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Configurar sentido descendente

25 de abril de 2025

“¿Qué clase de libro es este poemario? Porque la verdad es que es raro: a veces rima o traza un pentagrama, y muchas, juega, sí, juega con las palabras con la seriedad con que juegan los niños, la seriedad con que nos juega la vida” comenta Hugo Mujica de este último libro de Gonzalo Escarpa (1977).  Un libro que no acaba en ese explícito juego verbal o “perfoescrito” (pensado para escucharse, pues lo excede de largo) como gusta definir cierto tipo de poesía el autor (próxima a la canción). Y no lo es porque también filtra desasosiegos su canción de amor insurgente, amable y profundamente seria, a veces en la contralectura con Nicanor Parra (sin su acidez), frente quienes corrompen el mundo por su falta de empatía y solidaridad. Quiero decir trae mucho de eso en su miscelánea de poemas de diferentes registros y tonos, emociones, metros y fórmulas, desde el mentado sentido del juego, a veces puro ludismo verbal, pero otras crítica y reflexión, necesidad de intimidad, no sé si cierto cansancio… pero sobre todo amor sin convencionalismos cursis o astucias, pues estamos ante un libro de amor lleno de delicadezas. Y pienso en el estupendo “No cabe en un color el Paraíso”, claro en dicción en su declaración de intenciones. Me refiero a ese explícito amor vitalista que reflexiona y piensa en sí, hecho actitud y postura frente al mundo, comprensión de la vida, hermenéutica, piedra tirada al fondo, diría José Ángel Valente. Quiero decir es eso fundamentalmente; también mirar, repasar, y un sopesar pensativo (ya está Escarpa en esa poesía de la edad o de reflexión), sin gravedad atosigante, con sugerencia, ante el motivo del mar frente al mar de la vida, de donde nacen, en ocasiones, algunos poemas estupendos con ese motivo, y se hila el libro en su reiteración, engranaje.

Quiero decir es todo eso, pero además de esa reflexión llena de deseo de intimidad es un poema. Uno que debió, quizá, poner al frente: “Regocíjate, hermano” realmente estupendo en intención y fórmula, hijo de Walt Whitman, sin desbordamientos. Y más en un libro misceláneo en tiempos en que los conglomerados de misceláneas no terminan de soltarse la melena, frente a estas maceradas vivencias, reflexiones o poemas de la madurez, elaboradas por la vivencia y por el tiempo, bien macerados.  De ese orujo de yerbas destilado por los días, léase reflexión y “saber decir”, por contarlo a la manera de Ángel Gabilondo, surge este libro apetecible, vivo, con sus colinas y valles, pero siempre con esa verdad de fondo, con ese adentramiento sin trampa de quien tiene verdades o situaciones que contar/cantar. Las de “Un hombre frente al mar/no está del todo solo” u otro delicioso, realmente, “Un hombre frente al mar/ puede estar en silencio / sin estar en silencio. / Es como un hombre frente a un libro. / Está leyendo el mar, / que le habla / sin hablar”, por no hablar de “Mazunte”, o esa soledad donde parece empezar a pesarle al yo. Sin duda en el extremo opuesto al deseo, a ese “Regocíjate, hermano”, estupendo, o el vitalismo del que está impregnado el libro y su diálogo con la vida de un poeta con otro mérito añadido en sus aciertos. Me refiero a que Gonzalo Escarpa (que no sé por qué publica poco), cuando se lo propone, sabe narrar líricamente, a la manera de José Hierro, y sabe mantener la tensión. Y lo hace muy bien. Tal debiera emprenderse más desde ahí. Me refiero a poemas, estupendos, como “Nick Cave llega a la playa de Antón Lizardo, en Veracruz”. No es fácil desarrollar esa mezcla de distancia con el yo y de transparentarlo en medio del camino de la vida, narrarlo líricamente y sostener un poema largo, como hizo Hierro, del que sin duda ha aprendido a hacerlo. Y lo hace bien. Y no solo una vez, sino también en “Memoria de la sombra. París ya no recuerda a Paul Celan” (si alguna vez lo recordó), y donde Escarpa nos cuenta que no todo en su poesía está hecho para la canción y el recital, sino también para la lectura atenta debajo de la luz en un rincón de la casa, o debajo del hueco de la escalera, escribió Marcel Proust.

 

Gonzalo Escarpa, Quiero decir, Madrid, La Imprenta, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

El libro Del giro en la quietud de Mariano Castro (Zaragoza, 1954), editado por Olifante, es la última entrega poética de un autor, que lleva construyendo varios años y a través de distintas entregas -El pájaro y la piedra (Prensas Universidad Zaragoza, 2008) o El ojo y la ceniza (Ediciones Poesía - Olifante, 2019)-, un universo propio, intenso y formal, y que, con este volumen, lo capacita, definitivamente para mantener la llama del canon en las letras aragonesas.  

El libro, estructurado en tres partes, comienza con versos tan rotundos como “Y percibir el aire de la edad / misteriosa memoria que reposa”, donde descansa la nieve de Trasmoz, su lugar de residencia y faro de inspiración lírica, de la que extrae el frío pacífico con el que construye un nombre, un cuerpo, una idea que permuta la sorpresa por la calidez: “Y desciendes / pensando en el alivio / del teatro de las sombras / y el fuego en el hogar”. Se acerca el frío, del copo al silencio: “Has querido tapar el hueco que te hiere / con la sola palabra arrancada al silencio”, mientras el tiempo aparece: “Canción del tiempo ya vencido / que en el ojo discute su apariencia”, un instante que se detiene, “No tortures a la palabra o nunca cantará” mientras un dado es la apuesta por el momento remanente: “El azar es tan sólo / rigor de dioses abatidos”. 

La segunda parte, en el instante sensitivo: “El discurso corrupto necesita / unos cuantos cadáveres / para ocultar su propio hedor”. El poder contra el arte, la belleza como única arma. El sujeto muerte y solo queda su recuerdo: “Un eterno latido universal”. Es el poeta Mariano Castro, el que en sus versos ofrece parte de la contemplación y el silencio: “Suena un acorde no resuelto / en el cegado resplandor del día/y en la lejana noche sueña / para morir y así vivir”. El acorde de la luz y la sombra, un espejo que devuelve la imagen mutilada, distinta, en el alma y en la paz. ¿Qué es la paz? Un amante exigente: “Con ella permaneces / como noche de luz perdida entre los dedos”. Se vuelve al silencio, la distancia, la contemplación. Así une palabra y lenguaje, ¿qué le sucede al poeta cuando se separa de lo que no es él? ¿Y si eso es todavía un yo más profundo? Agua, piedra, círculo. El poeta enamorado, el poeta contempla: “Salgo de mí y regreso / hacia el origen: / en él siempre estás tú”. La vida como tragedia, como una escena que se revela frente al poeta, ¿quién nombra como definitiva la ausencia?: “Tú, que es presente llevas/con el humo de lo que nunca fuiste, / jamás serás futuro mi ceniza”. 

En la última parte se acercan los recuerdos, primero, José Ángel Valente, la pulcritud formal de Álvaro Valverde, el Trasmoz de Ángel Guinda, el frío de vivir de Manuel Estevan, así, Mariano Castro, un poeta que vislumbra el desierto como en la contemplación de los entresijos, recordando a Alfredo Saldaña. Todos esos nombres se junta: “Oscuro está sumido / en el polvo de ayer,/ azoque que refleja / la túrbida ficción de tu pasado”. La tradición del Niké, desde Miguel Labordeta hasta Julio Antonio Gómez, recogida en la obra de Mariano Castro, que se sobrepone a la destrucción: “El resplandor que ayer dejaste / de ruinas devoradas por el fuego / es hoy la luz que alumbra / un torpe y desnortado paso”. El amor se enhebra con el tiempo, la sensualidad se adivina en la contemplación, el otro es quien completa: ¿qué define la eternidad, los días o la belleza? “El susurro inaudible de la vida: / en su ritmo está el tiempo / en él te encuentras tú”. Sigue el proceso de construir lo que termina en el futuro: “Solo pide que haya luz en las ruinas / cuando por fin la muerte los alcance”. Bosque, aves, ramas, cuerpo de música, barro, olvido, lenguas… Un cuerpo fundido con la palabra y el tiempo que Castro adivina y contempla cómo lo quiere atrapar en la palabra (o en el silencio, estado de construcción en su poesía), ¿semillas?, ¿palabras? “Ni siquiera podemos consolarlos / al pensar esparcidas las esferas”. Reflexión de un poeta que atrapa lo que busca: sombras y ocaso, agua y música, flores y desnudez. Un idioma de preguntas, una lengua de respuestas: “Ilumina la noche / el agudo clamar de lo imposible”. ¿Dónde encuentra el final trágico? “Has muerto una vez ya y de nuevo morirás: /triste rito de vida profanada”, la realidad es mortífera, plena de sombras, aberración, vida siniestra: ¿Quién es el que arrebata el poeta? No más ciudad, solo un instante de alquitrán: agua, aceite, cuerpo ungido, el amor en el cuerpo, el placer en la palabra, humus y el musgo. Una poesía de reflexión y espacios, de silencio y contemplación. Mariano Castro es un poeta de lo formal, notable constructor de sus propios espacios. 

 

 

Mariano Castro, Del giro en la quietud, Zaragoza, Olifante, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

14 de abril de 2025

¿Qué nos queda de Loriga? Quizá las frases resultonas, el misterio con humor, las referencias universales… que no sea reduccionista. Una pizca de Lou Reed, eso siempre. Algo de Hank Wiliams, como si hubiera estado leyendo a Silvana Vogt. No lo sé. Ray Loriga (Madrid, 1967) ha vivido un renacer literario desde 2017 el premio y la publicación de Rendición (Alfaguara, 2017), a las que han seguido Sábado, domingo (Alfaguara, 2019) y Cualquier verano es un final (Alfaguara,2023). Ninguna de ellas a la altura de obras como Tokio ya no nos quiere, Trífero o El hombre que inventó Manhattan. No hablo de madurez o de pop, hablo de literatura. Ray Loriga ha demostrado ser un excelente escritor, pero TIM no es una de sus obras notables. Ray Loriga es disciplinado, ha evitado el poso de toxicidad, pero en ahora mismo, tras esta tetralogía casi funcionarial, milimétrica, me deja con un poso de autocomplacencia muy peligroso. 

La novela, TIM, que se encaja dentro de lo que se puede llamar “Espacio Mago de Oz”, entrar en el metauniverso de las cajas de arenas de los videojuegos de nueva generación, los de mundo abierto, lo podrían colocar junto a Mariano Gistaín o Vicente Luis Mora, pero nos queda la sensación, más bien, de que nos encontramos con personajes no jugables deambulando de un lado a otro en servidores en los que ya nadie entra. 

La novela, con un despertar que bebe por un lado de la imaginería audiovisual de Moon de Duncan Jones o la narrativa clásica del universo entomológico de Franz Kafka, tiene un sabor de reinicio, iteración, vivir y morir: introduzca 25 pesetas en la máquina. Una habitación en la que se prolonga el duermevela y personajes con hechuras de Fernando Arrabal o Jorge Luis Borges, esquemáticos, lacónico… Una ciencia ficción soviética e impersonal. Un instante que es más nacimiento que despertar. Ciertamente el mar siempre acaba estando demasiado lejos como para disfrutarlo o demasiado cerca para que el ruido de las olas no nos robe el sueño. 

Loriga saca de contexto cultural a su personaje, haciéndolo cosmopolita sin vocación: las maravillas se suceden en su habitación de hotel. Un hotel asmático, desabrido, excesivamente sobrio. ¿Dónde está las habitaciones de motel de Sam Shepard o de Barry Gifford? Los pensamientos confrontan con el paisaje. Repetir la palabra TIM, el personaje TIM, mutante, católico, con sombrero (siempre el sombrero como icono en la literatura de Ray Loriga), su abuela (lo mismo), una serie de listados y alternancias, guiños constantes, claro, a Georges Perec. 

El Gatsby en los tiempos de Rodrigo Fresán, el limbo de Berlín, como en los noventa, poco después de la caída del muro. Pero sí, fiestas y canapés, una casa de empeños, un invento: el monólogo interior, acumulativo, circular, los electrones, los reflejos. Me viene a la cabeza Mariano Gistaín y su Nadie y nada o el Cúbit de Vicente Luis Mora. 

¿Y si al lector de Ray Loriga le pasa como a su personaje, en el que un reflejo no responde a sus gestos? La fiesta, TIM y Elisa, más fiestas, una con house europeo y la otra con fruta tropical y boleros. Canciones, siempre las canciones, como los cementerios, Atahualpa Yupanqui o Les Rita Mitsouko. De ahí que esta novela, como esta reseña, pequen de acumulación y de sugerir más que de narrar. Un guiño bello a Félix Romeo: “¿Queda poco para El Paso?, en la bolsa de piel lleva anfetaminas y gominolas suficientes para cruzar Luisiana” o, al menos, a mí me lo ha parecido.

Un listado de cosas a empeñar, una revisión del pasado de sus personajes como imitadores de personajes de la cultura pop: Elvis Presley, Maradona (El Pelusa) y, aunque no lo nombra, está en aire, Johnny Hallyday. A cambio, unos guiris mirando en alguna isla perdida y una botella de coñac para hacerlo todo más amable. Tolstoi y el caviar, una primera edición de El retrato de Dorian Grey, una colección de cromos de Godzilla, que podría ser, perfectamente, un saludo a Martín Mantra, estampitas de la Virgen de Fátima y su abuela en Bratislava, aprendiendo a montar en bicicleta y a tirarse de cabeza a la piscina. 

Loriga siempre nos deja frases: “Una comida aceptable siempre es mejor que el mejor de los postres” o “De cada dos hombres uno es un ladrón y el otro no tiene el coraje de serlo”. Qué horarios manejan los usureros, buena pregunta: listados o array clásico, de aquellos primeros lenguajes de programación (Fortran, Pascal). De TIM a mi amigo Timoteo, dos personajes, dos lugares, dos momentos, pero ahí están: de los tebeos de Bruguera, Sir Tim O’Teo y Tim Buckley, que sobrevuela el libro, con su manera de caer en el río, de su manera de sumergirse en el agua, la canción de la sirena. ¿Timoteo, el de la Biblia? No hay más Tim que otro Tim y, como he escrito antes, roca, mar, piscinas, obsesiones, el salto desde un lugar alto, fundido a negro, el apagón, la salida de Matrix

Vuelvo a Rodrigo Fresán como hace Ray Loriga, por un lado el horario de los trenes, los jardines de Kensington, la visita a Coney Island o el doctor Robert de los Beatles. Ahí, donde te hace sentir bien, que tiene las palabras adecuadas y las pastillas adecuadas y con ambas será generoso. El olvido, los recuerdos, tangibles, en sustancias, la química. Más allá de los sueños.  Volver a leer La casa del sueño de Jonathan Coe cuando Ray Loriga escribe sobre oneirophobia (el miedo irracional y enfermizo de los sueños), aunque también puede ser que te dé por volver a ver en VHS A Nightmare on Elm Street 3: Dream Warriors

En el final, en la casa de empeños, el encuentro, el final, te sientes como si Ray Loriga quisiera acumular, a base atajos y señales que al parecer estaban ahí y deberías haber seguido, a Pérez-Prado, París, Berlín, los bugs de la vida-videojuegos, la idea del Test de Turing frente a los bots de internet, un poco de Philip K. Dick y sus replicantes, pasando por las novelas decimonónicas con toques de la imaginería de Adolfo Bioy Casares. Una novela con demasiados píxeles, demasiada distorsión, referencias cruzadas… lees a Michel Houellebecq o a Chuck Palahniuk y te quedas con apetito. Pero, claro, le debemos una década a Ray Loriga. Esperemos.

 

Ray Loriga, TIM, Barcelona, Alfaguara, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Habitada de Cristina Sánchez-Andrade, escritora compostelana, es una de las obras más nutritivas y personales de este año 2025. El tremendismo con retazos surreales de su anterior novela La nostalgia de la Mujer Anfibio (Anagrama, 2022) o los macabros cuentos de El niño que comía lana (Anagrama, 2019) parecían ser ensayos completos que desembocaban, como las rías de su tierra, en un mar turbio y furioso que se encrespa en Habitada

La narración está estructurada en dos partes, en la primera utiliza el recuerdo de la voz interior, una voz atropellada e intensa, donde se refleja la soledad de una rapaza gallega, lúbrica, agónica, temerosa, huérfana de madre, en un tiempo indistinguible, una región atravesada por aldeas, brujas y hadas. No es una narración de folklore amable o de cuentos para niños, los que habitan el pesado bosque son duendes que devoran a los bebés, que traen la enfermedad, que temen el metal y conviven de manera natural con el catolicismo de alcanfor, impúdico, sudoroso. Un ambiente de patas hervidas, hortalizas en sopa, nabos y tubérculos, sudor y falta de higiene. Silvia Plath, con la raíz, la baba, los caminos, los bosques y el verdín, esa es la protagonista, Manuela que se introduce en las vísceras de los animales domésticos, contempla la podredumbre de las lombrices en las raíces y el humus, las llagas abiertas donde se coloca el polvo y las moscas. Una gramática repetitiva, descoyuntada y retorcida, junto a la ensoñación y la distancia enjaula la literatura de la autora en la descripción de la vida como un ovillo de lana enmarañada. Hay sangre de muerte oscura, tensión en los ojos, un cura que la engaña para acudir al pazo, el caciquismo casi medieval, las mujeres enfermas y los infantes demasiado muertos. En el juego de espejos resulta chocante la sexualidad tuberculosa frente a la exuberancia animal, las toses lúbricas contra los vientres abultados, el olor de la naturaleza femenina frente al lavado, los frascos y la pelea contra la enfermedad. 

En un libro sobre lo más profundo y arcaico de Galicia no podía faltar la bruja que cobra en botellas de orujo, yerbas y remedios caseros, que la toma bajo su tutela. Hijas desaparecidas, dedos gordos sobre vientres, una raíz que imita brazos, la imitación de la vida en forma de espantapájaros mugrientos. Es una novela de coágulos, pero también de semillas que crecen en la oscuridad de los vientres. De Santas Compañas y rezos repetidos. 10 de agosto de 1922. Verano de las naranjas: Una pareja, ella muerta, él, marido, apasionado del arroz con liebre, la miseria: los que emigraron a América por no ser quintos en la guerra de Marruecos... el rumor del dinero, la historia del cura nuevo. Un nuevo cura que se mezcla con los fantasmas de los lobos, las niñas hechizadas, todos los que habitan entre la niebla, los cotilleos de la aldea. Un animal en descomposición, tan asqueroso en su olor, que pensó que era la propia muerte. Clérigos sexualizados, los conjuros con huesos humanos, las muertas al agua, quién caza al lobo, quién se lleva a la gente. La obsesión de la muerte, las perdices con arroz y esa manera en la que la protagonista empieza a demostrar unos poderes, energías, imposición de manos, para que remita el dolor. La madre del cura, la mujer del amo, todas construidas sobre la toxicidad de la sociedad: la primera, Doña Sulfurosa, que se le murió la hija. Una tos que agarró en La Habana y no la soltó, las hierbas, alivio, (valeriana, cúrcuma, jengibre). Y la otra, muerta en vida, hasta que un alacrán se la lleva por delante. El amante potencial que se convierte en imposible, Helechos en el bosque. Se toma el veneno, cristos, sacerdotes, árboles que le hablaban entre el bosque y el pazo. Poesía de mujer. Ella escucha, en la voz de Santiago, que hace las cosas muy bien. Es la primera vez que alguien se lo dice. Y, a pesar de todo, hay que casar a la niña, a Manuela, que está de más en el pazo, encontrándose con hombres, yendo al bosque, con la bruja. Ella, Manuela, que descubre que el tiempo, su tiempo, podría ser suyo. La niña que murió por no hervir la leche. Los niños polilla, la sed, todo un cosmos alrededor. Rafael, el cura, culpable de todo, de su madre y su hermana. Es una descripción de lo más nocivo del ser humano. La madre, que piensa de su hija que está en el cielo cuando vaga por el bosque, bajo del dominio de las viejas del caldo. A esa vieja la esperan con los brazos abiertos en el infierno. Y la obligan, a Manuela, la obligan en la carne y en el alma, la hacen beber jengibre para el aborto, le queman los pelos del pubis, las viejas vienen a por el bebé, de maíz. Me impresionan frases o situaciones que la autora revisa con manos firmes o el brebaje del cornezuelo como un tejido que se rompe, animal y lírico. Es la historia del monte, del cuervo que penetra, aún tiene que ser el momento en el que algo se introduzca dentro de ella. En el fundido a negro se ven llegar al abad y a un hombre… 

Y, en la segunda parte, Manuela desaparece y la narración desemboca en una especie de diario del asombro: un sacerdote cubano se hace con el cuerpo de la protagonista. Una lucha entre la superstición y la ciencia, con la religión por el medio. Un vozarrón, de nuevo La Habana. Los médicos hablan de deseo sexual reprimido y, como su marido, Obludio, ha desaparecido, todo se convierte un delirio: Ajo y agua de rosas, mordiscos, locura de lobo, trance y olor a pescado. Un cura, el que habita, provocador. La indecencia de la hermana del culo, los teólogos de Santiago de Compostela, el material más avanzado de Londres, un santo cubierto de pieles en el momento de ser concebida que diera sentido a sus pilosidades. La virginidad, el matrimonio consumado, no es el demonio, es otro mal. Pero ha tenido varios embarazos y, entre el cura y la bruja han hecho desaparecer las pruebas. Un fragmento del libro nos recuerda los tiempos de las Hermanas Fox, Arthur Conan Doyle y la locura por los médiums, recurrimos a la hipnosis, llega la misma locura que con “El duende del hornillo”, prensa y vibradores. La teología, Dios como maestro del mal, manzanas y malecones donde el habitado se acercaba a ver cómo las parejas consumaban su pasión. De Cuba a Galicia. Otros cielos, otra prensa: la milagrería se extiende, la habitada habla de niños enterrados en el bosque, llora por su locura. El amo la obliga, muerta su mujer, a vestir como la señora. Y el abad le obliga a casarse con Obdulio. Un hombre destrozado, capador de animales, amante de los pájaros. La hipnosis y el sexo, la ambigüedad que flora en el olor íntimo de la novela. Una boda de alcohol y odio, Lorquiana, con arroz con leche por el suelo, humillaciones por encima de las clases sociales. Ella y su marido, confusos, una mosca que es la madre, una baba viscosa: en el bosque están los niños que no nacieron. Y un marido que, en vez de hacer mayores, pone un huevo. Los niños que la llaman loca, lo llaman loco, el bosque, un clérigo, un pájaro, dos hombres, juez y guardia civil. Ríos, árboles, chaparrones, luces. Una novela que termina desembocando en lo que ahora se llama folk-horror (disculpen la simplicidad), pero que otorga alguna de las escenas más perturbadoras que he leído en los últimos tiempos. Una turba, primero el amo, después el abad, finalmente la madre del abad. Un alma, todos muertos, el agua en el mundo de los muertos, la luz, las piernas tullidas, el bosque, un desalojo de almas final. Esta novela es un golpe, una sapiencia, el paganismo narrativo, una confusión constante, la realidad de una historia detenida, una novela de fantasmas y espíritus, pero también de metáforas de azufre que describen de manera aleatoria una sociedad podrida y atrapada en el tiempo.

 

Cristina Sánchez-Andrade, Habitada, Barcelona, Anagrama, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

A Jorge Bustos le va la marcha, pero no cualquier marcha. En 2022 vino a Sevilla desde su Madrid natal para cubrir como reportero la Semana Santa de Sevilla, después de que la pandemia causada por el Covid la hubiera cancelado durante los dos años anteriores (2020 y 2021), algo que no sucedía en la capital hispalense desde 1933, cuando las fuertes tensiones políticas en España entre la izquierda republicana y los tradicionalistas conservadores hicieron imposible las procesiones de todas las cofradías por las calles de la ciudad, tensiones que agravó la nueva Constitución al suprimir las ayudas económicas a la Iglesia, y de paso, la subvención a las cofradías que otorgaba cada año el Ayuntamiento, cosa que provocó que las Hermandades se quedaran sin recursos económicos para llevar a cabo sus estaciones de penitencia. 

En La pena alegre (Renacimiento, 2025), Bustos recoge las crónicas que escribió para el diario “El Mundo”. Crónicas escritas a vuela pluma, sin prejuicios, con una mirada limpia abierta al asombro y la admiración por un prodigio de pasión y contenido entusiasmo a la vez. El título de su libro es un oxímoron, pero también un claro manifiesto de que para los sevillanos (y, por extensión, para todos los andaluces que viven con ardor la Semana Santa) no es una contradicción casar la pena con la alegría, el drama con la dicha, pues al fin y al cabo seis días de dolor se ven compensados por un eterno día de resurrección. Al gozo por el dolor podría haberse titulado este libro. Un gozo y un dolor que acentúan las marchas de las bandas de música. Las marchas de los Campanilleros, la del Silencio blanco o la de La Esperanza, por ejemplo.  Marchas que han hecho que a Jorge Bustos le vaya la marcha.

 

- Bonilla, en su prólogo, dice que Sevilla es un género literario. Tu libro, según él, pertenece al de las crónicas escritas por gente de paso, foránea. ¿Qué has visto en la Semana Santa sevillana que no haya visto un sevillano?

 

-La mirada foránea es la mirada del reportero por excelencia: no sabe pero quiere saber. Se trata de compensar la falta de conocimiento con la capacidad virgen para el asombro. Asomarse a un espectáculo tan poderoso como la Semana Santa de Sevilla con los ojos de un niño que lo ve todo de nuevas puede aportar impresiones novedosas que interesen por igual al cofrade experimentado y al visitante neófito. Eso he intentado, humildemente.

 

“El sevillano anticipa la gloria en todo momento”

 

-Titulas tu libro La pena alegre y no La alegre pena. Sustantivizas la pena sobre la alegría, pero qué hay de alegre en la pena.

 

-El sustantivo debe ser la pena porque la Semana Santa es un drama: la pasión de Jesús. Una tragedia matizada solo al final por la Resurrección. Pero el sevillano nunca pierde de vista el último episodio durante los días previos de dolor, anticipa la gloria en todo momento. Por eso no es pena sin más: aguarda un final feliz.

 

-Viniste a ver la Semana Santa el primer año después de la pandemia, ¿como flâneur, como voyeur o como periodista sin prejuicios? ¿Y qué libros trajiste como botín para redactar el tuyo?

 

-Fui como reportero, con la mirada limpia y dispuesta al asombro. Pero llevaba muchos libros en la mochila: “La ciudad” de Chaves Nogales, el pregón clásico de Romero Murube, “Divagando por la ciudad de la gracia” de José María Izquierdo, “El embrujo de Sevilla” de Carlos Reyles y muchos otros.

 

-En alguna de tus crónicas dices que, desde el principio, quedaste deslumbrado. ¿El deslumbramiento no es sinónimo de ceguera?

 

-Claro, pero de ceguera momentánea. Luego uno se encierra a escribir en una habitación, mientras los ojos se acostumbran de nuevo a la penumbra, y trata de describir el fogonazo que ha sentido.

 

“Prefiero la emoción sosegada, pasada por el tamiz de la reflexión”

 

-¿Sevilla fue para ti, como lo fue para Núñez de Arce, una fiesta nueva que se desboca en los potros de la sangre, muchedumbre de tesoros que sube y baja por las iluminaciones de la simpatía?

 

-Mi temperamento tiene alguna aptitud para la lírica, pero me temo que mi estilo no propende al barroquismo de Núñez de Arce. Prefiero la emoción sosegada, pasada por el tamiz de la reflexión.

 

-¿Y no hay algo de exageración en afirmar que Sevilla es la “dorada capital del mundo” del dolor semanasantero?

 

-No soy sevillano pero no creo que sea exagerado. Dime alguna otra ciudad del mundo que bloquee sus calles durante una semana para convertirlas en un museo masivo al aire libre de arte, de folclore y de espiritualidad. Yo no conozco otra.

 

“La Semana Santa es un mundo que sabe reírse de sí mismo precisamente porque se toma su estación de penitencia como el acto más importante del año” 

 

-También afirmas que “las más sublimes manifestaciones de lo andaluz insisten sabiamente en el trazo tragicómico de la vida humana”. ¿Qué hay de cómico en la Semana Santa?

 

-La comedia la ponen los cofrades con su gracejo constante, las hermandades y sus comentarios a pie de paso, los rancios conscientes de su ranciedad insuperable. Es un mundo que sabe reírse de sí mismo precisamente porque se toma su estación de penitencia como el acto más importante del año.

 

-En otro lugar del libro hablas de una “verdad profunda y complicada”, difícil de comprender para un forastero venido de Madrid. ¿Crees que esa “verdad” la comprenden los propios sevillanos o es incomprensible incluso para la mayoría de ellos?

 

-Sería muy petulante que un madrileño viniera a explicarles la Semana Santa a los sevillanos. Pero habrá algunos que viven de espaldas a su fiesta mayor, a su significado profundo y ancestral, y quizá para ellos también está escrito este libro.

 

-¿Y tú, la comprendiste?

 

-No creo que baste una Semana Santa para eso, pero fue una inmersión bastante profunda, la verdad. Me metí a fondo. Juzgue el lector del libro si lo logré.

 

-A la gloria se va por el dolor; la pena alegre, gozar sufriendo… ¿no son demasiados oxímoron?

 

-Carlos Herrera citó en la presentación del libro una frase de un cofrade que resume bien todas las paradojas pascuales: “Qué mal bien lo estoy pasando”. Eso es. El goce en el dolor de la Sevilla semanasantera.

 

-¿Para ser sevillano hay que ser cofrade, como decía César Díaz, cofrade enfermizo de… Asturias?

 

-Cada cual es muy libre de serlo o no, seguramente hay muchos sevillanos que prefieren el reguetón a la marcha de los Campanilleros. Pero en un concurso de sevillanía quedarían segundos.

 

“Sevilla vive casada con la eternidad”

 

-«Sevilla es una ciudad de gustos conservadores, pero al mismo tiempo posibilista y amable», decía Chaves Nogales. ¿Es la Semana Santa todo eso?

 

-Es un rasgo del carácter meridional, andaluz en general, también canario. Pueblos de luz y acogida, aferrados a sus tradiciones, pero muy pragmáticos, abiertos al comercio y a la tolerancia a fuerza de haber visto pasar a innumerables culturas y regímenes por sus tierras desde la noche de los tiempos. La Semana Santa no es una excepción a la expresión de ese carácter sino seguramente su momento culminante. Sevilla regresa entonces al Siglo de Oro, su presente continuo. Vive casada con la eternidad.

 

-¿Qué tiene de paradójica Sevilla? ¿Solo ser sensual y sacra a la vez?

 

-Exacto. Como las tallas de los imagineros. Esa paradoja barroca, tan católica, la define.

 

-¿No crees que es un atraso o un baldón que Sevilla viva excesivamente del sevillanismo y que no se haya movido del Siglo de Oro, como decía Eugenio Noel?

 

-El alcalde que ve cómo las arcas públicas se llenan cada Semana Santa gracias al turismo nacional e internacional te dirá que bendito sea el Siglo de Oro. La sevillanía es la industria principal de Sevilla, y todo apunta a que lo seguirá siendo. Otra cosa es que un sevillano cabal admita muchos otros intereses y curiosidades en su vida y en su sensibilidad, y sepa trascender el peso de su identidad más tradicional: esto es no solo posible sino deseable. Pero jamás puede ser un baldón, cuando tantas ciudades del mundo matarían por tener una identidad tan fuerte y globalmente conocida.

 

-Ponderas que el silencio, la quietud y el rigor son virtudes abolidas por las reformas de las nuevas enseñanzas. ¿Quiere esto decir que la Semana Santa es una escuela de formación de virtuosos ciudadanos?

 

-Las hermandades son escuelas cívicas y morales: uno aprende ahí un sentido de pertenencia y unos códigos de solidaridad. Desde luego una estación de penitencia como la del Silencio inculca más valores que una peña de ultras de fútbol.

 

-Para ti las Vírgenes son mujeres que ríen mientras lloran… ¿Las ves entonces como más humanas que divinas?

 

-No es que las vea yo así: es que así las veían Juan de Mesa o Martínez Montañés. La imaginería andaluza parte de lo carnal, de lo humanísimo, para llegar a lo celestial. Nunca al revés.

 

“Cataluña está en deuda con Andalucía, no al revés”

 

-Te metes con los nacionalistas catalanes y encumbras a los camareros sevillanos. ¿Es una forma de politizar las diferencias mal digeridas de quienes han ponderado siempre el trabajo como cosa del catalán y la vagancia como carácter de la gente del Sur?

 

-Por desgracia esos tópicos necios tienen plena actualidad: solo tienes que echar un vistazo a las páginas de los periódicos y a las negociaciones parlamentarias. Escribo que los camareros sevillanos son un cuerpo de élite porque trabajan más y mejor que nadie. Trabajaron además para hacer grande a Cataluña durante décadas, en condiciones laborales a veces miserables, como emigrantes abnegados a los que los señoritos nacionalistas siguen acusando de no haberse integrado a poco que reivindiquen sus raíces y no catalanicen su apellido. Cataluña está en deuda con Andalucía, no al revés.

 

-¿Si la Semana Santa es la pena alegre, la Feria sería la alegre pena?

 

-Está muy bien visto eso. La alegre pena sería la resaca, claro. O alegría penosa.

 

“Debajo de los tópicos sevillanos late una historia secular”

 

-Romero Murube se lamentaba de la existencia de una Sevilla de pandereta, de una Sevilla de azulejos, turística y relumbrona, que se estaba comiendo a dentelladas a esa otra Sevilla «de sangre, miserias, pasiones y difíciles verdades que es la que está esperando, intacta, que un día llegue el artista, el escritor, que sepa descubrir su belleza peregrina, su hondísima sabiduría». ¿No es pedir demasiado?

 

-Romero Murube sabe lo que dice. Pemán también escribió cosas parecidas. Cualquier escritor con sensibilidad y cultura sabe que debajo de los tópicos sevillanos late una historia secular, y que más allá de las atracciones turísticas más evidentes hay una Sevilla recóndita, señorial, que huye de las masas y se remonta al embrujo árabe y al carácter castellano. Herrera siempre dice que Andalucía es una Castilla a la que le ha dado más el sol.

 

-Fiesta cristiana y pagana, sacrificial y hedonista, ¿no son muchas contradicciones para definir la Semana Santa, o es que en Sevilla, como bien dices, las cosas pueden ser una cosa y la contraria?

 

Sevilla ofrece todas las contradicciones a quien sepa mirar bien. Luego ya cada cual se queda con una faceta o su contraria, con la jarana o con el recogimiento, con la barra del bar o con el sagrario en penumbra.

 

-En dos de tus crónicas hablas de la superioridad del sentir sobre el pensar, en la línea de Núñez de Arce, que decía que «la Semana Santa de Sevilla no será nunca un objeto de razón», ¿pero no es eso rebajar la precisión del cronista a la hora de contar lo que ve?

 

No se puede escribir desde la pura emoción, a riesgo de hacer el ridículo. Pero tampoco se puede escribir desde la razón pura, a riesgo de aburrir a todo el mundo. La precisión nunca debe estar reñida con el sentimiento.

 

-Hay quien ha hablado del “abismo de Sevilla” en la Semana Santa, como si Sevilla en esa semana fuese un espejo donde la voluntad se pierde. ¿Llegaste a perder tu voluntad?

 

Tanto como la voluntad no, pero cerca del paso experimenté emociones que no sabía que tenía, o que tenía dormidas. Y con ellas, en vez de cantar una saeta, escribí este libro.

 

-Como todas las ciudades imperiales, Sevilla tiene sus secretos, difíciles de escuchar, pero más difíciles de contar. ¿Con qué propósito encaraste tu forma de contar esos secretos? O, mejor aún, ¿lograste extraerle sus zumos secretos?

 

-Corresponde al lector ese juicio. Yo anotaba todo lo que veía y todo lo que me contaban, beneficiándome de un cicerone de excepción como Carlos Herrera, entrando en la Casa de Pilatos cerrada para mis amigos y para mí, accediendo a historias personales de una Sevilla que acaba de salir de la pandemia. Quiero pensar que algo de eso se refleja en el libro.

 

“Al sevillano cofrade desde luego la muerte le pillará bien entrenado”

 

-Celebración de la muerte es la Semana Santa, pero sin miedo a la muerte. ¿Así la has visto tú?

 

-Al sevillano cofrade desde luego la muerte le pillará bien entrenado. Esa familiaridad con el drama final, representado una y otra vez, comporta seguramente una ventaja cuando llegue la hora.

 

-¿Has escrito tu libro con desenfado y libertad, sin censuras?

 

-Como siempre escribo. No hemos llegado hasta aquí para cortarnos ahora.

 

-¿Ateo, agnóstico o creyente?

 

-No existe el ateísmo. Un ateo es un creyente de trasuntos.

 

-Y, por último… Imbuido o arrebatado por la escenografía sensual y mística, pagana y religiosa de la Semana Santa sevillana, se diría que no viste nada negativo en ella. ¿Es que el sevillanismo es contagioso?

 

Lo único negativo son las bullas, porque soy alérgico a las multitudes. Pero yo tuve la suerte de mirar desde balcón.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

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