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Configurar sentido descendente

Natalia García Freire nació en 1991 en Ecuador. Después de dos novelas como Trajiste contigo el viento (2022) y Nuestra piel muerta (2019), se acerca al relato corto con una intensidad ambiental que pivota entre lo mágico y lo hermético, ajena a giros y trucos efectistas, con este La máquina de hacer pájaros, editado en 2024 por la editorial Páginas de Espuma, que la incluye en su nutritivo catálogo de narradoras hispanoamericanas. 

El título del libro remite a la segunda banda del músico argentino Charly García, un proyecto de rock progresivo que se desarrolló durante la Dictadura y que llegó a publicar dos discos: La Máquina de Hacer Pájaros (1976) y Películas (1977) y fue el interludio para García entre su primer grupo, Sui Generis (uno de sus versos aparece como cita inicial en el libro) y el gran éxito que supuso Serú Girán. 

El libro comienza con ‘Las lumbres’, donde un remedo de la autora, con el simbólico nombre de ‘Escritora’ avanza en el recuerdo de una selva tropical y anciana. Un entorno a punto de ser invadido por personajes ajenos: mineros y militares, desde la capital. Avatares que simbolizan la lucha de la escritora por frenar la devastación, el dolor interno de la tierra a través de la comunión con sus ancestros. Una mitología de verdín y selva que se pudre que, por cierto, podemos encontrar en alguno de los libros de la colección de Páginas de Espuma, como el de Nuria Labari o Liliana Colanzi. Las carpas que flotan, muertas, en el río, la pavita de la muerte como elemento de paganismo que acompaña a la novia, al niño, hasta el pasado primero y el otro lado después, camiones, soldado e ingenieros hambrientos que arrasan con todo a su paso, como una plaga bíblica en un mundo que ya no reza: “¿Rezar? Como si dios fuera a acordarse de nosotros”. Con una cinta de David Foster Wallace se abre ‘Hasta que desearas dejar tu corazón sin sangre’, donde la autora descubre que es más sencillo amar a un hombre muerto que a un vivo. La crisis matrimonial es el detonante de un descenso a lo más profundo de la psicodelia social: una curandera, amigas y terapeutas, la Ruthie, la Renata… se mezclan los cigarrillos y la transpiración, la mujer salvaje, Xuxa, Lacan y la Manicura, Lacan y el tinte para el pelo. El único amor posible es el del hombre desconocido, el hombre fantasma. Altares, éxtasis, obsesiones. ‘Formas de reparar lo que no está roto’ mezcla la locura y el amor, Romina, con su olor a pabellón y diazepam, la muerte, el aire y treinta y cuatro años, catorce encerrada. Las películas, Mulder y Scully, el CSI, la televisión es tan real como un corazón arrancado, que acaba pareciendo una semilla, un hueso de zapatito. ¿Locura o pasión? Esos finales herméticos son pura literatura, nada de efectismo barato. Avanzamos hacia ‘Yo amo a Paquita Gallegos’, con una mujer, una mujer sola, Bobby Brown, ¿qué es el uno? El uno es uno y es gato. Como una telenovela, la vida avanza lenta y siempre parece que llegará una sorpresa que lo cambiará todo, la desaparición del individuo, Mostachón y Débora Dalila. Una habitación. Cualquier cosa es mejor que no sentirse sola. Todos amamos la cumbia, todos amamos a Gilda, leo ‘Tecnocumbia para el fin del mundo’, uno de los relatos más impresionantes del libro y del año. Seducido y abrumado, mi padre era sed y polvo, mi padre era tan padre como cansancio, nos llamaba cerdos, solo estaba por el dinero. Estamos aislados, ellos, sus hermanos y ella, madre y hermana. Porque la madre está atrapada en una desidia tóxica. Pienso una y otra vez en el teatro de Fernando Arrabal y en el Samuel Beckett, personajes esquemáticos, sin nombre, que te agarran el alma por el cuello. Una mujer, Bum Bum, su marido-hermano desaparece. La cárcel. Las mujeres, las dos libres, la madre encerrada. Lo único que quiero es volver a bailar: “Yo sabía que, cada uno de ellos, había nacido con la muerte en la boca”. Hijos-hermanos que vuelven con el dolor, la madre, la musa, la mujer, allí arriba solo hay cumbia y estrellas. Juntas buscan la huida diminuta, lésbica e incestuosa, la vida como un gran poema cósmico de sudor y supervivencia. ‘Amor mío, corazón de otro’ El miedo a salir de casa, en ese apocalipsis formal sobre el que se construye el libro, los tres monstruos del folklore tropical postmoderno: ropavejero, Julita y el Chupacabras. Un tucán, un pájaro más, un ave especial. Las canciones de Luz Casa. Madre e hija. Hija de hambre y soledad, madre de aguardiente y pastillas. Piernas, las furias con sus hilos, arrancando las costras de la jovencita. Un sueño, un amor, la pelea por el corazón del tucán, que es la proyección de todo lo prohibido, desde el dulce incesto hasta la insultante zoofilia. Una finura de realismo mágico y metáfora hermética. Una zozobra emocional barniza cada uno de los cuentos, como ‘La máscara del oso’, que suena a delirio y a cuento, a padre que involuciona de adulto hasta bebé, que pasa de aguantar el trago y dejarse el acné como premio, hasta un niño cruel que mata renacuajos. Todos vemos las mismas películas, unas veces con pasión, otras con miedo: ‘Alien’ o ‘Los langoniers’. La madre-esposa, la esposa-madre, en ese remedio de convulsa sexualidad, lo protege, deja que tome de su pecho como antes dejaba que le devorara el sexo. Pero es un pibe horrible, que las deja sin plata. Llora y llora, con una máscara de oso, las tres hijas, como en un cuento infantil, terminan por enterrarlo en el bosque. Impactado, avanzo por el libro como quien lo hace por una selva, cubierto de broza y pánico. Porque llego a ‘Cabeza quemada’, el más intenso de los relatos, de Gucci falsos, de tía joven, perdida, de Año nuevo y año fina. Las niñas de 1999 querían ser como la Spears o como Selena, pero la medianoche les trajo el mal alcohol y una mañana de moho, pis y heces que se extenderá durante meses. Encerrados, abuelo que muere, como en uno de esos apocalipsis donde se tiene que criar la vida como si fueran plantas, la vida en el planeta en una permutación incestuosa que hace infame a la Biblia. Un ciclo, unas corrientes eléctricas, la alucinante prosa Natalia García Freire acaba estremeciendo al lector, salpicado de Walter Delgado y Billy Gato. Y si fuera no hubiera acabado el mundo, y si todo el dolor fuera para nada, panzonas de niños desconocidos, la feminidad que traerá el hombre nuevo. El mundo todavía existe, pero ustedes no. Sangre, hombres que abusan, el niño que nace, la madre que no desea saber si el bebé está vivo o si está muerto. La muerte es un final que se repite hasta que, al final, sean una con los astros. Ese es el hombre nuevo, el que ya no es ni hombre ni nuevo. Maravilla ‘La balada del vaquero espacial’, con su juego de religiosidad azteca, un abuelo sin nombre, unos mineros que cierran el círculo con el primer relato, la metamorfosis en Alien, en Michoacán, mezclando la cultura pop (la que veía el padre-niño, el niño-padre de ‘Máscara de oro’) y toda la mitología anterior a los españoles, llena de plumas, de plumas de armadillo y avestruz, que pone huevos y picotea, y sigue fumando, el abuelo, alien con sangre de ácido, la última mutación con la cita de la Nostromo: ‘En el espacio nadie puede oír tus gritos’. Enciendo un Philip Morris y me acerco al final con ‘La persona que te enamoraste’. Expulso el humo, vuelvo al cuerpo roto de un avestruz, el torso feo de Silvia Plath, y en 'Cómo desaparecer completamente' el doctor Rex me enseña, enseña a la protagonista, a desaparecer completamente (‘Desaparezca aquí’ como una frase de Brett Easton Ellis). “Usted está muerta”, le dice el doctor. Palabra de ley. ¿Por qué ahora? Qué maleducada la muerte, mamá, he muerto, siento por no haber avisado. Leeré a Anne Sexton, le pediré a la ciencia que me permita unos años más, al doctor y sus alumnos, al menos, opositar a una plaza fija en el teatro definitivo de Fernando Arrabal. Los estudiantes dicen adiós, les pido un beso, un marido, una hija, un cigarrillo. Cuentos de simbolismo tropical, extenuantes, plenos de sexo silencioso, de camas con sábanas sudorosas, de mujeres que ocultan el aliento del hombre con aguardiente. Hipercandombe y frutillas. 

 

Natalia García Freire, La máquina de hacer pájaros, Madrid, Páginas de Espuma, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

 
















Golondrinas

 

En vuelo circundante

acortan las golondrinas

la vana y magra noche

con su canto matinal.

 

El patio de manzana es

un ruedo sin diestro ni

banderilleros, un ruedo

donde nadie ha de poner

al viento engaño alguno.

 

Se alarga y alarga el día

es junio el mes más leve

los hay que mudan de piel

y otros que revolotean

cual moscas inmortales

en una misma baldosa.

 

No saben ser ni alcanzan

los moscardones a imaginar

el luminoso espectáculo

de las golondrinas al alba.

  

Viejo crimen

 

Acorde menor tras acorde

menor, se oye a alguien al piano

antesala de un viejo crimen

tantas veces cometido.

 

Por el patio de luces asciende

la afilada sombra musical

del sujeto que va a dar muerte

al escribiente delator.

  

Designio antiguo (vallejiana)

 

Moriré en el siglo XX

en una tarde ventosa

de la que mucho me hablaron.

 

Silencios de sobremesa

un inocente recuerdo 

de vuelta toda Navidad.

 

Me voy enterando así

con susurros decembrinos

de cómo ha de ser mi muerte:

 

dolorosa imperceptible

la muñeca en el asfalto

y un seco tajante estruendo

 

en el filo entresecular.

Moriré en el siglo XX

sin testigos todavía

 

este relato nada más

que trae el viento sibilante

designio antiguo de Herodes.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Bautista Durán

Un libro de voces múltiples, de gramáticas sinuosas, un monólogo interior bombardeado por la sociedad, la familia, los amigos. Un muchacho encapsulado en las drogas y el jungle -la electrónica derivada del drum&bass que reinó en la Inglaterra de mediados de los noventa-, icónico, hipnótico, de voces mántricas. Shy es el resto que queda en el vaso al final de la fiesta, inapetente, distraído, tibio. Recuerda a los personajes de Irvine Welsh sin el poso narcótico, más psicóticos que desdentados, con un resto de inocencia a punto de evaporarse. Las voces aparecen, de naturaleza esquizoide, en una exigente tormenta literaria que hacen del libro una experiencia exhuberante y agotadora. Cursivas, centradas, de cuerpos distintos, acumuladas en estratos geográficos y temporales diferentes. La manera de escribir de Max Porter, con los cambios tipográficos, las voces de fuera, la experimentación narrativa, refleja a la perfección el laberinto de desazón y violencia al que se ve sometido el protagonista, desahuciado por su familia y entorno, atrapado en Última oportunidad, una residencia para muchachos problemáticos donde su psique experimenta episodios propios de una montaña rusa, terribles, venenosos, a veces esperanzadores. Un lugar donde las historias de terror que aparecen en los libros asustan menos que las que cuentan los chicos que viven allí. Chillidos y fantasmas, nadie teme lo que atrapan las paredes del lugar. Algunos nombres se repiten: Becky, su madre, el primo Shaun, Jenny, Amanda, Iain, Toby… el sexo, la frustración adolescente, la música, siempre la música y la resina, stepdub, beatbox, electrónica hipnótica y ritmos abstractos que sumen al protagonista en una agónica ausencia de sentimientos relacionada, inevitablemente, con la misma falta de melodía en la música que escucha. Pero el contraste que nos presenta Porter va más allá: el amor por su madre, la descompensada relación con su padrastro, el niño que todavía colecciona cepillos de dientes de Star Wars, figuras de las ‘Tortugas ninja’, cromos de la ‘Pandilla basura’, Micromachines, cochecitos de Hot Wheels… pero es capaz de buscar el dinero para unos platos, para poder pinchar puesto de speed y recitar su propio mantra: “El mejor de los tiempos”. O el peor, claro. La música abandona Detroit y llega a los suburbios de Inglaterra, se abandonan las guitarras y las vidas son mixtapes grabadas en casetes, fantasmas, colectivos, remezclas, pasquines, octavillas de clubes a los que no irá nunca, logotipos de discográficas pero ni una libra para discos. ¿Cómo te atreves a hablarnos así? En un momento dado el lector tiene que tomar partido. O, por lo menos, discernir entre tanto gris. Por un lado un adolescente incomprendido, por otro unos padres carentes de argumentos. ¿Hasta dónde se puede llegar para hacer feliz a un hijo? ¿Qué es lo que le convertirá en una persona normal? ¿Dónde está la normalidad? Le piden que les hable y él les escupe. ¿Ahora qué? Ahora Última oportunidad. Pero Shy no sabemos si es un maleducado, un enfermo mental o un desgraciado. El clima es violento, en todos los lados. En su casa y en el reformatorio, en la calle y en la escuela. Pero Shy no evita la pelea, la busca, la recibe, se arrepiente. Da la sensación de que él mismo se busca una realidad a largo plazo sin futuro, ¿No te agota, a veces, ser tú mismo? Acid kouse, Rhymer court, Tumble tots, la Gran Bretaña anterior al Brit Pop, una isla desierta, la desidia de la década, recuerda a ‘Kids’, la película de Larry Clarck, cambiando los Estados Unidos del grunge por la Inglaterra de Goldie y The Burial. El bajo y la batería, una y otra vez, copia y pega. Eran otros tiempos: “Dejad de hacer como si me conocéis, lo único que sabéis de mí es lo que yo os he contado”. Una doble página para el padrastro conciliador. Él lo intenta, como también lo hace su madre. Pero ahí está la maestría en la literatura de Max Porter: transmitir la nada como necesidad. Nada me cambiará dice el protagonista, nadie me dice qué tengo que hacer. Ni los medicamentos ni repasar una y otra vez una lista con las personas que le importan algo. Su microcosmos reducido a un solo párrafo. Realismo herético, sin normas, como la mente de Daniel Johnston, como un último exabrupto de Dennis Cooper. Una década más tarde Shy volverá la vista atrás y no verá nada porque, seguramente, esté muerto o todos los que conformaban su red de emergencia lo habrán olvidado. ¿Hay alguien ahí? El mundo sólido se disuelve: “Carga con una pesada bolsa de lamentos”, cigarrillos y cintas familiares: “Ya estamos otra vez / no hay forma de ganar / vuelve aquí / deja que se vaya”. Se va por el parque, fumando, escupiendo, vaciando su cabeza, dándole la vuelta a su sesión, a sus mezclas. ¿Quién es el culpable cuando se ha intentado todo? Palos, amor, más palos, castigos, otra oportunidad, diálogo, gritos, medicamentos, internamientos, tratarlo como un adulto, intentar que sea un niño… solo recordamos una parte de la letra y con eso pretendemos cantar todo el tema. Un profesor de historia, una última oportunidad en última oportunidad. Pero su pesadilla es el agua. ¿Qué camino acaba recorriendo el libro? Es una estructura compleja sin una linealidad temporal aparente y una sucesión de voces desorganizadas, solo cuando llega el tercer acto, en la búsqueda del término medio, uno encuentra la realidad postural: “Cuando te vienes arriba te vienes muy arriba y cuando te hundes, vas hasta el fondo”. Como si Shy fuera un fantasma y nos estuviera visitando, veinte años más tarde, ahogado en la electrónica y las sustancias. Es el tercer acto de la novela un momento acuoso, profundo, trágico, donde los sentidos se aíslan, desde los auriculares (encienden y apagan el mundo con el play y el stop) o la capucha: “La desnudez y la calma del mundo son atroces”. Los mismos cables de los cascos pueden ser usados como instrumento para colgarse. El estanque es el símbolo del vacío, el agua fría de la muerte, colocado, al dormir todo su cuerpo se vuelve pantano. Moho sobre la piel cálida que termina por ahogarse. ¿Animales flotando? Como un ‘Mr Potato’, como los jabalíes de Ásterix, Shy es un niño perdido, en el valle de las sombras, como una canción. Lodo y verdín, la noche, los animales flotan. Shy flota. La paz es estar seco, la paz, para Shy, no es siquiera estar vivo. El autor ametralla con pensamientos que se aceleran, como las remezclas de los temas de dub, de jungle, de todos los estilos de electrónica en manos de un pinchadiscos. Termina el tercer acto, engancha con el final, un final angustiado sazonado con esperanza. Piedras y destrucción. Una mente atrapada en un punto de no retorno, un pensamiento laberinto, día y no che que se confunden en la destrucción. Si el frío es la muerte, los abrazos son la vida. Lo siento. Ventanas rotas, lleno de vacío, pleno de agujeros. Envuelto en los cuerpos de los demás su temperatura, su vida, aumenta, se eleva. Es el comienzo de un nuevo día. Una novela extenuante, atemporal, que te muerde, que no te suelta. Una novela escrita hoy sobre un momento tres décadas atrás. La pregunta que te deja, ¿ahora qué? No lo sé. Estoy cansado, solo quiero dormir.

 

Max Porter, Shy, Barcelona, Random House, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Isabel Bono (Málaga, 1964) vuelve a la poesía tras sus últimas tres novelas, Una casa en Bleturge de 2017 y las dos últimas, publicadas por Tusquets Editores: Diario del asco (2020) y Los secundarios (2022). Un libro, este Frío polar, homenaje a su amigo, el escritor Antonio Muñoz Quintana, cuya muerte prematura hace una década, dejó un abismo helador en el corazón de la poeta. Como una penitencia autoimpuesta, un homenaje catártico, una carta de amistad infinita, Isabel Bono, una de las mejores poetas españolas de las últimas tres décadas, comparte su soledad sustantiva a través de imágenes perennes que pivotan entre la luz, el sol, el frío y la nieve. Un diálogo unidireccional emocionante que posee, como la misma autora, un enorme poso de ternura.

El miedo a la pérdida se evita con una permutación: cambiando dolor por acidez: “vamos a decir adiós / como quien dice manzanas”, dejando la duda universal de quién es el que más sufre, el que marcha o el que queda atrás: “Hay quien muere sin hacer ruido / hay quien vive” y así, la poeta vuelve una y otra vez: “después se me olvida / y vuelvo a amarte como si siguieras vivo” o “Dormir ya no es importante / vivir ya no es importante". El desprecio a la vida incompleta, a la vida en ausencia. Isabel Bono, con su lirismo profundo, desentierra en lo cotidiano el alimento para el lector, con la saudade de sus versos, sus imágenes inquietantes: “Las sábanas rendidas al placer / de ser velas al pairo por unas horas”, el blanco lejía como oposición al ceniza de las lágrimas: “una mujer tiende / ves su ropa allá lejos / oxígeno allá lejos”. ¿Qué reparto se realiza entre vivos y muertos? ¿Tierra y cielo? En este libro el ausente es frío y la autora el calor que, en hoguera, sirve de recuerdo y guía, guía inútil para el que no va a volver: “Que la casa no está ardiendo/que es el frío / quien hace crujir mis articulaciones/que no son insectos devorados por el fuego”. Transmite, de algún modo, a todo lo que le rodea, una imagen de reparto y verdín, del que se marcha y permanece: “Si hasta las palomas más sucias / se han marchado / ¿qué nos queda?”. Una enumeración de lo que pertenece, de recuerdos sin gracia, una enumeración de aquello que hace innecesaria la separación, una maleta vacía que se contiene a sí misma, a ella y a la muerte. ¿Quién llega en la noche, quién con fuego, quién con barbitúricos? La poeta insiste en los símbolos, rueda sobre la que gira el libro: “Y tú / la luz de octubre / alejándonos de todas estas cosas / sin hacer ruido”. Imágenes de la naturaleza que atrapan el recuerdo, que lo hacen emerger, con toda su belleza, con toda su atemporalidad: “ignorantes de su belleza / del inmenso dolor que me provocan / ser árbol y no saberlo/ser fuente de dolor y no saberlo”. Atrapados en el hielo, el frío se extiende por el tuétano, venas y arterias de la vida: “Deseo que nieve toda la noche / dentro de mi cabeza”, y el frío atrae el silencio y el silencio es una manera como otra cualquiera de hablar de soledad. El dolor viene encapsulado, es el recuerdo, sed de charcos, púas y cactus. Cuando se marchan, otra vez, el silencio: “Aquellas tardes no existen/porque no existe aquella casa / ni aquella luz”. ¿Y cuándo vuelve la luz? “La vida sobre todo es eso / silencio, no aullidos”. El dolor está presente en el silencio. La escritora busca resquicios: “Sé que se han ido / he visto sus huellas en la nieve / si hubiera nevado”, en la calle, ella, la poeta, se ausenta, en el silencio es una más, una vida que es vida y espera a los que dejaron de serlo: “En silencio / espero una orden / pero / ¿de quién la orden? / ¿Y hacia dónde camina?”.

Así, Isabel Bono vence a la pereza de la voz que se ausenta, que sabemos que evita el mal morir, la muerte que no termina, el final que se niega a ser definitivo. Algo a lo que agarrarse: “Y tu dolor sigue ahí / y la vida sigue ahí / esperando”. La Bono busca la transmutación en objeto inanimado para evitar la consciencia, olvidar que ella existe y el otro se ha marchado. En esa ausencia de conocimiento busca la paz: “El árbol que no nunca he sido / los pájaros que nunca he sido”. No conocer, no saber, estar sin sentir, como la forma definitiva de escapar del dolor: “Imagina todas las cosas / imagina no sentir la necesidad de registrarlas / imagina ser libre”, como alternativa a un viaje infinito: “Deseo llegar a un lugar suficientemente lejos / donde todos sean viajes y nadie hable mi idioma”. Poder perder el tiempo, ausentarse de la realidad terrible que la rodea. No tener que dar explicaciones a nadie. Los cuatro sustantivos, convertidos en estadios: nieve, frío, luz y silencio. El silencio es un pozo para alguien que no tiene sed. La luz que no entorpece el camino, la ropa tendida, el árbol que crece, la tierra que gira y tú, él, enterrado, en el final del mundo, con ella. La luz enamorada del sol, que se marcha y, en su ausencia, Paul Klee se asoma desde la triste rúbrica de un San Sebastián atravesado. Y de esas cicatrices, que son recuerdos, son los mapas para encontrar el sol. Un libro de contrarios, de finales y comienzos, de presencias y ausencias, que funciona como un círculo que se niega a cerrarse: “Nunca le puse nombre al dolor / tampoco tus apellidos” o “La voz del amigo ahí, / sosteniendo una escalera / que nadie más sostiene”. Todos pensamos que la vida es antónimo de la muerte cuando, en realidad es su complemento, su compañía: “Me da igual vivir o morir / hay que vivir si estás vivo / y correr si está lloviendo”. Así, ¿quién llega? Solo lo que se ha marchado antes: “Y recuerdo cuando tu risa paraba el mundo / y todo parecía estar por hacer”. Un libro de lluvia en el sur, donde uno no pude ofuscarse por la ropa olvidada, porque el sol volverá rápido, pero no la palabra, solo el recuerdo. Así que en el extrañamiento la poeta que no las lágrimas son gotas que llueven por nadie, que si la ropa se salva, el frío se encargará de someterla a esquirlas afiladas, que no dejarán que celebremos juntos. Una ausencia que se llena con versos, un pozo insaciable.

 

Isabel Bono, Frío polar, Barcelona, Tusquets, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

El encuentro de cuatro personas de una misma familia a lo largo de 9 horas, contado por un narrador insólito, con un inesperado y brutal acontecimiento como telón de fondo.

En La pistola de mi padre, Soler vuelve a construir una historia familiar, desde la posguerra a nuestros días, que le sirve para hurgar no solo en las vicisitudes, los conflictos y los traumas de unos personajes atados por un destino común y separados por mil querellas, sino también para adentrarse en una reflexión sobre cómo la historia de nuestro país ha ido influyendo y modelando las vidas de sus gentes.

La pistola de mi padre probablemente sea la mejor novela de Rafael Soler, y la más ambiciosa. Los personajes están perfectamente construidos: padre abnegado pero distante; madre voluntariosa y cariñosa; hijo borrascoso y una hija con problemas psiquiátricos. Sin embargo, los personajes no se mueven por el naturalismo literario, no viven en condiciones morales extremas, no se retuercen por sus tormentos y pasiones; son los de una familia normal, casi anodina, y eso permite una reflexión de ámbito universal analizando sus relaciones mediante simbolismos. Así, el libro es una hermosa reflexión lírica y universal sobre la vida, el destino y la familia.


Primer simbolismo: Los personajes se miran ante el espejo de la historia.

 

Frente a los grandes acontecimientos históricos los conflictos familiares empequeñecen y hasta quedan ridículos. Las ambiciones personales, las diminutas tragedias, los firmes propósitos, no significan nada frente a la inexorable apisonadora de las efemérides.

Apelo a algunos ejemplos del libro:

  - La familia deja todo en Castellón y se marcha a Madrid para abrir un bar; pero el coche entra en la ciudad el mismo día en que Eisenhower está visitando la capital en 1959. Podemos imaginar el desfile triunfal de Eisenhower y sentir un paralelismo con la entrada triunfal de los Cortázar, pero lo cierto es que un urbano detiene el coche de la familia y les advierte que no pueden pasar, que las calles están cortadas, que se echen a un lado y esperen.

  - Otro ejemplo: En las primeras elecciones democráticas, el padre está en una mesa electoral cuando llega el hermano mayor y le propone un negocio que lo llevará de nuevo a la ruina: ¿era ese día el germen del futuro para un convencido demócrata, o el regalo estaba envenenado?

  - El ejemplo más simbólico: Cuando Tejero intenta el golpe de estado en 1981, el padre coge la pistola de la Guerra Civil, que esconde desde entonces, y va con ella a las inmediaciones del Congreso. Sin embargo, luego regresa a casa, igual que se marchó: tanto pasado esperando en el cajón no ha servido para nada.

¿Dónde arranca y termina el presente de los Cortázar? El presente arranca y se estanca el 11 de septiembre de 2001, durante el ataque terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York.  La noticia del ataque reúne a la familia y el libro trascurre esa tarde. El derrumbe de las Torres Gemelas es el comienzo de una nueva era, piensan los Cortázar; pero la nueva era volverá a burlarse de ellos al margen de las efemérides.

 

Segundo simbolismo: la estructura de cada capítulo

 

Cada capítulo tiene tres partes. La primera es un diálogo telegráfico y preciso. La segunda es la voz del narrador omnipresente, que analiza con detenimiento el pasado y los recuerdos. Y la tercera es la voz interior de los personajes, bien a través del diario escrito por la hija, bien por las grabaciones de la madre en cintas de casete, o bien a través de los relatos en los que el hijo eleva a lo imaginario su historia y la de su familia. Es decir, tres cámaras: una enfoca boca y oídos (son los diálogos), otra el cerebro (lo que recordamos y reflexionamos), y la tercera el corazón (lo que sentimos)

La vida no es sólida y perfecta. La vida es estruendo y confusión (intenciones, esfuerzos, decepciones, errores y sorpresas), la vida es vida, imperfecta acaso pero “vida”. Y la estructura del libro simboliza esos pies de barro de la vida.  La conclusión será que no hay conclusiones, que no somos infalibles ni hemos triunfado ni somos perfectos. A saber si deben primar los hechos (primera cámara), las reflexiones objetivas del narrador omnipresente (segunda cámara) o nuestra visión subjetiva de las cosas (tercera cámara).

 

El tercer simbolismo está en el propio título: La pistola de mi padre.

 

Rafael Soler repite una frase en el libro: «Lo primero es antes», y lo primero está en el título, en la pistola de la guerra del padre. Atada al pasado por un extremo, es el hilo de la vida, lo que nos sostiene en alto, y cuyo otro extremo aferramos nosotros mismos para mantenerlo tenso.

Ahí está la pistola, como la espada de Damocles. Posiblemente, desde que nacemos, todos tenemos una pistola apuntándonos a la sien, lo que suceda será la consecuencia de nuestros actos o la consecuencia del azar, ¿quién sabe?

El gran simbolismo de la vida no es Dios, para Rafael Soler el gran simbolismo de la vida es la pistola, que está ahí, metida en un cajón, muerte disponible pero guardada. No es casualidad que la guadaña tenga la misma forma que el gatillo de la pistola.

Rafael Soler describe el gran teatro universal de la familia y del ser humano. Hasta ahora, en su obra literaria, siempre ha tratado de comprenderse a sí mismo, y comprender el mundo que le ha tocado vivir. Tanto El grito (1979) como El corazón del lobo (1981) tratan lo que era su vida, del matrimonio y la familia cuando las escribió. El último gin-tonic (2018) trata de la familia y de la muerte, con ese símbolo clavado que es el velatorio. En Necesito una isla grande (2019) juega con la huida de la muerte a pesar de todo, incluso a pesar de la vejez. Ahora, en La pistola de mi  padre extrae las grandes conclusiones de la vida, con universalidad, inteligencia y cariño.

Y esta es su mejor novela porque analiza la vida de los Cortázar y, con ello, analiza la nuestra.

 

Rafael Soler, La pistola de mi padre, Valencia, Ediciones Contrabando, 2024.                                                                                   

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Zomeño

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