamás renunció a escribir como si urdiera un tapiz enhebrado con palabras diamantinas, de ónice y ópalo, a veces de antracita,  que evocan ideas y emociones sugerentes de un modo genuino que solo él sabe pergeñar construyendo un hermoso discurso literario donde el lector sensible se recrea como si caminase dentro de un palacio o una catedral vestida por la luz.

                 Mientras que otros autores afamados y conocidos, o reconocidos, dejan de escribir o de publicar llegada cierta edad, Caballero Bonald viene ofreciendo estos años últimos libros de una calidad insoslayable en el campo de la prosa o la poesía, como, por ejemplo, su Desaprendizajes, donde el Premio Cervantes ofrece un manojo de poemas en los que destellan la ética y la estética, el compromiso social y el pensamiento, la belleza emotiva y la reflexión. Es curioso como el autor ha conseguido en los últimos tiempos dotar a su obra literaria, todo lo que escribe, de una pátina gozosa en la que se funde su ancestral sabiduría con una hondura poética esencial, tamizada por una hermosa rebeldía que se nos antoja limpia y juvenil. Aquí en este nuevo libro memorable, “Examen de ingenios”, de título acertado, el autor jerezano disecciona, hace recuento, traza y dibuja un mapa de almas y caracteres, de rostros y de nombres afamados y prestigiosos que su pluma afilada, ágil y cristalina, consigue dotar de un aliento intemporal no exento de melancolía, algunas veces, y otras, no obstante, de cálida ironía, de humor sutilísimo, e incluso de amargor. Dividido en breves capítulos o estancias, el libro en el fondo es un racimo de retratos, todos ellos agudísimos, espléndidos, diáfanos, de escritores, pintores, músicos o artistas que el autor ha tratado o conocido de algún modo a lo largo de su dilatada vida, ofreciendo un mosaico o una colmena bulliciosa de rostros y de nombres clásicos, esenciales en el transcurrir cultural del siglo XX, personajes sublimes algunos (Blas de Otero, Fernando Quiñones, José Hierro, Francisco Rabal, Antonio López o Paco Umbral), algunos más repelentes o engolados (Azorín, Castilla del Pino, Jesús Aguirre, Antonio Gala o Víctor García de la Concha), y algunos incluso entrañables (Ángel González, Pablo García Baena, Paco Brines o Emilio Lledó). Todos los retratos, no obstante, resplandecen como nubes de oro y azogue sobre un cielo literario y artístico donde, a veces, las estrellas aparentemente más mediáticas, de más fama y renombre, han sido dibujadas con un trazo sutil de brutal delicadeza en la que se bambolea, a pesar de todo, relampagueando en la estela del papel, un tono mordaz vestido de ironía que consigue al final la sonrisa del lector, como vemos aquí: “…te solicita un artículo como si se tratara de un mensaje transmitido por el correo del zar, cuidándose mucho de no levantar la voz para no alertar a los espías o suscitar ajenas intromisiones” (p. 445), dice Caballero Bonald refiriéndose a García de la Concha. Y unas líneas más adelante añade esto: “tiene ademanes de procónsul y una mirada traslúcida de ave de presa. Iba para obispo de una diócesis principal y se quedó en seglar con mando en plaza” (p. 446). Frases centelleantes, rotundas, como éstas se van salpicando de forma generosa, siempre con buen tino, a lo largo del volumen deleitando a quienes valoramos y admiramos el estilo incisivo, esbelto, rutilante del autor jerezano a la hora de esbozar o describir de forma magistral las características físicas y morales de cualquier personaje sea verdadero o de ficción, como ya ha demostrado en sus novelas y sus memorias.

                    Del centenar de figuras relevantes aquí dibujadas, podríamos destacar por la belleza emotiva del retrato, también literaria, aunque no resulta fácil debido al nivel prodigioso del conjunto, la del poeta Blas de Otero: “Era limpio de corazón y atormentado de alma. Sufrió depresiones acumulativas y felicidades frágiles, y esa alternancia bipolar de decaimientos y exaltaciones se convirtió en el nutriente de unas de las poesías más reales, surreales, interiorizadas, desveladoras, radiantes de la literatura española del siglo XX” (p. 186), o de Emilio Lledó: “Cuando se reía, que era muchas veces, te miraba con fijeza… La voz se le volvía entonces infantil y trémula y la continuidad argumental de su discurso se ramificaba de pronto en nuevas rutas dialécticas, preferentemente teñidas de una especie de pedagógico lirismo” (p. 384) En frases como éstas relumbra la ternura, la emoción y el afecto, incluso la delicadeza, de un modo elegante, sin excesos o desmesuras. Sin duda el lector que se adentre en este espacio tintado de nubes de oro y tenue azogue sentirá dentro de él, como si le traspasase, el melodioso susurro de una lluvia de palabras sutiles, fértiles, fragantes, y adjetivos no usados, teñidos por la pátina de un tono poético esbelto y seductor: pocos escriben en este país una prosa así, tan pulcra y celeste, tan tersa y elegante, como la de José Manuel Caballero Bonald. Por ello tal vez, aunque no solo por esto, quien se acerque a este libro y lo tenga entre sus dedos gozará de una insólita experiencia en el plano emotivo, pues percibirá de entrada, y lo seguirá sintiendo a cada instante, un dócil relampagueo de sensaciones, de palabras que vuelan  ágiles, gozosas, como esbeltos vencejos en mitad de una tormenta donde el viento -el lenguaje- nos sacude el interior: “Las gafas de Luis Rosales parecían sonreír con independencia del usuario” (p. 125). Frases tan sugerentes como ésta hilvanan un libro hermoso y diferente, una galería genuina de retratos y nombres ya eternos, imposible de olvidar, esculpida y trazada -nos atrevemos a decirlo- por un gran mago de las letras, el mejor prosista sin duda de este país.- ALEJANDRO LÓPEZ ANDRADA.         

 

 

José Manuel Caballero Bonald, Examen de ingenios, Barcelona, Seix Barral, 2017.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Alejandro López Andrada

La obra de Elias Canetti (1905-1994) está marcada por tres obsesiones centrales: la masa, el poder y la muerte. A las dos primeras dedicó la que consideraba su obra capital: Masa y poder. Y desde comienzos de la década de los cuarenta fue tomando apuntes para llevar a cabo su otro gran texto, el libro contra la muerte. Sin embargo, no llegó a acabarlo. Es más, ni siquiera lo empezó. Esto es lo curioso que resalta el escritor suizo Peter von Matt en su excelente postfacio: «Canetti nunca escribió la primera frase de su libro –señala–. Este mero hecho ya plantea un enigma. Durante décadas tuvo la mirada puesta en esa obra, escribió estenográficamente apunte tras apunte al respecto en sus pequeños blocs, utilizó cientos de lápices, pero nunca redactó la primera frase.» Quedaron, pues, un sinfín de ideas, aforismos, anotaciones y citas, todos destinados, en principio, a ese libro; con el paso del tiempo, varios fueron incluidos en La provincia del hombre (1973), por ejemplo, o luego en El corazón secreto del reloj (1987); otros permanecieron sin publicar, recogidos, de forma ora agrupada, ora dispersa, en el inmenso legado. Lo que hizo el editor alemán fue reunir esos apuntes, tanto los publicados como los inéditos, someterlos a una criba para evitar excesivas repeticiones y para respetar el rigor que caracteriza a la escritura del autor y darles una forma cronológica. Así pues, lo que el lector español tiene en las manos es una recopilación prolija y cabal de cuanto Elias Canetti escribió preparando ese gran libro que pensaba escribir contra la muerte. La edición española cuenta, además, con la colaboración de Ignacio Echevarría, una de las personas que mejor conoce la obra de Canetti en el mundo; él se encargó de revisar y de anotar el texto.

 

            Una y otra vez insistía Elias Canetti en su proyecto y en su programa. En 1943, por ejemplo, escribía: «Desde hace muchos años nada me ha inquietado ni colmado tanto como el pensamiento de la muerte. El objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres. Hubo un tiempo en el que quise prestar este objetivo al personaje central de una novela al que, para mis adentros, llamaba el “Enemigo de la Muerte”. Pero durante esta guerra me he dado cuenta de que es preciso expresar directamente y sin disfraces las convicciones de este tipo, que constituyen propiamente una religión. Por eso ahora voy anotando todo lo que guarda relación con la muerte tal y como quiero comunicárselo a los demás, y he dejado totalmente de lado al “Enemigo de la Muerte”. No pretendo decir con esto que las cosas vayan a quedar así; tal vez el personaje resucite en años venideros de manera distinta a como yo me lo había imaginado. En la novela debía fracasar en su desmesurada empresa; pero le estaba reservada una muerte honrosa: un meteoro iba a ser el encargado de liquidarlo. Quizá lo que más me moleste hoy sea el hecho de que tuviera que fracasar. No puede fracasar, no le está permitido. Si bien tampoco puedo dejar que triunfe mientras los hombres siguen muriendo por millones...» Y veinte años después anotaba: « ... mi actitud respecto a la muerte … la preocupación más importante de mi vida ...» La fuente del proyecto son tanto las experiencias personales como las sacudidas producidas por el presente político que le tocó vivir: ahí están la muerte repentina y prematura del padre, la muerte de la madre, luego la terrible guerra mundial, la campaña de exterminio de la población judía en Europa. Canetti estaba habitado por sus muertos.

 

            Se trata desde luego de una empresa singular, única, gigantesca: oponerse radicalmente a la muerte, combatirla sin descanso, conseguir que deje de existir. Él habla de un «odio a la muerte». «Nunca podrás hacer las paces con la muerte», escribía. Y añadía: «cualquier cosa menos morir». A pesar de lo insólito y radical de la empresa, esta arraiga en corrientes profundas del siglo XX. Está relacionada con el cambio que se produjo en la política del poder, el cual se traslada de uno centrado en la muerte a otro centrado en la vida. Canetti no es ajeno a ese proceso, si bien su visión es radicalmente personal (como lo es, por cierto, su concepto de la masa, la cual también fue profusamente estudiada en el siglo XX, por Le Bon, por Ortega, por Freud, por Reich y otros).

 

Con la nitidez deslumbrante de su escritura insiste él en la relación del poder con la muerte: «Un hombre tiene a gente a su alrededor para que se muera antes que él. ¿No es esa la esencia más profunda del poderoso?», apunta. Y: «La condena a muerte de todos al principio del Génesis contiene en el fondo cuanto puede decirse sobre el poder, y no hay nada que no se deduzca de ello.» Así, acercándose a nuestros días, describe a Sadam Hussein como ejemplo del poderoso, del «superviviente», de aquel que basa su poder en la muerte de los otros.

            Canetti es una pensador de la «vida», hace hincapié en el «carácter sagrado de cada vida». Un pensador moderno, emparentado en este sentido con Nietzsche, con quien no siempre coincide y a quien hasta a veces rechaza. Aun así, es afín a él también en su forma eruptiva de pensar, en su tendencia a la plasmación aforística del pensamiento.

            El libro contra la muerte está colmado de percepciones geniales: «A los alemanes, los seis millones de judíos asesinados les han impregnado el cuerpo y el alma; nunca más habrá un alemán que no sea también judío.» Y de reflexiones sobre otros escritores, como Thomas Bernhard, a quien consideró por un momento un discípulo, pero de quien luego se distanció, precisamente por su relación con la muerte. Canetti opinaba que Bernhard «cedía» en vez de oponerse a ella.

            Hemos señalado al comienzo que el hecho de que nunca llegara a empezar ese libro que era la obsesión de su vida resulta «curioso». Quizá no lo sea tanto; quizá el Gran Libro consista precisamente en esto: en una serie infinita de apuntes, cada uno de los cuales lo contiene Todo. Este es el caso de El libro contra la muerte de Elias Canetti.- ADAN KOVACSICS

 

 

 

Elias Canetti, El libro contra la muerte, traducción de Juan del Solar y Adan Kovacsics, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Adan Kovacsics

13 de mayo de 2020

El siglo XXI cargado de posibilidades multidisciplinares ofrece nuevas perspectivas en la narrativa hispanoamericana que, con diferentes puntos de vista, se acerca a conceptos tradicionales, evita la renuncia a la tradición, o se adapta a un presente con esa docilidad que posibilita una nuestra singular de los vicios en cualquiera de los ámbitos literarios; y si concretamos el espacio geográfico en México una generación nacida en los setenta acusa en sus textos un costumbrismo con visos de crítica, muestra una abulia formal, o un exceso de provincianismo, aunque voces disidentes orientan su literatura hacia tramas que reproducen atmósferas opresivas, situaciones de extrema violencia, odio y abominaciones que se concretan y fundamentan en el valor mismo de la palabra. Gerardo Sifuentes (1974), Luis Felipe Lomeli (1975) y Antonio Ortuño (1976), liderarían esa denominada “generación del apocalipsis mexicano”.

 

            Antonio Ortuño (Zapopan, Jalisco (México), 1976) ha publicado las colecciones de cuentos, El jardín japonés (2007), historias que recurren a la ironía, la violencia, la sátira y se cargan de melancolía como resultados de una estrategia narrativa que provocan un sentimiento aditivo en el lector. La Señora Rojo (2010) que se divide en dos apartados de una profundidad textual: “La carne”, ocho cuentos de variada extensión, y con un distanciamiento irónico donde la crueldad aflora por doquier;  y un segundo, “El mundo” de contenido más metafórico, incluso paranoico, bastante ambicioso; propone otros temas de ámbito americano: la represión, el nacionalismo, el heroísmo, o la Historia y sus maneras de ser abordada, en el mejor ejemplo de los regímenes totalitarios. Y la antología personal Agua corriente (2015), trece cuentos, muchos breves: historias sobre padres e hijos, matrimonios en declive, o acerca el mundo de la enfermedad. Crítica social y política, realismo frente a elementos fantásticos, en urbes reconocidas y espacios inciertos, como en un Oriente mítico. Y con cada cuento, Ortuño proporciona una sorpresa, e insiste con esa intención de renovarse con cada historia. La vaga ambición (2017), su última y cuarta entrega, ha obtenido el V Ribera del Duero. Una vez más, Ortuño demuestra que conoce y maneja el microcosmos de la condición humana y ambienta sus historias en escenarios controlados, donde la gravedad se manifiesta con mayor o menor intensidad, en un considerable abanico de grandezas y de miserias, de ilusiones o frustraciones que despiertan nuestro interés lector. La prosa de Ortuño transita por diversos registros, heredero de la corriente latinoamericana clásica, concreta su exploración en un contexto individual, y así concibe una proyección más universal, afirma su compromiso político e histórico, y resalta esa inequívoca identidad de una considerable responsabilidad. Completan su visión narrativa, el ejemplo de sus novelas, El buscador de cabezas (2006), Recursos humanos (Finalista Premio Herralde, 2007),  Ánima (2011), La fila india (2013), Blackboy (2014), Méjico (2015) y El rastro (2016).      

 

            La vitalidad que subyace en los cuentos que componen el volumen La vaga ambición desemboca en auténticas tragedias pese a la irónica visión que Ortuño presta a sus relatos porque el tono que el mejicano contempla en sus historias es de un finísimo humor negro, o de la sátira más descarnada porque la crueldad y la malicia están presentes en los seis cuentos que componen el volumen y esa innegable amargura que el narrador explota desde su misma infancia, “Un trago de aceite”, hasta que se convierte en un escritor cuarentón, actitud que compensa el microcosmos ensayado para constatar la suma de calamidades que conlleva el difícil oficio de escribir, según manifiesta su protagonista Arturo Murray. La creación del personaje le permite a Ortuño transcribir experiencias propias y hacer que estas complementen el significado literario de su vida, aunque en ocasiones se trate de lejanas y olvidadas anécdotas de verano, problemas familiares, o la mayor de las aversiones a la insensatez de toda una vida. Estos cuentos ofrecen una especie de ejercicio terapéutico que permite a su personaje principal sobrellevar las múltiples humillaciones que la sociedad le adjudica, sobre todo cuando el escritor pretende cierto renombre de un selecto club de destacados profesionales, o la petición del Ayuntamiento de su ciudad natal de nombrarle ciudadano notable, y la admiración de una actriz de un popular show nocturno; todo un listado de vanidades que un Murray “atrapado” constata como si el éxito literario conllevara el quebrantamiento de ese espíritu benefactor que siempre lo animaba a escribir. Y es así como su carrera literaria se convierte en un entramado de trampas y de equívocos.

 

            La cohesión de los cuentos, de una calculada extensión, conforma una sólida unidad que obliga a leer el libro en su conjunto, como capítulos aislados de una biografía doliente, auténticos apólogos de la formación de un escritor, o de su perseverancia para sobrevivir en el difícil mundo de la literatura, y constatan el rencor acumulado que lleva a la venganza, como en el relato “El caballero de los espejos”, con un final inmisericorde asociado al éxito literario y la posibilidad del desprecio; o como si el escritor fuese tildado de un auténtico títere en esas presentaciones, “El príncipe con mil enemigos”, donde Murray advierte que nadie de los presentes “tenían la menor idea de mi obra o de mi existencia” e, incluso, “el organizador compartía su ignorancia”. Antonio Ortuño ha sido capaz de diseccionar ese terrible mundo de los egos literarios, de soberbia y cinismo que acompaña al mundo de la creación literaria, porque su finalidad es constatar la ironía misma con esa mirada visceral que conlleva la suma de hábitos de los autores, sus fobias y sus manías que de la mano del mejicano se convierten en una observación tan tierna como demoledora. El mejor ejemplo, “La batalla de Hastings”, una historia sobre un autor saturado que enseña a escribir y parafrasea para sus alumnos las verdades y las mentiras de la literatura,  y se resume cuando al final del mismo les pide a sus alumnos que “mientan y engañen”, que “mientan más” porque, él mismo, después de tan extenuante sesión lo que hará es “sentarse, respirar hondamente, y mentir y mentir”.- Pedro M. DOMENE.

 

 

Antonio Ortuño, La vaga ambición, Madrid, Páginas de Espuma, 2017.  V Premio Ribera del Duero.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pedro M. Domene

6 de mayo de 2020

Fue un compañero de facultad, a principios del curso de 1996 y en el patio de letras de la Universidad de Barcelona, quien primero me habló de Luis Izquierdo, diciéndome que era poeta y que en sus clases no se ceñía tan sólo al programa sino que hablaba de otros escritores europeos, como Hofmannsthal o Kafka. A pesar de que yo cursaba entonces otra filología y aburrido como estaba de aquella facultad en tantos aspectos decepcionante, decidí acudir de oyente a una de sus clases sobre poesía contemporánea. El inmediato deslumbramiento me llevó a matricularme en todas las asignaturas que dio aquellos años –sobre novela española o hispanoamericana, tanto daba, puesto que sus clases, aunque teóricamente adscritas al departamento de filología hispánica, discurrían en el ámbito de la Weltliteratur, de la literatura universal, a cuyo cosmopolitismo se plegaba mejor su temperamento.

            Aunque los aplicados las llamaban caóticas, sus lecciones eran sólo digresivas, atentas a los autores obligatorios pero con puntuales excursiones a otros países y a otras disciplinas, principalmente a la pintura, la arquitectura o el cine. Era evidente su gusto por las vanguardias y su predilección por la cultura urbana, a cuya expresión, tanto en arte como en novela o en poesía dedicó buena parte de su estudio. La seducción que ejercía en tantos de nosotros se debía seguramente a su inagotable capacidad asociativa. Recuerdo el día en que nos descubrió a Wallace Stevens, a propósito de unas versiones que Jorge Guillén había hecho de algunos de sus poemas, convirtiendo una clase sobre la generación del 27 en un ejercicio de verdadera crítica literaria. Siempre generoso con sus pasiones, sabía contagiarnos su inquietud intelectual, provocándonos a menudo. Acostumbrados a la monótona prédica doctoral de aquellos años, nos encantaba y nos divertía que un profesor se atreviera a argumentar sus reticencias, con autoridad y sentido del humor, sobre poetas intocables como Juan Ramón Jiménez o Vicente Aleixandre. El legado más útil, político en un sentido lato, que puede dejar un profesor quizá sea el de haber despertado el sentido crítico en sus alumnos.

            Físicamente, Luis se parecía un poco al último Yeats, con esa pelambrera grisácea siempre un tanto despeinada. Más tarde supe además que el poeta irlandés era uno de sus predilectos. “My King a lost King, and lost soldiers my men” (“Mi rey, un rey vencido y soldados muertos mis hombres”), solía citar a menudo para ilustrar el cometido básico de la poesía, cantar lo que se pierde. Con su atuendo oxoniense –la pipa, el maletín y las corbatas de lana– recordaba también a un profesor europeo exiliado en algún campus norteamericano, una caracterización que se avenía muy bien con su formación ecléctica y su nobleza de espíritu. Aunque siempre reivindicaba sus orígenes humildes –su padre, a quien perdió siendo muy joven, había sido peluquero en el Paseo de Gracia–, Luis tenía un porte aristocrático, inducido por la destreza con que manejaba su castellano materno y por esa mueca sardónica –a grin, en inglés, palabra tan precisa como intraducible– que a menudo acompañaba sus comentarios y en general su actitud ante la vida.

             Luis era un outsider en el departamento de hispánicas, reclutado en la filología más por necesidad que por vocación. Después de dejar la carrera de derecho, había estudiado filosofía y letras, en la especialidad de germánicas, licenciándose con una tesina sobre La muerte de Virgilio de Hermann Broch, un autor al que nunca dejó de volver. Amplió luego estudios de alemán en Rothenburg ob der Tauber y en la Universidad de Tübingen, donde conoció a Claudio Magris, con quien siempre mantuvo una buena amistad. En sus conversaciones solía recordar el impacto que le habían causado las conferencias de Ernst Bloch. Yo creo que el mundo germánico era el fundamento de su cultura, luego matizado o enriquecido por la aportación anglosajona, sin olvidar su afición, muy propia de todos los de su edad, por la literatura francesa, adoptada como compensación de nuestras carencias. Seguramente su único maestro reconocido fue José María Valverde, con quien, además de la vocación comparatista, compartía un sentido ético de raíz cristiana.

            En 1961, Luis se casó con Anna Ramón, madre de sus tres hijos. Hay en la vida pocas experiencias tan gratas y humanamente reconfortantes como conocer a un matrimonio feliz y bien compenetrado. Anna y Luis eran, para los demás, más ellos mismos cuando estaban juntos. Su constelación de buenos amigos –en Madrid como en Barcelona–, la variedad de sus intereses culturales, la seriedad de su compromiso político o su célebre hospitalidad –en el piso de la calle Girona como en la casa de Sant Vicenç de Montalt– eran un reflejo de esa armonía interior de la pareja que ni siquiera la enfermedad de los dos, en los últimos tiempos, pudo empañar. Recién casados, se fueron a vivir a Estados Unidos, en lo que fue uno de los períodos más intensos y enriquecedores de su vida. Gracias a Xavier Rubert de Ventós, que le recomendó en el puesto, Luis pudo dar clases de literatura española contemporánea en Cincinnati (Ohio) y en Washington, una experiencia que siempre recordaba con nostalgia y gratitud. Huir de la sacristía franquista, disfrutando además del refugio que la cultura europea había encontrado en las universidades norteamericanas después de la segunda guerra mundial, fue un privilegio y un estímulo, una gran suerte. Luis siempre recordaba una conferencia de Harry Levin –no sé si en Cincinnati o en Washington– sobre Shakespeare. “Era como escuchar música”, decía. A su paso por Nueva York, por iniciativa de Anna, fueron a visitar en su apartamento a Hannah Arendt, que les recibió muy amablemente. Arendt era entonces presidente de los exiliados españoles republicanos en la ciudad, según me contó Luis. Y estuvieron hablando, sobre todo, de Hermann Broch, a quien Arendt había conocido y sobre quien había escrito estupendos ensayos.

            Los años en Estados Unidos convirtieron a Luis en una especie de eterno ciudadano mental de Nueva York. De alguna manera, hizo suyo el mundo de Hannah Arendt, de Mary McCarthy y Edmund Wilson, de Auden y de Joseph Brodsky, del New York Review of Books, revista a la que estaba suscrito. Los autores por los que siempre se interesó son prácticamente los mismos que estudia Wilson en El castillo de Axel (1931), con la excepción de Kafka, a quien Wilson no entendió y cuya obra era para Luis como un breviario. De Baudelaire y Flaubert hasta Yeats y Eliot, sus reflexiones literarias transcurrieron siempre dentro de lo que Cyril Connolly llamó el movimiento moderno, lo mejor que dio la literatura europea más o menos entre 1850 y 1960. Recuerdo, por ejemplo, una clase suya en la que analizó la escena de los comicios agrícolas en Madame Bovary que nunca olvidaré, por la fruición con que comentaba cada uno de los detalles. O una conferencia que dio en el Institut d’Humanitats de Barcelona, del que era vicepresidente –gracias a la generosidad y el sentido de la jerarquía de Jordi Llovet, otro gran maestro–, sobre Lolita de Nabokov y que ya está para siempre asociada a mi lectura de esa novela.

            A su regreso de Estados Unidos y gracias a su amigo Joaquim Marco, Luis entró en la universidad de Barcelona. Como aún no existía un departamento de literatura comparada –lo crearía Llovet, contra viento y marea, muchísimos años después–, Luis se doctoró en hispánicas con una tesis sobre José Moreno Villa. Por aquellos años, compaginó su labor docente con trabajos editoriales, lo que le permitió conocer a poetas como Joan Oliver y Joan Vinyoli, correctores a sueldo, o a Carlos Barral en su última vida como editor. De todos contaba siempre anécdotas muy divertidas. En 1988 ganó finalmente una cátedra de literatura española contemporánea, de la que se jubilaría en el año 2007. En un gesto típicamente suyo, se negó a ser catedrático emérito por lo excesivo de la burocracia que exigía el honor. 

            Pero más que catedrático o crítico literario, Luis era sobre todo poeta. Para él la poesía era una forma insustituible de pensar, hasta el punto de que realmente pensaba en verso. En los últimos años, no era raro que sus amigos recibiéramos sobres con tres o cuatro poemas improvisados –ripios, los llamaba él– sobre algún político impresentable, la Iglesia o sobre cualquier libro que acabara de leer, desahogos y divertimentos que ilustraban hasta qué punto la poesía era para él un fenómeno mental que le ayudaba a respirar. Así como su prosa crítica es para mi gusto demasiado envarada y conserva  poco de la vivacidad y el humor de su conversación o de sus clases, su poesía es la justa estilización de su habla y de su inteligencia. Recuerdo perfectamente el impacto que me produjo el primer poema suyo que leí. Estaba en una librería de Barcelona y di por casualidad con Señales de nieve (1995), entonces su título más reciente, publicado en Pamiela gracias a nuestro común amigo Ramón Andrés. Abrí el libro y empecé a leer el primer poema, titulado “Letanías profanas”:

 

                                   He querido escribir un poema

                                   de amor un claro vastísimo

                                   poema de amor

 

                                   Durante muchos días con sus (ojos

                                   de lince) noches he

                                   querido escribir este amor

                                   sus melódicas piernas y sus labios

                                   encendidos y

                                   sus pechos sosegados

                                   elocuentes cadenciosos

                                   que he custodiado (celoso,

                                   por supuesto)

                                   sin otras concesiones

                                   que no fueran las de la pasión

                                   más desordenada

                                   que atravesé rozando las salmodias

                                   Rosa Mystica Turris Eburnea

                                   Speculum Maiestatis

                                   […]

 

Desde entonces me lo sé de memoria y ha quedado ahí, como una parte de mí mismo, como sólo ocurre con los pocos poemas o fragmentos de poema que se convierten en carne propia. Sigo creyendo que “Letanías profanas” es uno de los mejores poemas de amor de la segunda mitad del siglo XX, de una especie de amor, además, a la que pocas veces atiende la poesía, más acostumbrada a cantar la exaltación del enamoramiento o a lamentar su extinción. Como “Pandémica y Celeste” de Jaime Gil de Biedma, pero con una propuesta ética y vivencial muy distinta,  “Letanías profanas” habla del amor largo, del amor de muchos días, difícil y sostenido en el tiempo. El final es de una elevación genuinamente eliotiana:

 

                                   Y hasta el olvido en que arderá el deseo

                                   trasunto de nosotros sin historia

                                   te dirá en toda piedra y en el blanco

                                   que efunde el sol eterno de los cuerpos

                                   resueltos a unidad cuánto mi amor

                                   te quería sin fin y te tenía

                                   y te quería

                                   como quieren los astros silenciosos

                                   y el diamante de arcilla que quemamos.

 

 

Señales de nieve sigue siendo a mi juicio su mejor libro, el que contiene un mayor número de poemas excelentes y en el que uno puede hacerse una idea más cabal del tipo de poeta que era. De alguna manera, ese poemario intensifica las virtudes y corrige los defectos de los tres anteriores, Supervivencias (1970), El ausente (1979) y Calendario del nómada (1983). Desde el punto de vista del oído, no hay en Señales de nieve ni rastro de la tendencia al sonsonete que a veces le perdía, por su talento para la versificación fácil. Y todas sus influencias están ahí ya bien integradas y domesticadas. Tanto su gusto como su dicción se habían educado con Antonio Machado y Pedro Salinas, un bagaje al que luego fue incorporando algo de la poesía alemana –de Brecht y Gottfried Benn, principalmente– y bastante de la anglosajona, sobre todo de Robert Frost, Wallace Stevens, Auden o Philip Larkin. Con respecto a sus contemporáneos, Luis fue un poeta sin generación que en realidad pertenecía al grupo del 50. Ninguno de su edad supo asimilar mejor algunos aspectos de la poesía de Carlos Barral, de Jaime Gil de Biedma o de Gabriel Ferrater, cuya descripción de Barcelona, en lo moral como en lo social, estudió muy de cerca. Recuerdo siempre una clase que dedicó a comentar “Barcelona ja no és bona o mi paseo solitario en primavera”, el poema de Gil de Biedma, admirando el virtuosismo técnico y compositivo (“es una pieza flaubertiana”), el ensamblaje de lo íntimo y familiar con lo histórico y político, la administración de los silencios. Fue para mí un precedente inolvidable.

            No es fácil, su poesía. El tono casi siempre meditativo tiende a sintetizar la reflexión y a proyectarla en las imágenes que la acompañan, en un trasunto de su pensamiento en acto que muchas veces prescinde de la aclaración al lector. Y ahí es donde mejor se aprecia la influencia de Barral o de Ferrater, menos preocupados que Gil de Biedma por evidenciar la anécdota que inspira el poema. Algunos de sus asuntos recurrentes son la lectura, el padre ausente, el amor conyugal, los viajes, por supuesto la ciudad, la pintura y el cine. Quizá sea frente a los cuadros, entre los libros y estando de viaje donde su verso adquiere mayor profundidad y mayor encanto. Hay por ejemplo una écfrasis en Señales de nieve, titulada “Vue de Genève”, sobre una pintura de Jean-Étienne Liotard, que es sencillamente magistral, por la manera en que logra describir a un tiempo el cuadro, el pensamiento que genera, su recuerdo y el viaje que hizo al lugar en el que se exponía. Y sin duda su mejor comentario sobre su autor predilecto está en “Franz Kafka y el desierto”, un poema de No hay que volver (2003), el primer libro que le publicamos en Lumen.

            Muchos de sus poemas tienen también una dimensión política y demuestran que la poesía, a través de la resistencia de la memoria, ha sido a menudo el último refugio contra el totalitarismo. Es la “conciencia de los incurables”, de la que habló en su poema sobre Brodsky, también en No hay que volver. Anna y Luis tuvieron desde muy jóvenes un agudo sentido de la justicia y de la solidaridad. Ya en la democracia, pertenecieron a los círculos socialdemócratas de Barcelona, reunidos en torno a la familia Maragall –Jordi Maragall i Noble, el pater familias, fue como un segundo padre para Luis– y en el que también estaban el rector Josep Maria Bricall, Joan Raventós o José Antonio González Casanova, representantes todos ellos, cada uno en su ámbito, de una sociedad posible que fue marginada por el pujolismo y que ahora ya ha sido aniquilada por el independentismo. Como había dicho Juan García Hortelano –tan querido por Luis– de los poetas de la generación del 50, todos ellos fueron “convictos de pertenecer a un país bárbaro”.

            Cuesta mucho, parafraseando a Saul Bellow, entregar a la muerte a un ser humano como Luis Izquierdo. Ni siquiera cuando enfermó de cáncer dejó de dar muestras de generosidad y de atención, de gratitud y de bondad. Luis tenía una cualidad que he visto en muy pocas personas –otra de ellas fue su amiga Carmen Balcells– y era la capacidad limpia de admirar. Aunque también sabía denostar con sarcasmo y malicia, si algo le entusiasmaba corría a felicitar al responsable y avisaba de ello a todo su círculo. Releyendo una carta que me envió cuando estábamos editando el que sería su último poemario, La piel de los días (2013), encuentro unas líneas que definen perfectamente su talante: “haber vivido y respirar todavía, compartirlo y viajar con Anna, no perder hijos y ganar amigos –tampoco demasiados– me parece un privilegio    –y lo es– que no merezco, pero estoy por ello muy reconocido”.

            En una de las comidas que hacíamos a menudo con amigos –con Jordi Llovet, con Ana María Moix– recuerdo que le comenté cómo me había impresionado una reflexión de Walter Benjamin en Dirección única. Dice Benjamin –el fragmento se titula “A media asta”– que cuando perdemos a un ser querido sufrimos una serie de transformaciones que sentimos la necesidad de comunicarle a esa persona, hasta que nos damos cuenta de que esos cambios sólo han sido posibles gracias a su ausencia. Y al final, dice Benjamin, le saludamos en una lengua que ya no entiende. Nunca olvidaré el gesto de íntimo reconocimiento que hizo Luis al escuchar esas palabras. Ahora pienso que debió identificarse por completo con esa observación, pues toda su poesía fue de algún modo un diálogo póstumo con su padre ausente, al que quiso mucho. Alguna vez me había comentado que cuando conducía por una carretera marítima de la costa catalana, al pasar por una determinada curva, le parecía ver la figura de su padre, saludándole. Siempre le decía que tenía que escribir un poema sobre eso, pero, claro, nunca había dejado de hacerlo. Desde que murió, cada vez que paso en coche por una curva al filo del mar, no importa dónde, soy yo quien imagina a Luis saludándome, hasta que me doy cuenta de que ahora somos nosotros quienes le hablamos en un idioma que ya no entiende.

 

Andreu Jaume

 

 

           

 

Escrito en Lecturas Turia por Andreu Jaume

6 de mayo de 2020

 

a Vicente Valero

 

Todas las noches, a la misma hora, se despertaba, y mientras apoyándose en las dos manos se iba incorporando poco a poco en la cama, trataba de recordar el sueño. A continuación se deslizaba  hacia un lado, el izquierdo, y se dejaba caer, hasta que sus pies daban con las zapatillas. Entonces se ponía en pie. Encendía el móvil. Las cinco y treinta, buena hora pensaba, ningún mensaje. No te levantes a oscuras, me preocupa que un día te caigas, le había dicho antes de colgar. Puedes tropezar, tienes la casa llena de trastos. Hazme el favor de encender la luz. Todavía no había amanecido. No corría las cortinas a pesar de su insistencia. Sólo cuando ella se quedaba a dormir. Dormirás mejor, hazme caso, no se cansaba de repetirle. Tampoco había luz en la gran vía, excepto, de cuando en cuando, las luces de algún coche. ¿Quién conduciría aquellos coches? ¿Un hombre? ¿Una mujer? ¿Jóvenes o viejos? ¿De dónde venían a estas horas? ¿A dónde iban? Tenía la boca seca y ganas de mear. Primero la cocina, se dijo. ¿Por qué no te llevas un vaso de agua a la cama, como todo el mundo? Mejor aún, llévate la botella. La dejas en la mesita y así no tienes que levantarte a beber. Ya, respondía él, pero se calienta, y a mí me gusta el agua fría. Abrió la nevera y echó un trago directamente de la botella. Bebía más para refrescarse la boca que para saciar la sed. Luego se dirigió al baño, y, sin encender la luz, se sentó a orinar. Se lavó meticulosamente las manos. Volvió a la cama. Encendió la lámpara. En la mesa había varias pilas de libros, fichas, lápices, una piedra de la Selva Negra que le servía de pisapapeles. Cogió un libro maquinalmente y un lápiz. Enfermos antiguos de Vicente Valero. Me gusta este tipo pensó, me gusta lo que escribe y me gusta cómo escribe. Y se dispuso a leer la primera página mientras pensaba en la sabiduría de los viejos. La sabiduría de los viejos murmuró para sí mismo, otro cuento más. La sabiduría de los viejos no es sabiduría, es sencillamente vejez, es resignación, es resentimiento, la sabiduría de los viejos es despertarte todos los días a las cinco de la mañana y tomar catorce pastillas diarias. Resumiendo, una putada, una enorme putada. Sí, ya sé que en la vejez la vida se remansa y el deseo se muda en afecto, ya sé que más vale aceptar lo imponderable, someterse voluntariamente. Por no hablar de ese espíritu que en algunas personas se mantiene siempre joven, o del valor de la amistad, de la auténtica y desinteresada amistad. En fin, si eso le consuela, me alegraré por usted. Empezó a leer:

“En uno de mis primeros recuerdos veo a un hombre con barba que está sentado en una butaca al lado de una estufa. Este hombre, de quien no puedo decir nada más, si era viejo o joven, cuál era su nombre, dónde estaba su casa, no habla: lo hacen por él tres —o quizá dos, o cuatro— mujeres que parecen discutir entre ellas, que se interrumpen a gritos, que tratan de explicarse ante otra mujer que acaba de llegar, conmigo, y que —la reconozco— es  mi madre”.

Leyó la primera página hasta el final y cerró el libro. Sabes, le había dicho también aquella noche por teléfono, para mí la primera página es muy importante, si la primera página me gusta, sé que me va a gustar el libro. Y me cuenta que antes, cuando se compraba un libro (ahora ya no se los compra, los saca de la biblioteca, o se los presto yo), generalmente una novela, aunque podía ser otra cosa, cualquier cosa, porque alguien le había hablado del libro, o había leído algo sobre él, y cuando empezaba a leerlo, cuando leía la primera página, pues, no sé cómo decirlo, pero si no me enganchaba, sabes ¿entiendes lo que te digo?, pues lo dejaba para otro momento. Así que ya no compro ningún libro sin haber leído antes la primera página. Te entiendo, le dije, pero ¿no has pensado que a lo mejor era el libro el que te dejaba a ti?, ¿Y eso qué importa? Tienes razón, no importa. Valero ¿qué tal está?, me preguntó. El anterior, el del ajedrez, recuerdas, me gustó. Duelo de alfiles, sí. A mí también me gustó. Valero, le dije, está escribiendo una obra de bastante más calado que todo lo que año tras año se nos anuncia como “obra maestra”, o “un nuevo Proust”, (no se lo debí de decir así, como comprenderán, “calado” no quiere decir nada, pero no recuerdo las palabras exactas). Con cada nuevo libro Valero ahonda (no, nada de ahonda, tachen esto también). Con cada nuevo libro Valero da un paso más…, sí, esto está bien, un paso. Levantó la vista. Estaba amaneciendo. Pensó, luego seguiré. Antes de apagar la luz vio cómo una franja luminosa, cada vez más ancha, cada vez más luminosa, se perfilaba en el horizonte, vio la cúpula de la iglesia saliendo poco a poco de la oscuridad, vio los tejados, las antenas, todo cada vez más nítido, el cielo, el color del cielo tiñéndose de rojo, de azul, de anaranjado. Dejó el libro en la mesa, el lápiz se calló al suelo. Cerró los ojos.

 

*

 

Cuando una hora más tarde se despertó y se puso a escribir esta página el cielo era azul. Una vez más recordó la cita de Salter: “… y todo es absurdo excepto el honor, el amor y lo poco que el corazón conoce”. Debe de estar en Quemar los días, su autobiografía, la había buscado varias veces últimamente pero no la había encontrado. Escribió a continuación: el mundo es como lo vemos, y no lo vemos igual con diez años que con setenta. Escribió: la verdad no está en lo que contamos, ni está en lo que recordamos, la verdad está en una mirada, en el temblor de una mano. Escribió: la verdad está en una mentira dicha por amor. Todo esto le sonaba haberlo escrito en otras ocasiones. A propósito de otros libros. O tal vez lo había leído. Se repetía. Hacía tiempo que se repetía. Pero no, no me he ido del tema trató de convencerse a sí mismo, esto no es una digresión, esto es el tema, esto es Enfermos antiguos, el último libro de Vicente Valero. Volver la vista atrás y mirar a lo lejos. Otra frase: “La literatura, cuando ocurre, es la correspondencia entre dos soledades”. (Lorrie Moore, a propósito de John Cheever.) La soledad del lector y la soledad del escritor. Ella no escribió “soledades” sino “agorafobias”, pero está claro lo que quiso decir. Hacemos lo que podemos, dijo también. Valero no se ha propuesto contarnos su vida, ni siquiera se ha propuesto rescatar del olvido un pasado que no volverá. Pero, ¿puedo estar seguro de esto? ¿Cómo saberlo? Enfermos antiguos, y su libro anterior, Las transiciones, no son sus memorias; como tampoco es su particular búsqueda del tiempo perdido. ¿Qué son entonces? La vida no cabe en una biografía, aunque “todo trabajo serio de creación debe tener un fondo autobiográfico”. Los recuerdos no vuelven en el orden en que sucedieron ni como sucedieron. Y tampoco vuelven todos. ¿Quién hace la selección? Pero no estamos reconstruyendo un crimen. Lo estamos perpetrando. No estamos volviendo al pasado. Es el pasado el que vuelve a nosotros. Ese pasado que no está muerto. “Ese pasado que ni siquiera está pasado”. En puridad Las transiciones es posterior a Enfermos antiguos. Al menos los hechos que allí se narran son posteriores, cronológicamente posteriores. No hay una causa primera, ni eficiente ni final. Los recuerdos no acuden cronológicamente, nos los explicamos a nosotros y a los demás cronológicamente, porque nuestra razón necesita que una causa preceda a un efecto y que no haya efecto sin causa. Pero la memoria no tiene en cuenta la cronología. La mente se rige por otras jerarquías invisibles cuya razón ignoramos. El mundo no habla, no nos habla, somos nosotros los que hablamos por él. Todo en este mundo es contingente, todo puede ser y todo puede no ser, todo pudo y no pudo ser.

Y escribe Valero, ya hacia el final del libro: “Todo estaba cambiando y de aquellos cambios —de sus consecuencias más visibles—  se hablaba, pero nunca del cambio mismo  —de su causa más profunda  —ni tampoco mucho—  algo más y siempre con inquietud sincera – de hacia dónde nos llevaban. Nadie en la isla echaba de menos tiempos mejores, simplemente porque nadie los había conocido…”

Personalmente creo que es más difícil terminar que empezar. Parar a tiempo. Poner punto final.

 

*

 

No acaba bien, me dijo aquel mismo día después de leerlo. Las dos líneas finales están bien, esas tienes que dejarlas, pero la cita de Valero, esa cita en concreto me refiero, no digo que no esté bien, pero aquí no viene a cuento. Tienes que buscar otra. Tenía razón. Tienes razón, le dije, pero tenía que acabar con una cita de Valero. Sobre todo tenía que acabar, porque aquella primera página se había convertido ya en tres. Tienes razón, repetí. Pues busca otra, me dijo. Sí, voy a buscar otra. Y otra cosa más. Estaría bien que el narrador volviera a hacer acto de presencia, ¿no crees? ¿El narrador? Sí, el tipo del principio, el que se levanta a media noche a mear. Pues no es mala idea, pensé. ¿Cómo no se me había ocurrido? Piénsalo, repitió. Sí, lo pensaré, voy a pensarlo ahora mismo. Y mientras se lo decía, se me ocurrió de repente. La cita no tiene que ser de Enfermos antiguos. La cita tiene que ser de Las transiciones. Esta noche te llamo, ¿de acuerdo? Claro, llama cuando quieras cariño. Y fui a por Las transiciones. No necesité buscar mucho.

“Han pasado ya casi veinte años desde aquel día y, sin embargo, lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer, puedo aún oler mi aliento ácido, oír los ruidos de mi estómago, sentir las punzadas de mi dolor de cabeza y de mi vértigo. Anduve un rato perdido o desorientado por aquellas calles desangeladas y húmedas sin encontrarlo, hasta que por fin di con el cementerio, donde más pronto o más tarde, pensé en aquel momento, también irían a parar mis huesos, mis recuerdos y mis pensamientos, mis tristezas y mis alegrías, ya nada importaría entonces…”

El final siempre es anterior al final. El final nos deja huérfanos. El final nos hace enmudecer, nos nubla la vista. Nos gustaría pensar que el final nos prepara para el final. Pero no es así. Personalmente creo que es más difícil terminar que empezar. Parar a tiempo. Poner punto final.

 

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Vicente Valero, Enfermos antiguos, Cáceres, Periférica, 2020.

--Las transiciones, Cáceres, Periférica, 2016.

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

6 de mayo de 2020

                                                                                                                                     El médico establece mi periodo de cura

y sólo soy capaz de hacer extrañas muecas.

Frágil la palabra cuando estoy lejos de casa.

 

Un vestido blanco tejido con hilos bendecidos

cubre el cuerpo ajeno que me nutre y me palpita.

Me santiguo mojando los dedos en mi propia sangre.

 

Me mantengo en la silla tambaleante pero firme

encima de un suelo lleno de pestañas de desconocidos

que rasgan la planta de mis pies y duele.

 

Bebo del líquido tóxico de cada una de las máquinas

que soportarán a los padres de mis padres,

y a mis padres, posponiendo la tierra en la cara.

 

Toco la piel virgen tras saltar la costra

y reto a cada desamor a presentarse

para decir que sí y rasgarla de nuevo.

 

El médico establece mi periodo de cura

y dudo de cada uno de los motivos:

 

Pues señor médico,

una flor con pulgón

acaba siendo sólo enfermedad.

Escrito en Lecturas Turia por Dalila Eslava

30 de abril de 2020

 

Hace unos meses llegó a mi buzón un libro que resulta atractivo ya desde la preciosa portada de David Guirao, Un viaje aragonés, del escritor Miguel Mena, y como si de un encantamiento de algún bellaco malandrín se tratase, al tenerlo entre mis manos enseguida pensé en Alonso Quijano, y me lo imaginé a lomos de una bicicleta desfaciendo entuertos y salvando a doncellas en apuros. Este libro que está hecho de dos almas, correspondientes a las dos obras que lo forman, Paisaje del ciclista y Nada más lejos, y su autor, tienen mucho de la voluntad férrea del caballero de la Mancha y también algo de su locura. Cuando algún lector del futuro se pregunte como era Aragón en 1991, y veinticinco años después, la respuesta la tendrá esta obra coral que une a tres protagonistas indisolubles sin los cuales no se entendería el libro, el narrador, la naturaleza y el paisaje humano. De alguna manera se podría decir que Un viaje aragonés, editado por Prensas Universitarias de Zaragoza(PUZ), es un compendio inclasificable entre las crónicas de viajes, las pequeñas hazañas deportivas, los retos iniciáticos, o las reflexiones intimistas. Mena se propuso a principios de los noventa conocer mejor la cartografía silente de Aragón, siguiendo una línea imaginaria trazada entre el norte en Torla, valle de Ordesa y el sur en la estación de Mora de Rubielos de Teruel, ese reto se plasmó en 1991 en su libro Paisaje del ciclista, veinticinco años después se reproduciría la odisea con alguna insignificante variación y quedaría reflejado en Nada más lejos, un compendio que viene a ser un fascinante juego de idas y vueltas en el espacio y el tiempo.

Se podría decir que esta obra está formada por dos grandes vueltas por etapas, una llevada a cabo cuando el autor tenía treinta y dos años y la otra con cincuenta y siete, un recorrido casi gemelo físico, como el autor se encarga de recordar: “He querido repetir el mismo viaje, en las mismas fechas y en las mismas condiciones, veinticinco años después”. Un análisis pormenorizado nos llevará a apreciar que en Paisaje del ciclista, se condensa una pasión juvenil por una tierra abrupta, salvaje y cuyo descubrimiento y su comprensión en primera persona sobrecoge. El lector siente el esfuerzo del ciclista en cada cuesta, el calor asfixiante, el pésimo estado de conservación de algunos elementos del patrimonio y de las carreteras, ve con una impresión nítida y directa el carácter de la buena gente, que son la mayoría, y la multitud de proyectos ilusionantes que pretenden llevar a cabo. Por decirlo de alguna manera, es un trabajo realizado desde una proximidad tierna, con un humor delicado  que se siente a flor de piel, lleno de vitalidad, de curiosidad por descubrir con minuciosidad cada detalle, elementos que llegan como un fogonazo a la epidermis del lector. En el fondo, subyace una pasión palpable por el paisaje físico que se conquista a base de grandes gestas y grandes pájaras se diría en argot ciclista, es un texto lleno de energía, optimismo y sencillez en el que se puede tocar cada escena, en el que somos partícipes de cada diálogo. Autor y lector son uno, planifican juntos, van en la misma bicicleta montados, sudan, sienten los mismos infortunios y celebran la amistad y la vida. Sin embargo, veinticinco años después, con Nada más lejos, y aunque el itinerario y los lugares van coincidiendo, el tono es otro muy diferente, el ritmo ya no es el de un escalador, es el de un rodador que conoce sus limitaciones y sabe que la clave de las aventuras está en disfrutarlas sin excesos. Se podría decir que esta pieza tiene un sesgo intelectual más marcado, con un espíritu didáctico y crítico encomiable y se vislumbra un notable esfuerzo de documentación, con interesantes reflexiones. Pasar sus páginas requiere atención y concentración, es un frondoso estudio enciclopédico en el que Mena sube a los lectores para hacerles partícipes de la gran riqueza cultural de un área por descubrir, así el ciclista no solo exprime las piernas de los lectores,  sino que también exprime la curiosidad de los que se adentran en cada etapa.

Si Paisaje del ciclista, se acercaba más al libro de aventuras, Nada más lejos, es un ejercicio metafísico, se convierte a medida que se coronan las páginas en un cara a cara con la existencia. Resulta gratificante sentir como el lector es cómplice de la expresión pedagógica de las historias que se suman a este mosaico histórico, en el que como no puede ser de otra manera en Miguel Mena, no falta su particular sentido del humor, atentos a la sucesión de pinchazos y al desternillante episodio del Hostal de la Trucha en Villarluengo, y también hay tiempo para la ternura, la nostalgia de los días vividos veinticinco años atrás en Cantavieja con Antón Castro y su familia, o los momentos de soledad elegida.

Nada más lejos, es un relato conmovedor en el que el aliento del deportista es más meditabundo y donde sobrevuela el espíritu de dos sombras luminosas, Félix Romeo y José Antonio Labordeta, que de alguna manera son los faros que guían al autor en esta experiencia. Además aparecen temas de máximo interés como la despoblación, las oportunidades perdidas, los falsos bálsamos de Fierabrás en los Monegros, y también el futuro, las posibilidades de progreso o la esperanza. Y todo se articula mediante un lenguaje ágil, coherente, efectivo y que trasmite verosimilitud con argumentos palpables y mensurables, a esto Mena aporta una serie de testimonios gráficos que subrayan que en veinticinco años las cosas no son lo que eran.

En definitiva, dos libros cuya belleza radica en un mismo punto, el amor a lo cercano. En ellos Mena logra proyectar una construcción mental sobre el plano de la realidad de forma paradigmática, y muestra de una manera luminosa y visual un universo mágico inmediato, se podría decir que pone ante los ojos del espectador un imperfecto paraíso en la tierra. De un confín a otro confín, de norte a sur, Aragón surge como un hallazgo fascinante, cautivador y salvaje.

Al final el ciclista llega a la meta, cumplido el objetivo se retira victorioso aunque nadie le aplaude ni la primera vez en la estación de Mora, ni la segunda veinticinco años después en Fuen del Cepo, su premio, al igual que el del lector, es saber que ha tomado un territorio, que ha ganado un destino.- MARIO HINOJOSA.

 

 

Miguel Mena, Un viaje aragonés, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2018.

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Mario Hinojosa

30 de abril de 2020

 

Hay libros que se convierten en obras imprescindibles prácticamente desde el mismo momento de su publicación y, sin lugar a dudas, este es el caso de Luis Buñuel. Correspondencia escogida, editado en Cátedra por los profesores e investigadores Jo Evans y Breixo Viejo. Tal y como señalan en su introducción, mientras en el ámbito de la Literatura, el Arte o la Historia la publicación de epistolarios es algo habitual, en todo lo relacionado con el Cine, los libros recopilando cartas vinculadas a profesionales o películas son todavía una excepción. Estamos por tanto ante una obra valiosa por su rareza, que es, además, un regalo para la historiografía en torno a la figura de Luis Buñuel. Treinta y cinco años después de la muerte del cineasta esta publicación se suma a los monográficos escritos por Agustín Sánchez Vidal, Ian Gibson, Paul Hammond, Román Gubern, Fernando Gabriel Martin, Francisco Aranda o Max Aub como un nuevo instrumente mediante el que seguir ahondando en el perfil de Luis Buñuel y enriqueciendo el conocimiento de su obra.

En esta publicación de cerca de 800 páginas, se compilan aproximadamente 1000 cartas y algunos otros escritos como tarjetas postales, pequeñas notas o dedicatorias de libros. Ordenadas cronológicamente desde1908 a1983 en esta correspondencia escogida se suceden los textos compartidos entre el cineasta y más de 200 interlocutores, familiares, amigos, compañeros de profesión e incluso admiradores. Todo esto acompañado por un cuidado glosario y por algunas ilustraciones que ayudan al lector a situarse en el contexto del epistolario gracias a la reproducción de documentos, fotogramas de películas y algunas fotografías intencionadamente infrecuentes y poco conocidas. En este libro se compilan y combinan colecciones de cartas ya publicadas, como las de los vizcondes de Noailles, Urgoiti, Rubia Barcia, Larrea y Paco Rabal, con otras muchas inéditas y en algunos casos de difícil acceso, al encontrarse en archivos personales o en colecciones públicas dispersas en muy diferentes países.

Evans y Viejo han resuelven inteligentemente el difícil ejercicio de selección de materiales. Han optado por prescindir de los documentos de carácter más íntimo, dejando fuera, con elegante discreción, algunos asuntos familiares para centrar así el foco en lo esencial, en la aproximación al Buñuel creador. Se han propuesto hacer valer la Historia frente al mito, procurando que los textos seleccionados ofreciesen, además de datos, todo tipo de matices, para corregir así algunos falsos históricos y poner en cuestión tópicos cómodos pero inciertos, como el de la inveterada tosquedad de Buñuel.

De este modo consiguen que este libro sea mucho más que una fuente documental imprescindible para las investigaciones que en adelante se hagan sobre Luis Buñuel. Funciona también como un relato fragmentario en el que se adivinan entre líneas sus búsquedas personales y sus actitudes y aspiraciones profesionales. En él se traza un itinerario que va desde la nota redactada en 1908 retando a sus compañeros de colegió, hasta las breves misivas en tono de despedida dirigidas entre 1981 y 1983 asu hijo Juan Luis, Carlos Saura -su hijo intelectual-, Eduardo Ducay, Agustín Sánchez Vidal o Jean-Claude Carrière “cuando apenas puedo leer o escribir”. Y en el trayecto de más de setenta años que media entre estos textos nos encontramos con otras muchas historias: los vínculos negados con Epstein; la estrecha y decisiva relación con los Noailles -con el vizconde hasta finales de los setenta-; los encuentros y desencuentros con Salvador Dalí; la confianza y admiración por Iris Barry, la amiga que no solo le abrió las puertas de MoMA, sino que también propició su decisivo viaje a México; la complicidad profesional y personal con Rubia Barcia, o el respeto casi reverencial con el que se dirigen al él personalidades de la políticas -Alfredo Guevara, por ejemplo- o del cine, entre ellos David O’Selznick, Dalton Trumbo y el mismísimo Firtz Lang, que había sido uno de los inspiradores de su vocación cinematográfica. El recorrido por todas estas cartas permite asimismo ver cómo se van gestando sus proyectos, los que salieron adelante y los que se quedaron en el camino -Montserrat o Divinas palabras.

Pero también en todas ellas queda sugerido y en algunos casos muy explícito el Buñuel más personal. El hombre que maneja distintos grados de confianza, cortesía, o enfado en sus misivas, un hábil negociador, que sabe adaptarse en cada caso a las circunstancias y a la relación que mantiene con su interlocutor. El lector puede encontrarse con el Buñuel que va de frente, pero no para discutir, sino para solventar malentendidos personales o profesionales, tal y como se advierte en las cartas que escribió a Muñoz Suay. En otras ocasiones lo intuimos escurriendo el bulto, procurando que sean los demás quienes den la cara por él, como hizo Octavio Paz con Los Olvidados en el Festival de Cannes. Pero, sobre todo, lo descubrimos aferrado a sus amigos, a los que pide ayuda o a los que auxilia personal y económicamente haciendo gala de una discreta generosidad, sin alardes, cuidándolos fielmente: a José Bergamín le paga derechos de autor por el título de El ángel exterminador, sin que fuera necesario, para aliviar su difícil situación económica, mientras procura apoyar a las hijas de Ramón Acín, treinta años después de la filmación de las Hurdes, devolviéndoles el dinero que su padre invirtieran en la producción de esta película.

Todo esto se encuentra en las cartas que Buñuel escribió o recibió a lo largo de su vida. Evans y Viejo han decidido conscientemente seleccionar aquellas que sirven para situar profesionalmente a Buñuel o para entender los medios artísticos en los que se movió y las condiciones económicas en las que tuvo que trabajar. Y lo han conseguido, proporcionándonos, de paso, nuevas piezas para descubrir otros aspectos más personales. Estamos ante un rompecabezas en el que siempre faltaran algunos fragmentos, pero gracias a este libro podemos ir entreviendo un perfil cada vez más próximo al Buñuel original.- AMPARO MARTÍNEZ HERRANZ.

 

 

Jo Evans y Breixo Viejo, Luis Buñuel. Correspondencia escogida, Madrid, Cátedra, 2018.

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Amparo Martínez Herranz

30 de abril de 2020

Henry David Thoreau decía tener en su cabaña “tres sillas; una para la soledad, otra para la amistad, y una tercera para la sociedad”. Aunque no vive en el lago Walden, a pesar de no ser un estadounidense del siglo XIX, Vicente Verdú (Elche, 1942) parece disponer de un mobiliario parecido. En su último libro, el autor de El Planeta Americano (1997) aborda, entre otros temas, la soledad (“Estar solo es la manera más seria y productiva de mirar”, afirma), la amistad (“Los amigos son como saludables porciones del yo, muy repartido”) y la vida social: “Nos necesitamos tanto unos a otros que nos turbamos todos en la soberbia de la soledad”.

            Tazas de caldo reúne los aforismos que Vicente Verdú ha venido publicando en las redes sociales desde su llegada a ellas algunos años atrás; en la apropiación de una tecnología de transmisión de ideas que se remonta (por lo menos) al siglo VI antes de Cristo para su uso en los nuevos entornos digitales hay tanto un gesto de época como la manifestación de cierta voluntad de pensar “con” el presente a la que debemos textos ya clásicos como El estilo del mundo: la vida en el capitalismo de ficción (2003), No ficción (2008) y El capitalismo funeral (2009). Verdú lleva décadas asumiendo con aparente indolencia la tarea de comprender un presente en el que confluyen la propiedad privada de los medios de producción, la manipulación de los afectos y una emotividad exacerbada que se expresa, también, en lo político. Su nuevo libro regresa una y otra vez sobre los asuntos de la actividad humana (“Una de las mayores alegrías se obtiene del trabajo. Una de las mayores desdichas también”, concluye), el conocimiento y la mentira, la cual (afirma Verdú) “encierra tantas complicaciones que enaltece la inteligencia”. Vivimos un presente, se nos dice en Tazas de caldo, en el que “la infatuación del libro es la decadente fenomenología de nuestro tiempo cultural”, en el que hay “escritores que poseen un alto valor de uso pero un bajo valor de cambio” y en el que “Hay quienes son algo por la institución que tienen tras de sí”, al tiempo que “los valiosos son […] quienes no tienen más cargo (y carga) que ellos mismos”. “La decadencia de la asistencia al cine es el gran declive de la colectividad soñando junta”, sostiene Verdú. “Hay más tontos de lo que uno se piensa. […]” y la fe es, por consiguiente, el nombre ofuscado del heroísmo”.

            Los temas más frecuentemente abordados en los textos de este libro presentan la aparente contradicción de constituirse en asuntos públicos por tener lugar casi exclusivamente en el ámbito de lo privado: el amor (“[…] la forma de soborno perfecta”), la decadencia física (“En la vejez debería ser cada uno mejor que en la juventud. Lo contrario es una mamarrachada”), la enfermedad (“El mundo se ve tan diferente con buena o con mala salud que, al cabo, la realidad es un producto clínico”) y la muerte: “[…] morir es mucho más fácil que nacer”, “Tener mucha vida por delante es soslayar el fin. La mucha vida por detrás es lo que nos termina”, “La muerte acaba con toda decepción. Nunca defrauda”.

            “Los pesimistas echan sus sombras sobre el plato del día”, afirma Verdú; para evitar ser incorporado a sus filas, el autor advierte: “Lejos de mí la manía de lamentar. Las cosas no son malas. Son tan arbitrarias como cándidas”. En última instancia, “La esperanza es lo que mejor nos conduce, y la desesperanza nos extravía”: en Tazas de caldo hay espacio para cierto humorismo caprichoso (“Lo malo de las parejas es que hay que ser por lo menos dos, cuando con uno mismo es ya insoportable”, “Estar sano es el estado ideal para ponerse enfermo”) y también, inevitablemente, para el goce del mundo. Así, “La felicidad depende mucho de la almohada” (lo cual es rigurosamente cierto), “Los niños son como arroyuelos” (pero, agrega el autor, “los adultos, como caimanes”), “La palabra se presenta como la insignia de la humanidad. Somos humanos mediante la palabra” y la pintura (a la que Verdú ha dedicado los últimos años con notable éxito) es “la síntesis entre el pensamiento y la emoción”.

            No son pocos los escritores españoles que en tiempos recientes han encontrado en el aforismo el género más apropiado a sus intenciones; significativamente, éstas parecen haberse centrado (de forma general) en la producción de efectos poéticos; lo que distingue a Tazas de caldo de otros libros de aforismos es, por el contrario, una vocación de análisis y una mirada ensayística no muy diferente a la de otras obras de su autor. Para Verdú, “estamos tan distraídos con nosotros que nos perdemos el mismo mundo”. A modo de correctivo, el autor se dice (y nos dice): “Ser mejor no lleva a ninguna parte. Lo que hace viajar es la mejora de los demás”. Mientras viaja, lo que Verdú propone a sus lectores es “No rendirse, no cejar, no cerrar los ojos, no arredrarse, no aceptar las riendas”. Para todo ello ha sido escrito este libro.- PATRICIO PRON.

 

 

Vicente Verdú, Tazas de caldo, Barcelona, Anagrama, 2018

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Patricio Pron

Coronada de moscas

La oficina principal de las librerías del Fondo de Cultura en Perú está ubicada en Miraflores en una casa estilo tudor, con un frente amplio, en una de las calles más comerciales llamada Berlín. Blanca Varela durante los años 70 y 80 llegaba todos los días, subía las escaleras que aún ahora crujen tenebrosamente, y se instalaba en su parco escritorio solo invadido de colores por una pequeña escultura de un Árbol de la Vida mexicanísimo. Una de esas mañanas se descubrió que en el terreno baldío al lado vivían una caterva de niños indigentes. Blanca llegaba a la oficina y ante el bullicio y la presencia de la policía se impresionó. Y la vio: era una niña algo mayor, el cabello recortado casi con hachazos, la mugre pegada al cuerpo. Vivía con una docena de niños de todas las edades. Llevaba un embarazo avanzado, de unos siete u ocho meses, y una mirada brumosa, como perdida. Una mujer mayor, quizás la madre de alguno de esos niños que por las noches se drogaban con pegamento, quiso golpear a la niña, pero el vecindario entero la protegió: “podría describirla / ¿tenía nariz ojos boca oídos? / ¿tenía pies cabeza? / ¿tenía extremidades? // sólo recuerdo al animal más tierno/ llevando a cuestas como otra piel/ aquel halo de sucia luz… […] ¿era una niña un animal una idea? // ah señor /qué horrible dolor en los ojos […] a mi lado / coronada de moscas / pasó la vida…” (Ternera acosada por tábanos).

Esa es una clara forma en que la injusticia y el requerimiento ético trasuntan con urgencia a la poesía, procesados de alguna manera inconsciente como un chorro de dolor, pero muy contenido y muy elaborado, a través de la fineza del lenguaje. Ese es el mejor ejemplo del estilo de la poesía de Blanca Varela: el uso de un lenguaje parco para dar un golpe certero como el de un garfio en la pulpa del corazón del lector.

La poesía de Varela puede describirse como una implosión: demasiados significados concentrados en tan pocas y exactas palabras. Personalmente he leído sus poemas de forma constante, los he aprendido de memoria, los he estudiado y casi he cometido el sacrilegio de diseccionarlos para intentar descubrir cómo, por qué, de qué manera. ¿Cuál es el mecanismo por el cual la poeta logra hincar cada palabra con el rigor de un entomólogo y extraerle toda su esencia posible? Nunca se me han revelado, por el pretendido método científico, nada más que algunas pistas cercanas a mis propias intuiciones pues frente a poemas de tal intensidad, como “Ternera acosada por tábanos”, solo es preciso presentarse como una lectora desnuda ante el simple fulgor de la palabra.

 

Tu voz persiste

La poesía de Blanca Varela es una de las grandes aventuras literarias latinoamericanas. No se trata solo de poemas bien escritos o textos rigurosos de medidas exactas y dimensiones precisas, estamos hablando de una autora cuya característica principal es el riesgo y esta estrategia, en un espacio tan susceptible como el poético, puede convertir al poeta en un productor de fuegos artificiales sin más fondo que la oscuridad de la nada. Varela, en cambio, se conecta con cada una de sus obsesiones, de sus trabajos anteriores y de su propia trayectoria para, en cada uno de sus libros, plantear una propuesta estética diferente, radical, incluso contradiciendo a su obra anterior y, por lo tanto, completándola en un audaz juego de antítesis. Esta forma de encarar el trabajo poético es el producto de un encuentro frontal con la vida, de una honradez artística sostenida a través de los años, de una lucha inflexible con eso que algunos llaman estilo.

Si “Camino a Babel” o “Valses” son poemas que apuestan por la imagen sobre la metáfora, por la extensión prosística frente a la contención, “Casa de Cuervos” recorre alegóricamente el tema de la maternidad desde una entrada no tradicional y “Concierto Animal”, concentra sus pliegues en la agudeza del dolor y del silencio frente a la muerte de lo más amado: el hijo.  El último libro de Varela, "Falso Teclado", regresa sobre la contención de las palabras para darles un retruécano más y volverlas inequívocamente atroces y exactas.

Este comedimiento con el lenguaje, al final de su vida, se trasladó a su cuerpo: debido a una embolia que le produjo un derrame cerebral fue perdiendo poco a poco la capacidad de nombrar, perdió totalmente el habla. En los últimos años Blanca Varela solo "nombraba la palabra" al leer poesía en voz alta, porque la rectitud de lo escrito le permitía transitar por ese laberinto de imágenes y significados que debe haber sido, desde siempre, su sinapsis y sus razonamientos.

 

Blanca una tarde de octubre del 2006

Recuerdo que en el año 2006 le llevé tres libros de jóvenes poetas limeñas. Ella, que ya no quería conversar, leyó varios poemas en voz alta como si hubiera recuperado el sonido a través de otras voces. Esa tarde, en su departamento frente al mar, una epifanía nos devolvió ese sonido exasperadamente lento de su voz Caminaba despacito y estaba sobriamente vestida, con un pantalón kaki y una chompa de color camel. Ella siempre se vestía así: colores oscuros o ceniza, lacres, piezas tono sobre tono, ropa holgada, zapatos de taco bajo o cinco centímetros. Esa sobriedad que la distinguía en la poesía, esa elegancia de las palabras justas, la vivía a diario con su estilo corporal y en el minimalismo de su casa que era también un reflejo de su personalidad.

Ella era una escritora insular y una persona insular, un poco distante y muy discreta, más bien recluida en su extraña y poderosa casa de Barranco, junto al mar, acompañada de cuadros de Fernando de Szyszlo, de colores azules y gélidos, gustos de una personalidad más que introvertida francamente esquiva. Esta forma de evadir a los otros, por supuesto, nunca desdijo de su generosidad y honestidad intelectuales a prueba de fuegos, tornados y tormentas variopintas.

Pienso que ese día de octubre de2006 mipresencia fue el acontecimiento del día. Quizás pueda ser mi narcisismo, mi estúpida manera de creerme una persona cercana, pero me esperaban para llevarla a la sala. Así que la acompañé y nos sentamos frente al malecón, mirando la tarde de una primavera que no terminaba de cuajar. No podía hablar con la locuacidad de antes. Y yo, anonadada, escuchaba como ella iba repitiendo la última palabra que yo pronunciaba. Me sentí perturbada. Entonces, solas en medio de ese silencio de plomo, le pregunté si quería leer poesía. Y abrió las alas.

Pudo leer y pronunciar perfectamente los poemas de los libros que le llevé (Cecilia Podestá, Victoria Guerrero, Romy Sordómez) e incluso repetir aquellos que le habían llamado más la atención. Le gustó más el libro de Podestá, como lo suponía, por las referencias bíblicas y el tempo lento del ritmo de su poesía. Y luego conversamos un poco de esto y aquello, del premio Lorca, y de la imposibilidad de hacer un viaje al otro lado del Atlántico, y por lo mismo, de dejar en manos de su hijo Vicente el atravesar la burocracia de una ceremonia de tal índole. A Blanca no le gustaban las ceremonias. Yo me atreví cambiar de tema a boca de jarro:

 

—¿Estás escribiendo algo? — le pregunté

—No, no, no— repetía.

—¿Y el libro sobre tu madre?

—No, no, no salió— me dijo, pero sin pena, sin frustración, simplemente como acontece.

 

En una reunión de algún tiempo antes, en casa de la poeta y crítica literaria Ana María Gazzolo —en donde compartimos cous-cous preparado por la misma mano de la anfitriona— Blanca nos contó que estaba pensando escribir un libro en homenaje a su madre, Serafina Quinteras, muerta meses antes. Ese vacío la había golpeado. Ella siempre habló de su madre como una persona muy alegre, dicharachera, una mujer que había sido el símbolo de un criollismo de salón limeño, y a pesar de que en este punto disentían tremendamente, su madre le había enseñado que a la vida hay que tomarla por las astas. “Ya tengo el nombre” nos comentó esa vez “se va a llamar Rimmel, porque mi madre era tan coqueta”.

No lo escribió. Tampoco pudo corregir una novela que, muchos años antes, pergeñó en unos papeles blancos. Porque Blanca corregía mucho, era tremendamente exhaustiva y sumamente autocrítica. Y poseía una lucidez especial para decir basta también a la corrección (porque tanta poda, a veces convierte al árbol en arbusto). 

Esa tarde no pude ver la muerte del sol, se nos escapó, no nos dimos cuenta. Ella como siempre muy amable, me preguntó por mi hija y por lo que yo hacía, por mis amores y mis desamores. Algo pude decirle, pero la noté agotada. Quería moverse del sitio y yo pensé que era hora de partir… pero me cogió la mano. Quería seguir escuchando, quería mantener ese momento del día. Entonces le conté que por el Premio García Lorca había competido con Benedetti, con Cardenal, con Cisneros, y ella sacando el filo de luz de esos ojos siempre agudos, sonrió y me dijo: "y les he ganado".

 

Un poco de su vida: Lima, Paris, Nueva York, Lima

No es solo un dato el que Blanca Varela haya nacido en Lima (10 de agosto de 1926) porque su vida y estilo estuvieron muy vinculados con esta ciudad tan evanescente. Hija de una de las más prestigiosas compositoras de valses criollos, Serafina Quinteras[1], durante toda su vida Varela luchó contra esa herencia criolla para instituirse en una modernidad que, junto con la Generación del 50, pretendía ser secular, laica, innovadora, democrática, política en el mejor sentido, y alejarse de la sensibilidad mediadora de esa cultura criolla producto de la discriminación colonial. Por eso escondió entre sus memorias más ocultas todos esos momentos en que, junto con su madre, participó de concursos radiales declamando poesía cuando era niña. Blanca Varela renegó de la declamación y cuando leía su propia poesía solía hacerlo sin adornos, sin artificios, sin entonaciones especiales, solo la simple voz limpia contra el silencio.

Varela, en un mundo masculino y misógino como lo fue el intelectual peruano durante la II Guerra Mundial, decidió ingresar en 1943 ala Escuela de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la universidad pública, en cuyos claustros pudo encontrar a una generación de poetas, escritores, autores de teatro, intelectuales que compartirían sus preocupaciones. En el Patio de Letras de la Casona de San Marcos, Blanca Varela conocería a Jorge Eduardo Eielson, a Javier Sologuren, a Mario Vargas Llosa pero, sobre todo, a Sebastián Salazar Bondy, el gran líder de esa propuesta de modernidad, cuyas ideas marcaron a toda su generación y fueron posteriormente convertidas en el famoso ensayo Lima, la horrible.      

Varela participó activamente de las propuestas de esta generación de intelectuales peruanos escribiendo artículos y participando de las tertulias del café Pancho Fierro al que también asistía en esa época el escritor José María Arguedas, Emilio Adolfo Wetphalen, Sérvulo Gutiérrez, las hermanas Bustamante, entre otros escritores y pintores indigenistas y surrealistas. La amistad que tuvieron Varela y Szyszlo con Arguedas fue determinante para su sensibilidad artística: precisamente fue el autor de Los Ríos Profundos quien invitó a Varela a la famosa casita de playa en Puerto Supe, en donde encontró “un lecho ardiente en donde lloro a solas”.

Es por esos años que Varela escribe diversos poemas que no circulan sino en copias manuscritas entre los amigos de su círculo. Recién será en 1957 que Salazar Bondy y el poeta Alejandro Romualdo incluyeron dos poemas de Varela en su famosa Antología de la poesía peruana. La nota que precede a los textos presenta un primer libro llamado "Primer baile", pero al parecer el título fue luego descartado por el de Puerto Supe que, a su vez, fue descartado por el de Ese puerto existe. El 18 de marzo de 2014 se publicó la versión facsímil del cuaderno manuscrito Puerto Supe con viñetas de Fernando de Szyszlo. En esa ocasión en la Librería El Virrey de Lima, Mario Vargas Llosa leyó el poema “Ternera acosada por tábanos” que no se encuentra en ese libro sino en Ejercicios Materiales (1993). Vargas Llosa fue un amigo inseparable de Blanca Varela, se conocieron en la universidad y mantuvieron contacto y encuentros frecuentes hasta el final de sus días. “Lo impresionante del poema es la conmiseración, tanta ternura, la compasión, la piedad, la solidaridad que nos contagia sobre este indefenso animal […] Al final del poema uno descubre que ese animal no es un animal, sino un símbolo de la condición humana… de la vida” dijo el Premio Nobel en aquella ocasión.

En 1949 Varela viaja a Francia recién casada con el pintor Fernando de Szyszlo, en un largo viaje en barco. Llevaban en sí la aventura por el clásico sueño parisino de todos los intelectuales latinoamericanos del siglo XX. Se establecen en París en el momento de mayor apogeo del existencialismo, compartiendo cafés y vino en el Café Le Flore con sus principales representantes: Albert Camus y Simone de Beauvoir, el mismo Sartre, así como con Octavio Paz, Elena Garro, Carlos Martínez Rivas, entre otros. Precisamente fue Paz quien, al leer algunos de poemas sueltos de Varela, la anima a organizarlos bajo la forma de un libro. Bajo el calor de las discusiones de esos años, los poemas que ya tenía escritos y otros que va decantando con paciencia, forman Ese Puerto Existe (“Aquí en la costa escalo un negro pozo, / voy de la noche hacia la noche honda, / voy hacia el viento que recorre ciego/ pupilas luminosas y vacías”).

Blanca Varela publica su primer libro tardíamente en comparación con sus contemporáneos de la Generación Poética del 50 en el Perú. Auspiciado por Octavio Paz, quien escribe el prólogo, Ese Puerto Existe, se edita bajo el sello de la Universidad Veracruzana en 1959. “Blanca Varela es una poeta que no se complace en sus hallazgos ni se embriaga con su canto” advierte Paz a los lectores sobre esta radical propuesta de sospechar de la propia obra. Y esta sospecha, al mismo tiempo, permite a Varela una búsqueda ética dentro de sus propuestas estéticas: no arruinar la palabra detrás de pretensiones megalómanas, de silencios cómplices o de baratijas al servicio del mercado. Escuchar la poesía de los otros, trabajar en silencio la realidad, aún en su sordidez, y evita el ruido, eso la ha caracterizado durante toda su vida.

Pero es Octavio Paz quien, a su vez, pretendiendo hacerle un favor, “saca” a Varela del espacio infravalorado de la poesía femenina, calificando su condición como la de “un poeta, un verdadero poeta”, en ese prólogo que aún hoy marca el derrotero androcentrado de la crítica: “nada menos ‘femenino’ que la poesía de Blanca Varela; al mismo tiempo, nada más valeroso y mujeril” sostiene Paz (Ese Puerto Existe, 1959: p. 13). Al respecto, Blanca Varela solía señalar que cuando vivía en París con Szyszlo se sentía “asexuada como los ángeles” y asume racionalmente su identidad femenina con el nacimiento de sus hijos, Vicente y Lorenzo.

Desde 1958 hasta 1960 Blanca Varela se establece, junto con su esposo, el pintor Fernando de Szyszlo, en Washigton D.C., donde escribe algunos de los poemas que luego formarán parte de Luz de Día (Lima, 1963), Valses y otras falsas confesiones (Lima, 1972) y Canto Villano (Lima, 1978). Es en Washington donde Varela reflexiona sobre la lejana Lima, en un poema a dos estilos que comentaremos más adelante.

Desde la década del 60, Blanca Varela vive en Lima dedicándose al periodismo cultural en diversos semanarios y colabora constantemente con la famosa revista Amaru, dirigida por su amigo Emilio Adolfo Westphalen. Es en esta revista y en diarios de circulación nacional que, bajo el seudónimo de Cosme, escribe críticas de cine. Hace poco en Lima se realizó un homenaje a Varela cinéfila con una programación de sus películas italianas favoritas. En la década del 70 y durante los aduros años 80 del conflicto armado peruano, Varela dirige la filial del Fondo de Cultura Económica en Lima, y durante 20 años seguidos, así como algunas de las secciones del PEN Club Internacional, como un favor especial a Vargas Llosa que era su presidente. Desde 1978, y a pesar de la publicación de dos antologías (Camino a Babel, Lima, 1986 y Poesía Escogida Madrid 1993) y de un libro con su poesía reunida (Canto Villano, Poesía Reunida 1949-1983, México, 1986), no publica un libro nuevo. Ejercicios Materiales sale publicado después de quince años de silencio en 1993 bajo el sello de Jaime Campodónico.

Aquí quisiera detenerme brevemente porque considero este libro como uno de los magníficos poemarios de Varela: se trata del reconocimiento de la animalidad el ser humano a través de la constatación de los límites de los corporal, incluyendo el mundo de adentro: vísceras, fluidos y elementos escatológicos. Ejercicios Materiales es una vuelta de tuerca a la mística ignaciana: no se trata del espíritu en juego con lo sagrado sino con lo corporal. La muerte se presenta como un encuentro con una divinidad cruel que espera la entrega del cuerpo como si se tratara de una res que se entrega al camal para ser sacrificada: “enfrentarse al matarife/ entregar dos orejas/ un cuello/ cuatro o cinco centímetros de piel/ moderadamente usada/ un atadillo de nervios/ algunas onzas de grasa/ una pizca de sangre/ y un vaso de sanguaza/ sin mayor condimento que un dolor/ casi humano…”. El poema que le da título al libro, con sus violentos encabalgamientos, nos presenta la necesidad de “cortar” con las diferencias del adentro/afuera del cuerpo para habitarlo no como una prisión platónica sino como una forma de constitución del espíritu: “lo exterior jamás será interior/ el reptil se despoja de sus bragas de seda/ y conoce la felicidad de penetrarse/ a sí mismo…” Solo el aprendizaje del deterioro del cuerpo, del cadáver en potencia que somos, en esta réplica fisiológica de los ejercicios espirituales es la constatación de la fuerza de la materia como forma de predisponernos al escarnio de nuestra carne en permanente estado de descomposición: “he dejado la puerta entreabierta/ soy un animal que no se resigna a morir” (Escena Final). Blanca Varela reconoce al cuerpo como el espacio del menoscabo y la reflexión, del daño y la plenitud, del quebranto y la resistencia.  

El mismo año de la publicación de Ejercicios Materiales, Varela publica en Madrid El Libro de Barro (Ediciones del Tapir, 1993), una serie de poemas en prosa que siguen incidiendo en la insularidad de la identidad del sujeto pero esta vez desde los paisajes clásicos de la poesía vareliana: el mar, la arena, las islas sin pájaros, la ola sobre la ola. Concierto Animal se publica simultáneamente en Madrid y Lima (Pretextos/Peisa, 1999) luego de un acontecimiento que produce un quiebre, tanto en la historia personal como en la poesía de Varela: la muerte en un accidente aéreo de su segundo hijo Lorenzo. Concierto animal es un aullido en silencio.

El Falso Teclado, su último libro, se publicó en Madrid como parte de la edición del libro Donde todo termina abre las alas (Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, 2001) una recopilación de toda su obra poética. Premonitoriamente la última línea del libro dice: “y oler lo ya vivido/ y dar la vuelta/ sencillamente/ dar la vuelta” (Nadie nos dice).

Blanca Varela, en un intento de continuar con la tradición de la famosa antología Laurel, junto con José Angel Valente, Andrés Sánchez Robayna y el crítico uruguayo Eduardo Millán, editaron una polémica antología de poesía hispanoamericana titulada Las ínsulas extrañas, antología de poesía en lengua española (1950-2000). Fue la única vez que Varela ejerció, de cierta manera, como crítica literaria.

Recién en el año 2001 la gran poeta Blanca Varela recibe un primer premio por su obra reunida, el Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo. Ese mismo año el gobierno peruano le otorga la Orden del Sol por su trayectoria intelectual. En el año 2006 gana el III Premio Lorca que otorga la ciudad andaluza de Granada y en 2007 se le otorga el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, uno de los más prestigiosos de la lengua, auspiciado por el Patronato Nacional de España y la Universidad de Salamanca. Tras algunos años de silencio por un severo problema de lenguaje y una enfermedad cardiaca, Varela muere en su casa de Barranco en marzo de 2009. No hay una tumba donde recordarla: sus restos fueron cremados en una ceremonia íntima.

 

Los críticos

Al principio algunos pocos críticos leyeron y comentaron la poesía de Blanca Varela con mayor profundidad que las simples reseñas periodísticas: son de alguna manera textos fundacionales que significaron, para quienes vinimos después, puertas de entrada a la recepción de una poesía compleja, abstracta, aparentemente fácil, pero de significaciones múltiples, densa y, a veces, oscura. Además del prólogo de Octavio Paz, estos textos son trabajos pioneros de José Miguel Oviedo, Roberto Paoli, Ana María Gazzolo, James Higgins, Adolfo Castañón, y David Sobrevilla. A su vez, el poeta Javier Sologuren, publicó una antología de la poesía de Blanca Varela titulada Camino a Babel en las ediciones populares que fomentaba la Municipalidad de Lima bajo el régimen socialista de Alfonso Barrantes. El libro significó la difusión a nivel popular de una autora que, en ese entonces, comienzos de la dura década del 80, empezaba a considerarse como una poeta “de culto” entre los poetas jóvenes y los estudiantes de literatura.

En el año 2007 junto con mi colega Mariela Dreyfus pudimos concluir un largo y deseado proyecto: un libro con un conjunto de ensayos críticos sobre Blanca Varela, además de fotos inéditas, poemas escogidos por la autora y una bibliografía bastante completa a la fecha. El libro lo habíamos comenzado a organizar ocho años antes y conforme avanzábamos con los ensayos, encontrábamos que más admiradores de Varela, estaban entusiasmados en participar. Por supuesto que contamos con el entusiasmo tímido de la propia Blanca quien, desde su desinterés tradicional por sus propios asuntos, nos permitió el acceso íntegro a su archivo personal y fotográfico. Nadie sabe mis cosas. Ensayos en torno a la obra de Blanca Varela recuperó críticas iniciales como las de Paz, Oviedo o Gazzolo, aquellos que la nombraron cuando el resto de antologadores y críticos preferían invisibilizarla, hasta textos de jóvenes y enérgicas poeta y críticas literarias como Victoria Guerrero o Susana Reisz. Queríamos que el libro sea un homenaje del Perú a Varela: fue publicado en una hermosa edición por el Fondo Editorial del Congreso del Perú y, además, Blanca Varela recibió la Orden del Congreso, en una ceremonia a la que asistió, pero en silencio.

 

Propuesta estética: el doblez

La poesía, a contrapelo de la idea vulgar que se tiene sobre ella, no es el resultado de un ejercicio ocioso o un producto para las elites; muy por el contrario, desde los poetas anónimos de los harauis quechuas hasta César Vallejo y pasando, por cierto, por la intensidad y fortaleza de los poemas de Blanca Varela, la poesía ha significado una agencia cultural que fortalece la identidad de las naciones. En efecto, los diversos premios obtenidos por Varela casi al final de su vida son también la afirmación del ejercicio literario de una poeta rigurosa, descarnada, sincera y cuya fuerza se distingue de la retórica común de la poesía contemporánea. Sin embargo, también son un reconocimiento de la crítica a una propuesta literaria que se fortaleció en el grupo, entre sus pares, tanto de la Generación del 50, como con las voces coetáneas más jóvenes. Blanca Varela, huyendo de las academias —rechazó ser miembro de la filial peruana de la RAE— ha urdido una obra lúcida y estoica, cuyo propósito fundamental es transmitir al lector el aprendizaje de la muerte en medio de la voracidad de la vida.

Con sólo siete libros publicados en toda su vida, Blanca Varela ha logrado concentrar la densidad de la experiencia vital y estética en pocas y preciadas palabras. Cuando tuvo que callar prefirió el silencio a la vocación rutinaria de repetir un mismo estilo. Sus propuestas poéticas son muy variadas: en toda su poesía la autora lucha contra sí misma en momentos previos, y luego vuelve a reconciliarse con sus expresiones, pero rearmadas, deconstruidas, relocalizadas.

Tienen sus versos tonos pictóricos; un tempo lento por momentos, grave en otros; sus temas varían desde la experiencia mística (aunque distante y seca) hasta los diversos e insospechados retruécanos de la maternidad, pasando, como lo hemos señalado, por la reflexión sobre el cuerpo y la muerte. Varela logra transmitir a sus lectores la exacta sensación de lo que fuimos y tal vez un vago acercamiento a la experiencia sensible de lo que seremos: “la belleza final es cruenta y onerosa/ inesperada como la muerte/ bala tras el humo de la zarza” (Ejercicios Materiales). En cada uno de sus poemas, además, hay una invitación al lector a que se abisme más allá de toda sólida y aburrida certeza, a través de caminos alternos, entrecruzados, oscuros pero empapados de brillo e intensidad. Ha dialogado vivamente con la pintura —el caso de la obra de Chirico y del mismo Szyszlo— y con autores como Simone Weil, la mística laica, de quien siempre admiró su templanza y resistencia. Como sostiene Ethel Barja en el epílogo a la última edición de Canto Villano (2017): “Por eso el énfasis de su poesía en el cuerpo sufriente, condenado a una inmolación inexplicable”. Varela ha logrado mantener la distancia poética necesaria para escribir alegorías sobre el despojo, sobre la pobreza, sobre la maldad o sobre el hambre.

Concierto Animal, su penúltimo libro, concentra sus recursos en un trabajo con los desplazamientos iniciando un camino áspero hacia una propuesta poética visionaria (Bousoño) sobre la agudeza del dolor y del silencio (“si me escucharas/ tú muerto y yo muerta de ti/ si me escucharas [...] viva insepulta de ti/ con tu oído postrero/ si me escucharas” 19). Se podría señalar que ante la poesía de Varela nos encontramos con un proyecto estético que usa “el doblez” como la forma de apartarse de los cómodos nichos simbólicos. El doblez en el sentido que lo plantea Gilles Deleuze, es decir, como la continuidad del derecho y del revés, de tal modo que el sentido en la superficie se distribuya en los dos lados a la vez. Digamos que se trataría de una poética que da la vuelta a lo ya dicho, expresa la experiencia por dentro, busca en el revés de las cosas para voltearlo hacia afuera y presentarlo de las dos maneras a la vez. Esa ha sido la forma de caminar entre el precipicio de las palabras y el silencio sin resbalar ni caer: asumir las obsesiones temáticas de su obra anterior e irlas anteponiendo, estilísticamente, a las mismas formas con las que fueron escritas.

Como alimento de esta “estrategia del doblez” Varela insiste en escuchar la poesía de los otros, leer a los poetas y a las poetas jóvenes y, sin embargo, trabajar en silencio y muchas veces con cierta distancia a las corrientes poéticas de moda. Varela siempre fue reticente a participar de recitales o conversatorios sobre poesía. Por esta razón, durante la década del 80 en que no publicó nada, cada vez que leía en público era un acontecimiento, al que intentábamos asistir los jóvenes de ese entonces, por ejemplo, el célebre recital que dio en el Instituto Peruano Soviético, organizado por el poeta proletario Cesáreo Martínez. Varela estuvo más allá de la insubstancial discusión entre poetas puros y poetas sociales de todos esos años.

 

No sé si te amo o te aborrezco: Lima y la patria

Para mostrar la fuerza y la originalidad de la poesía de Varela propongo al lector o lectora acompañarme en el análisis de un poema que cruza experiencias vitales, estéticas, posiciones en torno a la propia poesía (prosa poética o verso), discursos sobre la modernidad y las experiencias percibidas por la autora como pre-modernas (lo criollo), así como la nostalgia por la ciudad natal que se deja (Lima), la urbe descabellada y desolada que se habita (Washington) y los amores desgarrados hacia la propia madre. El poema es “Valses” y se inicia con unos versos que recuerdan un bolero: "No sé si te amo o te aborrezco..."

Algunas investigadoras, como la crítica literaria argentina Susana Reisz, consideran que una de las estrategias más sugestivas de las poetas en América Latina es la resemantización (cargar de nuevas significaciones) de las canciones populares como el bolero, el vals, la ranchera, el tango o la murga. Se trata de una forma de reapropiación irónica de “géneros menores”. Considero que esta "resemantización" puede servir de marco para entender este poema que forma parte del libro Valses y otras falsas confesiones (1971). La autora inicia el libro con “Valses”, poema en el que, utilizando la tradicional forma de baile popular en Lima y a partir de una lectura descarnada de la realidad, parodia el sentimiento de nostalgia de la migración a otras tierras para describir sus recuerdos incluyendo elementos atípicos y la descripción de su entorno a través de una mirada dura y cáustica. Se trataría de una de las pioneras en resemantizar este género menor que es el “vals peruano”. Plantea una parodia del vals pero no para proponer, desde la esfera de lo literario, una nueva forma de canto ni una manera criolla de escribir lírica, simplemente se ensaya una manera diferente de asumir la nostalgia —sentimiento muy presente en los valses y las canciones populares en general— distante de la tradición, como propuesta estética, apropiándose de los postulados de la modernidad.

El poema, que tiene cuatro páginas de extensión, está construido en dos instancias: las estrofas impares están vinculadas con el “tono” del vals y las pares con el “tono” de la poesía vanguardista, sobre todo, de la poesía coloquial. En las primeras estrofas encontramos los referentes clásicos melodramáticos del vals, pero en ese contexto, de inmediato producen una lectura irónica en el lector. “No sé si te amo o te aborrezco/ como si hubieras muerto antes de tiempo/ o estuvieras naciendo poco a poco/ penosamente de la nada”. Las estrofas pares, por el contrario, están escritas en prosa y contienen diálogos y frecuentes referencias espaciales de una ciudad considerada como la encarnación de lo “moderno”: Nueva York. El contrapunto entre ambas secciones del texto, así como del propio contenido narrado en él, esto es, la historia de una Lima que se deja y la vivencia de una ciudad cosmopolita que se sufre (con su Bronx, sus suicidas y su indiferencia), proponen finalmente una ruptura esencial: cortar con la tradición criolla e instaurar una propuesta ética y estética que surja de la modernidad para “hablar de lo propio”.

“Aparentemente todo el mundo cree que yo me burlo de los valses cuando escribo un vals; es una especie de nostalgia y de transposición, y de ascenso también, de esos sentimientos. Yo creo que al vals traté de darle otro valor. Yo no escribo valses, pero el vals es indudablemente algo que ha marcado particularmente a la gente de Lima...” señala Blanca Varela al explicar precisamente la génesis de este poema, cuyo protagonista principal no es el yo poético sino el referente de la pertenencia: Lima la horrible, Lima la neblinosa, Lima la falsa. Y Lima como metáfora de mujer, por otro lado, vincula el texto con un componente especial que se encuentra, digamos, fuera de él: la filiación directa con una de las más representativas autoras de valses criollos: su propia madre. “No sé si te amo o te aborrezco/ porque vuelvo sólo para nombrarte desde adentro (...) impúdica/ amada a la distancia/ remordimiento y caricia/ leprosa desdentada/ mía”. 

Este poema no es un vals: estamos ante un juego poético que busca expresamente crear una ruptura y desenmascarar la falsedad de lo criollo. Pero inesperadamente la afectividad de lo criollo se cuela entre los significantes creando nuevas significaciones. En el poema el contraste entre Lima y Washington salpica a todo el texto de afectividad. La racionalidad de los intelectuales de la generación del 50 es limitada por esta impronta: “lo he dicho ya, la mujer se atreve a mirar los rincones, las manchas de las paredes, la suciedad, el dolor pero de otra manera” comenta la autora. La vitalidad de la mujer permite una reconciliación con las otras formas del sentir, con la intuición, con el plano de lo afectivo sin “lágrimas”, sin sentimentalismo.

 



[1] Serafina Quinteras (Lima, 1902-2004) fue el seudónimo de Esmeralda Gonzales Castro, periodista y catautora, compositora de numerosos valses criollos entre ellos el famoso “Muñeca Rota”.

Escrito en Lecturas Turia por Rocío Silva Santisteban

23 de abril de 2020

 Verano [ Picnic House]

1

El sol perla detrás de las nubes repujadas

Humus del cielo & aquí en la grama del viento

Agrada la mañana de luz & rayos estrellados

 

No hay otro tema sino la brisa tan feliz

Corriendo por estas landas ya iluminadas

Por un dorado verdor cuyas briznas se

 

Baten en las pequeñas ráfagas súbitamente

Stronger  calma del amor lejano planeo del

Ave sobre la límpida bóveda intimidad

 

Que en la sombra de la orilla se aposenta

& provoca un Caribe particular línea es

Pléndida fotografiada en la memoria

 

Tan clara que ha roto el mantón de nubes

Con el disco quemando a todo dar la dicha

De las aguas rebrillando superficie impoluta

 

Que sólo ha de tocar tu cuerpo de ninfa

India en el collage del poema marcado

Por la ausencia del amor salvaje incrus

 

Tándose en furtivos horarios limensis hoy

Divina musa que me dicta estos versos

Recreándose sin fin entre los sauces

 

       Humedecidos de la orilla

 

 

 

2

 

Vientos fuertes recorren la realidad

Mientras deambulo por los repletos

Bordes del río rebalsándose desde

 

Ayer por la tormenta frente a mí

Se desbordó la corriente anegando

Los jardines perpetuos donde ahora

 

Reina el agua & los destellos son

Estrellas instantáneas flotando

Bellamente en la tersura solar

 

El espectáculo del río es fascinante

Poderosa su visión acaudalada en

La amplitud de su dominio total

 

Pero Amor corroe mi alma esta

Mañana más que otras horas

Perdidas en el tiempo azul

 

De mi sola escritura recogida

En estos vientos rebeldes tras

La sombra de una perfección

 

Que se desvanece & me ahueca

El corazón ribera llorada e in

Finita cuyos juncos se remecen

 

Pero quedan erguidos ante mi

 

                 Canción

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Roger Santiváñez

23 de abril de 2020

Desde siempre ha habido otro país, que mirábamos unas veces con desprecio o indulgencia, otras como Arcadia ideal, y que casi siempre ignorábamos. Se le han dado varios nombres. El más popular, aunque no el más amable, España profunda. Se ha escrito mucho sobre ella, pero nunca como en este libro, que en apenas seis meses va camino de su tercera edición. En otro tiempo –y no hace falta remontarse al 98, basta con mirar unas décadas atrás–, un escritor, cuando dejaba a un lado la novela o la poesía para dedicarse a asuntos más cercanos a lo terreno, se remangaba la camisa de prócer literario y acometía el santo ejercicio de “pensar el país” o de abordar “el problema de España”. Esa actitud todavía está presente en algunos tertulianos reconvertidos en pseudohistoriadores o pseudoensayistas de dudosa solvencia intelectual. Sergio del Molino está muy lejos de éstos, pero también lo está de Azorín, Unamuno y otros autores del 98 –salvo, tal vez, de Machado–, así como del Cela de Viaje a la Alcarria. Sin embargo, ni su vastedad de conocimientos ni haber sabido adoptar la distancia justa bastan para acreditar el valor de La España vacía. El gran acierto de este libro está en la forma de mirar y de contarlo.

En La España vacía Sergio del Molino hila su discurso a partir de observaciones históricas, de citas de sucesos, de múltiples y oportunas referencias literarias, y lo hace siempre con habilidad y hasta con humor. Un humor, sin embargo, polifacético y algo turbio: es consciente de que habla de algo prácticamente irreversible. No se trata tanto de un viaje literario al uso como de un recorrido reflexivo y crítico por una geografía física y cultural. Un recorrido personal, desde su experiencia y su propio viaje a los lugares y a las ideas.

El subtítulo –Viaje por un país que nunca fue– ya sugiere un viaje al interior y a lo interior de este país, la narración de las complejas relaciones entre la España de la meseta y la urbana. ¿Y cuál es ese interior? Lo que el autor define como “España vacía” abarca más de la mitad de la superficie del territorio nacional, en la que vive poco más del 15 por ciento de la población total de España. Aunque sus fronteras son difusas, se corresponde en gran parte con las comunidades autónomas de Aragón, ambas Castillas, Extremadura, Madrid (exceptuando la capital) y La Rioja, así como amplias zonas del interior de otras regiones que limitan con las citadas. La historia de las relaciones entre la España vacía y la urbana está marcada por la desigualdad socioeconómica, la falta de entendimiento y la manipulación. La pobreza del interior y el boom económico derivaron en el éxodo rural de mediados del siglo pasado, al que aquí se refiere como Gran Trauma. Media España se vació, y lo que eso supuso todavía condiciona las dos caras opuestas del Jano que es nuestro país. Nunca se miraron frente a frente, y construyeron la imagen del otro a partir de estereotipos, idealizaciones, deformaciones. Pero toda relación es una relación de poder, y siempre hay quien ejercita el poder con más intensidad a la hora de dar una versión de la realidad que aceptamos como válida. La España vacía es la más vulnerable de ambas, y sobre ella han pesado tópicos de difícil disolución. Lo ilustran algunos mitos que narra este ensayo, como los crímenes de la España negra (Fago, Puerto Hurraco, pero antes de ellos Casas Viejas, y tantos otros), pero también esa España grotesca y buñuelesca, como ha ocurrido con la mancomunidad de Las Hurdes, ejemplo de construcción de una imagen en la que los propios habitantes nunca tuvieron voz. Esa España que ha sobrellevado el estigma del analfabetismo y la incultura es, paradójicamente, la misma que se construye como fuente de cultura ancestral y como paisaje literario, desde el desprecio y el distanciamiento. Por una parte, fue objeto de atención de los pedagogos de la Institución Libre de Enseñanza y de las misiones pedagógicas que trataron de llevar la alta cultura a los pueblos del interior. La victoria del bando sublevado en la guerra civil acabó con ellas. Hoy, ese afán permanece, como subraya el autor, en los maestros y profesores interinos que, sin instalarse a vivir en los pueblos de la España vacía, acuden a diario con su entusiasmo y sus ganas de formar, llevando consigo un soplo de ciudad. La misma ciudad que, por otra parte, ha creado el paisaje de la España vacía desde el rechazo y la incomprensión. La sacralización del gran libro español, el Quijote, ha condicionado asimismo nuestra visión del paisaje mesetario: lo percibimos como una Maritornes, fea y hombruna, aunque a menudo idealizada con los ojos del viejo hidalgo. En cualquier caso, siempre con una mirada externa y desde arriba. Porque ahí radica la impotencia del interior frente a la España urbana, en la construcción e imposición del relato desde fuera. “La España vacía nunca se ha contado a sí misma”.

Hay un aliento común entre este libro y otros grandes ensayos que abordan la cuestión de la dominación cultural y la construcción de la realidad. Leyéndolo no he podido evitar recordar Orientalismo o Cultura e imperialismo, de Edward Said. Dejando aparte el hecho de la propia conquista imperialista, que no es el caso de la España vacía, existe un claro fondo común. Said sostenía con acierto que Oriente fue una construcción de Occidente, no sólo con la fuerza de las armas o la política, sino sobre todo con los mitos creados y las obras de la alta cultura que la retrataban. Cuanto sabemos de esa España cada vez más vacía es un relato ajeno, contado por los dueños de la palabra. Sólo en los últimos años ha empezado a ser narrada desde otro punto de vista, ajeno a la mentalidad prepotente hasta ahora dominante. Son algunos nietos y bisnietos de los que protagonizaron el Gran Trauma quienes, en sus escritos, pero también con su música y su forma de vivir, se han reapropiado de esa España vacía desde las capitales a las que emigraron sus antepasados. Sin idealizaciones, sin estereotipos externos.- DANIEL PELEGRÍN.

 

 

 

Sergio del Molino. La España vacía. Viaje por un país que nunca fue, Madrid, Turner, 2016.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Daniel Pelegrín

23 de abril de 2020

   Existir, existió. Y se hacía anunciar con chocantes anuncios en los periódicos de comienzos de los años 60 en Italia. Muy concretamente en la ciudad de Trieste. “Submarinos usados: compro y vendo”. Parecería un chiste, si no fuera por la increíble historia que, a partir de una inspiración real, el escritor Claudio Magris más tarde desarrolla a lo largo de 400 páginas en la forma de  una apasionante y estremecedora  historia de historias. Una novela, No ha lugar a proceder, de laberínticos tentáculos, un duro panfleto acusatorio en torno a las guerras y  el instinto de destrucción del ser humano desde el comienzo de los tiempos. Eslabones de una cadena que parece no tomarse nunca un respiro ligando, ensamblando e “inspirándose” unos en otros, a base de persecuciones, matanzas, racismo, colonización o asesinatos sin castigo. Para ello, esta lúgubre cadena utilizará poderosas armas a posteriori. Entre ellas, la impunidad y el olvido social, político e históricamente aconsejable y terapéutico, una vez pasados los conflictos, como defienden algunos. Como aún se debate, en carne y memoria viva, en no pocos países de Europa, ya sea con restos abandonados en las cunetas, ya sea con defensores de la libertad torturados y masacrados en celdas anónimas, más tarde “raspados de la conciencia” por los sobrevivientes, culpables o no. Y si no, con gente convertida en cenizas, gente sin tumba, a la que jamás se les hará justicia.

   Expedientes supurantes de la Historia que, una y otra vez, sólo merecerán ser definidos en procesos hipotéticamente emprendidos con la fórmula “no ha lugar para proceder”. Un arma, el olvido, contra la que luchará hasta su misteriosa desaparición un héroe, entre coleccionista maníaco y desorbitado, y ángel custodio de una justicia que, una y otra vez, es interesadamente borrada, obstaculizada, esquivada o “distraída” con argucias. Con las argucias de un Estado de Derecho, llegada por fin la paz y el imperio de la ley. El olvido será -como nos recuerda Magris en esta magnífica obra No ha lugar a proceder- será siempre esa casa última o refugio de todo tipo de criminales, muy pronto cínicos y “convencidos” constructores de las nuevas democracias.

     El profesor Diego de Henríquez realmente existió. Desde hacía años se había dedicado a recoger armas de toda clase y tamaño, desde sumergibles, Panzer o dragaminas. Empujado por las deudas tuvo que poner en venta “alguna reliquia de considerables dimensiones”. Y existió en una bella ciudad, Trieste, cantada por poetas como Umberto Saba, narradores universales como Svevo o visitantes de lujo como Joyce. Una ciudad que aún vivía del mito austrohúngaro, “que recordaba todas las anécdotas sobre Franz Joseph y todos los detalles sobre la llegada de los Bersaglieri, pero poco sobre la Risiera y sobre los que se disolvieron sobre el fétido humo de su horno crematorio”. Porque si aquel estrafalario Coleccionista del Mal y la destrucción existió, también existió en Trieste otra cumbre real de la infamia llamada La Risiera di San Sabba. El único campo de exterminio nazi en suelo italiano. Una tétrica construcción industrial –hoy Museo- utilizada como campo de tránsito, detención, tortura y eliminación de miles de partisanos, antifascistas y judíos. Unas veces, gaseados en su horno crematorio, otras sometidos a suplicio o asesinados a martillazos. Aunque no sólo se torturó allí durante el fascismo y la Segunda Guerra Mundial. También se hizo en otros lugares diseminados por la ciudad, como  las cárceles del Coroneo, o en la tristemente célebre Villa Triste,  nido de los fascistas locales conocidos como “la banda Collotti”. Una banda, como se nos dice en la novela, “que torturó hasta el último momento”.

     ¿Tienen caducidad los crímenes ocurridos durante guerras y conflictos, no sólo los militares, sino los de carácter represivo y civil? En este apartado, el escritor Claudio Magris, que a lo largo de toda su obra, desde el ensayo, la ficción, el teatro o desde su constante presencia como articulista en numerosas publicaciones, se ha convertido en una implacable e insustituible conciencia ética y moral de nuestros días, una conciencia en absoluto  conformista, se muestra en esta obra, una y otra vez, pesimista. Con la victoria, se nos dice en uno de los más espléndidos capítulos del libro -el dedicado a la difícil y caótica liberación de Trieste, enclave ferozmente disputado por partisanos yugoslavos y por italianos-, una vez acabada la guerra, sólo hay lugar para “las felicitaciones”. El resto, rápidamente, “es agua pasada”. Ni siquiera al siniestro coronel Ernst Lerch, en cuya “hermosa villa luego se vuelven a ver todos” –se nos dice en las últimas páginas de estas amargas recapitulaciones de hechos históricos- encargado de separar a los prisioneros de la Risiera, designando quién iba a las cámaras o a Alemania, “le dio mucha pena que el Führer hubiera perdido la guerra”. Todo pasa, todo se olvida. Una vez regresado a su austriaco Klagenfurt natal, su Café Lerch irá viento en popa. Es alguien sumamente respetado y se convierte muy pronto en el presidente de la asociación de pequeños empresarios de la ciudad. La ciudad de grandes gigantes de la literatura como Robert Musil y de escritoras no menos notables como Ingeborg Bachmann. Aunque no contento con esto, como se nos avisa en el relato de Magris –la cantidad de anécdotas demoledoras, de carcajadas insolentes del Mal que llaman al escándalo y la estupefacción de las “buenas voluntades” de cualquier época, es incesante en esta obra- Lerch, como cualquier criminal dignificado por el paso del tiempo y la impunidad,  regresará al lugar de la infamia: a Trieste. En una bella villa del Carso, monte cercano a Trieste, el exnazi Lerch “celebra veladas con funcionarios y oficiales angloamericanos y con el coronel Bowman, primer comandante del Gobierno Militar Aliado en Trieste”. Un hombre de mundo éste, Bowman, de quien “se comenta” que tiene una amante eslava y que no le gustan demasiado los italianos. “Todos fascistas”, y encima, ahora, poco efectivos “contra los comunistas”.

   Arca de Noé de una humanidad que sin cesar se reencarna no siempre en lo mejor, grandiosa y casi enciclopédica suma de historias sobre la furiosa batalla de la vida contra la muerte, de la civilización contra la barbarie, de la verdad contra la mentira, del amor contra el odio, esta  última novela de Magris, como ya sucedía con su anterior, no menos dura y magnífica, A ciegas,  vuelve a decantarse por una adictiva y zigzagueante polifonía de voces. Esa multiplicidad de historias encadenadas, de hechos, de gestos fulminantes, de detalles dejados caer aparentemente al margen y arrastrados por un caudal de existencias y aconteceres que se niegan a reducir “la prolijidad del mundo, la inmensidad de los espacios, los abismos del corazón”, como decía este mismo autor en su no menos fascinante viaje que era Microcosmos.

       Como si estuviera inmerso en una especie de macro-thriller detectivesco, en una iracunda  “caza” contra esta impunidad y olvido que se ríe del presente (“no lucho contra el olvido, sino contra el olvido del olvido, contra la culpable ignorancia de haber olvidado, de haber querido olvidar”) Henríquez, cuyo nombre no aparece en la novela, sólo los fragmentos de sus diarios, una vez ya ha fallecido, dice haber transcrito los grafitis que dejaron algunos prisioneros en las paredes de La Risiera, antes de ser cubiertas con cal viva. Unas listas de nombres que quizá señalaban a sus verdugos. A los carniceros de las SS más reconocibles pero también a sus más ocultos y “honorables” cómplices locales. Muchos en la ciudad de Trieste están alarmados. Otros dicen que tan sólo es fruto de la calenturienta imaginación de “un falsario, un alucinado”.

     Tras la desaparición de este curioso personaje, una joven, Luisa Brooks, es la encargada de organizar, sala por sala, el futuro Museo. También será la responsable de interpretar e ir comentando, a la luz de lo vivido por su familia, a la luz de la Historia oficial y de los diarios de Diego, los borrones y cuentas nuevas elegidos para seguir viviendo en paz, para afrontar nuevos ciclos de más o menos interesados e hipócritas entendimientos. “Toda la Historia de la Humanidad es un raspado de la conciencia, sobre todo de lo que ha desaparecido”, se nos dice en este relato narrado a través de dos voces. Por un lado, la voz del presente, encarnado Luisa, una mestiza hija de una judía cuya abuela fue asesinada y de un oficial negro llegado con el Ejército de los Estados Unidos;  y por otro lado, la voz casi mítica, de alguien ya desaparecido, el fundador del Museo, que ha dejado escritos unos diarios.

     Avanzando fragmentariamente a través de historias (“las historias van y vienen”, dirá Luisa) que se engarzan unas con otras entre el horror y la fascinación -desde el Caribe y los interrogatorios de la Inquisición en el siglo XVI a crímenes racistas sucedidos en un Londres bombardeado durante la Guerra Mundial; desde  fantásticos personajes como ese héroe checo Václav Morávek que enviaba postales al sanguinario Heydrich después de cada atentado a infames torturadores como el policía Collotti de la siniestra Villa Triste, condecorado post-mortem por las nuevas autoridades italianas- la novela de Magris se convierte a cada paso en un bello o apestoso palimpsesto que fluye de forma acompasada, natural, simultánea, conformando un gran y mestizo humus. Un humus donde el bien y el mal, la cobardía y el heroísmo, las víctimas y los verdugos, el espanto y el amor, se confunden entre “rebaños humanos” en ocasiones indistinguibles. Una tupida maraña de zonas intermedias, ambiguas, de difícil comprobación y frecuentes enmascaramientos. De vacilante justicia terrenal y aberrantes ocultamientos como ya sucedía  en otras novelas de este autor como Otro mar, Conjeturas sobre un sable, A ciegaso en esta  actual. Algo que, con el tiempo, una y otra vez, ha ido caracterizado siempre su literatura. Una literatura que engarza de forma embriagadora e  hipnótica un gran número de relatos y destinos humanos cruzados y complementarios, se trate del escenario del que se trate. Una escritura de enorme potencia y de deslumbrantes hallazgos metafóricos, de contundente ferocidad y escaso acomodamiento, de penetrante y lúcida indignación, a mitad de camino entre el ensayo y la pura narración, entre el atestado y la investigación, entre el puro relato de aventuras y el cautivador y terrible poema épico.- MERCEDES MONMANY.

 

 

 

Claudio Magris, No ha lugar a proceder, Claudio Magris, traducción de Pilar González Rodríguez, Barcelona,  Anagrama. Barcelona, 2016.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Mercedes Monmany

17 de abril de 2020

 

Si en lugar de haber publicado Patria a los 57 años de edad, con un puñado de libros a sus espaldas y un acreditado prestigio en el panorama literario hispano, el éxito extraordinario obtenido por esa novela le hubiera pillado a Fernando Aramburu con veintitantos y esa hubiera sido, pongámonos estupendos, su ópera prima, los lectores y la crítica habrían estado esperando su siguiente obra con la punzante intriga, mezcla de fervor y mala uva, que suele caracterizar el carácter patrio. Las cosas, sin embargo, no se han desarrollado así. Tras 27 ediciones y 700.000 ejemplares vendidos, según las últimas estadísticas, a Patria le ha sucedido un libro que habrá desconcertado a más de uno. La jugada estaba calculada. Aramburu no es un aficionado. A aquélla le sucede en su ya extensa lista de títulos Autorretrato sin mí, una paradoja en sus términos, sesenta y una piezas en prosa que, no obstante, pueden ser calificadas de poéticas. Por la poesía empezó su andadura el escritor vasco afincado en Alemania. De la mano de CLOC de Arte y Desarte. “Contraje la poesía a edad temprana”, confiesa. Al parecer fue Lorca quien le contagió “la enfermedad incurable de la poesía”. Para demostrar que ésta no le es ajena, reunió en Yo quisiera llover (Demipage, 2010) versos escritos entre 1977 y 2005. Antes, ya había afirmado: “Yo, con todos mis respetos, creo que hoy por hoy la poesía prefiere que la exprese cierto género de prosistas”. Él es uno de ellos. Y eso ha hecho. No con la sutileza que ha usado en su narrativa, corta o larga. En este autorretrato la apuesta lírica ha sido otra y no en vano el libro aparece en Nuevos Textos Sagrados, la colección poética de su editorial de toda la vida, Tusquets, aunque no con el diseño que la caracteriza. Basta con leer “Polvo de hombre”, “El hueco”, “El hilo”, “Réquiem por el tiempo”, “Pájaros”, “La medusa”, “El sable” o “Mirlo”. Hasta la disposición tipográfica lo delata.

A propósito de esta entrega, Aramburu ha declarado: “Es un ejercicio literario de introspección pero lo que ofrece no es una sucesión de datos autobiográficos sino un paisaje en el que confío que cualquier lector se pueda reconocer. Me propuse verbalizar lo que me constituye como ser humano”. Sí, la palabra “hombre” abunda en estas páginas. Su humanismo, digamos, en ineludible. Desde la primera línea: “Habito desde que nací en un hombre llamado Fernando Aramburu”. Y más adelante: “No he sido nada del otro mundo, un simple hombre atareado en juntar signos frente a la noche”. O: “Yo, simple hombre de soledad y libros”. También: “Ser humano es mi vocación, mi tozudez y mi condena”.

El de la identidad es un asunto central en este empeño. “¿Quién, de todos los que he sido, soy yo en verdad?”, se pregunta. Y añade: “De mí podrán decir cualquier cosa salvo que fui definitivo”. Del primer al último capítulo, el borgeano tema del “otro” está omnipresente. Ese “otro” que es, por seguir el título del libro del poeta argentino, “el mismo”. Ese yo que es otro y, además, los otros, sin cuya concurrencia aquél no existiría. Una identidad, cabe precisar, sustanciada en la soledad (“escogida”), en la cualidad del solitario, ya se dijo. En “Concha de caracol” leemos: “Yo no tengo más alma que estar solo”. Y: “Yo apenas me alejo de mi soledad”. O: “Yo estoy tan solo a solas como en presencia de los otros”. Y, por fin: “Soy de mi soledad”. En otra parte leemos: “¿De dónde eres? Soy de mi soledad, el país que jamás abandono vaya a donde vaya”.

Ya se ve que “yo” es una palabra que, como es lógico, se repite. Este es un relato de autoafirmación. Pero es un yo rodeado. Quiero decir que en su soledad y, por ende en su ensimismamiento, participan otras personas muy cercanas al autor de esta suerte de meditación con trazos de memorias. Así, su padre. Aparece pronto en escena, en el tercer fragmento de este puzle que, una vez terminado, da en un fiel retrato de quien lo concibió. Hablo de “Viejo”. Y su madre, a la que dedica una pieza con ese título. Y su mujer, claro, “la Guapa”, la misma que llamó al timbre de un piso de Zaragoza y cambió para siempre la vida de Aramburu (a la que dedica una de sus novelas más poéticas, Viaje con Clara por Alemania). De la que dice: “Hasta hoy (me está esperando a la vuelta de la esquina) permanecerás con la mujer, sin la cual tu vida entera, créeme, no tendría más consistencia que el barro seco”. Léase “Beso”.

Y sus hijas: Cecila, la del piano, e Isabel (ha explicado que “sufrió una meningitis que le dejó secuelas”), con la que aprende la compasión: “Nadie me ha conferido tanta forma como tú”. Y la inocencia.

En “Amor” escribe: “Amar, lo que se dice amar, he amado a pocos; pero juraría que a esos pocos los he amado mucho”.

El que en 1985 dijo: “La sintaxis soy yo”, no puede olvidar que, al final, es alguien que escribe. “Yo me afané con las comunes palabras del idioma castellano”. Palabras “baratas”, “de todos”. De una lengua que se ha convertido en “la más firme y duradera de mis pasiones”. “He sido (…) un hombre entregado al arte laborioso (que es oficio y es pasión y es juego) de expresarme por escrito”. De ahí que el lenguaje sea sustento básico y necesario de un libro que basa su existencia, más allá de lo testimonial, en su vocación de estilo, otro rasgo distintivo de Aramburu. De ahí que dedique no pocas páginas a indagar sobre su oficio, que empieza por su destino de lector (“La bofetada de1971”).

“Constato solamente”. “A mí me basta la realidad”, declara, y en lo que tiene de cotidiana sustenta algunos aspectos de su intimidad como cuando se refiere a su cara, a sus manos, a su perro, a la cama, a la “manzana matutina” que se come a diario o a ese terrible diagnóstico que, por suerte, resultó equivocado. En pos del “arte tranquilo de morir”. Pero cuidado, “Que lo raro es vivir”. “Ardua es su tarea no elegida de existir”. Se constata fácilmente. A esa perplejidad dedica el autor de Ávidas pretensiones tal vez lo mejor de sus creaciones. Desde la posición de un melancólico vitalista: “Me gusta la vida, qué se le va a hacer”. A pesar del miedo (“Grande es la noche, negra y sin consuelo”). “Feliz de ser feliz”.

Ve la vida Aramburu desde la ventana de su estudio que da a los abedules (“Mi ventana y mi vida dan al norte”) o desde las orillas del mar Cantábrico, en su natal Donostia-San Sebastián. Pero sobre todo desde la calle, en medio de los demás. Su humanidad así lo exige. “Vengo a decirme la verdad”, leemos, y podemos dar fe de que así ha sido.- ÁLVARO VALVERDE.

 

 

Fernando Aramburu, Autorretrato sin mí, Tusquets Editores, Barcelona, 2018.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Álvaro Valverde

17 de abril de 2020

 

  

Y va a llegar un demonio atómico y te va a limpiar

Héctor Lavoe y Willie Colón

 

 

 

 

 

 

 

 

Ya te lo he dicho, niña, no empieces...

 

Mejor ni le des más vueltas al asunto: acéptalo y agradece.

 

Hoy tuviste suerte. No, no te hablo de la suerte del casino o la del bingo, no. Es una suerte distinta. Algo mucho más místico, mucho más mágico y espiritual. Cosa de no creerse. Y es muy extraño que sea yo el que tenga que explicarte estas cosas, niña, pero no importa, aquí estoy, resignado y dispuesto.

 

Te sorprenderá por ejemplo saber que detesto las barriadas. Te preguntarás por qué, cómo es posible que no me gusten si aquí estamos ¿no? La respuesta es tan simple que asusta. Estoy aquí por ti, niña. Hice el esfuerzo de venir para verte pero no las soporto. ¿Por qué? Porque son sucias. Porque huelen a caca y están llenas de piojos y de putas. No sé si me explico.

 

El Centro de Lima, por ejemplo, sobre todo a estas horas, es casi un zoológico humano, solo le faltan las jaulas… No, espera... Humano, no, ¿eh?, humano no, ¡qué va! Este muladar, esta pocilga sin puertas no es otra cosa que un matadero de bestias, ¿te diste cuenta? Mira por la ventana si quieres: asómate y mira. ¿Los ves? ¿Ves a esa gentuza fea y maloliente? Detrás de ese vidrio que nos protege, niña, está el infierno. Pirañas. Cucarachas. Ratas. Chacales. Niños idiotizados por el terokal. Putas gordas y chancrosas. Maricones con tetas. Chusma animalizada, cochina, pestilente. En este Reino del Señor hay de todo, niña, porque Lima, la otrora Ciudad de los Reyes, no es otra cosa que la peste.

 

Te pongo un ejemplo. Piensa pues, digamos, en los turistas. Piensa en esos gringos hediondos con pelos en el sobaco que vienen a aparearse al Jirón de la Unión. Seguro que los viste. Están sonriendo con su camarita al pecho, haciéndose los cojudos con sus chuyos, sus ojotas y sus polos de Inca Kola, ¿no? Los muy cerdos. Vienen directito del Jorge Chávez al Centro, ¿para qué? ¿Para conocer las Catacumbas? ¿Para ver la Catedral? ¿Para chequear el cambio de guardia en Palacio? ¡Ja! ¡Las huevas! Esos ojetes vienen al Centro para levantarse indias; cuanto más apestosas, mejor. Seguro los viste. Con ellos desde luego, no es. A estos cojudos les encanta la caca —no, espera, no les encanta la caca: les fascina, los aloca, los desespera la caca, y revolcarse y contagiarse y alimentarse de ese ganado de monstruos que apestan a caca, ¿no?

 

Una vez… (¡ja!, no me lo vas a creer), una vez vino un colorado flaquito con cara-de-mongo a pedirme carrera. Estaba borracho y llevaba de la mano a una mocosa en minifalda y a un chibolo con pinta de piraña. «Quiero ir a un hotel decente», me dijo el cojudito. «Oye, sinvergüenza», le contesté bien serio, «¿adónde quieres que te lleve con ese guanaco con falda que traes contigo? ¿Al Sheraton o al Parque de las Leyendas?»

 

No entendió el chiste. Se quedó tieso, esperando algo. La que sí entendió fue la chibola que me quiso pegar. Arranqué nomás. ¡Za-za!, putita majadera, ¿o qué cosa quieren conmigo estas recuas? ¿A mí con cojudeces? No… Y mira, te digo niña, que si no me baje a pegarle fue porque iba apurado. Lo peor de todo, lo más odioso, es que luego manejando me dieron náuseas. Después de ese día me dije: ya no más, Wilmer, ni cagando, al Centro ni cagando, nunca, nunca, nunca más. 

 

Y es que yo ni de mocoso, niña, qué te puedo decir. Sencillamente no iba, ¡nunca iba! Ni siquiera conocía. ¿Qué iba a hacer alguien como yo metido ahí, dime? No era pues, no era... A ver, para que me entiendas: mi familia era de billete. Vivíamos en Surco, por Velasco Astete, una zona residencial con parques, piscina olímpica, juegos y canchas de tenis. Un lugar hermoso, segurísimo, con guachimán las 24 horas del día, con niñeras y jardinero y chofer y hasta dobermans entrenados para protegernos. ¿Qué mierda iba a hacer un chibolo-bien como yo en el Centro de Lima, dime? ¿Para qué? A mi viejita, de seguro, le hubiera dado un infarto. Y razón no le faltaba ¿ah? Mira nomás a la chola. Teníamos una chola allá en Surco y la muy mierda ja, ja, ja… ¿Sabes lo que hacía la muy mierda? Yo te voy a contar lo que hacía esta zorra pendeja. Se ponía los zapatos de mi hermana; unos zapatos finos, carísimos, italianos, te volteabas y ¡plum! la chola mosca se los guardaba y los domingos, calladita, se los llevaba a sus tonos chicha. Y mi hermana como una cojuda busca y busca los benditos zapatos y nada, y como esa huevona vivía todo el santo día drogada, después de cinco minutos se olvidaba. Ya aparecerán decía y el lunes ahí estaban los zapatos con la pezuña maloliente de la chola y mi hermana ni cuenta, años de años hasta que un día la agarro. Un domingo. Llega de noche, no sé lo que le pasó pero llegó de noche y yo estaba solo en casa. No soy ningún huevón te digo, ya le había manyado la jugada con esa carteraza negra que parecía mochila de tropa. ¿Qué mierda hace una empleada maloliente con esa bolsa de frutas en un concierto chicha, me puedes decir? Chola pendeja, pensé: aquí mancas. Le cerré el paso en la cocina, la serrana era grande, maceta, tetona, yo era chibolo, flaquito, fácil me tumbaba de un pedo pero no hizo nada. Déjeme pasar joven, por favor, me dijo, y ahí justito le jalo la cartera de un manazo y cuando cae se abre y ¿qué veo?, los zapatos.

 

Te imaginarás cómo se puso. ¡Te vas presa chola ratera!, le grité y empezó a chillar. No joven, por favor. ¿No joven por favor? ¿Tú-tás huevona oe? ¡O sea que piensas que le vas a contaminar los pies a mi hermana gratis! Yo, pues, aunque era medio ahuevonado en el cole había chequeado cómo la trataba mi viejita, peor que al perro, y me sorprendí, me salió súper natural: vamos a tu cuarto, le dije, vamos a tu cuarto y hablamos y si mamá se levanta por tu culpa te jodes doble. Le mentí y atracó. La muy pendeja. Eran las siete, mi viejita se dormía a las once y la pendeja lo sabía pero asintió. Abre la puerta de su cuarto (un asco esa huevada) y ni bien la cierra me dice: ¿no le va a decir a su mamá, no joven? Oye mamita, le digo, ¿tú crees que yo podría meter algo limpio en esa sarna-con-pelos que tienes ahí? Ya quisieras ya. No te voy a dar el gusto ¿o tú crees que he venido a premiarte? (No dije eso. En realidad no me acuerdo qué le dije. Fácil no le dije nada). Me la vas a chupar. Te me sacas la huevada esa espantosa de flores que traes encima también. Y cuando me venga en tu boca y en tus tetas me vas a decir «sí joven» o «más joven, más» y si te atoras mejor, por chora.

 

Aunque, de repente, no dije eso. A lo mejor solo lo pensé. A veces me pasa ¿sabes? Tengo esa rara virtud de creer que he dicho cosas que solo pienso. No importa. La cosa es que, desde ese día, me di cuenta, la pendeja esperaba a que mis viejitos salieran. O sea, le había gustado la vaina, ¿manyas? Digo… no te estoy contando esto para amenizarte el viaje, niña, no. Hay toda una filosofía muy interesante y compleja detrás. Una filosofía de vida. Te estoy hablando… ¿Cómo decirlo?... Te hablo por… debajo, no sé si me entiendes. Es como raspar las palabras, como deformarlas, como arañarlas para ver lo que encuentras...

 

¿Me oyes o no?

 

Sí, sí me oyes, claro que me oyes pero te haces la que no. Te haces la loca, la dormida, la zonza. No importa. Finge si quieres. Yo igual tengo una pregunta especial para ti. La pregunta del millón, espera... Tómala como quieras porque igual te la voy a hacer. Y es que me rompo el cerebro pensando, niña, me pierdo. A veces los pasajeros me hablan y me hablan pero yo estoy en otra, pensando, divagando, charlando solo, buscando un motivo, una fórmula, una respuesta lógica y… no pues... no llego, intento e intento y no me sale nada.

 

Por si acaso, te estoy hablando de la paridera aquí. No sé si me explico. De la compulsión esa que tienen ustedes para parir como bestias. ¡Qué necesidad esa de reproducirse por docenas, dime! De a cuatro y de a seis y de a diez y de a veinte y siguen y siguen carajo y no paran nunca. Se la pasan pariendo nomás. Pueblan y afean más esta fea ciudad pero con ustedes no es… Y es que cuando estaba el Chino, no sé si te acuerdas del Fuji pero el Fuji, ayayay mamita, ¡ese Fuji era la muerte! Te voy a decir lo que hizo: en dos patadas lo arregló toditito. ¿Cómo? Fácil: les cosió la papa. Así, de una, sin asco, a todas las mamachas que no entienden de condones y de pastillas, que ni leen las pobres, va el Chino y les opera la chucha gratis y les da su propina y los cholos felices porque ya pueden cruzarse tranquilos. Todo excelente, problema solucionado: no más pirañas, no más animalito suelto ensuciando las calles de Lima, no más sobras.

 

Ahora, esto es algo que yo vengo meditando desde hace un tiempo, no te creas que soy un improvisado en el tema. Incluso empecé un librito que había imaginado como un tratado, algo así como un ensayo sobre los peruanos modestos. El título es genial, espera que ya te lo digo… No quiero tampoco hablarte en difícil, niña, no; y lo de modestos es un eufemismo, claro, no sé si lo captaste pero mejor me anticipo: te toca preguntarme que qué es un ‘eufemismo’, y yo te lo diré porque tiempo hay de sobra, niña, aún no amanece.

 

Un eufemismo es decir una cosa por otra. O sea, es aludir a algo feo usando una palabra que suene educada ¿me sigues? Seguro que no. A ver: cuando, por ejemplo, los sociólogos peruanos, cuando estos pobres necios y pretenciosos hablan del cholo emergente, ¿de qué o de quién crees que están hablando en el fondo? Del serrano, del inmigrante animalizado que invade Lima para trabajar como mula, comportarse como mula y procrear como mula ¿Y cómo se les ocurre llamarlo a estos mierdas? ‘Cholo emergente’, que suena, pues, a emprendedor, a decente, a hard working class y no a lo que son. Porque cholo, digo... ¿Qué se creen estos huevones, que porque les ponen un adjetivo noble les están haciendo un favor? No saben, pues, nada y la pregunta es de una simpleza que ofende…

 

Quién, niña, dime por favor… ¿Quién mierda quiere ser cholo en Lima?

 

¡¿Quién?! Nadie, absolutamente nadie. Ni el presidente que es cholo y bruto y terco para concha. Ni siquiera ese pendejo quiere ser cholo aquí. Yo mismo he conocido a un par de esos barbones y te digo: ¿tú crees que estos cojudos que se gastan hojas de hojas hablando de lo lindas que son las mamachas, de lo auténticas que son sus polleras, tú crees que estos cínicos sinvergüenzas van a casarse con una? Anda, ve y mira a sus esposas: belgas o gringas que aprendieron quechua en Harvard y te hablan como-en-su-casa de la energía de la tierra y del poder cósmico de la raza y del karma andino mientras ahí, como sin querer, ya le están ofreciendo su culo rosado al inca más sarnoso del Cusco... Y es que, carajo, ¡cómo les encanta la mierda! No hay nada más seductor para estas cerdas que el sudor y las liendres de esos animalitos pelucones que les dicen mentiras en quechua…

 

A mí, pues, niña, como ya te habrás dado cuenta, me cuesta entender a la humanidad. Es así de angustiante pero no puedo por menos. De hecho, creo que la odio y eso lo comprobé por donde fui. Tú, claro, me ves blanco y pintón y aunque estoy sentado, se me nota grande ¿no? Mis ojos son azules, mi pelo no era blanco, no, ¡ja!... yo era rubio y bello como un angelito renacentista, era tan rubio que los gringos más mongos juraban que era alemán. Y he viajado mucho ¿ah? ¡U f, ni te imaginas! He estado largas temporadas en el extranjero, en países remotos que te sorprenderías que existen. Tú me ves ahora manejando este taxi y ni se te ocurre que tengo un doctorado gringo en Political Science y que lo perdí todo por mi honradez, por mis principios, por decirle la verdad a esa gentuza bruta, a esa caterva de infames y pajeros que solos se escuchan a sí mismos... Ah, pues, fue así. Y tengo esta anécdota para que lo entiendas mejor…

 

¡No te duermas, niña, escucha!

 

Yo iba para escritor ¿me oyes? Sí, escritor como el que más. Pasé una temporada en Europa escribiendo una novela que nunca se publicó. Le tenía mucha fe. Era una novelita decente y decidí postularla a uno de esos premios españoles que se saben amañados desde el principio. No tenía mucho dinero. Iba para Barcelona con mis manuscritos y una mochila y, como un pobre cojudo, pensé que ganaba.

 

Desde luego, no gané ni un carajo. ¡Qué iba a ganar si yo escribía sobre la realidad y gracias al puto de García Márquez todos esperaban vicuñas volando! No gané y dejé de escribir pero por ahí no va la cosa, niña; yo te decía que iba para Barcelona en uno de estos trenes rápidos ¿no? y ahí me hago amigo de esta hippie francesa medio narizona con su pelo cortado como hombre y pelos en el ala, ya sabes: una de esas vegetarianas-mal-cachadas que se creen importantes porque comen pasto y reciclan… y déjame aquí hacer un breve paréntesis para decirte que si tuviera que elegir entre asesinar a un nazi o a un hippie, yo los fusilo a los dos...

 

Bueno, ¿de qué hablaba?, ah, sí, de esta mujer que me cuenta un par de cojudeces de su arte lésbico y yo que escucho un poco por educación y otro poco porque no sabía qué mierda hacer en el tren, y como le digo que voy a Barcelona sin dinero y a probar suerte con una novela, la franchute se entusiasma y pensando en lo miserables que somos los artistas latinoamericanos, me invita a su casa.

 

Yo, pues, verdaderamente agradecido le dije que sí, ¿no? Pero ahora viene lo bueno, niña, porque la hippie me dice que vive en un piso con otra gente: dos italianos, un holandés y una sueca, todos hablando un español bastardo en una cocina mugrosa y yo preguntándome si existe algo más desagradable que eso. Y, para mi desgracia, sí que existía porque los mismísimos dueños de la pensión no sólo eran peruanos sino que además ¡eran cholos! ¿Te imaginas? No salen a saludar, no aparecen por ningún lado, les dicen que hay un peruano y sólo quieren que se largue como si peruano fuera sinónimo de lepra en España. Yo, pues, niña, prefería la hoguera antes que permitir que un cholo apestoso me dejase en la calle en Barcelona. No dije nada. Los europeos dialogaron con la vicuña gorda de la mujer y la vieja, asintiendo, se acerca a palmearme la espalda como si me estuviese dando caridad. Si hubiera tenido un machete, te lo juro, le parto el brazo.

 

Hay, pues, un hombre mayor que no sale de su habitación y yo adivino su historia. Fue el primero en llegar. Lustró los zapatos de los franquistas cuando la inmigración era bien vista y luego con la democracia se trajo a su ganado, una recua grosera de marrones que ya hablaban como españoles desde el Jorge Chávez. Te pregunto ahora: ¿tú crees que yo iba a permitir que ese cholo verraco hijo de la gran puta me hiciera el pare? Ese indio aberrante que en Lima limpiaría mi water, ¿iba a decidir mi suerte? Nooooo, niña, ¡JAMÁS! Duermo mal en el cuartito con pulgas de la francesa hombruna. Me levanto. Salgo a hacer mis cosillas para el premio y dejo mi mochila en la pensión. Cuando regreso, toco el intercomunicador y, a ver, ¿quién crees que me contesta? El viejo, que me alza la voz. «¿Quién ez uzted, qué oz ofreze?» me dice como si fuera un terrateniente catalán y cree que me asusta porque cecea cuando sé que del otro lado hay un esclavo que se piensa libre. No quiero, desde luego, perder mis cosas. Le pido por favor que me deje entrar, le ofrezco las disculpas más hipócritas que he dado en toda mi vida. Cuando abre la puerta, subo. Me fijo que no haya nadie pero una mocosa toda babeada juega en el pasillo. Me imagino que es retrasada mental pero yo a todos los veo iguales así que no sabría decirte. Estoy pues, niña, de nuevo frente al intercomunicador y ya tengo la mochila conmigo. Así que toco una, dos, siete, veinte veces hasta que el viejo furioso levanta el auricular queriendo atarantarme a gritos, ¿no? Oye basura, le digo, ¿tú crees que porque cruzaste el charco como mula y hablas como español vas a dejar de ser un serrano de mierda? ¿¡Ah!? ¡Tú y toda tu fauna de bestias nacieron para sirvientes y van a ser sirvientes toda su puta vida, y la próxima vez que me alces la voz juro que regreso y te mato a golpes delante de la mongolita de tu nieta!

 

El viejo se quedó mudo, yo me fui silbando y luego empecé a reírme solo y a exagerar mi risa sin saber muy bien por qué. Creo que me reía de su silencio. Imaginaba al anciano llorando frente a la nieta tarada y me sentía bien.

 

Y aquí pues, niña, justo aquí, tras esta historia, te descubro uno de los axiomas fundamentales de estos peruanos modestos.

 

Óyelo bien: el cholo odia al blanco pero odia más, muchísimo más, a otro cholo. En el fondo es una forma de decirte que el cholo se odia a sí mismo y que si se le abre un espacio para aparentar no serlo, para inventarse a un otro, será más abusivo que el blanco, y esto, niña mía, no es un defecto del cholo o del negro o del marrón o del chino sino de la humanidad entera que es odiosa y estúpida y merece lo que tiene... Sé que ahora me vas a preguntar que qué es un ‘axioma’ pero ya no puedo responderte, niña. El tiempo corre y estoy agotado de manejar. Tendremos que detenernos pronto.

 

¿Te digo mejor el título de mi obra? ¿Ah? ¿Te gustaría escucharlo? A ver… Mi libro se llama Langoy, adivina por qué… ¿Lo entiendes o no? Claro que lo entiendes, no te hagas la huevona. Tú sabes de sobra lo que es el ‘Langoy’: la comida de los cerdos, las sobras de los chifas, la basura que nadie quiere meterse al hocico, piensa: ¿no es esa una buena metáfora para hablar de ustedes? No me vengas ahora a joder con qué es una ‘metáfora’ porque me he quedado pensando en lo del axioma y ya encontré una manera muy simple de explicártelo.

 

A ver: aquí estamos los dos, en este taxi por la Panamericana y sin rumbo fijo ¿no?, y sabes que antes de subirte me observaste con esa desconfianza que no tuviste la primera vez que te cagaron…. yo sé pues, niña, yo sé muy bien la historia, me la sé todita, de Pe a Pa, no necesito preguntártelo... ¿A qué edad fue?, ¿a los siete, quizá ocho? Da igual, qué mierda importa, lo que importa es lo que pasó después. Déjame adivinar. Te volviste une pendejita cuando te fuiste de casa y al bastardo ese al que pariste seguro no le dijiste nada. Seguro ni siquiera sabe lo que haces con la concha por las noches. Seguro es hijo del perverso de su abuelo, no tengo dudas, y a lo mejor hasta también te salió retrasado el pobre miserable, futuro delincuente... Y es un poco como tú, ¿no niña?

 

¿O crees que no sé lo que llevas oculto en esa horrenda carterita de flores? ¿Me crees huevón? ¿Otro cojudito más al que puedes cagar? ¿Piensas que no sé de lo que eres capaz? ¿Crees que no sé lo que harías si pudieras moverte? Debiste pensar eso antes, niña, cuando me viste llegar pero no... ¿Sabes por qué? Por cojuda, por acomplejada, por ambiciosa, por puta y, sin ir más lejos, por chola... Tú dijiste el auto bonito, mis ojos azules, el señor buena gente. Tú viste guita, niña, viste billete y pensaste que los blancos en el Perú no hacen estas cosas. Y eso que era una verdad evidente para ti, eso que era un ‘axioma’ y te lo enseñó tu dolor, ya no es del todo cierto ahora que amanece y salimos de la autopista y estaciono en medio de esta nada que nos envuelve y empiezo en silencio a orar por ti, niña, escúchame, presta mucha atención, todavía queda un poquito de tiempo. Deja ya de temblar. No tengas miedo. Lo que llega de estas manos piadosas será menos doloroso. Ya te he dicho que hoy tuviste suerte. No le des más vueltas al asunto: acéptalo y agradece...

Escrito en Lecturas Turia por Diego Trelles Paz

17 de abril de 2020

Mujeres de América, mujeres de Manhattan, mujeres de Arizona, mujeres de Missouri, mujeres en Alaska, mujeres de Florida, mujeres de Alburquerque, de Chicago, de los Ángeles, mujeres de Vermont; son buenos tiempos, sí, para la épica. Son buenos, muy buenos tiempos ya. Porque es vuestro momento whitmaniano. Sin miedo sin pavor sin grilletes traídos de casa de papá sin cadenas de amor sin deudas ancestrales sin carritos de compra adosados al talle sin líquenes de lástimas sin tacones debidos la voz a mí debida- la voz a mí de vida. Hora en punto de cabalgar en larga expedición hacia un oeste intacto hacia el oeste que da al lejano oeste que da al mítico océano que da a los horizontes que da a la libertad que da a la proa altiva que cabalga las olas galopantes que da vueltas al mundo al universo que procrea submundos y satélites y lunas mutadoras como las fantasías que se anhelan cuando hay amor de mundos liberados amor que arranca pálpito y verdades de las fosas ignotas de las fosas copiosas de sirenas del plancton de los sueños de estrellas  de tritones de yeguas exultantes que surgirán del mar como pegasos verdes femeninos, libertad que da proa vigorosa y cortante hacia las cuevas mojadas donde la vida anhela renombrarse redecirse morir nunca desangrada degollada ante dioses iracundos la vida pide épica oh mujeres de América la épica de Frida galopando la épica de Emily alada como Ícaro la épica de Sontag la épica de Sylvia que desea volver y aspirar el olor de los campos inmensos sin deudas de amor viejo sin deudas extraídas de lápidas de viejas mecedoras ni de biblias de hojosas telarañas. Como yeguas aladas como centauras como arquitectas que deslaberintizan los confusos huertos abandonados tras las casas.

El tiempo es noble y vuestro, los relojes marcan para vosotras las horas vehementes del destino: es hora de vivir y de andamiar los sueños secundarios en los viejos programas, es hora de bajar la vía láctea a iluminar las calles de portal a portal, es hora de invitar a instalarse a la luz definitivamente en vuestros cuerpos y bocas y palabras.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Aurora Luque

17 de abril de 2020

 

Curiosamente, en la muy interesante entrevista que para el número 803 (noviembre 2013) de la revista Ínsula mantuvieron dos profesores de instituto catalanes, Teresa Barjau y Joaquím Parellada, con Rafael Chirbes, éste se deja dar la vuelta como un calcetín, y habla con detalle de vida y literatura, de libros escritos y de lecturas, pasando de puntillas, como sin darle importancia, a hechos iniciales de su actividad literaria, el crítico literario que fue, su trabajo en librerías y ferias del libro, sus primeros rechazos literarios, esa novela anterior a Mimoum, su primer libro que le publicó Anagrama –algo habría hecho su gran amiga Carmen Martín Gaite-, una novela breve, para lo que acostumbra, que sitúa en Marruecos, donde vivió un tiempo como profesor, y que yo reseñé en su momento: acaso en la revista Cambio 16, pudo ser (lo que sí sé es que en las solapas de sus libros hasta hace poco aparecía a veces con la contundencia que utilizan los editores para estas “campañas publicitarias de animación a la lectura y a ese autor en cuestión”, un par de palabras mías, laudatorias, de aquella reseña, que por alguna carpeta de papeles propios tendré).

Lo cierto es que en los tiempos de la Santa Transición, en revistas libertarias –aquellos años- como Ozono o en la jesuítica Reseña (el adjetivo precisa pero no (des)califica: fue una estupenda revista cultural de entonces, donde había gente muy valiosa en la parte de reseñas de libros, que es lo que ahora me importa, lo mismo podría decirse del cine, al que los jesuitas siempre han sido tan aficionados, o del teatro: en libros, entre otros Francisco Solano y, desde luego, el nunca olvidado Santos Alonso, de cuya muerte en 2012 se hace eco en la entrevista citada Chirbes; y otros), Rafael Chirbes se hizo notar por la independencia y el rigor con que enjuiciaba sus reseñas, nada complacientes ni superficiales, habiendo adquirido, entonces, una justa fama de acerado crítico. O yo así lo recuerdo, al menos. Acerado y temible, en muchas ocasiones. Críticas que no ha recogido nunca en libro, como sí ha hecho con sus acercamientos a escritores que son de su agrado –empezando por nuestro común Max Aub-, y que originados para conferencias, que prefiere escribir para leerlas (y no improvisarlas, por tanto), o para encargos periodísticos ha ido recogiendo en algunos libros.

Pero a mí me toca hablar, en este número de Turia, de otra actividad que en Chirbes siempre me ha interesado mucho (su importante obra narrativa queda aparte: mi aprecio por sus novelas, como el valor a los militares en la frase hecha, se supone: como miembro del Premio de la Crítica he tenido la suerte de colaborar en darle el galardón en dos ocasiones por sus dos últimas novelas, aquellas por las que, quizás, estemos ahora hablando del Chirbes que es hoy en la narrativa española contemporánea; un Chirbes, desde luego, que no está tan alejado del narrador anterior, pero los parabienes empezaron, quizás, con Crematorio).

Me refiero al periodista de viaje, o si se prefiere (en mi caso así es) al escritor de viajes. Hubo a finales de los ochenta y hasta bien entrados los noventa, una revista de viajes, de vinos, de gastronomía y de literatura, soporte en papel de un club de selección de vinos: estuve abonado entonces, y me leía la revista, y me bebía los vinos del mes, y en ocasiones las viandas regionales ofrecidas: son buenos recuerdos aquellos, los de la mezcla de licores, viandas y literatura (estaban también Constantino Bértolo y Manuel Rodríguez Rivero, y otros que no recuerdo, pues apelando a la memoria me excuso de otros olvidos y saboreo o paladeo el momento: cada mes escribía un narrador un texto literario, e incluso uno mismo, y perdón por meterme en el extenso paréntesis, hizo un sobrio recuento de cómo se comía entonces, en pleno auge de la narrativa española actual, la de esos años primorosos, en algunas de las novelas de Pombo, Millás, Soledad Puértolas, y otros nombres del firmamento aquel: en las novelas españolas de entonces, y cierro, sí, cierro, se comía muy poco, había muy pocas descripciones de comidas o de cenas, al contrario, es sabido, de las series televisivas españolas donde se desayuna mucho, aunque solo se le dé un sorbo al vaso repleto de zumo de naranja, ¿lo han notado, no? Cierro).

La revista se llamaba Sobremesa y en ella Rafael Chirbes, en lo que uno considera no un forzoso ganapán, escribir de encargo, sino una suerte de iniciación a la escritura, de empezar a ser el escritor que ha llegado a ser, y que entonces ya apuntaba –también en esos encargos-, fue publicando numerosos y espléndidos reportajes o artículos de viajes, donde en una suerte de geografía de la memoria Chirbes iba contando lo que veía, lo que había leído y lo que aquello le evocaba, porque el viajero, como se etiquetaba para pasar desapercibido, para integrarse en el paisaje, nunca dejaba a un lado los temas, la ideología, sus gustos literarios, todo lo que ha ido conformando su obra narrativa. Sus aprecios, sus intereses, sus inquietudes, sus (acaso) obsesiones.

En su momento, mes a mes, en la revista Sobremesa leí aquellos relatos de viajes, de China a París, de lejos a cerca (Valencia: los paisajes de su infancia, los olores, los sabores de su niñez, y también sus sinsabores), los fui leyendo, muchos de ellos, casi todos, y los fui dejando inevitablemente orillados en mi propia memoria. Y fue entonces, en la primavera del 14 (es importante no sé bien para qué fechar las cosas), cuando el director de Turia, Raúl Maicas, acertó con el encargo: que me ocupara del Rafael Chirbes viajero nada sedentario (aunque ahora lo parezca varado en la tierra valenciana de su niñez, en aquel paisaje que protagonizan ahora sus novelas: ¿no son Crematorio y En la orilla un viaje al pasado reciente, al de la corrupción, al de la destrucción urbanística, al de la guerra y sus consecuencias mal enterradas? ¿No son sus otras novelas viajes sin retorno al tiempo de la transición, a los estertores de un tardofranquismo que alargó su agonía mucho más allá que la agonía real del Caudillo? ¿No es un viaje peligroso o audaz el que hizo en esas novelas del espejismo del 92 del pasado siglo? ¿No es siempre Chirbes escritor, un viajero permanentemente alerta, que no renuncia a ver, anotar y a contarlo después?).

Ese viajero, que reunió buena parte de esos relatos de viaje de la revista Sobremesa en dos libros (también en Anagrama): El viajero sedentario. Ciudades (2004) y Mediterráneos (2008); dos libros, debo confesarlo, que aguardaban a ser leídos, en formato libro, adquiriendo sentido en su conjunto (tiene razón Chirbes: en libro tienen otro sabor aquellos viajes de revista, saben de forma diferente: ganan al ser agrupados y más o menos maquillados para la ocasión), aguardaban, en mi biblioteca, digo, a que Raúl Maicas encargándome este texto me los hiciera desempolvar.

Y así ha sido.

Vayamos por partes. El libro más extenso es El viajero sedentario, subtitulado Ciudades. Efectivamente, reúne allí Chirbes algo más de cuarenta paisajes urbanos, unos agrupados geográficamente y otros por afinidades. Un conjunto será el de las ciudades orientales, comenzando en China, con Pekín y otras tres más, incluyendo Hong Kong para pasar luego a Bangkok y Sidney. Luego América, Canadá, México y Colombia (nada más). Dos ciudades nórdicas europeas (el resto del libro es Europa, con la excepción marroquí: no sé si fue una razón presupuestaria o una manifestación de eurocentrismo): Oslo y (entonces) Leningrado. Además los puertos hanseáticos, de Amberes a Hamburgo. Francia, claro, la de “el mal francés”, donde se muestra el viajero muy cómodo: un puñado de ciudades, elegidas al azar; me llama la atención especialmente el hermoso relato de Estrasburgo, y tres conseguidísimas miradas fragmentadas de otros tantos paisajes urbanísticos de París –París no cabe en una sola entrega, lo sabe cualquiera-. Acaso llevado por sus conocidos gustos literarios por la Mitteleuropa, aquí está un puñado de ciudades alemanas, austriacas, suizas y polacas: lo mejor de la casa (Berlín, no, Dresde, sí). No olvida la balsa ibérica de Saramago, por un lado Coimbra, Lisboa y Évora, por el otro lado, Madrid (pero solo ese gran Canal seco otrora navegable, en la invención de Rafael Reig en una de sus novelas y que es el eje de la Castellana), Salamanca, petrificada, la Ciudad Vieja de Barcelona y, claro está Valencia, “la malquerida” (de una y otra forma, el viajero esté donde esté,  en esta geografía de memoria hecha papel, siempre tiene una mirada hacia atrás hacia ese paisaje urbano de su infancia, esa mirada de niñez).

El viaje de papel prosigue por Italia, se asoma –el autor de Mimoum- a Marruecos y acaba, el viajero sedentario, en Ibiza, viendo ese mar color de vino, que diría Leonardo Sciascia, y que antes de todos lo dijo el autor de La Ilíada, pongamos que hablamos de Homero. Viendo desde una terraza lo que es –o en lo que se ha convertido- Ibiza y a lo lejos, en el horizonte, bañados todos por el mismo mar color de vino, lo que es su paisaje levantino, la tierra de su niñez.

Ese mar color de vino, esos mediterráneos, que acuden a estas páginas de Mediterráneos, un puñado de reportajes viajeros que no son muy diferentes de los del libro anterior pero que en este caso están atrapados por este viejo mar de culturas y de civilizaciones y que es un homenaje, con texto previo, a ese viejo libro que los universitarios de la generación de Chirbes –y antes y después- leíamos en los años de entonces: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, del historiador francés Fernand Braudel, del que toma prestado, porque le viene como anillo al dedo, este párrafo: “Pero, por desgracia o por fortuna, nuestro oficio no tiene ese margen de admirable agilidad de la novela. El lector que desee abordar este libro como a mí me gustaría que lo abordase, hará bien en aportar a él sus propios recuerdos, sus visiones precisas del mar Interior, coloreando mi texto con sus propias tintas y ayudándome activamente a recrear esta vasta presencia”.

Ya digo, como anillo al dedo. Entiendo muy bien que a Chirbes le guste esta idea, pues quizás en este estupendo Mediterráneos Chirbes, sin dejar de ser el viajero, el periodista gastronómico que es, que fue –entonces: cuando escribió estos textos para la revista Sobremesa-, es más que nunca el escritor que –entonces- empezaba a ser y que es hoy. En los dos libros, no obstante, es viajero, narrador y protagonista, uno u otro le ponen el adjetivo feliz, la metáfora conseguida –ese río de bicicletas silenciosas, iluminadas por el sol que da paso a la calima, en el texto de Pekín, prefiere todavía, años noventa, escribir-, y uno u otro lo ve, disfruta de lo que ve –Chirbes es un viajero muy atento, que observa sin aspavientos, que reflexiona- y lo anota. El viajero, en uno u otro libro, compara, superpone lo que ve, lo que anota, con lo que vio, anotó, en otros viajes, en otros momentos de su vida, que en ocasiones, en más de una, desembocan en su niñez, ya está repetido. En los dos libros, en instantes diferentes, en ciudades diferentes, el viajero anota en su cuaderno, y este lector –viajero de sillón forzoso- anota a su vez: “el viajero infectado de melancolía”, “el virus de la melancolía”.

El viajero siempre tiene una mirada crítica, observa pausadamente lo que ve, pero no se deja engañar por falsos cantos de sirenas, esté en el viejo Mediterráneo o en otros mares más lejanos: observa bien el mundo que le rodea, lo que la historia aporta, lo que la historia esconde, lo que fuimos, a lo que hemos llegado. Unos, otros, hunos, otros. Se acaba de marchar de Amberes, ese emporio comercial, marítimo, ese burgo cargado de historia y anota: “una bella metáfora de la historia del capitalismo”. Pues eso.

Ya se ha insistido también en esta otra idea. El viaje que ha emprendido, del que apunta las cosas que le van a servir para el reportaje, en más de un ocasión le lleva a otros viajes, a otros recuerdos, a otras edades y es que -anota igualmente- “las ciudades recién conocidas avivan los recuerdos de las que se conocieron tiempo atrás”. Y los libros que se leyeron en otro momento, y el niño que fue, y que se fue. En esto insiste, sí: en Mediterráneos comienza en Creta y en Estambul (Estambul deslumbrante, y deslumbrante el texto), aquí en esta ciudad de cambiante nombre, de acumulación de civilizaciones se encuentra con un viejo restaurante demodé y con la dueña, viuda de un ruso blanco: solo unas pinceladas, unas líneas, pero daría para relato cosmopolita (no será, no, el estilo de Chirbes, pero el lector gusta de aparentar ser caprichoso). En Estambul, en un bazar le hacen ver, ante el paisaje de ensueño de las especias, que ya no existen las antiguas rutas de las especias, que ahora todo viene por el mismo sitio y en contenedor. Y al viajero le sienta como un tiro que se lo cuenten, que se le rompa el sueño de niño aventurero que todo viajero debe conservar. Desde la orilla de Génova, el viajero cree que el Mediterráneo es un mar agonizante que ya no es corazón de casi nada. Y eso que él, infectado del virus de la melancolía, el que aqueja a ciertos viajeros, en todas estas páginas no ha renunciado al consejo del historiador Braudel, ha coloreado este mar de color vino con sus propias tintas, y el resultado es excelente, sea el Mediterráneo u otros mares más lejanos, otras ciudades. Ahora pienso que prácticamente todas las páginas están atravesadas por el mar, sea el que sea, por uno o dos ríos, sean los que sean. Siempre el agua. Incluso cuando visita Lyon (quién no ha pasado alguna vez por Lyon, pero quién realmente ha ido ex profeso a Lyon, pregunta sin malicia, sino para situar a la ciudad en su geografía). Una ciudad que tiene, descubre -¿descubre?-, no un río, sino dos.

Escrito en Lecturas Turia por Javier Goñi

8 de abril de 2020

El viaje ha sido siempre un elemento axial en la narrativa de Pío Baroja (y no sólo en los ciclos aventureros; recordemos su primera novela Camino de perfección, 1902), y desde el momento en que el escritor se aleja de Madrid para recluirse en la casona de Vera del Bidasoa los libros de viaje ocupan su tiempo, como para contrarrestar en la literatura el mayor sedentarismo de la vida.

Ahora se rescata uno de esos libros, Las horas solitarias (1918), posiblemente el que de entre todos ellos —y en especial la tercera parte del mismo: “Primavera”—  contenga mayor número de impresiones campestres del caminante solitario, hasta el punto de hallarse en él una cierta armazón o cohesión estructural a partir de un hilo narrativo que comienza con la “llegada al pueblo” y culmina con “la noche de San Juan”. Y ello incluso a pesar de la heterogeneidad de los asuntos aquí tratados y de que, a ratos, el libro parece decantarse hacia su formato diarístico, con la puntual anotación del sucederse de las jornadas, muy diversas entre sí a veces, pero también reiterativas o cíclicas, según se percibe en las estampas de la vida cotidiana transcurridas en la huerta doméstica, que se extienden a otras partes del libro y constituyen un verdadero leit motif. Las horas solitarias se articula en torno al dual movimiento de la observación–contemplación–impresión, en primer lugar, seguida de la reflexión, marcadamente inclinada hacia cuestiones metafísicas, y combina capítulos que dan cuenta de las andanzas cotidianas con otros que constituyen una verdadera etología del entorno que habita Baroja: Vera del Bidasoa y sus alrededores.

Entre los primeros, los hay de carácter estático, reflexivo, de espacios interiores o breves paseos por la huerta, que siempre generan excelentes párrafos de observación y meditación sobre la Naturalezay la darwiniana struggle for life, consciente como es el narrador de que “el campo es como un fondo al que hay que ir animando con las representaciones propias. [...] A medida que uno vive en el campo se le acercan los objetos y se acortan las distancias, lo contrario de lo que pasa en las grandes ciudades”. En otros capítulos el “hombre fantasma, que se pasa la vida entre la biblioteca y la huerta”, sale de casa y se convierte en “el señor de cierta edad que intenta a veces ser amable y se las echa de razonador”. Y relata sus “pequeños viajes”, como la escapada a San Sebastián (relato circular que incluye los elementos más característicos del género: salida, trayecto, medio de transporte, pintura de los compañeros del vagón, impresiones paisajísticas, llegada, actividades y regreso)  o la excursión a Arizacun —que le sirve para hablar de los agotes, en un capítulo de interés étnico–cultura—; un simple paseo por los alrededores de Vera, que da pie a hablar de los desertores del bando aliado durantela Primera Guerra Mundial; o la caminata por Illecueta que le conduce ante las ruinas de una antigua fábrica.

La segunda parte del libro —“Una excursión electoral”— puede ser calificado de reportaje político–social, que arranca de una anécdota precisa: el intento de Baroja de ser nombrado diputado por Fraga para las elecciones de 1905,  animado por su amigo el pintor Miguel Viladrich —que vivía retirado en un castillo de la localidad— y otros compañeros de redacción. El relato, entre narrativo y dramático, dado que abundan las escenas dialogadas, recoge las peripecias de esta aventura y, junto a los elementos característicos de la literatura de viajes, contiene una viva crónica del presente. El narrador, tras un rápido resumen de las circunstancias que desencadenaron dicha “excursión electoral”, relata las sucesivas etapas del viaje, los medios empleados y los establecimientos donde se aloja. De Madrid a Zaragoza va en tren, y allí pernocta en un hotel, para luego proseguir hasta Huesca, donse se aloja en la fonda Petit Fornos que le lleva a exclamar: “¡Qué nombres más ridículos encuentra esta gente para sus cosas!”. Desde las primeras líneas, junto a las pinceladas críticas recogidas al sesgo del mirar, se percibe el tono desenfadado y humorístico que preside la narración de esta disparatada aventura, pues algo de absurdo —o de fantasía, según opina Alaiz, otro compañero de la singular excursión— hay en este proyecto de presentar como diputado por Fraga a alguien que había hablado mal de la jota aragonesa y de Joaquín Costa.

De Huesca a Sariñena marchan los viajeros en un tren de mercancías, con cambio en Tardienta, pausa que en la escritura se traduce como interrupción del relato que el narrador aprovecha para recoger el perfil de los tipos con que se cruza y esbozar, en pinceladas sombrías, escenario y ambientes. Desde aquí, el trayecto hasta Fraga se narra casi puntillísticamente, entrando en el relato personajes que, como Petiforro el troglodita (el tartanero malhablado que los lleva desde Sariñena a Candasnos), suman, al marco paisajístico, el paisanaje. El verdadero reportaje social —con sus notas de tinte regeneracionista o noventayochista— se encuentra en estas siluetas apresadas al paso, como la viejecita que comparte trayecto de Castejón de Monegros a Bujaraloz y que tiene un hijo que se ha marchado a Francia, las compañeras de viaje de Fraga a Lérida, o estas dos siluetas encontradas por los campos yermos en donde cae el sol sin encontrar apenas una mata: “A lo lejos se divisa un carromato destartalado que viene bamboleándose, tirado por un mulo escuálido y un borriquillo. Van a pie, cerca del carro,  un muchachito moreno y un hombre de calzones y sombrero ancho, con los ojos inflamados, sin duda, del sol y el polvo”. Hay más denuncia en la aridez escueta de estas imágenes —así como en las notas paisajísticas que recogen la desolación trágica con que cae el sol sobre aquellas tierras o en el vacío y el abandono, el sin sentido pues, de ciertos espacios— que en párrafos donde el atraso, la ignorancia, la pobreza material o las pésimas condiciones de vida se explicitan -“Dice [el carretero] que por esta tierra hay muy poca gente que sepa leer y escribir. Él supone que de cada veinte mozos que vayan al servicio habrá uno que sepa de letras”-, o en aquellos otros donde, a propósito del objetivo electoral que motiva la excursión, se registra la corrupción política vigente, o en las sucesivas entrevistas con los personajes influyentes del lugar, al margen de la distinta filiación de unos y otros. Insisto, es este fondo de paisaje y paisanaje, de figuras como de segundo plano, lo que deja al lector una honda y más auténtica visión de la realidad. El verdadero reportaje está en esas líneas escritas como al sesgo, más que en las escenas de primer plano. Y desde luego, tiene mucho más valor que el del mero pintoresquismo anecdótico que le atribuye el narrador al concluir su relación: “Si uno tomara las cuestiones del régimen parlamentario en serio, esta experiencia sería una nota más que serviría para demostrar el artificio y la mistificación de las elecciones; pero como yo creo hace tiempo que el sufragio, en la práctica, es una farsa, este relato no puede tener más que el pequeño valor de una anécdota pintoresca”. – ANA RODRÍGUEZ FISCHER.

 

Pío Baroja, Las horas solitarias, edición de Jesús Alfonso Blázquez González, Madrid, Ediciones del 98, 2011.

 

*Fotografía de Pío Baroja: Retrato de Pío Baroja realizado por Juan de Echevarría

Escrito en La Torre de Babel Turia por Ana Rodríguez Fischer

Marta Sanz es capaz de hablar de su propia escritura desde una posición teórica, como si ejerciera de crítica literaria de sí misma. Su capacidad de autoexploración, de autoconocimiento, es sorprendente y no habitual. En ella se percibe un don especial para leer a los demás y para leerse en el más amplio sentido. Nada escapa a la mirada de esta mujer de constitución liviana, vivaz, cercana, feminista y de izquierdas. La fragilidad de su apariencia física contrasta con la solidez de sus convicciones. La realidad se cuela por la ventana de su habitación propia cada día. En un retrato apresurado no puede faltar la mención a un sentido de la colectividad muy acusado, a una imperiosa necesidad de apresar con el lenguaje los movimientos del presente.

Lentamente, sin hacer grandes aspavientos, pero con paso perseverante, seguro, Sanz (Madrid, 1967) ha ido levantando una obra capaz de contar historias muy diferentes entre sí, pero que entablan intensos diálogos y comparten coordenadas. La poesía, el ensayo y la narrativa confluyen en una trayectoria fértil donde asoman títulos como La lección de anatomía, Daniela Astor y la caja negra, Farándula y Clavícula, entre otros. Su última publicación hasta el momento es Monstruas y centauras, un ensayo donde reflexiona sobre cuestiones cercanas a la última oleada feminista, la surgida en torno al Me too. Y está a punto de llegar a las librerías una nueva novela, Pequeñas mujeres rojas, en cuyas páginas entra el discurso retrógrado de la ultraderecha sobre las mujeres y la memoria histórica. Marta Sanz no necesita tomar una larga distancia para contar lo que quiere contar. Su literatura corre en paralelo a lo que observa, a lo que vive, a lo que intuye que se avecina.

Cuando se le plantea si para ella la escritura es una necesidad la respuesta es un sí rotundo. “Yo no sé lo que es la página en blanco y tengo unas ganas constantes de contar cosas. Esto probablemente es así porque siempre tengo las ventanas abiertas; porque siempre miro hacia el patio de luces; porque siempre observo dentro y fuera y quiero establecer el vínculo que une lo de dentro con lo de fuera”, argumenta con pasión. “Probablemente es así porque siempre estoy dándole vueltas a los libros que ya escribí y a cómo se me han quedado hilos pendientes de los que tirar, tramas tangenciales que hacen que unos puedan dialogar con los otros”, prosigue.

La inquietud permanente define a la escritora. Perfeccionista y meticulosa, disfruta buscando diferentes maneras de narrar, experimentando con el estilo una y otra vez. Cuesta entender cómo esta mujer encuentra el tiempo para sumergirse en la escritura entre sus múltiples ocupaciones: talleres en la Escuela de Escritores de Madrid; colaboraciones de prensa; asistencia a clubes de lectura y a institutos; giras promocionales... En más de una ocasión ha confesado sentirse una trabajadora autónoma sobreexplotada por las condiciones de precariedad de la cultura. Lo asume y dice estar encantada con todos los trabajos asociados a su oficio que le permiten desarrollarlo y que son síntoma de la aceptación de su papel en la comunidad. No le resulta fácil encontrar los espacios para sentarse a escribir, lo reconoce. Pero lo consigue. Sus publicaciones son la mejor prueba de que lo hace.


“Siempre he tenido muy claro que si quería desarrollar una obra literaria necesitaba persistencia, disciplina y muchísima voluntad”.

 

Por eso me atrevo a preguntarle cuántas horas duerme, pensando que tal vez ahí esté el secreto. He aquí su respuesta: “Procuro dormir siete y debo decir que padezco de insomnio. Pero esos insomnios no los utilizo para escribir, los utilizo para procurar relajarme, porque soy muy consciente de que el cuerpo y la mente deben descansar. ¿Secretos? Tengo la suerte de ser una mujer a la que el tiempo le cunde muchísimo. Debe ser que un hada madrina me ha dado ese don con su varita mágica. Y lo más importante: Siempre he tenido muy claro que si quería desarrollar una obra literaria necesitaba persistencia, disciplina y muchísima voluntad”.


- ¿Dónde surgió esa energía, ese tesón, tal vez en la infancia? En La lección de anatomía asoman las distintas edades de Marta Sanz. Se ve a la niña, a la joven, a la mujer madura. ¿Cómo eras de niña? ¿Cómo te recuerdas? En la novela hablas de los cines de verano, a los que ibas con tu tía, de profesoras castrantes...

- Bueno, pues te puedo contar, como anécdota curiosa, que un amigo de mis padres, Alfredo Castellón, que fue realizador de televisión y también escribía cuentos, cuando me conoció de pequeña, les dijo a mis padres: “esta niña está endemoniada” (risas). Lo dijo con cariño, refiriéndose a ese nervio o esa manera de ver las cosas que no era común en alguien de mi edad. Siempre fui una niña bastante precoz y esto tenía que ver con mis padres. Ambos, tanto él como ella, eran dos personas involucradas en todo lo que tiene que ver con la cultura y con la política. Los dos eran muy buenos lectores y tenían un carácter muy festivo. Yo viví en una casa en la que las puertas estaban abiertas para todo el mundo, en la que entraba y salía mucha gente. Tenía la suerte de estar en contacto con muchos adultos curiosos y divertidos. Y creo que eso me marcó de dos maneras diferentes. Por una parte me hizo ser permeable a todo ello sin darme cuenta y por la otra me despertó una cierta agresividad, porque lo que yo quería era ser normal. Quería ser una niña completamente normal.

 

“Soy la mujer que soy porque me formé en la escuela pública”

 

- En tus libros más biográficos haces referencia también a los cambios de ciudad, de residencia.

- Sí. Eso fue importante y tiene que ver con la sensación de la que hablaba de sentirme diferente a los otros niños y niñas y con un cierto desarraigo. Mis primeros años los viví en Madrid. A los tres años y medio, cuatro, nos fuimos a Benidorm y en mi adolescencia regresamos a Madrid. Ese desarraigo está muy presente, pero también hay otras cosas muy positivas, como el haber asistido a la escuela pública. Es una circunstancia a la que estoy muy agradecida. Creo que soy la mujer que soy porque me formé ahí, sin ningún tipo de privilegio, dentro de esa especie de buena medianía que se busca en las escuelas públicas.

 

- Hablas de la singularidad de tus padres. ¿A qué se dedicaban?

- Mi padre empezó su vida laboral como sociólogo urbanista. Luego se ha dedicado casi toda su vida a la política, como diputado en la Asamblea de Madrid por Izquierda Unida. Pero su condición de sociólogo fue lo que nos llevó a Benidorm. De hecho nos trasladamos allí de la mano de otro sociólogo muy famoso, Mario Gaviria, que acaba de morir. Fue justo en la época en que la ciudad estaba creciendo a marchas forzadas y se necesitaban estudios para regular su estructura, su retícula. Lo que ocurrió es que fuimos allí pensando que mi padre iba a hacer un trabajo de tres meses y el trabajo se prolongó ocho o nueve años. Fue un cambio de vida radical. En cuanto a mi madre, era ATS y asistenta social y formó parte de la primera promoción de fisioterapeutas en España. A lo mejor por eso, por su influencia, yo tengo esa conciencia del cuerpo tan grande y he escrito tanto sobre ello. Mi madre renunció a su carrera, en la que le iba maravillosamente bien, para que nos fuéramos juntos a Benidorm, para criarme a mí y para estar con mi padre. Y yo creo que esa renuncia también marcó mi manera de interpretar la vida y las relaciones. De alguna forma eso también se ha quedado dentro de mí.

 

“Siempre tuve la sensación de vivir en comunidad”

 

- Supongo que la condición de hija única también ha sido decisiva.

- Sí, pero una hija única bastante peculiar, porque, como te decía antes, mi casa siempre estaba llena de gente. Y no solo adultos, también había niños, primos, primas. Yo soy la mayor de todos los menores de mi familia. Por eso no tengo la impresión de ser una niña solitaria, sin amistades. Y en la escuela siempre me integré muy bien y tenía muchas amigas. No he tenido el síndrome, si es que eso existe, de la hija única, y del mismo modo tampoco he echado nunca de menos hermanos y hermanas, porque siempre tuve la sensación de vivir en comunidad.

 

- ¿Tenías una leonera donde refugiarte, como la protagonista de Daniela Astor y la caja negra?

- Sí, tenía una leonera donde refugiarme, pero fue antes de ir a Benidorm. Era en la época en la que vivíamos aún en Madrid y en la que mi madre iba a tratar, como cuento en La lección de anatomía, a niños y niñas con parálisis cerebral y otro tipo de enfermedades. Me dejaba al cuidado de mi abuela paterna en una casa de la que guardo recuerdos magníficos. Estaba en la calle de Gutenberg, en la zona de la Avenida Ciudad de Barcelona, y tenía un balcón donde me recuerdo corriendo. Entonces tenía la sensación de que el balcón era inmenso, pero para nada... Lo que pasa es que yo era muy pequeña. En ese piso había una habitación donde mi abuela me dejaba jugar y tirar todos los juguetes al suelo. Me decía: “alá, ya estás en la leonera” y eso era maravilloso.

 

“Fui una niña curiosa. Para mí escribir fue una forma de jugar”

 

- ¿También fuiste precoz literariamente? ¿Empezaste a escribir pronto?

- No. Fui una niña curiosa. Me gustaba bailar, dibujar y escribía para divertirme. Tenía conciencia, probablemente, de que manejaba el lenguaje mejor que otras niñas de mi edad, pero, como cuento en La lección de anatomía, lo que yo quería era ser cajera de supermercado, ladrona, bailarina... De pequeña jugaba con las palabras, me gustaba su sonido, entendía lo que es su sentido lúdico y memorizaba para los exámenes escribiendo determinados temas. Es verdad que mi madre tiene poemas guardados míos muy tempranos, pero creo que eran una forma de practicar la escritura casi mimética, imitando lo que veía en mi casa. Mi padre tenía cuadernitos Moleskine donde tomaba sus notas (siempre ha escrito sus poemas y le gustaba pintar cuadros). Y mi madre leía mucho y comentaba las lecturas. En Benidorm los dos formaban parte de un club de teatro amateur. Como te decía era una casa culturalmente muy viva y yo intentaba reflejar todo eso en lo que hacía. Para mí escribir era una forma de jugar. Recuerdo poemas que se titulaban Valentina tienes nombre de traidora y cosas mucho peores... Y también que me encantaban las redacciones del colegio. No me sentía nada castigada cuando llegaba el mes de septiembre y nos decían que escribiéramos un texto sobre las vacaciones. Eso me parecía lo mejor del mundo. Ya en la época del instituto no había cosa que me hiciera más feliz que hacer un comentario de texto y a poder ser de un texto barroco, abigarrado, del que yo pudiera sacar todas las figuras retóricas como quien disecciona un cuerpo y ve el hígado. Fue justo después, con las primeras relaciones sentimentales, cuando empezaron los poemas amorosos. Pero la idea de convertirme en escritora fue algo muy posterior. Y para eso fue muy importante el paso por la Escuela de Letras de Madrid, que se produjo cuando acababa de finalizar la carrera de Filología. Hasta entonces era una lectora y no escribía mucho más allá de esos típicos y malditos poemas de amor para purgar lo que ahora se llaman las relaciones tóxicas.

 

“En la Escuela de Letras empecé a forjar mi sentido crítico hacia los textos”

 

- Recordemos un poco esa etapa en la Escuela de Letras.

- Fue allí donde tomé verdadera conciencia de que escribir no es escribir bonito, de que las cosas que sistemáticamente a mí me habían gustado conectaban con una especie de conciencia kitsch de lo que puede ser la literatura o el arte. Ahí fue donde creo que empecé a forjar mi sentido crítico hacia los textos de los demás y hacia mis propios textos.

 

- ¿Con quiénes te encontraste, qué profesores o compañeros te influyeron especialmente?

- Bueno, fui muy privilegiada porque llegué en los inicios, justo el primer año en el que se montó la Escuela de Letras en Madrid, en una época en la que no había prácticamente este tipo de centros en España. Ahora levantas una piedra y hay 525. Pero aquella fue la primera, o de las primeras, y tuve la suerte de formar parte de un grupo de gente muy heterogéneo. Había personas muy jóvenes y otras de más de 60 años. Había gente con formación literaria y otra sin formación. Hombres y mujeres de Madrid, de Canarias, de todas partes. Era una oportunidad única. Nosotros estábamos experimentando, pero los profesores también. Para ellos era igualmente su primera vez. En el grupo fundacional estaban el escritor Alejandro Gándara, Juan Carlos Suñén, que era poeta, y Constantino Bértolo, que ejercía como editor. Eran los tres socios fundadores. Y luego había profesores invitados que venían a darnos lecciones sobre diferentes temas. Juan José Millás daba cursos de relato breve; José María Guelbenzu hablaba de poesía y también nos daba clases Rosa Montero. Los viernes teníamos invitados que impartían una especie de conferencia magistral. Normalmente eran escritores y escritoras muy escépticos respecto a las posibilidades de aprender a escribir. No puedo olvidar a Álvaro Pombo, que nos echó una diatriba crítica tan terrible que nos dieron a todos ganas de desmatricularnos en ese mismo instante. Y tampoco la suerte de asistir a una conversación entre Juan Benet y García Hortelano, que fue todo un lujo. Entre los momentos más destacables, recuerdo una charla sobre poesía de Clara Janés. Nos dejó a todos hipnotizados, en trance. Por ella como poeta, por su personalidad y su manera de leer, y también porque nos habló de poetas de los que no teníamos ni idea. Nos abrió un mundo nuevo y salimos todos de la sala como en estado de semi levitación. La Escuela de Letras fue una experiencia muy bonita. No solamente eran las clases, era lo que había fuera de las clases. Lo que hablábamos cuando nos tomábamos el café de antes de empezar o la cerveza cuando salíamos; las fiestas a las que íbamos, las discusiones, los vínculos que se establecieron. Fue una época absolutamente maravillosa de mi vida, en la que aprendí muchísimo y por la que nunca dejaré de estar agradecida tanto a los compañeros de la escuela como a los docentes.

 

“Es muy difícil encontrar a un editor que se implique realmente con el texto”

 

- ¿Tras la experiencia viste claro que querías dedicarte a la escritura?

- Sí. Y también reconozco que me lo pusieron muy fácil. Tras los dos primeros años de docencia, más o menos convencionales, el tercer año en la Escuela de Letras era el año de proyectos. Y en ese año yo empecé a escribir una novela de desamor, muy vinculada con mi experiencia personal, que se titulaba El frío. Mi tutor era Constantino Bértolo y mientras iba leyendo me dijo que me la iba a publicar en una colección de nuevos narradores en Debate, lo que luego pasó a ser Caballo de Troya. Tuve la inmensa suerte de estar escribiendo un libro que sabía que iba a ser publicado y eso marcó para mí una relación muy especial con Constantino Bértolo, que era al mismo tiempo mi editor y mi profesor. Es algo muy raro y en mi aprendizaje del oficio de escribir fue estupendo, aunque posteriormente tuvo su contrapartida. Siempre fui buscando ese tipo de conexión y es muy difícil encontrar a un editor que se implique realmente con el texto, más allá de decirte si encaja o no con su línea editorial. Solamente lo recuperé al aterrizar en Anagrama, cuando conocí a Jorge Herralde y ahora a Silvia Sesé, que es una mujer muy comprometida con los libros que publica.

 

- ¿Cómo surgió El frío? ¿Cómo fue el proceso de escritura de esa primera novela?

- Pues al mismo tiempo muy emocional y muy intelectual. Por una parte El frío es un libro que salió de lo más profundo de mi tripa, de la necesidad que tenía de curarme de un amor muy desgraciado y poner orden en el dolor. Y, por otra parte, como alumna que era de la Escuela de Letras, estaba en un momento en el que tendía a intelectualizar todo lo que tenía que ver con los procesos constructivos de la literatura. Esa mezcla define este artefacto narrativo en el que una voz rebota en otra voz que es extremadamente distinta. Cuando alguien lee esta novela se da cuenta de que hay algo que puede emocionarle, algo muy auténtico, muy de verdad, pero que está encerrado en una especie de caja, en una estructura narrativa muy sólida, pensada milimétricamente. Más adelante, en otros libros, consigo que esa simbiosis que tiene que existir entre lo emocional y lo conceptual, se logre de una manera más orgánica, más natural.

 

“Somos las propias mujeres las que tenemos el deseo de amar y ser amadas de una manera que algunas veces acaba con nuestra vida”

 

- Aquí hablas de un amor enfermizo, obsesivo, posesivo. El tema del amor vuelve a aparecer en Amor fou, que se puede entender como una prolongación. Como si se te hubieran quedado muchas cosas sin decir, sin tratar, o como si tu propia evolución te hubiese mostrado la otra cara del asunto. En realidad todos los libros de Marta Sanz se combinan unos con otros, por parejas, por tríos.

- Sí. Yo creo que todos los libros que he escrito se comunican unos con otros y que en ese sentido podemos hablar de una especie de orfeón donostiarra, o de donde sea. Pero sí creo que tienes toda la razón en que hay textos que dialogan más de tú a tú y en el caso de estas dos novelas es evidente. En El frío había una especie de necesidad de reflejar esa idea vampírica y posesiva del amor. Es algo que tiene mucho que ver con el concepto romántico del amor como sufrimiento; con el aprendizaje del amor a través de las fuentes culturales, que visto desde una mirada ya más feminista ha resultado devastador para muchas mujeres. En esta novela se muestra que somos las propias mujeres las que tenemos el deseo de amar y ser amadas de una manera que algunas veces acaba con nuestra vida. Cuando la escribí, en el año 1995, tenía esa intuición. Y lo que me parece más interesante de ella es que aprendí algo esencial mientras la desarrollaba. Aprendí que la responsable de mis temores no tenía nada que ver con el chico que me dejó, sino que era yo misma. Era yo la que estaba pidiendo y exigiendo esas ataduras y esa posesión enfermiza en la que había sido educada.

 

“Las mujeres estamos deconstruyendo toda una antropología de lo que tienen que ser las relaciones sentimentales, el amor, los cuidados. Y no es una tarea fácil”

 

- Amor fou es todo lo contrario, la superación de esa idea romántica y la reivindicación del amor basado en la complicidad y la igualdad de los dos miembros de la pareja.

- Sí. Podríamos decir que en Amor fou hay un intento de dibujar lo que sería el buen amor, no el buen amor desde el punto de vista del Arcipreste de Hita, sino en el sentido del compañerismo, del entenderse, de ser capaces de forjar un proyecto de vida común, una relación en la que tú de verdad te comprometas con el otro sin miedo, sabiendo que es alguien que te va a proteger sin invadirte. El frío y Amor fou son dos textos que dialogan en torno al amor, sí. Y también se puede incluir un poemario, Cíngulo y estrella. Es un cancionero donde lo que pretendo es desdecir los tópicos de esa ideología amorosa que nos ha hecho tantísimo daño desde Petrarca. Se trata de contraponerla a una ideología amorosa que tiene que ver con la cotidianidad: con el café que nos tomamos juntos, con hacer la compra, ver la televisión o leer juntos un párrafo de un libro... En fin, todas esas cosas anti románticas. Todo esto también tiene que ver con el hecho de que las mujeres estamos deconstruyendo, por utilizar la palabra más pedante, pero probablemente la más exacta, toda una antropología de lo que tienen que ser las relaciones sentimentales, el amor, los cuidados. Y no es una tarea fácil. Ya he contado muchas veces que yo siempre quise ser la musa, la vampiresa, la mujer fatal. Ser colocada en un altar para que un hombre me adorara me pareció durante un tiempo algo admirable, hasta que me di cuenta de que lo que tenía que hacer era tomar las riendas de mi propia vida, convertirme en sujeto de mis propias narraciones.

 

- Bueno, aquí hay algo que está muy presente en tus libros, el hecho de que ha sido la mirada masculina la que ha forjado la imagen, la identidad y los deseos de la mujer durante muchísimo tiempo.

- Sí, por supuesto. Es algo que forma parte de nosotras y de lo que tenemos que ser conscientes, con inteligencia y sensibilidad. Hay una frase de Adrienne Rich que dice: “es el lenguaje del opresor, pero lo necesito para hablarte”. Pues sí, resulta que el lenguaje del opresor es mi lenguaje y forma parte de mí. Y ante esto lo que toca es tener la suficiente conciencia crítica para saber cuáles de esas miradas nos hacen mal y cuáles podemos rentabilizar y reconvertir, complementándolas con visiones que han sido silenciadas, obviadas y pisoteadas a lo largo del tiempo, evidentemente las de las mujeres, que han sido permanentemente extirpadas del canon, porque lo universal siempre fue lo masculino.

 

- Lo que resulta llamativo es que a día de hoy estas miradas siguen presentes en las generaciones más jóvenes. Por una parte está la última oleada del movimiento feminista, que es muy potente y esperanzadora, y por la otra, hay movimientos conservadores, de reacción al cambio, muy evidentes.

- Bueno, esto es verdad, pero yo quiero quedarme con el lado optimista. El hecho de que haya una reacción tan beligerante ante la última ola feminista tiene que ver con el miedo a asumir cambios. Lo veo muchas veces cuando voy a dar charlas a institutos, por parte de mujeres y también de chavales jóvenes, que sienten que les están quitando un lugar que les correspondía por derecho. Ellos no se dan cuenta de que ese lugar es un privilegio histórico que ahora hay que cuestionar. En mi opinión es de ahí de donde parten esas reacciones tan encendidas y tan beligerantes. Son un indicador de que verdaderamente la mirada feminista tiene la posibilidad de cerrar todas las brechas de desigualdad. Eso está calando y hay gente que lógicamente tiene miedo. Yo quiero verlo así, aunque también sé que esa posición nos coloca a las mujeres feministas en el centro de una diana que es muy peligrosa.

 

“La violencia contra el cuerpo de las mujeres está directamente relacionada con la violencia que se ejerce económicamente”

 

- Las cifras de violencia de género no son nada alentadoras, ni la aparición de partidos de extrema derecha absolutamente retrógrados.

- Sí, pero, en cualquier caso, hay una cosa a la que me refiero en Monstruas y centauras y en la que me gusta insistir, que tiene mucho que ver con esa presencia constante del cuerpo en mi literatura. Creo que la violencia contra el cuerpo de las mujeres, que se puede ejercer desde un punto de vista sexual tanto dentro como fuera de la casa, y desde un punto de vista físico –te matan, te violan, te agreden– está directamente relacionada con la violencia que se ejerce económicamente contra nuestro cuerpo. Cuando digo esto me estoy refiriendo a las cifras de paro, a la desigualdad, a los techos de cristal... Yo no entiendo una cosa sin la otra. Creo que los feminicidios son un síntoma cultural, un síntoma sociológico de esa violencia económica que se ceba muy especialmente, y desde hace mucho tiempo, sobre el cuerpo de las mujeres. Si no lo entendemos así creo que nos estaremos equivocando.

 

- Como colectivo, como sociedad, no hemos sido capaces de avanzar, de dar ese paso que hay entre El frío y Amor fou. La no superación de esa idea de las relaciones como posesión, como dominio, es muy llamativa.

- No, no hemos sido capaces de avanzar, pero yo vuelvo a querer ser muy optimista, y pienso que el día en que las diferencias de las mujeres no sean desventajas, tanto en el espacio público como en el privado, ese día será cuando las mujeres y los hombres podamos decidir hacer en el ámbito de nuestra intimidad lo que nos dé la gana, sin que nadie pueda interferir. Porque si no has partido de esas desventajas básicas, si no has asumido la sumisión histórica, sí que estarás capacitada para decidir lo que te gusta, y esto lo digo porque en ocasiones al movimiento feminista se le acusa de inquisitorial, de puritano. No, no es puritanismo, no es inquisición. Se trata de que los múltiples géneros seamos verdaderamente iguales y a partir de ahí decidamos si somos partidarias de la violencia en el sexo o si somos partidarias de la castidad o de que nos toquen una oreja. Pero todo ello en condiciones de igualdad.

 

“La literatura que me interesa es esa en que la inventiva literaria tiene que ver con cómo se combinan las palabras, no solamente para iluminar la realidad sino para construirla”

 

- Otros dos libros que dialogan en tu obra son La Lección de anatomía y Clavícula. Ambos son libros con una gran cantidad de elementos autobiográficos y ambos nos llevan a otro tema clave en la narrativa de Marta Sanz: el cuerpo y el dolor. Sueles decir que el cuerpo es un texto en el que quedan marcadas todas las cosas que vivimos.

- Así es. Parto de la reivindicación de la palabra autobiografía frente a autoficción. El pacto que firmo con los lectores y lectoras no es un pacto con la verosimilitud. Es un pacto ambicioso que intenta iluminar la verdad, el conocimiento, a través de las posibles combinaciones del lenguaje. La literatura que me interesa es esa en que la inventiva literaria tiene que ver con cómo se combinan las palabras, no solamente para iluminar la realidad sino para construirla. Tanto en La lección de anatomía como en Clavícula sucede esto y por eso los reivindico como libros autobiográficos, no autoficcionales. En cuanto a la metáfora del cuerpo, me gusta mucho que establezcas ese tándem entre estos dos libros. En La lección de anatomía se activa esa comparación de que el cuerpo es el texto en el que se quedan impresos los momentos de la vida, los vividos y los no vividos, porque las frustraciones también se pueden quedar grabadas en el cuerpo. Mientras que en Clavícula lo que sucede es que el texto es el que funciona como un cuerpo roto. Ambas novelas son como el anverso y el reverso de la misma moneda.

 

- El punto de partida de una y de otra es muy diferente.

- Sí. La lección de anatomía es un texto narrativo más convencional. Empieza en el momento en que a una niña le enseñan a leer las manecillas de un reloj y en el momento del parto de su madre, y acaba en un desnudo integral, en esa etapa en la que, al cumplir 40 años, ya es posible realizar un ejercicio retrospectivo para analizar por qué eres la mujer que eres en función de los relatos cotidianos que han compartido generosamente contigo otras mujeres de tu entorno. Es la construcción de todo el cuerpo a partir del relato. Sin embargo, en Clavícula no hay ese proceso extensivo, sino que es una pieza intensa, una pieza que se concentra en un solo punto de la anatomía que es la clavícula. De alguna manera La lección de anatomía es un libro centrífugo, en el que lo que importa mucho no es la singularidad de una mujer, sino lo que esa mujer tiene en común con todas las mujeres de su generación, con el entorno social, con el entorno político. El escritor Javier Pérez de Andújar me llegó a decir que no era una lección de anatomía sino una lección de geografía e historia. Mientras que en Clavícula hay una especie de ejercicio centrípeto, donde a través de esa concentración desmedida en un dolor que no se entiende afloran todos los miedos, de nuevo sociales, políticos, económicos. Lo que he buscado aquí es indagar en la idea de que yo personalmente, como ser humano, no puedo desvincular mis miedos físicos, psíquicos, sociales y políticos. He dicho ser humano, y debería hablar de mis miedos como mujer; aunque debo reconocer que Clavícula es un libro que ha gustado a muchos hombres. Evidentemente hay cosas que compartimos en esta etapa de capitalismo salvaje en la que nos encontramos.

 

“Tengo una visión muy amorosa, muy fraterna de la palabra escrita. Creo que si no fuera así no escribiría”

 

- En el libro está la idea del dolor individual como reflejo del dolor colectivo. El dolor físico que sentimos no puede separarse del dolor por todo lo que acontece a nuestro alrededor. Es decir, cuando vemos tanta injusticia eso se refleja en el cuerpo. Y comentamos, por ejemplo: “Me dan ganas de vomitar”. - Esa sensación de que lo físico y lo emocional van de la mano, así como lo individual y lo colectivo, es muy interesante en Clavícula.

- Así es. Una de mis obsesiones siempre ha sido ver cómo se desdibuja el límite entre el dentro y el fuera. No puedo pensar en un texto sin pensar en su contexto. No puedo pensar en un ser humano individual desvinculándolo de las coordenadas del mundo que le ha tocado vivir. Eso está ahí. Esa empatía con el dolor que pueden experimentar otras personas con las que compartes un momento histórico está en mi obra y es muy importante. De algún modo creo que refleja una concepción de la literatura gramsciana. Me explico: yo soy muy pesimista respecto al diagnóstico, respecto a las cosas que pasan. Tiendo a ver la botella medio vacía, porque creo que es la única manera de ponerse en la tesitura de llenarla. Si la ves medio llena eso te conduce a la conformidad, a la complacencia... Esa mirada pesimista está en mí, pero, por otra parte, soy una gran entusiasta del optimismo de la voluntad. Me paso la vida escribiendo libros porque de verdad creo, sinceramente, que la palabra literaria, que los libros, sirven para intervenir en el espacio de lo real, sirven para construir una realidad alternativa y sirven para crear vínculos fuertes con los seres humanos, a los que necesitamos. Tengo una visión muy amorosa, muy fraterna y muy sorora de la palabra escrita. Creo que si no fuera así no escribiría. Si no tuviera esa conciencia comunicativa del relato, si solamente fuera por mi propio ombligo y por mi propia vanidad, no creo que lo hiciera.

 

- Todos tus libros son políticos, de una u otra manera. Frente a los que dicen no saber nada de política, habría que reivindicar también la idea de que la política está en todas partes, en todo lo que hacemos y vivimos...

- Bueno, sí, pero aquí yo quiero hacer un matiz en lo que se refiere a los artefactos culturales. No todos los libros, películas y demás actos creativos son políticos, pero sí ideológicos. Casi siempre pongo el mismo ejemplo: Cuando Harry encontró a Sally. Claramente no es una película política, pero sí fuertemente ideológica. Es evidente que está perpetuando un modelo de relación sentimental y afectiva que, además, está en conformidad con lo que es el sistema y las ideas dominantes. Si la comparamos, por ejemplo, con un trabajo como Z de Kosta Gavras, comprendemos lo que es cine político. Para que haya un artefacto cultural que se pueda calificar de político tiene que haber una intencionalidad de intervenir y de interferir en lo que es el discurso dominante, las frases hechas del poder, la ideología invisible que no vemos porque la tenemos naturalizada. Ahí están los textos políticos.

 

“Me revienta ese estereotipo de la mujer que puede con todo y no se queja por nada”

 

- En Clavícula también resulta muy interesante la defensa de la queja. Tenemos todo el derecho a quejarnos de nuestros dolores, por mínimos que sean, tanto físicos como sociales, pero cada vez es más frecuente escuchar que si vivimos en Occidente somos unos privilegiados, que no deberíamos quejarnos cuando en otros lugares hay tanta gente pasándolo mal.

- Efectivamente. Y en este caso he querido afrontar el derecho a la queja en clave feminista. Desde el punto de vista de género a las mujeres, y eso se dice explícitamente en el libro, siempre se nos suele dibujar en la cultura en polos antagónicos y excluyentes: la madre y esposa y la puta; la mujer fatal y la novia abnegada... Y con la queja pasa lo mismo: o la princesa guisante o la mujer que puede con todo y no se queja por nada y se sacrifica por sus hijos y es callada, modesta y estupenda. A mí ese estereotipo me revienta. Yo no me siento ni una cosa ni otra. Ni la princesa guisante, ni esa mujer que puede con todo y que por lo tanto puede ser sobreexplotada dentro de la casa, fuera de la casa y en el tramo que va de fuera a dentro de la casa. Me parece una cosa terrible.

 

“Las personas que verdaderamente tienen todos los motivos del mundo para quejarse no tienen voz y no podrán quejarse nunca jamás”

 

- Cuanta más pobreza y miseria hay alrededor, menos podemos quejarnos. ¿Cómo romper con esa idea que a la larga conduce a la sumisión, al conformismo?

- Exacto. Es muy significativo. Yo he ido a clubes de lectura a hablar de Clavícula y ha habido un cincuenta por ciento de mujeres que se sentían muy identificadas y querían quejarse, mientras que el otro cincuenta por ciento me llamaban pija. “Te quejas por cualquier cosa. Si tú hicieras lo que yo hago...”, me decían. Y yo les contestaba: “Pues precisamente, si yo me quejo por cualquier cosa, como tú dices, es para que tú te puedas quejar. En mi queja te incluyo a ti, que ni siquiera te lo permites”. Debajo del “tú no te quejes, que eres una privilegiada”, que tanto escuchamos, asoma algo estremecedor, el hecho de que las personas que verdaderamente tienen todos los motivos del mundo para quejarse no tienen voz y no podrán quejarse nunca jamás. Por eso en Clavícula está el poema La niña de Manila. Esa inclusión de la materia poemática tiene que ver con el hecho de que yo estoy segura de que esa niña jamás va a tener la oportunidad de abrir la boca y quejarse. Entonces me pongo a mirarla desde ese ojo occidental que se permite ser condescendiente, compasivo, caritativo, y que lo que tendría que hacer es intentar actuar políticamente para que no haya jamás en la vida niñas así. Y volviendo a la pregunta, creo que ya está bien. Yo estoy muy harta de que me digan: “No, como tú tienes una casa no te puedes quejar”. Perdona, ¿cómo que no me puedo quejar; el hecho de que yo tenga una casa y mi vida económica más o menos resuelta implica que no pueda tener sentido crítico? ¿Qué pasa? ¿Qué el hecho de que tengas unos mínimos de dignidad te invalida para la crítica, para la acción política, para la solidaridad? Pues va a ser que no.

 

“Todos tenemos cuentas pendientes con la Transición como un momento vital importantísimo en nuestras biografías porque no nos sentimos identificados con el relato oficial”

 

- Otro tema muy presente en tu obra es la Transición. Está en Daniela Astor, en Amor fou también... Seguramente aparece en otros de tus libros...

- Sí. En un libro anterior que se llama Los mejores tiempos, el penúltimo libro que edité con Debate.

 

- Es otra realidad de este país que no acabamos de superar. La Transición parece intocable. La Constitución no puede cambiarse. Es como una piedra en el camino, una especie de asignatura pendiente.

- A los escritores y las escritoras de mi generación es un asunto que nos preocupa. Estoy pensando en voces muy distintas, en diferentes ángulos desde los que se aborda el tema, desde Cercas hasta Cristina Fallarás, pasando por Orejudo, por Manuel Vilas, Clara Usón, Rafael Reig o yo misma. Somos la generación de los 60, de los “baby boomer”, los que en la época de la Transición éramos adolescentes o jóvenes. Funciona, y esto lo digo en Daniela Astor y la caja negra, la metáfora histórica ideológica que coloca en paralelo nuestros cuerpos en transformación, con sus miedos y sus esperanzas, con el cuerpo en transformación de un país que también estaba lleno de miedo a los militares, a todo ese fascio que había por detrás, y a la vez tenía esperanzas en el cambio. Todos estos autores que he citado, y muchos más, representamos a gran parte de la ciudadanía. Todos tenemos cuentas pendientes con la Transición como un momento vital importantísimo en nuestras biografías porque no nos sentimos identificados con el relato oficial, ese relato que, como decía Javier Pradera, es un crecepelo exportable que nadie se terminaba de creer. Desde la literatura, cada uno de nosotros, estamos levantando nuestro propio relato. Esa obsesión por intentar entender lo que pasó en aquellos años, desde diversos puntos de vista ideológicos, tiene mucho que ver con un discurso político, periodístico, histórico homogéneo en el que nadie termina de estar cómodo. En mi caso, el título de Los mejores tiempos ya dice mucho. El título es la ironía de que ni muchas infancias ya son los mejores tiempos ni la Transición, entendida en su globalidad, supuso los mejores tiempos para mucha gente que se quedó en la calle, en una manifestación, con una bala en la cabeza.

 

“No hay que tener miedo a los cambios”

 

- Es algo que ha caído en el olvido.

- Sí. Se ha extirpado de la Transición una parte trágica que naturalmente existió.  Hubo bastante gente que se dejó muchas cosas en el camino para llegar a una democracia de la que yo no abomino, pero que se puede perfeccionar en muchos aspectos. No hay que tener miedo a los cambios. Los mejores tiempos refleja todo esto y Daniela Astor y la caja negra mira a la Transición a través de unos ojos desde los que habitualmente no es contada, los ojos de las niñas que éramos adolescentes o púberes en ese momento. En esta novela lo que quería contar era como mi modelo de lo que era una mujer admirable estaba condicionado por las representaciones de mujeres admirables que me rodeaban en ese momento, que eran las musas de la Transición y las musas del destape. Todo eso se te queda y después tienes que ir intentando quitarte esa grasilla poco a poco. Ese proceso es el que se aborda en Daniela Astor.

 

“La literatura nos ayuda a aproximarnos a los acontecimientos históricos desde esa visión de que lo personal es político”

 

- Normalmente el argumento que se utiliza para no introducir modificaciones es el de que en esa época no se pudo hacer de otra manera. Pero, ¿ese pacto establecido tiene que durar eternamente?

 

- Bueno, lo que yo creo es que se ha producido una sacralización de la legalidad constitucionalista que obvia el hecho de que muchas veces para que se produzcan transformaciones progresistas dentro de una sociedad hay que cambiar las leyes. En el caso del pánico que produce cualquier tipo de reforma constitucional me parece que es absolutamente desmesurado y que se podría hacer sin repercusiones traumáticas para nadie, a no ser que la gente sea carpetovetónica en el peor sentido de la palabra. Lo terrible ahora en nuestro país es ese rebrote de una ultraderecha tremenda que está conectando, a nivel global, con un pensamiento hegemónico imperial trumpiano, con una derecha pragmática que lo relativiza todo y que fomenta los bulos y las mentiras, las denominadas “fake news”. Todo eso está aquí y se mezcla con nuestra particularísima derecha patria. Una derecha que tiene sus raíces en ese señor que ha salido recientemente del Valle de los Caídos, suscitando polémica, algo absolutamente impresionante. Se quiere vender la fantasía de que todos somos iguales y no, señores, no todos somos iguales. En este sentido me parece interesante insistir en que, cuando se aspira en la literatura y en las artes a lo universal, hay determinados temas que no se pueden abordar desde esa perspectiva. Si tú hablas desde una perspectiva universal de las guerras, las guerras ya sabemos todos que son malas; que hay muertos y hay sangre en un bando y en el otro; que los seres humanos se animalizan y sacan lo peor de sí mismos... Pero a mí lo que me interesa de las guerras no es lo universal. Me interesa quién las declara; quién las motiva y contra qué se rebelan; quiénes fueron los vencedores, quiénes fueron los vencidos... Me interesan las cosas particulares y creo que la literatura nos ayuda a aproximarnos a los acontecimientos históricos desde esa visión de que lo personal es político, desde esa visión intrahistórica que nos ayuda a interpretar y a entender las cosas más allá de la abstracción y de las vulgaridades.

 

“Me paso la vida escribiendo libros porque creo que sirven para construir una realidad alternativa”.

 

“La empatía con el dolor de otras personas con las que compartes momento histórico es importante en mi obra”.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

20 de marzo de 2020

 

“Nadie tiene derecho a tratar conmigo como si me conociera”: la afirmación intimida y pone a todo aquel que quiera intentar una aproximación al escritor suizo ante una difícil tesitura. Tal vez la solución sea precisamente conocerlo, metiéndose para ello en la concha de caracol desde la que siempre escribió y utilizando como él un lápiz, un sencillo lápiz como los que su padre vendía en la tienda de artículos de papelería y encuadernación que regentaba en Biel y que, visto en perspectiva, bien puede entenderse como una premonición de aquello que más tarde se convertiría en esencial para el sexto de los siete hijos de los Walser. El negocio en aquellos años funcionaba bien y la numerosa familia vivía de manera desahogada, aunque poco después, a finales de la década de los 80, la gran depresión acabaría con la práctica totalidad de los pequeños negocios, también con el suyo. Para obtener ingresos, la familia se vio obligada entonces a alquilar algunas habitaciones de su casa y, al final, acabó por trasladarse a un barrio más pobre de la ciudad. La madre, melancólica y con una marcada tendencia a las crisis depresivas y emocionales, que heredarían algunos de sus hijos (el propio Robert, además de Ernst, fallecido en 1916 en Waldau, donde estaba ingresado por una enfermedad psíquica, y Hermann, que se suicidó en 1919), nunca llegó a superar el fracaso económico, enfermó y murió pronto, en 1894. Lisa, la hermana mayor, se encargó de cuidarla durante los años de la enfermedad y también de llevar la casa mientras la situación económica empeoraba de día en día. Robert y su hermano Karl, el futuro dibujante, se vieron obligados a abandonar la escuela un año antes de terminar el bachiller, un brusco cambio de su situación vital que dejaría en el futuro escritor una huella indeleble, la cual revirtió en su escritura de manera singular, distanciándola, volviéndola casi esquiva a medida que intentaba alejarse cada vez más de un mundo que le resultaba ajeno, de un mundo en el que sus anhelos de vivir de la literatura se verían truncados una y otra vez, de un mundo en el que solo encontró protección en la distancia.

            Así fue como en 1892 Walser empezó a trabajar como aprendiz en la filial de Biel del Banco Cantonal de Berna. Los problemas económicos y la falta de cariño materno van creando un vacío en la vida del futuro escritor, que no se llenará ya nunca más. En realidad el trabajo en el banco no es más que un intento de encontrar una estructura para una biografía que ha empezado a tambalearse en sus cimientos, tal como puede comprobarse en los numerosos monólogos interiores que recorren la novela Los hermanos Tanner (1907), a través de los que Simon intenta dar forma a su existencia. Es Walser el que habla consigo mismo y este recurso, que le permite establecer una conversación solitaria, sin respuesta, será en todo momento el favorito de su escritura, la forma que, como su concha, lo protegerá del exterior. El trabajo no es para él un medio de vida, sino simplemente un papel que debe desempeñar, otro más de entre los muchos que representó siempre en casa, un disfraz, en el fondo, como los que utilizaba para estas actuaciones y de los que nos ha quedado un magnífico testimonio en un dibujo que su hermano Karl le hizo en el papel de Karl Moor, el protagonista de Los bandidos de Friedrich Schiller. El pequeño Walser parece encontrarse a gusto en este juego de papeles que, con el tiempo, se convertirá en una constante, pues los límites entre realidad y ficción se difuminan en su vida y en su obra hasta lo irreconocible, como si de una sola se tratara: “¿Quieres cambiar la vida real por la apariencia, el cuerpo por su reflejo?”, escribe en 1902. Pero a pesar de la atracción que siente por la escena, y a pesar también de la decepción que le supuso no haber conseguido un papel en una obra que se iba a representar en el Teatro Real de Stuttgart (su expresión era poco ágil), pronto se convence de que esa profesión no le ofrece la intimidad que necesita para llevar a cabo su juego con el otro. A la ciudad suaba había llegado en 1895, siguiendo a Karl, que aprendía allí a pintar interiores, aunque un año después, tras la fallida experiencia teatral y haber trabajado en una librería, decide regresar a Suiza, andando, para establecerse en Zúrich con el firme propósito de ser escritor.

Walser estaba convencido de que el torrente de emociones que podía expresarse a través del lenguaje y la mímica, la expresión lingüística en su totalidad, debia tener su mejor espacio de manifestación en el teatro. Pero no fue capaz de llevarlo a la práctica, pues los primeros intentos dramáticos no resultaron en textos comparables a su prosa posterior. No obstante, dan testimonio de un joven autor en busca de su identidad, que reflexiona a la vez sobre las numerosas posibilidades que ofrece la escritura, jugando incluso con los géneros, como puede verse en un cuento en verso, Cenicienta (Aschenbrödel, 1901), en el que trata de armonizar la anhelada fusión entre realidad y ficción, convirtiendo al género literario en un personaje más y desarticulando su forma clásica y su final feliz: la protagonista no pretende una vida de princesa, pues lo que el príncipe le ofrece no cuadra con sus ideales de emancipación. Junto a ello la defensa que aquí se hace del hecho de servir a otras personas, vista no como humillación, sino como resistencia frente a la común idea de actuación pasiva, hace de este breve drama una clave para la comprensión de la posterior obra walseriana. Algo similar es lo que ocurre con Blancanieves (Schneewittchen), publicada también ese mismo año, una continuación del cuento original que desarticula el texto clásico convirtiendo en pasión lo que en este es amor. Blancanieves no anhela otra cosa más que regresar a su mundo sin emociones de la casa de los enanos, pero, como no puede hacerlo, se inventa otro y, con él, un final conciliador. La moraleja del cuento es, por tanto, sospechosa, pues responde, en realidad, a una moral concreta con la que Walser nunca llegó a estar del todo de acuerdo: la del mundo burgués.

Y eso que cuando dio sus primeros pasos como escritor aún la aceptaba y respetaba sus convenciones, intentando lograr la aceptación de sus futuros lectores. Tiene solo veinte años en el momento en que sus primeros poemas ven la luz en un periódico local. Josef Viktor Widmann lo había hecho posible, y él mismo escribe una reseña en la que constata “tonos verdaderamente nuevos”. Al escritor Franz Blei le llamaron la atención y le introdujo en el círculo de la revista Die Insel, donde Walser publicaría sus textos a partir de entonces. Asimismo promovió su colaboración en otras revistas como Der blaue Vogel y Die Opale. Los círculos de escritores reconocidos van abriéndose para recibir al nuevo poeta: Frank Wedekind, Alfred Kubin, Marcus Behmer, los dos últimos también conocidos ilustradores. Pero Walser parece no sentir demasiado interés por relacionarse con estos representantes de una vida establecida, ante la cual, el poeta parece ahora asustarse. Necesita su autonomía, no como gesto de resistencia ante la moral burguesa, sino como requisito para la propia existencia. Las condiciones para dedicarse a la literatura son en Múnich más favorables que en ningún otro sitio, pero le siguen faltando los recursos económicos y regresa a Suiza. Los trabajos que desempeñará a partir de entonces serán muchos, pero también de corta duración: empleado en diferentes empresas, en una editorial, en una compañía de seguros, en un banco, ayudante de un ingeniero… Son espacios en los que escribe mientras simula trabajar, espacios que, al igual que sus constantes cambios de residencia, suponen un nomadismo existencial, una fuga constante, ya sea de alojamiento, ciudad, taberna u oficio, en un intento continuo de evitar “llevar una vida ociosa y angustiada junto a la estufa de casa”, en palabras de Jakob von Gunten. Durante la I Guerra Mundial prestó el servicio militar y, al final, trabajó también como bibliotecario. Pero lo más importante para él eran sus textos. Y así, tras una larga correspondencia con Rudolf von Poellnitz, entonces director de la editorial Insel, Los cuadernos de Fritz Kocher (Fritz Kochers Aufsätze) vieron la luz en diciembre de 1904. Se trata de una colección de redacciones escolares que un editor ficticio publica tras la muerte de su joven autor. El volumen trae consigo una nueva estética, la de la escritura sin un tema concreto, la que no tiene un contenido específico: “Me gusta escribir sobre todo sin diferencia alguna. No me atrae la búsqueda de una trama determinada, sino elegir palabras hermosas, delicadas”. Los textos no tienen un orden aparente y el estudiante va perdiéndose poco a poco en diferentes argumentos y reflexiones, que conforman el marco para las opiniones de un joven respecto de su entorno (la escuela, la familia, el bosque, la patria…), expuestas con esa aparente ingenuidad que oculta tras de sí la mordaz ironía walseriana.

Después de Los cuadernos y en un periodo de tiempo de escasos tres años, Walser escribe la trilogía de novelas que lo hará famoso: Los hermanos Tanner (Geschwister Tanner, 1907), El ayudante (Der Gehülfe, 1908) y Jakob von Gunten (1909). Compuestas durante su estancia en Berlín, son un recorrido por la temática inherente al conjunto de su obra, y que se convertirá con el tiempo en una categoría propia, la de la identidad, articulada en la línea del proceso de reflexión sobre el tema que domina de principio a fin toda su producción literaria. El papel dominante lo desempeña, en su caso, el juego irónico con la idea burguesa del yo inalterable del individuo, a través del cual Walser ofrece una visión desilusionante del proceso de formación y desarrollo, que conlleva a su vez una nueva visión de los conceptos de “individuo” e “identidad”, los cuales han ido variando su significado en el proceso histórico que ha contribuido a la transformación de la sociedad de clases. La identidad es ahora una tarea individual, aislada. Klaus Tanner, el médico establecido y de buena reputación, representa de forma más pura el modelo de identidad del siglo XIX, ese modelo ahora sin valor, que Walser describe con una ironía provocadora, como si de una caricatura se tratara. Su hermano Simon, el menor, se agota en numerosos intentos fracasados de conseguir formar parte de esa sociedad, presentados en una linealidad fragmentada que prefigura ya la nueva novela moderna. Y Kaspar, el artista, que ve su trabajo como la única posibilidad de una vida auténtica, fracasa igualmente en un entorno lleno de clichés, que no comprende que alguien pueda vivir una vida libre, sin ataduras sociales. Para evitar el fracaso, Klaus, el mayor de los hermanos, lo anima a ir a Italia, el único lugar donde, desde su punto de vista convencional, podrá conseguir la madurez necesaria para dedicarse al arte. Pero el mito de Italia se desmonta en esta novela a través de los ojos de este artista que no considera en absoluto que en ese país del sur puedan existir más bellezas que en cualquier otra parte. Interesante aquí es el hecho de que las conversaciones entre los hermanos, aunque contradictorias, responden, sin duda, al discurso modernista.

Walser había llegado a Berlín en 1905, pues la capital alemana le parecía el lugar más adecuado para desarrollarse como escritor. Berlín era el centro político de Alemania, pero también el centro de las ansias de poder y expansión del imperio alemán. Militarismo e imperialismo se respiraban en cada esquina. Allí estaba ya su hermano Karl, ahora un ilustrador famoso, con una reputación que posibilitó a Robert nuevos contactos, entre los que se contaba el editor Bruno Cassirer, quien le animó a escribir su primera novela. Pero la vida de la bohemia berlinesa tampoco parece ajustarse a él y, aun consciente de las posibilidades que se le ofrecen para dedicarse a la literatura, no está dispuesto a aceptar sus condiciones y entra en una escuela para mayordomos en un intento de escaparse una vez más de un entorno que le es ajeno y recogerse y diluirse en él hasta pasar totalmente desapercibido. Incapaz de adaptarse a las exigencias de la sociedad, se esconde ahora tras el uniforme de la escuela, desde donde no puede verse su escaso, o quizá nulo, instinto social. Y así, tras concluir su formación, entra en 1905 al servicio de la casa Dambrau en Silesia. La experiencia al servicio de otros resultaría después en una constante que dará forma a esa categoría “identidad” con la que nunca dejó de experimentar en sus textos. Tal vez porque el hecho de servir a otros ocultaba sus aspiraciones reales y le daba la oportunidad de perderse tras un yo en el que poder realizar actividades que de otra forma le hubiera resultado imposible llevar a cabo.

En la atmósfera berlinesa, en la que todo es grande y monumental, desarrolla Walser su amor por lo pequeño, por lo insignificante. Pero es un amor heredado. Heredado de la tradición helvética. Y será precisamente en el contraste con la gran ciudad, cuando Suiza empiece a revelarse como la auténtica concha de caracol, que dará refugio al poeta en todos los sentidos. Valora cada vez más el incógnito y, sin quererlo, hará de él uno de los motivos por excelencia de la literatura modernista: el papel del escritor que se oculta en sus palabras, sus posibilidades y perspectivas, se convierten en tema de reflexión en muchos de sus textos en prosa, tal como se refleja en El ayudante, su novela de mayor éxito. Publicada en 1908, las referencias autobiográficas son obvias, pues recogen las experiencias del autor durante el tiempo que trabajó como ayudante del ingeniero Carl Dubler en Wädenswil. El personaje de Joseph Marti es, sin duda, uno de los más representativos de la obra de Walser, tanto por su especial significado como testigo del ocaso de la conciencia burguesa como por el magnífico juego de perspectivas narrativas en el que se enmarca su historia y que hace de esta obra un paradigma de la modernidad. Nada cambia en la vida de Joseph desde que entra al servicio de Tobler, de forma que abandonará la casa exactamente igual que ha llegado, sin haber experimentado ningún tipo de evolución. Además, su incapacidad a la hora de escribir sus memorias niega, por otro lado, el significado de su propia persona, de su ser como individuo. Pero a partir de este momento, el ayudante, el sirviente que está a disposición de otros, se convierte en uno de los personajes definitivos en sus textos, aunque el hecho de “servir” no deja de ser, en realidad, más que una forma oculta de dominio que, precisamente en el contexto del fin de siglo, puede leerse también, en una dimensión filosófica, como una fórmula contraria a la postulada por Nietzsche. Sus jóvenes protagonistas centran todos sus esfuerzos en una única cosa, el cumplimiento del deber, la obediencia, pues creen que únicamente obedeciendo pueden escapar a la responsabilidad que conlleva la existencia, ya que, en realidad, no quieren ser nadie. La obsesión por la insignificancia que dominó al autor durante toda su vida encuentra aquí una de sus mejores expresiones.

Frente a la crisis de la identidad individual los personajes de Walser representan nuevas perspectivas para el yo: el Instituto que se describe en Jakob von Gunten, la tercera de las novelas, en sí un modelo de Estado autoritario, ve desmitificado su supuesto poder por la actitud de los personajes, caracterizados por la ironía inmanente a la propia obra, la más abstracta de la trilogía, y, sin embargo, la más valorada por Kafka: “Conozco Jakob von Gunten, un buen libro”. Siendo así, era de esperar que los lectores de aquel momento no lo entendieran del mismo modo. Y hasta el propio Walser supo siempre que su forma de narrar lo cotidiano sin añadir a lo narrado ningún tipo de emoción no se correspondía en absoluto con las expectativas del público de una época demasiado acostumbrada aún a los tonos realistas. Además, la novela supone una crítica radical a los fundamentos de la identidad moderna esto es, a la autonomía y a la autosuficiencia del individuo, que se ve obligado a renunciar al “yo” hasta hacerlo desparecer convirtiéndolo en un “encantador cero a la izquierda”, que no pretende otra cosa más que alcanzar el estatus de sirviente, socialmente despreciado a todos los niveles, situándolo en la más absoluta mediocridad y haciendo así que se diluya cualquier aspiración a tener un papel en la sociedad, a la que sirve con absoluto desinterés personal, libre del deseo de encumbrarse en ella.

Justo un año antes del estallido de la guerra, Walser abandona Berlín. Es probable que allí escribiera tres novelas más que acabó desechando y quemando. No se ha conservado ningún borrador, tal vez porque su despedida de la capital supuso también su despedida (por el momento) del género novelesco, con el que había estado obsesionado durante todo el tiempo de su estancia en la gran ciudad y que ya no se correspondía con la forma “pequeña y reducida” de Suiza. Se refugió entonces en lo que él denominaba como “la concha del caracol del relato breve”, un refugio que, aunque no lo protegía de la crítica, al menos sí lo hacía de cualquier tipo de comparación desmedida, y le permitía reducirse, desvanecerse, desaparecer. Fue también la despedida de su hermano Karl, a quien había seguido siempre que había podido y a quien admiraba sobremanera. De vuelta en la Confederación, en la buhardilla del hotel «Zum blauen Kreuz», en la que vivirá hasta 1921, Walser da forma a un breve relato, Vida de un pintor (Leben eines Malers), que verá la luz en enero de 1916 en la Neue Rundschau. Por primera vez desarrolla la forma en la que, a partir de ahora, dará expresión a nuevos textos: cuadros en prosa. El relato es un montaje de descripciones de diversos cuadros de Karl Walser, pintados todos en 1900 y expuestos en el museo Neuhaus de Biel, y que el narrador va describiendo al hilo de la historia del artista. No obstante, el personaje no desempeña aquí el papel principal, aunque posee un significado muy peculiar en tanto que los cuadros sirven de superficie sobre la que se proyecta la imagen de un artista poco seguro de sí mismo. Ese mismo año publica el relato Vida de poeta (Poetenleben), un relato que sigue manteniendo la estructura y el estilo en los que Walser parece encontrarse cómodo: la descripción de un retrato, una biografía con referencias claramente autobiográficas, que el narrador intenta esconder utilizando la forma del plural. En la obra, el uso del lenguaje administrativo que el poeta se ha visto obligado a utilizar en sus numerosos puestos de trabajo le otorga el anonimato tan valorado por Walser al tiempo que se convierte en el vehículo de expresión para el fracaso del propósito de la escritura: describrir una vida real. El modelo ya lo había perfilado en 1905 en el relato Vida de un escritor (Leben eines Dichters), donde recoge momentos concretos de la vida de un poeta y construye con ellos diferentes escenas que resultan en una biografía. Pero en una biografía fuera de lo común, ficticia, a través de la que el trabajo del poeta se convierte en la metáfora de otra forma de escribir, en la poética del propio Walser, reconocible aquí ya en todos sus contornos. Los retratos, en los que siempre habrá una relativa autorreferencialidad, se acumulan también a lo largo de los siguientes años: Kleist en Thun (1907), Brentano (1910), Dickens (1911), Lenz (1912), Kotzebue (1912), La huida de Büchner (1912), Lenau (I) (1914-15), Hölderlin (1915), Hauff (1917), por nombrar tan solo algunos, en los que Walser parece buscar sus modelos, sus referentes.

Los textos de este periodo ponen de manifiesto que se siente a gusto de vuelta en Suiza. El escritor recorre bosques y pueblos, y pinta cuadros, cuadros mentales, de las gentes con las que se encuentra. Pero también de la naturaleza. Sus Prosas breves (Kleine Dichtungen), publicadas en 1915 en la editorial de Kurt Wolff, son testimonio de la intensidad con la que observa su entorno, y con ellas ganará Walser el único premio que obtuvo en su vida. Fueron años productivos, durante los que escribió varios volúmenes de prosa breve y una narración de mayor extensión, El paseo (Der Spaziergang), publicada en su versión definitiva en 1920, en la que el relato se orienta a la forma del movimiento del paseante como vehículo de expresión y alimento existencial de una vida atormentada. Pero también son años en los que el autor conoce una cara más negativa de la vida: la del soldado de infantería. Walser es reclutado con cierta regularidad; a veces no le dan bien de comer, aunque vino no falta nunca en el sur de la Confederación. En cualquier caso, la situación no le agrada, pues no le deja tiempo para escribir. Los textos en los que refleja vivencias de este periodo ponen de manifiesto una situación inusitada: cómo el servicio militar puede llegar a ser un refugio para el individuo e incluso darle la oportunidad de tener un hogar. Porque, aunque el país no participa directamente en la guerra, la vida en Suiza experimenta cambios que se reflejan también en la situación política posterior al conflicto. Pero Walser prefiere seguir al margen, en su concha, pues las transformaciones políticas no le ofrecen ninguna garantía: “Lo político me aburre”, escribe en1919 a uno de sus editores. La situación repercute también en la vida cotidiana de los individuos: los alimentos se racionan y Walser se ve obligado con frecuencia a pedir ayuda a Frieda Mermet, la única mujer que, en este periodo en el que ha vivido tan solo, ha conseguido despertar su atención. La ha conocido en Bellelay, donde trabaja como regente de una lavandería. Con ella mantendrá una larga correspondencia, en la que hablará de amor e incluso de matrimonio; pero la perspectiva de futuro no resulta muy halagüeña debido a la falta de ingresos económicos con los que poder mantener una familia. También con Johanna Lüthy, que vivió en su mismo edificio en Zúrich entre 1896 y 1897, mantuvo Walser una estrecha relación que se refleja en reflexiones, personajes y escenas que recuerdan los meses que pasaron juntos. El sentimiento se cuela de este modo entre las líneas de sus textos, y así, tanto en cartas como en esbozos, el escritor deja hablar al amor que él concibe como algo tan poderoso, de tal grandeza, que es imposible vivirlo. Pero, al escribir sobre ello, Walser coloca a las mujeres en el centro de su creación, haciendo ver que, en cuestiones de amor, aunque sea con las camareras de las tabernas que frecuenta, incluso el fracaso conlleva felicidad.

Aunque durante este tiempo haya habido algún pequeño rayo de esperanza, los años de la guerra han dejado también su huella en el escritor. En 1917 Walser había dejado de utilizar la pluma como instrumento de escritura. La tinta no le otorga suficiente confianza, le parece sospechosa. Pero, en realidad, este cambio coincide con las primeras manifestaciones de ciertos trastornos psicosomáticos que le provocaron calambres en su mano derecha, y que él quiso atribuir a una animosidad inconsciente hacia el útil de escritura. El lapicero, que ya siempre le acompañará, trae consigo un cambio en su letra, pues hace que los rasgos de su grafía pierdan el contorno y se hagan más ágiles. Por otro lado, lo escrito a lápiz sugiere transitoriedad, parece perecedero y le ayuda en su voluntad de empequeñecimiento y desaparición en el entorno que lo rodea. La mala situación que atraviesa el autor repercute también en su físico. Walser, que nunca ha tenido en mucho su aspecto, continúa abusando del alcohol, sin prestarle ahora ninguna atención. Las experiencias límite que está viviendo desembocarán en una grave crisis. Su hermana Lisa le propone ingresar por un tiempo en la clínica de Bellelay. Durante el invierno de 1918 Walser vuelve a trabajar en una novela: Tobold. El manuscrito está listo en 1919 y lo envía a Rascher, el editor, pero también en el mundo editorial la guerra ha dejado sus huellas y nadie parece interesarse por el texto, de manera que no se sabe prácticamente nada de esta obra perdida. En 1922 vuelve a intentar conseguir un editor para otra novela: Theodor. Pero Walser ya no interesa. Tan solo consigue publicar unas pocas páginas al año siguiente en Wissen und Leben, la revista que dirige Max Rychner. De nuevo un texto en el que, con el topos de la búsqueda de un empleo como trasfondo, el protagonista ocupa un puesto secundario como secretario de una asociación de artistas y acaba siendo despedido por el rico comerciante con cuya esposa mantiene una relación.

A comienzos de 1921 Walser se traslada de Biel a Berna. Ocupa aquí un puesto como bibliotecario en el Archivo Municipal y, por fin, puede disponer de unos ingresos regulares. El ritmo de la vida en la capital no desagrada al escritor. Pero todo ha cambiado, y ahora tiene menos ideas y menos tiempo para escribir. El nuevo puesto, sin embargo, le da seguridad. Frieda Mermet sigue siendo su mejor amiga, su mejor corresponsal. También su mayor ayuda, pues le envía alimentos desde Bellelay y, a pesar de sus muchas quejas, lo cierto es que durante el tiempo que pasa en Berna Walser compone un buen número de textos. A pesar de no encontrar editor, consigue publicar en los suplementos de periódicos como la Neue Zürcher Zeitung o el Basler Nachrichten. Su trato con editores y redactores se vuelve cada vez más complicado, es desconfiado, cuidadoso, siempre preocupado por que le paguen lo que lo corresponde. Será su último gran periodo creativo.

En 1925 aparece el que será su último libro, La rosa (Die Rose), una colección de pequeños esbozos en prosa. Es el balance de su vida literaria: retratos de autores, de obras, recuerdos de infancia, de lecturas, impresiones de representaciones teatrales, todo ello expuesto sin ningún tipo de emoción, como siempre ha hecho. Aun siendo así, este volumen supone el autorretrato más lúcido de su autor, el retrato abstracto de una existencia solitaria que explica su rechazo a que nadie pudiera tratarlo como si lo conociera, su deseo de seguir refugiado en su concha. A La rosa regresan todos los temas que han configurado su obra y su vida, pero tan solo uno puede definirse como su auténtico leitmotiv: la búsqueda de una forma para seguir viviendo en las diferentes posibilidades de su identidad. La vida solo puede hacerse comprensible gracias a la abstracción, este es el programa de la colección, y tal vez por ello, al igual que Jakob von Gunten, resultó un absoluto fracaso en unos tiempos en los que el individuo necesitaba aferrarse a la realidad. Es evidente que Walser ha perdido el interés del público, y con él también el de los editores. Pero ello no le quita las ganas de escribir. Y, aunque parezca que sus textos no cesan de dar vueltas sobre las mismas cuestiones de antaño, sobre su identidad, en definitiva, por sus propios comentarios es posible intuir que la imagen que el autor tiene de sí mismo ha cambiado. Su estilo también es diferente, se ha vuelto más metafórico, más artificioso, más vanguardista. Sus largos paseos y sus viajes a pie (de Berna a Biel, incluso a Ginebra) aumentan en él la sensibilidad para percibir el paisaje, la naturaleza. Caminar, vagar, es su manera de vivir, su recurso ante las exigencias de la existencia, el necesario alimento para sus sentidos. Los colores y los sonidos se han convertido ahora en su cotidianeidad, las imágenes poéticas se vuelven más abstractas, los retratos se convierten casi en caricaturas de personajes mínimos, anónimos, seguramente porque la convivencia entre paseante y naturaleza incrementa la relación sujeto-objeto.

En 1926 empieza a trabajar en una nueva novela. Se trata en realidad de la descripción del proceso ficticio de configuración de un texto, o lo que es lo mismo, de una nueva reflexión sobre el proceso de escritura. Aunque conoce la forma, el resultado no es ahora el mismo. El marco para este nuevo intento es la vida en Berna, y a través de ella, en acumulaciones graduales, en la desarticulación de la estructura y el contenido, se prefigura ya la crisis que el género vivirá durante el siglo XX. La ilusión de la ficcionalidad desaparece y lo que se lee aquí no es más que la articulación de un texto literario sin más, el escritor situado frente al papel.

Pero la novela no verá nunca su fin y Walser comenzará paulatinamente a escribir menos, y también a retirarse definitivamente de la vida social. No escribe pensando en un posible lector y su escritura, igual que su persona, se reduce, se minimaliza, como si quisiera ocultarse incluso a sus propios ojos. Walser siente la necesidad de esconderse de todo lo que lo rodea disminuyéndose a sí mismo en la escritura, en una nueva escritura sin contornos, diminuta, imperceptible, en la que llevar a término su poética de la reducción. Los textos de los últimos años, escritos de manera micrográfica, no tienen contorno, pero sí estructura. No pueden ordenarse siguiendo modelos racionales, pero reflexionan sobre su propio proceso de composición. Son, en este sentido, mucho más radicales que los trabajos en prosa de los primeros años, y también su consecuencia lógica, la expresión de su peculiar individualidad, pues la propia biografía sigue siendo la fuente de la que el autor se abastece, aunque se oculte tras las máscaras más diversas. En los microgramas, para los que el autor utiliza todo papel que encuentra disponible (márgenes de pruebas, sobres, facturas, telegramas, formularios de impuestos…), juega con los géneros, con el lenguaje y se recrea en artificios y rimas que a veces confunden, pero los temas se repiten, aparecen una y otra vez configurando así una unidad temática en la que el quehacer literario en sí desempeña un papel fundamental. Walser vuelve a escribir una novela: El bandido (Der Räuber). Para ello utiliza, sin embargo, cuartillas escogidas, no cualquier papel que pueda tener a su disposición, y la cuidada caligrafía, toda una obra maestra, permite ver el interés que el autor tenía en la composición de este texto. La constelación de personajes y espacios es conocida: un entorno burgués en el que “el bandido” no tiene posibilidad alguna de supervivencia, situándose así en la estela dejada por sus predecesores Simon Tanner, Joseph Marti y Jakob von Gunten.

Pero poco a poco Walser va haciéndose cada vez menos perceptible, tanto a nivel personal como literario. A simple vista resulta imposible descifrar lo que escribe. El tamaño medio de su letra no supera los dos o tres milímetros. Esta desaparición progresiva de la visualización de sus textos supone en cierto modo también el inicio de una larga despedida. Aunque sigue clamando por una consideración digna como escritor, como si la ironía se personificase en sí mismo pretendiendo a un tiempo ser reconocido y pasar desapercibido como autor y como persona, Walser ha perdido a su público. Sus textos solo ven la luz en un periódico checo, la Prager Presse. Max Brod es uno de sus editores. Está ahora más solo que nunca. No sale demasiado, a veces al teatro, a veces a la ópera, aunque mantiene aún su correspondencia con Frieda Mermet, con su hermana Lisa, con algunos editores, e incluso inicia una nueva con la joven Therese Breitbach, quien se había puesto en contacto con él para hablarle de su hermano, el también escritor Joseph Breitbach. En sus cartas, quizá debido al anonimato que le da la falta de conocimiento personal, Walser habla abiertamente de cómo se siente y las descripciones de sus estados de ánimo permiten acercarse no solo a la vida interior de Walser, sino al sentir de toda una generación, a un ambiente que el escritor sabe describir hasta en sus más mínimos detalles. Contienen además numerosos recuerdos de su infancia y de los años pasados en Berlín, escritos con un tono de grata confianza, en realidad un testimonio más de la soledad que se había adueñado del autor.

Los recuerdos se convierten ahora en otra constante más que añadir al resto de motivos que pueblan sus textos. Walser ha cumplido 50 años y el paso del tiempo, la vejez, ocupan cada vez un espacio mayor en sus pensamientos. Quizá por ello en los microgramas hace a menudo balance de lo pasado como si de alguna manera previera un cercano final. Y, ciertamente, al año siguiente, en 1929, Walser experimenta una crisis aguda que los médicos del sanatorio de Waldau diagnostican como esquizofrenia. Aunque dice sentirse bien, ha ingresado allí por consejo de su hermana. La consecuencia inmediata del cambio de estado es el abandono de la escritura. Incluso las cartas, que ahora firma de manera decidida y reivindicativa como el “escritor Robert Walser”, empiezan a ser más escasas y su correspondencia cesará definitivamente, al igual que la escritura, cuando el 19 de junio de 1933 sea ingresado contra su voluntad en Herisau: “Es absurdo y cruel plantearme la exigencia de que escriba también en el sanatorio […]. ¿Para qué? Mi mundo fue destruido por los nazis”. Tan solo siete cartas se han conservado de los primeros dos años que pasó allí, pero el tiempo de escribir hasta quedarse sin fuerzas ha quedado definitivamente atrás. La última carta tiene fecha del 10 de julio de 1949 y está dirigida a Carl Seelig, su única compañía desde que lo conociera en la institución en 1936. Son los años de la guerra, los años del caos y el horror que Walser, sin embargo, vive de lejos, aunque empiezan a manifestarse en él ya síntomas claros de la enfermedad: alucinaciones, miedos, voces.

Seelig, editor y mecenas, se interesa por sus textos y quiere que se publiquen. Al principio Walser se alegra, pero rápidamente se da cuenta de que ello supondría un trabajo ímprobo y pierde toda esperanza de poder hacerlo. Seelig va a verlo con frecuencia y mantienen largas conversaciones, dan largos paseos. Hablan de recuerdos, de conflictos acallados tras el silencio de cada uno de los pacientes de Herisau, de comida, de literatura: adora los textos de Gottfried Keller y aprecia mucho el estilo de Conrad Ferdinand Meyer; sobre los colegas alemanes, Thomas Mann o Eduard von Keyserling, las opiniones no son tan buenas. Con el paso del tiempo Seelig se convirtió en su tutor, se ocupó de sus finanzas y consiguió siempre fuentes de financiación que evitaron al escritor una de sus mayores preocupaciones: depender de la caridad en el asilo de Teufen.

Como era su costumbre, también el día de Navidad de 1956 Walser salió a dar un paseo tras el almuerzo. Al empezar a subir una cuesta su corazón falló. Poco después unos niños lo encontraron tendido en la nieve. La policía hizo una foto de ese momento, reproducida hoy en numerosas ocasiones. Al verla, el lector de su primera novela recordará sin duda la imagen del cadáver del desafortunado poeta Sebastian, a quien Simon Tanner encuentra muerto sobre la nieve. Con otra premonición cumplida el círculo se ha cerrado, el círculo de una vida y una obra que discurrieron como si de una sola se tratara, al margen de un mundo hostil que llevó a ambas a ocultarse en el lugar en el que permanecieron hasta llegar a nuestros días para, contraviniendo el mayor de sus deseos (“No quiero felicidad, quiero olvido”) hablar ahora más alto y más fuerte que nunca: ese lugar íntimo que él llamó su “concha de caracol”.

 

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Escrito en Lecturas Turia por Isabel Hernández

20 de marzo de 2020

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Y qué importa que se rían cuando nos ven bailar

borrachos de amor por las calles,

en los andenes del metro, sobre la pureza

de los sentimientos y la moral de los días auténticos?

¿Y qué importa que nos llamen locos?

No te des mal. Decía Nietzsche:

Ellos no pueden escuchar la música.

Somos radiografías sobre la nieve,

tal vez no hacemos más que disfrutar

de cosas que a los demás asustan.  

Ellos no pueden oír nuestra música,

disparan en las peceras y sospechan de todo.

Yuriko, yo te amo cuando cae la nieve

sobre nuestras radiografías y suena de nuevo

nuestra canción; la más hermosa e invisible

canción de un mundo misterioso que susurra:

si temes a la vida nunca la vivirás. 

Y entonces descubro que he ganado mi reino

bajo el sol, abrazado a un espejo con el que bailo

por las calles, borracho de amor.

 

(Del libro Buscadme en los columpios)

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Petisme

Cees Nooteboom: “Escribo libros para que alguien los mejore con su lectura”

Cees Nooteboom es un monje que, de finales de primavera a principios de otoño, se recluye en su casa de Menorca. El verano pasado se desenclaustró únicamente para ser investido Honoris Causa por la University College. Es la cuarta distinción de este tipo que recibe. No permitió más salidas y sólo consintió la entrada de Turia. El mundo exterior existe como la tierra firme al otro lado del océano.

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Marta Sanz: “La mirada feminista tiene la posibilidad de cerrar todas las brechas de desigualdad”

Marta Sanz es capaz de hablar de su propia escritura desde una posición teórica, como si ejerciera de crítica literaria de sí misma. Su capacidad de autoexploración, de autoconocimiento, es sorprendente y no habitual. En ella se percibe un don especial para leer a los demás y para leerse en el más amplio sentido. Nada escapa a la mirada de esta mujer de constitución liviana, vivaz, cercana, feminista y de izquierdas. La fragilidad de su apariencia física contrasta con la solidez de sus convicciones.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Emma Rodríguez

Lo que se ha llamado muchas veces el largo purgatorio de la valoración de Galdós empezó pronto, incluso antes de su muerte, cuando su notoriedad pública tuvo demasiado que ver con las rebatiñas políticas: el estreno del drama Electra en enero de 1901, que fue un éxito internacional y marcó un hito en la campaña anticlerical española, y poco después, su apoyo a la coalición republicano-socialista de 1909, de la que fue presidente junto al socialista Pablo Iglesias. Sin embargo, Galdós era un escritor popular y logró apoyos de casi todos los flancos de la opinión en las candidaturas al Premio Nobel de 1912 y 1913.

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Escrito en Artículos Revista Turia por José Carlos Mainer

“Nadie tiene derecho a tratar conmigo como si me conociera”: la afirmación intimida y pone a todo aquel que quiera intentar una aproximación al escritor suizo ante una difícil tesitura. Tal vez la solución sea precisamente conocerlo, metiéndose para ello en la concha de caracol desde la que siempre escribió y utilizando como él un lápiz, un sencillo lápiz como los que su padre vendía en la tienda de artículos de papelería y encuadernación que regentaba en Biel y que, visto en perspectiva, bien puede entenderse como una premonición de aquello que más tarde se convertiría en esencial para el sexto de los siete hijos de los Walser.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Isabel Hernández

9 de marzo de 2020

José González Bayas era uno de esos chicos listos de pueblo pequeño o aldea, que parecen tener la sensación de haber nacido y vivir en una tierra ajena y tener que esperar a que alguien venga a recogerlos, porque tampoco acompañan a quienes buscan un trabajo en la ciudad. Ellos esperan salir de aquí y, de ir a alguna parte, irían mejor a las Indias, como sus abuelos, que trajeron tanto oro; pero no en todos los pueblos de España existe, como un aire dorado, como polvillo de mariposa, que se pega desde generaciones a algunos elegidos y los marca para ser toreros y vestir oro y seda,  o ser señores de la sierra y los caminos por todas partes, como José María el Tempranillo que incluso hacía pagar al rey de España un derecho de paso para que las postas en las que iban los correos pudieran hacer su recorrido sin ser atacados por partidas de aquellos señores bandoleros. 

Pero este polvillo dorado no existía ya en toda España, y hacía años que venía alguien de la capital esparciendo periódicos y hojas volanderas o maestros oradores que hablaban de lo que nunca se había hablado en una aldea desde que se hablaba de los turcos o de los indianos: nada menos que de cambiar el mundo con ideas. Y buscaba hombres y mujeres jóvenes que tuvieran ideas y quisieran llevarlas a la práctica. 

Y así fue como  José González Bayas, el Rubio, a sus veintidós o veintitrés años, cuando estaba a punto de enterrarse en la bebida o de irse a la partida de los amos de los caminos, se fue a Madrid, y dejó del todo que su padre, que era quien sacaba adelante la pequeña labranza de su casa, con un criado más fijo que temporero, se arreglase como pudiese, aunque fuera cada vez de peor manera.

Unos años antes, cuando el maestro y el cura del pueblo habían dicho al padre del Rubio que a éste parecían llamarle la atención las cosas de la mecánica, y podía irse preparando con algún estudio, el Rubio no se negó a ello, y le enviaron a la capital de la provincia a alguna academia o con algún maestro mecánico, pero, o no puso el ahínco necesario en aprender, o estuvo picando en esto y en lo otro,  como abeja en muchas flores, y no se decidió por oficio alguno,  y a lo último hablaba de hacer oposiciones a cartero o telegrafista, preparándose desde el pueblo, y en una academia de Madrid por correspondencia.

Y entonces fue cuando, estando en ese aquel tiempo de dudas de no saber qué hacer o qué camino tomar,  comenzó a hacer amistad con un  fotógrafo y también apañador o componedor que vino por aquellos pueblos, y el Rubio  dijo un día, a su padre y a  quien quisiese oírle que aquel amigo le llamaba a Madrid, con una buena colocación en una imprenta; y. fuese verdad o no, lo que parecía cierto era que, por fin, se dedicaría a algún oficio en relación con las imprentas y los papeles impresos y periódicos,  e iba a ser, según le había enseñado ese retratista que también tenía el oficio de componedor, y no parecía sino que no había nada que no pudiera arreglar. 

-¡Pues, si se quiere, así se arregla el mundo, como estos chismes, y hasta más fácilmente! –dijo un día.

Luego callaba unos instantes, pensando quizás en lo que acababa de decir, y casi todos los del pueblo vieron entonces que el Rubio enderezaría por fin su vida y dejaría de ser un desaprovechado. Y el hecho fue que, pasados  tres o cuatro años, volvió el Rubio, muy bien vestido, y realmente hecho un señorito.

Pero lo que, luego, hablara con su padre, no se sabe, y tampoco lo que también habló con los maestros del pueblo, y el señor Francisco el ebanista, pero por lo que el Rubio se dejó caer, parece que  no sólo se había hecho socio de un negocio de imprenta, sino que estaba preparando con esos o con otros socios unas escuelas especiales en Barcelona, donde el negocio del periódico que tiraban en la imprenta tendría más clientes,  y el asunto de la enseñanza moderna estaba mejor mirado que en Madrid.

Y seguramente le fue bien en estos negocios porque el Rubio no volvió por allí hasta bastantes años después, y con una embajada que a todo el mundo le produjo extrañeza, porque vino a poner una imprenta en el pueblo, que era grandecillo, pero al fin y al cabo, en el que el Rubio mismo  debía de preguntarse cómo iba a vender la mercancía. Aunque enseguida se comprobó que la mercancía no la vendía, sino que la regalaba. Y ésta era  una  gran cantidad de papelotes ya impresos para pegarlos por la noche en las paredes del pueblo grande que estaba cercano, o para entregárselos a quienes venían por ellos hasta de la capital, y en los que anunciaba que iba a abrir allí una escuela moderna, aunque en pequeño, pero como la de Barcelona a la que irían a trabajar el Manco, que era primo del Rubio, y el Marianín, cuando hicieran por aquí el aprendizaje. Y así estuvieron las cosas poco más de unos seis  meses, hasta que un día se presentó allí  uno de los jefes de la Sociedad de Barcelona y dijo al Rubio que había que cerrar y deprisa, porque no había sido buena idea hacer esas tiradas de carteles ni podían pensar en abrir esas escuelas modernas por estas tierras.

Y el de Barcelona no dijo más, pero, inclinándose al oído del Rubio le susurró que no les vendrían mal allí un hombre tan discreto como su primo el Manco y este Marianín medio idiota, que sería incapaz de traicionar a nadie que le echara un trozo de pan de tiempo en tiempo. Y entonces fue cuando el Rubio los invitó, a los dos y luego llevó él mismo a Marianín a la Sociedad, le arrastró hasta ella y le forzó a entrar, llevándole  al centro directivo de aquella Sociedad que estaba en el piso de arriba de la taberna “Las tres cepas”, al que se subía tanto por la escalera de la taberna como por la de la casa de al lado que era el taller de un zapatero que se llamaba Alcibíades, y venía de una familia de federales. Al Centro de la Sociedad, que tenía dos entradas y salidas, podían acceder cómodamente a las reuniones los tres fourerieristas y los dos tolstoianos masones de entre los siete miembros directivos de la Sociedad, porque era un lugar acogedor y discreto,  y tal como le habían elegido no podría decirse que era un antro de envilecimiento del pueblo, porque no se despachaban bebidas espirituosas ni se fumaba, ni tampoco se comía carne. 

Y,  cuando el Rubio llegó allí con Marianín, los miembros de la directiva de la Sociedad que asistían y estaban sentados en torno a una mesa muy tosca, como las que se utilizaban en Castilla para matar los cerdos, con algunos papeles en las manos y dos carburos encendidos sobre la mesa.

- El compañero recadero está comiendo abajo - dijo el Rubio a los otros tres compañeros de la dirección, refiriéndose a Marianín -. Es completamente idiota, pero de buena pasta, y además es muy beato. Se le podría cargar con una bomba y enviarle a una iglesia con ella, sin que supiera lo que llevaba encima, y sin sospechar que, al explotar, se le llevaría a él mismo por delante.

- Pero no habrás pensado en serio, poner una bomba en una iglesia y sacrificando, además a un compañero ¿verdad Rubio? Pues que ni se te ocurra mentar algo semejante.

Y entonces bajó el Rubio al piso bajo de la taberna donde Marianín había acabado de comerse una ración de callos, le dijo que subiera un momento con él y que enseguida volverían a bajar y podría seguir comiendo.

- ¿Qué piensas comer ahora, Marianín?

- Más morcilla y más callos.

- Pero que no se te ocurra beber alcohol.

- Ya sabes que no bebo ni fumo.

- ¡Buen muchacho! Como debe ser.

Subieron Marianín y el Rubio hasta el primer piso, se acercaron a la mesa donde estaban sentados los otros directivos de la Sociedad, y dijo el Rubio:

-Este es el compañero Carriles, pero os obedecerá como si fuera yo mismo en lo que le mandéis, como si fuera yo mismo quien se lo mandara.

- Sí señores  - contestó Marianín. -

- Pues tanto gusto, y ya nos veremos en los próximos días   – dijo uno de aquello hombres.

Marianín ya no contestó, y el Rubio le tomó de nuevo del brazo, como cuando habían subido, bajaron la escalera y le volvió a llevar hasta la silla y la mesa de donde le había levantado antes, y le advirtió:

 - Ya está todo pagado; come lo que te dé la gana.

  Luego le dijo:

 - Me he enterado de que ha estado aquí en Barcelona mi primo el Manco a comprarse un brazo, una mano o una cabeza, y que has estado con él.

 Y así era, y había estado precisamente en la imprenta, y cuando preguntó el Rubio, por qué no se lo había dicho, Marianín contestó  que se lo había intentado decir, pero que en cuando había comenzado a informarle de  que el Manco había  venido porque una sobrina suya se hacía monja y ya no saldría del convento hasta que se muriese, le había dicho que no dijese tonterías, le había parado los pies de malos modos y no le había dejado hablar. Y el Rubio dijo finalmente:

  - ¡Bueno! Eso de no salir del convento sería según y cómo.

 Y lo dijo sonriéndose, con mucho retintín,  y dejando ver el colmillo que tenía cariado y casi negro. Y concluyó advirtiéndole a Marianín de que, en adelante, allí en la imprenta, no admitiese ninguna visita de nadie, o se le acababa su amistad con él y el trabajo allí, y él, y Marianín, tendría que ver cómo se buscaba la vida en Barcelona o arreglárselas para volver al pueblo a nada. Aunque lo que no sabía el Rubio es que al día siguiente Marianín iría a despedir al Manco a la estación y le contaría todo esto.

- Yo que tú – le dijo el Manco – me iría para el pueblo, y allí ya trataríamos cómo fuera de arreglarnos. Ya te digo yo que hasta el Rubio va a tener que volver un día, y con la cabeza bien baja, y ya puedes tener cuidado no sea que te contagie el Rubio su maldad de corazón, porque es malo, muy malo, Marianín.

Y esto último estuvo en un tris que se lo dijera también luego Marianín al Rubio, pero no abrió la boca, porque ya le había convencido el Manco de volverse al pueblo con él. 

 Pero el que volvió unos meses después fue ciertamente  el mismo Rubio. Y lo primero que hizo al día siguiente de llegar al pueblo, antes de que se enterase nadie de que había vuelto, fue encerrarse en la casa del Pinar Grande, y ponerse a malderretir, en una lumbre que encendió  en una especie de poza, los plomos de imprenta con los que había venido cargado, mientras al mismo tiempo machacaba las piedras litográficas que también había traído  hasta hacerlas arenilla. Y su primo el Manco le dijo:

- ¿Y para destrozarlo has venido con todo esto tan cargado hasta aquí? ¿Es que en Barcelona, en el barrio en el que vives, no hay un mal horno o, por lo menos, cerillas y unas tablas para hacer una lumbre, y un martillo para hacer harina las piedras? Yo creo que te hubieras evitado el venir tan cargado, y llamando la atención, o incluso suscitando las peores sospechas – dijo el  Manco

Pero él, el Rubio, no había ido allí con ningún saco a cuestas, como su primo decía, sino que en otras manos había dejado el asunto y ellas se lo habían entregado a domicilio, y lo que le aseguró al Manco fue que sólo le había llamado para decirle esa noche dos palabras, allí en aquella casa del Pinar Grande, que era del abuelo, y era simplemente una casucha para guardar unos aperos, unos arreos, un pico y una pala, cuatro herramientas más, y hacer un poco de lumbre los días muy fríos.

Hizo un silencio, como si estuviera recogiendo dentro de sí mismo las palabras que iba a decir añadió que, al fin y al cabo, de lo que se trataba era de que él, su primo el Manco, tenía que pensar él también y enseguida si se iba a buscar un escondite, pero que no pensase que el escondite iba a ser aquel lugar donde ahora estaban hablando, sino que el escondite estaba en un país de América y, antes del fin de la semana siguiente deberían estar en el barco con rumbo hacia allí.

- Y ¿por qué tengo que irme yo, Rubio?

- ¿Ah no? ¿Es que no te has enterado todavía que yo puedo decir que fuiste tú quien enzarzaste a Carriles para que se fuera a Madrid o a Barcelona, el mismo día que enterramos a su madre, y que fuiste tú quien le llevaste a Barcelona, y que puedo decir todo esto y mucho más, ahora que la justicia le ha ordenado fusilar y ya le deben de haber  fusilado?

- ¿A  un pobre idiota como Marianín, más bueno que el pan, le han fusilado, o le van a fusilar? No me lo creo, ¿qué ha hecho?, ¿qué ha podido haber hecho Marianín?

Luego calló, reflexionó un momento en voz baja, que seguro que había pagado por otros, y preguntó, muy serio, al Rubio.

- ¿Me quieres decir qué es lo que pudo hacer el pobre Marianín?

- Pues ni te lo puedes imaginar, pero el día de la Revolución que ha habido, aunque no te hayas enterado todavía por lo que veo, se puso a bailar tranquilamente en medio de una plaza de Barcelona con una momia, o sea con una monja desenterrada. ¿Me oyes lo que te digo?

Entonces hubo un silencio enorme que parecía llenar toda la pequeña casa rodeada de encinas y donde había cuatro sillas y una mesa  de madera sin cepillar, y el sol entraba por el único ventanuco que había porque aquél estaba ya muy bajo, y ésta era como su despedida del día, y el único momento que entraba en aquella caseta de labranza. Y entonces el Manco, tras echar una brazada de hojas secas de pino, se sentó y se retiró un tanto del hogar de la lumbre para poder aguantar la llamarada, y luego se dirigió a su primo, que buscaba algo en una de las dos pequeñas alacenas que había a uno y a otro lado del hogar.  

- No me vayas a decir, tú, ahora, que, si el Marianín hizo esa locura, no fuiste tú el que le mandó que la hiciera, al igual que  le obligaste a irse a Barcelona.

- ¡Hombre! Yo no le dije exactamente que bailara con una momia. Esto no se le ocurre más que a un idiota como Marianín.

- Ya me lo imagino. A nosotros tampoco nos decías, cuando por las noches teníamos aquí lo que tú llamabas “la clase”, que matásemos a nadie, sólo decías que había que eliminar a medio mundo o poco menos, cuando llegase la revolución. Y, por lo visto, ya lo habéis hecho, y ahora veo claro que nos llamaste a unos cuantos para ir de parapetos, por si salían mal las cosas; pero lo de desenterrar monjas ya es lo último.

Calló, pero antes de que el Rubio pudiera contestar, dijo el Manco todavía:

- Menos mal que entonces fue cuando alguien que lo tenía todo claro, al saber que me había negado a ir contigo, me dijo exactamente:

- Has hecho mal. ¡Has debido de ir allí y darle cuatro tiros y luego pisotearle la cabeza como se hace con una culebra!

- Sería el cura aquél que era tu vecino, y quien mandaba por todos estos contornos y en cien leguas a la redonda.

-¡Pues no! Te equivocas muchísimo, porque fue tu padre, mi tío, que parece que te conocía como nadie.

-¡Pues lo siento! Pero, ahora si te vienes, te vienes. Y, si no, hacemos cuentas ahora mismo, y cada uno por su lado.

Hizo un pequeño silencio el Rubio, se sentó frente al Manco y de lado al fuego del hogar y, como dispuesto a cobrarse esas cuentas atrasadas, preguntó:

 - No habrás traído ningún arma ¿verdad?

- ¿Para qué? Yo no soy un matón y tú no tienes ni una mala bofetada, Rubio.

- Por eso yo sí me he traído un arma. Te lo digo claramente.

- La trajiste, pero ya no la tienes, Rubio. Me lo imaginé en cuanto atravesaste el umbral de la puerta; pero te quitaste la chaqueta y ya no tienes la pistola; está en mi poder, pero no tengas ningún miedo porque, pase lo que pase, no pienso utilizarla. No te pegué dos tiros entonces, y no te los voy a dar ahora. Ahora ya es tarde, ya has hecho el mal y serán otros lo que te tuerzan el pescuezo.

- Pues prepara también el tuyo, porque tal y como son las cosas, tú también estás en la causa. Tu ibas a la imprenta de aquí con Carriles, y, en principio, aunque luego cambiaras de opinión, también querías ir a Barcelona, acompañándole.

Era una tal mentira que el Manco se calló un buen trecho de tiempo, y parecía que iba a estallar, aunque sólo dijo, con bastante tranquilidad:

- Lo único que siento es que no viva Marianín, y a lo mejor por mi culpa, porque fui yo el que fue a buscarle al convento de las monjas con el carro, cuando se murió su madre, para que viniera al entierro. Pero, ¿por qué se me ocurriría a mí ir a buscarle? Porque era su madre, naturalmente; para que la dijera adiós. ¿Y cómo iba yo a pensar que ese día precisamente te ibas a enroscar a él como una serpiente venenosa e ibas a llevártelo?

- Mira, primo Andrés, o  Manco si quieres que te llame así, porque para mí y para todo el mundo toda la vida serás “el Manco”. ¡Escucha, escucha! ¡Atiende y verás que, quieras o no quieras, estamos embarcados juntos en el mismo barco y, que si se va a pique, los dos nos ahogamos! Porque yo no voy a callarme, si me aprietan la garganta.

- Y ¿crees que no sé yo también que vosotros, tú o tu Sociedad le comprasteis a Carriles una peluca y les vestisteis de mujer, y que un día entró en una iglesia diciendo obscenidades a las mujeres que había allí? ¿Y crees que no sé que en Barcelona se le antojaron cabezas y piernas de maniquíes de mujer, y se las comprasteis? ¿Acaso no le queríais para cosas así o peores, como llevar dinamita y panfletos y, si le cogía la policía, allá por su cuenta? Aunque también sé que le cogió alguna vez, pero que, cuando descubrieron que era un idiota le dejaron. Y otra cosa hubiera sido, si él hubiera hablado; porque te hubieran echado mano a ti, y lo hubieras pasado muy mal, Rubio. Pero no habló.

- Pero tú tampoco lo vas a pasar bien, Manco; porque al Marianín le han fusilado, o le van a fusilar, como te digo y andan buscándonos a sus conocidos, amigos y paisanos.

- Pues yo, si te callaras un momento - dijo el Rubio -, a lo mejor te podía explicar por qué ahora, precisamente, a los dos meses de la que llaman “La Semana Trágica”, está el peligro encima, contestó el Rubio.

Porque el Manco no tenía ni idea de tal cosa, pero ya había empezado la represión y por eso había venido él al pueblo, a destrozar y enterrar lo que quedaba de la imprenta y a avisarle a él, al Manco, repetía el Rubio. Porque no creería que podía estar despreocupado el Manco sin saber a las claras lo que Marianín había dicho en el proceso si es que había dicho otra cosa que repetir, según un escribiente les había contado, que la momia de la monja con cuyo esqueleto había bailado era guapa, guapa, guapa.

- ¿Te estás enterando de lo que te digo, Manco?

- Sí, me estoy enterando de que ahora tienes miedo y quieres desaparecer.

- Sí, pero es el mismo miedo que debías tener tú, porque lo que no sabíamos nadie era que Marianín tenía papeles de los recados que había hecho que tenía que hacer antes de aquel día o después de éste, y esos papeles acaban de aparecer, y tanto a ti como a mí nos acusan de haber estado en la fabricación de octavillas y panfletos, y de guardar en diversos lugares de los barrios de Barcelona.

- Pues no sé qué te diga, pero a mí me da igual, porque yo hace tres años que no falto un solo día del pueblo, y es fácil de probar.

- Pero, Manco, ¿y antes? Porque es que no te has enterado, pero has estado ayudando en una imprenta, y guardando octavillas y planes y planos de los revolucionarios, creyéndote que hacíamos cartillas para enseñar a leer, porque no leías lo que repartías, que es el colmo.

- Sí, porque yo era demasiado joven y me engañaste como a Marianín, pero luego alguien muy cercano a ti me descubrió quién eras y me dijo que te diera cuatro tiros. Ya te lo he dicho. Pero ¿qué creías que había hecho Marianín en la Sociedad antes de que lo fusilaran? Pues, por lo pronto no hacer nada de lo que le encargaban, porque sabía que le engañabais, y al final estoy seguro de que fuiste tú quien le obligaste a bailar con la momia.

- Eres un traidor, Manco.

- Alguien tenía que decir las cosas claras, Rubio.

Entonces el Rubio se lanzó contra el Manco, y se inició una lucha entre ellos, que no duró mucho y concluyó con la victoria del Manco, que le dio al Rubio el plazo del tiempo que tardase en levantarse para irse de allí y no volver; si era que la Guardia Civil no estaba a la misma puerta de la casa y le detenía.

- ¿Y se puede saber por qué me has denunciado, Manco?

- ¿Dónde está Marianín? Te lo pregunto.

- Fusilado o a medio fusilar por imbécil. ¿Es que no era imbécil? ¿A quién se le puede ocurrir bailar con una momia más que a él? Seguro que el imbécil de él creía que eran carnavales. ¿Y quién le dominaba a Marianín, si se le metía algo en la cabeza? Tenía una fuerza como Hércules.

- Y ¿quién es ése Hércules?

- Tú, Manco, como eres el fruto de una educación clerical, dirías Sansón. Y el fruto de una educación clerical era también Marianín.

- Pero a vosotros os vino estupendamente la educación clerical, por lo visto. Y ahora te pregunto, Rubio,  qué es lo que hicisteis vosotros de él para que se pusiera a bailar con una momia de monja como dices. ¿A quién crees tú que podía arrimarse Marianín sino a una monja viva o muerta? -  dijo el Manco.

Y entonces se percató de que el Rubio tenía en sus manos la badila grande de la cocina, y al instante saltó sobre él, pero en medio del ruido de la caída de los dos y el golpe de la mesa que derribaron, creyeron oír la voz de Marianín, y se pusieron a escuchar.

Pero sólo eran el silencio, y el miedo. Y dijo el Rubio:

-¿Y por qué te importa tanto el Marianín que  no era nadie y nadie sabía si existía en el mundo?

Y cuando salían por la puerta de la casuca, todavía no había claridad, pero algunos gallos de las casas del pueblo ya la anunciaban. Y el frío de la madrugada les hizo a los dos que se les encogiera la espalda y el alma como en un calambre. Así que se subieron el cuello de las chaquetas y comenzaron a bajar del monte, mientras  el Manco repetía:

¡Cuánto siento no haberte matado como a una rata, según me decía tu padre, Responsable! Pero Marianín no me ha dejado, ¡ya le has oído!

 

 

                       

              

 

 

                                                           

Escrito en Lecturas Turia por José Jiménez Lozano

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Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de marzo, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con los escritores Cees Nooteboom y Marta Sanz. Se trata de dos conversaciones exclusivas, que permiten no sólo conocerlos mejor, sino también descubrir sus opiniones sobre un amplio repertorio de temas de interés. Ambos son dos de los más valiosos protagonistas de nuestra actualidad cultural: el hispanista holandés Cees Nooteboom, aunque retirado en su casa de Menorca,  es toda una leyenda viva de la cultura europea contemporánea y se mantiene todavía intelectualmente muy activo a sus 86 años. Por su parte, Marta Sanz posee una personalidad cercana y vivaz, un sentido de lo colectivo muy acusado y una imperiosa necesidad de atrapar en sus libros y colaboraciones periodistícas los movimientos del presente.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

6 de marzo de 2020

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hay un gesto que acecho en mis mujeres

desde que tengo en rabia el corazón. 

Tiene el peso del aire: lo respiran. 

Y es un gesto más hondo que la rueda,

tallado a dentelladas en el sílex   

de la palabra tribu. 

Tocan la ropa sucia igual que se hace el pan. 

Comprueban los bolsillos del revés

de los hombres que aman.  

¿Es amor si cuidamos más de lo que nos cuidan? 

¿Es amor si otras manos nos muestran lo que ocultan? 

No es amor porque limpie. 

Ni siquiera es amor porque se herede el gesto en los pulmones.  

Es amor si, pudiendo madriguera, elige

lo contrario a los dobleces.

 

Escrito en Lecturas Turia por Martha Asunción Alonso

FUE REPRESALIADA CON DIEZ AÑOS DE CÁRCEL POR PRACTICAR LA FE BAHÁ’I

SUS POEMAS ESCRITOS EN PRISIÓN OBTUVIERON EL PREMIO PEN INTERNACIONAL EN 2017

 La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de marzo en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores internacionales. Así, TURIA da a conocer por primera vez en español la poesía de la escritora iraní Mahvash Sabet, que obtuvo en 2017 el premio Pen Internacional y que fue injustamente represaliada en su país con casi diez años de cárcel por profesar el bahaismo o fe bahá’i, una religión perseguida en Irán y que cuenta con unos siete millones de practicantes en todo el mundo. Durante esa etapa de estancia en prisión, Sabet escribió sus “Poemas enjaulados” como un testimonio de sus convicciones y reflexiones acerca de la condición humana.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

18 de febrero de 2020

           

Las oleadas migratorias han impactado el devenir histórico en el curso de los siglos, con carácter transcontinental o por movimientos de población en cada continente, como el efecto innovador que representó la penetración cultural germánica en la Europa oriental. En el curso del siglo XIX, la Irlanda de más de ocho millones de habitantes acabó –según el censo de 1961- con una población de tres millones. Este precedente no es excepcional sino un caso manifiesto de una inmigración de más del setenta por ciento en medio siglo. En este siglo XXI inicial, por el momento la inmigración ya ha alterado el mapa político de la Unión Europea y algo tiene que ver con la elección de Donald Trump. En Historia portátil del mundo (2016), Alexander Von Schönburg recuerda hasta qué punto las olas migratorias del primer milenio producen en Europa un notable mestizaje étnico en el que las cartas se barajan de nuevo: los bárbaros germanos se ponen toca y se adjudican títulos nobiliarios del antiguo Imperio Romano. Es así como surge la Europa moderna, consecuencia de la llegada de advenedizos y con el retroceso del Imperio Romano a favor de nuevos reinos y Estados, jóvenes y potentes. Actualmente, en la Europa comunitaria la obstinación en infravalorar los riesgos de una inmigración tan dilatada y creciente provino del buenismo de la socialdemocracia que, en sus zonas tangenciales con el progresismo irrealista,  tuvo acomplejado al centro derecha que a lo largo y ancho de Europea no quería ser acusado de xenofobia y racismo. La política de Estado cedió ante la política de las emociones en una Europa que envejece y desciende en natalidad. Tanto la elisión como la nostalgia de las lealtades nacionales, ¿habría avanzado al mismo ritmo sin el efecto migratorio de las últimas décadas? La relativización de las nociones de comunidad y arraigo proviene en parte de la cultura post-moderna, visiblemente hostil con la tan baqueteada identidad de las patrias y matrias, porque para el relativismo post-moderno toda identidad es sospechosa. Las élites desarraigadas y cosmopolitas han desestimado el valor de las lealtades a un paisaje, a los antepasados, a las costumbres o a vínculos que no se fundamentasen en la racionalidad ubicua, lo que deteriora -según las zonas de mayor intensidad inmigratoria- unos sistemas cohesivos ya de por si decrecientes. Es una constante histórica la necesidad periódica de un “juste milieu” en todas las expansiones o retracciones de la acción humana. En ese límite está Occidente, de una parte abierto al potencial que representa la inmigración y, por otras, desconcertado ante las consecuencias de una inmigración desordenada que genera zonas de saturación que fácilmente se configuran como guettos y provocan conflictos.


Del “gap” al pánico

Una pluralidad de pertenencias o identidades que no alcanzan a ser no ya compartidas sino complementarias distorsiona el sentido clásico de comunidad social y política. En realidad, según la demografía, el potencial cuantitativo de los impulsos migratorios aún tiene mucho trecho por delante. Difícilmente concebimos la dimensión que pueden llegar a tener las masas de inmigrantes que se agolpan en las lindes de Europa. Nuestra percepción puede ser tanto sobredimensionada como infravalorada y de ahí lo que algunos analistas consideran el “gap”  creciente entre las élites europeas y las clases con menor poder adquisitivo y menor movilidad social. Impactado en su línea de flotación, el orden post-guerra fría ensombreció con la amenaza del radicalismo islamista y, de modo si se quiere indirecto, por la gradual confusión de identidades en aquellas zonas en las que la saturación migratoria superaba el umbral de absorción. De ahí las tensiones actuales en Europa. Conviene precaverse de los dictámenes apocalípticos que facilitan nuevos despliegues de una demagogia que no aporta soluciones e incentivan los bajos instintos de las sociedades y provocan una polarización que a menudo no corresponde a la realidad sino a la una virtualidad amañada por el populismo. Eso es un riesgo para la democracia y para las libertades. La polarización tiene un “tempo” fulminante y en estos momentos su turborreactor es  la migración. Como dice Yuval Levin, estamos viviendo en una época de pánico político. Es deducible que Donald Trump tuvo muchos votos por su promesa de construir un muro para atajar la inmigración ilegal mejicana. Pero ahora, ya en la Casa Blanca sabe, si es que no  lo sabía, que esa era una promesa impracticable, aunque la verdad es que los Estados Unidos siguen afectados por el problema de cientos de miles de sin papeles.

 A principios de 2005, la crisis de los refugiados –también crisis de migración- sumaba factores complementarios: la guerra de Siria incrementó las peticiones de asilo; la mayoría de llegados eran musulmanes; los sistemas fronterizos de la Unión Europea se vieron desbordados a pesar de las previsiones. Como puerta de entrada, Italia y luego Grecia. Algunos países suspendieron temporalmente las normas fronterizas de Schengen. Las peticiones de asilo se multiplicaron por dos. Los inmigrantes querían llegar hasta Alemania o Suecia, preferentemente. Desde entonces, las estrategias de control fronterizo en el Mediterráneo tanto como la persecución de los traficantes –una industria altamente rentable- o la redistribución por cuotas, han paliado los efectos de 2005 pero con lentitud y sin suavizar el primer impacto que tuvo en Alemania. No siempre interactúan con fluidez las normas de Schengen, la Convención de 9151 y la muy posterior Convención de Dublin –de 1990 y de trazo exclusivamente europeo- como método para examen de las solicitudes de asilo. Esta Convención de Dublin ha sido criticada tanto por quienes la consideran insuficientemente protectora de los refugiados y lenta en su tramitación como por quienes –especialmente los países fronterizos, desbordados por las oleadas migratorias- la ven como excesivamente imprecisa e inoperante en su aplicación. De hecho, durante la crisis de 2015 con los refugiados sirios, países como Hungría o la República Checa decidieron su suspensión parcial. Luego vino el problema de las cuotas, todavía sin resolver.


Asilo y efecto llamada

Dada la carga emocional de las pateras a punto de fundirse, las escenas de Calais o de las ruinas bélicas de Siria,  la distinción entre inmigrante económico y solicitante de refugio ha pasado muy a segundo término, con una aceleración mediática que transcurre ajena a los esfuerzos de los países miembros de la Unión Europea en busca del “juste milieu”: es decir, inmigración sí, pero por vías legales y legítimo control de fronteras. Un rasgo definitorio de la crisis migratoria ha sido y es negarse a formular y asumir que el inmigrante económico y el extranjero con petición de asilo político no son la misma cosa. Es más: incluso a la hora de definir los parámetros de una política “ad hoc” para los refugiados los instrumentos no son los más adecuados, como se constata cada día al aplicar las normas de la Convención para los Refugiados aprobada por las Naciones Unidas en 1951. En aquel momento, se trataba de solventar en la medida de lo posible la situación europea de postguerra, con grandes masas desplazadas y sin identificación. La Convención, al definir la figura del refugiado no contempló, por supuesto, unas futuras migraciones del continente africano a Europa del sur, por ejemplo, ni la llegada de la emigración turca a Alemania, ni la saturación holandesa, el multiculturalismo británico o el debilitamiento de la identidad republicana en Francia. Si en las circunstancias de 1951 ya era difícil gestionar la Convención ¿cómo no iba a ser lo aún más cuando en los límites de la Unión Europea se hacinasen gentes en solicitud de un status de refugiado que era prácticamente imposible de certificar?  ¿Se puede hablar de la crisis de asilados como una disfunción elaborada? Lo más evidente es que no ha habido una revisión semántica del concepto de asilo, lo cual se sumaba a la incertidumbre ocasionada por la previa confusión entre inmigrantes económicos y refugiados políticos. En cualquier punto de llegada de inmigrantes en las fronteras europeas, dilucidar al recién llegado con derecho a asilo es una tarea de mucha complicación. La mayoría llegan sin documentación, -en algunos casos, con  documentación falsa- lo que se añade a la falta de intérpretes dada la dimensión del flujo súbito.

Tanto la posibilidad de acceder a los niveles de vida que la televisión da a conocer en todo el mundo como la necesidad de huir de Estados fallidos fue inicialmente acogida por políticas asistenciales humanitarias que luego, en la vida concreta, provocaron que amplios sectores de la población europea se sintieran amenazados en sus estilos de vida, en su seguridad, cohesión, oportunidades de trabajo y la incertidumbre de identidades nacionales que no han sido suplidas por sistemas de pertenencia que garanticen formas de vida en común. Aparece entonces el efecto de los vasos comunicantes, por el que el voto de la extrema izquierda acaba pasándose a la extrema derecha trucando la oportunidad de rigurosos debates sobre la inmigración y sus crisis.  Al margen del “dictum” de las élites tecnocráticas, franjas populosas de la sociedad europea comenzaron a tener miedo con la saturación migratoria y en países como Francia o Alemania está en curso un debate intelectual de altura sobre identidades y fronteras, mientras que en Estados-miembro como Hungría la reacción ha sido drástica. Es un debate intelectual cuyos manifiestos –sean razonados o panfletarios- han sido y sus “bestsellers” de larga duración especialmente dada la secuencia de atentados de Londres a Bruselas pasando por Barcelona o París. Algunas de las previsiones más sombrías parecen confirmarse. Sin el reconocimiento explícito de las consecuencias de la crisis de los refugiados y de las políticas migratorias laxas de cada vez se hará más difícil entender lo que pasa y eludir la ruptura entre las élites tecnocráticas y la gente de la calle. Es más, la puesta en cuestión de los procesos democráticos puede ser de cada vez más honda, algo más flagrante que la crisis de la política: el debilitamiento del sistema representativo.

Con lucidez periférica, Ivan Krastev, presidente del Centro para Estrategias Liberales de Sofía, en Después de Europa (2017) ha trazado una panorámica poco convencional de la Unión Europa actual. Es improbable que la inmigración –dice- provea a Europa con una solución para su debilidad demográfica porque para el inmigrante se trata de cambiar de país para tener un trabajo y prosperar, hasta el punto de que la democracia, en un sombrío cambio cualitativo, dejaría de ser un sistema inclusivo. Krastev supone que, desde el primer impacto de la recesión global de 2008, ni la crisis de la eurozona, el Brexit o Ucrania han sido tan determinantes como la inmigración, hasta el punto de convertirse intrínsecamente en la crisis paneuropea, por excelencia, en el corazón de la indeterminación existencial de Occidente. Otros intelectuales europeos rechazan la corrección política y advierten que el inmigracionismo –la ideología “sin papeles”, Europa como culpable de todos los males ajenos- está convirtiéndose en la última utopía buenista.

La reflexión occidental ha sido intelectualmente profunda pero los políticos o bien temer a verse acusados de xenofobia o se dedican a proponerla como solución. ¿Quiénes somos? ( 2004) del historiador Samuel Huntington habló abiertamente de desafíos a la identidad nacional estadounidense, a partir de la tesis de que, desde finales del siglo XX, el credo americano hasta entonces compartido se enfrentó al desafío de una nueva oleada de inmigrantes llegado desde Asia e Iberoamérica. En 2010, Thilo Sarrazin, miembro del Partido Social Demócrata alemán, publicó Alemania desaparece, afrontando polémicamente el espejismo de una inmigración integrada multiculturalmente.  El consenso buenista apartó a Sarrazin de los debates centrales pero, desafortunadamente, no pocas de sus advertencias han ido siendo corroboradas por la realidad, como puede comprobarse con la aparición del partido “Alternativa por Alemania”. En 2016, cuando Angela Merkel toma la arriesgada decisión de dar paso a los inmigrantes sirios que se habían ido aglomerando en la frontera húngara, Sarrazin advirtió que se daría una situación incontrolable y que la canciller -aunque alabada por el humanitarismo oficial- actuaba a contracorriente de todos los sondeos de la opinión alemana. Ilustraba el temor a la pérdida de identidad cultural al hecho de que –por ejemplo- un 25 por ciento de los bebés que nacen en Berlín son musulmanes.

La sangrienta barbarie de los atentados del Daesh y los jihadistas en Europa ha sido un nuevo elemento para que las poblaciones europeas sientan miedo y lo identifiquen específicamente con el Islam. A inicios de 2018, theglobalist.com presentaba un informe sobre el estado de la inmigración en los países de la Unión Europea. Según proyecciones demográficas, incluso con una disminución en el número de inmigrantes, el total de musulmanes irá en aumento en los próximos años. De modo complementario, el Pew Research Center daba tres escenarios posibles: si el influjo de los inmigrantes musulmanes persiste según el alto nivel que se dio entre los años 2010 y 2016, su presencia demográfica en 2050 irá del 4.9 al 14 por ciento en la conjunto de Europa –y en Alemania, del 6.1 al 20 por ciento. Incluso en caso de bajar el influjo, para  2050 la población musulmana alcanzará el 11.2 en la zona europea. Ese incremento aún en caso de mejor influyo va a ser consecuencia de la alta tasa del fertilidad de la mujer musulmana, en una Europa con tan bajas tasas de natalidad y un progresivo envejecimiento dadas las mayores expectativas de vida. Eso significaría un total de 36 millones de musulmanes en Europa. En otro escenario, de mantener el actual nivel de influjo, en Gran Bretaña, Alemania o Francia es previsible un promedio del 2O por ciento mientras que en Suecia pudiera ser de un tercio. Los efectos de tales influjos y permanencias en el Estado de bienestar, tanto como en la percepción de inseguridad y temor serían notables.

Tras los atentados del Daesh en Paris -2015- y Bruselas -2916- volvimos a hablar de Europa, año cero. Un año después, ocurrió el atentado en las Ramblas de Barcelona –insólitamente olvidado a causa la vorágine independentista-. El jihadismo, habiendo declarado una guerra global contra Occidente, no tendría un vínculo directo con los núcleos de inmigración musulmana en Occidente si no hubiese enrolado a inmigrantes de tercera generación, tanto para luchar en Siria, como para ejecutar masacres en grandes ciudades de Europa. La cuestión, simple, es que las sociedades abiertas no pueden defenderse como lo hicieron los sistemas totalitarios: en ese dilema moral, Occidente busca a tientas y a ciegas un “juste milieu” que algunos expertos dan por imposible. Los captados por las redes jihadistas en Europa en más de un 70 por ciento provienen de la clase media. A la espera de un Islam tolerante que no existe o teme expresarse, ¿qué otra actitud cabe que no tolerar la intolerancia?


La “Douce France” de Trenet

En 1992, Hans Magnus Enzensberger había publicado un breve ensayo, La gran migración, con argumentos premonitorios sobre los conflictos que desencadena cualquier migración: “Tanto el egoísmo de grupo como la xenofobia son constantes antropológicas previas a cualquier justificación, cuya difusión universal permite pensar que fueron anteriores a cualquier otra forma social conocida”. La consecuencia era que, a pesar de todo, los tabúes y los ritos de hospitalidad ideados para aligerar esos conflictos eran mecanismos que no suprimen el estatus de forastero sino que, al contrario, lo consolidan. En Francia, el debate intelectual sobre los efectos de la inmigración ha abierto en canal presunciones ideológicas que en el pasado se habían ido convirtiendo en el consenso políticamente correcto. Con los datos de una encuesta del Instituto Montaigne en 2016, un 20 por ciento de los musulmanes en Francia, con casi un 50 por ciento entre 15 y 25 años, han adoptado “un sistema de valores claramente opuesto al de la República”. Puede hablarse, salvo excepciones, de un Islam rupturista. En aquellos ayuntamientos en los que la presencia musulmana es más densa, los alcaldes –como Xavier Lemoine, alcalde de Montferneil- hablan de una tendencia a la organización de comunidades autárquicas y contrapuestas lo que daña significativamente –por ejemplo- el aprendizaje de la lengua francesa. Esa constatación parece contribuir a las tesis del riesgo multiculturalista del que ya habló Giovanni Sartori en La sociedad multiétnica (2001) al contraponerle los valores pluralistas de una sociedad abierta. Es un grave desafío para la tolerancia porque –decía Sartori- el pluralismo está obligado a respetar la multiplicidad cultural con la que se encuentra, pero no está obligado a fabricarla porque lo contrario entramos en procesos de desintegración y de guettos. En Francia los intelectuales más opuestos a la inmigración sostienen que la vida en los barrios periféricos y en zonas rurales transcurre empapada de un gran miedo: sentirse extranjero en su propio país. En Francia los innegables efectos de una inmigración ya concretó un efecto sociológico que ha traspasado los votos del partido comunistas al Frente Nacional. Eric Zemmour tuvo una gran éxito de ventas con El suicidio francés (2014) y una observadora de la integración, Malika Sorel-Sotter, de origen magrebí, habla de “descomposición francesa”. El dilema identitario es profundo y más aún después de los ataques jihadistas de los últimos tiempos.  ¿Qué ha pasado con la “douce France” que cantaba Jacques Trenet? Es como si de repente, buena parte de los intelectuales franceses hubiesen decidido que el añejo consenso buenista –por el que la izquierda podía acusar de racismo a un centro-derecha acomplejado- derivaba de falacias voluntaristas del todo alejadas del sentir de la “banlieu” cuya capacidad de absorción de inmigrantes había sido desbordada hacia tiempo, como ocurre en otros tantos países de Occidente. La  Francia republicana que consolidaba un zócalo de laicidad y cristiandad estaba siendo prejuzgada como xenófoba y excluyente.

Thilo Sarrazin detalla los tres criterios necesarios para actuar razonablemente cuando los inmigrantes piden entrada en un país de la Unión Europea. En primer lugar, sopesar las posibilidades del sistema de protección social. En segundo lugar, calcular que probabilidades tienen de encontrar un trabajo y desde este punto de vista las tasas de paro son muy determinantes. Y citaba el caso de Francia, con cerca de un 80 por ciento de parados de minoría étnica. Y luego, en tercer lugar, los inmigrantes se dirigen al país a donde previamente se han instalado sus familiares o conocidos. Es por tal razón que la ponderación eficaz –por ejemplo- de políticas de vivienda protegida o los ritmos del reagrupamiento familiar es fundamental para mantener los niveles de cohesión y de identidad. En el peor de los casos, una nueva crisis económica agravaría el recelo anti-inmigratorio de las clases medias bajas, con translación política súbita y de signo más que previsible según los últimos precedentes. Dada su falta de preparación profesional y en un contexto de paro o trabajo temporal, ¿cuántos inmigrantes tendrán la oportunidad de un trabajo? Esa es una gran incertidumbre que eleva el coste de las prestaciones del Estado de bienestar. Cada inmigrante incrementa ese coste, indefectiblemente, y mucho más si consideramos los índices de reagrupamiento familiar. Como todas las políticas que requiere de una concertación a la europea, tarda notablemente el proceso de diseñar para toda la Unión Europea una política común de asilo e inmigración. Avanza a un ritmo pausado  la organización de una policía europea fronteriza que complemente los esfuerzos de los países que lindan con zonas de entrada –sean terrestres o marítimas-.

La Unión Europea, con sus letargos y sus ventajas es la heredera de una Europa refundada después de la Segunda Guerra Mundial desde principios comunes como la paz entre naciones –modulación cualitativa de la paz de Westfalia de 1648 fundamentada en los soberanías nacionales-, la libre circulación del personas y bienes, el consenso del Estado de bienestar y el crecimiento económico, entre otros. Esos son los arquitrabes de la Unión Europea que la laxitud y descoordinación de las políticas migratorias están afectando, del mismo modo que ha trastocado los sistemas políticos nacionales. Para atajar los nuevos guettos, frente a la opción equilibrada, la ideología multiculturalista puede acabar siendo una nueva religión política que contribuiría –tan negativamente- a la versión culpabilizadora de Occidente, ya más allá de la relativización de sus valores. Es la paradoja de un Occidente próspero a pesar de la crisis, en paz a pesar de los conflictos regionales y libre en su estabilidad institucional pero al que el cuarteamiento multiculturalista convierte en elemento antagónico, al que hay que hostigar, con la desafección hermética o, en sus caso extremo, con el terror. Incluso las sociedades de mayor acogida pueden ser interpretadas como obstáculo para la multiculturalidad prospere, ajena a las normas y valores que son la energía y el legado de las sociedades abiertas. En Occidente, este factor está generando un exceso de autoflagelación.

Escrito en Lecturas Turia por Valentí Puig

18 de febrero de 2020

La ocasión que me brinda la revista Turia de escribir sobre César Vallejo, con el requerimiento de abordar la lectura que desde la actualidad podemos hacer de su obra, exige un esfuerzo de reflexión que permita plantear lo que en la actualidad Vallejo sigue transmitiendo a sus lectores. En este sentido, resulta fundamental recordar que ese mismo esfuerzo de actualización fue realizado por diversos poetas a lo largo del siglo XX, en textos a los que es interesante acudir para bosquejar una breve y selectiva historia ilustrativa de la significación de Vallejo en la posteridad. Me referiré a Mario Benedetti, que en 1967 escribió un artículo revelador sobre los dos grandes paradigmas poéticos de la literatura hispanoamericana del siglo XX, bajo el título “Vallejo y Neruda, dos modos de influir”; al poeta peruano Jorge Eduardo Eielson, autor del artículo “Actualidad de César Vallejo”, publicado en revista Debate, nº 69, en 1992; y, por último, a algunos fragmentos del poeta chileno Raúl Zurita, de su ensayo “Poesía y Nuevo Mundo”, compilado en el libro Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo milenio, del año 2000. Recoger algunas de las ideas principales vertidas en estos textos, así como realizar algunas calas en la obra de nuestro autor, me permitirá sugerir, desde la humildad de quien apostilla a estos grandes escritores en 2018, lo que significa “leer a César Vallejo, hoy”.

Comencemos por el texto de Benedetti. La segunda parte de su título, “dos modos de influir”, no debe interpretarse –como el texto revela después– únicamente en el sentido de influencia sobre los escritores posteriores, sino también sobre los lectores, entendiendo la influencia en este caso como la marca profunda que Vallejo introduce en su forma de leer, en su pensamiento y, finalmente, en su visión del mundo. Con la marca en la forma de leer me refiero a que Vallejo obliga a acostumbrarse a su “lenguaje seco a veces, irregular, entrañable y estallante, vital hasta el sufrimiento”, como acierta a definir Benedetti con palabras exactas. Precisamente una de las palabras de esta enumeración la escuché pronunciar a Raúl Zurita en conferencia sobre “poesía y holocausto” para referirse a nuestro poeta: “Vallejo hace estallar el lenguaje”, dijo al hablar del sufrimiento humano en la poesía universal y colocar a Vallejo en la cumbre de la poetización del dolor.

Esa cumbre tiene multitud de ejemplos en poemas paradigmáticos, como “España aparta de mí este cáliz”, que da título al poemario último de Vallejo, y que forma parte de sus poemas póstumos publicados en 1939 (Poemas humanos, 95 composicione, a las que se añaden las quince de España aparta de mí este cáliz). En este poema Vallejo exclamó, desde el dolor sentido ante la Guerra Civil española, el memorable verso: “¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto / hasta la letra en que nació la pena!”. En este sentido, repetiré con el gran poeta peruano Eduardo Chirinos, que “Vallejo expresó mejor que nadie lo que significa proponerse hacer hablar al dolor en vez de hablar del dolor”[1]. Vida y dolor se alían en Vallejo a partir del yo personal, pero desde ese yo virará en dirección hacia el dolor universal, tal y como sucede en el poema “Los nueve monstruos”, en el que la imposible inversión del cómputo del tiempo intensifica la celeridad del dolor que asola al mundo y que es obsesión de Vallejo a partir del primer viaje a la Unión Soviética en 1928:

 

Y, desgraciadamente,

el dolor crece en el mundo a cada rato,

crece a treinta minutos por segundo, paso a paso.

 

Regresando al estallido señalado por Benedetti y por Zurita, que Vallejo produce en el lenguaje al doblegarlo y violentarlo, el poeta “se ha constituido –escribe Benedetti– en motor y estímulo de los nombres más auténticamente creadores de la actual poesía hispanoamericana”. Es en esa autenticidad en la que Benedetti cifra la diferencia con Neruda en cuanto al modo de “influir”: si el chileno produce imitadores, el peruano crea poetas auténticos, en el sentido de poetas que encuentran su propia voz, “una voz propia, inconfundible”, que para el uruguayo “revela la marca vallejiana”.

Más adelante, habla Benedetti de las vías por las que llega “el legado vallejiano” a sus destinatarios, una de las principales la que atañe al uso el lenguaje: el poeta –escribe– “lucha denodadamente con el lenguaje, y muchas veces, cuando consigue al fin someter la indómita palabra, no puede evitar que aparezcan en esta las cicatrices del combate”. Vallejo “obliga a la palabra a ser”, precisamente a través del sentido más medular del acto creador que implica el hecho poético, la poiesis (la creación). La palabra “es” en el poema en tanto que se nos presenta no como “lujo” sino como “disputada necesidad” –añade Benedetti–, y porque el artista la crea como algo nuevo, capaz de contradecir el diccionario para transmitir los sentidos más personales de un yo desde el que horadar en lo humano universal. Son esas cicatrices del combate con la palabra que se producen en el lector las que al tiempo originan su fascinación, pues desde ellas surge el “espectáculo humano (y no solo como ejercicio puramente artístico)” creado por quien es el máximo exponente de la poesía peruana y una de las más altas cumbres de la poesía en español del siglo XX.

La palabra fascinación, que Benedetti utiliza para referirse al lector de Vallejo en 1967, se refuerza en su texto con el contrapunto de otra palabra que aparece negada: no le “encandila”, porque “cada poema es un campo de batalla, es preciso ir más allá, buscar el fondo humano, encontrar al hombre, y entonces sí, apoyar su actitud, participar en su emoción, asistirlo en su compromiso, sufrir con su sufrimiento”. Es por ello que el amor al ser humano, a sus “hermanos hombres”, se expresa en su obra en la poetización del vivir como un sobrevivir desesperanzado, vía que Vallejo utiliza en muchos de sus poemas para transmitir su amor definitivo hacia el ser humano. El tan conocido poema “Considerando en frío, imparcialmente…” resulta paradigmático. En él, el tono frío e impersonal del lenguaje judicial que recorre parte del poema en sus gerundios repetidos (considerando, explicando, comprendiendo) es estrategia textual que va a dar finalmente en una exposición de “considerandos” con la que, por contraste, Vallejo logra la comunicación más radical sobre su sentido de lo humano: “Considerando en frío, imparcialmente,/ que el hombre es triste, tose y, sin embargo,/ se complace en su pecho colorado;/ que lo único que hace es componerse/de días;/que es lóbrego mamífero y se peina…”. El estilo enumerativo llega a la estrofa en la que el gerundio “considerando” es sustituido por un “examinando” que deviene en la aniquilación del hombre: “Examinando, en fin, /sus encontradas piezas, su retrete,/su desesperación, al terminar su día atroz, /borrándolo…”. Finalmente, el último gerundio, el “comprendiendo”, dará voz rotunda y definitiva a la expresión del amor al prójimo, hasta la emoción más intensa: “Comprendiendo /que él sabe que le quiero, /que le odio con afecto y me es, en suma, / indiferente…/ Considerando sus documentos generales /y mirando con lentes aquel certificado /que prueba que nació muy pequeñito…/le hago una seña,/ viene, /y le doy un abrazo, emocionado. / ¡Qué más da! Emocionado… Emocionado…”.

Como vemos, efectivamente Vallejo fascina y penetra, pero no encandila, por los motivos expuestos por Benedetti y por el tratamiento de temas que son universales y que son atemporales. De modo que leer a Vallejo, hoy, implica asistir a la emoción más desgarrada por el sufrimiento del hombre, de la que emana el radical amor a la humanidad que el vate nos sigue transmitiendo. Concluyamos con Benedetti afirmando que Vallejo “luchó a brazo partido con la palabra pero extrajo de sí mismo una actitud de incanjeable calidad humana, está milagrosamente afirmado en nuestro presente, y no creo que haya crítica, o esnobismo, o mala conciencia, que sean capaces de desalojarlo”.

Quince años después, en 1992, cuando se cumplía el centenario del nacimiento de Vallejo, Eielson publicaba el citado artículo “Actualidad de César Vallejo”. Resulta revelador traer a colación algunas de sus ideas, en tanto que nos permiten avanzar sentidos de esa afirmación de presente realizada por Benedetti que nos va a conducir hasta 2018. Eielson incide en la idea cardinal de la poesía de Vallejo: “Hay en Vallejo, más que un padecimiento físico, personal, individual, un padecimiento anímico, universal. El poeta siente al hombre —a la especie humana— a través de su propio pueblo, a través de la desventura peruana, que hoy es también la desventura latinoamericana y, por extensión, el drama del sur del mundo”. La expresión de ese drama tendrá su expresión más álgida en los poemas póstumos (escritos en su madurez parisina, después de tantos años de lucha política y poetización existencial), en los que dicho sentimiento, como señala Eielson, iría “compensado por un pensamiento utópico, fraternal, comunitario, gracias al cual la humanidad entera alcanzaría su salvación. Un primer paso debería ser, en este sentido, la redención del pobre sobre la tierra”.

El poema “Telúrica y magnética” es sin duda un texto cardinal para la construcción de este canto que nutre la idea de Vallejo según la cual la poesía es en esencia una expresión de humanidad (“¡Oh campos humanos!”, comienza la tercera estrofa). Es decir, una naturaleza que también aparece humanizada, descrita desde un punto de vista geográfico, que nos lleva por cerros, surcos, papales, cebadales y otros campos de cultivo, climas, etc. Por ellos llegamos en este poema hasta un “campo intelectual de cordillera”, que abunda en el sentido de los citados “campos humanos”: “¡Mecánica sincera y peruanísima/ la del cerro colorado!/ ¡Suelo teórico y práctico!/[…]  ¡Cuaternarios maíces, de opuestos natalicios, / los oigo por los pies cómo se alejan, / los huelo retomar cuando la tierra/ tropieza con la técnica del cielo! /¡Molécula exabrupto! ¡Átomo terso!/ ¡Oh campos humanos!/ ¡Solar y nutricia ausencia de la mar,/ y sentimiento oceánico de todo!/ ¡Oh climas encontrados dentro del oro, listos!”. Partiendo de esta humanización, nos encontramos ante la idea del canto a la humanidad, y al prójimo, que preside los Poemas humanos, pues no se trata solo de la “sierra de mi Perú”, sino del “Perú del mundo” y “Perú al pie del orbe” al que declara: “Yo me adhiero”. Es decir, un Perú universalizado con el que se identifica.

Regresando al planteamiento de Eielson, su argumentación deriva hacia esa “actualidad” propuesta en el propio título de su artículo: “Vallejo no ha podido ver con sus propios ojos el fin de la utopía comunista, pero ha sabido diagnosticar la dramática deshumanización de la sociedad actual, que amenaza hasta su propia integridad física”. Sin embargo, “es pues con el fin de la utopía que su voz se dilata más allá de todo límite social, político, temporal, histórico. Y esto porque su poesía no fue nunca deliberadamente política, en la medida en que no son políticos el padecimiento ni la felicidad humanas”. Eielson cifra esa dilatación de la voz vallejiana por encima de los acontecimientos históricos en su potencial para interpretar el mundo actual, sus perpetuas injusticias y desigualdades, reforzadas por las nuevas formas de opulencia y exhibición de la misma, en suma, por el afianzamiento del materialismo más radical sobre la miseria y el dolor humano: “¿Qué escribiría Vallejo, por ejemplo, de la abyecta, sórdida, violenta realidad de las grandes metrópolis contemporáneas? ¿Qué diría de tanta opulencia material exhibida por una parte, cuando las otras dos terceras partes de nuestro mundo se debaten en la miseria? ¿En dónde encontraría al «hombre nuevo» por él anunciado, sino entre los pobres del llamado Tercer Mundo?”.

Por último, quiero también rescatar del artículo de Eielson lo que denomina el “pathos vallejiano”, que pone en relación con los estoicos y los místicos castellanos (“Quevedo y Unamuno, hasta los grandes rusos de fin de siglo”), y también con ese uso del lenguaje que, una vez traspasada la etapa modernista de Los Heraldos Negros (1918), se construye sobre la invención “para mejor expresar tan dolorosa sustancia poética” en el periodo en que se interna en los caminos inaugurales de la vanguardia de Trilce (1922). Es allí donde la renovación del lenguaje comienza el derrotero apuntado, desde el hermetismo hasta el despojamiento de la palabra que será en Poemas humanos tan seca como intensa, tan nueva como clarividente: “Un lenguaje visual desnudo, escueto, corrosivo, sin ninguna concesión a las dulzuras terrenales, pero con una capacidad de síntesis que no excluye el más crudo realismo ni la más honda ternura”. Por fin, como lo hiciera Benedetti, concluye Eielson sobre la actualidad de Vallejo:

Una palabra, la suya, que nos llega desde su milenario pasado, atraviesa la lengua española, la desbarata y la renueva, y continúa dilatándose hasta ocupar el espacio planetario de nuestra época, unidos como estamos hoy —no por la solidaridad cantada en sus poemas— sino, más prosaicamente, por los mass-media imperantes. Justo a cien años de su venida al mundo, en esta fecha que coincide con el descubrimiento, la invasión, el encuentro, o como se quiera llamar a la llegada de Colón a tierras americanas, ojalá que su voz resuene más fuerte y sea de auspicio para una mayor generosidad y una vida más digna para todos.

De 1992 pasamos a las puertas del siglo XXI, para recoger lo escrito por Raúl Zurita sobre Vallejo en su ensayo “Poesía y Nuevo Mundo” (2000), en el que realiza un recorrido por los grandes nombres de la historia de la literatura hispanoamericana desde 1492. Vallejo tendrá un protagonismo indiscutible en esa historia, precisamente desde una perspectiva que afianza su actualidad:

La Historia general –se refiere a la del Inca Garcilaso de la Vega– termina con el relato de la ejecución del último descendiente del trono Inca en la ciudad del Cuzco. Esa muerte reúne en sí todas las muertes […]. Pero esas exequias serán sobre todo una condición futura y la ejecución relatada por Garcilaso significará también, trescientos años más tarde, el sacrificio de los poemas de César Vallejo.

Como vemos, Zurita lanza un vínculo iluminador desde el relato realizado por el Inca sobre el ajusticiamiento de Túpac Amaru I en 1572, hasta los poemas de Vallejo, en los que el dolor del Perú que se encuentra en la historia del Inca se actualiza y, finalmente, se universaliza.

Como hemos podido advertir en los poemas mencionados, si de actualidad de Vallejo hablamos, los Poemas humanos permiten la reafirmación de su anclaje en el presente en tanto que muestran lo que bien podemos denominar una amplia geografía del amor, como sentimiento cósmico que, en sus diferentes manifestaciones, puebla, vivifica, desgarra, entrelaza, compacta sus versos: desde el amor carnal y espiritual, al amor a la naturaleza; desde el amor al ser humano en general, a la expresión máxima y global del amor a la vida. Pero el sentimiento del amor siempre estuvo vinculado con el dolor, no solo como tema sino como raíz más profunda de toda su obra. Los sentidos que se derivaron de ello, y los modos en que se transmiten, poseen la dimensión de lo sempiterno que se cifra, asimismo, en la modernidad de un decir poético único.

 Y si hablamos de lo sempiterno, resulta fundamental comentar en este punto el tratamiento del amor a la mujer y el erotismo, por ejemplo en el poema “Dulzura por dulzura corazona”, en el que el erotismo más carnal de Los heraldos negros y de Trilce se transforma en el sentimiento del amor que apunta al sentido cósmico: “¡Dulzura por dulzura corazona!/ ¡Dulzura a gajos, eras de vista,/ esos abiertos días, cuando monté por árboles caídos!/ Así por tu paloma palomita,/por tu oración pasiva,/ andando entre tu sombra y el gran tezón corpóreo de tu sombra./ Debajo de ti y yo,/ tú y yo, sinceramente,/ tu candado ahogándose de llaves”. Versos con los que el poeta expresa la doble dimensión del ser, material y espiritual, esta última invisible y escondida “debajo” de la primera, acompañada de ese adverbio, “sinceramente”, que le aporta toda la carga semántica de la autenticidad, y cuyo sentido se remacha en el verso “tu candado ahogándose de llaves”, con el que expresa la carga erótica nunca eludida. De este pensamiento surge la imagen que sitúa, en un mismo nivel, lo material y lo espiritual –sexo y amor– identificados metafóricamente en la paloma y su vuelo: “Mucho pienso en todo esto conmovido, perduroso/ y pongo tu paloma a la altura de tu vuelo/ y, cojeando de dicha, a veces,/ repósome a la sombra de ese árbol arrastrado”. La fusión en el espacio poético de ambos extremos genera la exultación máxima, expresada en esa imagen superlativa, “cojeando de dicha”, con la que Vallejo materializa el peso de la felicidad hasta la cojera metafórica.

Por supuesto, en esta geografía del amor, el prodigado a la vida tendrá un protagonismo esencial. Unos versos del poema titulado “Los anillos fatigados”, perteneciente al primer poemario, Los Heraldos negros, nos dan la entrada perfecta: “Hay ganas de volver, de amar, de no ausentarse,/ y hay ganas de morir, combatido por dos/ aguas encontradas que jamás han de istmarse”. La imposibilidad de conciliar el deseo de vivir (a través del amor) y el de morir, se expresan en la imagen de “las aguas que jamás han de istmarse”, que concentra la imposibilidad más absoluta en tanto que esta es doble, pues la imposible fusión de las aguas se potencia con la utilización del motivo geográfico del istmo cuya esencia es terrestre.

Un poema en prosa titulado “Hallazgo de la vida” es también muy significativo para adentrarnos en esta idea, pues se trata de un canto a la vida que se presenta como un hallazgo absoluto e inédito: “¡Señores! Hoy es la primera vez que me doy cuenta de la presencia de la vida. ¡Señores! Ruego a ustedes dejarme libre un momento, para saborear esta emoción formidable, espontánea y reciente de la vida, que hoy, por la primera vez, me extasía y me hace dichoso hasta las lágrimas. Mi gozo viene de lo inédito de mi emoción. Mi exultación viene de que antes no sentí la presencia de la vida”. Y concluye categórico con la reaparición de la muerte que vivifica la vida: “Nunca, sino ahora, supe que existía una puerta, otra puerta y el canto cordial de las distancias. ¡Dejadme! La vida me ha dado ahora en toda mi muerte”.

Por este camino poético de vida, amor, muerte y dolor, como temas universales del poeta, llegamos hasta este 2018 en el que bien podemos reafirmar, con Benedetti, que Vallejo sigue “afirmado en nuestro presente”. A lo que cabe agregar el requerimiento de Eielson para que “su voz resuene más fuerte”, en aras de una mayor generosidad entre los pueblos y de la necesidad reivindicativa de la dignidad humana, presente asimismo en la reflexión de Zurita. Concluyamos, con todo, que Vallejo sintetizó su conmovido amor a la vida y a la humanidad con una llamada a la solidaridad y al diálogo entre los hombres, desde una poesía esperanzada ante el ser humano al que dedicó todo su esfuerzo de poeta comprometido en el sentido más profundo del término. Este le llevaría a convertirse en una de las voces más intensas, originales y definitivas de la poesía escrita en español en el siglo XX. Por ello, leer a Vallejo, hoy, sigue significando una puerta de acceso irrepetible al “sentimiento oceánico de todo”, a veces “cojeando de dicha”, las más, sintiendo en sus versos el dolor que sigue creciendo “en el mundo a cada rato”, que “crece a treinta minutos por segundo, paso a paso”, humanamente eterno.



[1]
                        [1] Entrevista a Eduardo Chirinos, por Jorge Eslava, “Vallejo, el poeta que nos eriza”. En file:///C:/Users/USUARIO/Downloads/1381-4896-1-PB%20(1).pdf.


 

Escrito en Lecturas Turia por Eva Valero

 

 Llega el tercer libro de memorias de Luis Antonio de Villena (editado de forma magistral por Pre-Textos), donde Luis Antonio va trenzando recuerdos, personajes que han pasado por su vida, en ese afán del amanuense que va escribiendo con letra esmerada ese renglón de su vida, por si acaso puede alcanzar notoriedad. Aunque todo acabe en el polvo y en nada, en el afán del escritor madrileño no hay ajuste de cuentas sino el deseo de revivir, rememorar, echar un vistazo al antiguo paisaje del pasado, con sus  personajes olvidados e inolvidables.

    En el capítulo “Trazos sobre el fin de la Edad Feliz”, Luis Antonio nos habla de una etapa de dicha donde escribía en El Mundo, colaboraba en la Ser, publicaba en Visor, con el estimado Chus, que tantos hemos conocido. Tenía entonces incluso a esa madre que le cuidaba y le protegía, en los desmanes del chico irresponsable que siempre fue Luis Antonio su madre siempre fue la cordura y la razón. Hay un anhelo de ese tiempo en el libro, ya que todo ha ido degradándose definitivamente, tanto culturalmente como socialmente. El melancólico que ha sido el escritor madrileño recuerda su pasado, sus momentos de gloria, sus citas con chicos en bares, sus encuentros con grandes escritores.

   Todo un mundo cabe en esta obra. Como dice Luis Antonio, son los tiempos actuales: “Tiempo de bárbaros, tiempo de terrible miseria, sin estudios nobles, sin humanidades, sin educación” (p. 57). La idea que prevalece es que la generación de Luis Antonio fue el último bastión de humanismo, antes de la barbarie actual.

  El libro habla de grandes amigos como Paco Brines, siempre tan querido, Pepe Hierro y tantos otros, en el camino nos habla de Gala, de esa relación que nunca llegó a la intimidad, de esa lengua viperina del escritor cordobés. Pero también de Ricardo Defarges, de Guillermo Carnero, en esa relación de encuentros y desencuentros con él. También respiran en las páginas escritores más jóvenes como Luis Muñoz, José Luis Rey y tantos otros.

   Hay un deseo de rememorar, de recordar aquello que nos hizo felices, aquellos momentos eróticos con jóvenes que ya han pasado por su vida, algunos amantes de la literatura, otros efebos conocidos en los bares, como si fuera Cavafis entregado al roce de los cuerpos, el libro emana esa sensación de fugacidad, todo ha ocurrido y ahora ya no queda nada. En ese afán de convertir la vida en un efímero pasar, Luis Antonio novela su pasado, cuenta anécdotas, habla de amigos y de enemigos, pero al final, queda solo el resplandor ido, la sombra de una luz antigua que ya se extinguió.

    Hay un capítulo “Mis libros” dedicado a su obra, porque al salir sus segundas memorias le reprocharon que solo hablaba de amigos y de momentos amorosos, ¿es acaso la obra otro momento de amor? Quizá si, en este apartado Luis Antonio habla de la poesía y de la prosa, que siempre le han perseguido en la vida. Se detiene al final en Mamá, porque en este libro exorciza ese dolor materno-filial que le ha ido llevando por muchos derroteros, como una señal imperecedera que permanece en él para siempre.

  Cuando leemos este tercer tomo, nos preguntamos, ¿Ha sido feliz el poeta? La pregunta vuela en las páginas, los momentos de dicha, donde el sexo cobra altura, se combinan  con la melancolía del tiempo ido. Creo que con este libro, Luis Antonio cierra una etapa y en sus textos nos vemos a nosotros mismos viviendo, entre luces y sombras de la vida.

   

Luis Antonio de Villena, Las caídas de Alejandría, Valencia, Pre-Textos, 2019.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

 

            En un brillante ejercicio de estilo, algo grandilocuente en ocasiones, Manuel Ruiz Zamora aborda, en su colección de fragmentos filosóficos titulada Notas a pie de página, un objetivo imposible de lograr: argumentar en el resbaladizo terreno de la posmodernidad. De ahí que su intento recurra a una estrategia, no especialmente novedosa, pero que él ejecuta con gran maestría: intentar que, como en el sofisticado arte marcial japonés moderno Aikido, la, en este caso, escasa fuerza del atacante sea utilizada por el defensor para neutralizarlo, sin renunciar a la posibilidad de que los papeles se intercambien; aunque, dada la debilidad del monto total de energía en cuestión, el golpe argumentativo está muy lejos de ser definitivo; más bien, se tiene la paz como horizonte. De ahí que la fortaleza de Ruiz Zamora sea más bien la belleza del estilo con que intenta revolverse contra la posmodernidad desde el interior de ella misma.

            El lector aprovechará la iluminación que encierra cada fragmento, más efectiva si comparte la fuente aludida en cada uno, menos efectiva en caso de que la alusión le quede algo más lejana; pero notará siempre que lo que el autor le ofrece es un delicado destilado de sus omnívoras lecturas; nada de regurgitaciones de casi citas sin comillas, que suele ser recurso común, sino auténtica quintaesencia de la fuente leída o de la problemática abordada. Y como la impresión que da el libro es efectivamente la de una colección de las habituales notas que van surgiendo en la mente de todo lector en su brega diaria con los textos, queden estas escritas o meramente apuntadas, es acertada su inclusión en la colección Levante, que la editorial reserva, oportunamente, a Diarios.

            Los fragmentos —no exactamente aforismos, como se aclara en el Prólogo— carecen de orden aparente, por lo que pueden ser leídos en cualquier sentido, aunque, como la poesía, es recomendable que se lean durante cortos periodos de tiempo. Salvo algunos fragmentos que forman una corta serie con un hilo determinado, cada uno aborda un punto esencial transportable a otro punto esencial de cualquier otra página. Ni hay guía, ni se echa en falta. La guía es el lector, y los ecos que en él produzcan estas condensadas reflexiones filosóficas, situadas voluntariamente al margen, pero porque el centro de la vida filosófica se ha alejado de su centro, valga decir.

            De modo que se adivina fácilmente que el texto al que corresponden estas Notas a pie de página es el de la posmodernidad. En concreto, son dos las grandes cuestiones que dominan: el arte y la política. De su íntima relación, algo diluida en el romanticismo, ya sabemos desde la República platónica, pero aquí aparecen en toda la riqueza de sus distintos, e interrelacionados, aspectos. No en vano Ruiz Zamora ha dedicado ya un libro al Post-arte, Escritos sobre post-arte, y muestra que las cuestiones políticas le han debido de ser consustanciales desde siempre. Cabe imaginar que su formación ha sido a base de clásicos, digamos pensamiento fuerte, —los griegos por puesto, junto a Hegel, Marx, Nietzsche, Ortega—, y que, enfrentado a los libros de moda que encontraba en las librerías, su lectura se le ha ido diluyendo en la boca como si fueran gusanitos, sin dejar tras de sí más que un leve aroma a no se sabe exactamente qué.

            Lo que cabría señalar es la inoportunidad, que llega al hartazgo, del afijo antepuesto pos o post. Porque, en realidad, supone una línea temporal única en los movimientos culturales que es inexistente, por más que sea muy cómoda para ser dibujada en una pizarra metafórico-pedagógica. La realidad se parece más bien a la de un pentagrama, donde distintos movimientos culturales van en paralelo disputándose el primer lugar en la atención de la mayoría; pero, cuando alguna línea domina, no anula las demás; estas quedan a la espera de que llegue su hora. En particular, respecto a la posmodernidad, sus argumentos pueden fácilmente retrotraerse al origen mismo de la modernidad; de modo que a lo que se asistió en las décadas finales del siglo pasado no fue a la superación de la modernidad, en el contexto de la expansión del llamado Estado del Bienestar, sino a la hegemonía de ciertas ideas que fueron gestadas varias décadas atrás. Del mismo modo, lo posmoderno está ya mostrando claros síntomas de que pasa a tercer plano y que otras ideas, más adecuadas seguramente a los fuertes retos actuales, recuperan el primer plano.

            Porque, en cultura, nada se supera, nada caduca. ¿Qué era el dadaísmo, arte o posarte? Josep Maria Pou encarnando a Ahab en Moby Dick es arte, pace animalismo. ¿Qué eran las distintas tesis esgrimidas por las naciones potentes en torno a la Gran Guerra, verdad o posverdad? Recuérdese la sorpresa con que Ortega y Gasset leyó el libro de su admirado Max Scheler Der Genius des Kriegs und der Deutsche Krieg (1915) —admirado por ser Scheler y por ser alemán—, pero que provocó su enojo al ver cómo su formalismo de los valores se rellenaba de un material nacionalista bastante burdo, e impropio de un filósofo serio. Un gobierno de ciudadanos iguales y libres es política, pace populismos.

            Para volver a nuestro autor, conviene recoger algunos de sus dichos. Por ejemplo: «al renunciar a la metafísica, el arte renuncia, sin saberlo, igualmente a sí mismo, o dicho de otra forma: se suicida por amor a la realidad. ¿Para qué queremos ver una olla en un museo, si, con un sencillo proceso de reeducación de nuestras disponibilidades estéticas, podemos verla cada día en nuestra cocina» (p. 59). O, en otra de sus perlas: «la instrumentalización interesada e inteligente de la idea de Bien engendra a menudo más monstruos que el sueño de la razón, porque aquellos que son capaces de patrimonializarla, es decir, de arrogarse la representatividad de la misma, habrán logrado una cuota de poder que tan solo se sustenta en el propio principio que pide ese anhelo y que es, por tanto, independiente de cualquier necesidad específica de verdad» (p. 274). Aunque no siempre son tiradas largas sus frases: «Hemos dejado de creer en Dios, pero creemos en Steve Jobs» (p. 279). Ni todo son aparentes certezas: «¿cómo rebelarse contra aquello que nos enseñó alguien a quien amábamos y admirábamos sin medida? ¿Cómo admitir, sin un sentimiento de traición, que aquello que ese alguien nos enseñó no era, finalmente, sino una patraña sin más fundamento que la fe que nos despertaba alguien que nos parecía admirable? ¿Cómo aceptar, por el contrario, el sentido común de aquello que nos fue transmitido a través de la crueldad o la sordidez? ¿Cómo lograr, si no una reconciliación intelectual, sí al menos una cierta comprensión de aquello otro que nos fue transmitido a través de esa crueldad y sordidez?» (p. 148)

            Quizá los otros dos libros ya publicados por Ruiz Zamora den la pista del autor que le sirve actualmente de apoyo, tras tanto resbalar. Me refiero a su edición de textos del pensador hispano-norteamericano Jorge/George Santayana George Santayana. Ejercicios de autobiografía intelectual y a la colecciones de ensayos propios titulada El poeta filósofo y otros ensayos sobre George Santayana. Porque, efectivamente, se percibe un aroma santayaniano en gran parte del argumentario que Ruiz Zamora opone sutilmente a las modas filosóficas. Dado que estas hunden sus raíces en el idealismo y en Heidegger, nuestro autor le opone un materialismo razonable à la Santayana, con visos de sistema que, sin incoherencias, ancle las grandes cuestiones filosóficas sobre el ser, la razón, la verdad, lo espiritual, la vida, la belleza. Y no está solo en el empeño de recuperar, ya como clásico, el pensamiento de Santayana. Otro libro reciente, Democracia, Islam, Nacionalismo, del prolífico Ignacio Gómez de Liaño, incluye dos capítulos sobre Santayana como ayuda para entender las religiones políticas que azotaron, y azotan, los derechos democráticos de los individuos: uno dedicado a la novela El último puritano —novela que, dicho sea de paso, está pidiendo a gritos desde hace años una reedición—, donde Santayana reconstruye las debilidades del puritanismo, y otro dedicado a su concepción estética del catolicismo.

            Como colofón, citaré una de las cuarenta y tres notas al pie que incluyen estas doscientas diez Notas —sí, no hay error: la notas llevan sus propias notas—: «Existe una insistente apología del libro como fuente de tolerancia, pero se elude identificar su frecuente presencia en la fenomenología del fanatismo» (p. 78). ¿Qué lector resiste la tentación de añadir una nota a esta nota sobre su nota?

 

 

 

 

Manuel Ruiz Zamora, Notas a pie de página [Fragmentos filosóficos], La Isla de Siltolá, Colección Levante, Sevilla, 2018.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Daniel Moreno Moreno

24 de enero de 2020

“Sólo la niebla era real”, escribió José María Conget en La bella cubana. Llevamos tres días en Zaragoza sin ver el sol y la realidad de la niebla se ha impuesto sobre las demás realidades. A cuatro horas en AVE de la niebla zaragozana, en Sevilla, Conget responde a las preguntas y cuenta los días que le faltan para entrar en el quirófano. Van a operarle la rodilla y tardará meses en volver a Zaragoza, la ciudad a la que siempre acaba regresando.

  Si Luis Martín Santos escribió en Tiempo de silencio el Ulises de Madrid, Conget escribió, en Comentarios (marginales) a la guerra de las Galias y en Gaudeamus, el Ulises de Zaragoza.

 

Memoria de Zaragoza

- ¿Qué queda de tu Zaragoza?

- De mi Zaragoza, como tú dices, poco queda, o nada más bien. Es ya pura memoria y sospecho que desfigurada, como la mayoría de los recuerdos.

- Hace años que cerró el café Gambrinus y ahora ha cerrado el cine Elíseos. Pero Los Espumosos se han reproducido y extendido por toda la ciudad.

- Hay ciudades cuya estructura misma impide cambios radicales, como le ocurre a Manhattan. Toda gran urbe es un palimpsesto y el distrito estrella de Nueva York se reescribe sobre un plano que admite pocas transformaciones: cambian, sí, los establecimientos de comercio, algunos edificios, los hábitos de sus ciudadanos. Pero si una máquina del tiempo me transportara a 1925, pongo por caso, y me depositara en la calle 53 con la Octava avenida, donde yo vivía, no tendría ningún problema para ir caminando hasta el Village. Vale, tampoco me perdería en la Zaragoza de 1925 si quisiera ir desde mi casa hasta el Pilar, o quizá sí porque en 1925 donde se alza ahora mi casa había un descampado. Zaragoza ha crecido por barrios que me son totalmente ajenos. Para mí terminaba en el Ebro, o no, un poco después de cruzar el puente, donde abría el cine Norte, que de vez en cuando programaba películas perdidas. Ahora a cuánta gente le cobija el Actur, un barrio impersonal que sin duda ofrece buenos servicios pero que es similar a docenas de barrios en los extrarradios de Cuenca, Cáceres o Pamplona. Y no es que eche en falta la atmósfera zaragozana de los cincuenta, mi infancia, o de los sesenta, mi juventud: era una ciudad casposa, puritana, mediocre, inculta y dirigida por una clase patricia que concentraba toda la vulgaridad del franquismo, que ya es decir. La nostalgia, si existe, es por mi propia inocencia y por algunos lugares concretos que redimían -o eso creía yo- de la cutrez generalizada, el cine Elíseos, que tú mencionas por ejemplo, que con su marchamo selecto de Arte y Ensayo nos regalaba el espejismo de que por fin teníamos acceso al gran cine mundial y nos habíamos vuelto definitivamente europeos. Y luego hay que mencionar el apego afectivo a unas esquinas, unos rincones del parque, unos bares -todos desparecidos, de Los Espumosos, donde tomé mi primera cerveza (con limón) solo queda el nombre de una franquicia-, unas librerías, ciertas calles y plazas que se encierran en pequeñas burbujas de la memoria por estar asociadas a episodios que me conmovieron (o me destrozaron) en mi pasado. Zaragoza sale en todos mis libros -a veces de manera camuflada- como un impuesto sentimental que pago a la persona que fui, quizás en un intento ingenuo de no perder la frágil identidad. Pero la Zaragoza actual poco tiene que ver con la de mi recuerdo -aparte de mi casa, sigo viviendo en el edificio del Paseo María Agustín donde nací-, es mejor en muchos aspectos (como el resto del país, por otro lado), ya no te pueden llevar a comisaría por besar a una chica en un banco del Cabezo y los jóvenes poseen un nivel de información que, por razones obvias, nosotros no podíamos alcanzar; ahora bien, no consigo casi nunca la madeleine necesaria para conectarme con aquellos espacios que el tiempo ha devorado. Te acordarás de aquel soneto de Quevedo -o que tradujo Quevedo de un poeta siciliano que lo escribió en latín-, aquel de "Buscas en Roma a Roma, oh, peregrino"... y a Zaragoza misma no la hallas. El Ebro sigue ahí, es verdad.

- Los escenarios en los que suceden tus novelas y relatos son siempre urbanos. O casi siempre. En Comentarios y en Palabras de familia aparece un escenario rural: Borja.

- Soy un escritor de poca imaginación, sin capacidad para situar la acción de un relato en un lugar donde yo no haya vivido. Eso que los ingleses llaman spirit of place para mí no tiene que ver con la historia, el folklore, los monumentos de una localidad, o al menos no esencialmente, sino con lo que yo he captado a través de una cotidianidad sensorial: olores, sombras, formas, sonidos. He dicho en otras ocasiones que escribo de memoria y me refiero a eso, al intento de recobrar fragmentos de emociones del pasado. Y es cierto, soy muy urbano pero tengo recuerdos muy vívidos y numerosos de mis veranos infantiles en Borja. Mi padre trabajaba allí de oficial de notaría y los domingos se sacaba un modestísimo sobresueldo ejerciendo de secretario del ayuntamiento de Maleján; esos pueblos y enclaves aledaños, Ainzón, Agón, donde mi abuelo tenía una carpintería, el Santuario de Misericordia, están asociados a sensaciones muy intensas relacionadas con personajes -la tía Pedorra, el practicante Patricio, el enano violento, la muda que trabajaba en la fábrica de jabón-, terrores nocturnos, estampas fijas, en blanco y negro, de callejas y plazas, todo matizado por las fabulaciones de la memoria, como he podido comprobar después. El último verano que pasé allí fue el de mis nueve años, el verano de 1957. Borja aparece en alguna página mía autobiográfica pero sólo tú te has dado cuenta de que se inmiscuye en varias ficciones, yo ni me acuerdo.

 

“Le debo a Proust el hallazgo de caminos de la sensibilidad hacia la recuperación emotiva del pasado”

- Alguna vez he pensado que la carretera de Maleján, de la que hablas en Comentarios y en Vamos a contar canciones, es de algún modo tu camino de Swann. 

- Como tantos otros lectores, le debo a Proust el hallazgo de caminos de la sensibilidad hacia la recuperación emotiva del pasado. Pero no puedo identificar su mundo burgués, refinado y parisino con ningún aspecto de mi infancia en una familia de clase media baja, que vivía en un pueblo donde no había agua corriente y ni un solo libro abultaba un rincón de la casa de mis padres (años después sí tuvieron su pequeña biblioteca). Por la carretera de Maleján no se veía avanzar a ningún sofisticado Swann; la recorríamos los domingos mi padre, mi hermano y yo cantando a grito pelado cuando volvíamos a Borja, y no precisamente una melodía que se aproximara a un adagio de Vinteuil o similar. Es uno de mis emblemas de la felicidad. Sin mezcla de Swann ni de literatura.

- Uno de tus libros se titula El olor de los tebeos. ¿A qué te olían los tebeos cuando eras niño y a qué te huelen ahora?

- Tal vez porque me adorna un apéndice nasal considerable (parecido al del actor Karl Malden), poseo un olfato poderoso y sutil. De niño jugaba con mis hermanos a que era capaz, con los ojos cerrados, de adivinar la editorial a la que pertenecía la novela de Salgari (mi autor favorito entonces) que me acercaban a la nariz: las de Calleja se distinguían perfectamente de las más modernas de Molino, y no digamos de las chilenas Zig-Zag, a las que atribuía yo un aroma oceánico. Lo mismo ocurría con los tebeos. El Guerrero del antifaz y El Capitán Trueno, el Jaimito y el Pulgarcito no sólo representaban dos modos diversos de entender las aventuras y las historietas de humor -el estilo de la editorial Valenciana y el de la editorial Bruguera, tan diferentes para el lector como para el cinéfilo el look de una película de la Universal de otra de la Metro-, es que además, en razón del papel o la tinta utilizados, olían de manera distinta, por no hablar del olor peculiar de los tebeos mexicanos de Novaro, los más caros del quiosco y los de aroma más potente. Pero en mi libro el olor de los tebeos es el olor del tiempo. Y el tiempo no ha pasado por los tebeos actuales.

 

“Un olor feliz de la niñez es el de los cines de Zaragoza”

- Al comienzo de Comentarios se habla del perfume de la niñez. Toda tu obra está llena de olores, unos agradables, melancólicos, y otros no tanto. ¿Qué olores, felices e infelices, han marcado tu vida?

- Un olor feliz de la niñez es el de los cines de Zaragoza, el de los de estreno y también el de los de barrio -a pipas, chicle, orines-, y a su vez había muchos matices diferenciadores según las empresas. La casa de mis padres en la Rochapea de Pamplona no despedía un olor a desdicha sino a frío en invierno, el frío huele y los de mi quinta lo saben muy bien. Otro olor alegre es el del cuerpo de la persona amada, no el de su colonia o su perfume sino el olor inconfundible de su piel. Y un olor espantoso: el de la mili, y más si se tiene en cuenta que el cuartel donde la padecí albergaba cuadras de mulas y caballería.

- Con treinta y muy pocos años publicaste, en Hiperión, Quadrupedumque, la primera entrega de una ambiciosa trilogía novelística en la que había una voz, un tono (entre humorístico y melancólico), un ritmo sintáctico y una aglutinante manera de contar ya definidas. ¿Cuándo empezaste a escribir? ¿Qué habías publicado antes de Quadrupedumque? ¿Por qué caminos llegaste a la Trilogía de Zabala?

- Antes de Quadrupedumque no había visto impresa ni una línea de la que fuera autor, ni siquiera en la prensa local, y tenía treinta y tres años cuando Hiperión editó mi primera novela. Comparado con otros escritores de mi generación, fui un publicador tardío, pero escribía desde siempre; en ingreso de bachillerato parí una novela bélica que se titulaba El refugiado (la conservo, es muy graciosa) y con otros tres compañeros del colegio componíamos un tebeo, Los cuatro Rebeldes, cuyo único guionista -he sido siempre un torpísimo dibujante- era yo. Además durante el verano contaba cada noche a mis hermanos un cuento de aventuras que se continuaba hasta principios de octubre, cuando yo me volvía a Zaragoza. Creo que con esos relatos nocturnos, que plagiaban películas, tebeos y novelas juveniles, aprendí ciertas cosas sobre la narración oral a las que he vuelto de mayor. En la adolescencia me inventé un alter ego, Zabala, que protagonizó  sucesivas novelas cortas: Algo sobre Zabala, Algo sobre Zabala 2, Algo más sobre Zabala y así, me faltó sólo Zabala ataca de nuevo. En fin, cumplidos los veinte comencé un novelón que me llevó dos lustros de sudores; se llamaba Utis, título que remite, con ambición petulante, a cierto libro de Joyce de lejana inspiración homérica (el mío también transcurría en un día pero zaragozano en vez de dublinés). Al terminarla me di cuenta de que era infumable; las primeras páginas adolecían de una ingenuidad aplastante y, aunque mejoraba conforme avanzaba, carecía de unidad de estilo y hasta de propósito. Aparte de que yo había leído mucho más y la lectura me había vuelto humilde rebajando mis pretensiones. Luego ya vino Quadrupedumque, que escribí en nueve meses, un embarazo. El niño me salió tan pedante como el título. No pensaba que iniciaba una trilogía hasta redactar las últimas páginas, entonces me apeteció seguir con el personaje -al fin y al cabo había pasado toda mi vida alimentándolo- para trazar una especie de retrato generacional, algo que se acentuó en la tercera entrega, la más autobiográfica, que transcurre a lo largo del curso 1968-69 en la Universidad de Zaragoza. Había observado cómo mis contemporáneos estaban construyendo a posteriori un sesentayochismo heroico de lucha antifranquista -y algunos de verdad se jugaron el pellejo-, cuando yo había conocido a muchos de ellos en la Babia política, como yo mismo, que sólo en la mili tomé conciencia plena de lo que pasaba en mi país.

 

El ambiente universitario de finales de los años sesenta

- En Gaudeamus retrataste el ambiente universitario de la Zaragoza de finales de los sesenta. ¿Qué amistades y magisterios de entonces te ayudaron a forjar tu vocación? ¿Qué libros y películas y discos compartisteis y os marcaron para bien o para mal? ¿Cómo ves ahora, desde la distancia, aquellos años, aquellos sueños?

- Creo que a los dos meses de entrar en la universidad me había dado cuenta ya de que aquello era una gran tomadura de pelo. Había profesores ogro-fascistas, profesores gandules, profesores majaras y alguno alcohólico; lo difícil de encontrar era un catedrático que respondiese a la idea (platónica) de conocimiento, vocación docente y capacidad de transmisión del saber que yo esperaba ingenuamente de la profesión. Claro que recuerdo algún caso aparte, como el bondadoso señor Frutos, apegado todavía a la escolástica pero tolerante con los alumnos que íbamos por otros derroteros. Y tuve la suerte de que me impartiera un curso Mainer, que estaba iniciando su carrera y era ya un sabio en materia literaria. Empecé Románicas, me aburrí pronto y me pasé, sin saber inglés, a Filología Moderna, que me ofrecía un futuro en el que podría leer en original a muchos escritores que admiraba. En fin, iba al cine todos los días con Manuel Aguirre, amigo desde los seis años, y devoraba toda clase de libros, incluidos unos cuantos esotéricos por influencia de otro amigo, Luis Salete, que estaba entonces bajo la fascinación de un pintoresco gurú maño que "podía abandonar su cuerpo como nosotros dejamos la chaqueta". Más o menos fabulado, conté todo esto en Gaudeamus. Aprendí mucho más leyendo por mi cuenta y en las salas de cine que en las aulas. En cuanto a la música, yo era un chico raro. Nunca me interesó el rock, y ahí sigo, los Beatles me dejaban indiferente -ahora los oigo con la melancolía que proporciona la pátina del tiempo- y escuchaba sobre todo clásica, canción francesa y el folk angloamericano que empezaba a llegar, los Chieftains, Joan Baez, Pete Seeger, esas cosas. Tardé en aficionarme al jazz, debo mi apertura musical a Maribel. Los libros que significaron algo para mí... una lista interminable. Mi introducción a la literatura seria comenzó en la primera adolescencia con los narradores eduardianos -Chesterton, Wells, Kipling, que hoy continúo apreciando-, los novelistas rusos, Dostoyevski a la cabeza, la generación del 98 y los clásicos españoles, Cervantes, la Celestina, el Lazarillo…, que no dejan de maravillarme hasta ahora mismo, nada original, como ves. Y la poesía de los siglos de oro, por supuesto. No soporto, sin embargo, nuestro glorioso teatro nacional. Y allá por  el 67 o 68 el fogonazo deslumbrante de los latinoamericanos y el paulatino descubrimiento de nuestros exiliados. Y tantos más, toda la gran novela burguesa del XIX, Galdós, Dickens, Flaubert, Clarín...Ya no he vuelto a leer con aquella pasión, aunque recientemente he regresado a Rojo y negroAna Karénina y Little Dorrit y qué asombro y qué placer renovados.

 

Los collages que confecciona el recuerdo

- “El recuerdo confecciona collages peregrinos”, se lee en Comentarios. Tu obra está hecha de esos collages que confecciona el recuerdo y también has utilizado el collage como técnica narrativa. 

- Dices que he utilizado el collage como técnica narrativa. Pues no he sido consciente de ello. Es verdad que los capítulos de mis tres primeras novelas no se redactaron en el orden que se publicaron; yo los iba escribiendo según las apetencias del momento o las ganas de experimentar con un estilo determinado, a veces me proponía pastiches voluntarios y secretos (son fáciles de percibir) de autores que leía en la época, Benet, por ejemplo, o García Hortelano. Esa forma de componer produce un efecto  de collage, tienes razón. Luego me he sometido a unas estructuras narrativas menos aleatorias y que en realidad son más difíciles.  Aunque lo de los pastiches me tienta de vez en cuando. En La bella cubana hay uno de Cortázar; volví a leer Rayuela, que había sido un antes y un después en mi juventud, no me gustó casi nada y me dio tanta pena, porque a su autor le tengo un aprecio especial, que decidí compensar el desapego con una imitación. Tonterías con las que se divierte uno.

- También a ti, como al autor de la célebre novela de inspiración homérica, te marcaron los jesuitas...

- Fui a los jesuitas por el esnobismo de mi abuela. Pasaba con mis padres y hermanos el verano y las navidades, pero durante el curso vivía con mi abuela materna y mi tía, que dirigían un taller de alta costura de bastante prestigio en Zaragoza. Y mi abuela, sin duda deseando lo mejor para mí, me matriculó en el colegio adonde sus clientas, todas de la burguesía local, llevaban a sus retoños. De modo que yo compartía pupitre con los hijos de la clase dirigente que debían recibir una educación encaminada a que ocupasen con los años los puestos de sus progenitores. Fue un flaco favor, la verdad. Me sentí siempre como un infiltrado y aprendí a ocultar mi "inferior" condición social desde pequeño, me convertí en un disimulador. Por otro lado, si atendemos a lo académico, la formación era muy deficiente y en muchos casos oscurantista. ¡Y la obsesión de los curas por el pecado!..., o sea, por el sexo, que alcanzaba su culminación en los siniestros ejercicios espirituales de la Quinta Julieta, esos que mimetizó a la perfección el irlandés famoso. A la maldad de los directores de las congregaciones marianas -los Kostkas y los Luises en el lenguaje ignaciano- sólo les encuentro la excusa de la estupidez que luego percibí en ellos. Dos excepciones. En cuarto y sexto de bachillerato me dio clase de literatura un jesuita joven de superior inteligencia que me instó a que escribiera y con el que mantuve amistad y una correspondencia epistolar hasta su muerte; se llamaba José Joaquín Alemany y dentro del campo de la teología era una eminencia. Le guardo un cariño y una gratitud inalterables. Y tuve un magnífico y estrafalario profesor de Latín en Preuniversitario, el padre Garayoa, que me hizo traducir media Eneida y coger gusto por la poesía latina; también dirigía el coro del colegio con talante wagneriano, entusiasta e irascible.

 

“La conciencia del paso del tiempo es lo que me pone un nudo en la garganta”

- ¿Te ha ocurrido con algún director de cine lo mismo que con Cortázar? ¿A cuáles, por el contrario, vuelves siempre con "asombro y placer renovados”?

- Ojo, no me desencantó Cortázar sino Rayuela, y con todo hay capítulos de la novela que sigo disfrutando. Pero yo la había mitificado y por eso mismo me resistía a su relectura, me daba miedo descubrirle defectos a un libro que había supuesto mucho para mí. De cualquier modo su influencia fue beneficiosa. Y hay cuentos de Cortázar que he leído repetidamente y la magia permanece intacta. Con el cine es distinto. No sé cuántas veces he visto Shane (Raíces profundas se llamó aquí) o El tercer hombre y no dejan de conmoverme, pero no estoy seguro de que la emoción proceda de las películas mismas y no de  las emociones acumuladas a lo largo de los años, como si fuera la conciencia del paso del tiempo -de los yoes que he sido cada vez que las veía- lo que me pone un nudo en la garganta. Me pasa con unas cuantas más, con rtigo, por ejemplo, con Los paraguas de Cherburgo. Ya ves que hablo de títulos y no de directores. Es un campo en el que he sido muy fiel a los amores juveniles...y a mis fobias. Hombre, claro que hay épocas en las que valoras ciertas novedades que luego una perspectiva más amplia coloca en su sitio. Pienso en el cine de Almodóvar, que hizo visible en el mundo nuestra cinematografía y sólo por eso hay una deuda contraída con él. Pero he vuelto a ver sus primeras películas, que me parecían tan frescas, y aun juzgándolas más interesantes que lo que hace ahora, creo que han envejecido mal. O el que ha envejecido mal soy yo, todo puede ser.

- En Vamos a contar canciones, publicada en 1999, decías que Maribel y tú habíais contabilizado cerca de dos docenas de domicilios a lo largo de vuestra vida en común, número que, supongo, se habrá incrementado desde entonces. ¿De qué casas os ha costado más separaros?

- Hubo otro domicilio, en la rue de l'Université de París, pero ahí terminaron las mudanzas. De todas las ciudades donde he vivido me ha costado despedirme, bueno, de Glasgow no demasiado, era tan deprimente, pero la vivienda que más me apenó dejar fue la última que tuvimos en Londres, en el área de Notting Hill, a unos metros de Portobello. Y fue desgarrador marcharnos de Nueva York, no tanto por la ciudad, que por supuesto, como por separarnos de nuestra hija, que se quedó allá y sabíamos que no volveríamos a vivir juntos salvo en vacaciones o de visita, era un fin de etapa en más de un sentido y todo fin de etapa constituye un recordatorio del carácter pasajero de nuestra existencia, de que no hay billete de vuelta y que lo único que permanece es lo que cargamos en la memoria.

- Me da la sensación de que cada una de las ciudades en las que has vivido representa, dentro de tu obra, un estado de ánimo diferente.

- En el terreno personal yo diría que más que una diferencia de estado de ánimo hay una diferencia de edad. Y de circunstancias. A Glasgow llegué con 24 años y dejé París con 55. Nos presentamos en Perú sin trabajo y sin pensar que, una vez transcurrido el plazo de permanencia como turistas, seríamos ilegales; a otros países fui respaldado por contratos desde mi país. ¿Se refleja eso en mi obra? No sabría responderte. Los personajes masculinos de mis relatos suelen ser tipos frustrados, condenados a la soledad y pesimistas, vivan donde vivan. Sin embargo los textos de no ficción que he dedicado a las ciudades en las que he residido reflejan a una persona bastante mejor instalada en su realidad. Dejo a un aficionado al sicoanálisis la explicación de estas peculiaridades. Yo tengo la mía pero no es interesante.

 

Buscar la naturalidad de una forma expresa puede ser un impedimento para conseguirla”

- Me acuerdo de Félix Romeo, a la salida de la presentación en la librería Antígona de Espectros, parpadeos y Shazam! Estábamos en la terraza de un bar y Félix nos leía fragmentos de tu libro y, elevando su ya de por sí elevado tono de voz y aporreando la mesa con el libro, nos decía: "Así quiero escribir yo, con esta naturalidad". ¿Cómo se llega a escribir con naturalidad? ¿Y cómo se transmite esa naturalidad al lector?

- El inolvidable Félix ejercía la virtud, entre otras, de ser muy generoso con los amigos; él escribía como hablaba, no podía ser más natural. Yo empecé cultivando una prosa con tendencia a periodos sintácticos muy complejos, y con los años, sin que haya desaparecido del todo ese rasgo de estilo, me he ido aproximando a un registro coloquial culto, quizá como resultado de la oralidad impuesta a muchos de mis relatos, que se ciñen a historias que alguien cuenta a otra persona. Buscar la naturalidad de una forma expresa puede ser un impedimento para conseguirla; es como recomendar a alguien que, antes de una entrevista de trabajo o con vistas a seducir a un tercero, sea espontáneo, imposible ser espontáneo si tratas de serlo. En mi caso la supuesta naturalidad surge de otro planteamiento, el del punto de vista del narrador: si se renuncia a la omnisciencia, ¿quién cuenta el cuento y por qué? La mayoría de las novelas españolas que escogen la primera persona no justifican esa elección, aparte de la comodidad del escritor con ese yo narrativo. Por eso en mis libros los personajes escriben cartas o se enfrentan a un interlocutor y yo transcribo su conversación o monólogo. Lo que no deja de ser convencional asimismo, pero es un método que apacigua mis escrúpulos. Ahora bien, en los ensayos o artículos procuro expresarme como lo haría de viva voz, con la ventaja de que pueden evitarse los latiguillos o incoherencias.

 

“Ir al cine me gusta más que ver películas”

- El cine, una de las grandes pasiones de tu vida, está presente de un modo u otro en todos tus libros.

- En no sé qué novela mía el protagonista afirma que su verdadera patria es el cine. Tendría que haber dicho las salas de cine, que conforman una geografía internacional, multilingüística y sin fronteras. Ahora que el cine, como lo concebíamos, está desapareciendo y cada día cierran salas en todo el mundo, creo que ir al cine me gusta más que ver películas. Por muy grande que sea la pantalla doméstica y muy completa la oferta de cadenas de televisión a la carta, ver una película en casa carece del carácter entre misterioso y balsámico que para mí presenta el consultar la cartelera, salir a la calle, sacar tu entrada, esperar a que se apaguen las luces y sentir que los conflictos personales, las obligaciones enojosas, la discusión con el vecino quedan marginados durante un par de horas en las que ese refugium peccatorum te protege de la realidad. Así lo experimentaba de niño. "El cine es más hermoso que la vida", asegura Truffaut, o un personaje de Truffaut, en La noche americana. Yo ahora pienso lo contrario, aunque el cine continúa creando un grato paréntesis, con un tiempo distinto, en medio de las turbulencias del otro tiempo, el exterior.

 

“La literatura y el cine son dos lenguajes distintos y las influencias mutuas son referenciales”

- ¿Te has servido deliberadamente de técnicas cinematográficas para componer pasajes de tus novelas o algún relato?

- En efecto, mis libros están llenos de referencias cinematográficas, ahora bien, jamás he pretendido utilizar una técnica de cine porque, entre otros motivos, es imposible. En la década de los veinte del siglo pasado hubo una ingenua aspiración por parte de las vanguardias a reproducir en verso o en prosa travellings, primeros planos, fundidos, etc y se escribieron poemas cinemáticos y cuentos fílmicos (Jarnés, por ejemplo, publicó un par de ellos). Juegos infantiles, analogías que han servido para entretener a profesores y a mí mismo. Pero repito la perogrullada: la literatura y el cine son dos lenguajes distintos y las influencias mutuas son referenciales. Se dice que el montaje de Griffith inventó el suspense y luego los novelistas hemos aprendido, gracias al cine, a "montar" nuestras historias. Bien, Griffith se inspira de hecho en Dickens y ya en los folletines del XIX se utilizaba la técnica del suspense como método de enganche del lector. Lo que sí es cierto es que la fascinación por el cine ha llevado a algunos autores a tratar de plasmar con palabras ciertas imágenes que le conmocionaron en la pantalla, y así, cuando una página describe cómo un coche de ventanillas oscuras dobla una esquina, el lector avispado  percibe que el narrador quiere conseguir la misma reacción que sintió viendo  el coche de Bogart doblar una esquina, lo que no deja de ser un tanto pueril.

- ¿Nunca te ha tentado la idea de escribir un guión o de ejercer la crítica cinematográfica?

- No, nunca he escrito un guión de cine, ni siquiera lo he deseado. Tampoco he asistido a un rodaje cuando algún director me lo ha ofrecido. Sería como perder la inocencia. Durante unos meses tuve en prensa una columna semanal sobre cuestiones cinematográficas; sería abusar de la palabra "crítica" encasillar dentro de ese género periodístico las opiniones que yo vertía allí. Con los años he llegado a la conclusión de que nuestras reacciones estéticas son viscerales, aunque luego las embadurnemos de argumentos razonables; el gusto es una facultad arbitraria, por eso es absurdo querer convencer a alguien de que la película que le ha gustado es una porquería o viceversa. Entiendo que mucha gente inteligente se encandile con el cine de Lars Von Trier pero sus "razones" no me valen frente al rechazo que yo experimento hacia los productos de ese señor, y mis "razones" para rechazarlos son tal vez las que ellos esgrimen para ensalzarlos. Ya ves, soy un visceral escéptico.

 

“La poesía es el género literario más intenso”

- Rastreaste la huella del cine en la poesía española y editaste una preciosa antología: Viento de cine. Hay momentos, además, en que tu prosa adquiere una indudable intensidad poética. ¿Qué relación mantienes con la poesía?

- He sido lector de poesía toda mi vida, hasta hace unos años. Ahora leo muy poca, la que escriben los amigos y de vez en cuando retomo a los clásicos. No deja de maravillarme la abundancia nacional de líricos. Aquí, en Andalucía, levantas una piedra y sale un poeta, "como los escorpiones", que decía Quevedo, "y a pesar de todo hermanos en Cristo". Se leen entre ellos, se maldicen entre ellos, se cotillean entre ellos. Algunos no han perdido ese ridículo aire sacramental cuando leen sus versos en público. Quizás un empacho de poetas me ha alejado de los poemas. Pero es verdad, mi obra contiene citas y parafraseos de muchos poemas amados. A veces, sobre todo al principio, supuraba una especie de prosa poética que hoy me avergüenza. La poesía es el género literario más intenso y que puede emocionar más hondamente. La prosa también consigue a veces esa intensidad, sólo que para ello no debe utilizar las técnicas del verso; hay narradores que para lograr cierto ritmo escriben sin darse cuenta en endecasílabos, eso es un error y genera un estilo pastelero. Si alguna vez he conseguido en un texto parecidos resultados a los de un buen poema, me alegro, pero no convierte mi prosa en poética, Alá me libre.

 

“Me irritan los dogmas estéticos tanto como el canon, ese invento siniestro del gremio académico”

- Uno de los mejores relatos de la literatura española reciente se titula "Una investigación literaria" y forma parte de Bar de anarquistas. No es la única pieza magistral que hay en tus libros de relatos. ¿Cuál sería tu decálogo del cuento?

- ¿Te gustó ese cuento? Tengo la impresión de que mis libros de relatos pasan sin pena ni gloria y tampoco estoy seguro de que se merezcan una u otra. Durante años me resistí a publicar relatos cortos, tenía el objetivo contundente de la novela, a pesar de que en todas ellas introducía de polizón un cuento (o varios). Fui encontrando tanto placer en la brevedad que me impuse por fin el propósito de componer un volumen de cuentos; también ayudó que me bloqueé tras los primeros capítulos de una novela, La bella cubana. Ahora espero, si las musas no son hostiles, alternar las dos distancias narrativas. Y no, no tengo un decálogo. Hay escritores cuyo ars poetica, por llamarlo de algún modo, se corresponde exactamente a lo que ellos hacen. No es mi caso, mis gustos son muy católicos y disfruto igual con Nabokov que con Dostoyevski, a quien el primero detestaba, con Borges que con Galdós, al que el argentino supongo que despreciaba tanto que jamás lo nombra. Me irritan los dogmas estéticos (en cine el grupo Dogma me produce urticaria) tanto como el canon, ese invento siniestro del gremio académico. Aparte de que ya sabes que los decálogos se crean para transgredirlos.

 

“El maestro supremo del relato corto es Chejov”

- En algunos de tus cuentos asoman sus cabezas escritores como Borges, Cortázar o Monterroso y en otros se percibe el aroma de los maestros norteamericanos del relato breve. ¿Quiénes son tus cuentistas?

- Los tres latinoamericanos que mencionas, por supuesto, un grupo al que habría que sumar a Bioy y a Onetti. De los estadounidenses contemporáneos, Carver y Tobias Wolff, bueno, y Cheever, que queda un poco más lejos. Para mí el maestro supremo del relato corto es Chejov. Hay muchos otros, los americanos del XIX, Kipling cuando no hace propaganda del Imperio... Entre los españoles actuales me parecen excelentes Hipólito G. Navarro y Juan Bonilla; y lamento que Ignacio Martínez de Pisón se haya apartado un tanto de un género en el que consiguió logros magníficos. Quiero citar dos de mis cuentos favoritos porque me hicieron reír a carcajadas, y eso no tiene precio: "Teniente Bravo", de Juan Marsé; y "Muerte de Sevilla en Madrid", de Bryce Echenique.

 

Sobre la editorial Pre-Textos

- Publicaste tu primera, segunda y tercera novelas en Hiperión y has publicado en Alfaguara, en Xordica, en Renacimiento y en Point de Lunnettes, pero tu editorial es Pre-Textos. ¿Qué te une a ella?

- He publicado ocho libros con Pre-Textos y el noveno está en capilla, aparte de colaborar en el volumen colectivo que celebraba los 25 años de la editorial. Sus ediciones son casi artesanales de tan cuidadas, no contienen erratas, la atención a los aspectos materiales del libro es máxima. Y han depositado en mi obra -y en el talento de mi hijo Miguel, que ha diseñado las últimas portadas- una fe y una confianza dignos de mejor causa pues mis ventas no justifican que continúen publicándome. Hay otro aspecto que destaco: su independencia, ahora que casi todo está mediatizado por intereses ajenos a lo literario. Manuel Borrás, la persona que selecciona las publicaciones, no tiene que aceptar presión externa porque Pre-Textos no pertenece a un grupo multinacional o asociado a los media de prensa y televisión, y sus decisiones se basan en la honradez de su criterio, el de un hombre de extensa cultura y aguda sensibilidad literaria. Y vaya, no trato de ensalzar mi obra indirectamente sino de señalar una realidad objetiva y mi satisfacción por estar integrado en ella, o como diría Guillermo Brown, sólo hago constar un hecho. Ah, y tampoco me mueve la amistad personal; tengo un gran aprecio por el trío directivo de Pre-Textos pero a dos de ellos sólo les he visto un par de veces en tantos años, y con Borrás he coincidido en dos ocasiones más. Me publicaron sin conocerme, fue sugerencia del poeta sevillano Fernando Ortiz que les enviara una novela, Palabras de familia, y el resto es historia.                                                  

 

Maribel Cruzado, mi compañera

- Destinataria de varios de tus libros, Maribel Cruzado también es uno de los personajes principales de tu obra, y no sólo de la parte de no ficción.

- Maribel Cruzado es mi compañera desde que yo tenía veinte años. El único libro mío de ficción en el que aparece es La bella cubana. En la trilogía primera sirvió de modelo parcial para la protagonista femenina, pero hay un montón de detalles objetivos que las diferencian: la novia de Zabala rompe con él, no tiene hijos y su peripecia sentimental es bien distinta a la de mi mujer. El carácter, sobre todo eso que en Aragón llamamos rasmia, las identifica y cierta manera valerosa de enfrentarse a las dificultades, tal vez sea lo mismo. En La bella cubana salimos brevemente los dos con la intención, no sé si lograda, de crear distancia entre mi propia vida y la de los personajes principales, para evitar la tentación de las interpretaciones autobiográficas. En las obras de no ficción es normal que, si hablo de viajes, amistades, hábitos cotidianos, cumpla un papel la persona con la que comparto todo.

- ¿Qué opinas de las series de televisión? ¿Compartes el entusiasmo que despiertan algunas de ellas? ¿Crees que son, como se dice, el presente y el futuro del cine?

- La última serie de televisión que seguí fue Los intocables, a mediados de los 60 del siglo pasado, creo. Encendemos poco el televisor y por tanto no veo series. No tengo nada contra ellas salvo que, de engancharme a alguna, me quitaría tiempo para ir al cine. Es fácil imaginar un futuro no muy lejano en el que la gente se queda todas las tardes y noches en casa frente a una pantalla considerable, pues las salas de cine están condenadas a desaparecer, y ésa es para mí una imagen del apocalipsis de una época, y así lo traté de expresar en uno de mis relatos. Cada uno es hijo de su tiempo y yo lo soy del tiempo del cine, o mejor dicho, de los cines. Debo añadir que nuestro hijo, que es un experto en series, nos regaló Los Soprano completa, la fuimos viendo a lo largo de un año y estaba muy bien, aunque no es comparable a la capacidad de síntesis y la ausencia de otra clase de compromisos de El Padrino, por citar un ejemplo próximo a esa historia de mafiosos. También nuestra hija, que trabaja desde hace casi veinte años en la distribución de cine extranjero en Estados Unidos, nos insiste en que veamos otras series destacadas. Pero ya te digo, es un placer para cuyo disfrute no dispongo de tiempo.

 

“En mis clases no quería que asociaran la literatura con el estudio sino con el placer”

- Has trabajado muchos años como profesor. ¿Podría enseñarse mejor la literatura? ¿Cómo?

- No tengo certezas sobre los métodos más adecuados para enseñar literatura pero sí acerca de los negativos: los que se suelen utilizar en España, y me refiero a la enseñanza media, que conozco bien y que es donde se cuecen los rechazos de los chicos. Ocurre que en nuestro país no se enseña literatura sino historia de la literatura a base de memorizar manuales, sin que los adolescentes tengan un contacto directo con las obras y menos todavía con obras accesibles. Este verano me contaba una sobrina la preparación de Lengua y Literatura para la selectividad, donde sacó la máxima nota sin haber leído apenas y sin entender lo poco que había leído. Eso sí, se sabía perfectamente lo que el profesor les había dictado sobre el espacio y el tiempo en el Romancero gitano, que le parecía incomprensible. En mis clases yo prescindía de los libros de texto -un ahorro necesario para los padres- y no permitía a los alumnos que tomaran apuntes; proponía obras, las leían, las discutíamos, les obligaba a pensar, a expresar oralmente lo que pensaban y a escribir luego esas reflexiones, que yo corregía y comentaba minuciosamente. No quería que asociaran la literatura con el estudio sino con el placer. Por eso nunca suspendí a un alumno. Si al final Cernuda o Valle-Inclán les seguían resultando indiferentes -yo procuraba que no fuera así pero no siempre lo conseguía-, quién era yo para impedir que trabajaran de cajeros en un banco o estudiasen Químicas. Era una labor de seducción, y de seducción apasionada aunque no lo dejara traslucir. La práctica de esta materia no debería caer en manos de funcionarios con mentalidad de tales, sino en astutos donjuanes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Julio José Ordovás

Cuando estaba haciendo mis primeros intentos de escribir cuentos, hace más de treinta y cinco años, Onetti me atraía menos que Borges o Quiroga, que Kafka y Poe. Pero estaba allí, inquietándome a partir de su imagen vista en fotografías que lo mostraban serio, hosco y fumador, con algo fúnebre e indefinidamente melancólico instalado detrás de los lentes. Digamos que accedí a Onetti menos por lo que escribía que por su pinta de maldito, de turbio fraguador de la propia leyenda que lo precedía. Luego, a partir de la inevitable lectura de Bienvenido, Bob y El posible Baldi, la inquietud se consolidó, con el agregado de una sorda sensación de impotencia. Era posible disfrutar de la prosa borgeana sin sufrir la incapacidad de emularla; no era posible leer a Onetti sin ser agobiado por lo que no se ha de lograr. Probablemente, el aspirante a escritor que yo era entonces sufrió lo que Onetti ante Faulkner, con la diferencia de que el profundo Sur era algo lejano, crepuscular y extranjero, mientras que los habitantes del mundo onettiano andaban por ahí, a la vuelta de cualquier esquina montevideana o bonaerense.

Para el joven veinteañero que yo era, leer a Onetti significó un cataclismo y un prolongado padecimiento. También contribuyó, justo es decirlo aquí, un libro cuyo título me descolocó cuando lo ví: Las trampas de Onetti de Fernando Aínsa, editada por Alfa en 1970. Fue el primer ensayo que leí sobre el escritor –y el primero importante que alguien le dedicó- y en él encontré las claves de mi fascinación por Onetti a la par que me permitió decodificar no solo sus “trampas” – que Aínsa consignaba con rigor y lúcido abordaje crítico- sino los componentes humanos y el basamento existencial de su literatura. No obstante, lo más importante de ese testimonio de Aínsa estaba en la dedicatoria genérica de la obra: “A quienes, como Onetti, todavía creen en el destino propio de la novela”. Esa creencia todavía me habita.

Hoy, Juan Carlos Onetti es quizá uno de los autores uruguayos menos leídos en su propio país y no se cuántos jóvenes, aspirantes a escritores o simples lectores, pueden sentir lo que yo sentí cuando abrí por primera vez uno de sus libros. Onetti fue siempre poco leído, pero en vida su merecida fama de personaje hosco y de autor profundamente admirado por sus colegas, en especial los extranjeros, lo puso a salvo de las exigencias del mercado. Era lo que se dice un verdadero outsider, un frontera que vino a pisotear el jardín de lo establecido en el momento que aparece. Es fama que buena parte de la primera edición de su novela El pozo (1940) – la primera que publicó- tardó años en venderse y permaneció olvidada en los depósitos de la librería Barreiro & Ramos de Montevideo hasta que a comienzos de la década del 60 se pusieron a la venta 49 ejemplares en una liquidación. Si se entra a cualquier librería importante del Uruguay es difícil ver a primera vista ejemplares de las obras de Onetti exhibidos. Los que existen por lo general se apilan con discreción en algún sector de las mesas de autores nacionales, pero sin el lugar preeminente que merecerían. No disfrutan sus libros de la exposición de los de Eduardo Galeano o los del mismo Mario Benedetti, que hasta dispone para su vasta obra de exhibidores exclusivos en algún puto de venta. Las reediciones existentes de cuentos y novelas de Onetti son pocas –editores amigos me han comentado que es difícil la negociación de los derechos de reedición con su viuda y demás herederos- y más allá de la presencia de los excelentes tomos de sus obras completas, editadas por Galaxia Gutemberg y ofrecidas al desalentador precio de 75 dólares cada uno, la literatura de Onetti no merece espacios notorios para los libreros compatriotas. Ni que hablar de elementos recordatorios o promocionales como suelen ser fotografías, posters o un lugar destacado en vidriera. Esos espacios pertenecen a Paulo Coelho, J.K. Rowling, Ken Follet o, en lo doméstico, a cualquier crónica sobre hechos de la historia reciente, usos y costumbres de los uruguayos o las reiteradas biografías sobre gente que todavía vive. En las librerías uruguayas Onetti es invisible.

La cara opuesta de esta carencia es la venerada memoria de Onetti, que en Uruguay es custodiada por un grupo inorgánico de fieles intelectuales que, habiéndolo conocido y tratado o no habiéndolo visto nunca, asumen un conocimiento total sobre vida y obra del maestro, lo que emparenta su misión con la de guardianes de algo que podría definirse como la Santa Iglesia Onettiana. También están, por supuesto, los amigos que lo han sobrevivido y que celan del anecdotario o la correspondencia. En este año del siglo de Onetti, ellos habrán de ser sin duda los primeros en integrar las mesas de futuros coloquios que se realizarán en homenaje al maestro, para evitar desviación alguna en ese culto que ha determinado que Onetti sea prácticamente inabordable para los legos. Es cierto, Onetti es un autor arduo y que exige lectores atentos, por lo cual ha sido más admirado que leído, condición que comparte con Borges, por ejemplo. Pero si se sigue restringiendo la difusión de su obra –que en Uruguay no se consigue en su totalidad- a especialistas o fans y acotando el marco de participación del público a eventos puramente académicos para iniciados, el homenajeado seguirá siendo un agujero negro para las generaciones actuales de uruguayos.

En Uruguay el cine nacional está en auge y hasta gana premios internacionales, pero los cineastas uruguayos en general no encuentran en Onetti inspiración para los guiones de sus películas. Es notable que “Mal día para pescar”, largometraje basado en el cuento Jacob y el otro, dirigido por Alvaro Brechner, y que quizá se estrene este año, sea la primera obra de Onetti que se adapta al cine en territorio uruguayo. Hace diecisiete años, el realizador Pablo Dotta incluyó en El dirigible, referencias e imágenes de Onetti en un filme muy peculiar y personal pero que no se inspiraba en ningún cuento o novela del autor, pese a lo cual era una película indudablemente onettiana. Un poco antes, en 1980, el argentino Raúl de la Torre había filmado El infierno tan temido, con Alberto de Mendoza como protagonista. A comienzos de los 70, en México, una versión de El astillero quedó inconclusa ¿Es filmable Onetti? Claro que lo es y ofrezco dos ejemplos de historias que podrían ser magníficas películas en manos de directores inteligentes, capaces de captar toda la humanidad y ambigüedad de Bienvenido, Bob o Los adioses.

En Montevideo es escasa la presencia del nombre Onetti en el nomenclátor ciudadano. No existe una avenida o siquiera una calle que recuerde al gran acostado de nuestras letras. Apenas hay una plaqueta recordatoria en el legendario edificio de la calle Gonzalo Ramírez, donde Onetti vivió y escribió muchas de sus obras. Ignoro si hay algo similar en la casa de la calle Bonpland, última morada que habitó en Uruguay antes de marchar al exilio. Y consigno: Decreto Nº 31168: Plaza Juan Carlos Onetti; La Junta Departamental de Montevideo Decreta: Artículo 1º. -Desígnase con el nombre de Juan Carlos Onetti la plaza que se encuentra al Norte de la calle Santa Lucía y al Sur de la calle Emancipación, delimitada por la intersección de la calles Timote y Anagualpo. Artículo 2º.-Comuníquese.” El decreto está fechado el 24 de febrero de 2005 y en su municipal redacción suenan como bofetadas los nombres imposibles de esas calles, para nada onettianas salvo que hubieran cambiado de Santa y le hubieran puesto María. Confieso que no he pasado nunca por esa plaza ubicada en un remoto lugar del oeste de la capital, pero ojalá la Junta (que no Junta Larsen) mejore este año la recordación y le conceda al único Premio Cervantes uruguayo un espacio más señalado y visible.

Este breve inventario de la ausencia consigna una realidad: Onetti es nuestro héroe olvidado, nuestro más grande escritor no leído y nuestro gran misterio existencial. Como escritor uruguayo que creció a la sombra del autor de Un sueño realizado, reflexiono hoy sobre esa condición de olvido y desconocimiento que parece reducir la figura de Onetti a mito más que a autor bisagra en la literatura uruguaya y latinoamericana del siglo XX. Es sabido que ya a finales de la década del 40 Onetti era reconocido y admirado por un grupo de amigos e intelectuales que rápidamente advirtieron el peso específico de su escritura, en especial luego de publicar su obra maestra, La vida breve, novela que instala el mítico espacio de Santa María con la misma autoridad y contundencia que su maestro Faulkner había dado existencia al condado de Yoknapatawpha.

Lo que sobrevino luego fue la empeñosa construcción de un mundo literario propio y la creación – gestada a partir de la publicación de la nouvelle El pozo, diez años antes- de la moderna novela urbana rioplatense en comarcas dominadas hasta entonces por el costumbrismo y el criollismo. Por supuesto que en paralelo a esa travesía literaria, Onetti autor daría vida al otro Onetti: el personaje inolvidable, el seductor distante y manejador, el bebedor impenitente, el depresivo intratable, el implacable pesimista, el lector voraz, el indiferente profesional, el amante torturado y torturante, el tierno oculto debajo del cínico y del cruel, el lolitista confeso, el lúcido odiador de lo burgués, el padre distante, el testigo inmóvil y horizontal y, por supuesto, el exiliado por excelencia que ni con invitaciones presidenciales aceptó dejar su cama en la Avenida América de Madrid para regresar a la patria.

¿Por qué los uruguayos no leen a Onetti? Tal vez porque no quieren enterarse de que detrás de ellos no hay nada y que aquel famoso pasaje de El pozo que nos remite a “un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos” sigue teniendo la contundencia de una verdad devastadora. Porque su prosa es compleja y exige dedicación. Porque sus historias no implican un mensaje o la cómoda gramática del bienpensar pre masticado, que tanto nos ha abrumado desde el cliché del escritor comprometido. Porque no quiere agradar, ni ser ejemplar, ni enseñarnos nada. Tampoco leen a Rodó, que en el novecientos fue símbolo del escritor nacional por excelencia y hoy solo es visible en los billetes que estampan su efigie. No es casual que, al igual que Onetti, Rodó muriera lejos, en Palermo, Sicilia, mugriento y en el ocaso luego de haber iluminado el horizonte de Latinoamérica con el ideario contenido en su Ariel. A un siglo de nacido, Onetti marca un antes y un después en las letras americanas. Anterior al boom –que fue una creación editorial- no participó del esplendor de aquellas tiradas de miles de ejemplares que sus integrantes disfrutaron, pero, admirado y reconocido por varios de sus integrantes es quizá, junto con el otro Juan, Rulfo, el menos glamoroso y el más respetado a medida que pasan los años.

Para algunos autores uruguayos contemporáneos, Onetti sigue siendo un faro, un desafío y un antídoto contra las tentaciones de lo inmediato y la búsqueda del éxito fácil. Su manera de encarar el acto de escribir no reconoce otras razones para hacerlo que la del propio placer y una imperiosa necesidad de salvación por la imposible tarea de emular a Dios mediante la escritura. Inclinados ante su magisterio –enumero de manera arbitraria y sin autorización de ellos- algunos autores de mi país como Milton Fornaro, Hugo Fontana, Juan Carlos Mondragón –que además ha escrito una tesis doctoral sobre el maestro-, Omar Prego Gadea -que fue su amigo-, Henri Trujillo y quien esto escribe, en mayor o menor grado reconocemos en Onetti, más que influencias temáticas o de ambientes –ni siquiera rozamos su talento- una actitud ante el misterio de escribir que tiene mucho que ver con una ética. Suscribimos, sin duda, esta frase que Onetti estampó alguna vez en un artículo titulado Literatura ida y vuelta: “Cuando un escritor es algo más que un aficionado, cuando pide a la literatura algo más que los elogios de honrados ciudadanos que son sus amigos, o de burgueses con mentalidad burguesa que lo son del arte con mayúscula, podrá verse obligado en la vida a hacer cualquier clase de cosa, pero seguirá escribiendo. No porque tenga un deber a cumplir consigo mismo ni una urgente defensa cultural que hacer, ni un premio ministerial para cobrar. Escribirá porque sí, porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su pasión y su desgracia.” 

Pese a los libreros que no lo exhiben ni lo ofrecen –es más fácil vender autoayuda o prosa light a la moda- y a los lectores que se lo pierden por ignorancia o pereza, el monstruo todavía nos mira con esos ojos encapotados finales, desprovistos ya de los anteojos de armazón gruesa y oscura, hace un amago de sonrisa con la boca desdeñosa y amenaza mostrarnos un solo diente, brindar con el vaso abundante de whisky, mover un hombro para indicarnos que ya no importa o afirmar con indiferencia que lloverá siempre. El ha podido resucitar a Larsen, incendiar Santa María y hacer nacer a Díaz Grey con más de 30 años y sin pasado: puede hacer cualquier cosa porque, como ya dijo, en la escritura entran solo él y Dios.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Hugo Burel

24 de enero de 2020

 

“El gran dolor del hombre, que empieza desde la infancia y sigue hasta la muerte, es que mirar y comer sin dos operaciones distintas”. Estas palabras de Simone Weil, contenidas en los Cuadernos, bien podrían servirnos de hilo rojo para evocar su pensamiento, una reflexión tensada al máximo entre el mirar y el comer, entre el desprecio a lo natural y la urgente perentoriedad del salto a la transcendencia, entre la animadversión frente a la voracidad del yo y la apertura generosa a una alteridad siempre despreciada o ignorada.

Comer o mirar, no había término medio para Weil, ciertamente. Se cuenta la anécdota de que Weil, teniendo apenas cinco años, no dudó en privarse voluntariamente de unas golosinas al ver a unos niños pobres que no podían comprárselas. Si el dato es cierto, habría una profunda línea de continuidad hasta su muerte. A causa del exceso de trabajo y su conducta ascética —se impone severas restricciones alimenticias como acto de solidaridad con sus conciudadanos franceses—, su estado de salud sufre un rápido deterioro durante los últimos años de su vida. Ingresada en el sanatorio de Ashford, muere exiliada en 1943 con apenas 34 años. Incluso en el hospital se negó a consumir los alimentos que su enfermedad requería. No es casualidad por ello que uno de los especialistas de su obra, Carlos Ortega, haya definido precisamente su figura en términos parecidos al “artista del hambre” de Kafka, “[…] un personaje que despierta un súbito interés no bien se conocen cuatro detalles de sus ‘capacidades’, y al que luego se olvida por la avidez de nuevos espectáculos o porque el interés se muda en ‘repulsión hacia el espectáculo del hambre’, mientras el artista adelgaza y adelgaza hasta lo insólito, hasta confundirse y ser barrido con la paja de la jaula en la que se le exhibe. Los dos exhalan la misma queja de que nadie vaya a recoger el legado de los secretos de su vocación”[1].

Sin embargo, aunque en cierto modo la trayectoria intelectual y biográfica de Weil, cuyo centenario se conmemora por estas fechas (1909-1943),  se asemeja a la lucha de un alma orientada a morar en las alturas y en pugna contra la gravedad de la tierra, esta ascesis no dejó de comprometerse nunca con la tarea de erradicar la miseria de este mundo. De ahí que su peculiar misticismo religioso conviva no sin fricciones con un planteamiento que si bien desborda el horizonte político tradicional también lo completa en algunos puntos fundamentales. La reciente corriente de pensamiento “impolítico” francesa e italiana (Agamben, Esposito, Nancy, Cacciari…) hunde aquí precisamente sus raíces. No en vano el peculiar cristianismo existencial y profundamente heterodoxo de Weil ha sido reconocido como una de las experiencias intelectuales más singulares del siglo XX. Para Susan Sontag su vida, un símbolo extremo de coherencia, representa el precio que tuvo que pagar el intelectual del siglo pasado por reconciliar vida y doctrina. También fue el modelo del que se sirvió Roberto Rossellini para realizar Europa 51, una de sus películas más conmovedoras. La película narra la historia de Irene, esposa de un diplomático extranjero en Roma, cuyo carácter frívolo se verá zarandeado a raíz del suicidio de su hijo de doce años. Desorientada ante esta tragedia, Irene busca un nuevo sentido a su vida, pero queda decepcionada con la política. Sólo su aproximación a los pobres y su contacto con la gente necesitada le abren un camino hacia una espiritualidad incómoda: su voluntad de entrega será incomprendida por el entorno, quien sólo percibe en su actitud extravagante indicios de locura. Examinada por los médicos, que no son capaces de comprender que sus actos son el fruto de una inaudita exigencia moral, acabará siendo internada en una institución psiquiátrica.

No pocas veces fue calificada Weil a lo largo de su vida de “demente”. Hasta el propio De Gaulle llegó a afirmar que “estaba loca” ante su extravagante propuesta de que la mandaran en paracaídas a la Francia ocupada. En Le bleu du ciel, Bataille empleaba términos parecidos para describirla: “Llevaba vestidos negros, mal cortados y sucios. Daba la impresión de no ver delante de sí, y con frecuencia se tropezaba con las mesas al pasar. Sin sombrero, sus cabellos cortos, tiesos y mal peinados, semejaban alas de cuervo a ambos lados de su cara. Tenía una nariz grande de judía delgada en medio de una piel macilenta, que sobresalía de las alas por debajo de unas gafas de acero. Te desazonaba: hablaba lentamente con la serenidad de un espíritu ajeno a todo; la enfermedad, el cansancio, la desnudez o la muerte no contaban para ella... Ejercía cierta fascinación, tanto por su lucidez como por su pensamiento alucinado”.

 

Nacida en París en 1909, Weil comenzará a estudiar filosofía e historia bajo el magisterio del brillante pensador Émile Chartier, más conocido como “Alain”, que le introduce en el estudio de Spinoza, a partir de ese momento una de sus grandes referencias filosóficas. Allí donde la ética spinoziana trataba de desprenderse de los lastres de una subjetividad tendente continuamente a recaer en el error y la imaginación Weil  buscará un espacio de pureza lejos de esa voracidad hambrienta del yo. Desde el año 1931 enseña en diversas escuelas francesas y, sin militar en partido alguno —instalada en la tradición libertaria Weil siempre abominó de la adaptación a las normas de cualquier organización burocrática—, se mueve siempre en ambientes próximos a la izquierda. En esa época, en la que se afilia al movimiento pacifista de la Liga de los Derechos Humanos e imparte clases en el marco de las organizaciones obreras parisinas, un tema brilla sobre los demás: el propósito de definir las “condiciones de una cultura obrera” a la luz de una reconsideración crítica de la categoría de trabajo. De un trabajo que es sólo alienante, puesto que ha perdido su vertebración humana y social. “La sociedad menos mala —afirmará en Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social— es aquélla donde el común de los hombres se encuentra más a menudo en la obligación de pensar al actuar, tiene las mayores posibilidades del control sobre el conjunto de la vida colectiva y posee mayor independencia. Además, las condiciones necesarias para disminuir el peso opresivo del mecanismo social se contrarían entre sí desde que se pasa cierto límite; así, no se trata de avanzar lo más lejos posible en una dirección determinada sino, lo que es mucho más fácil, de encontrar un cierto equilibrio óptimo”.

Aunque el tono y el marco de preocupaciones intelectuales de Weil pone de manifiesto una indudable continuidad temática, suele habitualmente destacarse en su obra dos etapas: una primera de contenido más político, que tendría lugar entre los años 1930 y 1937; y una segunda, más religiosa, aunque igual de heterodoxa, que abarcaría desde 1937 hasta su muerte en agosto de 1943. Aunque ella misma se sintió incómoda para definir su cambio de orientación con la expresión “conversión” al cristianismo, el pensamiento de Weil se acerca en esta etapa al campo de la mística: “[…] en un momento de intenso dolor físico, mientras me esforzaba en amar, pero sin creerme en el derecho de dar un nombre a este amor, sentí, sin estar en absoluto preparada para ello, una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano” (Pensamientos desordenados).

La razón de este giro se ha atribuido habitualmente a una serie de experiencias personales. Entre ellas, la insatisfacción ante la idea marxista de revolución y sus propias frustraciones en la Guerra Civil de España, a dónde viaja en 1936 para luchar brevemente como miliciana anarquista en el frente de la famosa “columna Durruti”. Años más tarde, un encuentro místico acaecido durante su estancia en el monasterio de Solesmes ahonda en su compromiso religioso, un lazo, dicho sea de paso, siempre heterodoxo: Weil nunca llegó a bautizarse ni a integrarse en el marco institucional de la Iglesia.

Los últimos años de la “virgen roja” —así era llamada despectivamente por uno de sus profesores de filosofía en el Liceo— siguen marcados por una alta exigencia espiritual, el sentido de la justicia y por su interés por la problemática social. A causa de la ocupación alemana se traslada, primero, a Marsella —periodo fructífero que abarca hasta 1942, y más tarde a Estados Unidos e Inglaterra, donde colabora con el “Comité nacional de la Francia libre”.

Sus escritos más importantes, en su mayor parte ensayos, diarios y anotaciones, se publicarán póstumamente bajo diversos títulos, entre los que destacan La pesanteur et la grâce [La gravedad y la gracia] (1947), L’Enracinement [Echar raíces] (1949), Attente de Dieu [A la espera de Dios] (1950), La connaissance surnaturelle [El conocimiento sobrenatural] (1950), La condition ouvrière [La condición obrera] (1951), Intuitions pré-chrétiennes [Intuiciones precristianas] (1951), Lettre à un religieux [Cartas a un religioso] (1951), Cahiers [Cuadernos] (1951), La source grècque [La fuente griega] (1953), Opprésion et liberté [Opresión y libertad] (1955), en la que se incluye el importante ensayo, redactado en 1934, “Réflexions sur les causes de la liberté et de l’oppression sociale” [“Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social”], Écrits historiques et politiques [Escritos históricos y políticos] (1960), Écrits de Londres et dernières lettres [Escritos de Londres y últimas cartas] (1957) y Pensées sans ordre concernant l’amour de Dieu [Pensamientos desordenados sobre el amor de Dios] (1964).

 

Gnosticismo y funesta gravedad

 

Acierta José Jiménez Lozano en definir la posición de Simone Weil como la de alguien que se sitúa irreversiblemente en el paisaje nihilista posnietzscheano de la “muerte de Dios”, esto es, en el escenario de “[…] la modernidad total, en la que ya no hay ni calvos ardiendo […], es alguien que se entrega a lo Real último, no ya ‘ut soi Deus non daretur’, sino ‘etsi Deus non datur’, y podríamos decir que estaba siendo expelido como humo en los crematorios de Auschwitz, y como materia orgánica en Gulag”[2].

En lo concerniente al problema del sentido, como es conocido, el mundo moderno se define cada vez más por la experiencia del declive del Dios Padre y su sustitución por un Dios todopoderoso y paulatinamente más distante del mundo. Weil, sin embargo, en este espacio gnóstico del pensamiento contemporáneo, marca distancias con toda tentación prometeica. Justo lo contrario de la tendencia más recorrida por el pensamiento del siglo XX. “Dios, al crear el mundo —sostiene Weil—, se retiró de él para venir solo como un mendigo, necesitado y sin fuerza. Pensar a Dios es, pues, pensar su ausencia, su silencio. En este mundo, Dios calla, o lo que es lo mismo, allí donde reina la necesidad, al bien le está como prohibido reinar directamente. Sin embargo, Dios no deja de llamar a los hombres, y un rayo de su luz llega a traspasar a veces la opacidad del mundo tocando a aquel que vacía su yo, que consiente y espera. Esta gracia de Dios no puede evitar la subordinación aplastante del mundo a la necesidad, a la gravedad y a la fuerza; pero puede hacer que el alma no ceje de amar”.

En un decisivo texto para comprender este paso gnóstico contemporáneo, “Imitación de la Naturaleza”[3], Hans Blumenberg analiza en cambio cómo la entronización de la libertad humana como valor absoluto no sólo implicó la pérdida de la ejemplaridad de la Naturaleza, sino que rebajó a ésta a mera condición de objeto o instrumento del progreso. La obra humana no hace referencia a otro ser que le preceda, denotado y presentado por ella, sino que, en la porción de ser que le corresponde en el mundo del hombre, constituye ahora algo originario. Curiosamente, es entonces cuando la dimensión normativa de la Naturaleza “implosiona” y se transforma en el mero telón de fondo contra el que se desarrolla, por un lado, la voracidad infinita de la voluntad —el guión humano de la voluntad ilimitada prometeica— y, por otro, la experiencia de cuño existencialista de crear continuamente ex nihilo el guión de la singularidad, una nueva experiencia de poder que no está tan alejada de la idea de la excepcionalidad humana sobre el mundo.

Para Simone Weil, siguiendo aquí a Pablo, en el momento en el que Dios se vacía en la creación surge también el peligro de que las criaturas se magnifiquen a la luz de una falsa divinidad. En lugar de propiciar este señorío, Weil acentúa actitudes como el abandono y la restitución. La única forma de relacionarse justamente con Dios es, pues, actuar como esclavo. Dicho de otro modo: si la tendencia gnóstica contemporánea parte de este escenario ilimitado para legitimar el “señorío” humano —si Dios es libre para inventar otros mundos, es evidente que la facticidad no agota las posibilidades del Ser y que el hombre no tiene como misión la reproducción de lo ya dado, sino la honda insatisfacción hacia ello—, Weil desestima este horizonte constructivista, así como su consecuencia: la idea de que el hombre es un ser de excepción, esa declaración de independencia metafórica que se retrotrae a Pico de la Mirándola: el hombre adánico como autor absoluto del guión del mundo. “El abandono en que Dios nos deja es su modo de acariciarnos. El tiempo, nuestra única miseria, es el toque de su mano. La abdicación mediante la cual  nos hace existir”.

Contra esta supuesta “excepcionalidad” antropológica Weil reacciona desde un doble frente. Por un lado, recusando de raíz la idea de naturaleza, funesto marco gravitatorio que conduce a una voluntad de poder insaciable e infinita; por otro apelando a una suerte de “adelgazamiento” de la categoría tradicional de subjetividad, ciega por definición a la diferencia y la alteridad. Rechazando las demandas de “lo propio”, Weil se embarca aquí en una lucha de tono muy pascaliano contra ese “odioso yo” que sólo es capaz de metabolizar la realidad al precio de destruirla. “Uno se enorgullece siempre de algo de lo que pueden privarle las circunstancias, de manera que el orgullo es una mentira. Ser consciente de esa  mentira es lo que constituye la virtud de la humildad. (La desnudez de espíritu.) Únicamente los dones de la gracia escapan a las circunstancias, y uno no puede  enorgullecerse de tales dones, al menos no en el momento de recibirlos. Contemplar las virtudes que uno posee como un producto exclusivo de las  circunstancias y del pasado que ya no le pertenece a uno” (Cuadernos).

Para Weil, la salvación, dada la distancia infinita entre naturaleza y gracia, no puede salvar el abismo más que en un salto al margen del mundo. La indiferencia y la nada del mundo desde el punto de vista ontológico sólo pueden ser compensadas por la interioridad absoluta de la dignidad moral. En este sentido toda salvación constituye un movimiento dramático de renuncia del yo.

Por otro lado, en un mundo definido por el abandono de Dios, Weil concluye que el “Mal” pasa a ser lo que efectivamente “existe”, mientras que el “Bien” sólo puede ser algo excepcional. De ahí también que la redención implique un rechazo del mundo, esto es, sea una repetición de la des-creación [décréation] de Dios. Dicho de otro modo: el vaciamiento del hombre ha de estar  la altura del vaciamiento de Dios. “La desdicha está realmente en el centro del cristianismo [...] Lo primero que se nos ordena amar es la desdicha: la desdicha del hombre, la desdicha de Dios” (A la espera de Dios).

En este marco gnóstico, de exilio de Dios, si la tendencia natural de la subjetividad es caer por la fuerza de gravedad —o por “necesidad”—, la ascesis del alma ha de consistir en una levitación capaz de sustraerse al peso de la existencia. A esta capacidad Weil la denomina “gracia”, un concepto religioso que es declinado por ella desde unas claves muy singulares. “Todos los movimientos naturales del alma —se afirma en el comienzo de La gravedad y la gracia—se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia. Siempre hay que esperar que las cosas sucedan conforme a la gravedad, salvo que intervenga lo sobrenatural. Dos fuerzas reinan en el universo: luz y gravedad”.

Como muy bien ha señalado José Luis Pardo: “El demonio contra el que Weil se debatía con todos los medios a su alcance no es otra cosa que la naturaleza, esa naturaleza que, desde su descubrimiento griego en la sentencia de Anaximandro de Mileto, tiende al equilibrio, a la estabilidad, a la soportabilidad, a rellenar todos los vacíos y a colmar todas las ausencias. La sorprendente lectura moral de las leyes de la física que opera Simone Weil hace de la propiedad más característica de lo terrestre, su gravedad, la más cabal metáfora de la presencia del mal en el mundo: ‘Si no existiera gravedad, el bien sería natural, y el mal sería fortuito, sorprendente; en virtud de la gravedad, es al revés’. Todos los cuerpos caen. Y todas las almas. El mal no solamente es natural, es la ley de la naturaleza. Y el bien, por el contrario, es excepcional, es incluso una objeción contra las leyes de la física, como ese milagro por el cual los cuerpos de los santos y de los sabios consiguen levitar, desafiando la ley de la gravedad. Frente a una tradición milenaria que identifica el ser con el bien y el mal con la nada, Simone Weil sostiene que el mal está emparentado con la fuerza y con el ser, mientras que el bien pertenece a la familia de la debilidad y de la nada”[4]. De ahí que el alma que está tocada por la gracia deba dar frutos sobrenaturales, o bien secarse; no le está permitido dar simplemente frutos naturales.

En el ámbito concreto de la redención de la gravedad weiliana, el umbral de la gracia no conoce más que una experiencia activa de impotencia similar al “milagro”: el cambio súbito de todas las apreciaciones de valor, la renuncia súbita a todas las costumbres, la inclinación inmediata e irresistible hacia personas y objetos nuevos. El místico considera este acto de renacimiento como una intervención directa de Dios, no de su voluntad, por definición impura. De tal forma que todo entrenamiento en torno al poder de la virtud —o toda sensación de orgullo o bienestar— le resultará secundaria.

Dicho esto, lo interesante del caso de Weil es que su “sacrificio” no desemboca, sin embargo, en ninguna actitud aristocrática de indiferencia hacia el mundo, sino una acentuación de compromiso con la situación de los “esclavos”: “Tuve de pronto la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, que los esclavos no podían dejar de seguirla  [...] y yo entre ellos”. Con veinticinco años consigue una licencia de su profesión de maestra y decide conocer de primera mano el mundo obrero. A partir de ahí trabajará como operaria manual en varias fábricas, entre ellas la Renault, donde, según confiesa, recibió “la marca del esclavo”.

Tras sus experiencias personales con la revolución obrera, sobre todo, en su degeneración estalinista, y la guerra civil española, Weil considerará el poder como una “fatalidad” que pesa por igual sobre los señores y los esclavos. La solución política quedará paulatinamente difuminada en la solución religiosa. Como ella misma reconocerá: “[…] los privilegios, por sí mismos, no bastan para determinar la opresión. La desigualdad podría ser fácilmente suavizada por la resistencia de los débiles y el espíritu de justicia de los fuertes, no haría surgir una necesidad aun más brutal que las mismas necesidades naturales, si no interviniera otro factor, a saber, la lucha por el poder” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social).

En virtud de una argumentación sugerentemente simular a la denuncia nietzscheana del “resentimiento”, Weil interpreta los sucesos de violencia acaecidos en el siglo como recaídas constantes en un círculo vicioso. “El periodo actual es de aquéllos en que en que todo lo que normalmente parece constituir una razón para vivir se desvanece, en que, bajo pena de perderse en la confusión o en la inconsciencia, se debe replantearlo todo. El hecho de que el triunfo de los movimientos autoritarios y nacionalistas que destruye un poco en todas partes la esperanza que las buenas gentes habían puesto en la democracia y en el pacifismo no es más que una parte del mal que sufrimos. Ese mal es mucho más profundo y está mucho más difundido” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social).

Asimismo, desconfiada con las reformas del sistema soviético, Weil llega a la conclusión de que las formas de opresión son más profundas de lo que considera el marxismo e independientes del régimen legal de propiedad del capitalismo. Nada cambia si a las formas tradicionales de opresión les sustituye otra dominación, la ejercida burocráticamente en nombre de la función del Partido.

El problema radica en el hecho de que, a causa de su situación de continua opresión, el hombre se ve “obligado” naturalmente a desear el mal a quienes desprecia para compensar imaginariamente el desequilibrio causado por la desgracia que él mismo padece. Es decir, cuando sufre, intenta extender a otros su malestar, aunque sea por medio de una ficción, para así hacer más soportable el suyo. “Pues por el hecho mismo de que nunca hay poder sino carrera por el poder y que esta carrera es sin término, sin límites, sin medida, ya no hay más límite ni medida en los esfuerzos que exige. Los que se libran a estos esfuerzos, obligados siempre a hacer más que sus rivales, que a su vez se esfuerzan por hacer más que ellos, deben sacrificar la existencia no sólo de esclavos, sino la propia y la de los seres más queridos. Así Agamenón inmolando a su hija revive en los capitalistas que, para mantener sus privilegios, aceptan sin preocuparse demasiado guerras capaces de quitarles sus hijos. De este modo la carrera por el poder esclaviza a todo el mundo, a los poderosos como a los débiles” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social). Bajo este punto de vista la lucha entre amo y esclavo no tiene desenlace natural, sino “innatural”. Sólo la gracia puede salvarnos.

 

De la lógica de los derechos a la lógica de las obligaciones

 

En el contexto de esta aceptación weiliana del diagnóstico pascaliano sobre la “abominación” del yo cabe también entender su reivindicación de los deberes frente a los derechos. Ha de señalarse en este sentido que Weil en los momentos finales de su existencia (1943) fue invitada por el gobierno en el exilio londinense de De Gaulle a participar en un grupo de trabajo que, dirigido por Louis Closon, elaborara un borrador que sentara las futuras bases políticas y jurídicas de la Francia liberada. Todas estas ideas quedaron recogidas en dos de sus últimas obras Écrits de Londres et  derniéres lettres y L’enracinement (Echar raíces), obra esta última que Albert  Camus —uno de los principales valedores y editores de la obra de Weil— consideraba “imprescindible” para la reconstrucción del futuro de la nueva Europa.

Como puede deducirse de su incesante polémica con la figura “soberana” del individuo, el planteamiento de Weil contra los derechos parte de su crítica a la construcción de la teoría política ligada a la emergencia del sujeto burgués y su insuficiente problematización del problema de la justicia social. Desde la implantación de la lógica individual de los derechos, el horizonte de la comunidad deja de definirse como un conjunto de personas vinculadas por un deber, por una deuda, por una obligación de dar, incluso por un “sacrificio”, para devenir un cuerpo positivo mayor o aglutinante que sus miembros sólo tienen ahora “en común” en calidad de propietarios individuales. Como es conocido, toda la teoría política desde Hobbes parte de este horizonte. Desde este punto de vista, Weil considera que el marco legislativo de los derechos implica una lógica de privilegios —de “inmunidad”— en virtud de la cual el sujeto queda privado de obligaciones o deberes. Los miembros dejan, pues, de tener en común ya una deuda, no están unidos por un deber que los priva de ser dueños de sí.

            Weil entiende en cambio que la comunidad no puede pensarse como corporación de individuos receptores pasivamente de derechos, sino como una invitación activa a la “exposición”. Ahora bien, con la implantación de los derechos el individuo deviene absoluto al ser liberado de la deuda originaria que le vincula a la alteridad, que ahora es contemplada no sólo como condición de posibilidad de existencia, sino como “amenaza” de su identidad falsamente autoconstituida. Weil argumenta por tanto que si las obligaciones tienen que ver con los seres humanos y el sentido impersonal de la justicia, el derecho sólo afecta a las “personas”. De ahí que haya que asegurarse e inmunizarse mediante un contrato, que diluye la fuerza del originario vivir en común.

El llamado Leviatán, pues, disuelve todo vínculo distinto del intercambio protección-obediencia. Lo sacrificado es la relación entre los hombres, o sea, los hombres mismos, en función de otro marco, su necesidad —otro término criticado por Weil—, esto es, su autoconservación y mera supervivencia. Por ello el problema, según ella, radica en que la reivindicación exclusiva de “derechos”, por muy democrática que sea, no sólo no  garantiza en absoluto que las necesidades vitales de  los más desfavorecidos sean cubiertas —por lo habitual uno reclama en primer lugar derechos para uno mismo y en segundo lugar para los demás—, sino que también impone una perspectiva subjetivista, ensimismada y, por tanto, ciega ante la demanda de la alteridad. Reconocer públicamente por el contrario las obligaciones hacia el otro implica ser lo suficientemente noble como para atender la perspectiva del otro en su espacio propio, una mirada que sólo es  posible si el yo se ha vaciado previamente de su obsesión narcisista por reclamar derechos “propios”.

Por todo lo dicho no es extraño que en los últimos años el denominado pensamiento “impolítico” italiano (Giorgio Agamben, Roberto Esposito, Massimo Cacciari, entre otros) haya visto en la figura de Weil un referente indiscutible. Siguiendo la argumentación de la pensadora de La gravedad y la gracia, ha sido Roberto Esposito quien más ha profundizado en esta estela con resultados harto fructíferos. Partiendo de la idea weiliana de la inutilidad de nuestro vocabulario político tradicional —“se pueden tomar casi todos los términos, todas las expresiones de nuestro vocabulario político y abrirlos. En su centro se encontrará el vacío”—, el filósofo italiano ha sometido en las últimas décadas las categorías políticas de la modernidad a una deconstrucción intensa, comparable a la que emprendió Weil en su época. Para ambos, las categorías políticas modernas (soberanía, poder o libertad, entre otras) han entrado en una zona de insignificancia o, mejor aún, de contradicción consigo mismas, para lo cual es necesario tener una mirada diferente —precisamente “impolítica”, aunque no por ello ni mucho menos apolítica ni antipolítica—, capaz no de reactivarlas, sino de llevarlas a su agotamiento definitivo. Ese obstáculo provendría de una dificultad que inviste la categoría misma de “representación”, tanto en el sentido (teológico-político) de la representación-imagen del Bien por el poder, como en el sentido (moderno) de la representación-delegación de la mayoría por una instancia soberana única. De este modo, la perspectiva “impolítica” no es una actitud apolítica ni impolítica, sino antes bien la política considerada desde su frontera exterior, su determinación, en el sentido de que define los "términos": las palabras y los límites. De un modo muy parecido a Weil Espósito considera que lo “impolítico” es precisamente el espacio que marca la imposibilidad del pensamiento de adherirse completamente a la realidad de la política, imposibilidad radicalmente debida al hecho de que el mal no está sólo en la realidad de la ’polis’ sino inserto en el hombre mismo.

 

Experiencia y pobreza

 

Es esa depurada ascesis orientada a una vida “lo más desnuda y herida” posible de Weil lo que también le acerca una de nuestras mejoras pensadoras: María Zambrano. En el acercamiento fenomenológico que ambas realizan al mundo se observa esa incesante voluntad de sacrificio que jamás se puede resolver en el pensar. En esta abdicación subjetiva que para el filósofo tradicional es pura tiniebla ellas encuentran huellas, relámpagos de lucidez… luz. Y esta luz no aparece sino a quien se vacía de la voluntad de poder. Si Weil resplandece ante nosotros en su centenario es por su inmensa fragilidad… por su fracaso. “Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente”, comentaba Zambrano. Lo mismo vale para Weil: es justo su debilidad lo que la convierte en contemporánea necesaria. En cierto modo, su modesto e incómodo gesto de apertura al vacío creador.

Es un dato bien conocido que Weil era muy hostil en general al discurso estético. Estimaba las tragedias de Esquilo y Sófocles, los poemas de Villon, la Ilíada y, sobre todo, el Rey Lear de Shakespeare. En cierto sentido la heterodoxa ubicación de Weil en el escenario filosófico contemporáneo no se encuentra por otro lado muy lejos del mensaje “alquímico” del “Lear” shakespeareano: es preciso viajar a los bajos fondos y lugares más desolados del alma para redimirnos. Al final de la obra asistimos al proceso de cómo el cuerpo desnudo en la intemperie del monarca provoca la transmutación de su corazón de piedra en fluido humano. Sólo su fracaso como rey poderoso le humaniza, le acerca al sufrimiento de su pueblo. Mientras analizaba las heridas infligidas al narcisismo humano también Freud, en clara alusión al Lear, recomendaba al iluso que se jactaba de ser soberano de su alma descender a los estratos más profundos de ésta para llegar a conocerse. En el fondo, la imagen de ese monarca desterrado que desciende a los abismos de la experiencia para comprender el valor de la humanidad, ¿no es la imagen de la propia filosofía de Weil, obligada a descender a lo singular y a justipreciar la obstinada presencia de las cosas, esa pasividad continuamente mancillada por la “vigorexia” filosófica de la era moderna? ¿No reta del mismo modo el discurso de Weil, en tanto que ejercicio de verdad viva, al discurso filosófico tradicional, ese monarca, como Lear, con pies de barro y corazón de piedra? Tal vez por ello “conectar” con la palabra de Weil equivale a alcanzar un nivel de pobreza y de sencillez incomparables, acceder a una economía expresiva muy poco común. Deleuze hablaba de la elegancia “involutiva” de algunos escritores, de una anorexia que avanza simplificando, economizando hasta tocar el hueso mismo de las cosas. En cierto modo los escritos de Weil parecen revelar este mismo desbordamiento por sobriedad.



[1]              Carlos Ortega, “Introducción“ a La gravedad y la gracia, Madrid, Trotta, 1999,  p. 23.

[2]           Jiménez Lozano, J., “Queridísima e irritante Simone Weil”, en Archipiélago, nº 43/2000, p. 19

[3]           “Imitación de la Naturaleza”, en Las realidades en que vivimos, Barcelona, Paidós, 1999.

[4]           Pardo, J. L. “¿Todos los cuerpos caen?”, en Babelia, suplemento cultural de El País, 16 de junio de 2001, p. 16.

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

24 de enero de 2020

No había elegido ninguna profesión concreta

quizá buscador

de pucheros repletos de tierra quemada y monedas de oro

Berthold

extraño nombre ubicado en lo más alto de la sierra

donde se recuerda el paso de inmensos rebaños de ovejas

por el Puente Pasotierra

uno de los cinco pasos, el central,

la voz del hombre

una voz ya hoy no productiva

y en concreto

la idea de disminución

la disminución del flujo

del caudal de ganado

y de todos nosotros

quizá el diminutivo, los diminutivos,

pero siempre el Simorg

en el que ellos se anulaban

el Simorg eran ellos

y yo la destrucción del mundo

por tres veces

alma agobiada

siempre lector de obras primigenias

atleta de las imágenes

aunque en botánica soy tan exiguo

como abundante en otros conocimientos

como la razón de la miel

los vientos desobedientes

o el rastro de la gelatina en el hígado gigante.

 

A mí

deben imaginarme como a un hombre moreno

al que se le atribuyen ciertos inventos

(sé dar vida a las panteras)

hombre del futuro

supergordo sentado en cama

cráneo modificado

que dejó de andar

de manipular

de proferir discursos de aparato

soy Berthold aún

pero no conduzco ya el rebaño

de ahora en adelante

rememoro la impostura

sanciono los encomios (Elogio de la mosca)

capturo peces con sabor a vino

y me enjuago en las fuentes de la sabiduría

pero

la verdad

es que en esta larga tarde de domingo

época patria

sólo pienso

en cómo será mi muerte

si la profecía fiel se cumple

y en edad muy avanzada

soy devorado por perros.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

No hace mucho, sobre la mesa de novedades de una librería me sorprendió la cubierta de un grueso libro: era una vieja fotografía de León Tolstói, ya anciano, dando un paseo entre la nieve. Esa imagen, reclamo escogido por los editores del volumen de V. B. Shklovski, Lev Tolstói (2019), vivía en mis recuerdos desde que, hace muchos años, la descubrí en uno de los libros que conservo con mayor cariño, adquirido a un precio irrisorio entre los entonces importados de la URSS por la antigua Librería Rubiños, lamentablemente desaparecida hace tiempo. Recién licenciado entonces y metido aún en mi tesis doctoral, frecuentaba yo aquella librería, interesado por una revista mensual de literatura soviética y el fondo ruso de excelentes obras de arte o literatura al alcance de cualquier bolsillo. Aquel hermoso libro versaba sobre Yásnaya Polyana y la vida del famoso novelista, y estaba dotado con abundantísimas fotografías de una y otra (Ясная Поляна. Москва 1978 / Yásnaya Polyána, Moscú 1978). Pues bien, como he podido comprobar, en su página 153 se publicaba la que, un tanto recortada, ilustra ahora las cubiertas y solapas de esta biografía de Tolstói. No sé por qué, aquella antigua foto se quedó prendada en mis recuerdos y, cuarenta años después, repetida en la edición de Casus Belli, me ha empujado a abrir las páginas del volumen, enfrascarme en su lectura y dedicarle estas líneas.

 

Como bien saben los especialistas, Víktor Borísovich Shklovsli (1893-1984) fue el más destacado representante del Formalismo ruso, movimiento pionero que, en las primeras décadas del pasado siglo, se alzó en pro de una teoría científica moderna sobre la crítica literaria. Cierto que ésta poseía ya una larga tradición (D. Viñas, Historia de la crítica literaria, Barcelona 2017) y que, durante la segunda mitad del siglo XIX, con el celebérrimo Charles A. Saint-Beuve (1804-1869), el Positivismo y la obra de Gustave Lanson (1857-1934), comenzó a asentarse como práctica respetada. Pero, de todas formas, crear una verdadera ciencia fue objetivo original del Formalismo ruso, que marcó “los principales caminos seguidos por la crítica literaria en el siglo XX” (D. Viñas 2017: 357). Luego vendrían la corrección marxista, el Realismo socialista, Mijaíl Batjín (1895-1975) y todas las teorías defendidas durante el siglo XX. Y el mismo Shklovsky, que con apenas treinta años publicó su teoría de la prosa (Теории прзы, Москва 1925 / Sobre la prosa literaria, Barcelona 1971), había evolucionado bastante cuando casi cuarenta años después escribió la biografía que consideramos (Лев Толстой, Москва 1963). Por eso, esta obra no es una exposición combativa, sino un libro ameno y lleno de datos interesantes y novedosos. Sin embargo, su estructura y líneas revelan el alma teórica de su autor quien, dejándola traslucir, revela al tiempo que, con los años transcurridos, había asumido no pocas de las virtudes que Leopoldo Alas-Clarín (Mezclilla, Barcelona 1987) confería a la buena crítica. Porque, al fin y al cabo, este libro es fruto de la espléndida madurez de uno de los mejores teóricos de la crítica literaria del siglo XX.

 

La relevancia de Lev Tolstói en la literatura europea y mundial es tan notoria, que cualquier nuevo estudio sobre su obra y vida ha de ser bienvenido. Más aún por ser ésta rusa, cuando la forzada anglosajonización del actual panorama editorial omite casi la traducción de ensayos no escritos en inglés, mientras que el obligado William C. Faulkner se reivindica como padre de cuanta hispana vocación literaria se precie. Y ello, pese a que su lenguaje e inquietudes tengan tan poco que ver con nuestro mundo y nuestros horizontes mentales y físicos. Si Emilia Pardo Bazán o Benito Pérez Galdós levantaran la cabeza quedarían asombrados. Sin embargo, no ocurre lo mismo con Lev Tolstói, pues siendo ruso y profundamente ruso, sus temas y sus sentimientos calaron hondo en nuestra Europa, pues nos reconocemos en él. Por eso influyó tanto en muchos autores del continente y es todo un clásico de la mejor cultura europea. Asombran por tanto algunas distorsiones debidas a inexplicables razones: 6 páginas dedicadas al ruso Tolstói frente a las 26 (sic) consagradas al polaco A. Mickiewiz, en una gruesa Historia de las literaturas eslavas (F. Presa González, ed., 1997: 1141-1147 y 693-719 respectivamente). Notable. Más allá de lo “nacional”, Lev Tolstói vive en el alma de las literaturas europea y rusa. Y en ésta, porque como se ha escrito antes, sin el realismo de Pushkin, Gógol o Lérmontov, Tolstói “no habría dado frutos como La guerra y la paz y Anna Karénina” (E. Lo Gatto, La literatura rusa moderna, Buenos Aires 1972: 338-339): pero sin él, yo creo que tampoco Korolenko, Chéjov, Gorki, Bulgákov, Shólojov, Grossman, Rybákov o Aksiónov habrían tenido el mismo suelo firme bajo sus pies.

 

No abundan las buenas biografías sobre Lev Tolstói en español, aparte la excelente y ya clásica de Henri Troyat Tolstói (Bruguera, Barcelona 1984, 3 vols.: la francesa en 1965). Ruso emigrado en la niñez a Francia -su nombre real era Lev Aslanóvich Tarásov-, escribió una semblanza muy amena, amparada en fuentes originales. Sin embargo, algo me dice que pudo tener sobre su mesa el libro de Shklovski, publicado en Moscú dos años antes, por más que no aparezca citado en las notas finales. Años antes, la Editorial Prensa Española había publicado una biografía menor, pero muy didáctica, en su colección Los Gigantes de la Literatura (1972) -traducción de la editada en Italia por Mondadori, sin constancia de autor-, y más tarde, apareció otra muy breve pero curiosa, de la mano de E. Aparicio Cortés (L. N. Tolstói (1828-1910), Ediciones del Orto, Madrid 1998). Con alguna más, también hay estudios y evocaciones (M. Wiesenthal: 2010) o entrevistas reunidas (J. Bustamante, ed..: 2012). Pero lo disponible sabe a poco. Sería estupendo contar con una recopilación crono-biográfica de documentos, como la que Igor N. Sujij dedicara a Chéjov (Chéjov en vida. Una biografía en documentos, Alba Editorial, Barcelona 2011): pero no la hay. Así que, por todas estas razones y su propia entidad, esta edición española es una grata nueva.

 

Desde la primera página, con la dedicatoria del libro a Borís M. Eijenbaum (1886-1959), su camarada en la lucha por el formalismo, más la inclusión de una cita de Lenin sobre la grandeza de Tolstói a partir de las memorias de M. Gorki (p. 7), comprendemos el método y circunstancias del estudio de Shklovski: un cierto sincretismo fruto de la evolución de su propia vida. Las reservas que a muchos lectores pueda causarles esa y otras citas de Lenin desaparecen en cuanto se inicia la lectura de las 802 páginas del libro, seguidas con la avidez del cazador tras la aventura vital y literaria del maestro ruso. Así que nada de abrumador infolio académico, sino un libro de esos que, cuando se acaban, producen una íntima sensación de abandono y nostalgia.

 

De obligada lectura es la breve introducción de los traductores y editores, G. Lukiánina y J. Mª Cañadas (pp. 9-13). En contadas páginas desmenuzan la esencia del método aplicado por Sklovski: sincretismo -formalismo, vida de Tolstói, documentación exhaustiva en los 90 tomos de las obras completas, cartas y diarios incluidos- e interés por el proceso de creación de las obras de Lev Mijáilovich más que por las obras en sí. Y en cuanto a su vida, atención no sólo a los hechos en relación con las obras, sino también a lo que los editores llaman temas transversales mantenidos: el sentimiento de huida, la liberación de las presiones externas, la lucha contra los prejuicios y el interés por las cosas cotidianas. Una vez entendido esto, el lector puede saborear plenamente una biografía fuera de lo común. Por lo demás, salvo inexplicables errores tipográficos en el índice y alguna mínima cuestión discutible en la traducción -como repetir el viejo error de las ediciones españolas, que hablan de “kanes” mongoles en lugar de janes -aquí, “kanato” de los “avares” (mejor, ávaros) del Cáucaso (p. 702)-, por influencia de la versión inglesa, “khan”. Aunque en ruso se escriba correctamente ханство (transcripto “janstbo”, janstba para nuestro oído”: nuestro janato) y хан, que suena “jan”, como debería siempre escribirse en español: jan. Pero minucias aparte, la empresa de los editores ha sido colosal y de resultados magníficos.

 

Cinco densas partes -por sí mismas, verdaderos libros- comienzan con una primera (pp. 15-178) dedicada a la familia y su entorno, la época de estudiante, sus primeras lecturas serias y la incorporación al ejército del Cáucaso tras su hermano Nikolái, oficial de artillería. En la Segunda Parte (pp. 179-356), además de seguir experiencias vitales que tallaron su alma de forma tan intensa, como la Guerra de Crimea (1853-1856), sus viajes por Europa y su amistad con A. I. Hérzen o Iván S. Turgéniev, las experiencias docentes con sus campesinos y su matrimonio, Sklovski considera obras como Infancia, Los cosacos, Sebastópol o El diablo, aplicando su particular método de analizar el proceso y el entorno de la obra más que describirla. Y leyéndole, nos damos cuenta de que estamos ante algo realmente diferente a las biografías y los estudios literarios al uso. La impresión se fortalece más aún en la Tercera Parte (pp. 357-511), en la que a más de los pensamientos y dudas de Tolstói -atención a la celebérrima noche de Arzamas (pp. 400-402)-, se consideran obras tan especiales como Guerra y paz, El Abecedario o Anna Karénina. En cuanto a ésta, creo que por vez primera un analista destaca algo esencial: la brevedad de sus capítulos y el desarrollo de temas completos y en lugares determinados en cada uno de éstos (p. 467), lo que confiere al relato y sus avatares un carácter único. Ya en la Cuarta Parte (pp. 513-646) asistimos a la vida de Tolstói con Sofía, las viviendas familiares, sus congojas espirituales y remordimientos -la riqueza y las tierras, la propiedad literaria-, el encuentro con Vladímir G. Chertkov o la implicación en la lucha contra la hambruna de 1891. Además, Shklovski aborda consideraciones de enorme interés, como las que dedica a “cómo nacía un libro” (pp. 584-590), precisamente en torno a una de las obras más debatidas de Lev Nikoláyevich, La sonata a Kreutzer: y en fin, somete a un análisis desmenuzado una obra estremecedora: La muerte de Iván Ilich. En fin, en la quinta y última parte (pp. 647-799) considera Shklovski las últimas grandes novelas como Resurrección –“relato del amor, más poderoso que el relato sobre el arrepentimiento” (p. 660) o la trágica aventura de Jadyí Murat. Pero también el paso del tiempo, los cambios y la naturaleza en Moscú o Yásnaya Polyána, su extrañamiento de las clases dominantes de Rusia y su conversión progresiva en figura admirada, polo de atracción de pacifistas y luchadores del mundo, como Gandhi (pp. 723-724). Y con las luchas por la herencia, su huida y muerte, esta obra monumental se cierra en la página 799, dejando en nosotros la sensación que arriba evocaba y a la vez, la certeza de que tenemos en nuestras manos una biografía única. En resumen, una excelente y novedosa biografía.

 

Víctor Shklovski, Lev Tolstói. Traducción, introducción y notas de Galina Lukiánina y José Mª Cañadas, Ediciones Casus-Belli, Madrid 2019.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín María Córdoba

16 de enero de 2020

 1.      

 

No sé cómo fue que respondí:

–No se preocupe, abogado, puedo viajar.

Realmente estaba harto del trabajo en ese bufete de abogados tras casi un año cumpliendo con todo tipo de encargos para esos que te miran como si estuvieran haciéndote un favor. No me parecía verdad que me pidieran que me fuera de viaje y además solo. Tal vez debería haber prestado más atención. De hecho, el jefe había mencionado:

—Encontramos un pasaje de avión y el hotel –incluye las comidas– ya está pagado por diez días. Allí te explicarán cómo moverte. El traslado desde y hacia el aeropuerto está reservado. Ten mucho cuidado: Caracas es una ciudad peligrosa, no salgas de noche. Este dinero es para gastos pequeños. Nos mantenemos en contacto por Internet.

Pero la misión, aunque fuera muy imprecisa, casi para un detective, me intrigaba:

—Nuestro cliente es muy rico. De hecho, no le interesan los bienes del pariente fallecido, que se peleó con la familia y hacía muchísimo tiempo que no sabían nada de él. Quiere saber qué pasó exactamente, cómo vivía y si dejó descendencia en Venezuela. Es inútil ir a la Embajada. Sólo mandaron el certificado de defunción, que por otro lado consiguieron de casualidad, pero no saben nada más. Giuseppe Foglienzi no era miembro de ningún club italiano, probablemente no le importaba su patria. En este dossier están los pocos datos que tenemos.

Además de saber español, me preguntaba por qué habrían elegido a un recién graduado en Derecho. Ahora lo entiendo. Nadie querría venir aquí y no esperaban ningún resultado. Pero aquel cliente era demasiado importante para negarle ni siquiera un capricho.

—Acuérdate de sacarte selfies en los lugares y con la gente. Solo tenemos que demostrar que lo intentamos. Si puedes descubrir cualquier cosa, tanto mejor.

Desde el aeropuerto de Maiquetía hay una autopista que ha visto mejores tiempos: sube por la montaña, luego la deja a la izquierda, muy verde, bajo un cielo esplendoroso y entra en la ciudad entre filas de edificios altísimos. El taxista me dibuja un panorama bastante aterrador. En el hotel hay guardias armados, me repiten que no puedo por nada salir solo, menos que menos por la noche y que el hotel tiene un piano bar y televisión con canales en todos los idiomas. Por suerte, durante el Erasmus de Barcelona, conocí a un venezolano, Luis Alberto. Él estudió Ciencias Sociales. No es que fuésemos muy unidos, pero de vez en cuando nos escribíamos. Sé que es investigador en una universidad, está casado y tiene un hijo. Luis Alberto me había anticipado la misma información que todos me repiten, pero me dijo que viniera de todas formas, que debo ver Caracas ahora, que se ocupará de mí. No tenía muchas opciones y aquí estoy. Le avisé por WhatsApp y ya está en camino al hotel.

 

2.

Luis Alberto y su esposa Florángela viven en un pequeño apartamento. Está en un gigantesco condominio en ruinas. Sus habitaciones dan la sensación de una mudanza en curso: todo está en cajas, con muebles improvisados, salvo por las paredes –cubiertas de pinturas y dibujos: Florángela es pintora– y por las pilas ordenadas de libros. La cocina también está bien equipada, pero no hay casi nada para comer. O mejor dicho: todo lo que hay es para el niño.

—A Dios gracias los padres de Florángela viven en el campo y a veces nos traen algo. Aquí, si es que encuentras comida, los precios son imposibles. ¡Estamos todos flacos, todos a dieta!

Luis Alberto resuelve mi problema de pagar en un país sin dinero en efectivo al darme su tarjeta de crédito local, pero me advierte que no tiene mucho saldo y le llevará un par de días cambiar mis euros en el mercado negro y depositarlos allí. Con la tarjeta de crédito italiana me aplicarían el tipo de cambio oficial. Infinitamente más bajo que el real, lo publica diariamente la página dolartoday.com y sube de hora en hora.

Fuimos a la dirección que dio Giuseppe Foglienzi en el hospital, pero el número no existe. En las casas cercanas nos dijeron que no lo conocían. Después fuimos directamente al hospital, bastante destartalado, donde un joven médico nos dice que es imposible hacer la búsqueda. En medio de los enormes problemas que tienen no hay suministros y no saben con qué tratar a la gente, enferma por la propagación de las epidemias. Pero luego buscó en unos archivos de la computadora y encontró que Foglienzi llegó al final de su vida y se le expidieron dos certificados de defunción: uno para la embajada italiana –porque lo habían registrado como italiano– y otro para la familia, que lo había retirado. Así que hay una familia que buscar.

Logramos convencer al doctor de que se tome un café con nosotros. Me viene a la mente mi tío: muy izquierdista, quien antes de partir me contó varias cosas sobre Venezuela, así que en la conversación saco la historia de los médicos cubanos que llegaron por solidaridad. Me miran sorprendidos:

—Se fueron, muchos no volvieron a su país, aquí sólo quedan los militares y los espías cubanos. Hasta buenas personas eran algunos, pero los estudios de Medicina en Venezuela no están para nada atrasados. Y como quiera que sea le pagamos a los cubanos con una gran cantidad de barriles de petróleo.

En el camino, de regreso a su casa, Luis Alberto sigue:

—Somos un país colonizado por Cuba: controlan la seguridad nacional, los servicios secretos, las fuerzas especiales. Fidel Castro condicionó y dirigió todos los movimientos de Chávez. Parecía imposible terminar peor que Cuba, pero lo hemos conseguido: ahora estamos peor que ellos tras la caída del Muro de Berlín.

Luego me cuenta sobre sus clases en la universidad: a veces falta el agua o la luz y cada semana algunos de los estudiantes o colegas salen de Venezuela y se van de repente.

—Muchos amigos están en el extranjero, con mejor o peor suerte.

Caracas está hecha polvo, por decir lo menos, se puede entender que en otros tiempos debió ser rica, bella, efervescente de cultura y diversión. Ahora parece una ciudad muy triste, recorrida por gente preocupada y asustada, con largas colas frente a tiendas casi vacías. Analizamos el problema de movernos por la ciudad. Luis Alberto le pregunta a su esposa quién puede llevarme.

—Mi hermana puede hacerlo —responde Florángela.

—¿Tilta? No sé quién es más peligrosa, Caracas o tu hermana.

—¿Conoces a alguien más que vaya a cualquier parte cuando le da la gana? Hablaré con ella.

 

3.

Tilta viste de motociclista. Sobre el casco, un destello dorado. La cara llena de pecas, ojos muy oscuros, pelo corto y rubio claro. Me escruta. Es tan alta como yo.

—No tienes vínculos con Venezuela, es la primera vez que vienes aquí, ¿no?

Y cuando se lo confirmo, acepta:

—Se puede arreglar.

Así que me subo a la silla de su motocicleta de gran cilindrada, de marca imprecisa, probablemente fruto de la combinación de varias motocicletas.

—No hay más piezas de repuesto. Solo funcionan los motores de quienes los saben arreglar. En cambio la gasolina no cuesta nada.

Me muestra que en el río Guaire –un torrente pestilente que atraviesa la ciudad, una cloaca al aire libre– hombres y niños con tamices o con las manos buscan joyas, pero también se conforman con piezas de metal para vender.

—Rebuscan también en la basura, por supuesto, pero ahí no se encuentra casi nada.

Luego sube una colina desde donde se puede ver la inmensa ciudad de edificios y favelas extendidas sobre el valle a 900 metros. Le digo que me gustaría buscar la tumba de Giuseppe Foglienzi y le pregunto si sabe dónde podría preguntar.

Sacude la cabeza:

—Déjamelo a mí. ¿Tienes la tarjeta de crédito de mi cuñado? Bueno, vamos a comprar harina.

Descendemos por una bajada a una velocidad poco recomendable y –saltando sobre parterres e islas de tráfico– acabamos en una zona de barracas detrás de un paso elevado. Allí Tilta entra en un patio, regatea un poco con un bachaquero –un comerciante de productos del mercado negro– y mete en las alforjas de la motocicleta varios paquetes de harina de maíz precocida marca Pan.

—Es para las arepas y las empanadas. Ya las probaste, ¿verdad?

Como no las conozco, me lleva a probar estas frituras y focaccinas rellenas.

Luego, con moto y todo, entramos al Cementerio General del Sur. Tilta va directo a un grupo de personas. Podrían ser sepultureros, a juzgar por las palas y otras herramientas, aunque tienen unas caras poco recomendables. Negocia la búsqueda de la tumba de Giuseppe Foglienzi, enterrado hace poco. Promete primero dos paquetes de harina, luego llega a tres. Nos hacemos a un lado y esperamos a que la encuentren.

—Es el cementerio más grande de Caracas, no está lejos del hospital que dijiste, los traen después aquí cuando están apurados, pues ni controles hay.

En ese momento me doy la vuelta y capto algo muy extraño: los monumentos funerarios están casi todos rotos, varias fosas están abiertas, pueden verse escombros y restos de ataúdes alrededor de nosotros. Caminamos entre las sepulturas y es así en todas partes: hay hasta huesos dispersos.

—Abren las tumbas en busca de objetos preciosos, o el oro de los dientes y anillos, o quizás incluso para rituales de brujería... el cráneo porque piensa y el fémur porque camina... Es una lástima a lo que nos han reducido... imagínate, hasta la tumba de Rómulo Gallegos la profanaron...—comenta Tilta.

Nos llaman y juran que nos llevarán a los restos de Giuseppe Foglienzi. Vamos en motocicleta y no soltamos la harina hasta que veamos la lápida. Está, en efecto, en una esquina apartada. Es muy sencilla: el nombre y las fechas. Pero está intacta.

—Saben que los que mueren ahora no llevan nada consigo. Así que las muertes recientes valen menos.

Me arrodillo, acaricio la escritura y dedico un pensamiento al desconocido que me mandaron a buscar. Soy demasiado torpe para decir una oración, pero hago como si lo hiciera. Luego tomo varias fotos con mi teléfono móvil y hago un mapa del lugar, anotando todo lo que pueda servir para volver a encontrar la tumba.

—¿Por qué dices que tuvieron que enterrarlo rápidamente? —le pregunto a Tilta.

—Porque me parece que tu difunto no era de Caracas.

 

4.   

Luis Alberto me lleva a visitar el Centro Histórico, donde está la casa natal del Libertador. Un puesto embanderado vende discos de Chávez cantando canciones tradicionales. En la tapa: el “comandante eterno” a caballo, como un auténtico llanero, sonriente y vencedor.

No sé si comprarle un disco a mi tío.

Luis Alberto me explica algo más:

—Al principio, Chávez, indudablemente, tenía carisma para los venezolanos. Pero luego identificó el socialismo con el estatismo, nacionalizó sin ton ni son y le entregó las empresas a corruptos incompetentes, por no mencionar el militarismo y la impunidad general, puesto que el Poder Judicial está en manos de los chavistas. Pero el colapso final vino con Maduro. Hoy solo una minoría apoya al gobierno, ese apoyo lo obtienen por coerción en el caso de los trabajadores estatales, o por chantaje, te dan bolsas de comida sólo si tienes el carnet de la patria, que te define como oficialista. El aparato militar y la policía, además de reprimir, está involucrado en redes de asuntos ilícitos. Maduro permite a la alta dirección del Ejército enriquecerse descaradamente con el mercado negro y los sobornos a las importaciones, pero también con una empresa militar específica para la explotación ilimitada de la riqueza mineral del subsuelo. La apertura de nuevos territorios a las multinacionales provocará un genocidio de los nativos y destruirá el medio ambiente. Ya ahora buena parte de Venezuela, sobre todo el sur –los estados Amazonas, Guárico, Apure, Bolívar y Delta Amacuro– está en manos de delincuentes, mafiosos, narcotraficantes, irregulares armados, guerrilleros colombianos y paramilitares.

Más tarde regreso al sillín trasero de Tilta: cruzamos la ciudad a una velocidad vertiginosa, haciendo un espeluznante eslalon entre los automóviles y entramos en Petare (al extremo este de la ciudad): pequeñas casas de ladrillo, a veces reducidas a bloques de cemento, madera, plástico, todo apilado entre la mugre. Con la moto, Tilta se desliza por senderos y sube escalones, al final entra en un garaje improvisado. Lo cierra inmediatamente con un candado. Bajamos y tomamos un sendero muy estrecho entre indefinibles tufos húmedos y miserables. Llegamos a una sala donde nos espera Gelson sentado frente a un altar con muchas estatuillas de cerámica que representan santas coquetas, bronceados indígenas con arcos y flechas, madonas, generales, negros con machetes, niñitos Jesús... también hay un tipo con bata de médico, un piel roja y un vikingo barbudo. Una gran vela azul arde. Gelson me hace sentarme, me ofrece un cigarro –lo enciendo por cortesía– y un vaso de licor. Es muy fuerte y seco, huele a hierba o a madera macerada, tiene un vago toque de tequila.

—Es cocuy, un destilado de agave, un poco menos de 50° —dice Tilta.

Veo a Gelson mirándome a través del humo de su cigarro. Para romper el hielo, utilizo las sugerencias de mi tío y pregunto si la vida en esos barrios pobres ha mejorado con el chavismo.

—De vez en cuando ha llegado algo de asistencia social y mucha retórica. Pero también han armado y protegido a los colectivos. Son unas bandas que ahora actúan por su cuenta. La diosa dijo muy pronto que Chávez estaba engañando al pueblo. Al principio, en la Corte Libertadora, junto a Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, Rafael Urdaneta y Rómulo Betancourt, estaba su retrato, pero lo quitaron. La población ahora está hambrienta y sedienta. Falta todo, incluso medicamentos y los servicios públicos más básicos. Nadie cree en el gobierno, lleno de gente corrupta, que además envía periódicamente a la policía para reprimir a los que tienen el valor de protestar. Aquí los niños dejan la escuela para convertirse en carteristas o narcotraficantes...

Pregunto quién es la diosa.

—Ella, la reina, María Lionza —dice Tilta, señalándola.

En el centro del altar la estatuilla más grande representa a una mujer morena; semidesnuda, cubierta sólo por un velo celeste, coronada y montada en una danta, levanta en alto algo.

—Es un hueso pélvico femenino. A su lado están el Indio Guaicaipuro y el Negro Felipe. Juntos forman la Trinidad venezolana. Ellos son los Tres Poderes.

Tilta intercambia una mirada con Gelson y añade:

—Tú tienes que encontrar la pista de tu italiano. Nosotros queremos hacerle unas preguntas a la diosa. Tú puedes ser el intermediario y todos tendremos las respuestas que buscamos.

Esa noche la motociclista burla a la guardia del hotel y –comiéndose un semáforo tras otro– me lleva por avenidas casi desiertas. Luego frena frente a una librería en la Plaza Altamira.  

—Esta es la resistencia. Salen aunque no se pueda, aunque sólo hayan cenado una sopa. Esta noche celebran a un escritor especial, José Balza. Le han publicado una colección de cuentos. Él nos enseñó a leer, escribir, escuchar música y ver películas. Ven, entremos.

Tilta saluda a todos y sonríe feliz. Es muy bonita cuando sonríe. La acera frente a la librería está iluminada por cientos de velas multicolores. La gente conversa en la calle, con un libro o un vaso en la mano, en un desafío para recuperar centímetro a centímetro la noche de Caracas.

 

5.     

Me encuentro con un correo electrónico del bufete: agradecen las fotos del cementerio y me envían la dirección de un empresario venezolano que recordaron. Dicen que está muy conectado –metido en todas partes– y podría serme útil. Pero Tilta se niega a llevarme allí, juzgándolo como un espantoso bolichico, es decir, un exponente de la burguesía bolivariana desenfrenada nacida con el chavismo, y tengo que ir en taxi. El edificio es gris y está muy bien custodiado: hay un ascensor que sólo conduce a las plantas superiores, donde se encuentra la oficina financiera. Sigo al guardia armado que me acompaña a través de un laberinto de pasillos y habitaciones con puertas abiertas. En una hay un tipo durmiendo, en otra los soldados están jugando dominó y otra más está llena de paquetes. Luego llegan las secretarias y finalmente la sala de espera frente a la oficina del jefe, custodiada por un ujier. Iván Gabriel me recibe de lo más cordial. Es lo contrario de lo que esperaba: joven, robusto, unos años mayor que yo, vestido casualmente (casi modesto), la energía le sale por todos los poros. Detrás del escritorio hay tres grandes retratos: un Bolívar casi mulato, Chávez con el puño en alto y el Che Guevara pescando. Aquí sí que las fórmulas de mi tío pueden serme útiles. Me pregunta cómo me pareció Caracas. Por supuesto que no le digo. Al contrario: le suelto lo de las dificultades de un país sometido a la guerra económica por el Imperio. Pero me corta en seco:

—Es apenas un período. Hacemos y haremos buenos negocios con todos, hasta con los Estados Unidos.

Le doy la información que tengo sobre Giuseppe Foglienzi y le pido en nombre de la empresa que rastree a la familia. Llama a un colaborador y le pasa la tarea. Más allá de las ventanas de la oficina se puede ver el valle de Caracas, la gran montaña, el cielo cubierto de nubes blancas.

—Vas a conocer esta ciudad. Haré que te recojan en el hotel hacia las siete.

Otro que no tiene miedo de salir por la noche.

La lujosa Hummer en la que se mueve Iván Gabriel tiene un equipo de discoteca y suena Guaco, la “Súper Banda de Venezuela”. Esta “todo terreno” es precedida y seguida por dos carros llenos de guardaespaldas. Iván Gabriel me presenta a su novia, una delicada chica envuelta en sedas vaporosas. También él está bien vestido. Cenamos en la urbanización Las Mercedes, en un restaurante de carnes –especializado en asado a la llanera– con finos vinos argentinos y chilenos. Hay de todo y más. Y se nota más aún en el contexto de la carestía. Iván Gabriel es muy simpático, bromea sobre cualquier cosa, hasta sobre Maduro, a quién no le ahorra ni una burla. Hace reír hasta a su etérea novia. Luego vamos a un bar de moda con música bailable e Iván Gabriel me lleva aparte y me pide un favor: debo seguirle el juego y confirmar que al día siguiente tenemos que salir de Caracas juntos por negocios confidenciales, volveremos al día siguiente. La novia es de la altísima sociedad y el proyecto personal de Iván Gabriel no la incluye. No me gusta mentir, ¿pero puedo decirle que no?

Nuestra caravana blindada recorre la ciudad fantasmagórica, llevamos a la novia a casa y cuando estamos solos Iván Gabriel saca un pendrive y me muestra en la pantalla interior de la Hummer su “proyecto personal”: una morena muy grande, que parece salir de un cómic escabroso, retratada con un bikini microscópico. Confortado por la perspectiva de tal compañía, me concede con generosidad que le pregunte qué quiero. Y yo, con mi inefable carota, le digo que siento no poder moverme por el país y que he oído hablar tanto del Parque Nacional Canaima, la gran indicación turística de mi tío.

—Claro —dice sin pestañear—, si ahí están las fuentes del Caroní, el río que nos da electricidad. Tienes suerte, realmente tengo que enviar a uno de los míos para que considere comprar una casa de campo y un pedazo de tierra. Ahora no hay casi turismo ya, pero volverá y hay que estar preparado. Puedes ir con él. En un vuelo regular hasta Puerto Ordaz y luego en una avioneta.

Es una locura, pero en realidad dos días después llego a Canaima, al pie del Macizo Guayanés. El pequeño aeropuerto está medio vacío. Dicen que solo vienen algunos en los fines de semana. Pero en cuanto se llega al borde de la laguna el espectáculo es imponente y suave al mismo tiempo: el rugido de las gigantescas cascadas del río Carrao, las aguas oscuras y espumosas, la selva fluvial, a lo lejos los tepuyes ­–montañas de cima plana– con las finas y muy altas cascadas que descienden a lo largo de sus paredes rocosas, las palmeras que germinan en el agua, los arcoíris entre las salpicaduras y las nubes. Wilmar, representante de Iván Gabriel, pide mi opinión sobre el hotel ecológico, que me parece magnífico, a pesar del descuido, con ese increíble paisaje frente a él. Busco un guía con canoa, pero me dicen que falta gasolina. ¿Cómo es posible, si Venezuela tiene las mayores reservas de petróleo del mundo? Parece que llega poca y va a parar a las minas de oro ilegales. Al final, gracias a Wilmar, conseguimos algunos bidones. Salgo de Ucaima y me quedo fuera todo el día, alrededor del Auyantepui. Por la noche estoy rendido, pero aún no me recupero de la maravilla. El único lugar abierto es una cabaña con un grupo de rusos gritando, bebiendo y cantando. Es el único ruido bajo las estrellas sin fin. Salimos al día siguiente muy temprano en el avión.

 

6.     

Hay unos 350 kilómetros para llegar desde Caracas al estado Yaracuy, en la montaña de Sorte, el palacio natural de María Lionza. Los caminos son buenos y no dan miedo, pero Tilta corre como un demonio y adelanta a todo el mundo. Por suerte cada tanto nos detenemos. Entonces puedo preguntarle sobre el ritual.

—El hermano Gelson dice que puedes servir, pareces el tipo justo. Necesita una persona de afuera de Venezuela y extraña al culto. Te vamos a velar mientras duermes. No te preocupes, no correrás ningún riesgo.

—¿Pero tú crees en eso?

—Yo no creo en nada —me contesta con una mueca—. Vamos a entendernos: Chávez era supersticioso, con él se puso de moda la santería cubana, su tumba es un destino de peregrinación. Pero quiero que la dictadura termine y si la diosa habla, eso ayudará. Que una cosa quede clara: la diosa es sólo luz y bondad. No tiene nada que ver con la brujería.

—Háblame de María Lionza.

—Viene de la madre indígena del agua y de la selva, la Yara, pero es un culto sincrético, es también la anaconda, Yemayá, la Virgen María y quién sabe qué más. La onza que la protege es el yaguarondi, un felino salvaje. La pintan a horcajadas sobre una danta, es decir, un tapir. Guaicaipuro fue un cacique de la resistencia indígena contra los conquistadores, Felipe un negro antiesclavista rebelde del siglo XVI. Creo que simbolizan las razas que se han mezclado en los venezolanos. Luego están las Cortes de Espíritus que los acompañan, pero es una larga historia.

Por fin llegamos a la montaña de Sorte. Encontramos altares bajo cortinas y marquesinas y también en mampostería. Hay una colorida explosión de estatuas, bustos e imágenes, como las que vi en Petare, con velas multicolores encendidas, ofrendas de flores y frutas. Cruzamos un río y encontramos al grupo de Gelson esperándonos. Allí dejamos la motocicleta y subimos la selva, hacia el portal sagrado, en una fuente, en medio de la espesura del monte. Nos encontramos con pequeñas casas de metal y madera, tan grandes como colmenas, con imágenes en su interior –y otras estatuas al pie de grandes árboles– y dibujos realizados con ceniza o yeso en los espacios abiertos del suelo. Cuando llegamos al lugar elegido, esperamos a que llegara la noche fumando puros y bebiendo cocuy. Los fieles cantan canciones acompañados por una guitarra. Al caer la luz dibujan una gran figura en el suelo con talco blanco y me hacen acostar dentro de ella, rodeándome con velas encendidas.

—Es la capilla magnética, o sea, el oráculo desde donde le vas a prestar tu voz a la diosa —dijo Tilta—. No hay nada que me preocupe. Rellenan con pétalos de flores y semillas algunos espacios donde las líneas del dibujo se cruzan.

Tilta me dio un té de hierbas mezclado con cocuy. Luego me recita susurrando, como una nana, los nombres de los espíritus de las Cortes de la Reina, empezando por la indígena:

—Urimare, Yoraco, Cayaurima, Naiguatá, Tamanaco, Sorocaima, Baruta, Churuguara, Terepaima, Arichuna, Tiuna, Paramaconi, Barquisimeto, Guaicamacuto, Jirajara, Maracay, Catia, Nurachí, Coromoto, Guaicamacuare, Yarúa, Arichuna, Paramacay…

La oigo y no la oigo, pero la veo sonreír y es muy bonita cuando sonríe. También hay una Corte de los Juanes:

—Don Juan del Tabaco, Don Juan de los Caminos, Don Juan de las Aguas, Don Juan de los Suspiros, Don Juan de los Cuatro Vientos, Don Juan del Amor, Don Juan del Desespero, Don Juan de los Encantos, Don Juan de la Luz, Don Juan del Dinero, Don Juan del Borracho, Don Juan de los Tesoros...

Y con esta letanía en la boca, me quedo dormido.

Me despierto en medio de la noche fresca y suenan muchos tambores alrededor, salidos de quién sabe dónde. Estoy en una hamaca amarrada entre dos árboles. Veo, no muy lejos, la figura dibujada en el suelo donde yo estaba, todavía llena de velas y ahora también de botellas y frutas. Bajo y me encuentro ante Tilta.

—¿Cómo fue todo? —le pregunto.

—Maravilloso. Hablaste, la familia de tu italiano difunto está en Juan Griego, en la isla de Margarita, en la costa del Caribe. Te llevará a ellos el padre Tiburcio, en el santuario de la Virgen del Valle.

—Caray, no será fácil llegar allí...

—¿Por qué? Tu amigo bolichico te encontrará un pasaje de avión.

—¿Y qué hay de ti?

—Te lo resumo, porque no te interesa el resto, el régimen caerá y será doloroso. Maduro debe asumir su segundo mandato en enero del año que viene, ahora sabemos que no lo completará.

 

7.       

De Iván Gabriel me llega la noticia de que el único rastro de Giuseppe Foglienzi es una pizzería de su propiedad en la localidad margariteña de Juan Griego. Parece que estoy destinado a excursiones muy rápidas en mis días venezolanos. En el santuario de la Virgen del Valle encuentro al Padre Tiburcio. Viejo y casi sordo, recuerda bien a Giuseppe. Sabe que ha fallecido y me da una dirección. Así me topo frente a Migdalia y a su hijo. No es fácil superar sus recelos, pero me esfuerzo y al final confían en mí. Giuseppe tuvo un infarto fulminante en Caracas, donde habían ido a acompañar a su otro hijo, que se marchaba a vivir al extranjero. La pizzería ahora está a nombre de sus hijos: llevan su apellido, pero tuvieron que cerrarla por la crisis. Foglienzi no quería saber nada de Italia, no tenía ningún vínculo allí. Pero ella había preparado una carpeta con algunas hojas en italiano. Echo un vistazo: cartas, documentos antiguos y algunas fotos descoloridas.

—Era para Italia, en caso de que alguien apareciera, así que puedes llevársela.

Es mucho más de lo que esperaba. Les aseguro que nadie los molestará. Y no me hago un selfie con ellos. De hecho, lo decido inmediatamente: no diré que los conocí. La casa es bonita, desde las ventanas se puede ver el mar. Sus rostros también son serenos. Les cuento que vi la tumba de Giuseppe en Caracas.

—Esa fue una formalidad. Lo incineramos y esparcimos sus cenizas aquí en el mar abierto.

Juan Griego es una hermosa bahía con lagunas y una fortaleza y montañas al fondo –en la parte norte de la isla– cerca de hermosas playas. No será difícil recuperarse cuando los turistas regresen. Quizás el otro hijo emigrante regrese también para dirigir la pizzería.

Vuelvo rápidamente a la capital porque se me acabó el tiempo. Luis Alberto y Florángela están muy contentos de que haya cumplido mi misión y sobre todo de que no me haya topado con ningún malandro, los famosos criminales locales. Hasta el niño agita las manos y grita de alegría. Bien, si es así, quiere decir que hay algún futuro. Tilta aparece en el último momento. Bloquea el taxi con su motocicleta para darme una botella de cocuy artesanal.

–El año que viene habrá una celebración. Así que tal vez la próxima vez no invites a las chicas a un cementerio.

Ni siquiera se quita el casco, que tiene la visera baja. Pero sé que sonríe.

 

 

 

Nota: El relato, escrito en 2018, se publicó en italiano en la revista “Limes” n.3 de 2019. Ha sido traducido por dos venezolanos: Sandra Caula, que vive en España, y otro que, por vivir en Venezuela, prefiere quedar en el anonimato.

Escrito en Sólo Digital Turia por Danilo Manera

9 de enero de 2020

Llegué casi a la medianoche a Cincinnati,

media hora de taxi desde el aeropuerto hasta el hotel,

y las luces de la ciudad al final de la autopista.

 

Al día siguiente vi el río Ohio y mi alma se alegró.

 

Desde una colina vi el río dividiendo dos Estados,

a un lado Kentucky, al otro Ohio,

con sus puentes, sus barcos, sus camiones,

y abajo, el agua turbia, y los rascacielos de la ciudad.

 

Me decía a mí mismo la palabra Cincinnati,

como una oración, como una palabra sagrada

que le robara a la oscuridad un sol merecido.

 

Llamé a mi hijo pequeño a España para decirle que estaba aquí,

en esta ciudad y al lado de este río,

y nadie descolgó el teléfono.

 

Vi que llevaba cuarenta llamadas realizadas.

 

Comí en un restaurante asiático,

comí arroz y un pez de agua dulce,

era un día primaveral, con brisa y luz,

y pensé: ojalá encontrara trabajo aquí,

una casa, una familia, unos hijos, un perro.

 

Ojalá encontrará aquí un sol merecido.

 

Y decía todo el rato Cincinnati,

porque parecía una palabra sanadora,

porque parecía una palabra italiana,

porque parecía la palabra perfecta

para decir adiós a quien fui.

 

Después de comer hice la llamada cuarenta y uno.

 

Me alojé en el Fairfield, un hotel agradable

en el barrio de la universidad, había gente joven

por las calles, gente alegre, bebiendo cerveza,

di un paseo y otra vez

dije Cincinnati, porque es una fiesta

esa palabra, un desfile de íes que bailan en mi alma.

 

Quiero vivir treinta años más, Cincinnati,

quiero llegar a ser octogenario.

 

Necesito toda la vida del planeta Tierra.

No puedo morir ahora,

cuando me quedan tantas cosas por hacer.

 

Hice otra llamada.

 

Hola, hijo, estoy en Cincinnati,

es una ciudad preciosa,

¿qué quieres que te compre, cariño?,

terminé diciéndole a la recepcionista

afroamericana del Fairfield en español,

y ella no entendió ni una palabra,

pero al menos me escuchaba,

y me miró con ojos incrédulos,

pero también apenados.

 

Abril del año dos mil dieciocho,

tengo cincuenta y cinco años,

y dije mil veces la palabra Cincinnati.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

9 de enero de 2020

Alguno de nosotros había leído
los usos y costumbres del Olimpo
en algún volumen infantil
prestado del bibliobús.
Llegamos a la playa
con una cesta llena de uvas
y otros celestiales manjares afanados
en las cocinas de casa
y en el recodo junto a la roca,
donde el charco grande y la ría,
nos pusimos hojas entre el pelo,
nos desnudamos 
y nos pusimos a hablar en griego.

Lo mejor es el agua, dijo uno
mientras se lanzaba desde la roca
ignorando que los dioses
suelen tener poca filosofía.

El celestial empleo no acarreaba mucha tarea
así que tras un rato de hablar en jerigonza
y compararnos disimuladamente las pollas
el Olimpo se volvía algo aburrido.
Alguien volvió al idioma de casa
y a toda prisa nos pusimos el bañador,
abandonamos los aperos divinos
y corrimos hacia el escondrijo de la ría
donde ellas se bañaban desnudas.

Escrito en Lecturas Turia por Martín López-Vega

Con el simbólico título de Habitable, espacio que  los versos llenan y referencia  ineludible a su primera poética de trasfondo juanramoniano (tanto en el juego de la intertextualidad como en la concepción de la obra work in progress), se presenta esta antología cuidada y esclarecedora  del profesor José Teruel, publicada por la editorial Renacimiento, que recoge composiciones que van desde su inicial Celda verde (1971) hasta su reciente Retirada (2018), junto a inéditos de un poemario titulado Aire donde estuvo una casa , que alude irremisiblemente a lo que fue aquella celda juvenil de una poetisa que da sus primeros pasos bajo las imágenes de lo familiar y la naturaleza.

 

Habitable es el universo poético, habitáculo o residencia de salvación por la poesía donde se unen vida y literatura, para luego, en esa reflexión sobre ese espacio emotivo de la creación (el poema dentro del poema como mundo y organismo vivo) se llegue a una etapa de cuestionamiento de la literatura misma, pasando por la insatisfacción, la negación y el vació (No escribir y Dulce nadie), hasta alcanzar el desafío metapoético, la autocrítica y el asedio a los límites del lenguaje, caracterizados éstos por la dialéctica que supone la libertad creativa y la constante meditación sobre la escritura desde la otredad  (esa experiencia de poetisa “ex-céntrica” del discurso moderno imbuido en su visión unitaria del poema) que amaga desconfianza y pulsión de muerte, buen ejemplo es esa “retirada” de su última publicación, que es en sí un alejamiento de todo lo creado para indagar en algo más puro, constatable en poemas inéditos como “Aire” o “Es lo invisible ya”, que nos acercan aquella desnudez de perfección juanramoniana, o mejor, a la transparencia del grado zero barthiano. 

 

Caracterizada pues su poesía por el constante cuestionamiento y exploración de la labor poética que abarcan sus sucesivas estéticas (Habitable, Tendido verso, Tiempo y espacio de emoción …) se inicia la antología con composiciones pertenecientes a Celda Verde que profundizan en el recuerdo pasado y la infancia como libertad, por ejemplo “Años de internado” o “Niñez ayer”, mientras en “El  verso” aparece la poesía en diálogo consigo misma y como conocimiento.

 

La preocupación metapoética por el proceso de la escritura -que recorre su obra- está presente ya en “En esta noche, salvándome” que pertenece a Lugar común (1971), poemario con el que ganó el Premio Adonais en 1970, toda una letanía existencial en conversación con los elementos de la naturaleza (la luz, el viento, la noche…) y con los recuerdos de la niñez que llevan a ver la palabra y el poema como un ser vivo consciente que la escritura crea siempre un poso de melancolía por su finitud:

 

Ah, la palabra, qué miedo me da de su constancia en mí,

de su alboroto que me llega y son lugares

en su pompa de vida,

lágrimas sueltas ahora mismo, en formación,

creciéndome,

grandes manchas de poemas y matarlos

es morir más acá de la muerte misma

sin destierro posible y sin ojos.  (pp.44-45)

 

Esta misma tensión metapoética aparece referenciada en la imagen de El barco de agua, obra de 1974 y cuyo poema seleccionado bajo el mismo título trata el tema de la penetración en la escritura, vista como juego de espejos y pozo “que nos mira desde arriba”, para en “Contra moda”, perteneciente a Pasión inédita (1990), se exponga una poética que choca con los dictámenes al uso del neorrealismo y la poesía de la experiencia de finales de siglo, de la mano de la autocrítica y preocupación semiótica (temas afines a la Generación del 70 a la que pertenece), análisis que hace que su estética se encamine cada vez más hacia una reflexión sobre el discurso literario: toma de conciencia sobre la diversidad de sentidos que es la poesía, la libertad creativa y la profundización en la vida bajo disquisiciones artísticas (mi ambición sagrada / materia es el alma / libertad en los versos p.68), que tras la inflexión de Dulce nadie (2008), poemario necesario en su trayectoria para que en soledad rilkeana la autora medite sobre la depuración de la obra y su urgente revisión, su labor adquiera cierto misticismo que alcanzará en Cuatro Poéticas (2011) su punto álgido, a la vez que presenta cierto tono combativo; así, en composiciones como “Y de todo habrá” aparece la idea de la poesía como libertad total bajo la experiencia de lo humano, porque ese espacio habitable -que se confunde con la obra misma y su reinterpretación constante- ofrece una ausencia de límites, es huida de la estabilidad y de la permanencia inherente al objeto artístico, para sobrepasar ese discurso cerrado hacia un universo sin dominios, pues habitar es ir perdiendo el rumbo en busca de la libertad imaginativa, donde la poetisa trae cerezas del océano vegetativo porque no hay barreras, parte de cero y se abre a infinitas posibilidades; son otros lugares no marcados por otras poéticas contemporáneas, de la cual la autora se destierra para ir profundizando en la vertiente existencial, como expone en “Poema del exilio voluntario”, toda una fe de vida en la desposesión y desvinculación de otras concepciones poéticas, idea critica que presenta mediante interrogaciones retóricas, pues. “¿Quién puede vencer lo humano?”, o “ ¿Y qué verbo será perecedero / en la laguna hollada / si va mirando despacio / su molécula? “, hasta llegar al diálogo con el propio poema, ese que con tono imprecatorio se identifica con su exilio; intención de reproche hacia estéticas de la vacía cotidianeidad, de la deshumanización objetiva que conlleva el juicio de creación como suma, tema que expone en la magnífica composición “Poema de cuando estudio matemáticas bellas” bajo la irónica metáfora de la cantidad, o aquel piar armónico de tantos cantos poéticos, pues el operador es neutro y lo importante es la calidad.

 

De Tendido verso (1986) destacan poemas como “Puedo esta noche” que presenta ecos intertextuales al Neruda de la canción desesperada, pero que en Canelo se trastoca en crítica hacia esa lírica neorromántica que cae en la desolación y hacia la poesía pura de verso medido pero insustancial,  todo bajo imágenes de un escritor que medita sobre la palabra, la personificación de la escritura -“animal que enseña los dientes ocultos para que una mano sepa contarlos de blancura extrema” (p. 98)- y la toma de distanciamiento necesaria para componer y así, desde lo lejano, cercar lo ilimitado.

 

Estos temas sobre el cuestionamiento de la creación literaria centran también “Tendido verso”, donde se censura el poema unitario de perfección finita (roca que abunda en la calle) en pos de un espacio intacto e infinito que tiene en la luz o el camino su metafórica representación. Las alusiones intertextuales que nos remiten a maestros de la literatura y el uso del juego metapoético están presentes en “Querido libro” y “Moguer”, donde la autora se sumerge en la realidad que las palabras encarnan, entonces el libro es ya el sol o las nubes del pueblo gaditano, mientras intenta no caer en tópicos superfluos, porque la realidad poética es múltiple e ilimitada; de este modo, sobrepasando las palabras y negando la escritura llegamos a los poemas de No escribir (1999), que corresponderían a su tercera poética. Aquí vemos como ausencia y negación definen la Literatura, mediante una tensión paradójica que implica una nueva valoración del hecho literario, muestra de esa estética de la postmodernidad que se caracteriza por la apertura y la discontinuidad. “No escribir” es no participar de ese acto creativo tradicional para nacer a otro ámbito más amplio de la realidad que se expande libremente y, sobre todo,  tiene conciencia de ello: ese vivir hacia dentro, porque la poetisa prefirió “olvidar palabra, instinto, oración, cauce que iba a devorarme”, por una mística realidad total, ya no se trata de extractar el paraíso, como hacen tantas poéticas, sino de:

vivir sin otra ambición

que el paisaje interior

y su conjunto,

como este viento circular de hiedra

en el altar de una soledad perfecta (p. 110)

 

desde esta perspectiva, aparece la autocrítica y la evocación de su pasado bajo el tono confidencial y la máscara del otro en el magnífico “Una mujer escribe su primer libro de versos y me lo envía”, tema de la experiencia de lo que ha sido el propio quehacer poético, correlato de vida y ficción, pero también alegato a cantar desde otras estéticas, ese “entra en otra espuela del vivir” que le aconseja a la joven, aunque sabe que ella no le escuchará, porque ha caído fascinada por esos “insectos grandes” que nos evocan aquella  verbosidad retórica del imaginario romántico. El camino elegido es hacia la “Depuración”, como expone en esta composición perteneciente a Todo lo no amado (2011), toda una catarsis de purificación donde creación poética implica una situación pushkiana de sufrimiento y destierro, bajo el espejo metapoético de la lectura que es el espacio en que coinciden autor y lector, partícipe éste también del acto de la composición: “Tú”, bajo las imágenes del espejo y el agua que son los versos donde se refleja y muere ese poeta/lector Narciso.

 

Con los poemas de Oeste (2013) y Retirada (2018) se entra en una prosa poética en que el fluir de la conciencia se abre hacia la digresión. Libros juanramonianos en lo que a la revisión y autocrítica de la obra en marcha significan, pero también estéticamente en el uso de una lírica emocional cercana al maestro de Espacio, estilo definido por ese fluir en libertad de la conciencia anímica, donde asoman preocupaciones existenciales sobre el devenir o la creación, pero desde su posición solitaria en la naturaleza -o exiliada del mundanal ruido- siente el latido de lo cercano que abre la puerta a la reflexión, se trata de poemas como “Coros”, en que se vislumbra el reproche a ese “croar de cultura superpuesta”, de “Madera”, donde se profundiza en la labor creativa, idea que también aparece en “Ese charco” bajo la experiencia atenta al más mínimo detalle de la realidad y, sobre todo,  del poema “El fruto”, una composición magistral, metáfora sobre el artefacto poético y su imitación de la realidad. Esta vertiente más reflexiva y melancólica por su carga desolada y crítica sigue en Retirada (2018), bagaje de vida y escritura: “Esta línea puede existir si se entrega a la confesión…”, aquí se augura el vacío y la desposesión como acercamiento a la verdad del poema, vía casi mística de sufrimiento para llegar al conocimiento en su inefabilidad, como señala en “Tantas veces la escritura se vacía…” de la mano de símbolos de la existencia como el árbol o el camino, para concluir en la imposibilidad de captar la realidad y su sentido, pues la vida es como una ráfaga breve.

 

Con su siguiente obra todavía inédita, Aire donde estuvo una casa, de tintes rosalianos, nuestra poetisa muestra como la escritura sigue siendo un ancla de fe frente a la nada, mediante el símbolo de la casa -tan presente desde sus inicios poéticos-, imagen de refugio rilkeano. Este espacio habitable sigue siendo un baluarte de creación, parangón de lo que son las obras, como en “Cuadrado mío esta noche”,  pero aparece también ya derrumbándose en “¿Qué haces fiel a lo perdido…”, donde el habitáculo que fue su universo creativo desaparece y está ya sólo en la memoria. La escritura permanece en el “Aire”, “Es lo invisible ya”, como señala en el poema del mismo título, pues se deriva hacia la inaprensibilidad del hecho poético, inefabilidad que conduce a lo místico, a lo eterno.  Y en esa esfera etérea coloca Pureza la poesía, pues como señala en “Escribir sin mano también”, en un acto de desposesión de esa “manifestación” del ser que es lo escrito: El Aire puede cambiar de esfera y no se rompe jamás, así el destino del que vive plegado a él, nada puede hacerle frente en la noche de los tiempos (p.159).

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Francisco Ruiz Soriano

   Pocos críticos han mirado la obra de Shakespeare con la hondura del recientemente fallecido Harold Bloom, su obra se ilumina como un destello en el infinito panorama de críticos que han asolado el panorama de la literatura contemporánea.

  Bloom ha sido un gran profesor, pero también ha sabido mirar a través del Canon Occidental la obra de muchos de los grandes: Dante, Tolstoi, Montaigne, Moliere, Whitman, Milton, Joyce o Virginia Woolf. Era Bloom un pensador que enriquecía, como un creador, con sus opiniones el texto, haciendo que la semblanza de muchos de los estudiados cobrará nueva resonancia, precisamente por venir de su mano.

  Por decirlo de otro modo, miraba con la hondura del humanista que perpetra a través de sus opiniones un nuevo magisterio, haciendo que el lector quede atrapado en esa senda, es decir, que vaya a los grandes novelistas con ojos nuevos, entrenados.

    Para Bloom, Shakespeare y Dante están en el centro del canón, cito al crítico:

“Shakespeare y Dante son el centro del canon porque superan a todos los demás escritores occidentales en agudeza cognitiva, energía lingüística y poder de invención”.

   Es sin duda alguna esta apreciación una apuesta arriesgada, porque deja fuera o al margen el poder impresionante de Cervantes en su Quijote para inventar personajes que cobran vida y que tienen un psicologismo indudable, tanto es así que la novela abre la senda de la narrativa moderna porque la invención de estos personajes se convierte en universal, pero también deja fuera a otros, que han generado espacios de gran agudeza cognitiva, como Dostoievski o Tolstoi, sin olvidar a Thomas Mann y la grandeza de sus propuestas en novelas inmensas como La montaña mágica.

    En mi opinión, Bloom acierta en parte, abre una senda, porque es difícil emular a Shakespeare, tan hondo que traspasa cualquier apreciación, en sus obras cabe toda la dimensión humana, esa capacidad de ver  todos los espejos que tiene un ser humano, logrando personajes que son diseccionados en múltiples matices: Hamlet, Otelo, Macbeth. Lo que Bloom simplifica es precisamente lo que hace al canon un artificio dudoso, no podemos entrar en un ejercicio de protagonismos, sin entrar en lo que es meramente opinión. Es, sin duda, una opinión muy bien argumentada, pero opinión al fin y al cabo.

    La opinión de Bloom sobre Dante también es cuestionable, Dante era un transgresor, su Divina Comedia es un lúcido artificio sobre el ser humano, convertido en un mosaico de diferentes voces que resuenan en el eco de un silencio. Dante es el espejo de una época, donde la metáfora todavía no es un recurso literario pero que cobra en el italiano una fuerza impresionante, de ahí al símbolo hay un paso.

   Bloom es, sin duda alguna, un entomólogo que busca, bucea y disecciona, pero deja de lado miradas, ecos como los que produce la literatura de D.H. Lawrence, imaginativa y sensual, apenas cita a los españoles en el Canon, sin tener en cuenta a Baroja, Galdós o tantos otros, que han dado al idioma no solo perfiles, sino también retratos poderosos, que siguen vigentes en nuestro tiempo.

  En mi opinión, Bloom se centra demasiado en Shakespeare, un artista de la palabra y un jugador aventajado del idioma, pero olvida el vuelo de escritores que han abierto brechas a la narrativa como Malcolm Lowry o el citado Lawrence.

   Es consciente el gran crítico de la fuerza de una Virgina Woolf o de George Eliot, pero deja en ese canon la mirada de muchas escritoras americanas que son de un prodigio verbal inusitado como Carson McCullers. La voz de la española Emilia Pardo Bazán para explicar el naturalismo en Los pazos de Ulloa es olvidada porque Bloom se centra en el mundo anglosajón principalmente. Se agradece que cite a Whitman y lo analice, con esa capacidad de ver en Hojas de Hierba un canto a la libertad que pocas veces se ha dado en la literatura.

   Concluyo con esta idea: Bloom abre polémicas, enciende discusiones y plantea nuevos prismas donde mirar la literatura, es esencial su legado porque podemos no estar de acuerdo, pero da a la crítica razones apasionadas (era muy conocido por su prodigiosa memoria para recitar en sus excelentes clases a los grandes). Muere un hombre de gran estatura que, de alguna forma, aunque haya dialogado con unos más que con otros, conoció y vivió el amor por los libros como un legado universal.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

28 de noviembre de 2019

Rascayú, canción que abordaba el tema de la novia enterrada y que el franquismo censuró pensando en alusiones veladas al régimen, contiene una letra que anuncia a modo de romance, como en el caballero de Olmedo, el destino trágico de una villa sombría, esperpéntica. Es el leitmotiv que estructura el paralelismo paródico de la muerte que se conecta con numerosas obras literarias, estilos y géneros que el autor hace suyos con un eclecticismo que es capaz de generar un mundo literario real en su extrañeza, cercano en su onirismo, trágico en su comicidad. Hay un carácter casi de parábola que encubre en su deformación expresionista una acerada revisión de nuestras comunidades, su violencia, odio y oscuridad, abordado desde una ironía que alcanza el relato de todo lo que la comunidad calla y forma parte de una realidad oscura cercana y “semi-conocida”, aunque silenciada por el poder del miedo de quienes sucumben a este. Hay una distancia sarcástica presente en acotaciones en las que la voz del narrador interpela tanto al autor como a los personajes, lo que recrea un interesante juego de realidad y ficción en los que el puente del Myse en abyme entre ambas permite comunicar ambas perspectivas en una sola mirada.

Hay algo que acerca la narración al realismo mágico en la inserción de lo fantástico en lo más cotidiano. Así aparecen personajes como Mulhacén que relata con normalidad su metamorfosis  al ser atacado por dos hombres lobos. Sin embargo, el tono es siempre desmitificador, ya que es una revisión desde el humor la que permite actualizar los tópicos de dichos géneros para ofrecer una perspectiva burlesca. Al ser condenado por sus delitos, sus días en la cárcel los pasará con su nueva afición: cantar jotas. La burla de lo fantasmagórico asume ecos de Oscar Wilde y su Fantasma de Canterville. Al no ser identificado su cadáver y confundida su identidad con la de otro, Capdepón Mombiela se manifiesta en las vías principales de las formas más hilarantes: marcando un gol en propia puerta en un partido decisivo, como cliente de cabaret, bailarina, guardia urbano dirigiendo el tráfico, taxista con acento pakistaní. La hipérbole deformadora de la tradición literaria llega a referencias históricas semi-míticas como el Oráculo de Delfos. Las informadoras-pitonisas son alcahuetas que dicen poseer poderes sobrenaturales y dotan al inspector de las pistas que este requiere. El regidor y su extraña historia de la sirvienta enana, vinculada al nazismo, que desde su llegada ha hecho de él un ser siniestro que no sale con la luz del sol, rememora desde la comicidad y el humor del absurdo las leyendas vampíricas. Incluso hay un espacio de homenaje al western, a La balada de cable hogue de Sam Peckinpah. Como en esta el protagonista se resiste a la llegada del progreso, sigue yendo a caballo cuando los vehículos de motor se han ido instaurando en la sociedad. En uno de los momentos el comandante le dice a Porrocho que procure no leer, ya que hacer esto lo convierte en sospechoso, esta aseveración aislada recuerda Fahrenheit 451 y la prohibición de la lectura por su valor subversivo.

Las interacciones con el lector son continuas, juego de Mise en abyme que recuerdan las apelaciones de Augusto Pérez de Niebla al autor y a los lectores de la novela de Unamuno: “Isaías saltó y emitió un sonoro taco (para que el lector añada en esta parte el que le parezca conveniente eludimos concretarlo)”. También se hace uso de dicho recurso, entre muchos otros momentos, cuando Rogelio, uno de los niños que casi es secuestrado, narra cómo sucedió todo. Entonces aparecen interpelaciones del narrador que son reflexiones sobre su declaración:”me tropecé con ellos bueno en realidad con él y ella porque eran dos [¿fueron dos tus asaltantes?]”.

Hay un uso expresionista, tanto en la visión deformante de la sociedad y sus miserias, retratadas desde esta visión grotescamente delirante, en ciertas descripciones poéticas que destruyen la imagen real y desde su máxima deformación nos invitan a mirarla de otra manera, percibiendo las oquedades que no queremos ver. Esta violencia desautomatizadora aparece, entre muchos otros ejemplos, en la descripción de las faldas removidas al aire como vómitos de color.

La desaparición de los niños es una micro-fábula que critica la sociedad violenta que educa a una infancia sin referentes de afecto y empatía. Es tan terrible como la película de Chicho Ibáñez Serrador titulada ¿Quién puede matar a un niño? En dicho film también se ofreció una crítica soterrada de la rebeldía de la infancia en una sociedad enferma, aunque los niños son los que generaban el terror y no las víctimas, hay algo que recuerda en este pasaje la visión crítica en la que la violencia se extiende entre todas las generaciones de forma recíproca. El circo que tiene en uno de sus miembros a una de las víctimas, también contiene un homenaje al Quijote, ya que el forzudo se llama Sansón Carrasco. Al igual que sucede en el proemio, en el que el autor desde el perspectivismo inherente a las novelas de caballerías y presente también en la obra de Cervantes, afirma que un editor ha hecho pública una novela que él dice no haber escrito, por lo que dice que rebuscará en manuscritos para que pueda existir dicha obra apócrifa que debe ser real.

Lo absurdo de nuestra realidad se manifiesta en una obra que se ríe de todos los géneros, que parodia en algunos pasajes incluso elementos culturales e históricos, que realiza un cómico e irracional retrato ingenioso sobre nuestro mundo y sus perversidades. El lenguaje se desnuda de libertad y arroja su ropajes de lo grotesco al lector que se convierte en voyeur de un desfile de imposibles lógicos en la racionalidad del logos pero que se integran a la perfección en lo narrado, una parábola que vislumbra el escenario de nuestras perversiones sociales más ocultas, siempre vestidas de humanidad y progreso cívico.

 

Raúl Herrero, Rascayú, Zaragoza, Limbo Errante, 2018.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Soria Caro

25 de noviembre de 2019

 

Hace años, cuando estudiaba la carrera, había una asignatura de Historia del Arte (aunque fueras de otra titulación, como era mi caso, podías elegirla como “libre elección”) que impartía Agustín Sánchez Vidal, con el nombre de Historia del cine y de otros medios audiovisuales y en la que, durante todo un año, se podía aprender sobre la historia del cine, sus géneros y sus características esenciales. Entonces, había un manual del propio profesor que completaba tus apuntes y que venía muy bien, pues era una síntesis de la historia del cine bastante completa y detallada. No sé si la asignatura existe todavía o qué bibliografía recomiendan, pero estoy seguro de que Hermosas mentiras. Tópicos y clichés en el cine, último libro de Alfredo Moreno, fantásticamente editado por la zaragozana Limbo errante (con mucho gusto y cuidado y con una preciosa portada a cargo de Juan Luis Borra), debería formar parte de los libros obligatorios que todo buen estudiante de cine ha de leer (sí, se ha de leer y no sólo googlear). Y no es una boutade o un guiño de complicidad hacia un escritor y crítico cinematográfico a quien leo y sigo desde hace años en su blog 39 escalones (como mucha más gente, pues es una de las bitácoras de cine más leídas), sino una afirmación que viene de la lectura de un libro riguroso, a la par que ameno, didáctico, claro y que propone una visión sobre el cine basada en los tópicos, las repeticiones o los clichés. Es un libro que transmite amor al cine y, sobre todo, un poso de conocimiento y sabiduría hacia el objeto de análisis, con ese estilo cada vez más depurado y claro - suaviter in modo, fortiter in re, podría decirse-, necesario en un ensayo de este tipo, que se va a las casi 400 páginas. Pero es que, además, de repente, en medio de un análisis certero y documentado sobre los personajes de una película suelta algo así como “cuyos protagonistas […] y cuadros de baile parecen haber sido escogidos de acuerdo con algún oscuro proceso de selección racial” y es entonces cuando, como lector, se agradece el paréntesis, el humor –a veces algo grueso, como cuando se refiere a los monjes de El nombre de la rosa- y el descaro, tan necesario en estos tiempos en los que mucha gente guarda opiniones y teme herir sensibilidades demasiado sensibles, o en los que sucede lo contrario, y las opiniones sin filtro ni criterio abrotoñan por todos lados (sobre todo los digitales).

El libro está dividido en cuatro grandes bloques (La tradición, Propaganda y moral, Geografías físicas y humanas y Eternos retornos) y un epílogo, junto a un prefacio e introducción y la bibliografía (reducida, pues estoy seguro de que ha manejado numerosas referencias). Desde el inicio plantea una tesis que es la con la que creo que Alfredo viene entendiendo el cine desde sus primeros libros (39 estaciones. De viaje entre el cine y la vida, publicado por Eclipsados en 2011 y más recientemente con la novela Cartago Cinema, en Mira editores en 2017) y es que el cine viene a explicar nuestra vida, y que cuando hablamos de cine hablamos de nosotros mismos; y también, por qué no decirlo, el cine es “nuestra vida de repuesto” (frase de José Luis Garci; por cierto, el libro concluye con una referencia a El crack). Y en esa vida el cliché, el lugar común, la repetición, juega un papel determinante, pues forma parte esa verdad que necesitamos asumir, de las certezas que queremos que nos cuenten. El misterio, el cambio de rumbo, la ruptura de la norma son los elementos que hacen avanzar el cine.

Como reza uno de los subcapítulos incluidos dentro del primero (“La tradición”), el inicio de todo está en Grecia, en la Historia etiópica de Heliodoro de Émesa (siglo III d. C.), en el inicio de la novela histórica y la de viajes (o aventuras). Y sobre los esquemas básicos que la narración de ese tipo novelas proponen se sustenta una secuencia lógica que el lector (o espectador) recuerda y prevé, pues, en el fondo, “todas las historias son la misma historia”. Y de esas historias que son siempre las mismas es de donde surge el conocimiento compartido entre autor/creador y público (lector o espectador), es decir, de los tópicos, de los lugares habituales que ambos poseen y que se presentan en diferentes formas y combinaciones. Las distintas narraciones no son sino diferentes formas de combinar y repetir los mismos esquemas y patrones, con diferentes formas y estilos, pero siguiendo un mismo modelo. En la base de los tópicos y clichés en el cine se hallan los seriales, novelas por entregas y folletines, que fueron superados poco a poco en los inicios del cine (que Alfredo sitúa en Hollywood en torno a 1914), cuando el cine empezaba a ser cultura y espectáculo, arte e industria. En la narrativa visual nos hemos acostumbrado a no sorprendernos ante la trama de las series o películas y tenemos esa sensación de que ya lo hemos visto, de que sabemos cómo se va a desarrollar (con sus variantes). En la capacidad de salirse de la tangente, de superar los clichés y los tópicos, está la novedad y la sorpresa y también la manera de evolucionar y presentar propuestas nuevas, que se rebelen contra esos clichés y tópicos que han servido (y sirven) para rodar películas. El cine es una constante evolución en la que la lucha contra el estereotipo o la “monoforma” marca la renovación y la novedad y la capacidad de jugar con la sorpresa hacia el espectador. Aquellos que han mostrado su oposición o su novedad ante el cliché son los que han hecho evolucionar el cine, cuestionar las verdades asumidas y hacer evolucionar el cine, la cultura y nuestra propia concepción del mundo y de la vida.

Dentro de esta historia del cine a partir de los tópicos y clichés que presenta Alfredo Moreno, merece una especial atención el largo capítulo titulado “Propaganda y moral”, en el que se explica de manera detallada, con numerosos ejemplos, cómo los diversos géneros cinematográficos “asumen la línea oficial de pensamiento y de moral patriótica”, sobre todo a través del género bélico y del western. Destacan también las páginas dedicadas a la figura del presidente Abraham Lincoln en el cine (en el subcapítulo “La necesidad de héroes”), quien se convierte en “la conciencia de Hollywood, su guía espiritual” y es una presencia constante en la filmografía del más grande de los directores, John Ford; o el análisis de los años sesenta como los de los intentos de ruptura del cliché y el tópico. Asimismo, las películas de juicios de los años cincuenta y sesenta o los melodramas de Douglas Sirk son analizados en clave ideológica como producto de un tiempo y de una defensa de un sistema de valores determinado. Y es entre estas formas cinematográficas y las películas en las que se muestra la domesticación de la mujer, su confinamiento a una determinada esfera personal y pública y se establece mediante la ligazón entre los diversos subcapítulos del libro (muy folletinesco esto de dejar tensión al final de cada parte). En las páginas del libro se explicita también una de las ideas que Alfredo repite en varias ocasiones (y que los lectores de su blog ya conocerán), que es la infantilización y mercantilización del cine en los ochenta, la sumisión a los cánones de lo políticamente correcto, que todavía hoy colean. El orden y la moral no se cambian, sino quienes osan cambiarlo o rebelarse contra él y eso lo vemos en películas en las que el abuso económico, el adulterio o la infidelidad son castigados.

El capítulo “Geografías físicas y humanas” aborda las películas ambientadas en lugares extraños o exóticos para Hollywood, cómo se proyecta la mirada exterior sobre ellos (con todos los tópicos y clichés necesarios) y cómo perviven la visión occidental sobre su historia. A lo largo de los más de cien años de vida del cine, se ha creado una mirada conservadora, paternalista, que no ha ahondado en los problemas de esos otros lugares que no son Hollywood; de este modo, la visión que sobre África se transmite resulta interesante por cuanto nos dice de cómo vemos este continente, desde unos presupuestos coloniales, que se extienden también a otras partes del mundo (muy recomendables las páginas dedicadas a España y lo español, por cierto). Cuando Hollywood ha reflejado su país, lo ha hecho sobre todo a través de tres grandes géneros, que son la esencia del cine: el musical, el melodrama y el western, siendo este último, a juicio de muchos, el más inequívocamente norteamericano (es “su” historia) y aquel que, frente a todas las adversidades, cambios de mentalidad, gustos o fórmulas repetidas, sigue ahí, es el “alma de América”.

El cuarto capítulo, “Eternos retornos”, está más centrado en el presente, en nuestra sociedad actual y va desarrollando ideas que podíamos ir espigando en otras páginas. Es aquí, cuando habla de la hiperconexión, de la sociedad espectáculo, de la posverdad, del éxito inmediato y efímero y de la prisa, cuando uno cree ver una cierta nostalgia hacia otro tiempo del cine (y de la vida, quizás), no exento de rigor a la hora de desgranar los males que nos afligen. En este tiempo el cliché pervive, tranquilo y seguro, adaptado a los nuevos tiempos y demandas de público y productores. La misión, el desarraigo, la inadaptación, el buen salvaje, “los detectives de sí mismos” o el cambio de patrón u orden social son los clichés que van siendo comentados a través de un numeroso grupo de películas que cubren un espectro temporal amplísimo, ofreciendo de este modo mayor objetividad y muestran cómo el cliché pervive, se adapta (con alguna mutación) y sigue siendo la base del cine.

Finalmente, en el epílogo, se establecen una serie de ideas en torno al presente y al futuro del cine (otro cliché en sí mismo, si se quiere), donde vemos que el diagnóstico que ha ido permeando en diversos fragmentos del libro cobra más sentido y cuerpo. El agotamiento, la falta de ideas, la repetición, la excesiva proliferación de sagas, la infantilización, la sobrevaloración…todo aquello que ha hecho que un tipo de cine quede relegado al circuito doméstico o a los canales y medios poco comerciales, son los elementos que perduran en el cine actual. De todo ello, el culto a la juventud (página 378 y siguientes) y la reducción de propuestas que llegan a las salas –con mucha estética de videojuego y videoclip musical, claro- son los síntomas más evidentes y los retos a los que se enfrenta el cine (quizás la batalla esté perdida), junto a la pérdida de espectadores que termina refugiándose en las plataformas digitales, en sus casas. Es necesario también que el cine adquiera una mayor consideración como cultura y pensamiento, no solo entretenimiento (página 385), que el público esté más formado críticamente, y que, aunque no es objeto del estudio, la piratería sea castigada con mayor dureza (existe un cierto laissez faire en este sentido, y música y cine, entre otras artes, son saqueadas impunemente). En su reivindicación como arte, como “hecho cultural”, está su supervivencia. El resto, por desgracia, no es más que juegos de artificio, entretenimiento huero, como cualquier otro.

Hermosas mentiras –genial título- es un libro que nos hace pensar y que nos plantea hipótesis, ofrece caminos por los que nuestro interés como espectadores o lectores puede transitar más adelante, y que, a mi juicio, contiene pequeños ensayos en cada capítulo, que quizás, en futuros libros, se podrían desarrollar mucho más (creo que Alfredo haría un fantástico libro sobre el western, por ejemplo). Creo que hay temas o ideas que quizás se hayan quedado fuera del libro o que no se ha querido profundizar en ellos, para dejar un debate abierto y no tratar de abrumar al lector. Hay querencia por el cine clásico, que es el “cine de verdad”, junto con las películas que, con cuentagotas, se van saliendo de las líneas trazadas en la actualidad. Y hay también una nostalgia en estas páginas por ese cine al que no se le veían las costuras, que era, con sus tópicos y clichés, un cine que ofrecía respuestas, conocimiento o descubrimientos al espectador, no solo entretenerlo. Alfredo Moreno ha escrito un libro fantástico, muy documentado sin que se note, claro, didáctico y con un propósito, como ha de hacerse en un ensayo de este tipo. Lo único que uno lamenta es que solo tenga la extensión que tiene; sucede como cuando lo escuchas por la radio en un programa semanal de cultura de Aragón Radio, que te saben a poco los diez o quince minutos que tiene para hablar y explicar algunas películas. El debate, por tanto, sobre la supervivencia del cine está abierto; el problema es que no sabemos si al cine, tal y como lo hemos entendido muchos, le queda mucho tiempo.

 

Alfredo Moreno. Hermosas mentiras. Tópicos y clichés en el cine. Zaragoza, Limbo errante, 2018.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Moreno Pérez

  

Virgínia Victorino nace en Alcobaça, ciudad portuguesa famosa por su monasterio cisterciense, el 13 de agosto de 1895, y fallece en Lisboa el 21 de diciembre de 1967. Mujer de gran erudición, filóloga, políglota y valiosa pianista, fue profesora de idiomas en el Conservatorio Nacional de Portugal. Su obra poética se compone de Namorados (1920), Apaixonadamente (1923) y Renúncia, publicado en 1926, año en el que abandona la poesía para dedicarse a la dramaturgia. Sus libros alcanzaron una notable repercusión en su tiempo, contando con el respaldo de la crítica y con la cercanía de figuras como la de Almada Negreiros, quien diseñó algunas de las portadas de sus obras. Su poesía, engendrada principalmente en forma de soneto, se puede definir como de un romanticismo directo y exento de retórica, moderna y a la vez devota de la tradición, de un lenguaje sencillo a la par que rotundo. Presentamos aquí a continuación, por primera vez en castellano, seis poemas de su autoría, seis muestras del alcance literario de la injustamente olvidada Virgínia Victorino.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CENIZAS

 

Un gran amor en poco se resume.

¿Y el nuestro, cómo fue? Grande y pequeño.

Duró lo que la sombra de un perfume.

Fue mal y bien. Un bálsamo, un veneno.

 

Quedan cenizas, y ni fuego fue.

¡Cómo recuerdo aquel ameno encanto!

Si muda en un perdón cada lamento,

¡qué bien me siento yo si te condeno!

 

Te miré, sonreí… ¿será eso amor?

No pude hablar, porque perdí el color;

te quedaste mirando, triste y mudo.

 

Nos amamos. La prueba está aportada.

Era todo este amor, pero ahora es nada.

Es nada ahora, siendo todo aún.

 

 

EN LA VENTANA

 

Sola te espero en la ventana, sola.

Vendrás a hablarme aquí. Pienso, medito.

Noche de azul, tranquila. En cada estrella,

como si fuese en ti, los ojos fijo.

 

Y hasta me asusto. ¿Mas por qué no evito

o retraso la hora grande y bella?

Esta alegría explotará en un grito,

en el que mi alma toda se revela.

 

Y estoy sola de nuevo. Lloro. Lloras.

¡Qué insondable misterio el de las horas!

Te vas. Escucho pasos. Noche fría.

 

¡Qué ausencia! ¿Volverás? ¡Señor! ¡Señor!

¡Para el dolor, tan grandes son las horas

como pequeñas para la alegría!

 

 

MIEDO

 

¡Escucha el gran silencio de estas horas!

Oh, cuánto tiempo sin decirnos nada…

¡En tu sonrisa, una expresión doliente,

lágrimas en los ojos, y no lloras!

 

Tus manos se demoran en las mías

con elocuencia muda, apasionada…

Si mi mirada triste de amargura

busca la tuya, pálido sucumbes…

 

El momento más triste de la vida

es el momento de la despedida:

ve cómo el miedo crece en mí, latente…

 

¡Qué asustadora, enorme sombra oscura!

He aquí al final, amor, toda tortura:

te veo aún, y ya te siento ausente.

 

 

MAR

 

¡Mar! ¡Viejo mar ansioso y palpitante!

Cuando elevas tus olas a los cielos,

¿es furia lo que sientes, oh gigante,

o es el deseo de ascender a Dios?

 

¡Mar! ¡Viejo mar perturbador, vibrante,

de tan inciertos nervios como yo!

¡Mar tempestuoso, aventurero, errante,

que eres tumba de reyes y plebeyos!


Abrigo azul con miles de volantes…

¡Tu voz no hay nadie, no, que la comprenda,

mar caprichoso, esfíngico, profundo!

 

Tantas veces, inconsolable, lloras…

¡De qué dolor y angustia te lamentas,

oh mar, inmensa lágrima del mundo!

 

 

ÉXTASIS

 

No sufras más, amor. No digas nada.

Ven conmigo. ¡Te llevo! Noche densa:

la exaltación del mar quedó suspensa

en parada durmiente, prolongada…

 

No tardará en abrir la madrugada.

¡Ven conmigo! ¡No pienses! ¡No se piensa!

¡Acude en pos de la aventura inmensa,

escucha mi ternura apasionada!

 

Ve qué grande es el sueño que persigo…

No sufras más, amor. Y recorramos

otro país más bello y más distante…

 

¡Vayámonos detrás de la quimera,

donde la primavera no termine,

donde cante la voz de las estrellas!

 

 

MEDIANOCHE

 

“…y si no acudiese a hablar contigo antes de medianoche, no me esperes. Ya no iré.”

(De una carta)

 

Ya empezaron las horas a caer;

la una, las dos… ¿Vendrá? Vendrá, seguro.

Yo, conmovida, así como el que reza,

las horas voy contando, entre sonrisas.

 

Y tres, y cuatro… cinco… ¡Y sin venir!

Si no viene, ¿por qué será? ¿Frialdad?

Seis… siete…  ¡No será! ¡Yo sigo presa,

sin saber nada, sin poder salir!

 

Ocho… nueve… Mintió. ¿Dónde estará?

Oigo pasos. ¡Es él, está llegando!

Me confundí… No sé… No viene nadie.

 

Diez… once… ¡Oh, por Dios, cuánta demora!

Y mi alma sucumbe, tiembla, llora…

¡Se acabó! Medianoche: ya no viene.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

25 de noviembre de 2019

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por la noche riego las plantas de interior, me ocupo de ellas, no hay sombra que las haga morir en la memoria sin llamar la atención. Resuelvo el horizonte y también la caída donde debe existir el mundo en el presente. Elogio las ruinas en un texto, el espacio fructífero del poema. 

Tomamos posesión de un campo de escritura, los hombres cotidianos ocupados en la mudanza. No hay héroes ni vencidos, no podemos borrar al dueño del relato, sus máscaras, la parte de una vida que sigue deshaciéndose y deja tras ella su cola de cristales. El porqué de un suceso vive en cada momento su trama tartamuda, la extensión de un desastre. 

Estoy entre nosotros buscando lo posible con fecha señalada en su acepción vulgar. He elegido a un actor, revocado su herida para hacerla real. La huida es el camino hacia un espejo que he quebrado. De esta decisión surge lo que no hay que repetir. El tiempo que lleva tu nombre está iluminado.

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Antonio Tello

25 de noviembre de 2019

Natural de Babia

-aunque otros dicen que de la Inopia-

y de gustos muy eclécticos

-le gusta Heidegger, por ejemplo,

pero no le hace ascos

a la típica comedia española-,

lo normal es que te lo encuentres 

varias a veces al día,

y que, aunque haga amago de quedarse,

puedas quitártelo de encima

sin que oponga demasiada resistencia.

Pero conviene no fiarse de él,

no siempre resulta tan inofensivo.

En ocasiones -estoy asistiendo

a una de ellas- puede llegar a ser

de una extrema crueldad.                         

¿Que no me crees? Míralo, ahí, en la mesa

del fondo, frotándose las manos, con esa

media sonrisa cínica, esperando

tranquilamente su hora, la de asomarse

a la mirada de ese par de enamorados

que, como todos, también

se iban a amar toda la vida.

Escrito en Lecturas Turia por Karmelo Iribarren

1

 

Se ha convertido casi en un lugar común afirmar que la poesía polaca de la segunda mitad del siglo XX ocupa una posición que muy pocas poesías digamos “periféricas” pueden haber tenido a lo largo de la historia. Pasa a ser la poesía que ejerce más influencia y tiene un impacto mayor en otras literaturas, principalmente del ámbito anglosajón, aunque también en el alemán (en el francés y en el español tardaría un poco más, aunque las repercusiones en este último aún se pueden percibir hoy en día). En el marco de ese fenómeno, y siguiendo tal vez con los lugares comunes, siempre se cita a una tríada de autores, aunque serían algunos más los que configuran ese grupo poético de calidad poco común en un momento determinado. Claro que están los acmeístas rusos, los poetas de la generación del 27 en España, los poetas griegos, o los herméticos italianos, autores que representan en cada una de sus respectivas tradiciones literarias un cambio enorme en la poesía, y tras los cuales ya nada es lo mismo que unos años antes. Pero se podría afirmar que la repercusión de los autores polacos llega a ser más duradera, al menos hasta el momento en el que todavía arden un poco los rescoldos del modernismo literario. Después, cuando han desaparecido ya los grandes relatos, son autores que tienen tal vez una menor importancia, especialmente el mayor del grupo, el poeta Czesław Miłosz, aunque también Zbigniew Herbert, y en menor medida Tadeusz Różewicz, que sigue siendo el gran autor a descubrir, tal vez porque su discurso sea de un planteamiento radical en cuanto a lo que nos ha dejado la cultura occidental. Además, este último no forma parte de la tríada, ya que ese lugar lo ocupa la poeta Wisława Szymborska. Estos serían los autores que más han contribuido a formar lo que el propio Czesław Miłosz denominó la “Escuela de poesía polaca”, un nombre generalizador que agrupaba varias estéticas en su seno y que tuvo mucha fortuna en los círculos americanos. Los cimientos de esa escuela se encuentran en una famosa antología de poesía polaca de posguerra que publicó con traducciones propias en los Estados Unidos en el año 1965, es de él mismo el prólogo donde relata la simplicidad de la frase, la ironía, la falta de estructuras de ritmo o de rima clásicas, y un discurso claro que no perdía muchos elementos o características al ser trasladado a otra lengua. De entre los autores que selecciona, y que configuran el canon de la poesía polaca de la segunda mitad del siglo XX (de capital importancia es el hecho de que ha sido realizado desde fuera, en el exilio), destaca la figura de Zbigniew Herbert, que encarnaría todos estos elementos. Aparte de los elementos mencionados, las alusiones y referencias al mundo clásico y la construcción de poemas en forma de parábola hacen de él el autor ideal para encarnar la confrontación con el régimen político existente en Polonia a la par de ser un poeta de calidad indiscutible que sabe dónde establecer la frontera en el texto para que no caiga o en un discurso moralizador o en un pathos excesivo.

A partir de ahí, Zbigniew Herbert se iba a erigir como el poeta por antonomasia no solo de ese tipo de poesía sino de la poesía polaca en general. Hasta el punto de que cuando Miłosz recibe el premio Nobel de literatura en el año 1980, en su faceta de poeta, que era la que más le interesaba, era mucho más conocido como traductor de Herbert que por su propia producción. Este elemento, que hoy en día podríamos calificar de anecdótico, reviste gran importancia para poder ver la repercusión de Herbert, así también como una serie de características (las que ya apuntaba allí Miłosz) que se han ido repitiendo hasta la saciedad y que han dado como resultado una visión parcial de la obra del autor de Don Cogito.

No se detiene aquí la clasificación de Herbert, puesto que años más tarde, con el poema “Tornada de don Cogito” (tal vez uno de los poemas más sobrevalorados de su producción, y que ha tenido mucha más importancia en su lectura en clave de resistencia en Polonia que en el extranjero) y también con el poema “Informe de la ciudad sitiada” (en este caso, un poema soberbio, como muchos otros que tiene Zbigniew Herbert) pasa a convertirse en el poeta que encarna todos los valores de la oposición durante la época del estado de guerra en Polonia (1981-1983). De este segundo poema dirá Sven Birkerts: “las principales estrategias de Herbert: el desplazamiento del tono y una visión histórica distante confluyen ambas en el poderoso título del poema”. Ese rol, el del vate de la oposición, después va a cargar su biografía, y va a convertirlo en una especie de símbolo, que él mismo acentuó y que, a causa de desafortunadas intervenciones posteriores del poeta (debidas a estados críticos de su enfermedad) tuvo como resultado que algunas tendencias conservadoras quisieran apropiarse de su figura. Pero eso sería otro tema, la cuestión de los poetas nacionales, que en este caso se disputarían entre Herbert y Miłosz (y también la relación de ambos poetas da para todo un artículo por separado).

Así las cosas, la obra de Herbert se ha tenido que enfrentar varias veces a intentos de clasificación y de reducción, en algunos casos se ha mantenido una imagen del poeta concreto, como la del poeta de la oposición, que aún rige en varios círculos de Polonia. Otra de las clasificaciones y reducciones se derivan de la creación de ese personaje totalmente iconoclasta, a veces un alter ego del autor, a veces una creación moral, que es Don Cogito. En cuanto a estos aspectos, un lector de una lucidez poco común como el premio Nobel J. M. Coetzee, afirma que “en un grado importante, Don Cogito es como Don Quijote (con quien está explícitamente asociado en el primero de los poemas de Don Cogito, “Las dos piernas de Don Cogito”): es una criatura cuyo creador solo puede llegar a darse gradualmente de hasta qué punto puede sobrellevar el peso poético”. Herbert como el autor de Don Cogito, cuando si repasamos sus poesías completas veremos que ese personaje no aparece hasta el año 1974, con el título del libro del mismo personaje, y anteriormente ya había publicado ¡4 libros de poemas! y a partir del libro Elegía para la partida (1990) su aparición va siendo cada vez más tenue. Sí, un personaje que tiene una importancia capital en su obra, pero no se puede encerrar la figura de Herbert en el encasillamiento de Don Cogito.

Por suerte, el lector español tiene a su disposición buena parte de la obra de Zbigniew Herbert, tanto los poemas, en la espléndida edición de Xaverio Ballester de la Poesía completa, como en los ensayos, donde están los principales del autor: Un bárbaro en el jardín, Naturaleza muerta con brida y El laberinto sobre el mar, aparte del volumen de prosas El rey de las hormigas. Con todas estas traducciones ya imposible es, después de una lectura atenta, reducir a Zbigniew Herbert a una o dos líneas, a uno o dos temas. Es una obra considerable en la que aparece una serie de motivos recurrentes, bajo una forma u otra, sea bajo la figura de Don Cogito, en la forma de un ensayo o en los otros poemas (en los que utiliza y en los que no utiliza el concepto de la máscara) de toda su producción.

 

2

Como traductor de algunos ensayos de Herbert, mientras llevaba a cabo la ardua tarea de pasarlo al español, me encontré varias veces con la idea de que la lengua que utilizaba Herbert en esos ensayos era más elaborada que la de los poemas, que en los ensayos aportaba el lirismo que había abandonado en la propia poesía. Desde entonces, no dejó de asaltarme esa idea cada vez que volvía a los textos del autor polaco, tanto en poesía como en prosa. En un artículo sobre la vertiente poética de Herbert, Krystyna Pietrych afirma: “Herbert, por elección, de manera consciente y consecuente, no quería ser un poeta lírico. Ya en su primer libro presentó una autoafirmación importante. En el poema “A los poetas caídos” escribió de manera unívoca: “termina el canto”, anunciando de esta manera el fin de la poesía cantada y pasando a la posición de un anti-cantor”. No obstante, eso no quiere decir que su poesía sea del todo privada de lirismo, es un tipo de voz diferente que permite transmitir ese mensaje moral pero que muchas veces aparece à rebours a través de la ironía del autor, a veces un cinismo directo o burla, como lo exige más el tipo de poema-parábola que muchas veces pone en funcionamiento. Es un aspecto muy particular que una diatriba tal como la presenta el autor aquí hacia la poesía más convencional, o la que proviene aún de un cierto modernismo, se realice a través de un poema que mantiene una estructura rítmica silabotónica y con una serie de rimas inexactas que aportan aún el elemento lírico al poema del que intentará desprenderse más tarde el autor de Un bárbaro en el jardín.

Para entender este cambio, o esta apuesta de Herbert, que compartirá también con los otros poetas, como Różewicz o Szymborska, pero que ya no alcanza a Miłosz, hay que mirar un poco la tradición de la poesía polaca, aparte del giro copernicano que representa el final de la II Guerra Mundial para la concepción del mundo y también para toda la poesía, con el abandono en algunas tradiciones (entre ellas, la polaca) de las formas más clásicas o canónicas. En el momento que publica Herbert su primer libro (para algunos un debut tardío, con 32 años), en el año 1956, las estéticas de las generaciones anteriores se habían agotado por completo, tanto la poesía de la Joven Polonia como la del movimiento de Skamandra habían quedado anacrónicos. Y no obstante, Herbert, tal como indica Pietrych, tiene sus primeros intentos poéticos siguiendo modelos de la Joven Polonia. Pero en los años 40-50 hay un cambio de modelo radical, y los nuevos autores buscan sus fuentes en las vanguardias que habían tenido un eco más débil anteriormente, entre los autores de las vanguardias destaca la figura de Julian Przyboś. Los postulados estéticos de la poesía de Przyboś podían permitir buscar nuevos caminos de expresión para los autores que empezaban a escribir y a publicar en esos años, especialmente en lo que se refiere a las experiencias de la guerra (y no olvidemos que la II Guerra Mundial se ensañó de manera especialmente cruel en Polonia). De ahí que en el primer libro de Herbert, que sería el de evolución hacia su propio tono poético, se encontraran aún poemas que presentaban estructuras de rimas y ritmos, pero que después irá abandonando. En cuanto a las líneas temáticas, ya se ve plenamente en este su primer libro Cuerda de luz que están establecidas y con una madurez muy perceptible. En poemas como “Cementerio de Varsovia” o “Profecía” la experiencia de la guerra aparece a partir de ese lenguaje sincopado, sin puntuación que será una de las señas de identidad de su poesía, y también los versos sangrados que establecen una especie de diálogo dentro del mismo poema, una polifonía o un coro muy particular que da visiones, aporta elementos, incisos: “antes de la invasión de los vivos / los muertos se colocan más abajo / más hondo” dice en el primero de estos poemas. El catastrofismo de Czesław Miłosz (pero especialmente, en la versión de Józef Czechowicz, en lo que se llama la Segunda Vanguardia) también tiñe el tono de estos poemas, aunque el catastrofismo alertara sobre la desgracia y en tiempos de Herbert ya ha acaecido. Con todo, el uso rico de la metáfora y las imágenes en Miłosz hace que la relación no pueda ser tan directa.

Otro tema que ya aparece en el primer libro es el de la mitología familiar, o la automitología, porque no se centra tanto en las figuras de los miembros de la familia sino en sí mismo, y surgirá un Herbert con tintes de un patriotismo también muy propio, que se deja traslucir en sus poemas. En el aspecto personal, será uno de los caballos de batalla de Herbert, especialmente en cuanto a la visión del Levantamiento de Varsovia, y uno de los principales puntos de conflicto con su admirado Czesław Miłosz, a quien le unió una amistad profunda y un desencuentro que llegó hasta el final de sus días. En cuanto a la mitología personal, no se puede descartar que Don Cogito participe en un grado muy alto de la misma. En este primer libro, en el poema “Mamá” surge la visión del mismo poeta: “lejos de tus ojos / perforados de ciego amor / es más fácil soportar la soledad // a la semana / en un cuarto frío / con la garganta encogida / leo su carta // carta donde / las letras permanecen separadas // como amorosos corazones.” En la última estrofa aún se deja llevar por un cierto sentimentalismo que desbancará por completo a partir del segundo libro y que no volverá a aparecer, de manera bastante sorprendente, hasta el último libro que publicó, Epílogo de la tormenta (1998), quizás el libro de poemas más personal de Herbert.

El tercer libro de poemas de Herbert lleva un título muy significativo Estudio del objeto (1961), y en él encontramos el punto culminante de la focalización del poema en el objeto, en las cosas. Es otra de las vías de funcionamiento de los poemas de Herbert, antes de Don Cogito, centrarse en el objeto, mirar desde el objeto, valorarnos desde el objeto, un cambio de perspectiva que da una sensación de objetividad, de esa mirada sin condicionantes que quería simular en su poesía. A la vez, es el objeto el que define no a su poseedor sino a todo lo que lo rodea, damos nombre al objeto pero es él el que nos determina, viene a decir Herbert. Sin abandonar aún este primer libro en el que exploramos las líneas temáticas de su poesía, en el poema “Taburete” dice Herbert “acudes siempre que te convoca mi mirada / con tu inmovilidad extrema explicándote por señas / al pobre entendimiento: somos verdaderos – / al final la fidelidad de los objetos nos abre los ojos”. Al final, incluso el vacío, la inexistencia es lo que llega a la máxima expresión, a su zenit, desaparecer y mantenerse en el anonimato es el objetivo, tanto para nosotros como para los objetos: “el objeto más bello es / el que no existe” afirma en el poema “Estudio del objeto”. Y si uno se mantiene entre lo animado y lo inanimado, entre una muerte y una vida, entonces puede terminar como el pájaro de madera del poema bajo el mismo título: “vive ahora / en el imposible confín / entre la materia animada / y la imaginada / entre el helecho del bosque / y el helecho del Larousse  […] en aquello que aun separado de la realidad/ no tiene bastante corazón / bastante fuerza // que no se convierte / en una imagen.” En este mismo libro aparece el poema “El guijarro” que “hasta el final nos mirarán / con su ojo calmo y clarísimo”. En los objetos radica la esencia de nuestra humanidad, funcionan como elementos metafóricos de nosotros mismos. En “Casas de los suburbios”, “tan solo las chimeneas sueñan”, las propias casas no van al teatro, mastican corteza de pan, seguramente dura, y están siempre en venta. La capacidad de personificación de la poesía de Herbert no se limita tan solo a los objetos, aunque estos formen una parte importante de su producción, sino que alcanza a los acontecimientos, de ahí esa fuerza evocadora que tiene que puede llegar incluso a movilizar toda una sociedad.

La visión exteriorizada a través del objeto o a través de un acontecimiento o un animal tiene una plasmación directa en la sección de los poemas en prosa del libro Hermes, el perro y la estrella (1957), que en este caso remite con más intensidad a la poesía de Francis Ponge. En esta sección, en el poema “Objetos” el autor se pregunta por qué no ha visto actuar, hacer cosas a los objetos, para concluir: “Sospecho que los objetos hacen estas cosas por razones didácticas: para no dejar de recordarnos nuestra inconstancia”.

Todos estos temas, y otros que aparecerán, a la vez que esa manera de relatarlos, de enfocarlos, son absolutamente personales, pertenecen a una voz única. Tal vez esto fuera lo que permitió que estos autores polacos pudieran tener esa enorme repercusión allende de sus fronteras. Y también dentro, cada uno de los poetas resulta de una voz inconfundible y que pocas veces ha tenido continuadores (quizás más en el caso de Różewicz). Piotr Śliwiński cita una de las primeras críticas que aparecieron de ese primer libro de Herbert, su autor es Jerzy Kwiatkowski: “Herbert ha venido al mundo con una armadura de un clasicismo doble: el antiguo, y el vanguardista-rozewicziano. Es un creador de un intelecto y una erudición inauditas, un poeta doctus con ambiciones filosóficas, dotado a la vez del encanto de un irónico magnífico. […] Tiene madera de ser un poeta excelente. Y además, es un moralista; a diferencia de Białoszewski, vive en la contemporaneidad. Es más joven de edad que Różewicz, y no tan solo, también más joven en su actividad de escritor, ¿podría, pues, convertirse en un dirigente poético de la generación, en un dictador del gusto, en el poeta central de su generación? No. Puesto que la poesía de Herbert continúa y perfecciona muchos valores. No crea ninguno y no destruye ninguno. Su poesía se libera lentamente de las sugerencias de varios maestros, es conservadora y fría: ya no va a alcanzar la generación que es diez años más joven que él, no crea ningún “nuevo escalofrío”.

Aunque hayan pasado muchos años de aquella reseña que tenía un carácter inmediato, claro está, alguna afirmación sigue siendo vigente. Zbigniew Herbert, a pesar de no crear esa línea nueva, un “nuevo escalofrío”, se convierte en el poeta central de su generación. ¿O tal vez ese “escalofrío” llegó con la creación de Don Cogito?

 

3

Lwów, Lviv, Lemberg, Leópolis es la ciudad donde nace Zbigniew Herbert en 1924, y donde reside hasta el año 1944, cuando está a punto de ser tomada por el Ejército Rojo. Ciudad mítica, enclave de mezcla de culturas y de lenguas, ciudad de suma importancia para todo el desarrollo cultural de Polonia durante la época de entreguerras, cuando formaba parte de aquel país que resurgió después de la I Guerra Mundial. Después, Polonia pierde todos esos territorios y Herbert no volverá a la ciudad. Pero acudirá a ella varias veces a lo largo de toda su obra: “Nunca de ti me atrevo a hablar / inmenso cielo de mi barriada / ni de vosotros tejados que contenéis la cascada del aire” dice en el poema “Nunca de ti” del libro Hermes, el perro y la estrella. Leópolis será su ciudad perdida, otro mito al que añadir a su historia, hasta que al final pueda afirmar “tan solo hablamos a las cosas con ternura por su nombre de pila”, aunque sea que “cada noche / me paro descalzo / ante el cerrado portón / de mi ciudad” (“Mi ciudad”, también de Hermes, el perro y la estrella). En algunos momentos, la sensación de pérdida alcanza cotas de dolor y de desganada resignación, como en “Un país” en la sección de los poemas en prosa: “Justo en un rincón de este viejo mapa hay un país que añoro […] Por desgracia una gran araña tejió sobre él su tela y con su viscosa saliva cerró las aduanas del sueño”, como si incluso el retorno de la imaginación fuera una tarea fútil e infructuosa.

Casi en cada uno de los libros de poemas que publica Herbert la ciudad de Leópolis es como un espectro que planea allí, que es el origen de todo, el lugar al que se sueña llegar, pero lo que queda es el intento imaginario, nada más. Por eso, incluso Don Cogito lo intenta, reforzando la imagen identificadora de Cogito-Herbert. Y cuando habla del regreso a la patria tanto puede ser a Polonia como a su Leópolis, tal como se ve en “Don Cogito – El regreso”: “Don Cogito / ha decidido regresar / al pétreo seno / de la patria […] no puede ya sin embargo / soportar esos giros coloquiales /  – comment allez-vous / wie geht’s / – how are you […]” Es paradigmático este poema de la postura del poeta ante el gobierno con el que le tocó vivir y lidiar, bajo ese yugo comunista. Aunque salió varias veces del país (y dio como resultado sus espléndidos libros de ensayos), Herbert decidió quedarse en él. No optó por la vía del exilio, como el caso de Czesław Miłosz. No vamos a buscar paralelismos con otras literaturas, porque las circunstancias históricas son siempre diferentes y particulares, pero puede venir a la mente la figura de Vicente Aleixandre en la poesía española.

En el año 1974, en el libro Don Cogito vuelve a aparecer el tema con el personaje que crea el autor: “Don Cogito medita sobre el regreso a su ciudad natal”: “Si allí regresara / con certeza no encontraría yo / ni siquiera una sombra de mi casa / ni los árboles de mi niñez / ni la cruz con el rótulo de hierro”

Y finalmente, uno de los poemas más directos de Herbert sobre la ciudad de Leópolis se encuentra en el último libro que publica, el poema lleva el título “En la ciudad”: “En la ciudad fronteriza a la cual ya no he de regresar / hay una alada piedra ligera y enorme […] en mi ciudad que no está en ningún mapa / del mundo existe un pan que puede alimentar / toda una vida”. Tanto en este poema como en el anterior el lector puede detectar algunos ecos de la poesía de Czesław Miłosz, especialmente del poema “En mi patria”: “En mi patria, a la que no he de volver / hay un lago forestal enorme, / anchas nubes, rotas, maravillosas / lo recuerdo cuando vuelvo la vista”. No es de extrañar esta coincidencia, al tener los dos autores una ciudad perdida (la ciudad sin nombre llegó a denominar Czesław Miłosz a su Vilna natal), de un territorio también perdido después de la Segunda Guerra Mundial, y un periplo vital que los ha alejado y ha impedido el regreso a esas zonas. La combinación de historia presente en la poesía es otro elemento que caracteriza a  la escuela de poesía polaca y que raramente encontramos en poetas de otras literaturas que se encontraban en la otra parte del telón de acero. Poesías tan potentes como la checa o la húngara no acuden a este condicionante como sí lo hacen los poetas polacos.

En no pocas ocasiones, los poemas de Herbert hacia la ciudad natal se mezclan con los poemas sobre la patria, sobre Polonia renacida en el siglo XX, sobre la disolución del imperio (en un tiempo pasado y en un tiempo futuro; se trata, pues, de dos imperios diferentes), no siempre es así, aunque representa un intento de identificación que no encontramos en otros poetas, donde existen o una o la otra. Uno de los más desgarradores poemas acerca de este tema es el que abre el libro Inscripción, “Prólogo”, una sensación de desgarro que se ve más acentuada porque es de los pocos poemas en los que Herbert se acerca más al carácter lírico del poema, con rimas que ya son claramente evidentes. ¿No se había desprendido aún de la rémora del modernismo como él mismo podría haber llegado a considerar? ¿Era una manera de hacer que ese contraste entre la realidad, la crueldad del tema y la belleza de la expresión fuera más marcada y agudizara más en las sensaciones que pudiera transmitir al lector? ¿Con la creación del coro, daba voz a una comunidad, y además a partir del lirismo? No se puede saber qué movió a Herbert a utilizar unas rimas y esa forma en el poema, pero logra un efecto muy profundo, por ser casi una excepción en su producción este tipo de estrategia, y entonces la identificación entre ciudad y patria pueden tener un significado pleno (en la traducción no se mantienen las rimas, seguramente porque provocarían un distanciamiento mayor en el tema, pero sí se conserva ese lirismo tan particular de este poema): “La ciudad – / (Coro) Ya no hay tal ciudad / Se hundió bajo la tierra […] A la zanja por la que navega un turbio río / llamo Vístula. Es duro reconocerlo: / a un tal amor nos condenaron / con una patria tal nos han perforado”

 

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Czesław Miłosz y Zbigniew Herbert, relación de admiración y de enemistad, de enfrentamiento y de amistad, todo a la vez. La chispa saltó en una cena en casa de los Carpenter, reputados traductores de poesía polaca. Parece ser que la discusión fue por motivos ideológicos, por la visión que cada uno tenía del papel de Polonia durante la guerra, en el Levantamiento de Varsovia, de sus actuaciones, y también de la pertenencia a un patriotismo más laxo o más decisivo. El enfriamiento de la relación se puede seguir en la correspondencia que mantuvieron ambos autores, que se mantuvo incluso después de la discusión, aunque de manera más espaciada. Y la discusión pasó a otros ámbitos, a la literatura. En el libro El año del cazador Czesław Miłosz se atreve a poner en tela de juicio la figura de Henryk Elzenberg, filósofo y principal mentor de Herbert. Como este último reconoce en el poema “A Henryk Elzenberg, en el centenario de su nacimiento”, del libro Rovigo (1992): “Qué habría sido de mí de no haberte encontrado – mi maestro Henryk / A quien ahora por primera vez me dirijo por el nombre de pila / con la veneración y respeto debidos a las Sombras Largas”. Elzenberg imprimió una profunda huella en la temática clásica, así como una valoración ética de la poesía del poeta de Leópolis. Como respuesta, Zbigniew Herbert ataca en varios frentes, por una parte el poema (que no se publicó en vida de Herbert) “He vuelto a soñar con Miłosz”, por otra, la creación de un contra-libro, como indica Andrzej Franaszek, cuyo título sería El año del cordero, en el que discutiría principalmente la figura de Miłosz, y por una tercera, la vía más virulenta, la publicación, en el mismo libro Rovigo, del poema “Chodasiewicz”, un ataque despiadado a toda la figura del autor otrora admirado. El poema no menciona directamente a Czesław Miłosz pero se puede entender perfectamente, cualquier lector que conozca la obra del autor nacido en Vilna detectará todos los ataques, desde los poemas hasta el exilio pasando por la prosa y también como venganza la crítica al mentor de Miłosz, su tío Oscar Vladislas de Lubicz Miłosz.

No menciono esta situación como si fuera una curiosidad, una anécdota del mundo literario polaco, sino como uno de los elementos cruciales para entender las dos grandes figuras que dominaron la poesía en su lengua a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, y que a pesar de sus diferencias y de sus ataques, les unían más elementos de los que los separaban, al menos en el ámbito de la creación.

En el poema “Tres estudios sobre el realismo” Herbert presenta tres tipos de pintura que plantean la cuestión de la realidad y el arte, otra de las líneas de su poesía, la reflexión sobre la creación artística, sobre la capacidad de esta no ya de evocar sino de presentar otros mundos de manera autónoma. En otro poema posterior, del libro Estudio del objeto, “En el taller”, el mundo que crea el pintor resulta ser más real, más auténtico que el del Creador: “en cambio / el mundo del pintor / es bueno / y está lleno de errores / el ojo se pasea / de una mancha a otra / de una fruta a otra.” El problema de la realidad, de la creación es compartida también en no pocos poemas de Czesław Miłosz. De hecho, ambos autores se encuentran en un momento de divergencia de la ciencia y la literatura, de dos mundos escindidos, donde hay la fe y la esperanza que la segunda pueda seguir cumpliendo la tarea de crear un mundo paralelo, o de crear el mundo más real. Por eso, ambos están anclados en un modernismo que solo Herbert en algunos momentos de su poesía final podría empezar a cuestionar. Se pueden apreciar estas concomitancias en el inicio de uno de los poemas de Czesław Miłosz del ciclo “Seis conferencias en verso” apunta: “¿Qué hacemos con la realidad? ¿Dónde está en las palabras? / Apenas titila y ya desaparece. Vidas incalculables / Que nadie recuerda. Ciudades en los mapas” El afán del arte, en todas sus manifestaciones para poder alcanzar lo que es la realidad. En el caso de Miłosz es la búsqueda, la duda; en el caso de Herbert es más la concreción, la existencia, la posibilidad.

En uno de sus textos sobre poesía, publicados póstumamente, Herbert indica la relación con la realidad: “la esfera de la actividad del poeta, si tiene alguna relación seria con su trabajo, no es la contemporaneidad, que entiendo como el estado actual de conocimiento político-social y científico, sino la realidad, un tenaz dialogo del hombre con la realidad concreta que le rodea, con ese taburete, con un prójimo, con esa parte del día, cultivar esa habilidad que está desapareciendo de la contemplación”.

 

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Herbert abre otros caminos en el debate del arte, como si quisiera presentar todo un enorme panorama donde cada uno de los detalles estalla en una nueva reflexión. Pero ya, pasados los desengaños y decepciones que le ha brindado la historia, a pesar de que pueda creer en una realidad más concreta en el mundo de la pintura (y aquí cabe mencionar de nuevo los dos libros de ensayos en los que las otras artes diferentes a la literatura juegan un papel primordial), no lo cree así en el lenguaje, en el canto, lo que le aproxima en este punto de nuevo a Miłosz. El poema clásico, ya antológico de Herbert, “Apolo y Marsias” va en esa dirección. Como apunta el gran crítico polaco Jan Błoński: “Toda la poesía de Herbert está desgarrada por la oposición entre la Arcadia de la virtud y de la belleza por una parte, y el Apocalipsis de la contemporaneidad por otra: las alucinaciones, las obsesiones y los ataques de pánico se contraponen de manera muy frecuenta a la felicidad apacible de la sabiduría humanista (a veces epicúrea, a veces moralista). No por casualidad el rival de Apolo no es para Herbert Dionisos, como era habitual, sino el despellejado Marsias: es su destino el que no deja de visitar la conciencia del poeta.” El canto se ve impotente, el lenguaje y la propia poesía. A través de la ironía, o incluso el sarcasmo, la poesía se ve relegada a un rincón inútil, aunque todo se exprese paradójicamente a través de la propia poesía. Volvemos al punto de la poesía no lírica, de la desconfianza ante el lenguaje. En “Aldaba” dice “doy un golpe en el tablón / y él me va apuntando / mi árido poema moralista / sí – sí / no – no”, un tablón que es su instrumento, en clara contraposición con la lira. La sequedad de la oración se convierte en el tono más fidedigno del poeta en cuanto a las valoraciones de la poesía, la sola sílaba de Marsias puede recrear todo el dolor, no es necesario el adorno, la filigrana, el lirismo. En el año 1972 Herbert da cuenta de su propio programa poético: “Los poemas que más me gustan de la poesía contemporánea son aquellos en los que percibo lo que denominaría como la característica de la transparencia semántica (termino recogido de la lógica de Husserl). Esa transparencia semántica es la propiedad del signo que consiste que en el momento en el que se utiliza la atención se centra en el objeto destacado y no es el mismo signo el que capta la atención. La palabra es una ventana abierta a la realidad. Por otra parte, me gustan menos (y a veces, en absoluto) los poemas cargados de metáforas con una sintaxis extrañada, los “poemas objeto” tras los cuales no se ve nada, y cuyo objetivo es mantener la atención del lector hacia la maestría del autor”.

De manera también completamente explícita la visión de la poesía Herbert la transmite a los poetas polacos que son de una generación posterior, unos poetas que buscaban desenmascarar la falsedad del lenguaje del poder, un discurso de enfrentamiento que había iniciado el propio Herbert. Se dirige a Ryszard Krynicki, uno de los poetas más importantes del movimiento “Nueva Ola”, con una carta en verso: “Poco quedará Ryszard en verdad poco / de la poesía de este siglo enloquecido con certeza Rilke Eliot / y algunos  otros venerable chamanes que conocieron el secreto / de hechizar palabras bajo una forma inmune a la acción del tiempo sin lo cual / no hay frase digna de ser recordada sino que el habla es como la arena” (“Carta a Ryszard Krynicki”, Informe desde la ciudad sitiada y otros poemas).  Eliot y Rilke, y un par de chamanes, curiosa selección, dos modernistas con planteamientos muy diferentes, como si el propio Herbert quisiera conciliar tendencias con la ruptura de uno y la continuidad de otro, como un debate en su propia poesía, o en la tradición de su propia lengua. Pero lo que importa es la forma inmune a la acción del tiempo, que quede por lo menos alguna certeza en la que poder confiar, y esa sería la palabra, aunque muy pocos pueden llegar a conseguirlo. La poesía lucha contra el tiempo y contra la historia, con el momento, con el loco siglo XX, y con todos los siglos anteriores y los que tienen que llegar. El final del poema rompe con todo el tono de meditación, de resignación, amargura y decepción anteriores, esa manera de romper el discurso es lo que salva a los poemas de Herbert del discurso moralizador, una vuelta de tuerca en la que todo se convierte en tal vez una broma. Es el descenso de la filosofía a la realidad más dura, como en el caso del poema “Don Cogito relata la tentación de Spinoza”, dejémonos de esas cuestiones, lo importante son las cuestiones más vitales, las necesidades perentorias, las convenciones que nos pide la sociedad. Una enorme burla. Es particular también la fórmula de despedida de este poema-carta, que coincide con los juegos que llevaba a cabo en sus relaciones epistolares (basta con ver las cartas con Wisława Szymborska o con Czesław Miłosz), así que la sombra no tendría aquí un elemento simbólico (¿y dónde encontramos los simbolismos en su poesía, si precisamente quiere alejarse de las mismas?) sino un doble juego que acentúa la ironía al final del poema.

De Adam Zagajewski recibe una postal, y le responde con un nuevo poema, tiene un tono muy amistoso, de una charla sobre lo que ven en las ciudades, sobre cosas nimias, aunque sea la fealdad compartida de los bloques construidos bajo la época soviética, todo en un tono muy ligero, conversacional, de crítica irónica, y en este contexto una invectiva contra la famosa afirmación de Adorno no es nada sorprendente, incluso casi racional, sí, así debería ser: “Me imagino exactamente lo que estás haciendo ahora – / les estás leyendo a un puñado de fieles porque aún quedan fieles […] Bueno y ya ves a pesar de lo que ideó el trágico Adorno (“Una postal de Adam Zagajewski”, Rovigo)

Parece otra vez la risa burlona de un descreído que, no obstante, afirma. Marek Zaleski, en una interpretación muy interesante en la que defiende que la obra de Herbert, así como los intentos de identificación identitaria, se encuentran en el dominio de la figura de un trickster, un impostor, dice: “El juego, tal como destaca Agamben (quien, por otra parte, cita a Emile Benveniste) “aparta y libera a la humanidad de la esfera del sacrum, pero sin acabar de derribar esa esfera”. Devuelve lo que es hierático, por tanto petrificado, a lo que es vivo, así pues librado a la invención y a la fantasía. Herbert solía ser un despreocupado participante del juego, pero con más frecuencia la risa esconde en él el horror, mientras que el humor suele ser una rebuscada forma de adoración de la derrota de la belleza, y a la vez asegura un campo de maniobra, un espacio de libertad”. En ese sacrum ya se podría incluir perfectamente a Adorno, puesto que hace referencia a todo lo que ha sido elevado a un estadio de casi inmovilidad cultural irrefutable.

 

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“Los antiguos maestros / se las arreglaban sin nombres” (“Los Antiguos Maestros”, Informe desde la ciudad sitiada y otros poemas), directa declaración de intenciones. El arte en el dominio anónimo, sin la personalidad del artista, sin nombre, pero con sello propio que no se tiene que llegar a conocer. Con dos versos, Herbert echa abajo todos los cimientos del romanticismo, de la autoría en el mundo occidental, se permite subvertir un orden establecido en el arte que pide una voz original. En el poema, los autores quedan ensombrecidos en la obra, se funden en ella, la belleza los salva y hace que perduren. En el ensayo “El maestro de Delft”[1] no publicado en vida, y que iba a forma parte de un libro dedicado a Vermeer y a pintores más desconocidos de la pintura holandesa, Herbert reitera más de una vez su fascinación por lo poco que nos ha llegado sobre la vida de Vermeer, que deja una brecha para la imaginación, aunque también para centrarse en lo que realmente interesa, que es la obra. Dice el autor del ensayo “En realidad, sabemos de él muy poco, como si perteneciera a ese grupo de flamencos primitivos que llevaban bellos y misteriosos nombres: el Maestro del follaje bordado, el Maestro de la Lluvia de Maná, el Maestro de la Sangre Sagrada.” Una afirmación que entronca con el final del poema que he citado. Si hacemos un repaso a los dos libros de ensayos principales que dedicó a la pintura, Un bárbaro en el jardín y Naturaleza muerta con muerta bajo este prisma, se puede observar la presencia mayoritaria de las obras anónimas, de los autores desconocidos, aparte de que el hecho de que Herbert se centrara en unas épocas determinadas de la historia del arte ya facilitaba poder encontrarse con tal situación. Desde el primero “Lascaux”, como si ya el arte fuera por naturaleza propia el dominio de lo anónimo, y el arte fundacional principalmente.

Antiguos maestros, anónimos maestros y pequeños maestros. Este último era el título bajo el cual iba a agrupar Herbert a los otros pintores en el libro de ensayos, incluía a figuras relevadas a un segundo plano en la historia del arte, en los márgenes de la grandeza, pero de una importancia fundamental. Herbert se pregunta repetidas veces por qué motivo toda una multitud de pintores quedaron relegados a ese concepto, y lo que quiere destacar es que cada uno de ellos representa un mundo propio y particular, una visión del arte. De hecho, el concepto de pequeños maestros está fijado para referirse a esos pintores, pero en el caso de Herbert conllevan una reflexión que va mucho más allá de esta selección de autores y sirve para establecer un abanico más amplio no solo de pintores sino que pasa al campo de la la literatura. Por otra parte, como dice Magdalena Śniedziewska, Herbert se encuentra atrapado entre dos visiones (y ya es otra vez que presenciamos en toda su obra este dilema), por una parte, la que proviene todavía del siglo XIX acerca de los pequeños maestros, y por ende, el repite las características que se les atribuyen, pero por otra parte, quiere actuar en defensa de esos pequeños maestros. Y después afirma la misma autora: “Herbert, sensible siempre al destino de los que habían quedado olvidados, empujados a los márgenes de la gran historia, escucha atentamente sus palabras. Pero sus esfuerzos no tienen como objetivo ponerlos en la corriente principal de la historia, sino en formar una nueva manera de pensar. No se trata pues, de buscar afinidades por doquier, relaciones lógicas o llegar a una descripción en categorías de una totalidad. Según Herbert, hay que aceptar que no se puede abarcar toda la historia, encerrarla en un orden a cualquier precio, enmarcarla en los límites fijos de las corrientes estéticas, conceptos, jerarquías.” ¿No es exactamente lo mismo que intenta alcanzar en su propia obra? Los poemas de Herbert pueden dar la sensación de que mantienen una jerarquía, pero precisamente lo que pretenden es desbancarla, otorgarle otro punto de vista, no es una jerarquía fija y estipulada, una jerarquía de valores que hay que seguir a pies juntillas, es una manera de establecer las relaciones y que a través del acercamiento que tengamos hacia las mismas estableceremos de una u otra manera. Así, Don Cogito, y todos los personajes de las máscaras de Zbigniew Herbert, y los clásicos, y los objetos, indican la importancia de subvertir, de burlarse de esas estructuras fijas. Pero lo más importante, y lo que lo alejaría del otro gran poeta de la subversión en la literatura polaca, Tadeusz Różewicz, es que esas estructuras existen, no se pueden derribar por completo, hay que hacer un ejercicio para poder repensarlas. Como hay que hacer un ejercicio para repensar el lugar que ocupan los pequeños maestros para el receptor contemporáneo.

Por una parte, el restablecimiento de órdenes diferentes; por la otra, el anonimato del autor que se funde en la obra de arte en el momento de buscar la belleza, ese es el camino que hay que seguir. Posturas difíciles de conciliar, al igual que las otras parejas de conceptos, de planteamientos que se encuentran en la obra de Herbert. Siempre Herbert entre dos fuegos, como indican James L. Foy y Stephen Rojcewicz: “nos hallamos ante un poeta que usa particulares concretos, pero que valora los universales, que mantiene la tradición clásica pero que se centra en la vida cotidiana, que alaba y describe lo mundano y lo simple, pero que blande la ironía y domina la filosofía.”

La obra de Herbert bascula entre un mundo de valores que se ha derrumbado y se ha hecho añicos, y a los que aún se intentan aferrar los autores como tablas de salvación y unas dudas que aparecen con los nuevos sistemas en los que hay que replantearse la validez de esos antiguos valores. Una estrategia de debate para estar en el filo de ambos y no acabar cayendo es la ironía. En Herbert el uso marcado de esta responde (no siempre, claro está) a un intento de reforzar y rebatir a la vez las certezas (de la historia, del pensamiento occidental, de los conceptos como patria o identidad) que cada vez se van debilitando más en el transcurso del siglo XX.

 

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Si en los primeros libros de poesía de Zbigniew Herbert ya teníamos de manera casi programática las principales preocupaciones de las que iba a tratar a lo largo de toda su creación, una voz consolidada, y un tipo de construcción propia del poema, en el último libro que publica, Epílogo de la tormenta (1998), sorprende a todos los lectores con un tono mucho más confidencial, íntimo. No abandona su manera de construir el poema, pero la amplía con una dicción menos seca, como buscando un consuelo en la palabra que había estado bregando hasta ese momento, y parece como un ajuste cuentas consigo mismo, sin abandonar la ironía que refuerza un decaimiento que rezuma en varios instantes, como en el poema “Teléfono”, en el que relata una conversación con el monje trapense Thomas Merton (con quien, curiosamente, y vuelve a aparecer en la relación, Miłosz mantuvo una intensa correspondencia), al final del poema dice la voz poética: “vaya guardián de la nada / estoy hecho / nunca en mi vida / he conseguido / crear / una abstracción decente”.

De este libro destacan, por su carácter de cuestiones definitivas, por su simbología cristiana, por su tono de contrición (no necesariamente hacia Dios, o el dios de Herbert, no tan cercano del cristiano), y de aspiración, el ciclo de poemas “Breviario”. Con el título puede remitir también al Libro de horas de Rilke. En este ciclo hay un compendio de lo que llegó a conseguir Herbert en su obra, de lo que aspiraba, las intenciones programáticas de los primeros libros desaparecen, claro está, hasta fundirse en este mirar hacia atrás. Aparece el estilo, la belleza, el debate de los contrarios que quiere conciliar, las enumeraciones a las que sentía tanto apego y llegó a dominar y a fundir entre los salmos y Homero o la tradición greco-latina, los objetos. Hay una evolución desde “Breviario (I)” que arranca con una ironía, y el lector piensa que se adentra en el mundo herbertiano al que está tan acostumbrado, después pasa a la enumeración de los objetos, con un detallismo y una selección que se centran en pocas esferas de la vida del poeta, especialmente la de la creación, y de repente, sin dejar la ironía, que se va volviendo cada vez más amarga, el lector presencia el mundo de la enfermedad, hasta que termina con las pastillas para el sueño que “son estupendas, porque reclaman, recuerdan, reemplazan la muerte”. Magistral uso de los tres verbos en que las diferentes fases de la vida y la muerte se funden en el hombre.

Los otros breviarios pasan de la creación a la belleza y a un tono de resignada aceptación, aunque también de rebeldía, por las circunstancias de la vida. En “Breviario (II) el autor empieza pidiendo un largo aliento de la frase para poder encerrar todo el mundo, aspecto del que se ha hablado poco acerca de la creación de Herbert, en algunos poemas uno puede tener la sensación de que hay una ambición de querer describir la totalidad del mundo (de ahí que esas contradicciones que quería conciliar pudieran llegar a ese acuerdo), de manera similar a como lo pretendía Jorge Luis Borges. Pero no nos adentraremos en esos derroteros. Al principio del poema dice: “Señor, / dótame de talento para componer frases largas, cuya línea sea la línea de una respiración, extendida como los puentes, como el arco iris, como el alfa y el omega del océano”. Desaparece la ironía del primer poema del ciclo, y Herbert aspira a la totalidad, a tener la frase larga: “por frases largas rezo, pues, por frases que modele el esfuerzo, tan extensas que en cada una de ellas pueda encontrarse el reflejo especular de una catedral, de un gran oratorio, de un tríptico”. Esfuerzo titánico es el que pide el autor, y una visión deudora aún del modernismo del que no se liberará en ningún momento, la intención de crear la obra total. Curiosa conclusión, al final de los días, de un autor que había buscado siempre el detalle. O quizás en el detalle más absoluto se encierra la transcendencia de lo superior que intentaba alcanzar.

El más confesional de los poemas es el “Breviario (IV)”, donde el repaso a la vida se hace directo, cruel, ensañado, austero hasta lo más recóndito de cada espacio de verso: “la vida mía / debería cerrarse en un círculo / terminarse como una sonata bien compuesta / mas ahora veo con claridad / en el momento previo a la coda / acordes rotos / colores mal combinados y también palabras / algarabías disonancias / los lenguajes del caos”. Juicio severo el que se impone el autor, pero esas algarabías, esas disonancias, ¿no son las que impone la historia, la cruel historia del siglo XX? Y en su mundo, en toda su creación, la poética y la ensayística, Herbert expresó esa algarabía con un punto de consolación a pesar (o gracias) a la ironía para el lector de ese siglo, para que pudiera asirse a unas pequeñas certezas. Tal vez serán los lenguajes del caos, de una historia de ruido y furia a la que el autor de Don Cogito ha puesto un orden de belleza y de reflexión.



[1]     El lector puede encontrar dicho ensayo en este mismo número de Turia.

Escrito en Lecturas Turia por Xavier Farré

Los etiquetadores literarios definen la Nueva Crónica Latinoamericana como el Boom de la No Ficción. Una de las exponentes de este periodismo regenerado, que vuelve a entroncar con la literatura, es la argentina Leila Guerriero (Junín, 1967). Mario Vargas Llosa ha encomiado, desde las páginas del diario El País, cómo compone cada perfil o retrato de sus personajes: “Es un objeto precioso, armado y escrito con la persuasión, originalidad y elegancia de un cuento o un poema logrados.”

Dicho por el último sobreviviente de aquel grupo, que detonó la novela latinoamericana desde la Barcelona franquista, Leila Guerriero no necesita más presentadores.

Estudió la carrera de Turismo, pero no la llegó a ejercer. Le pudo más la pasión por las letras, y observar lo variado de la condición humana, que organizar cruceros por el Perito Moreno o veladas de tango para guiris en El Viejo Almacén.  Con 25 años envió un cuento, titulado Kilómetro cero, al diario bonaerense Página/12 y, cuatro días después, el director, Jorge Lanata, la contrató como redactora. Su firma no tardó en aparecer en los periódicos de mayor tirada en el Cono Sur, como La Nación y El Mercurio, y fue revalidada en España por El País, del que es actualmente columnista.

Autora, además, de una docena de libros en los que prevalece el perfil de personajes y la crónica narrativa, Guerriero desempeña también la labor de editora para América Latina de la revista mexicana Gatopardo, en la que se ha fraguado una parte importante de esa Nueva Crónica Latinoamericana.

Con una vida profesional tan intensa, no viaja a España todo lo que desearía. Por eso, esta conversación tiene lugar entre Buenos Aires y Royuela (Teruel) mediante llamada de WhatsApp. Sin imágenes. Entrar por primera vez en casa de alguien, a través del objetivo de un teléfono, es un allanamiento de morada. Tiene algo de obscenidad. 

Tarde de paseo por este rincón de España; amanecer borrascoso en Buenos Aires. El entrevistador juega con ventaja. Aunque no la conoce en persona, ha visto fotos suyas, de cuerpo espigado y melena salvaje; puede imaginarla en el salón de su domicilio porteño. Sin embargo, descubre ahora el tono expansivo, campechano y jovial de su voz. 

- Te agradezco que hayas aceptado esta vía (la norma manda no tutear a los entrevistados, pero entre periodistas es lo que impera), porque imagino que, atenta como estás al mínimo detalle de quien tienes enfrente, tú nunca lo hubieras hecho.

- Al contrario. Cuando se interpone la distancia y el tiempo, me ha tocado. Como a todos los que trabajamos en esto. En ocasiones, claro que he tenido que hacer de este modo alguna entrevista, más bien corta, si quería obtener un testimonio, no del todo central, para un perfil o nota más larga. Pero eran por teléfono o Skype. Aunque no me apasiona la tecnología, son herramientas útiles para nuestro trabajo. Ahora, WhatsApp tengo desde hace muy poco tiempo y ésta es la primera.

 

El entorno familiar

- Pues ya somos dos. Cuando afrontas un perfil, o retrato periodístico en profundidad, de un personaje necesitas empezar por el principio. Independientemente de la estructura que le des luego al relato. No puedes comprender a ese hombre o mujer, con el que llegarás a conversar durante meses, sin conocer su pasado. ¿Cómo era tu entorno familiar en Junín?

- Mi papá es ingeniero químico. Una persona que se lee de tres a cuatro libros por semana. Y mi mamá, que falleció en 2009, era maestra, pero nunca ejerció el magisterio, sino que se dedicó al rol tradicional de ama de casa. A criar a los hijos. También leía mucho, aunque a ella una novela le duraba dos meses. Era muy devota de las revistas. No de ésas de la farándula.  La recuerdo leyendo una para mujeres que se llamaba Claudia (se publicó entre 1957 y 1973), muy avanzada, muy de vanguardia. Traía reportajes, crónicas, cuentos y muy buenas firmas. En casa había libros y revistas de historietas por doquier, y se recibían, qué sé yo, cinco diarios por día. Cuando veníamos a Buenos Aires, como a papá le gusta mucho el teatro y a mamá le gustaba el cine, íbamos todo el tiempo de espectáculos. Eran dos personas ilustradas y, aunque se hablaba de literatura, no puedo decir que viviera en una casa de intelectuales. Pero sí muy estimulante desde el punto de vista cultural.

Junín, en plena pampa húmeda y rodeada de un entorno lacustre, es una de las ciudades más activas y aplacibles de la provincia de Buenos Aires. Algún prócer local la bautizó con el pomposo nombre de La Perla del Noroeste. Pero la pequeña Leila se aislaba de aquel ambiente turístico, administrativo e industrial en la biblioteca familiar. Le gustaban los relatos de terror y ciencia ficción. “Sobre todo los de Horacio Quiroga y Ray Bradbury, que fueron los que me hicieron empezar a escribir. Porque yo escribo desde que soy chiquitita. Cuando tenía siete u ocho años. Pero el primer relato que entregué a Página/12  ya no tenía nada que ver con esos géneros, ni cosa por el estilo. Era una historia muy cruda, de realismo sucio, digamos. Una mujer roba un banco con su novio y, cuando escapa de la Justicia, se da cuenta de que se ha subido al proyecto de él, que aceptó convertirse en ladrona porque estaba enamorada. Está escrito con una voz muy bestial, nada romántica. Porque yo tampoco lo soy. Es curioso, sí, que haya sido un texto de ficción el que me haya abierto la puerta del periodismo”.

 

Sobre el periodismo narrativo

- Radio Nacional de España emite un programa en el que sus seguidores no se reclaman oyentes, sino escuchantes. En el caso del periodismo narrativo ¿ocurre igual? ¿Sois periodistas que, más que ver, estáis observando, escrutando?

- Todo el periodismo debiera definirse de esa manera. Vamos a entrevistar a la gente, la escuchamos y transcribimos lo que nos dicen. Pero usamos poco los otros sentidos. Qué se yo: la mirada, el olfato…Tenemos que estar atentos a las gesticulaciones de los entrevistados, el entorno que los rodea, sus casas, sus formas de decir: “Buenos días”, “Buenas tardes”, ”Perdón” y “Gracias”. El periodismo tradicional deja un poco de lado esos detalles que aquí se trabajan mucho.

- ¿Y, precisamente esos detalles, te han permitido descubrir en algún personaje más de lo que aportaban sus palabras?

- Siempre sucede. No se deben sacar conclusiones rápidas; por eso al hacer un perfil nos quedamos tanto tiempo con el entrevistado. Puede ser que un día esa persona esté de mal humor y responda mal; pobre, se le enfermó la suegra. Qué se yo. Ahora me viene a la cabeza la escritora Aurora Venturini. Yo la entrevisté cuando tenía 87 años y falleció a los 92. Fui varias veces a su casa, en La Plata, y le pedí permiso para sacar fotos. No quería publicarlas, pero estaba tan abigarrada de objetos que, a la hora de describirla, me iba a resultar muy difícil, por más que tomara notas. Yo, además de grabar, siempre tomo notas con la libreta. Saqué fotos de su biblioteca y, cuando llegué a mi casa, les hice un zoom y descubrí un montón de libros con títulos muy extraños. Como Los brujos, La Luna Negra de nosequé… Parecía de magia negra. Justo después, hago una entrevista con una de sus discípulas y me dice: “¿Viste que Aurora, si le haces un daño, te hace una brujería?” Y me empezó a hablar de su faceta digamos paranormal. La siguiente vez que fui a verla, le pregunté y me dijo que era muy creyente, muy católica, y que, así como existía Dios, existía el Demonio. Y me empezó a contar que ella lo había visto. Su mejor amigo era un cura exorcista. Hablé con él y nada de lo que dijo Aurora era descabellado ni para mofarse. El cura decía que, si aseguraba haber visto algo, había que darle cierto crédito. Surgió este tema de conversación que, fantasía o no, formaba parte de sus creencias. Luego ella me contó cosas que pasaron. Como que había abierto el periódico y había visto una necrológica de alguien que todavía no se había muerto y se murió poco después. No digo con esto que yo crea en esas cosas. Digo que ella las contaba de esta manera. Y todo salió de una foto a su biblioteca. Sí, esos pequeños detalles, que nadie mira o pasan desapercibidos, pueden echar luz sobre zonas de la gente a la que uno entrevista.

 

Historias en primera persona

Escribir en primera persona es un clavo ardiendo al que el periodista se aferra en casos de extrema necesidad. Leila Guerriero sólo lo ha hecho en tres de sus libros: Los suicidas del fin del mundo (2005), Una historia sencilla (2013) y Opus Gelber (2019). “Uso la primera persona en mis columnas de El País, aunque no siempre, para que se entienda que la que opina soy yo. También en mis conferencias sobre la escritura o el periodismo, porque es lo que a mí me pasa, pero que no tiene por qué ser una verdad. En el caso de esos tres libros recurro a ella por diferentes razones. En Los suicidas del fin del mundo, cuando yo llegué a Las Heras, un pueblo perdido en la Meseta Patagónica, donde había un excesivo número de suicidios entre jóvenes, vi que esa gente vivía en un estado de aislamiento y de precariedad terrible. Les cortaban la ruta los piqueteros, porque protestaban por tal cosa, y el pueblo se quedaba aislado cuarenta días. Sin recibir combustible, sin víveres, sin recibir nada. O el viento tumbaba los cables del teléfono y se quedaban diez días sin poder usarlo. Les daba igual, pero yo me desesperaba, porque me sentía encerrada. Pensaba: “No voy a poder salir de acá nunca más”. La cita con mis entrevistados era en el único café del pueblo que, a su vez, era un burdel. Y todo esto, que para ellos era normal, para mí no lo era. Esa primera persona es la mirada del forastero que no ve tan natural lo que ellos consideran cotidiano. En Una historia sencilla me incluí yo porque había cosas que me costaba mucho dilucidar. Como el hecho de que Rodolfo González Alcántara, el protagonista, se dirigiera con tanto entusiasmo hacia su propia aniquilación. Porque él iba a ganar el premio del Festival Nacional de Malambo de Laborde. El malambo es un baile tradicional de los gauchos. Si lograba ganar, como pasó, suponía el fin de su arte, porque en las bases figuraba que no podría presentarse a ningún otro concurso como solista. Y tampoco entendía el altísimo grado de prestigio que tenía este festival, absolutamente desconocido por entonces. Me parecía que era indispensable esa primera persona. De todas formas, creo que Opus Gelber es donde aparezco más expuesta de todos los libros que he escrito. Porque la personalidad del pianista Bruno Gelber se comprende y se explica sólo en relación con un otro. En la forma que manipula, ejerce su magnetismo e interpela a ese otro que tiene enfrente, que soy yo. Bruno me pone contra las cuerdas. Es superinquisitivo. Me hace preguntas incomodísimas. Juega un poco conmigo: me encuentra parecidos graciosos con actrices y me pregunta cómo me llevo con mi marido; si me acosté con mujeres…y qué pienso yo de los celos. En buena parte del libro, Bruno me entrevista a mí de alguna forma. Por supuesto, muchas de mis respuestas no aparecen, porque no interesan a nadie. Pero hay una faceta de la personalidad de Bruno que sólo se puede mostrar en ese juego como el gato y el ratón con la persona que tiene enfrente. No había manera de escribirlo si no era en primera persona”.

 

“Me molesta cuando se confunde sarcasmo con inteligencia”

A pesar de lo que cuenta, Leila Guerriero sostiene que la entrevista no debe concebirse como un combate. No hay que enseñar las armas. Pero tampoco mostrarse cómplice. Echando la vista atrás, se reprocha haber sido “un poco sobona” con algunos entrevistados y ha intentado dosificar la ironía y el sarcasmo. “Son recursos de alto impacto que se pueden transformar en un vicio. Si se convierten en el único medio que tenés para subrayar lo ridículo, lo indignante, lo absurdo, lo contradictorio, lo paradójico, blablablá… de una situación, te mostrarás como un narrador de pocos recursos. Viendo hacia atrás, encuentro algunos perfiles y crónicas recargadas en ese sentido. Sin embargo, uso mucho la ironía en las columnas de El País. Incluso llego al sarcasmo. Hay autores que utilizan ambos recursos con mucha frecuencia y me encantan, pero ahora me parece más interesante buscar otras cosas. Lo que sí me molesta es cuando se confunde, que se confunde mucho, sarcasmo con inteligencia.”

- Cuando empezaste en este oficio, todavía marcaba la pauta el Nuevo Periodismo estadounidense, pero ya empezaba a haber grandes maestros latinoamericanos.

- Sí, eran casi todos, como vos decís, gringos. Aunque para mí siempre fue un referente muy importante acá Martín Caparrós. Y después, los que fueron mis editores Homero Alsina Thevenet y Elvio Gandolfo, o Tomás Eloy Martínez. Eran guías más asequibles y cercanos. La posibilidad de que yo conociera a Tom Wolfe era una en ocho millones. En cambio, Homero me llamaba por teléfono a mi casa. Y Elvio Gandolfo me decía: “La nota está buenísima, pero acá tal cosa y acá tal otra”. Y leía a Caparrós y decía: “Ah, bueno, entonces este artículo él lo resolvió así. Qué bien, no se me había ocurrido esta solución.” Y lo mismo puedo decir de Rodrigo Fresán. Luego, cuando hubo Internet y podías entrar en revistas de Colombia, México o Chile, se amplió ese mapa de gurúes, que terminaron siendo colegas y, algunos de ellos, amigos muy queridos. 

Durante la carrera de Turismo, Leila Guerriero tuvo que estudiar Historia del Arte y, cuando se le pregunta si hay similitudes entre un perfil periodístico y el retrato de un pintor, tras ruborizarse (se intuye en la voz) reconoce que sí. “De hecho, viste, el subtítulo de Opus Gelber es Retrato de un pianista. Yo siempre tiendo a creer que un perfil, una crónica, son el equivalente a un documental sólo que escrito. Aunque cada pintor tiene su técnica, parte de un esbozo, de una idea seminal, y, a medida que avanza en la pintura, va descubriendo qué retrato quiere hacer. En la escritura hay primero un embrión, medio deforme, de lo que va a ser después; luego un pulido, a partir de esa materia desbordada, y, finalmente, se liman las rebabas. En ese sentido, podíamos pensar también en el material de la escultura. Sí, creo que la escritura y varias artes, entre ellas la música, comparten un poco esa búsqueda. El acercamiento primigenio, hasta después llegar a una forma más o menos final.  Que siempre podría ser distinta, porque es una decisión un poco arbitraría: ¡Terminé! Ja,ja. Podría seguir al infinito.”

- Las figuras, muchas veces, se insertan en un paisaje. Hemos hablado antes de la importancia de ese fondo en el caso de Aurora Venturini. Pero también existe un paisanaje. ¿Esas relaciones personales, en torno al retratado de un perfil periodístico, abren puertas que el protagonista puede mantener infranqueables?

- Sí. Por ejemplo, el perfil de Bruno Gelber no puede tener sólo su voz. Hacen falta otras que hablen sobre él. Primero porque es interesante ver versiones contrastadas de un mismo hecho. O sea, Bruno cuenta su infancia de una manera y Munina, su hermana, la cuenta parecida, pero distinta en algunos puntos. Los testimonios laterales echan luz sobre cosas que la gente no dice de sí misma. A veces ni siquiera por ocultamiento, sino por pudor. Qué se yo, nadie dice: “Soy un genio”, salvo que tenga un ego tipo Dalí. Estos testimonios señalan contradicciones, paradojas, traen recuerdos que el protagonista no menciona. Y abren toda una rama, una línea de conversación. Yo vi mucho a Bruno a lo largo de todo un año, y lo seguí viendo después, pero nunca lo encontré angustiado o melancólico. Puede perder la paciencia y enojarse, sin embargo, nunca lo vi abajo. Esteban, el hombre que vive con él pero que no es su pareja, aunque el departamento está a su nombre, me comentó que la única vez en la que vio mal a Bruno, angustiado y muy metido para dentro, fue cuando se quebró la mano y tuvo que estar enyesado seis meses, a principios de los dosmiles. Después que tuvo un accidente de auto. Ahí hay una revelación, porque Bruno le quitaba importancia a ese accidente. Se reía un poco… Y, sin embargo, viene Esteban y me dice: “Mira, no. Cuando se accidentó, sí lo vi mal. Lo vi preocupado.”

 

“Uno no puede darle voz a un monstruo para que limpie su imagen o pretenda hacerlo”

- Además de perfiles escritos por ti, has publicado, como editora, dos libros de ese género elaborados por otros periodistas: Cuba en la encrucijada (2017) y Los malos (2015). En este último aparecen retratos de criminales, torturadores y genocidas, como Ingrid Olderock, la oficial chilena que vejaba sexualmente con perros a los detenidos. ¿Debemos los periodistas dar voz a esa gente?

- Nunca termino de entender esta polémica. Hay que darles voz, pero de determinada manera. Uno no puede darle voz a un monstruo, a un sujeto siniestro, para que limpie su imagen o pretenda hacerlo. Eso no. Pero todos los perfiles de Los malos, que es un libro que demandó mucho trabajo, están muy bien tratados por sus autores. Yo les dije, como editora, que no quería un libro indignado. Con el dedito levantado, diciendo: “Este sujeto es un monstruo”, sino que me contaran la vida de estos sujetos, tan siniestros como son, de forma que pudiéramos entender lo que pasaba por su cabeza.  Algunos son tremendos.  Sin ir más lejos, el Mamo Contreras, director de la DINA de Pinochet. Torturó, mató, hizo desastres…Pero el texto está muy bien armado por su autor, Cristóbal Peña; cuenta toda la vida del tipo, habla con su hijo…hasta que llega a verlo a la cárcel y lo que encuentra es un viejo medio perdido, medio demente, que está estudiando los ovnis, rodeado por sus nietas: la imagen de la decadencia.  Y, después de leer todo el retrato, por supuesto que uno no siente ninguna lástima. Si Cristóbal hubiera empezado por ese arranque, poniendo al viejo en la cárcel, medio perdido y qué sé yo, el perfil hubiera sido otro. Yo no creo que se trate de darle voz, como vos decís, porque parece que los vamos a dejar contar sus versiones. Se trata de contar lo que hicieron, cómo se transformaron en lo que han sido, las decisiones que tomaron, hablar con sus amigos… ¿Quiénes son los amigos de estas personas? ¿Cómo se puede ser amigo de alguien así? Es muy fácil reducir a esta gente a la idea de monstruo. Si uno dice: “Ah, son monstruos,” los saca de la especie humana y es un pensamiento muy tranquilizador. Porque un monstruo se reconoce fácilmente. Lo siniestro, lo perverso, lo aterrador es que están camuflados y viven entre nosotros como hijos de vecinos cualquiera. Y, como periodistas, debemos tratar de comprender el ecosistema de la cabeza de estas personas, así como tratamos de comprender también otros: a gente más buena, completamente buena o talentosa. Utilizando las mismas herramientas periodísticas.  No, no creo que se trate de darles voz, sino de entender.

 

“Argentina ha sido modelo de Memoria Histórica”

- Ya que hablamos de crímenes, Raúl Alfonsín llegó a la Casa Rosada y se propuso juzgar a los genocidas de las Junta Militares con el calor de sus posaderas todavía reciente en el sillón presidencial. En España, casi medio siglo después de la muerte de Franco, se le rinde homenaje en un monumento de titularidad pública. ¿No fuisteis demasiado rápido en Argentina y nosotros muy lento? 

- Yo no me voy a meter a opinar de la política española, porque creo que allí hay mucha opinión y muy bien fundada al respecto. Me remito a hablar de la política de acá, de lo que más conozco. Creo que Alfonsín hizo lo que había que hacer y con un riesgo muy alto; la dictadura, como decís, todavía estaba presentísima. No pasó casi tiempo y empezaron los juicios. El informe Nunca Más sacó a la luz la historia soterrada de las torturas y desapariciones. No veo ningún motivo para tener que esperar a hacer esas cosas si es que se hacen bien, como se hicieron. Fue ejemplar. Después hubo, como sabés, leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, de Impunidad, y se reabrieron los juicios por lesa humanidad. Hace poco tiempo, se pretendió dictar una ley que beneficiara a esos condenados por crímenes de lesa humanidad y la gente salió a la calle. Generaciones de argentinos, desde abuelos hasta nietos y bisnietos, se congregaron frente a la Plaza de Mayo exigiendo que no se hiciera. Y no se hizo. Temas como la Memoria y la Justicia, en términos de Derechos Humanos, son algo muy arraigado en la gente. Se empezó a crear conciencia desde muy iniciada la democracia.  Si hay algo que me conmueve de este país es eso. Creo que es la única cosa que ha funcionado, con ires y venires, pero ha funcionado bien. La memoria nunca es un error.

El reportaje de Leila Guerriero La voz de los huesos, que en América se publicó como El rastro de los huesos, cuenta el trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense para reconstruir los crímenes de la dictadura. Obtuvo el premio Nuevo Periodismo Cemex y la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que presidía García Márquez. La voz de la cronista va apartando, como hacen ellos con la tierra, el manto de olvido con que cubrieron los militares su programa de exterminio. De aquella convivencia surgió una amistad que perdura. “Los periodistas entrevistamos a mucha gente y no podemos hacernos amigos de toda. Ni todo el mundo se presta, o no nos apetece a nosotros. Pero aquí se dio, después de pasar muchas horas con ellos. Y no sólo en el laboratorio. Porque no podía terminar la crónica sin ver una exhumación y los acompañé al cementerio de La Plata a exhumar tres cuerpos. No había nada morboso. Fue duro, pero me parecía fundamental verlo y contarlo.”

- He leído en alguna parte que te ocurre lo que a Ernst Jünger: que te gusta visitar los mercados y los cementerios de las ciudades a las que llegas. Él se hacía idea de cómo era esa sociedad en función del trato que daba a sus vivos y a sus muertos.

- Me parece interesante lo que decía Jünger, pero yo no siento ningún atractivo especial por los cementerios. Quizá se haya extrapolado de algún comentario que hice a otros colegas sobre  aquella crónica. Tampoco siento rechazo por esos lugares urbanos. Acá, en Buenos Aires, vivo cerca del cementerio de La Chacarita y es curioso porque uno puede entrar con el auto. Tiene calles adentro y una arquitectura alucinante…una atmósfera de calma, tranquila, nada que atemorice. Aunque tampoco es un lugar para hacer una fiesta. Si tengo que ir a un cementerio, voy sin ningún problema. Por lo que decís de Jünger, yo estuve como veinte mil millones de veces en Santiago o en México y no tengo ni idea de donde están los cementerios de esas ciudades. Pero sí conozco sus mercados.

En Plano americano (2013) Leila Guerriero traza perfiles de escritores, fotógrafos, músicos, pintores, cineastas y otros creadores latinoamericanos. Lo publicó la Universidad Diego Portales, de Santiago de Chile, y a pesar del corto recorrido que suelen tener las ediciones universitarias, uno de los ejemplares cayó en manos de Mario Vargas Llosa. Lo escogió al azar entre la pirámide de libros que le envían a su domicilio y, al ver en el índice de retratados a Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), por quien siente verdadera devoción, le pudo la curiosidad. El erudito dominicano fue el cabo de la madeja que le llevó a leer el libro completo y dedicarle a la autora su columna semanal en el diario El País: “Muestra de manera fehaciente que el periodismo puede ser también una de las bellas artes y producir obras de alta valía, sin renunciar para nada a su obligación primordial, que es informar.” Guerriero no era ninguna debutante, ya destacaba entre los periodistas de su generación, pero aquello le hizo rozar la gloria. “Para mí fue un shock. Una conmoción, esa es la palabra. La columna de Vargas Llosa aquí la tiene sindicada el diario La Nación y, con la diferencia horaria, la publica cuatro horas más tarde. Yo estaba trabajando, porque no vivo pegada a las ediciones digitales de los periódicos todo el tiempo, ni tengo una alerta de Google con mi nombre. No, no hago esas cosas. Y me llamó mi amigo, y editor de opinión de La Nación, Jorge Fernández Díaz. Cuando me lo cuenta, digo: “Jorge, me acaba de bajar la presión. No puedo creerlo.” Y me la leyó al teléfono, porque no me atrevía a entrar en El País. Obviamente, yo había leído a Vargas Llosa desde chica, pero no lo conocía personalmente ni tenía ninguna relación con él. Luego entablé contacto y lo conocí en un restaurante de Madrid, gracias a nuestro común amigo Juan Cruz Ruíz, pero en aquel comento me costó entender qué me pasaba. Apenas abrí el mail, fue el mismo efecto que cuando te ganas un premio muy importante. ¿Entendés? Te escriben, y te llaman, desde todos lados: amigos, colegas…Era un poco eso de ¿Qué hace una chica como yo en un lugar como éste?”

 

“El papa Francisco me parece contradictorio y manipulador”

 Los dos argentinos vivos con más proyección internacional son Messi y el papa Francisco. El primero se muestra parco en palabras. Cualquier perfil sobre el futbolista devendría en un elogio del silencio. El pontífice ha concedido muchas más entrevistas que todos sus antecesores juntos, y en ellas se muestra locuaz, chistoso…terrenal, en una palabra. Pero los periodistas apenas han podido compartir con él una hora de conversación. Un perfil llevaría meses, por eso Leila Guerriero lo considera inaccesible. “Claro que me parece interesante Bergoglio, pero me resulta un sujeto muy poco loable. Si un periodista tiene que deponer muchos prejuicios antes de entrevistar a una persona, yo creo que con Francisco me costaría muchísimo hacer ese trabajo. Me genera antipatías. Es uno de los sujetos que tiene más poder en el mundo, además jefe de Estado, y muy contradictorio. Hay un consenso de simpatía, o había por lo menos, en los inicios, con esa imagen de estar dispuesto a terminar con ciertas cosas de la Iglesia, y en realidad es tan conservador o más que todos. Hizo muy poco para cambiar de raíz los abusos sexuales, por ejemplo. Cuando vino al Sur, a Chile, fue muy poca gente a verlo. Sentó a su lado al obispo Juan Barros, que estaba acusado de haber encubierto el caso Karadima, una historia tremenda de abusos sexuales a menores. Sostuvo ante los periodistas que no había ninguna prueba de la complicidad de ese obispo, cuando los abusados habían presentado decenas. Incluso enviaron cartas al Vaticano que jamás fueron contestadas. Bergoglio, después de apoyar a Barros, tuvo que salir pidiendo disculpas. Mirando su comportamiento de aquellos días, creo que es un hombre de convicciones muy aterradoras. Pero, por otro lado, se lo ve como un tipo con cierta cercanía terrenal. Parece tener más conocimiento que otros miembros de la Iglesia de lo complicada que es la vida de la gente en el día a día. Ya digo, me parece interesante, muy contradictorio, y, por supuesto, inaccesible para hacerle un perfil periodístico tal y como yo me los planteo.”

 Leila Guerriero parece sentirse más en su salsa con personajes desconocidos, como la señora que envenenó a  amigas agregando cianuro al té, el ilusionista manco o un cardiólogo convertido en el doble Freddie Mercury. Seres humanos que, por lo general, tuvieron su breve reseña en la prensa y a los que ella, con las herramientas del periodismo, redime de la anécdota para contarnos su historia. Las más interesantes, junto a reflexiones sobre su oficio y la última entrevista a Homero Alsina Thevenet antes de morir, las recopiló en Frutos extraños (2009). “La base del libro es la famosa frase que dice que, visto de cerca, nadie es normal. Y eso se puede extrapolar un poco a toda la gente que uno ha retratado. Me cuesta encontrar, si es que lo hay, un denominador común a esas personas. Son muy diversas. Sin embargo, a pesar de que utilizara ese título para un libro concreto, lo que me mueve no es la extrañeza de la gente, sino la curiosidad que me genera. Porque, si no, tendría una colección de frikis y no va por ahí lo que me interesa.”

 

“A los periodistas nos encanta la épica del perdedor”

- ¿Te tienta la épica del perdedor? Porque quizá se vislumbre algo en La voz de los huesos, Los suicidas del fin del mundo… incluso el Rodolfo de Una historia sencilla, pese a ganar el concurso de baile, tiene una dosis de perdedor.

-A los periodistas nos encanta esa épica del perdedor, del loser. Lo que vos decís es cierto.  Pero en estos casos no la veo para nada. El Equipo Argentino de Antropología Forense reconstruye la historia de personas que han sido víctimas. Y los jóvenes suicidas de La Patagonia, yo tampoco diría que un suicida sea un perdedor. En ambos casos hay un quiebre, son historias de horror, no de perdedores. Y Rodolfo no sé si tiene algo de perdedor, porque siempre se sobrepone a todo lo que le pasa: los primeros años de pobreza, acá en Buenos Aires, y luego da todo por conseguir ese campeonato de baile. Aunque la condición sea no volver a presentarse a ningún otro. Finalmente gana. Va tras un sueño y lo consigue. ¿Algo de perdedor? Yo más bien lo veo como una especie de Ícaro.

-Muchos escritores de ficción dicen que, a veces, no son ellos los que dominan a los personajes, sino que se les rebelan y conducen al autor a donde les da la gana. ¿Te ha ocurrido que fueras en busca de un entrevistado y se te cruzara otro más interesante por el camino?

- No…(duda). No. Aunque el libro Plano americano funciona como una especie de vasos comunicantes. De pronto, en el perfil de un diseñador de joyas, aparecen, qué se yo, los testimonios laterales de una cronista de moda y un diseñador de afiches. Después, la cronista de moda ha despertado en mí el suficiente interés para convertirla en protagonista del siguiente perfil. Pero toparme con alguien impensado (vuelve a dudar. Como queriendo cerciorarse) creo que no me ha pasado nunca.

 

“No es sencillo comentar situaciones complejas en pocas líneas”

 La conversación concluye hablando de su faceta como columnista. La editorial Libros del Asteroide acaba de publicar Teoría de la gravedad, un libro recopilatorio de las columnas de prensa escritas por Leila Guerriero a lo largo de más de cinco años. Reflexiones entreveradas de lecturas y recuerdos que demuestran que todavía se puede hacer literatura en los periódicos. Le pregunto si la columna es la destilación última del periodismo. Si algunas le han costado más tiempo de escribir que, por ejemplo, un perfil de veinte páginas. “No sé si más. Porque un perfil de ese tipo cuesta muchísimo. Lo complicado de la columna es cuando se publica con una periodicidad alta. Si es difícil tener una idea por año, imagínate tener una idea todas las semanas. Cuando quiero hablar de algún asunto político, social o económico, normalmente de América Latina, recojo mucha información. Armo un documento grande, con cantidad de notas de archivo, y lo cruzo con libros que he leído. Depuro lo accesorio y, con lo que resta, armo la columna. Me lleva tiempo, no es sencillo comentar situaciones complejas en pocas líneas. Hay que evitar el reduccionismo y que todo sea blanco o negro. Para hacer un perfil me paso meses. También es necesario separar lo esencial de lo accesorio; pero buscar una estructura, que tenga clima, una atmósfera, es igualmente trabajoso. Cada género tiene su propia dificultad.

Sobrepasado, con creces, el tiempo de la entrevista, Leila Guerriero prolonga la conversación en tono más personal. Encarna la antidiva en un oficio donde proliferan las estrellas rutilantes. Ya lo advirtió Vargas Llosa tras leer Plano americano: “No interfiere jamás, nunca usa a sus personajes para auto promocionarse, practica aquella invisibilidad que exigía Flaubert de los verdaderos creadores.” Se ofrece para completar, cualquier otro día, lo que sea necesario. No reclama leer el texto antes de la publicación. ¡Sería ofender a un colega! Pero pide un pequeño favor:

- Si podés, no me hagas hablar de tú. Porque yo no utilizo esa forma. Puesto que soy argentina, hablo de vos.

- Por supuesto. Sería como tergiversar tus palabras.

- Pero a veces lo hacen. ¿Viste?... ¡¡Y, al leerlo, uno se encuentra hablando como en el doblaje de una película!! (WhatsApp devuelve metálico el son de su risotada).

 Hace 75 años, Homero Alsina Thevenet, que firmaba HAT las críticas de cine, ya denunció en el semanario Marcha cómo se profana, de ese modo, la integridad artística de un largometraje. Decíamos ayer…

        

 

 

 

 

 

 

 

    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

Juan Arnau:  “Los problemas generados por un mundo en brazos de la técnica sólo podrán resolverse mediante el humanismo”

Juan Arnau es astrofísico y doctor en Filosofía Sánscrita, pero, sobre todo, es escritor. En poco más de tres lustros ha publicado casi una veintena de títulos, algunos referenciales en el panorama actual. Para él, la filosofía es el cultivo del asombro y no pasa día sin que se pregunte, como una oración, para qué estamos aquí. El afán por saber lo personifica en Leibniz, al que acaba de dedicar el tercer volumen -El sueño de Leibniz (2019)- de una trilogía que comprende El cristal de Spinoza (2012) y El efecto Berkeley (2015).

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

Se ha convertido casi en un lugar común afirmar que la poesía polaca de la segunda mitad del siglo XX ocupa una posición que muy pocas poesías digamos “periféricas” pueden haber tenido a lo largo de la historia. Pasa a ser la poesía que ejerce más influencia y tiene un impacto mayor en otras literaturas, principalmente del ámbito anglosajón, aunque también en el alemán (en el francés y en el español tardaría un poco más, aunque las repercusiones en este último aún se pueden percibir hoy en día). En el marco de ese fenómeno, y siguiendo tal vez con los lugares comunes, siempre se cita a una tríada de autores, aunque serían algunos más los que configuran ese grupo poético de calidad poco común en un momento determinado.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Xavier Farré

El año 2016, en el curso de un acto celebrado en una céntrica librería madrileña, se presentó la editorial La Umbría y la Solana. Su intención declarada era difundir la literatura portuguesa, al par que obras infrecuentes de otras literaturas. Hoy, a la vista de las publicadas, es obvio que la selección se está haciendo con exquisito criterio. Los primeros títulos nos devolvían junto a un raro André Malraux, libros de Almeida Faria, José de Almada, Fernando Pessoa y António Vieira. Se iniciaban así dos series distintas – Colección Abierta y Colección de Autores Portugueses-, que en estos años han ido incorporando obras tan sugestivas como Karla y otras sombras (2017), de Luys Santa Marina, o el Pequeño tratado de todas las verdades sobre la existencia (2018), de Fred Vargas, en la primera: y en la segunda, Los tiempos del esplendor (2017), de Lídia Jorge o Las minas del rey Salomón (2018), de Eça de Queirós, entre otros. Todos estos títulos merecerían una atenta reseña, pero la temprana edición del Sermón de San Antonio a los peces me produjo una fuerte curiosidad y su lectura, una grata impresión que me llevó a rememorar las circunstancias, brillo y decadencia de la oratoria sacra de los siglos XVII y XVIII, capítulo poco transitado de la literatura clásica de España y Portugal, pero acreedor de análisis y recuperación. Por tanto, causa sorpresa la valiente audacia de esta editorial, lanzada al redescubrimiento de un clásico eclesiástico portugués en los mismos inicios de su aún joven existencia. Como siempre, la fortuna ayuda a los audaces. Y reeditar el sermón del sabio jesuita luso ha sido, en mi opinión, una de sus más brillantes iniciativas.

Las historias de la literatura portuguesa subrayan la compleja personalidad del padre António Vieira (1608-1697), sus obras señaladas –História do Futuro, por ejemplo- y, sobre todo, sus numerosos sermones, en especial su Sermão da Sexagésima (1655), donde esbozaba los principios que guiaron su práctica oratoria, opuesta a los excesos retóricos (J. L. Gavilanes, A. Apolinário, eds. Historia de la literatura portuguesa, Madrid 2000: 325-329). De todo esto da cuenta la excelente introducción de Luis María Marina en la edición que nos ocupa (pp. 11-41), quien con buenas razones, en mi opinión, relativiza el supuesto antibarroquismo atribuido al jesuita. Porque si ciertamente la claridad era su empeño, no parece ésta reñida con lo mejor del Barroco que, al fin y al cabo, se desprendía del mismo Renacimiento. Así que, seguro lector de Fray Luis de Granada (1504-1588) y su Ecclesiasticae Rhetoricae (publicadas por cierto en Lisboa, en 1576), o conocedor probable de la fama y sermones de Fray Hortensio de Paravicino (1580-1633), el empeño de Vieira más bien parece afirmar, en la mejor tradición de la Ratio studiorum jesuítica, la personalidad de la oratoria portuguesa en su recién recobrada independencia (1640). No hay que olvidar que su Sermão da Sexagésima fue pronunciado en la misma Capilla Real, ante el monarca João IV, primero del nuevo Portugal.

Contra lo que a un lector actual pudiera pensar, los sermones del siglo XVII son parte imprescindible de la vida cotidiana y la cultura de aquella época. Por tanto, dejando aparte los prejuicios propios de nuestro mundo –y relegando los más apegados al discurso teológico o hagiográfico-, cualquier persona interesada en la literatura clásica encontrará en muchos de ellos curiosa y buena literatura. Como ha escrito F. Cerdán, la oratoria sacra es espejo de la sociedad de su tiempo. Pues bien, el sermón del Padre Vieira es un curiosísimo ejemplo de lo mejor de tal género.

Como se señala en el prólogo (p. 37), en el aniversario (13 de junio de 1654) de la muerte de San Antonio de Padua –pues por más que el editor lo reitere como San Antonio de Lisboa, Padua le dio nombre común en el santoral y fama bien ganada-, el Padre Vieira pronunció un sermón en la iglesia de San Luis, capital del Marañón brasileño. Se dirigía el jesuita a todos sus fieles pero sobre todo, conminaba a los poderosos de la colonia, que oprimían sin rubor a los más débiles, fueran indígenas, peninsulares o mestizos. Y se le ocurrió para ello recurrir a una especie de homilía simbólica, haciendo como San Antonio en su día, que ante el rechazo de los habitantes de Rímini –de Padua según otros-, se dirigió a la orilla del mar y predicó a los peces. Este suceso viene narrado en las Florecillas de San Francisco y de sus compañeros, sin duda inspirado en el famoso sermón de San Francisco a los pájaros. El ejemplo del franciscano serviría al jesuita para componer una pieza de lectura sorprendente y entrañable, incluso hoy, tanto por la riqueza de su imaginación como por la ternura que desprende. Comienza por poner en situación al auditorio (I: 47-51), recordando a San Antonio en Rímini y las veces que él mismo se había dirigido a sus feligreses sin fruto, por lo que se ve obligado como hizo aquel, a volverse al mar y predicar a los peces. Y a partir de ahora, el Padre Vieira predica como si hablara con los peces, no con su auditorio, consiguiendo con ello un feliz efecto y texto tan enjundioso como raro e incluso simpático y de amable lectura. Entrado en materia (II: 53-62), recordaba el predicador a los peces sus virtudes: primeros creados por Dios, dóciles a su palabra y su prudencia al no dejarse domesticar por los hombres, destacando en fin, que fueron los únicos salvados del Diluvio, sin necesidad del Arca de Noé. Continúa (III: 63-76) recordando que por ellos curó Dios la ceguera de Tobías, y que como el pez rémora (Remora remora), San Antonio hizo las veces de dicho pez, tirando de la codicia, la venganza y la soberbia humana: o como el pez torpedo (Torpedinae), cuya descarga eléctrica hace temblar, lamentando Vieira que si él tuviera la fuerza de San Antonio, haría temblar a los pecadores. Pero como todo no van a ser alabanzas, amonesta a los peces con una de sus más felices imágenes (IV: 77-91), condenando que los grandes se coman a los chicos como hacen los hombres, señalando cómo entre ellos, los miserables son los que cargan con tasas, multas, fraudes, siendo literalmente, comidos por los poderosos. Y se dirige a ellos con una simpática frase que haría ruborizar a sus feligreses: “¿os parece bien esto, peces? ¡Se me figura que con el movimiento de las cabezas todos decís que no!” (p. 82). Proseguía el sermón (V: 92-110) llamando la atención sobre ciertos peces, cuyas costumbres parecen espejo de otras malvadas de los humanos. Las figuras parecen igualmente felices, así cuando señala la pequeñez de los roncos (Haemulidae) y sus ruidos, que son simple fanfarroneo, o los pegadores del tiburón (Echeneidae), que como parásitos van con él y con él mueren, lo mismo que los virreyes o gobernadores arrastran a los suyos. O el pez volador (Exocoetidae) que se pierde por no limitarse a lo que le es propio. O el pulpo (Octopodus), que se mimetiza con su entorno, figura de la traición. Y acaba su prédica (VI: 111-114) despidiéndose de sus peces, consolándolos puesto que no son sacrificados a Dios, instándoles a ofrecerle respeto y reverencia.

El librito que nos ocupa, lejos de ser un “breviario piadoso” de aburrida lectura, resulta uno de los textos más enjundiosos y amenos del género y la literatura portuguesa del Barroco. Con razón el Padre Isla (1703-1781), miembro también de la Compañía de Jesús, en su celebérrima Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes (1758) –divertido alegato novelado contra los excesos barbarizantes de la oratoria degradada-, recordaba en su momento el ingenio de los sermones del Padre Vieira, como recuerda también el editor de esta edición. Yo creo que la firmeza intelectual de los jesuitas, formados en la Ratio studiorum ignaciana, enriquecida y adaptada con el paso del tiempo, era la mejor escuela contra los excesos de la oratoria sacra, que se dieron sin duda, sobre todo, en ciertas ordenes que combatieron con saña al mismo padre Isla. Ciertamente, lo peor de la oratoria degradada no era el exceso de las citas latinas –el Padre Vieira no abusa de ellas, y no pocas las traducía entre texto-, sino lo rebuscado de las figuras y el lenguaje. Porque el conceptismo del Fray Hortensio de Paravicino, denostado en parte por sus competidores, no pecaba de oscuridad sino que acometía el sermón con un nuevo estilo, alabado por Gracián en su Agudeza y arte de ingenio, por cierto, otro notable jesuita de su tiempo. No deja de ser elocuente que a mediados del siglo XVIII, el también miembro de la Compañía, Antonio Codorniú, propugnara una reforma de la oratoria sagrada (1740) en busca de la sencillez del verbo. Y es que entre Fray Luis de Granada y el Padre Codorniú, la línea más bella de la oratoria sacra tenía en el Padre António Vieira uno de sus mejores cultivadores. Por eso, vale la pena leerle en la actualidad. Y esta edición a cargo de L. Mª Marina, excelente por su prólogo, cuidada traducción con sus notas al pie, incluyendo la versión española de las citas latinas no traducidas en su día por el orador, es la mejor forma. Más aún, yo diría que es casi obligado leerlo, teniendo en cuenta que la obra de Vieira y este género se cuentan entre lo mejor de la literatura clásica de nuestro siglo XVII peninsular, ya sea portuguesa o española.

 

António Vieira, Sermón de San Antonio a los peces, António Vieira, Versión e introducción de Luis María Marina, Ilustraciones de Luis Costillo, Editorial La Umbría y la Solana, Madrid 2017.

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín María Córdoba

LA ESCRITORA Y CRONISTA ARGENTINA ASEGURA: “EL PERIODISTA, ADEMÁS DE ESCUCHAR Y TRANSCRIBIR, DEBE USAR OTROS SENTIDOS”

EL ESCRITOR Y FILÓSOFO ESPAÑOL LO TIENE CLARO: “LOS PROBLEMAS SÓLO PODRÁN RESOLVERSE MEDIANTE EL HUMANISMO”

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de noviembre, podrán disfrutar de entrevistas exclusivas y a fondo con dos de los autores más valiosos y singulares del panorama cultural en español: Leila Guerriero y Juan Arnau. Ambas conversaciones permiten, no sólo conocerlos mejor, sino descubrir sus opiniones sobre un amplio repertorio de asuntos de interés. Y es que la argentina Guerriero se ha convertido en uno de los más relevantes nombres propios de esa nueva crónica latinoamericana que vuelve a entroncar con la literatura. Por su parte, el astrofísico y filósofo español Juan Arnau, ha publicado libros que ya son de obligada referencia en el panorama ensayístico actual y que testimonian su afán por saber y por seguir preguntándose para qué estamos aquí.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

EL ESCRITOR POLACO FUE UNO DE LOS GRANDES POETAS DEL SIGLO XX

LA REVISTA LE DEDICA UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO REPLETO DE TEXTOS INÉDITOS 

ADAM ZAGAJEWSKI PRESENTARÁ “TURIA” EN EL INSTITUTO CERVANTES DE MADRID EL PRÓXIMO 20 DE NOVIEMBRE

VALERIE MILES  DARÁ A CONOCER LA REVISTA EN TERUEL EL DÍA 26

El escritor polaco Zbigniew Herbert, uno de los grandes poetas del siglo XX, es el  protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Por primera vez, y cuando se cumplen veintiún años de su muerte, una publicación periódica en español le dedica un amplio y atractivo monográfico que permitirá a los lectores descubrir las claves y el interés de su labor creativa y de su personalidad.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

11 de octubre de 2019

Olga Tokarczuk, escritora polaca ampliamente conocida por los lectores en Polonia, y galardonada con muchos de los más importantes premios literarios de ese país, tampoco es una absoluta desconocida del lector en lengua española. Su Un lugar llamado Antaño, que hizo que fuera percibida en su país como una de las voces renovadoras de la narrativa polaca y en la que quiso verse una reinterpretación centroeuropea del realismo mágico latinoamericano, vio la luz en España en la editorial Lumen en traducción de Ester Rabasco y Bogumila Wyrzykowska, en el año 2001. En 2015, en la Editorial Océano de México, y en traducción de Abel Murcia, se publica una de sus últimas novelas -Prowadź swój pług przez kości umarłych (“Conduce tu arado sobre los huesos de los muertos” ), título que reproduce uno de los versos del poeta William Blake-, novela que acaba de llegar ahora en 2016 a España, en esa misma traducción, con el sello de la Editorial Siruela. El título en español -Sobre los huesos de los muertos-, aceptado por la autora a propuesta del editor mexicano y siguiendo la línea abierta en su día por la edición francesa de la obra, reduce a la mitad el título del original, y poco nos dice del contenido de la obra.

 

Sobre los huesos de los muertos supone un primer acercamiento de la narradora polaca a la novela policíaca, eso sí, un acercamiento que aporta elementos que permiten que Tokarczuk defina esta obra como un “thriller metafísico”, intentando así alejarse un tanto de la novela negra al uso. Nos encontramos ante una peculiar novela ambientada en una zona rural de la Polonia actual, realidad que la autora, que reside en un entorno parecido, conoce sumamente bien, y en la que sitúa a su protagonista, Janina Duszejko, señora ya de cierta edad y aquejada de sus particulares dolencias, ingeniera jubilada y maestra sui generis de inglés en la escuela local, que encuentra, al igual que otros muchos de los particulares personajes de la novela, el lugar al que retirarse. O quizá sería mejor decir en el que aislarse, de una u otra manera, del mundo exterior. Varios son los ejes en torno a los cuales cabría imaginar que está construida la narración: los epígrafes de William Blake en cada uno de los capítulos –un Blake que también servirá en el libro como para urdir una filosofía de vida-, la ecología –vista, en una primera aproximación, más como una actitud cotidiana de relación con los animales y el entorno natural que como una reivindicación de carácter teórico-, una más o menos explícita crítica de la modernidad y sus consecuencias, la astrología, las relaciones sociales, la idea del castigo de actitudes moralmente rechazables, etc., etc. Es en ese contexto en el que asistimos a una serie de extrañas muertes en ese, en principio, apacible e idílico entorno y de las que de un modo u otro podría parecer que los responsables fueran… los animales.

 

Duszejko, narradora y protagonista de la novela, guiará al lector, no desinteresadamente, y dejando en todo momento huellas de su particular percepción de las relaciones humanas, la religión, el feminismo, etc., en el espacio y en el tiempo de los acontecimientos. Y así, ya desde las primeras páginas del libro, desde la primera muerte, la de Pie Grande, hasta la última, la de Mondongón, serán sus ojos los que nos vayan mostrando la realidad…, nuestra mirada será la mirada de Janina Duszejko, nuestras sensaciones, las suyas. Iremos con ella en su desvencijado Samurai por los alrededores, con ella seguiremos el curso de los astros, será su sufrimiento y desesperación por la desaparición y muerte de sus perras los que nos acompañarán, su ira contra los cazadores la que nos contagie… 

 

Tokarczuk, con un cuidadoso uso del lenguaje, de la ironía –particularmente sutil-, y de la estructura narrativa que si bien no es ajeno a los modelos del género no abandona, en aras de una más fácil comprensión, la concepción literaria que la autora ha ido apuntalando en sus anteriores obras, no se permite que la intriga de esa novela negra oculte o disminuya los valores que ella le exige al texto literario. La trama se irá desgranando hasta un final en el que el lector, que no podrá permanecer indiferente ante la solución presentada, se verá frente a un desenlace que aunque pudiera parecer alejado de los convencionalismos de la novela policíaca no deja de beber de sus fuentes.- ABEL MURCIA

 

Olga Tokarczuk, Sobre los huesos de los muertos, Madrid,  Siruela, 2016.

Escrito en Lecturas Turia por Abel Murcia

 

Vida y obra tienen en Matías Escalera la misma respiración; como filólogo ahonda en la cultura a través de la lengua y de la literatura, como filósofo se hace constantemente preguntas, como viajero conoce el Este y el Oeste, y siempre comprometido con la verdad, la justicia y la libertad.

 

Su creación ha abarcado todas las áreas: la poesía, la narrativa, la dramaturgia, el ensayo, el artículo político y literario y la edición; fue impulsor de la publicación del estudio de Alberto García-Teresa, imprescindible para ahondar en el conocimiento de la denominada Poesía de la Conciencia Crítica; para la que el yo es el mejor medio para llegar al nosotros y alumbrar, según Alberto García-Teresa, un nuevo sistema ético que suponga una nueva forma de relacionarse con los demás.

 

Toda la poesía de Matías Escalera es, además, un organismo vivo, unitario, en continuo crecimiento. En 2008, publica Grito y realidad, en cuyo manifiesto inicial escribe lo siguiente: «Espíritu y materia, tiempo interior y tiempo histórico, dos substancias fundidas en una misma y única substancia… Entre el juego y el grito, puestos a elegir, preferimos el grito».

 

En 2009, aparece Pero no islas, en el que el desafío, afirma Matías Escalera, «consistía en poetizar las ideas, las emociones, las experiencias y los actos cotidianos, al tiempo que las ideas, las emociones, las experiencias y los actos excepcionales; esto es, lo inmensamente grande y lo inmensamente pequeño, sin que existiera fractura en su traducción a símbolos poéticos».

 

Versos de invierno: para un verano sin fin es su siguiente poemario, publicado en 2014. Matías Escalera en esta obra, según apunta Alberto García-Teresa, a quien parafraseo, «utiliza una concepción dialógica de la poesía invitándonos constantemente a la reflexión, mediante una poesía de verso largo, entramada, exhortándonos a salir de nosotros mismos y a escuchar a los otros».

 

Y, dos años después, publica uno de los libros para él más queridos, Del Amor (de los amos) y del Poder (de los esclavos), donde se adentra en las dos pasiones sobre las que se fundamenta, afirma Matías Escalera, «la experiencia material y concreta del espíritu humano». Obra en la que el uso de los puntos suspensivos se hace estructural y obliga al lector a responder en el espacio mismo del poema, a latir con sus latidos, que son los de su propia vida.

 

Recortes de un corazón herido: por la esperanza, acorde con el resto de su obra, encierra una paradoja, pues se trata de un corazón herido por la esperanza, cuando parecería que la esperanza, más que abrir heridas, las debería cicatrizar. Pero, en seguida, nos damos cuenta de que la esperanza parte de una asunción total de la vida, de la propia y de la del resto de los seres humanos, especialmente de la de los más agredidos por ella; con todos sus rostros: el social, el económico, el político o el amoroso; el de la ternura, el de la soledad, el de la muerte, el artístico, el de la propia poesía, el del asombro y, muy importante, el de los sueños. Y unas veces somos víctimas y otras verdugos.

 

Heridas que, al ser reconocidas y habitadas por esta poesía, crean dentro de nosotros una conciencia, nos construyen interiormente y así nos proporcionan un sentido hondo de la esperanza, nos dotan de armas para no doblegarnos y nos preparan para el alba, para un amanecer que, contra toda sombra, es la corriente sanguínea de la obra de nuestro autor.

 

Si nuclear en ella es el alba, la esperanza del alba, nucleares son también las dudas, las preguntas y la paradoja, ya citada. Y algo que informa todo el poemario: la simbiosis, así lo creo yo, entre lo material, con sus propias leyes, y lo espiritual, que nunca anula a lo primero, pero que lo ordena desde una superior energía humana que no renuncia a la verdad y a la belleza. «Los cuerpos sin alma no oyen: te miran pero no te ven.»

 

No quisiera olvidarme de la luz y esa quietud celeste que nos invita a la celebración, pero que no debe apartarnos de nuestro compromiso con el dolor y con la esperanza, ni convertir en engaño hermoso nuestra relación con la decadencia y con la muerte. Como sucede en el emocionante poema titulado “ESPERANZA ANTES DEL ALBA”.

 

Si, como resulta patente, el yo del autor está umbilicalmente unido al resto de los seres humanos y a la Historia, también lo está a nosotros, sus lectores, en una concepción de la poesía alejada del espectáculo. Hay un continuo diálogo dentro de los poemas, llenos de presencias, invitándonos continuamente a participar en ese coloquio. También con los expulsados del mundo…

 

Y de repente vi alzarse a los muertos

Eran como columnas de luz…

Y emergían de las aguas del mar cementerio cerca de Lampedusa

Cerca del Estrecho de Gibraltar

Cerca de las islas griegas… (y aún más allá en todos los mares

cementerios del mundo) Eran cientos

Eran miles

Eran centenares de miles

Eran todos los muertos de los viejos mares amados de mi infancia.

 

Y, finalmente, está el poder de la mirada en esta poesía, mirada que, a veces, es un espejo en el que se refleja toda la existencia, como sucede en el texto “Esos portadores de ternura”. El poder de la mirada y la necesidad, asimismo, de abrir espacios al sueño y de convertir en acción la utopía, alimento siempre de la esperanza, como afirma el filósofo alemán Ernst Bloch.

 

Nuestro destino es un “Destino lunar”, como se titula el texto que cierra el libro, el de una luna que cumple en soledad su destino diario, luchar contra la densidad de tantas sombras, abriendo el fruto prodigioso que guarda cada instante.

 

 

Matías Escalera Cordero, Recortes de un corazón herido: por la esperanza, Madrid, Ediciones Huerga y Fierro, 2019.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Lostalé

10 de octubre de 2019

En mi opinión, las mejores anotaciones de un diario, los mejores diarios, los más sinceros, los más honestos, son aquellos en los que no pasa nada, en los que se escribe para decir que no pasa nada, en los que el café, el periódico, el super, la cajera del super, la barra del bar, la camarera apoyada en la barra del bar, un niño que cruza la calle, el encuentro con un conocido desconocido o viceversa, y vuelta otra vez a casa, en definitiva, en los que se vive, en los que late la vida real y figurada.

La vida figurada es la tercera entrega de los diarios del poeta José Carlos Cataño, y subrayo poeta porque ser poeta puede ser un accidente o una condición y en su caso no hay duda de que es esto último. Y lo es tanto en sus libros de poesía como en esta aventura diarística (Los que cruzan el mar), que no es lo mismo que aventura poética, aunque la poesía viaje con él en su equipaje. Un buen título para estos diarios en los que su autor duda con razón de la vida real, dicho con más propiedad, de que la vida sea real, o si quieren afinar más todavía, de que la vida sea sólo real, o incluso, sólo lo real.

Y entonces, nada más empezar, primera sorpresa: “Quemaría toda mi poesía.” Me paro y vuelvo a leer la frase: “Quemaría toda mi poesía.” Y pienso: no hay que fiarse nunca de los autores. Sobre todo de los autores de diarios. La mejor forma de mentir sobre uno mismo es diciendo la verdad. Y viceversa naturalmente. Lo que diga un autor sobre sus libros debe traernos siempre sin cuidado. Lo que importa, lo único que importa, es lo que escribe. Y escribir, como afirma en una de las primeras entradas el autor, es peligroso. ¿Algo tan aparentemente inocente e insubstancial peligroso? Precisamente. Siempre ha sido así.

El lector habitual de diarios, me refiero ahora a los periódicos, esos otros diarios que están en las antípodas de los diarios, sabe que lo sustancial anda siempre oculto entre líneas y nunca en los titulares, que no sirven más que para despistar.  Lo mismo pasa con los diarios de escritores.  Vayamos pues a la anécdota, vayamos a lo superfluo, vayamos a la digresión, que ahí es donde vamos a encontrar al autor.

Los diarios, los días, indefectiblemente, tarde o temprano, nos traen recuerdos de infancia y de juventud. Un viaje suele bastar para convocar el pasado, un encuentro, un sueño. No hay una teoría del diario como no hay una teoría de la novela, el diario es una práctica (diaria), un hábito, una rutina, y en el caso de los escritores, que son la inmensa mayoría, una especie de taller o de fábrica de ideas, de impresiones, de intuiciones, que el diarista anota al lado de una fecha, un poco como esas fotografías que tomamos de un paisaje que atrae nuestra mirada sin motivo aparente (aunque siempre haya motivos). Por eso los diarios se parecen tanto y a la vez tan poco unos a otros, y por eso lo que cuentan, lo que importa, lo esencial, es lo que los diferencia. Y en última instancia las diferencias siempre están en la escritura y en la vida, en la escritura de la vida. Los de José Carlos Cataño son los diarios de un canario que escribe en castellano y reside en Barcelona. Un canario que pasea su mirada desencantada por un mundo que no es el suyo, un mundo que le expulsa, que le margina, que le niega, como, tarde o temprano, acaba haciendo con todos nosotros. Un mundo, y este es el meollo del asunto, que hace tiempo que habla otro lenguaje.

“La luz de la tarde es miel, oro y nostalgia que baña las fachadas”, anota Cataño una tarde. Aunque la seriedad, la confesión, es la gran tentación de los diarios, otras tentaciones los redimen: la ironía, el humor, el no tomarse uno mismo nunca demasiado en serio, son cosas que también encontramos en La vida figurada y que agradece el lector (al menos el lector que escribe esta reseña). Porque no son las opiniones, ni los juicios, ni las ideas lo que importa en los diarios. Son los recuerdos. Y son los recuerdos porque los recuerdos suelen ser involuntarios y recordamos cosas cuya importancia en nuestra vida, suponiendo que tengan alguna, casi siempre se nos escapa. Y porque sospechamos también que las personas que aparecen en esos recuerdos no los recuerdan igual, o no los recuerdan en absoluto. Menudo chasco. Para el diarista, que no está muy seguro de su existencia, escribir un diario es una forma, la única seguramente, de levantar acta de su vida: “Puesto que ni veo ni vivo, escribo.”

El diario es un género como cualquier otro, y los géneros hoy se caracterizan por carecer de reglas, por transgredir las reglas, por saltárselas a la torera. El diario particularmente las transgrede todas: es y no es ficción, ensayo, poesía; es y no es sincero, honesto, verídico; es y no es objetivo, subjetivo; es y no es diario, memoria, olvido. El diario son las páginas que escribe el escritor cuando no tiene nada que escribir, y que muchas, muchísimas veces, acaba siendo lo mejor de su obra, lo único que la posteridad salva. Escribir sin finalidad, sin argumento, sin motivo, sin preocupaciones por el estilo, es una prueba que sólo superan los mejores.

Cataño desconfía con razón de teorías. Todas las teorías han acabado arrumbadas por otras teorías a las que les espera idéntico futuro. El argumento del diario podría resumirse en esta genial frase suya: “En mañanas como esta la vida merece la pena. Ya veremos cómo cae la tarde.” Y a continuación el diarista se pregunta: ¿lo que escribo es lo que vivo? Porque al escribirlo, una cena en un restaurante, una lectura de poesía, los rasgos tártaros de una mujer, el diarista es consciente de que todo pasa a otra dimensión, a una dimensión ignota, a la dimensión de la escritura. Toda la teoría del diario se reduce pues a: “escribir cada dos o tres días sobre lo que uno observa, lee y piensa para no dar reposo ni a la memoria ni a lo que va aprendiendo.” El diarista ve pasar la vida y la anota, vida que es, por definición, vida cotidiana, algo que Cataño logra transmitir muy bien. Pasear por la ciudad, entrar en alguna librería, comprar algo para la cena, observar a los viandantes, tropezarse otra vez con algún conocido desconocido o viceversa, leer el periódico, escribir un poema, o un prólogo (para este diario), sentarse en una cafetería, recomponer una lámpara, en todo esto consiste la vida. Una vida apasionante como le dice un vecino pensando en otra cosa, en otra vida, pero así es efectivamente, pues no hay nada más apasionante que levantarse todas las mañanas.

Hay muchas nubes y muchos pájaros en estos diarios. Mucho cielo por tanto, mucha soledad. Cuando estamos solos los ojos se nos vuelven al cielo. “Tengo tiempo para esto”, anota el diarista. Y hay entradas también que son como poemas, que son poemas: “El calor. El resplandor. Apenas hay brisa. La jacaranda de aquí al lado ya es lila. No hay rumbo en mi vida. Ni conclusiones.”  En otro lugar: “En la colina de enfrente se cimbreaban los eucaliptos. Me llegaba su aroma oscuro. La noche estaba cuajada de estrellas y de corrientes invisibles. Ya no llovería.” En otro: “En este momento, en las ya desconocidas tierras de la infancia, se están moliendo las amapolas.” No es indiferencia ante lo que sucede a su alrededor, no es resignación, pero tampoco le indigna ya nada, tampoco le subleva tanta mediocridad, tanta infamia, tanto insulto a la inteligencia. El diarista toma nota de todo esto, salda algunas cuentas pendientes, se desahoga, se confiesa, escribe… ¿qué otra cosa puede hacer? “No es vivir lo que cansa, es el dolor.” Y se despide. Con él que no cuenten. Continuará.- MANUEL ARRANZ.

 

 

José Carlos Cataño, La vida figurada, Sevilla, Renacimiento, 2017.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

10 de octubre de 2019

Si se sostiene, como ha hecho la crítica más sosegada, que Soldados de Salamina (2001) no es una novela sobre la guerra civil, habrá que decir lo mismo y con idéntica firmeza de El monarca de las sombras (2017). Por el contrario, si, como se anunció en solapas y en medios de prensa, aquel éxito editorial trataba sobre el fusilamiento fallido del «fundador e ideólogo de Falange, quizás uno de los responsables directos del conflicto fratricida»; entonces, Javier Cercas, en su novela más reciente, como ha destacado un diario de tirada nacional, «vuelve a la Guerra Civil —tratada ya en Soldados de Salamina—, indagando en la figura de su tío abuelo Manuel Mena, muerto en la contienda». Así las cosas, era esperable, como ha ocurrido con otros títulos del escritor de Ibahernando (Cáceres), como Anatomía de un instante (2009) o El impostor (2014), un cuestionamiento de esta última propuesta editorial en términos crudamente históricos e ideológicos; pero no literarios. En su siempre presente registro irónico, el propio Cercas lo incorpora a su texto cuando hace decir al personaje de David Trueba: «—¿De verdad vas a escribir otra novela sobre la guerra civil? Pero ¿tú eres gilipollas o qué? Mira, la primera vez te salió bien porque pillaste al personal por sorpresa; entonces nadie te conocía, así que todo el mundo te pudo usar. Pero ahora es distinto: ¡te van a dar de hostias hasta en el carnet de identidad, chaval!» (pág. 38); y cuando él mismo nos recuerda que Trueba «había llevado al cine mi novela sobre la guerra» (p. 128).

 

En efecto, en España, el caso de Javier Cercas y de parte de su novelística puede ejemplificar esa inclinación que muchos tienen a leer lo que se dice y hablar de ello como si fuese algo real o realizable, y no leer cómo se dice y tratarlo como un hecho literario. Batalla perdida. No creo que pueda convencer a casi nadie de que no hay que hablar sobre las obras literarias como si estuviésemos comentando las cosas de la vida real; y menos de que se lean las novelas de Cercas como novelas y no como libros de historia. Parte de la culpa la tiene él; porque ha elegido una fórmula arriesgada. Pero quien no arriesga en literatura, a costa de lo que digan los demás, no merece puesto alguno en ningún parnaso.

 

Sea como sea —y conste que mi posición es la de leer estos textos como

novelas literarias—, El monarca de las sombras establece vínculos muy precisos con Soldados de Salamina, tan precisos y numerosos que iluminan más la clave interpretativa de ambos textos del lado de la teoría de la literatura que del de la memoria histórica. La pregunta sin respuesta que para Cercas ha de plantear toda novela del punto ciego —sobre la que disertó en las conferencias Weidenfeld reunidas en su volumen El punto ciego (2016)— redunda en el hecho literario de la capacidad de un escritor de escribir una historia y de cómo ha de ser contada esa historia. Y sobre todo, para qué. El diálogo entre el relato de 2001 y el de 2017 es constante desde el principio de El monarca de las sombras —no solo por la advertencia del amigo Trueba— y recoge desde aspectos nucleares de significación hasta detalles aparentemente ínfimos. Entre estos, por ejemplo, y volviendo a Trueba, cuando su amigo le dice que «te va a salir un libro cojonudo» (p. 44), que tanto recuerda al «¡Que nos va a salir un libro que te cagas!» del personaje de Conchi en Soldados de Salamina, que como el de Trueba, asiste a buena parte del proceso de construcción de la historia. Entre los más determinantes, la presencia de dos niveles narrativos que se alternan en las quince secuencias de la novela, la primera persona del personaje de Javier Cercas escritor y la primera persona de un historiador o cronista que se excusa diciendo que no es un literato y que no puede fantasear (p. 79), y que también tiene como referente a Javier Cercas y su familia. Todo gira en torno a Javier Cercas, a lo suyo, a los suyos, y a su pasado. Con la licitud lógica de quien se vuelve sobre uno mismo y sobre un proyecto de libro postergado en torno a «una historia bochornosa» (p. 19), «la historia del símbolo de todos los errores y las responsabilidades y la culpa y la vergüenza y la miseria y la muerte y las derrotas y el espanto y la suciedad y las lágrimas y el sacrificio y la pasión y el deshonor» (p. 270) de sus predecesores, entre los que descuella un personaje clave —como la imagen ficticia del padre en Soldados de Salamina y su imagen real en Anatomía de un instante— que es motor de todo: la madre, llena de la dignidad de quien ya no tiene lágrimas; pero llena también de literatura si reparamos en la pertinencia del relato de Danilo Kiš (pp. 124-127) que tras el joven y noble guerrero oculta la figura tapada de la verdadera protagonista que es la madre. Porque esta es otra de las claves constructivas de los relatos de Cercas; su carácter autorreferencial en el que la literatura, lo escrito, está presente a lo largo de toda la historia. Como en Soldados de Salamina, el narrador recurre a la evocación y reproducción de un texto previo, de un artículo de prensa —«Los inocentes», recogido luego en Relatos reales (2000)— en el que el referente literario de El desierto de los tártaros, la novela de Dino Buzzati, servirá de representación de una idea sobre el sentido de nuestra existencia, sobre la vida como una larga espera, sobre los anhelos que no se colman, sobre lo que no se acaba nunca, sobre la figura narrada de Manuel Mena como una indagación —un reto— personal en una nueva novela, una nueva propuesta literaria, que vuelve a llenarse de los constituyentes propios de la manera de escribir de su autor.

 

Sería arrogante reprochar a Javier Cercas escribir sobre su pasado, y más aún, que crea en que todo confluye en su presente. Llegado el caso de un reproche, este tendría que ser de índole literaria. Por el momento, Cercas en El monarca de las sombras —el del reino de las sombras en que se convierte el Aquiles de la Odisea—, sigue resolviendo bien su manera de volverse sobre sí mismo, escribirse a sí mismo, con mimbres esencialmente literarios. —Miguel Ángel Lama.

 

 

Javier Cercas, El  monarca de las sombras, Barcelona,  Penguin Random-House Grupo Editorial, 2017.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Miguel Ángel Lama

10 de octubre de 2019

El filósofo y ensayista surcoreano Byung-Chul Han vuelve a reflexionar en un breve pero jugoso ensayo sobre la cultura, la comunicación y el arte como ingredientes de una sociedad cada vez más uniforme y globalizada. Desde su ensayo La sociedad del cansancio (2012) hasta el reciente libro Sobre el poder  (2016), este profesor de Filosofía y Estudios culturales de la Universidad de las Artes de Berlín aborda en La expulsión de lo distinto una temática que saca a relucir las lacras de una sociedad neoliberal dominada por el capitalismo y cada vez más esclava de la globalización.

Con el subtítulo Recepción y comunicación en la sociedad actual, Han plantea una tesis basada en la búsqueda de autenticidad y en la huida de una alienación que se deriva del poder igualitario de una sociedad neoliberal cada vez más despersonalizada. Sus reflexiones sobre la alteridad y la búsqueda de un difícil equilibrio entre la autenticidad y la capacidad de escuchar al otro están enraizadas en una tradición filosófica en la que tienen cabida Heidegger, Hegel y Nietzsche. El autor surcoreano se lamenta desde el inicio del ensayo de la aparente desaparición del otro como algo negativo que, paradójicamente, enriquece la personalidad: “El otro como misterio, el otro como seducción, el otro como eros, el otro como deseo, el otro como infierno, el otro como dolor va desapareciendo”. Es lo que denomina el signo patológico de los tiempos actuales y lo que considera una fuente de depresión y de represión.

Como no podía ser de otra manera, este pensador pone el dedo en la llaga de la globalización como uno de los problemas más preocupantes del siglo XXI. Una época en la que han irrumpido con fuerza dos de las amenazas más extendidas: el terrorismo y la xenofobia. Por eso Han propone como única salida de este clima de odio y desesperación la búsqueda de una autenticidad, el abandono de actitudes narcisistas y el cultivo del eros como fuente de vida y de hospitalidad. En este sentido hace hincapié el autor en la proliferación de los “atracones de series” y en el poder alienante e igualatorio de las redes sociales. Debido a las nuevas tecnologías, el individuo pierde su propio criterio y se ve envuelto en un torbellino en el que el “me gusta” ha suplantado y eclipsado cualquier relación interpersonal enriquecedora y en el que el selfie es un mecanismo autocomplaciente para ocupar el propio vacío interior.

Cada una de las breves secuencias de este ensayo se convierte en una píldora filosófica que, sin desligarse del planteamiento inicial del autor, enlaza con la anterior y añade nuevas e inquietantes reflexiones. Así Han, siguiendo la estela de su maestro Heidegger, habla del miedo y de su estrecha relación con la muerte. Un miedo que surge cuando hay que cruzar un umbral sin posibilidad de dar marcha atrás, un miedo que está hermanado con la alienación y que se refleja en la novela El extranjero de Albert Camus. También se hace eco de otros grandes novelistas del siglo XX como George Orwell, Elías Canetti o Franz Kafka para insistir en la importancia de la mirada. Una mirada enigmática como la del protagonista de La ventana indiscreta de Hichcock, una mirada que va mucho más allá que la que dirigimos como autómatas a esa ventana impersonal que es Windows. Estrechamente asociada a la mirada, cobra protagonismo la voz.  La voz y la mirada están siendo eclipsadas en la comunicación digital. “Una comunicación – afirma el autor – que carece de misterio de enigma y de poesía”.

El pensador surcoreano, a medida que avanza en sus reflexiones, va más allá de lo puramente filosófico e intenta aunar lenguaje, arte y literatura. Cita varias veces a Paul Celan, uno de sus poetas preferidos, e insiste en la importancia de la poesía como vehículo privilegiado del lenguaje y de los sentimientos. Se trata de buscar el lenguaje de lo distinto, la expresión del asombro y de lo enigmático. Para ello hay que recurrir al hechizo del arte y a la magia de la poesía. Estas dos disciplinas nos permiten, según Han, la apertura al otro, a diferencia del ego que se alimenta de la política y de la economía. Sin embargo, esa voz y esa mirada diferente, lejos del narcisismo de los que se recrean en el espejo virtual de las nuevas tecnologías, no sería nada sin el contrapunto del silencio. Un silencio sin el cual todo se convierte en un ruido rutinario y alienante. Gracias a este silencio creativo, no se ha perdido la capacidad de escuchar, algo tan difícil de lograr en una época en la que los mensajes telegráficos del Twitter rozan la impersonalidad y el igualitarismo. El autor ejemplifica la ética de la escucha con una nueva alusión literaria. En este caso elige como obra de referencia la novela Momo, de Michael Ende, para ilustrar la dificultad de escuchar y de prestar atención al otro.

De todos modos, este último ensayo de Byung-Chul Han va más allá de unas breves reflexiones sobre el poder de la globalización y el dominio indiscriminado de una sociedad neoliberal. Hay una serie de ideas y aportaciones implícitas en el libro que cobran cada día más actualidad. La referencia a los populismos y a los nacionalismos, así como al problema de los refugiados, es una llamada de atención a los dirigentes políticos occidentales, especialmente a Trump, polémico presidente de los Estados Unidos. Tampoco elude Han sus críticas a la uniformidad que preside los medios de comunicación y al poder igualatorio de las nuevas tecnologías. A este respecto considera internet como “una caja de resonancia del yo aislado”. Por eso insiste en la importancia de pasar del tiempo del yo al tiempo del otro, del aislamiento narcisista a la comunicación más racional, de lo uniforme a lo auténtico, de lo repetitivo a lo distinto. La expulsión de lo distinto, a pesar de su brevedad, invita al lector a una reflexión activa y a adoptar unas actitudes muy distintas a las que consideramos habituales y cotidianas.- JOSÉ MARÍA ARIÑO COLÁS.

 

Byung-Chul Han, La expulsión de lo distinto, traducción de Alberto Ciria, Barcelona, Herder Editorial, 2017.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Ariño

10 de octubre de 2019

Pocos autores habrá cuya vida y obra estén tan imbricadas e implicadas en la historia del siglo XX español, como las de Ramón José Sender, nacido en una festividad tan aragonesa como la de San Blas, tan sólo a los 34 días de  inaugurarse la centuria; ocho años después, el mismo 3 de febrero, nacería en París su tan querida Simone Weil, anarquista como el escritor aragonés y, aunque laica, santa como el que fuera legendario obispo de Sebaste. Treinta y nueve años antes y en idéntica fecha, había visto la luz otro aragonés tan aguerrido, tan mujeriego y con tan intensa preocupación social como el escritor de Chalamera: el indomable Joaquín Dicenta, al que, como sucedió con Sender, se le impuso Blas entre el resto de sus nombres.

 

Con las antenas alerta para todo lo que significase injusticia o rebeldía y de vocación desusadamente temprana -con 15 años publicaba artículos y cuentos en la prensa zaragozana y madrileña (V. Turia, 120: 343-350)- el joven Ramón manifestará su inconformismo, desde los enfrentamientos con su padre hasta su cercanía al movimiento libertario y los tonos fuertemente sociales que irá adquiriendo progresivamente su periodismo. Periodístico será su primer libro, El problema religioso en México (1928) y varios de los que sacará a la luz en los años treinta. Así, Imán, publicado en los estertores de la monarquía alfonsina (enero 1930), es una novela que enfrenta de golpe tres cuestiones candentes en su tiempo: el antibelicismo desatado desde la Gran Guerra; el, para España, tan enconado problema de Marruecos y la necesidad de que la novela supere la linealidad y retórica decimonónicas aportando nuevas fórmulas apuntadas por las vanguardias. Por no hablar de una cuarta: la importancia de cada individuo concreto, que Sender desarrollará en posteriores narraciones y le acercará a un muy personal existencialismo.

Historia, preocupación social e inquietud por las cuestiones literarias, estéticas y metafísicas van a ser constantes en su transcurso personal, siempre cercado por las circunstancias que impone la primera. La producción periodística y narrativa del autor oscense durante la convulsiva década de los treinta en España da buena cuenta de cuáles son esos contextos y de cómo se implica en ellos.

Por entonces, Sender ya había pasado por la FAI, por la cárcel Modelo y se escoraba hacia el comunismo. Como periodista, tras su etapa aragonesa, había sido redactor de El Sol y La Libertad. Su prestigio como escritor comprometido y de alta calidad era indiscutible, lo que viene a corroborar el Premio Nacional de Literatura otorgado en 1935 a Mr. Witt en el cantón. Como en tantos otros casos, la guerra destroza su carrera y también su vida pero hasta extremos desaforados: el fusilamiento de su esposa y de su hermano Manuel, al que tanto quería como admiraba (“Que ha muerto Dios / lo mismo que mi hermano / contra la tapia de un fosal cercano”, escribe en su Libro armilar), la separación para siempre de sus hijos, la animadversión de los comunistas, que nunca dejaran de calumniarlo y hasta intentarán matarlo, y el brutal alejamiento de todas sus raíces, que, sin embargo, propiciarían una literatura tan ligada a ellas.

Yo tuve víctimas en mi propia familia que dejaron cicatrices imborrables en mi corazón y en mi atormentada alma.

Prefiero no volver a hablar de ellas. Todo el mundo las sabe. Y hay, como he dicho otras veces, el pudor masculino de la tragedia. De la tragedia de uno que ha sido la de España entera.

                                                              (Monte Odina, p. 367)

Se ha hablado suficientemente de la honda imbricación de su obra con Aragón en todos los órdenes y el narrador es el primero que no se cansa de proclamarlo. Su poesía, novela y periodismo darán buena cuenta de ello. Y todavía más, sus poco conocidos pero extraordinarios ensayos literarios, sobre todo, porque la literatura aragonesa de su tiempo, fuera de su figura y la de Jarnés, es casi irrelevante en un contexto nacional tan rico en escritores de altura.

 Desde Mr. Witt en el cantón, última de las novelas publicadas por el autor antes del exilio, -las narraciones de la guerra (Crónica de un pueblo en armas, Primera de acero y Contraataque) no pueden considerarse novelas estrictas- hasta El bandido adolescente (1965), primera de las publicadas en la España de Franco, transcurrirán tres décadas. Suficiente plazo para que, salvo unos cuantos viejos que lo recuerdan y unos pocos profesores que lo han leído, el escritor sea un desconocido. No obstante, el público lector le otorgará rápidamente sus plácemes y la editorial Destino, en cuya revista homónima publicó también el primer artículo de su autoría (23-XI-1968) aparecido en España desde la Guerra Civil, lo tendrá entre sus autores más rentables durante varios lustros. Incluso una de sus novelas menos atractivas, La mirada inmóvil, será la más vendida, según datos del Instituto Nacional del Libro, en el mes de septiembre de 1979, cuando ya empezaba a aminorar la fiebre por la novedad y el morbo por el escritor de novelas prohibidas.

Obviaremos las peripecias posteriores de su obra para enunciar un hecho demostrable. Hoy se lee mucho menos a Sender, pese a la excelsitud y variedad de su producción literaria; pese al auge de la novela histórica, en la que fue maestro y ante cuya producción palidecen la casi totalidad de las obras de este género que hoy nos sepultan bajo su inanidad; pese a que es el novelista español del siglo XX más traducido en el mundo; pese a que la bibliografía, tanto en forma de libros como de estudios y artículos, ya es casi inabarcable y, caso único frente a sus escasos competidores (Baroja y Cela), entre sus factores, predominan los hispanistas extranjeros.

¿Qué vieron sus muchos lectores y han visto sus críticos en el escritor aragonés para distinguirle con sus preferencias? Dicho en palabras sencillas, sería variedad, amenidad, intensidad, potencia imaginativa, diversidad de registros, estilo vigoroso y desafectado, profundidad y originalidad de pensamiento, información cultural variopinta, una cuasi perfecta integración de lo particular con lo colectivo, de lo local con lo universal…

¿Qué vieron sus opositores y contrarios? Volubilidad ideológica, producción muy desigual, metafísica sin rigor, falta de sistema…

Tampoco es riguroso descalificar a los detractores por su origen ideológico pero, si es verdad -como creo y cree la sabiduría hermética y hasta la sabiduría sin adjetivos- que los extremos se tocan, en el caso de Sender, los adversarios están en ambos extremos totalitarios: perseguido a la vez por Franco y por Stalin, si queremos resumir en dos nombres dos justificaciones ideológicas para una misma actitud ultrarrepresiva. Si nos acercamos a lo particular, Emilio Romero y Enrique Líster, entre otros tantos, podrían ser dos buenos ejemplos de hienas con la consigna de calumniar al disidente.

Realmente las ideas de Sender no cambiaron mucho desde sus inicios hasta sus últimos años. Bien lo analiza Patrick Collard en Ramón J. Sender en los años 1930-1936 (Sus ideas sobre la relación entre literatura y sociedad), donde demuestra fehacientemente que las preocupaciones y actitudes de la última fase del escritor tienen raíces, incluso, en su producción periodística anterior a su consagración literaria. Si tuviéramos que recurrir a una línea maestra por la que discurre su pensamiento, deberíamos hablar de fe total en los instintos, lo que se corresponde con un vitalismo que se configura en su torrencialidad narrativa. Actitud íntimamente vinculada con el pensamiento libertario, base de su percepción social del mundo. Matizando, sin embargo, que el escritor es sobre todo radical cuando arrostra el problema del individuo frente a la sociedad. Su toma de partido es clara a favor del primero y ello se refleja también en su postura como artista: la obra funciona como un mecanismo soteriológico, deviene en un recurso de justificación y redención personales.

Hablábamos de vitalismo y torrencialidad narrativa. “Escribir es acción” –como lo es el pensar- manifestó Sender en varias ocasiones y son consabidas las raíces vanguardistas de esta postura apasionada y el prototípico horror vacui, que conmina y estimula al artista a forzar todos sus resortes creativos.

Una manera, y tal vez la mejor, de vencer es la creación. Cualquier forma de creación. La naturaleza nos ofrece la forma más placentera con el amor físico. Pero éste nos da nada más una apariencia de victoria. Cuando esta va acompañada en la vida por la creación de la mente (obtener formas originales y propias) la sensación de nuestra presencia en la realidad es más completa… La imaginación es el arma decisiva contra la invasión del vacío.

                                                                 Álbum de radiografías secretas, p. 91.

 

Desde sus primeras novelas, la intensidad de la acción se complementa con paréntesis o intermisiones que muestran los arcanos y enigmas que rigen el difuso trayecto del animal humano. Incluso obras tempranas, como La noche de las cien cabezas (1934) o Proverbio de la muerte (1939), son novelas en las que la reflexión metafísica se sobrepone a lo estrictamente narrativo. Hay un progresivo desplazamiento de la historia y la idea en el pensamiento senderiano en favor de la antropología y el mito. Sender nunca vaciló en dar el paso más o menos aventurado de penetrar en esferas difícilmente reductibles al acoso de la razón pragmática:

Cuando la literatura agota las formas naturalistas y realistas y nos somete con ellas a la tortura de la monotonía; los lectores recordamos con nostalgia los tiempos de los cuentos de hadas, de las novelas de caballerías y de las narraciones donde se producían metamorfosis arbitrarias. La razón se cansa de sí misma a veces.

                                                          Álbum de radiografías secretas, p. 91.

El novelista fluctuó siempre entre la necesidad de exponer los acuciantes problemas de una época conflictiva y la imposibilidad de explicarlos y vincularse a ellos sin penetrar en las complejas cavidades del enigma:

En la narración novelesca es obligado conducirse racionalmente… Pero lo irracional se impone cada día

                                                    Álbum de radiografías secretas, pp. 80-81.

De ahí, quizá, el conocido manifiesto senderiano: “El novelista debe hacer verosímil la realidad”, que matizará de nuevo en el magnífico libro de ensayos donde escarbamos estas citas:

Los lectores no se conforman con la exactitud y la veracidad en la psicología. Quieren algo más, quieren dimensiones líricas, sorpresas de una originalidad genuina, quieren lo inesperado, inolvidable y convincente. Convincente no sólo para nuestra mente, sino para todo nuestro complejo mundo interior.

                                                                 Álbum de radiografías secretas, p. 14.

“Toda filosofía comienza con el estremecimiento, lo mismo que la religión y la poesía”, escribió RJS en Memorias bisiestas. Frente a esta atracción por lo inefable o necesidad del misterio, el débito al lector de hacerse comprensible, de poner la prosa al servicio de la claridad: “Se debe escribir sin ninguna aceptación de esos sobreentendidos en los que la mente cultiva su pereza” nos dice en el Álbum (p. 166). Y el estilo será siempre “desafectado”, como subraya Carrasquer, su principal estudioso, llano, directo y natural; nunca facilón, edificante o artificioso. La voluntad de claridad no puede ser más notoria. Lo que no hay que confundir con facilidad o vulgarización. Como sucedió en otras artes, la literatura coetánea a la de Sender, tendía a ser una literatura para escritores –hoy hemos vuelto a la facilidad y el pastiche- y el narrador oscense convenía en que no hay arte si no hay originalidad y esfuerzo:

Con todos sus inconvenientes me parece más plausible que escribir adulando al nivel más bajo de las masas. La demagogia en arte es más funesta que en política. El escritor tiene la obligación de dar lo mejor de sí mismo sin pensar si es o no accesible.

                                                                 Álbum de radiografías secretas, p. 14.

Es cierto que Sender fue totalmente contrario a la subcultura y, pese a su afecto por los movimientos renovadores, tampoco creyó demasiado en la contracultura, como muestra el tan jugoso artículo “Los golfos de Buda y otros inocentes excesos”, recogido en Ensayos del otro mundo (1970). En su multidireccionalidad temática verificamos el tan variado sustrato cultural que el escritor acarrea, nunca acomodado a escuelas o esquemas. El citado Francisco Carrasquer dejó escrito que su obra “funciona como la mejor síntesis conocida hecha arte literario de nuestra cultura” y, para verificarlo, sólo hay que repasar las referencias a autores y obras que aparecen en sus varios miles de artículos -lamentablemente, aún no antologados ni estudiados- y en sus volúmenes ensayísticos. Sabemos, por otra parte, que su biblioteca, ya en los años treinta, estaba superpoblada y, si nos ceñimos tan solo al arte literario, no me cansaré de ponderar un ensayo como Examen de ingenios, Los noventayochos (1961) y muchas páginas de otros, como Valle-Inclán y la dificultad de la tragedia (1965), Nocturno de los 14 (1969), Tres ejemplos de amor y una teoría (1969), Ensayos del otro mundo, Libro armilar de poesía y Memorias bisiestas (1974), Solanar y lucernario aragonés (1978), Monte Odina (1980), Segundo solanar y lucernario (1981) y el citado y póstumo, Álbum de radiografías secretas (1982).

En toda la escritura de Sender se manifiesta insistente y explícito desprecio por la apariencia. Una necesidad de escapar a la definición. No le preocupa parecer sino ser, aunque en el ser anide, siempre acechante, la duda.

En este milagro constante del existir (…) uno de los mayores motivos de asombro nos lo ofrece la insatisfacción del artista verdadero con su propia obra. Desconfiad de los que están satisfechos de sí. (…) nadie hay tan feliz ni tan satisfecho de sí mismo como un mal poeta. El buen poeta se agita en su universo de dudas. Como el buen religioso (…) Sólo el tonto no duda nunca. De ahí la tontería implícita en regímenes como el fascista o el comunista. O en doctrinas como el existencialismo. Porque la desesperación sistemática es desorientadora y culpable.

                                                       Álbum de radiografías secretas, p. 171-172.

Para el interesado por las cuestiones sociales, el narrador oscense es, por descontado uno de los pocos intelectuales de su siglo más cercanos al pueblo, cuya inspiración tomó siempre como primordial y manifiesto de la verdad natural: “La gente tiene miedo a los poderosos y desprecia a los que no son nada. Es un error. El poderoso es pusilánime y el que no tiene nada que perder es peligroso. Ojo, pues, con los miserables porque, además, y esto es lo más grave, tienen siempre razón”, escribe en Memorias bisiestas. Libro éste de carácter aforístico, lo que lo acerca a su confesado maestro Gracián, colocado como pegote al final de sus Poesías (casi completas), y tan poco leído como valioso e ilustrativo.

Ya se ha sugerido que existen otras grandes articulaciones en el gran mosaico que es Sender, enorme narrador que surge de un magnífico periodista. Dejando aparte la poesía de la que en otros lugares me ocupé suficientemente, me refiero, ante todo, al ensayo. Se habló muy brevemente de su enorme valía como analista literario y se citaron varios de los ensayos en los que combina esta faceta con otras muy diversas, pero también son poco conocidas obras como Ensayos sobre el infringimiento cristiano (1967) –el libro que más veces leyó Mauricio Aznar, el legendario cantante de Mas Birras-  en el que el autor aragonés resumió su interpretación del hecho religioso y simbólico, cercano a la filosofía hermética, el misticismo y la teosofía, teniendo en cuenta las aportaciones de los mitólogos contemporáneos. Heterodoxia religiosa que, desde su fascinación por Miguel de Molinos hasta sus últimas novelas, pasando, evidentemente, por la poesía, es una constante senderiana. Por su parte, El futuro comenzó ayer. Lecturas mosaicas (1975) es un sorprendente y desatendido libro sobre el judaísmo, que fascinaba a otro aragonés ilustre, Felix Romeo. También, Ver o no ver. Reflexiones sobre la pintura española (1980) que nos habla con agudeza de otra de sus pasiones, la pintura, actividad que el escritor practicó aunque sin destacar en ella.

Con la venia del lector, introduciré el final de este comentario con una cita de Fernando Savater y otra propia porque, creo, resumen convincentemente la esencia del tan bien dotado escritor:

Hay un tipo de honradez característico, un detestar la palabrería oratoria, un amor por la abundancia y prodigalidad de temas, una fluidez vigorosa de acciones y pasiones que caracterizan al novelista de pura sangre… Tras Valle-Inclán y Baroja, Sender ha sido el novelista español de más clase, el de raza más indiscutible y enérgica (…) De Sender, pensando sobre todo en sus últimos años dirán escritor desigual, demasiado prolífico; y será momento de recordar la defensa que ante acusaciones similares hizo de Alejandro Dumas su biógrafo Maurois: Le reprocháis vicios de generosidad, pero ¿acaso le hubierais preferido monótono o avaro? 

 

La complejidad y riqueza de la personalidad del escritor no permiten más que apuntar aspectos de una obra y vida inabarcables y todavía con muchos espacios vírgenes en su trayectoria e interpretación. Pero, si se puede decir algo con seguridad es que, con sus errores, vacilaciones y desvíos, Sender no se doblegó ante doctrinas y mantuvo siempre incólume esa independencia, que llevó a la literatura.

 

Conviene leer hoy a Sender porque es uno de los dos o tres novelistas más extensos e intensos de la pasada centuria; porque amenidad, información, defensa de la libertad, de la justicia y del individuo se juntan en sus ensayos y ficciones; por su cultura proteica que abarca las culturas europeas, las iberoamericanas y las angloamericanas. Y porque es, sin competencia, el más destacado escritor aragonés desde los tiempos de Gracián. La Zaragoza del jesuita y la senderiana Huesca, articuladas por el Teruel de Braulio Foz, se ensamblan literariamente a través de estos tres genios del arte del bien decir.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Barreiro

23 de septiembre de 2019

Lo recuerdo sentado cerca de otra ventana

leyendo el ABC, hace cincuenta años,

como lo lee ahora mientras que la mañana

se nos va silenciosos, tan iguales y extraños.

 

Mira de vez en cuando la iglesia clausurada

en la que entran y salen sus parientes difuntos,

con los que espera pronto hablar como si nada

fuese la muerte más que volver a estar juntos.

 

Distraen su dolor, que ya no tendrá hechura,

el silencio diario, eco del infinito,

y el murmullo del coro cansado de esperar.

 

Pronto serán leyenda su mansedumbre pura,

su tímida manera de ser el Señorito,

su paz ante el espejo, que no podré heredar.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Juárez

17 de septiembre de 2019

EVOCACIONES DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Septiembre de 1939. “Empieza el día en el que en el límpido cielo de un verano que languidece (y es que el cielo del treinta y nueve era maravillosamente azul) veo aparecer en lo alto doce puntos de plateados destellos. La bóveda celeste, altiva, radiante, empieza a llenarse de un rumor monótono y sordo que yo nunca había oído. Tengo siete años, me encuentro en un prado y no quito los ojos a los puntos. De repente…suena un estruendo terrible, estallan las bombas –sólo más tarde sabré que se trata de bombas- y veo cómo saltan por los aires gigantescos surtidores de tierra…”  Es el testimonio que veinte años después de ese momento evoca Ryszard Kapuscinsky en Ejercicios de la memoria.[i]  El periodista, galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades (2003), perderá en aquel lance su inocencia y dará comienzo a su hégira personal y familiar huyendo de las balas, el hambre y la muerte.  En este relato autobiográfico evoca su infancia, el dolor de los primeros días de la segunda guerra mundial cuando Hitler invade Polonia y dos semanas más tarde lo hace el Ejército soviético por el Este atravesando Pinsk, Bielorrusia. Súbitamente el pequeño Ryszard conocerá el frío y el hambre y sentirá los escalofríos del miedo.

     Testimonio de la picaresca del hambre, sufrida en Varsovia, es el que relata Roman Polanski en sus Memorias[ii]  que reseñamos en el número 124 de la Revista Cultural Turia. “Con la intensificación de los ataques aéreos empezó a faltarnos comida… Una vez regresó mi madre de sus cotidianas expediciones rebuscando comida con un saco de azúcar mezclada con arena porque la había recogido del suelo de la calle. Tras diluir el azúcar en una lata de galletas, sacó toda la arena que pudo y elaboró después unos deliciosos pastelillos que vendimos a cambio de dinero…” Seis años, uno menos que Kapuscinsky, tenía Polanski cuando una decisión de su padre le lleva de París - en donde había nacido- a Polonia, primero Cracovia y luego a la capital, porque equivocadamente creyó que allí la familia estaría más segura. Al cineasta le tocó sufrir las penurias del gueto donde perdió en Auschwitz a su madre embarazada.

 

Después del ensayo general

    La guerra civil española había terminado cinco meses antes. Muchos historiadores consideran que nuestra contienda fue un ensayo de la Segunda guerra Mundial. Terminado el ensayo, se reanuda la tragedia. En este ochenta aniversario de la invasión de Polonia por las tropas alemanas recordamos la obra de varios creadores que se sitúan en esa histórica jornada. Además de reseñar el artículo de Kapuscinsky y las Memorias de Polanski, indagamos en la más reconocida comedia de Ernest Lubitsch.[iii] To be or not to be es una farsa política y amorosa sobre el sentido del deber. Es una producción de Hollywood de 1942 que Lubitsch rodó dos años después de la invasión de Polonia.

    El cineasta llevaba veinte años residiendo en Estados Unidos. Tras sus éxitos iniciales en el cine mudo alemán de la primera década del siglo XX emigró a Hollywood atraído por la industria del cine que tenía allí su meca. La película comienza en un ensayo de la obra teatral “Gestapo” que se debería representar en Varsovia en 1939. Para comprobar la verosimilitud del personaje (el actor Tom Dugan) que debe interpretar al dictador el ensayo se traslada a las calles de la capital polaca. Atónitos, los transeúntes asisten a la parodia del sosias de Hitler. Una niña descubre el ardid, el rey está desnudo. La realidad es mucho más cruel y no se puede disfrazar. Pocas horas después, con los cielos despejados, los tanques y aviones de la Wehrmacht  y Luftwaffe consuman la invasión del país. En esta tragicomedia,  Jack Benny, que tendría aquí el papel más memorable de su carrera artística, interpreta al actor Joseph Tura quien sobre el escenario  intenta hacer bien el monólogo de Sakespeare mientras María, su mujer, antes de salir a escena, recibe en el camerino  la visita de un piloto, el apuesto teninete Stanislav Sobinski (Robert Stack). Ella es  Carole Lombart que no llegó a ver el estreno de la película porque murió poco después de rodar To be or not to be en un accidente de avión. Aparte de la trama de enredos amorosos, la esencia de la película es la lucha de los miembros de la compañía por apoyar a la Resistencia y huir de una Polonia devastada.

    Con guión de Edwin Justus Mayer basado en un texto original de Lubitsch y Melchior Lengyel, To be or not to be es un canto a la dignidad, al teatro como espacio de salvación y una invitación a resistirse contra la opresión.  La película fue inicialmente un fracaso comercial al considerar, parte de la crítica y el público, irreverente hacer comedia del drama bélico que estaba viviendo el mundo.

     Alguna vez nos hemos podido preguntar el porqué de ese título con una evocación tan obvia a la obra de Sakespeare. Al ver la película queda claro su sentido porque los actores representan Hamlet [iv]en el teatro de Varsovia donde se centra la acción. Pero hay antecedentes que justifican y penetran como subtexto al relato.

      Cuentan N.T. Binh y Christian Viviani, en su biógrafía[v] del director, que “en 1932 viajó Lubitsch por última vez a Berlín y por última vez fue aclamado en su ciudad natal después de llevar unos cuantos años trabajando por voluntad propia en Hollywood. Al año siguiente subiría Hitler al poder y este judío autoexiliado ya no podría volver hasta después de la segunda guerra mundial, lo cual no llegó a hacer antes de su prematura muerte en 1947”. Todo parece indicar que en ese viaje triunfal Lubitsch asistió a la representación de una parodia musical basada en Hamlet. La obra, fue improvisada en su honor. El título de esta película parece saldar cuentas con la “brutalidad política del nazismo que se había adueñado de su país y pretendía adueñarse de gran parte de Europa, representada en la invasión de Polonia en septiembre de 1939”.

 

El teatro como salvación

     Como en el principio de Lo que piensan las mujeres, otra comedia que Lubitsch rodó en Hollywood un año antes, los lavabos de las damas son el espacio acotado y libre para burlar la tiranía. En el final de To be or not to be, los actores se meten en el baño de mujeres para salir poco después  vestidos con uniformes de soldados de las SS. Cuando un falso Hitler vuelve al vestíbulo, de los aseos sale el actor que por fin cumplirá el sueño de interpretar a Sakespeare. El teatro como salvación de la barbarie, la farsa para desenmascarar las mentiras del nazismo.

    Más allá de los hechos que narra, To be or not to be reclama  al actor que represente bien su papel… debe distinguir y saber dónde empieza la vida y dónde termina el espectáculo. El soldado debe hacer bien la guerra, a los polacos, o cualquier pueblo oprimido, debe luchar contra el invasor nazi. Aparece la duda, como en el título de la frase inicial de Hamlet.

    Aunque  To be or not to be fuera rechazada por frívola en el momento de su estreno, lo cierto es que “cuando el mundo vivía sus días más oscuros, Lubitsch entregó una de las mejores comedias que ha dado Hollywood. Y no una comedia escapista, sino Ser o no ser, en la que se atrevió a reírse de Hitler en pleno horror bélico. Si el mayor talento del maestro berlinés era su capacidad de hacer que nos riéramos de los hechos y las ansiedades más graves, de utilizar el humor para ayudarnos a conocernos mejor a nosotros mismos, entonces esta película puede ser considerada su trabajo más consumado”. [vi]

   En To be or not to be Lubitsch ha intentado que la memoria histórica quede impresa en su verdad, evitando las falsas representaciones que incluyen privilegiados fragmentos de los acontecimientos reales del nacimiento del nazismo. Los menores gestos y detalles han sido caricaturizados para mostrar el horror a través del humor, horror que un tiempo más tarde se haría realidad cruel ante los acontecimientos a los que se enfrentaba Europa.

    Albert Einstein en 1933 le pregunta a Sigmund Freud en una carta “¿Por qué la guerra?”[vii]  En ella cuestiona si el ser humano podrá resolver este conflicto en un futuro. Sigmund Freud, abandonaba Austria camino del exilio en 1938.  Fatigado y enfermo, probablemente decepcionado por sus profundas investigaciones basadas en lo más oscuro del alma humana, cruzó una noche el Canal de la Mancha para morir en Londres. Morir en libertad, como él mismo había comentado. “Las guerras, había observado el padre del psicoanálisis, agrupan a militantes de la sumisión, personajes enajenados y subyugados ante el poder. Muchedumbres de corazones huecos y mentes vacías frente al cumplimiento obsesivo de los códigos propuestos por la subjetividad del otro: en algunos casos burócratas de la muerte”.  Los personajes de To be or not to be representan las antípodas de ese pueblo sumiso.

    Lubitsch articula varios tipos de texto, el que tiene carácter de documento histórico y el que recrea a partir del Hamlet de Sakespeare. Ambos intentan dar unidad al film. Que la obra de Sakespeare discurra en paralelo con los otros relatos nos puede ilustrar sobre un deseo del director de analizar la traición humana, la anestesia de Dinamarca para desenmascarar la mentira, como ocurrió en Alemania.  Hamlet sabe de la traición pero no quiere saber, no puede ejecutar el deseo de justicia que clama su padre desde las sombras, después de su asesinato a manos de su hermano. La voz del padre como una agente del Superyo clama venganza. Hamlet debe ser o no ser ese brazo justiciero y fiel. Esta obra de Sakespeare, como la película de Lubitsch, denuncia la ambición de poder como deseo reprimido de todo ser humano, y, como en el drama de Edipo, el empeño en usurpar el lugar del otro. Estos hechos dramáticos se realizarán traicionando el peso de la palabra, el cumplimiento de los juramentos y la muerte de los ideales.  El cine cumple una misión privilegiada para el espectador, en este caso reflexionar e investigar sobre el destino de Eros y de Thanatos, sobre la corrupción mental, la sumisión a los líderes, la complicidad silenciosa,  la ambición y la crueldad humana.

 



[i]              [i] -Ejercicios de la memoria está incluido en La jungla polaca una recopilación de artículos y reportajes, un libro de relatos que reúne algunas de las experiencias en distintas guerras de África del periodista polaco nacido en Bielorrusia en 1932. Ryszard Kapuscinsky (1962) Editorial Anagrama 2008

[ii]

                [ii] -Memorias. Roman Polanski Editorial Malpaso 2017

[iii]

                [iii] Ernst Lubitsch : nacido en Berlín, el 28 de enero de 1892, fallecido el 30 de noviembre de 1947 en Los Ángeles, California. Fue ciudadano estadounidense desde 1933. Su versatilidad como cineasta fue notable; dominando la comedia, el drama, la tragedia, la farsa y el espectáculo. Hombre De puro en boca, acento alemán y risa expansiva… Con la llegada del cine sonoro  se convirtió en pionero y luego en el rey de la “comedia americana”. Se denomina Toque Lubitsch a la habilidad que tenía el cineasta alemán de sugerir más de lo que mostraba. A base de diálogos chispeantes, argumentos interesantes, personajes ingeniosos y sofisticados apela el cineasta a la inteligencia del espectador, quien llega a imaginar a partir de la sugerencia que plantea el cineasta.

[iv]            [iv] Hamlet la obra dramática de “William Sakespeare” transcurre en Dinamarca, y trata de los acontecimientos posteriores al asesinato del rey Hamlet (padre del príncipe Hamlet), a manos de su hermano Claudio. El fantasma del rey pide a su hijo que se vengue de su asesino. Al margen de las múltiples interpretaciones sobre el sentido de la obra, explícitamente Hamlet gira alrededor de la locura (tanto real como fingida), y de la transformación del profundo dolor en desmesurada ira. Además de explorar temas como la traición, la venganza, el incesto y la corrupción moral.(Wikipedia)

[v]                    [v] Lubitsch N.T. Binh &Christian Viviani. (editorial T&B 2005)  

[vi]           [vi] Ernest Lubitsch: el arte de la sugerencia. Juan Tejero PDF

[vii]                 [vii] ¿Porqué la guerra? Freud. Obras completas. Volumen veintidós. Buenos Aires. Amorrortu 1976.

Escrito en Sólo Digital Turia por Eduardo Larrocha y Magdalena Calvo

17 de septiembre de 2019

En el prefacio que Shelley escribe en nombre de su mujer Mary Wollstonecraft para Frankenstein, señala los modelos de la poesía épica y dramática antigua y moderna, desde la Ilíada de Homero al Paraíso perdido de Milton, pasando por La tempestad y El sueño de una noche de verano de Shakespeare, que considera no solo los moldes primigenios de “la verdad de los principios de la naturaleza humana”, sino también los insoslayables patrones que deben guiar al “humilde novelista” en sus “creaciones en prosa”.

Amén del concepto ancilar y esencialmente lúdico que para los románticos como Shelley tienen el relato y la novela, frente a la grandeza trágica y filosófica de la Poesía, en esas afirmaciones, tanto la poesía épica, como la dramática, se consideran fenómenos y entidades narrativas previas y superiores, es verdad, pero, al final, análogas al relato en prosa que es la novela.

Por eso, no se extrañe, el lector, de que en este –tal vez insensato– experimento, titulado “La Importancia del Final”, se dote de nuevos finales tanto a grandes relatos épicos de la antigüedad clásica, como a algunas conocidas tragedias y comedias, junto a un buen ramillete de novelas modernas, pues todas ellas son historias que han pasado al acervo del lector curioso y obstinado; y algunas de ellas –bastantes– han terminado por convertirse incluso en lugares comunes de la cultura popular, para los que leen y para los que no leen, ni piensan leer ya nunca.

Estos seis nuevos finales inesperados que ofrecemos en esta tercera y última entrega de esta serie que tan amablemente ha acogido la edición digital de la revista TURIA, a lo largo de estos meses –anticipo de lo que será, en su día, ya en libro, una suma de cincuenta–, abundan, como lo hacen los seis finales propuestos en las dos anteriores entregas, en una intención muy clara, bucear en esa percepción genial del formalista ruso Iuri Lotman, para el que, en el final de las historias, precisamente, va contenida la visión del mundo que transmiten. Es nuestro deseo que hayan disfrutado del experimento, ideado para lectores como ustedes.

***

7

No haría falta justificar el porqué de la elección, para comenzar esta última entrega de finales inesperados, de dos de las tragedias más famosas de uno de los más grandes dramaturgos de la Grecia clásica y del teatro occidental, Sófocles. Incluso quienes no las han leído o visto representadas sobre un escenario saben de las peripecias de sus héroes, incluidos sus aciagos finales. Yo las he elegido por el impacto que me causaron en mi juventud, al traducir algunas de sus partes más significativas como joven estudiante de letras, y, más tarde, como descifrador maduro de sus fatales destinos.

 

Antígona de Sófocles

(… no volvería a hacerlo…)

 

Y casi sin volverse, como hablando para sí misma, dijo:

− Creonte, créeme, no volvería a hacerlo, si pudiese volver hacia atrás el tiempo, Polinices, mi querido hermano, permanecería a la intemperie, como atractivo señuelo para las fieras y las aves de la carroña; aunque mi corazón se hubiese partido en dos y hubiese caído muerta de dolor... Mi cuerpo exánime hubiese cubierto el suyo, como hacen los hoplitas cuando saben que van a morir en la batalla y sus cuerpos quedarán insepultos… Y qué bella metáfora hubiese sido de la ciudad, ¿no? Muertos que son la sepultura de sus muertos…

Calla y mira a Creonte, por primera vez, ahora sí, de frente, con distanciada objetividad. El cansancio y el dolor extremo han eliminado de su gesto cualquier resto de aquella tozuda pasión que la ha guiado hasta ese preciso instante…

− Después de tanto sufrimiento −dice, por fin−, el mundo, la ciudad, no ha cambiado ni un ápice; nada ha cambiado ni un ápice… Quizás tú, Creonte, con tu inmisericorde rigor y apelación a las leyes, tenías razón; pero yo prefiero la Democracia a la Ciudadanía, la libre determinación al consenso; pero eso no nos ha traído hasta aquí, ¿verdad?

Y, de nuevo, como si hablase para ella, añade: O sí ¿O ha sido eso exactamente lo que nos ha traído hasta aquí…?

 

8

 

Edipo Rey de Sófocles

(… eres mi madre, pero qué importa si somos tan felices…)

 

− Sí, lo sé, eres mi madre, pero qué importa si somos tan felices; no destruyas con ese gesto, con tu suicidio, toda esa felicidad… Por primera vez, querida Yocasta; por primera vez en mi vida, soy completamente feliz y a nadie se le debería arrebatar la felicidad conquistada tan sólo por un fatal encuentro en un cruce de caminos… Somos, esposa mía, piezas sujetas al gran juego de los dioses y a ellos no les importa nuestra felicidad, sólo nuestro sometimiento…

[… pausa dramática y expectante. Yocasta lo mira, unos dicen que con pena, otros que con un gesto de horror, y otros, que con infinito amor; pero permanece en silencio…]

… ¿Qué deberíamos hacer ahora, eso que nos grita la muchedumbre del coro…? Pero tú sabes que ninguno de entre ellos ha conquistado nunca la felicidad, si así fuera, no estarían pidiendo tu muerte ni mi ceguera, tu holocausto y mi propia mutilación…  Tú sabes que quien no conoce ni ha conocido el gozo del auténtico amor en los brazos de la mujer o del hombre soñados tiende a la injusticia y es cruel, pues quien ha conocido la plenitud de ese gozo jamás se atrevería a solicitar la aniquilación de un hombre feliz…  Oh, dioses, hasta Tiresias estaría de acuerdo con ello; ni mi propio sentido del deber, ni todas vuestras leyes, ni tampoco las humanas, pueden obligarme a la renuncia, ni siquiera mi propia conciencia puede hacerlo, ¿por qué deberíamos hacerlo, para satisfacer qué balanza, si no hemos dañado a nadie a sabiendas?

[… duda, titubea…]

 … tampoco mi destino prefijado de héroe, digan lo que digan también Tiresias o el coro… ¡Soy tan feliz!... No, jamás me arrancaré los ojos, jamás lo haré y tú, querida esposa madre, jamás te quitarás la vida; los seres felices no lo hacen y nosotros lo somos, ¿verdad?

 

 

9

Se puede decir que el Libro del Arcipreste ha sido una de las lecturas decisivas de mi vida; desde luego, uno de los textos que más han influido en mi concepto de la literatura, en general, y de la novela, en particular. Desde que mi maestro Julio Rodríguez Puértolas nos lo descubrió en la Universidad y nos enseñó a leerlo como el producto conflictivo, intenso y paradójico que es, fruto de uno de los primeros sujetos en los que se anticipa la modernidad como el tiempo y el espacio de la incertidumbre y de la angustia existencial –no solo en Castilla, sino, quizás, en toda Europa–, su asidua lectura y comentario ha enriquecido y abierto mi mente a la comprensión de la auténtica naturaleza de la novela moderna, en general, y de la novela experimental del siglo XX, en particular.

 

Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita

(… este es el estupor de la decadencia…)

 

[fragmento en prosa encontrado en el códice BNM/30-GRZ-01909; junto a otros escritos, jurídicos y notariales, también en prosa[1]]

 

… en mala hora le di a don Hurón mi carta para las dueñas, en ella iba toda mi sabiduría y mi dolor; cómo pude hacerlo, cómo no preví esta final humillación del deseo… Cómo no preví que acaso sea verdad que el amor solo anida en los corazones gentiles, que el buen amor no admite terceros, ni su público pregón por las plazas y las calles… En qué he pardo, a qué punto he llegado… Con Garoça hubo un momento en que tocamos el cielo de los amantes y pareció que la búsqueda alcanzaba por fin su sentido… Qué mujer, qué plenitud la de sus brazos… Oh, la bella Garoça, cuánta promesa y gozo en su seno… Cómo he podido caer en este estado lamentable… Fue su muerte, la memoria insoportable de su pérdida… Cómo he podido recaer una vez más en el error; tan honda es la merma causada por la soledad… Cómo he podido creer siquiera un instante que don Hurón era la solución, el cordel que me sacaría de este pozo oscuro… Oh, Dios, señor del buen amor, qué humillación y vergüenza ver convertidas en lodo viscoso y nauseabundo las palabras en las que se acrisolaba la suma de mi existencia y de mi búsqueda… Escuchar las risotadas y el escarnio de la turba y la untuosa y lasciva cantinela de don Hurón asesinándolas con su propia risa y caricatura… Cómo no he previsto mi propio ridículo, la decadencia…

… ¡Garoça, exclama el Arcipreste, vuelve de tu fosa de tierra pura en intacta; atraviesa el río del olvido y sálvame de esta confusión bufa y grotesca!… ¿Por qué he tardado tanto en comprender? Son tan pocos los que logran rozar la gloria del amor verdadero… ¡Pero es tanta y tan terrible y dolorosa, luego, la nostalgia de los amantes recompensados con su roce!…

 

 

10

Tratar de justificar la elección del relato por excelencia de la modernidad resultaría inútil y pretencioso; solo cabe decir que ha sido otra de las lecturas esenciales de mi vida, como lector y como escritor.

 

Don Quijote de Miguel de Cervantes

(Dos finales; uno apócrifo, por supuesto)

 

[Final 1] “El auténtico final de Cide Hamete”.

− Psss… psss… ¿se han ido ya todos…?

− Sí, señor; ya están todos durmiendo… y creen que vuesa merced ha muerto; qué lástima me dan…

− Pues espabila, Sancho, y prepara todo el bagaje…

− Ya lo tengo todo listo, señor…

− En Flandes, querido Sancho, me han dicho que se vive bien, que los prados son verdes y el agua abundante, allí podremos vivir libres y a nuestro antojo; y si necesitamos dinero dicen que se puede trabajar y ganarlo honradamente…

− Sí, señor, vámonos como lo hicieron Rincón y Cortado o nuestro amigo el licenciado Vidriera…

… … …

 

[Final 2] “El bachiller Sansón Carrasco toma las armas”.

Sancho llora la muerte de don Quijote; al cabo se levanta y se dirige a por las armas de su señor, las toma con mimo, con lágrimas en los ojos, las envuelve en una vieja manta y las sube a su pollino, y en silencio, cabizbajo, se dirige a la casa de Sansón Carrasco y, cuando este abre, con las armas en la manta, desde el umbral, le dice:

− Se lo debe, señor de la Blanca Luna, se lo debemos los dos…

Y Sansón Carrasco, a partir de ese instante, Caballero de la Blanca Luna, asiente en completo silencio…

 

11

A los lectores que no hayan leído el texto de Defoe y a los que crean que lo han leído o que lo leyesen de jóvenes, les recomendaría que volviesen a leerlo con la madurez que dan las lecturas sucesivas y los años. Se encontrarán con algo completamente diferente a lo que recordaban o a lo que esperan encontrar. Una de las cargas de profundidad más potentes lanzada jamás al océano de nuestra modernidad capitalista.

 

Robinson Crusoe de Daniel Defoe

 

Viernes, decepcionado y confundido por la muy cristiana hipocresía  y corrupción de los hombres civilizados, decidió regresar a su isla, reconciliarse con su anterior estado salvaje y probar, junto con los suyos, de nuevo, la sangre y la carne de sus enemigos; y, al hacerlo, la primera vez, después de tanto tiempo, descubrió en su más profundo interior de ser salvaje que aquel gesto era infinitamente más justo y verdadero, menos cruel y malvado, mucho más humano, en suma, que la mayoría de los que había visto entre los seres civilizados, pues aquella carne y aquella sangre del enemigo se había obtenido mediante una lucha entre iguales, en donde unos y otros gozaron de las mismas oportunidades, tanto que bien podría haber sido él el bocado de los otros… No había habido en ese combate ninguna de las añagazas, de las mentiras y de las trampas que se escondían en las falsas palabras de su antiguo amo y de su gente, sobre las que basaban sus vidas hipócritas y mentirosas. 

 

 

 

12

Finalmente, he seleccionado la extraordinaria obra de Mann, más citada que leída, como ocurre con casi todas las obras clásicas; una experiencia lectora intensa, densa, completa y envolvente, con ánimo e intención totalizadora que exige, por eso, lectores que consideren la novela como algo más que un artefacto de entretenimiento. Un auténtico monumento a la escritura concebida como desentrañamiento de las almas y de los cuerpos de unos sujetos –que nos anuncian a nosotros mismos– atrapados por la Historia, justo al final de un mundo y al comienzo de otro.

 

La montaña mágica de Thomas Mann

 

… hubo momentos, joven Castorp, en los que brotaron en ti sueños de amor llenos de alentadores augurios, sueños que tú creías gobernar; eran sueños de muerte y de lujuria, de cuerpos dañados y libres… Y, ahora, viéndote dirigirte hacia ese crepúsculo rojo sobre el barro y la sangre de tus compañeros, nos preguntamos si de todo este festival mundial de la muerte, si de este espantoso arranque febril que calcina el cielo lluvioso del alba se elevará, algún día, el amor.

–        ¡No! –me gritas, justo antes de perderte en la oscuridad.

–        ¡En la cima te espera el bueno de Joachim! – querríamos gritarte nosotros desde nuestra cómoda sombra, pero ya es tarde.

FINIS OPERIS



[1]
                        [1] [NOTA AL MARGEN] … acaso justo al final el Arcipreste comprendió que debería haber escrito en prosa, como el astuto de don Juan Manuel, y así inaugurar una nueva escritura destinada al futuro…

Escrito en Sólo Digital Turia por Matías Escalera Cordero

 


  Estamos de celebración porque Sergio Arlandis, mucho más que poeta, también investigador y crítico, profesor en la Universidad de Valencia ha realizado una excelente selección de la obra de Leopoldo de Luis, de la mano también de su hijo Jorge Urrutia, profesor prestigioso y gran poeta de nuestro tiempo.

   He titulado este texto “Entre la nada y el olvido” porque en los poemas seleccionados el gran Lepoldo de Luis contempla la vida como un abismo, donde el espejo nos niega a veces toda apariencia, somos seres en la derrota, que perpetuamente perseguimos la claridad desde la umbría mirada del tiempo.

  En la estupenda selección de los poemas, encuentro tres que me han llegado dentro, de diferentes épocas, Arlandis en el prólogo ve la poesía como la ventana desde la que miramos el mundo y es muy cierto, el poeta que se siente extraño ante la vida, que pasa casi fantasmagórico por las cosas, abre las puertas de su casa al verso que le alumbra y es el fuego donde germina el tiempo. Para de Luis la vida es un refugio donde uno se  esconde y solo en los versos amanece de veras a la verdadera vida. En ese extrañamiento vital crecen sus poemas, como muestra en Los imposibles pájaros (1949), libro en que ya vemos su afán de ver la luz entre las tinieblas del vivir. En el poema “Eterna voz” dice:

“También vendrán otras gentes y otros días / y enterrarán mi voz”-

    La vida sigue y el poeta ha de pasar, al final todo será arena negra que cubrirá el cuerpo, la vida será ya otra, para el que la pierde, en ese infinito abismo que es la muerte.

   Porque la voz del poeta no es la suya en realidad, nace de algún lugar, en ese espacio donde el hombre que no somos vive, donde el hombre no nacido crece, donde el increado se hace luz cenital:

“Ni aún esta voz es mía, es una herencia. / Yo no soy yo- Fui aquel. He sido. Acaso / hay un oculto río y una escondida espina / que eternamente van atravesándonos”.

   La vida es esa espina, esa cruz que nos lleva a otro yo, quizás al que nunca hemos sido. Hay en la poesía de Leopoldo de Luis un desdoblamiento, como si otro ser le inundara, no el que se mira en el espejo, sino un eco de otra voz, de otro tiempo, una herencia de otros seres ya idos.

   En el libro El extraño, escrito en 1955, hay un poema dedicado al hijo, que me ha gustado mucho, en esa declaración hacia un ser que aún es inocencia desde la sombra del hombre ya maduro:

“Mirándote quisiera derretir / este plomo sombrío de mi pecho / y creen en la vida y en las cosas / que nos dicen su claro sortilegio”.

   La vida desde el niño, abriendo a la magia del tacto y del abrazo a ese ser que lleva plomo ya en el pecho, la carga como Sísifo de la vida que siempre empieza de nuevo.

   Sigue Leopoldo de Luis su sendero de abrir un cauce al corazón herido, al que late y pena en la memoria.

   En 1979 llega Igual que guantes grises, libro donde de nuevo, en la senda de ese Aleixandre de Sombra del paraíso, de Luis habla de ese espacio que ya nos ha condenado, vivimos en la ilusión del ayer desde un hoy que es derrota, como nos dice el poema “Paraíso perdido”:

“Perdemos realmente un paraíso. / Porque hay un paraíso en cada uno / de nosotros y un día / nos expulsa súbitamente.”

   El cuerpo que se mira despojado de sí mismo es ya el yo herido, el que ya no existe, envuelto en el olvido de sí mismo, en de Luis vive ese deseo de existir pero que nos niega la propia vida, con su eterna condena del hastío y el dolor.

   Llega en esa senda a un poema que me ha dejado conmocionado, en Cuadernos del verano 2005, Últimas notas, escribe Leopoldo un poema que nos hiere, nos arroja directamente al vacío existencial, se llama “Final”:

“¿Cómo voy a morir si no he nacido? / Nacer es ir sacando el otro a flote, / es conseguir que día a día brote / del fondo en que mantiénese  escondido. / No he llegado a lo plenamente humano /proyecto del que quise ser un día. / Sombra de un sueño que la luz seguía / y se quedó sonámbulo y lejano”.

     Dirá también que somos cautivos en sentinas, lo que nos deja esa sensación de tristeza como si la vida fuese una farsa, una burda broma, ¿será entonces el final o habrá algo más que le de sentido a todo esto?.

    En esta antología editada por Cátedra con el prólogo agudo y extenso de Arlandis hay un eco doloroso, los que leemos sus poemas ya sabemos que todo es derrota, pero quizá queda la ilusión en el hijo, en un paraíso no perdido del todo, gran poesía la de Leopoldo de Luis que cala muy adentro.

Leopoldo de Luis. Libre voz (Antología poética 1941-2005). Ediciones Cátedra, Madrid, 2019,

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

 

Cumpliendo los cincuenta, al peine le sobran púas.

No hay nube que marque dos días el lugar del tesoro.

Aplaude más, pero no mejor, quien lleva

fuego en una mano y agua en la otra.

 

El tragafuegos caga cenizas el día de su jubilación.

Un solo dedo no levanta el higo del suelo.

En el cruce de los cuatro caminos

el burro envía cada pata a recorrerlos.

 

Como el vino y los sombreros, el corazón se sube a la cabeza.

En papada de cura no come migajas el monaguillo.

Debes alejarte mucho de un gran misterio

si pretendes verlo de cuerpo entero.

 

Nos ahogaremos por la nariz el día que llueva hacia arriba.

Al cepillo de la muerte no le peines las cerdas.

Decir “fuego” no quema la boca,

si dices “silencio” te muerdes la lengua.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Jiménez Domínguez

8 de agosto de 2019

        (Primavera)

 

I

Primeras luces.

El aire se estremece:

alas y brisas.

 

II

Han florecido

las ramas del almendro.

¿Es primavera?

 

III

Cruzan la tarde.

¿Adónde van? ¿Adónde?

Vuelo de grullas.

 

IV

Suena a lo lejos

la canción de la tierra.

Croan las ranas.

 

V

Lluvia de mayo.

¡Cómo tiembla la luna

sobre los charcos!

 

VI

En el sendero

que viene de la infancia

crecen zarzales.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Neila

8 de agosto de 2019

 No estoy acostumbrada a la esperanza

Seguramente tú estás hecho de energía oscura, ésa que los astrónomos dicen que mantiene, desafiando todas las leyes de la física, en constante expansión el universo desde la explosión inicial. Probablemente eres así y no puedes evitar la destrucción que produces a tu alrededor. O quizá sólo yo provoco en ti esa fuerza oscura con la que me has lanzado hacia el otro extremo del universo. Has creado entre nosotros,en secreto, una distancia infinita que a mí me ha sumido en la confusión y la tristeza. No soy capaz de sobreponerme a la marea que la violencia de tu engaño ha levantado en mi mente. Yo creí ser más fuerte que tu dolor, me engañé pensando que una voluntad decidida puede enfrentarse al destino y dominarlo, que mi amor permitiría allanar las dificultades, sortear las trampas del camino, incluso conseguir que te sintieras ligado a mí cualquiera que fueran las circunstancias de nuestras vidas, que el paso del tiempo y la entrega de estos años tejerían entre los dos una red de complicidad indestructible. ¡Qué inmenso error! Me convertiste en tu juez, en una pesada carga de la que te despojaste, como de una estrella apagada, con gélido desdén. Y aquí estoy derrotada, escondida, temblando de frío y miedo, esperando que llegue un poco de luz a los escombros de esta galaxia en ruinas en la que me he refugiado, como los soldados de un ejército vencido que no quieren ser capturados, pero que tampoco tienen ya valor o fuerzas para seguir combatiendo.

Tengo por delante años de exilio, de no querer ver ni ser vista, tratando de recobrar el aliento y sobrevivir en lugares donde nadie habla con quien está sentado a su lado. Lugares siempre en penumbra en los que, casi en silencio, viejos piratas, desertores de todas las guerras, que hace siglos vendieron su alma al diablo, apuran el líquido brillante que les llama desde el fondo del vaso.

Ellos son la única compañía que puedo soportar porque sus cicatrices hacen las mías menos visibles, su dolor vuelve el mío menos áspero y no me engañan haciéndome creer que no estoy sola.

 

 

 

Baile de debutantes

Escucho una voz de niña enfadada y luego la veo salir del parque y dirigirse a la calle volviéndose, de vez en cuando, para insultar a unos chicos que se ríen de ella. A los chicos no puedo verlos porque unos arbustos los ocultan, sólo oigo sus risas y sus comentarios burlones.

Ella parece furiosa y sus ojos azules y redondos, como los de una actriz de cine mudo, están velados por lágrimas que, valerosa, logra contener.

En el silencio del domingo por la tarde cualquier pelea, por pequeña que sea, supone un acontecimiento y en algunos balcones comienzan a asomar las cabezas de mis vecinos, tan aburridos como yo, intentando enterarse de qué está pasando.

Debe de tener unos catorce años y seguramente por eso me resulta llamativa la soltura con la que maneja palabras tan soeces. Siento la tentación de preguntarle si le han hecho daño o si necesita ayuda pero me da la impresión de que probablemente lo interpretaría como un entrometimiento de vieja.

Es una chica flaca, de caderas y espalda aún estrechas pero se ha vestido como si fuera a posar para la portada de una revista hortera. Quizá esa sea la razón que explique que las risas de sus amigos le parezcan tan humillantes. Se ha puesto unos vaqueros ceñidos de talle muy bajo sujetos en la cadera por un pañuelo rojo y una camisa anudada justo por debajo del brevísimo pecho. Deja a las vista un cuerpo larguirucho y prometedor pero poco apropiado para una vestimenta tan exuberante. La contradicción le confiere un aspecto extremadamente frágil.

Como si hubiera adivinado lo que yo estaba pensando y quisiera desmentirme escupe al suelo con rabia y levanta airada la cabeza, en la que un turbante rojo, como su camisa, sostiene una altísima coleta.

Va caminando delante de mí, apretando altivamente el paso porque dos de los chicos del parque han salido tras ella. Uno lleva al otro sentado en el manillar de su bicicleta y en ese extraño equilibrio de idas y venidas detrás de la chica, este último trata de excusarse echándole la culpa a un tercero ausente. Las excusas me suenan tan familiares, tan repetidas, tan inútiles y,  al mismo tiempo, tan eficaces.

Ella va cambiando el tono de sus respuestas con tanta facilidad que obliga a pensar que estaba deseando hacerlo desde el principio y el chico se baja de un salto del manillar y continúa caminando junto a ella. La conversación, a partir de ese momento, sigue en un tono mucho más bajo y el ciclista se retira sin decir nada.

Ya no puedo escuchar lo que dicen pero, de repente, siento una enorme fatiga. Al verlos juntos, uno al lado del otro, me parecen aún más jóvenes de lo que había creído; ella le saca un palmo y eso suele ocurrir cuando los chicos no han llegado aún a la edad del estirón. No son más que dos niños ensayando un juego extenuante que los tendrá entretenidos, al menos, los próximos cuarenta años.

 

 

Al caer la tarde

Solo necesito una mecedora para pasar la tarde. ¡Qué espíritu tan pobre el mío!. Como a una niña en su columpio, el movimiento me parece suficiente ocupación, me acuna y me acompaña. Atrás y adelante, subir un poco y luego bajar, uno, dos... Siento pasar el tiempo sin dolor y sin afán en la mecedora blanca de mi abuela. La recuerdo a ella, tan lejana, como me veo a mí ahora: adulta, abstraída, extraviada en un laberinto oculto en la parte de atrás de sus ojos, mirando sin fijar la vista en ningún sitio, dejando pasar la tarde sin hacer nada, sin decir nada, sin esperar nada.

Me arrullan el ruido suave de la madera que se balancea sobre el mármol y el roce de las viejas cuerdas que trenzan el asiento al estirarse. Música de tres notas que se repiten, en orden, una y otra vez mientras me voy quedando a oscuras.

Ensayo para mi vejez, solo probable, muchas tardes así. No quiero ver la tele, tan sórdida como acostumbra, sentada en un sillón inmóvil, ni siquiera oír la radio que chorrea palabras grasientas. Mejor mecerme en el silencio y el olvido.

Escrito en Sólo Digital Turia por Eve Ferriols

8 de agosto de 2019

Hay mañanas

 

—generalmente muy frías—

 

en las que ensaya la esperanza

su arquitectura de promesa,

su apetito de suficiente lejanía.

 

Así lo siento en esta plaza,

 

en el perro que persigue palomas

sin intención de atraparlas;

en las luces que a estas horas de luz

siguen encendidas sin necesidad.

 

Todos actuamos hoy como si esa promesa

pudiera cumplirse, sabiendo que es

su incapacidad lo que hoy nos confirma,

que nuestra renuncia es su tratado.

 

Será verdaderamente humana la espera

cuando el tiempo pase así,

sobre esta silla de metal helada

como si fuera una piedra

que me protege de un río

y que me ofrece un río.

 

Tenme en cuenta aquí, Señor,

aunque me niegues el jardín y el huerto,

la lucha contra la mosquita que arruina el tomate.

 

Tenme presente en la piedad

con que esos críos inician la cuenta atrás,

en los sudores fríos de esta pausa.

Escrito en Lecturas Turia por Alejandro Simón Partal

8 de agosto de 2019

 

 

 

 

 

 

Chema López en la biblioteca del IVAM.


 

La visión siempre es un hecho. Es la realidad lo que suele ser un fraude.

G.K. Chesterton

 

 

Chema López, Historia y novela, 2018. Óleo sobre lino, 200x100 cm.

 

 

 

 

  I

 

En las paredes cuadros colgados de diferentes dimensiones, superficies borradas, tachadas, intervenciones, moscas de un considerable tamaño pintadas directamente en la pared, Historia y novela (un óleo a partir del manuscrito de Campos de Almendros de Max Aub), un video de tres minutos de duración que en esta ocasión es un montaje de Chema López a partir de la mítica película de Antonio Maenza Orfeo filmado en el campo de batalla, enfrente, un cuadro de grandes dimensiones -- ¿las dimensiones de una pantalla de cine? -- que representa una escena de la película (Orfeo en el campo de batalla, 2019). En el centro de la sala una vitrina, una mesa  expositora donde se exponen documentos, libros, cartas, carnés, fotografías. Max Aub (1903-1972) y Rafael Chirbes (1949-2015).

 

El pasado = los documentos =la memoria.

El presente = la exposición = la mirada retrospectiva = la interpretación.

El futuro = el archivo.

 

A la izquierda una vitrina más pequeña, junto a otro cuadro que reproduce la contra del único libro publicado por Eduardo Hervás (1950-1972), Intervalo. En la vitrina algunas cartas manuscritas, poemas, traducciones, un cuaderno escolar azul, algunos libros, El Antiedipo de Deleuze y Guattari, Sur le materialisme de Sollers, El Erotismo de Bataille, una edición mexicana del Manifiesto Comunista subrayado, dos panfletos de Mao Tse-Toung en francés contra el culto del libro, dos números de la revista de cine Cinethique. Todo este material sale a la luz por primera vez. Es el contenido de una carpeta de la que no se tenía noticia y que no había sido abierta hasta hoy.

 

Los documentos = el pasado = la memoria = la muerte  = el olvido.

 

Esto es “Materia y memoria en Aub, Hervás y Chirbes: un proyecto de Chema López”. Una intervención en un espacio reducido pero simbólico: la biblioteca del IVAM, que acompañará durante cuatro meses a la exposición Tiempos convulsos (13/02/2019 – 19/04/2020). Una reflexión a través de las imágenes, sobre una época fecunda en contradicciones e intransigencias, una época que dilapidó su herencia,  hipotecó su futuro, y se cobró sus primeras víctimas, vista a través de las colecciones del IVAM.

 

Aub, Hervás y Chirbes. Tres nombres propios. Tres escritores en el museo. Tres obras literarias. Y un encargo a un pintor. ¿Qué tienen en común? En principio estar muertos. El mismo país. La misma historia. Tres muertos. Dos de ellos de sobra conocidos, o desconocidos de sobra. Y el tercero una sombra. La sombra de una sombra. Apenas dejó obra. Apenas tiene biografía. Apenas pisó el mundo. Es el que más nos interesa. Lo cual no quiere decir que sea el más interesante. El que nos interesa hoy es el pintor Chema López. Su lectura. Su exposición. Su pintura.

 

 

II

 

La vida no es una biografía dice Pascal Quignard en su libro La vida no es una biografía.

 

“Vivir no tiene ningún fin;

vivir no tiene ningún telos;

vivir no tiene ningún objetivo;

vivir no tiene ninguna “labor”.

 

Chema López es, a mi juicio, uno de los pintores más originales y comprometidos que tenemos en la actualidad. Su obra, dura, difícil, arriesgada, exigente, comprometida, transciende la mera representación de una realidad concreta para narrarla en imágenes, en metáforas, de cuadro a cuadro y dentro del mismo cuadro, imágenes que se reinterpretan unas a otras, que se aluden unas a otras, que se prolongan, se borran, se difuminan, el mismo cuadro pintado dos veces, negro sobre blanco, blanco sobre negro.

 

Las exposiciones de Chema López narran una historia, cuentan un cuento en el que el protagonista persigue pistas, las pistas le persiguen, pistas en ocasiones falsas, las pistas falsas son las que más nos acercan a la verdad, las pistas verdaderas no son pistas, son pruebas.

 

El acontecimiento acontece.

 

El discurso discurre.

 

Chema López no reconstruye una historia. La historia de un crimen cometido en común. Sino que la deconstruye. Lo contrario de la realidad no es la ficción, es la irrealidad.

 

La literatura.

 

Max Blecher:  Acontecimientos de la irrealidad inmediata: “Cuando miro durante largo rato un punto fijo en la pared, a veces me ocurre que dejo de saber quién soy y dónde me encuentro.” Cuando Chema López pinta un retrato, su modelo es casi   siempre una fotografía impresa o una fotocopia (el impresionante retrato de Hervás incluido en la reproducción pictórica de la contraportada del libro).  Y lo que capta con sus pinceles no lo puede captar la cámara (hay cierta perversión en pintar una cámara, un libro, una caja de cerillas, una partitura, una mosca, cuando  una fotografía aparentemente hubiera hecho mejor el trabajo.) La cámara reproduce lo que ve, lo que tiene delante, lo que se deja ver, lo que no presenta resistencia. El cuadro lo que no se ve, lo que está detrás, lo que se resiste a entregarse, lo que se oculta. No es el parecido, la ressemblance, lo que persigue la pintura de Chema López.

 

La literatura.

 

Max Blecher:  Acontecimientos de la irrealidad inmediata: “A mi alrededor, la realidad exacta tira de mí cada vez más hacia abajo intentando arrastrarme hasta el fondo. ¿Quién me despertará? Siempre ha sido así, siempre, siempre.”

 

Todo encaja.

La materia.

La memoria.

La muerte.

 

Violenta trayectoria:

“Esos ojos no te pertenecen.

 ¿De dónde los has tomado?”

 

y

III

La exposición

 

Cómo la disposición de las obras, su forma, su formato, orienta la mirada del espectador. (La obra siempre es más que la suma de sus partes.) Max Aub, Eduardo Hervás, Rafael Chirbes unidos por lo que los separa. Siempre ha sido así.

Chema López anula la distancia entre la imagen y la palabra pintando palabras que son a la vez imágenes. Pintando la pintura. Algunos cuadros parecen inacabados. Todos los cuadros están inacabados. ¿Cuándo un cuadro está acabado? ¿Lo sabe el pintor? ¿Qué quiere decir acabado? ¿Qué quiere decir inacabado?

El espectador ve lo que cree estar viendo, sin embargo lo que está viendo nunca es lo que él cree estar viendo.

Insistir en la diferencia entre dentro (de la vitrina) / y fuera (en las paredes). Dentro (del museo) y fuera (en la calle)

 

Volvamos al principio. Volvamos a ver la exposición. Volvamos a esa carpeta inédita que contenía los documentos de Eduardo Hervás que se exponen en la vitrina y que tanto ha dado que hablar. Recordémoslos: cartas manuscritas, poemas, traducciones, un cuaderno escolar azul, algunos libros, El Antiedipo de Deleuze y Guattari, Sur le materialisme de Philippe Sollers, El Erotismo de Bataille, una edición mexicana del Manifiesto Comunista subrayado, panfletos en francés, dos números de Cinethique… Escribamos la historia de la carpeta. ¿Hay otras carpetas? ¿Otros documentos? ¿Saldrán a la luz algún día? Antonio Maenza, “el ángel exterminador”, después del suicidio de Hervás estuvo ingresado en un manicomio. Su historia clínica se ha perdido. Sólo Lacan hubiera podido salvarle.  Muere en 1979. Una muerte violenta. “Violenta trayectoria”. El ángel exterminador exterminado. De cuando en cuando alguien escribe un artículo reivindicando a “nuestros malditos”, a nuestra “generación perdida”. De cuando en cuando se publica algún inédito, se pasa una película, aparece una carpeta. De cuando en cuando alguien muere.

 

“Siempre ha sido así, siempre, siempre.”

 

Finalmente me he decidido a escribir la historia de la carpeta. Sería una pena que se perdiera. Sería una pena que se tergiversara. Aquí la tienen.

 

 

Historia de una carpeta

 

--No toquen nada hasta que no lleguemos nosotros, dijo el policía.


 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

8 de agosto de 2019

    Ariadna G. García (Madrid, 1977), poeta, crítica literaria, novelista, traductora, con una sólida formación humanista, proyecta, con la publicación de Ciudad Sumergida en Hiperión (el cuarto poemario que publica en esta editorial), una voz poética personal y muy hecha, que ha encontrado en la lírica el molde perfecto para transmitir una conciencia cívica y ecológica que conforma su proyecto de vida.  

    El libro se vertebra en dos temas principales, poco transitados en la poesía española y, por tanto, muy novedosos: la conciencia ecológica universal y otros modelos de familia. Comienza haciendo alusión a los ciclos naturales de las estaciones, que nos recuerdan que somos naturaleza, ante todo. A lo largo del poemario, se va desplegando un ideal, una arcadia soñada que dialoga con los clásicos de los siglos de Oro y hace guiños a la tradición pastoril hispánica, a través de versos que irradian optimismo, a la vez que son sumamente críticos con la sociedad consumista y superficial, plagada de “slogans publicitarios.”

   Llama asimismo la atención un imaginario ártico que retoma tópicos que ya aparecían en La guerra de invierno: bayas, bosques de abedules, nieve y tiendas de piel de reno, que sumergen al lector en una atmósfera de calma y placidez, donde el tiempo se dilata y culmina en la felicidad sencilla, en comunión perfecta con la naturaleza y con la persona amada. Paisajes emocionales donde se puede respirar un aire limpio que conduce al yo poético a un canto celebratorio que nos recuerda la poética de la danesa Inger Christensen:

 

                        “Resplandezco

                        soy el verde

                        atolón

                        el albedo

                        que mantiene

                        habitable

                        el planeta”.

 

    El yo se escinde del ego para hacerse naturaleza, empatizar con todos los seres vivos, yendo de lo individual a lo colectivo:

 

                        “soy la primera célula

                        de los osos polares,

                        y de los zorros árticos,

                        no distingo entre especies

                        cuando comparto un bien

                        soy el suelo que viaja de un ser humano a otro”

                       

    El segundo tema principal, conecta con la militancia LGTBI de la autora, muy presente a lo largo de su obra, e indaga en un modelo de maternidad donde el nosotras (las dos madres), representa el amor libre de convenciones y de “cruces”, que va superando todos los obstáculos para llevar a cabo su proyecto de familia. Destacaría los poemas al embarazo, que celebran a los hijos que van creciendo en el vientre de la esposa y esa espera hace que el yo poético se expanda (“y no me canse nunca de nombraros y hablaros”), transmitiendo seguridad, a través de alejandrinos contundentes, combinados con endecasílabos bien cincelados.

 La sección titulada “Memoria”, reflexiona sobre la estirpe y cómo conforma nuestra identidad:

 

            “Voy siguiendo tus huellas

            por el bosque nevado,

            hundo mis botas

            dentro de tus huellas”.

 

Cobran especial altura esos poemas en prosa poética que mezclan lo elegiaco y lo narrativo donde nos encontramos con el abuelo actor de teatro, superviviente de la guerra civil y de la posguerra gris en la que tuvo que reinventarse.

   En el fondo, Ciudad sumergida es un canto optimista al amor, a la superación. Un yo cívico que no deja de movilizarse: “Aún estamos a tiempo de cambiar.” Ariadna G. García cree en la utilidad de la poesía, en que a golpe de verso es posible mover conciencias y transmitir el mensaje de que siendo cuidadosos con la naturaleza, podemos construir un mundo más saludable. El camino, según la autora, es lo colectivo, vivir como antaño, cultivar la tierra y contribuir a que no se agoten los recursos limitados y llegue el caos:

 

            “Recolectemos juntos las moras del pantano.

            compartamos la hogaza frente al fuego de leña”.

 

Un poemario muy necesario en esta era de egoísmo, cambio climático y degradación del medio ambiente.

 

 

Ariadna G. García, Ciudad sumergida, Madrid, Hiperión, 2018.

Escrito en Sólo Digital Turia por Verónica Aranda

2 de julio de 2019

Pliegues de ánimo oculto fustigados de sal.

 

Grutas y salbandas descubridme

una antigua razón cuya hendedura

ahuyente el pavor de la sangre.

 

Días de tinta errante pavonados

de fraguas colmaron de vid mi instinto.

Alguien ensartó palabras melancólicas,

derrubios de soledad

en un anciano poema cercado de vetas,

 

y un tratado de hojas indescifrables

−repetido acorde endecasílabo−

me fue ofrendado.

La sonatina de un augurio

escrito a golpes en las horas inciertas

de un reloj de flores.

 

La estela indefinida meció orbes

tras la duna del teclado.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rosa María Villaroig

Manuel de Amorim de Castro Cabrita, conocido como Manuel de Castro, nace en Lisboa el 17 de noviembre de 1934 y fallece en la misma ciudad, con apenas 36 años y víctima de un cáncer de páncreas derivado de su alcoholismo, el 12 de septiembre de 1971. De familia pudiente, pasó su infancia en Goa y Mozambique, por entonces colonias portuguesas en las que su padre había sido destinado como diplomático. A los ocho años, y ya de regreso a la metrópoli, Manuel fue enviado al seminario, pero, rebelde y sin vocación, acabó por escaparse varios años después, dando comienzo a una vida autodidacta, errante y volcada en la literatura y en el aprendizaje de idiomas.

Miembro destacado del mítico grupo del café Gelo de Lisboa y asiduo colaborador de algunas de las principales revistas de su tiempo —entre las que cabe destacar ”Coloquio”, “KWY” y, sobre todo, “Pirâmide”—, la obra poética de Manuel de Castro se puede calificar como de un surrealismo culto, nutrido de referencias clásicas pero no exento de cierta vena social. Poeta de culto en Portugal, de escasa y poco difundida obra, forma parte de la Antologia do Surrealismo de Mário de Cesariny, así como de dos recopilaciones de la Novíssima Poesia Portuguesa. Presentamos a continuación, en castellano, una muestra de la indiscutible estatura poética de Manuel de Castro, ocho poemas extraídos de Bonsoir, Madame, obra completa del autor recientemente publicada por las editoriales portuguesas Alexandria y Língua Morta.

 

MANUEL DE CASTRO

 

BALADA PARA LA CIUDAD DE BURDEOS Y UNA NIÑA DIFUNTA

 

Duermes. Y tu corazón de flúor

se alimenta de cuerpos; crece,

vibra, regado por la sangre de los hombres.


Duermes, niña cubierta de arcos,

de puentes sonoros,

pisada por los hombres que alimentan

tu corazón de flúor, de arena,

metal, lágrimas y violencia.


Ciudad, niña difunta, solemne,

tu amor es un implacable abrazo de musgo

revistiendo nuestro sufrimiento,

funeral común, sin pompa,

sin la música de las fiestas militares.


Agitas las manos, tus brazos de agua,

ese continuo llanto interior,

sordo y malévolo.


Tú que devoras el futuro y la fantasía

con una sonrisa pétrea, mineral,

canta tu muerte sucesiva,

la minúscula eternidad del presente,

y el infinito trabajo de vivir.

 

 

LA VOZ CASI SILENCIO

 

se va perdiendo la voz casi silencio

un cuerpo ahora hueco    gastado    frío

la muerte es un color que fue escogido

para encontrar la dirección del viento


el hombre que fue un feto    que fue un pez

que fue el aire    que fue la sangre y el gesto

atraviesa el mar con círculos en los brazos

poseído en su propio destino

en el descubrimiento de los focos submarinos


al mismo nivel de las estrellas más brillantes

y sin embargo extintas hace mucho

puede encontrarse el gran amor final

pesarse en su sonido y calidad


garganta de alquitrán fundente

se va perdiendo la voz, casi silencio

 


POEMA PARA UNA HIEDRA

 

el cansancio es un combate a lo largo del mar

a camino de la destrucción

con el cerebro deshecho en algas

alimento de los peces

la espuma amarillenta se escurre por la punta de los dedos

en un alquímico gesto sabio


mi padre es el pájaro cavernícola

cuya mirada tiene el sentido de las brújulas subterráneas

y mi madre engastada de diamantes

allí yace un candor

tan inútil con un periódico diario

definitivo y absurdo como un crustáceo hueco


el universo recorre el periplo de mi cuerpo decapitado

como un río donde crecen árboles

y el amor puebla de círculos el aire

en homenaje al sacrificio


transporto la sonrisa de los monumentos

que deslizan su soledad

gastando la iluminación de las ciudades

indiferentes y nobles

procreando la nostalgia de los hombres


el culto de tu nombre es la palabra

insustituible instrumento de muerte para el amor

en la proyección incendiaria de la vida sin porqué


me muevo entre el turismo débil de esta gente

en espiral al vuelo libertino de los humos

en la cima de las chimeneas de ladrillo

de los hornos grandes


y porque existo en las aves transeúntes de las plazas públicas

en los animales enjaulados y cadentes

mi gesto es auténtico con piedra

ilusión y hierba

 

 

RENDIJA

 

Así fuimos, rostros, olvidados,

y yo sé que hay un íntimo remordimiento

más allá de la muralla, en el extranjero,

por nuestro olvido


Ya que la causa

de nuestra decisión individual y humana

es el peligro de una mirada más atenta,

henos aquí exiliados.


no seamos hermanos ni recemos

pero la fútil belleza de los gatos

introduzcamos en la ciudad

 

germinará la delicadeza de los aislados

aquella agilidad ponderada

y según se nos revele la luna

será nuestra vida


bajo un traslúcido y anónimo gesto

mágicas mañanas de porcelana

cubrirán de paz y calma el musgo

tenuemente dorado en la muralla


es posible explorar la esperanza

cuando la muerte lleva presente y núbil

el deseo en el cuerpo y en el alma

y la muralla en torno a la ciudad

no limita ni marca el corazón

 

 

ÚLTIMO POEMA POSIBLEMENTE DE AMOR

 

recuerda

como si los días no fluyesen en días

y para ti fuese un nítido juego de músculos

mi brazo en tu cuerpo    anfiteatro

de la más pura derrota rumbo a las constelaciones


heme aquí descubrimiento

de todo lo que se arriesga sin límite

construido por la coloración de globos de cristal

iluminados y sumergidos


para tu nombre

un nuevo mecanismo de lenguaje

para tu cuerpo

memoria    ciclo perfecto

de mis deseos de piedra y de violencia


tu

única para quien fui    adiós    el hombre sin comedia

 

 

NAVÍO

 

De aquí se avista tierra, pero es grande la distancia;

sobrenado, sobrevivo, sin esperanza ni meta.

La muerte es mi guía, mi ansia,

pues la vida fue plena y violenta.

Los árboles crecen en el jardín que se avista

a lo lejos, con flores sin aroma, que apenas se divisan.

No perdí ni gané; qué barco triste

este, perdido en el mar azul, sin iluminación.

No tengo odio, ni amor ni impulso,

soy un viejo piano estropeado;

todo me es inodoro, insípido, insulso.

Aquí no hay banderas ni verdades,

todo está informe, impuro, amalgamado.

Me falta rabia, me falta el impulso

que me transporte al margen de El Dorado.

 

 

ROSAS, TRANQUILAS ROSAS

 

Rosas sobre el lecho, tranquilas rosas,

se van oscureciendo

y hay una expectativa febril en el ambiente.


Mortecinas bombillas eléctricas recrean

la ruta de amargura que intentamos

florecer y asesinar.


El deseo de absorber la vida táctilmente

atraviesa esta música triste

que encandece la sangre

y su rastro.


Imperaba en los países la peste

y las aves caían, putrefactas,

sobre rocas solitarias,

en cráteres de volcanes,

en la llanura.


Aquí el tiempo es largo.

Aislados en una extraña tierra.

Una flecha canta;

una flecha es esta música triste

que encandece la sangre,


una flecha atraviesa simplemente el espacio.

 

 

COMUNICACIÓN

 

(Hipérbole con lugares comunes)

 

La noche cayó sobre la ciudad. Pequeñas astillas luminosas

aquí, más allá, la cubren con un encaje brillante.

Huelga de estrellas. Un cactus negro, azulado, grande,

se posa como una caricia dolorosa sobre nuestra angustia.

Estamos ciegos. La ciudad revela

su corazón perforado de breves incisiones irregulares. A pesar de todo,

una esperanza absurda subsiste; reside en esta música estúpida,

siempre latiendo, sordamente, en los miembros, en las plantas,

en la tierra. Violines.


Aproxímate, muerte, con tu sonrisa pétrea, clara y seductora.


Estamos ciegos, sí, utilizados por el tiempo y por la brevedad

de nuestras reducidas ambiciones. El silencio crece,

se instala en la negrura religiosa de las horas. Violines.

 

Aproxímate, muerte, geométrica, mineral y afable.


Siempre esta fiebre mansa, corrosiva,

vibrando en el interior de las casas. Las casas están ciegas

y nos devoran con simulada afección. Violines.


Aproxímate, muerte, inteligente, delicada y pacífica.


Bonsoir, madame1.

 

1. En francés en el original.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

20 de junio de 2019


 

“Miren la luz de las figuras

de Ribera: procede de ellas mismas,

no está llegando de ninguna parte”,

sentenció rutinariamente el guía.

Sus palabras flotaron

entre los óleos tristes, entre el limpio fulgor

- concreto y asediado -

de aquellas telas tenebrosas

y el lienzo sin propósito

de mi desprevenida voluntad,

como una flecha blanda

cuya herida en la muerte no habría de doler

pero nos duele.

Miré la luz que desprendían

aquellos cuerpos de mudez sellada:

era la claridad superviviente

una vez que ha vencido la presencia

sobre la negación y su viscoso abismo.

Vi los semblantes de la beatitud,

los labios entreabiertos, la piel fría;

vi las manos tocando

esa seda invisible que es la gracia,

compensación del daño, agua, brisa

para quienes se atreven a escuchar

el origen del eco, el germen del amor.

Dolientes focos de verdad inmóvil,

desde aquellas figuras emanaba

un brillo para el mundo.

Yo quise retener unos instantes

el hontanar que era, el regalo

que daban: la limosna

con que entender mi nombre,

polen con que amasarme,

ocasión de sentir el relieve que soy,

porque esa luz propia que entregaban

yo podía extraer,

contra mi indiferencia, pensamiento,

para mi incertidumbre, claridad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Cabrera

TAMBIÉN PUBLICA TEXTOS INÉDITOS DE JUDITH HERZBERG, LUIS MATEO DÍEZ, MANUEL VILAS, MARTA SANZ, BERTA VIAS MAHOU Y CARLOS CASTÁN                                                       

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El escritor Javier Tomeo, considerado por muchos como una suerte de Kafka aragonés, es el principal protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Cuando apenas han transcurrido seis años de su muerte, Tomeo es objeto de análisis y reivindicación por haber sido capaz de elaborar una obra sin duda asombrosa y diferente y que gozó también de éxito notable no sólo en España sino, especialmente, en  Francia y Alemania. Un homenaje colectivo que, a través de textos inéditos, le rinden un total de 20 autores y estudiosos de distintos países y que permite conocer a fondo a un autor original, valioso e inclasificable dentro de las letras españolas.

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17 de junio de 2019

LA REVISTA PUBLICA UN CAPÍTULO DE SU NOVELA INÉDITA  Y ANALIZA SU  TRAYECTORIA

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A la hora de presentar a Gonçalo M. Tavares (Luanda, 1970) hay dos referencias que se han vuelto inevitables; tampoco las queremos evitar, porque tienen la condición de profecía que se ha cumplido. La primera recuerda cómo José Saramago, cuando entregó en 2005 el premio que lleva su nombre a Jerusalén, dijo que “Gonçalo M. Tavares no tiene derecho a escribir tan bien con tan solo 35 años”. La segunda es de Enrique Vila-Matas, para quien el novelista portugués sería pronto “un escritor esencial en el horizonte de la literatura europea”.

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