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Configurar sentido descendente

18 de diciembre de 2024

En lo más profundo de la mente humana, más allá de los museos, la ciencia-ficción, Stephen King o el teatro pánico, ahí, donde los avatares pelean contra la pulsión del detalle, se encuentra el recuerdo de Samuel Beckett. Premio Nobel, irlandés afincado en París, humano hermético… del que Jorge Carrión en el texto y Javier Olivares en la ilustración, realizan un friso vital y creativo en esta novela gráfica, Samuel & Beckett, editada por Salamandra. Una obra profunda, que recorre no solo las andanzas del autor dublinés, también es un esbozo intrépido y compacto de la historia social y cultural de la Europa de entreguerras, del territorio que resiste a dejar de ser la cuna formativa de los movimientos de vanguardia, a pesar de los tiros, la tristeza y el hambre. Beckett, que nacerá con la primera de las contiendas, fallece con el desgraciado estreno de la masacre balcánica. El dolor de las trincheras, la liberación pop, la contracultura: será Beckett capaz de intuir la patafísica y servir de inspiración de la no-wave de Birthday Party. Palabras mayores, no excluyentes, por otro lado, de una autoridad intelectual que le permite ser tratado de igual a igual con autores como su amigo James Joyce o el argentino Jorge Luis Borges. Samuel Beckett, desde la portada del libro, parece la emanación pura de la toxicidad beatnik, con ese rostro pop que nos recuerda al vidrio de amarillo láudano de William Burroughs o se construye, mimético y circular, en sus gafas John Lennon, en sus gafas Fernando Arrabal. Sin querer ser simplista, Olivares capta su aura entre maldito y tecnócrata para demostrarnos, desde la misma presentación, un espíritu atrapado en una existencia atávica, esquemática en sentimientos y reacciones. La estructura de la obra, con una doble página de color amarillo viscoso, apagado mate de película radioactiva, agrio, sirve de introducción a las viñetas en negro profundo, negro variado, algún blanco de amor, dinero y esperanza. Narración lineal que va desde el año 1906, en Dublín, con su hermano, su madre (de la que no escapará nunca, metafórica y, según Carl Jung, prácticamente de manera biológica) y su padre, importante bastión estructural de su biografía. El padre, con los libros de John Milton, paseante en la delicada formación de la ciudad, se ofusca en la pléyade de alcohol y patata con la que la capital irlandesa acabará expulsando a sus hijos. Mapas que, por el orden trazado, más que mapas son planos. Se trata pues de “Una cerradura complicada que no se puede abrir con una llave sencilla”. El masaje del disparate, la lírica austera de las imágenes, un autor que hace de la ausencia una presencia. Así, sin dios, sin ley, sin sentido, se adentra en las ideas del que será su teatro, pleno de arenas postapocalípticos, de desiertos abandonados devorados por la gangrena. En su miopía de desconsuelo busca París como guía, allí tendremos a James Joyce acompañando su formación definitiva hacia la literatura. Sombras para la belleza en forma de la hija de Joyce y un intento de asesinato que sería encarnación del absurdo futuro. La voz del alcohol y la madrugada del autor de ‘Dublineses’ que lo rodea: “Posiblemente todos los caminos sean equivocados, pero debes encontrar el camino equivocado que te conviene”. Carl Jung, del que he escrito al principio, le permite introducirse en la ‘Teoría del hombre retenido’, atrapado en el interior del vientre materno, el hombre atrapado, que no ha nacido todavía. Resolviendo, en parte, algunas de las incógnitas que le atan emocionalmente. Un esquema de acción ante la luz y el fuego, el aviso de una Alemania que arde y el combustible son el arte y la libertada. La ruptura de los espejos, una especie de muestrario de enfermos monstruos que no desean contemplarse, una distancia de absolutos. El amor, que es como un juego de naipes, en el que no sabes qué cartas te van a tocar ni cómo son las reglas. Tal vez en París, con su baraja francesa y el alimento de una Peggy Guggenheim que aparece con invitada especial. Ojos de glamour, el intento de asesinato, la cuchilla cubierta de luz de farola del proxeneta que hace que la herida le lata en el pecho como un segundo corazón (o el músculo quiera huir a través de la rendija).  París, el París ocupado, su ingreso en la resistencia, papel y tinta. Uno, lector, se ve abocado a repasar la Teoría de Grafos para entender las raíces, los vértices y las posibilidades. Personajes decadentes que lo rodean y que acabarán siendo el alimento perfecto para su obra. Miniaturas que se iluminan con el fuego de un cigarrillo. Una pieza del ajedrez que cae, intelectual de manos agarrotadas, incapaz de atrapar la herramienta que lo alimente a él y a su mujer Suzanne. Personajes que se ahogan en las distintas bilis del hombre, esperan su papel mínimo en las obras que los mantengan como avatares de la eternidad. Acrónimos que sostienen el apellido, como permutaciones con y sin repetición de un personaje, 'Molloy', capaz de airear su miseria, los dos esperando en un lugar que se define por la ausencia. La misma que la del autor en el estreno de ‘Esperando a Godot’ en el teatro de babilonia. La prensa es un aplauso y, luego, permítanme esta veleidad nada objetiva, detenerse en la magna ‘Final de partida’, una de mis obras favoritas, con los reyes en toneles, la arena que lo cubre todo como el polvo del apocalipsis, los prismáticos para buscar restos de una revuelta que no tuvo éxito. La inyección del Rey, la morfina y el algodón. Junto a 'Fando y Lis' de Fernando Arrabal o 'A puerta cerrada' de Jean Paul Sartre, el dibujo introductorio de los autores avisa, tras el amarillo, el símbolo claro de peligro radioactivo. La parte más nutritiva es, sin duda, la que abordan Olivares y Carrión tras el éxito teatral, buceando en la pasión de Samuel Beckett por las formas de expresión audiovisuales, cristalizando en la radio, con sus teatros leídos para BBC y el encuentro con Buster Keaton para rodar FILM. Keaton, con sus pantalones de jubilado, subidos muy por encima de la cintura, remueve el sueño de la América de pastel de manzana y unifamiliares. No entiendo nada, confiesa, sin rumor, el actor de cine mudo. Un partido de béisbol, una partida de cartas terminada porque todos los participantes han fallecido. Aún en su estancia en Brooklyn, durante el rodaje, Beckett encontrará una extraña paz en el diseño urbano, euclídeo y racional de la ciudad, sin olvidar, ni por un momento, que Europa, todavía de pie, colecciona cicatrices muy profundas, igual que los Estados Unidos hacen con sus conflictos perdidos. El Premio Nobel, los ideales, la degradación y la búsqueda del perdón: “¿Me permitirá mi obra que vuelva ella después de esto?”. Dos fechas, 1977, el último año de Eddy Merckx en el ciclismo, la entrevista de Charles Juniet, el boxeo, la cultura popular, se suceden frente a él las trivialidades que regala la paz. Pero, con una obra de teatro de un minuto, él se conforma con escuchar. Todas las cosas son importantes. La segunda, 1989. Beckett, tras la muerte de sus padres y su esposa, es el último de la fiesta, el que le toca bailar con la muerte. ¿Sigue el público contemplando el escenario? ¿Está Samuel Beckett dentro de ellos? ¿O del vientre de su madre? Los símbolos, sus símbolos, son poderosos, no se puede atrapar, su rostro se filtra en las paredes de ladrillo y él se expande, sin posibilidad de extirpar su presencia de nosotros, sus lectores, pero también de Europa, la Europa que lo alimentó de leche agria y cinismo hasta que lo hizo parte de su interior, de su material genético. Nadie podrá ahora impedir su salida. Fundido a negro. Volver a la vida con la excusa de la muerte del genio.

 

Javier Olivares y Jorge Carrión, Samuel & Beckett, Barcelona, Salamandra, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

16 de diciembre de 2024

Pocas obras dentro de la literatura española contemporánea poseen la singularidad de Nada de Carmen Laforet (1921-2004), ya sea por el aura de misterio que rodea a la autora o por  la excepcionalidad de una novela fulgurante, única, que descuella dentro del panorama narrativo tras la guerra civil. Desde su publicación en 1945 y con el espaldarazo que supuso el Premio Nadal, no ha dejado de publicarse (se explica convenientemente en la “Introducción”, que descarga así al texto de muchas notas a pie de página y agiliza la lectura), a la vez que ha ido aumentado la admiración hacia una novela que forma parte del canon literario moderno. Nada se convirtió muy pronto en un “fenómeno socioliterario”, que arrumbó al resto de la producción novelística de Laforet y que pareció convertir a su autora en la escritora de una sola obra, algo que, como bien se explica en la mencionada “Introducción”, no es tal. Sin embargo, para buena parte de la crítica y numerosos estudiantes de bachillerato, esta novela no es sino un epígrafe más dentro de la narrativa española de posguerra, aunque antes, cuando se leía bastante más que ahora en los cursos preuniversitarios, era una de las lecturas obligatorias, de esas que, como El árbol de la ciencia de Baroja, Las ratas de Delibes o Tiempo de silencio de Martín Santos, había que leer (y sobre todo descubrir y disfrutar). El recuerdo de las ediciones de Cátedra –colección “Letras Hispánicas”, color negro (y tipografía no muy grande)- está también asociado a parte de esas lecturas, a introducciones amplias, documentadas y rigurosas que debían acompañar al texto, convenientemente editado. Esa labor ecdótica, profunda y detallada, es la que vemos en esta nueva edición de Nada, a cargo de José Teruel, quien también ha editado con primor las obras completas de Carmen Martín Gaite en Círculo de Lectores (por cierto, en el número 124 de Turia aparece un extenso estudio en torno a la investigación que la autora de Usos amorosos de la posguerra llevó a cabo sobre los Torán) y a quien se deben unos cuantos estudios esenciales de la literatura española del siglo XX (como los de Luis Cernuda). Su “Introducción” resulta clara y amena, y sitúa a los lectores en el contexto de creación y recepción de la obra, tan importante para entender el porqué de su trascendencia.

Lo que tal vez más pueda sorprender a los lectores que se enfrentan por primera a la novela es el hecho de que la novela en sí posee una estructura lineal sencilla –un curso académico, con tres partes-, de pocas regresiones temporales, y en la que aparentemente a la protagonista no le suceden muchas cosas, sino que es más bien testigo de diversos acontecimientos relacionados con su familia y amistades. Es, por otro lado, y así se ha venido diciendo desde hace tiempo, una novela de aprendizaje, en la que a través de la voz de la narradora-protagonista, Andrea, vamos conociendo a su familia, el piso de la calle Aribau, la universidad y la ciudad de Barcelona en  ese curso de 1939-1940. También es una novela que muestra el “mito de la conciencia desorientada”, las cicatrices de la guerra y se convierte en la obra que representa a una generación, la de esos jóvenes de comienzos de los cuarenta que, en muchos casos, vivieron la guerra sin participación directa, pues eran apenas unos adolescentes. Quizás sea este último aspecto sobre el que más se incide cuando se analiza la novela, ya que se considera fundacional de un tipo de narrativa y representativa de un tiempo y una nueva forma de narrar, que tendrá su continuación en la novelística posterior.

Pero no solo hay que prestar atención al contexto histórico y social en el que transcurre la narración, que es la inmediata posguerra, con todas sus secuelas y heridas abiertas, sino a lo que se cuenta y cómo se hace. La familia de Andrea y el piso de la calle Aribau son sin duda dos de los principales elementos que van jalonando los diversos cuadros e impresiones –muchas de ellas negativas- con los que la protagonista intercala su narración, a modo de retratos que de algún modo anticipan procedimientos narrativos posteriores. Sus dos tíos, Juan y Román, su tutora Angustias, la misteriosa figura de Gloria, la presencia de la abuela y ese niño por el que sufrimos cada vez que aparece o se le menciona, son la familia de Andrea, y de ellos se ofrecen retazos de vida, secretos y miedos. De ellos, posiblemente sea la figura del tío Román la más enigmática y compleja, con muchas sombras e historias detrás de las que vamos obteniendo detalles. Su comportamiento y su aire mujeriego, algo canalla, lo convierten en heredero de la estirpe de personajes masculinos que aparecían en numerosas novelas del XIX. Y por la parte no familiar, la de las amistades y la universidad, sin duda será Ena, la amiga de Andrea, el personaje más importante, aquel que con sus idas y venidas, esté presente en la vida de nuestra protagonista durante ese curso escolar. Los amigos de la universidad, el pelma de Gerardo, el amigo Pons o el ambiente de la Barcelona de 1940 son otros de los elementos narrativos que son presentados a los lectores de un modo a veces fragmentario, con recuerdos e impresiones de ellos a través de sucesivos episodios.

Nada es la novela que, en un estilo nuevo y diferente, muestra de manera clara la deriva y el “desarraigo existencial” de una generación y de una joven que nace a la vida tras la guerra civil. Su familia, venida a menos, rota y desquiciada por momentos, será, junto a la opresiva y oscura casa familiar, una fuerza opresiva sobre Andrea. Tampoco las amistades y el mundo universitario ofrecerán, salvo algunos destellos, claridad y tranquilidad a la protagonista, que deberá ir adaptándose a las circunstancias de la mejor manera posible, aprendiendo a base de decepciones y pequeños fracasos (tal vez el episodio de la fiesta de Pons sea un ejemplo de ello). Esta novela es esencial dentro de la historia de la literatura española contemporánea, no solo por su singularidad y especiales circunstancias (¿qué jóvenes autores son capaces de escribir una obra como esta con poco más de 23 años?) o por todo lo que la ha rodeado y que todavía hoy nos seguimos preguntando. Las historias que se intuyen detrás de lo que se cuenta tienen también su influjo sobre los lectores, pues no menos importante es aquello que se omite y calla en la narración. Quizás en tiempos de zozobra como los que vivimos ahora deberíamos volver a las obras que sustentan nuestra formación literaria y personal, aunque sea para sentir la desazón y angustia de Andrea, esa “chica rara” que protagoniza Nada.

 

Carmen Laforet, Nada, edición de José Teruel, Madrid, Cátedra, 2020.

Escrito en Lecturas Turia por Pedro Moreno Pérez

16 de diciembre de 2024

Aunque en nada compense la pérdida que ha significado su muerte, recordar la obra literaria de Luis Sepúlveda es contribuir a que su presencia siga viva de algún modo. Los muchos años de residencia en Gijón (desde 1997) no agotan su relación con Asturias: en 1988 obtuvo el Premio Tigre Juan de Novela Corta con Un viejo que leía novelas de amor, donde fijaba los recuerdos de sus experiencias cuando en 1978 vivió en la Amazonía ecuatoriana, y cuyo éxito habría de suponer algún tiempo después la irrupción de su autor en el ámbito entonces prestigioso de la novela latinoamericana. “Esquivando la escuela del realismo mágico, tan en boga en los últimos años, la creación de Luis Sepúlveda discurre por las nuevas corrientes de una escuela narrativa que hace hincapié en la «magia de la realidad»”[1], se podía leer en el prólogo a la primera edición. Lo cierto es que ni el realismo mágico había estado en boga en los años precedentes (aunque el Premio Nobel adjudicado en 1982 a Gabriel García Márquez hubiera actualizado la significación de Cien años de soledad e incrementado su difusión internacional), ni Un viejo que leía novelas de amor era ajena al registro hiperbolizante de aquella famosa novela, a su narración imperturbable de sucesos increíbles, como puede comprobar cualquiera que se acerque al relato protagonizado por Antonio José Bolívar Proaño y advertir las reiteradas menciones de su difunta esposa Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo.

Sepúlveda volvía a proponer al lector un mundo irreductible a los modos del pensamiento europeo y asociado con frecuencia a lo mítico, a lo primitivo, a lo popular o no intelectualizado. Ciertamente, las diferencias eran notorias. La magia de la realidad parecía acentuarse al recuperar espacios que la literatura hispanoamericana contemporánea había marginado en aras de su modernización. Al releer ahora Un viejo que leía novelas de amor no he podido no recordar la selva devoradora de La vorágine, de José Eustasio Rivera, o a los jíbaros y záparos de Cumandá o un drama entre salvajes, de Juan León Mera. Esa recuperación inevitablemente resultó condicionada por inquietudes ecologistas que actualizaban la imagen del buen salvaje y subrayaban su adaptación a una naturaleza solo agresiva con los que pretendían devastarla, estos decididamente ligados al capitalismo y al poder de quienes lo ejercen en Latinoamérica por delegación del imperialismo. Esta perspectiva histórica y política invalidaba cualquier interpretación “metafísica”: el mundo latinoamericano no estaba al margen de la historia, más bien era su víctima[2]. Además, Un viejo que leía novelas de amor ofrecía otros aspectos de interés, acordes con orientaciones de la narrativa hispanoamericana que entonces parecían novedosas y que esa novela venía a fortalecer: el título y la tal vez inverosímil afición del casi analfabeto protagonista a leer melodramáticas historias de amor —cabe suponer que en la línea de El Rosario (1909), la novela de Florence L. Barclay mencionada en el relato— se ajustaban a la entonces extendida pretensión de asimilar géneros antes incompatibles con la calidad de la verdadera literatura.

Las novelas posteriores de Sepúlveda habrían de ofrecer otras particularidades, pero las señaladas pueden servir para iniciar un acercamiento al conjunto de su obra. No es difícil advertir en Yacaré, relato que el diario madrileño El País publicó por entregas en 1997, inquietudes similares a las mostradas por Un viejo que leía novelas de amor, ahora al narrar la sucesión de asesinatos con curare cometidos por los últimos indios anaré, en venganza por las muertes de los miembros de la tribu perpetradas por quienes violan la prohibición de cazar yacarés en El Platanal, la llanura aluvial del Mato Grosso brasileño y las zonas limítrofes del Paraguay y Bolivia. Pero Sepúlveda ya había encontrado otro ámbito sobre el que verter sus inquietudes ecologistas: el narrador de Mundo del fin del mundo[3] era alguien que en su juventud, animado por la lectura de Moby Dick, se embarcó en una ballenera y años después regresaba al sur de Chile como miembro de Greenpeace para enfrentarse a las faenas depredadoras de los pescadores japoneses, ahora fascinado por los territorios que parecía haber descubierto con la lectura de En la Patagonia, de Bruce Chatwin. Quizás Historia de una ballena blanca, una de sus novelas “para jóvenes de 8 a 88 años”[4] y la última ficción que publicó, ayuda a comprender mejor el sentir de Sepúlveda al respecto: una concha de loco permitía al escritor escuchar y transcribir el relato narrado por una ballena, ocasión para dar cuenta de las distintas especies de cetáceos y de sus problemáticas relaciones con el hombre, y para recordar que los lafkenche o gente de mar no mostraban la actitud depredadora de los balleneros. Sepúlveda recuperó además la leyenda mapuche de las trempulkawe, las cuatro ballenas nocturnas (durante el día se transforman en ancianas) encargadas de llevar las almas de los muertos desde la costa continental hasta la isla Mocha, lugar de reunión en el que esperarán a la muerte del último lafkenche para iniciar hombres y ballenas la gran travesía hacia el lugar más allá del horizonte al que no podrán llegar los balleneros. Fue la forma en que Sepúlveda resolvió reescribir Moby Dick, dando voz con Mocha Dick a la ballena blanca difamada por Melville y por el odio resentido de su capitán Ahab. Esa referencia y una adecuada recuperación de la leyenda mencionada dan a esta obra un interés indudable y no solo por su dramatismo, que culmina cuando el lector sabe que las trempulkawe han sido asesinadas por los balleneros y que el gran viaje jamás se emprenderá. No sin nostalgia, Mundo del fin del mundo ya había dicho adiós a la épica de Moby Dick en favor de las inquietudes ecológicas que hasta los balleneros de aquel relato parecían asumir.

Una tercera opción abordada por Sepúlveda, conjugada a veces con las ya señaladas, fue la que cabría relacionar con el relato neopolicial latinoamericano, si por tal se entiende aquella novela “negra” en la que la investigación pone al descubierto el crimen o enigma y a la vez una difícil realidad política y social de la que el poder es el mayor responsable, y cuyo investigador, en consecuencia, actúa al margen de ese poder o frente a él. Los cultivadores de esa novela mostraban así su compromiso intelectual, su actitud reflexiva o crítica, lo que sin duda operó decisivamente para que se fuera superando el desdén académico hacia obras antes consideradas ajenas a la auténtica literatura, aunque en el cambio de actitud también influyera una mayor exigencia “literaria” por parte de los escritores interesados en el género. En ese contexto Sepúlveda desarrolló en Nombre de torero (1994) una historia de amor imposible y de misiones secretas que llevaban a Juan Belmonte a competir en la búsqueda de unas antiguas monedas de oro que en su día habían viajado desde la Alemania nazi hasta la Tierra del Fuego.

La alambicaba trama de Nombre de torero se enriquecía con el pasado de Belmonte, sobre el que el autor proyectó episodios de su propia biografía, tal como la iba recuperando una memoria selectiva y propensa a imaginar: guerrillero en Bolivia tras las huellas de Ernesto Che Guevara[5], había participado en actividades revolucionarias en Chile, había pertenecido al GAP (Grupo de Amigos Personales) del presidente Salvador Allende, había luchado con la Brigada Simón Bolívar al lado del Frente Sandinista de Liberación[6]. Aunque Sepúlveda mantuvo siempre la convicción satisfactoria de haber estado entre los protagonistas de “los mil días más plenos, bellos e intensos de la historia de Chile"[7], los de la presidencia de Allende, su personaje parece ya de vuelta, lo que permite enriquecer su significación a la luz de las citas de Ibn Battuta recogidas en el “Intermedio”, mediada la novela: como la del viajero árabe del siglo XIV, su suerte es la de “aquellos que suspiran contemplando el indefinible horizonte del mar”, los que prefieren las tormentas y el rugir del viento, confiados en que Alá o el destino les procure un lugar en el orden del universo[8]. Eso le evitó derivar sin más desde el buen salvaje al buen revolucionario, e incurrir en la simplificación de plantear el mero conflicto entre buenos y malos que sus convicciones políticas le exigían.

Las razones históricas de esa actitud pueden encontrarse en los fracasos de la izquierda en Latinoamérica y en Europa, pero también en las contradicciones internas del proceso chileno hacia el socialismo, en la deriva del sandinismo y en los errores del comunismo europeo desde que se hizo con el poder y hasta que la caída del muro de Berlín dio a sus ideales una significación irreparablemente anacrónica. Nombre de torero, por tanto, no hablaba solo del golpe militar de 1973 en Chile y de la represión que siguió al fin del gobierno de la Unidad Popular, la vía chilena hacia el socialismo. Transformar al revolucionario en detective exigía justificaciones, y Sepúlveda las dio al tener en cuenta no solo la derrota sufrida con la muerte de Allende, sino también las deserciones y traiciones que no permitían otra salida que el individualismo final, lo que además dejaba bajo sospecha a la Cuba castrista, a la República Democrática Alemana y a la Unión Soviética. Al margen de la verosimilitud, el género negro parecía ajustarse a esa evolución desde las inquietudes colectivas a la dudosa salvación personal: es el amor imposible de la desaparecida y ahora reaparecida Verónica, víctima de la dictadura de Augusto Pinochet, lo que recupera a Belmonte para la acción, una motivación íntima compatible con la visión amarga de la condición humana que el cinismo y el humor no pretenden disimular.

Lo cierto es que Sepúlveda se había dejado ganar por el neopolicial, como prueba el mencionado relato Yacaré, resultado de la investigación realizada en Milán por el chileno Dany Contreras para la compañía Seguros Helvética. Tusquets Editores publicó esa novela corta en 1998 junto con otra titulada Diario de un killer sentimental, historia de asesinatos por encargo aderezados con complicidades de droga y oenegés que había aparecido por entregas en el diario madrileño El Mundo en 1996, otra muestra de que en aquellas últimas décadas del siglo XX los narradores no solo acercaban la literatura a su entorno subliterario: a veces lo subliterario invadía el territorio de la literatura hasta sustituirla. Tal vez por eso Sepúlveda volvió a la historia reciente de su país natal en Hot line (2002) al proponer una investigación a cargo del detective mapuche George Washington Caucamán, en la atmósfera aún inquietante del retorno de Chile a la democracia, con el regreso sin causa de los exiliados y la amenazadora vigilancia de los militares, con el recuerdo de los horrores de la dictadura y la justicia poética que la novela consigue contra uno de los responsables de la represión. La versión inicial de Hot line había aparecido en el periódico madrileño El País, en 1998, lo que resulta de interés si se tiene en cuenta que Sepúlveda parecía haber descubierto los secretos del folletín: “ese género tan bien cultivado por mis mayores del siglo XIX, como Alejandro Dumas (padre), impulsor de lo popular en la narrativa y al mismo tiempo popularizador de la literatura”, valoraba en su “…a manera de prólogo” a la edición de la novela[9], consciente de que su elaboración por entregas para la prensa, con las exigencias que eso implicaba, suponía recordar el folletín y sus opciones, ahora como apuesta por la utilización de recursos “subliterarios” como salidas novedosas para la nueva narrativa latinoamericana.

La sombra de lo que fuimos (2009) y El fin de la historia (2017) fueron otras consecuencias inevitables del fin de las utopías de los años sesenta que ya se anunciaba mediada la década siguiente. No en vano los protagonistas de la primera de esas novelas son de los condenados “a conservar lo mejor de sus recuerdos, esos pocos años que iban del 68 al 73, marcados día a día por la sonrisa del más militante de los optimismos”[10], como apunta Cacho Salinas, uno de ellos, sin duda por delegación del autor. Aparecen en gran medida anclados en aquella época feliz que además fue la de su juventud, y que ha pervivido bajo las experiencias del exilio interior (clandestinidad) o exterior, recordadas por ellos mismos y por algún otro, convirtiéndolos en inadaptados perpetuos. No es que Sepúlveda renunciara a ofrecer una nueva muestra de buenos revolucionarios, sucesores de Robin Hood en la tarea de robar a los ricos para ayudar a los pobres, pero ahora, con la distancia que daban los años transcurridos, la recuperación nostálgica no conseguía ocultar del todo las contradicciones del pasado ni permitía alentar las esperanzas o proyectos de antaño. La fusión de humor o ironía con desencanto no es el menor de los atractivos de La sombra de lo que fuimos, que recuerda las discrepancias entre el Partido Comunista chileno y los ultraizquierdistas adeptos al castrismo y al guevarismo del Ejército de Liberación Nacional, las actuaciones de los anarquistas y aun las inconveniencias del maoísmo. Ahora, en un tiempo sin ideales, insolidario y decadente, poco cabe esperar de esos personajes embarcados en una empresa descabellada, y que obtienen una suerte de justicia poética cuando consiguen hacerse con medio millón de dólares oculto desde los tiempos de Allende y a la vez sacar a la luz pública documentos que confirman la corrupción de los militares. Quizá no se había perdido toda esperanza, esta vez gracias a la policía: los desmanes (en buena medida ecológicos) del gobierno y sus cómplices quedaban de manifiesto para los lectores gracias a los recuerdos que el también desencantado inspector Manuel Crespo recupera para la joven detective Adelita Bobadilla. Por lo demás, no son pocos los nombres y sucesos de la historia de Chile incorporados por Sepúlveda a su ficción, que propone una solución para el caso no resuelto de la desaparición de Kiko Barraza, instructor de guerrilleros en Chauín cuando se intensificaba la campaña electoral que llevó a Allende a la presidencia. Tal vez la exaltación del anarquismo que impregna la novela ―con el recuerdo de Clotario Blest, anarquista chileno fallecido en 1990, y con el protagonismo de Pedro Nolasco González, personaje cuya muerte absurda impulsa la superación de las antiguas discordias― era una manifestación del socialismo individualista derivado de la derrota y de la dispersión, lo que también hablaba del escritor y de su consciencia de los errores cometidos en aquellos años de esperanza y de locura.

La sombra de lo que había sido ya había determinado la conducta de Juan Belmonte en Nombre de torero, en contraste con la deriva seguida por la mayoría de los compañeros de antaño. Esa sombra explicaría también allí que Carlos Cano, otro “descolgado” (y en su caso del todo), salvase la vida del antiguo revolucionario convertido en investigador. Gracias a ello, este pudo reaparecer en El fin de la historia, novela cuyo presente se sitúa en 2010, año que vio el primer traspaso de la presidencia de Michelle Bachelet a Sebastián Piñera, y también el terremoto de 8,8 que sacudió Chile el 27 de febrero, justo cuando Belmonte apuntaba a la cabeza de Miguel Krassnoff, uno de los militares encarcelados por los crímenes cometidos durante la dictadura. La biografía novelesca de Belmonte da al lector otra oportunidad de revisar la riqueza del movimiento insurreccional latinoamericano de las décadas precedentes y las manifestaciones del mismo signo en otras partes del mundo; y la historia de Krassnoff y de sus antepasados permitió a Sepúlveda repasar el papel de los cosacos desde que León Trotsky perdonó la vida al derrotado atamán Krasnov tras la victoria de los bolcheviques en Petrogrado, durante el proceso revolucionario iniciado en 1917 en Rusia, hasta los años posteriores al final de la Unión Soviética en 1991 (con la corrupción que siguió), con especial atención para su colaboración con los ejércitos de Hitler. El cinismo pesimista con que observa el presente histórico no impide a Belmonte actuar de nuevo como la sombra de lo que fue, ahora que el desencanto lo ha convertido en un investigador de la estirpe de Philip Marlowe o de Sam Spade, como no pocos de los que en las últimas décadas han animado el relato policial hispanoamericano.

Las novelas mencionadas conforman apenas una parte de la obra de Sepúlveda, en cuya “prehistoria” hay referencias a publicaciones de las que aquí prescindiré[11], así como también de sus artículos de opinión publicados en la prensa y reunidos en libros, normalmente determinados por sus posiciones políticas, convincentes para los ya convencidos de antemano. Sí considero obligado llamar la atención sobre los cuentos reunidos en Desencuentros[12], entre los que se ofrecen algunas muestras de literatura fantástica (“Cambio de ruta”, “Una casa en Santiago”) de notable interés. Sepúlveda también propendió a escribir sobre sus viajes, que de alguna manera satisficieron la pasión por la vida nómada que con frecuencia dejó patente al evocar personajes reales o al imaginar los ficticios. Buena prueba son las historias incluidas en Patagonia Express (1995), enmarcadas entre sus recuerdos de la niñez con su abuelo anarquista y su llegada a Martos, el pueblo andaluz en el que aquel había nacido, con especial atención para la Patagonia y la Tierra del Fuego[13]. Entre el testimonio y la ficción se desarrollan también sus Historias marginales (2000), inspiradas en lugares muy diversos, relacionadas con su pasado y con las inquietudes dominantes en su obra, y útiles para recuperar ese período iniciado en los irreverentes años sesenta, cuyas esperanzas sufrieron el primer gran revés con “la invasión soviética de Checoslovaquia, el aplastamiento a sangre y fuego de la Primavera de Praga”[14], en agosto de 1968. De esos libros un tanto misceláneos prefiero La lámpara de Aladino (2008), muestra destacada de la variedad de opciones que Sepúlveda cultivó, borrando las fronteras entre lo escuchado y lo vivido, entre el recuerdo y la invención, entre el realismo mágico y la novela rosa, entre el testimonio sociopolítico y el relato policial, entre la selva amazónica y los paisajes remotos de la Patagonia y de los canales magallánicos. No está mal como recuerdo del entusiasmo de un pasado aún reciente, y sobre todo como testimonio del proceso que condujo a un tiempo en el que la esperanza apenas puede radicar en personajes a la deriva, para quienes Sepúlveda supo imaginar historias de indudable interés, dejando patentes tanto su necesidad de contarlas como su gran capacidad para atrapar la atención de sus lectores.



[1]           Juan Benito Argüelles, “A manera de prólogo”, en Luis Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de amor, Gijón: Júcar, 1989, pp. 7-9 (7)

[2]           En “Breve novela de una novela breve” (Moleskine. Apuntes y reflexiones, Barcelona: Ediciones B, 2004, pp. 93-97), Sepúlveda recordó haber pasado siete meses entre los shuar y atribuyó a esa “novela de la selva” una base autobiográfica: “la única presencia del autor, y del yo narrador, que se me antojó legítima, consistió en otorgarle al personaje la más terrible de mis señas de identidad. Así, el Viejo, exiliado en dos mundos y habitante de una tierra de nadie, me permitió contarme el largo día de mi vida y entender mi propio exilio” (95).

[3]           La publicó el Ayuntament de Dénia en 1991, tras haber obtenido el Primer Premio de Novela Corta “Juan Chabás” el año anterior.

[4]           Barcelona: Tusquets, 2019. La intención didáctica no impide que los relatos que Sepúlveda imaginó para niños y jóvenes ofrezcan un notable interés, como también permiten comprobar Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar (1996), Historia de un perro llamado Leal (2016) e Historia de un caracol que descubrió la importancia de la lentitud (2018).

[5]           En los episodios autobiográficos reunidos en Patagonia Express (Barcelona: Tusquets, 1995) se apunta que a los dieciocho años quiso seguir “el ejemplo del hombre más universal que ha dado América Latina, el Che” (p. 22). En “Breve historia de un hombre digno” (Moleskine. Apuntes y reflexiones, pp. 203-210), Sepúlveda se incluía entre los chilenos del ELN (Ejército de Liberación Nacional) que acudieron a Bolivia a reemplazar al Che Guevara, recordados por Osvaldo “Chato” Peredo en un encuentro en Milán, veinticinco años después: “Ramón, ese era el nombre de combate de Sergio Leiva; Gonzalo, ese era el nombre de combate de Agustín Carrillo, campeón de box panamericano de los pesos welter, e Iván, ese era mi nombre de combate aquella tarde de 1969” (p. 204).

[6]           En “… 19 de julio de 1979…” (Historias de aquí y de allá, Barcelona: La Otra Orilla, 2010, pp. 81-83) Sepúlveda recordaba el triunfo de la revolución sandinista y su participación con la Brigada Internacional Simón Bolívar del panameño Hugo Spadafora.

[7]           “Memorial de los años felices”, en Luis Sepúlveda, El poder de los sueños, Santiago de Chile: Editorial Aún Creemos En Los Sueños, 2004, pp. 27-32 (32).

[8]           Nombre de torero, Barcelona: Tusquets, 1994, pp. 109-113.

[9]           Barcelona: Ediciones B, 2002, p. 11.

[10]          La sombra de lo que fuimos, Madrid: Espasa Calpe, 2009, p. 133.

[11]          En “La voluntad de escribir” (Moleskine. Apuntes y reflexiones, pp. 259-264), Sepúlveda se refirió a Crepusculario de la tristeza, poemario que Arancibia Hermanos le habría publicado en los años sesenta, cuando él militaba en las Juventudes Comunistas.

[12]          La primera edición apareció en Barcelona: Tusquets, 1997. Incluía relatos nuevos con otros extraídos de Los miedos, las vidas, las muertes y otras alucinaciones (1985), Cuaderno de viaje (1986) y Komplot I (1995).

[13]          Con fotografías de Daniel Mordzinski, Sepúlveda trató de preservar esos territorios y a sus habitantes en Últimas noticias del Sur (2011).

[14]          Véase “«68»”, Historias marginales, Barcelona: Seix Barral, 2000, pp. 105-107 (106).

Escrito en Lecturas Turia por Teodosio Fernández

Esta entrega de uno de nuestros maestros en el cuento corto es un anecdotario literario, un herbolario más bien, semillero donde todo se conduce en una o dos páginas como máximo. Esa idea de recopilación de muestras aparece, incluso, en alguna de las imágenes que acompañan las páginas. Muestras que parecen esperar ser regadas, desarrolladas como una propuesta. De ahí la idea de falsa recopilación de ideas y muestras obtenidas en un taller de escritura creativa que nunca se realizó. José María Merino nos ofrece una sucesión de muestras, un breviario que, como aperitivos, puede no llegar a saciar, pero deja las papilas gustativas dispuestas. 

La sucesión de temas, aparentemente heterogénea, acaba tiendo un hilo conductor, unos hitos obsesivos a los que José María Merino vuelve una y otra vez. El paso del tiempo, el recuerdo de la infancia, los juegos de personajes (con afecto hacia el doppelganger, en la onda del cuento canónico argentino, de Jorge Luis Borges a Manuel Mújica Martínez), con su proceso de suplantación, el alter ego, un amigo, finalmente, de cultivo de un jardín con cientos de senderos que se bifurcan, o la escritura sobre la escritura, con guiños hacia Roberto Bolaño o Enrique Vila-Matas, con ese deseo expreso de situar los textos en un entorno de escritores, de premios, novelas inacabadas y editoriales. Un microcosmos que acaba, desde el clasicismo británico, a un lixiviado que incluye las andanzas de Julio Cortázar o Alejandro Bioy Casares. Nos encontramos muestras de inocente ciencia-ficción científica, una enorme cantidad de cuentos referidos a los sueños y sus respectivas derivaciones (este tejido en el que tan cómodos se encuentran los recuerdos y los muertos, una cita: «Los sueños son anteriores al lenguaje articulado»), anécdotas de lo cotidiano, que en una breve explosión, mutan hacia el absurdo, incluyendo chispas de oscuros manejos de aroma Beckeriano (Samuel, entiéndase). Un autor atrapado en la ciudad postmoderno y buscando siempre, el juego de la investigación y la contemplación de lo humano. Una ciudad dentro de la ciudad, una ciudad sumergida al modo del Madrid de Emilio Carrere, llena de aparecidos, con encuentros en calles, mujeres imposibles, caminantes sin nombre, vidas atrapadas en la enfermedad y la vejez. 

Entre esos hitos, esos islotes que ofrecen una coherencia en el discurrir del libro, está, sin duda, el mar. Un símbolo pleno que permite al autor y sus personajes identificarse con el infinito (el náufrago y sus tiempos), el misterio (cualquier cosa está permitida cuando se pierde la línea de tierra, pregunten a William Hope Hodgson), la obsesión entomológica (como parte de una tradición kafkiana, lógicamente), atrapados entre libros imposibles, casas viejas y polvo acumulado, que no deja de ser parte de ese tiempo perdido. 

Aparte del mar, que abarca y recoge, que es escenario y personaje, es inevitable destacar el interés del autor por la Inteligencia Artificial y Chat GPT, elementos ambos que aparecen en la parte final del libro, una y otra vez, de muy distintas maneras, pero todas con ese extrañismo porteño que, como diría César Aira, terminará con el nacimiento de los cuentos que se escriben solos. La multiplicidad de las historias artificiales como arenas de un desierto cibernético. Aquí encontraríamos algunas de las idas más recientes de autores renovados y renovadores como Jorge Carrión y, especialmente, Vicente Luis Mora. Un lejano futuro que traerá el pasado (con una referencia pop al ‘Planeta de los simios’ que hará las delicias de los amantes de la ciencia ficción clásica como es mi caso). Pero de ahí hacia El Quijote, con pequeñas burbujas que ponen en nuestra boca las posibilidades de la imaginación, más Stanislaw Lem que Philip K. Dick, incluyendo narrativas de asesinos virtuales, de cuentos artificiales premiados, de un mundo literario que sobrevive entre un éxito pasado y un abismo presente. 

No hacen falta muchas páginas, como he escrito al principio, para sembrar la inquietud para el lector. La penicilina de una literatura infectada de maquinaria serán, de nuevo, los sueños («Los sueños pueden tener esa asombrosa marea de verosimilitud») y el mar. Forasteros que se mueve entre la frágil tela de la realidad, siempre más liviana en el cuento que en la novela, así que, entre delirios gatunos e interpretación de los mundos paralelos, podemos bracear de la playa hacia el océano, como un avatar clásico, de niebla y accidente, de relación entre personaje y autor divinizado (Miguel de Unamuno pero también Grant Morrison) que acaba con el exabrupto de un lienzo en blanco. El cierre, que se percibe casi desde que uno se adentra en las primeras páginas, está centrado en el paso del tiempo, en la relación del autor con su edad, con ese señor que agarra a una mujer, confundiéndola con su esposa, los insertos clínicos, el futuro de cuidados paliativos, el abuelo Telmo, que acabará siendo compañero en la interpretación de ‘El día que me quieras’, ambos igualados por el final de la partida: «Debo salir de este siniestro sueño y cuando parece que el sueño se va difuminando, entro en una plácida, sólida, oscuridad». Final de partida, final de pasillo, un náufrago olvidado. El despertar (o no) del sueño último: «Sigo soñando, pienso, a ver si despierto de una vez. Sin comprender que, esta vez, ya no despertaré». Una obra de madurez, trufada de pistas y semillas, como he comentado al principio, pequeñas ofrendas, guías que, al germinar en el lector, lo llevarán a otros lugares de disfrute. ¿Un libro para escritores? Sin duda. En pequeños capítulos que tienden a la contundencia dentro de su brevedad. Un libro que permite sembrar en el lector la pasión por la vida. Porque leer es vivir y viceversa.

 

José María Merino, Yo y yo en breve, Madrid, Alfaguara, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

10 de diciembre de 2024

La artística mexicana Teresa Margolles señala mediante su obra la realidad de violencia que la rodea. O dicho de otro modo: “¿De qué otra cosa voy a hablar?” Esa realidad mexicana es de la que ni puede ni quiere desligarse su compatriota, Jorge Volpi. Y qué mejor manera de hacerlo que dedicar cuatro años de escritura y casi una vida a crear una historia de la ficción. Ficción viene del latín fingere que no quiere decir fingir, sino modelar. Y para el autor, la realidad es como la arcilla.

La invención de las cosas es el altar al que ha querido acercarse Volpi aún a sabiendas de que en su ascensión gracias al empeño, podía quemarse las alas. No lo ha hecho, todo lo contrario. Ha entregado un volumen único con todo el compendio que nadie, hasta ahora, se había atrevido a realizar. Ocho libros de ocho invenciones, con diálogos intercalados del bicho, deriva del Gregorio Samsa kafkiano, y de Felice, la eterna pareja y no del autor checo. Estructura muy sólida a la que cubre un falso prólogo y otro a modo de epílogo que hacen de corolario a esta aventura vital de la que Volpi sale vivo y bien imprimado. Lo hace porque se ha valido de todas las ramas del saber. La científica, con sus postulados; la filosofía, Volpi nunca dejará de serlo, lo sepa o no; y la literaria, quince novelas y laureles, acreditan y refrendan su trayectoria. Nadie puede enmendar la plana a su obra. Quizá por eso, se lanza a lo que no tenía obligación, sí devoción, eso que todo escritor que se precie, sabe. El escritor que no arriesga puede acabar siendo un escribano. Lejos, muy lejos, casi a la distancia de una galaxia, está ahora el mexicano con este libro que ha entregado. Con esta forma de afrontar los problemas con gran seriedad. De forma curiosa o centrípeta en ocasiones, pero dando grandes catas de realidad para explicar lo inventado. Que no deja de ser la mejor manera de explicar la realidad como trata Teresa Margolles.

Vemos vericuetos diversos, maneras de circunvalar para acabar entrando en el meollo de la historia y de las historias a través de todos los cerebros creativos que en el mundo han sido capaces de crear ficciones explicativas de lo que se ha dado. Dado el esfuerzo, la documentación avasalladora y el resultado, podemos pensar que estamos ante un libro que no existía en nuestra lengua. Un libro necesario, sobre todo para los que pensasen que ya estaba todo escrito, que se agradece poder leerlo. O de como cuando se llega al final y aparece la Cronología de la ficción, desde el principio de los tiempos a nuestro año, todos los hechos creados por la ficción, en arte, literatura, cine, música, derecho, ciencia, filosofía y más ramas que hacen comprender el enorme árbol y ramajes que ha levantado a lo largo del tiempo el mundo de la ficción. Esta cronología es el regalo imprevisto que hasta ahora nadie había brindado.

Otro motivo para acercarse, entrar y dejarse llevar por el compendio de lucidez ficcional que no busca sacar a nadie de la realidad sino asirla desde la cara b que a veces olvidamos que existe. Y hay, palpable al leerlo, un contrapeso necesario y acierto pleno del autor, en forma de historia personal, del padre y del hijo, no como detalle, sino como proceso vital de comprensión de lo que son cada uno. Un punto de realismo que mediante la ficción, adquiere el peso insustituible de lo verdaderamente cierto. No es pleonasmo, es certificación o comprobación científica si se quiere derivar, de lo que de verdad tiene la duda cuando ya no lo hace. La certeza en y de la ficción. La abrumadora capacidad de permeabilidad de Volpi hacen de este libro algo tan particular como la tierra. No se sabe si hay otra, tampoco si volveremos a tener a mano un libro así. Solo por eso ya podemos sonreír ante lo que es el esfuerzo supino del escritor. Que en un rasgo más de que es cabal, termina sabiendo cuando uno se despide. Volpi lo hace en este libro de ciertas ficciones, de la muerte de su madre y de dejar de vivir en México. Nuevo director artístico del Centro Condeduque de Madrid, nuevo ciclo vital al que ha llegado como dice al final del libro por los dones que nos concede la ficción.

 

Jorge Volpi, La invención de todas las cosas. Una historia de la ficción, 694 páginas, Madrid, Alfaguara, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Bosqued

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