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Configurar sentido descendente

17 de enero de 2025

A veces llueve, leemos en Ser Lugar (RIL Ediciones, 2024). Imagino que este libro tuvo una elaboración lenta, a golpe de vivencia. Es muy probable que no se haya escrito de un tirón, sino en dubitativas vueltas que va dando la vida, con continuas anotaciones que una y otra vez se corrigen. Casi siempre cuesta mucho saber lo que se ha vivido, que es la materia prima de estos versos.

No sé a quién se le ha ocurrido la idea de que la poesía debe ser bonita, un bello adorno que humanice la marcha prosaica del mundo. Puede ser también eso, y a veces quizá no sobra, pero Ser lugar también muestra que la poesía es ante todo peligrosa, una dura forma de entrar en la verdad de un mundo adormecido en el silicio de su prisa. De ser así, la poesía no tendría nada que ver con lo que llamamos frívolamente "cultura". Hay, tras sus ademanes delicados, una áspera fortaleza de mujeres y hombres que descienden a la soledad común sin rencor, cargada incluso de amor por lo extraño, por una orfandad común para la que no estamos fácilmente preparados. Es posible que Rilke ya lo haya dicho todo al respecto.

El lenguaje puede ser una capa de gelatina con la que tapamos la vida secreta de las cosas. Sobre todo hoy, la hipertrofia del significado y de la interpretación corre en detrimento de la presencia directa y misteriosa de los cuerpos. Sin tiempo cero, sin vacuolas de reposo, sin nidos espaciales. En Ser lugar la morrena de nuestra temerosa velocidad vuelve, de ahí que sea frecuente la imagen de un tiempo empozado, detenido, cuajado en escenas. Muy lejos de nuestra deformación espectacular, este libro es inmensamente atento al instante, ese lapso incalculable de tiempo que es a la vez el espacio infraleve donde ocurre lo poco que es importante y nos cambia. Tanto un probable diablo como un dios inverosímil duermen en los detalles.

Nada permanece, escribe Luis Adalid, mientras somos arrastrados en una corriente incesante. Todo, hasta las algas, acaba siendo viento. "Nada se detiene ni se detendrá nunca. Todo son partes, renovándose incansables" (Whitman). Quizá lo permanente es sólo un fondo inescrutable que vuelve, una y otra vez. Es preciso entonces reconciliarse con la noche, establecer un pacto con su quietud insondable para que haya un descanso.

Este entero libro está recorrido por la tarea ética de afinarse con las horas, con el atardecer, con el alba que tarda. Leyendo a Adalid somos noctívagos al seguir el hilo de un bajo continuo de sombra, una diagonal que imanta y enturbia incluso los momentos más luminosos. Diría que Ser lugar está contra la imperial radiación con la que intentamos protegernos, apartarnos de la noche común de la que venimos. Y que en realidad vuelve, encarnada en la multitud de seres lentos y atrasados que salen de ella.

Encontramos también en este poemario una suerte de tabla periódica de los elementos, cada uno de ellos bendecidos por su rara tendencia al milagro. El hinojo, la caña, la higuera... La luna oculta: “hay tanta soledad en ese oro”, decía Borges. Bajo ella los desechos, las botellas perdidas, las colillas que obligan al agua a redibujar continuamente la orilla. Y acaso también el temor y el amor como elementos, como partículas que pertenecen al suelo que pisamos.

No hay nada desechable, nada despreciable en este desierto atiborrado en el que vivimos. Por eso es creíble el momento en el que Ser lugar defiende pedir también un deseo cuando sobre nosotros pasa chatarra espacial. ¿La poesía esboza la gloria de un basurero desconocido, exhibiendo las joyas de un día que es pobre porque no desciende a la humildad de sus materias primas? Para esto, para palpar la sacralidad de lo banal, una alianza secreta de lo Ínfimo y el Altísimo en la que eran expertos los escritores rusos, hay ciertamente que salirse de "la cola del miedo".

Lo cual significa sin duda rendirse a lo visible, entrar en la revelación que sólo ocurre tras la derrota, en una aceptación del signo de la adversidad. El mundo vencido nos entrega otras estrellas, a veces en el sabor renovado de lo más sencillo. Entramos entonces en una oscuridad acogedora donde todo, también el último amigo muerto, también azules imposibles y lunas casi inexistentes, encuentra su lugar.

Acompañado de un rosario de benditos seres anónimos, heroínas que bajan las luces para que se puedan divisar las estrellas, héroes que buscan en la basura para rescatar algo en la masa ingente de lo despreciado. Mientras titanes desconocidos saludan a cualquiera, como si fuera un hermano. Ser lugar está ocupado por la voluntad de no herir más, de atenuar una intensa radiación que ha dañado el umbral en el que ha de vivir cada ser y es culpable de la lenta extinción de las luciérnagas. Para este gesto heroico es necesario romper con la manada y salir a la intemperie. Es corporal y moralmente obligatorio sentir un raro orden en lo que parecía sólo penumbra. Lo que semeja un caos sólo es peligroso visto desde una noción de orden demasiado estrecha, excesivamente policial.

Este libro, incluso en lo doméstico y desesperadamente cotidiano, espera continuamente la conjugación de lo inesperado. “En el principio era la posibilidad”, escribe Adalid, el verbo donde el tiempo se hizo carne. “Somos lo que ha podido ser de todos los infinitos posibles”. Tal vez lo que nuestros abuelos llamaban Dios es también la necesidad incalculablemente contingente de las voces, los rostros y cosas. El azar nunca se equivoca, tampoco en un calidoscopio: como se escribió hace tiempo, nadie ha hecho jamás objeciones a una nube mal formada. Todo lo que ocurre es bueno, el signo de algo que hay que atender, sugería un humilde entrenador de fútbol.

Este libro está, como si fuera antiguo, atento a esos signos. Dispuesto a bendecir lo encontrado por el hecho de haber sido hallado, no construido con nuestro orgulloso narcisismo, esta imperial estrategia de radiantes elecciones. El deseo es otra cosa muy distinta al capricho de lo que queremos: incluye escuchar, atender al temple en el que respira cada cosa. Estamos, creo, ante un libro muy "religioso" en su forma devota de ser materialista. Una fe intuitiva compatible, naturalmente, con una desconfianza incansable ante las iglesias. Y esto aunque algunos creyentes no se sientan necesariamente propietarios de nada. Hay un dios que acampa en los descampados, que llama a inclinarnos ante la hierba que se inclina bajo nuestro peso y roza las manos.

Las creencias apuestan por lo que no es nuestro, ni apropiable. Son más bien un tipo de relación que acepta la no pertenencia. No olvidemos que si la industria pretende conservar las cosas añadiéndoles un sustancia ajena que finalmente las estropea, el arte conserva dejando ser, entregándose a la caducidad incorruptible de cada cuerpo.

“La deslealtad es la nueva ley”, leemos en Ser lugar. No quisiera acabar estas notas sin unas palabras sobre una de las primeras especies en vías de extinción: la buena educación, la amabilidad, la atención. No digamos ya las formas de la bonhomía. La celebrada globalización no es más que un narcisismo expandido, un sectarismo de masas. Es en realidad incompatible con la atención a los matices que avivan la singularidad del otro. Si se han perdido las formas es porque “la demora de la forma”, su ritual silencioso, es la única manera de cortejar la rareza de los contenidos, ese pulular de seres a ajenos a la horda "mundial" de la información. Es el mundo mismo el que resiste a la mundialización. Sin demasiados rodeos, este libro maldice la ferocidad canceladora que se ha adueñado de las democracias occidentales. En tal sentido, Ser lugar es incluso un excelente manual para otra política posible, tal vez una nueva y desconocida edad. Aunque, como vemos en las cacerías humanas de la actualidad, esa era no esté próxima a llegar, es una obligación ética y estética preparar su remota posibilidad.

 

Luis G. Adalid, Ser lugar, RIL Editores, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ignacio Castro Rey

16 de enero de 2025

En tiempos de confusión, cuando la fronda cultural amenaza con extraviar el criterio, es bueno retomar la idea de canon como brújula literaria. Harold Bloom asociaba la excelencia artística con la rareza, por la cual el autor, en un diálogo a un tiempo deleitoso y agónico con la tradición que lo precede, finalmente vence, encontrando su propia e inalienable originalidad.  

La enorme densidad de la obra de Carlos Droguett, que constituye por sí misma toda una literatura, posibilita una pléyade de enfoques críticos. De este modo, la vertiente social de la escritura del autor chileno podría ser interpretada, también, desde un punto de vista psicoanalítico, como una rebelión del hijo (Carlos Droguett-personaje-Cristo) contra el Padre con mayúscula (Don Adolfo-personaje-Dios), contra un progenitor saturniano que devora a sus criaturas “desde la primera hoja araucana”. Esto es puramente romántico, y recuerda al Shelley del Prometeo liberado, obra en que Júpiter se bate contra el defensor de la raza humana. Así, la presencia de Pedro de Valdivia, de los “pacos” (que llevan a cabo una guerra civil lorquiana contra los proletarios en toda la narrativa de Droguett), la sombra de los oligarcas o del ejército, entre otros, no serían sino la encarnación de un super-ego represivo contra el que clama la voz del escritor. Ya en el lejano “¿Por qué se enfría la sopa?”, de 1932, la palabra ‘padre’, en un cuento de apenas unas pocas páginas, aparece mencionada treinta y siete veces. Es una figura que se caracteriza por una frialdad violenta que golpea en lo más hondo al hijo, trasunto de nuestro autor.

Por otra parte, la orfandad materna (doña Sara muere cuando Droguett era muy niño) trata de sublimarse por medio del arte, y en este sentido podría aseverarse, siguiendo a Julia Kristeva, que en la literatura del chileno, de signo fundamentalmente poético, el genotexto (la reserva del Id, del inconsciente) irrumpe constantemente en el fenotexto, rompiendo la unicidad que en el lenguaje corriente posee el eje de selección lingüística. Es en esta clave, quizá, como debería leerse la intergenericidad (de una prosa que es siempre lírica, de un teatro que es narrativo y poético), la intratextualidad y la intertextualidad de la literatura droguettiana, de los que no se ofrecerán aquí más que algunos ejemplos (extraídos, de forma consciente, de obras que no han sido las más aclamadas por la crítica).

En la cuentística del escritor, tanto en la édita (la que parte de los años treinta del pasado siglo y fue recogida en las colecciones Los mejores cuentos de Carlos Droguett, de 1966, y El cementerio de los elefantes, de 1971) como en la inédita (que ya no lo es gracias a la editorial santiaguina LOM) la dominante se desplaza desde lo puramente narrativo hacia lo lírico, en unos relatos que cumplen con todos y cada uno de los rasgos de la prosa poética, desde la escasa referencialidad hasta la ambigüedad del yo de los personajes, cuya identidad se difracta en un sinfín de rememoraciones, temas y digresiones. En estos textos la esfera mítica transforma el tiempo en circular, y la brillantez del lenguaje (la imagen, el ritmo, el símbolo) desplaza en interés a la trama, al siuzhet, como la denominaban los formalistas rusos.

Como ocurre con la gran literatura, en la obra literaria de Carlos Droguett el signo se disemina siempre. Hay tantos Cristos en su escritura, desde el Jesús consuetudinario del cuento “El desesperado”, de 1933, hasta el Cristo feminizado que concibe Ramón Neira, o el personaje sufriente de Eloy o Patas de perro. Sin olvidar al Cristo paródico de El hombre que había olvidado, al guerrillero del mundo antiguo perennemente resucitado en su literatura del exilio o a la figura del criminal, infanticida en El hombre que había olvidado, o bien asesino de hombres y mujeres en Todas esas muertes. Por no hablar del Cristo trágico de un cuento (magnífico) como “A veces también”.

Una señal de buena literatura es el grado de extrañamiento que las obras imprimen a nuestra percepción automatizada de la realidad. En esta dirección, vale la pena leer la primera página de la obra Ventura de Pedro de Valdivia (publicada en Santiago en 1942), del historiador Jaime Eyzaguirre, el cual es un representante de la versión oficial (y oficialista) de la historia de Chile: “Le cabe a Chile -dice- revelarse a la historia del mundo con una dignidad especialísima. Esa irrupción del espíritu y de la vida de occidente al través de sus cordilleras hirsutas, de sus desiertos de sobriedad implacable, de sus valles floridos y de sus bosques de húmeda aroma, tiene todos los acentos de una epopeya grandiosa”. Y en lo que concierne a Pedro de Valdivia (un militar de gran celebridad en la época, al que el mismo Francisco Pizarro llama a su lado en la guerra civil del Perú), se apunta: “solo él concibe con mirada de estratega la conquista de Chile y con mente de estadista sabe trazar las primeras y más difíciles líneas de la organización. Valdivia es el artífice de esta obra maestra de la audacia, el más arriesgado protagonista de la epopeya, el más fiel historiador de sus hechos de gloria, el captador más tierno y afectuoso de la belleza que exhala la tierra de Chile”. Esta visión épica de la Conquista comienza con las Cartas de los paladines, donde se articula una visión trascendente de esta empresa histórica, se realiza una autoglorificación del individuo vencedor y se presenta la tierra ganada como un negocio provechoso, como un botín. La gran innovación que ponen en práctica las novelas droguettianas (a saber, Supay el cristiano y 100 gotas de sangre y 200 de sudor) es precisamente la de subvertir completamente la epopeya al leer y escribir los hechos de la conquista de Chile a partir de un discurso del fracaso cuyo modelo es el de los Naufragios (1542) de Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Chile no aparece entonces como una tierra de maravillas, sino como un suelo yermo de oro, donde se sufren las inclemencias del tiempo y sobre todo el hambre, una hambruna atroz que hace pensar obsesivamente a los soldados en la antropofagia. El mérito de Droguett es el de entregarnos la intrahistoria de la epopeya, en que el hombre común conoce la verdadera cara de la utopía. “Estaban todos -se dice en 100 gotas- ya en Valparaíso, felices de abandonar la apestosa tierra”. Y, los miembros de la tropa “sentían un extraño gusto en maldecir de Dios y del Rey”. La denuncia contra el protocapitalismo (y su derivación imperialista) no puede ser mayor.

La polifonía se advierte en narraciones como Los asesinados del Seguro Obrero, el cual supone a la vez un texto fundacional del género del testimonio en la literatura latinoamericana y representa asimismo su deconstrucción (y el retrato de los alzados, personajes románticos, favorece además esta lectura). Parodia existe, a más de esto, en El compadre, cuyo protagonista proletario, Ramón Neira, es un doble a escala real con respecto a personajes del realismo socialista chileno como el Enrique Quilodrán de La sangre y la esperanza, de Nicomedes Guzmán, o el Elías Lafertte de Hijo del salitre, de Volodia Teitelboim. Constituyen estos últimos encarnaciones ideales e idealistas de la ortodoxia política. Igual ocurrirá en una obra como Según pasan los años donde, junto al retrato hagiográfico del presidente Salvador Allende, aparece una subtrama (la del aviador Francisco y su hermano Roberto) que dialoga intertextualmente con la composición de Carlos Droguett titulada Caín, Abel y Caín. Recuérdese que, en esta profundísima pieza dramática, Yahvé resucita a Abel para que se produzca la ansiada reconciliación, mas el pastor asesina a su hermano con la quijada de burro, difuminando todas las seguridades éticas. La complejidad filosófica es siempre sinónimo de rebeldía y antónimo de monologismo y univocidad.

Todas esas muertes es un tributo a la belleza mórbida, en que aun los elementos más desagradables de la existencia resultan atrayentes sublimados en arte. En esta novela, el mal adquiere un tono uncioso y untuoso muy propio del decadentismo (el relato está enclavado temporalmente en la primera década del pasado siglo), y los actos más crueles de Dubois revisten una apariencia sacra, para escarnio y befa de la religión oficial. De ello resulta una suerte de misticismo endemoniado del que el asesino es apóstol. Pero más allá de estas paradojas, el significado de la novela se disemina a través de sus intertextos. En este aspecto, la obra posee múltiples niveles, ya que la comprensión del crimen en su función social y en un sentido nietzscheano provienen muy posiblemente de la novela Crimen y castigo, de Dostoievski, donde Raskolnikov asesina a la vieja usurera con la voluntad de deshacerse de un parásito social (como lo serán Lafontaine, Chaille o Titius en Todas esas muertes), pero también con el deseo de sobrepujarse, resistiendo la soledad en un páramo allende de lo bueno y lo malo. Ni uno ni otro, ni Raskolnikov (que claudica en brazos de Sonia, que representa la pureza del cristianismo ortodoxo) ni Dubois (que también acaba desistiendo) serán capaces de soportar una escisión completa con respecto a su comunidad, instalándose en el puro devenir y en la superación de todos los valores. El texto droguettiano dialoga también con Del asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, pero sobre todo posee una significación más profunda, de estirpe psicoanalítica. Émile Dubois asesina en todos los hombres (que representan simbólicamente el poder y la ley) a su padre ausente, y en todas las féminas a la madre que lo abandonó. Como dice el protagonista: “esas mujeres me dejaron triste, todas las mujeres, desde que tengo recuerdo para acordarme de mi vida me han hecho sufrir y me han ido dejando cada vez más solo, por ellas soy criminal”. Las posibles conexiones son evidentes. Carlos Droguett no solo era Eloy, sino que era, en mayor o menor medida, todas sus criaturas literarias.

Se mencionará en último lugar otra obra pionera, El hombre que había olvidado, que ha sido ya estudiada como un texto precursor del neopoliciaco y de la novela antidetectivesca en la literatura de América Latina. En efecto, a los supuestos hechos (el asesinato platónico-cristiano de cincuenta niños, a los que alguien corta la cabeza para que su espíritu no sufra la tiranía del cuerpo, es decir, del estómago) se superpone la versión a lo divino de una serie de testigos sospechosos (los neoevangelistas, a saber: un neurótico, un asesino, una prostituta y un morfinómano), que confunden al criminal con una especie de Cristo redivivo. De esta suerte, la novela policiaca se transforma en un delirio paranoico y finalmente paródico y cómico que concretiza una celebración del arte de la escritura. Estamos ante un texto de una originalidad (y una heterodoxia) que no tiene precedentes (ni subsecuentes) en lengua española.

Incluso el estilo de Carlos Droguett, tironeado entre una acumulación metafórica con la que quiere abarcarse el mundo y el anacoluto, por medio del cual el afán analógico se rebela y deviene en ocasiones verbosidad caótica (igual que en el teatro del absurdo) carece de paralelo en el arte literario de nuestro idioma. Se trata de una literatura densa y difícilmente aprehensible (como la sopa del famoso cuento de Droguett), la cual por su extrañeza y originalidad merece sin duda un lugar central en el canon.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Emiliano Coello

10 de enero de 2025

El joven investigador literario, Luis Gracia Gaspar nos ofrece, en este su primer trabajo editado, el estudio de un buen puñado de cartas entre dos poetas tocados por el “hado”, y es que entre “ángeles anda el juego”, es decir, seres con poderes sobrenaturales cuya máxima es servir a un ser superior, llámese poesía.

Este ensayo, con un interesante prólogo del poeta Luis Antonio de Villena, gira en torno a las  sesenta y dos misivas inéditas hasta el momento, entre el poeta, traductor y crítico, Ángel Crespo, nacido en Ciudad Real y cuyos restos descansan en Calaceite (Teruel) y el vate —como el autor gusta de llamar a ambos  a lo largo del texto— zaragozano, Ángel Guinda, que también tocó el tema de la traducción y sobre todo de la edición. Las cartas originales  pertenecen al archivo personal del último  y a la fundación Jorge Guillén.

No solo encontramos en este texto la información contenida en las cartas transcritas por el autor, sino que Gracia Gaspar trasciende lo puramente epistolar y nos ofrece una amplia foto fija del panorama literario del momento. Así, el libro, tras el prólogo y una breve introducción, se divide  en dos partes; una primera que a su vez se divide en cuatro periodos y en la que encontramos un análisis pormenorizado de las misivas y de los acontecimientos que a modo de marco histórico nos permiten hacernos una idea de la época en la que estas cartas cruzaron, en su mayoría, el Atlántico. Todo esto complementado con una gran cantidad de notas a pie de página, fruto de la minuciosa investigación del autor que nos facilita  una mejor comprensión y conocimiento de muchos de los nombres que van apareciendo a largo de las conversaciones entre ambos y que dan cuenta de escritores, editores y personajes del mundo intelectual del momento. Magistralmente medidos los tiempos y el ritmo, el autor intercala interesantes notas  del diario personal del poeta de Ciudad Real, así como fragmentos de otros estudios o artículos  sobre los poetas y sus obras firmados por  escritores como Alfredo Saldaña José María Balcells, José Luis Gómez Toré, Amador Palacios o Luis Jiménez Martos entre otros. Además de extractos de los testimonios de Trinidad Ruiz Marcellán, quien no solo fue la primera mujer del aragonés, sino su editora y amiga incondicional, o del escritor  Manuel Martínez-Forega.

En la segunda parte, el autor nos ofrece las  cartas objeto de estudio por orden cronológico, y previamente comentadas y analizadas. De vez en cuando nos regala imagen de la original,  bien manuscrita  o bien  mecanografiada. Esto confiere a los lectores la sensación de atisbar o de tener acceso a las cosas más íntimas de los poetas. Nada  hay más íntimo y personal que una carta. Y nada más mágico que ese  mensaje viajando overseas buscando su destino. Personalmente, me he quedado con ganas de más, de saber cómo acabó aquello o cómo se desarrolló lo otro.  Sí, llámenme morbosa, pero ¿qué, si no es la curiosidad, te lleva a leer la correspondencia ajena?

Estos ingredientes bien estructurados y dosificados mantienen el interés del lector a lo largo de unas líneas que nos recuerdan y confirman que el género epistolar, considerado ya como un subgénero literario más, es “la mejor obra del autor” o  “literatura vena adentro” como nos recuerda Luis Antonio de Villena en el prólogo. Un género que sigue gozando  de buena salud como nos indican los numerosos epistolarios entre escritores que siguen saliendo a la luz. Precisamente uno de  los temas que ocupan estas conversaciones en diferido es la publicación en el  entonces recién creado sello editorial de Olifante de las cartas entre Luis Cernuda y el poeta portugués, Eugenio de Andrade, a las que el mismo Crespo tiene acceso por su amistad con el vate luso. Casualidad del destino, sus propias misivas son las que ocupan a otro autor, Luis Gracia Gaspar, cuarenta y cinco años después. Y es que antes del advenimiento de las nuevas tecnologías, las cartas fueron también para los intelectuales  el medio habitual de comunicación para establecer esos vínculos tan necesarios para nutrirse de la otredad y huir de la tan temida soledad del poeta. Esta idea queda corroborada con  la relación epistolar que Ángel Guinda decide establecer no sabemos por qué (no queda constancia de la primera misiva) con el poeta Ángel Crespo que vive en Puerto Rico fruto de un exilio forzoso o más bien autoimpuesto. Qué le lleva al aragonés a elegir al castellano-manchego como interlocutor es algo que me he preguntado a lo largo de la lectura de esta obra y he buscado, como Luis Antonio de Villena un nexo común entre ambos; no se conocían personalmente, les separan veinte años y Guinda ni siquiera sabía que Crespo residía en Puerto Rico. Busco pues, ya no un nexo sino una  razón y la hallo, ya no tanto entre las líneas sino “leyendo entre líneas” y viendo como ambos escritores, en un par de cartas olvidan la fórmula de cortesía  y se empieza a fraguar una relación distendida y sincera. Tenemos acceso en este volumen a las cartas que se cruzaron durante cuatro años primero ininterrumpidamente y al resto después y hasta 1989 de una manera más anecdótica y distanciada en el tiempo, con detalles pormenorizados de dos visitas a España de Crespo y su mujer, Pilar Gómez Bedate, muy presente en todos los escritos, y un viaje a Oporto donde se encontraron con Eugenio de Andrade. ¿Y qué hallo? Pues me encuentro con dos poetas ávidos de transcender, de ir más allá de la marginalidad donde se encuentran como explica De Villena.  El maño no es conocido fuera de sus fronteras y el de Ciudad Real no logra reconocimiento más allá de su tarea de traductor, en especial de la Divina Comedia, cuando él lo que quiere es triunfar en España como poeta, que no se le olvide allá en la patria chica de la que huyó. Como dos amigos se intercambian poemarios, impresiones de los mismos y pronto se servirán el uno del otro para buscar salidas a sus obras y que el trabajo cruzado de ambos les permita que sus nombres suenen en el plano intelectual  del momento. Un ambiente que se hace presente en estas páginas en nombres de autores, críticos y editores o  de revistas literarias como Estafeta, Ínsula o Cal.  La lectura de dichas cartas nos ofrece  la oportunidad de conocer cómo se fraguaba la edición de un libro o la ansiedad que les generaba la falta o la demora de noticias al respecto.

Descubrimos también la dimensión más humana de ambos, pues hablar de estos dos bardos no es solo hablar de poesía; es hablar de mucho más ya que ambos trascienden al género lírico como podrán comprobar quienes se acerquen a estas líneas que nos muestran a un Crespo muy interesado en  lo espiritual y esotérico —influido seguramente por la lectura y traducción de la Divina Comedia— que disfruta, defiende y lucha por la pervivencia de las lenguas  relegadas como las retorromanas, o la misma fabla o aragonés. Al Guinda hombre que sufre las crisis y miserias de su condición humana, “que se bebe la vida a tragos”, sin abandonar nunca su humor y su facilidad para jugar con el lenguaje. Un Guinda en constante búsqueda y autodestrucción para renacer de nuevo. Unos poetas muy exigentes en su labor creadora que  encuentran el uno en el otro un gran apoyo y estímulo para seguir creando.

En suma, no me resta sino felicitar al autor por su elección del género poético y a la vez epistolar para su primer trabajo crítico, en el que hace gala de una gran maestría del decir  y de una  cultura literaria extensa como no podía ser de otra manera siendo hijo de quien es, el  profesor, crítico literario y poeta, José Luis Gracia Mosteo. Agradecerle también el ofrecernos la posibilidad de degustar estas cartas que rebosan poesía, porque, no olvidemos que,  quien es poeta llena de poesía todo lo que toca.

¡Ah! Y no pasen por alto las citas que ilustran la apertura de cada parte. Nada está elegido al azar.

 

Luis Gracia Gaspar, El epistolario inédito entre Ángel Crespo y Ángel Guinda (1974-1989), Madrid, Visor, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Marisol Julve

10 de enero de 2025

Ann Lauterbach, poeta poco conocida entre nosotros, lectores en español, ocupa, sin embargo, un destacado lugar en la poesía norteamericana de nuestros días, y con frecuencia se ha incluido dentro de la vanguardia de aquel país junto a nombres como David Saphiro, poeta calificado de radical, inspirador del cineasta Jim Jarmush, y con Peter Gizzi, elegíaco y luminoso, influenciado por Ezra Pound. 

Aunque, tal vez más apropiadamente, con John Ashbery, uno de los mayores poetas norteamericanos del pasado siglo, fallecido en 2017, contorsionista del lenguaje, explorador de los límites de la conciencia, que reflexiona sobre el acto creativo y, en especial, sobre la propia poesía; críptico, irónico, deudor de Auden. También, y muy especialmente, con Barbara Guest, perteneciente a la escuela de Nueva York como el mismo Ashbery y cuya poesía se caracteriza por su proximidad con el arte contemporáneo, sobre todo con el expresionismo abstracto.  Lúcida ensayista sobre poesía y pintura, como la autora que nos ocupa, se detiene entre otros, con rigor y acierto, en la complejidad de la poesía de Wallace Stevens, al que no debemos olvidar como descubridor de una nueva sensibilidad, distinta y audaz, exuberante, llena de sabiduría, y como gran transformador de la moderna poesía estadounidense. 

Ediciones Contrabando nos ofrece dentro de su colección Marte de poesía esta edición bilingüe de la mano de la escritora y traductora Marta López Luaces, que demuestra un profundo conocimiento, dedicación y pasión para poder verter en nuestra lengua este poemario con la exigencia que requiere, ya que trata de reconstruir con éxito, en la lengua de llegada, complejos matices, sin tener que recurrir a excesivas amplificaciones cuando el inglés se muestra más económico estructuralmente que el castellano. 

Y por ejemplo es el quinto libro de poesía de los once de esta autora y fue publicado en 1994. Es la primera vez que es traducido al español y suponemos que la elección de este título se debe al hecho de ser este poemario un pilar fundamental de la obra. Por densidad temática, por su intensa meditación que hace que el lector llegue a abandonar el mismo poema y entre en un laberinto de reflexiones, en una nueva idea de libertad, de mística de la creación. 

Hay en estos poemas un perfeccionamiento intelectual de la poesía, una exigencia emocional del escritor que quiere esculpir el drama de los días en tan solo dos versos: “Debía hacer mucho frío / En el cubo lleno de lo previo”. 

Si bien es cierto que Lauterbach se ha definido en alguna entrevista como: “lonely, paranoid and scared”, algo así como: solitaria, paranoica y temerosa, ante la idea de ser clasificada, todos nosotros sabemos que en poesía la inclusión en un determinado grupo es una obsesión sistémica; poner límites a la literatura, encerrar el vasto mundo del poeta dentro de una caja de cerillas; estandarizar es tentación en quienes no creen en el ser del mismo lenguaje, porque no han descubierto su infinita libertad; en el poema “Épocas perdidas”, dice: “Aspiro la noche estoy bordada a ti / con una pena incendiaria”. 

Ha dicho, con solemnidad, en numerosas entrevistas, sentirse en la periferia; es una manera de expresar su inconformismo, una protesta apasionada, poética, irreconciliable con la castrante clasificación en cualquier orden de la vida, y así es, pues el lenguaje con el que se construye Y por ejemplo expresa esa extraña mezcla de una voz que son muchas voces, el yo poético se diluye, en realidad parece que se busca a sí mismo en la voz en off que él mismo proyecta. Esa exigencia suya en la diferenciación, en la búsqueda sin que sea nunca forzada, en la creación de un tejido vivo: “todo robado a algo llamado abril”. 

Hay un mundo propio muy trabajado que desencadena en cada poema una especie de conmoción emocional. La pujanza evocadora aparece disfrazada entre los restos del propio poema roto, fragmentado. 

En “Cenizas, Cenizas (Ashes, Ashes)” -título de la última parte del poemario-, en la propia abstracción de lo que no llega a decirse por falta de aire, es donde la creadora neoyorkina más se entrega: “Soy un atuendo abandonado / mi categoría está rota // Codicio el extremo”. 

Vínculo de naturaleza compleja, las palabras exploran en esa especie de desmoronamiento de lo cotidiano en nuestras vidas, a veces con falsa trivialidad, otras con la sobrecogedora elocuencia de quien todo escruta y analiza; con la evocación elegíaca que los grandes poetas hacen coincidir con el deseo de renovación. 

En ella podemos escuchar, entre otros, los ecos de Rilke, Elliot, Stevens, Auden o Faulkner. Podemos sentirlos porque en la gran poesía habita la poesía de los que hicieron al poeta ser quien es.    

Destrucción y renovación se encuentran, pero la felicidad no existe, no es real, no es algo que se pueda concretizar, sino que es un concepto abstracto, moral.

Explorar en el desmoronamiento, en la capacidad para soportar la tragedia de la pérdida; hallar el eslabón que te ha de mantener enganchado al mundo, que ese eslabón sea el mismo mundo de las cosas reales; el tiempo presente que es un punto fijo, una anilla donde sujetarnos, rodeados del océano de las ausencias. Asistimos a la dramatización del paso del tiempo. Ann Lauterbach hace crecer sus poemas en la tensión psíquica y se eleva por encima de las palabras. Crea otra lengua en la lengua y busca los límites de ésta. 

El poeta ha de llegar a ese “punto cero” del que nos hablaba José Ángel Valente, el de la libertad creativa, infinita, sin límites, que escapa del sistema dominante; ha de saber convertir la ausencia en presencia y ser consciente del sentido del ser y en ese desorden del alma saber dialogar con los fantasmas de lo no dicho y soltar el cometa de la imaginación.   

Esculpir dentro de esa falta de fuerzas para que ésta se torne fuerza, búsqueda y curación. Llenar una superficie blanca. Escribir no para transmitir un mensaje sino para ser ave que deja su trazo en el cielo.  

Sería muy de agradecer que Marta López Luaces tradujese su reciente poemario Door (“Puerta”), aparecido en 2023.

 

 

 Ann Lauterbach, Y por ejemplo, Valencia, Ediciones Contrabando, 2024.      

Escrito en Sólo Digital Turia por Wences Ventura

Enrique Villagrasa teje un trama poética desde el Jiloca hasta Tarragona que atrapa al lector.

Me he quedado pegada, como un insecto, a la gigantesca tela de araña que ha tejido, con paciencia y primor, el poeta y critico literario Enrique Villagrasa. Se trata de su último poemario: Fosfenos, cuyo título ya previene de los posibles riesgos que entraña la lectura: una vez que se posan los ojos en él, es difícil olvidar la luz que desprende. Son fogonazos que quedan atrapados en la mirada y que siguen deslumbrándonos aunque el objeto resplandeciente ya no esté al alcance de la vista.

¿Y qué nos muestran esos fosfenos? Nos hablan del protagonista del poemario, que aparentemente es Burbáguena, el pueblo turolense a orillas del Jiloca donde nació el poeta, pero que, en realidad, constituye un alter ego de la voz poética. El escritor personifica el paisaje hasta tal punto que el ser humano se integra en el mismo y no puede desligarse de él. Es como si fuera una parte más del lugar al que pertenece. Aunque se aleje del sitio, sus raíces lo conectan a esa tierra y se sigue alimentando de ella en la distancia. El lector siente cómo el río Jiloca lo va llevando, aguas abajo, desde Burbáguena hasta Tarragona, la localidad donde vive Villagrasa pero no se trata de un viaje definitivo, porque da la sensación de que la marcha nunca se ha producido y solo ha sido una ilusión. Los fosfenos siguen brillando y traen Burbáguena de vuelta.

En Burbáguena la voz poética toma forma, se construye. El paisaje se encarna y la carne se hace verso. Del paisaje al verso media el poeta, que está dispuesto a desparecer para destilar la poesía que existe en ese lugar. Y en esta fusión hombre-paisaje podemos observar, transparente como las aguas del Jiloca, la esencia misma de la poesía.

Y, así, cuando leemos Fosfenos comprobamos que, a partir de unos cuantos hilos luminosos se va tejiendo un poemario que se plantea en la naturaleza armónica y va cobrando intensidad conforme avanza la obra hasta llegar a un éxtasis final donde las ráfagas de obsesiones consiguen posarse y descansar, de nuevo, en la esquina del verso. Allí temor y temblor se agitan en calma y, posiblemente, se materializa el regreso final a la viña de los ancestros, cuyo espejismo camina como una sombra fiel desde el comienzo de la obra: "Frente a ti, la vid de la poesía y su sabor".

 

Enrique Villagrasa, Fosfenos, Madrid, Huerga y Fierro, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Estela Puyuelo

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