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Configurar sentido descendente

18 de septiembre de 2017

Un escritor, bien. Un contador de historias, también. Con tales definiciones se mostraba Heinrich Böll conforme; pero ocurre que sus contemporáneos se empeñaron en asignarle apelativos que él repetidamente rechazó.

No le hacía ninguna gracia que lo calificasen de escritor cristiano, por más que durante toda su vida profesara la fe con sostenido convencimiento. Mayor irritación le causaba el ser conceptuado de moralista. Fue, sí, un hombre de su tiempo, atento a las cuestiones sociales. Un hombre que a menudo alzó la voz, que participó en movimientos de protesta y expuso sus opiniones políticas en innumerables entrevistas, artículos, conferencias. Un entrevistador le preguntó en cierta ocasión cómo se explicaba que para un gran número de ciudadanos alemanes él representara algo así como la conciencia moral de Alemania. Respondió sin vacilar: “Porque hay muy poca conciencia.” Böll percibía que semejantes adscripciones a lo político y moral simplificaban su obra, si no es que la anulaban, convirtiéndola en un apéndice de sus opiniones.

Fue, a la manera de Antonio Machado, “en el buen sentido de la palabra”, un hombre bueno, propenso a la solidaridad y la compasión. Quienes lo conocieron de cerca destacan su sencillez en el trato, su sentido del humor, su autenticidad. Böll fue un hombre honrado a carta cabal. Un hombre que no establecía diferencias entre lo que pensaba y lo que decía en público, y que auxiliaba con naturalidad a unos y otros, no pocas veces afrontando riesgos. Dividida Europa en dos bloques inconciliables, ayudó a una ciudadana a huir de Checoslovaquia; la invitó a tomar asiento en su automóvil y le prestó el pasaporte de su mujer, sobre el cual pegó una foto de la fugitiva. Sabido es asimismo que Böll pasó a Occidente, al término de una visita a la Unión Soviética, manuscritos de Alexandr Solzhenitsyn a cambio de nada, simplemente porque se lo pidieron; manuscritos de un escritor con el que apenas se podía comunicar (ninguno hablaba la lengua del otro) y del que lo separaban notables diferencias ideológicas. Ninguna de estas circunstancias importó a Böll, para quien la ayuda al necesitado, y en esto se nota su profunda convicción cristiana, estaba por encima de cualesquiera otras consideraciones. Más adelante acogió a Solzhenitsyn en su casa.

Böll gozó en vida de una enorme popularidad. El crítico Marcel Reich-Ranicki cifra el éxito de sus libros en la naturaleza humana de sus protagonistas. Son individuos apenas heroicos, que no fueron nazis ni enemigos del nacionalsocialismo, sino simples soldados a quienes de buenas a primeras les cayó encima el peso de la Historia. En diversos libros de cuentos y novelas, Böll dio relevancia a un tipo de figura humana con la que muchos lectores alemanes pudieron identificarse, suscitando en ellos una intensa sensación de veracidad. He aquí un narrador, pensaron, que no miente, que cuenta las cosas sin glorificarlas ni tergiversarlas; antes bien, como fueron vividas (y padecidas) por un amplio sector de la población.

Heinrich Böll nació en Colonia el día 21 de diciembre de 1917. Corrían por entonces malos tiempos en Alemania, que se encontraba al borde de la derrota en la Primera Guerra Mundial. Se abría para el pueblo alemán una época de privaciones, inflación galopante e inestabilidad política. La familia de Böll afrontará dicho periodo de estrechez con cierta holgura, gracias al taller de ebanistería del cual era propietario el padre de familia. Böll creció en un ambiente de acendrado catolicismo, con un claro componente antiprusiano y antimilitarista que marcará de por vida su personalidad y también su literatura.

El triunfo de Hitler en las urnas, en enero de 1933, pilla a Böll suficientemente vacunado contra cualquier tentación totalitaria. Ni la exhibición de armamento, ni las banderas omnipresentes, ni los uniformes lograron nunca fascinarlo. En casa, al principio, sus familiares se mofan de los nazis. Pronto se percatan de que las burlas y la crítica en voz alta se han vuelto sobremanera peligrosas. No son desconocidos los campos de internamiento donde los nuevos amos del poder recluyen a los disidentes políticos, los homosexuales y los judíos.

A la edad de 15 años, Böll ha visto hordas de matones nazis campando por sus respetos en las calles de su ciudad natal. Se deja imaginar el rechazo que le inspiran, a él que ya es un denodado lector, las quemas públicas de libros. El concordato firmado por la Santa Sede con Hitler en el verano de 1933 supuso un duro golpe para su familia, cuyos miembros estudian la posibilidad de abandonar la iglesia católica. Este paso lo dará cuarenta y dos años después Heinrich Böll, sin renunciar por ello a la fe.

Al joven Böll le habría gustado estudiar. Incluso llegó a matricularse en la Universidad de Colonia con el fin de cursar Germanística y Filología Clásica. Pocas semanas después, la invasión alemana de Polonia determinó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial e inmediatamente Böll fue incorporado a filas, lo que dará al traste con su sueño de hacer una carrera universitaria. Durante más de cinco años, hasta muy poco antes de la capitulación, Heinrich Böll combatirá en diversos frentes antes de ser hecho prisionero. Al respecto dejó escrito: “La guerra me enseñó qué ridícula es la virilidad y qué desamparado está el hombre en la guerra.” Una parte considerable de su literatura, la más testimonial, tendrá en cuenta ambas conclusiones. Podría incluso afirmarse que nacerá de ellas.

La guerra perjudicó seriamente la formación intelectual del escritor. Entre los años 1939 y 1945, aparte de cartas, Böll no escribió nada. Tras el cautiverio de varios meses, regresa a Colonia, destruida en más del 70% de su extensión urbana. Era un superviviente sin estudios, sin profesión, sin bienes de fortuna. Tardó obra de dos años en recobrar la salud. Para entonces ya está decidida su vocación literaria. Sus primeros textos consisten en relatos vinculados temáticamente a las privaciones y la miseria de la recién comenzada posguerra, en una ciudad cubierta de polvo y casas derruidas. Es la llamada “literatura de los escombros” (Trümmerliteratur), de la que Böll será uno de sus más destacados representantes. Escribe historias relacionadas con las triquiñuelas del mercado negro, sobre hurtos para subsistir, sobre el racionamiento y las penalidades de toda índole en una sociedad marcada por la derrota bélica, que se debate entre la desmoralización, el sentimiento de culpa y el deseo de olvidar y salir adelante como sea.

Su estilo literario, sencillo, directo, está inspirado en el de sus modelos, Balzac y Dickens principalmente, así como en el de otras célebres figuras del realismo decimonónico. A este periodo de Böll pertenecen numerosos relatos, la parte de su obra que, a mi juicio, mejor ha resistido el paso del tiempo, y su primera novela, El tren llegó puntual (1949). También en sus siguientes novelas, ¿Dónde estabas, Adam? (1951) y La casa sin amo (1954), Böll escribió sobre la experiencia de la guerra y sobre sus consecuencias y su sinsentido.

El nombre del escritor comenzó a sonar con fuerza en el año 1951, a raíz de su participación en el séptimo encuentro del Grupo 47, durante el cual fue galardonado. El premio le supuso, además de una respetable suma de dinero, un contrato de edición con la que será en adelante su editorial: Kiepenheuer & Witsch. Aunque ya había publicado con anterioridad algunas libros, es ahora cuando arranca con fuerte impulso la carrera literaria de Heinrich Böll, quien atraviesa a lo largo de la década de los cincuenta una fase especialmente productiva.

Sus tres novelas consideradas mayores están por llegar. La primera, en 1959, Billar a las nueve y media, contiene una sucesión de conversaciones y monólogos sobre los conflictos familiares y personales de tres generaciones de arquitectos alemanes. Siguió, cuatro años después, Opiniones de un payaso, cuyo protagonista, Hans Schnier, un payaso de profesión que ha sido abandonado por su mujer, hace un repaso desencantado de su vida, sin ahorrar críticas a la iglesia católica y a la sociedad alemana de su tiempo. Por último, Retrato de grupo con señora (1971) traza un complejo mosaico de las distintas capas sociales que sirven de marco a la vida de la protagonista, Leni, una mujer de clase acomodada que terminará perdiendo sus privilegios a cambio de preservar la libertad. Un año después de la publicación de esta última novela, en 1972, Heinrich Böll obtuvo el Premio Nobel.

Pero no todo fueron éxitos y parabienes en la vida de Heinrich Böll. En 1953 tuvo un primer roce con representantes de la iglesia católica, irritados por la emisión radiofónica de un cuento suyo. Este incidente llevó a Böll a instalarse durante una temporada en Irlanda, experiencia que le inspiró un célebre diario.

Sus críticas contra el partido demócrata-cristiano le acarrearán una creciente hostilidad por parte de los medios de prensa del consorcio Springer, con los periódicos Bild Zeitung y Die Welt a la cabeza. Böll goza de reconocimiento internacional, ha sido elegido presidente del PEN Club; así pues, sus opiniones tienen peso, traspasan la frontera alemana y escuecen. Aprovecha su fama creciente para hacerse oír. Protagoniza actos de protesta contra la guerra de Vietnam y contra la política agresiva del presidente Nixon. Secunda las reivindicaciones estudiantiles, reclama mayores emolumentos para los escritores, apoya abiertamente la candidatura a canciller del socialdemócrata Willy Brandt, en la década de los ochenta se acercará a Los Verdes. Es, en suma, un hombre público que no elude en ocasiones la provocación, como cuando felicitó con un ramo de flores a Beate Klarsfeld, la mujer que había abofeteado durante un congreso del partido CDU al canciller Kiesinger por su pasado nazi.

En diciembre de 1971, Böll se atrae las iras del Bild Zeitung al criticar a dicho periódico, mediante una carta abierta, por atribuir sin pruebas un atraco reciente a miembros de la Fracción del Ejército Rojo. En adelante, Böll será objeto de una campaña despiadada por parte de la prensa de Springer. El acoso al escritor no se limitará a los medios de comunicación. En junio de 1972, tras la detención de Andreas Baader, la policía registra su casa en busca de terroristas. Un diputado de la CDU lo acusa de cómplice de estos en el curso de una intervención parlamentaria. A Böll le llueven epítetos denigrativos de aquí y allá, y reacciona (¿se defiende?) publicando un libro de denuncia de los tejemanejes de la prensa sensacionalista de la época, El honor perdido de Katharina Blum, que lleva el significativo subtítulo de Cómo surge la violencia y adónde conduce.

La novela, de tamaño reducido, obtiene un éxito descomunal en Alemania. La protagonista, Katharina, traba relación amorosa con un desertor. El caso llega a conocimiento de un reportero, que lo aprovecha para difamar sin compasión a la joven mujer, inventándose toda suerte de pormenores y lances. Incapaz de protegerse del poder desmesurado del periódico ni, por tanto, de lavar su honor, la joven mujer opta por matar al periodista.

La crítica literaria alemana constata en Böll, avanzada la década de los setenta, una pérdida de sustancia creativa. Aún escribirá y publicará unos cuantos títulos, si bien menores en el conjunto de su obra. Y no es sólo que su dedicación a los asuntos sociales, con todo lo que ello implica de desplazamientos, intervenciones públicas, presencia en foros diversos y tareas ocasionales de toda índole, menoscaben su capacidad de trabajo, restando al escritor tiempo y energías para la creación literaria. No menos lo aparta del escritorio su delicado estado de salud, en parte ocasionado por su prolongada y excesiva adicción a los cigarrillos. Böll arrastra problemas vasculares debidos al tabaquismo y padece diabetes. La edad y los achaques, distintas operaciones quirúrgicas, la muerte de un hijo en 1982, dejan en él una huella que las fotografía de la época hacen evidente. El 16 de julio de 1985, poco después de haber sido dado de alta en el hospital, Heinrich Böll falleció en su casa. Días antes, el suplemento dominical del periódico El País había publicado la que probablemente fue la última entrevista de su vida. El entierro, multitudinario, se celebró según el rito católico, con nutrida presencia de personalidades políticas.

En el momento de fallecer, Böll tenía acabada una novela, Mujeres a la orilla del río, que se publicó póstumamente. Libro de conversaciones dispersas, sin una trama reconocible, los críticos coincidieron en calificarlo de fallido. Yo tengo la impresión de que hoy día, en Alemania, el legado literario de Heinrich Böll está envuelto en una niebla de olvido. No, desde luego, en una niebla impenetrable que oculte por completo sus obras, al menos las más relevantes, que aún siguen mereciendo un segmento de balda en numerosas librerías. Lo cual no evita que a veces este o el otro título haya que encargarlo.

Como es habitual en el caso de los escritores fallecidos, se han recuperado textos suyos inéditos; en concreto, algunas tentativas literarias de sus comienzos. Existe asimismo un llamado Archivo Heinrich Böll, dedicado a preservar la memoria del escritor, a difundir su obra y facilitar el estudio de la misma. Böll da asimismo nombre a varias escuelas públicas y a un premio literario que organiza anualmente la ciudad de Colonia. El partido político Los Verdes tuvo la deferencia de asignar el nombre del escritor a su fundación.

Con eso y todo, y a pesar de la general simpatía que despierta el novelista, se percibe en la actualidad una falta de presencia de sus obras en el debate general de las ideas y de los nuevos gustos estéticos en Alemania. Es posible y deseable que la celebración en 2015 del trigésimo aniversario de su fallecimiento brinde la oportunidad de reactualizar la figura de un escritor esencial de la posguerra alemana, así como de releer sus libros y darlos a conocer a las jóvenes generaciones, quitándoles la fina capa de polvo que hoy, a mi juicio, los cubre.

 

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aramburu

11 de septiembre de 2017

 

Lo que quedaba era mi casa vacía,

el espacio claro que dejan las cosas

que se tuvieron que ir

de un día para otro en el furgón de la mudanza.

El rastro del detergente y su limpieza meticulosa

adornada con la rabia de los minúsculos desaciertos.

 

La casa que nunca fue mía,

la que no me dio tiempo a colonizar con mi desorden.

Mi identidad de pelusas, mi síndrome de Diógenes

de mujer vieja guardando papeles

de palabras transparentes,

hojas muertas de mi propio otoño.

 

El embalaje de la vida

cuando cruzas el umbral de los cuarenta

y haces cajas con documentos que ya no valen nada,

pero quieres conservarlos

porque el vacío da más vértigo

que esa acumulación, que esa muralla

de bloques de cartón y vida densa,

de muebles desgastados y alfombras enrolladas.

 

El almacén, el guardamuebles, la pequeña cueva

donde el indio Joe se alimentó de murciélagos.

La locura circular de las mudanzas precipitadas,

la huida de las llanuras, la enfermedad de los sin tierra

que envejecemos demasiado lejos

y nos arrepentimos cada día de ser nómadas,

de guardar la vida entera en cuadernos y agendas,

de sentirnos extranjeros en todos los países.

 

Tanta transformación, tanta capacidad para adaptarme,

para mezclarme con el hielo sin derretirlo,

para cambiar la voz y modular los tonos.

Tanta tenacidad, tanto esfuerzo

para ser parecida a la extrañeza.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Merino

11 de septiembre de 2017

 



Skeleton in the cupboard (North America: skeleton in the closet): A discreditable or embarrasing fact that someone wishes to keep secret.

(Un hecho deshonroso o comprometedor que alguien desea mantener en secreto)

Oxford English Dictionary

 

 

 

 

La madre de mi padre –la lejanía me traba el uso de la palabra abuela—se suicidó cuando mi padre no llevaba dos semanas en este mundo. Seguramente una depresión post-parto, aunque el caso dio lugar a que circulara sobre la mujer una historia novelesca: un noviazgo apasionado que se rompió por razones ignoradas y una boda de compromiso con el que fue mi abuelo; tuvo un primer hijo varón –el tío mío del que heredé el nombre de pila y que murió de una tuberculosis contraída durante la guerra civil--; el nacimiento del segundo hijo, mi padre, coincidió con el regreso al pueblo del hombre al que todavía quería, y esa presencia redobló la atroz sensación de estar atrapada en un matrimonio sin amor y con dos criaturas a su cargo. Sólo vio una salida: tirarse al canal. Todo esto ocurría en 1914, en un pueblo de Aragón donde yo nunca vi un canal, pero quizá lo hubiera, no existe otra versión del suicidio. Al parecer mi abuela dejó una carta que estuvo en posesión de otro hijo que mi abuelo engendró en segundas nupcias; a mi madre se la ofreció su cuñada, la mujer de mi tío, pero mi madre no quiso leerla y pidió que nunca le comunicaran su existencia a mi padre, estaba segura de que lo haría sufrir inútilmente, con lo que no sabremos las razones que en ella se esgrimían para justificar una decisión tan truculenta y disponemos de campo libre para la especulación. Es difícil juzgar estas cosas; a veces creo que mi madre se equivocó privándole a su marido de alguna certeza sobre su orfandad precoz que no dejó de atormentarle hasta la muerte; por otro lado, quién sabe si entre los motivos del suicidio se incluían en el mensaje rasgos de la conducta de mi abuelo que a mi padre, que adoraba al suyo, lo habrían perturbado más que la ignorancia. A su manera, mi padre indagó qué podría pasar por la cabeza de una mujer que abandona así a dos niños, uno de ellos recién nacido, y se aferró a la idea de la locura por un doble consuelo. A su yerno siquiatra le interrogó por los trastornos síquicos tras el parto y el yerno lo tranquilizó explicándole los síntomas de la psicosis post-puerperal, posibilidad que, a su vez, mi padre trasladó a su confesor y a varios curas de su confianza porque a la tristeza de no haber sido querido por quien acababa de darle vida, se sumaba la inquietud mayor de que el alma de su madre ardiera en el infierno para la eternidad. De una religiosidad ingenua, que no había superado la piedad y creencias que acompañan la primera comunión, mi padre preguntaba a los expertos en materia de moral y de conciencia si era posible cometer un pecado mortal de necesidad como el suicidio y sin embargo ir al paraíso en caso de que la mente del suicida hubiera estado obnubilada. Esta historia nos llegó indirectamente a través de nuestra madre, incapaz de guardar un secreto y de una indiscreción ejemplar, ya que mi padre jamás mencionó a sus hijos aquel trauma primordial, era pudoroso y además no deseaba que nosotros cargásemos con lo que a él le parecía un estigma y una pesadumbre indelebles: el suicidio de nuestra abuela.

Los esqueletos del lado materno no permanecieron encerrados, como le hubiera gustado a parte de la familia, pues mi madre nos fue revelando su confusa historia apenas intuyó que la entenderíamos. Yo vivía durante el curso con mi abuela y mi tía maternas que propendían al cuchicheo, la ropa tendida y hay que ahorrarles a los niños los cantos del obsceno pájaro de la noche –ellas emplearían otros términos--, sin saber que en verano mi madre aprovechaba un paseo por el monte en busca de moras o la sala de espera de la seguridad social para sacar a la luz algunas tinieblas domésticas. Que mi abuela se hubiera casado con un hombre once años más joven que ella no constituía un secreto, todo lo más una rareza de la que se podría incluso presumir, pero que mi abuelo padecía una sífilis ya avanzada cuando contrajo matrimonio, que la enfermedad lo fue enloqueciendo de forma acelerada y que el trastorno se manifestó públicamente cuando en una función del teatro Principal de Zaragoza se enfrentó por una tontería a un acomodador, y al guardia que intervino para que la bronca no fuera a mayores mi abuelo le sacó un ojo de un bastonazo, eso ya formaría parte  de la crónica oscura que mi abuela y mi tía ocultaban y mi madre relataba no sé si por liberarse por su cuenta de un peso o por lo que en Aragón llamamos desustanciadez. Mi abuelo murió sin cumplir los treinta años tras una estancia en un manicomio de Tarragona, creo --o de una ciudad lejos de la murmuración colectiva, en cualquier caso—; al quejarse el interno de que le daban palizas, fue devuelto por fin a la custodia de su madre (no de su esposa) que me pregunto cómo se las arreglaría con un enfermo terminal y por lo visto con accesos de violencia. Al parecer, no contagió a su mujer de milagro, pese a que la suya no fue una unión blanca: tuvieron tres hijos, la última, mi tía, era un bebé de pocos meses cuando el padre falleció, lo que indica que en el periodo en que las consecuencias de la sífilis ya debían de ser más que notorias, la pareja continuaba teniendo relaciones sexuales --sólo hay que recordar que el abuelo se casó con veintidós años, es decir, en plena efervescencia erótica--. Aprecio un cierto paralelismo entre los esqueletos de los armarios paternos y maternos: en los dos casos los protagonistas desaparecen en fecha muy temprana, cuando no habrían olvidado aún las fantasías de las adolescencias respectivas; también les unen las connotaciones socialmente vergonzosas de sus muertes, una por propia mano, y como desenlace de una enfermedad venérea la otra. Ella estaba sin duda marcada por un temperamento trágico y él por unos orígenes ilegítimos; en efecto, la preñez de su madre se produjo mientras el marido combatía en la guerra de Cuba, lo que, como era de esperar, destrozó el matrimonio, aunque el chico, supongo que para evitar mayor escándalo, recibió el apellido del cornudo. Que todo el entorno conocía la relación de la madre con un hombre casado y de un círculo burgués con prestigio local, lo prueba el esmero con que en casa se evitaba la alusión a la “otra” familia, de manera que cuando yo coincidí en el colegio con un alumno que descendía del verdadero y casquivano bisabuelo y pronuncié su patronímico durante una comida, mi abuela y mi tía cruzaron una mirada de alarma, que yo percibí, y mostraron por él una curiosidad mal disimulada que me costaba comprender: se trataba de un chaval pijo, como tantos de mis compañeros, que destacaba en el fútbol y no en lengua o matemáticas. Más tarde mi madre me reveló el apellido que, de haber sido reconocido el niño por su verdadero progenitor, habría identificado al abuelo sifilítico –y a mí mismo, tras el apellido de mi padre—, y comprendí que entre el muchacho rico, atlético y obtuso y yo existía un parentesco remoto y enrevesado, quién me lo iba a decir. Mi “primo” nunca lo llegó ni a sospechar. Imagino que entre los esqueletos de su armario genealógico, que los habría y abundantes, apenas unos huesecillos testimoniarían la historia de aquel hijo natural que probablemente no sería el único. 

Aunque los esqueletos se arrumban en armarios familiares o personales,  cada país guarda los suyos por mucho que sean históricamente fehacientes. Recuerdo cuánto me sorprendieron las dificultades con las que tropezó una exposición del Smithsonian de Washington sobre los indios aborígenes norteamericanos en la que no se pasaba por alto el genocidio meticuloso del que fueron víctimas. O la ardua reapertura de las cloacas nazis en los juicios de Frankfurt entre 1963 y 1965 contra los funcionarios de Auschwitz. Por no mencionar, sin ir más lejos, los esqueletos, éstos bajo tierra, que conserva el campo español mientras los políticos debaten sobre la oportunidad de airearlos. No quiero creer en las culpas colectivas, bastante hemos padecido en la tradición judeocristiana con las consecuencias del dogma miserable de pecado original que nos privaba de la inocencia desde el momento mismo de nuestra concepción. No: los restos humanos sin identificar bajo las cunetas de carreteras secundarias andaluzas o extremeñas, o los cadáveres maniáticamente clasificados en los campos de concentración de la Gestapo o en el gulag soviético, se ocultan también en las conciencias individuales de sus asesinos y allí han perdido su camuflaje de metáfora; los esqueletos de esos armarios esconden huesos de verdad que alguna vez sostuvieron cuerpos que pisaron esta tierra y mordieron sus frutas y escrutaron los ojos de los verdugos. Pero yo prefiero ahora regresar a los estrictamente metafóricos.

Decía Malraux que el hombre es un mezquino montoncito de secretos. Hay muchos motivos por los que un secreto se ha convertido en secreto y algunos son más razonables de lo que pretende la despectiva definición de Malraux. Pienso en la familia de la escritora mexicana Angelina Muñiz-Hüberman que durante siglos mantuvo un judaísmo clandestino en una España que la habría enviado a la hoguera de haber descubierto la religión que verdaderamente profesaba; la evolución del país les permitió manifestar su identidad sin riesgos inquisitoriales, pero su adscripción republicana les envió al exilio y a otro tipo de peligro una vez que Hitler ocupó Francia e impuso allí las abominables leyes raciales. Angelina sólo conoció sus auténticas raíces cuando sus padres llevaban varios años de seguridad en tierras americanas. La homofobia que ha manchado nuestras sociedades justifica que miles de personas encerraran en armarios profundos –incluso en un respetable guardarropas conyugal—su orientación sexual heterodoxa, hasta el punto de que “salir del armario” traduce actualmente la declaración sin disimulos de la propia homosexualidad, como si el esqueleto que allí se albergaba abarcase la íntegra personalidad del individuo, y en cierto modo así es. Sin duda una mayor prudencia respecto a su “mezquino montoncito” le habría ahorrado a Oscar Wilde el desenlace trágico de su trayectoria de escritor de éxito, aunque ese despiadado arrancarle en juicio público un esqueleto no tan bien escondido nos lo ha aproximado como ser humano y ha hecho de él un símbolo –un mártir-- de las reivindicaciones gay.  En literatura los esqueletos de los autores dejan asomar por los resquicios del mueble de su prosa alguna tibia suelta o un húmero mohoso; la ambigüedad que transpiran obras como Muerte en Venecia o Doctor Faustus, y que multiplica su fascinación, nace de la osamenta que Thomas Mann había clausurado tras siete cerraduras de su llavero de prócer oficial de la cultura europea. En otras ocasiones la obra surge a borbotones si el escritor rompe candados y tabiques que durante décadas han aprisionado un secreto; Henry Roth terminó un bloqueo de sesenta años cuando decidió ventilar un armario que no abría desde su juventud, de forma que el incesto con su hermana protagonizara los cuatro volúmenes de Mercy of a rude stream con los que Roth se despidió de la literatura y de la vida. Angelica Garnett excava en el osario de su infancia, marcada por los disimulos parentales, en su autobiografía Deceived with kindness, que Martínez-Lage tradujo libremente y con acierto como Una mentira piadosa. Angelica era hija de Vanessa Bell –la hermana de Virginia Woolf, aclaro para algún lector despistado--; Vanessa estaba casada con el crítico de arte Clive Bell con el que había tenido dos hijos, Julian y Quentin, pero hacía tiempo que la pareja, que nunca se separó oficialmente, mantenía otras relaciones sentimentales cuando Vanessa volvió a quedarse embarazada, ahora del pintor bisexual Duncan Grant, amante a su vez del escritor David Garnett. Clive aceptó dar su apellido a Angelica, la hija de Vanessa y Duncan, y constituyó una figura intermitente, amable y distante a lo largo de la niñez y adolescencia de la muchacha. Cuando Angelica, cumplidos los veinte años, se enamoró de David, el amante de su padre verdadero, Vanessa le reveló una parte del complejo entramado afectivo de la familia, lo que, coherente con la línea del grupo Bloomsbury, no impidió la boda de  Angelica y David. Una breve adenda: que Angelica debía de ser mujer de curiosas fijaciones lo demuestra el que, tras la ruptura con su marido, estableciese una relación amorosa, si bien poco duradera, con George Bergen, otro amante de su padre; no hay que sorprenderse de que Henrietta, la segunda hija de Angelica, le pusiera a su  opera prima el título de Family Skeletons.

He comenzado estas páginas sacando precisamente del armario esqueletos familiares que nunca me han obsesionado, y tal vez sea ésa la razón de que los haya venteado sin mayores escrúpulos. Es cierto que mis padres y todos los miembros de su generación a los que pudiera afectar mi texto han muerto. Creo que la garrulería materna rebajó los tintes melodramáticos que impregnan esta clase de oscuras historias y yo me he enfrentado a ellas sin mucho morbo y no excesiva curiosidad. ¿O mi rechazo al folletín se vincula con cierta clase de represión y de ahí las digresiones histórico-literarias que han ocupado los párrafos anteriores? No lo sé. Mi aversión al sicoanálisis, aparte de considerarlo una herencia fenicia del confesonario católico, procede de mi sospecha de que, en su rastreo de muy sepultados esqueletos en el inconsciente personal, acaba por inventarse otros que nunca estuvieron allí y en definitiva no explora las vivencias reales del individuo sino la fabulación que el proceso fuerza a inventar, y no digo que eso esté privado de interés pero para novelistas ya bastan con los que escribimos libros. A veces creo que los esqueletos más irrecuperables de cada uno carecen del brillo siniestro de los dramones y se asocian más a pequeñas vilezas cometidas contra personas amadas, las deslealtades que el tiempo ha ido sembrando, todo aquello que fuimos, profesamos y juramos y a lo que aplicamos los mejores esfuerzos de nuestra voluntad para que siga en un misericordioso olvido.

Mi padre llamaba madre a la segunda mujer de su padre. A nosotros nos confesó que su madre había muerto cuando él era muy pequeño pero que debíamos querer a su madrastra –qué palabra de cuento infantil—como si fuera nuestra abuela, algo en lo que era imposible obedecerle. Ya he dicho al principio que gracias a nuestra madre sabíamos lo poco que se podía saber sobre la abuela auténtica y callábamos para no perturbarlo. ¿Le habría aliviado contarnos él mismo la verdad? Supongo que no, guardaba su esqueleto en el armario de su intimidad por no causarnos trastorno pero también por un respeto, un amor que no había encontrado su cauce legítimo hacia la madre que se suicidó. Cuando ya era muy viejo, se consolaba de la proximidad de la muerte, que no deseaba, pensando que por fin en la otra vida iba a conocer a su madre. Esa fe abrumadora y candorosa me conmueve todavía. Yo, que no creo en la vida perdurable ni en la resurrección de la carne, y la insistencia en semejante inverosimilitud me irrita más que otra cosa, sólo he deseado que al menos como un espejismo póstumo la mente de mi padre condensara en sus últimos segundos ciertas imágenes fantásticas en las que, en un valle que se parecería a un huerto de verano de su pueblo, él se encontrara con la mujer que lo llamaría hijo, lo abrazaría y lo acogería en su seno para siempre.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

4 de septiembre de 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

Hay viento, y el silencio
Lo acuna:
Es algo que quiere ser nacido.

Pues no puedes dormir
Abandona la cama.
Asómate al cristal:
La habitación y el mundo a oscuras.

Arriba, en el mural del cielo ,

Se desborda el osario
Y nada allá , ni aquí, palpita.

El Niño ha sollozado.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Brines

4 de septiembre de 2017

                              I

Hará cosa de cincuenta años, por la parte de la provincia de Orense que hace linde con Portugal, en torno de Celanova y sus parroquias, creo que se llegó a hacer muy popular una insólita orquesta que, a pique de las fiestas del verano, llegaba para amenizar las verbenas bajo los farolillos del atardecer; tan insólita que estaba compuesta por un solo individuo. Pocas veces, pues, se puede hablar más propiamente de un hombre-orquesta, de uno, por tanto, que era capaz de constituirse en su misma individualidad como una sociedad completa, o sea, en la pura contradicción del modelo según el que reconocemos a las orquestas como tales. Para redundar en esa condición paradójica, este hombre, además, se presentaba cargando a cuestas con un bombo, que llevaba pintado en el derredor de la tripa este nombre: “Orquesta O Solo”. Algunas veces pregunté al historiador Feliciano Novoa, que me contaba de estas andanzas, sobre el aspecto físico de aquel individuo, y hoy me ha quedado que O Solo debía ser un hombre pequeño, delgado, muy moreno, con bigote fino y lacio, con el pelo negro pegado al cuero de la cabeza, por lo normal vestido con una camisa blanca y un pantalón negro bastante rozado del polvo y el uso, todo lo cual le caracterizaba como lo que por allí se llamaba un “lechugino portugués”. Probablemente, al otro lado de la sierra del Laboreiro y a ojos vista de portugueses, entre los que también actuaba, O Solo se convertiría justamente en un “lechugino español”, pero en todo caso, unos y otros, portugueses y españoles, lo verían por igual como a un extraño, alguien que solitariamente llegaba desde afuera. Mientras ellos hacían con su fiesta celebración de su comunidad de usos, costumbres y memorias, y lo hacían juntos y bien orquestados, O Solo llegaba entre ellos como solamente un hombre, es decir, en la desligación de quien no es miembro de ninguna comunidad, de manera que, al contrario de los paisanos que hacían en su fiesta el cuento de sus vidas, la del músico errante no podía contar para nadie, ni en realidad nosotros podemos contarla hoy, de tan poco como sabemos de ella[1] .

Aquellos paisanos metidos en fiestas y arropados aún bajo sus cuentos colectivos, es muy posible que por aquel entonces todavía creyeran escapar con ellos a la labilidad y fugacidad existencial de las vidas, puramente fortuitas, de los individuos errantes. La desnudez de estos venía a consistir, pues, en una desposesión de lo que Kierkegaard, en sus cavilaciones sobre la diferencia entre la tragedia antigua y la moderna, llamaba “determinaciones sustanciales” —Estado, familia y destino—, constitutivas de las viejas comunidades tradicionales como mundos enteros en cuya plenitud de significación las vidas particulares se abrevaban de sentido, salvándose así de lo desligado de las existencias… desorquestadas. Tal como parecía pensar Aristóteles, el cometido de los personajes de la tragedia y la epopeya era hacer avanzar una acción mediante su inserción en una trama, es decir, en “una acción entera y completa”, con sus hechos concatenados a sus consecuencias, de ahí que se pueda decir que la trama tiene un gran interés en ellos. Pero lo que no tiene trama, en radical distinción de las tragedias, Aristóteles nos dice que es aquel arcaico realismo burlesco y carnavalesco en que se manifestaban las sátiras viejas al albur de caminos, en el errabundaje propio de las borracherías festivas dionisianas. Estas comparsas no actuaban en las ciudades, sino en los komos o aldeas, de cuyos extramuros procedería en fin la comedia y sus acciones ni completas ni conexas, sin argumentos ni tramas y —lo que importa más todavía— sin imitación de los héroes serios, sino en toda caso de alguna persona real, tan irrepetible como cualquier mortal individuo existente.

                                                           II

Cuando el tiempo es únicamente entendido como una trama, un argumento que la lógica causal encauza a un desenlace (lo que modernamente llamaríamos un proceso), ya decía Hannah Arendt que lo normal es que los individuos no signifiquen demasiado —que no cuenten, que la narración no tenga interés en ellos— salvo precisamente como elementos combustibles para empujar el movimiento de la acción, insignificantes, diríamos que cómicos, en su propia entidad. ¿No daría risa la aparición de O Solo con sus bártulos en la plaza del pueblo en fiestas? Este hombre no tomaba parte en la fiesta, solamente la amenizaba, y yo he pensado a veces en él. Me acuerdo de él cuando pienso en la soledad; también cuando las criaturas individuales se me presentan bajo la amenaza de las universalizaciones especulativas, los planes históricos, las teorías sociales y las aniquilaciones gnósticas o nihilistas que por lo visto exige la implantación de otro mundo más perfecto… Me acuerdo también de O Solo cuando pienso en la identidad de una persona o una comunidad construida sobre un antagonismo con las otras. Igual que para O Solo, aquella marca divisoria entre España y Portugal tenía para Unamuno una desde luego que natural (aunque no oficial) permeabilidad cuando desde 1908 o 1909 hizo la crónica de sus viajes a un lado y otro de la frontera ibérica que luego fueron publicadas en el libro Por tierras de Portugal y España en 1911. Pienso en O Solo y pienso en Unamuno al pensar en Portugal y España como si fueran en la realidad lo que todavía pueden ser en la metáfora, esto es, tierras últimas, pasos últimos antes del definitivo Abenland o último confín postrimero tras el que, según la imagen mítica, todo desaparece, es decir, toda expectativa de desenlace favorable, fracasa. Y también pienso en el tipo de fijeza, igualmente mítica, que tuvo la imagen caracteriológica de “lo portugués”, versión casera de “lo trágico”, en la que la postrimería geográfica contagiaba su desvanecimiento frente el abismo a un tipo humano que se reproducía, incluso, en conocidas personalidades egregias (la del desdeñoso Diego Velázquez o la del taciturno Antonio Machado, del que Juan Ramón Jiménez decía que era un “que más da” y un “medio portugués”), como portavoces del lema que viene a decir que nada merece la pena dado que todos los sueños, esfuerzos y promesas de futuro se han de perder en la negra indiferenciación del mar y del olvido. Unamuno mismo dejó escrito en sus crónicas viajeras que “la vida no tiene para él (para el pueblo portugués) un sentido trascendente”, esto es, ningún destino —desenlace— en ningún sentido. Pero sintió una preferencia por Portugal creo que inseparable de la querencia trágica de su espíritu. Por aquellos años de la primera década del siglo XX, visitaba el país al menos una vez al año. Viajaba a Coimbra en busca del poeta Eugénio de Castro o a Amarante en busca de Teixeira de Pascoaes, desde cuya casa solariega quería ver la caída de la comarca de Traz-Os-Montes sobre las laderas que recogen al Miño, es decir, bastante cerca de la parte por donde O Solo cosechaba sus triunfos orquestales. Estos últimos “hombres trágicos” todavía se duelen o, por decirlo más unamunianamente, a ellos todavía les duele esa muerte o final de mundo con el que desapareció un universo de creencias en gran medida tejido —tramado— en forma de relatos comunitarios, pero también la muerte o derogación de las modernas expectativas históricas. Son trágicos, pues, a la antigua y a la moderna, si seguimos a Kierkegaard. Lo que muere ante ellos es en todo caso un relato o historia argumental en el que de una manera u otra quedaba articulada la unidad de lo pensado y lo existente.

A poco contacto que hayamos tenido con Unamuno, sabremos que la esperanza de perduración —el futuro por antonomasia favorable de todos los relatos— es el asunto propiamente suyo, y es con este asunto con el que la tragicidad de los que consideró cuasi hermanos portugueses debió venir a él como el afluente al río que lo recoge. Por de pronto, el Unamuno de los viajes a Portugal es el inmediatamente posterior a la acuñación de sus ideas definitivas acerca de la Historia, a partir, sobre todo, de la publicación de Paz en la guerra, en 1897. No se trata ya del joven Unamuno de fe socialista, progresista o historicista —el que creía en el cumplimiento de un relato—, sino el posterior a lo que los críticos llamaron “crisis religiosa”, de la que dio testimonio en los cuadernos que sólo los editores, muchos años después, llamaron Diario íntimo. Nada seremos capaces de desentrañar de su pensamiento acerca de la Historia —acerca del Tiempo específicamente argumental y narrativo— si no es en recuerdo de aquella novela, a cuya segunda edición (veintiséis años después, en 1923) puso un importantísimo prólogo; pero tampoco entenderíamos nada si no es vinculando la ya defraudada esperanza histórica en la emancipación humana, con la desesperada y trágica esperanza religiosa que cuando comienza el siglo es ya la proa de su pensamiento. Religión e Historia, es decir, “verdad en misterio” y “verdad sin misterio”, aparecen en todo caso como los elementos en liza, con sus dos tramas respectivas. Mientras la Historia, y por antonomasia la idea liberal, hegeliana y socialista de la Historia aparece orientada a su final favorable tras vencer (“superar”, diría la semántica ideológica apropiada) toda resistencia en la pugna antagonista, la Religión, parece pensar Unamuno, hace poner ojos en una eternidad a la que precisamente el éxito mundano o histórico hace resistencia, es decir, una eternidad que no se podrá deducir jamás de la luz o relumbrón o éxito obtenidos en el mundo; y de ahí su querencia hacia lo que aquí resulta invisible, secreto o escondido: la intrahistoria. Es por entonces cuando visita con cierta frecuencia a sus amigos portugueses, a los que considera tan pesimistas como al historiador Oliveira Martins, el autor de la Historia de la civilización ibérica, del que dice que era “un pesimista, es decir, un portugués. El portugués es constitucionalmente pesimista”, etc.

 

                                                           III

Que no haya Naturaleza sino sólo Historia, viene a ser, en pocas palabras, el trágico y dialéctico propósito moderno —la modalidad específica de tragedia, diríamos— que se le presentará a Unamuno bajo el horror de una idea del Tiempo en el que el pasado ha de ser tomado por pasado (“el muerto al hoyo…”, se dice en castellano): “Lo pasado, pasado (…) ¡Frases terribles —escribirá—. Sí, para los que viven en el tiempo fugitivo, para los que pasan por su carrera como un móvil por su trayectoria, como la tierra por su órbita, perdiendo la pasada posición a cada posición nueva. Hay que vivir recogiendo el pasado, guardando la serie del tiempo, recibiendo el presente sobre el atesorado pasado, en verdadero progreso, no en mero proceso”. Porque, ¿qué pasa entonces —pensamos, invitados por Unamuno— con los otros, los amortizados, los que no interesan al argumento que es contado y ven cómo su peripecia vuelve siempre al olvido y a la nada de la indiferenciación de lo real? Ninguna luz de mundo alumbrará su condición, ni podrán invocar en su ayuda justicia alguna, que no sea, claro está, la de Quien, precisamente y como se dice en el Evangelio, “ve en lo escondido”, en lo oculto al relumbrón de gloria y desapercibido al tejido de la historia.

Al pasar un día por la pequeña Guarda, sobre la línea de Beira, en lo que no era sino ciudad a trasmano o dejada de la mano de las guías de viaje, Unamuno se hace su pregunta: “¿Qué tendrá este Portugal —pienso— para así atraerme? ¿Qué tendrá esta tierra, por defuera riente y blanda, por dentro atormentada y trágica? Yo no sé; pero, cuanto más voy a él —dice—, más deseo volver. He llegado a creer si no será que estos extremos occidentales se han dado de manos espirituales con los extremos orientales, los de la India, y han llegado al triste meollo de la sabiduría, a la comprensión de la vanidad de todo esfuerzo…” Y eso era sin duda, dicho en un solo pasaje, lo que Unamuno ya llevaba previsto desde adentro de sus ojos al acercarse a Portugal. “Representárame Portugal —dice— como una hermosa y dulce muchacha campesina que da espaldas a Europa, sentada a orillas del mar, con los descalzos pies en el borde mismo donde la espuma, etc. (…). Porque para Portugal el sol no nace nunca; muere siempre en el mar que fue teatro de sus hazañas y cuna y sepulcro de sus glorias.” No será esta la única figura literaria bajo la que cree ver a los seres sin salvación narrativas, los que no pueden esperar nada de ningún progreso ni proceso; los reconocerá en Constança de Eugénio de Castro o en la igualmente pobrísima Mariana del Amor de perdiçao, de Camilo Castelo Branco; así que ya podemos saber que es en esta literatura romántica y moderna portuguesa, habitada por los seres en desdicha a los que no espera ninguna redención argumental, en la que concreta su aprecio Unamuno, en simetría con el desprecio que le merecía la heroica, platónica o renacentista a la que como cualquier otro país Portugal se había afiliado en su Siglo de Oro. “El culto del dolor —escribió, tras decirnos en unas líneas de esos seres especiales— parece ser uno de los sentimientos más característicos de este melancólico y saudoso Portugal”. Porque el Unamuno de aquellos años 1907 o 1908 es el pensador en quien ha hecho crisis la confianza en el optimismo progresivo de la razón liberal y su esquema repleto de conceptos sin actos o, lo que es lo mismo, de ideas sin cosas, desencarnadas, esenciales: “mi idealismo, mi socialismo, mi anarquismo, mi fenomenismo…”. Y es, además, no un huido de la religión tradicional, sino un exilado, que supo, como sus hermanos mayores Agustín, Pascal, Kierkegaard…, que el retorno intelectual a la confianza cordial (a la sencillez lenta, escondida, de la vida intrahistórica) es imposible, que el jarrón roto no podrá ser recompuesto, que no podremos simular no saber lo que sabemos y que en la reflexión no seremos nunca capaces de rescatar –ése es el loco sueño de las restauraciones— lo que la propia imaginación reflexiva nos presenta como perdido con la acción ingenua o tácita. Y ésa es la tragedia: “¡Santa sencillez, una vez perdida no se recobra!”, exclama en el Diario. Así que la tan reiterada alusión, en Paz en la guerra, novela del sitio carlista del Bilbao de 1874, a la “trama lenta de la vida” o a “la marcha del telar de la vida ordinaria”, apunta a quienes no tienen historia ni significan nada en ella (pese a que, como el muchacho protagonista, Ignacio, todo lo midan en la comparación con esos personajes de la mitología, la leyenda y la historia épica que significan, en efecto, mucho o todo en una historia: Sansón, Fierabrás, Oliveros, Roldán, Simbad, El Cid, Cabrera, o el bandido José María mismo, tanto le da), pero por eso mismo son eternos, es decir, viven en esa eternidad de la vida trágicamente perdida para el que la piensa desde la historia. Si el lector recuerda la novela, también recordará la fiesta, la verbena, la broma continua —la comedia— en que vive la gente anónima del Bilbao sitiado mientras la historia corre, allá en el monte, de mano de la guerra. Las filosofías dialécticas, tanto como las propulsiones restauradoras, representan igualmente acciones puestas en marcha por la lanzadera de un conflicto de base, de alguna guerra; si tomamos como paradigma la operación hegeliana básica, veremos al modelo estampar su patrón sobre todas las réplicas posteriores que pretendieron entender la realidad como un proceso argumental orientado a la reposición sintética de la totalidad, al rescate de algo perdido. Por el contrario, la novela de Unamuno quiere serlo de la paz, aunque —esto es lo trágico— quien reflexiona en ella esté tan lejos de la paz oscura y lenta de “los silenciosos, la sal de la tierra, los que no gustan en la historia…”.

En los trágicos poetas y escritores portugueses a los que toma, como a Kierkegaard, por hermanos (los suicidas Antero de Quental o Camilo Castelo Branco, los desesperados o desesperanzados Eugénio de Castro o Teixeira de Pascoaes, en fin, en ese “pueblo suicida”), Unamuno pareció encontrar a los últimos hombres dolientes, desgarrados, anteriores a los nuevos hombres adaptados (“el hombre ideal del racionalismo es el hombre autómata —dice—, perfectamente adaptado al ambiente [todos cuyos] actos son reflejos, y como no hay roce alguno entre su proceso interior psíquico y el proceso exterior o cósmico, [tampoco] hay conciencia). Es decir, que creyó encontrar a los últimos hombres anteriores al paso de la socialización por Europa y al labrado que sobre Europa estaba haciendo la historia acelerada hacia un sintético e inmanente final feliz. “El saber de la tragedia rebasa cualquier didáctica”, decía Paul Ricoeur, “pero sin embargo enseña algo”. Ese algo quizá no consista, sin embargo, en un saber, al modo de algún conocimiento, sino en saber, sencillamente, de manera tal que, en la reflexión retrospectiva, la felicidad o la plenitud toman imagen de ignorancia. El suicida de la moderna literatura de la desesperación se nos presenta como el descubridor, a través de la razón crítica —su saber— de una verdad, por supuesto inexistente, a la que no obstante ha atribuido las notas de la Unidad perdida y las de una Justicia que tras inculpar al mundo de imperfecciones es capaz de condenarlo a la aniquilación en aras de la implantación de la plenitud. Fiat iustitia et pereat mundus es así el inevitable lema nihilista y conclusivo de todas las acciones revolucionarias o restauradoras de la historia en el siglo XX; se puede escuchar en las propias palabras de Antero de Quental o en las de quien Unamuno llamaba “el gran Camilo” —insignes suicidas—, o en las continuas invocaciones de Teixeira, bastante nietzscheanas, a la fusión en el Uno originario, y también en las de “la muerte libertadora” de la que hablaba a Unamuno su fraterno corresponsal don Manuel Laranjeira.

 

                                                                       IV

La famosísima frase del trágico Macbeth acerca de la vida como “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa”, nos habla, sin embargo, de una modalidad del Tiempo rebelde a ese destino pre-escrito y por lo general dorado de las narraciones argumentales, tal como se presentaba a la imaginación anticipatoria de Lady Macbeth la coronación de su esposo, tan envuelta en resplandores que era capaz de atraer la acción hasta su plenitud realizada, pero más exacta y elocuentemente se dice allí que “hasta la sílaba final del tiempo escrito”. Y está bien dicho: “la sílaba final del tiempo escrito”; porque ese es el tiempo trágico y épico, el de lo predicho y prefigurado en las historias, el opuesto a aquel otro tiempo vivo, libre, sin trama ni argumento que en efecto se parece más a “un cuento contado por un bobo, lleno de ruido y de furia”.

Además del plantel de poetas y novelistas desesperados y suicidas, está entre los dilectos de Unamuno aquel ilustre historiador-artista que decíamos, Oliveira Martins. Oliveira fue muy amigo de Antero de Quental, pero la predilección unamuniana no se debe, claro, a la cercanía del poeta, sino al descubrimiento en el historiador, por decirlo así, de alguna especie de resistencia al optimismo narrativo que los historiadores europeos de la época parecieron hacer suyo comanditariamente. Esto exige una cierta exploración. Don Marcelino Menéndez Pelayo, según recuerda el propio Unamuno, puso al historiador portugués entre los que él llamaba “historiadores artistas” y así, bajo ese tipo o clase, es como primeramente lo menciona dando por bueno el ojo de don Marcelino. ¿Quiénes son estos “historiadores artistas”? En un artículo o breve ensayo que tituló El pedestal, decía Unamuno: “Oliveira (…), uno de los más grandes historiadores artistas del pasado siglo, tan grande como Michelet o Taine, Macaulay, o Carlyle…”. Lo primero para el encomio fue, pues, situarlo entre aquellos que practicaron el “arte” de componer la historia  al modo de una trama argumental, “escrita” —como se decía en Macbeth— a manera de un relato consecuente. (Así pues, lo que es Historia para Hegel podría ser, en mucho, lo que era Poesía para Aristóteles). No hacemos sin embargo más que pasar unas poquísimas páginas y vemos que el todavía algo joven catedrático de Salamanca se lo ha vuelto a pensar, para negar, finalmente, la calificación de Menéndez Pelayo. Su admirado Oliveira Martins no podía ser, en fin, uno de aquellos artífices en cuya composición literaria aparece la vida purificada de carne y hueso y sacrificada, en suma, a un desenlace o a la gloria especulativa de un tiempo escrito, tal y como parecía esperar, por ejemplo, Michelet que sucedería cuando fuera zanjado el combate entre Cristianismo y Revolución. (Es precisamente contra la poesía teleológica, episódica y romántica de aquella narrativa contra la que conspiraron después, durante el siglo XX, todos los realismos historiográficos o literarios o cinematográficos que llegaron a su apogeo hacia la mitad de la centuria. Los historiadores anti-románticos y anti-micheletianos de Annales, los narradores de la nouvelle vague, los pintores informalistas, surgieron en reacción descriptiva a los modos narrativos de las historia concatenadas según acciones progresivas y amortizantes)[2]. Y en 1923, fecha del prólogo decisivo, Unamuno ya se ve capaz de echar los ojos hacia atrás lo bastante como para ver que aquella de la novela bilbaína fue para él la primera pero también la última ocasión en que lo descriptivo (es decir, lo realista, lo cómico) y lo narrativo (lo idealista, lo que  mueve la acción) compartieron páginas de novela, porque a partir de entonces las tomará como cosas de distinto género; por un lado irán los libros de andar y ver, y por otro los de contar las historias: “En esta novela —escribió en aquel crucial prólogo que decíamos— hay pinturas de paisaje, y dibujo y colorido de tiempo y de lugar. Porque después he abandonado este proceder forjando novelas fuera de lugar y tiempo determinados, en esqueleto, a modo de dramas íntimos, y dejando para otras obras la contemplación de paisaje y celajes y marinas”. Y además de darnos cuenta del deslinde de géneros, también dice allí cuál es el concreto precedente de sus meditaciones narratológicas: “… al entregar de nuevo al público, o mejor a la nación (…) este relato del más grande y fecundo episodio nacional…”. Así que sería verdaderamente inútil intentar escapar a la indicación que exactamente localiza en los Episodios así llamados “Nacionales” por don Benito Pérez Galdós el modelo o peralte del otro episodio que Unamuno mismo dice haber escrito con Paz en la guerra, lo cual nos informa de su índole irónica o paródica (y eso por si los propios episodios galdosianos no hubieran tenido un carácter ya irónico con respecto a las crónicas de las gestas y los reyes, asimismo concatenadas, causales y, finalmente,… episódicas). No hace falta, por lo demás, rebuscar mucho para dar con uno al menos de los precisos loci en los que, tras la Primera Serie (la más romántica, es decir, la más narrativamente “artística”), don Benito va modificando su perspectiva hasta dar cabo a la Segunda con una declarada voluntad realista, es decir, descriptiva, proclive a fijarse, sobre todo, en aquella otra “vida lenta oscura y profunda” de quienes no significan apenas nada para la Historia: unos veinte años antes de que don Miguel escriba su novela, en cierta página de El equipaje del rey José y más o menos a la llegada de los franceses en huida a la Puebla de Arganzón cuando la batalla de Vitoria, leemos que uno de los personajes dice: “¡Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos (…). Sabemos por los libros las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías, horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada”. Y sigue: “Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre (…); y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano…”. Y a Fulano y Mengano a la fuerza es por lo demás que los veamos aquí, no ya como de la misma familia de aquel O Solo que tocaba en la verbenas de Celanova y sus parroquias, excluido de la historia del lugar, sino a los tres como entre “los incontables” en cuya tumba sin gloria están llamados a descansar igualmente Constança y Mariana, el Ignacio de Paz en la guerra y el propio Salvadorillo Monsalud que tan se siente expulsado de su bando como para acabar militando a favor de franceses. “Era aquello —dice el mismo Salvador en el episodio siguiente, La segunda casaca— como el despertar un sainete después de haber soñado tragedias”. Así que comedia es, pues, y bien trágica, por dolorosa y sangrienta, la historia moderna, sólo presta a la descripción realista, estática y puramente matérica (como se decía de las pinturas de los años 50 en las que no había nada que contar y todo por describir), tras que todos los relatos “artísticos” hayan resultado gangrenados por la sospecha.                                   

                                                   *  *  *

Ramón Gómez de la Serna vio en su Automoribundia a Portugal como “una ventana hacia un sitio con más luz, hacia un más allá más pletórico”. Pero en el prólogo escrito para presentar una edición de Por tierras de Portugal y España recordó haber visto, desde el autobús que partía de la plaza de la catedral de Salamanca al despunte del alba, a los mendigos que quedaban atrás, al sol de las piedras, convertidos en encarnaciones personales de la eternidad. Aquellos mendigos, me hago yo idea que pensaba Ramón, son la eternidad porque no significan nada en ninguna disposición argumental del tiempo; así que resulta bastante inocuo y absurdo hacerles, cuando el autobús arranca, un gesto de despedida; ellos no ocupan ningún puesto en una línea de cifras dispuestas según la distribución sucesiva de las fechas y ante ellos no puede haber adiós o bienvenida porque no los dejamos atrás cuando partimos, ni podemos esperar hallarlos, allá adelante, cuando el viaje llegué al final.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1]          “Los incontables” se titula un parágrafo del libro de José Luis Pardo La intimidad, (Pre-Textos, 1996, p. 208), en el que exploró, con tino admirable, la condición de quienes, precisamente y a fuerza de no pintar nada en historia ninguna, no tienen nada que contar y de ellos apenas se puede contar nada, excepción hecha, claro, de esa misma carencia de papel propio en ningún argumento. Pero eso ya no sería contar o narrar, de ahí que “los incontables” resulten únicamente accesibles a la descripción —lo que no se cuenta—, es decir, a esa relación de caracteres que conforma lo que en español llamamos su “pinta”.

 

[2]           Aunque, en realidad, la descripción se había hecho reina de la literatura ya en el mismo siglo anterior. La educación sentimental puede muy bien ser leída como la novela paradigmática de los objetos y su acumulación fortuita sobre las consolas de 1840, con tantísimas páginas que parecen apuntar a aquella “enumeración infinita “ en la que para Albert Camus habría de acabar un realismo que fuera llevado a su colmo; de hecho, a ese álgido extremo de la descripción acumulativa llegó, me parece a mí, esa nueva tradición, en La vida instrucciones de uso, de Georges Perec (útil también para comprobar que realismo y realidad no siempre son términos mutuamente condicionados). Para señalar algún apogeo de lo descriptivo —que es el de lo fortuito— frente a las acciones narrativas y concatenadas en las letras en español, quiero acordarme de dos ejemplos: el de los poemas así construidos como enumeraciones por Jorge Luis Borges y el de la peripecia familiar, por lo demás sin trama ninguna, que José Emilio Burucúa, también argentino, fue desgranando al escribir La enciclopedia B-S. (Periférica, 2011).

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Andrés Ruiz

Para un clásico de la novela española contemporánea como Juan Marsé, cada año que pasa deviene en conmemoración. Si en el 2016 celebramos con una reedición el medio siglo de Últimas tardes con Teresa, el capítulo de efemérides se completaría con los cuarenta años de la publicación en España de Si te dicen que caí. Ambos títulos, capitales en la obra de Marsé, sufrieron el acecho de la censura franquista. Saltarse el lápiz rojo del censor de turno era mucho más duro que la tarea de escribir. Pese a las lecturas del marxismo, que pretendía ver en el Pijoaparte la encarnación de la conciencia de clase, era el sexo lo que realmente perturbaba a los censores, mucho más que el antifranquismo. Más que las connotaciones políticas, al Director General de Información, Carlos Robles Piquer, le preocupaba sobre todo que Marsé cambiara la palabra “muslo” por “antepierna”.

Y otro reconocimiento. Nuestro premio Cervantes 2009 recibió el pasado 13 de octubre el Premio Liber 2016 al autor hispanoamericano más destacado como reconocimiento a su "trayectoria con proyección universal vinculada a sus raíces barcelonesas".

El escritor recuerda cuando el periodista Manuel del Arco le comunicó que Últimas tardes con Teresa había ganado el premio Biblioteca Breve y la prensa le esperaba en el museo Marés. Marés… Marsé. Personajes de novela como Manolo el Pijoaparte, intentando cambiar la barraca del Carmelo por una torre burguesa de Sarrià. El murciano, ese epígono bronceado y suburbial del Julien Sorel stendhaliano; o la rubia Teresa, a la que presenta “con un pañuelo rojo asomando por el bolsillo de su gabardina blanca y con una temblorosa disposición musical en las piernas”.

Cuando Seix Barral reeditó Últimas tardes con Teresa -ahora se ha vuelto a reeditar en su cincuentenario con una nueva portada- Arturo Pérez Reverte elogió en el prólogo el carácter inmarcesible de la novela: “Sigue tan fresca como cuando fue escrita. Ni siquiera los imbéciles que entonces perdonaron a regañadientes la vida a su autor, los resentidos o los parásitos que viven de explicar cómo escribirían ellos -si quisieran- los libros que escriben otros, se atreven ya a discutir que Manolo Reyes, alias Pijoaparte, es uno de los personajes mejor trazados en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX”.

Si los encontronazos con el lápiz rojo se saldaron favorablemente en Últimas tardes con Teresa –ganadora del Biblioteca Breve del 65 y publicada en el 66 por Seix Barral-, no sucedió lo mismo con Si te dicen que caí. La novela hubo de ver la luz en México y no se editó en España hasta 1976. De todo ello heos conversado con el escritor.

 

Si te dicen que caí significó una búsqueda de nuevas formas y estructuras narrativas”

 

- ¿Qué representaron Últimas tardes con Teresa y Si te dicen que caí en su producción literaria?

-Ultimas tardes con Teresa significa para mí, entre muchas otras cosas relacionadas con su primordial impulso narrativo, una manera de agradecer y homenajear la gran novela del siglo XIX, la que en mis lecturas adolescentes me abrió el camino hacia le verdadera literatura. En cuanto a Si te dicen que caí, se trata de una novela que, más allá de sus primeros buceos en la memoria personal, más allá del deseo de recuperar la libertad y los sueños mediante las voces infantiles que recreaban la derrota cotidiana de la España infausta de los años cuarenta, significó una búsqueda de nuevas formas y estructuras narrativas, apoyándome en las aventis, un juego que los chavales de mi barrio convirtieron en arte. Las aventis, relatos inventados que contenían hechos reales o casi, están ahí al servicio del asunto nuclear de la novela: la imaginación infantil reelaborando, mediante mentiras, la triste realidad de la dictadura franquista. 

-Si te dicen que caí vio la luz en México, al no poder pasar la censura franquista. ¿Cómo surgió esa posibilidad editorial?

-En 1973, un amigo me dio a leer en un periódico la convocatoria del Premio Internacional de Novela México convocado por vez primera por Editorial Novaro. Yo tenía la novela terminada y la total convicción de que la censura franquista no permitiría su publicación en España, así que, de acuerdo con mi agente Carmen Balcells, decidí probar y la envié a México.

 

“Conocí personalmente a Buñuel en México, ¡que tío más listo!”

 

- ¿Qué sintió al ganar el Premio Internacional de Novela de México?

- Significó la posibilidad de ver publicada una novela que en España no vería la luz hasta 1976, después de la muerte de Franco. Significó un premio de 10.000 dólares, visitar México por vez primera y conocer personalmente a Juan Rulfo y a Luis Buñuel.

- ¿Cómo recuerda aquellos encuentros?

-Fui invitado a la proyección privada de un documental y en la entrada me presentaron a Buñuel. Le comenté que en mi viaje a México hice escala en Paris y en un cine del barrio latino había visto su última película, El discreto encanto de la burguesía, que fue aplaudida. “¿Sí?”, me dijo Buñuel muy interesado, “¿y había mucha gente?” “Bueno, el cine estaba lleno”, le respondí. “Ya”, repuso él, “pero esos cines del Barrio Latino son tan pequeños...” comentó con una sonrisa escéptica. Poco después, iniciada la proyección del documental, bastante plasta y dedicado a la mayor gloria del pintor Gironella, amigo de Buñuel y también en la sala, el cineasta aragonés, sentado en la fila de butacas delante de la mía, se levantó encorvado y apretándose el estómago con la mano y exclamó con ronco y teatral vozarrón: “Me duele mucho la barriga”, y se despidió de aquella encerrona y se largó. Y yo me dije: ¡Qué tío más listo!

 

Juan Rulfo, un genio

 

- ¿Y Juan Rulfo?

-Le conocí durante una cena a la que me invitó un amigo suyo, y en la que, nunca lo olvidaré, el autor de Pedro Páramo se presentó con su ejemplar de Últimas tardes con Teresa para que se lo dedicara. Nos contó que había dejado de beber y pidió una coca-cola, la única que había en la casa, pero durante la cena se las apañó para simular que su codo tropezaba accidentalmente con la botella y la hacía caer al suelo, por lo que pidió disculpas y un vasito de vino, ya que no había otra cosa… Un genio.

- ¿Qué conserva en la memoria del México de los primeros años setenta?

-La cortesía de la gente y ciertos resabios machistas.

-Si te dicen que caí padeció un via crucis censor y, digamos, algunos problemas tipográficos. ¿Se puede considerar la más accidentada de sus novelas?

-Sin duda. Con Carlos Robles Piquer, el máximo responsable de la censura en los años sesenta, había ya entablado relación para levantar la prohibición de Ultimas tardes con Teresa, y lo conseguí, pero con Ricardo de la Cierva, su sucesor en el cargo en la década siguiente, todos mis intentos para que autorizara la publicación en España de Si te dicen que caí fueron inútiles. Me mintió. Me dijo que estaba haciendo lo imposible para conseguir el visto bueno de altas instancias, cuando, lo supe años después, no hizo absolutamente nada. La novela no se publicaría en España hasta tres años después de la primera edición mexicana, es decir, en 1976. Como he dicho, un año después de la muerte de Franco.

-En 1997 recogió el premio que lleva el nombre del autor de Pedro Páramo. ¿Era la culminación de su larga relación con México?

-Ese premio fue una gratísima sorpresa y una alegría muy íntima y personal, pues llevaba el nombre de mi admirado maestro Juan Rulfo. Después he visto que el nombre del Premio Juan Rulfo ha sido sustituido por el Premio Feria del Libro de Guadalajara, y no conozco la razón de ese cambio, que lamento. Yo me quedo con el Premio Rulfo, que significó tanto para mí.

-Además de Juan Rulfo, ¿qué autores le han interesado más de la literatura mexicana?

-No estoy al corriente de muchos autores actuales. He conocido y admirado a José Emilio Pacheco, a Sergio Pitol, a Federico Campbell, a Jorge Ibargüengoitia, a Monterroso.

- ¿Qué recepción ha tenido su obra en Hispanoamérica?

-No tengo ni idea. Sé que ha interesado a algunas personas.

Y seguimos con las conmemoraciones. En 2017 se cumplirán sesenta años del primer artículo de Marsé. Lo publicó en la revista Arcinema. Era el kilómetro cero de una faceta periodística que culminó en los años setenta en revistas como Don, Bocaccio -cabecera de la gauche divine que comandaba Oriol Regàs- y en los turbulentos años de la Transición en la revista Por Favor –permanentemente acosada por expedientes y multas administrativas- con dos secciones memorables: Confidencias de un chorizo y Señoras y señores. En la última entrega de la sección -retomada en los años ochenta en el diario El País- Marsé esboza su autorretrato: “No ha tenido mucho gusto de haberse conocido, habría preferido pasar de largo de sí mismo… El tipo es bajo, desmañado poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que lo traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano”.

El escritor se confesaba en el documental de Xavier Robles Un jardín con ranas de cartón más deudor del cine que de la literatura y recordaba su condición de hijo adoptivo “una historia que sería novela aparte que no voy a escribir nunca”. Una historia que reconstruyó con todo detalle Josep Maria Cuenca en la biografía Mientras llega la felicidad, de 2015. El título alude a la afirmación de un escritor que imprime carácter a cada novela: “Los momentos más felices de la vida se dan cuando uno consigue dejar de pensar en sí mismo”.  En el citado documental de Robles, Marsé ya avanzaba unas cuartillas de lo que iba a ser su próxima novela. Con una foto de Robert-Louis Stevenson en la estantería y el lema que preside su despacho –“El esmero es la única convicción moral del escritor”- leía un fragmento de carga autobiográfica que reflejaba a las claras sus encontronazos con los responsables de la mala fortuna de sus novelas en la gran pantalla... esos que él llama “peliculeros”. Los directores de cine han provocado serios desperfectos en la adaptación de sus novelas: Jordi Cadena, Gonzalo Herralde, Vicente Aranda, Fernando Trueba... Pero de todos los que engloba bajo el epígrafe de “peliculeros”, el que más daño le hizo fue el productor Andrés Vicente Gómez cuando se cargó el guión de “el embrujo de Shanghai” de Víctor Erice que acabó rodando Trueba con los resultados -malos- de todos conocidos.

En el verano del 82, el narrador de la novela se encuentra con un productor “prepotente y mercachifle” y el director Juan Antonio Bertrán, “distinguida gloria del cine español de los años cincuenta”. Ambos “peliculeros” se proponen llevar a la pantalla un guion basado en un hecho real acaecido en 1949: una prostituta estrangulada en la cabina de proyección del cine Delicias. La descripción no deja dudas sobre la identidad del director que inspira el personaje: “Autor de una filmografía muy crítica con la Dictadura, valiente y bien intencionada pero, lamento decirlo, bastante plasta. Las orejeras ideológicas de este director constriñeron su indudable talento y todas sus películas de denuncia, tan celebradas antaño, adolecen de una fastidiosa monserga ideológica y política. Han envejecido mal debido a su didactismo maniqueo y hoy lucen unos resabios panfletarios marca PCE que dan grima”. Marsé nos presenta a Bertrán (Bardem) “muy a gusto bordeando el panfleto y, según pude comprobar en nuestra primera entrevista, seguía empeñado en ello”.

Finalmente, la primera novela que Marsé publicó desde la concesión del premio Cervantes –Caligrafía de los sueños (2011)- no se refería a los “peliculeros” sino a los personajes de posguerra que seguían transitando por el Carmelo y las empinadas calles de adoquín del barrio de Gracia y el parque Güell. Ringo se llama el adolescente quinceañero que nos remite al propio Marsé y esos padres adoptivos de esa historia personal que nunca iba a ser una novela pero que atraviesa todas sus ficciones.

 

“Yo sigo dando más crédito a la ficción que a eso que llamamos realidad”

 

- ¿Caligrafía de los sueños es su novela más autobiográfica? Esa evocación del anticlericalismo paterno, de la madre enfermera, del taller de joyería y el tostadero donde trabaja Ringo...

-Me gustaría afirmar que todo es inventado. Me gustaría jurarlo. Porque tendría más mérito, y a menudo, más solvencia. Porque en este país, después de lo visto y oído –y lo que nos queda por ver y oír, me temo-, yo sigo dando más crédito a la ficción que a eso que llamamos realidad. Pero sí, algo de eso que todos hemos convenido en llamar realidad testimonial está en algunos episodios de la novela. Algunas situaciones retocadas, reinventadas, otras tan verídicas y asombrosamente vividas que a mí mismo me cuesta creer que ocurrieran.

-Obsesionado por las “ratas azules” que infestan los cines de barrio en la posguerra, el padre de Ringo se adscribe al bando de los vencidos pero su hijo no comparte esa asunción de la derrota e intenta buscar su propio futuro. En sus novelas anteriores la figura del padre no aparecía con tanto detalle introspectivo.

-Mi padre constituye en varias de mis novelas un cierto subtema: el de una ausencia, una no presencia que de algún modo se nota. El padre ausente está siempre ahí, es una constante, pero nunca el tema central. En Caligrafía de los sueños está más presente y activo, pero sigue siendo un personaje del que no hay que fiarse mucho, aunque es un hombre de palabra. En realidad, sigue siendo un fantasma, pero se deja ver más, y sus actos son menos de fiar que sus palabras.

 

“Me entiendo bien con los perdedores”


- ¿De entre sus personajes novelescos, ¿con cuál de ellas se siente más identificado?

-Me entiendo bien con los perdedores. Con la desdichada Montse, con el exboxeador Jan Julivert Mon, con el pirado capitán Blay, con la prostituta Balbina, con el Pijoaparte y con la criada Maruja, con Sarnita y con todos aquellos chavales de cabeza rapada que contaban historias sentados en las aceras del barrio en Si te dicen que caí.

-Después de Caligrafía de los sueños llegó el relato Noticias felices en aviones de papel. ¿Cómo nació esa historia?

-De la fotografía en portada de un libro sobre el gueto de Varsovia, editado por Wydawnictwo Parma Press, con textos y fotos del Instituto Judío de Historia. Me impresionó la mirada de unos chavales descalzos y harapientos sentados en el bordillo de la acera, me trajo recuerdos de la posguerra en Barcelona. Yo había visitado Varsovia años atrás y estuve en la única calle que se conservaba del gueto, muy parecida a la calle Nowolipie que aparecía en la foto. Además de evocar la calle mediante una invención, quería contar algo sobre una anciana de vida supuestamente frívola que evoca dolorosos fantasmas y un muchacho solitario que debe aprender a ser una persona solidaria y tolerante.

-De nuevo los trazos del Marsé adolescente. Sueños, tebeos, padre huidizo... ¿La adolescencia permite más sinceridad a la hora de narrar?

-Tengo mis dudas acerca de cómo narrar desde el punto de vista de un adolescente. ¿Esta novelita ostenta ese punto de vista? No estoy seguro. Me manejo muy mal con las teorías. El protagonista es un chaval de quince años, de acuerdo, pero no es ese chaval el que cuenta lo que pasa. Si fuera así, según yo lo entiendo, se deberían haber respetado ciertas normas... Pero salgamos de la cocina del escritor, que siempre está llena de humo y de olores a refritos diversos.

-La anciana polaca quiere hacer aviones de papel con buenas noticias... Al final califica este país de “gritón y malhablado” ¿Es una alusión al periodismo de trinchera que de los tertulianos?

-La señora se queja de que en los periódicos no hay muchas noticias felices para los niños, ni para los adultos, podía haber añadido; dice que este es un país gritón y malhablado y acusa a la prensa escrita de lo mismo, cuando en realidad esa descalificación la merece mucho más la radio y la televisión con sus chillonas, vacuas, carroñeras e incívicas tertulias.

-Uno de sus personajes afirma que “la memoria es una abeja muerta que nos acaba picando”. ¿A qué se refiere?

-Proviene de una frase del viejo Walter Brennan en una película de Howard Hawks: “¿A usted nunca le ha picado una abeja muerta?” Pero no me pregunte qué significa...

 

“Mi estampa predilecta de un escritor sigue siendo la imagen de un hombre solitario batiéndose con el lenguaje”

 

- ¿Qué papel ha de asumir el escritor en estos tiempos de comercialismo a la desesperada y piratería digital rampante?

-La imagen del escritor comprometido hoy se considera poco menos que una reliquia, y lo que en todo caso priva es el intelectual al servicio del poder, el figurón pesebrero, un monigote bien relacionado para captar prebendas. El verdadero intelectual pinta poco, y con gobiernos mercachifles que desprecian la cultura, aún pinta menos... Mi estampa predilecta de un escritor sigue siendo la de siempre, la de una foto de Balzac que tenía cuando era chaval, un Balzac en camisón escribiendo a la luz de una vela, es decir, la imagen de un hombre solitario batiéndose con el lenguaje.

Corría 2014 y la que hasta el momento es la última novela de Marsé andaba por los cien folios. El título original se modificó levemente –de Una puta muy querida a Esa puta tan distinguida-, o la novela sobre la desmemoria que, también, nos acaba picando cual abeja muerta. La reconstrucción del crimen de una prostituta –a cargo del hombre que la mató, trasunto del asesino de aquella Carmen Broto que inspiró Si te dicen que caí- ha de nutrir el guión de una película que acabará siendo otra cosa para desesperación del guionista. El ajuste de cuentas con los “peliculeros” sirve a Marsé para abordar “las añagazas y las trampas que nos tiende la memoria, sea esta histórica o personal”. En un principio, Esa puta tan distinguida debía formar parte de Caligrafía de los sueños pero tomó tanto vuelo que el autor decidió que sería otra novela. Reaparecen personajes, como el falangista y la señora Mir con la cabeza sobre los raíles del tranvía en la calle Torrente Flores. La realidad como semillero de la ficción. En Esa puta tan distinguida, apunta Marsé, podría pesar más la realidad que la ficción pero solo en apariencia: “Hay algunos toques a lo real bastante evidentes, todos en clave de humor, pero yo considero mucho más solvente la parte inventada, porque es la que afecta al nervio central de la novela”.

-Su valoración, tan negativa, de las adaptaciones de sus obras al cine y de su experiencia en el trabajo cinematográfico se deja notar...

-Pero no es el asunto central de la novela. Cualquiera que haya escrito para el cine sabe eso: no pocas expectativas se pueden frustrar, por falta de entendimiento o por intereses ajenos, por motivos comerciales o por desidia.

-El juicio sobre el cine español que se desprende de la novela es demoledor.

-El cine español me ha planteado siempre, incluso sus mejores películas, un problema de credibilidad. No sé exactamente a qué se debe. Se trata de un antiguo desencuentro con lo más creíble y cercano, lo que las personas solemos hacer todos los días en la realidad, que puede se increíble y absurda, por supuesto, pero “increíblemente creíble”. Hay excepciones como las películas de Berlanga, Erice, Gutiérrez Aragón, José Luis Borau, José Luis Cuerda y, sobre todo, las de Luis Buñuel, incluidas las mexicanas, donde los actores suelen ser increíbles, pero las películas son perfectamente creíbles.

 

“Escribo porque estoy en descuerdo con un mundo que no está bien parido”

 

- ¿Qué escritores le han ayudado más a reinventarse a sí mismo?

-Baroja, Galdós, Stevenson, Dickens, Cervantes, Rodoreda, Stendhal, Tolstoi, Chéjov, Hemingway, Cheever, Faulkner, Chesterton, Rulfo, Onetti, Margarit, Mendoza, Gil de Biedma, Ferrater, Simenon, Coetzee... Y Proust, Flaubert, Kafka, Pla, Scott Fitzgerald, Nabokov, Carver, Vila Matas, Lowry, Machado (Antonio), Capote, Cernuda, Pàmies, Melville, Borges y Flannery O’Connor.

- ¿Y cómo contempla la literatura española actual?

- Quizá necesite menos adjetivos y más sustantivos, pero en mi opinión goza de buena salud.

Después de publicar Esa puta tan distinguida, Juan Marsé ya trabaja en otros proyectos novelescos que, por supuesto, no nos va a desvelar: “El porqué escribe uno tiene cincuenta mil respuestas. Yo, porque no sé hacer otra cosa... O porque estoy en desacuerdo con un mundo que no está bien parido: la ficción ofrece alternativas a esa realidad que no gusta”.

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Sergi Doria

Ângelo Vaz Pinto Azevedo Coutinho de Lima, más conocido como Ângelo de Lima, nace el 30 de julio de 1872 en Oporto y fallece el 14 de agosto de 1921, con apenas 49 años, en el Hospital Psiquiátrico Rilhafoles de Lisboa (hoy Hospital Miguel Bombarda). Correcto dibujante y notable poeta, el joven Ângelo heredó doblemente de su padre, el funcionario de correos Pedro de Lima, un vigoroso amor por la poesía –su primogénito había publicado, en 1867, un irregular poemario titulado Ocasos– y una penosa e incapacitante tendencia a la locura que acompañaría a ambos hasta la muerte.

 

En 1888, y tras ser expulsado del Colegio Militar de Lisboa, regresa a Oporto y se inscribe en la Facultad de Bellas Artes, estudios que abandona temporalmente para alistarse en el ejército portugués. Bien considerado por sus superiores, alcanza el grado de segundo sargento; en 1891, de manera voluntaria, entra a formar parte de una expedición militar en Mozambique. Tras siete meses en África, regresa a su ciudad materna; los primeros signos de locura comienzan a hacer acto de presencia.

 

En 1894 retoma, con mayor éxito, sus estudios de Bellas Artes: tanto es así que resulta elegido director artístico de la revista A Geração Nova. Sin embargo, el 20 de noviembre de ese mismo año ingresa en el Hospital do Conde de Ferreira de Oporto, diagnosticado de “manía persecutoria y alucinaciones auditivas”. Después de un largo periodo de hospitalización y un par de años en el Algarve, en 1900 se instala en Lisboa, donde se entrega a una vida errática y ociosa. Vida que se verá truncada el 19 de diciembre de 1901, –dos semanas después de protagonizar un altercado en el Teatro Dona Amélia que le supuso pena de prisión–, al ser ingresado en el Hospital Psiquiátrico de Rilhafoles, lugar en el que permanecerá hasta el final de sus días.

 

Es justo referir que un alto porcentaje del relativo prestigio literario de Ângelo de Lima se debe a la aparición de varios de sus poemas en el número 2 de la mítica revista Orpheu (1915), número dirigido conjuntamente por Fernando Pessoa y Mário de Sá-Carneiro. Algunos años antes, el crítico Albino Forjaz de Sampaio había publicado, en Ilustração Portuguesa, el artículo “Um poeta em Rilhafoles”, dedicado a glosar la figura de Ângelo de Lima; el atento Pessoa, atraído por su fervor modernista y su surrealismo de tintes panteístas, y dispuesto a epatar a la burguesía portuguesa del momento, no dudó en publicar varios poemas de Ângelo de Lima, de quien afirmó que, “no siendo como nosotros, llegó a convertirse en uno de los nuestros”. También son más que dignas de mención las labores posteriores de António Salvado, que en 1959 recopiló 28 poemas de Ângelo de Lima en la publicación Folhas de Poesia, y del propio Herberto Helder, quien, junto con António Aragão, incluyó al loco de Orpheu en el primer número de la antología Poesia Experimental (Cadernos Hoje, Lisboa, 1964).

 

 

Según el volumen Poesias Completas de la editorial portuguesa Assírio & Alvim (1991), que ha servido de base para este artículo y cuya numeración cronológica ha sido respetada, apenas se conservan 43 poemas de Ângelo de Lima: se sabe que otros muchos, compuestos durante su prolongada reclusión forzosa, acabaron siendo alimento de la basura del psiquiátrico de Rilhafoles, considerados por el personal médico y auxiliar del hospital como desvaríos propios de un enfermo mental. Es por tanto un orgullo presentar aquí, por vez primera en lengua castellana, la traducción de este ramillete de nueve poemas escogidos de entre la parte más coherente y valiosa del injustamente olvidado Ângelo de Lima. Ojalá que, como afirma el poeta en uno de sus versos más célebres, no se nos pare de repente el pensamiento al enfrentarnos a su compleja dispersión cósmica, al entregarnos, pacientemente, a ellos.

 

1.

¡Dicen los sabios que ya nada ignoran

que el alma es un mito...!

Los que hace tanto, en vano, de los cielos exploran

el alimento infinito…

Ellos, los que encontraron en el ente humano

nada más que esta faceta

de ser finito, orgánico, el gusano

que muere y nace,

se basan en la razón.          

¡Y la razón yerra...!

 

¿Quién, de la oruga que se arrastra por la tierra,

puede suponer,

soñar siquiera, que un día ha de nacer

la mariposa, aquella alada flor

matiz de los cielos?

Sabios, buscad en vano el puede ser

Saber… Apenas Dios.

 

El hombre se arrastra, igual que el verme

por no poseer la paz de la sepultura,

¡cuánta labor bajo aparente calma!

Servir de abrigo a aquel ser desarmado

del que un día, después de tarea oscura,

saldrá vivaz, alada y flor, el Alma.

 

 

 

3. SÚPLICA

 

Para alguien fue, de tu mirar, la llama,

como, tras noche oscura, fue la luz de la aurora.

 

Desde la “selva oscura” entre la sombría trama,

oye, mujer, como ese alguien te implora.

 

¡Oh, baja sobre mí tu mirada fulgente...!

 

Que tu mirada es bálsamo que ignora,

del cielo en este seno, en que, latente,

 

aflige, ya hace mucho, el cáncer de un anhelo,

de un deseo insensato y sed ardiente

 

de un no sé qué, que en tu mirada leo.

 

 

 

4. A MI PADRE

(En el Santo Día de los Difuntos)

 A Natalia García Vilas

 

 

¡Padre! Cuando en las horas del final del día

la vaga bruma cubre, tristemente, el Espacio

y a mí me envuelve en la melancolía...

 

¡Padre! Dime: ¿tú sabes qué tan secreto lazo

me liga a mí, que vago por el mundo

triste, vencido bajo atroz cansancio,

contigo, que planeas en el cielo profundo...?

 

¡Padre! ¡Yo soy tu hijo! ¡Siento que soy tu hijo!

No reniegues de mí, ¡yo soy tu hijo! Padre...

¿Pues no ves cómo vago por este laberinto,

perdido, triste, alucinado, ¡ay!,

al igual que esa nave en que Israel vagó,

y yerma, a la deriva, sobre las aguas va,

sin siquiera saber qué fuerza me guió,

sin que me guíe voluntad alguna,

en la derrota que siguiendo voy?

 

Así, como a la nave que no tiene ninguna,

ninguna sombra de tripulación,

sonríe Vesper aún, de entre la bruma,

así mi enlutado corazón,

al que no guía ya ni un solo anhelo,

sonríe, lejano, de entre las tinieblas,

¡Padre! ¡El afecto de tu noble seno!

¡Padre! ¡Mi noble, mi finado amigo...!

¿Duermes, allí en la Nada majestuosa y triste,

o vives todavía, como existe el Dolor...?

 

¡Oh Padre! ¡Quién pudiera marcharse allí contigo...!

 

¡Oh Padre! ¡La desgracia se ha juntado conmigo

desde el día en que, Padre, escapaste de mí...!

¡Oh, Padre! Si, en vuelo, por el cielo partiste,

dime cuál es el rumbo, quiero ver si lo sigo...

 

¡Padre! Tu pobre tumba, tan sencilla,

tal vez no tenga, como tienen otras,

hoy día, nadie que la deje flores...

 

¡Ay qué triste que es no tener a nadie!

 

¡Mas por lo menos Eva, nuestro encanto, −¿la ves?−,

y Pedro, y Vasco, están contigo allí...!

 

 

8.

 

Es el mundo estrecho coto,

es mal cazador osado,

mi alma es una ave asustada,

tu seno, abrigo anhelado.

 

El mundo da tantas vueltas

que la gente ya ni sabe

si un tercio de lo que hoy piensa

mañana lo pensará.

 

Pasan nubes por el cielo estival y ameno

como pasan por mi alma los Dolores,

y pasada la nube queda sereno el cielo,

como pasa el dolor, y mi seno se calma.

 

 

 

11. SOLO

 

 

Quiero que cuando muera me arrope la Simpleza,

marchar sin pompa alguna hacia la sepultura,

que sea mi compañía apenas la Tristeza,

¡que no vista de bronce el sonido, por los valles!

 

Llore sobre mí el cielo en gotas de rocío,

que la luz del ocaso refulja en su cristal,

cántenme el “que descanses”, a lo lejos, las olas.

 

Que la brisa, gimiendo, me recite su Amén,

vaya así hasta las yermas, las alejadas plagas...

 

¡Y que me quede solo!

             ¡No vuelva nadie allí!

 

13. 1500

 

 

En las olas tranquilas del océano

va serena la nao de blancas velas...

Trae en su flanco vestigio de tormentas,

allá en la mar, con gesto soberano...

 

Un ligero batel burla al arcano

Y baja de la nao hasta las tierras,

que en candidez nupcial y de doncellas

alzan la flora al sol meridiano...

 

Gente tostada por el viento amargo

salta en las playas del país fecundo...

Llevan el gesto de los héroes de Argo...

 

Conteniéndolos con mirar profundo,

Cabral1 alza la voz en gesto vasto

¡y en la Ley Patria envuelve un Nuevo Mundo!

 

 

1. Pedro Álvares Cabral, navegante portugués considerado el descubridor de Brasil.

 

 

 

 

 

14.

 

Súbito se me para el pensamiento…

Como si de repente refrenara

la loca correría… en que, llevado...

anda en busca… de Paz… y del Olvido

 

Para perplejo… Escrutador… Atento

como para… un caballo alucinado

ante un abismo… ante sus pies rasgado…

Para… Queda… Demórase un momento…

 

Viene traído en loca correría

a orillas del abismo, y se demora,

 

y sumerge en la noche, oscura y fría

su mirada de acero, que allá en la noche explora…

 

Pero… la espuela del dolor su flanco estría...

 

Y él salta… y continúa… ¡bajo la espuela!

 

 

42. VIVIR

 

¡Vivir...!

¡Vivir...! ¡Y Palpitar...!

¡Ser...! ¡Amar...!         

                   ¡Vencer...!          

                                   ¡Y Conquistar...!

 

 

¡Vivir!

           ¡Oh Fantasía...!

¡Luz...! ¡Perfume...! ¡Canción...!                   

                                                ¡De Amor...!

                                                                   ¡Poesía...!

 

 

¡Pasión y Gloria!

                         ¡Embriaguez...! ¡Jolgorio...!

¡Vivir...! ¡Un día...!

Vivir...

Vencer...

Amar...

 

               Rosa de vida... ¡Rosa de Alegría...!

Flor de Vida y Pasión,  ¡Epurpur Rosa...!

¡Deliciosa!     

                 ¡Que es como la Rosa

                                                   que Fenece un Día!

Un Día en que Adormece Toda Gloria...

¡Placer o Dolor...!

¡Odio o Amor...!

¡Del Palpitar, de la Vida Transitoria...!

 

 

43. EL MAR…

 

Semejante a algún monstruo, cuando duerme,

el Mar… Era sombrío, vasto, enorme…

¡Balanceo demorado

inmenso bajo los Cielos!

 

Tal inmenso y sombrío el Mar sería,

¡y así, en olas tristes, ondearía

en el tiempo en que el espíritu de Dios

sobre él era llevado!

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

27 de junio de 2017

 

 

Nam est aliquis ac nescio an maximus etiam ex secretis studiis fructus ac tum pura voluptas litterarum, cum ab actu, id est opera recesserunt et contemplatione sui fruuntur.

(Quint. inst. 2, 18, 4)

           

 

 

 

           

 

 

El pasado 4 de junio, el secretario del jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2014 leía un acta que compendia oportunamente la línea de un novelista cuya prosa “se abre a deslumbrantes espacios líricos, a través de referencias culturales, donde se revitalizan los mitos clásicos y la belleza va de la mano de la ironía. Al mismo tiempo, muestra un análisis intenso de complejos seres humanos que nos atrapan en su descenso a la oscuridad de la vileza o en su fraternidad existencial. Cada creación suya atrae y deleita por la maestría en el desarrollo de la trama y en el dominio de los registros y matices expresivos, y por su reflexión sobre los secretos del corazón humano”. 

De acuerdo con aquéllos que lo consideran decadente, distanciado, difícil y arrogante, él se tiene por autodidacta y “posthumanista”. Con prácticas alusivas y formas barrocas, ya sea bajo la presión del simbolismo o mediante la digresión filosófica, la intensidad de su escritura y el lirismo de su prosa lo acreditan como uno de los estilistas irlandeses más notables de su generación. Inmediatamente después de leer Dubliners, a los 12 años, comenzó a escribir “horribles imitaciones” de la obra de Joyce con la vieja Remington de su tía. Pero también el humor negro y el ingenio de Beckett, así como las instancias narrativas de Nabokov han ejercido su influjo, sin preterir a Nietzsche, “el gran filósofo de nuestro tiempo”. En un momento de su adolescencia quiso ser pintor: advirtió que no tenía aptitudes para ello, mas aquella aplicación le serviría para contemplar la experiencia de una suerte minuciosa y condensada, y como metáfora de repetición intertextual. Hace de la literatura un medio para filtrar la compleja y ambigua realidad, y una manera de reconocer la raleza del mundo que nos rodea. Al cabo, toda obra de arte exhibe una “textura de cicatriz” y la novela es como la vida misma: “una aventura cómica con irrupciones ocasionales de lo trágico”. Quizá por eso emplea narradores poco fidedignos, que dudan y desvarían, desconectados y desplazados, cuando no odiosos y canallescos. Parecidos, pues, a los escritores, que, según ha observado, son seres como cualquier otro, sólo que un poco más obsesionados. Y, efectivamente, cuanto más viejo se hace uno, más confundido se encuentra, lo cual es bueno para el artista, supuesto que favorece el concurso de la intuición, los sueños, las fantasías y los recuerdos. Hablando de confusión e indeterminación, la lengua de Irlanda (Hiberno-English, Irish English o también llamada, imprecisamente, Anglo-Irish) no tan directa, más oblicua, con sus diferencias fonológicas, sintácticas y léxicas respecto a otros acentos del inglés, le proporciona esa ambigüedad poética que requiere y que, a veces, realza con un lenguaje arcano. Toda vez que “la frase es el mayor invento de la civilización”, considera su oficio un privilegio y, cuando escribe, se abstrae de todo lo demás, empeñado sólo en escoger cuidadosamente las palabras que han de formar la oración perfecta. Sorprendido de que, en una época dominada por la televisión y la música pop, todavía hay gente que lee, ha declarado su modesta ambición en la vida, cual es la de cambiar la novela completamente. Y puesto que estamos ante un género cada vez más maltrecho, se ha arrogado el deber de protegerlo. Dado este contexto, no tiene inconveniente en decir alto y claro lo que piensa, como cuando sostuvo en una reseña que Saturday, el libro que acababa de publicar Ian McEwan, era “espantosamente malo”.[1]

John Banville tiene 68 años y vive en la punta norte de la bahía de Dublín. Nació en Wexford y se formó con los Hermanos Cristianos y en el St. Peter’s College de su ciudad natal. Siempre cáustico, el maestro de la ironía recuerda con frecuencia que la educación religiosa es muy importante para un escritor, pues lo impregna de sentido de culpa, lo cual conviene al narrador de ficciones. Una vez completada la educación secundaria, en lugar de ir a la universidad y hacerse arquitecto, como quería su madre, ansioso por escapar del ambiente familiar, se puso a trabajar de administrativo en la aerolínea Aer Lingus, lo que le permitió viajar por el mundo a un coste ínfimo. Realmente debió de ser la parte más sugestiva del empleo: como él mismo recuerda, el hecho de poder volar de Londres a San Francisco por dos libras, en primera clase (de la época), tuvo que significar mucho para un joven inquieto en un país pobre y aislado del mundo, durante la década de los sesenta en el siglo pasado. Tras vivir un par de años en California, donde conoce a la que después sería su esposa, vuelve a casa en 1969 para dedicarse al periodismo y la literatura. Primero fue redactor del Irish Press; luego, desde 1988 y a lo largo de diez años, desempeño el cargo de director literario en The Irish Times. Desde 1990 colabora regularmente en The New York Review of Books no como crítico literario, sino como reseñador de libros, pues le gusta establecer la diferencia entre uno y otro: el primero ha de situar la obra en la tradición; el segundo tiene que introducirla al público lector. En todo caso, las reseñas y los artículos literarios lo redimen del “tormento constante” de la ficción y le proporcionan el “placer del artesano”.

El profesor Imhof[2] lo situó en el contexto internacional de la denominada ficción postmodernista: un novelista “crítico” o metaficcional que, altamente preocupado por la forma, trasciende los géneros narrativos irlandeses para escrutar las posibilidades de la novela y hallar una voz propia, consciente de que se encuentra en la era posterior a Joyce y Beckett. Más tarde, Joseph McMinn[3] lo considera en el ámbito de la teoría literaria contemporánea, particularmente el postmodernismo y el feminismo, argumentando que su obra está muy influida por las mitologías románticas y modernistas de la imaginación creativa, como las expresadas por Coleridge y Wallace Stevens. Finalmente, Berensmeyer[4] intentará demostrar que el autor es “metaficcional” en el sentido de que su obra trata de la creación de ficciones en unos contextos que no implican necesariamente el proceso de la escritura, como son los de la ciencia y el arte.

Con objeto de compendiar la obra y extraer su temática cardinal, frecuentamos la interesante “perspectiva crítica” del Dr. Nick Turner[5], según la cual nos hallamos ante un “novelista filosófico preocupado por la naturaleza de la percepción, el conflicto entre imaginación y realidad, y el aislamiento existencial del individuo”. En sus primeras creaciones –Long Lankin (1970), Nightspawn (1971) y Birchwood (1973)–, marca el territorio no realista, fija una tendencia a las ideas metafísicas, consolida la prosa barroca y orienta la meditación poética hacia las relaciones de la memoria y la fantasía, para concluir con una advertencia decisiva en boca del narrador:

“We imagine that we remember things as they were, while in fact all we carry into the future are fragments which reconstruct a wholly illusory past. That first death we witness will always be a murmur of voices down a corridor and a clock falling silent in the darkened room, the end of love is forever two spent cigarettes in a saucer and a white door closing”.[6]

Esos fueron, pues los comienzos del aprendizaje: una colección de relatos, a la manera de Joyce, vinculados por la trama y la cronología, que exploran las emociones del miedo, los celos y el deseo en la vida cotidiana, y cuyo título evoca una popular balada acerca del crimen gratuito. Luego, con un narrador ya conocido, pero ahora en primera persona, y con ecos de Beckett y Nabokov, y con citas de T.S. Eliot, se adereza la primera novela, la cual es un thriller psicológico ambientado en una isla griega en vísperas de un golpe militar, pero también es una parodia que socava los fundamentos de la narrativa tradicional, desfigurando los contornos del narrador, el autor y el personaje. Y, finalmente, con elementos de novela gótica y de realismo mágico, el “poeta que escribe prosa” sigue el modelo estructural de Proust: el protagonista, “a la búsqueda del tiempo equivocado” vuelve a la decadente mansión familiar para descubrir que su primo es su hermano, fruto de una relación incestuosa entre su padre y su tía. El “sujeto de la obra” es un autor implícito que deambula por una trama circular tratando de encontrar un sentido en el pasado, rememorándolo y dándole forma narrativa, con objeto de ordenar el caos, entender el presente y dar significado a las cosas.

Después de su “novela irlandesa”, Banville, tratando de sortear la etiqueta, se aleja de la temática de su país y se pone a escribir sobre la invasión normanda del siglo XII, pero aquello, sin saber cómo, se transformará en un libro acerca del fundador de la astronomía moderna. Entretanto, ha recuperado al Arthur Koestler de su adolescencia, supuesto que le sigue fascinando todo lo relacionado con el proceso creativo y, como al autor de The Sleepwalkers, también a él le interesan sobremanera los paralelismos entre la invención científica y la creación artística. Así pues, en la denominada “tetralogía científica”, pulsará las estructuras astronómicas o matemáticas como “lenguajes” alternativos de conocimiento y someterá la epistemología a un examen implacable. Son tres ficciones “históricas” sobre Copérnico, Kepler y Newton, respectivamente, más un cuarto volumen –Mefisto (1986)– que, como el título sugiere, es un relato fáustico en torno a un prodigio matemático que empieza y termina con la palabra “casualidad”.

Doctor Copernicus (1976) se abre con un epígrafe de tres líneas que pertenecen a un largo poema en el que Wallace Stevens medita sobre la naturaleza de la realidad, la percepción humana y la imaginación poética[7]. La vida (y la obra) del protagonista, desde su infancia hasta su muerte, se dispone en cuatro partes. Ya desde el mismo principio, el niño inocente se recrea en “cuestiones enigmáticas” sobre el “objeto mismo” y las palabras que lo nombran, que por sí solas no significan nada, pues sólo son signos arbitrarios. Es la disonancia entre las cosas y los nombres:

“Everything had a name, but although every name was nothing without the thing named, the thing cared nothing for its name, had no need of a name, and was itself only”.[8]

Los padres mueren muy pronto y los cuatro hermanos quedan a cargo del tío Lucas, canónigo influyente, que decide orientar a los dos chicos, Nicolás y Andreas, hacia la Universidad de Cracovia. Ya en el colegio, el primero aprende con demasiada facilidad y, por lo general, le aburren las materias. Hay un profesor que le aconseja que tenga cuidado con los enigmas, pues ejercitan la mente, pero no enseñan a vivir, y le advierte que todas las teorías son sólo nombres, mientras que el mundo es una cosa. Es el canónigo Wodka, que le muestra su observatorio y lo introduce en la historia de la cosmología basada en la teoría de Tolomeo, una hipótesis que, formulada en Alejandría trece siglos antes, aún era aceptada universalmente. El corazón del muchacho, todavía incólume ante los escrúpulos de la ortodoxia, se colma de felicidad.

“Out there was unlike here, utterly. Nothing that he knew on earth could match the pristine purity he imagined in the heavens, and when he looked up into the limitless blue he saw beyond the uncertainty and the terror an intoxicating, marvelous grave gaiety”.[9]

En la universidad se dedica a las humanidades y la teología, como su tío, ahora obispo, había dispuesto. Abstraído por el estudio, se aparta del mundo y descubre su problema: si bien no puede contradecir al universo real, siente que debe hacerlo o desesperar. Por eso, en el choque con el profesor Brudzewski, astrónomo y matemático, cuando éste trata de “justificar los fenómenos”, afirmando que la astronomía no muestra al universo tal como es, sino como nosotros lo observamos, Copérnico, que no cree en palabras, sino en cosas, afirma que el conocimiento debe convertirse en percepción.

En 1496, el ya canónigo Koppernigk y el vago de su hermano parten hacia Italia, unidos por “correas de odio y pavoroso amor”, con objeto de estudiar en Bolonia y Roma. Nicolás obtiene el doctorado en derecho canónico, en un acto ritual que adquiere ribetes de farsa cuando se confunden los textos y el nombre del doctorando, del que se dan hasta cinco transcripciones distintas, reflejo asimismo de la realidad. En todo caso, la caliente y caótica Italia renacentista colisiona con su carácter prusiano, escéptico y frío, lo mismo que la relación con el aristócrata Girolamo. Incapaz de liberar al hombre físico, se refugia una vez más en la ciencia, tratando de buscar la esencia por medio de la astronomía, admitiendo que lo fundamental no eran los teoremas, sino la relación entre ellos: el acto de creación.

“Out of nothing, next to nothing, disjointed bits and scraps, he would have to weld together an explanation of the phenomena. The enormity of the problem terrified him, yet he knew that it was that problem and nothing less that he had to solve, for his intuition told him so, and he trusted his intuition – he must, since it was all he had”.[10]

La segunda sección empieza y acaba con una misma pesadilla para proyectar la traumática relación con su hermano, el cual, a estas alturas, está a punto de morir corroído por la sífilis. Encontramos a un Copérnico de 33 años en el castillo de Heilsberg, donde, además de médico, secretario y factótum, tendrá que actuar como aliado en las conspiraciones de su tío. Él, que no era ni alemán ni polaco, ni siquiera prusiano, en el conflicto del rey de Polonia con los Caballeros Teutónicos, tendrá que aceptar el ejercicio maquiavélico que le brinda el Gran Maestre Albrecht, quien, echándole en cara que no comprende los “conceptos abstractos”, le asegura que los dos son los “creadores de ficciones supremas”. La práctica de la medicina era un espacio de escondite desde donde podía dedicarse a sus verdaderas aficiones. Y seguía dándole vueltas a su teoría, la cual en sí no era errónea, pero carecía de alguna conexión fundamental. Había algo que fallaba y que convertía la astronomía en un “proceso progresivo de fracaso”, hasta el punto que el autor deja de creer en su libro, y a la crisis espiritual se yuxtapone una tribulación intelectual:

“He had believed it possible to say the truth; now he saw that all that could be said was the saying. His book was not about the world, but about itself. More than once he snatched up this hideous ingrown thing and rushed with it to the fire, but he had not the strength to perform that ultimate act”.[11]

Tras la muerte de su tío, es nombrado prepósito de tierras y, en contra de su voluntad, se convierte en un hombre público que llega a estar alarmado por las responsabilidades de los asuntos de estado. El capítulo se cierra con unas cuantas cartas de varios obispos sobre política eclesiástica, pero antes se presenta la historia de Anna Schillings, una prima lejana del canónigo que se convertirá en su focaria. Y en ese pasaje, la tercera persona narrativa parece mantener un monólogo, o un “diálogo interiorizado” con el lector.

La tercera parte es una versión subjetiva, en primera persona, a cargo del discípulo Rheticus, un luterano de Wittenberg. Es él quien publica Narratio Prima, una glosa de De revolutionibus orbium mundi, y quien, con gran esfuerzo y dedicación, logra que se divulgue este libro finalmente, pero se sentirá traicionado, porque no aparece ni una sola mención de su nombre, así que está aquí para vengarse, creando incluso personajes imaginarios y situaciones ficticias, con objeto de lanzarlos contra su maestro. Sabemos ahora que esa procrastinación constante de Copérnico se explica por el miedo al ridículo, debido a la falta de pruebas en su teoría, y a la enormidad del descubrimiento, que podía causar una gran conmoción de carácter teológico, eclesiástico y epistemológico. Las reticencias se exponen abiertamente:

“My book is not science – it is a dream. I am not even sure if science is possible. […] We think only those thoughts that we have the words to express, but we acknowledge that limitation only by our wilfully foolish contention that the words mean more than they say; it is a pretty piece of sleight of hand, that: it sustains our illusions wonderfully, until, that is, the time arrives when the sands have run out, and the truth breaks in upon us”.[12]

La última sección vuelve al punto de vista de una tercera persona omnisciente que narra la decadencia física y mental del protagonista, y su muerte. En el momento de la agonía es visitado por los espíritus de Osiander y Andreas. El primero le comunica que ha cambiado el título del libro: ha sustituido mundi por coelestium, buscando la seguridad que le proporciona la distancia. Su hermano, por otra parte, surge como  “un ángel redentor”, pues no predica la desesperación, sino la aceptación. Y nos conduce a la preocupación temática cardinal:

“It is the manner of knowing that is important. We know the meaning of the singular thing only so long as we content ourselves with knowing it in the midst of other meanings; isolate it, and all meaning drains away. It is not the thing that counts, you see, only the interaction of things; and of course, the names…”[13] 

Todos los intertextos, notas, alusiones, referencias…, la estructura circular (u orbital), las estrategias de variación y repetición, las citas anacrónicas de científicos modernos, la fusión de formas clásicas y románticas, etc., nos llevan a la conclusión de que, en lugar de una historia ficcional o ficción histórica, estamos ante una “novela de ideas” y, como las demás de la tetralogía, una “parábola de la imaginación creativa”.[14]

Sigue a continuación una enigmática trilogía “artística” –The Book of Evidence (1989), Ghosts (1993) y Athena (1995)–, comparada por algunos con la de Beckett. Ahora Freddie Montgomery, una narrador simpático y, a la vez, desagradable, existencialmente inseguro o náufrago, sirve de coartada intertextual y anagramática para situar un dilema ético en un contexto de identidad quebradiza. Se han establecido paralelismos de El libro de la pruebas con El extranjero y con Crimen y castigo. Como la obra de Camus, ésta también “explora una personalidad malvada y la personalidad del Mal”[15]. En efecto, ambas se basan en el crimen “accidental” de un inocente y en las dos ocasiones, el asesino confiesa algo más que su culpa. En todo caso, los acontecimientos medulares del asesinato y la fuga subsiguiente se basan en el asunto de Malcolm Macarthur, quien, en 1982, mató a una enfermera dublinesa a la que quería robar el coche. El excéntrico acreditado en los círculos sociales de la ciudad, que había engañado a mucha gente con una sarta de ficciones sobre su pasado y su linaje, aporreó a la joven con un martillo y huyó, dejándola moribunda en el asiento trasero. Luego buscó refugio como invitado en la casa del entonces Fiscal General de Irlanda, y allí sería arrestado con el escándalo consiguiente.[16]

 A los 38 años, Frederick se encuentra en prisión, encerrado “como un animal exótico”, a punto de ser juzgado por robo y asesinato. Entre tanto, bajo la forma de confesión dirigida al juez, adereza lo que podríamos denominar unas “memorias desde la cárcel”. Se trata, por tanto, de un relato subjetivo de las experiencias, sentimientos e ideas de un narrador desorientado, poco fiable, que se inventa los nombres y, tal vez, los personajes, y que atribuye el crimen a “un fallo de la imaginación”. Su monólogo dramático, discontinuo, plagado de incisos y digresiones, no persigue la apología ni la defensa, sino que es un intento de explicar los actos de un hombre que hizo lo que hizo porque no podía hacer otra cosa. El joven de buena familia,  otrora científico brillante, profesor en una universidad americana, dedicado a la estadística y a la teoría de las probabilidades, aquél que siempre había considerado la materia como un torbellino de colisiones azarosas, ha vivido los últimos años, a la deriva por las islas del Mediterráneo, una vida que “fomentaba ilusiones”. A causa de un coqueteo fatal con el mundo de las drogas, víctima de un chantaje, tendrá que volver a Irlanda en busca de dinero; pero su madre ha malvendido la colección de cuadros que constituía su patrimonio para pagar las deudas que dejó su padre. Tratando de seguir el rastro de las pinturas, se topa con una que le fascina en gran manera, un retrato holandés anónimo que intentará robar. En el curso de la sustracción, se cruza en su camino una joven criada, a la que secuestra y golpea hasta la muerte.

“It was incomprehensible. Even still, when I say I did it, I am not sure I know what I mean. Oh, do not mistake me. I have no wish to vacillate, to hum and haw and kick dead leaves over the evidence. I killed her, I admit it freely. And I know that if I were back there today I would do it again, not because I would want to, but because I would have no choice.”[17]

La segunda parte sigue las deambulaciones de Frederick por Dublín, guarecido en la casa de un viejo amigo que lo acoge sin preguntas, hasta que lo detiene la policía. Conmocionado, perplejo, en un  estado de desapego onírico, observa que ya no va a tener que fingir ante sí mismo que era lo que no era. Lo que no es óbice para que se sienta responsable de su acto: había destrozado una vida que era irreemplazable y que, de algún modo, tenía que ser reemplazada. Al final, el narrador convierte el texto en testimonio y lo entrega a un inspector para que lo guarde “con las otras ficciones”,  pues, “¿qué es la verdad?”, se pregunta. “Todo. Nada. Sólo la vergüenza”, se responde.            

El autor ha cultivado la agudeza y el humor negro especialmente en The Untouchable (1997), un “roman à clef” libremente basado en la figura de Anthony Blunt, el historiador de arte británico y espía soviético que se desenmascara, al tiempo que medita sobre la naturaleza de la traición, cuando examina la vacuidad de su vida. Y más recientemente, ha regresado al melodrama gótico existencial con Eclipse (2000) y Shroud (2002), donde vemos a un narrador en crisis, ajeno a sí mismo, perseguido por los “fantasmas” de sus recuerdos personales y la soledad, prisionero del pasado o atrapado en la impostura. Con su decimocuarta novela, El mar (The Sea, 2005), Banville ganó el prestigioso Man Booker Prize. En una reñida competición frente a otros cinco destacados, entre los que Julian Barnes era el favorito, se impuso este “magistral estudio del recuerdo del dolor, la memoria y el amor”. El texto, cargado de referencias literarias y analogías pictóricas, reclama un relato acerca del mar y la infancia, pero el narrador, como instancia reguladora de la omnisciencia, interrumpe al emisor con la historia de su esposa, y entonces el discurso, fragmentado e indirecto, o por medio del diálogo interiorizado, se transforma en un ensayo elegíaco sobre el fin de la inocencia y el principio del envejecimiento. La trama fluctúa constantemente entre el pasado y el presente; avanza, retrocede y da vueltas, marcando el itinerario de un viaje que realiza la memoria (o la conciencia) en pos de la pérdida y la muerte. El relator nos resulta familiar: contrariado por la imprecisión del lenguaje y la inexactitud de las reminiscencias, ve los episodios como un cuadro vivo, pero puede perder el hilo de la narración; con su visión limitada de la vida, se convierte en otro esteta a la deriva o, tal como él mismo se ve, “una persona de escaso talento y más escasa ambición, agrisada por los años, insegura y errante y que necesita consuelo y el efímero alivio del olvido que provoca el alcohol”. Es un historiador del arte que lleva mucho tiempo atascado en una monografía sobre Pierre Bonnard, el “nabí” intimista que, si bien anduvo fascinado por la perspectiva, pintaba el mundo absteniéndose de comentar la vida, pues evitaba toda revelación subjetiva en sus complejas composiciones, tanto narrativas como autobiográficas. Muy adecuado para un intermediario entre el emisor y la narración que, en un sueño, intenta redactar su testamento con una máquina de escribir a la que le falta la letra “I” (yo). Un erudito, ora sarcástico, ora lírico, que, cansado de la definición de los demás, siempre ha querido ser otra persona, y al que ahora no le gusta nada lo que otea en el espejo del cuarto de baño.

“El pasado late en mi interior como un segundo corazón”, confiesa Max Morden en el momento de iniciar su peregrinación mental, impulsado por una visión en la que su viaje nunca acaba, mientas que él no llega a ninguna parte, y no pasa nada. Perplejo, doliente y solitario tras el reciente fallecimiento de su esposa, encogido bajo el control de su hija única, busca en la bebida un anestésico emocional; con problemas de identidad, en otoño, es decir, fuera de temporada, decide volver al pueblo costero donde veraneó con sus padres hace más de cincuenta años, cuando tenía diez u once (no puede recordarlo con exactitud). Así que, intentando evadirse de una pérdida actual y con objeto de administrar sus efectos colaterales, va a enfrentarse a un trauma remoto cuando rememore aquel verano decisivo, durante el cual conoció a los “dioses” de la familia Grace y, con ellos, descubrió la amistad y el amor, si bien en aquella “extraña marea” afloró asimismo la incomunicación, la aflicción y la muerte. Así y todo, como en las novelas de Banville las cosas no son lo que parecen y por más que algunas imágenes se tornen presagios, el lector ha de esperar a que se descubra el enigma en un sorprendente clímax epifánico, al final de este viaje evocatorio. En cualquier caso, el narrador sólo ha buscado cobijo y redención, una liberación del presente intolerable; otra cosa es que haya logrado exorcizar sus fantasmas:

“To be concealed, protected, guarded, that is all I have ever truly wanted, to burrow down into a place of womby warmth and cower there, hidden from the sky’s indifferent gaze and the harsh air’s damagings, That is why the past is just such a retreat for me, I go there eagerly, rubbing my hands and shaking off the cold present and the colder future. And yet, what existence, really does it have, the past? After all, it is only what the present was, once, the present that is gone, no more than that. And yet.”[18]

Las últimas novelas publicadas hasta la fecha son The Infinities (2009) y Ancient Light (2012). La primera, otra vez alusiva y autorreferencial, está inspirada en el mito de Anfitrión, que el autor ya adaptó para la escena en el año 2000, a partir de una versión del alemán Heinrich von Kleist. Narrada por Hermes, presenta las travesuras de unos dioses griegos que interfieren con una familia reunida en torno al lecho de muerte de un matemático ilustre. En Antigua Luz, un viejo actor de teatro recuerda su primer amor de adolescente con la madre de su mejor amigo, veinte años mayor que él. De nuevo la forma confesional genera la doble trama habitual del presente frente al pasado, con objeto de cuestionar si hay alguna diferencia entre la memoria y la invención. Pero no podemos acabar el esbozo sin nombrar a Benjamin Black, el alter ego de Banville, su “oscuro hermano gemelo”, al que deriva la energía literaria que le sobra. Con este seudónimo ha publicado ocho novelas policiacas, la mayoría de ellas ambientadas en el Dublín de los años cincuenta y protagonizadas por Quirke, un patólogo solitario, bebedor y algo lerdo, pero caballeroso y tenaz, que aún cree en cierto tipo de justicia. La serie se inicia con una trama de tenebrosos intereses familiares, titulada El Secreto de Christine (Christine Falls, 2006), y se completa con La rubia de ojos negros (The Black-Eyed Blonde, 2014), en la que, a petición de los herederos de Raymond Chandler, se resucita al célebre detective Philip Marlowe.

Según ha manifiestado el autor, este nuevo rumbo literario es favorecido por la lectura de algunas obras de George Simenon, que no son las historias del comisario Maigret, sino esa narrativa denominada roman dur, una literatura existencial superior a la de Sartre o Camus. Advierte asimismo que, mientras John Banville puede escribir doscientas palabras al día, Benjamin Black llega hasta las dos mil en una mañana, algo que no se explica porque el primero componga con pluma estilográfica y el segundo, directamente en el ordenador, sino porque a aquél lo distingue la reflexión; a éste, la espontaneidad. Uno es el artista; el otro, el artesano. Así y todo, Black, citando al propio Chandler, aclara que le importa poco quién mata al mayordomo, pero le importa mucho el estilo.        

 

 

 

  



[1]              Seguimos varias entrevistas del novelista, principalmente la de Belinda McKeon, para The Paris Review <(http://www. theparisreview.org/interviews/5907/the-art-of-fiction-no-200-john-banville>; la de Juan J. Delaney, para La Nación <http://www.lanacion.com.ar/1030412-soy-un-poeta-que-escribe-en-prosa>, y la de Mark Sarvas para el blog The Elegant Variation <http://marksarvas.blogs.com/elegvar/the_john_banville_interview/>.

[2]              Rüdiger Imhof, John Banville. A Critical Introduction. Dublin: Wolfhound Press, 1989. Es la primera introducción crítica a las obras de Banville publicadas hasta la fecha, es decir, hasta Mefisto (1986). Se trata de una reflexión profunda en el entorno de la ficción irlandesa contemporánea, pero también en relación con la tradición literaria, la experimentación postmodernista y la sensibilidad artística.

[3]              Joseph McMinn, The Supreme Fictions of John Banville. Manchester and New York: Manchester University Press, 1999. En la introducción se relaciona la obra de Banville con la literatura irlandesa, europea y americana. El análisis de los textos, desde Long Lankin (1970) hasta The Untouchable (1997), se centra en el interés del autor por los sistemas de conocimiento y las formas de representación, haciendo especial hincapié en el uso de los cuadros como metáforas.    

[4]              Ingo Berensmeyer, John Banville: Fictions of Order. Heidelberg: Universitätsverlag C. WINTER, 2000. El estudio posterga las cuestiones de sucesión periódica o de construcciones taxonómicas y se dedica a las consideraciones teóricas de “autoridad”, “autoría” y “autenticidad”. Asimismo hace uso de las novelas para explorar las posibilidades de comunicación literaria en relación con el discurso científico y estético. 

[6]              John Banville, Birchwood, London: Granada, 1984, p. 12.

                “Imaginamos que recordamos las cosas como fueron, pero, en realidad, lo único que trasladamos al futuro son  fragmentos con los que reconstruimos un pasado totalmente ilusorio. La primera muerte que presenciamos siempre será un murmullo de voces por un pasillo y un reloj que se queda parado en la habitación oscura, y el final del amor se reduce a dos cigarrillos gastados en un platillo y una puerta blanca que se cierra”.

[7]              El poema se titula Notes Toward a Supreme Fiction (1942) y en él sostiene el vate de Pennsylvania que la realidad está cambiando constantemente y que la imaginación –la suprema ficción– es la mejor forma de comprender esa realidad variable. En ese contexto, el poeta ha de ofrecer una ficción que satisfaga, de la misma manera que, en otro tiempo, la creencia en una deidad personal procuró gozo espiritual. A su vez, esa ficción dispensa una fe por la que el ser humano puede vivir y morir.  

[8]              John Banville, Doctor Copernicus. London: Paladin Grafton Books, 1976, p. 13.

                “Cada cosa tenía un nombre, pero a pesar de que los nombres no eran nada sin aquello que definían, a las cosas  no les importaba su nombre, no lo necesitaban, se limitaban a ser ellas mismas”. John Banville, Copérnico. Madrid: El País, 2005,  p. 11. Traducción de María Eugenia Ciocchini.

[9]              Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.32.

                “Allí fuera todo era absolutamente distinto, nada de lo que él conocía en la tierra podría igualar la prístina pureza que él imaginaba en los cielos, y cuando miraba hacia arriba en el azul infinito, más allá de la duda y el terror, contemplaba una embriagadora, maravillosa y majestuosa alegría”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 33.

[10]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.95.

                “Tendría que forjar una explicación de los fenómenos partiendo de la nada, o de casi nada,  juntando trozos y piezas destartalados. La enormidad del problema le producía pánico, pero sabía que debía intentar  resolverlo, pues su intención así se lo indicaba. Él se fiaba de su intuición, tenía que hacerlo, ya que era lo único con que contaba”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 105-106.

[11]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.128.

                “Le había parecido posible decir la verdad, ahora veía que todo lo que podían decirse eran palabras. El libro no hablaba del mundo, sino de sí mismo. Más de una vez cogió aquel horrible manuscrito dispuesto a tirarlo al fuego, pero no tuvo el valor para cometer aquel acto definitivo”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 142.

[12]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.220.

                “Mi libro no es ciencia, es solo un sueño; ni siquiera estoy seguro de que la ciencia sea posible. […] Sólo concebimos pensamientos que podemos expresar con palabras,  pero admitimos esta limitación con la idea, obstinadamente estúpida, de que las palabras significan más de lo que dicen. Es un bonito truco de magia que mantiene el engaño maravillosamente, hasta que llega el momento en que la verdad irrumpe con toda su fuerza ante nosotros”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 243.

[13]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.251.

                “Lo que importa es la forma de conocer. Conocemos el significado de una cosa en particular sólo si nos contentamos con percibirla en medio de otros significados; pues en cuanto intentamos separarla, todo su significado se desvanece. Ya ves, lo que cuenta no son las cosas, sino la interacción entre ellas y, por supuesto, los nombres…”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 279.

[14]             Vid. Rüdiger Imhof, pp. 74, 97. Es la necesidad de trascender los límites del lenguaje para acceder a la realidad de las cosas. Y como  indica Berensmeyer, el conflicto, ya expresado en los libros anteriores, radica en la incapacidad de llegar a la realidad sin el concurso de las creaciones ficcionales. Vid. Ingo Berensmeyer, p. 133.

[15]             Vid. Joseph McMinn, p. 103.

[16]             En 2012, mientras Banville era entrevistado en el Trinity College, pudo verse entre el público a Macarthur,  puesto en libertad poco tiempo antes. El escritor se fue nada más terminar la entrevista, pero el ex convicto se quedó al cóctel. 

[17]             John Banville, The Book of Evidence. London: Picador, 1998, p. 150.

                “Resultaba incomprensible. A pesar de todo, cuando digo lo hice no estoy seguro de a qué me refiero. No se me entienda mal. No es mi intención vacilar, titubear y arrojar hojas secas sobre las pruebas. La maté, lo reconozco libremente. Y sé que si hoy volviera a estar allí, volvería a hacerlo, no porque quisiera, sino porque no me quedaría otra opción”. John Banville, El libro de las pruebas. Barcelona: Anagrama, 2000, p. 164. Traducción de Horacio González Trejo. 

[18]             John Banville, The Sea. London: Picador, 2012, p. 60-61.

                “Esconderme, protegerme, guarecerme, eso es lo único que realmente he querido siempre, amadrigarme en un lugar de calor uterino y quedarme allí encogido, oculto de la indiferente mirada del sol y de la severa erosión del aire. Por eso el pasado supone para mí un refugio, allí voy de buena gana, me froto las manos y me sacudo el frío presente y el frío futuro. Y, no obstante, ¿cuál es la verdadera existencia del pasado? Después de todo, no es más que lo que fue el presente una vez el presente ya ha pasado, no más que eso. Pero vaya”. John Banville, El mar. Barcelona: Anagrama, 2006. Traducción de Damián Alou.

                    

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Górriz Villarroya

 

Sigue teniendo presente a Azcona, pero si fija el pensamiento en él, las nubes bajan como una persiana y la luz desaparece. Son las anécdotas de recuerdos compartidos las que devuelven luminosidad a su conciencia, y hablan por él de la relación. Una relación que se remonta a mitad de los ochenta. El primer contacto personal lo propició Eduardo Ducay, el productor de El bosque animado. Le había dejado el guion para ver si le apetecía dirigirlo. José Luis Cuerda lo leyó y le pareció que podía moverse dentro de él como pez en el agua. Aceptó en seguida, sin ver la necesidad de cambiar nada. “Después, como suele pasar siempre, durante el rodaje y, más tarde todavía, durante el montaje, hubo alguna modificación. La que mejor recuerdo, porque incluye a otra de las personas con la que más a gusto he trabajado, Luis Ciges, es la morcilla que introdujo en la secuencia en la que entrega un ternero como regalo a la familia D’Abondo. Él me había preguntado al principio del rodaje si yo era un director como Berlanga, que le dejaba improvisar, o por el contrario, si era de los maniáticos que se empeñaban en que se dijeran los diálogos como estaban escritos en el guion. Le contesté muy serio que era de los maniáticos. Y quiso probarme: cuando íbamos a rodar la escena con la familia D’Abondo, me dijo: ‘José Luis, ¿me dejas que, después de regalarles el ternero, les diga que otro día les traeré unas gallinas de colores?’. Le respondí que sí. Se puso tan contento y colocó su estupenda morcilla”.

-¿Cómo era compartir escritura con Azcona –casos de La lengua de las mariposas y Los girasoles ciegos-?

-No escribimos nunca juntos. Él lo hacía en su casa y yo, al principio, en cafeterías, solo, a mano y con mayúsculas -porque no entendía mi propia letra-. Cuando aparecieron, primero, las máquinas de escribir eléctricas; después, los preordenadores –Amstrad-; y, por último, los Appel -del primer modelo, tamaño maceta, al recién llegado; en paralelo y con intercambio telefónico continuo de instrucciones para su manejo-, Azcona y yo hablabamos más de los dichosos aparatos que del guión en sí. Como siempre escribimos adaptaciones, nuestro método era seleccionar el material a utilizar de la obra literaria, reordenarlo y hacer con ello un tratamiento de unas veinte o treinta páginas. Yo le sugería añadidos y reorganizaciones, si lo creía oportuno. Los comentábamos y pactábamos el resultado a enseñar al productor. Azcona hacía un tratamiento más extenso y el productor le daba el visto bueno o pedía algún cambio. Atendidos, o no, esos cambios -yo recuerdo que, con mi visto bueno a esas alturas del proceso se solían aceptar con muy pocas excepciones y que también eran muy pocos-, Azcona escribía el guion y éste iba a misa. Azcona siempre dijo que, como escritor –él siempre quiso ser poeta o novelista-, el autor de un guión debía asumir el papel de puta: satisfacer a la clientela –productor-, que paga, o director que, en definitiva a la hora de rodar y de montar siempre hará lo que le de la gana con el guion -si el productor le deja, añado yo-.

-¿Por qué El bosque animado la escribe Azcona en solitario?

- La adaptación de la novela de Wenceslao Fernandez Florez se la encargó Ducay, el productor, sin contar previamente con ningún director. Ducay siempre se ha considerado un productor a la americana y la verdad es que lo ha hecho muy bien, con resultados espléndidos la mayoría de las veces.

- Ustedes dijeron que había una película en El árbol de la ciencia. ¿Qué la frustró?

- Somos no pocos los que hemos querido adaptar esa novela de Baroja. Los personajes y las situaciones tienen una urdimbre dramática y psicológica de primera magnitud. Pero muy pocos lo intentaron porque todos sabíamos la cerrazón de su sobrino y coheredero Pío Caro, que, casi con toda seguridad, quería dirigirla él.

- El 29 de agosto de 2008 se estrena Los girasoles ciegos. En julio de 2007 a Azcona se le había detectado un cáncer pulmonar ya avanzado. ¿Cuándo se entera?

- Me enteré en un curso de verano en Almería, ese mismo julio de 2007. Participábamos Manolo Gutiérrez Aragón, Vicente Molina Foix, Ángel Sánchez Harguindey, Manolo Vicent, Rafael Azcona y yo. A la hora de comer, coincidí con Rafael, camino del bufet. Íbamos con nuestras bandejas en las manos para recoger el condumio, cuando Azcona me confesó: “José Luis, estoy muy malito”. Yo sabía que tenía algunos achaques, pero no le di importancia. Pocos días antes de su muerte lo invité por el telefonillo del portal de su casa para que bajara a tomar algo. Bajaron Susan y él. Rafaél ya no hablaba. Se fueron a hacer algún recado y yo no me atreví a acompañarlos. No soportaba la idea de que aquella podía ser la última vez que nos veíamos. Y así fue.

- Dentro del ciclo “Joyas del Cine Español”, usted participó junto a José Luis García Sánchez y a Fernando Trueba en un coloquio-homenaje, y destacó su honradez. Trueba apuntó que tal vez si hubiera nacido en otra época -“en esta”-, habría sido guionista-director, no sólo guionista. ¿Cómo lo ve?

- Sabía tanto de dirección como de guión. Había aprendido la narrativa cinematográfica de primera mano con sus colegas italianos del neorrealismo, y repetía, siempre que venía a cuento, máximas del tipo: “No le pongas pie a la foto”, lo que se esté viendo no necesita ser dicho. Y era un enemigo a muerte de la infección sentimental. No soportaba la televisión actual. El ir a saco al corazón del espectador le parecía una indecencia insoportable. Hubiera dirigido tan bien como escribía; pero dudo que le apeteciera tener a un productor, a un distribuidor o a una actriz o actor estrella a sus espaldas, mientras escribía un guión, dándole su opinión sobre el mismo, o intentando imponerla, cosa que un director evita con dificultades durante su trabajo.

- ¿Qué etapa de la obra de Azcona prefiere, si es que hay alguna?

- Siempre que me han preguntado cuál es para mí la mejor película de la historia de cine he respondido una que se titula Plácido-El apartamento, podría adherir otras diez y entraría alguna más de Azcona Berlanga. Cuando me pidieron una lista de mis diez directores favoritos, me salieron cien.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

26 de junio de 2017

Pegada contra un muro

observo el bullicio de los parques,

los niños de padres sonrientes,

los balancines como catapultas.

Yo resisto en presentes imperfectos

porque adoro jugar en los desvanes:

maletas, longanizas, ropa vieja,

cartas sin enviar, fotografías,

hilachas de otoño, jaulas de pájaros.

Recomponer los trozos de nostalgias

que ni siquiera me pertenecieron.

Me gusta calentarme con la lumbre

de ese sol solitario y mortecino.

Un sol perfecto para ahondar en madrigueras

y negar el vaivén de los columpios

o asomar el hocico hacia la noche

y ver una lluvia de asteroides.

Espejos nocturnos, como luciérnagas

a la deriva que nadie más ve

porque nadie más mira.

Una bicicleta pende del techo

e invoca un dolor antiguo,

un sonido a pozo,

un sabor a cuchillo y a cerezas.

Los antiguos amores ya están calvos.

Algunos hay, incluso, que están muertos.

En ti, rosa marchita y viento helado.

Vivir agota más en resistencia.

Dejar que el mar te arrastre.

Desobedecer sin discrepar,

-seguir de frente-,

arranca la piel, te desolla el ansia

como a un cordero de meses

atado boca abajo en un nogal

cuya sangre chorrea y se desliza

calle abajo densa como el mercurio.

Nadie recordará el daño.

Vendrá la lluvia y se llevará el rastro.

Solo tú percibirás

el escozor del músculo desnudo

del que desobedece

pero ya no intenta

convencer a otros.

Duele el cansancio como un valle

horadado por un glaciar azul.

Solo hay líquenes ásperos y oscuros.

Y madrigueras.

Y ocultarse.

Y mirar

la noche y el sol de otoño

y lo imperfecto

y pegarse contra un muro

y odiar los parques.

                                  

Escrito en Lecturas Turia por Sonia San Román

Entre los muchos casos singulares que he vivido como editor, la trayectoria de Rafael Chirbes ha sido quizá (o sin quizá) la más singular de los autores de Anagrama. Y desde luego con un resultado espectacular: confirma el triunfo de un escritor con una vocación profunda, con un rigor indesmayable, al servicio exclusivamente de la literatura, de la mejor y más crítica literatura a contrapelo de todas las facilidades, de la gran literatura incluso en estos tiempos tan poco propicios.

Un autor de quien hemos publicado sus nueve novelas. Chirbes debuta en 1988 con Mimoun, a la que siguen En la lucha final (1991), La buena letra (1992) y Los disparos del cazador (1994): cuatro novelas breves, de extensión inferior a 200 páginas, y con una excelente acogida crítica todas ellas, excepto En la lucha final, que tuvo recensiones discretas y cuya reedición Chirbes ha descartado. Después empieza una ambiciosa suerte de “trilogía”  de novelas independientes conformada por La larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000) y Los viejos amigos (2003). Y finalmente dos novelas definitivas, que se pueden considerar un “díptico”: Crematorio (2007) y En la orilla (2013).

Asimismo Anagrama ha publicado sus cuatro libros de ensayo literario y de viajes: El novelista perplejo (2002), El viajero sedentario. Ciudades (2004), Mediterráneos (2008) y Por cuenta propia (2010).

Y, paralelamente a su consagración como escritor indispensable prosigue, su despliegue internacional, al que prestaré especial atención.

***

El manuscrito de Mimoun apareció en la editorial gracias a los buenos oficios de Carmen Martín Gaite, a quien con demasiada frecuencia le llegaban textos de escritores que querían publicar en Anagrama y ella los leía con tanta diligencia como extremo rigor. Pero Mimoun logró superar la severa criba. Alentó a Chirbes a presentarse a nuestro premio de novela, del que quedó finalista. Las reseñas españolas fueron perspicaces: así Álvaro Pombo escribió: “Chirbes ha sabido inventar una nueva voz”, Javier Goñi la definió como “una espléndida novela” y Carmen Martín Gaite la adjetivó como “hermosa e inquietante”.

***

Con Chirbes actuamos también como agentes literarios para sus traducciones, como con tantos escritores en lengua española. Así, entre otros y durante muchos años, con Álvaro Pombo, Carmen Martín Gaite, Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Javier Tomeo, José Antonio Marina o Roberto Bolaño.

Mimoun, pese a ser la primera novela de un autor desconocido, consiguió traducciones de cuatro editoriales: dos excelentes editores independientes con quienes sostenía una estrecha relación, Klaus Wagenbach en Alemania y Pete Ayrton (Serpent’s Tail) en Gran Bretaña, una minúscula y efímera editorial, Microart, en Italia y Rivages en Francia.

Me detendré en los países en los que la obra de Chirbes ha sido más difundida, que son Alemania (muy en primer lugar) y Francia, seguidos por Italia, Holanda y Grecia. Y debe mencionarse, en lugar muy destacado, la extraordinaria labor de tres traductoras, Elke Wehr y luego Dagmar Ploetz en Alemania, y Denise Laroutis, responsable de la traducción de toda su obra en Francia.


Alemania

Después de Wagenbach, la prestigiosa editora independiente Antje Kunstmann tomó el relevo en 1994, con Los disparos del cazador, y ha ido publicando toda la obra narrativa de Chirbes con un éxito espectacular, muy superior al de  cualquier otro país. Los libros de Chirbes se han publicado no sólo en edición trade por Antje Kunstmann, sino que también ha conseguido ediciones de bolsillo, de club, escolares, etc.

Aparte del excelente trabajo de su editora, resultó fundamental el apoyo del gran pope de la crítica literaria Reich-Ranicki en su programa televisivo muy influyente Das Literarische Quartett.


Francia

Rivages era una editorial, vinculada al grupo Payot, con cuyo editor literario, Gilles Barbedette, responsable de literatura extranjera, tenía muchas afinidades y una buena amistad. Entre sus primeros títulos figuraban autores comunes, Daniele del Giudice, Andrea de Carlo, Grace Paley y pronto Javier Marías. Años después empezó en su catálogo Rafael Chirbes. Por desgracia Barbedette falleció prematuramente y en Rivages se han producido cinco cambios de director editorial, con los consabidos trastornos. Sin embargo, la editorial ha seguido fiel a Chirbes  y han publicado todas sus novelas. No en vano la recepción crítica de Chirbes en Francia es inmejorable.

Recientemente Rivages ha pasado a manos de la editorial Actes Sud, ha conseguido una mayor estabilidad, y su nueva directora, Alzira Martins, es una entusiasta de Rafael Chirbes, de quien se apresta a publicar En la orilla.


Italia

Además de Microart (Mimoun) y Le Lettere (La buena letra), Frassinelli emprendió las ediciones de La larga marcha y La caída de Madrid. Luego siguió Garzanti con Crematorio. Ahora Feltrinelli ha tomado el relevo, tras esa dispersión editorial: publicarán en septiembre de 2014 En la orilla, traducida por el novelista Pino Cacucci. Chirbes participará en septiembre en el festival de Mantova y confiamos en la recuperación progresiva de su obra en Italia para que tenga la difusión que merece.


Holanda

En este país una pequeña y entusiasta editorial, que publicó a algunos de los mejores autores españoles, Menken, Kasander & Wigman, capitaneada por Paul Menken, publicó cuatro novelas de Chirbes, empezando por Los disparos del cazador, a la que siguieron La caída de Madrid, Los viejos amigos y Crematorio. Próximamente la editora Nelleke Geel publicará En la orilla en el nuevo sello independiente Meridiaan.


Grecia

En dicho país Eikostou Protou publicó La buena letra, Graphes La larga marcha, Agra Los disparos del cazador y Kedros publicará En la orilla.

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En España los mejores críticos literarios, así como grandes novelistas, se percataron muy pronto de la calidad de Rafael Chirbes y las ventas no fueron nada desdeñables, en especial las de La larga marcha y La caída de Madrid. Sin embargo, este autor tan poco amante de amiguismos, de vinculaciones con ningún circuito de poder, durante décadas recluido en un pueblecito de Extremadura y luego en otro de Valencia, fue, en cierto modo, para el gran público y también para el “poder literario” (digamos el entramado de grandes premios institucionales, para abreviar), un escritor “oculto”, secreto o semisecreto hasta la publicación en 2007 de Crematorio. Con esta novela obtuvo su primer galardón importante, el Premio Nacional de la Crítica, al que siguieron el Cálamo (de la librería Cálamo de Zaragoza), el de la Crítica Valenciana, el de Turia, el Qwerty de PTV y el Dulce Chacón, que contribuyeron a fijar la atención en un autor ya para muchos de primerísima fila. Una buena adaptación en forma de serie televisiva apoyó su creciente popularidad.

Seis años después, en 2013 se decidió por fin a librar En la orilla, no en vano Chirbes es un escritor lento, riguroso, con un elevado grado de autoexigencia (y la consabida inseguridad), cuyas obras precisan una maceración prolongada. La recepción fue, de inmediato, extraordinaria, como si fuera el libro necesario que tantos lectores y críticos literarios estuvieran esperando.

***

Poco después de la publicación en marzo de En la orilla, el 19 de mayo de 2013, el periódico ABC realizó una sonada “Gran Encuesta de ABC”, entre un centenar de escritores, editores, agentes literarios y personalidades de la cultura para elegir La mejor novela española del siglo XXI. Resultó ganadora La Fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa (quien goza de doble nacionalidad, peruana y española), seguida de Crematorio de Rafael Chirbes. En palabras de ABC, “destaca enormemente, en un verdadero tú a tú con el ganador, la obra Crematorio de Rafael Chirbes, que desde la óptica realista ha sabido retratar la profunda crisis (económica, moral, casi total) de la sociedad española de manera dolorosa y fidedigna”.

En tercer lugar figuró Tu rostro mañana de Javier Marías y luego Soldados de Salamina de Javier Cercas, La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón, Los enamoramientos de Javier Marías, La piel fría de Albert Sánchez Piñol, El mal de Montano de Enrique Vila-Matas, Rabos de lagartija de Juan Marsé y El día de mañana de Ignacio Martínez de Pisón.

También figuró (con dos votos) En la orilla, recién editada y por tanto aún poco leída.

En el resumen de los autores más votados figuró en primer lugar Mario Vargas Llosa con 12 votos por La Fiesta del Chivo, seguido por Rafael Chirbes con 10 votos (8 para Crematorio y 2 para En la orilla), y en tercer lugar Javier Marías con 9 votos (6 para Tu rostro mañana y 3 para Los enamoramientos). Después, Javier Cercas (8 votos), Enrique Vila-Matas (7 votos), Carlos Ruiz Zafón (4 votos), Juan Marsé (3 votos) y Alberto Sánchez Piñol (3 votos).

***

Desde inicios de 2014 En la orilla tuvo una segunda vida aún más pujante. Empezó con las listas de los suplementos culturales.

En El País fue elegido mejor libro del año, en ABC mejor libro en lengua española, en El Mundo mejor novela en lengua española, mientras que en La Vanguardia, en el apartado “Ficción en castellano”, figuró en segundo lugar. Entre otras distinciones cabe destacar la del blog de Fernando Valls La Nave de los Locos, en el que colaboraron doce de los más prestigiosos críticos literarios españoles y en el que Crematorio obtuvo diez votos y Daniela Astor y la caja negra de Marta Sanz resultó finalista.

En enero de 2014 se le otorgó el Premio Francisco Umbral. En abril el Premio Nacional de la Crítica (por segunda vez, caso infrecuente en la historia de dicho galardón, después de Crematorio) y en mayo el Premio de la Crítica Valenciana.

En mayo de 2014 se produjo otro coup d’effet: en la encuesta elaborada por los críticos literarios de El Mundo sobre las 25 mejores novelas españolas de los últimos 25 años, tres novelas de Chirbes fueron seleccionadas: En la orilla en primer lugar, Crematorio en tercero y La larga marcha en octavo.

La lista íntegra está formada por las siguientes novelas: En la orilla, Rafael Chirbes; La noche de los tiempos, Antonio Muñoz Molina; Crematorio, Rafael Chirbes; Rabos de lagartija, Juan Marsé; Juegos de la edad tardía, Luis Landero; El hereje, Miguel Delibes; Verdes valles, colinas rojas, Ramiro Pinilla; La larga marcha, Rafael Chirbes; El día de mañana, Ignacio Martínez de Pisón; El mal de montano, Enrique Vila-Matas; Los peces de la amargura, Fernando Aramburu; Corazón tan blanco, Javier Marías; El metro de platino iridiado, Álvaro Pombo; Galíndez, Manuel Vázquez Montalbán; La ruina del cielo, Luis Mateo Diez; El embrujo de Shanghai, Juan Marsé; Estatua con palomas, Luis Goytisolo; Romanticismo, Manuel Longares; La leyenda del César visionario, Francisco Umbral; El corazón helado, Almudena Grandes; Soldados de Salamina, Javier Cercas; La saga de los Marx, Juan Goytisolo; El espíritu áspero, Gonzalo Hidalgo Bayal; El cazador de leones, Javier Tomeo; Los girasoles ciegos, Alberto Méndez.

El boca-oreja se expandió, lógicamente, de forma espectacular y como resultado las ventas de En la orilla en el primer semestre de 2014 fueron incluso muy superiores a las de 2013, un fenómeno inusual en estos tiempos de rapidísima rotación.

***

Entretanto el número de traducciones de En la orilla se ha incrementado significativamente. A sus habituales editores,  Antje Kunstmann en Alemania y Rivages en Francia, se han unido Feltrinelli en Italia, Meridiaan en Holanda, Celanders en Noruega, Kedros en Grecia, Assírio & Alvin en Portugal y People’s Republic of China Publishing House en China. Y, en el difícil mercado anglosajón, Harvill Secker lo publicará en Gran Bretaña, mientras que en Estados Unidos la editora Barbara Epler, de New Directions, ha comprado los derechos de En la orilla y también de Crematorio. New Directions es una prestigiosísima editorial literaria, fundada en 1936, que se ha distinguido por su infalible gusto literario. Ha publicado, entre otros, a escritores en lengua española como Borges, Bolaño, Marías, Vila-Matas o Aira, mientras que en otras lenguas, por mencionar algunas traducciones recientes, a Sebald, Tabucchi, Nabokov, etc.

En la orilla se ha publicado ya en Alemania, en enero de 2014, y ha sido muy celebrada.

Así, el crítico y novelista Paul Ingendaay, quien ya calificó en su día La larga marcha como “una obra maestra en todos los sentidos” y que conoce a fondo el panorama literario español, escribió en Frankfurter Allgemeine, periódico del que fue corresponsal durante años en Madrid, una amplia reseña:

Rafael Chirbes golpea con la bola demoledora en su grandiosa novela sobre la ruina de España. Pero tampoco deja en pie mucho en lo que se refiere a nuestro cuento del bienestar (…). En la orilla se leerá como la novela de la crisis española. La crisis de la construcción, la crisis de la deuda, la crisis económica. La crisis familiar. La crisis institucional. La crisis de los sentidos en general. Y ni siquiera estaría mal. Sólo que los escritores no piensan con las expresiones de los tertulianos. Chirbes no quería que su gran alabada novela anterior, Crematorio, que se publicó en 2008 en alemán, se entendiera como la novela del desenfreno del boom inmobiliario, del mismo modo tampoco entiende En la orilla como el libro de la crisis. Su novela trata sobre el alma humana en el inicio del siglo XXI, y esto lo podemos generalizar tranquilamente y referirlo a la sociedad industrial occidental (…). Se puede equiparar al portugués Antonio Lobo Antunes como su alma gemela (…). Una claridad y brillantez que corta el aliento (…). Es como si la propia palabra se alzara en contra de la destrucción que ella misma describe”.

Ralph Hammerthaler en su reseña del SüddeutscheZeitung escribió:

En la orilla se desarrolla en un solo día, así como sus novelas La caída de Madrid y Crematorio. Un día le sobra a Chirbes para convocar en brutales monólogos interiores tiempo y pasado de sus actores. Aquí ya nadie habla del futuro (…). Parece como si Rafael Chirbes hubiera escrito la novela de la crisis española. Por suerte el libro contiene muchas más cosas. Chirbes trata en él sus grandes temas sobre la muerte y el pasado enlazados de novela a novela”.

***

Reich-Ranicki, el gran prescriptor

Marcel Reich-Ranicki fue durante muchos años de su larga vida el más prestigioso crítico alemán, el “pope” por antonomasia, y estuvo al frente del muy influyente programa televisivo dedicado a los libros Das Literarische Quartett.

Un programa determinante para la difusión de la buena literatura en Alemania, a menudo con resultados espectaculares (y no siempre positivos: así, Reich-Ranicki, colérico, destrozó ante las cámaras con sus propias manos un ejemplar de un libro de Günter Grass). Dos autores españoles fueron bendecidos por Reich-Ranicki. El primero fue Javier Marías en dos ocasiones: en 1996 por Corazón tan blanco y en 1998 por Mañana en la batalla piensa en mí. El segundo fue Chirbes, en tres ocasiones y en años consecutivos: por La larga marcha en 1998, por La buena letra en 1999 y por La caída de Madrid en 2000. El impacto para Marías y para Chirbes en dicho país fue enorme, tanto en consideración literaria como en número de lectores.

Reich-Ranicki, por ejemplo, afirmó que La larga marcha era “el libro que necesitaba Europa”, y añadió que en “La larga marcha se habla una y otra vez de una ‘nueva España’, y todo el que cree en la posibilidad del cambio deposita en esa idea siempre el mismo ingenuo entusiasmo. Lo que ocurre con Rafael Chirbes es que ha escrito una historia de las grandes esperanzas y las grandes promesas, pero también de los grandes desencantos”.

A título informativo, entre los autores traducidos al alemán, el único escritor en lengua española con tres títulos escogidos, además de Gabriel García Márquez por Cien años de soledad, Del amor y otros demonios y Doce cuentos peregrinos, ha sido Rafael Chirbes.

También fueron escogidos con tres títulos Paul Auster, Louis Begley, Milan Kundera, Imre Kertész y Cees Nooteboom. Y con cuatro António Lobo Antunes, Vladimir Navokov y John Updike y con cinco Philip Roth.


A modo de apéndice:

Inventario sucinto de glosas de la crítica alemana y francesa

 

De un modo sucinto, incompleto y provisional, el lector encontrará aquí reunidos textos significativos sobre la repercusión de la obra de Chirbes, en Alemania y Francia, incluso desde sus primeros títulos. Un inventario similar de las críticas de comentaristas españoles constituiría en sí mismo un volumen, por lo que me he limitado a dejar constancia significativa de los premios y distinciones que ha obtenido.

 

ALEMANIA

- La buena letra

“Profundiza en la dimensión filosófica de la literatura (…). Vuelve a poner en danza el trinomio de la literatura mundial –al amor, el sufrimiento y la muerte– (…). Una obra maestra” (T. Paprotny, Hamburger Abendblatt).

- Los disparos del cazador

“Una obra densísima e inteligentemente configurada (…). Revela una maestría que va mucho más allá del mero oficio narrativo” (Frankfuter Allgemeine Zeitung).

“Su lenguaje sereno y límpido modifica el tenor moral de la narración, que debe mucho a Graham Green y Joseph Conrad” (Sueddeutsche Zeitung).

“Una obra escrita con cuidado y exactitud” (Der Spiegel).

“Maestría técnica” (Die Tageszeitung).

“De improviso se infiltra en nuestras mentes y despliega un efecto inquietante” (Berliner Morgenpost).

“Lenguaje cristalino que dibuja las imágenes y recuerdos de modo agudo y exacto” (Facts).

-  La larga marcha

“Gracias al espléndido trabajo de la traductora Dagmar Ploetz, Rafael Chirbes ha sido vertido al alemán en toda su esencia y al mismo nivel que las grandes figuras literarias mundiales. Un doble golpe de suerte” (Tilman Spengles, Der Spiegel).

“Rafael Chirbes sólo ha publicado dos novelas cortas en alemán y ambas  bastaban para poner de manifiesto que es un narrador consistente (...). Sin embargo, se diría que La larga marcha pertenece a otro autor: emocionante y variopinta, aunque no de un modo incómodo, sensible y al mismo tiempo precisa, bien concebida y de una estructura sumamente refinada. Una obra maestra en todos los sentidos (...). Esta extraordinaria novela nos permite percibir la magnitud de la violencia, la esperanza y el pertinaz tradicionalismo que España empezaba a dejar a la espalda hace veinte años” (Paul Ingendaay, Frankfurter Allgemeine).

“Esta novela ha llegado con ‘zarpas de terciopelo’ ‘ovillándose como un gatito’. Habla de un modo muy perturbador de un país extraño pero al mismo tiempo conocido. Un país donde la voz de la naturaleza humana fue silenciada y que estaba gobernado por el crudo lenguaje de la violencia. La larga marcha de Rafael Chirbes habla de un país en  medio de Europa, la España de Franco; habla de las vidas de dos generaciones bajo la campana de cristal de una dictadura sumamente larga (...). Rafael Chirbes (1949) consigue describir este período agitado con la mirada comprensiva de quien ha sido testigo. Sus personajes son reales y estimulantes” (Patrick Horst, Hamburger Abendblatt).

“El retrato que hace Chirbes de la sociedad española se sitúa en la frontera donde convergen la reproducción fotográfica y la concentración poética. Como si el objetivo de una cámara enfocase el mundo sin ceder a la frialdad de los instrumentos técnicos, Chirbes controla magistralmente sus malabarismos (…). Un realismo admirable: el tipo de literatura que sin juicios y con  una sinceridad que desarma coloca en su sitio fragmentos de nuestra realidad” (Stephanie Gerhold, Berliner Morgenpost).

“El escritor español Rafael Chirbes ha escrito un libro muy importante para su país. Ante todo, esta novela es una obra de arte que retrata la historia reciente de España (...). La novela examina el oscuro legado de la división y la dictadura. Este libro es especialmente significativo para la España moderna, como Hijos de medianoche, de Salman Rushdie, lo fue para la India. Y, al igual que ese libro, La larga marcha posee una belleza incomparable y es una gran obra maestra en la que se reflejan muchas facetas del pasado” (Ulrich Selich, Handelsblatt).

“Un libro extraordinario cuyo lenguaje preciso y poético ayuda a comprender el período que se extiende desde el final de la guerra civil hasta la muerte de Franco. El conocimiento y la comprensión de este oscuro periodo invariablemente proporcionan la clave para entender el presente; y quizá no sólo en el caso de la sociedad española” (Göttinger Drucksache).

 

FRANCIA

También en este país, pese a carecer del efecto Reich-Ranicki, la obra de Chirbes gozó de una temprana y sostenida reputación.

Así, la perspicaz Martine Silber, tan atenta a la literatura española, ya afirmó en su día en Le Monde: “Con La buena letra y Los disparos del cazador Rafael Chirbes se ha situado entre los mejores novelistas contemporáneos”.

- La caída de Madrid

“En una novela llena de sensibilidad y de sutileza, Rafael Chirbes retrata con talento la sociedad española ante la muerte de Franco (...). La finura del libro reside en la complejidad de los personajes, cuyo apariencia social se ve iluminada por los matices de una introspección, de un cara a cara con su pasado y su futuro, con los otros, sus amigos y enemigos, y sobre todo con la historia, la caída de un orden establecido que se hunde en lo desconocido (…). Al ritmo de las largas frases, el lector se deja a veces acunar, dulzonamente, y a veces sacudir, vertiginoso, por el relato a ratos sensual y a ratos violento, pero permanece esclavo del narrador, sin poder anticiparse nunca, sin ser en ningún momento capaz de dominar el torbellino que le arrastra. ¡Más dura será la caída!” (À voir lire).

- Los viejos amigos

Los viejos amigos, una vez más, estremecerá a sus lectores y los llevará a interrogarse sobre la amistad, el paso del tiempo, las ilusiones perdidas, la escritura, la historia, el dinero, la traición y todo lo que contiene la vida (…). El lector pasa así de un tema a otro. Las teselas del mosaico de este ‘colectivo’, como dice Chirbes, se ajustan, las historias de los personajes se cruzan, se superponen, los destinos y los caracteres desfilan. Al hilo del relato teje una tragicomedia humana, eminentemente balzaquiana, inscrita en su tiempo, en nuestra historia. Y no se preocupen, después de haber publicado La caída de Madrid, en el año 2000, Chirbes decía ya que no podría seguir escribiendo porque había escrito su mejor novela. Los viejos amigos sin duda sólo son una dura etapa, sin duda será necesario que las hojas que sigue amontonando se organicen para que cobre cuerpo, quizá a pesar de él, otra novela que se inscribirá en esta obra global y vigorososa” (Martine Silber, Le Monde).

“Un cuarto de siglo después de la muerte de Franco, los antiguos componentes de una célula comunista se reúnen para cenar. Aburguesados. Envejecidos. Embrollados consigo mismos y con el mundo. En lo que a él respecta, Rafael Chirbes está en plena forma (…). La revolución, la fiebre activista, se desarrollaba hace treinta años. Ahora son todos cincuentones, incluso más viejos. Los negocios han prosperado, la movida obliga. Han hecho dinero con la construcción, la promoción inmobiliaria, el marketing, el mercado del arte, los medios de comunicación, la cultura (...). Cierto que amaron la revolución (...).  Se comprende, sin embargo, desde las primeras líneas, que Rafael Chirbes (nacido en 1949) no sucumbe a las cobardías del autoescarnio, esa suave violencia que se infligen los rentistas narcisistas de la renuncia (…). El lector descubre la complejidad de los personajes a medida que se mezclan las voces y las miradas que se dirigen unos a otros…Todo se sostiene: la psicología, la política, la estética. Bajo las facetas fascinantes de este caleidoscopio, la base es firme, irrompible (…). La novela de Rafael Chirbes capta con un solo gesto, en el mismo instante, la fealdad y la belleza, los tiempos que se entremezclan, el presente y el pasado. Y lo hace con un vigor que no contiene, esta vez, la menor desilusión…” (Jean-Maurice de Montremy, Avant-Critique).

“Al igual que en La caída de Madrid, que se desarrollaba en un solo día, la víspera de la muerte del viejo dictador, Rafael Chirbes recurre al monólogo. No se entrega ni a un ejercicio de escarnio sobre los compromisos de los personajes ni a una evocación nostálgica de su juventud militante. Se sitúa en el lado de la crueldad, de la violencia y de la negativa a la resignación. Y para ello despliega una prosa sorprendente, que tuerce y amasa la lengua para engullirnos junto a sus protagonistas nunca caricaturescos, a la vez  perturbadores y patéticos. Por poco que el lector se avenga a que le arrastre y le sacuda el ritmo obsesivo de esta novela, emerge de ella con un nudo en la garganta, casi hipnotizada por este torrente verbal” (Paris-Match).

- Crematorio

 “Aquí está el dinero-rey, la frustración, el trastorno, la falta de reparto, las ilusiones perdidas. El mundo de Misent es el de la especulación llevada al extremo, servida por la droga, el sexo, la corrupción. Aquí, destruir el medio ambiente es mostrar tu poder. En cuanto a la destrucción de los demás, no es más que afirmarte. Sin embargo, no se busca a los inmundos, a los canallas. Ni tampoco a los héroes. La novela de Chirbes se lee como un testamento de época (…). En Los viejos amigos (Rivages, 2006) se reunían alrededor de una mesa unos antiguos militantes antifranquistas que habían pasado por el aro, cumplida la cincuentena.  De la misma manera, la pregunta que plantea, con más dolor y más intensidad, es la siguiente: ¿cómo hemos podido llegar a esto? Pero es un hecho. Toda la sociedad corre hacia un apocalipsis patético y grotesco. Aguardamos  las olas que van a inundarlo todo” (Xavier Houssin, Le Monde).

Crematorio es la quiebra de una época –la nuestra–, y de un país: el suyo. España con un fondo de negocios turbios, escándalos inmobiliarios, traiciones privadas, como captada en el alba macilenta que sigue a una noche de fiesta (…). Novelas como otros tantos retratos de grupos con desilusiones, exentas de todo  folclorismo, cultivadas, elegantes, enlutadas, en las que resuenan los ecos de los tan amados Broch, Döblin, Mann o Musil. Después de este sublime Crematorio, fúnebre y  peligroso punto final, Rafael Chirbes aguarda en su pueblo cerca de Valencia, releyendo a su maestro Braudel, que algo suceda. Ha encontrado la eternidad…” (Olivier Mony, Le Figaro).

“El texto avanza con largos monólogos interiores, de acuerdo con una técnica muy sutil, que recuerda al Faulkner de Mientras agonizo o de ¡Absalón, Absalón! Pero toda comparación sería descortés, tan poderosas son las frases de Chirbes que hacen única esta obra, tanto por su mensaje como por su forma. La novela según Chirbes sigue siendo el género total que engloba todos los demás, la poesía, el panfleto, la historia, la reflexión filosófica y la meditación sobre el arte, todos los estilos, del elegíaco al obsceno, en una impresionante ola de pensamientos, sensaciones, narraciones que aspiran a agotar la descripción de un mundo deshecho” (Bernard Fauconnier, Le Magazine Littéraire).

“Chirbes muestra que el cadáver franquista se remueve todavía en los ruedos donde bulle una jauría detestable, la de los arribistas y los especuladores. Son el blanco favorito del escritor, el más feroz y el más balzaquiano de la generación de posguerra. Es una  sociedad que baila con el diablo mientras desembarcan mafiosos y prostitutas rusas. ‘Quería hacer la autopsia de nuestra alma a principios del siglo XXI’, ha dicho Chirbes. Su sulfuroso Crematorio es el más despiadado de sus libros, porque en él explora los bastidores de una España que huele a carroña” (A. C., Lire).                                                                        

 

Chirbes par lui-même

 

 

Este informe polifónico parece pertinente terminarlo dándole la palabra a su protagonista. Un Chirbes que sigue siendo el escritor antidivo de siempre, algo abrumado por su éxito in crescendo, requerido aquí y allá, con una especie de informal “ruta Chirbes” en torno al pueblecito donde vive, Beniarbeig, con problemas de salud ya superados, con la perspectiva de los correspondientes viajes promocionales de sus traducciones... Confío en que más o menos pronto me diga las consabidas palabras  rituales “Sí, escribo, pero no tengo nada…” y, un día, más adelante, “Oigo voces”, la contraseña mágica, la garantía que ya está encarrilando un nuevo proyecto.

Cuando iba a sumergirme de nuevo en sus ensayos literarios, la lectura de un blog, “Después del hipopótamo”, me ofrece una síntesis excelente. Su autor, cuyo nombre no consta en dicho blog, propone, a partir de una selección de textos del libro de Chirbes Por cuenta propia, lo que denomina una “entrevista falsa a un escritor auténtico”. Los textos vienen precedidos de unas preguntas del autor del blog y “nacen de las respuestas de Chirbes, aunque es obvio que tal vez se planteó cuestiones diferentes y, sin duda, superiores a las mías”.

***

Escribir una novela, ¿es una cuestión de oficio? ¿Se siente más seguro ahora que al principio de su carrera?

El novelista se encuentra ante cada obra tan desprotegido como el jugador de ruleta que, en cada tirada, vuelve a empezar desde cero. La literatura no surge por acumulación de esfuerzos, aunque el esfuerzo sea imprescindible: uno puede adquirir  desenvoltura, eso que llaman oficio, habilidades que más bien lastrarán las alas de una nueva novela. Conocemos tipos poco brillantes capaces de escribir espléndidas novelas y, por el contrario, gente con cabezas magníficamente amuebladas que naufragan al intentar el género narrativo. No sabemos muy bien de dónde surge la fuerza de las novelas. La mayor parte de las veces los autores no tenemos la lucidez necesaria para saber qué es exactamente lo que estamos haciendo.

Cuando comienza una novela, ¿tiene clara su estructura?, ¿conoce ya su final?

En ninguno de mis libros he tenido una idea demasiada clara ni de cuál era el tema de lo que estaba escribiendo, ni de los instrumentos de los que me servía, prácticamente hasta que lo he tenido terminado. No creo en la escritura automática, en la inconsciencia, pero sí en que escribir supone una excavación en un túnel oscuro: estoy convencido de que todos mis libros han nacido de esa inmersión en lo que podría llamar mi subconsciente…

Pero si hay algo que destaca en ‘En la orilla’ es su elaborada estructura, su orden…

No hay orden novelesco sin punto de vista, que es tanto como decir que no hay novela sin que el autor ponga a prueba su fuste ético. Encontrar ese lugar desde el que mirar y escribir yo diría que es el único verdadero problema al que se enfrenta el novelista, ya que se trata nada más y nada menos que de poner en orden y dotar de sentido la infinita variedad en la que se le ofrece la vida. Por eso los grandes maestros de la narrativa no vienen sólo de los que mejor dominaron el oficio; a veces hay que buscarlos fuera del género: puedo decir que mis novelas deben tanto a Marx o a Lucrecio como a Balzac y a Proust.

Y ese “fuste ético”, ¿debería obligar al escritor a separarse del poder?

Hoy, en un tiempo y un lugar en los que los novelistas posan en las páginas de sociedad de los dominicales de los periódicos y compiten en brillantez, miramos hacia atrás, y nos decimos que la gran narrativa del XIX fue la escuela formativa de la sensibilidad burguesa; sin embargo, sus contemporáneos no lo vieron así. Los novelistas sufrieron marginación, agresiones, desprecios, procesos. El novelista está obligado a ser un animal atento, liebre, pulga; a saber escapar un minuto antes de que el poder lo colonice.

Pero, a pesar de que la lectura y la escritura sean actos solitarios, ¿tiene un novelista una obligación con la sociedad?, ¿o, al menos, con los perdedores de la sociedad en la que vive?

En mis primeras novelas, muchos lectores creyeron que yo quería hacer una crónica del franquismo, más bien arqueología. Pero no era así. El país había emprendido otros rumbos y era como si lo que yo había vivido en mi primera infancia y me había ayudado a ser quien era, no hubiese existido nunca. Me dolía pensar que el tremendo aporte de sufrimiento de aquella gente había resultado inútil. Los arribistas de ambos bandos habían tomado el poder de la nueva España y escribían la historia a su medida. Los recién llegados – muchos de los cuales se apresuraban  a enriquecerse – no tenían la difusa sensación de culpa que marcaba a la vieja capa dominante, engordada  a la sombra de la dictadura. A su manera, reproducían comportamientos que tenían que ver con los que mantuvieron quienes llegaron al poder al final de la guerra civil.

¿Qué es ser novelista en el siglo XXI?

Aparentemente, novelista y novela se encuentran en un escalón bastante elevado en la consideración social. Se habla de unos y otras en los periódicos, en las revistas, en la televisión, y, pese a ello, uno tiene la impresión de que las novelas hablan cada vez menos por sí mismas y de que lo hacen en voz cada vez más baja. Se quedan en la mesilla de noche, al lado del frasco con las pastillas y del vaso de agua. Son, cada vez más, un asunto de estricta vida privada. En cierto modo, es normal. Se lee a solas.

Y esa publicidad, ¿sirve para que leamos más?

En la sociedad contemporánea, se habla excesivamente de los autores, y de los libros que escriben, en vez de leerlos. Los autores hablamos demasiado. El público cree conocer a un autor o un libro porque ha oído hablar de ellos en la radio o en la televisión, porque ha leído las críticas que los periódicos publican sobre ellos, o incluso ha escuchado y visto al autor responder con soltura o brillantez en un programa de televisión. Lo que se dice de un libro ha pasado a ocupar el lugar de lo que dice un libro. La escritura parece ser más bien la excusa para que se levanten las carpas del circo mediático.

¿Cuál es el futuro de la novela?

Personalmente advierto en la novela una capacidad de resistencia y una tozudez admirables: cuando se la da por muerta, renace con cualquier excusa. Para Roth, la novela acabará siendo un hobby para un pequeño grupo de aficionados, del mismo nivel que los coleccionistas de sellos o de soldaditos de plomo. Yo no estoy tan seguro de que eso vaya a ser así, ni de que deba ser así.

Aún así, ¿añora algo de las novelas del pasado, de los grandes clásicos?

Permítanme que hoy eche de menos aquellas novelas que, en unas pocas páginas – a veces, sólo en unas pocas líneas -, suspendían tu código para imponerte el suyo. Te exigían silencio, pero, a cambio, te llevaban a una estación de tren en la que olías el humo de las máquinas, y, desde tu butaca o desde el hueco cálido de la cama, recibías el aire cortante de la madrugada de San Petersburgo. Era excitante. Novelistas que aspiraban a regalarte el mundo.

   

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jorge Herralde

19 de junio de 2017

           Para Giselle


 

 

 

 

 

 

¿Qué persigue el ciclón exasperadamente?

¡Ya no sé dónde estás de tanto ser distancia!

De puerto en puerto voy como un barco en la noche

dando tumbos, buscando tu resplandor de faro.

¿Dónde estarás ahora que estás dentro de mí?

Las olas son montañas de llanto por tu ausencia.

¡Me estoy quedando ciego de no mirar tus ojos!

¡De no tocar tu cuerpo estoy perdiendo el tacto!

Tu piel es el temblor de todas las banderas.

¿A qué sabe el delirio cuando se para el mundo?

¿A qué huelen las cruces que nos clava la muerte?

¡Me estoy quedando sordo de no escuchar tu voz!

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Guinda

19 de junio de 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Este sol cegador de fuego blanco

Roto por frescas sombras negras

Que tachonan la tierra como salpicaduras

Me pone limpiamente en paz

Para llenar de nuevo mis pulmones

De una antigua inocencia

Que respiraba vida a ojos cerrados

 

Y vivir vuelve a ser nadar de sí en sí

Dejando siempre atrás cualquier quizá

Tener el día limpio sin tener que lavarlo

Recibir siempre antes de pensar en pagar

No tener nada que perder ni en que perderse

Ni tener nunca nada que ganar

Que es tener todo ya ganado

Estar inerme frente al fuego blanco

y cegador del sol

Sintiendo que en mi piel la brisa fría

Me habla en su emocionante lenguaje indescifrado

Y esperar la llegada del momento que viene

Como esperar ser bendecido.

Escrito en Lecturas Turia por Tomás Segovia

JUAN MANUEL BONET DA A CONOCER EL ESPECIAL "LETRAS DE ESPAÑA Y MÉXICO"

20 AUTORES PARTICIPAN CON TEXTOS ORIGINALES  EN EL MONOGRÁFICO “BUÑUEL EN MÉXICO”

UN POEMA DE JOSÉ MORENO VILLA, Y FRAGMENTOS DE LA CORRESPONDENCIA CON CARLOS FUENTES Y GABRIEL FIGUEROA, ENTRE EL MATERIAL INÉDITO QUE DIFUNDE LA REVISTA

 Luis Buñuel es el gran protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA fue presentado el pasado 21 de junio en el Instituto Cervantes de Madrid. Su director, Juan Manuel Bonet, será el encargado de dar a conocer esta interesante publicación. Un total de 20 autores participan en un atractivo monográfico sobre “Buñuel en México” que permitirá conocer más y mejor la etapa más productiva de su carrera como director de cine. Además, esta iniciativa constituye una magnífica oportunidad para sumar más voces mexicanas al actual boom en los estudios sobre Buñuel y fomentar la entrada de nuevos investigadores.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

   Leer a Goytisolo es un acto de reflexión, una aproximación a una amplia cultura, una meditación sobre la escritura y su peso en el mundo. Fue galardonado con el Premio Cervantes, el escritor nacido en Barcelona, merece una reflexión sobre una obra de gran calado intelectual, una obra de diferentes interpretaciones, que expongo en este estudio. Su muerte nos invita a una lectura atenta y reflexiva.

   Como dijo M. Carmen Porrúa en su artículo “Un itinerario ético y estético”, publicado en la revista de la Asociación de Escritores, República de las Letras, en el monográfico dedicado al escritor en julio-agosto del 2007, la escritura de este está afincada al compromiso: “La escritura goytisoliana refleja una actitud éticamente comprometida en relación a las cuestiones políticas y morales de nuestra época” (p. 27).

   Libros como Cuadernos de Sarajevo, Argelia en el vendaval o Paisajes de guerra en Chechenia al fondo, son claros ejemplos de esta actitud, la del hombre que piensa el mundo, que reflexiona sobre su devenir, un escritor que conoce el dolor, lo expone y medita sobre él, acerca de la injusticia de un mundo que se desangra por guerras y conflictos continuos, un lugar que merece este espacio de meditación que Goytisolo dedica, porque solo así podemos intentar ser mejores y buscar una solución al caos que nos rodea.

    Hay una denuncia continua en su obra, un compromiso ideológico con los desprotegidos, con los que tienen menos, un deseo de abolir el dolor a través de su denuncia, el rechazo a un capitalismo furibundo, a una sociedad de consumo que fagocita al individuo en sus redes. Todo ello se aprecia muy bien en libros como Furgón de cola (1967), hasta Pájaro que ensucia su propio nido (2001).

   El afán del escritor es apoyar la integración, el multiculturalismo, la pervivencia de razas en un mismo ámbito (temas presentes en sus famosas novelas Señas de identidad o Juan sin tierra).

    Es la trilogía de Álvaro Mendiola el testimonio más fiel de ese sincretismo, de esa búsqueda de un hogar común que rompa los laberintos del tiempo y que consolide la unión de razas que deben encontrar su sintonía, su armonía a un mismo lugar.

   La presencia árabe en la Península, su legado, es el leit motiv de esas novelas de indudable peso en nuestra literatura contemporánea, son la búsqueda de un eslabón cultural que no debe romperse y una crítica soterrada a la idea de los Reyes Católicos sobre la unidad de España. Goytisolo reafirma el culturalismo, la herencia árabe como un sustrato que enriquece nuestra cultura, por ello, utiliza el árabe en sus novelas, ya que en Juan sin tierra (1975), termina el relato con formas escritas en caracteres arábigos y Makbara (1980) es un relato donde pervive lo oriental en cada página.

   Para el escritor, todo proceso nace de una búsqueda de lo oriental que da luz a las ventanas de nuestra historia. Es lo árabe la mejor vidriera, donde se debe filtrar la luz  del edificio de nuestra historia, donde los rayos iluminen nuestro presente desde un pasado que no podemos olvidar ni rechazar.

    También el escritor es un amanuense que da caligrafía a sus textos, genera, desde el relato de la ficción, otros textos secundarios que enriquecen el basamento original. Sin duda alguna, hay relatos interiores, diálogos, ensayos dentro de la novela, para conformar una arquitectura del pensamiento, un sólido edificio de palabras donde convivan, en armonía, lo ético y lo estético.

    En el escritor catalán, pero universal, la radiografía del tiempo es ineludible, en una buena y profunda lectura de su obra, la Guerra Civil, la época contemporánea, son eslabones necesarios para generar un discurso sobre nuestra historia, el cual no eluda la Edad Media, como la semilla de una cultura creciente, con el legado de los árabes y los años de las Conquista musulmana y el Renacimiento, esplendor que debe ser recuperado en tiempos de crisis como estos. Todo encaja en el caleidoscopio de este novelista, ensayista, que busca el multiculturalismo como una razón de ser.

    Hay un eco manriqueño en Telón de boca, en manos de ese septuagenario que recorre su vida, hay un tempus fugit presente en el dolor del paso del tiempo, donde anida el eco de Proust y de Tolstoi, escritores que admira Goytisolo, como si en ellos se reviviese el espíritu del mejor pasado literario.

   Los personajes de sus libros también tienen múltiples rostros, son seres hilvanados con la mirada del entomólogo, lo podemos ver en novelas como El sitio de los sitios, Las semanas del jardín, Paisajes después de la batalla. Los seres que aparecen en sus novelas-ensayos son ejemplos de protagonistas polifónicos, seres que pertenecen a un lugar y a ninguno, desterrados del paraíso terrenal.

    Como dijo Marco Kunz en su artículo “En torno al otro lado: La escritura transfronteriza de Juan Goytisolo”, aparecido en la revista República de las Letras en el monográfico ya citado, el escritor es una combinación de culturas, en un espacio que abarca el mundo y lo borra, en su afán transfigurador.

    Dice así: “Juan Goytisolo es, sin duda, el escritor menos español de la literatura española contemporánea, y al mismo tiempo, el más mudéjar y el más hispanoamericano”.

     Goytisolo que vive desde hace muchos años en Marruecos, lugar que engloba su visión del mundo, entiende el mismo como un espacio lleno de traducciones, donde debemos transcribir las palabras para entender su significado profundo, cualquier lengua es recipiente de ese paisaje de ideas que es la literatura del escritor español.

    No hay duda que Goytisolo se nutre del estilo cervantino, como demuestra Las semanas del jardín, ya que se trata de historias que tienen un decidido afán didáctico, pero también son espejos de cajas rusas, unas dentro de otras, lo que enriquece el conjunto, pervive también la influencia de Bocaccio y su Decameron, donde el relato oral pesa como un legado que no podemos eludir, una literatura contada unos a otros, para buscar el sentido de la vida. El relato cervantino, su famoso Quijote, está dentro de ese espíritu de Goytisolo, las diferentes perspectivas y un afán por desdramatizar al personaje, hacerlo risible y, a la vez, profundo.

    Hay un afán en el escritor de realzar lo ficticio sobre lo real, como ocurre con Don Alosno Quijano, hacer que el personaje traspase las páginas y esté más vivo que nuestros amigos o amores, más carnal y, a la vez, esencialmente, espiritual, en este proceso de vivificación del personaje inventado.

    Hay ecos en el escritor de Pirandello y Unamuno, en su famosa Niebla, donde el personaje se rebela al autor que lo ha creado, hay, también una algarabía de voces y puntos de vista, Goytisolo impone la voz del personaje, su alter ego que sirve para explicar el mundo y sus contradicciones.

   Sobrevuela otro tema en la obra del escritor catalán, la idea del exilio, que está presente en Reivindicación del Conde don Julián, el punto que lo domina es la ciudad de Tánger, que sirve de perspectiva multicultural para hablar de un territorio que quiere y siente a España, que ama el pasado que los une y que lamenta el tiempo que los separa.

    Y, como último tema, el humor, muy presente en su obra, porque la ironía lo asola todo, una mirada que burla las apariencias, pero que presencia ese tiempo de crítica y censura que fue el franquismo, hay una lucidez presente en el hombre que ha entendido la mediocridad de la España de la dictadura y el afán, siempre vivo, de ir más allá, hacia una modernidad, que no anule lo bueno de nuestro enriquecimiento cultural en el Medievo.

   Hay un último Goytisolo, el poeta, que hace lirismo de su prosa, como dijo Luis Vicente de Aguinaga en otro artículo del Monográfico dedicado por la revista República de las Letras al escritor catalán, dice lo que sigue: “la obra de Goytisolo es arriesgada y compleja”, sin duda alguna, porque su prosa está imbuida de una poesía que radica en lo mejor de nuestra lírica española, como muestra en su libro Reivindicación del conde don Julián, donde late Góngora, el poeta cordobés que hace del verso una luz interior, llena de sombras y de claroscuros.

    En su Polifemo, entiende Goytisolo la España lúcida, pero trágica, fea, pero hermosa, pacífica, pero con genes de violencia, la España que genera arte y lo destruye.

    Como conclusión a esta mirada a un escritor que ahora recibe el Cervantes por su alto compromiso con la literatura y con el pensamiento, cabe decir que se trata de un escritor de gran calado intelectual, casi un visionario, que en la época de la dictadura ya alumbró el deseo de una España multicultural, que recuperase aquel espíritu perdido por los Reyes Católicos y su afán homogeneizador y de pedante beaterio, donde la Iglesia era el poder omnímodo en sintonía con el de la Monarquía.

    Hubo, nos dice Goytisolo, una España plural, sabia, sincrética, multicultural, que el tiempo ha recuperado y que no debemos perder, tierra de emigrantes como de emigrados, se trata de una España que algunos quieren olvidar, aquellos que de forma sectaria imponen sus criterios, pero que debe seguir creciendo, tal es el legado de este hombre que ha cultivado la narrativa como si fuese un ensayo y este como una novela, porque no entiende de géneros, todo es literatura y esta anida dentro de nosotros, como espejo de nuestra vida, merecido Cervantes el de este hombre lúcido de pensamiento inquietante y provocador, como deben ser los grandes hombres de la cultura de cualquier tiempo que se precie de serlo.

   Goytisolo ha muerto pero queda su obra y su alta hondura intelectual.

   

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García cueto

Juan Marsé: “La literatura española actual goza de buena salud”

Para un clásico de la novela española contemporánea como Juan Marsé, cada año que pasa deviene en conmemoración. Si en el 2016 celebramos con una reedición el medio siglo de Últimas tardes con Teresa, el capítulo de efemérides se completaría con los cuarenta años de la publicación en España de Si te dicen que caí. Ambos títulos, capitales en la obra de Marsé, sufrieron el acecho de la censura franquista.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Sergi Doria

Elena Poniatowska: “En México la realidad nos lleva a la ficción, a la imaginación”

Llegar a la casa de Elena Poniatowska es regresar, es desandar el tiempo hacia las calles angostas, empedradas, los árboles añosos y desembocar en la emblemática y entrañable,  para todos los citadinos de mi generación,  plaza  de Chimalistac  con su  templo pequeñito en el que cabe su grandiosa belleza. La Capilla de San Sebastián Mártir fue construida a finales del siglo XVI y modificada en los siglos XVII y XX. Es una de las construcciones más antiguas del barrio. Ahí se filmó, en 1931, Santa, la primera película sonora mexicana.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Carmen Carrara

5 de junio de 2017

La celebración del centenario del nacimiento de Juan Rulfo (16 de mayo de 1917) invita a reflexionar sobre la trascendencia de la obra literaria del autor mexicano y su proyección en nuestro siglo. La publicación de su novela Pedro Páramo en 1955 supuso un antes y un después en el contexto global de la narrativa hispanoamericana, abriendo las puertas a la novelística del “boom” de los años sesenta y setenta. Considerada por muchos críticos como la novela más perfecta del siglo XX en Hispanoamérica y una de las más significativas en el ámbito universal, opacó, en cierta medida, su colección de cuentos El Llano en llamas (1953) que, sin embargo, también ha sido destacada como una de las obras más importantes del cuento hispanoamericano del siglo XX.

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Escrito en Artículos Revista Turia por José Carlos González Boixo

Se dice de Buñuel, más o menos con razón, que es uno de los directores que más atención ha recibido a lo largo de la Historia, junto con otros cineastas como Charles Chaplin, John Ford, Sergei Eisenstein, Alfred Hitchcock o Akira Kurosawa. Basta con echar un vistazo a la entrada “Buñuel” en el catálogo de la Filmoteca española para comprobar la cantidad de documentación existente sólo en dicho acervo. Y, lejos del olvido, el interés por Buñuel en la actualidad sigue gozando de una excelente salud gracias, en parte, a la actualización de conocimientos aportada por recientes investigaciones, así como por el alcance de numerosos proyectos culturales diseñados para difundir su vida y su obra.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Mario Barro Hernández

2 de junio de 2017

El secretismo, o gusto por los secretos, es una constante en el laberíntico carácter de Buñuel poco estudiada aún por exegetas y analistas. Y, sin embargo, se da tanto en las películas como en la vida personal del director aragonés.

Dejando a un lado aquellas, y puestos a hablar sólo de la biografía, nadie ha podido deducir a través de sus palabras, casi siempre contradictorias, en qué punto dejó, por ejemplo, varias de las diferentes carreras emprendidas, suponiendo que llegara a concluir alguna. Y otro tanto cabría decir de su posible adscripción a un partido comunista, fuera el español o el francés, pues tampoco solía manifestarse con claridad al respecto. [1]

Sobre las etapas que conformaron tan ajetreada vida, existen testimonios para todos los gustos, algunos de amigos íntimos incluso, pero pocos parecen concluyentes. Y es que, cuando se le preguntaba, Buñuel confirmaba a veces el hecho en cuestión, otras lo daba por supuesto y, en más de un caso, rebatía su mera posibilidad con total aplomo.

¿Desempeñó trabajos de espionaje a favor de la República, en París, durante la guerra civil, como parecen indicar ciertos encuentros con una dama de la alta sociedad, o se limitó a trabajar refugiado en la embajada de Marcelino Pascua, antiguo compinche de correrías por el Madrid de la primera Dictadura, el de la “Resi” y las verbenas de San Antonio? ¿A dónde iba en los frecuentes viajes de salida y entrada en Francia durante los últimos meses de la contienda? ¿Cómo consiguió su empleo en el MOMA de Nueva York, apenas terminó ésta? ¿Sólo por una carta de Rockefeller a la ínclita Iris Barry, figura tampoco bien estudiada, por cierto?.

Ni la familia llegó a conocer la magnitud real o el verdadero desenlace de algunos incidentes al ser relatados por el propio cineasta en el seno del hogar, agrandando o recortando con frecuencia sus proporciones. Sirvan como botón de muestra las memorias de la esposa, [2] o un caso que citamos de primera mano y bien puede calificarse de significativo a distintos efectos.

A principios de los años ochenta, Rafael Buñuel, el hijo menor, con quien mantenemos buena y vieja amistad, contó cómo, en una solemne cena de Nochebuena, su padre y otro invitado decidieron –a instancia del primero, sin duda- cargarse el gran árbol de Navidad que presidía la mesa, por considerarlo símbolo de cuanto él, como buen surrealista, detestaba más: la religión, la sociedad burguesa, el capitalismo opresor, etc. Pero que, intimidados a fin de cuentas por el ambiente amistoso, ambos fueron aplazando e momento del destrozo, pasando del primer plato al segundo y de éste al postre, sin atreverse por fin a cumplir su propósito, posponiendo el arrebato para mejor ocasión.

Así nos lo contó Rafael y así lo archivamos en nuestra memoria, por considerar la anécdota ejemplo de comprensible, y al fin humana, cobardía. Pero hete aquí que, un par de años después, en situación de andar uno recogiendo información con destino a cierta biografía del director Henri d’Abbadie d’Arrast – amigo de Edgar Neville y, a través suyo, de buena parte de la colonia hispana emigrada a Hollywood en los principios de la etapa sonora para hacer spanish versions de los films americanos de mayor éxito-, hablamos con José López Rubio, escritor, director, y presente en la famosa cena. “¿Cómo que no se atrevieron?”, exclamó el autor de Celos del aire. “¡Ya lo creo que sí!”, añadió, irritado todavía con el recuerdo de semejante escándalo. Y pasó a proporcionar los datos completos del mismo.

Había ocurrido en casa del humorista Antonio Lara, Tono, en la Nochebuena de 1930, y en presencia de Charles Chaplin y de su enamorada por entonces, Lita Grey; el cómplice de Buñuel era el actor Julio Peña, y la reacción se produjo a raízde que el también actor Rafael Ribelles, asistente al banquete en compañía de su esposa, igualmente cómica, María Fernanda Ladrón de Guevara, se ofreciera para recitar fragmentos de En Flandes se ha puesto el sol, poema dramático de Eduardo Marquina que gozaba de gran predicamento desde su triunfal estreno, veinte años atrás.

Considerando los tales versos de un patriotismo insoportable y rancio, Buñuel y Peña se levantaron al unísono para emprenderla con el abeto de marras hasta abatirlo, pisoteando ramas y regalos con auténtica fiereza, en medio de las imprecaciones e insultos de rigor. Chaplin no salía de su asombro, bastante mayor todavía que el del resto de los comensales, conocedores a la postre del carácter nacional por una parte, y de la rabia iconoclasta de Buñuel, por otra.

López Rubio nos proporcionaría, además, el remate de la historia, éste si verdaderamente chapliniano. Encantado, pese a todo, con la invitación de amigos tan peculiares, Charlot propuso corresponder celebrando la Nochevieja en su mansión angelina. Y allí, refiriéndose al árbol que daba la bienvenida a los invitados, bastante más reluciente y lujoso –es de suponer- que el de Tono, le dijo en un aparte a Buñuel, apenas llegado éste a la casa: “Si lo van a derribar ustedes, mejor que lo hagan al principio, porque luego, con la cena, el desbarajuste es tremendo”. “Yo no me dedico a eso”, parece ser que refunfuñó, un tanto cortado, el de Calanda.

“Era muy mentiroso”, ha declarado repetidamente y con cariño quien mejor le conocía o, en cualquier caso, uno de sus primeros y más fieles admiradores, el incombustible Pepín Bello:[3] compañero de Residencia, testigo impar de andanzas dentro y fuera de la misma y, según testimonio de varios de sus contemporáneos, el verdadero inspirador de algunos de los frutos más sonados de aquel “enigma sin fin”.[4]

Mentiras o tergiversaciones que, por supuesto, alcanzaban al propio Bello sin que él hubiera llegado a enterarse, como pudimos comprobar en la apertura oficial de la “Sala Buñuel y su entorno” del Museo Reina Sofía, de Madrid. [5] Interrogado sobre las actividades ateneístas del director aragonés, su paisano Pepín[6] contestó con rotundidad: “Ninguna”, pasando a explicarnos que la docta casa, aquella que según Pla fue conocida en el siglo XIX como “la de Holanda” por su alto rigor intelectual,[7] jamás había significado nada para ninguno de ellos.

El Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid, fundado en 1820 de acuerdo con los vientos que impulsaran años antes la mítica Constitución de Cádiz –la denostada Pepa-, era considerado por los discípulos de Jiménez Fraud, al entender de Bello por lo menos, algo así como un nido de carcamales, auténtica cueva de “putrefactos”, en connivencia con los poderes tradicionales del país pese a las protestas que alguna de sus figuras más relevantes pudieran hacer de laicidad, liberalismo o progresía.

Y ante nuestra insistencia sobre la condición, documentada, de socio de Buñuel, todavía se permitió añadir:

- Lo dudo.

La circunstancia de que sólo dos residentes –el poeta Pedro Garfias y el pintor y también poeta José Moreno Villa-[8] figuren apuntados en los correspondientes anales, parecía confirmar la incredulidad de Bello. Incluso el alma mater de la casa, el venerado don Alberto, como si hubiera hecho suyo el rechazo de huéspedes tan influyentes, llegó a pedir la baja en la institución. [9]

Y, sin embargo, don Luis Buñuel Portolés, nacido en la localidad de Calanda, provincia de Teruel, el día 22 de febrero de 1900, según consta en dichos anales, se dio de alta en el Ateneo exactamente el 10 de octubre de 1924, declarando como profesión la de “estudiante”, y como domicilio, el de la Residencia en la Colina de los Chopoas, es decir: Pinar, 17. Pagó las setenta y cinco pesetas a que ascendía por entonces la cuota de entrada, y quedó registrado como socio de pleno derecho con el número 11.153.

¿Por qué ocultó Buñuel tal inscripción?. Existe la posibilidad, claro, de que su íntimo amigo, al cabo de stenta y nueve años, que es cuando se le hiciera la pregunta, hubiese olvidado el hecho, pero Pepín –nosotros preferimos seguir llándole así- es hombre tenido como de excelente memoria aun hoy en día y, por otra parte, ninguno de sus contemporáneos hizo nunca, en relación con el de Calanda, la menor alusión a tan contradictorio empadronamiento.

-Pues ahí está el detalle-, como hubiera dicho su compatriota Cantinflas, una vez que, en 1949, Buñuel se nacionalizara mexicano. O, si lo prefieren, por ser palabra que parece inventada a propósito del creador de La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, el intríngulis de la presente semblanza.

Por desgracia, la quema, robo y destrucción de documentos llevada a cabo en el casón de la calle del Prado a raíz de la guerra civil o, mejor dicho, de la victoria que le siguiera, como muy bien se encargó de precisar Fernando Fernán-Gómez en su famosa frase final de Las bicicletas son para el verano, no permiten reconstruir hoy los pasos del cineasta, suponiendo que diera alguno, por las salas y biblioteca del mismo a lo largo de los siete años y ocho meses trascurridos desde el día de su inscripción hasta el 10 de junio de 1932, fecha en la que, de acuerdo con el mismo registro, causara baja voluntaria en las filas de socios.

Pero sí podemos recordar sus movimientos en Madrid y fuera de España, durante ese mismo periodo, y aventurar, aun a costa de cierto riesgo historiográfico, las razones por las que pudo inscribirse, así como las que le llevarían, pasado el tiempo indicado, a decir adiós a la institución.

Sobreseídos los estudios de ingeniería agrónoma que un día le permitieran salir de su cuasi natal Cesaraugusta, y abandonados igualmente los de Ciencias Naturales, inmerso ya de lleno en el ambiente intelectual y creativo de la “Resi”, Buñuel parecía abocado sin remedio al ejercicio de la literatura como único medio de satisfacer los afanes de relevancia y brillo personal que desde niño le obsesionaban, según testimonio unánime de sus hermanos y el de quienes llegaron a compartir la primera juventud a orillas del Ebro.

Otras salidas, la pintura o la música, pongamos por caso, quedaron excluidas ab initio ante la poca disposición demostrada para su ejercicio. Con todo, aquellos de la “Resi” eran momentos de indecisión, que Max Aub ha descrito con claridad: “Lorca quería ser poeta (ya lo era) y Dalí, pintor. Pero los demás no estaban muy seguros de por dónde iban a tirar. Alberti pretendía ser pintor, y Buñuel trataba de escribir poemas”. [10]

Así que, tras un periodo de cierto gamberrismo de corte anárquico, durante el cual consiguió dar la campanada ante afines y contrarios, a lo largo y a lo ancho del callejero capitalino, Buñuel emprende colaboraciones en revistas culturales de cierta envergadura –Ultra, Horizonte, Alfar-; asiste a homenajes públicos –el de Araquistain, sin ir más lejos-; ofrece alguna que otra conferencia; visita exposiciones; acude a estrenos sonados –el de Santa Isabel de Ceres, de Vidal y Planas, a quien se tomaría por un Genet avant l´homme, [11] y se deja caer por diversas tertulias de escritores y artistas: la del Café Castilla, la del Platerías, la de la Granja del Henar y, sobre todo, la celebérrima de Pombo, conformada a mayor honor y gloria de su máximo oficiante, el proteico Ramón.

Aun cuando Buñuel hablara luego con cierto despego de la famosa cripta, la verdad es que fue asiduo de ella y que siempre consideró a Gómez de la Cerna –según transcribe sus apellidos el pendolista Carriére en la edición princeps de Mon dernier soupir- [12] el autor de mayor talento, o al menos de mayor originalidad, en las letras españolas de por entonces.

Buñuel acudía a sus convocatorias, se disfrazaba de lo que fuera preciso, lo cual no le costaba ningún esfuerzo porque siempre le encantó hacerlo, tanto de caballero romántico como de Don Juan y hasta ¡de monja!, eligiendo años después, al autor de Cinelandia como coguionista de su primer proyecto cinematográfico, inspirado en las páginas de un periódico imaginario, escrito de pe a pa por el propio Ramón, y cuyo título habría de ser El mundo por diez céntimos.

Propósito nunca cumplido, dicho sea de paso, al habérselo quitado de la cabeza el egocéntrico y avispado Dalí durante un posterior veraneo de ambos en Cadaqués. En su lugar, parece ser que el catalán le aconsejó rodar juntos unos cuantos sueños propios y entremezclarlos al buen tuntún: la salida de un ejército de hormigas de la mano, burros muertos sobre pianos de cola o el ojo de la madre del aragonés, rasgado por una cuchilla de afeitar. El perro andaluz, en suma.

Volviendo a los comienzos literarios, el problema principal radicaba en el trabajo descomunal que a Buñuel le costaba redactar, sobre todo poesía. Alberti lo explicaría muy bien: “...sufría muchísimo y se pasaba las noches, según me contaban Federico (Lorca) y los demás, escribiendo sus cosas literarias con un gran dolor, con un gran esfuerzo, hasta que insensiblemente fue descubriendo su verdadero camino...” [13] Las críticas y aun los relatos se le daban bastante mejor, según puede advertirse en la recopilación de su obra literaria preparada, todavía en vida del cineasta, por el referido profesor de la Universidad de Zaragoza, Agustín Sánchez Vidal. [14] Eso sí, todo a costa de un enorme sacrificio.

La idea de abandonar Biología  para pasarse a Filosofía y Letras le vino durante un viaje a Toledo, ciudad de la que siempre se proclamó partidario –como sabemos, en 1923 fundaría la orden que pretendía acoger a sus devotos, y allí situaría la acción de Tristana, casi medio siglo después-, pero fue Américo Castro quien, camino esa vez de Alcalá, dio el empujón definitivo al informarle de que muchas universidades extranjeras, en particular norteamericanas, pedía sin cesar lectores de Literatura o de Historia españolas. ¿Por qué no ser uno de ellos?

Buñuel, que en el fondo buscaba salir de la capital como antes lo había hecho de la provincia, siempre en pos de escenarios idóneos para su talento, vio el cielo abierto. Además, los Estados Unidos significaban a su entender –y nunca dejarían de hacerlo en buena medida- el non plus ultra, el paradigma de la modernidad. Así que eligió la rama de Historia como la más apropiada. Corría el año 1921.

Y fue al terminar esos estudios, o darlos por concluidos –que en esto tampoco nadie se ha puesto de acuerdo, ni el mismo Buñuel si fuéramos a tomar sus palabras al pie de la letra-, cuando nuestro hombre decidió inscribirse como miembro del Ateneo madrileño. Con un cierto retraso a decir verdad, porque hubiera sido antes, durante la etapa universitaria, cuando más le habrían valido las ventajas de la institución, empezando por la de su biblioteca, una de las mejores de aquel Madrid, veintitantos mil volúmenes, y frecuentadísima por estudiosos e investigadores quienes, tras la lectura y el estudio –o quizá en sustitución de ambos, vaya usted a saber-, discutían sobre lo divino y lo humano en la célebre Cacharrería de abajo.

Con retraso, y buena dosis de discreción además, como explica la circunstancia de que su confidente Pepín quedara al margen del paso dado. Quizá, Buñuel creyó conveniente para desarrollar futuros trabajos y así codearse con personalidades relevantes del mundo académico, siguiendo en eso la pauta marcada por el encuentro con don Américo. Su padre había muerto en mayo del año anterior y, él como hijo mayor y favorito de la madre que era, se consideraba ya el cabeza de familia, sin necesidad por tanto de rendir cuenta de sus actos a nadie, excepto en el terreno económico, pues seguía dependiendo de la viuda Portolés.

La rama de Historia no le llevó a cruzar el océano pero sí facilitó, poco después de su ingreso en el Ateneo, la travesía de los Pirineos con un plan bajo el brazo, lo cual tampoco era desdeñable. Enterado de la existencia en París de cierta Societé Internationale de Cooopération Intellectuelle –rama o fruto de la flamante Sociedad de Naciones-, en cuya primera línea figuraba el filósofo gerundense don Eugenio d’Ors, Buñuel acudió a Pablo de Azcárate, [15] siendo informado de que un par de cursos de francés e inglés podrían colmar la preparación necesaria para formar parte de la susodicha Societé, cuyos objetivos nadie fue capaz de especificarle con entera claridad, ni siquiera el citado Xenius, con quien el futuro cineasta mantenía una buena relación.

De ahí que, cumplidas las Navidades de aquel año –el 7 de enero de 1925- Buñuel llegase a París, dejando poco menos que sin efecto su flamante condición ateneísta. Y el primer movimiento, al día siguiente, fue acudir a la tertulia que don Miguel de Unamuno, desterrado a la sazón por el general Primo de Rivera, mantenía un tanto a la española en el café La Rotonde ante un selecto grupo de compatriotas e hispanoamericanos: César Vallejo, Pablo Neruda, Joan Miró o Pancho Cossío, entre otros. Gesto demostrativo a todas luces de su decisión de mantenerse ligado al mundo intelectual y literario, único horizonte que por el momento vislumbraba nuestro hombre para alcanzar la preeminencia.

Curiosamente, el cine no formaba parte aún de sus propósitos, al menos de los más directos. Él declaró en varias ocasiones que fue Las tres luces, una película de Fritz Lang rodada en 1921 y estrenada en España poco después, el origen de su definitiva vocación. [16] Pero también pudo verla en el Vieux Colombier de París, donde se reestrenaría a bombo y platillo, como homenaje y reparación al maestro vienés por la indiferencia con que el film –una historia fáustica, repleta de efectos fotográficos, en la que el personaje de la Muerte jugaba principalísimo papel- fuese recibido en Alemania. Conversión o deslumbramiento que bien podrían explicar el que, sin previo aviso, ese mismo año Buñuel iniciara súbitamente sus colaboraciones en la revista Cahiers d’Art como crítico cinematográfico.

El resto de las actividades parisinas es de sobra conocido para pormenorizarlo aquí. Se apunta a la Academie de Cinema, regida por el prestigioso realizador Jean Epstein, con el que Buñuel establecería una estrecha relación; hace publicidad visual para una marca de muebles; ayuda y actúa de figurante en la versión de Carmen dirigida por Jacques Feyder, con Raquel Meller en el papel central; es pluriempleado en Les aventures de Robert Macaire y en Maupras, ambos títulos rodados por el mismo Epstein en 1925-26; corre con la puesta en escena –curiosa experiencia- del Retablo de Maese Pedro de Falla en Ámsterdam y, ya en 1927, trabaja de ayudante en una película de Josephine Baker, La sirena del Trópico, [17] envía críticas a La Gaceta Literaria de Giménez Caballero, escribe en un velador del café Montparnasse su Hamlet, tragedia cómica, bosqueja un guión sobre la figura de Goya, con miras a las próximas celebraciones en Zaragoza del centenario de la muerte del pintor, y durante un viaje a España presenta diferentes películas al equipo de la Revista de Occidente.

Son años de actividad frenética, con un fin superior: devorar etapas en la carrera hacia el triunfo. Sigue actuando de ayudante en films de Germaine Dulac, del maestro Epstein –trabaja con él nada menos que en El hundimiento de la casa Usher, [18] sobre Allan Poe-, y planea con su admirado Ramón el rodaje de una ópera prima, proyecto desbaratado por Dalí durante las vacaciones navideñas de 1928, y sustituido por Le chien andalou, como ya se ha dicho.

Probablemente no ha habido en el campo cinematográfico debut más sonado que el de Buñuel, sólo comparable, en términos creativos, al de Orson Welles con Citizen Kane en el Hollywood inmediatamente anterior a la segunda guerra mundial. El escándalo que siguió al estreno parisino de Le chien –el 6 de junio de 1929 en Le Studio des Ursulines-, habría de conducirle en volandas al exigente grupo surrealista, capitaneado por Breton y Aragon. Se desbordan los comentarios, los aplausos y los insultos. En Madrid, proyectado por primera vez en el cine Royalty, Giménez Caballero llega a presentarlo como “una desesperada llamada al crimen”.

Jean Cocteau introduce a Buñuel en el particular –hoy diríamos exclusivo- reino de los barones de Noailles, que inmediatamente le acogen en su corte y acuerdan producir el proyecto siguiente de este nuevo “enfant terrible espagnol”, habiendo sido Picasso el anterior. Vuelven a trabajar juntos el aragonés y el catalán, éste sometido ya a la influencia de su futura Gala, a quien es tradición que Buñuel intentó estrangular en Cadaqués. Y L’age d’or aun antes de estrenarse, le vale al primero un pasaporte para el ansiado Hollywood, bajo contrato como director francés por el casi omnímodo Irving Thalberg, de la Metro Goldwyn Mayer.

Pero hasta California llega el eco del nuevo escándalo parisino ante esa segunda película. Cinco días después de darse a conocer públicamente en la sala Studio 28, comisarios de Action Française –cuyo radicalismo habría de ser recreado por Buñuel treinta y cuatro años después-, [19] en connivencia con representantes de la Liga Anti-judía, destrozan el local. Y las críticas, los aplausos y los insultos vuelven a llover, ahora en la distancia, sobre el director

Thalberg no sabe qué hacer con asalariado tan conflictivo, quien durante seis meses vaga por los platós de la Metro, curioseando rodajes ajenos, hasta que Greta Garbo le expulsa de uno suyo. [20] A partir de entonces, el aragonés sólo se acerca a los estudios de Culver City para cobrar el sueldo especificado en el contrato: doscientos cincuenta dólares a la semana. Por no tenerlo mano sobre mano, Thalberg le llama para que, como español, eche una ojeada a la actuación de Lili Damita en un film de ambiente hispano. Pero Buñuel se niega, pretextando que está allí como realizador francés. “Además –añade-, no me da la gana asesorar a una puta”. [21] Es el final del primer capítulo hollywoodiense de Buñuel. A través de Frank Davies, supervisor del departamento de producciones en español, Thalberg le devuelve a Europa y, ya en París, el aragonés toma un taxi cuando la República española apenas cuenta con veinticuatro horas de vida –no con un año más, como el inefable Carriére anotara en el susodicho Soupir- para presentarse en Zaragoza y seguir viaje a Madrid. Asiste a un mitin anarco sindicalista en la plaza de toros, y al día siguiente vuelve a Francia donde ocasionalmente se incorpora a los rodajes de las versiones hispanas que, por aquella época, se realizan en los estudios de Joinville, bajo el control del escritor canario Claudio de la Torre.

Pero la alegría dura poco en casa del pobre, y tras los primeros momentos de entusiasmo popular, comienzan los incidentes que habrían de desembocar, al cabo de cinco años, en la infausta guerra civil. El 11 de mayo, veintitantos días después del cambio de régimen, se produce la quema de conventos en Madrid y, en pleno arrebato republicano y surrealista, Buñuel propone a Breton volver juntos a España para incendiar, además, el Museo del Prado. De paso, destruirían el negativo de L’age d’or. “Así eran los surrealistas”, escribió Max Aub con desdén y cierto deslumbramiento, [22] refiriéndose sin duda a otra quema, la llevada a cabo por Louis Aragon del manuscrito de su novela La defense de l’infini, precisamente en un hotel de la madrileña Puerta del Sol, en 1928.

Breton, futuro autor de L’amour fou, [23] debió sentir al escuchar a Buñuel un escalofrío similar al que embargara a Chaplin durante la famosa Nochebuena en casa de Tono, aun cuando consiguiera hacerle desistir de tan radicales propósitos. Propósitos que hoy han de parecernos de dudosa sinceridad, por lo menos.

El prestigio de Buñuel en París se ha consolidado, entre tanto. La también exclusiva reunión de 1932 en el castillo de Hyères, propiedad de los Noailles, con la crema de la sociedad intelectual de entreguerras –santones como Giacometti, Desormieres, Poulenc, Christian Berard, Auric, Markevitch, Pierre Colle, Henri Sauguet o Igor Stravinski- viene a confirmarlo. Y surge la posibilidad de realizar un nuevo film, tan violento, mordaz y surrealista como los anteriores, aunque en apariencia perteneciera al género documental: Las Hurdes. [24]

Vuelve a España para preparar el rodaje y, una semana antes de su comienzo, el 10 de abril de aquel mismo año decide darse de baja en el Ateneo. La gran universidad libre de España, según lo bautizara Francisco Giner de los Ríos, no significaba ya ninguna plataforma para el de Calanda, abandonado de una vez por todas el proyecto literario y en trance de convertirse en figura universal del recién bautizado Séptimo Arte.

La rebelión del ejército español en julio de 1936 pareció dar definitivamente al traste con tales perspectivas pero, por fortuna, sólo vino a suponer en el arto profesional del director un episodio de extrema dificultad, pese a la inmensa tragedia que conllevaba. Y el premio del Festival de Cannes, en 1951, a su film mexicano Los olvidados, tras un largo paréntesis de trabajos más o menos oscuros en Nueva York, Los Ángeles y México DF, vendría a significar la resurrección del ave fénix, tras haber sido el nombre del aragonés poco menos que arrumbado, o constituir una simple nota en el enloquecido periodo de la vanguardia europea de los veinte. En el día de San Isidro de 1996, cuando la actriz Verónica Forqué –hija de otro afamado director aragonés, por cierto- hiciera entrega solemne del cuadro del pintor José Luis de Palacio donado por EGEDA [25] para que engrosara la formidable colección de retratos de ateneístas ilustres, no faltó quien manifestase sorpresa y hasta cierto reparo en cuanto a la inclusión de Buñuel en tal galería.

Y es que, a fin de cuentas, se trataba de un socio ignoto.



[1] Hoy parece definitivamente establecido que ingresó en el PCE durante la primavera de 1932, quizá a la vuelta del rodaje de Las Hurdes o justo antes de su inicio. Lo confirma una carta del propio Buñuel al máximo preboste del movimiento surrealista, André Breton, con fecha 6 de mayo de aquel año, aparecida en la Biblioteca Nacional, de París. Sigue sin saberse, no obstante, cuándo causó baja en el mismo, si es que lo hizo ya que no siempre era cumplida tal formalidad.

[2] Jeanne Rucar: Memorias de una mujer sin piano, Madrid, Alianza Editorial, 1995.

[3] Entrevista concedida a Jesús Ruiz Mantilla en El País el 7 de mayo de 2004.

[4] Referencia a la relevante obra del profesor Agustín Sánchez Vidal Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin. Barcelona, Editorial Planeta, 1996.

[5] Inaugurada con la asistencia de la entonces ministra de Cultura, Pilar del Castillo, y de Rafael Buñuel el 28 de mayo de 2003.

[6] Cuando cumplió cien años –el día 13 de mayo de 2004- Bello fue homenajeado en la Residencia de Estudiantes con unas jornadas –celebradas del 18 al 20 del mismo mes- en las que participaron los profesores e historiadores: Ferrán Alberich, Román Gubern, Juan José Lahuerta, Ricard Más Peinado, C. Brian Morris, Agustín Sánchez Vidal y Andrés Soria Olmedo.

[7] En su admirable descripción de la capital durante los primeros años treinta. Madrid, el advenimiento de la República. Madrid, Alianza Editorial, 1986.

[8] El primero aparece en una relación de socios sin mayor precisión, mientras que Moreno Villa consta que ingresó el 1 de septiembre de 1913, causando baja el 1 de octubre de 1920.

[9] Con fecha 3 de junio de 1925.

[10] En Conversaciones con Luis Buñuel, Madrid, Editorial Aguilar, 1985.

[11] Buñuel le emplearía como traductor en los estudios de doblaje de la Warner, de Hollywood, mediados los años cuarenta.

[12] Libro de memorias (Robert Laffont, París, 1982), dictado por el director a su guionista Jean-Claude Carrière y traducido en España como Mi último suspiro, Barcelona, Plaza & Janés, 1982

[13] Recogido en la citada obra de Max Aub.

[14] Introducción y notas a Luis Buñuel. Obra literaria, Zaragoza, Editorial Heraldo de Aragón, 1982.

[15] Don Pablo de Azcárte, catedrático de Derecho en distintas universidades, alcanzaría el puesto de secretario general adjunto de la Sociedad de Naciones en 1933.

[16] Der Müde Tod, Fritz Lang, 1921.

[17] La siréne des Tropiques, Henri Etiévant/Mario Nalpas, 1927.

[18] La chute de la maison Usher, Jean Epstein, 1928.

[19] En el film Le journal d’une femme de chambre, 1964.

[20] Seguramente, del de Susan Lenox: Her Fall and Rise, Robert Z. Leonard, 1931.

[21] Habida cuenta de que esta actriz de origen francés no hizo otra película con MGM, cabe suponer que se trataba de The Bridge of San Luis Rey, primera versión de la novela de Thornton Wilder, ambientada en un Perú dieciochesco. Se había rodado muda el año anterior pero el estudio decidió añadirle alguna sonorización a posteriori, práctica corriente para no excluir un costoso producto de la imparable carrera del cine hablado. Y su director, el mediocre Charles Brabin, hubo de aceptar la componenda. Por otra parte –lo cual aliviaría sólo en cierta medida el exabrupto de Buñuel-, Lili Damita, futura esposa de Errol Flynn, gozaba fama de mujer sentimentalmente ajetreada.

[22] Max Aub, en la obra citada.

[23] París, Editorial Gallimard, 1937.

[24] Título alternativo: Tierra sin pan.

[25] Verónica, hija de José María Forqué. EGEDA: siglas de Entidad de Gestión de Derechos Audiovisuales.

Escrito en Lecturas Turia por José Luis Borau

Ese bañador rojo con la curva en el vientre

luciendo la sonrisa de las gotas doradas,

con la dura pericia ágil de dos rubíes

dispuestos a volar el blindaje de un cuerpo.

No eres un ángel, Farrah, no has podido ser nada

más que susurro ungido con las alas partidas

por la boca dentada de la voracidad.

No quedan dedos, Farrah, que no hayan modelado

esa frescura rubia de tus piernas al sol.

¿Posaste alguna vez sobre la arena?

Las plantas de tus pies, el pulgar de tu beso,

¿sintió la torcedura de mi cuchillo de ante?

¿Has sido alguna vez algo mejor que un póster?

Y qué hay mejor que un eco colgado en la pared

como los sueños, Farrah, por qué hay que ser mejor

que tu imagen de un día como diosa del mundo.

 

Dime si de verdad tu ambición superaba

las palabras de esmalte, el carmín de tu idioma.

 

La vida es el cartel de mujeres sin cielo

con los muslos de nubes: ellas nos amamantan

como tú nuestra infancia de domingos pequeños

mientras eras posible, poco antes de ser Farrah,

cuando la leche parda sobre el cáliz caliente

arropaba al ocaso con tu gasa encendida,

bajo la placidez astral de los veranos

eternos de las chicas que olvidaron su nombre.

Escrito en Lecturas Turia por Joaquín Pérez Azaústre

El 22 de febrero de 2007 participé en Colliure en un homenaje a Antonio Machado. Hacía 68 años de su muerte. Fue una experiencia de profunda emoción para mí. Escribí entonces el poema “Colliure”, publicado en mi libro Vista cansada (2008). Ahora me gustaría argumentar en prosa las razones de esta emoción, es decir, explicar la conciencia de haber homenajeado a una figura decisiva en la tradición a la que yo he querido sumarme como poeta, profesor y ciudadano.

Antonio Machado es lo más parecido que tenemos en España a un poeta nacional. Citamos sus versos en nuestras conversaciones y los políticos repiten sus sentencias en los discursos. Sus poemas son leídos, cantados, estudiados. Ante las rutinas sociales, siempre cabe la posibilidad de salir corriendo y mirar hacia otro lado en nombre de la originalidad. Se queda mejor con una impertinencia. Pero creo que en el caso de Machado, y soportando la crisis social que vivimos, no conviene evitar la pregunta sobre su valor en la educación sentimental de los españoles. Por eso quiero empezar esta reflexión con alguno de sus versos más citados:

Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Se trata de una declaración de orgullo cívico, en la que se mezclan los datos biográficos y las intenciones poéticas. El famoso “Retrato” prologa a Campos de Castilla se publicó por primera vez en 1908, en una galería de retratos que publicaba el periódico El Liberal. Un poco antes, el 16 de abril de 1907, Machado había recibido el nombramiento oficial como catedrático de Francés del Instituto de Soria. Era su primer trabajo, una verdadera conquista a los 32 años. No había sido buen estudiante, le había costado mucho acabar mal y tarde el bachillerato. Más que en la enseñanza oficial, su formación humana maduró en el ambiente de la Institución Libre de Enseñanza, al amparo del magisterio de Francisco Giner de los Ríos. Los lazos con la Institución le venían a través de su padre, Antonio Machado y Álvarez, y de su abuelo, Antonio Machado Núñez. La austeridad moral, la disciplina ética, la ilusión de unir la educación y el trabajo para modernizar el país, fueron una lección institucionista, a la que Machado rindió homenaje con motivo de la muerte de Francisco Giner en un conocidísimo poema. La labor sustituye al clericalismo: “¡Yunques sonad, enmudeced campanas!”. Giner pide: “Hacedme / un duelo de labores y esperanzas. / Sed buenos y no más…”. Se resume así la idea del trabajo como un factor esencial en la generación del sentimiento de ciudadanía. A través  del trabajo se llega al compromiso esperanzado de reformar la vida española. Se comprende que, desde esta postura ética, fuese tan importante encontrar trabajo y pagar con el dinero de un salario el traje, la casa, el pan y la cama. Machado estaba orgulloso de su puesto conseguido en el instituto.

Pero sentía también un especial orgullo poético. En los años del modernismo, había cobrado importancia la leyenda del artista bohemio, del poeta maldito, del dandi. Manuel Machado, en un maravilloso poema, “Adelfos”, redondeó un desplante lleno de orgullo personal:

Nada os pido. Ni os amo, ni os odio. Con dejarme,

lo que hago por vosotros hacer podéis por mí...

¡Que la vida se tome la pena de matarme,

ya que yo no me tomo la pena de vivir…!

Su hermano Antonio tampoco le debe nada a nadie, pero más que un alejamiento de la sociedad, recurre a sus gotas de sangre jacobina y a su torpe aliño indumentario para defender una idea cívica de la poesía. 1907 no había sido sólo el año en encontrar un humilde trabajo como profesor en un humilde instituto, sino también el año en el que estaba madurando un buscado cambio poético.

Hay otra estrofa del “Retrato” muy citada, pero a veces no del todo entendida en su valor:

Desdeño la romanza de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.

Tendemos ahora a identificar esta estrofa con la búsqueda de originalidad, la voz única, frente al eco de los imitadores y los epígonos. Pero conviene entender bien el sentido de estos versos. En la tradición en la que se había formado Antonio Machado, la deriva simbolista del romanticismo, lo verdaderamente prestigioso eran los ecos. Lo peligroso para el poeta eran las voces. El gran Gustavo Adolfo Bécquer había sido el poeta de los rumores, los murmullos, la niebla, los ecos, el cendal, la gasa. Acaba así la rima XXIV:

Dos ideas que al par brotan,

dos besos que a un tiempo estallan,

dos ecos que se confunden,

eso son nuestras dos almas.

Don Gustavo Adolfo había ironizado en la rima XXVI sobre el prosaísmo decimonónico y sobre la retórica poética grandilocuente, el oro falso del lenguaje:

Voy contra mi interés a confesarlo,

no obstante, amada mía,

pienso cual tú que una oda sólo es buena

de un billete del Banco al dorso escrita.

No faltará algún necio que al oírlo

se haga cruces y diga:

¡Mujer al fin del siglo diez y nueve,

material y prosaica!... ¡Boberías!

¡Voces que hacen correr cuatro poetas

que en invierno se embozan con la lira!

¡Ladridos de los perros a la luna!

Tú sabes y yo sé que en esta vida

con genio es muy contado quien la escribe

y con oro cualquiera hace poesía.

Dos pájaros de un tiro, el prosaísmo y el falso oro de la poesía retórica. Frente a ese falso oro, Bécquer y los poetas simbolistas se refugian en el matiz, la sugerencia, el eco, la alusión. A Antonio Machado le llegó esta poética del propio Bécquer y de Paul Verlaine. Recibió un código estético basado en el fracaso del lenguaje como un correlato del fracaso de la sociedad. El signo lingüístico siempre ha sido una metáfora del contrato social. Cuando el contrato fracasa y se hunden las ilusiones públicas, el lenguaje entra en crisis, porque es también una realidad social. Constituye un problema de primera magnitud para la poesía,  ya que su materia de trabajo es un lenguaje envenenado. Por citar a Bécquer una última vez, podemos resumir el riesgo de la escritura con una estrofa de la rima I:

Yo quisiera escribirle, del hombre

domando el rebelde, mezquino idioma,

con palabras que fuesen a un tiempo

suspiros y risas, colores y notas.

Lenguaje mezquino, no sólo rebelde. La escritura se hace simbolista, se refugia en la alusión, el eco, el suspiro, la nota, que puede plasmar una verdad del alma. Sólo es puro aquello que es presocial, pre-histórico, como el silencio. Esta fue la estética en la que maduró la primera poesía de Antonio Machado, en esa obra maestra que es Soledades. Galerías. Otros poemas (1907). Antonio Machado se había alejado del modernismo retórico dominante en la primera edición de Soledades (1903), a favor de un simbolismo de matices suaves e íntimos. Más que la argumentación o que la realidad de las palabras mismas, era importante la palpitación del alma contagiada:

La fuente de piedra

vertía su eterno

cantar de leyenda.

Cantaban los niños

canciones ingenuas,

de un algo que pasa

y que nunca llega:

la historia confusa

y clara la pena.

Seguía su cuento

la fuente serena;

borrada la historia,

contaba la pena.

Ese era el reto de la escritura, inyectar un algo que no puede confundirse con un argumento. Es clara la pena, pero la historia confusa. El poeta identifica su palabra con el murmullo de la fuente. Pero a lo largo de la composición definitiva de sus Soledades Machado empieza a hacerse preguntas que abren nuevas perspectivas y dudas en los códigos del simbolismo. La originalidad en poesía tiene mucho que ver con la necesidad de hacer preguntas. Una estrategia de rarezas es menos eficaz que una pregunta a tiempo. La evolución del género es un encadenamiento de preguntas oportunas. Y Machado preguntó. ¿Qué es la intimidad, la verdad sentimental, ese territorio que la ideología subjetiva define como un espacio puro, no contaminado por la historia? ¿Qué cantamos al encerrarnos en nuestra subjetividad más profunda? Hay un poema de Soledades que a mí me parece muy importante en este sentido. El poema XXXVII dialoga con la noche, la mensajera de su intimidad oculta, y le pregunta “si son mías las lágrimas que vierto”. En el simbolismo los códigos poéticos se basan en el concepto de expresividad, que etimológicamente se relaciona con el de exprimir. El poeta se exprime para sacar su zumo interior, el de la verdad esencial humana, y la metáfora tradicional de ese zumo suelen ser las lágrimas.

¿Son mías las lágrimas que vierto?, pregunta Machado, que es como preguntar si la condición humana, la verdad subjetiva, cae de las nubes, se forma como un alma independiente y sagrada, o es en realidad algo que se forma con la historia, junto a los demás, un territorio que participa como otro cualquiera de las energías de la sociedad. A partir de aquí los códigos de la poesía de Machado sufren un vuelco. La noche contesta:

Yo nunca supe, amado,

si eras tú ese fantasma de tu sueño,

ni averigüe si era su voz la tuya,

o era la de un histrión grotesco.

Y después matiza todavía más la gravedad de su respuesta:

Yo me asomo a las almas cuando lloran

y escucho su hondo rezo,

humilde y solitario,

 ese que llamas salmo verdadero;

pero en las hondas bóvedas del alma

no sé si el llanto es una voz o un eco.

Ahora el sentido de la conciencia poética es otro. Primero, se trata de comprender que los sentimientos, las verdades interiores, forman parte de nuestra educación sentimental, de nuestra historia, porque la vida es una conversación y nos definimos como seres sociales. Hay muchas cosas que parecen nuestra verdad original y sólo son un eco de las corrientes de opinión de la sociedad, de los valores y las ideologías impuestas. En segundo lugar, debemos elegir nuestra voz, saber distinguir nuestra propia opinión. Machado se define como ciudadano, como individuo social, comprende que no hay verdades al margen de la historia, y luego asume la tarea de buscar la suya propia. Ese es el significado profundo de un acto poético que se separa de las purezas antisociales para responsabilizarse cívicamente de su voz, como se responsabiliza de su trabajo, del traje que le cubre, de la mansión que habita y del lecho en el que descansa.

El “Retrato” de Campos de Castilla no es sólo una declaración ética, sino una afirmación de que su palabra poética es inseparable de su compromiso cívico. Por eso en Campos de Castilla cambia de tono, y recoge poemas con voluntad de regeneración, de estirpe institucionista, propia de discípulo de Giner de los Ríos. Los artículos que escribe en la época insisten también en este punto. La educación de los ciudadanos y el trabajo, entendido como primer compromiso de socialización individual, son el fundamento de una ilusionada voluntad colectiva que espera un país más justo. Se trata de crear Estado y tejido social al mismo tiempo, porque el Estado no es algo ajeno al tejido social, sino su formulación más madura, más justa, en las gotas de sangre jacobina de Machado.

Pensando en la situación española, en el año 1913 publica un artículo titulado “Sobre pedagogía”, en el periódico El porvenir castellano. Dice nuestro profesor de francés: “Mientras no se descienda a estudiar al hombre del campo, no acabaremos de explicarnos los más rudimentarios fenómenos de la vida española. De los dos elementos que nos empujan –no dirigen, porque no puede dirigir lo inconsciente-, que nos mueven o nos arrastran a un porvenir catastrófico, están ausentes las huellas de la ciudadanía. Ambos son campesinos. Estos elementos son la política y la Iglesia, o por decirlo claramente, los caciques y los curas”. Machado sabe que lo inconsciente es también parte de la historia, y la educación sentimental de España estaba en manos de los caciques y los curas. Estaban ausentes de nuestro país las huellas de la ciudadanía.

Ese es el motivo de que don Antonio se presente en su “Retrato” de manera orgullosa, nada más, pero nada menos también, como un ciudadano. Y que nadie se extrañe de carácter despreciativo con el que utiliza aquí la palabra política, como nadie debe extrañarse tampoco del empeño con el que Federico García Lorca defendió en su correspondencia de los años 20, ante su familia y ante don Fernando de los Ríos, que su drama Mariana Pineda no era una obra política. En la Restauración, para los intelectuales comprometidos y cívicos, la política no formaba parte de la España real. Era tan sólo una farsa de la España oficial, el juego de los caciques, el cambio de turno entre liberales y conservadores, las dos caras de la misma mentira. Se suelen utilizar mucho unos versos de Machado para hablar de las “dos Españas”. Todos nos acordamos: “Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”. Pero casi siempre se olvida que Machado no hablaba de las dos Españas de la Guerra Civil, de los demócratas y los reaccionarios, sino de los liberales y los conservadores, las dos Españas de la Restauración, sometidas por igual a los caciques y a la Iglesia. Los unos y los otros te engañarán, son la farsa de los turnos sin alternativa, las dos caras de una única moneda.

Antonio Machado, como tantos escritores e intelectuales de su tiempo, vivieron con pasión el sueño republicano, un deseo patriótico de que la nación se vertebrara, de que la España real se uniera con la España oficial, consiguiendo un nuevo prestigio y un nuevo sentido para la política. Esta es la tradición, la estirpe machadiana, en la que yo quiero justificar algunas de sus lecciones, decisivas para mi trabajo como poeta, profesor y como ciudadano.

Como poeta, acudí pronto a estas meditaciones de su “Proyecto de un Discurso de Ingreso en la Academia Española”: “Una nueva sensibilidad sería un hecho biológico muy difícil de observar y que, tal vez, no sea apreciable durante la vida de una especie zoológica. Nueva sentimentalidad suena peor y, sin embargo, no me parece un desatino. Los sentimientos cambian a través de la historia, y aún durante la vida de un individuo. En cuanto resonancias cordiales en boga, los sentimientos varían cuando estos valores se desdoran, enmohecen o son sustituidos por otros”.

Los sentimientos son parte de la historia, un argumento para definir cualquier forma renovada y real de política. Ahora que la política ha comprendido esto y defienden dentro de sus idearios sociales las políticas de igualdad, de libertad y dignidad en las vidas privadas; ahora que estamos intentando renovar el significado social de palabras como hombre, mujer, sexualidad y libertad, me atrevo a recordar con orgullo que la poesía, la poesía representada por Antonio Machado, apostó por las transformaciones en la sentimentalidad. En una época dominada por los cambios formalistas, estilistas y llamativos de la vanguardia, Machado se atrevió a decir que sólo nacería una nueva lírica, o una nueva sociedad, cuando fuésemos capaces de vivir una nueva sentimentalidad.

A principios de los años 80, Javier Egea, Álvaro Salvador y yo, formados en el magisterio de Juan Carlos Rodríguez, presentamos nuestra poesía como la búsqueda de una sentimentalidad otra. Intentamos defender que la libertad no suponía sólo el derecho a votar, sino que debía significar sobre todo un cambio profundo en la sociedad española. Intentamos también romper las polémicas ingenuas entre compromiso y pureza o intimidad y realismo. Entre los que entendían el compromiso político como una divulgación panfletaria y los que se vanagloriaban de su calidad estética por su alejamiento de la realidad, las lecciones de Antonio Machado nos fueron imprescindibles en un ambiente entonces muy politizado. Se podía indagar en la intimidad sin ser un reaccionario y mantener la vinculación y el compromiso cívico sin caer en la superficialidad de los panfletos. La apuesta ética de Machado era fértil como lección porque coincidía con su originalidad poética. Pocas tareas son tan radicales y de tanta complicidad con el sentido social de la historia como la superación de la estirpe simbolista en una mentalidad que tiende a recortarle la dimensión social a la palabra libertad para confundirla con el egoísmo individual.

Estas reflexiones sirven también para justificar la herencia machadiana que asumí como profesor. La nueva pedagogía no puede fundarse sólo en un aprovechamiento de los avances tecnológicos, sino en la formulación de un nuevo contrato social, o pedagógico, en el que los valores de la ciudadanía sean capaces de ofrecer respuestas al mundo en el que vivimos, respuestas desde luego planetarias, donde la formación de los ciudadanos, la educación humanística de las conciencias, los valores, sean tan importante como el aprovechamiento de los avances científicos y técnicos. Debido a un complejo de inferioridad frente al paradigma del saber científico, los humanistas han insistido en presentarse en los últimos años a través de unos protocolos teóricos y unos vocabularios de tono cientifista. Ha sido un doble error. En primer lugar, porque quien se avergüenza del sentido abierto, social,  interpretativo, de las humanidades, renuncia a unos valores fundamentales para el saber y la educación democrática. Ninguna metáfora mejor que el propio hecho de la lectura si se quiere caracterizar la modernidad desde sus mejores posibilidades. Pero en segundo lugar, se ha facilita algo aún más peligroso: que los científicos y los técnicos se desentiendan del fondo humanista que hay en sus tareas, esa parte de responsabilidad social y de poesía que motiva su trabajo.

Frente a las modas del descrédito y frente al clericalismos monetario de los tecnócratas, conviene que los humanistas nos declaremos humanistas como el mismo orgullo sin vergüenza que empleó Antonio Machado para retratarse como un poeta cívico en tiempos de bohemia. Y frente a los dogmas y las certezas, recordemos aquí unas palabras de Antonio Machado, pertenecientes a las lecciones de Juan de Mairena. Las he repetido durante 30 años para empezar o concluir mis cursos universitarios: “Pláceme poneros un poco en guardia contra mí mismo. De buena fe os digo cuanto me parece que puede ser más fecundo en vuestras almas, juzgando por aquello que, a mi parecer, fue más fecundo en la mía. Pero ésta es una norma expuesta a múltiples yerros. Si la empleo es por no haber encontrado otra mejor. Yo os pido un poco de amistad y ese mínimo de respeto que hace posible la convivencia entre personas durante algunas horas. Pero no me toméis demasiado en serio. Pensad que no siempre estoy seguro de lo que os digo, y que, aunque pretenda educaros, no creo que mi educación esté mucho más avanzada que la vuestra. No es fácil que pueda yo enseñaros a hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y arrepentimientos. Llevo conmigo un diablo –no el demonio de Sócrates-, sino un diablejo que me tacha a veces lo que escribo, para escribir encima lo contrario de lo tachado; que a veces habla por mí y otras yo por él, cuando no hablamos los dos a la par, para decir en coro cosas distintas. ¡Un verdadero lío! Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos”.

El Daimon de Sócrates no era signo del mal, sino un intermediario entre los hombres y los dioses. La verdad de Machado no era una herencia divina, sino su responsabilidad cívica, su necesidad de hacerse día a día, y no como un alma esencial, sino como un borrador. De ahí que las lecciones de Antonio Machado hayan tenido también una decisiva significación ética, un valor civil. Las razones del civismo son inseparables de un modo de entender el trabajo. En esta responsabilidad de hacerse como ciudadano y poeta, Antonio Machado y Juan de Mairena, se plantearon el sentido de la libertad. Nos advirtieron que no se trata sólo de poder decir lo que pensamos, sino también de poder pensar lo que decimos. El libro de Juan de Mairena se publicó en 1936, año de un golpe de Estado que enseñó a los españoles lo importante que es el poder decir lo que pensamos. Ahora en el 2012, con el control mediático del mundo, que sustituye la experiencia histórica por la realidad virtual, debemos recordar a Machado, intentar hacernos dueños de nuestras propias opiniones y aprender a pensar lo que decimos.

Estos son algunos de los motivos por los que yo me emocioné el 22 de febrero de 2007 ante la tumba de Machado. Hay, sin embargo, uno más que no me gustaría pasar por alto. Hice ese viaje junto al poeta y profesor Ángel González. Sus ensayos sobre el poeta sevillano han iluminado el valor radical de una poesía con apariencia sencilla. Pocas cosas tan originales en la lírica española como el atrevimiento de cambiar el significado del eco y de la voz. Ángel, como otros amigos de la generación del 50, asumió también la tradición machadiana del poeta cívico.

A esa tradición me sumé. El hundimiento de la democracia europea y del humanismo que ahora vivimos no me ha pillado entre princesas, artefactos barrocos o falsos cientifismos. A Antonio Machado se lo debo.  

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis García Montero

2 de junio de 2017












Cuando se es virgen se piensa que

todos los amores son posibles

Erri de Luca

 

 

TERMINÓ LA GUERRA y continué enviándoles cartas de amor a los pilotos. Me despertaba con las primeras luces del alba, les sonreía a las fotos colgadas del espejo y me sentaba a escribir. Dorian dejaba demasiada carne en la corteza del melón y se dormía pronunciado mi nombre, con esa respiración de perro trufero sin suerte. A Marcelo nunca podrían derribarlo: tenía el cuerpo musculado de un fauno y había nacido para que yo le contemplase desnudo en una cama del Hotel Tannhäuser. La tristeza de Holden, aleación de cuatro partes de derrota y una de futuro, era el mayor de los animales terrestres. A veces mis caricias o la oscuridad luminosa de un cine conseguían diluir la ausencia de otra mujer. Y el dolor daba paso a algo parecido a la esperanza.

Escribía a diario a mis pilotos porque afuera todo era gris. Calentaba el café de puchero, cerraba los sobres, dejando un rastro velado de carmín, me ponía el abrigo que perteneció a mamá y salía al encuentro del buzón de correos agujereado por la metralla.

Al regresar a casa y cambiar las flores de las tumbas, me sentía en paz.

En el vecindario decían que estaba loca, que no era más que una solterona amargada, pero ahora que ha estallado de nuevo la guerra, la única casa que no han bombardeado, la única que sigue en pie, es la mía.

 

 

REBELIÓN EN LA GRANJA

 

 

Liebre: corredor que participa en las carreras de

mediofondo para imprimir un ritmo vivo capaz

de permitir a otros corredores un buen tiempo.

 

 

DESDE HACE AÑOS pago las facturas marcando tiempos de record y abandonando en las últimas vueltas: me derramo en el tartán para que otros alcancen la gloria.

Poco antes de la maldición de los despertadores, salgo a entrenar. Me gusta escuchar el fuelle de mi respiración desafiando al repartidor de periódicos montado en su bicicleta, mientras la ciudad duerme. Al regresar a casa, recibo como premio el ademán despectivo del portero, que no me conoce oficio ni beneficio, y una ducha. Desayuno formulando preguntas al retrato que le hice a Marta el día que se marchó. 

En el vestuario, las estrellas del mediofondo revisan ante el espejo su nuevo corte de pelo y sus tatuajes tribales, y luego realizan estiramientos con sus iPods de última generación, concentrados, supersticiosos y egocéntricos. Ni siquiera se percatan de mi presencia: yo no me alojo en hoteles de cinco estrellas, sino en pensiones de trabajadores que roncan hasta el alba, no entreno en centros de alto rendimiento, no aparezco en la publicidad de las grandes marcas deportivas y no soy una amenaza en la pista. Como hijo de minero, sufro la invisibilidad de los microbios.

Tras el disparo inicial, me coloco en cabeza, con el zumbido del público como paisaje de fondo, forzando la marcha hasta que, hiperventilando y medio desmayado, siento la amenaza de los calambres. Apenas me queda un resquicio de aire en los pulmones, así que trato de buscarlo en los recuerdos. Mis amigos me lanzaban en las discotecas para que entablara conversación con chicas que siempre lloraban en mi hombro y terminaban en sus brazos. Soy una liebre sentimental.

Llega la hora de las medallas. Suena la campana que indica que debo retirarme y dar paso a los verdaderos protagonistas. Y no dejo de pensar en la soledad de los entrenamientos pisando la escarcha o soportando la lluvia, en el dolor de las lesiones, en la ausencia definitiva de Marta. En un acto de rebelión, decido competir, incrementando el ritmo ante la sorpresa y la ira de atletas, entrenadores y patrocinadores que me dan de comer y que nunca volverán a contratarme. 

Un último esfuerzo, ya casi llego.

A veces las liebres no son cazadas. A veces las liebres escapan.

 

MI BRAZO FANTASMA

Desde que perdí el brazo izquierdo en un accidente de moto su presencia es más real. Resentido con el mundo por su nueva condición de fantasma, mi brazo se ha vuelto retorcido y caprichoso: exige tocar la guitarra dos horas al día, hacerse un tatuaje de un Cristo yacente y golpear al guardia que nos multó; me amenaza con un dolor intenso si no secuestro a la vecina del quinto que tanto nos gusta.

 

GÓNDOLA

Enfrascado en sus pensamientos, el gondolero veneciano avistó las costas de Tahití

 

FOTOGRAFÍA AÉREA

Un hombre llamó a mi puerta y me ofreció una fotografía aérea de mi pueblo. Colgada en la pared del comedor, me siento orgulloso de las murallas romanas, de los palacios exóticos y de ese mar que nunca tuvimos.

Me preocupa el avance de las tropas enemigas.

 

OJO POR OJO

Cuando el grillo se durmió, los vecinos cantaron todo el día.

 

MANICOMIO

Todo el mundo lee novelas para evadirse de la realidad. Al final lo conseguirán.

 

VOCABULARIO

Dicen que los perros pueden aprender hasta 150 palabras.
..
Mi perro me mira desde el borde del agujero sin saber qué hacer y yo me maldigo por haber malgastado su vocalubario con el inicio del Quijote.

 

PREMIO

Siempre jugaba al número que le tatuaron a mi abuelo en Mauthausen, hasta que un día me tocó. Ahora mi abuelo me pertenece.

 

MAYO DEL 68

Bajo los adoquines de la ciudad estaba la playa, ese infierno de sombrillas y turistas sonrosados.

Mejor no levantar los adoquines.

 

TRAS LA PARED

Los oigo copular a todas horas, tras la pared de mi habitación.

Quizás debí emparedarlos por separado.

 

MEMENTO MORI

Todos los días hacía el mismo recorrido y allí, en ese punto del camino, no había ninguna tumba. Era una cruz tosca de piedra, sin basamento, con un sencillo epitafio: De un tiro aquí murió la Chana (2006-2008). Como homenaje a un animal de compañía, probablemente una perra, me pareció esperpéntico. Esos seis kilómetros de subidas y bajadas, atravesando un bosque de hayas y cruzando un río, entre el ulular del viento en las copas y una vegetación asfixiante, formaban parte de mi disciplina diaria: corría para escapar de un temario insufrible de oposición. ¿Funcionario de prisiones? Tú lo que quieres es cumplir el sueño erótico de todo tío: convertirte en el carcelero de una prisión de mujeres, se burlaban mis amigos. Pero yo no sería reponedor de supermercado toda la vida. A la semana siguiente, una nueva tumba acompañaba a la de la perra. Aquí yace Miriam Santolaria Urtaín, ahogada en un estanque por vanidad (1985-2008). Cuando leí la necrológica en el periódico, decidí cambiar la ruta para siempre. Pero el día en que salieron las listas y conseguí la plaza de funcionario, con la adrenalina de un atleta llegando el primero en unas olimpiadas y, al mismo tiempo, con esa tranquilidad de futuro resuelto, me dejé guiar por el instinto. El bosque estaba muy silencioso. Un sudor frío, precedido de un bisbiseo en el aire, me anticipó la desgracia. Quedé paralizado ante una nueva tumba: Aquí yace Oscar Sipán Sanz, eterno opositor (1974-2008). Paso las horas vagando por los alrededores de mi tumba, pidiéndole a Dios que me despierte de esta pesadilla, sin alejarme jamás de lo único que me ata a la vida.

 

ADONDE QUIERAS IR, CON QUIEN QUIERAS ESTAR

“Se abrazaron y se besaron

y el uno arrinconó la oscuridad del otro”. 

 

HUBERT SELBY JR

Nos encontramos con Sebastián Ortiz, que ayer, en este desmonte cercano al río Ebro, descubrió… corta, corta. Repetimos. Sr. Ortiz, por favor, no mire a cámara. Míreme a mí, con naturalidad, le explica la periodista enrollando el cable del micrófono con una mano y consultando el móvil con la otra.

Borra todo rastro de emoción, se ajusta las gafas al tabique nasal, inspira, expira y retoma la entrevista:

Nos encontramos con Sebastián Ortiz, que ayer, en este desmonte cercano al río Ebro, en el término municipal de El Burgo, descubrió los restos óseos de un cadáver. Los investigadores creen que pudieron ser desplazados en la última riada. Sr. Ortiz, ¿dónde encontró el esqueleto?

Encontré a la mujer…

¿Cómo sabe que se trata de una mujer? Todavía no hay dictamen del forense.

Por el tamaño de la cabeza y de la mandíbula, además de las zapatillas, que correspondían a unos pies pequeños, del treinta y poco... No recordaba que tuviese los pies tan pequeños.

¿Está insinuando que la conocía?, le pregunta muy nerviosa, detectando la exclusiva.

Sebastián Ortiz da un paso atrás y contesta con la mirada perdida:

Enjabonada en la bañera, con el pelo a lo garçon, parecía una huerita triste con los recuerdos cosidos a besos y un pubis como de lana vieja. Le gustaba hacerse una madeja en la cama y escuchar los bufidos del viento golpeando las contraventanas, abandonarse a los presagios, arquear el lomo como un gato erizado al levantarse, reblandecer el pan en la leche caliente y escribir su nombre en harina. Por mucho que los psiquiatras le explicaron, con esa serenidad de los locos, que los miedos anidan en el árbol genealógico y que a veces Dios reparte las cartas con la cabeza en otro sitio, ella lloraba todo el tiempo, como las gaseosas de papel.

La última nochevieja destripó las uvas, como siempre, y levantó la copa muchas veces, brindando por una vida sin andamios, para terminar borracha y enmantada y despedirse con esta frase, en un susurro, después de hacer el amor: adonde quieras ir, con quien quieras estar.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Oscar Sipán

JORGE VOLPI PRESENTA HOY LA REVISTA EN EL CENTRO CULTURAL DE ESPAÑA EN MÉXICO

TAMBIÉN PUBLICA TEXTOS INÉDITOS SOBRE RULFO, OCTAVIO PAZ Y TOMÁS SEGOVIA Y ENTREVISTAS CON JUAN MARSÉ Y ELENA PONIATOWSKA

Luis Buñuel es el gran protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Un total de 20 autores participan en un atractivo monográfico sobre “Buñuel en México” que permitirá conocer más y mejor la etapa más productiva de su carrera como director de cine. Además, esta iniciativa constituye una magnífica oportunidad para sumar más voces mexicanas al actual boom en los estudios sobre Buñuel y fomentar la entrada de nuevos investigadores.

El monográfico “Buñuel en México” de TURIA forma parte de un número especial de la revista denominado “Letras de España y México”. Este espectacular sumario contiene textos inéditos de 100 escritores españoles y mexicanos y ocupa 500 páginas. Sin duda, supone una magnífica oportunidad de fomentar la colaboración cultural  entre ambos países.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

LA REVISTA PUBLICA INÉDITOS  DE 100 AUTORES ESPAÑOLES Y MEXICANOS

El escritor Jorge Volpi, uno de los autores latinoamericanos más relevantes de nuestros días y actual coordinador de Difusión Cultural de la UNAM, presentará la revista TURIA en la Ciudad de México el próximo 8 de junio. El Centro Cultural de España en México es el espacio escogido para la primera presentación mexicana de una publicación literaria que, editada en Teruel pero de vocación universal, se ha convertido en una revista de referencia en español.

El nuevo número de TURIA es un especial denominado “Letras de España y México”  y contiene un monográfico que protagoniza Luis Buñuel. Un total de 100 autores españoles y mexicanos participan en el sumario con textos inéditos de creación, ensayo y crítica.


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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

AMIGO DE JUAN RULFO Y MIEMBRO DESTACADO DEL EXILIO ESPAÑOL, SUS IMÁGENES ILUSTRAN EL NÚMERO DE LA REVISTA DEDICADO A MÉXICO

El próximo mes de junio, la revista TURIA presentará en Ciudad de México un número especial denominado “Letras de España y México” que protagoniza Luis Buñuel. Este espectacular sumario contiene, además, otras sorpresas y rescates culturales. Entre ellos destaca el redescubrimiento de la obra fotográfica de Roberto Fernández Balbuena (Madrid, 1890 – México, 1966) miembro destacado del exilio español republicano en México. Conocido como pintor y arquitecto, ahora sus imágenes ilustrarán la portada y las páginas interiores de la revista y servirán para reivindicar su obra y su legado en nuestros días.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

19 de mayo de 2017

                                                       

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Nadie se había percatado de que  Ezequiel no estaba cuando llegó la novia.

Por la alfombra tendida en la escalinata del Santo Reducto, en aquel mediodía en que la primavera de Solba hacía brillar el ramo nupcial como una perla, la novia ascendió reposando la mano en el brazo de su padre, con algunas damas revoloteando detrás, y según alcanzaban el atrio hubo un imprevisto revuelo entre quienes allí aguardaban

No estaba Ezequiel, no estaba el novio al lado de la madrina, para recibir a la novia, y componer la comitiva que ya debía ir desfilando hacia el interior de la iglesia, donde el órgano arrancaba las primeras notas de la marcha nupcial.

Nadie se había percatado entre los familiares y amigos más cercanos, como si en el nervioso bullicio que unos y otros protagonizaban, con la madre de Ezequiel en el centro de atención y su padre a un lado, la presencia crucial se hubiese esfumado o la ausencia del novio perteneciera a uno de esos números de magia que suscitan improvisadas desapariciones. 

Alguien pudo llegar a pensar burlonamente que el novio ni siquiera existía. Probablemente alguno de los taimados amigos de Ezequiel, acaso acostumbrados a las ausencias que denotaban las fugas o al juego de sus inventos y malabarismos.

El novio llegó con el movimiento escurrido de quien viene sin que nadie adivine de dónde, tomó del brazo a la madrina que era la que apenas había reaccionado en el desconcierto, y se sumaron a la comitiva.

La ceremonia discurrió según lo previsto. Nada alteraba la solemnidad de un acto en el que los novios intercambiaban la complicidad de algunas sonrisas.

Los invitados, que llenaban las naves del Santo Reducto, asistían encantados, con ese gesto común que atestigua un deseo colectivo de felicidad.

Apenas hubo otro diminuto revuelo al final de la ceremonia, tras las últimas fotos en el altar, mientras la novia descendía y recibía los primeros besos y felicitaciones de los familiares más allegados y alguna amiga, cuando los novios eran reclamados para ir a la sacristía con sus testigos, y Ezequiel tampoco estaba.

Del interior de la sacristía a los peldaños del altar, en el voy y vengo confuso en que se solicitaba la presencia de los contrayentes, fue el nombre de Ezequiel el más insistentemente reclamado.

El novio no estaba al lado de la novia y, aunque el desconcierto fue menos aparente, el padre de Ezequiel sintió un amago de congoja que reiteraba su inquietud.

El padre de Ezequiel era, entre todos los presentes, el más preocupado, sin duda porque conocía mejor que nadie a su hijo, sobre todo en las vicisitudes inesperadas con que tantos disgustos había tenido que sobrellevar.

Siempre en Ezequiel había algo sorprendente, igual en sus estudios o en sus trabajos, que en sus enfermedades y ocurrencias.

Algo podía suceder cuando menos se esperase. Una matricula de honor en vez de un suspenso o la expulsión del Colegio cuando era el primero de la clase, la mejor oferta al ejecutivo más brillante y el fiasco de una operación financiera maravillosamente planeada. Las peores inversiones en el negocio familiar, a las que el progenitor se había negado y, a la vez, las mejores transacciones por Ezequiel asesoradas. Una salud de hierro, refrendada en sus cualidades deportivas, y el límite de la septicemia o las úlceras alborotadas.

Un chico contradictorio, podía haber dicho su padre en algún momento, si se hubiera avenido a entender lo que el hijo significaba en el desorden familiar, con el grado de generosa comprensión que hubiese sido necesario, pero don Bento había padecido demasiado y en el destino del vástago constataba por encima de todo el desatino, y la conciencia de la contradicción ya no era suficiente.

Por eso fue el primero en percibir las solapadas ausencias de Ezequiel en aquella mañana, cuando todavía apenas indicaban un descuido, sin que nadie se percatase, pero que él comenzó a advertir, orientado en el presentimiento de sus congojas y, por supuesto, avalado por la inquietud.

Los novios fueron a hacerse la fotografía al Estudio de Benamar, que era el fotógrafo más clásico de Solba, el único retratista superviviente de otra época, y mientras los acompañantes, sobre todo las amigas de la novia, se encargaban de retocar su vestido, reordenando los tules y ajustando el velo, cuando ya el retratista se disponía a accionar el dispositivo de su máquina, el novio no se encontraba al lado de su pareja.

La extrañeza se correspondía ahora no ya con el resultado del desconcierto, sino con la sensación de un descontrol que hacía más ingrata la sorpresa.

No era posible que Ezequiel no estuviese allí. No existía ningún otro sitio donde pudiera estar, aunque en el rápido repaso a las circunstancia de con quién había venido o dónde quedaba cuando los coches se fueron del Santo Reducto, nadie podía asegurar nada a ciencia cierta.

Las fotografías de la novia solitaria, que el retratista hizo de acuerdo a la innata inspiración técnica, en repetidos disparos, lograron que los presentes sostuvieran estupefactos el mismo gesto que ella no logró evitar, a pesar de los requerimientos del fotógrafo.

Ninguno de los invitados, que se arremolinaban en los jardines de los Salones Encomienda, supo que el novio no había estado con la novia en el Estudio de Benamar, y en el encuentro de ambos nadie escuchó disculpas o explicaciones, apenas tenían tiempo de saludar a unos y otros, urgidos por tantos requerimientos.

El padre de Ezequiel se enteró del incidente justo en el momento en que los invitados, tras la copa en el jardín, hacían su entrada en el Salón Morado, el más grande y elegante de Encomienda, donde se celebraba el banquete, y observó a su hijo, ligeramente alejado de la novia, con la colilla de un cigarrillo en los labios, los hombros encogidos, y el gesto ausente de quien no acaba de enterarse de lo que sucede a su alrededor.

Fue entonces cuando don Bento decidió hablar con él, aunque sólo fuera un instante, antes de sentarse a la mesa donde los novios y sus allegados presidirían el banquete.

Pero no lo logró. La novia llegaba al Salón, entre aplausos, tomada del brazo por su padre y padrino, y el novio no acompañaba a su madrina y madre, que avanzaba desorientada entre las mesas, con más requerimientos que atenciones, tan perdida la mirada como los pasos.

Ezequiel se sentó el último. La novia, a su lado, había sufrido un sobresalto al verlo, como si el novio fuese una aparición que no se correspondía exactamente con el verdadero, o en la presencia de Ezequiel hubiese algún desarreglo que lo trastocaba. Posiblemente algo de lo que don Bento también se percataba, con la indignación que ya hacía reflotar la congoja.

Era visible la corbata torcida del novio, un lamparón en las solapas del chaqué, el pelo revuelto y, lo peor, los ojos enrojecidos que denotaban cierta aspereza, en lo que podría considerarse algo así como el malestar de la mirada.

A la novia le sobrevino un llanto flojo al cortar la tarta. Ezequiel acababa de dejar caer caer un trozo en el vestido. La crema se derramó por el tul antes de que un avispado camarero lograra evitarlo.

Una novia llorosa y un novio hirsuto abrieron el baile con el vals más estático que los invitados recordaran en sus existencias festivas.

Un novio que en los brazo de la novia parecía un espectro, y una novia que apenas se dejaba sostener, como si de un maniquí se tratase, ya que el novio daba la impresión de que poco a poco, en la creciente inmovilidad, se estaba diluyendo y acabaría por escurrirse dentro del chaqué, mientras ella quedaba tiesa, erguida en la figura inerte.

Bailaron los invitados.

Se retiraron los novios a la mesa presidencial y cuando ya don Bento estaba a punto de echarle la zarpa al espectro, Ezequiel hizo un rápido quiebro y se fue del Salón como el mismísimo fantasma que aparentaba.

Los novios se alojaron en el Hotel Conmemoración, a las afueras de Balboa.

La felicidad de la noche de bodas tuvo el contraste de un amanecer lluvioso, que depositó el frío de los cristales de la ventana en las pupilas despiertas de la novia, al tiempo que su mano rastreaba el vacío de la cama, donde el novio había dejado un hueco húmedo.

Ezequiel no estaba en la habitación, pero ella no se asustó.

La noche había colmado la felicidad de lo que recordaba como un día lleno de sensaciones extrañas, una jornada que poco a poco se disipaba en su pensamiento, como si al disiparse abriera una perspectiva distinta en lo que podría ser el futuro de su matrimonio.

Ezequiel regresó a la habitación cuando ella todavía no había decidido levantarse.

Venía vestido con el chaqué, chorreando agua por todas partes, y mientras se desvestía ella le preparó un baño de agua caliente, y lo acompañó desnudo a la bañera, mientras él tiritaba y aseguraba que el largo paseo bajo la lluvia, al amanecer de aquel día tan malo, era lo que mejor justificaba el amor que la tenía, y la promesa de hacerla feliz por encima de cualquier tentación de perderla…

Fue en ese momento cuando ella supo que aquella promesa no se cumpliría, y cuatro día después Ezequiel desapareció sin dejar rastro.

Ese chico nunca debió casarse, fue lo único que se le ocurrió pensar a don Bento para justificar lo que tanto temía, y volvió a recordar las angustias familiares causadas por el niño que no estaba en la cuna, el adolescente que no regresaba del colegio y el joven huido al que los guardias devolvían a casa, con las narices rotas y el estupor de unos ojos vidriados, que nadie se atrevía a suponer lo que podían haber visto en cualquier rincón remoto.

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Mateo Díez

19 de mayo de 2017

Así es la vida

un inmenso holograma

pura apariencia que se despliega

( en el vacío).

Justificada en cambio

en secuencias que nombró Fibonacci

(interminables).

Disquisiciones de un dios a

5000 fotogramas por segundo,

crisálidas rompiendo

capullos en flor.

Escudriña la explosión

de formas y colores

geometría atada a cal y canto

de un modo perfunctorio.

Yo soy solo escribiente

de la obra de la vida.

Escrito en Lecturas Turia por Marta Domínguez

19 de mayo de 2017

Son muchos los momentos de las historias de Miguel Delibes en que la naturaleza parece ponerse a hablar de igual a igual con los personajes. En El camino, por ejemplo, podemos leer este fragmento: Si La Mica se au­sentaba del pueblo, el valle se ensombrecía a los ojos de Da­niel, el Mochuelo, y parecía que el cielo y la tierra se tornasen yermos, amenazantes y gri­ses. Pero cuando ella regresaba, todo tomaba otro aspecto y otro color, se hacían más dulces y cadenciosos los mugidos de las vacas, más incitante el verde de los prados y hasta el canto de los mirlos adquiría, entre los bar­dales, una sonoridad más matizada y cristalina. Acontecía, en­tonces, como un portentoso re­nacimiento del valle, una acen­tuación exhaustiva de sus posibilidades, aromas, tonali­dades y rumores peculiares. En una palabra, como si en aquel valle no hubiera ya otro sol que los ojos de La Mica y otra brisa que el viento de sus palabras. Daniel ve las cosas transfiguradas por el senti­miento amoroso, y su mirada es una celebración de la vida.

 

Todos los grandes persona­jes de Delibes tienen un modo de mirar las cosas atento, concienzudo e in­saciable (El camino). Esa mirada es la del niño protagonista de Las ratas. El Nini, el chiquillo, sabía ahora que el pueblo no era un desierto y que en cada obrada de sembrado o de baldío alentaban un cente­nar de seres vivos. Le bastaba agacharse para descubrirlos. Unas huellas, unos cortes, unos excrementos, una pluma en el suelo le sugerían, sin más, la presencia de los sisones, las co­madrejas, el erizo o el alcara­ván. Una mirada que sólo pue­de nacer de una atención extrema, de un conoci­miento que no remite al mundo de las ideas, sino al de los senti­mientos: un conocimiento entrañado.

 

Sólo entonces la naturaleza se ofrece a cuantos saben me­recerla. El paisaje en las nove­las de Delibes es siempre natu­raleza que se ofrece. Hay que responder a esa llamada, conseguir que se quiebre la racha de escasez (La caza de la perdiz roja). Porque la naturaleza, ante los ojos de quien no se detiene a escucharla, es un lugar indiferente, desierto, un lugar sin voz. Así suele ver el campo el hombre de la ciudad, así lo ve Columba, en Las ratas, que no soportando la mo­notonía del pueblo sólo piensa en marcharse. Para la Colum­ba, el pueblo era un desierto y la arribada de las abubillas, las golondrinas y los vencejos no alteraba para nada su punto de vista. Tampoco lo alteraban la llegada de las codornices, los rabilargos, los abejarucos, o las torcaces volando en nutridos bandos a dos mil metros de altura. Ni lo alteraban el chas­quido frenético del chotaca­bras, el monótono y penetrante concierto de los grillos en los sembrados, ni. el seco ladrido del búho rival.


El aprendizaje básico es aprender a mirar. Un aprendizaje que los libros no pueden ofrecer (ni El Nini ni Daniel necesitan ir a la escuela) y que sólo puede darse como ciencia infusa. Ante los grandes personajes de Delibes tenemos la sensación de que han recibido un don inexplicable. Su figura remite a la de los san­tos porque su saber no es interesado, y porque su vida se da en continuidad con las otras criaturas del mundo. Son niños -Daniel, El Nini-, o idiotas -Azarías-, o en todo caso seres que conservan un resto de inocencia, una parte no contami­nada, libre de culpa, un segmento aún activo de esa naturaleza adánica que se hace patente en su franciscanismo, en la relación que tienen con los anima­les. A Pa­cífico, en Las guerras de nues­tros antepasados, no le pican las abejas; El Nini cría y domes­tica un zorrito; y Azarías, en Los santos inocentes, consigue que una grajilla baje a comer a sus manos. El Nini entre los hombres del pueblo es como Jesús entre los doctores, y la abuela Benilde, en Las gue­rras de nuestros antepasados, por días y en algunos sitios tiene corona. Hay en todos ellos una relación de continuidad con la naturaleza, de cuyo cuer­po se diría que no han termina­do de desgajarse del todo. Pacífico sufre si se podan los árboles, tiene tiritonas cuan­do en el camueso se anuncian la aparición de las primeras yemas; y el tío Ratero, en Las ratas, se niega a abandonar su cueva y a cambiarla por una ca­sa. La cueva que le hace igual a las ratas de agua, los animales de los que vive, y donde constituye su familia, cuyo callado misterio quedará fijado en nuestra memoria en estas líneas inolvidables en las que Delibes rinde tributo a todas las Sagradas Familias del mundo del mito: Mata­ba la llama, pero dejaba la brasa y al tibio calor del rescoldo dormían los tres sobre la paja; el niño en el regazo del hombre, la perra en el regazo del niño y, mientras el zorrito fue otro compañero. el zorro en el rega­zo de la perra.


La figura de estos inocentes, de estos desposeídos, no es leja­na de la del cazador. Todos ellos tienen una relación de honda comunicación con su medio. Todos le conocen íntimamente, llegan por momentos a confun­dirse con él; y todos obtienen de esa relación un sentimiento de familiaridad y plenitud. Nos reía­mos a carcajadas como dos men­guados. Era por doña Flora y por la media liebre y por el cielo azul intenso. y por el campo abierto a lo largo y a lo ancho y por nuestras fuertes pisadas pa­ra recorrerlo (Diario de un cazador). Esta risa es también la de El Nini ante las camadas de las liebres, y expresa un sentimiento de complicidad con el mundo. Porque tanto para El Nini como para Lorenzo, el cazador, el mundo está abier­to, es el ámbito de la posibilidad renovada, infinita, jovial. Distin­guía como nadie a las aves por la violencia o los espasmos del vuelo o por la manera de gorjear; adivinaba sus instintos; co­nocía con detalle sus costum­bres; presentía la influencia de los cambios atmosféricos en ellas y se diría que, de haberlo deseado, habría aprendido a vo­lar (El camino). Germán, el Tiñoso, busca sin saberlo transformarse en un pájaro, y El Nini y Pacífico claman por una metamorfo­sis que les permita confundirse con lo que ven. El mundo para ellos es un solo cuerpo. La boca de Anita (Diario de un cazador) es una nidada de besos, y la gotita que cuelga de la nariz del Barbas (La caza de la perdiz roja) se confunde con una gota de rocío. El diente del Bisa (Las guerras de nuestros antepasados) ha­cía cuej-cuej-cuej, como las ga­viotas reidoras de la charca, y los pelos de la barba del Barbas, salpicados por su propia saliva, brillan como los tallos trunca­dos de los rastrojos.

 

Pero la naturaleza también es conflicto, destrucción. Delibes conoce dema­siado bien al ser humano como para ignorar una verdad así. Por eso sus personajes nun­ca responden a la imagen del buen salva­je. La vida es para ellos  lucha, pérdida constante. No se rebe­lan contra la muerte. La muerte irrumpe en sus vidas como un fenómeno na­tural, que todo lo trastorna, como un pedrisco o un nublado ante cuya ley no cabe hacer nada. La muerte del hombre no es distinta de la de los anima­les. El suicidio del jabalí, en Las guerras de nuestros antepasados, es equivalente al de la abuela Benilda, que de hecho induce; y la muerte de su mila­na lleva a Azarías al asesinato. Los personajes de Delibes no retroceden ante la brutalidad de las cosas. El universo es para ellos un conflicto de contrarios -una guerra de todo contra todo- donde todas las fuerzas son extremas y excesivas. El Nini no se escandaliza por­que el Ratero mate a un mucha­cho, por una simple cuestión de competencia; Pacífico asesina al hermano de su novia sin otro motivo aparente que el de la territoriedad; y Tochano en un arranque dispara contra su pe­rro sin más, por pura rabia. Este lado brutal, ciego, que no acierta a expresar sino descontento, de­sazón ante el mundo y la vida misma, constituye el corazón mismo de la una de las novelas menos conocidas de Delibes El Tesoro. En ella, un grupo de arqueólogos acude a clasificar un hallazgo arqueológico  y deben enfrentarse a la oposición que su llegada provoca en las gentes del pueblo. El tesoro no es para estas gentes una mera colección de piezas arqueológicas, meros signos de tiempos pretéritos; ni siquiera un valor de cambio, traducible a una cuenta banca­ria. Es un centro, un lugar privilegiado de comu­nicación cósmica, de regenera­ción. Es desde esta perspectiva desde la que hay que entender la negativa de los campesinos, dirigidos por el Pa­po (que por cierto cojea, como Edipo), a que les arrebaten esa riqueza. La pérdida sería irreparable, ya que en el mundo del mito es gracias a esos tesoros ocultos, que la vida, la fertilidad de los campos y de los animales, esté asegu­rada.

 

Es el propio Delibes, por bo­ca del alcalde del pueblo, el que nos da la clave de una interpre­tación así. Hágase car­go, señor. Es la fiebre del oro. Esa presencia del oro, de las pepitas, también aparecía en Las guerras de nuestros ante­pasados, e incluso, en la forma de un billete de lotería, en el Diario de un cazador, y es una obsesión en la mente del alcalde y de Lorenzo. Obse­sión por la existencia de una riqueza oculta, que se ofrecerá de una sola vez, como una cosecha inagotable. La idea de acceder al mundo de la abundancia alude a la edad de oro, a la existencia de un reino donde todos los deseos serán satisfechos.

 

El hallazgo del tesoro es, en suma, el encuentro con lo valioso, con aquello capaz de dar sentido a las cosas. Es el mismo encuentro del cazador con sus piezas lumino­sas, vibrantes; y el de los enamorados, cuyos cuerpos en el amor son semejantes a esos cuerpos claros y pausaditos de la caza, ante los que no es posi­ble reprimirse. Una ganga vi­no a tirarse a la salina y viró al guiparnos. Volaba tan reposada que le vi a la perfección el colla­rón y las timoneras picudas (Diario de un cazador). ¿No ve así, con esa claridad, el enamo­rado al ser que quiere, la madre a su niño pequeño? El caza­dor caza porque no puede repri­mirse, y luego se come su pieza; y el acto amoroso termina tam­bién con un banquete. La pági­na más hermosa de El tesoro es precisamente la descripción de el Papo comiéndose una pera. Recostó en la muleta todo el peso de su cuerpo y, con la mano izquierda, extrajo del morral de cazador que portaba, una pera, que miró y remiró varias veces, antes de arrancar­le el rabillo y clavarle en el pezón la uña negra y larga de su pulgar. Parsimoniosamente desgajó un pedazo y se lo llevó a la boca. Sus pausados ademanes denotaban el mismo regodeo que el del gato ante el ratón acosado. No es fácil leer estas líneas sin sentir una mezcla de turbación y respeto. Sentimos al Papo en pose­sión de una sabiduría oculta, de una aptitud no contaminada pa­ra distinguir esa pulpa y hacerla suya, como cuando viendo el reguerillo de zumo que le corre por la mano se la lleva a la boca para chupársela. Su brutalidad, su rencor, es de pronto delicadeza. ¡Qué dife­rencia entre esta escena y la de los arqueólogos clasificando el tesoro en la caja del banco! La escena de la pera contiene todas las contradicciones de la vida, que es brutal y delicada, vibrante y abyecta, luminosa y oscura a la vez. Sí, el Papo es el heredero natural de los dueños del tesoro, y es a los seres como él a quienes pertenece verdaderamente, como posibi­lidad, como fábula.

 

El Tesoro es una reescritura del Diario. En ambas novelas se nombra una pasión absorbente -la arqueolo­gía en Gero, la caza en Lorenzo- que lleva a sus protagonistas a la naturaleza, y en ambas hay un conflicto amoroso que se resuelve en la última página. La mirada del cazador no es sin embargo la del arqueólogo. La del arqueólogo busca ratificar un saber pre­vio, la naturaleza es para él un palimpsesto que debe des­cifrar. La mirada del cazador es ardiente, la del cuerpo que actúa, que arriesga. El arqueólogo habla para clasificar, para definir; el cazador es como Adán, un creador de lenguaje. Constata lo que ve, y sus nombres son una respuesta a la incitación constante y diversa de las cosas. El mundo de Delibes es más próxi­mo en esto al de Antonio Ma­chado que al de Jorge Guillén, en cuya obra hay siempre un yo que se entusiasma, que se arrebata, que se mira a sí mismo, en una suerte de encendido narcisis­mo. A Delibes y a Machado les basta con asombrarse. El asombro que lleva al nombre, al simple acto de señalar y de decir mira. El asombro de Azarías declarando interminablemente el nombre de su amor, milana bonita, milana bonita, el asombro que lleva a una suerte de tartamu­deo inconsciente a la propia prosa de Delibes, que se repite, que vuelve a decir lo mismo, que se articula sobre frases, palabras ya escri­tas, en una suerte de imposibili­dad de desapego, de persisten­cia del hechizo.

 

La reali­dad también aquí, como en la obra de Machado, mezclándose con los sueños. No hay cosifica­ción del paisaje, que vibra, que inexplicablemente se ofrece co­mo algo casi irreal, hecho de la materia de los sue­ños. Ahora veo a la madre don­de antes no la veía: en el montón de ropa sucia, en el bando de gorriones que revolotea en la terraza, en el Talgo que pasa cada tarde o en el Sagrado Cora­zón iluminado. Pero cuando la madre se afanaba en silencio, no la veía, ni sabía que en sus movimientos había un sentido práctico. No ver lo que no hay, en una suerte de delirio de la subjetividad, sino ver donde an­tes no se veía. Ver el mundo en los dos planos, el de la presencia y el de la transfiguración.

 

El descendi­miento de la milana, en Los santos inocentes, la re­surrección del niño del Mele en el Diario de un cazador, el pájaro muerto junto al cadáver del Tiñoso en El camino, son algunos ejemplos de lo que acabo de decir. En las novelas de  Delibes siempre hay un momento en que la historia se transforma en Misterio. Es curioso que todos estos momentos nos lleguen de mano de  los desposeídos. En la obra de Miguel Delibes siempre ha habido una mirada compasiva hacia el otro. Es una mirada que guarda en su interior la eterna  pregunta por el sentido de las cosas, como si nuestra pobre vida sólo pudiera encontrar justificación en ese encuentro con los demás. Es esto lo que sucede en las últimas páginas de El hereje, cuando en uno de las escenas más conmovedoras  de nuestra literatura, Minervina aparece para acompañar a Cipriano, su antiguo niño, hasta la hoguera, en un gesto que viene a decirnos que si bien la muerte no puede evitarse la misión del hombre es hacer, como pedía Quevedo, de su propia vida  polvo enamorado.

 

Jorge Luis Borges dijo que hay dos tipos de narradores, los que todo lo basan en la expresión, y los que poseen el arte de la alusión y la sugerencia. Miguel Delibes pertenece sin duda a este segundo grupo. Es un escritor realista, pero no se limita a pasear un espejo por un camino, como pedía Stendhal (cosa, por otra parte, que tampoco hizo él), aunque muchas veces pueda parecerlo. Es verdad que nos muestra en sus libros un mundo definido y concreto, el campo castellano, su explotación y su miseria, o la pequeña y mezquina vida de las provincias españolas durante el franquismo, pero sólo para llevarnos a un instante de apertura, de revelación de otra verdad. James Joyce llamó epifanías a estos instantes de encantamiento. Y la obra de Delibes está salpicada de ellos. Es esa capacidad para transformar el detalle trivial en símbolo prodigioso la que le hace ser el gran escritor que es.

 

En un cuento de I. B. Singer, dos muchachos judíos, quieren huir del gueto de Varsovia. El muchacho consigue una vela, y la encienden para celebrar una de sus fiestas. Y, animados por el poder de esa luz, que despierta en ellos una fuerza  y una esperanza nuevas, emprenden la huida y logran burlar el cerco de sus verdugos y escapar de la muerte. En La mortaja también el niño protagonista encuentra una luz así, la luz que desprende una luciérnaga. El cuento es terrible, pues nos enfrenta al egoísmo y la mezquindad de los hombres, pero el niño encuentra gracias  a esa luciérnaga, como los niños del cuento de Singer, la fuerza para enfrentarse a la muerte de su padre y a la miseria que le rodea. Y al terminar de leer el relato algo nos dice que está preparado para enfrentarse a los problemas de la vida. Ese diálogo entre la belleza y la pena que según Rilke es la realidad más honda del corazón humano, constituye el centro de la obra de Delibes.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Gustavo Martín Garzo

12 de mayo de 2017

 

 

 

 

Si te fijas mucho, si de verdad quieres ver lo que miras, no te dejes deslumbrar por el sol.

Historia de detectives

 



Alguien que lleva 45 años publicando libros y cuenta con novelas tan notables como Últimas tardes con Teresa, Si te dicen que caí, Ronda del Guinardó, El embrujo de Shanghai y Rabos de lagartija, o cuentos como “Teniente bravo” e “Historia de detectives”, me parece que posee un lugar asegurado en la historia de la literatura en castellano. No en vano, Juan Marsé tiene en su haber todos los reconocimientos importantes que se conceden en el idioma, como el Premio de la Crítica, el Nacional de narrativa, el Premio Juan Rulfo y el Cervantes. Con 80 años cumplidos sigue en activo como escritor y no parece estar dispuesto sino a completar la nueva novela que se trae entre manos.

Quién sea nuestro autor no parece fácil de dilucidar, pero después de la aparición de la biografía de Josep Maria Cuenca[1], han quedado desvelados algunos de los misterios que habían convertido sus orígenes en casi legendarios: su nacimiento y la relación con sus padres biológicos y adoptivos, los Faneca y los Marsé. Asimismo se ha clarificado la posible vinculación entre vida y obra, o cuál es el auténtico talante de la persona que a veces se enmascara tras los narradores o protagonistas de sus libros. Disponemos, además, de un impagable autorretrato, pues quizá resultaba inevitable que alguien que ha escrito dos libros de retratos literarios acabara contemplándose él mismo en el espejo. Y así lo hizo y por partida doble en Señoras y señores (1975 y 1988).

Las primeras semanas de vida de Juan Marsé en la Barcelona de 1933 han tenido hasta hace bien poco un cierto hálito legendario. Rosa Roca, su madre, murió al poco de nacer él, por una complicación en el posparto. Su padre, Domingo Mingo Faneca, chófer de una familia adinerada de Sarriá, se había quedado viudo con una niña de cinco años, llamada Carmen, y un niño de semanas, Juan, por lo que acabó cediéndoselo a los Marsé, compañeros de militancia política, quienes finalmente lo adoptaron. Así, quien iba a ser Juan Faneca Roca se convirtió en Juan Marsé Carbó y pasó de residir en la vivienda del servicio de una elegante casa de Sarriá a otra de la barriada de La Salud, en los bajos del número 104 de la calle Martí, en Gracia, donde vivirá hasta que en 1966 se case con Joaquina Hoyas, con quien tendrá dos hijos: Sasha y la escritora Berta Marsé, autora de dos libros de cuentos.

            La mayor parte de su infancia la pasó Marsé con sus abuelos, en el campo, pero en 1943 regresa a Barcelona para vivir con sus padres adoptivos. Entre esa fecha y 1946 estudió en el Colegio del Divino Maestro, pero ni de aquel centro ni de su director guarda buenos recuerdos. Muy pronto, a los 13 años, entra como aprendiz en un taller de joyería, que tampoco rememora con agrado. Sí parece claro que el cine tuvo una importancia decisiva en su formación intelectual. Marsé ha contado en numerosas ocasiones que en esos años sus “vías de escape eran el cine y los libros”: alquilaba novelas y asistía a las sesiones dobles de los cines de barrio. El cine, prefería los westerns y el cine negro norteamericano de los años treinta y cuarenta, fue para él una forma de evadirse de una realidad terrible, pero sobre todo el acicate ideal para sus sueños y mitos. Sus primeros libros fueron La isla del tesoro (le gusta afirmar que lo tiene todo: “aventura, misterio y escritura transparente”) y Veinte mil leguas de viaje submarino, donde se encontraría con algunos de sus personajes favoritos, como Long John Silver, Jim y el capitán Nemo, a los que habría que sumar obras de Salgari, Edgar Wallace, Balzac, Stevenson y Stendhal, junto con las novelas policíacas de la Biblioteca Oro, las de Conan Doyle, o las que editaba Janés, obras de Somerset Maugham o Lajos Zilahy, Cecil Roberts, Stefan Zweig y Maxence van der Meersch.

            Para Marsé la novela por excelencia es la del XIX, aquella en la que se cuenta una historia con personajes para fascinar al lector. No obstante, suele recordar con entusiasmo el descubrimiento de Faulkner. Asimismo, entre los narradores españoles sus preferidos son Cervantes, Galdós, Clarín (“La Regenta me la sé casi de memoria”, ha declarado)[2], Valle-Inclán y Pío Baroja. Pero, además, siempre le han gustado las novelas de Dickens, Tolstoi, Chesterton, Joseph Roth, Nabokov y Juan Carlos Onetti. Marsé distingue con buen tino a los prosistas de los novelistas. Así, Joyce, Cela, Luis Martín-Santos y Juan Benet, sostiene, pueden ser grandes prosistas pero le parecen novelistas mediocres. Con lo cual no es difícil deducir que su novela ideal sería aquella capaz de hacerle olvidar que está leyendo, de conmover y entretener al lector, dotando de verdad y vida la historia relatada.

            En sus inicios como escritor resulta fundamental la figura de la escritora Paulina Crusat, quien lo alienta para publicar nada menos que en la revista Ínsula dos relatos: “Plataforma posterior” (1957) y “La calle del dragón dormido” (1959); y lo anima a presentarse al Premio Sésamo, que gana en 1959 con “Nada para morir”. Marsé es un autor singular porque su formación literaria e intelectual fue autodidacta, a diferencia de la mayoría de autores de su grupo. Con su primera novela, Encerrados con un solo juguete (1960), se presenta al premio Biblioteca Breve, que ese año declararon desierto, pero el intento le sirve para trabar amistad con los miembros de la editorial Seix Barral, sobre todo con Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma, con quien compartía inclinaciones políticas y gustos literarios.

En esta primera novela Marsé pretendía plasmar el “callejón sin salida a que estuvo abocada cierta juventud de postguerra”[3]. Leída hoy nos interesa en especial la falta de inquietudes e ilusiones, y las extrañas relaciones que se crean entre Tina, Andrés y Martín, los jóvenes protagonistas. Podríamos definirlos,  respectivamente, como abúlica, indiferente y sádico, quienes viven aburridos y amargados, únicamente interesados por ese “solo juguete” que aquí es el sexo. Entre ellos y sus padres, que han padecido la guerra, se abre por tanto un abismo insondable, resumido en la queja de Andrés: “Demasiados años lamentando lo que ya no tiene remedio, no quiero saber nada más, no deseo conocer más detalles, ni de un frente ni de otro. ¡Estoy harto!”[4].

            A instancias de Carlos Barral, Castellet le consiguió una bolsa de viaje para ir a París con el fin de aprender francés y en el futuro ganarse la vida como traductor. Entre las gentes que trató, destacaría a los componentes de Ruedo Ibérico, sobre todo a José Martínez y a Antonio Pérez, quien poco después, en un segundo viaje a la capital francesa, le encontraría trabajo como “garçon de laboratoire” en el Instituto Pasteur que dirigía Jacques Monod. En París se hace militante del PCE y luego, al regresar a Barcelona, del PSUC, aunque su afiliciación solo duró entre 1961 y 1967, por la intransigencia y puritanismo del partido en materia sexual. En los últimos años, Marsé se ha definido políticamente como un escéptico con mentalidad de izquierdas.

            Su empeño por abandonar el trabajo en el taller de joyería lo lleva a escribir durante 1961 su segunda novela, Esta cara de la luna (1962), de la que nunca se sintió del todo satisfecho, de ahí que se haya negado a reeditarla. En esta obra insiste en la separación entre padres e hijos, representados aquellos por una “generación de hamaca y balancín con fábrica al fondo”, y estos por un personaje, Miguel Dot, que pasará de la oposición revolucionaria al cinismo más descorazonador, uno de esos falsos rebeldes que volveremos a encontrar en Últimas tardes con Teresa.

            Durante estos años su vocación se decanta definitivamente por la escritura. Así, en el verano de 1965 concluye en Nava de la Asunción, Últimas tardes con Teresa (1966), con la que por fin obtendría el prestigioso Premio Biblioteca Breve, no sin polémica, y el definitivo reconocimiento como escritor. Su origen se halla en la imagen de una verbena durante la Noche de San Juan. En particular, se relatan los delirios amorosos entre Teresa, la fantástica, una niña bien de Barcelona, y Manolo el Pijoaparte, un atractivo charnego que vive en las barracas del Monte Carmelo, a quien la joven confunde con un obrero revolucionario. En este sorprendente equívoco se basa la narración, historia de dos mitos paralelos, pues ambos confunden al personaje que se han inventado con la persona. Pero además novela paródica de la literatura social, de los libros de amores de verano y del activismo subversivo universitario protagonizado por algunos niños bien. Por último, es también una obra sobre la imposibilidad de ascender socialmente y la inoperancia del antifranquismo de salón de ciertos burguesitos catalanes.

            Su siguiente novela, La oscura historia de la prima Montse (1970), un relato sobre diversas tomas de posición moral, no obtiene tanto éxito. En ella, el pariente pobre, mestizo y algo resentido, Paco Bodegas, y su prima y amante malcasada, Nuria Claramunt, evocan la vida de Montse, su hermana, una joven desvalida que encarna a la perfección la inocencia, pues se ha creído –por “la monstruosa educación familiar recibida” (p. 307)- casi todo lo que le contaron sobre la existencia... Así, la novela es el recuerdo de una destrucción. En su desenlace llegamos a comprender por qué Montse se quitó la vida cuando vio que no se sostenía su ideal de ajustar la conducta a “aquel viejo sueño de integridad, de ofrecimiento total, de solidaridad o como quiera llamarse eso que la había mantenido en pie, con sus grandes ojos negros alucinados y el corazón palpitante, frente a miserables enfermos, presidiarios sin entrañas y huérfanos de profesión”.

Lo que lleva a la pobre Montse a su desgraciado final es, pues, su deslumbramiento por el expresidiario Manuel, que no es otro que Manolo Reyes, el antes llamado Pijoaparte, quien sigue aspirando al bienestar burgués. Pero también la ya indicada desilusión que le produce la hipocresía de su acomodada familia. La diferencia fundamental con aquella narración de 1966 estriba en que si Teresa representaba la frivolidad, Montse Claramunt simboliza el prototipo de la entereza ante la adversidad, aunque es cierto que ambas padecerían un “espejismo amoroso”. En resumidas cuentas, esta narración no debe dejar de leerse como una burla feroz de la hipócrita burguesía catalanista y católica (“mandarines de la catalanidad”, “benefactora y limosnera burguesía”, los llama), con su empalagosa caridad de catequesis, de la que el arribista Salvador Vilella es un buen paradigma. Pero donde quizás el sarcasmo alcance cotas más elevadas sea en el relato de la “terrible maquinaria” de los Cursillos de Cristiandad en Vich, en los capítulos 14-19, un claro injerto dentro de la novela, así como en la parodia de las crónicas sociales sobre los bailes de debutantes propias de la revista ¡Hola!.   

            Cuando a Marsé se le ha preguntado por sus personajes femeninos (sólo hay que recordar la importancia que tienen Tina, Teresa y Montse en las novelas recién comentadas), ha respondido que sus protagonistas son muchachas que se adelantan a su tiempo, por lo que la sociedad o la familia terminan pasándoles factura. Pueden tener en común, aclara, “cierta romántica capacidad o voluntad de ensoñación, de adecuar su ideal de la personalidad –reprimida por el entorno familiar y social, la educación recibida y la estrategia moral de una clase- a una realidad social anhelada por ellas, más justa y más libre, pero que todavía no existe”[5].

Muy pronto Marsé toma la decisión de no ganarse la vida sólo escribiendo novelas, entre otras razones, porque se da cuenta de que al ritmo que trabaja no le es posible. Y como tampoco le gustaba hacer de intelectual, es decir, dar conferencias, escribir artículos de opinión, etc., opta por ejercer de periodista en diversas revistas (Bocaccio, Don y Por Favor), escribir guiones o publicar libros sobre cine, como la manera más sensata de hacerlo. Los trabajos que Marsé escribió para Por favor los recogería en Confidencias de un chorizo (1977) y Señoras y señores (1975 y 1977, 1988). Este último título, en realidad, se componía de dos volúmenes distintos, formados por retratos “morales” realizados a partir de la descripción de los rasgos físicos de los personajes, adobados con un gran sentido del humor, sin que faltase a veces su vitriólica ironía. La edición de 1988 recogía las colaboraciones en el diario El País, donde resucitó la sección. En este nuevo siglo ha publicado varios libros dedicados al cine, su otra gran pasión, tales como Un paseo por las estrellas (2001) y Momentos inolvidables del cine (2004), donde recrea noventa y nueve escenas de otras tantas películas que prefiere.

            Si te dicen que caí (1973) quizá sea su mejor novela y probablemente una de las mejores españolas del siglo XX[6]. Esta constituye el relato de la infancia, del recuerdo de lo que aquella época fue en los barrios del autor. Como la obra se prohíbe en España por la censura, aparece primero en México, donde obtuvo el I Premio Internacional de Novela. Así, utilizando distintas voces que se complementan y contradicen, se narra en ella, entre la ternura y la crudeza, el pasado de Java, Sarnita y los otros niños kabileños, quienes se cuentan aventis (historias, aventuras) para que se imponga “la verdad verdadera”, mientras intentan sobrevivir en una complicada y sórdida Barcelona recién salida de la guerra, en la que la corrupción campa por sus respetos[7].

            Acaso sea en esta obra, como en ninguna otra de las suyas, donde puede observarse mejor de qué modo utiliza Marsé la escenografía urbana. Al igual que ocurre en sus demás narraciones, el espacio es real, aunque no aparezca en la realidad tal y como él nos lo presenta, pues el autor opta por crear un “cóctel de barriadas”, hasta formar, al fin y a la postre un “barrio mental (...), un compuesto flexible de La Salud, el Carmelo, el Guinardó y Gracia”. Lo cierto es que aquí nos encontramos también con toda una serie de personajes, lugares y motivos omnipresentes en su literatura: las huérfanas de la Casa de Familia; Carmen Broto, la prostituta rubia platino asesinada, que también es Aurora y Menchu; las bandas de pistoleros anarquistas; la Capilla de las Ánimas y sus alrededores, donde los chicos juegan, torturan a las jóvenes y se cuentan aventis; la Fiesta Mayor del barrio; las funciones de Els Pastorets, etc.

En 1977 publica Marsé un cuento en la revista Bazaar, “Parabellum”, en el que relata en síntesis lo que sería La muchacha de las bragas de oro. Con ella obtiene, en 1978, el Premio Planeta. En esta obra se produce, en suma, una confrontación entre los valores tradicionales del escritor y exfalangista Luys Forest y los modernos de su joven sobrina Mariana. En realidad, la novela trata -lo ha explicado muy bien José-Carlos Mainer- de las culpas contraídas durante la guerra civil y la postguerra. Y, sin embargo, el autor no duda en utilizar a este escritor falangista para reflexionar acerca del oficio, sobre el modo de convertir la realidad en ficción manejando verdades y mentiras. La novela puede leerse también como una respuesta a Descargo de conciencia (1976), las memorias de Pedro Laín Entralgo en las que se presenta como un intelectual franquista arrepentido.

En Un día volveré (1982) se narra el regreso al barrio del pistolero Jan Julivert Mon, quien tras pasar doce años en la cárcel, en apariencia desea recobrar el amor de su cuñada y llevar una existencia más plácida. Pero este hombre derrotado que ha ido perdiendo sus antiguas inquietudes políticas, debe enfrentarse al personaje mitificado en que lo han convertido los suyos, quienes durante su ausencia esperaban de él una conducta heroica. Frente a la complejidad estructural de Si te dicen que caí, ésta es una novela lineal que muestra el mundo del barrio desde los ojos de un adolescente, Néstor; y la vida de la pequeña burguesía degradada por los efectos de la represión de la postguerra. Lo que se presenta, en contraste, son las esperanzas de diversos personajes y en lo que la realidad las ha acabado convirtiendo. Así, Jan Julivert quiere olvidar su pasado y vivir tranquilo, mientras que Néstor, su sobrino, espera un acto heroico de su parte, una venganza ejemplar que restituya el equilibrio perdido. En realidad, lo que esta melancólica narración presenta son las esperanzas de estas gentes en 1959, fecha en que transcurre la acción.

A finales de agosto de 1984, durante sus vacaciones en L´Arboç, Marsé sufre un infarto. Desde entonces no fuma, bebe con prudencia, sigue una dieta controlada e intenta llevar una vida tranquila. Ese mismo año se publica Rondá del Guinardo, una obra maestra de la novela corta. Su acción transcurre en un espacio acotado durante un tiempo reducido, a caballo entre el relato del presente y los recuerdos del pasado, que no es otro que el “paisaje moral” de la infancia de Marsé. Lo que se narra es el recorrido que emprenden juntos los dos protagonistas: Rosita, una chica de casi 14 años, recogida en un orfanato, y un innominado inspector de policía. Se trata de un vía crucis de miseria, dolor y sordidez. Lo que singulariza a esta narración es la depuración de elementos, su singular estructura, el recorrido mismo por el Guinardó. La media distancia en que se desenvuelve tiene algo de la intensidad, concisión y redondez del cuento, sin que por ello carezca de ese carácter expansivo que suele definir a la novela. La misma historia que se narra, esto es, la de una joven que debe ir a reconocer el cadáver de quien parece ser que fue su violador, exige altas dosis de contención. La acción transcurre a lo largo de medio día, durante el 8 de mayo de 1945, el día de la capitulación de Alemania. Cuando concluya la jornada sabremos que ni Rosita es la niña inocente que era, ni el inspector el tipo duro, vencedor en la guerra, que había sido, pues ambos han sido derrotados.

Un poco después, en 1986 aparece su único libro de cuentos, Teniente Bravo. La pieza que da título al volumen, la más sobresaliente del conjunto[8], se inspira en un hecho real que vivió él mismo en su servicio militar en Ceuta. Durante años se la estuvo relatando a sus amigos hasta cerciorarse de que la narración había adquirido el ritmo, la intriga y los matices necesarios para poder ser transcrita. En este grotesco episodio un teniente tan loco como soberbio se empecina infructuosamente en saltar el potro ante la tropa. El cuento, que baraja humor y patetismo, puede leerse asimismo de manera alegórica, lo ha explicado muy bien Cecilio Alonso, como “la descomposición de unas formas épicas del poder y del dominio social, que marcaron negativamente la vida española desde 1939”[9].

“El fantasma del cine Roxy”, un homenaje al cine preferido por el autor, se basa en una anécdota real, el diálogo entre un director de cine y un guionista que lo crítica; sin duda alguna, el mismo Marsé. A este relato le dedicaría Serrat una canción que lleva el mismo título. Por su parte, “Noches de Bocaccio” constituye una burla del esnobismo, de la tonta frivolidad y del vanguardismo papanatas de las gentes de la llamada gauche divine. “Historia de detectives”, el otro cuento destacable del volumen, arranca con una cita del Libro del desasosiego, de Pessoa, que bien puede valer como resumen argumental no sólo de esta narración sino de una buena parte de la obra de Marsé. Dice así: “como los niños pobres que juegan a ser felices”. No en vano, esta pieza podría haberse desgajado perfectamente de Si te dicen que caí o de la misma Ronda del Guinardó, sin que ello significase poner en duda su valor como cuento. En este relato, Mingo Roca (el nombre del personaje proviene del apelativo de su padre biológico y del apellido de su madre) recuerda un episodio de su infancia, junto a aquella pandilla de trinxas encabezada por Juanito Marés[10], cuando jugaban a detectives y espías, y perseguían a la gente para luego contarse lo que les había sucedido, o en realidad lo que les hubiera gustado que les sucediera. Pero sobre todo se relata, al fin y a la postre, la historia del ahorcado de la calle Legalidad, sus celos, el amor por su mujer..., las penurias y el dolor sin fin de la postguerra.

Con  El amante bilingüe obtiene en 1990 el Premio Ateneo de Sevilla, de la editorial Planeta. Se trata de un sarcástico relato en el que, tras la soterrada burla de la política nacionalista imperante en Cataluña, se plantea la imposibilidad de llegar a ser feliz sin enmascararse. Más en concreto, se cuenta en primera persona, diez años después de transcurridos los hechos, lo que tiene que hacer un catalán de origen humilde, e incluso folletinesco, para reconquistar a su exmujer, Norma Valentí, una burguesa catalana que padece una curiosa inclinación sexual por los charnegos más característicos, tan atractivos como primarios. La novela es, en verdad, la historia de un fracaso, pero también una burla de la política lingüística de la Generalitat, llevada a cabo durante el mandato de Convergència. El deterioro del emblemático Walden 7, de Ricardo Bofill, edificio financiado por la Banca Catalana de Jordi Pujol, en donde reside el protagonista, funciona como símbolo de la degradación de la existencia del personaje, aparte de como parodia de ciertos delirios intelectuales herederos del 68. Pero, sobre todo, la novela, cuya trama se halla compuesta con un gran distanciamiento, está llena de humor, siempre teñido por una lúcida mala leche que le permite a Marsé plantear sin ambages una cuestión silenciada por la sociedad catalana.

El embrujo de Shanghai (1994) fue una novela afortunada pues obtuvo el reconocimiento dentro y fuera de España: el Premio de la Crítica y el Aristeion Europeo de Novela. En ella cuenta ahora Marsé una historia de traiciones y desengaños, de “cómo los sueños juveniles se corrompen en boca de los adultos”, según se afirma en el inicio. Asimismo, debe relacionarse con la primera obra del autor, tanto por su esquema compositivo general como por el espacio en que transcurre gran parte de la acción, la torre de Anita y Susana, aunque aparezca situada en la calle Camelias en lugar de en la del Laurel. Por lo demás, el añorado progenitor de aquella primera novela aparece finalmente en Shanghai, como el ingeniero Esteban Climent Comas.

En el relato se alternan dos tramas argumentales: la primera transcurre en una Barcelona gris, en los últimos años cuarenta; mientras que la segunda se desarrolla por un lado en el exilio penoso y oscuro de los luchadores antifranquistas, en Toulouse, sin duda mitificado por los republicanos que se quedaron en España, y por otro en el exilio fabuloso, de película, de la lejana Shanghai de 1948, durante las vísperas de la victoria comunista de Mao. Si el primer exilio se presenta como un mundo real, el segundo resulta inventado. Así, Nandu Forcat evoca para los jóvenes Dani y Susana, como si les contara una aventi china, las peripecias de Kim, el padre de la joven, en la exótica ciudad. Según Marsé, la infancia sería el único territorio donde tienen cabida la esperanza, la ilusión y los sueños. Por su parte, Daniel (quien posee mucho del niño que fue Marsé) recuerda su infancia desde el presente, los paseos con el esperpéntico capitán Blay en busca de firmas mediante las cuales denunciar la `contaminación´ del barrio, además de las tardes que pasó con Susana, la niña tísica, y cómo lograron sobrevivir en una triste postguerra al calor de los relatos de Forcat sobre las andanzas de Kim en Shanghai.

Con su siguiente novela, Rabos de lagartija (2000), Marsé volvió a obtener el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa. Los protagonistas de esta obra son la familia Bartra, la madre embarazada y el hijo, Rosa la pelirroja y David; pero también Víctor, el padre huído; Juan, el hermano mayor muerto; y el pequeño Víctor, quien recuerda los hechos años después, por medio de lo que le han contado y él se imagina. La peripecia central es producto del “funesto combate” que se nombra en la novela y se genera por el enfrentamiento de dos deseos contrapuestos: el del inspector Galván, colado por la pelirroja, a la que quiere conquistar mientras ella se deja querer, y el de David quien se empeña en desenmascararlo para desacreditarlo ante su madre. La novela podría leerse, por tanto, como el desarrollo de las artimañas del joven a fin de que su madre no se encandile con un policía bien parecido, quien se muestra solícito y los ayuda, aunque al fin y a la postre represente el régimen represor, pues sólo les muestra su mejor cara.

La acción empieza en 1945, con el bombardeo de Hiroshima, el año de la `bomba atomicia´, como la llama la abuela Tecla, y acaba en 1951, coincidiendo con la huelga de tranvías en Barcelona y la muerte de David, una vez éste ha asumido la verdad, tras pasar a la acción e intentar defenderla con su cámara de fotos, la única y mejor arma que posee. Casi toda la trama transcurre en la casa familiar, un consultorio médico realquilado próximo a un barranco. Desde allí se evoca la trayectoria del padre, un resistente, convertido en el fantasma que se arrastra con el culo ensangrentado; la del doctor libertario P. J. Rosón-Ansio y también los avatares del moribundo perro Chispa. Pero las historias se gestan en el toma y daca constante, lleno de ironía y sarcasmo, que David mantiene sucesivamente con su padre, sus hermanos Víctor y Juan, con el piloto derribado de la RAF, con el policía, al que le toma el pelo siempre que puede y con su amigo Paulino Bardolet, Pauli, un gordito homosexual que tiene almorranas y del que se aprovecha sexualmente su tío, además de las charlas con la abuela Tecla.

Canciones de amor en Lolita´s Club (2005) transcurre en el presente y la acción predomina sobre la reflexión. En ella, un policía bravucón, solitario y justiciero regresa a la casa familiar con la amenaza de ser expedientado y un pasado lleno de actuaciones brutales. Lo que se cuenta, por tanto, es la vuelta del hijo pródigo, su redención por amor, tras desencadenar una serie de conflictos que lo enfrentan no sólo con los miembros de su familia sino también con casi todos los estamentos sociales con los que se topa. Pero la novela es, ante todo, una historia sentimental, una tragedia amorosa con el trasfondo de un presente agitado por los atentados etarras, el tráfico de emigrantes y el blanqueo ilegal de dinero. Gran parte de la acción transcurre en un modesto burdel de carretera, donde trabaja Milena, la prostituta colombiana que enfrenta y transforma la existencia de los gemelos Fuentes.

Quizá sea en Caligrafía de los sueños (2011) donde la presencia de lo autobiográfico sea mayor que en ninguna otra de sus narraciones. Lo que se nos cuenta, en síntesis, son dos historias: el paso de la pubertad a la madurez, con la búsqueda de la identidad y el descubrimiento de la vocación de Ringo, trasunto del joven que fue el autor; y las cuitas sentimentales de Victoria Mir, Vicky, una mujer madura, sedienta de felicidad. Ambas narraciones aparecen entrelazadas no sólo por desarrollarse en un mismo espacio físico y porque la segunda proceda de la versión que el chico nos proporciona de los hechos, sino también porque la conducta de la señora Mir le muestra al joven Ringo el tipo de realidad que debe procurar eludir, tratando de no quedar engullido por ella: la del mero costumbrismo tragicómico. Así, regresa el autor a su mundo literario habitual y a sus temas predilectos, en la Barcelona de 1948, una ciudad gris y “ratonera”; contrapone apariencia y realidad, pues casi nada resulta ser lo que parece; muestra la precaria existencia y la solidaridad entre los derrotados por la guerra, junto con el despertar de la vocación y los impedimentos que surgen para llevarla a cabo y el descubrimiento de la orfandad por la ausencia frecuente del padre y el aprendizaje de la piedad, así como el despertar del deseo. Marsé baraja aquí a la perfección lo trágico y lo cómico, lo sublime y lo grotesco.

Y aunque ya ha anunciado que está trabajando en una nueva novela, provisionalmente titulada Una puta muy querida, la última publicada ha sido Noticias felices en aviones de papel (2015), con la que regresa al género de la novela corta y a varios de los mimbres que reconocerán sus lectores: el barrio de Gracia; una madre comprensiva y generosa (Ruth) y un hijo adolescente, silencioso y esquivo (Bruno); un padre ausente y cantamañas (Amador Cano Raciocinio); los niños con sus cabezas rapadas (los hermanos Rabinad); y una vecina mochales, la señora Pauli. En esta ocasión el tema es la memoria, “la abeja muerta que pica”. Los protagonistas adultos poseen un pasado que ha marcado su existencia, pues los padres de Bruno, en los años setenta, vivieron en Ibiza en una comuna hippie; mientras que la señora Pauli había nacido en Varsovia siete décadas atrás, aunque llevara desde 1942 en Barcelona, después de morir su familia en los campos de exterminio alemanes, y desaparecer su novio, un joven boxeador, durante la guerra. En 1941, con la ayuda de un oficial alemán que se enamora de ella, Hanna consigue llegar a Barcelona, para acabar convirtiéndose en corista del Paralelo.

            Como suele ser habitual en su obra, Marsé se nutre del pasado, aunque en esta ocasión sea a través de los ecos de la pesadilla nacionalsocialista, de la persecución de los judíos. Sin embargo, la historia no es lo que al principio del relato pudiera parecer, pues el autor baraja varias tramas que transcurren en tiempos y espacios diferentes: Varsovia durante la Segunda Guerra Mundial, la Barcelona de su infancia y la de 1989, todas ellas trenzadas con maestría. Se trata, en suma, de un relato sobre el acceso a la madurez de un joven que va conociendo la amistad, el sufrimiento y el peso de la historia, junto con la solidaridad y la compasión. Tras haber padecido el egoísmo y la degradación del padre, ahora reconvertido en “vendedor de imposturas y patrañas”, el joven Bruno primero lo rechaza, para acabar estimándolo después. Como también aprende a distinguir lo que tienen de auténticos recuerdos los delirios de la señora Pauli. Si esta nunca pudo olvidarse del balcón de su casa en el gueto de Varsovia, tampoco Marsé consigue alejarse de aquellos niños pobres sin escuela de su infancia que fumaban y soñaban en la calle.

            Dentro del conjunto de su obra, la crítica ha destacado la adecuación de su estilo al mundo narrado; su innegable habilidad, sobre todo a partir de ese gran equívoco que es Últimas tardes con Teresa, para dar con un tono capaz de mostrar a la perfección los conflictos que se generan en Barcelona durante los primeros años de la postguerra. En un país en el que se optó por olvidar el franquismo, Marsé se ha nutrido precisamente de esos materiales de derribo que han ido alimentado su memoria, desechos de una sociedad que se creyó impoluta pero que resultó esconder la basura bajo la alfombra. Por consiguiente, sus historias, una combinación feliz de imaginación y memoria a partes iguales, infalibles hechizando al lector, constituyen la mejor manera de combatir “la olla podrida del olvido”, para decirlo con una frase de Un día volveré. En su caso, la novela no pretende ser un arte de lo que fue, sino de lo que pudo haber sido. De ahí que sus personajes y su mundo sean los propios de la durísima postguerra española, con los barrios de su infancia, la niñas bien de la burguesía, el proletariado, la oposición clandestina... Los vencidos, en suma. Un espacio fijado en el tiempo por esa ficción que es siempre la memoria.

Marsé se vale de dos registros lingüísticos diferentes: el más literario (e incluso lírico, en ocasiones) del narrador, y otro más suelto y espontáneo, propio del diálogo. La divergencia entre ellos, la natural y frecuente transición entre uno y otro, no entra en conflicto. Antes bien, hace que la historia fluya con absoluta normalidad. El narrador aporta entidad y sentido al marco en el que se desenvuelve la acción, así como a los diversos elementos que aparecen en el espacio. De hecho, lo presenta muy someramente, junto con los personajes. En los diálogos, en cambio, utiliza Marsé una lengua literaria basada en el habla cotidiana: pone en boca de sus criaturas un idioma mestizo, un castellano diglósico, plagado de catalanismos, variante esta que puede oírse todavía hoy en Barcelona, en barrios cuya convivencia entre burgueses catalanes y emigrantes era frecuente.

            Una parte importante del oxígeno de sus mejores páginas suele proceder del humor que acostumbra a enriquecer con ironía y sarcasmo. Quizá por ello, aquel que prefiere Marsé provenga de cierta dosis de mala leche, de la sana indignación que produce lo injusto o arbitrario. El humor constituye, en definitiva, la mejor “estrategia para hacer más soportable la verdad”, “la expresión más noble de la verdad”[11]. Su más acusada veta es la tragicómica, la cual tal vez alcance su cumbre mayor en el cuento “Teniente Bravo”. Pero también el humor puede ser en ocasiones una defensa, y de este modo lo utiliza David en Rabos de lagartija en relación con el inspector Galván, el enamorado complaciente.

            Así las cosas, parece que Marsé se haya pasado la vida soportando con cachazuda paciencia algún que otro sambenito, o bien intentando aclarar este o aquel malentendido. Primero, Carlos Barral y cía. se empeñaron en que fuera la quintaesencia del escritor obrero, aunque él nunca estuviera por una labor que quizá le iba a proporcionar réditos a corto plazo pero que, a la larga, lo hubiera condenado sin duda al olvido, como a tantos otros que se apuntaron a aquella ocasional estética. Marsé sólo aspiraba a ser un contador de aventis; un narrador intuitivo capaz de conmover y entretener a los lectores con unas historias que en el fondo, enmascaradas en mayor o menor medida, él mismo había vivido.            Que la vida no es como la esperábamos ya lo mostró Chejov con absoluta lucidez, y nos lo recordó Gil de Biedma. Años después, Elías Canetti nos mostraría lo poco que suele quedar de cuanto soñamos, aunque pese lo suyo... De hecho, estas son también las lecciones de Marsé, pues los sueños juveniles se corrompen con la madurez. En definitiva, junto a unas cuantas narraciones memorables, Marsé nos ha dejado otros tantos personajes inolvidables, como esa dorada Teresa que va y viene sin cesar; o el iluso arribista Manolo Reyes, el Pijoaparte; o tal vez ese “luchador que ha dejado de luchar” que es Jan Julivert Mon; o Java, el niño Sarnita y Aurora/Ramona; o incluso la prima Montse, Susana, la pelirroja Rosa y la señora Mir, Vicky, o aquel otro personaje bajito, moreno, de pelo rizado, que siempre andaba enredando entre las chicas... Todo ese mundo de memoria e imaginación desatada lo ha levantado un individuo que se retrata a sí mismo como “bajo, poco hablador, taciturno y burlón”, un escritor que en un país en el que cada vez hay más gente con deseos de formar parte del rebaño, ha sido capaz de mantener su voz propia, discordante, ajena a las componendas y parabienes del poder, ya sea este local, autonómico  o nacional. Y así esperamos que continúe mientras nos llega esa nueva novela cuyo título definitivo no será probablemente Una puta muy querida, pues también se lo cambiará poco antes de que entre en imprenta. FERNANDO VALLS

           

             



[1]. Vid. Josep Maria Cuenca, Mientras llega la felicidad. Una biografía de Juan Marsé, Anagrama, Barcelona, 2015.

[2]Vid., por ejemplo, en Ronda del Guinardo, el pasaje en que Rosita recuerda a su violador, inspirado en las líneas finales de La Regenta, en donde se habla de “su boca sin dientes, que olía a habas crudas y era resbalosa y blanda como un sapo”.

[3]. Cf. El Pijoaparte y otras historias, Bruguera, Barcelona, 1981, p. 49. En este volumen de imprescindible consulta, muy poco utilizado por la crítica, respondiendo a las preguntas de Lolo Rico Oliver, el autor comenta, una a una, todas sus obras.

[4]. Encerrados con un solo juguete, Lumen, Barcelona, 1999, p. 206.

[5]. Vid. El Pijoaparte y otras historias, p. 114.

[6]. Al menos eso se deduce de la encuesta de la revista Quimera, núms. 214-215, abril del 2002, dedicado a “La novela española del siglo XX”.

[7]. Puede verse mi artículo “Teoría y práctica de la aventi en Juan Marsé”, Ínsula, núm. 755, noviembre del 2009, pp. 23-27.

[8]. En una encuesta publicada por la revista Quimera, núms. 242 y 243, abril del 2004, en un monográfico dedicado al cuento español del siglo XX era recordado, junto a “Cabeza rapada”, de Jesús Fernández Santos, como los mejores relatos de la centuria pasada. 

[9]. Cf. “`Teniente bravo´. Juan Marsé”, Quimera, ibid., pp. 68 y 69. 

[10]. El autor, como es habitual en él, juega aquí con la similitud de los nombres de los personajes con los suyos propios. No sólo vuelve a utilizar el Marés/Marsé sino que también se dice que la madre de Mingo se llama Berta Roca. Lo que nos hace recordar que las dos madres de Marsé, la biológica y la adoptiva, se llamaban, respectivamente, Rosa Roca y Berta Carbó.  

[11]. Vid. Juan Cruz, “Juan Marsé. El escritor descalzo”, Gentleman, núm. 2, noviembre del 2003, p. 55. 

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Valls

CONTIENE UN ATRACTIVO MONOGRÁFICO SOBRE LUIS BUÑUEL

El próximo mes de junio, la revista TURIA presentará en Ciudad de México un número especial denominado “Letras de España y México” que protagoniza Luis Buñuel. Este espectacular sumario contiene textos inéditos de 100 autores hispano-mexicanos y ocupa 500 páginas. Sin duda, supone una magnífica oportunidad de fomentar la colaboración cultural entre ambos países.

El Centro Cultural de España en México y la Filmoteca de la UNAM serán los espacios donde, los días 8 y 12 de junio respectivamente, se dará a conocer la labor de estímulo  de la creatividad artística y literaria, así como de análisis y divulgación, que realiza TURIA.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

5 de mayo de 2017

La veo tan moderna, tan poco preocupada

por lo que las generaciones

futuras digan de ella,

que no puedo evitar pensar en sus iguales

de hoy y de cualquier tiempo.

Pienso en cuántas posaron para cuántos mediocres,

cuántas fueron amantes del artista de turno,

cuántas quisieron serlo,

cuántas soñaron con la inmortalidad

de su cuerpo y su gesto,

nunca la de su nombre.

Tampoco hacía falta tanto:

una figura deseable,

un pudor que podía ser vencido

y alguna tonelada de vanidad hambrienta.

Escrito en Lecturas Turia por Amalia Bautista

5 de mayo de 2017

Ese árbol pequeño

no busca amparo

en ninguna mirada humana.

Cada día se recibe a sí mismo

hasta alcanzar sin memoria

su honda plenitud,

y así repartir su gracia

sin escuchar otra respuesta

que el vuelo quieto

de su propia respiración.

Ese árbol eres tú,

solitario canto enamorado,

en medio de un paisaje

que mudo también te responde

hasta amanecer

en todo lo que no sabes

pero que ya te inunda con su luz.

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lostalé

5 de mayo de 2017

 

Tu mejor baza: hallarte en la frontera,

con un pie a cada lado. Como quien

salta para esquivar la raya tenue

de espuma en que terminan de morir

las olas, o se rinde a su caricia

y con los pies mojados se estremece

al experimentar la sensación

de hallarse en otro medio, de ser otro,

de haberse convertido en uno más

de los que chapotean sin reparos

a pocos metros de la orilla, dueños

de un mundo más ruidoso y arriesgado

(y que no es, todavía, el universo

de sólidas rutinas que gobiernan

a su manera los adultos). Juegas

en una de esas charcas como espejos

que hace el mar en la orilla. Retrocedes

al tiempo sin edad en que estrenabas

el tacto de la arena, el estallido

del agua bajo tus andares torpes,

el frescor como un don de la intemperie.

Puedes hacerlo todavía sin

acusar la impostura del adulto

cuando juega a ser niño, sin fingirte

otra distinta a la que eres: una

sombra líquida más entre las muchas

siluetas inasibles que el sol último

recorta contra la textura densa

de la arena mojada. Todavía

puedes tumbarte impunemente sobre

la lámina encendida y agitar

los brazos para provocar, de nuevo,

una lluvia de esquirlas luminosas,

como si el cielo fuera a deshacerse

sobre ti, sobre quienes te rodean,

bañándonos de luz agradecida.

Todavía te sabes animal

de la orilla, pez tibio, azogue vivo,

manojo de algas, nácar encendido,

rumor de caracola, comezón

de criatura traslúcida que busca

confundirse en la trama movediza

del fondo. Barro de la orilla eres,

arcilla modelada por el mar,

tocada por el sol que da la vida.

Y juegas como entonces, como siempre,

Sin dar el paso que te lleve fuera

del círculo privilegiado, en pos

de esas otras siluetas que destellan,

agua por la cintura, más allá

de donde rompe el oleaje, al filo

del mar inabarcable. Te levantas.

Te comparas con ellos. Eres casi

tan alta como alguno de ellos. Brilla

tu pelo al sol y tu cintura alcanza

el raso igualador del horizonte.

Y te unirías al tropel, de no

quedar en ti, por poco tiempo, un resto

de esa perplejidad con que los niños

miran a los que apenas han dejado

de serlo y ya campan al margen, fuera

de aquella protección interesada

que les brindaban los adultos. Tú

todavía te sientes protegida

por la mirada atenta del adulto,

a salvo de cualquier temor que no

responda a sus temores prefijados.

Tomas de nuevo posesión del charco

y tus manos deshacen el espejo

en el que empiezas a entreverte otra.

Y dura demasiado ese temblor,

Como si ya las aguas no supieran

devolverte la imagen de quien fuiste,

de quien ya pronto dejarás de ser.

Escrito en Lecturas Turia por José Manuel Benítez Ariza

2 de mayo de 2017

 

Julio Castedo es un médico y escritor madrileño de orígenes turolenses por parte de madre, hasta el momento ha publicado cuatro novelas: El jugador de ajedrez, Apología de Venus, El fotógrafo de cadáveres y Redención. Con todas ellas ha conseguido importantes éxitos, hasta el punto de que la última fue publicada por Planeta, editorial que ha vuelto a apostar por él y ha reeditado recientemente en su Colección Booket la primera, El jugador de ajedrez. Por si esto fuera poco, mañana se estrenará la película dirigida por Luis Oliveros, con guión del propio Castedo, y protagonizada, entre otros, por Marc Clotet y Melina Mattews.

Diego Padilla  -inspirado en la azarosa y cinematográfica vida del campeón del mundo Alexánder Aliojin, más conocido como Alekhine-  es el campeón de España de ajedrez de 1934, con motivo de la entrega de un trofeo es entrevistado por la bella periodista francesa Marianne Latour, de la que se enamora perdidamente y con la que poco después se casará y tendrá una hija, Margaux. Tras la guerra civil, partirá hacia Francia buscando la realización profesional de su mujer y un futuro mejor para la niña, pero se encontrará con un país vencido y entregado a la vorágine de la locura nazi que lo arrastrará consigo hasta una de sus cárceles, en la que logrará sobrevivir gracias a la afición por el ajedrez del oficial al mando, el coronel Maier.

A pesar del telón de fondo de la Guerra Civil primero y después del de la II Guerra Mundial, El jugador de ajedrez no es una novela histórica, es una novela epistolar de corte psicológico salpimentada con hechos históricos, mediante la cual el protagonista, Diego Padilla, un hombre bueno y honesto, se retrata como persona y se presenta a su hija recién recuperada junto con su libertad, y le cuenta su historia de pesadilla para explicarle su ausencia de cuatro años. En el fondo es una confesión de amor y de lucha por la vida, en la que su conocimiento del ajedrez, el juego de estrategia e inteligencia por excelencia, juega -nunca mejor dicho- un papel importante, pero que por sí solo, sin la decisiva presencia de los sentimientos, sin la tabla de salvación del recuerdo de ella y de su madre, de la esperanza de recuperarlas en el futuro, no hubiera sido suficiente para sobrevivir en el horror cotidiano de la prisión de las SS en la que ha estado encerrado todos esos años.

A diferencia del mundo bicolor del ajedrez, donde el objetivo es lograr la derrota del otro para obtener la victoria, la vida no es un tablero en blanco y negro, sino que nos ofrece una infinita gama de colores que hace más complejas nuestras decisiones y nos obliga a reinventar en cada momento las reglas del juego para llegar a un punto en que la victoria de uno no implique necesariamente la derrota del otro, las tablas en la vida son, en la mayor parte de los casos, la solución.

La prosa de Julio es sencilla, directa e impactante, fluye sin alardes y nos seduce invitándonos a seguirla hasta la última página sin hacernos perder el interés ni anticipar el final de esta hermosa historia de amor, supervivencia, bondad, amistad, traición, violencia, barbarie, mezquindad, egoísmo y, claro, como no, de la grandeza y emoción del ajedrez.

 

JULIO CASTEDO, EL JUGADOR DE AJEDREZ, Barcelona, Planeta, 2017.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Villalba Sebastián

Hace cuatro años publicó un punto de inflexión llamado La ridícula idea de no volver a verte (2013). Con aquel libro fundó una etapa que es en la que se encuentra. Decía allí que sólo siendo absolutamente libre se puede bailar bien, hacer bien el amor y escribir bien, “actividades todas ellas importantísimas”. De seguido cuestionaba si lo estaba siendo en ese momento y respondía que no. Le siguieron El peso del corazón (2015) y, ahora, La carne (2016).

Saluda y bebe un trago de agua. “Totalmente libre puede que no llegue a ser”. Parece nerviosa pero es imposible: para ella hacer entrevistas debe de ser como para Penélope hacer jerséis. Verbalmente es capaz de lanzar el córner y rematar de cabeza. Sabe qué quiere decir y cómo, no hace falta que nadie le dé pie. Y sabe, sobre todo, que la libertad es un don que no se halla entre las cosas sino muy por encima; en eso se parece a la claridad. Dice que está más a gusto que nunca, y vuelve a beber.

-¿Por qué es tan difícil la libertad?

-Porque nos borra. Decía Julio Ramón Ribeyro que una novela madura exige la muerte del autor, no literalmente, claro. Habla de la muerte del yo, de su desaparición. Debes dejarte atravesar libre y totalmente por la novela.

- Lo importante no es controlar la vida sino dejar fluir el arte.

- Mientras lo estás practicando, sí.

- Usted convierte la expresión de manchar folios, tan material, en una ascesis.

 

“Escribir es un camino zen”

 

- Puede parecer exagerado, no lo es. Diría que escribir es un camino zen. Últimamente me he liberado hasta de las expectativas de escribir una buena novela. Ello forma parte del camino de la libertad –del irse borrando-.

- ¿Usted cree que sus lectores entienden esto?

- No tienen por qué. Su punto de vista no es el mío.

- Si se borra y desaparece, será para aparecer de otro modo. ¿Hablamos de consciencia e inconsciencia?

- Totalmente: la libertad tiene que ver con dejar circular el inconsciente. Las novelas nacen del mismo lugar que los sueños.

- Y usted se coarta.

- Todo el rato. Desde pequeña, mi visión del mundo ha estado marcada por una parte muy racional [subraya el adverbio, y traza una línea horizontal imaginaria con la mano]. Por otra parte, he sido una loca. Lo que la gente entiende por realidad a mí me parece un empequeñecimiento de lo real. Lo mensurable limita y empobrece. La realidad incluye fantasía y delirio -el nazismo fue un delirio que cambió el siglo XX-. Para mí ha estado claro desde siempre.

¿Desde siempre? Su narrativa ha cambiado en cuatro décadas, no cabía ser de otro modo. Empezó a trabajar con 19 como periodista, nada más entrar en la facultad. Eran los años últimos del franquismo, donde “ibas a pedir trabajo y te decían que no contrataban mujeres. Podían hacerlo. No estaba prohibido. Para ser aceptada, manifesté un lado hiperracional. Discutía de tú a tú con los tíos”. Es decir, guardó la parte onírica, o, tal vez, sólo la dejaba entrever en su faceta más privada. Cuenta en La estúpida idea…: “Era difícil que te tomaran en serio siendo mujer; en consecuencia, había que parecerlo más bien poco. Había que mimetizarse (…) vivíamos y follábamos como hombrecitos (…) las fantasías eran vagarosas tontunillas de mujer. Por eso mis primeras novelas son todas realistas, y sólo pude comenzar a liberarme de esa represión o mutilación mental con mi quinto libro, Temblor, en 1990”. Contaba casi 40 años.

 

“En periodismo hablas de lo que sabes y, en ficción, de lo que no sabes que sabes”

 

- A desembarazarse de esa pulsión de realidad, ¿le asiste un alejamiento del periodismo?

- Al comienzo, no, ahora sí estoy harta de ser periodista. He aprendido y, sobre todo, conocido muchos mundos, no sólo geográficos. Ha sido un oficio estupendo pero un oficio, y no hay nadie que trabaje más de cuatro décadas en lo mismo sin cansarse. Pero para escribir bien novela no necesité alejarme de él. El periodismo escrito es un género literario, no el que se ejerce en radio y televisión, pero el nuestro es igual a cualquier otro, y capaz de la misma altura. En periodismo estás hablando de los árboles y en ficción intentas hablar del bosque. Son niveles distintos. En periodismo hablas de lo que sabes –te documentas, preguntas, entrevistas,…-, y, en ficción, de lo que no sabes que sabes.

- No sabe que sabe… pero acaba sabiendo. Ofrece referencias puntuales.

- En ficción, la documentación es súper peligrosa. Hay grandes novelas lastradas por un exceso de este tipo. Lo mismo que la consciencia, puede tumbar un proyecto. Sí cabe con mucho cuidado y en escenarios concretos. Historia del rey transparente (2005), ambientada en el siglo XII está muy documentada en apariencia, pero el proceso fue inverso: me dio por leer un par de años Historia Medieval, y no sólo Historia: Chrétien de Troyes, los Lais de María de Francia, cosas de ese tipo. Fruto de ello, se me ocurrió la novela. La documentación se hizo carne.

 

“Cada vez practico una literatura más mestiza”

 

-Me refería más a una documentación no implícita, a esas adendas que sitúa en varios libros. En El amor de mi vida cada uno de los 45 relatos va seguido de una bibliografía [en total, cientos de referencias]. En El peso del corazón recomienda “vivamente” al lector el documental Hasta la eternidad (2009), de Michael Madsen, sobre Onkalo. En otros volúmenes informa hasta de qué personas le aconsejaron qué títulos durante el proceso de escritura.

-Ah, bueno… esa información es complementaria y se debe a que me gustan los híbridos. Cada vez practico una literatura más mestiza. Somos hijos de nuestros padres y nuestras madres literarios, que, en nuestro caso, han roto las paredes del mundo. La novela de hoy intenta reflejar la realidad, y yo la veo mezclada de fantasía y divulgación. En el XIX escribían ¡con tantas limitaciones! Novelones maravillosos, pero propios del siglo XIX. Un escritor tenía tantas deudas convencionales contraídas que, si escribía en primera persona, se veía obligado a añadir: ‘He encontrado este manuscrito en la biblioteca de mi abuelo’. En caso contrario, el lector no lo entendía.

-Pasa en el Quijote: Cide Hamete Benengeli.

-El Quijote fue rompedor. Gracias a todos los ejemplos habidos desde entonces, podemos hacer lo que nos da la gana, es una maravilla. De la unión de lo fantástico y lo real sale la Realidad. Cervantes fue el primero en darse cuenta. Lo que él hizo repercutió en todos.

Hay, pues, una trabazón entre lo que dan unos y reciben otros, aunque los segundos no sean los destinatarios prioritarios de los primeros. Esta es una idea presente en su obra entera, en primer plano o de tapadillo. En el caso de Cervantes y los escritores contemporáneos, positiva. Si hablamos de energía nuclear [Onkalo es un cementerio finlandés de residuos], negativa. Leyendo a Montero da la sensación de que hasta el mal humor de un sidneyés al levantarse por la mañana repercutirá sobre la atmósfera nocturna de Madrid. Sensación compensada por la sonrisa de hoja perenne que profesa y que invita al aliento.

[“Lo que Fieldman venía a decir es que todo lo que hacemos repercute en los demás. Si cometemos actos malignos, malignizamos el mundo (…) Hay toda una serie de investigadores que sostienen que los seres vivos se influyen entre sí por medio de unos campos de fuerzas que reciben diversos nombres: campos biológicos, o posicionales, o morfogenéticos… por ejemplo, según Rupert Sheldrake, los seres vivos están interrelacionados por un campo mórfico que hace que los actos individuales de las criaturas repercutan, o resuenen, como él dice, en las demás criaturas de la misma especie”. Instrucciones para salvar el mundo, 2008]

Los autores están conectados, asimismo los géneros. Fruto de su afición por la mezcolanza, en 2011, Alexis Grohmann, de la universidad de Edimburgo, la incluyó en Literatura y Errabundia, libro centrado, además de en ella, en Javier Marías y Muñoz Molina. Le agrada la definición, escritora errabunda, “eso es ser libre también”, habla rauda como un tren pasando por un túnel. La carne incluye biografías, otra debilidad, sobre todo de escritores y artistas. Montero incluye fragmentos de vidas de malditos, “todos reales menos uno, no vamos a decir cuál”, y todos extraordinarios de increíbles. La protagonista, Soledad, se mira en ellos como ante un espejo. Culta y reconocida en su profesión, no pocas veces se ha sentido marginada, al borde del abismo, “un monstruo”, afirma, igual que Adam, el gigoló al que contrata para dar celos a un examante. Igual es cierto eso de Satoshi Kanazawa: los inteligentes hacen todo mejor excepto las cosas prácticas y terrenales tales como encontrar pareja, educar a un hijo y hacer amigos. El resto de energías Soledad las gasta en la exposición que le han encargado en la Biblioteca Nacional sobre los aludidos. En un momento, da cuenta de ella y explica: “Ser maldito es saber que tu discurso no puede tener eco porque no hay oídos que lleguen a entenderte. En esto se parece a la locura. Ser maldito es no coincidir con tu tiempo, con tu clase, con tu entorno, con tu lengua, con la cultura a la que se supone que perteneces. Ser maldito es desear ser como los demás pero no poder. Y querer que te quieran pero sólo producir miedo o quizá risa. Ser maldito es no soportar la vida y, sobre todo, no soportarte a ti mismo”. Se está definiendo a sí. Tiene sesenta años. Ha encontrado una vía de escape en el sexo, pero no ha conocido el amor y teme morir sin hacerlo. La novela dice sin decir que, además de saber desear, hay que saber querer. Entretanto, Soledad se aferra al sexo, que puede consolarte “o volverte loco, liberarte o humillarte. Ayudar a que una relación tóxica se cierre como una argolla, o a hacerte revivir. El sexo puede ser absolutamente todo”. Vuelve a servirse agua. La libertad es interior, pero termina contaminándolo todo, la vida entera, y, en los escritores, la obra; existe aquí y refracta allá. La de Rosa Montero tiene que ver, además, con cierta comprensión inalcanzable para la niña de doce años que cree ser. La madurez no se alcanza ganando edad, sino perdiendo miedos. La última es la novela que con menos ataduras ha escrito.

 

“La gente carga el amor de cosas que no son”

 

-La actriz Gwyneth Paltrow dice que el sexo es su mejor truco de belleza [a Montero se le escapa una risa]. ¿Lo ligamos demasiado a los sentimientos? La Paltrow, por ejemplo, no tiene pareja. Igual por salud, deberíamos unirlo menos [ahora reímos los dos].

-Me parece, en efecto, que el sexo sin amor cabe. Incido porque hay mucha gente incapaz de reconocerlo. También le digo que hacerlo no implica practicarlo todo el día. Se puede asumir dentro de una responsabilidad. Si no, te pasa como a Soledad. Lo que quiero decir es que el sexo está mitificado y, cuando mitificas algo, puede convertirse en germen de conflicto. Su presencia es importante, no desmesurada. Pero, allá cada cual, oiga, que tener pareja es complicado, todos lo sabemos. Lo que me apena es ver parejas que funcionan, e igual llevan quince años y, después de una infidelidad, tiran todo por la borda. No tiene objetivamente esa importancia. No la tiene. La gente carga el amor de cosas que no son.

-¿Está demasiado moralizado?

-Por completo. Lo hemos trascendentalizado. Existe el sexo por el puro placer, ¡y qué maravilla!

-Aunque unido al amor...

-… es más entretenido [ríe, malévola].

-¿Sólo entretenido? [río ahora yo]

-Más excitante. Mucho mejor.

-Y conduce a otra dimensión.

-Cómo no: cuando estás de subidón pasional-afectivo-fusional eres eterno. ¡Eterno!

-¿Nos puede enamorar el sexo? He leído que durante su práctica se liberan oxitocina y hormonas que generan lazos afectivos. Igual puedes empezar por el sexo y quedarte prendado.

-Es una propuesta interesante. No me cabe la menor duda de que el sexo es una vía de conocimiento de primer orden, al nivel de cualquier otra -una conversación profunda, por caso-. No a la primera, pero sí una forma rápida y efectiva de conocer una parte muy íntima del otro, y no hablo de la desnudez, sino de su manera de ser. Y, como es una forma de conocer al otro, claro que puede serlo de enamorarse. Igual que puede ocurrir en una de esas conversaciones durante las que algo hace clic. Pasa poco, pero pasa: estás hablando con alguien, un compañero de trabajo, al que durante tres años no prestaste atención y, un día, tomando una copa de la oficina, en una esquina os ponéis a hablar, y tras una hora de intimidad, le empiezas a conocer por primera vez. Pues, en el sexo, igual. Es una oportunidad.

-En La carne, igual que en otros trabajos, junto al erotismo está la muerte. Hablar de ella, ¿es un signo de vitalidad?

-[por primera, y única vez, la respuesta no es inmediata] No lo sé. Lo que sé es que hablar de ella debería ser lo más normal. A veces me preguntan por qué escribo sobre la muerte. ¡Pero cómo no voy a escribir sobre ella! Me dejan pasmada. “Tú no te mueres, ¿no?”. [incrédula]

 

“No alcanzaremos cierta serenidad sin haber llegado antes a un acuerdo con nuestra propia muerte y con la de los demás”

 

-La historia de la literatura no ha dejado de hacer otra cosa.

-¡Claro! [y aguza la voz:] ¡Toda la vida está hecha contra la muerte! ¡Toda! Todo lo que hacemos, día a día, va contra la muerte. ¡Cómo no vamos a pensar en ella! Para vivir tenemos que hacer algo con la muerte, asumir su presencia. Por eso escribí La ridícula idea…, que, en realidad, es un libro sobre la vida y sobre el modo de intentar vivir más plenos. No alcanzaremos cierta serenidad sin haber llegado antes a un acuerdo con nuestra propia muerte y con la de los demás. Por eso, aunque es un libro sobre la vida, habla de la muerte. Quizá [me corrige] la pregunta que me quería hacer es: ‘Si uno piensa a menudo en la muerte, ¿puede vivir bien, o vivir mejor?’. Son dos polos. La verdad, siempre he tenido una consciencia aguda del paso del tiempo. Me recuerdo con diez años diciéndome: “Mira, Rosita, qué tarde tan bonita. Disfrútala porque en seguida se hará de noche y estarás durmiendo. En seguida estarás por la mañana en el colegio… un rollo. Y, en seguida te habrás hecho adulta: otro rollo. Se habrán muerto tus padres y, en seguida pasará más, y morirás tú”. Que no es nada aterrador porque lo que digo es: “Mira, Rosita, qué tarde tan bonita. Disfrútala”. O sea, llegamos a su enunciado: cuando eres muy consciente de la muerte, eres muy consciente de estar vivo. Sí.

-Y esa reflexión temprana, ¿tiene que ver con los cuatro años de postración que sufrió de los cinco a los nueve?

-No. Conozco a personas que estuvieron enfermas en la cama cuatro años como yo, que son directores de banco y que carecen de toda noción sobre el asunto. Mi enfermedad y mis pensamientos proceden de un mismo origen, que es otro.

-¿Romanticismo? [reímos porque fue tuberculosis lo que la postró; la misma enfermedad que acabó con la madre de Marie Curie, de quien se ha ocupado literariamente]

-No. Las enfermedades tienen un factor sicosomático. El cuerpo dice cosas de ti. Es elocuente.

-¿Lo deja ahí?

-No estoy en un diván de analista.

 

Posiblemente como reacción a un momento de cambios profundos en el mundo, convivimos con un rearme de la edad entendida como algo positivo, y el cinismo entendido como algo protector. Se viene a la cabeza Contra la juventud, de Pablo D’Ors -aunque no contra los jóvenes, matizó-. A menudo confundimos juventud con adolescencia, aunque los dos periodos, es cierto, se comunican, a veces, luminosamente. “Es doloroso haber dejado atrás Venecia (…) Para nuestro castigo fuimos adolescentes”, dice Gimferrer en un poema de Arde el mar. Y: “Tiempo destruye a tiempo (…) Lejos anduve, lejos quedó todo”, en otro. La juventud como lugar de ideas y empuje, futura morada de nostalgias; la madurez es ir con el freno echado, desconocerse camino de la muerte, donde esperan la ceniza o los gusanos. Con el freno puedes controlar la dirección, difícilmente avanzar, y el mundo existe en tanto hay avance. El de Montero se produce hacia una escritura depurada y más profunda. Al escuchar los versos de Gimferrer, exclama, en voz baja: “¡Qué bonitos!...”, y explica que en la mayoría cumplir años delata poco más que una merma en la capacidad de seguir imaginando y jugando. “Una parte esencial de la vida es jugar. Como en el arte. ¿Se imagina a un artista viejo? Yo no”.

-“Lo que importa no es lo que se tiene, sino lo que se añora”.

-Lo dice Miguel, el matemático. Soledad envidia a Ana porque tiene juventud, vida por delante, un hijo y unos padres. ¿Qué más quiere?, da igual si le va mal en un momento. “Ser viejo era tener un pasado irremediable y carecer de tiempo para enmendarlo”. Lo importante es aprovechar la vida, tópico pero cierto.

 

“Escribes para aprender, y para poner luz sobre las cosas que te angustian”

-Pensamiento propio de La ridícula idea…, de El peso del corazón, de Lágrimas en la lluvia (2011)… Las conexiones también afectan a sus libros.

- Todos los escritores afrontamos continuamente las mismas obsesiones. Tú no escribes para enseñar nada, escribes para aprender, y para poner luz sobre las cosas que te angustian.

- Pero cada vez de un modo: La carne no podría haber sido escrito hace diez años.

- De ninguna manera. Desde La ridícula idea… me siento en plenitud. Tanto El peso del corazón como éste se escribieron desde otro lugar.

- El propio de la libertad.

- Sí, como de vuelo.

- …y de madurez.

- Madurez, dígalo sin miedo. La novela es un género de madurez, al contrario que la poesía. Ahora escribo mejor. La carne pienso que es mi mejor novela.

-Estoy de acuerdo. Sin embargo se alude a que a partir de cierto momento el lector se refugia en biografías, ensayos, diarios, memorias… y poesía.

-Eso pasa cuando caducamos, si se muere el niño que llevamos dentro. Dejar de consumir novela es un síntoma de envejecimiento… mala cosa. De la misma manera que las arterias se endurecen, se endurece la imaginación.

-De envejecimiento, que no de sabiduría.

-De envejecimiento, que no de sabiduría. Exacto. De envejecimiento. Puro y duro.

-O sea, usted es una niña que practica un género maduro.

-Podemos decirlo así. Supongo que una cosa es sentirse joven y otra serlo.

 

 

-¿Cómo incide la cultura en el envejecimiento? ¿Libera o es fuente de escepticismo?

-¿No habíamos quedado en que envejecer no es sinónimo de hacerse sabio? La sabiduría no viene de fábrica. Únicamente la adquieres si te la curras, y emprendes el camino correcto y no paras de esforzarte… dentro de una vida, por lo demás, que no es lineal, que tiene idas y venidas, agujeros. La vida es larga y consta de muchas vidas, no todas buenas.

-Usted afirma llegarse por la cuarta o la quinta.

-Y eso me alegra porque hay estudios, varios, que hablan de la forma en u de la felicidad. La gente es feliz de joven. Sigue una bajada y la parte más baja, la más negra, coincide con los cuarenta años.

-Tiene sentido.

-Sentido… ¿hasta qué punto?... porque la vejez es una edad heroica. La debes conquistar. Decía Bette Davis que envejecer no es para cobardes.

-En El peso del corazón Bruna Husky enuncia: “Hacerte mayor es irte convirtiendo en rehén de tu cuerpo. Tú creías que tu cuerpo eras tú”. Lo dice Bruna, pero lo dice usted porque ella es su alter ego. Si las neuronas son carne, y nosotros somos ellas, confirmaremos que sí resultamos ser nuestro cuerpo.

-A ver, no sabemos qué somos, seguimos preguntándonoslo, pero sobre todo somos carne… carne eléctrica.

En más de una ocasión ha confesado saber lo que es sentirse feúcha -“En esos papeles que tocan en la familia, a mi hermano le tocó ser guapo, valiente y vago”-. Igualmente admite que no le ha ido mal. Pero que sonríe porque no le gusta cómo luce seria en las fotos. Seria o no, de cerca parece como si la escritura, o el beber agua, o el cumplir años, le rejuvenecieran; y su simpatía es contagiosa como esas pandemias que combate la OMS. Y, claro, le gustan bien parecidos. “Por qué le gustarían tanto los guapos. Por qué tendría esa maldita debilidad, esa fijación”, leemos en La carne, cuyo narrador habla de Soledad como Montero de sí misma en La ridícula idea…: “Para mi vergüenza, me gustan los guapos. No es justo, no es racional, no casa con mis principios ni con mis ideas”. Todo está conectado, pero para qué preguntar las nexos con sus personajes si atribuir al narrador rasgos del autor es de primerizos, y, en todo caso, siempre hay concomitancias: el autor es normal que se filtre en lo que escribe, sean descripciones físicas o temperamentales. Para qué preguntar, si sabemos que para confeccionar a Soledad se fijó en una conocida. Y, sobre todo, cuando nos recuerda en La loca de la casa (2003) que toda biografía es ficcional y toda ficción autobiográfica, citando a Barthes en un post scriptum que termina: “Todo lo que cuento en este libro es cierto (…), responde a una verdad oficial documentalmente verificable. Me temo que no puedo asegurar lo mismo sobre aquello que roza mi propia vida”.

-Meterse como personaje de ficción, ¿no es vanidoso?

-Al contrario. Es un juego de los míos, entre la realidad y la fantasía. En La hija del caníbal (1997) ya mencioné a una Rosa Montero escritora, pero negra y guineana. Lo primero, es normal que Soledad hable conmigo porque conoce mis ensayos biográficos. Lo segundo, Soledad no dice que Montero sea importante, al revés: la pone a parir. De igual modo, sale Ana Santos Aramburu, directora de la Biblioteca Nacional.

-¿Es posible un amor muy intenso y no caer en el patetismo –o en la obsesión, o en la locura-?

-Ya lo creo. Puedes tener un amor muy intenso, y que sea conmovedor y sano. Cosa distinta es perder el juicio, como sucede en la pasión o el amor pasional. El amor pasional, decía san Agustín, es el deseo de sentirse enamorado. No vemos al otro, nos enamoramos del primero que pasa. Amas el amor [página 29 de La carne]. Y puedes desembocar en toxicidades.

 

“Quedarse en la fase del amor pasional, no alcanzar el real, es un poco tonto porque es un proceso centrífugo”

 

-Nuestro amor, el romántico, procede del siglo XIX.

-Eso de ‘Estoy enamoradísimo’ y ‘Es mi media naranja’, es un invento delirante que te pone en contacto con tu parte más oscura y herida. La gente hasta hace poco se casaba con quien le tocaba, o escogían los padres, o por simple conveniencia. El amor romántico masivo es un invento reciente. Suele estar ligado al sexo y el sexo es animal, o sea, evolutivo. Digo suele porque el amor, incluso el romántico, o sobre todo, puede darse sin sexo. Pero si andas más o menos equilibrado, vivirás un amor pasional eterno de tres meses, lleno de frenesí, y, luego, menos mal -si no, no podrías vivir-, mirarás cómo es de verdad la otra persona, valorarás si te gusta realmente y si cabe una relación. Irás haciendo cesiones y, con suerte, se convertirá en una relación de amor cotidiana y tangible.

-Sabiendo que el delirio es ilusorio, ¿por qué hay gente que vuelve a caer?

-Porque siente apetencia por el subidón químico. El yonqui sabe que toma droga, pero el paraíso en que le coloca es demasiado grande y él es demasiado incapaz de reaccionar. Quedarse en la fase del amor pasional, no alcanzar el real, es un poco tonto porque es un proceso centrífugo. Desgraciado aquel que no lo conozca, ya que es uno de los grandes sueños de la humanidad, pero más desgraciado el que sólo conozca ese.

-Lo débil, ¿es la carne o son las neuronas?

-Las neuronas son carne [nuevas risas]. Lo que llamamos consciencia, o yo, o alma, o espíritu, o identidad, es un chisporroteo de briznas de carne sometido a sopas bioquímicas y procesos degenerativos. Débil es todo.

-Atribuimos a las neuronas inteligencia, pero da la sensación de que en ocasiones no piensan: abocándonos a amores imposibles, personas fatales, relaciones tóxicas…

-Le recomiendo Incógnito (2013), de David Eagleman. Es uno de los ensayos más importantes que he leído. Eagleman, que es neurocientífico, dice que el yo consciente es como un polizonte en un trasatlántico, una imagen preciosa. O sea: damos importancia a un elemento minúsculo en nuestro sistema neurológico, que es el que nos hace ser como somos.

-Hasta en las personas más con los pies en el suelo.

-En todas. Nada que hacer. El yo consciente es mínimo.

-¿Están dando la razón a Freud los neurólogos?

-Freud hablaba del inconsciente y estos hablan de la carne. Esa es la diferencia.

-No pequeña, pero ambos coinciden en que nuestro comportamiento no viene motivado principalmente por eso que damos en llamar racionalidad.

-Eso sí. Porque es un polizonte. Debemos atender a la neurociencia, nos enseña a conocernos de un modo científico, sin presunciones. La prefiero a la sicología.

-Bruna fue a un sico-guía. ¿Usted ha ido al sicólogo?

-Tres veces, cada una durante un año, o año y pico.

-Y, ¿después de 2009?

-¿Después de la muerte de Pablo? Esa fue la última.

-¿Cuánto le duró el duelo?

-… Duró. Al cabo de un año pensé que me vendría bien ayuda porque deseaba superarlo y por mis medios veía que me iba a costar. A mí me fue bien, pero no hay que poner normas. Si dura, que dure. Estoy en contra de establecer decálogos. Hay que tomárselo con calma. Hombre, si notas que puede ser patológico, busca ayuda, que puedes recibirla sin que lo sea. Ir a sicólogos y terapeutas de cualquier tipo me parece interesante en muchos sentidos.

“Una soledad tan grande que no cabe dentro de la palabra soledad y que uno no puede ni llegar a imaginar si no ha estado ahí (…) La pena aguda es una enajenación. Te callas y te encierras”, dice de Curie. O de ella. O de usted, lector. Muchos acuden al sicólogo en sus libros y entrevistas.

-Llevan años detrás de una pastilla que borre los malos recuerdos. Usted se ha ocupado del tema, y mencionado que el Instituto Tecnológico de Massachusetts valora la implantación de recuerdos. ¿El dolor es malo? Lo característicamente humano, ¿no es sentir y, por tanto, ser feliz unas veces e infeliz otras?

-Estoy con usted. Por eso en Lágrimas en la lluvia hablo de un lugar en el que se borran los recuerdos, y Bruna y Yiannis se niegan a acudir. Pero conozco situaciones traumáticas. Hace veintipico años visité una fundación danesa que trataba a personas que habían sido torturadas -principalmente en Latinoamérica, pero no sólo-. Lo que intentaban allí era eliminar de algún modo recuerdos que impedían vivir. Si son dolorosos, no los magnifiquemos. Me repatea el dicho “el sufrimiento enseña”. Te enseña si no te mata. Y muchas veces mata. No nos engañemos: la persona va a sufrir de todos modos… así que cuanto menos, mejor.

 

“Hay desconsuelos que sería maravilloso erradicar”

 

-Usted ha manifestado alegrarse de haber pasado “crisis angustiosas” porque le han ayudado a “agrandar” su conocimiento del mundo.

-Esa es mi elección, y la de mis personajes, que escogen recordar a sus muertos. Pero no se la impondría a nadie: hay desconsuelos, ya digo, que sería maravilloso erradicar.

-Se anda tras el uso de la tecnología para superar las limitaciones biológicas. ¿El transhumanismo será un humanismo?

-Terminaremos siendo clones. Yo ya tengo cuatro tornillos en la espalda y una placa de titanio. Por no hablar de una lentilla intraocular y tres implantes dentales. No me da miedo. Es fascinante. Abre interrogantes, indudablemente. ¿Qué será humano y qué no cuando tengamos personas mayoritariamente parcheadas, injertadas, artificializadas. ¿Dónde está el yo?

-Sus novelas acaban bien o, cuando menos, abiertas a un camino de luz.

-La narrativa del siglo XX es de antihéroes. Yo misma creí estar escribiendo sobre perdedores. Hasta que una vez, en un acto público, me escuché que estaba trabajando en “una novela de supervivencia, como todas las mías” [Instrucciones para salvar el mundo]. Me quedé patidifusa.

 

“Creo en la capacidad increíble del ser humano para volver a ponerse en pie”

 

-Más que supervivencia, advierto esperanza. No happy endings, pero casi.

-Que el final sea esperanzador forma parte de mi visión profunda de la vida. No comparto que sea finales felices. Son finales abiertos.

-Abiertos y nada aciagos: Temblor, La hija del caníbal, Crónica del desamor (1979), Instrucciones para salvar el mundo, El peso del corazón,…

-Sin duda, el personaje termina mejor que como empieza. Salvo en Te trataré como una reina, que es novela negra y desesperanzada. Yo también creo ser una superviviente. Y creo en la capacidad increíble del ser humano para volver a ponerse en pie. Gracias a esa capacidad de adaptación nos hemos convertido en un virus para el planeta. ¡La especie tiene un éxito impresionante!

-Además de traslucir lecturas científicas y divulgativas, su escritura participa del relato, la memoria y la biografía. ¿Y poesía?

-Debo de ser el único español que no ha escrito un solo poema [ríe, maliciosa, a salvo de los pequeños naufragios en que mucho narrador neto incurrió al principio de su carrera]. ¡Ni en una servilleta de bar! Seguramente porque empecé a escribir prosa ¡a los cinco años!

-¿Tampoco la lee?

-Leo muy poca. Me quedo antes con la prosa poética que con la poesía: me gusta más Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke, que su Libro de horas.

-Sin embargo, antes ha citado a dos que la cultivaron -Chrétien de Troyes y María de Francia- y cuando habla de la importancia de la infancia cita recurrentemente a Wordsworth [“El niño es el padre del hombre”].

-Hombre, si quieres pensamientos redondos tienes que acudir a poetas.

 

“Ni pena ni miedo. Me siento representada por esas palabras de Raúl Zurita”

 

-Tiene tatuado un verso de Raúl Zurita [en la nuca, “Ni pena ni miedo”].

-Me siento representada en esas palabras.

-Le sigue.

-Conozco bastante de él. Hay cosas que me encantan y otras que no, ya que responden a una parte ensimismada y narcisista que no me interesa.

Ha sabido leer que la profunda pena del poeta comenzó tras el fallecimiento de su padre y de su abuelo, cuando tenía dos años. “Ni pena ni miedo” es un verso que Zurita mandó excavar en el desierto de Atacama. “Sólo puede verse desde el aire. Tiene 3.140 metros de longitud”, dice Montero, que se pregunta si los grandes poetas lo son justamente porque no pueden salir de ellos mismos. Ha escrito que Zurita “aletea de ansias de vida como un pájaro encerrado en una jaula demasiado pequeña”, diagnóstico similar al que rescata de Carmen Laforet en La estúpida idea…: “Eran como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño”. La mirada de Montero está tan viva que sus ojos simulan ser aves a punto de echar el vuelo camino de las nubes. En 1993, dejaron a Zurita escribir poemas en el cielo de Nueva York. Formó palabras con las estelas de cinco aviones. El humo era luz en mitad del firmamento azul que tan bien describió Juan Ramón en su Diario de un poeta recién casado. Y “el arte es una herida hecha de luz”, refiere Montero de Braque, otra vez, en La estúpida idea… “Mi dios es hambre”, puso Zurita. Hambre pasó también Curie: “En su familia no había ni un céntimo para pagar los estudios a la niña (…) En Varsovia, la familia pasó por enormes apuros económicos, hasta el punto de poner una especie de pensión en su casa y alquilar habitaciones a estudiantes (…) En su leyenda consta que, durante los cuatro años que estudió en La Sorbona, se alimentaba de pan, chocolate, huevos y fruta (…) y tenía que romper el hielo de la palangana para lavarse”.

-Con la de poetas malditos que hay, y no se ha fijado en ellos para la exposición de la Biblioteca Nacional [que endosa a Soledad en la novela]

-Hay una mención a Stéphane Mallarmé, pero, sí, faltan… [se queda pensando] ¿y no hay ningún poeta en la lista?

-No lo aseguro, pero, que recuerde, están Maupassant, Philip K. Dick, María Lejárraga, Pedro Luis de Gálvez, Anne Perry…

-… Ya, ya… pues lo lamento, podría haber hablado de Rimbaud, desde luego, un maldito-malditísimo, de cómo se pegaba tiros y acuchillaba con Verlaine, otro que tal.

-De los que habló en Pasiones. En las primeras páginas de La carne desliza la figura de Marga, la poeta y escultora que se descerrajó un tiro a los veinticuatro por amor a Juan Ramón. No sé si está en la nómina.

-Tendría que repasarla detenidamente. Es verdad que, a su modo, Marga fue maldita. Era una artista importante. En la novela la introduzco para preguntarme si el amor camufla el desequilibrio, o si es posible matarse por amor fuera del libreto operístico.

-Al comienzo hablamos de periodismo. Usted no ha sido una periodista-tipo, ha sido más colaboradora que redactora.

-El trabajo es el mismo, ¿qué más da?

- El suyo es más creativo.

- No necesariamente. Estuve unos años en nómina en El País.

- ¿Sentada todos los días en la redacción?

- Solamente me senté mientras fui redactora-jefa del dominical.

- Un año.

- Año y pico… La verdad es que siempre he ido por libre. Pero si haces reportajes tampoco andas todo el día en la redacción. Vas y vienes.

- La mayoría hace la noticia ramplona del día, eso usted no lo ha tocado.

- Sí lo he tocado. He hecho noticias cotidianas y pequeñas también, ¿eh?

- Sería en el Arriba, pero eso es tanto como remontarse a su época de prácticas.

- No deja de ser hacer el día a día. Y dos o tres piezas por jornada. Siendo colaboradora.

- Experiencia docente, ¿tiene?

- No me gusta dar clase. Lo hago cuando no tengo más remedio, o a cambio de algo. Acepté dar clases como profesora invitada en Estados Unidos para vivir en el país, y conocer la vida de sus universidades increíbles y sus campus maravillosos… era una experiencia vital que me interesaba. Sacrifiqué dos años y medio.

 

“Los medios de comunicación estamos instalados en el desastre, pero albergo esperanza”

 

-En La carne, Ana [joven periodista que ya salió en Crónica del desamor] está en el paro y debe doscientos treinta euros de luz. Tristemente es tópico hablar de lo dañado que está el oficio; lo que le pregunto es si ve reversión. Llevamos mucho así.

-Los medios de comunicación fuertes son fundamentales para una democracia; en algún momento el sistema tendrá que autorregularse. Seguimos en la travesía del desierto, pero no del periodismo en sí, sino del modelo de mercado. Los digitales no dan dinero. En España, como sabe, los medios han sido el segundo sector más afectado por la crisis después del ladrillo. Los medios se han quedado en el esqueleto. Tenemos a la tercera parte de redactores haciendo cuatro veces más trabajo. Para colmo, no hay correctores. En las actuales condiciones, aunque siendo un genio, es imposible hacer buen periodismo. Y, para rematar, los medios andan entrampados con los bancos, por lo que su pierden libertad, y no sólo eso: desesperados, apuestan por temas absurdos y sensacionalistas. Estamos instalados en el desastre. Pero albergo esperanza.

 

“Europa ha sido un andrajo toda la vida. Somos unos cobardes”

 

- La democracia está cuestionada en Europa…

- … y en todo el mundo.

- En los setenta, protagonizó la obra de teatro Contrapunto de Europa (en papel, en 1978) de Alfredo Castellón. De fondo, Vietnam y Estados Unidos. El texto arrancaba: “Europa era un andrajo / vestida de derrota / en su mitad inferior / y el centro”. ¿Volvemos al andrajo?

-Europa ha sido un andrajo toda la vida. Somos unos cobardes. Los medios hallarán salida… si el sistema democrático perdura [risa nerviosa]… porque vivimos la mayor crisis de legitimidad que ha habido. Hay que refundar el sistema porque fuera de la democracia lo que hay es llanto y crujir de dientes, y a eso vamos.

-A pesar de su carácter autocrático, ¿hay algo que agradecer a Putin?

-[por primera vez abandona la sonrisa] ¿Agradecer a Putin?

-Distintos sectores están poniendo en valor su actuación en el desastre sirio.

-La putinización me parece que uno de los mayores peligros a que estamos enfrentados.

-Fue de los pocos en ver la desestabilización que conllevarían las bautizadas primaveras árabes.

-La idea era buena, por desgracia no salió. Reina una complejidad difícil de analizar, que Putin y personajes como él contribuyen a enrarecer más. Las primaveras no salen porque hay jugadores que perderían peones en ese tablero del mundo.

-Europa ha estado inactiva, eso sí.

-Europa es un espanto. Su inactividad es su fracaso. Si la reacción a la crisis de refugiados es el Brexit, apaga y vámonos.

-Merkel ha dado un giro en su política de acogida.

-Merkel es el único líder europeo que ha arriesgado su credibilidad para ayudar. O sea, un respeto. Hay mucha manipulación. No sólo se pueden colar terroristas entre los refugiados. De España está partiendo gente para unirse al Isis. Hay que preguntarse por qué no representamos una opción atractiva y democrática.

Coge aire y bebe agua por última vez.

[“A veces pienso que todos los seres humanos estamos unidos por lazos intangibles, que la especie se toca y nuestras mentes se rozan, que formamos un todo capaz de moverse al unísono a través del éter, como un cardumen de peces en el mar del tiempo. Qué pena que, pese a esa profunda y delicada sintonía, no consigamos dejar de matarnos los unos a los otros”. El peso del corazón.]

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

12 de abril de 2017

Esta mañana me dedicaron una placa

Conmemorativa en la casa donde nací.

Después, fui al otorrinoetcétera.

Más tarde rotularon una calle con mi nombre.

A continuación me recibió el cardiólogo

quien comentó que debía cuidarme.

A la una visité un instituto

(Los niños recitaron perplejos

varios poemas míos).

Poco después me esperaba el dentista

y me habló sobre la higiene

y que una persona como yo

debía dar ejemplo.

Al terminar el almuerzo con las autoridades

Inauguramos un taller literario

-que preside mi nombre, por supuesto-

en el Hogar del Pensionista.

Acto seguido me fui al neurólogo

y luego al psiquiatra,

quien me recomendó que abandonara el escaparate.

Sobre las siete, al gimnasio,

donde me di un buen tute para estar en forma

cuando dos horas después me nombraran

hijo predilecto de la ciudad.

No ha sido posible. Al atardecer

He muerto y el sacerdote ha oficiado

una misa por el eterno descanso de mi alma.

Pero tampoco ha habido suerte

para mi alma, y ya estoy a la vez

en la muy fugaz gloria de la tierra

y en el furor más largo del infierno.

Baudelaire, Marlowe, Verlaine o Pavese

se preguntan quién será el desgraciado

que acaba de llegar y ya crepita,

como la castaña que es, a la brasa.

 

Son, naturalmente, insidias del sueño.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Hernández

12 de abril de 2017

 

Teníamos un pacto,

algo  entre caballeros,

yo aprendía a reír y él me respetaba,

pero no cumplió

y empezó por llenarme la barriga,

siguió quitándome el pelo a mechón limpio,

lo de la miopía y el astigmatismo vinieron por decantación,

más tarde la acumulación de desastres,

el desempleo de larga duración

fuera el café y otras chucherías,

el mapa de las arterias a punto de reventar

ni huevos ni grasas,

y el sexo con profesionales y poco esfuerzo.

Me quedaba mucho por hacer,

eso sí,

contemplar atardeceres,

recordar libros,

el chismorreo, deporte muy completo,

la maledicencia,

la genuflexión,

todas esas cosas.

Me dijo,

no hay más,

apréndelo de una vez.

Y saben que hice

obedecí

y aquí estoy

vivito y coleando.                                           

Escrito en Lecturas Turia por Mario Hinojosa

12 de abril de 2017

 

ante la fractura de cuatro hojas, John lleva en el reloj un trébol, en la otra, un andén

cualquiera con tres manos de frente sabe que no son lo mismo, y lo más sencillo es llegar tarde a parte alguna

cualquiera, bálsamo o belleza, ha dejado de saber y escucha al pez enredado en la locomotora  de la confusión.

 

ante el vaso roto que el ave del paraíso comparte con el gorrión, John ata con el pañuelo de su hermana un zapato al ánfora y lanza el otro al cable del telégrafo, cebo entre los tiburones de la ominosa omisión.

 

cualquiera sabe que hay cosas que es más fácil entender descalzo, como nadie sabe que un cordón sobre un pañuelo es el idioma a las puertas del mercado donde la mucha agua pasa bajo los puentes.

 

y no hay castigo ni perdón delante del día que se ha marchado dejándonos la cautela de todos sus dones

dejándonos una idea fija en el aire,

la rana nenúfar del fracaso y juventud de lo desconocido.

 

de eso no puedo estar segura, piensa Fanny, hoy un poco más tonta de lo habitual, creyendo que su dulzura puede zurcir un calcetín.

 

Escrito en Lecturas Turia por Guadalupe Grande

Tiene los ojos sucios de lecturas y limpia la mirada. El bolígrafo es un esqueje en sus manos. Igual que las lecturas. Todavía no se ha puesto con la rutilante biografía completa de Kafka. Sin echarla un ojo –“A las librerías de Plasencia no ha llegado”-, se la pidió a los Reyes [la conversación tiene lugar a finales de diciembre]. Le basta conocer el segundo tomo de Reiner Stach, de 2002, traducido en 2003, como Los años de las decisiones, también por Carlos Fortea. “Hubiera preferido la obra en tres tomos, la verdad. Han tenido que partir el segundo libro”.

- ¿Qué le parece La transformación en lugar de La metamorfosis?

- Prefiero La metamorfosis. Me da igual si fue un error la primera traducción, cuya autoría ignoramos, aun atribuida a Borges. La metamorfosis tiene una dimensión poética inexistente en La transformación, que no sé si triunfará a largo plazo: para nosotros hay dos metamorfosis: la de Ovidio y la de Kafka.

Los temas de Kafka son, con variaciones, los mismos en ese relato que en sus novelas. Muchas veces se dice que el primer libro de un autor prefigura el resto de su obra, como si en él encontrase como por accidente una linterna kilométrica de la que ya no se va a separar. “En general disponemos de cuatro ideas y sobre ellas nos movemos, escribamos siete libros o catorce. Uno es lo que es. Da lo que da”. Gonzalo Hidalgo Bayal no es una excepción y en el primer título publicado, Certidumbre de invierno (1986) –antes había escrito la novela Mísera fue, señora, la osadía (1988)-, halla eco la raigambre de su pensamiento, con versos que son autopsias -“Vivir limita en un dolor estéril”- y que hallan rápida y lógica continuación en la novela El cerco oblicuo (1993) -“El quiosquero, siempre con un optimismo injustificado”-. Lucidez rayana en el humor de quien sabe, contra la máxima, que querer no es poder, y que el humor no tiene que ver con la jocosidad –en El espíritu áspero (2009) rebosa-. Aquellos libros ochenteros llegaron tras una juventud recogida parcialmente en Campo de amapolas blancas (2008). De su parte, la crítica –acaban de otorgarle el reivindicativo Tigre Juan por Nemo (2016)-, y un público no mayoritario pero esmerado y fiel. Campo de amapolas… es una historia basada en hechos reales no exenta de elaboración. Cuenta la historia de un amigo junto al que compartió lecturas de Leopardi, Sartre y Camus. De este último aprendieron a resumir el mundo en una frase: “Los hombres mueren sin haber sido felices”.

 

“Al cumplir años, la vida se degrada y te proporciona una perspectiva escéptica o indiferente”

 

- ¿Se puede ser existencialista después del existencialismo?

- Al modo poético, como experiencia personal y manera de entender el mundo, el existencialismo probablemente sea, no sé si decir, inmortal. Gran parte de la juventud tiende, o tendía, a interpretar la realidad de un modo romántico, doloroso y al mismo tiempo… [suspende la o]

-… ¿placentero?...

-Algo así. Porque engloba una especie de reafirmación basada en la conducta individual. Las cosas en mi época las veíamos literaturizadas o pasadas por el cine. Son los años, entre bachillerato y universidad, en que todo está por decidir. Son los años de las decisiones [vuelve a Kafka], cuando todo es a la vez negro y esperanzado. Al cumplir años, la vida se degrada y te proporciona una perspectiva escéptica o indiferente.

- Pero esos autores no tenían dieciocho años. Quiero decir: el absurdo de la vida no parece incompatible con un pensamiento maduro.

- No lo es, cierto, y mis escritos conservan ese componente. Yo hablaba de mi posición lectora, distinta de la de autor. Si uno lee a los diecisiete La náusea, El extranjero, incluso El existencialismo es un humanismo, se queda con aquello que le afecta intelectualmente. No creo que se sienta lo mismo a los 40. ¡Cómo nos habría gustado conocer a Cioran!, solamente sus títulos ya resultan conmovedores: invitan a la amargura, el pesimismo, la incertidumbre…

- Los del propio Kierkegaard. En esa colección de Orbis [señalo un lateral del despacho] figura El concepto de la angustia.

- Y Temor y temblor, otro buen título, ¿eh?… A Kierkegaard lo leí en Austral.

- A Kafka, ¿lo conocían?

- Sólo La metamorfosis, creo recordar. América y El proceso llegaron en la facultad.

 

“Faulkner me hizo pasar de los endecasílabos a la prosa”

 

Lo que recuerda sin dubitación es que Crimen y castigo cayó a los catorce y Mientras agonizo, a los dieciséis. Poco antes, con el amigo mencionado, se planteó una propuesta lectora de literatura española cuya idea era empezar por el Mío Cid, pasar al Libro de buen amor, La celestina, y así, que resultó heterodoxa. “Perdimos el norte y dimos en Mientras agonizo, en Aguilar [posteriormente la compró en Seix Barral, Anagrama y Cátedra] y fue un descubrimiento. Choqué contra una prosa especialmente intensa y poética. Mi vida cambió: dejé de escribir serventesios. Igual hubiera acabado en las novelas que he escrito, pero Faulkner me hizo pasar de los endecasílabos a la prosa”. El tercer gran deslumbramiento pertenece a Kafka: El castillo, entre El proceso y AméricaEl desaparecido-, según publicación de Max Brod. “Eso llevó a inferir a Benjamin una evolución inexistente, ya que América había sido escrita en primer lugar, y su primer capítulo, ‘El fogonero’, había salido como novelita corta”. A pesar del impacto, releería antes América. “No sé cuándo abordé El proceso, pero fue después de ver, en el 70, la película de Welles”.

- Dice en su prólogo a La metamorfosis –Akal- que el criterio estilístico de Kafka se hallaba próximo al expresionismo checo, con cuyos representantes [Gottfried Benn, Ernst Stadler, Georg Heym…] compartía visión distorsionada y lóbrega de la realidad. ¿Puede haber conexión, entonces, entre Sartre y Camus -o sea, el existencialismo- y los expresionistas? Igual es una línea que atraviesa el siglo.

- Efectivamente, el expresionismo de Kafka no tiene que ver con el de Valle. Kafka te puede afectar personalmente, Valle no. Probablemente sea así, y haya una línea marcada por el absurdo. Si en la época de Campo de amapolas no conocía a Kafka, mucho menos a los poetas expresionistas que fallecieron jóvenes en la Primera Guerra Mundial, tipo Georg Trakl, por quien Kafka sentía admiración. Nuestras lecturas estaban centradas en el periodo de Entreguerras. He leído con más provecho a los novecentistas –y Kafka estaría por edad entre ellos- y a quienes vinieron después de los años cuarenta que a nuestros autores del Cincuenta –a Cela y Delibes acudí lateralmente-.

 

“Dudo que la enseñanza pueda crear lectores literarios”

 

- Ahora los alumnos, ¿pueden con esa novelística? En El espíritu… se afirma que, en estos tiempos, “es discutible que se ejercite la inteligencia en la escuela”.

- Yo no los veo más inmaduros, ¿eh? Esa opinión, ¿corresponde al profesor o al narrador?

- Al narrador.

- El narrador no tiene por qué estar de acuerdo con el autor, aunque ciertamente está controlado por él. Es un tema controvertido. En mi época, dese cuenta, había dificultades de todo tipo: estudiaban Sexto de Bachillerato cincuenta o sesenta personas en el mismo radio comarcal en el que ahora pueden hacerlo dos mil. A los exámenes de ingreso se sumaban las limitaciones económicas y otras de tipo sociológico. Era una cosa de alpinistas. ‘El que llegue, llegue; y el que no, se apañe’. El conocimiento no estaba al alcance de todos, esa es la mayor diferencia respecto de hoy. La Formación Profesional era un recogedero. Hoy un alumno bueno, al acabar Segundo de Bachillerato, dispone de una preparación mejor que la que yo tuve en PREU. Otra cuestión es la competencia lectora. Es verdad que el estudio de Lengua y Literatura estaba mejor antes, en el antiguo BUP. Ahora están juntas las dos asignaturas y prevalece la sintaxis. Los últimos años, impartiendo clase en ESO, era imposible dedicar tiempo a lectura comprensiva; había que cumplir un programa. En tercer lugar tenemos la lectura literaria. Ésta no sé de qué depende. Dudo que la enseñanza pueda crear lectores literarios. El momento en que alguien se hace lector convulso solo depende de ese alguien. No se puede enseñar. Muchos leen empujados en el instituto y, cuando deben ser autónomos, se retiran. Yo lo comparo a la Primera Comunión: se preparan, la hacen y no vuelven a misa ni a comulgar ni a confesarse.

Aunque “se escribe mucho” y “no hay mucho sobre lo que escribir”, y a pesar de que la verdad “en estos tiempos modernos siempre es mediocre y prosaica”, no detecta en sí ningún malestar en la cultura y se lleva bien con el presente. “Es arriesgado pretender leer hacia fuera los libros”. No niega que comparte lo dicho en Nemo -que se escriba demasiado y la verdad sea barata-, pero, sobre todo, a Bayal le interesa ser leído hacia dentro: lo que se dice debe tener justificación interna. “En Nemo, puesto que el personaje decide guardar silencio, todo lo que se acumule en torno a la saturación de las palabras y la malversación de la lengua, tiene sentido. ¿Que luego se pueden sacar conclusiones hacia fuera? De acuerdo”.

- Lo que se diga, al servicio de la idea de la novela.

- Si es coherente dentro, me despreocupo de cómo se reciba fuera. Y eso de que no haya mucho que escribir igual es una frase más redonda que cierta.

 

“Si no hay nada que aportar, mejor callarse”

 

- Pero todos sentimos que sobran palabras, que hay palabrería.

- Eso sí. Ferlosio habló de las cajas vacías refiriéndose al espacio del periódico que hay que llenar de todas-todas, haya algo que decir o no. Se preguntaba: ‘Si un día sale con cuarenta páginas, ¿por qué no lo hace otro con ocho?’. Pues no: pase lo que pase, cuarenta.

- ¿Qué lee más: opinión o información?

- Cada día menos opinión. En casa, leemos en papel y en la red y nos cuesta encontrar una opinión enjundiosa. Hay gente escribiendo a diario, o una vez por semana, o cada quincena. ¿Cómo se puede tener algo de interés que decir con esas frecuencias? En mi blog me he propuesto varias veces publicar al menos doscientas palabras una vez por semana, pero me siento incapaz ¿De qué voy a hablar?: ¿de Susana Díaz?, ¿de FAES? Además, ya lo han dicho todo otros, a favor y en contra. Si no hay nada que aportar, mejor callarse.

- La semana pasada, Julio Llamazares reivindicó a Sartre en su columna, lamentando que Dylan no haya rechazado el Nobel…

- … lo leí. Lo que pasa es que once años más tarde reclamó el dinero a través de un intermediario, según supimos por las memorias de un miembro de la Academia.

-…vaya. El caso es que, entre unas cosas y otras, ha sido como apartado en beneficio de Camus; principalmente con eso de que apoyó el maoísmo a ciegas y sus críticos opinan que a sabiendas de las malaventuras de la Revolución Cultural. Arrabal, Bloom… siguen hablando bien de él, centrados en su obra, pero no cotiza al alza. ¿Usted se reconoce sartreano?

- La edad te cambia. He releído a autores del Cincuenta frecuentados a los veinte, y he salido diciendo [en voz baja]: “Qué cosa más malita y torpe, madre, cómo me pudo entusiasmar”; no hablo [recupera la voz] de Ferlosio, Benet o Aldecoa, naturalmente. ¡Y al revés!: hubo libros de realismo social que en la universidad no me agradaron y ahora sí. Si tuviera que volver a un libro de Sartre, escogería Las palabras, con sus dos capítulos: ‘Leer’ y ‘Escribir’. No me disgustaron Qué es la literatura ni las deliberaciones de El idiota de la familia, sobre Flaubert, al menos las del primer volumen, que es el que leí. El ser y la nada se me escapa y el teatro lo tengo olvidado. De Camus optaría por esa autobiografía moral e intelectual que es su novela póstuma: El primer hombre. La peste nunca me gustó por lo de antes: está escrita con voluntad alegórica y te obliga a leer hacia fuera. Lo mismo me acaba de ocurrir con Las tierras del ocaso, de Gracq. Me gusta cuando es descriptivo y sensorial; aquí hay que suponer que está hablando de los años cuarenta en Francia… no es autónomo.

- Si hay algo para afuera es la poesía. Alegorías, lenguaje –y/o pensamiento- más o menos críptico...

- La poesía se proyecta por encima de nosotros. No me opongo en absoluto. Y si me lo explican en una novela, digo: “Ah, pues bien”. No censuro que un libro vaya hacia fuera -de Nemo se pueden, y tal vez se deben, extraer conclusiones-, aspiro a justificarlo, antes que nada, hacia dentro. Por sí mismo. A que su valor no dependa de lo extrínseco.

- ¿Por qué abandona la poesía?

- No me surge. Para escribir más allá de las bromas parapoéticas de mi blog tendría que esforzarme, y me parece tramposo. Yo no tengo que esforzarme para avanzar en una novela.

- ¿La sigue leyendo?

- Cada vez menos. Releo a los poetas que conozco. Entrar en jóvenes me da pereza. Si es cierto lo que dijo Pla, que quien lee novela después de los cuarenta es tonto, yo soy tontísimo.

- “Los árboles desnudos son apenas / insinuación fugaz de la desidia”. “La luna vaga cómplice, culpable”. En Certidumbre… el mundo parece un trampantojo, ¿de qué?

- De quién: de mí. Pretendía una expresión unitaria y objetiva de la tristeza. Sin intervención de la primera persona. Surgió en el 84-85, y salió en el 86. En contra de la teoría según la cual la lírica es la expresión literaria del sentimiento; el ensayo, del pensamiento; y la novela, de la acción o del movimiento, mi objetivo era que el libro fuera triste sin que el poeta lo estuviera.

Gabriel y Galán no fue un poeta triste. Llama la atención el prólogo que escribió a propósito de él en 1991, logrando encajar a William Blake y Robert Walser. “Me comprometí con Ángel Campos: él haría El miajón de los castúos, de Chamizo, y yo de las Extremeñas; pero no cumplió lo pactado y me quedé solo en el empeño”. La Diputación de Badajoz, por medio de Ricardo Senabre, puso en marcha una colección destinada a publicar con cierta decencia a autores extremeños clásicos –Reyes Huerta…-. Las ediciones debían estar a cargo de gente no especialmente conectada y en ningún caso extremeñista. “Sigue habiendo extremeñistas… el otro día discutí con uno curiosamente a cuenta de Gabriel y Galán, sobre si era o no buen poeta. Tenía habilidades métricas y pare de contar. Yo también puedo escribir un soneto en diez minutos, de metro perfecto; otra cosa es la sustancia… No me importó hacer el prólogo, no es ofensivo y no digo que sea grande”. Manejó primeras ediciones “disparatadas”. Gabriel y Galán falleció a los 34 de apendicitis y legó una obra corta y sin fijar. “Los editores cometieron un desatino dialectal tras otro. Me libré de un nuevo prólogo, años después, a una obra completa que preparaban los nietos, que son extremeñistas, o, por lo menos uno, con el que negocié. No interesaba mi presencia. A mí tampoco me hacía mayor ilusión. Ni siquiera nos poníamos de acuerdo en el criterio de los títulos, algo parecido a lo de La transformación”. Bayal era partidario de mantener los canónicos -Religiosas, Campesinas, Extremeñas, Castellanas- y ellos de cambiarlos. “Buena gana. ¿Cómo salieron? Ni idea. Yo creo que los lectores de Gabriel y Galán no existen porque los muy fieles –en los pueblos pegados a Salamanca, Ahigal: Guijo, Granadilla…- se lo saben de memoria y no precisan leerlo; y los demás no meten en él ni un pie.

- Tampoco es mérito pequeño pasar a la oralidad.

-No lo es, pero, entre otros, ese es el motivo que le lleva a la extinción. Poca gente defiende a estas alturas el castúo, dialecto que también morirá.

 

“Venir de fuera propicia ver lo que los propios no ven”

 

- Ginsberg practicó la poesía oral y le ha servido, si bien no la desligó de la escrita.

- Las banderas de ese poeta pueden seguir más o menos en pie, el mundo del nuestro ha desaparecido. Los poemas dialectales tampoco van más allá de ocho o diez. Él era maestro en Piedrahíta, Ávila. En el fondo, un señorito que vino al campo [extremeño] tras casarse. Aquí se limitaba a ver a los mozos arando, segando, trillando. Ese mundo está sepultado. Mi madre tiene en la mesilla sus obras. No lee bien porque la letra es pequeña, pero le gusta porque se crió en un pueblo y ha vivido el tipo de cosas que cuenta. ¿Alguien lee a su amigo Pereda? Tampoco a otros del XIX, pero a Pereda… [abre los brazos]. Como mucho, podrá pervivir como poeta fundacional. En esta zona, dejemos las cosas claras, hay dos elementos fundacionales: uno, Gabriel y Galán. Dos, Buñuel. Pero como Las Hurdes, tierra sin pan es la intervención del diablo -por llevarlo a Blake-, cuenta con los odios y las fobias de los nativos. Su película viene a ser como Lo que el viento se llevó en Atlanta, pero al revés: aquí no logran encontrar un aspecto positivo. Así que nos movemos entre las Extremeñas y Las Hurdes. Nuestra Ilíada y nuestra Odisea.

- Los dos, oriundos.

- Venir de fuera propicia ver lo que los propios no ven. Con Gabriel y Galán no hay problema por complaciente, pero el año pasado Jesús Santos organizó un congresillo buñueliano en la alquería de Las Mestas [núcleo de Ladrillar, mancomunidad de Las Hurdes] y los hurdanos seguían echando espumarajos por la boca.

 

“Con Las Hurdes, tierra sin pan, lo que pretende Buñuel es mostrar una realidad tristísima”

 

- ¿Es el componente rural lo que les lleva a no cejar?

- … Dicen que Buñuel falseó la realidad, y efectivamente lo hizo, pero era su deber: una cosa es la verdad literaria -o cinematográfica- y otra la histórica. Por ejemplo: la película muestra un niño muriendo y ellos se quejan de que ese niño no murió. De que es falso y está guionizado. ¿Y? Lo que pretende es mostrar una realidad tristísima.

- ¡Qué cosas!: en un filme, cuando hay una boda, ni los personajes son novios, ni se están casando. Esa realidad mostrada, “tristísima”, es una mentira al servicio de la verdad, de la que es equivalente.

- Pero cuando la verdad duele, el pueblo se pone en contra.

- Todavía si fuera un elogio de la pobreza -como algunos nuevos neorruralistas están próximos a cometer- lo entendería. ¿No será llanamente que la recepción popular ha filtrado poca cultura y sus sostenedores no saben no ser susceptibles?

- Marañón escribió un diario curioso durante una visita a las Hurdes para preparar el viaje de Alfonso XIII. Pasa por un sitio, ve a gente famélica y, a continuación, se pega una comilona opípara. En el fondo, no oculta los problemas de inanición. Vio a un hombre, tan enfermo que parecía a punto de morir, matar a un cabrito, comérselo, y curarse. Su enfermedad no era otra que el hambre. Marañón cuenta en esencia lo mismo que Buñuel.

- A él no se enfrentan porque no lo han leído.

-De Marañón no opinan. Difícilmente sabrán quién es; que lean su diario es tarea imposible. Mi edición es en facsímil, no creo que esté distribuido.

- Eso que dice en el precioso volumen La princesa y la muerte (2001) de que los enemigos son más misericordiosos que los amos, ¿procede del agro?

- En la ciudad es posible con los asalariados, pero el origen y el sentido son campesinos, efectivamente. El amo persigue el mayor rendimiento del siervo, sin consideraciones. Hoy ya no lo sé, en estos tiempos convulsos, pero en la tradición los enemigos son iguales. Podemos verlo en la Ilíada. Saben que pertenecen al mismo rango y se respetan; y si muere el de enfrente, el de este lado permite unas exequias heroicas. Mi madre se crio en un pueblo –años treinta y cuarenta- y contaba las prácticas de los amos con los jornaleros. En la moda actual de lo rural, han convertido las migas, qué curioso, en plato turístico: las ofrecen de primero en los restaurantes. Pero, igual que el gazpacho, no era más que un plato de pobre para aprovechar el pan duro. Yo he oído contar a mi madre cómo los ricos mandaban a los criados al campo y les preparaban unas migas muy aceitosas para desayunar. Ingeridas, se expanden y ya no comes en todo el día. Era una táctica para explotar a los jornaleros. Se ahorraban la comida del mediodía o les daban una muy escasa y de bajo coste. Esa deferencia era un modo de crueldad. A los señores jamás se les ocurrió comer migas.

- Ahora que están, como atestigua, de moda la naturaleza y los pueblos, me ha gustado apreciar cierta vindicación de la ciudad en Paradoja del interventor (2006), si a tal cosa llega. Establece que hasta los pájaros se marchan a las ciudades. Puede ser la simple constatación de un hecho, pero acompañada de barrabasadas rurales tales como apedrear a perros que se están apareando; mientras las ciudades emergen como el único sitio donde hay mendigos. Sin descuidar que, en sintonía con Las Hurdes, en épocas pretéritas “se malvivía con una mala huerta y se padecían todas las enfermedades de la tierra”. No sé si hay mirada piadosa hacia el entorno rural. Doy por hecho que sí. Pero también la constatación de que el desarrollo está donde está.

- Recuerdo que a mi pueblo [Higuera de Albalat, Cáceres], acudía de vez en cuando un mendigo. Pasaba unos días en él e iba al siguiente pueblo. No pedía, se limitaba a dejar que los vecinos le socorrieran como bien pudiesen. Iba descalzo, un auténtico pordiosero. Lo comentabas en zonas cercanas y te decían: “Pero si también pasa por aquí”. Esas cosas desaparecieron. Antaño había una mendicidad ambulante rural. De la misma manera que hubo, y hay, una emigración del campo a la ciudad por cuestiones perfectamente comprensibles, también la hubo y la hay de los pájaros. ¿Dónde van a encontrar mejor comida?

- En mi ciudad las cigüeñas salen a comer a los basureros, pero en seguida vuelven. Les gusta la contaminación de la vida moderna. Pasean por el centro de las ciudades. Desde las alturas ven las pastelerías, los hospitales, las bibliotecas, las fuentes, los parques, los museos...

- Pues como las cigüeñas, los demás. Mi pueblo está en cien habitantes… ¿cómo van a ir mendigos? En Plasencia, todavía: tenemos una mendicidad comunitaria. Si salimos y vamos por la calle Sol, encontraremos en un sitio a una chica rumana y en otro a un señor de no sé dónde. Pero, ¿dónde?: en la calle Sol, donde hay aglomeración. En Madrid acostumbro a subir por la calle Torrecilla de Leal hacia Antón Martín para desayunar. Bien, pues más allá del bar Parrondo, al lado de una panadería, se pone una señora, siempre la misma, como si tuviera el sitio reservado, con un letrero muy bonito que dice: ‘Soy una mujer triste’. Tiene que estar en un punto de paso. En las novelas de Galdós eran las puertas de las iglesias, y se armaban unos tinglados parecidos a los que saca Buñuel en Viridiana -Buñuel es rompedor: se supone que, ante la caridad, el socorrido debe responder con agradecimiento. Él da la vuelta al sobreentendido igual que los hurdanos le dan la vuelta a él, pensando que les quiere denigrar cuando les muestra conviviendo con animales… cosa que he visto yo en los años sesenta y setenta: en la misma casa con el burro y el mulo-. Pues ahora la mendicidad se ha desligado de las puertas de las iglesias hacia Callao, Preciados, la FNAC, El Corte Inglés y calles concurridas como la de la Mujer Triste. Ella te dice buenos días cuando te acercas. A veces das y a veces no. Si das, no hay problema: le devuelves el saludo. Pero, si no, ¿contestas? Si contestas y no le das… no queda muy bien, pero si no contestas suena maleducado. ¿Qué haces? No se me escapa que su buenos días es su instrumento de trabajo. Es lo que sustituye al una limosnita por el amor de dios. Si en lugar de estar sentada al lado del recipiente, estuviera de pie a dos metros, no me saludaría. Su buenos días no es el que doy al portero por la mañana. Me crea un dilema, no sé cómo comportarme. Si no le voy a dar, acabo escogiendo la otra acera.

- Es un saludo utilitario, no hay urbanidad.

- Totalmente utilitario. Cuando hablaba de las funciones del lenguaje en clase, contaba que a veces la representativa, que es la neutra, contiene funciones interrogativas o expresivas o exhortativas. Esto es un poco lo mismo. Es un buenos días que de buenos días no tiene nada. Llaman la atención el cartel, bien escrito, igual confeccionado por otra persona, y ese acierto retórico: ‘Soy una mujer triste’. Qué distinto de otros -‘Soy español’, ‘Soy extremeño’…- que caen en la xenofobia mendicante, o aquellos que apelan a la conmoción: ‘Estoy en paro’, ‘Tengo tres hijos’… Yo le doy mi dinero a ella antes que a cualquier otro.

- Su interventor [Paradoja…], ¿podría pasar por mendigo?

- Se convierte casi en uno, va adquiriendo el ropaje… pero no lo era y no lo es. Una vez pasa por una churrería a punto de cerrar, casi de madrugada y no sé si paga algo o le invitan…

- … creo que le invitan…

- … pues luego le invitan una segunda vez, cuando vuelve y dice que solamente quiere oler. Y renuncia a pasar más: si le socorren dos veces y a la tercera le mandan a paseo, él será culpable de convertir un acto generoso en insolidario.

- También le invitan a café en la estación.

- Pero no adquiere perfil pordiosero, se busca la vida... A mí me interesaba ver cómo alguien se va degradando al no contar con recursos, pero también resaltar el rechazo por parte del entorno al personaje que se encuentra en esa situación.

- Luego entabla alguna amistad.

- Con otros llegados de fuera que se han acomodado, pero están en situación parecida: el barquillero, el trapero…

Lo acaba de decir: un principio narrativo suyo consiste en situar en una localidad a un foráneo con problemas de adaptación. Eso pasa en los pueblos, pero también en las ciudades, en diferentes grados y por diferentes motivos. En Mísera… –con alguien que va a la ciudad a investigar sobre el padre-, en Amad a la dama (2002) –con esa especie de indiano rico que llega al pueblo-, en El espíritu… -Gumersindo vive dentro de la ciudad pero al margen-, en Nemo –el entorno más pequeño todavía-. Él se percató de este eje en la presentación del Interventor. “Espero explorar cada vez mejor el territorio. Welles se quejaba de que los críticos censuraban siempre su última película en relación a las precedentes, que eran magníficas”. De acuerdo a las categorías de su admirado Ferlosio en Las semanas del jardín, escribe novelas-ajo. “Hay dos procesos narrativos: el ajo y la cebolla. La cebolla es investigar la verdad por capas y no llegar al fondo hasta el final; son novelas de averiguación -las detectivescas, pero no sólo-. El ajo es el procedimiento de aquellas en que todas las partes están a la misma distancia del centro. Eso, que él aplica como teoría narrativa, lo sería a todo lo que uno escribe. Puede que la segunda novela sea mejor que la primera, y la cuarta sea mejor que la segunda, o al revés. Lo interesante es que todas guarden equidistancia en torno a un centro”. Y el centro de Bayal debe de ser la no asimilación del que llega de fuera por parte del colectivo.

 

“El atractivo de las ruinas viene de ser lo que son y el destino de lo que han sido”

 

- Otro centro suyo es la belleza de las ruinas [“El estímulo elegíaco, fugaz y desolado de las ruinas” –Amad…-; “Preferí cavilar sobre las tristezas del crepúsculo, la seducción de las ruinas” –Nemo-].

- Las ruinas, tan frecuentes en Benet, ¿verdad? Su contemplación me resulta atractiva. Recuerdo un viaje a Grecia, hace mucho. Subimos a Micenas, el reino de Agamenón. Ver que no quedaba nada fue fascinante… El atractivo de las ruinas viene de ser lo que son y el destino de lo que han sido. Si yo voy en coche y veo un edificio flamante, lo desprecio, pero ante uno ruinoso paro, si puedo. El nuevo tiene, a lo sumo, porvenir de esperanza; el derruido emite señales aunque no las sepas descifrar. Pero, cualquier tipo de ruina, ¿eh?, no hace falta irse a Grecia. La caseta misma del guardagujas que sale en el Interventor. Me basé en una a la que dejaron de llegar trenes. Se quedó sin techo y al final sin paredes. Hoy no existe salvo en mi memoria.

-¿Se puede decir que el griego antiguo y el latín son lenguas muertas –que también le fascinan-?

- Desde el punto de vista lingüístico, sí. Pero conservan su vigor. Acudir a los primeros testimonios del castellano medieval es arqueología, lo que no pasa con el latín y el griego. Muchos textos se han perdido, pero los que conservamos mantienen vigente lo mejor de aquellas lenguas, de aquella cultura y de aquella literatura. ¡No puedo comprender tanta sutileza en Lucrecio!, ¡da gusto leerlo! ¿Y las cartas de Plinio?, y eso que no es un autor cimero. ¡Qué clarividentes!, ¡qué inteligentes! Y los frailes medievales… sólo anotan unas palabritas en el margen. Platón y Aristóteles no son ruinas.

- Ellos no. La lengua que usaron, detenida.

- Un amigo me dijo hace poco que después de muchos años leyendo a Kant, por fin había entendido la Crítica de la razón pura. Yo creo que por mucho que lea a Platón y a Aristóteles no llegaré a entenderlos de manera completa.

Tal vez las ruinas sean la más perfecta representación de la imperfección que atañe al hombre. Tal vez en ellas hay algo definitivo que no se puede ya romper. Y eso las acerca a la eternidad, ansiada y lejana, imposible. “La felicidad es imperfección”, dice en Amad… En cambio, en otro libro sostiene que decir precisión es tanto como decir belleza. De esa mezcla de contrarios surge la plenitud en la pócima de la belleza.

- Otro centro suyo es la geometría, presente prácticamente en todos los títulos: El desierto de Takla-Makán, El cerco…, Un artista del billar, Amad…, Nemo. Excepto en El cerco, el cálculo simétrico da idea de una configuración más o menos organizada del mundo.

- Yo creo que sí. Decía Henry Miller que llamamos confusión a un orden que no entendemos. Mis personajes son ordenados y yo, probablemente, dentro del desorden que pueda haber en mi biblioteca, también. En El cerco quise ejemplificar los desvaríos de la razón a base de combinaciones geométricas urbanas.

- ¿Qué lugar ocupa la imprecisión en la geometría? Recordemos el calor humano que hay en lo defectivo.

- Las imprecisiones del narrador son, más allá de lo que yo haya hecho, elementos de verosimilitud. La imprecisión es del narrador. Que la precisión sea bella, sin duda. Hoy admitiría que la imprecisión también lo puede ser. No es incómodo, cuando uno tiene que narrar desde un punto de vista que no es la primera persona, el dejar las cosas en suspenso. Hay cosas que no se saben o no se pueden decir porque sería narrativamente contraproducente. Es mejor ir sembrando imprecisiones capaces de ocultar otros silenciamientos, dejar piedrecitas blancas de Pulgarcito. El narrador omnisciente no tiene por qué saberlo todo, una vez me dijo un alumno: ‘Si el narrador es omnisciente, ¿por qué no lo cuenta todo?’.

- Uniendo la imperfección de las ruinas, la perfección de la geometría, las imprecisiones del narrador y la belleza de la precisión… llegamos sin duda a los jardines, donde también se mete usted. En Nemo vemos que si están cerrados son clausura.

- Los jardines son la negación del paraíso, o del paraíso privado.

- Si la idea es muy redonda, ¿ahoga la belleza?

- Los jardines son objetos de contemplación estética pero nadie vive en el jardín –o sea, en el paraíso-. Y el que vive lo tiene como oficio, no como un destino existencial.

- “Quien vive en el jardín es jardinero y el jardín es su oficio, no su paraíso. El jardín es una aspiración, no un destino: se desea entrar, pero es mejor verlo desde fuera, incluso a distancia, desde lejos, porque en el momento en que se accede al jardín su condición se desvanece. Los jardines son sólo fantasías visuales y crueles”. En Amad.

-Podríamos usar la sentencia de Campo de amapolas y El espíritu…: ‘Custos quoque captivus’ -El carcelero es también un prisionero-. Sería como vivir en el jardín.

-En Conversación dice que la cárcel “no es un lugar relacionado con el pecado, sino con el delito”.

- Y que el delito es un pecado social y el pecado un delito religioso. Y que puede haber pecados que no sean inmorales e inmoralidades que no sean delito.

 

“El estado de esperanza es más venturoso que el de consecución”

 

- ¿La belleza es un delito?

- La belleza puede ser un pecado.

- ¿Las flores detentan belleza o son esclavas de sí mismas?

- No me llaman la atención los paisajes suntuosos.

- Hablemos de lo comestible de las plantas, pues. “El pecado original no es comer la fruta prohibida, sino querer permanecer en el jardín sin convertirse en jardinero”.

- En el momento en el que se entra en el jardín, el jardín deja de ser aquello a lo que se aspiraba.

- Que está en Amad

- Claro, el estado de esperanza es más venturoso que el de consecución. Uno puede sacar unas oposiciones de instituto, y no disfrutarlas… En un porcentaje alto, los fracasos amorosos se producen por entrar en el jardín.

- Pero hay que conservar lo alcanzado.

- La vida es una tarea fatigosa. Todo lo que merece la pena es laborioso de mantener. Hay que darse cuenta de que ser jardinero no es tan malo.

- Antes mencionó la peripecia métrica de las formas poéticas cerradas. En Campo de amapolas…, H califica el soneto de “habilidad estéril” y, en su alegato contra la pintura, testifica que un bodegón “es un soneto”.

- Alguien dijo que no existe el soneto perfecto. Quizás una de las mejores aproximaciones en castellano es el ‘Amor constante más allá de la muerte’… pero sólo los tercetos [y recita a doble velocidad]: “Alma a quien todo un dios prisión ha sido, / venas que humor a tanto fuego han dado, / médulas que han gloriosamente ardido, / su cuerpo dejará, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”. Es probable que en el soneto prevalezca la forma sobre la idea. Decía Fabio Morábito que un poema se escribe verso a verso: cuando escribes el primero no tienes el segundo, ignoras hacia dónde va la palabra. Puede que tenga razón: la forma narrativa consta de un recorrido y, en la poética, uno escribe un primer verso, el que dan los dioses, y no sabe si continuará. Eso me pasó en mi poema favorito de Certidumbre…, que consta de dos versos -un apunte que no halló desarrollo-: “Siembran los hombres con torpeza lenta / su ruda cicatriz sobre la nieve”. Pues cuando uno escribe un soneto, la idea de la prosa interfiere en la poesía. Es probable que prevalezca la habilidad sobre la idea, es muy difícil adecuar una estructura cerrada a una significación inicial amorfa. Entonces, tiene algo de bodegón.

 

“Me declaro juanramoniano y ferlosiano”

 

- ¿Le gusta Juan Ramón?

- Mucho.

- Tuve la impresión de lo contrario. Dice que lleva el intimismo melancólico a la saturación.

- Es que escribió muchos bodegones, ¿eh? Pero si mira lo que hay a su espalda, la balda de abajo entera es Juan Ramón. En la adolescencia hay gente que lee Romancero gitano y escribe a lo Lorca. Yo leí repetidamente a Juan Ramón, sobre todo al primero, y mis composiciones eran puro él, romances plañideros.

- ¿Al primero? El segundo lo pone al nivel de Valéry, Pessoa y Eliot.

- Pero a los quince sólo conocía al primero. Escribí una cosa titulada ‘Los chopos del Jerte’, imitación endeble y descarada, sin darme cuenta, de Arias tristes, Jardines lejanos y Pastorales. No lo citan entre mis influencias, pero, más tarde, el prosista Juan Ramón fue un maestro para mí. Hay dos libros perfectos: Platero…, de prosa lírica, subordinada, con muchas comas; y Españoles de tres mundos, intelectual y constreñido. Me declaro juanramoniano.

- Y Ferlosiano. “Por razón narrativa cabe entender cierta forma de predeterminación esencial y la decidida disposición personal que subyace en el proceso literario, desde la situación preverbal y silenciosa que ilumina el entendimiento del escritor y pone en marcha los mecanismos remotos de la narratividad hasta el comportamiento y los productores lingüísticos resultantes” -El desierto… -.

- El subtítulo de Camino de Jotán es ‘La razón narrativa de Ferlosio’. En ese libro [El desierto…] sólo hay dos cosas con entidad: ‘Elogio del Jeco’ y ‘El argumento y la felicidad’. Las demás son circunstanciales. Quería dar a entender que, escribiera lo que escribiera, Ferlosio es un narrador. Por mucho que elucubre abstrusamente, su exposición es fundamentalmente narrativa porque su razón es una función narrativa antes que intelectual.

- La razón, ¿es lo que te empuja a ser lo que eres por encima de que no quieras serlo?

- Diría que sí, en un escritor polifacético –capaz de poesía, teatro, novela, música y pintura- con la idea viene la forma: si es poesía o relato. Mayoritariamente disponemos de una sola razón, y limitada. La prueba de que se hagan antologías es que mucho de lo que hacemos sobra. La visión optimista es que conseguimos aciertos. La antología corresponde a la razón poética y el resto es la labor del que la lleva a cabo. Hay una predisposición en un sentido u otro que no tiene que ver con lo de ‘¿el poeta nace o se hace?’. La predisposición no tiene que ser innata. Si uno escribe novelas y deja de leer novelas, y pasa a leer poesía, acabará escribiendo poesía. Nos configura lo que leemos. Y viceversa.

- Hay un componente intelectual.

-Sí, porque si yo hubiera tenido unas posibilidades o circunstancias diferentes, lo mismo en lugar de escribir novelas, rodaba películas.

- Y une lo intelectual a lo surreal, normalmente separado. “Ya cuando niño aprendió que todas las combinaciones o vínculos de interés se producen siempre en un plano surreal, puramente intelectual”. El espíritu

- Tenemos un modo de comprender la realidad. Cada cual, el suyo. Y ese modo puede ser surreal. Uno está afectado por su comprensión, que puede ir contra los modos habituales de entender y hasta ser equivocados. Probablemente de una asimilación errónea, surgen las genialidades, las diferencias respecto a la comprensión común de los hechos.

Se dice en Nemo, y funciona hacia dentro y hacia fuera, que, si las palabras mienten, “es mejor no utilizarlas”. A la vista está que a veces la conversación es mejor que el silencio. Entonces la vida parece un jardín habitable.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

7 de abril de 2017

¿Es posible compaginar Victor Hugo o Dostoievsky con el Ulysses de Joyce, es posible casar a Don Benito con Valle? Pilar Ruiz lo consigue con una descocada pedagogía literaria. Todo se sostiene en una estructura caleidoscópica, cubista en cierto modo, aunque trabada por la lógica causal-teleológica que mostrara Aristóteles. Es como si asistiéramos a una caótica explosión que va cobrando orden casi sin darnos cuenta. He aquí una novela del siglo XXI que parece del XX y por momentos del XIX, aunque su espíritu sea muy dieciochesco, por perverso y juguetón. El siglo de las Luces, de hecho, supo acompasar la Razón ilustrada con la imaginación sadiana, la frivolidad con la profundidad de pensamiento; Ruiz, que, con permiso de Rajoy, es muy poco ruin y sí muy osada, lo ha logrado también. Pero este es un milagro que no se revelará en los mentideros controlados por el poder mayúsculo de minúscula decencia. Pilar, como sus personajes, quedará en los márgenes elegidos para seguir riéndose del esperpento circundante. Ella irá a lo suyo, a cultivar esa sabiduría narrativa que se da por supuesta, pero que pocos escritores españoles atesoran, quizá porque lo dan por sabida. Una ciencia narrativa que le lleva a comenzar los capítulos in medias res, a enhebrar con singular soltura tramas y subtramas, a entrecruzar el destino de los personajes, a culminar cada cabalgada narrativa al borde de un acantilado del que cuelga expectante nuestra tensión lectora…

Estamos ante una divina comedia que ha localizado los infiernos dantescos en un cabaret, más bien la boca del dragón por donde mueren todos los vicios (por algo El Bosco los representó como peces) pero donde se alumbra una salida (no abandonemos toda esperanza): la sicalipsis, el vicio dosificado con arte y talento. La autora no es una novelista histórica, es una narradora del presente amparándose en un pasado imaginario. Los paralelismos entre el declive de la monarquía borbónica, en manos de un Conde tan vampiro como Drácula solo que más cínico pornógrafo, y los estertores de la Monarquía postfranquista en manos de un inútil corrupto, son más que evidentes, pero hay que descubrirlos. Porque La danza de la serpiente no se agota en lecturas de primer grado como tantas de sus supuestas parientes del género histórico (esta novela no se adscribe allí) y garbancero (con permiso del Gran Galdós, que no era nada garbancero). El contexto queda siempre al fondo, integrado, presente pero no omnipresente. Es una novela hiperdocumentada, pero en ningún momento eso se hace visible, sino que la información ha sido dosificada de sabia manera a través de certeras pinceladas. Tampoco son necesarios excursos ni morosas descripciones, el pálpito de aquel presente primisecular de hace una centuria se presiente como un decorado complejo, magnífico, viscontiano. Un escenario provinciano, al que Flaubert, Clarín o Faulkner tanto partido le han sacado.

Nuestra escritora cántabra pinta un Santander que es la metáfora  de la España hiperprovinciana, pero al que las vacaciones Belle Époque y la Grande Guerre convierten en un teatro de operaciones inesperadamente cosmopolita; allí se cruzan el terrorismo anarquista y el glamur de las clases dirigentes, la mojigatería menendezpelayana –aunque Don Marcelino en la vida real era un crápula, como tantos hombres de orden de la época- con la desopilada sicalipsis, el espionaje internacional con la pornografía monárquica, Oscar Wilde con el populacho. Escenario idóneo para unos personajes de carne y hueso que se definen sobre todo por sus acciones –como en el cine- y por sus diálogos, elaborados, precisos, incisivos, alejados de ese falso naturalismo de naftalina, como en las mejores películas clásicas.  Por allí desfilan pioneras sufraguistas devotas de Krauss (Julia, tan próxima a la Amelia de El Ministerio del tiempo) y los representantes del orden tradicional (Dios, Patria y Rey). Las dos Españas de siempre, pero con la presencia de esa otra “tercera España” nada gongorina del “ande yo caliente…”, esa que vende la patria por un mendrugo y se apunta al “¡Vivan las caenas!” por una copa de ajén, ején. Están claras las simpatías de la novelista, pero no hay ni un asomo de adoctrinamiento, sino un sano escepticismo ante el activismo acompañado de cierta fascinación por los que eligen estar al margen con elegancia, sofisticación y sicalipsis.

Tan sofisticado y elegante como el ambiente es el estilo que luce la novela. Abundante vocabulario, adaptado al añejo sabor de época (resuenan vocablos nada comunes: achares, agarinos), que se canaliza en un decir primoroso, preciso, nada afectado. Todo fluye porque hay conciencia de que la escritura es ritmo, algo no muy habitual en la República de las Letras de las Hespérides… Sorprendente dominio de un lenguaje que domina todos los niveles del habla, que es, al decir de Lázaro Carreter, la mayor de las riquezas idiomáticas; lo vulgar, lo exquisito, lo sublime, lo culto, lo técnico, lo sicalíptico conforman tal variedad de registros lingüísticos que enriquecen el sonido de un órgano perfectamente afinado en su altísima fidelidad musical. Pero no todo son músicas celestiales, pues en cierto modo, La danza de la serpiente es explosiva. Una bomba discursiva servida por una editorial mainstream, una provocación con guante de seda, un esputo envuelto en terciopelo. Y esto también forma parte la anarcosicalipsis que la distingue.

 

Termino diciendo que, si bien en este puerto recalan los tres últimos siglos en su legado ideológico y literario, no es menos cierto que estamos ante un artilugio inmersivo del siglo XXI. Pues es un texto que llama al lector a una experiencia que es a la vez entretenida y enriquecedora; como en las mejores apuestas contemporáneas la densidad está ahí, aunque oculta, y la escritura emergida nos brinda una inmersión entretenida, ligera, cómplice, en sugestivas capas de cebolla… Esta liviandad profunda, este hondo entretenimiento lúdico debe mucho a ese arte teatral que está muy presente también en la obra y al que la propia autora homenajea. Los capítulos más bien parecen escenas y los personajes desfilan por las páginas como salidos de las bambalinas, porque la escritura es tan carnosa que los imaginamos entre tramoyas y luces, con esa sensualidad estilizada que solo las tablas saben transmitir. Teatral también esa perspectiva desde la séptima fila que adivinamos en su autora, un punto de vista distanciado y cómplice a la vez con sus criaturas sobre el que sobrevuela otro mucho más despiadado sobre aquella sociedad tan miserable como la de hoy día, el gran teatro del mundo en definitiva, que nunca fue grande. Liviandad profunda, hondo entretenimiento lúdico que forma parte de las señas de identidad de un escritor del siglo XXI que ha aprendido, de verdad, sin pantomimas ni mímesis baratas, la gran lección de la tradición narrativa que arranca en Cervantes, remonta el vuelo en el XVIII y florece en los dos siglos siguientes.

 

 

 

Pilar Ruiz, La danza de la serpiente, Barcelona, Ediciones B, 2016.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Hernández Ruiz

31 de marzo de 2017

Luis Rodríguez no es un escritor, es un filósofo con voz propia, arriesgado, transgresor, vanguardista, que reflexiona sobre la vida sin concesiones de cara a la galería. Escribe para él, para investigar en su propia poética, sabe que hacerlo para el lector es un error. La presunción de inteligencia en él le obliga a ser honesto en cuanto a su obra en marcha y persiste en su camino, en evolución siempre, pero con coherencia: la identidad es un proceso en eterna construcción, el ser humano vive en tránsito, explorar y tratar de aprehender la realidad y mostrarla en su multiformidad, de recomponer ese rompecabezas a base de letras que forman palabras, palabras que crean textos, textos que sintetizan historias, que a su vez se bifurcan en diferentes realidades, realidades que conectan mundos y tiempos, pasado y futuro en continuidad, en relación biunívoca, influyéndose mutuamente… Nos hemos vuelto a topar con un infinito, con un caleidoscopio en el que solo se ve una ínfima parte de la realidad, su única verdad es su naturaleza escurridiza, desbordante, policéntrica -¿caótica?- y, sobre todo, polifónica. Una sucesión de partículas unidas por hilos-historias que no se sabe de dónde vienen ni hacia donde se dirigen, o tal vez sí, hacia la muerte: “todo cuanto vive debe morir –dice la reina en Hamlet-, cruzando por la vida hacia la eternidad.”

La cuarta novela de Luis Rodríguez no es una novela, El retablo del no es, como mínimo, dos NO-velas espejo con haz y envés, realidad y reflejo, ser y sombra, actores y personajes, una de diez mil palabras y otra, que contiene la anterior, de veinte mil.

El retablo del no no es teatro, es teatro contado, es vida teatralizada. En el pequeño escenario de una cafetería varios actores - títeres de la vida- narran a modo de retablo historias fragmentadas, episodios absurdos con explicación lógica, anécdotas increíbles absolutamente reales… Vivir es puro teatro, el teatro es pura vida. Como decía aquel director teatral al comenzar la obra: "Damas y caballeros, aquí termina el teatro y comienza la vida. ¡Principiamos!". Y al terminar la función concluía: "Damas y caballeros, aquí terminó la vida y comienza el teatro.”

La negación es una de las connotaciones del género humano que nos permite ser libres. La libertad da a las personas la posibilidad de decir no y Luis Rodríguez ejerce su libertad y entiende la negación desde el punto de vista médico como una de las etapas psicológicas por las que pasa el enfermo a partir del momento en que sabe o sospecha que va a morir, pero también como el filósofo se ocupa de los conceptos vinculados a la negación, a saber, el de oposición, el de no-existencia, el de diferencia y el de proposición negada: la realidad y su reflejo en el espejo; el hombre y su sombra, el concepto del doble, del actor y su personaje… La negación constituye un mecanismo comunicativo que empleamos desde nuestro nacimiento (el llanto de los recién nacidos manifiesta ya su disconformidad por haber dejado el seno materno) hasta su muerte (el silencio de los cadáveres como negación de la existencia).

Quien lea El retablo del no se verá a sí mismo incompleto, fragmentado, confundido. Luis Rodríguez lo llevará más allá del sentido controlado del relato, lo situará al borde del precipicio y tal vez lo arroje incluso al abismo interior de sus emociones, al terror de sus intuiciones.

Luis Rodríguez, El retablo del no, Tropo Editores, 2017.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Villalba Sebastián

31 de marzo de 2017

 

 

Roberto Mussapi nació en Cúneo (Piamonte) en 1952 y reside en Milán.
Entre otros libros, ha publicado: Gita meridiana, Antartide y La stoffa dell'ombra e delle cose.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


LLANURA

 

Tengo angustia de la llanura, en mi corazón

evoca el mar inmóvil y desanimado

de la bonanza, cuando no sopla brisa

y las velas cuelgan como vampiros por la mañana.

Recuerdo las dunas del desierto, las extensiones,

las largas caravaneras y el lento paso

al mundo de los tártaros, al oriente lejano:

allí fui consustancial a la llanura,

al descenso hacia un continuo ignoto.

Y en mí vive también el viaje de los Magos,

montes llenos de nieve, luego altiplanos,

y largas extensiones lisas donde se posaba el cielo.

Y luego el viento y las olas crestadas,

allá, allende Gibraltar y Cabo de Hornos, hacia Occidente,

en los mares donde el sol se ahoga y muere.

Fueron pesadillas los días de llanura,

mar sin alma, cielo sin aliento,

y nosotros inmóviles sobre la toldilla, como expiando.

Se convirtió en un atlas, aquella aventura:

todo fue allanado y extendido,

nada quedó desconocido.

Así murieron deseo y amor

mientras el dibujo del mundo se cerraba.

 

Luego, desde la oscuridad y desde el vacío de la bodega

descendimos a las cavernas y tocamos la luna,

el fondo, el origen de la sangre y de la especie,

y allá, en lo alto, hacia las estrellas y el cielo.

 

Ayúdame a volver a la llanura,

a creer que no ha muerto la aventura

incluso allá abajo donde el tiempo se ha estirado, 

ahora que el horizonte no me angustia,

ahora que sé que no sé,

que estoy de nuevo sucio y en la calle,

que he aprendido otra vez a llorar y a rezar.

SAILING FROM VENEZIA

 

Esto es el cristal, se hincha

con el soplido, coge la forma de la respiración,

todo lo que tintinea, que ríe, fue soplado,

sientes los labios del hombre en el borde del vaso,

he aquí porque ríen así, las muchachas,

con esas voces argentinas, de brindis,

eso es el cristal donde todo espejea,

el canal, mira, la ciudad reflejada,

los cimientos en paz con las aguas,

como una flota detenida en un océano

de cristal y de silencio,

esto es el parabrisas, en agosto,

los mosquitos aplastados, la prueba del viaje,

del pie en el acelerador, de la noche,

lloverá, el tiempo será marcado por el limpiaparabrisas,

los párpados palpitan con el ritmo de la respiración,

se abren inspirando,

desde allí yo veo el mundo.


AS TEARS GO BY, OFELIA 

a Marianne Faithfull

 

Luego fueron sílabas aquellas que habían sido palabras

y versos que me desgarraban la garganta,

pedazos, grumos de vozsangre

de toda imagen que antaño había sido,

ahora perdida en el fondo bajo arena vidriada.

E inhallable como quien es mudo

de golpe y con la voz su mirada ha perdido

por un dolor que sólo puedes intuir

en esa córnea de repente vacía,

o como de golpe a ciento sesenta en un túnel

con el pie hipnotizado en el acelerador

y yo, yo, lengua quebrada, yo, ahogada.

 

He interpretado a Ofelia, conozco la locura,

y sé que te golpea por exceso de amor,

cuando tus ojos no sostienen una silla

si ves en su paja las tramas de oro,

y el aura de aquella cátedra y su luz,

y los beatos que se posaron en inconsciente plegaria,

si tiemblas por una persona que se sienta

y se acerca al centro del fango y de los grandes ríos,

y sé qué significa exceso de amor,

cuando aquel al que amas se disipa y calla,

o no consigue responderte, y tú mueres,

por extinción, deshidratada en piedra.

Yo estoy ahogada en la charca y subida

entre hojas caídas, muertas y siemprevivas,

desde el fondo limoso subiendo a la luz,

desde el fondo he encontrado génesis y amor,

ahora que vuelve a ser mía, en mí, mi voz,

nada que pedir, subir despacio

como la linfa del cálamo a la flor

después de ser estrangulada por el invierno y por el hielo

entre hojas podridas, y el rito humoral

asciende a los campos y al oro de las gavillas

entre casa y casa, entre las luces y las calles.

Conozco la locura y estoy ahogada,

y ahora sé que era solamente amor.



PALABRAS DEL ZAMBULLIDOR DE PAESTUM

Yo soy el alma de tu padre, el zambullidor:
te he seguido cada día, estoy a tu lado,
conozco como entonces tus zonas de sombra,
el lenguaje de los movimientos trazado por tu cara,
nada ha cambiado desde entonces, en este sentido.
Esto es lo primero que he descubierto,
lo primero que quería decirte: no cambia la percepción
de tus momentos, como no cambiaba
de noche, en el sueño, o por la distancia.
Sé que este soplo mío (desde el fondo del agua,
entre las anémonas)
será para ti como mis palabras de antaño:
que te infundían memoria y valor,
más que el vino o que una mujer que te mira.
Mi primer descubrimiento, la primera verdad es que nada
se rompe en el secreto del alma.
El resto es confuso, es pronto
para intentar contarte,
corales, anémonas, vidas que se dibujan con un movimiento
de agua y se disipan al instante.
No todo es luz, transparencia, silencio,
galerías de oscuridad, respiraciones contenidas, luego voces
que inhalan en mí como si hablase.
Me deslizo hacia un fondo cada vez más distante
y siento que una luz sumergida me llama desde oriente:
no sé dónde acaba, por ahora,
no sé qué es, pero sé qué amor
la mueve y determina su respiración.
De este viaje hablaré más adelante,
cuando la experiencia sea conocimiento,
puedo hablarte de cuanto he dejado,
sobre la superficie azul de las aguas,
entre las arenas blanquísimas, las palmeras,
la sombra de los olivos, el vino
vertido de las ánforas:
ama la tierra rosa en el ocaso,
sumérgete en el mar para jugar, como un tritón,
saborea la fruta, el pan, bebe y come,
escucha las risas de las muchachas,
busca su boca, ríe y desespérate,
agradece cada día tu país resplandeciente.
Yo no soy tu padre sino su alma,
no soy aquello que vivo sino recuerdo,
la ribera, la piscina, los colores que forman
el extraño dibujo de la vida mortal.
Vive en esa cerámica deslumbrante y espera
cuanto sabré decirte más adelante, al final del viaje.
Pero ahora que duermes como cuando en una cuna
parecías buscar los secretos del mundo,
ahora que tienes las espaldas más anchas y los cabellos más ralos,
escucha las palabras de mi alma
no sé mucho de ella, de mí misma,
(es pronto, hijo, no conozco bastante,
apenas he comenzado, estoy nadando),
no pienses en mi cuerpo (es tarde,
perlas, los que fueron mis ojos,
y mis labios reducidos a corales),
pero conozco su matrimonio,
cuando vivían al unísono en el mundo
y yo, el alma de tu padre, el zambullidor,
te entrego sólo esta experimentada certeza
(desde el fondo del abismo, en el escalofrío de la zambullida):
que también el hombre puede amar eternamente.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Roberto Mussapi

12 AUTORES DE DISTINTOS PAÍSES LE RINDEN HOMENAJE

TAMBIÉN PUBLICA TEXTOS INÉDITOS DE ANDRÉS TRAPIELLO, GONZALO HIDALGO BAYAL, MANUEL LONGARES, LUCIANO CANFORA MANUEL ANTONIO PINA

ÁLVARO VALVERDE PRESENTÓ “TURIA” EN EL MEIAC DE BADAJOZ

El escritor Luis Landero es el gran protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Un total de 12 autores de distintos países participan en un atractivo monográfico que permitirá a los lectores conocer más y mejor las claves de su obra y su personalidad. Se trata de una aproximación plural, interesante y completa al autor que nos fascinó con novelas como “Juegos de la edad tardía” y que continúa haciéndolo con su reciente “La vida negociable”.


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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Rosa Montero: “Las novelas nacen del mismo lugar que los sueños”

Hace cuatro años publicó un punto de inflexión llamado La ridícula idea de no volver a verte (2013). Con aquel libro fundó una etapa que es en la que se encuentra. Decía allí que sólo siendo absolutamente libre se puede bailar bien, hacer bien el amor y escribir bien, “actividades todas ellas importantísimas”. De seguido cuestionaba si lo estaba siendo en ese momento y respondía que no. Le siguieron El peso del corazón (2015) y, ahora, La carne (2016).

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

Gonzalo Hidalgo Bayal: “Nos configura lo que leemos”

Tiene los ojos sucios de lecturas y limpia la mirada. El bolígrafo es un esqueje en sus manos. Igual que las lecturas. Todavía no se ha puesto con la rutilante biografía completa de Kafka. Sin echarla un ojo –“A las librerías de Plasencia no ha llegado”-, se la pidió a los Reyes [la conversación tiene lugar a finales de diciembre]. Le basta conocer el segundo tomo de Reiner Stach, de 2002, traducido en 2003, como Los años de las decisiones, también por Carlos Fortea. “Hubiera preferido la obra en tres tomos, la verdad. Han tenido que partir el segundo libro”.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

28 de marzo de 2017

Internarse en la obra de Luis Landero es ingresar en un universo genuino inmediatamente reconocible por lo que se podría llamar un “estilo” inimitable, dotado de una agradable fluidez pero también de gran densidad, sutil y profundo aunque de aparente sencillez y hasta de ingravidez a veces, que va involucrando al lector en su trama de manera ineludible.  Es una obra que se resiste a las categorizaciones o a los encasillamientos porque tiene voz propia en el panorama de la narrativa española actual, una obra que ha creado un “lenguaje”, un “idioma”, fenómeno que observaba Proust en las grandes novelas: “Los bellos libros están escritos en una suerte de idioma extranjero”. Esa originalidad es fruto de una escritura pulida, cincelada, de absoluta precisión, de una diversidad y de una amplitud léxicas impresionantes;

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Escrito en Artículos Revista Turia por Elvire Gomez-Vidal

La publicación del ensayo El punto ciego (2016) confirma a Javier Cercas como novelista autoconsciente, miembro nato de ese club de escritores que, desde Flaubert y Henry James hasta Mario Vargas Llosa o J. M. Coetzee, han acompañado su obra narrativa de una reflexión sobre los problemas y métodos de la escritura, sobre los mecanismos compositivos del texto, sobre la relación del mundo ficcional con el mundo empírico y, en fin, sobre los engranajes cognitivos que se activan en el lector cuando procesa un relato. Antes de este ensayo, cuya génesis es muy anterior a las lecciones de la cátedra Weidenfeld de Oxford donde desgranó el concepto, Cercas había dejado abundantes pruebas de su condición de escritor crítico.

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Escrito en Lecturas Turia por Domingo Ródenas de Moya

23 de marzo de 2017

 

Taducción de Carlos Vitale

 

 

Giacomo Scotti nació en 1928 en Saviano (Nápoles). Entre otros libros, ha publicado: Se il diavolo è nero, Poesie per mio figlio y Rabbia e amore.

 

 

 

 

 

 

 

 


EL DÍA DE HIROSHIMA

Aquel día en que los árboles desaparecieron
en una llamarada
y del hombre sólo quedó la sombra
estampada sobre el empedrado de Hiroshima,
aquel día está al acecho en nuestra
indiferencia.
Pero escrito a fuego en el pasado, es un día
que no tendrá futuro si en los ojos
llevamos aquella sombra y aquella llamarada.

(6 de agosto de 1944)

DUERME POR ENCIMA DE LAS GUERRAS

De nuevo llega el estruendo de una guerra
desde mares lejanísimos.
De nuevo el cielo está quieto, los trenes pasan.
Se llena y vacía el cenicero:
las colillas del pensamiento, del escribir.
En el cesto de plástico terminan
mis batallas perdidas, algunos resplandores
de fantasía quemada, papeles rotos.
Son las nueve, es domingo: mi hijo
duerme por encima de las guerras.



TE MIRO

Los ojos, la boca:
el don de la alegría.



EL ARCO DE LA EXISTENCIA

Del nacimiento a la muerte,
el espacio entre dos dedos.
¡Pero cuánto vivir entra
en tan poca vida!




¿YO O EL PIE?

Sábana, mantas,
me cubro bien y duermo.
Cuando me besa el sol, encuentro siempre
un pie fuera.
¿Quién quería huir?




LA POQUEDAD DEL HOMBRE

Sobre esta hoja blanca el sol escribe,
mi mano borra.




PARTEN LOS PESCADORES

Las ropas al viento ondean en los balcones
sobre la curva del puerto. Una inquieta
blanca asamblea
de sábanas y camisas
saluda a los pescadores que parten.
Las ropas a secar
son el lecho y la mujer.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Giacomo Scotti

12 AUTORES DE DISTINTOS PAÍSES PARTICIPAN EN UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO REPLETO DE TEXTOS INÉDITOS LA REVISTA SE PRESENTARÁ EL 28 DE MARZO EN BADAJOZ

 El escritor Luis Landero es el gran protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Un total de 12 autores de distintos países participan en un atractivo monográfico que permitirá a los lectores conocer más y mejor las claves de su obra y su personalidad. Se trata de una aproximación plural, sugerente y completa al autor que nos fascinó con novelas como “Juegos de la edad tardía” y que continúa haciéndolo con su reciente “La vida negociable”.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

9 de marzo de 2017

De las mitologías que inventaron los hombres

para explicar el mundo, prefiero la germánica,

que es la más divertida —y terrible— de todas.

Pero, como el Marqués de Bradomín, detesto

a Wagner, que en sus óperas traicionó las raíces

sagradas de la Deutschtum, convirtiéndolas

en pasto para snobs e hipernacionalistas.

En todo lo demás soy germanófilo.

El Minnesang, Von Eschenbach, el Nibelungenlied,

Hans Sachs, el  Cherubinischer Wandersmann de Silesius,

Jacob y Wilhelm Grimm, el viejo Goethe, Hoffmann,

Von Kleist, Wiene, Murnau, Fritz Lang, Von Báky, Altdorfer, Grünewald, Friedrich..., son dioses de mi Walhalla

privado, talismanes que protegen mi paso

por este mundo, iconos a los que venerar.

Por eso me fastidia el antigermanismo

reinante, como si la cultura germánica

fuese la de la esvástica y la barbarie nazi

y no el fruto de siglos de fértil mestizaje

que dieron a luz gente como Kafka, Brahms, Heine

y tantos otros nombres que Hitler detestaba.

La verdad es que siento a Alemania muy dentro

de mí, como algo propio, familiar, entrañable.

No sé por qué será, pero es así.

Escrito en Lecturas Turia por Luis Alberto de Cuenca

GONZALO HIDALGO BAYAL TAMBIÉN PROTAGONIZA OTRA CONVERSACIÓN EXCLUSIVA: “NOS CONFIGURA LO QUE LEEMOS”

Rosa Montero  y Gonzalo Hidalgo Bayal forman, sin duda, una extraña pareja por las diferencias que los separan, pero ambos comparten un valioso vínculo: son dos de los más relevantes escritores españoles de nuestros días. Ella, con una acreditada trayectoria como periodista, es también una de las autoras más poliédricas y leídas. Él ha ejercido como docente en secundaria y ha construido una obra de indiscutible calidad  lejos de los cenáculos literarios. Ambos poseen biografías y obras muy sólidas, valiosas e indiscutibles dentro de la literatura española contemporánea. De ahí que la revista TURIA no haya dudado, en su nuevo número que se distribuirá este mes de marzo, en dedicarles a cada uno de ellos sendas entrevistas a fondo y en exclusiva.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

3 de marzo de 2017

Las citas de los maestros con las que comienza un libro nos dan ya indicios de sus analogías. Son su contraseña de entrada. El autor las coloca en el umbral de su obra como si se tratase de exvotos para que el lector perciba los primeros atisbos de lo que hallará en sus páginas, de las fábulas y personajes que habitan ese locus que va a recorrer con los ojos y con la imaginación. La acústica de los iglús, primer libro de relatos de la autora mallorquina Almudena Sánchez, da comienzo con estas dos citas: "Hay algo de lo que no nos curamos, y de lo que no nos curaremos nunca", Natalia Ginzburg y "Hablar es un acto de desesperación", Eloy Tizón.

 

Natalia Ginzburg alude con sus palabras al mal individual de la creación, ese mal alojado en algún lugar entre la cabeza y el corazón que reverbera con un ruido propio. Experiencias, personajes e historias viajan en el pensamiento creativo como voces de fantasmas en una campana de cristal o en un refugio de hielo. Se trata de un mal autoinmune e incurable que solo halla alivio en el acto de escribir en esa "lengua extranjera" —recordando a Proust— que es la literatura. Una lengua que se parece a la que hablamos pero que es susceptible de cambiar de color y de naturaleza cuando el escritor sufre ese momento de tribulación o de éxtasis que le permite expresar su “mal” en un tizoniano acto desesperado. Esto es lo que nos anuncia Almudena Sánchez con sus citas. Que se propone hablar de aquella música incesante que lleva dentro. Y que lo hará de manera libre y gozosa, creando imágenes de otro mundo, de un mundo original, viajero, solitario, recóndito, galáctico, musical e indomable. Así habla un personaje en uno de los relatos: “Seguro que aquello era realmente música. Aquello se oía de lejos, como pasa con los susurros y con algunos pensamientos: hay que aguzar bien la mirada para que se aguce de forma simultánea el oído. Hay que agudizar el tacto, para que se aguce el aparato respiratorio o para reactivar, de una vez por todas, el diafragma. Hay que aguzar el olfato para pronosticar algunos días de mucha, muchísima lluvia”.

 

Hay en los relatos de Almudena Sánchez confluencias y homenajes a la narrativa de Clarice Lispector. Comparten ambas el erotismo, el interés por episodios de la infancia, el dolor del pasado, pero también el goce de las pequeñas felicidades clandestinas en medio de un mundo de frustraciones y enfermedad: “Se pulsa un botón y la vida se enciende”, dice Clarice Lispector. “La muerte nos despide con los ojos abiertos”, dice Almudena Sánchez.

 

En los relatos de Lispector hay un zoológico emblemático y real, de animales que nos miran con amor o con odio. En los de Sánchez los animales huelen la enfermedad prematura y la olfatean con gusto, con placer o con rabia: “Quería saber hasta qué punto los animales detectaban mi enfermedad. El zoo estaba en calma. Los elefantes se movían en el espacio raquítico de veinte metros cuadrados, y aunque yo me acercaba con cautela, como otro animal herido, para que me olfatearan, no me hacían demasiado caso. La fauna seguía su curso, entre bambalinas, comiendo pescado y moras, acicalándose, relamiendo un tronco árido casi seco y pisando charcos de barro. Los delfines saltaban encasillados. ¿Existe un salto más triste y más aplaudido que el del delfin?”

 

En las lecciones que Italo Calvino se proponía dar en Harvard, a finales de los ochenta, el maestro apuntaba ciertas características y tendencias del cuento a partir de las cuales los autores desarrollaban su propia gramática literaria, o si se prefiere, su propia visión lingüística, filosófica y estética del cuento. Como consecuencia de esas gramáticas propias, desde finales del siglo veinte se ha producido una hibridación de géneros en la narrativa breve. Un difuminado y hasta borrado de fronteras entre lo fantástico y lo realista.

 

A La acústica de los iglús no le sientan bien las etiquetas, o al menos las etiquetas excluyentes. Porque se trata de un libro con elementos fantásticos y un sustrato bien pegado a tierra. En sus páginas se habla de la enfermedad, la muerte, la precariedad, el desempleo, el menosprecio a la cultura, la filosofía agonizante, la disciplina, el despertar sexual, los miedos, los deseos, la necesidad de fingir, la supervivencia… Son relatos de ideas ágiles que ocurren en coordenadas espacio-temporales no siempre ajustadas a la lógica real: carreteras que conducen a ninguna parte, arenas movedizas, un satélite en algún lugar de la galaxia, teleféricos que dan la vuelta al mundo... Relatos de imágenes memorables, del alta fantasía, llenas de analogías y contraposiciones. Mundos de potente cromatismo, con múltiples y trabajadas capas de significado, de complejidad tan atractiva como enigmática, en los que se aprecia una fijación obsesiva por los pequeños detalles y un interés meticuloso por la fragmentación de tiempo y escenas.

 

En las narraciones de La acústica de los iglús confluyen un raro existencialismo y la mejor literatura del absurdo. Son historias marcadas por el humor y la sorpresa como elementos para denunciar situaciones sociales o para reflexionar sobre cuestiones vitales de manera discontinua, pero persistente. Con frecuencia encontramos en ellas pensamientos expresados a la manera certera y sugerente de los aforismos: “En el hospital, se tiene una visión amplia de nuestros alrededores. Como si la enfermedad, en esencia, incluyera unos prismáticos”. “Los sueños son recuerdos artísticos”.  “Hay momentos en que el deseo se torna desafiante y pegajoso”.

 

En el universo acústico de Almudena Sánchez todo sucede como en un falso cuento de hadas, cuya luminosidad se degrada a medida que avanzan los miedos, los reveses y los naufragios. Sus escenarios plásticos y cinematográficos, de misteriosas claves, engranajes secretos y tiernas imágenes nos hacen sentir el raro hechizo de una sala de cine a oscuras.

 

A Borges y luego a Piglia debemos el concepto de lector cómplice, el lector como parte integradora en la construcción y desarrollo de la historia. Un lector predispuesto a lo lúdico en la lectura, colaborador en su interpretación y su mensaje, si el relato es lo suficientemente sugerente como para suscitar en él reacciones emocionales de cualquier signo. La acústica de los iglús tampoco admite lecturas indiferentes, solo los lectores cómplices podrán disfrutar enteramente de sus relatos.

 

Tras leer La acústica de los iglús, me vienen a la cabeza las siguientes palabras de Miranda July, escritora, guionista y cineasta norteamericana: “En el arte tienes que quedarte ahí colgado, no sabes qué estás haciendo y de repente todo da un giro y llega el significado y la conexión. Tienes que hacer el trabajo de todos modos con una devoción que roza el rito y luego algo ocurre, como en un matrimonio. Al final todo tiene que ver con el esfuerzo, así es como funcionan las cosas”.  Y realmente funcionan.

 

 

 

 

 

 

Almudena Sánchez, La acústica de los iglús, Barcelona, Caballo de Troya, 2016.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por María José Codes

LA REVISTA INCLUYE EN SU NUEVO NÚMERO TEXTOS DE CARLOS DÍAZ DUFÓO, MANUEL ANTÓNIO PINA, LUCIANO CANFORA Y SOBRE LORRIE MOORE

La revista cultural TURIA publica, en su nuevo número que se distribuirá este mes de marzo en España y otros países, un sumario repleto de interesantes textos inéditos de destacados escritores internacionales. No en vano TURIA siempre ha creído en la universalidad de la cultura, de ahí que en sus sumarios venga llevando a cabo un permanente ejercicio de mestizaje, de integración, que supera toda tentación aislacionista o favorable a establecer falsas fronteras a la creatividad.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

16 de febrero de 2017


Cuando pronuncio la palabra silencio,

lo destruyo

Wislawa Szymborska

 

 

 

 

 

 

Lo que la Sospecha cree oír cuando nada se escucha

ni anda desnuda la Evidencia detrás de las puertas.

Lo que se calla el algodón, lo que la nieve se guarda.

 

Lo que la sordina pretende de la trompeta.

Lo que el silenciador exige a la pistola.

Lo que el dedo índice solicita de los labios.

 

Aquello que el mudo le dijo al sordo no lo debiste contar

si a estas horas pretendías todavía conservarlo.

 

El sigilo del que roba guantes con manoplas de lana,

del que tapa con resina los agujeros de las flautas.

El mutismo del que calla, la reserva del que otorga.

El silencio encendido de las casas vacías

y el eco sofocado de las cosas llenas.

 

Los secretos llevados de la alcoba a la tumba.

En carrozas funerarias. Con ruedas forradas de felpa.

 

Un crespón negro sobre la mordaza blanca.

Un minuto de ruido por el Silencio muerto.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Jiménez Domínguez

16 de febrero de 2017

Sin saber diferenciar entre sangre y barro viejo,

combustible, lágrima, eyaculación, mi boca se cierra 

y se cantea como el filo de un sepulcro.

En presencia de otros hombres 

mi lengua es firme, acepta no probar el resultado.

 

Ellos,

nacidos para el sexo y las corrientes, 

recrean el cielo con el semen del ombligo.

Mi cabeza revestida: anhelo, grieta,

patada.

 

Sin saber apretar tanto las manos, 

golpear tanto los allozos, resisto ante el impulso

de tocarles. Soy bosque y debería ser ejército

-sudor de monedas en la mano,

misiles apretando el cinturón-.

 

Como todo varón conozco mi cuerpo,

germino mis sábanas, aprendo rápido 

a controlar la maquinaria. Rodeado de hombres

afianzo el frío. Deseo

los cuerpos que se me parecen.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Cristian Alcaraz

     Un lejano día a finales de los sesenta, cuando estaba escribiendo con Angelino Fons el guión de Peppermint Frappé, Carlos Saura se encontró por la calle con Rafael Azcona y le pidió que le echara una mano para mejorar el texto. Los dos vivían en Madrid, eran  vecinos del barrio y se conocían desde hacía  una década. Uno y otro ya habían cosechado cierto prestigio, como director y  guionista respectivamente. Saura había triunfado en el Festival de Berlín con La Caza y Azcona  había escrito para Marco Ferrreri y Berlanga.

Cuarenta años después, en 2007,  Rafael Azcona, que estaba gravemente enfermo, contó para el número 85-86 de Turia dedicado a Carlos Saura que nunca se había sentido coguionista de esa película. Aquel encuentro, en el que Saura le pidió que leyera y diera retoques a ese guión, inauguró una colaboración profesional que se prolongaría durante más de veinte años. ¡Ay Carmela¡   fue el último trabajo juntos, aunque esa colaboración había quedado  suspendida un tiempo por  discrepancias sobre La prima Angélica.

  La primera pregunta vuelve a los orígenes de esa relación: ¿Qué aportó  realmente Azcona al  guión de Peppermint Frappé? “Elías Querejeta, como buen productor que era, pensó que el guión de Peppermint era mejorable –empieza reconociendo Saura- y se le ocurrió que interviniera Rafael.  Azcona dijo que el guión estaba muy bien y que sólo habría que eliminar algunas reiteraciones. Así lo hicimos”.

    Después de  esa primera aportación vino La madriguera, una idea de Geraldine Chaplin cuyo guión firman la propia Geraldine, Carlos Saura y Rafael Azcona. Habían pasado dos años desde el estreno de Peppermint Frappé. Lo que le decidió a Saura a pedirle a Rafael que escribiera ese guión fue su convicción de que era “el guionista ideal para trabajar en el tema.  Eso sí la única condición que puse -asegura Carlos Saura - era que no trabajáramos en un café público sino en casa. Rafael aceptó. En todo caso la aportación de Geraldine fue esencial”.

Ambos siguieron recorrido cinematográfico con  El jardín de las delicias y Ana y los Lobos. Entre la amistad y el oficio de escribir establecieron una relación que el propio Saura califica de peculiar.

    “Rafael exigía que antes de escribir una sola letra –explica el realizador- le contaras el argumento de la película, los personajes, los escenarios. Sólo entonces, si le parecía bien, aceptaba la colaboración. Todas las mañanas trabajábamos en casa,  y más tarde en el hotel de la estación de Chamartín que nos venía mejor a los dos porque yo entonces vivía en la Sierra. Rafael era ordenado y metódico. Escribía lo que habíamos hablado y a la mañana siguiente llegaba con varios folios muy bien escritos con las notas que había tomado, más sus aportaciones. Intercambiábamos opiniones, leíamos en voz alta los diálogos hasta dejar el texto más o menos definitivo”.

    ¿Aceptaba él de buen grado correcciones en caso de que hubiera diferencias de criterio?

    “Siempre me he reservado el derecho de escribir la última versión del guión poniendo o quitando aquello que no me parecía bien. Nuestra relación siempre fue cordial y amistosa, pero debo decir que Rafael era una persona más compleja de lo que parecía. No era dado a confidencias y mantenía un cierto misterio sobre su vida. Tenía sus manías, era misógino, nunca me invitó a su piso y guardaba celosamente a su mujer,  tenía amistades que yo no compartía. Creo que a veces sufría porque no se le reconociera su talento como escritor y guionista. En eso tenía razón”.

    La prima Angélica, su quinta y penúltima película juntos les llevó a la ruptura por una diferencia de criterios sobre el personaje de Angélica. Recupero ahora lo que el propio Saura contó  en la conversación que mantuvimos para el número de Turia al que ya nos hemos referido. “Después de haber terminado La prima Angélica me echó en cara que había construido el personaje de la chica como un ser maravilloso. Me harté, estábamos comiendo, y le grité: mira tú eres un idiota. Y ahí nos enfadamos. Le habían dado a la película el premio especial del jurado del Festival de Cannes. Quise celebrarlo con Rafael y entonces en esa comida que estábamos encantados resulta que nos peleamos”. 

    Al leerle ahora aquello que comentó entonces, el director añade: “ya digo que Azcona era a veces una persona complicada, a veces tierna, a veces violenta. Nuestra separación no fue sólo porque yo dibujara al personaje de Angélica como una chica sensible y delicada, cosa que le fastidiaba, sino por otras razones que incluían su rechazo a ciertas escenas de la película”.

    Le recuerdo que Azcona  nos contó  que  Carlos Saura era muy exigente y que cuando trabajaba en algún guión suyo “iba a su casa o quedábamos en la estación de Chamartín con horario, como las asistentas, aunque también recuerda de aquellas jornadas de trabajo los drymartinis que preparaba Geraldine”.

    “No sé cuándo dijo eso, pero es una graciosa frivolidad -comenta Carlos Saura- que no responde a la verdad, aparte de los drymartinis. Es cierto que prefiero trabajar en un lugar aislado, en casa o en cualquier lugar, pero no en el tumulto del café Gijón en donde Rafael solía hacerlo con Luis Berlanga. Yo no sé trabajar así.  El cine que yo hago requiere una cierta concentración y aislamiento.  Creo que esa es la única manera seria de hacer las cosas. Soy una persona solitaria, me gusta trabajar en casa, escuchar música, que siempre me acompaña, escribir, dibujar, hacer fotografías y compartir mi soledad con mi mujer y mis hijos”.

    Unos catorce años después de  aquella ruptura por La prima Angélica,  Saura y Azcona volvieron a trabajar juntos en el guión de ¡Ay Carmela¡ El reencuentro llegó por sugerencia del productor Andrés Vicente Gómez.  

    “Fue Andrés quien me instó a que viera la obra de teatro ¡Ay, Carmela! de José Sanchis Sinisterra,  por si veía la posibilidad de hacer una adaptación al cine. Mientras seguía atentamente la representación, en medio de un público enfervorecido, vi con claridad que la obra de teatro tenía en potencia todo lo que necesitaba para hacer una película sobre la guerra de España. Desde el principio decidí que la historia se desarrollara  linealmente y que Rafael Azcona sería el colaborador perfecto para escribirla. Una de las cosas que más me atraía de la obra teatral era su tono de tragicomedia. Unos años antes yo hubiera sido incapaz  de ver la guerra civil con humor -como hicieron por ejemplo los italianos con la contienda europea - pero en ese momento era distinto, había pasado el tiempo suficiente para poder tener una perspectiva más amplia y no hay duda de que así se podían decir cosas que de otra manera resultaría mucho más difícil, por no decir imposible de contar”.

    Debió  de ser complicado volver a trabajar juntos en el guión de ¡Ay Carmela¡ Pero sobre todo debió de suponer un gran esfuerzo poner nuevamente en marcha su colaboración.

    “El primer encuentro con Rafael no pudo ser más desafortunado –se lamenta Carlos Saura- le encontré  pesado, reiterativo y aburrido. Había cambiado mucho. Había perdido la alegría y el entusiasmo de antes. Ahora era dogmático y afirmaba cualquier cosa con una agresividad y una seguridad  molesta, quizás porque estaba a la defensiva. Era el momento de tomar una decisión. Le dije que  había sido un error llamarle y que era mejor  que nos fuéramos cada uno a nuestra casa. Él estaba de acuerdo. Una vez tomada la decisión me sinceré y le dije todo lo que pensaba sobre su injusta y estúpida postura cuando nos separamos en el restaurante "Jockey" después de La prima Angélica. Le conté lo mucho que me había dolido nuestra ruptura y que hasta ese momento le había considerado un amigo. ¡Yo no tengo amigos!- me replicó Rafael. Pues yo sí -le contesté-, pocos, pero buenos amigos y yo te consideraba uno de ellos. ¡No se puede ser amigo y colaborador! -puntualizó.  ¿Qué quieres de mí? - me preguntó entonces. Le dije que le consideraba  la persona ideal para escribir el guión de ¡Ay, Carmela!. A partir  de ese momento Rafael cambia radicalmente de actitud. Se vuelve otra persona. ¡No me lo puedo creer! Me sorprende su reacción. ¡Esperaba todo lo contrario, incluso estaba preparado para un rapto de violencia!  El caso es que en ese momento volvió a comenzar nuestra colaboración”.

    Le comento a Carlos Saura que quizá después de más de diez años la manera de trabajar de ambos habría cambiado y ello pudo alterar la manera de afrontar el  guión.

    “Con Rafael creamos nuevas situaciones –me responde - y personajes para dar más consistencia al relato. Otros caracteres a los que apenas se alude en la obra de teatro fueron desarrollados con amplitud y adquirieron rango de coprotagonistas. La linealidad de la historia nos permitió  en las poco más de  48 horas durante las  que transcurre la acción hablar de la guerra civil con sus crueldades y contradicciones. Me gustaba mucho que ¡Ay, Carmela! fuera, además, un musical”.

   Saura y Azcona: dos cineastas, un guionista y un director volviendo a trabajar codo con codo, uno al mando casi absoluto, el otro un ser difícil y genial. No debió ser fácil.

    “Mientras trabajábamos redescubrí al Rafael que ya conocía- afirma casi aliviado Carlos Saura- seguía siendo un personaje muy especial, tierno, agresivo, violento, iconoclasta. No fue fácil encajar con él. En nuestra larga y antigua colaboración habíamos tenido sus más y sus menos, aunque desde la actual perspectiva de los años pasados, veo que nuestras diferencias eran pequeñas y se debían más a nuestra terquedad que a otra cosa. En todo caso, en esta nueva etapa era para mí un estímulo y una diversión encontrarme con él todas las mañanas en el bar del hotel de la estación de Chamartín, que volvió a ser nuestro punto de reunión. Sin Rafael yo nunca hubiera podido hacer ¡Ay, Carmela!, que sigue siendo una de mis películas favoritas.       

     Sabemos, porque Carlos Saura nos lo contó en 2007, que  ¡Ay Carmela¡ no ganó el Premio a la mejor película europea en 1990 para disgusto de Bergman. El director sueco había participado en las deliberaciones pero no pudo defender, como hubiera querido, que se hiciera con el galardón. El consuelo fue que  Carmen Maura se llevó, por el papel protagonista, el de mejor actriz europea de aquel año. Luego el musical tragicómico de Faustino y Carmela, entre otros muchos premios, en la quinta edición de los Goya consiguió trece de los quince galardones a los que aspiraba. Entre esos premios Goya se llevó el de mejor guión adaptado que compartieron Saura y Azcona. ¿Cómo lo celebraron? Rafael no era muy aficionado a recoger premios y acudir a galas, ni a la vida social del cine.

   “Fue una gran satisfacción para todos –afirma rotundo Carlos Saura- Creo recordar que Rafael no estaba. Le guardé el Goya que más tarde le entregué”. 

     Le pregunto entonces si, aparte de no haber trabajado juntos durante más de una década mantuvieron la amistad, al menos alguna forma de  relación personal. Azcona volvió a trabajar con Berlanga, escribió en esos años para José Luis García Sánchez, José Luis Cuerda y Fernando Trueba. Y, entre tanto, Carlos Saura siguió su propio camino  escribiendo guiones y dirigiendo películas.

     “La ruptura con Rafael me sirvió para decidirme a escribir en solitario. Escribí -sigue recordando aquellos años- con mucho temor Cría cuervos, y como la cosa funcionó muy bien escribí después Elisa, vida mía; Mamá cumple 100 años,  Carmen, Tango, y algún otro guión. En esa época maduré como escritor y como guionista. 

     Carlos Saura asegura que no se les quedó en el tintero ninguno de  los proyectos que hubieran emprendido juntos y que cuando derivó hacia las películas musicales  “supuso un cambio drástico en mi camino abriéndome un mundo que siempre me había fascinado”. Saura no recuerda que Rafael Azcona apareciera jamás por ninguno de sus rodajes ni de películas con guión suyo. Una vez entregado el libreto nunca se permitió intervenir sobre la marcha de la película.

     Además de trabajar juntos ambos eran amigos, una amistad fuera del mundo del cine.

     “Nuestra relación comienza incluso  antes de mi primera película, Los golfos –rememora Saura- Rafael vivía entonces en un bajo minúsculo de la Avenida de Menéndez y Pelayo, dibujaba y escribía para La Codorniz. Yo creo que malvivía. Ya más adelante se hizo un nombre prestigioso como guionista y cambió de domicilio. A veces nos veíamos tanto en España como en Italia cuando él trabajaba con Ferreri. Ellos se llevaban muy bien. Y también nos veíamos en la época en la que escribía para  Luis Berlanga, por supuesto, y con otros directores. Como ya he dicho, consideraba a Rafael un amigo, un buen amigo, más allá del trabajo común”.

  Repasamos la trayectoria de Carlos Saura en relación a otros cineastas y artistas con los que ha escrito guiones  para  comparar la manera de hacer de unos y otros y entender la diferencia con Azcona. Además de escribir en solitario los guiones de algunas de sus películas, Saura  ha escrito junto a Angelino Fons, Fernando Fernán Gómez, Jean-Claude Carrière, Antonio Gades. Con Elías Querejeta también colaboró en el guión de 33 días proyecto que, a estas alturas y después de varios años intentándolo, y darle muchos quebraderos de cabeza, parece que no saldrá adelante.

     “La idea de 33 días era de Elías –afirma Saura- y fue él quien me llamó para que escribiéramos juntos el guión. Era un amigo y un magnifico productor que nunca se decidió a dirigir, aunque estaba tentado y preparado para ello.  También trabajé con Carrière, una persona maravillosa y un excelente escritor. Con Antonio Gades teníamos una gran complicidad y decidimos firmar juntos el guión y la coreografía en los proyectos que trabajamos juntos en  cine y en teatro, por una razón muy sencilla: consideraba injusto que  la coreografía  no cobrara entonces derechos de autor.  La realidad es que la coreografía le pertenece a Gades y el guión lo escribí yo.  Cada uno de ellos era diferente en su manera de trabajar, incluido Rafael”.

    Esta conversación  la hemos mantenido mientras Carlos Saura preparaba  las maletas para volar a Buenos Aires. En su casa de Collado Mediano hablamos hace años entre jaras, libros, películas, cámaras de fotos, storyboards, de muchos temas, incluido lo que hemos recordado de Azcona. Ahora parece resignado a que una vez más se frustre el rodaje de 33 días,  ese guión sobre el tiempo en el que Pablo Picasso estuvo  pintando el Guernica y para el que  Antonio Banderas debía interpretar al pintor malagueño. Ya camino del aeropuerto de Barajas me confirma que, por problemas de producción,  no saldrá adelante. Pero Carlos Saura tiene ímpetu y está lleno de proyectos. En Buenos Aires se ha pasado la primavera austral  en el Galpón de la Boca, unos estudios en los que ha estado rodando un musical sobre “chacareras, zambas y todo el folclore argentino que me ha gustado desde pequeño como el flamenco o el fado”. De nuevo en España tiene previsto rodar otro musical en la India. Ya nunca podrá trabajar con Rafael Azcona pero del guionista y amigo fallecido aprendió mucho del arte de escribir guiones: “durante años, Rafael Azcona fue mi compañero de viaje y colaborador. A  él le debo,  entre otras cosas, el rigor en la escritura de un guión. Aprendí mucho a su lado”.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Larrocha

   Al morir hace casi cuatro años una de las figuras más sobresalientes del panorama humanístico español, el merecido homenaje a una trayectoria donde ha prevalecido la clarividencia y la honestidad y el compromiso ético con los más desfavorecidos, se hace necesario, ahora que se cumple el centenario de su nacimiento.

   Desde su nacimiento en Barcelona el 1 de febrero de 1917 hasta su muerte el 8 de abril del 2013, podemos descubrir un camino donde el esfuerzo y el afán por comprometerse éticamente con los demás es clave.

   Al año de nacer, su familia se trasladó a Tánger (Marruecos), donde vivió hasta los trece años, en 1936 fue movilizado por el ejército republicano en la Guerra Civil española, combatiendo en el batallón anarquista. Sus peripecias en la Guerra son clave para entender cómo se fraguará después un hombre pacífico, que defenderá los valores del diálogo y la honestidad con el mundo. Después de esos años de contienda pasados en Cataluña, Guadalajara y Huete (Cuenca), es reclutado por el bando sublevado.

   Este cambio de bando no va a mermar su forma de ver el mundo, atendiendo ese reclutamiento a los avatares del destino. Obtuvo plaza de funcionario de aduanas en Santander, trasladándose luego a Madrid, donde en 1944 contrae matrimonio con Isabel Pellicer y realizó sus estudios universitarios de Ciencias Económicas, que finalizó en 1947 con Premio Extraordinario.

   Su trabajo en el Banco Exterior de España se combina con sus clases en la Universidad. Llega en 1955 a ser Catedrático de Estructura Económica por la  Universidad Complutense de Madrid, puesto que ocupará hasta 1969.

   De este período destaca su necesidad de escribir teatro, Un sitio para vivir, también estudios económicos como Realidad económica y análisis estructural y El futuro europeo de España.

    En el año 1965 y 1966, decide irse como profesor visitante a las Universidades de Salford y Liverpool, tras la destitución de los catedráticos López Aranguren y Tierno Galván.

   A su vuelta a España, pide la excedencia en la Universidad Complutense y publica El caballo desnudo, una sátira sobre la situación del país. En 1976 vuelve al Banco Exterior de España, como economista asesor. En 1977, fue nombrado senador por designación real, en las primeras Cortes democráticas, puesto que ocuparía hasta 1979.

   Al jubilarse, se dedica plenamente a escribir, dando lugar a una obra fecunda y de notable interés donde prevalece un humanismo necesario para entender el mundo. Escribe Octubre, Octubre, La sonrisa etrusca y La vieja sirena, entre otras. Su mujer, Pilar Pellicer, muere en 1986.

   En 1990 fue nombrado miembro de la Real Academia Española, con un discurso de ingreso basado en la tolerancia y el amor.

   Se casó con Olga Lucas de Torre, escritora, poetisa y traductora, en el año 2003, pasando largas temporadas en Tenerife donde escribe su novela La senda del drago.

   Se ha convertido en un referente fundamental para generaciones más jóvenes, donde la reflexión y el deseo de una regeneración política para acercarse al pueblo y a sus verdaderos valores, ha triunfado para muchos. Sampedro se ha considerado un indignado más, porque considera que el poder económico, con sus terribles fauces ha anulado a muchas personas, se ha impuesto como el gran lobo que ha de devorar a sus hijos, donde políticos corruptos e ineficaces pueden aniquilar literalmente derechos sociales sin que se les mueva una sola ceja. Sampedro, estoy seguro, sufría en los últimos años de su vida, de este deterioro imparable de las Instituciones de su querido país, sembradas de políticos corruptos, juicios donde la impunidad para los poderosos prevalece y una Monarquía en grave crisis de credibilidad.

   Pero Sampedro también fue un hombre de palabra verdadera, que dejó en una narrativa que pretendo analizar en las siguientes páginas, en tres ejemplos interesantes, el amor a los demás en Conferencia en Estocolmo (1952), a la Naturaleza en El río que nos lleva (1961), el amor a los demás en  uno de sus libros más bellos La sonrisa etrusca (1985), tres ejemplos de gran literatura, donde Sampedro nos dice que somos algo más que números, somos seres que habitan en las incertidumbres, pero llenos de alma y de luz, un potencial que en sus novelas no deja de brillar.

UN NARRADOR DE MIRADA LÚCIDA Y VERDADERA

   En Congreso en Estocolmo (1952) asistimos al encuentro de seres que aman la cultura, donde sobrevuela el tema de la amistad y del amor en un marco aparentemente austero, el del paisaje nórdico de Estocolmo.

   La amistad aparece trenzada como un valor que se va hilvanando, demostrando que, para el novelista, esta es una virtud necesaria para ser feliz, los hombres y mujeres que se contagian de la amistad tienen un alto sentido ético, conocen el esfuerzo y saben compartirlo, en una suerte de generosidad que es la que practicó Sampedro a lo largo de su vida:

“Y volver a hablar de la amistad, a tratar de definirla, a permitirla él y a aceptarla ella. En el fondo, a saborear la palabra y todos sus indefinibles armónicos y cautivaodras resonancias”.

   El narrador sabe que la palabra es tesoro, precioso don donde conviven hombres y mujeres que saben que el lenguaje precisa el entendimiento ético que hay en el ser humano, solo así el lenguaje es limpio y verdadero.

   Pero también la ciudad de Estocolmo, como si el narrador se hallase encandilado de sus aguas, aparece definido en este precioso párrafo del libro:

“La ciudad era todavía más exquisita bajo la lluvia mansa. Todo el colorido diverso de las fachadas adquiría delicados tonos de pastel y los tejados de verde cadernillo relucían concentrando suavemente la luz”.

   Paisaje que va dejando sus poros en sus habitantes, llenando de fulgor a los seres, como si se impregnasen de la luz de la ciudad nórdica, fría y cercana a la vez, como el amor y la amistad.

Karin, Klara, son seres hechos con el molde de la vida, con sus luces y sombras, en ese ámbito elegante de Estocolmo.

   Llegó El río que nos lleva (1961), novela desbordante donde la figura de los gancheros que se encaraman al río Tajo, poniendo en riesgo su vida para coger los troncos que van arrojando los árboles, nos seduce, novela hermosa, donde las descripciones se convierten en mosaicos de luz, en cuadros que el cine llevará más tarde a la pantalla, lo que demuestra el sentido narrativo de Sampedro para crear una novela de gran hondura:

“Sintió muy inmediato la atracción de un remolino, pero lo salvó sin soltar al chico, aunque hundiéndose. Un golpe de piernas contra el forro fangoso le impulsó hacia arriba con su presa; pero casi falto de aire y turbia la vista, salió por donde pudo”.

   El Tajo como el río que lleva la vida de los hombres, expuestos al peligro de su trabajo, heridos por la vida, seres a la deriva, como la novela se encarga de contar. Don Pedro, El Seco, Paula, son espejos de la vida dura de los gancheros.

   También los diálogos sirven para entender el esfuerzo del narrador para que los personajes nos lleguen, se aproximen a nosotros, se conviertan en seres reales, tan verdaderos como nuestras propias sombras y luces ante la vida:
“Y contrata a la gente, se bebe la salida pa animarse y, ¡hala!, a trajinar… Yo, que andaba aburrío, pues me enganché…”.

   La Naturaleza, lugar de remanso, pero devastadora también, donde los gancheros sirven su vida como ofrenda, para contarnos esta historia que va calando, con el paisaje como fondo, porque la novela destila belleza en cada página:

“Detrás de la casa estaba la pequeña represa. Por las grietas del azul se escapaba el agua, pero aún retenía un estanque increíblemente quieto, lleno de ovas y musgo, en la fría muerte invernal agravando su desolación”.

   Novela culminante, donde los personajes se meten dentro de nosotros, su compromiso ético con la vida es espejo del novelista, convertido en hombre entregado al don de la narración, donde todos podemos mirar mundos parecidos y lejanos al nuestro.

   Por último, un reflejo de la bondad de Sampedro ante sus personajes fue La sonrisa etrusca, donde el novelista cuenta la vida de un hombre en la culminación de sus días, un hombre que encuentra en su nieto un confidente para reflexionar sobre la vida, desde dos prismas, el que da la experiencia y el que da la inocencia, dos reversos de un tiempo relativamente corto, pero que va dejando en nosotros un poso imborrable, que perdurará en el tiempo:

“La tortura del viejo culmina en el dolor de ese silencio que, aun cuando previsto, le desgarra. Se descubre empapado de sudor, imagina a la víctima vencida, al niño más solo que nunca, sin fe ya ni en ese viejo con el que había sellado un pacto; en cuyos brazos se refugió momentos antes y que ya le había traicionado…”.

    Resumen magnífico de dos mundos, dos seres que abren y cierran la vida, donde Sampedro medita, para que la visión ética de un mundo cuya desolación no le impide seguir soñando, ese sueño que ha interrumpido la muerte, ya en sus noventa y seis años, indignado con lo que, como diría Lorca, muerden a los hombres que no sueñan.

   Sampedro no morirá, porque más allá de su literatura, brillante desde luego, queda un hombre de mirada honda y limpia, tan necesaria en estos tiempos.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

    Antonio Gamoneda canta y lo hace así, con el verso hondo y claro, como dijo Miguel Casado en su artículo publicado en La República de las Letras en el número de noviembre y diciembre del 2007, titulado “En el espacio de la poesía moderna”: “Pero la escritura transparente también es un modo de desvelamiento, no sólo formal, sino de lo que subyace; la escritura transparente revela lo que está debajo”.

    Y es la escritura transparente la que enuncia el poema de Gamoneda, ese verso claro y diáfano, casi cristalino que abre sus ventanas a un eco amoroso.

   Como dice Miguel Casado en el artículo citado, la escritura transparente hace visible aquello que trasparece, lo que está debajo.

   Su canto a la madre es una muestra de afecto, como cuando el poeta dice en “Hablo con mi madre”: “Mamá: quiero olvidar todas las cosas / en el final de mi respiración que canta”.

    Si la escritura es “transparente”, todo lo que canta se revela, tiene destellos, halos de luminosidad.

    Pero Gamoneda sabe que decir la verdad en el verso es callar también porque:

“Sé que el único canto / la única poesía / es la que calla y aún ama este mundo”.

    Por ello, en los poemas de Gamoneda hay huecos, son silencios que desvelan la imposibilidad de decirlo todo, de sincerarse ante el mundo, late el eco de la duda ante la existencia, siempre en continuo desvelamiento, como si abriese telones y cerrase espacios abiertos, todo en eterna contradicción.

   Hay poemas de Gamoneda como “Geología”, “Paisaje”, “Invierno”, donde el poeta calla en el verso la hondura del mundo, busca en lo cotidiano, en los objetos y utensilios de cada día aquello que enuncia la verdad, en una sartén, en una cesta, cualquier objeto es presencia, no nos lleva a los terrenos inhóspitos del pensamientos, donde todo es duda y temor, lo verdadero se revela y se hace canto.

    Como le ocurrió a Blas de Otero en su libro de 1955 Pido la paz y la palabra, Gamoneda, como dijo Ildefonso Rodríguez, es el poeta ciego, el Homero que abre los ojos y descubre el poema en la verdad de los objetos cotidianos, su poesía se socializa, olvida todo lo anterior y entra en contacto con el mundo, se hace verdadera, cuando, como le ocurrió a Aleixandre en Historia del corazón toma contacto con los otros hombres y con los objetos cotidianos, que le alejan ya para siempre de toda trascendencia.

   El poeta considera que “mi canto está mal hecho”, Gamoneda cree que la denuncia no vale, es insuficiente, si en el poeta no late un verso revelador, que enseñe el lenguaje de cada día, que se identifique así con el pueblo.

   Dice el poeta: “Fui ciego / como piedra de cripta hasta que un día / vi en el mundo las cosas verdaderas”. Poeta atravesado por la verdad, cuya fe manifiesta, ciego del mundo, cuya revelación no llega hasta su libro Blues castellano.

    Si la poesía vivía en sus primeros libros como Sublevación inmóvil (1960), Gamoneda  no ha encontrado todavía el lenguaje verdadero, ese que le una al mundo, aún vive entre luces y sombras, entre el misterio del pecado original y la intrascendencia humana.

    Será después cuando abra ese caudal, en Blues castellano hay un apartamiento de la indignidad del mundo, Gamoneda se siente avergonzado de ese lenguaje anterior, solo y desvalido ante sus propios espejismos, quiere compartir y dar a los otros su verdad, entender el mundo que lo rodea y serle fiel. Para llegar a los demás solo existe el dolor que vive dentro de su piel.

    En Blues castellano hay un llanto a secas, por la vida, la injusticia y el dolor que late en todo, por la respiración de las cosas, las oye como si encontrara el oxígeno que necesita para volver a enfrentarse al mundo. A través de un nuevo lenguaje, el poeta encuentra su íntimo decir que está con los otros, en sintonía y armonía vital.

    Pero las palabras de Ángel Luis Prieto de Paula en su artículo de República de las Letras, en el citado número dedicado a Gamoneda, nos aclara el pasado que ha vivido en él y que hace necesario ese nuevo ser ante el mundo. El artículo se titula: “El sabor de la desaparición en Antonio Gamoneda” y dice el prestigioso profesor e investigador que Gamoneda fue un niño de la guerra y eso le marcó, su poesía se basó en ese tiempo de dolor, hasta que en “Descripción de la mentira” reflejó “su fracaso histórico y temporal”. Ya en ese libro, de 1977, se revela el deseo de cambia, de unirse al mundo, de encontrar un nuevo verso, que culminará en Blues castellano y que recopilará en Edad (1987), un libro que recoge una antología de su poesía, publicado en Cátedra.

    Coincide Antonio Colinas con Prieto de Paula en que Descripción de la mentira es el comienzo de ese cambio en su poesía, cuando comienza la palabra verdadera, palabra-origen, en la senda de Valente, comienzo de un nuevo lenguaje que cobra todo su sentido en su famoso Blues castellano.

     Concluyo diciendo que Gamoneda es un poeta de verso llano y profundo, que revela al ser que vivió la Guerra Civil de niño y que vivió una dura posguerra, ese ser que encuentra en los demás el verdadero sentido de una obra poética de altura que hay que celebrar.

    

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

27 de enero de 2017

Ha muerto Gracq, me dijeron. Yo estaba en París, en el café Bonaparte, cuando supe que había muerto Gracq aquella misma mañana. En un primer momento, a pesar de la edad del escritor, 97 años, permanecí incrédulo ante la noticia. Yo acababa de llegar aquel mismo día a París y no podía creer que, a las pocas horas de volver a estar en aquella ciudad, se hubiera muerto Gracq, precisamente el escritor sobre el que en mi casa de Barcelona, poco antes de subirme al avión, acababa de escribir un texto de homenaje que había enviado al suplemento Babelia. Ahora tenía que pensar a Gracq de una forma ligeramente distinta. Lo imaginé inmortal. Recordé que, en A lo largo del camino[1],  Gracq decía que lo que llamamos inmortalidad no es a menudo sino una continuidad mínima de existencias en biblioteca, capaces de ser movilizadas de vez en cuando para avalar la moda o el carácter literario de la época.

 

La continuidad mínima de existencia de la obra de Gracq en bibliotecas está sobradamente asegurada y sería una sorpresa que sucediera lo contrario, pues ya en vida era un clásico. Perdurará su genial El mar de las Sirtes[2], pero perdurará también sin duda su obra ensayística, ya que contiene opiniones sobre la literatura francesa que no pasarán de moda; son comentarios muy penetrantes, de una agudeza singular, en los que para los autores comentados tiene críticas, movimientos que reprobar, pero también palabras de admiración que componen fragmentos que respiran una pasión por la literatura difícilmente igualable. Gracq comunicaba pasión por la lectura. Tiene precisamente comentarios muy perspicaces acerca del arte de la lectura y las diferentes variantes del mismo: “Es divertido pasar del Diario de Gide a los Cuadernos de Valéry: de un espíritu que sólo se anima con sus lecturas a otro a quien la producción mental ajena ofusca, y que sólo admite a título de corroboración –muy a menudo indeseada- de su propio pensamiento. Quienquiera que piense, y piense al margen de él, lo arremete: es de aquellos para quienes los libros de los otros invaden por naturaleza su espacio vital propio, y sienten la concreción de un pensamiento ajeno como una medio insolencia”[3].

 

Como lector, Gracq estaba mucho más próximo a Gide, por supuesto. Aunque  inmensamente crítico con lo que leía, era generoso. Era un cazador de fragmentos que intuía que podían describir en su esencia misma la poética de un escritor. Así sucede, por poner un solo ejemplo, con un fragmento de Valéry Larbaud en Gaston d´Ercoule, que a Gracq le parece más que suficiente para comprender la naturaleza de la escritura feliz de ese autor: “Estación, en una tarde de verano: el mundo abierto de par en par y tranquilo y luminoso en los extremos de la bóveda”.

 

No se puede estar más alegre y abierto al mundo que Larbaud en ese fragmento. Como lector, al igual que Gide, Gracq también estaba extraordinariamente abierto al mundo. Es la antitesis del lector egocéntrico y avaro;  de Paul Valéry a fin de cuentas. A éste le definió así: “Sombrío exclusivamente mental que se desarrolla a partir de un pensamiento esencialmente fragmentario, parecido a esas soberanías desmigajadas y dispersas del antiguo Sacro Imperio, para las cuales cualquier masa estatal limítrofe significaba peligro”.

 

Al “sombrío exclusivamente mental”, Gracq oponía la apertura al mundo de Gide o la alegría de Larbaud, ambas procedentes de su escritor posiblemente más admirado y que a mí me parece que era Stendhal, de quien nos dice: “No tiene maravillas concretas, mientras que un Huysmans sólo tiene de éstas. En la página de Stendhal hay diez veces menos que espigar para el discurso francés de un candidato que en la de Balzac o Flaubert; como novelista, sólo destaca por sus conjuntos, porque reside aproximadamente en su movimiento (siempre ese allegro del que hablaba el otro día, verdaderamente, en toda la extensión de la palabra, vivace: ser sensible o no, es casi una cuestión de ritmo mental, de longitud de onda íntima: el alegro de Mozart me parece tan excesivo como me alegra el de Stendhal”[4].

Esa justa medida de la alegría de Stendhal es la que complace a Gracq, sospechamos que rendido metafóricamente siempre ante la alegría contenida, pero general, de su maestro. Es como en el amor. Podemos amar detalles, pero cuando amamos el conjunto, amamos su alegría y ritmo generales, estamos sin duda perdidamente enamorados, no hay disimulo posible.

 

La sombra de Stendhal se proyecta en los libros de ficción de Gracq, como en Los ojos del bosque[5], por ejemplo. Recuerdo los días en que, al encargarme una editorial un breve prólogo a una edición de bolsillo de ese libro, decidí preparar el prefacio retirándome por una temporada  a un albergue en los confines de las Árdenas, donde me sentí feliz, instalado deliberadamente en un tiempo muerto parecido al de la  drôle de guerre de las Árdenas en la que se enmarca la acción de la novela. Me sentí perfecto viviendo con la alegría de Larbaud y de Stendhal en esa especie de tiempo paralizado, casi irreal, mezcla de drôle de guerre y de no tener nada que hacer salvo planear un prólogo. Me pasaba el día leyendo, escribiendo, por decirlo en términos de título de un libro de Gracq[6] . Era mi forma de revivir la experiencia del oficial Grange, el personaje central de la novela. La verdad es que necesitaba yo hacer algo así para recuperarme de las heridas de la vida mundana, necesitaba eso tanto como vivir en la confianza de que un día podría volver a vivir de nuevo en la discreción y la tranquilidad de los años de mi juventud, aquellos en los que se desarrolló mi primera etapa como escritor: volver a los días en que Marcel Duchamp  –cuyas tomas de posición ante la vida y el arte creo que  tienen puntos en común con Gracq-  era mi modelo existencial. Y era mi modelo por su discreción, geometría, clasicismo, elegancia y calma.

 

Fueron días felices, de prólogo lento y jamás tan disfrutado.  Desde el balcón de mi cuarto de albergue se divisaba toda esa zona boscosa que es el escenario de la búsqueda interior del joven oficial francés Grange en Los ojos del bosque. Estaba yo bien cerca de los lugares donde transcurría la acción de esta novela que  Gracq  había publicado en 1958 y  que fue  la última de las suyas, pues tras ella se desvió del camino narrativo adentrándose en sus cuadernos de notas y en otras obras fragmentarias de orden ensayístico.

 

Allí en las Ardenas, en mi balcón sobre el bosque, descubrí o confirmé (ya no recuerdo) que en su deseo de preservarse, de no ser molestado, de decir no, en definitiva, en  ese “dejadme en mi rincón y pasad de largo” que Gracq atribuía a su ascendencia vendeana, se oían sin duda los ecos esenciales de Hölderlin y de Robert Walser; ecos  que, a fin de cuentas, convivían con los de los antepasados del escritor, aquellos hombres que vencieron, masacraron en sus tierras a las tropas de la Convención. De hecho, Gracq fue siempre un digno heredero de ellos, un gran experto en resistir a París. Basta recordar cuando en 1951 rechazó el premio Goncourt. Fue asimismo un superviviente y un resistente de la escritura desde su legendaria La literatura en el estómago, libro profético que avanzaba el circo mediático actual. Que no haya edición española de ese panfleto debe atribuirse a las perversidades del propio mercado. Ahí, en ese opúsculo, Gracq lo dice todo sobre lo que pasa ahora –ahora mismo- en el mundillo de la literatura.

 

André Bretón consideró surrealista a Gracq cuando éste en 1938  publicó El castillo de Argol[7],  su primera novela. Pero yo creo que esa alabanza hablaba más del tradicionalismo profundo de Breton que del propio Gracq, pues en realidad  el autor de  Los ojos del bosque  poco tiene  de experimental  y lo que traía a colación con su castillo de Argol era nada menos que la leyenda del Santo Grial, tratada con una sagrada seriedad que hoy desconocen los Dan Brown de turno.  Tal vez lo que revelaban los elogios de Breton era lo mucho que había en el surrealismo de clasicismo y  de feliz regreso al simbolismo medieval. Después de todo, para Gracq ir tras el Grial era, más que buscar un objeto milagroso, cifrar la esencia de la condición humana. Cifrarla fue siempre su objetivo y yo creo que la cifró, por ejemplo, cuando habló del vacío y del grito de la zumaya en la linde más cercana a los ojos de aquel bosque lleno de terrores ante el que me asomé yo durante unas semanas mientras escribía mi prólogo feliz.

 

Gracq ha muerto. Al releer recientemente El mar de las Sirtes, me ha parecido ver que esta novela se halla muy conectada con el aire de nuestro tiempo y alineada con lo más renovador de las tendencias narrativas de estos comienzos de siglo. No deja de ser sorprendente que esto ocurra con un libro que, cuando apareció en 1951, fue visto como una narración brillantemente anticuada, de un sublime clasicismo extemporáneo. Pero lo cierto es que, releída ahora, El mar de las Sirtes no sólo parece contener  la belleza extrema de la más absoluta modernidad, sino que, además, se diría que, cargada de la electricidad estática de una vieja biblioteca, esta novela se proyecta de forma inquietante, como el propio volcán Tängri de su séptimo capítulo, hacia nuestro futuro.

 

 Justo es reconocer que también yo la vi de forma parecida, como brillantemente anclada en el pasado, cuando hace unos años pude leerla por primera vez en la magnífica traducción al español de José Escué. Reconocí ya entonces muchas de sus virtudes (precisión verbal, rigor de la lengua y sintaxis implacable: formalismo de carácter esencial, donde la elaboración por medio de las palabras respondía a un fondo concreto, a un pensamiento, a una concepción muy elevada del arte),  pero  me equivoqué al creer que El mar de las Sirtes, por sus aciertos formales y sus ecos decimonónicos, sería estudiada en el futuro, en amable asincronía, al lado de las obras de Balzac o Stendhal.

 

Releída ahora, lo primero que me ha parecido ver es que  su método narrativo es sorprendentemente contemporáneo, pues acoge con hospitalidad variadas tendencias literarias que el autor absorbe, intertextualiza y transforma, lo que le relaciona, aunque sea sólo de forma oblicua, con ciertas técnicas posmodernas o, mejor dicho, borgianas de trabajo. Y es que El mar de las Sirtes no sólo se alimenta de los materiales que le proporciona la vida, sino que también crece, misteriosamente, sobre otros libros. Esto no hace más que confirmarnos que, como dice Gracq, el genio no es más que una aportación de bacterias particulares, una delicada química individual en medio de la cual un espíritu nuevo absorbe, transforma y, finalmente, restituye, con una forma inédita, no el mundo en bruto, sino más bien la enorme materia literaria que le precede.

 

En El mar de las Sirtes esta delicada operación con la materia literaria se ha hecho, por otra parte, fondeando en las aguas de la tradición más noble y más radicalmente revolucionaria de la poesía. Y ésta es una de las vertientes por las que entronca con lo más avanzado de las tendencias novelísticas actuales, porque seguramente la novela del siglo XXI poseerá altos registros poéticos, o no será.  Sospecho que Gracq es nuestro contemporáneo también en este aspecto. Es, ante todo, un poeta de la novela, como lo prueba el hecho de que Nerval,  Rimbaud y Breton vertebren El mar de las Sirtes confirmando, de pasada,  que escribir se relaciona raramente con un impulso plenamente autónomo: “El mimetismo espontáneo cuenta mucho: no hay escritores sin inserción en una cadena de escritores ininterrumpida”. 

 

De Nerval  extrae el lenguaje de la locura, de la libertad expresiva en su faceta más vagabunda, y encuentra en este autor una inyección omnipresente del recuerdo, “una canción del tiempo pasado que vuela y que se desarrolla a partir de las llamadas incluso más tenues de lo reciente como de lo lejano, y que no veo en ningún otro escritor”. Con Rimbaud le ocurre algo por el estilo, con el añadido de que es un autor que indefectiblemente siempre le sobrecoge y le fascina hasta el punto de caer hipnotizado bajo su influjo  de la misma manera que puede retenerle en su balcón durante horas una tarde de mal tiempo en Sion: “furor deshecho que se concentra virgen de nuevo,  inconcebible desencadenamiento de energía equivocada”. Y en cuanto a Breton lo esencial de la obra de éste lo halla en Nadja y su alma errante capaz de vivir acontecimientos previstos con anterioridad y de llevar al lector y al autor  por una realidad donde todo es insólito.

 

El vagabundeo libre y a veces anticipatorio de Nerval y Nadja, la configuración psíquica tormentosa de Rimbaud, los signos exteriores procesados por una mente sesgadamente surrealista, todo eso forma parte de la configuración de El mar de las Sirtes. Cuando la percibimos ahora tan contemporánea, comenzamos a explicarnos las reacciones de estupor o de altivo menosprecio que provocaron sus innovadoras bacterias literarias entre los supuestos genios que triunfaban por aquellos días  –eran tiempos modernos- de 1951, el año en el que apareció el “anticuado” libro de Gracq y  fue premiado con aquel legendario Goncourt que rechazó.

 

Una tenebrosa intuición de futuro está extrañamente agazapada a lo largo de la luz fría de Syrtes y de la morosa espera que cruza  toda la trama de esta novela en la que Gracq nos va contando cómo se aísla el espíritu de la historia a base de concentrar el proceso que llevó a la explosión de una guerra, tal como él lo vivió antes de 1939. Y es que al  tiempo que nos cuenta todo esto, va dirigiendo sus espirituales pasos hacia una visión, más bien escalofriante, del terrorífico y estéril, tembloroso porvenir que a Occidente le espera. Porque ahí está otro de los aspectos que hacen tan actual a este libro. Percibe el futuro. Debido  a esto, la misma novela es una sorprendente aproximación a  lo que nos está sucediendo ahora, es la narración  de una espera y  el anuncio de una renovación que nunca llega, una historia de iniciación, y naturalmente la oscilación entre el secreto y una posible revelación, que, a través casi siempre del enfrentamiento con la muerte, resulta ser al final la revelación del relato en sí, la triunfal afirmación de la literatura sobre el mundo. Esa  gloriosa afirmación no hace más que confirmar que nos encontramos ante un libro excepcional sobre nuestro presente, un libro que quizás estemos comenzando a poder leer hoy, puesto que nos habla, a través de su  noble y moroso palabreo intertextual, de nuestra veneciana  decadencia de ahora.

 

Y si digo veneciana es porque la trama, que sirve de pretexto para intentar descifrar y aislar el espíritu de la historia   se ocupa de un imaginario lugar, el señorío de Orsenna, que es una especie de Venecia en los días de su ocaso final y dónde  el héroe rompe con su vida fácil y pide ser destinado al sur, en la línea fronteriza de las Sirtes, descubriendo allí una guerra olvidada entre dos estados ficticios, enfrentados desde hace siglos por motivos que ya ni se recuerdan. Esta historia de El mar de las Sirtes  posee una trama tan lenta como el atardecer terrible de una civilización de antiguo esplendor, ya apagándose. Estamos ante una novela de la inactividad y  de la ensoñación solitaria y de un contagio nebuloso entre la trama y el estilo.

 

La trama se arrastra detrás del estilo, que avanza a zancadas. Y es en el fondo una trama de luz fría y terriblemente moderna,  importando poco si es  ficción o realidad, verdad o mentira. Muy especialmente con libros como el de Gracq  poco importa resolver esa trasnochada disyuntiva, y digo trasnochada pues, a fin de cuentas,  la tarea de la literatura ha sido siempre ocuparse del sentido y no de la verdad, y esto que digo es algo que no por casualidad parece que sólo tienen  realmente presente los narradores de vanguardia de estos  principios de siglo XXI.

 

Por literatura de percepción  no entiendo una literatura profética, porque ésta es algo muy distinto y sin duda nada interesante.  Por El mar de las Sirtes  lo que fluye es  una extraña retahíla de iluminaciones de estirpe rimbaudiana, algo así como una gran sabiduría de percepción del futuro, en la línea de un Kafka, por ejemplo. Como se sabe, uno de los aspectos más seductores de la literatura se encuentra en el hecho de que algunas veces puede ser algo así como un espejo que se adelanta; un espejo que, como algunos relojes, tiene la capacidad de avanzarse. Kafka fue un buen ejemplo de esto porque percibió hacia donde evolucionaría la distancia entre estado e individuo, máquina de poder e individuo, singularidad y colectividad, masa y ser ciudadano. Kafka vio el panorama más allá en la evolución. Eso explica que le gustara tanto otro libro de marcado acento perceptivo, Bouvard et Pecuchet, donde hay ya un espléndido diagnóstico de cómo la estupidez avanzará imparable en el mundo occidental. El libro de Gracq se sitúa en esta corriente de escritores con espejos que tienen la capacidad de adelantarse. Parece conocer el núcleo de nuestro problema actual: la situación de absoluta imposibilidad, de impotencia del individuo frente a la máquina devastadora del poder, del sistema político.

 

Hasta el siglo diecinueve, el gran político y el gran escritor podían confluir en una similitud solidaria de lenguajes. La novela decimonónica retrataba el mundo con las mismas categorías que presidían la labor del político que construía el mundo. La literatura podía ser  central, colocarse en el centro del devenir histórico. En el siglo veinte, aquella solidaridad se quebró. El político y el escritor, la historia y la poesía, comenzaron a hablar dos lenguajes diferentes e incompatibles. Sus  mundos empezaron  a no coincidir uno con otro. Flaubert primero y Kafka después fueron los maestros  de esta sutil, decisiva inversión. Musil iba a ser el último de este brillante eslabón cerrándolo con su monumental obra abierta, El hombre sin atributos, donde presentaba un nuevo modo de narrar que se constituía en un permanente ensayo de la vida. Su obra cerró todo un ciclo de la narrativa europea,  y para algunos fue el último de nuestros novelistas, pues terminada la segunda guerra mundial, ya no quedó nada narrable en el continente. Hoy, en lo que entendemos por nuestro presente, ya puede decirse que no pasa nada, porque en realidad todo ya ha pasado, todo acabó. Ahí creo que habría que inscribir ese “Cela c´est passé”, que es una de las palabras clave de Rimbaud  y a la que el propio Gracq dice que no se le concede la atención que merecería.

 

 Esa calma y esas descripciones surrealizadas de paisajes que siguen  a todo eso que cesó podría ser el contexto en el que Gracq  sitúa la trama de su novela, cuya inactiva  acción  sucede en una especie de inmensa sala de espera que recuerda a una ciudad de antiguos esplendores como Venecia en los días de su decadencia final, o al mismísimo  apagado crepúsculo occidental de nuestros días. Y sí, en efecto. Todo eso estaría dando pleno sentido a que un escritor, tan consciente de la asimetría con el lenguaje político como Gracq, viviera durante tantos años apartado radicalmente. Para bien o para mal (probablemente para lo segundo), en Occidente el brillo y horror de otro tiempo se fue y todo ahora ya pasó. Toda la historia europea ha acabado por ser la historia de un gran vacío provocado por ese inmenso orgullo de pensar que, muertos los dioses, nosotros somos lo único  inmortal que existe. Ese extraordinario desafío nos llevó a la conquista del mundo. Y es que, como dice Félix de Azúa, un vacío tan grande nos provocó tal desesperación que inevitablemente terminamos por convertirnos en la cultura más guerrera que ha existido nunca. ¿Para qué? No lo sabemos. Es la nuestra una pura actividad sin fin, una enloquecida carrera hacia la nada. Y ese es  precisamente el paisaje moral y literario que  prefigura Gracq en su tan  perceptiva El mar de las Sirtes, publicada nueve años después de la muerte de Musil –sin que eso signifique más que eso: nueve años después-  y donde el género novelístico es abordado  como género supremo de la utopía y como instrumento idóneo para enseñorearse nuevamente de la irrealidad  en una época en la que –precisamente lo mismo que está sucediendo en nuestros días- la realidad está  perdiendo todo sentido si no es que lo perdió ya del todo.

 

 Toda esa atmósfera gracquiana alcanza en El mar de las Sirtes su cumbre máxima cuando, en el séptimo capítulo, vemos aparecer, fantasmagórico, el volcán Tängri, una montaña salida del mar, un cono blanco y nevado flotando como un alba lunar sobre un tenue velo morado que lo despega del horizonte. A veces esa memorable iluminación, esa imagen volcánica me evoca al propio Gracq  y su papel –creo que va a crecer después de su muerte-  en la historia de la renovación de las tendencias narrativas: “Allí estaba. Su luz fría irradiaba como un manantial de silencio con una virginidad desierta y constelada de estrellas”.

 

 



[1] J. Gracq, A lo largo del camino, Acantilado, Barcelona, 2008.

[2] J. Gracq, El mar de las Sirtes, Mondadori/Debolsillo, Barcelona, 2006.

[3] J. Gracq, A lo largo del camino, Acantilado, Barcelona, 2008.

[4] J. Gracq, Leyendo, escribiendo, Fuentetaja, Madrid, 2005

[5] J. Gracq, Los ojos del bosque, Mondadori/Debolsillo, Barcelona, 2006.

[6] J. Gracq, Leyendo, escribiendo, Fuentetaja, Madrid, 2005

[7] J. Gracq, El castillo de Argol,, Mondadori/Debolsillo, Barcelona, 2006.

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Vila-Matas

En los últimos tiempos, las librerías se han llenado de textos que abordan el problema de la desigualdad. Fruto de las crisis económica y social por las que pasa nuestra sociedad, múltiples académicos han decidido aportar todo su saber en un tema que es recurrente en la literatura. Porque desigualdades siempre ha habido, aunque su presencia en las sociedades ha ido cambiando con el tiempo. Además, como veremos a continuación, muchos de estos trabajos no son sólo de autores españoles. Es decir, el resurgimiento de la desigualdad como tema de interés se ha producido más allá de nuestras fronteras. Pero, ¿qué dicen todos estos libros?

 

Antes de responder a esta pregunta, me gustaría dejar claras mis intenciones. El principal objetivo de este artículo es revisar algunos de los trabajos más relevantes que se han publicado en los últimos años sobre esta cuestión, con el deseo de animar al lector a que se aproxime a esta temática. Así, espero que tras leer estas líneas, algunos de los lectores decidan hacerse con alguno de los libros que aquí se citan y realizar su propia lectura crítica.     

 

Si uno va a un estantería de una librería cualquiera, descubrirá que la literatura sobre desigualdad tiene múltiples enfoques. Dicho en otras palabras, no existe una visión única de la desigualdad y está siendo abordada desde varias perspectivas. Así, algunos autores como Pierre Rosanvallon (La sociedad de los iguales, RBA, 2012) han preferido una visión mucho más filosófica e histórica de este tema. A lo largo de su trabajo, el historiador francés realiza un recorrido por las diferentes acepciones y significados que ha tenido la idea de la igualdad en nuestra historia. Junto a esta visión más “descriptiva”, en la parte final de su libro incluye un capítulo mucho más propositivo donde presenta su idea de  cómo debería ser la sociedad moderna. Para Rosanvallon, en la sociedad de los iguales la idea de igualdad tendría un significado mucho más ligado a la relación social entre sus individuos que un concepto de distribución igualitarista. Es decir, Rosanvallon hace hincapié en aspectos que van más allá de los meramente económicos, centrándose también en cuestiones como los derechos.

 

Desde luego que esta visión es tremendamente enriquecedora y relevante. El historiador francés recupera de alguna forma la idea de ciudadanía que presentó en su momento Thomas H. Marshall en su influyente texto: Ciudadanía y Clase Social (Alianza Editorial, 1992). Para este sociólogo británico, la idea de ciudadanía se construye sobre la consecución de tres tipos de derechos: civiles, políticos y socioeconómicos. Sólo cuando los alcanzamos podemos ser considerados como ciudadanos plenos.

 

Para ambos autores la igualdad sería algo más que la distribución de la riqueza: también afectaría a nuestras relaciones dentro de la sociedad con los demás ciudadanos y la adquisición de derechos. Es decir, un primer acercamiento al tema de la desigualdad dejaría de lado las cuestiones más economicistas para centrarse en la visiones más filosóficas y jurídicas de este concepto. El reciente trabajo de Rosavallon entraría dentro de esta perspectiva y permite construir una idea de la igualdad mucho más reflexiva.

 

El segundo conjunto de análisis son mucho más cuantitativos y su enfoque se acercan bastante más a la economía y a la sociología que a la filosofía o el derecho. No obstante, como señala Thomas Piketty en la introducción de su libro (El capital en el siglo XXI, Fondo de Cultura Económica, 2014), sería un error considerar al conjunto de las ciencias sociales como compartimentos estancos. Dicho en otras palabras, no podemos entender los datos económicos sin complementarlos con perspectivas históricas o análisis más sociodemográficos. Por ello, su texto es un recurrido por varios siglos de desigualdad. Su mayor valor añadido es haber sido capaz de medir la distribución de la riqueza y de los ingresos desde el siglo XVIII hasta la actualidad en una veintena de países desarrollados. A través de diversas técnicas estadísticas y tras un tedioso trabajo de investigación, Piketty nos presenta una foto de la desigualdad en los últimos 350 años. Además es una imagen muy completa, con datos muy novedosos que aportan una gran información.

 

Su evidencia empírica muestra una de las conclusiones más relevantes de su trabajo: en varias etapas de nuestra historia la acumulación de capital y de patrimonio ha crecido con más vigor que la economía y los ingresos. Estas divergencias en el crecimiento están detrás del auge de las desigualdades en las sociedades. Pero cada país ha seguido su propia trayectoria. De hecho, considera que no todos tenemos la misma capacidad de hacer crecer nuestro capital. Por ello, el aumento de la desigualdad no siempre se ha producido al mismo tiempo y de la misma forma en todas las sociedades y para todos los individuos. No obstante, Piketty sí que concluye que desde la Primera Guerra Mundial hasta la actualidad nuestras economías han pasado por tres etapas claramente diferenciadas. Entre 1914 y 1945, los países desarrollados pasaron por una fase de gran destrucción de capital como resultado de las dos guerras mundiales. Esta etapa dio paso a una segunda fase y la sitúa en los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Durante este periodo de tiempo las sociedades occidentales experimentaron una disminución de la desigualdad que se frenó en los años 70, que es cuando comienza la tercera fase. Así, en los últimos cuarenta años las diferencias sociales han vuelto a crecer de forma muy significativa fruto de una mayor acumulación de capital y riqueza frente a economías que crecían de forma mucho más lenta.

 

Estas tesis han generado una enorme controversia en el mundo académico y no han sido aceptadas siempre con el mismo grado de satisfacción. Algunas de estas críticas, como la que realizó el editor del The Financial Times, Chris Giles, se centraron en la construcción de la base de datos y las posibles incorrecciones que podía tener la parte más estadística. Piketty contestó a estas críticas con un extenso artículo, desmontando gran parte de estos argumentos.

 

Quizás el análisis más riguroso y crítico de la obra de Piketty aparece en el número de diciembre del año pasado en la revista: The British Journal of Sociology, que dedicó un número especial a analizar con detenimiento los principales argumentos del libro de Piketty. Los artículos aparecen firmados por académicos tan relevantes como Anthony B. Atkinson, David Soskice o David Piachaud. Me voy a detener en uno de ellos, el de David Soskice: “Capital in the twenty-first century: a critique”.

 

Soskice cree que el principal argumento de Piketty se fundamenta en dos supuestos un tanto débiles que no necesariamente funciona como el economista francés cree. El primero de ellos tiene que ver con el papel de los ahorradores. Según el modelo teórico que presenta el libro, los dueños del capital ahorrarán parte de sus ganancias para luego reinventirlas y así seguir aumentando su riqueza. Pero Soskice considera que este argumento no es plausible por dos razones. En primer lugar, la inversión no la realizan los ahorradores, sino los empresarios. En segundo lugar, en una etapa de tanta incertidumbre y débil crecimiento económico como fueron los años 80 y parte de los 90, ¿por qué los empresarios iban a invertir ante unas expectativas de bajo crecimiento? Es decir, desligar la acumulación de capital y la inversión del crecimiento de la economía como si fueran factores independientes no parece del todo correcto, especialmente en las últimas décadas.

 

La segunda crítica de Soskice se centra en el análisis “histórico” que hace Piketty del periodo que va desde la Segunda Guerra Mundial. El mismo economista francés reconoce la vocación interdisciplinar de sus argumentos. Como se ha señalado anteriormente, Piketty considera que un análisis económico, para que sea riguroso, debe tener en cuenta más disciplinas además de la economía: historia, sociología, antropología, etc. En cambio, el modelo que presenta Piketty del periodo tras 1945 deja de lado aspectos tan relevantes como los cambios tecnológicos que pueden explicar tanto el crecimiento económico como la acumulación de capital. Es decir, el economista francés no presenta un relato completo de lo que sucedió en las sociedades desarrolladas en la segunda mitad del siglo XX. Por ello, Soskice considera que los argumentos de Piketty son incompletos.

 

Una segunda conclusión que me gustaría destacar de este libro es la visión optimista del economista francés, quien cree que el avance de la desigualdad se puede corregir y para ello propone establecer un impuesto transnacional sobre el capital. Es decir, se trataría de gravar con una tasa el origen de la desigualdad. Pero lo cierto es que no deja de ser un voluntarismo difícil de traducir en una decisión política. Dicho de otra forma, no parece tan sencillo como Piketty cree la posibilidad de establecer este tipo de impuesto.

 

Pero al margen de todas las controversias, de lo que nadie duda es que El capital en el siglo XXI es ya una obra de referencia. Toda la controversia y lo ríos de tinta que ha generado lo ha convertido en un libro que seguirá dando que hablar. Seguramente pasará el tiempo y los científicos sociales seguiremos recurriendo a este texto a la hora de hablar de la desigualdad.

 

Dentro de esta perspectiva analítica hay una segunda obra que ha aparecido en los últimos tiempos y que sin poseer la misma riqueza empírica, analiza de forma muy brillante la misma cuestión. Se trata del trabajo de Branko Milanovic: Los que tienen y los que no tienen. Una breve y singular historia de la desigualdad global (Alianza Editorial, 2012). En los diferentes capítulos del libro el autor analiza las diferencias sociales entre personas, la desigualdad entre naciones y las diferencias socioeconómicas en el mundo. Para ello recurre a historias que resumen de forma muy gráfica muchos de sus argumentos. A diferencia del trabajo de Piketty, Milanovic ha escrito en realidad un ensayo. Pero su capacidad explicativa y su rigurosidad en el empleo de los datos también convierten a este libro en una obra a ser considerada en cuenta dentro de los debates sobre la desigualdad.

 

Finalmente, dentro de nuestras fronteras merece la pena citar tres trabajos distintos que ofrecen una perspectiva muy interesante sobre la evolución de la desigualdad en España. El primero de ellos fue publicado en 2013 por José Saturnino Martínez: Estructura Social y desigualdad en España (Catarata). Este sociólogo canario recorre a través de los distintos capítulos cómo ha cambiado nuestro país desde los años 70 hasta ahora en términos de clase social, ofreciendo además una perspectiva comparada. Para ello recurre no sólo a indicadores internacionales como el índice Gini o los informes PISA, sino que además utiliza los microdatos de las encuestas del Instituto Nacional de Estadística para presentar una fotografía lo más exacta posible de cuestiones tan relevantes como nuestro mercado laboral y sus diferencias internas o las desigualdades de género. La aportación de José Saturnino es doble. Por un lado, ofrece datos inéditos y difíciles de encontrar en otros trabajos. Por otro lado, muchas de sus explicaciones y argumentos a la hora de entender las desigualdades en nuestro país son en ocasiones contraituivos y novedosos.

 

El segundo de los trabajos es de próxima aparición en la editorial Catarata y ha sido elaborado por el sociólogo Ildefonso Marqués Perales. Su trabajo analiza una de las desigualdades más intrigantes y complejas que existen: la igualdad de oportunidades. Al igual que el trabajo de José Saturnino, el valor añadido de este texto radica tanto en la novedad de sus datos como de sus argumentos. Esta obra presenta cómo ha cambiado la igualdad de oportunidades en nuestro país desde los años 60 hasta ahora, cuestionando hasta qué punto vivimos en una sociedad abierta. Así, el trabajo muestra un retroceso muy evidente de la igualdad de oportunidades en España desde mediados de los años 90, aumentando de forma muy contundente el vínculo social entre padres e hijos. Es decir, el ascensor social, la posibilidad de cambiar de clase social respecto al punto de partida familiar, se ha debilitado en España especialmente en los últimos 20 años.

 

El tercero de los trabajos ofrece una perspectiva totalmente distinta. Se trata del Informe sobre la Desigualdad que elabora la Fundación Alternativas. Se trata de una obra colectiva donde en los diferentes capítulos se abordan cuestiones muy de actualidad relacionadas con esta cuestión. El primer Informe se elaboró en 2013 y ofrece análisis sobre el mercado de trabajo, el desempleo de los inmigrantes, las mujeres y los jóvenes o sobre la capacidad redistributiva de nuestras políticas sociales. Esta última cuestión merece una reflexión un poco más extensa.

 

Si en algo coinciden muchos estudios es que la capacidad de generar redistribución por parte de nuestro estado del bienestar es más bien reducida. Esto tiene mucho que ver con los componentes del gasto público, que benefician especialmente a los que se llaman insiders. Es decir, aquellos que tienen una posición más o menos cómoda en el mercado laboral disfrutan además de un generoso estado del bienestar. En cambio, los denominados outsiders, que suelen ser los colectivos más débiles de la sociedad (mujeres, jóvenes e inmigrantes), no sólo poseen peores condiciones laborales, sino que además el estado del bienestar es más bien parco con ellos. Es por esta razón por la que nuestro estado del bienestar tiene un alcance más bien modesto a la hora de generar igualdad.

 

El Informe de la Fundación Alternativas analiza de forma pormenorizada esta cuestión, presentando un estudio riguroso sobre aquellas políticas públicas que tienen una mayor capacidad de redistribuir la renta. Frente a éstas, también muestra los componentes del gasto público que son más bien limitados a la hora de generar igualdad.

 

En definitiva, la cuestión de la desigualdad ha generado un enorme interés en la literatura más reciente. Desde luego que el contexto por el que pasan nuestras sociedades ha ayudado a este interés. Es decir, es difícil entender el resurgir de los trabajos sobre la desigualdad sin detenerse en la situación económica por la que pasa especialmente Europa. Así, el contexto socioeconómico explica en gran parte porqué han aparecido muchas de estas publicaciones.

 

No obstante, sería una conclusión incompleta. Como se ha señalado anteriormente, la presencia de la desigualdad en las sociedades es algo que se viene observando desde el principio de los tiempos. Quizás no con la misma dimensión e intensidad que en la actualidad. Pero el porqué de las diferencias sociales, cómo seríamos capaces de corregirlas y qué consecuencias tienen para la sociedad en las que se producen han suscitado un enorme interés en cada momento histórico.

 

Seguramente, responder a estas cuestiones no sólo no tienen una única respuesta, sino que además todavía hay un gran margen para explorar nuevas políticas públicas. La evidencia empírica, aunque es rica, también tiene un enorme margen de mejora, tal y como ha demostrado el trabajo de Piketty. Por todo ello, es previsible que en el futuro sigan apareciendo nuevas publicaciones sobre desigualdad. Mientras tanto seguiremos debatiendo sobre cuáles son las mejores formas de combatirla, cómo se manifiesta la desigualdad en nuestras sociedades y qué grado de diferencias sociales son soportables para una sociedad. La desigualdad no es una cuestión menor. Si los individuos creen que viven en una sociedad injusta donde el mérito y su esfuerzo no se ajusta a los resultados que obtienen, es muy probable que sea el primer paso para la desafección y el rechazo al sistema político en el que viven. Es por ello que la crisis social por la que pasa nuestro país ha acabado generando en una crisis política. Aunque eso es otra historia….    

 

              

 

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Urquizu

  1. De vuelta a casa.

 

El 8 de septiembre de 1945 Isaiah Berlin viajaba con destino a Moscú. En el ambiente de la Europa que sobrevolaba todavía resonaban los ecos de la guerra mundial. Hacía tan sólo un mes que las hostilidades habían cesado en el Pacífico. La foto de la capitulación japonesa sobre la cubierta del acorazado Missouri y las imágenes de los hongos atómicos que habían arrasado Hiroshima y Nagasaki estaban grabadas en la retina de la gente. El mundo recobraba la paz pero no la ilusión. Se había perdido tanto que era imposible recuperar el optimismo. Ya nada volvería a ser igual y en el horizonte se presentían nuevas tensiones y dificultades.

 

Un día antes nuestro protagonista había aterrizado en Berlín. Entre las ruinas de la antigua capital del Reich de los Mil años había tenido la oportunidad de ver cómo los vencedores se miraban con recelo. Una especie de telón de odio se iba interponiendo entre los antiguos aliados según transcurrían los meses. ¿Qué se hizo de la camaradería vivida durante aquellos años de lucha contra el nazismo? Berlin había regresado a Inglaterra en la primavera después de pasar la guerra en Washington. Al otro lado del Atlántico desempeñó labores de información para el Foreign Office, ganándose una excelente reputación ya que los memorandos que firmaba habían sido altamente valorados por el ministro Eden y por Winston Churchill. De hecho éste había dicho que estaban tan bien escritos que cuando los leía tenía la impresión de disfrutar de un apasionante cuadro de los asuntos norteamericanos[1].

 

Prueba de la buena impresión causada fue el nuevo destino que se le había confiado en Moscú. Isaiah Berlin tenía la misión de sondear el estado de la disidencia rusa. Los británicos sospechaban que su situación estaba a punto de empeorar. Stalin había aunado durante la guerra los esfuerzos de todos los rusos para arrojar a los alemanes del país. Tras obtener la victoria el panorama había cambiado. La Guerra Fría que se entreveía en el horizonte no iba a ser una guerra patriótica sino ideológica. Eso significaba que aquellos que no estuviesen al lado del régimen soviético pasarían a ser sospechosos de estar en su contra. La URSS se sabía mucho más poderosa que antes de la invasión nazi y se aprestaba a proyectar su fuerza después de que los acuerdos de Yalta le hubiesen atribuido el control de media Europa.

 

Isaiah Berlin intuía todo esto y le fascinaba el panorama que se abría ante él. Viajaba a las entrañas de un Leviatán revolucionario que estaba decidido a disputar a las democracias liberales el liderazgo del planeta. Con todo, la sensación de vértigo que le producía el viaje no sólo se debía a las circunstancias históricas y políticas que acabamos de describir. Para Berlin aquel destino suponía psicológicamente regresar al país en el que había nacido treinta y seis años antes. En realidad, si algo le atraía de todo aquello era afrontar la experiencia de reencontrarse con su pasado. Algo que le seducía pero que a la vez le inquietaba ya que no estaba exento de ciertos peligros, pues, a pesar del tiempo transcurrido seguía siendo básicamente un exiliado político.

 

Sumido en un amasijo de emociones confuso y desafiante, Berlin pisó por fin suelo soviético después de veinticinco años de ausencia. Lo hizo llevando una maleta repleta de ropa de invierno, puritos suizos con boquilla y unas botas para Boris Pasternak que las hermanas de éste le mandaban desde Inglaterra. Ya hemos dicho que tenía 36 años, a lo que hay que añadir que estaba soltero, tenía aspecto bonachón, veía las cosas con ojos de miope y lucía en la solapa de su biografía la brillante escarapela que le proporcionaba ser un profesor de Oxford que disfrutaba de poderosos protectores en el gobierno británico. Con esta aureola que envolvía la desnudez de su condición de judío nacido en Letonia antes de la revolución, Isaiah Berlin cruzó el control de pasaportes sin levantar sospechas entre los agentes de la NKVD. De hecho, como cuenta Ignatieff en su biografía sobre Berlin, lo hizo tan rápido y todo fue tan bien que “con su habitual buena suerte, llegó a Moscú a tiempo de asistir a una fiesta en la embajada, en la que hizo contactos que le abrirían las puertas de la comunidad artística rusa durante su estancia”[2].

 

Precisamente aquel primer encuentro con la intelectualidad le reveló nada más llegar lo que sospechaba: que detrás de la máscara amable del todavía aliado soviético se escondía el rostro de una tiranía amenazante. De hecho, a las pocas horas de aterrizar ya había sentido los latidos del miedo en el pulso de las conservaciones que intercambió con los invitados. Entre ellos estaban el director de teatro Alexander Tairov, el escritor Korney Chukovsky y Serguei Eisenstein. En todos había percibido lo mismo: una mueca disimulada de sufrimiento que los meses posteriores confirmarían. Pero no adelantemos acontecimientos. Dejemos a nuestro personaje sumergido en la penumbra del pesimismo que le transmitieron aquellos primeros testimonios de las víctimas de una dictadura que se había propuesto sojuzgarlo todo, empezando por la espontánea creatividad de los artistas. 

 

  1. Viaje a los confines de la Noche Cerrada.

 

Para Berlin aquello que había vivido en la embajada no era nuevo ya que suponía reabrir viejas heridas alojadas en la memoria. No hay que olvidar que había nacido en Riga, el 6 de junio de 1909, en el seno de una familia judía perteneciente a la secta heterodoxa de los hasidi. Su padre había sido un rico comerciante de mentalidad anglófila y de ideas liberales. La Primera Guerra Mundial hizo que la familia se estableciera en 1915 en la antigua San Petersburgo, viviendo en esta ciudad tanto la revolución como el derrumbe del gobierno de Kerensky y la toma del poder por los bolcheviques. De hecho, fue por aquel entonces cuando, siendo todavía un niño, tuvo la oportunidad de presenciar el primer ejercicio consciente de un acto de disidencia. Lo protagonizó el periódico liberal Día, que utilizó su cabecera para denunciar la creciente arbitrariedad del régimen leninista. Así fue rebautizándose con los nombres sucesivos de Tarde, Noche, Medianoche y Noche Cerrada, hasta que al cabo de cinco días de utilizar este último nombre fue cerrado definitivamente[3].

 

Y aunque en 1921 abandonó el país con su familia, lo cierto es que el ambiente de opresión y arbitrariedad que había vivido hasta ese momento permaneció en el recuerdo, incluso después de instalarse en Inglaterra y adaptar completamente su mentalidad a la atmósfera de seguridad típica de la clase media británica. Producto de ella y de la formación recibida en Oxford mientras estudiaba Ciencias Clásicas e Historia Moderna, Berlin llegó a ser el primer judío que accedió a la condición de fellow en el elitista colegio de All Souls. Con estos antecedentes biográficos a sus espaldas, no es de extrañar que después de aquel primer contacto con el Moscú de Stalin, Berlin volviese a revivir la experiencia de aquella Noche Cerrada que tuvo la oportunidad de experimentar cuando el comunismo comenzaba a dar sus primeros pasos. Es cierto que aquellas impresiones de su juventud se habían relajado con el trato que había mantenido con sus colegas de Oxford, muchos de ellos comunistas. Al lado de ellos había mantenido largas conservaciones en el Pink Lunch Club mientras preparaba su estudio sobre Marx. ¿No había escuchado a Maurice Bowra y a Stephen Spender afirmar con ardor que la URSS era un faro de esperanza para las clases trabajadoras frente al capitalismo y las degradadas democracias burguesas?

 

Sin embargo, había bastado una sola noche en la Rusia soviética para desterrar cualquier atisbo de admiración hacia ella. Los días posteriores le convencieron de ello. Es más, estaba seguro de que si sus amigos hubieran podido acompañarlo por las calles de Moscú hubieran compartido también esta impresión. ¿Acaso no habrían experimentado la misma repugnancia intelectual que él mismo había sentido cuando vio en la “Biblioteca Lenin” cómo los estudiantes de doctorado tan sólo podían citar los libros que no habían sido previamente censurados?[4]. En aquellas circunstancias era evidente que la URSS no podía ser tenida como guía para nadie. Se había convertido en la patria de un dogma cuyos confines eran los de aquella Noche Cerrada que Isaiah Berlin había vivido cuando era niño.

 

Por delante tenía una estancia de varios meses y una misión que cumplir. Se sentía vigilado y percibía a sus espaldas el movimiento de figuras con gabardina que aparecían y desaparecían sin dejar rastro. Aquello era incómodo pero por el momento no pasaba de ahí. Tenía que ser capaz de fotografiar con la misma habilidad que había mostrado en Washington la atmósfera de miedo que se palpaba a su alrededor. Sabía que era cuestión de tiempo, aunque lejos estaba de sospechar que lo haría provisto del rostro inesperado que ofrece el amor.    

 

3. Relatos de Moscú.

 

Durante las semanas siguientes Isaiah Berlin no sólo hizo su trabajo cotidiano en la cancillería, sino que visitó a su tío Leo, un hermano de su padre que era profesor de Dietética en la Universidad de Moscú, así como a otros parientes que vivían en la ciudad. Con ellos compartió noticias y disfrutó de algún que otro momento entrañable a su lado. Pero no fue hasta principios de otoño cuando pudo por fin cumplir el  encargo que le habían hecho las hermanas de Boris Pasternak. Lo hizo una tarde luminosa y de temperatura inusualmente cálida. Se desplazó en tren hasta la dacha en la que residía el novelista a las afueras de Moscú. El ambiente en el que se desarrolló el encuentro parece sacado de una obra de teatro de Chéjov. Tuvo lugar en el porche del jardín y propició las confidencias de los protagonistas. De hecho, al poco de hacerle entrega de las botas que le mandaban sus hermanas, Pasternak recordó que no las veía desde hacía diez años, cuando viajó a París para asistir al Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura que había organizado André Malraux. De repente, y como si pensara que no tenía mucho tiempo antes de que el profesor inglés que había ido a verle se fuera, evocó aquellos días del mes de junio de 1935:

 

-         Ilya Ehrenburg me entregó el discurso que tenía que leer, dijo Pasternak, y yo me negué a hacerlo.

 

Después siguió hablando. Describió la sala donde se celebrada el Congreso y cómo sus palabras habían caído como un jarro de agua fría sobre la ardiente militancia comunista de la mayoría de los asistentes.

 

- No organicéis ninguna resistencia al fascismo, les había dicho. Los escritores debemos mantenernos al margen de la política…  

 

Berlin se imaginaba al novelista pronunciando aquellas palabras. Su voz sombría y melancólica tenía que haber conmocionado al auditorio. De hecho, había en su tono una nota de dolor y distancia que daba aún más fuerza expresiva a sus recuerdos.

 

-         Nadie parecía entender nada. Pero lo más desgarrador fue el momento en el que decidí no seguir hablando y permanecer en silencio.

 

En aquella actitud estaba dicho todo. El compromiso de Pasternak había sido personal. Colocaba a cada uno de los que le habían escuchado ante el reto de interpretar el porqué de todo aquello. Para Isaiah Berlin el testimonio de Pasternak demostraba que la historia no era algo inevitable. Incluso bajo la más férrea y opresiva de las circunstancias el hombre seguía conservando un papel decisivo en la formación del mundo histórico. Podía elegir sus propias metas y asumir las consecuencias de ello. ¿Por qué Pasternak había hecho lo contrario de lo que se esperaba de él? ¿Por qué había sido capaz de expresar de aquel modo su disidencia y de enfrentarse abiertamente con el estalinismo? La respuesta era clara. Porque quería ser Boris Pasternak y desarrollar una identidad propia que estuviera atrapada dentro de sus particulares fines y metas. Frente a lo que pensaba Marx, la vida humana no se sustentaba en una estructura de necesidad económica que, removida por la revolución, habría de traer una sociedad perfecta. Berlin había estudiado el marxismo y sabía muy bien que, como todos los monismos, fallaba también por su base: en creer que existían unos valores objetivos, universales, verdaderos e inalterables que podían ser sistematizados en un todo ordenado y coherente capaz de gobernar la vida de los hombres individual y colectivamente[5].

 

Pasternak demostraba con su conducta que no era cierta la tesis del materialismo histórico por la cual “la verdadera libertad sería inalcanzable mientras la sociedad no se tornase racional, esto es, mientras no superase las contradicciones que dan lugar a ilusiones que distorsionan la comprensión” del mundo y de su estructura, que para Marx y sus seguidores en la URSS estaba regida fundamentalmente por la necesidad económica[6]. En la actitud de Pasternak se plasmaba lo contrario. Se veía a un hombre que se resistía a ser un objeto natural casualmente determinado. Marx había transmutado la necesidad histórica en autoridad moral y Pasternak impugnaba esta lógica de raíz, pues, en la observación de su conducta se podía apreciar que la libertad no sólo seguía siendo posible sino que era antropológicamente inevitable. De hecho, el individuo nunca podía renunciar a tener que elegir. Precisamente en esta necesidad estaba el fundamento de su propia libertad, pues era una libertad agónica que estaba indisolublemente ligada a la conducta.

 

Con los años Berlin iría decantando esta visión de la libertad y dándole una nota cada vez más antropológica y agonista, especialmente a partir de sus lecturas de Vico y Herder. Con todo, en la actitud que había mostrado Pasternak en París ya se plasmaba a su entender el ejercicio de una libertad que estaba básicamente condicionada por unas raíces psicológicas tan profundas que escapaban a la lógica de cualquier carácter prescriptivo de tipo racional y monista. Los fines y las metas de Pasternak habían sido suyas. Tan suyas que después de desafiar al régimen soviético, había vuelto a Moscú para afrontar el desenlace que acarreaba su disidencia. ¿Se podía explicar aquello? Berlin pensaba que sí. Bastaba con asomarse al rostro de aquel hombre que tenía delante para comprenderlo. En su cara se refleja la identidad de un ser autocreativo. Alguien de cuya conducta no podía descubrirse ninguna estructura axiológica que fuese absolutamente intercambiable, por ejemplo, con la suya o con la que cualquier otra persona.

Berlin y Pasternak compartían ideas y valores, pero los fines que regían sus respectivas vidas eran un producto de sus conciencias particulares. Así pasaba con todos los hombres, que hacían esto o aquello de acuerdo con sus elecciones particulares. Las consecuencias que se desprendían eran inmediatas: se generaba un pluralismo valorativo que minaba la solidez de cualquier cosmovisión monista. Si cada hombre defendía internamente sus creencias por ser suyas, entonces, desaparecía un patrón superior que determinase objetivamente si eran correctas o incorrectas. De este modo, el monismo marxista que actuaba como el patrón metafísico que jerarquizaba el bien y el mal sufría también un cuestionamiento directo a través de la conducta que había mostrado Pasternak y, con él, aquellos disidentes que se habían enfrentado con el régimen soviético y que seguían haciéndolo.

 

De poco servían las férreas prescripciones que imponía el comunismo auxiliado por la violencia y la propaganda. Podía restringir la capacidad de elegir pero no impedía que la libertad siguiera su curso psicológicamente, y hasta desplegar sus efectos de forma secreta, tal y como tuvo la oportunidad de vivir el propio Berlin ese mismo día cuando, tras despedirse de Pasternak, emprendió el camino de vuelta a Moscú. Y así mientras esperaba el tren, una pareja de jóvenes trabaron conversación con él de forma inesperada. Había empezado a llover y los tres se refugiaron en una marquesina apartada. Allí hablaron de literatura y Berlin percibió que sus interlocutores mostraban un indisimulado entusiasmo por los literatos prerrevolucionarios. Cuando les preguntó si les gustaba la literatura soviética la respuesta no se hizo esperar: “¿Y a usted?”. Luego, comenzaron las confidencias y hasta las críticas al sistema. Finalmente cuando llegó el tren decidieron separarse. Hicieron el viaje en silencio como si nunca hubieran hablado entre ellos[7]. Sin embargo, para Berlin aquel incidente volvió a poner de manifiesto lo que había pensado durante su conversación con Pasternak. Que la disidencia estaba en cualquier sitio, oculta detrás de un ejercicio secreto de la libertad, pues como escribiría muchos años después: “Si la creencia en la libertad –que se basa en el supuesto de que los seres humanos tienen a veces la capacidad de elegir y que esto no se explica por completo mediante las explicaciones causales del tipo de las que se aceptan, digamos en Física o en Biología- es una ilusión necesaria, ésta es tan profunda y está tan adentro que no se la considera como tal ilusión. Sin duda podemos intentar convencernos a nosotros mismos de que estamos sistemáticamente engañados, pero a no ser que intentemos aclarar las implicaciones que lleva consigo esta posibilidad y cambiemos nuestros modelo de pensar y de hablar para tenerla en cuenta constantemente, esta hipótesis sigue siendo falsa; es decir, veremos que es impracticable incluso mantenerla seriamente si hay que tomar nuestra conducta como prueba de lo que podemos resignarnos a creer o a suponer, no sólo en teoría, sino también en la práctica”[8].

 

 

 

4. Destino Leningrado.

 

Los días posteriores a la visita que hizo a Pasternak estuvieron marcados por la monotonía de su trabajo en la embajada. Sus encuentros con él continuaron, aunque también frecuentó el trato con otros intelectuales, alguno de ellos miembro de la intelligentsia que era afín al partido comunista. Con todo, las numerosas tareas que le confiaban y las salidas nocturnas -iba al ballet, al teatro y a la ópera todas las noches- hacían que aplazase lo que para él suponía un destino apetecido desde que había llegado a Moscú: Leningrado, la ciudad de su niñez y de la que tan sólo le separaban unas pocas horas de tren. Finalmente la noticia de que las mejores librerías de viejo de todo el país se encontraban allí fue lo que hizo que removiese todos los obstáculos cotidianos que hasta entonces habían entorpecido su escapada.

 

El 12 de noviembre cogió el Flecha Roja que comunicaba ambas ciudades. El tren cubría el trayecto de noche y viajó en coche cama junto a una compañera del British Council, Brenda Tripp[9]. Tras tomar habitaciones en un hotel del centro, decidieron deambular por las calles de una ciudad que todavía mostraba las huellas del durísimo asedio al que había sido sometida durante la Segunda Guerra Mundial. Según cuenta la que fue su acompañante durante aquellos días, nada más llegar a Leningrado Isaiah Berlin fue presa de un ataque de nostalgia. Se trasladaron hasta la casa de su niñez y allí, de pie en medio del patio, absorbió la atmósfera fría y húmeda del lugar, rebrotando el pasado y las imágenes de unos años que nunca fueron del todo olvidados[10]. De hecho, como muchas décadas después reconocería, los ecos de los disparos que escuchó durante la revolución nunca se extinguieron en su memoria, ni el fragor de las huelgas, ni sobre todo los gritos que acompañaron al asesinato de un antiguo policía zarista que fue golpeado hasta su muerte por una turba que lo había reconocido por la calle[11].

 

Berlin había vuelto a Leningrado, y eso significaba explorar el abismo de su identidad. Por lo pronto suponía asomarse al que había sido muchos años atrás y, de paso, asumir la experiencia de tener que palpar la sustancia de un tiempo que había modelado su personalidad después de veinticinco años de acción. Desde que había vuelto a Rusia esta reflexión le había acompañado, pero al encontrarse de nuevo en la ciudad de su infancia resurgió con toda su viveza. Esto tenía una trascendencia especial en su caso ya que, como luego estudiaría de la mano de Vico, los hombres desarrollan sus particulares horizontes valorativos en contacto con un condicionante cultural que mediatiza la percepción que cada uno tiene de las cosas[12]. En su caso esto no era tan simple. No hay que olvidar que tras el exilio de su familia, Berlin había elegido una plataforma cultural distinta a la de su niñez, pues, nació ruso y se hizo inglés, aunque conservando su lengua materna ya que siguió leyéndola y, sobre todo, hablándola con otro niño ruso en el colegio[13]. Todo ello tuvo su reflejo en la compleja y poliédrica psicología de Berlin. Hasta el punto de afirmar éste -cuando ya era un anciano- que su compromiso personal nunca había sido con un concreto horizonte valorativo sino con varias constelaciones de valores que había seleccionado personalmente mediante el ejercicio de un voluntarismo que, en ocasiones, había sido radical[14].

 

Para el liberal que ya era Berlin por aquellas fechas en las que visitó Leningrado, aquel viaje fue una dura experiencia de introspección. Básicamente supuso la tarea de hurgar en los entresijos inconscientes de su personalidad con el propósito de explicarse a sí mismo o, si se prefiere, de analizar cómo había ido forjando su ser en función de una serie de elecciones radicales que le habían obligado a decidir entre inconmensurables. Quizá  por eso dijera dos décadas después cuando reflexionaba sobre la figura de John Stuart Mill que: “Para él, el hombre se diferencia de los animales no tanto por ser poseedor de entendimiento o inventor de instrumentos como por tener capacidad de elección; por elegir y no ser elegido; por ser jinete y no cabalgadura; por ser buscador de fines, fines que cada uno persigue a su manera, y no únicamente de medios. Con el corolario de que cuanto más variadas sean esas formas tanto más ricas serán las vidas de esos hombres; cuanto más amplio sea el campo de intersección entre los individuos, tanto mayores serán las oportunidades de cosas nuevas e inesperadas; cuanto más numerosas sean las posibilidades de alterar su propio carácter hacia una dirección nueva o inexplorada, tanto mayor será el número de caminos que se abrirán ante cada individuo y tanto más amplia será su libertad de acción y de pensamiento”[15].

 

De ahí que al volver a uno de los lugares en los que precisamente se evidenciaban más trágicamente las intersecciones que él mismo había experimentado a lo largo de su corta pero ya compleja biografía, no fuera de extrañar que tuviera la sensación de hallarse “suspendido entre el mundo tremendamente real del pasado y el irreal del presente”[16]. Leningrado suponía para Isaiah Berlin volver a los orígenes de sí mismo y confrontarse con aquel que había llegado a ser. La impresión debió de ser fuerte, pero no tanto como la experiencia que llegó a vivir unas pocas horas más tarde, cuando de repente el amor irrumpió en su vida a lomos de una pasión que vivió con tintes adolescentes.

 

5. Breve encuentro.

 

Al día siguiente de su llegada a Leningrado, Brenda Tripp e Isaiah Berlin decidieron iniciar su ruta por las librerías de viejo más afamadas. Casi al final de la perspectiva Nevsky descubrieron una que no figuraba en su lista y que estaba repleta de libros prerrevolucionarios. Su nombre era “Librería de Escritores” y la regentaba un judío que nada más entrar les invitó a pasar hasta el fondo del local, a una especie de habitación separada por un cortinón en la que se custodiaban los libros más preciados. Allí, entre primeras ediciones de Tolstoi, Dostoievski, Turguéniev y Gogol trabaron conservación con un crítico literario e historiador, Vladimir Orlov, que pronto les puso al día de cómo estaban las cosas del mundo artístico en la ciudad. Berlin preguntó por casualidad que había sido de los escritores más conocidos de Leningrado. Concretamente mencionó a Mijaíl Zoshchenko y Anna Ajmátova. La sorpresa vino a continuación. Zoshchenko estaba allí mismo, leyendo en un butacón medio desvencijado, pero el estado de salud del escritor era tan lamentable que sólo fue posible un simple apretón de manos. Más suerte parecía augurarle el nombre de la famosa poeta. Orlov le dijo que vivía muy cerca y que si quería podían hacerle una visita. Berlin se mostró encantado, pues aunque no había leído nada de ella, sin embargo, sabía por Maurice Bowra que era una de las voces más importantes de la poesía rusa y una mujer de leyenda, tanto por su talento como por su belleza, había sido amante de pintores y literatos, y amiga de Modigliani y de Ossip Mandelstam[17].

 

Una simple llamada telefónica franqueó el paso hasta ella. Brenda Tripp decidió volverse al hotel mientras que Berlin y Orlov iniciaron su paseo hasta el piso de Ajmátova. La tarde era gris y fría. Había empezado a nevar cuando llegaron a un antiguo palacio rococó situado a la vera del canal Fontanka. Allí, en el tercer piso vivía Anna Ajmátova con su ex marido, la mujer de éste y su hijo. Los esperaba en su habitación, que estaba desnuda de casi todo. Tres sillas, una mesa, un arcón y, junto a la cama, un boceto que le había hecho Modigliani durante su visita a París en 1911. Al verlos entrar se levantó majestuosa. Berlin se acercó y se inclinó como en los viejos tiempos ante aquella mujer que tenía veinte años más que él y que mostraba en el rostro y en sus gestos la desnudez del sufrimiento infligido por la tiranía a millones de víctimas.

 

Para Berlin esta relación trabada por casualidad fue “el acontecimiento más importante de su vida” porque a partir de él “concibió un odio hacia la tiranía soviética que iba a informar prácticamente todo lo que escribió en defensa del liberalismo occidental y las libertades políticas a partir de entonces”[18]. Lo que había estado buscando desde su llegada a la URSS había cobrado forma ante él. Anna Ajmátova era la expresión plástica de las penurias físicas e intelectuales de una sociedad que soportaba con estoicismo los efectos de una revolución que, sin embargo, había sido hecha para redimirla del pasado y sus injusticias. Por eso al escuchar su voz quedó atrapado por la fascinación que le transmitió alguien que lo había perdido todo pero que había sido capaz de sobrevivir en medio de todas las dificultades imaginables[19]. Ajmátova era, en realidad, la otra cara de sí mismo, pues, cuando él abandonaba Rusia en 1921, comenzaba para la poeta el itinerario de dolor que desde entonces nunca había dejado de acompañarla. De hecho, ese mismo año su primer marido, Nikolai Gumilyov, había sido ejecutado por conspirar contra Lenin. A partir de ese momento no pudo publicar y tuvo que ganarse la vida con traducciones y trabajando como bibliotecaria en un instituto agrario. Las sucesivas purgas ordenadas por Stalin fueron reduciendo el círculo de sus amigos e, incluso, su hijo desapareció durante un año para luego aparecer recluido en las profundidades del gulag siberiano.

 

Si Berlin hubiera permanecido en Rusia en vez de exiliarse probablemente hubiera compartido un destino semejante. Esta circunstancia fue lo que estimuló la empatía que desde el principio sintió hacia aquella mujer que no ocultaba sus heridas. En aquel primer encuentro, Berlin y Ajmátova hablaron de la guerra y de algunos poemas de ella. Fue una visita breve, que se interrumpió antes de tiempo por culpa de un amigo de Berlin que acudió a buscarlo desde el hotel en el que se alojaban[20]. Con todo, esta circunstancia no impidió que al día siguiente volvieran a verse y que esta vez el encuentro se prolongara hasta la madrugada. Fue entonces cuando la complicidad que había surgido el día anterior se transformó en algo más.

 

Mucho se ha hablado y discutido sobre la semana que compartieron Isaiah Berlin y Anna Ajmátova en Leningrado[21]. Baste citar ahora el poema que evoca uno de los momentos que compartieron juntos y que Ajmátova tituló En la realidad: “Y se fue el tiempo y el espacio se fue, / y de la noche blanca vi todo a través: / los narcisos en cristal en tu mesa, / y el humo azul del cigarrillo, / y aquel espejo, donde como en agua tersa, / ahora te reflejarías en su brillo. / Y se fue el tiempo y el espacio se fue… / Y que tú ya me ayudes tampoco puede ser”[22]. Más allá de la historia de amor que surgió al comienzo de la Guerra Fría entre un profesor de Oxford y una poeta perseguida por las autoridades comunistas, lo relevante de su encuentro reside en las consecuencias intelectuales que tuvo, especialmente para Berlin, ya que atribuyó a su pensamiento una beligerancia ideológica que hasta entonces se había mantenido latente o, si se prefiere, en un segundo plano. De hecho, esto se puso de manifiesto un mes después, a la vuelta de su estancia en Leningrado y tras enfrascarse nuestro protagonista en la composición de un memorando que reprodujo con precisión el estado en el que se encontraba la disidencia literaria e intelectual al comunismo.

 

6. Algo más que un memorando.

 

Isaiah Berlin ocupó el mes de diciembre en la redacción de un texto que remitió al Foreign Office. Llevaba tres meses en la URSS y su entorno de relaciones superaba con creces lo que se esperaba de él. A sus espaldas tenía ya una serie de experiencias e informaciones que le permitían emitir un análisis lo suficientemente documentado sobre cuál era el estado en el que se encontraba la intelectualidad rusa a finales de 1945. Su relación con Ajmátova había acelerado las conclusiones que hasta entonces venía madurando. Después de despedirse de ella y regresar a Moscú, se dedicó a escribir el informe. Quería ser concluyente y mostrar una imagen lo más precisa posible de la situación. No cabe duda de que consiguió este objetivo. Como señala Ignatieff al describir A Note on Literature and the Arts in the RSFSR in the Closing Months of 1945, el texto de Berlin logró transmitir a los lectores de Whitehall la sensación de que los únicos portavoces aceptables de la cultura rusa seguían siendo los miembros de una intelectualidad prerrevolucionaria envejecida, pero elocuente, “profundamente civilizada, sensible y exigente que no se dejaba engañar” por el régimen. En realidad, Berlin elaboró un memorando extraordinariamente ambicioso: una “historia de la cultura rusa en la primera mitad del siglo XX, una crónica de la malhadada generación de Ajmátova. Era probablemente la primera exposición occidental sobre la guerra de Stalin contra la cultura rusa”. De hecho, en cada una de sus páginas se advertía “la huella de lo que Ajmátova –y también Chukovsky y Pasternak- le dijeron sobre sus experiencias en los años de persecución”[23].

 

Para Isaiah Berlin, la URSS que conoció durante aquellos meses era una tiranía que proscribía la creación y toda manifestación de la libertad espiritual o personal. De hecho, la crítica al régimen o la disidencia tan sólo podían desenvolverse secretamente. La lógica totalitaria imponía una violencia homogeneizadora que estaba al servicio de una estructura social planificada donde los rasgos individuales no tenían cabida. La sociedad soviética no exteriorizaba ninguna pluralidad. Bajo sus leyes no había margen para poder elegir, ni siquiera a los amigos. Todo estaba férreamente administrado. La complejidad se laminaba a todos los niveles y no había margen de maniobra para esa diferencia que identifica naturalmente a los hombres. En la URSS no operaba la dinámica del pluralismo. Se gobernaba por un monismo que había decretado por la fuerza una cosmovisión total que daba respuesta a todas las preguntas, constituyendo un todo coherente que desterraba cualquier posibilidad de conflicto. Como le había reconocido Ajmátova durante una de sus conversaciones: “Usted viene de una sociedad de seres humanos, mientras que nosotros aquí estamos divididos entre personas y [verdugos]”[24].

 

En la URSS las metas eran colectivas y nada por debajo de ellas era tolerado. Bajo una estructura así, la indecencia institucional tenía sus consecuencias: la vulneración constante de una escala axiológica de valores fundamentales que llegaba incluso a la negación de la idea misma de humanidad. Al igual que había sucedido en la Alemania hitleriana, el comunismo había logrado introducir un sistema que proscribía sistemáticamente los derechos humanos. El objeto de sus instituciones no era otro que humillar a las personas e imponerles un espacio público dentro del que no pudiera darse nunca una coexistencia de valores que fueran dispares entre sí[25]. Desprovisto de un entorno de justicia razonable, el determinismo ideológico en el que se fundaba el marxismo había fijado un monismo que unificaba la existencia del conjunto de la sociedad. De este modo, en la URSS operaba una visión antropológicamente materialista que despreciaba todo aquello que no estuviera al servicio último del triunfo de la revolución. En realidad, era un formidable Leviatán que había sido capaz de edificar su poder sobre la base de un sufrimiento colectivo infligido a un pueblo al que se unificaba a la fuerza, o si se prefiere, a golpes de violencia, mentira y manipulación utópica.

 

Hasta aquí nada nuevo. En el fondo, Isaiah Berlin ya sabía todo esto después de haber estudiado durante casi seis años el pensamiento de Marx. Con todo, el paréntesis temporal que pudo vivir en la Rusia de Stalin a finales de 1945 y, particularmente, la relación que entabló con Anna Ajmátova, le descubrieron toda la crudeza que encerraba la práctica totalitaria en el que incurría el comunismo. De hecho, en Pasternak y, sobre todo, en Ajmátova, encontró cristalizado el testimonio de aquellos que padecían cotidianamente un régimen que no admitía discrepancias ni disidencias a la verdad oficializada mediante el terror y la propaganda. Gracias a la experiencia personal que cosechó de primera mano durante su estancia al otro lado del Telón de Acero, Berlin extrajo una conclusión que al cabo de los años llegaría a demostrar toda su certeza: que la batalla que la sociedad rusa libraba todos los días con su resistencia al comunismo impedía que éste fuese inevitable. ¿No le habían dicho Pasternak y Ajmátova que durante la guerra los soldados rusos se transmitían de memoria sus versos a pesar de que estaban prohibidos? Es más, ¿acaso los prisioneros del gulag no habían sido capaces de coser “los poemas de Ajmátova encuadernados con corteza de tronco de abedul” y llevarlos “consigo entre sus harapos”?. En todos estos hechos, pensaba Berlin, se ponía de manifiesto el deseo de mucha gente de hacer el esfuerzo de seguir viviendo de pie, esto es, manteniendo la orgullosa verticalidad que, según su amigo el poeta Auden, identificaba la esencia de la dignidad del hombre. Y es que detrás de cada uno de esos hechos estaba el deseo de elegir por sí mismo, de fijar unas metas que colisionaban frontalmente con las establecidas por el poder. Por eso, pensaba Berlin, “la cultura rusa” tarde o temprano “rompería algún día sus grilletes soviéticos” y sería libre[26].

 

Y es que para el que luego llegaría a ser un aventajado discípulo de Herder, el ideal de una sociedad perfecta estaba abocado al fracaso. Era, como explicaría después en Vico y el ideal de la Ilustración: “un intento de soldar atributos incompatibles: características, ideales, talentos, propiedades, valores que pertenecen a normas diferentes de pensamiento, acción, vida, y por lo tanto no pueden ser desprendidos y unidos en un todo”[27]. Su relación con Ajmátova lo había demostrado y el tiempo evidenciaría también la imposibilidad de que pudiera mantenerse la estructura monista sobre la que se sustentaba el comunismo. Quizá por eso mismo Anna Ajmátova escribió refiriéndose a sus encuentros con Berlin que: “No será un amante esposo para mí / pero lo que nosotros, él y yo, logramos / inquietará al Siglo Veinte”[28].

 

7. Despedida en forma de addenda.    

 

La tarde del 4 de enero de 1946 se vieron por última vez. Berlin había llegado de Moscú e iba camino de Helsinki. Volvía a Inglaterra y tomaba la ruta que siguió con su familia cuando se fueron al exilio. Había entregado ya su memorando y antes de abandonar el país quería despedirse de la mujer que había sido su primer amor. El encuentro fue breve, un intercambio de regalos y unas pocas palabras. Él le entregó un ejemplar en inglés de El castillo de Kafka y una antología de poemas de los hermanos Edith, Osbert y Sacheverell Sitwell que había sido publicada en 1930. Ella, a su vez, le regaló varios ejemplares de su poesía, todos ellos dedicados. Uno de los libros tenía incluso un poema que había compuesto expresamente para él. Su historia de amor quedó sellada con una despedida escrita en la que Ajmátova le decía a Berlin: “Sabes muy bien que no voy a celebrar / el día más amargo de nuestro encuentro. / ¿Qué dejarte en recuerdo? / ¿Mi sombra? ¿De qué puede servirte un fantasma? /”[29].

 

De este modo concluyó una relación que para ambos fue uno de esos sucesos inesperados que generan consecuencias que perduran toda la vida. Cabe preguntarse si cuando se despidieron no quedó prendida del ambiente la promesa de algo más. Es posible. Mario Vargas Llosa cree que hubo incluso algún proyecto a largo plazo que podía haberles unido de manera permanente[30]. Si fue así, el tiempo enfrió aquella vivencia y acabó alojándola en el recuerdo. Ajmátova mantuvo viva la llama de aquella relación durante mucho tiempo. Berlin no tanto. Poco a poco fue envolviéndose en un silencio que tan sólo rompió muchos años después, cuando en 1965 logró que la Universidad de Oxford homenajeara a la poeta rusa con el doctorado honoris causa. Fue entonces cuando se produjo el reencuentro entre ambos, pero no tuvo ninguna consecuencia salvo la alegría de volver a verse después de dos décadas. Con todo, la influencia que ejerció Ajmátova sobre Berlin fue enorme en términos intelectuales. A partir de su vuelta definitiva a la Universidad en abril en 1946, la mayor parte de su actividad académica se localizó en combatir con la fuerza de las ideas al totalitarismo. De hecho el objetivo principal de su pensamiento fue desde entonces estudiar cuáles eran los fundamentos y la proyección de la libertad en la historia[31]. La influencia que sobre esta decisión tuvo su relación con Ajmátova es evidente. Sobre todo porque a su lado aprendió aquello sobre lo que luego él se pasó el resto de su vida teorizando: que “la historia podía verse obligada a ceder ante el puro tesón de la conciencia humana”[32].



[1] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, Taurus, Madrid, 1999, p. 74.

[2] Ibíd., p. 87.

[3] R. Jahanbegloo, Isaiah Berlin en conversación con Ramin Jahanbegloo, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1993, pp. 19-20.

[4] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., 191.

[5] I. Berlin, El fuste torcido de la humanidad. Capítulo de historia de las ideas, Península, Madrid, 1992, pp. 42-43.

[6] I. Berlin, Karl Marx, Alianza Editorial, Madrid, 2000, pp. 158.

[7] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 201.

[8] I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid, 1993, pp. 138-139.

[9] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 205.

[10] Ibíd., pp. 205-206.

[11] R. Jahanbegloo, Isaiah Berlin en conversación con Ramin Jahanbegloo, cit., p. 20.

[12] I. Berlin, Vico y Herder. Dos estudios en la historia de las ideas, Cátedra, Madrid, 2000, pp. 99-104.

[13] R. Jahanbegloo, Isaiah Berlin en conversación con Ramin Jahanbegloo, cit., p. 21.

[14] I. Berlin, Between Philosophy and the History of Ideas: a Conversation with Stephen Lukes, multicopiado, p. 38, citado por J. Gray, Isaiah Berlin, Novatores, Valencia, 1996, p. 204, nota 17.

[15] I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, cit., p. 249.

[16] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 206.

[17] Ibíd., pp. 207-208.

[18] Ibíd., p. 230.

[19] I. Berlin, Personal Impressions, Hogarth Press, London, 1980, pp. 233.

[20] Ibíd.., pp. 238-239.

[21] G. Dalos, The Guest From the Future: Anna Akhmatova and Isaiah Berlin, Murray, London, 1998, pp. 25-27.

[22] A. Ajmátova, Réquiem y otros poemas, Alfar, Sevilla, 1993, p. 164.

[23] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 222.

[24] I. Berlin, Personal Impressions, cit., p. 237.

[25] A. Margalit, The Decent Society, Harvard University Press, Cambridge, 1996, p. 1.

[26] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 222.

[27] I. Berlin, Contra la corriente. Ensayo sobre historia de las ideas, FCE, México D. F.,  1992, p. 198.

[28] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 230.

[29] Ibíd.., pp. 224-225.

[30] M. Vargas Llosa, “El huesped del futuro”, en El País, 18-diciembre-2005.

[31] R. P. Hanley, “Berlin and History”, en G. Crowder y H. Hardy (eds.), The One and the Many. Reading Berlin, Prometheus Books, N. York, 2007, pp. 159-180.

[32] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 230.

Escrito en Lecturas Turia por José María Lassalle

19 de enero de 2017

Llegué tarde al convite de la primera boda a la que me invitaron ese año y no comí nada. Algunos amigos nos pusimos de acuerdo para hacer un bote y comprar un regalo realmente útil, por ejemplo un jamón ibérico de bellota. Los novios no tenían necesidades económicas y no hicieron lista de boda en El Corte Inglés. Les daba asimismo igual que pagaras el cubierto. El grupo de amigos que íbamos a regalarles a los novios algo realmente útil pasamos tanto tiempo intercambiando correos y definiendo qué es la utilidad que al final no les regalamos nada. Puesto que, como ya he dicho, los novios no tenían necesidades económicas, no me sentí culpable. La segunda boda del año se celebró en la terraza del Ada Palace de Madrid. Hacía calor y sirvieron infinitos canapés. Fue una boda de alta alcurnia. Comí hasta verme obligada a desabrocharme el vestido y apenas bailé, pues unos zapatos de tiras me martirizaban los pies. Ello no impidió que volviera a mi casa andando; era incapaz de meterme en la cama con todos esos canapés diluyéndose en mis jugos gástricos. Para el regalo, acordé con la ex mujer de un amigo comprar a medias un set de coctelería. Nuestra idea era esperar a que los novios volvieran de su luna de miel y presentarnos en su casa con el set para estrenarlo en una cena. La ex mujer de mi amigo y yo manteníamos una relación superficial, y a las dos nos costaba encontrar un día libre para llevarles el juego de cóctel juntas. Siempre teníamos cosas mejores que hacer. Pasaron los meses, luego un año. En ese tiempo no hubo más bodas; por separado nos excusábamos ante la pareja por no haberles entregado el obsequio. Los recién casados al principio también se excusaban; tras la boda y el viaje, habían hecho varias estancias en el extranjero (ella estaba terminando su doctorado en París), y tampoco encontraban tiempo para las reuniones sociales. Más tarde dejaron de excusarse, y nosotras de hablar del regalo. Los veíamos cada vez menos; el marido llevaba su anillo, la esposa se lo había quitado porque no le gustaba que la consideraran una mujer casada. Me sentí culpable no por no haberles regalado todavía nada (aunque yo había pagado mi regalo, es decir, ese regalo existía), sino por pensar que ellos opinarían que me importaban muy poco si, habiendo comprado el regalo, no era capaz de quedar con la ex mujer de mi amigo para llevárselo. Supongo que la ex mujer de mi amigo, que tenía el set de coctelería en su casa, se sentía aún peor que yo.

Cuando ya me había olvidado de esa boda me invitaron a otras. Se casó una prima con la que me llevo mal y que no nada en la abundancia. No le hice ningún regalo porque no hacía falta: mi padre le había soltado una cantidad considerable de dinero, y yo le había dejado el anillo de diamantes de mi madre, muerta poco antes. Lo hice enfadada porque sabía que esta prima, que culpaba a la parte paterna de su familia de no haber impedido que su padre dejara a su madre y creía merecérselo todo por considerarse una víctima, no iba ni siquiera a darme las gracias por haberle prestado un anillo que ya no era de mi madre, sino mío. En la boda no se acercó a la mesa donde estábamos sentados quienes pertenecíamos a la rama de su familia paterna. Ella pasaba delante de nosotros una y otra vez, bella porque es realmente hermosa, y ridícula porque caminaba imitando el paso de las modelos, con la cabeza alta y el gesto desdeñoso, luciendo sus atuendos gracias al dinero que le habían dado la parte de la familia a la que odiaba y a la que no se dignó a saludar, y gracias también a mi anillo de diamantes, que lucía como si no fuese yo la que se lo había prestado, sino el fantasma de mi madre. La agradable noche estival se llenó de ruindad y dolores antiguos. En silencio contemplamos la selección de fotos de la novia, que comenzaba cuando su familia no era disfuncional y su hermano aún vivía. No estaba claro si esa selección de imágenes del pasado nos invitaba a reconciliarnos o servía para acentuar su condición de víctima, lo que nos hacía a nosotros, su familia paterna, aún más verdugos. Quizá no era ni una cosa ni otra, quizá ese álbum estaba ahí como mero testigo, pues lo cierto es que no se podía impugnar la selección de fotos ni acusarla a ella de manipuladora. De veras eran hechos felices y cotidianos acaecidos cuando las familias no estaban peleadas ni asoladas por la muerte de los dos únicos miembros capaces de mediar entre nosotros: el hermano de mi prima y mi madre. El convite se celebraba en el patio de un cortijo. Era un sitio bien elegido, bello y modesto, rodeado de olivos entre los que caminé de madrugada con los primos de esta prima, con quienes yo solía alternar en las vacaciones estivales. Nos habíamos ido de la fiesta porque no soportábamos la música hortera que siguió al baile nupcial. Llegué a las cinco de la madrugada y dormí mal, con el estómago revuelto por las mezquindades de las dos familias. Eso incluía de manera preeminente las mías. Me levanté a las siete de la madrugada para vomitar. Me dije que aquella iba a ser la última vez que yo me relacionara con aquella prima y con su madre, y no por rencor o incomodidad, sino por el asco que me producía contemplar mi bajeza. Antes de la boda, estuve convencida de que mi prima y su madre serían capaces de simular que habían perdido el anillo de diamantes de mi madre para quedarse con él. Este pensamiento me avergonzaba, pues sabía que la posibilidad era remota, pero no podía evitarlo. Había sentido durante demasiado tiempo el rencor de mi prima y de su madre, y no podía sino suponerles una vileza que era el espejo de lo que yo era capaz de imaginar sobre ellas desde mi vileza y mi rencor.

Tras esa horrible boda vino la de uno de mis mejores amigos de la infancia. Se casaba en Manzanares. Hasta ese momento, yo había podido sortear casi todas los enlaces que se celebraban fuera de Madrid, donde vivo, porque ninguno de mis mejores amigos, actuales o antiguos, se había casado. Si no tengo una relación muy estrecha con alguno de los contrayentes o un compromiso familiar ineludible, como el de la prima con la que no me hablo, jamás me desplazo a otra localidad para ir a este tipo de celebraciones. Ésta era una boda tradicional, por la Iglesia, con muchos invitados y lista de regalos en El Corte Inglés. No tenía amigos comunes a los que unirme para comprar algo de la lista (la única persona que también fue amiga de este amigo que ahora se casaba era mi primo, el hermano de la prima con la que no me hablo, y que murió). Lo más barato eran unas maletas de 200 euros. Yo no estaba bien de dinero. Le pregunté a una amiga, casada y con tres niños, cuánto era el mínimo para no quedar mal. Siempre supongo que una casada con hijos sabe más sobre bodas que una soltera sin hijos, como yo. Mi amiga me dijo que ella era una rata y que no daba más de 50 euros. Hice mis cálculos a partir de la información que me había facilitado la que se acusaba de rata. Yo no quería quedar como una rata, y puse 100 euros en la lista de El Corte Inglés. Era razonable pensar que el doble de 50 te excluía de que te considerasen avara. Además, tenía que pagarme el alojamiento en Manzanares y el viaje; esperaba que mi mejor amigo de la infancia fuera comprensivo. Ocurría no obstante que yo ya no solía hablar a menudo con mi amigo, y cuando lo hacía no le mencionaba mi situación económica. Tampoco sabía mucho sobre la suya y sólo podía hacer suposiciones tales como que se había comprado un piso cuando casi nadie de mi generación puede permitirse adquirir una vivienda, si bien esta vivienda estaba en una zona modesta de una ciudad de provincias. Mi amigo trabajaba, junto con unos cuantos empleados más, en un negocio familiar. Yo podía pensar que si el negocio le daba para varios sueldos, una casa y una boda, no tenía una mala situación, lo que no significaba que fuera buena. Podía ser normal, o regular, y en todo caso ya era significativo que hubiese una lista de boda en El Corte Inglés. Mi amigo, además, había llegado a mencionarme que estaban tratando de no despedir a nadie. Me presenté en la boda con el mismo vestido que había lucido en dos convites anteriores. La iglesia era blanca, con un altar barroco de pan de oro; no recuerdo qué dijo el cura porque doy por hecho que los curas sólo dicen variaciones de lo mismo y no les escucho. El banquete tuvo lugar en un castillo convertido en restaurante. Se trataba de un sitio discretamente lujoso, como un parador sin parafernalia. Estaba segura de haber cubierto con mis 100 euros lo que costaría una cena en Manzanares, y de que incluso sobraría algo para que los novios pudieran tomarse un pisco sour en Lima –se iban a Perú de luna de miel-. Cuando empezaron a pasar bandejas de un exquisito jamón comenzaron unas dudas que la cena empeoró. Los entrantes y el pescado eran de calidad; de carne sirvieron un ternísimo lechón ibérico asado. El regalo de los novios consistió en botellas de aceite de oliva virgen extra y vino de Valdepeñas. Aunque el aceite y el vino no fueran caros, se trataba de un buen obsequio, a diferencia de las necesarias pero famélicas pulseras de plástico contra el cáncer que había repartido la prima que me caía mal (su hermano había fallecido a causa de un cáncer de estómago). Comí jamón, comí pescado, comí cerdo. No sobró nada de mis platos y sólo renuncié al postre. Durante la cena, la hermana de mi amigo me preguntó sobre la boda de mi prima, de la que se rumoreaba que había sido tensa. Le contesté que en efecto en la boda había cuchillos debajo de las mesas. Pensé asimismo, aunque esto no se lo dije, que en muchas bodas lo de menos es celebrar la unión, y que lo que más cuenta es lo que los contrayentes y sus familias quieren demostrar a los invitados. Cuanto más acomplejados o rencorosos son los novios, más sirven las bodas como mecanismos de resarcimiento e incluso de escarnio. Me escabullí tras el baile nupcial, y cuando me acosté sólo conseguí marear la cama, que a oscuras se confundía con mi buche, donde la comida se revolcaba, y con mis pensamientos sobre lo que costaban los tres ricos platos y los entrantes. Estaba ya convencida de que mis 100 euros ni siquiera habían bastado para costear mi cubierto. Mi amigo comprobaría que en la lista de El Corte Inglés mi nombre iba seguido de una cantidad miserable. Para torturarme más, al día siguiente, ya en Madrid, me dediqué a averiguar en foros de Internet cuánto era el mínimo que se debía dar en las bodas para no quedar como la rata de mi amiga. Concluí que eran 150 euros. Tenía los párpados llenos de petequias, pues en mitad de la noche había vomitado el lechón, el pescado, el jamón y el vino.

La siguiente boda se celebró en el Museo del Traje, en Madrid. El novio se casaba por segunda vez; ella por primera. Se preparó un acto a la americana, en el que el novio, la novia, el hermano del novio y la hermana de la novia soltaron unos breves, simpáticos, tópicos y emotivos discursos. A la novia se le rompió la cremallera del vestido y tuvo que llamar a la modista; la ceremonia se retrasó una hora, en la que los invitados esperamos en los jardines bebiendo vino. Cuando llegaron los novios, ya estábamos un poco borrachos. Los novios no tenían necesidades económicas, así que podía regalarles cualquier cosa que se ajustara a mi presupuesto. No me resultó pesado esperar a la novia porque había muchos amigos con los que hablar. Yo llevaba unas sandalias cómodas, unos pantalones negros, una camisa de seda cruda heredada de mi madre; quienes se me acercaban me decían que había escogido un look oriental, y yo les explicaba que lo único que tenía para ponerme era un vestido que ya lucí ante ellos en una boda anterior, razón por la cual había tenido que improvisar esa facha de jarrón japonés, o chino. Lo que secretamente deseo cuando me invitan a una boda es vestirme como un señor, con un traje de chaqueta y una corbata, el pelo recogido en una cola prieta. Las bodas son el único sitio donde podría satisfacer mi deseo de ir de etiqueta a la manera de un hombre. Ese mismo día, a primera hora de la tarde, había comprado un set de coctelería que entregué poco después del convite; en mi rapidez había un deseo de reparar la desidia que había tenido a la hora de darles el otro set de coctelería a los otros novios (de hecho, a día de hoy creo que ese set aún sigue en casa de la ex mujer de, precisamente, este amigo al que le entregué el segundo set). La boda transcurrió tranquila, y cenamos canapés en los jardines. La comida no fue muy abundante; por primera vez tras una boda, llegué a mi casa sin ganas de vomitar. Incluso tenía hambre.

Para la siguiente boda tuve que desplazarme a Jaén. Cuando se acercó la fecha, la novia escribió dos e-mails con profusas indicaciones para los invitados. Los e-mails estaban llenos de signos con los que la contrayente expresaba pequeños ataques de entusiasmo. Por ejemplo, a “¡Qué fotos más estupendas van a salir…!” le seguía un :D; “¿con qué os identificáis más, con la armonía, los acordes y los grupos de instrumentos, o con las melodías y el ritmo?” y “¡y bienvenidas pamelas, sombreros y tocados…!” iban seguidos de ;), mientras que a “DJ’Nono” y “¡Antes muertas que sencillas…!” le acompañaba un ^^ que me hizo guiñar los ojos. Los novios habían preparado una ceremonia repleta de “sorpresas y momentazos”, y confiaban en que iba a ser un día “pleno de emociones”. Las emociones consistían en varios cánticos no religiosos que salpicaban la ceremonia, en actores que se levantaban en mitad de la función para declamar textos de Chéjov y de Lope de Vega y en sendos discursos de los novios sobre el amor. El novio fue discreto: dijo que cuando alguien le preguntaba si había encontrado a su media naranja contestaba que se había topado con una fruta completamente distinta. La novia, mi amiga, se había preparado unos cuantos folios, y cuando iba por la mitad de su sermón empecé a desear que se hubiera casado por la Iglesia, pues al menos no tendría la tentación de criticarla a ella por la homilía, sino al párroco. Se había propuesto darnos a todos unas cuantas lecciones. Dijo que el amor consiste en elegir a personas completamente distintas a ti, pues sólo alguien diferente va a ponerte a prueba (¿y qué es el amor sin pruebas?) y te va a permitir aprender lo que necesitas. Quienes eligen a sus iguales, señaló, son personas cómodas que no asumen riesgos, y puesto que el amor es un riesgo, queda claro que esas personas son incapaces de amar. Por otra parte, continuó, tampoco hay amor en esas parejas que llevan toda la vida casadas y que se limitan a criar hijos, traer dinero a casa y ver la televisión por las noches: esa gente son muertos en vida que han renunciado por comodidad y estupidez a la Gran Tarea del Amor (la boda estaba llena de familiares del novio y de la novia cuyo aspecto no hacía pensar en grandes gestas, y sí en sudor, piaras de hijos y tedio consensuado en el mejor de los casos; no pude evitar el pensamiento de que el amor estaba más bien del lado de esas manos callosas y resignadas). El amor, siguió diciendo mi amiga, tampoco es sinónimo de enamoramiento, y quien lo busca en los chisporrotazos del principio de una relación está condenado a quedarse en la superficialidad, en bobas pasiones que conducen no al amor, sino a la inmadurez emocional, la neurosis y el autoengaño. El amor, finalizó, es la construcción de dos personas para llegar a ser mejores de lo que eran cuando estaban solas. A ella además le gustaba decir que había conocido al que iba a ser su marido cuando estaba preparada para amarle, porque sabía que ese iba a ser el reto más difícil y estimulante de su vida. Ese día vomité incluso antes de llegar a la pensión donde pernoctaba. Me tuve que ir al hotel de en frente para que ningún invitado me viera salir congestionada y con el rímel corrido del váter.

No es que este recuento de bodas, más bien escaso, me convierta en una experta. Sin embargo, creo que puedo sacar algunas conclusiones a modo de recapitulación. La primera es que las bodas no cambian tu relación con la persona que te ha invitado. No vas a pensar mejor de ella ni de su boda aunque se haya esforzado por hacer una celebración apoteósica y por facilitárselo todo a los invitados. Tampoco vas a pensar peor. Las bodas son el reflejo de las aspiraciones de quienes se casan, tanto materialmente (no he ido a ninguna boda en la que los novios hayan desistido de toda pompa, si bien creo que pocos reconocerían la importancia que le dan), como en lo que se escenifica (las novias quieren estar tópicamente guapas; los novios dan menos juego, y lo que puede observarse en ellos es su grado de aceptación de las convenciones). Por otra parte las bodas rara vez están relacionadas solo con el amor. Asimismo, se puede señalar que hay una queja general de lo mucho que se come en un convite nupcial, y también cuando la comida no cumple con la abundancia que todo enlace promete, sobre todo para aquellos que están a régimen y han decidido saltárselo. Esas personas se van decepcionadas a casa y a su nevera, llena de lechugas y yogures desnatados. En relación a lo anterior, cabe añadir aquello por lo que mucha gente reniega cuando son invitados a una boda: que son pesadas y poco saludables. Los gruñidos se multiplican cuando el evento sale por un ojo de la cara y encima no hay compensación por acudir, sea porque no conoces a casi nadie (o sí pero no te cae bien, o te resulta indiferente), sea porque te viene fatal (llegaste al convite con estrés porque apenas descansaste el último fin de semana, y saliste de la boda peor de lo que llegaste y con 400 kilómetros encima), sea porque perteneces a la parte de la familia que alguno de los novios odia (y en consecuencia te odian buena parte de los invitados). La conclusión más importante es que suele ser mentira que estés invitado en el sentido más cotidiano de la palabra, que es el de que te conviden, ya que, por lo menos, debes pagarte el cubierto.

Habida cuenta del horror con el que suelen acogerse las bodas, propongo que las invitaciones se planteen de otra manera. Por ejemplo:

Queridos familiares y amigos:

Hemos decidido casarnos y nos gustaría celebrar una boda tradicional, con un banquete en un sitio agradable y sin tener que comprar un vestido de novia de segunda mano ni alquilar un esmoquin. Los tiempos están difíciles, y por ello apelamos a vuestra ayuda para poder promover el evento. Vamos a poner toda nuestra ilusión en organizarlo de la mejor manera para que vuestras aportaciones hagan de este día algo inolvidable para todos.

Os rogamos que no os sintáis culpables si no podéis contribuir. Será una pena que no nos acompañéis, aunque al mismo tiempo estaremos felices por no haberos obligado a afrontar gastos extra.

Podéis hacer vuestra aportación en este número de cuenta XXXX (hemos fijado un mínimo de X euros para cubrir el cubierto).

Os rogamos que pongáis vuestro nombre en el ingreso para poder confirmar vuestra asistencia.

 ¿Acaso no se movilizarían con mejor humor los invitados si considerasen la boda como una empresa suya?

Sin embargo, es probable que este tipo de invitación complicase aún más el problema. Y es que, ¿no ocurre que, si se plantea la cuestión con honestidad, crea mayores obligaciones?

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Elvira Navarro

19 de enero de 2017

Escribir es una forma de huida: un escritor, dado que tiene (que se sepa) una sola vida, se ve obligado a inventar otras: otras historias, que son siempre la misma. Una vida no es suficiente: un tópico, y como todos ellos, verdad. A veces hace falta, por la razón que sea (hábito del idioma, exceso de imaginación, curiosidad, libido, rechazo a la idea de finalidad) multiplicar las posibilidades. Difícil pensar en un escritor que haya multiplicado sus posibilidades más veces que el autor que nos ocupa; en su multi-narrativa, infinitamente divergente, la superposición de mundos ficticios, muchos de los cuales involucran a su alter ego, Emilio Renzi, privilegia los repentinos puntos de vista, hasta el infinito.

Ricardo Piglia (Adrogué, 1940 - Buenos Aires, 2017) es uno de esos escritores singulares, perturbadores, que van contra la corriente, contra el flujo de la cultura de su tiempo, y para el cual los precursores son tan difíciles de encontrar como los sucesores. Los ensayos y diarios que aquí analizamos representan sólo una parte de los logros del autor argentino, que incluye cuentos y novelas, la mayoría, breves, así como convincentes, a menudo lacerantes, traducciones de obras extranjeras. Su literatura ha abierto una ventana a un mundo, mucho más plural y democrático, durante todos estos años de oscuridades.

Su literatura despliega una predilección por los misterios irresolubles y los mitos literarios, con los que gusta de envolverse a sí mismo. Pero lo más increíble de esos mitos es que, en las páginas de su obra, acaban por volverse reales. Es difícil no leer sus libros, cuyas dimensiones interiores parecen duplicarlos, sin reparar en que han sido escritos por un hombre que trata de escapar del silencio. No hay principio ni fin a su trabajo; que es, por así decirlo, ilimitado.

 

La forma inicial

 

Impulsa la obra ensayística de Piglia la negativa a seguir las reglas o las expectativas sobre lo que debe ser un ensayo. Sus preceptos son más bien es el esfuerzo radical de alguien que se ha aislado a fin de aferrarse a las cosas en sí mismas, alguien que solo se deja guiar por el afán de originalidad. “Las pulsiones (…) hacen que un escritor funcione (…) claro que un escritor es mucho más que eso”. Los aspirantes a autor de ficción somos los destinatarios, en última instancia, de la colección de ensayos, conversaciones y entrevistas La forma inicial (Sexto Piso, 2015), donde el autor de Plata quemada (1997), uno de los más grandes novelistas argentinos del siglo XX y lo que va del XXI, divulga los secretos del oficio, es decir, los métodos de los narradores más importantes de todos los tiempos.

En La forma, se expresan opiniones controvertidas, pero siempre educadas, sobre los méritos de los rivales: “A mí me interesó siempre algo que Borges hace muy bien (…) la ficción del nombre (…) Alguien que dice que se llama de un modo que no es como se llama (…) la lógica de la falsificación”. Este libro sobre crítica literaria obedece más a los caprichos del ritmo (“la velocidad (…) la marcha, es esencial. La clave para mí es el tono, cierta música de la prosa, que hace avanzar la historia y la define”) que a la inflexibilidad de un patrón establecido. De esa forma, el argentino allana el camino para explorar cuestiones estéticas y biográficas, tanto propias como ajenas.

Se suceden las reflexiones del autor sobre el amor, la clase y la cultura, el pánico y el vacío, la prosa y la poesía, la conexión y la desconexión, pero sobre todo la forma (inicial y final) en que se mira a la condición humana. Aunque el autor de Respiración artificial (1980) admira el estilo de la prosa de otros autores, su humanismo y su elegancia moral, de ninguna manera es un admirador acrítico: “Sabemos que Onetti usa demasiados gerundios, que la conclusión de las frases por momentos es incierta, que los pronombres no siempre están bien definidos (…) pero esa suma de imperfecciones (…) convierten su escritura en algo único (…) un gran acontecimiento de la lengua”.

La forma supone, en definitiva, una vasta mirada a la cultura occidental. Con gran autoridad, se coloca a cada autor en el contexto artístico de su época. Su experiencia sugiere que la inspiración deriva de una creatividad esencialmente intermitente: “Las grandes poéticas contemporáneas insisten mucho en la necesidad de interrupción. En el sentido de ir a la vida”. La literatura consiste en una serie de descubrimientos intermitentes y sus interrelaciones. La novela debe ceder a “las interrupciones de la pasión, la sexualidad, la política”, medios por los cuales se convierte en un artefacto complejo y apasionado.

Complicación y pasión son cualidades a admirar en el arte como en la vida, según el autor de Los diarios de Emilio Renzi (2015), hasta que tiene lugar “la irrupción de ese final inesperado”. Se tiene una clara y certera comprensión de la teoría literaria; se escribe extensa y llanamente sobre cada aspecto; se posee una amplia experiencia literaria y un oído en sintonía con su carácter académico. Aunque La forma no es un libro demasiado extenso, es rico en matices, es sugerente y está escrito con serena autoridad. Cualquier persona interesada en todos los aspectos de la ficción (culturales, temáticos, formales y técnicos) lo encontrará maravillosamente estimulante y consecuente.

 

Diarios de Emilio Renzi

 

La forma en que están escritos estos diarios se encuentra más cerca de las variaciones musicales, desplegadas en imágenes, escenas o personajes, que adoptan diferentes formas cada vez, así que de su conjunto se desprende que está fuera de los patrones de asociación idiosincrásica. El progreso, el clímax y el desenlace se resisten a cada paso. A veces la narración da lugar a fragmentos inconexos, que aluden a citas fallidas, irrecuperables.

Un diario puede ser una compleja obra de arte, a pesar de que utiliza una lógica narrativa muy básica: el transcurrir de los acontecimientos. Dentro de esa estructura sencilla, puede pasar cualquier cosa, ya que las conexiones entre las distintas entradas no solo se basan en la estructura mental de su autor, sino en el paso del tiempo. Piglia comenzó a escribir a diario sus impresiones en 1957, con apenas 17 años, y lo ha seguido haciendo hasta nuestros días. Durante estos años, se ha convertido en un novelista y crítico de éxito.

Sin embargo, se atribuyen sus diarios a su alter ego, un tal Emilio Renzi, con el que se comparte escritura, “desorden de los sentimientos (…) una poética personal”, y vida. En otras palabras, escribir, para ambos, es un oficio que tienen que aprender, y una vez aprendido, sostener, con esfuerzo. La literatura se presenta en Los diarios de Emilio Renzi (Anagrama, 2015) como una forma de tomar el control de una existencia que escapa a la propia comprensión. No una manera de desaparecer, de evadirse, sino una afirmación positiva, “que permite reconstruir una historia que se desplaza a lo largo del tiempo”.

Los escritos de Piglia están protagonizados por una figura contemplativa que asiste a los eventos, que están fuera de él. Sus novelas más conocidas (Respiración artificial (1980), Plata quemada (1997)), presentan invariablemente un doppelgänger en quien el autor delega, alguien externo que participa de la acción. Lo mismo sucede en estos diarios. Alguien vive las experiencias de Piglia, para “ver desde el futuro (…) para poder soportar el presente, comprender que ya no es posible la ilusión” ya que “en todo se agazapa la destrucción, nadie tiene asegurado el dominio de sí mismo”.

La casa familiar se encuentra en Adrogué, un pueblo a las afueras de Buenos Aires. Al mudarse a la capital, Renzi/Piglia empieza a atribuir valores excluyentes para los dos territorios: Buenos Aires es el dominio de la modernidad, del intelectualismo sofisticado; Adrogúe es el lugar de una realidad física irracional y sin compromisos. El deseo de que ambos mundos se reconcilien o se superpongan tiende a quebrarse bajo la convicción de que siempre se está condenado a elegir entre formas de vida contrapuestas.

En la universidad, Piglia entra en contacto con la obra de clásicos y contemporáneos que influirán en su obra, no solo extranjeros (Dostoievski, Kafka, Proust, Fitzgerald, Faulkner, Hemingway), sino argentinos (Borges y Cortázar, Rodolfo Walsh, Haroldo Conti y Edgardo Cozarinsky), escritores cuya expansión, optimismo y compromiso intenso con la vida son polos opuestos del taciturno Renzi, a menudo en estado contemplativo. Así comienza su etapa como activista, convencido de que la literatura es “un presente narrativo … de pura acción” que amenaza cualquier régimen totalitario.

Ocupan estas 360 páginas los intentos de su autor por definir la relación entre el arte y la realidad y establecer la naturaleza de la propia psicología. Los lectores de Los diarios de Emilio Renzi, primera parte del proyecto de publicación de sus dietarios en tres tomos, encontrarán en ellos no solo “figuras, escenas, fragmentos de diálogos, restos perdidos que renacen cada vez”, sino un relato de las controvertidas circunstancias históricas y sociales del escritor argentino.

 

Los años felices

 

Entre otras cosas, un diario es un vasto archivo de ansiedades y ambiciones frustradas. Más de 40 años después de haber sido escritas, las entradas de la segunda entrega de Los diarios de Emilio Renzi (Anagrama, 2016) nos siguen pareciendo subversivas, cuando no amenazantes. El escalofrío que uno siente al leer esa “sucesión de aventuras” de alguien “que envejece y no aprende”, es dolorosamente real. Este libro de libros, donde “la forma y los procedimientos se hacen visibles por medio de la violación de las normas”, se ríe de nosotros, de nuestro conformismo pequeñoburgués, mimados como seguimos por las comodidades modernas.

“La historia literaria es siempre una condena para el que escribe en el presente, allí todos los libros están terminados y funcionan como monumentos”. En este segundo volumen de sus diarios, Los años felices, asistimos al viaje de Piglia/Renzi hacia el auto-conocimiento. Se decide el protagonista a seguir sus deseos a expensas de pareja y fortuna; huye de la sociedad convencional y del trabajo intelectual para dedicarse a sus fantasías, este “relato de no ficción” que tiene “la tensión de un juicio abierto en el que hay decidir quién es el responsable de la derrota”. El Diario se convierte así en un catálogo de males y esperanzas frustradas: la dura lucha contra el anonimato, las indignidades de la crítica, la falta de ventas, la perfidia de los colaboradores, el éxito inmerecido de los amigos.

“¿Un diario (…) repite esta técnica medieval?: dispersión, copia, libro para ser leído después de la muerte”. Lo que se podría aplicar a la obra de Kafka (“no entender lo que está pasando”) es clave en la obra de Renzi, centrada “en el anhelo de una trascendencia que fracasa”. Su héroe, al igual que el de El proceso, “busca el sentido y no transige ni concilia”. Piglia nos vuelve a hacer conscientes de nuestros límites, mientras nos pide que dibujemos de nuevo el mapa de nuestras prioridades. “A partir del diario, escribir una novela de educación (sentimental)”. No es sólo que las ideas sean impactantes. Es que el interlocutor trata de seducir y convencernos, al mismo tiempo que se justifica a sí mismo, a través de ese “narrador que siempre he buscado: furioso, irónico, desesperado, elíptico”.

El proceso de convertirse en escritor es el tema de estos Diarios: sus imperfecciones e indiscreciones, su falta de organización artística y temática, todo aquello que convierte su lectura en un placer. El hábito de la transcripción diaria informa la historia íntima, el recuento de visitas, observaciones incidentales y reflexiones. El chisme alcanza aquí la significación epigramática de la poesía. A diferencia de las fotografías, las imágenes verbales se desarrollan y cambian con el tiempo, de acuerdo con las fluctuaciones de la fortuna de las personas afectadas y sus cambiantes relaciones con el autor. En lo personal, la lectura de este volumen supone, al igual que sucede con el primero de la serie, una bofetada en el rostro, una que nos recuerda que no se trata de un libro más, sino un compendio de literatura universal.

 

Infinitud

 

La obra de Piglia es el registro hermético de la lucha de un escritor consigo mismo y con las formas literarias, un escritor que está dispuesto a perseguir tenazmente la inutilidad en lugar de tener éxito en términos establecidos, que trata de luchar contra las dimensiones desconocidas tanto como consigo mismo. Más que universo, agujero negro, más que ebullición, colapso de las literaturas, revelación inusual, con cualidades impredecibles. Sus Diarios señalan el camino a seguir, proporcionando a su autor una inmensa cantera para su futuro trabajo, al abordar toda una serie de temas y, tal vez inseparable de ellos, una nueva forma. En ellos, se aúna poesía, narrativa e imagen.  A menudo dos conceptos se constelan o fusionan, que rigen el progreso de la entrada. Al fondo reside, normalmente, una percepción sensorial.

            La geometría irregular de las cláusulas de sus ensayos y conferencias arriba mencionadas, tiende a oponer las reflexiones en ángulos extraños las unas de las otras, hasta que al final la frase las resuelve o al menos las vuelve a alinear. Mucho depende también de la resonancia de sus líneas finales, que a menudo reinscriben la trayectoria de todo el ensayo, evitando hábilmente lo epigramático. El autor argentino es la representación de un fracaso, aunque como prueba de resistencia, valor y lealtad a la propia originalidad.

Aunque en sus escritos se opone obstinadamente a toda forma de totalitarismo, no es un escritor político. Su dura visión inclusiva, así como su negativa a apartarse de la miseria humana, dan a sus escritos un, casi documental, valor adicional. Sus narrativas se reflejan de manera deliberada, se refractan unas a otras (todas ellos son, de alguna manera, sobre escritores, pero no descartan la violencia, el sexo), muestran su fe en la literatura como la única forma de yuxtaponer muchas narrativas en un solo libro, en una sola vida, donde unas tramas conducen a otras. La ilusión de infinitud sólo se ve reforzada por el hecho de que manuscritos inacabados sigan apareciendo.  

 

Sevilla 2017

Escrito en Sólo Digital Turia por José de María Romero Barea

19 de enero de 2017

Tradución de Carlos Vitale

 

Benito La Mantia nació en Palermo en 1940 y reside en Mezzano (Rávena).
Entre otros libros, ha publicado: Lindos, Knossos y Taccuino.

 

 

 

 

 

 

 

 



HAZ DE MODO...

Haz de modo que yo

nunca sea celebrado

ni se me asignen

premios de ninguna clase

no dejes que escriban sobre mí

porque serán todos modos

de liquidarme

cuando ya no te sirva

llévame a mi tierra

y quémame

de manera que permanezca en el aire

para cualquier eventualidad. 

 

LAS GRANDES IDEAS...

Las grandes ideas
los grandes temas
los grandes movimientos
la caída
desgraciada
del trampolín
y el trasero en el agua
ni siquiera tibia.
 

 

ES CURIOSO... 

Es curioso

que en el colmo de la desesperación

en estas ruinas

tú percibas

todas las posibilidades de la revuelta.

 


TONTERÍAS...

Tonterías por tonterías:
si pudieses volver
del reino de los muertos
diciendo
hijos
aquí no hay un carajo
bueno, no te creerían.
La imbecilidad es ya
una institución.

 

LA POLICÍA...

La policía

ya se sabe

dispara siempre al aire

nunca tira al blanco.

La culpa 

fue de aquel estúpido marroquí

que se había puesto a volar.

 


CUANDO ACEPTES...

Cuando aceptes
que te endosen un uniforme
y que te coloquen
una bandera al pecho
ya no tendrás batallas que ganar
las habrás perdido todas.



ALDEBARÁN…

Aldebarán es el ojo candente del toro
que recorre los oscuros meandros de la mente
y cada acto escapa a la razón
por el delirio de las ideas imperfectas
así lo posible se ha reducido
y próximo se anuncia el fin de los acontecimientos.



A LOS BURGUESES...

A los burgueses a los burgueses
que su dios
los conserve en la gloria
y no los suelte:
quisiera evitar al menos
tenerlos en mi infierno.


CUANDO...

Cuando le anuncié
enfático
a mi hijo
que le dejaría
en herencia el mundo
me dijo
que impugnará
el testamento.


BEBO...

Bebo en la copa del tiempo
sólo tu vida
y la caída irremediable del mundo.
Inútilmente
el cerezo me seduce.
Es tanta la tristeza
tanta.



HOY HA SIDO…

Hoy ha sido un día
tan límpido
que casi me he
avergonzado de existir
observando la oscuridad
que se debatía
como la actual
incapacidad de la razón.

 

PERO, ¿NO ENTIENDES…?

Pero, ¿no entiendes que seremos los últimos?
Nosotros desordenados embrollones
pendencieros como gallitos pic pic
y ellos metódicos como nazis
nosotros en el gueto
afuera
la pura raza necia.

 

Y ENTONCES…

Y entonces llegaron los ingleses
me cuenta el nigeriano en el Beaubourg
y sostenían alta una cruz en la mano
y nos dijeron: mirad al cielo.
Y nosotros miramos.
Pero cuando volvimos
los ojos al suelo
el oro ya no estaba.



¿Y QUÉ DIJO...?

¿Y qué dijo Periandro
al embajador de Mileto
cuando le preguntó
por la mejor manera de ejercer el poder?
Nada dijo.
No dijo nada.
Llevó al tipo a un campo
y con golpes secos de bastón
segó las espigas más altas de trigo.
 


MÁS ALLÁ...

Más allá del punto
para verificar tu fracaso
para escapar incesantemente de la muerte.
Pasajes, pues, no arribos.
En las verdades se ocultan
las más pérfidas mentiras.
Las ideas
encuentran decencia
sólo en estado fluido.



CARGAD...

Cargad.
Apuntad.
Fuego.
Y el anarquista Masetti
disparó
pero a su comandante.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Benito La Mantia

13 de enero de 2017

Afirmar que Wislawa Szymborska es uno de los grandes referentes de la poesía actual no sorprende a nadie, es más, en cualquiera de las listas que pudiéramos hacer de los poetas más trascendentes del s. XX y principio del s. XXI, la Nobel polaca siempre debería estar presente. Pero la afirmación contiene un segundo sentido ya que a partir de ella pueden entenderse algunas poéticas o, incluso, podríamos llegar a decir que se ha convertido en un icono para las nuevas generaciones poéticas europeas (y españolas, por supuesto). Su impacto y asimilación en los círculos poéticos jóvenes y femeninos (y feministas)  es de tal calado que sería imposible explicar las poéticas de algunos de sus referentes, como Elena Medel, Sofía Castañón o Sara Herrera Peralta, sin la precisión “médica” de Szymborska con la que desgrana cada imagen. No hay posibilidades a estas alturas de producción crítica sobre la autora polaca de aportar algo que no se haya dicho al respecto, pero sí existe la posibilidad de trazar lo significativo de su poética en la de los demás.

Metódica en el uso del lenguaje, circular en la concepción del poema y sagaz en el uso y el abuso de las palabras y sus sentidos, Wislawa Szymborska ha fascinado del mismo modo a los jóvenes poetas como pudieran haberlo hecho en un momento determinado el aullido de Ginsberg, el fascinante territorio de T.S.Eliot o la rítmica y atronadora poética de Leopoldo María Panero. Estamos, pues, ante una de las grandes figuras de la poesía europea, convertida ya en icono de una generación que anhela su capacidad metapoética, su visión terrenal y espacial y sus saltos en el tiempo y en el vacío en busca del secreto de la identidad y de aquello que fuimos un día y no sabemos ya dónde ha quedado o cómo encontrarlo de nuevo.

Hasta aquí es el libro que recoge los últimos trece poemas escritos por la poeta y una interesantísima entrevista realizada por Javier Rodríguez Marcos a los dos traductores del libro, Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Ellos dos, junto a Xavier Farré, son los responsables del auge de la poesía polaca en España. Su pulcra manera de traducir a la que suman su atinado sentido del ritmo, como buenos poetas que son, han hecho de la literatura polaca, de su poesía, el lugar al que todos los lectores de este género acudimos en busca tanto de las voces más conocidas (Rózewicz, Zagajewski, Herbert, Krynicky…) como a los nuevos nombres (recogidos en esa monumental antología editada por PUZ, Poesía a contragolpe. Antología de poesía polaca contemporánea y que desde estas líneas etiquetamos como obligatoria y necesaria).

Hasta aquí plantea las claves y constantes de la poesía de Wislawa Szymborska, su juego continuo con las palabras y sus significados (que tan bien se aprecia en el poema titulado “Reciprocidad”: “Hay catálogos de catálogos. / Hay poemas sobre poemas. / Hay obras sobre actores representadas por actores. / Cartas motivadas por cartas. / Palabras que sirven para explicar palabras”) y la belleza de una manera de decir que huye de la grandilocuencia y encuentra en lo sencillo y en las palabras justas, en la esencia del propio lenguaje (como siempre señalan los grandes poetas –Gamoneda y Saldaña entre ellos hablan de este compromiso con la palabra), el secreto de la comunicación más intensa (como bien podemos observar en el poema titulado “Mapa”: “Me gustan los mapas porque mienten. / Porque no dejan paso a la cruda verdad. / Porque magnánimos y con humor bonachón / me despliegan en la mesa un mundo / no de este mundo”).

Este es un poemario que completa el anteriormente editado por Bartleby Editores, Aquí (2009) y  que fue traducido por los mismos traductores del libro que aquí tratamos. A Pepo Paz, editor del sello, corresponde agradecerle la apuesta por estos dos volúmenes que han completado la edición de la poesía de esta autora que nos ha hecho tan felices.

 

Wislawa Szymborska, Hasta aquí, traducción de Abel Murcia y Gerardo Beltrán, Madrid, Bartleby Editores, 2014.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Ignacio Escuín Borao

13 de enero de 2017

Wolfgang Pauli



El cuervo que a sí mismo

se quitó los ojos

no quería ver la asimetría

de aquellos números,

temía la desigualdad invencible,

ese ordenamiento inverso

que comporta

la impenetrabilidad

de la materia.

Vano es, pues, el intento de los míos

si no puedo incorporarte.

¿Quién mira, al fin?

¿Quién modifica el movimiento?

¿Quién expresa lo que queda dicho?

Derrotada la razón

por el poema

que nadie sabe cómo se escribió,

una vez más

planea en el aire

la sombra de la letra griega.

 

Pero ya Odiseo, el que no se detenía,

se hizo llamar “nadie”...

 

Escrito en Lecturas Turia por Clara Janés

13 de enero de 2017

Dentro de cualquier Atlántico hay una piscina iluminada. Una zanja cuyo fondo es fango y ciénaga sin más vida que su sombra cuando el sol se inclina. Sigo los pasos del mapa. Pero olvido el mapa. Encero el suelo de barro y escribo sobre lo que no sé hablar. No. Escribo sobre la que no sabe hablar. Un yo denso de hábito arbustivo. Ese yo que no es más que una cepa rarificada sin ese que no se sabe. Hablar. Una pequeña palabra. Un . Un no sabe. ¿Qué no sabe? Leer el mundo. No sabe leer posos de piscinas. Ver su carácter al fondo. Hay tres filas de dos puntos al horizonte. Tres puntos en vertical debajo. Debajo estoy yo. Soy la que no sabe hablar. Hablar dentro del no hablar. Que es lo mismo que hablar para no escribir por ejemplo que soy un cuadernillo rubio donde plagiar espirales idénticas. Patrones. Patrones del que sigue mi mano primera. Un boj. Dos boj. Tres boj. Patrones concluyentes. Dentro de la zanja hay un lobo enganchado a mi nuca. Eso sí es un patrón concluyente. Borra mi cabeza porque ya soy otro cuento dentro de este cuento. Grita. Blancanieves está preparando una tarta. Ella dice que escribir es el gerundio de un enano. Más lejos no hay fonética. La vida es un borrador. Un boceto calvo en el que repetimos patrones de barcos que no tienen patrones ni moldes de madre. No hablo. No me gusta hablar. Mientras la voz del me da vueltas el yo. Escribo que soy la que escribe sobre aquello que no sabe hablar. No. Sobre aquella que no sabe hablar. ¿Escribir plurales? Femenino singular que no se sabe si no escribe. Escribo entonces para lavar a mano las palabras. Palabras pequeñas como . Pro-nombres que pronombran depósitos de agua. Escribo para restaurar el orden. En-cubierta. Camino en cubierta sin voz. Camino y el pasado camina conmigo y es un tiempo mononucleado. El grito está vivo. Hace mucho tiempo allí no había nada. Aquí el miedo me mantiene ilesa. Mientras, Blancanieves destruye la métrica con sus manos macrófagas. El fin anunciado de toda escritura... a mano.

 

Escrito en Lecturas Turia por Nuria Ruiz de Viñaspre

13 de enero de 2017

Sombras que se deslizan bajo mi ventana. Ahí fuera: ruido de motores, ladridos, frenazos deportivos, politonos de móviles. Aquí dentro: noticias de actualidad, teletipos, última hora, y en medio de todo este nerviosismo, zas, salta la foto de un niño. Hoy. Es un niño guerrero, africano, de unos siete u ocho años, no más, que posa vestido con uniforme de soldado, pantalones de camuflaje que le quedan anchísimos y se le escurren, boina ladeada, botas mar­cia­les, mirando desafiante a la cáma­ra, ¿me estás amenazando tú a mí?, un cigarrillo colgado del labio, va armado con un lan­za­lla­mas casi más grande que él, dispuesto a quemarlo todo, a arrasar con todo: la aldea, la es­cue­la, su familia, el planeta en­te­ro, un tenedor que ha llegado hasta sus pies, empujado por el río. Sus ojos, sin embargo, y es lo terrible de la instantánea, siguen siendo inocentes, de una pureza satinada.

Oh boy.

Este niño asesino da miedo, no por lo que pueda hacer, sino por lo que antes le han hecho a él. Para que este niño sea capaz de matar, han tenido que matarle a él primero. Secarle el corazón a base de drogas, borracheras, palizas y vejaciones sexuales. Extirparle la sonrisa. Desviarle la sangre y colocarle, en su lugar, una bolita de plomo. Es el mundo en que vivimos. Hoy. Siete u ochos años. No hay otro.

Quemarlo todo. Y después sentarse a fumar un cigarrillo, dos cigarrillos, ¿quieres tú uno?, con toda tran­qui­lidad, sobre los escombros calientes del Vaticano.

El miedo tiene una ventaja sobre el valor: que siempre es sincero. No engaña.

Detroit. Hoy toca hablar de Detroit, acordarse de Detroit, en el estado de Michigan, no sé por qué. Detroit está en bancarrota. Es una ciudad fantasma, un urbanismo de huecos, en el que apenas vive nadie, aparte de unas cuantas hordas de policías sin control, asolada por los chillidos de ratas. Las calles son túneles de una mina de carbón a cielo abierto, el Chernóbil del ca­pi­ta­lis­mo. El gobierno, si te instalas en aquel verte­de­ro de almas, te regala una casa. Cuatro pa­re­des ruino­sas, imagi­no, un charco tóxico de césped, todo roto, negro, traumatizado. Cochambre por todas partes. Cañerías retorcidas. Un tablero de ajedrez empotrado entre dos árboles, con agujeros de bala. En el aire flotan centenares de plumas diminutas, parece un exterminio de aves a gran escala. Puedes respirar en Detroit todo el oxí­ge­no que desees, eso sí, sin res­tric­cio­nes. El gobierno te permite atascarte los pulmones con todas aquellas plumas.

En Detroit llueven gallinas.

Detroit no es una metáfora, sino una realidad palpable. Algo que suda y sangra y vomita, acurrucado en un portal, con tiritona y una aguja clavada en el brazo. Quizá un destino, una sobredosis del mundo moderno o un lugar de vacaciones ideal para enfermos terminales o de­sem­plea­dos, véngase usted una temporada a Detroit y tráigase a su familia, con todos los gastos pa­gados, verá qué bien, nosotros le invitamos. ¿Nosotros? ¿Quiénes somos nosotros? No­so­tros, ya sabe usted, la Marca, la única que existe, para la que todos trabajamos de un modo u otro. Usted y yo, por ejemplo. Todos nosotros. La Marca Única. Por lo demás, no hay metáforas, la metáfora no existe, todo es atroz­men­te literal.

Un tren. Acaba de pasar un tren, impulsado por un largo pitido. Noto en el suelo la onda vibratoria que sube hasta mis rodillas, coquetea con la tapa de la tetera, con las hojas del té ya frías, la carpeta con mis anotaciones, recortes de periódicos, informes médicos, dibujos y mensajes enviados por los niños desde tan lejos, ahora, con su caligrafía gorda de colorear monstruos. Hablan mucho de monstruos, de cómo son los monstruos, papi, de si los monstruos planean atacarnos o no, papi, con sus naves espaciales y sus ojos que echan chorros de rayos gamma, y en qué momento. Su nueva casa les gusta, dicen, porque desde un rincón del piso de arriba pueden ver un triángulo de arena en el que hacen caca los perros, y eso les en­tu­sias­ma. Que un perro haga caca en la vía pública, a la vista de todos, eso es algo fabuloso. Mi exmujer va a casarse de nuevo. Eso pone el mensaje. Ellos tendrán pronto –o tienen ya, no lo sé– un nuevo padre. Dos padres. Un padre duplicado. El otro y yo. No me lo esperaba, soy re­por­te­ro grá­fi­co, cazador de fotos, carezco de ima­gi­na­ción para in­ven­tar­me nada.

Ni siquiera monstruos. 

Detroit y yo. Ambos somos tan reales. Una foto. Demasiado reales, diría. Existimos aquí y ahora, en este punto concreto del universo. Desde el espacio un satélite nos podría fo­to­gra­fiar, re­trans­mi­tirnos en directo a cualquier rincón del globo. Todos estamos en todos lados, ahora, sin necesidad de movernos; milagros del yo tecnológico. Todos estamos en parte tristes, en parte alegres, en parte solos. Otra foto. Y otra más. Un avión desovando bombas. Estatuas gigantes de Buda en medio de la selva en llamas. Cientos de rostros, de manos, de eya­cu­la­cio­nes, una ola humana que crece y palpita, con su cenefa de espuma sucia, hasta desbordarse; una calle de Beirut con bi­ci­cle­tas y mariposas, la posibilidad de ser feliz o desgraciado en cualquier sitio, la alegría de un río, la soledad de la viuda, los zapatos del muerto colocados con todo cuidado encima del ataúd. Alguien (pero, ¿quién?) tuvo la de­fe­ren­cia de abrillantarlos hasta el mareo, se tomó la molestia de anudar los cordones en lazadas virtuosas, medir la distancia exacta desde las punteras hasta los bordes del féretro, para que quedasen simétricos, todo tan calculado y perfecto que casi entraban ganas de gritar. Y allí quedó expuesta, en el centro de la capilla ardiente, entre gimoteos de plañideras, aquella obra maestra de la ciencia fu­ne­ra­ria: los zapatos de un hombre muerto en­ci­ma de su ataúd.

Pregunta: ¿cuántas palabras se necesitan para nombrar la perplejidad? ¿Cuántas?

Titular: las autoridades chinas han decretado oficialmente que los baños públicos de Pekín no podrán tener más de dos moscas.

Hasta dos moscas es legal. Una más, y a partir de ahí se extiende el territorio convulso de la ilegalidad, los sobornos, las delaciones, el crimen.

Raro.

Se enciende. Se apaga. Se enciende. Se apaga. Así, durante cerca de media hora, o más. Vaya, los vecinos de enfrente deben de estar practicando (se enciende) alguna clase de juego con los interruptores de la luz que (se) desconozco (apaga).

Se enciende.

En el colegio, una vez, a los once o doce años, me hicieron repetir curso, porque dijeron que iba demasiado adelantado para mi edad. Adelantado, yo. Lo dijo el supervisor enviado por el ministerio de Educación y Cien­cia, un hombre calvo, atildado, con gafas de miopía de pasta y media sonrisa manchada de café con leche, traje de pana de bolsillos abultados, semibarba semisucia, labios libidinosos, después de ins­pectorear un rato mi expediente y me­ro­dear por allí, olfateándolo todo, abriendo y cerrando ar­chi­va­do­res, como un lobo pálido. Se seca el sudor de la frente con un pañuelo tímido, encoge un hom­bro, se rasca una rótula (la derecha, si mal no recuerdo) y a continuación no cede. Se man­tiene firme, rocoso, ana­creón­ti­co, tras negarse a firmar aquel acta: no y no. Yo no. No firmo eso. Que no. Yo no dicto las leyes, sino que me limito a cumplirlas: las leyes me dictan a mí. No es culpa mía, ni de nadie, la normativa es la normativa y uno no puede saltársela. ¿Cómo po­dría­mos vivir sin la normativa, quiere decírmelo usted? Yo no podría, ni nadie. Fija en mí sus ojos de color ladrillo. Aparta el papel con asco. No es nada per­so­nal, no me juz­ga él, que es un simple delegado, sino la Educación y la Ciencia.

Tampoco era una metáfora, claro. La Educación y la Ciencia me apuntaron con sus ín­di­ces majestuosos y dictaron su sentencia: tú no.

El cosmos giró y me dio la espalda, dejándome abandonado en aquella esquina precisa. El supervisor me dio, al salir, un cachete místico en la mejilla, de falsa complicidad, y eso fue lo peor de todo. Lo más humillante. Un paso atrás. Una mancha en mi expediente. La huella ino­por­tu­na de un pulgar en la tarta.

Conclusión: repito curso.

Se apaga.

Hubo, pues, que retrasar los relojes y volver al pasado, a la edad media, vivir o revivir de nuevo lo que ya había vivido o semivivido antes. Me obligaron a camuflarme de repetidor para aprobar de nuevo un curso que ya tenía apro­ba­do. Entré en la noria de las repeticiones, las duplicidades y los si­mu­la­cros. Otra foto. Aburridísimo, entre alumnos desconocidos que no sabían mi nombre y se dirigían a mí llamándome Fer, Fido o tú, ese de ahí. Lejos de mis amigos de la ruta escolar, a los que tuve que renunciar a la fuerza, se­pa­rar­me de ellos y no volví a ver, solo de lejos, de vez en cuando, en el recreo, con pena y bo­ca­di­llos, ya éramos otros.

En el aula: bostezos lacrimógenos, el tedio hecho migraña, los techos cada vez más bajos, los suelos cada vez más altos, hormigueo en las piernas, la misma solución al mismo pro­ble­ma de álgebra o religión, las sem­pi­ternas bata­llas per­di­das o ganadas por los mismos re­ye­zue­los borrosos a lomos de corceles con crines de óleo, cuánta mono­to­nía, qué horror, el Tigris y el Éufrates, la du­pli­ca­ción arbórea de las monocotiledóneas.

Entonces fuera, en el patio, ocurrió algo: estalló la primavera. Floreció un almendro. Poco después otro almendro, contagiado, relajó con suavidad su puño blanco. La pelota de ba­lon­ces­to se quedó congelada en el aire, inmóvil, sus­pen­di­da en la duda eterna de encestar o no en la canasta. Y allí sigue.

Quién sabe qué hubiese sido de mí sin repetir aquel curso. Ahora podría ser abogado. O detective. O teniente coronel. O controlador aéreo. O escritor. O escritora. O padecer agora­fobia y estar soltero y sin hijos. Me perdí un montón de cosas, algunas interesantes y otras no tanto.

Siempre es así. Una nimiedad lo altera todo, un detalle del tamaño de un alfiler es suficiente para mostrar las discontinuidades en el tejido de la realidad. Algo chirría, un breve corte de luz, nada, una recolocación de las moléculas de ozono, una frase de más o de menos, un cambio de billetes de última hora, un ma­len­ten­dido ridículo, una broma desafortunada a nuestro jefe (aquel martes nos levantamos ariscos), parece que no tiene importancia y sin embargo ahí comienza el primer paso que nos conducirá, andando el tiempo, tras una larga cadena de tropezones, nuevos errores y fal­si­fi­ca­cio­nes de pruebas, a terminar empuñando una pistola en una sucursal bancaria, publicando una novela o vo­cean­do klínex en los se­má­foros.

A partir de cierto punto, todo es descenso.

En los últimos tiempos ni siquiera dormíamos juntos, demasiada intimidad, lo hacíamos en habitaciones se­pa­ra­das, cada uno en un extremo del pasillo, disimulando, por los niños, fingiendo que todo iba bien a pesar de que, desayunos en familia, ¿te sirvo más zumo? Una vida pequeña, sin sobresaltos, de cotizaciones sociales y arroz hervido, sostenida por la arga­ma­sa del ahorro y la moderación en las costumbres. Un destino previsible, sellado, de cuando en cuando un zarandeo interior, apenas un zumbido de la sangre correteando por las arterias, ¿hay alguien ahí? Y nunca pasa nada. Y de pronto ocurre algo que desestabiliza el cuadro y raja los interruptores de la luz. Todo es distinto. La fruta sabe a prodigio. Huele a tormenta. La pata de cabra de la motocicleta ya no sujeta nada. Antes de que nos demos cuenta, ya le hemos dado la espalda a todo eso. Estamos hablando solos, en un cuarto con cicatrices. Un escritor debe hacerse cargo de su propio relato. Tus padres en contra, tu pareja en contra, tus hijos en contra, tus amigos en contra. Tú sigues adelante. Escribir es siempre una traición. 

Y aquel supervisor del ministerio de Educación y Ciencia, por qué me acuerdo tanto, cualquiera sabe qué habrá sido de él, con su calva y su media sonrisa manchada de café con leche, miopía destellante de las gafas, encogimiento de hombros, semibarba semisucia, picor en la rótula (derecha). Le atro­pe­lló un autobús al salir del centro escolar, aquella misma mañana, y murió al instante.

No lo vio venir. Fue un escándalo de luz, que le cegó. Cruzó la calle sin mirar a los lados, y aquel festín de dolor y hierros se precipitó sobre él, aniquilándolo. Cristales en el pelo, gafas rebotadas y gomosas estirándose indefinidamente. El conductor del autobús se saltó el se­má­fo­ro. No fue culpa de nadie. Fue culpa de todo el mundo. Más tarde alguien (pero, ¿quién?) colocó sus zapatos encima del ataúd. Simétricos. Dos pequeñas jaulas de tiempo y pasos. Esa foto.

Te visten con traje y corbata negros, te peinan duro y apretado, hoy vas a ver a tu primer muerto real. Aprendes una nueva palabra: sepelio. En la boca, cuando la pronuncias, tiene la textura car­no­sa y ligeramente grasa de una patata cocida, pelada.

No fue así: retiro lo dicho. Falleció de viejo, mucho más tarde, en una residencia de ancianos, sin acordarse de nada, ahogado con un hueso de aceituna. Murió sin molestar a nadie, a una hora cómoda para todo el mundo. En otra versión de la historia, todavía vive. Yo, que escribo esto, le permito seguir viviendo, tantos años después. Consigo que salga de su tumba, con su hueso de aceitu­na bailándole en la mejilla, y recupere el aliento, el lenguaje es capaz de eso, de lo imposible, levántate y anda. Aprovecha la ocasión y huye, sal co­rrien­do, supervisor, no te detengas. Vive. Cambia de pro­fe­sión, de país, de sexo, hazte músico ca­lle­je­ro o madre superiora. ¿No sería Dios, aquel hombre? O al menos una es­pe­cie de subdios de tercera categoría, enviado para ocuparse de todo el papeleo pendiente. Aquel funcionario tenía la ex­clu­si­vi­dad de las palabras. Podía con­se­guir que el reloj detuviese sus manecillas con solo chasquear los dedos. Podía duplicar, si así se le an­to­ja­ba, los cursos. Podía separar amigos, disolver fa­mi­lias, alborotar calendarios. Podía enviar niños al pasado (y quizá tam­bién al futu­ro), en misiones de­li­ran­tes, como astronautas del tiempo.

Un niño es demasiado tiempo.

Tres moscas chinas en un baño público son demasiadas. Sobra una.

Respuesta correcta: para nombrar la perplejidad se necesitan muchas palabras. Todas.

Quemarlo todo.

Oh boy oh boy oh boy.

Se enciende se apaga se enciende.

Ahora tengo una casa propia en Detroit, regalada por el gobierno. Una casa amarilla, regular, sin cimientos ni calefacción ni agua corriente. La bomba de calor está en el sótano, pero no conviene encenderla por precaución. Just in case. No es tan malo como puede parecer. Me distraigo oyendo pasar el sonido antiguo de los trenes, ninguno de los cuales para. Los trenes que uno oye pasar a lo lejos nunca son los que paran; solo paran los otros. Respiro plumas, que flotan en el aire dulzón. Siguen lloviendo gallinas. En el buzón del patio, atra­gan­ta­do con la ho­ja­ras­ca pro­pa­gan­dís­tica de clínicas de desintoxicación y control de plagas, figura un nombre medio ilegible, el del anterior pro­pie­ta­rio, que no logro des­ci­frar. No es asunto mío, y quizá no sea el de nadie. En­tre­cerrando los ojos, bajo la luz de barniz llu­vio­so de las cuatro de la tarde, podría distinguirse Fer, o Fido o cualquier otro. Así y todo, es una casa. Cuatro paredes. De mo­men­to no puedo aspirar a nada mejor, ya digo. Y está en Detroit.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Tizón

La Editorial Anagrama ha publicado el volumen de Los diarios de Emilio Renzi correspondiente a los Años de formación, al que seguirán Los años felices y Un día en la vida. El período rememorado, desde 1957 hasta 1967, abunda en aspectos de interés: desde el ángulo político, para los argentinos fueron años sobre todo de proscripción del peronismo, cuya presión sobre sucesivos y dispares gobiernos de la Unión Cívica Radical determinó la actitud cada vez más intransigente de los militares, que terminaron por asumir directamente el poder en octubre de 1966; desde el ángulo de la literatura, fueron los años de consolidación creciente de la producción latinoamericana, con su  manifestación fundamental en el boom de su narrativa. Ricardo Piglia demostró conocer de cerca ese fenómeno al preparar con prólogo y notas la antología de cuentos que tituló Crónicas de Latinoamérica (1968), y tuvo ocasión de vivir tanto los avatares del proceso político nacional como los ecos que encontraba la revolución cubana, intensos sobre todo cuando Ernesto Che Guevara fue asesinado en Bolivia, en 1967, mientras Gabriel García Márquez triunfaba con su novela Cien años de soledad.

Algo de esas circunstancias se filtra en los diarios de Emilio Renzi, entre citas de autores numerosos, referencias a abundantes lecturas y reflexiones a propósito de ellas. Aunque se dedique también una atención notable a las mujeres ―otro tema dominante a la hora de reflexionar sobre la experiencia de la memoria y sobre las peculiaridades del pasado―, el libro se ocupa sobre todo de literatura y de la iniciación a la creación literaria. No en vano el diario concluye con el año en el que Piglia publicó el volumen de cuentos que se tituló Jaulario en la edición de La Habana y La invasión en la de Buenos Aires, esta última con correcciones más o menos relevantes y un relato más. Por entonces Piglia empezaba a elaborar alguno de los luego incluidos en el libro Nombre falso (1975), así como la novela que pensaba titular Entre hombres y terminó siendo Plata quemada (1997). Había iniciado también su trabajo como crítico o teórico de la literatura, lo que tal vez encontró su mejor manifestación temprana en 1965 con el único número de la revista Literatura y Sociedad, cuya dirección compartía y en cuya presentación analizó el pasado reciente para proponer una salida a los inofensivos intelectuales argentinos de izquierda.

A esa iniciación parecen corresponder ensayos y relatos incluidos en este volumen, alguna vez en proceso de elaboración, junto con las ideas que justificaron su redacción o la impulsaron. Entre tanta literatura los seguidores de Piglia podrán reconocer algunos detalles de su biografía: la mudanza familiar desde Adrogué a Mar del Plata, su experiencia como estudiante y profesor en la Universidad de La Plata, sus irrupción en los medios literarios de Buenos Aires, sus relaciones con la política del momento, su interés por el cine o la música. La lectura reciente de la novela El camino de Ida (2013) facilita la identificación de Piglia con Renzi, personaje que tal vez apareció por primera vez en el cuento "La invasión" y que quizá inició en "El fin del viaje" (Nombre falso) la aproximación a su creador. Ahora esa identificación no es simple, ciertamente, pues desde el principio entra en juego un "autor" que presenta el libro y que en las primeras páginas, en otras intermedias y en las últimas conversa con Renzi en algún café de Buenos Aires o en su estudio, en un desdoblamiento que permite ofrecer recuerdos y reflexiones relacionados con la épica familiar que estaría en el fondo de toda la obra de Piglia, así como dar sentido a la recuperación o elaboración final de esos diarios que en el presente la enfermedad lo obliga a dictar.

Si antes había buscado una ficción consciente de sí misma y de sus poderes, Piglia pone en práctica ahora el diario consciente de que lo es en la medida en que alguien lo comenta, lo critica o lo traiciona al sacarlo del ámbito íntimo que le es natural; nada de particular para quien en Respiración artificial (1980) ya había conjugado el discurso narrativo con otro ensayístico que conseguía integrar cartas y diarios en la ficción. A pesar de las fechas y de los datos históricos correspondientes a la década reconstruida, los diarios ahora editados bien podrían ser simplemente otro fruto de la imaginación creadora del escritor. No en vano Renzi admite alguna vez que en un diario se escribe lo que se cree que ha sucedido, y que la realidad puede desmentirlo. La nota previa del autor respalda esa actitud al recordar la significación que Renzi atribuía a su ridícula pretensión de registrar la vida personal: condición ineludible para escribir otras obras, y configuración de un yo que no es sino las palabras que dicen de él, aunque lo que dicen no siempre coincida con sus recuerdos, que llegan desde la infancia con especial intensidad.

Puesto que Renzi se pregunta alguna vez para quién escribe ese diario, y finalmente lo publica, nada impide replantear ahora esa cuestión. Los diarios pertenecen al ámbito de la autobiografía, y la autobiografía demanda un lector que rompa su monólogo o complete el círculo de su expresividad: Piglia, con ayuda de Roland Barthes, lo entendía así al presentar los textos dispares que él mismo había reunido en Yo (1968), prólogo que Renzi recupera ahora, con variaciones. Este lector confiesa que ese autor que es y no es Piglia, y que fue y no fue el que recuerda haber sido ―a esa multiplicación posible de sí mismo alude el epígrafe inicial de Marcel Proust―, le produce cierta incomodidad: me interesa, desde luego, el diario de Piglia, como tal y en tanto que constituye una posibilidad de entender mejor las ficciones y los ensayos de su autor; me cuesta decir lo mismo del pasado de Renzi, quien parece menos atento a lo vivido o recordado que a la imagen personal que pretende y consigue construir.

 

 

Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, Barcelona, Anagrama, 2015.

 

           

Escrito en La Torre de Babel Turia por Teodosio Fernández

22 de diciembre de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Abre los ojos para no ver nada.

Un niño que aún no la tiene,

se ha quedado sin lengua. Mira. Abre

los ojos. Y los cierra, sin idioma.

La enfermera le limpia, le retira

el pañal húmedo.

Un niño que su cuerpo no conoce,

que no sabe moverlo,

un coágulo con el que desaprende.

Abre los ojos para mirar nada,

sin respuestas, sin reconocimientos.

El oxígeno burbujea, único

lenguaje en el silencio

del cuarto. Y si los cierra

deja hueca la realidad,

desamparada.

Quién seré yo, al que aprieta

su mano, al que sus ojos nada dicen.

Qué será este lugar donde no ha entrado

por su pie. Tiempo que no le acoge.

Se presenta el neurólogo de guardia.

Quién seré yo que hablo

por lo que no consigue ni escuchar.

Yo, que oigo razones, diagnósticos, y digo

que entiendo sin entender.

Cuando abre los ojos y los cierra.

Un niño abandonado por su padre.

Que soy yo. También padre, ahora,

de mi padre.

Escrito en Lecturas Turia por José Ángel Cilleruelo

22 de diciembre de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Son una ventana abierta al mundo. 

 

El racimo de una región. Un cielo diletante.

La mandíbula del horizonte llenándose como un vaso.

 

Las nuestras antes estaban

hechas de madera vieja;

responso tonto del bosque,

ajuar poroso y podrido, una

rutina de corteza seca día a día perdiendo centro.

 

¿Te acuerdas de cómo se las podía horadar con la uña del dedo meñique?

Mira que te he hablado veces de la conciencia.

 

Cáscara del castaño, quillas de nuestro asombro.

 

Este es el cristalino de la casa ungido por la transparencia.

Pulguitas de luz repican en los marcos.

 

A veces teníamos que poner un tope

improvisado para mantenerlas abiertas.

O no cerraban bien,

y el viento entraba silbante y violador por una grieta

hasta el puro hogar de nuestras casas.

 

¿Cómo prescindir de ellas? ¿Cómo estar sin estar?

 

Por eso ahora sonreímos felices, satisfechos,

emprendimos reformas e instalamos por fin las radiantes, las inteligentes

nuevas ventanas.

Como pájaros oscilobatientes encajan, reverencian.

 

Se abren para dentro.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Yolanda Castaño

22 de diciembre de 2016

Llegué tardíamente a la obra de Benjamín Jarnés. De joven rechacé sus textos por el sambenito de deshumanizados que, no siempre con justicia, pendía de ellos. Era un momento en el que yo buscaba la voz comprometida, como se decía entonces, de los exiliados republicanos y no alardes de intelectualismo exquisito. Gracias al préstamo de un amigo bibliófilo había intentado disfrutar con Viviana y Merlín, pero tras conocer la traición de Mosén Millán a Paco el del Molino y la angustia del Campo de los Almendros no vi en el juguete artúrico de Jarnés la defensa de la pasión amorosa que allí subyace sino un ejercicio vacuo de cultura elitista. Intenté con más éxito –y mayor madurez—la comprensión del escritor durante  mis años en Nueva York. Con fiebre obsesiva de coleccionista, que recordada hoy me llena de cierta extrañeza, adquiría yo libros con la pretensión de crear una gran biblioteca hispánica en el Instituto Cervantes de esa ciudad. Había descubierto los fondos sin fondo de la librería de Eliseo Torres que, como un trasatlántico encallado en el Bronx y tripulado solo por papel, parecía el escenario de un sueño de Borges: la cueva de Ali Babá de todos los tesoros literarios de nuestra lengua. El gallego Eliseo marcaba su mercancía con precios que respondían a un criterio más caprichoso que comercial, de forma que una novela de Baroja en Alianza costaba veinte dólares y solo cinco la primera edición de esa misma obra. Así que por muy poco desembolso de las arcas del Instituto gran parte de la producción jarnesiana  anterior a la guerra civil pasó de las cavernas del Bronx a unas estanterías que en esos años se extendían en el octavo piso de un rascacielos de la calle 42 de Manhattan. Y en aquellas ediciones de Espasa-Calpe, la Revista de Occidente, la Gaceta Literaria, me reconcilié con mi paisano Jarnés.

            Acabo de releer las dos novelas—El convidado de papel, Lo rojo y lo azul—que más huella me dejaron. No es fortuito que sobre ambas se cierna la sombra amistosa de Stendhal, el escritor decimonónico que Jarnés más admiraba. El título de la segunda alude al pensamiento revolucionario y al color del uniforme de paseo del ejército español, pero también, obviamente, a Rojo y negro y, si la novela del aragonés especifica desde la portada su Homenaje a Stendhal, habría que añadir que la fuente de inspiración, o de identificación, no es cualquier personaje sino esencialmente Julián Sorel. En el prólogo a una reedición moderna de esta novela, Francisco Ayala asegura que Jarnés no se identificaba con la personalidad de Sorel sino con sus circunstancias. Con ello podía referirse a los cursos de Jarnés en el seminario y a su breve experiencia como tutor de niños de padres acomodados; con Henri Beyle le unía la carrera militar (no es sorprendente, pues, que en el epílogo de El hombre de los medios abrazos, de 1932, donde Samuel Ros reúne en la celebración de una boda grotesca a toda la plana mayor y menor de la cultura de la época, se mencione a Benjamín Jarnés como “gloriosamente anclado en la literatura después de las fugas del seminario y el cuartel”). Pero hay otros elementos sorelianos menos evidentes.

            Como recordará el lector de El convidado de papel, el sintagma titular se refiere a las lecturas non sanctas que los seminaristas realizan a escondidas de sus profesores, entre ellas Rojo y negro que los dos protagonistas se intercambian con recomendación de gran interés a pesar de su “sequedad de estilo”. También Sorel en el libro de Stendhal ocultaba un convidado de papel que en su caso se traducía en un retrato de Napoleón, símbolo para su propietario de los valores opuestos al clericalismo reaccionario de la Restauración que padecía en carne propia. El miedo a que un registro descubriera las piezas prohibidas es similar en los personajes de ambas novelas. Que se ven obligados a otros teatros, otros disimulos. El desparpajo con que Julio Aznar (alter ego de Jarnés pero solo a medias en este libro, como veremos) se desenvuelve en medio de la opresión del seminario, contrasta con el apocamiento y temores de su amigo Adolfo. Es sabido que Aznar, como el Antoine Doinel de Truffaut, crecerá y protagonizará varias novelas posteriores de Jarnés e incluso firmará la última de ellas, Constelación de Friné. Pero creo que es un error considerar que encarna por completo la personalidad y vivencias del escritor en El Convidado sin tener en cuenta al mucho más acobardado Adolfo, décimo séptimo hijo de una familia numerosa (exactamente igual que Jarnés) y, si no doble especular de Julio, sí con toda certeza su complementario. Es posible rastrear otras semejanzas del autor, no solo de sus criaturas de ficción, con el héroe, o antihéroe, de Stendhal. Sorel es un infiltrado en un mundo al que no pertenece y sospecho que alguna vez Jarnés se sintió, ya que no infiltrado social, algo así como un arribista intelectual. Este chico de pueblo que se educó en un seminario donde, como era muy inteligente, aprovechó una formación humanística clásica, pasó de escribir una hagiografía de su hermano cura –Mosén Pedro—a la publicación más rigurosa y à la page del momento, Revista de Occidente, y del compañerismo con los muchachos a los que la pobreza, más que la vocación, había encarrilado hacia el sacerdocio, a codearse con Ortega y Gasset y los grandes de las letras españolas. Pero le quedó un resentimiento de desclasado O al menos cierto resentimiento discierno en la descalificación generacional de los poetas del 27, con quienes más de un rasgo tenía en común y a los que sin embargo llamó hijos de familias bien, que era como rebajarlos al papel de señoritos con pruritos líricos (y algo señoritos eran, para ser justos, pero su obra trascendía la adscripción pequeñoburguesa o burguesa a secas).

            Mención aparte merece el tratamiento de lo amoroso. Julián Sorel planifica la conquista de Madame Renal con el propósito de demostrarse su superioridad y sangre fría, pero en el desarrollo de su proyecto acaba enamorándose de la madre de sus tutelados. Adolfo --¿una referencia a la novela del tocayo Constant?—mantiene una relación con su cuñada Eulalia a la que hace pasar por hermana suya para facilitar las visitas al internado. Adolfo se siente culpable, a diferencia de Sorel y de Julio, a quien la perspectiva futura de la sotana no impide los amores mercenarios. En la novela siguiente Julio recordará de su periodo seminarista que “la mujer era para mí un tema de retórica escolar. O un aborto del infierno”. No es esa la impresión que transmite El convidado de papel; la culpa no ha sido obstáculo para que Adolfo goce de su amante y Julio se nos presenta liberado desde el principio de todo escrúpulo represivo en materia erótica. Si el amor es motor de las acciones en la obra de Stendhal, para Jarnés es el equivalente de la plena realización humana y, quizá por las torturas que podemos imaginar en el adolescente que estudiaba para cantar misa, la eliminación de la pacata moral católica se manifiesta en un tono reivindicativo de afirmación del cuerpo que, mal que le pese, lo aproxima a ciertos poetas contemporáneos suyos por los que no experimentaba simpatía. En Lo rojo y lo azul afirma que ”no se comienza a amar a la humanidad mientras no se logra ver desnuda, en soledad, a una linda mujer”, maximalismo ingenuo pero de apabullante sinceridad de ex-seminarista.

            Lo rojo y lo azul, que comienza y termina en la capital de provincia Augusta, es probablemente la novela menos deshumanizada, por seguir utilizando la contaminante terminología orteguiana, de las que escribió Jarnés. Aunque el autor no se resite a la tentación de los fuegos artificiales del ingenio, como en la descripción de las notas musicales a base de metáforas, asociaciones culturalistas y ensayos de greguerías (a cuyo inventor tampoco apreciaba Jarnés demasiado), encontramos alguna declaración de principios, con ciertos ecos freudianos, que mal se compagina con la asepsia de la pureza artística: “De sobra conocemos todos que la más bella construcción mental descansa en la premisa inflamada de un ímpetu carnal, en una pasión, en un vicio, en un vil contacto con la tierra”. De hecho, Julio Aznar descubre en estas páginas la capacidad de indignarse con la injusticia y la voluntad para involucrarse en la lucha social violenta, bien que se detendrá antes de dar los pasos definitivos. Inspirada en el fallido levantamiento anarquista del Cuartel del Carmen de Zaragoza en enero de 1920, el relato entrevera varias historias de amor igualmente fracasadas con la progresiva toma de conciencia política del protagonista. Si hacemos caso a su autor cuando afirma que ”suele ser la novela una biografía embozada, cuando no una desnuda autobiografía”, Lo rojo y lo azul refleja el debate interno de Jarnés en relación a los acontecimientos de la vida española, puesto que damos por descontado que no participó, ni siquiera durante sus preparativos, en el intento de sublevación cuartelera. El planteamiento moral en torno a la legitimidad de la violencia, aun cuando mueran inocentes, no queda resuelto por el mensaje de las palabras finales –“que aquel que no pueda gozar de una libre e intensa vida se encadene odiando”--, que sin duda irritarían, cuando menos, a quienes vivían en circunstancias que imposibilitaban de raíz esa vida intensa y libre. Igual que Fabrizio del Dongo –hemos cambiado de héroe stendhaliano—no llega a saber qué es una verdadera batalla a pesar de su presencia en Waterloo, Julio reacciona con un desmayo ante la propia impotencia para detonar la rebelión de cuyo desastre no será testigo.

            “Sé que el dolor está detrás de todo”, declara Julio Aznar en alguna página de la novela, y enseguida añade que solo siente “aquella parte del dolor que da a la armonía”. Esa determinación optimista choca con un momento anterior en el que el narrador acepta que el hambre, “el hambre verdadero, no reconoce más fascinación que el pan”. Creo que la dialéctica entre la aspiración a la armonía y la aplastante realidad del “hambre” –de las desigualdades, de la miseria de los oprimidos—obtiene en Jarnés la resignada síntesis que Arturo, otro desdoblamiento de Aznar, le aconseja a su amigo: que se conforme con hacer feliz a alguien ya que es imposible hacer felices a todos. Pero no quiero abandonar estas novelas en esa nota conformista. Jarnés es uno de los primeros narradores españoles en mencionar la inserción de las salas de cine en el paisaje urbano –dedicó al cine un espléndido volumen de ensayos, Cita de ensueños (1936)--, la novedad de las bandas de jazz y el derecho de la mujer a una sexualidad libre y satisfactoria, tan apartada de las ñoñeces de las clases conservadoras como de la caricatura de los relatos sicalípticos, de tanto éxito en su tiempo.  Por eso quiero terminar evocando el final de El convidado de papel: Julio  ha huido del seminario y su estimulante recorrido por el centro de la ciudad –“lejos de todos los museos de espíritus, lejos de los yertos laboratorios de almas”--, el encuentro con una mujer sobre el puente del río y una especie de alucinación erótica confirman el vitalismo que todavía nos engancha a la obra de Jarnés. Nadie ignora que esa ciudad moderna, Augusta, es Zaragoza y sabemos qué río observa Julio Aznar cuando conoce a la mujer soñada. Julián Sorel había llegado al Ebro.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

   Drama Patrio apareció por primera vez en la colección Marginales en 1977, este interesante libro de Gil-Albert nos envuelve en el conflicto más grave de la historia de España: la Guerra Civil.

   El escritor nos describe el proceso que comienza a finales del siglo XIX con la llegada a la monarquía de Alfonso XIII, hasta el estallido de la Guerra Civil española, pero no lo hará como un ensayo cualquiera, comparando opiniones y extrayendo conclusiones, sino reflexionando sobre algunos acontecimientos que conoció de primera mano y que son tristemente conocidos por todos.

   Comienza ofreciendo una afirmación que sirve de base para explicar el desenlace del siglo XX y la Guerra Civil en sí. Se trata de las “instituciones” que empiezan a surgir en el siglo XIX y que condicionarán (ya sin posibilidad de cambio) la vida española en los primeros años del siglo XX: “Desde el fondo del siglo XIX nos llegan dos “instituciones” sin las cuales no puede entenderse bien el fundamento de la vida española: los caciques y el anarquismo” (Juan Gil-Albert, 2004: 216).

   Esta existencia, el caciquismo, paraliza al país a la vez que desmoraliza a la sociedad y el anarquismo, va a traer al pueblo español la ruptura del orden público que se agudizará en la República Española.

   Es significativo, antes de seguir con el libro de Gil-Albert, revisar el gran estudio de Gerald Brenan El laberinto español donde el escritor británico, afincado en Málaga, afirma: “La época de mayor florecimiento del caciquismo hay que situarla entre 1840 y 1917; a partir de esta fecha, la aparición y consolidación de una verdadera opinión pública y un auténtico cuerpo de votantes empezaron a desposeerlos de su influencia” (Gerald Brenan, 1994: 36).

 

   Como señala Brenan, esta presencia va a constituir, sin duda, una merma para un sistema democrático que sólo a partir de 1917 encuentra su lugar.

   El escritor afirma en su famoso libro que las causas de la Guerra Civil se fueron gestando por el clima cada vez más enrarecido y excesivo (de violencia) que se desarrolló en la Segunda República. Pero el problema de fondo viene de antes: una monarquía indigna (según Brenan), los pronunciamientos militares del siglo anterior que podrían albergar esa misma posibilidad en el siglo XX, la Iglesia y su poder ya antiguo en España y el problema económico, la pobreza de gran parte del país.

   Dicho todo esto, se sitúa mejor el grado de intensidad del conflicto. Gil-Albert, en Drama Patrio, dice, coincidiendo curiosamente con las opiniones de Brenan, que la pobreza es inherente al país, y cita un artículo de Azorín, escrito en 1913 para un diario de La Habana donde el insigne escritor señala lo siguiente:“Ahora, sobre las calamidades tradicionales, centenarias, de la rutina, la ignorancia, la pobreza se añade la guerra”.

   Se refiere Azorín a la Guerra de Marruecos. Es interesante señalar lo que Gil-Albert dice sobre el conflicto: “No hay nada más triste que la historia de este protectorado, triste y anodino, cuyas escenas se podían contemplar, a diario, en las viejas revistas gráficas”. (220), y hará también mención del desastre de vidas que aquella guerra supuso: “Sangría impopular por lo sangrienta y por lo inútil” (Juan Gil-Albert, 2004: 220).

   Pasará luego a hablar del dictador Primo de Rivera, el cual ya apareció en un episodio de su Crónica General. Nos comenta Gil-Albert que la dictadura de Primo de Rivera fue bastante distinta a la del General Franco, el talante del dictador así lo demostró: “Fue éste  un  ensayo, endeble, del franquismo. El  dictador, gran señor andaluz de feria

y sarao, no era cruel y ni siquiera serio” (Juan Gil-Albert, 2004: 222).

   Dista mucho esta imagen benevolente de la que el escritor trazará de Franco, como luego veremos.

   El escritor alicantino nos cuenta que Ortega y Gasset había hablado bastante claro sobre la dictadura del General Primo de Rivera y, sin embargo, Don Miguel de Unamuno, en aquellos momentos, mantenía su pulso con el rey, más que con la dictadura, pese a que ésta le llevó al exilio.

   Unamuno es un hombre que, a lo largo de muchos artículos, va a criticar, al igual que Joaquín Costa, la clase dominante. Pero hay diferencias entre ellos, Unamuno cree en el pueblo, Costa no. Unamuno tiene una viva conciencia de religiosidad, Costa, sin dejar de ser creyente, no es practicante. Pero ambos desarrollarán en su obra una búsqueda de lo tradicional en el pueblo y no en sus dirigentes.

   Esta digresión es necesaria para entender cómo pensaban algunos de nuestros intelectuales a principios del siglo XX.

   Siguiendo con el libro de Gil-Albert, llegamos a lo más interesante, la descripción que supuso la aparición de la II República en España: “En un corto lapso de tiempo, el país experimenta, en lo más hondo de su fibra sensible, el paso de una ráfaga disonante que va de alegría esperanzada al encono vengador” (Juan Gil-Albert, 2004: 229).

   ¿Qué va a ocurrir en España para que se produzca el paso de una situación de alegría a un temor creciente y a una realidad que, como se verá poco después, será desesperada?

    La respuesta a este panorama viene muy bien descrita por Gerald Brenan en El laberinto español  cuando  nos  sitúa  en  la   época  del  Frente  Popular,  dice  así: “ La

Primavera y principios del verano se pasaron en una continua efervescencia: Solamente

en el norte y en Cataluña había una relativa tranquilidad. Huelgas relámpago de la CNT, terribles tiroteos entre socialistas y falangistas en Madrid, una iglesia quemada de vez en cuando por la F.A.I., era la regla diaria por doquier” (Gerald Brenan, 1994: 329).

   Como podemos suponer, en este clima tan violento la Guerra Civil se hacía casi inevitable y además, como muy bien señala Gil-Albert en su libro, un acontecimiento funciona como desencadenante de todo lo ya descrito por Brenan: “Cuando la República trata de meter en cintura a los dos poderes, la nobleza y el clero, comienzan a ocurrir, por la actitud intransigente de los denunciados de una parte, y de otra, por la explosión retardada de la hostilidad popular, los hechos consecuentes en cualquier lugar de la tierra, pero que adoptan entre nosotros una tradición genuina: invasiones de fincas, incendios de iglesias” (Juan Gil-Albert, 2004: 235).

   Vemos que Gil-Albert  sí encuentra en la Iglesia una responsabilidad en el conflicto que se desencadena en España, si bien el escritor alicantino va a condenar semejante violencia, la considera fruto de un carácter anárquico, el del español, que no encuentra medida en las cosas y no sabe gobernarse (para él se trata de un pueblo extremado en todo, desde tiempos medievales).

    Ataca en el libro a esa anarquía, pero también a sus causantes, culpables de esa situación injusta que estalla por doquier: “Pero olvidándose (el conservadurismo atacado) de que, con sus premisas endurecidas, es precisamente ese conservadurismo la clase, y la culpa, de la situación” (Juan Gil-Albert, 2004: 235).

   Señala el escritor muy acertadamente que ese poder de la clase dirigente, que podría haber creado un país próspero económicamente y equilibrado intelectualmente, no ha conseguido, en siglos, ese objetivo. Por ello se ha generado una pobreza y una injusticia que será la causa del gran desastre de la Guerra Civil española.

 

   Merece la pena mencionar cómo un dirigente, concretamente Azaña, no supo sopesar el clima terrible que se avecinaba, en un interesante libro sobre el famoso político español, titulado Entre el mito y la leyenda, su autora, M.ª Ángeles Egido León dice lo siguiente: “Pensaba que podía dominarlo todo desde el gobierno, que bastaría con actuar con firmeza y decisión y que los socialistas, a través de sus centrales sindicales, debían ser capaces de controlar a sus afiliados” (M.ª Ángeles Egido León, 1998: 341).

   Azaña no imaginaba una situación terrible para su país, confiaba (equivocadamente, según se vio) en su palabra. Ángeles Egido dice algo muy interesante sobre el político republicano: “Estaba acostumbrado a conseguirlo todo con la fuerza de su palabra o, lo que en Azaña era lo mismo, con la fuerza arrolladora de su razonamiento, siempre lúcido y  exacto, expresado a  través de la palabra” (M.ª Ángeles Egido León, 1998: 342).

   El conflicto bélico demostró que la palabra no servía, no era suficiente para parar a la izquierda y a la derecha en su sed de sangre. El resultado será, como señala Gil-Albert en Drama Patrio “un millón de muertos” (241). El escritor insiste en la responsabilidad de los dirigentes en su libro, no ya causantes del desastre, sino como responsables de una situación que no supieron detener.

   En su estudio nivelará Gil-Albert a los dos bandos, conociendo que la condición humana está hecha de crueldad y que, una vez abierto el baúl de los desmanes, ya no hay forma de parar la violencia: “Se mataron unos a otros con saña cainita”  (242).

   Además, señala que Europa entera tiene una responsabilidad sobre la Guerra Civil, por no haber hecho todo lo posible para detener semejante atrocidad: “La guerra  civil española quedará en los fastos contemporáneos como un caso rotundo de fracaso europeo” (Juan Gil-Albert, 2004: 243).

 

   Afirma Gil-Albert que Inglaterra y Francia, debido a los propios temores de la guerra mundial que se avecinaba, no intervinieron lo suficiente y prefirieron ser “habilidosas a honradas” (Juan Gil-Albert, 2004: 243-244).

   Pasará a contarnos la desigualdad de los ejércitos durante la Guerra Civil y no duda el escritor alicantino que el teniente coronel Rojo fue uno de los artífices de los mayores éxitos del bando republicano durante la citada guerra.

   Muy interesante es su opinión sobre el  papel del comunismo en la contienda. Su idea incide en que el comunismo atroz que intervino en la guerra para masacrar curas y gentes de derecha fue creado tras el levantamiento militar y no antes: “El comunismo había sido, hasta ese momento de la sublevación militar, un partido minoritario que contaba como afiliados a los obreros en primer lugar y que comenzaba a ser foco de atracción entre la clase intelectual…” (Juan Gil-Albert, 2004: 248).

   Ofrece Gil-Albert su opinión sobre las consecuencias nefastas del golpe militar: “Fue como resultas del levantamiento que las filas del comunismo se nutrieron del golpe. Y lo mismo ocurrió, en el campo nacional, con el falangismo” (Juan Gil-Albert, 2004: 249).

   No parece que piense así Pío Moa en su libro Los mitos de la Guerra Civil, cuando abre una brecha en esa categoría intelectual que Gil-Albert dota a los comunistas antes de la guerra. Pío Moa manifiesta que la violencia ya estaba presente antes del levantamiento militar: “Atacando a la república burguesa y  tachando al  PSOE de “socialfascista”, el PCE participó, no obstante, en la revolución de octubre del 34, hasta se distinguió en Asturias, en los últimos días de la revuelta, si bien en conjunto su papel fue auxiliar…” (Pío Moa, 2004: 108).

 

 

   Como vemos, no fue tan pacífica la actitud comunista antes de la guerra, como tampoco lo fue la que llevó a cabo los militantes de la Falange, sabemos que estos últimos cometieron graves asesinatos y actos de violencia callejera antes del estallido de la Guerra Civil.

   Aunque Pío Moa, debido a su ideología, considera que José Antonio y su grupo sufrieron graves atentados y tuvieron, por tanto, que responder, hay unas líneas donde delata que la Falange sí era una organización violenta en su fuero interno, nacida con el objetivo de dominar un amplio estrato de la sociedad española: “Resulta instructivo el paralelismo entre la Falange y el PCE. La ampliación explosiva de ambos en el curso de la guerra tiene, en parte, una explicación fácil: estaban mejor preparados, por su mística, disciplina y organización, para una situación bélica” (Pío Moa, 2004: 133).

   Merece la pena también dedicar unas líneas de reflexión hacia el movimiento anarquista. Los miembros de la F.A.I. hicieron graves actos de violencia en la guerra. Gerald Brenan, en El laberinto español, reflexiona sobre el anarquismo: “A nadie le puede quedar la menor duda de que si los anarquistas hubieran ganado la guerra, hubieran impuesto su voluntad no sólo sobre la burguesía sino sobre los campesinos y los obreros sin la menor compasión” (Gerald Brenan, 1984: 222).

   La historia está plagada de hechos parecidos, el comunismo soviético de Stalin fue una gran masacre y una ofensa, por su violación de derechos humanos, para el mundo civilizado, y el pueblo que se rebeló a los reyes en La Revolución Francesa estaba dotado de una crueldad no menor que la de sus enemigos.

   Gil-Albert nos cuenta en su libro que ambos bandos estaban preparados para la barbarie, y señala un acontecimiento muy importante que hoy ha despertado gran interés por   la   aparición  del   impactante   libro  de  César  Vidal   Checas  de  Madrid:   “Los comunistas, racionalistas extremos a quienes toda acción desorbitada irrita, montaron el rigor legal, por decirlo así, de las checas, de cuyo funcionamiento subterráneo estaba excluida toda debilidad” (Juan Gil-Albert, 2004: 251).

   Sobre este acontecimiento terrible de las checas (las cárceles que se organizaron para fusilar gente de derechas por parte de socialistas, comunistas o anarquistas), cuenta César Vidal en el libro que se escogieron conventos o lugares de culto católico para organizar las famosas checas, por ejemplo, el convento de las Salesas Reales de la calle de San Bernardo, número 72,  se convirtió en una célebre checa.

   Es necesario recoger, por escalofriantes y necesarios para el conocimiento de una época terrible, los métodos de tortura que se aplicaban en estas checas de Madrid : “Así, en la checa comunista de la Guindalera, sita en la calle Alonso Heredia número 9, en el interior de un chalet conocido como “El Castillo”, se recurría además de a las palizas a la aplicación de hierros al rojo y a arrancar las uñas de los dedos de las manos y los pies” (César Vidal, 2003: 91).

   Como podemos observar, la violencia no tenía límites, el sadismo de los torturadores prueba la crueldad inherente a la condición humana. Vidal nos cuenta también que los torturadores, jactándose de sus “actos heroicos”, llamaban “corridas de toros” a las sesiones de tortura.

   Todo ello se hizo con la connivencia del Frente Popular  y  de  sus   dirigentes, lo que

resulta desolador,  como señala de forma muy documentada el libro. Al final del mismo, viene una relación de asesinados en Madrid y su provincia bajo el gobierno del Frente Popular (desde julio de 1936 a marzo de 1939). La lista abarca 11.705 personas, es  estremecedor, porque muestra el salvajismo y la  crueldad  que se llevó a cabo, por parte

 

de unos y de otros, en esos terribles años.

   Gil-Albert, sentencia claramente que la brutalidad era patrimonio de ambos bandos: “En la guerra civil nadie escapaba a su poder (de la justicia militar nacionalista). Tomadas las ciudades, la caza del republicano, o del obrero, se organizaba con la misma avidez de represalia que, en el campo contendiente, la del fascista o del cura” (Juan Gil-Albert, 2004: 251).

   Dejando a un lado todo este horror, me detengo en otro suceso relevante, la actitud de los intelectuales ante la barbarie que se estaba cometiendo. El escritor alicantino, en Drama Patrio, nos señala que el exilio o el silencio ante esta oscura época fue el resultado principal en la posguerra: “Ortega y Gasset consideró los desmanes y, abochornado, se expatrió. Otros, como Azorín y Baroja, los repudiaron con su silencio aunque justo es añadir, también, que durante los años franquistas no dedicaron una sola palabra de loa al vencedor” (Juan Gil-Albert, 2004: 252).

   Cuenta en el libro otros casos de repulsa de intelectuales como el ya conocido caso de Antonio Machado que murió muy pronto en Colliure (Francia) o el de Juan Ramón Jiménez que se exilió a Puerto Rico.

Acerca de este interesante tema, hay que tener en cuenta un libro que ha aparecido recientemente, escrito por Jordi Gracia y titulado La resistencia silenciosa. Dicho libro examina el comportamiento de intelectuales  durante el  franquismo  y    nos ofrece datos y páginas muy curiosas para conocer actitudes y comportamientos ante la  notoria

barbarie acaecida en España: “Debieron de ser todos muy cobardes, sin duda, pero reconstruyendo lo que pensó y lo que hizo Baroja en plena guerra, escribiendo en París, publicando en Buenos Aires y suspirando por Itzea, aparece como el menos cobarde de todos” (Jordi Gracia, 2004: 94).

 

   Se refiere Jordi Gracia a intelectuales tan importantes como Ortega, Marañón o Azorín. El escritor ofrece claves importantes para descubrir cómo algunos ya habían adulado al régimen (caso claro de Marañón o el falangista Dionisio Ridruejo) y otros callaron ante injusticias graves que se cometieron como en el caso de   Ortega y   Gasset

(Antes de la Guerra Civil muchos creyeron que la derecha era mejor garantía de orden que el avance comunista).

   Jordi Gracia escribe sobre algunos de ellos: “El mundo al que se refiere Baroja (en el libro Ayer y hoy), que es el  París de la guerra, muy probablemente se tiene en la cabeza a él mismo, a Azorín, a Marañón, a Pérez de Ayala y quizá unos cuantos más a quienes el “miedo y la prudencia” les ha borrado las ganas de “vanidad y exhibicionismo” para hacerlos “gente tímida y asustadiza” y hasta algo más” (Jordi Gracia, 2004: 95).

   Se refiere el escritor catalán a la no aparición de un manifiesto claro de repulsa de todos ellos para que existiese un mínimo de humanidad en el trato de detenidos y heridos en la Guerra Civil.

   Como podemos ver, Pío Baroja (para Gracia) fue el que mostró una repulsa más clara en multitud de artículos escritos durante mucho tiempo condenando a fascistas y comunistas por igual.

   Baroja reeditó en Santiago de Chile los artículos publicados en forma de libro antes de 1938, llamado Ayer y hoy donde se explicitan las condenas a todos ellos y al nuevo poder en España, es decir, al régimen de Franco.

   Hay páginas muy interesantes en el libro de Gracia, críticas muy duras al doctor Marañón o a falangistas como Pedro Laín Entralgo o Eugenio D´Ors. Para el escritor catalán es la figura de Juan Ramón Jiménez, una de las más sinceras y valientes, junto a Baroja, a la hora de condenar la Guerra Civil y el  régimen de Franco.

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   Volviendo al libro de Gil-Albert, sus últimas páginas están dedicadas al resultado de toda esta contienda, una época que no le gusta al escritor alicantino porque considera que está basada en la falta de libertad y en la mentira.

   Recojo unas líneas de Drama Patrio en su apartado final que merecen nuestro interés: “Una inmoralidad general, no de superficie sino de fondo, y que tiene como base la mentira masticada por todos, gobernantes y gobernados, ha convertido a las clases burguesas, y a un gran sector popular, en una nación de apolíticos, de arribistas y de descreídos, cuyo afán es el medro, la diversión y la comodidad: panem et circenses” (Juan Gil-Albert, 2004: 257).

   Para el escritor, atendiendo a su ética de hombre libre, que desea la libertad para todos, la dictadura ha provocado una gran mascarada, donde la mediocridad inunda todo. Un país con censura, sin verdaderos derechos, presidido por un sistema donde el culto a la Iglesia católica y al Ejército lo son, lamentablemente, todo.

   Naturalmente, en este ámbito de desolación, la figura del Caudillo tiene mucho que ver y a él le dedica las últimas páginas de este  interesante estudio de una época sesgada por el conflicto bélico.

   Los comentarios que Gil-Albert dedica a la figura de Franco  nos  demuestran que el escritor considera al dictador como un personaje del siglo XIX, de aquellos que llevaban a cabo pronunciamientos militares, de esos generales escasos de cultura que, haciendo uso de la fuerza, tomaron el poder en España.

   Cito esta impresión: “El Caudillo es hoy, más que nada, un ídolo aureolado por el miedo y la superstición. No se le quiere, más que por los suyos” (Juan Gil-Albert, 2004: 258). Considera  al  dictador  como  un  hombre poseído por una “gracia de Dios” que  le   llevaba   en   sus   discursos   a   citar   comentarios    sobre   la  Cruzada  española  y

 

desmanes semejantes.

   Considera también  al Caudillo como un hombre aislado, incapaz de abrir sus horizontes y, por ende, los de España, envuelto siempre en una retórica beata y retrógrada: “Inmovilizado dentro de su red de premisas arcaicas, Franco ha sucumbido, inevitablemente, no importa que se disfrace de paisano, a la parálisis” (Juan Gil-Albert, 2004: 258).

   Le acusa de no postrarse ante el Papa, de no viajar al otro Continente, es decir, de no ejercer como líder, sino como lo que realmente fue, un poso de tiempos arcaicos, recluido como Felipe II en su Escorial para vergüenza de los tiempos.

    Termino este interesante estudio de esta obra clave (por su temática y su visión cronológica brillante sobre los antecedentes de la guerra y sus consecuencias) con las opiniones de Paul Preston sobre el comportamiento del Caudillo ante la corrupción: “Franco nunca mostró el menor interés en detener los sobornos, sino que se valía de su conocimiento de ellos para aumentar su poder sobre los implicados” (Paul Preston, 2001: 46).

   Y cuenta también Preston que no recomendaba a los que le informaban de la corrupción, sino que éstos eran delatados por  el Caudillo a los culpables (los corruptos)

de dicha acusación.

   Hay muchos detalles interesantes, pero sería muy extenso y nos saldríamos de nuestro objetivo, la visión que Gil-Albert tiene del personaje, la desconfianza del escritor a una España que progrese en semejantes circunstancias. En su libro Drama Patrio ya nos revela que la mentira y la vulgaridad han fundamentado el sistema franquista.

   Aún así, sí quiero señalar un último apunte del libro de Preston para que podamos comprender  que  lo  que  más odia el  escritor alicantino en Franco es su incompetencia

 

para abrir un proyecto de España. Cito una última línea del  libro de Preston donde escribe sobre la escasa cultura del Caudillo: “Desde el comienzo de sus años en el poder, raramente leía libros, miraba por encima los periódicos y se interesaba poco por la cultura o por el arte” (Paul Preston, 2001: 57). Lo dice muy bien el escritor, cuando indica que no parecía el hombre preparado para mejorar España, como también señaló muy bien Gil-Albert en su libro.

   Hemos podido ver que el escritor alicantino mostró una sinceridad tanto en el exilio, como a su vuelta a España en 1947. Fue un hombre incapaz de hacer cualquier acercamiento a un régimen que detestaba y su falta de prisa y su decencia le llevaron a esperar un mejor momento para que algunas de sus obras más polémicas pudiesen publicarse.

  El caso de Gil-Albert en su crítica a la dictadura es semejante al que Gracia citaba en Baroja o Juan Ramón Jiménez. Pero hay otro caso admirable, el de Pedro Salinas, el cual no cesó de manifestar su odio a los fascistas en cartas y artículos. En sus cartas a Katherine Whitmore le declarará la repugnancia que siente hacia el comportamiento de algunos intelectuales como Ortega o Salvador de Madariaga y en 1941 escribió: “Ortega, franquista; Ramón (Gómez de la Serna), franquista. Y Pérez de Ayala. ¡Marañón en París, colaborando con los alemanes!” (estas líneas están extraídas del estudio de Jordi Gracia ya comentado, 2004:177).

   Termino este repaso a Drama Patrio que, si bien se escribió en 1964, no vio la luz hasta 1977. Nos preguntamos por qué este período de oscuridad en un libro tan interesante. Podemos imaginar que en un país donde la censura franquista ponía cortapisas a muchos libros, este testimonio fuera censurado y no pudiera vivir en libertad como muchos hubieran deseado.

 

   Como hombre arraigado a su país y como hombre sensible que deseaba un mundo más libre, podemos entender el exilio inevitable ante la demencia de la Guerra Civil. Al volver a España, se centró en su afán de conocer todos los aspectos de la historia de su país, al igual que mostró su interés por el arte en general. Su ética le llevó a denunciar en esta obra un mundo regido por la mediocridad, haciendo del libro un gran testimonio de su sentido ético de la vida. Hoy nos parece mucho más valioso porque nos sirve para reflexionar en la distancia y no olvidar lo que cuenta tan brillantemente en sus páginas.

 

CONCLUSIÓN: DRAMA PATRIO, UNA CRÍTICA DEMOLEDORA CONTRA TODA IDEOLOGÍA

 

   El libro de Gil-Albert no sólo constituye un repaso a los antecedentes de la Guerra Civil española, sino que es una crítica demoledora contra toda ideología.

   El escritor alicantino pertenece, por su origen, a un mundo conservador, pero las circunstancias que se manifestaron a partir del año 1936 le llevan a expresar sus ideas republicanas. Es consciente de los graves errores de los políticos dirigentes, pero no por ello puede apoyar la rebelión de los militares. Su contribución a la revista Hora de España y su alianza con los intelectuales antifascistas prueba su compromiso ético con la República.

   El libro es, también, una dura crítica contra los excesos de ambos bandos, ya que tanto la izquierda como la derecha cometieron atrocidades en la Guerra Civil. Para Gil-Albert, las promesas del comunismo como un sistema justo para el mundo entran en grave crisis, tanto por los múltiples asesinatos que se cometen en los años de la Guerra, como por el fracaso del comunismo en el mundo. La figura de Franco, su incompetencia, es otra de las críticas claves del libro. La falta de libertad, la presencia omnipotente de la Iglesia, demuestran que el país abunda en la mediocridad y en la ignorancia.

 

 Por ello, el libro es muy interesante, demuestra que el escritor alicantino no tiene ningún reparo en manifestar su discrepancia con un régimen que ha abolido la libertad como principio básico.

  Los comentarios de Gil-Albert me han servido para profundizar en algunos de los problemas que España vivió en el siglo XX. Por ello, he considerado oportuno citar las opiniones de diferentes escritores sobre la Guerra Civil, sus orígenes y sus consecuencias.

   Considero un apartado interesante el dedicado a la posición de los intelectuales en la posguerra española. La decisión de algunos de adherirse al régimen y de otros de criticarlo con dureza, muestran la diversidad ideológica de España. Algunos de los intelectuales citados en el estudio no mostraron su discrepancia con el régimen, por no perder su posición en el mismo.

   Termino insistiendo en la talla de un hombre como Gil-Albert que pudo, debido a su situación económica privilegiada, adherirse al bando de los vencedores de la Guerra Civil, pero que, por compromiso ético, mostró siempre su disconformidad con el régimen de Franco.

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

16 de diciembre de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me piden de la revista Turia que les envíe algún escrito inédito, e imagino que seguramente querrán un capítulo de una novela que se esté horneando, un cuento, lo que se dice un trabajo de creación, pero el horno de casa sigue apagado y la masa fría. Defraudando seguramente las expectativas de los editores, busco en los cuadernos en los que, con escasa disciplina, vengo anotando opiniones y recuerdos desde mediados de los años ochenta, y selecciono algunas notas que tienen como banda sonora común un fondo de violencia. Me parece que pueden cobrar algún sentido en estos tiempos en los que, cien años después de la Primera Gran Guerra, se sigue cavando en la inmensa trinchera que va desde Estonia hasta Afganistán. 

  

26 de febrero 2006

Colocando los libros, aparece un tomito minúsculo cuya existencia no recordaba: Textos sobre el poder negro. Me pongo a leerme algunos de Malcom X, duros, violentos, con una claridad de ideas cegadora, textos que sólo puede escribir alguien que está muy seguro de quién es su sujeto histórico y social, el que él define como el negro campesino (el que quiere la tierra), el negro nacionalista (el que aspira a la nación negra) y el negro que desea hacer su revolución, la revolución negra, y sabe que tendrá que hacerla con sangre (la revolución es la tierra, el poder; y nadie cede la tierra y el poder sin sangre). Malcom X no quiere una revolución de negros, sino la revolución negra. En estos tiempos en los que la violencia del islamismo ha pasado a primer plano, sorprende encontrar un texto de Malcom X escrito en el 63 en el que reclama El Corán como religión de venganza. Imagino que este texto que yo no he vuelto a leer desde hace treinta y cinco años, actualmente debe ser de enseñanza obligatoria de jóvenes islamistas en las madrasas de los suburbios estadounidenses. Admira su potencia verbal, su lógica, su definición implacable del mecanismo social. Al leerlo, qué blandos y falaces parecen tantos y tantos textos de política y sociología difundidos en los últimos decenios. Pienso en lo que, desde el poder occidental, han tenido que hacer para liquidar cabezas como ésa, con un mensaje tan claro y poderoso, tan bien armado (en todos los sentidos): corrompieron, asesinaron, infiltraron, hundieron a tres generaciones en un basurero de drogas adulteradas, delación y miseria. Aún están ahí en ese oscuro batiburrillo de sangre de Oriente Medio.

 

El texto (con la historia de la niña china matando a su padre, un chino-Tom) resulta escalofriante, insoportable para nuestra moral, pero nadie puede negarle la lucidez. El poder no se toma por las buenas. Leo a Malcom X y en su cortante prosa resuena Maquiavelo, a quien leí días atrás (por cierto, en uno de los textos Malcom se refiere a los bombardeos a las iglesias de los negros; treinta o cuarenta años después, los periódicos de estos días informan de numerosos incendios en iglesias baptistas del sur de los Estados Unidos: nuevos capítulos para añadir a los discursos del activista de los Black Panters).

 

Algunos ejemplos de la potencia verbal de Malcom X:

“si fueras norteamericano no vivirías en un infierno. Vives en un infierno porque eres negro. Tú vives en un infierno y todos nosotros vivimos en un infierno por la misma razón.

Así que todos somos gente negra, eso que llaman “los negros”, ciudadanos de segunda, exesclavos. Ustedes no son más que exesclavos. A ustedes no les gusta que se lo digan. Pero, ¿qué otra cosa son? Son esclavos. No vinieron en el Mayflower. Vinieron en un barco de esclavos. Encadenados como un caballo, o una vaca, o una gallina. Y los trajeron los que vinieron en el Mayflower, a ustedes los trajeron los llamados Peregrinos o Padres Fundadores de la Patria. Ellos fueron quienes los trajeron aquí”.

 

En otro discurso (éste del 64), dice: “¿quién es el que se opone a la aplicación de la ley? El propio departamento de policía. Con perros policías y con garrotes. Siempre que ustedes se estén manifestando contra la segregación, ya se trate de la enseñanza segregada, de la vivienda segregada o de cualquier otra cosa, la ley estará de parte suya y el que se les ponga en el camino deja de ser la ley. Está violando la ley, no es representativo de la ley. Siempre que ustedes se estén manifestando contra la segregación y un hombre tenga la osadía de echarles encima un perro policía, maten a ese perro, mátenlo, les digo que maten a ese perro. Se lo digo aunque mañana me cueste la cárcel: maten a ese perro”. Poco tiene que ver esa violencia que sacudió nuestra juventud con lo que estos días muestran las televisiones, las radios, aprovechando el treinta aniversario de la muerte de Franco: Beatles, hippies, Mary Quant, canciones de Joan Baez y Dylan, florecitas trenzadas en los cabellos, velas. Eso estaba más bien como contrapunto de la verdadera discusión acerca de cómo desalojar del poder al dictador, una discusión violenta, terrible, que era ponzoña, porque nadie está fuera de su tiempo, y ése fue nuestro tiempo. La gran discusión: Ballots o bullets. Todo nuestro idealismo adolescente no conseguía convertir ese malestar en cosa de broma. Pero no sólo era –Malcom X como prueba- un tema español. Era la vigilia de la revolución mundial. No parecía tan lejos. Al capitalismo se le había ido de las manos el poder en medio mundo, y en la otra mitad lo defendía sin parar en mientes. Napalm, guerra química, y degollina. Luego ha restablecido más o menos sus modales corteses, pero, al menos desde la revolución rusa, no había sido así (¿y antes? ¿y esa criminal acumulación de capital en las fábricas de Mánchester, en los campos de algodón de las colonias?, ¿en los de caña, en los de café?, ¿en los latifundios andaluces y extremeños?: A Delibes aún le dio tiempo de escribir Los santos inocentes): a mediados de los sesenta y principios de los setenta, se mataba en Vietnam, en Camboya, en Indonesia. El sudeste asiático se bañaba en sangre. Y también buena parte de África; y América Latina: Bolivia, Perú, Colombia; aún estaba por llegar lo peor en América Latina: las dictaduras de Chile, de Argentina, de Uruguay, las matanzas en Nicaragua, en El Salvador… Era la sangrienta lucha final. A vida o muerte. Veíamos estallar los conflictos cada vez más cerca: la tentación de la muerte se había instalado en Europa: los Baader-Meinhof en Alemania; las Brigate rosse, en Italia; Eta, Frap y Grapo entre nosotros. En aquellos años violentos, se permitió todo. Se fomentaron los golpes de Estado, las guerras sucias, los grupos armados fascistas; se emponzoñó el movimiento izquierdista europeo –infiltrado por los servicios de información, encanallado, encauzado hacia la violencia ciega- y se persiguió de todas las maneras posibles a los Panteras Negras hasta eliminarlos: los reventaron a balazos y a chutes de heroína. Malcom X cuenta las maniobras de los Kennedy para inventarse la figura de Martin Luther King como forma de encauzar el por entonces incontrolable movimiento negro. Malcom X odia a Luther King, al que considera un miserable tío Tom. Lo de I had a dream le parece un eslogan propagandístico inventado y puesto en circulación por los servicios secretos, para dividir un movimiento negro activo, virulento, que no toleraba componendas. Así –y no como hoy nos cuenta la tele- fueron los últimos sesenta, los primeros setenta. Hoy, los vencedores –el pegajoso conglomerado- han restablecido la historia única y algodonosa, lectura unidireccional. No triunfaron los demócratas, ni los republicanos: triunfó la máquina. Los socialdemócratas presumen todavía de que, con ellos, los bancos pueden exhibir paz social y, al mismo tiempo presentarles a sus accionistas mejores resultados económicos (nos lo repiten estos días aquí en España). Nuestro socialdemócrata Zapatero se muestra orgulloso de que las multinacionales y la banca repartan mejores dividendos que cuando gobernaba el PP. Además, se supone que nuestro Bambi es más simpático que aquel ceñudo Aznar.

Malcom X señala la conferencia de Bandung como el lugar en que se escenificó la aparición de contrapoderes. El grupo de países allí representado se convirtió en el gran objetivo a batir. Basta leer en los libros de historia la evolución posterior de cada uno de ellos para calibrar la cantidad de sufrimiento que supuso esa guerra del capitalismo para recuperar su estatus de modelo único, perdido desde la Revolución rusa, reconquistar parcela a parcela los países perdidos en Asia y en África. Hay que leer lo que cuenta Malcom de la Marcha sobre Washington y comparar su versión con lo que los reportajes de la televisión y las películas que hemos visto nos cuentan: comparar las versiones es una lección de historia, que debería proponérseles a los escolares. Martin Luther King no sale nada bien parado. Y ni siquiera a él fueron capaces de tragárselo, ni a los que Malcom X supone que se lo inventaron: Luther King, los Kennedy, Malcom X, todos asesinados.

 

 2 de julio 2006

Antes de acostarme, me pongo El triunfo de la voluntad, de Leni Riffenstal en un dvd que ayer me compré en Valencia, y que incluye también Olimpia. Hitler convirtió a toda esa gente que llena la pantalla en intérprete de un espectáculo total, con momentos de casi insoportable sobrecarga escénica: por ejemplo, ése en que las brigadas de trabajadores empiezan a preguntarse unos a otros en voz alta: ¿Tú de dónde vienes? Y  responden: Yo de tal sitio, y de nuevo la pregunta, Tú, ¿de dónde?, y la respuesta: yo vengo de tal otro, y, en todas las ocasiones, acompañan su respuesta con una frase corta de extrema artificiosidad, que define el lugar nombrado con una característica. Visto ahora, resulta casi imposible creer que esos hombres fueran capaces de decir cosas como que el sitio del que proceden está en los sombríos bosques, u –otros- en los húmedos pantanos. Leen un guión aprendido, pero se han prestado a hacerlo y se supone que no sienten pudor, o vergüenza. El poder del teatro para meterte en su código, aquello que decía La Capria del Huis clos de Sartre, que convierte en estupenda obra de teatro elementos que, fuera de esa trama, serían ridículos. Si te dejas llevar, el teatro te introduce en un mundo que tiene reglas diferentes. Me digo que debería ponerme la película en otra ocasión para reproducir en este cuaderno la secuencia, con los diálogos completos. Hitler y la Riffenstal han invitado a esos hombretones a participar en una obra de teatro colegial, de guión dudosamente creíble, y ellos cumplen con docilidad, ilusionados con su papel. Influye en esa impresión el tono de voz en el que se les pregunta, que es a gritos, y con qué orgullo responden ellos, que se negarían a decir cosas así en cualquier otro lugar, porque se sentirían ridículos. Sin embargo, en este caso se sienten fascinados por el lenguaje que suponen propio de la cultura, un lenguaje elevado, y aceptan el juego que creen que los levanta por arriba de su prosaica existencia cotidiana. Ése es el hechizo de la cultura que en tan peligrosos convierte a los brujos que manipulan la combinación de los ingredientes del bebedizo y gradúan la dosis. Me deprime terriblemente esa sensación humillante. Uno ve la película setenta años más tarde y sabe a lo que llevó todo ese ajetreo, las banderas, lítores, pendones, tambores, uniformes, gritos, tirones de brazo y paso de la oca. El teatrillo infantil. Ves desfilar a esos jóvenes sabiendo que se convirtieron en carniceros antes de cumplir el papel de ovejas en el inmenso matadero. Mataron y se dejaron matar. Gimieron, lloriquearon y ensuciaron los pantalones antes de morir. Ves la película, miles y miles de ojos espléndidamente fotografiados, bocas, manos, caras, músculos, y te preguntas cuántos de ellos llegaron con vida a la primavera de 1945: sólo diez años después de que el documental se rodara, ya era carroña la mayor parte de la carne humana fotografiada por Riffenstal. Y la que quedaba con vida se había convertido en deshecho. Durante la hora y media que dura la película, no consigo apartar de mí una telaraña, un pesar que me encoge el ánimo.

 

En los desfiles que aparecen en la película consiguen ponerme especialmente nervioso los momentos en los que los participantes se ponen a marcar el paso de la oca: me desazona la forma en que levantan al unísono la pierna a cada paso. La precisión y la velocidad a la que lo hacen convierte a esos hombres en una especie de figuras mecánicas movidas por un resorte, sin que, por ello, las figuras dejen de ser sospechosamente humanas, un ser humano al que le hubieran puesto un motor ajeno, le hubieran cambiado desde dentro el juego de sus articulaciones. Los miras marcar el paso de la oca y tienen algo de animalito agresivo (la velocidad con que levantan y bajan las piernas; la rapidez con la que avanzan, el modo cómo yerguen la cabeza, transmiten esa impresión de agresividad animal, pollos o patos furiosos que quieren picotear a un intruso que se ha metido en el corral), pero también de juguete mecánico, aunque todo eso no anula la visión de que se trata de seres racionales que aplican ese forcejeo sobre el propio cuerpo como metáfora del retorcido esfuerzo al que deberá someterse la sociedad que ellos moldeen, la que formen, deformen o conquisten. El complejo juego de símbolos me llega cada vez que veo pasar por la pantalla a un batallón marcando ese paso. Si los que aparecen marcando el paso de la oca son los dos o tres oficiales que preceden al grupo, y la cámara los muestra así, aislados, aunque sigue predominando en su manera de avanzar lo animal -aves zancudas en ejercicio de un juego de coquetería-, hay también una afectación ridícula en sus movimientos: viejas damas pintarrajeadas que se pavonearan ante un grupo de jovenzuelos, convencidas de su capacidad de seducción. Yo le encuentro muchos rasgos femeninos al pavoneo castrense, me ha ocurrido presenciando otros desfiles: como si la marcialidad, así ordenada, milimetrada, codificada en toda una serie de llamativos movimientos, limitase con el ballet, con las contorsiones de las coristas en una revista musical, lo cual, además, no tiene nada de extraño ya que el orden de los ballets de revista se ha inspirado no poco en la quincalla bélica: no me refiero ahora a los amoríos entre oficial y corista, Millán Astray-Celia Gámez, ni a la asiduidad con que la milicia llenaba los teatros de variedades. Cuántas veces no hemos visto en los teatros de varietés a las chicas desfilando con pícara marcialidad y cargando sobre el hombro con un fusil o con algo que lo representa o sustituye. La supervedette, encabeza el desfile o se pone en el centro cuando las chicas se abren en abanico sobre el escenario, y, a veces, lleva una gorra de plato.

 

También resulta muy femenina la forma en que Hitler extiende y recoge el brazo para hacer el saludo a la romana, en él se trata de un gesto más coqueto que marcial, casi un guiño para entendidos (entre los gays se dice, ése entiende, cuando se reconoce a alguien afín) en una fiesta multitudinaria, coquetería que se prolonga en el recogimiento con que recibe los aplausos y vítores de la multitud (obsérvenlo: una quinceañera a la que su novio le dice al oído algo turbador, escabroso. Chaplin lo descifró muy bien en su película: esos mohines). Aunque, a medida que sus discursos avanzan, los gestos se vuelven más explícitos, más teatrales, el movimiento de ojos, brazos y manos se acerca a lo convulso, se escapan del espacio femenino, se descontrolan, y remiten más bien a los catálogos de síntomas que se explican en los tratados de psiquiatría.


15 de diciembre de 2007

Viaje relámpago a San Sebastián. La playa de la Concha desde una habitación del Hotel Londres y desde la cristalera de la cafetería. La mañana, muy fría, despliega un cielo purísimo, una luz que fluctúa entre el acero y el oro. Todo se recorta con nitidez, sobresale, reluce: el barrio de pescadores al pie del Urgull, las torres doradas del Ayuntamiento, un pretencioso juguete. El mar es una lámina, espejo sobre el que se reflejan las edificaciones como en una acuarela impresionista: colores levemente desvaídos, finísimos. En esa calma, sorprende el borde de espuma de las olas al romper en la playa, formando un impecable arco de circunferencia: entre las boyas dispersas en la bahía se ven las cabezas cubiertas con gorro y los brazos que se levantan rítmicamente por encima del agua: son las nadadoras del Club Atlético, mujeres maduras –algunas, ya ancianas- que ni siquiera esta gélida mañana de diciembre renuncian a su baño diario. El termómetro que hay a pocos metros del hotel marca dos grados por encima de cero.

 

A las once de la mañana ya estamos tomando riojas y unos pinchos –mis añoradas gambas con gabardina, crujientes y esponjosas, como hace años que no las tomo, una delicada tortilla- en una tasca que se llama Paco Bueno, en el barrio viejo. Mientras damos cuenta de nuestra consumición, el propietario cierra las puertas metálicas porque hay convocada una huelga general de dos horas en protesta por la ilegalización de Batasuna. Permanecemos en el interior del local, en compañía de unos cuantos hombres con aspecto de jubilados, varios de ellos tocados con txapelas y con ese aspecto tan característico de la tierra: tipos humanos polisémicos, porque parece que concentran en su físico rasgos campesinos, arrantxales y urbanos, como si para tallar sus caras hubieran trabajado en equipo el mar, la tierra y la ciudad, también su pausada manera de caminar, el tono de su voz es extraña mezcla de mar y montaña, de lo rústico y lo urbano. Cuando salimos, las calles que media hora antes bullían de actividad, se han quedado desiertas, reina un ambiente como de mañana de domingo. La ciudad está acostumbrada a estas peculiares ceremonias cívicas que todo el mundo cumple con la misma mezcla de devoción e indiferencia que en los años cincuenta se tenía en las ciudades castellanas por la liturgia religiosa: cumplimiento del deber de conciencia en unos, y en otros un variable temor a perder la consideración por parte de la sociedad; en muchos, una confusa mezcla de ambas cosas. Ser un buen católico te colocaba en una escala de valores que te amparaba más como ciudadano que como persona, salvaba tu día a día más que tu aspiración a la eternidad.

 

En el apacible callejeo, mis acompañantes saludan a buena parte de la gente con la que nos cruzamos, al estilo de quien es alguien en una pequeña ciudad; la gente viste bien, con ropa de calidad y marca, y muchas de las señoras que pasean en pequeños grupos o que caminan a solas, se enfundan en caros y elegantes abrigos de pieles que entonan con la calidad de la arquitectura, el buen gusto de lo que exhiben los escaparates, o la excelencia de los productos que se exponen en la barra de la taberna que hemos abandonado hace un rato: el conjunto transmite la imagen de una sociedad refinada y opulenta lo que, para quien viene de fuera, convierte en bastante inexplicable que, por debajo, exista ese violento enfrentamiento entre españolistas y nacionalistas, y sea uno de los puntos del mundo en que se libra una guerra. No cabe en la cabeza que por detrás de las ostentosas joyerías (consagración de lo eterno) o tiendas gourmet (celebración de lo efímero), por debajo de las elegantes instalaciones de este hotel con sus pretensiones decorativas de vieja aristocracia british, se muevan fabricantes de explosivos, pistoleros que le aprietan a alguien la bocacha de un arma en la sien o en la nuca, confidentes con las manos manchadas de sangre, policías torturadores, pistoleros y matones. Me esfuerzo por armonizar esa doble imagen, por superponer los dos planos ajustando los perfiles de una y otra para que formen una sola figura, pero me cuesta, no lo consigo, más aún cuando por la noche ceno con los organizadores del acto en el que he intervenido, en un saloncito privado del Kursaal. El camino hasta allí: la arquitectura del Victoria Eugenia y el Casino, los globos luminosos del elegante puente del Kursaal, todo tan belle époque, tan hecho para gustar, y esta gente afectuosa, amigable, tan civilizada, tan acostumbrada a comer y beber bien, tan amiga de cocineros y artistas, atravesada por esa latente pulsión de violencia: cuadra todo muy mal, el hedor de la sangre, los miembros esparcidos en mitad de esta calle que pisan zapatos elegantes. El centro en el que he dado la charla se llama Ernest Lluch en memoria del socialista asesinado por Eta. Las luces de Navidad componen consignas políticas –ASKATUT, leo- como si pudiera existir una lucha que compaginara la sangre con el buen gusto. Sí, ya lo sé, el nacionalismo, Franco lo exacerbó, claro que sí, yo estuve en Carabanchel por apoyar a los vascos en el siniestro consejo de guerra que se conoció como Proceso de Burgos, conviví en Carabanchel con Sabino Arana Bilbao, uno de los condenados en el proceso (evidentemente, no el ideólogo decimonónico Sabino Arana Goiri), inteligente y generoso, y con un muchacho bueno y noble que se llamaba Iñaki Aizpuru Zubitu, los recuerdo con afecto, claro que sí, era el franquismo, había que enfrentarse a él, pero Franco se murió hace más de treinta años, y antes de Franco fue lo de Isabel II, fueron las guerras carlistas, el clericalismo y antirrepublicanismo de una gente que luchaba contra esa frágil flor que fue la I República, los siniestros vaticanistas de El intruso de Blasco Ibáñez, los curas montaraces, el oscuro mugido de violencia del que nos habla en sus novelas Baroja y, con una lucidez hiriente, Sánchez Ostiz.

 

A la mañana siguiente, antes de abandonar el hotel, otra vez el cielo cristalino y frío, el arco perfecto que forma la puntilla de espuma sobre la arena, los que caminan por la playa, los bracitos que salen intermitentemente del agua y los flotantes gorros multicolores de las mujeres que se bañan a pesar de los dos grados bajo cero de hoy, la sensación de una ciudad hermosa, provinciana y serena, tan lejos del turismo chabacano del Mediterráneo, donde sin embargo nadie tiene la impresión de tener que luchar por nada, ni de que le estén quitando nada, cuando allí sí que les han quitado la historia, la arquitectura, el paisaje, los han despojado de todo, arruinado: a esos sí que los entendería volando con explosivos de dinamita kilómetros de edificaciones, devorando las tripas de las rapaces que se los han estado comiendo a ellos. Y justo esos, se están quietos. Ni pían.

De vuelta, me pongo en el coche la cinta de Mikel Laboa que me acaban de regalar, Xoriak. Escucho esa voz desgarrada, melancólica, tristísima, y me entran ganas de llorar; el acompañamiento musical es a ratos jazz, en otros momentos se vuelve una sonata clásica, o te estremece con la txalaparta: fondo musical trabajadísimo, refinado, complejo, incluso sobrecargado de referencias al jazz, al blues, al soul, pero la voz de Mikel Laboa se impone, posee una hondura extraña, prehistórica, es a ratos voz de la tribu, y en otros momentos grito de animal herido –ese pájaro ciego, al que se refiere en la más hermosa canción del disco, y en la que Laboa le pone música a un poema de Ungaretti. Entre los campesinos era costumbre pincharles los ojos a los jilgueros para que cantaran mejor. Hay una trama sonora culta en el disco, de raíces profundamente urbanas, cosmopolitas, a través de la que se abre paso la voz de Laboa, que parece proceder de la oscuridad de los bosques, o de una herida abierta en el animal humano, lugares auditivos del dolor, topos ante los que uno se arruga temeroso. “Difícilmente deja su lugar natal / quien allá tiene sus raíces. / Difícilmente deja su tierra el árbol; / sólo cuando lo abaten y lo hacen tablas”, dice la traducción de un poema de Bernardo Atxaga que aparece en el libreto que acompaña al cd. Y también canta Laboa esa otra: “El pájaro / si le hubiera cortado las alas / habría sido mío, / no habría escapado, / pero, /así / habría dejado de ser pájaro/ y era un pájaro lo que yo quería”.

 

Cada uno de estos viajes dejo en casa la novela de Balzac. Me llevo otras lecturas. No quiero leer Splendeurs a salto de mata, y, sobre todo, no quisiera por nada del mundo perder el libro. ¿Cómo volver a encontrar un ejemplar en francés en pocos días? No me resignaría a interrumpirlo a la fuerza: no es un libro salón, es un libro ciudad, un libro mundo. Es París entero, incluso me atrevo a decir que es Francia entera. Sí, el mundo. En Balzac, no hay paisaje: hay economía, clases sociales. El paisaje es un espacio económico. Si habla de un bosque, enseguida lo mide en arpentas de tierra, e inmediatamente le pone el precio y la renta que puede dejar al año, y nombra al propietario que lo tiene escriturado a su nombre. También la vida social –incluido, cómo no, el matrimonio, núcleo financiero- es cuestión de rentas y dotes. La pasión situada fuera de la economía circula por el lado peligroso, y hay que controlarla, poniéndole algún piso, comprando unos muebles y dejando caer un poco de dinero para atarla al circuito de la economía. No es difícil.

 

18 de diciembre

Me cambian la dirección del correo electrónico y, a pesar de que cumplo las instrucciones y compruebo con ayuda telefónica del proveedor de internet que está todo en orden, resulta que ya no puedo entrar como lo hacía antes, ahora todo es más difícil e infinitamente más lento. En esos quehaceres (o quebraderos de cabeza) estúpidos, e intentando responder a las preguntas que me envían para una entrevista, se me va medio día. La otra mitad –la mañana- la he pasado en Denia. De camino, a la ida, a la vuelta, oigo el disco de Laboa que me regaló Hasier Etxeberria. Se me saltan las lágrimas oyendo esa voz desolada que chapurrea o se inventa letras en francés o en inglés, haciendo que Ne me quittes pas pierda la mínima partícula que pudiera quedarle de cursilería al texto de Brel, y se convierta en algo así como el mugido de un buey al que arrastran al matadero y huele la sangre de sus congéneres recién sacrificados; esa voz dolorida que recita historias de pájaros que mueren durante el invierno en los bosques y cuyos esqueletos no encontramos cuando llega el buen tiempo (Atxaga), la que, con palabras de Ungaretti canta: morir como las alondras sedientas; o como la codorniz que, tras cruzar el mar, se rinde junto a las primeras matas de la recién alcanzada costa, porque ya no tiene ganas de volar. Mejor esas muertes que vivir lamentándose como un jilguero al que han cegado. También están los versos que incluí en Crematorio: “si le hubiera cortado las alas al pájaro…” O esos otros: “Les abrís las manos, las ventanas de vuestras casas y vuestros ojos. Alabáis a los pájaros, les dedicáis halagos líricos… Pero los pájaros os rehúyen…“. Todo esto es muy hermoso y muy triste, me eleva y me hace sufrir.

 

Por la noche, me paso un buen rato contemplando un espléndido libraco de fotografía titulado Berlín, que ha publicado Taschen. Un siglo de la vida de la ciudad en imágenes, muchas de ellas tomadas por artistas que tenían una mirada que aún hoy nos sorprende por su originalidad, aunque, desde la perspectiva actual, nos admira, sobre todo, la belleza convulsa, violenta e incluso trágica, de un mundo que se ha ido; hablo de esa gente que construyó la ciudad y luego la vio destruida, que hoy ya no está, pero cuyos cuerpos, sus caras, sus miradas, sus sonrisas o sus gestos de alegría o de preocupación podemos ver, aunque sólo sea en estas reproducciones en papel: eran niños y jugaban, eran jóvenes y bailaban, eran lecheros, eran carpinteros, transportaban cubas de agua en las que se mantenían vivas las truchas destinadas al mercado; remaban junto con otros miles de aficionados una tarde de domingo en aguas del Spree: el hechizo de toda esa gente que no está y de la que las fotografías nos entregan algo de su cuerpo, de su vida; en una sola imagen, nos parece capturar incluso su carácter (como piensan muchos pueblos primitivos: el retrato te roba el alma). El gesto, la pose en los que han sido sorprendidos y que han quedado fijados para siempre, los convierte en ellos mismos y, a la vez, en símbolos: del buen humor, de la felicidad, de la energía, de la laboriosidad, de la crueldad, de la diferencia de clases, de la brutalidad: la fotografía nos devuelve la realidad de entonces, pero sobrecargada de significado: esos personajes que sonríen se nos convierten en la alegría de la juventud; los que beben juntos representan la camaradería; y esos otros son el mundo del trabajo, o la altiva burguesía, o la riqueza, o el poder, o la prostitución callejera: todo lo recogido en las instantáneas del álbum de fotos nos llega sobrecargado, lo particular como metonimia, materialización o concreción de ciertas ideas abstractas. La fotografía las ha convertido en signo, lo particular vuelto universal; el rasgo individual, materia de algo colectivo. La colección de fotografías clasifica el universo urbano (¡el álbum es Berlín a lo largo de un siglo!), lo ordena, lo fija en una edad, en una actitud ante la vida, en una pertenencia: al fijar un momento de verdad, se convierte en una verdad de orden superior: instruye sobre lo general a partir de un rasgo, de un movimiento, de un primer plano o de un plano de detalle.


10 de febrero de 2008

Hacía años que no leía a Walt Whitman. Anoche volví a caer entre sus brazos. Esa tremenda energía. Cogí sus Obras completas porque quería extraer una cita para lo de Leipzig, y ya no pude dejarlo: escribir una novela como el poema de Whitman que se titula Manahatta: en realidad, en esos versos está toda la narrativa sobre la ciudad del siglo XX. Dos Passos y Döblin, desde luego. Pero incluso Selby, con su Última salida para Brooklyn. O las novelas de Henry Roth. Seducido por los versos de Whitman, vuelvo a ponerme la película de Rutmann, Berlín. Sinfonía de una ciudad. Pienso que toda esa gente que va de acá para allá, que trabaja, pasea, camina apresurada, o se divierte, e incluso buena parte de los paisajes urbanos que aparecen en la película, han desaparecido para siempre, ya no están, o sólo están en esas sombras en blanco y negro que muestra la pantalla, como los carreteros y marineros de Whitman están sólo en sus versos. La extraña fuerza de la palabra, de las imágenes (se entiende: del arte), los personajes de los cuadros holandeses, sus habitaciones y despachos, las elegantes ropas. En realidad, Hojas de hierba tiene algo de gran novela lírica, narración en verso. Ni siquiera me atrevería a decir que le falta acción. Todo el poema está marcado por un gran movimiento, a la vez colectivo e íntimo: el nacimiento de una nación y la creación de un yo que crece con ella, que se siente parte de ella, y pone su palabra como material de construcción del edificio patriótico, que es el pórtico de entrada a esa inmensa koiné en la que se agitan los hombres de todas las razas, de todos los oficios, de todas las lenguas: Salut au monde!  

 

Beniarbeig, 12 de septiembre de 2014. El aire trae ceniza en suspensión y huele a resina quemada.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Chirbes

José Manuel Caballero Bonald es una zona baja del Guadalquivir que transcurre parte del año por el centro de la península. Su piel sanluqueña, su rostro, son el mapa a mano alzada de un tesoro escondido en las páginas de su literatura, mezcla perfecta de vida escrita, leída, pensada, intuida y vivida. Las líneas que siguen son el atisbo posible de una prosopografía.

- Hace tres años conversamos en torno a la figura de Ángel Crespo para otra entrevista en Turia. Entonces manifestó no disponer de ganas suficientes para escribir el tercer volumen de sus memorias, ese que, partiendo de la muerte de Franco, contendría el desengaño de la transición y llegaría a nuestros días. ¿Puede que alguno de los movimientos en que está dividido Entreguerras – 2012 - contribuya a paliar ese vacío?

- No, no exactamente. Entreguerras es más bien un recuento de hechos vividos, libros escritos, experiencias que se me habían quedado como traspapeladas en la memoria y que ahora recupero o reconstruyo en este largo poema fluvial. Más que de una prolongación de mis Memorias, habría que hablar de un sondeo complementario, de una revisión selectiva, vista desde otro ángulo, de mi historia personal.

La poesía todo lo puede: historia – La Iliada -, autobiografía – Espacio -, ficción discursiva – Divina comedia -, filosofía moral – De la naturaleza de las cosas -, epístola – Bécquer -. Caballero Bonald acaba de fusionar todos los géneros en uno, el único, aquel que abraza “la máxima temperatura que puede alcanzarse con el manejo de la lengua”: la poesía. Este compendio de vida y literatura pretende ser, con los matices que veremos, el punto final de una carrera con la que ha logrado casi todo el prestigio que pueden otorgar las letras. La hipótesis de que, con él, haya terminado no solamente la literatura, sino la vida, es superada gracias a la sensación de plenitud que produce el trabajo cumplido. Más de tres mil versos: una catarata que aúna, intensa, deshielos del siglo XX y primeros del XXI; una salmodia que bajo la membrana de la ausencia proyecta insegura, pero casi feliz, un monólogo interior que, al final, resulta un tú a tú mantenido con algo parecido a la eternidad.

- El prefacio de Entreguerras salió publicado como fragmento de un libro inédito al final de Ruido de muchas aguas -2010-, la antología sustanciosa que Aurora Luque preparó sobre usted. Hay pocos pero evidentes cambios entre aquella versión y la definitiva. ¿Hasta qué punto modifica la corrección la esencia del impulso primero?

- De todos mis libros, este es, junto con Ágata ojo de gato, el que he escrito con mayor exaltación y el que más trabajo me ha costado. Ha tenido hasta cuatro borradores en los que anduve suprimiendo, añadiendo, variando. Es cierto que toda corrección desvirtúa el sentido primordial de la experiencia que motivó un poema, pero, a fin de cuentas, a mí lo que de veras me importa es el hecho literario consumado, no la fidelidad a las experiencias vividas. La poesía también es un género de ficción.

- Reconoce que Entreguerras posee algo de última voluntad. ¿El autor puede actuar sobre su inspiración, negándola el paso? Antonio Gamoneda planeó el final con Arden las pérdidas y luego nació su nieta y escribió Cecilia.

- Lo que no pienso hacer es plantearme un libro a largo plazo. Ya no me tienta para nada emprender un trabajo así, tampoco me queda ya tiempo y además me flaquea el ánimo. Pero poemas aislados sí que haré, supongo. Un poema, el presunto arranque de un poema, se cruza de repente por la cabeza y no voy a evitar esa tentación. Claro que también puede ocurrir que ya no tenga ninguna necesidad de escribir poesía y me dedique, como quien dice, a la vida contemplativa, que tampoco es mala elección.

- La plana mayor de la crítica ha dedicado una opinión inmejorable a Entreguerras. Debido a la ambición de géneros que ampara, ¿puede que sea su libro de poesía menos poético?

         - Pues yo creo que es un libro eminentemente poético. Aunque las fronteras de los géneros estén más o menos difuminadas, entrelazadas, la poesía constituye claramente el fundamento. O eso es lo que yo he querido hacer. Sin embargo, es posible que el propio torrente reflexivo, el largo proceso acumulativo de la memoria, tienda en algún momento a la narratividad, pero eso sólo ocurre de modo pasajero, lo que domina en todo el libro es el torrente poético.

 

“Intento explicarme mejor a mí mismo por medio de la poesía”

     - Las  primeras  páginas  de  este  poema-río  dejan  claro  que  la memoria tiene

mucho de desmemoria. Usted se presenta ignorante, incrédulo, perdido, equivocado, errático: “cuando ya nada es cierto sino aquello que incluye el rango de duda”. El paso del tiempo otorga distancia con lo sucedido. ¿Favorece el juicio o lo nubla?

- No lo sé, o quizá no me interese mucho saberlo. Me aturde un poco andar metiéndome en esos atolladeros mentales… El paso del tiempo oscurece los recuerdos, qué duda cabe, pero también ordena el caos general de la memoria. Y lo que yo he pretendido es eso: bucear en mi memoria, organizar el desorden, intentar explicarme mejor a mí mismo por medio de la poesía.

- El pasado como incertidumbre, dolor y cementerio. Sin embargo, la nostalgia “en todos los pretéritos / hay un jirón impuro que te acompaña igual que una / insidiosa cicatriz”; “el tiempo tiene algo de exequias de la credulidad”; “allí donde también se han ido amontonando los desperdicios de la historia / hasta formar un insepulto estorbo de afrentas malandanzas desmanes”. El pasado siempre tiene algo de dudoso, de inseguro. Todo el que recuerda se equivoca de algún modo porque es prácticamente imposible reconstruir a ciencia cierta los hechos vividos, y más si esos hechos datan de hace cuarenta, cincuenta años. Uno actúa siempre por aproximaciones, con la debida incertidumbre. Para mí, la incertidumbre es un estímulo. No deseo llegar a ninguna verdad, sino valerme de la poesía para arrojar un poco de luz sobre esa incertidumbre, sobre las nieblas de la memoria sin disiparlas del todo.

- Escribiendo Tiempo de guerras perdidas decía que 1939 le parece un tiempo inverosímil. ¿El futuro es más o menos inverosímil que ese pasado lejano?

- A mi edad el pasado se va haciendo cada vez más extenso, más inabarcable, mientras que al futuro le ocurre todo lo contrario: cada vez es más angosto, más exiguo. Y además, el pasado y el futuro pueden ser igualmente inverosímiles y también se pueden alterar en la memoria, se pueden adaptar a los propios deseos.

- Su estilo ha virado del barroco a cierta austeridad, siempre en busca de lo oculto por medio de un lenguaje no exento de hermetismo y complicación –“el hermetismo no es más que el resultado de demasiada lucidez”-. ¿Usted parte del irracionalismo por vocación o por necesidad?: ¿puede que se debiera a que faltaba experiencia y, por tanto, memoria, la misma que después ha sido la base de su creación?

- Verá, yo siempre he entendido el irracionalismo como una vía de conocimiento. Por lo común, he usado las herramientas irracionalistas para sacar conclusiones racionales. Además, pienso que el hermetismo, la presunta oscuridad del poema, no es más que una consecuencia de la propia oscuridad de la experiencia que se pretende sacar a flote. Al fin y al cabo mi experiencia poética también tiene algo que ver con mi manera de ser, con mi modo de vivir, que también pueden ser bastante contradictorios.

- “Al menos entendí lo más palmario: que la literatura se parece a una carta que el escritor se manda sin cesar a sí mismo”. Túa Blesa, en la crítica a su último libro –que califica el mejor de su carrera-, recuerda que escribir es escribirse desde Montaigne; él es quien pone “las piedras fundadoras de la modernidad al instalar en el centro de la conciencia la conciencia de sí”. Y cita a Machado: “Converso con el hombre que siempre va conmigo”. Hay, sin embargo, quienes ven en el yo excesivo precio de uno, ensimismamiento, egotismo.

- Bueno, ya que ha citado a Montaigne, también yo recojo en mi libro una conocida frase suya: “Je suis moi même la matière de mon livre”. Por ahí podría encontrarse uno de los hilos conductores del pensamiento poético de Entreguerras, que es un largo soliloquio, una larga conversación conmigo mismo, donde se hilvana una serie de preguntas que a lo mejor no tienen respuesta. “Yo soy la materia de mi libro” viene a ser como el enunciado de lo que tiene mi poesía de ensimismada, de tentativa para entenderme mejor ahondando en mi experiencia…

La indagación en el yo es, tal vez, la línea más recta para universalizar la experiencia. A esa tarea han dedicado esfuerzo, además de Montaigne, autores insignes tales como Gustave Flaubert –“Madame Bovary c´est moi”-, Charles Dickens -“Si al final resultaré ser el protagonista de mi propia vida”, comienza David Copperfield-, Marcel Proust –En busca del tiempo perdido no trata sino de las recordaciones del narrador-, y hasta Pérez Galdós –fijémonos en la primera persona de Fortunata y Jacinta-. Esa es la tradición literaria en la que se debe enmarcar el uso que realiza Caballero Bonald, entrecortándolo de una sensibilidad enriquecida por la fusión de lo vivido y lo imaginado.

 

“Mi trabajo creador encauza poéticamente tentativas para ver lo invisible”

A Entreguerras le precedieron La noche no tiene paredes -2009- y Manual de

infractores -2005-. Juntos componen la terna que perfecciona su poética. Esos títulos no le hicieron  falta para obtener el Reina Sofía de Poesía y en tres ocasiones el Premio de la Crítica. Después vinieron el Nacional de las Letras y el Nacional de Poesía. Ha puesto de acuerdo en la alabanza a José Carlos Mainer, a Túa Blesa, a José María Pozuelo Yvancos, a Javier Lostalé, a García Posada, a García Jambrina, a Jenaro Talens. Según Armas Marcelo es “el escritor más importante de España” y según Luis María Anson, “no se puede escribir mejor”.

Por supuesto, está incluido en el proyecto antológico-poético en español más ambicioso que la luz ha visto: Las ínsulas extrañas -2002-, reunión de las mejores voces de la segunda mitad del siglo veinte a ambos lados del Atlántico firmada por Eduardo Milán, Andrés Sánchez Robayna, José Ángel Valente y Blanca Varela. No siempre el tópico anula la elocuencia del motivo al que se refiere: resulta difícil sustraerse de la tentación de citar a: Claudio Rodríguez, Carlos Barral, Ángel González, José Ángel Valente, Gil de Biedma, García Hortelano, Blas de Otero, José María Valverde, José Agustín Goytisolo, Eladio Cabañero. Todos cayeron. De la Generación del Cincuenta quedan Brines, Gamoneda y él. Hablamos de una persona en la cima de la cima, consciente de que el que se salva de un naufragio “siempre arrastrará el fantasma persecutorio del mar defraudado”. Él, que se ha salvado de varios, alimenta los peces más profundos con la palabra. En ese tratamiento abisal radica la clave segunda de su obra, que abarca más volúmenes antológicos que originales exentos en verso y consta de memorias, novelas – Ágata ojo de gata es su favorita -, adaptaciones teatrales – Tirso, Lope, Rojas Zorrilla - y miscelánea - el baile andaluz, Góngora, Espronceda, Cuba -. “El tema de Caballero Bonald (…) no es en última instancia otro que el propio idiolecto poético, en el que por definición se contiene la propia moral”. Aquí tenemos un nuevo refuerzo del yo. El entrecomillado pertenece al prólogo que Pere Gimferrer escribió para Doble vida -1989-. El autor de Arde el mar -1966- añade: “Maneja un vocabulario con frecuencia abstracto (…) pero se sirve de él conforme a leyes cercanas a las de la coloquialidad (…) Extremo en densidad, en rigor, llama la atención de esta poesía, por encima quizá de cualquier otro rasgo estilístico, la capacidad autogenésica que en ella posee el lenguaje (…) Se suscita a sí mismo, se nutre a sí mismo, se propaga a sí mismo, se destruye a sí mismo, se redescubre a sí mismo: la palabra, aquí, vive de la palabra, jamás del palabreo o de la palabrería”. Como consecuencia, “pone en movimiento el habla, la tarea primigenia del poeta”.

El yo fertiliza la relación entre obra y vida. En el prólogo de Summa vitae -2007- asume: “Hay en mi poesía un protagonista que (…) suele compartir mis observancias y transgresiones en asuntos de la vida cotidiana”. En Descrédito del héroe -1997- consiente: “Cuántos días baldíos / haciéndome pasar por el que soy”. ¿La máscara es el agua que mancha la cara o aquella que la lava? ¿Es posible desprender sus costuras? Por un lado, se pone de parte de Rilke –quien consideraba necesario un número de vivencias antes de escribir el primer verso de un poema- y titula la primera reunión completa de su poesía Vivir para contarlo –1969-. Por otra, se distancia de las prácticas unívocas de lo sentido por medio de la antología Doble vida. El título procede del decimoctavo poema de Laberinto de fortuna -1984-, cuyos versos finales verifican: “Mi memoria equidista de un espacio / donde no estuve nunca: / ya no me queda sitio sino tiempo”. Al enunciado lo apoyan conclusiones más recientes: “No hace falta que sean experiencias vividas de verdad, sino imaginadas”. Al fin y al cabo, ¿no levantó pasarelas Jacques Lacan entre lingüística y psicología al establecer: “La verdad tiene estructura de ficción”?

-¿Cómo entrelaza el juego de ser y no ser en los poemas y en la vida?

-Esa es una cuestión bastante compleja, por ahí se puede llegar a uno de los soportes conceptuales del trabajo creador. Ya he recordado que la poesía también es un género de ficción, aparte de que para mí sea fundamentalmente un hecho lingüístico, un acto de lenguaje. Lo que yo quiero encauzar poéticamente son sobre todo imágenes, visiones de la parte oculta de la realidad, digamos que tentativas para ver lo invisible.

El estilo es el sostén. Y gracias a él la literatura se aleja de la crónica periodística. Miguel García Posada explicó en La palabra suficiente -2000- que Caballero Bonald desarrolla “una poesía de lenguaje centrípeto –Northrop Frye-, voluntariamente opaca (…) porque el discurso verbal es al cabo su gran protagonista: (…) para extraer de su propia densidad las fuerzas de la revelación, el dictum oracular que instaura la verdad o la ausencia de toda verdad frente a los discursos falaces”.

-Llegamos a algo importante: se declara partidario de la articulación artística como fundamento del texto literario. ¿Cree que los autores reflexionan sobre el sentido y las características generales del arte, sobre su mismo fundamento?

-Por lo que yo sé, o por lo que yo leo, la literatura tiende hoy a la simplificación, al esquematismo. En general, casi todos los escritores cuentan la vida tal como es, cultivan un realismo sin relieve, que copia la realidad, no la interpreta. Ofrecen una visión plana del mundo y no una interpretación del mundo. Se desdeña la preocupación estilística, se escribe como se habla y todo eso… Cada vez me siento más desentendido de ese tipo de literatura.

 

“Es muy alarmante la idea de que el compromiso está pasado de moda”

La política es otra manera de combatir la realidad. En su último libro habla de cómo comenzó “a activar una apremiante provisión de desobediencias”; y no duda en indicar en las entrevistas la existencia de un franquismo “latente”. Tampoco rehúye las obligaciones: “Hay una sensación de frivolidad, de neutralidad, de derechización, la idea de que el compromiso está pasado de moda, que eso tenía sentido en la época de la dictadura y que ahora ya no hace falta ningún tipo de intervención crítica. Eso es muy alarmante”.

- Usted, con periodos de quebranto, parece vital y a su generación se la llamó De la Felicidad: al franquismo se le combatió hasta desde la cantina –“fue entonces cuando el lento el lívido alacrán de la ginebra / mediaba en la liturgia de todos los adictos residuales a la indocilidad”-. ¿Hasta qué punto la vivencia es importante para escribir? Estima que Onetti es el autor más importante de la segunda mitad del siglo XX y se pasó media vida en la cama.

         - Yo he sido bastante enfermizo y bastante depresivo. Hace tiempo me pasé más de un año en la cama y mis experiencias en esa larga cura de reposo pudieron ser tan aprovechables como las vividas por ahí viajando, trasnochando… Ya le dije antes: a efectos literarios, da igual que la vida contada sea real o ficticia, si se consigue que el lenguaje, que las palabras, generen un mundo artísticamente válido.

 

“La imaginación puede llegar hasta donde la memoria no llega”

      En el volcado de la experiencia en la literatura funde los géneros y convierte sus

libros de remembranza – Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001) - en una especie de aventura protagonizada por él mismo: La novela de la memoria - 2010 -. Dice que se propone narrar las cosas “sin ningún tipo de tapujos, recovecos o pistas falsas”, o sea, conforme fueron vividas, lo cual nos devuelve al yo real. En cambio, hay hechos que prueban el recuerdo como una suerte de fantasía. La ficción entrampada con la realidad ¡surge hasta del propio árbol genealógico heredado de la familia!, a cuyo pie figura el príncipe Prisco Lavinio. Caballero no le da importancia: “Una conjetura fantasiosa o un simple delirio especulativo”. Puede que literalmente sea cierto; su apellido identificativo remite, por vía materna, al vizconde y filósofo racionalista francés Bonald.

- En su caso, la memoria se interviene por la imaginación. ¿La segunda no pervierte la primera? ¿Hay algún caso en que no puedan, o deban, unirse?

- Se sabe que el funcionamiento de los recuerdos es muy complicado, muy arbitrario. Hay recuerdos deformados por la distancia, recuerdos falsos, recuerdos ajenos de los que uno se apropia, y así… La imaginación puede sustituir a la memoria si el trabajo creador lo requiere. O sea, que en términos literarios lo que no se recuerda, se inventa.

A la hora de relatar un hecho empírico vuelve la duda. Se acuerda de cuando, en plena guerra civil, se escapó del colegio y filmó con la mirada una secuencia áspera: niños harapientos cazando un gato, una anciana temblorosa masticando gramíneas silvestres, un hombre envuelto en una manta cuartelera. Y a continuación se pregunta: “¿Vi todo eso realmente o me imagino ahora que lo vi?”. Incluso presenta dudas aquello fidedigno, pongamos una vivienda archisabida de Villamartín, en Jerez, que revisitada ofrece un aspecto distinto: “La visión desde el zaguán coincidía muy defectuosamente con la de mi memoria”.

- En el debate entre ficción y realidad, ¿la memoria es la primera posible infiel, más que la imaginación?

- Ya le digo, la imaginación puede llegar hasta donde la memoria no llega. Algo que también se podría aplicar a los conceptos de realidad y ficción. Detrás de la realidad hay siempre un enigma, y detrás de la memoria un mundo imaginario, quizá inverosímil. Recuerdo que hace muchos años, la primera vez que fui a París, me ocurrió algo misterioso. Llegué una mañana a la estación de Saint Lazare. Iba solo y pregunté a un mozo si podía indicarme un hotel económico por allí cerca. Me señaló uno en una calle aledaña, en la rue Amsterdam, y allí me dirigí. La señora que me atendió me condujo a una habitación diciéndome que fuera deshaciendo la maleta, que ya iría luego a inscribirme. Y en eso estaba cuando llamaron a mi puerta y oí que me llamaban: “Monsieur Cabalego Bonald, au téléphone”. Yo me quedé estupefacto. Nadie podía saber que estaba allí, tampoco me había inscrito todavía. La señora me ratificó que era a mí a quien llamaban. Así que acudí al teléfono y oí unas palabras más o menos ininteligibles. Eso fue todo. Uno de los enigmas que me ha acompañado hasta hoy mismo. Algo muy ligado a lo que se entiende por enigmas de la realidad.

 

“La memoria es un ajuste de cuentas contra uno mismo”

- En sus memorias desacraliza algunas vacas: Almodóvar -“modelo de la grosería nacional”-, Hemingway, Baroja,... Sabemos que después de su publicación dos personas le retiraron la palabra. Además de contra otros y contra la realidad misma, ¿la memoria, en poesía, en prosa, es un ajuste de cuentas contra uno mismo?

- Sí, eso de ajustar cuentas con uno mismo puede ser uno de los soportes dialécticos de las memorias. Es una especie de recapitulación crítica de lo vivido o de lo que uno imagina que ha vivido. Y si hablo de cosas mías con las que a lo mejor estoy en desacuerdo, ¿por qué no iba a referirme a personas que me producen algún tipo de rechazo? Además, el hecho de desmontar ciertos pedestales que considero falsos, es una ocupación que te deja de lo más satisfecho…

Quien esto firma piensa que la Real Academia Española no cumplió con lo que se debe al hurtarse de un creador mayúsculo. El desprecio de Caballero Bonald por el estereotipo, su afán por la exploración, la derivación, los prefijos, el neologismo y, sobre todo, su clara voluntad de ampliar el significado de las palabras a partir de las conexiones que con ellas establece resulta un paralelismo con el viejo “nuevo aspecto de las cosas” que anunciaba Lucrecio. “queriendo ansiosamente atribuir a la palabra la condición de fundadora / rehacerla según su más impredecible capacidad reproductiva / su condición de inexistente antes del momento mismo de haber sido usada”.

El mundo no empieza ni termina en la institución sobre la que recae la directriz lingüística en nuestro idioma: a Francisco Umbral le parecía más importante tener una silla en las tertulias del Café Gijón que un sillón en ella. Pero choca que el autor solvente con dos palabras el tema. Francisco Ayala, Carlos Bousoño y Alonso Zamora Vicente propusieron tres veces su candidatura y “fue tres veces negada”, tal y como reza premonitoriamente el primer verso de su poema ‘El amor es como un círculo’, de 1954. Era 1999. Para más inri, poco después se daba el visto bueno a Arturo Pérez Reverte. Nieva habló de “fatalidad”, Rico lo sintió “en el alma” y Muñoz Molina estableció mejor que nadie: “Ha perdido la institución”.

- En 2004 le pregunté y zanjó: “Cosas que pasan”. En 2008 me dijo: “No tiene importancia”. ¿De verdad siente tanta indiferencia?

- Confieso que a mí me hacía cierta ilusión ser académico. Presentaron mi nombre y no me admitieron. Eso es lo que pasó y lo que acabó desilusionándome. Ahora ya no quiero ni oír hablar de ese asunto. La Academia me trae sin cuidado. Punto.

- En Prefiguraciones, Anna Caballé deja caer que Camilo José Cela[1] pudo ejercer presión en contra…

- No sé…, es posible. No lo supe entonces y ya no me importa en absoluto saberlo.

- La figura Cela parece haberse difuminado después de muerto. ¿Motivos literarios o personales?

- Cela fue una persona muy contradictoria, de trato difícil. Pasaba de ser muy tratable, muy bien educado, a ser un grosero, un insolente. Pero también fue un verdadero maestro del lenguaje, eso es indiscutible. Lo que ocurre es que entró en una especie de decadencia literaria casi a continuación de que le dieran el premio Nobel. Se copió a sí mismo de manera desafortunada y ya no había quien lo leyese. Pero ahí están algunos libros suyos ejemplares: Mrs. Caldwell habla con su hijo, Oficio de tinieblas…

- Su particular y reconocible poesía, lo ha dicho, indaga en la precisión, que ignoro cuánto tiene ver con la de, por ejemplo, Juan Ramón, autor al que admira. Más que precisión, ¿se puede decir que usted aspira a la palabra insustituible?

- Algo de eso he intentado, sí… Pero hablar de palabras insustituibles es un poco petulante, ¿no? Ya se sabe que un poema es, por definición, un artefacto que admite un infinito número de correcciones. ¿Hasta dónde hay que corregir para llegar a lo insustituible? Una pregunta tramposa. Porque pensar que algo es insustituible es como pensar en la perfección. Y esa meta, naturalmente, no existe. A lo más que puede llegarse es a dar por buena una versión entre otras varias.

- Sostiene que el barroquismo “nunca ha sido una complicación sintáctica ni léxica ni una acumulación de bellos términos para llenar un vacío, sino una aproximación a la realidad a través de palabras nunca usadas para definir esa realidad”. Debido a la interpretación que admite y a lo intrincado que se refiere, el hermetismo en poesía, ¿es un límite o un punto de partida?

- Será en todo caso un límite, una situación límite. Las experiencias intrincadas generan reglas poéticas intrincadas. Sería absurdo hablar de ese hermetismo como un punto de partida. El poeta no se propone ser hermético, dificultoso, sino que lo es a medida que escribe, sin ningún propósito previo. Sin duda, hay una poesía clara, explícita, directa, pero no es desde luego la que yo practico.

 

“Siempre me he sentido mitad romántico, mitad surrealista”

 

- Usted afirma no escribir como si le vigilara un jefe de negociado, sino cuando se siente absolutamente necesitado de hacerlo. “Si me sale bien, sigo adelante, y, si no, lo dejo y en paz”. Eso se suele entender en poesía, pero usted ha escrito también novela y memoria atravesada de ensayo. ¿Aborda la escritura, al margen del género, desde una óptica exclusivamente poética, digamos, tocada por la inspiración?, contra la opinión casi generalizada de que esta debe pillar al autor trabajando.

- Aparte de que la inspiración sea una especie de consecuencia del buen funcionamiento de la imaginación, también se pueden cruzar por la cabeza otros estímulos creadores, casi siempre derivados de la intuición. Creo en la revelación, en la iluminación repentina, soy así de iluso. Quizá eso me venga de mi gusto por ciertos componentes del romanticismo. Siempre me he sentido mitad romántico, mitad surrealista.

        Evocamos entonces sus versos: “(…) un repliegue de indicios que me dejaron entender quién fui quién era / quién puedo seguir siendo antes que el tiempo acabe / antes que la memoria tal vez se angoste se consuma en puras descubiertas / por las bifurcaciones menos figurativas de la veracidad / palabras que se juntan como bocas como centellas en mitad de la noche”.

Hablando de inspiración y de misterio. Cuando era niño le enseñaron que los receptores de galena atraen el sonido por medio del azufre. Se ha referido a las señales audibles flotando por las ondas de un modo que recuerda a los enigmas de las ideas. Para su profesor de Ciencias Naturales, don Marcelo, era “una prueba más de la presencia divina en la naturaleza”. Incluso, el escritor y poeta reunió prontuarios con la intención de huir de compuestos conocidos y ensayó combinaciones en busca de propiedades aún ignoradas de un modo que después llevaría a la palabra. “No sé si esa ambición me había llegado por vía genética de las sabidurías químicas de abuelo o bien se me había transmitido espontáneamente a través de las inducciones quiméricas de la voluntad”.

Entre un experimento y otro, llegó a incendiar habitaciones y, por medio de la intuición, alumbró fabricaciones disímiles, entre ellas, la pólvora. Fue una etapa de formación “por los atajos vertiginosos de una sabiduría con trazas de clarividente”. La literatura se lo agradecería años después. Prueban la instrucción en adivinaciones[2] cuanto oyó a través de minerales y los explosivos que fabricaba con las manos, pero también sus ojos, sometidos a leyes de una imprecisa procedencia. Se acuerda de un mendigo que barría el jardín de su casa y suministraba tierra vegetal a cambio de un plato de comida que preparaba su madre. Años después el suceso conscientemente olvidado emergió: “Se conoce que fui anotando todo en algún subalterno resquicio de la memoria”. Y traspasó al menesteroso a uno de sus primeros poemas. Estando tan rodeado por el misterio desde niño no extraña que atendiese a la súplica de la poesía.

- ¿Dónde hallamos el límite en los enigmas del arte? Para usted los poemas son una alianza de cálculo y melodía: “las músicas que con las matemáticas conforman la poesía”, exactamente. ¿La ciencia puede albergar magia?

- El misterio está agazapado detrás de la realidad, lo estamos viendo a cada paso. Vas andando por la calle, viajas por ahí, te despiertas por la noche, y de pronto ocurre algo que no entiendes, algo que no tiene explicación lógica. La lógica es siempre una mala compañía poética. Ya le he contado esa experiencia de mi llegada a París. Podría hablar de otras por el estilo… Existe en la ciencia, en la física, el llamado principio de incertidumbre que puede aplicarse perfectamente a la indeterminación de la vida cotidiana.

- Entre los temas bonaldianos tenemos la noche, el mar, la infancia y el mito. ¿Es este una realidad superior? ¿Corre peligro?

- Soy un simbolista, en el sentido más estricto de ese término. Ya se sabe que el simbolismo, como tal concepto estético, rechaza la copia fiel de la realidad y busca equivalencias entre lo oculto y lo perceptible. Todo eso de la sinestesia usada digamos que para dar visibilidad a lo invisible. Lo que se ha llamado con mucho tino “matemática tiniebla”.

- Tomó el habla, se ha dicho, en el punto en que fue legado por los poetas del veintisiete. ¿Está al cabo de los derroteros actuales de la poesía? ¿Cree que hay continuidad intergeneracional?

- Quizá mis antecedentes poéticos más evidentes vengan de Góngora y luego de Juan Ramón y de Cernuda y de Lorca y de los simbolistas franceses… Yo soy el poeta que soy porque antes leí a esos poetas, que son los que me dejaron una huella más emocionante. Siempre ocurre así. En cuanto a la poesía actual, procuro estar al tanto. Me identifico muy bien con algunos jóvenes que pretenden ramificaciones nuevas dentro del simbolismo, que es en lo que yo también he andado trabajando.

Mañana parte hacia Sanlúcar. Apagamos la grabadora y enciende las maletas. Le espera el aliento del mar. “La verdad es que nunca se ha vivido lo suficiente si no se ha naufragado un poco”, expone en el prólogo a Mar adentro -2001-. En ese libro, el mar “es como si ocupara una habitación sin paredes”. Y al invocar esas palabras cae la noche. El mar también está lleno de memoria, como la sombra. Y de palabras -“cuya naturaleza nadie conoce sino después de haber sido escritas”-.

En la oscuridad, como en el poema, no queda sitio, pero sí tiempo, que es mejor. La luz más prestidigitadora nace de la oscuridad y el misterio de lo inexplicable ofrece como resultado su misma presencia siempre sigilosa. Recuerda Caballero que si perdiera la memoria no escribiría. En sus palabras hay coral: “Suenan rastros de luz por dentro de la noche / (…) / Imagen ya de mi exterminio, / se realiza de nuevo cuanto ha muerto. / Mi propia profecía es mi memoria. / Mi esperanza de ser lo que ya he sido”[3].

 



[1]                Caballero Bonald fue secretario de redacción en la revista Papeles de Son Armadans, dirigida por Cela. En La costumbre de vivir refiere los más que menos que mantuvo con Rosario Conde, esposa del Nobel. “Fue una decisión que incluía de antemano la prórroga de sus propias y furtivas implicaciones morales. La experiencia tuvo sus lógicos desvíos traumáticos y las mismas circunstancias en que se produjo, o se fue produciendo, acabaron afectándome seriamente y con muy contradictorios daños sicológicos”. Duda metódica: “¿Me reconozco de veras en el que ahora creo que fui, en ese personaje secreto del que nunca hablé y que sólo coincide con el que se ha ido adecuando a lo que podrían ser los círculos externos de mi personalidad? (…) A lo mejor todo eso no era sino el resultado de una difusa inseguridad, un intermitente reclamo de la razón para que me defendiera del tiempo venidero renunciando de antemano a todo aquello que no iba a poder alcanzar o que me iba a conducir hacia donde yo no quería. Es una idea bastante pretenciosa, amén de extravagante, pero en ningún caso me parece infundada”.

[2]              Las adivinaciones es su primer libro de poesía, de 1952.

[3]              Memorias de poco tiempo, 1954.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

1. El traductor Francisco J. Uriz (con una coda para aragoneses)

 

Apostaría algo importante a que el currículum vítae de Francisco J. Uriz es casi tan voluminoso como este tomo de Turia que, agazapado lector, tienes en las manos. Y, en todo caso, estoy seguro de que tomando exclusivamente su labor literaria, listando la bibliografía primaria de sus poemas, obras de teatro, artículos, prólogos, columnas, reportajes o, sobre todo, traducciones, obtendríamos un nuevo libro que alcanzaría al menos esas mismas doscientas páginas que comprenden sus entretenidísimas memorias, Pasó lo que recuerdas (Zaragoza, Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2006), y que podría servir de anejo perfecto para las mismas (y para esos Accesorios y complementos, también muy personales pero más misceláneos y centrados en asuntos suecos, que publicó en 2008 en Zaragoza, Libros del Innombrable).

 

Aparte de sus tareas como profesor, intérprete contratado por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Suecia (responsabilidad que, entre otras cosas, le llevó a acompañar a su admirado Olof Palme en sus visitas oficiales a Hispanoamérica), informal consejero de la Academia Sueca o promotor, fundador y director de la Casa del Traductor de Tarazona, detrás de su impagable aportación a la literatura hay un hombre tenaz, ilusionado y algo zumbón que tiene mucho de artesano pero también un poco de jornalero. Como si hubiera hecho suyo el lema de su ilustre amigo Artur Lundkvist ("Hay que evitar el escepticismo paralizante y actuar como si se pudiese cambiar el mundo y mejorar la Humanidad": Pasó lo que recuerdas, p. 158), Uriz se ha movido desde el principio hasta hoy mismo con un impulso constructor que es mezcla de pasión y cabezonería, de amor por las letras y de afán de ofrecer a su prójimo las cosas que a él le han hecho disfrutar, de compartir con nosotros textos extraordinariamente valiosos a los que difícilmente podríamos haber accedido sin su intermediación. De ese modo Uriz es, a sus ochenta y dos años, mucho más joven que la mayoría de personas que conozco, si por juventud entendemos las ganas de aprender y enseñar, el apetito por descubrir, la vocación de explorador en la jungla de palabras y la conservación de cierta ingenuidad, e incluso candor (que para mí son, por supuesto, sustantivos elogiosos), que le hacen perseverar en esa búsqueda, en ese rastreo que se hace sin impaciencia, sin prisa, sin ansiedad, casi siempre con una actitud que, por sabia, inteligente y veterana, se muestra sonriente, bienhumorada, teñida de una alegría elemental. Si se me admite la pequeña paradoja, el suyo es un trabajo muy serio y consciente que, sin embargo, se lleva a cabo con cierta despreocupación de fondo, pero ese desenfado lo enriquece. Responsable, constante y cumplidor en lo profesional, sereno y ligero de equipaje en lo vital, Uriz lleva en sí una mezcla de virtudes y talentos que explican sus resultados y credenciales. Él, además, se lo pasa bien, y eso se nota y se contagia.

 

            Unas pocas líneas arriba he escrito "vocación", y sobre eso escribió también en su libro de recuerdos, al considerar que la vocación verdadera implica "férrea voluntad y mucho trabajo", y que, emparentada por tanto con el azar, "depende de genes o de una predisposición natural que nadie sabe quién ha metido allí donde esté" (p. 67). No hay duda de que no hay modo de escapar a esa suerte de fatum, pues, aunque las citadas memorias terminan con un amago de despedida de Uriz como traductor, asegurando que "voy a terminar lo que tengo muy avanzado [...] y ya" (p. 187), lo cierto es que casi diez años después Uriz sigue felizmente activo, sin que su ritmo de publicaciones se haya visto reducido en absoluto. De hecho, uno de los mejores y más sorprendentes libros de poesía que se ha publicado en España en 2014 ha llegado hasta nosotros gracias a él: me refiero al deslumbrante Alfabeto de la danesa Inger Christensen (publicado en Madrid por Sexto Piso), a quien Uriz ya tuvo en cuenta en su monumental antología Poesía nórdica (Madrid, Ediciones de la Torre, 1995), titánico trabajo que le llevó a merecer el Premio Nacional a la Mejor Traducción de ese año (galardón al que en 2012, por fin, se unió el Premio Nacional a la Obra de un Traductor).

 

            La tardía publicación en España de ese magistral libro de Christensen (de la que ahora, en marzo de 2015, se publica Eso, también en Sexto Piso y por supuesto traído de nuevo a nuestro idioma por Uriz) es sólo el hito más reciente de un listado de centenares de traducciones de textos de sobrecogedora calidad entre las que cabe destacar un puñado de libros necesarios (que en parte acabo de recordar apresuradamente en el artículo "Algo de lo que debemos a Uriz", publicado en el número 6 de la revista zaragozana Crisis, dedicado monográficamente a Suecia). Si algo querría saber expresar en estas primeras notas que ando garabateando es que esos miles de páginas de literatura sueca que Uriz nos ha acercado son sencillamente imprescindibles para entender determinados detalles y tal vez también tendencias de la poesía española de los últimos veinte años, perceptibles especialmente en la obra de los nacidos en la década de los setenta. Autores principales de esa generación como Carlos Pardo, Abraham Gragera o Martín López-Vega han dejado reconocida por escrito su deuda con esas lecturas (más o menos visible en sus propios versos), y no hace falta ser especialmente perspicaz para adivinar en muchos otros poetas jóvenes actitudes y melodías que eran desconocidas entre nosotros antes de la recepción en español de la obra de los suecos Harry Martinson, Gunnar Ekelöf o Tomas Tranströmer, del danés Henrik Nordbrandt o de los finlandeses Claes Andersson y Marta Tikkannen. Con un poco de tiempo se podría documentar y demostrar esa influencia, cotejando versos españoles de las últimas promociones con el tono de la poesía escandinava (que no es el modo personal como Uriz traduce, según han pensado algunos, sino realmente un estilo más o menos común que, con variantes naturales junto a heterodoxias y desobediencias de todo signo, caracteriza e ilumina buena parte de la poesía de aquellos fríos lugares, y muy específicamente la que procede de Suecia, país que oficialmente ha reconocido, agradecido y premiado la larga y profunda dedicación de Uriz a difundir su cultura), y concluiríamos que una porción muy considerable de lo mejor de nuestras últimas cosechas nacionales (o al menos lo más celebrado y prestigioso) tiene mucho menos que ver con la tradición hispánica que con la del Norte de Europa.

            Y por ello, por la determinante huella que el trabajo como traductor de Uriz ha dejado en la nueva literatura española, por el modo en que ha inspirado y ha contribuido a articular la voz de los penúltimos poetas españoles -que a su vez influyen indisimuladamente a los últimos...-, por su propia calidad y por su inesperada trascendencia..., considero indiscutible su importancia en el ámbito de las letras y, así, me parece incomprensible y casi aberrante que hasta hoy los sucesivos jurados del Premio de las Letras Aragonesas hayan ido dejando pasar el nombre del zaragozano por juzgar que no es pertinente tener en cuenta a traductores, por buenos que sean o por consagrados que estén. Uriz no es sólo, cualitativa y cuantitativamente, un grandísimo y sobresaliente traductor, internacionalmente aplaudido (pues también ha publicado con mucha frecuencia en América Latina), sino alguien que, para decirlo simplemente, ha cambiado y mejorado las cosas como muy pocos de nuestros paisanos. Y además cuenta, como autor, con una obra poética, dramática, crítica y testimonial más que notable, digna de gran estima y de la mayor atención.

 

 

2. El poeta Francisco J. Uriz.

 

Apartadas de mi mesa de trabajo las memorias de Francisco J. Uriz y las inestables pilas de sus traducciones, me quedo con un solo volumen ante mí. Se trata de la Poesía reunida, publicada por Libros de Innombrable en diciembre de 2012, cuando su autor llegaba a los ochenta años de vida.

            En estas seiscientas cincuenta páginas de versos se recopilan en realidad pocos libros, los únicos seis que Uriz ha publicado exentos a lo largo de las décadas, a los que habría que sumar los poemas dispersos que el poeta ha ido colocando aquí y allá, en revistas, antologías, catálogos o libros monográficos, textos a veces de circunstancias o de encargo que van desde sus primeros tientos líricos en la década de los sesenta hasta "Poderosa Afrodita", el paródico y ripioso poema que ha entregado recientemente para acompañar a una de las subversivas acuarelas que "SEM", seudónimo tras el que tal vez se ocultaban Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer, dibujó bajo el osado título de Los Borbones en pelota (Zaragoza, Olifante, 2014).

            Como testimonio retrospectivo de hasta qué punto la trayectoria vital y literaria de Uriz ha estado unida a Suecia, sus dos primeros libros de poemas se publicaron no sólo en sellos de allá sino traducidos al sueco por su mujer, Marina Torres, y por Artur Lundkvist, junto al texto original. Son Ett skri är ett skri är ett / Un grito es un grito es un grito es un grito (Estocolmo, Raben & Sjögren, 1969) y Janus' ansikten / Las caras de Jano (Estocolmo, Arbetarkultur, 1983). Los otros cuatro fueron publicados en Zaragoza por Libros del Innombrable: Un rectángulo de hierba (2002), Mi palacio de invierno  y Cuaderno de cuadraturas y otras incorrecciones (en un solo volumen de 2005) y, finalmente, Cuaderno de bitácora (2009).

            En Pasó lo que recuerdas (p. 67 y ss.) Uriz ha evocado cómo fue gestándose Un grito es un grito es un grito es un grito, poemario monográfico sobre la guerra de Vietnam: "No pretendía cambiar el mundo ni frenar la guerra sino mostrar mi rechazo personal, manifestar mi repulsa a una política imperialista" (pág. 68). Es, pues, poesía social y comprometida en su variante más cruda y descarnada, y lo que urge y palpita en ella es la información, la denuncia, el "yo acuso"..., pero que lo fundamental sea lo que se dice no implica que no se cuide el cómo se dice, aunque Uriz, como es habitual en ese tipo de poesía combativa, somete al lenguaje a las necesidades del mensaje, prescindiendo incluso de puntuación, mayúsculas y desestructurando la sintaxis para obtener una comunicación más eficaz. De ese modo, en este debut poético leemos muchos "titulares" a los que se les da la vuelta, buscando y exponiendo sus trampas; estructuras paralelísticas que desnudan la falaz lógica aristotélica de otros discursos; interrogaciones retóricas; datos expuestos con prosaísmo que dan pie a una conclusión hermosamente literaria... Un poema sobre los bombardeos titulado "escalada" que comienza así: "la sombra / es luz / interrumpida en su camino / luz / que no llega / a su destino / -si la luz tiene destino-", se cierra con dolorosa belleza: "si la ley de la gravedad no tiene patria / el único lugar seguro es el cielo" (en Poesía reunida, p. 159).

            Artur Lunkvist creó por aquellas fechas una cierta controversia en el seno de la muy politizada poesía sueca de la época al afirmar que "el compromiso literario del escritor es comprometerse con la literatura misma y luego, aparte, está su compromiso o militancia política" (Pasó lo que recuerdas, p. 71). Pero el tono de la ópera prima del poeta zaragozano no es incoherente ni incompatible con esa apreciación cuando lo que realmente más te preocupa, ocupa e indigna en tu día a día es esa guerra, la injusticia, la violencia contra los inocentes. Es difícil escribir sobre cualquier otra cosa en tiempos como aquéllos, especialmente cuando el autor dedicaba buena parte de su tiempo a asambleas, debates y publicaciones políticas, multiplicadas desde su ingreso en 1963 en el Partido Comunista. Pero los buenos poetas encuentran caminos originales y sublimes para transmitir esas cosas, y Uriz hace bien en reproducir íntegramente en sus memorias los catorce preciosos y sencillos versos de "belleza de Estocolmo", uno de los mejores poemas que ha escrito nunca, en el que, según él mismo, "polemizaba con aquellos que nos exigían saber todo de Vietnam, su historia, la de Estados Unidos, las características del napalm, la velocidad de los bombarderos, los acuerdos de paz de Indochina, etcétera, para poder criticar la agresión norteamericana" (Pasó lo que recuerdas, pág. 68). El poema es éste (lo copio de Poesía reunida, pág. 82, donde encuentro tres variantes poco significativas con respecto al que se volvió a publicar en Mi palacio de invierno: ver pág. 287):

 

agua nórdica

bella azul metálica

lago Melgar

 

nunca he visto una gota de agua

a través del microscopio

 

desde el puente observo

la belleza

el hielo separa sus muslos

para dar a luz

el agua de primavera

 

¿microscopio?

 

me basta

ver el azul metálico del lago Melar

para tomar partido

 

 

 

            Catorce años transcurrieron antes de que Uriz publicase un segundo libro de poemas, pero cuando lo hizo, en 1983 (y de nuevo en edición bilingüe, con versión al sueco de Torres y Lundkvist), el poeta insistía en una poética muy deliberadamente ideologizada. En el "Prólogo" a Poesía reunida Uriz ha explicado que quiso titular el libro "Relaciones de producción" (un sintagma que se lee muchas veces en su interior), pero Lundkvist le disuadió y la balanza terminó cediendo hacia el lado del menos explícito Las caras de Jano, al que se añadió el subtítulo aclarador Diario de una década -1960-1970- de esperanzas y frustraciones. El libro, pues, se había ido escribiendo mucho antes de su aparición y a lo largo de bastante tiempo. "Más que un poemario -ha explicado su autor en esa misma introducción- es una autobiografía externa, es decir, mis reacciones a acontecimientos políticos de esos años" (pág. XII). El epígrafe de la primera sección del libro, de Attila József, dice: "Anda, poesía, participa en la lucha de clases" (pág. 101), toda una declaración de intenciones a la que Uriz se abalanza con gusto para hablar del Che Guevara, Cuba, la "Primavera de Praga" o el Tercer Mundo, aparte de las situaciones en España (en la sección "Mi país 1") y Suecia (en "Mi país 2"), en una ensalada de acontecimientos, personajes y anécdotas que recuerda a los poemarios de su amigo Manuel Vázquez Montalbán.

            En el libro hay cabida para todo, pero en general prosigue con el tono de Un grito es un grito es un grito es un grito, prolongando su lenguaje directo, poco artificioso y a menudo aforístico, su humor algo desengañado o su protesta dolorida, pero dejando también lugar para una cierta esperanza (como en el poema "la cuña": p. 175, que volverá a figurar en Mi palacio de invierno: pág. 309), que se mezcla con un punto de pesimismo ya un tanto otoñal con respecto a las utopías. En el mejor poema de Las caras de Jano, "sentido de la proporción", dedicado a su hijo Juan Uriz Torres, se diría que el poeta, acaso sin darse cuenta, pasa al niño el testigo de las ilusiones (Poesía reunida, 120; y de nuevo en Mi palacio de invierno: p. 315):

 

 

Alguien le había dicho en la guardería:

"Si te llevas al oído una caracola

oirás el oleaje del mar".

Pasó el tiempo y él seguía fascinado

por el insondable misterio.

Siempre anheló oír el oleaje del mar en una caracola.

 

Mi hijo se llevó al oído una concha minúscula

y estalló en alegría: "¡Papá, ya oigo el oleaje!"

mientras paseábamos por una playa

azotada por un clamoroso viento, en Túnez.

 

 

            Casi completamente distinto, al menos en cuanto a lo temático, fue el tercer libro de Uriz, Un rectángulo de hierba, en el que se abordaba monográficamente el mundo del fútbol, otra de las grandes pasiones de este poeta (de la que ha recopilado dos simpáticas antologías: Poesía a patadas. Antología de poesía futbolera, pequeño volumen no venal que se publicó en 2009 en Córdoba bajo el sello del festival de poesía Cosmopoética, y la mucho más amplia El gol nuestro de cada día. Poemas sobre fútbol, publicada en Madrid por Vaso Roto en 2010, con un prólogo soberbio de Miguel Pardeza). Este libro, como todos los de poemas de Uriz, es irregular y más voluminoso de lo que suelen serlo los de versos. En él el humor adquiere otro matiz, menos herido que aquel al que se recurría en los libros anteriores para soportar y compensar los horrores de la Historia a los que se aludía. Pero aquí, a través del balompié, también se encuentran pretextos para la expresión ideológica, así como una gran excusa para echar la vista atrás y recuperar cosas ancladas en la propia memoria, de modo que el libro tiene sus zonas íntimas y aun confesionales, que se cuentan en poemas de notable narratividad como éste, titulado "Auxilio Social" (Poesía reunida, p. 220):

 

 

Un domingo

puse con tembloroso apremio

-el partido lo exigía-

en la desgastada taquilla

el dinero justo para la entrada

que llevaba apretado en la mano.

Como era día de Auxilio Social

y no me quedaban ni los céntimos del emblema

no pude entrar.

Me quedé en los desmontes a oír el clamor de Torrero.

Sí, era un sucedáneo,

pero también me sabía bien el café con leche

-la achicoria- del desayuno.

 

 

            Hay varios poemas más sobre la propia infancia en Zaragoza, una infancia que, como tan bien expresa el poema anterior, tenía tantas carencias como ilusiones, una mezcla de privación y magia. Esos fragmentos de recuerdos quedan ubicados al comienzo del libro, y después se pasa a las reflexiones generales sobre ese deporte, a los retratos de determinados futbolistas, a la reflexión sobre el alcance de algunas gestas, a la tristeza por su progresiva y ya imparable mercantilización.

            Mi palacio de invierno, como he dejado apuntado arriba, contiene dos libros que se publicaron originalmente en tiradas muy reducidas, casi secretas, que el propio autor coordinaba en la muy cuidada serie "Papeles de Tarazona" (ver Poesía reunida, págs. XII-XIII): los poemas del que responde a ese título son, según cuenta su autor en su prólogo más reciente, "los que trataban de mi relación con el comunismo, [...] textos y notas dispersas que comentan acontecimientos políticos, tomadas d emanera discontinua desde 1969. Se fueron convirtiendo en una especie de diario, compuesto de imágenes, frases leídas en periódicos o en pancartas, oídas en la radio o en la calle, que ya no recuerdo de dónde proceden" (ibídem, pp. 271-272). Todo ello hará suponer que en estos textos Uriz vuelve al lenguaje desnudo, a la tendencia al apotegma informativo y conciso, que en este libro (y sobre todo en el adjunto Cuaderno de cuadraturas) da lugar a una serie de poemas más breves, con algo de sabor clásico, en su línea burlona, carnavalesca y epigramática, como en estas "Confidencias a Bruno" (p. 327):

 

Muchos sapos hemos tenido que tragar

Sobre todo palabras vomitadas por otros

- esas palabras hoy enterradas

para que no nos sepulte la vergüenza

Te observo comer satisfecho tu vómito

y te envidio

Al menos es el tuyo.

 

 

            En cuanto a Cuaderno de cuadraturas y otras incorrecciones, publicado en el mismo volumen, pretendía recoger "los que comentaban la transición -española, claro- vivida desde Estocolmo" (p. 271). Lleva una impactante cita general de Wolf Biermann que Uriz ha repetido numerosas veces, asumiéndola como propia: "Sólo el que cambia es fiel a sí mismo": p. 391), y en ese sentido es destacar su "brechtiano" poema de rectificación con respecto a ETA, en el que se expía una culpa común de la militancia antifranquista ("Silencios": p. 420):

 

En el principio fue la opresión.

Empezaron matando policías

y los apoyé.

Mataron al político de lo bien atado.

Fueron perseguidos y me solidaricé con ellos.

Condenados a muerte

pasé hambre por ellos.

Transcurrió el tiempo y algo cambió.

Pero siguieron matando

y me callé.

Mataron generales, policías, políticos

de uno y otro partido, mataron

a gente que pasaba por allí

y me callé.

Me callé

y hoy mi apatía en la repulsa

me avergüenza.

Por los muchos silencios junto al mío.

 

 

            Por último, Cuaderno de bitácora es el libro de Uriz que menos generalizaciones admite. Es en sus primeros poemas donde encontramos, si se me permite esta boba forma de decirlo, al Uriz "más poeta", en el que la contemplación es más importante que la meditación. Hay paisajes y poemas de amor antes de que llegue de nuevo la sorna (como en una respuesta a Ángel González: p. 497), los homenajes a amigos (Julio Cortázar, Natalio Bayo), las anécdotas de las que se extraen símbolos. En la segunda sección del libro se recogen poemas sobre animales (otra veta insólita en Uriz), aunque éstos son más bien un medio para hablar de otras cosas, o con intenciones que podían ir de lo didáctico a lo corrosivo, como también hacían los poetas antiguos. En "Evolución" (p. 514), leemos:

 

Dicen que con el tiempo

todo chimpancé acaba en hombre.

Pero uno se negó.

Se había enterado de que

un diamante imperfecto vale más

que una piedra perfecta.

Y por miedo

retrocedió del hombre.

 

            En las dos siguientes secciones, vuelve el repaso a la situación internacional, la denuncia de la macroeconomía, la reivindicación de la solidaridad. Basta con ver algunos títulos ("Vietnam", "Ejercicio con ejércitos", "Un beduino en el hemiciclo", "¿Progreso?", "Supermercado", "Refundación del capitalismo"...) para saber por dónde van los versos, pero en la quinta y última sección, antes de un poema epilogal que es el mismo "Striptease final" que remataba Pasó lo que recuerdas, aquí titulado "Punto final": p. 627), llega algo que el propio Uriz tiene como "más personal, [...] una breve seleección de los poemas que ilustraban unos álbumes de fotos de viajes que mi mujer, marina, y yo hicimos por Francia, en la década de 1990" (p. 479). Y dentro de ella, este "Despertar en Orthez" (p. 613):

 

En el cálido silencio sabánico

un pálpito

atado aún a la columna del sueño.

¿Qué palpita? ¿Es él?

¿Es la boca?

¿Son los dedos -una amorosa prisión de dedos-

lo que palpita?

¿O son alas

que lo llevan a tu cueva a ofrendar la esencia de los sueños

como un pálpito?

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Marqués

16 de diciembre de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nunca la vi llorar. A mi abuela.

Se le salió la matriz por la vagina

y ella se la curó con limón

porque mi abuela lo trataba todo con limón. Y con saliva.

Barro, humedad y fuego.

La punta babeada de los pañuelos que llevaba en el batín.

Las medias de algodón. Agujeros en su faldagrís de abuela.

Y las capas de tela desdibujada

tras la que ocultaba el calor enchufado a la trampa

que colgaba del techo.

 

No preguntar. No saber.

Metió el pulgar en la tierra y lo sacó negro.

Barro seco y disperso. Pedazos de ladrillo bajo las plantas.

Restos pegados a las púas del tenedor.

 

Elevaba el cuchillo por encima de la cabeza.

Lo bajaba y lo hundía en la madera.

Cortaba las uñas a las niñas recién nacidas

para que cantaran bien. Bien como ella.

Voz de ofrenda, voz de Pascua.

Mas conmigo no lo hizo.

Yo era de rodillas arañadas, picaduras de avispa.

Huida de insectos y huida de juegos.

Apoyada la cara entre las manos, al tanto de mi situación.

Con las cejas sobre las piernas, las manos alrededor,

y luego cruzada de brazos

caminando hacia el puente.

Botas altas sobre el borde de los charcos.

Sin admitir el abandono ni la pauta.

La cólera de la herencia.

El bálsamo del humo lejano. La calidez y el resguardo

de la casa. Camino arriba.

Un ser orgánico que mudaba y crecía.

La incertidumbre y el temblor.

Por si nadie volvía a buscarme.

Las burriagas del bocadillo. Las lágrimas tras el coche

que arrancaba y desaparecía.

 

Tanta traición. Tanta reverencia.

Sus papeles con tersura de piedra, base en los cajones.

Paños de cuadros quemados. Vasos sucios.

 

Perdió un hijo y un marido.

Se quedó ciega. Y la atamos a una silla

para evitar que se tirara al suelo y reptara hasta su casa

lejos de ancianos tendidos sobre falsas mesas,

unidos por su calidad de ancianos.

Derribados sobre falsos sofás.

Envueltos en falsas mantas y en sonrisas postizas.

Con las uñas crecidas y los labios prietos,

entre voces conocidas que arropan en tonos azules

y por la mañana entregan desayunos.

 

La piel, cápsula gris, respondiendo al pliegue de cada dedo.

En medio del orín y el desinfectante.

 

La niña se llamará Julia.

¿No ves una moto ahí fuera?

 

Siempre quiso estar en su casa, mi abuela.

Y ahora la van a vender por 30.000 euros.

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

 Los encuentros con Mauricio Wiesenthal siempre tienen algo de luminoso. Será porque a su cabellera pelirroja le acompaña una sonrisa amable, distinguida, que anuncia una inteligente conversación. Un diálogo siempre rico en matices, generoso en saberes y salpicado de anécdotas cultas. Nos hemos citado hoy en el viejo salón del Colegio de Periodistas de Barcelona, afortunadamente tranquilo esta mañana, para recorrer el espacio y tiempo de su obra, sueños y  vida.

 

Dicen de él, no sin razón, que este escritor,  enólogo  y fotógrafo español de origen alemán  se ha convertido en un admirable maestro del memorialismo,   como atestigua su inolvidable Libro de Réquiems, o en el original novelista   que apreciamos los lectores de Luz de Vísperas. Su intensa, versátil y prolífica     peripecia vital nutre sus textos de unos perfiles de gozosa erudición y extrema sensibilidad que lo convierten en auténtico heterodoxo de nuestro tiempo. Un personaje cuya elegante rareza y originalidad apreciamos sobremanera en                esta época en que la cultura occidental aparece lastrada de mediocridades y ortodoxias nada recomendables.

 

Recuerdo ahora, aquí sentados y conversando plácidamente, aquella primera tertulia de hace dos años. Ya entonces le sentí como un marino. Creo que usted empuña un timón literario, y aferrado a él con los músculos doloridos de soportar la tensión de una difícil navegación, a veces en mares de sargazos,  sigue el rumbo de sus sueños. Pese a todo. Siempre.

 

- Tal vez porque en una época, cuando era niño, quise ser marino. Y algo de ese sueño queda en mí, pues como los marinos tengo mis mares y mis puertos preferidos. Además he navegado mucho, incluso entre tormentas de hielo en el Atlántico Norte y doblado el Cabo de Hornos.  He escrito abundantemente en la mar durante los viajes largos, y todavía cuando voy a América prefiero hace el trayecto de ida en barco y volver en avión; eso me permite preparar las clases, las conferencias, lo que vaya a impartir. El barco es mi vida, aún lo siento así. Creo que sigo teniendo algo de marino.

 

- ¿Cuándo surgió esa vocación que más tarde abandonaría por la de escribir?. Una aptitud que, tal y como demuestran los excelentes libros nacidos de la mar, tan cercana es a la buena literatura

 

- Mi padre me llevaba a pasear por el puerto de Cádiz para que conociese, no los grandes trasatlánticos, esos buques gigantescos y lujosos en los que me imaginaba al mando o bailando un vals en la noche del capitán con la pasajera más guapa del buque. No, mi padre me enseñaba los barcos carboneros donde los capitanes iban con una boina y sucios hasta las narices.  Y también los barcos fruteros que venían haciendo cabotaje desde Barcelona, Alicante, Cartagena... Porque en aquella época te educaban así, querían que conocieses los oficios desde abajo. Pero con los años se me fue la vocación.

 

- Los puertos son lugares singulares y, en otras épocas, tenían algo de mágico, Excitaban la imaginación y los deseos de conocer otros mundos por ese trasiego continuo de mercancías y bajeles.

 

- Sí, recuerdo aquel maravilloso puerto de Cádiz en que se cargaban las botas de vino de Jerez de la Frontera que iban para América. Donde se desembarcaba el café y otras mercancías que arribaban en los barcos. Era un mundo aromático, de especias… Un mundo maravilloso el de aquel puerto.

 

- Es curioso que, en vez de convertirse en un capitán de barco dedicado a surcar los mares profesionalmente, haya recorrido por vía terrestre los ríos. Las orillas de los ríos, como narra en El esnobismo de las golondrinas. Y que, como si fueran un afluente menor de un gran sueño, haya seguido su rastro hasta que, como todos lo sueños, desembocan al final en la mar.

 

- ¡Es verdad!. No había pensado que el río tenía un elemento iniciático en este sentido. Soy un hombre de andar, de caminos. A mí me escandaliza la gente inmóvil. Un día marqué una entrevista capotica, como las preguntas aquellas que se hacía Truman Capote y que él respondía más o menos literariamente. A dónde viviría decía yo que lo tenía claro: Lo haría en una frontera porque así siempre podría asomarme al extranjero y tenerlo cerca. Me ahogo en los mundos cerrados, no puedo soportarlos. Cuando estoy mucho tiempo en Barcelona me voy a un hotel, el que sea, y me tomo allí un café. Y lo hago  porque necesito sentir que se hablan otras lenguas, que hay gentes de otros países, de otras razas.

 

- Usted dejó de plantearse muy pronto aquella pregunta de la vieja canción de Bob Dylan: ¿dónde van los trenes, los barcos y los aviones que yo no abordo? Eso le habrá alejado de posibles afectos y cobijos.

 

- No he podido nunca en la vida pensar que encontraría una novia en una vecina. Me horripila, parece como si fuera a acostarme con mi hermana. Cuanta más lejana sea la figura que encuentre resulta más sano, más higiénico y más bello. Tengo ese concepto del mundo, no puedo evitarlo.

 

Algo que está inherente en su obra, al menos hasta donde mis luces alcanzan,  es la mujer. Y lo femenino, que es diferente. Y los distintos lenguajes. Y también las ciudades. Cuando escribe sobre Rusia, por ejemplo, hay ciertas palabras que son hermosas porque, además, son definitorias del oficio al que nombra y usted dice que son en femenino. También, cuando habla de Yahvé asegura que igualmente es femenino.

 

- Sí, del espíritu. Del espíritu sobre todo. Eso me interesa mucho, es un tema que me engolfa enseguida. A ver, cuando se lee al poeta Serguéi Esénin que dice que “el abedul es un hada de los cabellos de seda” hay que darse cuenta que la diosa, el abedul, es femenino en ruso. Cuando llega la primavera, que siempre llega tardía, sobre todo encima de Moskowia, en abril y mayo, los campesinos más primitivos se abrazan al abedul y sienten la savia del abedul femenino. Le cantan como si fuera su amada y se emocionan.

 

- Lo femenino entonces, también puede ser la luminosidad con la que un escritor puede seguir escribiendo al atardecer.

 

- Exacto. Tú puedes buscar la mar. Has puesto el género, la mar, en femenino. Pues, en este sentido a mí me gusta ese mundo de equilibrios que considero tan importante. Y veo que, a veces, en las malas traducciones se pierden los sentidos. Has citado antes la palabra espíritu en hebreo: Yahvé, que es femenino, la espíritu. Es por eso que se representa como una paloma, una forma femenina. Todo eso se pierde, esas ambigüedades, esas sutilezas, cuando se quiere crear un lenguaje puramente viril en que no aparecen las figuras femeninas.

 

- En su literatura muestra lo mejor de la mujer como ser humano y de su condición femenina. Es el caso de Anna Ajmátova, por la que siente predilección.  Sobre todo, intuyo, por su desgarrada y terrible vida, aparte de por su extraordinaria obra como poetisa. Y también, por un personaje como Ana Karenina, ese ejemplo de amor tan desgraciado. Pero hay varias más.

 

- Sí, así es. Existencias reales y literarias que son de una atracción y excelencia extraordinarias. ¿Quién no puede amar la figura de Ana Karenina, tan sublime y desgarradora en toda su proyección?.

 

- En el trasfondo de su obra se percibe indefectiblemente el peso de la emoción, un sentimiento que la impregna y distingue sobremanera. Transciende de la mera escritura y alienta como un auténtico sentido de la vida.

 

- Pienso esa emotividad y, cuando escribo mucho (sobre el ritmo, sobre el aliento) y la pierdo dejo de escribir.

 

- Eso debe tremendamente duro, porque la emoción llega un momento determinado que duele y hay que detenerse.

 

- Tienes que parar y te hace daño. Y te das cuenta que casi enfermas. Pero me acostumbré a escribir así. No sé escribir de otra forma. Tengo en cierta manera un temperamento musical y necesito emocionarme y dejarme llevar por el ritmo para que me salga esa comunicación que es mi comunicación interior.

 

- A mi entender, usted compone. Se guía por una literatura que es una partitura musical.

 

- Sí, lo hago mucho. Es porque mi bisabuelo era músico y, a veces, he pensado si no será que heredé una manera de trabajar que es muy sui generis y que la reconozco en algún otro escritor, como Stefan Zweig, que tiene esa musicalidad que sale de su oído musical. Es como tocar el violín. Hay en eso algo de gitano. El gitano que toca el violín se deja transportar.

 

- Eso me recuerda al viejo gitano serbio (y judío) de Luz de vísperas, tan patético y tierno como maravilloso. Con él creó usted una de las figuras más potentes y fundamentales, a pesar de la brevedad de su aparición, de la novela. Aún me parece oír el rasgueo de su viejo violín, tal es la impresión que me causó.

 

- Está hecho con puro sentimiento, lo trabajé así. Lo escribí con el corazón. Y además, todo corresponde a la realidad. Hay gitanos, personajes por mí conocidos, trasplantados de otro lugar, de otras experiencias de mi vida y que han creado al gitano de la novela.

 

- Otra de las consideraciones que percibo en todos sus libros, es una persistencia indomable en pro de una buena educación humanística, un intento desde la literatura de ayudar a  que el mundo sea mejor.

 

- Esa ha sido siempre mi idea. Hace dos años di una conferencia en la Universidad Menéndez Pelayo que a Castilla del Pino le gustó mucho. Me decía lo que para mí está claro: que el fundamento de la memoria es la emotividad. Uno de los problemas que sufrimos en el mundo es que vamos eliminando la emotividad y eso produce tantos desvaríos y vacíos de memoria. De ahí que el cultivo de la emotividad, de referencias como la música, el color o los aromas puedan ser una terapia fundamental para quienes padecen la pérdida de memoria.

 

- Usted se aleja de cualquier discurso racionalista que no despierte o intente hacer desaparecer la emotividad, y los considera prosa, en ningún caso “música”.

 

- Si la memoria está basada en la emotividad yo la recupero en el momento en que recurro a ella. Con eso recobro el tiempo perdido en el sentido proustiano. Me emociono con un tema cualquiera y de ahí sale todo. Recuerdo una noche en Roma, siendo yo muy joven, en que iba a encontrarme con unos amigos para disfrutar de la velada. Era una noche de bruma y llovizna y a mí debía embargarme cierta emoción especial por algún motivo. Caminaba abstraído y, de improviso, ví surgir una mano. Una mano que era la de una mendiga que suplicaba ayuda. Le di cuanto llevaba para la fiesta de esa noche, y recuerdo que me dijo “gracias hijo” y que detrás estaba una niña. ¡A esa niña la he vuelto a encontrar varias veces en mi vida!

 

- La mujer, el personaje femenino sale de cualquier esquina de su obra, en cualquier capítulo. Por ejemplo, cuando usted busca a su amigo Fiódor Mijáilovich Dostoievski y recuerda en ese recorrido por San Petersburgo a Natalia Fonviziane, la mujer que le había regalado una Biblia en el camino a Siberia y de la cual le pidió a su esposa Anna Grigórievna, en su lecho de muerte, que le leyese “al azar un fragmento”. O cuando, tal y como explica en el Libro de Réquiems,  le pregunta por el escritor a una joven prostituta rubia y pálida y la trata en su descripción como el ser maravilloso que debió ser o es, a pesar de esa circunstancia horrible.

 

- Respondo a eso con una palabra rilkeana.  De ese mundo en el que mi padre me introdujo leyéndome en alemán sus poemas en Ronda, lugar donde había vivido, yo también comparto algunas cosas. Respondo, pues, a esa apreciación, de manera rilkeana: hay mendigos que nos piden, y a los cuales si quieres les das o no. Y hay advertidores. He encontrado a veces en la vida esas apariciones que se disfrazan de mendigo o de lo que tú quieras, pero son advertidores. En la librería Shakespeare and Company de París, adonde iba cuando vivía allí, hay todavía hoy un cartel sobre la puerta que dice: “No seas inhospitalario con los extranjeros porque pueden ser ángeles disfrazados”.

 

- Creo recordar que también Rilke ha escrito que, ¡cuidado con los ángeles, puesto que cada ángel puede ser terrible!

 

- En efecto, terrible. Por eso les llamo advertidores, por todo lo que la palabra tiene en sí.

 

- Me pregunto si usted que sabe fijar personajes, lugares y ciudades se convirtió en fotógrafo durante una época de su vida precisamente por eso, por la maestría en captar el detalle. Y presiento igualmente que no era partidario de utilizar el flash en sus trabajos, y que abría todo lo que podía el objetivo.

 

- Eso es. Nunca me ha importado la profundidad de campo, porque siempre he querido meter el modelo dentro, sobre todo cuando era un rostro humano. De todas formas nunca pude, por decirlo así, hacer una fotografía tan plenamente como me hubiera gustado, dedicándome a ella. Siempre me iba hacia la literatura y, al cabo de un tiempo, terminaba pensando en que lo que hacía me iba a servir para ilustrar un artículo, con lo que acababa desvirtuando mi trabajo de fotógrafo.

 

Entonces viajaba mucho por África y siempre les pedía a mis modelos permiso para fotografiarles. Procuraba aprender algo del idioma del país y me detenía a charlar con la gente en los mercados o donde fuera. Regresaba con pocas fotos, por lo que pensé que mis viajes nunca serían rentables.

 

- Las fotos se escriben o se disparan, y usted debía escribirlas. Y es que todo depende del hechizo, y saber captar ese hechizo significa respeto. Y respeto en África es también no tener prisa.

 

- Sí, es verdad. Aparte de que, cuando vas a hacer una foto, tomas todas esas sensibilidades y distancias, la fotografía exige conocer un poco al personaje que uno va a retratar. Y todo ello me permitía charlar, pararme con la gente y vivir el momento. Por eso he disfrutado mucho con la fotografía. En París trabajé para las agencias Sipa y Gamma haciendo reportajes que ilustraba con mis propias fotos, y así me ganaba la vida en esa época. Recuerdo haber hecho reportajes para revistas especializadas, como uno sobre el canto gregoriano y también haciendo las fotos de los monasterios del Cister.

 

- ¿Cómo era su vida en el París de aquellos años?

 

- Vivía en una buhardilla cerca del mercado de Saint Germain, en el Marais. Al lado, la hermana de Brigite Bardot tenía un pequeño taller de patchwork, donde hacía tortugas, caballitos y diversos animales. Se me  ocurrió entonces hacer un reportaje sobre las buhardillas de París que cita Honoré de Balzac en su obra, y en las que él había vivido. Todo era igual que en su época, las buhardillas eran las mismas; y en muchos de estos rincones de París apenas ha cambiado. Yo sacaba mis fotos desde los tejados, detrás de las chimeneas, pero parecían fotos modernas. Por ejemplo, unas señoritas en bikini tomando el sol aparecieron en una de aquellas azoteas al enfocar mi lente. ¡Eso no estaba en la época de Balzac, era un contraste!. Aparecían escenas así. Hice muchos de estos reportajes en París.

 

- Allí se acostumbró, supongo, a elaborar los itinerarios de personajes históricos que más tarde plasmaría literariamente.

 

- Sí, realicé itinerarios de personajes. Se trataba de contar dónde habían vivido y andado Proust, Balzac o Andrea Chenier, entre otros. Y también los itinerarios de los cementerios históricos. Lugares que luego he llevado al Libro de réquiems o al de El esnobismo de las golondrinas. A la vez,  veía y me entrevistaba por aquel tiempo con Ionesco en Montparnasse, delante justo de la estatua de Balzac.

 

- Aunque París fue importante para usted, hay otras ciudades que ha visitado frecuentemente. O, por lo menos, lo ha hecho en reiteradas ocasiones: Estambul, Weimar...

 

- En Estambul he vivido varias veces, pero mi estancia más larga no llegó al año. Era un tiempo en el que, además, trabajaba en el museo Topkapi documentando gráficamente elementos que luego vendía a editoriales en Francia. Me encargaban fotografías determinadas  que estaban en la biblioteca del museo, como manuscritos antiguos persas y códices de Constantino y su época.

 

- Aunque residir entonces en Estambul no era tan caro, ¿cómo se financiaba para poder trasladarse y permanecer tanto tiempo en Turquía?

 

- Escribiendo guías. Así fue como me financié uno de los viajes. Escribía biblias para niños: el antiguo y nuevo testamento. Los editores me pagaban por anticipado. Con ese dinero yo recorría lugares en Turquía, fui a Éfeso para conocer los sitios donde había vivido la Virgen. También hice traducciones en Francia para un libro de reporteros: Reporteros en las guerras, y por supuesto tomaba fotografías. Conseguía conectar con editoriales y les mandaba las que me pedían. Con todos esos trabajos eso ganaba algún dinero y podía permitirme vivir allí.

 

- Recordar esa etapa  de su vida parece agradarle. Debió de ser una experiencia muy gratificante, le pregunto viendo el entusiasmo con que acoge el retornar a una época, sin duda, apasionante para él.

 

- Residía en el Park Hotel que, sin ser tan bueno como el Hilton, estaba muy bien. Tenía amigos y amigas, como las bibliotecarias de Topkapi  con las que he vivido infinitas aventuras muy bonitas en la noche de Estambul. Allí conocí a la baronesa  rusa Valentine Taskin, que tocaba el piano en algunos lugares. Me movía por  aquellos restaurantes y sitios que fueron importantes durante las dos guerras mundiales, cuando Estambul era un nido de agentes y espías.

- La Turquía de esos años era, sin duda, un nación menos problemática y con menos rigor religioso que la actual.

 

- Todos mis amigos eran musulmanes liberales, no fanáticos. Resultaba  maravilloso hablar con ellos. Como yo había vivido en Marruecos sabía algo de árabe. Al haber estudiado griego en la Universidad me permitieron escoger entre el latín y el árabe. Elegí el árabe y tuve como profesor al prestigioso  Delkader, que me cogió mucho cariño porque yo trabajaba bien el idioma. Luego, aunque en Marruecos se habla un árabe dialectal,  practiqué y pude por mis estudios y experiencia comunicarme con el Muftí de Estambul.  Me lo presentó mi amigo Kaya Savkay,  que trabajaba como delegado de turismo en la ciudad y  me ayudaba a conseguir permisos para mis fotografías y demás. Tenía su oficina muy próxima a la mezquita de Suleimán, y nos hicimos muy amigos. Le encantó encontrar una persona que le gustaba hablar con él de árabe, de versiones del Corán, de las suras mohabits del Profeta. Y cuando yo me despedía ceremoniosamente, como había aprendido en Marruecos, se emocionaba.

 

- Hábleme de su estancia en Marruecos.

 

- Cuando mi padre era profesor en la Escuela de Comercio y en la facultad de Medicina, todavía iba al antiguo Protectorado español a examinar  alumnos a Tetuán y yo le acompañaba. Más tarde, cuando yo también comencé como profesor de Historia de la Cultura en dicha Escuela, lo primero que hice en cuanto pude fui irme a Marruecos. Alquilé una casa en Marrakech, que entonces era una ciudad barata.

 

- ¿Y llegó a integrarse como en Estambul?

 

- En Marruecos nunca me integré en el mundo de la religión, porque era un mundo prohibido, donde un  occidental no entraba. Yo vivía en Marruecos, pero ese mundo no era el mío. Conocía las costumbres, hablaba con la gente, pero no estaba en la mezquita. Lo bonito que tenía Turquía, y tuvo Irán antes de los ayatolás, es que cualquiera se podía introducir en el Islam como hereje, porque entraba a través de lo menos duro. No podías entrar así cuando estabas viviendo en el Yemen o en Arabia Saudita.

 

- Hay varios países que han sido lanzados, precipitados a mi juicio, al radicalismo religioso más feroz.

 

- Por esta política que hemos hecho desde Occidente. Y me resulta muy triste porque, para mí, ese mundo islámico tiene otro contenido. Yo lo he vivido de otra manera. Es un mundo al que me siento unido con mucha humildad. Por eso te digo que soy un místico. Tengo tendencia a creer estas construcciones idealistas, pero más fácilmente las que gravitan sobre estos mundos de las religiones monoteístas: judío, árabe y cristiano. A veces también entiendo más fácilmente a los brahmanistas, al mundo hindú, que al budismo.

 

- Siguiendo con sus estancias en ciudades, Weimar ha sido de  las que ha visitado reiteradamente.

 

- Cuando iba a la antigua Alemania Oriental a trabajar sobre Goethe, Thomas Mann y Nietzsche,  me asentaba en Weimar. Era una ciudad increíble por los personajes que han residido allí. Entonces viví algunas anécdotas por el estado policial que había en la República Democrática Alemana. La bibliotecaria municipal me dijo un día que despertaba ciertas sospechas “por el apellido que tiene, al ser alemán piensan que viene usted a llevarse algo”. El resultado es que por la noche, cansado de tanta suspicacia, cuando llegaba al Hotel Elephant donde me hospedaba, levantaba la colcha de mi cama y decía en voz alta: “Aquí Mauricio Wiesenthal hablando para los micrófonos que la Stasi ha instalado en esta habitación”.

 

- ¿Y le acabaron expulsando de Weimar?

 

- La cosa acabó cuando otro día me dijeron: “¡Vayase, porque los clientes están enloquecidos con usted!. Como se mete en los cementerios leyendo las lápidas, y se mete en todos los archivos, lo mejor es que se marche, porque un día va a tener un disgusto. Y, como ya había terminado mi trabajo, no me importó irme. Nietzsche era el personaje que más les preocupaba que estudiara. Con Goethe, cuyo legado tenían cuidado de maravilla, te dejaban hacer lo que fuera. Pero con Nietzsche no, aparte de ser un calvario subir a la casa donde había vivido su hermana, que, fíjate, era un personaje antisemita y todo lo que eso conlleva.

 

Eso le facilitó a Goebbels poder utilizar a Nietzsche en favor de la causa nazi. Hay personajes injustamente tratados, como Franz Liszt, cuyos preludios durante años fueron prohibidos por los Aliados por haberse servido Goebbels de ellos en sus alocuciones.

 

- Y en la Primera Guerra Mundial no se podía oír a Beethoven  en Francia o no se podían leer ciertas obras en Alemania. Esa fue la gran lucha entre Romain Rolland y Stefan Zweig, que se comunicaban pasándose a veces, en la revista que colaboraban, temas de la cultura francesa y alemana que tenían que conocer en un lado y otro. Y luego lo ponían entre comillas diciendo “para que sea vea qué cosas han hecho tan terribles en Francia”, por ejemplo. Y citaban un texto de Romain Rolland, y esto lo publicaba Zweig en Alemania y viceversa.

 

- Al plantearle el tema de los nacionalismos, que tanta sangre han causado en Europa con su intransigencia y extremismo, Mauricio Wiesenthal se muestra concluyente.

 

- Los nacionalismos, no digamos el racismo y la xenofobia, me resultan aborrecibles.  No los soporto. Yo, por mi condición de sangre e historia, cuando encuentro algo monocolor me siento mal. A mí me gusta que pueda existir siempre la diversidad, es decir, otra gente que pueda ser disidente. Porque yo de heterodoxo me siento bien.

 

El que todo el mundo sea monocorde, ortodoxo, de la misma religión e idea, me horripila. Y el nacionalismo tiene tendencia a crear eso. Se creen que la condición de un pueblo consiste en lo que ellos dictan, y en la caricatura de ese pueblo que ellos hacen. No son capaces ni de entender siquiera las contradicciones que hay en la historia de todo pueblo. Y entonces quieren someter a un pueblo a su caricatura, y te persiguen porque tú no correspondes al esquema que tienen. No puedes afirmarte si no lo ves de esa manera.

 

- Es como el amor mal entendido, donde el quiero cobra importancia sobre todo para imponer su dominio sobre el otro.

 

- En español utilizar el quiero me horroriza por lo que tiene la palabra querer de posesión, mientras que el amar –te amo- está basada en generosidad, en libertad, precisamente en todo aquello que la voluntad no quiere. Porque la voluntad es un apetito que realmente puede llegar a la brutalidad.

 

- ¿No será que las palabras están en ocasiones muy mal empleadas y enturbian los sentimientos y condicionan las actuaciones?.

 

- En general, tenemos un problema mayor en España, y que en mi Luz de vísperas lo trataba de manos de un personaje español. Tenemos una palabra terrible que no existe en otras lenguas, que es la palabra cursi para hablar de los sentimientos. El español le tiene un miedo enorme al ridículo, es a lo que más teme, porque es un pueblo como decía Ortega y Gasset de plaza. Es un pueblo de exhibirse, es un pueblo de pasearse.

 

- No bromea Mauricio Wiesenthal al decirlo. Su rostro se ensombrece y recalca las palabras como un afilado cuchillo que despiezara un cuerpo -en este caso, un alma- con meticulosidad.

 

- Es así, es lo que le distingue. Como nuestro baile, el pasodoble, que es una exhibición.

 

- Y ese terror que, según usted, padece el español a dónde le lleva.

 

- A hacerse autocrítica y a plantearse si esto o aquello no será cursi, y entonces limita todos los sentimientos. Yo me enternezco viendo el mundo de Austria y Alemania, donde me he criado de pequeño, o de Suiza, donde se hacen unas cosas tan simples. Tan ingenuas cuando se habla de sentimientos. Como en todos los lugares  del mundo,  los enamorados se dicen cosas en diminutivo con una ternura infinita. Lo mismo tenemos en toda una América Latina que habla nuestra lengua, y donde estos diminutivos son tan bellos. Allí no existe ese criterio de lo cursi, esto es típicamente español.

 

- En su literatura hay muchas referencias a los aromas y las flores, supongo que tendrán que ver con su experiencia como enólogo, y también por su afición a la montaña.

 

- Voy todos los veranos a Saint Marie, en el sureste de Suiza y lindando con Austria e Italia. Es un lugar ideal de Europa porque por los caminos se hablan todas las lenguas: del romanche, oriundo de la Engadina, al francés. Allí me encuentro  todos los años con un botánico ya viejo pero con la cabeza muy clara que, acompañado con su hija, recorre los senderos y coincidimos en los paseos. Hablamos de las plantas alpinas, de las que él conoce más que yo, y me cuenta historias sobre ellas.

 

- Mauricio Wiesenthal entorna los ojos con un gesto de ternura al evocar los personajes que su padre le presentaba siendo él niño, y cómo le explicaba quiénes eran.

 

- Conocí al poeta griego Kazantzakis en la Costa Azul, cuando de niño veraneaba en Antibes y en los paseos por la playa nos encontrábamos con él. Mi padre me decía quien era, y que escribía con especias. Yo debía pensar que se trataba, siendo poeta y griego, de Homero. Iba con su mujer y estaba ya medio ciego por una alergia. Me explicaba que su bisabuelo había sido un pirata cretense y que, cuando saqueaba un barco de especias, las repartía generosamente en su pueblo.

- Apenas se conoce poesía en su obra literaria, aunque estoy seguro que usted la frecuenta. Me gustaría conocer cuales son sus influencias y cuando se decidirá usted publicar un poemario.

 

- Toda la poesía mística árabe y persa (y su ascendiente) es un mundo que por identidad, por haber vivido en Andalucía, tengo muy cercano. Probablemente ponga mi poesía a la luz pública, porque sólo tengo editada una poesía mía y el resto está oculto.

 

Me siento muy influido por la poesía oriental, fundamentalmente porque nace de la sensualidad –incluyendo la turca de la época de los Poetas de los Tulipanes- y creo que la poesía está basada precisamente en el mundo de la sensualidad. Por eso me molestan los poetas modernos que hablan universitariamente de conceptos hasta geométricos y faltos de sensualidad.

 

- Entiendo que no aprecia usted la poesía que no llega a través de los sentidos, a través del arte.

 

- No creo que un señor pueda hacer una poesía filológica basándose en las palabras. Se basa uno en los sonidos que es la parte sensorial de la palabra. ¡La palabra como concepto no vale nada!.

 

- Hablando de palabras y de su construcción. ¿Qué le parecen los últimos cambios  que ha llevado a cabo la Real Academia de la Lengua (RAE)?

 

- Acabará creándose una confusión mayor sobre el idioma. Hay algunas etimologías que propone el diccionario de la lengua que son descabelladas. Y no me importa calificarlas con todo  rigor de etimologías de paleto. En todos los pueblos hay etimologías de paleto que hacen reír y son divertidísimas, se podría hacer un libro con ellas. Es como sacar un personaje de Dostoievski en una taberna hablando así. Pero una Real Academia no puede recoger ciertas etimologías, olvidando verdaderamente lo que es el rigor de la lengua. Es decir, cuando consultas el diccionario de Covarrubias es mucho más interesante, mucho más rico de leer, que lo es el de la Real Academia hoy en día. Hemos sufrido un retroceso desde la época de Covarrubias, no digamos desde la de Lebrija hasta nuestros días. Es terrorífico.

 

- ¿Tan desacertados son a su juicio?

 

- No puede mantenerse así una lengua que es tan rica y exige sensibilidad para entrar en ella. Cito una cosa que me concierne como especialista en enología: los términos enológicos de la RAE no hay por donde cogerlos la mitad de ellos. No corresponden ni a la ciencia. La Real Academia define mal, pero con errores científicos.

 

¿Y la supresión de la tilde, de acentos, los cambios de la doble l antes elle, la y griega  y demás modernizaciones?.

 

- La comodidad. Es el mundo de las zapatillas. Y cuando una persona está en zapatillas, como diría mi viejo maestro Eugenio D'Ors, ha perdido todo lo que es cultura para convertirse en comodidad. Entonces, cuando un señor de la Academia nos va proponiendo las zapatillas, está olvidándonos que lo más importante de la Academia es la cultura. Me gustaría decirle a ese personaje que nos propone estas modernizaciones fáciles y cómodas para que podamos escribir sin tilde, lo que le espetó Disraeli a un decano universitario de Inglaterra cuando le propuso algo parecido: “le recuerdo Sr. Decano que sin disciplina no hay decanos”. Esto me permite recordarles que sin disciplina no hay Academia, Sr. Académico. Sin tilde sobran los académicos. Para ir en zapatillas no necesito tener a un maestro de ceremonias.

 

A pesar de que las últimas referencias a la lengua y sus cambios le han tornado un tanto severo, de inmediato la sonrisa aparece y distiende sus facciones, por unos momentos enérgicamente serias. Han transcurrido más de tres horas de conversación y reconozco la imposibilidad de haberme acercado siquiera a  una mínima parte de su vida. Contemplo a Mauricio Wiesenthal con su sobria y bonita chaqueta tradicional austríaca sin cuello, gris, y pienso que en ella falta un edelweiss, la flor que se consideraba el reconocimiento de un guerrero completo en las culturas alpinas. Se despide jovialmente, con esa ternura amable y caballeresca tan suya, de hombre renancentista y soñador. Después se aleja con elegancia y decisión rumbo a alguna Babel que le mantenga espléndidamente vivo y creador.  

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Luis del Pino Olmedo

Cuarta parte

 

 

Un tibio y nublado día del mes de agosto de 1969, por una estrecha carretera del extremo de una isla de la costa sur de Noruega, entre jardines y peñascos, prados y bosquecillos, subiendo y bajando pequeñas cuestas, doblando cerradas curvas, unas veces con árboles a ambos lados, como en un túnel, y otras pegado al mar, iba un autobús. Pertenecía a la Compañía de Vapores de Arendal, y, como todos susautobuses, era de varias tonalidades de marrón. Cruzó un puente a lo largo de un brazo de mar, puso el intermitente a la derecha y se detuvo. Se abrió la puerta y una pequeña familia bajó de él. El padre, un hombre alto y delgado con camisa blanca y pantalón claro de tergal, llevaba dos maletas. La madre, con un abrigo beige y un pañuelo azul claro que cubría su largo pelo, empujaba un cochecito de bebé con una mano, y llevaba cogido a un niño de la otra. El humo gris y aceitoso se quedó suspendido por un instante sobre el asfalto después de que el autobús se hubiera ido.

            –Hay que andar un trecho –dijo el padre.

            –¿Crees que podrás, Yngve? –preguntó la madre, mirando al niño, que asentía con la cabeza.

            –Claro que sí –contestó.

            Tenía cuatro años y medio, el pelo rubio, casi blanco, y la piel bronceada después de un largo verano al sol. Su hermano, de apenas ocho meses, estaba tumbado en el cochecito, mirando fijamente al cielo, sin saber ni dónde estaban, ni adónde se dirigían.

            Empezaron a subir lentamente la cuesta. El camino era de gravilla, y estaba lleno de baches de todos los tamaños tras un chaparrón. A ambos lados había campos de labranza. Al final del llano, que medía unos quinientos metros de largo, empezaba un bosque bajo, como encogido por el viento del mar, que descendía hacia las playas de cantos rodados.

            A la derecha había una casa recién construida. Por lo demás, no se veía ningún edificio.

            La suspensión del cochecito crujía. El bebé iba cerrando los ojos, mecido por ese delicioso balanceo, hasta quedarse dormido. El padre, que tenía el pelo oscuro y corto, y una tupida barba negra, dejó una de las maletas en el suelo para secarse el sudor de la frente con una mano.

–Hace bochorno –dijo.

–Sí –asintió la mujer–, pero tal vez haga más fresco cuando nos acerquemos al mar.

–Esperemos –dijo él, cogiendo de nuevo la maleta.

 

Esta familia, en todos los sentidos normal y corriente, con padres jóvenes, como lo eran casi todos en aquella época, y dos hijos, como casi todas las familias de entonces, se había mudado de Oslo, donde había vivido durante cinco años en la calle Therese, muy cerca del estadio de Bislet, a la isla de Trom, donde les estaban construyendo una casa en una urbanización. Mientras esperaban a que estuviera acabada, alquilarían otra, una casa vieja, en Hove. En Oslo, él había estudiado inglés y noruego en la universidad, mientras trabajaba de vigilante por las noches; ella había estudiado enfermería en la escuela de Ullevål. Aunque él aún no había terminado la carrera, había conseguido un puesto de profesor en el Instituto Roligheden, y ella trabajaría en el sanatorio de Kokkeplassen para personas nerviosas. Se conocieron en Kristiansand cuando tenían diecisiete años, ella se quedó embarazada a los diecinueve y se casaron a los veinte, en la pequeña granja del oeste en la que ella se había criado. Nadie de la familia de él asistió a la boda, y aunque sonríe en todas las fotos, una zona de soledad se cierne sobre su rostro; se ve que no encaja bien entre todos los hermanos y hermanas, tíos y tías, primos y primas de ella.

En este momento tienen veinticuatro años y su verdadera vida por delante. Trabajos propios, casa propia, hijos propios. Son ellos dos, y también ese futuro en el que están entrando es el suyo propio.

¿O no lo es?

Nacieron en el mismo año, 1944, y pertenecen a la primera generación de posguerra que en muchos aspectos representó algo nuevo, en gran parte porque estuvieron entre las primeras personas de este país que alcanzaron a vivir en una sociedad en buena medida planificada. La década de los cincuenta fue la del nacimiento de los entes públicos –el ente de educación, el ente de asuntos sociales, el ente de carreteras–, las direcciones generales y las administraciones, con una monumental centralización, que en el transcurso de un tiempo asombrosamente corto tendría consecuencias sobre el modo de vida. El padre de ella, nacido a principios del siglo xx, venía de la granja en la que ella nació y se crió, en Sørbøvåg, en la parte de los fiordos de la provincia de Sogn, y no tenía ninguna formación. Su abuelo paterno venía de una de las islas de la región, como seguramente sería el caso de su padre y del padre de éste. La madre venía de una granja en Jølster, a unos cien kilómetros de distancia; ella tampoco tenía estudios, y la presencia de sus antepasados en ese lugar estaba documentada hasta el siglo xvi. La familia de él se encontraba en un nivel más alto que la de ella en la escala social, ya que tanto su padre como sus tíos varones tenían estudios superiores. Pero también ellos vivieron en el mismo sitio que sus padres, es decir, en Kristiansand. Su madre, que tampoco tenía ninguna formación, venía de Ǻsgårdstrand, su padre fue práctico, y en la familia había también policías. Cuando conoció a su marido, se mudó con él a su ciudad. Eso era lo acostumbrado. Ese cambio que tuvo lugar en la década de los cincuenta y de los sesenta fue una revolución, sólo que desprovista de la violencia e irracionalidad de las revoluciones habituales. No sólo empezaron a estudiar en la universidad los hijos de pescadores y pequeños granjeros, obreros de la industria y dependientes de las tiendas, hijos que luego serían profesores y psicólogos, historiadores y trabajadores sociales; muchos de ellos también se fueron a vivir a lugares muy alejados de las comarcas de las que provenían sus familias. El que todo esto lo hicieran con la mayor naturalidad dice algo de la fuerza del espíritu de la época. Ese espíritu viene de fuera, pero actúa por dentro. Para él todos son iguales, pero él no es igual para todos. Para esta joven madre de la década de los sesenta habría sido un pensamiento absurdo el casarse con un chico de una de las granjas vecinas, y pasarse allí el resto de su vida. ¡Ella quería salir! ¡Quería vivir su propia vida! Lo mismo ocurría con su hermano y sus hermanas, y así sucedía en familias por todo el país. Pero ¿por qué querían eso? ¿De dónde venía ese deseo tan fuerte? En la familia de ella no había ninguna tradición de algo parecido; el único que se había marchó fue el hermano de su padre, Magnus, y se fue a Estados Unidos huyendo de la pobreza. La vida que llevó en América fue durante mucho tiempo sorprendentemente parecida a la que había llevado en Noruega. El caso del joven padre de la década de los sesenta era distinto; en su familia lo natural era procurarse una educación superior, pero tal vez no casarse con la hija de un pequeño granjero del oeste del país e irse a vivir a una urbanización a las afueras de una pequeña ciudad del sur.

Pero allí estaban ese día cálido y nublado de agosto de 1969, camino de su nuevo hogar, él arrastrando dos pesadas maletas llenas de ropa de la década de los sesenta, ella empujando un cochecito de la década de los sesenta, con un bebé vestido con ropa de los sesenta, es decir, blanca y llena de encajes, y entre ambos, moviéndose de un lado para otro, alegre y lleno de curiosidad, emocionado y expectante, su hijo mayor, Yngve. Cruzaron el llano, pasaron por la pequeña zona de bosque hasta la puerta abierta de la verja y entraron en la zona del antiguo campamento. A la derecha había un taller de coches, propiedad de un tal Vraaldsen; a la izquierda, grandes barracones rojos en torno a un llano de gravilla, y detrás, un pinar.

A un kilómetro hacia el este estaba la iglesia; era de piedra y databa de 1150, pero tenía partes incluso más antiguas, y era probablemente una de las iglesias más antiguas del país. Estaba situada sobre una pequeña colina y desde tiempos inmemoriales había funcionado como punto de referencia para los barcos que pasaban por allí, y estaba marcada en todos los mapas de navegación. En Mӕrdø, una pequeña isla de las muchas que bordeaban el litoral, había una vieja casa de capitán de barco, como testimonio de la época de esplendor de la zona –los siglos xviii y xix–, cuando floreció el comercio con el mundo exterior, sobre todo el de la madera. Durante las excursiones al museo provincial de Aust-Agder, a los chicos de los colegios se les enseñaban objetos holandeses y chinos de aquella época y de más atrás aún. En Tromøya había plantas raras y exóticas que habían llegado hasta allí en los barcos que vaciaban sus aguas de lastre, y en el colegio aprendieron que fue en Tromøya donde se cultivó por primera vez la patata en el país. En las sagas reales de Snorri la isla se menciona varias veces; bajo la tierra de prados y campos cultivados se encontraron puntas de flecha de la Edad de Piedra, y entre las piedras redondas de las largas playas de cantos rodados había fósiles.

Pero cuando esta familia nuclear llegada de fuera atravesó con todas sus pertenencias y a paso lento ese espacio abierto, el entorno no recordaba ni al siglo x, ni al xiii, ni al xvii, ni al xviii, sino a la Segunda Guerra Mundial. El lugar había sido utilizado por los alemanes durante la guerra; fueron ellos los que construyeron gran parte de los barracones y las casas. En el bosque había búnkeres de piedra completamente intactos, y en lo alto de las pendientes sobre las playas se veían varios emplazamientos de cañones. Había incluso por allí un pequeño aeródromo alemán.

La casa en la que vivirían los años siguientes era un edificio solitario en medio del bosque. Estaba pintada de rojo, con los marcos de las ventanas blancos. Se oía un constante murmullo procedente del mar, que no se veía, pero que estaba a sólo un par de cientos de metros más abajo. Olía a bosque y a agua salada.

El padre dejó las maletas en el suelo, sacó la llave y abrió la puerta. Dentro había una entrada, una cocina, una sala de estar con una estufa de leña y un cuarto de baño, que también servía de lavadero; en el piso de arriba había tres dormitorios. Las paredes no tenían aislamiento, la cocina estaba escasamente equipada. No había teléfono, ni friegaplatos, ni lavadora, ni televisión.

     –Pues ya hemos llegado –dijo el padre, y llevó las maletas al dormitorio, mientras Yngve corría de ventana en ventana mirando fuera y la madre aparcaba el cochecito con el niño dormido en el umbral de la puerta.

 

Claro está que yo no recuerdo nada de aquella época. Resulta completamente imposible identificarse con ese bebé al que mis padres hacían fotos, resulta tan difícil que casi parece mal emplear la palabra “yo”,para hablar de aquello. Tumbado en el cambiador, por ejemplo, con la piel inusualmente roja, las piernas y los brazos abiertos y una cara retorcida en un grito cuya causa ya nadie recuerda, o sobre una piel de oveja en el suelo con un pijama blanco, todavía con la cara roja y grandes ojos oscuros ligeramente bizcos. ¿Esa criatura es la misma que la que está aquí sentada, en Malmö, escribiendo esto? ¿Y esa criatura sentada en Malmö escribiendo esto con cuarenta años, un día nublado de septiembre, en una habitación llena del murmullo del tráfico de fuera y el viento otoñal que aúlla por el anticuado sistema de ventilación, serála misma que ese anciano gris y enjuto que dentro de cuarenta años tal vez esté sentado temblando y babeando en una residencia de mayores en algún lugar dentro de los bosques suecos? Por no hablar del cuerpo que un día estará tendido sobre una mesa en una morgue. Se seguirá hablando de él como “Karl Ove”. ¿No es, en realidad, increíble que un solo nombre contenga todo esto? ¿Que contenga el feto en el vientre, el bebé en el cambiador, el cuarentón detrás del ordenador, el anciano en el sillón, el cadáver sobre la mesa? ¿No sería más natural operar con distintos nombres, ya que la identidad y el concepto de uno mismo varían tantísimo? Se podría imaginar que el feto se llamara Jens Ove, por ejemplo, el bebé Nils Ove, el niño entre los cinco y los diez años Per Ove, el de entre diez y doce Geir Ove, el de entre diecisiete y veintitrés John Ove, el de entre veintitrés y treinta y dos Tor Ove, el de entre treinta y dos y cuarenta y seis Karl Ove, etcétera, etcétera. Entonces el primer nombre representaría lo propio de la edad, el segundo nombre la continuidad y el apellido, la pertenencia familiar.

            No, no recuerdo nada de aquella época, ni siquiera sé cuál era la casa que habitamos, aunque mi padre me lo indicó en una ocasión. Todo lo que sé de aquella época lo sé por lo que me han contado mis padres y por las fotos que he visto. Aquel invierno la nieve alcanzó varios metros, como sucede algunas veces en la región de Sørlandet, y el camino hasta la casa parecía un estrecho desfiladero. En una foto Yngve está empujando un carro conmigo dentro, en otra está con sus cortos esquís sonriendo al fotógrafo. En otra de dentro de casa me está señalando, riéndose, y en otra estoy yo solo agarrado a la cuna. Yo le llamaba “Aua”, fue mi primera palabra. Según me han contado, él era el único que entendía lo que yo decía y se lo traducía a mis padres. También sé que Yngve iba por las casas llamando a la puerta y preguntando si había allí algún niño, esa historia la contaba siempre luego mi abuela paterna. “¿Vive aquí algún niño?” preguntaba ella con voz de niño riéndose. Y sé que me caí por las escaleras y que tuve una especie de conmoción, dejé de respirar, la cara se me puso azul y tuve espasmos, mi madre se fue corriendo conmigo en brazos a la casa más próxima con teléfono. Ella creía que era epilepsia, pero no lo era. No fue nada. Y sé que mi padre estaba a gusto de profesor, que era un buen pedagogo, y que uno de aquellos años acompañó a una clase a la montaña. Existen fotos de esa excursión, él parece joven y alegre en todas, rodeado de adolescentes vestidos de esa manera tierna tan característica de los primeros años de la década de los setenta. Jerséis de punto, pantalones anchos, botas de goma. Tenían el pelo abultado, pero no recogido en un moño como en la década de los sesenta, sino cayendo suavemente sobre sus dulces rostros adolescentes. Mi madre dijo una vez que él nunca fue tan feliz como en aquella época. Y luego están las fotos de la abuela:Yngve y yo delante de un lago helado, Yngve y yo con holgadas chaquetas de punto, ambas hechas por ella, la mía color mostaza y marrón, y dos sacadas en la terraza de su casa de Kristiansand: en una, ella tiene su mejilla junto a la mía, es otoño, el cielo está azul, el sol bajo, estamos mirando la ciudad, yo tendría unos dos o tres años.

Uno podría imaginarse que estas fotos representan una especie de memoria, una especie de recuerdo, sólo que carentes de ese “yo” del que suelen salir los recuerdos, y la pregunta natural es ¿qué significan entonces? He visto innumerables fotos de la misma época de las familias de mis amigos y novias, y son de un parecido sorprendente. Los mismos colores, la misma ropa, las mismas habitaciones, los mismos quehaceres. Pero a esas habitaciones no asocio nada, son hasta cierto punto carentes de sentido, y aún más claro me parece ese aspecto cuando veo fotos de la generación anterior, lo que veo no es más que un grupo de personas vestidas con ropa extraña, haciendo algo para mí enigmático. Lo que fotografiamos es la época, no los seres humanos dentro de ella, ellos no se dejan captar. Tampoco lo hicieron las personas de mi entorno más cercano. ¿Quién era esa mujer que posaba delante de la cocina eléctrica del piso de la calle Therese, ataviada con un vestido azul claro, con las rodillas juntas y las piernas separadas, ese postura tan típica de los sesenta? ¿La del pelo recogido en un moño, los ojos azules y esa leve sonrisa, que era tan leve que casi no era una sonrisa? ¿La que tenía una mano alrededor de la reluciente cafetera con tapadera roja? Pues sí, era mi madre, mi madre en persona, pero ¿quién era ella? ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo consideraba su vida, la que había vivido hasta entonces, y la que le esperaba? Eso sólo lo sabe ella, y la foto no dice nada al respecto. Una mujer desconocida en una habitación desconocida, eso es todo. ¿Y ese hombre que diez años después está sentado en una montaña bebiendo café de esa misma tapadera roja, pues se olvidó de meter unas tazas en la mochila antes de irse? ¿Quién era él? ¿El hombre de la barba cuidada y abundante pelo negro? ¿El de los labios finos y los ojos alegres? Ah sí, era mi padre, mi padre en persona. Pero nadie sabe ya quién era él para sí mismo, ni en ese momento, ni en todos los demás momentos. Y así pasa con todas esas fotos, también con las mías. Están completamente vacías, el único significado que se puede sacar de ellas es el que les ha proporcionado el tiempo. Y sin embargo esas fotos forman parte de mí y de mi historia más íntima, de la misma manera que las fotos de otros forman parte de la suya. Lleno de sentido, vacío de sentido, lleno de sentido, vacío de sentido, que tiene sentido, que no tiene sentido, esa es la ola que atraviesa nuestra vida y que constituye su emoción fundamental. Todo lo que recuerdo de mis primeros seis años de vida, y todo lo que existe de fotos y objetos de esa época es algo que me atrae, constituye una parte importante de mi identidad, y llena de sentido y continuidad esa periferia por lo demás vacía y carente de recuerdos del “yo”. Gracias a todos esos fragmentos y piezas me he construido un Karl Ove y también un Yngve, una madre, un padre, una casa en Hove y otra en Tybakken, unos abuelos paternos y unos abuelos maternos, un vecindario, y un montón de niños.

Ese estado provisional chabolista es lo que yo llamo mi infancia.

 

La memoria no es una magnitud fiable en una vida. No lo es por la sencilla razón de que la memoria no antepone la verdad a todo. No es nunca la exigencia de veracidad lo que decide si la memoria reproduce un suceso correctamente o no. Lo decide el interés personal. La memoria es pragmática, es insidiosa y astuta, pero no de un modo hostil o malicioso; al contrario, hace todo lo posible para satisfacer a su amo. Algunas cosas las empuja hasta el vacío del olvido, otras las retuerce hasta lo irreconocible, otras las malinterpreta elegantemente, y algunas, que es casi nada, las recuerda nítida y correctamente. Tú no puedes nunca decidir qué es lo que se recuerda correctamente.

            En mi caso, el recuerdo de los primeros años es prácticamente nulo. Apenas recuerdo nada. No tengo ni idea de quién me cuidaba, qué hacía, con quién jugaba, es como si el viento se hubiera llevado todo, los años entre 1968 y 1974 son un gran vacío en mi vida. Lo poco que recuerdo no vale gran cosa: Estoy en un puente de madera dentro de un ralo bosque que casi podría ser alta montaña, por debajo de mí corre un gran arroyo, el agua es verde y blanca, yo doy saltos en el puente, el puente se balancea, y yo me río. A mi lado está Geir Prestbakmo, el chico de los vecinos, también él saltando y riéndose. Estoy sentado en el asiento trasero de un coche, nos detenemos en un cruce con semáforos, mi padre se vuelve y dice que estamos en Mjøndalen. Me dijeron luego que íbamos camino de un partido con el Start, pero no recuerdo nada ni del viaje hasta allí, ni del partido, ni del viaje de vuelta a casa. Subo la cuesta de delante de casa empujando un gran camión de plástico, es amarillo y verde y me produce una fantástica sensación de riqueza, bienestar y alegría.

            Eso es todo. Esos son mis primeros seis años.

Pero estos son los recuerdos canonizados ya en el chico de siete u ocho años, la magia de la infancia: ¡lo primero que recuerdo! No obstante, existe otra clase de recuerdos. Los que no están fijados y no se dejan evocar por la voluntad, pero que de vez en cuando se desprenden y asoman a la conciencia por su cuenta, y durante un rato se mueven por ella como una especie de medusas transparentes, despertados por un determinado olor, un determinado sabor, un determinado sonido… Siempre van acompañados de una inmediata e intensa sensación de felicidad. Luego están los recuerdos relacionados con el cuerpo, cuando haces algo que hiciste en algún momento, levantar la mano para protegerte del sol, recibir un balón en el aire, correr por un prado con la cuerda de una cometa en la mano y tus hijos a tus talones. También están los recuerdos que vienen con los sentimientos: la rabia repentina, el llanto repentino, el miedo repentino, y te encuentras allí donde estabas como lanzado hacia atrás dentro de ti mismo, lanzado a través de las edades a una velocidad vertiginosa. Y luego están los recuerdos relacionados con el paisaje. Porque el paisaje de la infancia no es el mismo que los que siguen luego, está cargado de una manera muy diferente. En ese paisaje cada piedra, cada árbol tenía un significado; tanto porque todo era visto por primera vez, como porque fue visto muchas veces se ha sedimentado en lo más profundo de la conciencia, no sólo vaga y aproximadamente, tal y como el paisaje aparece delante de la casa de los adultos si cierran los ojos para evocarlo, sino de un modo casi monstruosamente preciso y detallado. En el pensamiento sólo tengo que abrir la puerta y salir para que las imágenes me fluyan. La gravilla de la entrada de los coches en el verano, de un color casi azulado. ¡Sólo eso, las entradas de coches de la infancia! ¡Y esos coches de los setenta aparcados en ellas! Escarabajos, Sapos, Taunus, Granadas, Asconas, Kadets, Cónsules, Ladas, Amazones… Pero sigamos, cruzamos la gravilla, caminamos junto a la valla de madera impregnada, vamos dando zancadas por encima de la cuneta poco profunda que había entre nuestra calle, la carretera circular de Nordåsen y la calle Elgstien, que atravesaban toda la zona y que pasaban por dos urbanizaciones, además de la nuestra. ¡La pendiente de tierra oscura y grasienta que bajaba desde el borde del camino y se adentraba en el bosque! Cómo unos finos y verdes tallos habían empezado a crecer casi espontáneamente en ella; frágiles y solitarios en todo eso nuevo, grande y negro, y luego la multiplicación casi brutal durante el año siguiente, hasta que la pendiente estuvo completamente cubierta por unos matorrales espesos y frondosos. Arbolillos, hierba, dedaleras, diente de león, helechos y arbustos que borraban por completo la separación hasta entonces tan clara entre la calle y el bosque. Subamos por esa cuesta a lo largo del asfalto con los estrechos adoquines de cemento, y, ah, el agua que murmuraba y fluía junto a él cuando llovía. El sendero de la derecha, un estrecho atajo hasta el nuevo supermercado B–Max. La pequeña zona pantanosa, no más grande que dos plazas de aparcamiento, los abedules como colgando sedientos encima. La casa de los Olsen, en la parte de más arriba del pequeño páramo y la calle que se metía por detrás. Se llamaba Grevlingveien. En la primera casa del lado izquierdo vivían John y su hermana Trude, en un lugar que no era más que un montón de piedras. Yo siempre tenía miedo cuando me veía obligado a pasar por delante de esa casa. En parte porque temía que John estuviera allí escondido tirando piedras o bolas de nieve a todos los niños que pasaban, en parte porque tenían un pastor alemán… Aquel pastor alemán… Ah sí, ahora me acuerdo. Qué salvaje era aquel animal. Estaba atado en el porche o en la entrada de los coches, y ladraba a todos los que pasaban por delante de la casa, deambulando por el espacio que le permitía la cuerda, aullando y lanzando quejidos. Estaba delgaducho y tenía los ojos saltones y amarillos. Una vez bajó la cuesta a toda prisa hacia mí, con Trude pisándole los talones y arrastrando una correa detrás. Yo había oído decir que no había que correr cuando un animal te perseguía, por ejemplo, un oso en el bosque, sino que había que quedarse quieto y hacer como si nada, de modo que así lo hice, me paré momentáneamente al verlo llegar. No sirvió de nada. No le importó que yo estuviera inmóvil, abrió las fauces y me clavó los dientes en el antebrazo, muy cerca de la muñeca. Trude tardó un segundo en llegar hasta él, agarró la correa y tiró de ella con tanta fuerza que el perro dio un paso atrás. Yo me eché a llorar y me fui corriendo. Ese animal, todo en él me asustaba. Los ladridos, los ojos amarillos, la baba que le escurría de las fauces, los dientes redondos y afilados de los que ya tenía una marca en el brazo. En casa no dije nada de lo ocurrido por miedo a que me regañaran, porque en un suceso así había muchas posibilidades de reproche. Yo no debería haber estado allí, o no debería haberme puesto a llorar, ¿a qué venía tenerle miedo a un perro? Desde ese día el miedo siempre se apoderaba de mí cuando veía a ese animal. Y eso era fatal, porque no sólo había oído decir que había que quedarse quieto cuando un animal peligroso te atacaba, también había oído que un perro era capaz de oler el miedo. No sé quién lo dijo, pero era una de esas cosas que se decían, y que todo el mundo sabía: los perros pueden oler el miedo. Y entonces pueden asustarse o ponerse agresivos y atacar. Si uno no tiene miedo, ellos son buenos.

Yo meditaba mucho sobre eso. ¿Cómo podían oler el miedo? ¿Y no era posible hacer como si uno no tuviera miedo y los perros no notaran el sentimiento real que uno escondía?

 

Traducción del noruego de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.

 

(Fragmento del libro La isla de la infancia. Mi lucha. Tomo III, de Karl Ove Knausgard, que será próximamente publicado por la editorial Anagrama)

 

Escrito en Lecturas Turia por Karl Ove Knausgard

12 de diciembre de 2016

Durante los últimos 15 años de su vida, Rafael Azcona fue uno de los grandes lujos de la mía. Siete años después de su muerte, el eco de su voz aún me ronda, cada día. Tengo un montón de recuerdos con él de protagonista. Esta es la crónica de algunos de ellos.

 

1993. Viernes 12 de febrero. Sala de espera del aeropuerto de Barajas. Estoy con Fernando Trueba, Maribel Verdú, Jorge Sanz, Penélope Cruz, Gabino Diego, Andrés Vicente Gómez y Carmen Rico Godoy. Nos dirigimos a Berlín, al festival, donde se va a presentar “Belle Époque”. Un hombre con aspecto muy afable viene hacia mi corrillo, nos tiende la mano y se presenta: “Hola, soy Rafael Azcona”. Nos quedamos paralizados. Rafael era un mito para todos nosotros por varias razones: era un genio, era el escritor de algunas de nuestras películas más queridas, “Belle Époque” incluida, y era célebre su afán de huir de cualquier exposición pública. No le pegaba nada acudir a un festival de cine. Enseguida nos enteramos de la razón: quería visitar en Berlín los viejos estudios de la productora UFA y documentarse para una historia protagonizada por un grupo de españoles que, durante la Guerra Civil, acuden a rodar una película a la Alemania nazi. Estaba a punto de nacer “La niña de tus ojos”. José Luis García Sánchez y Fernando y David Trueba comían con él todas las semanas y ya nos habían advertido de que, pese a lo que se podría pensar, Rafael era el reverso de un ser hosco y huraño. Nos da una pista de su carácter cuando, en el aeropuerto, al ver a Jorge Sanz, le saluda así: “¡¡Hombre, Peciña¡¡”. Peciña es el nombre del personaje de Jorge en “La miel” (1979), la película, dirigida por Pedro Masó y escrita por Rafael, con la que debutó a los nueve años. Pasamos tres días en Berlín, con Rafael entre nosotros. Cada vez que me acuerdo de Berlín lo veo a la salida de un restaurante diciendo: “Pedid codillo, buenísimo”. Tenía 67 años.

 

En el avión de vuelta de Berlín, Penélope se sienta entre Rafael y yo. Azcona nos habla de la historia de “La niña de tus ojos”. Penélope le escucha con los ojos muy abiertos, sin sospechar, ni ella ni nadie, que cinco años y medio después sería la estrella de una película decisiva en su carrera.

 

En ese mismo vuelo, hablamos de Julio Alejandro, el escritor de Huesca, el guionista de “Nazarín”, “Viridiana” “Simón del desierto” o “Tristana”, nada más y nada menos. Rafael cree que Julio sigue en México, su país de acogida desde los primeros años 50. Pero yo le aclaro que Julio vive en Madrid y que es amigo mío. Rafael tiene un impulso de fan que me pareció insólito en alguien como él: “Quiero conocer a ese hombre”. Le prometo que en mi próximo viaje a Madrid organizaré un encuentro. Al volver a Zaragoza lo primero que hago es llamar a Julio y contarle quién le quiere conocer. Le doy una alegría inmensa. A los pocos días Álex de la Iglesia, con 27 años, viene a Zaragoza a presentar “Acción mutante”, su primer largometraje. Le comento la cita que estoy preparando con Julio y Rafael y él dice eso no se lo pierde ni loco. Ese es el origen de una de las mejores tardes de mi vida.

 

1993. Viernes 12 de marzo. Quedo con Rafael y Álex en el bar del edificio de la Avenida de América en el que vive Julio con su hermano Fernando. Julio tiene 88 años. Subimos al piso. Nos abre Fernando. Rafael le tiende la mano a Julio pero éste abre los brazos mientras dice: “Ven aquí y dame un abrazo, hombre, que tenía muchas ganas de conocerte. No sabes cuánto me alegro de estar con alguien con el que me puedo pasar 20 horas seguidas sin fatigarme”. La tertulia dura tres horas pero se nos pasa volando. Rafael, al despedirse, le regala a Julio un ejemplar del guión de “Belle Époque” y esta dedicatoria: “Para Julio Alejandro, maestro de mi oficio, este humilde homenaje a la Segunda República Española”. Al día siguiente se celebran los Goya en los que “Belle Epoque” ganaría nueve premios –incluido el de guión- y “Acción mutante” tres. Al salir de casa de Julio, Álex y yo nos vamos a cenar con Rafael y evocamos la fantástica personalidad de Julio. Unos meses más tarde, vuelvo con Rafael a visitar a Julio, acompañados por José Luis –Pepe- García Sánchez. Y Pepe y Julio se hacen amigos para siempre.

 

1995. 22 de septiembre. Muere Julio Alejandro. Fernando, el hermano de Julio, me cuenta que la intención es enterrar sus cenizas, el 28 de octubre, al lado de un roble, en una finca cercana al Monasterio de Veruela. Se lo cuento a Rafael y decide venir a Veruela en el coche de David Trueba. Rafael no sabe conducir. Para David estar al lado de Rafael es un placer máximo. Siempre dice: “Soy mejor que ayer pero peor que Rafael Azcona”. El entierro de las cenizas de Julio es surrealista. Luego, en Zaragoza, en La bodega de Chema, con un grupo de amigos, celebramos una comida disparatada. Salimos del restaurante hacia las seis de la tarde. Entonces Mariano Gistaín y yo cruzamos a la acera de enfrente, nos bajamos los pantalones y nos ponemos a bailar y a cantar. Ante nuestra estupefacción, Rafael, 69 años, cruza la acera y nos acompaña: se baja los pantalones y se pone a bailar y a cantar con nosotros, en calzoncillos. Ese es otro de los instantes de oro de mi vida.

 

Por esa época, Rafael y Pepe García Sánchez disfrutan de otros arrebatos de fans con dos amigos míos muy queridos, Agustín Sánchez Vidal y Miguel Pardeza. Me cuentan sus ganas de conocerles y yo les digo que lo van a tener muy sencillo: la admiración mutua es una de las cosas que más allanan las amistades. En los dos casos, se siguió el mismo ritual: comida en el restaurante el Frontón de Madrid, larga sobremesa hasta el anochecer y afecto eterno entre ellos.

 

1997. Se estrena “Siempre hay un camino a la derecha”, la primera película de la productora creada por Rafael con García Sánchez y Juan Luis Galiardo. Rafael asume su condición de productor y eso determina un cambio de actitud, por pura complicidad con sus amigos y socios: ahora sí que tiene sentido que se implique en la promoción. Eso hace que Rafael vuelva a Zaragoza, con Pepe y Juan Luis, a presentar la película en los cines Renoir. Luego comemos en Casa Emilio, a partirnos de risa con Galiardo. José Luis Melero, Ana Marquesán, José María Gómez “Cuchi”, Daniel Gascón o José Antonio Labordeta son algunos de los amigos que nos acompañan. Un par de años después, el escritor, periodista y editor de Alfaguara Juan Cruz anima la edición de “Estrafalario”, un volumen que reúne tres relatos de Rafael de los años 50,  “El pisito”, “El cochecito” y “Los muertos no se tocan, nene”. Juan resulta decisivo para que Rafael dé la cara, ahora, como escritor. Eso es lo que, sobre todo, se siente Rafael: escritor, en estado puro.

 

1998. Ángel Sánchez Harguindey provoca unas conversaciones entre dos de los mejores conversadores del mundo, Rafael y Manuel Vicent, en las que los dos escritores hablan sobre la vida. Ellos tres, con Pepe García Sánchez, José Luis Cuerda, Jordi Socías, Manolo Gutiérrez Aragón, Juan Cruz o David Trueba, se reúnen a comer muy a menudo, para reír y disfrutar de la amistad. El resultado de la iniciativa de Harguindey es, sencillamente, maravilloso. El libro se titula “Memorias de sobremesa”. En él Rafael me estampa esta dedicatoria: “Para Luis que, además de saber leer este libro, es amigo mío”.

 

2004. Octubre. Pozoblanco, Córdoba. Se celebran unas jornadas sobre cine y literatura, en las que intervienen Ignacio Martínez de Pisón, David Trueba, Ariadna Gil, Gonzalo Suárez, Ángeles Caso, Antonio Soler, Lorenzo Silva, Julio Llamazares, José Luis Borau o Rafael Azcona y Manuel Vicent. En esos días me hago la única foto que conservo con Rafael. Recuerdo a Rafael y Borau hablar de un guión que habían escrito juntos, “Las hermanas del Don”. La película no acababa de salir adelante.

 

2005. Rafael se encuentra en esa época en la que dice a casi todo que sí y acepta las tres propuestas que le hago: en junio, mantener una charla con Álex de la Iglesia en un ciclo de la Academia del Cine concebido por David Trueba y arropado por Genoveva Crespo e Ibercaja; durante la primera semana de julio cerrar un curso sobre cine español organizado por la Universidad Complutense en El Escorial y, a finales de octubre, formar parte del jurado del Festival de Cine Ópera Prima de Tudela. En Tudela, le rodeo de algunos de sus más íntimos - Ángel Sánchez Harguindey, David Trueba y Pepe García Sánchez- y de algunos de sus más profundos admiradores: Mara Torres, Santiago Segurola, Ignacio Martínez de Pisón y Bernardo Sánchez, su paisano y principal estudioso. Rafael le ha encontrado el gusto, o al menos lo lleva con mucha alegría, al ir a lugares donde antes era imposible encontrarle.

 

A la charla con Álex de la Iglesia en junio acude Pep Guardiola que, por esas fechas, está en Madrid mientras sigue un curso de entrenador. Rafael y Pep es otra de esas reuniones en la cumbre que tengo la ocasión de vivir en primera fila.

 

2006. 18 de marzo. Rafael acepta el homenaje que le rinde el Festival de Málaga, que edita un estupendo libro de Bernardo Sánchez. Rafael disfruta mucho en el festival, rodeado de amigos. Uno de los más especiales, porque apenas le ve pero al que admira mucho, es José Luis López Vázquez, el protagonista de “El pisito”, su primera película. Uno de sus grandes devotos, Agustín Díaz Yanes, sostiene que Rafael es uno de los grandes genios del siglo XX.

 

2006. Julio Alejandro vuelve a nuestra vida. El 16 de junio el Festival de Cine de Huesca organiza un coloquio-homenaje sobre Julio al que estoy invitado con Rafael, Juan Luis Buñuel, Víctor Erice, Asunción Balaguer o Pepe García Sánchez. Rafael, Pepe y yo volvemos a Zaragoza en el coche de Antón Castro. Comemos en Zaragoza, en la bodega de Casa Hermógenes. Durante la sobremesa, ocurre algo: no hay nadie en el restaurante y Rafael y yo nos tumbamos en los bancos de madera, uno a continuación del otro, y nos echamos la siesta, mientras nuestras cabezas se rozan. Hermógenes Carazo siempre evoca ese momento como una de las cosas más fabulosas y estrafalarias que han sucedido en su restaurante. Después de la siesta vamos a la Facultad de Empresariales. Rafael es el invitado de “La buena estrella”, el ciclo de coloquios organizado por la Universidad. En la charla hablamos de “Los europeos”, una novela de Rafael de finales de los 50 que se ha reeditado este año. Entre el público se encuentran Carlos Forcadell y Juan José Carreras. Poco después, en los primeros días de julio, presentamos “Los europeos” en Barcelona. A la presentación acuden Enrique Vila-Matas o Ignacio Martínez de Pisón. Comemos con Pep Guardiola, que nos lleva en su coche de un sitio a otro. Al salir del restaurante, en plena plaza Catalunya, nos encontramos, por pura casualidad, con José Luis Cuerda, otro de sus grandes amigos y admiradores, y el director del último guión de Rafael “Los girasoles ciegos”, protagonizada por Javier Cámara y Maribel Verdú.

 

2006. Octubre. Rafael me concede una entrevista para “El reservado”, un programa que presento en Aragón TV, la televisión autonómica aragonesa. Rafael se muestra encantador. Pocos meses después acepta otra entrevista que le hacemos Beatriz Pécker y yo en Radio Nacional. Rafael es un entrevistado único.

 

2007. Febrero. David Trueba y yo hemos estrenado hace un par de meses “La silla de Fernando”, una película-conversación con Fernando Fernán-Gómez que Rafael había visto en el primer pase que hicimos para amigos, en junio de 2006. Como no podía ser de otra manera, David y yo pensamos que Rafael también es perfecto para proponerle una película en la que él nos cuente su modo de ver la vida. Pero Rafael nos invita a comer para decirnos, con todo el cariño del mundo, que no se siente a la altura de lo que queremos hacer. No le insistimos, como es natural.

 

Rafael Azcona, Luis García Berlanga y Fernando Fernán-Gómez figuran en mi altar personal como lo mejor del cine español. Entre sí fueron muy amigos y yo fui muy amigo de los tres. Sin embargo, conocí a Rafael en una época en la que apenas se veían. Nunca estuve con dos de ellos a la vez.

 

2007. Junio. Rafael tiene su propia manera de mostrar sus afectos. En un email me escribe: “Eres un hijo de puta y la vergüenza de Aragón. Tantos años de amistad y nunca me habías hablado de la trenza de Almudévar”. Rafael acaba de descubrir en El Corte Inglés de Madrid ese exquisito dulce aragonés y se acuerda de mí. Poco después de recibir ese email, en los primeros días de julio, David Trueba está en Zaragoza, mi ciudad. Hemos de ir al Escorial, a un curso de la Complutense, para hablar de “La silla de Fernando”. La idea es viajar hasta Madrid en AVE. Antes de ir la estación, pasamos por una pastelería. Le cuento a David lo de Rafael y la trenza de Almudévar y compramos un par de ellas, con la idea de llevárselas a nuestro amigo. Mientras bajamos con las trenzas en la mano por las escaleras mecánicas de la estación del AVE de Zaragoza pienso que, tal vez, tendríamos que haber llamado a Rafael y asegurarnos de que está en Madrid. Entonces, David, señala el andén y dice: “Mira quién está ahí, Rafael Azcona, con Susi”. Me quedo mudo. Llegamos hacia ellos y Rafael, con una enorme naturalidad, nos saluda: “Hombre, ahora mismo le decía a Susi, ¡pues mira que si nos encontramos por aquí a Luis Alegre!”. Rafael nos explica por qué se encuentran en la estación de Zaragoza: acaban de traerles en coche desde la Rioja y están esperando el AVE hacia Madrid. Hablamos muy brevemente porque enseguida nos hemos de separar: el tren llega y tenemos que subir y buscar nuestros asientos. Al llegar a nuestra localidad, David y yo nos encontramos, en los asientos de al lado, a Rafael y Susi. Nos miramos, perplejos, y nos echamos a reír. David dice: “Este tipo de cosas son las que demuestran que Dios no existe”. Nos pasamos el viaje charlando con Rafael. Esa es la última vez que le veo. Pocas semanas después me entero de que le han detectado un cáncer de pulmón.

 

2008. Enero. Rafael apenas puede ya hablar y se comunica por sms con los amigos. Un día me escribe uno en el que, a su manera, me pide un pequeño favor, él que odia pedir favores: “Querido Luis: el día 5 de febrero al mediodía se entregan las Medallas del Trabajo. Yo no podré recoger la mía. Lo que sigue no es una petición sino una pregunta: ¿Tú crees que Maribel Verdú, en el caso de que pudiera, y con la justificación de protagonizar la última película que he escrito, aceptaría la propuesta de recogerla ella?. Un abrazo. Rafael.” Rafael no simplifica ninguna palabra cuando escribe un sms. Consulto con Maribel y le respondo que para ella es un honor y una alegría. Azcona me escribe esto: “Sin acabar de reponerme de la conmoción -que Maribel haya reaccionado tan generosa e incondicionalmente me ha acongojado- ahí va mi gratitud, primero hacia ti y luego hacia nuestra adorable amiga. Gracias, gracias a los dos. Os abraza vuestro, Rafael”. Tampoco he borrado el sms de Maribel cuando le reenvié los sms de Rafael: “No tengo palabras. Es el más grande y el más generoso. Y nunca me he sentido tan orgullosa de hacer algo por alguien”.Y el siguiente de Rafael: “Ayer, con la excitación, se me pasó pedirte el teléfono y dirección de Maribel, que supongo que pedirán los del protocolo. A Maribel le dirán que la costumbre es hablar un minuto: creo que sobran los eufemismos y los ditirambos, si dice que estoy en tratamiento de un tumor pulmonar y que me manda un beso, yo encantado”. Rafael siente auténtica debilidad por Maribel. Siempre dice que Maribel lleva varias “Rafaelas Aparicio” dentro.

 

2008. 22 de enero. Álex de la Iglesia vuelve a Zaragoza a una charla sobre “Los crímenes de Oxford”. Han pasado 15 años desde que vino a estrenar “Acción mutante” y hablamos de Rafael. Cuando estamos en Radio Zaragoza, a punto de entrar en el programa de Miguel Mena, me llama Rafael. Quiere ultimar algún detalle relacionado con Maribel. Álex, al saber que es Rafael, me coge el móvil y le dice: “Te quiero mucho, Rafael”. Y Rafael, con la voz agotada y débil, le responde: “Yo también, Álex”.

 

2008. Marzo. Escribo a Rafael muchos sms. Él responde enseguida. Sus mensajes siempre llevan un toque de humor, a menudo negro. El domingo 23 de marzo estoy en Nantes, en el festival de cine español. Desde allí le envío otro sms. Pero ese no me lo responde. El martes 25 de marzo me entero de que Rafael no ha podido leer mi último mensaje. Hacia las cuatro de la tarde la periodista Elsa Fernández-Santos me comunica que Rafael ha muerto hace un par de días. Realmente, el que estuviera muerto era la única razón para que Rafael no respondiera el mensaje de un amigo. Al colgar con Elsa me llama Maribel Verdú, rota de dolor, y los dos lloramos sin pudor, aprovechando que Rafael ya no nos puede ver.

 

“Como decía Rafael Azcona”

 

Como muchos de sus amigos, evoco y cito a Rafael a las primeras de cambio. La expresión “Como decía Rafael Azcona” es una de mis favoritas, una de las que más repito.

 

Una anécdota que refiero a menudo es esa que él contaba de su infancia para explicar el sentido de culpa que provoca el placer, sobre todo a su generación y a la de sus padres. Cuando, excepcionalmente, a su padre sastre le iban bien las cosas y entraba en casa muy contento y se creaba en un clima de cierta euforia, su madre, en el momento más álgido, dejaba caer esto: “Ya lo pagaremos, ya”.

 

Para él fue clave su contacto con Italia y la cultura italiana, en la que le sumergió Marco Ferreri. “Mientras en España nos educan para morir bien, en Italia es lo contrario: se prepara a la gente para vivir bien”. Ese fue un descubrimiento esencial, que marcó su manera de entender la vida.

 

Decía que el sacramento de la confesión, como idea, es una obra maestra: cometes el acto más atroz, vas a un confesionario, te autoinculpas y sanseacabó.

 

Decía que la Iglesia Católica había decidido que el disfrute del sexo era pecado mortal por puro instinto de supervivencia. Su negocio se basa en que la gente considere que este mundo es un horror y perciba el otro mundo, el que la Iglesia “vende”, como el paraíso. Eso aconseja condenar los placeres, para devaluar este mundo y revalorizar el otro. Rafael venía a decir que si el sexo no fuera pecado a nadie le acabaría de seducir el otro mundo.

 

Rafael trabajó de contable en un banco de Logroño. Él decía que dejó de ser contable porque los números le provocaban muchos dolores de cabeza.

 

Decía que él no se planteaba preguntas demasiado complicadas alrededor del sentido de la vida porque eso le mareaba. Recordaba que una noche de verano, en Ibiza, iba en bicicleta y miró al cielo mientras se hacía preguntas sobre el misterio del universo. Lo que le pasó es que perdió el equilibrio y se cayó al suelo.

 

Decía que la gente, cuando se ponía sincera, solía deslizar muchas mentiras.

 

Fue uno de los muchos españoles que pasó hambre en la guerra y posguerra. Él decía que aún sufría “hambre psicológica”. Tal vez por eso el regalo que más le gustaba recibir era un paquete de comida. Decía: “He comido todo lo que he podido, por el placer de comer. Recuerdo que un día le dije a Marco Ferreri: Extremadura es muy grande, ¿por qué no vamos y nos la comemos?”. Su mayor placer cotidiano era el de desayunar un pan con anchoas frotado con tomate.

 

Decía: “Hasta que leo el periódico mis mañanas son extraordinarias”.

 

Era un devoto de las nuevas tecnologías. Se apuntó enseguida a todo, al móvil, a Internet, al correo electrónico. Sin embargo, él sospechaba que el uso del móvil era muy dañino para la salud y que ese dato lo ocultaban cuidadosamente los medios de comunicación, para no perder la publicidad de las compañías relacionadas con la telefonía. Juan Cruz y Rafael Azcona hablaban con el móvil todos los sábados por la mañana.

 

Le daba la vuelta a casi todo. El cliché dice: “Un crítico es un creador frustrado”. Rafael decía: “Un crítico es un crítico frustrado. Que, además, no tiene casa”.

 

Decía “Hay que fastidiarse con lo de “Pobre pero honrado”. ¿Cómo se le puede exigir a un pobre que sea honrado”.

 

Hablaba de “los escrúpulos de pobre”. Decía que a los pobres les molestaba mucho llevar rotas las prendas de vestir y siempre las llevaban zurcidas. Decía que a los pobres les gustaba pagar las pequeñas rondas porque les hacía sentir ricos. También decía que los ricos no pagaban nunca.

 

Decía que cada mañana leía el ABC para saber qué es lo que no tenía que opinar.

 

Decía que en el arte las comparaciones no tenían mucho sentido y, sobre todo, que era bastante estúpido sentenciar qué era lo mejor. Decía: “Mejor solo se puede decir cuando hay cronómetro”.

 

De joven le gustaron mucho los toros pero un día le dejaron de interesar. El fútbol le gustó siempre, aunque dejó de acudir al Bernabéu el día que descubrió a los Ultra Sur.

 

Decía que uno de los errores de los guionistas y directores españoles era que habían dejado de ir en autobús.

 

Decía que una de las cosas más peligrosas en esta vida era decir sí. Era algo que te podía llevar hasta el matrimonio.

 

Decía que nadie estaba preparado para el matrimonio y que nadie nos preparaba para él.

 

Decía que a él le costaba mucho decir “te quiero”. Le parecía algo demasiado serio. Incluso a su mujer, para pedirle la mano, le dijo: “Yo creo que ya estoy maduro para el matrimonio”.

 

También decía que la monogamia era un espanto pero que no se había inventado nada mejor ni menos doloroso. Y un día le oí esto: “Desde que me casé, no me ha pasado nada”.

 

Decía que, por la noche, en la cama, al apagar la luz, cuando repasaba su día, si reparaba en que había hecho algo de lo que se avergonzaba, se ponía muy colorado. Pero, como la luz estaba apagada, no le afectaba.

 

Todas las noches leía antes de dormir. Pero cuando llegaba a casa un poco bebido y se ponía a leer, al día siguiente no se acordaba de nada y tenía que volver a leerlo.

 

Decía que a la lectura aplicaba el mismo criterio que a la comida. Igual que había comidas exquisitas que a él no le gustaban, también había libros y autores extraordinarios que a él no le atraían nada. Si empezaba a leerlos y no le gustaban, los dejaba y no se sentía culpable. Él decía que perdió muy pronto el sentido del pecado.

 

Decía que los cines de la posguerra se hubiesen llenado aunque en ellos no hubieran proyectado películas: en esos cines había muchas más comodidades y se estaba mucho más calentito que en las casas.

 

Decía que, en la posguerra, estaba muy mal visto que los novios se besaran en público. Y contaba lo que hacían algunos novios de Logroño: ir a la estación de tren y colocarse en el andén. Cuando el tren estaba a punto de salir, los novios fingían que se despedían y, entonces, se besaban.

 

Decía que la posguerra duró hasta Tejero.

 

Decía que cuando era niño y oía toser a un viejo siempre pensaba que lo hacía aposta para fastidiar.

 

Era un gran trabajador. Madrugaba mucho y se imponía un horario de oficina: escribía en su casa desde las ocho hasta las dos o las tres, según hubiera quedado o no a comer.

 

Decía, como Picasso, que el dinero servía, sobre todo, para no pensar en el dinero.

 

Decía que desconfiaba de los sentimientos porque eran muy fáciles de manipular. Sin embargo, confiaba enormemente en los sentidos, por los que le entraba el mundo.

 

Decía que no era buena idea revolcarse en el pasado y que la nostalgia despide un olor a nardos putrefactos. Quería mirar al futuro, prefería la esperanza a la nostalgia.

 

Decía que había llegado a los 80 años con un aspecto tan saludable porque no sabía conducir. Iba a casi todos los sitios caminando. También decía que le ayudaba mucho el tomarse las cosas con sosiego y el no competir.

 

A los 80 años decía que él no podía retirarse, que tenía que trabajar para mantenerse. Pero decía que a él le encantaría dejar de trabajar porque el trabajo le parecía una lata. Cuando algunos le comentaban que si dejara de trabajar se aburriría, él les replicaba: “Me iría a un parque y me sentaría en un banco a leer el periódico”. Los otros se lo discutían: “Ya, y al día siguiente y al otro haciendo lo mismo, no lo podrías soportar” Y les decía Rafael: “Sí, porque tengo imaginación. Al otro día me sentaría en otro banco”.

 

Siempre le recuerdo contento. Él solía decir que, cada mañana, al despertarse y comprobar que seguía vivo se llevaba una alegría tan grande que ya le duraba todo el día. El humor fue su gran venganza contra los horrores de la vida y el absurdo del mundo. Rafael se supo reír de la muerte como nadie se ha reído. Una de sus más refinadas obras maestras nos la regaló en sus últimos días. A José Luis García Sánchez todos los amigos le llamamos “Pepe”, menos Rafael, que siempre le llamaba José Luis. Entonces, en pleno acoso de la enfermedad, Rafael, con el hilillo de voz, le dijo: “ ¿Yo también te puedo llamar Pepe?. Es que con esto del cáncer de pulmón me queda poco fuelle y me resulta mucho más cómodo llamarte Pepe”. Rafael se despidió de la vida con un humor y una delicadeza insuperables. Durante su enfermedad, se negó a que los amigos le visitáramos, para ahorrarnos el espectáculo de su sufrimiento. Y le pidió Susi, su mujer, que no nos anunciara su muerte hasta dos días después, para evitar que, por su culpa, tuviéramos que participar en un circo que no tenía ninguna gracia. Rafael nunca te decía te quiero pero, hasta más allá del final, fue grande y cariñoso como sólo él sabía serlo.

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Alegre

12 de diciembre de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para tratar con la realidad hace falta ser imaginativo.

 

 

Hay palabras que nos responden, y no sabemos qué preguntar.

 

 

Escribir es como buscar a un prisionero en un espejo; cuando lo encuentres no tendrás posibilidad de liberarlo.

 

 

Imagina que lo que escribes es blanco, casi tan blanco como lo que no escribes.

 

 

En el fondo la literatura es ciega porque el escritor ha omitido infinidad de detalles intrascendentes.

 

 

Me acerqué al escenario temiendo que el texto me reconociese.

 

 

Me he observado detenidamente pero no he encontrado fallo alguno en el espejo.

 

 

Si yo fuese el Tiempo me sentiría incómodo ante tal proliferación de biógrafos.

 

 

Tanto tiempo de espera en el museo para robar una estatua y acabar llevándome una reproducción de lo que soy.

 

 

Ciego es aquel que sólo ve la ceguera.

 

 

Por más que abro el libro no se ilumina la habitación.

 

 

Un crítico debería saber escoger bien sus dientes de leche.

 

 

Una máquina de escribir que no se usa es como un gato gordo que ronronea una caricia debajo de la mesa.

 

 

En la literatura, como en el amor, la flor que no comemos es la que más nos indigesta.

 

 

A lo largo de mi vida, me he imitado muchas veces, pero nunca he conseguido llegar a ser yo mismo.

 

 

Cuando hago un círculo siempre quiero estar fuera de él.

 

 

No está permitido el suicidio, salvo que sea en defensa propia.

 

 

Decir nada no es callar. Lo mismo que tachar no es corregir y que escribir al revés no es no escribir.

 

 

Una biblioteca en la que faltan mis libros es una biblioteca razonablemente completa.

 

 

Los árboles se mueven más que nadie pero no pierden el tiempo en cambiar de lugar.

 

 

La vida te persigue, pero no te espera.

 

 

Cambiar la máscara de maleta es el modo más seguro de viajar.

 

 

Un libro leído es siempre un amigo que habla bien de nosotros.

 

 

Consejo a un lector de De Quincey: En la vida, ya la primera página tenía una inquietante doblez.

 

 

Sin la literatura nada que se inventase podría ser real.

 

 

Las verdades son números aislados. Las mentiras tienen la necesidad de la suma.

 

 

Cuando no sé qué hacer, dibujo un árbol. Y cada vez que éste mueve una rama, yo le añado una palabra.

 

 

Hay tres estadios de confianza: mirar, perseguir y dominar.

 

 

Qué difícil es compararse con uno mismo cuando uno no acaba de saber quién es.

 

La certeza es como un espectador que nunca aplaude.

 

 

Escribir como si continuamente se estuviese trasladando la función a otro escenario. Escribir (o no escribir), sabiendo que una forma de no responder es contestar a todas las preguntas.

 

 

No te preocupes, cuando me vaya te dejaré los obstáculos.

 

 

No puedo renunciar a un mundo que ha puesto a mi disposición toda su tristeza.

 

 

La identidad es el paso atrás que se da cuando uno se queda a solas con lo que no es.

 

 

Me reprochan que muera con dedicación absoluta.

 

 

Conviene que la escritura se ensucie, de vez en cuando, con nuestra transparencia.

 

 

Se tarda una vida en fracasar completamente.

 

 

Lo poético desaparece en lo que ello mismo hace aparecer.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Aitor Francos

12 de diciembre de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un perro tirita abrigándose en el daño, se estremece contra

la debilidad; tiembla frente a nosotros. Me refiero a la costumbre en diagonal, al regreso

que las migas encaminan sobre el plato. Hablo

de buscar la tarde y encontrar la sobreprotección. El frío significa aprendizaje.

Café en el café, expectativas en las suyas, me dice que sufrir

nos fortalece. Sin saber él qué entiende por herida, sin saber él

qué entiende, yo pienso en el dolor que me provoca; yo sé que me lo hace por mi bien.

 

II 

Responde al golpe en su hombro que él es de los que piensan

que las heridas se curan solas. Dolor al golpe

de mi hombro. Contesta —el golpe— que las heridas

las abren los demás. No el golpe, sino su mano en realidad

sobre mi hombro.

 

III 

Nada suele gustarle a la primera. Repite y repite

hasta que se acostumbra. Identifica, reconoce:

entonces sí.

 

IV 

A la mañana siguiente, un e-mail con el asunto

por si no te enteraste de nada.

Tampoco ahora.

 

V

Buscábamos el frío porque el frío dañaba

y porque el daño protegía. No te preguntes

por qué el daño ni el frío ni preguntes:

pregunta qué buscábamos

la mañana siguiente a la mañana anterior.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Elena Medel

Catedrático de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, Julián Casanova Ruiz (Valdealgorfa, Teruel, 1956), ha cimentado un sólido prestigio profesional como investigador, autor prolífico y profesor en España, EE. UU. y varios países latinoamericanos. El estudio de la Segunda República española, la Guerra Civil y la represión desatada por el franquismo constituyen buena parte de su insoslayable aportación a la historiografía moderna. También se ha ocupado de la historia social o la Europa de entreguerras. Miembro del consejo de redacción de acreditadas revistas científicas como Historia del presente (Madrid) o Historia social (Valencia); del consejo asesor de Studia Histórica (Salamanca); adscrito al comité científico de Cuadernos de Historia de España (Buenos Aires, Argentina) y a la junta editorial de The International Journal of Iberian Studies (Bradford, England), el profesor Casanova promueve entre sus alumnos proyectos de historia comparada, investigaciones y tesis más allá de las fronteras universitarias españolas. Asiduo en la impartición de cursos, seminarios y conferencias en Londres, Harvard, Indiana o Nueva York, proyecta su futuro profesional en Estados Unidos en un horizonte próximo. 

Julián Casanova es autor de trabajos de referencia en torno al anarquismo -Anarquismo y revolución en la sociedad rural aragonesa, 1936-1938 (1985), De la calle al frente. El anarcosindicalismo en España, 1931-1939 (1997)-; el papel de la Iglesia durante la Guerra Civil -La iglesia de Franco (2001)-; la represión -editor de El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón, 1936-1939 (1992), Víctimas de la guerra civil (1999), coordinado por Santos Juliá-; las dictaduras -coordinador de Morir, matar, sobrevivir. La violencia en la dictadura de Franco (2002)-; la historiografía -La historia social y los historiadores. ¿Cenicienta o princesa? (1991)-, y las grandes síntesis de los períodos cruciales de la España del siglo XX -Historia de España. República y guerra civil (2007).

Compagina su ingente labor profesional con la presencia habitual en medios de comunicación nacionales, haciendo del ejercicio de la opinión en la prensa y la radio, un compromiso ético, intelectual y crítico. Divulgador riguroso y ameno, con un calculado tono de apasionamiento en ocasiones -conserva en su despacho un arsenal de anónimos poco amables, aunque también notas de agradecimiento- y dialéctico siempre, Julián Casanova ha hecho de la tenacidad y el trabajo instrumentos al servicio de la cultura.

 

En el origen, el anarquismo

 

Las inquietudes intelectuales del joven Julián Casanova vinculaban sus intereses primeros con la sociología o la ciencia política, pero sobre todo con la filosofía pura. Dado que ninguna de estas disciplinas se podía cursar en la Universidad de Zaragoza a mediados de los años 70, optó por matricularse en Historia, carrera que mantenía relaciones fraternas con las anteriores y también con la literatura, otra de las sugerentes inclinaciones que conformaban el perfil del estudiante y también militante político de origen turolense. A punto de obtener la licenciatura tomó la determinación de dedicarse a la investigación y planificar su futuro supeditado a la férrea voluntad de construir una obra reconocible y sólida.

 

- En la tradición docente española nunca se ha hecho demasiado hincapié en la orientación universitaria al final de los ciclos medios.

 

- No hay nada de vocación en el oficio del historiador, pero sí hay caminos que te llevan a él. El compromiso en aquel momento con los temas sociales y políticos me inclinó a la Historia. Entonces tenía una militancia antifranquista desde grupos cristianos, vinculados con la editorial Cix, que publicaba los libros heterodoxos que se podían permitir sobre el marxismo, sobre Miguel Hernández, sobre anarquismo. Era una militancia a caballo entre consejos obreros y anarquismo pasada por cristianismo con un grupo que se llamaba «Liberación», un compromiso anticapitalista, antisistema con raíces morales y religiosas próximas a la teología de la liberación. A mitad de carrera abandoné la parte cristiana de la militancia y me integré en los grupos autónomos de Comités de Estudiantes. Los dos últimos años de carrera dejé la militancia política para dedicarme exclusivamente a estudiar, lo que me valió uno de los más brillantes expedientes académicos de la especialidad.

 

- ¿Su interés, digamos científico, por el anarquismo cuándo se despierta?

 

-  Mis preocupaciones hacia el anarquismo no son ajenas a mis tempranas militancias, aunque también había otros ingredientes, como el hecho de haberme criado en el Bajo Aragón y recibir los ecos de lo que habían sido las colectivizaciones y por otra parte, dada la mediocridad en que se encontraba entonces la Universidad, hubo un importante componente de autodidactismo en los últimos años. Leí autores entre la protesta social y los testimonios de la Guerra Civil que me hicieron ver que el anarquismo había tenido una importancia capital en Aragón. Tomé Aragón no como historia local, sino como escenario para estudiar mis preocupaciones sobre el anarquismo. 

Otras circunstancias vinieron en mi ayuda. Durante la mili, nada más terminar la carrera, y con destino en Madrid, gracias a unos contactos tuve la suerte de ser enviado al Servicio Histórico Militar, con lo que al tiempo que hacía la mili redactaba la tesis de licenciatura. Cuando acabé, también tenía finalizada la tesis sobre el Consejo de Aragón utilizando las fuentes primarias encontradas en el archivo del Histórico Militar. Era septiembre de 1980. El Archivo Histórico Militar, y yo entonces no lo sabía, contenía el mejor fondo para estudiar el Consejo de Aragón puesto que Aragón cayó de golpe y allí estaba toda la documentación antes de que se recompusiera el Archivo de Salamanca y fuera trasladada. Allí tomé conciencia de que mi tesis doctoral sería a propósito del anarquismo, las colectivizaciones y a tenor de todo ello formular problemas generales.

 

El magisterio de Álvarez Junco

 

- Las formulaciones en torno al Consejo de Aragón más bien parecen vinculadas a cuestiones de historia local.

- Yo, en aquel momento, por paradójico que parezca, estaba bastante en contra de la historia local, ya que me parecía que era una forma de marco reducido que nunca hacía preguntas generales, aunque empecé a captar que ya había muchísima gente que estaba renovando la historiografía española. En el último congreso de Pau, en 1980, luego vino a Segovia y a Cuenca, advertí que la fuerza del congreso estaba en las gentes que hacían historiografías locales, pero yo no encontré aquí ninguna persona que me orientara en ese camino… sin embargo tuve mucha suerte, porque en el último año de carrera había leído el libro La ideología política del anarquismo español, (Siglo XXI Editores, 1976) de José Álvarez Junco, que era el mejor libro que había hallado sobre ese tema y me puse en contacto con él, le planteé mi línea de investigación, le entusiasmó y empezamos una relación, de manera que cuando acabé la mili, al año siguiente, tuve un hueco en su casa con su familia. Así las cosas me encontré en Madrid, con una beca de investigación que me habían concedido para 4 años con el fin de hacer la tesis, en casa de Álvarez Junco, utilizando su biblioteca y en su Seminario de Historia de los Movimientos Sociales… de modo que todo lo que no había tenido, que era un maestro lo acabé teniendo recién finalizada la carrera. 

La segunda fuente de influencia fue mi hermano, que estaba en el extranjero en aquel tiempo y me animó a salir fuera; luego lo primero que hice el verano siguiente fue marcharme a EE.UU. allí estuve en la Biblioteca del Congreso, en Washington. En Nueva York encontré a viejos anarquistas que escribían sobre el anarquismo español. Fui a Ámsterdam, a París…

 

-  ¿Qué le debe al magisterio de Álvarez Junco en el largo camino de su tesis? 

- Acabé la tesis en 1983, un año antes de que terminara el plazo estipulado. Eso fue producto de un intenso trabajo y porque creo que encontré las fuentes de inspiración teóricas e interpretativas, así como las fuentes primarias, es decir encontré aquello a lo que un historiador puede aspirar que es un archivo o varios con fuentes primarias, mucha literatura secundaria, métodos y teorías que guían y buenos estímulos como la amistad de Álvarez Junco, que fue básica, y su prestigio, tanto por su trabajo sobre el anarquismo como por su Seminario de Estudios Sociales. Álvarez Junco me enseñó a ser riguroso con los conceptos, él tenía una especie de obsesión por hacer explícitos los conceptos que utilizaba porque él venía de la sociología y al contrario que la mayor parte de los historiadores que iban al archivo y no se planteaban nada más, Álvarez Junco partía de que toda investigación debía tener unos presupuestos metodológicos, interpretativos y teóricos. Yo de allí salí ganando, porque en mi tesis doctoral de historia, había ya claras conexiones con las ciencias sociales.

 

- También el profesor Carreras influyó en sus métodos de trabajo.

-  Fue el segundo período de Juan José Carreras en la Universidad de Zaragoza. Él firmó mi tesis doctoral y ya me quedé en Zaragoza. Carreras abundó en la importancia de la historiografía que yo ya había percibido, pero él me mostró el método y la línea de indagación.

 

El auxilio de las ciencias sociales

 

- ¿De qué modo se imbrican la filosofía, la literatura, la sociología, la antropología, la economía… en la experiencia del historiador? 

- La gente que había ido a Francia había captado la relación entre la Historia y las ciencias sociales a través de la Escuela de Annales, y fundamentalmente gracias a lo que se había traducido aquí de Lucien Febvre, Marc Bloch o Fernand Braudel. La Historia tenía tres niveles: las estructuras económicas y sociales, la coyuntura y después estaban los acontecimientos. Yo, sin embargo, por influencia de Álvarez Junco y aunque había estudiado siempre francés, giré hacia el mundo angloamericano, con lo cual tuve influencia de los marxistas británicos que habían incorporado la experiencia de los franceses desde la sociología y la antropología, aunque tenían menos demografía y menos economía que ellos, pero sobre todo tenían una especie de pasión, de obsesión, por la narración y la literatura, y también por la síntesis, con lo cual me fui por ese camino… En Georges Rudé o en E. P. Thompson hay mucha más narración e imaginación literaria que en Braudel que te habla de las estructuras. A mí, eso, me marcó.

 

- ¿Cómo se concretó en su carrera esa mirada al mundo anglosajón? 

- Fui a Inglaterra con Preston, era el año 1986. Paul Preston todavía no había publicado la obra que lo lanzó a la fama, Franco, aunque ya tenía ultimado el libro sobre la Transición y su trabajo sobre la Guerra Civil en el año que se conmemoraba el 50 aniversario del inicio de la contienda. En Inglaterra, a donde viajé con mi mujer, encontramos la amistad y la generosidad de Preston y un ambiente de trabajo y relaciones. Descubrí a la gente de la Historia Social Marxista, sobre todo la History Workshop, una especie de taller del historiador creado por un personaje clave, Raphael Samuel, que había incorporado a gente que sin ser académica tenía pasiones, erudiciones y conexiones con la Historia… era como una especie de universidad abierta, obrera, en el corazón de Oxford. Raphael Samuel nos honró con su amistad y nos abrió su casa donde siempre había reuniones de comunistas, de gente relacionada con el teatro, con la cultura, el arte…, es decir, lo que era la tradición marxista británica que tenía mucha conexión con el mundo de la escena y la literatura. Esa fue una influencia muy clara en mi vida que me permitió conectar con algunas de las personas que yo había leído.

 

-  Fue algo así como un viaje iniciático cuya influencia no ha olvidado. 

- Empecé a trabajar en lo que sería mi futuro libro, La historia social y los historiadores (Crítica, 1991). Desde el final de la carrera yo intuía que esa miseria metodológica, teórica e interpretativa que había sufrido, de alguna manera tenía que servirme para que yo publicara un libro sobre el método y sobre la introducción a la Historia para que lo pudieran leer los estudiantes. La historia social… es un libro muy atrevido que marcó toda una época y causó polémicas porque en España algunos consideraban que la metodología y la reflexión deberían estar en manos de mayores y los jóvenes dedicarse a las investigaciones primarias. Este criterio todavía se mantiene. El libro fue el resultado de este caudal, de este magma y todo ello basado en criterios que me inculcó Álvarez Junco: habla sólo cuando tengas los conceptos claros; hay que estudiar a los autores; hay que leer a los autores originales, no a través de lo que dicen los demás… si hablas de Marx hay que leerlo. Álvarez Junco siempre decía que había descubierto que la gente hablaba de anarquismo y no había leído las obras de Bakunin, ni a Malatesta, ni a Kropotkin…

 

- ¿Qué relación mantuvo con Paul Preston, cómo influyó en su trabajo de este tiempo? 

- Preston marcó de alguna manera la gran investigación que emprendí después de publicar mi tesis sobre el anarquismo y el volumen de la historia social. Con Preston hablé muchísimo. Él ya había realizado trabajos y escrito artículos sobre la tradición militarista y golpista y a menudo me decía que mis libros eran importantes y habían sido muy bien recibidos en Inglaterra, también Raymond Carr dijo en El País que mi libro sobre el anarquismo era el más original que se había publicado sobre la guerra… Preston no dejaba de repetirme que el Consejo de Aragón había durado poco y la dictadura había durado mucho. Así es como planteamos la posibilidad de dar un giro y de ahí surgió El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón, 1936-1939

En 1987 solicité un proyecto de investigación a la DGA y me lo denegaron aduciendo que había que estudiar las dos zonas, no sólo una. Al año siguiente sí entraron a financiarlo con 600.000 pesetas que sirvieron para aglutinar un grupo de trabajo que dejó finalizada la investigación en 1991, un año antes de la publicación en Siglo XXI, ya que la DGA también declinó la edición. Aquí cerré un capítulo y me fui a Harvard.

 

- El pasado oculto es un libro de referencia, sin duda, en el que aglutinó un importante equipo de investigadores de su propia escuela: Ángela Cenarro, Pilar Maluenda, Julita Cifuentes, Pilar Salomón… 

- Yo me había quejado siempre de que no hubiera maestros, no en el sentido de personas a las que adoras y reverencias, sino maestros que crean círculos de trabajo y hacen escuela. Entonces empecé a dirigir trabajos de investigación como pudo ser El pasado oculto. Discutíamos las tesis, los argumentos, hacíamos críticas al trabajo con una gente que acaba de terminar la carrera… es una de las cosas de las que me siento más orgulloso y creo que en eso aprendí mucho de Preston que es un personaje, aparte de su valía personal indiscutible, que crea amplios grupos de trabajo. Hay un momento en que la historiografía angloamericana sobre la Guerra Civil se quedó prácticamente huérfana de los jóvenes porque los viejos no dejaban nada detrás: Stanley G. Payne, Edgard Malekafis, Raymond Carr… pero Preston siguió trabajando con los jóvenes y de él tomé la enseñanza de que hay que dedicarse en cuerpo y alma a trabajar con la gente que viene al despacho para hablar contigo.

 

-  Dice que con El pasado oculto cierra un capítulo y se va Harvard. 

- En Harvard empecé a dar mis primeras clases en EE. UU. y precisamente allí descubrí otro mundo, el mundo de la Europa de entreguerras y empecé a interesarme por la historia comparada de aquella Europa de la que había leído muchísimo: los Balcanes, el Este, los fascismos… En Estados Unidos nació mi hijo, luego viajamos mucho por países como Ecuador, donde impartí algunos cursos en relación con el libro sobre los métodos. De inmediato emprendí lo que era mi ambición desde la tesis, hacer una síntesis del anarquismo en los años 30, De la calle al frente. El anarcosindicalismo en España, 1931-1939, (Crítica, 1997).

 

Desconocimiento de la historia comparada

 

- ¿Tiene capacidad, recursos y profesorado competente, la Universidad española para formar buenos historiadores?

- Está habiendo cambios importantes. Sale más gente fuera producto del programa Erasmus y se investiga más porque hay más fondos, también hay profesores que han estimulado a los estudiantes a salir fuera. Mucho se está moviendo en la historiografía española, y cuando uno hace balances por temas comprueba que hay gente que está avanzando. Creo, no obstante, que hay cosas que no están solucionadas. La mayor parte de la gente que sale, aun sabiendo idiomas, termina investigando sobre España, es decir, no hay españoles especialistas en Hitler, la revolución rusa o la revolución industrial; como sí hay historiadores franceses, norteamericanos o británicos que se especializan en España. La presencia del historiador español en los ámbitos internacionales siempre es para hablar de tema español, aunque ya pueda hacerlo en varios idiomas.

 

- ¿Por qué ocurre esto? Alguna responsabilidad tendrán los departamentos universitarios. 

- Es un déficit en la formación, forma parte del legado del pasado. No tenemos en los departamentos especialistas en otras cosas que no sean España. Sólo unos pocos hablamos de Europa, tampoco hay una tradición de referirnos a Latinoamérica, la gente desconoce todo acerca de estas latitudes. Es decir, hay muy poco conocimiento de historia comparada, pero además, las grandes líneas de investigación en España se hacen a través de equipos de especialistas financiados por institutos de estudios locales, provinciales y regionales, con lo cual, el principal obstáculo para abrir el mercado historiográfico al ámbito internacional es que casi todo el mundo tiene que realizar sus tesis doctorales financiadas por institutos de proyección local que exigen de alguna manera enfocar el estudio a su propio ámbito de trabajo. Está claro que alguien puede hacer un trabajo microscópico y lanzarlo al universo, pero yo voy más allá, me refiero al hecho de que alguien con apellido español fuera respetado en Inglaterra o en otro país por haber hecho un trabajo muy bueno por ejemplo sobre la crisis del 29 en la industria de Manchester. Es el caso paralelo del inglés que viene a España y hace un trabajo ya no sólo sobre España, sino algo tan concreto como la Iglesia católica en Salamanca en 1936… Es un déficit que debemos salvar los historiadores españoles, que estamos muy autocomplacidos, para poder competir en el mercado internacional en términos de igualdad.

 

- ¿Las tesis que usted dirige contemplan una proyección supranacional, fomenta el interés por la historia comparada? 

- Está en marcha un gran trabajo sobre el terror republicano partiendo de varios ejemplos en el marco de la sociedad española, este trabajo se está redactando en Estados Unidos; las relaciones durante la Segunda República entre la Iglesia y el Vaticano a la luz de las nuevas fuentes vaticanas referidas a la República; Guerra Civil, franquismo y memoria a través del cine, es una investigación de una becaria que ha trabajado varios años en Nantes en su festival de cine; la participación de los aragoneses en la Segunda Guerra Mundial contra el nazismo en Francia; hay dos becarios en Argentina, uno de ellos vinculado a un gran proyecto de investigación y coordinación que yo dirijo con profesores argentinos y españoles, y otro estudio sobre protesta social y relaciones entre anarquistas españoles y argentinos; un estudio comparado entre el Movimiento de Liberación Nacional, la guerrilla colombiana y ETA, realizado en Colombia, se leerá este año en Zaragoza. En definitiva, procuro abrir perspectivas comparadas con otros países y abrir caminos.

 

- En alguna ocasión usted ha dicho que se encuentra más cómodo trabajando en Estados Unidos que en España. 

- Sí, por varias razones. En los últimos años en EE. UU. sólo he dado clases a alumnos de doctorado, gente que ha terminado la licenciatura, y eso produce muchas satisfacciones. También es cierto que te exige mucho. Esas clases son una especie de aula de la ONU, hay cuarenta alumnos de múltiples procedencias, a todos hay que dirigirles las investigaciones, corregir sus trabajos… y además hay muchos más medios, las bibliotecas son infinitamente mejores, hay seminarios de discusión y un ambiente que no existe aquí. Por otro lado, siempre hay algo de romántico cuando vas fuera, en la medida que no estás comprometido con los trabajos burocráticos y administrativos que aquí ocupan mucho tiempo, ni tampoco inmerso en las pugnas y luchas académicas y la toma de decisiones acerca de colegas que tienen que venir a la universidad o no... Si yo terminara allí trabajando una parte de ese romanticismo desaparecería porque me vería sumido en esa vorágine del papeleo. El sistema, con todo, es allí bastante mejor porque la universidad norteamericana es una mezcla de exilio del período de entreguerras, de la ética protestante y de judaísmo, y esa mezcla con recursos económicos es explosiva. No es, a pesar de todo, una institución conectada con el poder, en el sentido de colaborar o criticar a los poderosos, pero sí un foco de discusión y debate que no se produce en los ámbitos de la sociedad. Allí hay capacidad crítica y libertad en el trabajo y una ética que otorga más énfasis a los méritos.

 

- ¿Tiene intención de irse definitivamente a trabajar a la universidad americana? 

- Insisto en lo dicho, me siento mucho más a gusto fuera que aquí, a pesar de que tengo un compromiso con el mundo de la Historia y con la sociedad española a través de los medios de comunicación, que me sería muy difícil llevar a cabo en Estados Unidos. En fin, sí me gustaría irme y si no lo he hecho todavía ha sido básicamente por una razón familiar, además del vínculo que tengo con los estudiantes a los que dirijo trabajos de investigación y que de alguna manera debería resolver. Esa posibilidad, en efecto, sí está en el horizonte, y además en un horizonte cercano.

 

La necesidad del debate intelectual en los medios

 

- Valora de modo muy destacado su presencia en los medios… 

- Siempre ha habido una sensación paradójica en el mundo de los historiadores. Por un lado hay una queja de que el poder no nos atiende, que las editoriales sólo publican libros que tengan difusión… una queja en torno a que hemos perdido poder, pero por otro lado hay muy pocos historiadores que hayan dado el paso de querer transmitir lo que están haciendo aquí con el compromiso de divulgación, difusión y aparición en los medios. Es decir, se produce la queja pero la gente no pone remedio y por otro lado, cuando alguien pone remedio hay quien sospecha que ese no es el camino, que el camino está sólo en las revistas científicas y en los libros. Me parece una paradoja muy grande, máxime si consideramos que no hay historiadores que a partir de una determinada edad, unos 50 años, publiquen mucho en revistas científicas. La presencia en el extranjero, en libros y en revistas es nula en el mundo de la Historia, con lo cual al final la gente acaba teniendo relaciones de poder internas, o de proyección social de su titular, pero sin la frescura del compromiso. Las publicaciones sólidas de historiadores consagrados no son tantas, las de jóvenes sí son abundantes. A mí me parece que estamos en un momento de tensión en ese aspecto, y creo que España tiene una gran necesidad de gente que entre en el debate intelectual y político conectando con la Historia y desde ese punto de vista creo que hay que hacerlo en la radio, en la televisión, en la prensa, abriendo caminos, aprovechando los cauces… aunque a veces te censuren, como me ha ocurrido a mí mismo en Zaragoza.

 

- ¿Incluso participando en tertulias radiofónicas, un género a menudo de escaso relieve y dudoso prestigio periodístico? 

- Cuando me lo plantearon era el momento de la memoria histórica y me pareció oportuno intervenir en radios que tienen una buena audiencia, aun a sabiendas de que hay días que es necesario hablar de cosas que no te apetecen.

 

- ¿Sus colegas historiadores no lo pueden tachar de frívolo, incluso superficial por intervenir en estos programas? Además, pueden argumentar que precisamente su presencia en los medios le resta tiempo y esfuerzo a su trabajo intelectual, en beneficio de una proyección social y el cultivo de una imagen… 

- Hay dos argumentos para desmontar esa tesis, si es que alguien se atreve a formularla. Primero, estoy en los medios de comunicación al tiempo que aparece una colección de libros de Historia y el primero que presenta su trabajo soy yo que cumplo mis compromisos con las editoriales. El proyecto de Historia de España está ahora medio parado porque dos libros que debían haber entrado en imprenta a finales de 2007 todavía no se han entregado al editor. Mi República y Guerra Civil, no sólo cumplió con los plazos establecidos, sino que va a ser influyente en la historiografía y va a ser traducido al inglés. ¿Se traducen libros de Historia de España teniendo a Preston y otros autores? Otro argumento, no sé si hay un historiador en España que dirija más tesis que yo… y que pregunten a los alumnos, en fin… los argumentos se deshacen, aunque puede ser que alguien los utilice. Lo que termina dando la medida de las cosas es la investigación, la docencia, los lectores, los alumnos, los que te rodean… He dirigido 20 tesis doctorales, decenas de tesinas…

 

- ¿Cómo es su relación con el poder? 

- Mis relaciones con el poder institucional son nulas, nunca he tenido una relación, un cargo… las pocas veces que me han sondeado cuando he puesto condiciones se han echado atrás, lo que me parece ciertamente clarificador, y lo creo así porque si tengo una proyección social, editorial, una proyección con los medios, es raro que no la haya tenido en otras facetas, aunque posiblemente por mi propia decisión no la tendría. La explicación es muy clara, al margen de lo que cada uno piense, soy una persona poco dócil y tengo pocos compromisos desde esa perspectiva con la gente que está en el poder, además me interesa muy poco este compromiso. No soy una persona neutral, ni inocente en la ideología, ni en la forma de plantear las cosas.

 

- ¿En qué proyecto está trabajando ahora? 

- Voy a escribir una síntesis sobre el siglo XX español que tengo comprometida para publicar en 2009. La verdad es que hace tiempo tengo el proyecto de hacer un libro sobre Europa entera, ya veremos qué hago con él. Además, acabo de proponer la investigación magna sobre las responsabilidades políticas en Aragón, ya está creado el equipo de trabajo. Pero las cosas no deben parar aquí, hay que abundar en el conocimiento e indagación en torno al franquismo, conocer las oligarquías, el desarrollo del urbanismo, de la industria, las elites de los profesionales liberales, los medios de comunicación… es una historia pendiente, pero también es una historia maldita en la que probablemente nadie se atreverá a entrar. La represión es un tema duro, pero aparentemente es más fácil profundizar ahora en ese aspecto que proponer una biografía sobre Gómez Laguna.

 

- La Guerra Civil nunca dejará de ofrecer materia para la investigación y el conocimiento. 

- Es siempre un tema abierto. Desde el punto de vista de las grandes cuestiones de la guerra, las grandes respuestas están enunciadas: razones del golpe de Estado, por qué unos ganaron y otros perdieron, la internacionalización de la guerra, los grandes problemas de la revolución y la contrarrevolución, la violencia política, los conocimientos de las grandes biografías de los personajes… todo esto ya está formulado. Ahora bien, como es un tema que en los últimos años la investigación también lo ha referido al testimonio y la memoria, aunque a veces se confundan, el pasado y el presente de la Guerra Civil ya no se analizan sólo en términos historiográficos. Nunca está cerrado este tema, además, los archivos van a seguir dando sorpresas.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Víctor Pardo Lancina

2 de diciembre de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1)

Una condición absoluta

habita la materia

de la voz

la mirada escucha

el color canta.

 

2)

Llueve

no en el espacio

sino en la lengua del viento.

Un pensamiento corporal

llena el silencio, lo colma.

Agua de las palabras

desnudas en la boca.

El sonido y la furia:

furia dulce

sonido rojo.

 

3)

Cautela para penetrar la noche

y suavidad para dejarla

tibia.

 

4)

No escucho: bebo

como si fuera agua

lo que dices.

Besa mi sed.

 

5)

La respuesta inventa la pregunta.

El sol la noche.

Caricia es la respuesta

a la pregunta de la piel.

 

6)

El animal de la serenidad

da un zarpazo, un relámpago

ocre en el pensamiento.

Se apaga la noche

recuerda el cuerpo.

 

7)

Las piedras son voces

fósiles de una lengua muerta

altas palabras sin carne

gritos de hueso.

 

8)

El sentido del musgo

contradice el sentido del sol.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Courtoisie

2 de diciembre de 2016

Éramos pobres, pero teníamos Francia. Tras el divorcio de mis padres, Michel trajo a mi madre un amor sencillo y diurno, y a mí me regaló Francia entera, unos abuelos franceses, otro idioma y otros veranos, verdes y fluviales. Todo lo que a uno le regalan en la adolescencia le pertenece para siempre, y yo me hice francés a los quince años, con la determinación inapelable de los quince años.

En aquellos veranos no fumaba Marlboro, como hacía en España. Me cambiaba al negro aromático, que allí no se llamaba negro. Compraba Gauloises porque era lo que se fumaba en los libros de Julio Cortázar, que también era un francés electivo. A veces, compraba Gitannes, porque sonaba mejor. Me los fumaba en paseos solitarios, a escondidas, con el pretexto de explorar la ciudad por mi cuenta, lejos de la familia. Me fumaba Francia en caladas ansiosas, encantado de parecer y de sonar extranjero. Me fumaba su silencio de provincias de las seis de la tarde y sus contraventanas cerradas. Me fumaba todo el desembarco de Normandía, sus bandos gaullistas en las paredes de las mairies, sus avenidas Président Wilson, General Lécrerc y Légion Tcheque. Me fumaba sus Géant Casino, sus tiendas de BD y sus boulangeries.

Éramos pobres, pero teníamos los veranos en el camping de Durtal, donde mis nuevos abuelos habían anclado una caravana enorme, bajo cuyo toldo daban de comer a toda la familia comidas francesas de tres horas a la orilla del Loir. Allí, en un embarcadero de madera, leía a Proust, porque, si quería ser un escritor francés, debía leer a Proust, y lo leía en un paisaje muy parecido al de Combray, que estaba ciento y pico kilómetros río arriba, en dirección a París. Yo recorría sentado el camino de Swann y Francia entera era mía en aquellas tardes de Durtal. Michel me sorprendía leyendo a Proust y me contaba que él había ido a la escuela con un sobrino-nieto suyo. El primer día, al pasar lista, el profesor bromeó con su apellido. ¿No será usted familiar de Marcel Proust, verdad? El chico, muy serio, le dijo que sí, que era su tío-abuelo, y el profesor no quiso creerle. En aquella escuela perdida de provinces, él tenía sangre de gloria nacional en uno de sus pupitres. Aquello era más grave que una aparición mariana, pero el chico lo decía con una naturalidad de blasfemia. Para el alumno, ser pariente de Proust era lo normal, como si se pudiera ser pariente de Proust sin prosodia ni ceremonia, sin una sola frase subordinada, sin un triste adjetivo.

Michel me contaba todo eso, pero yo no escuchaba. Tenía quince años, me estaba fumando Francia y aquello me parecía una frivolidad y una estupidez. Él habría ido a clase con el sobrino-nieto de Proust, pero yo entendía a Proust porque pertenecía a su estirpe. Yo sería un escritor francés, me ligaría a él con una liaison más fuerte y noble que la sangre, sería su pariente de letras, el sobrino-nieto letraherido. Sólo quería que mi padrastro (pues cuando me irritaba se convertía en eso, en mi padrastro) dejara de molestarme con sus anécdotas escolares para soñarme cien kilómetros río arriba, en el pueblo llamado Illiers-Combray. Lo tenía localizado en la guía Michelin del coche de Michel y me había enterado de que, hasta 1971, se llamaba sólo Illiers. Pero, ese año, sus vecinos se rindieron y añadieron un guión seguido de su verdadero nombre, el que le puso Proust. La literatura ganó a la toponimia, y entonces me pareció algo hermoso y justiciero. Sentí mucho más amor por mi nuevo país.

Francia me dio otra historia y otro pasado. Cuando no estaban en Durtal, mis abuelos franceses vivían en una casita de Angers que ellos mismos habían construido en un barrio donde todo el mundo se había construido su casa. En la primera y la segunda planta reinaba la abuela, pero en el garaje y en la cave, mandaba el abuelo Louis, con su desorden, su grasa y su poso de aperitivo anisado. Compraba vino a granel que él mismo embotellaba y etiquetaba. Una parte de la cave era la bodega propiamente dicha, con hileras de botellas tumbadas de todos los pueblos del viejo Anjou, cuyas añadas se distinguían antes por el grosor de la capa de polvo que por la numeración de la etiqueta. La otra mitad del subterráneo eran estanterías con papelotes. Miles de recortes de periódico y documentos. Casi todos, de la guerra y de los años cincuenta. Una hemeroteca socialista y resistente, el legado político del sindicalista Louis.

Porque aquel anciano de sordera vespertina y sonrisa madrugadora había sido un héroe nacional. Ferroviario nacido en Burdeos (y sus raíces bordelesas eran también motivo de admiración, como si procediese de un sur salvaje y republicano, y no se hubiera adaptado al noble y civilizado país del Loira), le tocó mover trenes por la Francia ocupada. Era joven, socialista y de Burdeos, así que la Resistencia le reclutó enseguida. Deseaba dejarse reclutar. Boicoteaba vías, inutilizaba locomotoras, ayudaba a colarse a los resistentes que colocaban las bombas o les pasaba hojas de ruta con los horarios y las estaciones de convoyes que se podían asaltar o descarrilar. Allí, en aquellos papelotes, junto a sus vinos de Anjou legitimistas, se exhibía su orgullo republicano.

Mi abuelo francés se recreaba en su pasado porque estaba muy orgulloso de él y sabía que el país se sentía también orgulloso. Estaba en el lado bonito de los libros de texto. Cuando sus nietos estudiaban historia en clase, le estudiaban a él, le admiraban a él. Era algo insólito para mí, que bajaba a la cave mareado por el empacho de rillettes y frases de Proust. El pasado como orgullo. El pasado como explicación. Yo venía del silencio español, de la vergüenza y del déjalo estar. Me abrumaba tanta palabra. Estaba acostumbrado a encontrar a mi abuelo carnal en los márgenes de los libros de texto, en la parte medio dicha de las conversaciones y en las frases interrumpidas con carraspeos. Creía que todos los abuelos rumiaban el mismo silencio culpable y avergonzado, pero en Francia, aunque la hierba era más verde, jugosa y abundante, más propia de cuadrúpedos mansos, los abuelos se pintaban heráldicos y carnívoros. No parecían rumiantes silenciosos, sino leones en sobremesa, satisfechos con su caza.

Todos en Francia eran parientes de Proust. Todos convertían su pasado en literatura libérrima y magnífica, con frases que no pedían disculpas ni callaban nada. Como Proust, los abuelos franceses querían decirse enteros. Como Proust, tenían un país dispuesto a escucharles y darles la razón. Menos mal que tenía Francia. Menos mal que tenía Durtal y el Loir y la cave del abuelo Louis. Me gustaba más mi pasado francés que mi pasado español. Hoy sé que sólo caminaba hacia mi pasado español dando un rodeo. Por eso, esta historia empieza en Francia, a mis quince años, pero arranca de verdad en España, a mis diecisiete, el día que oí hablar, como si lo hiciera por primera vez, a mi abuelo real, que parecía tan de mentira al lado de mi abuelo francés. Tan poco abuelo, apenas una presencia sorda y quieta. Supe que mi abuelo era raro al mismo tiempo que me apropié de Francia, en la cave de aquel otro abuelo mucho más plausible, hecho de sonrisas y pellizcos en la mejilla. Fue en Francia, tan pobre y tan fumador clandestino, tan cursi y tan altivo, donde descubrí lo extraña y silenciosa que era mi estirpe.

 

(Fragmento de novela inédita)

Escrito en Lecturas Turia por Sergio del Molino

25 de noviembre de 2016

LA REVISTA TAMBIÉN ANALIZA LA REPERCUSIÓN DE LOS AMANTES DE TERUEL EN LAS ARTES PLÁSTICAS

LUIS ANTONIO DE VILLENA PRESENTÓ LA REVISTA EN TERUEL

14 AUTORES TUROLENSES PARTICIPAN EN EL SUMARIO

Ramón Acín, uno de los grandes nombres propios del arte de vanguardia y libertario español del siglo XX, es el principal protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Se trata de un homenaje colectivo que le rinden catorce autores y estudiosos con ocasión de celebrarse este año el 80 aniversario de su muerte. TURIA pretende así redescubrir a los lectores en español el interés y la vigencia de la creatividad comprometida de un personaje tan único como irrepetible.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

LA REVISTA REDESCUBRE A ESTE FASCINANTE ARTISTAY AGITADOR CULTURAL  Y POLÍTICO

TAMBIÉN PUBLICA TEXTOS INÉDITOS DE JONATHAN COE, LUIS ANTONIO DE VILLENA, VALENTÍ, PUIG, PATRICIO PRON, MANUEL VILAS Y CARLOS CASTÁN

CLARA USÓN PRESENTÓ “TURIA" EN HUESCA

Ramón Acín, uno de los grandes nombres propios del arte de vanguardia y libertario español del siglo XX, es el principal protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Se trata de un homenaje colectivo que le rinden catorce autores y estudiosos con ocasión de celebrarse este año el 80 aniversario de su muerte. TURIA pretende así redescubrir a los lectores en español el interés y la vigencia de la creatividad comprometida de un personaje tan único como irrepetible.

El nuevo número de TURIA se presentó en Huesca por la escritora Clara Usón. El acto tuvo lugar a las 20 horas y en la Diputación de Huesca.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Nos pide Ramón Acín Aquilué (Huesca, 1888-1936) que hagamos ahora con su vida lo que él vino a hacer anteriormente: re-crearla. Y para recomponerla contamos con trozos, rotos en mil pedazos en muchas de las ocasiones, con fragmentos que debemos construir como si de un puzle  se tratara. Tenemos retazos, solo retazos; bastantes, si los comparamos con lo que queda de otros mortales y pocos si se miden con la avidez del historiador. Hay textos publicados por él pero son normalmente artículos periodísticos; ni ensayos ni libros. Hay xilografías e ilustraciones, pero escasas; óleos, pero en su mayoría de pequeño tamaño, y tampoco abundantes; dibujos, muchos dibujos, pero encerrados en reducidos álbumes; proyectos que no llegaron a cuajar; conferencias de las que no hay texto alguno; esculturas de mérito que se empezaron a hacer en la última etapa de su vida y no tuvo tiempo de desarrollar.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Carlos Mas Arrondo

Luis Antonio de Villena: "La cultura y la belleza han dado sentido a mi vida"

En El fin de los palacios de invierno, el primer tomo de sus memorias, publicado recientemente por la editorial Pre-Textos, Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951) recurre a una cita de Walter Benjamin: “La auténtica medida de la vida es el recuerdo”. Llamar, estimular el brote de los recuerdos, es lo que ha hecho en una entrega que combina las ráfagas de la propia memoria con los testimonios cercanos, familiares, que son los que verdaderamente ayudan a conformar el mundo de los primeros años, a dibujar sobre el lienzo en blanco que es toda vida en sus inicios.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Emma Rodríguez

Isidro Ferrer: "Los diseñadores no somos artistas, resolvemos problemas"

Es un hombre de tiempos lentos, e incluso se muestra pausado cuando habla. Eso hace su conversación enigmática y envolvente. Y el tiempo se convierte en ingrediente fundamental de su trabajo. Es el que le permite explorar con calma otros territorios desde la ilustración y el diseño, a donde él mismo saltó desde el teatro, al que de alguna forma sigue vinculado, ya que es responsable de la cartelería del Centro Dramático Nacional desde hace más de una década.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Javier Díaz-Guardiola

Hace ya trece años que murió Roberto Bolaño y su figura literaria no ha dejado de crecer. Al reconocimiento de la crítica, que el propio autor vivió en la recta final de su trayectoria novelística, se ha unido una auténtica mitificación académica y universitaria -sobre todo estadounidense e hispanoamericana- de su particular estética narrativa, sin olvidar una creciente masa lectora que sigue expectante la acostumbrada publicación de recuperados inéditos; se conoce ya el título y la próxima aparición de una nueva entrega de esta singular literatura póstuma: El espíritu de la ciencia-ficción, una novela en la habitual línea intergenérica y multitemática del más característico Bolaño.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Jesús Ferrer Solá

De que Juan Eduardo Zúñiga pase por autor realista seguramente tiene culpa la antología Artículos sociales de Mariano José de Larra que preparó en mil novecientos sesenta y siete para la editorial Taurus bajo la convicción de que los autores generan conciencia en la sociedad sobre la que escriben. Al mismo tiempo, contribuyó pertenecer, aun de perfil, a la generación de los cincuenta y haber ejercido el socialrealismo. Por si fuera poco, décadas más tarde, la trilogía de la Guerra Civil y la Posguerra hizo el resto. Estos volúmenes son una lucha por la vida barojiana que podría encontrar correspondencia en el título de su primer libro: Inútiles totales. Pese a todo lo anterior, Juan Eduardo Zúñiga posee una veta imaginativa incuestionable. Por medio de la fantasía supera la previsibilidad de la ficción igual en Largo noviembre de Madrid y La tierra será un paraíso, entreveradas de realismo, que en Misterios de las noches y los días. En Brillan monedas oxidadas, recién editada, también recurre a la mezcla expresiva, visible en el cuento ‘Has de cruzar la ciudad’, con un final enigmático donde se relaciona la libertad con los miedos y las trampas.

Brillan monedas oxidadas es una lustrosa colección de quince textos ajenos al cerco de Madrid y los dominios de la guerra, característicos en su argumento narrativo, para entrar en la vida de personas radicadas en entornos de paz social, pero en conflicto intestino. El libro hace fonda en la precisión del lenguaje, en la dificultad para encontrar solidaridad y amparo y en la sombra que la avaricia proyecta sobre las vidas del común, que, en conjunto, ofrecen un doblez enfermo a la primera de cambio. Esa persistencia en la búsqueda, a pesar de la contumacia con que se manifiesta la realidad saca a flote toda la pasión romántica del autor. En las páginas iniciales de su última entrega, un personaje burgués de eco buñueliano sugiere que lo mejor “es no pensar” en los temporales, “como si no existieran”. Una opción que no parece secundar el autor, pues en la literatura, igual que en la vida, no pensar en los problemas ni los elimina ni previene a quienes los padecen de verse literalmente arrasados por ellos. Conviven el léxico añejo -yacija, fluxión, cincha, palafrenero…- y las costumbres de otra época –en ‘El campanero de San Sebastián’ se acarrean haces de leña, sacas de grano, gavillas de heno, serones de arena, se lustran las botas al amo- con el simbolismo, especialmente en el segundo capítulo –‘La mujer del chalán’- a través de unos fuegos que brotan en lo alto de un campanario y son presagio de la mala fortuna que porta una visita inminente.

-En ‘Jazz session’, también de Brillan monedas oxidadas, leemos: “Él –un camarero- conocía a todos y sabía lo que iban a beber, cuándo se levantarían y cómo pagarían”. Los clientes son “autómatas, obligados a leyes” que forzosamente se han de cumplir. En ‘El ramo de lilas’ contemplamos el paso monótono y devorador del tiempo reflejado en tres escenarios: un puerto, una mercería y un matrimonio que olvidó por qué llegó a casarse. Se aprecia una desmemoria producto de la mecánica social: “Muchas veces se daba cuenta de que no pensaba y que vivía como un crustáceo, pegado a la hendidura de una roca, sin acordarse de lo que ya había pasado”. Usted indaga en la tramoya del ser humano de un modo que ¿sería posible calificar de marxista?

-No sólo en Brillan monedas oxidadas sino, yo diría, en el conjunto de mi obra. Yo trato de abarcar un doble plano: la profundización sicológica de los personajes y la descripción del contexto histórico y social, que, a veces, puede ser meramente alusivo. El paso del tiempo es también importante en estos relatos. El tiempo que pauta la evolución de los sentimientos y que marca la permanencia de la memoria o el olvido.

-Además de una base ética, ¿un texto bien escrito ayuda a la cohesión del mundo?

-Una obra literaria exige un detenido trabajo del lenguaje junto a la ambición de reflejar sentimientos profundos en situaciones bien cotidianas, bien extraordinarias. La literatura puede influir en la conciencia de un lector y ayudarle a entender su realidad tanto como proporcionarle el acceso a otras vidas.

En sus últimos relatos el callejero de la capital sale no más que, puntualmente, como telón de fondo. Ya no importan tanto la verosimilitud y la memoria. El autor se presenta gótico “con reminiscencias de Bécquer, Hoffmann y Poe” y se desprende del realismo social para dar en el impresionismo –‘Agonía bajo el manto de oro’- y en el simbolismo –‘La mujer del chalán’ y ‘El ramo de lilas’-. Somete los significados a hechos cuasi fantásticos, algo antes sólo abordado claramente en su segunda novela, la alegórica El coral y las aguas, portadora de un simbolismo sañudo donde la moral casa con la estética más riesgosa. La primera tirada contuvo unas palabras preliminares que arrojaban parcialmente luz al respecto. La estrategia no distaba mucho de aquélla de Larra, alabada en su antología: “Su crítica se dirigía a puntos neurálgicos de la estructura del país y por este motivo se vio obligado, para que le fuera permitida, a enmascararla”.

En la edición crítica de Israel Prados, en Cátedra, se desglosan algunas identificaciones entre las imágenes que contiene y el franquismo. La acción transcurre en Tarsys, una isla que remite a Tartessos, Asia Menor, en la que Platón pareció inspirarse para su Atlántida. En el segundo capítulo, unos jóvenes “transportan una pesada mole, el altar de una divinidad antigua y poderosa, transportan un cadáver gigantesco y cada uno de ellos cree que es su propia vida, lo convierte en su propia alma, tan hondo es su sometimiento”. El crítico entiende que no es difícil relacionar este pasaje “con la comitiva que llevó a hombros el féretro de José Antonio desde Alicante hasta El Escorial”. En una conversación mantenida en dos mil dos con Antonio Ferres, conducida por Ignacio Echevarría en El País, el propio Zúñiga evocaba el episodio, admitiendo la represión sistemática de la dictadura, con fusilamientos a diario. “A su paso por los pueblos preguntaban si quedaba algún rojo y fusilaban a cualquiera por nada, acaso porque en su día leía El Imparcial, que era un periódico de izquierdas”. No queda ahí la cosa en la novela: “Las aguas, poderoso enemigo, la rodean y arrojan contra ella su peso y su violencia incansable; sin parar, golpean con fuerza una cosa tan insignificante, pero ésta crece lentamente, triunfa de aquella ciega furia y noche y día levanta sus ramas las extiende y ni abandona una lucha en la que vencerá (…) era un presagio hallar el coral: significaba que todo lo secreto, lo ignorado, vendrá a la superficie, cuanto parecía oscuro e incomprensible quedará entendido y será lo nuevo, la fuerza del futuro”. Israel Prados comenta “el simbolismo político del coral, representado por el color rojo de la resistencia antifranquista, que crece lentamente –el coral se levanta sobre sus propios cadáveres-, y el del mar que lo azota, azul como el color emblemático del régimen de Franco. Los personajes se llaman Paracata, Ictio, Zimós, Asbestes, Tussos. La confusión fue tal que la editorial presentó la novela, su única novela pura, como un libro de cuentos.

-No ha vuelto a usar recursos tan ajenos a la claridad. ¿Cabe suponer que considera esta técnica exclusiva para circunstancias excepcionalmente adversas?

-Bajo la construcción idealizada del mundo clásico griego pretendí reflejar la situación política de la España de los cuarenta. Sin duda, influyó la vigilancia de la censura de libros, pero también estuvieron presentes en la creación de esta novela los reducidos límites estéticos del neorrealismo que, en aquella época, imperaban en la literatura comprometida.

-¿Hoy tendría sentido escribir así o sería mero esteticismo? La pirueta estilística al margen del contexto, ¿tiene valor?, quiero decir: una crítica tan enmascarada corre el riesgo de pasar inadvertida.

-Crear un clima fantástico, buscar alegorías, permite una mayor libertad a la hora de describir personajes significativos y creo que también puede proporcionar al lector un horizonte más amplio de lectura.

Según Gautier, “los rusos tienen la pasión de los gitanos”. Zúñiga, como buen ruso, dedica a las gitanas un capítulo de Brillan monedas oxidadas y las mienta en otro. También salen en Misterios de las noches y los días y, por descontado, en sus memorias sobre escritores rusos, recientemente reunidos bajo el sugerente título Desde los bosques nevados. Las dedicó un estudio completo –el número seis- en El anillo de Pushkin a través de las de Turguénev, Pushkin, Gorki, Tolstói y Andréyev. Y en el capítulo quinto de Las inciertas pasiones de Iván Turguénev, refiere que el padre de la amada del protagonista, Paulina Viardot, también era gitano.

-¿De dónde procede esa fascinación?

-Siempre me ha seducido el mundo de los zíngaros de la Europa oriental, que representan para mí unas figuras de libertad. Esta etnia milenaria puede apasionar por su folklore, sus cualidades musicales y su idioma. A ellos me refiero cuando hablo de gitanos en mis relatos, no a los gitanos españoles, que tienen costumbres muy diferentes.

La correspondencia entre costumbres, historia, gentes, paisajes y arte que Juan Eduardo Zúñiga halla en la cultura rusa la aplica meticulosamente en sus argumentos con herramientas propias. Del mismo modo que Petersburgo “aparece como una fantasía inquietante” en los poemas y relatos de Batiushkov, Viázemski, Yákov Polonski, Sumarókov, Saltikov-Shchedrín, Dostoyeski –todos ellos estudiados por el español-, Madrid, en sus libros, se vuelve parecidamente imprevisible, “hambrienta, sucia y fantasmal”. Capital de la gloria es un volumen paradigmático a este respecto. La portada está ocupada sin gratuidad por una imagen de Robert Capa. Lo mismo que el fotógrafo decía que si una instantánea no es buena se debe a que no se ha estado lo suficientemente cerca de la escena, Zúñiga se arrima a los acontecimientos para lograr la descripción más ajustada. Capital de la gloria está tan llena de cascotes y ladrillos desprendidos de las fachadas que leerla se convierte en un paseo incómodo a lo largo del que constantemente hay que mirar al suelo para no tropezar. Al igual que el escritor se fija en las estatuas de Pedro el Grande, sus lectores hacemos lo propio en el puente de los Franceses. Si la construcción de Petersburgo “exigió víctimas y miles de campesinos”, la destrucción de Madrid vio “cadáveres extendidos en las aceras”. Si Odóyevski, en uno de sus cuentos, sueña que la ciudad va a ser destruida -parecidos sentimientos, en forma de deseo, manifiestaron Lérmontov, Pechorin, Dmítriev, Gógol, Nekrásov, Raskólnikov-, en Madrid, las casas ardían y se derrumbaban efectivamente “en una oleada de vigas de madera, cascotes y tejas”.

Si por las novelas de Fedin, de Kaverin, de Lvreniov, de Katáyev, de Ogniov se recorren las calles, los barrios, de Moscú, en Madrid paseamos por la Casa de Campo, por Santa Ana, por Vistillas, por Argüelles, por Cuatro Vientos, por el Prado, por la calle de Moratín, por la de Alarcón, por la avenida Reina Victoria. Igual que la madre de Kropotkin “copiaba en secreto poemas de poetas contrarios al zarismo (…) que proclamaban la libertad”, los personajes de Zúñiga soportan miedo sabiéndose perseguidos y oprimidos. La misma Rosa de Madrid adquiere rasgos evidentes de mujer rusa, “emblema primordial” en los libros de Gorki, Tolstói, Goncharov y Turguénev, unas veces impenetrable y a menudo defraudada. Igual que Chéjov trasladó a sus cuentos la frustración que producen el deseo insatisfecho y los sueños imposibles, Zúñiga trasluce la frustración padecida por seres que han renunciado a ser felices, “sometidos al destino doloroso de los vencidos”. Y si Chéjov incluyó en su teatro “la latente o manifiesta solicitud de amor como si ésta fuera suprema razón de felicidad”, en Brillan monedas oxidadas tenemos una equivalencia fiel: el cuento ‘Lejano amor soñado’ habla exactamente de la poesía y del amor como únicos instrumentos de tal felicidad.

-Usted ve “ocupados de memoria” los libros rusos. ¿Qué porcentaje de su biblioteca está destinado a ellos? ¿De qué obra tiene más ediciones y traducciones?

-Nunca he contado los libros que hay en mi biblioteca, varios miles, con predominio de la literatura pero también ensayo, arte e historia. Muchos son de literatura española y no sólo de contemporáneos. En proporción, los autores rusos ocupan varios estantes. Tengo ediciones originales así como traducciones a otros idiomas, no sólo al castellano. Conservo con especial afecto las que hizo Cansinos Assens. Pero del libro que tengo más ediciones y traducciones es de La Divina Comedia, obra tan sugerente e inabarcable.

-Dice en el primer capítulo de Las inciertas pasiones de Iván Turguénev que este autor ha sido, “junto a Tolstói y Dostoyevski, el mejor acogido en Occidente por la calidad literaria de su obra” y cita el interés concreto que suscita en Inglaterra, Alemania y Francia. Sin embargo, no parece que en España haya despertado tanto, o, al menos, su nombre se cae de las citas habituales. ¿A qué se debe?

-Iván Turguénev  demuestra ser un autor clásico. Continuamente se hacen nuevas ediciones en castellano de sus novelas y relatos y han mejorado mucho las traducciones, y en varios catálogos importantes se encuentran ahora obras suyas. Incluso se ha adaptado al teatro, como la reciente versión en catalán de su obra Un mes en el campo, representada en el Teatro Nacional de Cataluña.

-Al igual que Chéjov, usted retrata el desengaño que producen las ilusiones fracasadas. ¿Es posible la felicidad y, al mismo tiempo, ser consciente de la frustración que depara el hecho de vivir?

-Chéjov describe magistralmente las frustraciones que ocasiona la vida en una sociedad estancada que no parece tener futuro. La felicidad es un sentimiento muy subjetivo y que tiende, aun en momentos de gran fracaso vital, a transformarse en esperanza.

“Su carrera literaria se ha construido contra sí misma”, llegó a juzgar Rafael Conte. “A base de discreción, estudio, detenimiento y dentro de una austeridad que la ha teñido de clandestinidad”. Imposible conocer si el fracaso de su primera obra, Inútiles totales, a la larga le ha beneficiado, permitiéndole no precipitar su escritura a los cánones del mercado. “Su obra –dice Gustavo Martín Garzo-, breve e intensa, es comparable a la de todos los grandes moralistas en el sentido que Camus da a esta palabra: los que tienen la pasión del corazón humano”. Y así, auscultando los afectos, se pasó el siglo veinte, oculto, dedicado a la lectura y a la tarea de escribir. No ha trascendido mucho más de sus ocupaciones. “Mi niñez fue tristísima, prefiero olvidarla”. La biografía de Juan Eduardo Zúñiga está llena de olvidos voluntarios y huecos cavados cuidadosamente. A las empresas señaladas podemos añadir la traducción: en mitad de una España empobrecida, inculta y escasa de recursos, se puso a la faena lunática de estudiar árabe, inglés, francés y ruso. Ni siquiera hoy, segunda década del veintiuno, hemos conseguido hablar y escribir correctamente un segundo idioma, cómo consiguió avanzar en tales aprendizajes forma parte del misterio que atañe a su figura, extensible hasta la misma fecha de nacimiento: hay quien le pone ochenta años y quien le aproxima al siglo, un arco ciertamente abierto y enigmático.

Durante ese siglo veinte vivido y escrito, cuando salía de casa a quemar el ocio, lo hacía sin la menor candidez. Arturo del Hoyo contó de Zúñiga en mil novecientos noventa: “Te invitaba a dar paseos, a primera vista inocentes, hasta que te encontrabas ante las ignoradas tumbas de los brigadistas en el cementerio del pueblo de Fuencarral, o ante los severos, aunque arrogantes, epitafios del cementerio civil. O bajo los todavía trágicos muñones de la Casa de Campo”. Una manera de homenajear, de ilustrar sin abierta intención, de preservar la memoria en consonancia con su manera de entender la literatura, siempre cargada de responsabilidad.

- “En el poema ‘La desconocida’ una mujer entra en el café donde Blok refugia su soledad”. Los cafés –Lisboa, Pelayo-, ¿eran, además de refugio, sitio para burlar las limitaciones oficiales y la prohibición establecida respecto del propio derecho de reunirse?

-Las tertulias en el Café de Lisboa y en el Pelayo reunían contertulios muy distintos y además tenían lugar en épocas diferentes. Las discusiones sobre literatura, sobre el realismo o las técnicas narrativas del nouveau roman no impedían, por supuesto, debates apasionados sobre política.

-Usted ha reconocido públicamente que no encuentra mucha diferencia entre la imaginación y la vida real debido a que la fantasía también se nutre de los datos que llamamos comprobados. Y, por descontado, alude a la importancia de la memoria. ¿Puede la memoria estar hecha, también, de ficción?

-La fantasía siempre hunde sus raíces en la realidad y la imaginación configura el desarrollo del relato. La memoria no es únicamente el recuerdo del pasado, es la experiencia revivida, es el motor de toda literatura.

-En la escasa atención que recibió durante más de la mitad de su carrera, ¿qué responsabilidad tiene el género que practicó –cuento-, al que no se ha prestado análisis y adecuada lectura hasta hace bien poco?

-La novela ha sido la reina de la literatura en España y, sí, hasta hace pocos años el cuento era una literatura marginal. A pesar de la existencia de excelentes escritores de relatos no han gozado éstos, como género, de la consideración que han tenido en el ámbito anglosajón. Sin duda, ello ha contribuido a un menor conocimiento de mi obra.

-Informa Fernando Valls en el número 89-90 de Turia de que, durante la década del cincuenta, usted incluyó numerosos cuentos en Ínsula, Índice de Artes y Letras, Acento y Triunfo, “la mayoría de ellos nunca publicados en libro”. Imagino que lo mismo ha pasado con otros trabajos. ¿Qué sucede en el salto entre lo escrito y lo publicado en libro? ¿Qué le empuja o retrae a la hora de lanzar algo definitivamente a la luz?

-Escribo mucho, pero mi método de trabajo es lento, en el sentido de que escribo y corrijo, y corrijo bastante, hasta que doy por válido un texto. Mis relatos no son autónomos, están siempre unidos por una línea interna que puede ser invisible pero está presente. De hecho, algunos críticos han considerado que Flores de plomo, por ejemplo, es una novela.

-¿Y cuánto deja normalmente dormir un texto? ¿Reescribe? ¿Qué volumen de inéditos tiene?

-Algunos textos pueden dormir eternamente en las carpetas. Tengo un buen número de inéditos, pero en su mayoría son demasiado autobiográficos y, de momento, no  veo su publicación.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

Lo más llamativo de la poesía de Ángeles Mora es la delicadeza con que opera. Y opera en fibras sensibles con escalpelos de orquídea… Como si los pétalos tuvieran filo, y, antes de sajar, nos anestesiaran a fuerza de perfume. Así: mata dulcemente. Ya lo dice la canción con que titula un poema; mata sonriente, como la vida la mata a ella cada día.

 

Este es el tono general: el de un poema tímido como “un ramo de flores que se esconde en la espalda”, pero….vitalmente letal.  Como la sustancia misma que atraviesa el libro y anuncia, inminente, con toda la calma del mundo, que este ramo, esta vida, sin prisa y sin pausa, se están marchitando ante nuestros ojos.

Sin embargo, ese alambre del tiempo que va de comienzo a fin del libro, permite momentos estelares de funambulismo feliz.

 

Instantes de gloria… con el sol rayando y nosotros al borde del abismo, detenidos en un momento de vibrante eternidad, “con el cuerpo que logra no pesar / como no pesa la alegría”. Para llegar ahí, página 47, antes hizo falta presentar al personaje y darle un marco.

 

Un personaje desdoblado entre una que la habita, la diurna, que entra y sale del rol previsto por la sociedad para la mujer, y ella, la de la vigilia de los ojos cerrados, que a su vez habita su mente, su pensamiento, sus sueños.

 

Quiero recordar aquí, en apoyo de la intuición que Ángeles pone en boca del sujeto lírico, la conclusión del gran neurólogo Rafael Llinás, que tras muchos experimentos de laboratorio descubre lo que la poeta sabe por experiencia propia.  Juzga Llinás “que cuando estamos despiertos y conscientes, en realidad estamos soñando…. y esos sueños están siendo dominados por los sentidos,  que a su vez están gobernados por el mundo exterior. Mientras que cuando dormimos, están gobernados por la memoria. Así, los sueños son la conciencia en sí misma. Mientras que la realidad está permeada por lo que llega de fuera”.

De hecho, Ángeles utiliza como epígrafe para el primer apartado titulado: “Quién anda aquí”, una cita de la poeta Adrienne Rich, que resume ese ver en sueños, dormida, que los poetas buscamos atrapar en la escritura: “Y quiero mostrarle un poema, que es el poema de mi vida. Pero dudo, y me despierto”. Así, unos versos de este libro dicen: “se apaga el día mientras llega / la noche lenta / de la que no quiero salir”. Y por la mañana, le gustaría hacer durar esa noche, por temor “a que llegue el día y sus mandatos”.

 

Esos mandatos que están muy claros, pues “los hombres no barrían la casa / mi hermano estaba poco en la cocina / yo hacía la mayonesa o limpiaba el polvo para ayudar: de día”Y aunque las noches son suyas,  de esa doble jornada sale la otra que la habita: diurna, cotidiana, tributante –que diría Pessoa- ; esa que padece la soledad del ama de casa: con su elocuencia rota. La nocturna, en cambio,  no está sola, pues: “el pensamiento no deja de latir, da golpes, bulle”.

 

Ya en el segundo apartado titulado “Emboscadas” surgen las trampas y tentaciones del entorno, y la querella con la otra que la habita, la diurna: “Siempre estás a disgusto con ella / con la que adentro llevas”, en su faceta “de chica sentimental de clase media”.

 

Pero una composición pone las cartas sobre la mesa, y resume las conclusiones de otro sabio, Levi Straus y sus leyes de parentesco, cuando afirmó “que las sociedades están estructuradas alrededor del intercambio de mujeres entre hombres”.  Breve pero eficaz, “Dinero de bolsillo”, está contado desde el punto de vista de esa mercancía humana que es la mujer dentro de este sistema. Lo transcribo: “Se aconseja no cotizar en bolsa. / Una mujer no aprende / el ínfimo valor de su moneda / hasta que no circula / en el devaluado / mercado de las letras / de cambio”.

 

Tras describir a esas “estrellas frías o mujeres clásicas llenas de orgullo y prejuicio”, el personaje se abre en busca de otros marcos posibles, una vez que ha abandonado el estrecho molde que le estaba destinado.  Aunque no hace falta irse muy lejos, pues como sabían los surrealistas: hay otros mundos pero están en este. Depende de cómo se habite. Así, es posible que la inspiración y la palabra cuajen donde menos se lo piensa. “No-lugares, o lugares de nada” donde se está, por ejemplo, mientras se lavan los platos. Lugares semejantes, se nos ocurre, al de Spinoza mientras pulía sus lentes. Lugares sin prestigio, donde la corriente mental sigue discurriendo -armando su discurso- sin parar, porque “escribir es un vicio que nunca se detiene”

 

El tercer apartado: “Palabras nuestras”, dedicado al nombrar amoroso, al compartir, homenajea esas precisas invocaciones “con esa música secreta / que esconden / los nombres del mañana”. Porque el amor, dicho a través de ellas,  es motor de búsqueda y esperanza.

 

El cuarto apartado: “Los instantes del tiempo”, esta dedicado a esa labor de Cronos que barre, incesante, y sedimenta y abona el presente, con  aquello mismo que derriba.

 

Por último, el quinto apartado: “El cuarto de afuera”, evoca potentes escenarios de una infancia de posguerra, donde el buril de pétalos de orquídea trabaja sobre un párpado insomne. Poemas en los que con tomas precisas sugiere el entorno completo de una época dolorosa.

 

Ficciones para una autobiografía es un libro donde la voz de Ángeles Mora alcanza la difícil sencillez, y roza como con una gasa las heridas, que nos devuelve perfumadas. Porque… qué duro es sufrir, pero qué dulce haber sufrido, y sin embargo, no hay nostalgia, sino presente puro. Un libro vivo y delicado, fuerte y flexible como una vara de bambú.

 

 

Ángeles Mora, Ficciones para una autobiografía, Madrid, Bartleby Editores, 2015.

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Noni Benegas

Lo ha visto todo y lo ha fotografiado todo. Y lo ha narrado todo. O casi todo, porque tiene ganas de continuar. En Chile, en Guatemala, en Argentina, en Perú, en Camboya, en Irak, en Israel, en Sarajevo, en El Salvador, que es donde comenzó a saber lo que es una guerra y a donde ha vuelto a narrar sus secuelas hasta en siete ocasiones… También en España, por qué no subrayarlo, que a veces somos incapaces de ver las realidades más próximas, aunque nos estén estallando en la cara. Podría haberse colocado del lado de los grandes, pero prefirió dar voz a las víctimas. Siempre tuvo claro que quería ser periodista –“Si me preguntan hace treinta años, habría dicho que el periodismo servía para salvar el mundo. A día de hoy, me sirve para salvaguardar mi propia conciencia”, afirma–. Ha pisado con su trabajo las Naciones Unidas, y recibido premios como el Nacional de Fotografía (2009), el Ortega y Gasset de Periodismo en su categoría gráfica (2008) o el Rey de España (2009) por la serie “Vidas minadas” (en la que lleva más de diez años trabajando y para la que renunció a los derechos de autor). Hijo adoptivo de la ciudad de Zaragoza, Enviado Especial de la UNESCO por la Paz, autor de publicaciones como “El cerco de Sarajevo” (1994), “Niños de la guerra” (2000), “Los ojos de la guerra” (2001, junto a Manu Leguineche, otro grande del reporterismo de raza en español), y los volúmenes que ha dado de sí el mencionado proyecto desarrollado junto a las víctimas de las minas antipersona. Responsable de un incontable número de crónicas -desde la imagen, la voz y la palabra escrita- para prensa, radio y televisión… Gervasio Sánchez (Córdoba, 1959), de algún modo se sigue considerando un principiante. Y eso es posible porque sigue enfrentándose a su profesión con la ilusión del primer día (“Soy periodista de vocación y quiero morir como periodista”, explica tajante), que en su caso significa dignificar al excluido, al que sufre, al que peor sale parado del horror de la guerra. Hay una cuestión que siempre le ha acompañado y es su interés por los desaparecidos, que ahora ha fructificado en un magno proyecto editorial y expositivo (comisariado por Sandra Balsells, y en el que ha colaborado una vez más con el artista Ricardo Calero y el fotógrafo Juan Manuel Castro Prieto), que se ha podido contemplar a comienzos de este año y simultáneamente en El Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, el MUSAC de León y La Casa Encendida de Madrid. Nos encontramos con él en este último espacio para recorrer su trayectoria vital y profesional en sentido inverso. Estos son sus titulares, plagados de referencias a personas anónimas, que aún le acompañan, que han ayudado a elevar una de las carreras periodísticas más personales en España.

 

- “Desaparecidos” es la última parada en el camino hasta la fecha y su proyecto expositivo más ambicioso: tres espacios expositivos (Madrid, León y Barcelona), doble catálogo, dos audiovisuales, mesas redondas… ¿Qué es lo que se proponía con él?

- Aunque sea el último de mis proyectos, tiene mucho que ver con el inicio de mi carrera profesional. Fue ya mientras era estudiante de periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona cuando empecé a tratar el tema de los desaparecidos. En unos talleres que he celebrado recientemente enseñé uno de los primeros artículos que publiqué al respecto, y estamos hablando del año 1983. Posteriormente comencé a viajar por América Latina, fundamentalmente a Guatemala, a El Salvador y a Chile, donde en 1986 publiqué, semanas después del atentado contra Pinochet, uno de mis primeros reportajes sobre sus desaparecidos. Ya entonces tuve conciencia de lo que significaba ser un desaparecido forzoso, un tema importante que no se había tratado hasta ese momento con el rigor necesario. Cuando se hablaba de cualquier posguerra, era una cuestión que aparecía solapada, muy desfigurada. Si se trataba de una dictadura militar, ni se podía mencionar la cuestión y, en ámbitos con gobiernos democráticos, ni los que estaban en el poder, ni los que los sustituían parecían interesados. Durante toda la década de los ochenta y la de los noventa hice muchos reportajes de este signo para diarios y dominicales. Y ya a partir de 1998, justo después de presentar “Vidas minadas”, me di cuenta de que ya tenía la suficiente experiencia como para plantearme un proyecto sobre los desaparecidos con un cierto peso. Las fotografías más antiguas de estas exposiciones son de ese mismo año. Yo creo que la desaparición forzosa es mucho peor que la muerte. Por otro lado, es una temática que ha atravesado toda mi trayectoria profesional.

- Tanto el CCCB como la Casa Encendida son dos ámbitos más proclives a la entrada del fotoperiodismo. No así el MUSAC. ¿Cómo se les ocurrió llamar a las puertas de estos tres espacios?

- Pues, curiosamente, la iniciativa del proyecto parte del MUSAC, porque hay responsables museísticos que son valientes. Fue su primer director, Rafael Doctor, en 2005, un mes después de que inaugurase el centro, el que me llamó y me ofreció su espacio para exponer este proyecto del que yo ya le había hablado mientras él estuvo trabajando en Madrid en La Casa de América y donde a mí ya me había propuesto hacer un trabajo que yo por entonces no terminé de ver claro. Cuando me invitó a entrar en León, yo me quedé muy sorprendido, pues siempre he dejado claro que soy un fotoperiodista. La tendencia de los directores de museo es a tratarnos como si fuéramos la última escoria de la fotografía, como si fuéramos su pariente pobre. Y luego, curiosamente, nuestras exposiciones las visitan muchas más personas, producen mucho más impacto, son muy bien valoradas… Por eso creo que Doctor fue muy valiente al ofrecerle a un fotoperiodista como yo un espacio como el MUSAC para exponer su trabajo. Y fue él el que convenció a José Guirao para llegar a La Casa Encendida, y el que, en charlas con él y con Agustín Pérez Rubio, el actual director del MUSAC, propuso buscar una tercera sede. ¡Yo no sabía si iba a estar a la altura de las circunstancias! Me propusieron el CCCB, que era un sitio que ya conocía bien porque había expuesto allí. Y esa es la singularidad del proyecto, que tiene tres espacios y contenidos distintos.

- ¿Y por qué era mejor exponer simultáneamente en tres sedes en lugar de hacer una gran exposición itinerante?

- Exposiciones más grandes de las que puedan realizarse en el MUSAC o en el CCCB, es difícil planificarlas. El Ministerio de Cultura se plantea ahora hacerme una antológica, resultado del Premio Nacional de Fotografía que me otorgaron recientemente, y eso será una gran exposición. Pero los tres espacios de “Desaparecidos” funcionan muy bien entre sí. No comparten ninguna fotografía, aunque sí la misma división por apartados. Y creo en el impacto que provoca lo de las sedes compartidas. De hecho, se está pensando en una itinerancia para la muestra. Estamos en un momento crítico económicamente hablando, pero hay mucha gente interesada en el fotoperiodismo y en estas temáticas que abordo, mucha gente, créeme; y el asunto del dinero está salvaguardado porque las muestras están ya producidas. Y me gustaría que con este proyecto ocurriera como con “Vidas minadas”, que en estos días ha vuelto a inaugurar una nueva entrega en Honduras. Yo quiero que las exposiciones se puedan ver. Porque aunque la gente del mundo del arte se crea que los ciudadanos se mueven de un lado para otro, de una ciudad a otra para visitar sus maravillosos museos, eso es totalmente falso. Y la gente de Barcelona no va a Madrid a ver una exposición o viceversa. Van como mucho a ver un partido contra el Madrid o el Barcelona. Se hacen pocas coproducciones de este calado en España. Y en época de crisis, de lo que se trata es de darle al coco. Prima más lo de tirarse el pisto y decir que fuiste el primero que te trajiste a no sé quién desde el extranjero.

- Las muestras incluyen, a modo de epílogo, un apartado especial dedicado a España. A veces lo más cercano es de lo que más nos cuesta percatarnos…

- Yo he empezado a trabajar con España muy tarde, desde 2008, pero sí movido un poco por la indignación por la situación que vivimos aquí. Tras 35 años de democracia, los políticos de este país han sido incapaces de desarrollar un proyecto en profundidad sobre la búsqueda de los desaparecidos de la guerra civil española y la posguerra. Yo siento vergüenza por nuestra clase política. Son todos unos cobardes, independientemente de su ideología. Analizando la realidad nacional en frío, me di cuenta de que aquí había cosas mucho peores que en Guatemala, en Colombia o en Bosnia, países se supone que del Tercer Mundo. En “Desaparecidos”, este asunto se contempla como un epílogo, pero ya estoy empezando a trabajar en un proyecto que se llamará “Desaparecidos en España”. Espero que dentro de cinco o seis años se pueda presentar. Me siento obligado a hacerlo por ser un tema absolutamente olvidado. La democracia barrió con todo este dolor. Los familiares siempre te dicen que hubieran preferido encontrar el cuerpo de su familiar, incluso destrozado o irreconocible, antes que vivir el drama de años de silencio y búsqueda.

- Uno de los talleres de “Desaparecidos” se ocupó de cómo el espacio de los medios de comunicación es cada vez más limitado para este tipo de contenidos, lo que obliga a buscar otros soportes. Deberíamos explicar ambas afirmaciones.

- Los grandes medios se han olvidado de estas cuestiones porque hace mucho tiempo que dejaron de ser los vigilantes del poder para convertirse en sus amigos. Han dejado de creer en los principios básicos del periodismo, y muchos de sus responsables no tienen agallas para enfrentarse al estamento económico y al poder político, y están allí para aceptar cualquier prebenda que se les presente sin girar la cara. Sólo eso explica que muchos temas ya no estén en la agenda de los grandes medios. Se dice que es la audiencia la que no está interesada. Eso es absolutamente falso. Los temas sociales siempre han sido demandados por el gran público. Pero tienen que estar bien hechos y bien analizados. Por otro lado, los medios tienen vetados determinados espacios a determinados temas. Por ejemplo, los dominicales a penas dedican espacio a este tipo de asuntos porque las marcas de publicidad que en ellos se anuncian imponen una serie de normas de estilo. Y nadie va a decir que esto no es verdad. No les interesa aparecer al lado de historias duras, de historias sobre el dolor, sobre gente desaparecida, sobre mujeres violadas… Y cuando se incluyen, se hace de una forma muy vaga y difusa. Se buscan formas estéticas de representar la violencia o el dolor y muy pocas veces van al grano. Una de las cosas increíbles que me han pasado a mí fue a raíz de la prepublicación en el magazine de La Vanguardia del contenido de estas exposiciones, un reportaje de portada y con doce páginas interiores. La gente me felicitó por romper la tónica de los dominicales que ya no se hacen eco de temas como éste y que cuando lo han hecho han sido valorados y han gustado, a pesar de ser temas duros. Hay una contradicción entre lo que quieren los directores de los medios y lo que quieren sus lectores.

- ¿Pero los nuevos soportes son la solución?

- Te voy a ser sincero: yo cada vez que presento una exposición, intento por todos los medios que tenga repercusión en la prensa escrita, la televisiva y la radiofónica. Esta muestra ha sido muy visitada, quizás por 20.000 personas durante el primer mes desde que abrió sus puertas. Sin embargo, un dominical alcanza a dos millones de personas. Tienes que hacer el esfuerzo de venir a ver una exposición. En Barcelona incluso hay que pagar por hacerlo. Eso no significa que todo el mundo que ve el dominical lo entiende, lo lee o le interesa, pero hay una especie de cercanía. Yo soy periodista y creo que las historias deben aparecer reflejadas en la prensa. Eso sí, yo exijo un respeto sobre mi trabajo a aquellos medios con los que publico. “Desaparecidos” ha tenido eco en muchas redes de Internet. Eso es importante. Pero Internet ha creado una idea equivocada y es la de que todo es gratuito. Y por ese camino no vamos a ninguna parte. Este es un trabajo de trece años. No todos los medios pueden pagarlo, pero sí deben pagar por el reportaje publicado. Hay que buscar un equilibrio que, hoy por hoy, no existe en la Red, pues pone en entredicho la posibilidad de trabajar para mucha gente. Todo corre más rápido en la web, pero es más complicado recuperar el feedback. Que te paguen es lo que te permite seguir trabajando.

- Usted lo ha dicho: es periodista. Sin embargo,  quizás se le conozca menos por sus reportajes y sus crónicas y más por su labor como fotorreportero.

- Es relativo eso de que soy menos conocido como periodista de prensa escrita y radiofónica. Se debe a la tendencia de los medios de Madrid y Barcelona, sobre todo de los primeros, a creerse que solo existen ellos. Eso es falso de solemnidad. De hecho, la mejor prensa que hay en España es la regional. De lejos. Yo siempre he trabajado para diarios regionales. El verano pasado me llamaron para dar una clase magistral en los cursos de verano en Santander, algo a lo que invitan a gente del rango de Vargas Llosa y muchos otros por encima de mí. Me preguntaron que qué cargo me ponían, y yo les dije que periodista del Heraldo de Aragón. “¿Heraldo de Aragón?”, me respondieron. “Sí. ¿Cuál es el problema?”, les contesté. Es la cabecera con la que trabajo desde marzo de 1987.  Allí jamás me han tocado ni una sola línea, algo seguro imposible en los grandes diarios de Madrid. Eso significa que no soy conocido como periodista para el que no ha querido conocerme. He trabajado para La Vanguardia, para El País, que ha tenido que publicar crónicas mías con el copyright de El Heraldo de Aragón, lo que no deja de tener su gracia… Estudié en la universidad cinco años de periodismo y jamás hice un curso de fotografía. Y me gustaría hacer algún día algún curso en profundidad sobre periodismo literario. Y he trabajado en radio para la SER y para otros medios. Lo que es raro es que un freelance como yo pueda desplegarse en variedades de periodismo tan diversas. Es algo posible. El problema es que tienes que trabajar tres veces más.

Le habrán preguntado mil veces por qué eligió esta profesión que compartimos, pero casi me interesa más saber cómo se decantó por el reporterismo de guerra…

Yo soy periodista, de vocación y de oficio. Empecé a trabajar desde muy joven. Y mi sueño desde siempre fue el de viajar. De niño me encantaba memorizar las capitales del mundo; me las sabía todas, y por eso mi idea era recorrerlas. Creía que los periodistas conocían mundo porque viajaban mucho. Luego te das cuenta que de lo que viajan es de aeropuerto en aeropuerto, que es lo único que conocen, y de hotel de cinco estrellas en hotel de cinco estrellas. Hay que tratar bien a sus señorías para que no se hernien. Yo era el único de mis compañeros de instituto en los años setenta que iba a clase con un periódico. Es verdad que era un diario deportivo, entono el mea culpa. Pero tenía muy claro a lo que me quería dedicar y en lo que me quería especializar. Es como lo del tema de los desparecidos. Era algo que ha estado siempre en mi cabeza. Lo que necesitaba era que llegara el momento de poder desarrollarlo. Porque ese es el gran problema de esta profesión: que es un oficio con muchos, muchos obstáculos. Para esto es importante tener paciencia, creer en lo que haces, saber que va a ser para siempre, que no hay vuelta atrás y que se es periodista las 24 horas del día. 

Rechaza la etiqueta de “periodismo comprometido”. ¿Eso es porque todo periodismo debería serlo?

Es una etiqueta que me molesta mucho. Yo soy un periodista. Punto. El periodismo es compromiso. Por eso me enciende cuando compañeros prostituyen y pisotean los principios básicos del periodismo. Porque me acuerdo de mis otros compañeros muertos por hacer aquello en lo que creyeron. El periodismo es algo tan necesario para la sociedad como la sanidad y la educación. Una sociedad sin buen periodismo está absolutamente mermada y es muy fácilmente manipulable.

Es muy crítico con los grandes medios. ¿Cómo se relaciona con los que trabaja?

Es básico el respeto. Y no a mí, como persona, que se da por descontado, sino a los protagonistas de mis historias. Por esta cuestión yo he dejado de colaborar con medios muy conocidos. Mis protagonistas son las grandes víctimas de los conflictos armados, los grandes olvidados y la única verdad incuestionable de una guerra. El día en el que alguno de los medios con los que trabajo cambien de dirección, u ocurra algo que me molesta, buscaré otros lugares sin problemas. Y no se trata de crearse un top de medios. El fin no es trabajar para el más grande. Yo me siento orgulloso de colaborar con la prensa regional. Me ha dado muchas ventajas, y viceversa, porque yo soy muy generoso con la gente que me respeta.

Ha dicho que nunca hizo un curso de fotografía, pero jugaba con ventaja, y es que aprendió junto a los más grandes del oficio.

Tuve la suerte de encontrarme en el camino con los mejores fotógrafos del mundo, que, y aunque parezca contradictorio, suelen ser los más humildes.  Hay una tendencia en el mundo del periodismo y la fotografía, y es que, cuando te vas haciendo mayor y vas teniendo poder, te conviertes en un egoísta y un prepotente. Esos “profesionales” son los menos interesantes, los más mediocres. El problema es que hay demasiados mediocres en puestos de responsabilidad y en todos los ámbitos. Pero es que para controlar un poder son necesarias personas que no sean contestatarias. Yo aprendí mucho dejando de hacer mi trabajo y viendo como trabajaban estos grandes fotógrafos. Les pedía consejo, y a veces sus respuestas eran durísimas. Pero eso me sirvió para ser muy autocrítico conmigo. Esa, sin contemplaciones, es la base del periodismo. Sobre todo cuando empieza a llegar la cosecha de premios, que a la gente joven le hace polvo y a la mayor les vuelve hipócritas. Como dice un amigo mío, cuando estés subiendo las escaleras, saluda a los que están bajando porque quizás algún día te los encuentres en el camino de vuelta. He tenido la suerte de encontrarme sobre el terreno con gente con muy buena onda.

Afirma que la primera víctima de una guerra es la verdad. Y sus depositarias suelen ser las víctimas…

Eso lo dijo un senador norteamericano en los años veinte. ¡Ni siquiera lo dijo un periodista! ¡Tuvo que ser un político el que expresara una verdad como un templo!

Cuando uno estudia la carrera de periodismo le repiten una  otra vez que debe ser objetivo. Con materiales tan sensibles como estos, eso es complicado.

Pero, vamos a ver, ¿cómo se le puede pedir ser objetivo a una persona que ocupa la mayor parte de las veces el último puesto del escalafón, cuando el medio para el que trabaja no lo es? Los medios se pasan por el arco la objetividad todos los días; no tienen valentía ni agallas para enfrentarse a los poderes fácticos. ¡La objetividad es un absurdo en el mundo del periodismo! Es una palabra que habría que desterrar de los planes de estudio. Lo que hay que ser es riguroso. Siempre. Siempre. En esto, como en todo, como te pillen una vez, la cagaste para toda la vida. Y ya puedes luego hacer cien buenas acciones. Ni subirás, ni bajarás escalones. Te quedarás ahí. Si no tienes seguridad en la noticia que vas a dar, no la des. Es un consejo que doy a los nuevos periodistas, pero también a muchos expertos.

Es cierto que no tenemos una clase política como para estar orgullosos de ella. Pero la sociedad civil tampoco hace nada por desperezarse. ¿Qué está fallando?

El nivel político en España está por los suelos. Y no es que lo diga yo. Solo hay que ver las respuestas a las encuestas cuando se le pregunta a la gente que valore a sus políticos. ¡No aprueba ni el que está a punto de ganar unas elecciones por mayoría absoluta! Y hay otro problema grave y es que, como decía antes, los medios de comunicación han dejado de hacer su trabajo. No crean opinión y van a trancas y barrancas de los temas. En todos los medios hay tres o cuatro periodistas de referencia que escriben al dictado. El otro día le leía a uno de ellos que España iba a dejar de vender armas a Libia. La pregunta que había que hacerse era: “¡Ah! ¿Pero es que le vendíamos armas a Libia?”. ¡Si no se puede! ¡Si la ley internacional lo impide! ¿Por qué ese mismo periodista no contó un año antes que vendíamos armas a Libia? Todo eso confunde a la opinión púbica. Los medios se dedican a hacer entrevistas pactadas. ¡Hay personajes a los que no se le debería dejar vivo periodísticamente hablando cuando se enfrentan a una rueda de prensa! ¿Cómo es posible que a los protagonistas ya no se les pregunte por los temas de agenda, los de obligación? Ahora te piden el cuestionario para ver si van a tu tele o a tu radio, ¡o no te dejan hacer preguntas en las ruedas de prensa! Eso es la antítesis del periodismo. Finalmente, lo que está claro es que la gente solo se mueve por cosas que le tocan de lleno. La mayor parte de los conflictos armados, el sufrimiento humano, están muy alejados de nuestras vidas. Lo que nos preocupa del Magreb es si nos van a dejar sin petróleo. A nadie le interesa por qué occidente ha estado vendiendo armas y haciendo negocio con todos estos cafres y dictadores. Nadie entra al debate. Señores, ¡en 2007, Gadafi estuvo en Sevilla y todo el mundo fue allí a bajarse los pantalones! Desde 2004, el gobierno del “no a la guerra” ha cuadruplicado la venta de armas al extranjero. Se ha pasado de 450 millones a 1.800 millones de inversión. Y para saber eso no hay más que meterse en Google y poner “venta armas España”. ¡Si encima son cifras oficiales! Luego las universidades están en paro mental. No hay debate. La prensa, bajo mínimos. La situación es muy complicada como para ver una salida.

Hablando así, ¿No se ha visto tentado por la política, la verdadera política?

No. A mí lo único que me interesa es el periodismo. Y así será hasta que me muera. Mi sueño es morir ejerciendo esta profesión. Para que yo hiciera política habría que cambiar la estructura de los partidos. Habría que cambiar a los responsables de esos partidos. Y habría que transformar las perspectivas para que la gente se viera interesada por la política. Los propios políticos se han cargado la política. Han defraudado tanto que la gente cree que política es sinónimo de corrupción y mentira.

Usted lleva más de 25 años viviendo la guerra de cerca. ¿Ha cambiado en algo la manera de hacerla?

Ha cambiado más la manera de narrarla. En la guerra se sigue matando igual que siempre. Ahora hay más armas, pero las víctimas siguen siendo las mismas, los combatientes no saben por qué combaten, las personas no saben por qué mueren, las mujeres no saben por qué son violadas y los niños no saben por qué tienen un fusil en las manos. Nadie te responde con argumentos a estas cosas. Lo que sí ha cambiado es la manera de transmitir la guerra, porque las nuevas tecnologías permiten que todo corra mucho más deprisa. La pregunta clave es si esto es mejor o peor. Los listos de turno te dirán que mejor. Yo, que soy bastante más escéptico, creo que las nuevas tecnologías han beneficiado mucho, pues no es lo mismo tener que vagar dos horas por una ciudad, como me ha pasado a mí en Sarajevo para mandar una crónica, que hacerlo desde la habitación de un hotel. Juro que prefiero lo segundo. Antes había que jugarse la vida y gestionar durante horas ese teléfono al que había que llegar al final del día. Muchos compañeros están muertos o fueron heridos por eso mismo.  Pero la facilidad de ahora lleva a que no se le dé importancia a lo que se hace. Antes había que revelar los rollos. Llevarte contigo esos paquetes de fotos. Y sabías que el número de disparos era limitado. Hoy tiran y tiran y tiran. Y el resultado es muy reiterativo. Todo el mundo está obsesionado con ser el primero, y como decía García Márquez, el bueno no es el que primero escribe algo, sino el que mejor lo elabora. Y los periodistas se han convertido en protagonistas. Los que ahora están cubriendo cuestiones como Egipto y Libia son muy jóvenes, fácilmente manipulables; las coberturas han caído de calidad, y en televisión las han convertido en puro espectáculo. Todo esto va en contra del periodismo en el que yo creo.

Tal vez podemos decir que todas las guerras son iguales, pero no que todas las víctimas son iguales.

Como ocurre en todas las guerras, hay víctimas de primera, de segunda y de tercera categoría. Y las historias de unos se transmiten y las de los otros no. Y guerras mediáticas con víctimas mediáticas pasan a convertirse en olvidadas en cuanto dejan de interesar. Lo de Irak no es nuevo. Tiene 30 años, como sus víctimas. El otro día me preguntaban: “¿Qué es peor, que te desaparezca un hijo o cinco?”. Pues depende de si esa madre tiene diez o un hijo. Pero tampoco se puede hacer categorías con el dolor. Cada persona que muere, que es herida, que no alcanza un objetivo, se convierte en una historia inconclusa. 

 ¿No está demasiado idealizada la figura del reportero de guerra?

A mí me pone frenético el hecho de que se identifique a los periodistas como tal. Yo soy una persona normal y corriente, y si me ves por la calle, no sabrías a qué me dedico. Hago un trabajo de lo más sencillo. Y cuando me dicen que es peligroso trabajar en una zona de conflicto siempre les digo que es mucho más peligroso trabajar en la sección de local de un periódico. Si yo titulo “Gadafi es un criminal”, eso no lo toca nadie. Pero intenta titular donde quieras que el corrupto es un banquero o di que habría que investigar la política de contratación de esta u otra empresa. A ver quién se atreve. Los periodistas de ese tipo de secciones están condenados a ser golpeados, a ser censurados y a perder su trabajo. Por trabajar en local o en economía, no en internacional. Hay que colocar a cada uno en su sitio y devaluar esa especie de actitud de que la especialización en conflictos armados es mejor o peor que otras especialidades. Yo he visto en zonas de conflicto periodistas muy buenos y periodistas muy malos, como en economía o deportes. Profesionales que no se dejan envenenar y otros que escriben al dictado.

Pero el desgaste debe ser distinto. ¿Cómo se sabe cuándo se debe parar?

Un vicio de los periodistas en general es hablar más de uno mismo que de lo que ocurre. Y debemos ser conscientes de que cuando te especializas en algo lo haces con todas las consecuencias. En ello habrá momentos muy positivos y momentos muy amargos; momentos de gran impacto emocional, en los que verás morir gente, a un amigo, o porque haces un muy buen trabajo. Sin embargo, no entiendo que no se llegue a sentir el impacto del dolor de las víctimas. Si no es así, jamás podrás transmitir con decencia. Por muchas fotos que hagas y muchos textos magníficos que escribas y muchos premios que te den. Y una profesión como ésta es un camino sin retorno. Si sales será para sentirte mal, pensar que eres un incomprendido, que nadie te entiende…

“Vidas minadas” es, lamentablemente, un proyecto inacabado. No sé si es el que mejor lo define. Siempre ha dicho que tiene un hijo natural y cuatro más…

Eso lo dije cuando me dieron un premio pero era para establecer un símil con una realidad. Había que hablar poco, y dije cosas muy potentes y a través de imágenes que la gente podía entender. En ese momento se cumplía el cuarenta aniversario de la muerte de Luther King, que también tenía cuatro hijos, y eché mano de algunas de sus frases. Él tenía cuatro hijos y yo puedo considerar como tales a los protagonistas de “Vidas minadas”. Porque aunque me pase años sin verlos, yo sé que me van a recibir con el mismo calor cuando llegue mañana, y cuando pasen cosas importantes en sus vidas, me van a llamar después de a sus familiares. Es importante relacionarse con la gente con la que trabajas. Todo el mundo tiene derecho a labrarse una identidad. Decía Kapuscinski que el que no está dispuesto a conocer la historia de otra persona sobre el terreno no tiene mucho derecho a explicarla. “Vidas minadas” era una contestación a todo esto. Un proyecto en el que intentaba contar las cosas de otra manera, como decía John Berger, porque hay que saber vincularse a las historias, llenarse de barro, dejarse golpear por el dolor. Únicamente así sabrás transmitir no sólo con decencia, sino también con cierta singularidad. Ese proyecto me ha dado muchos dolores de cabeza, pero también muchas satisfacciones. Es parte de mi esencia. Y creo humildemente que ese trabajo nos ha enseñado a entender de otra forma el dolor ajeno.

Cita a Kapuscinski. ¿Es un autor de cabecera?

Yo lo conocí personalmente. En el último año ha habido mucha polémica con su manera de trabajar, su biografía, que yo la he leído de punta a punta. Me ha dejado un mal sabor de boca el sensacionalismo que se ha hecho con algunas partes. El libro no defenestra tanto a Kapuscinski como se ha dicho, pero sí que lo deja en una situación complicada. Él sigue siendo una persona que ha escrito grandes páginas del periodismo, que ha hecho grandes reflexiones, y esto es como cuando lees a Céline. Sería un fascista, un gran hijo de puta por su manera de pensar, pero escribió libros maravillosos. Yo siento cierta amargura por haberme enterado de cosas de Kapuscinski que no me gusta que hayan pasado. Pero eso no quita para que considere que ha sido una de las personas que más ha pensado sobre esta realidad nuestra. Él ha acercado las grandes cuestiones de nuestro tiempo al ciudadano medio. Y lo hizo con elegancia, paciencia y dedicación.

“Cuando tenga 64 años podré decir Yo he sido corresponsal de guerra”. ¿Cómo le definimos hasta entonces?

Cada vez me topo con más gente que se autodenomina “reportero de guerra”. Pero el hecho de irte un día a cubrir un conflicto, ver a unos soldaditos heridos y escuchar un boom de lejos, no te transforma en un reportero de guerra. Sin embargo, hay gente a la que le sucede esto. Yo que he estado en muchas guerras, que sería de los pocos en los que no rechinarían estas palabras, prefiero declinar la invitación para que la gente reflexione sobre lo que significa este oficio de verdad. Porque este es un oficio para toda la vida. Y mientras no te tires 40 años haciendo un trabajo no te especializas en él. Además, como ahora nos vamos a jubilar a los 67, todavía tendré que esperar más años para poder decirlo.

Apuntaba antes que se pueden hacer mil cosas en la vida, todas buenas, pero que como hayamos hecho una mala, o regular, ésa será nuestra penitencia. Usted siempre será el que sacó los colores a más de uno con su discurso al recibir el Premio Ortega y Gasset…

Cualquier persona que me conozca desde hace décadas sabrá que yo, siempre que me han dado un premio, he hablado alto y claro. El primero me llegó en 1994. Era el de la Asociación de la Prensa de Aragón, y también saltaron chispas. Solo hay que leer el prólogo de mi libro sobre Sarajevo. O el de “Vidas minadas”… No estoy cambiando de discurso. Siempre me he sentido obligado a hablar en nombre de los que no pueden. Cuando me invitan a dar charlas siempre procuro llevarme a alguno de los chicos, que sean ellos los protagonistas. Yo sólo soy un intermediario. Lo que ocurre con el Ortega y Gasset es que tiene más impacto mediático por venir de quien viene. Pero yo siempre he hablado igual. Se trata de adecuarte al espacio que tengas. Ese día me pasé porque tenía un minuto, que en realidad era para agradecer el premio, y empleé cuatro. Y yo considero que mi discurso no fue el más fuerte de los que se leyeron en esa ocasión, ni mucho menos.

 ¿Enseña algo la guerra?

La guerra nos enseña a que el hombre no puede vivir sin ella. Vivimos sometidos a ella desde tiempos inmemoriales. No se conoce periodos de la Historia en los que hayamos renunciado a ella. Y los europeos hemos sido maestros dando lecciones de brutalidad. Somos los grandes inventores de los mayores dramas de la humanidad. Lo único que le sale bien al hombre es matar. Al hombre le gusta matar. Y al que lo niegue es que no tiene ni idea de lo que pasa en una guerra. Porque uno no mata aquí. Mata rodeado de otro tipo de circunstancias y condiciones. Y lo hace cuando todo se desmorona, cuando se tiene que defender, cuando te manipulan. Pero en la guerra también hay gente que muere por no matar, y eso es lo único que nos salva. Gente desconocida y sin nombre, pero valiente y con honor. Gente a la que nunca se le da premios. Es más cobarde matar. No hacerlo es ser muy heroico. Hay que acabar con ese desequilibrio. Y luego la guerra es un gran negocio, y como es un gran negocio, difícilmente desaparecerá. 

Tengo que preguntarle por los seminarios de fotografía de Albarracín, que dirige y que ya tienen más de una década de existencia.

Es sorprendente que un lugar tan alejado del mundanal ruido de Madrid y de Barcelona pueda tener tanto atractivo para la gente. Allí se empezó de cero, de una fundación, la Santa María de Albarracín, cuyo comportamiento es incontestable desde mi punto de vista. Admiro su ética, la de una institución que es capaz de contar con toda una serie de personas para conseguir que ese lugar no se deteriore, ni se destruya; que ha luchado para que las restauraciones sean lo más cercanas a ese maravilloso entorno; que nadie se aprovechara de esa actividad; y que los resultados fueran de acceso público y no cayeran en manos privadas. Ellos han sido capaces de montar seminarios tan importantes de todo tipo relacionados con la cultura y el arte. El nuestro atrae a tanta gente en buena parte debido a esto: 300 alumnos el año pasado matriculados, 150 fuera… Ahora tenemos hasta cuatro salas para las charlas y empezamos con una. Tenemos que usar un circuito interno de cámaras para que lleguen a todo el mundo. Son conocidos, y la gente está encantada cuando les llamo para participar en ellos. Las instalaciones son magníficas, como la actitud de la fundación… Es un lugar interesante al que viene mucha gente con ganas de aprender fotografía.

¿Y ahora qué?

Tengo trabajo para unos cuantos años. Voy a seguir el tema de los desaparecidos en España. Estoy ocupado también con un proyecto sobre Afganistán, que aún está en pañales, pero que quiero que vea la luz en 2013 o 2014, cuando los occidentales se hayan marchado del país habiéndolo dejado hecho una mierda, poder presentar el resultado de su fracaso. Sigo con “Vidas minadas”. Me gustaría presentar en 2022 sus 25 años. Y seguir haciendo periodismo de actualidad, que me interesa mucho. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Díaz-Guardiola

4 de noviembre de 2016

CLARA USÓN PRESENTÓ LA REVISTA EN HUESCA EL  22 DE NOVIEMBRE

La revista TURIA fue presentada por la escritora Clara Usón en la Diputación de Huesca el martes 22 de noviembre a las 20 horas, publica un espectacular monográfico en homenaje a Ramón Acín. Con motivo de cumplirse este año el 80 aniversario de su muerte, y desde la convicción de que sin memoria no hay cultura posible, TURIA ha creído necesario realizar una amplia labor de análisis y divulgación de la obra de un personaje único e irrepetible.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

LA REVISTA AVANZA, EN PRIMICIA EN ESPAÑOL, LA NOVELA DEL ESCRITOR BRITÁNICO: "EL NÚMERO 11"

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de noviembre en España y otros países, un sumario repleto de atractivos textos inéditos protagonizados por grandes autores internacionales. Así, el escritor argentino Patricio Pron da a conocer un interesante artículo sobre su célebre compatriota Jorge Luis Borges. También encontraremos una completa y rigurosa aproximación al universo literario de Roberto Bolaño, uno de los escritores latinoamericanos más importantes de los últimos tiempos. Y, entre otros contenidos de interés, una grata sorpresa en primicia en español: un fragmento de El número 11, la nueva novela del escritor británico Jonathan Coe, uno de los nombres más destacados de la narrativa inglesa contemporánea. 


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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

La cellisca ha tomado Madrid y las primeras páginas de los diarios. El invierno saca sus galones de frío y, pasado por la humedad, alumbra diciembre en los destellos que la nieve deja sobre la calzada para que los coches pisen con las luces encendidas. La casa de José María Merino es una isla caliente. ¿Para qué los radiadores cuando el papel es tan eficiente material de construcción y la mejor prenda de abrigo? En su despacho madrileño uno desconoce si, detrás de la biblioteca, hay pared o todo es barricada literaria. Hay volúmenes por todas partes: en la estantería, por supuesto, pero también encima del escritorio, debajo, y no sé si hasta colgando del techo. En el suelo, los ejemplares descansan en triple fila. Su voz, entre campanuda y reflexiva, no mira por encima del hombro.

 

-Su trayectoria literaria asoma ligada a la propuesta moral. ‘A veces me recorren el ánimo secuencias y añoranzas que no provienen de mi experiencia extraliteraria, sino que tienen su raíz en lecturas que, ya olvidadas, identifico como sentimientos propios’[1]. ¿Es posible aprender del olvido?

-A través de la literatura, interiorizamos quiénes somos y qué es la vida. También conocemos casos espectaculares, como el de un tal don Quijote de la Mancha, que modificó su comportamiento y la misma realidad para convertirse en un amadís. Es decir, por supuesto se aprende del olvido.

-En los ejemplos que cita pesa la voluntad.

-Es que, sin sacar a Freud, el olvido voluntario está ahí, como un fantasma. El otro, el involuntario, llena los almacenes del recuerdo con cosas que después gravitarán sobre nosotros, mandando mensajes. Ambos forman nuestro sustrato vital.

-En alguna ocasión ha dicho algo así como que el hombre que es está formado por una transustanciación de las historias leídas. Este lenguaje, ¿se debe a la contaminación que ha dejado la religión después de miles de años de dominio en el arte, las costumbres y los dichos o a que la creación tiene, efectivamente, conexiones extáticas?

-En realidad, la creación literaria tiene mucho que ver con el mito. En mi discurso de ingreso en la Real Academia dije que la ficción es lo que nos ha hecho homo sapiens. Ver y explicar el mundo a través de símbolos está en nuestra condición, somos animales simbólicos. Las historias convierten la realidad en símbolos. Todo, mucho antes que la ciencia, la metafísica, la filosofía y la escritura. La sustancia heredada de la ficción por la literatura es la reorganización de símbolos. Esto nos aproxima al mundo mítico y a los arquetipos.

-Pero, en origen, el mito tiene algo de religioso.

-Sí, no soy escritor místico, pero reconozco que el arquetipo religioso ayuda a vivir. Yo no creo en esoterismos, cuanto en lo mítico como sustancia de la especie humana. Los mitos religiosos no reconcilian a la persona con su condición mortal, sino que la llevan a un más allá desconocido. El mundo mítico nace cuando Jasón y los argonautas van en busca del vellocino de oro. Luego, todos buscamos el vellocino.

-Tiene, entre otros, los premios Miguel Delibes, Torrente Ballester, Castilla y León, Salambó y Nacional de la Crítica. ¿Considera su ingreso en la RAE otro premio más que un nombramiento para trabajar con la lengua?

-Que mi voz haya sido estimada de ese modo es el mejor premio que me han otorgado. Es el reconocimiento de un organismo misterioso con el que uno no guarda relación y que, de repente, te invita a hablar de palabras.

-Usted se crió en una casa con buena biblioteca. Los diccionarios y las enciclopedias le brindaron el primer contacto con el mundo de las ideas.

-Mi padre Bonifacio era un abogado republicano, abierto y liberal y le encantaba que sus hijos leyéramos. Yo era el mayor y, durante años, el lector principal. De los libros que me regalaba, conservo bastantes. Le gustaba verme consultar la Universitas y la Espasa. Y cuando le iba conque algún libro estaba en el Índice, él respondía muy serio: ‘Nihil obstat’. Y ya tenía autorización episcopal.

- Luis Mateo Díez, en la contestación a su discurso de ingreso en la Academia, definió a su padre como un hombre de sensibilidad y criterio, “que valoraba ese tesoro de los libros como el mejor legado para sus hijos”; ¿Le aconsejaba?

-Era buen orientador. Me decía: ‘Josemari, de esto te puede interesar tal cosa’. Yo ahora tengo una biblioteca mucho más grande, sin embargo en aquella estaba lo más sustantivo.

-¿Qué contenía esa biblioteca?

-Había muchas obras completas de Aguilar. Estaban los clásicos del siglo Diecinueve, ya fuesen españoles, ingleses, norteamericanos, alemanes o franceses. Víctor Hugo y Voltaire, completos. Había mucha poesía, una colección de Premios Nobel, la Summa Artis y ejemplares de Ciencias Naturales, Historia y Geografía que todavía conservo.

-Parece grande.

-No lo era, pero sí rica en elementos estimulantes, selecta.

-Hablando de palabras. Usted ha dicho que mantiene con ellas “una relación adictiva” y hasta de “vicio”. ¡Parece que hablara de bajas pasiones!

-(ríe) ¡Como si uno no pudiera ser vicioso de cosas nobles! No, no lo considero baja pasión, sino alta. Las palabras me encantan desde niño. El otro día una amiga argentina me felicitaba las Pascuas con una que nunca había escuchado. ¡Vaya regalo! La apunté para profundizar sobre ella. Las palabras son uno de los vicios más sanos que se pueden tener.

-Sabino Ordás sostiene que la lengua no necesita tutores: ‘Si goza de buena salud, ella sola se desarrolla y florece. Si está anémica y enferma, ningún médico podrá devolverle la vitalidad. Sin la academia, el mundo anglosajón sostiene un lenguaje en permanente renovación; con academia, el castellano peninsular se empobrece cada día más’[2]. Yo creo que debe lanzar una defensa sobre la Real Academia, ya que la mora.

-Don Sabino es terrible –sonríe-, ¡pero opinamos igual!: la Academia es como Icona, se dedica a estudiar el estado de la cuestión. Acaba de salir una Gramática ejemplar al respecto que intenta incluir el español sin acotaciones.

-¿No es, en alguna ocasión, poco rígida?

-Es que si los hablantes empobrecen el idioma, no hay nada que hacer. Felizmente, el español tiene a América. El tronco de las estructuras del idioma se mantiene gracias a los americanos. Nosotros somos el diez por ciento de los hablantes.

-No obstante, si atendemos al creciente número de países donde se estudia, posee buena salud.

-Sí, a diferencia del francés, que se ha venido abajo. La Francophonie ha desaparecido y, con ella, la ortografía, las composiciones y casi la fonética. En nuestro caso, intentamos evitarlo gracias a la actuación coordinada de las academias, que es positiva no para ahormar el idioma –porque no tiene fuerza-, sino para crear una conciencia de lengua común. Ahora, repito, si la gente joven habla cada vez peor y utiliza menos registro lingüístico y los medios de comunicación empobrecen su discurso, a la larga, haga lo que haga la Academia, el español tendrá deficientes condiciones de mantenimiento.

-¿Esa escasa fuerza que mienta es por la que sanciona vulgarismos –se acaba de aceptar sofases como plural de sofá-?

-Sí, hay algunos plurales -como jabalíes- tolerantes -con jabalís-. Yo no lo sería. Pero la Academia no tiene más remedio que asumir el lenguaje popular. A mí me horroriza móvil con sentido de celular. Durante años se logró imponer balompié, la gente volvió a fútbol y hubo que reincorporarla al flujo lingüístico. Es el caso de matrimonio: no responde a la semántica original, pero hay que asumir el significado de la calle.

-Su tesis de que el homo sapiens empieza a ser porque comienza a interpretar es un tanto revolucionaria.

-He leído a multitud de lingüistas y siempre van por el mundo del lenguaje, no por el de la ficción. Mi teoría es que lenguaje y capacidad de comunicación tenemos todos los seres vivos, empezando por los virus y las bacterias. No hay más que ver a las hormigas, las flores o los delfines. Los gatos, por ejemplo, están transmitiendo continuamente información: poseer lenguaje no nos diferencia. El hecho raro, no sé si patológico, es que nosotros utilizamos el lenguaje para organizar ficciones. Está en nuestra naturaleza. El Neanderthal tenía lenguaje y sabía fabricar herramientas igual que los antropoides y algunas aves –el uso de la herramienta no es algo específicamente humano-. Lo innovador es que nuestra especie utiliza el lenguaje, a diferencia de los delfines –que, además, son sofisticados-, para organizar esas ficciones y, a través de ellas, contar el mundo.

-O sea: por encima de la voz y de la palabra, la ficción.

-Exacto. Publiqué un artículo[3] en el que digo que si Linneo nos volviese a clasificar no nos llamaría Homo sapiens, sino Homo narrans. Somos la especie que cuenta historias.

-Usted constata el declive del cuento[4], después de que, en el primer tercio del Veinte, no quedara periódico o revista sin uno por número. ¿A qué se debe? ¿Es culpa del gusto cambiante de los lectores?, ¿de la simple moda literaria?, ¿del concepto comercial del periodismo de hoy?

-Llegó el cine. Trastocó el formato del divertimiento masivo, exactamente igual que ahora pasa con la televisión y, no digamos, con los videojuegos. Lo curioso es que, a pesar de que en los últimos años, el lector común –no me gusta decir vulgar- prefiere el best seller, el cuento ha renacido entre los autores y con un nivel sorprendente[5].

-¿El cuento es, como se dice, capaz de requerir más trabajo que una novela?

-Requiere más trabajo, pero menos tiempo. La novela es una exploración en terreno selvático: vas con un machete y sabes que, a dos kilómetros, hay una casita donde vive Fulano, que tiene un primo enamorado de una señora que vive en otra casita. No sabes más. Y empiezas a descubrir sendas. Al final, la casa no es la que esperabas y el primo no vive donde creías… El cuento es al revés: una iluminación. Has de tener la idea desde el principio. Empezar un cuento sin saber adónde vas es imposible.

-¿Empieza las novelas a ciegas?

-No, pero se puede. Lo común es querer ir a un sitio y acabar en otro. De vez en cuando me ocurre y no me sorprende. Frente a esto, la dificultad del cuento es saber dónde quieres ir y lograr llegar. Ah, y depurarlo constantemente.

-¿Nunca le ha sucedido, al contrario, empezar un cuento y ver que la historia se ensancha?

-Es gracioso, me está sucedido últimamente. Escribo mini cuentos, los miro y me digo: ‘Merino, esto no es un mini cuento. Te está pidiendo más páginas’. Me dice que lo deje respirar. Hay cuentos que me han estado engañando durante años. Verlo es cuestión de oficio.

-¿Habla con sus creaciones?

-Sí, miro al bicho y escucho. Es exactamente lo que me pasó con El lugar sin culpa, el típico cuento guardado en un cajón. No lo saqué hasta descubrir qué me pedía. Nació como cuento, luego me dijo que era una novela enorme y, finalmente, resultó de menos de doscientas páginas.

-El lugar sin culpa transcurre en una isla que define como “arquetipo de la naturaleza que no puede conocer la angustia, ni la nostalgia, ni ninguna forma de desasosiego”. No lo he visto referido en ningún lugar, pero para mí El lugar sin culpa viene a ser una utopía, un género poquísimo frecuentado. Encaja por lo filosófico -por la propuesta identitaria y de organización social- y por lo que tiene de no-lugar, atendiendo a la etimología eu-topos. ¿Lo tenía previsto?, ¿contempla la opción?

-Pues en realidad, sí,… es una utopía… Por partes -para explicar la propuesta-: yo soy conservacionista y reputo que el calentamiento global agrava las injusticias básicas de nuestro mundo. La reunión de Copenhague[6] es una demostración de que no somos naturaleza. ¿Problema de nuestros políticos? No lo sé. Pero nosotros no somos naturaleza. Es más, somos su gran enemigo. Sufrimos, pensamos y soñamos, pero somos un elemento enemistado con la naturaleza.

-No obstante, la necesitamos.

-La necesitamos para sobrevivir porque, aunque no la seamos, estamos compuestos de ella. ¿Cómo vamos a resolver la contradicción? Es utópico pensar en un mundo de vida armónica. Incluso, ¿por qué no van a tener los chinos derecho a decir: ‘Ustedes, europeos, están muy bien; ¿ahora nosotros tenemos que hacer el doble de esfuerzo para desarrollarnos sin contaminar?’. Evidentemente, no somos naturaleza. Eso como introducción. Respondiendo directamente: no lo había pensado, pero, evidentemente, es una utopía. El lugar sin culpa, en el fondo, es un mundo de realización perfecta e imposible donde el ser humano no sufre y no recuerda.

-Como Moro o Campanella, usted también se sirve de una isla. Es decir, cumple también el componente espacial.

-Sí, sí, para crear el entorno perfecto sin contaminación. Aunque, ojo: ni siquiera la doctora Gracia se encuentra a gusto dentro y tiene que volver a civilizarse. Los seres humanos tenemos sentimientos, memoria e intereses, o sea: redes que impiden la utopía.

-La isla es el arquetipo mencionado -un sitio equilibrado donde las lagartijas no temen a las personas, un refugio-, pero también roza la liviandad, la desmemoria, el abandono. ¿Podría interpretarse el presumible estado de perfección como arma de doble filo?

-Qué duda cabe. Al fin y al cabo, el retiro le permite a la doctora Gracia humanizarse, conocerse y valorar el compromiso. Pero… huir de la realidad… no sirve para nada. El estado magnífico en el que se encuentra es tan anormal como estar sometida a la presión de la vida diaria y a la angustia de los que la rodean. El aislamiento deja una herida en la memoria.

-En el extremo de esa desmemoria estaría el delirio senil de la madre insultando a la doctora –“Mala puta”, entre otras befas-. ¿Es la senilidad otro lugar sin culpa?

-Efectivamente, el alzheimer es un lugar tremendamente inocente. ¿Podemos juzgar a un imbécil que trabajó en Auschwitz? Desgraciadamente, no. La propia vida le ha quitado la culpabilidad. Esta inocencia no tiene que ver con la de la infancia, que es jubilosa hacia el futuro. La vejez es la inocencia triste y dolorosa, la inocencia del final, de la desintegración.

-He leído que, con esta novela, abre una trilogía sobre espacios naturales, pero luego ya no si La sima es la segunda parte.

-Iba a serlo. No lo es y estoy atascado gravemente. He hecho viajes y tomado notas [muestra una libreta pequeña de anillas con cuatro o cinco páginas escritas y dibujadas], pero necesito más tiempo.

 

La sima, su última novela, tiene la Guerra Civil de fondo. No parece sorpresivo, pero sí los hechos que la motivaron. El volumen es producto de su desazón como ciudadano a la vista de la obstrucción del Partido Popular después de los atentados del 11-M -“Una crispación, a estas alturas de la democracia, inaceptable”-. En realidad las convulsiones vienen de antiguo. A lo largo del Veinte se tiñó el mapa de sangre y no digamos durante la Reconquista. Merino atisba “un comportamiento  irreconciliable en nuestros políticos”. Gustavo Martín Garzo escribió una tribuna, a propósito[7], en la que decía que la República “pudo ser el comienzo un país distinto, tolerante y amable”. Sin embargo, acaba compartiendo con el protagonista de La sima que nuestra historia “es una sucesión ruidosa de desencuentros y turbios ajustes de cuentas: pura memoria del rencor”. La portada del libro reproduce una foto de Agustí Centelles titulada Juego de niños[8]. En ella unos muchachos simulan un fusilamiento con palos y escobas. Es una metáfora que, al revés de lo habitual, viene del pasado al presente. Al autor le intranquiliza el radicalismo. Entiende ese camino no trata tanto de ideas políticas, cuanto de comportamientos y sentimientos. “Me preocupa la mala uva de los españoles”.

-El otro día uno de la oposición le dijo a su contrincante: ‘Usted lo que quiere es recogerme con una furgoneta y pasearme’. ¡Caramba!, en el año 2009 no debería caber ese lenguaje político. Sin renunciar a las ideas, debería haber cierto espíritu de concordia. La República, sí, replanteó la Historia de modo reformista y optimista. Garzo tiene razón al hablar de ella como un horizonte extraordinario, pero lo sorprendente es que, en ella, sólo creían los republicanos. Al final fueron los movimientos totalitarios de raíz fascista los que la derrocaron, pero la República había sido desbordada desde el primer momento por radicalismos. Es una pena: vivió acosada por un lado y por otro. Por lo que respecta a la actualidad, sólo espero que nuestros políticos reflexionen y rebajen el tono dialéctico. No creo que vuelvan enfrentamientos como aquéllos.

 

El tiempo pasa. En la calle, oculto en eso que llaman Navidad. Por su casa no veo ningún belén, a pesar de que, en Los cuadernos azules, confiesa que su madre los ponía con fervor. Las costumbres cambian. Somos tiempo. En sus libros, practica con él una curiosa taxidermia. Hay una metafísica delimitada que une El lugar sin culpa a La sima. En ésta se lee: ‘Todo lo que existe está hecho de tiempo, desde las galaxias hasta las castañas, es sólo el ritmo lo que cambia’. En otro punto: ‘Los únicos que sufrimos de verdad el tiempo somos nosotros (…) La Tierra no tiene nada que ver con el tiempo como mero accidente biológico’. Más adelante: ‘Sólo soy tiempo no geológico, no cósmico, y por eso algo tan efímero como si ya hubiese ocurrido’. En El lugar sin culpa el ser humano vuelve a ser tiempo frente a la isla, que prevalece. Dice: ‘Este espacio sólo tiene pequeñas memorias de lo concreto’. Más explícitamente: ‘De la rabia de saberse tiempo sale toda la furia, el odio es tiempo, el hambre es tiempo, el ser humano concibe el infinito en forma de tiempo que transcurre sin concluir, como el infierno para nosotros es tiempo, tiempo de sufrimiento que no se agota, somos incapaces de imaginarnos fuera del tiempo (…) Doscientos años son para la isla igual que doscientos siglos’. Pronunció Antonio Machado: “Los que buscamos en la metafísica una cura de eternidad, de actividad lógica al margen del tiempo, nos vamos a encontrar definitivamente cercados por el tiempo”. Merino sabe, como el autor de Soledades, que al poeta no le es dado pensar fuera del tiempo. Piensa que este concepto, tiempo, está más presente en la última parte de su obra porque ahora se le escurre más rápido. Transcribe su mirada limpia y su estilo preciso en islarios convertidos en obra atemporal.

 

-Cuando se plantea metafísicamente el mundo, es posible que existan a la vez el tiempo y el no tiempo. Como dijo el filósofo: ¿por qué existe el no ser y no la nada? Yo creo que son términos antitéticos. Igual que las personas o somos tiempo o somos no tiempo. Todo lo que nos rodea lo es, pero, ¿sería posible que una computadora dijera cuánto llevamos en la Tierra?... Prácticamente no existimos en el tiempo del cosmos. Las montañas están formándose, pero, para nosotros, es imperceptible. Su ritmo no tiene que ver con el nuestro. Cuanto nos rodea es eternidad e infinitud frente a nuestra fugacidad. Deberíamos pensar, alternativamente a la religión, que somos efímeros y morimos. Los pensadores antiguos ya se preguntaban a qué conduce tanta pasión, tanto dolor, tanta furia. Tenemos la maldición de olvidar nuestra esencia. ¿Por qué no sacamos, de lo efímero, la felicidad de la especie?, ¿por qué no, del mundo, un lugar confortable? Pienso en ello porque estoy en eso que llaman Tercera Edad. ¡Si lo pone hasta en mi carnet de metro!

-A pesar de lo frágiles que somos, hemos conseguido injerir en la todopoderosa naturaleza. En los últimos cincuenta años el hombre ha destruido más Medio que en los miles anteriores.

-Claro, porque somos naturaleza consciente incapaz de lo positivo. Como señalan las novelas fantásticas, tan precursoras, acabaremos constituidos por una parte importante de maquinaria. Stephen Hawking dice: “El ser humano tiene futuro fuera del planeta Tierra”. ¡Él, como la ciencia, es optimista! Pero la inteligencia nos convierte en dañinos. Falta armonía. Vuelvo a la reunión de estos días en Copenhague: es casi un cuento, su significado es simbólico. Bien, pues nuestra inteligencia puede acabar hasta con la Especie.

-Otro paralelismo: los zanjones y los enterramientos. ‘Los cuerpos humanos somos al fin y al cabo un depósito de minerales, de elementos que la tierra reutiliza sin asco ni respeto, con la naturalidad del jardinero que prepara el compost con los restos orgánicos para abonar luego sus plantas’ -El lugar sin culpa-. En La sima esto es trágico porque hay una Guerra Civil de por medio, pero el componente orgánico de la persona y su destino bajo tierra están igualmente presentes.

-Pues tampoco lo había pensado, pero sí. Hay paralelismos indiscutibles... En La sima he debido de profundizar inconscientemente en los aspectos fundamentales de El lugar sin culpa. Pero es que la trilogía quiere ir por ahí: por la naturaleza y sus espacios. Y la tierra es uno. La segunda ha de transcurrir en un río. Quiero resaltar el agua como el valor cada vez más preciado de un planeta con el que no sabemos relacionarnos.

-La sima, como elemento físico y simbólico está presente desde el Inicio.

-La historia del homo antecessor empieza en una sima, eso está claro. Pero lo que me interesa apuntar es que el mundo sigue lleno de simas, de enormes cuevas donde se arrojan cuerpos. Yo he tenido siempre la idea de que la materia se transforma, no se destruye; la noción de que somos materia orgánica en continua renovación. Cuando se hayan recuperado los cuerpos de toda los desdichados ajusticiados por el franquismo y no queden ni sus nietos, ni sus tataranietos, ni sus choznos, todo habrá vuelto al humus originario y, con él, se harán vasijas y fertilizantes para los tomates.

-¿Por qué la montaña?

-Yo quería situar la novela en la montaña occidental de León, concretamente, que es la que más me gusta y a la que más voy -por supuesto, en verano-. Desde la cordillera norte las cumbres son abruptas, pero las meridionales tienen tono humano.

-Entiendo que visita pueblos y también sube montañas.

-Sí, hago excursiones. Me gusta ir andando, ascendiendo suavemente, y darme cuenta de que no necesito ser escalador ni tener cuerdas para llegar arriba. Por el camino te puedes encontrar hayedos, bosques de tejos, de todo.

-¿Qué se cruzó, entonces, entre su plan y el resultado?

-El problema de las guerras. Yo quería hablar de alguien que se retiraba a escribir una tesis. Y quería mezclar el proyecto de esa persona, relacionado con la Historia, con el medio natural. Deseaba trabajar en la misma línea que en El lugar sin culpa. Pero se me cruzaron la Guerra Civil y la Memoria Histórica, por una parte, y la reacción de la oposición conservadora a raíz del 11-M, por otra. Pasó de ser una novela sobre naturaleza a sobre Historia. También iba a ser corta y se fue a las cuatrocientas y pico páginas. No puedo incluirla en los espacios naturales me ponga como me ponga.

-¿Cómo hacer ver que la Memoria Histórica busca justicia y no reabrir heridas?

-Es sencillo: que los seres deban estar bien enterrados no responde a un derecho, sino a un Mandamiento. Por lo que, si la persona, encima, es creyente, deberá entenderlo mejor. Es la sepultura de los muertos. La Memoria Histórica pertenece a lo humanitario y a lo religioso.

-¿En qué varía esta guerra de las anteriores?

-Todas son terribles. La desdicha de ésta fue que ganaron los que nunca habían ganado. Las guerras siempre fueron sanguinarias, pero, carlistas y liberales, después, amnistiaban y dejaban una posguerra pacífica. Ganara quien ganara. En este caso los que ganaron siguieron machacando a la gente durante cuarenta años. No hubo en ellos un ápice de reconciliación.

-¿Cómo sería su reconciliación ideal?

-Pues, aunque sea romántico y sin sentido, me gustaría que llegaran los dos bloques al Parlamento y se dijeran: ‘Nosotros somos los hijos o los nietos de los Rojos’; ‘Nosotros somos los hijos o los nietos de los Nacionales’. Que se abrazaran para escenificar, de una vez, que aquello acabó.

 

Distingue mejor la venganza en El conde de Montecristo –Dumas- y en La mansión –Faulkner- que en cualquier otro sitio de la vida y reconoce que, a veces, le ponen en aprietos si le preguntan por significados a bocajarro -“Desde que soy académico todo el mundo piensa que llevo el diccionario en la cabeza”-. Por tocar palos, ha tocado hasta el cómic[9]. Según observa, la comprensión “no proviene de un proceso racionalizador, sino de una forma alucinatoria”. Al mismo tiempo que opina que la ficción de calidad “mantiene un radical compromiso con su tiempo”, establece una analogía acuática entre la ciencia ficción y el comunismo de Estado por lo que ambos tienen de utopía racional.

Vive entre el trabajo y la familia. Su mujer es catedrática de Contabilidad en la Universidad Complutense; una hija, profesora de Derecho Constitucional; y otra, poeta, ahora en Estados Unidos enseñando Escritura Creativa.

 

Los propios parajes de extrañeza que escoge como temas de sus novelas conforman una poética tendente a la utopía de la que no se separa. Con resonancias de Cuentos del reino secreto y El centro del aire, escribe El heredero, donde excava en la identidad. Es una de sus obras más ambiciosas, pero sin trascendencia comercial –“Estoy perfectamente fuera de ese mundo”-. Sólo de El oro de los sueños, novela entre histórica y de aventuras que lleva cincuenta ediciones, se puede decir que haya vendido.

-La identidad ha sido siempre para mí un tema querido. El ser humano no está hecho de una pieza: se compone de lo que es y de lo que cambia. Tanto de los elementos originarios más puros como de los impuros y mestizos.

-¿Qué pinta la globalización en la identidad?

-Una paradoja, pues, a pesar de que somos globales, hay gente que reivindica la lengua de su comarca, que la reinventa incluso frente a la de sus antepasados. Y luego va a un McDonalds a cenar o pide una pizza por teléfono, al igual que miles de personas al mismo tiempo en todo el mundo, en diversas lenguas. ‘Entonces, ¿usted a qué llama identidad?’. Habría que decirle a la gente: ‘Oiga, sea usted un poco de todos los sitios, no sea tan-tan-tan identitario’. ¡No se puede volver a útero materno!, es imposible.

-En esa novela, El heredero, el caos aparece supeditado a la ficción. ¿Hace falta leer para encauzar la realidad dentro de un orden en la vida?

-Creo que sí. Aun aquella sociedad poco lectora, sigue empapada de literatura. El comportamiento humano, en su circulación normal, sea cual sea, ha sido acuñado por la literatura. Si somos traidores, leales o nos enamoramos, sabemos qué significa por la información inconsciente que nuestra sociedad lleva después de haberla acuñado la literatura. Si no existiera la literatura sería complicado entender la realidad.

 

Las ideas del cambio y del útero, antes aludidas, están expresadas, de otra manera, en la poesía de José María Merino. En Cumpleaños lejos de casa escribió, para la edición de mil novecientos ochenta y siete, que no pudo conjurar una sensación de extrañeza, como si él no fuera ya quien escribió los poemas, lo cual recuerda lo escrito por Auden a propósito del ser y la escritura: “Lo que todo cambia y siempre permanece, lo que soy, el rostro que busqué y el que encuentro en cada uno de mis momentos, el que se transforma pasado mañana sin perder mis rasgos, sin dejar de ser yo”.

-¿Se puede sustraer la identidad del cambio?

-No. Y como muestra, escribí un poema en homenaje a Frankenstein[10], un ser fabricado con retales de otros.

-Y hay que reconocerse en lo ajeno.

-Por supuesto. La brutalidad identitaria llega cuando no nos reconciliamos con las partes de las que estamos hechos.

-‘La identidad ya sólo existe en las ensoñaciones de los ayatolas, de los aberchales, de gente así. Aunque parezcan irreductibles, son puras figuraciones, delirios. Realmente ya no hay nada que mantenga el alma igual, día tras día. Desgraciadamente ya no está loco quien cambia sino quien es capaz de incorporarse a la última mutación de todo.  De ahí la imposibilidad de la memoria’[11]. Sin embargo, frente al alzheimer del que hablábamos antes, y que nos deshabita por dentro, la memoria es un apoyo fundamental para la existencia.

-Claro, nos salva de la imbecilidad…

-… Pero usted dice: “La imposibilidad de la memoria”.

-Hay que entenderlo, es un cuento metafórico sobre radicales que han perdido las creencias. Al extraviar la memoria, nos borramos. En literatura, dos más dos no son cuatro y no debemos aproximarnos a la remembranza desde una mentalidad exclusivamente científica. He hablado de la identidad de muchas formas y, algunas veces, contradictoriamente. Es normal después de una vida escribiendo.

-Por último, ¿qué pasó con la poesía?

-Eso digo yo: ‘¡Qué le pasó a la poesía conmigo!’… Yo creo que, cuando Luis Mateo Díez, Agustín Delgado y yo escribimos Parnasillo provincial de poetas apócrifos, a Luis Mateo y a mí la poesía nos dijo adiós: ‘No me habéis tomado en serio, ya nunca más os miraré a la cara’. Yo creo que fue así.

-No la debe de echar de menos, a juzgar por su prosa.

-¡Cómo no la voy a echar de menos…! Mucho… Lo que pasa es que creo que simplemente soy un narrador. En realidad, casi todos mis poemas, releídos, son relatos. Derivé naturalmente a la narrativa porque, aunque la poesía me enseñó, lo mío no era la lírica.

-Escribió: ‘Pero sólo en la ruta de mi destino / mejor el planto que el rebuzno. / Mejor sentir que en la hoguera de algún verso / se quemará mi sangre cualquier día’.

-Es un homenaje a un tango. Date cuenta de que soy un admirador de la literatura popular, no sólo oral. Me gustan los tangos, los boleros, los corridos, las rancheras, la copla,… ¡Hay letras y músicas preciosas! No sabría vivir sin mis discos. Ese poema al que te refieres es el último: en la hoguera de algún verso, se quemó mi sangre y no volví a escribir poesía nunca más.

 

Don Cándido -personaje- dispone que la escritura “es un modo de materializar el pensamiento, pues el puro pensamiento es evanescente”. El pensamiento es humo y la escritura, materia. Vale. Pero no sólo la palabra escrita. También la pronunciada. Lo demuestran, pasadas al papel, las respuestas de José María Merino, llenas de arena y mar, esto es, de isla.

 

 

 

 



[1] Introducción a Cien títulos, de Juan Cruz Martínez

[2]  Capítulo Inutilidad de la academia, página 101 de Las cenizas del Fénix, editorial Calambur.

[3] Revista Ficción Continua.

[4] Antología Los mejores relatos españoles del siglo XX, seleccionada, prologada y anotada por José María Merino.

[5] Artículo titulado David y Goliat para la revista Mercurio

[6] Celebrada a mediados de diciembre de 2009 para afrontar el Cambio Climático.

[7] La hermosa charla, El País, 19 de diciembre de 2009

[8] En fechas precedentes a la entrevista salta la noticia de que esa foto de Centelles, el Robert Capa español, ha sido adquirida por el Ministerio de Cultura y la depositará en Salamanca junto al resto de su legado.

[9] El mar dulce, junto a M. A. Nieto. Planeta Agostini.

[10] En Cumpleaños lejos de casa, Seix Barral.

[11] El viajero perdido, Alfaguara.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

4 de noviembre de 2016

1. Estaba la madre triste en la cocina un sábado con el hijo. Clonc. Asomaron por las ranuras de la tostadora dos tostadas renegridas.

Entonces, ¿no me acompañas? Mira que no te lo vuelvo a repetir.

El muchacho raspó lo quemado con un cuchillo antes de untar la tostada con crema de chocolate.

Ya te acompañé la última vez. Además está lloviendo.

Cuatro gotas, Aitor. No seas flojo.

Que no, amá. Hoy no.

¿Tú también te vas a olvidar del abuelo? Todo el mundo se olvida de él. Un hombre bueno y trabajador. En fin, me da que me estoy volviendo histérica.

Un poco, sí.

Pensó: ¿Cómo lo va a recordar si no llegó a conocerlo? Estoy empleando la táctica equivocada. Para que piense en su abuelo yo debería hacérselo interesante. Esta batalla la tengo perdida de antemano. A ver, ¿qué recuerdos tengo yo de mis abuelos? El uno aún no había criado canas cuando lo mataron en la guerra. Ni siquiera sabemos dónde está enterrado. La abuela no perdió nunca la esperanza de verlo volver. Me han contado que en el hospital, más muerta que viva, deliraba: ¿Ha venido Ramón? ¿Ha venido Ramón?

Amá, te oigo murmurar.

Se volvió hacia la ventana. El mar gris a lo lejos, las nubes, la lluvia. Seguía metida en sus pensamientos: Al padre de mi madre lo mató el cáncer cuando yo aún no había aprendido a andar. ¿Cómo era? Ni idea. El olvido se lo traga todo. El olvido es una fiera insaciable. Pero yo se lo voy a poner difícil. Por orgullo. Por ti, padre. Yo no te olvido. Ni a ti ni lo que te hicieron.

Las tostadas saben a quemado.

Te quejas de todo, ¿eh? Cinco euros si me acompañas.

Hoy no.

Le estuvo ocultando la verdad desde el nacimiento. Para protegerlo.

Siguió hablando para sí mientras introducía en la tostadora otras dos lonchas de pan: ¿Para protegerlo de qué? No me parecía bien que creciese con una espina clavada en su alma de niño. Y para que no fuera por ahí contando: mi abuelo esto, mi abuelo lo otro. ¿He sido cobarde? Seguro. Pero volvería a actuar de la misma manera.

 

2. Fue Kike quien reveló al niño la verdad poco antes que este cumpliera ocho años. Kike había hecho promesa de guardar silencio sobre el asunto del abuelo por los días en que Edurne y él se pusieron de acuerdo en disolver el matrimonio.

Kike, días más tarde, jovial, por teléfono: ¡Qué bien nos llevamos desde que no vivimos juntos!

Convinieron en una serie de medidas para que el niño se viera afectado lo menos posible por la separación. Kike se mostraba tan rápidamente de acuerdo en todo que Edurne sospechó que no la escuchaba.

Este quiere perderme de vista cuanto antes.

Le hizo prometer que no contaría al niño cómo había muerto el abuelo. Ya se encargaría ella de contárselo con la debida suavidad cuando Aitor hubiera cumplido catorce o quince años.

A esa edad un muchacho está en mejores condiciones de entender asuntos que duelen.

Ya te he dado mi palabra. No insistas.

Es que me preocupo.

Pues no te preocupes y eso que te ahorras.

Transcurrido un año, Aitor entró una tarde en casa diciendo alegremente que ya sabía lo del abuelo. A Edurne le pareció que acababa de caerse a un pozo de agua hirviente. Corrió al teléfono. No lograba marcar el número completo de Kike. Decidió esperar a que se le hubiese pasado la primera racha de ira.

Ya veo que para ti no significa nada una promesa. Pensaba que estábamos de acuerdo en este punto.

La calma de Kike la exasperaba a tal extremo que dio un manotazo a la pared.

Ese amigo suyo, Íñigo, le ha hecho unas insinuaciones en el colegio y él me ha preguntado. No se lo he podido ocultar. Ahora, a mí no me parece que esto le haya causado ningún trauma. Se lo ha tomado con naturalidad.

Ella pensó: Está casado con otra mujer. ¿Quién soy yo para hacerle reproches?

Resuelta a marcar las distancias, le retiró el nombre de confianza.

Bueno, Enrique, ya no hay remedio.

Y a continuación, la voz ahogada por un pujo de llanto, pronunció un adiós rápido y colgó el teléfono.

Decidió esperar, sentada a la mesa de la sala, al dolor de cabeza que le viene cada vez que se excita. No le venía, qué raro, y dieron entretanto las doce de la noche. Había encendido las cuatro velas de un candelabro de adorno, simplemente porque las tenía delante y vio la caja de cerillas y ya todo le daba igual y la jaqueca no tardaría en torturarla, pero tardaba. El candelabro y las velas, de una fealdad insoportable, eran un regalo-imposición de su suegra. Para evitar roces con la vieja, Edurne no se había atrevido nunca a usar aquellas horribles velas con retorceduras como de columna salomónica.

Estética de ultratumba. A la mierda con todo y con todos. No quiero más convenciones, ataduras ni falsedades.

Estuvo una hora cavilando sin apartar la mirada del resplandor tranquilo de las llamas.

¿Qué hago? ¿Me deprimo, me tiro por la ventana, vacío de un trago una botella de lejía?

Pensó por último: Lo que no voy a hacer es llorar.

Le dio a este punto un coraje repentino, sopló las velas hasta apagarlas y, susurrando que había llegado la hora de luchar y rebelarse, decidió cultivar la memoria de su padre a partir de aquel momento en presencia de Aitor. A la mañana siguiente colgó fotografías en las paredes. Repartió otras, con o sin marco, sobre los muebles y por la tarde mostró a su hijo recortes de periódico que guardaba en una vieja carpeta. Ni siquiera le ocultó uno donde figuraban los retratos de tres detenidos. Señaló a uno de ellos.

Este fue uno de ellos, no sabemos si el que disparó.

El sábado siguiente llevó a Aitor a visitar la tumba del abuelo. Madre e hijo repitieron la visita a menudo; pero a medida que pasaban los meses el muchacho fue perdiendo interés.

Diez euros.

Amá, joé, ya te he dicho que hoy no puedo.

 

3. Tomó el autobús de la línea 9 para subir a Polloe. Fue la única en apearse. Como de costumbre, se detuvo a leer la inscripción en el arco de la entrada: PRONTO SE DIRÁ DE VOSOTROS LO QUE SUELE AHORA DECIRSE DE NOSOTROS. ¡¡MURIERON!! A pesar de que podía repetir aquellas palabras de memoria, nunca entraba en el cementerio sin leerlas, no sabía por qué ni le importaba. Manías. Hubo de levantar la cara hacia el cielo gris de media mañana para cerciorarse de que llovía. Ahora en una mejilla, ahora en un párpado o en la frente, las gotas diminutas le causaban una grata sensación como de finos pinchazos de frío. Abrió el paraguas para proteger su peinado reciente de peluquería. Sonaban los tacones de sus zapatos por el camino asfaltado del cementerio.

Pensó: En lo que a mí concierne, esta es la casa del padre, como la llamó el poeta aquel, Aresti. Y a la casa del padre, del mío al menos, hay que venir elegante.

La tumba se encontraba al costado de un sendero en cuesta, adosada a otras similares. En la lápida, bajo una cruz sencilla, figuraban el nombre y apellidos de su padre y dos fechas. Por los días del entierro, hacía ya tantos años, algunos parientes les aconsejaron a ella y a su madre que evitasen cualquier palabra, emblema, señal, que pudiera servir para identificar al difunto como víctima del terrorismo.

La losa se alargaba hacia el sendero sin más adorno que una maceta con un pequeño boj de forma cónica. El borde de la tumba sobresalía obra de medio metro del suelo. A menos que hubiera testigos, lo que sucedía raras veces, Edurne acostumbraba sentarse en dicho borde y hablar en pensamiento o con susurros a su padre. Nunca rezaba; pero, a imitación de su difunta madre, al llegar solía santiguarse.

Edurne extendió sobre la losa mojada una bolsa de plástico y sobre la bolsa, su pañuelo de cuello. Tras asegurarse de que no había gente por los alrededores, se acomodó lo mejor que pudo en su improvisado asiento.

Han vuelto a mandarme la solicitud. Ya les dije a los de la Oficina de Víctimas que no soy la persona adecuada. Todavía hay en mí mucho dolor y mucho rencor. Como lo oyes, aitá. Es falso, como creen algunos, que el tiempo cura las heridas. En mi caso, el tiempo las ha empeorado. Desde que me comunicaron la propuesta no he vuelto a dormir una noche entera de un tirón. Estoy como al principio, como si te acabaran de asesinar esos malvados. Me arde de repente una brasa en el estómago, me pongo a sudar y a revolverme mientras imagino escenas horribles en las que mato con la misma crueldad que ellos y hago mucho daño, tanto que me sobresalto y a las dos o las tres de la madrugada estoy tan despierta como de día. Entonces enciendo la lámpara porque ya sé que el rencor no va a dejarme reposar. Leo una novela o miro la televisión con auriculares para que Aitor no oiga el ruido desde su cuarto. Y aún me piden que vaya a escuchar a uno de los tipos que nos destrozó la vida. Sólo de pensarlo se me corta la respiración.

La sacó de su soliloquio un anciano con boina que, parado a unos cien metros, en una encrucijada, tendía nerviosamente la mirada en rededor. Su llamativa conducta no pudo menos de sorprender a Edurne. El viejo trotó de pronto con pasos menudos y porte ridículo hacia el costado de un panteón. Volvió a mirar a un lado y otro como quien se dispone a cometer una fechoría. En esto, se bajó los pantalones y, acuclillado junto la pared, convencido sin duda de que nadie lo observaba, se aligeró del vientre antes de perderse de vista entre las tumbas.

Lleva dieciséis años en la cárcel y esperemos que allí siga, pudriéndose bien podrido. Claro que cualquier día de estos igual lo sueltan. No me inspiran ninguna confianza los actuales gobernantes. Son blandos, aitá, blandos y contradictorios y, con tal de mantenerse en el poder, serían capaces de las mayores vilezas. ¿Cómo me voy yo a presentar delante de uno de los que te mataron? Es lo que les dije a los mediadores. Pero ellos insisten en que el terrorista está arrepentido. Se salió de la banda y, como se salió, sus jefes lo echaron. Me preguntan si tendría interés en leer una nota de arrepentimiento que ha escrito. Lo que yo quiero es que resucite a mi padre. Con eso me conformaba. Malditas las ganas que tengo de leer las chorradas de un asesino hipócrita que, haciéndose el bueno, aspira a conseguir la libertad, nos ha jodido. Los de la Oficina aseguran que los reclusos no obtienen beneficios penitenciarios por reunirse con las víctimas. ¿Y si los mediadores mintieran con el noble fin de contribuir a la paz? ¿Hay alguien que diga la verdad? No me fío ni de mi cara en el espejo.

Se puso de pie. Bajaba por el sendero una mujer de unos sesenta años con una regadera metálica. Edurne la saludó al pasar. La mujer no respondió. Tenía las dos medias agujereadas a la altura de las pantorrillas.

Pensó: Quienquiera que haya creado el cosmos fue un chapucero.

Ya no volvió a sentarse. Plegó con cuidado el pañuelo y lo guardó. Con la bolsa de plástico hizo una pelota.

Me voy, aitá. He prometido a Aitor freírle croquetas de bacalao. Es buena persona, quizá demasiado buena. Eso sí, cada vez se me hace más difícil traerlo al cementerio. Compréndelo. Ha entrado en la adolescencia, tiene sus ilusiones y sus problemas, y este no es exactamente un lugar divertido para un muchacho de catorce años. En fin, ya te he dicho lo que tenía que decirte. Tú estate tranquilo porque no voy a consentir que me embauquen los de la Oficina. Ni arrastrada iría yo, fíjate lo que te digo, a hablar con un sanguinario. Lástima que estés muerto y no puedas darme tu opinión.

La sobresaltaron unos toques repentinos en el hombro. Al volverse vio a la señora de la regadera, que tenía levantado un dedo índice sucio de barro.

Oye, ya perdonarás.

¿Necesitas ayuda?

No, no, es que me he dado cuenta de que antes me has saludado y no te he respondido. Iba tan metida en mis cosas...

No te preocupes.

Bueno, agur, pues.

Agur.

De nuevo fijó la mirada en los agujeros de las medias. Esta vez no quitó el ojo de encima a la mujer hasta que la vio desaparecer tras una hilera de panteones. Seguía lloviendo.

 

4. Salió del cementerio convencida de que el asunto estaba liquidado. Se lo dijo para sus adentros una y otra vez mientras bajaba en autobús a la ciudad y se lo siguió diciendo por el camino a casa, tan absorta en su obsesión que a punto estuvo de ser atropellada por una moto.

¿Qué, ya no saludas?

Huy, Kike, perdona.

¿No te acuerdas de mí? Soy el padre de tu hijo.

Me tienes que perdonar. Tengo mucha prisa.

Pues anda despierta, no te vayas a pasar de largo.

Ella no aceptaría entrevistarse bajo ningún concepto con uno de los que mataron a su padre. Por decencia, por orgullo y porque lo había prometido ante la tumba del asesinado.

A mí que me olviden.

Y, sin embargo, aunque estaba o creía estar segura de su decisión, no conseguía apartar del pensamiento la propuesta de la Oficina de Víctimas del Gobierno Vasco. Le habían garantizado la confidencialidad de los encuentros. Le explicaron los objetivos de aquella iniciativa que había partido de los propios reclusos. Le ofrecieron la posibilidad de entrevistarse primeramente con otras víctimas que se hubieran encontrado en la prisión de Nanclares con disidentes de ETA.

No.

Por supuesto que no estaba obligada a perdonar. Se trataba simplemente de mantener una conversación, de contarse lo que se quisieran contar.

No.

Con la posibilidad, claro está, de interrumpir el encuentro cuando la víctima lo desease.

Que no, oiga, que esto es muy fuerte para mí.

La acompañaría, si lo consideraba oportuno, un mediador. No tenía por qué quedarse a solas con el preso.

Con el asesino, querrá usted decir.

En casa preparó las prometidas croquetas de bacalao. Sólo tenía que freírlas pues había hecho la masa de víspera. Incapaz de concentrarse en la tarea, las de la primera sartenada le quedaron aceitosas, blandas, medio crudas, y las siguientes se le quemaron. Aitor mordisqueó decepcionado dos o tres.

Oye, por hacerme un favor no tienes que comerlas.

Jo, amá, es que no te han salido bien.

Por la tarde, Edurne continuó dándole vueltas a la idea de verse cara a cara con el terrorista que había solicitado la reunión. Imaginó un sinnúmero de situaciones, algunas sobremanera desagradables, incluso violentas; otras, ridículas de puro inverosímiles, en las que ultrajaba la memoria de su padre, como aquella en que se arrancaba a postular las mismas ideas políticas del agresor y terminaba echándose en sus brazos enamorada. Se avergonzó de su frivolidad. Cuanto más risueñas eran las escenas que le dibujaba su imaginación, mayor sufrimiento le causaban.

 Intentó distraerse a toda costa. Fue al cine a ver una película insustancial a la que apenas prestó atención. A la salida, estuvo probándose ropa y zapatos en varios establecimientos; accedió a los galanteos de un señor cercano a los sesenta, que la cubrió de piropos junto a la barra de una cafetería y se quedó visiblemente chasqueado cuando a ella se le ocurrió anunciarle que se iba a hacer la cena a su marido. Poco antes del cierre de los comercios, compró dos novelas en su librería de costumbre.

Hiciera lo que hiciera, no pasaban cinco minutos seguidos sin que le viniese a la mente la cara del terrorista, la del retrato en blanco y negro del recorte de periódico. Una cara joven, atractiva, sonriente; una cara de chico majo que a Edurne no le resultaba fácil vincular con armas y víctimas. A veces, en el curso de sus reflexiones, le sobrevenía una aguda sensación de humillación y de vergüenza que la obligaba a detenerse en medio de la calle y mirar a todos lados, asustada por la posibilidad de que los transeúntes pudieran leer sus pensamientos.

De anochecida llegó a su casa con el ánimo deshecho, torturada por un intenso dolor de cabeza cuyos primeros síntomas le habían empezado en el cine. Decidió tomar una pastilla y acostarse sin demora. Antes quiso preguntar a su hijo si ya había cenado y darle de paso las buenas noches.

Por las rendijas de la puerta salía luz. Llamó. Tenían hecho acuerdo de no entrar de sopetón en sus respectivas habitaciones y despedirse todos los días antes de dormir.

No sé si hago bien. Quizá lo protejo demasiado. Quizá por mi culpa sea un día un hombre frágil.

Aitor estaba sentado encima de la cama, manejando el iPhone que le había sido robado días atrás.

¿No te dije que sería pan comido encontrarlo con el sistema de localización?

Edurne se sentó a su lado.

El iPhone estaba en casa de Íñigo, ¿verdad?

No me ha hecho falta usar el sistema.

Porque sabías desde el principio que él te mangó el iPhone.

Me lo ha devuelto por su cuenta. Me ha llamado por teléfono y me ha dicho: Ven y te lo doy. Y para que sepas, no me lo ha robado. Yo me lo olvidé en clase y él se lo llevó para que nadie me lo robara. La prueba es que me lo ha devuelto.

Vamos, Aitor, abre los ojos. El iPhone te desapareció el lunes pasado. Tu amiguito ha tenido toda la semana para devolvértelo. El miércoles por la tarde estuvo aquí. Hablamos en la cocina de lo que había pasado y él se calló.

Amá, sus padres tienen poco dinero. A Íñigo no le pueden comprar tantas cosas como tú o el aitá a mí.

Y entonces te parece justo que robe.

Edurne se percató de que a su hijo se le empezaban a humedecer los ojos.

No irás a llorar, ¿eh?

Le he perdonado.

Ah, ¿cómo? ¿Te ha pedido perdón?

No. Le he perdonado porque es mi amigo.

Me da que te falla la memoria. El año pasado te anduvo sacando dinero. Si no me llego a enterar, todavía te estaría desplumando. Y una vez te pegó.

Éramos pequeños.

No tan pequeños. Doce años.

Íñigo es mi mejor amigo. No me gusta que hables mal de él, amá. Ha hecho una cosa fea, pero ya lo hemos arreglado. Tú me parece que tampoco andas bien de memoria. Olvidas que Íñigo me ha defendido de otros, hasta de chavales mayores que él.

Edurne besó a su hijo en la mejilla y le dio las buenas noches.

Me duele mucho la cabeza.

Fueron sus últimas palabras antes de salir de la habitación.

 

5. El domingo, las dos amigas se reunieron a las cuatro de la tarde en la cafetería del hotel Orly, cerca de la vivienda de Edurne. Apenas unas horas antes habían concertado la cita por teléfono. Mariasun no vaciló en aceptar el encuentro. Para evitarle molestias, Edurne expresó su propósito de viajar a Irún, donde Mariasun residía y tenía su consultorio. Mariasun prefirió aprovechar la cita para dar una vuelta por San Sebastián.

No ando en busca de tratamiento. Simplemente tengo una duda y necesito que alguien de confianza me diga: Haz esto o no lo hagas. Estoy dispuesta a obedecer. Sola no puedo tomar una decisión.

¿Tienes algún problema físico?

No. Bueno, sí. Desde ayer me duele la cabeza, pero no te llamo por eso. Ni siquiera sé si tengo un problema, aunque supongo que no saber si una tiene un problema ya es un problema. En fin, será mejor que nos veamos y te lo explique.

Edurne decidió presentarse con adelanto en la cafetería del hotel para no hacer esperar a su amiga; pero, a su llegada, Mariasun ya estaba allí, sentada junto a uno de los ventanales con un café solo y un vaso de whisky encima de la mesa. Acudió sonriente al abrazo de su amiga.

¿Te sigue doliendo la cabeza?

Algo menos.

Tomaron asiento una frente a otra. Edurne pidió a la camarera un agua mineral, aunque no tenía intención de beberla. Tras cerciorarse de que nadie sino su amiga la escuchaba, refirió a esta con pormenores todo lo concerniente a la propuesta que había recibido de la Oficina de Víctimas, su firme determinación de rechazarla y las dudas que sin embargo la mortificaban, dudas que se habían agudizado a raíz del diálogo que había mantenido con su hijo la noche anterior.

Le contó a Mariasun el episodio del iPhone robado, sin omitirle las distintas interpretaciones que ella y Aitor hacían del asunto. Le confesó que la rapidez con que su hijo había perdonado a quien ella consideraba un falso amigo se le figuraba un signo de debilidad, eso seguro, pero, por encima de todo, un precio excesivamente alto que el muchacho pagaba por miedo a posibles represalias.

Para mí que el otro lo chantajea.

Estas historias de adolescentes son bastante comunes. ¿Qué relación piensas que guarda con el proyecto del Gobierno Vasco?

Eso es precisamente lo que quiero que me aclares como experta que eres en conductas humanas. Porque lo cierto es que me comprometí a responderle el jueves que viene al pesadito de la Oficina y, desde mi conversación con Aitor, me siento insegura. El asunto no me da un segundo de tranquilidad. Temo cometer un grave error tanto si voy a hablar con el terrorista como si no voy. Aunque no de la misma manera que mi hijo, también me siento chantajeada. Si acepto el encuentro, me parece que traiciono a mis padres. Si lo rechazo, se apodera de mí la sensación de estar atrapada en el rencor.

¿Has hablado con Kike?

Está fuera de mi vida. Más allá de las cuestiones relativas a Aitor, no creo que tengamos mucho que decirnos.

Mariasun pidió la cuenta. No había venido, dijo, a San Sebastián para pasarse la tarde entera metida en una cafetería y además necesitaba fumar urgentemente un cigarrillo.

En vista de que ya no llovía, se pusieron de acuerdo las dos amigas en caminar por la playa a menos que la marea no lo permitiese. La pleamar apenas dejaba transitable una estrecha franja de arena. Y de la mitad de la playa en adelante, ni siquiera eso. Decidieron entonces recorrer el paseo de Miraconcha hasta el túnel de El Antiguo y después volver.

El cielo estaba encapotado. A Edurne le extrañaba que transcurrieran los minutos y Mariasun se limitara a disfrutar de su cigarrillo sin decir una palabra.

Pensaba que hablaríamos.

Estoy reflexionando. ¿Cuánto crees que vale un piso por esta zona?

Mucho.

Anduvieron durante varios minutos en silencio. En esto, Mariasun se detuvo a contemplar el mar, apoyada de codos en la barandilla. Edurne se colocó a su lado.

En mi opinión, tu hijo ha actuado de manera sensata. No lo acucia el orgullo y eso tú lo interpretas como debilidad. Crees que cede, que se encoge. Quizá no hayas caído en la cuenta de que a Aitor le podría parecer una injusticia el hecho de que él posea cosas que su amigo no se puede costear. No sé si me explico. En alguna ocasión me has contado que Aitor es un niño sensible. Ponte ahora en su lugar. ¿Qué ha hecho él para conseguir un iPhone y todo lo que tenga en casa, que supongo que no será poco porque ni a ti ni a Kike os va mal económicamente? El único requisito que el muchacho ha tenido que cumplir para gozar de unas holgadas condiciones de vida es ser vuestro hijo. Pero eso no es un mérito, puesto que nadie está capacitado para elegir antes del nacimiento a sus padres.

Frente a las dos amigas, las aguas de la bahía copiaban el gris del cielo. Las olas llegaban espaciadas, sin fuerza, rotas en espuma perezosa hasta el muro del paseo. El horizonte marino se difuminaba a lo lejos detrás de una gasa sutil de bruma.

¿Pretendes afirmar que mi hijo vive como una injusticia que le compremos cosas?

No lo sé ni tampoco creo que nos llevaría a ninguna parte averiguarlo. En cambio, intuyo que no le parece correcto que su amigo carezca de cosas que él tiene. En consecuencia, se siente culpable o por lo menos incómodo delante de... ¿Cómo se llama?

Íñigo.

Y de ahí le viene una necesidad, más natural de lo que tú acaso creas, de compartir. Una manera de lograrlo es olvidar el iPhone o lo que sea en clase y dejarlo a la vista de su amigo.

O sea, que se deja robar.

No, puesto que luego perdona, con lo cual anula el posible delito.

Cuanto más hablas, más me hundes.

Pero es que al perdonar pone fin a una situación incómoda, desagradable, dolorosa; en una palabra, a una situación que no le gusta. Esto sí lo has entendido, Edurne, quizá sin darte cuenta. Y puede que en el fondo de ti apruebes la actitud de tu hijo, aunque no sepas bien por qué y te dé miedo la idea de que todos se podrían aprovechar de él.

Bueno, y ¿cuál es la conclusión?

La conclusión es que nunca ganaré lo suficiente para comprarme un piso en esta zona.

En serio.

Pues que deberías entrevistarte con el miembro del comando que asesinó a tu padre.

Nunca perdonaré. Yo no soy mi hijo y no tengo nada que compartir, como no sea sufrimiento.

Exacto. Esa reflexión me gusta.

No voy a perdonar, Mariasun. Está por encima de mis fuerzas.

Que yo sepa, nadie te ha pedido que perdones.

Entonces, ¿a qué coño voy a ir a Vitoria?

Apartándose de la barandilla, Mariasun reanudó la marcha. Mientras encendía otro cigarrillo, esperó a que Edurne estuviera a su lado. A tiempo de exhalar la primera bocanada, le dijo:

Vete allí a poner término a lo que te está corroyendo desde hace muchos años por dentro. Ve a la cita con el desgraciado ese aunque sólo sea por egoísmo. Endílgale todo lo que puedas de tu dolor. Quizá logres así aligerarte de peso. Si no vas, tendrás que seguir cargando con él tú sola.

Edurne volvió unos instantes la mirada hacia la bahía.

No sé, no me terminas de convencer.

Ni lo pretendo. Te ordeno que vayas a Vitoria. ¿Acaso no esperabas de mí una orden? Pues ahí la tienes.

Y yo te mando que dejes de fumar, que ya no eres una cría.

 

6. Llevaba un establecimiento propio de compraventa de automóviles. Lo llevaba con la ayuda de tres empleados. Hasta mediados de la década de los setenta había tenido un socio al que le tiraban mucho las apuestas y la bebida. Se separaron. Él pidió un préstamo a la caja de ahorros para comprarle al borrachingas su parte del negocio. Le costó tiempo levantar cabeza. Como era muy trabajador, finalmente empezó a prosperar. Le iba tan bien que estaba pensando adquirir un segundo local. Venía de familia humilde. A su padre lo fusilaron cuando la guerra. En Asturias o por ahí. Entre los que vigilaban a los prisioneros había un falangista, vecino suyo. Le dio el reloj para que se lo entregase a su mujer. Ella nunca creyó que lo hubieran matado. Hasta el último día de su larga vida estuvo convencida de que volvería. Crió a los cuatro hijos ella sola y guardaba el reloj del marido en el bolsillo del delantal. Esos han pasado mucha hambre. Y en él se notaba la pasión por el trabajo, el sentido de la responsabilidad, un convencimiento firme de que el dinero hay que ganarlo con sudor y madrugones porque en esta vida nadie regala nada. Era mañoso, honrado, valiente. Montó el primer taller sin apenas capital. Arreglaba carrocerías de sol a sol. Y salió adelante a pesar del socio gandul que por poco le arruina la empresa. Escribía con faltas, pero le daba igual. Luego se pudo permitir un empleado que se ocupaba del papeleo. A veces paseaba por la ciudad con la pequeña Edurne de la mano y le decía lleno de orgullo: Ese coche lo vendí yo, ese que está ahí aparcado también. Con frecuencia no iba a comer a casa. Llamaba por teléfono y le decía a su mujer: Oye, que tengo un cliente y no lo puedo despachar. Él era así. Se marchaban los empleados, pero él seguía atendiendo a los posibles compradores fuera del horario laboral. En esas ocasiones almorzaba en su bar de toda la vida, en el barrio de Gros. Y más que el almuerzo lo que él no quería perderse por nada del mundo era su partida de cartas a la hora del café. Se reunían cuatro amigos, los de siempre, y se jugaban al mus las consumiciones. Ahora habría sido más precavido. Por aquellos días no se imaginó que lo tenían vigilado. Lo operaron de una hernia y faltó más de una semana a la partida; pero en cuanto se sintió recuperado volvió al bar y al segundo o tercer día entraron a mirar, lo vieron jugando, lo esperaron fuera. Salió. Por lo visto no era buen sitio para dispararle porque allí la acera es estrecha y hay mucho peatón y críos. Así que prefirieron seguirlo un rato y, antes que llegara al taller, se le acercó uno por detrás y le soltó en plena luz del día, desde muy cerca, un tiro en la cabeza. Después, cuando estaba caído en el suelo, le soltó otros dos, de manera que para cuando llegó la ambulancia ya había muerto.

 

7. No puede andar lejos porque la he visto hace un rato.

Por las tardes suele ir a la biblioteca.

Si sigue en la biblioteca es que aún no lo sabe. ¿Qué hacemos?

Lo primero, habría que comprobar si está en la biblioteca como dice esta. Y después una de las tres tendría que decírselo.

¿Y por qué no las tres?

Bueno, pues las tres, pero antes hay que ver si está en la biblioteca.

Hacía cosa de veinte minutos que la radio había dado la noticia. Serían como las cuatro de la tarde. El locutor, voz grave: Interrumpimos la programación, la víctima de 45 años, propietario de, varios tiros cuando iba por, se cree que ETA, consternación, han expresado su repulsa...

Sí está.

¿Qué hacemos?

Hay que decírselo.

Yo no me atrevo.

Esto es fuerte. Vamos al pasillo a fumar y pensemos. Total, por cinco minutos no va a cambiar nada.

Una de las estudiantes ofreció tabaco. Cada una se llevó un cigarrillo a los labios.

Y tú, ¿desde cuándo fumas?

Hoy hago una excepción. Me muero de los nervios.

A la primera calada empezó a toser. El profesor de Latín Vulgar venía por el pasillo con su maletín marrón y sus gafas de miope.

¿Le pedimos que se lo diga él?

El profesor las saludó al pasar y continuó su camino sin detenerse.

De todos modos, era una mala idea. No me imagino al viejo transmitiendo la trágica noticia con el debido tacto.

¿Qué hacemos?

Sí, porque algo hay que hacer. Se nos está acabando el cigarro.

Pues lo echamos a suertes.

La que había hecho la propuesta sacó una moneda. A cara o cruz lo decidieron.

Tú entras.

Entró. Edurne estaba tomando notas con un grueso libro abierto sobre la mesa. Un dedo tembloroso le tocó el hombro.

Sal. Hay una cosa que tienes que saber.

Y tú se lo dices.

Trató de decírselo.

A tu padre...

No pudo seguir. Un sollozo repentino la dejó sin habla.

 

8. No daba la jornada laboral por terminada hasta no haber ordenado los papeles repartidos sobre la mesa. Antes de ponerse el abrigo echó un chorrito de agua a una maceta con dalias que tenía sobre una repisa, junto a una fotografía en blanco y negro de sus padres, sonrientes, recién casados, y otra de Aitor en colores. La planta y las fotografías eran los únicos adornos del despacho. Nada más cruzar la puerta de salida, se despidió de algunos compañeros arracimados en un círculo de conversación y, al darse la vuelta para emprender el camino de su casa, casi choca con Kike, que la estaba esperando.

Tenemos que hablar.

Edurne le advirtió que andaba apurada de tiempo.

No te entretengo mucho. Estoy preocupado.

¿Problemas matrimoniales?

Mi matrimonio marcha estupendamente. Eres tú quien me preocupa.

Miró a los lados con unos movimientos rápidos del cuello, como para certificar su inquietud.

Aquí no podemos conversar. Deja por favor que te robe diez minutos. Tengo cierta esperanza de convencerte.

Ella pensó: Parece que en esta ciudad todo el mundo mira a los lados antes de hablar.

Se dirigieron a un bar de la plaza de Guipúzcoa, con terraza en los soportales. La terraza (sol, temperatura agradable) estaba de bote en bote. Encontraron una mesa libre en un rincón al fondo del local. Edurne no quiso beber nada.

Kike: Se lo hice repetir porque no me entraba en la cabeza. A ver, Aitor, despacio. ¿Seguro que has entendido bien? Dice que estás dispuesta a ir a una cárcel a hablar con un miembro de ETA. O exmiembro, me da igual. Uno con delitos de sangre. Si me apuras, el que disparó contra tu padre y perdona que me exprese de este modo. No pretendo dañarte. Deja por favor que diga las palabras como me vienen a la boca. No tengo mala intención, te lo juro.

¿Por qué no paras de darle vueltas al café? Lo vas a marear.

Te pongo nerviosa. No es mi deseo. ¿Cómo puedes hacer semejante cosa?

¿Qué cosa?

Hacerle el juego a un asesino, supongo que para que se le pasen los remordimientos, si de verdad tiene alguno. ¿Qué diría tu pobre padre? ¿Y tu madre? Imagina que viviera tu madre. ¡Con todo lo que sufrió! ¿Qué pensaría de esta decisión tuya? Yo es que no me lo explico. ¿A qué vas allí? ¿Qué sacas en limpio? Ese tío se quiere aprovechar de ti, no sé cómo. Luego saldrás en la prensa.

Después de la última vuelta, depositada la cucharilla sobre el platillo, el café con leche siguió girando en el interior de la taza. Edurne mantenía la mirada fija en el pequeño remolino espumoso que se movía cada vez más despacio.

Se te va a enfriar.

Kike empujó la taza hacia el borde de la mesa con intención evidente de no probar el café. Gesticulaba nervioso.

No vayas, Edurne. Es una locura. ¿Y si te pones en peligro?

Edurne le clavó una mirada de desconcierto.

Entiéndeme. Aunque ya no cometa atentados, esa gente sigue armada. En cualquier momento podrían empezar a matar de nuevo. No sería la primera vez, ¿eh? Dicen una cosa y al de un tiempo hacen otra. Siguen defendiendo los mismos fines por los que han matado a tantas personas. No vayas, por favor. ¿Qué necesidad tienes de buscarte líos? Sí, ya sé, ya sé que los presos que se reúnen con las víctimas están fuera de la organización. Te metes en un río de caimanes, hazme caso.

¿Has terminado? Me tengo que ir. Tu hijo me espera. Hay que alimentarlo, ¿sabes?

Pues, mira, de él quería hablarte precisamente. Lo pones en peligro.

Edurne dio un respingo en la silla.

¿Quién, yo?

Ya me dirás. Más de una vez aquí han pagado justos por pecadores. Si te señalas, si te siguen, y él está a tu lado... No me gustaría que le pasara nada, ¿sabes? Si pudiera exigirte que no vayas a ver al tipo ese te lo exigiría.

Pero no puedes.

Se puso de pie. Adelantó el cuerpo por encima de la mesa para acercar su cara a la de Kike.

Me gustaría que de mayor mi hijo tuviera algo que tú nunca has tenido.

Echó el cuerpo hacia atrás antes de decir:

Huevos.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aramburu

SE TITULA “ECO MONTAÑÉS” Y FUE ESCRITO A LOS 15 AÑOS

La revista cultural TURIA, que distribuye este mes de noviembre un nuevo número de su edición en papel, da a conocer el que puede considerarse el primer cuento publicado por un jovencísimo Ramón J.  Sender. El relato se titula “Eco montañés” y apareció en el periódico madrileño “Los comentarios” el 27 de diciembre de 1916. Sender tenía entonces quince años y ya había publicado en la prensa aragonesa varios artículos de diversa naturaleza. De ahí que este rescate documental confirme la precocidad literaria del autor de títulos inolvidables de las letras españolas del siglo XX como “Crónica del alba” o “Réquiem por un campesino español”. Ahora TURIA, gracias a la labor del investigador Javier Barreiro, redescubre este texto perdido y lo analiza para los lectores de nuestros días.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

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