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Configurar sentido descendente

Parasomnia

28 de septiembre de 2018 10:05:47 CEST

una a eme

 

con el hechizo del xilófono

ese que aparece en mis sueños

he decidido recrearte una vez más:

definirte trato

 

como al fuego

 

los primeros hombres.

 

dos a eme

 

dándole curso a esta crudísima lectura

he decidido darte forma desde la nada

 

con la galopante intensidad de mis huesos

con la fragilidad rauda de mis párpados

con todo mi arsenal de cebos y maquinaciones líquidas

con todo mi cuerpo de estrella cazadora

te encierro entre mis flechas

y te me escapas como siempre.

 

tres a eme

 

enmarcarte es como mirarse en un espejo

un proceso meramente letal

 

enmarcarte es como forzarme

con mordazas diferentes

a mirarme en un espejo

y ver ese cadáver descampado

en toda su extensa lejanía.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Etiel Taupier

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mirar un cuadro. Recorrerlo con la mirada. Con la memoria. Decir lo que uno ve. Describirlo con palabras. Palabras exactas, precisas. Nombrar. Todo tiene un nombre. Todos tenemos un nombre. Para todo hay una palabra. Muchas palabras posibles. Aproximadas. Intercambiables. Una sola la justa.

 

 

Zurbarán, el esplendor del siglo de Oro, la devoción, la santidad, el martirio, la religión, la crueldad, la piedad, las rosas, los ojos, la inocencia, el pan de los pobres. Florence Delay ha escrito un bello libro sobre las santas de Zurbarán*. Santas amables, regias a la vez que humildes, santas en hábitos suntuosos, imperturbables. Alta costura, alta prosa, depurada, poética en el mejor sentido de la palabra (no debería tener otro), breve, ligera, sonora, callada, colorida. Florence Delay describe lo que ve. El rostro, la expresión, el aderezo, coronas, brazaletes, colgantes, tocados, los ojos, la mirada, el pelo, todas son morenas, todas son jóvenes, todas son bellas. Luego el vestido, un vestido, una vida, todas las santas de Zurbarán, incluso las más humildes, las pobres, las que no tuvieron nada en vida, van vestidas con ostentación, con elegancia, no es ostentación, es elegancia, ese instinto de la elegancia que poseen algunas personas independientemente de su condición, esa elegancia innata, ¿una recompensa del cielo en el caso de las santas? Las telas, los adornos, los bordados, los colores. Florence Delay, como si estuviese haciendo la crónica de un desfile de moda, no olvida nada, ningún detalle, ningún matiz, ninguna alusión, nada escapa a su penetrante mirada. Y finalmente las herramientas, los símbolos del martirio, del milagro: las rosas, el libro, la espada, el clavo, las piedras de la lapidación, las tenazas, el león, el dragón, la antorcha, los pechos cortados, los ojos en una bandeja.

 

Cuando Florence Delay va a un museo busca los dos, o como mucho tres cuadros que quiere ver, y se limita a ellos. Si se trata de una serie, o de un conjunto de cuadros con algún nexo o relación entre sí, hace una excepción y los ve todos. El Prado, el Louvre, el museo de Bellas Artes de Sevilla, el Thyssen-Bornemisza, Chartres, Montpellier, Londres, Génova, Dublín, Nueva York…, Florence Delay ha perseguido a las santas de Zurbarán por todo el mundo. Santa Isabel de Portugal, santas Justa y Rufina, santa Catalina, santa Margarita de Antioquía, santa Marina, santa Águeda, santa Lucía, santa Engracia, santa Eulalia, santa Eufemia, santa Inés, santa Emerenciana, santa Apolonia, todas ellas salieron de su taller para viajar por el mundo, algunas de su propia mano. De cuando en cuando Florence Delay toma una nota para no olvidar algo. Escribe con pluma y tinta negra, tiene una letra pequeña, clara, algo inclinada hacia la derecha. Escribe despacio. Las prisas, la precipitación, la improvisación, son cosas que Florence Delay desterró de su vida muy pronto. No se puede escribir con prisas. No se puede vivir con prisas. Más tarde, en la habitación del hotel, escribirá algunas cosas, leerá algunas cosas, pensará en algunas cosas. Antes de subir a la habitación se ha fumado un último cigarrillo y bebido una copa de vino tinto. Es un engorro esto de no poder fumar uno en su habitación. Cuántas tonterías, piensa, hemos tenido que soportar estos últimos años. Y las que nos esperan, suspira. Pero no quiere pensar en esto. Quiere pensar en los cuadros que ha visto. Quiere pensar en el pasado. El futuro está detrás. Todo vuelva. Quiere pensar en las santas. Quiere escribir sobre ellas. Descubrirlas. Describirlas. Saber algo más de ellas. Contarlo. Ha puesto sobre la mesa las reproducciones que ha comprado en la tienda del museo. Su cuaderno. Su pluma. La leyenda dorada. El catálogo de la exposición Balenciaga. El libro Santas de Zurbarán, devoción y persuasión. Un vaso de agua. El ordenador vendrá más tarde. A su tiempo. Al final de todo el proceso. Y escribe: “En Sevilla, una jóvenes santas presentan un desfile de Alta costura”. Alza la pluma y evoca soñadora su juventud. La primera vez que visitó el museo de Bellas Artes de Sevilla. Recuerda a sus amigos españoles. Sus viajes a España, Madrid, el Retiro, Pepe Bergamín, los toros, José Tomás… Qué corta es la vida. Qué extraña. He sido feliz, piensa. Soy feliz. Me han hecho feliz y he hecho feliz. He cumplido. He devuelto mis talentos aumentados. Pero no quiere ponerse melancólica. Y vuelve al cuaderno. Escribe: “Bellas como las andaluzas de ojos negros y pelo negro, llevan largos vestidos, con capa o sin capa, diversos modelos de jubones, casaquillas, camisolas y basquiñas, segundas faldas bajo las primeras…” Y mientras escribe, una vez más, revive su vida. Un colgante, una joya, el color de un vestido en el cuadro que está mirando, son idénticos a un colgante, una joya, o el color de un vestido reales, concretos, únicos, que llevaba su madre en las ocasiones, como se decía entonces, su profesora de baile…  un vestido, una vida, un libro… Basta por hoy. Mañana temprano tiene que volver a París. Se va a la cama. Apaga la luz.

 



*           Florence Delay, Haute couture, París, Gallimard, 2018.  

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

Los terneros

21 de septiembre de 2018 12:05:45 CEST

«Cada escritor posee en sí mismo un jardín que cultivar y un viajero que transportar: nada más. De otro modo, sería un personaje mucho menos interesante, que es su propio Yo». Con esta frase, Roberto Calasso, en La marca del editor (Anagrama), equipara la tarea de escribir y editar, siguiendo la estela de la definición de editor que hizo Vladimir Dimitrijevic con solo dos palabras: jardinero y transbordador. Rodrigo Blanco Calderón usa a Calasso para abrir su último libro de relatos, Los terneros (Páginas de Espuma), con la siguiente cita: «Todo sacrificio es un barco dirigido hacia el cielo».

Blanco Calderón fue el escritor más joven de la primera generación Bogotá 39, hace más de diez años, en 2007. Vive en París y es caraqueño. Este es su tercer libro de cuentos y el primero como migrante, fuera de una Venezuela a la que ya no reconoce, de la que se fue, por la que se fue. Aunque asegura venir de las formas breves y sentirse más cómodo en ellas, también ha escrito novela: The Night (Alfaguara), con la que ha recibido el premio Rive Gauche à Paris, por la mejor novela extranjera en Francia. Con Los terneros quedó finalista del último Premio Ribera del Duero.

Los terneros está hecho de siete relatos: «Petrarca», «Agujeros negros», «Biarritz», «Los locos de París», «Nuevo coloquio de los perros», «Hijos de la niebla» y el cuento del que toma el título el libro: «Los terneros». Siete relatos pero también, en cierto modo, siete capítulos: un archipiélago de siete islas. Si se lee de principio a fin, la esencia es de conjunto, de ese Todo, de ese ser, de ese sacrificio: de ser humano y sociedad. El libro está de pie y pasea por Caracas, Ciudad de México, Miami, París, Biarritz, Madrid. Las ciudades son personas y fechas conectadas, y las personas hablan de ciudades en las que viven, adonde viajan, en las que crecen o fueron.

Los protagonistas de Los terneros van en metro, conducen taxis, se montan en ascensores, son tocados por ciegos que se empapan de vértigo. Lloran, visitan farmacias e iglesias, a un hombre en cama tras la cortina esperando lector. Ven al Quijote de hoy, que es un aparcacoches durmiendo en la calle. Ven los restos de la muerte, de un huracán, y la noche de antes de los destrozos. Asisten a protestas, son testigos, atentados, estudiantes y profesores. Lectores, escritores, también poetas. Bailan, mascan silencio. Muestran todo lo inefable. Hablan del poder y de la nada, de los ciclos y las ausencias, de eso que alguien siente cuando siente mucho y no es capaz de decir cómo. O no sabe o no se quiere. Comunicarnos, qué difícil. Y, sin embargo, qué necesario. ¿Cuánto nos necesitamos? ¿Cuánto se pierde por ganar compañía? ¿Qué sacrificio? Los protagonistas de Los terneros son solos que no pueden estar solos.

Parlez vos voisin!, habla con tu vecino, está escrito en el vagón del metro de «Los locos de París», uno de los cuentos más aplaudidos del conjunto. Funciona como un relato perfecto, con su vacío correspondiente, y todo arranca con alguien llegando a París tras la masacre de Le Bataclan: un latinoamericano, lingüista, informático y deprimido, casi un zombi, buscando amigos, como se suele decir. «Así, he descubierto que una buena novela es eso: la inminencia de un ataque de zombis que no se produce», dice el narrador de este cuento.

Y bien podríamos definir así el estilo de Blanco Calderón. Te lleva al precipicio y te abandona en el límite, no se desborda, no se deforma, y te deja sola con tu, su, soledad. Lleva el caballo de la narración sin que se note que lo apalea, con cuerda invisible, sin despeinarse, sin desbocarse una línea y, aun así, o quizás por ello, duele el látigo como si el caballo fueses tú. Pero tú creías que habías venido al baile y a un vals en concreto por la elegancia, pero el cuento termina y tú estás K.O. Y en un ring y sin la palabra.

La palabra «sonrisa» suele pasearse con mucha más frecuencia y dignidad en cualquier narración que la palabra «lágrimas». No en el caso de Rodrigo Blanco Calderón, no aquí. Todos los protagonistas de estos cuentos son hombres (desde el niño al anciano a las puertas de la muerte) y hay heridas de huérfano, hay una especie de orfandad en el libro que crece. Lloran con naturalidad, pero solo los hombres. Las mujeres son misterio en este libro, fuertes en su mayoría, distantes, infranqueables emocionalmente, o ausentes. Todos los protagonistas son hombres pero son protagonistas que se quitan del medio, como un periodista que escucha y observa pero no deja de hablarnos también de él al través de los otros. Alejarse del Yoísmo, como diría Picón Salas, con quien también se conversa en este libro que arranca con un personaje llamado Petrarca, al que debemos la difusión de los clásicos. Hay un Quijote y un Sancho a la mitad, otro coloquio de perros, y todo termina con un hombre dando un portazo, afrontando su miedo mayor.

Hay narraciones dentro de narraciones, matrioskas, e iceberg del que solo se ve la punta; hay que bucear, hay riqueza por debajo y más allá hasta para alcanzar la otra orilla anotando en los márgenes, como manguitos, las familias, los diálogos, a qué suena cada frase dicha propia. Además de los autores propiamente mencionados por el autor, leyendo los cuentos de Rodrigo Blanco Calderón, parpadean también, según nuestros ojos, Eduardo Halfon, su humor y erotismo y el disfraz de un detalle contra el patetismo, ya sea un gabán rosa o un paraguas; Antonio Ortuño, y esa necesidad de dejar por escrito, de usar la lengua materna, de cumplir con su madre; Marta Sanz, con las cicatrices y no saber si lo que se recuerda es cierto o no; Sanchis Sinisterra, con los ciegos y su obra El lector por horas. Los diálogos son dramáticos en Los terneros, nunca se siente una palabra que sobre o reste ejecución, y hay frases muy buenas pero ninguna lapidaria.

Todas las conexiones antes mencionadas surgen leyendo «Biarritz», uno de los cuentos de más valor, si no el que más, en nuestra opinión, por lo natural, sin rastro de las herramientas usadas ni anclajes, limpio, por lo fácil que parece y que no es, por lo que trata, por lo íntimo y social, por aquello que decía Miguel Torga: «Lo universal es lo local sin paredes». Encierra el sentido de la literatura y del ser humano, del hablar y contarnos, del poder sanador (o al menos placentero) de las historias. Y, no por ello deja de guiar y provocar al lector, que se queda pensando si, realmente, hacía ese sol al final del cuento o el narrador se lo ha inventado porque así quiere contárselo. 

Con Blanco Calderón una aprende que los silencios dicen más que los rumores. Y a lo largo de toda la lectura, una voz repite: ¡Qué belleza de libro! Antes de repetirse otra vez, añadiremos lo que nos ha faltado: un olor. ¿O es que el silencio no huele?

Los terneros es un libro para leer, terminarlo y dejarlo en la mesita cerca para agarrar un trozo a menudo. Y sí, también habla de política. Es política. Los terneros es un cuerpo de palabras que nos enseña que somos animales de ternura y terror. Ahora sí, de nuevo y sin estridencias, en cualquier párrafo, en cada esquina, en todo hueso, qué belleza de libro. ?ROSARIO LÓPEZ.

 

Rodrigo Blanco Calderón, Los terneros. Madrid, Páginas de Espuma, 2018.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rodrigo Blanco Calderón

Fosa

7 de septiembre de 2018 09:07:07 CEST

si uno se sitúa frente a una estatua

con sencilla ternura

esta se abrirá

y dos partes simétricas se erigirán

como dos valles

       

          debe uno estar inquieto

          ansioso hasta los huesos y dudar

          dudar del cuerpo mismo

          y del lenguaje de los ojos

 

la llanura se esparcirá

hacia los puntos cardinales

y su extensión será alucinante y vasta

como un vertiginoso fotograma

que proyecta los caminos de las manos

 

         si uno desea entrar

         debe quitarse las ropas

         y el cierre desde la lumbar hasta la nuca

         debe aflojarse

         dejando así entrever palabras dormidas

         en el organismo

 

de no entrar

las gárgolas vigías

le reprocharán a uno

el color del pelo

         el largo de las uñas

                también los deseos

 

si uno se sitúa frente a una estatua y no se abre     

es porque la oscura sensación

de haberse extraviado

predomina entre lo dorado de las rejas

       a través de la estatua

       completamente pétrea

       puede uno verse solitario y dulce

       en el pasado.

Escrito en Sólo Digital Turia por Etiel Taupier

Amistad

3 de septiembre de 2018 09:19:59 CEST

 

Abandonaría mi casa, el paisaje,

mi propia extrañeza ante lo desconocido.

Los caminos serían hermanos de leche

y los pueblos y las ciudades renovados hogares

si así me lo pidieses y tu voz susurrante

escuchase en la atroz distancia.

 

Acudiría con mi ejército enseguida

si la guerra convocases;

arrasaría, como una estrella moribunda

            justo antes de desaparecer,

al enemigo que sufrimiento te infligiera,

y tu alegría yo preservaría

como si fuera la reliquia primigenia:

llevada sería a mis templos

como fe verdadera.

 

Me entregaría cautivo si necesitases

como precio de rescate mi agonía,

si con ello libre puedes acogerte

a la inmensidad de la vida.

 

Compartiríamos la felicidad del mundo,

sorbiéndola toda, con el egoísmo avaro

del ladrón hambriento,

y nuestras risas se convertirían en eco

que recorrería cada rincón del mundo.

 

A mi hogar regresaría, la paz

guardaría con celoso sigilo

mientras supiera que mi amigo

entre lujuriantes bienes anida.

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por David Lorenzo Cardiel

Presentación revista Turia 127 en la FIL de Lima

3 de septiembre de 2018 09:11:26 CEST

La revista Turia  es una publicación científico-literaria de Teruel del Instituto de Estudios Turolenses de la Diputación Provincial de Teruel fundada por Raúl Carlos Maícas Pallares en 1983 , en recuerdo de la vieja revista del Turia del siglo XIX (1881-1888) DE CIENCIAS, ARTES, LETRAS Y OTROS TEMAS, CREADA POR Joaquín Guimbao, como portavoz de los intelectuales de Teruel, 

Turia 127 está dedicada a dar a conocer la literatura peruana y española  a través de un panorama muy amplio y rico: el ensayo crítico, la poesía, el pensamiento, la ficción;  está dividida por eso en  varios apartados como : Letras, Taller, Poesía, pensamiento, Cartapacio: Literatura peruana actual, Conversaciones, La isla, Sobre Aragón,  Cuadernos turolenses y  La torre de babel, la sección más larga donde se reúnen escritos de opinión sobre autores y autoras de distintos géneros y nacionalidades., con estilos y enfoques muy personales.

Para el lector peruano es una oportunidad de conocer a muchos escritores y escritoras que no llegan fácilmente a nuestras librerías, y supongo que ocurre lo mismo allá,  en Teruel, es deseable que la revista también tenga una circulación amplia, si no en físico porque se trata de un número voluminoso, 500 páginas, podría tener una difusión virtual.

Turia 127 se abre con un ensayo de Javier Morales Mena sobre nuestro  Premio Nobel “Mario Vargas Llosa: ensayista” Morales Mena opina que su ensayística es  autorreferencial, al decir del crítico peruano José Miguel Oviedo; es decir, que los argumentos vargasllosianos sirven para comprender su poética novelística, más que el mundo representado de la obra de otros autores. “ No tiene tampoco sustento epistemológico, según el uruguayo Ángel Rama –anota Morales Mena, así su crítica se convierte en un largo monologo sobre su obra”. Morales se pregunta “Entonces, ¿cómo leer los ensayos de Vargas Llosa?  Pues desde una posición intermedia, o mejor dicho intersticial,  para lo cual analiza  el discurso para ser leído en la ceremonia de concesión del Premio Rómulo Gallegos: «La literatura es fuego» (1967),la noción de «vocación» y la metáfora del fuego. Morales Mena hace breve reflexión sobre los afeptos , palabra que articula dos dimensiones en el trabajo del escritor peruano, lo conceptual y lo afectivo; para Vargas Llosa la literatura es fuego pero el fuego que señala la razón crítica, el inconformismo y la rebelión.

César Vallejo, en nuestro presente Eva Valero

Eva Valero se remite para explicar la importancia de Vallejo a autores como “Mario Benedetti, que en 1967 escribió un artículo  sobre Vallejo y Neruda según Valero, los dos grandes paradigmas poéticos de la literatura hispanoamericana del siglo XX, bajo el título «, dos modos de influir»; al poeta peruano Jorge Eduardo Eielson, autor del artículo «Actualidad de César Vallejo», publicado en la revista Debate, n.º 69, en 1992; y a algunos fragmentos del poeta chileno Raúl Zurita de su ensayo «Poesía y Nuevo Mundo», compilado en el libro Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo milenio, del año 2000.” Segun Valero,: “Vallejo deja huella en los lectores gracias a un  «lenguaje seco a veces, irregular, entrañable y estallante, vital hasta el sufrimiento»,”, dice Eva Valero.  Es conocido el tema sobre el dolor en Vallejo que para Valero y para muchos estudiosos se trata de un dolor universal,  y cita el poema «Los nueve monstruos», Benedetti y Zurita consideran, que Vallejo  fragua un lenguaje nuevo al doblegarlo y violentarlo.

“El tan conocido poema «Considerando en frío, imparcialmente...» resulta paradigmático. En él, el tono frío e impersonal del lenguaje judicial que recorre parte de la composición en sus gerundios repetidos («considerando», «explicando», «comprendiendo») es estrategia textual que va a dar finalmente en una exposición de «considerandos» con la que, por contraste, Vallejo logra la comunicación más radical sobre su sentido de lo humano. Eielson también insiste en el amor universal, en el amor por el ser humano y la compasión por el ser humano, aunque hay algo que agrega y es el «pathos vallejiano», que pone en relación con los estoicos y los místicos castellanos («Quevedo y Unamuno, hasta los grandes rusos de fin de siglo»),  dice Valero, y ello refresca un poco la idea del dolor universal que  en Trilce (1922) tiene otros matices, menos romántico o sentimentales, porque el dolor universal, a mi modo de ver en Vallejo, se ha convertido en un tópico muy recurrente que a veces se vacía de significado. Zurita en cambio se refiere a Vallejo desde una visión histórica, y lo conecta con el Inca Garcilaso y s relato sobre el ajusticiamiento de Túpac Amaru en 1572 para referirse también al sacrificio de los poemas de Vallejo.

De nuevo con Jaime Gil de Biedma/ Luis Antonio de Villena Jaime Gil de Biedma (Barcelona, 1929-1990)  uno de los mitos de la  poesía española  conocido por su pereza entre comillas, por escribir poco y corto. Villena se pregunta: “por qué Jai me, el poeta y personaje más conocido de su generación, no escribía...  Y propone interesantes explicaciones sobre el tema “Sin duda la obra en prosa más importante de Gil de Biedma es el Diario de 1956, publicado póstumamente apenas un año después de su muerte. A Jaime le interesaba mucho lo que se ha llamado «literatura del yo»”

En Diez instantáneas de Eduardo Chirinos Fernando Iwasaki Lima, 1960 – Missoula, 2016 Cuenta anécdotas desde su época escolar, paseos de juventud, trabajos que compartió con Eduardo,  así como las lecturas, ya que sus familias se conocían y eran muy amigas. Es un recuerdo vívido y sentido de un amigo y de un poeta al que Iwasaki admira y quiso mucho.

Taller: narrativa, ficción.  Se aprecia en taller una tendencia que prevalece en los cuentos, el realismo literario. Por ejemplo, en Mediterráneo, de Santiago Roncagliolo, un arquitecto maniático de la limpieza de los dientes, del confort, de la soledad, algo misántropo que se casa “por descuido” y hace un viaje de luna de miel a unas islas orientales del Dodecaneso con su mujer, se trata de un energúmeno a quien todo le parece una molestia, una carga, algo difícil de digerir. El asunto doméstico, la soledad el matrimonio, los bebés…todo lo que hace a la gente feliz pero también la aburre y harta.

Fernando Aramburu por su parte en Dilema presenta Las complicadas relaciones entre padre e hija. La relación con la hija y unas palabras duras de ella hacia él lo sumen en la tristeza y confusión, al extremo de no saber cuando  está al volante qué carril tomar para no atropellar a un niño o a un anciano, ello lo lleva a evaluar o poner en valor la vida de las dos posibles víctimas. Este dilema es un pretexto para una desesperación  que no concuerda con la velocidad del instante, lo que convierte a este relato en un cuento especulativo sobre la reflexión de quién vale más en este mundo: un niño o un anciano.

Dioptrías de Eloy Tizón (dioptrías término relacionado con una lente y su poder de refracción.)

 Se ocupa de la culpa,  cargamos con ella desde pequeños, en la escuela. Y claro, lo que sigue es pedir perdón, también por todo. “Por tantos fallos. Por haber sido mal hijo, mal hermano, mal novio, mal copiloto, mal marido, mal padre, mal amigo, mal compañero de trabajo.” El cuento es un monólogo sobre diversos temas, el trabajo, los arrestos en la calle, las navidades, así la narración  avanza a través de pequeñas historias sin argumento,  hasta un gato que fuma, el delirio sin ser delirante, el caos sin lugar a confusión, el amor y la timidez. En resumen, es el relato sobre la felicidad de vivir.

Otras caricias de Alonso Cueto (fragmento de una novela inédita.)En un restaurante humilde o peña criolla, una mujer emprendedora y un cantante tienen una relación de amistad y amor pero cuyas vidas muestran un conformismo ante la pobreza y la medianía de sus logros en el negocio y en el show: “Cuando (Humberto) se miraba, podía verse también la foto de Eloísa Angulo detrás. La gran cantante que no logró ser nunca grande. Como no lo sería él. Para qué ser grande. Para qué ser famoso, para qué ser un éxito. Lo que cuenta es ser uno mismo. Es más tranquilo así.” Ello no impide que Humberto sea una suerte de filósofo que reflexiona sobre la importancia del canto y analiza la letra de canciones criollas, sobre el amor, el abandono. Y la soledad sobre todo.

En Lepidopterología de Sara Mesa, la importancia del pasado que se evoca cuando se escribe y se ha dejado atrás la infancia; hay personajes marginales, mendigas y vagabundos, orates, ancianas buenas en los viejos barrios. Ellos, sus perros y otros personajes dignos de ser protagonistas de historias tiernas. Y el triste fin de estos seres desarraigados

El collar de los Balbases Jorge Eduardo Benavides gira en torno a  una famosa joyería de Madrid,  es el fragmento de una novela sobre el robo de una perla. Abundan las descripciones con lujo de detalles. Un pasaje ilustra cómo” Sánchez Pescador saca con sumo cuidado la larga caja, que es como un nicho donde en pequeños compartimentos guarda los taleguillos con las preciadas perlas. Las hay en verdad hermosas y él está secretamente orgulloso de todas y cada una de ellas, pues algunas rivalizarían con la mismísima Peregrina. Aquí fue precisamente donde el marqués de Alcañices, cuando heredó el marquesado de los Balbases, y siguiendo una tradición antiquísima de los Spínola, eligió la perla para el fastuoso collar que generación tras generación lucen las mujeres de dicha familia. Don Nicolás Osorio se decantó para el llamado «collar de los Balbases por una perla como no hay otra en el reino.”

Un comienzo prometedor  es el de Carlos Pardo, también un extracto de una novela inédita: Lejos de Kakania: historia de jóvenes a quienes les gusta la poesía, y su relación con una madre enferma, el sexo, el amor que según he notado en la mayoría de los textos, casi ha desparecido como sentimiento y pasión romántica, tiene mucho que ver con la moda, con el gusto y la estética…

Unos se casan por descuido, otros simplemente tienen sexo porque se acoplan bien…. O por diversión como en La niña: de Patricia Esteban Erlés, de la novela inédita La niña, en la que una pareja que desea tener un hijo, pero la madre deberá guardar cama, se trata de un embarazo difícil que dispara un drama desalentador para el amor.

Poesía

Egureninana de Bonet, pues es un homenaje al poeta peruano de Barranco, un poema breve pero sugestivo.

La poesía atraviesa épocas, ruinas como Pompeya, donde un ave es el mejor recuerdo de la existencia antes de la destrucción del Vesubio: de José Carlos LLop,

Pasa por el descontento, pero también pone en valor el amor el poeta R. Silva Santisteban en Carta del desterrado.

Casonas antiguas y la nostalgia de lo que se deja atrás y a quienes no volveremos a ver en Duende de Marco Martos. O el deseo de rememorar a una abuela querida a través de una habitación y una silla en Inés de Álvaro Valverde.  Un poema sobre el paraíso, las sombras, la muerte el olvido, los grandes temas son los temas que apreciamos en Alonso Ruiz Rosas.

Sobre la fragilidad y belleza de una mariposa en contraste con la rutina doméstica es el asunto destacable en Amalia Bautista. Es hora de vivir, le dice Aurora Luque a las mujeres de América, este poema tiene un matiz más contestatario que los anteriores.

El tiempo pasa pero no lo digas ante un relámpago, dice en un haikú  Matsuo Basho, por eso Giovanna Pollarolo habla de la casa en ruinas para mostrarnos el  cambio a través de una descripción minuciosa  de los objetos rotos o en desuso, en ausencia de las personas que la habitaron. 

En  “La Llamada”, La metapoesía también aparece como una tendencia hoy en día, en el poema de Ben Clark, sobre qué significa escribir un poema.

Es raro describir un paisaje con alegría y hablar del amor asociándolo a la naturaleza en estas épocas, Roger Santibáñez lo logra con éxito en “Principio del tiempo”.

Menchú Gutiérrez como Aurora Luque recurren a la poesía en prosa en  “La piedra que nunca más fue piedra”; es una alegoría o metáfora  o metonimia -en realidad la prosa poética siempre dispara en distintas direcciones- sobre el origen de la vida, de las cosas, y su destrucción. En cambio, Almudena Grandes se burla de la belleza artificial en Qué bonita era, un pequeño texto que se acerca al microrrelato

Hay más poesía, sobre la guerra,  de García Román,  y Sanmartin con distintos enfoques, y tonos, ironía o  el llamado de la naturaleza a través del canto y no de las balas;  la sabiduría en una alegoría sobre las cavernas y nuestros orígenes como especie. Precisamente las flores, la fauna son  temas predilectos de Morales Saravia en Gaviotas, donde la ausencia de gente hace más vívido el paisaje marino. En “Viaje”, en cambio, Mariela Dreyfus escribe un poema en prosa para mostrarnos  al artista Max Jacob y sus alucinaciones. Con este poema termina la sección Taller, revelando la diversidad de estilos, tonos, temas y enfoques sobre los que la poesía sigue y seguirá ocupándose a lo largo de la historia. Una interesante y rica muestra, sin duda.

En Pensamientos sobresale el ensayo “Sociedades abiertas o guetos de Valentí Puig

Puig sostiene que La migración en el siglo XXI es un peligro amenazante para la identidad y arraigo de los pueblos europeos en su tradición, el desborde de las fronteras, con inmigrantes y refugiados provoca pánico político y no encuentra solución, cuál es el justo medio, se pregunta el autor, ya otros como el expresidente Zapatero han dicho que los pueblos seguirán tratando de cruzar fronteras porque no tienen nada que perder en sus pueblos, todo lo contrario, se trata de huir o morir…. El asunto es muy complejo, y causa zozobra entre las gentes de los países para quienes los inmigrantes son sinónimo de terroristas. Algo que no puede neutralizar ni el paradigma o la utipía multiculturalista.

También en Pensamientos podemos leer el ensayo “Escrituras en primera persona: Yo, como experiencia de alteridad” de la peruana Patricia de Souza.

Patricia de Souza se pregunta en qué consiste el trabajo de escritura partiendo de quién es ese yo que se autoproclama como narrador y personaje. Ello en medio de una crisis del sujeto.  “Hasta dónde podemos decir YO” en medio de la soledad cuando ya no hay dios y la idea de trascendencia es relativa. Así, analiza lo esencial en la autobiografía como género considerado antes del siglo XX: cartas, memorias, diarios no literarios. La autora se refiere a escrituras en primera persona, no necesariamente autorreferenciales, pues ese yo puede ser otro, como bien anota. “No olvido que en el siglo XIX las mujeres tenían mucho miedo de revelar su identidad y optaban por el seudónimo, en ese caso, ¿cómo delimitar el terreno de propiedad de la autor/a?” Lo interesante de estos ensayos es cómo de un problema intrínseco a  la literatura y a la identidad del narrador-personaje el análisis se puede trasladar a otros campos de carácter social, como los movimientos feministas y políticos.

Cartapacio: Literatura peruana actual

Los firmamentos de la narrativa peruana contemporánea de Félix Terrones

Como me refería a propósito de los ensayos de Puig y de De Souza, Terrones habla de un ensayo errático, especulativo, más que de un pensamiento teórico doctrinario. Esto mismo hace del ensayo un género abierto, diverso y multidisciplinario.Terrones afirma:” la literatura constituye la caprichosa alineación de azares, arbitrariedades y contingencias”, igual que el origen de la vida, producto de la casualidad, de la contingencia.

Terrones señala la naturaleza urbana de la literatura peruana desde Vargas Llosa , Ribeyro, hasta Pilar Dughi. Pero también a partir de los más jóvenes, como Parra, Anticona y los que escriben en el exterior: Cáceres, Wiener, Roncagliolo. Ahí adquiere relieve, el exiliado, el migrante. En cuanto a  la identidad del autor - que como en Bellatin deja de ser  escritor peruano- , este tema adquiere relieve para los escritores del siglo XXI-.  Un asunto  polémico es el de la manera como se esquiva o elude incluso la realidad nacional en otros autores como Prochazca. No está referido al costumbrismo, sino a crear  cito un “artefacto autotélico, suficiente en sí mismo; en ocasiones, incluso, intransitivo con la realidad.”

Yeniva Fernández en  “Condena ” nos deja oír una voz del pasado  que se despierta en la oscuridad sin tiempo, sin espacio conocido, para repasar la derrota de la conquista del Incario.

 En “Camino” de Ricardo Sumalavia, también prevalece como en la mayoría de los relatos la tendencia realista, salvo en Yaniva Fernández. En el de Sumalavia un accidente hace que un hombre dedicado a los negocios descubra que su vida ha estado alejada de la naturaleza, de los pequeños placeres, el deseo de éxito es un camino que no permite alcanzar la belleza de las cosas.

Diego Trelles, colabora en Turia con Langog, que en el lenguaje de los chifas significa comida de los cerdos, o las sobras. Es un relato sobre el racismo en Lima, con el estilo cropolàlico de quienes tuvieron riquezas y cayeron en desgracia socialmente; los resentidos a la inversa, blancos venidos a menos que detestan a los denominaos cholos, a los pobres, al diferente, y son tan delincuentes como cualquier criminal.

“El hombre palo” de Sergio Galarza es un ser deshumanizado para quien la vida animal le es ajena, es cínico y cruel con los insectos, por ejemplo.

Se advierte en casi todos los textos de ficción la necesidad de ser libres, independientes, pero la sociedad impone sus convenciones, el matrimonio, los hijos, el deseo del éxito aunque nada los convence y hace felices. Los autores se remiten a personajes que también son escritores como ellos, cuando no son ellos los mismos personajes, es una necesidad imperiosa de verse en el espejo literario, y su malestar recae por lo general en la rutina domèstica matrimonial cargada de reproches y tensiones. Las atmósferas son opresivas .muy pocos tienen un tono optimista ante el futuro, la idea del fracaso, aquí en Perú o en el extranjero está conectada con las tramas de una tradición que viene desde los años cincuenta con Julio Ramìon Ribeiro, Congrains, Dughi.

Es el caso de “La luna de papà” de Irma del Águila, donde se ventila el tema de la vejez, lo irreversible de las enfermedades en los ancianos. Otro detalle interesante es el abandono por completo de la linealidad en relación con el tiempo, las anacronías o pausas y elipsis permiten salirse del asunto introductorio y el texto se libera de las viejas normativa, como dice Mempo Giardinelli: el cuento empieza y termina moviéndose y lo hace en varias direcciones. Es el caso de Qué locura enamorarme de ti, de Wienner, donde el poliamor, el amor entre tres construye una intriga erótico sentimental y la tradicional deja de ser el centro con todas las implicancias socioculturales y políticas que ello supone. En este relato, el personaje es una escritora, estamos ante los tiempos del postamor, es una constante en una época donde el amor como dice Zygmund Bauman es líquido y frágil el vinculo que une a las personas.

Parte de la ficción dedicada al Perù se desarrolla principalmente dentro de las cuatro paredes de la casa matrimonial, más que la ciudad, sobresale la rutina doméstica como en Ventanas rotas de Karina Pacheco, donde interviene la tecnología, el Internet, el televisor, el celular, en medio de ello, la corrupción que abarca diversas esferas, y va desde arriba hasta abajo, desde el espacio público y las instancias el gobierno hasta el privado, empresas y personas individuales, por ello el deseo de ser activistas e incorporarse a un partido político o entrar en la clandestinidad.

En este panorama bastante amplio de la literatura peruana actual figuran poetas con una trayectoria importante e incluso premiados en el exterior como Miguel Ildefonso, que expresa e ilustra con claridad el hastío, el carecer de metas, el ir a la deriva buscando una salida que no se vislumbra. Victoria Guerrero, en Sturm und Drang, por ejemplo, desarrolla el tema de la mujer y su subordinación social, con un lenguaje transgresor, en este texto está en juego la cultura europea y la tradición romántica, el clasicismo alemán, todo puede ser amado, odiado, mancillado, admirado. O la figura del padre en Alessandra Tenorio que prefigura más que nostalgia la conciencia de la pérdida y la muerte como algo natural que ha de venir, sin rebelarse ante ella.

La selección se refresca un poco con el texto lúdico y el juego de palabras con el que se aprecia la esencia de las cosas de Micaela Chirif a través de contrastes simples pero que esconden realidades complejas.

Rocìo Silva escribe un ensayo inspirado en un famoso y hermoso poema de Blanca Varela “Ternera acosada por tábanos”. En Coronada de moscas, Rocío Silva presenta una semblanza sobre la poeta que se convierte en ficción, en  un texto que dialoga con Varela y es asimismo una lectura de la poética vareliana y un análisis sobre su poesía y su vida.

El trabajo de Paul Baudry sobre Julio Ramón Ribeyro plantea algo que todos respetan en el autor de Los gallinazos sin plumas y muchos excelentes relatos, su ahistoricidad, Ribeyro nunca hizo caso de tendencias de moda, ni buscó la manera de sorprender para trascender, lo más ajeno a él era el pretender estar en la cima de la pirámide. Por ello Baudry hace hincapié en su visión transmoderna: “Ribeyro percibe semejanzas entre los diferentes presentes estéticos, lo cual le permite entender la historia literaria desde un punto de vista sincrónico y no necesariamente diacrónico. De este modo, las modernidades estéticas que se encuentran desperdigadas a lo largo del tiempo lineal son reunidas dentro de su mirada circular, propia de un escritor clásico”

Ribeyro conocerá la fama tardíamente, algo que consigue al margen de su voluntad, como Borges descreía en la trascendencia.

Quiero terminar con una frase de Julio Ortega en una conversación con Fèlix Terrones: “Sin mejores lectores no habrá mejor literatura”.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Carmen Ollé

Poesía como pregunta esencial a la Historia

2 de julio de 2018 10:59:38 CEST

            La nueva entrega poética de José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) es Hotel Europa, publicada por La isla de Siltolá. No puedo aquí recoger su trayectoria de poeta, estudioso, traductor y crítico con que viene recorriendo lo que llevamos de siglo y que lo ha situado en un lugar de referencia; hay fuentes de información para ello. Me propongo extender un comentario a lo que este libro creo que propone con una belleza y un rigor que no deben pasar desapercibidos.

            Se me ocurre que, si parafraseamos a Antonio Machado cuando definió la poesía como “palabra esencial en el tiempo”, acaso hoy tendríamos que preguntarnos si esa esencialidad puede omitir la condición histórica en que nos hallamos y de la que nos sabemos tanto herederos como actores. La esencia puede encontrarse en el conocimiento, o proceder del examen de la experiencia íntima; pero no puede orillarse de ella nuestro estar constituidos por ese conjunto de fuerzas que denominamos devenir. En este sentido, la obra de Gómez Toré se une a otras voces que hoy debaten la propia identidad y para las que el reenvío a lo antropológico o a lo individual no satisface todavía ese deseo.

            Una voz en este libro proclama: “¿Por qué preguntas por Europa? ¿Sabes tú algo de ella?... Prefieres quedarte ahí callado, insistiendo en una pregunta que ya nadie se hace”. Ya en la formulación de ese interrogante el poeta se sitúa en un límite: Junto al silencio impuesto por el poder de lo consabido; en la necesidad de exigir que se cuestione esa identidad; en la dificultad de que la palabra poética ha perdido toda relevancia social, toda posibilidad de abrir caminos y, sin embargo rehúsa su rendición. El libro entero es un esfuerzo por situarnos inquisitivamente ante nosotros mismos desde una identidad que viene dada por el poder y su hacer y una tradición que, no obstante, quiere resistirse (Machado, Benjamin, Whitman, Cernuda). Con este objetivo, Gómez Toré diseña una estrategia de aproximaciones. La primera y más extensa parte del libro, titulada “Historia universal”, nos invita a un viaje por las tierras exteriores a lo europeo-occidental, en donde el marchamo de la historia reciente que los países centrales dirigen deja huellas que son estragos: Matto Grosso, las víctimas de sus agresiones militares, Ciudad Juárez, Mozambique, Manila… Un procedimiento que trata de eludir, de raíz, la posición eurocéntrica y la propaganda que, previsiblemente, esperamos que Europa –o sus mandatarios– hará de sí. Hay que preguntar al Otro para saber de uno mismo, hay que mirar el rastro que uno deja, hay que permitir que hablen (y no podrán hacerlo, expulsados como están del lugar de la palabra y la comunidad de comunicación) a esos que hallaremos “Acampados / junto a la roja carretera de tierra, / al borde de la tierra / siempre de otros… Al borde de la historia”. Quienes son los testigos, con su “extraña paciencia”, de esta cruel verdad: “La historia / es una sucesión de hechos consumados, / de crímenes perfectos.”

            Este viaje a los invisibles revela lo visible. Su testimonio es la palabra que denuncia el crimen de lo que viene ocurriendo. Parecería, por tanto, que alcanzar ese lugar arrasado por la historia tendría el poder de la iluminación. Y así es; algunos poemas de gran belleza parecen nacidos de epifanías que responden a gestos y actitudes del cuerpo de los olvidados, no de un discurso, surgen de un lugar de pureza que aún persiste. “La anciana, casi alegre, con las manos mordidas por la lepra, marca el ritmo de una canción de bienvenida”. “… sostiene la mujer / un cesto de frutas. / Su cuerpo es la columna / de un fragmento de cielo”. “A fuego lento se cuecen las historias, se cuece el alimento compartido, la humedad rota, el sueño de la tierra. // Nos alejamos demasiado deprisa sin saber qué madera enciende aún la noche”. Y esas presencias, todas de mujeres africanas, sobresaltan los prejuicios y los juicios propios para hacernos objeto de una cuestión decisiva: “Quién ha dicho que tienen la mirada perdida… Vestidas para una fiesta que nadie ha convocado todavía… Cómo saber, en qué lugar decir, si hemos llegado pronto o demasiado tarde al agua de la celebración”.

            Hay aquí el eco de Hölderlin, tan querido al universo poético de José Luis Gómez Toré: Dios ha abandonado a los hombres, los poetas son los centinelas de un mundo por llegar. Solo que ahora esa esperanza se ha vuelto impensable. Un verso terrible de nuestro autor lo proclama: “La expiación, si llega, / vendrá desde lo alto, / no dirá/       este es mi cuerpo”. La historia, por tanto, no será redimida por un Dios que se puede identificar con ella. La historia, más bien, está atravesada por divinidades creadas a la medida humana que no son sino hipóstasis de su ferocidad. “El destino se cumple y es mejor no quedarse en el medio de la calle cuando cruza, hermoso como un dios, sangriento como un dios, el carro de combate escribiendo la historia”; “Mientras tanto / nuestros dioses exigen / pruebas de amor, / devoran con igual voracidad / plegarias y blasfemias”.

            La segunda parte del libro la constituye un fragmento de género dramático, “El teatro anatómico del doctor Cirlot”, subtitulado “Interludio grotesco”. Un médico forense examina un cadáver, una mujer que se oculta recita la elegía de la huida o perdida o raptada o humillada Europa, cuya esencia se encuentra precisamente en el rapto, esto es, en la ausencia. La aproximación poética a esa identidad, que proviene de las gentes excluidas de tierras no tan lejanas, se topa ahora con el lamento y la pregunta por su desaparición formulada en sendos monólogos que no llegan a interferirse y para los que no cabe tampoco la mediación de un comentario. El poeta –el lector– llega tarde a la escena. Asiste a los ecos de esa falta. ¿”Qué es Europa”? Se convierte en ¿”Qué ha sido de Europa”? Y, más aún, constatada ya su desaparición, cuestiona si todavía hay alguien a quien le importe, si esa imagen de autopromoción significa algo, puesto que sus “valores”, esa singularidad de que alardean: la patria de los derechos humanos, de las libertades, la prosperidad, la propiedad privada, los parlamentos y la prensa libre, han sido barridos por el interés económico, las conveniencias políticas, el mero ejercicio del poder, la hipocresía, el sarcasmo. Entramos así en la tercera y última sección de Hotel Europa, con título homónimo, que se abre con el poema: “Después de la historia” y que empieza una vez que ha dejado atrás ese cadáver y su autopsia sin efectos.

Son un puñado escaso de poemas en los que José Luis Gómez Toré pareciera ponernos ante los ojos el testimonio que nuestro pequeño continente pudiera aún dar de sí mismo. Su inventario de términos recoge las infamias más recientes: Treblinka, Cuelgamuros; retoma mitos que hablaron de venganza: los hermanos Electra y Orestes, más cercanos que nunca a Hamlet; y, sobre todo, la voz truncada de los poetas, a los que se acude como para una consulta urgente, y que ya han respondido con su fracaso: la muerte de tristeza, el suicidio, el exilio, la soledad. La pregunta que traíamos se hunde en la tierra, desaparece envuelta en el polvo, absurda entre las ruinas verticales de los edificios y los comercios. “Para otros las fronteras. / El desierto se extiende”. “Desde aquí escucho los valses del Imperio con un aire de jazz mientras insisten lejos los obuses con su secreta música”. El libro nos conduce por un viaje, a cuyo término, no hallaremos el espíritu de Europa, su identidad buscada; esta tierra no ha comparecido, es acaso sólo un lugar de paso, una residencia, un marco de ruinas que nos deja en la desolación y el vacío.

Pero ¿quién está hablando aquí?, nos preguntamos, ¿qué clase de voz ha dirigido nuestros pasos a lo largo de estas páginas? Y también: ¿por qué nos habla así, con un lenguaje poético?, ¿qué lo justifica? El lugar del poeta en este libro es enormemente complejo. Por un lado, es un cuerpo, un cuerpo que viaja en su calidad de europeo a donde no le han llamado. Allí se sorprende, aunque “es precario el asombro / y a menudo nos miente”; saluda a las gentes con las que se cruza: “miro desde un autobús viejo / como quien pasa a bordo de la historia / y contempla una orilla interminable”; se pliega como la mayoría a “consumir nuestra dosis cotidiana / de cafeína y culpa”, y, al final, se ausenta: “La cerveza bien fría lava nuestros pecados, la culpa del retorno”. El poeta ve, ha superado la ignorancia programada. Pero tal condición no es motivo de vanagloria; es apenas un hombre informado más, no el único, que llega a afirmar: “Lo confieso: odio esta transparencia”. De ninguna manera un héroe, no asume el lugar del periodista que denuncia con riesgo de su vida hechos y nombres precisos; es frágil, no va a ocupar un lugar señero en la manifestación, no dirige. Gómez Toré vuelve a la pregunta de Hölderlin sobre la misión del poeta en tiempos de penuria. En algunas de las primeras páginas, esa palabra es capaz aún de un efecto sanador (el recuerdo de Whitman como enfermero en la guerra civil), y puede convocarse como testigo de los hechos: “los soldados miran fijamente a la cámara. Al poema”. Sin embargo, esta esperanza se desvanece enseguida. El lenguaje ha sido tomado por los violentos: “Pedimos las palabras inermes / y nos dieron esta herencia nocturna”; “El lenguaje, un estado de excepción”; donde al asesino “Le escuchamos hablar la lengua de las víctimas” y los enemigos nos ponen los nombres. Esta corrupción del lenguaje (ecos de Celan, al que Gómez Toré ha dedicado trabajos) conlleva la construcción de un discurso que conduce a la impostura. “Son demasiados signos para este tiempo adicto a las catástrofes… Demasiada ironía. Como si nos sobraran las palabras. Como si no estuvieran ya rotos los espejos”. Se ha establecido esa mentira que rompe espejos y que, en consecuencia, impide toda reflexión, toda toma de conciencia que nos libere. Frente a ese lenguaje colonizado en el que se establecen las narraciones, se niegan los grandes relatos y los periódicos, se nos recuerda con insistencia, llegan siempre tarde para repetir consignas, envueltos en ese discurso poderoso, ¿cabe aún una alternativa?, ¿hay lugar para la palabra poética?

Gómez Toré ha meditado a fondo sobre ello y sabe que la palabra poética ha sido descabalgada hace tiempo. En el propio libro, se muestra el itinerario de esa retracción. Los poemas ven cuestionado su estatus de proclama y anuncio para mostrarnos que su tarea se hace cada vez más limitada y sombría. “Son pocas las certezas: no ordenar las imágenes, no borrar la sutura, mantener a distancia el porvenir”. Incluso es preciso destinarse al silencio para no caer en la trampa de las palabras dadas; incluso precaverse de una memoria que parece fabricada ad hoc. La insurrección de la poesía tendría entonces que consistir en la asunción de un lugar marginal desde el que ejercer un profetismo casi desesperado. “Poesía es el resto. / La democracia es lo que queda en los márgenes”, se nos dice. Sin embargo, tal opción no es contemplada aquí. Hasta del margen, la poesía ha sido expulsada. Por eso, el testimonio no alcanza a testimoniar. Se ha vuelto imposible: Tomando el ejemplo ético de Luis Cernuda le dice: “Nunca quisiste ser profeta”. Y, en otro poema: “O quizá, entre nubes de polvo, convocados por nadie, vocear al borde del mercado palabras caducadas, adjetivos vagamente procaces, ritos de primavera como restos de saldos”. Ya nadie va a escuchar, nadie va a entender. El poema se parece a una algarabía. Ahora, el hombre cívico, el hombre que sabe leer, el que habla impaciente y el que escribe se igualan en su impotencia. Ese Hotel ha excluido a los poetas. Sería como el último acto del derrumbe. Preguntamos por Europa, preguntamos por el lugar de la poesía, las dos preguntas vienen finalmente a coincidir. José Luis Gómez Toré ha buscado respuestas con la carga preciosa de lo más granado de la tradición poética europea, a la que en sus bellos poemas da continuidad; y también, creo, fortalecido por el alimento, la bebida y los encuentros que ha recibido de Mozambique y otras lejanías. Sin embargo, siente su fragilidad en este lugar bajo la amenaza del hundimiento. No se le puede pedir más rigor, más autenticidad a un libro de poemas que ha querido mirar lo esencial con una palabra que sea a la vez inteligencia y deseo, que retorna a una tradición poética siempre sofocada, y que no se ha ahorrado las preguntas más audaces. Por eso es terrible su lucidez al concluir su Hotel Europa, al dejarnos con estas palabras: “¿No te acuerdas de mí? Soy el padre de nadie, el que hace las cuentas con el amor de otros. Desde aquí escucho el chocar violento de las copas, cómo parten los trenes cargados de consignas. Yo guardo su secreto. Me empeño en ser el último. Todavía no he aprendido a callarme. Lo haré pronto.”

 

 

 

 

José Luis Gómez Toré, Hotel Europa, Sevilla, La Isla de Siltolá, 2017.

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Sáez de Ibarra

De Jaime Gil de Biedma se han dicho muchas cosas, gran poeta, verdadero creador de una época de la poesía en Barcelona, el verdadero maldito de una generación, la de los cincuenta, que dio lugar a la Escuela de Barcelona, Barral, Costafreda o Ferrater, entre otros, si Costafreda y Ferrater se suicidaron, Barral fue un gran editor pero también otro de esos malditos de su época en una Barcelona inolvidable.

   Gil de Biedma también fue contemporáneo de los poetas de los cincuenta y sesenta, Ángel González, Paco Brines y Claudio Rodríguez, entre otros, pero algo que les ha diferenciado es el tono poético, articulado en un diálogo continuo consigo mismo en el caso de Gil de Biedma donde se siente un desengaño vital y una cierta amargura ante la vida, su búsqueda del placer prohibido en tantos locales, su abuso del alcohol le llevaron a la autodestrucción, muriendo de sida el 8 de enero de 1990.

    En su libro Moralidades (1966) vemos la influencia de Eliot, Spender o Auden, buen lector de los ingleses, al igual que Luis Cernuda, sus poemas inician un interesante coloquio del hombre poeta con el hombre que se considera uno más del especie, a través de un cierto desdoblamiento que merece comentar en este artículo.

   He elegido para ello un poema muy conocido “Barcelona ja no es bona, o mi paseo solitario en primavera” dedicado a Fabián Estapé donde podemos encontrar los verdaderos temas de su obra, el paganismo, el pesimismo, la nostalgia, la soledad y el paso del tiempo.

   Recuerda a sus padres y los retrata en ese tiempo de blanco y negro, cuando dice:

“Entonces, los dos eran muy jóvenes / y tenían el Chrysler amarillo y negro. / Los imagino al mediodía, por la avenida de los tilos / la capota del coche salpicada de sol,…/”.

   El recuerdo va avanzando, la mirada a los seres que viven ya en las fotografías, lo que lleva a los mismos lugares que sus padres, deambula por aquellos espacios que ya el tiempo ha dejado atrás, queriendo recuperar un eco, una sombra, una luz que destelle en ese olvido que es el tiempo:

“Así, yo estuve aquí /dentro del vientre de mi madre, / y es verdad que algo oscuro, que algo anterior me trae / por esos sitios destartalados”.

    Y llega el amor, como si quisiese ser testigo del momento de la cópula en que fue engendrado, hay una sombra en su interior que pesa, una desolación que hiere, indaga entonces por esos rincones donde estuvieron sus padres:

“Yo busco en mis paseos los tristes edificios, / las estatuas manchadas de lápiz de labios, / los rincones del parque pasados de moda / en donde, por la noche, se hacen el amor”.

    Vive entonces un tiempo ido, parece como si fuera un exiliado  del mundo que persiguiera el eco de sus seres queridos, errante de todo nacer, olvidado, increado en realidad.

    Luego habla de la época de la burguesía, de aquellos tiempos donde todo era capitalismo y poder:

“Oh mundo de mi infancia, cuya mitología / se asocia –bien lo ves-/ con el capitalismo de empresa familiar”.

     Vuelve en otro poema de este libro ese deseo de recordar el pasado, en ese afán de ver desnudo un cuerpo, porque solo así se puede unir el deseo a la memoria, al contemplar un cuerpo por la noche  sin ser tocado (como un día contó Vicente Aleixandre de una experiencia que vivió) todo se vuelve pureza, el tiempo eterno y la vida algo bello.

    El poema se llama “Mañana de ayer, de hoy”, refleja una imagen, como si el poeta mirara un cuadro, donde los colores inundan la vista y todo produce un destello impresionante:

“Es la lluvia sobre el mar. / En la abierta ventana, / contemplándola, descansas / tu sien en el cristal”.

    La reflexión del hombre que medita la vida, como en los Cuatro cuartetos de Eliot o en el pensador de Rodin, el acto de mirar, en la senda de Brines que mira el paisaje desde el interior, la aparición del mar, que refleja el sentido de la vida y ese cristal donde se refleja, como un Narciso que se mira en las aguas del río.

   Y luego el cuerpo, verlo desnudo es saber que el deseo goza su ímpetu, vive en el poeta, el afán de acercarse a un cuerpo es también la ilusión de vivir, volver a ser después de la nada que es la vida:

“Imagen de unos segundos, / quieto en el contraluz, / tu cuerpo distinto, aún / de la noche desnudo”.

   Se ve la imagen, puede ser el ayer o el presente, puede estar ahí o haberse alejado, pero al igual que el cristal es reflejo auroral, inicia el mundo. Para Gil de Biedma la contemplación ya es suficiente, como miramos con atención las estatuas griegas, en el deseo está también la conjunción amorosa, el mirar es tocar, el contemplar es acariciar.

   Y como si fuese la sonrisa de una Gioconda, el cuerpo le mira, como si hubiese estado allí o en la lejanía, hubiese sido un espejismo o un ser real:

“Y te vuelves hacia mí, / sonriéndome. Yo pienso / en cómo ha pasado el tiempo, / y te recuerdo así”.

     Todo se hace evocación, cuerpo que es deseo, mirada que es evocación y un desnudo que sin tocar ya es acto de amor.

     Y no hay que olvidar en Gil de Biedma la imagen desgarrada, esos encuentros homosexuales que le llevan a bares, que le hacen maldito en la vida y en la literatura, en esos lugares se va destruyendo, en actos de amor a desconocidos casi, amores de una noche, ginebra y cama por doquier, como nos dice en su poema “Loca”:

“La noche, que es siempre ambigua, / te enfurece –color / de ginebra mala / son tus ojos unas bichas”.

     La alusión a “bichas” ya expresa el dolor, también el alcoholismo que le persiguió para huir de la vida penetrando brutalmente en ella, como Baudelaire, Allan Poe y otros muchos que ahogaron su vida en el alcohol.

“En la cama, / luego te calmaré / con besos que me da pena / dártelos. Y al dormir / te apretarás contra mí / como una perra enferma”.

    “Bichas”, “perra”, nos lleva a un vocabulario más violento, quién sabe si del mundo de la prostitución, ese deseo de calmar para luego hacer el amor ferozmente.

   En este poema vemos el mundo del poeta, que a veces, cuando se deja llevar por el lirismo, escribe poemas de una gran ternura, pero que no elude la realidad de la vida, todo está en la poesía de Gil de Biedma: el sexo, el tiempo y la muerte.

   Y, para concluir su famoso “Contra Jaime Gil de Biedma”, de su libro Poemas póstumos (1968) donde se echa en cara el ser en que se ha convertido, el hombre envejecido prematuramente porque la vida no le da lo que busca y lo que encuentra no es más que el poso de un tiempo ido:

“Te acompañan las barras de los bares / últimos de la noche, los chulos, las floristas, / las calles muertas de la madrugada / y los ascensores de luz amarilla / cuando llegas borracho, / y te paras a verte en el espejo / la cara destruida, / con ojos todavía violentos /que no quieres cerrar. Y si te increpo, / te ríes, me recuerdas el pasado / y dices que envejeces”.

     Ese otro yo que se recrimina en lo que se ha convertido es el espejo de un hombre que ha fracasado en la vida, un perdedor en realidad.

   Parece como si el poeta fuese intuyendo que ese mundo de noches locas, de sombras en las que se contempla desdoblado, le convierten en un ser que se va desdibujando, en realidad, un hombre que se contempla a sí mismo, en el pasado (la infancia), en el presente (los  lugares donde bebe o escribe).

   Así fue el poeta catalán, un precursor de generaciones posteriores, también un talento que dejó huella en amigos poetas, además todo un maldito de su tiempo, realmente inolvidable. Queda como uno de los poetas más singulares e irrepetibles de su tiempo, su legado aún permanece en una poesía no exenta de lirismo pero muy apegada a la realidad.

   

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

 

            Hace exactamente veinte años Juan Eduardo Zúñiga me dio a leer un manuscrito mecanografiado que se titulaba Doce fábulas irónicas. Este acto venía a confirmar una ya sólida amistad. Zúñiga es persona muy reservada. Su círculo íntimo es reducido -Felicidad Orquín, su esposa; su hija, Adriana; y unos pocos amigos, entre ellos el también escritor Manuel Longares-. Que me ofreciera leer una obra inédita tenía para mí una significación muy especial. Hacía tres o cuatro años que nos conocíamos. Nos había presentado un fantasma: nada menos que el espíritu de Mijaíl Bajtín, el gran pensador ruso. No es broma. Sería el año de 1994 o 1995 cuando una mañana recibí una sorprendente llamada. Un señor que decía llamarse Zúñiga me preguntaba si estaba interesado en intervenir en el congreso de celebración de Mijaíl Bajtín en su ciudad natal, Orel, Rusia. Los organizadores le habían encargado que localizara a algún experto español en la obra del gran teórico de la novela. Y Vicente Cazcarra, traductor de la teoría de la novela de Bajtín, le había hablado de un profesor zaragozano que era yo, aunque no supo darle mis señas. Zúñiga pidió ayuda a Ana María Navales y así fue posible nuestra primera conversación telefónica. Después vinieron otras muchas. Yo había leído El coral y las aguas, su obra menos conocida, que acababa de reaparecer en la reedición de Alfaguara, tras el fracaso que supuso la primera edición de Seix Barral en 1962. Y entonces llegaron los primeros encuentros en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. En el momento de ofrecerme la lectura de las Doce fábulas irónicas ya conocía toda la obra publicada hasta entonces por Zúñiga y era uno de sus admiradores. Recuerdo que la obra me impresionó -tiene el nivel de excelencia de las mejores obras del autor y, sin embargo, apenas se parece al resto- pero le puse algunos reparos. Los reparos eran muy simples. Ni son fábulas ni son irónicas, le dije. Durante algún tiempo discutimos qué otros términos podían sustituir a los del título, todavía provisional. Pero no encontramos otros más apropiados. Como suele suceder con los autores simbolistas el nombre de un género suele aparecer en el título de la obra, pero no coincide la voluntad del autor con el criterio -siempre estrecho- del filólogo. Valle-Inclán titula Romance de lobos y aquello no es un romance, por mencionar solo un ejemplo. Veinte años después aquella obra aparece bellamente impresa por la editorial Nórdica e ilustrada por Fernando Vicente con el título de Fábulas irónicas. Siguen siendo fábulas y siguen siendo irónicas. Pero no son doce sino diez. Y esa es la historia que quiero contar.

            De las diez fábulas publicadas ocho habían aparecido en Babelia entre 2002 y 2004. Y de esas ocho, cuatro habían visto la luz en la revista Triunfo, en 1973. A pesar de que conozco bien la personalidad de Zúñiga no acertaba a comprender por qué no publicaba el libro. Él me repetía que no terminaba de convencerle. Y, ciertamente, ahora puedo ver que decía la verdad y qué era lo que no le convencía. De las doce fábulas originarias otras cuatro han desaparecido. Eran las que no publicó Babelia. En su lugar el libro recoge otras dos inéditas: “Escrito en las paredes” y “El magnate y el bufón”. “Escrito en las paredes” no me era desconocida. No estaba en la versión de 1998, pero Zúñiga me ofreció una copia hará tres años, cuando preparaba un artículo académico sobre las fábulas semiinéditas. Este título nos da una imagen muy precisa de lo que es el libro. Lo escrito en las paredes eran las pintadas antifranquistas. Hoy es un género desaparecido. Todo se anunciaba y convocaba por pintadas murales. La fábula ilustra esto con la figura de un emperador asiático, un tirano, que prohíbe la escritura para borrar el recuerdo de sus atrocidades. Es una muestra del simbolismo de Zúñiga, que apunta a la dictadura franquista con esta fábula -y con el resto-. Esa y la fábula “El magnate y el bufón -es decir, las dos inéditas, incluidas en esta edición- son las dos únicas que no tienen un soporte histórico. Ese detalle revela algo sobre la idea originaria del autor. Y es que este libro tiene un referente en el que parece inspirarse: Momentos estelares de la humanidad: doce miniaturas históricas de Stefan Zweig. Esta colección de anécdotas históricas tuvo una traducción al español en los años cincuenta del siglo pasado, lo que me hace sospechar que su gestación puede alcanzar el medio siglo. Comparten ambas obras la indagación estética en la historia. Zúñiga la había cultivado antes en su obra El anillo de Pushkin, que se había limitado a la esfera cultural rusa. Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre las anécdotas de Zweig y las de Zúñiga. A Zweig le interesó el carácter dramático de esos momentos estelares de la humanidad. A Zúñiga, en cambio, parece interesarle más la dimensión grotesca de esos momentos. Esa dimensión combina crueldad y risa, tiranía y rebeldía. Él lo explica muy bien cuando dice -me dice- que ha deslizado disparates en estas historias, y quizá haya que entenderlo en clave goyesca. De la atracción que debieron ejercer los momentos estelares de Zweig han quedado algunos indicios. El primero de ellos consiste en que inicialmente las fábulas debían ser doce, aunque cabe advertir que en una segunda edición Zweig había aumentado a quince las anécdotas. El segundo, y más trascendente, es la capacidad de ver elementos puramente literarios en situaciones históricas. En el caso de Zweig le interesó la caída de Bizancio, por la dejadez de las potencias cristianas de la época, que puso en peligro a toda Europa y, en especial, al imperio austro-húngaro, su patria. Precisamente una de las fábulas descartadas por Zúñiga llevaba el título de “El sitio de Constantinopla”, aunque su contenido no tenía nada que ver con el contenido de la anécdota de Zweig. Pero conviene recordar que Zweig también fue un escritor dado al grotesco. Sus mejores relatos tienen ese sello. Me refiero a novelas breves como Leporella o Carta de una desconocida. En el libro de Zúñiga los elementos grotescos y crueles son más abundantes y decisivos que en la obra de Zweig. También hay una mayor presencia del humorismo, ya presente en el título, por lo de irónicas. Incluso puede apreciarse una diferencia en la concepción de la anécdota. Los momentos de Zweig están más vinculados a la historia que las fábulas de Zúñiga. Y las fábulas son mucho más breves que los momentos de Zweig. Por eso son más fábulas o anécdotas que momentos estelares, más literarias que las pesquisas históricas del gran escritor vienés.

            Y, precisamente a propósito del grotesco, tengo una anécdota que contar. Se trata de la gestación de la última fábula añadida a esta colección: “El magnate y el bufón”. He dicho antes que era una de las fábulas inéditas. Sería más exacto decir que es una fábula semiinédita. Me explicaré. En 1970 publicó Zúñiga un relato titulado “El magnate, el bufón y la carroña.” Formaba parte del libro Relatos españoles de hoy, preparado por Rafael Conte para la Biblioteca Pepsi, una colección no venal que se distribuía en bares y bodegas. El ambiente húngaro del relato hace pensar en una redacción temprana, porque en 1944 Zúñiga había publicado un libro divulgativo sobre Hungría. Se trata de un relato sobre la corrupción del poder, cuya publicación resultaba muy oportuna porque en aquel año de 1970 España se veía envuelta en un gran escándalo de corrupción política: el caso Matesa, que había enfrentado a los ministros azules, con Manuel Fraga a la cabeza, con los ministros tecnócratas, vinculados al Opus Dei. Pero lo importante del caso estriba en que era un relato marcado por un grotesco extremo. De un estilo muy hermético el lector debe deducir que el bufón recoge cadáveres humanos de un gran río para alimentar las piaras de los conventos de la capital y vender después la carne a los ejércitos que combaten al turco. El círculo está cerrado: cadáveres que dan vida y muerte. Y el resultado es que el bufón se hace el dueño de su señor, merced a la avaricia de este. Este relato había sido borrado de su currículum por Zúñiga. No había sido recogido por ninguno de los volúmenes de relatos posteriores. Ni siquiera me había hablado de él. Pero lo descubrí por casualidad. Encontré el libro, muy difícil de encontrar en las bibliotecas por su circulación no venal, en casa de unos familiares. Y me pareció un excelente relato, que no merecía olvidarse. Dediqué un artículo académico a analizar la dimensión estética e histórica de este relato y le di el artículo a leer a Zúñiga, para su aprobación. Esa aprobación era necesaria por dos razones: porque recuperaba un relato del que el autor había renegado y porque reproducía el relato, y necesitaba el permiso del autor para publicarlo. Zúñiga no solo me dio ese permiso, sino que se replanteó la recuperación literaria del relato. El resultado es la fábula “El magnate y el bufón”. Ha desaparecido del título original la carroña, probablemente para mantener la unidad del libro. La nueva fábula es más corta que la original. Más sintética.

            Termino diciendo que esta es una parte de la historia de este libro. No me cabe duda que al largo proceso de su gestación habrá de corresponder un largo proceso de recepción, porque este atractivo volumen -el ilustrador ha captado muy sabiamente la dimensión grotesca- encierra lo mejor del espíritu rebelde y burlón de Juan Eduardo Zúñiga.  

           

Escrito en Sólo Digital Turia por Luis Beltrán Almería

Idea de montaña

19 de marzo de 2018 09:14:33 CET

En las noches a salvo, en nuestros pisos,

con las puertas cerradas y la colcha

y quizá el radiador y la cena caliente,

olvidamos la idea de montaña.

 

Olvidamos que un día,

la montaña fue madre y fue refugio,

veleta y cicatriz

de los cielos urgentes,

noray al que amarrar

el navío fugaz de nuestro tiempo,

el inquieto bajel de la mirada.

 

En la noche sin cielo de la urbe

la montaña se va, se desvanece,

se funde en la negrura

de tanto por hacer

y es apenas su piedra

aguada en el recuerdo.

 

La busco en la tiniebla de mi noche,

pero no puedo verla:

un hombre está perdido

si deja que se escape

su idea de montaña.

Escrito en Sólo Digital Turia por Lola Mascarell

Verde y plata

2 de febrero de 2018 10:23:34 CET

Tulia,  fiel acompañante de mis últimos años, será la encargada de entregarte este pliego. Así se lo he pedido y así lo hará. Se lo entregará tras de mi  fallecimiento a mi heredera, a la nueva dueña de esta casa y de cuanto contiene. A ti, Yolanda. Dedícale o no unos instantes de atención, como gustes, ya ahora, al comenzar a redactarlo, sé que será largo; largo y tal vez arduo, de difícil comprensión. No me refiero ya a su contenido, a aquello que en estas páginas expreso o narro, sino a una caligrafía que unas precarias condiciones de salud  y unas manos destrozadas por la artrosis han convertido en poco menos que ilegible. Puedo imaginarte torciendo el gesto al recibirlo, nunca fuiste amiga de formalidades ni demasiado aficionada a la lectura; sobre este último punto no te recatabas en manifestarlo, no dejabas lugar a  duda alguna… “A mí nunca me pillarán perdiendo el tiempo con libros”, ¿recuerdas? Nada te decía entonces, nada te dije nunca, pero me dolían tus palabras. Todos desearíamos que quienes nos rodean compartieran nuestras mismas aficiones, amaran cuanto hemos amado nosotros mismos.

            Comencemos pues, de Tulia en primer lugar quiero hablarte. Se ha portado bien conmigo, tenerla a mi lado durante este tiempo ha sido un consuelo; y los ancianos estamos tan necesitados de consuelo, agradecemos tanto una palabra de afecto… A mí me ha venido de una extraña, una inmigrante, una mujer llegada de esos países andinos que, hoy por hoy, se ven obligados a enviar a sus hijos más allá de sus fronteras, más allá del mar, en busca de una vida mejor y más digna. Tulia, una de ellos, una entre tantos. El destino la trajo aquí, a mi casa; poco a poco nos fuimos conociendo, tratábamos de infundirnos ánimos, de confortarnos la una a la otra. Ambas lo necesitábamos. Ella me hablaba de su tierra, de su ciudad, rodeada de montañas, moles imponentes que parecían celarla, guardarla. “Ustedes los europeos muchas veces no resisten allí, les es difícil aclimatarse; el soroche; mal de altura ya sabe, nosotros estamos acostumbrados”. Nostalgia, añoranza de lo suyo. Me hablaba de la familia que había dejado atrás, del marido muerto y la madre ya vieja, de los hijos. Acaso en algún momento, observando cuanto la rodeaba aquí, en casa, recorriendo mis estancias, me haya envidiado al pensar que yo de nada carecía. No sabía que a mi vez le envidiaba esos hijos, los que nunca tuve, y así se lo dije en más de una ocasión, le dije que el que así fuera, el no haber sido madre, me condenaba ahora a la soledad. Se reía entonces. “Tiene a su sobrina señora, tiene a Yolanda y a los suyos, aunque… Bien, yo no me meto, eso no es asunto mío. De todas maneras no se preocupe, me tiene también a mí, y yo no he de dejarla; me recuerda usted demasiado a mi mamá”.

            Tulia, sí. Jamás imaginé, allá en los lejanos tiempos de mi juventud, que alguien como ella sería mi último apoyo. Y que llegaría a tomarle afecto, verdadero cariño. Por eso he querido que conservara un recuerdo mío, ayudarla tal vez. No con dinero, no soy rica y lo sabes, pese a que alguna vez parezcas haber creído lo contrario. Tengo lo suficiente para vivir con modesta dignidad y para pagarle su sueldo a esa muchacha, nada más. Mi  testamento está en orden, tú eres la heredera; tú, la hija de mi hermana menor. La nuestra fue siempre una familia conservadora y por tanto es justo que así sea. Observarás sin embargo ciertos cambios en la casa, algunas cosas no están ya donde estaban ni como estaban.

            En primer lugar la biblioteca de mi marido, tu tío Santiago. Bien, de Santiago y mía. Vas a encontrarte con un rimero de estantes vacíos Yolanda, no te extrañe. Esos libros eran para mí un tesoro. Nuestra relación, la que mantuvimos Santiago y yo, era la de dos buenos camaradas, dos amigos que comparten un montón de cosas que a ambos causan placer, no sólo la cama. Una de ellas, quizá la más importante, el amor a la lectura; no era raro que cualquiera de los dos, de regreso a casa una vez cumplidas las obligaciones del día, llegara con un bolsón de libros, ya fueran las últimas novedades ya los hallazgos  en un comercio de viejo. Los leíamos juntos, los comentábamos, cotejábamos nuestros puntos de vista. Los disfrutábamos, en suma. No, no tuerzas el gesto ni me compadezcas, imagino lo que piensas; fui feliz con Santiago, una felicidad mesurada, adulta. Apacible. Lejos de los ardores y arrebatos de la juventud, pero felicidad al fin. Aunque también yo fui joven, todos lo hemos sido, no lo olvides.

            Los libros  los legué a una biblioteca y allí están ahora, donde alguien sepa apreciarlos y pueda disfrutarlos. Duele, no creas, apena ver cómo se los llevan, separarse de esos compañeros, contemplar el vacío que han dejado, pero tú nada hubieras hecho con ellos, bien lo sabes. O tal vez sí, tal vez te hubieras apresurado a venderlos, ¿me equivoco? No lamentes demasiado no haber podido hacerlo, permíteme informarte, para tu conocimiento, que las más de las veces los libros usados se pagan poquísimo, precios de miseria para aquello que para mí no tiene precio, ya ves. Como sea, bien están  en su nuevo destino.

            Vamos ahora a otros detalles que para ti revestirán mayor gravedad, algo que sin duda ha de contrariarte. Mis joyas. Siempre las admiraste. No son las de la corona británica ni  las de la difunta Liz Taylor, pero alcanzan un cierto valor, a qué negarlo. A tu tío le agradaba hacerme buenos regalos, aunque a mí aquello no me interesaba demasiado, siempre la sencillez fue mi norma, sobre todo en la edad adulta, pero él era feliz así y a mí no me costaba nada complacerle.

Permíteme sobrina, te conozco, conozco tu sarcasmo, estarás diciéndote ahora mismo que nada cuesta complacer a quienes, con su prodigalidad, obran en nuestro beneficio, pero yo, y hablo en serio, hubiera preferido que tu tío invirtiera ese dinero en otras cosas, no en alhajas. En viajes por ejemplo, es tan hermoso conocer el mundo,  cuanto nos rodea… pero ahí  topaba y topé siempre con una muralla, una negativa obstinada. Santiago, y ése para mí fue uno de sus defectos, era terriblemente sedentario; su casa, su sillón junto al fuego, la compañía de uno o varios perros y su pipa, eso que no se lo quitaran. Inútilmente trataba yo de arrancarle a semejante apatía, casi te diría cachaza, de ilusionarle con la posibilidad de visitar aquellos países que conocíamos a través de nuestras lecturas o de documentales televisivos. “¿Para qué? ya está bien así, a veces la realidad decepciona”, esas eran sus palabras. Sólo en un par de ocasiones conseguí salirme con la mía. Sin traspasar, desde luego, los límites de nuestra vieja Europa. Londres y Roma, hasta ahí llegó. Roma, tan llena para mí de recuerdos.

            Pero no nos anticipemos Yolanda, volvamos a mis joyas. Observarás que faltan algunas de las piezas de más valor. Valor sentimental sobre todo; aunque no la alianza, ese  aro mínimo y sencillo con el cual he dispuesto ser enterrada. Falta, sí, mi sortija de pedida, aquella esmeralda que parecía deslumbrarte, y los pendientes de perlas. Santiago me obsequió con ellos cuando se malogró nuestro hijo, el que esperábamos con  ilusión indescriptible. Por unos instantes habíamos acariciado la posibilidad de ser padres, de vivir la continuidad. En vano; demasiado tarde, así nos lo dijeron, mi edad era avanzada en exceso. Se imponía la resignación.

            Las dos piezas, sortija y pendientes, están hoy en poder de Tulia, se las he entregado. Es mi voluntad, así lo he querido y así será. No, no te indignes, te queda el resto, que no está mal en absoluto, no me lo negarás. Es tuyo y bien tuyo, pero esas joyas serán para ella. Ha sido buena conmigo, generosa, me ha dedicado tiempo y desvelos y bien merece que la compense. ¿Que es una extraña y que esas alhajas pertenecen a la familia, que acaso no tarde en venderlas para aliviar su situación? es muy dueña. Sí, probablemente antes o después se deshará de ellas. Qué  le vamos a hacer, entristece comprobar la poca o ninguna importancia que tiene para los otros cuanto ha conformado nuestra propia vida, objetos que nos han acompañado en este breve peregrinar por la tierra y a los cuales nos sentimos unidos por lazos muchas veces inexplicables. Después de nuestra muerte pierden su valor sentimental, se convierten en pura y simple mercancía cuando no en desecho. Y a veces no hace falta ni esperar a nuestra muerte.

            Dime sobrina, recuerda ahora y dime: ¿qué otra cosa hiciste tú conmigo? ¿Qué hiciste con aquel vestido verde y plata que te obsequié? Era mío, bien lo sabes, lo había lucido en mi juventud. En una única ocasión, a los veinticuatro años. Fue un instante de debilidad por mi parte, se avecinaban para ti momentos muy especiales y pensé que quizá te causaría placer ir ataviada con aquellas telas ligeras, vaporosas. Y ricas. Te lo entregué sin condiciones, entregándote con él una parte de mí misma, de mis recuerdos más queridos. Sonreíste al recibirlo pero apenas me escuchaste, otras minucias ocupaban tu mente, parecías molesta al comprobar que mi talle, con veinticuatro años, había sido tan esbelto como el tuyo a los veinte; o acaso más. “Habrá que arreglar esto, ensancharlo un poco…” eran tus palabras, tu única preocupación en aquellos momentos. Cuál pudiera haber sido la historia de aquel traje de gala, mi historia, poco o nada te importaba.

            Mi vestido, mi hermoso vestido plateado…

            Evoco hoy las horas en que lo lucí, tan lejanas. Evocarlas tal vez sea revivirlas un poco, escuchar de nuevo una melodía suave, adormecida, pero no olvidada. Veinticuatro, esa era mi edad entonces, toda una mujer. Y no fea, permíteme esa pequeña vanidad. Eran otros los tiempos, otras las expectativas para las jóvenes, vivíamos una espera ilusionada. Una falacia, tal vez un engaño, pero era así. No se había impuesto todavía la feroz competitividad, la inhumana eficacia que parece imperar actualmente. O se iniciaba tan sólo. No había rastro en mis facciones de ese rictus de dureza que bien pronto se marcó en las tuyas. Cuando naciste, alguien, siguiendo esa inveterada costumbre de escrutar  posibles parecidos familiares, dijo que eras mi vivo retrato. Me sentí complacida. Complacida, pero también incrédula, escéptica; eras la hija de mi hermana, habíamos convenido en que yo te llevaría a la pila bautismal, y me hubiera halagado que así fuera, que algo mío heredaras, máxime cuando todo parecía indicar que mis propios hijos acaso no llegarían.

            En aquel instante,  el de tu nacimiento, hacía  mucho que yo había dejado atrás mis veinticuatro años. Mucho que, cuanto ahora voy a narrarte, no era ya más que un recuerdo.

            Tiempos distintos Yolanda,  te lo he dicho. Trabajaba yo entonces como enfermera; y me gustaba mi trabajo, aunque te confieso ahora que mi deseo hubiera sido cursar estudios de medicina. Todavía recuerdo la pugna sostenida en casa hablando de mi futuro. “Médico, eso es lo que voy a ser, médico”, “Enfermera pequeña, para una mujer es más adecuado y más que suficiente”. Así lo decidieron por mí y así se hizo, no hubo opción. La voluntad de los hijos no contaba como cuenta ahora, sus decisiones o proyectos a menudo no eran respetados; o no demasiado. Aquellos eran días en que una mujer médico podía ser considerada aun una rareza. O una extravagancia. Me resigné.

            Mi vida pues era ésta. Mi trabajo en el hospital, el hogar, con mis padres, las salidas con amigos y compañeros… Debo decir que nunca nos aburríamos, la ciudad, mi ciudad, nos ofrecía innúmeras posibilidades. El hecho de ganar un sueldo me permitía una cierta independencia en el aspecto económico; o como mínimo el poder satisfacer mis pequeños caprichos. No deber nada a nadie, en suma.

            Aquel año Emma y yo habíamos decidido tomar juntas nuestras vacaciones. Emma, una antigua compañera de colegio, casi una hermana para mí. Por aquel entonces éramos inseparables, luego la vida nos alejó, después de su matrimonio ella y su marido marcharon a Santander. Durante algún tiempo menudearon cartas y llamadas que poco a poco, de forma casi insensible, se fueron espaciando hasta cesar por completo. Hoy no sé tan siquiera si vive todavía. Muchas veces me propuse averiguarlo, incluso en una ocasión la llamé, marqué un número anotado de antiguo en mi agenda, casi olvidado… “Se equivoca, aquí no vive nadie con ese nombre”. Desistí de intentos ulteriores y opté por dejar las cosas como estaban. Hubiera sido doloroso saber que mi amiga había fallecido, pero quizá más todavía constatar que ya nada teníamos que decirnos.

            Muchos años han transcurrido, muchos. En aquella ocasión Emma y yo estudiábamos, felices, los folletos recogidos al azar en varias agencias de viajes. Aquellas iban a ser unas vacaciones distintas, se imponía algo grande. Sonaban diferentes nombres, barajábamos posibilidades. Yo me inclinaba por Egipto, lo recuerdo muy bien, unas lecturas a las que ya entonces dedicaba buena parte de mi tiempo habían despertado mi curiosidad, una fuerte atracción hacia la tierra de los faraones, pero la perspectiva no parecía entusiasmar a Emma. “Qué quieres, no voy a engañarte, no me interesa, quiero sentirme rodeada por seres de carne y hueso, quiero conocer países vivos, no muertos”. Opinión de todo punto rebatible, pero se trataba también de sus vacaciones. Cedí. Y finalmente llegamos a un acuerdo, un breve crucero por el Mediterráneo.

            Un crucero. Aquello, no me lo negarás, sonaba magnífico. Hoy los viajes de ese tipo se han masificado. No así entonces, entonces los rodeaba todavía un aura de sofisticación, casi de misterio. Las dos, un poco petulantes, disfrutábamos observando la mal encubierta envidia de nuestras amigas; o tal vez lo que creíamos tal. Y ambas preparábamos con todo esmero nuestro equipaje. Ropas ligeras, frescas, bañadores. La última noche se celebraría un baile de despedida, una fiesta de gala, la cena del capitán. Algo para mí inimaginable. Pensando en esos momentos tan especiales adquirí un hermoso vestido verde y plata. Mi primer traje de noche.

            Te aburro, ¿no es cierto, Yolanda? Consuélate, piensa que es por última vez. Y que no voy a ser muy prolija, no voy a detallarte los puertos en que hicimos escala ni a hablarte tampoco de las diversiones a bordo. En realidad no fue mucho lo que vimos, un crucero no permite profundizar en el conocimiento de los lugares visitados. Nunca volví a viajar de semejante manera, aunque reconozco que aquellos días fueron magníficos. Para dos muchachas una experiencia casi irreal, un sueño. Italia especialmente me fascinó. Encierra tanta belleza Florencia, es tan majestuosa Roma… No obstante, las impresiones más imborrables las viví en la nave. Imágenes muy queridas que me han acompañado hasta el fin, la añoranza de lo que un día fue; y de lo que pudo ser.

            Recuerdo el embarque, recuerdo nuestra instalación en el camarote. Y la salida del puerto. El buque no había alcanzado todavía la bocana cuando ya nosotras estábamos en cubierta. Viajar por mar, qué maravilla. El sol lucía espléndido, los pasajeros parecíamos andar explorando nuestros nuevos dominios, la que, por unos pocos días, iba a ser nuestra casa flotante. Cerca de nosotras, apoyados en la borda, dos jóvenes oficiales. De blanco, estábamos en verano. Recuerdo nuestras sonrisas, nuestra excitación y cuchicheos. “No están mal, no están nada mal”, “Te cedo al más alto, yo me quedo con el rubio”.

            Palabras, palabras lanzadas sin pensar. Poco podía imaginar que, aquella misma noche, tras la cena de bienvenida, en el salón, durante el baile, aquel rubio y atractivo desconocido se convertiría en mi pareja. Correctísimamente ataviado, en los galones de la bocamanga, en los hombros, lucía la cruz de Malta. Yo era enfermera no lo olvides, sabía lo que aquello significaba. Se trataba del médico de a bordo.

            ¿Para qué entrar ahora en detalles que poco o nada te interesan? La condición de médico de Vicente (ese era su nombre) le otorgaba una mayor libertad de acción que a sus compañeros, los oficiales. Siempre y cuando, claro está, no hubiera enfermos entre el pasaje o la tripulación. Así pues, no era infrecuente que nos acompañara en visitas y excursiones. Incluso creo recordar que el capitán, o tal vez el sobrecargo, insistía en la conveniencia de que desembarcara con nosotros. En cualquier momento y de la forma más impensada podía producirse un accidente y ser entonces deseable la presencia del médico.

            Baleares, Túnez, Malta, Sicília, pocas son las impresiones que todavía retengo de aquellos lugares. Acaso lo que puedo contemplar en las viejas fotografías de mi álbum. Tal vez la más vívida sea la de la catedral de Monreale, sé que me deslumbraron su belleza y grandiosidad, el brillo de oro de unos mosaicos increíbles. Finalmente, la Italia continental, Florencia, Roma. Ahí Vicente y yo logramos escabullirnos, dejar atrás al resto del pasaje. No ya entonces monumentos y museos, no ya el continuo trasiego, el apearse una y otra vez del autocar en los lugares más frecuentados por la marea turística, sino el paseo sin prisas y a nuestro aire por antiguas callejuelas, el almuerzo  en una  trattoria diminuta… Muy tópico si quieres, pero nos sentíamos felices, en aquellos momentos nos habíamos convertido ya en dos buenos amigos, en camaradas, aunque, no voy a negártelo ahora, por mi parte  sentía despertar en mí sentimientos  más profundos hacia Vicente. Y creía adivinar que lo mismo le sucedía a él.

            El tiempo pasa aprisa, muy aprisa, llegó la última noche, la despedida, y con ella la fiesta del capitán. Puedes imaginarlo, el comedor como un ascua, una cena exquisita, trajes de etiqueta, uniformes de gala. Esas formalidades se observaban entonces en forma muy estricta, y resultaba sugerente, agradable que así fuera. Vicente, como de costumbre, vino a buscarme en cuanto se inició el baile. “Menuda suerte has tenido, es todo un ejemplar, está fenomenal, tú si que has aprovechado el crucero…” Aun me parece oír a Emma. Yo lucía mi vestido de plata; verde y plata; reservado para aquella ocasión, para aquella mágica noche.

            Porque fue mágica, no encuentro otra palabra más adecuada para definirla. Al sonar las doce, como en un cuento,  Vicente me sonrió. “Tengo una sorpresa para ti, quiero que conozcas un lugar muy especial. Ven”. Escaleras, pasadizos que me parecían interminables, no sabía adónde me conducía mi compañero. Por fin, me aclaró el enigma. “Pedro entra de guardia a medianoche. Le he hablado y no pone ninguna objeción. Conocerás el puente de mando”.

            El puente de mando, una zona vetada entonces al pasaje. Pedro, el mejor amigo de Vicente entre los oficiales, nos aguardaba allí, en la oscuridad, una oscuridad punteada tan sólo por las luces de los paneles. Ya no de blanco, ya no con su uniforme de gala, sino con ropas oscuras, de abrigo, protegido contra el relente de la noche, siempre fría en alta mar. Un marinero le acompañaba, ambos permanecían atentos a su labor, velar en todo instante por la seguridad de la nave. Apenas sí cruzamos unas palabras,  parecía un sacrilegio romper el silencio en torno. Vicente y yo salimos a cubierta; allí, ante nosotros, la proa; altiva, audaz, hendiendo incansable las aguas, levantando una y otra vez blancas espumas marinas bajo un firmamento tachonado de estrellas. Unas estrellas como jamás las viera antes, como jamás volví a verlas.

            Ignoro el tiempo que permanecimos allí, no lo sabré nunca; ni me importa. Acaso fueran tan sólo unos instantes; unos instantes con un mucho de eternidad. Vicente me había hecho un regalo increíble. Vicente, quien, en un momento dado, rodeó mis hombros con su brazo. “Estás helada, no puedes estar aquí de esta manera, será mejor que volvamos dentro”. Nos despedimos de Pedro, le di las gracias por habernos recibido. Mi compañero me propuso entonces volver a la fiesta, pero me negué. Después de lo que acababa de vivir el bullicio no me apetecía ya.

            Al día siguiente, de mañana, llegábamos a nuestro destino, desembarcábamos. De manera impensada, sin que yo supiera a qué atribuirlo, Emma se mostraba ahora extrañamente impaciente por encontrarse en su casa; impaciente y malhumorada, apenas sí me dirigió la palabra. ¿Celos tal vez? yo había desaparecido del salón la noche anterior  y no había regresado; como había desaparecido con Vicente durante nuestra breve visita a Roma. ¿Reprobaba quizá mi conducta? Nunca se aclaró aquello entre nosotras,  ninguna de las dos volvió a hacer alusión a aquel viaje. Sí recuerdo que fuimos las primeras en abandonar la nave, que quedaba ahora allí, atracada al muelle. Ni siquiera  me despedí de Vicente. Un error, lo sé.

            Me dolía y mucho Yolanda, no creas, no era insensible. Pero tampoco supe en aquellos momentos imponerle mi voluntad a Emma. Forjaba ya mis propios proyectos de futuro; aquel barco realizaba cruceros durante el verano, sí, pero en los meses invernales cubría las líneas regulares con Sudamérica. Eran los tiempos en que los reactores no habían impuesto aun su primacía. En la consignataria me haría con la información deseada; y la primera vez que el buque hiciera escala en mi ciudad yo estaría aguardándolo; aguardándole. No lo sabía entonces, no sabía que la vida raramente nos ofrece una segunda oportunidad.

            Cuando, unos meses más tarde, aquel día llegó, me dirigí al puerto. No se me permitió subir a bordo, pero solicité ver al médico, el doctor… Me di cuenta de súbito de que ni tan sólo conocía su apellido, para mí aquel hombre era Vicente, nada más. “Bien, no importa, si pudieran avisarle…”

            Me miraron, dudando, pero finalmente accedieron. Yo me debatía entre la ilusión y una leve sensación de ridículo que comenzaba a incomodarme. El mismo Vicente, ¿cómo me juzgaría, cómo interpretaría aquello? Pronto sin embargo, casi de inmediato, todo se vino abajo, ante mi apareció un hombre de mediana edad, moreno, con gafas de gruesos cristales, un desconocido que, a poco, me sonreía comprensivo. “No es a mí a quien usted buscaba, ya lo veo, es a mi predecesor. Apenas sí le conozco, nos presentaron el día en que le tomé el relevo. Me pareció un buen muchacho. Es todo lo que sé de él, creo que ya no trabaja en la compañía”.

            Era pues el fin de mis ilusiones, nada podía hacer ya. ¿Investigar, tratar como fuera de hallarle?  Absurdo. Fue en aquel momento cuando me di cuenta de que bien poco, nada en realidad, sabía de Vicente, nada de sus aspiraciones, de su forma de ser y de pensar, de su vida toda. Durante unos días fue un amable compañero, un perfecto camarada y, ya al final, me regaló toda la magia de una noche en el mar. Suficiente, podía considerarme afortunada. Eso, el recuerdo de aquellos momentos, de aquella última noche, me acompañaría  para siempre.

            Guardé mi vestido, única prueba  de que todo había sido real. Jamás volvería a usarlo, lo sabía; lo guardé como una reliquia en una cómoda, envuelto en  papeles de seda. Allí permaneció durante largo tiempo; de vez en cuando lo recuperaba, acariciaba  aquella tela suave, me envolvía, nostálgica, en el ayer.

            Los años pasaron, la vida a mi alrededor no se detenía. Alcanzada la madurez, pasados ya los cuarenta, conocí a tu tío Santiago, el compañero perfecto. Con el llegó la serenidad. Fuimos felices Yolanda,  pero el recuerdo de Vicente me acompañará hasta el fin.

            Y llegó un día en que tú, la hija de mi hermana, me hablaste de tus proyectos, de tus expectativas e ilusiones. Se acercaban momentos muy especiales para ti, te veía radiante. Eras ya una mujer. Quise entonces, para tales momentos, hacerte un obsequio muy especial, ropa de gala, mi traje de una noche. Me creía  capaz de desprenderme del pasado.

            Fue un instante de debilidad por mi parte, pensé que tal vez tú fueras tan dichosa con aquel atavío como lo había sido yo. “Lo lucí en horas mágicas, en una ocasión inolvidable. Nunca volví a usarlo”.

            Inmediatamente comprendí que me había equivocado, recibiste el regalo sin concederle importancia, sin el menor entusiasmo, lo examinaste con ojo crítico. “Habrá que cambiarlo, reformarlo un poco, habrá que ensancharlo”. Eres brusca Yolanda, eres dura, poco atenta a los sentimientos de quienes te rodean, permíteme ahora este  reproche. Tú acaso hayas olvidado aquello, yo no. Estaba ya arrepintiéndome de haberte entregado mi vestido, pero más habría de arrepentirme luego. Un día, tiempo después, viniste a casa con un montón de fotografías. Hablabas y no acababas, la fiesta de fin de año había sido todo un éxito. José Luís  y tú, ese José Luís a quien mencionabas a cada instante y que aquel día te pidió en matrimonio, no os habíais separado en toda la noche y… sí, sí, aquí podía verle, en esa fotografía en que aparecíais los dos. Se os veía alegres, felices, bailando, tocados con absurdos gorritos de papel. Pero tú, contrariamente a lo que yo esperaba, aparecías ataviada en color fucsia.

            Te interrogué con la mirada.

            -¿Qué te pasa? Ah sí, claro, el vestido. Es bonito, ¿verdad? Mamá me lo compró, yo no hubiera podido, con la miseria que gano no tengo para nada. Me diste el tuyo, lo recuerdo. Estaba muy viejo, no resistió la lavadora, quedó hecho trizas. Lo tiré.

            A buen seguro has olvidado, aquello carecía para ti de importancia. Yo no, yo nunca pude olvidar. Me equivoqué al entregarte el vestido,  cierto; al dártelo era ya tuyo y podías hacer con él lo que mejor te pareciera. Pero no te perdonaré nunca que lo destrozaras, eso no. Sin duda te sorprenderá leerlo, si es que has tenido la paciencia de llegar a este punto. Sin duda me estarás calificando de… imagino lo que piensas: “Exageras tía, total por un  vestido viejo…” Para mí era mucho más que eso Yolanda,  era la única prueba tangible que conservaba de que un día ya muy lejano viví, en el mar, momentos inolvidables junto al hombre amado, sentí la plenitud.

Escrito en Sólo Digital Turia por Neus Pallarés

La mirada al mundo de Fernando del Val

12 de enero de 2018 10:00:50 CET

   Fernando del Val es periodista, pero también poeta, hombre de radio y esencialmente hombre de letras, ha cultivado el ensayo y muy importante es su libro de entrevistas Si te acercas más, disparo (editorial Difacil, donde ha publicado su obra esencial, en el año 2017).

  Del Val es también un hombre de mirada atenta, ha participado en los equipos de El Ojo Crítico y La estación azul, entre otros, su labor de periodista y columnista en El Mundo en Castilla y León desde 2003, además de colaborador de Turia, le hace acreedor de una notable trayectoria en nuestras letras, dada su juventud, el año que viene cumplirá cuarenta años.

   Una trayectoria tan prolífica ha dado cinco libros esenciales de poemas, editados todos por Difacil, editorial que lleva siempre con buen tino Cesar Sainz, los libros tienen una portada elegante donde se esconde el influjo de del Val de una poesía misteriosa y profunda que merece destacar.

   Amanecer en Damasco se publicó en el 2005 y en él vemos una poesía bien hecha, de profunda lectura, son poemas en clave, con misterio, donde el lenguaje lo es todo (esencial en la poesía de del Val), hay un afán por hacer del verso un enigma que el lector ha de traducir, porque, como siempre ha dicho Francisco Brines, hay un segundo creador tras el poeta que hace el libro, el que lo lee, este lector es traductor también, he elegido un poema del libro titulado “Maletas”, donde expone el tema del libro que es, en mi opinión, el afán de crear un lenguaje que nos salve de la ruina de la vida, es en esa búsqueda donde la palabra triunfa y obtiene el rédito que esperamos:

“El cuerpo doblado de las persianas / golpeadas por el viento / las copas de los árboles / un rayo deja herida la atmósfera / a la espera de cura. / mil rayos nunca mataron un cielo / pero pos si acaso / todo amanecer es yodo para –los- desánimos”.

    En el poema late el deseo de crear, ese afán de sentir que la vida es siempre “amanecer” porque algo nos golpea (el viento, los árboles que cimbrean), para darnos a entender que hay que tener una fe, puede ser en la poesía pero puede ser en aquello que nos salve de nuestra ruina vital, de la desolación de sentirnos solos ante el mundo.

    Hay en el lenguaje de Fernando del Val enigmas, palabras que van bailando para producir el efecto que llega al lector y que permite la imaginación que vive en el poema.

   El homenaje a Damasco también es hermoso, `porque vuelve el amanecer, ese momento del día que le gusta al poeta, donde todo cobra sentido:

“Damasco, serigrafiada tras la anatomía / del cristal / y el bajorrelieve de tu mirada, / amanece, pero a tu lado”.

    Cuando dice el poeta en otro verso: “El ahora bien podría haber sido esta mañana” ya nos está diciendo que el tiempo es eterno, en la belleza del paisaje, en su fluir, vive la Antigüedad y la historia, la vida en todo su esplendor.

      Llega su homenaje a Nueva York, aquella ciudad que fascinó a Lorca para encontrar en ella la deshumanización latente de un mundo moderno siempre en perpetua construcción, si del Val mira el paisaje neoyorkino extrae de él heridas y cicatrices, pulsa con acertado tino el don del lenguaje que se hace poesía. Primero llegó Orfeo en Nueva York (2011), donde va gestando poemas como sinfonías, musicales, de enigmático mensaje, se vale del mito de Orfeo para ir creando poemas con mensaje, que parecen en sí aforismos, como deudas con el destino.

    No sé si hay una deuda latente del Jenaro Talens de Orfeo filmado en el campo de batalla, pero sí que aprecio ese deseo de hacer del poema una cámara que filma la ciudad, la va desnudando lentamente, no en vano cita a Cocteau en un poema corto:

“Amanece /el árbol de un manicomio / pronto despegarán los primeros gorriones / en cámara lenta / filmados por cocteau”.

     No parece arbitraria la minúscula para el director de cine y ese afán de cámara lenta que es la vida en realidad cuando nos ponemos a pensar, hay paisaje y cine en este libro, la ciudad admirada por tantos se convierte en algo onírico para del Val, como dice en este otro poema:

“Mienten las cenizas cuando se posan en los tejados / miente la muerte / mienten las mentiras / todo es acabose / estamos hechos de irrealidad premeditada”.

     Nueva York es visto como un sueño, los túneles, los metros, la soledad de los rascacielos, aparece el Hotel Plaza, King Kong, Audrey Hepburn, referencias cinematográficas que convierte del Val en acto de lenguaje, sus versos son caligrafías de idiomas que no son el nuestro, que van dando claves para entender la desolación de la ciudad amada y odiada, la gran Nueva York.

   Continúa esa senda con Lenguas de hielo (2012) que editó, como todos los libros comentados, Difacil, aparecen poemas cortos con algunos en prosa, que casi acaban el libro, de nuevo esa desolación, ese mundo deshumanizado de la Gran Manzana, hay un poema que me gusta especialmente, ese homenaje a Cernuda, poeta del desencanto y de la memoria:

El pájaro muerto al que se refería Luis Cernuda / estrella desterrada del trono de la noche / quizás asesinado a manos de alguien triste en los muros del cielo / lo encuentro yo cada mañana apostado al otro lado del ventanal / cojeando en la repisa / lleno de la poca libertad que le cabe en el pico / la desolación de la quimera / nunca sabré si se refería a un animal o a un proyecto de vida”.

    Hay algo lorquiano en estos versos: “ese pájaro muerto” que nos recuerda a su Poeta en Nueva York, porque la ciudad asesina con sus manos a la Naturaleza, tal es el poder capitalista de esa ciudad adorada por poderosos y gente de éxito, insensible a la verdad del mundo.

   Concluye ese “homenaje” a Nueva York con Regreso al Metropolita (2013), publicado en el año 2013, vemos en este libro el mismo tema de fondo, la ciudad que deshumaniza todo, donde las personas casi no son, son meros transeúntes que parecen pájaros muertos, recordando el poema anteriormente citado:

“an new york am new york am new york / grita una mujer a mi espalda / no ha demenciado / no se cree más de lo que es / está repartiendo el diario gratuito”.

    Ciudad de sueños, donde la mayoría no llega a triunfar, solo a  sobrevivir, ciudad herida en los cuatro costados, como nos va mostrando en unos poemas muy esenciales, pero recojo esta vez el final de un poema en prosa:

“Decía Melville, quien tanto gusta a Eduardo Lago, en Moby Dick, que los hombre que no logran superar los absurdos y las sinrazones de la vida terminan yendo al mar. Quién no es un inadaptado. Por si acaso, intento dejar en tierra cosas a recaudo, mi ordenador con poemas, libros sin publicar y así”.

    Resume bien este libro, todos somos inadaptados, seres que ven el paso del tiempo sorprendidos, porque apenas entienden nada, un mundo que nos va deshaciendo, nos hace casi invisibles, como esos ciudadanos de Nueva York, tapados por rascacielos y por soledades.

    Se trata de un libro que cierra la trilogía y demuestra que del Val es un gran poeta que entiende la sinrazón de la vida, pero que hace del lenguaje un sortilegio para ir soportándola.

     Y en el año 2017 llega Los años aurorales, premio Ojo Crítico, merecido premio a una labor que ha ido gestando años, a través de sus libros de poemas, su labor de periodista, sus ensayos, su libro tan interesante de entrevistas, etc.

     En Los años aurorales ha ido buscando la esencia de su poesía, en la estela juanramoniana, como si del Val dijera aquello de “Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas”. Su lenguaje se concreta y va a la esencia, así nos deja poemas con eco, que debemos interpretar en nuestro fuero interno:

“sería otoño / pero / el aire aún conservaba  / un olor destellado a luz”.

    Me quedo con esos versos, porque late la esperanza, la desolación anterior deja ese destello de luz, puede que estemos en sombras, nos dice del Val, pero queda algo de amanecer, el que tanto aparece en sus libros, el vacío, la inconsistencia, nuestra levedad, siempre deja algo eterno, una esperanza, un devenir, un volver a ser.

    Con este libro hay aurora, hay deseo de creer en la vida, en la existencia, celebremos este libro premiado y a un poeta de mirada honda y verdadera, que ha ido gestando una obra poética cada vez más madura y llena de matices.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Antonio Rivero Taravillo: novelas con poeta

2 de noviembre de 2017 08:43:53 CET

            La presencia de Octavio Paz y Elena Garro en la Guerra Civil española, por una parte, y por otra la visita a Sevilla en el año 1927 del poeta irlandés William Butler Yeats y su esposa George, semanas antes de la mítica reunión de poetas que daría nombre a la generación literaria más importante del siglo XX, suponen puntos de partida sugerentes e interesantes sobre los que construir sendas novelas. Dos argumentos que el escritor Antonio Rivero Taravillo ha sabido aprovechar en sus únicas novelas hasta la fecha: Los huesos olvidados (Ed. Espuela de Plata, 2014) y Los fantasmas de Yeats (Ed. Espuela de Plata, 2017).

            Rivero Taravillo (1963), nacido en Melilla pero residente en Sevilla desde su más temprana niñez, ha publicado siete poemarios, el último de ellos El bosque sin regreso, de 2016; las biografías de Luis Cernuda y de Juan Eduardo Cirlot, premiada la primera con el premio Comillas, en 2007, y la segunda con el premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografía, en 2016; cuatro libros de viaje, incluido En busca de la isla esmeralda, publicado recientemente; Vilanos por el aire, un libro que recoge sus aforismos, algunos ya conocidos por quien tenga la costumbre de seguir al autor en redes sociales; y muy numerosas traducciones del inglés, del irlandés y del gaélico escocés (han leído bien: Rivero Taravillo domina el gaélico; probablemente el único escritor en lengua española que puede presumir de este logro, Borges aparte).

            No sería justo que esta prolífica producción en otros géneros eclipsase su breve producción novelística. Vamos, por tanto, a analizar con detenimiento en este artículo ambas novelas.

 

Los huesos olvidados.

            Encarnación Expósito, una profesora jubilada de literatura española, visita en México a Octavio Paz y a Elena Garro, primera esposa del poeta. Trata de reconstruir la vida y, sobre todo, las circunstancias de la muerte de su padre, José Juan Bosch, hijo de emigrantes catalanes y amigo de juventud de Paz. Expulsado de México, Bosch regresó a España y durante la Guerra Civil luchó a favor de la República. Una primera versión de su muerte lo presenta como víctima de los combates en el frente de Aragón. Pero la realidad es más inquietante.

            En mayo de 1937, Paz y Garro se encontraban en Barcelona apoyando la causa republicana. El poeta asiste al Palau de la Música para recitar, entre otros poemas, su Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón. Pero Juan Bosch, el compañero muerto al que está dedicado el poema, en realidad se encuentra entre los asistentes al acto. Ante la estupefacción del poeta, Bosch le pide que acuda al día siguiente a una cita en la que le explicará el grave peligro al que se enfrenta por su activa militancia en el POUM. Paz se presenta en el lugar acordado, pero no Bosch. Nunca volverán a verse.

            Salvo la existencia de Encarnación Expósito, personaje ficticio, todo lo que se narra en la novela es real. También lo es la anécdota de la que parte la novela, la falsa muerte en el frente de Juan Bosch y su aparición en el recital del Palau; es el propio Paz quien la relata en el texto que acompaña a la Elegía en las Obras Completas del poeta. Reales son, por supuesto, los personajes, con Octavio Paz como presencia central a la que vemos en dos momentos de su vida muy alejados en el tiempo: su juventud entusiasta y pletórica del año 1937 y su vejez, con la enfermedad y la muerte al acecho, ya en los últimos años del siglo XX.

            La trama se desarrolla en tres momentos distintos que estructuran la novela: el año 1998 en la primera parte, con la llegada de Encarnación a México; 1937 en los seis capítulos siguientes, con la estancia en Barcelona de Paz y Elena Garro; y una tercera parte que recoge la visita de Octavio Paz a Sevilla en 1988 con motivo del homenaje a Cernuda y la vuelta al año 1998, con la resolución de las indagaciones de Encarnación Expósito.

Dos temas principales sustentan la novela: la necesidad de conocer el pasado y el poder que ostentan los sucesos históricos de zarandear la vida de los individuos y convertirla en la torpe danza de una marioneta. El primer tema está presente en toda la investigación de Encarnación, que ha convertido la búsqueda de su padre en el bálsamo con el que curar las heridas de una vida que pasa por un momento difícil (divorcio incluido). El segundo tema aparece en la novela desde el epígrafe, que reproduce unos versos del poema de Paz Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón:

                        Te imagino tirado en lodazales,

                        caído para siempre,

                        sin máscara, sonriente,

                        tocando, ya sin tacto,

                        las manos de otros muertos,

                        las manos camaradas que soñabas.

Has muerto entre los tuyos, por los tuyos.

 

Este último verso resume el misterio que encierra y esclarece la novela: la muerte de Juan Bosch. La ambivalencia de la preposición “por” convierte el significado obvio del verso, que sería “muerto en el acto de proteger y ayudar a los suyos”, en una posibilidad más siniestra: muerto, en realidad, a manos de los suyos (algo que se explica en el último capítulo de la novela, en palabras de la protagonista).

Conviene recordar aquí las circunstancias de la Barcelona de 1937, con una segunda guerra interna dentro de la barbarie de la Guerra Civil, que enfrentaba a los militantes trotskistas del POUM con los comunistas fieles a Stalin. Dentro de este enfrentamiento, el héroe de la República abatido en el frente de Aragón es en realidad una víctima más de la represión ejercida, entre otros, por agentes del NKVD, la poderosa policía secreta soviética. Esta es, así lo acabará descubriendo Encarnación, la explicación al misterio que envuelve la desaparición de su padre. Esta circunstancia histórica relaciona, como ya han señalado numerosos críticos, Los huesos olvidados con la (excelente) novela de Ignacio Martínez de Pisón Enterrar a los muertos; pero no solo con ésta, sino con novelas como Homenaje a Cataluña, de Orwell, La plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda, o con la película Tierra y libertad, de Ken Loach (en la que, por cierto, participó como asesor Wilebaldo Solano, dirigente del POUM en el exilio después de la guerra).

Una novela como Los huesos olvidados, más cercana al devenir de la Historia que a la pura ficción, se ve favorecida por la escritura precisa, clara y atenta al detalle propia del biógrafo; pero el Rivero Taravillo poeta también aparece para dejar escenas y descripciones de potente plasticidad:

“A un rincón de la tela se habían trepado una hoz y un martillo que no se querían quedar quietos y, haciendo cada uno lo que le era propio, casi golpeaba este, el otro segaba el techo.” (pág. 100)

Una escritura fácil tan solo en apariencia (un buen escritor debe trabajar mucho para evitarle trabajo al lector) que permite una lectura ágil; agilidad a la que contribuye la breve extensión de la novela, apenas doscientas páginas. El autor comprime la trama y deja la historia en lo esencial, sin ceder a la tentación (tan común en otros escritores cuando se atreven con la novela histórica) de añadirle grasa innecesaria a su desarrollo. Ha respetado la verdad de los hechos: aquello que se afirma como verdad es verdad, quedando la ficción para rellenar las grietas que deja la realidad y dar vida, color y relieve a los hechos narrados.

 

Los fantasmas de Yeats.

Una lectura superficial nos lleva a encontrar similitudes evidentes entre Los huesos olvidados y esta segunda novela de Antonio Rivero Taravillo. Las más obvias: ambas están protagonizadas por famosos poetas que se relacionan con la realidad española en un momento determinado y parten de hechos reales a los que el autor es minuciosamente fiel. Ahondando más podemos encontrar otras similitudes. Por ejemplo, en las dos novelas encontramos parejas con una relación desigual: Paz (el poeta laureado que vive en un hotel de lujo) y Elena Garro (la intelectual repudiada que, después de la separación de Paz, sobrevive con escasos medios); o Yeats (mayor, enfermo, infiel, enamorado de otra mujer) y George (a la busca de medios, materiales o sobrenaturales, con los que acercarse al hombre con el que vive).

Pero el modo de afrontar cada historia muestra diferencias notables. En Los fantasmas de Yeats el autor dobla la apuesta: la estructura es más compleja, los personajes que pueblan la novela se tornan multitud, la historia viaja adelante y atrás en el tiempo, la voz narrativa oscila entre la primera y la tercera persona…

El argumento, con todo, resulta sencillo. Tres semanas antes del famoso homenaje a Luis de Góngora que habrá de considerarse, en el futuro, el nacimiento oficial de la Generación del 27, llegan a Sevilla el poeta irlandés William Butler Yeats y su esposa George. Buscan un clima templado que resulte favorable a la quebradiza salud del poeta pero encuentran un otoño sevillano particularmente frío. En el refugio de la habitación Yeats y su esposa practican la escritura automática y el espiritismo, prácticas de las que son devotos seguidores; también lo es Fernando Villalón, poeta y ganadero, uno de los varios personajes excéntricos que pueblan la novela; y, junto a ellos, unos presentes en sus paseos por la ciudad y otros evocados en el recuerdo, aparecen Lorca y Cernuda, Aleister Crowley, Pessoa y Mme. Blavatsky, el torero Ignacio Sanchez Mejías y el activista irlandés John MacBride, Rogelio Buendía (médico especialista del pulmón y primer traductor de Pessoa al castellano) y, por encima de todos, la presencia constante de Maud Gonne, esposa de McBride y amor imposible y eterno de Yeats.

La estructura, en cambio, según se ha mencionado, es compleja, aunque la destreza narrativa de Rivero Taravillo mantiene la perfecta cohesión de las piezas que componen la trama. Merece la pena dedicar una líneas a ordenar el tiempo y escenario en que se desarrolla cada capítulo de la novela.

Capítulo 1: viaje en barco de Inglaterra a España, año 1927.

Capítulo 2: Yeats sueña con el Levantamiento de Pascua en Dublín, que nos lleva a 1916.

Capítulos 3 y 4: de nuevo el viaje en barco y la llegada a Gibraltar.

Capítulo 5: entrevista de Martínez Sierra a John MacBride y Maud Gonne, de viaje en España: retrocedemos al año 1903.

Capítulo 6: estancia de Yeats y George en Algeciras, de nuevo 1927.

Capítulos 7 al 17: estancia de Yeats en Sevilla en 1927 (que podemos considerar el tiempo presente de la novela).

Capítulo 18: MacBride y Maud Gonne en Algeciras, 1903.

Capítulos 19 a 25: Sevilla, 1927.

Capítulos 26 y 27: 1889, año en que se conocen Yeats y Maud Gonne, y 1891.

Capítulos 28 a 32: Sevilla, 1927.

Capítulo 33: 1916, ejecución de MacBride.

Capítulos 34 y 35: Sevilla, 1927.

Capítulo 36: 1916, Yeats e Iseult (hija de MacBride y Maud) en Normandía.

Capítulos 37: Yeats y George recién casados.

Capítulos 38 a 42: Sevilla, 1927.

Capítulos 43, 44 y 45: múltiple desplazamiento temporal.

Capítulo 46: Sevilla, 1927.

Capítulos 47 y 48: 1934, Sánchez Mejías anuncia a su amigo Federico García Lorca su vuelta a los ruedos.

Capítulos 49 a 53: Sevilla, 1927.

Capítulo 54: 1905, Fernando Pessoa abandona Sudáfrica para instalarse definitivamente en Lisboa.

Capítulos 55 y 56: Sevilla, 1927.

Capítulo 57: año 2001.

Capítulos 58 y 59: Sevilla, 1927.

La novela está narrada en su mayor parte en tiempo pasado pero cambia al presente cuando se sigue la vida de Maud Gonne (capítulos 5, 18 y 36) y cuando se describen los preparativos del congreso gongorino de 1927 (capítulos 12 y 34):

“Luego, hechas las fotografías, comienzan los discursos y las lecturas de poemas. Será la primera de dos jornadas celebratorias. En esta primera José Bergamín, que parece un esqueleto ilustrado, culto y enteco, aún tiene la voz intacta: en la segunda, a causa de trasnochar y trasegar vino y relente parecerá un cadáver y, ronco, otro habrá de leer su intervención como si se tratara de un médium por el que se manifiesta un espíritu.” (páginas 76-77)

            Este cambio en el tiempo verbal sirve para destacar aquellos capítulos en los que Yeats no está presente como protagonista; en estos, la narración se acerca a la crónica periodística y abandona el tono que predomina en el resto de la novela, marcado por los recuerdos y por un ambiente frecuentemente onírico.

            Ejemplo de las conexiones que tejen la novela son los capítulos 43, 44 y 45, en los que la red se vuelve más tupida y fascinante. Un país, Méjico, sirve de hilo conductor entre distintos personajes: Sánchez Mejías y George, la esposa de Yeats, coinciden en una tienda a la que el torero ha entrado a interesarse por un sombrero mejicano, que le recuerda sus éxitos en las plazas de aquel país; Yeats evoca el viaje a Méjico del mago negro Aleister Crowley y las experiencia con las drogas que vivirá a su lado; y por fin es Cernuda quien, en la casa mejicana de Concha Méndez, rodeado de los hijos de su amigo (y editor) Manuel Altolaguirre, escribe un ensayo sobre Yeats, con el que se ha cruzado, sin reconocerlo, tres décadas antes, en el lejano año 1927, una imagen que cierra el círculo de relaciones.

            El esoterismo está presente en toda la novela, poniendo en contacto a los vivos y a los ausentes a través de las séance espiritistas y de los sueños (pesadillas) de un Yeats enfermo y permanentemente febril. Presente está tambíen la vida irlandesa, con comparaciones cercanas a la parodia, como si el Nobel irlandés y su esposa fuesen tan extraterrestres como el Gurb de la novela de Eduardo Mendoza; así, cuando confunden la calle Güines con la más cervecera y dublinesa Guiness; o en la identificación de los aficionados verdiblancos del Betis con los jugadores de hurling del condado de Limerick.

            Y más Irlanda. La mitología celta se relaciona con la tauromaquia española a través del héroe Cuchulain y el Toro Colorado de Cuailgne, mito que Yeats relata a su esposa. De un lado, el folklore irlandés; del otro, la figura extravagante de Fernando Villalón y la trágica de Sánchez Mejías.

            Los fantasmas de Yeats está surcada por vidas paralelas que no llegan a cruzarse pero que parecen movidas por hilos que están siempre a punto de hacerlas confluir. Como reflexiona George Yeats en el último capítulo de la novela:

“Cuántas veces nos cruzamos con personas que no sabemos quiénes son, cuáles son las historias de sus vidas, meditó George. Un minuto casi rozándose, y luego lejos. Cada cual recorre, sumido en su propia pérdida, un laberinto compartido.” (página 270)                           

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Herranz Farelo

El mundo onírico de Lezama Lima

19 de octubre de 2017 10:11:37 CEST

Lezama Lima se nos aparece en las sombras poderosas de los sueños, porque en su mágico y trascendente destino, Lezama vuelve, incitando a la Cuba soñada y la que aún está por despertar.

    Lezama juega con las palabras como si fuesen jeroglíficos que él dota de sentido, porque así vive la vida, imaginando, reconstruyendo imágenes, pintando la realidad en novelas que sucumben ante la experiencia del surrealismo que Lezama tiene en las entrañas.

   Un  breve repaso a su biografía resulta necesario, antes de adentrarse en las honduras de su estilo narrativo y de su forma de ver el mundo.

  Lezama nació el 19 de diciembre de 1910, con el nombre de José María Andrés Fernando Lezama Lima en el campamento militar de Columbia, la Habana. Hijo de José María Lezama, coronel de artillería y de Rosa Lima, hija de emigrados revolucionarios.

    La muerte de su padre, el 19 de enero de 1919 en Pensacola (Estados Unidos), ya le familiariza con la imagen de la tragedia, con su fatum terrible hacia la vida, porque el escritor cubano vive muchas veces desde el dolor, lo expulsa en el lenguaje de sus novelas, de su poesía.

   El asma hacen mella en Lezama, vuelve a Cuba, allí en 1929 comenzó la carrera de Derecho en la Universidad de la Habana. En 1930 ya participa en contra de la tiranía del presidente Gerardo Machado. Fue en 1937 cuando entabla amistad con el poeta moguereño Juan Ramón Jiménez, se edita entonces la revista universitaria Verbum y Lezama se convierte en secretario de redacción, publica allí el poema Muerte de Narciso.

  Comienza en 1939 la amistad con el célebre poeta cubano Gastón Baquero, también con Cintio Vitier y Eliseo Diego. En el año 1941 publica Enemigo rumor y en 1944 inicia la revista Orígenes, que dirige junto a José Rodríguez Feo.

   En el año 1959, al triunfar la revolución castrista, pasa a ser Director de Literatura y Publicaciones de la Dirección General de Cultura. En el año 1966 publicó su célebre novela Paradiso.

   En 1968 se le nombró Delegado al Congreso Cultural de la Habana. La Biblioteca Nacional José Martí le brinda un homenaje.

   Muere el 9 de agosto de 1976 en la Habana.

   Esta trayectoria sería insuficiente, sino viniese enriquecida por múltiples experiencias, amistades, etc.

    Anton Arrufat cuenta en el número 118 de la prestigiosa revista República de las Letras de la Asociación Colegial de Escritores de España, en el número dedicado a Lezama Lima, en octubre de 2010, su amistad con el escritor cubano, cómo conoció primero a Eloísa, la hermana menor de Lezama. Fue en 1947 cuando conoció a Eloísa y, gracias a ella, entabló contacto con el escritor cubano.

   Toda la familia de Lezama hablaba de él como el poeta, el hombre singular que construía un lenguaje misterioso, el intelectual que, después, abrazaría la revolución castrista, sin darse cuenta de que ésta iba a restringir de manera muy acentuada los derechos de los cubanos.

   Arrufat cuenta en este artículo la imagen que se tenía de Lezama, le llamaban el “gordo”, debido a su voluminoso físico, amigos y admiradores le invitaban a comer en sitios lujosos para oírlo disertar. Se hablaba de él, se vertían diferentes rumores sobre su homosexualidad, para alimentar la malsana curiosidad de la sociedad.

    Pero Lezama era un hombre de gran vanidad, tanto fue así (pese a ser afable y atento con sus invitados), que quería constituir un Estado poético donde él fuese el presidente. Por ello, como nos dice Arrufat, se volvió radical en cuanto a otra forma de entender la poesía que no fuese la suya, esta actitud le distanció de Vintier, de Arrufat, de Piñeira y de otros amigos.

    Pero el escritor cubano era un hombre de una enorme capacidad intelectual, como nos recuerda Arrufat, cuando, después de varios años de separación, reinician su relación amistosa y literaria, se ponían a hablar y el escritor cubano, presa de su talento innato, iba de un tema a otro, porque su mundo estaba lleno de imágenes, de luces que alumbraban la palabra, la significaban, la daban una solidez que se puede ver en libros como Paradiso, hechos con la fuerza de la poesía que hay dentro de ellos:

“Su hablar estaba vinculado a su forma de escribir. Sus grandes diálogos verbales tenían cierta semejanza con su escritura. En su plática se podía reconocer la imaginería, el don metafórico, la capacidad de asociación, el culto al artificio y el tono reflexivo de su prosa” (p. 43).

    No sólo Arrufat reconoce en Lezama un artífice del lenguaje oral y escrito, sino que Reynaldo González, otro de sus amigos de los años anteriores a la Revolución, dice que Lezama es pura imagen, su forma de entender el mundo está lleno de lo visual, late en él el sentido de la mirada, que se plasma en todo, que circula por cada espacio para hacer de la palabra pura metáfora, puro símbolo:

“Piensa que el mundo existe o se vitaliza sólo a través de las imágenes que le provoca su decursar por una “mirada” peculiar; a saltos y en búsqueda de esencias ya premonitorias, ya conclusivas” (p. 46).

    Esa idea de lo premonitorio está en sus novelas, como si los sucesos ya se intuyen antes de ocurrir, la desgracia de la familia de José Cemí en Paradiso se intuye, porque todos son símbolos que nos oprimen, nuestras vidas están dirigidas a la sombra de la muerte, que rodea a los personajes, lo que nos recuerda a la vida de Lezama, la pasión por su madre, Rosa Lima, el dolor terrible que sintió al morir, como si se le desgajase una parte de su cuerpo, la muerte de su padre, cuando él era un niño, imagen que se repite para perpetuar el dolor y la magnificencia de las imágenes en su poesía y en su prosa.

    Lo conclusivo nos remite a la muerte, único desenlace, sin olvidar el erotismo, la fuerza de los personajes, recordemos a Fronesis y Foción, el deseo que pervive, latente en su mundo de censura homosexual.

    Julio Cortázar también nos habla de Lezama, su amistad, los lazos que los unieron, porque Cortázar, escritor prodigioso que nos dejó cuentos y novelas inolvidables (¿quién no sintió en la magistral Rayuela que la Maga era un personaje real, impactante e inolvidable?), dice sobre Paradiso, la mejor novela de Lezama (en mi opinión) lo que sigue:

Paradiso es como el mar. Sorprendido en un comienzo, comprendo el gesto de mi mano cuando toma el grueso volumen para hojearlo una vez más;  esto no es un libro para leer como se leen los libros, es un objeto con anverso y reverso, peso y densidad, olor y gusto, un centro de vibración que no se deja alcanzar en su coto más entrañable si no se va a él con algo que participe del tacto, que busque el ingreso por ósmosis y magia simpática” (p. 88).

   Cortázar habla de dos grandes escritores cubanos, esencialmente barrocos, el gran Alejo Carpentier (recordemos su inolvidable La consagración de la primavera, entre otras muchas de este hombre de talento prodigioso) y Lezama Lima, poeta de lo onírico, capaz de dotar al lenguaje de una música interior incomparable.

   Pese a su adhesión a la revolución cubana (Lezama considera que con Castro llega el héroe que entró en la ciudad donde todos los conjuros negativos habían sido decapitados), fruto de un entusiasmo primero que irá, con el tiempo, perdiendo, como todo aquello que promete más que cumple, Lezama sí va a ser un gran promotor de la cultura, lo es porque tiene cargos importantes y ayuda a la edición de obras tales como la Antología de la poesía cubana, en tres volúmenes, la edición crítica de la obra de Julián de Casal, entre otros esfuerzos editoriales que promovió el escritor cubano.

   Si parte de la familia de Lezama se va al comenzar la Revolución, él permanece en Cuba, pero él sigue apegado a su madre, Rosa Lima, la mujer de su vida, su verdadero apego a la vida.

   María Zambrano, la ilustre pensadora, lo llamó “árbol único”, sin duda, Lezama lo fue, como si de ese árbol sólo brotasen las raíces de la verdadera literatura, la fuente del saber. Concluyo con las palabras de Lezama, acerca de la muerte de su madre, las que iluminan una prosa prodigiosa, que debe releerse para saborear el idioma en toda su extensión, lejos de libros fáciles, de usar y tirar de nuestros días:

“Fui, acompañado de mi madre al centro de la tierra. Después, comprendí que ella quería, como en La Odisea, que yo ascendiese de nuevo a la luz. Hijo, ve a otra luz. Todavía éste no es tu reino, aunque bien sé que tú para estar conmigo serías capaz de escaparte de la pradera donde pace el antílope y el águila traza círculos dentro de la Naturaleza” (p. 104, recogido de la revista República de las Letras, nº 118).

   Su madre, como una mujer del Antiguo Testamento (así la califica Lezama) le dio el don de la sabiduría, la pertenencia al mundo de los sueños, la posibilidad de hacer de la literatura una sabia combinación de imágenes llenas de múltiples significados.

  Hay que leer a Lezama para entender la importancia del lenguaje, de la luz que irradia un escritor único en las letras cubanas, de dimensión universal.

 

 

  

  

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Ângelo de Lima, loco oficial de Orpheu

3 de julio de 2017 09:56:36 CEST

Ângelo Vaz Pinto Azevedo Coutinho de Lima, más conocido como Ângelo de Lima, nace el 30 de julio de 1872 en Oporto y fallece el 14 de agosto de 1921, con apenas 49 años, en el Hospital Psiquiátrico Rilhafoles de Lisboa (hoy Hospital Miguel Bombarda). Correcto dibujante y notable poeta, el joven Ângelo heredó doblemente de su padre, el funcionario de correos Pedro de Lima, un vigoroso amor por la poesía –su primogénito había publicado, en 1867, un irregular poemario titulado Ocasos– y una penosa e incapacitante tendencia a la locura que acompañaría a ambos hasta la muerte.

 

En 1888, y tras ser expulsado del Colegio Militar de Lisboa, regresa a Oporto y se inscribe en la Facultad de Bellas Artes, estudios que abandona temporalmente para alistarse en el ejército portugués. Bien considerado por sus superiores, alcanza el grado de segundo sargento; en 1891, de manera voluntaria, entra a formar parte de una expedición militar en Mozambique. Tras siete meses en África, regresa a su ciudad materna; los primeros signos de locura comienzan a hacer acto de presencia.

 

En 1894 retoma, con mayor éxito, sus estudios de Bellas Artes: tanto es así que resulta elegido director artístico de la revista A Geração Nova. Sin embargo, el 20 de noviembre de ese mismo año ingresa en el Hospital do Conde de Ferreira de Oporto, diagnosticado de “manía persecutoria y alucinaciones auditivas”. Después de un largo periodo de hospitalización y un par de años en el Algarve, en 1900 se instala en Lisboa, donde se entrega a una vida errática y ociosa. Vida que se verá truncada el 19 de diciembre de 1901, –dos semanas después de protagonizar un altercado en el Teatro Dona Amélia que le supuso pena de prisión–, al ser ingresado en el Hospital Psiquiátrico de Rilhafoles, lugar en el que permanecerá hasta el final de sus días.

 

Es justo referir que un alto porcentaje del relativo prestigio literario de Ângelo de Lima se debe a la aparición de varios de sus poemas en el número 2 de la mítica revista Orpheu (1915), número dirigido conjuntamente por Fernando Pessoa y Mário de Sá-Carneiro. Algunos años antes, el crítico Albino Forjaz de Sampaio había publicado, en Ilustração Portuguesa, el artículo “Um poeta em Rilhafoles”, dedicado a glosar la figura de Ângelo de Lima; el atento Pessoa, atraído por su fervor modernista y su surrealismo de tintes panteístas, y dispuesto a epatar a la burguesía portuguesa del momento, no dudó en publicar varios poemas de Ângelo de Lima, de quien afirmó que, “no siendo como nosotros, llegó a convertirse en uno de los nuestros”. También son más que dignas de mención las labores posteriores de António Salvado, que en 1959 recopiló 28 poemas de Ângelo de Lima en la publicación Folhas de Poesia, y del propio Herberto Helder, quien, junto con António Aragão, incluyó al loco de Orpheu en el primer número de la antología Poesia Experimental (Cadernos Hoje, Lisboa, 1964).

 

 

Según el volumen Poesias Completas de la editorial portuguesa Assírio & Alvim (1991), que ha servido de base para este artículo y cuya numeración cronológica ha sido respetada, apenas se conservan 43 poemas de Ângelo de Lima: se sabe que otros muchos, compuestos durante su prolongada reclusión forzosa, acabaron siendo alimento de la basura del psiquiátrico de Rilhafoles, considerados por el personal médico y auxiliar del hospital como desvaríos propios de un enfermo mental. Es por tanto un orgullo presentar aquí, por vez primera en lengua castellana, la traducción de este ramillete de nueve poemas escogidos de entre la parte más coherente y valiosa del injustamente olvidado Ângelo de Lima. Ojalá que, como afirma el poeta en uno de sus versos más célebres, no se nos pare de repente el pensamiento al enfrentarnos a su compleja dispersión cósmica, al entregarnos, pacientemente, a ellos.

 

1.

¡Dicen los sabios que ya nada ignoran

que el alma es un mito...!

Los que hace tanto, en vano, de los cielos exploran

el alimento infinito…

Ellos, los que encontraron en el ente humano

nada más que esta faceta

de ser finito, orgánico, el gusano

que muere y nace,

se basan en la razón.          

¡Y la razón yerra...!

 

¿Quién, de la oruga que se arrastra por la tierra,

puede suponer,

soñar siquiera, que un día ha de nacer

la mariposa, aquella alada flor

matiz de los cielos?

Sabios, buscad en vano el puede ser

Saber… Apenas Dios.

 

El hombre se arrastra, igual que el verme

por no poseer la paz de la sepultura,

¡cuánta labor bajo aparente calma!

Servir de abrigo a aquel ser desarmado

del que un día, después de tarea oscura,

saldrá vivaz, alada y flor, el Alma.

 

 

 

3. SÚPLICA

 

Para alguien fue, de tu mirar, la llama,

como, tras noche oscura, fue la luz de la aurora.

 

Desde la “selva oscura” entre la sombría trama,

oye, mujer, como ese alguien te implora.

 

¡Oh, baja sobre mí tu mirada fulgente...!

 

Que tu mirada es bálsamo que ignora,

del cielo en este seno, en que, latente,

 

aflige, ya hace mucho, el cáncer de un anhelo,

de un deseo insensato y sed ardiente

 

de un no sé qué, que en tu mirada leo.

 

 

 

4. A MI PADRE

(En el Santo Día de los Difuntos)

 A Natalia García Vilas

 

 

¡Padre! Cuando en las horas del final del día

la vaga bruma cubre, tristemente, el Espacio

y a mí me envuelve en la melancolía...

 

¡Padre! Dime: ¿tú sabes qué tan secreto lazo

me liga a mí, que vago por el mundo

triste, vencido bajo atroz cansancio,

contigo, que planeas en el cielo profundo...?

 

¡Padre! ¡Yo soy tu hijo! ¡Siento que soy tu hijo!

No reniegues de mí, ¡yo soy tu hijo! Padre...

¿Pues no ves cómo vago por este laberinto,

perdido, triste, alucinado, ¡ay!,

al igual que esa nave en que Israel vagó,

y yerma, a la deriva, sobre las aguas va,

sin siquiera saber qué fuerza me guió,

sin que me guíe voluntad alguna,

en la derrota que siguiendo voy?

 

Así, como a la nave que no tiene ninguna,

ninguna sombra de tripulación,

sonríe Vesper aún, de entre la bruma,

así mi enlutado corazón,

al que no guía ya ni un solo anhelo,

sonríe, lejano, de entre las tinieblas,

¡Padre! ¡El afecto de tu noble seno!

¡Padre! ¡Mi noble, mi finado amigo...!

¿Duermes, allí en la Nada majestuosa y triste,

o vives todavía, como existe el Dolor...?

 

¡Oh Padre! ¡Quién pudiera marcharse allí contigo...!

 

¡Oh Padre! ¡La desgracia se ha juntado conmigo

desde el día en que, Padre, escapaste de mí...!

¡Oh, Padre! Si, en vuelo, por el cielo partiste,

dime cuál es el rumbo, quiero ver si lo sigo...

 

¡Padre! Tu pobre tumba, tan sencilla,

tal vez no tenga, como tienen otras,

hoy día, nadie que la deje flores...

 

¡Ay qué triste que es no tener a nadie!

 

¡Mas por lo menos Eva, nuestro encanto, −¿la ves?−,

y Pedro, y Vasco, están contigo allí...!

 

 

8.

 

Es el mundo estrecho coto,

es mal cazador osado,

mi alma es una ave asustada,

tu seno, abrigo anhelado.

 

El mundo da tantas vueltas

que la gente ya ni sabe

si un tercio de lo que hoy piensa

mañana lo pensará.

 

Pasan nubes por el cielo estival y ameno

como pasan por mi alma los Dolores,

y pasada la nube queda sereno el cielo,

como pasa el dolor, y mi seno se calma.

 

 

 

11. SOLO

 

 

Quiero que cuando muera me arrope la Simpleza,

marchar sin pompa alguna hacia la sepultura,

que sea mi compañía apenas la Tristeza,

¡que no vista de bronce el sonido, por los valles!

 

Llore sobre mí el cielo en gotas de rocío,

que la luz del ocaso refulja en su cristal,

cántenme el “que descanses”, a lo lejos, las olas.

 

Que la brisa, gimiendo, me recite su Amén,

vaya así hasta las yermas, las alejadas plagas...

 

¡Y que me quede solo!

             ¡No vuelva nadie allí!

 

13. 1500

 

 

En las olas tranquilas del océano

va serena la nao de blancas velas...

Trae en su flanco vestigio de tormentas,

allá en la mar, con gesto soberano...

 

Un ligero batel burla al arcano

Y baja de la nao hasta las tierras,

que en candidez nupcial y de doncellas

alzan la flora al sol meridiano...

 

Gente tostada por el viento amargo

salta en las playas del país fecundo...

Llevan el gesto de los héroes de Argo...

 

Conteniéndolos con mirar profundo,

Cabral1 alza la voz en gesto vasto

¡y en la Ley Patria envuelve un Nuevo Mundo!

 

 

1. Pedro Álvares Cabral, navegante portugués considerado el descubridor de Brasil.

 

 

 

 

 

14.

 

Súbito se me para el pensamiento…

Como si de repente refrenara

la loca correría… en que, llevado...

anda en busca… de Paz… y del Olvido

 

Para perplejo… Escrutador… Atento

como para… un caballo alucinado

ante un abismo… ante sus pies rasgado…

Para… Queda… Demórase un momento…

 

Viene traído en loca correría

a orillas del abismo, y se demora,

 

y sumerge en la noche, oscura y fría

su mirada de acero, que allá en la noche explora…

 

Pero… la espuela del dolor su flanco estría...

 

Y él salta… y continúa… ¡bajo la espuela!

 

 

42. VIVIR

 

¡Vivir...!

¡Vivir...! ¡Y Palpitar...!

¡Ser...! ¡Amar...!         

                   ¡Vencer...!          

                                   ¡Y Conquistar...!

 

 

¡Vivir!

           ¡Oh Fantasía...!

¡Luz...! ¡Perfume...! ¡Canción...!                   

                                                ¡De Amor...!

                                                                   ¡Poesía...!

 

 

¡Pasión y Gloria!

                         ¡Embriaguez...! ¡Jolgorio...!

¡Vivir...! ¡Un día...!

Vivir...

Vencer...

Amar...

 

               Rosa de vida... ¡Rosa de Alegría...!

Flor de Vida y Pasión,  ¡Epurpur Rosa...!

¡Deliciosa!     

                 ¡Que es como la Rosa

                                                   que Fenece un Día!

Un Día en que Adormece Toda Gloria...

¡Placer o Dolor...!

¡Odio o Amor...!

¡Del Palpitar, de la Vida Transitoria...!

 

 

43. EL MAR…

 

Semejante a algún monstruo, cuando duerme,

el Mar… Era sombrío, vasto, enorme…

¡Balanceo demorado

inmenso bajo los Cielos!

 

Tal inmenso y sombrío el Mar sería,

¡y así, en olas tristes, ondearía

en el tiempo en que el espíritu de Dios

sobre él era llevado!

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

   Leer a Goytisolo es un acto de reflexión, una aproximación a una amplia cultura, una meditación sobre la escritura y su peso en el mundo. Fue galardonado con el Premio Cervantes, el escritor nacido en Barcelona, merece una reflexión sobre una obra de gran calado intelectual, una obra de diferentes interpretaciones, que expongo en este estudio. Su muerte nos invita a una lectura atenta y reflexiva.

   Como dijo M. Carmen Porrúa en su artículo “Un itinerario ético y estético”, publicado en la revista de la Asociación de Escritores, República de las Letras, en el monográfico dedicado al escritor en julio-agosto del 2007, la escritura de este está afincada al compromiso: “La escritura goytisoliana refleja una actitud éticamente comprometida en relación a las cuestiones políticas y morales de nuestra época” (p. 27).

   Libros como Cuadernos de Sarajevo, Argelia en el vendaval o Paisajes de guerra en Chechenia al fondo, son claros ejemplos de esta actitud, la del hombre que piensa el mundo, que reflexiona sobre su devenir, un escritor que conoce el dolor, lo expone y medita sobre él, acerca de la injusticia de un mundo que se desangra por guerras y conflictos continuos, un lugar que merece este espacio de meditación que Goytisolo dedica, porque solo así podemos intentar ser mejores y buscar una solución al caos que nos rodea.

    Hay una denuncia continua en su obra, un compromiso ideológico con los desprotegidos, con los que tienen menos, un deseo de abolir el dolor a través de su denuncia, el rechazo a un capitalismo furibundo, a una sociedad de consumo que fagocita al individuo en sus redes. Todo ello se aprecia muy bien en libros como Furgón de cola (1967), hasta Pájaro que ensucia su propio nido (2001).

   El afán del escritor es apoyar la integración, el multiculturalismo, la pervivencia de razas en un mismo ámbito (temas presentes en sus famosas novelas Señas de identidad o Juan sin tierra).

    Es la trilogía de Álvaro Mendiola el testimonio más fiel de ese sincretismo, de esa búsqueda de un hogar común que rompa los laberintos del tiempo y que consolide la unión de razas que deben encontrar su sintonía, su armonía a un mismo lugar.

   La presencia árabe en la Península, su legado, es el leit motiv de esas novelas de indudable peso en nuestra literatura contemporánea, son la búsqueda de un eslabón cultural que no debe romperse y una crítica soterrada a la idea de los Reyes Católicos sobre la unidad de España. Goytisolo reafirma el culturalismo, la herencia árabe como un sustrato que enriquece nuestra cultura, por ello, utiliza el árabe en sus novelas, ya que en Juan sin tierra (1975), termina el relato con formas escritas en caracteres arábigos y Makbara (1980) es un relato donde pervive lo oriental en cada página.

   Para el escritor, todo proceso nace de una búsqueda de lo oriental que da luz a las ventanas de nuestra historia. Es lo árabe la mejor vidriera, donde se debe filtrar la luz  del edificio de nuestra historia, donde los rayos iluminen nuestro presente desde un pasado que no podemos olvidar ni rechazar.

    También el escritor es un amanuense que da caligrafía a sus textos, genera, desde el relato de la ficción, otros textos secundarios que enriquecen el basamento original. Sin duda alguna, hay relatos interiores, diálogos, ensayos dentro de la novela, para conformar una arquitectura del pensamiento, un sólido edificio de palabras donde convivan, en armonía, lo ético y lo estético.

    En el escritor catalán, pero universal, la radiografía del tiempo es ineludible, en una buena y profunda lectura de su obra, la Guerra Civil, la época contemporánea, son eslabones necesarios para generar un discurso sobre nuestra historia, el cual no eluda la Edad Media, como la semilla de una cultura creciente, con el legado de los árabes y los años de las Conquista musulmana y el Renacimiento, esplendor que debe ser recuperado en tiempos de crisis como estos. Todo encaja en el caleidoscopio de este novelista, ensayista, que busca el multiculturalismo como una razón de ser.

    Hay un eco manriqueño en Telón de boca, en manos de ese septuagenario que recorre su vida, hay un tempus fugit presente en el dolor del paso del tiempo, donde anida el eco de Proust y de Tolstoi, escritores que admira Goytisolo, como si en ellos se reviviese el espíritu del mejor pasado literario.

   Los personajes de sus libros también tienen múltiples rostros, son seres hilvanados con la mirada del entomólogo, lo podemos ver en novelas como El sitio de los sitios, Las semanas del jardín, Paisajes después de la batalla. Los seres que aparecen en sus novelas-ensayos son ejemplos de protagonistas polifónicos, seres que pertenecen a un lugar y a ninguno, desterrados del paraíso terrenal.

    Como dijo Marco Kunz en su artículo “En torno al otro lado: La escritura transfronteriza de Juan Goytisolo”, aparecido en la revista República de las Letras en el monográfico ya citado, el escritor es una combinación de culturas, en un espacio que abarca el mundo y lo borra, en su afán transfigurador.

    Dice así: “Juan Goytisolo es, sin duda, el escritor menos español de la literatura española contemporánea, y al mismo tiempo, el más mudéjar y el más hispanoamericano”.

     Goytisolo que vive desde hace muchos años en Marruecos, lugar que engloba su visión del mundo, entiende el mismo como un espacio lleno de traducciones, donde debemos transcribir las palabras para entender su significado profundo, cualquier lengua es recipiente de ese paisaje de ideas que es la literatura del escritor español.

    No hay duda que Goytisolo se nutre del estilo cervantino, como demuestra Las semanas del jardín, ya que se trata de historias que tienen un decidido afán didáctico, pero también son espejos de cajas rusas, unas dentro de otras, lo que enriquece el conjunto, pervive también la influencia de Bocaccio y su Decameron, donde el relato oral pesa como un legado que no podemos eludir, una literatura contada unos a otros, para buscar el sentido de la vida. El relato cervantino, su famoso Quijote, está dentro de ese espíritu de Goytisolo, las diferentes perspectivas y un afán por desdramatizar al personaje, hacerlo risible y, a la vez, profundo.

    Hay un afán en el escritor de realzar lo ficticio sobre lo real, como ocurre con Don Alosno Quijano, hacer que el personaje traspase las páginas y esté más vivo que nuestros amigos o amores, más carnal y, a la vez, esencialmente, espiritual, en este proceso de vivificación del personaje inventado.

    Hay ecos en el escritor de Pirandello y Unamuno, en su famosa Niebla, donde el personaje se rebela al autor que lo ha creado, hay, también una algarabía de voces y puntos de vista, Goytisolo impone la voz del personaje, su alter ego que sirve para explicar el mundo y sus contradicciones.

   Sobrevuela otro tema en la obra del escritor catalán, la idea del exilio, que está presente en Reivindicación del Conde don Julián, el punto que lo domina es la ciudad de Tánger, que sirve de perspectiva multicultural para hablar de un territorio que quiere y siente a España, que ama el pasado que los une y que lamenta el tiempo que los separa.

    Y, como último tema, el humor, muy presente en su obra, porque la ironía lo asola todo, una mirada que burla las apariencias, pero que presencia ese tiempo de crítica y censura que fue el franquismo, hay una lucidez presente en el hombre que ha entendido la mediocridad de la España de la dictadura y el afán, siempre vivo, de ir más allá, hacia una modernidad, que no anule lo bueno de nuestro enriquecimiento cultural en el Medievo.

   Hay un último Goytisolo, el poeta, que hace lirismo de su prosa, como dijo Luis Vicente de Aguinaga en otro artículo del Monográfico dedicado por la revista República de las Letras al escritor catalán, dice lo que sigue: “la obra de Goytisolo es arriesgada y compleja”, sin duda alguna, porque su prosa está imbuida de una poesía que radica en lo mejor de nuestra lírica española, como muestra en su libro Reivindicación del conde don Julián, donde late Góngora, el poeta cordobés que hace del verso una luz interior, llena de sombras y de claroscuros.

    En su Polifemo, entiende Goytisolo la España lúcida, pero trágica, fea, pero hermosa, pacífica, pero con genes de violencia, la España que genera arte y lo destruye.

    Como conclusión a esta mirada a un escritor que ahora recibe el Cervantes por su alto compromiso con la literatura y con el pensamiento, cabe decir que se trata de un escritor de gran calado intelectual, casi un visionario, que en la época de la dictadura ya alumbró el deseo de una España multicultural, que recuperase aquel espíritu perdido por los Reyes Católicos y su afán homogeneizador y de pedante beaterio, donde la Iglesia era el poder omnímodo en sintonía con el de la Monarquía.

    Hubo, nos dice Goytisolo, una España plural, sabia, sincrética, multicultural, que el tiempo ha recuperado y que no debemos perder, tierra de emigrantes como de emigrados, se trata de una España que algunos quieren olvidar, aquellos que de forma sectaria imponen sus criterios, pero que debe seguir creciendo, tal es el legado de este hombre que ha cultivado la narrativa como si fuese un ensayo y este como una novela, porque no entiende de géneros, todo es literatura y esta anida dentro de nosotros, como espejo de nuestra vida, merecido Cervantes el de este hombre lúcido de pensamiento inquietante y provocador, como deben ser los grandes hombres de la cultura de cualquier tiempo que se precie de serlo.

   Goytisolo ha muerto pero queda su obra y su alta hondura intelectual.

   

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García cueto

El ajedrez de la vida

2 de mayo de 2017 09:32:33 CEST

 

Julio Castedo es un médico y escritor madrileño de orígenes turolenses por parte de madre, hasta el momento ha publicado cuatro novelas: El jugador de ajedrez, Apología de Venus, El fotógrafo de cadáveres y Redención. Con todas ellas ha conseguido importantes éxitos, hasta el punto de que la última fue publicada por Planeta, editorial que ha vuelto a apostar por él y ha reeditado recientemente en su Colección Booket la primera, El jugador de ajedrez. Por si esto fuera poco, mañana se estrenará la película dirigida por Luis Oliveros, con guión del propio Castedo, y protagonizada, entre otros, por Marc Clotet y Melina Mattews.

Diego Padilla  -inspirado en la azarosa y cinematográfica vida del campeón del mundo Alexánder Aliojin, más conocido como Alekhine-  es el campeón de España de ajedrez de 1934, con motivo de la entrega de un trofeo es entrevistado por la bella periodista francesa Marianne Latour, de la que se enamora perdidamente y con la que poco después se casará y tendrá una hija, Margaux. Tras la guerra civil, partirá hacia Francia buscando la realización profesional de su mujer y un futuro mejor para la niña, pero se encontrará con un país vencido y entregado a la vorágine de la locura nazi que lo arrastrará consigo hasta una de sus cárceles, en la que logrará sobrevivir gracias a la afición por el ajedrez del oficial al mando, el coronel Maier.

A pesar del telón de fondo de la Guerra Civil primero y después del de la II Guerra Mundial, El jugador de ajedrez no es una novela histórica, es una novela epistolar de corte psicológico salpimentada con hechos históricos, mediante la cual el protagonista, Diego Padilla, un hombre bueno y honesto, se retrata como persona y se presenta a su hija recién recuperada junto con su libertad, y le cuenta su historia de pesadilla para explicarle su ausencia de cuatro años. En el fondo es una confesión de amor y de lucha por la vida, en la que su conocimiento del ajedrez, el juego de estrategia e inteligencia por excelencia, juega -nunca mejor dicho- un papel importante, pero que por sí solo, sin la decisiva presencia de los sentimientos, sin la tabla de salvación del recuerdo de ella y de su madre, de la esperanza de recuperarlas en el futuro, no hubiera sido suficiente para sobrevivir en el horror cotidiano de la prisión de las SS en la que ha estado encerrado todos esos años.

A diferencia del mundo bicolor del ajedrez, donde el objetivo es lograr la derrota del otro para obtener la victoria, la vida no es un tablero en blanco y negro, sino que nos ofrece una infinita gama de colores que hace más complejas nuestras decisiones y nos obliga a reinventar en cada momento las reglas del juego para llegar a un punto en que la victoria de uno no implique necesariamente la derrota del otro, las tablas en la vida son, en la mayor parte de los casos, la solución.

La prosa de Julio es sencilla, directa e impactante, fluye sin alardes y nos seduce invitándonos a seguirla hasta la última página sin hacernos perder el interés ni anticipar el final de esta hermosa historia de amor, supervivencia, bondad, amistad, traición, violencia, barbarie, mezquindad, egoísmo y, claro, como no, de la grandeza y emoción del ajedrez.

 

JULIO CASTEDO, EL JUGADOR DE AJEDREZ, Barcelona, Planeta, 2017.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Villalba Sebastián

Anarcosicalipsis

7 de abril de 2017 12:10:03 CEST

¿Es posible compaginar Victor Hugo o Dostoievsky con el Ulysses de Joyce, es posible casar a Don Benito con Valle? Pilar Ruiz lo consigue con una descocada pedagogía literaria. Todo se sostiene en una estructura caleidoscópica, cubista en cierto modo, aunque trabada por la lógica causal-teleológica que mostrara Aristóteles. Es como si asistiéramos a una caótica explosión que va cobrando orden casi sin darnos cuenta. He aquí una novela del siglo XXI que parece del XX y por momentos del XIX, aunque su espíritu sea muy dieciochesco, por perverso y juguetón. El siglo de las Luces, de hecho, supo acompasar la Razón ilustrada con la imaginación sadiana, la frivolidad con la profundidad de pensamiento; Ruiz, que, con permiso de Rajoy, es muy poco ruin y sí muy osada, lo ha logrado también. Pero este es un milagro que no se revelará en los mentideros controlados por el poder mayúsculo de minúscula decencia. Pilar, como sus personajes, quedará en los márgenes elegidos para seguir riéndose del esperpento circundante. Ella irá a lo suyo, a cultivar esa sabiduría narrativa que se da por supuesta, pero que pocos escritores españoles atesoran, quizá porque lo dan por sabida. Una ciencia narrativa que le lleva a comenzar los capítulos in medias res, a enhebrar con singular soltura tramas y subtramas, a entrecruzar el destino de los personajes, a culminar cada cabalgada narrativa al borde de un acantilado del que cuelga expectante nuestra tensión lectora…

Estamos ante una divina comedia que ha localizado los infiernos dantescos en un cabaret, más bien la boca del dragón por donde mueren todos los vicios (por algo El Bosco los representó como peces) pero donde se alumbra una salida (no abandonemos toda esperanza): la sicalipsis, el vicio dosificado con arte y talento. La autora no es una novelista histórica, es una narradora del presente amparándose en un pasado imaginario. Los paralelismos entre el declive de la monarquía borbónica, en manos de un Conde tan vampiro como Drácula solo que más cínico pornógrafo, y los estertores de la Monarquía postfranquista en manos de un inútil corrupto, son más que evidentes, pero hay que descubrirlos. Porque La danza de la serpiente no se agota en lecturas de primer grado como tantas de sus supuestas parientes del género histórico (esta novela no se adscribe allí) y garbancero (con permiso del Gran Galdós, que no era nada garbancero). El contexto queda siempre al fondo, integrado, presente pero no omnipresente. Es una novela hiperdocumentada, pero en ningún momento eso se hace visible, sino que la información ha sido dosificada de sabia manera a través de certeras pinceladas. Tampoco son necesarios excursos ni morosas descripciones, el pálpito de aquel presente primisecular de hace una centuria se presiente como un decorado complejo, magnífico, viscontiano. Un escenario provinciano, al que Flaubert, Clarín o Faulkner tanto partido le han sacado.

Nuestra escritora cántabra pinta un Santander que es la metáfora  de la España hiperprovinciana, pero al que las vacaciones Belle Époque y la Grande Guerre convierten en un teatro de operaciones inesperadamente cosmopolita; allí se cruzan el terrorismo anarquista y el glamur de las clases dirigentes, la mojigatería menendezpelayana –aunque Don Marcelino en la vida real era un crápula, como tantos hombres de orden de la época- con la desopilada sicalipsis, el espionaje internacional con la pornografía monárquica, Oscar Wilde con el populacho. Escenario idóneo para unos personajes de carne y hueso que se definen sobre todo por sus acciones –como en el cine- y por sus diálogos, elaborados, precisos, incisivos, alejados de ese falso naturalismo de naftalina, como en las mejores películas clásicas.  Por allí desfilan pioneras sufraguistas devotas de Krauss (Julia, tan próxima a la Amelia de El Ministerio del tiempo) y los representantes del orden tradicional (Dios, Patria y Rey). Las dos Españas de siempre, pero con la presencia de esa otra “tercera España” nada gongorina del “ande yo caliente…”, esa que vende la patria por un mendrugo y se apunta al “¡Vivan las caenas!” por una copa de ajén, ején. Están claras las simpatías de la novelista, pero no hay ni un asomo de adoctrinamiento, sino un sano escepticismo ante el activismo acompañado de cierta fascinación por los que eligen estar al margen con elegancia, sofisticación y sicalipsis.

Tan sofisticado y elegante como el ambiente es el estilo que luce la novela. Abundante vocabulario, adaptado al añejo sabor de época (resuenan vocablos nada comunes: achares, agarinos), que se canaliza en un decir primoroso, preciso, nada afectado. Todo fluye porque hay conciencia de que la escritura es ritmo, algo no muy habitual en la República de las Letras de las Hespérides… Sorprendente dominio de un lenguaje que domina todos los niveles del habla, que es, al decir de Lázaro Carreter, la mayor de las riquezas idiomáticas; lo vulgar, lo exquisito, lo sublime, lo culto, lo técnico, lo sicalíptico conforman tal variedad de registros lingüísticos que enriquecen el sonido de un órgano perfectamente afinado en su altísima fidelidad musical. Pero no todo son músicas celestiales, pues en cierto modo, La danza de la serpiente es explosiva. Una bomba discursiva servida por una editorial mainstream, una provocación con guante de seda, un esputo envuelto en terciopelo. Y esto también forma parte la anarcosicalipsis que la distingue.

 

Termino diciendo que, si bien en este puerto recalan los tres últimos siglos en su legado ideológico y literario, no es menos cierto que estamos ante un artilugio inmersivo del siglo XXI. Pues es un texto que llama al lector a una experiencia que es a la vez entretenida y enriquecedora; como en las mejores apuestas contemporáneas la densidad está ahí, aunque oculta, y la escritura emergida nos brinda una inmersión entretenida, ligera, cómplice, en sugestivas capas de cebolla… Esta liviandad profunda, este hondo entretenimiento lúdico debe mucho a ese arte teatral que está muy presente también en la obra y al que la propia autora homenajea. Los capítulos más bien parecen escenas y los personajes desfilan por las páginas como salidos de las bambalinas, porque la escritura es tan carnosa que los imaginamos entre tramoyas y luces, con esa sensualidad estilizada que solo las tablas saben transmitir. Teatral también esa perspectiva desde la séptima fila que adivinamos en su autora, un punto de vista distanciado y cómplice a la vez con sus criaturas sobre el que sobrevuela otro mucho más despiadado sobre aquella sociedad tan miserable como la de hoy día, el gran teatro del mundo en definitiva, que nunca fue grande. Liviandad profunda, hondo entretenimiento lúdico que forma parte de las señas de identidad de un escritor del siglo XXI que ha aprendido, de verdad, sin pantomimas ni mímesis baratas, la gran lección de la tradición narrativa que arranca en Cervantes, remonta el vuelo en el XVIII y florece en los dos siglos siguientes.

 

 

 

Pilar Ruiz, La danza de la serpiente, Barcelona, Ediciones B, 2016.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Hernández Ruiz

El teatro del mundo, el hombre

31 de marzo de 2017 13:19:27 CEST

Luis Rodríguez no es un escritor, es un filósofo con voz propia, arriesgado, transgresor, vanguardista, que reflexiona sobre la vida sin concesiones de cara a la galería. Escribe para él, para investigar en su propia poética, sabe que hacerlo para el lector es un error. La presunción de inteligencia en él le obliga a ser honesto en cuanto a su obra en marcha y persiste en su camino, en evolución siempre, pero con coherencia: la identidad es un proceso en eterna construcción, el ser humano vive en tránsito, explorar y tratar de aprehender la realidad y mostrarla en su multiformidad, de recomponer ese rompecabezas a base de letras que forman palabras, palabras que crean textos, textos que sintetizan historias, que a su vez se bifurcan en diferentes realidades, realidades que conectan mundos y tiempos, pasado y futuro en continuidad, en relación biunívoca, influyéndose mutuamente… Nos hemos vuelto a topar con un infinito, con un caleidoscopio en el que solo se ve una ínfima parte de la realidad, su única verdad es su naturaleza escurridiza, desbordante, policéntrica -¿caótica?- y, sobre todo, polifónica. Una sucesión de partículas unidas por hilos-historias que no se sabe de dónde vienen ni hacia donde se dirigen, o tal vez sí, hacia la muerte: “todo cuanto vive debe morir –dice la reina en Hamlet-, cruzando por la vida hacia la eternidad.”

La cuarta novela de Luis Rodríguez no es una novela, El retablo del no es, como mínimo, dos NO-velas espejo con haz y envés, realidad y reflejo, ser y sombra, actores y personajes, una de diez mil palabras y otra, que contiene la anterior, de veinte mil.

El retablo del no no es teatro, es teatro contado, es vida teatralizada. En el pequeño escenario de una cafetería varios actores - títeres de la vida- narran a modo de retablo historias fragmentadas, episodios absurdos con explicación lógica, anécdotas increíbles absolutamente reales… Vivir es puro teatro, el teatro es pura vida. Como decía aquel director teatral al comenzar la obra: "Damas y caballeros, aquí termina el teatro y comienza la vida. ¡Principiamos!". Y al terminar la función concluía: "Damas y caballeros, aquí terminó la vida y comienza el teatro.”

La negación es una de las connotaciones del género humano que nos permite ser libres. La libertad da a las personas la posibilidad de decir no y Luis Rodríguez ejerce su libertad y entiende la negación desde el punto de vista médico como una de las etapas psicológicas por las que pasa el enfermo a partir del momento en que sabe o sospecha que va a morir, pero también como el filósofo se ocupa de los conceptos vinculados a la negación, a saber, el de oposición, el de no-existencia, el de diferencia y el de proposición negada: la realidad y su reflejo en el espejo; el hombre y su sombra, el concepto del doble, del actor y su personaje… La negación constituye un mecanismo comunicativo que empleamos desde nuestro nacimiento (el llanto de los recién nacidos manifiesta ya su disconformidad por haber dejado el seno materno) hasta su muerte (el silencio de los cadáveres como negación de la existencia).

Quien lea El retablo del no se verá a sí mismo incompleto, fragmentado, confundido. Luis Rodríguez lo llevará más allá del sentido controlado del relato, lo situará al borde del precipicio y tal vez lo arroje incluso al abismo interior de sus emociones, al terror de sus intuiciones.

Luis Rodríguez, El retablo del no, Tropo Editores, 2017.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Villalba Sebastián

Poemas

31 de marzo de 2017 13:14:32 CEST

 

 

Roberto Mussapi nació en Cúneo (Piamonte) en 1952 y reside en Milán.
Entre otros libros, ha publicado: Gita meridiana, Antartide y La stoffa dell'ombra e delle cose.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


LLANURA

 

Tengo angustia de la llanura, en mi corazón

evoca el mar inmóvil y desanimado

de la bonanza, cuando no sopla brisa

y las velas cuelgan como vampiros por la mañana.

Recuerdo las dunas del desierto, las extensiones,

las largas caravaneras y el lento paso

al mundo de los tártaros, al oriente lejano:

allí fui consustancial a la llanura,

al descenso hacia un continuo ignoto.

Y en mí vive también el viaje de los Magos,

montes llenos de nieve, luego altiplanos,

y largas extensiones lisas donde se posaba el cielo.

Y luego el viento y las olas crestadas,

allá, allende Gibraltar y Cabo de Hornos, hacia Occidente,

en los mares donde el sol se ahoga y muere.

Fueron pesadillas los días de llanura,

mar sin alma, cielo sin aliento,

y nosotros inmóviles sobre la toldilla, como expiando.

Se convirtió en un atlas, aquella aventura:

todo fue allanado y extendido,

nada quedó desconocido.

Así murieron deseo y amor

mientras el dibujo del mundo se cerraba.

 

Luego, desde la oscuridad y desde el vacío de la bodega

descendimos a las cavernas y tocamos la luna,

el fondo, el origen de la sangre y de la especie,

y allá, en lo alto, hacia las estrellas y el cielo.

 

Ayúdame a volver a la llanura,

a creer que no ha muerto la aventura

incluso allá abajo donde el tiempo se ha estirado, 

ahora que el horizonte no me angustia,

ahora que sé que no sé,

que estoy de nuevo sucio y en la calle,

que he aprendido otra vez a llorar y a rezar.

SAILING FROM VENEZIA

 

Esto es el cristal, se hincha

con el soplido, coge la forma de la respiración,

todo lo que tintinea, que ríe, fue soplado,

sientes los labios del hombre en el borde del vaso,

he aquí porque ríen así, las muchachas,

con esas voces argentinas, de brindis,

eso es el cristal donde todo espejea,

el canal, mira, la ciudad reflejada,

los cimientos en paz con las aguas,

como una flota detenida en un océano

de cristal y de silencio,

esto es el parabrisas, en agosto,

los mosquitos aplastados, la prueba del viaje,

del pie en el acelerador, de la noche,

lloverá, el tiempo será marcado por el limpiaparabrisas,

los párpados palpitan con el ritmo de la respiración,

se abren inspirando,

desde allí yo veo el mundo.


AS TEARS GO BY, OFELIA 

a Marianne Faithfull

 

Luego fueron sílabas aquellas que habían sido palabras

y versos que me desgarraban la garganta,

pedazos, grumos de vozsangre

de toda imagen que antaño había sido,

ahora perdida en el fondo bajo arena vidriada.

E inhallable como quien es mudo

de golpe y con la voz su mirada ha perdido

por un dolor que sólo puedes intuir

en esa córnea de repente vacía,

o como de golpe a ciento sesenta en un túnel

con el pie hipnotizado en el acelerador

y yo, yo, lengua quebrada, yo, ahogada.

 

He interpretado a Ofelia, conozco la locura,

y sé que te golpea por exceso de amor,

cuando tus ojos no sostienen una silla

si ves en su paja las tramas de oro,

y el aura de aquella cátedra y su luz,

y los beatos que se posaron en inconsciente plegaria,

si tiemblas por una persona que se sienta

y se acerca al centro del fango y de los grandes ríos,

y sé qué significa exceso de amor,

cuando aquel al que amas se disipa y calla,

o no consigue responderte, y tú mueres,

por extinción, deshidratada en piedra.

Yo estoy ahogada en la charca y subida

entre hojas caídas, muertas y siemprevivas,

desde el fondo limoso subiendo a la luz,

desde el fondo he encontrado génesis y amor,

ahora que vuelve a ser mía, en mí, mi voz,

nada que pedir, subir despacio

como la linfa del cálamo a la flor

después de ser estrangulada por el invierno y por el hielo

entre hojas podridas, y el rito humoral

asciende a los campos y al oro de las gavillas

entre casa y casa, entre las luces y las calles.

Conozco la locura y estoy ahogada,

y ahora sé que era solamente amor.



PALABRAS DEL ZAMBULLIDOR DE PAESTUM

Yo soy el alma de tu padre, el zambullidor:
te he seguido cada día, estoy a tu lado,
conozco como entonces tus zonas de sombra,
el lenguaje de los movimientos trazado por tu cara,
nada ha cambiado desde entonces, en este sentido.
Esto es lo primero que he descubierto,
lo primero que quería decirte: no cambia la percepción
de tus momentos, como no cambiaba
de noche, en el sueño, o por la distancia.
Sé que este soplo mío (desde el fondo del agua,
entre las anémonas)
será para ti como mis palabras de antaño:
que te infundían memoria y valor,
más que el vino o que una mujer que te mira.
Mi primer descubrimiento, la primera verdad es que nada
se rompe en el secreto del alma.
El resto es confuso, es pronto
para intentar contarte,
corales, anémonas, vidas que se dibujan con un movimiento
de agua y se disipan al instante.
No todo es luz, transparencia, silencio,
galerías de oscuridad, respiraciones contenidas, luego voces
que inhalan en mí como si hablase.
Me deslizo hacia un fondo cada vez más distante
y siento que una luz sumergida me llama desde oriente:
no sé dónde acaba, por ahora,
no sé qué es, pero sé qué amor
la mueve y determina su respiración.
De este viaje hablaré más adelante,
cuando la experiencia sea conocimiento,
puedo hablarte de cuanto he dejado,
sobre la superficie azul de las aguas,
entre las arenas blanquísimas, las palmeras,
la sombra de los olivos, el vino
vertido de las ánforas:
ama la tierra rosa en el ocaso,
sumérgete en el mar para jugar, como un tritón,
saborea la fruta, el pan, bebe y come,
escucha las risas de las muchachas,
busca su boca, ríe y desespérate,
agradece cada día tu país resplandeciente.
Yo no soy tu padre sino su alma,
no soy aquello que vivo sino recuerdo,
la ribera, la piscina, los colores que forman
el extraño dibujo de la vida mortal.
Vive en esa cerámica deslumbrante y espera
cuanto sabré decirte más adelante, al final del viaje.
Pero ahora que duermes como cuando en una cuna
parecías buscar los secretos del mundo,
ahora que tienes las espaldas más anchas y los cabellos más ralos,
escucha las palabras de mi alma
no sé mucho de ella, de mí misma,
(es pronto, hijo, no conozco bastante,
apenas he comenzado, estoy nadando),
no pienses en mi cuerpo (es tarde,
perlas, los que fueron mis ojos,
y mis labios reducidos a corales),
pero conozco su matrimonio,
cuando vivían al unísono en el mundo
y yo, el alma de tu padre, el zambullidor,
te entrego sólo esta experimentada certeza
(desde el fondo del abismo, en el escalofrío de la zambullida):
que también el hombre puede amar eternamente.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Roberto Mussapi

Poemas

23 de marzo de 2017 10:00:02 CET

 

Taducción de Carlos Vitale

 

 

Giacomo Scotti nació en 1928 en Saviano (Nápoles). Entre otros libros, ha publicado: Se il diavolo è nero, Poesie per mio figlio y Rabbia e amore.

 

 

 

 

 

 

 

 


EL DÍA DE HIROSHIMA

Aquel día en que los árboles desaparecieron
en una llamarada
y del hombre sólo quedó la sombra
estampada sobre el empedrado de Hiroshima,
aquel día está al acecho en nuestra
indiferencia.
Pero escrito a fuego en el pasado, es un día
que no tendrá futuro si en los ojos
llevamos aquella sombra y aquella llamarada.

(6 de agosto de 1944)

DUERME POR ENCIMA DE LAS GUERRAS

De nuevo llega el estruendo de una guerra
desde mares lejanísimos.
De nuevo el cielo está quieto, los trenes pasan.
Se llena y vacía el cenicero:
las colillas del pensamiento, del escribir.
En el cesto de plástico terminan
mis batallas perdidas, algunos resplandores
de fantasía quemada, papeles rotos.
Son las nueve, es domingo: mi hijo
duerme por encima de las guerras.



TE MIRO

Los ojos, la boca:
el don de la alegría.



EL ARCO DE LA EXISTENCIA

Del nacimiento a la muerte,
el espacio entre dos dedos.
¡Pero cuánto vivir entra
en tan poca vida!




¿YO O EL PIE?

Sábana, mantas,
me cubro bien y duermo.
Cuando me besa el sol, encuentro siempre
un pie fuera.
¿Quién quería huir?




LA POQUEDAD DEL HOMBRE

Sobre esta hoja blanca el sol escribe,
mi mano borra.




PARTEN LOS PESCADORES

Las ropas al viento ondean en los balcones
sobre la curva del puerto. Una inquieta
blanca asamblea
de sábanas y camisas
saluda a los pescadores que parten.
Las ropas a secar
son el lecho y la mujer.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Giacomo Scotti

Aquello era realmente música

3 de marzo de 2017 14:37:05 CET

Las citas de los maestros con las que comienza un libro nos dan ya indicios de sus analogías. Son su contraseña de entrada. El autor las coloca en el umbral de su obra como si se tratase de exvotos para que el lector perciba los primeros atisbos de lo que hallará en sus páginas, de las fábulas y personajes que habitan ese locus que va a recorrer con los ojos y con la imaginación. La acústica de los iglús, primer libro de relatos de la autora mallorquina Almudena Sánchez, da comienzo con estas dos citas: "Hay algo de lo que no nos curamos, y de lo que no nos curaremos nunca", Natalia Ginzburg y "Hablar es un acto de desesperación", Eloy Tizón.

 

Natalia Ginzburg alude con sus palabras al mal individual de la creación, ese mal alojado en algún lugar entre la cabeza y el corazón que reverbera con un ruido propio. Experiencias, personajes e historias viajan en el pensamiento creativo como voces de fantasmas en una campana de cristal o en un refugio de hielo. Se trata de un mal autoinmune e incurable que solo halla alivio en el acto de escribir en esa "lengua extranjera" —recordando a Proust— que es la literatura. Una lengua que se parece a la que hablamos pero que es susceptible de cambiar de color y de naturaleza cuando el escritor sufre ese momento de tribulación o de éxtasis que le permite expresar su “mal” en un tizoniano acto desesperado. Esto es lo que nos anuncia Almudena Sánchez con sus citas. Que se propone hablar de aquella música incesante que lleva dentro. Y que lo hará de manera libre y gozosa, creando imágenes de otro mundo, de un mundo original, viajero, solitario, recóndito, galáctico, musical e indomable. Así habla un personaje en uno de los relatos: “Seguro que aquello era realmente música. Aquello se oía de lejos, como pasa con los susurros y con algunos pensamientos: hay que aguzar bien la mirada para que se aguce de forma simultánea el oído. Hay que agudizar el tacto, para que se aguce el aparato respiratorio o para reactivar, de una vez por todas, el diafragma. Hay que aguzar el olfato para pronosticar algunos días de mucha, muchísima lluvia”.

 

Hay en los relatos de Almudena Sánchez confluencias y homenajes a la narrativa de Clarice Lispector. Comparten ambas el erotismo, el interés por episodios de la infancia, el dolor del pasado, pero también el goce de las pequeñas felicidades clandestinas en medio de un mundo de frustraciones y enfermedad: “Se pulsa un botón y la vida se enciende”, dice Clarice Lispector. “La muerte nos despide con los ojos abiertos”, dice Almudena Sánchez.

 

En los relatos de Lispector hay un zoológico emblemático y real, de animales que nos miran con amor o con odio. En los de Sánchez los animales huelen la enfermedad prematura y la olfatean con gusto, con placer o con rabia: “Quería saber hasta qué punto los animales detectaban mi enfermedad. El zoo estaba en calma. Los elefantes se movían en el espacio raquítico de veinte metros cuadrados, y aunque yo me acercaba con cautela, como otro animal herido, para que me olfatearan, no me hacían demasiado caso. La fauna seguía su curso, entre bambalinas, comiendo pescado y moras, acicalándose, relamiendo un tronco árido casi seco y pisando charcos de barro. Los delfines saltaban encasillados. ¿Existe un salto más triste y más aplaudido que el del delfin?”

 

En las lecciones que Italo Calvino se proponía dar en Harvard, a finales de los ochenta, el maestro apuntaba ciertas características y tendencias del cuento a partir de las cuales los autores desarrollaban su propia gramática literaria, o si se prefiere, su propia visión lingüística, filosófica y estética del cuento. Como consecuencia de esas gramáticas propias, desde finales del siglo veinte se ha producido una hibridación de géneros en la narrativa breve. Un difuminado y hasta borrado de fronteras entre lo fantástico y lo realista.

 

A La acústica de los iglús no le sientan bien las etiquetas, o al menos las etiquetas excluyentes. Porque se trata de un libro con elementos fantásticos y un sustrato bien pegado a tierra. En sus páginas se habla de la enfermedad, la muerte, la precariedad, el desempleo, el menosprecio a la cultura, la filosofía agonizante, la disciplina, el despertar sexual, los miedos, los deseos, la necesidad de fingir, la supervivencia… Son relatos de ideas ágiles que ocurren en coordenadas espacio-temporales no siempre ajustadas a la lógica real: carreteras que conducen a ninguna parte, arenas movedizas, un satélite en algún lugar de la galaxia, teleféricos que dan la vuelta al mundo... Relatos de imágenes memorables, del alta fantasía, llenas de analogías y contraposiciones. Mundos de potente cromatismo, con múltiples y trabajadas capas de significado, de complejidad tan atractiva como enigmática, en los que se aprecia una fijación obsesiva por los pequeños detalles y un interés meticuloso por la fragmentación de tiempo y escenas.

 

En las narraciones de La acústica de los iglús confluyen un raro existencialismo y la mejor literatura del absurdo. Son historias marcadas por el humor y la sorpresa como elementos para denunciar situaciones sociales o para reflexionar sobre cuestiones vitales de manera discontinua, pero persistente. Con frecuencia encontramos en ellas pensamientos expresados a la manera certera y sugerente de los aforismos: “En el hospital, se tiene una visión amplia de nuestros alrededores. Como si la enfermedad, en esencia, incluyera unos prismáticos”. “Los sueños son recuerdos artísticos”.  “Hay momentos en que el deseo se torna desafiante y pegajoso”.

 

En el universo acústico de Almudena Sánchez todo sucede como en un falso cuento de hadas, cuya luminosidad se degrada a medida que avanzan los miedos, los reveses y los naufragios. Sus escenarios plásticos y cinematográficos, de misteriosas claves, engranajes secretos y tiernas imágenes nos hacen sentir el raro hechizo de una sala de cine a oscuras.

 

A Borges y luego a Piglia debemos el concepto de lector cómplice, el lector como parte integradora en la construcción y desarrollo de la historia. Un lector predispuesto a lo lúdico en la lectura, colaborador en su interpretación y su mensaje, si el relato es lo suficientemente sugerente como para suscitar en él reacciones emocionales de cualquier signo. La acústica de los iglús tampoco admite lecturas indiferentes, solo los lectores cómplices podrán disfrutar enteramente de sus relatos.

 

Tras leer La acústica de los iglús, me vienen a la cabeza las siguientes palabras de Miranda July, escritora, guionista y cineasta norteamericana: “En el arte tienes que quedarte ahí colgado, no sabes qué estás haciendo y de repente todo da un giro y llega el significado y la conexión. Tienes que hacer el trabajo de todos modos con una devoción que roza el rito y luego algo ocurre, como en un matrimonio. Al final todo tiene que ver con el esfuerzo, así es como funcionan las cosas”.  Y realmente funcionan.

 

 

 

 

 

 

Almudena Sánchez, La acústica de los iglús, Barcelona, Caballo de Troya, 2016.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por María José Codes

La hondura humana y narrativa de José Luis Sampedro

3 de febrero de 2017 12:04:17 CET

   Al morir hace casi cuatro años una de las figuras más sobresalientes del panorama humanístico español, el merecido homenaje a una trayectoria donde ha prevalecido la clarividencia y la honestidad y el compromiso ético con los más desfavorecidos, se hace necesario, ahora que se cumple el centenario de su nacimiento.

   Desde su nacimiento en Barcelona el 1 de febrero de 1917 hasta su muerte el 8 de abril del 2013, podemos descubrir un camino donde el esfuerzo y el afán por comprometerse éticamente con los demás es clave.

   Al año de nacer, su familia se trasladó a Tánger (Marruecos), donde vivió hasta los trece años, en 1936 fue movilizado por el ejército republicano en la Guerra Civil española, combatiendo en el batallón anarquista. Sus peripecias en la Guerra son clave para entender cómo se fraguará después un hombre pacífico, que defenderá los valores del diálogo y la honestidad con el mundo. Después de esos años de contienda pasados en Cataluña, Guadalajara y Huete (Cuenca), es reclutado por el bando sublevado.

   Este cambio de bando no va a mermar su forma de ver el mundo, atendiendo ese reclutamiento a los avatares del destino. Obtuvo plaza de funcionario de aduanas en Santander, trasladándose luego a Madrid, donde en 1944 contrae matrimonio con Isabel Pellicer y realizó sus estudios universitarios de Ciencias Económicas, que finalizó en 1947 con Premio Extraordinario.

   Su trabajo en el Banco Exterior de España se combina con sus clases en la Universidad. Llega en 1955 a ser Catedrático de Estructura Económica por la  Universidad Complutense de Madrid, puesto que ocupará hasta 1969.

   De este período destaca su necesidad de escribir teatro, Un sitio para vivir, también estudios económicos como Realidad económica y análisis estructural y El futuro europeo de España.

    En el año 1965 y 1966, decide irse como profesor visitante a las Universidades de Salford y Liverpool, tras la destitución de los catedráticos López Aranguren y Tierno Galván.

   A su vuelta a España, pide la excedencia en la Universidad Complutense y publica El caballo desnudo, una sátira sobre la situación del país. En 1976 vuelve al Banco Exterior de España, como economista asesor. En 1977, fue nombrado senador por designación real, en las primeras Cortes democráticas, puesto que ocuparía hasta 1979.

   Al jubilarse, se dedica plenamente a escribir, dando lugar a una obra fecunda y de notable interés donde prevalece un humanismo necesario para entender el mundo. Escribe Octubre, Octubre, La sonrisa etrusca y La vieja sirena, entre otras. Su mujer, Pilar Pellicer, muere en 1986.

   En 1990 fue nombrado miembro de la Real Academia Española, con un discurso de ingreso basado en la tolerancia y el amor.

   Se casó con Olga Lucas de Torre, escritora, poetisa y traductora, en el año 2003, pasando largas temporadas en Tenerife donde escribe su novela La senda del drago.

   Se ha convertido en un referente fundamental para generaciones más jóvenes, donde la reflexión y el deseo de una regeneración política para acercarse al pueblo y a sus verdaderos valores, ha triunfado para muchos. Sampedro se ha considerado un indignado más, porque considera que el poder económico, con sus terribles fauces ha anulado a muchas personas, se ha impuesto como el gran lobo que ha de devorar a sus hijos, donde políticos corruptos e ineficaces pueden aniquilar literalmente derechos sociales sin que se les mueva una sola ceja. Sampedro, estoy seguro, sufría en los últimos años de su vida, de este deterioro imparable de las Instituciones de su querido país, sembradas de políticos corruptos, juicios donde la impunidad para los poderosos prevalece y una Monarquía en grave crisis de credibilidad.

   Pero Sampedro también fue un hombre de palabra verdadera, que dejó en una narrativa que pretendo analizar en las siguientes páginas, en tres ejemplos interesantes, el amor a los demás en Conferencia en Estocolmo (1952), a la Naturaleza en El río que nos lleva (1961), el amor a los demás en  uno de sus libros más bellos La sonrisa etrusca (1985), tres ejemplos de gran literatura, donde Sampedro nos dice que somos algo más que números, somos seres que habitan en las incertidumbres, pero llenos de alma y de luz, un potencial que en sus novelas no deja de brillar.

UN NARRADOR DE MIRADA LÚCIDA Y VERDADERA

   En Congreso en Estocolmo (1952) asistimos al encuentro de seres que aman la cultura, donde sobrevuela el tema de la amistad y del amor en un marco aparentemente austero, el del paisaje nórdico de Estocolmo.

   La amistad aparece trenzada como un valor que se va hilvanando, demostrando que, para el novelista, esta es una virtud necesaria para ser feliz, los hombres y mujeres que se contagian de la amistad tienen un alto sentido ético, conocen el esfuerzo y saben compartirlo, en una suerte de generosidad que es la que practicó Sampedro a lo largo de su vida:

“Y volver a hablar de la amistad, a tratar de definirla, a permitirla él y a aceptarla ella. En el fondo, a saborear la palabra y todos sus indefinibles armónicos y cautivaodras resonancias”.

   El narrador sabe que la palabra es tesoro, precioso don donde conviven hombres y mujeres que saben que el lenguaje precisa el entendimiento ético que hay en el ser humano, solo así el lenguaje es limpio y verdadero.

   Pero también la ciudad de Estocolmo, como si el narrador se hallase encandilado de sus aguas, aparece definido en este precioso párrafo del libro:

“La ciudad era todavía más exquisita bajo la lluvia mansa. Todo el colorido diverso de las fachadas adquiría delicados tonos de pastel y los tejados de verde cadernillo relucían concentrando suavemente la luz”.

   Paisaje que va dejando sus poros en sus habitantes, llenando de fulgor a los seres, como si se impregnasen de la luz de la ciudad nórdica, fría y cercana a la vez, como el amor y la amistad.

Karin, Klara, son seres hechos con el molde de la vida, con sus luces y sombras, en ese ámbito elegante de Estocolmo.

   Llegó El río que nos lleva (1961), novela desbordante donde la figura de los gancheros que se encaraman al río Tajo, poniendo en riesgo su vida para coger los troncos que van arrojando los árboles, nos seduce, novela hermosa, donde las descripciones se convierten en mosaicos de luz, en cuadros que el cine llevará más tarde a la pantalla, lo que demuestra el sentido narrativo de Sampedro para crear una novela de gran hondura:

“Sintió muy inmediato la atracción de un remolino, pero lo salvó sin soltar al chico, aunque hundiéndose. Un golpe de piernas contra el forro fangoso le impulsó hacia arriba con su presa; pero casi falto de aire y turbia la vista, salió por donde pudo”.

   El Tajo como el río que lleva la vida de los hombres, expuestos al peligro de su trabajo, heridos por la vida, seres a la deriva, como la novela se encarga de contar. Don Pedro, El Seco, Paula, son espejos de la vida dura de los gancheros.

   También los diálogos sirven para entender el esfuerzo del narrador para que los personajes nos lleguen, se aproximen a nosotros, se conviertan en seres reales, tan verdaderos como nuestras propias sombras y luces ante la vida:
“Y contrata a la gente, se bebe la salida pa animarse y, ¡hala!, a trajinar… Yo, que andaba aburrío, pues me enganché…”.

   La Naturaleza, lugar de remanso, pero devastadora también, donde los gancheros sirven su vida como ofrenda, para contarnos esta historia que va calando, con el paisaje como fondo, porque la novela destila belleza en cada página:

“Detrás de la casa estaba la pequeña represa. Por las grietas del azul se escapaba el agua, pero aún retenía un estanque increíblemente quieto, lleno de ovas y musgo, en la fría muerte invernal agravando su desolación”.

   Novela culminante, donde los personajes se meten dentro de nosotros, su compromiso ético con la vida es espejo del novelista, convertido en hombre entregado al don de la narración, donde todos podemos mirar mundos parecidos y lejanos al nuestro.

   Por último, un reflejo de la bondad de Sampedro ante sus personajes fue La sonrisa etrusca, donde el novelista cuenta la vida de un hombre en la culminación de sus días, un hombre que encuentra en su nieto un confidente para reflexionar sobre la vida, desde dos prismas, el que da la experiencia y el que da la inocencia, dos reversos de un tiempo relativamente corto, pero que va dejando en nosotros un poso imborrable, que perdurará en el tiempo:

“La tortura del viejo culmina en el dolor de ese silencio que, aun cuando previsto, le desgarra. Se descubre empapado de sudor, imagina a la víctima vencida, al niño más solo que nunca, sin fe ya ni en ese viejo con el que había sellado un pacto; en cuyos brazos se refugió momentos antes y que ya le había traicionado…”.

    Resumen magnífico de dos mundos, dos seres que abren y cierran la vida, donde Sampedro medita, para que la visión ética de un mundo cuya desolación no le impide seguir soñando, ese sueño que ha interrumpido la muerte, ya en sus noventa y seis años, indignado con lo que, como diría Lorca, muerden a los hombres que no sueñan.

   Sampedro no morirá, porque más allá de su literatura, brillante desde luego, queda un hombre de mirada honda y limpia, tan necesaria en estos tiempos.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Gamoneda interior, el paso al verso verdadero

27 de enero de 2017 12:33:58 CET

    Antonio Gamoneda canta y lo hace así, con el verso hondo y claro, como dijo Miguel Casado en su artículo publicado en La República de las Letras en el número de noviembre y diciembre del 2007, titulado “En el espacio de la poesía moderna”: “Pero la escritura transparente también es un modo de desvelamiento, no sólo formal, sino de lo que subyace; la escritura transparente revela lo que está debajo”.

    Y es la escritura transparente la que enuncia el poema de Gamoneda, ese verso claro y diáfano, casi cristalino que abre sus ventanas a un eco amoroso.

   Como dice Miguel Casado en el artículo citado, la escritura transparente hace visible aquello que trasparece, lo que está debajo.

   Su canto a la madre es una muestra de afecto, como cuando el poeta dice en “Hablo con mi madre”: “Mamá: quiero olvidar todas las cosas / en el final de mi respiración que canta”.

    Si la escritura es “transparente”, todo lo que canta se revela, tiene destellos, halos de luminosidad.

    Pero Gamoneda sabe que decir la verdad en el verso es callar también porque:

“Sé que el único canto / la única poesía / es la que calla y aún ama este mundo”.

    Por ello, en los poemas de Gamoneda hay huecos, son silencios que desvelan la imposibilidad de decirlo todo, de sincerarse ante el mundo, late el eco de la duda ante la existencia, siempre en continuo desvelamiento, como si abriese telones y cerrase espacios abiertos, todo en eterna contradicción.

   Hay poemas de Gamoneda como “Geología”, “Paisaje”, “Invierno”, donde el poeta calla en el verso la hondura del mundo, busca en lo cotidiano, en los objetos y utensilios de cada día aquello que enuncia la verdad, en una sartén, en una cesta, cualquier objeto es presencia, no nos lleva a los terrenos inhóspitos del pensamientos, donde todo es duda y temor, lo verdadero se revela y se hace canto.

    Como le ocurrió a Blas de Otero en su libro de 1955 Pido la paz y la palabra, Gamoneda, como dijo Ildefonso Rodríguez, es el poeta ciego, el Homero que abre los ojos y descubre el poema en la verdad de los objetos cotidianos, su poesía se socializa, olvida todo lo anterior y entra en contacto con el mundo, se hace verdadera, cuando, como le ocurrió a Aleixandre en Historia del corazón toma contacto con los otros hombres y con los objetos cotidianos, que le alejan ya para siempre de toda trascendencia.

   El poeta considera que “mi canto está mal hecho”, Gamoneda cree que la denuncia no vale, es insuficiente, si en el poeta no late un verso revelador, que enseñe el lenguaje de cada día, que se identifique así con el pueblo.

   Dice el poeta: “Fui ciego / como piedra de cripta hasta que un día / vi en el mundo las cosas verdaderas”. Poeta atravesado por la verdad, cuya fe manifiesta, ciego del mundo, cuya revelación no llega hasta su libro Blues castellano.

    Si la poesía vivía en sus primeros libros como Sublevación inmóvil (1960), Gamoneda  no ha encontrado todavía el lenguaje verdadero, ese que le una al mundo, aún vive entre luces y sombras, entre el misterio del pecado original y la intrascendencia humana.

    Será después cuando abra ese caudal, en Blues castellano hay un apartamiento de la indignidad del mundo, Gamoneda se siente avergonzado de ese lenguaje anterior, solo y desvalido ante sus propios espejismos, quiere compartir y dar a los otros su verdad, entender el mundo que lo rodea y serle fiel. Para llegar a los demás solo existe el dolor que vive dentro de su piel.

    En Blues castellano hay un llanto a secas, por la vida, la injusticia y el dolor que late en todo, por la respiración de las cosas, las oye como si encontrara el oxígeno que necesita para volver a enfrentarse al mundo. A través de un nuevo lenguaje, el poeta encuentra su íntimo decir que está con los otros, en sintonía y armonía vital.

    Pero las palabras de Ángel Luis Prieto de Paula en su artículo de República de las Letras, en el citado número dedicado a Gamoneda, nos aclara el pasado que ha vivido en él y que hace necesario ese nuevo ser ante el mundo. El artículo se titula: “El sabor de la desaparición en Antonio Gamoneda” y dice el prestigioso profesor e investigador que Gamoneda fue un niño de la guerra y eso le marcó, su poesía se basó en ese tiempo de dolor, hasta que en “Descripción de la mentira” reflejó “su fracaso histórico y temporal”. Ya en ese libro, de 1977, se revela el deseo de cambia, de unirse al mundo, de encontrar un nuevo verso, que culminará en Blues castellano y que recopilará en Edad (1987), un libro que recoge una antología de su poesía, publicado en Cátedra.

    Coincide Antonio Colinas con Prieto de Paula en que Descripción de la mentira es el comienzo de ese cambio en su poesía, cuando comienza la palabra verdadera, palabra-origen, en la senda de Valente, comienzo de un nuevo lenguaje que cobra todo su sentido en su famoso Blues castellano.

     Concluyo diciendo que Gamoneda es un poeta de verso llano y profundo, que revela al ser que vivió la Guerra Civil de niño y que vivió una dura posguerra, ese ser que encuentra en los demás el verdadero sentido de una obra poética de altura que hay que celebrar.

    

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

Ricardo Piglia: una vida no basta

19 de enero de 2017 11:51:28 CET

Escribir es una forma de huida: un escritor, dado que tiene (que se sepa) una sola vida, se ve obligado a inventar otras: otras historias, que son siempre la misma. Una vida no es suficiente: un tópico, y como todos ellos, verdad. A veces hace falta, por la razón que sea (hábito del idioma, exceso de imaginación, curiosidad, libido, rechazo a la idea de finalidad) multiplicar las posibilidades. Difícil pensar en un escritor que haya multiplicado sus posibilidades más veces que el autor que nos ocupa; en su multi-narrativa, infinitamente divergente, la superposición de mundos ficticios, muchos de los cuales involucran a su alter ego, Emilio Renzi, privilegia los repentinos puntos de vista, hasta el infinito.

Ricardo Piglia (Adrogué, 1940 - Buenos Aires, 2017) es uno de esos escritores singulares, perturbadores, que van contra la corriente, contra el flujo de la cultura de su tiempo, y para el cual los precursores son tan difíciles de encontrar como los sucesores. Los ensayos y diarios que aquí analizamos representan sólo una parte de los logros del autor argentino, que incluye cuentos y novelas, la mayoría, breves, así como convincentes, a menudo lacerantes, traducciones de obras extranjeras. Su literatura ha abierto una ventana a un mundo, mucho más plural y democrático, durante todos estos años de oscuridades.

Su literatura despliega una predilección por los misterios irresolubles y los mitos literarios, con los que gusta de envolverse a sí mismo. Pero lo más increíble de esos mitos es que, en las páginas de su obra, acaban por volverse reales. Es difícil no leer sus libros, cuyas dimensiones interiores parecen duplicarlos, sin reparar en que han sido escritos por un hombre que trata de escapar del silencio. No hay principio ni fin a su trabajo; que es, por así decirlo, ilimitado.

 

La forma inicial

 

Impulsa la obra ensayística de Piglia la negativa a seguir las reglas o las expectativas sobre lo que debe ser un ensayo. Sus preceptos son más bien es el esfuerzo radical de alguien que se ha aislado a fin de aferrarse a las cosas en sí mismas, alguien que solo se deja guiar por el afán de originalidad. “Las pulsiones (…) hacen que un escritor funcione (…) claro que un escritor es mucho más que eso”. Los aspirantes a autor de ficción somos los destinatarios, en última instancia, de la colección de ensayos, conversaciones y entrevistas La forma inicial (Sexto Piso, 2015), donde el autor de Plata quemada (1997), uno de los más grandes novelistas argentinos del siglo XX y lo que va del XXI, divulga los secretos del oficio, es decir, los métodos de los narradores más importantes de todos los tiempos.

En La forma, se expresan opiniones controvertidas, pero siempre educadas, sobre los méritos de los rivales: “A mí me interesó siempre algo que Borges hace muy bien (…) la ficción del nombre (…) Alguien que dice que se llama de un modo que no es como se llama (…) la lógica de la falsificación”. Este libro sobre crítica literaria obedece más a los caprichos del ritmo (“la velocidad (…) la marcha, es esencial. La clave para mí es el tono, cierta música de la prosa, que hace avanzar la historia y la define”) que a la inflexibilidad de un patrón establecido. De esa forma, el argentino allana el camino para explorar cuestiones estéticas y biográficas, tanto propias como ajenas.

Se suceden las reflexiones del autor sobre el amor, la clase y la cultura, el pánico y el vacío, la prosa y la poesía, la conexión y la desconexión, pero sobre todo la forma (inicial y final) en que se mira a la condición humana. Aunque el autor de Respiración artificial (1980) admira el estilo de la prosa de otros autores, su humanismo y su elegancia moral, de ninguna manera es un admirador acrítico: “Sabemos que Onetti usa demasiados gerundios, que la conclusión de las frases por momentos es incierta, que los pronombres no siempre están bien definidos (…) pero esa suma de imperfecciones (…) convierten su escritura en algo único (…) un gran acontecimiento de la lengua”.

La forma supone, en definitiva, una vasta mirada a la cultura occidental. Con gran autoridad, se coloca a cada autor en el contexto artístico de su época. Su experiencia sugiere que la inspiración deriva de una creatividad esencialmente intermitente: “Las grandes poéticas contemporáneas insisten mucho en la necesidad de interrupción. En el sentido de ir a la vida”. La literatura consiste en una serie de descubrimientos intermitentes y sus interrelaciones. La novela debe ceder a “las interrupciones de la pasión, la sexualidad, la política”, medios por los cuales se convierte en un artefacto complejo y apasionado.

Complicación y pasión son cualidades a admirar en el arte como en la vida, según el autor de Los diarios de Emilio Renzi (2015), hasta que tiene lugar “la irrupción de ese final inesperado”. Se tiene una clara y certera comprensión de la teoría literaria; se escribe extensa y llanamente sobre cada aspecto; se posee una amplia experiencia literaria y un oído en sintonía con su carácter académico. Aunque La forma no es un libro demasiado extenso, es rico en matices, es sugerente y está escrito con serena autoridad. Cualquier persona interesada en todos los aspectos de la ficción (culturales, temáticos, formales y técnicos) lo encontrará maravillosamente estimulante y consecuente.

 

Diarios de Emilio Renzi

 

La forma en que están escritos estos diarios se encuentra más cerca de las variaciones musicales, desplegadas en imágenes, escenas o personajes, que adoptan diferentes formas cada vez, así que de su conjunto se desprende que está fuera de los patrones de asociación idiosincrásica. El progreso, el clímax y el desenlace se resisten a cada paso. A veces la narración da lugar a fragmentos inconexos, que aluden a citas fallidas, irrecuperables.

Un diario puede ser una compleja obra de arte, a pesar de que utiliza una lógica narrativa muy básica: el transcurrir de los acontecimientos. Dentro de esa estructura sencilla, puede pasar cualquier cosa, ya que las conexiones entre las distintas entradas no solo se basan en la estructura mental de su autor, sino en el paso del tiempo. Piglia comenzó a escribir a diario sus impresiones en 1957, con apenas 17 años, y lo ha seguido haciendo hasta nuestros días. Durante estos años, se ha convertido en un novelista y crítico de éxito.

Sin embargo, se atribuyen sus diarios a su alter ego, un tal Emilio Renzi, con el que se comparte escritura, “desorden de los sentimientos (…) una poética personal”, y vida. En otras palabras, escribir, para ambos, es un oficio que tienen que aprender, y una vez aprendido, sostener, con esfuerzo. La literatura se presenta en Los diarios de Emilio Renzi (Anagrama, 2015) como una forma de tomar el control de una existencia que escapa a la propia comprensión. No una manera de desaparecer, de evadirse, sino una afirmación positiva, “que permite reconstruir una historia que se desplaza a lo largo del tiempo”.

Los escritos de Piglia están protagonizados por una figura contemplativa que asiste a los eventos, que están fuera de él. Sus novelas más conocidas (Respiración artificial (1980), Plata quemada (1997)), presentan invariablemente un doppelgänger en quien el autor delega, alguien externo que participa de la acción. Lo mismo sucede en estos diarios. Alguien vive las experiencias de Piglia, para “ver desde el futuro (…) para poder soportar el presente, comprender que ya no es posible la ilusión” ya que “en todo se agazapa la destrucción, nadie tiene asegurado el dominio de sí mismo”.

La casa familiar se encuentra en Adrogué, un pueblo a las afueras de Buenos Aires. Al mudarse a la capital, Renzi/Piglia empieza a atribuir valores excluyentes para los dos territorios: Buenos Aires es el dominio de la modernidad, del intelectualismo sofisticado; Adrogúe es el lugar de una realidad física irracional y sin compromisos. El deseo de que ambos mundos se reconcilien o se superpongan tiende a quebrarse bajo la convicción de que siempre se está condenado a elegir entre formas de vida contrapuestas.

En la universidad, Piglia entra en contacto con la obra de clásicos y contemporáneos que influirán en su obra, no solo extranjeros (Dostoievski, Kafka, Proust, Fitzgerald, Faulkner, Hemingway), sino argentinos (Borges y Cortázar, Rodolfo Walsh, Haroldo Conti y Edgardo Cozarinsky), escritores cuya expansión, optimismo y compromiso intenso con la vida son polos opuestos del taciturno Renzi, a menudo en estado contemplativo. Así comienza su etapa como activista, convencido de que la literatura es “un presente narrativo … de pura acción” que amenaza cualquier régimen totalitario.

Ocupan estas 360 páginas los intentos de su autor por definir la relación entre el arte y la realidad y establecer la naturaleza de la propia psicología. Los lectores de Los diarios de Emilio Renzi, primera parte del proyecto de publicación de sus dietarios en tres tomos, encontrarán en ellos no solo “figuras, escenas, fragmentos de diálogos, restos perdidos que renacen cada vez”, sino un relato de las controvertidas circunstancias históricas y sociales del escritor argentino.

 

Los años felices

 

Entre otras cosas, un diario es un vasto archivo de ansiedades y ambiciones frustradas. Más de 40 años después de haber sido escritas, las entradas de la segunda entrega de Los diarios de Emilio Renzi (Anagrama, 2016) nos siguen pareciendo subversivas, cuando no amenazantes. El escalofrío que uno siente al leer esa “sucesión de aventuras” de alguien “que envejece y no aprende”, es dolorosamente real. Este libro de libros, donde “la forma y los procedimientos se hacen visibles por medio de la violación de las normas”, se ríe de nosotros, de nuestro conformismo pequeñoburgués, mimados como seguimos por las comodidades modernas.

“La historia literaria es siempre una condena para el que escribe en el presente, allí todos los libros están terminados y funcionan como monumentos”. En este segundo volumen de sus diarios, Los años felices, asistimos al viaje de Piglia/Renzi hacia el auto-conocimiento. Se decide el protagonista a seguir sus deseos a expensas de pareja y fortuna; huye de la sociedad convencional y del trabajo intelectual para dedicarse a sus fantasías, este “relato de no ficción” que tiene “la tensión de un juicio abierto en el que hay decidir quién es el responsable de la derrota”. El Diario se convierte así en un catálogo de males y esperanzas frustradas: la dura lucha contra el anonimato, las indignidades de la crítica, la falta de ventas, la perfidia de los colaboradores, el éxito inmerecido de los amigos.

“¿Un diario (…) repite esta técnica medieval?: dispersión, copia, libro para ser leído después de la muerte”. Lo que se podría aplicar a la obra de Kafka (“no entender lo que está pasando”) es clave en la obra de Renzi, centrada “en el anhelo de una trascendencia que fracasa”. Su héroe, al igual que el de El proceso, “busca el sentido y no transige ni concilia”. Piglia nos vuelve a hacer conscientes de nuestros límites, mientras nos pide que dibujemos de nuevo el mapa de nuestras prioridades. “A partir del diario, escribir una novela de educación (sentimental)”. No es sólo que las ideas sean impactantes. Es que el interlocutor trata de seducir y convencernos, al mismo tiempo que se justifica a sí mismo, a través de ese “narrador que siempre he buscado: furioso, irónico, desesperado, elíptico”.

El proceso de convertirse en escritor es el tema de estos Diarios: sus imperfecciones e indiscreciones, su falta de organización artística y temática, todo aquello que convierte su lectura en un placer. El hábito de la transcripción diaria informa la historia íntima, el recuento de visitas, observaciones incidentales y reflexiones. El chisme alcanza aquí la significación epigramática de la poesía. A diferencia de las fotografías, las imágenes verbales se desarrollan y cambian con el tiempo, de acuerdo con las fluctuaciones de la fortuna de las personas afectadas y sus cambiantes relaciones con el autor. En lo personal, la lectura de este volumen supone, al igual que sucede con el primero de la serie, una bofetada en el rostro, una que nos recuerda que no se trata de un libro más, sino un compendio de literatura universal.

 

Infinitud

 

La obra de Piglia es el registro hermético de la lucha de un escritor consigo mismo y con las formas literarias, un escritor que está dispuesto a perseguir tenazmente la inutilidad en lugar de tener éxito en términos establecidos, que trata de luchar contra las dimensiones desconocidas tanto como consigo mismo. Más que universo, agujero negro, más que ebullición, colapso de las literaturas, revelación inusual, con cualidades impredecibles. Sus Diarios señalan el camino a seguir, proporcionando a su autor una inmensa cantera para su futuro trabajo, al abordar toda una serie de temas y, tal vez inseparable de ellos, una nueva forma. En ellos, se aúna poesía, narrativa e imagen.  A menudo dos conceptos se constelan o fusionan, que rigen el progreso de la entrada. Al fondo reside, normalmente, una percepción sensorial.

            La geometría irregular de las cláusulas de sus ensayos y conferencias arriba mencionadas, tiende a oponer las reflexiones en ángulos extraños las unas de las otras, hasta que al final la frase las resuelve o al menos las vuelve a alinear. Mucho depende también de la resonancia de sus líneas finales, que a menudo reinscriben la trayectoria de todo el ensayo, evitando hábilmente lo epigramático. El autor argentino es la representación de un fracaso, aunque como prueba de resistencia, valor y lealtad a la propia originalidad.

Aunque en sus escritos se opone obstinadamente a toda forma de totalitarismo, no es un escritor político. Su dura visión inclusiva, así como su negativa a apartarse de la miseria humana, dan a sus escritos un, casi documental, valor adicional. Sus narrativas se reflejan de manera deliberada, se refractan unas a otras (todas ellos son, de alguna manera, sobre escritores, pero no descartan la violencia, el sexo), muestran su fe en la literatura como la única forma de yuxtaponer muchas narrativas en un solo libro, en una sola vida, donde unas tramas conducen a otras. La ilusión de infinitud sólo se ve reforzada por el hecho de que manuscritos inacabados sigan apareciendo.  

 

Sevilla 2017

Escrito en Sólo Digital Turia por José de María Romero Barea

Poemas

19 de enero de 2017 10:30:43 CET

Tradución de Carlos Vitale

 

Benito La Mantia nació en Palermo en 1940 y reside en Mezzano (Rávena).
Entre otros libros, ha publicado: Lindos, Knossos y Taccuino.

 

 

 

 

 

 

 

 



HAZ DE MODO...

Haz de modo que yo

nunca sea celebrado

ni se me asignen

premios de ninguna clase

no dejes que escriban sobre mí

porque serán todos modos

de liquidarme

cuando ya no te sirva

llévame a mi tierra

y quémame

de manera que permanezca en el aire

para cualquier eventualidad. 

 

LAS GRANDES IDEAS...

Las grandes ideas
los grandes temas
los grandes movimientos
la caída
desgraciada
del trampolín
y el trasero en el agua
ni siquiera tibia.
 

 

ES CURIOSO... 

Es curioso

que en el colmo de la desesperación

en estas ruinas

tú percibas

todas las posibilidades de la revuelta.

 


TONTERÍAS...

Tonterías por tonterías:
si pudieses volver
del reino de los muertos
diciendo
hijos
aquí no hay un carajo
bueno, no te creerían.
La imbecilidad es ya
una institución.

 

LA POLICÍA...

La policía

ya se sabe

dispara siempre al aire

nunca tira al blanco.

La culpa 

fue de aquel estúpido marroquí

que se había puesto a volar.

 


CUANDO ACEPTES...

Cuando aceptes
que te endosen un uniforme
y que te coloquen
una bandera al pecho
ya no tendrás batallas que ganar
las habrás perdido todas.



ALDEBARÁN…

Aldebarán es el ojo candente del toro
que recorre los oscuros meandros de la mente
y cada acto escapa a la razón
por el delirio de las ideas imperfectas
así lo posible se ha reducido
y próximo se anuncia el fin de los acontecimientos.



A LOS BURGUESES...

A los burgueses a los burgueses
que su dios
los conserve en la gloria
y no los suelte:
quisiera evitar al menos
tenerlos en mi infierno.


CUANDO...

Cuando le anuncié
enfático
a mi hijo
que le dejaría
en herencia el mundo
me dijo
que impugnará
el testamento.


BEBO...

Bebo en la copa del tiempo
sólo tu vida
y la caída irremediable del mundo.
Inútilmente
el cerezo me seduce.
Es tanta la tristeza
tanta.



HOY HA SIDO…

Hoy ha sido un día
tan límpido
que casi me he
avergonzado de existir
observando la oscuridad
que se debatía
como la actual
incapacidad de la razón.

 

PERO, ¿NO ENTIENDES…?

Pero, ¿no entiendes que seremos los últimos?
Nosotros desordenados embrollones
pendencieros como gallitos pic pic
y ellos metódicos como nazis
nosotros en el gueto
afuera
la pura raza necia.

 

Y ENTONCES…

Y entonces llegaron los ingleses
me cuenta el nigeriano en el Beaubourg
y sostenían alta una cruz en la mano
y nos dijeron: mirad al cielo.
Y nosotros miramos.
Pero cuando volvimos
los ojos al suelo
el oro ya no estaba.



¿Y QUÉ DIJO...?

¿Y qué dijo Periandro
al embajador de Mileto
cuando le preguntó
por la mejor manera de ejercer el poder?
Nada dijo.
No dijo nada.
Llevó al tipo a un campo
y con golpes secos de bastón
segó las espigas más altas de trigo.
 


MÁS ALLÁ...

Más allá del punto
para verificar tu fracaso
para escapar incesantemente de la muerte.
Pasajes, pues, no arribos.
En las verdades se ocultan
las más pérfidas mentiras.
Las ideas
encuentran decencia
sólo en estado fluido.



CARGAD...

Cargad.
Apuntad.
Fuego.
Y el anarquista Masetti
disparó
pero a su comandante.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Benito La Mantia

   Drama Patrio apareció por primera vez en la colección Marginales en 1977, este interesante libro de Gil-Albert nos envuelve en el conflicto más grave de la historia de España: la Guerra Civil.

   El escritor nos describe el proceso que comienza a finales del siglo XIX con la llegada a la monarquía de Alfonso XIII, hasta el estallido de la Guerra Civil española, pero no lo hará como un ensayo cualquiera, comparando opiniones y extrayendo conclusiones, sino reflexionando sobre algunos acontecimientos que conoció de primera mano y que son tristemente conocidos por todos.

   Comienza ofreciendo una afirmación que sirve de base para explicar el desenlace del siglo XX y la Guerra Civil en sí. Se trata de las “instituciones” que empiezan a surgir en el siglo XIX y que condicionarán (ya sin posibilidad de cambio) la vida española en los primeros años del siglo XX: “Desde el fondo del siglo XIX nos llegan dos “instituciones” sin las cuales no puede entenderse bien el fundamento de la vida española: los caciques y el anarquismo” (Juan Gil-Albert, 2004: 216).

   Esta existencia, el caciquismo, paraliza al país a la vez que desmoraliza a la sociedad y el anarquismo, va a traer al pueblo español la ruptura del orden público que se agudizará en la República Española.

   Es significativo, antes de seguir con el libro de Gil-Albert, revisar el gran estudio de Gerald Brenan El laberinto español donde el escritor británico, afincado en Málaga, afirma: “La época de mayor florecimiento del caciquismo hay que situarla entre 1840 y 1917; a partir de esta fecha, la aparición y consolidación de una verdadera opinión pública y un auténtico cuerpo de votantes empezaron a desposeerlos de su influencia” (Gerald Brenan, 1994: 36).

 

   Como señala Brenan, esta presencia va a constituir, sin duda, una merma para un sistema democrático que sólo a partir de 1917 encuentra su lugar.

   El escritor afirma en su famoso libro que las causas de la Guerra Civil se fueron gestando por el clima cada vez más enrarecido y excesivo (de violencia) que se desarrolló en la Segunda República. Pero el problema de fondo viene de antes: una monarquía indigna (según Brenan), los pronunciamientos militares del siglo anterior que podrían albergar esa misma posibilidad en el siglo XX, la Iglesia y su poder ya antiguo en España y el problema económico, la pobreza de gran parte del país.

   Dicho todo esto, se sitúa mejor el grado de intensidad del conflicto. Gil-Albert, en Drama Patrio, dice, coincidiendo curiosamente con las opiniones de Brenan, que la pobreza es inherente al país, y cita un artículo de Azorín, escrito en 1913 para un diario de La Habana donde el insigne escritor señala lo siguiente:“Ahora, sobre las calamidades tradicionales, centenarias, de la rutina, la ignorancia, la pobreza se añade la guerra”.

   Se refiere Azorín a la Guerra de Marruecos. Es interesante señalar lo que Gil-Albert dice sobre el conflicto: “No hay nada más triste que la historia de este protectorado, triste y anodino, cuyas escenas se podían contemplar, a diario, en las viejas revistas gráficas”. (220), y hará también mención del desastre de vidas que aquella guerra supuso: “Sangría impopular por lo sangrienta y por lo inútil” (Juan Gil-Albert, 2004: 220).

   Pasará luego a hablar del dictador Primo de Rivera, el cual ya apareció en un episodio de su Crónica General. Nos comenta Gil-Albert que la dictadura de Primo de Rivera fue bastante distinta a la del General Franco, el talante del dictador así lo demostró: “Fue éste  un  ensayo, endeble, del franquismo. El  dictador, gran señor andaluz de feria

y sarao, no era cruel y ni siquiera serio” (Juan Gil-Albert, 2004: 222).

   Dista mucho esta imagen benevolente de la que el escritor trazará de Franco, como luego veremos.

   El escritor alicantino nos cuenta que Ortega y Gasset había hablado bastante claro sobre la dictadura del General Primo de Rivera y, sin embargo, Don Miguel de Unamuno, en aquellos momentos, mantenía su pulso con el rey, más que con la dictadura, pese a que ésta le llevó al exilio.

   Unamuno es un hombre que, a lo largo de muchos artículos, va a criticar, al igual que Joaquín Costa, la clase dominante. Pero hay diferencias entre ellos, Unamuno cree en el pueblo, Costa no. Unamuno tiene una viva conciencia de religiosidad, Costa, sin dejar de ser creyente, no es practicante. Pero ambos desarrollarán en su obra una búsqueda de lo tradicional en el pueblo y no en sus dirigentes.

   Esta digresión es necesaria para entender cómo pensaban algunos de nuestros intelectuales a principios del siglo XX.

   Siguiendo con el libro de Gil-Albert, llegamos a lo más interesante, la descripción que supuso la aparición de la II República en España: “En un corto lapso de tiempo, el país experimenta, en lo más hondo de su fibra sensible, el paso de una ráfaga disonante que va de alegría esperanzada al encono vengador” (Juan Gil-Albert, 2004: 229).

   ¿Qué va a ocurrir en España para que se produzca el paso de una situación de alegría a un temor creciente y a una realidad que, como se verá poco después, será desesperada?

    La respuesta a este panorama viene muy bien descrita por Gerald Brenan en El laberinto español  cuando  nos  sitúa  en  la   época  del  Frente  Popular,  dice  así: “ La

Primavera y principios del verano se pasaron en una continua efervescencia: Solamente

en el norte y en Cataluña había una relativa tranquilidad. Huelgas relámpago de la CNT, terribles tiroteos entre socialistas y falangistas en Madrid, una iglesia quemada de vez en cuando por la F.A.I., era la regla diaria por doquier” (Gerald Brenan, 1994: 329).

   Como podemos suponer, en este clima tan violento la Guerra Civil se hacía casi inevitable y además, como muy bien señala Gil-Albert en su libro, un acontecimiento funciona como desencadenante de todo lo ya descrito por Brenan: “Cuando la República trata de meter en cintura a los dos poderes, la nobleza y el clero, comienzan a ocurrir, por la actitud intransigente de los denunciados de una parte, y de otra, por la explosión retardada de la hostilidad popular, los hechos consecuentes en cualquier lugar de la tierra, pero que adoptan entre nosotros una tradición genuina: invasiones de fincas, incendios de iglesias” (Juan Gil-Albert, 2004: 235).

   Vemos que Gil-Albert  sí encuentra en la Iglesia una responsabilidad en el conflicto que se desencadena en España, si bien el escritor alicantino va a condenar semejante violencia, la considera fruto de un carácter anárquico, el del español, que no encuentra medida en las cosas y no sabe gobernarse (para él se trata de un pueblo extremado en todo, desde tiempos medievales).

    Ataca en el libro a esa anarquía, pero también a sus causantes, culpables de esa situación injusta que estalla por doquier: “Pero olvidándose (el conservadurismo atacado) de que, con sus premisas endurecidas, es precisamente ese conservadurismo la clase, y la culpa, de la situación” (Juan Gil-Albert, 2004: 235).

   Señala el escritor muy acertadamente que ese poder de la clase dirigente, que podría haber creado un país próspero económicamente y equilibrado intelectualmente, no ha conseguido, en siglos, ese objetivo. Por ello se ha generado una pobreza y una injusticia que será la causa del gran desastre de la Guerra Civil española.

 

   Merece la pena mencionar cómo un dirigente, concretamente Azaña, no supo sopesar el clima terrible que se avecinaba, en un interesante libro sobre el famoso político español, titulado Entre el mito y la leyenda, su autora, M.ª Ángeles Egido León dice lo siguiente: “Pensaba que podía dominarlo todo desde el gobierno, que bastaría con actuar con firmeza y decisión y que los socialistas, a través de sus centrales sindicales, debían ser capaces de controlar a sus afiliados” (M.ª Ángeles Egido León, 1998: 341).

   Azaña no imaginaba una situación terrible para su país, confiaba (equivocadamente, según se vio) en su palabra. Ángeles Egido dice algo muy interesante sobre el político republicano: “Estaba acostumbrado a conseguirlo todo con la fuerza de su palabra o, lo que en Azaña era lo mismo, con la fuerza arrolladora de su razonamiento, siempre lúcido y  exacto, expresado a  través de la palabra” (M.ª Ángeles Egido León, 1998: 342).

   El conflicto bélico demostró que la palabra no servía, no era suficiente para parar a la izquierda y a la derecha en su sed de sangre. El resultado será, como señala Gil-Albert en Drama Patrio “un millón de muertos” (241). El escritor insiste en la responsabilidad de los dirigentes en su libro, no ya causantes del desastre, sino como responsables de una situación que no supieron detener.

   En su estudio nivelará Gil-Albert a los dos bandos, conociendo que la condición humana está hecha de crueldad y que, una vez abierto el baúl de los desmanes, ya no hay forma de parar la violencia: “Se mataron unos a otros con saña cainita”  (242).

   Además, señala que Europa entera tiene una responsabilidad sobre la Guerra Civil, por no haber hecho todo lo posible para detener semejante atrocidad: “La guerra  civil española quedará en los fastos contemporáneos como un caso rotundo de fracaso europeo” (Juan Gil-Albert, 2004: 243).

 

   Afirma Gil-Albert que Inglaterra y Francia, debido a los propios temores de la guerra mundial que se avecinaba, no intervinieron lo suficiente y prefirieron ser “habilidosas a honradas” (Juan Gil-Albert, 2004: 243-244).

   Pasará a contarnos la desigualdad de los ejércitos durante la Guerra Civil y no duda el escritor alicantino que el teniente coronel Rojo fue uno de los artífices de los mayores éxitos del bando republicano durante la citada guerra.

   Muy interesante es su opinión sobre el  papel del comunismo en la contienda. Su idea incide en que el comunismo atroz que intervino en la guerra para masacrar curas y gentes de derecha fue creado tras el levantamiento militar y no antes: “El comunismo había sido, hasta ese momento de la sublevación militar, un partido minoritario que contaba como afiliados a los obreros en primer lugar y que comenzaba a ser foco de atracción entre la clase intelectual…” (Juan Gil-Albert, 2004: 248).

   Ofrece Gil-Albert su opinión sobre las consecuencias nefastas del golpe militar: “Fue como resultas del levantamiento que las filas del comunismo se nutrieron del golpe. Y lo mismo ocurrió, en el campo nacional, con el falangismo” (Juan Gil-Albert, 2004: 249).

   No parece que piense así Pío Moa en su libro Los mitos de la Guerra Civil, cuando abre una brecha en esa categoría intelectual que Gil-Albert dota a los comunistas antes de la guerra. Pío Moa manifiesta que la violencia ya estaba presente antes del levantamiento militar: “Atacando a la república burguesa y  tachando al  PSOE de “socialfascista”, el PCE participó, no obstante, en la revolución de octubre del 34, hasta se distinguió en Asturias, en los últimos días de la revuelta, si bien en conjunto su papel fue auxiliar…” (Pío Moa, 2004: 108).

 

 

   Como vemos, no fue tan pacífica la actitud comunista antes de la guerra, como tampoco lo fue la que llevó a cabo los militantes de la Falange, sabemos que estos últimos cometieron graves asesinatos y actos de violencia callejera antes del estallido de la Guerra Civil.

   Aunque Pío Moa, debido a su ideología, considera que José Antonio y su grupo sufrieron graves atentados y tuvieron, por tanto, que responder, hay unas líneas donde delata que la Falange sí era una organización violenta en su fuero interno, nacida con el objetivo de dominar un amplio estrato de la sociedad española: “Resulta instructivo el paralelismo entre la Falange y el PCE. La ampliación explosiva de ambos en el curso de la guerra tiene, en parte, una explicación fácil: estaban mejor preparados, por su mística, disciplina y organización, para una situación bélica” (Pío Moa, 2004: 133).

   Merece la pena también dedicar unas líneas de reflexión hacia el movimiento anarquista. Los miembros de la F.A.I. hicieron graves actos de violencia en la guerra. Gerald Brenan, en El laberinto español, reflexiona sobre el anarquismo: “A nadie le puede quedar la menor duda de que si los anarquistas hubieran ganado la guerra, hubieran impuesto su voluntad no sólo sobre la burguesía sino sobre los campesinos y los obreros sin la menor compasión” (Gerald Brenan, 1984: 222).

   La historia está plagada de hechos parecidos, el comunismo soviético de Stalin fue una gran masacre y una ofensa, por su violación de derechos humanos, para el mundo civilizado, y el pueblo que se rebeló a los reyes en La Revolución Francesa estaba dotado de una crueldad no menor que la de sus enemigos.

   Gil-Albert nos cuenta en su libro que ambos bandos estaban preparados para la barbarie, y señala un acontecimiento muy importante que hoy ha despertado gran interés por   la   aparición  del   impactante   libro  de  César  Vidal   Checas  de  Madrid:   “Los comunistas, racionalistas extremos a quienes toda acción desorbitada irrita, montaron el rigor legal, por decirlo así, de las checas, de cuyo funcionamiento subterráneo estaba excluida toda debilidad” (Juan Gil-Albert, 2004: 251).

   Sobre este acontecimiento terrible de las checas (las cárceles que se organizaron para fusilar gente de derechas por parte de socialistas, comunistas o anarquistas), cuenta César Vidal en el libro que se escogieron conventos o lugares de culto católico para organizar las famosas checas, por ejemplo, el convento de las Salesas Reales de la calle de San Bernardo, número 72,  se convirtió en una célebre checa.

   Es necesario recoger, por escalofriantes y necesarios para el conocimiento de una época terrible, los métodos de tortura que se aplicaban en estas checas de Madrid : “Así, en la checa comunista de la Guindalera, sita en la calle Alonso Heredia número 9, en el interior de un chalet conocido como “El Castillo”, se recurría además de a las palizas a la aplicación de hierros al rojo y a arrancar las uñas de los dedos de las manos y los pies” (César Vidal, 2003: 91).

   Como podemos observar, la violencia no tenía límites, el sadismo de los torturadores prueba la crueldad inherente a la condición humana. Vidal nos cuenta también que los torturadores, jactándose de sus “actos heroicos”, llamaban “corridas de toros” a las sesiones de tortura.

   Todo ello se hizo con la connivencia del Frente Popular  y  de  sus   dirigentes, lo que

resulta desolador,  como señala de forma muy documentada el libro. Al final del mismo, viene una relación de asesinados en Madrid y su provincia bajo el gobierno del Frente Popular (desde julio de 1936 a marzo de 1939). La lista abarca 11.705 personas, es  estremecedor, porque muestra el salvajismo y la  crueldad  que se llevó a cabo, por parte

 

de unos y de otros, en esos terribles años.

   Gil-Albert, sentencia claramente que la brutalidad era patrimonio de ambos bandos: “En la guerra civil nadie escapaba a su poder (de la justicia militar nacionalista). Tomadas las ciudades, la caza del republicano, o del obrero, se organizaba con la misma avidez de represalia que, en el campo contendiente, la del fascista o del cura” (Juan Gil-Albert, 2004: 251).

   Dejando a un lado todo este horror, me detengo en otro suceso relevante, la actitud de los intelectuales ante la barbarie que se estaba cometiendo. El escritor alicantino, en Drama Patrio, nos señala que el exilio o el silencio ante esta oscura época fue el resultado principal en la posguerra: “Ortega y Gasset consideró los desmanes y, abochornado, se expatrió. Otros, como Azorín y Baroja, los repudiaron con su silencio aunque justo es añadir, también, que durante los años franquistas no dedicaron una sola palabra de loa al vencedor” (Juan Gil-Albert, 2004: 252).

   Cuenta en el libro otros casos de repulsa de intelectuales como el ya conocido caso de Antonio Machado que murió muy pronto en Colliure (Francia) o el de Juan Ramón Jiménez que se exilió a Puerto Rico.

Acerca de este interesante tema, hay que tener en cuenta un libro que ha aparecido recientemente, escrito por Jordi Gracia y titulado La resistencia silenciosa. Dicho libro examina el comportamiento de intelectuales  durante el  franquismo  y    nos ofrece datos y páginas muy curiosas para conocer actitudes y comportamientos ante la  notoria

barbarie acaecida en España: “Debieron de ser todos muy cobardes, sin duda, pero reconstruyendo lo que pensó y lo que hizo Baroja en plena guerra, escribiendo en París, publicando en Buenos Aires y suspirando por Itzea, aparece como el menos cobarde de todos” (Jordi Gracia, 2004: 94).

 

   Se refiere Jordi Gracia a intelectuales tan importantes como Ortega, Marañón o Azorín. El escritor ofrece claves importantes para descubrir cómo algunos ya habían adulado al régimen (caso claro de Marañón o el falangista Dionisio Ridruejo) y otros callaron ante injusticias graves que se cometieron como en el caso de   Ortega y   Gasset

(Antes de la Guerra Civil muchos creyeron que la derecha era mejor garantía de orden que el avance comunista).

   Jordi Gracia escribe sobre algunos de ellos: “El mundo al que se refiere Baroja (en el libro Ayer y hoy), que es el  París de la guerra, muy probablemente se tiene en la cabeza a él mismo, a Azorín, a Marañón, a Pérez de Ayala y quizá unos cuantos más a quienes el “miedo y la prudencia” les ha borrado las ganas de “vanidad y exhibicionismo” para hacerlos “gente tímida y asustadiza” y hasta algo más” (Jordi Gracia, 2004: 95).

   Se refiere el escritor catalán a la no aparición de un manifiesto claro de repulsa de todos ellos para que existiese un mínimo de humanidad en el trato de detenidos y heridos en la Guerra Civil.

   Como podemos ver, Pío Baroja (para Gracia) fue el que mostró una repulsa más clara en multitud de artículos escritos durante mucho tiempo condenando a fascistas y comunistas por igual.

   Baroja reeditó en Santiago de Chile los artículos publicados en forma de libro antes de 1938, llamado Ayer y hoy donde se explicitan las condenas a todos ellos y al nuevo poder en España, es decir, al régimen de Franco.

   Hay páginas muy interesantes en el libro de Gracia, críticas muy duras al doctor Marañón o a falangistas como Pedro Laín Entralgo o Eugenio D´Ors. Para el escritor catalán es la figura de Juan Ramón Jiménez, una de las más sinceras y valientes, junto a Baroja, a la hora de condenar la Guerra Civil y el  régimen de Franco.

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   Volviendo al libro de Gil-Albert, sus últimas páginas están dedicadas al resultado de toda esta contienda, una época que no le gusta al escritor alicantino porque considera que está basada en la falta de libertad y en la mentira.

   Recojo unas líneas de Drama Patrio en su apartado final que merecen nuestro interés: “Una inmoralidad general, no de superficie sino de fondo, y que tiene como base la mentira masticada por todos, gobernantes y gobernados, ha convertido a las clases burguesas, y a un gran sector popular, en una nación de apolíticos, de arribistas y de descreídos, cuyo afán es el medro, la diversión y la comodidad: panem et circenses” (Juan Gil-Albert, 2004: 257).

   Para el escritor, atendiendo a su ética de hombre libre, que desea la libertad para todos, la dictadura ha provocado una gran mascarada, donde la mediocridad inunda todo. Un país con censura, sin verdaderos derechos, presidido por un sistema donde el culto a la Iglesia católica y al Ejército lo son, lamentablemente, todo.

   Naturalmente, en este ámbito de desolación, la figura del Caudillo tiene mucho que ver y a él le dedica las últimas páginas de este  interesante estudio de una época sesgada por el conflicto bélico.

   Los comentarios que Gil-Albert dedica a la figura de Franco  nos  demuestran que el escritor considera al dictador como un personaje del siglo XIX, de aquellos que llevaban a cabo pronunciamientos militares, de esos generales escasos de cultura que, haciendo uso de la fuerza, tomaron el poder en España.

   Cito esta impresión: “El Caudillo es hoy, más que nada, un ídolo aureolado por el miedo y la superstición. No se le quiere, más que por los suyos” (Juan Gil-Albert, 2004: 258). Considera  al  dictador  como  un  hombre poseído por una “gracia de Dios” que  le   llevaba   en   sus   discursos   a   citar   comentarios    sobre   la  Cruzada  española  y

 

desmanes semejantes.

   Considera también  al Caudillo como un hombre aislado, incapaz de abrir sus horizontes y, por ende, los de España, envuelto siempre en una retórica beata y retrógrada: “Inmovilizado dentro de su red de premisas arcaicas, Franco ha sucumbido, inevitablemente, no importa que se disfrace de paisano, a la parálisis” (Juan Gil-Albert, 2004: 258).

   Le acusa de no postrarse ante el Papa, de no viajar al otro Continente, es decir, de no ejercer como líder, sino como lo que realmente fue, un poso de tiempos arcaicos, recluido como Felipe II en su Escorial para vergüenza de los tiempos.

    Termino este interesante estudio de esta obra clave (por su temática y su visión cronológica brillante sobre los antecedentes de la guerra y sus consecuencias) con las opiniones de Paul Preston sobre el comportamiento del Caudillo ante la corrupción: “Franco nunca mostró el menor interés en detener los sobornos, sino que se valía de su conocimiento de ellos para aumentar su poder sobre los implicados” (Paul Preston, 2001: 46).

   Y cuenta también Preston que no recomendaba a los que le informaban de la corrupción, sino que éstos eran delatados por  el Caudillo a los culpables (los corruptos)

de dicha acusación.

   Hay muchos detalles interesantes, pero sería muy extenso y nos saldríamos de nuestro objetivo, la visión que Gil-Albert tiene del personaje, la desconfianza del escritor a una España que progrese en semejantes circunstancias. En su libro Drama Patrio ya nos revela que la mentira y la vulgaridad han fundamentado el sistema franquista.

   Aún así, sí quiero señalar un último apunte del libro de Preston para que podamos comprender  que  lo  que  más odia el  escritor alicantino en Franco es su incompetencia

 

para abrir un proyecto de España. Cito una última línea del  libro de Preston donde escribe sobre la escasa cultura del Caudillo: “Desde el comienzo de sus años en el poder, raramente leía libros, miraba por encima los periódicos y se interesaba poco por la cultura o por el arte” (Paul Preston, 2001: 57). Lo dice muy bien el escritor, cuando indica que no parecía el hombre preparado para mejorar España, como también señaló muy bien Gil-Albert en su libro.

   Hemos podido ver que el escritor alicantino mostró una sinceridad tanto en el exilio, como a su vuelta a España en 1947. Fue un hombre incapaz de hacer cualquier acercamiento a un régimen que detestaba y su falta de prisa y su decencia le llevaron a esperar un mejor momento para que algunas de sus obras más polémicas pudiesen publicarse.

  El caso de Gil-Albert en su crítica a la dictadura es semejante al que Gracia citaba en Baroja o Juan Ramón Jiménez. Pero hay otro caso admirable, el de Pedro Salinas, el cual no cesó de manifestar su odio a los fascistas en cartas y artículos. En sus cartas a Katherine Whitmore le declarará la repugnancia que siente hacia el comportamiento de algunos intelectuales como Ortega o Salvador de Madariaga y en 1941 escribió: “Ortega, franquista; Ramón (Gómez de la Serna), franquista. Y Pérez de Ayala. ¡Marañón en París, colaborando con los alemanes!” (estas líneas están extraídas del estudio de Jordi Gracia ya comentado, 2004:177).

   Termino este repaso a Drama Patrio que, si bien se escribió en 1964, no vio la luz hasta 1977. Nos preguntamos por qué este período de oscuridad en un libro tan interesante. Podemos imaginar que en un país donde la censura franquista ponía cortapisas a muchos libros, este testimonio fuera censurado y no pudiera vivir en libertad como muchos hubieran deseado.

 

   Como hombre arraigado a su país y como hombre sensible que deseaba un mundo más libre, podemos entender el exilio inevitable ante la demencia de la Guerra Civil. Al volver a España, se centró en su afán de conocer todos los aspectos de la historia de su país, al igual que mostró su interés por el arte en general. Su ética le llevó a denunciar en esta obra un mundo regido por la mediocridad, haciendo del libro un gran testimonio de su sentido ético de la vida. Hoy nos parece mucho más valioso porque nos sirve para reflexionar en la distancia y no olvidar lo que cuenta tan brillantemente en sus páginas.

 

CONCLUSIÓN: DRAMA PATRIO, UNA CRÍTICA DEMOLEDORA CONTRA TODA IDEOLOGÍA

 

   El libro de Gil-Albert no sólo constituye un repaso a los antecedentes de la Guerra Civil española, sino que es una crítica demoledora contra toda ideología.

   El escritor alicantino pertenece, por su origen, a un mundo conservador, pero las circunstancias que se manifestaron a partir del año 1936 le llevan a expresar sus ideas republicanas. Es consciente de los graves errores de los políticos dirigentes, pero no por ello puede apoyar la rebelión de los militares. Su contribución a la revista Hora de España y su alianza con los intelectuales antifascistas prueba su compromiso ético con la República.

   El libro es, también, una dura crítica contra los excesos de ambos bandos, ya que tanto la izquierda como la derecha cometieron atrocidades en la Guerra Civil. Para Gil-Albert, las promesas del comunismo como un sistema justo para el mundo entran en grave crisis, tanto por los múltiples asesinatos que se cometen en los años de la Guerra, como por el fracaso del comunismo en el mundo. La figura de Franco, su incompetencia, es otra de las críticas claves del libro. La falta de libertad, la presencia omnipotente de la Iglesia, demuestran que el país abunda en la mediocridad y en la ignorancia.

 

 Por ello, el libro es muy interesante, demuestra que el escritor alicantino no tiene ningún reparo en manifestar su discrepancia con un régimen que ha abolido la libertad como principio básico.

  Los comentarios de Gil-Albert me han servido para profundizar en algunos de los problemas que España vivió en el siglo XX. Por ello, he considerado oportuno citar las opiniones de diferentes escritores sobre la Guerra Civil, sus orígenes y sus consecuencias.

   Considero un apartado interesante el dedicado a la posición de los intelectuales en la posguerra española. La decisión de algunos de adherirse al régimen y de otros de criticarlo con dureza, muestran la diversidad ideológica de España. Algunos de los intelectuales citados en el estudio no mostraron su discrepancia con el régimen, por no perder su posición en el mismo.

   Termino insistiendo en la talla de un hombre como Gil-Albert que pudo, debido a su situación económica privilegiada, adherirse al bando de los vencedores de la Guerra Civil, pero que, por compromiso ético, mostró siempre su disconformidad con el régimen de Franco.

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Intensidad de la memoria

21 de octubre de 2016 13:53:26 CEST

La trayectoria lírica de Juan Antonio González Fuentes (Santander, 1964) está jalonada por una deslumbrante serie de poemarios concebidos durante casi tres décadas. El minucioso quehacer del escritor cántabro ha ido configurando un universo personal en el que fulguran libros tan conocidos como La última seguridad (1993), La rama ausente (1995), Además del final (1998), La luz todavía (2003), Atlas de perplejidad (2004), La lengua ciega (2009), Haikus sin estación (2010), Haikus sin nombre (2011) y Monedas sueltas (2014). A la manera de una justa y precisa conmemoración, Antonio Portela Lopa –profesor de la Universidad de Burgos y conocido poeta- ha cuidado una antología de sus versos bajo el sugestivo título de Memoria. Este décimo volumen de González Fuentes comprende una selección de textos que permite reflexionar sobre su escritura globalmente, desde los poemas de juventud redactados en 1989 hasta una gavilla de inéditos datados en torno al bienio 2014-2015. El momento dulce que vive el autor se ve, además, refrendado por la publicación de un ambicioso tomo de estudios sobre su obra, coordinado por los catedráticos Philippe Merlo Morat y Claudie Terrasson: Una epifanía escueta. Poesía y Poética de Juan Antonio Gonzalez Fuentes (Santander, Tantín, 2015).

Parece obligado dar inicio a esta recensión con la valoración que han hecho de la obra del autor norteño dos grandes conocedores de la misma, dos intelectuales afines que han tratado de resaltar los rasgos más relevantes de su estilo: Dámaso López García y Álvaro Pombo. Si el primero caracterizaba de forma general la poesía de González Fuentes como “difícil”, el segundo se atrevía a definir al escritor como “un excelente poeta de lo oscuro”. Ambas estimaciones sitúan claramente sus versos bajo la enseña del hermetismo, en una singular indagación personal que bebe del mejor legado visionario y podría remontarse hasta las voces autorizadas de Arthur Rimbaud, Paul Valéry o Saint-John Perse. Junto a esa tradición gala que funda buena parte de la modernidad, acaso no resulte baladí traer a colación, en el ámbito de las letras castellanas, la honda veta surrealista de Vicente Aleixandre, cierta producción vanguardista de Gerardo Diego, el contorno lírico de las alucinaciones de José Hierro o –por espigar un dechado más próximo- el caudal irracionalista de Antonio Gamoneda.

En el marco de una declaración de poética encaminada a la traductora Carina Potor, González Fuentes evidenciaba del siguiente modo la intención de su impulso creativo: “yo busco torcer las palabras y sus significados, romperlas, darles la vuelta para usarlas de forma exploratoria en busca de aquellos espacios del pensamiento y el sentimiento” que la lengua cotidiana no puede expresar en una situación de normalidad. Como apunta el autor mismo, la colisión de imágenes y significados, la revelación sorprendente de hallazgos expresivos le llevan -tanto a él como a sus lectores- a explorar de forma visionaria los territorios ocultos del intelecto y la emoción.

Esa singular definición poética acaso debería matizarse con otras declaraciones programáticas afines, cinceladas en verso. Baste evocar aquí el testimonio de una delicada composición publicada originariamente en Además del final:

 

Vivo tras el festivo abismo

que la memoria ostenta.

Y en este azul empeño

del tiempo que dormita,

me obligo con premura

a la palabra y su vuelo.

 

Los eneasílabos y heptasílabos del epigrama permiten intuir el trasfondo último de una escritura que extiende sus raíces a través de la acción de la memoria, ofreciéndose como una pugna contra el tiempo, a través de la cual la palabra poética anhela escalar el cielo. El poema va revelándose a los lectores atentos mediante sutiles recursos expresivos, como el oxímoron (“festivo abismo”) o el desplazamiento calificativo del “azul empeño del tiempo”, que connotativamente puede asociarse tanto a las alturas celestes que el yo lírico debe recorrer en un rapto de inspirados vuelos, así como a la evanescente melancolía del azur modernista y la recuperación de los momentos perdidos a través del recuerdo. 

En Teoría de poeta, una nueva definición del mester de escritura se pergeña a través de las breves líneas de un poema en prosa. El texto nos permite ahora atisbar otra serie de valores: la importancia que asume en buena parte de su obra la percepción de la naturaleza, la evocación intensa o arrebatada del entorno a través de una densa red simbólica, la identificación del yo lírico con toda suerte de elementos y objetos, en una suerte de visión “mística de las cosas”, tal como apuntara Antonio Portela. Así lo presenta con cincelada clave de lirismo el propio González Fuentes:

Se adensa el aliento del otoño con su escarcha de máscara oxidada, y el final de la estación viaja en el aire que tutela el diálogo de las cosas, que en ellas engendra una grieta sensible y les narra con euforia la teoría del poeta: soy lo que me rodea.

Como se puede intuir a la luz de las imágenes, no hay cesura entre la percepción sensorial, el plano anímico y el orbe intelectual. En el preciso instante en que el escritor evoca –o inventa- un paisaje va a ofrecer fundidos en sus versos esa misma percepción de un espacio real u onírico (un “otoño”, fingido o veraz, con sus fríos matutinos y sus tonalidades rojizas), la idea esencial que lo define (intuida a través del “diálogo” con el entorno) y el sentimiento que genera (la vigorizante “euforia”).

Tal como ha apuntado la crítica, una serie de símbolos reiterados permite apreciar la coherencia tonal y estilística de un autor que ha alcanzado ya la madurez plena: la luz, el mar, las estaciones, el jardín, la nieve, el mármol, la rosa, la lluvia, el naufragio... Puede seguirse, por ejemplo, a lo largo del entero florilegio la persistencia de una voz tan significativa como pétalo, emblema de hermosura, cifra de finitud y elegancia. Irrumpe el vocablo en el poema VI de Del tránsito y su pérdida (“Al fin comprendo el significado de la huida y siento el claro éxtasis del pétalo que sin esfuerzo vuela cumpliendo su destino”), en la composición vigésimo quinta de La última seguridad (“Hay lirios plantados en el mar que deambulan inciertos por el naufragio, ese reino tan extraño. Allí son como el ámbar de tu ausencia, voz de estrellas sin hoguera, lóbrego vuelo de pétalos extintos”), en el poema IV de Paisajes entre dos reinos (“La quiebra vertical de este solo invierno. Las piedras ahogadas en el azul perplejo de un cielo incómodo a la plegaria. El tributo afilado de un pétalo sobre la muda arquitectura que se desmaya”), el texto décimo cuarto de La luz todavía (“La llama requiere espacio, una flor para firmar su propia luz, para desdecir el peso sucesivo del engaño, de la distancia milagrosa que suma firme las afueras, el temblor herido que con pulso propio olvida el camino, el pétalo final de mi sed”)…

La búsqueda de la concisión y la intensidad es otro de los signos que identifican la lírica de Juan Antonio González Fuentes, que en algunas declaraciones ha sostenido que su “forma de pensar la poesía siempre es breve: intentar sugerir muchas cosas con pocas palabras”. De ahí que a través de asociaciones instantáneas y fulguraciones sensoriales haya confluido su escritura con un género tan propicio como el haiku. En ello coincide, además, con varios compañeros de promoción poética, que desde diferentes líneas de asedio han querido medirse con dicho género breve durante la última década. Quizá no esté de más evocar aquí algunos testimonios significativos, como el libro La sed provocadora: haikus y tankas (2006) de Ricardo Virtanen o los ciclos compositivos titulados Haikus del año seco (2008) de Aurora Luque o La condición del aire (2013) de Ana Martín Puigpelat.

Sin abandonar la arraigada conciencia de lo efímero que se trasluce en numerosos textos de Memoria, hallamos en ocasiones algún que otro elemento de tradición clásica. Así la composición XXXII de los Haikus sin nombre revela sin ambages sus lazos con el mundo antiguo: “Igual linaje / el del hombre y las hojas: / mil veces leve”. Acompasada por la suave cadencia del fonema lateral, en apenas tres versos toma cuerpo una delicada reescritura –como en quintaesencia– del más celebrado de los símiles de Homero: “Cual la generación de las hojas, así la de los hombres. El viento esparce las hojas por el suelo, reverdeciendo produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, nace una generación humana y otra perece”. Como cabía esperar, los sutilísimos ecos de otras corrientes creativas pueden intuirse igualmente en varios poemas. De hecho, la clave misma de los haikai permitiría establecer algunos puntos de contacto con la mejor tradición del Orientalismo finisecular. Así el perfil majestuoso del tigre (“Bajo la luna / es el dorso del tigre / penumbra blanca”) o la delicadeza de un lirio que languidece (“Reclama un bosque / el ala alicaída / del lirio triste”) evocan de manera insospechada y lejana alguno de los mejores momentos del maestro Darío, como el sensual depredador de Estival o la famosa aliteración en lambdacismo del “ala aleve del leve abanico”.

Muchas son las reflexiones que podrían hacerse a partir de la complejidad y riqueza del lírico breviario titulado Memoria, mas no cabe seguir desgranando desde el ámbito de una breve reseña el tesoro de iluminaciones que éste acoge. Quizá pueda servir como escueta conclusión aquello que, con pleno acierto, Antonio Gamoneda había subrayado en la obra del autor santanderino: la importancia que asume la “búsqueda –y hallazgo- de una esencialización”. Coincidiendo plenamente con el juicio del gran maestro visionario, es de rigor afirmar que en las páginas que conforman el elegante tomo Memoria se ofrece a múltiples lectores la decantada y exquisita esencia de una de las voces líricas más genuinas de nuestro tiempo.

 

Juan Antonio González Fuentes: Memoria (Antología 1989-2015), Madrid, Abada, 2015. Edición y prólogo de Antonio Portela Lopa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Ponce Cárdenas

Señales de humo

17 de octubre de 2016 13:17:45 CEST

Lo más parecido a la España vacía que describe Sergio del Molino en su libro homónimo seguramente sea un viaje por la Historia de la Literatura Española. Un lugar con más pasado que futuro; un recorrido por un territorio que cada vez tiene menos importancia en el devenir de los tiempos; un lugar que pese a las adversidades a las que se enfrentan las humanidades todavía nos mantenemos en preservarla en la memoria y en transmitirla a través de los distintos planes de estudio; una demarcación que es una especie de pueblo museo ya que en algunos casos sólo se leen algunos fragmentos de las obras más relevantes y, en otros, lo que directamente se lee son las adaptaciones que se han hecho de esas obras originales porque a sus autores ya nadie los entiende.

Pese a todo, los profesores intentan hacerla atractiva. Intentan adaptarse a los tiempos y tratan de acompañar sus explicaciones con la proyección de videos de YouTube, con la realización de actividades interactivas o con la implicación de los alumnos en su propio aprendizaje. Y aun así la idea con la que se quedan cuando acaban el bachillerato es que fundamentalmente sólo hay una obra digna de ser destacada: El Quijote. La insistencia en su singularidad y la conmemoración de los distintos actos que se celebran todos los años en torno a la figura de Cervantes han conseguido remarcar todavía más la importancia de esta obra impar en detrimento del resto, que han acabado relegadas a un segundo, tercero o cuarto plano.

De todo ello creo que es muy consciente Rafael Reig. De hecho, el personaje principal de esta novela, Martín, está caracterizado de forma similar a como lo está el hidalgo manchego en la obra cervantina. Ambos rondan la cincuentena de edad, están locos, ociosos, apartados de cualquier actividad laboral que los mantenga entretenidos, por lo que uno se dedica a emular las aventuras de los caballeros andantes y el otro, Martín, a escribir “estas notas” (esta novela) en cuyas páginas se va a trasfigurar en un personaje de ficción para contarnos sus venturas y desventuras al lado del juglar Rodrigo de Cota; sus andanzas como Lucas Gómez, más conocido como Lazarillo de Tormes a partir de la edición que se publica en 1554 sobre sus propias vivencias personales; o sus dichas y desdichas junto a la bruja Martina que, entre otras muchas correrías y periplos, le ayudará a desaparecer para no ser atrapado y condenado por la Inquisición.

Como se puede imaginar, la novela está llena de los personajes que pueblan las páginas de la literatura española: juglares y hechiceras, pícaros y villanos. Y además contiene algunos de los motivos más característicos de la literatura que comprende desde la Edad Media hasta los Siglos de Oro, periodo que engloba esta novela, como puede ser el tópico del manuscrito encontrado.

Pero además de una obra de ficción, este libro es un manual de literatura. Para su elaboración, Martín ha recurrido a sus recuerdos de estudiante de COU y después de filología; finalmente a los del profesor de instituto que ha ejercido alegremente su profesión desde el año 1992 en que aprobó la oposición hasta el 2015 en que se le ha incapacitado para seguir desarrollándola. Con todo ello lo que intenta es ofrecernos una visión cercana de la literatura, contrastada a menudo con las enseñanzas de sus profesores de universidad (como Antonio García Berrio, Francisco Rico o incluso Enrique Tierno Galván) o con las reacciones y comentarios de sus alumnos del instituto Sansón Carrasco, en especial de Yessi, una chica con la que le fue infiel a su mujer Elvira Montalvo.

Si desde una perspectiva marxista se puede entender la Historia como una lucha de clases, en el caso de la literatura también se puede ver como un enfrentamiento entre las clases populares y privilegiadas. O más concretamente a la inversa. Es decir, entre clérigos y cortesanos contra juglares. De esta manera descubrimos cómo los nobles se han adueñado de la literatura que hasta entonces había estado en manos del pueblo. De los juglares ha pasado a manos de los clérigos y después a la de los trovadores, volviéndose más refinada pero menos genuina, como lo atestiguan las pastorelas frente a las serranillas. Se introduce así el amor cortés proveniente de Provenza, aunque la gran revolución social y cultural la protagonizará la incursión del petrarquismo en el siglo XVI

Surgido en Italia a partir de 1336, en apenas tres siglos conseguirá triunfar en toda Europa dando paso a una nueva sociedad que, con pequeñas variaciones, ha llegado hasta nuestros días. De una sociedad que vivía el amor exteriormente durante el Medievo se pasó en el Renacimiento a una sociedad que lo entendía interiormente para después convertirse en la actualidad en el sello característico del capitalismo, es decir, en la libre dominación de las personas ante su propia voluntad. Como se puede suponer, esta es la sociedad con la que no encaja Martín como en su momento tampoco encajaba con la suya don Quijote. Se trata de una sociedad que lo margina y que lo ha ingresado en un centro psiquiátrico; una sociedad que despojó de sus antiguos valores tradicionales a la vieja clase estamental para después acabar imponiendo el pensamiento único.

Desde los enfrentamientos entre clérigos y juglares, progresivamente la literatura se ha ido alejando de su esencia y Martín trata de devolverla al pueblo, a sus inicios. Unos inicios que parten de las jarchas y El Cid, pero que después han sido mancillados por el petrarquismo, por lo que intenta hacer un recorrido por aquellas obras que han permanecido al margen de esta corriente dominante y que por eso son originales y novedosas. Estamos hablando del Libro de buen amor, de La Celestina, del Lazarillo de Tormes o de la poesía de San Juan de la Cruz y Fray Luis de León. Ya en el siglo XVII nos estamos refiriendo al Quijote de Cervantes y a las Rimas de Tomé Burguillos de Lope de Vega. A pesar de su manifiesta rivalidad, en el fondo cada uno de ellos quería ser como el otro. Cervantes quería ser como Lope en el teatro y Lope como Cervantes en la novela. Sin embargo fue en el uso que hicieron de la risa donde ambos consiguieron superar al petrarquismo durante el Barroco.

Señales de humo, por tanto, es un ejercicio de rigurosa inteligencia en el que Reig ha sabido mezclar acertadamente ficción, historia y literatura. Los pasajes literarios están muy bien elegidos; la breve trama novelesca conecta muy bien con el trasfondo socio histórico del libro ya que a lo largo de sus páginas el interés va creciendo hasta alcanzar su clímax con la irrupción del petrarquismo. Asimismo el desenlace también es afortunado. Equilibra muy bien el ritmo de la narración con la relación que hace entre el desengaño característico del Barroco y la incapacidad de sus gobernantes, los Austrias menores, para dirigir el país. El resultado, como digo, es un libro inteligente que supera a su precuela de 2006, Manual de literatura para caníbales.

 

 

 

Rafael Reig, Señales de humo. Manual de literatura para caníbales I, Barcelona, Tusquets, 2016

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Víctor Angulo

Poemas

7 de octubre de 2016 13:05:07 CEST

 Traducción de CARLOS VITALE

                   

 

Antonella La Monica nació en Santa Caterina Villarmosa (Caltanissetta, Sicilia) en 1952. 

Entre otros libros, ha publicado: Pelle di luna, L'ocra del salice y La parola spogliata.

 

 

 

 

 

 



PÉTALOS

Vagan errantes
tardíos pétalos
solitarios
confusos
como estrellas distraídas
sorprendidas por el alba.


SIMPLEMENTE

Finos encajes 
ninfeas flotantes
complicadas puntas de pañuelos
tiernos brotes entre espinas de zarza:
los pensamientos.

Primigenias hojas
sobre la desnudez del alma.



ESTA TARDE

Beberé la luna
esta tarde
en copas de viento.

Me reflejaré
en el cielo
salpicado de estrellas.



ESCARCHA 

Ligeras telarañas de hielo.
Transparencias de seda
bordan el aire:
es la lenta respiración
de la tierra jadeante,
tierra que vive.

Las hojas extenuadas
por la helada candente
esperan
los tibios dedos del sol
en un alba de diciembre. 


ABRIL

 

Riachuelos de zulla sanguínea

vertidos sobre verdes pendientes

de sinuosas colinas.

Vistosas flores de malva

se encaraman

como agitados pensamientos

se insinúan en la arenisca

suave y hospitalaria.

Tenaces retamas

encienden ramas

como recuerdos imprevistos.

La manchas de margaritas

ostentan corolas

al viento de abril

de mi tierra.

 

 


SOMBRAS

Chales negros
envuelven el crepúsculo
y el alabastro de los pensamientos.

Cuchillas de gélido viento
cortan las pestañas
de recuerdos apenas brotados.


JUEGOS DE VIENTO

Peina el viento
prados de abril
anuda
tallos y rayos encrespados
trenza
guirnaldas de luz y perfumes.

Caprichosas ráfagas
entre plumas de palomas
y crines de potros
que acarician sus madres.


ESPIGANDO EN EL ALMA

Campesina de sentimientos
vago
por mi alma
desierta
como tierra segada
espigando
restos de amor
amargura
inquietud y débil energía
avanzo
espigando rastrojos
de soledad
impotencia y sospechosa resignación.
Me demoro.
Cargo sobre mis hombros
dispersos haces
extirpo la gramínea tenaz
acaricio granos de trigo
mendigados a arrugas de terrones.

Un puñado de sol,
cuentas de rosario
corren entre los dedos,
se esconden
en las grietas
de mi alma.


CORNALINAS DE VIENTO

Sobre cimas lejanas
ósmosis de nubes y de nieve
mullida helada
volutas espumosas
paradigmas astrales.

Ovillos de cirros
tejen castos velos
cubren
el cielo
calado
de lápislázuli y cornalinas de viento.



SEÑALES DE OTOÑO

Ebrios
de lluvia
los árboles
vestidos de niebla
reposan
en la intimidad.



REUNIÓN

Perlas
negras
de
largo
collar
sobre
los
rayos
del
sol
las
golondrinas
llamadas
a
reunión.



PRADOS DE ABRIL

Hierba de sol
— los prados de abril
piel de luna —
el plateado grano
ondulando con los suspiros
del libre viento.

ALBORADA

Somnoliento buey
rumia algarroba.
Suspendido halcón
inmóvil espera.
Amapolas
abren corolas.

Un laguito
recoge el cielo,
álamos se sumergen.
Y yo con ellos.



EL ALBA

Manos
azules
de cielo
apartan
suspendidos
velos
de noches.

La luz
cosquillea
nubes
embriagadas
por el alba
naciente.



ALAS

Perfuma el silencio
el aire esta mañana.

Un halcón peregrino
le roba al sol
su luz.
Alas desplegadas
doran
espacios.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonella La Monica

El alma secreta de las cosas

3 de octubre de 2016 12:41:11 CEST

 Un hombre saca una silla al balcón. Para nada, para sentarse, para mirar la calle, para simplemente vivir. Desde ahí contempla la mala hierba que crece en los tejados. “Sube su verde claro, / que su vida es subir”, nos dice. Dos heptasílabos livianos, certeros, dichos casi en voz baja. Dos versos de balcón, diríase. Con esa cadencia sucinta y sin aspavientos avanza ese primer poema del libro de Rafael Espejo, que se cierra con estos versos: “Sentado en una silla con balcón / siempre es domingo”.

 

   Esa mirada amplia y de media altura atraviesa todo el libro. Así, en el poema que sigue, leemos: “(gravedad, dame el alma / secreta de las cosas)”, otros versos dichos en voz baja, encerrados en un paréntesis, y otra verdad inscrita en esa peculiar filosofía que crece en los balcones, que son ellos mismos un paréntesis, situados fuera del edificio pero pertenecientes a él, optativos pero necesarios, intrusos pero familiares. Si los balcones son un invento genial, puede decirse lo mismo de los paréntesis en la escritura, que rompen, como los balcones, la dicotomía del adentro y el afuera, creando una vía intermedia, un aparente obstáculo que en realidad es un pasadizo, una niebla que no cubre sino esclarece:

 

¿Habéis tenido alguna vez

la sensación de bruma

de no estar donde estáis,

de ser un pensamiento?

 

   Hierba en los tejados está escrito con la mirada movediza e inquieta de la bruma, que admite los contornos difusos a cambio de percibir el alma secreta de las cosas. La voz del poeta nace de un sitio intermedio, en suspensión, donde no se aspira a la nitidez de lo que ve, sino a una visibilidad de mayor alcance, con su dosis inevitable de espejismo. Así, cuando la mayoría de los poetas se enfrentan a la luna sin velos, Rafael Espejo prefiere caracterizarla como “ese híbrido / de piedra y nube”, porque así es las luna que vemos, siempre o casi siempre velada por las nubes, o sea una luna insertada en su contexto, real y no arquetípica. Pareciera, así, que el libro rehúye un enfoque demasiado preciso de las cosas, para no perder de vista el entramado que establecen entre ellas; de ahí la presencia constante del paisaje, aquello que abraza y contiene, aunque sea al precio de cierta difuminación. Hierba en los tejados apuesta por una mirada al fin y al cabo religiosa, entendiendo por ella un sentido innato de las proporciones, de cómo lo grande y lo pequeño, el exterior y el interior, lo físico y lo intangible se complementan y se confunden. En este sentido, el libro es una secreta declaración de la necesidad de equivocarse para comprender de verdad. No hay revelación sin un margen de error y no hay verdad que valga si no es una verdad incompleta:

 

Si digo que los árboles alzan o extienden ramas

para dar su opinión,

o que miran de frente cómo el camino llega,

sé muy bien que me engaño.

Me engaño por amor. Por restaurar

el mundo. Por verlo.

 

   Por eso, la infancia, la genial equivocadora de tamaños y de formas, tiene un lugar privilegiado en el libro, no sólo como evocación del pasado sino, sobre todo, como entonación de la voz, de la cual es un ejemplo magnífico el poema que empieza: “Pienso emprender un largo viaje. / Probablemente / pasará mucho tiempo hasta que vuelva”. Ese largo viaje puede ser tan corto como sacar una silla al balcón para mirar la hierba que crece en los tejados, pues lo que el niño ve, tiene la virtud de abrazarlo todo sin detalle, de concretarlo todo sin precisión y de ser vívido a pesar de ser borroso. Su mirada conjuga la máxima levedad con la mayor solidez, como puede verse en estos que son tal vez los versos más sencillos y contundentes del libro:

 

Es lo que más añoro:

una casa sin puertas,

sin ventanas, sin techo.

 

   ¿Hay mejor descripción de la morada de la poesía que ésta?

 

Rafael Espejo, Hierba en los tejados, Valencia, Pre-Textos, 2015.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Fabio Morábito

 Guillermo Carnero nació en Valencia el 7 de mayo de 1947. Su padre, Guillermo Carnero Muñoz, natural de Lorca (Murcia), fue maestro nacional, pero, tras comenzar la Guerra Civil ingresó como voluntario en el ejército republicano y tras la derrota de la República, fue recluido en el campo de trabajos forzados del castillo de Figueras en Gerona. Su madre, Teresa Arbat Planella, nació en el pueblo de Bescaró, perteneciente a Gerona.        

    Carnero realizó estudios en el Liceo Francés de la capital valenciana. En 1964 se trasladó a Barcelona para realizar sus estudios universitarios. Comenzó la carrera de Económicas (deseo de sus padres) y los simultaneó con los de Filosofía y Letras.

     De los años de Barcelona proviene la amistad con Ana María Moix y con Pere Gimferrer, los cuales fueron compañeros de Facultad en la Universidad de Barcelona.

      En 1965 y 1966 publicó sus primeros poemas en Ínsula y La trinchera, revista esta última fundada por José Batlló en Sevilla en 1962. El poema “Ávila”, perteneciente a su libro Dibujo de la muerte, apareció en esta revista (en la etapa en que se inició La trinchera en Barcelona en 1966).

      Dibujo de la muerte, su primer libro, fue todo un acontecimiento . Se habló de arte culto y minoritario, también de decadentismo, ya que este libro, junto a Arde el mar de Gimferrer, abrió la senda culturalista en España.

      Luego llegaron las famosas antologías, en 1970 se publica Nueva poesía española de Enrique Martín Pardo y Nueve novísimos españoles de José María Castellet.

     En la antología de Castellet, muy renombrada, aparecieron poetas de gran importancia en este período: Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión, José Mª Álvarez, Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Ana Mª Moix, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix y Leopoldo Mª Panero.

     Posteriormente, esta antología fue criticada por eludir nombres importantes de ese período: Luis Antonio de Villena, Jaime Siles, etc.

     En 1970 Carnero abandonó Barcelona y pasó el invierno de ese año y la primavera de 1971 en Cambridge donde escribió El sueño de Escipión, que apareció publicado en Madrid, en la editorial Visor, en 1971.

     Recojo la importante introducción de Ignacio Javier López para la editorial Cátedra de la Obra poética de Carnero cuando dice: “El sueño ha sido señalado por la crítica como ejemplo del importante cambio que se produce en la poesía del autor, habitualmente descrito como el inicio de una poesía más reflexiva, de orientación metapoética, en la que el objeto del poema y el poema mismo; se trata, además, de una investigación del lenguaje, y una exploración de la relación que existe entre autor, texto y lector” (prólogo a Dibujo de la muerte. Obra poética, ed. De Ignacio Javier López, Cátedra, 1998, p. 18).

       Como vimos, el poeta ya ha cambiado de rumbo, si Dibujo de la muerte es una indagación sobre la cultura y su poder  para  vencer a la muerte, como explicaré luego,El sueño de Escipión penetra en el lenguaje mismo, en su deseo de objetivarlo para poder entender su poder originario y, por ende, su fuerza como elemento revolucionario sobre el mundo que nos rodea.

     Carnero conoce ese poder del lenguaje e indaga en la metapoesía, con un resultado, como era de esperar, brillante.

     Luego vinieron Variaciones y figuras de un tema de La Bruyere (1974) Y El azar objetivo (1975) y en 1977 terminó los poemas de Ensayo de una teoría de la visión que será editado, junto con los libros anteriores, en Hiperión, en 1979, con un prólogo muy acertado de Carlos Bousoño.

      Ha publicado más libros: Divisibilidad indefinida (1990), Verano inglés (1999) y Espejo de gran niebla (2002) entre otros.

      Como podemos ver, la obra de Carnero es muy prolífica, al igual que le ocurría a Jenaro Talens, y ahonda en temas muy interesantes para comprender la importancia del lenguaje como esencia de la poesía.

      Carnero tiene también una importante carrera investigadora y docente, en la que no voy a detenerme por falta de espacio.

      Centrado en la poesía, quiero mencionar algunos de los poemas de Dibujo de la muerte y de otros libros posteriores, para poder apreciar el notable cambio de estilo, lo que refuerza la idea de que nos hallamos ante un investigador del lenguaje poético y un notable conocedor del alma humana.

      Para Carlos Bousoño, en su famoso prólogo, hay una analogía entre los poetas de los 50 y el uso del grupo del 27 en lo que respecta al verso libre.

      Explica Bousoño que el verso libre de Carnero tiene afinidad con el que utilizó Luis Cernuda, Jaime Gil de Biedma y otro poeta valenciano, Francisco Brines.

      Bousoño insiste en la analogía con Cernuda cuando dice: “Aún hay otro ingrediente, con origen a Luis Cernuda, y antes en la tradición anglosajona, que Carnero toma de la tradición inmediata de la que hablo: el uso de figuras históricas como protagonistas e incluso como narradores del verso, como correlatos objetivos” (Carlos Bousoño, 1978, p. 41).

      Y no olvida Bousoño mencionar que tanto la generación de los 50 como Carnero abandona la idea del poema como tensión que nos hace fijarnos en las descargas expresivas, para emocionar al lector, sino que el poema se lee “como un continuo”, para que el lector vaya acomodándose al decir del poeta, como si fuese lengua hablada, pero culta, como podemos suponer.

     Bousoño habla también de los temas de Dibujo de la muerte y menciona una idea esencial del libro: la desolación. Dice el poeta asturiano: “El contraste entre refinamiento y desolación es lo que da, no sólo hondura, sino al mismo tiempo riqueza y complejidad al volumen” (p. 42).

      Es cierto lo que señala Bousoño, por ello, quiero mencionar un poema del libro donde Carnero enfrenta el gusto por lo estético con el vacío que deja. Se puede expresar diciendo que el poeta utiliza la cultura (en este caso, el arte que perdura) para dejar constancia del vacío de lo que ya no tiene alma, sólo es piedra y, por tanto, memoria. Si el arte sobrevive y el hombre no (tema análogo al que expresó César Simón con la Naturaleza y el ser humano o el que dejó en nuestros sentidos Jenaro Talens con la extrañeza del ser que ve la nieve mientras sabe que su vida está abocada a la muerte).

      Sin duda, el arte está presente, pero Carnero elige elementos duros, casi inertes: la piedra, las tumbas, los claustros, para insistir en el arte que deja vacío, donde se puede ver la oquedad del tiempo. Así lo refleja el poema “Amanecer en Burgos”.

      El sujeto del poema contempla el museo de vestiduras regias que hay en el Monasterio de Las Huelgas Reales, en Burgos, vestiduras sacadas de las tumbas de los reyes de Castilla.

     Si el poeta contemplaba la piedra en el poema “Ávila”, aquí la muerte se expresa en el objeto, la vestidura regia, exenta de vida, motivo de reflexión y meditación para Carnero.

      Dice: “Andrajos y oro / el esplendor revelan de los cuerpos antiguos. / Entre imágenes de lejana belleza, piadosamente se oculta / la carne muerta” (vv. 13-16). La belleza es lejana, porque hace mucho que existió y el mundo antitético al que se refería Bousoño al hablar de desolación y de belleza, aparece al decir: “Andrajos y oro.

     Ya al principio del poema se habla del tiempo y de la luz, motivo esencial en muchos poetas valencianos, ya que supone el nacimiento, pero también la certeza de la muerte: “En el silencio de los claustros reposa / la luz encadenada por la epifanía del tiempo” (vv. 1-2).

    Si es luz encadenada es porque nos conduce a la sucesión de movimientos, una vida tras otra y su continuo fluir, nacimiento y muerte entrelazadas.

    La belleza aparece en la tumba adornada por la escarcha, pero también el dolor, porque de las tumbas no sale un espíritu de reencarnación, sino el vacío: “Un ámbito / de otro oculto transcurre, sólo por unas losas / que oscuramente resuenan, incubando / el crescendo angustioso de la profanación de la muerte” (vv. 4-7).

      La muerte triunfa sobre la vida, ya que hay angustia y se va “incubando”, como una epidemia, esa sensación de negrura que posee la parca.

      El poema termina negando la posibilidad de volver, ya que el hombre no tiene voluntad, la muerte se impone, le cercena, como la ira de Dios cercenaba al poeta vasco Blas de Otero sus ojos: “Y así es hermoso / discurrir fugazmente entre la eternidad de la vida, engarzada / por la geométrica perfección de los albos sepulcros, / como quien nada escucha, puesto que ni seremos / llamados a los turbios festejos de la muerte / ni el amor y el deseo corruptos, y el imposible polvo de los besos / alteran en la madrugada tibia que turba el aire, / el armonioso vuelo de la piedra, elevado / en muda catarata de dolor “ (vv. 16-24).

      Evidentemente, la belleza (los albos sepulcros, el polvo de los besos, el armonioso vuelo de la piedra) no evitan que todo sea muerte, ya que todo es una fiesta de contrarios: amanecer con sepulcro, amor frente a ceniza, libertad enfrentada a piedra (lo inanimado y, por ende, lo muerto).

      En la celebración de la belleza sólo queda la ceniza, porque todo ha de morir, pese a que haya resplandecido en la vida, lo hermoso lleva su guadaña, como el poema expresa a la perfección.

      El libro deambula sobre esa idea, como puede verse en “Muerte en Venecia”, por poner un ejemplo, recreación del famoso libro de Thomas Mann y de la muy brillante y emotiva película de Visconti.

      Pero hay un poema que siempre me ha atraído especialmente del libro, me refiero a “Capricho en Aranjuez”. Hay en el mismo un gusto por lo bello, por la celebración de la vida y por el intento, no conseguido, de eludir el paso de la muerte que gravita en el libro.

     Lo expresa el poeta valenciano desde el principio: “Raso amarillo a cambio de mi vida”. Se refiere Carnero a la voluntad de imponer la belleza para vencer la caducidad de la vida. Todo el poema exalta la belleza, en un ámbito muy hermoso como representa el Aranjuez del siglo XVIII.

     El deseo del poeta es renunciar a sí mismo para dejarse llevar por la belleza del entorno: “Fuera breve vivir” (v. 7). El ámbito idílico es inmenso, todo sugiere el abandono de los sentidos, la perfección de la Naturaleza: “Fuera una sombra / o una fugaz constelación alada. / Geométricos jardines. Aletea / el hondo trasminar de las magnolias” (vv. 7-10).

     Pero la muerte que el poeta quiere evitar, embriagada en la belleza del paisaje, aparece en la imagen de un niño ciego que juega con la misma. Es un reflejo de la derrota de la vida sobre la parca: “Inflorescencias de mármol en la reja encadenada: / perpetua floración de las columnas / y un niño ciego juega con la muerte” (vv. 13-16).

     Si en el poema “Amanecer en Burgos” la luz estaba encadenada, aquí aparece la reja, lo que significa que nuestra vida carece de libertad, vivimos atados a la caducidad, a la sombra que todo lo invade. La imagen del niño ciego nos recuerda a las películas de Luis Buñuel y al cine de Ingmar Bergman, donde el patetismo de la vida queda reflejado en personajes marginales y en situaciones extremadamente insólitas (la partida de ajedrez con la muerte en El séptimo sello de Bergman o la cena de los mendigos en El ángel exterminador de Buñuel).

      Lo hermoso sigue presente y, en el final del poema, el poeta insiste en permanecer embriagado, en ignorar su mortalidad, en ocultar su humanidad para asimilarse a las cosas bellas que contempla, como si se tratase de un camaleón que cambiase de piel e ignorase su antigua realidad: “Músicas en la tarde. Crucería, / polícromo cristal. Dejad, dejadme / en la luz de esta cúpula que riegan / las transparentes brasas de la tarde. / Poblada soledad, raso amarillo / a cambio de mi vida” (vv. 30-35).

    La luz del Mediterráneo, esencial en la poesía de Carnero (como lo fue para Brines, Talens, Simón o  Bellveser, entre otros) está presente y hay un claro homenaje al primer libro de Brines Las brasas, porque Carnero conoce y admira la poesía del poeta de Oliva y hace este guiño magnífico en el poema, cuando dice “brasas de la tarde”, dando lugar a un espacio que acaba, como el final de un ciclo que ha sido esplendoroso pero que ha de terminar.

     La mención a la música es importante, ya que es espejo de lo inefable, que nos emparenta con lo divino, pura abstracción que intenta salvarnos de la muerte.

      Pero ésta no se va, siempre está ahí, pese a la voluntad del poeta por desasirse de su ignominiosa presencia. Todo termina en la tarde (en sus brasas), cuando el crepúsculo abre las ventanas de la noche y queda una soledad, la existencia del ser que medita sobre su humana condición, que quiere ser cambiada por esa belleza que perdura, ese raso amarillo que da sentido al poema.

       Para Sergio Arlandis la poesía de Carnero busca la belleza porque el poeta sabe de la extinción de las cosas, del vacío que toda hermosura lleva. Lo dice muy bien en su libro Mapa (Antología poética) de 30 poetas valencianos en la democracia: “La poesía, en consecuencia, se transforma en una manera de embellecer aquello que está llamado a su extinción irrevocable, es decir: crea una idea que, a modo de eco, resista desde su belleza, al vacío que le rodea” (Sergio Arlandis, Mapa (Antología poética) de 30 poetas valencianos en la democracia, Carena editores, Valencia, 2009, pp. 30-31).

       Estoy de acuerdo con esa mirada del profesor valenciano donde se insiste en que la belleza muere también, donde se expresa que el esplendor es sólo un oropel maravilloso que oculta el inmenso vacío de nuestro vivir. Por ello,  y, como también señala Arlandis en su libro, el poeta valenciano busca en la cultura su universo, porque éste va muriendo si no es recreado por el curioso lector o el sempiterno investigador.

        Hay un proceso, sin duda, en la poesía de Carnero, donde el mundo culturalista y asombroso (por sus referencias y por su belleza) de Dibujo de la muerte se va transformando en un espacio de mayor concentración en elementos antes esbozados, pero no desarrollados íntegramente.

         Me refiero, entre otros, a la luz que sí era importante en “Capricho de Aranjuez”, pero que es esencial en “Los motivos del jardín”, poema perteneciente a Divisibilidad indefinida. Cito sólo los versos donde Carnero expresa el claroscuro, la necesidad de nombrar a la luz en poderosa batalla con la oscuridad: “Miro del fondo de la estancia oscura / el pequeño rectángulo de luz, / imagen invertida de la noche, / que la Luna recorta en la ventana” (vv. 39-42).

       Como vemos, el rectángulo de la luz es esencial ya que ofrece lo invertido, el otro lado de la noche. No en vano es la Luna la que asoma (imagen romántica por excelencia) a la ventana.

       Pero la luz también esconde el vacío, es tan efímera como la propia vida, no lleva en ella la inmortalidad: “la divergente vacuidad del rayo / dispersa las veladas figurillas / que con el acicate de la duda / persigue la fatiga de sus ojos” (vv. 43-46).

       Carnero sabe que hay espejismos tras esa luz que aparece en su fugacidad. Por ello, se muestra distante, embriagado en su poderosa soledad de amanuense: “Las escucho vagar en la tiniebla / pero me falta fe con que nombrarlas: / yo sería un extraño entre sus risas, / el lisiado al que aturde y acobarda” (vv. 47-50).

       El poeta no pertenece al mundo de la vida: “me falta fe con que nombrarlas”, sino que está imbuido en territorio de libros, exento de la sensualidad que toda vida (bien vivida) regala, la extrañeza a la que hace alusión lo transforma en un voyeur, aquel que mira con placer, pero que no lo comparte, muy cerca del mundo que comenté en el universo del poeta gallego Arcadio López Casanova.

       El vate sólo es un “lisiado” que siente cobardía por “una turba gozosa de arlequines / mecanizados por la luz de la luna / y que finge entusiasmo y alegría, / falto de caridad y ligereza”.

       El poeta muestra, de este modo, su distanciamiento del mundo, ya esbozado en Dibujo de la muerte, pero aquí, con mucha más hondura.

        La importancia de la luz es total, porque de ella viene el placer: “La Luna”, “turba gozosa de arlequines” y provoca ese miedo en el hombre que arrastra ya su desdicha y su negación de toco contacto con lo vivo.

        Pero al final del poema lo dice todo, porque la luz es creación, tanto que hizo posible los espejismos que simbolizaban el placer y que, ahora, se convierten en nada: “Así en el fondo de la estancia oscura / se extingue el espejismo, borrado con la luz / y las palabras tejen en el sueño y el agua / su cauce circular, secreto y mudo” (vv. 51-54).

         Otro elemento esencial es el agua, porque simboliza el espejo de la vida, un espacio de transparencia que esconde nuestra irremediable inconsistencia como seres vivos.

          El amanuense deja de ver las figuras (espejismos) porque la luz lo borra todo y sólo queda el lenguaje (siguiendo la senda de otro poeta valenciano, Miguel Veyrat). Éste es el único lugar útil para recrear el mundo y su misterio. El lenguaje, como el agua, es espejo, cristal que conduce al mundo de los sueños, pero también a un posible renacer, a una especie de isla donde podamos encontrar, a través de las palabras edénicas, el sentido de la vida.

          Los largos poemas de Dibujo de la muerte o de Variaciones y figuras sobre un tema de la Bruyere (1974), exceptuando El sueño de Escipión (1971) donde se combinan largos y cortos poemas, va encontrando en Divisibilidad indefinida  otro ritmo, ya que el poeta, en la línea de Juan Ramón Jiménez y su búsqueda de la esencia de las cosas, va sintetizando su mundo culturalista para centrarse en elementos esenciales que cobran toda su fuerza y, por ende, su sentido en este libro: el jardín, la luz, el agua, la noche, el tiempo, etc.

          En el poema “Lección de agua”, podemos ver la precisión con la que Carnero toca el tema de Narciso mirándose en el agua de la fuente. Pero lo que me interesa de este poema es la temática: se trata del espejismo de la vida, fantasmagoría que no nos salva, pues sólo ofrece la velada idea de su transcurrir perecedero, que nos condena a la muerte.

        Dice así: “Mirándome en el agua de la fuente / por salvar las imágenes vencidas / - colores idos, músicas caídas- / en memoria con gracia de presente / las vi oscilar girando levemente / en facetas y trizas esparcidas / recompuestas y luego divididas, / y hundirse y escapar en la corriente” (vv. 1-8).    

       Todo lo que compone la vida (colores idos, músicas caídas) se va diluyendo en el agua, hay un afán de creación: “recompuestas”, pero también de dispersión: “y luego divididas”. Toda  esa  textura  de  lo  vivo  se deshace, ya que es fantasmagoría: vivimos enfrentados, parece decir el poeta, a la sensación de la irrealidad, como pudimos ver en muchos poemas de César Simón.

      Por ello, el agua, símbolo de lo que fluye, que, desvelando la transparencia, al igual que el espejo que miramos y que nos mira, nos revela nuestra fragilidad vital.

       El mito de Narciso se cumple en los tercetos: “Puse sobre las aguas un espejo / con que hurtarme a la muerte en escritura / y retener la luz de la conciencia” (vv. 9-11). Aquí el poeta nos habla del deseo de no morir, a través de ese espejo, cristal que nos enfrenta al transcurrir de la vida. No es casual que diga “muerte en escritura”, ya que el deseo de hurtar esa “muerte” es el ansia de vivir a través del arte, de nuestra palabra o nuestra presencia en el cuadro o en la música, sino el deseo de vivir sin apoyo, manifestando sólo lo que somos: cuerpo y alma.

       Este deseo se quiebra, porque la vida se trunca siempre ante la presencia del último acto, el viaje de no retorno: “pero la nada duplicó el reflejo / y el cristal añadió su veladura, / en doble fraude de la transparencia” (vv. 12-14).

       No podemos eludir el destino, pues no hay faz alguna para mirar a la vida eternamente, nuestro sino (estigmatizado por el paso del tiempo y por el acabamiento de toda existencia) nos enfrenta a una triste realidad. No hay forma, para Carnero, de cumplir el rito de la permanencia, ni el agua, ni el cristal, nada sirve para eludir nuestra mortalidad.

       Y no hay que olvidar la importancia de la luz (en la senda de los pintores levantinos, aquí se trata de la “luz de la conciencia” y su afán de retenerla. Sin duda alguna, Carnero sabe que la vida existe mientras se ilumina nuestra faz con la sensación de gozar del mundo (pese a las inevitables sombras que nos acechan siempre).

        Este ejercicio de permanencia da brillo al poema porque éste está inmerso en lo cromático: el blanco del agua y los espejos, los colores idos como símbolo del paso del tiempo, el reflejo que devuelve otra vez la transparencia (blanca) del agua.

        Estamos delante de un poeta que, como le ocurría a Talens o a César Simón, inunda su poesía de luz, pero en el que sobrevuelan las sombras que tiñen aquella de oscuridad.

        Y quiero terminar este análisis del mundo del gran poeta valenciano citando su libro  Verano inglés, no el último de los suyos, desde luego, pero, en mi opinión, el que mayor calidad ofrece, debido al deslumbramiento de su universo amoroso.

       Hay poemas donde transita el recuerdo, como en “Greenwich banks” cuando dice: “Cuando cierro los ojos recuerdo una arboleda / en la linde del mar y del verano / y te veo mirándote en el río, / mientras el Sol se pone y vagan las gaviotas” (vv. 1-4).

      Este romanticismo del poeta que recuerda el lugar idílico y a la amada no excluye los versos donde manifiesta un erotismo que nos deslumbra: “Me conduce el calor de tus caderas, / elásticas y duras como un arco, / a la doble diana de tu pecho, / granada abierta y roja en las manos de un niño” (vv. 17-20).

       No es casual que cite al niño, porque Carnero sabe de la importancia de la infancia como paraíso irrecuperable (en la senda de Francisco Brines).

         Y tampoco en el final del poema se unen los sentidos, lo que dota al mismo de una clara sensualidad mediterránea (ya que la evocación, en mi opinión, le conduce a su tierra levantina desde el verano inglés). Dice así: “Color, olor, sabor, flotan en la memoria. / No los dejes morir a tu imagen extinta; / diluirse en las aguas del rencor y del tiempo / rescata en tu retorno tu cuerpo repetido” (vv. 21-24).

        Al igual que en “Lección de agua”, el poeta valenciano insiste en el agua que se diluye, como si ésta simbolizase el tiempo y su alusión al color nos hace ver, de nuevo, que representan espacios vitales dejados atrás, impresos en la memoria para siempre.

        El último verso expresa muy bien lo que es un tema central en su poesía: la vuelta de lo vivo, no en el eco de una voz o en una imagen, sino en la presencia  (llena de sensualidad) que evoca lo mejor de la existencia.

       La belleza de las imágenes nos sobrecoge en versos anteriores donde se prende el poeta de la amada con singular maestría al evocarla: “Veo una calle abierta al horizonte / donde vuelan los tordos y corren las ardillas. / Las ramas de un alerce golpean los cristales, / pentagrama indeciso de rasgado silencio” (vv. 9-12).

       El poema es muy hermoso y ese “cuerpo repetido” de la amada es la imagen que queda en el agua y que, luego, como el amor y la propia vida, se va pronto, dejándonos huérfanos del sabor y del olor de la persona querida.

       Representa Verano inglés un libro lleno de nostalgia, de bellas evocaciones y de colorido, de una luz especial que abre las ventanas de nuestra sensibilidad.

        Hay muchos poemas del libro donde la belleza cala en la memoria del poeta. No en vano, es un libro lleno de alusiones a paisajes amados.

       La presencia de la luz es una constante en la poesía de Carnero. Si la noche tiene un inmenso poder para el poeta en “Noche del tacto”, tanto que “No fluye murmurando la amenaza del tiempo / ni se pierde en arena sin orillas: / crece en profundidad, gana en firmeza / al adensar las lindes del reposo” (vv. 5-8).

       La luz tiene toda su fuerza, el poder de vencer al tiempo, es cimiento donde la vida no muere; en “Ojos azules”, el poeta le dice a la belleza azul que no vaya a la noche, porque ésta cierra el mundo, en la oscuridad viene el fin de lo que perdura, el capítulo final de nuestra vida. Insiste en ir hacia la luz cuando dice: “Mirad hacia la luz, no miréis hacia dentro: / corredores tapiados velarán nuestro brillo, / os cegará el acoso de una mano cortada / con su rampante hedor de podridas promesas” (vv. 5-8).

       La noche tiene, por tanto, malos augurios, un espacio que no se puede desentrañar: “Si vas hacia la noche yo no podré seguiros / y no tengo el secreto de las puertas cerradas. / Salid al horizonte conciliado y redondo. / Mirad hacia la luz, no miréis hacia dentro” (vv. 9-12).

       Sí, la única forma de salvarse de la muerte, de la caducidad total de todos nuestros sentidos es adentrándose en la luz, ese espacio de la conciencia que conlleva eternidad.

       Por ello, al final del poema le pide a la amada que viva el ámbito de la Naturaleza, espacios de sabiduría  que ama el poeta, lo siguiente: “No recuerdes más peso que el placer del mirlo, / más calor que el abrazo de la calma del aire / más entrega que el Sol al penetrar la nieve: / olvida la luz, y escucha la lección de la tierra”.

     Bello final para todo un canto a la luz, ya que sólo en los ámbitos donde esplende la claridad, la vida permanece.

      Quiero terminar este estudio de un poeta brillante como pocos, que ha construido un mundo de gran lirismo, desde su pasión culturalista a un verso apegado a las emociones, como en el libro que comento, con unas certeras palabras de otro gran poeta valenciano, Ricardo Bellveser, recogidas de su recopilación de artículos titulado Hecho de encargo, publicado por la Generalitat Valenciana y la Biblioteca Valenciana.

      Me refiero al artículo titulado “G.C. y su actualidad”, cuando dice, refiriéndose al Premio Nacional de la Crítica que obtuvo Carnero por Verano inglés lo siguiente: “El exceso de la nueva sentimentalidad cree Carnero que lleva a la poesía a un callejón sin salida a asesinar al poeta. Como Mallarmé, lo que se pretende es que la poesía no surja únicamente desde el ámbito de las alegrías o las decepciones del mundo, sino que intenten dominar el azar” (Ricardo Bellveser, Hecho de encargo, Biblioteca y Generalitat Valenciana, 23 de abril del 2000, p. 162).

      Muy cierto, porque Carnero cree en la poesía como esencia de la vida, no es un mero adorno para recitar en una sala, sino todo un ejercicio de pensamiento, un divagar sobre la vida que convierte su obra en una de las más completas e interesantes del panorama español actual.

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

Una poesía "indócil" a fronteras

30 de agosto de 2016 09:03:17 CEST

Para los seguidores de Facebook, los poemas breves (muchas veces con la forma de un haiku) con que Emilio Pedro Gómez jalona sus contribuciones a la red social son una invitación a acompañarlo en sus excursiones y viajes, a completar la imagen visual de la foto con que los ilustra gracias a una feliz metáfora, a una inesperada asociación de espacios naturales con versos íntimos, destilados con esmero.

“En esto escribo/ con voluntad de temblor/ indócil a fronteras y solemnidades” —nos dice a modo de consigna poética al principio de Motivos de horizonte (2015)— para ratificar esa “indocilidad” mientras “el verso guía la mano/ con el mismo sigilo/ con que el alba hace el gesto/ de brotar”.

La poesía de Emilio Pedro Gómez es una poesía de espacios abiertos, donde las fronteras han sido abolidas para propiciar el descubrimiento del Otro, pero, sobre todo, para la incorporación gozosa a su propia memoria del paisaje que va asumiendo como propio. Sea el Pirineo, algún país exótico del sudeste asiático, la Patagonia austral o ese Camino de Santiago que ha recorrido pausado, munido de un “diario lírico” (Pasos, 2013) lejos de toda sacralidad, como un peregrino laico solo deseoso de hacer de “la abrumadora belleza celeste” una experiencia única, intransferible. En todos comunica el espacio exterior con el interior de una sensibilidad aguzada por la riqueza del mundo y una naturaleza en la que se sumerge con vocación panteísta.

El umbral, gracias al cual se comunican, participa de la ambigüedad del cruce, es celebración de la articulación que no termina de abrirse ni de cerrarse, convocatoria para que lo íntimo perciba el exterior y para que las diferencias  entre ambos sean evidentes y se acepten. Gracias al umbral se mantiene una apertura hacia otros horizontes, esa “porosidad de las fronteras” con que Gómez titula la segunda parte de su poemario. Su función, aun fijando límites que se pueden atravesar, es articulada, supone una disposición al contacto exterior, hacia la transición  a otro espacio, lo que le da una sugerente inestabilidad y una inusitada dimensión poética. 

Es bueno recordar que el horizonte se configura a partir de un sujeto y no tiene realidad objetiva. Aunque no puede ser localizado en ningún mapa, el horizonte acompaña toda percepción de un paisaje en esa mezcla de “dentro y fuera” que resulta del encuentro de una mirada con el mundo exterior, en el metafóricamente llamado “punto-yo” desde el cual se traza su línea en la distancia.

El horizonte se aleja, cambia con el movimiento en el espacio, sea cual sea la dirección elegida, es inalcanzable. Si bien el horizonte es inasible, ayuda a configurar un espacio orientado al dividir el mundo entre cielo y tierra, arriba y abajo, cercano y lejano. Es más, le da sentido, lo que significa, como bien ha señalado Michel Collot, que al vivir en la yuxtaposición de imágenes reales y virtuales, al abolir distancias y al difuminar un aquí y un allá en la simultaneidad, el punto de vista privilegiado,  el lugar de presencia  fundador de tantos horizontes y símbolos de existencia pierde parte de su natural intensidad y se diluye en el caleidoscopio del espacio y del tiempo sincrónico.

Emilio Pedro Gómez sabe que “la obligación del cielo es no acabarse/ al fondo de la página” y persevera —con su bastón de peregrino— en hacer de la palabra “dardo de impunidad/ al centro de uno mismo”. Lo hace sin angustia, sin desgarramiento ni lamento, con esa “alma de horizonte” con que Jules Supervielle en Gravitations hizo de la pampa argentina sustancia de su mejor poesía, ese “vértigo horizontal” donde “cada árbol/ comienza a ser/ un disidente”.

Motivos de horizonte nos invita al “inicio de un viaje”, nieto “del sueño libertario/ de volar”. Sus versos salen “fuera de mi/ lo que no había”, “en un ya es/ sin haber sido” y nos conducen “al regazo primordial/ al temible deseo de desaparecer”.  Vale la pena acompañarlo para intentar “saber quién eres”.

 

 

Emilio Pedro Gómez, Motivos de horizonte, Enkuadres, 2015.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Fernando Aínsa

Max Frisch

29 de agosto de 2016 12:09:12 CEST

Me preguntaba de cuándo databa mi encuentro con las novelas de Max Frish, más concretamente, de No soy Stiller y Homo Faber, de las que aún tengo presente el impacto que me causaron. Formaron parte de ese conjunto, inexorablemente reducido, de novelas que hablaban de asuntos que me concernían de una forma especial, íntima. El asunto y la forma de tratarlo. Las novelas de Max Frisch me atraparon. Sin embargo, no podía localizar con exactitud el momento en que entraron en mi vida, ¿vivía yo aún en casa de mis padres?, es decir, ¿era yo todavía una chica desemparejada, deambulante, y a ratos, muy solitaria y ensimismada, muy lectora, que pasaba muchas horas encerrada en su cuarto de una sola cama, inclinada sobre el tablado que colgaba de la vieja estantería que, tiempo atrás, había contenido juguetes en lugar de libros y carpetas?

¿Dónde, en suma, había leído a Max Frisch? Si conseguía ver el lugar donde yo me encontraba, sentada y con una novela de Frisch en las manos, podría acceder a la fecha. Son los espacios lo que proporcionan pistas sobre el tiempo.

En el cartapacio que Turia dedica al escritor suizo, un artículo de Carlos Fortea hace un minucioso relato de la suerte editorial que la obra de Frisch ha tenido en España. Así he sabido que No soy Stiller, en traducción de Margarita Fontseré, fue publicada por Seix Barral en 1958, ¡cuando yo tenía once años! Homo Faber en 1961, precisamente el año en que vine a vivir a Madrid, ya con catorce años. Como me casé en 1968 -con tan solo 21 años, disparates que se corresponden con la época- , es muy posible que las dos novelas de Frisch fueran leídas allí, en mi pequeño cuarto de la calle de Fernando el Católico. Las novelas fueron celebradas. Según nos dice la documentación que ha reunido Fortea, Antonio Valencia, uno de los críticos más agudos del momento, a quien, años más tarde, hube de agradecerle que se ocupara de mi primera novela con comentarios que nunca olvidaré, proclamó, ya en 1958, en el periódico Arriba que No soy Stiller era una de las obras más interesantes de la novela contemporánea. Como en 1974 se reeditan las dos novelas de Frisch, y tiene, según nos cuenta Fortea, repercusión crítica, también cabe la posibilidad de que fuera entonces cuando yo me encontrara con ellas, ya casada, con un hijo, y después de haber pasado sendas temporadas en Trondheim, Noruega y en Santa Bárbara, California. No con veinte o o veintiún años, sino con 28, camino ya de los treinta…

¿Importa le edad en la que leemos un libro? Sí, importa y mucho. Max Frisch se ha encontrado siempre entre los autores que me sirvieron de guía. Pertenece a mi juventud. Por eso me han interesado tanto los textos que el cartapacio de Turia ha dedicado al autor. Vuelvo a encontrarme con aquello que me preocupaba, que centraba mi interés vital y literario años antes de que escribiera mi primera novela. Por aquel entonces, escribía, de vez en cuando, sin rutina ni disciplina algunas, algún relato o incluso algún poema. A pesar de lo cual yo estaba íntimamente convencida de que algún día me dedicaría entera o primordialmente a escribir.

Al leer ahora los textos sobre Max Frisch reunidos en Turia, he tenido la impresión de reencontrarme con un viejo amigo. Ha sido como hacer una visita a un lugar conocido, como volver a una antigua casa que conocimos en el pasado y que, al cabo de los años, sigue en su lugar. Nos asombra comprobar que el el antiguo encanto ha sido conservado.

Dice Isabel Hernández en uno de los textos que el tema de la identidad es el asunto central de la producción de Frisch. Ahí me reconozco plenamente. Creo que para mí la definición de lo que es la persona y los diferentes aspectos y matices de su relación con el mundo, con los demás, es lo que más me importa. No me ha sorprendido del todo conocer que Max Frisch, antes de tener éxito como escritor, fue arquitecto. Cuando opta por dedicarse por entero a la literatura, dirá que hacer casas es algo insatisfactorio, porque el resultado final no admite rectificaciones. Lo que a Max Frisch le gusta es dibujar los planos, idear el proceso. “Una obra que él no puede modificar sume a Frisch en la inseguridad”. “Al empezar a construir siendo arquitecto titulado, se dio cuenta rápidamente de que le fascinaba más el trabajo sobre el plano que la ejecución”, dice Beatrice von Matt.

Así son, en mi recuerdo, las novelas de Frisch que leí, casas que se están haciendo. Es una sensación que me resulta familiar, aun cuando jamás se me ha pasado por la cabeza dedicarme a la arquitectura. Pero las casas a medio hacer siempre me han fascinado. Mientras escribía una de mis novelas -Una vida inesperada-, una noche tuve un extraño sueño: Yo deambulaba por una construcción sin finalizar, aún con andamios y escaleras exentas. Una suave luz trataba de abrirse paso en la penumbra. Esta es la novela que quiero escribir, me dije, dentro del sueño. Nada más despertarme, lo tengo que anotar todo. La novela, en la que llevaba trabajando mucho tiempo -había llegado a un punto en el que no veía salida, todos los caminos se habían enmarañado- se me había desvelado de repente. Al despertar, no pude anotar nada. ¿Qué era lo que se me había develado?, ¿qué tenía que anotar? Sólo tenía una vaga visión de una casa sin acabar sumida en la penumbra.

Isabel Hernández sostiene que “ya no es posible hablar del individuo de la forma en que se había venido haciendo tradicionalmente durante el siglo XIX”, “no es posible narrar una biografía de la manera convencional, han de inventarse nuevos recursos para ellos, como aparentar, por ejemplo, que no se está narrando, y, en este sentido, el supuesto Mr. White va anotando pacientemente los fragmentos de la biografía de Stiller que amigos y conocidos le narran con el fin de refrescarle la memoria. De este modo, él solo cuenta aquello que oye sobre sí mismo, como si se tratara de un extraño, configurando de ese modo la biografía que realmente hubiera querido vivir y que surge de hechos tanto vividos como inventados”.

Una biografía tiene, siempre, una arquitectura interna, un proyecto, unos planos que se van modificando, superponiéndose unos a otros. No es de extrañar que mucha de la producción literaria de Frisch adquiriera la forma de Diarios. Frisch construye vidas, identidades. Construye y desconstruye, vuelve a construir. “Yo pienso -afirma- que la persona es una suma de diversas posibilidades, una suma no limitada, pero suma al fin y al cabo, que va más allá de su propia biografía”.

Rolf Niederhauser, que compartía con Frisch la dedicación literaria y con quien mantuvo una fuerte amistad, describe así la impresión que le producen las obras de Frisch: “Max Frisch, cuya lengua una y otra vez nos da la impresión de que suena como si fuese yo mismo el que hablase, más de lo que yo mismo sería capaz, como si fuese mi propia voz la que habla, yo mismo por completo.  ¿Cómo lo consigue?” Este es el comentario que un

escritor hace ante sus maestros, los escritores que le sirven de guía. Al leer las palabras de Niederhauser, las sentí en mi interior, como si las hubiera pronunciado yo tiempo atrás. “Con cuánta intensidad -dice Niederhauser reflejaba nuestros deseos incluso en la rutina más cotidiana”. Refiriéndose “al protagonista de Homo faber”, afirma: “en ese tipo tan técnico de los años 50, que parece saberlo todo de sí mismo, y que, precisamente por eso, comente un error tras otro, y cae directamente en la trampa de la verdad, ¿no retrató

Frisch a mi padre? Otros habrán sentido lo mismo. Porque está claro que no soy el único que se ha reconocido en todas estas historias. Se dice que la mujer de su editor le preguntó tras leer Stiller: ¿Cómo es que sabe todas esas cosas de nosotros?. Max Frisch nos abrió los ojos para que fuéramos capaces de ver nuestras propias historias”.

¡Qué mayor favor le puede hacer un escritor a otro y, por descontado, un escritor a un lector! Abrirnos los ojos para que seamos capaces de escribir y de ver nuestras propias historias.

“No puedo soportar a los artistas que se creen seres superiores o más profundos solo porque no saben lo que es la electricidad”, declara el “homo faber". Y Niederhauser comenta: “En esas palabras es posible reconocer a Max Frisch: un intelectual que no solo conoce la palabra práctica de la teoría”. “Sus personajes hablan como nosotros, la atmósfera parece cotidiana, casi trivial, pero cuando se observa con detalle todo se revela como una tupida red de relaciones entre conceptos”, añade.

Peter Biechsel, también escritor y amigo de Frisch, firma un texto titulado “Un payaso maravilloso”, en el que nos presenta al Frisch más privado, el del círculo de sus amigos, un conversador maravilloso y del que quiero relatar una pequeña anécdota que me parece muy reveladora: “Por aquel entonces ponía de los nervios a todos sus amigos con preguntas sobre el envejecimiento y la muerte. (…) En una ocasión volvió bufando de la Engadina, a donde había ido a ver a Theodor Adorno, que estaba allí de vacaciones, para comentar estas cuestiones. “¿Sabes lo que ese sabe sobre la vejez y la muerte, el filósofo, el gran filósofo? Nada, no sabe nada”, y aún seguía rabiando horas después”.

En la opinión de Fernando J. Palacios, “Max Frisch parece que comprendió mejor que nadie aquella advertencia de Paul Valéry: <<Nunca pensamos que lo que pensamos oculta lo que somos>>”. Concluye Palacios: “El libro calla más de lo que cuenta, y la pregunta que se hace Max Frisch es: ¿por qué me guardo cosas todavía?”

Llegados a este punto, no hay más remedio que ir a Cervantes, a la sensacional declaración que hace el autor en el capítulo XI de la Segunda parte: “En esa segunda parte, no quiso (el autor) injerir novelas sueltas y pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos episodios que la verdad ofrece, y aun estos limitadamente y con solas las palabras que basten para declararlos; y pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide que no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir”.

Y es que en Max Frisch se respira un espíritu ciertamente cervantino. Las palabras de Isabel Hernández que antes cité y que hacían referencia a la relación de Stiller con Mr White y a la invención de nuevos recursos narrativos, me remite a nueve párrafos de la Primera Parte del Quijote, el último del capítulo VIII y los ocho primeros del capítulo IX, cuando Cervantes detiene abruptamente la acción, en medio de una pelea del héroe contra uno  de sus muchos enemigos, y hace referencia a un manuscrito perdido: “En este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote que las que deja referidas”. Seguidamente, añade: “…no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte”.

El relato de este hallazgo se hace en el siguiente capítulo, el XI del Quijote publicado en 1605, no en la Segunda Parte publicada en 1615. El caso es que estos nueve párrafos que Cervantes dedica al asunto del manuscrito suponen un recurso narrativo que marca para siempre nuestra historia de lectores. Cervantes nos ha sacado del marco donde se desarrollan de las aventuras de don Quijote y nos deja allí, en el mismo borde, comparte con nosotros, lectores, sus vicisitudes de narrador. Nos confía el fundamento de su quehacer literario: la verdad. Hemos entrado en el universo del creador. Después de Cervantes, los lectores seremos perfectamente conscientes de la existencia del autor.

Max Frisch sigue la estela de Cervantes. La complejidad de la narración, la identidad de los personajes, la misma identidad del narrador, estos son asuntos que siempre resultan nuevos, porque toda época es distinta de las otras, como cada día resulta nuevo, impredecible y enigmático. Inventados cada día. Inventamos los días. Vivimos e inventamos. “La literatura no es más una forma de expresión que se busca a sí misma y, con ella, a los lectores”, concluye Fernando Palacios.

Por las azarosas circunstancias de la vida, Turia ha tenido a bien publicar en este mismo número en el que se le hace un homenaje a Max Frisch el breve texto que escribí sobre la función que cumplen en la obra de estos nueve capítulos del Quijote.

Del Max Frisch más cercano e íntimo nos habla de unas de las mujeres que compartieron parte de sus vidas con el autor, Marianne Frisch-Oellers, que convivió con Frisch durante más de quince años: solo escribía con su máquina de escribir, reclinado con un solo dedo de la mano derecha, tuvo -yo también- la famosa máquina de escribir Hermes baby, que aparece en Homo Faber,  bebía  café  mientras trabajaba, necesitaba recluirse en un lugar cerrado, tomaba notas manuscritas en todas partes, llenó 150 libretas de notas, le gustaba estar en comunicación directa con la naturaleza, sin ruido exterior, no le gustaba a hablar durante las caminatas. Si sus amigos querían hablar, él se apartaba y alejaba, escogía sitios para sentarse en hermosos prados, llegaba antes que nadie, se instalaba, desempaquetaba la mochila y abría una botella de vino, cuando veía partidos de fútbol por la televisión se concentraba extraordinariamente, no respondía al teléfono, no prestaba atención a ninguna otra cosa, no le gustaba pasear en pantalón corto, decía que esa prenda dejaba al descubierto de forma excesiva la anatomía masculina.

Disfrutaba de la compañía de sus amigos, a quienes invitaba a pasar temporadas en su casa. Luchó constantemente contra el alcoholismo. Soy alcohólico, escribió en uno de sus diarios. Repitió de diversas formas una idea central: “Realmente somos la persona que los demás ven en nosotros…Y viceversa, nosotros somos los creadores de los demás”.

Vuelvo ahora a la cuestión inicial, ¿importa la edad en que leemos un libro? Y me reafirmo en la respuesta. Sí, importa y mucho. Porque haber leído a Max Frisch justo al inicio de la juventud, antes de haber tomado las grandes decisiones, marca las aspiraciones del escritor y centra los problemas del lector, de los seres humanos que leen y escriben. La visión que Max Frisch nos ofrece de sí mismo en sus primeras obras abre un camino por el que seguirá transitando, una dirección que no abandonará. Si avanzamos con él, iremos comprendiéndolo desde dentro, sencillamente porque hemos encontrado a alguien que nos entiende desde dentro, desde sus adentros.

Max Frisch me remite a tardes eternas de lectura en mi cuarto de soltera de la calle de Fernando el Católico, al patio interior del edificio de viviendas, a las terrazas de los pisos vecinos en las que se acumulaban objetos inservibles, al pedazo de cielo que lo cubría, tan cegadoramente azul los días de verano. Allí empecé a vislumbrar los caminos que se abrían  ante  mí, los territorios que otros habían conquistado para mí, lo que desde lo más profundo de mí misma me comunicaba con los demás.

Escrito en Sólo Digital Turia por Soledad Puértolas

En la poesía de los verdaderos poetas siempre se termina reconociendo un mismo espíritu. Tal vez sea este el mejor antídoto contra las banderías entre poetas que en el fondo, ante la poesía verdadera, no pueden sino diluirse. Comienzo con esta aseveración porque, resulta obvio que cuando uno se acerca a la obra de Mª Ángeles Pérez López percibe que se encuentre ante una gran poeta, una poeta grande y verdadera.

Una vez señalado esto, me atrevo a erigir otro postulado, que no es sino el de que dos son los elementos esenciales para que se dé una poesía de calidad: el conocimiento de las técnicas poéticas en su más amplio sentido, por un lado, y la posesión de una mirada ya sea inspirada, intuitiva o ambas cosas a la vez, por otro. Por lo que respecta al conocimiento, su adquisición puede conseguirse con dedicación y tiempo, aunque también hay que decir, sin faltar a la verdad, que no siempre está al alcance de cualquiera. En cuanto a la mirada poética… tan sólo los dioses conocen a quién se la otorgan y las razones que para ello tienen.

Me llama enormemente la atención cómo una joven Alejandra Pizarnik, con tan solo 21 años, había descubierto ya la necesidad de los dos elementos antes señalados: escribe en su diario el 27 de octubre de 1957, tras haber leído a Neruda, a Rilke, a Holderlin: “Descubro que mis poemas son balbuceos. Necesito leer más poesías, averiguar la forma, la construcción”[1].

María Ángeles Pérez López parece congraciada con el conocimiento y con los dioses a la vez, tiene ambas cualidades y, lo que me resulta más sorprendente aún, ella ha conseguido con el tiempo ir puliendo su mirada como quien a base de ejercicios logra reducir sus dioptrías mejorando así la vista. Si difícil resulta ya tener un don, mejor es aún tener la capacidad de mejorarlo.

Si tratásemos de definir a grandes rasgos y de un modo rápido la poesía Mª Ángeles Pérez, y en concreto el poemario último, Fiebre y compasión de los metales, cabría decir que se trata de una poesía mimetizada con los objetos y el material del que borbotea los poemas. El lenguaje es rico y complejo, basta para ello con echar un vistazo a los títulos. Algunos de ellos enarbolan sintagmas con palabras tan hermosas como ángeles, luz o canción, abrazadas a otras que nadie osaría ubicar junto a ellas, como caída, lanzar o acero. Sintagmas que juntos hieren y hacen sangrar. La proliferación del adjetivo rojo entre los versos combina a la perfección con el color de las guardas de la colección de Vaso Roto en que se ha publicado el poemario. 

Todos los poemas de Fiebre y compasión de los metales tienen una enorme profundidad expresiva y no pocas veces uno llega sobrecogido hasta el último verso, ante el que se frena en seco como ante un abismo... O, mejor aún, tal vez los últimos versos no sean sino un precipicio desde el que echar a volar: la luz y la vida, de uno u otro modo, están  presentes en todos ellos. En una primera ojeada a este poemario, la poesía de MAPL pareciera como si se hubiera, en cierto modo, oscurecido con el frío y –quién sabe si también, como ella escribiera hace tiempo– con “la alquitara caliente del afecto/ en que fermenta el tiempo y su uva negra”[2]. Diríamos que ha adquirido con ello hondura y profundidad.

Si decidimos adentrarnos en el tupido bosque de los metales que constituyen los veintisiete poemas aquí fraguados (un número, por cierto, no casual en la lengua española) nos encontraremos con una colección de poemas afilados que harán sangrar al lector con la misma delicadeza con la que una hoja de papel nos muerde sin saber nosotros cómo. Si se leen con atención, dejándose llevar por los vericuetos tridimensionales que los constituyen, la intención de quien los ha escrito se podrá ver cumplida al conseguirnos impactar intensamente, logrando sorprendernos ante cómo la vida no es tan simple como pensamos.

En este sentido, como esos frutos secos, como la nuez o la avellana o la almendra, estos poemas no se abren fácilmente para los no iniciados. El lector, como el ejecutante que requiere una concentración especial ante la partitura o como el budista ante su koan, deberá esforzarse, desdoblarse, contorsionarse incluso para seguir los propios movimientos del poema que multiplica en sucesivas lecturas la sonoridad de su sentido. En un acercamiento primero es esta una poesía que engancha, siendo esta atracción inicial la que desliza en nosotros el deseo de volver a ella. Ese acercamiento detenido que se requiere del lector es, en definitiva, el que permite alcanzar la belleza de esa Petra oculta entre sus páginas. Es todo, al fin y al cabo, una llamada de atención ante la no menos oculta vida de las cosas, ante el alma de lo inanimado. Como leemos en el poema “Lo amputado”:

Quien amputa sonidos, no percibe

que en la palabra bosque, late el árbol

y en la palabra rama, la madera.

Que está el viento dormido en el violín

y la piedra en la tierra y su traspié

como están en la casa el pan y el hambre,

las vocales abiertas de la boca.[3]

Y es, probablemente, a partir del momento en que se toma conciencia de esa llamada de atención ante lo que acabo de denominar la oculta vida de las cosas, cuando el lector comienza a percibir la hondura y belleza de esta escritura. Es más, cualquiera que haya venido siendo en años anteriores fiel a esta autora habrá ido enriqueciendo la comprensión de su estilo, pues ella ha ido haciendo partícipe al lector de la transformación multiplicada de su modo de versificar, con una música perfecta basada en el endecasílabo, y de sus imágenes prodigiosas, centro y eje fundamental de su particular modo de ver el mundo. De hecho, su mirada continúa diseccionando lo que ella denominara hace 20 años con gran acierto “el andamiaje de las cosas”[4]; y también, en palabras suyas, sus “voces escondidas”[5]

Digamos que hay un lenguaje violento, tan solo en apariencia, pues en cada verso late una inmensa ternura de madre y de mujer, haciendo del dolor una belleza extraña, difícil de armonizar porque es consciente la autora de que el mundo no es como debiera, de que no es del todo sincero dibujar con palabras una felicidad que no es totalmente real ya que, a pesar de su temblor y de nuestra piedad para con él, el mal existe. Sin embargo, las palabras lo pueden mitigar. O al menos eso intenta la poeta. De ahí que, en Fiebre y compasión de los metales, la violencia –expresada lingüísticamente mediante esos oxímoron fantásticos– es cordial, amabilísima, dulce.

Claramente las cosas no son como parecen en Fiebre y compasión de los metales. Pero quién ha dicho que la poesía deba ser siempre clara. Este enigma incordiaba también a Alejandra Pizarnik, que se preguntaba y respondía a sí misma de la siguiente manera:

¿por qué me gusta leer la poesía luminosa, clara, y casi execro de la oscura, hermética, cuando yo participo –en mi quehacer poético– de ambas? […] Pero, Alejandra, en el fondo de los fondos, –concluía esta autora– ¿qué es claro y qué es oscuro?[6]

En este contexto, llama la atención poderosamente hasta qué punto el germen de Fiebre y compasión de los metales estaba ya en La sola materia, hace veinte años. No por los protagonistas, ya saben: la cafetera, la bañera, los distintos elementos que componen el dormitorio, no por los personajes, que aún habían de perfeccionar mucho su técnica, sino por algo más profundo y sobrecogedor que es, en definitiva, la prueba clara de que este poemario que hoy leemos existía ya en la autora, quién sabe desde cuándo. Un gran poeta puede estar cobijando durante años una semilla lírica hasta que esta cobre forma definitiva, hasta que esté al punto, por utilizar un símil gastronómico.

Hay días –escribió la autora hace dos décadas– en que sueño con escribir un libro

sobre cómo desprenderse de las cosas

y evitar el recuerdo del abridor de cartas

mellado por el golpe de una mala noticia,

también el del separador de poemas de tela

que vino por el mar y cruzó medio mundo

para asfixiarse en el exceso

o en el delirio.[7]

Antes de percibir y hasta de asumir la fiebre de los metales que nos desvela este poemario hay, para el lector, una doble frialdad envolviendo los objetos en torno a los que María Ángeles Pérez López despliega sus versos. Está, por un lado, la cortante gelidez del acero que sustancia en sí el frío del propio material, inanimado en su origen, que lo conforma y perfila. Pero hay también, en segundo lugar, otro frío diferente. Me refiero al que se intuye emocionalmente cuando se piensa en el mal que puede generarse con los objetos descritos y, sobre todo, en el daño y en las heridas escondidos tras las alegorías de la autora. Porque, si no lo hemos dicho ya es hora de avanzarlo, los metales inician otra era, una de aleaciones fuertes entre la historia y la muerte. La propia autora bosqueja esta evolución en los primeros versos del poema “En el aire, la piedra” (p. 35).

No son hoy los objetos inocentes de ayer los que la escrutadora mirada interior de la poeta expone. Hay un antes y un después de los metales, y así como sin ellos no existirían los oficios individualizadores, no es menos cierto que muchos de ellos se encuentran asociados a la violencia implícita en la especie. Es metálico todo cuanto nuestra especie ha creado para destruir vida y en lo que la mirada de la poeta se adentra para escuchar sus gemidos: tijeras, cuchillo, bisturí, cuchilla, aguja, hacha, anzuelo, arpón, martillo, punzón, hoz, flecha,… Es metálico aquello que da la muerte y con ella llevan los metales el frío hasta los cuerpos de los vivos.

Pero a la vez que el frío de la muerte, está la vida que cobran en la poesía de Mª Ángeles Pérez todos los objetos columpiados por sus versos. Esa vida es la que inicia el proceso febril y compasivo que la poeta percibe y describe. Por ejemplo en el primer poema, “Tijeras que no” (p. 13), que no puede ser casual. Esas tijeras que a semejanza del soldadito del cuento infantil se acercan al fuego que destruye y purifica:

Tijeras que soñaron con ser llaves

acercan su metal hasta la llama

[…]

Tijeras que no quieren ser tijeras

Y acercan hasta el fuego su pesar

Marca ya este primer poema, y pone tras su pista, cierto intento de evitar ser lo que se es. Esta constante en el poemario, atravesado por objetos metálicos punzantes que rehúyen de uno u otro modo su función, deja su impronta sobre el lector, quien, ante el arrepentimiento del metal, no puede evitar sentir piedad. Las tijeras que renuncian a una esencia que rechazan están diciendo al lector que no estamos ya ante la sola materia, pura en su inocencia, sino ante algo más, una funcionalidad de la que no siempre se está orgulloso.

En esta misma línea se manifestarán otros metales que el sentir de la poeta elige ver en actitudes reconciliadoras con la vida. La ternura se nos muestra cuando el martillo acaricia la pared (p. 27) y la nobleza se apodera de los objetos dañinos y los dignifica, y por un momento, el que dura la lectura de un poema, todo se transforma y el mundo se muestra distinto a como es. Es profundamente literario ese afán de guiar a los objetos en sus contorsiones hacia la humanidad o la animalidad. La poeta logra atisbar, así, toda una serie originalísima de metamorfosis: “Tijeras que soñaron con ser llaves” (p. 13); “la grúa que sueña con ser pájaro” (p. 19); “la cuchilla [que] se eleva en el insomnio./[y] Parece un animal inofensivo” (p. 20); “[el hacha que]Duerme […] su sueño de madera” (p. 25); el anzuelo que muerde “con su boca” o los arpones que exudan un“[…] miedo/ metálico […]” (p. 26); “el martillo [que] acaricia la pared” (p. 27); “el punzón reconcilia los oficios” (p. 28); “el óxido [que] violenta las encías”, “ganchos de carnicero que desangran/ pulmones sonrosados de animal” (p. 29); “la brújula que siempre mira al sur” (p. 32); el “[…] cuerpo de la flecha/ [que] recuerda que nació para la altura” (p. 41); …

Esa atribución de vida a aquellos objetos o elementos que carecen por su propia naturaleza de ella constituye uno de los dones de la mirada de MAPL. Es esa llave para acceder a otra realidad (no exenta de cierta forma de ver comprensible, por otra parte, en una profesora que se diría caída de pequeña en la marmita del realismo mágico) lo que la ha dotado de una sensibilidad extrema que nos resulta familiar en otras poetas del otro lado del Atlántico.

En este sentido, el complejo proceso de fabricación de la metáfora ha ido fraguándose en la poesía de MAPL de la mano de la perfección de la técnica literaria durante años. Y al final, como escritora grande que es, siempre llega a la orilla de la madre de las metáforas: la palabra como el arma más afilada, aquella que en definitiva la empuja a ella como poeta al centro de la platea. El poema se convierte, entonces, en el único espacio donde es posible purificar el material duro del que está hecha con frecuencia la vida. En el poema “Correas” escribe:

Omnívora y febril, también elige

pedirle compasión a los metales,

pedir a los grilletes que liberen

su presa con un tajo del puñal

que brilla como un sol inesperado.

Que las correas suelten las palabras.

Que sean compasivos los metales.[8]

Pero no nos engañemos porque los objetos no son sino excusas para hablar de algo más importante que se encuentra más allá del acero y los metales. Tal vez de esa labor de encubridores derive esa compasión que enriquece el título del poemario. Hay pues, indagando y a través de las imágenes, un espacio interior donde en el corazón de la cebolla está lo más tierno y vulnerable. Así, por ejemplo, en “Cuchillo”, cuya lectura vuelve del revés la sensación del lector del primer verso hasta el último, del “carnicero” que “afila su cuchillo”, hasta el final, cuando “tiembla la mano que ha de ser exacta./ Si escribe carnicero. Si inocente”.

Escribir sobre el dolor también es generarlo, parece decirnos la poeta, pero también curarlo. Solo hay que escuchar la “Canción de acero” donde se yergue alzada la palabra resistente frente a todo: “Contra el filo cortante,/ contra el tajo/ opone el alfabeto sus alfiles,/ sus veintisiete piezas extenuadas,/ resecas como hollejos que pisaron los pies de la vendimia y la belleza,/ y en los que aún se destila la alegría”. Las palabras en su compasión pueden ser salvadoras frente a las heridas, y por esto lloran las vocales con el dolor de Melilla en el poema “La cuchilla”, o leemos “en el temor se enferman las vocales” en el poema “Correas”, y la poesía pasa a ser, en consecuencia, el espacio taumatúrgico que puede dar cobijo a la alegría. Late toda una concepción de la vida y la escritura, toda una filosofía del estar y ser en el mundo que se deja entrever en estos versos.

Es, sin duda alguna, el incremento de la carga social lo que ha hecho variar el peso molecular de su poesía con el paso de los años en Mª Ángeles, que ha ido en sus sucesivos poemarios adensando sus imágenes hasta extremos inimaginables. Los versos de MAPL se vuelven así metálicos y sufrientes a medida que se adentran en lo que sus ojos y su boca sienten, a medida que transcriben todo aquello que los objetos, la vida toda en definitiva, ofrece a quien sea capaz de verlo. Basta un segundo, un pararse y tocar ese acontecimiento que pone en marcha el poema como un aleteo que retoma la saltarina travesía de la mariposa. 

Son ahora los objetos y el acero quienes laceran las formas de la poesía y a la propia poeta, y la página en blanco se deja manchar por todas las heridas del mundo. Así, en Fiebre y compasión de los metales MAPL parece acercarse al lector partiendo de la idea de Alejandra Pizarnik cuando escribe, allá por los prodigiosos veinte años de su corta vida: “Soy una enorme herida”[9]. A lo que nuestra poeta responde (“El bisturí”, p. 18):

En la asepsia que exige el hospital,

El bisturí recorta el corazón

De la página blanca del poema,

La sábana que tapa el cuerpo del enfermo.

Es en este sentido, por tanto, la vida ante la no vida lo que este poemario nos revela y describe. Tal vez sea uno de sus más luminosos ejemplos el poema “Caída de los ángeles”–que yo le pediría a ella luego que nos leyera–, en el que obtiene la más pura belleza de lo que no parece sino una trágica derrota, la levedad primera que deriva tras el golpe en el dolor. También conseguir esto es uno de los logros de la gran poesía. O ese bellísimo y simbólico último poema “El cuerpo de la flecha”, que “recuerda que nació para la altura” y cuyo último verso: “En ella beben luz ramas y pájaros” supone un broche final a todo un hermoso poemario lleno de ecos y reflejos.

Voy terminando. Cuanto más pura y verdadera es la poesía con mayor dificultad, pero también con mayor belleza, surge a borbotones del interior de su artífice. Ya sean los balbuceos sanjuanistas, ya la impotencia del último desgarro poético de nuestros días.

Una vez más –nos dice Alejandra Pizarnik– el lenguaje se me resiste. No el lenguaje propiamente dicho sino mi deseo de conjurar mis deseos por medio de una detallada descripción de lo que deseo ver en alguna realidad hecha del material que quieran con tal de que no sea de palabras ni sobre el blanco temible de una hoja de papel[10].

En Fiebre y compasión de los metales María Ángeles Pérez López ha ejemplificado ese hermoso viaje de vuelta que tanto esfuerzo le suponía a Pizarnik. Adentrarse a través de la mirada en la herida de las cosas y regresar desde allí impulsada por la necesidad de testificar, y salvar, lo vivido sobre el papel. Lo cierto es que Alejandra Pizarnik hubiera sido una buena lectora de este libro. Ella hubiera sangrado al leerlo, página tras página, reconociéndose en los distintos dolores que aúllan, a pesar de la mitigación de las palabras empleadas por su autora, en el poemario.

Si digo que con Fiebre y compasión de los metales podría explicarse la situación actual de nuestra especie y del mundo tal vez crean que exagero. Pero, a pesar de todo, en él yo he visto, con un estupor semejante al de Juan cuando escribió el Apocalipsis, desfilar ante mí todos nuestros pecados: la muerte de los inocentes (“Cuchillo”, p. 14); el racismo (“La sinagoga”, p. 15); la deforestación (“Canción de acero”, p. 17); la pobreza (“Hocico”, p. 19); la emigración (“La cuchilla”, p. 20); el egoísmo que impregna los trabajos (“El punzón”, p. 28); el dolor de la pobreza, la sequedad de un planeta castigado, el expolio de las heridas que causan las palabras, el mal generado. Pero también he percibido al leerlo la otra parte: la muesca de luz que se restituye, el caudal, el bucle de calor, el amor salvaje a las distancia, un alto pájaro que no duele, el viento la alegría, la roja ceremonia de vivir… Y el sentido arrepentimiento que el doctor Jeckyll espera que se dé en Mister Hyde en el último momento.

De esta manera, podríamos concluir que Fiebre y compasión de los metales alza la voz por una doble confianza: en el hombre como especie y en la palabra como instrumento para hacer las cosas de otra manera. La confianza en la palabra como mesías liberador se aparece de manera explícita en no pocos de los poemas: “Las palabras también piden ser viento/ que arrase los paisajes de la usura”, leemos, por ejemplo en “El yunque” (p. 34). La confianza en el hombre es un recurso metafórico más de la autora, quizás el principal de toda la obra. Sí, tal vez estaba a la vista pero no lo hemos descubierto hasta este último momento. Los metales somos nosotros, los hombres y mujeres cuyos afilados extremos tajan cuanto tocan hiriéndose unos a otros en sus relaciones. Hombres y mujeres imperfectos, con dificultades de comunicación entre nosotros que acarrean problemas de relación de todo tipo; hechos de distintas aleaciones y también arrepentidos con frecuencia de nuestros actos.

Y María Ángeles Pérez López lo ha escrito con una ternura inexistente, por desgracia, en la realidad, alambique ella misma, desde el que el dolor vierte en el papel, y ante los ojos de los lectores asombrados, una intensa y radiante luz.

 

 



[1] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, p. 197.

[2] María Ángeles Pérez López, La ausente. Cáceres: Diputación Provincial, 2004, p. 61.

[3] María Ángeles Pérez López, “Lo amputado”, en Fiebre y compasión de los metales. Madrid: Vaso Roto, 2016, p. 37.

[4] La sola materia, p. 15.

[5] Ibídem, p. 9.

[6] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, pp. 217-218.

[7] María Ángeles Pérez López, La sola materia. Alicante: Aguaclara, 1998, p. 37.

[8] “Correas”, pp. 29-30.

[9] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, p. 196.

[10] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, p. 436.

Escrito en Sólo Digital Turia por Asunción Escribano

Más hambre que un maestro de escuela

29 de agosto de 2016 11:51:48 CEST

            La frase proverbial “Pasar más hambre que un maestro de escuela”, hoy en nuestra sociedad afortunadamente ya casi en desuso, procede de la mísera situación económica por la que pasaron los maestros en el siglo XIX debido a lo escaso de su retribución y, en muchas ocasiones, de lo incierto de su percepción, pues los órganos pagadores eran los ayuntamientos, cuyos alcaldes en lo último que pensaban era en pagar a los desdichados maestros, quedando muchas veces su manutención al albur de la peregrina voluntad de los padres de sus alumnos, siendo frecuente que llegaran a pasar hambre y, aunque parezca increíble, llegaron a darse casos incluso de muertes por inanición.

            A los maltratados docentes no les quedaba más arma que denunciar por escrito su situación en la prensa especializada, auténticas heroicidades editoriales que sobrevivieron milagrosamente por el empeño de unos pocos esforzados luchadores, la mayoría maestros metidos a editores que, apostando su propio patrimonio, lograron floreciera en la segunda mitad del siglo XIX este tipo de periódicos profesionales.

            Teruel tuvo también varias cabeceras muy activas, las cuales se han conservado en la Hemeroteca de la ciudad y en la actualidad han sido digitalizadas y se pueden consultar en la Biblioteca Virtual de Prensa Histórica.

            En estas revistas es frecuente encontrar textos satíricos de denuncia, con una finalidad didáctico-correctora, salpimentada con cierta dosis de humor paródico,  con el que se pretendía desdramatizar un tanto la crudeza de los hechos expuestos, buscando un efecto si se quiere catártico, una distancia, tratando de esta manera el hacer soportable la cruda realidad denunciada

            La literatura costumbrista, realista y naturalista, autores de la talla de Galdós, Valera, Pardo Bazán, Ganivet o Blasco Ibáñez, denunciaron esta situación en muchas de sus obras. De igual forma, los estudios actuales sobre el magisterio español en el siglo XIX y parte del XX constatan esta penosa realidad que se dio de manera interrumpida desde el reinado de Fernando VII hasta el de Alfonso XIII. En esta línea de trabajo lleva investigando más de veinte años el profesor de Didáctica de la Lengua de la Facultad de Educación de la Universidad de Zaragoza, Fermín Ezpeleta Aguilar, quien ya en 1997 publicaba junto con su hermana Carmen, Escuelas y maestros en el siglo XIX. Estudio de la prensa del magisterio turolense (Zaragoza, Certeza), al que seguirían las monografías Crónica negra del magisterio español (Madrid, Unisón, 2001) o Miguel Vallés: entre pedagogía y didáctica (Huesca, Museo Pedagógico de Aragón, 2010), así como numerosos artículos sobre la materia.

            Como complemento a y derivado de los anteriores, Fermín Ezpeleta ha publicado recientemente la obra de significativo título, La mala vida del maestro. Literatura satírica en la prensa pedagógica turolense (1880-1900), editada por ese infatigable Centro de Estudios del Jiloca que tanto ha hecho por la cultura turolense en general y por la de su comarca en particular. Se trata de una excelente recopilación de textos satíricos, tanto en prosa como en verso (fábulas, cuadros o escenas costumbristas, diálogos, cuentos, composiciones poéticas, etc.), presentes en la prensa profesional del magisterio de las dos últimas décadas del siglo XIX, escritos por los propios maestros para denunciar sus penurias, no solo la principal, el frecuente impago de los salarios, que se abonaban tarde, mal o nunca, generadores del motivo central de muchos de ellos, el hambre del maestro y de sus familias, sino otras numerosas calamidades que les afectaban como la precariedad del material escolar, el estado ruinoso e insalubre de las escuelas, los atropellos constantes de las autoridades, empezando por el gobernador, siguiendo por el alcalde, hasta terminar por los secretarios, los “derechos pasivos”, es decir, el cobro de la pensión por jubilación o invalidez, la formación de expedientes injustos y arbitrarios, etc.

            La compilación va acompañada por una extensa y bien documentada introducción sobre el estado de la cuestión,  y los textos, con afanes literarios, en su mayor parte imitaciones de autores consagrados (Calderón, Bécquer, Campoamor, Hartzenbusch, etc.) pertenecen a seis maestros literatos representativos que o bien son aragoneses por nacimiento o ejercieron en esta tierra su profesión: Miguel Vallés, Melchor López, Félix Sarrablo, Coronado Satué, José Osés Larumbe y Ezequiel Solana. Todos ellos, con más o menos gracejo y acierto, escribieron esa microhistoria, esa cotidianeidad, ese día a día que no se puede estudiar en los textos legales, del devenir de una profesión otrora vilipendiada y en la actualidad todavía no  demasiado valorada.

           

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Villalba Sebastián

Vista sobre paisaje sagrado a través de una ventana

23 de agosto de 2016 09:13:00 CEST

          “Al hombre que está en la cama, inválido, desde hace tiempo, han llegado a visitarle esa mañana unos amigos. Suelen venir  a menudo pero nunca avisan cuándo llegan ni de cuándo se van. Llegan de tierras lejanas y muchos de los libros que le traen están escritos en lenguas extrañas que no conoce, pero que aprende cuando reconoce las claves de su juego y las analogías que establecen con las cosas del mundo y con el mundo de las tierras lejanas o del tiempo remoto...”

          Las sombras del pasado desfilan sobre el hombre que anota, tras señalar el camino para llegar hasta donde se encuentra y aceptar los regalos que le llevan, todos los trazos del discurso que ha sido materia de su vida y transcurre ahora ante sus ojos. El hombre es Antoni Marí un escritor ibicenco, profesor de teoría del arte y poeta, ensayista y narrador a quien este amigo que lo lee hoy desde lo alto de un cantil gaditano, debe gratos momentos de placer literario hallados en su inolvidable “Libro de Ausencias”. La versión castellana de esta que, por ahora, es su última entrega poética (se publicó en lengua catalana en 2010 y la nueva redacción es suya) ha llegado a mis manos la pasada semana, precisamente en momentos en que cumplidos años suficientes para gustar a fondo su contenido, se da la circunstancia de unas fiebres súbitas que me mantienen en cama algunos días.

          La reflexiones desgranadas en amplios versos generosos y sin concesión alguna versan, cómo no, sobre el paisaje que las esperadas visitas detallan acerca de las experiencias vividas y las lecturas compartidas, y junto a ellas la misma vida desfila como en los versos de León Felipe “tras el cristal de la ventana”, donde “también la muerte pasa”. El lecho de los padres en el hogar familiar ya en reposo de otras presencias y ausencias, avivan recuerdos íntimos que se mezclan con los ruidos del instrumental quirúrgico y la frialdad de la mesa de operaciones que acude ahora mismo para poner contrapunto a su meditación;  presentes quedan el dolor, el olor y la soledad del postoperatorio.

           “¿Quién podría oírme desde el orden de los ángeles?”, clama ante la súbita alerta de la voz elegíaca de Rilke, hasta que los ecos de T.S. Eliot —con cuyos cuatro cuartetos ha comparado acertadamente este libro el critico y poeta Álvaro Valverde— lo calman: “Tuve la experiencia, pero no podía decirla./  Comprendí el nombre de las cosas,/ pero no pude explicar su significado”...

          Porque el sentido de la vida es para el sabio y el poeta el sentido mismo de la escritura. Gramática y Geometría unidas en la construcción del universo del hombre como quiso creer aquel alumno, el más insigne de la academia platónica, aquel que se marchara dando un portazo. Ciencia y arte unidos para hacer expresable en signos y mediciones, en tiempos imposibles de datar, en emociones, aquello que inexpresable. Acaso por ello colocó como enseña de su libro un fragmento de carta que escribiera Wittgenstein a Paul Engelmann desde el frente ruso en la primera guerra mundial:  “Y eso es lo que ocurre: sólo al no intentar expresar lo inexpresable conseguimos que nada se pierda. ¡Pero lo inexpresable estará —inexpresablemente— contenido en lo que ha sido expresado!”

 

“La hermana Clara me ha obligado

a sentarme junto al fuego

con una manta que me cubre las piernas

y me he quedado mirando las llamas y las chispas

de un calor que me hace temblar de frío y de pena;

pero debo mantenerme en este estado deplorable,

porque aquí está la razón de mi ser;

en las pérdidas, las faltas y el daño

que se han introducido, ahora,

en lo que es inaccesible,

secreto y permanente de mi persona. (...)”

 

¿Esa contradicción que llega ahora, cómo se resuelve, a la hora del recuento?

 

“Tendría que empezar por ahorrarme la poesía.

Tendría que renunciar al milagro de las analogías

que pretenden representar los actos de los hombres

dándoles una trascendencia que no tuvieron

ni siquiera las palabras.

Tendría que alejarme de los lugares comunes

de la poesía,

desde cuando Francesco, Guido, Dante o March

usaron las semejanzas alejadas

para nombrar lo inexpresable.

Lo que hicieron los maestros es volver a nombrar,

decir, describir y reescribir el mundo:

las viejas analogías se fundieron en la literalidad

y era preciso, renovarlas y abrirlas

al mundo de los acontecimientos.”

 

           Pero la poesía “(...) es dar alguna paz a la inquietud metafísica;/ por esta razón no puede evitar la búsqueda/ de la profundidad del lenguaje/ que todos utilizamos todo los días.” El hombre, ante el fuego, se ha preguntado cómo ahora, hecho añicos, puede hacer inteligible lo que no puede entenderse, y con ello se adentra en lo más profundo del misterio del conocimiento. Casi involuntariamente llama a su madre desde la cuna misma del habla.

           Ha hecho rodar la silla hasta el ventanal y mirado hacia fuera. Es la poesía, es la música. Ellas, las que generan la maravillosa gramática del mundo. Ha divagado sobre ello. En el recorrido de las visitas que como aves se han ido posando sobre el alféizar ha dialogado con amigos poetas, parientes, los aires y las plantas, versos todos que llegan a ayudarle a construir un ingenio que pueda mostrar “los estados más puro de la persona”, mas...

 

“Todo es sombra en esta obscuridad obstinada:

los amigos, los recuerdos, las ideas, los vivos y los muertos;

y esta naturaleza indiferente que, a su pesar,

quiero creer llena de sentido, de gracia

y de inteligencia.

¿Qué música podemos interpretar con estas sombras?

¿Qué melodía componer si van y vienen,

entran y salen, entre el alboroto de los vivos

y el rumor de la memoria

que todo lo confunde y desafina?

¿Cómo dar cuerpo a las sombras cuando las sombras

son el cuerpo de la nada, y la nada nada es?

¿Qué podría hacer para que todo se mostrara en su nada

y en su todo?”

 

           Ha mirado hacia fuera, ha visto que la lluvia parece querer romper los cristales, el viento estremecer los árboles. Pero nada se ve. Musita que “nos queda la esperanza del mediodía de mañana”. Ahuyentado el cuervo que graznaba “Never more”, ha ido a la mesa, ha tomado lápiz y papel, y ha empezado a escribir:

 

Han venido unos amigos, esta mañana, a visitarme”.

 

          Notamos cómo sonríen T.S. Eliot y su miglior fabbro. En su fin está su principio. Entonces puede pensar de nuevo,  piensa en orden de matemática y tiniebla, esencia de música y lenguaje; de la geometría universal de la escritura; de la polisemia que distribuyen las perseidas. De su propia vida  que se asoma al alféizar junto a la eterna compañera taciturna, para ser escrita con los signos abiertos y cerrados de las alas de las letras amigas. Escribe que ya sabe lo que es accidental, casual y azaroso de la existencia. Como Francesco, Guido, Dante, March, Rainer María o Thomas Stearns ha vuelvo a nombrar y ha hallado lo que creyó inexpresable de sí mismo. Queda pues escrito un nuevo texto sagrado.

 

 

 

Antoni Marí, Han venido unos amigos, Sevilla, Renacimiento, 2016.

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Veyrat

Los tres Quijotes y Miguel de Cervantes

17 de junio de 2016 11:55:02 CEST

Mucho se ha escrito sobre el Quijote, en singular, pero creo que se acerca más a los hechos hablar de los tres Quijotes. Propongo considerar cada uno de los tres libros originales sobre don Quijote como obras independientes y asociarlas a tres ciudades y a tres momentos culturales cercanos pero distantes: el Quijote de 1605 bebería de la Florencia cuna, entre tantas otras cosas, del Renacimiento y del Manierismo; el Quijote de 1614 me parece fruto del Concilio de Trento y daría expresión al primer barroco, rápidamente cultivado en Madrid; finalmente, el Quijote de 1615 correspondería al intelectualizado Manierismo último y el mismo Cervantes lo vincula a Nápoles con su dedicatoria al conde de Lemos. El primer Quijote es, como es sabido, obra de un Cervantes maduro, el segundo la obra de un autor —“el Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda”— acaso inexperto pero atento a los nuevos aires doctrinales, y el tercero sería la respuesta de un Cervantes próximo a la muerte pero capaz aún de producir un encriptado testamento —con la intensidad psíquica de su contemporáneo El Greco— aún lleno de seducción. Dado que los aspectos filológicos, literarios y simbólicos, al menos de los Quijotes cervantinos, son objeto de renovado estudio, ilustraré mi análisis con cuestiones filosóficas y culturales.

 

El primer Quijote se abre con un texto, el Prólogo, el cual —tras un apabullante “Desocupado lector”— en realidad es un no-prólogo, sugerido por un amigo, donde se recoge la aparentemente sencilla pero endiablada aspiración del Renacimiento: “Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuera escribiendo, que, cuando ella fuera más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere”. El objetivo de la imitación resulta, con todo, endiablado porque nunca está claro qué imitar, dado que el Quijote plantea varios niveles: como texto literario que es, todo es ficción en él; dentro de la ficción, se presenta la historia de don Quijote como una serie de hechos reales, recogidos “en los anales de la Mancha” y transcritos, al comienzo, de los mismos anales, y, a partir de la segunda parte, de la traducción castellana de un texto en arábigo; la narración en sí misma presenta simultáneamente dos puntos de vista, el real-llano y el real-imaginado, que aparecen en el momento mismo de la primera salida —hechos que son descritos a lo llano y, a la vez, como quedarían recogidos por “el sabio que los escribiera”— y que exhiben su potencial perturbador al duplicar la realidad cuando don Quijote “luego que vio la venta se le representó que era un castillo” y cuando encuentra a un socarrón ventero dispuesto a “seguirle el humor” —como luego hará Vivaldo, “persona muy discreta y de alegre condición”, y, como irán haciendo el cura, el barbero, Cardenio y Dorotea, y, ya en la venta, todos los personajes salvo Sancho.

 

Desde el mismo comienzo, por tanto, Cervantes monta una estructura narrativa que sintoniza con la deslumbrante invención de la perspectiva en la pintura, la multiplicación de las voces en música y el transformismo en las tramas teatrales. A nivel filosófico, tendría su correspondencia con las ilusiones ópticas de las que habla Lucrecio en el libro cuarto de su De rerum natura, un texto que tuvo más influencia en su época de la que se suele admitir a partir de su recuperación en 1418 por Poggio Bracciolini —recuérdese el afamado libro de Stephen Greenblatt El Giro—. El asombroso efecto hace que el público no sepa a qué atenerse, desbordado por el juego de espejos creado por los distintos planos. De cara al lector, Cervantes explica la situación presentando al hidalgo Quijana como “rematado ya su juicio” y, para la autorrepresentación de don Quijote, Cervantes recurre al deus ex machina del “sabio encantador, grande enemigo mío”, Frestón, el cual es capaz de “hacernos parecer lo que quiere”, o, en general, encantadores “que todas nuestras cosas mudan y truecan”. Que la duplicidad no se da sólo a nivel ontológico y gnoseológico sino también moral, lo muestran el paso del apaleamiento de Andrés y el de la liberación de los galeotes, donde el bien logrado a ojos de don Quijote —en ambos casos la libertad— es un mal efectivo para las costillas de Andrés, en la primera aventura, y para don Quijote, apedreado y desnudado en la segunda. Con todo, es en la famosa aventura de los molinos de viento donde Cervantes presenta su leit-motiv: lo que para el llano Panza son molinos para el imaginativo don Quijote son gigantes. Esquema que luego se repite con: caminantes/princesas raptadas, Maritornes/hija del señor del castillo, manadas de ovejas y carneros/dos ejércitos plagados de famosos caballeros, bacía de azófar/yelmo de Mambrino, Aldonza Lorenzo/Dulcinea, cueros de vino/gigante que asola el reino de Micomicón, la procesión de la Virgen y los disciplinantes/señora principal forzada. Aunque se ha de notar que algunas de las imaginaciones de don Quijote son realidades para Sancho: la ínsula, el bálsamo de Fierabrás, los caballeros andantes o el gigante que asola el reino de Micomicón.

 

Al comienzo de la segunda parte, se desdobla el mismo narrador, con la aparición de Cide Hamete Benengeli, “autor arábigo y manchego”, con lo que se añade a la duplicidad de la realidad a imitar la duplicidad del punto de vista, expuesto, en principio, en dos idiomas: el castellano y el árabe. En esta línea hermenéutica, el caso del “desdichado loco”, Cardenio, el Roto, contrasta con la locura de don Quijote puesto que la de Cardenio le hace ser alternativamente dos personas distintas, una cuerda y discreta, otra loca y violenta. Como también es distinta la conscientemente fingida locura de don Quijote en Sierra Morena.

 

Tras el encuentro de Sancho con el cura y el barbero en la venta, Cervantes da un paso más en el complicado juego de ficción y realidad. Ya no se trata sólo de seguirle el humor a don Quijote de palabra, sino de mentir abiertamente sobre el inexistente encuentro de Sancho con Dulcinea y de disfrazarse —el cura “en hábito de doncella andante” y el barbero de su escudero— con el fin de, entrando por ese medio en el mundo de don Quijote, sacarlo de su locura; estrategia a la que se suman, in crescendo, el resto de la cuadrilla.

 

Paradójico método, puesto que ahora para don Quijote se funden efectivamente su realidad-llana y su realidad-imaginada —¡el pobre Sancho ya sí que no sabe a qué atenerse!— y humorístico, acaso por eso fugaz, disfraz del cura. Y no creo que sea casualidad que, en este paso, la historia de Cardenio pivote sobre la mentira de don Fernando a Luscinda y a los padres de esta, y que la aparición de Dorotea sea de “mozo vestido de labrador”. Por eso considero que la novela de “El curioso impertinente”, ambientada en Florencia, está muy lejos de ser un mero añadido al resto de la trama dado que lo que Anselmo pide a su amigo Lotario es precisamente que finja “solicitar” a su esposa Camila y que el propósito inicial de Lotario no es otro que hacer creer a Anselmo que da comienzo a la seducción. Así, cuando Anselmo descubre que “todo era ficción y mentira”, el gran Cervantes, lejos de acabar ahí la historia, comienza a desplegar un endiablado mecanismo. Una vez rendida Camila, es ahora Anselmo el engañado, dando lugar a la escena —cargada de duplicidades— en la que Lotario lee sus poemas a Clori/Camila ante los dos esposos. La hábil trama que a partir de ese momento teje Cervantes con los hilos de la verdad y la mentira, de lo imaginado y lo visto, conduce un clímax ciertamente manierista: la escena en la que Anselmo asiste a la representación de Camila, Leonela y Lotario. Pero la historia no acaba con este triunfo de la ficción. Cuando “al cabo de pocos meses volvió Fortuna su rueda”, todo conduce a la muerte de los tres protagonistas, circunstancia que quizá muestre el mensaje cervantino: avisar del peligroso poder de la ficción y el engaño.

 

Un mensaje que se repetiría, esta vez con un final donde todos acaban aporreados, cuando, en el cúmulo de reencuentros que se suceden en la venta, se disputa —ante la incredulidad de los cuadrilleros— sobre la realidad auténtica de dos objetos: la bacía/yelmo y la albarda/jaez. En esta escena, se plasmaría, a mi juicio, la quintaesencia del primer Quijote cervantino. Enlaza por ello con el final del libro: dado que la imaginación es connatural al ser humano y no puede ser extirpada, se puede “enjaular”, como enjaulado vuelve don Quijote a su aldea —con no poca crueldad por parte de Cervantes.

 

Se puede considerar la “maletilla vieja, cerrada con una cadenilla” una variación del mismo tema. Como se recordará, ahí se encuentra no sólo el relato de “El curioso impertinente”, sino dos libros de caballerías y uno con la historia del Gran Capitán. El ventero y el licenciado Pero Pérez, el cura, porfían cuáles “son mentiras y están llenos de disparates y devaneos” y cuál “es historia verdadera”. Para el ventero, la ficción posee gran verdad —la verdad del corazón, se podría decir—, para el cura es la historia la recoge hechos —¿hechos?, o hechos interpretados, se podría preguntar—. El mismo Cervantes parece dar la solución cuando, en el relato del cautivo, mezcla datos reales, rumores y elementos puramente novelescos. Como después se sabe, la maletilla escondía también la “Novela de Rinconete y Cortadillo” y “su dueño no había vuelto más por allí”, aunque nosotros sabemos que se llamaba Miguel de Cervantes y que en la maletilla, y en el relato sobre ella, había depositado su secreto: ese manierista entrelazamiento de distintos elementos y puntos de vista, que difumina los contornos de la realidad y la ficción, y con ecos y alusiones que sólo algunos captarán.

 

Desde el punto de vista cultural, son numerosos los aspectos de la época que se reflejan en el Quijote de 1605, por más que tales influencias no agoten su excelencia. Enumeraré los más relevantes. En general, domina la tradición oral, como lo muestra la constante presencia, desde el mismo prólogo, de diálogos y de largos discursos ante una atenta audiencia; el mismo Cervantes recoge este hecho cuando describe el modo en que los libros de caballerías son leídos/escuchados en la venta, lo que permite suponer que era ese el modo en que Cervantes se imaginaba que se leería su Quijote —por ello el lector encontrará en la bibliografía la referencia de unas magníficas lecturas de los dos Quijotes cervantinos—. En la escena del expurgue de libros, Cervantes ilustra varias relaciones posibles con tal invento: quien los lee todos, quien los expurga y quema algunos, quien los odia, y quemaría, todos. Él mismo muestra gran aprecio, incluso ternura, por ellos y descubre su gusto por el italiano, su disgusto ante las traducciones de “libros en verso” y su capacidad de autocrítica con la breve reseña de su Galatea —recurso que vuelve a utilizar cuando, en el relato del cautivo, se menciona a un “tal de Saavedra”, imitando el recurso de algunos pintores de incluirse a sí mismos en sus cuadros—. En el discurso de la edad dorada se descubren ecos de Virgilio, de Ovidio y de la literatura pastoril. El tema del amor, tan renacentista, presenta varias, e intemporales, formulaciones, que casi cubren todos sus flancos: el amor goethiano del culto Crisóstomo a la esquiva Marcela; el amor platónico de don Quijote a Dulcinea; el erotismo en la seducción de Dorotea por don Fernando y el casamiento obligado consecuente; el amor más allá de la (entrevista) muerte de Cardenio a Luscinda, ya con un pie en la locura; el amor-prisión de don Fernando por Luscinda; el amor-amistad entre Camila y Anselmo y el amor-pasión que brota entre Camila y Lotario; el amor como salvación mutua que acaban profesándose el cautivo y Zoraida; el amor-niño entre doña Clara y don Luis; y, finalmente, el amor-embeleco de la antojadiza Leandra a Vicente de la Rosa y el amor bucólico de Eugenio y de Anselmo hacia Leandra —mostrando, además, Eugenio y Anselmo dos modos distintos de ese amor—. Como no podía ser menos, tanta presencia del amor viene en parte contrapesada con la amistad pura, aristotélica se podría decir, que, adornada del mayor refinamiento posible y acaso por eso situada en Florencia, se profesan Anselmo y Lotario. La defensa de la libertad en la aventura de los galeotes adquiere tintes erasmianos y servetianos en esta cita: “Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello”. Algo incómoda tuvo que resultar también en su momento la amarga denuncia de los privilegios de la alta nobleza que revolotea la historia de Cardenio. Y resulta llamativo con qué buenas letras defiende don Quijote las armas frente a las letras.

 

En conclusión, el Quijote de 1605 es una magistral reflexión sobre la condición humana, abordada desde la poliédrica relación que el ser humano establece con la realidad a través de las proyecciones de su imaginación y de su lenguaje. No otro era el objetivo de Lucrecio, en cuyo De la naturaleza de las cosas se lee: “Pues nada es más difícil que distinguir los hechos evidentes de las suposiciones que por su cuenta les añade precipitadamente nuestro espíritu” (IV, 467-468). Quizá por eso, la concertada disputa final entre el canónigo de Toledo y don Quijote sobre la naturaleza de los libros de caballerías queda en tablas, si no es que la gana don Quijote. Respecto al tono general del libro, habría que decir que es abiertamente profano, una característica que Vivaldo descubre en el oficio de caballero andante y que creo que se puede extender a todo el relato. Finalmente, me gustaría resaltar el modo en que Cervantes entrelaza unos temas con otros, los deja a veces en suspenso, alterna escenas de humor intemporal y de pura aventura, mantiene un tema que le da unidad, a modo de bajo continuo —quién es don Quijote y en qué consiste el ejercicio de su profesión—, y cómo va preparando el tutti de la venta, No creo por ello que sea descabellado traer aquí a colación los madrigales tardorrenacentistas.

 

El Quijote de 1614, el de Avellaneda, pisa formalmente sobre las huellas del anterior. Se presenta por tanto como la “tercera salida” de don Quijote y como la “quinta parte de sus aventuras”, dado que el primer Quijote recogía las dos primeras salidas quijotescas y constaba de cuatro partes. Pero el talante del nuevo autor es muy otro. Se nota desde el mismo Prólogo, expositivo, personalista —sale en defensa del autor de comedias criticado por el canónigo de Toledo en el Quijote cervantino— y decididamente escolástico, como escolástica y ortodoxa es la cura que propone para don Quijote, a base de “un Flos Sanctorum, de Villegas, y los Evangelios y Epístolas de todo el año en vulgar, y la Guía de pecadores, de fray Luis de Granada”. Nos encontramos también con otro don Quijote, quién, incluso cuando ha recuperado “su antiguo juicio”, no recupera sus antiguas ocupaciones. Ahora encarna el tipo de cristiano promovido por la Reforma católica: “ir a misa con su rosario en las manos, con las Horas de nuestra Señora, oyendo también con mucha atención los sermones” y, más tarde, “en esto tocaron a vísperas, y él, tomando su capa y su rosario, se fue a oírlas con el Alcalde”. Todo un programa de reforma cultural y de costumbres, a cuyo servicio se escribe este nuevo Quijote. Las hazañas de caballeros andantes son sustituidas por vidas de santos, y el estilo del relato se llena de expresiones en latín, también Sancho las usa ahora, y constantes alusiones al mundo religioso. Finalmente, es también otro don Quijote el que habla, como se deja notar en el primer parlamento que sostiene con don Álvaro Tarfe, que resulta breve y, tratándose de la belleza de una dama, atiende sólo a una pequeña objeción a modo de escaramuza verbal. Incluso cambia el diagnóstico de don Quijote, calificado ahora, sin mayores matices, de “loca enfermedad”.

 

Con nuevo criterio, el autor quiere mejorar el aspecto general del mundo quijotesco. Así, Sancho monta en un asno mejor, don Quijote olvida a la “moza forzuda”, Aldonza Lorenzo, y procurará sustituirla por “alguna de aquellas fermosas damas que están con la Reina”. Sus armas son ahora “nuevas y tan buenas, llenas de trofeos y grabaduras milanesas, acicaladas y limpias”, la ardarga es “fina” y el lanzón “bueno”. Aceptando la intención prefigurada en el Quijote anterior, don Quijote procura asistir a las justas de Zaragoza, pero la etapa siguiente será nada menos que “ir a la corte del rey de España para darse a conocer por sus fazañas”. En general, ya no caminarán don Quijote y Sancho por sierras y campos sino por ciudades como Ateca, Zaragoza, Sigüenza, Alcalá de Henares, Madrid y Toledo.

 

El primer “accidente tal en la fantasía” de don Quijote es nada menos que fingido, cuando le hace creer a Sancho que lo toma por un “dragón maldito, sierpe de Libia, basilisco infernal”. Sin embargo, una vez en camino, en su tercera salida, don Quijote toma efectivamente una venta por castillo de Milán, y a los primeros caminantes los trata como si fueran valerosos caballeros. El ventero, en esta versión, no le sigue el humor a don Quijote, es más, la moza le ofrece quedarse “aquí esta noche por si algo se ofreciere”; y, al marchar, don Quijote paga pero ¡protestando por lo elevado del precio! Como se ve, es muy otro el humor de este nuevo personaje. Tras eso, toma al guarda de un melonar por Orlando el Furioso, personaje que, conocido también como Roldán, da título al famoso Orlando Furioso de Ludovico Ariosto. Al cabo, en Ateca, da con “un caritativo clérigo” llamado mosén Valentín, quien “conocía la enfermedad” de don Quijote. Así se retoma, por primera vez, el recurso puesto en marcha por Cervantes de recurrir a personajes que le siguen el humor a su protagonista, pero enseguida le advierte del pecado mortal en que se encuentra su alma y le encomienda “hacer bien a los pobres, confesando y comulgando a menudo, oyendo cada día su misa, visitando enfermos, leyendo libros devotos y conversando con gente honrada, y sobre todo con los clérigos de su lugar”. Muy otro, sin embargo, era el modo de hablar del cura en el Quijote de 1605, como distinta hubiera sido la reacción de don Quijote a tales recomendaciones, el cual ahora simplemente sigue con su discurso alucinado, sin responder siquiera y con muestras de no haber oído, al modo de la locura que Cervantes había personificado en Cardenio, con lo cual el nuevo autor muestra haber pasado por alto ese importantísimo matiz.

 

En coherencia con este planteamiento, cuando don Quijote, a su llegada a Zaragoza, intenta liberar al ladrón que va siendo azotado a modo de escarmiento, no sólo no lo consigue sino que él mismo se ve llevado a la cárcel, en cumplimiento de la ley vigente, y casi acaba él mismo paseado por la calle si no es por la aparición de un buen deus ex machina, el ya citado don Álvaro Tarfe, quien consigue su liberación. Con delectación describe Sancho la comida de la posada y la que le ofrecen en la casa de don Carlos, y con minuciosidad recoge el narrador todo el lujo que rodeó la competición de la sortija que tuvo lugar en la famosa calle del Coso zaragozano. Es en casa de don Carlos donde el autor recurre a la vuelta de tuerta que Cervantes introdujo cuando se disfrazaron Dorotea y compañía: don Carlos decide “traer aquella noche a la sala uno de los gigantes que sacan en Zaragoza el día del Corpus en la procesión, que son de más de tres varas de alto”. Ahora la ficción cobra realidad no por el “accidente” de don Quijote sino por la manipulación que de la realidad hacen los demás con el fin de hacer burla y pasar el rato; de modo que también Sancho resulta engañado. La batalla entre el “soberbio gigante Bramidán de Tajayunque” y don Quijote, pensada para realizarse en “la ancha plaza que en esta ciudad llaman del Pilar”, se pospone finalmente para la plaza de Madrid, cuarenta días más tarde. De camino al pospuesto envite, comparten el viaje con un soldado, Antonio de Bracamonte, y un ermitaño. Ocasión que el autor aprovecha para insertar dos relatos cortos: el del rico desesperado y el de los felices amantes.

 

El primer relato, ambientado en Flandes, recoge los vaivenes de un rico heredero, Tapelín, el cual decide en principio adoptar el hábito de santo Domingo, pero, convencido por dos amigos, lo deja, se casa y se hace gobernador; al final, tras el engaño de un soldado español, acaban suicidándose él y su mujer. Como era de esperar el cuento tiene su moraleja: “como dijo bien el sabio prior al galán [Tapelín] cuando quiso salirse de la religión, por maravilla acaban bien los que la dejan”. El segundo relato trata de los lascivos amores de doña Luisa, religiosa de un monasterio “no menos conocida por su honestidad y virtudes que por su rara belleza”, y don Gregorio, “mozo rico, galán y discreto”. Sus avatares incluyen la huida del convento, una vida disoluta en Lisboa, prostitución de doña Luisa en Badajoz, vuelta de doña Luisa al monasterio, milagro de la Virgen, que la ha suplido en su ausencia, milagro del sermón que don Gregorio “oyó a un religioso dominico de soberano espíritu”, reencuentro de don Gregorio con sus atribulados padres, y muerte simultanea de ambos, ya vueltos a la religión. La moraleja en este caso es también manifiesta: todo lo permite “su divina Magestad por su secreto juicio y por dar muestras de su omnipotencia —la cual manifiesta, como canta la Iglesia, en perdonar a grandes pecadores gravísimos pecados—, y por mostrar también lo que con Él vale la intercesión de la Virgen gloriosísima”.

 

Tras el recreo de las dos narraciones, don Quijote y Sancho se encuentran a una mujer atada entre un pinar; resulta ser Bárbara la de la Cuchillada, a la que don Quijote llama “la gran Zenobia, reina del Amazonas” y que se une a la comitiva. En las cercanías de una nueva venta/castillo dan con una compañía de comediantes, que don Quijote toma por soldados. Tras la habitual trifulca, cuando los actores están ensayando “la grave comedia de El testimonio vengado, del insigne Lope de Vega Carpio”, don Quijote, tomando la obra por realidad, la interrumpe al atacar a quien levanta un testimonio falso y luego porfía que un ataharre es una “rica y preciada liga”. Finalmente, llegados a Madrid, se reencuentran con don Carlos y con don Álvaro Tarfe, y se reanuda el artificio de adecuar la realidad a la imaginación de don Quijote. Don Álvaro, además, fingiendo ser “el sabio Fristón”, le recuerda a don Quijote su penitencia en Sierra Morena, “como se cuenta en no sé qué anales que andan por ahí en humilde idioma escritos de mano de no sé qué Alquife”, aludiendo al Quijote de 1605. Aquí introduce el autor un recurso, del que no saca apenas rendimiento, pero que es realmente interesante, como lo era el enfado de don Quijote espectador de la comedia. Será Cervantes quien aproveche ambas estratagemas en su segundo Quijote. En fin, a lo largo de estas peripecias, don Quijote mantiene su discurso alucinado —ayuno de discreciones— mientras su figura va perdiendo importancia a favor de Bárbara y de Sancho, el cual acaba convertido él mismo en caballero andante y en virtual protagonista. La narración concluye, muy aleccionadoramente, con Bárbara recogida en una casa de mujeres, Sancho convertido en mozo y don Quijote en el famoso manicomio de Toledo, la casa del Nuncio, donde sanó; final coherente con un planteamiento que desde el principio llamó a su locura enfermedad. Con todo, la obra se cierra efectivamente con don Quijote volviendo “a su tema”, convertido en “el Caballero de los Trabajos, los cuales no faltará mejor pluma que los celebre”.

 

En conclusión, el autor pretender elevar la condición de los protagonistas, pero cambia por completo la atmósfera cultural en la que se gestaron, de la que desaparecen los temas universales para pasar a primer plano el espacio ideológico del catolicismo tridentino. Si en el primer Quijote se notaba que Cervantes se engolfaba en la lectura de libros de caballerías y libros de versos, al nuevo autor le encantan mucho más los libros de devoción. El naturalismo elegante, poético, se ve transformado en un naturalismo llano, algo zafio incluso, del que desaparece la espesa trama manierista de ficción/realidad y de distintos puntos de vista. El Quijote de 1614 va por ello dirigido a un público más amplio, no sólo a canónigos discretos, a venteros que dejen de reñir mientras se embelesan con la lectura de libros de caballerías y a mujeres jóvenes que sueñen con los melindres de los caballeros. Ahora el mundo descrito es, por un lado, el de los bajos fondos y la prostitución y, por otro, el del lujo de los señores y de la corte. Siempre con el mensaje característico de un sermón, con milagros donde la Virgen interviene decisivamente y arrepentimientos religiosos tras vidas mucho más mundanas que cualesquiera de las que se recogen en el Quijote de Cervantes. En definitiva, una buena novela, muy ilustrativa sobre la sociedad de la época, que se deja leer con sumo gusto. Por seguir con la comparación musical, el Quijote de 1614 sería un oratorio, algo picaresco, compuesto en loor de la Virgen del Rosario.

 

Con el Quijote de 1615, se recupera el tono cervantino, ahora, quizá, en un registro superior. Desde el comienzo se enlaza con la discusión en torno al tipo de locura de don Quijote y la realidad/ficción de los caballeros andantes. Pero enseguida se introduce un nuevo, e importante, personaje, Sansón Carrasco, y un nuevo, y perturbador, recurso: Carrasco le cuenta a Sancho, y este a don Quijote, que “andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”. Así puede Cervantes evaluar su propia obra, corregirla y comentarla; además de recoger las sospechas de los personajes sobre la fidelidad del historiador de sus aventuras y de plantear una nueva autorreferencia, sólo posible en el ámbito de la ficción literaria: en la segunda parte del Quijote, que ya está escrita y que el lector tiene en sus manos, los personajes se preguntan si el autor de la primera parte piensa escribir la segunda parte de sus hazañas. Estrategia a la que se suma el cada vez más acentuado desdoblamiento del narrador y la transformación de los protagonistas. El Sancho de ahora “dice cosas tan distintas, que no tiene por posible que él las supiese”. También don Quijote va adquiriendo aspectos más ricos que en su versión anterior. Ahora, por ejemplo, ambos suelen entretenerse con ricas y discretas pláticas a lo humanístico y se muestran más juicios en sus encuentros, como ilustra la aventura con los “recitantes de la compañía de Angulo el Malo”; por no hablar de los eternamente válidos consejos que don Quijote da a Sancho cuando este parte como gobernador o de las juiciosas reformas que Sancho dicta para su ínsula.

 

De modo que Cervantes es consciente de que sus personajes, en diez años, han crecido y merecen mejor trato. Es manierismo sobre manierismo. De ahí que la tercera salida sea muy distinta de las anteriores. Ahora, a la verdad con que la acometen los dos protagonistas, se suma la doblez con que los anima Sansón Carrasco, dado que espera verlos de vuelta vencidos por otro caballero andante, que será él mismo disfrazado. La siguiente vuelta de tuerca consiste en que ahora es Sancho quien construye una realidad ficticia —su inexistente encuentro con Dulcinea del libro anterior y su actual aspecto de gran señora acompañada de dos doncellas— y es don Quijote quien, incrédulo, se atiene a la realidad desnuda. Y es en ese nivel, no en el de la realidad imaginada, donde aparece el Caballero de los Espejos, sosteniendo además que ya ha vencido en una batalla anterior al mismísimo don Quijote. Cuando se descubre a Sansón Carrasco bajo el yelmo del Caballero, vuelven los encantadores a servir de explicación, pero en sentido contrario al esperado, en espejo: “los encantadores habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del bachiller Carrasco”; explicación que, en este caso, es más lógica, desde el punto de vista de don Quijote, que la contraria, y mucho más que la que sabe el lector.

 

Como se ve, el Quijote de 1615 no sigue la traza de la aventura de los molinos de viento del primer Quijote cervantino, camino que sí sigue, y del cual no se desvía en ningún momento, el Quijote de 1614. Cervantes aleja así a su protagonista de la locura alucinada para encarnar cada vez más la locura cuerda propia de la condición humana. A ese fin va dirigido el encuentro con don Diego de Miranda y el juicio que, con la colaboración de su hijo don Lorenzo, establece en su casa sobre la locura quijotesca. Tras analizarlo bajo todos los aspectos que muestra durante su trato —Cervantes se muestra rico de ingenio para ello—, la conclusión es: “un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo”, “entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos”. Y como cuerdo se comporta don Quijote en el pleito entre el bachiller y el licenciado, durante las bodas de Camacho y en el dilema de los amores de Camacho, Basilio y Quiteria. De modo que, para que, durante una hora, se engolfe en sus imaginaciones en la cueva de Montesinos y se despierte hambriento de “un grave y profundo sueño”, es necesaria la intervención de alguna emanación subterránea. Acaso por este nuevo talante es por fin venta, y ya no castillo, donde ocurre la famosa aventura del retablo de Maese Pedro. Momento en el que, ahora sí, don Quijote, muy humanamente metido en la historia, “parecióle ser bien dar ayuda a los que huían” y “comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma”, aunque, ya calmado, afirma: “si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen”. No es hasta el capítulo 29 cuando don Quijote vuelve a tomar otros molinos, emplazados esta vez dentro del cauce del Ebro, por “ciudad, castillo o fortaleza donde debe de estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa malparada”.

 

A partir del encuentro con los desocupados duques, ya lectores aficionados del Quijote de 1605, se abre una amplia sección donde don Quijote ve confirmadas en la realidad sus imaginaciones, al no percatarse de la tarea simuladora que hay detrás —que merece la reprehensión de un eclesiástico, el cual, quizá por ello, desaparece enseguida de la escena—. Se puede tomar el viaje de Clavileño como quintaesencia del artificio, así como la no-ínsula donde Sancho gobierna. Pero obsérvese que en todos estos sucesos don Quijote y Sancho simplemente se ven llevados por las circunstancias. La situación es parecida a la planteada en el Quijote de 1614 en la casa de don Álvaro primero y en la del Archipámpano después, sólo que ahora se representa en un castillo de verdad. Cervantes aprovecha que los duques han leído su primer Quijote para volver de nuevo sobre la trama de la obra. Además trufa el relato principal con historias diversas para, como se explica en el mismo texto, poder variar el estilo y entretener así al lector/oidor. El asunto tratado ahora es principalmente si Sancho es simple y bellaco o discreto y agudo; de él dice don Quijote que “tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento” —como la contemplación La Gioconda de Leonardo, se podría sugerir—. La duquesa añade el habitual trino argumentativo al decirle a Sancho que “la villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea del Toboso, y que el buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado”. Con lo cual está puesto el pie para que, tras el operístico cortejo de encantadores, Merlín anuncie que Sancho habrá de darse “tres mil azotes y trescientos en sus valientes posaderas” si se ha de desencantar a Dulcinea. Condición cuyo cumplimiento sirve de contrapunto humorístico y que se alarga hasta el fin de la obra. Recuperada la libertad —“uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”— al dejar el castillo de los duques, lo que no recuperan ya es el anonimato. Los lectores del primer Quijote se encuentran por doquier: las zagalas que representan la arcadia, don Jerónimo, el bandolero Roque Guinart y don Antonio Moreno. Ya vencido por el Caballero de la Blanca Luna, vuelve, tras numerosas y rápidas aventuras, a la aldea, donde muere. En definitiva, por cerrar las comparaciones musicales, el segundo Quijote cervantino sería toda una ópera real y dúctil como la vida misma.

 

Con todo, considero que el juego más interesante es el que plantea Cervantes con sus numerosas alusiones al Quijote de 1614. El mismo Prólogo está dedicado por entero al autor “del segundo Don Quijote, digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona” y a responder a sus críticas personales. En el cuerpo de la obra, no se alude a él hasta el capítulo 59, en un momento ciertamente singular. Mientras don Quijote y Sancho cenan en una venta, “en otro aposento que junto a don Quijote estaba, que no le dividía más que un sutil tabique”, unos caballeros leen el Quijote de 1614 “en tanto traen la cena”. El momento es singular porque, con Sansón Carrasco y con el Duque, ya habían tratado a alguien que había leído tal libro, pero ahora se encuentran con el libro mismo, donde se cuentan, con diverso talante, como se ha dicho, otras aventuras de casi otros personajes con el mismo nombre. Don Quijote no puede admitir haberse olvidado de Dulcinea ni Sancho aguanta que se confunda el nombre de su mujer ni que le tachen de borracho. El encuentro, con todo, es suficiente para hacer cambiar la ruta prevista, ya que don Quijote afirma: “no pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del mundo la mentira de ese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice”. Así la ficción hace cambiar el curso de la realidad. La conclusión de los caballeros pone de manifiesto la diferencia entre los dos libros, al quedar “admirados de ver la mezcla que había hecho [don Quijote] de su discreción y de su locura, y verdaderamente creyeron que éstos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés”, carentes del juego bifronte. Más adelante, ya en Barcelona, don Quijote, al encontrarse que en una imprenta están corrigiendo el Quijote de 1614, afirma: “pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente”. Con su característico humor, Cervantes le hace contar a Altisidora que, en la puerta del infierno, los demonios juegan a pelotear con libros, uno de los cuales es “la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas”, libro que, a juicio de un demonio, es “tan malo que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara”.

 

En el capítulo 72, vuelve a darse otro contacto de las realidades-ficción paralelas cuando los dos protagonistas, de camino a la aldea, en otra venta, se encuentran nada menos que con don Álvaro Tarfe, el caballero granadino que había sido el hilo conductor del Quijote de 1614 y que, como se informa, va ya de vuelta a Granada tras haber dejado a don Quijote en la Casa del Nuncio de Toledo. Ahora ya no son lectores de aquel libro los que hablan y comen con los personajes del Quijote de 1615, sino que se encuentran personajes de ambos Quijotes. La contienda ahora no es entre la impresión recibida de un libro y los personajes mismos, sino que la misma persona, don Álvaro, trata directamente con dos Quijotes y dos Sanchos. ¡Qué genio el de Cervantes! Acaso por eso el reconocimiento no sea, como en el caso anterior, inmediato; don Álvaro duda, pero, al fin, dice tener “por sin duda que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo”. Reconocimiento que don Quijote se empeña que deje por escrito “ante el alcalde de este lugar”. Con todo, no las debía de tener todas consigo don Álvaro, “el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes”.

 

Hasta en el testamento del ya cuerdo Alonso Quijano el Bueno se cuela el “autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la Mancha”, y es él, y no Cervantes, quien le pide perdón por haberle dado pie a escribir “tantos y tan grandes disparates como en ella escribe”. El mismo Cide Hamete la hace decir a su pluma que “para mí sola nació don Quijote y yo para él: el supo obrar y yo escribir, solo los dos somos para en uno, a despecho y a pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada”. Y lo cierto es que tal autor no volvió a escribir las proyectadas aventuras de don Quijote. Con todo, el mismo Cervantes, al nombrarlo tan repetidamente, le aseguró conocimiento inmortal. Acaso sea este el último juego planteado por un autor tan dado a escribir en cifra. Porque, tras el entrelazamiento que Cervantes plantea entre los distintos Quijotes, ¿no deja reservada para nuestra imaginación la hazaña del encuentro de los dos Quijotes y los dos Sanchos en una venta/castillo situada en algún cruce de caminos? Los actuales lectores, situados ante los tres libros, podemos disfrutar, quedar admirados y, aun, resolver los enigmas planteados por el duelo entre los dos don Quijotes y los dos Sanchos, y por el juego de realidades entrecruzadas planteado por el hermético Cervantes.

 

En el conjunto de la obra de Miguel de Cervantes, creo que sus dos Don Quijote de la Mancha corresponderían al divertido-discreto Sancho mientras que los Trabajos de Persiles y Sigismunda equivaldrían al esforzado y nada alegre don Quijote. Los dos libros dedicados a don Quijote y a Sancho estarían escritos en momentos ingeniosos, las dos partes donde se narran los sucesos acaecidos a Periandro/Persiles y Auristela/Sigismunda serían su gran obra. Habrá sido el correr de los tiempos el que ha hecho que perdamos esa perspectiva. Con su Persiles, Cervantes quiso, como confesó en el Prólogo de las Novelas ejemplares, competir con la famosa novela de Heliodoro, las Etiópicas, también conocida con el título de Teágenes y Cariclea. Tal intento se podría a su vez comparar con el logro de Miguel Ángel en Florencia: superar con su imponente David al Goliat de la escultura greco-latina.

 

REFERENCIAS

 

Cervantes, Miguel de (1605), El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, en idem., Don Quijote de la Mancha, Real Academia Española, Madrid, 2004, pp. 1-534.

— (1605), Don Quijote de la Mancha. Primera parte. Dirección de Manuel Gutiérrez Aragón, Audio Libros paloma negra, 18 CDs., Turner Overlook, Madrid, 2005.

Fernández de Avellaneda, Alonso [sic] (1614), Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, Poliedro, Barcelona, 2005.

Cervantes, Miguel de (1615), Segunda parte del Ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha, en idem., Don Quijote de la Mancha, Real Academia Española, Madrid, 2004, pp. 535-1106.

— (1615), Don Quijote de la Mancha. Segunda parte. Dirección de Bernardo Fernández y Alejandro Ibáñez, Audio Libros paloma negra, 19 CDs., Turner Overlook, Madrid, 2005.

Escrito en Sólo Digital Turia por Daniel Moreno Moreno

Una belleza que subsiste en el recuerdo

17 de junio de 2016 10:43:16 CEST


 Podríamos comenzar con el recuerdo de una imagen, si bien, no estática, como las que acompañan la edición que aquí comentamos y que tan imprescindibles resultan en la propia configuración del libro, sino en movimiento: el de la bellísima Natalie Wood, recitando en clase de literatura, en la mítica película que Elia Kazan filmara en 1961, Esplendor en la hierba, que toma su nombre precisamente, del célebre poema del romántico William Wordsworth, quien, siglo y medio antes, escribiera su “Oda a la inmortalidad” cuyos versos parecían acariciados por los bellos labios de una actriz que, si bien fue bendecida por la Belleza, resultó no obstante tocada por el dedo implacable de un fatum trágico:

Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo

Por tanto, el esplendor que hallamos enunciado en el título del poemario corresponde a una belleza que subsiste en el recuerdo, el refulgir de un tiempo tan brillante que permitió a la vida ser, al menos en apariencia, buena, noble y sagrada, contradiciendo el conocido verso lorquiano de la “Oda a Walt Whitman”, cuya intertextualidad precisamente evoca Luis Antonio de Villena en el poema “My Hustler”.

La belleza subsiste, sí, en el recuerdo, pero el tono claramente elegíaco que presenta Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, nos habla del dolor de la ausencia y de la desolación por la pérdida, de un duelo, cada vez más acuciante, por todo –o casi todo- cuanto se ha amado. “¿Quién si yo gritase me oiría desde los órdenes angélicos?” –el desesperado verso con que Rainer María Rilke da comienzo a la Primera Elegía del Duino, se intercala sintomáticamente en el poema de Luis Antonio de Villena, “Retrato del artista adolescente” (p. 208). “Todo ángel es terrible”, sí, ya lo avisaba el vidente alemán desde su alta torre. Pero en especial, lo es porque todo ángel contempla impasible el paso del tiempo que arrasa y devasta, que toca con sus dedos de niebla “todos los bienes del mundo”, como ya cantara Juan del Enzina a comienzos del XVI en la pieza homónima recogida en el Cancionero Musical de Palacio. Pues como está contenido en el libro sapiencial del Eclesiastés, “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora” (3,1).

Imágenes en fuga de esplendor y tristeza es, sí, se puede adivinar desde su propio título, un libro teñido de un elocuente desencanto ante un mundo oscuro, soez, sin principios, inculto y obscenamente ágrafo, un mundo en avanzado proceso de descomposición, en el que sólo el arte y la literatura otorgan un poder balsámico y salvador; el arte y la literatura y el, con tanta frecuencia, amargo don de la Belleza. Amargo, porque la caducidad le es inherente. Porque es tan efímera como el agua de mar escapándose de entre los dedos de una mano. “Fugit irreparabile tempus”, ya lo dijo el clásico Virgilio en una edad que suponemos áurea. Sí, el tiempo huye irreparablemente –esa “fuga” que ya encontramos, de hecho, en el título del poemario-, y se lleva con él los dones que podrían hacer hermosa la vida. Por eso, Luis Antonio de Villena, en un terrible poema, cuyo título es transparente acerca de su denuncia, “Acoso escolar”, termina exclamando al protagonista, la inocente víctima de bárbaros impunes: “Es mentira todo, menos tu belleza” ( p. 31).

Por tanto, la Belleza que salva, la Belleza que transfigura, la Belleza gozada y disfrutada en un pasado al que no se puede, sin embargo, retornar. Pero que permanece como un núcleo consolador de sentido, como una certeza imborrable, a pesar del dolor cierto como una herida de su pérdida. De hecho, De Villena dedica un poema a “Machado: la foto final”, donde rememora con tristeza los últimos momentos de don Antonio, prefigurados en una amarga fotografía donde se le ve, muy prematuramente envejecido, con tan sólo 63 años de edad. De las postreras palabras de Machado, apuntadas a prisa en un papel arrugado en su bolsillo, “Estos días azules y este sol de la infancia”,  a sus versos melancólicos de unos años atrás, cuando proclamaba:

 

Hoy en mitad de la vida

me he parado a meditar…

¡Juventud nunca vivida,

quién te volviera a soñar!

 

Pero, frente al nostálgico deseo soñador de Machado, la plenitud conocida por De Villena, pues esa “Juventud nunca vivida” ha sido en él todo lo contrario: unos años de experiencias intensas, de placeres mundanos y excelsos, literarios y vitales, ofrendando en los altares de Eros y Apolo, bebiendo de las fuentes de Baco y tejiendo guirnaldas y coronas de flores para las musas todas y el copero Ganímedes. Por tanto, quizás su concepción de la existencia se pueda encontrar más cerca de Manuel Machado que de Antonio, del “cantar canalla” que llena el alma del hermano mayor en el “Nocturno madrileño”, o del escepticismo desencantado que encontramos en “Cantares”, cuyos versos recuerda precisamente Luis Antonio en su poema “Tino”:

No importa la vida, que ya está perdida;

y después de todo, ¿qué es eso, la vida…? (p. 25)

 

Por otro lado, no puede pasar desapercibido para el lector que Imágenes en fuga de esplendor y tristeza presenta mucha conexión en temas, motivos, en tono y, sí, desde luego, también en personajes con su anterior obra, la autobiográfica El fin de los palacios de invierno (2015), publicada hace apenas unos pocos meses.  En ella, Luis Antonio de Villena partía de sus orígenes familiares para relatar sus años de formación, con una voz íntima, elegiaca con frecuencia, pero también -quizás de manera impactante para todos aquellos que tienden a recordar o a idealizar su infancia como una suerte de paraíso perdido- en muchas ocasiones, con la incontenida amargura de aquel cuyos palacios de invierno fueron arrasados de manera temprana.

            Sin embargo, al igual que el Hermitage y su soberbia colección de arte supieron salvar la memoria a pesar del odio y la devastación sobre los edificios palatinos de San Petersburgo, el prístino amor por la Belleza y por el instante mágico que permite sobrevivir a los cotidianos naufragios, hizo al menos llevadera la infancia y la adolescencia de quien fuera un niño raro, un niño distinto, que admiraba la blancura inmaterial de los copos de nieve mientras caían en vuelo casi hipnótico, pero era conocedor de la instantánea mancilla que los aguardaba: “...lo mejor de la nieve  [...] era ver nevar. [...] Nevar es budista, lo que ocurre tras la nevada no, es la vida común y corriente con el recuerdo de una beldad emporcada”. De ahí que en el presente poemario encontremos también la correspondiente composición titulada con un sobrio “La nieve”.

Pero ese niño que ya meditaba inconscientemente sobre la efímera percepción del vuelo de los albos copos aparece en muchas más formas en las páginas de Imágenes en fuga de esplendor y tristeza. Lo hace en episodios directos, como “Mis once o doce años” (p. 76) y “Primera Comunión (1960)” (pp. 140-141), pero también en la presencia punzante de las ausencias. Así, su “Tío Mario” –un joven hermano de su madre nunca conocido pero omnipresente en la memoria de la abuela materna- (pp. 40-41), la tía Anita de “París 1959” (pp. 150-160),  su bondadoso y anciano abuelo “Francisco” en el poema homónimo (p. 103), y, por supuesto, sus padres, que evoca reiteradamente, con frecuencia a partir de imágenes delimitadas en un instante fijo. Así, una hermosa foto de mediados de la década de los cincuenta desencadena el poema titulado “Papá y mamá. 1955” (pp, 124-125); y una fotografía en que su progenitor, tan prematuramente fallecido, se muestra hacia sus cuarenta años, induce la reflexión de cuán poco conocido es un padre que nos abandona en la infancia, que parte antes de tiempo y que nos priva así de palabras y caricias que nunca sabremos dónde han ido. Por eso “Padre de siempre y de nunca. –profiere Luis Antonio de Villena- Qué cerca y qué remoto. Papá,/ lejano y perdido papá, señor en otro mundo huido, apiádate de mí” (p. 200).

            Todas las pérdidas son la pérdida radical del ser humano en este mundo hostil. De ahí el sentimiento de radical orfandad que trasmina las páginas del poemario, y que se acentúa y encuentra su justificación última en el poema en dos partes, prosa poética y versículo largo, que da fin al libro, y que lleva por título “Manantial”. Ese cegado manantial de dones y de ternuras responde a la pérdida definitiva experimentada de cerca por el poeta, la pérdida de su madre, en pleno proceso de escritura de este libro, a cuyo lecho de muerte asiste sobrecogido el lector de la mano de la palabra desnuda y dolorida, sola, quebrada, en una íntima soledad que no es dado transferir en palabras. Ante ese dolor último tan sólo cabe la invocación de unos versos certeros que nos hablan desde más allá de los siglos:

 

…que aunque la vida perdió,

dejónos harto consuelo

su memoria

 

Por lo demás, claro está, y como ya se ha podido entrever, Imágenes en fuga de esplendor y tristeza viene también a ser una suerte de museo, cuyas galerías transitan los lectores encontrándose con las semblanzas de bienamados nombres de la historia de la literatura. En un mundo descreído y brutal, funcionan como presencias consoladoras que invocar ante el sinsentido atroz de la existencia. Como plegaria laica, los versos de Luis Antonio de Villena los invocan y homenajean, a veces mencionados de manera explícita, incluso objeto de un poema entero, pero a veces, tan sólo insinuados mediante unos versos ajenos que se deslizan entre los propios. Entre ellos, algunos han sido tratados muy de cerca por el autor, como es el caso de su entrañable Vicente Aleixandre y de Jaime Gil de Biedma, o conocidos, como Borges, Tenessee Williams, o la conmovedora escritora Consuelo Berges, amiga de Rosa Chacel, retornada del exilio y que vivía humildemente de “ciclópeas traducciones“ llevadas a cabo en su ancianidad (pp. 92-93). Pero en otros muchos casos, son escritores conocidos tan sólo –que no es poco- por la pasión compartida por sus palabras: así, Luis Cernuda, Constantino Kavafis,  Gabriele d’Annunzio, Anna Ajmátova, el prosista latino Macrobio Teodosio, cuyo Saturnalia se dedica a su hijo Eustacio, presente también en el texto de Luis Antonio, o, cómo no, también el enigmático Yukio Mishima, amante de la belleza y el fulgor, que cercenó su vida ritualmente a la exacta manera de los caballeros samuráis:

 

¿Cómo entre tanto raudal de vida, sudores masculinos, sedas

de beldad, príncipes del diseño, damas, gheisas con jazmines, cómo

entre columnas doradas y pagodas en vuelo, puede surgir la catana

y la muerte? (p. 136)

 

En otras hornacinas de estas singulares estancias podemos contemplar semblanzas de escritores mucho más olvidados -y que por ello ejercen un peculiar atractivo sobre el lector que sabe mostrarse receptivo y atento-, como la de la fascinante “pitonisa azul” Kathleen Raine (pp. 18-19), o el señorial y decadente príncipe ruso Félix Yusúpov, autor del libro Yo maté a Rasputín (pp. 14-15).

Pero no solamente a las criaturas bañadas en las aguas de la fuente Castalia y tocadas por las musas de las letras les será dado poblar las galerías ignotas de este museo de las invocaciones. La hagiografía villeniana comprenderá un amplio repertorio que incluye un catálogo seductor, variopinto y extremado de afanosos perseguidores de la belleza como Gauguin o Caravaggio;  infelices reinas, como Elisabeth de Austria-Hungría, -la mítica Sissi- o Victoria Eugenia de Battenberg; incluso el último emperador de la China, el infeliz Pu Yi, o la actriz y cantante Sara Montiel, atrapada en la propia desmesura de una exultante belleza perdida, encontrarán su lugar en estas páginas.

Páginas donde, ya para terminar, quisiera destacar de manera especial dos poemas, en buena medida inusuales y que probablemente sorprenderán al lector, cogiéndolo desprevenido. Se trata de los titulados “Pilatos” (pp. 32-33) y “María” (pp. 218-219), que tienen como punto en común el ofrecer una visión distinta, otra, ciertamente transgresora, acerca de las principales figuras del Cristianismo y sus raíces. Así, en el último de ellos, nos encontramos, en un planteamiento en todo cercano al que desarrolla el escritor irlandés Colm Tóibín en su obra El Testamento de María, adaptada exitosamente al teatro en estos últimos años por Agustí Villaronga y protagonizada en las tablas españolas por la actriz Blanca Portillo, con la madre de Cristo, retirada en su vejez en Éfeso. Una anciana agnóstica, impactada por unos terribles sucesos que no puede comprender, y que encuentra su consuelo en los cultos paganos de la acogedora diosa Artemisa.

En cuanto al primero de los poemas aludidos, escrito en primera persona, nos presenta al gobernador romano de Judea, quien se plantea, ante el inocente cuerpo ensangrentado de Jesucristo en la cruz, la posibilidad de salvarlo, de liberar su belleza y su plenitud de los tormentos, y enviarlo a la capital del Imperio. Otorgarle la posibilidad de la dicha a salvo de la superstición y de la intolerancia:

 

En Roma hubiera sido solicitado por bellas

mujeres, y Sertorio le hubiese cubierto de flores

los negros cabellos y de oro las uñas de los pies…

¡Hermoso como un Zeus pequeño,

con sus ojeras tibias y sus ardidos ojos!

hubiese sido feliz, lo ví en su cuerpo desnudo (p. 33).

 

Pero el destino estaba escrito, Pilatos no pudo salvar al galileo, “Y el hombre murió ensangrentado y en vano” (p. 33), se nos dice en el poema. Pero en realidad ese “Cuerpo hermoso”, de cabello largo y ojos profundos entenebrecidos de violeta (p. 32) no es sino uno más de toda una larga serie que conforman el libro. Pues un conocido proverbio afirma que “Los amados de los dioses mueren jóvenes”. Y así sucede, en efecto, en las páginas de Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, donde se nos ofrecen, verso tras verso, las imágenes de jóvenes que, en plenitud de su belleza, ven truncada su vida, concediéndonos, de esta manera, una suerte de hermosura inmarchitable, imposible ya de ser ajada por los estragos del tiempo y ajena a la vulgarización del transcurrir cotidiano. Imágenes, sí, en fuga de esplendor y tristeza, pero fijadas para siempre por el terso don de una palabra que invita, siempre, a ser compartida.

 

 

Luis Antonio de Villena, Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, Madrid, Visor, 2016.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Amelina Correa Ramón

De viajes, Don Quijote y demás ralea

10 de junio de 2016 09:13:37 CEST

Hablar de Julio Llamazares no es sólo hablar de Luna de lobos y La lluvia amarilla, dos libros claves en la reciente Historia de la Literatura Española, es también hablar de viaje literario, concebido éste con sabiduría artística sin abandonar otras formas de saboreo. Y es así porque, entre los escritores actuales, pocos hay como Julio Llamazares que exploren y exploten de forma tan suculenta esta vía de expresión creativa. Una vía en la que, además del lamín literario sobre el que siempre la hace descansar Llamazares, habita también la facultad de atesorar otras sabrosas claves de lectura e interpretación.

Sucede así, sin duda, porque en los viajes literarios de Julio Llamazares, el lector puede encontrarse junto a la emoción artística, la anécdota simple o el detalle ínfimo que, sin embargo, nunca escatiman atracción. Porque lo normal es que al lado del chascarrillo, habite sin problemas el sentimiento, se cuele torrencial el pasado y se vislumbre densa la memoria. O porque, a la par de la voz del pueblo (la de los paisanos con los que se topa mientras el autor ejerce de viajero), también hablen los libros o se escuche la Historia, al tiempo que el paisaje (y el paisanaje, claro) se incrusta en la retina del lector.

Llamazares siempre ha viajado con el ojo abierto, el oido atento y la mente despierta. Una triada clave y mínima, para captar, almacenar, rumiar y plasmar bien la vida y sus contornos. No hay lugar para la duda acerca de lo que acabo de afirmar si se tiene en mente libros como El río del olvido con el que Llamazares no lleva de la mano por tierras de su León natal, Tras-os-Montes que tanto indaga por el oeste, mirando a Portugal, Cuaderno de Duero donde, por ejemplo, el susurante y ancestral rumor del río se percibe mientras se atraviesan las tierras de la vieja Castilla, o cuando en Las rosas de piedra escrutamos las catedrales que nuestro autor dibuja cobijado en el tiempo y en las emociones de quienes nos precedieron levantándolas, usándolas o visitándolas, entre otras posibilidades.

El viaje de don Quijote puede ser más de lo mismo en el buen sentido de la frase, sin embargo, guarda algunas sorpresas. Por ejemplo: No es un viaje, son tres viajes (ésta es una de las habilidades de Llamazares en el libro). El primero: un viaje de fondo y al fondo, con el imaginario del lector a flor de piel. Es decir, el viaje que, literariamente, llevó a cabo Don Quijote como bien apunta Llamazares con llaneza el título de su entrega y que es, no se olvide, un viaje imaginado por Cervantes, aunque asentado en concreciones de la realidad. El segundo: el viaje de Azorín en 1095 (La ruta de Don Quijote), realizado en carro, físicamente, y cuyas observaciones acabaron fijadas mediante la concisa prosa del autor alicantino, por otra parte, llena de punzante colorismo e, incluso, de sugerencia continua. Y el tercero: el que redacta Julio Llamazares que, a lomos de los dos anteriores, nos empuja por otros mil derroteros y en los que, además, cabe casi todo. En definitiva, un juego de cajas chinas que se comunica al lector con una prosa sencilla, pausada y campechana que, sin hacerse notar, permite tanto el roce o el palmoteo amistoso, como el detalle campanudo y el apunte erudito. Otra nueva habilidad de Julio Llamazares: dar, como si nada, información múltiple que se cobija tanto en la anécdota viajera, las hablillas sobre el suceso o el territorio en el que acaece, la cita libresca, la lectura previa (Cervantes y Azorín por supuesto, pero también otros autores que fluyen en su memoria), como en la voz de quienes, durante el viaje, le salen físicamente al encuentro, sin olvidar la Historia o la observación misma del viajero.

Ayuda mucho la fragmentación que estructura el libro (aunque, en el fondo ésta sea servidumbre de la función primigenia de lo escrito: artículos diarios para el periódico El País, por encargo de Juan Cruz). Una fragmentación casi de postal, con comunicaciones breves, pero siempre jugosas. Una fragmentación que, además, evita el posible cansancio lector ante el acumulo de datos, imágenes y sensaciones en tan breves textos y posibilita también el sorbo pausado de la lectura; una lectura cortada por los obligados y breves descansos que imponen tanto los apartados (treinta) como las partes (tres) con las que el autor nos presenta el libro.

Sin desmerecer ningún apartado y ninguna de sus tres partes citadas, para el lector aragonés, por proximidad, es gratificante la tercera y, en concreto, los apartados relativos al entorno del Ebro (el salto de Clavileño, las barcas del Ebro, el castillo de Pedrola, la ínsula Barataria, la arcadia de sus riberas, el orillamiento de Zaragoza… antes de internarse por tierras Monegrinas o de Fraga para recalar en Cataluña donde la aventura tocará a su fin con la derrota sufrida por Don Quijote frente de el caballero de la Blanca Luna en la playa de Barcelona).

En todos ellos, sobre el armazón estructural de una sencilla lectura del Quijote, Llamazares husmea en nuestras circunstancias, identidad, historia… o, incluso, de actualidad mediante pinceladas rápidas que tiene mucho de cierto y, a veces, con invisibles tintes de ironía. Por ejemplo: al invitarnos a que nos pongamos en la piel de Don Quijote y de Sancho para así comprender el progreso o los cambios sufridos por el paisaje. Tiene su gracia y su poso. Sobre todo, porque no hay más ciego que quien se mece rodeado por la costumbre. El paisaje y paisanaje del entorno, de tanto estar junto a nosotros, puede parecer de lo más normal. La normalidad cambia según la mirada de quien, reflexivo o no, ejecuta tal mirada en libertad, sin ataduras como, por ejemplo, la rutina.

En definitiva, una lectura amena y sencilla que, sin embargo, invita siempre a reposar lo leído y a sumergirse bajo su suave oleaje. Un viaje que permite volar a la evocación mientras se confrontan cuatro siglos, con su vida y con sus paisajes en el vaivén del tiempo. Todo, sin cambiar de lugar (es lo que tienen los libros), pero, sin duda, acumulando nuevas ideas.

 

Julio Llamazares: El viaje de Don Quijote. Ilustraciones de Jesús Cisneros. Madrid, Alfaguara, 2016.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ramón Acín

Poemas

2 de junio de 2016 12:22:46 CEST

MARÍA BENÍTEZ

POEMAS


LA ESCISIÓN (PRIPYAT)

Skinner dijo "ser para uno mismo es no ser casi nada".

Pero yo he encontrado un número reducido y peculiar de personas que en ese casi lo han sido todo.

 

He extendido un manto de bruma

una densidad insalvable

entre la semilla de lucidez en el ojo

y la plaga de enredos en la tierra.

 

Para evitar el contagio.

 

Si preguntan diles que me fui al bosque

a volar con las hadas.

Si preguntan confiésales que me consumió el delirio,

que me inflamé con las piras de mis demonios.

 

Dilo, dilo.

Me volví loca.

 

Pero no preguntarán. No realmente.

 

La pregunta es la espiga de cereal sana entre la cosecha muerta.

El campo está enteramente podrido. 

El campo, 

aquí

ahora,

es una dolencia.

 

La primera grieta resuena desde la infancia:

"esta niña no está fina".

 

Esta niña no está aquí. 

 

Yo he abierto un abismo para romper el canal,

la conexión.

Yo lo he hecho porque era urgente.

Era necesario. 

 

Involucrarse en este tiempo

es como sumergirse en ácido y después lamentar

el desprendimiento de la piel

del cabello.

 

Quedarse en la cueva

mezclarse con la cueva

convertirse en la cueva.

 

Ignorar la sierra resplandeciente que se mece arriba, lejos.

 

Este tiempo hace difícil separar el tocino de la carne

y la carne

del hueso.

 

Yo lo vi en un sueño, hace mucho.

Yo lo vi en un sueño, justo ayer.

 

He abierto una brecha con el mundo

y me he quedado 

en el otro lado.

 

El aislamiento es la respuesta del sistema nervioso, la defensa, la reconstrucción de las fibras.

El aislamiento es la fiebre, el síntoma rebelándose contra la infección. El síntoma y su clarividencia.

La paz en el haz azul y frío de la alteración perceptiva.

 

Mi corazón se ha renombrado por hipertermia.

Se desbautiza y se proclama zona de exclusión,

se deshabita para no respirar la radiactividad del entorno.

Me llamo Pripyat y sigo aquí pese a las ruinas.

 

Me he  escindido de los rezos, de las idea. 

He quemado los símbolos, los manifiestos.

Para sobrevivir.

 

Ya he pagado el precio, 

yo ya he.

 

Yo he ofrecido en sacrificio todo el miedo que me cabía en el cuerpo.

Yo me he ido muy lejos, muy lejos. 

Como un bandazo de viento, un huracán que te retira a la otra punta del universo.

 

La enfermedad también puede ser el remedio al germen.

La ausencia de palabras. De contingencias.  La ausencia.

 

La enfermedad es la espiga sana en la cosecha podrida.

 

La enfermedad es la semilla de lucidez en el ojo,

 

el pájaro doméstico que escapa y vuela con artrosis en las alas,

lejos

lejos de las jaulas

 

la escisión de los retoños criados por las bestias

 

lejos

 

lejos de los humanos.

 

PALLAKSCH, PALLAKSCH

"-Pallaksch, pallaksch-. También la lengua tirita” .

- Chantal Maillard, La herida en la lengua. 

 

el problema no era el miedo a la oscuridad sino que no entrases en ella

no puedo explicaros la defusión entre emoción y conducta

porque todos los libros están tirados aquí y allá

qué desorden tan intrusivo

qué fuga del siglo con las ideas

no sé nada de oficios pero sueño de mayor con que alguien me hubiera preguntado qué quería ser de pequeña

me devuelve a un suelo tierno saber que una vez tú también eras de las que iba apartando las mariquitas del asfalto para que nadie las pisase

juro que a veces puedo sentir de una forma muy sólida y eclipsante cómo este mundo me pone enferma

-"gradualmente y luego de repente" -

podría mirar a un tuerto y dejarle cien años de mala suerte

la soledad no es tiempo sino espacio

podría relamer las esquinas donde fui a vomitar para condicionar el veneno como algo aversivo por saciedad pura

podría dar fe de que eso nunca ha curado el hambre

no puedo explicaros por qué radical si os quedáis siempre en las ramas

por qué mujer sin necesidad de "pero el hombre"

por qué el fin no será amor nunca ni se justificará si el medio es el odio

por qué balbucean torpes los sabios

por qué este bloqueo 

este vacío repentino

este corte brusco en el hilo

el pensamiento

no puedo salvaros de cuando decís casa

y creéis estar fuera de peligro.

 

 

DALILA ESLAVA

POEMAS


DISECCIÓN

Puedo admitir a nadie

que el miedo a las alturas siempre fue inventado

mientras camino por la línea recta del abismo más familiar

o hago claqué sobre tu espalda,

que viene a ser lo mismo.

 

Sentir la piel del erizo nunca fue en vano

a pesar del final corriente el cual tenemos por destino;

tu imagen deja de ser borrosa

y las señales de pérdida que llevan a vivir de nuevo el abandono

han dejado de ser una prioridad.

 

Qué me ocurres.

 

Únicamente

una explosión de oxitocina

puede explicar estas ganas de suicidarme si es desde tu cuerpo,

pero no me creo.

 

Hoy

nuevamente

me han preguntado qué es lo que siento

y sólo he sabido responder

 

que a ti.

 

ICEBERG

Te miro de cerca 

me perdí tantos detalles que me equivoqué de boca dos veces

y ahora que conozco tus manos

no quiero pasar por alto ninguno de los poros de tu piel

piel coraza que esconde algo tan grande

tan grande

que hay días en los que quiero irme por miedo a que me lo enseñes

y quiera quedarme para siempre

 

Porque yo sé que me quedaría,

siempre me quedo,

pero sé a ciencia cierta que estoy fuera de la media 

y ojalá tú también

 

Pero asumir que te van a abandonar

hace que duela menos dicho abandono

por eso te incluyo en ese conjunto de individuos

que dejan de saludarme a pesar de las ganas pasadas

 

Me baño en las dudas que hacen del futuro algo tan terrible

que no me atrevo a preguntar por tu historial de huida

 

Así que

mientras tanto

compartimos espacio con la certeza de que nos caeremos

 

Pero chico

no habrá sido en vano

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por María Benítez y Dalila Eslava

Prosa del Transiberiano

27 de mayo de 2016 11:58:12 CEST

Versión española de Miguel Veyrat

 

 

 

 

 

 


PROSA DEL TRANSSIBERIANO Y DE LA JUHANITA DE FRANCIA

 

 

Entonces era yo todavía adolescente,

Tenía apenas dieciséis años y ya no recordaba nada de mi infancia

Estaba a 16.000 leguas del lugar donde nací

Estaba en Moscú en la ciudad de los mil más tres campanarios y de las siete estaciones

Pero no me bastaban las siete estaciones y las mil y tres torres

Porque mi adolescencia era tan ardiente y tan loca

Que mi corazón ardía alternativamente como el templo de Éfeso o como la Plaza Roja de /Moscú

Cuando se acuesta el sol.

Y mis ojos iluminaban antiguas rutas

Y era ya tan mal poeta

Que no sabía llegar hasta el final.

El Kremlin era como un inmenso pastel tártaro pintarrajeado de oro,

Con las grandes almendras de las catedrales, tan blancas

Y el meloso dorado de las campanas...

Un viejo monje me leía la leyenda de Novgorod

Yo tenía sed

Y descifraba los signos cuneiformes

Y de pronto, las palomas del Espíritu Santo se echaban a volar por la plaza

Y mis manos también volaban con rumores de albatros

Y con ello evocaban las últimas añoranzas del último día

Del último viaje

Y del mar.

Sin embargo yo era un poeta bastante malo.

No sabía llegar hasta el fin

Tenía hambre

Y hubiese querido beber y romper todos los días y todas las mujeres

Y todos los vasos en los cafés                                            

Y todos los escaparates y todas las calles

Y todas las casas y todas las vidas

Y todas las ruedas de los carricoches que giraban como torbellinos sobre los torcidos /adoquines

Habría querido sumergirlas en un gran horno de espadas

Y habría querido triturar todos los huesos

Y arrancar todas las lenguas

Y licuar todos esos grandes cuerpos desnudos y extraños bajo esos ropajes que me /asustan…

Presentía el advenimiento del gran Cristo rojo de la revolución rusa…

Y el sol era una inmensa herida que se abría como un brasero.

En aquel tiempo yo era un adolescente

Apenas tenía dieciséis años y ya no recordaba mi nacimiento

Estaba en Moscú donde quería alimentarme de llamas

Y no me satisfacían las torres y las estaciones que constelaban mi ojos

En Siberia rugía el cañón, había guerra

Hambre frío peste cólera

Y las aguas fangosas del Amor arrastraban millones de carroñas

En todas las estaciones veía partir todos los últimos trenes

Ya nadie podía irse porque no se vendían más boletos

Y los soldados que se iban hubieran preferido quedarse...

Un viejo monje me cantaba la leyenda de Novgorod

Yo, el mal poeta que no quería ir a ninguna parte, podía ir a todos lados

Y también a los comerciantes les quedaba el dinero suficiente para intentar irse a hacer fortuna                                               

Su tren salía todos los viernes de mañana

Se decía que había muchos muertos

Uno llevaba cien cajas de despertadores y cucús de la Selva Negra

Otros cajas de sombreros, cilindros y un surtido de tirabuzones de Sheffield                                    

Otros ataúdes de Malmöe llenos de latas de conservas y sardinas en aceite

También había muchas mujeres

Mujeres entrepiernas en alquiler que también podían usarse

Ataúdes

Todas pagaban impuestos

Se decía que había muchos muertos allí

Ellas viajaban con tarifa reducida

Y todas tenían una cuenta corriente en el banco.

Pues bien, un viernes de mañana me llegó la hora por fin

Estábamos en diciembre

y también yo partí para acompañar al viajante joyero que iba a Jarbín                                                                      

Teníamos dos asientos en el expreso y 34 cofres de joyería de Pforzheim

Pacotilla alemana «Made in Germany»

Me había vestido de punta en blanco, y al subir al tren se me perdió un botón                                                     

- Lo recuerdo, lo recuerdo, a menudo pensé en ello desde entonces-

Yo dormía sobre los cofres y me sentía muy contento

de poder jugar con la browning  Niquelada que también me había dado

Me sentía muy feliz despreocupado

Creía jugar a los bandoleros

Habíamos robado el tesoro de Golconda

Y, gracias al transiberiano, íbamos a ocultarlo del otro lado del mundo

Yo tenía que defenderlo contra los ladrones del Ural

que habían atacado a los saltimbanquis de Julio Veme

Contra los Junguzes, los boxers de la China

Y los rabiosos pequeños mongoles del Gran Lama

Alibabá y los cuarenta ladrones

Y los fieles del terrible Viejo de la montaña

Sobre todo, contra los más modernos

Los rateros de hotel

Y los especialistas de los expresos internacionales

Y sin embargo, y sin embargo

Estaba triste como un niño

Los ritmos del tren

La «médula ferrocarrilera» de los psiquiatras americanos

El ruido de las puertas de las voces de los ejes rechinando sobre los rieles congelados

El ferlín de oro de mi futuro

Mi browning el piano y los juramentos de los jugadores

de  cartas en el compartimento de al lado «

La deslumbrante presencia de Juana

El hombre de anteojos azules que se paseaba nerviosamente

por el corredor y me miraba al pasar

Murmullos de mujeres 

Y el silbido del vapor

Y el eterno ruido de las ruedas locas en los carriles celestes

Los vidrios están escarchados

¡La naturaleza no existe!

Y detrás, las llanuras siberianas el cielo bajo y las grandes sombras de los

Taciturnos que suben y bajan

Estoy acostado sobre una manta de viaje

Colorinche

Como mi vida

Y mi vida no me abriga más que esa manta 

Escocesa

Y toda Europa entrevista por el parabrisas de un expreso a toda máquina

No es más rica que mi vida

Mi pobre vida

Esta manta

Deshilachada sobre cofres llenos de oro

Con los que viajo

Sueño

Fumo

y la única llama del universo

Es un pobre pensamiento...

Desde el fondo de mi corazón me brotan lágrimas

Si pienso, Amor, en mi querida;

Ella no es más que una niña, a quien encontré así

Pálida, inmaculada, en el fondo de un burdel.

No es más que una niña, rubia, risueña y triste,

No sonríe y nunca llora;

Pero en el fondo de sus ojos, cuando te deja beber en ellos,

Tiembla un dulce lis de plata, la flor del poeta.

Es dulce y muda, sin ningún reproche,

Con un largo estremecimiento cuando tú te aproximas;

Pero cuando yo voy hacia ella, por aquí, por allá, festivo,

Ella da un paso, luego cierra los ojos, y da un paso.

Porque es mi amor, y las otras mujeres

Sólo tienen vestidos de oro sobre grandes cuerpos llameantes,

Mi pobre amiga está tan desamparada,

Está toda desnuda, no tiene cuerpo, es demasiado pobre.

No es más que una flor cándida, endeble,

La flor del poeta, un pobre lis de plata,

Muy frío, muy solo, y ya tan mustio

Que me brotan las lágrimas si pienso en su corazón.

Y esta noche es similar a otras cien mil cuando un tren rasga la noche

- Caen los cometas-

Y el hombre y la mujer, aún jóvenes, se divierten haciendo el amor.

El cielo es como la carpa desgarrada de un circo pobre

en un pueblecito de pescadores

En Flandes

El sol es un quinqué humoso

Y en lo más alto de un trapecio una mujer representa la luna.

El clarinete la corneta una agria flauta y un mal tambor

Y aquí está mi cuna

Mi cuna

Siempre estaba cerca del piano cuando mi madre como

Madame Bovary tocaba las sonatas de Beethoven

Yo pasé mi infancia en los jardines suspendidos de Babilonia

y la rabona, en las estaciones frente a los trenes a punto de salir                                                        

Ahora hago correr todos los trenes detrás de mí

Bâle-Tombuctú

También jugué a las carreras en Auteuil y Longchamp París-Nueva York

Ahora hago correr todos los trenes a todo lo largo de mi vida Madrid-Estocolmo

Y perdí todas mis apuestas

Sólo queda la Patagonia, la Patagonia, que convenga a mi inmensa tristeza,

la Patagonia, y un viaje por los mares del Sur

Estoy en camino

Siempre estuve en camino

Estoy en el camino con la pequeña Juana de Francia

El tren da un peligroso salto y vuelve a caer sobre todas sus ruedas

El tren vuelve a caer sobre sus ruedas

El tren siempre vuelve a caer sobre todas sus ruedas

«Dime, Blas, ¿estamos muy lejos de Montmartre?»

Estamos lejos, Juana, viajas desde hace siete días

Estás lejos de Montmartre, de la Butte que te alimentó del

Sagrado Corazón contra el cual te acurrucaste

París desapareció y su enorme fogata

No quedan más que las cenizas constantes

La lluvia que cae

La turba que se hincha

La Siberia que gira

Los pesados manteles de nieve que ascienden

Y el cascabel de la locura que tintinea como un último deseo en el aire azulado

El tren palpita en el corazón de los horizontes plomizos

Y tu pena ríe burlona.,.

«Dime, Blas, ¿estamos muy lejos de Montmartre?»

Las preocupaciones

Olvida las preocupaciones

Todas las estaciones agrietadas oblicuas sobre la ruta

Los hilos telegráficos de los que cuelgan

Los postes grotescos que gesticulan y los estrangulan

El mundo se estira se alarga y se retira como un acordeón

atormentado por una mano sádica

En las resquebraduras del cielo, las furiosas locomotoras

Huyen

y en los agujeros,

las vertiginosas ruedas las bocas las voces

y los perros de la desdicha que ladran a nuestras espaldas

Los demonios están desencadenados

Chatarras

Todo es un acorde falso

El «brun-run-run» de las ruedas

Choques

Rebotes

Somos una tormenta bajo el cráneo de un sordo...

«Dime, Blas, ¿estamos muy lejos de Montmartre?»

Pero sí, me pones nervioso, bien lo sabes, estamos muy lejos

La locura recalentada ruge en la locomotora

La peste el cólera se alzan como brasas ardientes en nuestro camino

Desaparecemos en la guerra totalmente en un túnel

El hambre la gran puta se aferra a las nubes en desbandada

y estiércol de las batallas en montones apestosos de muertos

Haz como él, haz tu oficio...

«Dime, Blas, ¿estamos muy lejos de Montmartre?»

Sí, estamos muy lejos, estamos muy lejos

Todos los chivos emisarios reventaron en este desierto

Oye los cencerros de ese rebaño sarnoso Tomsk

Tcheliabinsk Kainsk Obi Taichet Verkné Udinsk Kurgán Samara Pensa-Tulún

La muerte en Manchuria

Es nuestro desembarcadero y nuestra última guarida

Este viaje es terrible

Ayer por la mañana

Iván Ulitch tenía los cabellos blancos

y Kolia Nicolai Ivanovitch se roe los dedos desde hace quince días...

Haz como ellos la Muerte el Hambre haz tu oficio

Cuesta cinco francos, en transiberiano, cuesta cien rubios

Afiebra los bancos y enrojece bajo la mesa

El diablo está en el piano

Sus nudosos dedos excitan a todas las mujeres

La Naturaleza

Las Busconas

Haz tu oficio

Hasta Jarbín...

«Dime, Blas, ¿estamos muy lejos de Montmartre?»

Pero... vete al diablo... déjame tranquilo

Tienes caderas angulares

Tu vientre es agrio y tienes blenorragia

Eso es todo lo que París puso en tu regazo

También un poco de alma... porque eres desdichada

Tengo piedad tengo piedad ven hacia mí sobre mi corazón

Las ruedas son los molinos de viento de Jauja

Y los molinos de viento son las muletas que hace girar un mendigo

Somos los lisiados del espacio

Rodamos sobre nuestras cuatro heridas

Nos cortan las alas

Las alas de nuestros siete pecados

y todos los trenes son los baleros del diablo

Corral

El mundo moderno

La velocidad no tiene la culpa

El mundo moderno

Las lejanías están demasiado lejos

Y al final del viaje es terrible ser un hombre con una mujer...

—Dime, Blas, ¿estamos muy lejos de Montmartre?

Tengo piedad tengo piedad ven a mí te contaré una historia

Ven a mi cama

Ven a mi corazón

Te contaré una historia...

 ¡Oh ven! ¡ven!

En Fidji reina la primavera eterna

La pereza

El amor extasía a las parejas en la hierba alta

y la sífilis ronda bajo los bananeros

¡Ven a la islas perdidas del Pacífico!

Tienen los nombres del Fénix, de las Marquesas

Borneo y Java

y Célebes con forma de gato.

 No podemos ir al Japón

¡ Ven a Méjico!

En sus altiplanicies florecen los tulipaneros

Las lianas tentaculares son la cabellera del sol

Se hablaría de la paleta y los pinceles de un pintor

Colores fragorosos como gongs,

Allí estuvo Rousseau

Allí deslumbró su vida

Es el país de los pájaros

El pájaro del paraíso, el ave lira

El tucán, el sinsonte

Yel colibrí anida en el corazón de los lirios negros

¡Ven!

Nos amaremos en las majestuosas ruinas de un templo azteca

Tú serás mi ídolo

Un ídolo abigarrado infantil un poco feo y extrañamente raro

¡Oh ven!

 Si quieres iremos en aeroplano y volaremos sobre el país de los mil lagos,

Allí las noches son desmesuradamente largas

El antepasado prehistórico tendrá miedo de mi motor

Aterrizaré y construiré un hangar para mi avión con los huesos fósiles de mamut

El fuego primitivo recalentará nuestro pobre amor

Samovar

Y nos amaremos cerca del polo al modo muy burgués

¡Oh ven!

Juana mi Juani Juanita nita mi tetita

Mimimi miamor mi putita mi Perú

A la nana nanita

Mi col mi colita

Chum chum korasón

De pollito

Amada cabrita

Chochito mío

Mi caprichito

Cuchi cuchi

Se durmió.

Y no se tragó ni una sola de todas las horas del mundo

Ninguno de todos lo s rostros vislumbrados en las estaciones

Ninguno de todos los relojes

La hora de París la hora de Berlín la hora de San Petersburgo

/y la hora de todas las estaciones

Y en Ufa, el rostro ensangrentado del artillero

Y la esfera tontamente luminosa de Grodno

Y el eterno avance del tren

Todas las mañanas se ponen en hora los relojes

El tren adelanta el sol atrasa

No importa, oigo las sonoras campanas

La enorme campana de Nôtre-Dame

La campanita agridulce del Louvre que convocó la San Bartolomé

 Los carillones enmohecidos de Brujas la Muerta

Las campanillas eléctricas de la biblioteca de Nueva York

Las campanas de Venecia

Y las de Moscú, el reloj de la Puerta Roja que me contaba las horas cuando estaba en una /oficina

Y mis recuerdos

El tren retumba en las placas giratorias

El tren rueda

Un gramófono ronca una marcha cíngara

Y el mundo, como el reloj del barrio judío de Praga, gira locamente al revés

Deshoja la rosa de los vientos

Ya zumban las tormentas desencadenadas

Los trenes ruedan en torbellino sobre las redes enmarañadas Baleros diabólicos

Hay trenes que nunca se encuentran

Otros se pierden en el camino

Los jefes de estación juegan al ajedrez

Chaquete

Billar

Carambolas

Parábolas

la vía férrea es una nueva geometría

Siracusa

Arquímedes

y los soldados que lo degollaron

y las galeras

y las naves

y los prodigiosos artefactos que inventó

y todas las matanzas

La historia antigua

La historia moderna

Los torbellinos

Los naufragios

Hasta el del Titánica que leí en el diario

Otras tantas imágenes-asociaciones que no puedo desarrollar en mis versos

Porque todavía soy un poeta muy malo

Porque el universo me desborda

Porque no me preocupé por asegurarme contra los accidentes de tren

Porque no sé ir hasta el fondo de las cosas y tengo miedo.

Tengo miedo

No sé ir hasta el fondo de las cosas

Como mi amigo Chagall podría hacer una serie de cuadros dementes                                                                 

Pero no tomé notas de viaje

«Perdónenme la ignorancia

Perdónenme no conocer ya el antiguo juego de los versos»

Como dice Guillaume Apollinaire

Todo lo que se refiere a la guerra puede leerse en las Memorias de Kuropatkin                                          

O en los diarios japoneses que están tan cruelmente ilustrados

Para qué documentarme

Me abandono

A los sobresaltos de mi memoria...

A partir de lrkutsk el viaje se hizo demasiado lento

Demasiado  largo

Nosotros estábamos en el primer tren que rodeaba el lago Baikal

Habían adornado la locomotora con banderas y farolitos

Y dejamos la estación con los tristes acentos del himno al Zar

Si yo fuera pintor vertería mucho rojo, mucho amarillo en el final de este viaje

Pues en verdad creo que todos estábamos un poco locos

Y que un inmenso delirio ensangrentaba las nerviosas caras de mis compañeros de viaje

Cuando nos acercábamos a Mongolia

Que retumbaba como un incendio.

El tren había disminuido su marcha

Y en el perpetuo rechinamiento de las ruedas percibía

Los acentos locos y los sollozos

De una liturgia eterna.

He visto

He visto los trenes silenciosos los trenes negros que volvían del Lejano Oriente y que /pasaban como fantasmas

Y mi ojo, como el fanal de popa, aún corre tras esos trenes

En Talga agonizaban 100.000 heridos por falta de cuidados

Visité los hospitales de Krasnoiarsk

Y en Jilok nos cruzamos con un largo convoy de soldados locos

En los lazaretos vi llagas abiertas heridas que sangraban a rabiar                                                 Los miembros amputados danzaban en derredor

O alzaban el vuelo en el aire ronco

El incendio se hallaba en todas las caras en todos los corazones

Dedos idiotas tamborileaban sobre todos los vidrios y bajo la presión del miedo todas las /miradas reventaban como abscesos                                                  

En todas las estaciones quemaban todos los vagones

Y he visto

He visto trenes de 60 locomotoras que huían a todo vapor perseguidas por los horizontes /en celo y bandas de cuervos que alzaban el vuelo desesperadamente tras ellos

Desaparecer

En dirección de Port-Arthur.

En Tchita tuvimos algunos días de respiro

Detención de cinco días debido a la obstrucción de la vía

Los pasamos en casa del Señor Yankelevitch que quería darme a su hija única en /matrimonio

Luego volvió a partir el tren.

Ahora me había instalado yo en el piano y me dolían los dientes

Cuando quiero vuelvo a ver ese interior tan tranquilo el negocio del padre y los ojos de la /hija que de noche venía a mi cama

Mussorgsky

Y los lieder de Hugo Wolf

Y las arenas del Gobi

Y en Jailar una caravana de sombreros blancos

Realmente creo que estaba ebrio durante más de 500 kilómetros

Pero estaba tocando el piano y eso es todo lo que vi

Cuando se viaja habría que cerrar los ojos

Dormir

Hubiera deseado tanto dormir

Reconozco todos los países con los ojos cerrados por su olor y reconozco todos los trenes /por el ruido que hacen

Los trenes de Europa son de cuatro tiempos mientras que los de Asia son de cinco o siete /tiempos

Otros van en sordina son canciones de cuna

Hay algunos que por el ruido monótono de las ruedas me recuerdan la pesada prosa de /Maeterlinck

He descifrado todos los textos confusos de las ruedas y reunido los elementos dispersos /de una violenta belleza

Que poseo y que me acosa.

Tsitsikar y Jarbín

No voy más lejos

Es la última estación

Me apeé en Jarbín cuando acababan de prender fuego a las oficinas de la Cruz Roja   

Oh París

Gran hogar cálido con los tizones entrecruzados de tus calles y tus viejas casas que se /inclinan sobre ellas y se calientan como abuelas

Y aquí hay anuncios en rojo en verde multicolores como mi pasado, realmente amarillo

Amarillo el arrogante color de las novelas de Francia en el extranjero                                                      

Me gusta frotarme con los ómnibus en marcha en las grandes ciudades

Los de la línea Saint-Germain-Montmartre me llevan al asalto de la Butte

Los motores mugen como los toros de oro

Las vacas del crepúsculo pastan en el Sacré-Coeur

Oh París

Estación central andén de las voluntades encrucijada de las inquietudes

Sólo los vendedores de periódicos tienen todavía un poco de luz sobre su puerta

La Compañía Internacional de Wagons-Lits y de los Grandes Expresos Europeos me /envió su prospecto

Es la iglesia más hermosa del mundo

Tengo amigos que me rodean como vallas

Cuando parto tienen miedo de que no vuelva más

Todas las mujeres que conocí se alzan en los horizontes

Con los gestos lastimosos y las miradas tristes de los semáforos bajo la lluvia

Bella, Agnès, Catherine y la madre de mi hijo en Italia

y aquélla, la madre de mi amor en América

Hay gritos de sirena que me parten el alma

Allá lejos en Manchuria un vientre se estremece todavía como en un  parto

Querría

Querría no haber hecho nunca mis viajes

Esta noche me atormenta un gran amor

Y pienso a mi pesar en la pequeña Juahna de Francia.

Fue en una noche de tristeza cuando escribí este poema en su honor                                                                     

Juana

La pequeña prostituta

Estoy triste estoy triste

Iré al Lapin-agile a recordar mi juventud perdida

y tomar unas copitas

Luego volveré solo

 

París

Ciudad de la Torre única del gran Patíbulo y de la Rueda

 

París, 1913

 

 

 

 

 

Prose du Transsibérien et de la petite Jehanne de France

 

 

En ce temps-là, j'étais en mon adolescence

J'avais à peine seize ans et je ne me souvenais déjà plus de mon enfance

J'étais à 16.000 lieues du lieu de ma naissance

J'étais à Moscou dans la ville des mille et trois clochers et des sept gares

Et je n'avais pas assez des sept gares et des mille et trois tours

Car mon adolescence était si ardente et si folle

Que mon coeur tour à tour brûlait comme le temple d'Ephèse ou comme la Place /Rouge de Moscou

Quand le soleil se couche.

Et mes yeux éclairaient des voies anciennes.

Et j'étais déjà si mauvais poète

Que je ne savais pas aller jusqu'au bout.

Le Kremlin était comme un immense gâteau tartare croustillé d'or,

Avec les grandes amandes des cathédrales, toutes blanches

Et l'or mielleux des cloches...

Un vieux moine me lisait la légende de Novgorode

J'avais soif

Et je déchiffrais des caractères cunéiformes

Puis, tout à coup, les pigeons du Saint-Esprit s'envolaient sur la place

Et mes mains s'envolaient aussi avec des bruissements d'albatros

Et ceci, c'était les dernières réminiscences

Du dernier jour

Du tout dernier voyage

Et de la mer.

Pourtant, j'étais fort mauvais poète

Je ne savais pas aller jusqu'au bout

J'avais faim

Et tous les jours et toutes les femmes dans les cafés et tous les verres

J'aurais voulu les boire et les casser

Et toutes les vitrines et toutes les rues

Et toutes les maisons et toutes les vies

Et toutes les roues des fiacres qui tournaient en tourbillon sur les mauvais pavés

J'aurais voulu les plonger dans une fournaise de glaive

Et j'aurais voulu broyer tous les os

Et arracher toutes les langues

Et liquéfier tous ces grands corps étranges et nus sous les vêtements qui m'affolent...

Je pressentais la venue du grand Christ rouge de la révolution russe...

Et le soleil était une mauvaise plaie

Qui s'ouvrait comme un brasier

En ce temps-là j'étais en mon adolescence

J'avais à peine seize ans et je ne me souvenais déjà plus de ma naissance

J'étais à Moscou où je voulais me nourrir de flammes

Et je n'avais pas assez des tours et des gares que constellaient mes yeux

En Sibérie tonnait le canon, c'était la guerre

La faim le froid la peste et le choléra

Et les eaux limoneuses de l'Amour charriaient des millions de charognes

Dans toutes les gares je voyais partir tous les dernier trains

Personne ne pouvait plus partir car on ne délivrait plus de billets

Et les soldats qui s'en allaient auraient bien voulu rester...

Un vieux moine me chantait la légende de Novgorod

Moi, le mauvais poète, qui ne voulais aller nulle part, je pouvais aller partout

Et aussi les marchands avaient encore assez d'argent pour tenter aller faire fortune.

Leur train partait tous les vendredis matins.

On disait qu'il y avait beaucoup de morts.

L'un emportait cent caisses de réveils et de coucous de la forêt noire

Un autre, des boites à chapeaux, des cylindres et un assortiment de tire-bouchons de Sheffield

Un des autres, des cercueils de Malmoë remplis de boites de conserve et de sardines à l'huile

Puis il y avait beaucoup de femmes

Des femmes, des entrejambes à louer qui pouvaient aussi servir

Des cercueils

Elles étaient toutes patentées

On disait qu'il y a avait beaucoup de morts là-bas

Elles voyageaient à prix réduit

Et avaient toutes un compte courant à la banque.

Or, un vendredi matin, ce fut enfin mon tour

On était en décembre

Et je partis moi aussi pour accompagner le voyageur en bijouterie qui se rendait à Kharbine

Nous avions deux coupés dans l'express et 34 coffres de joailleries de Pforzheim

De la camelote allemande "Made in Germany"

Il m'avait habillé de neuf et en montant dans le train j'avais perdu un bouton

- Je m'en souviens, je m'en souviens, j'y ai souvent pensé depuis -

Je couchais sur les coffres et j'étais tout heureux de pouvoir jouer avec le browning nickelé qu'il m'avait aussi donné

J'étais très heureux, insouciant

Je croyais jouer au brigand

Nous avions volé le trésor de Golconde

Et nous allions, grâce au Transsibérien, le cacher de l'autre côté du monde

Je devais le défendre contre les voleurs de l'Oural qui avaient attaqué les saltimbanques de Jules Verne

Contre les khoungouzes, les boxers de la Chine

Et les enragés petits mongols du Grand-Lama

Alibaba et les quarante voleurs

Et les fidèles du terrible Vieux de la montagne

Et surtout contre les plus modernes

Les rats d'hôtels

Et les spécialistes des express internationaux.

Et pourtant, et pourtant

J'étais triste comme un enfant

Les rythmes du train

La "moëlle chemin-de-fer" des psychiatres américains

Le bruit des portes des voix des essieux grinçant sur les rails congelés

Le ferlin d'or de mon avenir

Mon browning le piano et les jurons des joueurs de cartes dans le compartiment d'à côté

L'épatante présence de Jeanne

L'homme aux lunettes bleues qui se promenait nerveusement dans le couloir et me regardait en passant

Froissis de femmes

Et le sifflement de la vapeur

Et le bruit éternel des roues en folie dans les ornières du ciel

Les vitres sont givrées

Pas de nature!

Et derrière, les plaines sibériennes le ciel bas et les grands ombres des taciturnes qui montent et qui descendent

Je suis couché dans un plaid

Bariolé

Comme ma vie

Et ma vie ne me tient pas plus chaud que ce châle écossais

Et l'europe toute entière aperçue au coupe-vent d'un express à toute vapeur

N'est pas plus riche que ma vie

Ma pauvre vie

Ce châle

Effiloché sur des coffres remplis d'or

Avec lesquels je roule

Que je rêve

Que je fume

Et la seule flamme de l'univers

Est une pauvre pensée...

Du fond de mon coeur des larmes me viennent

Si je pense, Amour, à ma maîtresse;

Elle n'est qu'une enfant que je trouvai ainsi

Pâle, immaculée au fond d'un bordel.

Ce n'est qu'une enfant, blonde rieuse et triste.

Elle ne sourit pas et ne pleure jamais;

Mais au fond de ses yeux, quand elle vous y laisse boire

Tremble un doux Lys d'argent, la fleur du poète.

Elle est douce et muette, sans aucun reproche,

avec un long tressaillement à votre approche;

Mais quand moi je lui viens, de ci, de là, de fête,

Elle fait un pas, puis ferme les yeux- et fait un pas.

Car elle est mon amour et les autres femmes

N'ont que des robes d'or sur de grands corps de flammes,

Ma pauvre amie est si esseulée,

Elle est toute nue, n'a pas de corps -elle est trop pauvre.

Elle n'est qu'une fleur candide, fluette,

La fleur du poète, un pauvre lys d'argent,

Tout froid, tout seul, et déjà si fâné‚

Que les larmes me viennent si je pense à son coeur.

Et cette nuit est pareille à cent mille autres quand un train file dans la nuit

-Les comètes tombent-

Et que l'homme et la femme, même jeunes, s'amusent à faire l'amour.

Le ciel est comme la tente déchirée d'un cirque pauvre dans un petit village de pêcheurs

En Flandres

Le soleil est un fumeux quinquet

Et tout au haut d'un trapèze une femme fait la lune.

La clarinette le piston une flûte aigre et un mauvais tambour

Et voici mon berceau

Mon berceau

Il était toujours près du piano quand ma mère comme madame Bovary jouait les sonates de Beethoven

J'ai passé mon enfance dans les jardins suspendus de Babylone

Et l'école buissonière dans les gares, devant les trains en partance

Maintenant, j'ai fait courir tous les trains derrière moi

Bâle-Tombouctou

J'ai aussi joué aux courses à Auteuil et à Longchamp

Paris New-York

Maintenant j'ai fait courir tous les trains tout le long de ma vie

Madrid-Stokholm

Et j'ai perdu tous mes paris

Il n'y a plus que la Patagonie, la Patagonie qui convienne à mon immense tristesse, la Patagonie, et un voyage dans les mers du Sud

Je suis en route

J'ai toujours été en route

Le train fait un saut périlleux et retombe sur toutes ses roues

Le train retombe sur ses roues

Le train retombe toujours sur toutes ses roues

"Blaise, dis, sommes-nous bien loin de Montmartre?"

Nous sommes loin, Jeanne, tu roules depuis sept jours

Tu es loin de Montmartre, de la Butte qui t'a nourrie, du Sacré Coeur contre lequel tu t'es blottie

Paris a disparu et son énorme flambée

Il n'y a plus que les cendres continues

La pluie qui tombe

La tourbe qui se gonfle

La Sibérie qui tourne

Les lourdes nappes de neige qui remontent

Et le grelot de la folie qui grelotte comme un dernier désir dans l'air bleui

Le train palpite au coeur des horizons plombés

Et ton chagrin ricane...

"Dis, Blaise, sommes-nous bien loin de Montmartre?"

Les inquiétudes

Oublie les inquiétudes

Toutes les gares lézardés obliques sur la route

Les files télégraphiques auxquelles elles pendent

Les poteaux grimaçant qui gesticulent et les étranglent

Le monde s'étire s'allonge et se retire comme un accordéon qu'une main sadique tourmente

Dans les déchirures du ciel les locomotives en folie s'enfuient

et dans les trous

les roues vertigineuses les bouches les voies

Et les chiens du malheur qui aboient à nos trousses

Les démons sont déchaînés

Ferrailles

Tout est un faux accord

Le broun-roun-roun des roues

Chocs

Rebondissements

Nous sommes un orage sous le crâne d'un sourd

"Dis, Blaise, sommes-nous bien loin de Montmartre?"

Mais oui, tu m'énerves, tu le sais bien, nous sommes bien loin

La folie surchauffée beugle dans la locomotive

Le peste le choléra se lèvent comme des braises ardentes sur notre route

Nous disparaissons dans la guerre en plein dans un tunel

La faim, la putain, se cramponnent aux nuages en débandade et fiente des batailles en tas /puants de morts

Fais comme elle, fais ton métier...

"Dis, Blaise, sommes-nous bien loin de Montmartre?"

Oui, nous le sommes, nous le sommes

Tous les boucs émissaires ont crevé dans ce désert

Entends les sonnailles de ce troupeau galeux Tomsk Tcheliabinsk Kainsk Obi Taïchet Verkné Oudinsk Kourgane Samara Pensa-Touloune

La mort en Mandchourie

Est notre débarcadère est notre dernier repaire

Ce voyage est terrible

Hier matin

Ivan Oullitch avait les cheveux blancs

Et Kolia Nicolaï Ivanovovich se ronge les doigts depuis quinze jours...

Fais comme elles la Mort la Famine fais ton métier

Ca coûte cent sous, en transsibérien ça coûte cent roubles

En fièvre les banquettes et rougeoie sous la table

Le diable est au piano

Ses doigts noueux excitent toutes les femmes

La Nature

Les Gouges

Fais ton métier

Jusqu'à Kharbine...

"Dis, Blaise, sommes-nous bien loin de Montmartre?"

Non mais... fiche-moi la paix... laisse-moi tranquille

Tu as les anches angulaires

Ton ventre est aigre et tu as la chaude-pisse

C'est tout ce que Paris a mis dans ton giron

C'est aussi un peu d'âme... car tu es malheureuse

J'ai pitié j'ai pitié viens vers moi sur mon coeur

Les roues sont les moulins à vent d'un pays de Cocagne

Et les moulins à vent sont les béquilles qu'un mendiant fait tournoyer

Nous sommes les culs-de-jatte de l'espace

Noous roulons sur nos quatre plaies

On nous a rogné les ailes

Les ailes de nos sept péchés

Et tous les trains sont les bilboquets du diable

Basse-cour

Le monde moderne

La vitesse n'y peut mais

Le monde moderne

Les lointains sont par trop loin

Et au bout du voyage c'est terrible d'être un homme avec une femme...

"Blaise, dis, sommes nous bien loin de Montmartre"

J'ai pitié, j'ai pitié, viens vers moi je vais te conter une histoire

Viens dans mon lit

Viens sur mon coeur

Je vais te conter une histoire...

Oh viens! viens!

Au Fidji règne l'éternel printemps

La paresse

L'amour pâme les couples dans l'herbe haute et la chaude syphilis rôde sous les bananiers

Viens dans les îles perdues du Pacifique!

Elles ont nom du Phénix, des Marquises

Bornéo et Java

Et Célèbes à la forme d'un chat

Nous ne pouvons pas aller au Japon

Viens au Mexique

Sur les hauts plateaux les tulipiers fleurissent

Les lianes tentaculaires sont la chevelure du soleil

On dirait la palette et le pinceau d'un peintre

Des couleurs étourdissantes comme des gongs,

Rousseau y a été

Il y a ébloui sa vie

C'est la pays des oiseaux

L'oiseau du paradis, l'oiseau-lyre

Le toucan, l'oiseau moqueur

Et le colibri niche au coeur des lys noirs

Viens!

Nous nous aimerons dans les ruines majestueuses d'un temple aztèque

Tu seras mon idole

Une idole bariolée enfantine un peu laide et bizarrement étrange

Oh viens!

Si tu veux, nous irons en aéroplane et nous survolerons le pays des mille lacs,

Les nuits y sont démesurément longues

L'ancêtre préhistorique aura peur de mon moteur

J'atterrirai

Et je construirai un hangar pour mon avion avec les os fossiles de mammouth

Le feu primitif réchauffera notre pauvre amour

Samowar

Et nous nous aimerons bien bourgeoisement prés du pôle

Oh viens!

Jeanne Jeannette Ninette Nini ninon nichon

Mimi mamour ma poupoule mon Pérou

Dado dondon

Carotte ma crotte

Chouchou p'tit coeur

Cocotte

Chérie p'tite chèvre

Mon p'tit péché mignon

Concon Coucou

Elle dort

Elle dort

Et de toutes les heures du monde elle n'en pas gobé une seule

Tous les visages entrevus dans les gares

Toutes les horloges

L'heure de Paris l'heure de Berlin l'heure de Saint-Pétersbourg et l'heure de toutes les /gares

Et à Oufa le visage ensanglanté du canonnier

Et le cadrant bêtement lumineux de Grodno

Et l'avance perpétuelle du train

Tous les matins on met les montres à l'heure

Le train avance et le soleil retarde

Rien n'y fait, j'entends les cloches sonores

Le gros bourdon de Notre-Dame

La cloche aigrelette du Louvre qui sonna la Saint-Bathelémy

Les carillons rouillés de Bruges-La-Morte

Les sonneries éléctriques de la bibliothèque de New-York

Les campagnes de Venise

Et les cloches de Moscou, l'horloge de la Porte-Rouge qui me comptait les heures quand /j'étais dans un bureau

Et mes souvenirs

Le train tonne sur les plaques tournantes

Le train roule

Un gramphone grasseye une marche tzigane

Et le monde comme l'horloge du quartier juif de Prague tourne éperdument à rebours

Effeuille la rose des vents

Voici que bruissent les orages déchaînés

Les trains roulent en tourbillon sur les réseaux enchevêtrés

Bilboquets diaboliques

Il y a des trains qui ne se rencontrent jamais

D'autres se perdent en route

Les chefs-de gare jouent aux échecs

Tric-Trac Billard Caramboles Paraboles

La voie ferrée est une nouvelle géométrie

Syracuse Archimède

Et les soldats qui l'égorgèrent

Et les galères Et les vaisseaux

Et les engins prodigieux qu'il inventa

Et toutes les tueries

L'histoire antique L'histoire moderne

Les tourbillons Les naufrages

Même celui du Titanic que j'ai lu dans un journal

Autant d'images-associations que je ne peux pas développer dans mes vers

Car je suis encore fort mauvais poète

Car l'univers me déborde

Car j'ai négligé de m'assurer contre les accidents de chemins de fer

Car je ne sais pas aller jusqu'au bout

Et j'ai peur

J'ai peur

Je ne sais pas aller jusqu'au bout

Comme mon ami Chagall je pourrais faire une série de tableaux déments

Mais je n'ai pas pris de notes en voyage

Pardonnez-moi mon ignorance

Pardonnez-moi de ne plus connaître l'ancien jeu des vers comme dit Guillaume Apollinaire

Tout ce qui concerne la guerre on peut le lire dans les mémoires de Kouropatkine

Ou dans les journaux japonais qui sont aussi cruellement illustrés

A quoi bon me documenter

Je m'abandonne aux sursauts de ma mémoire...

A partir d'Irkoutsk le voyage devint beaucoup trop lent

beaucoup trop long

Nous étions dans le premier train qui contournait le lac Baïkal

On avait orné la locomotive de drapeaux et de lampions

Et nous avions quitté la gare aux accents tristes de l'hymne au Tzar

Si j'étais peintre, je déverserais beaucoup de rouge, beaucoup de jaune sur la fin de ce /voyage

Car je crois bien que nous étions tous un peu fou

Et qu'un délire immense ensanglantait les faces énervées de mes compagnons de voyage

Comme nous approchions de la Mongolie

Qui ronflait comme un incendie

Le train avait ralenti son allure

Et je percevais dans le grincement perpétuel des roues

Les accents fous et les sanglots

d'une éternelle liturgie

J'ai vu

J'ai vu les train silencieux les trains noirs qui revenaient de l'Extrême-Orient et qui /passaient en fantôme

Et mon oeil, comme le fanal d'arrière, court encore derrière ses trains

A Talga 100 000 blessés agonisaient faute de soins

J'ai visité les hôpitaux de Krasnoïarsk

Et à Khilok nous avons croisé un long convoi de soldats fous

J'ai vu dans les lazarets les plaies béantes les blessures qui saignaient à pleines orgues

Et les membres amputés dansaient autour ou s'envolaient dans l'air rauque

L'incedie était sur toutes les faces dans tous les coeurs

Des doigts idiots tambourinaient sur toutes les vitres

Et sous la pression de la peur les regards crevaient comme des abcés

Dans toutes les gares on brûlait tous les wagons

Et j'ai vu

J'ai vu des trains de soixante locomotives qui s'enfuyaient à toute vapeur pourchassés par /les horizons en rut et des bandes de corbeaux qui s'envolaient désespérément après

Disparaître

Dans la direction de Port-Arthur

A Tchita nous eûmes quelques jours de répit

Arrêt de cinq jours vu l'encombrement de la voie

Nous les passâmes chez monsieur Jankelevitch qui voulait me donner sa fille unique en /mariage

Puis le train reparti

Maintenant c'était moi qui avait pris place au piano et j'avais mal aux dents

Je revois quand je veux cet intérieur si calme le magasin du père et les yeux de la fille qui /venait le soir dans mon lit

Moussorgsky

Et les lieder de Hugo Wolf

Et les sables du Gobi

Et à Khaïlar une caravane de chameaux blancs

Je crois bien que j'étais ivre durant plus de cinq-cent kilomètres

Mais j'étais au piano et c'est tout ce que je vis

Quand on voyage on devrait fermer les yeux

Dormir j'aurais tant voulu dormir

Je reconnais tous les pays les yeux fermés à leur odeur

Et je reconnais tous les trains au bruit qu'ils font

Les trains d'Europe sont à quatre temps tandis que ceux d'Asie sont à cinq ou sept temps

D'autres vont en sourdine sont des berceuses

Et il y en a qui dans le bruit monotone des roues me rappellent la prose lourde de /Maeterlink

J'ai déchiffré tous les textes confus des roues et j'ai rassemblé les éléments épars d'une /violente beauté

Que je possède

Et qui me force

Tsitsika et Kharbine

Je ne vais pas plus loin

C'est la dernière station

Je débarquai à Kharbine comme on venait de mettre le feu aux bureaux de la Croix-/Rouge.

O Paris

Grand foyer chaleureux avec les tisons entrecroisés de tes rues et les vieilles maisons qui /se penchent au-dessus et se réchauffent comme des aïeules

Et voici, des affiches, du rouge du vert multicolores comme mon passé bref du jaune

Jaune la fière couleur des romans de France à l'étranger.

J'aime me frotter dans les grandes villes aux autobus en marche

Ceux de la ligne Saint-Germain-Montmartre m'emportent à l'assaut de la Butte.

Les moteurs beuglent comme les taureaux d'or

Les vaches du crépuscules broutent le Sacré-Coeur

O Paris

Gare centrale débarcadère des volontés, carrefour des inquiétudes

Seuls les marchands de journaux ont encore un peu de lumière sur leur porte

La Compagnie Internationale des Wagons-Lits et des Grands Express Européens m'a

/envoyé son prospectus

C'est la plus belle église du monde

J'ai des amis qui m'entourent comme des garde-fous

Ils ont peur quand je m'en vais que je ne revienne plus

Toutes les femmes que j'ai rencontrées se dressent aux horizons

Avec les gestes piteux et les regards tristes des sémaphores sous la pluie

Bella, Agnès, Catherine et la mère de mon fils en Italie

Et celle, la mère de mon amour en Amérique

Il y a des cris de Sirène qui me déchirent l'âme

Là-bas en Mandchourie un ventre tressaille encore comme dans un accouchement

Je voudrais

Je voudrais n'avoir jamais fait mes voyages

Ce soir un grand amour me tourmente

Et malgré moi je pense à la petite Jehanne de France.

C'est par un soir de tristesse que j'ai écrit ce poème en son honneur

Jeanne

La petite prostituée

Je suis triste je suis triste

J'irai au Lapin Agile me ressouvenir de ma jeunesse perdue

Et boire des petits verres

Puis je rentrerai seul

 

Paris

Ville de la Tour Unique du grand Gibet et de la Roue

 

 

Paris 1913

 

N. del T. La versión en lengua española se ha realizado a partir de la primera edición revisada por el poeta Cendrars (1887-1961) quien lo escribió en los primeros meses de 1913. Fue ilustrada y editada por la pintora Sonia Delaunay (1885-1979). Se publicó en “Les Hommes Nouveaux” a finales de 1913. Se cuenta que tras su primera lectura pública (Las “presentaciones” son cosa moderna) Apollinaire, que corregía su libro “Alcools”, regresó a toda prisa a su casa y suprimió todas puntuación de su original. Se non è vero è ben trovato.

Escrito en Sólo Digital Turia por Blaise Cendrars

   En este estudio quiero relacionar a dos hombres que tienen en común dos valores importantes: una ética semejante de la vida y una amistad de muchos años.

   Max Aub tuvo que exiliarse al terminar la Guerra Civil española, para este hombre singular se  acababa una etapa importante de su vida y comenzaba un exilio que daría sus frutos en lo que respecta a producción literaria.

   ¿Qué relación existe entre estos dos hombres? Ambos vienen del exilio, ambos volvieron a España, ambos pertenecen a un mundo cultural común: la España republicana, los intelectuales antifascistas, y ambos estuvieron exiliados en México.

   Aub vuelve a España el 23 de agosto de 1969 con pasaporte mexicano y un visado que sólo le autorizaba “una estancia de tres meses”. Hará entonces una breve visita a Calanda (Aragón), el pueblo natal de Luis Buñuel y a Zaragoza, con motivo de la fiesta del Pilar. Visitó también las tres ciudades claves de su biografía española: Barcelona, Valencia y Madrid.

   También fue Max Aub, al igual que Gil-Albert, un luchador ante el régimen  franquista y dice algo muy importante sobre ello al poeta valenciano Miguel Veyrat: “no fue el exilio el que ha influido en mi literatura, sino la guerra. Y la guerra la cambió del todo en todo” (Miguel Veyrat, 1969: 67). Para Max Aub, la República fue abortada por el régimen franquista y éste sustituyó un ideal de vida democrático por una tiranía manifiesta. La misma opinión mantuvo Gil-Albert, como pudimos conocer en su obra Drama Patrio y, por ende, fue idea clave en muchos escritores exiliados.

    Podemos ver en el prólogo a La gallina ciega, esa especie de diario español que Aub escribió  para  deleite   de   la   mayoría   de   sus   seguidores, lo que dice Manuel Aznar 

Soler sobre la ética y la estética en Max Aub: “Max Aub se define como un escritor español exiliado, un escritor para quien ética y estética están vinculados indisolublemente” (Manuel Aznar Soler, 1995: 40).

   ¿Qué quiere decir Manuel Aznar Soler? Desde luego, se refiere a esa visión ética de la vida, su honradez al defender unas ideas, pero también a ese deseo estético de crear una prosa limpia, bella e, incluso, transparente que pueda reflejar a su vez esa visión ética de la vida.

   Coincide aquí con Gil-Albert, no me refiero, como podemos suponer, a una identificación en el estilo, sino a su interés en reflejar de forma elaborada y, por tanto, estéticamente, sus ideas razonadas sobre la vida (lo que transparenta su ética).

   En La gallina ciega, Max Aub nos ofrece páginas inolvidables, donde destapa la sociedad mediocre que anida en el régimen franquista. La escasez intelectual y la ausencia de moralidad del Régimen van a ser brillantemente denunciadas por Aub.

   Merece la pena citar muchas páginas de este libro, como documento rico y clarificador de la entidad de un hombre imprescindible como Aub, pero me limitaré a algunas muy significativas.

   En su llegada a Valencia, en 1969, el escritor certifica la pobreza intelectual de la ciudad y, por ende, del país entero: “A nadie le interesan aquí los libros: las librerías desiertas. Pequeña diferencia con Barcelona donde se ve a alguna gente hojeando. Aquí, nadie lee en  los  tranvías  o  en  los  autobuses   o en las terrazas de los snack-bars o ex cafés”  (Max Aub, 1995: 176-177).

   Además, dirá que todo lo que se oye en los bares son chistes y fútbol, situación que, como podemos observar día a día, no ha cambiado mucho desde aquel año ya lejano.

   Aub va a ser consciente de la mediocridad de España en los meses que estuvo aquí.

   El escritor anhela que cambie la situación del país y que la dictadura que arrasa todo y atrasa el mundo económico y cultural acabe para siempre: “¡Qué duda cabe que España, la política española, debe cambiar y cambiará!” (Max Aub, 1995:177).

   También son muy interesantes las páginas que dedica a Gil-Albert, lo que es significativo  y  ha acrecentado mi curiosidad para relacionar a ambos escritores: “Casa de Juan Gil-Albert. Juan más encorvado, la voz más fina, idéntica amistad y exquisito buen gusto. Misma figura en los modales y en la voz, incapaz de subir el tono, reconcomiéndose a cualquier disparidad o enojo” (Max Aub, 1995: 177).

    Es destacable no sólo este retrato admirativo a un hombre que conserva su delicadeza, aquella que tuvo cuando ambos escritores se conocieron antes de la Guerra Civil española, sino también un rasgo que va a caracterizar a Gil-Albert y que ve muy claramente Max Aub: “Se va a tener que operar. No parece preocupado más que por su edad. Le reanimo en lo que puedo”. (Max Aub, 1995: 178). Es, sin duda, el paso del tiempo una obsesión clara en el escritor alicantino que va a marcar parte de su madurez y de su vejez.

   Otro rasgo que destaca Aub sobre su amigo es esa sensación de importancia que Gil-Albert va a tener ante el reconocimiento público, tan demorado, pese a su prolífica obra:    <<Juan Gil-Albert tan contento, tan contento porque los directores del Ateneo Mercantil “se han acordado de él” e incluido en una serie de veladas en que recitarán sus poemas “algunos poetas valencianos”>> (Max Aub, 1995: 179).

   Aub es categórico, reconoce que en ese clima mediocre un hombre de la talla de Gil-Albert, el cual ha hecho de su escritura un mundo delicado, fino, esmaltado en cualidades luminosas, no  puede  sentirse  más que  agradecido por las limosnas de unos pocos: “Juanito Gil-Albert, entre sus sombras soñadas, feliz, consolado por mandamases

 del Ateneo Mercantil… Mas ¿qué harías tú, Maxito, tras veintidós años de estar

aquí

aplastado?”.

   Se refiere a Máximo José Khan, el amigo de ambos, enterrado en Brasil, que fue, como recordamos, un icono, un referente para Gil-Albert en el Tobeyo o del amor.

   La casa de Gil-Albert le  trae a Max Aub el recuerdo de Ramón Gaya, ya que hay cuadros de él en las paredes. El pasado que ellos compartieron en México vuelve a ser evocado.

   Aub se exilia en  México en 1942 y morirá allí en 1972. Los primeros años del exilio, de 1939 a 1942, estuvo en Francia. Para Aub, México es el lugar que más ama en el mundo, después de España, su España. No hay duda que Gil-Albert siente lo mismo que su amigo, esa pasión por las tierras mexicanas une a ambos.

   La tierra les ha marcado, por ello, el escritor alicantino escribió allí su Tobeyo y algunos poemas a México, parte de su corazón quedó allí para siempre.

   Otros amigos de Max Aub aparecen en La gallina ciega: Juan Chabás, José Gaos, Joaquín Rodrigo, Genaro Lahuerta, Pedro Sánchez; amigos todos de adolescencia que nunca podrá olvidar.

   También merece nuestra atención la charla de Max Aub, tras su regreso, en la casa de Manolo Zapater, cuando Aub le pregunta por Gil-Albert y Zapater contesta que hace tiempo que no se ven. Dirá Aub lo  siguiente  sobre el  escritor  alicantino: “No. No ve a

Juan Gil-Albert. Juan no es Federico García Lorca ni Rafael Alberti, pero es un escritor fino (como decíamos entonces), un ser inteligente, de excelente calidad, de lo mejor que hay en Valencia, si no el mejor…” (Max Aub, 1995: 152).

   Esta ausencia de relación entre Zapater y Gil-Albert la explica muy bien Max Aub en el libro. Podemos  ver  en  esta  explicación  la raíz  de mi interés para hacer coincidir la estética y la ética de ambos escritores, en las palabras de Aub se transparenta esta afinidad: “Sencillamente está convencido (Gil-Albert) de que no sucede nada que valga la pena, no ya en los países socialistas, por ejemplo, en los Estados Unidos o en Francia. O en Inglaterra. El mundo se acabó” (Max Aub, 1995: 152).

   Lo que Max Aub nos dice es que tras las guerras (la II Guerra Mundial y la Guerra Civil española) hay una pérdida indudable de fe en el ser humano, tras la constatación de la maldad del hombre, nada merece ya la pena.

   Aunque el escritor se exceda en pesimismo, hay que entender el contexto en que nacen estas palabras: la vuelta del exilio, su regreso temporal (con un visado de tres meses) en un país envuelto todavía en la Dictadura.

   Merece la pena repasar las páginas que Max Aub dedica a poetas que considera “hermanos menores” como Leopoldo de Luis y Ramón de Garcíasol. El gusto y la delicadeza del escritor se hace lirismo en estas páginas que muestran con claridad su sentido ético y estético de la vida: “Les conozco en fotografía, no en carne y hueso. Les conozco bien, impresos: hechos miga, es decir, letra, pasados por el tamiz del linotipo” (Max Aub, 1995: 553).

   Bella reivindicación de la lectura, del placer de encontrarse con las líneas y disfrutar así, sin conocer al poeta, hecho luz por la luz del otro, impregnado, al fin y al cabo.

   Hay en el libro de Max Aub ese sabor de nostalgia, a la vez que una propuesta de honradez, de  ética  de la  vida que le  asemeja  a  Gil-Albert. El  escritor  no va  a  tener ningún tipo de reparo en ofrecer su opinión de España, en ese año en que la Dictadura entraba en su última etapa: “En España, los sinvergüenzas, los católicos de verdad y los imbéciles viven como Dios. Añádase  los  que  no  quieren  saber  nada  de nada y, claro está, los turistas que encuentran lo que buscan, al precio deseado” (Max Aub, 1995: 570).

   También el escritor muestra su asombro por el cambio acaecido en las cosas importantes, como por ejemplo, el que ha sufrido una de las ciudades de su juventud, Valencia. La ciudad ha cambiado, ya no tiene el aspecto de entonces, en aquellos años en los que paseaba con sus amigos escritores. Dice así: “Ya no conocería Valencia. Ahora es otra cosa. No sé si mejor o peor, muy distinta. Ya no hay plaza Cautelar. No sé si se llama del Generalísimo o del General Franco o algo por el estilo y su amigo Capuz (José Capuz) ha hecho una estatua del tal” (Max Aub, 1995: 158).

   Se refiere a un escultor que hizo una estatua ecuestre del dictador, ya retirada.

   Nos cuenta Aub su amistad con Ramón Gaya y nos revelará que fue el primero que le compró una acuarela al pintor murciano en Valencia, pagó por ella 25 pesetas.

   También habla en el libro de la actitud de los intelectuales ante la Guerra Civil: “De anarquistas a callados” (508). Pero no denostará ni a Azorín, ni a Maeztu, ni a Machado. Sí lo hará frente a aquellos que, con su cinismo, han cambiado de ideología y se han arrimado al franquismo sin reparos, los nombres de éstos podemos imaginarlos: “A los que no perdono es a esos cabroncillos- que no nombro. Que estuvieron de boquilla con nosotros para volver la casaca en seguida que nos vieron perdidos. Si no fuesen intelectuales, lo mismo daría” (Max Aub, 1995: 509).

   El escritor nacido en Francia (Aub nació en París en 1903), no está en contra de los que se mantuvieron firmes ante una ideología equivocada y cita a Jiménez Caballero, Ledesma Ramos o  Luys  Santamarina,  pero sí lo  está  ante  esos  cínicos  como Carlos

Robles Piquer o Pedro Laín Entralgo, cuya actitud cobarde detesta plenamente.

   Es  muy  evidente este rechazo cuando hace mención de los académicos, en los cuales, sin duda, se encuentra el doctor Laín Entralgo. Dice  Max Aub lo siguiente, reflejando su ética y su decencia frente al cinismo y la mentira de algunos: “Cena en casa de Xavier. Cuatro académicos: endilgan horrores del pueblo español; maravillas del cielo y del suelo. Lo demás, asqueroso; como si ellos no formaran parte de él, o no hubiesen contribuido a modelarlo tal y como se ve” (Max Aub, 1995: 505). Hará alusión a los chistes que estos “refugiados del 36 en embajadas o en falange” llevan a cabo con cinismo supremo.

   Sobre el personaje de Laín, Max Aub es muy incisivo al criticar al intelectual fascista por no dimitir en solidaridad con los catedráticos expulsados de la Universidad como Aranguren, todo ello aparece en Una cena en Madrid en 1969.

   Afirma en La gallina ciega algo todavía más esclarecedor acerca del talante falso y deshonesto de Laín Entralgo: “Este elegante Laín que toma un café, con tanta distinción, sonriente…”, como vemos hay ya un espíritu de crítica en esa figura que retrata: “Deja continuamente transparentar, con todo y su admiración por los componentes de la generación del 98, su educación católica y falangista, a pesar de sus desengaños. Algo falla y chirría en esa generación de los arrepentidos” (Max Aub, 1995: 506).

   Sostiene también el escritor que ese grupo de servidores de Franco y de su régimen “no sirven a nadie y para nada;” y, desde luego, destaca una  magnífica prosa al descalificar a ese grupo de falangistas (D´Ors, Laín, Robles Piquer) que imponen su poder y su autoritarismo: “Políticamente, ante todo, les falta clientela, duermen sobre sus laureles impresos, pasan mala noche y paren hijas” (Max Aub, 1995: 507).

   Demoledor  es  Aub en  contra  de  esos “presuntos”  intelectuales  “democráticos” que  dinamitaron  con  su cinismo el verdadero don de la intelectualidad que incluye, sin duda, la honestidad y la decencia ante su propio pueblo. No aparece en esta dura crítica Dionisio Ridruejo  que,  pese  a  su   pasado  falangista, se  caracterizó   por  un  sentido ético que le llevó a la disidencia en los tiempos del franquismo.

   Como vemos, el libro es muy interesante porque nos revela una forma honesta de ver la vida, sin tapujos, mostrando su rebeldía a una España carente de libertades. La obra conjuga el desengaño, el escepticismo, frente al cariño y el aprecio a amigos como Gil-Albert, Fernando Dicenta, Ramón Gaya, Manolo Zapater y tantos otros.

   Aub se identifica  con los gustos literarios de Gil-Albert, porque eran tiempos donde la literatura  se apreciaba como un don enriquecedor y no existía un mercado tan excesivo como el actual: “Libros y papeles por todas partes: lo que es normal, pero son libros y papeles de nuestra época: Proust, Gide, Cocteau, Canedo, Unamuno, Azaña” (Max Aub, 1995: 503). Se refiere a los libros que tenía en su casa un viejo amigo, Fernando González.

   Hay otra referencia en esta obra a Gide, cuando hace mención de la verdad, de la ética, de la mentira que, pese a un cierto talante honesto, tiene la vida misma: “No se trata de enorgullecerme de ser esto o lo de más allá- bueno o malo- porque entonces lo mismo miente Genet o Gide, Baroja o Millar” (Max Aub, 1995: 354).

   Y termina  Max Aub con una máxima que nos explica su visión de la vida: “El mundo es una enorme mentira” (354). Hablará en esa parte del infierno del campo de concentración en el que estuvo, de tanto dolor del pasado.

   Para concluir este repaso a La gallina ciega y a la visión de su autor, he de decir que tanto Gil-Albert como Aub han tenido que pasar por una misma senda de tristeza y desarraigo, pero anida en ambos una visión noble y decente de la vida.

   Los dos escritores son muy conscientes de que el mundo de su juventud ha cambiado, no sólo por el inclemente paso del tiempo, sino por los terribles acontecimientos que han vivido. Ambos escritores necesitan en sus libros denunciar la barbarie y el cinismo del mundo que ha dejado tales atrocidades.

   Podemos establecer una diferencia entre ambos, si Gil-Albert va a expresar una idea vitalista de la vida al alejarse conscientemente del mundo que le rodea (por el dolor que le produce), Max Aub no puede hacerlo y plasma en sus novelas y en su teatro el horror, porque su premisa principal es la denuncia para la posteridad.

   La ética compartida de la vida nos deja una sensación de decencia en un mundo que, lamentablemente, no se caracterizó por mostrarla con frecuencia. No son los únicos intelectuales que lo hicieron (ya comentamos el caso de Baroja o Juan Ramón Jiménez, entre otros), pero existen vínculos que los hacen testigos de primera línea de un mismo mundo y un mismo destino.

 

CONCLUSIÓN: UNA ÉTICA COMPARTIDA DE LA VIDA

   He querido relacionar a Max Aub y a Gil-Albert porque ambos vivieron las difíciles condiciones del exilio, a ninguno de los dos les faltó coraje para denunciar la mediocridad de la sociedad española del franquismo.

   Aub lo hizo en su único viaje a España, lo que convierte a su libro La gallina ciega en crítica feroz a la sociedad acomodada, a los intelectuales que se han adherido al Régimen. Gil-Albert, sin embargo, vive la vuelta a España escribiendo mucho, pero su obra no resulta interesante para las editoriales y para la dictadura. La sinceridad de sus opiniones, su compromiso ético con la libertad, le impiden salir a la luz en aquellos tiempos.

   La experiencia de  ambos  en  México les une también, aunque lo más interesante es la amistad anterior, los años de la juventud en Valencia.

   Max Aub reconoce que Juan Gil-Albert no puede dar más en esa época de dictadura. El escritor comprende que se halle solo, aislado de la fama, ya que considera al artista alicantino uno de los mejores que ha dado su tierra.

   En resumen, al relacionar a los dos escritores, he querido manifestar que ambos fueron muy escépticos con la sociedad, hacen una crítica de España por su falta de preparación y por el escaso interés (salvo minorías ilustradas) por la lectura y la cultura, en general.

   Las páginas comentadas aquí de La gallina ciega sirven para conocer mejor el mundo cultural de la época en el corto regreso a España de Aub. Nos queda la tristeza por la condición de exiliado de un hombre de su talla intelectual.

   Ambos, Gil-Albert y Aub mantuvieron un compromiso con sus ideas, sin excluir, por ello, la importancia al estilo, siendo dos grandes escritores del siglo XX.

  

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

Poemas

5 de mayo de 2016 09:18:57 CEST

 

 

Salvatore Arcidiacono nació en 1923 en Messina (Sicilia), donde murió en 2007.
Entre otros libros, ha publicado: Omaggio a Scilla, Giri di bussola y Cerchio di sale.

 

 

 

 

 

 

TIERRA Y MAR

En la tierra solo y extranjero,
en el mar me acompaña la gaviota
en la tierra soy un árbol desarraigado
en el mar espiga de la ola
en la tierra encarno la desolación
en el mar el último sentido de la vida.


OCASO EN EL MAR


Mientras sabias gaviotas
trazan signos
de antiguas escrituras
lleva al corazón olas de paz
este ocaso en el mar.
En la playa pescadores
aparejan barcas
para el atún.
Yo enciendo otro cigarrillo
única compañía
en el búnker de mi soledad.


LA OLA

Qué frágil me siento
frente a tu inmensidad
ola que así como te rompes
te recompones.
Mudable y eterna
sólo tú no conoces cadenas
sólo tú eres inmune
a heridas y derrotas.


COMO UN DESPERTAR


Si quieres dar sentido
a la vida, recuérdala.
Recuérdala como un despertar,
un canto, un sonido.
Y concilia su realidad
turbia y enmarañada
con la transparencia del mar
la suprema fuerza de la ola
y la fascinación de su misterio.


VANA CARRERA

Es alta desde esta torreta
la maravilla
de la extensión del mar.
Allí descubro mi imagen
que ondea, vacila, se descompone:
como la vida humana
que efímera corre
su vana carrera.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Salvatore Arcidiacono

Poemas

1 de abril de 2016 11:35:22 CEST

 

 

Roberto Mussapi nació en Cúneo (Piamonte) en 1952 y reside en Milán.
Entre otros libros, ha publicado: Gita meridiana, Antartide y La stoffa dell'ombra e delle cose.

 

 

 

 

 

 

 

 


LLANURA

Tengo angustia de la llanura, en mi corazón

evoca el mar inmóvil y desanimado

de la bonanza, cuando no sopla brisa

y las velas cuelgan como vampiros por la mañana.

Recuerdo las dunas del desierto, las extensiones,

las largas caravaneras y el lento paso

al mundo de los tártaros, al oriente lejano:

allí fui consustancial a la llanura,

al descenso hacia un continuo ignoto.

Y en mí vive también el viaje de los Magos,

montes llenos de nieve, luego altiplanos,

y largas extensiones lisas donde se posaba el cielo.

Y luego el viento y las olas crestadas,

allá, allende Gibraltar y Cabo de Hornos, hacia Occidente,

en los mares donde el sol se ahoga y muere.

Fueron pesadillas los días de llanura,

mar sin alma, cielo sin aliento,

y nosotros inmóviles sobre la toldilla, como expiando.

Se convirtió en un atlas, aquella aventura:

todo fue allanado y extendido,

nada quedó desconocido.

Así murieron deseo y amor

mientras el dibujo del mundo se cerraba.

 

Luego, desde la oscuridad y desde el vacío de la bodega

descendimos a las cavernas y tocamos la luna,

el fondo, el origen de la sangre y de la especie,

y allá, en lo alto, hacia las estrellas y el cielo.

 

Ayúdame a volver a la llanura,

a creer que no ha muerto la aventura

incluso allá abajo donde el tiempo se ha estirado, 

ahora que el horizonte no me angustia,

ahora que sé que no sé,

que estoy de nuevo sucio y en la calle,

que he aprendido otra vez a llorar y a rezar.

 

 

SAILING FROM VENEZIA

Esto es el cristal, se hincha

con el soplido, coge la forma de la respiración,

todo lo que tintinea, que ríe, fue soplado,

sientes los labios del hombre en el borde del vaso,

he aquí porque ríen así, las muchachas,

con esas voces argentinas, de brindis,

eso es el cristal donde todo espejea,

el canal, mira, la ciudad reflejada,

los cimientos en paz con las aguas,

como una flota detenida en un océano

de cristal y de silencio,

esto es el parabrisas, en agosto,

los mosquitos aplastados, la prueba del viaje,

del pie en el acelerador, de la noche,

lloverá, el tiempo será marcado por el limpiaparabrisas,

los párpados palpitan con el ritmo de la respiración,

se abren inspirando,

desde allí yo veo el mundo.

 


AS TEARS GO BY, OFELIA 

a Marianne Faithfull

 

Luego fueron sílabas aquellas que habían sido palabras

y versos que me desgarraban la garganta,

pedazos, grumos de vozsangre

de toda imagen que antaño había sido,

ahora perdida en el fondo bajo arena vidriada.

E inhallable como quien es mudo

de golpe y con la voz su mirada ha perdido

por un dolor que sólo puedes intuir

en esa córnea de repente vacía,

o como de golpe a ciento sesenta en un túnel

con el pie hipnotizado en el acelerador

y yo, yo, lengua quebrada, yo, ahogada.

 

He interpretado a Ofelia, conozco la locura,

y sé que te golpea por exceso de amor,

cuando tus ojos no sostienen una silla

si ves en su paja las tramas de oro,

y el aura de aquella cátedra y su luz,

y los beatos que se posaron en inconsciente plegaria,

si tiemblas por una persona que se sienta

y se acerca al centro del fango y de los grandes ríos,

y sé qué significa exceso de amor,

cuando aquel al que amas se disipa y calla,

o no consigue responderte, y tú mueres,

por extinción, deshidratada en piedra.

Yo estoy ahogada en la charca y subida

entre hojas caídas, muertas y siemprevivas,

desde el fondo limoso subiendo a la luz,

desde el fondo he encontrado génesis y amor,

ahora que vuelve a ser mía, en mí, mi voz,

nada que pedir, subir despacio

como la linfa del cálamo a la flor

después de ser estrangulada por el invierno y por el hielo

entre hojas podridas, y el rito humoral

asciende a los campos y al oro de las gavillas

entre casa y casa, entre las luces y las calles.

Conozco la locura y estoy ahogada,

y ahora sé que era solamente amor.

 



PALABRAS DEL ZAMBULLIDOR DE PAESTUM

Yo soy el alma de tu padre, el zambullidor:
te he seguido cada día, estoy a tu lado,
conozco como entonces tus zonas de sombra,
el lenguaje de los movimientos trazado por tu cara,
nada ha cambiado desde entonces, en este sentido.
Esto es lo primero que he descubierto,
lo primero que quería decirte: no cambia la percepción
de tus momentos, como no cambiaba
de noche, en el sueño, o por la distancia.
Sé que este soplo mío (desde el fondo del agua,
entre las anémonas)
será para ti como mis palabras de antaño:
que te infundían memoria y valor,
más que el vino o que una mujer que te mira.
Mi primer descubrimiento, la primera verdad es que nada
se rompe en el secreto del alma.
El resto es confuso, es pronto
para intentar contarte,
corales, anémonas, vidas que se dibujan con un movimiento
de agua y se disipan al instante.
No todo es luz, transparencia, silencio,
galerías de oscuridad, respiraciones contenidas, luego voces
que inhalan en mí como si hablase.
Me deslizo hacia un fondo cada vez más distante
y siento que una luz sumergida me llama desde oriente:
no sé dónde acaba, por ahora,
no sé qué es, pero sé qué amor
la mueve y determina su respiración.
De este viaje hablaré más adelante,
cuando la experiencia sea conocimiento,
puedo hablarte de cuanto he dejado,
sobre la superficie azul de las aguas,
entre las arenas blanquísimas, las palmeras,
la sombra de los olivos, el vino
vertido de las ánforas:
ama la tierra rosa en el ocaso,
sumérgete en el mar para jugar, como un tritón,
saborea la fruta, el pan, bebe y come,
escucha las risas de las muchachas,
busca su boca, ríe y desespérate,
agradece cada día tu país resplandeciente.
Yo no soy tu padre sino su alma,
no soy aquello que vivo sino recuerdo,
la ribera, la piscina, los colores que forman
el extraño dibujo de la vida mortal.
Vive en esa cerámica deslumbrante y espera
cuanto sabré decirte más adelante, al final del viaje.
Pero ahora que duermes como cuando en una cuna
parecías buscar los secretos del mundo,
ahora que tienes las espaldas más anchas y los cabellos más ralos,
escucha las palabras de mi alma
no sé mucho de ella, de mí misma,
(es pronto, hijo, no conozco bastante,
apenas he comenzado, estoy nadando),
no pienses en mi cuerpo (es tarde,
perlas, los que fueron mis ojos,
y mis labios reducidos a corales),
pero conozco su matrimonio,
cuando vivían al unísono en el mundo
y yo, el alma de tu padre, el zambullidor,
te entrego sólo esta experimentada certeza
(desde el fondo del abismo, en el escalofrío de la zambullida):
que también el hombre puede amar eternamente.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Roberto Mussapi

La sonrisa de Beatriz

4 de marzo de 2016 09:00:19 CET

            Como en una Divina comedia contemporánea, del amor como misterio que une vida y muerte habla este libro singular que, pese a adoptar su forma, nada tiene que ver con el género diarístico al uso. En una prosa impecable y melodiosa que es una de las señas de identidad del autor, su progresión itinerante entre sombras y sueños, a través de los días de un calendario ficticio (de octubre de 2013 a octubre de 2014), es un recorrido en el que se nos guía hacia lo más profundo de un asombro casi místico ante el mundo. Porque del asombro ante el misterio que se encuentra en la raíz de la mística está hecho este libro al alcance de cualquiera, sin el menor vestigio de hermetismo o ambigüedad, que entrega al lector el agua clara y reconfortante de la claridad y la transparencia.

            “Desde el dolor o desde la alegría, yo solo he escrito aquí de lo que amo, que es como decir de lo que ignoro”, nos dice su prólogo, que es también una honda reflexión sobre el sentido de la escritura alejada de lugares comunes y de falsas trascendencias: “Escribir es siempre un fracaso, adelantar la mano y abrir un dedo para señalar a otros el rastro de un pájaro cuando se ha ido”. Y, como para los viejos escritores místicos, también el lenguaje para Mateos (que intenta aquí, igual que ellos, deshacerse del yo para trascenderlo sirviéndose, en aparente paradoja, de una de las formas autobiográficas por excelencia) se revela en muchas ocasiones como insuficiente: “Solo balbuceando podemos llegar a decir algo de este gran misterio, de esta belleza”.

            Todo es cordial e ingenuamente humilde en la obra de este autor que no en vano es también, y quizá por ello, uno de los poetas más destacables de su generación. Y, sin embargo, posee la arrolladora fuerza vital de lo que escribe alguien que parte de la siguiente premisa: “Un libro no debería ser nunca un sucedáneo de la vida. Sino pura vida, vida inagotable. Algo que nos roba de la vida durante unas horas para al cabo devolvernos a ella más vivos”.

            Cumplen con creces ese objetivo estas páginas donde se entremezclan intuiciones poéticas y filosóficas, donde se reflexiona sobre la existencia humana, sobre su finitud e infinitud (pues “somos seres fronterizos”, nos insiste); sobre el paso del tiempo y la identidad del hombre (en uno de los textos más hermosos del libro se nos dice hasta qué punto le resulta al personaje que habla en primera persona no ser el niño que fue) y sobre el sentido y la finalidad del arte (“que lo habitual resulte insólito, en eso quizás resida parte de la tarea de la poesía […], de la filosofía y hasta de la ciencia”, porque “la belleza del mundo nos pide una respuesta, y esa respuesta solamente puede ser la creación de más belleza”).

            Mateos es un escritor contemplativo que hace mucho más que mirar, que penetra en la realidad volviéndola para el lector más brillante e intensa y haciéndole visible lo invisible. Sabe revelarnos esos mágicos “puentes que nos tienden las cosas” en lo grande y lo pequeño, en lo cotidiano y lo extraordinario; exaltar la vida incluso a través de la muerte (“poder morir es sin duda el mayor de los regalos”) y de la aceptación del dolor, buscando a tientas una fe que se apoya en la intuición intangible de la verdad como reencuentro, casi como reminiscencia platónica (“pensar es recordar”), y celebrar la belleza y el amor que, encarnado en esa Luisa-Beatriz que es la fantasmagórica protagonista del libro, mueve el sol y las estrellas: “¿Cómo es posible amar, amar de verdad, y no morir por eso?”.

            Un año en la otra vida, que es también un libro poderosamente pictórico plagado de naturalezas muertas, de paisajes, de escenas de interior y de retratos del natural de fantasmas y seres de carne y hueso, demuestra cómo el lenguaje, cuando es lenguaje por encima de retórica, puede aproximarse hasta a lo que carece de nombre. Nos recuerda que “las grandes palabras no mienten […] lo que hay que temer es no llevarlas dentro al pronunciarlas”. Y nos redime un poco al recordárnoslo. Como la sonrisa de Beatriz.

 

José Mateos, Un año en la otra vida, Valencia, Pre-Textos, 2015.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Victoria León

La visión de Rubén Darío sobre España

26 de febrero de 2016 14:03:05 CET

 El gran poeta nicaragüense, cuya vida y obra todos conocemos, fue también un gran crítico literario, un hombre de prosa deslumbrante, que enamoró a sus contemporáneos, dejando páginas inolvidables en libros como Azul, esos cuentos que nos ofrecen un mundo mágico, un paisaje lleno de encantamiento. No solo Azul, también sus críticas a la España de la época fueron recogidas en España contemporánea, un libro que vio la luz en los últimos años del siglo XIX  y que son un testimonio necesario para conocer la mirada de Darío al mundo, una luz llena de sabiduría, que triunfó en su poesía, pero que no desmereció en su prosa.

   España contemporánea nos obliga a mirar a un país atrasado, que Darío conoce muy bien, que ya ha visitado anteriormente, pero que ahora analiza con mirada de entomólogo, con la precisión del analista de una sociedad que debe evolucionar, para no perderse en la eterna mediocridad.

    El 1 de enero de 1898, el poeta llega a Barcelona, se topa con el mundo marino que aparece en la Barceloneta, con una ciudad prendada de luz, moderna ya por la influencia de la cultura y el arte entendido como voraz protagonista en tiempos, no solo los suyos, sino los de todos, de corrupción política y de injusticia social.

   Describe las Ramblas, con ese pincel fino que lleva entre los dedos, con esos ojos de alquimista, que todo lo transforma en arte:

“En esta ancha calle, como sabréis, de un pintoresco curioso y digno de nota, baraja social, revelador termómetro de una especial existencia ciudadana. En la larga vía van y vienen, rozándose el sombrero de copa y la gorra obrera, el smoking y la blusa, la señorita y la Hermenegilda. Entre el cauce de árboles donde chilla y charla un millón de gorriones, va el río humano, en un incontenido movimiento”.

    La Rambla es ya el trasunto de la modernidad, un lugar donde los nuevos tiempos bailan al compás de lo antiguo, para generar un porvenir necesario y fascinante en nuestro final de siglo XIX:

“Fuera de la energía del alma catalana, fuera de ese tradicional orgullo duro de este país de conquistadores y menestrales, fuera de lo permanente, de lo histórico, triunfa un viento moderno que trae algo del Porvenir; es la Social que está en el ambiente; es la imposición del fenómeno futuro que se deja ver;  es el secreto a voces de la blusa y de la gorra, que todos saben, que todos sienten, que todos comprenden, y que en ninguna parte como aquí resulta tan palpable en magnífico alto relieve”.

    Darío ya presiente el futuro de la sociedad obrera, el mundo que se revela al señorito, que busca un lugar en la sociedad, que huye ya de la esclavitud de las relaciones laborales anteriores.

    Rubén Darío mira a la ciudad de Gaudí e intuye la Semana Trágica, que en 1909, llena de sangre las calles de la ciudad condal, donde los obreros se enfrentan en gran batalla contra la sociedad de clases que ha pervivido durante los siglos anteriores.

   Un obrero que se sienta al lado de dos aristócratas en una cafetería de la calle Colón y bebe su licor al lado de ellos, sin que estos se inmuten, donde el desprecio de unos hacia los otros ya revela lo que será el sangriento siglo XX.

    Pero Darío, gran poeta, va cincelando su España contemporánea, hace una semblanza del rey Alfonso XIII en este libro revelador, lo pinta en ese aire del pasado, como en una película de aquellas que adoraron nuestros abuelos, como la inolvidable Sissi, va en el carruaje, tiene ese aire de los Borbones que hereda algo de los Austrias, como si la sangre de ambos se mezclase en los salones donde el placer, la opulencia y la lujuria han sido emblemas de reyes, sin eludir una cierta tristeza y la melancolía de los locos, como en el rostro atormentado de Carlos II, señalando el rostro una cara esculpida con el detalle de los grandes romanos, como el amado Miguel Ángel:

“Iba el carruaje despacio, y así pude observar bien el aspecto de Su Majestad Infantil. No está tan crecido como los retratos nos hacen ver; pero muestra lo que se dice une bonne mine. Tiene la cara, ya señaladamente fijos los rasgos salientes, de un Austria, de un Felipe IV niño. Es vivaz y sus movimientos son los de quien se fortifica por la gimnasia. Los ojos son hermosos y elocuentes, la frente maciza sería un buen cofre para ideas grandes;  el cuerpo no es robusto, pero tampoco canijo”.

    Pero Darío ama a España, sin dejar de hablar en este libro prodigioso y no tan conocido (para muchos Darío fue poeta, de los grandes, pero olvidan su labor crítica y su temperatura de prosista de alta calidad), de la narrativa americana:

“Surge ahora en Chile un talento joven que es firme esperanza; ha demostrado la contextura de un novelista de base nacional, sostenido por la propia cultura, la necesaria cultura; me refiero al hijo de Vicuña Mckenna; a Benjamín Vicuña Mckenna Subercasseux, de nombre un poco largo, para nombre de autor. Del Perú no conozco novelista nombrable, aunque hay buenos cuentistas entre los jóvenes literatos, lo que no es poco. Ricardo Palma ha podido realizar una obra que habría completado su fama de tradicionalista: la novela de la colonia”

     Darío conoce la novela que triunfa, pero pasea sus ojos de poeta por los rincones de España, tanto es así que admira a Menéndez Pelayo, confraterniza con Valle-Inclán y con los modernistas españoles, para hilvanar su literatura de cisnes y de paraísos maravillosos, mientras su desencanto va fraguando la tristeza que anida en Cantos de vida y esperanza (1905), el libro que rompe lo idílico y hermoso que anidaba en su célebre Prosas Profanas (1898).

    Darío conoce el poder de los Estados Unidos y los critica, como el imperio que empieza a ser y canta a España, como el imperio que ha declinado para siempre.

   Cuando releo este libro portentoso de Darío que tanto nos enseña de su visión de España, me detengo en sus palabras laudatorias acerca de Menéndez Pelayo, el sabio que tan joven sentó cátedra en España:

“Y cuando en la conversación amistosa escucho sus conceptos, pienso en un caso de prodigiosa metempsicosis, y juzgo que habla por esos labios contemporáneos el espíritu de aquellos antiguos ascetas del estudio que olvidara por un momento textos griegos y comentarios latinos. Es difícil encontrar persona tan sencilla dueña de tanto valer positiva, viva antítesis del pedante, archivo de amabilidades; pronto para resolver una conducta, para dar un aliento, para ofrecer un estímulo”.

    Sin duda, Darío admira al sabio que no hace ostentación de ello, de conversación apasionante, en la modestia infinita del que se sabe mortal, del que duda de su propia presencia en el mundo, del que conoce la complejidad de todo  y la banalidad, a su vez, de cualquier espíritu trascendente.

  Y queda la imagen de la mujer española, para poner colofón a este repaso por la vena prosaica de Darío, por su coqueteo con el lenguaje de la buena prosa, con fino estilete, el de un creador de rápida imagen, de verbo sagaz y de clarividencia inigualable, un nicaragüense que es, sin duda, el padre de la literatura de la tierra posterior.

     En su visión de la mujer española, Darío nos habla de los tipos de mujer, como si poetizase al cisne, enamorado de ese dibujo impresionante que la mujer morena nos regala en nuestra bella Andalucía o la madrileña que pasea por las fiestas del quince de  Mayo:

“Hay distintos tipos que se imponen, pues en la Corte se hallan representadas las distintas provincias. Desde luego, la mujer suavemente morena, de un moreno pálido, cara ovalada, cuello colombino, boca sensual y mirada concentradamente ardiente, cuerpo en que se ritman felinas ondulaciones, y la rosada y firme de elasticidades, de cabellos dorados, un tanto gruesa; y la belleza decadente y tradicional, de los retratos en cuyas manos puso Pantoja tan preciadas gemas; rostros con algo de las figuras de los primitivos”.

     El divino poeta conoce a la mujer, la escruta y sabe que en sus rostros se halla la virtud y el pecado, la eterna contradicción de los sexos que se aman y se repelen desde tiempos ancestrales. La española es, para el poeta, un cuadro donde mirar España, donde contemplar su belleza y sus sombras.

    Concluyo con esta sentencia dariniana, dura afrenta que debe ser entendida en su contexto, pero que, desgraciadamente, pesa aún en los que vivimos las aulas cada día como docentes, esa idea de Darío de una educación prostituida por unos y por otros, siempre políticos que no entienden de enseñanza, sí de mezquinas afrentas al sentido común, que padecemos hoy día, de manera sangrante. En la España de la época, el problema no era un profesorado competente en manos de políticos incompetentes, como ahora, sino el de una España atrasada, donde ni los profesores tenían capacidad para serlo, porque no había una selección de rigor previa a la profesión docente. Darío, para no extenderme en un artículo duro y de gran hondura, sentencia:

“La ignorancia española es inmensa. El número de analfabetos es colosal, comparado con cualquier estadística. En ninguna parte de Europa está más descuidada la enseñanza”.

     Considera a los maestros como desgraciados que suelen carecer de medios intelectuales o materiales para seguir otra carrera mejor. También cuestiona la enseñanza de memoria y de ser profesor en su púlpito de la Universidad de la época, salva a la Institución Libre de enseñanza, pero señala el fracaso de esa propuesta tan interesante en la España del XIX. 

      Darío, en un artículo escrito el 8 de septiembre de 1899, nos habla de una enseñanza que condena a miles de estudiantes a la nada y a la ignorancia, ahora, si viviese, sabría que aún no hemos arreglado un tema tan importante y que las manos de la mala política nos condenan a la mediocridad para siempre. Darío fue y debe ser considerado un maestro, un precursor de las ideas de otros que hablaron del fracaso del sistema, de la necesidad de cambios sociales.  Darío merece, por todo ello, este homenaje a su labor de prosista, menos conocida y alabada que la de poeta.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Sade

18 de febrero de 2016 11:59:32 CET

         A finales del pasado año, cuando se cumplieron los 275 años del nacimiento de Donatie Alphonse Fraçoise de Sade, escritor, filósofo, militar y, sobre todo, revolucionario y trasgresor, el artista multidisciplinar, plástico y visual, Paco Rallo, editó Tras las huellas de Sade, un trabajo coral firmado por quince escritores y veintidós artistas de diferentes edades, tendencias y procedencias geográficas. Tras Rocío erótico, esta publicación es la segunda de la colección La delicia del pecado, un proyecto personal de Rallo en el que además de editor, es diseñador gráfico, coordinador y participa también con colaboraciones propias, en este caso con la fotografía e infografía titulada “Divino marqués”, con la que se compone la portada del libro.

         El “Divino Marqués”, como lo proclamó André Breton, vivió entre escándalos y pasó más de un tercio de su vida encerrado en cárceles y manicomios, de manera que ha pasado a la Historia como paradigma de la perversión, de la obsesión patológica hasta casi la locura, pero lo cierto es que Sade fue un verdadero filósofo, un espíritu libre adelantado a su tiempo que dejó “huella” en escritores e intelectuales de la talla de Flaubert, Dostoievski, Rimbaud, Nietzsche, Freud, etc., y en todos los creadores del movimiento artístico más importante del siglo XX, el surrealismo, su figura resulta imprescindible para entender la obra de creadores como Dalí, Buñuel, etc.

         Tras las huellas de Sade aborda al pensador “libertino” desde diversos ámbitos: el ensayo, el relato, la poesía y las artes visuales, ya sea pintura, fotografía o creación gráfica mixta, conformando un volumen de 329 páginas que se encuentra a medio camino entre el homenaje a su persona y el estudio riguroso de su pensamiento y obra.

         Los ensayos los firman el escritor y catedrático de literatura, Javier Barreiro, La recepción en España del marqués de Sade y su obra; el historiador y crítico de arte, Manuel Pérez-Lizano, Ilustraciones para la cambiante imaginación de Sade, y el doctor en Historia del Arte y profesor, Manuel Sánchez Oms, autor del más extenso  de todos -ocupa casi la mitad de la publicación, e incluye más de trescientas notas-, SOPHIE o las virtudes del objeto, en el que sostiene que Sade fue el primero en desarrollar el sexo como asunto intelectual. En definitiva, estos trabajos sirven para situar la obra literaria y filosófica de un escritor aparentemente conocido y estudiado, pero del que descubrimos con la lectura de estos documentados trabajos que se trata de un gran desconocido para el común de los mortales.

         El segundo bloque del libro lo constituye una cuidada selección de ilustraciones de  artistas plásticos que utilizan las más variadas técnicas: fotografía -digital y analógica-, fotomontajes de todo tipo, infografía, acrílicos, dibujo, pintura, etc.

         El tercer bloque está dedicado a la creación literaria, son  once relatos que se aproximan al universo sadiano desde tan diferentes como imaginativas perspectivas: una muy particular versión fetichista de un nuevo Frankenstein encarnado en un conejito de peluche; el cuento infantil, casi navideño, en el que en lugar de campanadas suenan azotes; la perversa fantasía incestuosa y sádica de un niño que pasa una tarde solo; la represión sexual como potenciadora del solitario placer de la masturbación; las fantasías sadianas hechas realidad y llevadas a sus últimas consecuencias por un escritor voyeurista voluntariamente postrado; el manuscrito encontrado que recupera a Sade en su estancia en prisión y lo convierte en el maestro-amante, único amor de la protagonista; el espectáculo circense de sexo extremo; la reflexión metateatral sobre el proceso creativo trufada de simbolismos eróticos y guiños sadianos; la biografía apócrifa de Fernando Guinard de Rosellón, “fundador del primer Museo de Arte Erótico Americano MaReA”, cuya visita recomendamos encarecidamente desde aquí (http://www.revistaojos.com/), para así poder contemplar a las inspiradoras y bellas “nínfulas” de sus sobrinas que dan origen al relato; el voyeurismo extremo y la muerte a “sangre fría”; las “confesiones de un presbítero” en su lucha constante por ser un buen cristiano y escapar del “demonio de la lujuria”.

         Cerrando esta parte de creación literaria, Jesús París nos presenta su provocador y subversivo poemario con voz de mujer,  en el que presenta con profundo lirismo, descarnado erotismo y mucho humor, un amplio repertorio de prácticas sexuales.

         Tras el cierre de un relato y el comienzo de otro, se intercalan citas del Marqués, reflexiones que demuestran con claridad meridana la modernidad y agudeza de su pensamiento, como muestra estos botones: “¿Creéis que hay gran diferencia entre un banquero de una mesa de juego robándoos en el Palais-Royal, o Matasiete pidiéndoos la bolsa en el bosque de Bolonia? Es lo mismo, señora; y la única distancia real que puede establecerse entre uno y otro, es que el banquero os roba como cobarde, y el otro como hombre valiente”; “Ninguna religión vale una sola gota de sangre”; “Es tan injusto poseer exclusivamente a una mujer como poseer esclavos” “No hay más infierno para el hombre que la estupidez y la maldad de sus semejantes”; “Los hombres tienden a desear una mujer con cuerpo de virgen pero mentalidad de puta”; “Si no viví más, fue por que no me dio tiempo”.

         En definitiva, se trata de un libro que pretende profundizar en la compleja personalidad del "divino marqués" a través del erotismo y desde distintas disciplinas y ópticas; desde la palabra, la imagen y el estudio. En suma, una obra bien editada y con un contenido digno de figurar en las bibliotecas de los erotómanos más exigentes.

VV.AA., Tras la huella de Sade, Zaragoza, PR-Ediciones, 2015.

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Villalba Sebastián

La voz franca de Sebastiâo da Gama

15 de febrero de 2016 09:53:13 CET

El poeta portugués Sebastião Artur Cardoso da Gama, más conocido como Sebastião da Gama, nace un viernes de abril de 1924 en Vila Nogueira de Azeitão, distrito de Setúbal, y fallece, víctima de tuberculosis renal y con apenas 27 años, en Lisboa. Su breve e intensa vida se vertebró principalmente en torno a dos pasiones: la actividad poética y la docencia. Licenciado en Filología Románica por la Universidad de Lisboa, Gama debe su reputación, además de a la considerable valía de sus libros de poemas y de su Diário, a su excelente capacidad pedagógica, siendo sobradamente conocida y casi legendaria su dimensión humana, su bondad natural y el exquisito trato que dispensaba a sus alumnos. Debido a sus problemas de salud, y bajo recomendación médica, Gama trasladó su lugar de residencia a la melancólica y mágica Sierra de Arrábida, muy cerca de la costa, gracias a lo cual desarrolló una rigurosa conciencia medioambiental: no en vano una carta de su autoría en defensa de la Sierra contribuyó decisivamente a que se fundara, en 1948, la Liga para a Protecção da Natureza, la primera asociación ecologista portuguesa.

Los dos primeros libros de Sebastião da Gama, Serra-Mãe (1945) y Cabo da Boa Esperança (1947), suponen un canto directo y sencillo de las innúmeras virtudes de la naturaleza y del amor: montes, nubes, mares y personas se alternan en sus versos desde una óptica inusitadamente optimista y romántica, en una suerte de hermoso panteísmo y de comunión entre los seres. Pero Gama no ha encontrado todavía su verdadera voz: no será hasta que la enfermedad comience a causar honda mella en su salud, hasta que la zarpa de la muerte planee concienzudamente sobre su cabeza, que su poesía gane en altura, riqueza formal y sentido de la trascendencia. En su cuarto y último libro publicado en vida, Campo Aberto (1951), es ya patente el salto de calidad conseguido con respecto a sus obras anteriores, que vendrá a confirmarse y a aumentarse en el póstumo Pelo sonho é que vamos (1953), considerado de manera casi unánime por la crítica como su mejor obra; sirva este ramillete de poemas, en traducción propia y, hasta donde llegan mis indagaciones, por vez primera en lengua castellana, para dar a conocer la voz franca y honesta de Sebastião da Gama.

 

LOS QUE VENÍAN DEL DOLOR

Los que venían del Dolor tenían en los ojos

cruelísimas verdades estampadas.

Lo que era difícil era fácil

para los que venían del Dolor directamente.

 

La flor sólo era bella en la raíz,

el Mar sólo era bello en los naufragios,

las manos sólo bellas si arrugadas

para los ojos vívidos y sabios

de los que venían del Dolor directamente.

 

Los que venían del Dolor directamente

eran demasiado nobles para despreciaros,

¡Mar azul!, ¡manos de lirio!, ¡lirios puros!

Pero en sus ojos graves sólo entraban

las verdades humanas y cruelísimas

traídas del Dolor directamente.

 

EL SUEÑO

Por el sueño nos vamos,

conmovidos y mudos.

¿Llegamos? ¿No llegamos?

Haya o no haya frutos,

por el sueño nos vamos.

 

Basta la fe en lo que tenemos.

Basta la esperanza en aquello

que quizá no tendremos.

Basta que el alma entreguemos

con igual alegría

a lo que desconocemos

y a lo que es del día a día.

 

¿Llegamos? ¿No llegamos?

 

?Partimos. Vamos. Somos.

 

MAÑANA EN EL RÍO SADO

Blancas, las velas

eran sueños que el río soñaba alto.

Muchachas acodadas en ventanas,

se veían, a través de la flor azul del agua, las gaviotas.

Y la Mañana tranquila (sonriendo, hermosa, llegaba la primavera…)

ponía sus pies melindrosos entre las conchas.

Emanaban jardines imponderables

de sus pasos de ninfa

y temblaban las conchas

por súbitas caricias.

 

Lejos estaba todo: el miedo del naufragio,

la angustia de los hombres, el disgusto,

las muecas de tragedias y comedias

de cada uno, el luto, las derrotas.

Lejos la paz verdadera de los niños

y la obstinación heroica de los que esperan.

 

Allí, en la orilla del río,

mirando sólo el río, con los oídos sordos

a lo que no es la música del agua,

un sosiego alegórico persiste.

Ni el jadear de las velas lo perturba.

Ni el rumor de los senos caprichosos

de la Mañana, que brotan en las aguas

y fluctúan, enfermos de perfume.

Ni la presencia humana del Poeta

?sombra que poco a poco se ilumina

y se diluye, anónima, en la brisa…

 

FLORBELA (A SU MEMORIA)

¡Soy yo, Florbela! Aquel a quien buscaste.

Hablan de mí tus versos de Muchacha.

Tu boca para mí se abrió, divina,

mas fue sólo el Luar lo que besaste.

 

¡Has de volver, Florbela! En débil asta

por entre el trigo crece, purpurina,

la más fresca amapola de este prado

que, por haberme visto, no cortaste.

 

Tengo yo tres mil años: soy Poeta.

Nací del labio seco de un asceta,

de una oración que Dios dejó de lado.

 

Redimí tantos cuerpos, tantas vidas

viví en ellos, que siento ya nacidas

alas para subir, para alcanzarte.

 

INSCRIPCIÓN

Nada sabe del Mar

quien no murió en el Mar.

Que callen los poetas

y que digan apenas la mitad

los que andan sobre las olas

sujetos por un hilo.

 

Sabe todo del Mar

quien en el Mar perdió todo.

Pero duerme en su fondo,

tiene los labios sellados,

y sus ojos, que reflejan

y explican claramente

los misterios del Mar,

para siempre cerrados.

 

POESÍA DESPUÉS DE LA LLUVIA

(A Maria Guiomar)

Después de la lluvia, el Sol: la gracia.

¡Oh, la tierra mojada iluminada!

Y regueros de agua atraviesan la plaza

?luz fluyendo, en un fluir imperceptible casi.

 

Canta, contento, un pájaro cualquiera.

Después, en las ramas desnudas, aletea.

El fondo es blanco –cal fresca en las casitas de la plaza.

Cascabeles, ruedas girando, voces claras en el aire.

 

¡Tan alegre este Sol! Hay Dios. (Si lo hubiera negado

antes del Sol, no lo dudaba ahora).

¡Tarde virgen, Señora aparecida! ¡Oh, Tarde,

igual a las mañanas del principio!

 

Y tú pasaste, flor de los ojos negros que yo admiro.

¡Grácil, tan grácil! Pura imagen de la Tarde…

Flor llevada por las aguas, mansamente…

 

(Fluía la luz, en un fluir imperceptible casi…)

 

PLAZA DEL ESPÍRITU SANTO, 2, 2º

Ni más ni menos: todo similar

al desmedido sueño que tenías.

Apenas no soñaste con estas golondrinas

que habitan el tejado.

 

Vivimos en la plaza… ¡Qué hermoso

es el nombre que tiene nuestra plaza!

Fíjate que con esto no contábamos.

(Éramos dos soñando y exigiendo.)

 

Desde la casa el Alentejo es verde.

Y basta abrir los ojos: son sembrados,

son olivares, huertas… ¡Y pensabas

que nuestros ojos vivirían sedientos!

 

Y el pan de nuestra mesa… ¡Y la jarrita

que nos da de beber! Los mil dibujos

de la vajilla: flores, peces pardos,

dos pájaros que cantan en un nido…

 

¿Y nuestro cuarto? Ahora puedes darme

tu cuerpo sin recelo ni amargura.

Observa a la Señora de la Moldura

reír por nuestra alma y nuestra carne.

 

En todo, Compañera,

nuestra casa es sin duda nuestra casa.

Hasta en las flores. O en la encina en brasas

que gime en la chimenea.

 

Así lo quiso Dios. Y nosotros al sueño alzamos muros,

yo rasgué las ventanas, tú bordaste

las cortinas. Después, flor en el asta,

fue cogerte y quedamos ambos puros.

 

Puros, Amor –y a la espera.

Y serenos. Igual que nuestra casa.

(Y llamará a la puerta, con un ala,

un ángel de sangre y carne verdadera.)

 

A LA MEMORIA DE ALBERTO CAEIRO

Ahora sí, ahora que he cerrado el libro de Poesía.

El Sol ha dejado de ser una metáfora para ser el Sol.

Los sentimientos han dejado de ser apenas palabras.

Todo es de verdad, ahora que he cerrado el libro de Poesía

y he mirado de frente todo aquello que existe.

 

¿Por qué demonios me enseñaron a leer?

(Si no supiera leer ni siquiera tendría que cerrar el libro,

insatisfecho por no haberlo abierto)

¿Por qué no me dejaron ser siempre agreste y niño?

Todas mis lecturas serían fuera de los libros.

 

Miraría todo con una alegría tan grande,

con una virginidad tan grande,

que hasta Dios sonreiría

contento por haber creado el Mundo…

 

CARTA DE GUÍA

Incluso con este calor, quiero ir.

A tropezones, serpenteando, como sea,

porque existen personas que me esperan

y que han nacido para que me preocupe por ellas.

Llevo veintidós años hablando de mí

y habré de hablar de mí la vida entera:

¡tengo tanto que decir

y pasar al papel!

La anatomía de mi alma, principalmente,

que ha de quedar escrita,

para que vean lo extraño que es un hombre por dentro.

 

Pero ahora, en este momento,

y en otros iguales a este,

dejo aparte el binóculo con el que acecho

y gracias al que todo lo que es pequeño en mí me parece grande

y voy hacia delante, a pesar del calor,

a pesar de marchar como un borracho.

Hay manos extendidas, labios secos.

Casas en las que el Sol tiene pudor de entrar, de tan infectas.

Donde Dios se taparía la nariz, si llegase a la puerta.

Cuando las palabras son como tiritas de lino,

no hay nada mejor para el alma, hecha de carne viva de un hombre.

Por eso voy indiferente a este calor de junio.

El binóculo puede esperar.

Yo me quedo esperando.

Suelto barcos y redes,

no vaya a ser que aquellos que me esperan

hubieran muerto ya, cuando yo llegue,

o no tengan ya oídos para mis palabras,

ni aun labios que sientan

la frescura del agua que les llevo…

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

Poemas

5 de febrero de 2016 09:35:00 CET

 

Antonia Pozzi nació en 1912 en Milán, donde murió en 1938.
Ha publicado: Parole y La vita sognata e altre poesie inedite.

 

 

 

 

 

 

 

LA VIDA

En el umbral del otoño
en un ocaso
mudo

Descubres la ola del tiempo
y tu rendición
secreta

Como de rama en rama
ligero
un caer de pájaros
a los que las alas ya no aguantan.

 

GRITO 

No tener un Dios

no tener una tumba

no tener nada firme

solo cosas vivas que huyen  —

ser sin ayer

ser sin mañana

y cegarse en la nada —

— ayuda —

por la miseria

que no tiene fin —

 


INCREDULIDAD

Las estrellas - las nubes exiliadas
más allá del viento
quién sabe por qué
espacios desconocidos caminan.

Ayer corrían sombras
sobre las nieves de la colina -
como dedos ligeros.

Ojos no míos
que la niebla invade -



PENSAMIENTO

Tener dos largas alas
de sombra
y plegarlas sobre tu mal;
ser sombra, paz
vespertina
en torno a tu apagada
sonrisa.


LA ARMÓNICA

En un claro - dulce
sollozante armónica -
quisiera oírte - acompañando
una danza de muchachos
ante rocas
que el ocaso desangra y deja exánimes
en brazos del cielo -

no aquí - en la dura calle
donde cantas canciones de miseria
y tu voz es un sarmiento
reluciente de hiedra
que abraza en vano
las altas casas enemigas.


MUERTE DE LAS ESTRELLAS

Montañas - ángeles tristes
que en la hora del crepúsculo
mudas lloráis
al ángel de las estrellas - desaparecido
entre oscuras nubes -

arcanos florecimientos
esta noche
en los abismos nacerán -

oh - sea
en las flores de los montes
el sepulcro
de los astros apagados -


RÍO

Oh día,
oh río,
oh irreparable andar -

suben a tus riberas las mentiras
como duras gravas -
se eleva en tu desembocadura un blanco
sepulcro para tus
olas -

oh día,
oh río,
oh irreparable andar que recorre el alma -

oh alma mía
en soledad elegida
para que viva entre
en su ataúd.


REFLEJOS

Palabras - vidrios
que infielmente
reflejáis mi cielo -

en vosotras pensé
después del ocaso
en una oscura calle
cuando sobre los guijarros cayó una vidriera
y los fragmentos largamente
esparcieron en el suelo luz.



AMOR DEL AGUA

Por el valle que es un lago
de sol - agitado por la ola
de las campanas -
huye la sombra
y se reúne
bajo un árbol solitario
donde el torrente
cae -

Toda la sombra y la frescura del mundo
se cierran en torno
a la frente acalorada
del niño
que - asomado a la orilla -
no sabe liberar
su alma abandonada
de los plateados brazos
de la casc

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonia Pozzi

El coleccionista de sonidos

8 de enero de 2016 10:48:57 CET

Traducción y nota de Álvaro García

No encuentro muchos poemas infantiles como 'The Sound Collector', de Roger McGough, donde las cosas concretas se abren a lo inconcreto y el sonido de los versos, con sus fijaciones y oscilaciones, deja lo cotidiano ante el vacío que nos amenaza y nos potencia. Recitado, puede ser inquietante.

 

 

 

 

 

Hoy llegó un desconocido

vestido de negro y gris.

Empaquetó los sonidos

y se los llevó de aquí.

 

El hervir con un silbido,

el cerrarse el pasador, 

el ronroneo del gatito,

el tic tac del reloj.

 

El salto de la tostada,

el crujir los cereales.

Al untar la mermelada,

el áspero ruido que hace.

 

El chupchup de la cazuela,

el tintineo del horno,

el borboteo en la bañera

al llenarse poco a poco.

 

El golpeteo del agua

de la lluvia en el cristal.

Cuando se hace la colada,

el glugú del desaguar.

 

El llanto del niño chico.

La silla cuando la arrastro.

De la cortina, el chirrido.

El crujir de los peldaños.

 

Alguien vino esta mañana

sin decir su identidad.

Nos dejó sólo el silencio.

La vida no será igual.

 

THE SOUND COLLECTOR

 

A stranger called this morning

Dressed all in black and grey

Put every sound into a bag

And carried them away

 

The whistling of the kettle

The turning of the lock

The purring of the kitten

The ticking of the clock

 

The popping of the toaster

The crunching of the flakes

When you spread the marmalade

The scraping noise it makes

 

The hissing of the frying-pan

The ticking of the grill

The bubbling of the bathtub

As it starts to fill

 

The drumming of the raindrops

On the window-pane

When you do the washing up

The gurgle of the drain

 

The crying of the baby

The squeaking of the chair

The swishing of the curtain

The creaking of the stair

 

A stranger called this morning

He didn’t leave his name

Left us only silence

Life will never be the same.

Escrito en Sólo Digital Turia por Roger McGough

Poemas

21 de diciembre de 2015 14:13:51 CET


 

Giuseppe Conte nació en 1945 en Porto Maurizio (Liguria) y reside en Sanremo.
Entre otros libros, ha publicado: L’ultimo aprile bianco, Le stagioni y L’oceano e il ragazzo.

 

 

 

 

 

 

 

 UN NUEVO ADIÓS

                                  a Michele Montagnese

Donde estás ahora, ¿ves aún sobre el mar
la geometría acribillada de las nubes
porosas, purpúreas, las columnatas de
luz invertidas, del otro lado del horizonte?
¿Desde el puente de qué trasbordador ves el
Tirreno y el Jónico desembocar aún
el uno en el otro en lucha, en las caricias?
Más allá duerme una palma, un canto, África.

Adiós, amigo, la vida es incesante
y tú lo sabes, tú que ya no estás ni
sobre un mar ni sobre el otro. Ahora
caminas sobre el límite indivisible
donde nada es distinto de nada
tus Eólidas de sal son islas
nacidas en el Norte de brumas y turberas.

Pero la vida es incesante, y fiel
el canto. Nosotros volveremos al estrecho de Mesina
‒tú tendrás en los ojos demacrados nuevos pensamientos‒
y hablaremos como aquel día de Argel, de oasis,
de las muchachas sin velo y del rostro blanco de
Constantina.

 

EL ÚLTIMO MUCHACHO DROGADO

 

El último muchacho drogado ha muerto a la
orilla del mar, tirado como un
corazón de manzana, comido y
frágil, impotente contra la continuidad
de la resaca, incrustado de granos
de arena reluciente, él humilde
residuo orgánico, ennegrecido, ya
en vías de corrupción.
Era el último, de él ya no se sabe
el nombre ni el apellido, ni qué
buscaba.


QUÉ ERA EL MAR

¿Qué era el mar? Tenía
colas y patas de agua entre las
rocas, pulía los guijarros, hacía
siglas de luz sobre la arena: era
profundo pero insensible, se decía, y
célibe, individual, estéril.
En olas obstinadas o tranquilas
subía y bajaba mareas, rodeaba
las tierras, él lunar, él frío, irreductible
en su consagrarse al movimiento y la aridez.
Las naves lo surcaban con largas estelas.
Ahora se ha perdido la memoria de las tempestades
y de los faros, de los veleros y de los transatlánticos, de los
náufragos, de los cargueros de púrpura y
de carbón, de Tiro, de Londres.
Era profundo, pero insensible, se decía, morada
de las conchas, de las familias de los
peces, extinguidas, ahora: tenía profundidades viscosas, cráteres y
algas y corales.
Tallaba los promontorios, sostenía las islas.
Jugaba, él mudo, desdeñoso, inservible,
feliz en sus movimientos
vitales.



CUANDO SE REGRESA A DONDE SE NACE

Regreso a esta calle, donde he nacido
como una luz a su estrella estallada.
En éste mi viaje, estos
portones, los dos peldaños de pizarra, las
fachadas altas, desconchadas, con las ventanas
ciegas, la subida, el arco que marcaba
el límite, abajo mi casa
que tenía la galería sobre el patio de
musgo y zarzas en torno a un pozo, y
el balconcito azul, el parral
en vilo sobre los huertos de nísperos.
Tras aquellas persianas, en el tercer piso,
fue el amor, estaba la guerra fuera
los soldados alemanes ya exhaustos, en
fuga. El destino es volver a donde se ha nacido.
Lo saben todas las flores, los templos, los soles
que son como nosotros aún por alzar
no profetizados, y ya polvo.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Giuseppe Conte

El amanecer cósmico

4 de diciembre de 2015 12:40:35 CET

Roge nació una tibia tarde otoñal. No hizo mucho ruido al nacer, no abrió los ojos hasta pasadas semanas y su respiración tranquila, a veces, asustaba mucho a sus padres. El día en que nació todos los vecinos del pueblo fueron a visitar a la madre exultante y orgullosa. Por fin había un alumbramiento en el pueblo, hacía cinco años que eso no pasaba. El niño enrojecido no se movió ni un ápice cuando cada hombre y cada mujer de la villa asomaron su cabeza por encima de su cuna. Tampoco se quejó cuando las ancianas comprobaron concienzudamente que hubiera cinco dedos en cada mano y en cada pie.

“Tendrá que ir a la escuela”, decían los hombres jóvenes. “Podré jugar al escondite”, pensó sonriente uno de los pocos niños. “Será callado”, aseguró el progenitor. La madre le miró con dudas y quiso saber por qué su hijo sería callado. “Los niños que nacen en otoño son poco habladores porque les da muy poco la luz. Sin embargo, los niños que nacen en verano pronto empiezan a parlotear porque durante dos meses los rayos del sol activan cosas que tenemos por dentro”, dijo el padre pensativo y la madre asintió.

Durante la primera noche, a la madre le costó un mundo dormir. Le dolían los bajos y la espalda, pero lo que le quitaba el sueño era el dislate que había dicho su marido delante de todos. Estaba la dueña de la pensión, el labrador de la loma, el médico de la cabeza que era capaz de curar casi todos los males solo con sus palabras, el hijo del general y la nieta del alcalde. Todo el pueblo diría que su esposo era tonto.

Las semanas avanzaban sin sobresaltos. Cuando el padre de Roge se iba al campo a trabajar, la madre lo arrimaba a las ventanas desde bien temprano. A veces incluso abría el tragaluz del salón pobre para que el sol incidiera directamente en el rostro de la criatura. Pero hacía mucho frío y lo cerraba pocos minutos después. Roge casi no abría su boca menuda, solo para mamar. Tampoco lloraba por las noches ni por las mañanas, ni cuando lo lavaban con paños calientes ni cuando los pañales de trapo irritaban su suave y débil piel.

Había mucho silencio en la morada, y la madre veía con tristeza como las palabras que había dicho su marido empezaban a cobrar sentido. “Será callado”.

Roge aprendió a pedir el pecho con las manos, a pedir cariño con los labios y a indicar que le molestaban los pañales húmedos con las piernas. Un día, pasados varios meses desde su nacimiento, abrió por completo los ojos. Sus esferas cristalinas eran azules y grises, tenía las pupilas muy dilatadas y cuando su madre lo miraba quedaba encandilada. A Roge le gustaba observarlo todo, pero no decía nada. Los ojos se le desorbitaban por las noches cuando veía a través de los cristales las farolas tintineantes del exterior. En la calle sombría se dibujaban aureolas naranjas y amarillas alrededor de los farolillos que colocaron los hombres del pueblo hacía ya muchos años para poder volver achispados de la taberna local sin tropezarse con todo. A Roge le fascinaba más la noche que el día.

“Te lo dije. Será un crío callado por nacer en otoño”. Y la madre rompió a llorar. “Dices tonterías porque eres tonto y lo sabe todo el pueblo. Tu hijo no es una planta, no es por eso que dices de la luz. El sol está allá arriba y nosotros aquí abajo. No tiene nada que ver”. Y se sentó en una esquina del salón cercana a la estufa, y siguió llorando hasta que le escocieron los ojos. Las lágrimas y las mucosidades formaron un charco en el suelo que limpió con su propio mandil. Mientras, Roge miraba atento por la ventana porque estaban a punto de encenderse los farolillos de la calle. El padre se acercó a él, le agarró de la cara con fuerza y le gritó. Cuando el pequeño consiguió desatarse de las nudosas manos del hombre recio, las luces ya se habían encendido y sonrió.

Cuando Roge tuvo edad de ir a la escuela, en casa hubo grandes discusiones. La madre quería llevar a su primogénito al médico de la cabeza para que lo curase, pero el padre se negaba con rotundidad. “Si no vale para estudiar tendrá que venir conmigo al campo a trabajar”. Los litigios duraban días enteros. La madre pensaba que estando con otros niños Roge se arrancaría a hablar; el padre le contradecía repitiendo una y otra vez que los niños que nacen en otoño son callados, “y este, concretamente, nos ha salido mudo”.

 Una mañana, el padre taciturno desayunó ferozmente, empaquetó pan y carne en salazón y en el umbral de la puerta avisó con voz grave, “volveré en unas semanas, nos vamos los hombres del pueblo a hacer madera al otro lado de la montaña roja”. Con vehemencia y sin mirar a Roge, cerró de un tirón brusco la puerta. La madre, que en otra circunstancia hubiera roto a llorar por la forma dramática con la que el hombre de la casa anunciaba sus viajes de trabajo, esta vez sonrió. Sin pensárselo dos veces, agarró a su hijo, lo aseó con el agua helada de la tina y lo vistió sin orden ni concierto. “Tu padre dice paparruchas, porque a él sí que le falta un hervor, pero a ti, hijo mío, te vamos a curar”. La madre fue a su alcoba, se metió debajo del catre y levantó una madera astillada del mosaico deforme del piso. Metió la mano en el hueco y extrajo de las entrañas del hogar una bolsita con forma de corazón.

Roge ya tenía seis años pero seguía sin hablar. En alguna ocasión su madre había intentado que otros niños fuesen a casa para trastear con él, pero ninguna madre estaba dispuesta. “No es que no me guste ese muchacho, pero no quiero que le pegue el mutismo a mi hijo, ahora que ya le han enseñado a leer en la escuela”. El padre de Roge prohibió tajantemente de su hijo fuese a la escuela porque no quería que todo el mundo se riera de su familia.

La madre de Roge lo cogió de la mano y lo llevó a ver al médico de la cabeza, curandero del pueblo capaz de sanar todos los males solo con sus palabras. El niño se sentó frente al doctor, la madre miraba sonriente a su vástago. “Quiero que lo cures, quiero que hable, que sea como los demás”. La consulta del médico de la cabeza no era blanca. Colores vivos inundaban la estancia angulosa, que apenas tenía tres sillas y una mesa llena de restos de hierbas medicinales. En las paredes había decenas de cuadros, dibujos, colgajos ruidosos, mapas y el busto disecado de un ciervo poco cauto.

El doctor miró a la madre desilusionado, de pronto en su rostro se dibujaron ojeras de pena, sombrías. Pidió a la madre que llevase a Roge a la biblioteca, una sala anexa a la disparatada consulta. “No puedo curar a tu hijo porque yo curo con las palabras, y sé de sobra, porque este pueblo es muy pequeño y contagioso, que Roge no puede hablar”. La madre no se resignó, “imagino que podrás utilizar otro tipo de técnicas, técnicas más especiales para que mi hijo se arranque de una vez. Tengo mucho dinero”. Y enseñó al médico de la cabeza su sonora bolsita con forma de corazón. “No se trata de dinero. Yo no sé lo que tiene tu muchacho. Creo que es callado y que no hay que darle más vueltas. Lo mejor será que le enseñen un oficio”.

La madre, con un cabreo monumental fue a buscar a Roge a la biblioteca, que miraba boquiabierto un libro de planetas. Mientras agarraba a su hijo de la camisa, y este a su vez asía con fuerza el libro de la solapa, la madre gritaba un sinfín de improperios al médico torticero. Éste, avergonzado, solo acertó a decir “señora, no es mi culpa que usted pariese en tan mala época para el habla. Su marido me avisó de que vendría en cuanto él se fuese a hacer madera. De regalo, que Roge se quede el libro de astronomía”.

La madre, encendida por las palabras socarronas del médico de pacotilla, arrastró al niño de vuelta a casa bajo la mirada atenta de todos los vecinos, que observaban con lástima la mala fortuna del mudito Roge. Una vez en el hogar, la madre se calmó con infusiones de manzanillas y se sentó junto a su hijo a mirar el libro que lo tenía ensimismado desde que salieron de la consulta. Roge miraba cuidadoso cada página del libro gordo y colorido. La madre lo cogió en su regazo y empezó a leerlo a viva voz, se olvidaron de merendar y de cenar, estaban enganchados a los planetas y a las estrellas. Juntos se embarcaron en el viaje de la creación de las constelaciones, orbitaron con la luna y descubrieron que una de sus caras era más tímida que la otra. Se asustaron con la materia oscura y los agujeros negros, y rieron con la explosión de las estrellas viejas.

Cuando comenzó a anochecer, Roge huyó del regazo de su madre para mirar por la ventana, y ver, una noche más, cómo se encendían los farolillos de la calle. Contrariado, miró a su madre y ésta se acercó. Las lucecillas para los borrachos no funcionaban, el tendido eléctrico se había roto. La noche oscura dibujaba tinieblas de fauces feroces y muchas mujeres del pueblo comenzaron a gritar y a llorar. Algunos niños aprovecharon el apagón para jugar al escondite y para urdir fechorías.

La noche siguiente tampoco se encendieron los farolillos, tampoco la siguiente, ni la consecutiva a esta… Hasta que los hombres no regresasen de hacer madera, el cielo cubriría de negro las noches del pueblo perdido. Roge estaba triste y taciturno. Por las mañanas y por las tardes no se separaba de su nuevo libro, pero cuando anochecía y se arrimaba a la ventana para ver el encendido que no llegaba, las lágrimas se le acumulaban en sus cuencas oculares y rompía a llorar.

Una mañana luminosa, pasadas ya varias semanas desde que los hombres bastos se marcharan a derribar árboles, apareció el padre en la casa exigiendo comida y bebida en la mesa. La madre, que no esperaba otro saludo, hizo carne y pan para el esposo peludo y mugriento. “Ya me han dicho que se ha roto el alumbrado y que habéis tenido miedo por aquí. Pero tranquila mujer, que esta tarde lo arreglaremos todo, y ¿qué es ese libro que mira el crío?” La madre no contestó y el marido dejó de hablar para engullir la comida caliente.

Después de comer todos los hombres se reunieron en la plaza para examinar los cables y las bombillas. Nadie se electrocutó. Pocas horas después la luminaria estaba arreglada. El padre volvió a casa, se acercó a su hijo y le dijo, “Roge, tranquilo, que esta noche podrás ver tus lucecitas otra vez”, el niño no levantó la vista de su libro, miraba unas páginas brillantes llenas de esferas ardientes. “Ya ni me mira. No es que sea mudo, es que te salió tonto”, le dijo a la mujer entre risotadas.

La tarde llegaba a su fin, todas las familias del pueblo se disponían a ver el encendido del pobre alumbrado. Roge, acompañado de sus padres, salió a la plaza atestada de curiosos que querían comprobar que los farolillos funcionasen. Roge tenía los ojos vivos y sedientos de luz, miraba hacia arriba, casi hacia el cielo, ansioso de ver lucir las tristes bombillas que lo habían abandonado hacía unas semanas. Y por fin lucieron. La gente empezó a aplaudir y a gritar, Roge dio saltos de alegría, sus lucecitas habían vuelto, y en medio de la algarabía se oyó una voz infantil desconocida, “¡Esto ha sido como en el amanecer cósmico! ¡Es el amanecer cósmico! ¡Es el amanecer cósmico, mamá!”

Escrito en Sólo Digital Turia por Cristina Armunia Berges

Poemas

12 de noviembre de 2015 14:55:56 CET

 

Sandro Penna nació en Perugia en 1906 y murió en Roma en 1977.
Entre otros libros, ha publicado: Appunti, Croce e delizia y Una strana gioia di vivere.
En español: Una extraña alegría de vivir (La garúa, Santa Coloma de Gramenet, Barcelona, 2004).

 

 

 

 

 

 

 


CUANDO...

Cuando la luz llora por las calles
quisiera en silencio a un chico abrazar.

 


YO EN LA RADA...

Yo en la rada seguía a un chico encantado
solo de sí, entre escasas luces. Solo yo
mantenía al chico suspendido en el mundo.

 


LIGERA...

Ligera se precipita sobre el bien y el mal
su dulce prisa de gozar.

 

 

EN LA LUZ...

En la luz lunar apareció en la cima
del muro de mi harén un muchacho.
Resonó un golpe y se hizo silencio en torno.
No declines jamás luna de marzo.



PASAN LOS PESADOS BUEYES...

Pasan los pesados bueyes con el arado
en la gran luz. Enciérrame en un beso.

 


YO QUISIERA...

Yo quisiera vivir adormecido
en el suave rumor de la vida.



COMO BEBE...

Como bebe en la fuente el bello muchacho
así hemos pecado y no pecado.


ESTABA MI CIUDAD...

Estaba mi ciudad, la ciudad vacía
al alba, plena de mi deseo.
Pero mi canto de amor, el más mío
era para los otros una canción desconocida.

 

FELIZ...

Feliz del que es distinto

siendo distinto.

Pero pobre del que es distinto

siendo común.

 

DESPUÉS...

Después vuelto el rostro hacia la almohada
sonreía a sí mismo, con beato
rubor.

 


Y LUEGO ESTOY SOLO...

Y luego estoy solo. Queda
la dulce compañía
de luminosas e ingenuas mentiras.

 

TÚ ME DEJAS...

Tú me dejas. Dices "la naturaleza...".
Qué saben las mujeres de tu belleza.


SE DESBORDA...

Se desborda en la húmeda noche en silencio
el río. Adiós seco vigor de mi juventud.



ESTÁN SOLOS...

Están solos y atados, ahora esposos.
Fuera está la vacía libertad invernal.


BELLA NOCHE...

Bella noche, reduce mi pena.
Atorméntame, si quieres, pero hazme fuerte



SOL...

Sol con luna, mar con bosques,
todo junto besar en una boca.

Pero el muchacho no sabe. Corre a una puerta
de triste luz. Y su boca está muerta.

 

QUIZÁ...

Quizá la juventud sea sólo este
perenne amar los sentidos y no arrepentirse.


AMOR EN LIMOSNA...

Amor en limosna, solfeo.
Oh luz del mediodía sin un gesto.
Regresará más tarde, rico en alas
el incendio de los recuerdos personales.


PERO QUÉ GRACIA...

Pero qué gracia de sol y de aguas sucias
nos separó de pronto a la mañana.



AMIGO...

Amigo, estás lejos. Y tu vida
tiene en torno a sí colores que yo no veo.
Tiene mi vida en torno a sí colores
que yo no veo.

Traducción de Carlos Vitale

Escrito en Sólo Digital Turia por Sandro Penna

Poemas

16 de octubre de 2015 08:11:20 CEST

Pietro Civitareale nació en 1934 en Vittorito (L'Aquila) y reside en Florencia.
Entre otros libros, ha publicado: Il fumo degli anni, A sud della luna y Altre evidenze.
En español: Alegorías de la memoria, Olifante, Zaragoza, 1988.

 

 

 

 

 

 

 

 


RELATO


1

Bajo los árboles de la estación
se encienden las luces. A esta hora
la mente regresa a misteriosas
lejanías. En la espera miramos entre
el verde y las casas con el extraño
pensamiento de detenernos entre las vías
a recoger las cosas abandonadas.
Todas las tardes partimos con la oscuridad
y en el tren nos sigue un recuerdo
de escaparates reflejantes y personas
que pasan y no miran a la cara
(la ciudad es un patio cerrado
entre murallas y la gente mira
desde los balcones), cada tarde regresamos
con los ojos distraídos de colores
y de deseos y observando desde el tren
pensamos en el canto de los grillos en la
noche, en las estrellas que se encienden
con el viento, en el río que corre tranquilo
espumado por los últimos pájaros.



2

Entretanto miramos. Como el aliento
de quien está a punto de morir se abre
la tarde sobre el convoy que espera.
Desde lejos nace un soplo de viento
que lava el rostro y lapida
el pensamiento que consume la vida.
Recuerdo vago, de ansias y escalofríos
antiguos (ya he sentido estas cosas
una tarde, solo; velaba bajo una luz
ausente y acusaba al destino
que nos tiene clavados en nuestros años).
Sombras largas visten ahora la calle
recta como dos cuchillas, ensombrecen los ojos
apenas entornados. Y la locomotora
vibra en el adiós dilatado de las manos
y de los ojos, el aire exhala
su jadeo apagado, el aliento que enferma
los cobertizos y el cielo amontonado.
Las ruedas que pisan el hierro
parecen grabar palabras ligeras.


3

Así sonreímos, cansados de ir
y de venir, pensando en abandonar
la ciudad. Escuchamos el vacío
que hay bajo las estrellas. Quedarnos
solos a esperar, no pedir
nada porque no hay nada que sirva
a nadie. Y hasta que las casas
hayan reaparecido, angustiarnos
por estos absurdos deseos,
mirando desde el tren que corre.

 

Traducción de CARLOS VITALE

Escrito en Sólo Digital Turia por Prieto Civitareale

     La obra de Francisco Brines (Oliva, 1932) es una de las más importantes del panorama poético actual, hombre arraigado a la poesía desde muy joven, gran amigo de Vicente Aleixandre, poeta perteneciente a la Generación de los cincuenta, junto a figuras tan importantes como Caballero Bonald o Ángel González, entre otros, comenzó su obra con Las brasas (1960), el cual ganó el Premio Adonais, posteriormente fue valedor del Premio de la Crítica por Palabras a la oscuridad.

En 1986 escribe, tras otros libros tan deslumbradores como Aún no (1971) o Insistencias en Lúzbel (1977), una de sus obras más importantes, El otoño de las rosas, que ganará el Premio Nacional de Poesía en 1986.

    Recientemente ha ganado el Premio Reina Sofía y sigue siendo uno de los poetas más prestigiosos de la poesía española contemporánea, uno de los referentes fundamentales de una lírica elegíaca, donde la emoción y la importancia del paso del tiempo cobran especial relevancia.

     Siempre se ha considerado deudor de poetas de la talla de Luis Cernuda, Vicente Aleixandre o Juan Gil-Albert, donde la palabra poética se ha convertido en todo un ejemplo ético y estético, donde el poema cobra especial relevancia como forma de reflexión vital, donde el hombre se encuentra con sus certidumbres y sus emociones esenciales.

     Su importancia y trascendencia para la literatura española contemporánea está fuera de toda duda, siendo uno de los poetas más estudiados por investigadores extranjeros en la actualidad, además de uno de los más valorados por nuestros críticos y escritores, ya que refleja una obra madura y hermosa sobre la importancia de la infancia como etapa feliz de la vida y la relevancia del paso del tiempo en ese proceso de vivir que tanto ha preocupado al poeta valenciano.

 

 LA POESÍA DE FRANCISCO BRINES

 

    En sus poemas, y a lo largo de toda su vida, existe un paraíso llamado Elca, donde Brines ha soñado las cosas, ha transitado por las emociones y ha dejado afectos inolvidables.

   Si para Cernuda España era, en su poesía, Sansueña, para Brines, Elca es la tierra valenciana, su Oliva natal, donde crecen los naranjos, la luz del mediodía, el esplendor entero de la huerta.

    Para José Olivio Jiménez el tiempo es clave en la poesía de Brines y la belleza de las cosas que pasan, siempre tamizadas por el paisaje levantino: “Y como marco, la belleza y fragancia de la pródiga naturaleza levantina, en compañía –y fortalecimiento- de la humana fragilidad” (José Olivio Jiménez, La poesía de Francisco Brines, Renacimiento, Sevilla, 2001, p. 23).

     Es cierto que Brines inunda al poema de meditación desde Las brasas hasta su último libro hasta la fecha La última costa, si en el primero aparece el anciano que contempla al niño que fue, en el último, la constatación de la vejez es plena, el tiempo ha pasado irremisiblemente.

     Su poesía es también una continua reflexión sobre el absurdo de la vida, sobre su fantasmagórica realidad. Dice muy bien Francisco José Martín en su estudio El sueño roto de la vida lo siguiente: “La vida es un destino ciego, un fracaso. La vida es un don gratuito al que accedemos sin merecimiento alguno” (Francisco José Martín, El sueño roto de la vida , Aitana Editorial, 1977, p.82).

    En otra página de este libro dice algo muy revelador sobre la obra de Brines:

“Lo que nos entrega Brines es la doble faz irreductible del mundo, su hermosura y su miseria. Situada en la antesala de la muerte, a la luz del crepúsculo, el poeta efectúa su Homenaje y reproche a la vida” (p.87).

      Todo ello, me lleva a interesarme por dos momentos claves en la poesía del valenciano, su primer libro: Las brasas (1960) y el último, La última costa (1995). En los treinta y cinco años que distancian a ambos, el poeta ha escrito sobre el tiempo, sobre la infancia perdida, sobre el amor que se escapa furtivamente de madrugada, sobre la luz del Mediterráneo, etc.

    En Las brasas aparece el hombre viejo que le visita (recordemos que Brines era un joven poeta en ese momento). Ya aparece en el libro el tiempo, su hondura sobre las cosas, la certeza de la fugacidad de la vida, el efímero transcurrir de nuestros sueños. El poema que comento pertenece a “Poemas de la vida vieja” y dice: “El visitante me abrazó, de nuevo / era la juventud que regresaba / y se sentó conmigo” (vv.1-3).

     Si en ese momento hay lozanía (juventud), en los versos que siguen, como si el tiempo del día hubiese transcurrido dando lugar a la noche, el joven ya es viejo: “Vela el sillón la luna, y en la sala / se ven brillar los astros. Es un hombre/ cansado de esperar, que tiene viejo / su torpe corazón, y que a los ojos / no le suben las lágrimas que siente” (vv. 15-19).

      Desde el comienzo al final hay todo un proceso existencial, sin olvidar que ese  hombre  que  visita  al  poeta llevaba tristeza, la misma que anidaba en él:

 “Se contaba a sí mismo / las tristes cosas de su vida, casi / se repetía en él la triste vida” (vv. 6-8).

        Lo que nos dice el poeta valenciano que ese visitante es él mismo, el cual se contempla desde el espejo del tiempo, tornando la vejez en juventud y viceversa. El poeta y, por ende, el ser humano, no puede cambiar el destino que la vida, en su fluir, nos va dejando.

         Siempre aparece en este libro las sombras, no es arbitrario el primer verso del poema II:   “La sombra de la tierra va creciendo”, la noche: “sube los aires, y la noche queda / sobre el alto tejado de la casa” (vv. 2-3).

        También la sombra que interviene en la naturaleza afecta por igual al hombre y a su universo, para dejarnos un ámbito de tristeza: “Se ensombrece el naranjo, y azahares / huelen por el desván, pesan los muros / y el hombre que la habita se detiene / para pensar vanos recuerdos” (vv. 4-7).

        Si nos fijamos en el último libro de Brines, La última costa (1995), el mundo del poeta no ha cambiado, es el mismo universo teñido de sombra donde el tiempo ha horadado toda su esencia. Lo expresa muy bien en el poema “Pérdida del Dios que fui”: “Fue aquella tarde un tizón, / y después fue violeta / todo el aire. Blancas luces / en el cielo destellaron. / Y ya oscuro / Larga noche. / Y al llegar la madrugada / del cuerpo nació la sombra”. (vv. 1-8).

      Como podemos ver, para Brines es importante la luz, siguiendo la senda de los pintores valencianos, ya que, en muchos de sus poemas, hay referencias al color (aquí violeta), pero predomina en el poema el destino adverso, a través de la larga noche, en ese itinerario que nos recuerda al mundo de San Juan de la Cruz en busca de la unión del alma con Dios. Pero aquí no hay fusión, sino renunciamiento, espejo del fracaso de la vida.

      Y refleja todo ese mundo de esplendor que se convierte en nada en un bello poema titulado “El azul” (otra referencia al color), cuando dice: “Busqué el azul, perdí mi juventud. / Los cuerpos, como olas, se rompían / en arenas desiertas”. (vv. 1-3). La comparación de los cuerpos como olas nos empuja a la sensualidad mediterránea, a la belleza de un espacio único, donde no hay nadie que rompa la belleza del momento: “arenas desiertas”.

        También el jardín, símbolo clave en su poesía (como lo fue también para César Simón, como comentaré en el estudio que le dedico), donde nacen las rosas, pero también la tentación carnal: “Hubo amor / en el rincón florido de mi jardín / clausurado” (vv. 3-5). ¿Por qué clausurado? Sin duda, es espejo del paso del tiempo que nos niega el amor.

        Pero el final nos estremece: “Voy llegando al final. Ciega mis ojos / un desnudo azul iluminado” (vv. 7-8). Como vemos, ese azul no es otro que el universo que ya no se rinde a sus pies, sino que se muestra, triunfante, sobre nuestra pobre caducidad humana.

        Siempre hay, como dije antes, en Brines luz y fulgor, desde Las brasas y en otros libros tan representativos de su obra como Aún no o Insistencias en Luzbel, sin olvidar el maravilloso El otoño de las rosas, pero también hay sombra, clara antítesis de las oposiciones claves en el ser humano: vida-muerte, dicha-dolor. Si es un “desolado azul iluminado” es que el destello pervive, continúa el fulgor de la Naturaleza, pero  no el del hombre, condenado a no vivir eternamente.

      Cito las palabras de David Pujante en su libro Belleza mojada, cuando dice acerca del poema “Pérdida del dios que fui”, perteneciente a La última costa algo que sirve para entender este cierre que supone el libro y que nos hace reconocer al mismo poeta que escribió Las brasas: “Sintetiza uno de los mitos básicos de la escritura de Brines, el del desengaño, el de la pérdida de la inocencia” y, a la vez, sintetiza, en expresión manifiesta, por primera vez, lo que hay tras su mitología escritural, la originaria lucha entre el yo oscuro y el yo social” (David Pujante, Belleza mojada, Renacimiento,2004, p. 283).

        Y esa lucha que señala Pujante es la que mantenía el poeta en Las brasas entre el viajero y el vate, (el hombre social que conoce gente y el que permanece en la oscuridad de su casa, pero ambos tocados por el sino de la soledad, ya que no hay mayor soledad que la de aquel que viaja siempre, ni mayor desolación que la que siente el que contempla la vida de los demás a través de balcones (símbolo clave en la poesía de Brines), ya que refleja el espacio imposible de traspasar del interior al exterior).

      Ese antagonismo, aparente, sólo conduce a un solo hombre, desdoblado entre el interior (el poeta que medita la vida) y el exterior (el viajero, ser social, que la vive sin vivirla en realidad). Son espejos que están marcados por el sino del destino trágico de la vida.

         La relación entre los dos libros es muy clara (como si representasen las dos caras de una misma moneda). Pujante la vuelve a señalar, cuando dice: “El anciano habitante de aquella solitaria casa rural, aquel yo poético, que no podía ser el joven Brines que con veintitantos años construyó Las brasas, en realidad era una radical intuición que ahora se materializa” (p. 287).

         Se refiere al hombre contemplativo que mira su vida en el poema “Espejo en Elca”. Y es cierto, ya que Brines anticipa en el joven el sino de la vida, su certeza que le llevará a contemplarse anciano, como si llevase ungido en su interior el estigma de la condición humana.

        En definitiva, Brines ha condensado su pensamiento y en la simplicidad de un lenguaje exento de retoricismo, pero no por ello ausente de buena literatura, encuentra la mejor forma para expresar lo que representa su hondo sentir poético: la elegía al tiempo que se nos va, la búsqueda del paraíso de la infancia, terreno que le marcó siempre.

      Me refiero a esa Elca donde anida el Mediterráneo y su luz especial que destella en sus poemas, con la luminosidad de la buena pintura levantina, lo que nos obliga a leer de nuevo, para encontrar nuevos sentidos a tanta hondura existencial.

       Refleja la obra de Francisco Brines un legado que ha de perdurar y cuya influencia es manifiesta en otros poetas de la tierra (Marzal, Gallego), porque no es una voz impostada, sino verdadera, cuyas certidumbres sobre la vida están muy cerca de las nuestras.

       A continuación, le dedico un apartado al que considero uno de los mejores libros de Francisco Brines, donde consigue aunar todos los temas que han hecho posible una de las mejores obras de la literatura valenciana en castellano,

 

 

EL OTOÑO DE LAS ROSAS: EL GRAN LIBRO DE FRANCISCO BRINES

 

  Llegó El otoño de las rosas publicado por la Editorial Renacimiento en Sevilla, en 1986. Y llega este libro en un momento culminante de su poesía, el poeta expresa su amor por la vida (tema ya aparecido, pero ahora con diferente tono).

    Dionisio Cañas lo dijo muy bien en un estudio sobre Brines: “Esta obra es el ejercicio de una mirada retrospectiva llena de amor y fervor por haber tenido el privilegio de la vida” (“Francisco Brines, plenitud y entusiasmo de un canto otoñal”, Ínsula, núm. 485-486, 1987). Es cierto, el poeta se siente afortunado, privilegiado, frente a otros que no han pensado la vida, él conoce el placer de verse viviendo, entregado al instante, tan lleno de emociones.

   Son más de setenta poemas, sin separación interna (como era habitual en otros libros del poeta) en secciones o apartados.

  José Olivio Jiménez considera en su estudio La poesía de Franciso Brines a este libro como “el más alto sitio de la obra total de Brines: su libro más pleno y sugerente”. Llama a este lugar pleno de creación al que llega Brines como una “conjunción de nihilismo y vitalismo”, es decir, una tensión entre dos fines: la Nada (nihilismo) y la vida (vitalismo).

   Olivio nos advierte en el estudio citado lo siguiente: “El camino hacia la constatación afirmativa de la vida, que se ensancha abiertamente es este libro, venía preparándose desde muy atrás en la obra de Brines”, y, puntualiza “Uno de ellos ocurre, nada menos, que en la sección inicial de Insistencias en Luzbel, la más “conceptual” de aquel libro y de toda la poesía del autor”.

   Se  refiere  a  “Respiración hacia la noche”  cuando dice lo siguiente: “Alegría es la luz, el aire, / la carne es alegría, / y cuando se fatigan y se apagan / entonces son visibles. / La luz, la carne, el aire, el daño”. Como vemos, hay júbilo, pero al final aparece la palabra “daño” como si esa plenitud no fuese completa, pues el dolor es telón de fondo de la vida.

   Dicho esto, veamos esa vivencia de plenitud que se ensancha en el poema “El otoño de las rosas”, dice así: “Vives ya en la estación del tiempo rezagado: / lo has llamado el otoño de las rosas. / Aspíralas y enciéndete. Y escucha, / cuando el cielo se apague, el silencio mundo” (vv.1-4). Vemos el deseo de vivir: “aspíralas y enciéndete” porque ha llegado a la madurez de la vida “el otoño”, el símbolo del instante, lo efímero y lo bello es evidente: la rosa. Se equipara a la vida por su hermosura y brevedad.

   No importa que haya llegado ese momento, el poeta quiere vivir, pero sabe la gran verdad del acabamiento de lo humano. “Y escucha, / cuando el cielo se apague, el silencio del mundo”.

  Ha de llegar ese momento donde no haya mirada y todo sea Nada. Bello y breve poema que abre una ventana al hermoso mundo que desvela este libro.

  Vuelve en el libro al lugar de la infancia: Elca, soñada por el poeta, desde su cima de la vida. Consigue que sintamos los olores, naveguemos por aquellos mares, caminemos extasiados por aquellos huertos levantinos. Tan sutilmente (y con tanta armonía) describe el poeta que nos impregna de vida en cada página, nos hace paladear cada instante como si fuese único.

    Comento “Días de invierno en la casa de verano”, poema dedicado a Vicente Gallego, joven poeta que conoció a Brines y que se sintió (como otros muchos) seducido por su poesía.

  El poema dice así: “Vivo en la intimidad de la casa vacía, / y en las habitaciones despobladas / puedo escuchar el sonido apagado de la vida” (vv. 10-13). Sorprende esa vuelta a la casa vacía (recordemos Las brasas), pero aquí esplende la vida, pese a ese “sonido apagado” que es el tiempo, dice así: “Y hay, con todo, un calor de vida ya gastada / un secreto entusiasmo de haber sido” (vv. 17-18). El secreto tiene que ver con la complicidad de lo vivido, tesoro tan solo para él, en esencia solitario.

   Vuelve de nuevo al cuerpo, tan presente en el libro anterior, afirmación del goce y el placer: “Era el ritmo muy lento, y muy secreto / con el vigor del agua, y la presencia joven / de la carne desnuda” (vv. 26-28). Cuenta como se desvestía, y se bañaba, nos recuerda esa efusión de los cuerpos compartiendo el baño infantil en “El barranco de los pájaros”, pero no olvidemos que Brines escribe ahora desde la soledad, el muchacho en sus actos, en su intimidad (de ahí el adjetivo secreto).

 Con una sutileza magnífica, Brines describe esos momentos placer sexual individual que el muchacho tiene que “gozar solo” porque nadie comparte entonces su cuerpo: “La intimidad del mundo, y el placer / que aprendía, me hacía como un dios” (vv. 37-38). Poder gozar de uno mismo y comprender así la vida es ser un dios para Brines (como vemos, el paganismo de Brines queda manifestado, no quiere ser Dios sino un dios, como en la antigüedad grecolatina).

  Y después del sexo llega esa calma, ese reposo, como un hermoso caballero griego o romano: “Con el balcón abierto a los jazmines, / y el cuerpo descansando, fresca el alma, / la luz daba en el libro, diligente, / y un doliente poeta me decía / mágicos versos” (vv. 43-47). Vemos el goce de los sentidos: la mirada-el balcón, el olor- los jazmines; también el crecimiento del joven hacia la poesía: el libro del doliente poeta es un tributo a Juan Ramón Jiménez y su famoso libro: Poemas mágicos y dolientes (1909). Es indudable el influjo de Juan Ramón en Brines, como ya señalaré después.

    El muchacho está enamorado de la poesía, descubriendo  el secreto de los versos, guía ya del resto de su vida. No hay turbación ni pecado por el acto sexual solitario, sino complacencia ante el placer de “sentir el cuerpo y el alma fresca”. Vemos de nuevo la luz y el cuerpo del poeta descansando con un libro, lo que nos recuerda al caballero que piensa en la vida y la muerte mientras lee.

   La luz y la naturaleza en su esplendor: “los jazmines” (blancos como la pureza), todo está poblado de dos mundos que no se contraponen como sí ocurrió en Las brasas. El mundo interior: la casa vacía, el joven, el libro; el mundo exterior: los jazmines, el balcón (puente comunicante de dos mundos).

 Vuelve la noche: “Olorosa la noche, / llena de estrellas bajas y de fuego, / era el espejo ardiente de mis ojos” (vv. 38-40). La noche de la creación, no es la noche enemiga, sino la que hace crecer y soñar, porque es “espejo ardiente de mis ojos” (el joven se mira en ella).

  Lo dice todavía más claro: “En el tiempo feliz no había muerte, / y juntos la pureza y el pecado / descubrieron el mundo más dichoso” (vv. 41-43). Esa certeza de la vida plena y gozosa contrasta con la palabra “muerte”, aun desconocida, pero ya mencionada, como presagio del futuro de la vida.

  Lo expresa al final del poema: “No había aún vergüenza de los años, / ahora que ya conozco que la muerte / existe, y nada sabe” (vv. 44-46). Magnífica manera de decirnos que la muerte no es trascendencia, no nos encamina a otra vida, todo acaba en la Nada.

   Y el final es muy hermoso, incidiendo el poeta en su evocación de lo vivido: “Con todo, en este invierno tan lejano, / hay un calor de vida ya gastada, / la seca aceptación del mal o la alegría, / un secreto entusiasmo de haber sido” (vv.47-50). Incide en el secreto de haber vivido. Si los años traen “vergüenza” y la vida está “gastada”, el poeta afirma que hay aun “calor”, hay efusión, deseo de proseguir, pese al conocimiento: “la seca aceptación del mal o la alegría”.

   Merece la pena comentar la visión de Elca, ese paraíso de la infancia que nos regala José Luis Gómez Toré en La mirada elegíaca, dice así: “Víctor García de la Concha ha relacionado la visión de la infancia de la poesía briniana con la lírica de Juan Ramón Jiménez”.

   Y, tras ello, Gómez Toré desvela ese mundo en el poeta moguereño y alude también a Luis Cernuda: “En efecto, el poeta de Moguer había hablado ya de esa divinidad de la infancia, figura sagrada que se identifica con el yo perdido y con el lugar paradisíaco”.

  Se refiere el crítico a los Poemas  revividos del tiempo de Moguer (J.Ramón Jiménez, Cuando yo era un niñodios”, Poemas revividos del tiempo de Moguer (1895-1954), Madrid, Artes Gráficas, Luis Pérez, 1970) y, es cierto, que en esos poemas Juan Ramón siente que la infancia es divinidad, lugar y momento que no ha de volver jamás.

   Luis Cernuda, por otra parte, recuerda en Ocnos la eternidad de la infancia, como nos señala Gómez Toré en el libro.

   Brines, en El otoño de las rosas, busca al niño perdido, ese niño feliz, ajeno al pasado (pues aún no lo tiene) y exento de pecado. No excluye el poeta la inteligencia como cualidad de lo humano (ya lo vimos en el poema: el joven leyendo). El hombre perdió el paraíso de la infancia, pero no ha perdido el milagro del saber, el conocimiento, único eslabón de felicidad que le une a ese paraíso (pese a que el saber también entrega dolor).

  Vayamos a Elca, Gómez Toré desvela qué hay detrás de ese nombre: “Elca, ese término del campo de Oliva donde reside secreto el Edén”. Y además nos dice “Pero Elca no es sólo  un  lugar concreto”, para el crítico “ese lugar se convierte para el poeta en el mundo entero”. Si quedaba alguna duda de ello, el propio Brines lo confiesa en una entrevista a Luis Antonio de Villena (amigo de Brines y poeta de los “novísimos”) cuando dice: “Para mí ha llegado a simbolizar el espacio del mundo. Allí lo descubrí deslumbrante y eterno, y cuando la vida  me  dio   una  visión  nueva,  inesperada,  de  mortalidad,  seguí amándolo desde su pérdida, y añorando en él su antiguo e imposible engaño divino” (Luis Antonio de Villena: “Una charla con Francisco Brines”, Olvidos de Granada, 13, 1984, pp. 35-36). Todo ello se refleja muy bien en el poema donde el poeta miraba, desde la soledad de su cuerpo, al mundo entero (en la casa de Elca, donde Brines descansaba en verano de un año escolar en un internado) (Rafael Alfaro, “Experiencia de una despedida”, Cuadernos de Cultura, 1980, pp. 25-41)

  Comentamos seguidamente “Collige, virgo, rosas” donde hará mención de nuevo de la noche, creadora de magia en ese instante de la vida.

  Vemos al poeta decir a alguien (recurso ya muy utilizado por Brines, en ese diálogo consigo mismo) que ría y goce, también que ame. Es muy bello cuando dice en el segundo verso: “Y enciéndete en la noche que ahora empieza”, es una verdadera invocación a la vida. Si el hombre es “luz” en la noche, brilla como un “astro” (hace referencia a esa luz alta que miraba el niño-Brines). Continúa diciendo: “y entre tantos amigos (y conmigo) / abre los grandes ojos a la vida / con la avidez preciosa de tus años” (vv. 3-5). Parece que el poeta se refiere a otro cuando apela a ese tú, pero sabemos que es él, desdoblado, viéndose vivir en la noche con un grupo de amigos (también existe en el poema el joven, quizás algún amigo de Brines, futuro espejo del poeta).

  Dice el poema “abre los grandes ojos a la vida / con la avidez preciosa de tus años”. Los grandes ojos son como “astros” que iluminan al poeta. Resucita así el niño- creador, el niño-Dios (en palabras de Gómez Toré).

  Dice después: “La noche larga, ha de acabar al alba, / y vendrán escuadrones de espías con la luz, / se borrarán los astros, y también el recuerdo, / y la alegría acabará en su nada” (vv. 6-9). En este poema la “luz” es negativa, trae la infelicidad, oponiéndose a la “luz” de la infancia, generadora de vida.

  Brines utiliza aquí los símbolos de sus primeros poemas: la noche, la luz, los astros; pero han cambiado de significado, la noche es alegría y magia, junto con los astros y la luz, sin embargo, trae el infortunio a la vida.

   Pese a todo, Brines no desiste  cuando dice: “Mas aunque aquí suceda, / enciéndete en la noche” (vv. 10-11), la repetición del verso muestra la importancia del acto, el deseo pleno de vivir esos instantes irrepetibles.

   La noche, con todo su sentido, es protagonista del poema. Dice el poeta: “pues detrás del olvido puede que ella renazca”, no está seguro, pero piensa que la vida vuelve en cada noche de goce, además, lo expresa con la hermosura serena que le caracteriza: “y la recobres pura, y aumentada en belleza” (v. 12), este verso requiere una interpretación que llena el poema de mayor simbolismo. Es, desde luego, el joven o el niño que vuelve en esa noche “recobrada”, lo sabemos por los adjetivos “puro y aumentada belleza”. El hombre-Brines vuelve a la niñez en la noche evocada que se repite en el pensamiento.

   El final del poema nos muestra hasta qué punto Brines es consciente del dolor, de la pérdida, pero no por ello desiste de entregarse a esa noche inolvidable. Dice así en esta noche que es la de la muerte, noche antitética de la noche creadora: “cuando la noche humana se acabe ya del todo / y venga esa otra luz, rencorosa y extraña, / que antes que tú conozcas, yo ya habré conocido” (vv. 15-17). Nos queda claro que será la última luz, trae la muerte y la Nada, está desvestida de trascendencia, será “rencorosa y extraña” como un enemigo para el hombre.

   Da la sensación que habla a alguien, quedó claro cuando dijo: “la avidez preciosa de los años”. Es ese amigo o ese niño que vive ahora la vida y que no conoce el dolor. Nos desvela entonces que sí existió un diálogo hacia alguien que participa en la charla con los amigos. La modestia del poeta se hace evidente, ya que aparece entre paréntesis: “y entre tantos amigos (y conmigo)”. El poeta es uno y es otro, el contemplado por en el paso del tiempo. Magnífico poema donde Brines insiste en la alegría del instante y en la meditación que prosigue a la dicha.

    Afirma, con gran sentido común, José Olivio lo siguiente  (en el estudio que se llama La poesía de Francisco Brines): “Apurando  el  seno  acogedor  de  la  noche, y  conjurando  el olvido, será posible que la alegría quede vivificada por la voluntad del espíritu”.

   Si leemos ahora el poema de Luis Cernuda “Viendo volver” (28) perteneciente a “Vivir sin estar viviendo” (1944-1949) podemos observar ese diálogo de Cernuda consigo mismo: “Irías y venías / Todo igual, cambiado todo / Así como tú eres / El mismo y otro. ¿Un río? / A cada instante / No es él y diferente?”. Hermosos versos que se cargan de simbolismo: el río es la vida cuyo cauce da al mar “que es el morir” como dijo Jorge Manrique, Cernuda se acerca a la tradición y Brines, en su diálogo con el amigo joven y consigo mismo bebe del poeta sevillano en su técnica de los espejos.

   La única diferencia entre ambos poetas (aparte del estilo y del mundo de la noche que no aparece en el poema de Cernuda) es que el poeta sevillano no tiene ese amigo (el que dialoga con é, su espejo) que sí posee Brines. Cernuda se halla solo y así lo dice: “Impotente, extasiado / Y solo, como un árbol, / Le verías, el futuro / Soñando, sin presente, / A espera del amigo, / Cuando el amigo es él y en él espera”.

 Y además Cernuda es consciente que la vida es “una burla delicada / Y que debe ignorarlo el mozo hoy”. Para el poeta, como para Brines, esa sensación de dolor no ha de pertenecer al niño o al joven, porque sólo es castigo del adulto.

  En “Huerto en Marrakech”, Brines no solo nos indica el lugar de la dicha, el mundo árabe, sino también un juego de símbolos que hace enormemente ingenioso el poema: “Entré en la breve noche para gozar tu huerto: / rincón de madreselva, dos pequeños naranjos, / y aquel jazmín tan negro, de tanto olor, rodando / la falda del ciprés que sabe al cielo” (vv. 2-5).

   Como vemos, el “huerto” es símbolo del “cuerpo” y todo lo que sigue son extensiones del mismo: la madreselva es el vello, los pequeños naranjos son los ojos y el jazmín es el sexo en toda su plenitud, hasta tal punto es así que cita el “ciprés que sube al cielo”, es decir, el éxtasis amoroso. Como vemos, la naturaleza sirve a Brines para crear un poema íntimo, erótico y sensual. Pero con ese tacto y esa sutileza que le caracteriza el poema nunca es procaz, sino hermoso y delicado (su sutileza se pone de nuevo de manifiesto, inunda, mejor dicho, todo el libro).

  Continúa diciendo: “Bañó el árbol la luna, y se mojó mi boca” (v.6), de nuevo, el placer, la corriente exultante le arrasa.

   Después llega la fatiga: “Y qué cansados luego las aguas y las rosas, / el ciprés, los naranjos, el ladrón de aquel huerto. / Y todo fue furtivo: el alba, luego el sueño” (vv.7-9). Recoge en este final a los amantes: el cuerpo del amado y el ladrón del cuerpo: el amante. Y no hay que olvidar el tiempo: “Y todo fue futuro: el alba, luego el sueño”.

   Vuelve el alba a ser el punto final de lo mágico, de la dicha sexual, como en el poema anterior (en aquel el alba trajo la separación de los amigos y el fin de la fiesta).

   Como hemos podido ver el poema es muy hábil para enlazar símbolos que emparentan con la tradición simbólica de los místicos españoles, no olvidemos la poesía mística (con su traducción erótica) de San Juan de la Cruz en la ya famosa interpretación de la amada como el alma y el amado como Dios. Para Brines, desposeído de cualquier sentimiento religioso, el simbolismo alcanza altura de hedonismo y paganismo.

   Hay otros poemas de gran calidad sobre el erotismo, el sexo y la noche (“Envío del recién llegado”, “Historias de una sola noche”, “El triunfo de la carne”), pero voy a comentar un poema muy bello que se llama “Los veranos”, en él la evocación (que está en todo el libro) parece paladearse con mayor insistencia y podemos oler ese tiempo de verano que el paso de la vida no devuelve. De nuevo, Brines habla del desnudo, en esa estación pura de la vida: “Estábamos desnudos junto al mar,/ y el mar aún más desnudo” (vv. 2-3). Vemos como Brines  enlaza  el  cuerpo  desposeído de ropajes junto al mar entregado, lugar que nos evoca a ese baño con los amigos en la niñez.

   Además, vuelve la mirada: “Con los ojos, / y en sus cuerpos ágiles, hacíamos / la más dicha posesión del mundo” (vv. 3-5).

   El mundo les poseía y ellos poseían al mundo, entrega al unísono del mar y el cuerpo, el cuerpo y el mar.

  Aparece también el adjetivo “encendido” para referirse a la luna, astro clave en la noche (lugar ideal para gozar): “Nos sonaban las voces encendidas de la luna / y era la vida cálida y violenta, / ingratos con el sueño transcurríamos” (vv. 7-8).

  Para el poeta, la vigilia es importante, solo así puede darse el placer, pues la noche, el mar, los cuerpos desnudos son todos lo mismo: la felicidad. De nuevo el mar: “El ritmo tan oscuro de las olas / nos abrazaba eternos, y éramos sólo tiempo” (vv.9-10). Hay que fijarse en estos versos y en la relación olas-agua  y el verbo “abrasar” como si el agua fuese llama y, además, eterna.

  Los jóvenes al quererse en el agua la hacen arder (porque ella participa de la unión amorosa), el “ser sólo tiempo” nos señala que eran instante, goce pleno (fuera del concepto de la vida que transcurre). De nuevo los astros: “Se borraban los astros en el amanecer/ y, con la luz que fría regresaba/ furioso y delicado se iniciaba el amor” (vv. 11-13) Es curioso que Brines aquí no rompa el amor con la llegada del alba (como vimos en poemas anteriores) sino que es la rampa de salida, tras el juego de los cuerpos, llega el amor verdadero.

  Al final, el poeta valenciano acaba el poema con la sensación de pérdida: “Hoy parece un engaño que fuésemos felices / al modo inmerecido de los dioses / ¡Qué extraña y breve fue la juventud!” (vv.14-16). Queda un vacío, pero también la dicha de haber asistido a un momento hermoso de la vida, la tristeza es el resultado siempre de la efímera felicidad. Brines, que no suele usar exclamaciones, las emplea para enfatizar lo perdido, lo irrecuperable.

 Su comparación con los dioses nos llama la atención (como ya vimos  en  aquel  poema  donde  el  niño era un dios y no Dios) porque hace referencia al mundo de los griegos, a la mitología (no olvidemos que ese mundo mítico fue invento de los hombres, tras el engaño que supuso su fascinación vino la infelicidad de descubrir la mentira que había en ello).

  Gómez Toré lo dice claramente: “Así, un poema como “Los veranos” atribuye a los jóvenes la cualidad de anular el tiempo, cualidad propia tan sólo de los dioses”. Vemos que el crítico insiste en la felicidad de esa estación dichosa de la vida, no sólo por la carencia del tiempo, sino también por la ausencia de culpa o pecado en los momentos de placer.

   Considera Toré al joven y al niño uno solo como dice a continuación (en La mirada elegíaca): “El niño y el joven no son sino uno solo. Así cuando Narciso envejecido mire a aquel primer Narciso contemplará a un ser inmortal, niño o joven, mirándose no en el río de Heráclito, sino en un mar eternamente renovado”.

   Ese Narciso es, no cabe duda, el poeta, ensimismado por el tiempo y su imagen que decae y envejece. Pero también el demiurgo que posibilita el regreso del niño y el joven.

    José Olivio en La poesía de Francisco Brines se fija también en este hermoso poema y en el instante en que describe el amor diciendo: “hacíamos/ la más dichosa posesión del mundo”. Para Olivio este verso “quedará como la siempre vibrante definición de la experiencia amorosa”.

   Brines evoca el amor puro y además sitúa al alba ese “furioso y delicado amor que se iniciaba”, queda claro que, oponiendo esos dos adjetivos, el poeta da una descripción completa del juego amoroso y nos conduce a Lope de Vega en un famoso soneto, concretamente el núm. 126 cuando dice el poeta: “Desmayarse, atreverse, estar furioso/ áspero, tierno, liberal, esquivo/ alentado, mortal, difunto, vivo/ leal, traidor, cobarde y animoso” (Lope de Vega, Lírica, ed. De José Manuel Blecua, Castalia, 1987). Como vemos, el poeta en el primer cuarteto expresa las condiciones contrarias del amor en un juego de oposiciones.

    Terminará  (para no explayarme en todo el poema, pese a su gran calidad) con estos versos: “creer que un cielo en un infierno cabe / dar la vida y el alma a un desengaño / esto es amor. Quien lo probó lo sabe”. Afirmo que Brines insiste en esta tradición para señalar esas características opuestas del amor y, desde luego, acierta plenamente.

  Finalizo este recorrido por el libro con un poema muy breve, pero destacable por dos aspectos: la aparición de la muerte y la referencia a Dios.

   El poeta dice en “Física de la muerte”, lo siguiente: “Prietas y extensas sombras nos acogen / allí en las Humedades, fría Nada, / después que nos fulmina el rayo blanco / del Dios que no sabemos” (vv.1-4).

   Brines pone en mayúsculas la Nada como el fin de todo, límite de nuestra vida, futuro irremediable. Y además hace referencia a Dios, pero no en su aspecto apaciguador sino que “nos fulmina el rayo blanco”. Este verso nos explica parte de su obra, esa insistencia en el engaño, con la vida que fue “realmente vivida”. El título del poema

“Física de la muerte” rompe cualquier atisbo de trascendencia, el poeta anula así al   mundo religioso con su afirmación de un Dios que no conocemos ni podemos ver, sino es a través de la fe.

   Merece la pena terminar los comentarios a este libro, pensando en Juan Ramón Jiménez, porque Brines ha leído atentamente al poeta moguereño y sabe muy bien que Juan Ramón, descreído de Dios, buscó en la conciencia ese lugar para vivir su eternidad.

   He seleccionado un poema perteneciente a La estación total, cuando el poeta dice (el poema se llama “El creador sin escape” perteneciente a “Canciones de una nueva luz”): “Enseña a dios a ser tú / Sé solo siempre con todos, / con todo, que puedes serlo. / (Si sigues tu voluntad / un día podrás reinarte / solo en medio de tu mundo.) / Solo y contigo, más grande, / más solo que el dios que un día / creíste dios cuando niño”.

  Juan Ramón expresa su Dios de la conciencia frente al dios (en minúscula) que ha inventado el mundo. Ese deseo de eternidad quiere vivir en Brines en los instantes evocados en El otoño de las rosas, donde el goce de vivir se manifiesta en toda su extensión, dicha que dará lugar, tras su breve paso, a la tristeza del poeta.

    El poeta valenciano se perfecciona con esta obra, nos muestra las aristas de la vida y, consciente de todo lo que se pierde (se canta lo que se pierde, dijo el gran poeta andaluz Antonio Machado) revive el tiempo de la felicidad, haciendo de su canto una elegía magistral.

   Su obra no ha de morir, por la alta calidad de sus versos y por la entrega absoluta al mundo con todo el dolor y la alegría que hay en él.

 

BRINES: LA RELEVANCIA DE UN POETA CONTEMPORÁNEO EN NUESTRA POESÍA ACTUAL

  

    Hombre de verso profundo, pensador de una palabra que ha ido creciendo, donde lo elegíaco, el recuerdo de la infancia cobra especial resonancia, la etapa de la felicidad perdida, su obra queda como un gran ejemplo de la relevancia de la lengua española, ya que su obra ha sido traducida a múltiples lenguas y ha interesado a muchos estudiosos extranjeros de la literatura española.

 

    Se ha convertido en un referente fundamental para muchos poetas, como Jaime Siles, Vicente Gallego, Carlos Marzal y otros que han destacado su legado y la ineludible necesidad de conocer su obra a todos los amantes de la poesía y a todos aquellos que se acerquen a la lengua española, ya  que su léxico es enriquecedor y supone un interesante acercamiento a todos aquellos que, fascinados por la poesía, quieren conocer el español, desde el mundo de la palabra poética.

   Brines sigue presente, mientras otros poetas de su Generación han culminado ya su obra o han muerto, dejando una obra de gran calado existencial y de necesario estudio para todo investigador de la poesía de posguerra (Valente, Gil de Biedma, Ángel González). El poeta valenciano sigue siendo reconocido, premiado  y, sin duda alguna, queda todavía, pese a que él ha confesado en algunas ocasiones que ha puesto fin a su obra, el último libro, donde resuma todo lo que ya nos ha legado en libros anteriores, donde la poesía, su latido, nos llegue de forma definitiva, siendo ya un referente para futuros poetas y críticos de poesía.

    Sin duda alguna, Francisco Brines nos llega al corazón, penetra con su reflexión vital en nuestras emociones, convirtiendo su obra en un lugar de encuentro con la palabra verdadera, desde el niño que fue al hombre que lamenta su pérdida, la de la inocencia, en una clara armonía con el mundo, cuya hermosura es cantada con alegría y tristeza al mismo tiempo, todo un maestro de la poesía contemporánea.

 

 

BIBLIOGRAFÍA:

 

Brines, Francisco: Poesía Completa (1960-1997). Tusquets, Barcelona, 1997.

 

Cañas, Dionisio: “Francisco Brines, plenitud y entusiasmo de un canto otoñal”, Ínsula, núm. 485-486, 1987.

 

Cernuda, Luis: Antología poética, edic, de José María Capote, Cátedra, Madrid, 1987.

 

Gómez Toré, José Luis: La mirada elegíaca, El espacio y la memoria en la poesía de Francisco Brines,  Pre-Textos, Valencia, 2002

 

Martín, Francisco José: El sueño roto de la vida. Aitana editorial, Altea, 1977.

 

Pujante, David: Belleza mojada (La escritura poética de Francisco Brines), Renacimiento, Sevilla, 2004.

 

Olivio Jiménez, José: La poesía de Francisco Brines, Renacimiento, Sevilla, 2001.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Presocráticas del XXI

24 de septiembre de 2015 12:27:37 CEST

“Se posan en olas de nieve, muy quietas, vuelan por dentro, quedan varadas en esta orilla que nunca existe“, escribe Esther Ramón (Madrid, 1970). Pero, ¿quienes vuelan por dentro, posadas sobre la nieve…?

Tanto Esther, como Lila Zemborain (Buenos Aires, 1955), han compuesto sus recientes poemarios en condiciones extremas de frío, que las abocaron a una quietud atenta. En cuanto a “esta orilla que nunca existe donde quedan varadas, es, sin duda, la orilla de esa terra incógnita que cada una ha ido abriendo a golpes de palabra.  Me refiero a la sorpresa de descubrir en el sexto libro de Esther Ramón, Desfrío, un paisaje en el que para entrar a fondo, has de rehacerlo vocablo a vocablo con tu imaginación, como un ciego que asiste a un filme sonoro.

¿Por qué? Porque no hay un “yo lírico” para guiarte por un paisaje que sea mero reflejo de su estado de ánimo –como querían los románticos-, sino un mundo inaudito, pululante de voces de la naturaleza, donde las palabras se emiten desde otro lugar. Así, las piedras cuentan memorias de imantación, y las plantas dejan oír el silencio de su rumiar sin boca. O un pájaro desobediente –quizás tú mismo, lector- desoye a la bandada, no migra y solitario pasta la nieve.

El yo poético -confirma Esther Ramón- ya no surge directamente de la emoción de un yo, sino que a veces se configura formando una estructura determinada, requiriendo en cada libro un "cuerpo" distinto, un mundo para explorar. Pienso en sus anteriores títulos que aluden a otras tantas materias, sustancias, elementos de la naturaleza: Tundra, Reses, Grisú, Sales, Caza con hurones

Desde esa premisa común: convertir al yo poético a la vez en territorio de exploración y en explorador de ese territorio, Lila Zemborain rastrea en su séptimo y crucial libro: Materia blanda (Amargord, 2014), un “cuerpo” ya no mineral o animal, sino humano: la masa de materia blanda del cerebro y su relación con los procesos mentales.

La intriga por conocer aquello que esta debajo y no se ve, pero que digita todos los movimientos –soy “lo que el cerebro me permite ser”- se le impone como una compulsión. Insistente, el tema busca explicitarse a través de la escritura hasta cuajar un ritmo, mediante el cual, con precisión e intensidad van apareciendo las ideas y los vocablos necesarios para decirse.  Muchos de ellos del léxico científico, con los que acuña un lenguaje deudor de Proust y su revelación de que lo abyecto –órganos, glándulas, vísceras- puede ser bello.

Magnética, esa corriente verbal mima el encadenamiento de las sinapsis, para develar los atavismos y pasiones de la mente. Con ello, crea un poema de sorprendente fuerza y belleza, dividido en cuatro cantos, como si de una presocrática del siglo XXI se tratara.

 

 

Esther Ramón, Desfrío, Varasek ediciones, Madrid 2015  y Lila Zemborain, Materia blanda, Amargord, Madrid 2014.   

Escrito en Sólo Digital Turia por Noni Benegas

Sebastião Alba, el vagabundo ilustrado

24 de septiembre de 2015 12:04:03 CEST

Sebastião Alba, seudónimo de Dinis Albano Carneiro Gonçalves, nace en la bella ciudad de Braga, noroeste de Portugal, el 11 de marzo de 1940. En 1949, junto a su familia, emigra a Mozambique, país en el que vivirá durante 35 años y donde ejercerá de profesor, periodista e incluso político. En 1965 publica Poesias, su primer libro, tras el que siguen O ritmo do presságio (1974) y A noite dividida (1982). Desengañado con la situación política de Mozambique, en 1983 regresa a su ciudad natal, iniciando una vida de auténtica bohemia y voluntario vagabundaje, durmiendo en estaciones de autobuses, pensiones miserables o casas de amigos. La poesía de Alba, al igual que su vida, es un elogio y una reivindicación de la libertad, de la libertad de la palabra poética: la originalidad de sus poemas radica en un feliz equilibrio entre la rigurosa sobriedad de su estructura y el impulso musical, telúrico e inefable del que nacen; en la búsqueda lograda de una palabra limpia, despojada de barreras ideológicas o sociales, nueva y primitiva a la vez, sin miedo a los abismos. Tras publicar en 1996 su poesía completa en la editorial lisboeta Assírio & Alvim, el 14 de octubre de 2000, a las siete de la mañana, en Braga y tras una de sus frecuentes borracheras, Sebastião Alba es atropellado, falleciendo en el acto; poco antes de morir, y a modo de premonición, Alba le había entregado un papel a su amigo Vergílio Alberto Vieira, también escritor, en el que le decía: “si encuentran muerto a tu hermano Dinis, el expolio es fácil de verificar: dos zapatos, la ropa sobre el cuerpo y algunos papeles que la policía no entenderá”; tratemos de apreciar este ramillete de poemas, cuya traducción es de mi autoría y que, hasta donde llegan mis investigaciones, supone la primera aproximación a la poesía de Sebastião Alba en lengua castellana.

 

 

NADIE AMOR MÍO

 

Nadie amor mío

Nadie conoce el sol como nosotros

Pueden utilizarlo en los espejos

borrar con él

los barcos de papel de nuestros lagos

lo pueden obligar a detenerse

a la entrada de las casas más bajas

pueden hacer incluso

que la noche gravite

del mismo lado hoy

Pero nadie amor mío

nadie conoce el sol como nosotros

Hasta que el sol degüelle

el horizonte en el que uno por uno

nos recuestan

vendándonos los ojos.

 

 

EL LÍMITE DIÁFANO

 

Me muevo en los bastidores de la poesía,

y me ruborizo si la escucho levemente.

Pero el pan de cada día

por la noche está consumido,

y la siguiente alborada

baña sus escorias.

¡Palco apenas el de mi muerte,

si fuese en la cama!,

con su aseo sin derramamiento…

El lado del que duermo

es un límite diáfano:

allí los versos espigan.

Eso me basta. Despierto

antes de que la mies quede madura

y en la extensión planeen,

de Van Gogh, los cuervos.

 

 

SEGURO DE QUE VUELVES, CANCIÓN

 

Seguro de que vuelves, canción,

a incierta hora,

espero, como quien vive

solo, la visita.

 

Sé, por señales y ángeles y desviados,

que brotas de los sueños desolados

en flores en el suelo.

 

Apenas flores, ni siquiera nimbos en la solapa.

Flores para la mesa,

con el olor de la certeza

de agua, vino y pan.

 

Apenas flores y tú,

oh mi amor sin nombre,

y nuestro doble hambre

de un niño desnudo.

 

 

COMO LOS OTROS

 

Como los otros discípulo de la noche

frente a su cuadro negro que es

exterior a la música desnudo el reflejo

soy uno y deslustrado

 

Me doy las manos en el estrecho

pasaje de los días

por el café de la ciudad adoptiva

los pasos discordando

incluso entre sí

 

Las cosas son su morada

y hay entre mí y mí un oscuro limbo

pero es en esa disyunción el istmo de la poesía

con sus grutas sinfónicas

en el mar.

 

 

NECESITO CUALQUIER OBJETO

 

Necesito cualquier objeto de los tuyos, una cosa de la que ya te puedas deshacer, pero que haya sido tuya, para llevar conmigo, en estos días.

No recuerdo si te conté que el escritor norteamericano Ernest Hemmingway andaba siempre con una pata de conejo en el bolsillo. Los antepasados de tu padre, los míos, eran magos, brujos, fetichistas.

Déjalo ahí en la puerta, he de verlo, querida.

Vendré siempre con una carta para ti. Cuando no venga, será porque las campanas de Braga me estaban ensordeciendo, y fui a dar una vuelta.

Toma aquí el rocío y la rosa, amor mío.

 

 

NO SOY ANTERIOR A LA ELECCIÓN

 

No soy anterior a la elección

o nexo del oficio

Nada en mí comenzó por un acorde

Escribo con saliva

y el hollín de la noche

en medio del mobiliario

indesviable

atento a la efusión

de la niebla en la sala.

 

 

DEJA QUE ENTREN EN EL POEMA

 

     Una palabra que está siempre en la boca se convierte en baba.

         Proverbio burundés

 

Deja que entren en el poema

algunos clichés.

 

Sometidos a la experiencia inefable,

su carga (¿eléctrica?)

desaparecerá.

 

No hay una fosa común para las palabras

decaídas,

un diccionario en el infierno;

 

deja apenas que afloren

a la claridad,

y nada les insufles. Mira:

 

no soportan la belleza

que las circunda, se abisman

en su ridículo.

 

 

COMO SI EL MAR

 

Quiero la muerte sin un defecto.

Sin planos blancos.

Sin que luces minúsculas se apaguen

dentro de los ruidos.

Tampoco la quiero providencial,

con un ángel vengador y secretísimo

al fin posado.

Ninguna mitología. Ninguna

complacencia poética. Del tipo: como si el mar

me soplase en los oídos… etc.

Sino súbita y civil,

con reparticiones abiertas,

comercio, la luz graduada

en las altas paredes

de un buen día sonoro.

 

 

ÚLTIMO POEMA

A Jorge Viegas

 

En estos lugares desguarnecidos

y en lo alto limpios en el aire

como las bocas de los túmulos

¿de qué nos sirve ya pulir más símbolos? 

 

¿De qué nos sirve ya en los tejados

acanalar las aguas de gritos

y con ellos barrer el cielo

(o con los haces de luar que devolvemos)?

 

¿Es o no es el último vuelo

bíblico de la paloma?

 

Que sin horizonte esperamos

en nuestro arca donde hace ya milenios se acumulan

las ramas podridas de la esperanza.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

Poemas

18 de septiembre de 2015 11:34:44 CEST

Eugenio Montale nació en Génova en 1896 y murió en Milán en 1981.

Entre otros libros, ha publicado: Ossi di sepia, Le occasioni y La bufera e altro.

En español: Las ocasiones, Ediciones Igitur, Montblanc, Tarragona, 2006.

 

 

 

 

 

 

 

UN POETA

Poco hilo me queda, pero espero hallar el modo

de dedicar al próximo tirano

mis pobres cármenes. No me pedirá que me abra las venas

como Nerón a Lucano. Querrá una alabanza espontánea

surgida de un corazón agradecido

y la tendrá en abundancia. Podré igualmente

dejar huella duradera. En poesía

lo que cuenta no es el contenido

sino la Forma.

 

DUERMEVELA

El sueño tarda en venir

luego me llegará sin preaviso.

Afuera debería suceder algo

para demostrarme que el mundo existe y que

los supuestos vivos no están todos muertos.

Los aculturizados, los poetas, los locos,

los coches, los negocios, las opiniones,

¡qué nauseabunda olla podrida!

¡Y yo allí dentro metido hasta los pelos!

Esta vez la piedad vence a la risa.

 

PARA TERMINAR

Recomiendo a mis herederos
(si es que existen) en cuestiones literarias,
lo que es improbable, que hagan
una buena hoguera con todo lo que atañe
a mi vida, mis hechos y no hechos.
No soy un Leopardi, dejo poco para quemar
y ya es demasiado vivir a porcentaje.
Viví al cinco por ciento, no aumentéis
la dosis. Con demasiada frecuencia, en cambio, llueve
sobre mojado.


NO ME CANSO…

No me canso de decirle a mi entrenador:
tira la toalla,
pero él no oye nada porque ni en el ring ni fuera
jamás se lo ha visto.
Quizá, a su manera, trata de salvarme
del deshonor. Que se preocupe tanto
por mí, el idiota, o yo sea su bufón
me tiene en vilo entre la gratitud
y la furia.

 


EL

Los críticos repiten,
despistados por mí,
que mi es una institución.
Si no fuera por mi culpa sabrían
que en mí los muchos son uno aunque aparezcan
multiplicados por los espejos. Lo malo
es que el pájaro apresado en la red
no sabe si él es él o uno de sus demasiados
duplicados.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Eugenio Montale

Poemas

26 de agosto de 2015 13:59:14 CEST

Amerigo Iannacone nació en 1950 en Venafro (Isernia, Molise), donde reside.
Entre otros libros, ha publicado: L’ombra del carrubo, Semi y Oboe d’amore.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

QUIZÁ JAMÁS...

Quizá jamás 
me abandone
el pensamiento de ti.

Querría que jamás
me abandonara
el pensamiento de ti.


ESTÁS EN EL AIRE...

Estás en el aire en los paseos
en los muros en el viento
en el vuelo de los pájaros
en el firmamento
en las policromadas alas
de las mariposas.
Estás en los prados de alrededor
húmedos de rocío,
en los olivos serenos
que te vieron el último día.

 

BAJO UNA CRUZ...

Bajo una cruz,
discreta, pero constante,
está tu voz muda.
Está viva,
y desde el lejano misterio de la muerte
llega
al corazón ignorante
y señala el camino.


QUÉ ALBOROTO...

Qué alboroto por la mañana
los pájaros en el algarrobo:
despiertan a toda la familia.
Pero tú, que duermes en otra parte,
no te despiertas.


Y LUEGO VENDRÁ...

Y luego vendrá
otro verano
y ya no te veré
a la sombra del algarrobo,
no me pedirás un periódico
cualquiera
—aunque sea de ayer—,
no irás a mi biblioteca
a coger
un libro al azar,
quizá de poesía,
quizá de historia, quizá
de filosofía.

Y ya no serás
el primer lector
de mis banales escritos,
cada vez más inútiles.

 

ESPERO...

Espero

verte entrar de repente,

como cuando venías para estar

un momento con nosotros

y nosotros, absorbidos por las cosas más banales,

por los papeles

por el periódico

por la televisión,

no te prestábamos

ninguna atención.

 

YA SÉ QUE NO ESTÁS...

Ya sé que no estás

pero no puedo dejar

de volverme a mirar cuando paso

por delante de tu habitación.

Y te veo.

Te veo en las actitudes verdaderas

que me resultaban

tan habituales

que no te veía

cuando estabas.

Escrito en Sólo Digital Turia por Amerigo Iannacone

Un buen hijo

26 de agosto de 2015 12:18:04 CEST

UNA ESTIMULANTE NOVELA DE FORMACIÓN


Pascal Bruckner, filósofo, ensayista y novelista francés, nació en París en 1948, en el seno de una familia mitad protestante, mitad católica. La vida de Pascal Bruckner está marcada por la contradicción y el espíritu provocador. Ahora, la editorial Impedimenta acaba de traducir uno de sus libros más sugerentes y descarnados: Un buen hijo. Se trata de una estimulante novela de formación en la que Pascal Bruckner nos plantea, a través de su propia biografía, un recorrido por la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XX.

Un buen hijo es la historia de un amor imposible. El amor a un individuo despreciable. Un fascista autoritario y mujeriego que es a la vez un hombre culto y de firmes convicciones, y que resulta ser el padre del propio Bruckner. Semejante conflicto filial da paso a una maravillosa novela de formación, personal e intelectual, de quien es uno de los escritores más sólidos y controvertidos del panorama actual de las letras francesas. El hijo adulto se enfrenta en primera persona y sin ningún tipo de máscara narrativa a un personaje por el que siente, a un tiempo, rechazo y compasión, en un relato que nace del odio pero que va adquiriendo un inesperado y reconfortante tinte de ternura. Semejante giro acaba por sorprender al propio narrador. Bruckner no puede culminar su particular condena al padre, y ve cómo el inspirador rencor de partida se va derritiendo para dejar paso a un tímido cariño, que no comprensión, y a la certeza definitiva de que no es posible juzgar de forma absoluta los comportamientos ajenos.

Pascal Bruckner. Un buen hijo. Impedimenta, 2015.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pascal Bruckner

POEMAS

7 de julio de 2015 09:31:38 CEST

 

 

Dino Campana nació en Marradi (Florencia) en 1885 y murió en San Martino alla Palma (Florencia) en 1932.
Ha publicado: Canti orfici.
En español: Cantos órficos y otros poemas, DVD Ediciones, Barcelona, 1999.

 

 

 

 

 

 

 

 


  LA QUIMERA

No sé si entre rocas tu pálido
Rostro se me apareció, o sonrisa
De lejanías ignoradas
Fuiste, inclinada la ebúrnea
Frente fulgente, oh joven
Hermana de la Gioconda:
Oh de las primaveras
Apagadas por tus míticas palideces
Oh Reina, oh Reina adolescente:
Mas por tu ignoto poema
De voluptuosidad y dolor
Música muchacha exangüe,
Marcado con una línea de sangre
En el círculo de los labios sinuosos,
Reina de la melodía:
Mas por la virgen cabeza
Reclinada, yo, poeta nocturno
Velé las vívidas estrellas en los piélagos del cielo,
Yo por tu dulce misterio
Yo por tu devenir taciturno.
No sé si la pálida llama
De los cabellos fue el vivo
Signo de su palidez,
No sé si fue un dulce vapor,
Dulce sobre mi dolor,
Sonrisa de un rostro nocturno:
Miro las blancas rocas, los mudos manantiales de los vientos
Y la inmovilidad de los firmamentos
Y los henchidos arroyos que van llorando
Y las sombras del trabajo humano encorvadas allá en las gélidas colinas
Y aún por tiernos cielos lejanas y claras sombras fluyentes
Y aún te llamo, te llamo Quimera.

 


 FURIBUNDO


Yo la había abrazado.
Mientras afanoso por las ciegas ebriedades
En el umbral ciego iba a tientas
Y rápidos golpes repetía
Sobre la puerta de los eternos deleites:
De pronto, sobre mi espalda
Se alzó y volvió a caer martilleando sordo
Y rítmico su pie. Fue el recuerdo
Del instante fugaz, en la plenitud
Fantástica el llamado de la muerte.
Ardiendo desesperadamente entonces
Redoblé mis fuerzas ante aquel llamado
Fatídico y jadeando traspasé
La morada de la nada y de la ebriedad, altivo
Penetré, con fervor, alta la frente
Empuñando la garganta de la mujer
Victorioso en la mística fortaleza
En mi patria antigua, en la gran nada.

 

 

 EL VENTANAL

La humeante noche de verano
Desde el alto ventanal vierte claridad en la sombra
Y me deja en el corazón un sello ardiente.
Pero ¿quién (en la terraza sobre el río se enciende una lámpara), quién,
A la Virgencita del Puente, quién es, quién es el que le ha encendido la lámpara? — hay
En la habitación un olor a podredumbre: hay
En la habitación una desfalleciente llaga roja.
Las estrellas son botones de nácar y la noche se viste de terciopelo:
Y tiembla la noche fatua: es fatua la noche y tiembla pero hay
En el corazón de la noche hay,
Siempre una desfalleciente llaga roja.

 


 BUENOS AIRES


El buque avanza lentamente
Entre la niebla gris de la mañana
Sobre el agua amarilla de un mar fluvial
Aparece la ciudad gris y velada.
Se entra en un puerto extraño. Los emigrantes
Enloquecen y se enfurecen agolpándose
En la áspera ebriedad de la inminente lucha.
Desde un grupo de italianos vestido
De manera ridícula, a la moda
Bonaerense, arrojan naranjas
A los paisanos alterados y vociferantes.
Un muchacho de porte ligerísimo
Prole de libertad, pronto a lanzarse
Los mira con las manos en la faja
Multicolor y esboza un saludo.
Pero gruñen feroces los italianos.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Dino Campana

"Poemas"

29 de junio de 2015 11:31:54 CEST

Sibilla Aleramo nació en Alessandria (Piamonte) en 1876 y murió en Roma en 1960.
Entre otros libros, ha publicado: Selva d'amore, Aiutatemi a dire y Gioie d’occasione.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


OTRA VEZ MARZO NOS ENCUENTRA

Otra vez marzo nos encuentra,
es de nuevo primavera,
otra vez con sus cielos leves,
la tierna luz y la fragancia del viento,
y aquello que nos une,
arcana claridad
antiguo es, y no obstante joven,
dulce temblor de aire
y quieta voluntad del hado
juntos nos mantiene, y marzo nos encuentra,
una vez más es primavera.

 

UN DON ERAS DE LOS DIOSES

Imágenes resurgen en el viento,

nuevo el tiempo regresa,

un don eras para la vista y el corazón

cuando desnudo corrías por el estadio desierto

en las mañanas de Delfos,

alta la frente al viento de abril,

como una pura estrofa

sonreías a los Dioses,

sobre mí feliz

los dulces ojos posabas

más que abril alegres,

en la gran luz de la primavera

un don eras de los dioses... 

 

GRAVE, PERO COMO UNA ARDIENTE MÚSICA

Grave, pero como una ardiente música,
este latir fuerte de tu vida,
y ver reflejada en tu mirada
el alma que ya tuve en mi juventud,

este sentirte himno y ala y luz
en el mundo que divino quieres recrear,
grave a mi corazón
este revivir en ti mi antigua fábula,

pero como una ardiente música.

 


HE VUELTO A SER BELLA...

He vuelto a ser bella
y quizá sea éste mi último otoño.
Más bella que cuando le gusté en el sol,
bella, y vana a sus ausentes ojos,
como una hoja de sombra...
Pero algunas noches,
en el silencio que ya no turba el llanto,
invocada me siento
con desesperada sed
por su boca lejana...

Escrito en Sólo Digital Turia por Sibilla Aleramo

Poemas

5 de junio de 2015 14:05:49 CEST

Salvatore Quasimodo nació en Modica (Ragusa, Sicilia) en 1901 y murió en Nápoles en 1968.
Entre otros libros, ha publicado: Giorno dopo giorno, La vita non è sogno y La terra impareggiabile.

 

 

A UN POETA ENEMIGO
 

Sobre la arena de Gela color de la paja

me tendía de niño a la orilla del mar

antiguo de Grecia con muchos sueños en los puños

apretados y en el pecho. Allí Esquilo exiliado

midió versos y pasos desconsolados,

en aquel golfo árido el águila lo vio

y fue el último día. Hombre del Norte, que me quieres

mínimo o muerto para tu paz, espera:

la madre de mi padre tendrá cien años

en la nueva primavera. Espera: que yo mañana

no juegue con tu cráneo amarillo por las lluvias.

 

 


DE LA RED DEL ORO

De la red del oro cuelgan arañas repugnantes.

 



Y DE PRONTO ANOCHECE

Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol:
y de pronto anochece.

 



EN LAS FRONDAS DE LOS SAUCES

¿Y cómo podíamos cantar
con el pie extranjero sobre el corazón,
entre los muertos abandonados en las plazas
sobre la hierba dura de hielo, ante el lamento
de cordero de los niños, ante el alarido negro
de la madre que iba hacia su hijo
crucificado en el poste del telégrafo?
En las frondas de los sauces, como ex votos,
también nuestras liras estaban colgadas,
oscilaban leves bajo el triste viento.

 

 

Traducción de Carlos Vitale

Escrito en Sólo Digital Turia por Salvatore Quasimodo

Poemas

25 de mayo de 2015 12:57:36 CEST

 

Traducción de Carlos Vitale

 

Cesare Pavese nació en 1908 en Santo Stefano Belbo (Cuneo, Piamonte) y murió en Turín en 1950.
Entre otros libros, ha publicado: Lavorare stanca, Verrà la morte e avrà i tuoi occhi y La luna e i falò.

 

 

 

 

 

 

 

 

MUJERES APASIONADAS

En el crepúsculo las muchachas descienden al agua,
cuando el mar se desvanece, extenso. En el bosque
cada hoja se agita, mientras emergen cautas
sobre la arena y se sientan en la orilla. La espuma
hace sus juegos inquietos, a lo largo del agua remota.

Las muchachas temen a las algas sepultadas
bajo las olas, que aferran las piernas y los hombros:
cuanto está desnudo del cuerpo. Suben rápidas a la orilla
y se llaman por sus nombres, mirando a su alrededor.
También las sombras sobre el fondo del mar, en las tinieblas,
son enormes y se las ve moverse, inciertas,
como atraídas por los cuerpos que pasan. El bosque
es un refugio tranquilo, en el sol poniente,
más que el pedregal, pero a las oscuras muchachas les agrada
estar sentadas al aire libre, en la sábana recogida.

Están todas acurrucadas, apretando la sábana
contra las piernas, y contemplan el mar extenso
como un prado al crepúsculo. ¿Se atrevería ahora
alguna a tenderse desnuda en un prado? Desde el mar
saltarían las algas, que rozan los pies,
para agarrar y envolver el cuerpo tembloroso.
Hay ojos en el mar, que se vislumbran a veces.

Aquella desconocida extranjera, que nadaba de noche
sola y desnuda, en las tinieblas cuando cambia la luna,
desapareció una noche y ya no volverá.
Era alta y debía de ser blanca deslumbrante
para que los ojos, desde el fondo del mar, llegaran hasta ella.

 


LA CASA

El hombre solo escucha la voz calma
con los ojos entornados, como si un suspiro
le soplara en el rostro, un suspiro amigo
que se remonta, increíble, desde el tiempo pasado.

El hombre solo escucha la voz antigua
que sus padres, en otros tiempos, han oído, clara
y recogida, una voz que como el verde
de las charcas y de las colinas se oscurece al atardecer.

El hombre solo conoce una voz de sombra,
acariciadora, que brota de los tonos calmos
de un manantial secreto; la bebe abstraído,
ojos cerrados, y no parece que la tuviera al lado.

Es la voz que un día ha detenido al padre
de su padre, y a todos los de la sangre muerta.
una voz de mujer que suena secreta
en el umbral de casa, al caer la noche.


TIERRA ROJA…

Tierra roja, tierra negra,
tú vienes del mar,
del verde árido,
donde existen palabras
antiguas y fatiga sanguínea
y geranios entre la grava –
no sabes cuánto traes
de mar, palabras y fatiga,
tú, rica como un recuerdo,
como el campo yermo,
tú, dura y dulcísima
palabra, antigua por la sangre
recogida en los ojos;
joven, como un fruto
que es recuerdo y estación –
tu aliento reposa
bajo el cielo de agosto,
las olivas de tu mirada
endulzan el mar,
y tú vives, revives
sin sorprender, segura
como la tierra, oscura
como la tierra, molino
de estaciones y de sueños
que a la luna se descubre
antiquísimo, como
las manos de tu madre,
el cuenco del brasero.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Cesare Pavese

El amor necesita miradas de terceros

8 de mayo de 2015 13:19:07 CEST

"Debemos buscar un tercero que nos mire, nos envidie y nos reproche. Entre dos personas solas el amor no es posible...". Así se interrumpe uno de los textos más importantes jamás escritos acerca de la pasión amorosa, acerca de su insostenible afán de absoluto, acerca de la totalidad que arranca de cualquier otra realidad: el fragmento Viaje al paraíso incluido en la parte inconclusa de El hombre sin atributos de Robert Musil.

 

Como en el texto musiliano -obra maestra en la obra maestra- también en La tercera persona, de Álvaro de la Rica (Ediciones Alfabia, 2012), la presencia de un tercero en el amor no tiene nada que ver con el rancio ménage à trois ni con ninguna resabiada transgresión erótica. Es la intensidad de un amor total, el absoluto de un amor que, en Musil, necesita de una relajación; tiene necesidad del mundo, de su relatividad y de su banalidad, es decir, de terceras personas que, precisamente porque son extrañas a la incandescente plenitud de Eros, ayudan a encontrar aquella indiferente costumbre cotidiana que no se puede dejar de lado, porque no se puede estar siempre en la cumbre y en el corazón de la vida, en lo esencial, como tampoco se puede permanecer estable en una perfecta tensión mística.

 

Más allá de la incomparable grandeza de Musil, la intensa y potente novela de Álvaro de la Rica afronta con fuerza poética y con sobriedad el tema del amor y de su relación con aquella tercera persona que siempre es el mundo respecto a Eros. Nacido en 1965 en Madrid y profesor en la Universidad de Navarra, Álvaro de la Rica es un escritor agudo y original, autor de ensayos interesantísimos (como uno fundamental acerca de Kafka) y de una novela, como la reciente No te vayas sin mí, que vuelve sobre el tema de la cercanía/lejanía del amor y, además, retoma explícitamente La tercera persona, que se convierte aquí casi en el prólogo de una historia más vasta. Libros invadidos por una profunda humanidad, por una pietas religiosa y desprejuiciada, por un sentido de la sagrada, dolorosa y apasionada condición humana, todo ello expresado con una concisa precisión estilística.

 

La tercera persona se articula en tres partes. En la primera, la historia de dos amantes encuentra un oyente en un casual vecino de mesa en un bistró, aquel "otro" sin el cual nuestras historias no existirían, porque una historia no contada y no escuchada por nadie es como si no existiese. Aquel tercero es el mundo que devuelve como un eco las historias que le llegan; eco que se enreda con las otras voces creando un coro o, por lo menos, un contracanto, un diálogo en el que esas voces, las palabras, los sentimientos y las cosas adquieren un significado posterior.

 

En los dos capítulos que siguen, una mujer le habla a un hombre y el hombre le habla a la mujer de su historia conjunta, de su vínculo estrecho y frágil, del tercero que ha entrado en sus vidas interponiéndose entre ellos.

 

También en estas páginas, como en No te vayas sin mí, Álvaro de la Rica se adentra en los meandros de la existencia en los que, entre los amantes -que querrían ser una sola cosa pero no pueden lograrlo, por causas tanto externas como internas, y que tal vez no resistirían el hecho de ser auténticamente una sola cosa- se introduce alguien o algo que los coloca en un camino que, tal vez, es el humanamente más justo.

 

Il Corriere della Sera, 13 de agosto de 2014.

Traducción al castellano de Victor Balcells Mata

Escrito en Sólo Digital Turia por Claudio Magris

Poemas

8 de mayo de 2015 13:12:10 CEST

GERARDO VACANA

 

 

Gerardo Vacana nació en 1929 en Gallinaro (Frosinone, Lacio), donde reside. Entre otros libros, ha publicado: Variazioni sul reale, Taccuino greco e altri versi y L’orto.En español: Variaciones sobre lo real, La Poesía, señor hidalgo, Barcelona, 2002; Cuaderno griego y otros poemas, El otro el mismo, Mérida, Venezuela, 2007; y La luz muy temprano, Fundación Inquietudes-Asociación Poética Caudal, Madrid, 2012. En catalán: Quadern grec i altres poemes, Emboscall Editorial, Barcelona, 2011.

 

 

 

 

 

 

 

 

 



                                      EXISTIR ES RESISTIR

Existir es resistir.
Siempre.
No sólo al ocupante.

Resistir también en la paz:
a los males al mal.
De por vida.




                        INDECIBILIDAD DE LO VERDADERO

Sólo lo inicial
lo intacto
lo no dicho
es verdadero
es exacto.



                                             SOBRE LA POESÍA

No se niega el sabor
de las castañas. Al contrario.
(Se alcanza con algún esfuerzo:
es preciso pasar
por el erizo y la doble corteza.)
¿Pero por qué negar valor
a las dulces pulpas,
que se ofrecen inmediatas
al disfrute, al mordisco? 



                                             EL MURO A SECO 

El muro a seco detrás de casa
esconde entre piedra y piedra
serpientes y caracoles en abundancia.
Nosotros no lo demolemos,
ni rellenamos los espacios vacíos
con cemento.
Nos persuade su belleza
—todo de piedra viva
y obra de una excelente mano—,
nos quedamos con sabiduría
nutrición y espanto.


 

 

                    EL ACONTECIMIENTO EN BUSCA DE AUTOR

 

El acontecimiento grande o mínimo

pasa por mil bocas distraídas

sufre mil tergiversaciones

pero reclama verdadera atención

busca un paso

entre gente resuelta, indiferente,

llega hasta ti

atenta, inquieta desembocadura

terminal doliente.

 

Por más esfuerzos que haga

tu mente (mente, no mar)

no le devolverá

la original pureza

la inicial, intacta verdad. 

Traducción: Carlos Vitale

Escrito en Sólo Digital Turia por Gerardo Vacana

   El mundo es un espejo donde vamos completando nuestra vida, un lugar donde nos hacemos y nos deshacemos en miradas que vuelven a nosotros, son nuestra infancia, el edén perdido, aquel paraíso que la vida, en su indigencia, nos ha ido negando.

   Crecer es asombrarse, hacer de cada respiración un espacio de reflexión, por ello, la obra de Claudio Magris, ensayista nacido en Trieste en 1938, hombre de gran calado intelectual, catedrático de literatura germánica en la Universidad de Trieste, traductor de Ibsen, Kleist, Schnitzler, creador de El Danubio, El anillo de Clarisa, Otro mar, Microcosmos, Utopía y desencanto o El infinito viajar, entre otras obras, es un viaje por los sentidos, cada lugar que contempla es un paisaje donde vive el recuerdo de una Europa que ha desaparecido para siempre, un espacio que nunca podremos olvidar.

    En El Danubio, la prosa de Magris lo cincela todo, como un buen escultor, nos ofrece el paraíso de los lugares donde ha amado, Praga, la Antigua Baviera, la Selva Negra, todo es un edén por descubrir, el escritor mira y se detiene en cada pasaje, inventa así el mundo, le da forma, esculpe con su prosa un escenario de estatuas intemporales que prevalecen al tiempo, no mueren nunca.

   En Microcosmos, tenemos al prosista que pinta los paisajes que ve, como podemos ver en Café San Marcos, principio del libro, en el fragmento que cito: “El San Marcos es un arca de Noé, donde hay sitio, sin prioridades ni exclusiones, para todos, par toda pareja que busque refugio cuando fuera llueve a cántaros y también para los que carecen de pareja”.

    El lugar para la compañía, pero también para los detalles, de este fino prosista, que hace del ensayo una novela, porque la descripción está cincelada a la página, nos llega con su corporeidad: “La gente entra y sale del Café, a sus espaldas las hojas de la puerta continúan oscilando, una leve bocanada de aire hace ondear el humo estancado. La oscilación tiene cada vez un aliento más corto, un latido más breve. En el humo flotan franjas de polvillo luminoso, espiras de serpentinas se desarrollan lentamente”.

   Hay en Magris un deseo de describir, de que el lector vea cada paisaje, pero no elude la reflexión, la intelectualidad que hay detrás de cada mirada, un eco que persiste en el alma del que viaja, como nos deja claramente en este Microcosmos: “La vejez es una exuberancia caótica; vida que crece destruyendo su propia forma y muere por exceso”.

     En Utopía y desencanto, un libro magistral, el escritor habla de la literatura y de muchos escritores, el libro es un deleite de sabiduría, de saber mirar el mundo, de diagnosticar los problemas que nos asolan, aquello que hemos perdido, ese espacio de tiempo que ya es recuerdo, las voces que ya no llevan ecos, los olvidos que perecen en un rincón, cuando era fácil mirar atrás y hacernos más sabios, algo extraño se nos va, un pasado que nos enriqueció, una estirpe que se ha ido alejando, porque el mundo todo lo fagocita, hasta no dejar nada.

  Su visión de la literatura, en este afán de mirar a la literatura y al mundo, como dos espejos, es muy interesante, porque, según Magris, todo está en ella, en ese afán de envolver lo mejor de nosotros para ser contado: “Hay una irresponsabilidad que la literatura reivindica como su derecho inalienable y que protege de la insoportable seriedad de la vida, de sus deberes y sus atosigamientos, recordando que es necesario asistir a clase, pero también hacer novillos”.

     Es en la literatura donde vive el afán de dibujar otra realidad, donde quepa el sentido del humor, donde lo trascendente no lo sea y donde lo banal pase a primer plano, la mirada del escritor escruta el mundo y lo define, como si fuese un entomólogo.

    Y en El infinito viajar, otro libro esencial, nos dice que el viaje supone el reencuentro consigo mismo, pero también la pincelada necesaria para fundamentar su vida, es el viaje un eco que viene de lejos, de otros que viajaron antes y de otros que lo harán después, en esa simbiosis de mundos que se encuentran, el viaje es un caleidoscopio donde el hombre se mira hacia la eternidad, solo en el viaje uno vive del todo y para siempre, se hace inmortal, porque el viajero conoce que el paisaje lo bautiza y le hace nacer de nuevo, cada país es un nuevo nacimiento, una nueva alborada: “No me basta con viajar solo en la cabeza porque me interesan las personas y las cosas, los colores y las estaciones, pero me resulta difícil viajar sin el papel, sin libros que poner delante del mundo como un espejo, para ver si se confirman o se desmienten recíprocamente. Hay dos tipos de libros que el viajero puede llevar consigo: los escritos por autores que expresan el genuis loci, que lee para comprender mejor la realidad desconocida en la que se adentra, y los escritos por autores llegados desde lejos sabiendo poco, como él mismo, sobre aquellos lugares y que lee para comprender cómo los miraron otros por primera vez”.

     Sin duda, el libro que se lleva en el viaje y el que se va creando en el interior, porque el viaje invita a escribir, pero también a leer, mirar un paisaje nuevo es esculpirlo con los ojos, es darlo forma, para mostrarlo en un cuadro, en una estatua, en una sinfonía o en un papel. El libro nace en el viaje, porque viene de otros libros, se alimenta de ellos y la literatura copia a la vida y la supera, para que la vida sea también literatura a la vez.

    Sin duda alguna, Magris es un gran pensador y un gran prosista, es consciente del derrumbe de la antigua Europa, como nos dejó claro en El Danubio, pero también es el viajero que vive el mundo como un eco de otro tiempo, de épocas pasadas, historiador de un ayer que aún se presiente en las ciudades amadas, pero es, desde luego, el viajero, que se enamora del mundo, porque cree que literatura y vida son la misma cosa, ambas se nutren a la vez, para configurar el paraíso de la página en blanco.

    Acaba de recibir el Premio de la Feria Internacional de Guadalajara por su obra, es un pensador que hace falta, porque reivindica el pasado para entender el presente, porque nos invita a leer para ser más sabios, con sus estudios de los grandes escritores, Hesse, Goethe, Mann, Kafka, Joyce, para dejar huella en los lectores, para que estos sean más cultos también y sepan decir no a la mentira que rodea el mundo. Nada más y nada menos.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Albada

20 de marzo de 2015 09:44:54 CET

 

Trabajo todo el día, y por la noche bebo.

Despertado a las cuatro, miro la calma oscura.

Tendrán luz las cortinas, despacio, en sus extremos. 

Miro mientras lo que hay ahí sin duda:

la muerte infatigable, hoy un día más cerca,

que no deja pensar más que de qué manera

y dónde y cuándo moriré yo mismo.

Árido interrogante: pero el miedo

a morirse, a estar muerto,

aterroriza y siempre está encendido.

 

Más luz. La mente en blanco. No por remordimiento

-el bien que no ha hecho uno, el amor que no ha dado,

tiempo arrancado intacto-, ni depresión ante esto

de que una sola vida tarde tanto  

en rehuir sus comienzos erróneos, si es que puede;

sino por el vacío total y para siempre,

la segura extinción hacia la que viajamos

a perdernos del todo. A no estar más aquí,

a no estar en ninguna parte y

pronto. ¿Hay algo peor y más exacto?

 

Es un modo especial de tener uno pánico

que no hay trucos que quiten. La religión lo quiso,

brocado musical y apolillado

creado para hacer como que no morimos,

o ese rollo engañoso de que Un ser racional

cómo puede temer lo que no sentirá,

cuando el miedo -no ver, no oir- es ése,

sin tacto, gusto, olfato, nada con que pensar,

nada que amar o con que conectar,

la anestesia total de la que nadie vuelve.

 

Y así está en el umbral de la visión,

vaho borroso y breve, un frío siempre ahí,

que frena cada impulso hasta la indecisión.

Tantas cosas es raro que ocurran: ésta sí.

Y su conciencia nos encorajina

igual que algo que quema, si nos pilla

sin nadie o sin alcohol. Inútil ser valiente,

es decir, no asustar a otros. La bravura

no libra a nadie de la sepultura.

En la muerte da igual quejica o resistente.

 

Poco a poco hay más luz y el cuarto se percibe.

Simple como un ropero esto que sí se sabe,

que siempre hemos sabido, que no puede rehuirse

ni aceptarse. Tendrá que irse una parte.

Los teléfonos, prontos a sonar, laten mientras

en despachos cerrados; toda la indiferencia

amanece del mundo alquilado y complejo.

Blanco como la arcilla está el cielo, nublado.

Habrá que ir al trabajo.

Van de una casa a otra carteros como médicos.

   

    

 

Traducción de Álvaro García

Escrito en Sólo Digital Turia por Philip Larkin

Canción de amor de J. Alfred Prufrock

13 de marzo de 2015 08:36:08 CET

  

                         Si yo creyese que mi respuesta fuese

                                             para alguien que retornare alguna vez al mundo,

             esta llama dejaría de refulgir,

                                              pero como de estas profundidades,

                                       no volvió nadie vivo, si lo que he oído es cierto,

                    sin temor a la infamia, te respondo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vayamos pues, tú y yo,

cuando la tarde se extiende contra el cielo

como un paciente eterizado en una mesa;
vayamos por algunas calles medio desiertas,

retiros murmurantes

de noches sin descanso en hoteles baratos de una noche

y restaurantes de serrín y cáscaras de almejas[i];

calles que se siguen como un argumento tedioso

de intención insidiosa

que te lleva a una pregunta abrumadora…

Ah, no preguntes “¿Qué?”

Vayamos a hacer nuestra visita.

 

En la habitación las mujeres van y vienen

hablando de Miguel Ángel.

 

La niebla amarilla que se frota el lomo con los ventanales,

el humo amarillo que se frota el hocico con los ventanales

lamía con su lengua las esquinas de la tarde,

se paraba en los charcos de las alcantarillas,

dejaba caer sobre su lomo el hollín que cae de las chimeneas,

se resbalaba por la terraza, daba de pronto un salto,

y al ver que era una suave noche de octubre,

se hacía un ovillo junto a la casa y se quedaba dormido.

 

Y es cierto que habrá tiempo

para el humo amarillo que se desliza por la calle

frotándose el lomo con los ventanales

habrá tiempo, habrá tiempo

para  preparar una cara que se encuentre con las caras que uno encuentra,

habrá tiempo para asesinar y crear,

y tiempo para todos los trabajos y días de las manos

que levantan y dejan caer una pregunta en tu plato.

Tiempo para ti y tiempo para mí;

y tiempo aún para mil indecisiones

y para mil visiones y revisiones

antes de tomarse un té y una tostada.

 

En la habitación las mujeres van y vienen

hablando de Miguel Ángel.

 

Y es cierto que habrá tiempo

para preguntarse, “¿Me atrevo?” y “¿Me atrevo?”

Tiempo para volverse y descender por la escalera

con una calva en mitad del pelo.

(Dirán: “¡Cómo se le está cayendo el pelo!”)

Mi chaqué con el cuello firmemente levantado hasta la barbilla,

mi corbata, viva y sencilla, pero sujeta por un simple alfiler-

(Dirán: “¡Pero qué delgados tiene los brazos y las piernas!”)

¿Me atrevo

a perturbar el Universo?

En un minuto hay tiempo

para decisiones y revisiones que un minuto deshará.

Pues ya las he conocido todas, las he conocido todas:

He conocido las noches, las mañanas, las tardes,

he medido mi vida con cucharillas de café;

conozco las voces que mueren con una cadencia mortuoria

bajo la música de una habitación alejada.

Y ¿Cómo podría asumir yo?

 

Y ya he conocido los ojos, los he conocido todos –

los ojos que te fijan en una frase formulada,

y cuando esté yo formulado, estirado en un alfiler,

cuando esté pinchado y retorciéndome en la pared,

entonces ¿Cómo podría empezar

a escupir todas las colillas de mis días y manías?

        ¿Y cómo podría asumir yo?

 

Y ya he conocido los brazos, los he conocido todos–

brazos con brazaletes y blancos y desnudos

(¡pero bajo la luz de la lámpara con pelusa rubia!)

¿Es el perfume de un vestido

el que me hace divagar?

Brazos que se posan a lo largo de  una mesa o se envuelven en un chal.

¿Y debería entonces asumir?

¿Y cómo debería comenzar?

.   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .

¿Digo : he pasado al anochecer por calles estrechas

y mirado el humo que sale de las pipas
de hombres solitarios en mangas de camisa asomados a las ventanas?

 

 

 

Yo tenía que haber sido un par de poderosas pinzas
que se arrastran por el fondo de mares silenciosos.

.   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .

Y por la tarde, ¡la noche duerme tan plácidamente!

suavizada por largos dedos,
dormida, cansada... o haciéndose la enferma

estirada en el suelo, aquí delante de ti  y de mí.

¿Debería yo, después del té y los pasteles y helados,

tener la entereza de forzar el momento de la crisis?

Pero aunque he llorado y  he ayunado, llorado y orado,
aunque he visto mi cabeza (ya un poco calva) servida en una bandeja,
no soy un profeta – ni es que importe;
he visto titilar el momento de mi grandeza
y he visto al eterno lacayo sosteniéndome el abrigo y reírse por lo bajo,
y, en breve, tuve miedo.

 

Y habría valido la pena, después de todo,
después de las tazas, la mermelada, el té,
entre la porcelana, entre las charlas de ti y de mí,
habría valido realmente la pena

haber abordado el asunto con una sonrisa,
haber exprimido el universo en una bola
para hacerla rodar hacia una pregunta abrumadora,

para decir: –“Soy Lázaro que vuelve de entre los muertos,
que vuelve para decíroslo a todos, os lo diré todo”–
Si alguien, poniéndose  una almohada bajo la cabeza ,
dijera: “No es eso lo que yo quería decir en absoluto,
no es eso en absoluto”.

 

 

Y habría valido la pena después de todo,
habría valido la pena,
después de los atardeceres y los rellanos de la puerta y las calles regadas,

después de las novelas, después de las tazas del té, después de las faldas que dejan una  estela al arrastrarse por el suelo
y esto, y cuánto más–
¡ Es imposible decir justo lo que quiero decir!
Pero como si una linterna mágica proyectara los nervios en imágenes sobre una

[pantalla;                                

habría valido la pena
si alguien, colocándose una almohada o quitándose un chal
y volviéndose hacia la ventana dijera:
“No es eso lo que yo quería decir en absoluto,
no es eso en absoluto”.

¡No! No soy el príncipe Hamlet ni nací para serlo;
soy un sirviente noble, el que servirá
para rellenar la trama, empezar una escena o dos,
aconsejar al príncipe; sin duda una herramienta fácil,
deferente, contento de ser útil,

político, cauto y meticuloso
lleno de frases elevadas pero un poco obtuso;
a veces, la verdad, casi ridículo–
Casi, a veces, el necio.

Me hago viejo...Me hago viejo…

el pantalón por abajo me lo pliego

¿Me echo el pelo hacia delante? ¿Me atrevo a comerme un melocotón?
Me pondré pantalones blancos de franela y caminaré por la playa.
He oído a las sirenas cantarse unas a otras.

 

No creo que me canten mí.

 

Las he visto subidas en las olas dirigiéndose al mar,
peinando el pelo blanco de las olas revueltas con el viento
cuando sopla en el agua y la vuelve en blanco y en negro.

Nos hemos quedado en las cámaras del mar
junto a chicas marinas con collares de algas marinas marrones y rojas
hasta que las voces humanas nos despiertan y nos hundimos.

 

 

 

 

 

(Traducción de MARÍA JOSÉ CARRASCO)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



N del T:

El verso original es: “And sawdust restaurants with oyster-shells” pero hemos creído oportuno traducirlo por y restaurantes de serrín y cáscaras de almejas” ya que las ostras en tiempos de Eliot eran un alimento muy común que solían comer los pobres, como afirma Dickens a través de su personaje Sam Weller en  Los papeles póstumos del club Pickwick:La pobreza y las ostras  parecen ir de la mano”.

  El verso original describe un restaurante barato, donde hay serrín en el suelo para absorber  las bebidas que la gente probablemente derramara en el suelo o incluso para los que escupían y en el que la gente tiraba las cáscaras de las ostras al suelo. Hoy esto confundiría mucho al lector porque las ostras son generalmente un símbolo de lujo y sofisticación, todo lo contrario de lo que expresa el texto original.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por T.S. Eliot

En busca del paraíso. Gentes de ningún lugar

17 de febrero de 2015 10:07:45 CET

 

   El periodista afincado en Teruel, Francisco Javier Millán, fiel a su cita con el Festival Internacional de Cine Guanajuato GIFF, en México, de cuyo Consejo Consultivo es miembro, nos presenta su obra Un mundo de alambradas. Desplazados: cine y realidad, editado por el mismo Festival, con la colaboración del Gobierno del Estado de Guanajuato, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), el Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine) y la Fundación Expresión En Corto. Se trata de un riguroso ensayo, que como todos sus anteriores, aúna rigor científico, fluida escritura, amenidad y, sobre todo –verdadera seña de identidad de los escritos de  Millán-, compromiso social, en el que nos invita a conocer cómo el cine ha tratado el tema de los desplazados a lo largo de la historia con la finalidad de abrir una reflexión, personal y colectiva, sobre cómo se puede encarar el problema en la sociedad actual.

   El libro, magníficamente editado, presenta un apoyo gráfico valioso consistente en fotogramas extraídos de algunas de las películas comentadas, y cuenta además con la participación del fotógrafo francés, afincado en México, Philippe Perrin, quien además de la portada, ilustra el inicio de cada capítulo con fotografías alegóricas a la soledad y los desplazados, pertenecientes a la serie Lejano adentro, exhibida en diferentes salas de exposiciones.

   En su estudio, Millán utiliza el termino “desplazado” en el más amplio sentido de la palabra y comprende desde  aquellas personas que huyen por las guerras y persecuciones de toda índole -políticas, ideológicas, étnicas o religiosas-, hasta quienes se ven afectados por todo tipo de catástrofes naturales, pero también se refiere con él a todos aquellos que se marchan del campo a la ciudad dentro de su mismo país, e incluso a los afectados por el fenómeno contrario, mucho más reciente en las sociedades desarrolladas, de regreso al medio rural, como intento de garantizarse un medio de vida más humano.

   Javier Millán va de lo local a lo universal, desde lo próximo e inmediato, su tierra –Teruel-, al mundo globalizado en el que vivimos. Los primeros capítulos están dedicados a analizar cómo el desplazamiento forzado de las personas ha estado siempre presente en la historia de la humanidad, y de qué manera las religiones, o el uso manipulador de las mismas, contribuyen a ello. En este sentido, se nos recuerda que Adán y Eva podrían ser considerados como los primeros desplazados de la humanidad.

   Millán conoce Teruel y su provincia a la perfección, no en vano reside y trabaja en ella desde hace ya más de 20 años. Por desgracia, él sabe bien que se trata de un territorio que ha conocido en el último siglo el drama de los desplazados, primero durante la guerra civil española y después debido a la emigración por causas económicas, que ha situado a este territorio entre los más despoblados del continente europeo, por lo que se convierte en un magnífico microcosmos del problema planteado que le sirve al autor como punto de partida, para desde lo próximo extender sus observaciones al resto del mundo. De igual forma, la mirada cinéfila de Millán abarca desde la filmografía del calandino universal, Luis Buñuel, del que es uno de los mayores expertos, hasta directores de las cinematografías más recónditas y desconocidas del resto del planeta, en un alarde de ejemplificación tan exhaustivo como agudo en su análisis.

   A continuación se abordan algunos conflictos bélicos del siglo XX –Segunda Guerra Mundial (con especial atención a Polonia y al holocausto judío), Guerra Civil española,  Revolución Mexicana, antigua Yugoslavia  y los todavía no resueltos problemas del pueblo Kurdo, Palestina, Afganistán, Siria, etc., marcados todos ellos por grandes desplazamientos de personas.

   Prosigue estudiando los fenómenos migratorios y sus causas (tanto políticas, como sociales, económicas etc.), y los refugiados medioambientales debidos a fenómenos de todo tipo, analizando en profundidad el fundamento final de todos ellos: el cambio climático.

   Por último, se observa el fenómeno de los desplazamientos forzados en América Latina desde diferentes ángulos, tanto los causados por los conflictos armados (golpes de estado de Chile y Argentina, y sus consecuencias de represión y exilio) y las desigualdades sociales, como los que son por motivos políticos (balseros cubanos, entre otros) o por la violencia de la delincuencia organizada y el narcotráfico.

   Un mundo de alambradas es una propuesta tan interesante como comprometida que, como hemos anticipado, a pesar de que son cientos las películas comentadas y analizadas, no se queda en modo alguno en la mera erudición, sino que denuncia el problema y obliga al lector a pensar soluciones en aras de mejorar nuestro mundo.

 

Francisco Javier Millán, Un mundo de alambradas. Desplazados: cine y realidad, León, Festival de Cine de Guanajuato, 2014.

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Villalba Sebastián

Las palabras...

17 de febrero de 2015 10:01:33 CET

En memoria de los estudiantes de las Escuelas Normales Rurales

asesinados por gobiernos y autoridades municipales, estatales

 y federales a lo largo de los años, los últimos en

septiembre de 2014

 

 

 

 

 

 

 

—En otros tiempos la fortuna era la secuela del poder. Hoy el poder es la secuela de la fortuna. Desde el Gengis Khan a Julio César, Alejandro Magno o Napoleón -pasando por los grandes señores aztecas, los hombres con mando y poder, ya fuese por herencia o por conquista, tuvieron a su alcance lo que quisieron. Usando términos actuales: eran ricos.

—Pero su riqueza era una consecuencia del poder. Su ambición fue el poder; gobernar y tener a los pueblos bajo su mando. No soñaban con el oro, aunque lo saquearan y acumulasen en sus victorias. Necesitaban el oro para pagar a los soldados, para mantener sus ejércitos y algunos reyes usaban la riqueza para impresionar a los súbditos y a los embajadores extranjeros con ceremonias fastuosas. Pero la mayoría de los grandes conquistadores pensaban más en el mando que en la riqueza.

Vio la incomprensión en los rostros de algunos alumnos y la duda en otros y añadió:

—Otro día les hablaré de Julió César, Alejandro y Gengis Khan.

Su pasión por las letras y las palabras le había dado conocimientos que estaban muy por encima de escuelas como la suya. Varias veces le ofrecieron ser profesor de una preparatoria en la capital del Estado, pero prefirió seguir con los suyos.

Sabía que nombres que se le escapaban, como Julio César o Gengis Khan, eran insólitos en las escuelas Normales Rurales, porque él mismo había sido alumno de una de ellas, la "Isidro Burgos", de Ayotzinapa. Orgulloso de su piel oscura, orgulloso de ser indio, y de facciones recias, labradas en el rostro, como las de sus alumnos y, como ellos, campesino hijo de campesinos. Pero así como algunos se apasionan por las peleas de gallos, por las carreras de caballos, por las mujeres, o por sepa Dios qué, él se apasionó por las palabras y sus significados. Pasaba leyendo o estudiando el tiempo en que otros jugaban o descansaban. Trabajó desde pequeño en el campo, como los demás niños de su ranchería, y ayudaba en la casa cuidando a sus hermanitos más chicos, Pero si tenía un tiempo libre, o uno de los cabos de vela que le regalaba un amigo monaguillo, en lugar de jugar con los demás, se concentraba en los papeles que tenían letra impresa. Un profesor de primaria, viendo su interés en aprender, le ayudó, le enseñó a utilizar las bibliotecas y le recomendó y prestó libros.

Ganó dos becas consecutivas y se graduó en la Normal Rural de Ayotzinapa (de aquellas que hizo Tata Lázaro para los campesinos) e hizo la Prepa en la universidad del Estado. Sus conocimientos estaban muy por encima del profesor rural que era. Miró a sus alumnos con simpatía, con cariño porque había vivido sus vidas y sabía lo duras que eran. Y siguió hablando:

—Al contrario de la antigüedad, hoy es la riqueza la que lleva al poder; las más grandes fortunas del mundo de hoy, que dominan y manejan a la humanidad, no lograron tan enorme poder con victorias militares, sino manipulando la ambición de unos y la necesidad de otros. Y su origen se debe a factores muy diversos y complejos, como la diferencia entre lo que cuesta un producto en materiales y mano de obra y el precio al que se vende. Pero antes de que alguien se diera cuenta de esa diferencia, los que hacían, (con su trabajo personal y ayuda de algunos familiares o vecinos) las cosas que se necesitaban para vivir, como casas, ropa, muebles, sillas de montar, carretas, espadas y mil cosas más, se cansaron de ser propiedad de los amos, los "nobles", como si fuesen cosas o animales. El abuso del poder creó la ira de los artesanos y sus obreros contra la injusticia. Y estalló y triunfó la Revolución Francesa.

Un alumno había levantado la mano en una de las primeras filas:

—Profesor usted nos habló del mando como orígen de la riqueza. Y en México de hoy, ¿Cuál es el origen de la riqueza?

—Salvo muy pocas excepciones aquí en México es la corrupción, la sucesiva corrupción de los gobiernos posteriores a la Revolución, la base de la riqueza. Aquí se llega a un puesto político como clase media baja y se sale millonario. Unos roban directamente del dinero del erario y otros de manera indirecta, dando contratos de obras públicas a empresarios que les dan su parte de lo inflado de esos contratos con regalos fastuosos, como una casa en las Lomas o automóviles que valen un millón o más ded pesos. Para esa realidad que, poco más o menos, parte de la toma del poder por Calles y Obregón y llega hasta hoy (con la sola excepción de Lázaro Cárdenas) se necesita la complicidad y la aquiescencia de todo el grupo en el poder, llamese PNR, PRM o PRI, y la de un pueblo cómplice y agachado que en el fondo, aunque no lo confiese, aspira a alcanzar la fortuna mediante la corrupción. Y ese grupo, ahora llamado PRI, necesita y tiene el visto bueno del gobierno de Washington que, merced al gobierno actual, controla los recursos naturales de México, como el petróleo, la minería y otros.

Los rostros oscuros, como el suyo, de facciones recias, talladas con surcos rectos y duros, hijos y nietos de campesinos, le escuchaban con gran interés. Sus abuelos habían sido peones antes de la Revolución y fueron ejidatarios cuando Cárdenas repartió las tierras. Y ahora, esas tierras, a las que estaban enraizados, como el maíz, como el frijol, como la vid, tenían que defenderlas de engaños que les inducían a venderlas por mucho menos de su valor.

Los que no se dejaban engañar eran presionados, amenazados, o asesinados para quitarles sus parcelas y hacer centros de recreo, hoteles, o riberas, más o menos mayas, que atrajesen al turismo, o interesaran a compañías mineras. Aunque para eso fuese necesario robar el agua a los yaquis, invadir centros ceremoniales indígenas o expulsar de sus pueblos y de sus tierras a los indios para que inversionistas extranjeros ganen millones.

Cuando todavía era niño, y aprendió castellano para ir a la escuela, nació su amor por las palabras, las de su lengua nativa que le parecía muy bella, el otomí, un secreto precioso al que sólo tenían acceso sus padres, sus hermanos y los vecinos de la remota ranchería en que nació. Aprendiendo como se decía la misma cosa en castellano y en otomí comenzó su interés en las palabras y en su significado.

Y, como amante y respetuoso de las palabras, le producían náuseas los discursos de los políticos, estructurados con expresiones vacías de su verdadero significado y convertidas en vocablos sin contenido. Usaban las palabras –pensaba- con el mismo cinismo e indiferencia con que, en los mítines de sus campañas electorales, sin amor, sin empatía y sin interés humano, levantaban en brazos a niños humildes para mostrar ante los fotógrafos su gran amor por el pueblo. Las palabras de nuestros políticos no tienen valor, son mentiras, las escupen, no las dicen.

El profesor sabía mucho de las vidas humanas que jamás saldrán en páginas sociales de bodas o bautizos, y también de esos exponentes de la bajeza moral, que ocultan que su padre fue obrero y desprecian a los indios. Sabía, como sus ancestros, como sus alumnos, que para los indios la palabra "riqueza" sólo identifica hacendados, políticos o ladrones de cuello blanco.

El significado de las palabras le atrajo desde que aprendió, poco a poco, qué eran las lenguas y con frecuencia se sorprendía pensando en ello, a veces en otomí, pero más a menudo en español, porque era el idioma que estaba aprendiendo. Alguien tocó con los nudillos en la puerta del aula, la abrió y entró al salón; era un alumno de la normal rural de Ayotzinapa.

—Perdón maestro, dispense que interrumpa, pero vamos a protestar por los asesinatos de Tlatlaya y vengo a invitar a los compañeros y a usted a que nos acompañen.

México estaba indignado por la ejecución de dos estudiantes y 22 civiles por el ejército, después que se habían rendido. Se decía que eran narcotraficantes y quizá lo fueron pero, con rarísimas excepciones, los miles de muertos que el gobierno mexicano siempre atribuye al narcotráfico, son gente del pueblo humilde.

—Pués vamos todos, –dijo el maestro levantándose- no podemos aceptar mansamente que nos sigan asesinando los presidentes municipales, los gobernadores o los gobiernos federales, aunque la justicia en México es una palabra casi siempre vacía.

—Los compañeros han tomado camiones para que nos lleven a Iguala. Vengan conmigo, están cerca.

Profesor y alumnos salieron de su salón y comenzaron a caminar hacia la carretera. El maestro pensaba en las palabras mientras caminaba; sabía a dónde iba y era muy consciente de porqué iba.

Recordaba que su abuelo Herminio (que a los catorce años, había luchado con Emiliano) le contó de Benito Juárez, indio que a esa misma edad sólo hablaba zapoteco, su lengua, como la de ellos era el otomí, y que llegó a ser presidente de México.

No tenía nada contra los que no eran indios, soñaba con un México de trato parejo para todos, pero tenía una amargura ya de años: ¿de qué le sirvió tanto estudiar si las Normales Rurales no interesaban a los gobiernos, que querían acabarlas porque enseñaban sus derechos a los campesinos?

Se sabía un animal extraño: un indio enamorado del lenguaje. Hablaba bien el otomí y el castellano, pero soñaba con aprender otras lenguas, incomprensibles al principio, pero que llegaría a entender estudiándolas. Su pasión era la lingüística, el significado de las palabras, pero, ¿hasta dónde se puede llegar siendo profesor de una Normal Rural en Ayotzinapa?

Caminaba por la carretera con sus alumnos, pidiendo justicia por los asesinatos de Tlatlaya, pero también pensando en cómo solicitar un mayor presupuesto para las Normales Rurales, que carecían de todo.

Mientras marchaba iba recordando que los normalistas de Ayotzinapa han sido reprimidos muchas veces, y algunos muertos, en la interminable lista de asesinatos cometidos por los gobiernos de México que han quedado impunes. Y los fue recordando, como ejercicio de memoria:

Ignorando los del porfiriato (Cananea y Rio Blanco, por ejemplo) y hablando sólo de los más importantes posteriores a la revolución, los crímenes políticos son parte habitual de la vida en los estados.

Los presidentes municipales generalmente solapan algún homicidio cuando el autor intelectual es un diputado o senador de su paretido. En algunos estados los gobernadores ordenan eliminar físicamente a opositores demasiado imprudentes.

Pero cuando el Presidente cree que el sistema peligra, sea o no acertado su temor, no hay freno. Ese fue el caso de Diaz Ordaz en 1968 y después el de Salinas de Gortari y Zedillo.

La estructura del poder en México, pensó el maestro, está bajo el signo de Huitzilopochtli y es indiferente como el sumo sacerdote haya llegado al poder; si por la violencia y la sangre, como Victoriano Huerta, o por la ambición de mando, como Alvaro Obregón y Plutarco Elías Calles (recuerdo a Serrano y los suyos, en Huitzilac o a los vasconcelistas más tarde) o mediante la manipulación de las elecciones y el fraude electoral, como Gustavo Díaz Ordaz, Tlatelolco en 1968, de 100 muertos para arriba; Luis Echeverría, 10 de junio de 1970, 125 muertos; Zedillo, 28 junio 1995, Aguas Blancas, 17 muertos; Zedillo: Acteal, Chiapas, 22 de diciembre 1997, 45 muertos, incluyendo mujeres y niños, en una iglesia.

Y ahora, pensó, la de la de Tlatlaya por la que estamos caminando, además de los asesinatos individuales de dirigentes obreros y campesinos y periodistas de los estados.

Sacudió esos pensamientos al tiempo que, instintivamente, sacudió la cabeza. Y pasó a su pasión: los giros del idioma castellano; cómo una letra o una coma pueden cambiar el sentido de una frase. Sus amigos se reían de él diciéndole que mejor que de las palabras se enamorase de una joven bonita y con buenas curvas y gozaría mucho más que con un abecedario.

Le gustaba poner en duda si alguien dice una cosa u otra. Por ejemplo, hay una canción de José Alfredo Jiménez que dice: "Y me iré con el Sol, cuando muere la tarde". Y pensaba: si se va con el Sol, se va al atardecer, pero si se va como el Sol, solo toma del Sol la forma de irse, la manera de irse, se va a ir como el sol se va al atardecer, pero no necesariamente a la misma la hora.

La manifestación avanzaba por la carretera y el maestro seguía lucubrando con las palabras. Recordó a los cantantes que tergiversan las letras populares deteriorando la sutileza del humor popular mexicano: hay quienes –se dijo- cambian el corrido de la cárcel de Cananea y en vez de decir: "me llevaron a Agua Prieta a ver si me conocían, ninguno me conoció, del miedo que me tenían" dicen "me fui para l’Agua Prieta a ver si me conocía y a las 11 de la noche me agarró la "polecía". O en lugar de "como a un hombre de delito todos con pistola en mano" (no entienden que ese "como" encierra todo el sarcasmo del pueblo mexicano, el mismo humorismo agrio de la suerte que tuvo Rosita Alvírez porque de tres tiros que le dieron nomás uno era de muerte) cantan: "por ser hombre de delito..etc." aceptando la culpabilidad…Y anulando el humorismo.

Un alumno a su lado le dijo:

-¿En qué piensa, maestro? Hace rato que lo veo muy abstraído.

- En nada importante, cosas del idioma.

-Pues yo siento como si tuviese un mal presentimiento…

-¿Cómo qué?

-Es que estaba acordándome de Tlatelolco el 68.

El profesor se detuvo, palideció y fijó su mirada en los ojos del muchacho, en un reflujo ancestral e instintivo, frecuente en la gente del campo, que ha vivido su infancia en la naturaleza, donde no hay más subterfugio que la imaginación, y le dijo con voz indecisa:

-¡No seas ave de mal agüero!

-Pues, maestro… Pensaba en el 10 de junio y los que desaparecieron en Iguala.

El profesor se rehízo:

-No hay que ser así, quienes piensan con miedo, tienen miedo…

-Maestro, este es nuestro México, aquí hicimos la Revolución.

-Sí, unos cuantos. Como ahora, sólo unos cuantos. Los demás sólo protestan no con las manifestaciones, sino contra ellas cuando les estorban. La mayoría son muy machos, pero en la cantina.

-¿Y el que es valiente en la cantina, no lo es en otra parte?

-No es lo mismo. Cualquiera brinca si le insultan y más si es en público. Pero el valiente de verdad lo es en frío. El cobarde es el que borracho se enfrenta al mundo, porque "es muy macho". Tiene que haber un matiz, una forma de distinguir….

Llegaron a los camiones; profesores y alumnos subieron. Arrancó el camión y rodó. El profesor nunca llegó a saber cuánto tiempo había pasado desde que entraron al vehículo.

Súbitamente, el mundo hizo explosión. La Tierra estalló. Hay un momento en algunas historias individuales, en el que el mundo estalla: cuando la muerte llega sin avisar y con estruendo. Y también avisando, cuando el estruendo es ya tan enorme, tan desproporcionado, tan canalla, que es imposible de explicar. Como en España en la batalla del Ebro. Como en Rusia en Stalingrado. Como en Dresde, con el bombardeo aliado de fines de la guerra. No revienta el mundo con las bombas nucleares, no para los homínidos víctimas, que ni se enteran. Pero sí revienta cuando un grupo de personas, más o menos numeroso, es de pronto atacado a muerte. Para ellos, para los que sufren el premeditado asesinato colectivo, el mundo hace explosión en ese instante. No importa qué pasa en Picadilly, ni en la Vía Veneto, ni en la Gran Vía Diagonal, ni en el Zócalo. Para los que están allí, en ese momento, el mundo estalla, revienta, se vuelve el infierno.

Por eso hablé de historias individuales: de cuando los seres humanos ven cómo los asesinan.

Y detrás de cada una de estas explosiones siempre hay un canalla que queda en la historia, aunque esté lejos, aunque no lo vean las víctimas. Y en todo el mundo la historia les identifica: Atila, el Voivoda Dracul, Hitler, Franco, Stalin, Videla, Bush, Pinochet y la lista sería muy larga. Pero en México no. Aquí resulta que los culpables son dos o tres asesinos de tres al cuarto, siempre profesionales del delito, de nivel muy menor, narcotraficantes que, por una misteriosa razón de fenómeno paranormal, se dedican a asesinar estudiantes.

Y así, para el profesor y sus alumnos, ese día que usted sabe, el mundo hizo explosión en el Estado de Guerrero.

Desde ambos lados de la carretera les disparaban con fusiles y con pistolas. Los estudiantes caían y los agresores brotaban, disparando, de entre los matorrales más allá de las cunetas.

El profesor alcanzó a reconocer a uno de ellos, era pistolero del gobierno, paniaguado de todos los gobernadores, los demás eran policías y más lejos creyó ver algunos soldados. De pronto se dio cuenta de que estaba en el suelo y sangrando. A su lado, muerto, estaba el estudiante que le habló del mal presagio. Pero el maestro no se dio cuenta de que estaba muerto y le hablaba:

—¡Ya lo sé! Ya lo encontré, la clave, está en un corrido…

Algunos hombres de uniforme, que venían con los asesinos o eran parte de ellos, llevaban cadáveres a camiones y otros perseguían a los que venían a pié, detrás de los camiones, que corrieron desde los primeros disparos.

-¡Ya lo encontré! –seguía el profesor, hablando al estudiante muerto mientras él mismo se desangraba.

Se diría que el haber encontrado lo que fuese le daba fuerzas y le mantenía con vida, porque tomó aliento y siguió con el mismo tono que empleaba en la escuela:

-La letra original, la antigua, del Corrido del Norte, en la parte aquella de "Yo fui uno de aquellos dorados de Villa"…. no dice, como los cantantes de cantina: "de los que NO dimos valor a la vida"… esos son los disfrazados de valientes, los "muy machos".

Se ahogó, vomitó sangre y repitió:

-¡Muy machos! A la vida hay que darle su valor, pero hay que tener muchos tompiates para luchar por la libertad y la justicia; más que para gritar en una cantina y muchos más que para morir en una riña callejera, porque la decisión de luchar por la libertad se toma "en frío", se necesita convicción y no exaltación pasajera..

Pareció que se ahogaba, tosió sangre, pero seguía hablando, con dificultad, como el que habla con la boca llena, la suya llena de sangre.

—La letra auténtica del Corrido del Norte, la de los hombres de verdad dice: "Yo fui uno de aquellos dorados de Villa, de los que le dimos valor a la vida" ¿ves? –se dirigía al cadáver del estudiante- Lo que le da valor a la vida es luchar por algo que valga la pena, luchar por la libertad, contra las tiranías, contra los poderes que abusan del pueblo…

Y siguió, medio inconsciente:

—¡Aquello fue bueno, muy bueno! Pero los que en 2014 le dan valor a la vida no son los dorados de Villa, no, ya no, ya están muy lejos.

- Tosió arrojando sangre, se irguió y levantó el tono:

—¡Son los estudiantes de Ayotzinapa!... y antes los de Tlatelolco y mañana…

"De los que a la guerra llevamos nuestra hembra, de los que morimos amando y cantando, yo soy… de ese bando"

Uno de los sicarios que revisaban y recogían los muertos oyó algo, se acercó y deshizo la cabeza del profesor con una bala calibre 45.

Luchar y morir amando y cantando. Está dicho todo.

 

14 de octubre, México, 2014.

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Miguel de Mora

César Simón: una mirada sentimental hacia la vida

9 de febrero de 2015 08:27:29 CET

         César Simón nació en 1932 en Valencia, pero pasó su primera infancia en Villar del Arzobispo, localidad a la que pertenecía su familia materna.

      Su padre fue Manuel Simón Berenguer y su madre Carmen Gordo. A la madre de César se le ofreció la posibilidad, cuando las tropas republicanas salieron de Villar del Arzobispo, de mandar al niño a Rusia, pero su madre se negó.

       Fue un niño abocado a las letras, un hombre persuadido por el espíritu del lenguaje, por la belleza de las palabras. Estudió en Las Escuelas Pías, primero, luego, en la Academia Castellanos y, por último, en los Hermanos Maristas.

       Conoció, en 1948, cuando César tenía dieciséis años, a su primo Juan Gil-Albert, el cual volvía del exilio. Su figura y su talento fueron ya influencias decisivas a lo largo de su vida. Gracias a Gil-Albert, conoció el joven poeta valenciano a Jaume Vidal, Xavier Casp, Pedro de Valencia, Genaro Lahuerta y Ramón Gaya, entre otros.

      Establece contacto con la hermana de Gil-Albert, Tina, madre de la que será más tarde su mujer, Elena. También conoció a Feli López, ama de llaves de la familia Gil-Albert, por la que sintió un gran cariño.

       Todo este repaso biográfico es necesario para entender que la figura y el pensamiento de César Simón estuvo marcada por una infancia donde se desarrolló la Guerra Civil, por una juventud donde conoció a un gran escritor, de su estirpe familiar, el cual marcó decisivamente la trayectoria de su obra.

       Todo ello, sirve para entender la hondura de la voz del poeta valenciano, uno de los de mayor talento y de pensamiento más profundo de su generación.

        Fue un hombre de gran sentimentalismo, un ser de mirada verdadera y un espíritu reflexivo. Sobre su obra gravitan temas esenciales como el paso del tiempo, la muerte, el amor efímero, el fracaso de la comunicación con el otro, la conciencia como fatalidad en la vida del hombre, etc.

         De sus años de profesor de Instituto le quedaron amigos como Arcadio López Casanova y Pepe Mas, entre otros. De su experiencia docente en la Universidad de Valencia nació su gran amistad con profesores y poetas de la talla de Pedro J. de la Peña, Jenaro Talens y Guillermo Carnero.

         Como podemos observar, el mundo de César Simón estaba lleno de referencias artísticas, envuelto en una atmósfera de creación.

         Para Guillermo Carnero, el ensimismamiento es un tema clave en el poeta valenciano (en mi opinión, fue un tema que le persiguió toda su vida). Lo dice en el número de El Mono-Gráfico dedicado a él: “Ese ensimismamiento era la manifestación externa de la realidad, de su segregación de ella, y al mismo tiempo de su repugnancia a sustituirlas por quimeras o paraísos en los que no creía” (Guillermo Carnero, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, pp.27-28).

       Cita Carnero, al final del artículo, el poema “Frente al balcón” perteneciente al libro de poemas Extravío, donde el poeta plasma una mirada que revela la hondura de las cosas, pero también la certidumbre de ser miradas sólo en la conciencia, interiorizando su ser, en lo más profundo de sí mismo.

       Comento  unos  versos  de  este poema: “El vacío, mi fiel y noble pulso / mi

saliva y mi propio corazón, / mi calor y mi temperatura, / mi secreto: el silencio” (vv. 8-11)-

        Magnífica forma de expresar al ser que se afirma en su  conciencia, el vacío expresa el absurdo de la vida, la saliva y el corazón son pulsaciones de su ser, lo que le condena al cuerpo, a una existencia real. El calor es metáfora de su hálito humano y la temperatura es espejo de su arraigo a la tierra y, por último, el silencio, ensimismamiento, búsqueda del ser en el no ser, extrañamiento de su ambigua condición humana.

        El poema termina de forma magistral y nos confirma que el poder de mirar es un impulso creador, quizá el único que nos mantiene en pie, que nos salva de la nada en que habitamos al vivir: “Ah, delicadamente, entonces, contemplé de nuevo el balcón, / el pálido sol del muro, las oscuras plantas, / mi cuerpo milagroso en un instante / del mundo: la mirada” (vv. 12-16).

       Nos llama la atención el adverbio “delicadamente”, lo que nos demuestra la sensibilidad inherente en el poeta, el cual llega a las cosas con sigilo y con tacto.

La presencia del balcón (nos recuerda, sin duda,  a algunos poemas de Brines, que reflejen muy bien el abismo entre el espacio interior y el exterior), la antítesis entre la luz: el sol tenue (pálido) y la negrura: “oscuras plantas”. Y, como era de esperar, la certidumbre del cuerpo, como si el poeta se viese a sí mismo (ensimismado) en el cotidiano acto de vivir, sorprendido del milagro de respirar, de habitar en un cuerpo: “mi cuerpo milagroso en un instante” y, naturalmente, la mirada, potencia que hace posible la efímera felicidad de sentirse vivo.

         César Simón logra en “Frente al balcón” una rara perfección y nos ofrece todo lo que para él es la vida: sorprenderse ante el acto de respirar.

          Considero que Extravío es uno de sus libros más logrados, un libro donde el poeta descubre su profundo sentimiento por estar vivo. En las Elegías (I,II y III) aparece el mar, metáfora de la vida que transcurre sin clemencia, el jardín, espacio de la felicidad, el sol, poder luminoso (en la estela de aquellos pintores que impresionaron a través del color) que alivia la mirada por la blancura que nos deja (el alba) pero nos hiere al ir muriendo (el crepúsculo).

          El prestigioso poeta y crítico Ricardo Bellveser escribió en El Mono-Gráfico un artículo dedicado al primer César Simón, y llama la atención en la insistencia, como hizo Carnero, en la mirada del poeta: “Se añade la mirada del poeta quien se nos presenta como un delator confundido en la muchedumbre, que pasa inadvertido a la policía, pero está ahí, a nuestras espaldas “Os contemplo”, amenaza inquietamente y anuncia grave: “Soy. Y lo sé. Os miro” (Ricardo Bellveser, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 33).

        Para Bellveser, Simón vive en la mirada, se manifiesta en el poder de contemplar a los otros, pese a que su poder pueda parecer ínfimo no lo es, es su manifestación más contundente de estar en el mundo. Se refería, con estas certeras palabras, al tercer libro del poeta valenciano, titulado Estupor final.

        Pero también constata la presencia del mar en su primer libro, Pedregal, cuando lo relaciona con la muerte  y la vida, inmerso este antagonismo en la  tradición clásica de la poesía española.

       El mundo de César, su enorme humanidad, fue muy bien vista por Teresa Garbí en “Apuntes sobre César Simón” en el citado número de El Mono-Gráfico, cuando dice acerca de su compenetración con la Naturaleza, con su universo cercano lo siguiente: “Y era tal la humanidad de los paisajes que amaba que los quería poblados de animales, sobre todo de perros, cuya mirada y gestos, como sabemos, nos hacen sentirnos humanos y acompañados” (Teresa Garbí, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 65).

     Cuenta en este artículo que César, pleno de humanidad, recogía perros abandonados. Para él, sin duda alguna, lo más sencillo era lo más profundo y despreciaba aquello que llegaba con facilidad: el halago hipócrita, el dinero inmerecido, etc.

      No en vano, uno de sus libros más estremecedores en prosa fue Perros ahorcados (Pre-Textos. Valencia, 1997), donde César nos habla de la vida, de su casa, del campo, de las cosas verdaderas y, por supuesto, del amor por los perros, por su cercanía y por el afecto que le producían: “De pronto, he sentido detrás de mí un rumor y he vuelto la cabeza. Un perro grande, pastor alemán casi blanco, ya me lamía la mano. No me he asustado. He dejado que me husmeara muy cariñoso, encaramándose a mi pecho con sus manos” (p. 10).

      El hombre y el animal establecen una comunicación profunda, basada en la mirada y en la confianza, al igual que el caballo lo será para un gran amigo de César y poeta también, Pedro J. de la Peña, cuando nos regale los maravillosos versos de su Poesía Hípica, un canto de amor entre el hombre y el caballo como muy pocas veces ha producido la literatura.

       Merece la pena comentar unas palabras de Marcos Ávila del citado Mono-Gráfico y de su artículo “Al correr del tiempo”, cuando dice acerca de César: “Sí, César Simón era un poeta de ahora, de los pocos de verdad que son poetas, alguien que escribía desde el no saber, desde la búsqueda, y por eso tuvo algo que decirnos entonces y sigue teniendo algo que decirnos ahora que ya no somos el joven, pero sentimos aún más dentro el sentido de libros suyos como el titulado Erosión”.

       La palabra de César no muere, nos dice Ávila, sigue presente, latiendo en sus amigos  y en cada uno de los lectores que nos adentramos, entregados, en sus versos apasionados-

         ¿Y el amor? Tema indudable en su obra, fuego que no ha de morir nunca, porque vive en el momento en que triunfó la pasión amorosa. Lo refleja muy bien el poema “Cuando amas” de Extravío: “Permanece un silencio cuando amas. / Escucha al fondo / la vastedad de la respiración, / la gota de agua y el rumor del viento” (vv. 1-4).

        El amor, en estos versos, lo es todo, hay que callar para sentir que es lo más hondo y verdadero que poseemos, la culminación de nuestra ambición humana, la forma de sentirnos realmente inmersos en el mundo, en un momento pleno donde no existe conciencia de la muerte.

       Y hay que fijarse en los últimos versos del poema para recordar esa unión mística, que nos recuerda a San Juan de la Cruz, cuando, tras la noche oscura del alma, encuentra al esposo- Dios: “Y ves de lejos. / Ven, al amor, de lejos. / Desde la  noche, / desde  el  desierto, /arrimado  a  los muros, / a perecer en él, como acto único” (vv. 5-10).

     Sí, el  amor llega tras la noche, tras un proceso de búsqueda y de soledad, hasta la consumación. Pero esta muerte no es la que acaba con el ser humano, injusta y cruel, que no hace distinciones de edades ni de condiciones, sino una muerte que propicia la vida eterna, la que nos salva de pensar en nuestra caducidad.

      Muy pocos poetas han expresado tan bien el amor, lo que significa, su recorrido desde la noche hasta la claridad, y, por ende, la magnitud del instante no tiene parangón, pues en ésta se propicia la vida verdadera.

      Hay otro símbolo constante en su poesía: los muros. Representan la ausencia de la libertad, que el hombre, en su vocación de entrega, debe vencer para adquirir la efímera, pero plena, felicidad del amor.

      Me gustaría terminar este estudio dedicado a la obra de César Simón (limitado al espacio que supone la investigación sobre otros importantes poetas valencianos contemporáneos) con algunos versos de su libro El jardín.

      Lo publicó Hiperión en 1997 y hay, en el mismo, poemas muy significativos, porque buscan la esencia, como si el poeta hubiese ido afinando su pensamiento, al igual que Juan Ramón Jiménez, en pos de la verdad de la vida.

     Antes de comentar un poema del libro, merece la pena citar las palabras de Pedro J. de la Peña y lo que nos dice acerca del sentido del mismo: “Este libro de César  es, por lo tanto, una pregunta sobre nuestro origen, una inquisición a las sombras para arrebatarles un perfil de luz, un resquicio olvidado de lo insondable” (Pedro J. de la Peña, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 74).

       Muy cierto lo que nos dice el poeta de Reinosa, porque el libro es, ante todo, un deseo de saber, una búsqueda hacia el origen de nuestro existir. Éste está compuesto de varias partes, la primera: Una noche en vela es la noche de la aventura hacia el origen de la vida, donde destacan poemas como “Lejanía”:

“hay un lector insomne / que se abstrae en el grillo” (vv 3-4).

       La mirada de Simón está cerca de cualquier ser del mundo, llena de luz y sombra. Repite en “Textura veraz” el mundo del hombre que contempla, pasivo, “vivir el canto de los grillos”.

       Hay algo arcano en Simón, algo que viene de la tradición de aquellos que miran el campo para conocer la vida, lejana de toda cultura libresca. Lo dice muy bien en el poema antes citado: “ser un bulto aterido, / quieto, simbólico, distante, / sentado en una silla; / ser quien piensa y respira / lo más antiguo, lo más cierto” (vv. 7-11).

       La verdad está en ese poder de la contemplación, en ese ocio de ver pasar la vida, como muy bien hizo Juan Gil-Albert, cuya influencia en nuestro poeta es indudable. Late en el poeta valenciano el mismo ímpetu que Gil-Albert, ese deseo de estar a solas con la Naturaleza, de entender los significados del Universo.

       En esta primera parte hay un poema donde César Simón niega el amor humano, porque encuentra en la respuesta de la Naturaleza una fidelidad mayor, una entrega verdadera que en el ser humano siempre decepciona: “¿Amar? No amar a nadie / con  la  proximidad   que fue ceguera. / Amar…Hay

otras cosas, / el  aire  puro, / la  corteza  del  árbol, / las  criaturas  desvalidas”

 

(vv. 1-6).   

           ¿No es amor también? Se trata de un amor que queda, porque no se nos va, no nos arranca de su lado.

            Simón reniega del amor humano: “Pero, ¿amar otro cuerpo, / fingir alcances, / ser ciego y sordo. No, no sirve” (vv. 7-9).

           En definitiva, lo más hondo es, como ya comenté antes, el silencio, una entrega al mundo sin palabras, poseído por la mirada: “El pasmo más profundo es el silencio, / los roces de las manos sobre la dura piedra” (vv. 10-11).

          Si hay roce en la piedra (lo que nos lleva a recordar a Rubén Darío y su poema “Lo fatal”: “y más la piedra dura, pues esa ya no siente”) es que el poeta entiende que el verdadero amor está en su arraigo a la Naturaleza, e, incluso, a lo que no siente, como la piedra, de ahí ese tímido contacto con ella “roce”.

           En el segundo apartado del libro, ese universo nocturno llega a desaparecer y surge “Al alba”, sólo compuesto de dos poemas: “El final” y “Sala con sol”. La repetición de las cosas aparece en el segundo poema: “Ah, qué antiguo, qué antiguo / estar aquí, / entrar en esta sala / inundada de sol, / y sentir el silencio más sumido / que ayer y que anteayer, / siempre lo mismo y nunca más que entonces” (vv. 1-7).

           Todo es igual, el tiempo se repite y el sol (espacio de luz que invita a la vida) vuelve, de nuevo, a nuestros ojos.

            Llega luego Intermedio (parte III) con el poema “Dos enfermos”, donde un amigo visita a un moribundo, suenan las notas de Chopin, lo que me hace pensar en Juan Gil-Albert, no en vano, él, extremadamente sensible y amante de la música dedicó un poema al genial músico.

           En el transcurso del poema habla el visitante, no el enfermo, pero el final nos estremece: “Él, esta noche, ha murmurado / la terrible belleza de las notas” (vv. 19-20). Si recordamos el final de la vida de Gil-Albert, cuando su porte elegante y su sabiduría se fueron apagando irremisiblemente por la decadencia de su mente prodigiosa, el poema nos parece reflejar al hombre moribundo, de espíritu excelso, pero devastado por la enfermedad y por la crueldad de la muerte próxima.

          Luego llega el apartado IV, titulado Cosmológicas, con dos poemas: “Unidad ilusoria” y “La vida inextinguible”, donde Simón reafirma su visión del mundo, la condición trágica de la vida. Y, por último, Jardín (apartado V) compuesto de bellos y cortos poemas que parecen aforismos.

         Cito, para no extenderme más sobre lo ya comentado antes, el poema “Lo postrero” donde afirma su falta de fe religiosa, la sensación de que, tras la vida, no hay nada: “Sólo el edén espera, / el edén de las rosas / que no se ven, / de los árboles que no existen” (vv. 1-4).

         Ese paraíso es un vacío que sólo existe en nuestra ilusión, no hay forma de volver, ni vida posible, ni tan siquiera espiritual, (en mi opinión), ya que nada sustenta el mundo conocido, con nosotros y nuestra muerte se apaga todo vestigio de nuestra existencia. El único espacio donde puede vivir el hombre que se ha ido es en el recuerdo de los otros, nos dice Simón.

 

Y hay otro poema donde el poeta insiste en la idea que sustenta su poesía: el deseo de aferrarse al mundo, mientras  la   vida quiera, adherirse a su belleza trágica. El poema se llama “Los pasos últimos” y dice: “Jardín, centro del mundo, / tierra sin nadie, / por tus pasos anda / un cuerpo todavía / buscando no sé sabe qué objetivo, / más sintiendo en las venas el rumor generoso / y silencioso / de la sangre” (vv. 1-8).

          Este poema resume muy bien toda su obra, el jardín es símbolo de la vida, el lugar donde ha plantado sus raíces (donde ha dejando hijos) y el poeta pasa por ella, agradeciendo lo que ésta le ha dado y le da, aunque desconozca qué ha ido a buscar en realidad. El hombre, ensimismado, porque lleva dentro la extrañeza de su condición humana y una soledad que le arraiga a las sombras, pero que le han regalado luz.

         Quiero terminar este estudio sobre el gran poeta valenciano que nos dejó un diciembre de 1997, citando las palabras de José Luis Falcó, perteneciente a su artículo “Los días hermosos” que apareció en el homenaje que la revista El Mono-Gráfico le dedicó en el año 2003-

        Dice Falcó: “Como dije al principio, siempre recordaré a César por los días hermosos. Pocos amigos he tenido la fortuna de conocer que supiesen acompañar tanto con apenas un gesto de pena o de alegría. Ahora, mientras escribo de nuevo estas líneas, sé que está, que estará siempre conmigo, ayudándome a saber escoger y a vivir siempre, a decantarme por lo esencial, por los días hermosos, por ese enigma encadenado al sol y no resuelto” (José Luis Falcó, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 45).

        Qué mejor forma de terminar que esa entrega del amigo al hombre que supo sentir la vida, con comprensión y afecto a los demás, cuya modestia le llevó a acoger a perros abandonados, como fieles compañeros, lejos de los posibles galardones que un hombre de su talla recibió. Su obra sigue siendo un misterio, un lugar donde residen certezas y oscuridades, un espacio de humanidad y belleza, no exentos del sino trágico que siempre acompañó al poeta valenciano desde su más tierna infancia.

         La luz de su poesía, su mirar a la vida siempre quedará en nuestra retina, ya que César Simón alumbró una de las mejores obras que nos ha regalado el mundo literario levantino.

     

     

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

José Duro, el decadentista olvidado

30 de enero de 2015 14:41:46 CET

José António Duro, más conocido como José Duro, “el olvidado de los olvidados”, −como le definiera el periodista Mayer Garção en su libro Os esquecidos−, nació en la coqueta ciudad de Portalegre, Alto Alentejo, Portugal, el 22 de octubre de 1875, y murió en Lisboa una gélida mañana de enero de 1899, cuando contaba apenas 23 años. Su breve vida estuvo totalmente marcada por los estragos de la tuberculosis, dolencia que contrajo a edad temprana y que dejó igual huella tanto en su carácter solitario y sombrío como en su obra poética, impregnada de referencias a su enfermedad, a los oscuros mundos del esoterismo, la prostitución, el tedio, la desesperación por su estado de salud y la consciencia de una muerte inminente; ya en 1895, en su poema más precoz, un soneto con claras influencias de Antero de Quental titulado Morte, José Duro no duda en presentarse al mundo literario con todo su dolor y toda su decadencia, constantes que marcarán, salvo escasas excepciones, el resto de su brevísima obra.

 

No todo es sufrimiento y queja en la obra de José Duro; en su primer libro, Flores, una plaquette publicada en Portalegre en 1896, Duro da aún algunas muestras de frescura y de amor por la sencilla vida de campo que tan bien conocía; sin embargo, tras su marcha a Lisboa, donde ingresará en la Escola Politécnica, comenzará a frecuentar tertulias literarias y a interesarse por la poesía de Charles Baudelaire −sin duda su mayor influencia extranjera−, así como por la obra de poetas portugueses decadentistas como Antero de Quental, António Nobre o Cesário Verde, influenciados a su vez por la larguísima sombra del vate francés. Todo ello, unido al progresivo avance de su enfermedad, irá a desembocar en su segundo y último libro, radicalmente titulado Fel (“Hiel”), inédito hasta la fecha en lengua castellana y del que presentamos varios poemas traducidos a continuación. Fel, publicado apenas tres semanas antes de su muerte, y cerrado con un largo y magnífico poema titulado Doente, es una suerte de trágico testamento, un patético diario de sus últimos días, un lúcido testimonio que aún es considerado, a pesar de su escasa difusión en la actualidad, como la concretización más pesimista de las corrientes decadentistas de su tiempo en lengua portuguesa. No en vano el propio Fernando Pessoa llegó, en su juventud, a definirse como su deudor: aunque sólo sea por ello, démosle una penúltima oportunidad al triste destino de José Duro, a quien las Parcas no dudaron ni un segundo en llevarse muchísimo antes de tiempo. De su tiempo. 

 

MUERTE 

 

Oh muerte, ve a buscar la rabia consagrada

con que matas al mal y creas nuevos seres…

Oh muerte, ve deprisa y tráeme los poderes,

me canso de vivir, quiero estar en la nada…

 

Escurre de mi boca esta voz que aún murmura,

y arráncame del pecho el corazón exangüe,

que yo he darte a cambio los restos de mi sangre

para el negro festín de tus hambres oscuras…

 

Oh Santa que yo adoro, Virgen de mirar triste,

bendita seas tú, oh muerte inexorable,

llorando por el mundo desde que el mundo existe…

 

Dame de tu licor, quiero beber sin tino…

¡que vivo abandonado y soy un miserable

errando por la Vida, en busca de mí mismo! 

 

DOLOR SUPREMO 

 

Donde quiera que ponga mis ojos malheridos,

−me he acostumbrado a ver el mal en todas partes−

no me topo con nada que no vaya a dañarte,

oh mi pobre alma ciega, hermana de tullidos.

 

Pasión de un Viernes Santo repleto de cuidados,

el Libro de Ezequiel… Voluntad de llorarte…

¡Y no tener siquiera llanto para lavarte

estas manchas de Hiel, hijas de mil pecados!

 

¡Ay de aquel que no llora por haber olvidado

cómo se ha de invocar la lágrima en el ojo

en la penosa hora que precisamos de ella!

 

Pero es mucho más triste aquel que mira al Cielo

esperando que Dios le libre del abrojo

y sólo ve la luz de pálidas estrellas…

 

 TEDIO

 

Ando a veces estúpido y me siento incapaz

de encontrar una rima o producir un verso;

y me hago de mí mismo la idea de un perverso

capaz de apuñalar hasta a la luz del gas.

 

Me incomoda el Color, la sangre del Poniente,

−un rojo Waterloo del que es sol Bonaparte−;

y no entiendo, Mujer, cómo puedo aún amarte

si tengo rabia, mucha, contra toda la gente.

 

Donde alcanza la vista alargo mi mirar,

y me creo que existe alguna mancha oscura

que lágrimas de Llanto jamás van a lavar…

 

¡Extraña concepción! Abarco el mundo todo,

y en cada estrella veo la misma lama impura,

¡y en cada boca roja el mismo impuro lodo!

  

EN BUSCA

 

Los ojos pongo en mí, igual que ante un extraño,

y lloro al notarme tan otro, tan cambiado…

Sin desvelar la causa, el íntimo cuidado

que sufro de mi mal −el mal del que provengo.

 

Ya no soy aquel Yo de aquel tiempo pasado,

Pastor de ilusiones, olvidé mi rebaño,

nada sé de mi amor, la salud se ha perdido,

y vivir sin salud es sufrir duplicado.

 

Mi alma me la rasgó el trágico Disgusto

en silvas de abandono, en un atardecer,

cuando el azul comienza a diluirse en astros…

 

Y al borde del camino, a lo lejos, muy lejos,

como un mendigo solo, como un sombrío monje

marcha mi corazón en busca de sus rastros…


ENFERMO (estrofas finales)

 

Pero en vano medito, y es en vano que sueño:

mi corazón murió, mi alma está casi muerta…

Se marchita en el cráneo la linda flor del Sueño,

y oigo llegar la Muerte, siniestra, hasta mi puerta…

 

Ya sufrí demasiado, me cansa el sufrimiento,

y por mayor desgracia, y por mayor tormento,

¡llego a pensar que tengo −estúpido recuerdo−

un alma de poeta y un poco de talento!

 

¡El dolor que me mata es moral, y aun es físico!

¿De qué me sirve ahora albergar esperanzas,

si no puedo besar a los trémulos niños,

pues afluye a mis labios este tóxico tísico?

 

¡Y me muero tan joven! Hace apenas un mes

Le pregunté al Doctor: −¿Y bien? −Yo he de curarle

Pero ya no me importa, quiero morir, dejadme…

Que morir es dormir… Dormir… Soñar tal vez…

 

Por eso iré a soñar debajo de un ciprés,

ajeno a la quimera de ideales perversos…

¡El poeta no muere, aunque parezca agreste

su propia inspiración, y sean tristes sus versos!

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

Poner nombre a los gatos

16 de enero de 2015 14:05:08 CET

 Poner nombre a los gatos no es sencillo,  

juego de vacaciones sí que no es.

Podréis pensar de pronto que me falta un tornillo,

pero nombres un gato siempre ha de tener tres.       

Uno, el que la familia usa a diario,

Juan, Alberto, Cristóbal o Vicente,

Ricardo o Nicolás o Luis o Mario.

Todo muy razonable y muy corriente.

Los hay más chic, que igual suenan mejor,

para damas o para caballeros:

Sócrates, Afrodita, Eolo, Thor.

Siguen siendo sensatos, llevaderos.

Pero, creedme, el gato quiere un nombre especial,

un nombre peculiar, que de estilo lo dote.

¿Cómo lleva, si no, la cola vertical

y tiesos el orgullo y el bigote?

Nombres así me salen un montón:

Atrapatón, Cuajón, Coricopato,

o bien Bomularina o Mermelón,

nombres que nunca lleva más de un gato.

Y aun así, y más que nada, falta uno todavía,

y es un nombre imposible de entrever:

el nombre que un humano jamás descubriría

y sólo el gato sabe y no deja saber.

Si descubrís que un gato está muy pensativo,

sin duda va a haber siempre un único motivo.

Estará ensimismado en el murmullo 

de ideas de ideas de ideas del nombre suyo:

su inefable efable

efablinefable

profundo inescrutable nombre suyo.

 

 (Traducción de Álvaro García)

 

 

 

Nota del traductor.- Esta versión de "The Naming of Cats" está dedicada a mis alumnos del Máster de Traducción Literaria de la Universidad de Málaga, con quienes la inicié. Recuerdo que intentamos también, un curso antes o después, una traducción rítmica de "Lady Weeping at the Crossroads", de Auden y madame Sarkozy, que en cambio no conservo. Si la tiene alguien al otro lado de esta página, me encantaría que la recuperáramos para Turia digital.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por T.S. Eliot

Redescubrir las novelas del Oeste

24 de noviembre de 2014 08:00:43 CET

A finales de 2011 apareció el primer volumen de la colección «Frontera», dentro de la editorial Valdemar. En el prólogo, a cargo de Alfredo Lara López, director de la colección, se establecía el propósito de ofrecer a los lectores en español las mejores obras de la literatura del Oeste. Aquel primer título –Indian Country- se debía a la novelista norteamericana Dorothy M. Johnson, autora de relatos que luego fueron llevados al cine en películas emblemáticas del género western como El hombre que mató a Liberty ValanceEl árbol del ahorcado o Un hombre llamado caballo

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Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Moreno Pérez

Con el absurdo a cuestas

22 de octubre de 2014 12:51:29 CEST

   Desde la noche de los tiempos, Eros y Thanatos han conformado los dos grandes ejes, además de básicos, sobre los que suelen asentarse y moverse los mecanismos de las grandes obras literarias. Ambas fuerzas están presentes  en Samsa, de Lorenzo Ariza, latiendo con gran potencia en su horizonte, aunque el latido camine más por el carril de la sugerencia que por el trillado de la evidencia.

   Así, Grete, la hermana de Gregor Samsa (que, en la novela, también actúa como elemento metafórico, capaz de retardar y ocultar la problemática al personaje central), actuará como eje erótico ante el protagonista-narrador, quien, sin saber la causa, se ve empujado a escribir sobre todo cuanto le rodea para así disipar, cuando menos, alguna de las muchas nieblas que se ciernen  sobre su existencia. 

   Frente a éste eje sexual, femenino y erótico, en paralelo, caminará la fuerza del thanatos, asentada en el extraño accidente y  posterior muerte del “principal” –brazo derecho del protagonista-narrador- quien hasta su óbito ha llevado con precisión matemática la ancestral empresa familiar que el protagonista heredó de sus mayores; una muerte que revolotea de forma insistente en todos los actos y sucesos de la novela.

   Pero aún siendo importante la presencia de tales polos universales, Lorenzo Ariza, con el potente eco de Kafka al fondo, hace parpadear  con contundencia su interés por el tema del absurdo y sus muchas adherencias y ramificaciones. Nos referimos al absurdo que borra límites y que emborrona las fronteras de la lógica. Con ello, la visión de la existencia humana perderá su prístina claridad y posibilitará el paso al lado oscuro de la vida y, a la vez también, permitirá el acceso a la “otredad” (no olvidar la persistente metáfora del protagonista ante el espejo. Valga una cita como ejemplo: “Por la mañana, al despertar, observándome en el espejo, pensé a que lado del mismo se encontraba aquel que decía ser yo”, pág. 89). De eso, precisamente, trata Samsa, en permanente diálogo con La Metamorfosis de Kafka (y de algunos otros cuentos del checo: “el artista del hambre”, por ejemplo), del lado oscuro de la vida y de la necesidad de hablar del “otro” o de encontrar al “otro” que está instalado en nosotros. Un diálogo o narración que se consigue, sobre todo, gracias a la abundante presencia y poder de los sueños (“”sólo en el sueño se hacían factibles las metamorfosis” confesará el protagonista- narrador en la pág. 96 al saber con certeza que “en los sueños somos los que nos somos”) y, también, al poder de las alucinaciones o de las locuras personales que habitan y viven en la mayoría de los personajes de la novela (y de todo lector, por supuesto).

   ¿Cómo llega a ello Lorenzo Ariza?, ¿cómo  consigue exponer el absurdo de la existencia? O ¿cómo accede y traspasa la oscuridad que envuelve a ésta?  Lo consigue  haciendo uso de la anécdota con el mencionado apoyo de la historia de Gregor Samsa en lontananza. Con la anécdota, en una continuo y permanente ramificación, logra expandir su historia narrativa hacia el problema de cómo acceder, conocer y comprender la existencia del ser humano. O, cuando menos, de cómo acceder mínimamente el lado oscuro del ser humano. Un lado oculto e inquietante a la vez que gratificante.

   La anécdota en Samsa, tal como ocurre también en la narrativa de Javier Tomeo, por ejemplo, se reduce a un hecho en apariencia trivial  que, sin embargo, es marcado de forma puntual en tiempo y en el calendario desde el inicio de la novela (“Día lluvioso de noviembre”). Es decir, lo imprevisto, rebozado de lógica. Y con esa lógica asentada en la anomalía, la profundización. La historia en pleno sentido apenas tiene cabida. Todo se reduce a lo que un narrador omnisciente quiere contar. Estamos ante el arte de componer con un material mínimo, celular, para derivar a lo monumental y de trabajada arquitectura. Y ello es así porque la clave de la novela no radica en el suceso o circunstancia, sino en el desarrollo a que es sometido el breve suceso o anécdota, ramificada en una tupida red de disyuntivas.

 En Samsa la anécdota desencadenante es la siguiente: Un mozo de almacén comunica al principal y éste al dueño de la empresa (a la postre protagonista y narrador de la novela) que uno de sus comerciales no ha acudido, como de costumbre, a la estación para tomar, como estaba fijado, el tren de las cinco. Es decir, la lógica de la rutina cotidiana del trabajo en la empresa se ha roto y debe ser conocida la causa de tal interrupción de la cadena. Un suceso simple, pero imprevisto, trastoca el orden secreto de la cotidianidad y debe ser analizado en profundidad. Ahí reside el desarrollo de la novela, pues la falta a la cita del comercial, conlleva la investigación del principal y a causa de lo que éste descubre cuando acude a la casa para interesarse y saber de él –algo desconocido para el lector y continuamente aleteando en la narración- la locura ocupa su persona y acaba muriendo arrollado por un tranvía. Tras este arranque, la historia narrada adquiere rápidamente ramificaciones en varias e imprevistas direcciones: investigación de la muerte, indagación introspectiva del protagonista-narrador, salida a la luz de circunstancias oscuras  tales como la vida oculta (“otredad”) del principal y del comercial, etc. En suma, el suceso y su imprevisto acaecer permiten traspasar los límites de la realidad aceptada como verdadera y normal y, por tanto, acceder a otro mundo paralelo o submundo desconocido que deja claro que el absurdo es quien domina la vida.

   Una vida desconocida a cuya información se irá accediendo a cuentagotas, engrosando la anécdota inicial para arribar a una realidad plural, ramificada en varias direcciones, sean las  varias relativas a la vida de quien narra (desde el sueño, la introspección, la alucinación o la impresión), sean las relativas al hecho narrado y sus secuelas, o sean las propias a las vidas del resto de  los personajes que pululan por la novela. La conclusión final será de desasosiego, de manera similar a lo que acontece en las creaciones kafkianas o en las obras de Javier Tomeo con quienes Lorenzo Ariza se emparenta.

    No quiero –no debo- desvelar más, pero sí decir, por ejemplo, que la historia narrada cuadra a la perfección con los lugares donde acaece –almacén, calles, casa...- y, también, que tales espacios poseen su buena dosis de tribulación dentro de la lógica de la cotidianidad. En ellos, la sensación de lo cerrado, de clausura, de oclusión, de agobio... abunda. En ellos y en los muebles y demás elementos que los cercan, dando así la fisonomía adecuada cual geografía acompañante, al tiempo que asisten a los sueños, cuadran con lo imposible y dan forma a la alucinación (remito a la casa de la familia Samsa, por ejemplo). Y, también apuntar otro buen hallazgo de Lorenzo Ariza: maneja bien los tiempos verbales en función de la materia narrada (narración de hechos,  introspección, sueño...) sin que haya quiebro alguno en lo relatado. O que lo pictórico ayuda perfectamente al aura de las descripciones. O que las enumeraciones concuerdan como guantes con la introspección... En suma, una primera obra, densa, sugerente, profunda que rompe con el típico esquema que se espera de cualquier opera prima. Una primera obra que sorprende por su prosa  medida, equilibrada, comunicativa y, sin duda, fiel a los momentos que el autor relata y, ante todo, una prosa rica en contenido y significados, por su detallismo comunicativo tanto a la hora de dar fe de  sucesos, como a la hora de especificar rasgos físicos y psíquicos.

 

Lorenzo Ariza, Samsa, Oviedo, Pez de Plata, 2014.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ramón Acín

Juan Ramón Jiménez y su fundamental guerra en España

9 de octubre de 2014 08:26:39 CEST

    Guerra en España supone un importante corpus documental de textos de Juan Ramón Jiménez, cartas, reflexiones, etc, que vieron la luz, por primera vez, gracias al esfuerzo editorial del poeta Ángel Crespo, en 1985. La labor docente de Crespo en la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez le permitió el acceso al más importante archivo documental de Juan Ramón, tras su muerte, ubicado en la “Sala Zenobia-Juan Ramón Jiménez” del Recinto Universitario de Río Piedras.

   Fue la consulta de esos documentos lo que posibilitó el encuentro con tres sobres repletos de papeles que habían sido escritos por Juan Ramón con el título de Guerra en España. La existencia de esa documentación sólo era conocida, por entonces, por el profesor Ricardo Gullón y la bibliotecaria Raquel Sárraga, encargados de la organización y gestión de la Sala y por Francisco Hernández-Pinzón, sobrino del poeta moguereño y por aquellos años representante de sus herederos.

    Los sobres contenían una gran cantidad de documentos compuestos y recogidos por el poeta desde su salida de España en 1936 hasta 1954. No había orden alguno, lo que supuso para Ángel Crespo una importante labor de ordenamiento de papeles, entre los que se hallaban textos propios y ajenos: entrevistas, cartas, informes, aforismos, artículos de prensa, fotografías, manuscritos, etc.

    En el libro que hoy cito y estudio (me refiere a la edición de Guerra en España revisada y ampliada por Soledad González Ródenas, que completa la edición de Crespo) se nos habla de varios títulos al conjunto de papeles, de las ideas que Juan Ramón tenía de la publicación de todo el material, pero también, para no extenderme en tantos detalles, de la mala relación con la editorial Losada de Buenos Aires, lo que llevó a Juan Ramón a rescindir su contrato con ellos y publicar su libro Romance de Coral Gables en 1948 con la editorial Stylo de México.

     La correspondencia que mantiene Juan Ramón con Max Aub entre principios de 1953 y 1954 nos aclara esta mala relación con Losada y su deseo de cambiar, como hizo, de editorial (Animal de Fondo apareció en la editorial Pleamar en 1949).

    Max Aub estuvo muy interesado en la publicación de todo el material que Juan Ramón tenía, pero éste fue retrasando la publicación, dado su nivel de perfeccionamiento en cuanto a su obra y frente a ciertos períodos de depresión que pasó entonces (ya sabemos que los tuvo durante toda su vida).

    Max Aub había formado junto a Giner de los Ríos, Joaquín Díaz-Canedo y Julián Calvo la colección “Patria y Ausencia” donde pretendía publicar libros de diferentes exiliados como era el caso de Francisco Ayala, Emilio Prados y el mismo Juan Ramón. Pero la colección no se llevó a cabo, acuciado Aub por problemas económicos y las dificultades que presentaban sus colaboradores.

    Nos cuenta Soledad González Rodenas que Crespo tuvo que organizar todo el material que encontró de Juan Ramón, ya que estaba muy desordenado. Por ello, en Prosa y verso (subtítulo que lleva el libro de Juan Ramón) se reúnen materiales pertenecientes a los “Diarios poéticos” del autor moguereño.

    El resto del material que encontró lo ordenó cronológicamente, compuestos por ensayos, cartas y reflexiones diversas escritas por Juan Ramón, que se entremezclan con artículos y críticas de otros poetas.

    La edición que publicó Seix Barral fue sólo una versión abreviada del ingente material que poseía Crespo, ya que la editorial no estuvo dispuesta a publicar todo lo que el poeta había seleccionado. Para González Rodenas, el mayor error fue publicar una obra de esta enjundia en una edición de tipo comercial en Seix Barral.

   Por ello, la empresa de publicar íntegramente todo aquello ha sido muy importante. De ahí que este libro de la editorial Point de Lunettes pretenda y consiga completar una edición (la de Crespo) limitada, donde faltaban muchos documentos importantes.

COMPROMISO ÉTICO CON LA ESPAÑA REPUBLICANA

 Para no entrar en detalles de la vida de Juan Ramón, muy estudiados ya por la mayoría de los investigadores que han profundizado en su obra, pretendo destacar algunos fragmentos del libro, esclarecedores para entender la forma de ser y de pensar de Juan Ramón frente a la Guerra y al exilio.

    La dedicatoria que el poeta moguereño en el principio del libro realiza a Manuel Azaña, Julián Besteiro y Cipriano Rivas-Cherif llama ya nuestra atención. También le dedica el libro a Juan Guerrero Ruiz, todos personas intachables que demostraron su dignidad en momentos de gran crisis para nuestra España. Estas dedicatorias ya abren una senda de compromiso ético con la España republicana. El poeta de Moguer se caracterizó por defender siempre la República, por criticar a personajes que demostraron su hipocresía en aquel momento, como lo fueron, entre otros, José Bergamín o José Ortega y Gasset.

    Juan Ramón era un hombre difícil, lo que le llevará a no participar con ningún poema a la antología llamada Laurel que se realizó en México en los años cuarenta. El desprecio que sentía por Bergamín, responsable de la editorial Séneca fue una de las causas de su negativa a participar en la famosa antología. Pero también chocó con Salinas, Jorge Guillén y con muchos otros, lo que demuestra que el poeta de Moguer era un hombre de difícil trato y muy susceptible a recelos con la intelectualidad de la época.

     De la primera sección “Diarios poéticos”, me gustaría destacar algunos fragmentos de ese periplo en el exilio, su viaje a Puerto Rico, su estancia en Cuba, etc: “He recorrido la isla de Puerto Rico en distintas direcciones. Su riquísima naturaleza interior confirma mi duda primera. ¿Por qué esa naturaleza hermosa me parece blanda, floja, insuficiente? Tierra, piedra, árbol, ¿por qué es todo demasiado bonito?...

 España, con sus altos castillos eternos, su normal casa sólida, su piedra familiarizada, se me representa desde aquí más tremenda que nunca. Si Puerto Rico, querido Tomás Blanco, quiere ser solo y libre, si quiere “de veras” su independencia, debe construir, cimentar y levantar, dividir y repartir su casa con doble piedra” (pp. 26-27).

    Merece la pena también citar su llegada a Santiago de Cuba, podemos ver cómo no deja de hablar de España, como si la nostalgia fuese tan honda que todo paisaje quedase anulado ante el recuerdo de su patria: “España (corazón, cerebro, alta entraña) sale de España. Y aquí fue España, una España sin agua, heroica como la actual contra viento, marea y codicia” (p. 29).

    La ética del poeta de Moguer puede verse en otro apartado de estos “Diarios”, me refiero a “El desterrado”, cuando dice acerca del chantaje que se le propuso desde Valencia a Nueva York, en 1938, para apoyar la Guerra, desde luego, no cabe duda de que se trata de los republicanos, pero no nos debe hacer pensar que no defiende la idea de la izquierda, sino que desprecia el comunismo que hay detrás: “Algunos traficantes de la guerra y la paz, bien conocidos de todos, me escribieron desde Valencia a Nueva York ofreciéndome “apoyo moral y material del Gobierno y del Pueblo. Es decir, hablando en cristiano o en comunista, que deseaban mi apoyo moral a cambio de dinero, ellos, no el pueblo ni el gobierno” (pp. 46-47).

   La respuesta de Juan Ramón es clara, la indiferencia hacia cualquier chantaje de esos “milicianos de la cultura”, como los llama en un momento determinado de este fragmento.

   Merece la pena citar también el texto titulado “Poesía de la Guerra” donde destapa la hipocresía de un León Felipe (no fue el único que hizo bandera de la República mientras se sentía protegido) que pasea con un abrigo de pieles mientras arenga al soldado: “En Cuba supe, por un testigo de vista, que durante la Guerra León Felipe se refugió en la Embajada de México, donde protestaba de todo envuelto en el gran abrigo de pieles del Duque de T´Serclaes asesinado, y jactándose de ello con vociferación y bromita” (p. 48).

    Luego repasa a verdaderos héroes, seres que sí han sido carne de cañón, valientes de verdad, como Pablo de la Torriente, Miguel Hernández o Gustavo Durán. Le dice a León Felipe: “O no gritar tanto o irse a las trincheras, León Felipe”.

    Termino este apartado con el doliente canto de un hombre que, en Charleston en 194º, dice, recordando su país, lo que sigue: “Lejos de España, desterrado, prefiero vivir en país sin tradición, en ciudad nueva. No quiero prendarme de una tradición que no puedo comprender ni amar como la mía.

  Así tengo siempre y “sólo” la tierra, el cielo, el mar, que son eternidad, tradición universal. Y tengo mi obra, que es mi tradición y mi eternidad, para vivir, como debo, en mi pasado, en mi vida y mi obra de España, en España, ya que fuera de España no tengo, no puedo ni debo ni quiero tener presente ni porvenir” (p. 58).

    El dolor del desterrado, en la línea de lo que nos decían Llorens o Jordi Gracia, pervive para siempre, es una herida que no puede cicatrizar.

    En el apartado titulado “En los Estados Unidos”, hay un subapartado titulado “Comprensión y justicia”, donde Juan Ramón expresa su compromiso con la República y la ayuda de los americanos y de otros países a su querida España: “Pido aquí y en todas partes simpatía y justicia, es decir, comprensión moral para el Gobierno español, que representa a la República democrática ayudada por todo el Frente Popular, por la mayoría de los intelectuales y por muchos de los mismos elementos conservadores” (p. 195).

    Resulta interesante la labor que Juan Ramón y su mujer hicieron para ayudar a los niños españoles, ya que el poeta moguereño y su esposa pertenecían a la Protección de Menores, una asociación creada para ayudar a los niños en la guerra. Por ello, Juan Ramón publicita en La Prensa, un periódico americano, el deseo de que otros se suscriban a la asociación para ayudar así a los niños españoles: “El señor Jiménez ha encomendado a este diario la tarea de dar a conocer entre sus lectores que esta suscripción está abierta aquí en Nueva York, en la misma forma que lo está en París, y de recoger y enviar los fondos recogidos a España” (p. 197).

   Muchos de los que reciben la notificación del periódico quieren conocer el funcionamiento de la citada asociación, por lo que La Prensa, dirigida por el hermano de Zenobia, José Camprubí, da a conocer a los posibles suscriptores que el poeta y su esposa comenzaron a trabajar como voluntarios en la citada asociación tres días después del levantamiento militar en España.

   No sólo van a colaborar en la asociación, sino que la bondad manifiesta de Zenobia acogió a un pequeño grupo de niños de cuatro a ocho años para que vivieran con ellos en familia, por lo que arregló un piso bajo, el número 65 de la calle Velázquez, de Madrid. Amigos de los Jiménez ayudaron al cuidado y mantenimiento de aquella casa y de sus habitantes.

   Pasando a otro tema de este interesante apartado, el poeta moguereño muestra su disconformidad con la vida en Nueva York, ciudad que, en su parecer, muestra la antipatía y la deshumanización de las grandes urbes: “Vivir, como en New York, en casas donde los sentidos pierden su derecho y su objeto, desde donde mujer y hombre son invisibles, es morir” (p. 211).

 “El sol, la luna, las estrellas, no tienen, en 1936, peor que en 1916, más valor, perdidos en la confusa máquina neoyorkina del crepúsculo, que el de un anuncio cualquiera, que anuncia, aun en lo corriente, menos que cualquier anuncio” (p. 212).

 

    La llegada a Puerto Rico en el apartado que sigue al citado, nos ofrece la mirada de Juan Ramón a un país que tiene una semejanza con su Andalucía, donde va a encontrar el sosiego y la paz que necesita: “San Juan le recuerda a Cádiz y a Almería; el litoral, la costa gallega. La gente le parece andaluza” (p. 216).

     Juan Ramón anota sus impresiones y las guarda en cajas. Luego las selecciona y cuando se produce el flechazo con lo verdadero, con lo que le emociona, se lo dicta a su mujer, su fiel compañera, su verdadero sostén, la que transforma su humor acerado en sosegado y fino, sin rencores que sí vienen en aluvión a su boca en un primer momento: “Ella tiene una gran paciencia conmigo. Una gran dosis de ternura que heredó de su madre, la puertorriqueña de quien le hablé al principio” (p. 223)

 Estas palabras, recogidas en el libro, proceden de una entrevista de Juan Ramón a Ángela Negrón Muñoz, recogidas en el periódico El Mundo, en Puerto Rico, el 7 de octubre de 1936.

     En el apartado titulado “En Cuba”, hay una parte interesante para mi estudio, donde Manuel Aznar cita en el Diario de la Marina, La Habana,  de marzo de 1937, la siguiente precisión que hizo el doctor Marañón en Francia cuando habló de la huida de España del ochenta y ocho por ciento del profesorado de Madrid, Valencia y Barcelona por el temor a ser asesinados por rojos, cuando ellos eran hombres de izquierda.

    Aznar los llama fugitivos y además aparece una lista de la mayoría de ellos, en la que está el poeta de Moguer, éste contesta al Diario lo siguiente:

“Pero yo “no he huido” de los rojos ni de los blancos ni de los de ningún otro color o matiz. Salí de España, con mi mujer, el 22 de agosto pasado, porque tenía pendiente, con anterioridad al levantamiento militarista, un compromiso literario, muy importante para mí, con el Departamento de Educación de Puerto Rico, que no pude cumplir en Madrid por los trastornos naturales de la guerra, y que estoy realizando aquí en La Habana; y porque otros intereses particulares de mi mujer y los míos lo reclamaban” (p. 265).

    Dice también que ni su mujer ni él han cobrado ni un céntimo del Estado español. La República sí le ayudó a llegar a América, pero se considera libre e independiente, aunque sí defienda los valores de los republicanos y ataque a los sublevados.

    La idea de ir a México, desde Cuba pasa por la cabeza de Juan Ramón, pero lo tiene muy difícil, dada la enorme actividad que tiene en La Habana, como nos cuenta aquí: “Para mí sería un gusto verdadero poder ir a Méjico, ver a mis amigos de Méjico y a Méjico mismo. Pero ahora no puedo decir que sí ni que no.

   Estoy imprimiendo en La Habana 4 libros, 3 encargados desde Puerto Rico y uno de aquí. Van  muy  despacio y no sé cuándo estarán acabados. Por otra parte, los médicos me han recomendado últimamente, a causa de mis trastornos circulatorios, que no suba a más de 1.000 metros. Esto no sólo sería un verdadero obstáculo”.

    La carta va dirigida a su amigo Genaro Estrada, que sí se halla en México. Para el poeta de Moguer, los amigos son importantes, pero los enemigos siempre lo serán y mantendrá una dura actitud en contra de poetas como Pedro Salinas o Jorge Guillén.

CONTRA BERGAMÍN

   Haciendo un salto importante en el libro (un estudio detallado del mismo, me alejaría de esta visión de conjunto que pretendo transmitir), merece la pena citar las palabras de Juan Ramón en contra de su adhesión a la “Alianza antifascista” de escritores en defensa de la República, porque en ésta había nombres de conocidos falangistas:

“Yo no acepté vivir en “La alianza antifascista”, por lo mismo que antes dije. Allí estaban conocidos fascistas, falangistas, los amigos de J (osé) B (ergamín) y C (orpus) B (arga), la redacción de El Sol, etc” (p. 448).

    Tampoco aceptó la propuesta hecha por Adolfo Salazar, Serrano Plaja y otros para dar una charlas en El Mono Azul, ya que Antonio Machado, con el que Juan ramón mantenía una gran amistad, había rechazado participar en las citadas charlas, ya que su hermano Manuel estaba en el otro bando. La negativa de Machado es el rechazo, también, de Juan Ramón.

    Resulta interesante también el apartado trece, titulado “Respuestas”, en el cual aparece la inquina que Juan Ramón tiene a Bergamín, se trata de una carta de Octavio García Barreda, director de Letras de México, donde colaboró Juan Gil-Albert. La causa es la propuesta del poeta moguereño de colaborar en la revista, ya que ha rechazado abiertamente hacerlo en El Hijo Pródigo, porque en ella se halla Bergamín:

“Nada tengo contra El Hijo Pródigo en sí misma. Me gusta la revista por su forma y su colaboración general, y colaboraría gustoso en ella, como empecé, si no advirtiera la predominancia mayor cada día y más arbitraria de J (osé) B (ergamín). Y no porque me ataque a mí, sistemática y bajamente; ya en Cruz y Raya, como digo en esta carta que le mando, y antes del ataque de J. B. en el primer número, desdeñé colaborar con él” (p. 639).

     Para Juan Ramón, la valía de Bergamín es mínima, además lo considera un hombre que, en un principio, cuando editó el poeta de Moguer la revista Índice sí gozó de su amistad y su ayuda, pero luego fue perdiendo esa amistad debido a la vanidad desproporcionada de Bergamín y de los amigos que tenía.

    En otra de estas cartas, dice que Bergamín tergiversa o calumnia al escribir, duras acusaciones que muestran la animadversión del poeta andaluz sobre el madrileño.

    Hay muchas cartas entre Bergamín y Juan Ramón donde mutuamente se lanzan dardos envenenados, pero nos apartaría de nuestro verdadero objetivo, que es la mirada del poeta andaluz en el exilio y sobre algunos de los emigrantes intelectuales que conoció o trató antes o después de su salida de España.

 

   También manifiesta su admiración por Antonio Machado, por el que sigue la senda de la mejor poesía española, pero desaprueba el último Machado, el que sirvió de pretexto para ensalzar la guerra a través de la imagen de Castilla, de sus encinas, de sus olivos, etc:

“Y este Antonio Machado, es el que, por desventura, a cuenta de realidad más urgente, ha sido montado sobre el segundo, es decir, el primero en vida y muerte. Las guerras siempre exaltan lo grosero, porque la guerra es gruesa, es natural que lo sea, y la lírica es delicada; y no deben mezclarse guerra y lírica. Lo que corresponde a la guerra, en escritura, es la épica; pero la épica nunca ha sido la forma suprema de la poesía ni en Antonio Machado ni en nadie” (p. 656).

    Tampoco deja en buen lugar a otras figuras señeras de nuestra poesía española, como Guillén, Neruda (aunque fuese chileno, su impronta fue esencial), Salinas, Gómez de la Serna y, como era de esperar, Bergamín:

“Dentro de mí hay algo que se levanta y se echa contra lo falso, sin yo poderlo evitar. En mi normal crítica literaria siempre coincide el ataque con la falsedad de la persona: Neruda, Gómez de la Serna, Salinas, Guillén, Bergamín, oportunistas generales todos. Pero yo pruebo los hechos que ellos cuando atacan no pueden probar porque yo pruebo con documentos.

  Yo no puedo soportar el doble juego. Tengo amigos de todas las ideas, incluso falangistas, pero consecuentes toda la vida. Mi sobrino J (uan) R (amón) lo mejor de mi familia, educado en un ambiente de religiosidad seria (toda mi familia es conservadora) murió en el frente de Teruel forzado del fuego de un ideal” (p. 672).

   Considera falsos a quien utilizan las ideas para jugar con ellas, para mentir y desmentir sucesivamente, sin asomo de verdad en nada.

   Dice, acerca del oportunismo de todos ellos, que Pedro Salinas lo fue, porque organizó un homenaje, junto a otros, al Dictador Primo de Rivera. Considera que Guillén fue un “émulo” de Salinas, un hombre sin ideología que nunca creyó en la República. Los otros tampoco mostraron su nobleza, como los ya citados (Salinas, Guillén), o personalidades como Navarro Tomás o Américo Castro, los cuales asistieron varios años a cursos de verano en Middlebury bajo la bandera franquista.

    Para Juan Ramón, no era de honor que se izara la bandera de la España franquista, ya que él había asistido a cursos donde no había ocurrido eso.

    Me gustaría terminar este repaso a este libro, con la sensación que dejan las palabras de Juan Ramón, como exiliado de un país al que amó y al que no volverá. Queda su amor por España, esa lucidez infinita que le llevó a denunciar cualquier atisbo de deshonestidad, aunque algunas de sus imprecaciones nos parezcan exageradas o injustas, como las que dirigió a buenos españoles como Guillén o Salinas.

    El poeta de Moguer es un hombre que ama su lengua, que la paladea en cualquier lugar en el que se halle, un hombre que conoce el sabor de la derrota, el agrio dolor de su voz, la cual ha ido perdiendo su aventura vital, la del decir en España lo que quería, pero ahora se resiste a callar, clama con la hondura del que posee su verdad: “Y yo un día, escribí un español auténtico y propio, y fui sencillo a veces y a veces complicado, corazón o cabeza, lírica o sátira; pero siempre de “dentro” de España y de los españoles de España.

Yo estaba “creando” un español de España, ¡mi español!” (p.69).

    Como dice muy bien Jordi Gracia en su libro La resistencia silenciosa, resulta difícil saber quién fue fascista y quién no, porque las circunstancias eran complicadas, sin embargo, sí es fácil sacar conclusiones por ejemplos palmarios como los que tuvieron los que nunca dijeron ni participaron en ningún foro donde pudiese haber asomo de fascismo alguno: “¿Fueron los nombres que regresan –Baroja, Azorín, Ortega y Marañón- totalitarios y fascistas porque defendieron la victoria de Franco? ¿Fueron simples franquistas después de la guerra, o franquistas renuentes, o franquistas críticos, o franquistas de la resistencia o quintacolumnistas del franquismo, quizá? Lo que ninguno de ellos fue nunca es fascista, por mucho que el nuevo Estado exigiese eso de ellos y el exilio les imputase lo mismo. Desde ese patrón podrá acercarse al afán del héroe la trayectoria de Juan Ramón Jiménez, la de Cernuda o la de Salinas, que se exilian sin doblegarse a la ley del fascismo, antes que la de Gregorio Marañón o la de Ortega o la de Pérez de Ayala. Pero también por eso está más cerca de lo admirablemente humano la repulsa temprana de Dionisio Ridruejo a su propio pasado y sus convicciones fascistas antes que el caso de Laín Entralgo y su maquillaje de una biografía no asumida ni deplorada” (p. 81).

    Sin duda alguna, la actitud de Salinas no fue, en ningún caso, de connivencia con ideas franquistas y la inquina de Juan Ramón nació más por otros motivos que no lo ennoblecen (temas literarios). Pero sí hay que tener en cuenta que el exilio español contó con figuras fuera de toda sospecha, que nunca aceptaron la más mínima ofrenda del gobierno que había derrotado a la Segunda República Española. El silencio de Juan Gil-Albert fue también una forma de denuncia, ya que su obra tuvo que esperar mucho para encontrar su aprecio mayoritario y nunca dejó de mostrar su repulsa a Franco como muestra su excelente Drama Patrio.

 

Juan Ramón Jiménez. Guerra en España (prosa y verso), 1936-1954. Point de Lunnettes, Sevilla, 2009. Edición de Ángel Crespo, revisada y ampliada por Soledad González Ródenas.

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Certero relámpago

6 de octubre de 2014 08:24:58 CEST

“Después de escribir un aforismo, entran ganas de decir He escrito”.“Después de escribir un aforismo, entran siempre ganas de reír”.He citado dos aforismos de Carlos Marzal sobre el arte de escribirlos. Hay muchos en La arquitectura del aire, pero estos me llaman la atención especialmente porque muestran dos facetas importantes del aforismo: su rotundidad literaria, por un lado, y por otro, su puro juego que provoca alegría.

 

No es de extrañar que, después de alumbrar un buen aforismo, el autor se sienta muy satisfecho. Difícil debe de ser lograr esa arquitectura tan sutil y tan contundente e iluminadora que conlleva en sí misma la esencia de la vida y la alegría de descubrirla.

 

Concisión, precisión, riqueza de connotaciones, de sugerencias y, al mismo tiempo, sabiduría, conocimiento profundo del ser humano y de su experiencia, en todas sus dimensiones, son propiedades que posee este libro. Pero hay muchas más.  Sólo un verdadero conocedor de la vida, sólo alguien que la ama, puede escribir sobre ella de una forma tan precisa y tan libre:

 

“Soy tan voluptuoso de vivir que podría ser feliz en otras vidas, aunque no fuesen las mías”. “Amar es conocer, y a pesar de todo, seguir amando”. “Está pasando la vida, y no dejo de tener la misma edad”. “Aprender a encontrar tiempo para la vida nos lleva la vida, y no se aprende a tiempo”.

 

El amor, la literatura, el paso del tiempo, la infancia, la muerte, el arte de la música, el arte de escribir aforismos, la política, son temas que se abordan en este libro. El tema que más se repite es la experiencia de vivir, el comportamiento del ser humano en todas sus facetas, captado de manera irónica, en muchas ocasiones y, siempre, con luminosa profundidad.

Según Erika Martínez (Ínsula 2012) “hay aforistas que siguen cultivando las máximas morales y sus ideas redondas, cerradas, autosuficientes; aforistas con inclinación por el fragmento romántico, cuyo pensamiento es inseparable de la búsqueda epifánica y la imagen sensorial, o por el fragmento posmoderno, que no aspira a completarse; aforistas entregados al humor lúdico y ocurrente de ciertas vanguardias”. Se puede decir que Carlos Marzal abarca todas esas variedades.

La arquitectura del aire es un libro sabio que debe consultarse de continuo.  Bastantes aforismos se repiten con variaciones contradictorias. Es una forma de mostrar la riqueza de la vida que no puede agotarse en una afirmación. Ni siquiera en la contundente e inteligente brevedad del aforismo.

 

“Más que una teoría de uno mismo, lo que uno tiene son fragmentos teóricos sobre su ser fragmentario”. Realmente, La arquitectura del aire es una obra cargada de resonancias. El aire sostiene palabras que se mueven y se desplazan como las nubes: “Las palabras construyen arquitecturas en el aire: son otra forma de la solidez”.

 

Esa arquitectura hecha de apreciaciones y de sus contrarios es lo que ha creado un edificio luminoso, en donde cabe la experiencia de vivir, nada menos.

 

Libro excepcional que debería leerse en las escuelas como modelo de reflexión, aunque no pretende ser modelo de nada. Pero sí incita al pensamiento riguroso, a la gimnasia lingüística que tan esencial es para la Literatura. Y no sólo se trata de ejercicio de lenguaje, sino que muestra una de las más admirables propiedades del ser humano: la comprensión. Y la sabiduría y la bondad, que son su consecuencia.

 

 

Carlos Marzal, La arquitectura del aire, Barcelona, Tusquets, 2013.

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

Benjamín Jarnés

29 de septiembre de 2014 10:57:05 CEST

Una vez más, Benjamín Jarnés vuelve a nosotros. Esta vez viene de la mano de Turia, la prestigiosa revista literaria aragonesa. Hay escritores cuyo destino parece ser el de ir y venir con paso ligero por los anales de la literatura. La fama y el olvido, que conocieron en vida, se prolongan después de su muerte y la balanza, en casi todos los casos, suele inclinarse del lado del olvido, porque olvidar es probablemente lo más fácil. Son escritores de difícil clasificación. No encajan del todo en la trayectoria central de la historia de la literatura. Dan vueltas alrededor de un centro que construyen para ellos mismos. Pertenecen a otros sistemas planetarios, aunque están ahí, conviviendo con el gran sistema solar y en ocasiones se confunden con él, pero es sólo por un momento. Es, casi, un malentendido. En todo caso, una rareza. Pero, ¿qué sería de la historia del arte sin las rarezas?

 

Las Meninas es una rareza. El Quijote es una rareza. Sin embargo, son cumbres artísticas. No se ajustan a las convenciones de la época. Irrumpen por sorpresa y, asombrosamente, se imponen. Llevan dentro de sí una fuerza que se diría no calculada, imprevista, inesperada. No se sabe lo que sucede en el cuadro que pinta Velázquez y no se sabe cuál es el último mensaje de Cervantes. Pero un público acostumbrado a los retratos reales, a los bodegones y a las estampas religiosas, un público acostumbrado a que los héroes de las novelas de caballerías rescaten a la doncella y den muerte al malvado dragón, se rinde ante Las Meninas y ante el Quijote.

 

Ese margen de incertidumbre que está en la raíz de la creación resulta alentador para los artistas. La fe siempre nace de la incertidumbre.

 

Hay creadores que simplemente se instalan en ese margen, que hacen de él su territorio. Seguramente, no de forma voluntarista, sino casi instintiva. De una forma que está inextricablemente unida a la personalidad del artista.

 

Benjamín Jarnés pertenece a esta estirpe de creadores. Es un escritor que vive fuera de la corriente del legado literario. Observa, examina ese legado con un agudo sentido crítico, busca pistas que le permitan transitar por otros espacios. Quiere ser moderno, adelantarse a los tiempos. Es una voluntad en la que no hay impostura alguna. Es su visión de la literatura lo que le empujar hacia la modernidad. Desde el lugar en el que se ha situado, eso es lo que ve: hay que escribir de otro modo y de otras cosas, hay que partir de nuevos presupuestos. Sus textos literarios están llenos de pensamiento, pero es un pensamiento que, en sí, es ya literatura. Es el pensamiento de alguien que está convencido de que la creación es la meta vital de los seres humanos. Del “hombre”, diría Jarnés. Como diría, en casos semejantes, el mismo Ortega.

 

Más que con Ortega, Jarnés está emparentado espiritualmente con Unamuno. Pero Jarnés es un literato puro, no aspira a ser filósofo ni profesor (aunque lo fue, impartió clases de literatura española en la Escuela Normal Superior de Maestras de México, DF y dirigió cursos para norteamericanos en la Universidad de México, explicando la novela picaresca durante varios años, como nos dice Juan Domínguez Lasierra, en la biocronología jarseniana que se publica en este número de la revista Turia).

 

La meta y la materia de los libros de Jarnés es, siempre, literaria. Las pesonas que son objeto de sus biografías, el género que más practicó, se convierten en sus manos en personajes literarios, impregnados, eso sí, de dudas filosóficas y metafísicas, dudas unamunianas, incluso orteguianas. Pero su propósito es esencialmente literario. Es aquí, en el terreno de la literatura, donde Jarnés quiere dar la batalla.

 

Creo que todos los artículistas que han colaborado en el dossier Jarnés que nos ofrece Turia destacan el vitalismo del escritor. Su apuesta por la vida. Jarnés no se considera un vanguardista únicamente interesado en romper con la forma tradicional de la novela, quiere alcanzar momentos reveladores, conocer los entresijos de las emociones, bucear en los laberintos de la personalidad. Y quedarse, finalmente, con el aliento de la vida, como si se tratara de un elixir mágico, un Santo Grial.

 

Si Jarnés rechaza la prosa decimonónica es porque le se le ha hecho plúmbea. Domingo Ródenas de Moya resume muy bien el concepto de prosa que guía a Jarnés: “la prosa, en manos del artista, es un instrumento de creación en el que la idea y la imagen encuentran su perfecta conciliación, pues mientras la idea sostiene sólidamente la pasarela sintáctica, la imagen permite pasar deliciosamente de un lado a otro de la frase” (p. 173)

 

Jarnés -sigue diciendo Ródenas de Moya-  “preconizó para el arte joven una vía de conciliación entre idealismo, realismo e infrarrealismo que llamó integralismo, en el que la sublimación romántica (la ensoñación), la cotidianidad realista (la vigilia) y las simas oscuras del subconsciente (los sueños) se equilibraban en una representación idedigna de la compleja naturaleza humana” (p. 173)

 

Una meta muy ambiciosa, ciertamente. Pero está muy bien descrita. Jarnés, como teórico, tiene la facultad de seducirnos, de convencernos. Su teoría literaria es, en sí misma, literatura. Así, por lo demás, lo concebía el autor, que contaba con el pensamiento como parte constitutiva de la creación.

 

En este contexto, es la bandera de la moderación lo que hace singular a  Jarnés. Sus estudiosos lo señalan siempre: huye de los extremos y del autoritarismo, se refugia en la sensatez y en el diálogo. Desde este refugio, se acerca al ser humano corriente, a cualquier lector. Y se brinda a ser recatado del olvido una y otra vez. Sus aspiraciones, sus metas, se pueden compartir.

 

A diferencia de otros teóricos, Jarnés hace hincapié en la imaginación, que prefiere llamar “fantasía”. Juan Herrero Senés señala en su texto la importancia de lo corporal en Jarnés como sustento de las emociones. El cuerpo es “el mediador indiscutible entre el sujeto y el mundo circundante”, un excelente “conductor” para “poner en contacto a los seres”, los momentos y las escenas se desprenden de los recuerdos, el futuro y la eternidad y alcanzan lo “efímero esencial” (p. 184). Y aquí, en lo efímero esencial, también cabe el pensamiento. Herrero Senés cita una frase de Jarnés en El convidado de papel: “Solo una discreta pausa a medio aprendizaje de sensibilidad -unos zapatos a tiempo- permite conservar en los dedos todos los hilos de la enmarañada sinfonía de lo vivo” (p. 185)

 

Su desconfianza hacia la naturaleza objetiva de la realidad también nos hace cercano a Jarnés. Cada observador capta una realidad distinta, y no siempre la misma, puesto que cada observador lleva dentro de sí a muchos otros. Los estados de ánimo cambian, las miradas sobre la realidad también.

 

Ciertamente, como señala Herrero Senés, los personajes novelescos de Jarnés son “solitarios hasta los huesos, vueltos sobre sí mismos, separados de los otros por fronteras invisibles”, sus relaciones dejan “un poso de incomprensión e insatisfacción” (p. 188) El protagonista jarnesiano “sufre de un hastío casi congénito y sus momentos aislados de felicidad no le curan esa cierta desgana, esa indiferencia, ese arrojar la toalla que es precisamente lo que Jarnés va a cuestionarse hacia 1929” (p. 189)

 

La vida y la obra de Jarnés giran alrededor de las fechas. 1929 es un año clave, el año del éxito, un año de intensa actividad y numerosas publicaciones. Diez años más tarde, en 1939, encontramos a Jarnés en el campo de concentración de Limoges. Otros diez años más tarde, en 1949, muere, de regreso en Madrid, después de haber vivido largo tiempo en México. Su vida está, como la de otros escritores de su tiempo, marcada por

el exilio. Jarnés, hombre moderado, no encuentra su sitio. Moderado, pero inclasificable. No es hombre de grupos. Está interesado en la exploración literaria, y eso se lleva a cabo en soledad.

 

No fue totalmente incomprendido ni totalmente marginado. Participó en muchas tertulias literarias, colaboró en muchas revistas, la Revista de Occidente, entre otras. En 1943, se le rindió un homenaje en el Palacio de Bellas Artes de México con motivo del 25 aniversario de su obra literaria (p. 285) y de regreso a Madrid, en 1948, contó con el interés del editor José Janés.

 

El panorama literario de esos años, que conocieron tantos cambios y convulsiones, y que finalmente se encauzaron hacia una estabilidad gris, marcada por la censura y una obligatoria uniformidad, no sería completo sin figuras como Benjamín Jarnés. Nos haríamos una idea errónea de ese tiempo si no consideramos lo que significó la obra de unos escritores que se apartaron de la corriente literaria heredada y se plantearon nuevas metas, se dejaron guiar por otras luces.

 

En este tipo de escritores se refleja, de una forma más evidente que en otros, la crisis de los valores, la transición hacia nuevas épocas, un futuro que se desconoce.

 

El universo de Benjamín Jarnés, la trayectoria que recorrió, las sucesivas miradas que arrojó sobre la compleja relación del ser humano consigo mismo y con los otros, son fruto, sin duda, de un tiempo convulso, desorientado, que, insatisfecho con su pasado, se mueve a tientas en un presente neblinoso y se esfuerza por encontrar pequeñas señales indicadores, pequeños destellos de luz que le permitan avanzar. Y es fruto, también, de sus inquietudes artísticas y vitales. Si en Jarnés no se puede separar el pensamiento de la acción, tampoco puede existir, claro está, la separación entre arte y vida. Ese arte total al que en definitiva aspiraba lo define como escritor y como ser humano. Y, como apuntan algunos de los textos que Turia ha recogido en este número que hoy presenttamos sobre el escritor, quizá encontremos en su obra algunos indicios que lo llevaron a defender, a la vez, el experimento y la moderación, la divagación y la sensibilidad, la belleza y la vida.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Soledad Puértolas

Vida recreada

22 de septiembre de 2014 14:14:28 CEST

Escribir sin pasión sobre esta obra fascinante es muy difícil pero intentaré ser comedido. Lo que te pide el cuerpo al contacto con estos poemas es hacer un alarde de lirismo; de hecho, cuanto he leído sobre ellos es poesía sobre la poesía y a partir de ella, un vuelo lírico como el de un planeador que se sirve del aire caliente para elevarse en pleno descenso. Intentaré evitar ese camino.

El título completo del libro que nos ocupa, el quinto de Luz Pichel (Alén, Lalín, Pontevedra, 1947), es Cativa en su lughar/Casa pechada.  Así pues, no es un libro sino dos, y hasta tres o cuatro, en un solo volumen editado con meticuloso esmero. El primero –aunque aparece al final- es el poemario en gallego Casa pechada (aparecido en 2006, en la colección Esquío de Poesía). El segundo es Cativa en su lughar,  traducción del anterior al castrapo, variedad fronteriza entre castellano y gallego propia de zonas rurales como Alén, la aldea de la autora; no fronterizo en el sentido geográfico, sino en el lingüístico. El tercero estaría formado por una serie de notas aclaratorias que aparecen junto a los poemas en castellano, en página distinta, siempre par, y que constituyen un corpus independiente del resto con su propio mundo lírico y su propia historia, sus personajes y diálogos.  Podría hablarse, por último, de un cuarto libro, el conjunto de “carteles” que la autora dice que va colgando por distintos rincones de la casa, como este “LETRERO PARA LABRAR EN LA PIEDRA DEL LAVADERO  Frío en la fuentefría./La niña lava y llora,/vese en el fondofondo” (27), o  “ESTE LETRERO HASE DE COLGHAR EN LA CUADRA DE LA YEGUA La bestia mía/negharonle la lengua/no puede andar” (73).

Los tres, o cuatro, se entrelazan y forman una red (un verdadero textus) que la autora va arrastrando por el mar de su memoria como una pescadora de esencias poéticas, pero el fruto de ese arrastre no es un conjunto de elegías, contra lo que podría parecer por lo dicho, sino todo lo contrario, es vida recreada, revivida dramáticamente, como en el teatro, podría decirse.  

Todo está cargado de sugerencias, desde los títulos: Casa pechada viene a significar “casa cerrada”, pero también “nublada”, “apretujada” o “de acento dialectal marcado”. Cativa significa “cautiva”, claro, pero también de “mala calidad”, “ruin” o “pobre”, y también “rapaza”, “niña”; es adjetivo que al final se convierte en nombre propio, en personaje trasunto de la autora vuelta a la niñez. Lughar es como el lugar de la Mancha, “lugar”, “aldea” –es “Alén el sitio, el lughar, aldea cativa y rural que compón parroquia con otras…” (44)-, pero marcando con “gh” la sustitución del sonido g de gato por algo parecido a una j, ghato, fenómeno llamado geada, propio de algunas comarcas de Galicia.

 

Respecto a la traducción, se ve que a veces es bastante fiel al original, como en el poema “Epílogo” (112), pero aun en las traducciones más o menos literales encontramos la vertiginosa emoción del matiz que impone la lengua: en el poema “Ando a buscar belleza”, el verso “é soamente un sapo que anda cantando” (181) se convierte en “es solamente un sapo que anda a cantar” (88). Sin  embargo, lo habitual es la revisión y la reescritura, bastante libre y enriquecedora. Podríamos observarlo por ejemplo en la multiplicidad de voces que aparecen en la versión castrapa y que no están en la gallega: ¿son las de los antepasados?, ¿las de los amigos de la infancia?, ¿las de las distintas edades de la autora? De todo un poco.

Pero entre las dos versiones ha cambiado algo más que la lengua y se ha producido algo más que una mera amplificación de los poemas. Separadas por seis o siete años, numerosos signos parecen indicar que la poeta ya es otra, profundamente otra, y no necesita tanto el yo, por lo que en buena medida la primera persona desaparece y se disuelve en una tercera persona, en unos personajes y en la vida misma de la aldea. Por ejemplo, en el poema llamado “Siente el ghato la falta de su dueño”, la versión gallega dice “Mirouse nas miñas bágoas./Y revirouse” (148) y en la castellana “Mirose en una cuenca de agua / y revirose.” (47) De forma parecida, en el poema “Pésanle las ramas a la higuera por culpa de la carga”, en la versión gallega la higuera le habla a la poeta “E a figueira,/aliviada e contenta/move as follas e mira para min,/que me quedo sen figos,” (137) y en la castellana le habla a una niña indeterminada y hay incluso aclaraciones-acotaciones que lo hacen narrativo y hasta teatral:  “Descansa en esta sombra,/(…)/-la higuera, que pretende consolarla-/fantochea un poquito con la azada/a ver si encuentras algo,/una patata mismo./ Llevas mucho fardo encima,/no eres animal de por los aires.” (25) Tomando distancia, la experiencia personal y subjetiva se ha disuelto en experiencia colectiva y parece que la voz de la poeta ha salido de sí misma para transformarse y hacerse una con todas  las cosas (árboles, niños, perros, montañas, casas, muertos, herramientas).

La presencia de estas dos lenguas en tensión fronteriza pone de manifiesto otro de los aspectos más destacados del libro, el mestizaje, la impureza aquella de la que hablaban Neruda y sus amigos del 27, quizá lo que en música se llama fusión. Todo el libro es un canto a y sobre la impureza del mundo, sobre la esencial mezcolanza de cuanto hay en almas, cuerpos, lenguas, naciones, pero no como quien mira desde fuera y analiza sino como el que la vive por dentro (¿como un Whitman gallego?). De ello resulta una estética y una ética: “Ando a buscar belleza/en la forma deforme/de la patata.//Ando a buscar belleza/en la lengua cativa/de la patata.” (105) Ahondando más en lo híbrido de este libro, que transcurre “al fondo de los caminos hondos de un pueblo donde crece la uralita entre el maíz” (7), en el mismísimo corazón de Galicia, resulta que se cierra con un haiku que resume el viaje (los viajes) que supuso su escritura: “Abrí la puerta,/acaricié las cosas./Cerré con llave.” (111)

Efectivamente, esta obra es un viaje por la memoria a través de las diferentes estancias de la casa familiar, en  lo que recuerda a La casa encendida, de Luis Rosales; no solo por la casa, sino también por su carácter liberador. Sirven de guía y parada los mencionados letreros, que son textos breves, sugerentes y precisos a la vez, que parecen convertir la casa familiar por la que deambula la poeta, y todos los habitantes de su pasado –vivos y muertos-, en un verdadero museo (en su sentido etimológico de recopilación del saber humano) de vida atada a la naturaleza y a la aldea, llenos de fantasía o magia, siempre con hondura reflexiva: “Vete al alén,/no se te haga de nocheoscura./Cuando te eche de menos,/duermo en la tierra.” (45) Estos letreros, por cierto, siempre están atentos a la belleza de lo diminuto y a su simbolismo: “Maúllan, atacan, corren,/danse de gholpes contra las paredes/y no es más que la sombra de un volandero.” (54) Este museo convertirá la casa pechada, el pasado definitivamente perdido, en una casa aberta, iluminada para nosotros por estos poemillas que representan un mundo entero a punto de desaparecer, un museo de emociones pasadas, presentes y futuras, personales y colectivas, vivificadas para siempre por la palabra poética.

Pero este libro no es un simple museo porque todo en él está completamente vivo y coleando. Pichel no hace arqueología (quizá sí antropología) sino que crea un ambiente teatral en el que, como en las narraciones de Juan Rulfo, todo es un bullicio de vivos y muertos: “La niña escucha./Detrás de aquella piedra,/los muertos andan a fabular.” (101)

También es Cativa en su lughar  un viaje iniciático hacia la edad de la comprensión (sea cual sea esta) en la que la autora asume la complejidad de su pasado y se afirma libre, de ahí parte del carácter liberador: en el poema “Epílogo” “Cativa” le dice a su can “háceme un sitio en el pajar del trigo,/(…)/ando escapada”(112). Pero antes ha tenido que superar (y revivir) muchos miedos y muchas miserias: “Tú por querer, quieres volar. Pero no se te da,/no son alas eso que voltea la tierra, (…)//la maza genealógica,/la del padre,/la de la piedra./ Para mazar en ti, pum./para mazar en ti, pum, pum/ (…) y viene Cativa y mira y odia/y el odio la asusta y vase escapada” (55). En otro lugar es igual de clara: “duélenle las manos pero no dice nada,/pide perdón,/hace como está mandado” (59).

El viaje del que hablamos es el de la vida, claro, pero si quisiéramos verlo como el de la creación de este libro –que a fin de cuentas es lo mismo- encontraríamos que nace de una necesidad biográfica, que es un ajuste de cuentas con las lenguas de la autora, como ella misma confiesa, “Había que usar la lengua de la aldea para no ser aldeana” (7), y un grito de protesta liberador contra todas las formas de malos tratos, las del idioma, las de la escuela, las del sexo, las del machismo, las de los pueblos y las de las ciudades, las burdas y las sibilinas: “Sufrir por el hecho de hablar, eso no.” (9)

El poema “Epílogo” antes mencionado contiene esta aclaración entre paréntesis a modo de subtítulo, “(Canción de la reina liberada que rematará una pieza para monighotes que está por hacer)” (112) que nos recuerda que este libro también es un drama para títeres y “monighotes” que parece que quiere representar la Cativa adulta a sus nietos cativos, para que sepan, para que no olviden, para que vivan su catharsis. (Este aspecto dramático, como vamos viendo, daría materia para otro artículo.)

Las “notas” merecerían un estudio aparte. Son unas auténticas “Glosas alenses”, si se me permite el vocablo, que pretenden explicar términos desconocidos o ambiguos para el lector castellanohablante y lo hacen en un idioma que ya no es el castellano ni el gallego, sino una lengua en formación (y a punto al mismo tiempo de desaparecer; ¿no es eso lo que ocurrió con las primeras glosas medievales, en navarro-aragonés?), sin gramática definida, por tanto, y con un léxico prestado de aquí y de allá. Un ejemplo: “Gando. Es como ganado, toda clase de reses o gentes domesticadas y tratadas a palos. No vayan confundirte con trampa pequeñita y ghrande consecuencia, no te arreen con varas, que todo eso pronúnciase en un diosquetecreó si tú no espabilas.” (18) Estas glosas van tomando entidad propia y dejan de ser meras aclaraciones para convertirse en otro libro independiente, en otra parte de la historia en la que Cativa es personaje (a veces niña, a veces mujer) que participa y hasta dialoga: “Malformada. Es coruja pues tiene el ojo humano siendo como es una lechuza que mete miedo. (…) –Mirade, atendede, mirade lo que yo ando a hacer bien hecho de verdade, dice Cativa. Y viravuéltase por el prado abajo hasta el alto perfil del encantamiento. Un poema.” (96)

Entre las muchas maravillas de Cativa en su lughar destacan la musicalidad y la plasticidad. De un lado abundan el verso libre, contenido constantemente por el recuerdo de la musicalidad tradicional, el versículo y las jugosas prosas, entre otros metros. De otro lado, destaca una mirada fina, “La mañana despacio abre los ojos, / abre de espacio, mira de monte a río lo que baja/y duélele el sentido con la luz” (17). Muchas veces necesita el lenguaje infantil y el de la brujería, como corresponde a esa búsqueda de las raíces más profundas de su ser,  pues la infancia y su magia son el comienzo del viaje iniciático: “Rastrillo de palo/rastrillo de hierro/horquillas del mundo/palas de toda casta/palos de cada casa/palodepalo/palodepán/palodel-lomo y delas-piernas/palo de lumbre/guadaño, guadaña/azada y azadón/caldero/trasno del lavadero en el mes de enero/caldera y calderín/ y calderilla.” (23)

Es un libro tan personal, lírico y original que parece mentira que sea a la vez tan dramático y narrativo, tan local y tan universal. Es tan rico y complejo (en el mejor sentido), es tantas cosas a la vez, que me parece imposible nombrar todas sus caras, temáticas o estilísticas. En fin, creo que es un libro grande que será recordado.

 

[Luz Pichel nació en Alén, Pontevedra, y ha sido profesora de Lengua y Literatura castellanas. Ha publicado los siguientes poemarios: El pájaro mudo (Ediciones La Palma, 1990. I Premio internacional de poesía “Ciudad de Santa Cruz de La Palma”), La marca de los potros (Diputación de Huelva, 2004. XXIV Premio hispanoamericano de poesía “Juan Ramón Jiménez”), El pájaro mudo y otros poemas (Universidad popular José Hierro, 1004) y Casa pechada (Colección Esquío de poesía, Ferrol, 2006. XV premio “Esquío de poesía en lingua galega”). También ha publicado ensayos y traducciones de poesía. Ha sido traducida al inglés y al irlandés.]

 

Luz Pichel, Cativa en su lughar/casa pechada,  Ibiza, Progresele, 2013.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Mula Soler

Escritores regios

16 de septiembre de 2014 08:30:09 CEST

 Últimamente he estado en el correo electrónico como quien pasa las horas filosofando en el café. Vivir entre los libros y el diálogo internético me está convirtiendo en ermitaña, pensé, y decidí tomar aire fresco: me desprendí del teclado y salí rumbo a la Galería Regia. Era miércoles y esa noche se presentaba Cuaderno de la nieve (Mantis Editores-Conarte, 2004), nuevo poemario de Guillermo Meléndez.


En la mesa de presentación, Xavier Araiza y Eduardo Zambrano hablaban de la poesía de Meléndez. Se mencionó a Sartre, a Merleau-Ponty, a Pessoa. En el poemario las referencias son interminables: Blake, Dante, Eliseo Diego, Pizarnik, Nietzsche, Safo, Miguel Hernández, Cavafis... La poesía de Guillermo Meléndez no es nada fácil; y sin embargo, con toda su ironía y sus intertextualidades, resulta muy disfrutable.


Recordé las palabras de un amigo escritor una ocasión en que conversábamos precisamente de Meléndez, del prestigio que éste se ha ganado a fuerza de trabajo, de persistencia, de haber apostado a la poesía un poco en silencio, sin pretensiones, asumiendo su oficio desde un anonimato que parecía tenerlo sin cuidado y que desapareció con los años, cuando se convirtió en un -poeta de la ciudad, alguien que, como dijo Araiza durante su presentación, habla de las calles de Monterrey, de los bares, de los rincones que de pronto descubre ante los ojos de quienes habitamos esta ciudad sin asomarnos, casi sin verla.


Alguien había dicho hace poco que el poeta de la ciudad tiene en este momento 15 años, ya que hasta ahora no ha habido nadie capaz de sintetizarla. Descalificó a nuestros poetas uno por uno, asegurando de unos cuantos que sus textos resultan -decentes, pero no poseen grandeza.


A los regios nos resulta difícil aceptar la importancia de quienes se dedican a expresar la otra parte que somos: nuestras fantasías y deseos, nuestros sueños y desencantos. Si un gran poeta es aquel capaz de establecer con el lector una comunicación íntima, alguien que hace sentir al otro que el poema es suyo, que dice sus cosas, entonces no me explico el motivo por el cual, para nosotros, los buenos escritores no se relacionan con nuestras experiencias de lectura, sino con las opiniones del Centro. Sólo por esta vía se reconoce el trabajo de un escritor regiomontano.


Cuando pienso en la relación que existe entre nuestra ciudad y la poesía de Guillermo Meléndez me viene a la mente Álvaro Mutis, los lazos profundos entre sus textos y la Ciudad de México.


Pero comparar a Mutis con uno de los nuestros es arriesgarse a hacer el ridículo si Krauze no lo ha legitimado con anterioridad.


Para los regiomontanos, el problema de nuestros poetas es que son de aquí; en consecuencia, no se puede esperar gran cosa de ellos. He aquí un buen ejemplo de baja autoestima, una típica actitud regia.


II. Los fabulosos veinte


Sucede que, no conforme, el jueves regresé a la misma galería; esta vez para escuchar la lectura de Óscar David López, poeta de 22 años. La presentadora era Gabriela Torres, narradora de la misma edad, y actual becaria del Centro de Escritores.

La seriedad se les nota a los muchachos desde el principio, pensé, el afán de profesionalismo que los distingue entre sus compañeros.


No podía evitar una sonrisa de orgullo al escuchar a la Gaby leer, con su voz fuerte y su apostura envidiable, las múltiples referencias a poetas y narradores, grupos de rock, juegos de Nintendo, programas de televisión y toda una serie de elementos con los cuales dibujó un mapa generacional como introducción a la poesía de Óscar.


¿Qué dicen ellos en su momento de arranque, cuando apenas se dirigen hacia sus propias definiciones? Óscar David inició su lectura con tres epígrafes: uno de Gerardo Denis, el siguiente de Laura León, y el último de José José. Enseguida leyó una serie de poemas de calidad desigual, pero todos ellos frescos, rebosantes de energía, de ganas de decir sus cosas. Hubo dos o tres verdaderamente hermosos.


Evoqué a los Óscar y Gaby preparatorianos, cuando Óscar no se había enfermado, ni soñaba que vendrían estos dos últimos años de hospitales; cuando Gaby era una niña tímida que apenas hablaba; cuando aún no imaginaban que alguna vez iniciarían el proyecto Harakiri, que actualmente reúne a muchos de los escritores jóvenes de nuestra ciudad.


"La generación actual de talleristas hace demasiadas concesiones con estos jóvenes", suelen decir algunos escritores que conozco, "los están chiflando". Sin embargo, apenas empezó a leer Óscar recordé el apoyo de nuestros maestros y coordinadores. ¿Qué sería de nosotros si no nos hubieran mostrado una confianza de ese tamaño?


Me vinieron a la mente los dos Jorges: Xorge Manuel González y Jorge Cantú de la Garza. Recordé también algunas opiniones de sus compañeros, idénticas a las de mis conocidos. En el caso de nuestra generación, el apoyo de éstos y de tantos otros escritores significó, más que condescendencia destructiva, un empuje fuerte, una seguridad, una manera de ayudarnos a pisar tierra firme.


Al salir esa noche de la galería caí en la cuenta de que había presenciado una especie de reseña. No era solamente la gente de las mesas en ambos eventos, o el público que en las dos ocasiones llenó la sala; era el fenómeno literario regiomontano manifestado a través de diferentes generaciones. Un proceso vivo, dinámico.

 

Texto publicado en la sección Arte del periódico El Norte. Monterrey, México. (Noviembre 2004)

Escrito en Sólo Digital Turia por Dulce María González

Rafael Gumucio (Santiago, 1970) es una de las figuras actuales más sólidas de las letras chilenas. El pasado junio, presentó en la Casa de América de Madrid su nuevo libro: Mi abuela, Marta Rivas González (Ediciones UDP).

Hija del diplomático Manuel Rivas Vicuña, y esposa del senador Rafael Agustín Gumucio, Marta Rivas González, una aristócrata de izquierdas, fue testigo de excepción de la historia de Chile de los últimos cien años.

De la mano de su abuela, profesora en la Soborna, Rafael Gumucio se estrenó de manera un tanto abrupta en la edad adulta. Tras el golpe de estado de Pinochet en 1973, Marta y Rafael compartieron la soledad del exilio en París al abrigo de autores determinantes en la vida de ambos como Proust.

Es esta una crónica familiar, escrita desde el humor, la poesía y la rabia, donde el escritor nos descubre a una abuela excéntrica, amiga de Marguerite Yourcenar, García Márquez o José Donoso, y a quien Cela invitó sin éxito a Mallorca.  Gumucio narra en primera persona, cómo fue aquella relación de amor y el vacío que dejó la muerte.

 

En nuestra conversación, el escritor y periodista habló además del futuro del periodismo, de su cátedra de Estudios humorísticos en la universidad santiaguina Diego Portales y, cómo no, de literatura.

 

-  Uno de los problemas primeros con los que se enfrenta un escritor es elegir un tema y unos personajes, en este libro lo has tenido fácil, estaba en tu familia…

-  Casi todos mis libros versan sobre mi vida familiar. He tenido la suerte de tener una familia muy divertida, que ha estado muy comprometida con sus circunstancias y con la vida de Chile; que además tiene un cierto gen exhibicionista que le hace contar sus cosas como si ellos esperaran que alguien las contara. He sido yo quien lo ha hecho. Cuando empecé a escribir no pensé nunca que este iba a ser mi tema. No pensé que iba a ser el cronista de mi familia, pero conforme pasan los años, la verdad es que las mejores historias son las que están cerca de mí. He tenido el raro privilegio de contar con el permiso implícito de contarla, y eso es lo que he hecho desde entonces.

-  Gracias a Marta Rivas,  el lector se acerca a una clase social que ella representa, me refiero a la aristocracia de izquierdas.

- En Chile ese grupo social se prolongó durante muchos años en la historia. De hecho, casi todo lo que el mundo conoce de Chile nace de esa clase social. Tuvo una enorme importancia. A mí me interesó sobre todo por las contradicciones, porque mi abuela era de izquierdas en cosas que uno no se esperaba, y de derechas en cosas que tampoco esperabas. Ella tenía el ADN de ambos mundos y eso era realmente interesante porque me ahorraba construir un mar de personajes; con ella tenía todo un mundo.

- Su abuela era una mujer de mentalidad abierta. Hoy la reconoceríamos como una feminista.

- Genéticamente era feminista, al contrario que otras mujeres que se han autoimpuesto ideológicamente la liberación. Ella lo era sin quererlo, en un medio donde el feminismo era impensable. Pero, creo que su intento no fue liberarse sino al contrario, amarrarse, encontrar un marido y una familia en la que buscar protección. Con tan mala suerte  de encontrar un marido como mi abuelo, que en el papel representaba el conservadurismo acérrimo, pero que en la vida real se transformó en un hombre de izquierdas y para nada machista. Con el tiempo he llegado a pensar que el hombre conservador que buscaba, no se hubiera casado nunca con ella, sólo mi abuelo pudo hacerlo.

- ¿Y eso?

- Porque ella era de las que decían a voz en cuello lo que opinaba, que era más inteligente y más culta que cualquier hombre, no estaba preparada para el matrimonio tradicional latinoamericano. Yo quise ir más allá de lo que era visible. A ella le importaban las convenciones pero nunca pudo amoldarse a ellas. En su vida tampoco tuvo ocasión de protagonizar ningún acto de rebeldía. Quiso siempre trabajar, pero no lo hubiera hecho si mi abuelo no se hubiera arruinado. No fue un acto de rebeldía o una Casa de muñecas, sino pura supervivencia.

- Dos exilios le marcaron la vida.

- Ella vivió en total 22 años de su vida fuera de Chile, la mayoría de su infancia y adolescencia. En su primer exilio vivió dos años en Suiza porque su padre fue nombrado presidente de la Liga de las Naciones. Pero era un fuera de Chile pensando en Chile, hablando de Chile, preocupada por Chile y entre chilenos. Ella tenía un empeño en lo chileno aunque nunca se sintió cómoda en Chile.

- Pero Marta Rivas quería morir en Chile a toda costa.

- Quería morir en Chile porque no que quería que Pinochet le ganara la batalla. Decía que quería volver por el clima. Yo no creo que fuera por eso, el clima de Chile es muy malo. Seguramente era por la luz. Hay una luz en Santiago que no tiene París y que a ella le era necesario; luego estaban los afectos. Vivir en el exilio exige vivir permanentemente en un logro, no te deja vivir en la inconsciencia. Pero para nosotros, que volviera a Chile nos parecía algo ilógico porque ella era feliz en París, había conseguido una buena vida. Era muy divertido porque los rusos blancos pensaban que mi abuela era una rusa y la llamaban: Olga, Sonia…

Vivió un tiempo en el mismo hotel que el príncipe Yusipov, que fue quien envenenó a Rasputín. Yusipov, que era buen mozo y muy homosexual, tenía un novio chileno: Cuevas, Cuevitas. Un personaje divertidísimo que se fue de Chile, se convirtió en un mecenas del ballet y se casó con Margaret Rockefeller, nieta del millonario. Yusipov era su amante. Terminó siendo rico e importante, pero en Chile le siguieron llamando Cuevitas, aunque en ese momento ya era el Marqués de Cuevas.

También vivió en el mismo barrio que Marguerite Yourcenar. Ella le tenía ganas a mi abuela, le regalaba huevos pintados de Pascua. Eras amigas, pero a mi abuela que era conservadora en el fondo, le asustaba que fuera tan abiertamente lesbiana.

Mi abuela amaba la literatura y quería a los escritores pero no le gustaba el esnobismo. En cuanto un escritor famoso le hacía demasiado caso, ella se distanciaba. Le pasó con Camilo José Cela. En sus clases ella hablaba de La familia Pascual Duarte. Cela se enteró que una profesora de la Sorbona hablaba de su obra y la invitó a Mallorca. Mi abuela le dijo que no porque no quería ser una esnob. Me parece que hizo una tontería, quizás Cela hubiera escrito este libro y me hubiera ahorrado a mí el tiempo…

-  Ella tenía sus más y sus menos con los escritores…  

- Normalmente los escritores son siempre arribistas, y eso era algo que mi abuela no olvidaba. Yo siempre le decía que si hubiera conocido a Proust hubieran sido amigos claro, porque tenían mucho en común, pero hubiera sido una amistad a la que mi abuela le hubiese puesto coto. Mi abuela hubiera suscrito la carta que le escribió Gide a Proust rechazando su manuscrito, donde le decía que un escritor joven no puede ser bueno si vive obsesionado con princesas y duques. Gide se arrepentiría después toda su vida, como se hubiera arrepentido mi abuela.

Entabló amistad con García Márquez, pero él se fue alejando y ella no hizo ningún esfuerzo de acercamiento. Lo mismo le ocurrió con Isabel Allende. En el fondo era una especie de timidez que la paralizaba.  De su relación con José Donoso hablo mucho en el libro, y lo pongo como ejemplo. Se conocieron cuando ambos eran muy jóvenes. Eran dos personas con gustos, fobias y aficiones en común realmente asombrosas. Lo que les distanció fue que Donoso era escritor, y tenía demasiadas ganas de ser su amigo… Y mi abuela pensó: si este tiene tantas ganas es porque está mal…

- Digamos que tampoco te animó a ser escritor.

- Sí y no. Me acercó a la lectura de escritores que para mí han sido fundamentales: Proust, Chéjov, Tólstoi, Shakespeare, también Ibsen, que  leí también por ella, pero que no fue tan importante. No sólo me alentó en la lectura, sino que fomentó en mí la idea de que yo era escritor, que debía dedicarme a la literatura. Pero cuando vio que esto se hacía realidad, entonces mantuvo una posición ambivalente.

- ¿Crees que sin la influencia de tu abuela, hubieras sido escritor de todas maneras?

- Yo quería ser escritor antes de conocerla, pero quizás me hubiera dedicado a escribir cómics. Yo tengo primos que no tenían ningún interés por la literatura y que mi abuela adoraba. Nunca se le ocurrió fomentarle esa afición, fue algo que yo pedí y que se transformó en el eje de nuestra relación.  Fui el único de sus descendientes que heredó sus tomos de Proust, un escritor fundamental en su desarrollo como persona. Pero al mismo tiempo me recordaba que yo nunca sería como Proust.

- La relación entre ustedes dos se forjó en París. Ella necesitaba un hijo y usted un padre. ¿Cómo fue aquel exilio para ti?

- Yo buscaba a alguien que hubiese vivido esa cosa inaudita y extraña que estábamos viviendo que era el exilio. Mi abuela era la única persona de las que me rodeaba para quien el exilio no era una novedad. Ella fue una guía.

Fue un tiempo doloroso porque en mi caso se cruzó con la separación de mis padres, la destrucción de un cierto equilibrio familiar que me influyó tanto o más que el exilio físico. Evidentemente las dos cosas juntas fue como una bomba. Yo era una persona hipersensible, que en mi caso vino acompañado de hechos externos. Ahora puedo ir al psicólogo y tener una justificación… (Ríe). 

- ¿Era París entonces una ciudad dura para un extranjero?

Muy dura, fría y solitaria. París no le ahorra dificultades a nadie. También hay un dato que está feo decirlo, pero nosotros nos desclasamos en París. Fuimos a vivir a una ciudad europea, importante, pero para mi familia fue una pérdida. En Chile contábamos con una red de apoyo en la que sentíamos que pasara lo que pasara no te iba a ocurrir nunca nada. Esto lo rompió primero Pinochet y luego el exilio confirmó esa sensación de que no estábamos seguros en ninguna parte.

- Los escritores chilenos de distintas generaciones, como Alberto Fuguet, Alejandro Zambra o tú mismo, llevan la dictadura en el ADN de su escritura.

- En los nombres que has citado cada uno lo vivió de un modo distinto: Alberto Fuguet vivió la dictadura hasta los 20-23 años. Yo la viví hasta los 18,  y Zambra hasta los 14. Pero hay un periodo del que se va a hablar con toda seguridad en la novela chilena.  Yo mismo estoy escribiendo sobre la época de la transición: del 88 al 98, donde Pinochet ya estaba preso en Londres, pero su sombra era alargada.

La dictadura es un tiempo donde los países se reencuentran con sus peores y sus mejores demonios. Allende era algo que nosotros no hubiéramos querido ser, pero nunca fuimos. Pinochet fue alguien que nunca quisimos ser pero fuimos. Un dictador se parece a lo peor de su país.

- En estas memorias hay dos voces: la voz de Marta Rivas y la tuya. Tú planteas cosas que quizás no te hubieras atrevido a decirle.

- Estuvo demente muchos años antes de morir. Yo me había resignado a la idea de que ya no me hacía falta, que no la necesitaba. Cuando se fue, empecé a necesitarla, ajustar cuentas con ella, y sobre todo preguntarle muchas cosas sobre cómo vivir. Yo la conocí de vieja y yo aún era un niño. Nunca supe cómo vivió de los 35 hasta los 60 años, que es el tiempo en la que uno tiene hijos, casa, perro, donde se vive de una manera rutinaria. Cuando empecé a vivir ese tiempo, fue cuando comencé a hacerle esas preguntas: cómo nosotros, que éramos tan distintos por herencia histórica, que no estábamos hechos para una vida burguesa y banal podíamos construir la vida. Me hubiese sido muy útil, pero ya no estaba. De alguna manera tuve que inventarla para que me respondiera a todas estas cuestiones. 

- ¿Crees que a Marta Rivas le hubiera gustado el libro?

- Hay un poeta chileno muy bueno, Armando Uribe, que fue muy amigo de mi abuela, y a quien yo le di a leer el manuscrito.  Él me dijo: tu abuela hubiera odiado tu libro y a la vez hubiera sentido mucho orgullo. Habría detestado que hubieras sido capaz de escribirlo y habría adorado que lo hubieras hecho. No sé si se entiende la paradoja.

- ¿Ha sido una manera de enterrarla?

- Sí. Entre su muerte y la novela escribí una obra de teatro que estaba basada en ella y que protagonizó una actriz que se le parece mucho, Delfina Guzmán. Con esa obra pensé que de alguna manera había logrado resucitarla, pero cuando se publicó este libro, mi abuela ya no estaba.

- Colaboras con diversos periódicos. En tu caso, ¿trazas una línea entre el escritor y el periodista?

- Yo nunca he pretendido ser periodista. Escribo como un escritor que se amolda al formato y a las necesidades editoriales del diario. Mis columnas son de opinión, cultura, literatura, política y sociedad; también hago entrevistas.

- ¿Cómo ves el oficio de periodista en el mundo actual?

 Hay una inflación del periodismo, lo mismo que pasa con la democracia porque ambos están relacionados. El poder opinar desde tu móvil parece democrático pero no es democracia. La democracia también supone someterse a un orden. El periodismo es el derecho a opinar de una sociedad a través de un periódico, pero no es lo mismo a que todos los ciudadanos griten al mismo tiempo.

El periodismo y la literatura sobrevivirán, pero creo que acabará con los profesionales que tienen este oficio como forma de subsistencia. Se perderá parte de la historia, la diversidad de voces, se convertirá en un periodismo previsible donde lo más importante serán las firmas.

- Háblame de tu faceta como director del Instituto de estudios humorísticos en la Universidad Diego Portales. ¿En qué consiste esta cátedra?

- Es un curso complementario en la Escuela de Periodismo en la universidad, donde enseñamos maneras de hacer humor aplicado en su trabajo. Organizamos también actividades donde explicamos el tipo de humor que se hace en Chile.

- Viviste en Madrid, después en Barcelona. El atractivo de España para los escritores hispanoamericanos se prolongó más allá del Boom.

- Cuando vine, el centro de la cultura en castellano era España, ya no lo es. Vinimos a España y fue una época gloriosa. Lamento mucho que después, con la crisis, los destinos se hayan alejado tanto. Un chileno conoce a muy pocos escritores españoles, y a un español le pasa lo mismo con los escritores chilenos. Es una pena.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Yolanda Delgado

Fundir el cuerpo y la palabra

2 de julio de 2014 08:08:54 CEST

Inmensidad. Esta es la primera sensación que el lector tiene cuando ojea, ayudándose de su mano ―se presenta como un libro electrónico y la mano sigue siendo nuestro acceso al espacio literario―, Soundscape. Esta obra es una ventana al espacio y al vacío, al blanco y al negro, respectivamente. La primera sección recopila una serie de poemas bajo el título de “Hábitat”. Se trata de pequeñas composiciones en forma de cubo que ocupan el centro de la página, poemas breves cuya velocidad vertiginosa se despliega de manera vertical para el lector, porque los significantes viajan de lo más alto hacia el suelo, incluso al subsuelo, a la raíz. De esta forma, un mismo poema puede enfocar al “techo” y al “cielo” y quedar, al final, completamente “sumergido”; observar las “nubes negras” y acabar pisando “la raya”. A medida que los poemas se suceden, los términos que hacen referencia a lo terrenal se multiplican, el penúltimo de ellos comienza con “Bajo tierra” y el último sentencia de manera sintética: “Ser fiel a la raíz, conservar la memoria del hambre”. Hace poco oí que un poema extenso no es tal en la medida de su número de versos, sino en la voluntad que tiene de extenderse a lo largo del espacio poético. “Hábitat” es un poema extenso mínimo; su vocación es delimitar el espacio a partir del cual el poeta crea y éste es el que se forma como un “puente entre el párpado y el pájaro”: cerrar el párpado puede ser suficiente para dejar escapar la materialidad de un mundo en constante movimiento. Abran las hojas de Soundscape, conviertan en pájaro las letras que componen estos poemas, porque no deben reconocer sólo en ellos la posibilidad de la palabra.

El poeta ya ha establecido el “lugar de condiciones apropiadas para que viva un organismo, especie o comunidad animal o vegetal”. Tras éste sitúa las secciones “Vitral de voz” y “Materiales para el desastre”. En “Vitral de voz”, las hojas impares ―que serían las que primero observaría el lector de un libro impreso― están llenas de una vacuidad tal, que casi podríamos reflejarnos, la única marca poética existente en ellas lo constituyen unas sentencias que el autor denomina vetas, esas listas que se distinguen de la masa, de la masa blanca, del espacio febril: «hablan madera, muros de piedra y fruta, vetas», afirma el autor en la primera de ellas; a veces, esas vetas se destazan en una suerte de integración con los espacios en blanco: individualidad y masa como caras de una misma moneda. Los poemas se desgajan desnudos en las páginas pares, todas las letras se muestran en su “minusculosidad”, no hay ninguna que prime sobre el resto, para que su fundición sea más perfecta. Inmensidad. Y los lectores la aminoramos sumergiéndonos en las palabras, porque la única vidriera de color que encontramos ―el vitral― se encuentra en ellas, que tienen la dicha de ser pronunciadas por la voz. Los poemas se agrupan indefensos, sin título, sin numeración, sin barreras de signos que los separen, sobre tres voces: voz de agua, voz de llama, voz de llaga. Es el camino de la existencia, porque agua es como aludir al compuesto del que estamos hechos en esencia, es el líquido en donde nuestra primera corporeidad flota; llama es el calor que nos funde a otras materialidades, es la creación que pone entredicho la versión judeocristiana, es el contacto con la tierra que arde; llaga es el dolor de lo que encontramos hasta llegar a algo, «mi cuerpo que es todo herida hasta tu cuerpo turbio». El poema es el cuerpo, pero es también el camino de la palabra que nos acompaña, la definición que podemos hacer de nosotros mismos, el desprendimiento que de la corporeidad hace la voz para nombrar, nombrar el amor, nombrar la naturaleza, nombrar el sufrimiento, es el vitral.

Los poemas de “Vitral de voz” parecen provenir los unos de los otros, parecen irse desgajando de un cuerpo robusto que los compone, no poseen letras mayúsculas, los verbos indican transición ―en algunos incluso gradación. Para Fernández López no es tan importante la rima ―incluso hay versos que terminan con la conjunción copulativa “y”―, el ritmo lo marcan las diferentes fórmulas anafóricas que contiene cada poema y el sentido cadencioso de la oración. A modo ultraísta también, encontramos palabras que tipográficamente se fusionan en busca de nuevos significados, de nuevas sensaciones, estas fusiones van en armonía con el ritmo: “puertasgrito”, “domaryolor”. A veces, los caracteres en cursiva conviven con los redondos: “desnacimiento”, “surgir”, “desasimiento”, “rugir”, la plástica se fusiona con la poesía, la palabra lleva al límite la voz.

«En mi caso, el diálogo con las otras artes es una necesidad y una de las formas de asedio y encuentro con lo poético», nos confiesa el autor en una entrevista realizada por el también poeta Óscar Curieses. Ese diálogo es más directo en la tercera parte del libro, la denominada “Materiales para el desastre”, donde el autor pone letra ―y voz, en el montaje completo― a los dibujos de Héctor Solari, procedimientos para dibujar la condición humana en mitad del desastre. El espacio pictórico se despliega ante el lector como un cúmulo de letras abigarradas que apenas dejan un punto de fuga.

El final de cada uno de las secciones que componen Soundscape está marcado por el tránsito, la búsqueda del camino, el escarbar como procedimiento. El poeta no ceja en su empeño de descubrir su rumbo. Es un acierto que la nota del autor se encuentre al final del libro, porque así el lector abandona todo cúmulo de sinestesias adquiridas por la lectura y se da cuenta de que Soundscape no está concebido de una vez, sino que pertenece a un organismo que, en conjunción con el propio autor, se ha ido creando y desarrollando, replegándose en la materialidad de una hoja en blanco, de un escenario vacío, de un lienzo cándido, de un murmullo de ritmo cadente.

 

 

 

Carlos Fernández López, Soundscape, Uno y Cero Ediciones, Valencia, 2014.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Conrado Arranz

James Joyce: dublineses, cien años

25 de junio de 2014 08:29:16 CEST

 

    En una vitrina del Museo Sveviano de Trieste reposa la primera edición de Dublineses.  En la sala Joyce  se conserva un ejemplar en pasta roja y letras doradas con dedicatoria manuscrita de James Joyce  a Héctor y Livia Schmtitz.  Está fechado  y firmado el 25 de junio de 1914. La editorial Grant Richards lo publicó una década después de aparecer los tres primeros relatos en The Irish Homestad. Hacía más de ocho años que el autor irlandés había terminado de escribirlos.

    “Cae la nieve… sobre todos los vivos y sobre los muertos”.[1] James Joyce murió el 13 de enero de 1941en Zurich, donde se había instalado  huyendo de la ocupación germana de París. Imagino al autor del Ulises, con su inquieta curiosidad, compartiendo con Buñuel el deseo de salir  alguna vez de su tumba para  saber  algo de lo que está pasando en este mundo. Y ¿por qué no? conocer el recorrido de su obra, de las ediciones y  traducciones a nuestro idioma  y  su conversión en imágenes cinematográficas. El pasado día 16 se ha celebrado el “Bloomsday” en Dublín y en muchos pubs de todo el mundo. Desde 1954 –hace ya 60 años-  los irlandeses  festejan en esta fecha el encuentro entre Nora Barnacle y James  Joyce que da lugar a la jornada imaginaria-16 de junio de 1904- de Leopoldo Bloom en el Ulises. Ciento diez años después, en este mes de junio de 2014, conmemoramos además el centenario de  Dublineses, cuentos que, en aspectos de estilo y personajes, son  precedentes de su obra más universal. Empezó Joyce a escribir estos relatos cuando aún vivía en la capital irlandesa, pero la mayoría nacen en su época de autoexilio en Trieste.  Allí y en Roma y también en Pula(Croacia) concibió y redactó el grueso de los quince relatos breves que empiezan, según el orden que el propio Joyce estableció,  con  Las hermanas  y finaliza en Los muertos. Terminó este último relato hacia 1907  para concluir y mostrar aspectos de la vida dublinesa que aún no le parecían suficientemente tratados: “su ingenua insularidad ni su hospitalidad… virtud esta última que no creo exista en otro lugar de Europa…”[2], según le contó a su hermano Stanislaus en carta desde Roma.

    Con este motivo he seguido sus huellas ¡hay tantas¡  en el espíritu y rincones de Trieste. Doce años de una vida entre 1904 y 1916 en una ciudad que hoy es Italia, pero que hasta el final de la Gran Guerra formaba parte del  Imperio Austro-Húngaro. Era uno de los grandes puertos del Sur de Europa. En sus muelles estaba anclada  gran parte de la Armada Imperial. Eslavos serbios, germanos, judíos y, por supuesto, los italianos, muchos de los cuales ansiaban incorporarse a Italia, formaban un complejo entramado cosmopolita que aún se percibe en sus calles. Huyendo por voluntad propia de una Irlanda católica y nacionalista y-enfrentada a ella- otra anglófila y protestante, Joyce sintió el impacto de esa diversidad cultural.

     Trieste está salpicado de testimonios en  memoria del escritor, sentido por sus habitantes como Patrimonio inalienable de la ciudad. Hay varias esculturas. La del Jardín Público Muzio Tommasini es un busto sobre pedestal ubicado junto al de otros personajes ilustres. Entre ellos, muy cerca del de Joyce,  el de  Italo Svevo, primero  alumno de inglés, luego amigo y también maestro literario del escritor irlandés. Otra estatua  se encuentra en el canal, en Vía Roma, esculpida por Nino Spagnoli. El viaje continúa hasta  Pula, unos cien kilómetros al Sur, en la Península de Istria. Allí se encuentra una escultura sedente. El personaje, mucho más grueso  que la figura magra del escritor, parece dispuesto a tomarse una pinta de cerveza. Está sentado en una de las mesas de la terraza  junto al arco romano de los Segi. El pub está situado justo en el edificio que albergaba la delegación de  Berlitz School donde Joyce daba clases de inglés.

    Volviendo a Trieste, una placa recuerda que Joyce, buen tenor y aficionado a la Ópera, asistió a numerosas representaciones en el Teatro Verdi. Evocación obligada en la Piazza della Borsa donde estaba el Cinema Americano. Un hito en su biografía porque Joyce convenció a su empresario, Giuseppe Caris, para que invirtiera en la que está considerada la primera sala de cine de Dublín. Una vez instaladas las pantallas en el Teatro Volta, el propio Joyce regresó a la capital irlandesa con la intención de dirigir el Cine, pero un estrepitoso fracaso le devolvió nuevamente a Trieste. Camino de la Academia Berlitz, en via San Nicolò, es propicio un alto nutritivo en la Pasticceria Pirona. Allí se siguen degustando buenos y caros cruasanes y otros productos dulces y salados como los que debía tomar el escritor. La ruta urbana continúa por los humildes apartamentos en los que se alojó  junto a Nora y sus dos hijos, ambos nacidos en esta ciudad del Adriático. Termina el itinerario en el Museo que comparte con Svevo en la Vía de la Madonna del Mare donde entre sus libros, objetos personales,  escritorio, otros muebles y carteles conmemorativos destaca el primer ejemplar de Dublineses.

     Lo más personal de esta búsqueda  tuvo lugar en el encuentro con Claudio Magris. Ensayista, escritor, traductor de alemán, profesor universitario y viajero, tiene un vínculo intelectual y familiar con Joyce. Su padre fue alumno de inglés de Stanislaus, el hermano de James, quien acudió a su llamada, vino a visitarle y se quedó a vivir y morir definitivamente en Trieste, donde está enterrado. Nuestro encuentro fue el cumplimiento de una promesa aplazada desde 2006 cuando le entrevisté para el número 80 de la Revista Cultural Turia. Aquella conversación con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2004 se realizó por correo electrónico. Le pregunté, me envió sus respuestas en italiano y tuve la osadía de traducirle. Prometimos entonces saludarnos en cuanto se nos presentara la ocasión. Y así ha sido. Nos hemos encontrado en Trieste, la ciudad en la que vive cuando no viaja, le tiene en máxima consideración y le cita como referencia cultural  junto a Joyce y Svevo.

   Hemos mantenido un breve encuentro en el Café San Marco, uno de los más literarios e históricos de la ciudad. El amplio local alberga además una librería. Allí el camarero le tiene reservada una mesa junto al gran ventanal, iluminado ese día de abril por un sol espléndido. En la entrevista que ya he mencionado de 2006 decía del San Marco “voy allí no para tener una tertulia sino para escribir o leer o reunirme con amigos”. Desde el momento del saludo hasta la cercana despedida, el escritor ha sido acogedor y dinámico. Tomamos un café, sólo unos minutos, porque es un hombre con mucha actividad. Al día siguiente cumplía 75 años y le esperaba un homenaje en la Universidad. Apenas hubo tiempo para hablar de Joyce. Sin pedírselo cuenta una anécdota: “Un día estaban Joyce y Svevo en un Pub tomando wisky y cerveza. A Joyce  se le cayó un vaso y soltó una palabrota… Svevo le advirtió: eso se puede escribir, pero no se puede decir…” El episodio puede evocar la trágica afición a la bebida del escritor irlandés.

    Seguimos hablando del viaje como metáfora de la vida. Pone Magris de ejemplo el periplo de Odiseo en Homero y  la jornada de Ulises en Joyce. Enseguida nos despedimos con la misma amabilidad del principio. Al  día siguiente volvimos a vernos en el homenaje de  los intérpretes y traductores en la Universidad. Él estaba en el centro de la mesa, sobre el estrado,  junto a sus colegas, profesores y alumnos. El  público de sus fieles casi llenaba el aula. Palabras de agradecimiento y discursos sobre la idea transcultural de la literatura que atraviesa la obra de Claudio Magris. Entre las ponencias,  la más extensa fue la de  la doctora Pellegrini. Entendía esta profesora la traducción como acto de canibalismo, también al traductor como cómplice para salvar la suprema ambivalencia del lenguaje. En definitiva una fidelidad libre, ya que el traductor es a la vez cómplice y rival. Salió Borges a relucir: el escritor argentino entendía toda traducción como  identificación con el texto, al que a la vez se le somete a un proceso de alienación. Traducir es la invención de nuestros predecesores. El traductor reinventa, es coautor de la obra, a pesar de no ser suficientemente reconocido. Después de los agradecimientos y aplausos, al terminar el acto, otro amable apretón de manos de Claudio Magris y  una dedicatoria: con amistad A Maddalena y Eduardo estampada sobre El infinito viajar, el libro que desde Madrid  nos ha acompañado- a mi mujer y a mí- en nuestra estancia en Trieste.

    Estas ideas sobre la traducción sirven de referencia para indagar en algunas ediciones de Dublineses que han ido apareciendo en lengua española.  La primera versión a nuestro idioma, editada por Tartessos de Barcelona, es de I.Abelló y no apareció hasta 1942, un año después de fallecer Joyce. ¡Tardó 18 años en publicarse en español¡ Una de las ediciones más reputadas es la que Guillermo Cabrera Infante tradujo para Alianza Editorial en 1974. En el tiempo le sigue la del periodista y escritor Eduardo Chamorro. Ésta, editada por Cátedra en 1998, viene a salvar para los españoles el estilo del habla iberoamericana del escritor cubano. Lo más interesante de esta edición es el magnífico prólogo de Fernando Galván y los centenares de notas a pie de página para contextualizar mejor el texto. No olvidemos que en Dublineses  Joyce combina la inspiración creadora con un naturalismo obsesivamente fiel a la realidad social, geográfica e histórica que describe. Las notas de Chamorro permiten saber de dónde o de qué  habla el relato sobre temas y personajes conocidos en su época y que en muchos casos fueron parte del problema en los sucesivos intentos de publicarlo. En alguna ocasión, esos intentos derivaron en agrias disputas con editores y linotipistas. Hay otras ediciones de los relatos en Lumen, Premia y DeBolsillo.

    Hacia 1906 Joyce envió desde Trieste al editor Grant Richards varias cartas sobre Dublineses: “mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí como escenario Dublín porque esa ciudad revela la esencia de esa parálisis que muchos consideran una ciudad”[3]. Asistimos en sus páginas al desengaño que rodean las sombras de Dublín, una ciudad que  es tan pequeña que todo el mundo sabe lo de todo el mundo. Los tres relatos escritos antes de su partida vienen a ser el amargo diagnóstico previo al destierro. En Una pequeña nube advierte …no había la menor duda, si quieres triunfar has de irte. En Dublín no hay nada que hacer [4]. En otra carta fechada en 1905 le cuenta  a  su hermano Stanislaus  que aún vivía en Dublín …las historias de Dublineses me parecen incontestablemente bien hechas. No he tenido  dificultades para escribirlas…[5] Alguno de los cuentos además anticipan algunos personajes del Ulises.  Por ejemplo, la señora Mooney de La casa de huéspedes y Corley, uno de los protagonistas de Dos galanes. Hay otros muchos que se descubren leyendo ambas obras literarias. Sirve como guía  la edición de Cátedra.

    Los muertos, el último relato, encarna las nuevas ideas o actitud que  para Joyce habían cambiado en Roma después de un itinerario que había comenzado en París, con escalas en Zurich, Trieste y Pula. Descubrió allí que Dublín es como Roma una ciudad llena de monumentos y quiere olvidar, pero se aferra a su memoria. La fiesta con la que comienza el relato es una cena del Día de Reyes como las que celebraba su propia  familia. Se hablaba mucho sobre personas ya muertas. Stanislaus considera que el discurso en el que Gabriel Conroy habla del alma irlandesa es una buena imitación de los que pronunciaba  su padre en esas reuniones, rodeado de amigos.

    Pero en Dublineses hay otros muertos que están ahí para hablar de los seres que desde su ausencia han marcado  las vidas de quienes siguen aquí.  En el primer párrafo de Las hermanas, relato editado en solitario en 1904 y varias veces corregido, expresa lo que viene a ser un sinónimo literario de la muerte: todas las noches al levantar la mirada hacia la ventana, me decía suavemente a mí mismo la palabra parálisis.[6]  Enseguida constata  el fallecimiento del Padre James Flynn.  El niño – alter ego del escritor- observa y ve indicios de muerte. Si seguimos adelante asistimos a los preparativos del velatorio, al ritual narrado del embalsamamiento y ya, ante el cadáver del cura, se habla del muerto con frases entrecortadas o palabras suprimidas. Ese recurso literario lo inaugura Joyce en este relato. Luego continúa empleándolo en el Ulises. Frases sin concluir sobre el cura y también para justificar a los vivos. ¿Habrán hecho todo lo posible para tener limpia su conciencia? Se preparan de esta forma para el duelo íntimo que comenzará cuando pase el velatorio, el funeral y el entierro. En Arabia, el tercer relato, el muerto es también un sacerdote que ocupaba la casa antes que el protagonista. Fue hogar de la familia Joyce. El puber cuenta  cómo sus gustos están  marcados  por la presencia de los libros que dejó el fallecido. Serán una guía literaria entre Walter Scott y Vidocq. Describe el manzano en el jardín de la casa que había plantado el cura. Hay también una bomba de “bici” que seguirá usando el protagonista. La sala en la que se alojaba el anterior inquilino le da fuerzas y le inspira en su primera aventura amorosa. En Evelyn los muertos son los padres del narrador. Ya  mayor éste, lo que nos cuenta es cómo eran las cosas antes de que sus padres faltaran. Añoranza del hogar, desde el recuerdo de los tiempos en que ellos vivían. Es el momento de recordar  la amargura de Joyce por la muerte de su madre, Mary Jane Murray, en 1903. Quizá sea éste acontecimiento una de las claves que expliquen por qué un escritor de veinte años describe con cierta insistencia la realidad y el contexto inexorable de la muerte. James estaba muy vinculado emocionalmente a su madre y no se entendía, ni él ni ninguno de sus hermanos, con su padre John Joyce. Le consideraban un desagradable y violento borrachoLa casa de huéspedes comienza advirtiendo que cuando murió el suegro todo fue a peor. He aquí la influencia de los muertos sobre los vivos o  la deriva que un duelo puede causar. Un caso doloroso es un ejemplo de lo que el propio Joyce llamaba epifanía o, en un sentido más amplio, epícleto. Un hecho, en este caso un suicidio, representa  un deslumbramiento sobre el sentido y condición humana del personaje. Epifanía es sobre todo en Los muertos el trance que vive Mr. Conroy al descubrir que Gretta, su mujer, ha amado toda su vida a alguien que murió por su causa. Éste será el leit motiv que dará pie a John Huston para llevar este relato a la pantalla.

John Huston: Morir después de rodar Los muertos

     John Huston nos dejó en  Dublineses (Los Muertos) un testamento y un epitafio. Cuatro meses después de  finalizar el rodaje el cineasta falleció. No llegó a ver estrenada su última película. Hacía muchos años que el realizador de origen irlandés tenía el deseo de llevar a la pantalla esta obra de James Joyce. Consideraba Huston que Los muertos te muestra ciertos hechos de la vida –amor, matrimonio, pasión, muerte- y te obliga a enfrentarte a ellos. Muy pocos relatos tienen este misterioso poder[7].

       El guión lleva la firma su hijo Tony, pero él  estuvo muy presente en su elaboración. Tony Huston declaró que su padre le había ensañado cómo una palabra se transforma en lenguaje cinematográfico[8]. Al realizador le costaba sentarse a escribir, pero siempre fue minucioso en la supervisión de los guiones, escritos por él o por otros guionistas, incluidos Truman  Capote, Peter Viertel o Ray Bradbury. Además el cineasta estaba acostumbrado a adaptar para el teatro y el cine obras literarias: Ahí tenemos  El Halcón Maltés de Dashiell Hammett  o El hombre que pudo reinar de Ruyard Kipling. Padre e hijo pasaron una temporada juntos para dar forma al guión en casa del actor Burgess Meredith en Malibú.

     Enfermo y casi inmovilizado por la necesidad de estar enchufado a una bombona de oxígeno, pretendía  rodar en Irlanda. Llegó a decir: no quiero hacer la película si no puedo rodarla en Irlanda[9]. Era la tierra de sus antepasados donde había vivido un autoexilio como el de Joyce en el Continente. Huston estuvo pasando una larga temporada en Galway en 1952. Fue su manera de rebelarse contra el deterioro moral de América y la caza de brujas que tanto atenazó a la cultura del país por obra y gracia del senador McCarthy. Desde 1956 –el año en que realizó Mobby Dyck, otra adaptación literaria- intentó llevar  a la pantalla el relato de Joyce. Tardó tres décadas en cumplir su deseo. El tiempo vivido desde entonces dio calado a su obra póstuma. Ese empeño algo tenía que ver con la lectura del Ulises cuando apenas tenía 20 años. En esa época  la obra fundamental de Joyce estaba prohibida en Estados Unidos. John intentaba ganarse la vida como pintor. Su madre, actriz de teatro,  había viajado a Europa. A la vuelta trajo en la maleta, escondido el Ulyses. Huston confiesa en “A libro abierto”- la obra que recoge sus memorias- …probablemente fue la experiencia más grande que ningún otro libro me haya dado nunca[10] . Dorothy, su primera mujer, leía en voz alta las páginas del Ulyses mientras John pintaba.

    Cuando finalmente llevó a cabo el rodaje de Los muertos, por prescripción de sus médicos, que incluso le aconsejaron no hacer ese esfuerzo, tuvo que rodar cerca del hospital  Cedros del Sinaí, en el barrio de Valencia de la ciudad de Santa Clara, California. Eso sí, los escasos  exteriores están rodados en Dublín. El 5 de enero de 1987 comenzaban los ensayos con los 26 actores, incluida su hija Anjelica, la única no irlandesa del reparto. Aunque ella había vivido en Irlanda más de 10 años, John Huston entendió que debía suavizarle el acento para que no desentonara con el resto. Siempre fue minucioso con los detalles. Dos semanas después daba comienzo el rodaje. Anjelica Huston entendió perfectamente lo que significaba para su padre rodar esta película. La actriz declara: Joyce dice en Dublineses lo que John pensaba de la vida.

    The Dead  aquí titulada Dublineses(Los muertos), dedicada a Maricela, su última compañera, se estrenó fuera de competición en la Mostra de Venecia en 1987, pocos días después de haber fallecido el director. De haber vivido para verlo le habría emocionado que el guión que firmaba su hijo llegara a  ser candidato al Oscar. No obstante, se lo llevó El último emperador de Bertolucci.  En la reseña del estreno en España, Ángel Fernández Santos, maestro del periodismo y la crítica, escribía en El País del 19 de marzo de 1988: Es un filme amargo pero sereno, duro pero frágil, despojado pero rico, lleno de luminosas sombras y de sombrías luces; un grito inaudible y sagrado. La crítica en Europa y América acogió inicialmente la película con una valoración dispar que se acerca a la tibieza. Después, con el paso de los años, está considerada como obra maestra.

     Visionado tras visionado Los Muertos  va ganando sentido. La  epifanía  de Gabriel Conroy (Donald McCann) marca la tensión de una película en la que aparentemente no ocurre casi nada. Se canta, se baila, se charla, se discute, se come, se bebe en la fiesta del Día de Reyes. Lo trascendente pasa en el interior de los personajes. Huston, en el final de sus días, debía identificarse con Miss Kate o Miss Julia, las anfitrionas a quienes se rinde homenaje en esa fiesta por los méritos acumulados en una larga vida familiar. Primeros planos, planos medios y contraplanos, en la primera media hora el piano marca y justifica el  tiempo de la narración. Para anticipar lo que será el momento luminoso del relato, Huston añade el  poema  “Promesas rotas”  de Lady Gregory, poetisa con la que Joyce mantenía sus diferencias.

   Anoche … el pájaro hablaba de ti en el profundo pantano, decía que tú eres el ave solitaria a través del bosque y que probablemente sigas sin pareja hasta que me encuentres… Me prometiste y me mentiste

Dijiste que estarías conmigo …”

 

    Y continúa unos instantes el poema narrando la desolación y desorientación que provoca el desamor. Mientras Mr. Grace declama, un barrido de la cámara se va deteniendo en el rostro de los personajes que escuchan. En un punto del travelling marido y mujer se están mirando, él con una pregunta en su rostro, ella escondiéndose tras un gesto de melancolía. ¿Qué significado tiene este poema que recita Mr.Grace, un personaje que no está en el relato de Joyce? No tengo la respuesta de Huston pero entiendo que su elección anticipa la deslumbrante  secuencia en la que Gretta descubre a Gabriel que toda la vida ha llevado en su corazón el duelo por un joven que murió amándola. Habrá que asistir a la cena, esperar otros cuarenta minutos, y en  la despedida escuchamos  “La chica de Aughrim”.

 

“Si eres la chica de Aughrim como tú dices ser,
dime cuál fue la primera prenda que se cruzó entre tú y yo”.

   Esta canción irlandesa que canta el tenor Bartell D’Arcy (Frank Patterson) evoca un momento cumbre en la biografía del escritor. Lejana melodía llamaría al cuadro si fuera pintor[11], había escrito Joyce en el relato. Huston lo cuenta de una manera más explícita y aún más emotiva. La escena viene a representar los celos que sentía el escritor por un personaje del pasado de Nora. Ella le confesó que había tenido un amor de juventud que murió por ella. Para agravar aún más su amargura le añade que, cuando le conoció, lo que le había gustado de él era su parecido con aquel joven, Michael Fury.

    Joyce escribió Dublineses  con poco más de 20 años, más de ochenta tenía Huston cuando convirtió en imágenes este relato sobre la influencia que ejercen  los muertos sobre los vivos. Acuciado por el tiempo,  su epitafio habla de las horas que nos van acercando al final, en diálogo con los muertos. Es el momento de preguntarnos, y quizá entender, si nuestra vida ha tenido algún sentido, si hemos sido marionetas de una farsa cuyos hilos desconocemos.

 

BIBLIOGRAFIA CONSULTADA

-JAMES JOYCE. Ellmann, Richard Compactos Anagrama 2002

-JAMES JOYCE. Vargas, Manuel Arturo. Epesa 1972

-JAMES JOYCE: EL OFICIO DE ESCRIBIR. Melchiori, Giorgio. Antonio Machado Libros 2011

- A LIBRO ABIERTO:MEMORIAS. Huston, John. Memorias. Espasa Calpe  1986

-JOHN HUSTON. Cantero, Marcial. Edit. Cátedra. Signo e imagen/cineastas

-LOS HUSTON.HISTORIA DE UNA DINASTIA DE HOLLYWOOD, Grobel, Lawrence. T y B editores 2003



[1] Dublineses, Joyce, James. Alianza editorial…pg.213

[2] James Joyce, Richard Ellman…pg.273

[3] Joyce:el oficio de escribir, Giorgio Melchiori…pg.116

[4] Dublineses, Joyce, James. Cátedra…pg.167

[5] James Joyce, Manuel Arturo Vargas. Epesa…pg.54

[6] Dublineses, Joyce, James. Cátedra…pg.81

[7] declaraciones recogidas en El País el 9 de enero de 1988

[8] Tony Huston…en el mismo reportaje del Diario El País.

[9] Los Huston:historia de una dinastía de Hollywood. Grobel, Lawrence. TyB…pg.32

[10] A libro abierto. Huston,John. Espasa…pg.65

[11] Dublineses, Joyce, James. Cátedra…pg.332

Escrito en Sólo Digital Turia por Eduardo Larrocha

Dame una razón

4 de junio de 2014 08:22:02 CEST

Veo a la gente

preocupada por ser feliz,

les tengo miedo,

harán lo que sea por lograr ese objetivo,

amarán una bandera

sin importar los colores,

abrazarán una idea

sin importar los ideales,

firmarán la aniquilación

mientras no sea la propia,

les tengo miedo,

saben todo de memoria

cualquier cambio los hará tomar el fusil,

dirigirlo contra quien intente un cambio,

para dejarlo como útil alfombra

y muestra de su leal virtud.

Escrito en Sólo Digital Turia por Arturo Accio

Música para las fieras

28 de mayo de 2014 12:09:45 CEST

V

 

La memoria es una lenta caravana de consignas.

Una mano extendida que separa las aguas.

Una trampilla de paso. Una ficción del cántaro.

Una caja de reliquias que sobrevive al cálculo.

Una opinión que afina la velocidad de la mirada.

Una noria que da vueltas undívaga y portátil.

Un barco que se desliza por un mar de abecedarios

sobre esa incertidumbre fratricida del olvido

donde ya no coinciden ni los días ni las palabras;

y los sucesos se depuran de la sal en sus cornisas

y los héroes se desploman y caen sobre sus astas

tumbados a banderillerazos o envejecidos de súbito.

 

 

De largo sopla el viento que convida a los halcones

brincando entre la espiga y la bulla sofocante;

sin planos, ni portulanos, ni folios, ni recetarios

desahogando los naufragios rescatados de las olas

que confunden la ilusión de cal y canto de las piedras

con la tibieza protectora de una lumbre bien servida

porque la piel de los verdugos no se quema.

                       Sencilla metalurgia del infierno:

martillar a yunque plano la fatiga de la carne

y herrar la fragua dócil que ya no tiene aliento.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Giovanna Benedetti

El miedo unánime

7 de mayo de 2014 08:33:37 CEST

       Aún traía conmigo la nieve de la infancia

        Antonio Colinas

 

 

Es un latir apenas. Plumas que caen en el amanecer. Ladridos a lo lejos.

Es un horizonte de campanas y humo. El campo en la memoria. Lo que dejó de ser.

Humedad y pizarra, retales sueltos del tapiz de la infancia.

 

En este alcázar blanco que abrasa el sol.

 

Es el aliento apenas. Contener la respiración hasta domarla.

Que no galope el corazón,

que los pulmones cedan.

Si no respiras, si no aferras el latido a contralaire quizás no te expongas a la muerte, ancilla del dolor.

 

Lo que no vive no declina. Ni cae lo que yace ya en tierra.

Hieren los pensamientos, saeta en el azul.

Hiere la memoria, tormenta de luz brava.

Hiere lo no sufrido. Los errores que no ha sido posible cometer.

 

Hiere el lenguaje con sus mil alfileres inaudibles.

 

Hiere pensar la huida

sabiendo que vendrá

y que no hay compasión para el que huye.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pilar Blanco

Luis Fernando Heppe: el ángel pasajero

29 de abril de 2014 12:21:00 CEST

A veces las palabras no alcanzan. Son salvavidas en la torrentera de la existencia, pero, en ocasiones, no pueden mantenernos a flote. Ningún ser humano conoce su fuerza. Y el poeta menos que nadie, pues su trabajo es expresar, ya sea el dolor, los golpes que recibe de la fortuna, el silencio y también, aunque raramente, la alegría. Pero no será una historia alegre la que quiero contar. Se trata de un poeta, pues de poesía hablamos, hoy prácticamente desconocido, a excepción de unos pocos que le trataron o le leyeron en vida o en las escasas, escasísimas publicaciones, que se permitió realizar. Huía de los editores, pero se autoproclamaba poeta. Y el lenguaje le acompañaba como una vestidura hasta que la vida, en uno de esos vendavales que nos dejan desnudos, le arrojó en medio de la tormenta con unas palabras que apenas le servían ya, que eran sólo harapos de voces, jirones balbucientes.

El poeta tuvo un nombre. Se llamaba Luis Fernando Heppe. Nació y murió en Bilbao. Vivió casi 58 años. Era un extraño en el mundo, un estrafalario, exagerado en sus opiniones, apasionado -se casó cinco veces-, que se bebía la vida a grandes tragos, pero todo esto, que forma parte de su historia, no puede extrañarnos, pues se trataba de un poeta. Sin embargo, hubo algo para lo que no estaba preparado. Podía entretenerse con las pasiones, siempre que fueran suyas, pero no con algo imprevisto, que el destino le arrojó a la cara como un juguete roto. En noviembre de 2003, su hijo, Héctor Egieder, de 21 meses, murió al caerse de la terraza de su casa. Había sido un giro no previsto, maléfico, de la fortuna. La vida había vuelto su rostro enmascarado, la risotada maligna del destino resonó en las recónditas cavernas de su mente. Y las voces, las palabras, ya no le valieron para mitigar el dolor, ni las lágrimas, y el silencio se condensó como una costra, como insecto voraz que no abandona a su presa y arremete una y otra vez en la misma herida hasta envenenarla.

Para el poeta, este niño fue ya para siempre el Ángel Pasajero, “aquel que colma su perfección tras la fugaz estancia en la tierra.” Y la desolación de su partida no se pudo comparar a ninguna otra, su ausencia fue más poderosa que cualquier posible compañía. Recuerdo que, poco después de este hecho atroz, que pesaba en su conciencia como un silencio de piedra, se puso en contacto conmigo. Hacía muchos años que no nos hablábamos. Nos habíamos conocido en la Universidad, pero nuestros pasos nos habían separado. Me dijo que había escrito un Réquiem a su hijo y me describió los detalles del accidente con tal minuciosidad que me aterró. Luego su vida se precipitó y le perdí nuevamente de vista. Me impresionó aquella irrupción del pasado con su carga de desgracia, con el desconsuelo de una voz que no pude, entonces, acompañar, pues las palabras no sirven para aliviar semejante sufrimiento, tal absurdo, tan tremendo desajuste con la biología y en la naturaleza. El niño había muerto. Era una jugarreta del destino, un escupitajo arrojado a su rostro. Mala, funesta suerte. Nada más se podría decir. Sin embargo, hay que seguir viviendo. Sí, pero ¿cómo? ¿Cómo? Ya nada era posible.

Escribo este texto para presentar al lector una selección de este “Réquiem para Héctor Egieder”, el Ángel Pasajero, “iniciado en el camino de la vida el 8 de Febrero de 2002. Regresado a la esencia primordial el 13 de Noviembre de 2003.”

Hoy sólo quedan cenizas: las del poeta y las de su hijo. Las palabras, que no pudieron mitigar el dolor, son apenas las únicas que dan testimonio de los hechos. He elegido unos poemas de aquel libro, que no fue publicado ni su autor quiso escribir, que nunca debió existir. La verdad del poema se dirige, muchas veces, a una realidad imposible de aceptar. Dejemos hablar a las palabras: bajo una forma aparentemente serena, están empapadas de sufrimiento, de un dolor que las trasciende.

 

Poemas

 

 

 

Patio de vecindad con niño al fondo

 

 

En el patio de atrás, el de la muerte,

se ha dormido mi niño de oro y trigo.

 

Ya no le lloren más buenas mujeres

en el nombre del padre ya perdido.

 

Pero el nombre del hijo es el espíritu

que, literal, huyó por la ventana,

 

mas procede del padre y éste anuda

sus entrañas al negro y vasto día.

 

 

 

Te llamo

 

Carne sin sombra, luna de mis huesos,

nave del tiempo donde al fin navega

por terribles incendios mi desdén por las cosas

que de tu lado huyeron rendidas por la espera.

 

A tu presencia llego nutrido por el cielo

que me conforta y lava; rosa insondable, eterna,

que llenaste de pasos el desierto camino

donde como fantasma ondeaba mi estela.

 

Por ese dios que, apenas, se cierne sobre el mundo,

por esa incierta música, inerte ya, incompleta

sinfonía que el viento va escribiendo despacio

con ringleras de árboles hincados en la tierra,

yo te conjuro y llamo, más allá de los sueños

que la vida ha fingido de la esperanza muerta.       

 

Hijo, yo te convoco, sabedor de que un alma

que ya se fue no puede regresar a su esencia

y aún así te recojo, dormido en la ceniza,

desplazando en mi cuerpo sangre desnuda y vísceras

para que te acomodes en el cristal temprano

que un soplador constante, yo mismo, –forma terca

de la razón- expando procurando que crezcas

sin mesura ni límites.

 

                                          Hijo, por esa luna

de mis huesos menguantes, exentos de futuro,

he aireado y dispuesto la casa de mi cuerpo

y amueblo su oquedad con la luz que despierta. 

 

 

 

 

Pensarte como eras

 

Ya se cerró la noche. Escucho el giro

rotundo de las llaves en el ojo

sangriento de la tarde.

                                     Un ronco vértigo

de pájaros izados por la luna

se despierta en mi llanto.

                                         Y sólo quiero

pensar en ti, pensarte como eras

antes del mundo por aquél sendero

de los antepasados que brotaban

de tu mirada como un mar de flores

interiores, desnudas y fragantes.

 

Propios y extraños se me aparecían,

de pronto, innumerables, como niños

que ascienden por laderas escarpadas

hacia la eternidad de la promesa.

 

¿Oyes mi canto ahora, los acordes

de la carne estallando contra el suelo?

¿y sus arpegios, sangre rezagada,

más lenta y noble que las densas lágrimas?

 

No, tú no escuchas estas tristes cosas;

sólo mi voz arranca del pasado

y cruza el ronco espacio, el tiempo negro

donde ahora te meces y fulguras.

 

Pero es que esto es la noche y no sé bien

cómo empujarla hacia el abismo abriendo

las valvas crueles de la madrugada.         

                             

 

 

Risa que despierta

 

Me despierta tu risa que suena en la distancia

como el tañer sin torre de una inmensa campana

que rueda por desmontes hasta quedar exhausta

a los pies de mi vida.

                                        Tu risa era una suelta

de pájaros cantores que volaban despacio,

sin miedo, siempre abiertos, a la caricia lenta

de las manos del alma, sarmentosas, deshechas

en pequeñas astillas, a estas horas del alba

en que el cíclope alegre del día abre su párpado

único para verme llorar de cuerpo entero.

 

Tu risa, que no puedo contener en la esfera

diminuta y redonda de mis desnudas lágrimas,

me dice que aún esperas mi caricia, lejana

como ese porvenir minucioso, distante,

en que construyo escalas de venas ateridas,

de huesos bien despiertos, sólidos como rocas

basálticas y extremas en su inicial dureza,

para llegar a ti, a tu lado, y tenerte

cercado por mis besos, diluido en mis labios.

 

Quema tu risa, abrasa su emoción en las amplias

estancias del recuerdo, tu motivada risa,

tras un vuelo de mosca, la nariz de patata

de un enano de fieltro, gruñón, cuando yo hacía

de apayasado monstruo de feria, cojitranco, ondeando

mi melena en el aire segado de la casa.

 

No es tu risa, es su falta, lo que en mí ha desatado

las sibilinas fieras, arpías de los sueños,

que han arañado toda mi sustancia interior

reduciendo a un harapo mi traje de ternura

y lana que vestía las vísceras gastadas

donde yo te guardaba sereno frente al viento.

 

Ahora que estoy despierto quisiera oír de nuevo

la risa de mi amarga ensoñación, tu risa

tras la que hipabas luego, agotado quizá

por el tremendo esfuerzo de la felicidad.

 

Discúlpame, amor mío, yo cruzo a cada instante

rubicones de sombra cuando eres tan real

que te sales del mapa de las lamentaciones.

 

Mañana, hoy, cuando puedas, quiero que comparezcas

y llames a la puerta de tu casa: mi cuerpo;

o entres con leve pie en alcobas y salas

de un corazón que en diástole perpetua te recibe,

Ángel de la alegría final de la tormenta

que amaina cuando el barco de mi cuerpo se escora

y queda a punto de encallar en hoscos

arrecifes de pena; no te asuste

mi compunción de ahora; yo también reiré

cuando te sienta a salvo definitivamente,

y risa, llanto y sueño se confundan en uno        

por saber que aún entero vives entre nosotros.

 

 

 

Los allegados

 

Vinieron los parientes, faros negros

que oscurecen la túnica del día

donde el absurdo teje sus cuidados,

con su acción excesiva, sus banales

comentarios surgidos de la mesa.

Allá entre vianda y vinos maliciosos

se reían, recientes todavía

el calor de tus huesos, el trámite de exequias.

Con su glacial entendimiento hablaban

ponderando los platos que servía

cierta alegre muchacha.

                                            (Una excepción:

mi concuñado desplegó su llanto

pues era de otra sangre y de otra tierra

y del mar de las lágrimas que alberga

el plancton de la vida). 

 

                                                Yo, creyendo

que iba a desvanecerme, reprendía

su deslumbrada liviandad, o acaso

la clamorosa huida del quebranto

de esa inmisericorde parentela.

 

“Están muy bien estos jibiones, –dijo

la matriarca- yo como de todo.”

 

Tú, mi niño, dormido allá en la morgue,

sin hacer comentarios, sonreías

desnudo sobre el frío corredor de la sangre,

sobre el metal bullente de la muerte

que a sí misma se ignora, los ojitos

cerrados por un sueño de imposibles

beldades. 

 

                    Mientras ellos masticaban

tu delicado espíritu,

transustanciado en plato y tenedores.

Cerré un complejo nudo en mi garganta

para que en las obscenas cavidades

del apetito no cupiera el viento

siquiera de mi cólera silente.

 

Y ya no pude digerir la luz,

ni el tiempo que crujía como un pan

recién salido de la misma hornada

que el polvo de tu cuerpo.

                                 

                                          Hijo, perdónalos

porque no saben lo que harán mañana

ni ayer ni nunca,

                               amor de mi alma atenta.

 

Perdona tú, inmortal, a aquellos muertos

bien cebados que son los ataúdes

del amor y caminan a deshora

por la tierra doliente de tu cuerpo.

 

 

 

 

El Ángel Pasajero

 

Esta noche me hablaban dos mujeres

sabias en el dolor, vivas de pena,

de ti, me hablaban escuchando el río

de la desolación que más consuela.

Aura María, sí, y Cuarto-creciente,

trenzas urdidas en la cabellera

brillante de la noche; iban del frío

a la cálida luz con firme paso,

sumando verdes ramas a mi árbol

de la renunciación; al tronco seco

le nacían entonces unos bulbos

y en ellos hojas, flores, frutos, días

donde el vivir merece ser contado

en rosario de perlas ensartadas.

 

Aura María dijo que tú eras

el Ángel Pasajero, aquél que colma

su perfección tras la fugaz estancia

en la madrastra tierra;

                           se erizaban

por esto mis cabellos y, aun pensando

que ello pudiera ser verdad, negaba

la piedad de quien no ordenó a otro Arcángel

mas experto guardarte entre nosotros.

 

No es por hacer desprecio ni es acaso

por extraña avaricia lo que ansiaba:

guardar a mi Ángel vivo y el pasaje

hacerlo yo seguido y sin regreso

hacia el remoto corazón del tiempo

no mensurable, darme y no perderte.

 

Y las sabias mujeres denegaban

con la seguridad de lo intuido

hondamente –intuición de la experiencia-.

 

¿Es cierto que tu tránsito ya estaba

prevenido, que sólo precisabas

de unos celestes días para luego

disolverte en la dicha de estar muerto,

salvado, completando un largo ciclo

de perfección creciente? ¿En dónde queda,

mi amor, el desconsuelo? ¿Soy tan pobre

y ciego que no tengo y que no veo

tu realidad tan necesaria? Sólo

sé que ya nunca estrecharé tu cuerpo

contra el mío; la atroz metempsicosis

apenas me persuade, pero roba

alguna solidez a mi quebranto.

 

Si te digo, hijo mío ¿qué es lo mío?,

¿debo dejarte libre o retenerte

con mi dolor de ahora?

                                  Siempre libre

quise que fueras, pues, mi confianza.

En ti era más que una promesa, un acto.

 

Pero tú, Ángel remoto y venidero,

nos diste señas de frugal presencia,

tan leves, tan difusas y felices

que no las comprendimos, porque éramos

sombras de lodo en el pantano antiguo,

donde moran los hombres que no saben,

que no quieren ver la despiadada esfera

de fuego que los limpia de excrecencias.

 

Tú refulgías, hijo, eras la estrella

desvelada, una lúcida alegría

entre tanto sufrir por nimiedades;

y ahora nos centras tras la conmoción

de tu partida, mi Ángel transitorio,

uña de eternidad que rasga el paño

mal tejido por manos inexpertas,

guiadas por la furia, el descontento

y la niebla feroz de las respuestas

insolentes; no seas la verdad

porque debemos alcanzarla a tientas,

quizá, pero en caminos solitarios

que no sé si escogemos o se imponen

como necesidad; y no hay regreso

a la conciencia que ostentamos, tosca,

ruda, nerviosa, bronca y afligida.

 

Tal vez tengan razón quienes aducen

que no es preciso recordar

                                   o, acaso,

los que todo recuerdan; pero observo

que unos y otros tropiezan con las lindes.

Y su sendero va como las sierpes,

ondulando en deslices pedregosos.

 

Hijo, yo actúo de amanuense, acudo

a tu lado pues templas el invierno

de mi quebrada voluntad; escucho

voces, voces de cálidas mujeres

que te pronuncian con rigor benévolo;

y sé que entre tus muchas propiedades

una es esta: ser Ángel Pasajero

que descansa en la pálida estación

de la vida un momento y cuando partes

se levantan las torres del esfuerzo,

donde posaste el pie que yo persigo

por la estela de amor que fue dejando.

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonio Maura

La negra

15 de abril de 2014 12:38:24 CEST

Se preparó para salir, pero antes se acercó hasta el dormitorio donde convalecía su anciano marido. El pobre hombre llevaba varias semanas enfermo.

 

-          Voy a salir. Enseguida vuelvo.

 

En la calle hacía frío. Se abrochó el abrigo. Al hacerlo notó que uno de los botones estaba medio suelto y que el hilo que lo unía al tejido estaba deshilachado. Quiso comprobar su consistencia y se quedó con él en la mano.

 

-          ¡Porras!

 

Tiró de los hilos que habían quedado expuestos y los fue quitando uno a uno para que no quedase huella. Pensó en cómo iba a coserlo de nuevo. Enhebrar una aguja era tarea imposible, aunque se pusiese las gafas. Tampoco podía pedir ayuda a ningún vecino. En el edificio ya no quedaban. Se habían ido muriendo poco a poco, o habían sido trasladados a asilos y hospitales. Los nuevos ni siquiera se dignaban a devolverle el saludo cuando coincidían en el ascensor. De haber tenido a alguien de confianza le habría encargado que vigilase a su marido mientras ella estaba fuera de casa. Estamos solos, se dijo con resignación. Las bombillas de las farolas se fueron encendiendo. La luz iluminó unos pocos copos de nieve que, más que caer, flotaban a media altura mecidos por el viento. El frío se colaba por el hueco sin abotonar. Tuvo que agarrar la zona y taponarla con la mano. Con su marido enfermo no se podía permitir resfriarse. Observó la algarabía de gentío y tráfico. La ciudad crecía y se modernizaba a pasos agigantados, mientras que ella cada día que pasaba se sentía más vieja e insignificante. No reconocía los comercios, la mayoría eran tiendas nuevas. Todo era tan distinto. Todo estaba diseñado para la gente joven. Los cajeros, los electrodomésticos, los mandos del televisor… todo funcionaba apretando un interruptor, pero de todos ellos ¿cuál era el indicado? Ella nunca lo sabía y se sentía inútil y tonta. No, ya no había sitio en el mundo para ellos. Su marido pronto moriría, cosas de la edad, y ella se quedaría más sola que nunca, sin otra cosa que hacer que esperar su hora. Era triste llegar a esas edades. Se adentró en el casco antiguo. Vio a los hombres en las tabernas brindando por el fin de la jornada. Siguió calle abajo sorteando grupos de estudiantes que reían y hablaban subidos de tono. Por fin llegó a su destino e hizo amago  de entrar en el local. El portero, un tipo corpulento y con el pelo a cepillo, le dio el alto.

 

-          ¿Dónde va usted?

-          Dentro.

-          ¿Sabe dónde está entrando?

-          Claro.

-          ¿Está usted segura?

-          Sí señor, esto es un prostíbulo.

-          Perdone mi indiscreción… ¿Le puedo preguntar por qué quiere entrar en un sitio como éste?

-          Para qué va a ser. Para contratar los servicios de una prostituta.

 

El portero la miró extrañado. No comprendía que una anciana necesitase las atenciones de una puta. De todas formas él había visto cosas mucho más raras en aquel lugar. Le abrió la puerta y se dispuso para dejarla pasar. Antes la anciana preguntó:

 

-          ¿Aquí tienen negras?

-          Tenemos una.

-          ¿Es guapa?

-          Sí.

-          ¿Cómo se llama ella?

-          Yamila.

 

La anciana entró en el prostíbulo y avanzó hacia el bar. Apenas había clientes y la mayoría de las putas estaban sentadas alrededor de la barra. Cuando la anciana irrumpió todas las miradas se posaron en ella. No era corriente ver a una octogenaria visitando el lugar. Ella escrutó el garito buscando a Yamila. Al no encontrarla decidió preguntar al camarero.

 

-          Joven, ¿sabe usted dónde está Yamila?

-          En estos momentos está ocupada. Si quiere algo con ella tendrá que esperar.

-          Bien, esperaré.

-          ¿Quiere tomar algo mientras tanto?

-          ¿Es obligatorio?

-          No.

-          Entonces no.

 

La anciana esperó. Era la primera vez que pisaba un prostíbulo. Observó el lupanar con curiosidad. Todo tenía un aspecto deprimente y oscuro. Se dio cuenta de que las putas la miraban de reojo. No le importó, era consciente de que estaba fuera de lugar y que allí no pegaba ni con cola.

Al cuarto de hora Yamila bajó por las escaleras acompañada de un cliente satisfecho. Se le veía en la estúpida sonrisa que colgaba de su cara. La anciana esperó a que se despidiera del tipo y luego la abordó.

 

-          ¿Podría hablar un momento con usted?

-          Usted dirá.

-          Quería saber cuánto me costaría contratar sus servicios.

 

Yamila miró a su alrededor buscando las caras de sus compañeras, creyendo que éstas le estaban gastando una broma.

 

-          ¿Habla en serio?

-          Totalmente.

 

Yamila sopesó la oferta intentando decidir si la rechazaba o no. Finalmente resolvió que si alguien solicitaba sus servicios, como profesional que era estaba obligada a ofrecérselos.

 

-          Por media hora cobro sesenta euros, por una hora cien. Y le advierto que yo no hago cosas raras.

-          No se preocupe, lo único que tiene que hacer es desnudarse delante de mi marido.

-          ¿Su marido?

-          Sí, el pobre está enfermo en la cama. Hoy es su cumpleaños. Cumple noventa y dos años.

-          ¿Y solo tengo que desnudarme?

-          Como comprenderá el pobre hombre ya no tiene ánimo para más.

-          Está bien. Acepto.

 

Yamila recogió su abrigo y se pusieron en camino. Al salir por la puerta del local el portero se dirigió a ellas con recochineo.

 

-          Adiós chicas.  Cuidado con lo que hacéis.

 

En respuesta Yamila le enseñó el dedo corazón. La temperatura estaba bajando y al poco se puso a nevar. No había taxis por la zona. Decidieron hacer el camino a pie.

 

-          Hija, ¿me permite cogerla del brazo?

-          Claro.

 

Yamila se sintió conmovida cuando la anciana se agarró a ella. Por un momento se acordó de su abuela materna. Un alud de emociones estuvo a punto de humedecerle los ojos. Decidió iniciar una conversación para alejarse de todas las nostalgias.

 

-          Debe querer mucho a su marido para hacer esto por él.

-          El pobre, siempre ha tenido obsesión por ver a una negra desnuda, pero nunca ha podido cumplir su sueño.

-          Con los hombres nunca se sabe.

-          No digo que no haya visto alguna en las películas, pero al natural estoy segura que no.

-          Insisto en que con los hombres nunca se sabe. Hágame caso, de esto sé un rato.

-          Mi marido, en todo lo que llevamos de casados, siempre me ha sido fiel. Lo sé porque es un hombre sin un ápice de malicia. Toda su vida ha estado pendiente de mí. A su lado nunca me ha faltado de nada, me lo ha dado todo. Ahora me toca a mí. El pobrecito se muere y antes de que Dios se lo lleve a su lado quiero que su sueño se haga realidad.

 

Los copos de nieve eran del tamaño de pelotas de ping-pong y el viento los impulsaba contra sus caras. Cuando llegaron la ventisca estaba en pleno apogeo. Al entrar en la casa la anciana se llevó el índice a sus labios, indicándole a Yamila que guardase silencio. Las mujeres se dirigieron directamente al dormitorio. La anciana le hizo un gesto para que esperase en el pasillo. Después ella cruzó la puerta del dormitorio.

 

-          ¡Feliz cumpleaños, mi amor!

 

El anciano trató de incorporarse pero solo tuvo fuerzas para un amago de sonrisa. Ella se acercó a la cama y le acarició la cara.

 

-          Ya pensabas que me había olvidado ¿eh...? Tengo una sorpresa para ti.

 

Él la miró con curiosidad.

 

-          Ya puedes entrar.

 

Yamila entró en el dormitorio en plan seductor.

 

-          Cariño, te presento a Yamila.

 

De repente la pesada máscara de la enfermedad desapareció de la cara del anciano y un brillo vital se reflejó en sus pupilas.

 

-          Yamila tiene algo para ti, así que os dejo solos.

 

Yamila avanzó hasta los pies de la cama y empezó a desabrocharse la camisa. Mientras tanto la anciana se dirigió al salón. Se quitó el abrigo, dejó el botón sobre la mesa y sacó la caja de la costura. Sabía de antemano que era una batalla perdida, aun así se puso las gafas y trató de enhebrar una aguja. Llevaba más de un cuarto de hora pretendiendo acertar con el hilo cuando Yamila entró en el salón.

 

-          ¿Ya?

-          Sí.

 

La anciana sonrió satisfecha mientras siguió intentando pasar el hilo a través del ojal.

 

-          Déjeme a mí.

-          Te lo agradezco hija, porque soy incapaz.

-          Su marido quiere verla.

 

El enfermo sonreía de oreja a oreja cuando entró su esposa.

 

-          ¿Estás contento?

 

El anciano asintió sin dejar de sonreír.

 

-          Me alegro.

 

Se inclinó sobre él y le beso en los labios.

Cuando regresó encontró a Yamila terminando de coser el botón.

 

-          No tenías que haberte molestado.

-          No es ninguna molestia, además ya está.

 

Efectivamente el botón estaba firmemente zurcido al abrigo.

 

-          Eres muy amable.

-          No ha sido nada.

-          Lo digo por todo lo que has hecho. Te lo agradezco con el corazón. Por cierto, tengo que pagarte. Dime cuánto te debo.

 

La anciana echó mano del monedero y sacó unos billetes.

 

-          ¿Sabe qué...? No voy a cobrarle.

-          Hija, cómo dices eso. Es tu trabajo…

-          No, esto no ha sido trabajo, se lo aseguro. Esto ha sido algo muy bonito y agradable de hacer. Por eso no puedo aceptar su dinero.

 

El gesto conmovió a la anciana.

 

-          Muchísimas gracias, hija. Hacía mucho tiempo que nadie se portaba tan bien con nosotros.

-          Gracias a usted por darme la oportunidad de hacer algo tan… decente.

 

Las dos mujeres se abrazaron y permanecieron así durante unos segundos.

 

-          ¿Sabe?... Usted me recuerda a mi abuela. Por eso quisiera pedirle algo.

-          Claro.

-          Me gustaría darle un beso.

-          A los viejos no nos gusta que nos besen. Estamos llenos de gérmenes y enfermedades.

-          Aun así, lo voy a hacer.

 

Se besaron. A continuación se despidieron, conscientes en todo momento de que su adiós era definitivo.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pepe Pereza

El autor y los folletines

Antonio Castellote publicó en Diario de Teruel cinco folletines durante los correspondientes veranos, recuperando así una forma narrativa que había gozado del aprecio de los lectores al tiempo que un cierto desdén de la crítica, recelosa hacia aquellas manifestaciones literarias que han tenido éxito o popularidad. De hecho, cuando se habla del folletín, su sola mención asocia el término con cultura popular, baja calidad literaria, tramas truculentas y situaciones rocambolescas, personajes maniqueos, enredos inverosímiles y recurrentes sorpresas y apariciones o desapariciones de personajes a lo largo de la trama, entre otros rasgos intrínsecos al género. Pese a los estudios y desvelos de una parte de la crítica por sacar a la luz cuanto de positivo y trascendental tuvo el género del folletín en el devenir de la historia de la literatura, todavía pesan más los rasgos negativos anteriormente esbozados que su posible relevancia en la evolución de la literatura.

Con la aparición de las cinco novelas en el diario en forma de folletín, Antonio Castellote retomaba así a una forma narrativa que permitía ofrecer a los lectores del periódico una obra para ser leída no solo durante el periodo estival para el que parecía ser publicada, a la vez que confirmaba su buen quehacer como novelista, ya que como articulista y crítico literario y cultural era ya conocido y apreciado por los lectores del Diario de Teruel. Antonio Castellote (Teruel, 1965) es licenciado en Filología Clásica por la Universidad de Salamanca y en la actualidad es profesor de Lengua castellana y Literatura en un instituto de Madrid. Trabajó en Radio Nacional como locutor-presentador y tuvo un programa junto al ilustrador Juan Carlos Navarro, quien ha puesto imágenes a las novelas y relatos de Antonio. Su colaboración con Diario de Teruel comenzó en 1990, con las columnas de Vuelo sin motor y continuó más adelante con Miniaturas del 98, Las bugonias y Bernardinas. Es también autor de diversos guiones de documentales, como Témpora y Violeta (1995) de José Miguel Iranzo. En abril de 2005 inauguró su blog Bernardinas, con título homónimo al de las columnas del periódico. Esta bitácora es un referente cultural y literario de primer orden, que también permite leer la obra del autor, junto con reflexiones y artículos de crítica literaria. Al mismo tiempo, posibilita más opciones sobre la lectura de los folletines y su proceso de escritura, ya que facilita conocer la génesis y evolución de cada obra. Y en ella se aloja gran parte de la producción novelística de Antonio Castellote, desde Modelo sin dolor (2000), los cinco folletines publicados en Diario de Teruel (Fabricación británica, 2005; Los ojos del río, 2006; Una flor de hierro, 2007; Otoño ruso, 2008; La enfermedad sospechosa, 2009), hasta diversos relatos y fragmentos de crítica literaria y de creación o traducciones, como la reciente Geórgicas (2013).    

         Para el estudio de los folletines, también hay que tener en cuenta la importancia de Juan Carlos Navarro, su habitual ilustrador. Esta relevancia no solo viene dada por su labor como dibujante, sino también por la ingente tarea de documentación histórica y ambientación para las novelas. En ocasiones, alguna fotografía antigua de la historia de Teruel ha servido para la posterior caracterización de algún personaje o pasaje de las novelas, como la Sangüesita (Sagrario) de Una flor de hierro; e incluso alguna descripción de personaje fue modificada en la escritura tras ver la ilustración diseñada para el capítulo (por ejemplo, en el caso del personaje de Manuela en Fabricación británica). Además, cada capítulo publicado de los folletines iba acompañado en el diario de la correspondiente ilustración de Juan Carlos, como también ha sucedido con las publicaciones en formato libro (Fabricación británica, 2007; Geórgicas, 2010; o la reciente y premiada Caballos de labor, de 2012, aunque solo sea en la ilustración de la portada), en una muestra de trabajo colaborativo para la confección de los folletines.

            La estructura de la narración de un folletín –con su correspondiente división episódica- viene determinada por el medio de publicación. Se impone una limitación espacial relacionada con el lugar en el que figura la narración del texto dentro del periódico: 150 líneas en el caso de Antonio Castellote, que luego aparecían en las páginas centrales del periódico (aunque en los últimos folletines se extendía hasta las 250 líneas); la limitación temporal variaba en función de la respuesta del público, pudiendo alargarse de manera casi paroxística en algunos folletines. En los de Antonio Castellote sí que existía una limitación temporal, que venía marcada por la aparición de cada capítulo en los días laborables del mes de agosto, por lo que el número total de entregas se situaba entre las 21 y las 23 y así, de este modo, se podía establecer un plan de trabajo previo limitado en la extensión de la narración, aunque gran parte de la carga de escritura fuera casi simultánea a la de publicación.

            Antes mencionábamos que gran parte de la novelística de Castellote se encuentra en su blog, ante las dificultades para encontrar acomodo en el complejo y cambiante mundo editorial presente. El blog y la difusión que este pueda tener suponen una salida para estos textos, en una tendencia cada vez más pronunciada dentro del panorama literario. Si nos centramos en el caso de los folletines de Antonio Castellote, observamos que la distribución del Diario de Teruel es limitada a un entorno geográfico próximo y, por tanto, también la de las entregas de cada folletín. Con la opción de publicarlos en el blog se amplían las posibilidades de llegar a más lectores, además de no tener que depender de la compra diaria del periódico o de tener que agavillar posteriormente las entregas, amén de preservar el texto, dada la volatilidad de la hoja impresa del periódico. El blog permite albergar las novelas, pues solo el primero de los folletines –Fabricación británica- fue publicado en formato libro dos años después de aparecer en el diario (editorial Certeza, colección Redallo, número 8); el resto, de momento, no ha corrido la misma suerte.

En cuanto al folletín en su forma originaria –es decir, en la prensa-, su presencia en nuestros días es muy escasa. Por ello, los folletines de Antonio Castellote publicados en Diario de Teruel constituyen, sin duda, una feliz excepción, una aventura singular en este género y forma narrativa, como ha señalado el propio escritor en más de una ocasión. Otra cosa es el “espíritu folletinesco”, que es más común y más perceptible en diversos autores contemporáneos, como se ha indicado antes, y que ya no tiene esa carga peyorativa con la que tradicionalmente se ha venido asociando, y que es, en definitiva, la forma en la que el folletín ha sobrevivido, pues las experiencias de Eduardo Mendoza, Antonio Muñoz Molina o Arturo Pérez Reverte en El País a comienzos de los noventa del siglo pasado quedaron en poco más que fuegos de artificio. Y, aunque hay más ejemplos (Muñoz Puelles, de Prada, Fernando Marías…), el folletín, en su forma originaria –es decir, en la prensa- está prácticamente extinto.

            Pese a la ingente cantidad de obras que se publican y distribuyen por doquier, resulta complicado encontrar un lugar a algunos autores más allá del mainstream narrativo actual. Existen unas líneas temáticas y argumentales muy trilladas y explotadas –no solo la novela histórica, por supuesto- que son las que en estos momentos aglutinan el grueso de la narrativa que se publica en España. Lo que queda al margen puede encontrar su lugar (con suerte) en pequeñas editoriales o servicios de publicaciones municipales o autonómicos, sin que por ello se les asegure una distribución adecuada ni unos mínimos de calidad. Y ese es uno de los problemas con los que se encuentra la narrativa de Antonio Castellote. En el variado y confuso panorama literario actual, la narrativa de Castellote es una excepción, alejada de los vaivenes del mercado y sin caer en las modas más recientes, agostadas de tanta novela que repite los mismos clichés. Su obra narrativa está en diálogo con la gran literatura europea y norteamericana, sobre todo la del siglo XIX, y muestra el poso de un novelista que ha leído y asimilado también a los clásicos, que sabe construir y mantener una trama, sin la artificiosidad y discontinuidad narrativa que caracteriza a parte de la más reciente novela española. El hecho de que no sea subversivo, radical, ni cree argumentos en los que tenga más peso la hibridación de lenguajes o la metaliteratura, tal vez lo alejen del circuito comercial más conocido. Pero la publicación de cinco folletines durante los correspondientes veranos, la perfección formal que alcanza en ellos, con sus correspondientes recreaciones históricas que recorren todo el siglo XIX y comienzos del XX es algo más que un hecho aislado o un pasatiempo veraniego. Es posiblemente la constatación de que se puede hacer una novela de ambientación local con proyección universal, ya que no cae en el provincianismo ni en los localismos más tópicos, sino que a partir de esa localización crea argumentos e historias de mayor alcance. Además, la inmensa labor de documentación, pues recorre gran parte de la historia de Teruel desde el siglo XIX hasta nuestros días, emplea un lenguaje adaptado al tiempo de la narración, en un esfuerzo por ofrecer, a través del relato, fragmentos de la vida del momento. Sus historias son verosímiles y están dotadas de credibilidad, con un estilo y una preocupación por el lenguaje que se refleja en los giros y los términos con los que las narra. Su narrativa requiere de un lector atento, que sepa extraer sus propias conclusiones y que no solo busque un mero entretenimiento.

 

 

Un repóquer de novelas

            Las cinco novelas son folletines por la forma de publicación, pero escapan de los tópicos y características con las que se suele asociar al género desde comienzos del siglo XIX, aunque haya algunos guiños, como el final de La enfermedad sospechosa. Es una forma de publicación que responde a un encargo –un contrato formal, pero también un entretenimiento, como reconocen Antonio y Juan Carlos- y que ha de cumplir unos requisitos (en este caso que tuvieran ambientación en Teruel) y se ajustaran a la parte central de un periódico, es decir, que cada entrega tuviera una extensión similar. Para Antonio Castellote, el folletín es una forma que es juzgada en muchas ocasiones por lectores y críticos solo por los tópicos y no por la técnica narrativa que hay detrás, como si pesasen más los primeros que el oficio que subyace en su composición.

Aunque el grueso de la escritura de los folletines se abordaba en verano, el proceso de creación comenzaba antes, con la recopilación de la información y datos y, más adelante, se comenzaba a pergeñar la historia, hasta que ya en el mes de julio –un mes antes de la publicación en el diario- se iban perfilando los capítulos. Se trataba de un trabajo que requería de muchas horas y dedicación, pues prácticamente se escribía un capítulo por día. Existía por tanto una presión sobre la escritura, por cuanto los plazos tenían que cumplirse y la periodicidad de las entregas marcaba un ritmo de trabajo continuo.

            Cuando comenzó la composición de los folletines la idea fue escribir sobre diversos lugares de la provincia, aunque conforme avanzaba la escritura, la narración derivó en una novela de ambientación histórica para la primera colaboración (Fabricación británica. Folletín romántico del Maestrazgo) y, luego, en las posteriores, se pierde en cierto modo ese componente descriptivo con el que se narran las aventuras de Charles Lamb, protagonista del primer folletín, en el Maestrazgo. 

            Algunos de los elementos temáticos y formales más destacados posteriormente en los folletines aparecen ya en la primera obra de Antonio Castellote, Modelo sin dolor (2000), una larga novela de casi 500 páginas que no se ha llegado a publicar y que se encuentra disponible en el blog del escritor. En ella se narra la historia en primera persona a través de Güino, un bedel y modelo de la Escuela de Arte de Madrid, separado de su mujer Remedios y con una hija en común, Violeta. En algunos breves fragmentos se emplea la segunda persona del singular que alterna entre Güino, su hija Violeta y, justo al final, a través de un podenco que Güino adopta. En ocasiones, el narrador se refiere a su relato como si formara parte de un diario, técnica que el narrador-protagonista de Fabricación británica, Charles Lamb, emplea también para referirse a sus memorias y las de su compañero de viaje Lewis Gruneisen.

            Varios de los temas, ideas o personajes que aparecen en esta primera novela volverán a estar presentes en los folletines publicados entre 2005 y 2009, sobre todo en Los ojos del río (2006), cuyo argumento y personajes están sacados de esta primera obra. Así, la historia de Rosita, la compañera de trabajo de Güino y madre soltera de Lurdes, es la misma que unos años más tarde se desarrollará con Barbarita y su hija Lourdes en el segundo de los folletines. Entre ambas novelas se incluyen pasajes y motivos comunes, como el episodio de unas oposiciones fallidas, el affaire amoroso de la madre con un hombre de buena posición social (un juez y un catedrático, respectivamente) y alusiones a varios lugares comunes de la narrativa de Antonio Castellote. Aquí aparece también el personaje de Sebastián, que trata de ayudar a la hija de Rosita, tal y como su tocayo hará en el folletín de 2006; está también la ambientación de parte de la novela en Pomona (Teruel) y que simbólicamente puede entenderse como el descubrimiento de la ciudad como lugar narrativo para Antonio Castellote, en el que se localizará buena parte de la acción de los folletines.

            Así, con respecto a la serie de folletines posteriores, encontramos las referencias a los clásicos (los veremos, sobre todo, en La enfermedad sospechosa); la aparición de una cámara de fotos Leica y la lectura de los novelistas rusos, la historia de Jan, el chico polaco, tan parecido a Kolia o el episodio del conejo desollado (Otoño ruso, 2008); el personaje literario de Charles Lamb Jr., autor de Fabricación británica (Made in England), que es como Güino quiere titular una serie de ilustraciones para su hija, y que reaparecerá como personaje principal y narrador en la obra homónima y primer folletín de la serie en 2005; las menciones a Pau Monguió y el modernismo en la ciudad de Pomona, los vaciados de escayola (Una flor de hierro)… Al mismo tiempo, no se ha de olvidar la precisión en los registros idiomáticos de los personajes, la querencia por el diálogo como modo de presentación de los personajes –sobre todo en la segunda parte de la novela- y otros elementos que irán apareciendo y configurando la narrativa de Castellote. No se trata de hacer un catálogo de tópicos y temas de esta primera novela, pero esta obra, apenas conocida por el público, resulta de suma importancia para comprender la evolución de la narrativa de Castellote, no tanto por los temas o alusiones señalados, sino porque, muy posiblemente consolida un tono y un modo narrativo que será luego el de los dos primeros folletines.

            En el primero de los folletines, Fabricación británica. Folletín romántico por entregas (2005), Castellote se sirve de un episodio real e histórico –la existencia y presencia del reportero Lewis Gruneisen por el Maestrazgo turolense durante la Primera Guerra Carlista- y de una parte de ficción, que se centra en la historia de su reportero gráfico, Charles Lamb, que es quien narra la historia con posterioridad a lo acontecido. Con este personaje, homónimo del escritor británico autor de los conocidos Cuentos basados en el teatro de Shakespeare o sus celebérrimos Essays of Elia, Castellote rinde homenaje a un escritor que trató temas relativos a la vida cotidiana desde un prisma poético. Otra influencia visible son las narraciones de los viajeros extranjeros por España, como George Borrow quien estuvo entre 1836 y 1840 y cuya experiencia quedó reflejada en La Biblia en España (1842), interesante por su glosario de términos caló y muy útil para algunos pasajes de la novela de Castellote y para la caracterización del personaje de Manuela.

            Este folletín es la historia también de un viaje personal y de crecimiento de un personaje, Charles Lamb, de cuya evolución y aprendizaje (al modo de una bildungsroman) somos testigos a lo largo de la narración. De un joven algo snob y cínico –un poco como Gruneisen, que queda algo oscurecido en la narración-, pasamos a un reportero gráfico convertido en pintor, que ama las cosas sencillas y cercanas, que es consciente de sus defectos y de sus escasas virtudes, pero capaz de querer a los demás y ser bueno. De Gruneisen, presentado en una taberna en vez de en la redacción del periódico, para sorpresa de Lamb, se ha de recordar sus Sketches of Spain and the Spaniards during the Carlist Civil War (1874), que también sirven de apoyo documental a Lamb para su narración. Por otro lado, todos los ropajes descriptivos de la provincia de Teruel que hacían algo morosas algunas partes de la novela irán despojándose en futuros folletines; sin embargo, en Fabricación británica, esa carga la novela la lleva con soltura y sabe salir airosa. Pensemos también que el relato de Lamb, de carácter retrospectivo –cuarenta años después de lo narrado- puede estar dirigido a un público británico, por lo que la profusión descriptiva encuentra mayor espacio y justificación. Como curiosidad, en esa contemplación del paisaje se puede citar el descubrimiento de las “palomitas” (unos restos fósiles con forma de paloma en vuelo), que tanta importancia tendrán en el folletín posterior (Los ojos del río). Lamb alude a su amigo, el doctor Lyell, un eminente geólogo del siglo XIX, quien comentó la riqueza en fósiles de España (también los fósiles y la geología son habituales en la novelística de Castellote).

            En este primer folletín aparecen también por primera vez los caballos percherones, que se convertirán en una presencia casi constante en el resto de novelas, y que adquirirán, a través del caballo Severino (Caballos de labor) un lugar especial. Aparece fray Bernardino, un franciscano que volverá a asomar con el nombre de Silvestre en La enfermedad sospechosa y está también Miguel, tal vez un antecedente del Martín de Caballos de labor, un personaje apegado a su tierra, el Maestrazgo, diestro en tareas con la madera, sincero y cabal, un héroe discreto y abnegado. En el último capítulo de la novela conocemos un poco más a Florence, la esposa de Lamb, una mujer con una personalidad que solo podemos ver en el final del folletín, un antecedente de otros personajes femeninos como Barbarita (Los ojos del río), Roser (Una flor de hierro), Tatiana (Otoño ruso) o Amparín (La enfermedad sospechosa), muchos de ellos precedidos, en cierto modo, por Rosita (Modelo sin dolor): mujeres resueltas, directas, que luchan y pelean por lo suyo y que, en varios de estos ejemplos, están por encima de lo que se espera de ellas.

            Con Los ojos del río (2006), narrada en primera persona del singular a través de Balbino, un guarda fluvial a punto de jubilarse, Castellote retoma gran parte de los temas y argumentos de Modelo sin dolor. Destaca sobre todo la fidelidad lingüística del personaje de Balbino, que permite articular una voz narrativa creíble y verosímil que lleva al lector por los paisajes nevados de la Sierra de Albarracín o entre las tumultuosas fiestas con motivo de las bodas de Diego e Isabel. Está también la presencia del caballo percherón de Balbino, la asunción de la imposibilidad de las utopías (a través del personaje Sebastián y su robinsonismo algo trasnochado –pese a que evolucionará-, quien ya había aparecido en la novela de 2000). Es tal vez una novela más fría, más desilusionada en su descripción de Teruel y su vida –visible, por ejemplo, en las críticas a los últimos desatinos urbanísticos-, con personajes negativos como Simón Pedralba, presentado como un fantoche al estilo del Ramón Cabrera de la novela anterior. Por otro lado, en esta novela también se anuncian algunos de los temas que irán apareciendo en posteriores folletines, como la introducción al mundo de lo ruso, las alusiones a Monguió… Junto a Balbino destaca el inicialmente bisoño Sebastián, que también irá creciendo como personaje y madurando, hasta aceptar las cosas como vienen dadas. Además, es posible ver una relación de admiración por parte de Sebastián hacia Balbino, su mentor, quien siempre está aprendiendo nuevas cosas con él y despojándose de sus prejuicios de urbanita, cada vez más adaptado al medio. Y este último aspecto es una constante en los finales de las novelas de Antonio Castellote, por cuanto los protagonistas (aunque en este caso Sebastián no sea el principal) terminan por aceptar su condición, no luchan contra las circunstancias y se adaptan al medio. También con Balbino observaremos esta misma asunción de la realidad, algo visible desde Modelo sin dolor hasta Caballos de labor. El percherón de la novela adquiere su protagonismo en el capítulo “Los toros en invierno”, título homónimo al del relato publicado en 2010 y escrito tras este folletín, en el que abandonará la primera persona del singular para el narrador y adoptará la tercera, con un narrador omnisciente, que será el que caracterizará el resto de sus folletines.

            Una flor de hierro. Folletín modernista por entregas (2007) es el tercero de los folletines publicados en Diario de Teruel y supone una vuelta a una ambientación pretérita (en este caso el Teruel de comienzos del siglo XX), tras situar su anterior novela en el presente. Se produce un giro significativo en el modo de narrar, pues ahora Castellote emplea un narrador omnisciente y, al mismo tiempo, dota a su relato de “pedrería modernista”, con giros, expresiones y un tempo narrativo que remite a la novela finisecular y que confirma la versatilidad de nuestro autor hacia distintas formas narrativas y estilos. Por otro lado, la linealidad de los dos primeros folletines y la estructura que ambos presentaban cambia con esta tercera novela, más compleja en su estructura y en sus modos narrativos.

            Ahora la acción se sitúa en tierras del Jiloca (las minas de hierro de Ojos Negros) y en Teruel, en un momento artístico y cultural sobresaliente para la ciudad, con los talleres y las forjas produciendo útiles y bellos objetos de hierro y con Pau Monguió de vuelta por Teruel tras su estadía en tierras tarraconenses. Donde quizás se ve mejor el dominio de la técnica y la maestría que alcanza Antonio Castellote es, posiblemente, en los episodios que narran el vaciado de escayola (que ya había aparecido en Modelo sin dolor) y en aquellos que muestran a través de estilo indirecto libre las délusions de grandeur de Guillermina, algo neurasténica, que ve el mundo a través de las novelas francesas que lee, su anhelado mundo refinado y exquisito, que contrastará con el de los obreros que trabajan en la ciudad. Hasta ahora habíamos visto que el narrador omnisciente dejaba paso en contadas ocasiones a monólogos interiores de algunos personajes pero, en general, predominaba la narración en tercera persona; la variedad narrativa también incluye un cronista de un periódico local, en un episodio que supone un interludio cómico, en un cambio de narrador, perspectiva y tono (capítulo 17, “Cajas destempladas”). Y no hay que olvidarse de otros personajes como Roser, una mujer de rompe y rasga, con el pelo a lo garçon, o el niño Raimón, descrito con ternura y compasión, junto con otros personajes que formaron parte de la historia del Teruel de comienzos del pasado siglo. Es, posiblemente, la novela bisagra –junto con el relato Los toros en invierno, también de 2007- de la narrativa de Antonio Castellote, la que marca un cambio más importante y la que muestra la destreza del autor en diversos modos y técnicas narrativas.

            Otoño ruso (2008) sirve para cerrar el ciclo de las estaciones al que alguna vez ha aludido nuestro autor con respecto a sus folletines. Continúa con un narrador omnisciente, pese a que al principio iba a estar narrada en primera persona a través de una adolescente. Con este cuarto folletín se efectúa una vuelta al presente, al Teruel más tradicional y conservador, en una narración plena de fluidez y libertad estructural, que toca temas que ya habían aparecido anteriormente, como la Guerra Civil en Teruel y provincia, la literatura rusa, que flota en el ambiente y cuya influencia va más allá de las alusiones a los nombres de algunos personajes. Tal vez sea una novela más tranquila, serena y sosegada con respecto a la anterior y da la sensación de que con ella se cierra un ciclo. En cuanto a la ambientación, puede ser vista con un costumbrismo casi antropológico de las costumbres y gentes de Teruel, pero es un costumbrismo verosímil, no como algo tópico, sino como algo que el lector se cree.

En esta novela, los temas y motivos que han ido jalonando la novelística de Castellote vuelven a aparecer con fuerza, aunque tal vez sean los fragmentos dedicados a la familia rusa que vive cerca de Alfambra los más logrados, junto con la creación de los personajes femeninos, como Matilde y Tatiana, siempre superiores a los masculinos, con más aristas, complejidades y dudas. Es también una novela que se cierra de manera circular, volviendo, como es habitual en este autor, sobre la idea de que hay que asumir las cosas como vienen. Esta adaptación al medio y a las circunstancias será todavía más clara en el último de los folletines, que cierra también, creemos, un ciclo novelístico para Antonio Castellote.

            La enfermedad sospechosa. Folletín naturalista por entregas (2009) es un folletín lleno de datos históricos y reales, ambientado en Teruel en 1885, durante la epidemia de cólera (también llamada “morbo asiático”) que asoló parte del Levante y zonas limítrofes y que en la provincia de Teruel dejó más de 5000 muertos. Es una novela poblada de personajes que existieron y a los que no se les cambió el nombre, aunque sí se inventaron aspectos biográficos sobre alguno de ellos, como el doctor Aurelio Benito, redactor del periódico El Ferrocarril. Muchos son personas ligadas a la historia reciente de Teruel, como en el caso del botánico Loscos (que falleció al año siguiente debido a esta epidemia y que dejó inconclusa su gran obra de un Herbario Nacional, confeccionado desde su agencia de Castelserás), el novelista Polo y Peyrolón (que aparece en un episodio algo cómico-satírico), el abogado Muñoz Nogués o las hermanas Blanca y Clotilde Catalán de Ocón (botánica y naturalista respectivamente). La aparición de la enfermedad, la crónica detallada y pormenorizada del año 1885 en la ciudad de Teruel son descritas en el primer capítulo de la novela, que sirve como introducción histórica y social para el lector, que conoce así los datos y la ambientación de la historia.

Comparte esta novela con la anterior el tono circular de la narración, con la carta de Loscos que lleva guardada en su bolsillo Ramón Vargas, el heroico maestro protagonista de la novela. De nuevo nos encontramos con un narrador omnisciente, con escenas, como la descripción del hogar del maestro o de la enfermedad y agonía de la joven Encarnita que responden a la más inveterada tradición del movimiento naturalista. Está presente el determinismo biológico, cierta delectación en describir aspectos desagradables de algunos lugares y personas (como la visita médica del comienzo), aunque la narración no está tampoco exenta de algunos toques de humor negro, como el episodio en el que Ramón consigue libros y que muestra las duras condiciones de vida de un maestro que se atreve a hablar de Darwin en sus clases.

Quizás, junto a la mejor dupla de personajes masculinos de la narrativa de Castellote (Ramón Vargas y Aurelio Benito), destaca sobremanera, en especial hasta la mitad de la narración, el personaje de Amparín, la hija del doctor, que quiere ser una mujer de acción, que toma sus propias decisiones, como unirse a Ramón Vargas, en vez del “apareamiento lógico” que quiere su madre con uno de los hijos de la burguesía turolense y que tal vez obedezca (esta unión) a una cuestión meramente patrimonial. Frente a ella y los dos protagonistas a los que antes aludíamos están los personajes negativos, como el hijo del doctor Benito, Julio, prototipo de personaje de folletín. Como en las demás novelas siempre hay un personaje que ha de sufrir o perder más que los otros; en este caso es Julio, aunque su exilio final esté más que justificado por la ignominia que ha cometido con su familia. La adaptación final de los personajes, su aceptación de lo que les ha deparado la vida desemboca en tranquilidad y armonía, como sucede en la narrativa de Antonio Castellote.

 

A modo de conclusión

Los folletines publicados en Diario de Teruel por Antonio Castellote entre 2005 y 2009 constituyen un caso singular dentro del panorama literario actual, aunque su difusión haya tenido un marcado carácter local. Resulta interesante ver cómo a través de la escritura de estas cinco novelas se recrea la vida de una ciudad y una provincia con rigor y precisión históricas, en diversos momentos y tiempos, con un, creemos, profundo amor –no exento de crítica- hacia Teruel.

Antonio Castellote emplea un formato literario –el del folletín- como forma de publicación tradicional, al tiempo que para su posterior conservación y difusión utiliza un nuevo soporte digital, como es el blog. La particularidad de estas cinco novelas no solo radica en el hecho de que los haya publicado un pequeño periódico de provincias para algo más que “llenar los huecos informativos” del verano. Supone también la posibilidad de descubrir a un autor que ya era conocido por los lectores por sus artículos de crítica literaria y cultura, que demuestra su savoir faire narrativo en conjunción con Juan Carlos Navarro, su habitual ilustrador, excelso conocedor de la historia de Teruel, en una dupla que ha trabajado de manera conjunta durante muchos años en diversas actividades.

Cuando hablamos de los folletines de Antonio Castellote conviene hacerlo con el asombro y reconocimiento hacia una obra dotada, a nuestro juicio, de una alta calidad literaria, diferente a gran parte de lo que se publica en la actualidad y que tal vez por ello encuentra difícil acomodo en las líneas o temáticas que marcan las editoriales. Además, la localización en Teruel o su provincia puede ser un obstáculo más para la difusión de sus novelas, si bien es cierto que las historias que cuenta pueden extrapolarse a cualquier lugar, y buena prueba de ello son los lectores que han descubierto su obra desde sitios bien lejanos a Teruel gracias a la publicación en el blog de las novelas. Antonio Castellote logró, con los folletines, adaptarse a una forma de publicación que exigía unas determinadas características, en un oficio de escritor que requería de una gran dosis de conocimiento y habilidad narrativas para no caer en el tópico y lo sencillo, para mantenerse por encima de ello, como un funambulista sobre un fino alambre.

 

 

 

Bibliografía

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  • CASTELLOTE BRAVO, Antonio. Modelo sin dolor. Sin publicar, 2000.
  • -------------------. Fabricación británica. Folletín romántico del Maestrazgo. Teruel, Diario de Teruel, agosto de 2005. También disponible en formato libro: Zaragoza, Certeza, 2007, con proemio de Enrique Romero Ena.
  • -------------------. Los ojos del río. Teruel, Diario de Teruel, agosto de 2006.
  • -------------------. Una flor de hierro. Folletín modernista por entregas. Teruel, Diario de Teruel, agosto de 2007.
  • -------------------. Otoño ruso. Teruel, Diario de Teruel, agosto de 2008.
  • -------------------. La enfermedad sospechosa. Folletín naturalista por entregas. Teruel, Diario de Teruel, agosto de 2009.
  • CORTÉS VALENCIANO, Marcelino. “Antonio Castellote o la dignidad del folletín”. En Ágora. Revista de cultura, ensayo y creación literaria, año VIII, Nº 8, mayo de 2010, pp. 17-23.
  • EPPLE, Juan Armando. “Notas sobre la estructura del folletín”. En Cuadernos hispanoamericanos, Nº 358, 1980, pp. 147-155.
    • FERNÁNDEZ CLEMENTE, Eloy. Historia del ferrocarril turolense. Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, Colección “Cartillas turolenses”, Nº 10, 1987.
    • FERNÁNDEZ-GALIANO, Dimas. Los botánicos turolenses. Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, Colección “Cartillas turolenses”, Nº Extraordinario 2, 1986.
    • FERRERAS, Juan Ignacio. La novela por entregas (1840-1900). Madrid, Taurus, 1972.
    • FORCADELL ÁLVAREZ, Carlos. El regeneracionismo turolense a finales del siglo XIX. Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, Colección “Cartillas turolenses”, Nº 15, 1993.
    • GARCÍA, Agustín, HERNÁNDEZ, Fernando y NAVARRO, Juan Carlos, El Teruel que fue. Un paseo fotográfico por el Teruel del siglo XIX y XX. Teruel, Perruca, 2013.
    • GÓMEZ-ELEGIDO CENTENO, Ana María. “Del periódico al ciberespacio: la pervivencia comunicativa y literaria del folletín”. En Quimera: Revista de literatura, Nº 308-309, 2009, pp. 90-93.
    • LÁZARO POLO, Francisco. “De la literatura oral al regeneracionismo permanente”. En Comunidad de Teruel, Colección Territorio, Nº 33, 2010, coord. Antonio Losantos Salvador, pp. 211-220.
    • LOSANTOS SALVADOR, Antonio. “Septiembre”. En Diario de Teruel, 5 de septiembre de 2008, p. 8.
    • MARTÍNEZ RUBIO, José. “La novela de folletín en el siglo XXI: reminiscencia, parodia y deformación del siglo XIX”. En Divergencias. Revista de estudios lingüísticos y literarios. Volumen 9, Nº 1, verano 2011, pp. 32-39.
    • OLEZA, Joan. La novela del siglo XIX. Del parto a la crisis de una ideología. Laia, Barcelona, 1984.
    • PÉREZ SÁNCHEZ, Antonio. “Forja modernista”. En De lo útil a lo bello. Forja tradicional en Teruel, Museo de Teruel. Teruel, Museo de Teruel-Diputación Provincial de Teruel, 1993, pp. 61-75.
    • --------------. “La ciudad de Teruel en la transición del siglo XIX al XX”. En Turia. Revista cultural. Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, Nº 104, 2012, pp. 365-381.
    • ROMERO TOBAR, Leonardo. La novela popular española del siglo XIX. Barcelona, Fundación Juan March/Ariel, 1976 (Col. Monografías).
    • SEBOLD, Russell P. “El aliciente de las novelas cursis (ejercicio sano para críticos hastiados)”. En Salina: revista de lletres, Nº 17, 2003, pp. 111-118.
  • BRAVO CASTILLO, Juan. Grandes hitos de la historia de la novela euroamericana. Vol. II. El siglo XIX: los grandes maestros. Madrid, Cátedra, 2010.
  • MANRIQUE SABOGAL, Winston. “El folletín digital por entregas se abre paso en la Red”. En El País, 23 de enero de 2013.
  • MERLO MORAT, Philippe. “El folletín moderno. El regreso de un género decimonónico”. En RILCE 16.3 (2000), pp. 607-624.

           

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Moreno Pérez

Ruy Cinatti, de entre la bruma

2 de abril de 2014 08:30:26 CEST

 Brillante antropólogo, inmenso viajero, experto en Oriente y, por supuesto, notable poeta: de estas maneras y muchas más podemos definir a Ruy Cinatti Vaz Monteiro Gomes, más conocido como Ruy Cinatti, escritor portugués nacido en Londres en 1915 –era nieto del cónsul general de Portugal en Inglaterra por aquel entonces– y fallecido en Lisboa en 1986. Resulta cuando menos curioso el escasísimo conocimiento que en España tenemos de Ruy Cinatti, figura que en las letras lusas goza de considerable prestigio: no en vano fue cofundador, en 1940, de la emblemática y ecléctica revista Cadernos de Poesia, así como autor de más de quince libros de poemas –algunos de los cuales merecieron importantes premios– y de una docena de obras de carácter antropológico y botánico sobre las colonias portuguesas en general y Timor en particular, isla donde residió largas temporadas y que se convirtió en el centro de sus preocupaciones vitales y literarias; en 1992, y a título póstumo, el gobierno portugués le concedió la Gran Cruz de la Orden del Infante Don Henrique por su relevante contribución a la cultura nacional. 

 

Hasta donde llega mi conocimiento, las primeras y principales manifestaciones impresas de la obra de Ruy Cinatti en nuestro idioma son los ocho poemas que Ángel Crespo incluyó en la precursora Antología de la nueva poesía portuguesa, editada en 1961 en la colección Adonáis de Rialp, y los once poemas que Pilar Vázquez Cuesta tradujo para su Poesía portuguesa actual, publicada en 1976 por Editora Nacional, y en la que Cinatti comparte volumen con otros catorce autores de la talla de Fernando Pessoa, Mário de Sá-Carneiro, Miguel Torga o Eugénio de Andrade. Pero, al contrario que la práctica totalidad de sus compañeros de antología, cuyas obras fueron progresivamente divulgadas en lengua castellana, Ruy Cinatti se topó con un mayúsculo silencio editorial: así lo indican tanto los registros del ISBN y de la Biblioteca Nacional de España como las escasas referencias en Internet sobre su obra –apenas un reducido número de páginas web recogen una brevísima muestra de sus poemas–, lo que también nos permite dudar de la presencia de Ruy Cinatti en publicaciones hispanoamericanas en papel: un caprichoso velo, una especie de bruma injustificada y singular cubre la figura de nuestro poeta.

 

No sin esfuerzo, conseguí hacerme con un ejemplar de la extensa Antologia poética de Ruy Cinatti que Joaquim Manuel Magalhães seleccionó en 1986 para la editorial lisboeta Presença. Y, tras su lectura, llegué a la conclusión de que Cinatti es un poeta a todas luces inclasificable: cuando nos acostumbramos a las breves piezas de lo que podríamos definir como “romanticismo metafísico” de sus primeros libros, nos sorprende con poemas de marcado carácter cristiano; cuando creemos descubrir a una suerte de Álvaro de Campos resucitado, nos topamos con una numerosa serie de poemarios relativos a sus experiencias en Timor y otras colonias (no en vano seis de sus libros tienen referencias alusivas a estos territorios en el propio título). Cayendo en una posible simplificación, podemos afirmar que en la obra de Cinatti se presiente un camino que va desde lo sugerido o lo soñado hasta lo puramente vivido, hasta la cruda realidad que vivió entre aquellos hombres colonizados que de casi nada disponían: mientras que en sus primeros libros –a mi juicio, los más interesantes– nos encontramos con un Cinatti, por así decirlo, más poético, más decantado por la belleza

 

que por la verdad y más minimalista, en sus libros posteriores, pasados por el amargo filtro de sus vivencias en ultramar, hallamos unos poemas más narrativos, más etnográficos y más reivindicativos, escuchamos una voz más preocupada por informarnos de cómo era aquel extraño mundo colonial que habitaba –a veces injusto, casi siempre hermoso– que por el placer de la palabra misma: en los primeros libros prima el poeta, en los posteriores se impone el antropólogo. Una actitud que se fue tornando hastío, ironía y desazón al final de su vida, decepcionado de la barbarie que el supuesto hombre civilizado había perpetrado contra aquellos desorientados indígenas: así, ya de vuelta en Lisboa, sus dos últimos libros abandonan parcialmente la temática colonial y retornan a los eternos conceptos de amor y religión. En todo caso, lo que sí es común a todos los períodos de la obra de Cinatti es la gran presencia que la naturaleza tiene en sus poemas, el anhelo de un mundo en el que la acción del hombre resulte restringida, difuminada.

 

A falta de una antología de su obra en nuestro idioma que sitúe a Ruy Cinatti en el destacado lugar que merece, valga de momento este sucinto ramillete de poemas, que he tenido el placer de seleccionar y traducir, como humilde continuación de la labor que Crespo y Vázquez Cuesta iniciaran, y que espero contribuyan, desde su modestia, a abrir un poco más la pesada puerta tras la que se oculta tan interesante escritor.

 

 

SEIS POEMAS


Lentamente, al golpear de los remos, van los barcos

río arriba, río abajo, en el quehacer cotidiano de los días de sol y lluvia.

Los hombres ya han arrastrado los barcos a la orilla,

donde pasan señores, altaneros y herméticos,

por entre los plebeyos –aquellos que transportan sacos de trigo.

Los gestos se repiten, milenarios,

mientras, de sol a sol, los barcos pasan

sin prestar atención a los labradores de los campos.

Lentamente, sosegado como el correr de las aguas,

se yergue suplicante el canto durmiente de los remeros…

 

Va pasando, va rompiendo, va huyendo…

 

 

(Nós não somos deste mundo, 1941)

 

Tu felicidad fue como una sonrisa abierta en una mañana soleada, 

brillando sobre la tierra en una alegría inmensa.
Y tus ojos demoraban el vuelo de las aves y se alegraban,
sorprendidos y meditativos como el mirar de los siglos
ante el límpido despertar del paisaje.
Sin embargo, bajando rápidamente por el brillo de tu alma,
vino el sueño a posar, en tus rodillas,
la sombra de tu duro destino, 
de tu desnudez pesada y triste.

                                                   

  (Anoitecendo, a vida recomeça ,1942)

 

 

LOXODROMIA

 

Quien no me dio Amor, no me dio nada.

Estoy parado…

Miro a mi alrededor y veo inacabado

mi mundo mejor.

 

Tanto tiempo perdido…

Con qué saudade lo recuerdo y bendigo:

campos de flores

y zarzas…

 

Fuente de vida fui. Medito. Ordeno.

Pienso en el futuro que vendrá.

Y deslumbrado sigo el pensamiento

que se descubre.

 

Quien no me dio Amor, no me dio nada.

Desterrado.

Desterrado prosigo,

Y me sueño sin Patria y sin Amigos,

adrede.

 

 

 

  (O livro do nómada meu amigo, 1958)

 

 

Caminamos a solas por la ruda arena.

Bancos partidos, sol oblicuado,

papeles por el viento, polvo fino,

ruinas que se enredan como traicioneros

sueños despertados.

 

Él, entre todos, surgió.

Miró a su alrededor: vacío.

Muros ignotos: vacío.

Un río oculto inunda la ciudad.

Peligro eminente.

Pobres pidiendo limosna en una esquina.

Alguien atrasado, como siempre

adverso y diletante.

 

Él, entre tantos, surgió.

Temprano.

Se apoyó en el muro habitual,

abrió el periódico

y leyó.

 

 

(Borda d´Alma, 1970)

 

Sobre Timor planea un fuego fino,

se propaga, crepita cuando ronda la tierra

y creciente, envolvente, cerca el monte

y se afirma corona.

 

Mis ojos sienten la belleza roja

ululante de perros en la noche,

la paciencia del bosque destruido,

catana en la raíz, después ceniza.

 

Mi incomprensión procura en vano

resucitar las vanas creencias de otros tiempos,

las florestas sagradas donde el frío habita

en el temor que agarra y petrifica las manos.

 

Mi imaginación procura en vano

detener con astros y otras manos el destino

insidioso como la muerte de un hombre

anclado en el árbol que sobre la tierra se persigna.

 

Y veo un monte de paja

ardiendo de la cima hasta el mar que ondea y se derrama por las playas,

y contra el humo denso que me envuelve,

avanzo, resoluto, antorcha en vida,

mientras proclamo la verdad del cántico,

la danza terrenal que me fascina.

 

 

(Uma sequência timorense, 1970)

 

MOEURS CONTEMPORAINS O EL IMBÉCIL COTIDIANO

 

 III

 

No, no es una mujer lo que quieres.

Lo dijiste, salvo error.

Ni yo la boca de la noche

para poder perderme, sentarme y dar vueltas sin fin por el barrio

como ayer, como mañana,

como ojalá sea así por muchos años.

Todo son engaños.

¿Por qué no te enfrentas a la verdad de una vez por todas?

El hombre y la mujer se volvieron definitivamente

insoportables el uno para el otro.

Y es cierto que aceptamos este aturdimiento sin una protesta, este balanceo

del día a día, este sucio traje del hábito, este volteo asesino,

mintiendo, engañando, conspirando

hasta que la tierra ya no pueda con nosotros. Tú me odias, yo te desprecio,

siempre arrastrándote cuando me tocas,

siempre lagarta pidiendo el capullo del que te desprendiste

en la rutina de tus días.

¿Cómo es posible que todavía quieras hacer el amor en una cama que huele a

[cadáveres?

¿Cómo vas a querer, cómo vamos a querer

contemplar fraudes mezquinos sinceramente inmunes a la culpa que hemos olvidado

con tanta frecuencia? ¿Por qué no te enfrentas

a la verdad?

Todo perdido. Entonces,

¿por qué esperas? Hicimos del dinero y de lo funcional

nuestros dioses de guerra. Ahora aguanta la ley que los aguanta

hasta que seas barrido,

no de la tierra, pues ya lo fuiste, sino del aire y de las fétidas buhardillas que  

[habitamos.

Sácate el dedo de la boca, el dedo separado de la mano,

separado del brazo,

separado del tronco,

separado de la…

caricatura no reflejada en ningún espejo.

Nadie te ayuda,

porque todos estamos viciados por lo mismo.

Por la misma droga que infantilmente fabricamos,

como quien construye una casa con cubos pintados

y de repente la ve caer, y a él con ella.

No, el tuyo no es un problema de mujer,

ni el mío de fluidez translúcida.

Traicionamos a la mujer y al poeta, al animal, al espíritu

 

en las manos de quien, cruel, se exhibe igual que nosotros.

Yo no te conozco

sino como fantasma.

Todavía te acepto una bebida,

pero no me hables de Dios.

 

 

 (Memória descritiva, 1971)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

Taxista

26 de marzo de 2014 08:36:56 CET

 

La ciudad es un mapa

 

que grita cuando te llaman.

 

El precio de este viaje es que tú

 

me mantengas la conversación,

 

que hagas un movimiento de mí espíritu,

 

que me expliques el mundo

 

con infinita paciencia de carretera.

 

Así anochece antes tras tus cristales.

 

Quizás me pares tú algún día

 

si me ves sin rumbo.

 

Tu adiós ha sido tajante

 

como una curva inesperada.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Lauren García

El odio

18 de marzo de 2014 08:26:06 CET

 

Difícil es saber si amanece
entre los pliegues del odio,
donde no penetra la luz
de la esperanza
ni florece la rosa de la reconciliación.

El odio es el fuelle
de un acordeón afónico,
lacerado por el reproche.

Revestido de palabras,
el odio es un puñado de sal
arrojado sobre los ojos
(esa herida abierta que es la mirada).

Es difícil saber si amanece
en la comisura de nuestros labios,
donde antes anidaba
el pájaro polícromo de la sonrisa.

Escrito en Sólo Digital Turia por Fermín López Costero

En el año 2006 José Luis Giménez-Frontín (Barcelona, 1943-2008) publica tres poemarios: Réquiem de las esferas (Ferrol: Sociedad de Cultura Valle-Inclán, col. Esquío), Tres elegías (Varese: La Torre degli Arabeschi) y la antología La ruta de Occitania. Poesía reunida (1972-2006) (Montblanc: Igitur). Con este último había cerrado un ciclo. El segundo ciclo de su dedicación a la composición poética, iniciado en 1993 con Que no muera ese instante (Barcelona: Lumen), continuó en 1999 con El ensayo del organista (Barcelona: Lumen) y dio en 2003 Zona Cero (Vic: Emboscall).

El primer ciclo se había clausurado con la primera antología, en 1989: Astrolabio (Antología 1972-1988) (Pamplona: Pamiela), con poemas de La sagrada familia y otros poemas (Barcelona: Lumen, 1972), Amor omnia y otros poemas (Barcelona: Linosa, 1976),  Las voces de Laye (Madrid: Hiperión, 1980) y El largo adiós (Barcelona: Taifa, 1985).

Grosso modo, en la primera fase (1972-1985) el 'yo' se afirma, y en la segunda etapa (1993-2006) el 'yo' desaparece para que el poema quede ahí, cantando solo, como una música, con cierta tendencia a una desintegración en la literatura misma.

Sobre su obra poética se han escrito sobre todo reseñas, con una percepción profunda y certera, en algunas de ellas, de la estética propuesta por el poeta. Los estudios más completos se hallan precisamente en los prólogos de las antologías (1989 y 2006), firmados ambos por Pilar Gómez Bedate. Asimismo, cabe destacar las aportaciones de José Luis García Martín[1], Santiago Martínez[2], Enrique Villagrasa[3] y, sobre todo, las de Juan Antonio Masoliver Ródenas[4] y Enrique Molina Campos[5].

La orientación de su quehacer poético en los últimos años se encaminaba hacia el género elegíaco. En 2009 y 2010 aparecen sendas antologías con enfoques y matices peculiares.

 

Los días que hemos visto

Cuidada edición la que desde la Fundación Jorge Guillén de Valladolid sale el 21 de diciembre de 2009, conmemorando el primer aniversario del fallecimiento del poeta.

Con prólogo de José Corredor˗Matheos, un escrito preliminar de Victoria Cirlot («Este libro») y una tercera pieza firmada por JLG-F, recuperada de la edición del Allegretto Malinconico de Varese -«La edad de la elegía (a modo de mínima poética)»-, se presenta esta introducción al cuerpo de poemas.

Después, tres secciones; a saber: «I. Primeras elegías» (consta de ocho poemas); «II. Segundas elegías» (doce poemas bajo el genérico «Elegías para Alberto Caeiro») y «III. Réquiem de las esferas» (veintisiete poemas, la edición completa de lo publicado en la colección Esquío).

De «Primeras elegías», ninguna pertenece a antes de 1993, fecha en que aparece Que no muera ese instante. Así, de este libro se seleccionan: «No le retuvo más. (En la muerte de Bohumil Hrabal)», «La frente anchísima del que está y ya no está» y «La nave de los muertos». De El ensayo del organista se extraen: «En el desierto claman», «Oculta y a la vista como una fiel amiga te esperaba» y «Jehudá Haleví da la bienvenida a César Vallejo». Por último, de Zona cero: «Más allá del temido portón de los Urales» y el antonomástico «Zona cero».

En esta selección la voz tiende al verso que dialoga con los muertos, cuando su propuesta ya avanza hacia esa desaparición del ‘yo’ en el poema, hacia una victoria de la vida sobre la muerte misma.

En «Segundas elegías» se reúnen las publicadas en 2006 por Blasco Muñoz cuando eran inéditas («Loa y ensoñación en Sicilia para Javier Lentini», «El león, Peter Russell, ha muerto en su cama» y «En la muerte prematura de O»), aunque en el mismo año la primera apareciera también en Poesía reunida.

A este cuerpo se le suman nueve textos inéditos: «Elegía para Alberto Caeiro»,  «Elegía de las casualidades», «Elegía de Sir John, el motero», «Elegía con mariposas negras y niño bien», «En el huerto de los olivos», «La alegría, las princesas, las diosas», «El enemigo», «Una vida de héroe» y «Señas de identidad».

Corredor˗Matheos destaca un cambio de actitud en la poesía de JLG-F a partir de Réquiem de las esferas, libro en que pretende manifestar «una visión científica del mundo [...] próximo a ciertos presocráticos».

 Victoria Cirlot enfoca la dinámica de la lectura partiendo del poema «En el desierto claman», del que escribe: «En este poema, que entronca con la mística del desierto, se abre la vía de salida al llanto y al lamento.»

En cuanto a los inéditos, «Elegía para Alberto Caeiro» presenta un bucolismo muy a conciencia, un canto en tiradas de heptasílabos libres separadas formalmente por líneas punteadas. El punto de vista desde donde canta la voz poética dota al texto de una vivacidad algo caleidoscópica: el dios, el poeta, el pastor, el perro. Una geórgica en miniatura con guiños a la soledad gongorina en algún momento: «Con no visible fuerza». Por momentos el apóstrofe evocando al Caeiro pessoano ofrece un pretexto a la interrogación retórica: «¿Sólo somos el sueño/ de los dioses soñados?», donde se halla la verdadera esencia del mensaje del poeta.

Y siempre, ya sin renuncia posible, el instante, el único tiempo viable, el de la salvación, donde confluyen los pretéritos, así como los futuros recordados. Y al final, la forma definitiva, la pugna entre la palabra y el silencio, porque, he ahí la paradoja de El Poema, sólo con la palabra se puede dar noticia del silencio: «El poema no explica. / Cabalgando por voces, / fijará la belleza / del momento inasible».

En «Elegía de las casualidades», el vocativo vuelve a ser ese antagonista necesario que Giménez-Frontín encontró como recurso retórico y emocional en esta última parte de su producción. Sin descartar la posibilidad de que en ciertos momentos se oculte alguien con nombre y apellidos tras el casi ya genérico Sir John, habida cuenta de su frecuente uso como recurso, nos atreveríamos a apuntar la posibilidad de un desdoblamiento, de una segunda persona retórica, como si el propio poeta fuese el interlocutor de sí mismo.

«Elegía de Sir John, el motero» nos transporta a un viaje realmente en moto por el norte de África. Las referencias a los evangelistas, al profeta Elías, al Lázaro resucitado o a la Magdalena con plomo en las arterias, se cruzan entre reflexiones sobre el propio género elegíaco: «Dicen: nadie escribe elegías. / No es tiempo de elegías, / ¿quién las escucha ya?»

Así, siguiendo la pauta métrica acostumbrada (heptasílabos, alejandrinos en menor medida y algún endecasílabo), la elegía cabalga hacia el tiempo que ha de llegar buscando reencontrarse con un origen atávico.

Con la métrica de costumbre y alguna asonancia gemela en algún momento y sin que sirva de pauta, con título algo naíf presenta «Elegía con mariposas negras y niño bien» en el que da noticia de una escena de su infancia de confort, la educación católica y su inseparable conciencia del pecado, cierta descripción de la hipocresía y la no conciencia del tiempo fugitivo. Cuando el niño despierta al mundo concluye el poema no sin un oscuro final:

 

Sin pasión y sin odio,

cuando le llegue el día,

en su remedo de salón materno

bondadosa, cortés, inútilmente,

con voz algo adamada,

habrá de preguntarles qué desean

a los heraldos negros

que vienen y que van y que tendrán sus ojos

en la ruina del rencor final.

 

Podría decirse, así lo afirma Corredor˗Matheos en el prólogo, que «En el huerto de los olivos» fue el último poema que Giménez-Frontín escribió, en agosto de 2008. El poema es una despedida en toda regla. Los signos del evangelio adquieren fuerza de nuevo en este texto. Lejos del dramatismo, su apuesta final es la siguiente: más allá del instante, se halla el poema. Más allá del tiempo, la literatura sola.

«La alegría, las princesas, las diosas» es un texto alegórico. Tras la descripción de cada una de las tres hijas (dos gemelas y una menor, adoptada, asiática, «que comparten su vida con nosotros») en un ambiente familiar, habla de «mi compañera» como componente tradicional de esa familia entre la parábola y la alegoría: «No tengo yo respuesta, pero las sé / gloriosas, presidiendo / el altar más hermoso del instante».

«El enemigo», «Una vida de héroe» y «Señas de identidad» cierran el cuerpo de elegías inéditas. Son poemas breves: 14, 15 y 8 versos, respectivamente. Los tres textos, tratados en conjunto, muestran una escasamente diáfana despedida: la vuelta al útero cero, al origen que ya no ha de progresar jamás en «El enemigo», la deliberación mantenida sobre el vacío y la nada con respecto al tan traído y llevado ego a lo largo de toda su carrera en «Una vida de héroe», y una resolución repulsiva hacia el vacío, insistencia última, en «Señas de identidad»: la vida tiende a la armonía, aunque el frío del vacío puede llegar a congelar todas sus virtudes.

Se aprecia en «El enemigo» el verso «Sin saberlo fui sabio», que nos lleva a la correspondencia con el poema «V» de «II. Atreverse a saber» del libro Réquiem de las esferas: «Sabía sin saberlo, la mirada» en una voluntad de tejer a conciencia, a base de paradojas, lo inefable, remedando la técnica del místico.

La tercera y última parte de este libro es la reproducción exacta de Réquiem de las esferas. No encontramos una razón poderosa para que aquí figure, salvo que tenga que ver con algún criterio editorial que se nos escapa. Con respecto a la edición de Esquío, observamos unas mínimas variaciones: una sangría y un lema tipográficamente descolocado. Sin embargo, se conserva en ambas el erróneo «estruendoso silencioso que nada percibía». 

 

Atreverse a saber

 

Fruto del empeño de los editores Jesús Aguado y José Ángel Cilleruelo es esta antología que sale desde Málaga con patrocinio de la Diputación en 2010, con el número 113 de la colección Puerta del Mar.

Un subtítulo la distingue como «Antología poética y homenaje a José Luis Giménez-Frontín». Tras una «Nota de los editores», se inicia el libro con «I Homenaje poético» (se incluyen veinte poemas, de otros tantos poetas, escritos in memoriam). «II Crítica y memoria» cuenta con veintidós escritos de otros tantos amigos que hablan de la persona y de la obra del poeta, a modo de semblanza en ocasiones, a modo de colaboración filológica que consigue aumentar el corpus crítico en torno a la poesía que escribiera Giménez-Frontín.

 «III Antología poética de José Luis Giménez-Frontín» aporta cuarenta y un poemas. Concluye este apartado la sección segunda, íntegra, de Réquiem de las esferas, «Atreverse a saber», compuesta por nueve poemas. Se trata, como es evidente, de la sección que da título a la antología. Por último, «IV Vida de un poeta» incluye una biografía y una bibliografía.

Posiblemente la parte más suculenta que merezca ser comentada en un estudio de estas características sea la segunda y, quizás a vista de pájaro la tercera, por tener presente qué selección llevaron a cabo los editores.

Entre el homenaje y la aportación crítica realmente certera en casi todas las ocasiones, se da noticia de la semblanza del poeta y de sus virtudes humanas.

  De Manuel Mantero se aporta el texto «José Luis Giménez-Frontín, poeta de la doble verdad», que había servido para la presentación de La ruta de Occitania, el 24 de mayo de 2006 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Mantero afirma que JLG-F «gusta de esconderse de lo demasiado explícito». Es poeta de «la inseguridad, la duda y la ambivalencia». El universo temático de Giménez-Frontín queda definido con precisión: «el tiempo, la materia, el misterio, el amor, la ciudad, la poesía».

Importante sobre muchos otros aspectos es el tema de la insatisfacción social, la del «sediento de igualdad y justicia». En el código moral del poeta este asunto reside como un magma incorrupto que elevará el canto en muchas ocasiones perfilando los contenidos.

Por último, el tema casi obligado de todo poeta que en algún momento se ha visto tentado a tratar: la Poesía misma. Así, como ya se ha dicho más arriba: la vida propia del poema, la armonía que, a base de contrarios como un trovador, define como «carne del verbo».

Corredor˗Matheos aporta el escrito «José Luis Giménez-Frontín, el poeta y amigo». El motor de buena parte de su obra queda definido así:

 

“El hombre no abandona –es decir, no pierde- su rebeldía, su sentido de la justicia y su inquietud, pero se va sosegando –es decir, aceptando lo que considera que ha de aceptar-, pero ni renuncia ni frena las reacciones ante tal o cual hecho que le indigna”.

 

 Montserrat Conill, en un texto sin título fechado en enero de 2010, manifiesta que «templaba su notable independencia de criterio guiándose siempre por la sensibilidad y la tolerancia de un humanismo profundo y radical».

Joaquín Marco lo define como «hombre de proyectos y eficaces gestiones». Destaca su tesón y paciencia y como poeta que es, Marco comprende el enfoque psicológico e intelectual que condujo al poeta:

 

José Luis se valoró a sí mismo como poeta. La poesía, por gratuita, no deja de ser una enfermedad incurable y él la cultivó no sólo en sus versos. Los poetas son seres extraños que intentan convertir la poesía en vida y la vida en poesía.

 

Ana María Moix, amistad desde la adolescencia, comenta que tras la publicación de sus memorias, Los años contados, «había puesto en orden, por un lado, su vida espiritual, por otra (sic), su andadura biográfica». Habla del vuelo «quasi místico» y lo califica de «asceta castellano», de «griego antiguo, mediterráneo».

El recientemente desaparecido Horacio Vázquez-Rial titula su intervención «JLGF: Poeta, amigo, hombre cortés». Habla de su cortesía y afirma que «tenía una elegancia británica que yo creo anterior a su estancia en Inglaterra: un don natural».

Nora Catelli habla en «La figura de José Luis Giménez-Frontín» de las diferentes figuras que fue el autor: «la del filólogo, la del crítico y ensayista, la del novelista, la del poeta, la del memorialista y diarista, la del observador atento de las tensiones comunitarias, la del mediador cultural».

Francesc de Carreras se remonta en «Tiempos de facultad, tiempos de juventud» al primer contacto de Giménez-Frontín con «la estupidez generalizada de esta elite social», refiriéndose a «los jóvenes pijos, hijos de gente bien de Barcelona».

Rodolfo Häsler redacta un entrañable «Recuerdo con José Luis en Madrid». Destaca la visita de Giménez-Frontín a su casa en otoño de 1985. Durante los tres días que estuvo refirió anécdotas de su reciente viaje a México, un viaje que sería de importancia capital en la gestación de su novela Señorear la tierra, de 1991. Concluye así el escrito: «fue uno de los más grandes valedores que ha tenido la poesía, tanto en castellano como en catalán, en Barcelona».

Albert Tugues en «La segunda mirada» habla de la fundación de Hora de poesía. «Palabras para un hombre digno de memoria» es el artículo de Mario Lucarda, que se inicia con un epitafio y acierta al resaltar uno de los versos que más fuerza va a tener en el arraigo ético del poeta: «Quien ignora su historia está condenado a repetirla».

Con título kerouakiano presenta su aportación Lluïsa Julià: «José Luis Giménez-Frontín, en el camino». Destaca esa forma inglesa de tratar la cultura que le permitió una rigurosidad de análisis. Y José Joaquín Beeme, el microeditor que desde Varese dio la botella que contiene las Tres elegías, certeramente afirma que Giménez-Frontín «se ha transustanciado, definitivamente, en poema».

Valentí Gómez i Oliver entiende a Giménez-Frontín como un maestro de la sinécdoque aplicada en su libro de memorias. Por último, destacaremos el artículo de Fernando Valls «Las vidas de Giménez-Frontín», donde nos emplaza a apreciar su paciencia y generosidad, al escuchar a los demás o al reírse «de algunas pequeñas vanidades de la vida literaria y del fanatismo y la intolerancia de tantos políticos catalanistas, asunto que lo sublevaba especialmente».

Para concluir, daremos cuenta de la estructura de los 41 poemas seleccionados en la parte «III Antología poética de José Luis Giménez-Frontín». El cuerpo es, cómo no, representativo y podría decirse que se trata de una buena selección aunque hayan quedado fuera algunos de los emblemáticos. El criterio de los editores clarifica o justifica. Es importante la perspectiva que enfoca hacia «ese sin-tiempo del que nacen y al que van los poemas, el amor o la misma existencia [...] aquello que se sustenta en el vacío, es la orfandad esencial de lo que es [...] en esa nada repleta de posibilidades de la que surge todo», según reza la «Nota de los editores».

Así, tendremos dos poemas pertenecientes a La sagrada familia y otros poemas, tres a Amor omnia y otros poemas, cinco a Las voces de Laye, siete a El largo adiós, siete a Que no muera ese instante, nueve a El ensayo del organista, siete a Zona Cero y el compendio antonomástico «Atreverse a saber» de Réquiem de las esferas.   

En definitiva, diremos que esta antología da un completo informe sobre su semblanza y su poesía. Si añadimos las elegías de Los días que hemos visto, obtendremos un completo Frontín, con las últimas meditaciones materiales y espirituales al respecto del género de la sensata desolación, la última de sus preocupaciones.



[1]              José Luis García Martín. «Imposible respuesta». ABCD Cultural, (9 de septiembre de 2006), 20.

[2]    Santiago Martínez. «Con los pies en la tierra». La Vanguardia, Suplemento Culturas, (18 de febrero de 2004), 14 y «Con la palabra justa». La Vanguardia, Suplemento Culturas, (13 de septiembre de 2006), 15.

[3]    Enrique Villagrasa, «La identidad del poeta: J.L. Giménez-Frontín». Hora de poesía, núm. 69-70, (mayo˗agosto de 1990), 174˗176 y «La ruta de Occitania». Cuadernos del Matemático, núm. 41-42, (febrero de 2009), 203.

[4]    Juan Antonio Masoliver Ródenas. «La mirada y su enigma». Insula, núm. 569, (diciembre de 2006), 22˗23 y «La armonía y el caos». La Vanguardia, Suplemento Culturas (23 de junio de 2010), 9.

[5]    Enrique Molina Campos. «El instante de José Luis Giménez-Frontín». Ínsula, núm. 569, (mayo de 1994), 25-28.

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Carlos Elijas

En el nombre de Keats

5 de marzo de 2014 13:08:37 CET

A Joaquín Juan Penalva

A Sandro Maciá

 

Poco antes de morir mi padre me agarró de la pechera y me dijo enfadado:

-A ti no te gustó nunca el fútbol.

Tal vez tenía razón. Es más, tenía toda la razón, nunca me gustó el futbol, ni para verlo ni para practicarlo. Me parecía una pérdida de tiempo pasar noventa minutos viendo a veintidós tíos detrás de un balón. Había cosas más importantes que hacer o a mí me lo parecían: escuchar el viento, ver llover tras las ventanas de casa, escribir nombres de mujer en el vaho que se forma en los cristales... Estaba claro que nos gustaban cosas diferentes, que habíamos venido a este mundo con conceptos distintos de lo que es la diversión.

            Mi padre intentó por activa y por pasiva que me gustase el fútbol. Uno de los primeros recuerdos que me viene de la infancia es mi padre gritando un gol en el estadio Martínez Valero, mientras el Real Madrid goleaba al Elche. No heredé esa pasión por el deporte del balón, lo que sí me quedó fue el gusto por el cine de Fellini. Como todo hombre, amé aquellos pechos enormes de la estanquera de Amarcord, amé a las mujeres que rodeaban a los protagonistas de 8 y medio y siempre quise ser parte de ese imaginario del neorrealismo italiano.

            Realmente el fútbol me dio más de un disgusto. Como no existía otro juego más en el colegio, cuando se hacía el reparto de los jugadores siempre acababa siendo el último, aunque era lo mejor que te podía pasar, porque, si te tocaba ser el portero, todo acababa en desastre. Yo, al ver venir el balón, acaba cubriéndome como un bichobola, con armazón incluido, con lo que siempre era el hazmerreír. Pero me tragaba todos los programas deportivos, Estudio estadio, El día después, para tener al menos un tema con el que hablar a la salida del colegio de regreso a casa.

            Solo por intentar complacerle, cansado de ser el torpe del colegio, le pedí que me llevara a probar en algún equipo. Los dos equipos juveniles rivales de la época eran el Intango y el Kelme; todo chaval al que le gustase el fútbol soñaba con jugar en alguno de ellos. No recuerdo muy bien en cuál de ellos probé, lo que sí sé es que se constató lo malo que era. Aquel hombre bajito y con bigote, que supuestamente hacía las veces de entrenador, me gritaba:

            -¡Mete cuerpo! ¡Mete más cuerpo!

Nunca llegué a comprender si lo hacía para meterse con mi voluminosa figura o aquella expresión la había escuchado en algún partido, ya que no tenía mucha pinta de leer manuales sobre el deporte rey. Acabé reventado de mi primer y único acercamiento al balompié. Era gordito y me gustaba la literatura, estaba sentenciado.

            Mi padre, lejos de desilusionarse, me dejó hacer. A mí lo que realmente me gustaba era leer e inventar historias. No todos podíamos ser Gary Lineker, Maradona o Pardeza. Se resignó el hombre a tener un hijo que quería ser periodista, escritor o ambas cosas. Lo bueno que tenía es que me encantaba fabular y el fútbol daba todo lo necesario para crear grandes historias. Se podría definir a este deporte como los circos de la Roma clásica de la época contemporánea. De niño disfrutábamos con los cromos, las alineaciones de los equipos. La quinta del buitre, El Dream Team de Cruyff o la naranja mecánica de Van Basten fueron hitos difíciles de superar. En el campo, con mis primos, todos queríamos ser Arconada o Santillana. Extrañamente me aburría y aburre el deporte en sí, pero me fascinaba y me fascina todo lo que mueve a su alrededor. Tal vez exista una poética en ese juego, movimientos coordinados y medidos, la búsqueda del triunfo, la glorificación de unos hombres que acaban siendo leyendas o mitos, los nuevos dioses.

            Los domingos por la tarde, mientras yo intentaba memorizar las tablas de multiplicar, a lo lejos, un viejo transistor torpedeaba mi concentración con el Carrusel deportivo. Aquellas voces con un ritmo trepidante relataban las jugabas como si les fuera la vida en ello. A veces, cuando el maestro de matemáticas nos preguntaba la lección, yo seguía escuchando a aquellos comentaristas relatar el falso fuera de juego que le habían pitado a Butragueño.

            Durante un tiempo pensé que era una rara avis, un tío extraño al que no le gustaba el fútbol. No era de este planeta, ni de este mundo, y acabaría confinado en un lugar solo, sin más compañía que mis libros. Con el paso de los años, descubrí que no, que había más gente como yo, e incluso peores, que eran capaces de rechazar todo lo que estuviera relacionado con el mencionado deporte. Pero, a veces, hasta lo que menos te gusta te acaba explotando en la cara. Mi amigo Joaquín Juan Penalva es uno de estos casos. Su poca pasión por el fútbol le ha hecho un gran amante de los libros; con esto no quiero decir que fútbol y literatura sean incompatibles, son numerosos los casos de poetas-futboleros, pero su vida siempre fue por otros derroteros. Quiso la providencia darle un hijo futbolero, más que futbolero forofo, así que el pobre de Joaquín, haga frío, viento, sol o truene, cada dos domingos acerca a Joaquín Jr. a ver al Novelda. Muchas jornadas fantasea con llevarse un libro de Keats y, en plena jugada al borde del área, cuando la emoción se puede cortar con cuchillo, en el nombre de Keats, comenzar a recitar La caída de Hiperión (Sueño):

Tienen los locos sueños donde traman

elíseos de una secta. Y el salvaje

vislumbra desde el sueño más profundo

lo celestial. Es lástima que no hayan

transcrito en una hoja o en vitela

las sombras de esa lengua melodiosa

y sin laurel transcurran, sueñen, mueran.

Pues sólo la Poesía dice el sueño,

con hermosas palabras salvar puede

a la Imaginación del negro encanto

y el mudo sortilegio. ¿Quién que vive

dirá: "no eres poeta si no escribes/tus sueños"?

Pues todo aquel que tenga alma

tendrá también visiones y hablará

de ellas si en su lengua es bien criado.

Entonces imaginará la cara de su hijo horrorizado, intentando esconderse de aquel hombre que es su padre, que a voz en grito continúa dando cuenta de aquel poema de Keats. A la vuelta, camino a casa, no mediará palabra alguna entre ellos, y su relación no volverá a ser la misma. Joaquín volverá al campo cuando su hijo le haya abrazado, tras el gol que in extremis habrá metido el Novelda. A la vuelta a casa su hijo le hablará de jugadas, se quejará de fueras de juego, le hablará de acciones que realmente ni le podrán importar demasiado, ya que no habrá estado atento en ningún caso. El niño, que soñará con que algún día él pueda jugar en un equipo importante, gracias a la inocencia, no se percatará de lo poco o nada que le importa a su padre el fútbol, que tan solo intenta conseguir minutos que estar con él.

            Mi padre intentó lo contrario, convertirme en forofo de algo que nunca pude sentir. Tan solo me gustaba el fútbol en los videojuegos, en los que también era malo, al igual que en el futbolín, ya que mis manos de poeta pusilánime nunca tuvieron demasiada fuerza en las muñecas. Pero me sabía las alineaciones, me encantaban las estadísticas y seguía a los jugadores por su trayectoria. Me parecía increíble lo que debía sentir un deportista de élite y soñaba con estar en la élite de los escritores. Tiempo después comprendí que aquel pensamiento era excesivamente naif y el golpe de realidad fue tremendo. Élite y literatura nunca podrían ser palabras sinónimas; es más, decirle a tu familia que querías ser poeta en vez de futbolista convertía el hecho en tragedia familiar asegurada.

            Uno de mis juegos favoritos era crear alineaciones de la selección nacional con nombres de poetas. Gil de Biedma a la portería, en la defensa: Lorca, Salinas, Alberti y Miguel Hernández. En el centro del campo, repartiendo el juego, Machado, Goytisolo, Panero (hijo) y Espronceda. En la delantera, Bécquer y Garcilaso. Me los imaginaba en pantalón corto, corriendo por la banda como si les fuera la vida en ello, recitando poemas cada vez que marcaban gol o se revolcaban por el suelo a causa de una falta malintencionada. E incluso los comentaristas serían críticos literarios que elogiarían los sonetos, las rimas, las cuartetas o los versos libres que tan magistralmente habrán realizado los once del campo.

            Mi padre a veces me sentaba a su lado. Me explicaba qué era un fuera de juego, un saque de esquina, por qué se colocaba la barrera en algunas faltas y en otras no. Mi mente estaba en otra parte, poco caso le hacía a sus explicaciones. Yo construía en mi mente las vidas de mis admirados poetas, de mis queridos literatos y pensaba si a ellos les podría aburrir tanto el fútbol como a mí. Recuerdo aquel día en que mi padre, entusiasmado, me trajo las insignias conmemorativas de la victoria del FC Barcelona en aquella Copa de Europa de Wembley, y de cómo todos los chavales de mi generación se pasaron horas y horas ensayando aquella forma de chutar de Ronald Koeman. Todavía siguen esas insignias en un cajón, como tantas otras cosas olvidadas. Aquel regalo me hizo menos ilusión que aquel día en que mis padres me llevaron a ver una exposición de Miguel Hernández. Al ver aquella vieja máquina de escribir y aquellos manuscritos, supe perfectamente cuál era mi vocación y cómo quería alcanzarla. Con el tiempo, mi padre acabó claudicando y dándose cuenta de que aquel deporte aburrido no era lo mío, que me podrían interesar otras cosas y que, en el fondo, era mejor, cada uno su espacio.

            Al menos nos quedó la satisfacción a los dos de que pudiéramos ver juntos ganar a España un Mundial. De niño, cuando la selección nunca pasaba de cuartos, aquello era algo imposible, un sueño digno del mayor de los poetas. Hasta yo, hastiado de aquel deporte, grité el gol que dio la victoria, e incluso acabé siendo el más patriota de entre los patriotas.

Escrito en Sólo Digital Turia por Eduardo Boix

Javier Lostalé: la poesía como llama y ceniza

26 de febrero de 2014 08:21:00 CET

La obra de Javier Lostalé descubre un mundo que ha ido creciendo desde su primer libro, Jimmy, Jimmy, hasta el último, La tormenta transparente, en una progresión que cree en la palabra poética y su poder redentor, como si la poesía nos aliviase del tránsito de la vida, donde el poema se convierte en fulgor, tan auténtico y tan fugaz como un acto amoroso.

   Para Lostalé, hombre de radio durante muchos años, el lenguaje es un entramado necesario para vivir, un puente para cultivar el sentido del ser, sus apariencias y sus complejidades, sus luces y sus sombras. De ese entramado, nace la poética que ha ido cultivando, centrado en el instante amoroso, en lo que queda entre el hueco de dos amantes, donde el amante y el amado viven la plenitud de sus experiencias vitales. Como todo tempus fugit, el poeta canta lo que se pierde, en la línea machadiana, pero dando al verso un énfasis que rompe todo silencio, como si en el poema se cumpliese la vida entera. Para Lostalé, el verso se convierte en un desvelamiento, un fulgor que atraviesa la luz y que invita al goce, nada se superpone a ese placer de decir, como si en la expresión el sentimiento inefable pudiese concretarse y volar en vuelo alto.

    Con estos mimbres, adentrarse en la poesía de Lostalé es un ejercicio apasionante, como si fuésemos los traductores de una fe en el verso y en la vida que no tiene parangón. El poema es resultado de un esfuerzo de máxima concentración, donde las palabras bailan para convertir a los versos en plena luz, en llama y ceniza a la vez.

    Si en sus primeros libros Lostalé era más narrativo, como si las historias fuesen necesarias para adornar el verso, darlo forma, en su último libro, un afán más abstracto, fruto de su experiencia vital, va surgiendo, todo se centra en la luz del amor, en la conjunción de la Naturaleza, en esa efímera tormenta transparente, donde el poeta se convierte en demiurgo que traslada la luz del poema a nuestros sentidos, oírlo recitar es un apasionante camino hacia la luz de la poesía, donde el eco de su voz rompe toda distracción, nos absorbe hasta convertir un acto poético en un acto de amor.

    Por ello, se hace necesario indagar en las verdades de su poesía, abrir las ventanas de este cúmulo de verdades que hay en una obra sólida, de hermosas resonancias y que cada vez nos ha ido sorprendiendo más. No hace falta  decir que la modestia del poeta convierte el poema en un vestido donde aflora la verdad de este cantor, uno de los más verdaderos, porque lo que escribe nace de un profundo amor por la poesía, con que contamos en la actualidad, en nuestro panorama poético. Su obra merece el acercamiento que pretendo hacer, para que muchos conozcan los íntimos sentidos de su lenguaje poético, un lenguaje que, al ser escuchado o leído, nos obliga a una extrema concentración, fruto de la honda luz que hay en sus versos, casi transparentes.

JIMMY, JIMMY, UN LIBRO INAUGURAL

   Jimmy, Jimmy surge como un vendaval en la poesía de los años setenta, como una búsqueda infinita del sentido del ser, de su consumación vital. Su autor, Javier Lostalé realiza un ejercicio virtuoso, cuya raíz anida en la luz que desvela el pasado, en su hondura vital. Para Lostalé, la poesía es diálogo profundo con el ser que le acompaña, en una clara sintonía con los demás, en un afán de iluminación que el poema, en su afán de comunicación, va desbrozando poco a poco.

   Por ello, Jimmy, Jimmy, escrito en 1976, año de apertura y de democracia, es un libro hondo, donde Lostalé se confiesa, enamorado de los senderos de la vida, de sus luces y sombras.

   En el poema “Niño”, abre los cauces al pasado, a la infancia que se revive en ese afán de decir, en una mirada crepuscular, desde el hombre adulto, con el desengaño en la mirada, pero con un afán vital que va sobreviviendo a la luz cenital que desvela el pasado.

   El poema nos habla de trenes, aquellos de la infancia, imaginación que suponía viajar con la mente a otros lugares para aliviar la soledad, pero también nos habla de la noche, como un paisaje de permanencia, como si el alma navegase en busca de su Dios, recordando los sabios versos de San Juan de la Cruz. Pero también del verano, estación de la vida, lugar de amaneceres con el amado, de juegos y luces de alborada.

   Dice el poeta: “Los trenes pasaban hondos / con su misteriosa carga. / Y los ojos se asomaban al largo silbido. / Y no podían sentir el dolor, / pues eran aire pausado en la luz, / vida aún por nacer, soledad tibia / que busca vagamente un cuerpo”.

    Sentimos el peso de la vida, en los trenes que viajan, con “misteriosa carga”, también los ojos del niño, ahondado en soledades, cobijando sus espacios de vacío en ese tren en marcha, donde la vida “aún por nacer”, abría un cuerpo que buscaba ya su esplendor. No hay cuerpo sin otro, parece decirnos el poeta, solo el contacto de otro ser nos explica, nos da argumento y nos salva de la insignificancia de vivir.

   Pero Lostalé ahonda en el sentido del tiempo, su bagaje existencial: “Las noches eran sólo el tránsito, / la hora que prepara el vino de la mañana; / y si una flor oscura en tus labios / señalaba la resaca, el rincón, la bicicleta, / cuando la mano…y un sol de plomo, / pronto lo olvidabas”.

    Viaje al pasado, donde la noche abría su sendero para dar a luz al día, germinador, fecundo como la rosa, donde la belleza tenía tonalidades de cuerpo amado, de niñez abrigada por deseos inconfesables.

     La sensualidad del verano, terreno lleno de pasión donde el cuerpo abriga su sed, donde, recordando la tradición gallego portuguesa, en la lírica medieval, los ciervos van a beber a la fuente, lugar de encuentro para el amor. Aquí, el poeta encuentra en las abejas ese néctar que le habla de la vida que germina, como el amor naciente:

“En verano las noches eran abejas / abriendo heridas y posándose luego, apenas, / sobre la sangre en celo”.

   Abejas que se abrían como noches para buscar el néctar, como el niño que presagia ya el cuerpo del otro, para fantasear con el amor y la entrega, llena de luz y sensualidad.

   La diferencia del otro, del raro, anida en poemas como “Entre todos”, porque ya el poeta manifiesta su diferencia, su extrema sensibilidad, en un mundo que niega el afecto, lo esconde a manos llenas, por considerarlo impúdico. Aquí, Lostalé, nos habla del amor hacia el otro, al olvidado, al que ha vivido en el alcohol, porque la vida es sombra, si no la alienta la luz de alguien que te ame:

“Le habían matado entre todos. / Cercaron su débil naturaleza / con extintas miradas / que ahora, hálito sólo, / entregaban su terrible verdad. / Con gestos le llamaban desde su fatigada belleza / porque sabían que la pureza era un difícil equilibrio de los ojos,”.

    Versos que resuena como música, porque en ellos late el que es diferente, ser que se va completando con las sombras, ser mirado con extrañeza, por su extrema sensibilidad. La pureza es un don negado al raro, hombre que anida en las sombras y que parece un loco ante los demás.

   El hombre que, como nos dice en otro verso, “comenzó a amar lo oscuro”, es un ser tocado por el sino del afecto, de ese mundo que solo algunos entienden, mundo que parece irrisorio, pero que esconde al hombre verdadero, el que ama la vida hasta el tuétano.

   Jimmy, Jimmy es un acto de amor, un libro que navega en los sentimientos de un poeta que ya siente la vida como herida, con su luz y sus sombras, de la luz dirá en el poema “Una luz”, lo que sigue:

“Una luz en pliegues / iba cercándote / con un ámbito / que ya no era soledad / sino espacio hueco / en el que el pensamiento se nublaba / sin poder reducir a la verdad / algo de tu vida”.

    La luz como anunciación, pero no de soledad, sino de un espacio de vacío, donde el hombre herido por la poesía y por la vida va germinando en un haz de rayos que lo consumen, con el necesario puente que necesita para transmitir su amor a los demás, la luz como pregunta herida por su misma carencia de respuesta.

   Pero también es para el poeta el camino que abre un cuerpo al otro, en una sinfonía del tacto, quizá imaginado, pero tan real si el hombre sabe completarlo con la imaginación portentosa del que ya es condenado por su forma de ser:

“Como tantas veces / fuiste hasta un cuerpo / buscando más el olvido / que el conocimiento del amor”.

     El olvido es la renuncia, porque el conocimiento viene tamizado siempre de negaciones, de inquietudes, en el olvido muere el ser, su plena conciencia de existir y vuelve el poeta al útero materno, donde la vida es plácida, un sinsentido que no rompe la conciencia de existir.

    Indudablemente el poema es una pérdida, ya que dice “Callado, vive poderoso en tu derrota”, el ser que vive en el silencio y en él triunfa, pleno por gozar de lo que cree aunque nadie comparta su plenitud vital, llena de silencios y de sombras. La victoria es derrota y en esta antítesis se entiende que el poeta triunfa en su misma negación del mundo, creando un mundo interior que se superpone y que abre cauces infinitos donde ser feliz: “Victoria sea tu tristeza / jamás cantada”.

    Lostalé escribe un libro que ya va abriendo la senda a una obra llena de luz, donde los infinitos deseos de comunicación se enredan en la soledad y el vacío, pero que dan la consistencia a una obra que nace con el afán de hacerse ver, para que el otro entienda su profundo sentir hacia la vida.

   Jimmy, Jimmy es un libro que merece leer para conocer ya al poeta que dice lo que siente, envuelto en las opacas sombras de la noche de la creación, esperando el amanecer para ser devuelto al comienzo de la vida, a la niñez feliz, donde los trenes pasaban como horizontes llenos de viajes imaginarios, dobles vidas que el poeta sabe que son su sino para siempre. Muchos poemas del libro inciden en esa idea, en la negación del ser, como en “El muro”, donde la invisibilidad del poeta hacia los demás ya explica un tema esencial en la obra del poeta madrileño, su doble condición de ser que existe, pero que se pierde en las sombras de una doble vida, la imaginada y la que le ha tocado vivir. Un libro inaugural de la gran poesía que late en las venas de Javier Lostalé.

DE FIGURAS EN EL PASEO MARÍTIMO A TORMENTA TRANSPARENTE

   Si Jimmy, Jimmy fue libro inaugural, conservando la llama de ese amor hacia la vida que supone la poesía de Javier Lostalé, Figuras en el paseo marítimo, libro publicado en 1981, significa la luz absorta en su fulgor, la leve duración de un cuerpo que se sabe destinado hacia la muerte, al destino final.

    En ese desenlace que todo destino lleva implícito, alguno de los poemas de este libro tienen una fecha, como “Septiembre, 1972”, donde el poeta ahonda en el verano del recuerdo, a través de un cuerpo del que solo queda ceniza:

“Pleamar es hoy la vida / que en la playa ninguna descansa, / pues el espacio de tu cuerpo dejaste / en constante tensión pobladora / a cuya llamada hay que responder / sin el consuelo de poseer la voz”.

   Si la vida ya no es reposo, sin espacio de zozobra, los ojos del poeta miran el cuerpo ido, su sombra en las cosas, en una búsqueda incesante de la felicidad perdida. Lostalé penetra en el libro temas que los vates de todos los tiempos han tratado a lo largo de los siglos: el mar, el amor, la sensualidad, pero dota a los poemas de una certidumbre, una luz especial que nos hace sentir la llegada de la amada desde su imaginario mental.

    Por ello, en el poema “Ciudad”, la mirada es importante, porque renace del tiempo, cobra certeza lo que ya es ruina, la vida a lo que ya es muerte.

   La mirada como cénit donde le poeta recobra su fe ante el cuerpo amado, aquel que supo del vértigo de los besos ante el mar: “El mar cubrió la ciudad con tu nombre / y la mirada fue éxtasis / de los años vividos desde tu espera”. La ciudad en el presente, el mar en el pasado, como esas imágenes de Alberti en su Marinero en tierra o la imaginería de José Hierro en su magistral Libro  de las alucinaciones, un mar romántico porque vuelve, su presencia en los ojos del amado es “éxtasis”, llama indudable de la pasión para el poeta.

   Hace falta mirar, pero también sentir, por ello, la presencia del corazón, el latir que connota los afectos, desde la piel hasta el paisaje, sin duda, otro tejido que se compone de recuerdos:

“Pero pasaste sin rozar / el luminoso tejido / de mi corazón pronunciándote, / y el paisaje se hizo forma triste / para que despacio se apagara”.

   La trasmutación del paisaje en afecto “forma triste”, porque las ciudades y sus entornos tienen vida propia, se acercan al ser para entablar un diálogo con su tristeza.

   De ahí este corazón que habla, porque todo es diálogo, desde el pálpito, todo es comunicación, desde la ausencia. La gradación que se abre ante este corazón que habla, con el paisaje de fondo y que, como una luz que va perdiendo si fulgor, se va diluyendo, en el tenue panorama del poema.

    Esta comunicación nos recuerda a la de los poetas que aman la tierra como mundo afectivo, en la estela de Antonio Machado y su Soria o Gerardo Diego ante el río Duero.

    Para Lostalé el poema es un mapa que abre señales, por ello, la simbiosis del pasado (el mar) y el presente (la ciudad), solo puede terminar con el dolor:

“El mar cubrió la ciudad con tu nombre / y entre sus límites / mi cuerpo reverberó dolor”.

    El cuerpo es el resultado de dos paisajes (el del pasado y el del presente) y síntesis de ese lamento final que es la pérdida del amado en el poema.

   Vuelve al pasado, evocando en la textura de “Hoy, de nuevo”, un poema que revela el tapiz afectivo de Lostalé, su tejido profundo.

   El mar es, de nuevo, el leit-motiv, el espacio del recuerdo, cuyas olas acunan la memoria para provocar la luz del poema. El paisaje (el mar, la niebla, las costas), son mapas afectivos donde el poeta madrileño puntúa sus sentimientos, adornando su sed de amor.

   Desde la extensión del mar como espacio abierto hasta la intimidad del pecho, aquí revelado como “niebla íntima”, ya que se tiñe de gris ante el recuerdo:

“Hoy, de nuevo, busco tu figura perdida, / renuevo el poso que agoniza intentando tu voz / dejo que el arco puro del mar / deposite su niebla íntima en mi pecho”.

   Si es poso que agoniza es que vive ya en las cenizas del amor, con la voz como escenario al que asomarse, ahora truncado por el tiempo y la no presencia del amado.

   Para Lostalé, las imágenes de la tristeza son señales, cartas abiertas sin remitente que ahondan en el paso del tiempo. Hay aceptación del engaño, en la línea de Francisco Brines y su visión de la vida como una trampa a la que ceder para seguir creyendo en un tiempo ido, donde la infancia se asoma para ver su reverso, el de la vejez y la muerte.

   Lostalé, siguiendo su destello, sabe que no se puede vivir, para no morir, en la ficción, he ahí la aceptación del engaño como “modus vivendi”, pero el poeta insiste en “pausa en mi costumbre”, porque necesitamos la cordura de lo real y solo la locura ha de ser transitoria, con cauces bien delimitados, para no perder el horizonte de la vida:

“Se abre entonces la locura de una pausa en mi costumbre / y acepto el engaño, que me hace vivir, / el mentido reflejo que en verdad convierte el corazón”.

   La vida es oasis donde podemos ver el espejismo del amor, del afecto ido en las cosas, en los paisajes interiores.

    También sobrevuela en el poema la posibilidad del asombro, de vivir de nuevo el amor, porque todo y nada es real a aquellos que han amado, ya que como nos enseñó Lope de Vega en un célebre poema amar es un vaivén de contradicciones, risas y llantos al mismo tiempo:

“Pero todo eso ya no es por ti, figura perdida, / sino por lo que incierto siempre espera / al que una vez señaló el amor”.

    Con su libro La rosa inclinada (1995), llega la rosa como motivo poético, cuya hermosura casa con su brevedad, en una conjunción que da a luz el poema.

    El espíritu descriptivo del poeta, su minuciosidad para saber mirar queda patente en el libro, hecho con la arquitectura del alma, como en poemas tan sorprendentes como “Las gafas”:

“Con el aire triste y dorado de tu mano / empujaste las gafas / por la pendiente de tus pensamientos, / y sin asilo quedaron / los dos valles de silencio de tu mirada”.

   La visión del hombre meditabundo, que vive la soledad de su mundo interior, queda reflejada en el “aire triste y dorado de tu mano”, como si el tacto fuese ya una señal de la elegancia ante la vida, mano que escribe y sueña, la del poeta. Por ello, el asilo es reflejo de la mirada ida, ya en su plenitud de silencios.

    La descriptiva forma en que el poeta nos dice cómo las gafas quedaron huérfanas de unos ojos, se complementa con las flores que ve el poeta, ahora ya embebido de la luz de la flor, que emana suavidad y amor:

“El pliegue de unas violetas / enmarcó entonces tus ojos / y te fuiste alejando / hasta alcanzar la luz quieta / del cansancio enamorado”.

    La luz quieta es símbolo de esa llama que es el amor en espera, a la expectativa de un ser que llene la alcoba y la haga moverse, como un cuerpo al danzar, ante las llamas.

     Sin duda, el poeta quiere encontrar el reflejo del otro, pero busca sus gafas, las que saben mirar, algo más que una cosa, una parte de su ser:

“Desprendidas de la sombra en ramas de tu frente / tus gafas fueron a la deriva / entre el vaho de un cielo de rostros. / Y en su último resplandor me besó tu memoria”.

    La memoria besa porque vuelve tierna y afectiva ante el hombre que recuerda, las gafas, ya entregadas a los otros, despojadas del ser, amputadas de uno mismo, latiendo en “un cielo de rostros”, ya casi sin vida.

   Bello poema, de una estructura muy cuidada y con un alto poder descriptivo en este libro magistral de Javier Lostalé.

     Otro poema del libro que quiero comentar es “Azul”, donde, recogiendo el color del ensueño para Rubén Darío en su célebre libro de cuentos, el poeta nos habla del color del cielo y del mar, para teñir de cromatismo todo lo que le rodea:

“En la madrugada / todos los trenes tienen los ojos azules / y la memoria de un cuerpo es azul relente”.

    La idea del tren como símbolo de la vida que se escapa, en esos ojos, la mirada tan importante en la poesía de Lostalé, también la memoria de un cuerpo tiene color azul también.

   Y la sensualidad que destila el poema, desde los desnudos de los cuerpos hasta el pecho en versos de gran belleza. Cito, para no extenderme demasiado, la parte final donde los amantes viven su plenitud azul, entregados al desconcierto de los besos, porque todo se inunda, plenamente, del color del mar y del cielo:

“En la madrugada hay charcos de luz / que convierten la mirada de los amantes / en un escalofrío azul. / Las lámparas que se apagan en la madrugada / mantienen una lengua azul / llena de mareas y lunas de armarios. / Cuando en la mesa de mármol se destempla / es que llama el amanecer”.

    La luz de la noche, teñida de azul, espera la llegada del amado ante la amada, como ocurría en la poesía mística de San Juan de la Cruz, donde la noche abre los senderos al día, en una plenitud amorosa que se cimenta en la búsqueda y el encuentro, en su deslumbramiento final.

   La luz del mármol, en su blancura, cambia el color de todo, porque la noche acaba y el amor ya se ha consumado, ante una blancura hermosa que brinda el amanecer.

   Llega Hondo es el resplandor en 1998, con poemas de gran calado existencial, uno de los más bellos se titula “Hijo”, es la confesión de un hombre que se siente solo ante la inmensidad de la vida, que busca la sombra de un hijo no nacido, para creer en la existencia, como sentía Umbral ante la vida casi extinta de su hijo, abocado a la muerte, en su hermoso libro de prosa poética Mortal y rosa.

   Cito solo unos versos que dicen todo, porque Lostalé desnuda su dolor, la imposibilidad del amor para dejarnos la sombra de un hijo que nunca existirá:

“Desde la hora desierta de un vientre / copulas con mi sueño / hasta el vaho final del espejo en que te desvaneces. / Tapiado umbral de mi sangre / con la liana de tus labios acaricias el relámpago de mi nombre / mientras un abismo azul me coloca a tu lado”.

   Sin duda alguna, la consumación amorosa no se lleva a cabo, la soledad lo asola todo, impidiendo la fecundidad, dentro de la sangre late el hijo que perpetúe su ser, pero, en realidad, todo lo que trasluce el poema, es el abismo azul, es decir, un vacío, de nuevo, el color azul, el que espera el sueño, en la eterna soledad del poeta.

   Pero también, como reverso, en una simbiosis necesario, late el poema “Atardecer”, dedicado al padre, porque Lostalé sabe que la familia da a la vida un sentido, hace que nuestro ser no sea insignificante, solo ante los hilos del corazón puede latir.

   Cito unos versos que me deslumbran con su belleza:

   “No hay tumba para el atardecer. / Su horizonte de navío lento / junta la vida y la muerte / en la blanca tiniebla de lo que va a despertar”.

    Final del poema, pero versos llenos de luz, ya que en el atardecer se consuma todo, la vida y la muerte, el amor y el desamor, el padre y el hijo, en un encuentro más allá de lo carnal, plenamente espiritual, lo que da al poema una insólita belleza.

    También la sensualidad, plena de erotismo, vive en poema como “Cuerpo”, cuando dice el poeta madrileño:

“Doy un salto entonces hacia mi entrada en ti, / y como el que salta tiemblo sólo tu frontera / al quedarme siempre antes o después”.

    El acto amoroso, su entrega, quedan en el poema, porque en la exactitud del cuerpo se cumple la vida, en el acto amoroso nos eternizamos, vivimos para siempre. La frontera es siempre la distancia que queda entre dos cuerpos, el lugar donde el amado y el amante gozan el amor, un terreno que hay que escalar para llegar a la cima.

   Con La estación azul, publicado en el año 2004, el poeta nos acerca poemas en prosa, textos de gran calado existencial, cito solo el principio de La frontera, recordando el poema anterior que he comentado, ya que la frontera es el hueco que queda entre los seres, donde vive la felicidad y el desamparo o la tristeza:

“Todos vivimos en la frontera, a un paso de la felicidad y a otro del abandono y el desamparo. Somos unos refugiados sin territorio que estamos pendientes de que alguien nos nombre para sentirnos habitantes de algún lugar”.

     Al igual que el poema es la constatación de la existencia, la que nos habla de lo que sentimos, la capacidad de decir, en la línea de ese acto de enunciar que ha cumplido Jaime Siles en su libro Actos de habla, los demás son los que nos dotan de existencia, somos seres ensimismados, como ya lo expresó César Simón en su libro Extravío, el ser que se mira en las aguas de la nada para preguntarse por su ser, en la búsqueda de una constatación de su existencia.

    Lostalé sabe que somos mendigos en realidad, por mucho que nos vistamos de reyes, la vanidad, el dinero, son bienes fugaces, efímeros, que no nos salvan de la muerte, poderosa fuerza que nos arrastrará a todos, como nos recordó Pavese en su famoso poema “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”:

“Libramos una batalla con nosotros mismos en la que somos reyes y mendigos. Mientras nos ponemos la corona del triunfo y el dinero, nuestro corazón despojado muestra sus harapos”.

    Libro hondo, que nos enseña, sin atisbo de adoctrinamiento, cómo respira Lostalé en otra forma de decir, pero tan profunda como la que nos dejó en sus poemas.

    De Tormenta transparente, libro publicado en el año 2010, quiero citar un poema que resume muy bien la forma en que Lostalé ha ido tejiendo, como Penélope ante el telar, en la espera de Ulises, su obra, demostrando una calidad que no desmerece de la de otros poetas contemporáneos, sino que vuela alto para llenarnos de llama y de ceniza a sus ya fervientes admiradores, me refiero a “El hueco”, una de las ideas que ha germinado en sus libros, somos seres que debemos llenar el hueco para completar nuestra existencia, al lado del otro, el que nos completa como seres:

“En el hueco que separa dos cuerpos desnudos / hay un cielo pálido de mañana cansada, / una circulación húmeda de silencios / pues labios en cenit aún fulgen desligados”.

     Lo que queda, la pausa de nuestro dolor, cuando buscamos al otro, es el hueco, el que hace que nos acerquemos, con pudor, al amado, para divisar nuestra propia existencia. Vuelve la mirada, tema esencial en su poesía, fuerza que explica lo que es el ser humano, ya germinando una luz cenital, que el otro ha de desvelar:

“En el hueco que separa dos miradas / crepitan las ramas mojadas del deseo, / y amanece una marisma de vuelos encendidos / que pronto se desvanece en humo azul / donde tiembla, virgen, la respuesta”.

    Las miradas y su hueco, donde vive el deseo, ante el decoro de nuestra existencia, nuestra inacción, ya que dudamos del éxito de nuestro intento, la inseguridad permanece en el ser, late dentro de nosotros, por ello, tantas historias se deshacen como humo, por el miedo a no ser correspondidos.

    Pero también el silencio, porque tanto esfuerzo por decir, tanto afán de cantar la vida, como ocurre en la poesía de Lostalé, no evita el silencio del poema, las líneas no dichas que completa el lector, en otro poema secreto, el que hace cada uno, como bien nos dijo el maestro Brines, un poema que vivirá para siempre en nosotros, doliéndonos hasta en el tuétano:

“En el hueco que separa dos silencios / algo se clausura con debilidad de rosa, / mientras la tristeza fluye como un astro de luz fija / que besa la memoria con los últimos sonidos. / No existe distancia entre dos silencios / sino solo el espacio transparente de una lágrima, / la sepultada aurora del vacío”.

     Lostalé nos conduce, con mano sabia, al ser que va muriendo, como una rosa bella que se extingue, ante un silencio, donde la memoria lo es todo, pasado que hemos de evocar para no perder el hálito vital. Termina el poema con un tono triste, ya que la aurora que es luz que hace nacer el día viene adjetivada por un término del campo semántico de la tumba: sepultada, una aurora sepultada es un vuelo fracasado, como el amor, en esta Tormenta transparente que deja ver los silencios y los ecos de la mejor poesía de Javier Lostalé.

UN POETA QUE CANTA LA VIDA Y SU SILENCIO

    Concluyo, diciendo, que la poesía de Lostalé es llama y ceniza, lugar de apasionamiento, pero también de desencanto, un hueco que queda entre los seres que se aman o entre las líneas del poema, ante ese lector que hace suyas las palabras del poeta madrileño.

    Temas como el cuerpo, la mirada, el desnudo, el azul, las fronteras, la rosa, han ido dotando a su poesía de una gran calidad, con una voz única, que ha ido madurando, hasta dejar algunos de los mejores poemas de amor de nuestra poesía actual, a lo que se une su gran generosidad y demostrado amor por la palabra en tantos años de radio, donde la poesía ha ido creciendo, hasta hacerse un tesoro de incalculable validez.

   Concluyo, con un inédito, el poema “Nunca”, poema corto, pero de gran mensaje, para todos los que quieran hacer suya la voz de Lostalé:

“Nunca pasó por aquí, / pero yo lo vi hasta el punto de nacer. / Nada dijo, / y con sus palabras / respiré la más honda rosa de su jardín. / Ahora regreso hacia donde no está / para que tome mi vida / con su sombra de eternidad”.

     Como el poema que busca al ser ido, quizá él mismo en otro tiempo, la poesía de Lostalé lucha con los espejismos de la vida, porque allí donde respiramos, ante la incertidumbre del ser, está nuestra verdad, somos sombras llenas de luz que un día, aunque fuese por breve tiempo, iluminamos a otro ser, solo así podemos saber que hemos vivido, con la poesía de Lostalé se vive, sus luces y sombras se quedan en nosotros porque es verdadera, late sincera desde el corazón de un hombre que ha sufrido y amado, como tantos de nosotros, una gran poesía del amor y el desamor, que hay que celebrar.

  

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Dos sonetos

17 de febrero de 2014 08:54:31 CET

LA LUZ CADA MAÑANA

 

Vuelvo a sentir la luz cada mañana,

y no puedo querer más que la vida.

Planto cara a esa luz enardecida,

y la vida se me hace más cercana.

 

Llega herida la luz a mi ventana,

y no sé desear más que esa herida.

Pongo el pecho a la muerte estremecida,

y la muerte se torna más humana.

 

Soy materia sensible desde hoy mismo,

pecho y cara nacidos para el goce

desde las sombras de su propio abismo.

 

Soy un cuerpo viviente que conoce,

por el cual sabe el mundo de sí mismo,

se contempla existir…, se reconoce.

 

 

EL AIRE EN LOS OJOS

 

  A la memoria de Félix Neil


Estás ahí, como agua bien tendida,

bajo el cielo de abril, convaleciente.

“El aire –piensas–, frío, transparente,

mitiga el daño, atempera la herida”.

 

Estás postrado, al borde de la vida,

esperando un milagro, inútilmente.

“El aire –dices–, puro, evanescente,

podrá mostrarme, al cabo, la salida”.

 

… Y un día se quebró, como si nada,

el hilillo de aire, hermano mío,

que te ataba a la vida, a este engaño.

 

Hoy evoco tu ausencia ensimismada,

y el recuerdo se vuelve más sombrío.

¡No sé cómo decir cuánto te extraño!

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Neila

Resiliencia

7 de febrero de 2014 09:52:54 CET

Salir

del círculo

rompiendo la continuidad

aunque parezca que la línea

rebase el centro de su forma

como la gota

que cae interrumpidamente

igual que caen las palabras

cuando son manejadas como espacio

y llenan huecos evidentes

que como cataratas van vaciándose

de arriba abajo

de lado a lado

de abajo a abajo

hasta llegar a lo hondo

del centro de la nada.

Y mientras tanto

escapar de lo dicho

pues sólo es entendible aquello

que deja marca.

Esa

es la continuidad

la marca

que hace que toda gota

tenga forma distinta

pues cada una es enlace

de la anterior

y la siguiente

con la continuidad

en medio

pero sin alterar las partes

como un ladrillo

que aguanta el peso incluso

desconociendo el lastre de la malla

que embrida el uno con el otro

y así haciendo sucesión

donde todo es la suma de uno y uno.

 

Eso es un muro.

 

Aunque también continuidad

o marca que hace que la red

vaya encerrando / se

tanto que finalmente

quede algo que podríamos llamar

nada

nuevamente.

Escrito en Sólo Digital Turia por José Antonio Fernández Sánchez

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