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La cultura fenicia no dejó firmes huellas físicas de su existencia, pero sí un enorme calado cultural, importantes nociones a propósito del comercio y un alfabeto integrado en su totalidad por consonantes. Hacia el origen de esa cultura zarpan los versos de Juan de Dios García (Cartagena, 1975) de su último poemario, Canto fenicio (Chamán ediciones). Dividido en tres puertos (“Los hombres púrpura”, “Nudo de rizo” y “Pueblo errante”), el cartaginés ahonda en la memoria que emerge de las pérdidas, en la transición y sus topos (descampados, drogas, rock and roll, tanteos vertiginosos, lo de que la vida iba en serio y se hace tarde) y, por último, en lo efímero del asunto de vivir.

 

- ¿Qué características tiene el canto fenicio, aparte de que «solo puede escucharse entre las conjeturas de un historiador o en la imaginación de un arqueólogo»?

- Formalmente, es una lírica cantada en prosa acuática. No tiene verticalidad ni vuelo de ave, sino que es humana y horizontal, aunque trémula, por las travesías marítimas de sus remeros, cuya única patria era el suelo conocido más movible: el Mediterráneo. Su color de voz es de un azul purpúreo. Temáticamente, sus letras coquetean a su antojo con los vaivenes del tiempo y por eso parecen endeudadas con la Antigüedad cuando, de repente, pegan un bocado a la Modernidad. Quizá su etiquetado perfecto en el cancionero sea esta paradoja: vieja vanguardia.

 

“La esencia del viajero, su motor, es lo sorpresivo”

 

- El viajero, ¿huye de algo o sale al encuentro de?

- Puede ser que huya de algo, aunque no es el caso de este autor fenicio que te habla. Pero es seguro que no sale al encuentro de nada, precisamente porque la esencia del viajero, su motor, es lo sorpresivo.

 

- ¿Qué es lo mejor y lo peor de que la vida de uno sea «una gloria subterránea»?

- Lo peor es que hasta los treinta y tantos años he pensado, con cierta frecuencia, que era una manera de ser gris, de sentir las experiencias con un voltaje reducido y, por tanto, de disfrutarlas con menor intensidad. Sin embargo, en este tramo cercano a la cincuentena considero que es una forma de estar en el mundo muy gratificante. Por un lado, participas de acontecimientos trascendentales, los gozas en plenitud, pero casi en secreto, porque no eres el protagonista, sino un magnífico secundario. Me encanta catar la gloria, estar dentro del marco de la foto de grupo, pero que solo me aplaudan en casa o, como mucho, en el vecindario.

 

“Carecemos de coraje porque el estado de bienestar, la utopía alcanzada, lo devoró a finales del siglo XX”

 

- Un poeta, ¿es un hombre de acción?

- De acción imaginaria, toda la que quieras. Vivimos para la ficción dentro de la verdad y servimos en el laberinto del conocimiento, pero carecemos de coraje porque el estado de bienestar, la utopía alcanzada, lo devoró a finales del siglo XX. No nos engañemos: apenas quedan escritores «de armas y letras», al menos en Occidente.

 

- ¿De qué manera se hereda el dolor?

- A través de lo que podríamos denominar “sangre cultural”. Cada familia, pueblo, región, país, cultura, comunidad, llamémosle como mejor te parezca, tiene una herencia, una idiosincrasia falsa o dañina. Tóxica, como se suele calificar ahora. Por ejemplo, en mi caso, al ser español, aprendí pronto a aguantar en la mayoría de los medios de comunicación y en las tertulias librescas, tabernarias o laborales todo tipo de improperios antihispánicos, producto de una propaganda política concreta, de una envidia acomplejada, de un rencor ridículo o, peor aún, de una ignorancia descarada.

 

“El teléfono móvil es una droga de diseño que se ha popularizado en los inicios del siglo XXI”

 

- Cuando uno «forma parte de la conversación del mundo», ¿cómo distinguir lo interesante de lo superfluo?

- Creo que no resulta tan difícil, aunque sí requiere una desintoxicación de una droga de diseño que se ha popularizado en los inicios del siglo XXI y me temo que vamos a convivir con ella hasta que nuestra civilización se extinga. Me refiero al teléfono móvil, donde se condensa casi todo el contenido del mundo. Prueba a pasar un mes sin utilizarlo nada más que para llamadas a familiares cercanos; es prácticamente imposible, pero si lo consigues y estás educado en un sistema vital anterior al móvil, comprobarás cuánto aprovechas el tiempo y con qué facilidad descartas información prescindible en tu cotidianidad. Es la misma conciencia que se le queda a un ex-adicto cuando pasa una temporada a salvo de su adicción y se pregunta cómo ha podido estar tan absurdamente esclavizado.

 

- ¿Conviene acercarse a «una isla que aún arde en mar abierto»?

- ¡Claro! Allí residimos algunos refugiados, pero cada vez vienen menos compañeros, porque el mar que nos rodea es como el canto de las sirenas homéricas. Estamos esperando a que en esa isla haya muchas explosiones volcánicas y crezca su extensión. Ojalá se convirtiese, como mínimo, en península.

 

Nos precede una historia en la que los artistas sí han cumplido con su talento en tiempos sombríos”

 

- Le devuelvo la pregunta de los versos de Brecht: «En los tiempos sombríos, ¿se cantará también»?

- Eso espero, porque me volvería loco si desapareciese nuestra isla ardiendo. De ahí que uno tienda al alarmismo. Nos precede una historia en la que los artistas sí han cumplido con su talento en tiempos sombríos. Solamente te pondré dos ejemplos, y no son literarios, sino cinematográficos: La canción de Carla, cuando la Contra intentaba derrocar al gobierno sandinista de Nicaragua, o las escenas de teatro callejero entre bombardeo y bombardeo balcánico en La mirada de Ulises.

 

- Las referencias musicales son notorias. ¿Qué banda sonora tendría este poemario?

- Me han recomendado que confeccione la banda sonora del libro en Spotify, pero no utilizo esa plataforma, así que invito a los lectores más entusiastas de Canto fenicio a hacerla. Desde Schubert hasta Kurt Cobain hay músicos con nombres propios que aparecen explícitamente y otros evocados de manera indirecta. Anímense.

 

“Busco una inteligencia bondadosa en los libros que leo”

 

- ¿Algún libro que le haya conmovido últimamente?

La filtración de la luz, de la mexicana Sihara Nuño. Trata el hecho químico, astronómico y matemático con una belleza y una extraña fantasía pedagógica que me ha cautivado. Se agradecen actitudes así ante tanta sensiblería e ideología previsible. No busco ni bondades monjiles ni inteligencias íntegras, sino una inteligencia bondadosa en los libros que leo. Y este la tiene.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

La narrativa de los 80 consiguió resolver de una manera espontánea y eficaz la tensión entre contenido y forma porque, el ciclo histórico de la dictadura y el legado franquista heredado, convirtieron la larga etapa experimental fraguada desde los 60 en un producto cultural intenso/ extenso al servicio de una crónica generacional dura, amarga y crítica, que dará sus frutos en las décadas siguientes y alcanzará el nuevo milenio, cuando la multiplicidad de corrientes, y la relativa hegemonía de algunas modalidades narrativas, responda al reclamo de un lector que marca las pautas de una nueva literatura, y cuya exigencia última es la propia escritura porque los novelistas vuelven a ser interpretes de la realidad. En esa marcada tendencia al realismo mítico y fantástico surge una novela alegórica, cuando los autores, tras el momento histórico del 75, han superado esa fuerte presión tanto ideológica como discursiva que les llevará a territorios más ricos en perspectivas. Entonces la realidad trasciende hasta elementos misteriosos y fantásticos, o sencillamente cubre un territorio mítico donde ensayar sus obras porque, el simbolismo de la búsqueda o la metáfora del camino, se aplican a la existencia humana que así muestra su endeble condición. Y aun más, esta mágica fecha marcará un antes y un después, tras una férrea censura en política cultural que la literatura siempre intentó soslayar, y en narrativa contribuyó a una transición que finalizaría en una democracia estable y con novelas que coprotagonizarán ambientes de tolerancia y objetivación, desmontando esa tradición realista, practicada por el realismo-burgués anterior de un Galdós o de un Baroja, y que Martín-Santos, Goytisolo, Marsé y Benet llevaron a cabo sobrevalorando un potencial ideológico y una mayor función reflectora de la literatura, en general. Este cambio progresivo, y la responsabilidad política del escritor, se convierten en una forma propia de escribir y desembocan en nuevas experiencias, cada vez más complejas, con un lenguaje novelesco más autónomo, se consiguen auténticas ficciones noveladas, que ocupan un espacio de resistencia a través de la imaginación porque la agonía política del franquismo conllevó una conciencia problemática de la propia modernidad, y con ella las posibilidades/ capacidades de asimilar de forma diferente la historia, una conciencia con perspectivas nuevas y la búsqueda de poéticas novelescas que convirtieron la realidad en una crónica de la vida individual e íntima de los individuos que ahora escriben porque asimilan esa vivencia como una auténtica práctica lingüística, y la asunción de las imágenes como una técnica casi cinematográfica que une esa exposición de la realidad a la renuncia de una ideología caduca, que no se resiste a buscar un sentido, y a dar una significación a sus textos.


Femenino singular

Hans Jörg Neuschäfer en sus “Observaciones sobre la literatura española posterior a 1975”[1] escribe sobre la nutrida participación de las mujeres en el panorama narrativo de la época, y añade el valor de su competencia, frente a esa “cuota” que establece la crítica cuando tiende a hacer historia literaria de un período determinado, así que ellas forman parte de las mismas tendencias que huyen de un dogmatismo al uso, o de cuestiones ideológicas determinadas pero, aunque comprometidas con el feminismo, ninguna profesa un credo abstracto al respecto. Las aportaciones se hacen desde el ámbito periodístico con ambiciones literarias, Rosa Montero, como ejemplo, desde la lírica, con Ana Rosetti o la propia narrativa, en mayor proporción, Esther Tusquets, Montserrat Roig y Adelaida García Morales. María Dolores de Asís[2], ejemplifica esta etapa rica en producción y en su ensayo sobre novela y escritura femenina, traza una amplia semblanza sobre narradoras presentes en décadas anteriores, y otras que han conseguido la atención de la crítica, Paloma Díaz-Mas, Belén Gopegui, Almudena Grandes, Clara Sánchez y la propia García Morales. MonikaWalter[3] apunta la aportación de estas y otras con respecto a la educación de los sentimientos, tanto en la esfera íntima y sexual, como la erótica por el elevado número de escritoras, Abad, Pottecher, Ortiz y Falcón que, en la profundidad de esas regiones reprimidas y alienadas, convierten a sus protagonistas masculinos y femeninos en un campo de autoafirmación literaria. Y este discurso femenino no se limita a temas única y exclusivamente de mujer, como la conquista de la diferencia corporal, la independencia sexual o la igualdad moral de derechos, sino a la variedad estilística que ensayan, soberanas y seguras de su éxito frente a sus colegas masculinos que, con su valía, se desplazan por la amplitud de géneros narrativos tradicionales, policíacos, históricos, psicológicos e intimistas, eróticos, de aventuras, y a través de un punto de vista inequívoco que conlleva crítica, humor o sensibilidad, o se mueven entre la fantasía y la realidad, como leemos en Fernández Cubas, Riera, Cibreiro, Navales, Puértolas y, una vez más, García Morales.

 

La atmósfera primitiva de García Morales

La capacidad de diseñar un espacio topográfico y temporal testimonia a partir de los ochenta la vitalidad de la narrativa española. Surge una tendencia regionalista frente al urbanismo al uso porque la identidad colectiva se abre en la creciente afloración de comunidades autónomas donde empiezan a convertir en literatura las dimensiones que, en otro tiempo, habían sido reducidas por los mecanismos de represión interna del pasado histórico franquista, y las voces vienen del antiguo País Vasco y de Andalucía, fundamentalmente, aunque Castilla León, Asturias o Galicia aporten no pocos nombres a la extensa nómina que mezcla el paisaje de su infancia, con la memoria histórica y cultural.

Adelaida García Morales (Badajoz, 1945- Dos Hermanas, Sevilla, 2014) tiene la extraña capacidad de captar en su narrativa los ambientes y las atmósferas de una forma sugerente, y una óptima clarividencia para concretar situaciones y contenidos que buscan conmocionar al lector y hacerle llegar un tipo de novela explícita y complaciente con las situaciones más morbosas, o unas transitadas introspecciones de los sentimientos. Sus narraciones resultan sugestivas, se despliegan como esos secretos que vamos desvelando sin prisa alguna. Pasado y memoria confluyen para mitificar tanto el espacio como la figura humana; observamos así su reencuentro con un interior de lo más íntimo. En El Sur[4], su primera incursión narrativa, están ya presentes algunas de las temáticas que forjarán el conjunto de su obra posterior: la soledad como una forma de realización, de auténtica vida, que se construye y se destruye a la vez, y necesita de la comunicación con el otro, al tiempo que la rehúye, como una auténtica forma de defensa propia; el amor pasional, capaz de alterar lo cotidiano, una evidente necesidad, que desarrollará de forma magistral en su siguiente novela, El silencio de las sirenas[5]; la muerte, como una continua presencia, en muchos casos tan tenebrosa como auto-destructiva; y el silencio como una forma de relación, una de las principales características del conjunto; importa tanto lo que se dice, como lo que no está escrito, un hecho que otorga a sus historias la posibilidad de múltiples interpretaciones. El lector de su escritura se convierte en alguien activo, tendrá que indagar en las tramas y en los personajes, seres marginales y poco explícitos, y la información que García Morales aporta sobre ellos y su comportamiento resulta tan ambivalente como extravagante; sus vidas transcurren voluntariamente en los márgenes, viven en zonas rurales, calificadas como mágicas, léase la comarca alpujarreña granadina, o la campiña sevillana, donde el paisaje se torna gótico, espacio que ayuda a su introversión, paisaje que la crítica ha calificado como la visión de una neo-gótica femenina.

Adriana, la protagonista, de este relato breve, intenta comprender el misterio en torno a la desaparición del padre, el resto de acontecimientos de la historia pertenecen a los recuerdos que ella evocará desde su presente actual. El primer hecho que cuenta es el suicidio de su progenitor, sobre el que volverá, y núcleo de la narración, porque para la niña y la adolescente Adriana aun resulta incomprensible el motivo que lo llevó hasta aquel extremo, o cual era el sufrimiento que escondía. Adriana cuenta el transcurso de una hermosa etapa junto a su padre, tan presente y distante, al mismo tiempo; en realidad, se resuelve como el preámbulo de la historia, e ignora el hecho de que su progenitor hubiera abandonado su ciudad natal Sevilla, quizá por algo muy grave, y por qué se escondía en un lugar sombrío y lejano; García Morales recrea la identificación con la singularidad del hecho mismo, la hostilidad y la soledad total que siempre rodea a la niña, paliada en ocasiones por la figura de tía Delia, que representa la añoranza de la imagen del sur; descubre entonces que un amor del pasado atormenta a su padre porque nunca lo ha olvidado; y siente, aun más, su imposibilidad para comprender por qué está rodeada de tanto sufrimiento. La muerte del padre, y el distanciamiento de la madre motivarán que Adriana se mueva para encontrarse por fin con la muy evocada ciudad de Sevilla, y darle a la historia un desenlace final, y aun más angustioso: su padre no sólo había huido de un amor imposible, sino que con él había abandonado a un hijo. Solo tras la resolución del conflicto Adriana podrá empezar una vida sin los fantasmas del pasado.

La protagonista evoca el territorio de la memoria[6] para mitificar no solo la figura del padre suicida, sino que justifica su propio espacio interior, que se recrea y se despliega ante la narración con un resultado tan sugestivo ante el lector como si la niña se desdoblara, uno a uno, en sus pequeños secretos. Adriana no consigue comprender ese insoportable dolor del padre, y la no menos atormentada vida que lleva, y por su inocencia no será capaz de salvarlo de un sufrimiento, víctima de sus propios verdugos: la cobardía, el sentimiento de culpa, el resentimiento o la extraña asunción de considerarse uno más de los vencidos de la guerra civil. Y aun se añade esa geografía física que es el Sur, la fuerza deslumbrante del sol —escribe Mari Luz Melcón[7]— (…) El Sur es Sevilla, la ciudad hecha de “piedras vivientes, de palpitaciones secretas”, y allí encontrará la niña Adriana la esencia del ser exiliado de su padre, susceptible de identificarse con la imagen machadiana más andaluza. Sevilla es para ella, en cierta forma, una extensión de su padre, y buscará en esta ciudad la respuesta mágica a su petición: la de encontrarlo “en un espacio distinto y nuevo.” La capital andaluza se presenta ante Andrea como una ciudad cuyos vestigios palpitan,  “Había en ella un algo humano, una respiración, un hondo suspiro contenido”[8]. Esta descripción y el nuevo ambiente, contrastan por completo con su casa, vieja y descuidada, rodeada de soledad, de silencios y de muerte, porque a García Morales le interesa hablar de lo inefable, de lo inaprensible, de cuanto va más allá de una experiencia racional, de aquello que resulta distinto. Las emociones de sus personajes no pueden transmitirse por una simple palabra puesto que, en su novela, muchas de las conductas de sus personajes resultan contradictorias, sobre todo la del padre, cuya ambigüedad motiva el sufrimiento en la niña. Laura E. Ponce Romo[9] habla de un mundo etéreo, a veces nebuloso, tanto en el relato El Sur como después en Bene, porque en el primero la protagonista evoca a un padre muerto, cuando ha pasado un tiempo sin definir, lo hace a través de un monólogo/ diálogo, y es de noche cuando la joven evoca los recuerdos de su infancia. Adriana seguirá buscando esa figura paterna en su intento por dar forma a una historia de la que solo le llegan fragmentos, una dispersión de datos como su propia edad, acertadamente de los siete a los quince años.

El mundo literario de Adelaida García Morales se concreta en una geografía interior y femenina, ellas son siempre las que tienen voz, las que desde sus monólogos construyen, a través de la memoria y de las sensaciones más diversas, ese mundo exterior donde lo masculino aparece vagamente, y el orden social poco importa. La mirada de esta escritora, como ha señalado Pedro A. Curto[10], “es ante todo femenina, uterina, parte desde lo más intimo, para hacernos observar a través de sus ojos, ese mundo misterioso, desde el cual se plantea, el “ser mujer”. La mujer se percibe como lo íntimo, el hombre como esa composición externa. Y en esta mirada tan “feminista” se acerca a la escritura de la británica Woolf  y a la brasileña Lispector, y en particular a ésta última cuando recurre a lo sobrenatural, a una realidad atípica, para desentrañar la profundidad de sus conflictos narrativos. En esa preferencia por la mujer, la autora declaraba: “El hombre ha jugado su partida con la existencia y la ha perdido, nos ha llevado a la catástrofe. La mujer es la reserva que le queda a la vida, por sus valores, por ser más altruista.”

En Bene (1985)[11], editada junto a El Sur, según Ponce Romo[12], hay una narradora, otra joven que conversa con el espíritu de su hermano. Ha pasado mucho tiempo desde que vio por última vez a Santiago, no se especifican los años por lo que el lector percibe este espacio temporal como ambiguo. Se sabe, en cambio, que todos han muerto ya, sólo queda ella viviendo en la casa de su infancia. “Anoche soñé contigo, Santiago. Venías a mi lado, paseando lentamente entre aquellos eucaliptos donde tantas veces fuimos a merendar con Bene”[13]. La historia es desde el inicio inquietante, y Ángela explica un sueño que ha tenido con su único hermano a quien llama desde el más allá; el sueño se relaciona con Bene, una joven que parece estar controlada por otro espíritu, el de su padre gitano. Los sueños en esta narración de García Morales ayudan a concretar un ambiente ilusorio, al tiempo el lector percibe la sensación de que parte de cuanto la narradora relata, hubiera sido verdad o podría haberse convertido en algo real.

La protagonista se siente, una vez más, sola. El escenario vuelve a ser una casa amplia y alejada de la ciudad, algo menos lúgubre que en El Sur, incluso llega a formar parte de sus habitantes porque Ángela recibirá sus clases particulares de una maestra que la visita periódicamente. García Morales justifica la continua soledad de sus protagonistas porque ambas viven en una circunstancia particular, tienen poco contacto con otros niños de su edad y eso les lleva a desarrollar su propio mundo de fantasías. Ángela observará que el exterior puede convertirse en un mundo excitante, sobre todo porque su tía Elisa le prohíbe ir más allá de la cancela, algo que para ella sería algo excitante, y donde se imagina podrían ocurrir las cosas más extraordinarias. El aislamiento de la protagonista le hará vivir en un auténtico estado de fragilidad y, a falta de amigos con quienes jugar, Santiago se convierte en el centro de su vida. Así pasará sus días, observará tras la cancela, la carretera vacía, el paso de algunas manadas de toros o las caravanas de gitanos, afuera está el peligro y el misterio, solo en contadas ocasiones, Ángela ha podido visitar la ciudad y siempre en compañía de su tía Elisa, quien se presupone la preserva de los peligros latentes en el exterior; solo en la casa la joven se sentirá segura y protegida y, tal vez por eso, cuando aparece la figura de Bene, la tía Elisa la trata con absoluta frialdad, le muestra desde el principio su enemistad a la joven, aunque es consciente de que no puede contradecir la voluntad de su cuñado Enrique, y sospecha que la gitana le ofrece sus servicios, como sabe ya ha hecho en ocasiones anteriores con otros hombres. La presencia de la nueva criada resulta especialmente inquietante para la tía, no para Ángela que pronto percibe ese aire de vacío en este nuevo personaje en quien confía e invita a ese lugar secreto donde su hermano y ella convivieron de niños, y pasaron tantas horas contando historias misteriosas: la torre. Este espacio se convertirá en ese lugar emblemático en la novela donde se pueden escuchar las voces de aquellos que se han ido de este mundo y regresan para hacer oír su voz, o advertirles de algún peligro a los moradores de la casa, y allí la joven gitana se transformará en un ser de mirada fría. Bene se convierte en un personaje ambivalente, y el final de la novela resulta tan ambiguo como la propia historia porque, mientras se avanza en su lectura, ese límite entre vida y muerte se ve traspasado en numerosas ocasiones para justificar, de alguna forma, la presencia de los personajes más significativos.

En su siguiente novela, García Morales, apunta Santos Alonso[14], El silencio de las sirenas (1985)[15], vuelve a la mitificación, en esta ocasión el amor y el misterio, a través de las obsesiones y de toda la simbología de una joven, Elsa, que huye y se aísla en un pequeño pueblo alpujarreño y vive allí su obsesión amorosa por un hombre a quien apenas conoce. La maestra del lugar se convierte en su confidente y, al mismo tiempo, es la narradora periférica de una historia que transforma realidad y sueño en una experiencia límite porque la fantasía amorosa que vive esta joven se diluye a medida que avanzamos en un relato comparable al canto de las sirenas que hicieran sobrevivir a Ulises en su mítico regreso. Lo imaginario es el elemento más importante, la historia principal está servida, y en torno a ella una excelente percepción de la atmósfera en que viven los habi­tantes del lugar, la sensación del ambiente llega a confundir esta realidad, como hace la propia protagonista con su vida. De nuevo un círculo de dos: María y Elsa y su mutua fascinación. Elsa en su retiro evoca el amor ¿ficticio? ¿real?, que, de alguna manera, significa la autoafirmación de su existencia, pues cuando concluye el relato este amor se disipa, se desenca­dena el deseo de la autodestrucción del yo. La presencia de otras historias dentro de la historia general viene a ser otro elemento más de ese concepto neogótico esgrimido en la narrativa de García Morales, y en esta novela ayuda a mantener el aire de ambigüedad en torno a la protagonista. Elsa, sin embargo, es un personaje claramente distinto a los otros, no solamente vive en una aldea remota en las alpujarras granadinas donde el paso del tiempo es diferente, sino que incluso en el pueblo mismo ella ha escogido vivir aislada del resto, tanto en el espacio real como en el espacio mental. Su aspecto pálido se asemeja cada vez más a una estatua de mármol, incluso al final cuando su cuerpo cristalizado se confunde con la nieve blanca de las montañas. Elementos que llevan al lector a reconocer en El silencio de las sirenas un mundo extraño, o a preguntarse, ¿quién es realmente Elsa?, ¿por qué su comportamiento se asemeja al de una loca? incluso, ¿por qué su cuerpo va sufriendo transformaciones? Conforme las sesiones de hipnosis avanzan, Elsa va envolviéndose más en un mundo de fantasía, pues el amor que expresa por Agustín Valdez/Eduardo la conduce a los límites de un éxtasis romántico. A pesar de esa primera sensación de un auténtico estudio psicoanalítico de personajes y ambientes, la obra no se somete a una teoría sobre cualquier disciplina psicoanalítica, es la persecución por parte de la protagonista de una ficción que para ella llega a convertirse en realidad, y, funda­mentalmente, como la narradora García Morales ha manifestado en alguna ocasión, es el placer intrínseco de contar una historia.


Conmover al lector

Adelaida García Morales explicita su literatura a partir de su tercera novela, recién arrancada la década de los noventa[16], y sus ambientes o las atmósferas de sus siguientes textos resultan menos sugerentes, o tal vez se plantea que ahora sus historias contienen situaciones que buscan conmover al lector más que provocarle la introspección de sus sentimientos, como en sus primeras entregas. El simbolismo vuelve a ser muy explícito en La lógica del vampiro (1990)[17], y una vez más, una narradora, Elvira, recrea un espacio y se rodea de personajes que provocan en ella una sensación de extrañeza y enajenación que irá evolucionando hacia la inmersión más o menos tensa en un mundo más real, así el lector siente una mayor cercanía con el argumento y las técnicas narrativas de la anterior novela, aunque ahora la figura protagonista sea un vampiro social que manipula y se aprovechará de los demás, pero sobresale ese ambiente de incertidumbre, de misterio, con un personaje lleno dudas y de una irresistible atracción hacia la bruma, y el desencadenante de la historia: la posible muerte del hermano de la narradora, un acontecimiento que provoca en el lector incertidumbre e intriga como posibilidad narrativa, y ahora ese mundo real, la ciudad de Sevilla y algunas poblaciones de alrededor, justifican ese soporte físico y espacial, sólido y creíble, porque parte del argumento roza a menudo lo sobrenatural o lo fantástico, sus acciones gravitan en torno a Alfonso, el vampiro de quien nunca sabemos en qué orden vive o qué llega realmente a esconder, y evitan así que la novela revele la verdadera identidad de este. Con la partida de la anónima protagonista-narradora no hay necesidad de aclarar el enigma, se deja a su propia fortuna, y el lector se alegra de que la protagonista salga victoriosa de ese mundo. No es un final desesperanzado, aunque tampoco desmiente la posibilidad real de lo que ella ha dejado atrás.

El tono y el estilo de la novela comparten similitud con el mundo narrativo de García Morales, la novela se centra en esa vivencia interior de la protagonista, se narra todo en forma autobiográfica, y se mantiene un tono uniforme, nunca monótono, puesto que en todo momento utiliza descripciones y diálogos convenientes, incluida esa clara tendencia a la concisión y a la huida de todo aquello que resulte superfluo o innecesario, tan habitual hasta el momento en su narrativa, aunque esa concentración anecdótica simule más bien una auténtica novela breve, en el sentido de El Sur y Bene, caracterizada ahora por los suficientes ingredientes de intriga y de tensión que mantiene la calidad del relato.

Un mayor impacto emocional explora, la narradora, en sus siguientes novelas, cuando recurre a la infancia a través de la memoria, Las mujeres de Héctor (1994)[18] y La tía de Águeda (1995)[19], como a futuros melodramas psicológicos que siguen en su línea narrativa. En la primera conserva ese aire de soledad y frustración que ha condicionado a sus personajes siempre, aunque el planteamiento nada tiene que ver con las anteriores. El intimísimo rural que conmocionó al lector, la fuerza de unos personajes desarrollados sin apenas diálogo y el fuerte subjetivismo caracterizador, han sido abandonados y la intención escribir una obra urbana. El comienzo es bueno, las pri­meras páginas son de lo más cine­matográfico, dos mujeres discu­ten y tras un breve forcejeo ocurre un asesinato involuntario, cir­cunstancia que planea sobre el resto del relato. Los personajes son presentados muy rápidamen­te, al hilo del suceso, poste­riormente se ocultan. Tres mujeres encarnan un melodrama personal en torno al único hombre del relato, Héctor. Parece más bien el esbozo de una historia mayor que, inequívocamente, se queda a medias, porque ni la trama policial que debiera envolver a la historia, ni la lucha particular que llevan a cabo las distintas mujeres, logran interesar. Laura, la ex-esposa y homicida involunta­ria, se debate entre su propia autosuperación y la sombra del crimen que debe ocultar; no logra la fuerza necesaria como persona­je principal y queda como un conato de ejemplo femenino. Margarita, la amante circunstan­cial del marido separado es, por su propia fuerza natu­ral, quien sobresale por encima del personaje anterior, aunque se desdibuja en una especie de “sal­vadora de almas” que la condicio­na; y finalmente, Irina es una niña-mujer que, caprichosamente, se debate entre el amor imposible de Héctor, porque éste no le hace caso, y su actuación se com­pleta en una sucesión de actos insensatos. Y en la segunda, La tía Águeda, una vez más, se explora el oscuro mundo de la infancia y su relación con la muerte, o la protección de las mujeres en la España de los cincuenta cuando Marta, su protagonista, huérfana de madre se ve obligada a vivir con su tía Águeda, en un pueblo de la provincia de Huelva, donde la sutilidad de los colores negros y grises imperan sobre el atisbo de la inocencia misma.

Las emociones sobresalen, una vez más, en los casos de Nasmiya (1996)[20], un relato que plantea los conflictos emocionales y de identidad que provoca el derecho islámico a tener más de una esposa, o la morbosidad que encontramos en La señorita Medina (1997)[21], y en aspectos tan delicados como el suicidio o la homosexualidad. El secreto de Elisa (1999)[22], es un texto fragmentado en secuencias, confluyen dos acciones que corresponden a dos diferentes planos, situados en un vago presente de los noventa. En el real, la separación de un matrimonio, tras veintiocho años de convivencia; los hijos criados y el descubrimiento de que el marido tiene una amante. Entonces, con cincuenta y dos años, Elisa lleva a cabo el sueño de su vida: vivir sola en un pueblo pequeño de Segovia, elige una casa solitaria, y pronto su existencia retirada es fuente de murmuraciones y recelos en el ámbito reducido del lugar. García Morales renueva una vez más el contraste entre la vida en el campo frente al anonimato en la gran ciudad. El mundo de las pasiones familiares, reaparece en El testamento de Regina (2001)[23], que cuenta un cierto melodrama interior, con intereses de fondo, una anciana, protagonista del relato, y la joven psiquiatra que decide trasladarse hasta la casa, acudiendo al reclamo de un anuncio. Para Susana comienza una historia inverosímil, con una Sevilla desdibujada como telón de fondo, y el conocimiento de una familia cuyos personajes están abocados a un sinvivir por las ambiciones perversas que dominan sus vidas. Sólo Regina, la bella anciana y de intensa fuerza interior, sobrevive a las intrigas familiares de un relato que discurre por los difíciles límites de la inverosimilitud. La última novela que García Morales publica simultáneamente en 2001 se titula Un historia perversa[24], una trama psicológica que suprime buena parte de los elementos y constantes de su narrativa previa. La novela se desarrolla en espacios interiores y reduce sus personajes, prácticamente, a dos, Andrea y Octavio, una pareja de recién casados, un famoso escultor y la dueña de una sala de exposiciones. Un relato angustioso, una historia horrorosa que relata como la pasión de su protagonista masculino, poco tiempo después del matrimonio, desemboca en un carácter violento, autoritario, dueño absoluto de la situación. Y sobresale la atracción de la joven esposa por un hombre de tan extraña conversión. Dos géneros se superponen, el psicológico porque se trata de una exposición de dominio, y la posesión sobre el otro yo, además de la intriga porque, en cierto modo, predomina una cierta locura criminal en el desarrollo de toda la novela.

Un apunte final, los relatos breves que Adelaida García Morales recogió bajo el título, Mujeres solas (1996)[25], responden, según Francisco Javier Higuero[26], a todo un desarrollo narrativo anterior rastreable en sus novelas, La tía Águeda, Nasmiya, La señorita Medina y El secreto de Elisa, y cuyos personajes femeninos se ven abatidos por todo tipo de contratiempos e incertidumbres afectivas, y son víctimas de esa irremediable deshumanización que les acecha. Sobresale, según Higuero, ese evidente manifiesto de la narradora frente a cualquier moda literaria barroquizante y enmascaradora, textos “repletos de múltiples y diversas connotaciones que sobresalen como parte integrante de la producción literaria de una de las escritoras de más talento narrativo de las letras españolas”.



[1]              Abriendo caminos. La literatura española desde 1975; Varios Autores; ed., de Dieter Ingenschay y Hans-Jörg Neuschäfer; Barcelona, Lumen, 1994; págs. 7-16.

[2]              Última hora de la novela en España; Madrid, Pirámide, 1996; págs., 456-472.

[3]              Íbidem., pág., 25-26

[4]              La primera edición data de mayo de 1985. Edita Anagrama, junto a la novela corta Bene.

[5]              La novela fue Premio Herralde, la edita Anagrama en noviembre de 1985.

[6]              Así lo señala, también, María Ángeles Naval en “Las casas de la memoria. Acerca de los relatos de Adelaida García Morales”; El texto iluminado. Escritoras españolas en el cine; coord. Alberto Sánchez, Cultural Rioja, Febrero-Abril, 2001; págs. 21-32.

[7]              Reseña, El Sur & Bene; Cuadernos Hispanoamericanos; 1986, núm., 428; págs. 183-185.

[8]              Ob., cit., (pág., 40).

[9]              Tesis Doctoral, Texas Tech University, mayo, 2012.

[10]             En Periodicoirreverente, (Opinión) Irreverentes.Org., 10 febrero 2014.

[11]             Ob., cit.

[12]             Ob. cit., pág.106.

[13]             Ob., cit., pág., 53.

[14]             La novela española en el fin de siglo (1975-2001); Madrid, MareNostrum, 2003; págs., 156-157.

[15]             Ob., cit.

[16]             Santos Alonso, Ob., cit.

[17]             La primera edición data de 1990; Barcelona, Anagrama.

[18]             La primera edición data de 1994; Barcelona, Anagrama.

[19]             La primera edición data de 1995; Barcelona, Anagrama.

[20]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, enero de 1996.

[21]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, noviembre 1997.

[22]             La primera edición, Madrid, Debate, octubre 1999.

[23]             La primera edición, Barcelona, Debate, enero 2001.

[24]             La primera edición, Barcelona, Planeta, enero 2001

[25]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, octubre 1996; contiene los siguientes cuentos: “Tres hermanas”, “Agustina”, “Celia”, “Virginia”, “La carta” y “La desconocida”.

[26]             “Segmentariedades desterritorializadas en Mujeres solas, de Adelaida García Morales; El cuento en la década de los noventa; José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo, eds.; Madrid, Visor, 2001; págs.197-206.

Escrito en Lecturas Turia por Pedro M. Domene

9 de enero de 2023

Tras dos novelas editadas —Sobrevivir a Comala [Baile del sol, 2010] y La nota muerta [Pregunta, 2020]— y un riguroso ensayo —Maurice Blanchot. La exigencia política [Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014]—, Rosa Martínez publica un primer libro de poesía —El miedo del doble a la soledad [Pregunta, 2022]— que excede los límites convencionales del género para adentrarse en el territorio de la reflexión filosófica, tal y como, por otra parte, se presupone a cualquier libro de poesía que sea algo más que recuento impresionista o terapéutico sentimentalismo.

La poesía de Rosa Martínez es sólida y afilada, resultado de una reflexión previa sobre alguna de las preguntas que acompañan a la existencia humana y sobre la forma en que la escritura trata de nombrar lo que acaso sea innombrable. La muerte y la identidad, esos viejos temas que llenan anaqueles sin dejar de parecer inéditos cuando una voz singular los confronta, engranan el libro. Dos temas duros, fuertes, que Rosa Martínez aborda con radicalidad, desde la tentativa del abismo y la soledad. Y sin caer en el lugar común. Al contrario: la poesía de esta autora sorprende por su personalidad; no parece un primer libro, no parece un acercamiento ocasional, parece lo que es: un texto que pudiera ser orgánico, prolongación del cuerpo que se rompe, de un cuerpo que interpela con palabras baldías al lector, porque no hay otras, pero que sirven para cuestionar con hondura la verdad del lenguaje y el estatuto de lo que nos constituye. Una posibilidad, un tajo, el miedo, la soledad y la belleza. El ser y la ausencia del ser. La inmediatez que nos acompaña y la vocación de trascenderla con el lenguaje. El Yo y el yo otro. La Verdad y la verdad.

Podemos preguntarnos si la potencia humana —la imaginación, la razón, la intuición— puede aclarar lo oscuro del mundo y transcender lo inmediato, hacia eso que llamamos verdad, incluso si nos hallamos ante la inmediatez de la muerte. Y, a un mismo tiempo, podemos preguntarnos si existe la posibilidad de que esa verdad pueda ser escrita. Dos preguntas profundamente modernas que Rosa Martínez se hace y nos hace.

La poeta divide su libro de dos partes diferenciadas: ‘El relato de las últimas palabras’ y ‘El miedo del doble a la soledad’. Desde el punto de vista del estilo, ambas cuentan con un inicio que las enmarca y con un propósito. En el inicio de la primera parte, la autora nos sitúa ante la sombra incognoscible de la muerte. Y el propósito que señala es “Perseguir la sombra”. La poeta plantea esa persecución en unos términos tan concretos como difusos: “las últimas palabras”. ¿Puede la potencia humana aclarar la oscuridad de esas “ultimas palabras”? ¿Transcienden en verdad esas últimas palabras antes de la cesación de la vida? Podrían ser las últimas palabras de cada uno de los muertos y las muertas que ha habido. Las últimas. La imaginación tiembla ante la visión de quienes hemos querido diciendo algo último. Rosa Martínez relata una posibilidad que también es imposibilidad: las últimas palabras de la señora R., que murió ahogada en su propia sangre.

La segunda parte, que da título al libro, ‘El miedo del doble a la soledad’, se distancia del primer relato, el de la muerte de la señora R. y sus últimas palabras, para centrarse en la posibilidad de que haya escritura del yo. De que haya verdad escrita. Pero Rosa Martínez liga ambas partes al abordar desde distintas ópticas el mismo problema: la ausencia. La única verdad del ser y de la escritura es la ausencia. La ausencia de lo que no puede ser captado, de lo que no puede ser descifrado. La muerte es ausencia. La identidad, también.

Distintos fragmentos de ‘El relato de las últimas palabras’ evidencian la tensión entre el ser inmanente y su posible transcendencia: la ausencia de lo que se resiste a ser reconocido. Una tensión que se constata como experiencia de un sentido. Solo sentido. No hay lugar para tender hacia el significado de lo que ocurre. Solo sentido. Acaso posibilidad de un sentido.

“Las últimas palabras/ agrietan el sentido oculto de las cosas” [p.36]; “Las últimas palabras son excreciones de sentido” [p.38]; “Porque ¿qué es la verdad en el trauma de la muerte? Las últimas palabras no deberían reflejar la verdad. Es demasiado triste. No hay verdadera belleza ni consuelo en la verdad” [p.45]; “Por mucho que te empeñes/ no es tan claro que las palabras/ puedan salvarnos” [p.50]; “las palabras se esfuerzan en no durar (…) las últimas palabras/ están en mi cabeza,/ en la sed que nunca sacia [p.53]; “las últimas palabras son baldías” [p.60].

A esta experiencia, Maurice Blanchot —a quien Rosa Martínez tan bien conoce— la denominó “experiencia del desastre”. Una experiencia que se incardina con la imposibilidad de reproducir el ser como ausencia. Solo hay tensión. Escribirlo como tensión. Y miedo. Y ante esta experiencia, no puede haber Yo nos dice la poeta: “Ser el doble invertido de otro impronunciable Escribir desangrando con un corte limpio la yugular del libro del texto del poema Escribir porque allí donde creíamos ver dos al fin no hay nadie y entonces sientes (y es un sentir insípido y tarado) el miedo del doble a la soledad (…) Descubre que el doble y el yo son un Nadie ligero que subestima a los seres que no pueden durar (que no deben durar) Por eso no entiendes el sentido de tu permanencia” [pp.77-78].

Ausencia —un Nadie— y un sentido incomprensible asociado a Escribir. Así inicia Rosa Martínez la segunda parte de libro, ‘El miedo del doble a la soledad’. No hay posible transcendencia, no hay verdad posible. Escribir siempre son “ultimas palabras”. Un inicio que, como ven, dialoga con la primera parte. Además, recuerden, que Rosa Martínez a continuación plantea un propósito y, en este caso, escribe: “Desarmar las formas,/ luchar,/ no someterse al tiempo/ ni al sueño extraño los otros,/ perseguir el dictamen insensato de los bordes.// Ser fiel al poema./Extinguir en el camino/ el miedo del doble a la soledad.” [p.79].

En la primera parte, el propósito era “perseguir la sombra” de la muerte; ahora es luchar en el territorio del poema y en ese camino extinguir el miedo. Pero el miedo solo puede extinguirse en el reconocimiento de la ausencia y el poema es tentativa de su representación. Aunque se represente un doble, con sangre y piel, solo hay tentativa, nunca Verdad. Solo hay un espejo vacío. De ahí que Rosa Martínez apele a una identidad que no es la del Yo ni la del Tú sino la del Lo [p.84] —que tampoco es Él—: ni sujeto de la enunciación ni destinatario. Volvemos a la ausencia, a la vivencia de la ausencia. Yo soy ausencia y el doble es ausencia. Escribe la poeta: “Tu ausencia/ añádela a la mía (…) Acaricia mi nada/ para que pueda ser” [pp.86-87]; “Tútampocohasvistonada” [p.88].

Hay un poderoso fondo teórico en este intensísimo libro de poemas de Rosa Martínez. Una vocación por ese abismo que es redefinir la verdad. Los temas son la muerte y la identidad, pero es la ausencia, tan afín a Blanchot, el concepto que determina la lectura: ser para sumergirse en la ausencia de lo que se es. Blanchot lo noveló en Aminadab —a través de la búsqueda de la nada— y en El último hombre —mediante el silencio—; Rosa Martínez insiste más en la búsqueda que en el silencio y desvela que esta experiencia —la experiencia del desastre— será inútil si no es en las últimas palabras que siempre son un poema.

 

Rosa Martínez, El miedo del doble a la soledad, prólogo Alfredo Saldaña, Zaragoza, Pregunta, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por David Mayor

23 de diciembre de 2022

No es inusual que se reproche a la moderna crítica literaria la tendencia a dedicar más esfuerzos al halago que a desnudar las debilidades de los textos a los que enfrenta su supuesto análisis imparcial. Admitiendo que el juicio imparcial es improbable, también hay que añadir que hay autores y obras sobre las que no cabe reproche, siendo este el caso que nos ocupa.

En los surcos de voz que cava Celia Carrasco Gil (Tudela, 2000) se siembra una palabra con clara intención seminal, pues es labranza en los azules limos de un elevado cielo poético, desde el que crecen radiantes los brotes rectos de su amplio saber hacer. En su proceso de creación, la autora desarrolla una escritura en la que la evidente inteligencia que atesora sirve de guía a la intuición más espontánea, en la que todo lo aprendido se pone al servicio de la exploración y en la que su ideación se afana en plasmar un paso nuevo, se consagra en la elevación de una arquitectura asombrosa y alumbrada por las más ricas vidrieras. Frente a la complacencia de una creación irreflexiva, nos encontramos ante una trabajadora incansable del verbo que —tras haber sido reconocida con el Gloria Fuertes, haber sido invitada a encuentros poéticos internacionales por la École Normale Supérieure de París o el Instituto Cervantes de Sofía y haber sido finalista del Premio Nacional de Poesía Joven—, nos presenta su primera y breve antología, obra en la que se resumen los logros alcanzados durante sus inaugurales seis años de poesía publicada, que quedan impresos por iniciativa de Ediciones del 4 de agosto, quien nos entrega un poemario de bolsillo y que constituye un pasaporte literario con el que la autora bien puede abrirse paso a través de cualquier frontera.

El libro se compone y divide en tres partes semejantes, con poemas de sus obras Entre temporal y frente (Olifante, 2020), Selvación (Torremozas, 2021, XXII Premio de Poesía Joven Gloria Fuertes) y los inéditos en los que viene trabajando estos últimos años. Hasta ahora, si se me permite el atrevimiento de tratar de enumerar los rasgos característicos de su estilo, estos incluían el trabajo artesano con la palabra, demostrando un sorprendente oficio —fino, exigente, preciso, laborioso, delicado—, el regreso a lo leído y a lo aprendido incorporando esos barros en las huellas de sus propios pasos, el desarrollo de un proceso personal de creación a partir de su sentir y su logos, el dominio de la tradición (ejemplificado, por ejemplo, en la perfección de sus sonetos), la búsqueda de un verbo que desborde su expresión desde el silencio y desde una forma de nombrar propia, el juego como vehículo de experimentación usando, por ejemplo, la sonoridad o la riqueza etimológica de las palabras, el despliegue de un notable ritmo y de una cadencia musical serena para asistir a lo que —en su conjunto— constituye un ejercicio intelectual de gran valor, en el que se hila y cierra cada poema con harmonía y rotundidad.

Los nuevos poemas que completan la obra ya conocida —y reseñada en diversos medios— suponen un paso más en la conquista de ese territorio virtual que es la voz propia y resultan ser la evidencia de la partida, del abandono de un primer campo poético que, ahora y en parte, deja en barbecho para sembrar en la tierra nueva que horada su talento expansivo. Son poemas que declaran el fin de un rito personal e iniciático, que son constatación del propio cambio y de la madurez que éste otorga y, así, muestran la desnudez de la herida y comienzan a desvelar todos los escondites de un yo poético que se arriesga y quiere exponerse libremente. En tal ejercicio de cuestionamiento encontramos “un estío/ donde solo el silencio resucita” y una “pluma doblegada por el delirio”.

La poeta no se rinde. Sigue percutiendo con su voz contra los lienzos de esa atalaya que contiene y resguarda el misterio, deshaciendo en el “ser” de la tinta con la que escribe lo que es “noser”, preparando ese ajoblanco en el que se mezcla la vida y la poesía y donde la sustancia queda adherida al continente, a la formalidad del verso y, por un momento, al vislumbrar esa luz alba en los renglones, creemos ver en la palabra todo lo que está incapacitado para contener un simple vocablo.

 

Celia Carrasco Gil, Limos del cielo (Poesía 2016-2022), Logroño, Ediciones del 4 de agosto, 2022.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

23 de diciembre de 2022

La espléndida labor realizada por Jon Kortázar al frente de la poesía vasca escrita en euskera, deberá asomarse también a este Sediento de mar de Pello Otxoteko (1970). Un libro escrito en origen en euskera y posteriormente traducido por el autor al castellano. Cuentan mis confidentes vasco parlantes, pues cuanto recuerdo apenas da para preguntar dónde está Ondárroa, que el ritmo grave de la traducción refleja bien el original y no hay demasiada pérdida. Añaden, sin embargo, que brilla más la redacción en euskera por los ritmos internos, y también por la contundencia sentenciosa con que se emplea en el verso libre la madurez reflexiva y agonista del irundarra.

Sediento de mar, despliega sus velas en el Pequod del capitán Ahab (nave donde se mezclan todas las razas, quizá haciendo referencia a la tribu de ese nombre, extinguida por otra parte) con “La balada de Ismael” y las cierra con el naufragio o encuentro con la ballena. O, si prefieren, con el encuentro con cada uno mismo, simbolizados con explicitud en el último poema de la segunda parte, “Desterrados de ser”. Una obertura y un colofón abren y cierran esta partitura lírica, enmarcando el asunto de la meditación sobre nuestra existencia al hilo de la llamada poesía de la edad. Sediento de mar, desde la misma explicitud del título, habla de ese abocamiento. Y así, desde esa perspectiva reflexiva sobre el sinsentido de ser o de ser para la muerte, nada nuevo hay en ello, muestra el centro del canto el poeta vasco, con sus intermezzos y pausas, vericuetos que apenas se distaren del camino, en su viaje a cuando avecina “el destierro de mi noche”. O ese encuentro con ballena propia, que ha sabido simbolizar en inicios y finales, asida a las bordas de “nuestra impotencia” en ese adentramiento simbólico o paralelo a los mundos de Melville. Asume o comprende bien Otxoteko que “Los asideros son escasos en el mundo”, aunque existan txalupas y balsas salvavidas un instante, la circunstancia o la poesía misma, fámula de esa vida a la que ruega “ofréceme al menos el don de escribir”. Poesía como comprensión o placebo contra el aguijón de la vida, bien descrita como mero aguijón hiriente sobre el animal herido, sobre nuestra animalidad de fondo, que nos impulsa a vivir mientras nos interrogamos. Ya lo contó en su momento la genialidad de Juan Ramón Jiménez.

Sediento de mar, no es un planto, sino una reflexión elegíaca, es un esfuerzo de contención meditativo, apesadumbrada en el tono y pretensión, nunca lacrimógena, sobre “nuestra trágica existencia”. A veces, sin embargo, los instantes mágicos como “la cabeza de mi hijo al otro lado del cristal”, la verdad de la inocencia y la nube del no saber, salvaguardan. O la esencia del paisaje, de la rama y la hoja, de la piedra o la mera lluvia “la verdad de este mundo”, a pesar de que siempre echa la red al fondo. Algo que repetía el último José Ángel Valente, e impone a las palabras su rescoldo: “las cenizas/ nos susurran verdades silenciosas”.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales

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