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CARMEN OLLÉ Y ENRIQUE ANDRÉS RUIZ DAN A CONOCER EL ESPECIAL “LETRAS DE ESPAÑA Y PERÚ”

MARIO VARGAS LLOSA, ENRIQUE VILA-MATAS, PERE GIMFERRER Y FERNANDO ARAMBURU FORMAN PARTE DE UNESPECTACULAR SUMARIO DE MÁS DE 100 AUTORES  

La revista TURIA se presentó el 25 de julio en la Feria Internacional del Libro de Lima (FIL LIMA) un número especial denominado “Letras de España y Perú”. Este espectacular sumario contiene textos inéditos de más de 100 autores españoles y peruanos y ocupa 500 páginas. Se trata de una iniciativa cultural enmarcada en el conjunto de actividades que protagoniza España como país invitado de la FIL de Lima en 2018 y ha sido posible gracias al apoyo económico del Ministerio de Cultura y Deporte. Sin duda, supone una magnífica oportunidad de fomentar la colaboración cultural entre ambos países.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

MARIO VARGAS LLOSA, ENRIQUE VILA-MATAS, PERE GIMFERRER Y FERNANDO ARAMBURU FORMAN PARTE DE UN ESPECTACULAR SUMARIO DE MÁS DE 100 AUTORES  ESPAÑOLES Y PERUANOS

La escritora peruana Carmen Ollé será la encargada de presentar, el próximo día 25 de julio, la revista TURIA en la Feria Internacional del Libro de Lima (FIL LIMA). El evento, que se celebrará a las 18 h en el auditorio César Vallejo de dicho recinto ferial, permitirá dar a conocer un número especial de la revista denominado “Letras de España y Perú”. Le acompañarán en la presentación, el escritor y crítico español Enrique Andrés Ruiz y el director de la revista, Raúl Carlos Maícas.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

MARIO VARGAS LLOSA, ENRIQUE VILA-MATAS, PERE GIMFERRER Y FERNANDO ARAMBURU FORMAN PARTE DE UN ESPECTACULAR SUMARIO DE MÁS DE 100 AUTORES

CARMEN OLLÉ Y ENRIQUE ANDRÉS RUIZ DARÁN A CONOCER EL ESPECIAL “LETRAS DE ESPAÑA Y PERÚ”

El próximo día 25 de julio, la revista TURIA presentará en Feria Internacional del Libro de Lima (FIL LIMA) un número especial denominado “Letras de España y Perú”. Este espectacular sumario contiene textos inéditos de más de 100 autores españoles y peruanos y ocupa 500 páginas. Esta iniciativa cultural se enmarca en el conjunto de actividades que protagonizará España como país invitado de la FIL de Lima en 2018 y ha sido posible gracias al apoyo económico del Ministerio de Cultura. Sin duda, supone una magnífica oportunidad de fomentar la colaboración cultural entre ambos países.

 

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

            La nueva entrega poética de José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) es Hotel Europa, publicada por La isla de Siltolá. No puedo aquí recoger su trayectoria de poeta, estudioso, traductor y crítico con que viene recorriendo lo que llevamos de siglo y que lo ha situado en un lugar de referencia; hay fuentes de información para ello. Me propongo extender un comentario a lo que este libro creo que propone con una belleza y un rigor que no deben pasar desapercibidos.

            Se me ocurre que, si parafraseamos a Antonio Machado cuando definió la poesía como “palabra esencial en el tiempo”, acaso hoy tendríamos que preguntarnos si esa esencialidad puede omitir la condición histórica en que nos hallamos y de la que nos sabemos tanto herederos como actores. La esencia puede encontrarse en el conocimiento, o proceder del examen de la experiencia íntima; pero no puede orillarse de ella nuestro estar constituidos por ese conjunto de fuerzas que denominamos devenir. En este sentido, la obra de Gómez Toré se une a otras voces que hoy debaten la propia identidad y para las que el reenvío a lo antropológico o a lo individual no satisface todavía ese deseo.

            Una voz en este libro proclama: “¿Por qué preguntas por Europa? ¿Sabes tú algo de ella?... Prefieres quedarte ahí callado, insistiendo en una pregunta que ya nadie se hace”. Ya en la formulación de ese interrogante el poeta se sitúa en un límite: Junto al silencio impuesto por el poder de lo consabido; en la necesidad de exigir que se cuestione esa identidad; en la dificultad de que la palabra poética ha perdido toda relevancia social, toda posibilidad de abrir caminos y, sin embargo rehúsa su rendición. El libro entero es un esfuerzo por situarnos inquisitivamente ante nosotros mismos desde una identidad que viene dada por el poder y su hacer y una tradición que, no obstante, quiere resistirse (Machado, Benjamin, Whitman, Cernuda). Con este objetivo, Gómez Toré diseña una estrategia de aproximaciones. La primera y más extensa parte del libro, titulada “Historia universal”, nos invita a un viaje por las tierras exteriores a lo europeo-occidental, en donde el marchamo de la historia reciente que los países centrales dirigen deja huellas que son estragos: Matto Grosso, las víctimas de sus agresiones militares, Ciudad Juárez, Mozambique, Manila… Un procedimiento que trata de eludir, de raíz, la posición eurocéntrica y la propaganda que, previsiblemente, esperamos que Europa –o sus mandatarios– hará de sí. Hay que preguntar al Otro para saber de uno mismo, hay que mirar el rastro que uno deja, hay que permitir que hablen (y no podrán hacerlo, expulsados como están del lugar de la palabra y la comunidad de comunicación) a esos que hallaremos “Acampados / junto a la roja carretera de tierra, / al borde de la tierra / siempre de otros… Al borde de la historia”. Quienes son los testigos, con su “extraña paciencia”, de esta cruel verdad: “La historia / es una sucesión de hechos consumados, / de crímenes perfectos.”

            Este viaje a los invisibles revela lo visible. Su testimonio es la palabra que denuncia el crimen de lo que viene ocurriendo. Parecería, por tanto, que alcanzar ese lugar arrasado por la historia tendría el poder de la iluminación. Y así es; algunos poemas de gran belleza parecen nacidos de epifanías que responden a gestos y actitudes del cuerpo de los olvidados, no de un discurso, surgen de un lugar de pureza que aún persiste. “La anciana, casi alegre, con las manos mordidas por la lepra, marca el ritmo de una canción de bienvenida”. “… sostiene la mujer / un cesto de frutas. / Su cuerpo es la columna / de un fragmento de cielo”. “A fuego lento se cuecen las historias, se cuece el alimento compartido, la humedad rota, el sueño de la tierra. // Nos alejamos demasiado deprisa sin saber qué madera enciende aún la noche”. Y esas presencias, todas de mujeres africanas, sobresaltan los prejuicios y los juicios propios para hacernos objeto de una cuestión decisiva: “Quién ha dicho que tienen la mirada perdida… Vestidas para una fiesta que nadie ha convocado todavía… Cómo saber, en qué lugar decir, si hemos llegado pronto o demasiado tarde al agua de la celebración”.

            Hay aquí el eco de Hölderlin, tan querido al universo poético de José Luis Gómez Toré: Dios ha abandonado a los hombres, los poetas son los centinelas de un mundo por llegar. Solo que ahora esa esperanza se ha vuelto impensable. Un verso terrible de nuestro autor lo proclama: “La expiación, si llega, / vendrá desde lo alto, / no dirá/       este es mi cuerpo”. La historia, por tanto, no será redimida por un Dios que se puede identificar con ella. La historia, más bien, está atravesada por divinidades creadas a la medida humana que no son sino hipóstasis de su ferocidad. “El destino se cumple y es mejor no quedarse en el medio de la calle cuando cruza, hermoso como un dios, sangriento como un dios, el carro de combate escribiendo la historia”; “Mientras tanto / nuestros dioses exigen / pruebas de amor, / devoran con igual voracidad / plegarias y blasfemias”.

            La segunda parte del libro la constituye un fragmento de género dramático, “El teatro anatómico del doctor Cirlot”, subtitulado “Interludio grotesco”. Un médico forense examina un cadáver, una mujer que se oculta recita la elegía de la huida o perdida o raptada o humillada Europa, cuya esencia se encuentra precisamente en el rapto, esto es, en la ausencia. La aproximación poética a esa identidad, que proviene de las gentes excluidas de tierras no tan lejanas, se topa ahora con el lamento y la pregunta por su desaparición formulada en sendos monólogos que no llegan a interferirse y para los que no cabe tampoco la mediación de un comentario. El poeta –el lector– llega tarde a la escena. Asiste a los ecos de esa falta. ¿”Qué es Europa”? Se convierte en ¿”Qué ha sido de Europa”? Y, más aún, constatada ya su desaparición, cuestiona si todavía hay alguien a quien le importe, si esa imagen de autopromoción significa algo, puesto que sus “valores”, esa singularidad de que alardean: la patria de los derechos humanos, de las libertades, la prosperidad, la propiedad privada, los parlamentos y la prensa libre, han sido barridos por el interés económico, las conveniencias políticas, el mero ejercicio del poder, la hipocresía, el sarcasmo. Entramos así en la tercera y última sección de Hotel Europa, con título homónimo, que se abre con el poema: “Después de la historia” y que empieza una vez que ha dejado atrás ese cadáver y su autopsia sin efectos.

Son un puñado escaso de poemas en los que José Luis Gómez Toré pareciera ponernos ante los ojos el testimonio que nuestro pequeño continente pudiera aún dar de sí mismo. Su inventario de términos recoge las infamias más recientes: Treblinka, Cuelgamuros; retoma mitos que hablaron de venganza: los hermanos Electra y Orestes, más cercanos que nunca a Hamlet; y, sobre todo, la voz truncada de los poetas, a los que se acude como para una consulta urgente, y que ya han respondido con su fracaso: la muerte de tristeza, el suicidio, el exilio, la soledad. La pregunta que traíamos se hunde en la tierra, desaparece envuelta en el polvo, absurda entre las ruinas verticales de los edificios y los comercios. “Para otros las fronteras. / El desierto se extiende”. “Desde aquí escucho los valses del Imperio con un aire de jazz mientras insisten lejos los obuses con su secreta música”. El libro nos conduce por un viaje, a cuyo término, no hallaremos el espíritu de Europa, su identidad buscada; esta tierra no ha comparecido, es acaso sólo un lugar de paso, una residencia, un marco de ruinas que nos deja en la desolación y el vacío.

Pero ¿quién está hablando aquí?, nos preguntamos, ¿qué clase de voz ha dirigido nuestros pasos a lo largo de estas páginas? Y también: ¿por qué nos habla así, con un lenguaje poético?, ¿qué lo justifica? El lugar del poeta en este libro es enormemente complejo. Por un lado, es un cuerpo, un cuerpo que viaja en su calidad de europeo a donde no le han llamado. Allí se sorprende, aunque “es precario el asombro / y a menudo nos miente”; saluda a las gentes con las que se cruza: “miro desde un autobús viejo / como quien pasa a bordo de la historia / y contempla una orilla interminable”; se pliega como la mayoría a “consumir nuestra dosis cotidiana / de cafeína y culpa”, y, al final, se ausenta: “La cerveza bien fría lava nuestros pecados, la culpa del retorno”. El poeta ve, ha superado la ignorancia programada. Pero tal condición no es motivo de vanagloria; es apenas un hombre informado más, no el único, que llega a afirmar: “Lo confieso: odio esta transparencia”. De ninguna manera un héroe, no asume el lugar del periodista que denuncia con riesgo de su vida hechos y nombres precisos; es frágil, no va a ocupar un lugar señero en la manifestación, no dirige. Gómez Toré vuelve a la pregunta de Hölderlin sobre la misión del poeta en tiempos de penuria. En algunas de las primeras páginas, esa palabra es capaz aún de un efecto sanador (el recuerdo de Whitman como enfermero en la guerra civil), y puede convocarse como testigo de los hechos: “los soldados miran fijamente a la cámara. Al poema”. Sin embargo, esta esperanza se desvanece enseguida. El lenguaje ha sido tomado por los violentos: “Pedimos las palabras inermes / y nos dieron esta herencia nocturna”; “El lenguaje, un estado de excepción”; donde al asesino “Le escuchamos hablar la lengua de las víctimas” y los enemigos nos ponen los nombres. Esta corrupción del lenguaje (ecos de Celan, al que Gómez Toré ha dedicado trabajos) conlleva la construcción de un discurso que conduce a la impostura. “Son demasiados signos para este tiempo adicto a las catástrofes… Demasiada ironía. Como si nos sobraran las palabras. Como si no estuvieran ya rotos los espejos”. Se ha establecido esa mentira que rompe espejos y que, en consecuencia, impide toda reflexión, toda toma de conciencia que nos libere. Frente a ese lenguaje colonizado en el que se establecen las narraciones, se niegan los grandes relatos y los periódicos, se nos recuerda con insistencia, llegan siempre tarde para repetir consignas, envueltos en ese discurso poderoso, ¿cabe aún una alternativa?, ¿hay lugar para la palabra poética?

Gómez Toré ha meditado a fondo sobre ello y sabe que la palabra poética ha sido descabalgada hace tiempo. En el propio libro, se muestra el itinerario de esa retracción. Los poemas ven cuestionado su estatus de proclama y anuncio para mostrarnos que su tarea se hace cada vez más limitada y sombría. “Son pocas las certezas: no ordenar las imágenes, no borrar la sutura, mantener a distancia el porvenir”. Incluso es preciso destinarse al silencio para no caer en la trampa de las palabras dadas; incluso precaverse de una memoria que parece fabricada ad hoc. La insurrección de la poesía tendría entonces que consistir en la asunción de un lugar marginal desde el que ejercer un profetismo casi desesperado. “Poesía es el resto. / La democracia es lo que queda en los márgenes”, se nos dice. Sin embargo, tal opción no es contemplada aquí. Hasta del margen, la poesía ha sido expulsada. Por eso, el testimonio no alcanza a testimoniar. Se ha vuelto imposible: Tomando el ejemplo ético de Luis Cernuda le dice: “Nunca quisiste ser profeta”. Y, en otro poema: “O quizá, entre nubes de polvo, convocados por nadie, vocear al borde del mercado palabras caducadas, adjetivos vagamente procaces, ritos de primavera como restos de saldos”. Ya nadie va a escuchar, nadie va a entender. El poema se parece a una algarabía. Ahora, el hombre cívico, el hombre que sabe leer, el que habla impaciente y el que escribe se igualan en su impotencia. Ese Hotel ha excluido a los poetas. Sería como el último acto del derrumbe. Preguntamos por Europa, preguntamos por el lugar de la poesía, las dos preguntas vienen finalmente a coincidir. José Luis Gómez Toré ha buscado respuestas con la carga preciosa de lo más granado de la tradición poética europea, a la que en sus bellos poemas da continuidad; y también, creo, fortalecido por el alimento, la bebida y los encuentros que ha recibido de Mozambique y otras lejanías. Sin embargo, siente su fragilidad en este lugar bajo la amenaza del hundimiento. No se le puede pedir más rigor, más autenticidad a un libro de poemas que ha querido mirar lo esencial con una palabra que sea a la vez inteligencia y deseo, que retorna a una tradición poética siempre sofocada, y que no se ha ahorrado las preguntas más audaces. Por eso es terrible su lucidez al concluir su Hotel Europa, al dejarnos con estas palabras: “¿No te acuerdas de mí? Soy el padre de nadie, el que hace las cuentas con el amor de otros. Desde aquí escucho el chocar violento de las copas, cómo parten los trenes cargados de consignas. Yo guardo su secreto. Me empeño en ser el último. Todavía no he aprendido a callarme. Lo haré pronto.”

 

 

 

 

José Luis Gómez Toré, Hotel Europa, Sevilla, La Isla de Siltolá, 2017.

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Sáez de Ibarra

Pere Gimferrer: "El poema es un arte del instante

El poema es un arte del instante”. La luz, un parpadeo del tiempo. En sus aguas espejea la juventud al contacto con nuestra mirada frágil. ‘Azul veneciano de carburo’. ‘Verde profundo en la luz desnuda’. La belleza es un forense que practica cesáreas. La noche cae. La vida llega envuelta en grumos de autopsia. “Gabriele d’Anunzio ha salido de Venecia con el alba”. Gimferrer le espera a las afueras. Lee sentado. Es una máscara. ‘Teatrillos de luces en los puentes de piedra’. Tiempo y lenguaje. Pintura de sí.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

Julio Ortega: “Sin mejores lectores no habrá mejor literatura”

Por ser uno de los pocos académicos y críticos que han interrogado la literatura latinoamericana en su conjunto, el peruano Julio Ortega es un testigo de excepción cuando se trata de literatura peruana. A esta última la conoce en sus diversas expresiones —tanto en el plano literario como en el social y político— y también en su interacción con el resto del continente.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Félix Terrones

Habitante fijo, fielmente diseccionado y minuciosamente seguido en la prensa y publicaciones literarias de referencia más importantes tanto de España y Latinoamérica como de Francia –y quien dice Francia, dada la enorme influencia cultural que sigue detentando este país, dice en todo el panorama mundial- las obras de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) son periódica y entusiásticamente recibidas como auténticos clásicos contemporáneos. Sin ir más lejos, los mejores críticos literarios y, sobre todo, los más cómplices y hermanados, en ese gran árbol genético-literario que este autor ha ido construyendo, y revelando, libro tras libro, a lo largo del tiempo, le han dedicado brillantes páginas y ensayos en la patria de Voltaire y Rousseau o, si se prefiere, de Flaubert y Proust.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Mercedes Monmany

Hablar de literatura peruana actual supone asumir demasiados riesgos. No me refiero solamente a las susceptibilidades que están en juego, ni siquiera a la inevitable omisión de nombres y títulos, sino a la cercanía con el objeto. Estamos obligados a observar cada detalle, por mínimo que sea, con la esperanza de que sea más general que el resto, la ilusión de que se trata de una característica antes que un accidente. Ajeno al pensamiento doctrinario, no puedo más que proponer una reflexión que aborde aspectos valiosos a la hora de pensar en lo que denominamos literatura peruana.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Félix Terrones

MARIO VARGAS LLOSA, ENRIQUE VILA-MATAS, PERE GIMFERRER Y FERNANDO ARAMBURU FORMAN PARTE DE UN ESPECTACULAR SUMARIO DE MÁS DE 100 AUTORES 

 JUAN MANUEL BONET Y JORGE EDUARDO BENAVIDES DAN A CONOCER EL ESPECIAL “LETRAS DE ESPAÑA Y PERÚ”

 

La revista cultural TURIA presenta hoy  un número especial denominado “Letras de España y Perú” en la sede central del Instituto Cervantes de Madrid. Su director, Juan Manuel Bonet, y el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides, serán los encargados de dar a conocer esta interesante publicación. El espectacular sumario de TURIA contiene textos inéditos de más de 100 autores españoles y peruanos y ocupa 500 páginas. Esta iniciativa editorial se enmarca en el conjunto de actividades que protagonizará España como país invitado de la FIL de Lima en 2018 y ha sido posible gracias al apoyo económico del Ministerio de Cultura.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

26 de junio de 2018

El ruido de los motores, los pasos de los viajeros. Vendían café en un puesto cercano, y el olor que se esparcía por la estación comenzó a resultarle desconcertante. No desagradable, pero tampoco positivo. Con su propio lenguaje, que se dirigía directamente a la esfera de la emoción sin pasar previamente por la esfera del pensamiento, mucho más alentadora y siempre más controlable, parecía insistir de manera machacona en que la infelicidad y la nostalgia eran los estados del ánimo más arraigados en su carácter. Mediante un sofisticado método basado en la experiencia inmediata asociada a la rememoración de los días de vacaciones previos a las Navidades, de los fines de semana, de las tardes sin clases, se veía de nuevo en su casa y, a la vez, tan lejos, lo que le hacía contemplar la distancia que había recorrido y también la que aún le faltaba por recorrer. Aquel olor compendiaba la necesidad de estar lejos y, al tiempo, la certeza de no haberse movido del sitio. El sitio en que sintió vergüenza por primera vez.

El retumbo de los motores y el humo que expulsaban los tubos de escape. Todo iba a chocar contra ella, así que se tapó la boca con el cuello de la camiseta, se pasó los dedos por los ojos y se frotó la cara intensamente antes de volver a comprobar que el número que figuraba en el cartón colocado en el parabrisas del autobús que tenía justo delante y el número que constaba en su pequeño billete de papel eran el mismo. Había dejado en el suelo sus dos bolsas de viaje y ahora esperaba la llegada de Jermo, pensando que sería fatal que no apareciera a tiempo. Se había sentado en un banco de madera fingiendo adoptar una posición de descanso, y dejaba que las manos colgaran desde sus rodillas hacia las bolsas, pero todo en ella denotaba un estado de alerta. De seria impaciencia que rechazaría cualquier pretensión de acercamiento por parte de otros viajeros.

No tenía que haber preparado dos bolsas. Con una habría sido más que suficiente. Ahora se daba cuenta, y su hermano iba a pensar que era boba y que, además, se había vuelto loca. Que no tenía contacto con la realidad ni tenía ni idea de cómo era el jardín, el paraíso, al que se dirigían. Había preparado dos bolsas cuando no necesitarían tanta ropa ni tantos libros ni tantos productos de aseo porque allí todo iba a ser comunal y compartido, y lo superfluo parecería mucho más excesivo e innecesario que en ningún otro lugar. Pero ella trataría de explicarle que en su propia habitación, ante la necesidad de elegir unas cosas y desprenderse de otras, se vio incapaz de abandonar los objetos más valiosos, y allí estaba todo. Todo lo importante. Sus fotos. Los recortes de periódicos. Algunos boletines de notas. Sus cartas. Ciertos libros. Cintas de música. Y el collar de Pinky, aunque Pinky ya no estuviera.

Volvió la cabeza muy despacio hacia la puerta de la entrada, sin dejar de apretarse la tela de la camiseta contra los labios, y vio con intranquilidad creciente que cada vez había más gente, más cuerpos idénticos y amontonados, frente al quiosco de prensa, en la sala de espera, cerca de la cafetería y en la barra en que vendían los bocadillos. Pero ni rastro de Jermo. Camisas de colores, pantalones largos, pantalones cortos, enormes cabezas de pelo rizado y cabezas estiradas de pelo largo. Había quien llevaba más de una bolsa encima, como ella, y gafas de sol que desaparecían en la repentina penumbra del vestíbulo, que parecía más oscuro de lo que era en realidad ya que el edificio obstaculizaba el paso de los brillantísimos rayos del sol que en el exterior evidenciaban que había llegado el mes de julio. Pero allí no estaba Jermo ni nadie que se le pareciera. Cuando la figura de su hermano apuntara en la distancia, tan alto y tan firme al caminar, con su teoría del «Hombre Exacto» brotando de él, resultaría imposible no captar su presencia. No advertir que ya estaba cerca, dispuesto a subirse al autobús con ella y a distanciarse de todo lo que pudiera representar una «Falta de Significado».

Una propensión a la «Confusión».

Habían mantenido larguísimas charlas por teléfono para planearlo todo. Jermo escondido en el rincón más apartado del pasillo de su casa, tirando al máximo del cable del teléfono para que Amanda no se enterara de lo que hablaba, y ella, consciente de que a nadie le importaba lo que pudiera decir por teléfono, por escrito o subida a una barca en medio del lago público, también en el pasillo y respondiendo en voz muy baja, por mera educación, aunque supiera que todas las puertas se habían cerrado previamente a su alrededor.

Su hermano le había hablado de lo esencial que iba a ser aquel regreso a lo básico. A lo «Primitivo» y a lo «Original». Y ella trataba de imaginar lo que constituiría de una manera casi física el poder de veinte mil personas reunidas durante una semana en un mismo espacio. Quizá pudiera medirse en vatios aquella energía, con el impulso de los niños cantando y marchando en grandísimos corros, los gritos de bienvenida de cientos de gargantas al unísono, las saunas ceremoniales para la purificación, los ejercicios de autoconciencia y, por supuesto, las conversaciones acerca de la actividad humana, del propósito de la existencia, de lo que es lo «Bueno», en presencia de lo natural.

Volvió a girar la cabeza en dirección a la entrada al observar que el conductor abría ya la puerta del maletero lateral del autobús, y que algunos viajeros empezaban a dejar sus bolsos y maletas en el interior. Uno de ellos la saludó con la mano festivamente cuando sus miradas se cruzaron, pero ella apartó los ojos de inmediato. ¿Dónde estaba Jermo? ¿Por qué no llegaba de una vez?

—Esperas a alguien.

Aquello no era una pregunta. La rapidez con que el autor del saludo se había plantado delante de ella para declarar que su evidente nerviosismo se debía a la espera, y no a ninguna otra razón, hizo que se pusiera de pie y se echara a un lado.

—Sí —dijo.

—Alguien importante.

—Sí.

—¿Y vais juntos?

No respondió.

Se agachó para recoger sus bolsas, y desde allí se fijó en que el chico que volvía a preguntarle algo a lo que tampoco iba a responder llevaba las zapatillas rotas, de modo que sus anchos dedos asomaban por los agujeros de la tela.

—No te va a pasar nada. Allí todo es real y natural. Yo he ido otros años, y sé cómo funciona. Así que puedes ir sola. Aunque él no venga.

Irían juntos si su hermano aparecía. Así de fácil.

De todas maneras, no tenía que dar explicaciones. No las había dado en la residencia, y no se las iba a dar a un extraño que llevaba las zapatillas rotas. Lo que quería en ese momento era ir al baño y lavarse la cara antes de empezar el viaje. Pero sabía que no podía apartarse del autobús. Había quedado con Jermo en aquella planta y justo en aquel acceso, que podía verse desde las taquillas, y él tenía que distinguirla en cuanto llegara, en cuanto pusiera un pie en la estación, y abrazarla y sonreír ampliamente ante ella, con toda la seguridad de sus convicciones («Sólo la tierra te salvará», le había dicho por teléfono a lo largo de la última conversación, hacía solo dos días). Así que se quedó en el mismo sitio, sin saber qué más hacer y aún demasiado cerca del chico que parecía tener tantas ganas de hablar con ella. Afortunadamente, una mujer que llevaba un vestido rosa de finos flecos que le caían hasta los tobillos se acercó a él y, después de decir «Yo también he leído El Doctor Jekyll y Mr Hyde» como si se tratara de una contraseña para iniciados, se abrazó a su cintura para que regresaran juntos al autobús. Ninguno de los dos le dijo nada. No se despidieron de ella, y, después de besarse, subieron uno detrás del otro, que era, por otra parte, lo que ya estaba haciendo la mayoría de los viajeros.

Pero su hermano no llegaba.

Volvió a sentarse en el banco, dejó caer las manos en la misma actitud de antes, con la misma dejadez sólo aparente, y recordó que Jermo le había dicho que quería tumbarse en la hierba y respirar. Notar las briznas entre los dedos, cerrar los ojos, deshacerse de sus propias dudas y de sus propios miedos. Eso era lo que quería. Y para eso tenía que dejar a Amanda y al niño solos unos cuantos días, e ir con ella al encuentro. También le había dicho que la gente solía enmascarar su cobardía tras un carácter bueno y dócil, pero ella sabía que Jermo no enmascaraba nada. Su hermano no mentiría jamás. Le había confesado que en su casa no quedaba nada emocionante ni inesperado ni prodigioso por descubrir. Amanda estaba enfadada, apenas se hablaban, y el niño no dejaba de llorar. No sabían por qué, pero lloraba a todas horas. En cambio, todo sería nuevo y luminoso en el lugar al que irían en aquel autobús. Y ella ya lo había dejado todo. Después de calcular durante semanas cuál sería la mejor manera, la más educada, para salir de la residencia sin armar ningún escándalo y sin preocupar a nadie, decidió escribirle una carta a la directora, quien sabría ser comprensiva. Previamente se la entregó a Nut, su compañera de habitación, y Nut se sentó en una cama, la leyó, elevó la mirada y, cruzándose de brazos, preguntó:

—¿Estás bien?

Se hizo un silencio, y al instante escuchó de nuevo:

—¿Que si estás bien?

—Perfectamente.

—Entonces ¿por qué tienes que hacer esto? No me parece sano.

—A mí me parece lo más sano que he hecho en toda mi vida.

Aunque lo cierto era que el miedo no podía ser sano. Y eso era precisamente lo que estaba sintiendo mientras esperaba. Un temblor en las manos y en las piernas que no le permitía concentrarse ni descansar. Desasosiego e inquietud. Conocía muy bien los síntomas, y quería imaginar que en unos minutos, cuando él apareciera por fin y los dos se acomodaran en sus respectivos asientos del autobús, podían comenzar a construir juntos algo muy parecido a la felicidad. Él le explicaría por qué se había retrasado tanto, y ella le diría que no se preocupara. Que no tenía importancia ahora que ya estaba allí. No obstante, la situación real se planteó de una forma mucho más anodina. No hubo disculpas ni hermosos abrazos. Jermo no se presentó como un humano excelente que surgiera de entre las columnas de humanos comunes. No emergió de la confusión de cuerpos ni parecía llevar escrita en la cara la palabra «indiferencia». Sencillamente se sentó a su lado, subió las piernas al banco, las cruzó, se quitó los zapatos y empezó a frotarse los pies mientras giraba lentamente la cabeza para mirar a su hermana con una sonrisa enorme.

—¡Vaya! —exclamó ella al verle—. ¡Has llegado! ¿No llevas nada?

—Parece que ya llevas tú lo suficiente para los dos —dijo él mientras se inclinaba sobre sus piernas y observaba más de cerca las dos bolsas—. ¿No habrás metido ahí tu máquina de escribir?

Ella se echó a reír.

—¡Qué ocurrencia!

—No me extrañaría nada.

—¿Nos vamos?

Él no se movió. Siguió tocándose los pies, largamente, sin dejar de mirarla con los ojos muy abiertos, y siempre sonriendo.

—No has cambiado. Nada de nada. Sigues con esa cara de topo y las mismas pecas. Estoy seguro de que no has perdido ni una sola. ¿Tienes novio?

—Qué pregunta… Vámonos. El autobús está a punto de marcharse.

—¿Has comprado los billetes?

—Claro.

—Claro, claro… Siempre tan eficaz. Tan previsora y tan puntual. No esperaba menos de ti, pequeña Leo.

Pequeña Leo… Ya nadie la llamaba así excepto Jermo. Jermo, que estaba otra vez a su lado y que recordaba aquel antiguo nombre que antes también utilizaba su padre, cuando se acercaba a ella con cuidado y decía: «Leo… Ven, cielo. Vamos a cenar». Sin gritar. Sin estrépito. Simplemente aproximándose a ella antes de hablar y de esa forma tan sobria, tan amable, mantener el silencio que tanto necesitaban los dos. Leo… Una palabra graciosa y tan querida por ella que no esperó más. Se puso de pie y volvió a echarse a reír con ganas mientras cogía las bolsas para cargárselas a la espalda y caminar hacia el autobús. Era tan gracioso aquel sonido lleno de briznas de hierba. Como las briznas que quería acariciar su hermano. Puntiagudas y esbeltas como una l.

—Escucha, cielo. Ven. Siéntate otra vez. Anda. Tengo que contarte algo. Las cosas nunca son perfectas…

Ella dejó de reír y regresó al banco.

—¿Qué quieres decirme? ¿Es que no vas a venir?

Su hermano bajó los pies al suelo y comenzó a ponerse los zapatos de nuevo, torpemente, sin emplear las manos.

—No puedo ir, Leo. No puedo dejar a Amanda ahora, sola con el niño. Se ha puesto enfermo.

—Ya.

—Pero he pensado que, ya que estás aquí, y ya que veo que te has traído todas tus cosas, podrías venir a pasar unos días con nosotros. A casa. Con Mateo, que no te conoce. ¿Qué me dices? ¿No es un buen plan?

¿Un buen plan?

Ella no miraba ya a su hermano. No quería ver sus propias pecas en su piel ni el mismo color avellana en unos ojos que ahora la observaban con expectación, casi llorosos. ¿Cómo decirle que no soportaba su voz suplicante ni que acudiera a planes tan irrealizables con la única intención de que ella se sintiera bien? Planes que no significaban nada y que no implicaban ningún avance sino, al contrario, un nuevo estancamiento en la obligación y en la fantasía de una falsa placidez familiar plagada de dependencias.

—No sé. No me parece buena idea. Amanda estará muy ocupada. Con el niño malo… No creo que tenga ganas de verme. Y menos aún de meterme en su casa.

—La casa es de los dos.

—Ya.

—Y claro que Amanda quiere verte. Nunca ha tenido una hermana.

—Y nunca la tendrá.

Así que no iba a ir con ella. Así que ésa era la única verdad.

Podía poner todas las excusas que quisiera y adornar su decisión con todos los embellecidos argumentos del mundo. Pero no iba a ir con ella.

—¿Te acuerdas de nuestro primer viaje en barco con papá? Te levantaste tres horas antes de lo previsto. Y luego estuviste todo el día aferrada al folleto de los horarios de salidas y llegadas, como si no pudieras perderlo por nada del mundo. No lo soltaste hasta que estuvimos en el hotel. ¿Te acuerdas?

Claro que se acordaba. Asintió con la cabeza. La suavísima moqueta del hotel era verde, y también era de color verde el papel de las paredes de su habitación. Lo recordaba todo perfectamente, y entonces reapareció el miedo. Un miedo angustioso, paralizante, que le nacía en el estómago y que se le desarrollaba en el pecho, oprimiéndolo e impidiendo una respiración normal. Un miedo que podría hacer que un ser bueno se convirtiera en un ser diferente. Oyó gritos a su espalda, seguidos de unas descomunales carcajadas, y supo que llegaban más viajeros, justo al límite. No fue necesario volver la cabeza para comprender que corrían arrastrando sus bolsas, mientras hacían aparatosos gestos en dirección al conductor para que no se fuera. Y, mientras, los otros, lo que ya habían subido al autobús, los que no tenían dudas ni alzaban ante sí muros insalvables que los separaran de la satisfacción y la alegría, dedicaban sus minutos de espera a la contemplación del extraño comportamiento de aquellos hermanos que no se miraban, que no se movían, y que no parecían darse cuenta de que debían huir, como todos ellos, de la destrucción de la vida metropolitana.

—Sólo son unos días. ¿Por qué no podemos hacerlo? Seguir con lo que habíamos planeado…

—No hay tanta diferencia entre aquí y allí, Leo.

—¿Y eso me lo dices tú? ¿Ahora?

—No puedo decirte mucho más.

Ella había dormido la noche anterior en el asiento de un tren. Había pasado frío, a pesar de estar ya en verano, y al amanecer, al despertar, había oído unos ruidos extraños al otro lado de la puerta de su compartimento. Los demás viajeros seguían durmiendo, pero ella pudo comprobar que en el pasillo había una pareja discutiendo. Se trataba de dos ancianos y, para su sorpresa, observó que se estaban empujando mutuamente. Se gritaban también, aunque lo que provocaba aquellos sonidos tan bruscos era el cuerpo de cualquiera de ellos al chocar contra el cristal de la puerta. Quiso dejar de mirar, pero la violencia le pareció avasalladora y la palidez de sus rostros, su crispación, hipnótica. Parecían estar agonizando. No podía oír lo que se decían, pero continuó observando sus caras, que se desdibujaban más allá de la pequeña cortinilla blanca que adornaba el cristal, y sintió verdadero terror.

Y ahora, con Jermo allí, junto a ella, se preguntaba cómo sería estar al otro lado. Disponer de la fuerza y del domino suficientes como para poder lanzarle una frase como aquélla a alguien que llevaba horas aguardando su llegada: «No puedo decirte mucho más». Con semejante templanza y sin remordimientos. Con la certeza de que el perdón y la comprensión llegarían sin duda porque era un ser amado como a nadie más se había amado en el mundo. Con el convencimiento de que nunca podría pronunciar frases desdeñosas o resultar despectivo, y de que todas las horas que se pasasen a su lado contarían como horas bien empleadas. ¿Cómo sería tener la magnífica capacidad de hacer siempre lo que se debe? Sin herir ni decepcionar.

Con la prerrogativa de no ofender jamás.

—¿Qué? ¿Nos vamos?

Y saber además que todo lo que se le pedía era una mano suave que se decidiera a alborotar el precioso pelo de su hermana pequeña, que ansiaba la caricia como un perro ansía su hueso, conscientes ambos de que él no podría hacer daño de ningún modo.

Le echó un último vistazo al autobús. Las abejas se movían en su interior con sus ropas de colores brillantes, sus cintas en el pelo y sus amplísimas sonrisas de vivaces individuos rodeados de miel. El néctar de las flores estaría felizmente disponible para que lo libaran todos ellos, y el polen se quedaría adherido a los pelillos de sus patas sin que Jermo y ella se encontraran allí para garantizarse su parte del banquete. Pero pensó que incluso la vida de las abejas era una vida de esclavitud, y volvió a mirar a su hermano.

—¿Qué le pasa a Mateo? ¿Crees que le gustaré?

—Llora mucho. Y creo que le encantarás. Está deseando conocer a su tía.

Jermo sonreía ahora, mientras sacaba de un bolsillo las llaves de su coche. Después cogió las dos bolsas del suelo y se puso a andar, asegurándose de que ella iba a su lado.

Aún les esperaba un breve trayecto hasta llegar a casa.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

1

«Qui était Borges?» Volví a tropezar con esa pregunta, posiblemente la más importante de la literatura en español de los últimos cien años y la única que merece la pena ser respondida, unas semanas atrás en el lugar más inesperado, el sótano de la Cité Internationale de la Bande Dessinée et de l’Image de Angoulême, en Francia. El sótano estaba refrigerado, yo tiritaba, estaba harto de estar de pie; pero sentía el vértigo de cada vez que tiene lugar un descubrimiento, y eso compensaba todas las incomodidades. (La pregunta era formulada por un pollo, naturalmente).

Estaba en Angoulême para estudiar los manuscritos depositados allí del escritor argentino Copi. Nacido Raúl Damonte Botana en 1939, apodado «Copi» por una de sus abuelas —la dramaturga anarquista Salvadora Medina Onrubia— por parecer de niño «un copito de nieve», escritor de teatro, autor en francés de varias novelas y libros de cuentos, extraordinario actor travestí, creador de «la femme assise», la mujer sentada que apareció semanalmente en Le Nouvel Observateur durante sus primeros diez años de existencia, víctima del sida en 1987, a los cuarenta y ocho años de edad, Copi escribió, en palabras de Daniel Link, «como si Borges no hubiera existido nunca», de allí lo desconcertante de la pregunta que hallé en Angoulême, en una de sus tiras. «Qui était Borges?», pregunta a la mujer sentada un pollo, su interlocutor más habitual y uno de los muchos animales que pueblan la obra de Copi, en la que la dicotomía entre estos y los hombres —al igual que otros pares antitéticos, como hombre/mujer, animado/inanimado, vida/muerte, sueño/vigilia— es habitual y sistemáticamente abolida. La mujer sentada le responde: «Jorge Luis? Un vieux monsieur qui savait parler de la vie et de la mort». La tira continúa, pero el diálogo se detiene allí.

La aparición de Borges en la tira no es la única mención suya en la obra de Copi, sin embargo: en L’Internationale argentine, su última novela, uno de los personajes es una hija hipotética del autor argentino. Raúla (sic) Borges es la prometida del agregado cultural de la embajada argentina en París, y su papel consiste en alentar las ambiciones políticas de su novio en detrimento de los esfuerzos que una organización denominada La Internacional Argentina hace por la candidatura a la presidencia de Darío Copi, un poeta argentino muy poco talentoso radicado en Francia. Darío Copi va a perder la oportunidad de convertirse en presidente de Argentina cuando se hagan públicos sus orígenes judíos, pero, de entre todos los personajes y hechos disparatados y contradictorios que conforman la novela, y al margen de la previsibilidad de su final, de entre todos ellos, destacará la supuesta hija de Borges, que encarna en más de un sentido la anomalía, lo monstruoso. 

 

2

L’Internationale argentine pertenece a la serie de textos argentinos que fabulan la toma del poder, y es singular que uno de sus personajes de mayor relevancia sea la hija apócrifa de Jorge Luis Borges, ya que la novela—toda la obra de Copi, de hecho— ha sido utilizada por parte de algunos escritores argentinos para tomar el poder, al menos el literario. En algún sentido, esos autores son los hijos de Borges, las anomalías que Copi predijo y contribuyó a concebir, de allí que sus palabras sobre el autor de «El Aleph» en la tira de Angoulême resonaron con particular fuerza en mí. Vistos como escritores antitéticos, en la tira había un singular reconocimiento a Borges, posiblemente póstumo. (Si se tiene en cuenta el tiempo verbal de la pregunta: la tira no está fechada).

En uno de sus mejores ensayos, la excepcional ensayista argentina Graciela Montaldo definió L’Internationale argentine, Una novela china de César Aira y La hija de Kheops de Alberto Laiseca como textos «que encuentran en su capacidad de fabular el incentivo de la única literatura posible». Según Montaldo, «El amor, las aventuras, las intrigas políticas resultan proyectos fuera de toda medida y sin embargo estas novelas los cultivan con una “naturalidad” asombrosa, dándole una nueva dimensión a la ficción. Y casi en las tres novelas se podría percibir ese extraño efecto de encantamiento que produce la corroboración de la narración microscópica, detallada, con la dimensión ciertamente asombrosa e inconmensurable de la historia. Las tres encuentran un punto de coincidencia entre los dos extremos de la escala de medidas: lo grande y lo pequeño, porque involucran la cotidianeidad y las manías de los personajes en lo descomunal que tiene como símbolos nacionales la muralla china, las pirámides de Egipto y la deuda externa argentina».

«La narrativa de la que hemos venido hablando —continúa Montaldo— trata de generar una nueva tradición partiendo de un género muy viejo de la literatura europea y muy nuevo para la literatura argentina pero no parece alcanzar ni ser en sí misma suficiente para lo que gran parte de los narradores de este país se han propuesto como proyecto no explícito: quebrar la hegemonía borgiana en nuestra cultura». Una cuestión de poder, nuevamente. Desde hace algunas décadas, antes incluso de su muerte, el «problema Borges» ha sido el principal y el más importante problema a resolver por los escritores argentinos. «Qui était Borges?» —así, en francés; es decir, en el idioma de un esnobismo al que los argentinos no somos casi nunca insensibles—, o mejor, «¿qué hacer con Borges?» son las formas en las que el problema es presentado más habitualmente. A lo largo de la década de 1990, el «problema Borges» parece haber enfrentado a los escritores argentinos a la disyuntiva de dejar de escribir o continuar haciéndolo sobre bases nuevas y de una forma distinta; alejada del mandato de hipercorrección y brillantez conceptual que Borges desarrolló en su obra: su solución fue la creación de lo que Montaldo denomina la «tradición contraborgiana» —«contraborgesana» sería tal vez mejor, pero esto importa poco—, un conjunto amplio de textos presididos por una heterodoxia festiva y una desacralización cuyo origen está en la totalidad de la obra de Copi, no sólo en L’Internationale argentine.

Algunos de los autores de la contrahegemonía son nombres esenciales de la literatura argentina contemporánea: César Aira, Alan Pauls, Rodolfo Enrique Fogwill, Daniel Guebel, Sergio Bizzio, Sergio Chejfec, Marcelo Cohen; cada uno de ellos resolvió el «problema Borges» de forma distinta: César Aira, mediante la serialización, la creación de un dispositivo y la supremacía del proceso por sobre el resultado de la producción literaria; Alan Pauls, a través de una literatura estrechamente vinculada al arte contemporáneo —aunque al menos una de sus novelas, Wasabi, es tanto deudora de Aira como de Copi—; Fogwill, mediante una contemporaneidad rabiosa y decidida, así como a través de dos textos en los que exorcizó la influencia del autor de «Las ruinas circulares», el cuento «Help a él» —un acrónimo de «El Aleph», por supuesto— y la novela Un guión para Artkino, donde, en una Argentina ya por completo integrada en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, las obras de Borges son consideradas apócrifos publicados en connivencia con la policía política para hundir a un autor, esencialmente, proletario, responsable de las novelas «rescatadas» Horas proletarias y Mañanitas metalúrgicas; Daniel Guebel y Sergio Bizzio con la adhesión a los postulados de Aira; Sergio Chejfec, mediante una escritura abigarrada, lejos de la claridad y la impronta clásica de la prosa de Borges; Marcelo Cohen, con la creación de un mundo ficcional llamado «El Delta Panorámico» y la concepción de una lengua personal. Pero otros escritores, igualmente importantes aunque no pertenecientes explícitamente a la corriente antiborgiana han producido textos que en los veinte años posteriores a la muerte de Borges han supuesto, por omisión o de forma directa, un cuestionamiento de su legado: Hebe Uhart se ha refugiado en la narración de la intimidad y en una cierta ligereza deliberada; Elvio E. Gandolfo ha adherido a géneros «menores» que Borges desdeñó pese a su contribución a ellos —la novela policiaca, la ciencia ficción, el terror, etcétera—; Rodrigo Fresán ha recortado un conjunto de referencias exclusivamente anglosajonas —pese a lo cual dedicó a la figura de Borges uno de los mejores pasajes de Historia argentina¸ así como un ensayo extraordinario, «El día en que casi mato a Borges»—; Martín Caparrós avanzó sobre el terreno, nunca ollado por Borges, del periodismo narrativo, y en una explícita y muy reciente declaración de intenciones, desplazó el centro gravitacional de la literatura argentina de Borges a Esteban Echeverría.

(En Ricardo Piglia la solución del «problema Borges» es más compleja: la construcción de una obra literaria en la que se articulan el interés por la delincuencia y la circulación del dinero presente en la obra de Roberto Arlt con el interés por la lectura como actividad creadora, el engaño, la duplicidad y la tradición de la obra de Borges, todo ello encarnado en el que quizás sea su mejor cuento, «Luba», pero también en mucho otros pasajes de su obra).

No se trata de que la figura de Borges esté ausente de la producción literaria argentina: de hecho, está presente, por ejemplo, en el ya mencionado Un guión para Artkino de Fogwill (2009), en el personaje despreciable del mismo nombre de La lengua del malón de Guillermo Saccomanno (2003), en la historia del artista Rafael Zarlanga en el cuento de Daniel Guebel «La infección vanguardista» (2012), en Cortázar de la A a la Z (2014) de Aurora Bernárdez, Carles Álvarez Garriga y Sergio Kern, donde numerosas entradas coinciden con las del Borges verbal de Pilar Bravo y Mario Paoletti (1999) —más específicamente, «españoles», «escribir», «traducir», «muerte», «psicoanálisis», «tango» y «vejez», en una diferencia de opiniones y de concepciones que serviría para fundar una teoría si se lo deseara—, en el gesto de Pablo Katchadjian, no completamente comprendido por algunos, de El Aleph engordado (2009) y en la extraordinaria instalación de Fabio Kacero «Fabio Kacero autor del Jorge Luis Borges, autor de Pierre Menard, autor del Quijote» (2014). A excepción de estos dos últimos, se podría decir, la apropiación de la figura de Borges por parte de los escritores argentinos contemporáneos se centra en los aspectos más icónicos de esa figura: resuelve qué hacer con el sujeto Jorge Luis Borges, es cierto; pero no resuelve qué hacer con su obra y con su mandato.

María Teresa Gramuglio sostenía en 1991 en su «Genealogía de lo nuevo» que «narrar hoy en la Argentina no es sólo narrar desde Borges (aunque su figura siga presidiendo la novela familiar de más de un novelista), sino que se ha ido configurando una trama densa de textos en el interior de la cual se diseña un árbol genealógico (no muy frondoso) cuyas ramas principales y aún ciertos retoños e injertos se leen en los libros de hoy (y no sólo en los libros). En lo más inmediato: algunos nombres, por la frecuencia con que son convocados, se tornan insoslayables: Marechal y Cortázar; Walsh, Puig y Lamborghini; Viñas, Piglia y Saer; algún Bioy Casares, algún Aira… Cada uno de estos nombres introduce a su vez otras genealogías y define otros espacios; cada uno de ellos es un cruce de literaturas donde lo nacional y lo extranjero, la lengua y los géneros, la ficción, la historia y la política, traman las diversas soluciones narrativas que sostienen cada poética particular». A veinticinco años de esta afirmación, la literatura argentina parece empeñada en perseverar en ciertos entusiasmos —Rodolfo Walsh, Osvaldo Lamborghini, David Viñas, Ricardo Piglia, Juan José Saer, César Aira—, lo que podría llevar a pensar que el «problema Borges» ha sido resuelto de forma tácita; sin embargo, la exclusión del autor de El libro de arena como influencia reconocida, la inexistencia de elementos que adhieran a su sistema en la obra de otros autores, el desdén por los aspectos más reflexivos de la obra de Borges ponen de manifiesto que el «problema» no está resuelto. Por el contrario, ha ido agrandándose en la medida en que, en un singular ejercicio de funambulismo, los escritores argentinos más recientes —los que pertenecen a mi generación, o a cuya generación yo pertenezco: como se prefiera— están haciendo un esfuerzo improbable por escribir como si Borges no hubiera existido nunca.

Nuevamente, se trata de una cuestión política, parcialmente vinculada con las adhesiones y el sesgo profundamente conservador de Borges en esa materia —un sesgo que, sin embargo no ha sido obstáculo para la recuperación de otros autores de inclinaciones políticas similares como las hermanas Silvina y Victoria Ocampo y Eduardo Mallea, quienes, al igual que Borges, eran publicados regularmente, en una muestra de conformidad y apoyo mutuo, en Pájaro de Fuego, la publicación cultural ligada al Ministerio de Cultura de la última dictadura argentina—, pero que tiene en sí el germen de una imposibilidad y de un malentendido: la imposibilidad es la de eludir efectivamente una figura que, como la de Borges, parece de a ratos más grande y más relevante que la literatura nacional en la que se inscribe; el malentendido —que ratifica mi convicción de que el «problema Borges» no ha terminado— es el que consiste en la convicción errónea de que lo nuevo en la literatura argentina sería un realismo mayormente rural que permea muchos, realmente muchos libros recientes: como si el famoso apotegma de Piglia según el cual Borges es «el último escritor del siglo XIX» hubiese sido tomado en serio por los autores argentinos contemporáneos, el supuesto autor decimonónico parece ser visto como una antigualla, parte constitutiva de un canon literario que, tras las incorporaciones en la década de 1990 de las figuras de Copi, Néstor Perlongher y Osvaldo Lamborghini, ya no fuese necesario revisar.

  

3

Volvamos a L’Internationale argentine. En ella, el «robo» de la candidatura de Copi es acompañada por el plagio de uno de sus poemas, que el novio de Raúla Borges lee como propio en su primera comparecencia ante la prensa; termina de esa forma una aventura política entre cuyas promesas se cuentan la entrega a cada familia argentina de un maniquí de Copi para que «vayan acostumbrándose a verlo siempre en un rincón de sus casas […] como a alguien de la familia», la nacionalización de las panaderías y la consigna de «pan gratuito para todo el mundo», la creación de «un paraíso ateo» sin «cámaras, ni ministerios, ni organismos del Estado», un ejército que será alquilado «a los países vecinos para que hagan las guerras que siempre han soñado», guardando el país «una porción del territorio conquistado», la explotación del petróleo patagónico, que «se reservará sólo a los indígenas», etcétera. L’Internationale argentine participa de la serie compuesta por el proyecto presidencial de Macedonio Fernández y el plan para tomar el poder en Los siete locos y Los lanzallamas, de Roberto Arlt, el primero de los cuales consiste en la exposición del proyecto de El Astrólogo de «construir una ficción que actúe y produzca efectos en la realidad», como sostiene Piglia. En esa serie, la novela de Copi parece ocupar el sitio que dejó vacante el abandono de «El hombre que será presidente», la novela acerca de la campaña presidencial de Macedonio Fernández que —y aquí regresamos a Borges, si es que en algún momento nos hemos alejado— éste y otros amigos de Macedonio comenzaron a escribir en 1927, y su argumento parece glosar el de aquella novela tal como lo recordaba Borges en 1960: «En la obra se entretejían dos argumentos: uno visible, las curiosas gestiones de Macedonio para ser presidente de la República; otro, secreto, la conspiración urdida por una secta de millonarios neurasténicos y tal vez locos, por lograr el mismo fin. Estos resuelven socavar y minar la resistencia de la gente mediante una serie gradual de invenciones incómodas» que, en la campaña presidencial efectivamente emprendida con gran ironía por Macedonio en 1920, tenían por finalidad, según César Fernandez Moreno, «crear un verdadero malestar general, para suscitar la necesaria venida de un gran caudillo que lo conjurara, o sea el propio Macedonio. Medidas concretas propuestas por él en ese sentido eran: repartir peines de doble filo, que lastimaran el cuero cabelludo de quienes los usaran; instalar salivaderas oscilantes, que imposibilitaran acertarles; solapas desmontables, que se quedaran en las manos del contendor cuando, en el calor de la discusión, se tomara de ellas para convencer al contrario; escaleras desparejas, donde las dificultades para calcular el ascenso o descenso de cada escalón agotaran a quienes pretendieran subirlas o bajarlas».

 

 4

A treinta años de su muerte, la omisión de la obra de Borges en el repertorio de la literatura argentina contemporánea parece constituir una de esas incomodidades voluntarias e inútiles creadas por Macedonio Fernández. Si la certeza de Alan Pauls de que la obra de Borges sigue siendo «de una exigencia que sobrepasa las que pueden proporcionar el mercado o los medios», la imposibilidad de resolver el «problema Borges» por parte de los escritores argentinos más recientes tal vez ponga de manifiesto su dependencia absoluta a estos dos extremos a la hora de conformar su juicio crítico; si la omisión deliberada de Borges «normaliza» la literatura argentina, equiparándola a las otras literaturas de la región —todas las cuales, y esta es su principal carencia, no tuvieron un Jorge Luis Borges—, esa misma omisión la desacredita; digámoslo así: sin Borges, la literatura argentina no vale mucho, casi nada. Es, además, una literatura cuya negación del pasado supone una reducción considerable de las posibilidades futuras, ya que, como sostiene Pauls, «cualquier idea sobre la literatura que conciba o practique un escritor argentino se mueve en un campo de problemas, disyuntivas y enigmas que la literatura de Borges delimitó, organizó y a su manera “solucionó” […] Somos borgeanos porque cualquier decisión que tomemos, por anómala o salvaje que sea, ya está inscripta de algún modo —como problema, como excentricidad demente, incluso como pesadilla— en el horizonte que Borges trazó».

En su ensayo «¿Qué es un clásico?», el premio Nobel sudafricano J.M. Coetzee da cuenta de los casos de T.S. Eliot, quien fue considerado uno prácticamente desde sus comienzos, y de J.S. Bach, cuya obra fue ridiculizada tras su muerte y sólo recuperada décadas más tarde. ¿Es Borges nuestro nuevo Bach?, podría uno preguntarse. No exactamente. Si, según Coetzee, «el clásico es el resultado de una construcción histórica constituida […] por fuerzas históricas definidas y dentro de un contexto histórico determinado», su carácter es también ahistórico; en palabras del autor, «el clásico es aquel que supera los límites del tiempo, que retiene un significado para las épocas venideras, que “vive”». Rodolfo Fogwill afirmó en 1983, de forma contundente, que «no hay política cultural posible en la Argentina que no comience por desmitificar la figura venerable de[l] Maestro [Borges], aunque sólo sea para poner a funcionar en la producción de cultura lo que se pudo haber aprendido de él». Para Coetzee el clásico es «aquello que sobrevive a la peor barbarie, aquello que sobrevive porque hay generaciones de personas que no pueden permitirse ignorarlo»; su paradoja, la de que su interrogación, «por hostil que sea, forma parte de la historia del clásico, porque mientras un clásico necesite ser protegido del ataque no podrá probar que es un clásico». La recusación de Borges, su obliteración en la literatura argentina contemporánea, el intento de escribir «contra» o «como si Borges no hubiera existido nunca» no pertenecen tanto, en ese sentido, a la historia de la literatura argentina como a la de Borges, a su singular vida póstuma, en la que el autor de El informe de Brodie no sólo sigue vivo, sino también dando batalla.

 

 5

Pero yo no pensaba en ello en Angoulême, donde mis motivaciones eran otras, y mi objeto de estudio, muy distinto; de hecho, uno de los escritores utilizados para echar por tierra la hegemonía inevitablemente asfixiante del autor de Ficciones. Al tropezar con la tira, con la frase «Qui était Borges?» —más todavía, al comprender que había una genealogía posible, una forma de atravesar la literatura argentina del siglo XX para producir un recorte que fuese contra las convenciones y estuviese al margen de las luchas por el poder literario, en una línea que vinculase a Roberto Arlt, Macedonio Fernández, Borges, Copi y Piglia—, creí vislumbrar la inevitabilidad de hacer frente al problema; por mi parte, yo nunca había querido prescindir de los derechos y las obligaciones que devienen de escribir después de Borges, pero sólo en ese momento pensé que hacerlo era, también, contravenir un estado nacional de la literatura, en el que la obra de Borges no está siendo utilizada, ni para producir una literatura que, como afirmó Fogwill, ponga en juego lo que se «pudo haber aprendido de él», ni para responder a la pregunta de quién fue Borges y qué hacemos con él. Se trata, creo, de una pregunta importante y que merece ser respondida: también, y por consiguiente, de la única pregunta que es mejor que no sea respondida nunca, entre otras cosas, al menos de forma completa, para que esa literatura siga viva y la obra de Borges continúe produciendo efectos. En Angoulême descubrí que Copi no había podido terminar su tira, y ahora creo que, en su inconclusión, la tira es mejor y más poderosa, porque adquiere el carácter de una pregunta abierta y formulada al futuro; es decir, al presente: ¿Qué hacer con Borges? Es decir, ¿qué hacer con Borges que no sea ignorarlo, fingir que nunca existió, que su obra es un borrón o que las páginas de sus libros están en blanco? Quizás los fastos del trigésimo aniversario de su muerte sirvan para responder a esta pregunta, pero, al margen de ello, me parece evidente que de la respuesta que se le dé depende la exigencia y la necesidad de una literatura argentina de relevancia o su estancamiento en la irrelevancia, la modestia, los tonos menores, intimistas, a menudo recurrentes en el costumbrismo, que caracteriza a la literatura argentina en nuestros días.

Escrito en Lecturas Turia por Patricio Pron

25 de junio de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

…que no es nadie la muerte. Un apagarse de golpe o poco a poco, como la luz que se amortigua cada tarde en los ojos de los enfermos.

El enfermo o la entrega paulatina, ese fugarse sin alas. Y el mundo que se mueve sólo y gracias al deseo de que amanezca al día siguiente. El impulso patológico a eludir el cadáver que albergamos, asirnos a la oportunidad concedida.

Sólo Cernuda sabía más que yo, sólo el Bosco, sólo García Lorca. Tres nombres y una arquitectura: la memoria del panteón o la arena de pronto redimida durante diez segundos más en la historia del universo.        

Sí, una historia del universo contada al revés sería menos capciosa, hipnótica en su principio, duradera acaso en la caricia primera maternal.

Sí, una partitura leída al revés y acabar con la clave que marcó nuestros días. ¿Así el libre albedrío, el no estar vaticinados? El pentagrama trasnocha posibilidades, caudal de ríos imprudentes.

Sí, una escultura imposible. Una obra imposible de terminarse equivale a otra que no se deja empezar. El mármol o la lucha a brazo partido con el tiempo.

Escrito en Lecturas Turia por Marta Agudo

22 de junio de 2018

 

 

 

 

 

 

 

Son dos los pájaros de las estaciones: el que canta al anochecer, el que no canta 

en la pizarra del ángel, brillante, está mi padre sentado a la diestra de los chotos

es decir, a dos pasos de lo inverosímil 

el reloj nuclear sigue avanzando, independiente del sol y las estrellas

todo se desintegra a una velocidad constante, como plomada que rige la habitación vacía, la habitación limpia, la inmaculada estancia donde los meteoritos son la edad de la tierra 

simplemente era un miércoles con nombre de sábado porque nada hace a los patriarcas la razón aritmética entre las generaciones y la edad de los residuos 

y el mundo comenzó simplemente el día en que prometeo abandonó el fuego en otro lugar

y el día terminó, simplemente 

no es bueno el sufrimiento, digan lo que digan los mandarines de las buenas intenciones siempre buenas para otros

no lo es, nos hace doblemente desdichados, tristes en el padecimiento y soberbios en el usufructo de alguna reclamada compensación 

un residuo, un soplo de vida, las bacterias azules y verdes que de la luz nos dan el aire

y dicen: ni siquiera las rocas pudieron sobrevivir a la violenta infancia de la tierra 

elije una roca, cualquier roca, hasta llegar a la última parada en la cadena de la desintegración y solo queda el plomo, la contante desintegración del plomo

porque mil años en tu presencia son como la despedida de ayer

 

Escrito en Lecturas Turia por Guadalupe Grande

15 de junio de 2018

LA REVISTA RESCATA DEL OLVIDO A ESTE SINGULAR POETA ESPAÑOL RADICADO EN PERÚ

Entre las novedades que ofrece a los lectores la revista TURIA, que presentará en la FIL de Lima 2018 un sumario especial sobre “Letras de España y Perú”, destaca el rescate del olvido del escritor Julio Garcés (Soria, 1919 – Lima, 1978). Un singular autor que protagonizó  algunas de las obras más interesantes de la poesía española inmediatamente posterior a la Guerra Civil y que fue durante décadas un poeta casi secreto que vivía en Lima y que ejercía como agregado cultural de la embajada de España.

Esta primera aproximación a la obra de Julio Garcés culminará en 2019, año en el que se cumplirá el centenario de su nacimiento, con un monográfico de TURIA en el que se le rendirá homenaje y se estudiará a fondo su labor literaria.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

11 de junio de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mamá amaltheus en su nube de encaje  

canta y mece al pequeño pinzón recién nacido.

Su cofre azul de mar sobre las ramas y ese hijo, 

ese sol, esa bengala   

ardiendo entre las hojas   

piqui pío la nana nanita río.

 

Ya crece, ya canta, ya come, 

ya vuela y anochece   

el pinzón pardo y rojo  

es así, no hay cuidado,  

una brizna de sangre

tan fresca  

como el día primero de los tiempos.

 

¿Ahora? ¿La herida todavía?

Y el pinzón en su vuelo, sus afanes,  

y mamá amaltheus

la fósil

la más vieja  

renqueando en la noche primera de los mundos.

 

Todavía  ahí  

por siempre como ayer  

sangrando   

más sangrando    

con la herida  

viva viva   

manando sin parar    

manando sin parar

 

Escrito en Lecturas Turia por Juana Castro

MARIO VARGAS LLOSA, ENRIQUE VILA-MATAS, PERE GIMFERRER Y FERNANDO ARAMBURU FORMAN PARTE DE UN ESPECTACULAR SUMARIO DE MÁS DE 100 AUTORES 

El próximo mes de julio, la revista TURIA presentará en Feria Internacional del Libro de Lima (FIL LIMA) un número especial denominado “Letras de España y Perú”. Este espectacular sumario contiene textos inéditos de más de 100 autores españoles y peruanos y ocupa 500 páginas. Esta iniciativa cultural se enmarca en el conjunto de actividades que protagonizará España como país invitado de la FIL de Lima en 2018 y ha sido posible gracias al apoyo económico del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Sin duda, supone una magnífica oportunidad de fomentar la colaboración cultural entre ambos países.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

De Jaime Gil de Biedma se han dicho muchas cosas, gran poeta, verdadero creador de una época de la poesía en Barcelona, el verdadero maldito de una generación, la de los cincuenta, que dio lugar a la Escuela de Barcelona, Barral, Costafreda o Ferrater, entre otros, si Costafreda y Ferrater se suicidaron, Barral fue un gran editor pero también otro de esos malditos de su época en una Barcelona inolvidable.

   Gil de Biedma también fue contemporáneo de los poetas de los cincuenta y sesenta, Ángel González, Paco Brines y Claudio Rodríguez, entre otros, pero algo que les ha diferenciado es el tono poético, articulado en un diálogo continuo consigo mismo en el caso de Gil de Biedma donde se siente un desengaño vital y una cierta amargura ante la vida, su búsqueda del placer prohibido en tantos locales, su abuso del alcohol le llevaron a la autodestrucción, muriendo de sida el 8 de enero de 1990.

    En su libro Moralidades (1966) vemos la influencia de Eliot, Spender o Auden, buen lector de los ingleses, al igual que Luis Cernuda, sus poemas inician un interesante coloquio del hombre poeta con el hombre que se considera uno más del especie, a través de un cierto desdoblamiento que merece comentar en este artículo.

   He elegido para ello un poema muy conocido “Barcelona ja no es bona, o mi paseo solitario en primavera” dedicado a Fabián Estapé donde podemos encontrar los verdaderos temas de su obra, el paganismo, el pesimismo, la nostalgia, la soledad y el paso del tiempo.

   Recuerda a sus padres y los retrata en ese tiempo de blanco y negro, cuando dice:

“Entonces, los dos eran muy jóvenes / y tenían el Chrysler amarillo y negro. / Los imagino al mediodía, por la avenida de los tilos / la capota del coche salpicada de sol,…/”.

   El recuerdo va avanzando, la mirada a los seres que viven ya en las fotografías, lo que lleva a los mismos lugares que sus padres, deambula por aquellos espacios que ya el tiempo ha dejado atrás, queriendo recuperar un eco, una sombra, una luz que destelle en ese olvido que es el tiempo:

“Así, yo estuve aquí /dentro del vientre de mi madre, / y es verdad que algo oscuro, que algo anterior me trae / por esos sitios destartalados”.

    Y llega el amor, como si quisiese ser testigo del momento de la cópula en que fue engendrado, hay una sombra en su interior que pesa, una desolación que hiere, indaga entonces por esos rincones donde estuvieron sus padres:

“Yo busco en mis paseos los tristes edificios, / las estatuas manchadas de lápiz de labios, / los rincones del parque pasados de moda / en donde, por la noche, se hacen el amor”.

    Vive entonces un tiempo ido, parece como si fuera un exiliado  del mundo que persiguiera el eco de sus seres queridos, errante de todo nacer, olvidado, increado en realidad.

    Luego habla de la época de la burguesía, de aquellos tiempos donde todo era capitalismo y poder:

“Oh mundo de mi infancia, cuya mitología / se asocia –bien lo ves-/ con el capitalismo de empresa familiar”.

     Vuelve en otro poema de este libro ese deseo de recordar el pasado, en ese afán de ver desnudo un cuerpo, porque solo así se puede unir el deseo a la memoria, al contemplar un cuerpo por la noche  sin ser tocado (como un día contó Vicente Aleixandre de una experiencia que vivió) todo se vuelve pureza, el tiempo eterno y la vida algo bello.

    El poema se llama “Mañana de ayer, de hoy”, refleja una imagen, como si el poeta mirara un cuadro, donde los colores inundan la vista y todo produce un destello impresionante:

“Es la lluvia sobre el mar. / En la abierta ventana, / contemplándola, descansas / tu sien en el cristal”.

    La reflexión del hombre que medita la vida, como en los Cuatro cuartetos de Eliot o en el pensador de Rodin, el acto de mirar, en la senda de Brines que mira el paisaje desde el interior, la aparición del mar, que refleja el sentido de la vida y ese cristal donde se refleja, como un Narciso que se mira en las aguas del río.

   Y luego el cuerpo, verlo desnudo es saber que el deseo goza su ímpetu, vive en el poeta, el afán de acercarse a un cuerpo es también la ilusión de vivir, volver a ser después de la nada que es la vida:

“Imagen de unos segundos, / quieto en el contraluz, / tu cuerpo distinto, aún / de la noche desnudo”.

   Se ve la imagen, puede ser el ayer o el presente, puede estar ahí o haberse alejado, pero al igual que el cristal es reflejo auroral, inicia el mundo. Para Gil de Biedma la contemplación ya es suficiente, como miramos con atención las estatuas griegas, en el deseo está también la conjunción amorosa, el mirar es tocar, el contemplar es acariciar.

   Y como si fuese la sonrisa de una Gioconda, el cuerpo le mira, como si hubiese estado allí o en la lejanía, hubiese sido un espejismo o un ser real:

“Y te vuelves hacia mí, / sonriéndome. Yo pienso / en cómo ha pasado el tiempo, / y te recuerdo así”.

     Todo se hace evocación, cuerpo que es deseo, mirada que es evocación y un desnudo que sin tocar ya es acto de amor.

     Y no hay que olvidar en Gil de Biedma la imagen desgarrada, esos encuentros homosexuales que le llevan a bares, que le hacen maldito en la vida y en la literatura, en esos lugares se va destruyendo, en actos de amor a desconocidos casi, amores de una noche, ginebra y cama por doquier, como nos dice en su poema “Loca”:

“La noche, que es siempre ambigua, / te enfurece –color / de ginebra mala / son tus ojos unas bichas”.

     La alusión a “bichas” ya expresa el dolor, también el alcoholismo que le persiguió para huir de la vida penetrando brutalmente en ella, como Baudelaire, Allan Poe y otros muchos que ahogaron su vida en el alcohol.

“En la cama, / luego te calmaré / con besos que me da pena / dártelos. Y al dormir / te apretarás contra mí / como una perra enferma”.

    “Bichas”, “perra”, nos lleva a un vocabulario más violento, quién sabe si del mundo de la prostitución, ese deseo de calmar para luego hacer el amor ferozmente.

   En este poema vemos el mundo del poeta, que a veces, cuando se deja llevar por el lirismo, escribe poemas de una gran ternura, pero que no elude la realidad de la vida, todo está en la poesía de Gil de Biedma: el sexo, el tiempo y la muerte.

   Y, para concluir su famoso “Contra Jaime Gil de Biedma”, de su libro Poemas póstumos (1968) donde se echa en cara el ser en que se ha convertido, el hombre envejecido prematuramente porque la vida no le da lo que busca y lo que encuentra no es más que el poso de un tiempo ido:

“Te acompañan las barras de los bares / últimos de la noche, los chulos, las floristas, / las calles muertas de la madrugada / y los ascensores de luz amarilla / cuando llegas borracho, / y te paras a verte en el espejo / la cara destruida, / con ojos todavía violentos /que no quieres cerrar. Y si te increpo, / te ríes, me recuerdas el pasado / y dices que envejeces”.

     Ese otro yo que se recrimina en lo que se ha convertido es el espejo de un hombre que ha fracasado en la vida, un perdedor en realidad.

   Parece como si el poeta fuese intuyendo que ese mundo de noches locas, de sombras en las que se contempla desdoblado, le convierten en un ser que se va desdibujando, en realidad, un hombre que se contempla a sí mismo, en el pasado (la infancia), en el presente (los  lugares donde bebe o escribe).

   Así fue el poeta catalán, un precursor de generaciones posteriores, también un talento que dejó huella en amigos poetas, además todo un maldito de su tiempo, realmente inolvidable. Queda como uno de los poetas más singulares e irrepetibles de su tiempo, su legado aún permanece en una poesía no exenta de lirismo pero muy apegada a la realidad.

   

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

 

            Hace exactamente veinte años Juan Eduardo Zúñiga me dio a leer un manuscrito mecanografiado que se titulaba Doce fábulas irónicas. Este acto venía a confirmar una ya sólida amistad. Zúñiga es persona muy reservada. Su círculo íntimo es reducido -Felicidad Orquín, su esposa; su hija, Adriana; y unos pocos amigos, entre ellos el también escritor Manuel Longares-. Que me ofreciera leer una obra inédita tenía para mí una significación muy especial. Hacía tres o cuatro años que nos conocíamos. Nos había presentado un fantasma: nada menos que el espíritu de Mijaíl Bajtín, el gran pensador ruso. No es broma. Sería el año de 1994 o 1995 cuando una mañana recibí una sorprendente llamada. Un señor que decía llamarse Zúñiga me preguntaba si estaba interesado en intervenir en el congreso de celebración de Mijaíl Bajtín en su ciudad natal, Orel, Rusia. Los organizadores le habían encargado que localizara a algún experto español en la obra del gran teórico de la novela. Y Vicente Cazcarra, traductor de la teoría de la novela de Bajtín, le había hablado de un profesor zaragozano que era yo, aunque no supo darle mis señas. Zúñiga pidió ayuda a Ana María Navales y así fue posible nuestra primera conversación telefónica. Después vinieron otras muchas. Yo había leído El coral y las aguas, su obra menos conocida, que acababa de reaparecer en la reedición de Alfaguara, tras el fracaso que supuso la primera edición de Seix Barral en 1962. Y entonces llegaron los primeros encuentros en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. En el momento de ofrecerme la lectura de las Doce fábulas irónicas ya conocía toda la obra publicada hasta entonces por Zúñiga y era uno de sus admiradores. Recuerdo que la obra me impresionó -tiene el nivel de excelencia de las mejores obras del autor y, sin embargo, apenas se parece al resto- pero le puse algunos reparos. Los reparos eran muy simples. Ni son fábulas ni son irónicas, le dije. Durante algún tiempo discutimos qué otros términos podían sustituir a los del título, todavía provisional. Pero no encontramos otros más apropiados. Como suele suceder con los autores simbolistas el nombre de un género suele aparecer en el título de la obra, pero no coincide la voluntad del autor con el criterio -siempre estrecho- del filólogo. Valle-Inclán titula Romance de lobos y aquello no es un romance, por mencionar solo un ejemplo. Veinte años después aquella obra aparece bellamente impresa por la editorial Nórdica e ilustrada por Fernando Vicente con el título de Fábulas irónicas. Siguen siendo fábulas y siguen siendo irónicas. Pero no son doce sino diez. Y esa es la historia que quiero contar.

            De las diez fábulas publicadas ocho habían aparecido en Babelia entre 2002 y 2004. Y de esas ocho, cuatro habían visto la luz en la revista Triunfo, en 1973. A pesar de que conozco bien la personalidad de Zúñiga no acertaba a comprender por qué no publicaba el libro. Él me repetía que no terminaba de convencerle. Y, ciertamente, ahora puedo ver que decía la verdad y qué era lo que no le convencía. De las doce fábulas originarias otras cuatro han desaparecido. Eran las que no publicó Babelia. En su lugar el libro recoge otras dos inéditas: “Escrito en las paredes” y “El magnate y el bufón”. “Escrito en las paredes” no me era desconocida. No estaba en la versión de 1998, pero Zúñiga me ofreció una copia hará tres años, cuando preparaba un artículo académico sobre las fábulas semiinéditas. Este título nos da una imagen muy precisa de lo que es el libro. Lo escrito en las paredes eran las pintadas antifranquistas. Hoy es un género desaparecido. Todo se anunciaba y convocaba por pintadas murales. La fábula ilustra esto con la figura de un emperador asiático, un tirano, que prohíbe la escritura para borrar el recuerdo de sus atrocidades. Es una muestra del simbolismo de Zúñiga, que apunta a la dictadura franquista con esta fábula -y con el resto-. Esa y la fábula “El magnate y el bufón -es decir, las dos inéditas, incluidas en esta edición- son las dos únicas que no tienen un soporte histórico. Ese detalle revela algo sobre la idea originaria del autor. Y es que este libro tiene un referente en el que parece inspirarse: Momentos estelares de la humanidad: doce miniaturas históricas de Stefan Zweig. Esta colección de anécdotas históricas tuvo una traducción al español en los años cincuenta del siglo pasado, lo que me hace sospechar que su gestación puede alcanzar el medio siglo. Comparten ambas obras la indagación estética en la historia. Zúñiga la había cultivado antes en su obra El anillo de Pushkin, que se había limitado a la esfera cultural rusa. Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre las anécdotas de Zweig y las de Zúñiga. A Zweig le interesó el carácter dramático de esos momentos estelares de la humanidad. A Zúñiga, en cambio, parece interesarle más la dimensión grotesca de esos momentos. Esa dimensión combina crueldad y risa, tiranía y rebeldía. Él lo explica muy bien cuando dice -me dice- que ha deslizado disparates en estas historias, y quizá haya que entenderlo en clave goyesca. De la atracción que debieron ejercer los momentos estelares de Zweig han quedado algunos indicios. El primero de ellos consiste en que inicialmente las fábulas debían ser doce, aunque cabe advertir que en una segunda edición Zweig había aumentado a quince las anécdotas. El segundo, y más trascendente, es la capacidad de ver elementos puramente literarios en situaciones históricas. En el caso de Zweig le interesó la caída de Bizancio, por la dejadez de las potencias cristianas de la época, que puso en peligro a toda Europa y, en especial, al imperio austro-húngaro, su patria. Precisamente una de las fábulas descartadas por Zúñiga llevaba el título de “El sitio de Constantinopla”, aunque su contenido no tenía nada que ver con el contenido de la anécdota de Zweig. Pero conviene recordar que Zweig también fue un escritor dado al grotesco. Sus mejores relatos tienen ese sello. Me refiero a novelas breves como Leporella o Carta de una desconocida. En el libro de Zúñiga los elementos grotescos y crueles son más abundantes y decisivos que en la obra de Zweig. También hay una mayor presencia del humorismo, ya presente en el título, por lo de irónicas. Incluso puede apreciarse una diferencia en la concepción de la anécdota. Los momentos de Zweig están más vinculados a la historia que las fábulas de Zúñiga. Y las fábulas son mucho más breves que los momentos de Zweig. Por eso son más fábulas o anécdotas que momentos estelares, más literarias que las pesquisas históricas del gran escritor vienés.

            Y, precisamente a propósito del grotesco, tengo una anécdota que contar. Se trata de la gestación de la última fábula añadida a esta colección: “El magnate y el bufón”. He dicho antes que era una de las fábulas inéditas. Sería más exacto decir que es una fábula semiinédita. Me explicaré. En 1970 publicó Zúñiga un relato titulado “El magnate, el bufón y la carroña.” Formaba parte del libro Relatos españoles de hoy, preparado por Rafael Conte para la Biblioteca Pepsi, una colección no venal que se distribuía en bares y bodegas. El ambiente húngaro del relato hace pensar en una redacción temprana, porque en 1944 Zúñiga había publicado un libro divulgativo sobre Hungría. Se trata de un relato sobre la corrupción del poder, cuya publicación resultaba muy oportuna porque en aquel año de 1970 España se veía envuelta en un gran escándalo de corrupción política: el caso Matesa, que había enfrentado a los ministros azules, con Manuel Fraga a la cabeza, con los ministros tecnócratas, vinculados al Opus Dei. Pero lo importante del caso estriba en que era un relato marcado por un grotesco extremo. De un estilo muy hermético el lector debe deducir que el bufón recoge cadáveres humanos de un gran río para alimentar las piaras de los conventos de la capital y vender después la carne a los ejércitos que combaten al turco. El círculo está cerrado: cadáveres que dan vida y muerte. Y el resultado es que el bufón se hace el dueño de su señor, merced a la avaricia de este. Este relato había sido borrado de su currículum por Zúñiga. No había sido recogido por ninguno de los volúmenes de relatos posteriores. Ni siquiera me había hablado de él. Pero lo descubrí por casualidad. Encontré el libro, muy difícil de encontrar en las bibliotecas por su circulación no venal, en casa de unos familiares. Y me pareció un excelente relato, que no merecía olvidarse. Dediqué un artículo académico a analizar la dimensión estética e histórica de este relato y le di el artículo a leer a Zúñiga, para su aprobación. Esa aprobación era necesaria por dos razones: porque recuperaba un relato del que el autor había renegado y porque reproducía el relato, y necesitaba el permiso del autor para publicarlo. Zúñiga no solo me dio ese permiso, sino que se replanteó la recuperación literaria del relato. El resultado es la fábula “El magnate y el bufón”. Ha desaparecido del título original la carroña, probablemente para mantener la unidad del libro. La nueva fábula es más corta que la original. Más sintética.

            Termino diciendo que esta es una parte de la historia de este libro. No me cabe duda que al largo proceso de su gestación habrá de corresponder un largo proceso de recepción, porque este atractivo volumen -el ilustrador ha captado muy sabiamente la dimensión grotesca- encierra lo mejor del espíritu rebelde y burlón de Juan Eduardo Zúñiga.  

           

Escrito en Sólo Digital Turia por Luis Beltrán Almería

23 de mayo de 2018

Lo busco

no le gusta

se encoge

en el insólito

terreno

bajo las bisagras

que la ventana

muestra

ahora, ahora

es gruñido de animal

de guarida, y puede ser

un aullido

de manada

en desazón,

es un perezoso pez

inmóvil en el estanque

del azul soñado que salta

al brillo de la luna

para hundir su cuerpo

bajo los nenúfares

al menor presentimiento,

es una estrecha gruta

cuyo final ventanoso

termina en espuerta de sombras,

me llaga, al suponerlo

unos pasos más atrás

cuando sientes su olor

y te perfuma la cama

se diluye

en recuerdo de otro recuerdo.

Escrito en Lecturas Turia por Concha García

22 de mayo de 2018

            Con anterioridad a La huida del cangrejo, Angélica Morales ha publicado otros textos narrativos y, en estos últimos años, se ha movido con una enorme eficacia tanto en ese registro como en el lírico, quizás porque entiende que la escritura literaria va más allá de los límites genéricos, no conoce cortapisas ni respeta convenciones que atenten contra la imaginación, esto es, contra la libertad. Porque, y esto me parece innegable, para ella decir literatura es decir libertad.

 

Del mismo modo que la escritura se prolonga en la lectura, donde adquiere algún tipo de sentido, la lectura puede verse como una proyección de la vida. Morales se ha referido a la importante función que la lectura ha desempeñado en la suya, en general, y en la construcción de esta novela, en particular. He escrito novela, y compruebo enseguida que con este término no hago justicia a lo que Morales nos ha entregado porque este texto va más allá de lo que entendemos habitualmente como novela. Palillos chinos es lenguaje en libertad, lenguaje que busca un lector cómplice, dispuesto a internarse por esas vías por las que se adentra la palabra liberada de todo tipo de gregarismos, tópicos y prejuicios, lenguaje que se atreve a experimentar, que huye de los clichés establecidos y avanza con la intención de ofrecernos una cartografía de paisajes y emociones inéditas, y todo ello lo hace con un registro no marcado, nada fosilizado, atento a la pluralidad del mundo, sensible a la diversidad de las conciencias que lo habitan.

 

La novela no tiene desperdicio y el suspense está garantizado desde el inicio: “Los ojos del chino/guardan un secreto” (p. 17), estas son las palabras con las que se abre la novela; más adelante, leemos que otro personaje, Pilar, “tiene los ojos tan hundidos/que parece que miran/desde el fondo de la tierra” (p. 30). Configurada con ingredientes teatrales (ahí se aprecia una de las grandes pasiones de su autora) y cinematográficos, se incorpora magistralmente la oralidad, ese registro tan habitual de otras épocas y otras culturas, una novela, además, que hace un uso tremendamente eficaz de algunos de los soportes comunicativos más extendidos en la actualidad (redes sociales, correos electrónicos, chats, facebook, etc.). Y más allá de eso, estamos ante un texto con un elevadísimo voltaje poético en donde las metáforas y las imágenes son ingredientes esenciales, en el que las palabras no son solo correa de transmisión sino que alcanzan un fin en sí mismas. Morales ha jugado sus cartas y ha asumido sus riesgos. Digo esto porque un texto como este probablemente no resulte cómodo a un lector lastrado por una idea de la literatura excesivamente convencional, condicionada por diferentes clases de órdenes y jerarquías. Esos riesgos son precisamente aquellas puertas que algunos traspasan y que abren las heridas de la posibilidad. Morales ha sido valiente porque ha hecho su apuesta y esa apuesta no era precisamente a caballo ganador, quiero decir que no ha jugado sobre seguro (el juego, sin ese riesgo, no es tal juego, es trampa, costumbre, tópico…), y la autora de esta novela ha evitado esos lugares comunes.

 

Con la ayuda de ciertos recursos narrativos y el despliegue de toda una galería de diversos y variopintos personajes cuyas historias acaban entrecruzándose, asistimos al gran teatro de la vida, donde se dan la mano lo alto y lo bajo, lo heroico y lo miserable, la comedia y la tragedia, la belleza y la mugre, la alegría y la desesperación. Esos personajes funcionan muy bien como iconos de la pluralidad del mundo, proceden de distintos orígenes geográficos, utilizan varios códigos lingüísticos, son exponentes de diversos imaginarios sentimentales y culturales y todos se entremezclan en ese puzle extraordinariamente bien tejido e hilvanado que resulta al final Palillos chinos. Huyendo del tópico y la convención más ciegas, se expresan de modos particulares, sienten y actúan de maneras muy diferentes. Así, Morales se ha multiplicado y ha sabido ponerse en la piel de sus personajes y dar voces diferentes a todos ellos, construyendo unos diálogos extraordinariamente fluidos y dinámicos, dejando que esos mismos personajes le arrebaten su palabra y sean ellos mismos los que, al contarse a sí mismos, cuenten las historias.

 

La novela es una estremecedora e impactante alegoría de la soledad y el aislamiento en un mundo en el que, como nunca antes, abundan las vías comunicativas, ofreciendo de paso un diagnóstico certero de todos esos elementos que, por encontrarse en la cara oscura de nuestra conciencia y no haberse materializado expresamente, han acabado por configurar lo esencial de nuestra personalidad. Una novela que vela por lo desaparecido y nos enfrenta a emociones, situaciones, estados de ánimo y acontecimientos de no fácil digestión.

 

            En suma, Palillos chinos es un extraordinario ejemplo de literatura disidente, transformadora y dinámica, que ofrece al lector un abanico amplísimo de posibilidades, una disidencia en la que cada decisión estética conlleva una implicación ética, desde la elección de un registro deliberadamente lírico, configurado en modo versicular, hasta la supresión de las comas, demandando así un lector activo, dispuesto a llevar a cabo los esfuerzos de reconstrucción necesarios que este tipo de escritura demanda. Morales recoge el testigo insurgente de algunas vanguardias históricas y de ciertas modalidades del experimentalismo, de todo aquello que provoca desconcierto, desasosiego o incluso malestar en el receptor. Aparentemente, la configuración orgánica se ha desvanecido pero al final el lector percibe que todas esas elipsis, supresiones, instantáneas y fragmentos con los que Morales arma su texto han sido convocados al servicio de una cierta coherencia y cohesión textual, y así consigue recomponer el puzle y descifrar el enredo en el que se había adentrado. La propuesta está ahí, a la espera de un lector que se adentre en este sugerente laberinto de ideas, personajes y acontecimientos que es Palillos chinos.  El viaje, sin duda, merece la pena.- ALFREDO SALDAÑA.

 

 

Angélica Morales, Palillos chinos, Zaragoza, Mira Editores, 2015.

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

22 de mayo de 2018

Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971, aunque afincado en Madrid desde 1976) ha dado a los lectores de poesía posiblemente su mejor libro hasta el momento, lo cual ya era un reto, tratándose de uno de los poetas que mejores y más interesantes entregas nos había regalado en los últimos años, con títulos como La sal (2005) o Estudio de lo visible (2007), entre otros. Su labor no sólo como poeta, sino como narrador, se complementa con el volumen de relatos La tristeza de las fiestas (2014) y la novela De los otros (2016), sin contar sus innumerables y atractivas traducciones. A finales de 2015 se publicó Niños enamorados, siempre en la editorial Pre-Textos, impresionante poemario y muy recomendable.

 

Niños enamorados comprende sólo 15 poemas, pero se trata de textos extensos que, además, poseen una intensidad inusitada en la poesía hispánica contemporánea. La materia discursiva que los caracteriza —como fragmentos de un discurso amoroso— se halla transida de una fuerte sustancia verbal, imaginística y simbólica, sin desdeñar cualquier tipo de conexión semántica, fonética o sintáctica que sea afín a la producción de sentido. Por eso dice en un momento determinado que «El amor es una estructura lingüística.» (p. 46), en el poema «El ideal» (pp. 45-48), quizás una de las composiciones más logradas de todo el volumen, por su rigor formal y su fuerte carga pervasiva. Sí, ese podría ser el origen a considerar desde los planteamientos austinianos, pero la proyección es mucho mayor, descontrolada y en continua expansión. Niños enamorados salta hacia el otro —la otredad dialógica, bajtiniana en toda su amplitud— y ahí es donde se pierde la referencia, donde se deja de poseer para —por el contrario— compartir, para vivir en el otro, fin práctico de cualquier punto de partida teórico. Sabemos desde dónde salimos pero nunca sabemos adónde llegamos, y esa ley no sólo rige la poesía, sino en general la vida. «Una fascinación» (pp. 41-44) plantea precisamente eso, desde el comienzo: «Abstracto es lo concreto / fuera de contexto; […]», centrándose en el otro en repetidas ocasiones, dotándole de la real y auténtica, aunque habría que decir «genuina» importancia que adquiere en nuestra existencia, cerrando el círculo y formando parte de las relaciones humanas en su complejidad: «Complejo es lo sencillo demasiado / cerca; me alejo, busco una sensación / de irrealidad. Es mi manera de / sentirme vivo. […]» (pp. 43-44). Extrañamiento que busca la irrealidad, pero identificación también, que requerimos para conectar nuestros vínculos al mundo, al otro, a lo que nos define al fin y al cabo: «Parece que es contigo, la / fascinación, pero descubro que en / realidad es con el otro. / Sus problemas son las leyes y las / instituciones; el otro no tiene / otro, así se define, eso / lo caracteriza […]» (ibíd.). Cara y cruz de uno mismo, pero parte irrenunciable de nuestro ser, ser y voluntad de ser, materia y proyección a un tiempo.

 

Desde este punto de vista varios poemas tienen títulos que aluden a esta visión platónica, digámoslo con la filosofía clásica: «Teoría» (pp. 28-29), donde esta relación dialéctica y gestáltica se hace cuerpo: «Ése es el juego maravilloso: que / parezca un símbolo, haz que nos arrastre / con la estrategia de un símbolo.» (p. 28), llevando esa dinámica lúdica a convertirse en el propio mecanismo del intercambio —conocimiento y comunicación—: «[…] Manejamos sólo unos / recipientes opacos donde no hay más / que cierta capacidad para el juego, / y eso no es poco. El texto / no es simbólico, lo que es el simbólico / es el lector.» (ibíd.). Más adelante, en el mismo poema, concluye que: «La práctica es posible. La teoría / es utópica o al menos delirante, / y la adoro por eso.» (p. 29). La mayoría de los poemas de Mariano Peyrou tienen la virtud de poseer sus propias claves interpretativas («Siempre un exceso de interpretación», p. 25, como bien dice en «El miedo tranquilo», pp. 23-27), que amplían la concepción poética —no sólo del autor, o del libro—, y como todo buen arte se explica a sí mismo, ensayando sus ejes autorreferenciales, explayándose, dejándose llevar por las sugerencias y los caminos que van surgiendo muchas veces de manera sorpresiva.

 

«El ideal», antes citado, plantea todo esto desde la correspondencia de lo que se piensa y sucede a través del hilo cognitivo que genera el ser humano. No en vano hay una búsqueda de universalidad en toda la poesía de Mariano Peyrou a sabiendas que es una búsqueda vana, aunque de eso se trata: «[…] Tiene algo limpio: / un movimiento líquido, garantía / de que no me voy a detener / en ningún sitio, de que / buscar y no encontrar, / dejar atrás, / abajo / quemar las sensaciones hasta el humo, / estoy ahí entre las nubes, / lo que se busca es no encontrar, / seguir buscando.». Así finaliza este magnífico poema, que «Tiene algo nuevo: desprovisto de / significado, cada uno / pendiente de la reacción / del otro para inferir como se / pueda lo que no se puede / preguntar. […]» (pp. 46-46). El otro —habría que ponerlo con mayúsculas, el Otro— de nuevo como epítome de todo, como solución donde encontramos lo que no se busca. Ese es el hallazgo, y podríamos ir muy lejos en la exégesis. Es preferible una buena síntesis a mil análisis, pero nadie puede llegar a la síntesis sin haber realizado antes todos esos análisis que nos ponen de frente a lo que nos interesa: «Esto es lo que se hace: / trabajar lo real hasta convertirlo en imaginario» (p. 36, de «¿Qué significa eso?, pp. 35-37).

 

Mariano Peyrou nos ha regalado un libro impresionante que es sin duda uno de los mejores poemarios de los últimos años. Un libro necesario que calificamos como obra maestra. Un poeta imprescindible en el panorama actual.- JUAN CARLOS ABRIL.

 

 

Mariano Peyrou, Niños enamorados, Valencia, Pre-Textos, 2015.

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Abril

22 de mayo de 2018

1. Cuando Ane me cuenta su aventura triangular, la escucho previendo que no va a ser más fou que la mía. Nos conocemos y queremos desde hace un par de años, pero entre nosotras hay algo agradable y pegajoso. Me dispongo a escucharla con un hastío que, a la altura de las dos de la madrugada, empieza a deslizarse hacia el sueño. Tengo mucho, mucho sueño, y estoy segura de que Ane nunca ha entrado en la misma habitación de hotel con dos hombres que la aman de formas diferentes y se ha dejado follar por uno mientras le practicaba –qué verbo de deportes y operaciones- una felación al otro, que se corrió con culpa y una vergüenza mala, peor que otras vergüenzas: bajó los ojos. El que me penetró llevaba un rato mirando a una distancia higiénica o rencorosa. Sin acercarse ni tocar. Esperando. Yo sólo pensaba qué diría mi madre.

 

2. Antes de empezar su cuento, Ane me mira con picardía y yo ya sé que me va a costar mucho creerla. Mi triángulo fue una posición incómoda, un no encontrar la postura, un jergón que se clava por todo el cuerpo. No lo viví como una experiencia sofisticada que ocultaba un sedimento de instructiva crueldad. La frase anterior la pienso entrecomillas y engolando la voz. Desde el principio entendí que alguien –incluso puede que yo misma- iba a salir perjudicado. Fue algo que tenía que ocurrir no porque quisiéramos ser libres y liberales, no porque quisiéramos desinhibirnos o romper con los prejuicios. Sucedió porque nos enamoramos. En aquel entonces percibí miradas admirativas que nos ponían en valor por nuestra fornicación y nuestro atrevimiento. Deseo y curiosidad. Como si, de repente, a los ojos de quienes nos observaban y eran conocedores, nos hubiésemos transformado en personas interesantes. Yo aún no había visto Jules et Jim. Pero ya tenía carita de Jeanne Moreau.

 

3. Escucho, por tanto, a Ane como una mujer que está de vuelta de todo. Aunque no lo parezca. Presto atención a su hermosura de lienzo prerrafaelista y a los movimientos de sus manos que van deshaciendo destructivamente la piel de los panchitos. Nada puede ser más estremecedor que el relato del triángulo de mi educación sexual. Afectiva. Pintamos de rojo el triángulo equilátero y el isósceles, de azul. La biografía se dibuja con puntadas vacilantes de triángulos. Colchas de ganchillo cosidas pieza a pieza. Qué me va a contar Ane. Nada más turbio que una eyaculación precoz y un polvo flojo con dos hombres que no llegaron ni a rozarse. Ni fueron felices. Yo los atendí por separado con una solicitud de zorra. De profesional. De mujer idolatrada. No sé qué hacíamos allí ninguno de los tres. En aquel ambiente que olía a aceite de hachís y a mala novela de Paul Bowles. No sé si peleaban como insectos carnívoros mientras impostábamos naturalidad –cortesía, desenvoltura- en la situación más impostada de mi vida. Quizá se daban codazos para tirarse de la cama. No sé si me buscaban a mí o qué otra cosa andaban buscando. A lo mejor los amé como una loca. Puede que no los quisiese en absoluto.

 

4. Yo tuve un día el don de la ubicuidad y habité en dos cuerpos a la vez mientras mi vientre y mi boca se llenaban de gemelos. Mágicamente. Y, ahí, en la magia, en el espacio de lo enigmático es donde la narración de Ane me hace olvidarme un rato de mí misma. Digo: “Ya no puedo beber más”. Sin embargo, Ane da comienzo a su historia apurando su copa de ginebra.

 

5. En la filarmónica Ane conoce a una mujer de la que no le importaría enamorarse. Me confiesa que, si fuese lesbiana, se enamoraría de aquella mujer despistadísima que a veces le pide veinte euros porque sale de casa sin darse cuenta de que su monedero está vacío. Quizá le da vergüenza reconocer que se administra mal. O que pasa apuros. Música. Bohemia. Inestabilidad. Es una mujer que, al llegar a una habitación, desparrama sobre la colcha el contenido del bolso. Debe encontrar un objeto, el objeto –espejito, polvera, encendedor, bolígrafo, tijeritas-, el que precisamente no ha guardado. Después se olvida de qué busca. Una mujer perfecta sin prurito de perfección. Imagino que será un ama de casa desastrosa. “Me encantaría ser lesbiana”, me dice Ane mirando sin ver. “Qué pena no serlo. Te lo digo de verdad”. A Ane le fascina la esbelta apariencia, la regularidad de los rasgos, la serenidad y la apostura de una mujer que, cuando se bajan las persianas o se apaga la luz, se despeina y desmorona. Saca la tripa y se encoge de golpe. Le entra tos. Se le quita el glamour de encima como si el glamour fuese una enfermedad infectocontagiosa que nos aísla de los otros. A Ane le gustaría contagiarse. De la mujer. Del glamour. Del desaliño. No sabe de qué: “Ojalá lo fuese. Lesbiana.” Aquella mujer se comporta con ella de un modo especial. Se expone. Como si hubieran sido amigas de la infancia. Pero no lo fueron. A la mujer algunas veces se le humedecen los ojos cuando la mira. Ane, en la orquesta, la protege.

 

6. Cuando Ane dice que le gustaría ser lesbiana sólo por el hecho de haber conocido a esta mujer, aunque lamenta no serlo de verdad, la entiendo perfectamente. No porque yo haya deseado ser algo que no soy, sino porque nunca he sentido curiosidad por el interior de la boca, de la profunda tibia vagina, por el sabor -¿lechoso?- del pezón de una mujer. He conocido mujeres mucho más hermosas que cualquier hombre. Inteligentes y dignas de amor. Pero nunca he querido acercarme, quedarme pegada, intuir sus palpitaciones, pedir a gritos que me violenten. O violentar. Un desmoronamiento o un repentino vahído. Una fibrilación. Un amarre. Los filos de dos puertas automáticas que inevitablemente confluyen en un punto. Rozarse un poco. Desde mi sillón de enea le digo a Ane: “Te entiendo”. Ella responde: “No estoy segura”. Replico: “No somos queer”. Nos morimos de risa. Le doy el último trago a mi copa de champán: “Puede que ya estemos viejas”.   

 

7. Ane se revuelve contra la percepción de nuestra vejez: “Hablas por ti, supongo…” Después come un cacahuete y retoma su relato. Ane toca su violín al lado de aquella mujer que también es una intérprete virtuosa. Al verlas tocar nadie diría que tienen miedo. Que vacilan. Entre las dos se crea un vínculo. Se tapan las notas falsas. Minimizan los errores. Ensayan los pasajes complicados y las sutiles, intrincadas, frases de la música. También la música está llena de triángulos. Compases, tríos, tercetos, tresillos. El tintineante instrumento metálico de algunas sinfonías. El ojo de Dios y el origen del mundo. “El coño”, Ane está ya bastante borracha y se le afloja la lengua. En todos los sentidos. A veces su nueva amiga le habla a Ane del pasado, pero ella no le presta atención. Cree que toda su complicidad es nueva. Un regalo a una edad en la que ya no se tienen expectativas de encontrar a los mejores amigos. Ane sabe que no sirve de nada bailar un pasodoble en la residencia de la tercera edad. Hacer ojitos en el centro de salud geriátrica. Ane y la mujer se hacen confesiones como sólo nos confesamos ante quien no conocemos y permanece oculto tras la celosía y no puede reaccionar con una mueca que nos lastime. Existe, entonces, la posibilidad de reinventarse. El gozo de no ser corregido y de no tener que cotejar puntos de vista. La creación pura y la dulce ocasión de mentir. Ane le cuenta a aquella mujer la historia de sus amores. Así comienzan algunas amistades y nacen personas que no existían. Inmaculadas bajo el agua de un nuevo bautismo que normalmente se celebra entre el vapor del alcohol.

 

8. Esta noche también nosotras conversamos en círculos. De delante hacia atrás y de atrás hacia delante. “Los hijos únicos siempre tenemos con los padres una relación triangular”, Ane me despierta otra vez con sus palabras. Yo no sé si atino: “Puede que quizá no haga falta que los hijos sean únicos para vivir con los padres un triángulo”. Se lo digo porque yo también he amado y odiado a mis padres. Con concentración. Con ceguera. Con saña. Sobre todo en esos días en que se amaban como locos o como perros. Cuando se detestaban durante veinticuatro horas y mi madre se bebía en solitario una botella de champán olvidándose de mí. Al día siguiente estaba enferma. Había que cuidarla. No hacer ruido. Yo también he esperado para escuchar una palabra amorosa de mi padre. Todas eran para mi mamá. Lo peor son las temporadas en que a los padres se les desborda el amor. Se les rompe como en los boleros y la hija única teme no ser quien, al final, fracture la coherencia perfecta de ciertas geometrías. Digo: “Me hubiera gustado que mis padres se aburriesen juntos. Como los matrimonios normales”. Ane se pide otra ginebra. Inhala el humo. Lo expulsa.  Yo me aguanto las ganas de fumar. Soy gilipollas.

 

9. Ane le confiesa a esa mujer -hoy también me lo confiesa a mí- que con su padre siempre ha mantenido una relación edípica. Se pone impropia, vulgar –como del Reader´s Digest- al insistir en que tal vez por esa razón sus amantes, sus maridos y sus novios siempre han sido hombres mayores: “Si hubiera sido lesbiana, seguro que me habría ido mejor”. Las dos se ríen. La mujer responde “Cualquiera sabe” y Ane le sigue contando la historia de un amor que casi acaba con ella. La mayoría de las mujeres tiene una relación así. No digo nada. Ane evoca: “Los hombres mayores tienen la piel suavísima…”

 

10. Ane nos relata a la mujer y a mí la misma historia en dos puntos diferentes del tiempo y del espacio. En realidad nos está hablando a la vez y puede que la mujer y yo seamos la misma. Sé perfectamente que eso no es posible y juro: “Hoy ya no puedo beber más”. Veo doble e ignoro qué frase -¿locución?, ¿adverbio?, a quién le importa la gramática- tiene menos sentido: “la misma historia”, “a la vez”, “hablar”. Desde que me he quedado tan delgada no puedo beber. Tengo iluminaciones: mis triángulos nunca fueron historias de adulterio, sino más bien excesos de fidelidad. Entonces sonrío porque noto desde los dedos de los pies hasta la garganta que soy una mujer tocada por la generosa mano de la Fortuna. Se me ríen los ojos. Ane pregunta: “¿Te pasa algo?”. Parece que tengo con ella la obligación de estar un poco triste. Me río giocondamente y ella pregunta otra vez: “¿Te pasa algo?” Yo, además de alegría, noto la verde punzada de los celos. Disimulo.

 

11. Ane le coge las manos a la mujer –a mí no- y le cuenta que fue una joven precoz y voluntariosa. A los dieciocho años ya estaba viviendo en casa de un hombre que le sacaba más de veinte. “Esa relación casi acaba conmigo”. A la mujer, muy empática, muy dulce, le asoman lágrimas a los ojos, pero Ane no tiene ningún deseo de consolarla ni de preguntarle por qué llora. Él bebía, mentía, follaba con otras mujeres. Especialmente con una a la que le bajaba las bragas con precipitación e incontinencia para embestirla contra un tabique. Estaban en el trabajo, todo el mundo les oía y se lo contaban a Ane que ignoraba si quería ver para creer. Oírlo e imaginar. Alta. Morena. Excelente. Entre las bambalinas del teatro la morena se dejaba hacer por aquel hombre que debía despertar en las mujeres jóvenes una vocación de monja, de limpiadora de rijas, un gusto por el agusanamiento, los malos olores y el verdadero retrato de Dorian Gray. “La puta redención”, le dice Ane a la mujer. También a mí. Entonces la mujer explota: “¡Perdóname!”

 

12. Ane odiaba con todas sus fuerzas a la mujer de las bambalinas. Le habría clavado alfileres en la planta de los pies. Le hubiese roto los dedos con la puerta de un coche. La habría dejado sorda en una explosión. El amante viejo se reía de los reproches de Ane: “Todo mentira, mi niña. Todo mentira”. Ane se miraba en el espejo y veía a una muchacha de dieciocho años con la piel blanca como un trago de leche y los pechos firmes. Con el filo de la mandíbula elevado y la boca limpia. Después, recordaba la barba canosa de su amante y el color anaranjado que deja la nicotina en el bigote. La polla flácida y el olor a queso. Ane se castigaba. Insegura. Histérica. Se mordía las uñas y, en lugar de odiar al hombre, despilfarraba su odio con aquella mujer sobre la que colocaba tantos atributos –tantas perfecciones- y buscaba tantos parecidos, que había dejado de verla nítidamente. Apretaba tanto el lápiz que rompía el cuaderno de dibujo. La retrataba con tal minuciosidad que había perdido la perspectiva. Lo mismo les ocurre a los pintores hiperrealistas y a los científicos que no separan nunca la pupila negra de sus microscopios. Ya no sabía quién era aquella mujer. Sólo que le hacía daño. Ane se encontraba cada vez más fea. Más ridícula. Más abandonada. Terriblemente débil. Una anemia perniciosa la devoraba. Luego fingía creer las palabras de su amante. Lavaba en la bañera al hombre viejo frotándole la piel como si fuese un niño de tres años. Él se dormía.

 

13. Pienso que, pese al desgaste físico y la corrosión sentimental, a mí mis triángulos me han hecho sentirme fuerte, bella y poderosa. “Hay triángulos y triángulos”, pongo la frase encima del velador para que la realidad regrese. La noche. Un bar. Los dedos aceitosos por la piel de los panchitos. Después me digo que sólo pienso mentiras para favorecerme y vuelvo al meollo de la historia de Ane. Retomo la palabra que le sirve de gancho y me doy cuenta de que la ciencia-ficción y lo melodramático a veces confluyen en un punto: “¿Perdóname?”

 

14. Ane había odiado a la mujer de las bambalinas. La había visto de refilón al recoger a su amante en la sala de conciertos. Había medido su silueta de espaldas. Las pantorrillas fuertes y el pelo a lo garçon. A su modo, la había espiado. Como un ratoncillo desde su agujero. La había oído reír con la seguridad de que ella nunca conseguiría una risa así de transparente: emanaba de un lugar secreto entre el ombligo y las vértebras lumbares. Frente a la risa de aquella mujer, Ane siempre tendría risa de ratón. O de hiena. “Tienes una risa preciosa”, la adulo. Porque lo más bonito de Ane no es desde luego su risa. “Preciosa”. El cariño que Ane me tiene es poco apasionado y no me escucha cuando le dedico hermosas palabras. Ella está en lo suyo: había visto de frente y de perfil a la mujer de las bambalinas y se había guardado en la cabeza la imagen de fotomatón de una ficha policial. Luego la olvidó.

 

15. El amante viejo dejó a Ane y se fue a vivir con la mujer de las bambalinas que consiguió destruirlo sin convertir la destrucción en un propósito. Lo destruyó porque aquel hombre era a la vez vulnerable y sádico, y porque nunca había sabido disfrutar de la juventud que se le iba ofreciendo como pócima de regeneración o sangre vivificadora del vampiro. El hombre se quedó solo. Ane lo vio. Coincidió con él. Le tendió una mano floja mientras evocaba los momentos culminantes de su amor y de su sexo. Nunca le dio lástima. “Tal vez sólo un poco”, Ane se acerca a la cara el índice y el pulgar, unidos por las puntas, y se ríe con su risa de hiena. Se exhibió delante de él cogida del brazo de otros amores. Tuvo una hija. La mujer de las bambalinas se había esfumado y Ane empezó a quererla no de forma romántica, sino con el agradecimiento de que se hubiese ido dejando un medio cadáver, un despojo, a sus espaldas. "Una femme fatale”, apunto con sarcasmo. Con envidia. “Una persona maravillosa”, responde Ane. La mujer –ya no sé cuál- me roba todo el espacio y aquel hombre viejo ahora es más viejo y aún no ha terminado de morir. Me pongo en su lugar.

 

16. Ane no puede descifrar los mecanismos por los que su cerebro había bloqueado el rostro –también la risa- de aquella mujer. No sabe por qué no fue capaz de reconocerla en esta nueva intérprete a la que adoptó como si fuera un cachorro abandonado al que se le notaba el pedigrí, la buena clase, en la calidad del pelo y el grosor de las patas. Cuando aquella mujer le dijo “Perdóname”, Ane no supo qué debía perdonarle exactamente, pero de pronto las imágenes pasadas regresaron: recolocó los ojos de la mujer dentro de los ojos de la mujer, la boca en la boca, las cejas en las cejas, el óvalo del rostro en perfecta coincidencia con el óvalo del rostro. De la reconstrucción surgió aquélla que había sido en tiempos una hija de puta. La gran hija de puta. “La hija de puta por excelencia”, Ane rompió a reír. Nada tenía ya ninguna importancia.

 

17. Digo: “Qué curioso”. Digo: “Qué historia tan fenomenal”. Digo: “Qué cosas tiene la vida”. Digo: “Como fisonomista eres pésima”. Incluso digo: “Qué mágico”. Ane coge su bolso. Me avisa: “Vienen a buscarme”. Pongo buena cara y me despido. Ella me deja sola y yo me pregunto quién la estará esperando dentro de un coche a las tres de la madrugada. Pienso en mis propios triángulos, en mis propias sordideces, frente a la elegancia con que Ane ha desmigado su experiencia. Con menos furia que la que ha empleado para reducir a polvo la piel de los cacahuetes. Sin palabras intestinales, sin relatos de sexo pequeñito, secreciones y salpicaduras. Pienso que ella aprenderá sin hacerse heridas en las yemas de los dedos. Pienso que ella es más libre que yo y por eso todo le duele menos o que todo le duele menos porque es más libre que yo. A lo mejor hoy, dentro de ese coche que me ha dejado adivinar al volante la silueta de una mujer con el pelo a lo garçon, Ane se atreve. Pienso que por ese motivo se conserva etérea y hermosa, con un toque espiritual que no es ajeno al placer de la carne –deshuesada, magra-, y alguien la busca una noche mientras a mí se me aja la envejecida carita de Jeanne Moreau. Tengo los ojos sucios, endurecidos, y me acartono y me cierro por abajo como un molusco muerto que no se puede comer.

 

  

Escrito en Lecturas Turia por Marta Sanz

22 de mayo de 2018

La ambición, el reto, el cortejo de lo difícil, la seducción del límite no son valores abundantes en esta o cualquier otra literatura. El mercado favorece los productos sencillos, de entretenimiento, cómodos aun ejecutados diestra, profesionalmente. Marina Perezagua (Sevilla, 1978), sin embargo, escogió desde el principio una senda propia, escarpada, ya demostrada en sus dos volúmenes de cuentos (Criaturas abisales y Leche) y ahora llevada al máximo en su novela Yoro, publicada como los libros anteriores en un sello pequeño y artesanal, que es, sin duda, lo que más conviene, sobre todo en sus inicios, a una obra como esta.

            La novela parte de lo que ya daba pie al primer relato de Leche, Little Boy: como es sabido, el apodo de la bomba atómica que el 6 de agosto de 1945 destruyó en una explosión sin precedentes la ciudad japonesa de Hiroshima. Aquí es también implosión, y una de las virtudes de la narración es el correlato constante entre lo externo y lo interno de la narradora, un ser anómalo, vaciado, que se llama a sí misma H, porque una vez alguien le dijo que esta es letra muda en español, y ella cree que su testimonio puede servir a todos los que han sido silenciados.

            El avión Enola Gay abre las puertas de su bodega como una madre las piernas para dar a luz. Se describe muy plásticamente esto, y el impacto sobre la protagonista es tremendo, y sus secuelas: “La hinchazón era tan grande que en aquel momento no podía estar segura, pero todo parecía indicar que la bomba se había ensañado principalmente con mi sexo”. Eso, dentro de la general catástrofe, en la que quienes no perecieron con la deflagración y salieron adelante “no eran muertos vivientes, sino vivos murientes”.

            No hay maniqueísmo ni adscripción de “limpieza de sangre”. Quienes son verdugos son a la vez víctimas, y viceversa, como se desdibujan las fronteras entre las formas de amor y las generaciones, el trascurrir del tiempo y la dilatación del vientre, el subir y el bajar las pirámides de Teotihuacán o las simas minerales de Namibia. Hay muchos escenarios, cuentas de un rosario de andanzas y pesquisas, y no muchos personajes (principalmente, el soldado estadounidense Jim, y H, que se convierte en su amor).

            Leída con espíritu cartesiano, Yoro no es creíble, tiene muchas fallas. Ahora, concedida la suspensión voluntaria de la inverosimilitud de la que habló Coleridge, todo posee una lógica extraña, desasosegante, espectral (especular, también de espejo). Se pueden hallar algunas incoherencias menudas (aunque inicialmente desconociera el nombre del pájaro, ¿por qué se escribe wren y no reyezuelo o carrizo, si es de suponer que la narradora emplea el inglés, que nos llegará traducido?), algún pasaje traído por los pelos (¿por qué la escena de Lyon, más allá de que la autora residiera allí una temporada?), la poca credibilidad de una mujer mayor, casi anciana, moviéndose con agilidad (o sin el realismo de verla tropezar) en lugares inhóspitos, o el cuento de Brigitte… pero sin embargo lo más fantástico, lo deliberadamente imaginario funciona con la precisión de un engranaje de relojería que abarca, en lo temporal, desde la Segunda Guerra Mundial y Birmania, a la República Democrática del Congo de nuestros días.

            Hay pasajes de un gran lirismo (como los agradecimientos enumerados en la pág. 64 y siguientes) en los que sin florituras mas con precisión y exactitud, cualidades de la mejor poesía, tienen una gran capacidad poética, pero todo el libro está lleno de correspondencias, de lo que podríamos llamar rimas de motivos y sucesos que tienen su eco y su presagio en otros. También sobre todo al principio se emplean fórmulas del estilo “más adelante, intentaré explicar” o “por las circunstancias que contaré más adelante”, que prenden el interés en el lector como en ese juez silente para el que H desgrana la historia.    

        Capítulos que siguen los nueve meses de un peculiar embarazo, más el inicial “Gravidez cero” y el concluyente “Alumbramiento”, van singlando ese mar o placenta de la novela (“Séptimo mes. Número irracional” supone un giro brusco y quizá innecesario). La identidad sexual o falta de la misma, las grandes injusticias y las penalidades infligidas lo mismo sobre unos que sobre otros (orientales, occidentales, africanos), los deseos que no se pueden colmar, los sentimientos fantasmas… de todo esto está hecho Yoro. Y de la soledad radical: “Hoy hablan de minorías. Me río yo de la inclusión de las minorías. La verdadera marginalidad es la que siente el que no tiene acceso ni siquiera a un grupo minoritario.” Sobre el mismo tema de la soledad hay algún otro pensamiento complementario: “Es curioso cómo una cree que se acostumbra a no tomar en consideración los juicios ajenos, las críticas de la mayoría y, sin embargo, qué agradable resulta sentirse dentro de esa mayoría las pocas veces que te dejan sentir que encajas en ella.”          

     Yoro, relato hipnótico, epopeya íntima de una quest de la niña arrebatada que es un poco The Searchers/Centauros del desierto (con esa hibridez, aquí androginia, de la versión española), está muy cerca de ser una obra maestra. Quizá la separe de ello, por falta de foco en la atención, lo mucho que quiere contener, que alcanza hasta la denuncia del maltrato a los animales,de las políticas de las Naciones Unidas, “esa puta de mil vaginas abiertas permanentemente a la Casa Blanca”, o de la persecución hasta clandestina de los esquilmados recursos del planeta (qué gran bucle el de las finales minas de uranio que enlazan con la bomba lanzada al principio de la acción, ese singular espermatozoide que fecunda, aun en su monstruosidad, la novela). Pero Yoro es una obra que sin contemplaciones sacude, pincha, revuelve, mete los dedos en los ojos, saca las tripas, hace pensar y, sobre todo, despliega una mente, la de la autora, que piensa y pisa regiones infrecuentes y lo hace con una escritura potente, eficaz, admirable que hurga, sobreponiéndose, en la tristeza. Aunque esta, ya se sabe –escribe Marina Perezagua– sea un árbol de hoja perenne.- ANTONIO RIVERO TARAVILLO.

 

 

Marina Perezagua, Yoro, Barcelona, Los libros del lince, 2015.

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Rivero Taravillo

22 de mayo de 2018

Sucedió todo lo contrario: que llegó agosto. Y tu primer día de vacaciones, tan anheladas. Y por la tarde, al volver a tu apartamento de guionista soltero cargado con las bolsas de provisiones, para llenar la nevera, zas, te tropiezas en la entrada con un parapeto formado por un coche patrulla de la policía nacio­nal, un camión de bomberos con su panel de luces chisporroteantes que salpican la fachada de rojo sangre y una am­bu­lan­cia aparcada en doble fila, que obstaculiza el paso. Un cónclave de vecinos y curiosos arremolinados en la calzada, for­mando un gabinete de crisis, cuchichean en actitud cons­pi­ra­to­ria. Y nada más verte, el portero que te asalta:

–Se llevan a una vecina, la del 6º F.

–¿Y eso?

–Era mayor. Vivía sola. Ha fallecido.

–Ah.

–Fue hace unos cuantos días. Seis o siete por lo menos. Al menos una semana, quizá más. Aquí las fuerzas de seguridad del estado han tenido que intervenir y forzar la cerradura para levantar el cadáver.

–A lo mejor convendría hacerle un torniquete –interrumpe una vecina despeinada, con voz de alcoba–. Por probar…

­–Un fatal desenlace –zanja el portero, sin inmutarse–. El cuerpo ya había entrado en des-com-­po-­si-­ción. –Se da una serie de golpecitos nerviosos con el índice en la punta de la nariz, a modo de tamborileo, para subrayar las pausas–. Por eso el olor.

–La mano de Dios –exclama uno de camisa de selva–. Ya podía haber elegido otro momento para morirse, qué inoportuna. Con tal de que esto no nos arruine las vacaciones. Lo que nos faltaba. Qué culpa tendremos nosotros.

–Ninguna –aclara la mujer del torniquete.

–A ver si ahora va a pasarnos algo o algo. –El de la camisa de selva.

Las asas de las bolsas se te clavan en las palmas, dejando surcos rojizos. Nadie te impide que te abras paso entre los murmullos, con tus bolsas del súper. Las láminas de vidrio abatibles de la puerta del portal están abiertas, inclinadas en diferentes ángulos, para facilitar el tránsito del aire y la ventilación del edificio. En el suelo se dibujan arabescos de serrín, de caprichosos diseños. Pisas esa arena crujiente mientras avanzas por el vestíbulo en dirección a tu apartamento, y entonces te agrede un tufo nausea­bun­do y lácteo, gas­tro­in­tes­tinal, como de cuajada rancia.

 

 

¿Así moriremos todos un día? ¿Muertos de tedio o de una parada cardiovascular, sin asistencia, el día en que nos falle la conexión telemática? ¿Solitarios en nuestros cubiles, hasta que la edad nos empuje hasta el límite y al final la fetidez nos delate una semana más tarde? ¿Seremos eso, un pequeño espectáculo in­vo­lun­ta­rio ofrendado al aburrimiento de los vecinos, un racimo de chismosos al atardecer, en plena calle, antes de preparar la cena, algo liviano para distraer el diente, con abrir unas latas de conserva basta, que con semejante calor a quién le apetece encerrarse en la cocina? Seremos nada, un suelto del periódico en la sección local, una cifra para engordar la estadística de ancianos fallecidos durante el verano o ni siquiera eso, una anécdota para mojar pan al día siguiente con los amigos, durante el vermut del mediodía, entre dos chapuzones en la piscina.

–¿Sabes? Ayer en­con­tra­ron muerta a una vieja de mi edificio. El fiambre llevaba allí lo menos una semana. Menuda peste. Casi vomito.

–¡Puaj! ¿Más mejillones?

Mejor no pensar en ello. Después los vivos provisionales seguiremos con nuestros juegos al aire libre, secándonos el pelo con la toalla, sol en la piel de los hombros, gotas de luz en las pestañas, ojos guiñados debido al escozor del cloro y al latido menta del césped, sobre la hoguera de agosto y la anarquía de los críos persiguiéndose con pistolas de agua bajo el chorro de las duchas, ¡ya verás cuando te agarre, acusica!, mientras los planetas se alinean en sus nuevas órbitas y nosotros soñamos planes para esta noche, siempre a la cacería de placeres culpables (todo placer digno de tal nombre lo es), a ver si hay suerte y se levanta brisa y refresca.

–¿Te marchas ya? ¿Qué prisa tienes? Si está a punto de aparecer De Michelis.

Nos frotaremos con loción el cuerpo, hay tiempo. Pala­dea­re­mos una segunda ronda de cervezas, hmmm, todavía más espumosas y heladas que las anteriores, yo invito. Las cervezas siempre son jóvenes. Será gozoso aferrarse, para mantener cierta cordura, al asa de la jarra. Eso nos pondrá de buen humor. Aguardaremos expectantes, con los bañadores pesados e hinchados por la humedad del agua, la promesa de la noche que, lo anticipamos ya, olerá a rímel. Nos acordaremos, cualquiera sabe por qué asociación de ideas, de aquella película lejana en que una novelista bisexual asesinaba a sus amantes con un picahielo, chac chac, uno tras otro, mantis religiosa, imitando la trama de sus propios libros. ¿Por qué los socorristas llamarán, a la piscina, «lámina de agua»? ¿No os encanta esa expresión, «lámina de agua»? A mí sí. Dis­cu­ti­re­mos sobre la po­si­bi­lidad de con­quis­tar (o no), y cómo, el corazón antílope de las mu­chachas, de una muchacha. Una novia sonriente que nos dará los buenos días mientras desayuna con una huella de bigote de espuma. Char­la­re­mos de esto y de lo otro. Ol­vi­da­re­mos el in­ci­dente, será como si nunca hubiese ocu­rri­do. ¿Qué incidente? ¿Quién?

–¿Quién se apunta a otra jarra de sangría?

 

 

Nubes como cromosomas. El cielo alto y torcido. Este cielo da la impresión de que lo han obtenido retorciendo un trapo añil hasta chorrear la pintura. Después, para disimular un poco las calvas, han repintado con brocha insuficiente los costados, aquí y allá, a bulto, sin fe ni calidez, a base de escobazos de purpurina. La distribución no ha quedado uniforme. Deja mucho que desear. Escasez de materiales.

Alguien.

Un día.

Alguien un día romperá las tiras policiales amarillas y negras que precintan por orden judicial la entrada al 6º F. Alguien iluminará con una linterna esa cámara funeraria, hollará el corazón de la tiniebla protegido con guantes de látex y escafandra quirúrgica como de apicultor, botas altas de po­cero, y lo rociará todo con una bruma perfumada de des­con­ta­mi­nante químico, que irritará los ojos. Alguien vaciará los armarios y volcará el contenido entero de los ca­jo­nes sobre la alfombra (¿para qué acumularía esta mujer cinco pares de gafas en sus estuches, todas idénticas?), alguien dis­tri­buirá la casa en bolsas, revolverá sin pudor entre su ropa íntima, descolgará sus lám­pa­ras, relojes, espejos y visillos, dejando rebordes vacíos en las paredes y fantasmas de mobiliario, de­sa­tor­nillará sus apliques, des­cla­vará el crucifijo del dormitorio y Cristo será expulsado de la vi­vie­nda. Alguien des­mon­ta­rá la mesilla de noche con su dentadura postiza en el vaso de agua, muerta de risa.

El cuarto de baño con su tulipa temblona, lleno de geles, lociones y linimentos alineados por orden de altura en la repisa. Un frasquito de mermelada reutilizado para guardar monedas o un pegote duro de cera depilatoria. Alguien mal­ven­derá sus despojos, triturará sus pas­to­res de porcelana decorativos, apar­tará de un ma­no­tazo del apa­ra­dor sus portarretratos con fotos (amigas del internado, una excur­sión al zoológico, un cani­che rosa recortado de una revista), sus cuatro muebles de colores célibes se re­par­tirán entre so­brinos gaseosos o se donarán sin su con­sen­ti­miento a una ong o serán arrojados al fondo de un con­te­nedor, allá van, entre escombros y neumáticos pin­chados.

Fuera, todo fuera. A la calle con todo. Se parecerá mucho a un robo, a una profanación de morada, a un exorcismo antisatánico. Alguien retirará del frigorífico los restos de comida momificada de su último almuerzo, carne mechada y puré seco. Sus cartones de leche sin caducar se verterán por el fregadero, correrán alegremente por las cañe­rías en una celebración del derroche e irán a parar a la red de al­can­ta­ri­llado. Alguien des­montará su cama, troceará su ca­be­ce­ro em­pe­ri­fo­llado con volutas versallescas, desnudará su somier. A la vista de todo el mundo, en lenta procesión por los rellanos del edificio, para no perder detalle, se exhibirá su colchón de muelles, el de­sorden de su carne, con su impúdica orografía de zumos íntimos y mapamundi de insomnios. Alguien apartará un pelo de un cojín, que le tocó en un sorteo.

De una percha colgará un vestido de volantes nuevo, reservado para alguna ocasión especial, aún con la etiqueta puesta, que no llegó a estrenar, para no estropearlo.

De manera simultánea, los engranajes ad­mi­nis­trativos pondrán en funciona­mien­to su sistema de ruedas dentadas con total eficacia y pun­tualidad de mecanismo bien lubricado. A una señal, se activarán las antenas y vibrarán las pinzas, que irán trasladando la información de departamento en departamento. Los datos serán actualizados sin margen de error. Alguien tendrá que ocuparse de todo el papeleo buro­crá­tico de ne­go­ciar la baja de los con­tratos con las compañías su­mi­nis­tra­doras de electricidad y agua. Se anularán las do­mi­ci­lia­ciones bancarias. Se des­co­nectará su línea telefónica; a partir de ahora, cada vez que alguien marque por equivocación, saltará el mensaje automático de una voz robotizada: «El teléfono al que usted llama no está operativo. El teléfono al que usted llama no está operativo. El teléfono al que ust…», seguido de un pitido formidable, seguido de una pachanga latina de estribillo pe­ga­di­zo, compuesta para las pistas de baile y las verbenas veraniegas de los pueblos en fiesta –azúcar quemado, castillos de fuegos ar­ti­fi­cia­les–, en bucle, sin co­mienzo ni fin. Can­ce­larán su cartilla de ahorros, con su mínimo saldo que se in­ver­tirá en sufragar la propia comisión de cierre: todo en orden. En lo que a nosotros respecta, usted nunca ha existido. Se procederá a la li­qui­da­ción in­me­dia­ta de su plan de pensiones privado, si lo hubiera, con la firma aseguradora. En los registros del universo se di­fu­mi­na­rá su nombre, se perderá para siempre. Desaparecerá la tarjeta del casillero de su buzón con su caligrafía elemental y en su lugar se abrirá un rectángulo negro y vacío, festoneado de polvo, feo de mirar.

 

 

Con el paso de los días, el hedor a cadaverina del des­can­sillo se irá en­frian­do hora tras hora a golpe de ozonopino hasta disiparse del todo o confundirse con otros efluvios más mundanos de las zonas co­mu­nes, de tabaco afrutado o guisos. Vendrán bar­bu­dos de frac, castigados por la vida, san­guíneos, con un pin­ga­nillo en la oreja, hablan­do a gritos y repartiendo trípticos de pro­pa­ganda –que también sirven como abanicos–, en re­pre­sen­ta­ción de la empresa funeraria que la incinerará, un lunes a primera hora de la ma­ña­na, sin tes­tigos. Hay quien vive de la muerte ajena y prospera con la desdicha del prójimo. Unos cuantos forzudos arran­ca­rán a tirones el empapelado color orín de las paredes del 6º F, sanearán lo que haya que sanear, adecentarán la gri­fe­ría, las llaves de paso, sellarán las junturas con un inyector de silicona a presión marca kopacsa, reiniciarán los contadores de consumo para ponerlos a cero, ve­ri­fi­carán los elec­tro­do­mésticos, coloca­rán un aparato de aire acon­di­cio­nado monumental con capacidad de 3.000 frigorías, y el piso de la muerta sin nombre del 6º F, con una capa todavía fresca de titanlux, quedará como nuevo, claro y alegre. Será un ejemplo de remo­de­la­ción realiza­da con buen gusto, primeras calidades y presupuesto ajustado. Solo per­manecerá sin resolver, ay, el enigma de ese in­te­rrup­tor del pasillo, a media altura, que no en­cien­de ni apaga nada ni se sabe qué función cumple. Del balcón penderá un letrero: «Se alquila». Co­men­za­rán a visitarlo estu­dian­tes, alguna pareja joven de enamorados, fianza de tres meses y nómina, ofertas y con­traofertas con la agencia inmobiliaria.

Y entonces.

Un camión de mudanzas frenará junto a la acera. Se armará el consabido alboroto de curiosos, con el portero capitaneando el comité de bienvenida, entusiasmado. Saldrá de su garita dotada de monitores de vigilancia con nieve sucia en las pantallas. Descenderán bultos, tresillos, una lámpara de pie. Cajas con libros.

Alguien comentará:

–¿Te has fijado en los nuevos? Parecen simpáticos, ¿verdad?

–Mucho.

Nada más instalarse, los nuevos organizarán una fiesta a la que nos invitarán a todos. Habrá música y tequila y bandejas de comida tex-mex. Un ambiente lunar, con muchas velas. El placer de tonificarse bajo la brisa melódica del aire acondicionado, ah, qué bien se está aquí. Sin apenas darnos cuenta, en mitad del salón, nos quedaremos un momento pensativos, ausentes. En ese instante alguien nos pellizcará el codo y nos preguntará: «¿En qué piensas?». Y nosostros nos encogeremos de hombros, sin saber qué responder.

Mejor no pensar en ello. Alguien iniciará una conversación, pero se callará en seguida. La frase quedará a medias, en suspenso. Comenzará a sonar una música de rap violento, que se interrumpirá de golpe tras las primeras notas. Habrá un atisbo de baile, apenas unos pasos insinuados, sin desarrollo. Nada. Se irá la luz. Vendrá la luz. Otro propondrá salir a, cenar en, reunirnos con. O mejor, en lugar de eso también podríamos… Alguien estará a punto de sufrir una angina de pecho. Un hombre hará ademán de sentarse, pero no llegará a la silla y se quedará indeciso en esa postura ridícula, sin completar el movimiento, con el culo en el aire, a unos pocos centímetros del asiento. Después disimulará lo mejor que pueda, se irá al otro extremo del cuarto, él solo, a rumiar en un rincón, masticando chicle, y hará como si no pasase nada. Lo cual, en cierto sentido, empeorará su incomodidad y la de todos nosotros.

Alguien (¿quizá tú mismo?) propondrá un brindis y brindaremos todos, a la salud de no sé quién. Cada brindis nuestro supondrá una paletada de tierra más en su cara. Nadie la mencionará en los discursos. Ni rastro. Será una partícula de polvo suspendida en la biografía compacta del edificio, nuestro edificio. Esa an­cia­na de pelo blanco en forma de bulbo. Que un día habría sido una muchacha reidora con su vestido amarillo, despeinada entre sus primas, junto a los pinos, feliz como un golpe de viento. Con una alegría de ardilla viva entre las manos. Pasimisí, pasimisá. Y ahora. Olor a cuajada rancia. Al menos una semana, quizá más. Parada cardiovascular. Desconexión telemática

–¿Te marchas? ¿Qué prisa tienes? Si ahora empieza lo mejor. De un momento a otro aparecerá De Michelis, ya verás, ya, cuando llegue.

Su vida. Sus penas y alegrías. La frugalidad de su cena consistente en un huevo duro y un par de nueces. Su paciencia al atender a los comerciales del Círculo de Lectores que insisten en venderle algo a las cuatro de la tarde, encima del felpudo, con el pie haciendo cuña para impedir que cerrase la puerta, no sea usted así, mujer, no deje pasar esta oportunidad única. Todavía escucha el eco de sus voces en la escalera, una vez cerrada la puerta: «Si domicilia los pagos con su nómina o pensión, le regalamos una cubertería». Sus veraneos algo anticuados, como de otro siglo, de paseo en barca de remos y parasol, con soles moribundos y gracia lenta de velo­cí­pe­do. El aroma oscuro del magnolio y el latido de su corazón verde. El gran baile del Casino, tan iluminado que parece arder. Chorros de fuego por las ventanas, y todos tan elegantes, tan guapos. Subidas y bajadas a la sierra, oscilaciones en el precio del crudo, tambores de guerra a lo lejos, no olvides llevarte una chaquetita, por si refresca luego. Sus visitas regulares al peluquero, al otorrino, al oftalmólogo (cinco pares de gafas, todas idénticas). Sus citas en el hospital, inyecciones de heparina para evitar los coágulos de sangre, infiltraciones de corticoides para la osteoartrosis de cadera, ¿tengo algo malo, doctor?, nada, que el líquido sinovial pierde ácido hialurónico, ah bueno, siendo así.

Tan joven, tan crédula. Nunca supo el signficado de las siglas n.a.t.o. Se llevó un disgusto el día en que se enteró de que el cuerpo humano no es perfectamente simétrico. Hay ligeros desajustes entre la mitad derecha y la izquierda, un hombro un poco más alto, un brazo algo más largo que el otro, los ojos desnivelados, nada es perfecto, lástima, qué decepción.

De vez en cuando, una excursión en grupo a la nieve. El tren asciende entre vacas de sombra. El aire pálido de la sierra, las casitas puntiagudas de madera o piedra, con tejados de tela asfáltica. La pequeña estación de esquí, con su aire alpino de aldea suiza. Restos de nieve en los parques, aquí y allá, como pizarras mal borradas. La comida contundente, servida en cuencos de arcilla. Un mundo pausado de funiculares, chimeneas encendidas y ventisqueros. El regreso a la ciudad, al anochecer, en el último tren del domingo, entre una multitud somnolienta. Bostezos, toses, susurros. Viajeros derrengados, tirados en el suelo de cualquier manera, hechos ovillos, una dulce muchacha con hipo, sentada en las rodillas de su novio, enlazada a él, un gigante enfrente, roncando entre sobresaltos que le hacen rodar la cabeza por la ventanilla… La humanidad cabizbaja de regreso a sus pupitres, oficinas y colas del paro. La luz cambia y se derrite. Afuera, el paisaje prosigue su monólogo.

Sus días trans­cu­rri­dos en la penumbra, ca­lla­da­mente, acci­den­tal­mente, de pun­ti­llas, sin mo­les­tar a nadie ni meter ruido, con pinchazos en la rótula y diarreas, cualquiera sabe, la digestión siempre alterada por culpa de los nervios, acidez de estómago, colon irritable, molestias en la vesícula, un peso justo aquí en el costado, como plomo, doctor, serán gases, secretos inconfesables en la soledad alicatada del inodoro, regar las plantas de la terraza con un pul­verizador, pff pff, este geranio está mustio, pff pff, qué hojas tan tiesas, tender y des­ten­der los delan­ta­les, el dedo flamígero del sol abrasando las baldosas, ¿qué hora es?, sentarse sin com­pa­ñía en el sofá los sábados por la tarde a con­tem­plar los con­cursos gastronómicos de la tele o el show de los Picapiedra, quedarse atónita mirando al techo con el mando a distancia en la mano, distraída, la mente en blanco, durante mucho rato, media hora o más, hablar consigo misma, alguna risita por lo bajo de vez en cuando, ella sola en su comedor, acor­dán­dose de aquello tan divertido que sucedió aquella vez.

–¿Te lo dije o no te lo dije?

–Claro que me lo dijiste. Qué confusión tan cómica aquella.

¿El sentido de la vida? ¿La luz al final del túnel? Uno discurre su vida al lado de figurantes. Caminamos en círculos. Entramos y salimos de quirófanos, con nuestro bordado de sangre en punto de cruz y una canción en los labios. Cierras los ojos y ves un conjunto movedizo de fosfenos amarillos estallando en el interior de tus párpados. El nervio óptico conecta la retina con la bóveda craneal, donde las imágenes se precipitan en una especie de danza subacuática y nutren la vida del espíritu. ¿Y ella? ¿Te observaría a ti alguna vez? ¿Sabría de tu existencia de guionista soltero? ¿Te soñaría, solo en tu apartamento simétrico al suyo, pared con pared, mientras escribes o corriges guiones de fantasía épica para la productora (guerreros, dragones, princesas, elfos, licántropos), despierto o dormido, igual que ahora la estás soñado tú a ella?

Te preguntas con qué moraleja se pueden rematar estas páginas, si ni siquiera recuerdas su cara. Ni tampoco su voz. Ni su figura. Nada, imposible. Por más es­fuerzos que haces, no hay per­so­naje. Ni historia que valga. No hay trama. Ningún giro im­previsto. Ningún arco emo­cional ni epifanía trans­formadora. Su vida no daría ni para el episodio piloto de una miniserie de madrugada. No hay nada, nadie. Un holo­gra­ma mudo. El silencio abovedado de una energía ciega. Una in­te­rro­ga­ción sin respuesta. Tu boca se mueve por voluntad propia sin emitir sonido alguno. Las hileras de letras brotan y desaparecen solas de la pantalla de tu ordenador. Nadie está escribiendo esto.

Odias los finales abiertos.

Era casi nada, todo el rato. Ella. El murmullo de la cisterna al vaciarse, el chirrido de los tenedores al chocar contra el plato de loza, un poco de tos, medio estornudo. Poco más. Su muer­te no ha en­tris­te­cido a nadie, no ha interrumpido nada, no ha ensombrecido –tranquilícese, señor de camisa de selva– el sol del verano. Importa ser feliz, ser des­gra­cia­do, al menos un rato cada día.

La vida no era buena ni mala, era imposible, un jeroglífico hecho todo de semanas, renovación de papeles, alergias, cortes de digestión, razones equivocadas para vivir o morir, muestras de orina, sensatez a destiempo. Pero sobre todo la vida era antihigiénica, Dios nos asista, qué cantidad de gérmenes, cuántas bacterias, polución, cualquier cosa que toques está forrada de porquería, rebosante de mocos y pelo, una ola de inmundicia recubre todo el planeta, de los polos al desierto, cercos de grasa, podredumbre, churretes por todos lados, imposible limpiarlo todo, de nada sirve frotar: nada, que no sale.

Ella. Era morena. Era rubia. O sería una de esas criaturas miopes de las que después alguien comenta:

–Sinnombre no era guapa, porque no era guapa, pero tenía un pelo.

Nunca la co­no­ci­mos. Ni nos interesó co­no­cer­la. Y ahora es tarde. Nos roza­ría­mos con ella por casualidad, al­gu­na vez, su­pon­go que sí, es inevitable al vivir en comunidad, en el instante de entrar o salir de los espejos de acuario del ascensor. Buenos días, buenos días. El pa­ra­guas en la mano, empuñado con diligencia por unas falanges es­tre­chas, la muñeca esquelética emer­gien­do de un puñito de encaje, la boca dramática, el pegote de carmín mal repartido (daban ganas de sacar una torunda de algodón y despintarla), ella no sospecha aún lo que sucederá poco después con su vivienda, con su vida, tirarlo todo a la alcantarilla, mucha repostería sobrante, crema pastelera, tarta de San Marcos, bocaditos de nata, dulces de malvavisco, todo fuera, lejos, roto, más de una semana muerta apestosa y los dos solos en el ascensor, tú y ella, durante un minuto cromado, un tintineo de llaves, tenía un pelo, ha sido la mano de Dios, pasimisí pasimisá, parece que va a llover, el tiempo se ha vuelto loco de repente, ya no sabe una ni qué ponerse para atinar, desde luego, diga usted que sí. Las pestañas bajas, por timidez y decoro social. Esa brizna final de coquetería, mientras cae el telón, que es lo último que pierde la calavera humana antes de instalarse en el columbario.

No hay mucho más que aña­dir. Solo cabe rendirse ante la ma­te­ria­li­dad de los hechos, a su carnalidad cruda. Es locura pre­ten­der que algún día la hu­ma­ni­dad se sacuda de encima la in­diferencia, igual que el león su melena.

No.

De madrugada, la voz de nuestro anfitrión se elevará alegre sobre el estruendo festivo y los vasos de cartón volcados:

–¿Alguien quiere más muerte? Queda más muerte en la cocina. En el frigorífico, en las bandejas. Id y serviros, si queréis. Con toda confianza. Tenemos muerte de sobra.

Si nada lo impide, el bo­chor­no remitirá poco a poco y nos concederá una tregua. No tardarán mucho en acortarse los días y en alargarse las sombras. Aparecerá una nube oscura en el ho­ri­zonte. Dos nubes. Se apagará el oro de los insectos.

–¿Te marchas ya? ¿Qué prisa tienes? Si te quedas un poco más te presentaré a De Michelis. Está deseando conocerte.

En algún lugar se celebrará una fiesta y tú no habrás sido invitado. En algún lugar alguien bailará, festejará un empleo o su despedida de soltero, sonará un timbrazo a deshoras. La hierba de los días será segada bajo tus pies. Con toda probabilidad llegará septiembre, calzado con sus botas manchadas de matar animales lentos. Luego llegará octubre con su olor incestuoso de dinero manoseado y muestrario de guantes. Llegará noviembre, y será una puerta abierta al misterio del océano, plateado de redes de pesca. Llegará diciembre y será una partida de ajedrez disputada en un gimnasio. A lo lejos despuntará enero como una cabina telefónica en el medio del desierto.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Tizón

22 de mayo de 2018

Mi madre decía que la novela que más le gustaba era una que daban por la dos, todos los días, después de comer. Iba de un rey con muy mal carácter (muy levantisco, decía ella), que recorría sus posesiones sembrando maldades a diestro y siniestro y asesinando a todos sus enemigos. Estaba casado con muchas mujeres, aunque no hacía caso a ninguna nada más que para Eso, con mayúsculas (aquí mi madre me miraba cómplice, y yo no podía evitar bajar los ojos, como cuando era pequeño),  y el resultado era que estaba cargado de hijos que se le iban de casa enseguida. El rey era africano, pero no negro, (esto parecía importarle mucho) y tenía un pelazo igualito, igualito al de tu padre cuando era joven.

Yo la escuchaba como siempre, pensando en otras cosas, con la cabeza fuera de ese salón pequeño, invadido de muebles, medicinas y fotos y presidido por una televisión prehistórica. Parecía mentira que allí hubiéramos pasado tardes enteras los cinco hermanos.

Como yo seguía soltero, era el que más iba a verla, y el que mantenía un poco el orden, por eso cuando mi madre murió por una complicación de la anestesia durante la operación de cataratas, me tocó a mí abrir armarios y vaciar cajones antes de poner la casa en venta.

Mi madre guardaba todo: nuestros boletines de notas, estampas de la Virgen, recortes de periódicos donde aparecían fotos de gente que se nos parecía mucho, facturas, recibos...Agobiado, pedí ayuda a mis hermanos y acordamos quedar después de comer para repartir todo y tirar lo que no sirviera.

No recuerdo quién de ellos apretó el botón del mando a distancia ni quién apuntó que a esa hora daban la novela que a ella le gustaba tanto. Solo sé que acabamos sentados en el viejo sofá, como antes, y dejamos que una tristeza empañada de perplejidad fuera ganando espacio al cansancio, mientras contemplábamos las primeras imágenes.

Cuando empezaron los anuncios, la pequeña llevaba llorando hacía más de diez minutos, el mayor tenía  los puños apretados, en un gesto que tanto podía ser de ira como de remordimiento,  y los otros dos miraban fascinados la pantalla como si hubieran sido testigos de una súbita revelación.

Solo yo permanecía sereno, tal vez porque era el que más visitaba a mamá, si no el único, el que conocía sus manías, sus despistes, su discurso repetitivo y sin sentido que solo se interrumpía para preguntar por los nietos.

Solo yo había sido destinatario de sus confidencias, de su pérdida paulatina de visión, solo yo, en definitiva podía no avergonzarme y sobre todo no extrañarme de que mamá tuviera toda la razón del mundo. Su novela daba cien mil vueltas a cualquier libro que yo hubiera leído. Tenía sangre, pasión, muerte, persecuciones y vida más allá de lo imaginable.

Pero hacía falta tener sus ojos para comprender que en la dos, después de comer, un rey africano, pero no negro, devoraba a sus enemigos y tenía un pelazo, igualito, igualito  al de mi padre cuando era joven.  Y vivía más allá de la soledad y la pérdida, en los lejanos desiertos del Serengueti, donde habita el olvido y crece como hiedra la inapelable crueldad de la desmemoria.

 

PRONOMBRES INTERROGATIVOS

 

Nuestra primera vez fue un fracaso. Tú no sabías dónde ni yo cómo, así que nos entró la risa y nos fuimos cada uno por su lado sin saber por qué.

Con el tiempo y mucha práctica, ya solo tenías que enarcar las cejas preguntando cuándo,  para que a mí dejara de preocuparme quién.

Pero como siempre, después de las preguntas, empezaron a bombardearnos las respuestas, los relativos, los posesivos o lo numeral. Y lo tuyo y lo mío, ella y él, este o aquella, alguno, poco, mucho o demasiado cayeron sobre nosotros con sus letras picudas.

Cuando ya no quedó nadie ni nada, volvimos a mirarnos, más aturdidos que excitados, y  tú dijiste venga, y yo dije, vamos, y todo volvió a conjugarse de nuevo.

Así estamos desde entonces, entregados el uno al otro (por y para, no obstante y sin, sobre y tras) escondiéndonos de la norma en los quicios oxidados de la puta gramática. 

 

 

TWITTER TUUS

 

Como no sabía a quién seguir, pedí una solicitud de amistad al Papa. Me respondió él mismo, en persona, supongo que desde  el  ordenador que está en ese salón con vistas impresionantes a la plaza de San Pedro, donde vive, y me dijo que me aceptaba encantado. Animado por tan buen principio, comencé a leer su twitter a todas horas. Menudo tío. Vaya frases, vaya estilo, aunque a veces no entendía mucho, porque escribía así, como antiguo. Algunas cosas me sonaban de cuando pequeño, lo de amaos los unos a los  otros, y lo de honrarás a tu padre y a tu madre, por ejemplo, pero quién no se repite. No había día que no escribiera un pensamiento magnífico, y sin pasarse de caracteres. La vanidad no solo nos aleja de Dios, sino que nos hace ridículos. O la corrupción es el cáncer de la sociedad. Toma castaña. Con sus puntos, sus comas, sus mayúsculas. Un tío. A fuerza de seguirle de la mañana a la noche, me hice amigo suyo, pero de los de verdad, de los de retuitear y compartir, y dar al me gusta como loco. No había foto que subiera en que yo no pusiera algún comentario. Que luego dijeran que si estaban subidos de tono, ahí ya no entro. Que si bloqueé la cuenta con mis mensajes y no debía haber enviado todas mis fotos, eso es ya otra cosa. Para pesados ellos, y para mentirosos. Ahora resulta que no era el papa el que escribía los mensajes, sino una monja de clausura al cargo de las redes sociales. Una monja. Y encima negra, imagino, para más inri. O aceitunada, o vete tú a saber de qué país extraño de esos que aún no hemos evangelizado. Así que he dejado de seguirle. Qué desengaño; pero la mancha de una mora con otra mora se quita. Ahora he pedido amistad a otro tío. Es mucho más joven, más guapo y desde luego mucho más moderno que el Papa. Al menos eso parece en las fotos. Se llama Che Guevara y escribe unas frases magníficas. Prefiero morir de pie a vivir arrodillado, dice el tío. Aún no me ha contestado, pero no creo que tarde en hacerlo.

 

 

 

HIPÓLITA

 

Vuelven a dejarlos debajo de sus camas, con mimo, también con un poco de miedo, como si fueran fragmentos de cristal. No os fiéis, dice la reina, no son tan frágiles. Si no estuvieran atados, se comportarían como los demás. Todas obedecen, salvo la pequeña, a la que la sacerdotisa cortará un pecho mañana, para que pueda apoyar mejor el arco. Es la ceremonia que todas están esperando desde niñas. Ella, no. Ella aguarda impaciente que él se desate y salga de debajo de su cama para cumplir su promesa. Artemisa no puede castigar un amor así.

En la penumbra, Hipólita reza para que esta vez nazca una niña. Ya llevan muchas lunas tirando material defectuoso.

 

DON JUAN

 

Y ha habido años en que don Juan se levanta y se lleva un susto de muerte, con tanto imbécil suelto y tanta calabaza y máscara de plástico (los primeras veces pensó que eran reales) y ya no le quedan ganas ni de cenas ni de corregidores ni de apartadas orillas siquiera, y sin pasarse por la hostería del laurel, y esquivando vómitos y botellones, se vuelve pian pianito a su tumba, maldiciendo este siglo que se le está haciendo tan largo.

 

TARDES DE NOVIEMBRE

 

Castilla en noviembre da para lo que da, un curso de dibujo en la sala heladora de la casa de cultura, con las mismas compañeras del curso de repostería y corte y confección, y casi iguales que las del taller literario. A este vamos menos, será porque la chiquita (siempre son chiquitas) que viene de la capital cada tarde y se vuelve por la noche rodeada de niebla, se empeña en que escribamos lo que ella dice y no nos deja leer las poesías tan bonitas que tenemos ya escritas, y que tienen tanto éxito en las fiestas de la Virgen, en ese mes de agosto que queda aún tan lejos. Yo creo que se va cada día más desanimada, pobrecita, entre tanto viejo y tanto romance que le debe de sonar a chino. Empeño le pone, eso sí, y cada miércoles (el  año  pasado fue los jueves) viene cargada de fotocopias y nos hace leer, como en la escuela, y levantamos tanta algarabía que alguna vez nos manda callar don Francisco, el párroco, que está en la sala de al lado, con los restauradores que también vienen solo un día a la semana. A las de pintura nos tiene dicho que pasemos a echar una mano, que hay un cuadro pequeñito que bien podríamos ir restaurando nosotras. No sé. Ya veremos.

Castilla en noviembre da para lo que da. Un paseo muy corto para bajar los dulces de los santos antes de la visita de la médica, que viene siempre a echarnos la bronca, una vez por semana. A ver qué paseo quiere si aquí enseguida se echa la tarde encima y la noche ni te cuento. También da para quedarse en casa, tras los visillos, arropada con la falda del brasero y ver una novela tras otra, eso si no ha nevado arriba, y no se va la luz, lo que sucede a menudo.  Entonces te puede dar por pensar y eso es malo. Estarse mano sobre mano es pasto para el demonio. Lo mejor es entretenerse como sea, alargar las tareas. Irse cada dos por tres a la tienda como si se te hubiera olvidado algo, un pimiento verde, dos tomates, una lata para la cena...poner un puchero en el fuego, apuntarse a todo lo de la casa de la cultura, ir renqueando a la consulta, dejar pasar las horas.

Si no, te da por los malos pensamientos y es un no parar. Un runrún que se te mete dentro y ya no puedes pensar con calma. En noviembre, por las tardes, te dan ganas no sé, de comerte dos bolsas de floretas, tres huesillos de un golpe, mojados en café, prender fuego a la iglesia, matar a la médica, pintarrajear el retablo, acabar con el marido o la vecina como se hace con los conejos, de un golpe seco y certero.

Pero enseguida llega diciembre. Y adornamos la casa de cultura, y el de dibujo nos manda colorear postales de Navidad, y en manualidades ya vamos por el tercer nacimiento y hasta la del taller literario nos deja recitar esos versos tan bonitos al niño Jesús que nos gustan tanto. Incluso la médica baja la guardia y hace la vista gorda con los turrones.

Diciembre es otra cosa, sí. Vienen los nietos, los hijos, los vecinos que se fueron. La casa se llena de risas y ya no escucho las voces. A lo mejor tienen que ver las pastillas que me tomo. O a lo mejor es que ya nadie pregunta por él y por la zorra de la vecina, tan a gusto los dos en la capital, desde que los pillé en la cama. Al menos eso dicen, porque por aquí no hemos vuelto a ver a ninguno de ellos. Ni falta que hace.

Mientras tanto, es noviembre y Castilla da para lo que da. La falta de luz y el cambio de hora nos afectan mucho, pero no hay que quedarse en casa. Fuera hace mucho frío, pero dentro, sobre todo si se va la luz y no se puede ver la novela, ellos dos empiezan a hablar bajito y a echarme en cara que no los haya enterrado. Se quejan, pobres. Como si la culpa fuera mía y no de ellos, que no supieron entretenerse como dios manda. Mira yo, que para no oírlos, me como dos o tres huesos de santo, y me voy donde la casa de cultura a dibujar o a escribir, según toque. Dentro de nada llegará San Andrés y dejaré de escucharlos pero ahora es noviembre, y  habrá que pasarlo como sea.

 

PALOS DE CIEGO

 

Les hace el lazo con cuidado, para no equivocarse. Siempre han sido muy puntillosas las gemelas. Y muy habladoras. Nunca han sabido guardar un secreto. Con lo fácil que hubiera sido quedarse calladitas y no andar hablando de sus manos de ciego. Sus lazarillos, las llamaba, cuando aún dejaban que se apoyara en ellas para bajar las escaleras. Siguen oliendo bien a pesar de la sangre. Ha sido una pena acabar así. Las gemelas. Tan dulces. Las niñas de sus ojos.

 

FILLING GAPS

 

Se apuntó a la escuela de idiomas para ligar, con la nada secreta esperanza de acabar en la cama de alguna de las esbeltas profesoras de inglés que pasaban como muchachas en flor, dejando un rastro de algo parecido a la modernidad en la húmeda ciudad provinciana. Del inglés, pasó al francés y de este, al italiano, cosechando al mismo tiempo éxitos académicos y fracasos amorosos, sin rendirse jamás. Cuando estaba a punto de terminar alemán y portugués (la profesora de alemán era una valquiria contundente repleta de promesas que no se cumplieron nunca), le llamaron del rectorado para ofrecerle la secretaría de relaciones internacionales,  y él aceptó. Esa noche soñó con mil estudiantes rubias que acudían ruborizadas a pedir su ayuda y se despertó embriagado de sudor y posibilidades. Como era muy buen gestor y no molestaba mucho, fue escalando posiciones de forma inversamente proporcional a sus conquistas. Un año se convirtió en vicerrector, y al siguiente le llamaron del ministerio para que se encargara de las becas europeas, hasta que, tras varios ascensos, acabó presidiendo algún organismo importante en Bruselas, cumpliendo treinta años de casado, y convertido en padre de tres universitarios magníficos. 

Y entonces, una mañana de invierno, mientras contemplaba desde el inmenso ventanal de su cálido despacho el trasiego de jóvenes y rubias estudiantes, recordó aquellos días de la escuela de idiomas, la dificultad de los verbos irregulares, la reading comprehension, los filling gaps, los casos, el vocabulario,  las cañas de después, las dulces italianas, las elegantes francesas, la portuguesa casi tan alta como él, la alemana rubicunda y turgente, la lituana de cola de caballo, la ucraniana, la juventud, los escarceos, la vuelta siempre solo a su helado piso de estudiante y al somier hundido y sórdido ... y suspirando, pensó que si comparaba sus aspiraciones de entonces con los logros de ahora, no tenía  más remedio que aceptar que su vida había sido y era un auténtico fracaso.

 

EL CUERPO DE CRISTO

 

Besa con cuidado la que le corresponde y otras dos más, por si acaso. Se sabe de memoria el orden de la fila, pero aun así, puede haber imprevistos. Luego vuelve a dejarlas en el sagrario, sin olvidar santiguarse. Aún no ha amanecido y ya ha cometido su primer pecado. Dios sabrá perdonarla. Él fue quien la dejó viuda, y quien envió al  pueblo a Don Antonio, el nuevo cura, tan joven. Quizá sus designios sean inescrutables, pero no hay nada malo en allanar el camino, en hacer que él sienta la pasión de su boca, cada vez que se lleve una hostia a los labios, el cuerpo de Cristo, Amén.

 

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No me gustan los anuncios caducados. Alguien debería arrancarlos, despegarlos de las marquesinas y farolas, exterminarlos como si fueran una plaga. Campamento de verano, piscina, actividades infantiles, diversión para todos, tf. 654789087, dice uno en esta mañana helada que cubre de vaho la parada del autobús (ahora no podemos tener niños, no tenemos tiempo ni dinero). U2 en concierto. Semana Santa en Sevilla, tf. 653457876 (dónde vamos a ir nosotros que estemos mejor que en casa). El frío se cuela por mis zapatos y sube sin encontrar obstáculos hasta los cristales empañados de mis gafas. Residencia geriátrica, El jardín del mayor. Petanca, gimnasio, atención familiar. tf. 678978745. (No podemos quedarnos con tu madre. Solo nos faltaba eso). Gabinete psicológico. Terapia de parejas. Solución garantizada. tf. 643567876.

Se busca piso en la playa. Pequeño, una habitación. No importan vistas.

Debajo mi teléfono brilla como la luz de un faro en esta mañana de niebla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Galán Rodríguez

21 de mayo de 2018

Mis logros, no sé ni en qué unidades

referirme a ellos, si en libras esterlinas, en watios

o en lingotes, qué más da si mis logros

sentados a la mesa frente a logros ajenos

 

no saben mantener ni una conversación.

Los míos se ponen a pensar por qué no avanzo, quizás

me falta combustible o me dormí

conduciendo un camión en plena madrugada.

 

Cómo decirle al profesor que algunos

de los conceptos de la clase de ayer

no me quedaron claros  (mis ancestros

me transmitieron su ignorancia

creyendo que se trataba de un valor.)

 

Es como la tragedia del enano alto: nadie le cree al decir

“Soy un enano de un metro noventa”, no pasa

por enano y sin embargo se come las tostadas

secas, siempre sin mermelada, porque no alcanza el tarro

del estante de arriba.

 

 

Hay cosas que suceden

en retrospectiva: fui Miss España

a los veintitrés años y me entero precisamente hoy.

Acabo de vomitar unos pimientos fritos

de hace cuatro meses y es ahora cuando siento molestias

y pesadez de estómago. Es la sota de bastos

la que me pega con su arma de ficción. El basto no era hueco,

era duro por dentro: tantas partidas en la sobremesa y

no nos dimos cuenta.

 

Estoy tranquila:  mi venganza es la venganza

de la naturaleza. No soy yo quien impondrá el castigo,

antes bien son las coplas de Jorge Manrique a su difunto padre

quienes están a cargo de gestionarlo todo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Cebrián

4 de mayo de 2018

Para el lector español, el primer contacto con la poesía de Elizabeth Bishop (Worcester, Massachusetts, 1911 – Boston, 1979), que apenas publicó cien poemas en vida, fue probablemente a través de los que tradujo Octavio Paz, recogidos en Versiones y diversiones. Luego llegó la primera antología, publicada por Mistral, de Orlando José Hernández, la misma que apareció unos años después en Visor.

 

La editorial Igitur publicó otro florilegio: Obra poética, a cargo de D. Sam Abrams y Joan Margarit, y antes, su libro Norte & Sur,  traducido por Eli Tolaretxipi.

 

Por su parte, Vaso Roto, que ya había publicado Una antología de poesía brasileña y Flores raras y banalísimas. La historia de Elizabeth Bishop y Lota de Macedo Soares, de Carmen L. Oliveira, da a la luz, en dos tomos, su Obra completa y empieza por el segundo, que titula, a secas, Prosa. Lo ha traducido con solvencia el poeta Mariano Peyrou y el volumen tiene casi ochocientas páginas. La edición literaria es del poeta y crítico Lloyd Schwartz, así como el prólogo.

 

No es la primera vez que se da a conocer la prosa de la norteamericana en España. En Lumen apareció Una locura cotidiana, un conjunto de apenas ocho relatos traducidos por Mauricio Bach que tuvo una excelente acogida por parte de la crítica.

 

El libro que nos ocupa está dividido en cinco partes: “Cuentos y memorias”, “Brasil”, “Ensayos, reseñas y homenajes”, “Correspondencia con Anne Stevenson” y “Apéndice: Prosa temprana”. Pone el colofón un breve capítulo dedicado a la procedencia de los textos.

 

En lo que se refiere a la prosa propiamente dicha, diremos que se reúnen los relatos que publicó en vida, casi siempre en The New Yorker, a caballo entre la memoria y la ficción, con un inevitable cariz autobiográfico que ella misma confiesa. Así, en el más famoso, “En la aldea” (que para Bach era “pueblo”), se alude a la locura de su madre, internada en un sanatorio psiquiátrico. Este hecho y su posible causa: la prematura muerte de su padre a los 39 años, cuando ella tenía ocho meses y su madre 29 (y llevaban tres años casados), obligó a que la cuidaran sus abuelos maternos, muy presentes en éste y otros relatos, como “El ratón de campo”, donde la casa colonial de la familia, una antigua granja de Nueva Escocia, se convierte en centro de operaciones. Con ironía, dijo haber tenido “una «infancia infeliz» de primera categoría”.

 

Otros relatos reales son “Gwendolyne” y “La clase de infantil” (sus primeros recuerdos, cuando tenía cinco años y su madre enloqueció). En “La Escuela de escritura. EEUU” narra su trabajo como correctora de textos por correspondencia, donde menciona su “educación de clase alta” y su paso por el exclusivo Vassar College. En “Un viaje a Vigia” ya aparece Brasil. En “Esfuerzos del cariño: Recuerdos de Marianne Moore” evoca a su mentora, amiga y excepcional poeta, a la que conoció (junto a su influyente madre) en 1934, “una de las mejores conversadoras del mundo”. Porque la ficción cede el paso a la memoria, bien podría haber sido incluido en la segunda parte del volumen.

 

Los relatos que conforman el núcleo central de su prosa creativa, fueron escritos en un periodo de cuarenta años, entre 1937 (“El bautismo”) y 1977 (“Recuerdos del tío Neddy”).

 

A manera de resumen, podríamos decir que aplicó a la narrativa los mismos principios que destinó a sus versos. Admiraba en un poema, sobre todo, “la precisión, la espontaneidad, el misterio”. Cualidades que también imperan en sus relatos, alejados de cualquier atisbo de prosa poética al uso, edulcorada y falsamente lírica. José María Guelbenzu, que los califica de “minimalistas”, afirma: “La sencillez es, en este caso, una obra maestra de depuración estilística”. Y añade: “Bishop muestra en su prosa una alta imaginación poética, pero no hace poesía con ella”. Y concluye: “Todos los cuentos parecen hechos de minucias y se aproximan al lector con una actitud casi doméstica, pero tras ellos se adivina la mirada soberbia de alguien que sabe distinguir muy bien entre lo que es significativo y lo que no lo es”. 

 

Por Brasil, todo un libro (que nunca le convenció), cobró diez mil dólares, pero los editores de la revista Life, donde vio la luz, no respetaron el original que en esta edición aparece por primera vez tal cual se concibió.

 

En lo que respecta a la tercera parte, no es casual que empiece analizando la poesía de Marianne Moore: “Como gustéis”. Sigue con e.e. cummings (compartieron asistenta un tiempo), Emily Dickinson (a cuya estirpe pertenece: “En cierto modo, todas las cartas de Emily Dickinson son cartas de amor”), Laforgue, Huxley (en Brasil), Lowell (tanto el texto para la sobrecubierta de Life Studies como “Notas sobre Robert Lowell”, que no deja de ser un excelente retrato del “magnífico poeta” bostoniano. “Cada vez que leo un poema de Robert Lowell tengo una escalofriante percepción del aquí y el ahora, de una precisa contemporaneidad”. La de Lowell es una presencia constante, le admiraba profundamente.

 

Mención aparte merece “Escribir es un acto antinatural”, una suerte de poética. Ahí habla de las citadas cualidades del poema y nombra a sus tres poetas favoritos (“en el sentido de que son como mis «mejores amigos»”: Herbert, Hopkins y Baudelaire. También habla de Auden (al que dedica más adelante un homenaje: sus versos “forman parte de mi vida”), Frost, Wordsworth…

 

Elogia a Randall Jarrell (“el mejor y más generoso crítico de poesía que he conocido”) y podemos leer el prólogo a Una antología de la poesía brasileña del siglo XX.

 

La correspondencia con Anne Stevenson, de 1963 a 1965, con motivo de la monografía sobre su poesía para la “Twaynes United States authors series”, es acaso lo mejor. Alude a ese estudio como “esta especie de condensación de mi «vida»”. Habla de su afición a la pintura, la música y la arquitectura. De lo “harta” que está de que la “asocien” a Moore: “yo siempre he sido una poeta del montón con un «oído» tradicional”. De Lowell, Stevens, Neruda, Chéjov y Dewey. De su labor literaria: “Trabajo con mucha lentitud”. Del “pecado capital” de “la falta de observación”. De política (“siempre he sido anticomunista”) y religión (le gustaba Santa Teresa). De cómo dice haber escrito una poesía “preciosa”, pero que detesta lo “precioso”. “Mi pronóstico es pesimista”, asevera.

 

Cierra el volumen la prosa temprana, casi toda publicada en Vassar entre los años 1929 y 1934.

 

 

 

 

Elizabeth Bishop, Obra Completa. Volumen 2. Prosa  Madrid, Vaso Roto, 2016.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

La vida nos somete a numerosas presiones y momentos en los que desearíamos desaparecer, aunque solo fuera momentáneamente para luego regresar a nuestra vida cotidiana, con sus miserias y sus (a veces) alegrías. Desde que nacemos tratamos de buscarle un sentido a nuestra existencia, dentro de un vínculo social con los demás que ahora, en estos tiempos de redes sociales que abrotoñan por doquier, en una vida cada vez más individualizada, necesita una revisión. Cuando decidimos, por el motivo que sea, romper esa unión con los demás y concedernos un tiempo, estamos, en cierto modo, tratando de salvarnos a nosotros mismos. Por eso, en ocasiones, el vínculo social con los demás puede convertirse en algo opcional e innecesario. Recordemos, aunque resulte tópico, que el hombre contemporáneo, como afirma Le Breton (Le Mans, 1953), se halla cada vez más conectado o comunicado, pero menos vinculado, en un giro en las relaciones sociales que marca nuestros tiempos. Así, para el sociólogo y antropólogo francés, existe un estado de ausencia, denominado blancura (p. 15) que consiste en “despedirse del propio yo, provocado por la dificultad de ser uno mismo”. A partir de esa idea, Le Breton comienza a desarrollar las diferentes formas de alcanzar esa blancura, a la que se llega, muchas veces, cuando uno no puede seguir asumiendo más el papel o personaje con el que la sociedad lo reconoce. Este retiro del mundo, que suele ser voluntario, puede ser también el resultado de una enfermedad degenerativa, demencias, alzhéimer o del simple proceso de envejecimiento.

Quizás sea la desaparición, como reza el subtítulo de este ensayo, una “tentación contemporánea”, siempre y cuando esta se haga de manera voluntaria y nos permita, de algún modo, seguir afrontando la vida. Pero no responde a ese patrón en la mayoría de las ocasiones, pues detrás de las muy diversas formas de desaparición que se analizan en el libro, no todas van asociadas a una decisión voluntaria y meditada. Quizás este deseo de desaparición responda al desnortamiento que padecemos, a la falta de referentes o a la no asunción de nuestra identidad y lugar en el mundo. Una manera de desaparecer la veíamos ya en el anterior y fantástico ensayo de Le Breton, titulado Elogio del caminar (Siruela, 2014), en el que el paseo y el acto de caminar suponen ya en sí un acto desaparición, una liberación de nuestras esclavitudes cotidianas. De hecho, este libro guarda una estrecha relación con Desaparecer de sí, en una forma de continuidad sobre determinados temas, principalmente nuestra manera de ser individuos y las responsabilidades que asumimos en nuestro día a día.

Para Le Breton, hemos de reservarnos un espacio íntimo, que nos permita dejar de asumir las obligaciones de nuestra identidad. De esa manera, realiza un recorrido por las distintas formas de desaparición a lo largo de la historia, con cierto detenimiento en el mundo presente, como el de los jóvenes. Comienza definiendo qué entiende por la blancura (“la voluntad de ralentizar o detener el flujo del pensamiento, de poner fin a la necesidad social de componerse en todo momento un personaje”, página 23) y cómo se puede lograr. La indiferencia es una de ellas (pensemos en personajes literarios como Bartleby, Oblomov… y recordemos también, que este mismo tema, el de la desaparición, es el de la fantástica novela Doctor Pasavento, de Enrique Vila-Matas); otra es la de la multiplicación de personalidades para diluir la presente (Pessoa y sus heterónmos) y, finalmente, el abandono de la propia historia y la aceptación de una nueva identidad alejada del boato y la leyenda (T. E. Lawrence), que no hacen sino suponer una decisión extrema de libertad individual.

Junto a ellas, existen otras más sencillas y discretas (y algunas placenteras), como dormir. El sueño se convierte en una ausencia natural en la mayoría de las ocasiones, si bien en otras puede deberse a situaciones o experiencias traumáticas. Pero es tal vez el deseo de desaparición asociado al tiempo presente el que más posibilidades concita: el burnout en el trabajo, la hiperconexión a la que nos vemos sometidos, la competitividad extrema, la necesidad de cumplir con unos objetivos casi inasumibles…Todo ello puede derivar en ausencias o desapariciones involuntarias como la depresión, la fragmentación de la personalidad, los trastornos de disociación, la absorción en una actividad que nos abstraiga de todo (por ejemplo, véase a este respecto el interesante artículo que Rubén Benedicto dedica a las teorías del filósofo Byung-Chul Han publicado en el anterior número de Turia). Quizás dentro de unos años podamos ver con más claridad en qué ha derivado, pero columbra uno que los trastornos y evasiones que nombra Le Breton a cuenta de nuestro modo de vida actual aumentarán y tomarán nuevas formas.

La adolescencia es también un periodo de la vida clave para el análisis de nuestro autor, pues en él conviven diversas posibilidades de desaparición, algunas en constante aggiornamento, sobre todo las denominadas “conductas de riesgo”, (véase el capítulo 3, titulado “Formas de desaparición de sí en la adolescencia”). Más compleja es, desde luego, la parte dedicada a las enfermedades asociadas a la desaparición de uno mismo, como el alzhéimer o la demencia senil, que son analizadas con rigor y precisión y que remiten a una forma bien diferente de ausentarse (involuntariamente) del mundo. El contraste entre esta parte y la anterior –el análisis de las desapariciones asociadas a conductas de riesgo en la adolescencia- resulta cuando menos clarificador de cuáles son los derroteros por los que se mueve nuestra sociedad.

Asimismo, la desaparición puede suponer una oportunidad de una nueva vida, alejada de las presiones que sobre nosotros se ejercen cotidianamente. Ahí están los caminantes de largo recorrido (el camino de Santiago, Thoureau…), la desaparición y posterior asimilación en otras culturas más allá de las fronteras establecidas, lejos de la burocracia y sus obligaciones, como los coureours des bois (los tramperos) en los siglos XVIII y XIX en los territorios fronterizos de Norteamérica, tentación hoy imposible, aunque algunos traten infructuosamente de emularla en fechas más recientes (véase, por ejemplo, la historia de Chris McCandless que relata Jon Krakauer en Hacia rutas salvajes, también mencionada en el libro).

En cualquier caso, todas estas posibilidades de desaparición remiten a una búsqueda constante de uno mismo, en permanente revisión y cambio, que no hacen sino mostrar la fragilidad con la que se construye la personalidad de cada uno en la sociedad contemporánea, en tanto en cuanto se es un ser social. Tal vez se eche en falta alguna alusión a los retiros místicos o espirituales, que tanto peso y tradición tienen, pero eso no empaña para nada el profundo calado de este ensayo, desde luego. Nuestro tiempo está caracterizado por múltiples tentaciones que pueden llevar hacia la desaparición de sí mismo, pero no hemos de olvidar que somos nosotros los que creamos esas imposiciones y esa presión coactiva que parece instalarse en cada una de las actividades que realizamos. Y ahí está el quid de la cuestión.- PEDRO MORENO PÉREZ.

 

David Le Breton, Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea,  Madrid, Siruela, 2016.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pedro Moreno Pérez

Para buena parte de los lectores de poesía de nuestro país (esa rara especie tal vez en vías de extinción) el nombre de César Simón (Valencia, 1932-1997) no es desconocido. Sin embargo, hay que reconocer al mismo tiempo que su obra ha tenido una recepción como poco irregular.  Simón, en absoluto un poeta precoz, publica sus primeros libros en los años setenta, cuando las modas literarias no estaban precisamente por una voz tan descarnada, tan ascética, tan dada a la depuración expresiva como la del valenciano. Nacido el mismo año que otro levantino ilustre, Francisco Brines, con quien mantuvo una relación de amistad, su obra solo tangencialmente puede relacionarse con lo que se ha llamado generación del cincuenta o del medio siglo. Y, como es sabido, en nuestro panorama literario es casi un pecado no adscribirse con claridad a esa fantasmagoría crítica llamada “generación”.

Es cierto que el difícil equilibrio entre lirismo, meditación y ciertas dosis de narratividad (el propio escritor afirmaba que buscaba un “lirismo no poético”) solo alcanza su plena madurez en los últimos libros, que corresponden al último decenio de la vida del autor. Extravío (1991), Templo sin dioses (1996) y El jardín (1997) nos muestran a un poeta que ha acabado de encontrar una desnudez, que tiene poco que ver con la vocación juanramoniana, porque será hasta el final una poesía impura, hecha más de renuncias que de afirmaciones. Esa voluntad ascética¸ visible incluso en los títulos de sus primeros libros (pienso, por ejemplo, en Pedregal o Erosión), se plasma en la consigna preferida del poeta, según recuerda Vicente Gallego, responsable del volumen: “¡Cuidado con el adjetivo!”. Sin embargo, se trata de algo más que de una cuestión de estilo: la escritura de Simón tiene algo de experimento químico (o alquímico) en su operación de filtrado, de destilación de la experiencia. En no pocos poemas aparece (o se adivina) el rastro de una experiencia, cuyo núcleo secreto el poema se empeña en desvelar, aun a riesgo de que el secreto de ese fragmento de vida, y por consiguiente de toda la existencia, no sea sino la nada. La nada, como bien apunta Vicente Gallego, se convierte en un motivo recurrente en el escritor: una nada que pone entre paréntesis el valor de toda realidad (como ocurre en la experiencia amorosa que se refleja en El pretexto y el fervor), pero también una nada que en algunos momentos parece desbordar la constatación nihilista para sugerir un fondo sagrado (aunque sin dioses) de lo real: “Ama la nada prosternado/ si a ella conduce el río de la fuente;/ bebe en la fuente, todo y nada”.

Esa tensión paradójica de una nada que es a la vez ausencia suprema y extraña presencia está en consonancia con otras paradojas que no rehúye en absoluto la obra del valenciano (como dice Carlos Piera, la poesía no teme acoger la contradicción, y es esa una de sus virtudes imprescindibles). Así, la huida de artificios retóricos, que puede desembocar en cierta sequedad expresiva, y esa labor de depuración de la experiencia a la que ya me he referido, es perfectamente compatible con una secreta sensualidad. La poesía de Simón es una poesía encarnada en un lugar, en un paisaje concreto. Sin embargo, estamos muy lejos de la mirada mediterránea del citado Brines, pero también de la de un Gabriel Miró o un Gil-Albert. El lugar de la escritura de Simón (como también su estilo) tiene que ver más con cierto Azorín y su gusto por la austeridad del paisaje, aunque sin huella alguna del espiritualismo noventayochista.  Como señaló con acierto Guillermo Carnero, el espacio, real y simbólico, de su lírica es el secano, lo que casa bien con su estilo con frecuencia descarnado, pero con una voluntad cierta de iluminación. Una voluntad que me atrevería a llamar solar, pero de sol del mediodía, a medio camino entre el delirio fecundo y la extrema lucidez.

Abundan en el poeta las composiciones de lugar al modo ignaciano (y de Brines), en las que la meditación sobre un espacio o desde un espacio (a menudo, la casa) es el punto de partida para una experiencia que parte del yo, pero que trasciende el propio yo. Para entender cabalmente el papel del sujeto lírico, hay que leer el poema, “Arco romano”, uno de los mejores del autor, en el que se expresa con claridad la inevitable huella del yo como centro de coordenadas de una visión del mundo, pero a la vez su escaso peso frente a la realidad que le rodea: “El arco es como yo, que no concluyo./ Porque fui contra el cielo como el arco:/ de vacío a vacío en la belleza,/ de la nada a la nada entre la luz”.

En concordancia con esa presencia del espacio, César Simón se nos muestra como un poeta extremadamente fiel a la inmanencia: “Nunca he brindado por la vida; soy la vida;/ por lo tanto, la vivo plenamente”.  Hay, es cierto, una sacralidad en su lírica, pero se trata de una sacralidad inserta en lo mundano, en la presencia desbordante de lo real, que niega y a la vez confirma el espejo vacío de la nada. De ahí la importancia de la carne en su escritura, que no se limita a la experiencia erótica, sino que apunta al misterio que une en la materia al sujeto y al mundo: “Pero existe la carne. En ella palpo/ las verdades que cuentan” . Si resulta indudable el tono elegíaco de no pocos de sus versos, al final tenemos que asentir a las palabras del propio poeta en Templo sin dioses  “Todas tus elegías fueron himnos”.- JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ.

 

César Simón, Poesía completa, edición y prólogo de Vicente Gallego,  bibliografía de Begoña Pozo, Valencia, Pre-Textos, 2016.   

Escrito en Lecturas Turia por José Luis Gómez Toré

Es suficiente decir que el actual periodo no poético no consiste más que en frases, ensayos, fragmentos de ensayos, todo lo cual expresa la postura de un ser humano

E.E. Cummings

 

Nunca “escribo”. Sólo jugueteo

Charles Simic

 

 

 

 

 

 

 

“Las cosas verdaderamente íntimas no se escriben jamás”, escribió Victor Segalen en una ocasión. Pero entonces, ¿para qué escribir? Lo otro, lo que no es verdaderamente íntimo, ya lo sabemos, todos lo hemos vivido alguna vez en mayor o menor medida, no necesitamos que nadie nos lo recuerde, es más, no queremos que nadie nos lo recuerde. Lo que queremos saber en cambio son las cosas verdaderamente íntimas, esas que ni siquiera nos atrevemos a confesarnos a nosotros mismos. Si alguien lo hace por nosotros, nos está haciendo un inmenso favor, y se lo agradecemos infinito. ¿Lo verdaderamente íntimo serían entonces los grandes vicios y las grandes virtudes, aquello de lo que nos avergonzamos y aquello de lo que estamos orgullosos, que muchas veces es lo mismo, pero que si lo confesáramos nos quedaríamos desnudos y comprobaríamos, ay, que somos como los demás hombres? Así que estaba equivocado. Lo verdaderamente íntimo es lo que nos asemeja a los demás seres humanos, lo que nos hace humanos en definitiva. Y un poco tontos también naturalmente.

            En el año 1999, Iñaki Uriarte, que nació en Nueva York en 1946, es de san Sebastián y vive en Bilbao, como escuetamente reza (¿para qué mas efectivamente?) en la solapa de estos tres libros elegantemente negros (el negro sienta bien a casi todo), comenzó unos diarios de los que hasta la fecha lleva publicados tres entregas o volúmenes: 1999-2003 (2010), 2004-2007  (2011), y 2008-2010 (2015)[1]. La entrada de la Wikipedia es igualmente escueta y no da más información sobre el autor (aunque sí nos pone sobre la pista del estupendo artículo de Muñoz Molina, Viendo nevar fuera, publicado en El País (http://cultura.elpais.com/cultura/2015/03/23/babelia/1427134505_827622.html). También nos enteramos que obtuvo los premios Euskadi de ensayo y el Premio Tigre Juan en 2011. En 1999 el autor tiene 52 años, una edad perfecta para empezar a escribir. O para terminar. Kurt Vonnegut decía que a los 50 años cualquier autor norteamericano que se preciase había escrito ya lo mejor de su obra. Él a los 70 seguía todavía dándole a la pluma. O a la tecla seguramente. Pero, ¿cómo escribe Uriarte estos Diarios? Pues ni siquiera, nos dice, como aconsejaba el sabio Pla, “como se escribe una carta a la familia, pero con un poco más de cuidado.” Él lo hace en cambio sin ningún cuidado. Recela, con razón, del estilo, y se propone escribir, y a mi juicio lo consigue, “como si hablara solo”. Ni poéticos, ni teatrales, ni literarios. “Que la literatura es un arte en decadencia lo demuestra el significado habitual al que ha llegado el término “literario”. Hace tiempo que “poético” quiere decir cursi, y “teatral” equivale a “afectado”, pero ahora empieza a estar claro que el epíteto “literario” significa estrictamente “pelmazo””. Abrimos los Diarios.

Unos textos llenos de contradicciones, de dudas, de perplejidades, de humor. No se me ocurre elogio mayor. Me “enganchan” desde la primera entrada. Una mención al año del que provienen las notas, reflexiones, recuerdos, digresiones, apuntes, Benidorm, el gato, Montaigne, una frase dicha por un camarero, otra leída en un periódico, “chismorreos indispensables para alegrar los diarios”, otra vez el gato, otra vez Montaigne, y nada más. Ninguna mención del día en que fueron tomadas, o incluso de la hora, como hacen otros autores más meticulosos o maniáticos. Está claro que el día y la hora son detalles sin importancia para el lector, y el año una concesión, un dato orientativo que algún día puede serle útil a alguien. Las entradas son todas de corta extensión, apenas algunas sobrepasan la página, otras son auténticos y sabrosos aforismos (“En esta ciudad hay gente que admira a Unamuno porque era de Bilbao”, o este otro, más profundo: “Asistimos a nuestra vida, no la hacemos”, y uno más: “Con lo fácil que es no escribir un libro malo”.) Cada una describe un suceso, un recuerdo, una anécdota, una observación, un pensamiento, y aunque el autor dice no tener sueños recurrentes, en cambio sí tiene pensamientos y recuerdos recurrentes. Todos tenemos pensamientos y recuerdos recurrentes, que por lo demás no suelen ser demasiados. Con media docena de ideas, a veces no hace falta tantas, nos las apañamos muy bien. Iñaqui Uriarte, aunque dice recordar poco de su infancia y juventud, las recuerda. Muchas veces indirectamente, que es como casi siempre recordamos las cosas. El tiempo siempre es inclemente en un diario, y todo vuelve.

Pero, ¿de qué tratan estos Diarios, suponiendo que unos diarios tengan que tratar de algo en concreto? Uriarte nos lo dice en una de las primeras entradas: “Los buenos libros (él no se refiere al suyo naturalmente, pero yo sí) tratan siempre de lo mismo, de unas pocas cosas que no sólo son las más importantes, sino que son las cosas que nos pasan todos los días.”

            En los diarios de un escritor, y estos lo son aunque el autor no esté seguro de ser escritor, siempre salen muchos escritores. Es inevitable supongo. Escritores muertos y escritores vivos. Los escritores que cita un autor, y ahora hablo sólo de los muertos, pues a los vivos se los cita por muy variados, y a veces inconfesables, motivos, es un asunto que tiene su importancia. A fin de cuentas forman algo así como su constelación literaria, sus afinidades electivas. Autores que le han iluminado, guiado en determinados momentos, evitado que se perdiese en otros, o simplemente acompañado (yo con esto último ya me doy por satisfecho). Incluso autores que leemos aunque no nos gusten demasiado. ¿Quiénes son esos autores en el caso de Iñaki Uriarte? Borges, Kafka, Pascal, Rousseau, Pessoa, Montaigne... Veamos qué cita de este último. “Mi principal oficio en esta vida ha sido pasarla dulcemente y más bien apática que afanosamente.” “Nada me es tan odioso como la preocupación y el esfuerzo, y solo busco vivir con indolencia y dejadez.” ¿Buscamos en Montaigne la justificación de nuestra pereza? No, evidentemente. Lo que buscamos es que alguien nos diga que no necesitamos justificarnos por nada. “No he conocido a nadie que no hablara más de lo que debiera”, dice también Montaigne. La mayoría de los escritores, sobre todo si han tenido algún éxito, están aquejados de incontinencia verbal. Y una cita impagable sobre Montaigne de un higienista francés: “Una persona que lee a Montaigne tiene una esperanza de vida diez a quince años superior a la de una que no lo ha leído.” Yo esto me lo creo. En cosas más extravagantes cree la gente a pies juntillas. De Proust Iñaki escribe el mejor y más sincero elogio que he leído: “Esto no lo hago yo ni loco.” Y también: “No sé por qué es algo que no se suele resaltar, el humor estupendo de Proust.” Casi todos los grandes han tenido sentido del humor. El de Beckett también es estupendo. Y Cioran tiene un gran sentido del humor. Como Ferlosio, otro de sus autores favoritos. Hoy el sentido del humor escasea. Entre los escritores y en el mundo en general. En cambio todo el mundo se ríe de todo, pero casi siempre de una forma mecánica, compulsiva, sin verdaderas ganas, por cortesía, por contagio, por tontería. No es que el humor se haya perdido, es que, como tantas otras cosas hoy día, se ha degradado. Los graciosos, los chistosos, los ocurrentes que tanto abundan en todas partes, tienen el sentido del humor en el culo, si me permiten la expresión. Aunque el sentido del humor dice el autor que con la edad se gasta, y que las personas que se ríen mucho suelen carecer de él. Con esto último estoy bastante de acuerdo. Como con que es lo único, junto con la música, que nos salva muchas veces de caer en la desesperación.           

 

Escribir o no escribir

Escribir sin pretender ser un escritor puede que sea la mejor manera de escribir algo honesto. Pero, ¿quién escribe sin pretender ser escritor? ¿No hay aquí una contradicción en los términos? Lo que sí está claro, en cambio, es que sólo los libros honestos merece la pena leerlos, y éstos Diarios lo son sin ninguna duda. “Yo no escribo bien, no he escrito cuentos ni se me ha ocurrido empezar una novela, no tengo voluntad, talento ni ambición suficientes para meterme en ese berenjenal de angustias y montaña rusa de vanidades y humillaciones que supone intentar publicar un libro.” Y termina, más o menos: en fin, si hay que ser algo en esta vida, entonces bueno: escritor.

            Es posible que los escritores de diarios sean hombres solitarios, o a lo mejor es que los solitarios son más proclives a escribir diarios (aunque conozco varias excepciones, en los dos sentidos, a esta regla). De nuevo Montaigne, entrada final del año 1999, del prólogo de los Ensayos: “Es éste un libro de buena fe, lector. De entrada te advierto que con él (se refiere claro está a los Ensayos) no me he propuesto más fin que el doméstico y privado (…) lo he dedicado al particular solaz de parientes y amigos: a fin de que una vez me hayan perdido (lo que muy pronto les sucederá), puedan hallar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y así, alimenten más completo y vivo, el conocimiento que han tenido de mi persona.” Y concluye el autor (Uriarte, no Montaigne): “Dejar un recuerdo: estas instantáneas, por ejemplo, aunque el fotógrafo sea malo y el modelo no pueda evitar la pose.” También es posible que haya diaristas que no escriben con la intención de publicar. Iñaki Uriarte dice que él es de esos y que hay otras muchas razones para escribir un diario. Admitido, pero porque nos da una pista en la que no habíamos reparado antes. Escribe: “Probablemente (los que no pensamos en publicar) entre los diaristas neuróticos somos la mayoría.” ¡Ahí está la clave! Los diaristas, como el resto de los mortales, se dividen en neuróticos e histéricos. ¿Cómo no había caído antes? Los histéricos no piensan en otra cosa que en publicar, en darse a conocer, en exhibirse, conceder entrevistas, salir en televisión, en cambio a los neuróticos les sucede todo lo contrario. Si se sienten muy agobiados son capaces hasta de dejar de escribir. El mundo se ensancha y se estrecha según el estado de ánimo. Uriarte dice que influye la edad, pero es que la edad influye en todo. Que cuanto mayor te haces, más grande e inabarcable es el mundo, y cuanto más joven, más pequeño y abarcable. Aunque también pudiera ser al revés.

            Los escritores, como cualquier ser humano, quizá incluso más que cualquier ser humano, tienen sus trucos, sus vanidades. Por ejemplo decir que no son escritores, o, si les da por ahí, y les da con frecuencia, decir que son meros escribidores. ¿A qué escritor no le gustaría escribir como Borges? ¿O como Simenon? Otro truco es el de las citas, del que yo también he abusado bastante aquí. Citar nos hace parecer más inteligentes de lo que somos. Así que ahí va otra cita, una cita sobre las citas, lo que ya es el colmo: Simon Leys dijo en una ocasión que lo mejor de sus libros eran sus citas.

           

Borges, Jünger, y el gato

Su gato se llama Borges. Ya está todo dicho. Yo hubiera dudado, aunque creo que al gato le habría gustado más llamarse Borges que Jünger (mi gata se llamaba Rita, como Rita). Y sobre los gatos, esos seres fuertes y suaves, amigos del silencio y el placer a la vez, esos seres pensativos que adoptan nobles actitudes, escribe todos los lugares comunes que cualquiera que haya tenido gato sabe que son verdad. ¿Y Jünger? “Jünger me pone de mal humor”, escribe. Y cita una frase de El autor y la escritura, un libro de aforismos del que tiene dos ejemplares, uno muy subrayado y el otro nuevecito y firmado por el autor: “¿En qué consiste el éxito de un diario? En el monólogo bien logrado.” (“Lo que trato de hacer aquí ahora es un monólogo”, escribe también él sobre sus Diarios.) El título de esta reseña, La quinta rueda del carro, también pertenece a ese libro. Cuando se lo puse yo no sabía todavía que al autor no le gustaba demasiado Jünger. Si lo llego a saber hubiera elegido algo de Borges. Por ejemplo Felices los felices, fantástica frase con la que termina su también fantástico Evangelio apócrifo. Aunque ya la ha utilizado Jasmina Reza para una de sus estupendas novelas. La de Jünger dice así: “Diarios, epistolarios: la quinta rueda del carro, y quizás la única que sigue girando póstumamente.” Desde luego a él (Jünger) puede aplicársele al pie de la letra. Con el Borges de Bioy aprende que no se puede juzgar a un hombre por su obra, o al menos sólo por su obra, algo que hacemos a menudo. Pero algo que hacemos todavía más: juzgar al escritor por una sola de sus obras, la que hemos leído, que muchas veces no es precisamente la mejor. No quiero decir que haya que leer todo lo que escribió un autor – aunque ¿por qué no? – pero no deberíamos aventurar un juicio a partir de sólo unas cuantas obras. A mí los diarios de Miguel Torga me parecieron magníficos. Claro que habrá entradas discutibles (las que cita Uriarte por ejemplo), tontas, ridículas, ¿pero en qué diario no las hay? Tampoco sé si se parecen a estos de Iñaqui Uriarte, aunque yo diría que no. Y también me parece acertado lo que dice de Steiner, y en general de todos aquellos que tienen opinión de todo.

           

El tren de juguete

El hombre feliz no escribe. Esta es otra de las ideas que se desprenden de la lectura de estos Diarios. “Continúa la buena racha y casi no apunto nada.” Pero habría que preguntarse si el hombre feliz tampoco lee, porque es muy posible. Aunque me resisto a creer que la ingente cantidad de personas que no leen (al parecer cada vez más, aunque, como también dice el autor, nunca se haya leído demasiado) sean felices. Supongo que lo mismo que escribimos por razones personales, leemos por razones personales. Esto es una perogrullada efectivamente. Es inevitable, nos dice también el autor, escribir tonterías. Pero lo bueno, o lo malo según se mire, de las tonterías, es que no sabemos que lo son hasta pasado un tiempo. A veces no llegamos a saberlo nunca.

“No está claro por qué o para qué escribo estas páginas.” Y entonces el autor se contesta a sí mismo una serie de razones, tan banales como sinceras y profundas. Ahí van: “Para calmar los nervios. Para leerme más adelante, mañana mismo o dentro de diez años. Para que no solo queden fotos mías, sino también algo de lo que pensé. Para que persistan en una balda de la biblioteca de Toni Etxea, por si a alguien le interesa algún día lejano echarles un vistazo. Para enseñárselas a algunos amigos. Porque me entretiene mucho hacerlo. Porque es como un gran tren de juguete que me he montado en este cuarto, al que voy añadiendo piezas. Porque un día miré para atrás y vi que no me acordaba de nada y desde entonces decidí guardar algo, como quien acumula monedas en una hucha.” Por su parte, Orwell describe los cuatro motivos a su juicio que llevan a un escritor a escribir. El primero es el egoísmo puro y duro y lo explica de esta manera: “Deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno, de que a uno se le recuerde después de muerto, de resarcirse de los adultos que abusaron de uno en su niñez, etcétera. Es una paparruchada fingir que este no es un motivo, porque además es de los más potentes.” Y algo más adelante: “Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos. En el fondo de su ser, sus motivaciones siguen siendo un misterio.” (George Orwell, Por qué escribo, en: Ensayos, varios traductores, Barcelona, Debolsillo, 2014, págs. 783 y 787.)

 

Leer o no leer

He leído… estoy leyendo… me han regalado el libro… “Lo más interesante que me suele ocurrir es la lectura de libros”, anota en el año 2005. Hablar de las lecturas de uno parece algo inevitable en los diarios de un escritor, aunque sea un escritor tan especial como Iñaki Uriarte. Quiero decir sin más obra que se le conozca (o que yo conozca) que estos espléndidos Diarios. Pero él lo hace con sinceridad y educación a la vez (cualidades raras y seguramente contraproducentes también en un escritor). No busca hacer daño ni parecer inteligente, no pontifica ni trata de convencer a nadie de nada, sencillamente a él no le gusta una novela que parece haber gustado a todo el mundo, un “clásico vivo”, una “obra maestra”, un descubrimiento de última hora, y lo dice. O quizá la literatura, como apunta al principio de 2005, le está dejando de gustar. Aunque no lo creo. Creo que él tampoco lo cree. Al contrario, cuando te gusta la literatura, te gustan de verdad muy pocos libros. Y la novela, que sigue siendo lo más difícil, es la primera en resentirse. Por eso, y por otros motivos, personales seguramente, dice que lee con más gusto ensayos biográficos y diarios. Y siendo como él un ávido lector de diarios, memorias, conversaciones, etc., siento disentir en este punto. Permítanme recordar aquí a un autor recientemente fallecido, cuyas obras (soberbios ensayos literarios) son en mi opinión un portento de inteligencia y lucidez. Cuenta Simon Leys en L’ange et le cachelot, que cuando era estudiante, el filósofo Alphonse De Waelhens enseñaba en su universidad. En una ocasión le pidió una bibliografía de las obras esenciales que debería leer cuanto antes. De Waelhens, encantado, se la proporcionó, y añadió estas palabras, las únicas que se quedaron grabadas en la memoria de Simon Leys: “Y sobre todo, no se olvide de leer muchas novelas.” Pero nadie lee para conocer el mundo y hacerse más sabio. Y menos todavía, a no ser en la infancia, para vivir otras vidas (esta es una de las mayores tonterías que he oído a personas inteligentes, como si no tuviéramos ya bastante con la nuestra). ¿Lo hacemos entonces por diversión, curiosidad, vanidad, como decían el Dr. Johnson y Montaigne? Pudiera ser. ¿Acaso no son nobles motivos? Ah, y no importa que los libros se olviden. En esta vida se olvidan muchas cosas, y las que recordamos no son precisamente las más importantes.

“Nunca he sabido lo que son las cosas importantes de la vida”, ni sentido “la satisfacción del deber cumplido”, ni “me he buscado a mí mismo”, ni todas esas solemnes banalidades que tanto se prodigan hoy. “He llegado a un momento de la vida en que no tengo certeza de mis certezas.” De creerle, -- ¿y por qué no habríamos de creerle? – a medida que pasan los años cada vez toma menos notas, apunta menos cosas, escribe menos, duda más. ¿No debería ser lo contrario? Él lo relaciona en cierto modo con la publicación de los dos primeros volúmenes de estos Diarios. ¿Está perdiendo espontaneidad? ¿Es más exigente consigo mismo? ¿Ha cobrado el diario más importancia que la vida? El caso es que en una entrevista ha dicho que se acabó. Al menos por lo que respecta a publicar. Esperemos que si sigue escribiendo como antes, sin ninguna intención de publicar, llegue un día en que algo o alguien le vuelva a convencer. 

Los libros suelen surtir muchos y diferentes efectos en los lectores, nos pueden entretener, nos pueden indignar, nos pueden conmover, nos pueden aburrir, aunque lo más frecuente es que nos dejen indiferentes. Los Diarios de Iñaki Uriarte consiguen algo que muy pocos libros consiguen hoy: nos hacen compañía. En 2010 escribe Uriarte esta entrada: “Si de alguna cosa pudiera preciarme en esta vida es de esos momentos en que he tenido y podido contagiar un poco de calma a mi alrededor”. Pues bien, algo bastante parecido a la calma es lo que contagian estos Diarios. ¿Qué más se puede pedir a un libro?

 

 



[1]          Iñaki Uriarte, Diarios, vols. I, II y III, Logroño. Pepitas de calabaza, 2010, 2011 y 2015 respectivamente.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

4 de mayo de 2018

Tú me dirás si ha valido (o vale) y cuánto puede costar o servir, si

paga o es pagada, la vida de un hombre a quien todo se le escurrió,

al que casi todo le salió mal –muchas de las cosas que más quería-

por el único y casi indescriptible deseo de perseguir y acumular belleza,

arte desde luego, libros, paisajes, gemas, pero sobre todo belleza

masculina joven acumulada en aventuras, álbumes de fotos, capturas

de internet y hasta oscuros insaciables bordes, porque la belleza es plural

y carece de límites pues muta y se multiplica incesante. Pero yo lo he

visto, no puede resistir el paso de un hermoso sin mirar, sin volverse, sin

codiciarlo con una sed insuperable de ventura… Ni la edad, ni la

decadencia del sexo han frenado ese apetito voraz y refinado de

catalogador y coleccionista de beldades jóvenes… El amor no tuvo apenas

sitio en su vida, nunca entendió el afecto que dura, pues la belleza

efímera, ya obtenida, deja paso a otra y el turno continúa y no termina…

A veces se siente equivocado  (o lo siento yo) y otras creo que es un héroe

quien, por una innominada vocación, todo lo ha consagrado a la belleza,

que si a ratos se tange entre sí, jamás, nunca jamás se reduplica…

¡Mi amigo intranquilo y soñador siempre detrás de la hermosura!

Sólo algún dios del viejo paganismo osará comprenderte, aquí te verán

fuera del mundo, como tú tantas veces has codiciado estar, si es verdad

la platónica escala que del cuerpo señero o turbulento conduce a las

estrellas… Albricias y constantes agonías de quien en su vida sólo

pretendió belleza y más belleza, hasta un agotamiento estéril, rico.

Esteta, obseso, loco, aristocratizante, misógino, son términos

benévolos que ha oído mi amigo,  pensado incluso que podían

contener razón (un grano de razón, al menos) pero que él no podía

cejar en la búsqueda febril, diaria, absurda, deslumbrante, abrumadora…

No he visto persona más singular  quimérica, el cosmos y el

apocalipsis de todos los grados y modos de belleza… Le dije:

¿Es posible que no puedas dejar de seguir con la vista a cualquier

hermoso que a tu lado pasa, fugaz? Contestó: No. De veras imposible.

                                               

             &         &        &

 

Vio a Moreno en un rincón de Colombia. Un chico con dieciocho años,

un cuerpo dorado y turbador y una vida menesterosa y pobre. Como

Sócrates miró los muslos del doncel magnífico, su total sensualidad, la

verga poderosa, el rostro angelical, negros los ojos, de quien sólo

tenía como futuro una obtusa paternidad y un orbe de carbones; lo

midió entonces, lo cuidó, le hizo hacer esplendidas fotos vestido y

desnudo, en un relumbrar que cualquiera veía, lo agasajó, premió,

acarició, durmió con él en un sueño de reales arcángeles, y lo dejó

sabiendo que si había salvado el instante, nunca podría salvar la vida

toda del muchacho que en las afueras de Bucaramanga no saldría quizá

de aquella casucha con nenes gritones, una mamá mandona, y muchachas

abundantemente embarazadas y perros que aúllan al olor de los sémenes,

aunque en ese instante era perfecto, duro, pleno poder de semidioses…

Moreno fascinante: la vida no se hizo para ti ni para mí. Observa, a ambos

nos destruye. Yo dejo el testimonio del sol solar y tú de fallebas de luna…

¿Qué es la belleza, porqué caen sus poseedores y orate es quien la busca?

¿Respuestas? Solo Tiempo que enaltece, enloquece, mata y encumbra.

 

 

 

(Indicación para la imprenta: ¡es un poema en prosa!)

Escrito en Lecturas Turia por Luis Antonio de Villena

Hay personas con una cierta tendencia a visitar aquellos lugares en los que compartieron vivencias con otras que de alguna manera impactaron en su espíritu, y para mí uno de ellos fue la casa de María Zambrano en Roma. Yo viví en la capital italiana en los años 1956-57, como estudiante del Centro Sperimentale di Cinematografría. Había renunciado a mi carrera universitaria de Derecho que, aún habiéndola terminado, nunca llegaría a ejercer. Mi ilusión era el Cine pero todavía no me había dicho nadie que para ejercer esa disciplina, mitad industria mitad arte, se necesitaba principalmente, cultura, y la mía era muy escasa. El primer año de la Escuela me entregué totalmente a los estudios de Cinematografía pero el segundo todo cambió. Conocí a María Zambrano, su palabra despertó mi sensibilidad y con ella la escala de valores que hasta entonces había sostenido, empecé a considerar más la parte literaria del film y a mirar y juzgarlo como una obra de arte donde la palabra, el argumento-guión, el montaje, la interpretación, jugaban un papel primordial, en detrimento de la técnica que hasta entonces había sobrevalorado. Mis visitas a María fueron cada vez más frecuentes. Me familiaricé con esa Piazza del Popolo donde vivía, y mi admiración y cariño correspondió al que ella y su hermana Araceli me manifestaban.

Mi pequeña habitación en la lejana casa pensión de Via Valerio Publicola, se llenó del eco de su palabra, una sensación que nunca antes había experimentado. Como decía, el cine en ese segundo curso, dejó de tener la importancia que en el anterior había tenido, salvo las consultas o comentarios de algún guión o película en la que estaba interesado en aquel momento. Para María, la imagen estaba ligada a la ficción: “El Cine nos hacía ver, regalaba otra pupila y traía la liberación de la mirada y aun de los sueños.”

En esta visita, pasados tantos años, he subido las escaleras del palazzo donde ella vivió hasta el piso primero, y sin saber cómo, me he encontrado llamando a la puerta, tan sólo quería ver la Piazza  y los templos de Montesanto y dei Miracoli, redondeados por el ventanal del pasillo de su antigua casa que mi memoria buscaba. Recordé entre otras cosas, a los gatos, muchos, que siempre acompañaron a las hermanas. El poeta cubano y buen amigo de ellas, José Lezama Lima los recuerda en unos versos hilarantes: “María… se nos ha hecho transparente/ no le teme al fuego ni al hielo./ Tiene los gatos frígidos/ y los gatos térmicos…” Mentalmente analicé mi trayectoria artística posterior a aquellos años, seguro de no haber cumplido con lo que ella esperaba de mí, pero en la vida de una persona, intervienen factores imprevisibles que deforman caminos, dejándolos en veredas difíciles de transitar.

Atravesé el portal de entrada y me senté en una de las mesas interiores del café Roseti donde tantas veces compartí mesa con las hermanas Zambrano y otros amigos, algunos también exiliados. Recuerdo el día en que Araceli habló de las canciones de la guerra perdida, y las cantamos, y las cantaron, pero la emoción de ellos, que la habían vivido cerca de las bombas, me hizo callar y escuchar en silencio. Me contagiaron la nostalgia y comprendí, de repente, el dolor de aquellos exiliados forzosos que habían perdido sus raíces, unas almas con una sola obsesión, el retorno. María lo dice mejor: “…tener el alma como un derecho a la memoria de su origen y a la pretensión de encontrarlo”. Un estar en el exilio como un alejamiento de lo querido, una añoranza enamorada.

“Todo en María desemboca en otra cosa, todo unifica a un matiz de más allá”, decía de ella E. M. Ciorán, ese exquisito de la amargura, otro exiliado que tan fructíferas conversaciones hubo de tener con María en el café parisino de Flore donde solían encontrarse. “ Quien como María yendo al encuentro de nuestras inquietudes posee el don de dejar caer el vocablo imprevisible y decisivo, la respuesta de prolongaciones sutiles (…) y nos reconcilie tanto en nuestras impurezas  como en nuestros callejones sin salida y nuestros estupores”.

María soportaba el exilio con resignación y dolor, “ el exiliado está naciendo huérfano de patria y amparo (…) venidos de una guerra como héroes sin pasión de heroísmo (…) transformándose, sin darse cuenta, en conciencia de la historia”. En una ocasión recordó el poema de su admirado Luis Cernuda, titulado “Ser de Sansueña” que ella calificó de insuperable, enfatizando los versos en que Sansueña y España se complementan: “…y ser de aquella tierra lo pagas con no serlo/ de ninguna: deambular, vacuo y nulo/ por el mundo, que a Sansueña y sus hijos desconoce”. Pero no sólo evocaba el exilio de Cernuda, sino también el de Bergamín, Alberti, Diego de Mesa, Jorge Guillén, Herrera Petere y otros amigos, todos tratando de rehacer una vida fuera de su patria, de la que no se desarraigarían nunca. María tuvo presente ante todo, Segovia, pues allí se quedaron los más entrañables recuerdos de juventud, “entraña que sólo se cura despertando”. Años más tarde, yo filmé la evocación que hace de esta ciudad en su breve poema filosófico, Un lugar de la palabra: Segovia. Allí vivió “…ese largo, inmenso tiempo que va desde el comienzo de la plenitud de la infancia, hasta el comienzo de la plenitud de la juventud (…) una ciudad, pues, vivida entre el reiterado estar a morir y el reiterado ir a renacer, que con tan poca tregua se suceden en esa inmensa época de la vida”.

En esa madura juventud en la que regresé de nuevo a España, la vida la reanudo con diversos proyectos y abundantes sorpresas, unas gratas y otras no tanto, sobre todo las familiares, muerte de mi padre y liquidación de su negocio etc., por lo que dejo de comunicarme con María durante algún tiempo, aunque un año más tarde requiero su ayuda en vísperas de publicar un libro infantil con la editorial Alfaguara. Le pido que me escriba un prólogo que ella me manda encantada. No obstante la censura española lo prohibió aunque tras mi recurso, accedió a que saliera pero como epílogo. Ya lo he contado alguna vez, aquellos guardianes no censuraban el texto del prólogo sino a su autora, su nombre. “La roja, habrán dicho”, me recordaba triste en una carta pues yo sabía que eso le dolía porque ella no había sido de color alguno nunca, sí republicana, una republicana universal que supo agradecer con afecto a los reyes Don Juan Carlos  y Doña Sofía, la visita que le hicieron en su casa madrileña de la calle Maura en los últimos años de su vida.

Cuando regresó a Madrid en el año 1984, yo estaba realizando para TVE mi programa sobre Pintura Mirar un Cuadro. Le ofrecí la posibilidad de protagonizar uno, propuesta que acogió con entusiasmo pues le daba ocasión de contactar con el Museo del Prado que tan presente había tenido durante todo su exilio. Eligió la pintura atribuida al Maestro de Flénalle, Santa Bárbara, cuyo texto envié y publicó más tarde, el diario El País.

El que ocupara en ese tiempo la dirección de Radio Televisión Española, Pilar Miró, tan receptiva a la cultura, me permitió realizar una biografía filmada de la filósofa, haciendo un recorrido por las principales ciudades de su exilio y contactar con algunas de las personalidades que la conocieron: Octavio Paz, Ciorán, Rosa Chacel, Martínez Nadal, Eliseo Diego, Cintio Vitier, las hermanas García Marruz, Elena Croche y muchos otros. Pero al tiempo que grababa la Santa Bárbara para el programa Mirar un Cuadro, recordó otra pintura que quiso grabar: La Tempesta de Giorgione que meses más tarde publicó la revista turolense Turia. La tempesta tiene algo que ha fijado en mi memoria, mi atención, que me ha acompañado, que parece que sea algo así como un espíritu, un ánima más bien, pues el espíritu no se pinta, sino que hace pintar, muy veneciano, típicamente veneciano”.

Los últimos años que pasó María en Madrid debieron ser para ella de una enorme alegría mezclada, sin duda, con recuerdos del pasado nada gratos, sobre todo los de la Guerra Civil. No obstante he de decir que el grupo de amigos y familiares que la rodearon en esos días, se esforzaron para que le fueran lo más acogedores posible. También la acompañaron en Madrid sus dos últimas gatas, Lucía y Pelusa, que habían viajado con ella desde Ginebra. Tras su muerte, y ya depositada en su sepultura de Vélez Málaga, una de aquellas amigas y admiradoras, montó en su coche a las gatas y las soltó en el Camposanto de Vélez. Ya veis como la sensibilidad y hechizo de María, conectaron hasta el último momento con las personas que la conocimos y amamos.   

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Castellón

4 de mayo de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hoy que termina marzo

y que el sol de la tarde, ya vencido,

se tiende extenuado sobre el mar

y ahí, al tocar las aguas,

se va apagando en un chisporroteo

de ascuas pequeñas y de signos de oro,

cómo no agradecer emocionado,

antes de que la noche sobrevenga,

que este instante del mundo

—tan alegre, tan triste, tan intenso

como todo lo hermoso—

coincida en su existir con mi existir

y lo sepan mis ojos.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Sánchez Rosillo

4 de mayo de 2018

Todos los días,

el pronóstico del tiempo anuncia

lluvias de niños.

Trescientas mil mujeres

se enfrentan a la vida sin paraguas.

Todos los días.

 

Yo no quería mojarme,

ahogar mi vientre

para saciar la sed de esqueletos infantiles,

escuchar de nuevo el primer llanto

de mi cuerpo, geminado,

vaciar mis pechos

en bocas que pían hambrientas,

ponerle guardia a una madriguera

o ser la loba que amenaza con sus dientes

en los cruces de caminos,

vestir de rosa los días de paseo

y de azul las noches de insomnio,

presumir de esculturas de carne y hueso.

No.

No quería.

 

Únicamente quise ser

una mujer libre,

cubrime de tinta,

siempre niña.

 

Mañana

llegará la estación seca,

cesarán las lluvias en el calendario,

en mi regazo morirá la primavera,

y ese paraguas,

el único bastón donde se apoyan

los cuerpos impermeables,

será sombrilla útil solo en el desierto.

 

Por si acaso,

sin mirar al cielo,

recojo las últimas ramas

que el viento ofrece a las madres

para construir los nidos.

Escrito en Lecturas Turia por Estela Puyuelo

                        

Una mujer se dispone a dormir en un vagón de tren, enfundada en una piyama de seda azul. Ha tomado un somnífero para viajar como si flotara. Sin embargo, antes de que la pastilla surta efecto, inicia otra travesía: una revista que creía tener bien guardada cae a sus pies, y no puede evitar la lectura o, más precisamente, la relectura, pues quien escribe es Guillermo, su marido, del que se encuentra separada, pero que le ha dado a leer todos sus manuscritos.

Así comienza “Mephispto-Waltzer”, uno de los relatos más excepcionales del idioma, escrito por Sergio Pitol en Moscú en 1979, y publicado en su libro Nocturno de Bujara, de 1981.

La protagonista, que carece de nombre en el relato, se encuentra en un paréntesis de su vida; ha interrumpido su matrimonio y experimenta “el sobrio placer de vivir separados”.

La revista, y el cuento que ahí publica Guillermo, la devuelven a una realidad que no quería encarar. Leer el texto significa, en cireta forma, leerse a sí misma, recuperar escenas de su propia vida, establecer resonancias con algo que ya parecía disuelto en el pasado.

La separación de Guillermo la ha llevado a descubrir su voz como autora. En los últimos meses, ha podido trabajar con fluidez en una monografía sobre la pintura de Agustín Lazo. Se siente más libre, más segura.

Leer el cuento implica volver a los días en los que la voz preeminente era la de él, el escritor de la pareja. El cuento trata de un concierto en Viena donde un virtuoso interpreta el “Mephisto-Waltzer”, de Franz Liszt. Thomas Mann exploró en Doktor Faustus los enigmas del talento musical que, al desbordarse, parece requerir de una explicación diabólica. Paul Valéry sintió el mismo encantamiento y lo resumió en una frase: “¡El estilo es… el Diablo!”

Pitol agrega un capítulo esencial a tema canónico: el pacto fáustico. Guillermo, protagonista del relato y autor del cuento que la mujer lee en el tren, no es gran conocedor de música. Su trama se basa en un concierto que presenció en compañía de su esposa en París, pero traslada la escena a Viena, donde ha pasado una temporada reciente.

A ella nunca le ha convencido lo que escribe su marido. Se define  ante él como “el abogado del diablo”. Busca fisuras y defectos en sus textos, con un celo acrecentado por la cercanía y el trato de muchos años, cosa que él agradece y necesita.

Esa noche en el tren, vuelve a juzgar con severidad a Guillermo. El cuento le parece interesante pero mal resuelto. A diferencia del pianista, el narrador no descubre su propia fuerza ni se entrega a ella.

El “Mephisto-Walzer” de Liszt está inspirado en el momento en que el diablo aparece ante Fausto en el Auerbachs Keller, taberna de Leipzig. El compositor revive en el teclado el impulso demoníaco del pacto fáustico. Guillermo es incapaz de esa pasión. No hay mejor testigo para ello que su mujer, el abogado del diablo.

Pitol escribe un relato maestro con el desperdicio de otra historia. Guillermo no consigue rematar su trama. De la tensión entre esa escritura fallida y la interpretación de otro personaje, la mujer que lo critica, surge un relato único.

Guillermo no entiende de música pero pretende hacerlo. Para escribir su cuento, parece haberse basado en las notas de algún programa de mano o en un ensayo sobre Liszt; lo cierto es que reproduce opiniones que no ha asimilado. Hay varios niveles de impostura en el relato. El primero de ellos es la música misma. A lo largo de quince años de relación, fue ella quien se interesó en oír conciertos. Él la siguió con tranquila aquiescencia, fingiendo reconocer las obras más evidentes, pero casi siempre perdido en el bosque sonoro. Sólo una vez mostró fervor por el tema. Fue en Roma, cuando escucharon a Sviatioslav Richter interpretar el Carnaval de Schumann. En aquella ocasión, Guillermo se exaltó en forma inopinada, acusó al virtuoso de militarizar la partitura y esquivar la impronta lírica del romanticismo alemán; criticó a la obsecuente multitud que ovacionaba al pianista y peroró sin freno hasta que ella le dijo: “por favor, Guillermo, no digas tonterías”. A continuación, se precipitó en un mutismo hermético y no aportó una sola palabra durante la cena.

A ella le sorprendió el exabrupto, pero no lo tomó mayormente en cuenta. Sin embargo, al leer el cuento mientras viaja en tren, el episodio cobra otro peso. Ella había interpretado la música para él y lo había guiado entre los sonidos. ¿De dónde venía el súbito afán decir algo propio, caprichoso, intemperado?

Fueron a aquel concierto en compañía de Ignazio, un amigo italiano que acompañó a la pareja. No sabemos nada de este personaje, pero su mención en un cuento de efectos tan calculados no puede ser casual. Después del concierto, Ignazio lleva a la pareja una trattoria en Trastevere, una fonda “más allá del río”. Han cruzado una frontera.

Ignazio es el “tercero incluido”. ¿Qué significa en el relato? En diversas versiones del Fausto, el diablo aparece como extranjero y suele aparecer como italiano (Valéry eleva el juego a la segunda potencia y lo hace hablar italiano con acento ruso). Sin decir casi nada, Pitol crea una presencia tentadora e inquietante. En la música medieval, el tritono fue considerado el diabolus in musica, una disonancia adversa que equivalía a convocar al diablo y a promover el desenfreno sexual. Entre las muchas causas que llevaron a gente a la hoguera, se contaba el uso de esa temible disonancia. En el Fausto, la ópera de Gounod Mefisto entra a escena acompañado por un tritono. Pitol no dice quién es Ignazio, pero el efecto de ese tercer personaje es el de un tritono; ante él, el escritor ignorante en música habla como intoxicado.

La pasión que Guillermo echó en falta en Richter aparece en el pianista que toca el Vals de Mefisto en su cuento. Se llama Gunther Prey y es observado por un escritor en el público. Aquí interviene otra impostura. Pitol escribe un cuento sobre Guillermo, quien escribe un cuento sobre Manuel Torres, quien escribe otro cuento. El nombre de este tercer autor del relato ahonda el juego de espejos, pues alude a un amigo y colega de Sergio Pitol, compañero de sus años polacos: Juan Manuel Torres).

Gunther Prey “parece mantener con el piano una relación sanguínea, umbilical”. Sorprendido por este vínculo orgánico con la música, Torres escribe notas atropelladas en el programa de mano. Le asombra, entre otras cosas, la belleza del músico, una belleza que no puede describir. En su afán de caracterizarlo lo compara con “un galgo con un toque felino”. ¿Puede haber combinación más absurda y menos atractiva? En aras de definir la armonía del rostro, el torpe narrador construye un perro-gato. ¡Cómo envidia la soltura de Tolstoi para describir “con gozosa naturalidad los labios, los dientes o el talle de Vronski”!

Manuel Torres, doble de Guillermo pero no de Pitol, fracasa en su intento por captar la sensualidad del pianista, del mismo modo en que, en aquel concierto de Roma, Richter fracasó en recrear con pasión el Carnaval de Schumann. 

Incapaz de describir el erotismo que emana del pianista, el narrador cede a una tentación compensatoria: se demora exageradamente en la voluptuosidad de un personaje secundario, una catalana que no pasa el examen del abogado del diablo. La mujer que lee arrullada por el bamboleo del tren “siente allí un exceso de curvas, de redondeces, una figura demasiado plena que la hace evocar caderas como ánforas y pechos iguales a mascarones de edificios en exceso barrocos. Hay una obsesión de brocados, terciopelos y encajes, de ‘veronesería’, como exclamó en un momento de hartura, que siempre le molesta en sus personajes femeninos”. La amanerada sensualidad que Guillermo otorga a esas mujeres contrasta con el cuerpo de su esposa, delgado, de pechos pequeños, caderas angostas, pelo corto. Una presencia un tanto masculina, con un “estilo lineal de vestir”. De haber sido la autora del relato, ella habría difuminado a la suntuosa catalana.

De Hemingway a Piglia, numerosos cultivadores del género, han reflexionado en el hecho decisivo de que el relato moderno cuenta dos historias, una explícita y otra, soterrada, más insinuada que dicha, que da sentido profundo a la primera historia (la anécdota importa porque alude a un conflicto oculto que deseaba ser evitado). El relato musical que Guillermo bajo el nombre de Manuel Torres esconde otro, más intenso, que le otorga auténtico significado. La ejecución de “Mephisto-Waltzer” despierta en el escritor una sensación de deseo insatisfecho. En su afán de aprehenderlo, crea un juego de suposiciones. Manuel Torres oye los trabajos del diablo en el teclado y descubre a un singular personaje en un palco. A través de esa figura, busca explicar la confusión que siente.

No es casual que la única pieza que exaltó a Guillermo a lo largo de su relación matrimonial llevara el nombre de una mascarada: el Carnaval, de Schumann. Pitol, que años después dedicaría una trilogía novelística al tema, prosigue su baile de máscaras. Torres siente un contacto eléctrico con el pianista; percibe la belleza masculina y el transgresor erotismo de que emerge del teclado sin poder precisar sus emociones. Envidia la libertad de Tolstoi para exaltar el cuerpo de un varón. Incapaz de alcanzar ese registro, toma prestada una frase de su esposa y describe al virtuoso como un fauno que acabara de hacer el amor. Transfiguración de los sexos: la mujer de cuerpo andrógino aporta una clave mitológica para definir lo que su marido siente ante el pianista.

En Pitol todo es inagotable: varias posibilidades se insinúan. ¿Guillermo experimenta una atracción homoerótica o envidia al fauno que suda después de copular con una rubicunda mujer digna del Veronese? “Dos almas, ¡ay!, anidan en mi cuerpo, y la una pugna por separarse de la otra”, exclama el Fausto de Goethe. Lo decisivo, en el caso de Guillermo, es que el Vals de Mefisto le revela un deseo perturbador y definitivo. Lo sugerente es que no sabemos esto por el relato, bastante plano, que él escribe, sino por la lectura que de él hace su mujer, es decir, por el relato magistral que escribe Sergio Pitol. Mientras el pianista interpreta “Mephisto-Waltzer”, su mujer, abogado del diablo, interpreta a Guillermo.

El juego de espejos que se ha puesto en marcha alcanza un momento de condensación. La música custodia una zona de silencio, un secreto que no se reverla pero se insinúa: ante el pianista sudoroso, tocado por la gracia y la adoración del público, Guillermo habla como su mujer; por un momento, es ella.

Luego se distancia de esta atracción y la desplaza a otro personaje, oculto en un palco. Un hombre mayor observa al joven talento. En su papel de avatar de Guillermo, Manuel Torres piensa en alternativas que podrían justificar una trama. Imagina a un viejo militar que abomina de la bohemia profesión de su nieto y asiste al concierto para repudiarlo. O quizá se trate de un maestro de música, ya muy enfermo, que contempla por última vez a su alumno predilecto. Puede haber otra opción, más compleja. Un hombre decide envenenar a su esposa, que le es infiel. Planea con cuidado un asesinato lento, imperceptible. Le da una dosis mínima de toxinas y ella comienza a padecer un malestar; los médicos ignoran de qué se trata, él finge mimarla mientras ella empalidece. Durante esa dilatada agonía ella no deja de tocar “Mephisto-Waltzer”. Finalmente muere. El concierto ocurre cuando él ya es un anciano. La melodía le recuerda su crimen. Esta tercera variante se ubica en Barcelona; las atmósferas Sezession de Viena se trasladan al modernismo catalán. Durante el concierto, el asesino piensa que acaso supo que era envenenada y tocó aquella música como un sacrificio a plazos. Quizá eso explique la “mirada cadavérica del anciano que contempla al pianista tiene una carga de voluptuosidad y otra igualmente poderosa de odio”. Eros y Tanatos. El amante despechado no depuso su pasión; la convirtió en ultraje.

La mujer de Guillermo ha tomado un somnífero y su cuerpo pierde fuerza mientras lee. Su marido no ha escrito una historia sino las tres posibilidades de una historia. En forma típica, no se decide por ninguna de ellas y entrega el desenlace a la parda normalidad de la vida. “La realidad es rica en golpes bajos, no en grandes hazañas”, advierte Guillermo. El narrador que lo representa en el relato aprovecha el intermedio del concierto para pasear por la sala. Encuentra al anciano en el vestíbulo y presencia los honores que le tributan. Se trata de un hombre famoso, un célebre director de orquesta que años atrás descubrió al pianista, lo convirtió en su favorito y luego en su amante. Una vulgar historia de amor y manipulación, ya imposible por la diferencia de edad, sólo prolongada a través de la música.

La tres variantes imaginadas eran más atractivas que el desenlace real. La vida, en efecto, es rica en golpes bajos. El encanto se disuelve. Así termina Guillermo su relato. “Para ella, la parte más interesante comenzaba en el punto donde su marido cerraba el relato”, escribe Pitol. El cuento decepciona, ahogado por esa solución común. Una historia previsible sobre las debilidades del cuerpo.

El desenlace de Pitol es muy superior al de Guillermo, pero no depende de agregar una acción, sino de la mirada de la mujer que lee el relato. ¿Qué es lo que ella entiende? La impotencia de su marido, no sólo para concluir el texto, sino para expresar su deseo.

En esta singular versión del pacto fáustico, Guillermo no tiene a quién vender su alma o, peor aún, no sabe qué pedir a cambio de ella. No elige y esa es su tragedia; no elige. “La verdadera pasión sólo se encuentra en la ambigüedad y la ironía”, le dice el Diablo a Adrián Leverkühn en Doktor Faustus. Pero también la ambigüedad debe ser elegida. Por eso, el propio Leverkühn  le dice a su biógrafo Serenus Zeitblom: “la música es la ambigüedad erigida en sistema”. A diferencia del personaje de Thomas Mann, Guillermo carece de voluntad para escoger o para aceptar dos alternativas. Es el indeciso que no opta por una cosa o dos cosas a la vez, sino que las cancela una a una. No sabríamos esto si no fuera observado por su mujer. La lectora de “Mephisto-Waltzer” es uno de los personajes más sugerentes de la literatura. No habla, no actúa: interpreta.

El giro fundamental del relato consiste en hacer depender el cuento de la pasajera que lo lee mientras viaja en tren. Este papel se hace extensivo al lector externo de la historia. En sus Lecciones de literatura rusa, Nabokov señala que el mayor personaje que puede construir un escritor es su lector. La fuerza de un universo narrativo se mide por la necesidad de ser leído de otro modo. Pitol construye sucesivas capas de sentido, analizadas por la lectora ficticia del relato, hasta desembocar en el lector real, último protagonista de la trama, el testigo que entiende lo que ella descubrió en el texto.

La mujer abandona la revista. Ha leído un relato fallido. En esas páginas entrevió “algo que en algún momento tuvo que ver con el amor” y que le permite cerrar un episodio de su vida.

El tren avanza, el somnífero ha surtido efecto, aunque no tanto como la lectura. Reconciliada con su soledad, la mujer deja de buscar conexiones mentales y siente la caricia de la piyama de seda. “Sumida en una torpeza que no deja de serle agradable”, se entrega a la realidad del sueño.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Villoro

21 de marzo de 2018

Buen conocedor desde la infancia del Antiguo Testamento y de las historias de la mitología clásica, guiado en la escritura por el diálogo platónico de la caverna, a partir de cuya lectura decidió dedicarse a la literatura y encontrar en ella parábolas para comprender la realidad, el oscuro laberinto en el que habitaba el minotauro pronto se convirtió en el símbolo mítico del mundo para el que sin duda continúa siendo a día de hoy el dramaturgo de mayor peso en las letras alemanas de entre todos aquellos que siguieron la estela brechtiana. El hombre preso en un entorno complejo y confuso, del que no puede salir en modo alguno, se convirtió así en sus textos en el protagonista principal de un vasto conjunto literario que,

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Escrito en Artículos Revista Turia por Isabel Hernández

Yo quería escribir una reseña: acaba de publicarse Mundo es, el vigésimo primer volumen del Salón de pasos perdidos de Andrés Trapiello, y me disponía a desmenuzarlo y disfrutarlo en común, comentándolo en tres páginas de pura celebración de la vida y de la buena literatura. Pero pronto advertí que, aparte de que los diarios del autor siempre andan reclamando una relectura panorámica, un balance general, un juicio global… es obvio para los iniciados en el asunto que hablar de uno de los tomos es, en puridad, hacerlo de todos, o, para ser más precisos, que en realidad todos son el mismo,

 

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Escrito en Artículos Revista Turia por Juan Marqués

Martín Caparrós: “Somos muy buenos inventando mitos; no somos tan buenos inventando países”

Los relatos están en la vida de Martín Caparrós desde el principio. El escritor y periodista argentino (Buenos Aires, 1957) recuerda que desde muy niño, y en dramáticas circunstancias, comprendió que la literatura tenía un gran poder, el poder de combatir el miedo. Esa convicción temprana parece haber marcado el camino de este hombre al que la vida, tan llena de historias y de imprevistos, ha enseñado a irse despojando poco a poco de las cosas materiales para viajar ligero de equipaje.

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Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

Pablo d’Ors: “Los libros son más inteligentes que los autores”

A la pregunta de cuál es su museo favorito, sonríe con malignidad y señala el de los Expresionistas de Coblenza. Este museo, en el centro de Alemania, es de ficción y está creado por él. Sus salas y pasillos se encuentran en El estupor y la maravilla, publicado en 2007, pendiente de reeditar.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

19 de marzo de 2018

En las noches a salvo, en nuestros pisos,

con las puertas cerradas y la colcha

y quizá el radiador y la cena caliente,

olvidamos la idea de montaña.

 

Olvidamos que un día,

la montaña fue madre y fue refugio,

veleta y cicatriz

de los cielos urgentes,

noray al que amarrar

el navío fugaz de nuestro tiempo,

el inquieto bajel de la mirada.

 

En la noche sin cielo de la urbe

la montaña se va, se desvanece,

se funde en la negrura

de tanto por hacer

y es apenas su piedra

aguada en el recuerdo.

 

La busco en la tiniebla de mi noche,

pero no puedo verla:

un hombre está perdido

si deja que se escape

su idea de montaña.

Escrito en Sólo Digital Turia por Lola Mascarell

19 de marzo de 2018

                       

Yo, en principio, quería hablaros de las cosas pequeñas de la literatura. Por eso me compré un cuadernito donde escribir algo sobre la fascinación literaria que ejercen sobre mí los detalles. Yo amo los detalles, como escritor, como lector, como profesor. Pero no el detalle aislado y un tanto gratuito (el brillo de una frase, por ejemplo, o la mera ingeniosidad), sino el detalle capaz de crear un personaje, o una atmósfera, o de atrapar algún matiz insólito del alma o de la realidad exterior, el detalle narrativamente potente, significativo, de esos que leemos una vez y ya no olvidamos nunca.

Si nos fijamos, también la memoria, en la vida real, funciona así, con detalles cargados de sugerencia, de significados. Recordamos un olor, un sabor, un rostro, la pesadumbre de una lejana tarde de lluvia, el sonido de una campana, y a veces es solo una sensación casi inefable, una sensación que es la experiencia destilada en el alma y hecha ya sentimiento. A veces vivimos sucesos importantes, y al final lo que queda son detalles que no parecían destinados a perpetuarse, detalles un tanto caprichosos, y gracias a los cuales podemos reconstruir nuestro pasado. Yo me acuerdo que en 1971 fui a Argel a tocar la guitarra con un grupo flamenco. Nos recibió el presidente Bumediam en el “Palais du Peuple”, y hubo otros hechos memorables que no vienen al caso. Pero el recuerdo más tenaz, más vívido, es el de unos niños que, en una plaza enfrente del palacio, disparaban con tirachinas a los pájaros que empezaban a acomodarse en los árboles para dormir. No hace falta citar a Proust ni a Antonio Machado para saber que la memoria es poética, y lo es por la depuración y selección imprevisibles que hace de nuestras vivencias.

Me pregunto qué huellas quedarán en nosotros de este día en que escribo estas líneas, o en que tú, lector, las están leyendo, dentro de diez o quince años, si es que vivimos para recordarlo. Lo más probable es que permanezca vinculada a algún detalle menor, del que en este momento acaso no somos ni siquiera conscientes. Lo que sí sé es que en ese detalle estará para entonces el embrión de un poema, si sabemos escribirlo.

Y eso, claro está, ocurre también en los libros. Leemos libros magníficos, y ¿qué queda de la lectura al cabo de los años? Determinadas escenas, determinados detalles. Y de eso es de lo que yo quería hablar: de los mejores despojos de mi naufragio de lector.

En el borrador que hice para este breve ensayo, que en realidad aspira a ser una charla amigable del lector que yo soy con el lector que me lee a mí, empecé a apuntar algunos y, no sé por qué, cuando me di cuenta, llevaba media docena y todos estaban relacionados con algún personaje femenino. Entonces decidí hablar de algunas de las mujeres que más me han seducido en la literatura. No voy a hacer, desde luego, una relación exhaustiva de mi donjuanismo literario, porque eso (con perdón) sería el cuento de nunca acabar, sino solo de las que se me vayan viniendo a la cabeza durante el tiempo que dure este vagabundeo por mi memoria literaria.

Si a mí me concediesen el don de convertirme en una criatura literaria, yo elegiría ser el rey Shariar. Este es uno de los hombres más afortunados que hayan existido nunca, porque se casó con una joven muy bella, que además tenía en su casa un millón de libros, y los había leído y los había memorizado todos, y era la mejor contadora de historias de la que los siglos tienen noticias. Se llamaba Scherazade, claro está, y yo creo que solo hay un hombre que la hubiese merecido de verdad: don Quijote. A la mejor narradora hay que casarla con el mejor lector. Hubieran sido las criaturas más felices del mundo. ¿Cómo sería la voz de Scherazade? Yo me la imagino cálida, viva, insinuante, capaz de muchos matices, y desde luego muy seductora. Scherazade salva la vida gracias a su talento narrativo. En las Mil y una noches hay bastantes personajes que salvan el pellejo gracias a que se saben una buena historia. Los reyes más crueles se vuelven magnánimos cuando alguien los embauca con un relato bien urdido. No dicen: “La bolsa o la vida”, sino: “El cuento o la vida”. Y es que las palabras, cuando están bien puestas una detrás de otra, tienen un gran poder. Celestina embrolla a sus víctimas con palabras, y esa es su mejor magia. Don Quijote y Emma Bovary pierden el sentido de la realidad cotidiana, y fundan otra imaginaria, porque son lectores que también sucumben al hechizo de los relatos. Hasta Sancho, para no quedarse solo en la noche temerosa de los batanes, retiene a su amo con el señuelo de un cuento extravagante. Otelo seduce a Desdémona con palabras; Iago envenena el alma de Otelo con palabras; Otelo se entrega al placer morboso y terrible de convertir a su mujer en una puta, y todo gracias al poder de las palabras. Todos se cuentan historias y todos acaban siendo destruidos por las historias. Isaak Bábel, en Cuentos de Odesa, pone en boca del narrador que se dispone a contar la historia de Benia Krik, el rey de los bandidos, el siguiente parlamento, dirigido al oyente:

Olvide por un momento que hay unos lentes sobre su nariz y un otoño en su alma. Imagine por un momento que arma escándalo en las plazas y tartamudea ante el papel. Usted es un tigre, un león, un gato. Usted puede pasar la noche con una mujer rusa y la dejará contenta. Si al cielo y a la tierra le hubiesen puesto asas, usted agarraría esas asas y atraería el cielo hacia la tierra.

Tal es el prólogo del narrador antes de empezar a contar. Y es verdad que las historias son poderosas, y nos convierten en tigres, y nos hacen olvidar que tenemos un otoño en el alma.

Otro personaje que pierde la cabeza con los libros, con las palabras y con las historias, y que aprende a enamorarse y a pervertirse con ellas, es Emma Bovary. Muy pocos lectores habrá que no hayan sido seducidos por esta mujer. Pero, ¿quién es, cómo es Emma Bovary? Bueno, podemos decir que tiene las uñas pálidas, los labios carnosos (que solía mordisquearse), pómulos sonrosados, cuello de garza, pelo negro y espeso dividido en dos crenchas lisas, pies menuditos, grandes ojos que Flaubert nos deja en la duda de si son castaños o azules, pestañas rizadas, y otras cosas que el autor no cuenta pero que yo me imagino con una más que notable precisión. Como en el caso de Desdémona, el adulterio la hace aún más bella: Flaubert nos lo recuerda  inútilmente, porque ya el lector lo había advertido antes. ¿Eso es todo lo que sabemos de Emma? No. Emma es todavía mucho más seductora, porque quien nos la presenta es otro gran seductor: Flaubert. Hay una escena en que vemos a Emma bajo una sombrilla de seda traspasada por el sol, que dora con vagos reflejos dorados la blancura de su rostro. Hay otra en que Emma pasea con León, y el amor (romántico, pueril) va surgiendo en ellos entre silencios y sobreentendidos. Es una miniatura impagable, digna del mejor talento de Flaubert. Pasean junto a un muro, y Emma lleva también esta vez una sombrilla para protegerse del sol. ¿Qué nos cuenta Flaubert, qué detalles selecciona entre los infinitos que acaso se le ofrecen a la imaginación? Primero hace una descripción de veinte líneas: el río silencioso, hierbas curvándose por la corriente, un insecto en la punta de un junco, un rayo de sol que pasa a través de una burbujita azul, una pradera. Es la hora de la comida. Solo se oyen los pasos de Emma y de León en la tierra del camino, sus palabras, el roce del vestido de ella. Hacer calor. Son detalles mínimos, muy matizados. ¿Se puede ir más allá, se puede hilar más fino? Veamos:

Entre los ladrillos [de una tapia] habían crecido mostazas silvestres, y Madame Bovary, al pasar, con la punta de su sombrilla rozaba las flores marchitas, que se desmenuzaban en un polvo amarillento. Otras veces alguna rama de madreselva o de clemátide de las que colgaban hacia fuera se desprendía y resbalaba sobre la seda de la sombrilla hasta bajar a enredarse en sus flecos.

Qué barbaridad: ahora entendemos dónde aprendió Proust a matizar hasta casi la evanescencia. Bien, esos detalles son de una belleza y de una sensualidad arrebatadoras, pero ¿adónde llevan, por qué se para Flaubert en esas minucias, qué utilidad tienen en la narración? Seguimos leyendo y rápidamente lo entendemos. Emma y León apenas hablan, solo alguna frase de circunstancia:

Y a pesar de ello, sus miradas estaban plagadas de una charla más profunda; y mientras hacían esfuerzos por encontrar alguna frase trivial, se iban sintiendo unidos por una especie de languidez común que a ambos invadía, como un susurro del alma, profundo, ininterrumpido, que vencía al de sus voces. Cogidos de sorpresa por el prodigio de aquella desconocida dulzura, no se les pasaba por la cabeza la idea de hablar de aquella sensación, o de ponerse a buscar sus motivaciones. Las dichas futuras, como pasa con los ríos tropicales, suelen proyectar sobre la inmensidad que las precede su genuina suavidad, una especie de brisa perfumada, y el alma se limita a adormecerse bajo los efectos de esta ebriedad, sin preocuparse siquiera de ese horizonte que aún no se columbra.

Ahora entendemos: con aquella descripción minuciosa Flaubert había creado una atmósfera propicia a la languidez y a la dulzura en la que los futuros amantes se ven de pronto envueltos. En poco más de una página, se ha avanzado mucho en la narración (y a través, además, de una descripción): Emma y León se han enamorado un poco más, de un modo ya definitivo. Y, por otra parte, se ha anunciado el futuro: ese clima sensual y envolvente es el preludio de los placeres amorosos que ya se anuncian en el horizonte. Eso se llama maestría narrativa. Ahí se combinan la belleza poética, la belleza de la psicología novelesca no explicitada y la belleza narrativa. Y todo a través de unos pocos detalles maravillosamente conjuntados.

Un último recuerdo para Emma, antes de abandonarla. En sus primeras citas adúlteras con Rodolfo, a Emma a veces se le llenan las botitas de barro, y acude a casa con el peinado un poco deshecho y la ropa un poco desceñida. Nunca estuvo más hermosa que entonces.

La novela del siglo XIX tiene mujeres muy seductoras, yo creo que más que la del XX. Decía Cervantes que no hay libro malo que no contenga algo bueno. Yo no estoy seguro de eso, pero sí de que no hay novela del XIX donde no haya una mujer cautivadora. ¿Con cuál me gustaría a mí tener una aventura amorosa? Son tantas: Emma, Ana Karenina, Ana Ozores, Fortunata, Katy (la de Cumbres borrascosas), la Stella de Grandes esperanzas, Luisa (El primo Basilio)... Pero la que más cautiva y excita al lector que yo soy es Madame de Rênal, de Rojo y negro. No hay mujer en la literatura más adorable que ella: es la pura inocencia y el encanto sin mácula. Pero a Julien Sorel le interesa más Napoleón que Madame De Rênal. La noche en que se entrega a él, debía de haber sido la noche más erótica del siglo, pero Sorel la malogra con sus ambiciones, y le hace el amor como un deber que ha de cumplir en su camino implacable hacia el éxito.

Y ya que hemos desembocado en el erotismo, os voy a contar la escena más gozosa que yo conozco en la literatura, y luego la más triste. Si me acuerdo de más, y hay tiempo, os las cuento también. Gozosas hay muchos (el encuentro de Romeo y Julieta, el de Angélica y Tancredi, los de Van y Ada, los de Lady Chatterley y su guardabosques, los de Calisto y Melibea -aunque Calisto es un amante torpe y atropellado-, los de La lozana andaluza, y otros muchos innumerables), pero no sé por qué, quizá porque alguna hay que escoger, hoy se me ocurre que la más gozosa bien pudiera ser la de Rosario y el narrador en Los pasos perdidos, de Carpentier.

En Rosario se entrecruzan varias razas: “Es india por el pelo y los pómulos, mediterránea por la frente y la nariz, negra por la sólida redondez de los hombros y una peculiar anchura de cadera”.

Una mujer de una vez, a cuyos encantos se une el de la naturalidad, y un instinto sabio y certero para vivir acorde con las cosas sencillas pero esenciales de la vida. Mouche, la amante francesa con la que viaja el narrador, es todo lo contrario: artificiosa, libresca, formada intelectualmente en el baratillo del surrealismo suburbial y tardío, impregnada de todos los tópicos de las modas culturales..., en fin: una pija integral. Hay un momento, en un autobús que se interna hacia la selva virgen, en que Mouche y Rosario se ponen a leer. Mouche lee una novela de moda que Carpentier no nombra pero que yo creo que podría ser de Bukowski, o de alguno de sus epígonos. Mouche es una lectora avisada, más atenta al mundo sombrío de los significados y las estructuras subyacentes que a la belleza y a la emotividad de la narración. Rosario, por su parte, lee la Historia de Genoveva de Brabante, el relato folletinesco de una heroína medieval. Lee despacio, y se indigna con los infames y se alboroza con el triunfo de los héroes. Se entrega a la lectura con una ingenuidad que yo prefiero a la suficiencia interpretativa de Mouche, pero que tampoco es del todo recomendable, sobre todo a cierta edad.

El narrador-protagonista observa cómo leen las dos, y se va prendando de Rosario al tiempo que cada vez desprecia más a Mouche. El primer escarceo erótico entre el narrador y Rosario se produce durante el velatorio del padre de ella. La unión del erotismo y de la muerte suele ser explosiva. Me fascina el modo con que Carpentier esboza ese primer encuentro. Rosario está apoyada en una tinaja de agua, con los codos en el borde, “de tal modo que la comba del barro arqueaba su cintura hacia mí. El fuego de los fogones le daba en la frente, moviendo remotas luces en sus ojos sombríos”.

El narrador, con la urgencia de su mirada, la desnuda de sus lutos. Ella, que se da cuenta, pone la tinaja por medio y apoya los brazos en el borde, de forma que ahora las voces, amplificadas por la caja de resonancia de la tinaja, cobran un  “eco de nave de catedral”; “A ratos me dejaba solo, iba a la sala del velorio, y regresaba […] adonde yo la esperaba con impaciencia de amante” y “ella se dejaba contemplar, por sobre el agua de la tinaja, con una pasividad halagada que tenía algo de entrega”.

Así trabaja un novelista, no con contenidos explícitos y alardes psicológicos, sino con tinajas, miradas, gestos, sugerencias.

Pues bien, tres capítulos después, la ruptura de Mouche y el narrador es total, y total también el amor (aún contenido, expectante) entre el narrador y Rosario. Mouche ha contraído una enfermedad tropical y delira en la hamaca. Es de noche. Hay luna. Bajo la hamaca, en una estera, Rosario y el narrador hablan en susurros. Rosario cuenta algo que la indigna, no importa ahora qué. Tal es su rabia, que el narrador la agarra por las muñecas:

[...] y con la brusquedad del gesto, mi pie derriba una de las cestas en que el Herborizador guarda sus plantas secas, entre camadas de hojas de malanga. Un heno espeso y crujiente se nos viene encima, envolviéndonos en perfumes, que recuerdan, a la vez, el alcanfor, el sándalo y el azafrán.

Entonces hacen el amor, brutalmente, sin ternura, en una posesión mutua que parece una lucha, sobre el lecho de plantas perfumadas, como si los amantes afirmaran también su pertenencia a la naturaleza. Luego, la claridad de la luna entra por la puerta de la cabaña e ilumina sus piernas: primero los tobillos, luego las caderas. Y esta vez, al tiempo que reinician el juego amoroso, Mouche se asoma desde su hamaca y los insulta con voz ronca y airada. Después, se extravía en el delirio, con un brazo inerte colgando en el aire, mientras los amantes, es de suponer que ya totalmente iluminados por la luna, prosiguen sus trabajos.

¿Cómo ha construido Carpentier esta escena? Yo creo que hay tres detalles que sirven de eje sobre el cual avanza la narración, y que a la vez llena todo de un profundo sentido. Uno es la presencia de Mouche, que subraya el carácter inaplazable del deseo, y la sinceridad absoluta de la entrega amorosa. Y que, de paso, añade un punto morboso, de transgresión, que es ingrediente casi obligado en los episodios eróticos. Hacen el amor ante ella, lo cual supone que, desde ese instante, Mouche queda segregada, abolida. Es más: desaparece también de la novela. Entre la sencillez esencial de la naturaleza y los refinamientos de la civilización, el narrador elige la naturaleza. El otro detalle son las plantas aromáticas, que le traen al narrador recuerdos de la infancia (con lo cual el encuentro con Rosario es un reencuentro con un mundo remoto pero latente: el mundo del Caribe). Las plantas, además, incitan a los amantes, y los envuelven en un ámbito propio, natural y poético. El último detalle es la luna que los va iluminando según ellos van cobrando conciencia de su amor, de sus cuerpos. El amor los ilumina con la misma lentitud deleitosa con que la luna matiza sus cuerpos en la sombra. Y, al igual que el aroma de las plantas, los aísla mágicamente en su mundo amoroso. La fragancia de las plantas, los gritos roncos de Mouche, la claridad que entra por la ventana: he ahí un fragmento de realidad imaginaria tallado con la exactitud y transparencia de un diamante.

Y vayamos ahora con la escena erótica más triste. La cuenta Hermann Broch en Esch o la anarquía, uno de los tomos de su trilogía Los sonámbulos. Estamos en Colonia, en 1903. Esch es un joven angustiado por el sentido de la existencia: una existencia desordenada y anárquica, absurda, en la que no encuentra ningún punto estable, ningún anclaje vital e intelectual que otorgue a sus días un poco, si no de felicidad,  al menos de paz, de concordia consigo mismo y con el mundo. Broch, como casi todos los escritores y artistas alemanes de esa época, nos está hablando de la crisis de valores que sobreviene tras la Gran Guerra -crisis en la cual, por cierto, estamos aún inmersos. Esch está emparentado con Ulrich (El hombre sin atributos), con Harris (El lobo estepario), con algunos personajes de Kafka, de Thomas Mann, de Joseph Roth, de Döblin, de Canetti..., por hablar solo de la novela en alemán.

¿Y ella? Ella se llama Hentjen, y todos la llaman Mamá Hentjen. Es joven: tiene treinta y seis años, pero es viuda desde hace catorce y se ha convertido prematuramente en una matrona puritana y algo masculina. Es corpulenta. Es fea, pero no tanto por su figura y por sus rasgos como por voluntad propia. Odia a los hombres, y los teme, y le repugnan. Trata con ellos, porque regenta una sucia taberna portuaria, y los mantiene a raya, y nadie se atreve ni siquiera a requebrarla. Su cara es inexpresiva, y solo hay en ella un rasgo legible de coquetería cuando se arregla el peinado, que es “rígido como un pan de azúcar”. Sí, esa es la palabra que mejor la define: rigidez. Rigidez en el peinado, en la mirada, en la figura, en el carácter. Usa un corsé muy complicado, y también excesivamente rígido, que parece un corsé de castidad. Y lo mismo sus vestidos, “acorazados de ballenas”. Todo eso la hace físicamente inaccesible. Con la viudez, ha cancelado sus encantos femeninos y vive como encastillada en la soledad y en la desconfianza.

Esch, sin embargo, se siente atraído por ella. Oscuramente, cree que él debe redimir  a aquella mujer perdida para el deseo, y que esa empresa puede darle un sentido a la existencia vana y absurda de los dos. Ya el primer beso es acaso el más triste de la literatura. Él intenta atraerla y ella se resiste con todo su aparato defensivo: el corpiño abotonado hasta el cuello, su coraza de ballenas, “los alfileres del sombrero que se sostenía sobre su vacilante cabeza y amenazaban el rostro de Esch”, su rigidez obstinada, inaccesible...:

Esch echó el sombrero para atrás [...] y luego cogió con las manos la cabeza redonda y pesada y la volvió hacia él. Ella devolvió el beso con labios secos abultados, como un animal que oprime el hocico contra un cristal.

Al otro día, en una hora en que no hay nadie en la taberna, Esch sube las escaleras y entra en el cuarto de Hentjen, que al verlo “emitió un ligero grito y se puso rígida”. Él se acerca y la besa bruscamente en la boca. Ella dice con voz ronca: “Váyase”. Aquella habitación, piensa Hentjen, “nunca había sido hollada por un hombre”. No obstante le devuelve el beso “con labios secos y abultados”, repite el autor. Y ahí comienza la lucha. Ella lucha por su habitación y él por despertar en ella el deseo apagado. “Aquí no se le ha perdido a usted nada”, dice ella, y lo repite, hasta que a la tercera vez reduce la frase a “Aquí no”. Pero no es que quiera ir a otra parte, sino defender aquel reducto. “Ella sentía como única misión la defensa de aquel cuarto”. Pero él lo entiende de otra manera y, con voz también ronca, dice: “¿Dónde?” Entonces ella señala la alcoba principal, donde dormía con su marido, “con la esperanza de que aquella estancia tan elegante le haría recobrar a Esch el sentido común y las buenas costumbres”. Sin embargo, “Él la hizo pasar adelante, pero la siguió, poniéndole la mano sobre el hombro, como si condujera a un prisionero”.

Y ahora viene uno de esos de detalles que engrandecen una novela. En esa alcoba nupcial, clausurada desde la muerte del marido y que es una metáfora de la vida erótica también clausurada de Mamá Hentjen, hay, extendida por el suelo, una remesa de nueces, compradas en un momento ventajoso y guardadas allí para consumo de la taberna. El autor ha insistido mucho en este detalle anteriormente. En su sórdido forcejeo, Esch y Hentjen pisan las nueces, que se rompen bajo sus pies y los mantienen a los dos en un equilibrio inestable. Ella quiere salvar ahora sus provisiones, así que sale de allí trastabillando y se refugia en un rincón de la alcoba, aferrada a una cortina, cuyas anillas de madera suenan levemente. Él va en su busca y ella, “por miedo a estropear el hermoso cortinaje, se soltó, y no pudo evitar ser empujada hacia el oscuro nicho donde se hallaban las camas matrimoniales”. Ella ha defendido su habitación, luego las nueces, luego las cortinas, y ahora la ropa. “Llena de un estupor indefenso”, “como el reo que colabora con el verdugo”, se desnuda y se “acuesta tranquilamente de espaldas”. Él se llena de horror “al ver cuán fácil y simplemente se desarrollaba todo”:

[...] y todavía le produjo más horror el que ella, inmóvil y rígida, como obedeciendo a las reglas de una antigua obligación, se dejara hacer sin decir una palabra, sin un estremecimiento. Solo su redonda cabeza oscilaba sobre la almohada de un lado a otro como en una obstinada negación. Él tomó su cabeza entre las manos y la apretó como si quisiera extraer de ella los pensamientos que ocultaba y que no le pertenecían, y recorrió con sus labios la fea y grasienta superficie de sus gordas mejillas, pero la piel de ella permaneció sorda e inmóvil.

Y su boca se une a la de él “como el hocico de un animal apretado contra un cristal”, nos recuerda el autor. Y cuando ella, “con un ronco gruñido, abrió finalmente los labios, él sintió una felicidad que jamás le había hecho sentir ninguna mujer”:

[...] fluyó sin fin en ella, anhelando poseer a aquella mujer que había dejado de ser ella misma para convertirse en una vida recibida de nuevo, maternal, arrancada del seno del misterio, aniquiladora del yo, que había roto sus fronteras, sumergida y anegada dentro de su propia libertad. Porque el hombre que quiere el bien y la justicia quiere lo absoluto, y Esch comprendió por primera vez en su vida que esto no depende del placer, sino de una unión que está por encima de cualquier motivación casual, y que radica en un extinguirse en común..., comprendió que el renacer del ser humano es algo tan sereno como el todo, el cual es capaz de empequeñecerse y ceñirse al hombre, cuando lo exige la voluntad en éxtasis, a fin que todo sea para el hombre lo que únicamente al todo le corresponde: la redención.

He aquí un ejemplo modélico de cómo se puede resolver intelectualmente un episodio erótico, de cómo se puede ir de las nueces a la reflexión filosófica en una transición suave que en ningún momento rechina. La realidad de lo novelesco queda perfectamente definida: la alcoba en penumbra, el sonido de las nueces y de las anillas de la cortina, el forcejeo, la cabeza de ella en la almohada: detalles concretos, artesanales, que son los que arman y estructuran la escena. Cuando Esch llega al orgasmo, cuando fluye sin fin en ella, también su conciencia comienza a fluir, y la narración, con una gran elegancia, se desvía hacia un cierre entre lírico y filosófico. Rosario y el narrador de Los pasos perdidos se deseaban, y no perseguían sino la posesión gozosa de los cuerpos. Pero Esch y Hentjen no se desean, y no buscan la efusión amorosa sino algo más: es un acto desesperado por parte de los dos. Ella porque se rinde y termina aceptando el papel pasivo, abnegado y fatal de la mujer ante la voluntad imperiosa del macho. Cuando defiende la habitación o las nueces, está defendiendo la soberanía de su soledad. Él, porque a través del cuerpo de Hentjen, busca la posesión del todo, de lo absoluto: aquello que puede dar un sentido pleno a la vida de ambos. Unas páginas más adelante, el autor nos cuenta la vida amorosa, y ya rutinaria, de los dos. Hacen el amor sin hablar, “porque en el mutismo se esfuma el pudor, y solo la palabra ha creado la vergüenza”. Ella sigue defendiendo su soledad, y para él, ella “está más allá de la hermosura y de la fealdad, de la juventud y de la vejez; constituye para él únicamente la misión silenciosa de redimirla conquistándola”. Es decir: arrancándole un suspiro, un gemido de placer, una palabra de aceptación. Pero Mamá Hentjen sigue callada, porque solo así puede aceptar el impudor, tumbada en la cama, incitándolo con su silencio y su “inmovilidad animal”.

Ahora me doy cuenta de que este no es solamente un encuentro erótico triste: es también y sobre todo un acto de amor metafísico.

Hay tantos momentos eróticos memorables, que uno en estos momentos se queda indeciso, sin saber a qué atender. Me acuerdo por ejemplo del arranque de El tambor de hojalata, de Günter Grass, del modo tan fantástico en que fue concebida la madre de Óscar, pero al mismo tiempo se me viene a la cabeza la historia del idiota que se enamora de una vaca. El idiota se llama Ike y es un personaje de El villorrio, de Faulkner. El erotismo en Faulkner es una fuerza sombría y a veces destructora. También en El villorrio aparece una de las mujeres más extrañas y terribles de la literatura. Se llama Eula, y es un personaje al que el autor, desde el principio, le da una dimensión mítica. Es Venus, es la encarnación fatídica del deseo, el poder ciego del instinto, la abeja reina en torno a la cual las estirpes aseguran su permanencia. Eula tiene once o doce años y ya para entonces “su aspecto sugería alguna simbología sacada de los antiguos tiempos dionisíacos: miel bañada por la luz del sol y uvas a punto de estallar, la retorcida sangría de la vid ya fecunda pisoteada por la pezuña dura y rapaz de la cabra”.

Es muy perezosa. Tardó más de lo corriente en aprender a andar, y lo que más detesta en el mundo es moverse. Los dos mejores atributos que Faulkner reserva para ella son la exuberancia y la inmovilidad. La transportan en un cochecito de niño, que es el primero que se ha visto por la zona y que resulta tan grande como un pequeño carruaje. Hasta los cinco o los seis años, la transportaba en brazos un criado negro. Eula, su madre y el criado semejaban “el rapto de una sabina con el extraño aditamento de una dama de compañía”.

A mí me maravilla cómo Faulkner enriquece a sus personajes con referencias mitológicas sin que la realidad primaria pierda su independencia y su pureza. Eula nunca supo jugar. No tuvo compañeras de juego ni amigas íntimas e inseparables. Otro de sus atributos es la soledad a que la condena el terrible ascendiente sexual con el que ha nacido. Cuando va a la escuela, la han de llevar y traer a caballo, porque su exuberancia y majestad le impiden moverse por sí misma. La falda entonces se le sube y lo que se ve es algo “tan profunda y gigantescamente desnudo como la cúpula de un observatorio”.

Todo en ella es enorme, anormal. Unido eso a su inmovilidad, nos sugiere, en efecto, una abeja reina, o una de esas arañas hembras cuyo tamaño excede monstruosamente al de los machos. Por donde pasa, los hombres enloquecen, como ocurre con Remedios, la Bella, de García Márquez. Cuando entra en la escuela,  “solo con recorrer el pasillo entre los pupitres los transformaba, a ellos y a los bancos, también de madera, en un bosquecillo de Venus”.

Y el maestro, que es un joven que conserva una fe noble y antigua en la educación, en el prestigio del humanismo (porque es, sin duda, Hipólito, el símbolo del estudio y de la castidad), al verla por primera vez comprende que, a partir de ese instante, habrá de entablar consigo mismo una lucha titánica para no sucumbir a la violencia de aquella fuerza destructora y atávica. Y en torno a esa lucha se desarrolla casi toda esa parte de la novela. Él estudia con fervor a Homero y a Tucídides, pero su fervor libresco es inútil, porque como él bien sabe:

Eula proclamaba la sensualidad sin restricciones de las diosas mismas de su Homero y de su Tucídides: la cualidad de ser al mismo tiempo corrompida e inmaculada, virgen y también madre de guerreros y de hombres en plena madurez.

Corrompida e inmaculada, en efecto, como las diosas griegas, así es Eula. Su historia, y la del maestro, y la del malvado Snopes, el Vulcano cojo de aquella Venus, que se casa finalmente con ella, es uno de los relatos más profundos y apasionantes que se hayan escrito nunca sobre esa contienda, siempre trágica, entre la fuerza de los instintos y la voluntad de escapar a ellos oponiéndoles la razón, el estudio, la soledad y la virtud.

Y, como ya me estoy alargando mucho en esta relación apasionada y farragosa, quiero dedicar las últimas líneas a recordar el beso más sutil y licencioso del que tengo noticias. Es de Álvaro Cunqueiro y viene en Vida y fugas de Fanto Fantini, y los protagonistas son Fanto y doña Cósima. Están en la mesa los dos y el marido de doña Cósima, que es un burguesón perfectamente domesticado. El marido se adormece y quedan frente a frente el galán y la dama:

“Iban y venían las sonrisas y las miradas, los labios se abrían para decir y se quedaban mudos, las manos avanzaban a través de la mesa, buscando encontrarse, pero se quedaban a medio camino, disimulando su voluntad de caricia en el pie de una copa, o en una de las rosas que fingían una guirnalda en los manteles. Doña Cósima bebió un sorbo de malvasía, y vigilando los párpados cerrados de su señor y esposo, la fue empujando hacia el centro de la mesa. Hizo lo mismo Fanto con la suya. Cambiadas las copas, puedo decir que los dos amantes, por vez primera, se besaron, cristal de Murano por medio. El marido roncó estrepitoso, y su propio ronquido le despertó”.

Y no quiero acabar sin un recuerdo para Casandra y Federico, que en El castigo sin venganza, de Lope, protagonizan uno de los mejores incestos escritos en español,  junto al de Rebeca y José Arcadio hijo en Cien años de soledad (“Ay hermanita, ay hermanita”, susurra él mientras comienzan las caricias), o el de Fonchito y doña Lucrecia en Elogio de la madrastra, de Vargas Llosa, y supongo que algún otro que no recuerdo ahora. Y un recuerdo también para las mujeres de Kafka, que es un escritor más erótico de lo que suele creerse: no hay más que leer el capítulo 3 de El proceso (Primera investigación), donde el discurso de Josef K. en la sala del juicio abarrotada de gente es interrumpido por el chillido agónico de un orgasmo: un hombre le está haciendo el amor a la lavandera y esposa del conserje, de pie, rodeados por un corro de curiosos, y ante la indiferencia del resto de la muchedumbre que puebla la sala. Es acaso la escena erótica más pública y notoria que se haya escrito nunca. Y en El castillo, también en el capítulo 3, K. y Frieda hacen por primera vez el amor entre charcos de cerveza y restos de basura, y rodando por el suelo van a chocar contra la puerta tras la cual está Klamm, el poderoso amante de Frieda, y no solo eso, sino que ella, enloquecida por la pasión, golpea en la puerta y grita: “¡Estoy con el agrimensor!, ¡estoy con el agrimensor!” O Brunelda, en América, cuyos encantos atraen a los hombres tan fatalmente como la Eula de Faulkner o la Remedios de García Mázquez. Y un recuerdo para tantas otras que me han hecho vivir momentos inolvidables de pasión. Pero, sobre todo, para la pobre y admirable Antígona, a quien la abnegación filial en Edipo en Colono, y luego el deber moral en la obra que lleva su nombre, le impidieron conocer los gozos del amor. Estas son sus últimas palabras:

“Y ahora la muerte me lleva, tras cogerme en sus manos, sin lecho nupcial, sin canto de bodas, sin haber tomado parte en el matrimonio ni en la crianza de los hijos, sino que, abandonada por los amigos, infeliz, me dirijo viva hacia los sepulcros de los muertos”.

Antígona es la doncella a la que el destino le niega las dulzuras amorosas, y esa usurpación forma parte también de su carácter trágico.

Y una cita final para cerrar este desordenado devaneo de lector. Son unas palabras de Zorba en Vida y hechos de Zorba el griego, de Kazantzakis:

“Porque, joven señor, aquel que pudiendo acostarse con una mujer no lo hace, comete un gran pecado. Si una mujer te invita a compartir su lecho, y tú te niegas a satisfacer su deseo, ¡pierdes el alma! Esa mujer lanzará un gran suspiro el día del gran juicio de Dios, y el suspiro de esa mujer bastará para echarte de cabeza al infierno. Si el infierno existe, no me libro de caer en él, y la única causa de mi perdición habrá sido esta. ¡No por haber robado, asesinado, cometido adulterio, no, no! Todo eso no significa nada. Dios lo perdona. Pero ha de precipitarme en el infierno sólo porque una noche una mujer me esperaba y yo no acudí...”

Ese es, pues, para Zorba, el único pecado que Dios no perdona. Pero quizá aquí empezamos a invadir el territorio inviolable de la realidad objetiva. La realidad de la vida, en la literatura, no permite su propio reflejo. Y, a propósito de la realidad, y ahora ya si acabo, ¿qué nos deparará hoy la realidad?, ¿qué nos deparará la realidad esta misma tarde? ¿Y esta noche, qué nos tendrá reservado la realidad esta noche? Bueno, en el peor de los casos, yo te deseo, lector, que tengas sueños apacibles.

 

        

         

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Landero

TAMBIÉN PUBLICA UN INÉDITO DE RAFAEL AZCONA

MARTÍN CAPARRÓS ANALIZA LAS CLAVES DE LO QUE NOS PASA: “SOMOS MUY BUENOS INVENTANDO MITOS, NO SOMOS TAN BUENOS INVENTANDO PAÍSES”

PABLO D'ORS LO TIENE CLARO: “LOS LIBROS SON MÁS INTELIGENTES QUE LOS AUTORES”

Nunca Martín Caparrós ni Pablo d'Ors se habían sometido a unas entrevistas tan extensas e intensas como las que les ha realizado la revista TURIA en su nuevo número, que se distribuye este mes de marzo. Ambos son dos de los más singulares protagonistas de nuestra actualidad cultural: el escritor y periodista argentino Martín Caparrós es uno de los grandes cronistas lationamericanos del presente y en Pablo d'Ors el maridaje entre literatura y religión es un elemento clave que ha adquirido una nueva dimensión tras su nombramiento como consejero cultural del Papa Francisco.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

HOMENAJE AL ESCRITOR  SUIZO, CON MOTIVO DEL 60 ANIVERSARIO DEL EXITO INTERNACIONAL DE “LA VISITA DE LA VIEJA DAMA”

LUIS ALBERTO DE CUENCA PRESENTARÁ “TURIA” EL 21 DE MARZO EN  EL GOETHE INSTITUT DE MADRID

El gran escritor suizo Friedrich Dürrenmatt será el principal protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Un homenaje colectivo que, a través de textos inéditos, le rinden doce escritores y estudiosos con ocasión de celebrarse este año el 60 aniversario de su consagración internacional con la obra de teatro “La visita de la vieja dama”, una trágica y reveladora historia sobre la capacidad del ser humano de hacer cualquier cosa por dinero y justificarla, una inolvidable pieza sobre la lucha entre justicia y corrupción.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

A veces, la literatura inédita es mejor que la publicada; revalorizada por lo digital, forma parte del patrimonio común. No existe únicamente una economía sumergida, sino también una literatura sumergida. Hay una Italia que escribe a ritmo acelerado, que produce ríos de una literatura que permanece inédita y está destinada a seguir así, pero que no es menos significativa, como índice de la mentalidad y del sentir general, que el océano del papel impreso. La diferencia entre un texto rechazado y uno publicado, incluso con éxito, no es siempre evidente y, al contrario, en ocasiones sería mucho más lógico que los dos textos intercambiaran sus destinos.

No existe únicamente una economía sumergida, sino también una literatura sumergida. Es aplicable también a Italia, pues —al igual que a muchos otros países—, el viejo chiste habsbúrgico sobre los praguenses, de quienes se decía que eran todos escritores, hasta el punto de que, cuando alguien se tropezaba casualmente con uno en el tren, le preguntaba, después de las presentaciones de rigor: «Ah, conque es usted de Praga, ¿y qué novela dice que ha escrito?

No soy editor ni trabajo para editorial alguna, y sin embargo recibo cada día, con la excepción de sábados y domingos, cuatro o cinco textos mecanografiados de personas desconocidas, que me instan a que los lea, los valore y los promueva; aproximadamente entre unos quince y veinte a la semana, setenta al mes, ochocientos al año. Les respondo a todos —porque creo que todo interlocutor merece respeto y atención—, intentando explicarles que resulta imposible para cualquiera, incluso aunque recibiera diariamente obras de Balzac o de Dickens, leer setenta libro al mes, en el llamado tiempo libre que nos queda después de haber completado nuestra jornada laboral.

Con todo, cada lectura inevitablemente negada hace que me sienta incómodo, porque el rechazo va dirigido a alguien que, independientemente de la calidad de lo que pueda haber escrito, parte en condiciones desfavorables, aislado de esos contactos y relaciones que tanto nos han ayudado a muchos de nosotros, más afortunados.

Hay algunos —más bien pocos— que entienden mis dificultades para atender a su petición, mientras que muchos me piden, en cambio, que me limite a leer su obra, desdeñando todas los demás, con un resentimiento comprensible en quien se siente excluido pero que ofusca la comprensión objetiva de las cosas. En esa plétora de manuscritos habrá, cabe imaginarlo, muchas obras de escaso valor cuyo interés se circunscriba solo a quienes las han escrito; habrá otras mediocres y, quizá, con todo, dignas de atención; bastantes serán veleidosas o monomaniacas; otras, de calidad media no inferior a la de muchos otros libros que, en cambio, quién sabe por qué, acaban siendo publicados o coronados incluso por el éxito; y acaso no falte incluso alguna obra maestra. Hace muchos años, cuando recibía muchos menos manuscritos y podía leer algunos de ellos, me topé hasta con algunas obras de gran hondura, que intenté, casi siempre en vano, que fueran publicadas.

Este vasto continente literario subacuático testimonia —a pesar de la vertiginosa transformación, en todos los campos, de la vida y de nuestra forma de vivirla y concebirla— cuán difundida y sentida sigue estando la necesidad que nos embarga de relatar nuestra propia existencia y nuestra propia visión del mundo, el deseo de sustraerla a la nada y al olvido, la fe en la capacidad de la literatura para redimir la vida. Fe falaz, porque ni siquiera una obra maestra inmortal puede redimirnos de un dolor o una injusticia, cuando están enraizados en el corazón humano.

En realidad, este mar de inéditos es sobre todo un fenómeno social y cultural muy relevante, una realidad que refleja el clima de un país, una producción no menos concreta respecto a la literatura editada de cuanto lo es la economía sumergida respecto a la oficialmente reconocida y computada. Nadie puede afirmar conocer la literatura —y por lo tanto la cultura— de un país si solo conoce la que aparece impresa; por lo demás, si como es obvio resulta materialmente imposible sumergirse en la lectura de ese océano de inéditos, es igualmente imposible un conocimiento adecuado del mar de lo editado, extensísimo este también y, por lo demás, dilatado a menudo de forma casual y caótica. La diferencia entre un texto rechazado y uno publicado, también con éxito, no siempre es evidente y al contrario, en ocasiones, sería mucho más lógico que a los dos textos les ocurriera lo opuesto.

En todo caso, las pilas de manuscritos que me llegan a mí, al igual, me imagino, que a muchos otros, forman parte de la literatura de hoy en día. La frontera entre lo inédito y lo editado no es la frontera entre lo inexistente y la existente. Lo digital está royendo o ha roído ya los rígidos confines entre lo publicado y lo inédito, entre lo público y lo privado, entre la cultura oficialmente reconocida y la que habita en las distintas formas de comunicación electrónica. Es difícil decir si lo digital está destinado a incrementar la diversidad y la libertad o llevará más bien a una apagada homologación de intereses, pasiones y costumbres, hacia una totalizadora y totalitaria democracia populista de masas, como la descrita y denunciada en sus mecanismos tiránicos por Tocqueville. Lo digital puede ayudar, indudablemente, a que ese continente sumergido de lo inédito emerja de sus ignotas profundidades, enriqueciendo así el archipiélago de la literatura. Claro que, a muchos de estos islotes emergidos de la oscuridad —como también a muchos libros publicados con énfasis—, podría sucederles lo que le ocurrió a Nyö, un islote volcánico que apareció repentinamente de las aguas del mar en 1783, en las cercanías de Islandia, para hundirse casi inmediatamente después, mientras aún se seguía discutiendo a quién pertenecía.

 

Corriere della Sera

(Traducción de Carlos Gumpert)

Escrito en Lecturas Turia por Claudio Magris

EL NUEVO NÚMERO DE LA REVISTA DA A CONOCER TEXTOS DE SAM SHEPARD, PETER SLOTERDIJK Y LÊDO IVO

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuye este mes de marzo en España y otros países, un sumario repleto de interesantes textos inéditos de grandes autores internacionales. Así, TURIA da a conocer un fragmento de la primera novela del legendario escritor y actor norteamericano Sam Shepard. Titulada “Yo por dentro”, se trata de una historia crepuscular sobre la familia, el amor y la pérdida.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

SE TRATA DE CARTAS DIRIGIDAS A JEAN-CLAUDE CARRIÈRE

TAMBIÉN SE RINDE HOMENAJE AL HISTORIADOR ALBERTO GIL NOVALES, GRAN ESTUDIOSO DEL LIBERALISMO ESPAÑOL

El cineasta español más universal, Luis Buñuel, vuelve a protagonizar las páginas de la revista TURIA con nuevo material inédito. Si el pasado año, la publicación cultural dedicó un espectacular monográfico a analizar la etapa de “Buñuel en México”, ahora da a conocer una parte de su correspondencia: la que mantuvo con su gran amigo y colaborador Jean-Claude Carrière. En concreto, en su número del próximo mes de marzo, TURIA desvelará varias cartas del epistolario Buñuel-Carrière relativas a una de sus grandes películas, “Belle de jour”, y al proyecto nunca filmado sobre “Las bombas de Palomares”.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Una intensa actividad didáctica convierte a Adela Cortina en una viajera del pensamiento ético. Goza de gran reconocimiento en el mundo intelectual y a  la vez es una persona discreta. Al consultar su perfil biográfico en bibliotecas, revistas o en Internet, apenas se encuentran cuatro datos que, por otra parte, se repiten en todas las entradas. Su vida personal queda al margen, salvo cuando  está vinculada a su oficio de pensadora, divulgadora y profesora universitaria. Es una mujer con muchos frentes profesionales abiertos, todos ellos en el terreno de la Ética. Una conferencia sobre “¿Las bases cerebrales de la Justicia y la  Democracia?”, en la Fundación Juan March de Madrid, fue el lugar para nuestro encuentro de presentación. Al verla ante su público reafirmé la idea que tenía de su manera de exponer sus convicciones: la mirada de Adela Cortina al mundo contemporáneo es rigurosa y cordial. Su capacidad reflexiva y dialogante imprime altas dosis de buena voluntad a  temas conflictivos. Tan clara como profunda, habla con sencillez de aspectos éticos del consumo, la sanidad, la legitimidad de la guerra, la ecología y el cambio climático, la educación para la ciudadanía, la crisis económica y también la neurociencia.

Se siente afortunada por “ejercer el magisterio en los distintos niveles. Aunque –advierte - jóvenes los hay de todo pelaje, algunos ayudan a mantener la mente fresca y el corazón cálido”. Catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia, entiende su disciplina como “reflexión filosófica sobre la moralidad y desde ella trata de aclarar en qué consiste, cual es su fundamento, si es que lo hay, y cómo se aplican a la vida cotidiana los principios éticos”. Si esta sencilla formulación de la asignatura que imparte necesita más de una aclaración, ella misma se remite a “Etica mínima”(1986) quizá uno de sus libros más citados. Puede impresionar su bagaje bibliográfico, pero al escucharla o pedirla explicación sobre algún concepto, su generosidad hace sentir muy cómodo al interlocutor. Teníamos que abordar temas en algún punto políticamente conflictivos y temí que no quisiera entrar en alguna materia, pero ella no ha puesto pegas a nada, a todo ha respondido con equidad. Ya he dicho que su vida privada es la más desdibujada en sus perfiles, por eso empezamos por una pregunta personal. Quería saber si al entrar en la docencia, primero en la enseñanza media y luego en la Universidad, tuvo alguna dificultad por discriminación de género. No era frecuente que hubiera mujeres en el campo de la filosofía en el final de los sesenta y primeros setenta, es decir, en el último franquismo.

A fines de los sesenta existía un tópico en las facultades de Filosofía y Letras –responde Adela Cortina-  el de que la especialidad de Filosofía, de Filosofía “pura” que se decía, era muy difícil y, por lo tanto, sólo apta para cerebros varoniles. Pero la verdad es que la práctica desmentía ese lugar común, porque ya en mi curso el número de mujeres y el de varones era el mismo, y muchas de mis compañeras son desde hace muchos años profesoras de enseñanza media.

A la universidad optamos menos, eso es verdad, y en algunos departamentos había una clara preferencia por los chicos para encomendarles clases, por aquella convicción, generalizada en la época, de que eran los varones los que tenían que hacer carrera. Ése fue mi caso muy al comienzo, pero pronto las cosas cambiaron radicalmente.

En las oposiciones nunca me sentí discriminada por ser mujer, de hecho las saqué. Lo que sí se percibía con claridad es que quien no estaba alineado en un grupo con cierto poder lo tenía muy difícil, fuera mujer o varón. Ahora no es que lo tiene difícil, es que es imposible. El gran criterio para discriminar sigue siendo tener o no padrinos: tan antiguo como la historia de la humanidad.

Y tan antigua como esa historia es la brega por el reconocimiento, que no siempre viene de la lucha, sino también de la ocupación pacífica, pero inexorable. Recuerdo que un día, cuando estudiaba la carrera, me encontré en el claustro de la Facultad a una señora mayor que miraba con ternura las columnas, la estatua de Luis Vives, el reloj, y me dijo, con lágrimas en los ojos, que había sido la primera mujer en estudiar en la Universidad de Valencia. Para entonces ya había muchas mujeres estudiando Filosofía y Letras, después fuimos conquistando Derecho, Económicas, Medicina, las ingenierías. Fue una conquista paulatina, imparable, hasta formar una innegable mayoría. Y poco a poco fuimos también ocupando plazas de enseñanza media y de universidad.

De hecho, si a fines de los sesenta no había profesoras universitarias en España, tampoco las había en otros países europeos. En Alemania, por ejemplo, que es el país que mejor conozco en este sentido, apenas había profesoras de filosofía en las universidades, y desde luego en el nivel más elevado (C4), ninguna.

- Además de Catedrática, Adela Cortina es directora de la Fundación para la Ética de los Negocios. En estos tiempos de desconcierto laboral y empresarial es quizá la persona más cualificada para hablar de la rentabilidad que aporta  la ética en el tejido industrial. Hablamos de rentabilidad económica, pero sobre todo de  rentabilidad social y  humana. Entiendo, y así se lo comento a ella, que en principio, no sólo no hay contradicción, sino que hay una estrecha línea que une el bienestar de los trabajadores y su productividad.

- En efecto –asiente nuestra interlocutora- justamente creamos la Fundación ÉTNOR, después de un Seminario Permanente de Ética Económica y Empresarial que duró tres años y empezó en 1990, con la convicción de que la ética en la empresa es un juego de suma positivo, que beneficia a todos los afectados por ella: trabajadores, clientes, accionistas, proveedores, entorno social y medio ambiente.

Formamos un grupo inicial de académicos y empresarios y nos lanzamos al ruedo con el eslogan “la ética es rentable para todos los componentes de la empresa”. Frente a quienes creían que las empresas son perversas por definición, defendimos que ni hay empresas situadas más allá del bien y el mal moral (amorales), ni todas son perversas: que hay grados, como en todas las actividades humanas.

Entonces todavía no estaba de actualidad la teoría de los stakeholders, que habitualmente se traduce por “grupos de interés”, pero le fuimos dando una fundamentación normativa desde nuestra peculiar ética del discurso, entendiendo que es preciso tener en cuenta a todos los afectados. Es lo que vino a refrendar más tarde el discurso de la RSE: una empresa que hace el triple balance (económico, social y medioambiental) es un bien público.

Adela Cortina es también la primera mujer académica de Ciencias Morales y Políticas: ahora viaja a Madrid casi todas las semanas.  En su doble condición de mujer y académica su mirada a esa Institución resulta singular. ¿Cómo la han acogido sus compañeros hombres, quienes precisamente la han elegido de entre todas las mujeres?

Realmente mis compañeros de Academia no me han elegido de entre las mujeres, - Adela Cortina rechaza la alusión algo bíblica a su forma de ser elegida- ni entre todas, ni entre unas pocas. Más bien quienes me apoyaron pensaron en la persona y les alegraba también que por fin entrara una mujer. En este sentido las Academias españolas tienen una inercia masculinista innegable, que tiene que ser vencida por un personalismo de sentido común. En ello estamos.

En cuanto a la acogida, ha sido excelente por parte de todos -continúa satisfecha por su papel en la Academia- pero me gustaría recordar especialmente el afecto de Sabino Fernández Campo que, como presidente, empezaba las sesiones diciendo “Señora académica y señores académicos”. Desgraciadamente murió hace bien poco y ha sido una gran pérdida para España. Obviamente, todos estamos en el empeño de intentar que el trabajo de las Academias sea más visible y fecundo para la sociedad.

- La trayectoria intelectual de Adela Cortina comienza con una relación de compromiso con el cristianismo militante, sigue por su relación con la filosofía de Kant y con la vanguardia intelectual de Europa, gracias a sus estudios en varias Universidades  alemanas donde entró en contacto con la Escuela de Frankfurt. El pensamiento de Habermas y Karl Otto Apel son sus referentes filosóficos, a los que ella ha ido dando forma propia llevándola a decantarse por la ética. Todo un viaje en el que ha ido cargando sus alforjas y transitando por muchas estaciones.

- La verdad es que no se trata de un viaje en el que vamos pasando de una estación a otra, abandonando la anterior. Más bien todas permanecen, aunque han ido apareciendo al hilo de la historia personal. Mi trayectoria académica puede decirse que empieza con la tesis doctoral sobre “Dios en la Filosofía Trascendental kantiana”, defendida en enero de 1976. Yo formaba parte del Departamento de Metafísica de la Universidad de Valencia y me interesaba especialmente la Teodicea. Sigue interesándome, por supuesto, pero en ese año 1976, Jesús Conill y yo, con quien me casé en 1977, ganamos las oposiciones de Enseñanza Media de Filosofía y, antes de tomar posesión de la plaza, estuvimos un curso en Munich (1977/78) con sendas becas del DAAD y con una Licencia para Estudios en el Extranjero. En aquel tiempo España daba el paso oficialmente a la democracia y nos preocupaba, entre otras cosas, que no fuera posible una ética común a todos los españoles. De ahí que fuera decantándome hacia la ética y tratando de diseñar una ética cívica, que necesitaba como fundamento una ética filosófica. Apel había publicado hacía poco tiempo Transformation der Philosophie (1973) y Habermas, “Vorbereitende Bemerkungen zu einer Theorie der kommunikativen Kompetenz“ (1971). Esas aportaciones suponían la transformación dialógica de una ética kantiana, que proporcionaba, desde una filosofía del lenguaje, el fundamento para una ética filosófica y el criterio para una hermenéutica crítica.

De regreso a España, ocupamos nuestras plazas en distintos institutos de la región de Murcia y también pudimos impartir clase en la Universidad, en Metafísica y en Ética. Aquellos años fueron esenciales por las gentes a quienes conocimos, que son amigos entrañables. Pero nuevas oposiciones nos permitieron regresar a la Universidad de Valencia, y así lo hicimos.

- Damos ahora un salto desde la formación teórica de Adela Cortina y pasamos a la práctica de la filosofía. Al fin y al cabo es una buena dosis de ética y sentido común lo que le falta al sistema productivo y a los hábitos de consumo de los ciudadanos para salir de esta crisis económica y medioambiental en la que nos encontramos inmersos. Por las respuestas de los políticos a la situación actual, parecería como si en el interior del cerebro y del alma humana hubiera unos extraños resortes que nos llevaran a todos a seguir por un camino de perdición. ¿O quizá tengamos que llegar hasta el último subsuelo del infierno para remontar y volver a la luz? La comento que personalmente no dejo de tener esperanza.

- Hay varios ingredientes trabados en esta pócima. En principio, como analicé en Por una ética del consumo (Taurus, 2002), hay una extraña concepción de la economía. En vez de aceptar, con Adam Smith, que el consumo es el fin de la producción, se entiende que el consumo es el motor de la producción. Si no hay consumo, “no hay alegría” en la sociedad, porque no hay producción, sin producción no hay trabajo, y las gentes no pueden ni siquiera sobrevivir con dignidad. De ahí que los productores intenten crear deseos en las gentes a través de la publicidad para que consuman y se va generando ese êthos consumista de quien cree que lo natural es consumir. Es lo que Galbraith llama el “efecto dependencia”: los deseos dependen del proceso por el que se satisfacen y, claro está, nunca hay bastante.

- Entiendo que si salimos en falso de la crisis económica seguiremos avanzando hacia sucesivas crisis y se agravará el cambio climático.

- Lo peor es que vamos a salir “en falso” con altísima probabilidad, porque de momento no hemos aprendido nada de la crisis. Ni estamos cambiando el modelo de crecimiento ni tampoco las formas de vida y de consumo. La historia de la inversión en I+D+i, la importancia de la educación, el control del sistema financiero, la transformación de los incentivos, todo está quedando en agua de borrajas.

- Adela Cortina tiene sus propios análisis y posiciones sobre la  "ética del consumo". Es valedora de un saber capaz de defender con argumentos que hay formas de consumir más éticas que otras. En otra de sus obras de referencia, Por una ética del consumo, la ciudadanía del consumidor en un mundo global (Taurus 2002), analiza el sentido del consumo en una sociedad más justa. ¿Cuáles serían esas formas de consumo respetuosas y respetables?

- En ese libro –explica con la claridad didáctica que imprime a su función docente- propuse una forma de consumo con cuatro características: un consumo liberador, justo, corresponsable y felicitante. Liberador, que nos sirva para aumentar nuestra libertad en vez de esclavizarnos. Justo, porque es de justicia pensar en la distribución de las posibilidades de consumo en el nivel local y mundial. Corresponsable, ya que podemos asociarnos para cambiar nuestro modelo de consumo y tomar así las riendas de la producción. Felicitante, que realmente nos haga más felices, para lo cual no hacen falta bienes costosos, sino lo necesario para disfrutar de las relaciones humanas, de la belleza y la solidaridad.

- Entiendo que la preocupación por las falacias del consumo surgió en los años cincuenta. Los "críticos de la cultura de masas", denunciaron las formas de consumo de las sociedades industriales por privar a los individuos de libertad. Marcuse, vinculado a la Escuela de Francfort, separó el trigo de la paja y distinguió entre necesidades verdaderas y falsas. Adela Cortina ha explicado en alguno de sus artículos que las necesidades "verdaderas" son inexcusables, aunque no todo el mundo pueda satisfacerlas: alimentación, vestido y vivienda. ¿Cuáles serían las "falsas", y quien impone a los consumidores esas necesidades? ¿Con que intención y efectos llegan hasta nosotros como consumidores?

- La distinción entre necesidades verdaderas y falsas no es tan clara como quería Marcuse. A mi juicio, es más fecundo distinguir entre necesidades y deseos, aunque tampoco sea posible separar unas de otros como con un bisturí. Pero sí es cierto que las necesidades se acercan más a lo biológico (alimentación, vestido, vivienda) y por eso tienen un límite a la hora de satisfacerlas, mientras que los deseos son psicológicos y carecen de límite.

También por eso algunos productores se esfuerzan por aumentar los deseos de las gentes con capacidad adquisitiva, añadiendo prestaciones a los coches, a los teléfonos móviles, perfeccionando los ordenadores y las televisiones, fomentando el consumo de alimentos que permiten mantenerse en forma o estar más sanos.

Naturalmente, las necesidades se modulan socialmente porque, como decían tanto Adam Smith como Marx, un obrero británico necesita una camisa de lino para poder presentarse en público sin tener que pasar vergüenza. Pero con las debidas matizaciones, las sociedades están obligadas a cubrir las necesidades de todos los seres humanos, de modo que puedan llevar adelante sus proyectos vitales.

Tal vez, en este sentido, sea más acertado el enfoque de las capacidades de Amartya Sen en su insistencia en que debemos empoderar las capacidades básicas de todas las personas. Ésta sería la tarea de los proyectos de desarrollo humano.

- Por lo que hemos leído, Adela Cortina coincide con Habermas en su “reparo a la pesimista filosofía de la historia y considera que la crítica a los abusos ideológicos no debería acabar con toda aspiración utópica”. El pensamiento de esta profesora de la Universidad de Valencia, deja atrás la idea de que el derecho natural es la fuente de la Ética, que luego derivó en la declaración de los Derechos Humanos del 48, buscando aplicar la razón a unos principios éticos que no necesariamente proceden del derecho natural. Cuestiona desde sus planteamientos filosóficos el “derecho natural”, aquella disciplina que impartía Joaquín Ruiz Jiménez en la Facultad de Derecho de la Complutense y a la que yo asistí como alumno cuando nuestra interlocutora se incorporaba como docente a la Facultad de Filosofía.

- A mi juicio, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 es uno de los grandes hitos de la historia de la humanidad, porque por primera vez se proclama que todos los seres humanos, independientemente de la comunidad política a la que pertenezcan, tienen unos derechos que debe respetar cualquier país que quiera considerarse civilizado. Encarnar el respeto a esos derechos en las instituciones y en la vida de las personas concretas es una exigencia de justicia y uno de nuestros mejores proyectos. Pero, claro, esos derechos tienen una historia. Nacen de lo que se entendieron como “derechos naturales”, ligados a la ley natural divina en el mundo medieval, y a la razón de todo hombre en la Modernidad. En la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de la Revolución Francesa todavía no se habla de derechos humanos, expresión que consagra la de 1948.

El inconveniente de la expresión “derechos naturales” es que se liga a la ley natural, que si es ley, no es natural, y si es natural, no es ley. Necesita ser interpretada por algún magisterio autorizado. En el caso del catolicismo sería el de la Iglesia, pero en sociedades pluralistas no tienen porqué compartir todos los ciudadanos la autoridad de esa interpretación, en cambio sí que todos deben compartir el respeto por los derechos humanos. Su fundamento filosófico, entre otros posibles, se encuentra en la afirmación kantiana de que todo ser humano es valioso en sí mismo, tiene dignidad, y no precio. El fundamento cristiano es que todo hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, es sagrado para el hombre.

- Qué les responde, desde sus postulados actuales, a los liberales que denuncian el marxismo implícito de la Escuela de Frankfurt y consideran que es un ataque a los valores tradicionales y a la familia.

- La Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt nació de forma explícita en 1923 como crítica de la economía política, en el sentido marxista de la crítica de la ideología, pero después fue evolu-cionando hacia la crítica de la razón instrumental, al percatarse, al menos desde 1940, de que la cosificación no sólo se produce en las sociedades capitalistas, sino también en las socialistas, porque es la razón instrumental la que preside el desarrollo de la historia occidental.

El mismo Habermas propone en La reconstrucción del materialismo histórico  sacar a la luz las relaciones de producción, que Marx había dejado encubiertas, y considerar que el progreso tiene que ser a la vez técnico y moral, progreso en el dominio de la razón instrumental, pero también, y muy especialmente, de la comunicativa. “Los valores clave en esta ética son la justicia y la solidaridad” , según expresión del propio Habermas. Pero, si intentamos reconstruir los pasos de esa ética, son además la autonomía y la igualdad. No entiendo por qué los liberales tienen que criticar estos valores.

Por otra parte, si podemos hablar de una Tercera Generación de la Escuela de Frankfurt, representada sobre todo por Axel Honneth, ésta generación recoge el valor de la familia como una de las instituciones necesarias para el reconocimiento en el progreso moral en la visibilidad.

- Desde el otro lado del espectro político, desde la izquierda, se considera que la Escuela de Frankfurt no es más que una crítica romántica y elitista de la cultura de masas disfrazada de neomarxismo.

- Pues tienen una salida: proponer ellos una alternativa moralmente deseable y técnicamente viable, pero desde sociedades no capitalistas, que deberían ser las más preparadas para lograrlo. Porque resulta bien poco creíble la crítica de una izquierda que vive en sociedades capitalistas, disfruta de sus ventajas, no se traslada a vivir a Cuba o a Corea del Norte ni por equivocación, y, eso sí, desde ahí critican todo lo que otros intentan construir. Al menos los frankfurtianos empezaron honradamente en la crítica de la economía política pero, al percatarse de que el problema era más hondo, se vieron abocados a proseguir la tarea inacabada de la Ilustración.

- ¿Dónde estaba Adela Cortina en Mayo del 68? ¿Cómo vivió desde el mundo universitario esa convulsión en la que muchos sentimos que el mundo daba un giro copernicano, y en cierto sentido así fue, aunque luego parece que hubiéramos reculado hacia una realidad  menos ambiciosa en el sentido del cambio y la creatividad?

- Yo estaba estudiando la carrera, como tantos otros, deseando un cambio hacia una sociedad democrática y abierta, pero sin entender muy bien un conjunto de proclamas, que me parecían al menos tan totalitarias como lo que teníamos. En la facultad de Valencia no había sino tres corrientes: neoescolástica, neo-positivismo y marxismo. Ninguna de ellas tenía la menor vocación democrática y las tres trataban de desbancar a las demás.

La tradición del socialismo español, que era un socialismo neokantiano, como supe más tarde, brillaba por su ausencia. No había más socialismo que el marxista. Por desgracia, no se nombraba a Ortega, ni tampoco a Zubiri, Laín o Marías. Hubiera sido bueno para muchos de nosotros tanto haber conocido el socialismo ético de la tradición española, como también a estos representantes de la “Tercera España”, porque hubiéramos encontrado un sitio que no encontramos en los totalitarismos vigentes.

- “Debajo de los adoquines está la playa, Prohibido prohibir” Es una evocación personal que le traslado a Adela Cortina en forma de evocación intelectual. ¿Qué nos queda de todo aquello que tanto tenía que ver con la Escuela de Frankfurt, con Marcuse, con Sartre? Lo pregunto con una cierta melancolía, no sé si de mi juventud o de aquel mundo que 20 años después trajo la caída del muro de Berlín, luego los atentados de las Torres Gemelas y los disparates geopolíticos subsiguientes.

- Nos queda el trabajo bien hecho –responde la profesora comprometida- de los que se esforzaron por la socialdemocracia, tan denostada por derechas y por izquierdas. A los primeros les parecía antiliberal, por intervencionista, y a los segundos, intolerable por capitalista. Hablar de Bernstein era entonces poco menos que una obscenidad, cuando era lo más constructivo que podíamos encontrarnos. Y también nos queda el trabajo del liberalismo social, que defendía la libertad frente al totalitarismo, con la convicción de que los seres humanos merecen igual consideración y respeto y, por lo tanto, es injusto que no vean protegidos sus derechos civiles y políticos, económicos, sociales y culturales. Me emocionan mucho más esas gentes que los de “la imaginación al poder” y “prohibido prohibir”.

- Las nuevas formas de vivir la sexualidad que proponía por ejemplo Wilhelm Reich, también vinculado a la Escuela  de Frankfurt, dieron lugar a movimientos feministas diferenciados de los que habían surgido a principios del siglo XX. ¿En este terreno dónde se sitúa Adela Cortina?

- En el feminismo de la igualdad. Es urgente exigir que se respeten los derechos de todas las mujeres y de todos los varones de la tierra, sin discriminaciones, solapadas o expresas. Y es urgente complementar aquellas “dos voces morales” de las que habló Carol Gilligan, la de la justicia, presuntamente masculina, y la del cuidado, presuntamente femenina. Las dos son voces de la humanidad, indispensables para seguir adelante.

- La febril actividad profesional de Adela Cortina la permite vincular la teoría ética con  su compromiso personal con el presente. Compromiso a la hora de publicar y dar conferencias, mostrando su opinión y conocimiento sobre temas de actualidad. Debate crispado y casi inverosímil al que hemos asistido sobre la asignatura de “Educación para la ciudadanía” al que ella ha aportado cordura. En Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía en el siglo XXI encontramos su propuesta para unas nuevas bases de valores cívicos que preconiza y que representan el espíritu de lo que denomina "educación cordial”. En esta obra que le valió el Premio Jovellanos 2007, propone la ética cordial frente a la tiranía del “todo vale” contemporánea. ¿Qué significó personalmente ese galardón?

- Significó el reconocimiento de que, en efecto, es necesario educar ciudadanos que se reconozcan como interlocutores válidos, con capacidad de argumentar, pero también como personas en el sentido amplio de la palabra: con capacidad de estimar los valores, cultivar los sentimientos y adquirir virtudes. Poco a poco se van dando cita en ese concepto de ciudadanía cordial la tradición germana de Kant, Apel y Habermas, y la tradición española de Ortega, Zubiri, Aranguren y Marías. Todo un programa educativo para familias, escuelas, medios de comunicación y políticos.

- ¿Qué responsabilidad tendrían las empresas en ese mundo regido por la razón cordial?

- La de tener en cuenta a todos los afectados por su actividad, asumiendo su Responsabilidad Corporativa desde la ética, entendiéndola como un instrumento de gestión, una medida de prudencia y una exigencia de justicia.

- Sugiero a Adela Cortina que precisamente hay falta de ética, de sentido común y cívico, de educación ciudadana en la génesis de la crisis económica. Una situación que en nuestro país surge a partir de la especulación del ladrillo y está vinculada también a los problemas del sistema financiero de Estados Unidos en este mundo global. Los valores que han de presidir hoy en día las relaciones entre los pueblos, los Estados y con el Medio ambiente deberían ser tan globales como lo son las causas de esta crisis que en gran parte es una crisis de valores morales. ¿Es necesaria una ética, una ética global distinta de la tribal que parece inserta de forma indeleble sobre nuestras almas cerebro y de las que parece hoy en día dar cuenta la neurociencia?

- Efectivamente – confirma nuestra invitada- es necesaria esa ética global, que en realidad no encuentra ningún fundamento en las investigaciones de las neurociencias. Esas investigaciones, sometidas a control ético y legal, nos sirven para comprendernos mejor, para evitar enfermedades y mejorar nuestras capacidades, pero no para saber qué debemos hacer moralmente. Lo que venimos descubriendo desde esas ciencias es que adaptativamente nos conviene amar a los cercanos y desentendernos de los lejanos. Es lo que intenté mostrar en la conferencia de la Fundación Juan March sobre “Neuroética”. Con esos mimbres no puede tejerse sino una ética basada en el egoísmo de los que ayudan sólo a quienes a su vez les pueden ayudar. Esa ética del homo reciprocans deja necesariamente excluidos. Es una ética del Intercambio Infinito que, de ser explícitamente aceptada, legitimaría la exclusión de quienes tienen poco o nada que ofrecer a cambio.

Las bases cerebrales no son fundamento para una ética global, somos las personas quienes tenemos que asumir las riendas del progreso y decir qué debemos hacer, creo yo desde una razón cordial.

- Para ampliar esta idea  de una ética global, Alianza y contrato (Trotta 2001), una nueva referencia a la obra de Adela Cortina. Un libro cuyo contenido nos puede llevar al día que habíamos marcado para nuestra primera conversación. Era diciembre y Barak Obama recibía un controvertido (siempre lo es) Premio Nobel de la Paz. En su discurso, el Presidente de los Estados Unidos, el comandante en jefe del Primer ejército de este maltrecho y superpoblado Planeta dijo: “los instrumentos de guerra sí tienen una función que jugar en la preservación de la paz”. Obama justificó la guerra y estableció en Oslo las condiciones: “que sea de último recurso o en defensa propia, si la fuerza usada es proporcional y si, siempre que sea posible, se libra a los civiles de la violencia”. Al preparar esta entrevista leí que usted había dicho que “no hay ningún motivo que justifique actualmente una guerra”. Obama, no obstante, ha trazado justo los valores que no se dan en las intervenciones armadas de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Cree que su planteamiento le justifica para seguir manteniendo miles de soldados en esos países.

- Cuando afirmé que “no hay ningún motivo que justifique actualmente una guerra” me refería a las guerras preventivas, concretamente, a la coartada de las armas de destrucción masiva con la que se pretendió justificar la guerra de Irak. Aquello no tenía justificación alguna. Retirar tropas, una vez situadas en el lugar, sí que es una cuestión de prudencia, para no causar más daño que bien.

- Ya lo hemos dicho y lo sabemos, pero hay que insistir, vivimos en un Mundo, nos guste o no, globalizado también en el terreno de la ética: esta nueva ética es mucho más compleja porque el alcance de nuestras decisiones personales y colectivas afecta a todos. En el terreno de la ecología -que esa sí que es global - las emisiones de CO2 que produce el carbón en una fábrica de China nos afecta tanto como las que se emiten en Asturias y León. Un cambio en la ética global será el único capaz de salvar no al Planeta sino a nuestra civilización sobre la Tierra. ¿Tiene idea Adela Cortina de cuales tendrían que ser  esos principios que deberían haber prevalecido en la cumbre de Copenhague y sobre todo, una vez terminada ésta, en las políticas de los países y hábitos ciudadanos?

- Los principios están pensados en esa noción de sostenibilidad, que todos dicen mantener. Otra cosa es que nadie se la crea ni tenga voluntad de ponerla en práctica. Por eso la Cumbre de Copenhague parece haber sido un fracaso más.

- Es habitual encontrar la firma de Adela Cortina en publicaciones diarias. Sobre el aborto he leído un artículo suyo en “El País” en el que apuesta, como siempre, por el diálogo entre las partes enfrentadasMi reflexión, que quiero compartir con usted, es que muchos de los que  se oponen a la nueva ley ignoran que la única alternativa que plantean con sus principios es meter a la mujer que aborta en la cárcel agravando aún más las condiciones que la han llevado a tomar esa trágica decisión.

- El objetivo prioritario de ese artículo era subrayar la necesidad de un diálogo sin presupuestos descalificatorios y también la de descubrir juntos unos mínimos éticos compartidos desde él. A mi juicio, nadie desea que la mujer que aborte vaya a la cárcel, pero para evitarlo basta la ley actual, que despenaliza en determinados supuestos. Eso es lo que significa “despenalizar”: que no se penaliza. Por el contrario, hablar de un derecho al aborto me parece incoherente en un Estado de Derecho.

- Y ahora una evocación de Bertrand Rusell y de Enrique Miret Magdalena ¿Por qué es usted cristiana?

- Prefiero una evocación de Ricardo Alberdi, un sacerdote irunés, que profesaba una religión del hombre en relación con Dios en el seno de la comunidad eclesial. Esa religión libera, porque no se confía en los poderosos, ni en la nación ni en la etnia, sino sólo en quien puede salvar; hace de cada persona alguien sagrado para la otra persona; y abre el camino de la gracia, el consuelo y la esperanza.

- Adela Cortina es una lectora empedernida de García Márquez, Vargas Llosa, Martín Gaite, Marina Mayoral, Delibes, Endo, Pamuk, Saint-Exupéry, Michael Ende, por citar unos pocos de sus actores de referencia. Tiene también entre sus preferidos a  poetas como  Miguel Hernández, Antonio Machado y García Lorca. Desde esa riqueza lectora entiende que también la ética debe tocar a la estética y que ésta ha “de ser realmente creatividad, y no intento cansino de llamar la atención por lo extravagante o de vender sin más”. En gustos personales, confiesa alimentarse, en todo caso, más como lectora que como  espectadora de cine. No obstante ponemos fin a esta conversación con una referencia cinematográfica, aunque basada en un relato literario. Volvemos al día en que  la escuché en la Juan March hablar de los grandes dilemas morales que se le pueden plantear al ser humano. Recordé el que para mí es el mayor al que se puede enfrentar una madre. Es la última secuencia de La decisión de Sophie: la protagonista llega deportada a una Estación de tren para ingresar en un campo de concentración nazi, un oficial sin escrúpulos la pone ante el dilema insoportable de tener que elegir a cual de sus hijos, niña y niño, elige para quedarse con ella, el otro morirá. Esta es, como digo, la última secuencia, toda la película es el relato de la vida de esta mujer en Estados Unidos, marcada esa vida por aquel acontecimiento ocurrido algunos años atrás.

- Afortunadamente, en la vida no solemos encontrarnos con dilemas, sino con problemas. No suele haber sólo dos caminos, sino que cabe pensar más posibilidades. Por eso me parece que los dilemas están muy bien para una ficción cinematográfica o literaria, pero dudo mucho de sus virtualidades científicas, a pesar de que los neurocientíficos y los psicólogos cognitivos les den mucho peso.

En La decisión de Sophie  no se plantea un dilema moral, ni siquiera un problema moral, la protagonista no tiene siquiera la opción del mal menor, porque no existe. Su decisión no es moralmente buena ni mala, no se encuentra en el ámbito de la moralidad. Lo verdaderamente inmoral es que puedan existir seres humanos capaces de someter a otra persona, en este caso a una madre, a esa tortura. Lo realmente inmoral es el grado de inhumanidad al que puede llegar el ser humano.

Grado de sufrimiento por su inhumana situación carcelaria, como el que debió sentir Miguel Hernández cuando escribió en su celda de Diego de León la “Nana de la Cebolla”. Adela Cortina lo ha elegido para despedirnos: “Vuela niño en la doble luna del pecho: él triste de cebolla, tú satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa ni lo que ocurre”. Podría haber sido “Vientos del pueblo me llevan”, pero hemos preferido los últimos versos de esa obra del poeta de Orihuela entre los “Muchos, muchísimos” que están en el alma intelectual de esta profesora universitaria, escritora y divulgadora de valores que nos ha regalado parte de su tiempo para nuestra compresión ética del mundo. 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Larrocha

23 de febrero de 2018

Estoy sentado en un banco de una plaza de la ciudad de Dallas, el suelo son baldosas que tienen defines y sirenas en relieve, y ese suelo es lo más parecido al Paraíso que ahora mismo podría llegar a obtener, a mi lado hay un árbol, el árbol tiene en su base un enchufe con un protector para la humedad y el agua, el enchufe es de plástico, no sé cómo se llama el barrio en  el que me encuentro, conecto mi ordenador portátil al enchufe-árbol, aquí parece que en los árboles ponen enchufes para que los hombres de negocios y los desocupados se conecten al más allá mientras toman fideos chinos al mediodía o fuman un cigarrillo, e inmediatamente la batería de mi Mac se pone en modo carga, inevitablemente me pregunto de dónde sale esa energía, inevitablemente pienso en la savia del árbol, inevitablemente pienso en un satélite de comunicaciones, inevitablemente pienso en un río, la mayoría de las cosas, me digo, si se piensan hasta sus últimas consecuencias terminan en la metáfora del satélite de comunicaciones o del río, ahora noto la energía de ese árbol, me aprovecho de algo que, tengo la impresión, le sobra a la ciudad o la vampirizo, no sé, pasa un tipo con una carro de la compra, pasa por la acera de enfrente, tira de él, el tipo va delante y el carro va detrás, y pienso de repente en los epílogos, sí, en lo que va detrás de las obras, al final de las obras, pienso que una obra puede tener un epílogo explícito, pensado, pero que voy a pensar en otra clase de epílogos, me refiero a los epílogos de la obras que no tienen epílogos ni explícitos ni pensados, hay dos formas de generar epílogos una vez la obra han sido publicada, 1) modificándola cada cierto tiempo, y 2) no modificándola. En el primer caso, el epílogo es evidente: las revisiones que el propio autor hace de su obra, y en el segundo caso, el epílogo es, digámoslo así, mental, puramente temporal, y vendrían a estar constituido por la suma de las relecturas de la obra, convirtiéndose así ese epílogo en un bloque de múltiples capas de epílogos, no visibles, que el tiempo va creando, porque, y esto que diré ahora es lo más importante que a este respecto pensé estando sentado en aquel banco y enchufado a un enchufe de un árbol de un parque de una ciudad llamada Dallas: las múltiples relecturas que sobre la obra va haciendo el tiempo, aunque sean contrarias, aunque propongan ángulos opuestos, no se anulan, se suman: la resta es una operación aritmética que nada significa, es ilógica, cuando del tiempo y de la evolución de una obra a través de diferentes culturas estamos hablando. Un refundido de la obra en la propia obra. Me interesan esas capas de epílogos, me dije.  El epílogo de un cuadro o de una foto analógica, además de sus relecturas, es también el polvo que va acumulando, la modificación de su propia materia, que cambia la impresión visual y táctil de la obra. En un libro eso no es posible. La naturaleza del libro se parece más a una foto digital, que no se corrompe materialmente a no ser que sea deliberadamente destruida, o cuando menos es otro tipo de corrupción más abstracta, más mental, que entronca, evidentemente, con la paranoia del lector. Pero pienso también en las ciudades, me interesan más las ciudades que cualquier libro, y me pregunto, ¿cuál es el epílogo de una ciudad? O mejor aún ¿cuál es el epílogo de un país? No creo que sea posible que algo, por definición inconcluso y siempre inacabado, como lo es un país, pueda tener un epílogo, a no ser que estemos hablando de países que ya no existen en los mapas, por ejemplo, Checoslovaquia, o la URSS. Pero no, no estoy hablando de esa clase de países. Podría pensarlo, podría pensar en esa clase países, pero ahora mismo me da pereza, ocurre muchas veces: tienes una idea, sabes que por poco que le des vueltas saldrán cosas interesantes, percibes el potencial de esa idea como un todo que aunque no esté escrito ni verbalizado ya lo estás viendo en tiempo presente, y pasas, no piensas en esa idea, y ése es ahora mi caso, porque prefiero hablar de los otros países, de los que aún salen en los mapas. En Dallas hay un lugar llamado Deeley Square, una especie de plaza en la que desde hace 45 años nada se modifica; ahí murió asesinado JFK. En esa plaza, el punto exacto en el que se encontraba el descapotable cuando la cabeza del presidente recibió el primer impacto de bala, está señalado con una equis blanca en el asfalto. Nadie la toca salvo para repintarla. Alrededor, los árboles, los edificios, el césped, la coloración de los edificios, todo, se conserva en el mismo estado en que se encontraba  aquel día, el de la tragedia. Todo parece indicar que en ese punto el tiempo se ha detenido en beneficio de una leyenda urbana, nacional, leyenda que no es el asesinato de JFK propiamente dicho, sino otra cosa que presumiblemente tiene que ver con ese asesinato, me explico: un día, en un tiempo que no queda determinado, pero hace menos de 45 años, un coche entró en lo que ya se da en llamar el “radio de acción de fenómeno” y su motor comenzó a hacer ruidos; en efecto, al llegar justo al lugar donde fue asesinado JFK, donde ahora hay una equis pintada en el asfalto, se paró. No volvió a arrancar jamás. Lo mismo ocurrió poco tiempo después con un bus de jubilados: hallándose maravillados de que en ese lugar nada hubiera cambiado [todos lo habían visto cientos de veces en la famosa grabación doméstica del asesinato], el bus se detuvo; tuvieron que bajarse e ir caminando un par de calles, donde les recogió otro bus de la misma compañía; en ese trayecto, a pie, a un anciano le dio un infarto, pero eso es anecdótico, el caso es que el bus no volvió a arrancar más. Dados estos antecedentes, y a fin de saber hasta dónde llegaba el radio de acción de ese “triángulo de las Bermudas”, se ideó el siguiente método: que un vehículo fuera en dirección a la equis hasta que se detuviera por sí solo, y dejarlo allí, no tocarlo. Después iría otro coche, que presumiblemente se pararía al lado del anterior, y tampoco tocarlo. Ya serían 2. Después otro, que se aproximaría por el lado contrario, y al que le se supone que ocurriría lo mismo, y lo dejarían allí también y así con cuantos automóviles fueran necesarios, para ir dibujando con ellos la extensión, forma y perímetro del extraño fenómeno. Por fuerza tendría que haber un punto más acá a partir del cual ningún motor se detuviera. El resultado de esa acumulación de automóviles parados arrojó una figura de un radio máximo de 38 metros, no exactamente circular, más bien abstracta, a la que, observada a vista de pájaro, algunos le encontraron parecido con la cara de JFK de perfil, otros con la de Marilyn de frente, y la mayoría con nada. Como todo lo que tiene que ver con el asesinato de JFK, la cosa quedó así. Por perplejidad, no se investigó más. Exceptuando bicicletas, actualmente el área está cerrada al tráfico rodado. A esto me refería antes cuando me preguntaba por el epílogo de un país que aún sale en los mapas. Está claro que ese epílogo no puede ser otra cosa que su dimensión fantástica, sus leyendas, en este caso leyenda urbana, que, como los números complejos, están  compuestas por una parte real y su correspondiente parte imaginaria. En el caso JFK, una vez conocida esa extensión horizontal del fenómeno, imagino que quedaría por determinar la dimensión vertical, es decir, qué profundidad bajo tierra alcanza el efecto. Para ello habría que cavar, cosa que no se ha hecho ni creo que se piense hacer [ya que, entre otros motivos, se destruiría físicamente la materia misma del mito nacional, cifrada en ese punto de asfalto marcado con una equis], y tirar al hueco automóviles para observar si se detienen, aunque supongo que bastaría con tirar motores de automóviles en funcionamiento. O hacer túneles, eso estaría mejor, construir túneles de metro a varias profundidades y ver cuál es el primero en no detenerse al pasar bajo la equis pintada en el asfalto. Eso constituiría un segundo epílogo, un epílogo al gran epílogo norteamericano, pero no sé si sería posible en un país como éste en el que toda construcción cultural se fundamenta en el espacio, en el espacio horizontal: en el horizonte. En USA, todo mito construido sobre algo que penetre verticalmente en la tierra, se consideraría monstruoso, infernal, de la misma manera que en tiempos de pioneros, los agricultores hacían pozos para buscar agua, subterránea actividad que los ganaderos y vaqueros consideraban directamente diabólica. Estoy sentado en un banco de una plaza de Dallas, a mi lado hay un árbol, el árbol tiene en su base un enchufe con un protector para la humedad y el agua, el enchufe es de plástico, desconecto mi ordenador portátil del enchufe-árbol, inmediatamente noto que comienza a bajar el nivel del indicador de batería, baja muy rápido, inevitablemente me pregunto dónde irá esa energía, inevitablemente pienso en la savia del árbol, en satélites de comunicaciones que no conozco ni jamás conoceré, en un río que idem, también noto una pérdida energética en mí, algo se aprovecha de mí, tengo la impresión de que la ciudad, el país entero, me vampiriza, y que no parará hasta que me desmaye sobre los adoquines de esta plaza, que tienen sirenas y defines en relieve y son lo más parecido al Paraíso que en estos momentos podría llegar a obtener. ¿Y los muertos de una ciudad -me digo mientras me desplomo-, qué clase de epílogo son los muertos de una ciudad?

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Fernández Mallo

23 de febrero de 2018

El calor ha vuelto a imponerse sobre el ligero frescor de los días pasados y el profesor Souto ha dormido muy mal, como todas las noches, con sueños que no recuerda pero que le dejan una impresión desazonadora.

Ayer ha cenado con Ferrán, un  primo que pasa todos los veranos por su casa de vuelta a su tierra natal. Es un ardiente nacionalista, un nacionalista místico, soberanista, que al hablar de ello parece encenderse en una fe profunda que vuela por encima de lo que los demás puedan pensar.

El profesor Souto opina que el nacionalismo es una nueva enfermedad infantil de esta sociedad posmoderna, el intento de un imposible y falaz acceso a un útero materno mágico, trascendente, colmado de promesas fructíferas. Que en el camino del logro soñado se pierdan cosas sustantivas para la propia colectividad, es lo de menos para esos devotos.

De la gente que lo rodea, el profesor Souto ha recogido algunas anécdotas bastante ilustrativas del asunto. Un amigo suyo escritor le contó que hace unos años visitó Kazajstán para un asunto literario. Esperaba poder contemplar la Estepa del Hambre, la Estepa Pobre,  que cruzó el bravo Miguel Strogoff,  así como la cordillera del Himalaya desde el norte, esos lugares por donde debe serpentear el famoso Paso de Khyber, tan importante en el Gran Juego en el que estaba enredado Kim.

_Poder asomarme, en fin, a algunos de los parajes de la imaginación literaria y cinematográfica de mi infancia y adolescencia. Sin embargo, una niebla espesa lo cubría todo, y además me hicieron atravesar la Estepa Pobre en un tren nocturno, de manera que no conseguí ni siquiera vislumbrar aquellos parajes soñados en mis primeras lecturas, tan lejanas. Pero en aquellas jornadas tuve un encuentro con los escritores del Pen Club del país, que vivía la efervescencia de una recuperación nacionalista marcada por el idioma, con claro rechazo de la lengua rusa. En cierto momento uno de los escritores locales, no sin una agresividad cuya causa no pude descifrar, me preguntó, a través del intérprete si conocía algo de la literatura kazaja. “Conozco la obra fundamental, según ustedes mismos proclaman: Sangre y sudor, de Adizhamil Nurpeísov.” Mi interlocutor me miraba con sorpresa. “Pero la conozco porque se tradujo al ruso, que es una de las grandes lenguas de cultura, y del ruso pudo pasar fácilmente al español. Si no se hubiera traducido al ruso, seguro que no la conocería”, añadí. Marcó el rostro del escritor local una mueca de disgusto, y yo desvié los ojos. En el centro del restaurante, un lugar algo estrambótico, de techo muy bajo,  había un pequeño  estanque que los camareros salvaban a través de un puentecito, con bastante acrobacia de bandejas. Una carpa que nadaba en el estanque se detuvo, asomó la boca,  y a mí me pareció que exclamaba, de una forma que yo solamente podía entender: “¡Viva nuestra gloriosa identidad!”.

Su amigo había contemplado al profesor Souto con aire risueño, antes de continuar contándole lo que le había dicho a su interlocutor:

_“A partir de ahora, si ustedes pierden el ruso, sus obras maestras  literarias lo van tener más difícil  para atravesar las fronteras”. El tipo no me volvió a dirigir la palabra en todo el almuerzo, aunque yo llegué a mantener un interesante cambio de impresiones con la carpa.”

Otra historia que le contó al profesor Souto un amigo escritor distinto del anterior:

_En una ocasión, en Harvard, invitaron a escritores de diferentes lenguas de España para que expusiésemos nuestra relación con el lenguaje como fuente de inspiración e instrumento de trabajo. Tras el acto académico, un escritor en su lengua vernácula, a quien conozco desde hace muchos años, continuando, ya en privado, la charla sobre el lenguaje, sus contenidos y sus posibilidades expresivas, me dijo: “En castellano solo tenéis un término para expresar el tocamiento delicado del otro cuerpo: acariciar. En cambio, en nuestra lengua tenemos muchos más: sobar, manosear, magrear, popar, mimar…” “¡ Si nosotros utilizamos también todos esos términos!”, repuse. “Pero no les dais la misma ternura que nosotros.” Disimulé mi sorpresa con un aparente halago: “Eso debe significar que vosotros sois unos amantes extraordinarios.” En su rostro se mostró una sonrisa misteriosa. Entonces miré a su compañera y descubrí en sus ojos un relumbre de brasas vivas que no supe cómo interpretar. Preferí guardar silencio y no decirle que esta lengua de la que él no se sentía dueño, esta lengua mía, también había sido de los suyos alguna vez,  y había permitido, entre otras cosas, que muchos de ellos emigrasen a América para sobrevivir, y que grandes escritores de su tierra,  que ellos no dejan de considerar suyos, han escrito en esta lengua “mía” preciosos textos literarios.

Mientras Ferrán sigue en su habitación, sin duda durmiendo todavía, al profesor Souto se le ocurre un cuento breve, que escribe sobre la marcha:

 

 

CONTRA LA ESTUPIDEZ

_Este fue uno de los espacios más singulares del planeta –explicaba el antropólogo alienígena a sus congéneres,  mientras sobrevolaban aquella parte del planeta.  –El territorio no es muy extenso, como podéis comprobar, pero es una península en el extremo de un continente, situada frente a la cabecera de otro,  rodeada por mares distintos, y en su superficie se alternan toda clase de estructuras telúricas, las costas verdes, las montañas abruptas, los páramos, los montes boscosos, los desiertos, las vaguadas, los valles, las vegas de pequeños y  grandes ríos. Como su poblamiento humano fue muy antiguo, en él se fueron depositado sucesivos estratos culturales. Cuando la mayoría de la península constituía  un solo sistema político, sus habitantes podían disfrutar fácilmente de una variedad paisajística, alimentaria, folklórica, arquitectónica, lingüística, de la que todos eran comunes propietarios… Pero a mediados del siglo XXI, una parte de sus habitantes decidieron separar del resto sus pequeños espacios, trazar fronteras de acuerdo con las diferentes lenguas y lo que sancionaron, con  mendacidad, como contrapuestas culturas. La disgregación se generalizó, cada territorio vecino fue considerado un adversario, y ahora ese espacio singular se ha convertido en un mosaico de minúsculos territorios ensimismados en la contemplación de su propia pequeñez.

_¿Y no se han planteado lo absurdo de ese desmenuzamiento? ¿No han comprendido que aquella diversidad era una riqueza para todos, y que la han desbaratado?

No. Y nadie pudo ayudarlos a comprenderlo, pues como dijo uno de los antiguos pensadores humanos, llamado Horacio, “contra la estupidez, los propios dioses se encuentran impotentes”.

Paseando ayer por el parque, antes de la llegada  de su primo, el profesor Souto se encontró con varios gatos sin hogar, y pensó que acaso estaban organizados en naciones. Una se denominaría  Teselia, por ejemplo, otra Laconia, la tercera sería Prélada, la cuarta, Densira, nombres sonoros. Sin embargo, los gatos se dispersan libremente, a no ser que se los encierre, porque solo los seres racionales comprendemos esos conceptos de Nación y de Estado: seres de la misma especie, separados por barreras artificiales. Claro que los gatos marcan con la orina su territorio: ellos también tienen  una nación, en cierto modo. Esa misma que nosotros queremos marcar con el lenguaje, como una especie de orina simbólica.

Después de desayunar  con Ferrán, el profesor Souto vuelve durante un rato al ordenador, porque se le han ocurrido unos cuentecitos distópicos:

 

 

MINILANDIA

El maestro está cada vez de peor humor, pues nadie en el alumnado sabe contestar a sus preguntas.

Ha empezado con países exóticos, Kazajstán, Birmania, República de Togo, Guinea Bissau, pero tampoco saben cuál es la capital de Rusia, ni la de los Estados Unidos, ni la de Argentina, ni la de México, ni la de China, ni siquiera la de Francia, Italia, o Alemania.

_ ¿Pero es posible que no conozcáis ninguna capital del mundo? ¿Se puede saber qué habéis estudiado?

Niños y niñas lo miran confusos, con mucha extrañeza, mostrando un desconcierto que parece sincero, como si estuviese hablándoles en un idioma desconocido.

_ A ver, Marquitos –exige el maestro , llamando a uno de los alumnos más aplicados de la clase. - Dime inmediatamente en qué país vivimos y cuál es su capital.

_ Minilandia, capital Nanópolis - responde el niño, sin titubear.

El maestro se ha quedado estupefacto, pues comprende que el niño está seguro de lo que ha dicho, y en las miradas del resto de la clase hay también la corroboración de una certeza.

Los ojos del maestro vagan por la clase, tropiezan con el mapa, descubre que la familiar figura de la Península Ibérica, con las comunidades autónomas señaladas con diferentes colores, ha sido sustituida por otra figura, una especie de isla redondeada, y se siente arrollado por un vértigo atroz, al sospechar que toda la realidad que hasta ahora le rodeaba ha cambiado con  inimaginable brusquedad.

 

 

NANÓPOLIS

_ Una ciudad única en el mundo -dice el portavoz de la  comisión de juntas vecinales muy orgulloso, mientras los intérpretes traducen sus palabras. -Está constituida por diecisiete barrios, todos autónomos, cada uno con su lengua propia,  con sus culturas y sus tradiciones, incluso con su nombre diferenciado para la ciudad, con su propio sistema escolar  y sanitario, con sus transportes, que cubren solo el barrio correspondiente. ¡El triunfo de las identidades en un mundo perversamente globalizador!

_ Pero resulta complicado recorrerla –aduce un periodista.

_ Las pequeñas dificultades no deben ser sino un aliciente más para el turista culto, -responde el portavoz con suficiente petulancia.- ¿Tienen alguna pregunta  que hacer?

Otro periodista levanta la mano:

_ ¿Usted ha oído hablar de Babel?

Ferrán, que se va a marchar después de comer, está pesadísimo con el Estatut, el Tribunal Constitucional, las diferencias ontológicas y el natural soberanismo que se deduce de todo ello, y al profesor Souto se le ocurren nuevas ideas:

 

                          

SOBERANÍAS DE BOLSILLO

_ El día en que hablemos cada uno solamente nuestra propia  lengua, el gallego, el bable, el cántabru, el euskera, el navarro, la fabla, el ansotano, el panticuto, el cheso, el belsetán, el chistabín, el patués, el catalá, el mallorquí, el menorquí, el patxuezu, el lliunés, el castellano, el lleidatá, el tarragonés, el madrileño, el castellonés, el valenciá, el apitxat, el castúo, el sayagués, el  manchego, el alicantí, el alcoyá, el andalú, el sebiyano, el granaíno, el almeriense, el gaditano, el malagueño, el canario santa crú, el canario palmeño… El día en que nuestros hijos puedan conocer profundamente las grandezas de nuestras historias respectivas y de sus héroes y heroínas… Ese día habrá desaparecido para siempre la opresión imperial que ahora nos asfixia y seremos libres, y tendremos cada uno fronteras claras que delimiten nuestro espacio nacional, y cada uno nuestro ejército para defendernos y para reivindicar nuestra verdadera dimensión territorial. ¡Ese día, por fin, seremos todos soberanos, en el mejor sentido de la palabra!

_ Me parece estupendo, querido, pero es hora de cenar y resulta que no tengo nada en casa. Voy a pedir una pizza por teléfono.

_¿ Y no prefieres salir a tomar una hamburguesa?

Antes de salir a almorzar beben un vasito de vino y el profesor Souto lo paladea, le llena la mente y  la boca de impresiones alegres. En este caso se trata de un espléndido Cabernet Sauvignon del Penedés que ha traído como obsequio el primo Ferrán. Una idea nueva ronda su cabeza, y espera escribirla por la tarde:

 

  EL  IDIOMA SECRETO

Arnaldo Oseja sintió iluminarse sus más hondos sentires el día que conoció la existencia de Don Juan de la Coba y Gómez –hoy Xan da Coba –ilustre orensano –hoy ourensán- agrimensor y prolífico autor de teatro, que, a principios del siglo XIX, inventó un idioma particular, el trampitán, y hasta escribió en él una ópera –La trampitana-. ¡Un idioma particular, exclusiva propiedad de su imaginador!.

Se propuso llevar a cabo una construcción semejante, y lo ha conseguido tras cinco años de invención esforzada: tiene un lenguaje que sólo él conoce, en el que se propone pensar y sentir, que lo incomunica estrictamente del resto del mundo, aunque para relacionarse con sus vecinos, familiares y compañeros de trabajo utilice la lengua común.

Pero en ocasiones como esta, cuando celebra la exaltación de su propia bandera, un rectángulo de seda donde se combinan los colores del rosado camisón materno y de la corbata verdosa del abuelo Matías, piensa y habla en osejín, y está convencido de haber dado un paso más en la afirmación de lo que el ser humano tiene de persona, mientras brinda en soledad con una copa de cava.

Cuando el primo Ferrán se ha ido ya, el profesor Souto repasa sus ocurrencias y de repente le parece que no tiene sentido que, a estas alturas tenga ganas en enardecerse por algo tan estúpido como el nacionalismo o el antinacionalismo, por las lenguas y esas fascinaciones entrañables que suelen suscitar, y sobre los procesos de alquimia política que las quieren convertir en armas. Y va a cerrar el ordenador, cuando se le ocurre la última idea:

 

 ABECEDÁRICA NACIONAL

Autodeterminación Bullente, Condensando Diferentes Exigencias, Fulgura Genesíaca Hacia Inefables Júbilos. Karma Liberado, Menosprecia Nudos Ñoños, Olvida Pasadas Quimeras. Renazcamos Soberanos Trepidantes:  ¡Unas Virulentas  Webs  Xenófobas Y  Zúrralos!

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Merino

13 de febrero de 2018

                                 

                      A cada hombre lo limita un deseo y un cansancio.

                                   Es el precio de vivir.

                                   También un filamento de tristeza,

                                   una impaciencia inigualable,

                                   un arrepentimiento por amor

                                   y otras costumbres con que tensar la biografía,

                                   con que ofrecer misericordia a lo que existe,

                                   una respuesta a lo que nadie ha preguntado,

                                   un calor a quien nos educó en el daño.

 

                                   Vivir es una invitación para el naufragio.

                                   Una norma convenida que decide por nosotros.

 

                                   Piensa en ti sobre esta cama de hospital.

                                   Piensa en el atajo de los sueros y las sondas,

                                   agujas y saetas adentro de tu piel,

                                   en el miedo que se pone de tu parte.

                                   Y yo no sé si te das cuenta,

                                   pero en esta habitación de solamente espera

                                   la ausencia de tumulto nos hace más despojos.

                                   Tanto tiempo para esto,

                                   tanta fundación furiosa

                                   y tanto empeño por amar de más a más,

                                   y hacer viajes muy largos,

                                   para ir hacia la muerte sin saber,

                                   confiado en que aguantar es el triunfo,

                                   seguro de que aún no eres reliquia

                                   porque hoy tu corazón resiste indultos.

                                  

                                   Qué barrio viejo es la esperanza,

                                   qué inútil la memoria,

                                   qué brindis de la fiebre contra el ojo

                                   cuando el frío ataca una vez más

                                   y nada ya nos pertenece.

 

                                   Cómo cansa en este cuarto la grandeza de estar vivo.

                                   Qué equívoca piedad la del insomnio

                                   cuando un padre se consume ante nosotros,

                                   cuando aprieta el gesto contra el mundo

                                   y le falta su denario de aire limpio,

                                   la indulgencia tarde arriba del oxígeno,

                                   la mano condenada que reclama su entereza

                                               y su estancia aún entre nosotros,

                                   esa mano que el dolor allana

                                   e intuye un día que morir

                                                                       quizá sea en verdad

                                                                                  aquello que viviendo casi olvidas.

 

 

 

                                                                                 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Lucas

El lamentable caso del señor Silva da Silva e Silva yace encerrado en los archivos del doctor Costa da Costa e Costa, psicoanalista portugués, y solo hoy puede ver la luz, considerado el “vencimiento” del caso, como más tarde se verá, sin que con ello se vperjudique en manera alguna la sacrosanta privacidad del señor Silva da Silva e Silva.

El señor Silva da Silva e Silva nació en mil novecientos cuarenta y dos en un gracioso barrio de la ciudad de Lisboa, el Restelo, lugar elegante y letificado por jardines, escogido como barrio residencial por las familias lisboetas de buen tono y zona predilecta de las embajadas de todo el mundo. Su padre, al parecer, era un afamado veterinario, a quien se confiaba la salud de los delicados caballos árabes usados en las touradas y criados precipuamente en la zona de Alter do Châo, tradicional sede de fincas y finquitas de la pequeña aristocracia portuguesa descendiente de los Marialva (familia notablemente antipática, según dicen algunos, por más que esto, con el asunto que aquí se trata, no tenga nada que ver).

El señor Silva da Silva e Silva fue el hijo único de una madre que había dejado ya de ser joven cuando lo tuvo, lo cual, a decir del médico de Oxford que más tarde lo sometió a cura, podría hallarse acaso en la raíz de sus tormentosos problemas. Pero no anticipemos el diagnóstico final, que, como veremos, fue muy distinto por lo demás. Tuvo, el angelote, como suele decirse, una infancia “dorada”, con muchos juguetes, muchísimos. Todos lo adoraban, su papá, su mamá, su vieja criada de confianza, Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, a quien todos llamaban familiarmente en casa Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo (cosa de lo más comprensible, si se piensa en la abnegación de las criadas de otros tiempos), y hasta la joven criadita Maria de Samantha, la última en llegar a la casa de los Silva da Silva e Silva, y bastante descaradilla, por cierto. Y es que resultaba natural querer a aquel niño: muy mono, de pelo rubio dorado sobre una tez clara (evidentemente, sus cromosomas eran de cepa céltica, como los de su madre, y no árabes como los de su padre, aceitunadillo y bastante velloso además), una sonrisa siempre radiante en su amable carita, incluso con los extraños, sin la menor sombra de recelo ante la maldad del mundo, lo que sí caracterizaba a sus padres, según decían los conocidos. Era una alegría contemplarlo. Si en lugar de los dos caballos árabes de la gloriosa familia Costa da Silva e Costa e Costa, como nos lo muestra su primera fotografía de su infancia, hubiera habido un buey y una mula, el pequeño Silva da Silva e Silva sería igualito igualito al Niño Jesús, tal como se ve en los famosos calendarios del Padre Piedoso del Montequeso Mantecoso, fundador del Opus Night, una pía comunidad de creyentes, decididos a defender a toda costa no solo la Vida sino también la Bolsa.

Además de dorada, la infancia del señor Silva da Silva e Silva fue también feliz. Por lo menos hasta su segunda parotiditis. Porque la primera parotiditis la tuvo como todos los niños, al igual que la varicela, la escarlatina, la rubeola, el sarampión, la tosferina y todo el resto de las inevitables enfermedades infecciosas que atormentan la infancia de los seres humanos (lombrices no, porque no son una enfermedad infecciosa y porque en casa de los Silva da Silva e Silva la comida era de primera calidad).

Durante todas esas enfermedades, el pequeño Silva da Silva e Silva fue objeto de los amorosos cuidados de su mamá, de su papá, de su médico de cabecera, el doctor Fonseca da Fonseca e Fonseca, así como de su vieja criada de confianza, Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, a quien todos llamaban familiarmente Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo. El preanuncio del lamentable caso que iba a atormentar la vida del señor Silva da Silva e Silva se presentó, por lo tanto, con la segunda parotiditis, vulgarmente llamada paperas. El trece de mayo de mil novecientos cuarenta y siete, día de su quinto cumpleaños, a la par que aniversario de la milagrosa aparición de Nuestra Señora a los tres pastorcillos de Fátima; aquel día, los padres del pequeño Silva da Silva e Silva, de regreso de las sacras celebraciones en la Basílica de Estrela, donde habían cantado pías loas no solo para conmemorar la aparición de Nuestra Señora, sino también para comunicarle que, si lo consideraba oportuno, no dudara en aparecer de nuevo, pues todo el mundo estaría encantado, porque repetitia iuvant, le vieron salir a su encuentro en el pasillo, con los piececitos descalzos, los ojos enrojecidos, el cuello hinchado como un almohadón, la frente en llamas a causa de la fiebre.

—Este niño tiene paperas —exclamó la vieja criada Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, a quien todos llamaban familiarmente Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo.

—Pero si ya las ha pasado —replicaron al unísono sus consternados padres.

Fue llamado para una consulta el doctor Silva da Costa e Silva, quien confirmó el diagnóstico de parotiditis. Si bien, detalle importante, únicamente en sus síntomas. Porque exámenes más minuciosos a los que el escrupuloso doctor Fonseca da Fonseca e Fonseca le sometió, revelaron que a tales síntomas no resultaba corresponder patología alguna. Fue así como dio comienzo el lamentable caso del señor Silva da Silva e Silva.

Al año siguiente contrajo unas fiebres tifoideas que casi lo llevan a la tumba. O, mejor dicho, los síntomas de estas, porque en un examen minucioso de la orina y de las heces no se detectó la bacteria del tifus. Cuatro años más tarde, llegó el turno de la malaria (enfermedad obviamente inconcebible en un barrio elegante como el de Restelo, por mucho que Portugal, en aquella época, no fuera exactamente un país de lo más avanzado, como tantos otros, por lo demás) con tercianas espantosas, sudoración y delirios. Pero tampoco esta vez el agente patógeno pudo ser detectado al microscopio. A los catorce años, se le manifestó, con todas las de la ley, una potente meningitis, de esas que presentan dos opciones ineluctables, el fallecimiento o la demencia incurable, que sumió a los desdichados padres del pequeño Silva da Silva e Silva en el pánico más absoluto. Al cabo de una semana, el muchacho estaba mejor que nunca.

La adolescencia del joven Silva da Silva e Silva, que entretanto iba convirtiéndose en un muchacho de lo más atractivo, objeto de lascivas miradas por parte de sus compañeras de colegio (“Loiro era e bonito e de aspecto gentil”), como tuvo ocasión de decir una de sus profesoras de secundaria, quien, en vez de apreciar a Florbella Espanca, poetisa muerta suicida por amor, se concentraba quién sabe por qué misteriosas razones en Dante Alighieri, por más que en traducción portuguesa, se presentaba bastante difícil. A los quince años contrajo una blenorragia con numerosas complicaciones, como es natural, sin haberse acercado jamás a hembra alguna (en el Portugal de la época, ¡no faltaba más!), y por lo tanto completamente sintomático, que, como es natural, no fue curada por la penicilina que contra sus síntomas resultó poco eficaz, sino por los amorosos cuidados maternos, por las exquisiteces culinarias de la devota Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, a quien todos llamaban familiarmente Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, y por unas vacaciones, notablemente prolongadas, en la finca de la aristocrática familia Costa da Silva e Costa e Costa, cuya generosidad llegó al extremo de transformar algunos de sus establos en una dépendance habitable, obra confiada al arquitecto Costa da Costa e Costa (primo del doctor Costa da Costa e Costa, que más tarde se convertiría en su psicoanalista), uno de los más caros de Lisboa.

Mientras tanto, el muchacho se había hecho un hombre y había emprendido estudios de historiografía en la universidad local, entre una enfermedad y otra; o mejor dicho, entre los síntomas de una enfermedad y otra. Y había encontrado una novia, enamorada como loca de él, dado que era un hombre muy guapo, tal como su adolescencia daba ya a entender, la hija única del rey de los tribunales de Lisboa, el célebre abogado Fonseca da Fonseca e Fonseca, primo del médico de cabecera de la familia Silva da Silva e Silva.

La muchacha, de familia cosmopolita y acostumbrada por lo tanto a las grandes capitales europeas, a diferencia de su prometido, quien, aparte de Lisboa, solo conocía Santa Comba Dâo, aldea natal de António de Oliveira Salazar, sobre el que joven Silva da Silva e Silva estaba escribiendo su tesis de licenciatura, armándose de valor, un día en el que se hallaban en el paseo marítimo de Cascais, justo delante del palacete del ex rey de Italia, Humberto de Saboya, le dijo:

—Yo creo que tienes algún complejo freudiano que te horada el alma. Lo que te hace falta es un psicoanalista.

Fue así como dio comienzo el análisis psicoanalítico del joven Silva da Silva e Silva, en busca de su misterioso complejo, con el doctor Costa da Costa e Costa (primo del arquitecto que había reformado los establos de la aristocrática familia Costa da Silva e Costa e Costa), uno de los más caros de Lisboa, que se prolongó durante años, no solo porque las terapias psicoanalíticas, como es bien sabido, son largas, sino sobre todo porque el complejo que desencadenaba los dañinos síntomas de las inexistentes patologías del señor Silva da Silva e Silva se hallaba realmente reprimido, en un profundísimo agujerito de los abismos de su inconsciente, donde el pese a todo penetrante escandallo del doctor Costa da Costa e Costa era incapaz de llegar.

Pasaron los años, el desafortunado señor Silva da Silva e Silva había alcanzado su cuadragésimo cuarto año de edad. A estas alturas, se había licenciado brillantemente y había emprendido una aún más brillante carrera de historiador. Pero no se había casado aún con su amadísima Maria da Contriçâo das Chagas e das Angústias Costa da Silva e Costa e Silva e Costa. Entre otras cosas, porque, más que frecuentar esos lugares horizontales propios de las personas que se aman, como la muchacha hubiera deseado, el señor Silva da Silva e Silva era más que nada asiduo del diván del doctor Costa da Costa e Costa (primo del arquitecto Costa da Costa e Costa), hablando, hablando, hablando, y desentrañando sus más remotos recuerdos infantiles, en una fatigosa búsqueda del trauma que hacía de su vida un infierno.

Hasta que un día, en su deslavazado relato, que el doctor Costa da Costa y Costa, con un eco vagamente lacaniano, definía el Verbo del Yo averiado, el señor Silva da Silva e Silva rememoró el potrillo. Un flash, una escena de su infancia más temprana que el tiempo parecía haber borrado. Y aquel potrillo él lo divisaba encabritado con las patas anteriores extendidas por el aire, mientras su cuerpecillo de tierno infante rodaba por los suelos. El doctor Costa da Costa e Costa, de dicha escena aludida de forma tan fantasmagórica infirió un trauma metafóricamente fálico: en el más tierno Inconsciente del señor Silva da Silva e Silva había un fantasma de formas equinas, y en esa sombra, enterrada en lo más profundo del señor Silva da Silva e Silva, se hallaba en la raíz de todas sus desgracias, como le había ocurrido al pequeño Hans ¡Pobre pequeño Hans! ¡Pobre pequeño Silva da Silva e Silva! Con todo, el doctor Costa da Costa e Costa era un psicoanalista escrupuloso y prudente. No quiso extraer conclusiones apresuradas ni ahondar en tal dirección, orientando el análisis exclusivamente sobre aquella intuición suya. Hizo como si no pasara nada, pero esa misma noche telefoneó a su Maestro, un gran psicoanalista de Oxford, que le había transmitido toda su doctrina, para consultarlo con él. El gran estudioso inglés, el profesor Smith of Smith and Smith, fulminante como a veces saben serlo las grandes eminencias científicas, se limitó a decir:

—Que venga a verme, ya me encargo yo.

El señor Silva da Silva e Silva se trasladó pues a Gran Bretaña, para confiar su lamentable caso en manos de quien tal vez pudiera curarlo. Alquiló un pisito en Oxford (que gravaba notablemente sobre las arcas casi agotadas de su pobre familia) y allí se instaló, renunciando a la presencia de su amada Maria da Contriçâo das Chagas e das Angústias, que acudía a visitarlo cada año el veintiocho de mayo, día en el que el general Gomes da Costa (con un Costa solo) había desalojado del parlamento portugués la quejumbrosa y perniciosa democracia, así como a sus predilectos estudios sobre la vida del doctor António de Oliveira Salazar, sobre cuya grandiosa vida en las bibliotecas de Oxford la bibliografía era escasísima, o mejor dicho, inexistente.

Entretanto, iba estrechando una amistad con un becario italiano que aspiraba a convertirse en doctor en Filosofía de la ciencia, de quien en sus cartas al doctor Costa da Costa e Costa, que exigía ser informado de todo, proporciona un exhaustivo retrato, porque en aquel hombre había encontrado, como iba diciendo, una afinidad electiva, goethianamente entendida, y no solo humana, sino también ideológica; y lo describía come un hombre de enorme sensibilidad, con un vastísimo conocimiento de Julio Verne, y atormentado, como si le royera por dentro un sentimiento de culpa, por una culpa que no era suya, sino de las costumbres de su país, de sus leyes republicanas. Nacido en una aldea rural de la Toscana, pero de una Toscana apartada y secreta, tan secreta como para haber salido indemne de las degeneradas ideas del Renacimiento, y donde ni siquiera las llamadas ideas «ilustradas» del duque Leopoldo de Lorena habían conseguido penetrar, él sentía, por haberse dedicado a estudiar a ese hereje de Galileo, que había traicionado la cultura de sus inocentes antepasados aldeanos, tolemaicos por naturaleza, cuyas creencias, cuya silvestre bondad, si así podía decirse, por más que no hubiera leído aún a Rousseau, que el señor Silva da Silva e Silva no se había atrevido a recomendarle porque, tras aquella magnífica idea del buen salvaje, el ginebrino, como es bien sabido, celaba toda una serie de ideas libertinas (por ejemplo, empreñar a las marquesas o a las condesas que lo acogían en sus vagabundeos de château en château) que sin duda turbarían a su amigo italiano y bloquearían el proceso de revisión que había emprendido en sus propios estudios cientifistas. En efecto, en vez de en la austera biblioteca de la universidad, a esas alturas prefería meditar acerca del peligroso relativismo en el cálido ambiente de un pub regentado por un jovial italiano del sur, que con cordialidad muy mediterránea los recibía cada día con una antigua expresión, probablemente de origen prelatino, “my best wishes aa pucchiacchia 'e màmmeta”; y es que la idea pecaminosa del relativismo no le consentía el sosiego, habiendo comprendido él que en este mundo nada es relativo, y le dejaba insomne todas las noches. Y ese insomnio culpable sin culpa, poco a poco había ido descomponiéndole las facciones, provocándole incluso un ligero bocio y haciendo que pareciera un muerto viviente: pálido, alucinado, con dos enormes ojeras azuladas, típicas de determinados jovenzuelos degenerados que desahogan su propia concupiscencia con la mano en sus genitales y a los que San Luis Gonzaga devuelve a la recta vía. Pero él no era en absoluto un jovenzuelo, todo lo contrario, era un hombre maduro y sus ojeras, desde luego, no se debían a tocamientos —por más que eso el señor Silva da Silva e Silva nunca tuviera el valor de preguntárselo, porque, si bien había confiado su propio ser a la más férrea lógica del psicoanálisis, en su interior sabía que los caminos del Señor son infinitos, y que un arrepentimiento, una sana revisión de la propia vida y de la historia puede pasar incluso a través de un pequeño vicio secreto, que al fin y al cabo es innocuo, porque no produce embriones.

Una cosa que atormentaba especialmente a su amigo italiano era la protección de la pureza de la raza occidental, e itálica en particular, que veía fuertemente amenazada; una inconsciente alarma debido al peligro que corrían sus paisanos, que habiéndose desposado siempre entre consanguíneos desde el Neolítico inferior (parece que ni siquiera los nazis, cuando devastaron la Toscana, se percataron de la existencia de aquella aldea oculta entre los montes) habían sido capaces de mantener una raza purísima, que más pura es imposible, de la que él era precisamente un inequívoco ejemplo. Pensándolo bien, la aldea del amigo italiano del señor Silva da Silva e Silva era un lugar realmente protegido por Dios, al menos por ese Dios para quien reviste particular importancia la raza pura del Neolítico inferior de nuestro Occidente. En efecto, aquella aldea, más que una comunidad, era una extensa familia, que remontaba sus orígenes a un atávico palafito de homínidos que, una vez desecadas las charcas pantanosas circunstantes, de una primitiva economía basada en la cría de cabras y verracos silvestres, habían pasado a convertirse en agricultores, porque un céfiro antiguo, de esos que soplaban sobre el mundo aún virgen, llevó un día hasta allí cierta forma de polen, y alrededor de su palafito, para su enorme estupor, vieron crecer árboles que producían jugosos frutos en forma de pera y que ellos inmediatamente llamaron «peras». Y gracias a aquellos frutos pudieron darse un nombre, pues hasta entonces no lo tenían, llamándose siempre con un expeditivo «oe, oe»: los Della Pera. Y a partir del palafito, la familia se había extendido formando una aldea de una decena de cabañas, trasformadas en el curso de los milenios en viviendas de piedra sin argamasa: en la calle principal, las cuatro casas pertenecían a las hijas y a los hijos de los Della Pera nativos; más arriba se levantaban las casas de los nietos de los Della Pera, y en los alrededores, aquí y allá, las viviendas de las criatura resultantes de los distintos cruces entre los Della Pera. Y, siglo tras siglo, finalmente, había surgido anche una casa parroquial, con un reverendo Della Pera, hijo de algunos Della Pera que habían muerto de peste bubónica, un hombre fláccido aunque enérgico, introductor de la religión verdadera entre aquella comunidad que adoraba las cabras y los verracos, y a los que reveló que no se debe desear la mujer de otro, algo por lo demás imposible siendo toda hembra de por allí una Della Pera. Estábamos en mil ochocientos sesenta y el viejo y querido suelo italiano, dominado por los austriacos, por los Borbones y por un papa que sabía cómo tratar a la plebe, estaba a punto de ser entregado, gracias a un ateo en camisa roja, a una familia real que hablaba francés, a un primer ministro que quería hacer que todos fueran italianos y que tenía la manía del registro civil y de los censos. Los Della Pera, obedientes, se inscribieron en masa en el registro civil como los Della Pera y, obligados a dar un nombre a su propia aldea, la bautizaron como Santa Della Pera en Colina, porque estaba a las faldas de un monte y el sol les daba hasta las dos de la tarde, para iluminar después la cima de la colina que los Della Pera consideraban un lugar forastero.

Para el señor Silva da Silva e Silva hallar un modo para comunicar con el aspirante a filósofo de la ciencia no había resultado fácil. Porque este no hablaba portugués, lo que era  comprensible, pero es que además se negaba a hablar inglés, no por dificultad intelectiva, como insistía en especificar, sino porque lo consideraba un idioma bárbaro, y sobre todo protestante. Y no había querido estudiar francés, juzgándolo el habla caprichosa de ese Siglo de las Luces que había alumbrado la guillotina y a los jacobinos, gentuza que había cortado la cabeza a un montón de personas con apellidos dotados de preposiciones; y aunque fueran preposiciones con minúscula, no dejaba de tratarse de preposiciones, y a ellas el Della Pera era particularmente sensible. Pero el señor Silva da Silva e Silva, que presumía de conocer ciertas presuntas palabras del antiguo luso, que ciertos presuntos arqueólogos habían hallado en la cerámica de las excavaciones de la presunta Citânia, una comunidad del Neolítico inferior, se percató de que su amigo aspirante a filósofo, acaso porque el neolitiqués inferior era la lengua común de toda la civilización del Occidente (una auténtica lengua de nuestras raíces, que hubiera merecido figurar en la Constitución europea a la par que otras raíces) empezó a desempolvar algunas palabras que había aprendido en sus fugaces años de la Universidad de Coimbra. Lo que más temía el amigo del señor Silva da Silva e Silva, cual magnifico ejemplar de pura raza del Neolítico inferior, era que su estirpe, que identificaba con la aldea de Santa Della Pera en Colina, esa estirpe feliz de la prehabla, precedente a la llegada de mestizos como Eneas o los etruscos, pudiera ser contaminada por la circulación de razas vagabundas como los judíos, los islamitas o los magrebíes, que tanto podían ser judíos como islamitas; los curdos, o incluso los africanos, esos que eran negros pero negros de verdad. Razas que se alejaban volando en enjambres de sus colmenas de origen, como abejas famélicas, para ir a absorber el néctar de las flores de las peraledas ajenas. De modo que el señor Silva da Silva e Silva, quien para alcanzar la cultura que a esas alturas hacía de él uno de los mayores historiadores de la escuela de Santa Comba Dão no solo había debido estudiar a los más inasequibles pensadores lusitanos, como el mariscal Carmona o el cardenal Cerejeira, amiguete de Salazar y muy apreciado por Pío XII, sino también a pensadores extranjeros de la talla de Gobineau, Giovanni Gentile y Maurice Barrès, decidió un día que había llegado el momento de poner al corriente a su amigo italiano de la profundidad temática del filósofo francés. Y le habló de la famosa conferencia que el eximio pensador, bajo los auspicios de la Association pour la Patrie, había pronunciado el diez de marzo de mil ochocientos noventa, titulada La terre et les morts, en la que demostraba, sin el menor atisbo de duda, que la tierra pertenece a quienes, allí abajo, tienen sepultados a sus muertos: do you understand? No era fácil hacer entender al Itálico el significado de la palabra francesa «terre», que en portugués se dice «terra», hasta que un día, en el pub regentado por el amable señor que siempre los recibía con sus best wishes a pucchiacchia 'e màmmeta, ayudado acaso por tres o cuatro pintas de cerveza roja, el aspirante a filósofo de la ciencia tuvo una revelación, y como en una epifanía joyceana exclamó: «Ah, la tèra!», que es como se pronuncia en su aldea desde hace millones de años la palabra que indica los terrones y lo que está debajo, sea caolín o basalto. Y con tèra dijo también: «La guèra!», porque la idea de la propia tèra hizo que su pensamiento saltara a la guèra: para defender la propia tèra, come es lógico. Solo que seguía sin entender bien a qué venía eso de los muertos, se le escapaba el nexo. De modo que el señor Silva da Silva e Silva, con algunas palabras en neolítico occidental, y sobre todo mediante gestos, que son un lenguaje universal, se lo explicó pacientemente:

—Os mortos, les morts, los difuntos, the deads se meten bajo la tèra, do you understand?.

Al aspirante a filósofo de la ciencia le costaba entender.

—El muerto a la tèra —repetía con flema el señor Silva da Silva e Silva—, muerto a la tèra, percebe?».

El Itálico tenía en el rostro la antigua expresión de su estirpe que había evitado durante siglos todo mestizaje, esa expresión originaria, purísima, del Neolítico inferior. De modo que el señor Silva da Silva e Silva, haciendo el gesto de uno a quien le da un patatús y cae desplomado, mientras con la mano derecha extendida señalaba el suelo, dijo:

—You pataleta —que es come se dice «patatús» en portugués—, you bajo tèra, do you understand?

En ese momento el aspirante a filósofo de la ciencia comprendió el lazo que existe entre el muerto y la tierra, y el señor Silva da Silva e Silva, en parte en portugués y en parte en neolítico occidental, siguió explicándoselo:

—¿Y qué alimenta, por ejemplo, el peral que crece en nuestra tierra? El muerto, nuestro muerto. Esa es la fuerza de la autoctonía, ¿entiende la palabra?, la autoctonía es la linfa que nuestros muertos dan a nuestros perales y a nuestras peras, el suyo es un abono sagrado, hecho de las mismas células de nuestra raza que hace de nuestra tierra un producto de denominación de origen, piense en las peras williams austriacas, que los austriacos consiguen que crezcan hasta en las botellas de aguardiente: ¿sabe por qué son de una calidad inigualable? Porque son arias de la mayor pureza, porque los serbios detuvieron a los sarracenos a las puertas de Viena. No hay ni un solo turco bajo estos perales, querido amigo, ni un solo turco, do you entender o no?».

El aspirante a filósofo de la ciencia, al oír hablar de esas peras y perales, por más que en su aldea no crecieran williams sino las llamadas peras almizcleñas, entendió, vaya si entendió. Porque una pera no deja de ser una pera, es más, come hubiera dicho Gertrude Stein, una pera es una pera es una pera.

Fue realmente una hermosa amistad, basada en la camaradería y en la autoctonía, palabra que el aspirante a filósofo descifraba mal al ser de origen griego, pero que entendió mejor cuando el señor Silva da Silva e Silva le reveló que la palabra latina correspondiente a autóctonos era «terrigenes», es decir, terreno. Una camaradería que por desgracia duró solo tres meses, porque el aspirante a filósofo tenía una beca trimestral que le pagaban los sanperalistas en Colina que habían tenido que emigrar a los lugares más remotos del globo, porque en Santa Della Pera en Colina las peras no bastaban para todos. Y el presidente de la comunidad emigrada, gente que se hallaba a San Paolo tanto como en Canberra, cuando leyó el informe que el becario le había enviado para conseguir la renovación de la beca, reunió la asamblea de los socios de Nueva York (la sede estaba en Nueva York, ciudad mestiza como pocas) y dijo:

—Estimadas socias y estimados socios, tenemos a un sanperalista en Colina a quien le hemos entregado nuestros ahorros durante tres meses para que cursara estudios en Inglaterra, que viene a decirnos que la tierra pertenece a los muertos que están enterrados bajo ella. Nuestros abuelos y nuestros padres, para no morir de hambre en ese agujero, fueron a morir a las cuatro esquinas del globo. Lo mejor será que devolvamos al becario a su pueblo, y que la palme debajo de un peral.

Y de esta forma le retiraron la beca, a mano alzada. Pero entre tanto, el aspirante a filósofo, tras la gran experiencia cultural que había vivido con el señor Silva da Silva e Silva, quien le aconsejaba que abandonara la filosofía y se dedicase a la política («¡tenga el valor de hacerlo, usted que tiene la fortuna de vivir en ese gran país donde el pensamiento de Pío XII, de Mussolini y del mariscal Graziani siguen aún vivos!») se disponía a convertirse en uno de los políticos más visibles de la primera o segunda o tercera República italiana, aunque eso no tenga importancia. En definitiva, esa breve relación de camaradería trimestral favoreció el nacimiento de una larga amistad en el curso del tiempo, y una correspondencia que tal vez un día tengamos la fortuna de ver publicada. Y mientras tanto habían pasado once años, y el señor Silva da Silva e Silva estaba entrando en su quincuagésimo quinto año de edad, el mes de mayo resplandecía (era el día trece), y el profesor Smith of Smith and Smith le había asegurado que aquella sería la última sesión. Ese día, el señor Silva da Silva e Silva tomó el tren y se dirigió a Londres, porque era jueves, y los jueves el profesor Smith of Smith and Smith recibía a sus pacientes en su gabinete londinense. Hacía un día radiante, merece la pena repetirlo, algo bastante raro en tierras británicas. La sesión fue breve, pero intensa, iluminadora, resolutiva. Guiado por dos o tres palabras del Maestro, tumbado en ese diván, mirando por la ventana un inusitado cielo azul que lo devolvió, como por encanto, al cielo de una remotísima infancia, y a unas vacaciones en la finca de los Costa da Silva e Costa e Costa; como en un relámpago lustral, el señor Silva da Silva e Silva revivió la escena del trauma. Se levantó del diván. Era verdad, aquel potrillo había amenazado realmente con embestirlo, aterrorizando su inconsciente durante toda la vida. El haber revivido la escena traumática con la consciencia del análisis hizo que se sintiera un hombre completamente distinto.

—Está usted curado —dijo secamente el viejo sabio, estrechándole la mano—, pase a ver a mi secretaria y páguele.

El señor Silva da Silva e Silva pagó sin rechistar, sin el menor intento de ahorrar ni un solo chelín, tanta era la alegría de la nueva vida que sentía latir dentro de él. No tomó siquiera el ascensor, bajó las escaleras con el vigor de un redivivo adolescente, silbando alegremente Barco Negro, una antigua canción popular que habla de una barca de pescadores que naufraga contra una roca y de la que no se salva ni uno solo. Salió del portal pensando en su nueva vida, y sobre todo en Maria da Contriçâo das Chagas e das Angústias. En la acera de enfrente vio una cabina telefónica, de esas típicamente inglesas, de madera roja con las cristales pequeños como ventanillas. Se dirigió hacia allá resueltamente para anunciar a su prometida la buenas nuevas, mirando con prudencia a su izquierda; el autobús de dos pisos, típicamente londinense, lo embistió de lleno, arrastrándolo, sin intentar frenar tan siquiera. El señor Silva da Silva e Silva, por desgracia, se había olvidado de que al cruzar las calles en Inglaterra conviene mirar a la derecha. Fue trasladado con urgencia al hospital, pero ingresó ya cadáver. Las exequias se celebraron, por voluntad de sus ancianos padres, en Alter do Châo, allá donde creían que su hijo había pasado una infancia feliz entre caballos salvajes, en una minúscula capilla románica de la finca de sus amigos de la familia Costa da Silva e Costa e Costa. Las honras fúnebres corrieron a cargo del reverendo padre Antonio Silva da Silva e Silva, primo segundo del señor Silva da Silva e Silva, que gozaba de fama de gran teólogo porque había estudiado en Lovaina y que seguía celebrado la misa en latín como en los buenos viejos tiempos, quien, al final de la ceremonia, en buen portugués, con el fin de que pudieran entenderle también los aparceros presentes, dirigiéndose a los abatidos familiares y levantando los brazos hacia el cielo, pronunció una frase que podría parecer misteriosa, pero que al mismo tiempo es inconcebible, dada además la autoridad del teólogo en cuestión:

—Los caminos del Señor son infinitos.

Nadie supo jamás que el señor Silva da Silva e Silva se había curado por fin de su trauma infantil, el espanto ante un potrillo antojadizo que estuvo a punto de arrollarlo. Solo lo sabía el profesor Smith of Smith and Smith, quien tuvo la premura de enviar más tarde la documentación del análisis al doctor Costa da Costa y Costa. A quien va nuestra gratitud por la confidencia con la que nos honró, un día en el que tal vez se dejara llevar un poco, en el pub al que acudía su paciente predilecto. Pero incluso los psicoanalistas más duros sienten a veces la necesidad de confiarse: es humano.

 

(Traducción de Carlos Gumpert)

 

 

Nota del traductor

Este relato, que permanecía inédito en castellano, fue publicado en francés en una plaquette de 2001, y si bien no fue incluido por su autor en ninguno de sus libros de cuentos, sí apareció en el grueso volumen recopilatorio que publicó en 2005 la editorial milanesa Feltrinelli, con el título general de Racconti [Relatos] y que recogía los cuatro libros de cuentos de Tabucchi aparecidos hasta entonces, más otros dos textos sueltos bajo el epígrafe de “Dos cuentos inéditos (2002-2005)”. Uno de ellos, “Los muertos a la mesa”, fue incorporado más tarde en el que por desgracia acabaría siendo el último libro de cuentos publicado por el escritor toscano en vida, El tiempo envejece deprisa (2009), y aunque no podamos saber si el segundo, que aquí presentamos, hubiera acabado en algún libro posterior, no cabe la menor duda de que Antonio Tabucchi lo tenía en alta consideración, como lo demuestra el hecho de que quisiera incorporarlo a esa recopilación canónica que hemos mencionado, en la excluyó algún cuento publicado anteriormente, lo que es clara señal de su carácter de summa cuentística.

Tiene la particularidad, además, de tratarse de una de las escasas ocasiones en las que el escritor toscano despliega su vena grotesca, tan corriente en sus novelas, en un relato. Es bien sabido que Tabucchi, en quien todo “parece configurar el oxímoron perfecto”, como lo definiera insuperablemente Sergio Pitol, no tuvo nunca mayor inconveniente en combinar el vértigo ontológico de sus historias con el humor, pero generalmente en clave irónica. Sus lectores más devotos sabrán apreciar cómo da un paso más para poner en solfa algunas de las pese a todo constantes temáticas y estilísticas que, en el fondo, marcan su obra (Portugal, la Toscana rural, el psicoanálisis, las historias robadas, los meandros, muchas veces perversos, de la historia), en un delicioso divertimento.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Tabucchi

13 de febrero de 2018

Pocos casos hay tan peculiares y llamativos en la historia literaria del pasado siglo como la fama póstuma de la poesía de Constantino Petrou Cavafis (Alejandría, 1863 – 1933). La labor divulgativa, en efecto, de un entusiasmado E.M. Forster ante el público anglófono acabó propiciando, tras diversos avatares y accidentes, que se editara una antología de poemas cavafianos traducidos al inglés en 1951, 18 años después de la muerte del poeta alejandrino, nada menos. Y es precisamente a partir de esta vía, en el centro mismo del antiguo imperio, tan alejada de la excéntrica y exótica Alejandría, cuando la poesía de Cavafis comienza a ser leída, traducida e imitada con fruición en el resto de Europa y, posteriormente, en todo el mundo occidental, de manera escalonada, eso sí, pero segura.

La figura de Cavafis, trascendiendo mil veces el ámbito de la poesía neo-helénica (tan precariamente leída aún, siquiera conocida, estudiada o traducida), se sigue presentando ante nuestros ojos como la de un poeta símbolo, vindicado desde innumerables frentes, ya sean literarios o culturales; y, a pesar del vaivén de las modas y de las influencias poéticas de todo pelaje, insiste en su arquetipo de autor inevitablemente contemporáneo. Muchos de sus versos se han convertido en lemas reiterados, y aún los vemos medrar por internet o en las diversas redes sociales, a menudo  a través de traducciones apócrifas. Y el conjunto de su poesía, que a ojos vista parece tan alejada de las venerables retóricas románticas, pero también de los funambulismos de las vanguardias del siglo XX, no deja de suscitar en cualquier lengua culta un sinnúmero de exégesis y de hojas críticas. Sin embargo, hemos de decir que el canon irreprochable del que ya se hace difícil bajar a nuestro autor contrasta de manera palmaria con su propia concepción del quehacer poético, de la escritura y de la vida del artista.

Cavafis fue en vida lo que hoy llamaríamos un «poeta secreto». Es cierto que en sus últimos años se acabó ganando un grupo relativamente numeroso de lectores devotos entre sus paisanos; incluso también entre los distantes griegos «del continente». Pero, salvo alguna publicación anecdótica y dispersa, el resto de su obra (lo que el poeta decidió mostrar) no vio la luz sino a través de hojas volanderas o ediciones no venales, distribuidas entre amigos y cercanos. Es evidente que su idea de la publicación o la difusión de la poesía dista mucho de la que impera hoy día. Pero tampoco vemos en Cavafis, a juzgar por lo que sabemos por su correspondencia o por otros escritos dispersos, a un ego herido o a un poeta incomprendido y torturado por una aspiración, nunca satisfecha, a la gloria. Y tampoco (entiéndase) advertimos una impostada auto-humillación o un falso recato. Para Cavafis, como pudo serlo también para los poetas griegos arcaicos, el parnaso de la poesía consistía, sobre todo, en un acto de intimidad. Y la del poeta, en una labor asumidamente marginal y excéntrica. El poeta que encuentra en un solo lector a todos los lectores, porque sabe y acepta que no ha de merecer más premio que ese, un simple lector; porque sabe y acepta que cualquier voz de la voluble fama ya no le compete; y que las mayorías y las minorías lectoras, como abstracciones, no dejan de ser entelequias.

Tal vez sea en la esfera de esa marginalidad donde la poesía cavafiana nos entregue su brillo más sincero. En la siempre lejana Alejandría, la capital del Imperio Helenístico, el centro alejado de ese otro más antiguo centro que fue Atenas, podemos encontrar el símbolo y la constatación de que todo centro es, al cabo, una utopía, de que la vida se mueve en los arrabales y en el extrarradio. Los filólogos alejandrinos quisieron también ser poetas, pues pensaron que habían descifrado el mecanismo del poema, y creían que era posible habitar ambos mundos, el de la filología y la poesía, a un tiempo. Sus versos fueron artificiales y descreídos, signo de una decadencia y un cansancio que, paradójicamente, también estaba dando origen a algo nuevo. Fue necesario que cayeran los siglos, uno tras otro, para encontrar en esa misma urbe alejandrina, con muchísimo retraso, al postrero, al más puro de los poetas alejandrinos. Todo lo que era artificio en sus precedentes, la pátina del tiempo y de la historia lo trastocó en verdad a través de la poesía de Cavafis . Los epígonos de éste, en diversas épocas y lugares, naturalmente, sólo se quedaron con la superficie, con las estatuas, los templos, las túnicas de los efebos, la exaltación de un pasado irreal y un paganismo de guardarropía. Pero la poesía de Cavafis no está en en las palabras, ancestrales palabras griegas, ni en su dicción anacrónica donde convivían a capricho elementos del griego demótico y mestizo, con los cultismos ficticios del katharévousa y los giros clásicos, bizantinos u homéricos, sino en lo que mantiene unidas todas esas palabras, lo que no se ve: ese don de la melancolía que tiñe el tránsito de la belleza, la memoria, el tiempo, las contradicciones del ser humano y la encrucijada entre dos mundos condenados a convivir ya sin remedio, el pagano y el cristiano, el cuerpo y el alma. Esa melancolía, que en ocasiones es también la leve sal que adereza los momentos irónicos, se manifiesta en una voz múltiple, a través de la cual van pasando toda clase de personajes marginales: perdedores, granujas, traidores, tristes, enamorados, ambiciosos, lascivos, apasionados, cansados o incrédulos de toda época. Ya sea en la antigua Antioquía, en Roma, en unos hexámetros de Homero o en las confusas calles de la Alejandría de principios del siglo XX, con sus cafés, sus tabernas y sus proscritos placeres nocturnos, en todos los poemas de Cavafis habla siempre el ser humano, con una voz sin sordina y sin apuntador. Una voz, la de aquellas figuras dibujadas, o apenas esbozadas por el poeta, donde acabamos reconociendo nuestra propia voz, siempre en las afueras y siempre sin anclaje: porque, tal vez, ser de Alejandría equivale a no ser de ningún sitio.

La presente traducción de estos seis poemas de Cavafis forma parte de mi traducción y edición de la poesía completa del poeta alejandrino que, próximamente, verá la luz en la editorial Pre-Textos. Al pie de cada poema se indica la fecha en que está datado.

 

 

                                                                      

CHE FECE .... IL GRAN RIFIUTO


Para algunas personas llega un día

donde el gran Sí o el gran No deben decir.

En seguida aparece aquel que lleva

el Sí bien preparado, y pronunciándolo

 

da un paso adelante en su estima y en su confianza.

El negador no se arrepiente. Preguntado de nuevo,

de nuevo dice No. Pero ese No —que es el correcto—

le abruma para el resto de su vida.

 

(1901)

 

EN EL PUEBLO ABURRIDO


En el pueblo aburrido donde trabaja

—empleado en un comercio,

muy joven—, donde espera

que pasen aún dos o tres meses,

dos o tres meses aún, y haya menos tarea,

y así marchar a la ciudad, lanzarse

derecho hacia el bullicio y las diversiones;

En el pueblo aburrido donde espera

ha caído en su cama, de noche, pleno de deseo,

toda su juventud encendida en pasiones carnales,

en hermosa tensión toda su hermosa juventud;

Y entre los sueños el placer le acude; entre los sueños

contempla y abraza esa figura, la carne que desea.

 

(1925)

 

EN EL TEATRO

 

Me cansé de mirar el escenario,

y levanté los ojos a los palcos.

Y en uno de esos palcos fue donde te vi

con tu extraña belleza, tu depravada juventud.

Y enseguida volvió a mi pensamiento

todo lo que de ti me contaron esta tarde,

y se me conmovieron cuerpo y mente.

Y mientras contemplaba, fascinado,

tu lánguida belleza, tu juventud lánguida,

tu refinado atuendo,

fantaseaba contigo y te me aparecías

tal y como de ti me contaron esta tarde.

(1904)

 

 

CUANDO EL VIGÍA VIO LA LUZ

 

En invierno, en verano se sentaba en el tejado

de los atridas el vigía, y oteaba. Es ahora quien pregona

las buenas nuevas: ha visto, allá a lo lejos, encenderse el fuego.

Y se alegra. Y sus esfuerzos ya concluyen.

Es duro quedarse noche y día,

bajo el calor y el frío, a escudriñar la distancia por un fuego

que ha de encenderse sobre el Aracneo. Ahora aparece

la anhelada señal. Siempre que llega la felicidad

nos produce menos alegría

de lo que cabe esperar, mas indudablemente

se gana en esto: verse libre de esperanzas

y expectativas. Son muchas las cosas

que han de pasarle a los atridas. Cualquiera, sin ser sabio,

lo supone, ahora que el vigía

ya divisó la luz. No hace falta, por tanto, exagerar.

Bella es la luz; y bellos los que acuden;

bellos también sus actos y sus palabras.

Y esperemos que todo salga a derechas. Pero

Argos bien puede hacerlo sin los atridas.

Los linajes no duran para siempre.

Seguramente muchos han de decir muchas cosas.

Las vamos a escuchar, mas no caeremos en la engañifa

del Necesario, del Único, del Grande.

Necesario, único y grande, siempre en seguida

se encuentra a cualquier otro.

 

(1900)

 

LAS VENTANAS

 

En estos cuartos sombríos, donde paso

días de tedio, voy vagando de un lado a otro

en pos de las ventanas. —Cada vez

que se abre una ventana es un consuelo—.

Mas no hay ventanas, o es que yo no puedo

encontrarlas. Y acaso, mejor que no lo haga.

Acaso la luz sea otra tiranía más. Quién sabe

qué inusitadas cosas vendrá a mostrarnos.

 

(1903)

 

EN LA TARDE

 

Después de todo, no iba a durar mucho. La experiencia

de años me lo enseña. Mas resultó algo tajante

cómo acudió el Destino y le puso fin.

Breve fue la hermosa vida.

Pero qué fuertes los aromas,

en qué exquisitos lechos nos tendimos,

a qué placeres dimos nuestros cuerpos.

 

Un eco de los días del deleite,

un eco de aquellos días vino a mí,

algo del fuego que, jovenes los dos, fue nuestro;

volví a tomar una carta entre mis manos

y la leí una vez y otra vez, hasta que me quedé sin luz.

 

Y salí fuera al balcón con melancolía,

salí a pensar en otras cosas, al menos contemplando

un poco de la ciudad amada, un poco

de ese fragor de calles y de tiendas.

 

(1917)

Escrito en Lecturas Turia por Juan Manuel Macías

13 de febrero de 2018

(Fragmento)

Dondequiera que vaya, me viene bien (Montaigne en Italia). Ahí,

una norma de vida, un saber estar cuando el estar es leve, transitorio.

Amplitud: este caminar lento por el pasillo mientras julio avanza, un año

más. Desde el estudio, la luz incipiente de las nueve de la mañana

es una claridad sin peso, un estar de las cosas que parece

venir del aire mismo y darle forma, formas, puntos de anclaje. Pronto

será un garfio que arañe la nuca, por ejemplo, o ese perfil

que mira hacia la calle sin dejar de mirar, a veces con torpeza, con

impaciencia, la pantalla. Ayer, en una terraza, mientras bebíamos

cerveza con el alivio indisimulado de quien ha cumplido algún trayecto,

algún pacto consigo mismo, alguien habló con súbita agresividad. Me

habló, en realidad, aprovechando un aparte en el que los demás

se hallaban tan inmersos en su charla que no vieron, no podían ver,

el arco de los hombros tensándose de pronto, el lienzo de la frente

brillando con malicia impensada. ¿Y tú qué has hecho? Hablas y hablas,

te amparas siempre en el refrán de la supervivencia, del trabajo

pendiente,

pero todo lo has hecho por ti, para ti. Más tarde, tras volver de los aseos,

me acomodé en la silla con rara cautela, sintiendo en la columna

cada barra del respaldo, cada pliegue metálico. Mis compañeros charlaban:

cada cual con su vecino, o en grupos más amplios donde siempre

hay alguien que se pierde o se abstrae un instante, que se esfuerza en oír

y oye tan solo su ansiedad, su afán de estar en algo o con alguien. Era

hermoso verlos hablar, ver fluir las palabras como una sábana

que se dobla entre dos, o los hilos que pasan de una pareja de manos

a otra

en el juego de los cordeles. Símiles: una insuficiencia en el decir,

una explicación no pedida, pero la imagen es completa

y no carece de nada, se basta a sí misma, que es como decir:

me basta. Y, sin embargo, siempre, el deseo inexplicable

de explicarla. Seguí en ella,

con ella,

mientras volvíamos a casa y las calles nos excluían, tenaces, torcidas,

haciendo y deshaciendo sus nudos de vida irreducible. Dondequiera.

 

Aquí, ahora, la ventana de cristal doble arroja un saldo abrumador:

verde, castaño, aguamarina, un penacho de nube sobre la pátina

de agua estancada de los sauces, el azul profundo

haciendo más grandes los cipreses, los pinos, sus copas apiñadas

como cráneos que miran desde siempre el brillo de mica del asfalto.

Y, más allá, el ojo de cíclope del verano, el ojo único que aún espera

abrirse del todo. Escucha. Escucha. No es un error. El ojo se abre,

en efecto,

y su mirar parece coincidir con el tuyo, desde esta cristalera

que vibra levemente con el aire acondicionado y en la que posas

la frente inquisitiva, la piel tibia. Estrechez: esa obstinación

por juzgar y ser juzgados, la vigilancia mutua. También aquí,

mientras miras, mientras miro, la masa inerte de los árboles

y esas pocas figuras que se cruzan sin prisa por caminos de arena,

su caminar que la distancia misma vuelve arena. Somos en la mirada,

fatalmente,

en la medida impuesta desde fuera, en el decir y desdecir del otro,

su toma de partido. Escucha. ¿Y tú qué has hecho? He vivido mi vida

como he podido, como

me dejaron, tratando de hacer lo que se esperaba de mí, lo que yo mismo

esperaba. No te expliques. No te disculpes. No te envanezcas. No digas

nada. Fuera, un aire súbito enreda las ramas de los sauces y levanta

una pequeña nube de arena. Esa pregunta

tenía también su pequeña historia detrás, pero no importa. Lo que importa

es la nube que levanta, el eco postergado. Alguien tiene razón

cuando hace la pregunta que no has querido hacerte, cuando revela

el flanco débil (porque hay un flanco débil). ¿Qué hemos hecho? ¿Qué

saldo mostraremos cuando nos pidan cuentas? ¿Qué diremos

en nuestro descargo? Llegada la hora, lo otro, la suma

provisional, no salva. Amplitud, estrechez. La sístole y diástole

de un tiempo carcelero, la mano firme que insiste en tutelarnos

aunque nunca tuvo permiso. Sí, llamamos vida a esta ciencia

del desperdicio, este escurrimiento de un viernes a las 10

a otro viernes idéntico, dondequiera… Pero era dulce

verlos hablar, ver fluir las palabras en la mesa de juego

del aire, sentirlas cerca, como también la luz está con nosotros,

otro día,

este sol desorbitado de julio que toma la calle y la somete

y abre un claro donde los ojos respiran (un instante)

y nada rompe aún su promesa, su reserva de aliento. Estrechez,

amplitud. Aquí,

una norma de vida, un saber estar mientras las preguntas, como

vencejos voraces, se van turnando en el aire del hacer.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Doce

8 de febrero de 2018

 

Dentro de mi cabeza escucho siempre arder

un moscardón de agua que me llama al oído

moviendo con sus trancos oleadas de alas.

 

 

Desde las nubes braman, desde el deshielo gruñen,

desde los ríos rugen esos remos del aire

a masticar la arena con sus dientes de espuma.

 

 

El cielo desgarrado refleja, mar, en ti

lichis o albaricoques encendidos de sed.

 

 

Mis ojos se levantan como faros insomnes,

oyen una invariable y hosca letanía

que habla de la vida, del tiempo, de la muerte.

 

 

Con mis piernas y brazos, con mi boca y mis poros,

trago tu soledad más grande que la mía,

inmensidad que avanza y retrocede,

avanza y retrocede sin parar.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Guinda

8 de febrero de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A la espera de la humedad, la impertinencia,

la negritud, no son virtudes extrañas para quien naciera

en una carreta colmada

de mujeres muertas. 

 

Hablo de José Garganta Dulleta, el Cojo Bonifa junior,

que acometiera con éxito al tigre de bengala César,

y que,

atribulado,

negara la existencia de capillas disimuladas

en los edificios del barrio.  

 

Ahora,

en esta calcárea residencia de mayores, en pleno auge

de fallidos organismos

bajo la advocación de la canícula nociva,

se amontonan sugerencias

cuyo origen

es el Reino de Aporía; letrados

inteligentes, figuras

del estallido, hombres

especiales que, prosternados,

proponen lápidas color vermú, dibujos

de un bribón menor, lastrado

por el peso

de sugestivas entrañas

y sagaces calcomanías. 

 

También,

alguien,

quizá invidente,

postula ‘su parecer como el Líbano’

citando a Salomón

ápud Hugo Blair

cuando evoca la dignidad, hermosura y gentileza del esposo.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

8 de febrero de 2018

El primer recuerdo que me viene a la cabeza es el de un despacho en la Casa de la Panadería, y un balcón que daba a la Plaza Mayor. Debía ser diciembre y fui a hacerle una visita con mi hijo Julio, que entonces tenía siete u ocho años. Y digo que debía ser diciembre porque tras los saludos, cordiales, algo protocolarios delante del niño, tal vez intimidado con tanto ujier uniformado, de mangas entorchadas y ribetes, nos condujo por una serie de pasillos y dependencias llenas de archivadores y de cajas, para él supongo familiares, para nosotros laberínticos y umbríos, hasta un salón grande, vacío, con paredes desnudas y una enorme, descomunal, alfombra azul que cubría el suelo por completo y que daba al lugar una solemnidad un tanto empalagosa.

 

Lo recuerdo allí, alto, con una voz templada que rebotaba en la pared y el techo; un locutor de aquilatados adjetivos y adverbios y sustantivos limpios y notariales. Nos contaba que allí, tras de la cabalgata, cumpliendo un riguroso y regio protocolo, era donde los Reyes Magos recuperaban el resuello, el tacto de sus piernas ateridas, los colores del frío en las mejillas, antes de salir al balcón a saludar junto al alcalde: las manos enguantadas, los anillos de piedras preciosas, ostentosas y grandes como lápidas, y brillantes de un rojo, de un naranja, de un verde deslumbrante.

 

Y recuerdo la cara fascinada de mi hijo, su mano apretándome la mía, que desde entonces y durante años llamó a Luis Mateo Díez “tu amigo el de los Reyes”, que tampoco es mal mote.

 

Conductor imaginario

Allí, en aquella plaza donde siempre da el sol, cuadrangular, castiza, llena de ecos remotos, ancestrales, de circos y autos de fe, nos hemos encontrado alguna vez que otra. Hemos charlado, allí, entre el bullicio crónico de las sombrererías, los corros de turistas, con cara de despiste, de guía oficial y foto, y las terrazas con sillas de aluminio alineadas como guardiamarinas. Y allí, en La escalinata, una cafetería con asientos de terciopelo rojo y apliques de similor, hemos tomado alguna vez café, tras llegar caminando a buen paso (leonés) desde Sol.

 

E insisto, caminando, porque nunca ha sabido conducir. Y es motivo de pasmo cuando lo cuenta, más aún sabiendo que de niño pasó horas entre los conductores de autobuses y camiones que paraban entre León y Villablino, en La Magdalena, el pueblo de sus padres,  donde unos familiares regentaban el bar en el que paraban los coches de línea, y donde los conductores, que entonces eran chóferes, se tomaban un chato y un bocadillo de lomo.

 

Y en aquel tráfago de maletas de madera, bultos, paquetes, cajas aseguradas con atillos, y billetes que el conductor invalidaba por el sencillo, expeditivo método de cortarlos en dos, el pequeño Mateo jugaba con la cartera de cuero del cobrador, y se asomaba con experta curiosidad a los capós que cubrían, como caparazones, manguitos polvorientos, tubos y cables sujetos con cinta aislante, y misteriosos depósitos metálicos que echaban humo como una cafetera.

 

Y tanto trajinó con los volantes, grandes como paelleras, y las cajas de cambio, tantas curvas tomó subido a la cabina -el parabrisas que limitaba el mundo, imitando el sonido del motor con la boca-, que luego no aprendió a conducir más que de una manera imaginaria, soñada o recreada: imaginarias llaves de contacto, imaginarias manos que salían por las imaginarias ventanillas; pedales que chirriaban, despertando recónditos engranajes dentados, bielas, tornillos, ejes y tuercas también imaginarias. 

Así que es un andariego peligroso. Rápido y distraído, de piernas largas, articuladas con la aparente fragilidad de las zancudas, y una conversación ordenada y precisa que pareciera traer escrita de casa.

 

Infancia de río y desván

 En alguno de esos paseos por la plaza, abrigo largo y manos en los bolsillos, como una estatua, me habló de ese niño que vivía en la casa consistorial de Villablino, donde su padre era secretario del Ayuntamiento. Un caserón sobrio, plomizo, utilizado durante la guerra como hospital de sangre y que guardaba, allí en el desván, en ese orden incierto del pasado impreciso: cajas de libros prohibidos y salvados de la hoguera, ropa, camillas, autoclaves, y algún camastro de loza desportillada, llena de telarañas y de polvo. Allí, jugaba con sus amigos a las guerras; incursiones, emboscadas, desplomes… Y era motivo de acaloradas discusiones saber si alguno de los contendientes, aquellos niños nacidos en el eco pesado de la guerra, silenciada, estaba herido, o muerto. Los primeros eran conducidos en camilla, tras las líneas, a la cálida y protectora retaguardia de los héroes; los otros, arrinconados, las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos cerrados, en un rincón. Sin pompa, sin honores, sin gritos ni salvas de ordenanza, ni armón, como los muertos de verdad.

 

Los muertos de los que todavía se hablaba a escondidas a mediados de los años cuarenta: gestos alertados de silencio, palabras recelosas bajo el eco remoto, fatal, de la tragedia: disparos en el monte, camionetas cargadas de guardias, largos fusiles, capotes, y leyendas de huidos…

 

Algo de aquel mundo legendario, de alacenas y sábanas, orfandad y misterio ha quedado después en sus historias. Un mundo imaginario de silencios, ancestral y remoto, como la nieve, el frío.

 

Y allí andaba aquel niño, un tanto atribulado, no especialmente simpático y algo llorón –confiesa-, que sin embargo tenía una cierta predilección por fabular. Una facilidad para inventar historias, contarlas y, a partir de un momento, hacia los doce años, escribirlas.

Su hermano Antón las editaba, y las vendía por el pueblo cobrando en caramelos, o en bolitas de anís.

 

Así que aquel niño escritor –entrañable, patética figura- vivió ya desde entonces las glorias del triunfo: la vanidad, el halago, la crítica, las opiniones, no siempre complacientes, de los lectores… Y ya entonces  algo de esa pasión extrema por el lenguaje. Un exquisito celo de alquimista con el que elige cada palabra, selecta y expresiva, como se seleccionan albaricoques en una frutería.

 

Palabras que desvelan, en aquello que nombran, con pasmosa naturalidad, el hallazgo secreto, inadvertido pero al tiempo certero de que eso se ha llamado así siempre.

 

Rulfo y El llano en llamas

 Y cuenta que fue Rulfo, El llano en llamas. Estudiaba Derecho en Oviedo y en la biblioteca Feijoo alguien le habló, o se topo con Rulfo, y fue un deslumbramiento, una impresión feliz y extraordinaria. Tanto que se resistió a devolver el libro, acumulando sellos rojos en la ficha, amenazas, miradas incendiarias de la bibliotecaria, hasta que compró un ejemplar para él. Rulfo que abrió la espita, tras las lecturas en la biblioteca paterna, de la literatura. Una literatura, durante años, de tarde y temporada, vacaciones y fines de semana. Un trabajo de escritor a tiempo parcial que ha ido compaginando con esa doble vida de funcionario, de despacho y reuniones y un balcón a la plaza.

 

Hace tiempo me regaló su primer libro, Memorial de hierbas. Ganó con él, en 1973, el Premio Novelas y Cuentos. Y en él hay una foto suya, espigado, con un jersey oscuro y gafas negras de concha, en blanco y negro, en su casa de entonces. Con paredes sin cuadros y al fondo una velada biblioteca. 

 

Recuerdo su recepción como académico. El calor insufrible, las alfombras allí en la docta casa, las escaleras como las del palacio de Sisí, su figura lejana, con el traje de gala, también en blanco y negro.  En su discurso habló de la imaginación y la memoria, y de cómo a veces se reponen en la ficción las carencias de la realidad. Pero también los sueños y obsesiones. La nostalgia, el fulgor, las preguntas. Todas esas historias que podrían haber sido y no fueron y que son porque alguien las idea: la de Ezequiel, el del labio leporino; la de Cecilio, el cazador; la de la familia Villar, que llegó al pueblo dos meses antes de que llegara el agua, o la de Belarmino Estrada, que murió de unas fiebres de malta…

 

No sé los libros que ha publicado Mateo, y de ellos no sé los que he leído exactamente, muchos.  Guardo de ellos un recuerdo difuso -siempre he sido un lector olvidadizo-, una mezcla sutil de escenas y personajes, títulos y cubiertas, diálogos y palabras, que perfilan ese universo suyo, legendario, remoto, marcado por la obsesión y el desamparo, los viajes hacia ninguna parte, las pensiones donde resuena el eco lejano de una televisión prendida, viejos cines de techos desconchados, orfandad y trastorno … Habrá voces más autorizadas que la mía que hablen de las cualidades de su literatura cuyo valor a estas alturas no es necesario que nadie se encargue de glosar. A mí gustaría hablar de las veces que tomamos café. De su conversación apasionada y sugestiva. De su sensatez y generosidad. Y de su magisterio.

 

Guardo firmados muchos de sus libros, con su letra menuda, concisa y temeraria, siempre escrita con un rotulador de punta fina. El mismo con el que trabaja ante el ordenador, con un folio doblado para anotar y esos cuadernos de tapas duras donde nacen sus libros: notas, secuencias, nombres y el título, que es siempre lo primero: Las fuentes de la edad, Las Estaciones provinciales, El expediente del náufrago, Fantasmas del invierno, La gloria de los niños, Príncipes del olvido, Los frutos de la niebla o el mencionado Memorial de hierbas… Lo sopeso en la mano,  aquí sobre la mesa, lo hojeo, lo abro y leo lo escrito en la primera página:

 

       Para Jesús

       estas hierbas que no

       acaban de agostarse

 

Y me parece bien. Y hasta ajustado, de algún modo profético, esa dedicatoria de mi amigo Mateo, el de la letra lacia, las palabras precisas, el de los Reyes Magos. 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Marchamalo

No sé por qué nos asusta la oscuridad si es una ausencia. Los espectros que antes daban miedo se han congelado, jadeas para respirar -no a la inversa-. De lo cocido a lo crudo. Brillamos dentro de la Vía Láctea. Para qué hemos levantado ese túnel bajo el agua, ¿quién lo sostiene, qué Zeppelin nos lleva? El oficio de carpintero fue inventado por necesidad, los árboles incubaban la retórica de los ataúdes -qué raro ver a tanta gente reunida sin un objetivo-. Si América fue descubierta para no tener fondo, Europa fue fundada para alcanzarlo demasiado pronto, el reloj está pensando, su tictac nos ha abandonado. La lluvia de las Highlands pone a prueba un diamante de barro -llámale euro-. Lo dijo Sir Walter Raleigh (1552-1618):

desde entonces nuestra especie es insensible, resistente al dolor y al cuidado,

y prueba que nuestro cuerpo es de naturaleza rocosa.

Revolver cajones ya no es un hábito poético sino químico. Objetos de neceser: pequeña ciudad helada. Sólo las máquinas no descansan. Esta noche cayó un rayo, un rayo común, sencillo, pero simultáneamente junto a ese rayo caía un 2º rayo que -como si fuera un proyector, una radiografía, no sé- carbonizó en la pared la silueta del 1º, y ya que estaba despierto me puse a pensar en ese experimento sentimental que es el Brexit. 

 

Los ríos son flores gigantes, vistos desde el cielo toman

un aspecto nervado, imposible escapar

de la meteorología. El aire se llena de cerraduras,

vagan sin puertas. Cuando el lavavajillas parece haberse agotado

aún quedan tantas gotas como en el Mar del Norte pero ordenadas

de otra manera. Carecemos de instrumentos para medir

la costa de U.K., la legendaria fractalidad que nos separa.

No nos aburríamos, había dos soles y uno

parecía muerto. ¿No ha sido siempre U.K.

una roca desprendida, un elemento por ubicar

en la tabla periódica? La Tierra no tiene razas, sino escollos.

¿No es el bacon una hoja seca, y el roast beef 

un paquete de piedras muertas?

Tratados de comercio inesperadamente abruptos, campos

minados de comas, paréntesis, corchetes,

acotaciones al margen y pies

de un mercado crepuscular: el reposo nunca es completo, 

ciega obediencia

a la rotación de la Tierra, detalles sin importancia

de una liturgia griega.

Entre la lengua hablada y escrita hay un agujero

más profundo que aquel verso de Keats que nos hizo llorar

de miedo, por ahí se va

toda tu luz interpuesta. Una estrella puede leerse

astrofísica o económicamente. Las mismas cuestiones

que nos turbaban aún no han ocurrido, y alguien mira los confines

de un continente en el que sólo de noche ha penetrado el viento.

Asombran los milagros que se han obrado. Las huellas

están al llegar. Lo anticipó Sir David Bowie (1947-2016):

 

Mira los ratones y su plaga de millones,

desde Ibiza hasta Norfolk Broads.

Rule Britannia está prohibida para mi madre,

para mi perro y los payasos.

Pero la película aburre y entristece
porque la he escrito más de diez veces,
y está a punto de ser dictada de nuevo.

 

Sale el sol por duplicado, dos horizontes aguardan

con la boca abierta. Partes en 2 una piedra

y aparece un cuerpo,

la partes en 3 y es sangre, la partes

en 4 y ves los glóbulos blancos y negros de todo un pueblo.

El eco nada repite: es fuente original.

Con la última marea del Canal llegaron los cuerpos,

parecían trapos embalados, “pueden contener trazas

de algo que fue llamado Europa”, decía la etiqueta,

y un queso tan duro que era el hueso de la leche,

o de las ubres, no sé 

por qué nos asusta la oscuridad si es una ausencia.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Fernández Mallo

5 de febrero de 2018

 

 

 

Si no he de conocerte nunca,

haz al menos que te extrañe

James Jones

 

 

 

 

 

 

 

Llegué al balneario por un doble motivo: el anuncio para la provisión de la plaza de médico-director de los baños y la enfermedad de mi hermano Darío. Acababa de terminar los estudios de Medicina y esperaba suplir la falta de experiencia con la carta de recomendación de un tío de mi madre, Don Matías, que había hecho fortuna introduciendo el pan de Viena en la península ibérica. Sentado en la sala de espera intentaba alisar mi único traje, algo maltrecho tras un infernal viaje en tren y

diligencia. El diploma enmarcado de la Exposición de Amsterdam, que le acreditaba como la mejor instalación hidroterápica de España, presidía la sala. Me asomé a la

ventana. Hacía una mañana luminosa y el viento rizaba el mar Cantábrico, arrojando destellos a los cuatro puntos cardinales. Se abrió la puerta y un hombre obeso y taciturno, de cuidada barba entrecana, me dio una mano de cal fría y, sin mirarme a los ojos, me invitó a pasar. Parecía acostumbrado a manosear criadas y extender pagarés.

 

-Doctor Pío Baroja. Vascongado.

-Así es, nací en San Sebastián. Pero el trabajo como ingeniero de minas de mi padre nos llevó a Madrid.

-Madrid…Demasiado ruidosa para mí. Recién doctorado, por lo que puedo ver. ¿Sobre qué versaba su tesis?

-Sobre el dolor. Presenté un estudio de psicofísica, una aproximación literaria al padecimiento humano.

-Como sabrá, Señor Baroja, la inesperada defunción del Doctor Pastor nos obliga a cubrir su plaza. ¿Dónde leyó el anuncio del puesto que ofertamos?

-En La voz de Guipuzcoa, a la que mis padres están suscritos desde hace años.

 

Llamaron a la puerta. Requerían su presencia en otra sala. Me quedé curioseando los objetos del despacho. Tras un biombo japonés se ocultaba la sombra de un diván, donde lo imaginé haciendo la digestión con un orujo de hierbas apoyado en el pecho. En un mueble de caoba descubrí una edición en piel de La Eneida, probablemente del siglo XVI o XVII, soldados de plomo, miniaturas de porcelana italiana, un cráneo de un oso adulto, cinco monedas romanas enmarcadas y cosas rescatadas del mar. De las paredes colgaban una serie de óleos antiguos con motivos cortesanos y los retratos de los socios fundadores. Las cortinas eran gruesas como muros de carga; al descorrerlas, la luz se apoderó de cada objeto con una violencia de tropas de ocupación.

 

Al regresar, pidió disculpas.

 

-Era importante: el marqués de Comillas ha confirmado su estancia la semana próxima. ¿Por dónde íbamos, Señor Baroja? Sí, ahora recuerdo. ¿Qué conoce de nuestro

balneario?

-Conozco la fama de la Fuente del Hígado. Los beneficios higiénicos y curativos de estas aguas son su mejor publicidad.

-En realidad, buscamos pregoneros de esa fama y de ahí la importancia del puesto que ofrecemos. Contamos con algunos clientes que regresan desde hace más de veinte años a tomar las aguas, la cura de reposo y los baños de olas. Y la gente satisfecha corre la voz. Veo que su hermano Darío está enfermo.

-Así es. Enfermó hace dos meses: tos crónica con esputo sanguinolento, fiebre, sudores nocturnos, pérdida de peso…Los síntomas de la tuberculosis.

-Nos visitan más de ochocientos enfermos de tuberculosis al año. Pero también epilépticos, enfermos de sífilis, parejas con problemas de fertilidad o personas que sufren accidentes nerviosos. Incluso tuvimos a un industrial astillero que vino a tratarse su mal genio, como si el mal genio pudiese despacharse tomando vasos de agua. Pero sobre todo, contamos con gente adinerada que quiere y puede descansar. La salud también es un estado mental. ¿Cuándo llegaron?

-Ayer, a última hora de la tarde –Y dejé escapar un suspiro, sin poder evitar acordarme de las horas de tren y estación, de los chasquidos del látigo y la voz del

mayoral animando a los caballos y guiando la diligencia, de la respiración entrecortada de mi hermano y de su palidez, de la belleza de la playa desierta y del sol adentrándose en las aguas, de la algazara de curiosos que se asomaban por las ventanas y de la gloriosa sensación de dejarme caer en la cama del hotel y desmayarme. Diez horas después me encontraba en una entrevista de trabajo.

 

-Su tío es benefactor del balneario. Y eso es bueno para usted. ¿Qué cree que es la Medicina, Señor Baroja?

-Yo diría que es la ciencia o el arte de curar.

-Una visión muy utópica. Discrepo, más bien sería el arte de mentir al paciente. Y la mentira es un placebo inmejorable. Someteré al consejo de administración su candidatura y en el plazo de seis semanas recibirá nuestra contestación. Muchas gracias, Señor Baroja. Que su estancia en nuestro balneario sea inolvidable y que su hermano se recupere pronto.

 

Nos dimos un apretón de manos y salí del despacho. Me sentía eufórico, convencido de haber conseguido la plaza, el inicio de mi carrera como médico.

 

Dejé a mi hermano en una bañera de cobre estañado. Le habían prescrito un tratamiento intensivo de inhalaciones y debía seguirlo a rajatabla. Al cerrar la puerta, en el preciso instante que conectaban la estufa de desinfección, me pareció que Darío miraba al otro mundo. Recuerdo haber leído algo inquietante al respecto: para el doctor

Charkovsky, el agua desarrollaba la clarividencia y la telepatía. Me dirigí al café, donde un ejército aburrido mataba el tiempo bebiendo vino cosechero. Se lo escuché a un poeta borracho: hay tantas maravillas en un vaso de vino como en el fondo del mar. Los parroquianos bostezaban una y otra vez, en una epidemia no declarada, contemplando las pajareras de jilguero que colgaban de las vigas o asomándose a los recuerdos. El camarero, adivinando mis pensamientos, me contó que los propietarios planeaban

construir un Casino para llenar las horas muertas.

 

-Una buena táctica -le contesté-. Por la mañana sanarán los nervios que el juego ha destrozado por la tarde.

-La gente quiere sentir la adrenalina de ganar y el vértigo de perder, señor -sentenció con gravedad mientras frotaba las copas con un paño.

 

Me senté al fondo del local, junto a los ventanales, en una mesa de mármol de Carrara, y le pedí prestado El Imparcial a un notario riojano. Es una basura, una sarta de mentiras y modernidades, me dijo al entregármelo, escandalizado, estrecho de miras como un católico ferviente. Los notarios tienen las caderas anchas y la mirada hueca de escriturar cada mañana su decadencia ante el espejo, apunté en mi dietario. Atentado en Madrid contra Alfonso XIII el día de su boda con Victoria Eugenia de Battenberg. Al parecer, el anarquista Mateo Morral había arrojado un ramo de flores con una bomba hacia la carroza real, matando a tres oficiales, cinco soldados y tres civiles que contemplaban el cortejo desde los balcones. Pude leer una nueva excentricidad de la actriz Sarah Bernhardt. Se acababa de retratar en el interior de un féretro, con un vestido de raso blanco, las manos cruzadas, cerrados los ojos como si estuviese muerta. Y tan encantada había quedado con el retrato, que inmediatamente había dispuesto en su testamento que si muriese joven la enterrasen de esta manera. El resto no era más que palabrería comprada por el Gobierno, asaltos de bandolero narrados sin ningún talento literario y anuncios de Zarzaparrilla Bristol -lo mejor para la corrupción de la sangre- o Perlas Vitales -para enfermedades incurables-.

 

Aire y sólo aire.

 

A nuestra llegada, el recepcionista del hotel nos había explicado las normas y horarios del complejo. A las ocho, el desayuno. De nueve a once, inhalaciones, baños y

tómas de agua. Después de la comida, paseo por la playa o pequeñas excursiones por la arboleda. Y de siete a ocho de la tarde, la llegada del correo y de los nuevos bañistas. A las nueve, la cena de bienvenida que inauguraba la temporada. La noche se reservaba para el descanso o el amor.

 

Salí a pasear. Permanecer allí, en invierno, cuando la galerna se apoderase de tu ánimo y el cielo se cerrase sobre sí mismo, atrapado entre pensamientos y días tristes, podría resultar algo claustrofóbico. Pero el trabajo me permitiría sacar el tiempo necesario para encarar la escritura de una novela que no dejaba de acosarme; dejar salir, de una vez, a la abeja laboriosa que llevaba dentro. Pasar a la posteridad. O preparar el final perfecto de todo escritor secreto: el seudónimo en la lápida.

 

Dos estudiantes de la Escuela Naval para Oficiales se batían en una carrera a nado hasta una boya de madera. El vencedor donaría las 1.000 pesetas del premio a los huérfanos acogidos en el balneario. Los huérfanos, niños de cabeza rapada incubando el bacilo de Koch o la mala suerte, contemplaban a los nadadores con la apatía de los gatos caseros. Los nadadores alcanzaron la boya y regresaron al punto de partida; uno de ellos empezó a distanciarse brazada a brazada, para terminar rebasando a su contrincante por varios cuerpos de distancia. El ganador alzó los brazos y miró abiertamente a las mujeres, que no dejaban de aplaudirle, antes de besar la mejilla tísica de un huérfano. Si uno adaptaba las pupilas a la luz, se podía adivinar las infidelidades encubiertas en los pequeños gestos de las damas y los caballeros. Un cura agrupaba a los huérfanos con silbidos de cabrero. Me alejé para escapar de la muchedumbre y sumergirme en Historia de dos ciudades, de Charles Dickens.

 

Recuerdo que Darío no se encontraba bien y que no bajó a la cena de gala; se quedó, arropado entre almohadones, escribiendo en su diario. En ese tipo de actos sociales me sentía como Jonás en el interior de la ballena, pero me pareció descortés saltarme el protocolo. Componían la mesa central el afamado oculista Doctor Rovirosa, el niño Losada, prodigioso violinista cántabro, el actor catalán León Fontova, el cónsul de España en Kingston, Señor Valls, Américo Núñez, conocido por sus ácidas caricaturas de la clase política, y el mago y escapista Mr. Laffitte, capaz de hacer desaparecer, según proclamaba la propaganda de su espectáculo, cualquier objeto y cualquier recuerdo.

 

Diluidas entre conversaciones, murmullos y risas, un pianista tocaba sonatas de Mozart. El salón era un hervidero de grillos, un baile de máscaras no declarado.

Decenas de cabezas de ciervos colgaban de las paredes. Me instalaron en una mesa de cinco comensales, junto a un hombre de aspecto apagado que se apellidaba Bérges y la

mujer más hermosa que había visto en mi vida. De inmediato, sentí un deseo marino sazonado de vulgaridad. Se presentó como Nora Orlova. Su belleza cosmopolita, iluminada por las lámparas de queroseno, hacía daño; una mujer así podía influir en mareas y terremotos. Debía de tener mi edad, pero yo me estaba quedando calvo, era melancólico y poco agraciado, y por mucho que lavase mi cara en el manantial de la belleza, nada se podía hacer. La imaginé dirigiendo un circo ecuestre o una academia de sordomudos. Un matrimonio francés de mediana edad, señor y señora Feuilette, corresponsal de prensa él, poeta ella, completaba el círculo. La señora Feuilette sufría en la piel leucorreas, también llamadas flores blancas.

 

Tras el discurso de bienvenida –los políticos hablaban lento para mentir rápido-, nos sirvieron una rica ensalada de queso de cabra y pasas y un estofado de jabalí bañado con un vino de la tierra que me resultó desconcertante y delicioso. El universo tiene que ser la distancia entre el paladar y el cerebro, dijo Nora Orlova. Y yo me asomé a sus ojos verde clorofila para verla charlar, en un perfecto francés, con el matrimonio, gesticulando cuando había que gesticular, sonriendo cuando había que sonreír, tan inalcanzable como el centro del sol.

 

Supongo que mi juventud, mi condición de médico y el exceso de vino le dio al hombre apagado la confianza necesaria para entablar conversación. Me relató que había trabajado toda su vida en el Instituto Anatómico de Córdoba, en Argentina, como profesor de Higiene. Ante la pérdida de Danella, su única hija, decidió que no podía vivir sin volver a verla y donó su cuerpo a la Universidad. Varias generaciones de estudiantes de Medicina habían realizado sus prácticas con ella, ganándose el sobrenombre de La Bella Durmiente. Me lo contó con los ojos iluminados, con orgullo de padre y una tristeza congénita, y yo le sonreí entre el pavor y la lástima; sin duda, algún día regresaría sobre mis pasos para escribir aquella historia. Crucé algunas miradas tímidas con Nora Orlova, pero nada más. Me retiré a mis aposentos en el preciso instante que le pedían al niño prodigio Losada que tocase su violín.

 

No se pudo negar.

 

La fiebre alta de Darío me tuvo dos días al lado de su cama, leyendo a ratos Arroz y tartana, de Blasco Ibáñez, tomándole la temperatura casi todo el tiempo.

 

Una tarde encontré a Nora Orlova en la pequeña sala que servía de biblioteca. Consultaba unas cartas de navegación con la intensidad en la mirada de una viuda

enterrando a su único hijo. Sentí el vértigo en las entrañas, el desajuste entre lo imposible y lo improbable, un enamoramiento a escala de Dios. Carraspeé para no

asustarla y me acerqué, quitándome el sombrero. Me dio la mano con delicadeza y se la besé. A una mujer así uno no le besa la piel, le besa el destino y las vidas anteriores.

Desde niña me obsesiona la historia de un barco perdido: el Elsken -me relató.- Partió de la Isla de Luzón, cargado de oro y seda, el 6 de diciembre de 1784, con once cañones y la mar en calma, pero nunca llegó a puerto. Me gusta especular con las posibles rutas que pudo tomar. Sin duda lo reclamó el océano, me dijo cerrando el tomo de golpe y levantando una nube de polvo en suspensión. Quiso devolverlo a la estantería, pero pesaba lo suyo y me ofrecí a ayudarla. Después, olvidando el motivo que me había llevado hasta allí, supongo que envalentonado o borracho de alegría, le propuse dar un paseo. Para un melancólico, el rechazo de una mujer bella es algo con lo que ya se cuenta. Si declinaba mi invitación, llovería sobre mojado. Pero el mundo pertenece a los valientes y, como decía un buen amigo, sucede menos veces de las que esperas, pero sucede.

 

Sorprendentemente, aceptó.

 

Se descalzó en la arena, abrió una sombrilla china y caminamos por la playa. El olor de la cena preparándose volvía locos a los perros que aullaban a las corrientes de aire. Una niña volaba una cometa bajo la atenta supervisión de su institutriz; los huérfanos la miraban con las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos, con ojos tristes de los que no han visto nada, pero lo han sentido todo.

Nos sentamos en un banco del paseo marítimo. Un manco dibujaba a carboncillo un navío bautizado como Sventure. Un pescador amenazaba al mar con el puño por cada gusano robado y arrojaba el sedal tan lejos del rompeolas como le era posible.

 

Nora Orlova me contó que había vivido en todas partes, atravesado los desiertos de Persia oriental, Turquestán, Afganistán y Beluchistán. Contrajo la malaria al este del

Caspio y se estaba recuperando camino de su siguiente aventura. Por sus venas corría sangre tártara y francesa y se había criado con una condesa sajona sin descendencia que

le había convertido en su heredera. No creía en las religiones, pero sí en la inteligencia y en el mundo interior. No tenía residencia fija y no quería perder el tiempo con maridos y maternidades. El amor se estropea como la fruta, sentenció. Me dijo todas estas cosas con los ojos sin miedo, la sonrisa torcida, el espíritu indomable. La besé bajo un cielo plomizo de tormenta. Me llevó a su habitación y me enseñó las reglas de la inmortalidad: el arte de desnudar a una mujer y la tristitia post coitum.

 

Al día siguiente se marchó sin despedirse, sin dejar una nota o una carta de navegación.

 

Al regresar a Madrid, descubrí que mis posibilidades para la plaza de médico-director de los baños y aguas minerales eran inexistentes. El marqués de Colldecarrera, algo más que un benefactor, accionista mayoritario de la sociedad, había pactado la llegada de su sobrino.

 

Y el dinero manda.

 

La enfermedad se llevó a mi hermano Darío a los pocos meses. Acababa de cumplir veintitrés primaveras. Pude llegar a tiempo desde Cestona, Guipuzcoa, donde ejercía como médico, y desearle buen viaje. Le prometí leer y luego destruir los diez grandes paquetes de cuartillas que componían su diario. Todavía no he podido abrirlos.

 

Veinte años después volví a encontrar a Nora Orlova en la fotografía de un periódico: la habían detenido por su implicación en el atentado de Sarajevo que terminó con la vida del archiduque Francisco Fernando de Austria y de su esposa, la condesa Sofía Chotek.

 

Fue fusilada al amanecer, los ojos sin miedo, la sonrisa torcida, el espíritu indomable.

Escrito en Lecturas Turia por Óscar Sipán

2 de febrero de 2018

Tulia,  fiel acompañante de mis últimos años, será la encargada de entregarte este pliego. Así se lo he pedido y así lo hará. Se lo entregará tras de mi  fallecimiento a mi heredera, a la nueva dueña de esta casa y de cuanto contiene. A ti, Yolanda. Dedícale o no unos instantes de atención, como gustes, ya ahora, al comenzar a redactarlo, sé que será largo; largo y tal vez arduo, de difícil comprensión. No me refiero ya a su contenido, a aquello que en estas páginas expreso o narro, sino a una caligrafía que unas precarias condiciones de salud  y unas manos destrozadas por la artrosis han convertido en poco menos que ilegible. Puedo imaginarte torciendo el gesto al recibirlo, nunca fuiste amiga de formalidades ni demasiado aficionada a la lectura; sobre este último punto no te recatabas en manifestarlo, no dejabas lugar a  duda alguna… “A mí nunca me pillarán perdiendo el tiempo con libros”, ¿recuerdas? Nada te decía entonces, nada te dije nunca, pero me dolían tus palabras. Todos desearíamos que quienes nos rodean compartieran nuestras mismas aficiones, amaran cuanto hemos amado nosotros mismos.

            Comencemos pues, de Tulia en primer lugar quiero hablarte. Se ha portado bien conmigo, tenerla a mi lado durante este tiempo ha sido un consuelo; y los ancianos estamos tan necesitados de consuelo, agradecemos tanto una palabra de afecto… A mí me ha venido de una extraña, una inmigrante, una mujer llegada de esos países andinos que, hoy por hoy, se ven obligados a enviar a sus hijos más allá de sus fronteras, más allá del mar, en busca de una vida mejor y más digna. Tulia, una de ellos, una entre tantos. El destino la trajo aquí, a mi casa; poco a poco nos fuimos conociendo, tratábamos de infundirnos ánimos, de confortarnos la una a la otra. Ambas lo necesitábamos. Ella me hablaba de su tierra, de su ciudad, rodeada de montañas, moles imponentes que parecían celarla, guardarla. “Ustedes los europeos muchas veces no resisten allí, les es difícil aclimatarse; el soroche; mal de altura ya sabe, nosotros estamos acostumbrados”. Nostalgia, añoranza de lo suyo. Me hablaba de la familia que había dejado atrás, del marido muerto y la madre ya vieja, de los hijos. Acaso en algún momento, observando cuanto la rodeaba aquí, en casa, recorriendo mis estancias, me haya envidiado al pensar que yo de nada carecía. No sabía que a mi vez le envidiaba esos hijos, los que nunca tuve, y así se lo dije en más de una ocasión, le dije que el que así fuera, el no haber sido madre, me condenaba ahora a la soledad. Se reía entonces. “Tiene a su sobrina señora, tiene a Yolanda y a los suyos, aunque… Bien, yo no me meto, eso no es asunto mío. De todas maneras no se preocupe, me tiene también a mí, y yo no he de dejarla; me recuerda usted demasiado a mi mamá”.

            Tulia, sí. Jamás imaginé, allá en los lejanos tiempos de mi juventud, que alguien como ella sería mi último apoyo. Y que llegaría a tomarle afecto, verdadero cariño. Por eso he querido que conservara un recuerdo mío, ayudarla tal vez. No con dinero, no soy rica y lo sabes, pese a que alguna vez parezcas haber creído lo contrario. Tengo lo suficiente para vivir con modesta dignidad y para pagarle su sueldo a esa muchacha, nada más. Mi  testamento está en orden, tú eres la heredera; tú, la hija de mi hermana menor. La nuestra fue siempre una familia conservadora y por tanto es justo que así sea. Observarás sin embargo ciertos cambios en la casa, algunas cosas no están ya donde estaban ni como estaban.

            En primer lugar la biblioteca de mi marido, tu tío Santiago. Bien, de Santiago y mía. Vas a encontrarte con un rimero de estantes vacíos Yolanda, no te extrañe. Esos libros eran para mí un tesoro. Nuestra relación, la que mantuvimos Santiago y yo, era la de dos buenos camaradas, dos amigos que comparten un montón de cosas que a ambos causan placer, no sólo la cama. Una de ellas, quizá la más importante, el amor a la lectura; no era raro que cualquiera de los dos, de regreso a casa una vez cumplidas las obligaciones del día, llegara con un bolsón de libros, ya fueran las últimas novedades ya los hallazgos  en un comercio de viejo. Los leíamos juntos, los comentábamos, cotejábamos nuestros puntos de vista. Los disfrutábamos, en suma. No, no tuerzas el gesto ni me compadezcas, imagino lo que piensas; fui feliz con Santiago, una felicidad mesurada, adulta. Apacible. Lejos de los ardores y arrebatos de la juventud, pero felicidad al fin. Aunque también yo fui joven, todos lo hemos sido, no lo olvides.

            Los libros  los legué a una biblioteca y allí están ahora, donde alguien sepa apreciarlos y pueda disfrutarlos. Duele, no creas, apena ver cómo se los llevan, separarse de esos compañeros, contemplar el vacío que han dejado, pero tú nada hubieras hecho con ellos, bien lo sabes. O tal vez sí, tal vez te hubieras apresurado a venderlos, ¿me equivoco? No lamentes demasiado no haber podido hacerlo, permíteme informarte, para tu conocimiento, que las más de las veces los libros usados se pagan poquísimo, precios de miseria para aquello que para mí no tiene precio, ya ves. Como sea, bien están  en su nuevo destino.

            Vamos ahora a otros detalles que para ti revestirán mayor gravedad, algo que sin duda ha de contrariarte. Mis joyas. Siempre las admiraste. No son las de la corona británica ni  las de la difunta Liz Taylor, pero alcanzan un cierto valor, a qué negarlo. A tu tío le agradaba hacerme buenos regalos, aunque a mí aquello no me interesaba demasiado, siempre la sencillez fue mi norma, sobre todo en la edad adulta, pero él era feliz así y a mí no me costaba nada complacerle.

Permíteme sobrina, te conozco, conozco tu sarcasmo, estarás diciéndote ahora mismo que nada cuesta complacer a quienes, con su prodigalidad, obran en nuestro beneficio, pero yo, y hablo en serio, hubiera preferido que tu tío invirtiera ese dinero en otras cosas, no en alhajas. En viajes por ejemplo, es tan hermoso conocer el mundo,  cuanto nos rodea… pero ahí  topaba y topé siempre con una muralla, una negativa obstinada. Santiago, y ése para mí fue uno de sus defectos, era terriblemente sedentario; su casa, su sillón junto al fuego, la compañía de uno o varios perros y su pipa, eso que no se lo quitaran. Inútilmente trataba yo de arrancarle a semejante apatía, casi te diría cachaza, de ilusionarle con la posibilidad de visitar aquellos países que conocíamos a través de nuestras lecturas o de documentales televisivos. “¿Para qué? ya está bien así, a veces la realidad decepciona”, esas eran sus palabras. Sólo en un par de ocasiones conseguí salirme con la mía. Sin traspasar, desde luego, los límites de nuestra vieja Europa. Londres y Roma, hasta ahí llegó. Roma, tan llena para mí de recuerdos.

            Pero no nos anticipemos Yolanda, volvamos a mis joyas. Observarás que faltan algunas de las piezas de más valor. Valor sentimental sobre todo; aunque no la alianza, ese  aro mínimo y sencillo con el cual he dispuesto ser enterrada. Falta, sí, mi sortija de pedida, aquella esmeralda que parecía deslumbrarte, y los pendientes de perlas. Santiago me obsequió con ellos cuando se malogró nuestro hijo, el que esperábamos con  ilusión indescriptible. Por unos instantes habíamos acariciado la posibilidad de ser padres, de vivir la continuidad. En vano; demasiado tarde, así nos lo dijeron, mi edad era avanzada en exceso. Se imponía la resignación.

            Las dos piezas, sortija y pendientes, están hoy en poder de Tulia, se las he entregado. Es mi voluntad, así lo he querido y así será. No, no te indignes, te queda el resto, que no está mal en absoluto, no me lo negarás. Es tuyo y bien tuyo, pero esas joyas serán para ella. Ha sido buena conmigo, generosa, me ha dedicado tiempo y desvelos y bien merece que la compense. ¿Que es una extraña y que esas alhajas pertenecen a la familia, que acaso no tarde en venderlas para aliviar su situación? es muy dueña. Sí, probablemente antes o después se deshará de ellas. Qué  le vamos a hacer, entristece comprobar la poca o ninguna importancia que tiene para los otros cuanto ha conformado nuestra propia vida, objetos que nos han acompañado en este breve peregrinar por la tierra y a los cuales nos sentimos unidos por lazos muchas veces inexplicables. Después de nuestra muerte pierden su valor sentimental, se convierten en pura y simple mercancía cuando no en desecho. Y a veces no hace falta ni esperar a nuestra muerte.

            Dime sobrina, recuerda ahora y dime: ¿qué otra cosa hiciste tú conmigo? ¿Qué hiciste con aquel vestido verde y plata que te obsequié? Era mío, bien lo sabes, lo había lucido en mi juventud. En una única ocasión, a los veinticuatro años. Fue un instante de debilidad por mi parte, se avecinaban para ti momentos muy especiales y pensé que quizá te causaría placer ir ataviada con aquellas telas ligeras, vaporosas. Y ricas. Te lo entregué sin condiciones, entregándote con él una parte de mí misma, de mis recuerdos más queridos. Sonreíste al recibirlo pero apenas me escuchaste, otras minucias ocupaban tu mente, parecías molesta al comprobar que mi talle, con veinticuatro años, había sido tan esbelto como el tuyo a los veinte; o acaso más. “Habrá que arreglar esto, ensancharlo un poco…” eran tus palabras, tu única preocupación en aquellos momentos. Cuál pudiera haber sido la historia de aquel traje de gala, mi historia, poco o nada te importaba.

            Mi vestido, mi hermoso vestido plateado…

            Evoco hoy las horas en que lo lucí, tan lejanas. Evocarlas tal vez sea revivirlas un poco, escuchar de nuevo una melodía suave, adormecida, pero no olvidada. Veinticuatro, esa era mi edad entonces, toda una mujer. Y no fea, permíteme esa pequeña vanidad. Eran otros los tiempos, otras las expectativas para las jóvenes, vivíamos una espera ilusionada. Una falacia, tal vez un engaño, pero era así. No se había impuesto todavía la feroz competitividad, la inhumana eficacia que parece imperar actualmente. O se iniciaba tan sólo. No había rastro en mis facciones de ese rictus de dureza que bien pronto se marcó en las tuyas. Cuando naciste, alguien, siguiendo esa inveterada costumbre de escrutar  posibles parecidos familiares, dijo que eras mi vivo retrato. Me sentí complacida. Complacida, pero también incrédula, escéptica; eras la hija de mi hermana, habíamos convenido en que yo te llevaría a la pila bautismal, y me hubiera halagado que así fuera, que algo mío heredaras, máxime cuando todo parecía indicar que mis propios hijos acaso no llegarían.

            En aquel instante,  el de tu nacimiento, hacía  mucho que yo había dejado atrás mis veinticuatro años. Mucho que, cuanto ahora voy a narrarte, no era ya más que un recuerdo.

            Tiempos distintos Yolanda,  te lo he dicho. Trabajaba yo entonces como enfermera; y me gustaba mi trabajo, aunque te confieso ahora que mi deseo hubiera sido cursar estudios de medicina. Todavía recuerdo la pugna sostenida en casa hablando de mi futuro. “Médico, eso es lo que voy a ser, médico”, “Enfermera pequeña, para una mujer es más adecuado y más que suficiente”. Así lo decidieron por mí y así se hizo, no hubo opción. La voluntad de los hijos no contaba como cuenta ahora, sus decisiones o proyectos a menudo no eran respetados; o no demasiado. Aquellos eran días en que una mujer médico podía ser considerada aun una rareza. O una extravagancia. Me resigné.

            Mi vida pues era ésta. Mi trabajo en el hospital, el hogar, con mis padres, las salidas con amigos y compañeros… Debo decir que nunca nos aburríamos, la ciudad, mi ciudad, nos ofrecía innúmeras posibilidades. El hecho de ganar un sueldo me permitía una cierta independencia en el aspecto económico; o como mínimo el poder satisfacer mis pequeños caprichos. No deber nada a nadie, en suma.

            Aquel año Emma y yo habíamos decidido tomar juntas nuestras vacaciones. Emma, una antigua compañera de colegio, casi una hermana para mí. Por aquel entonces éramos inseparables, luego la vida nos alejó, después de su matrimonio ella y su marido marcharon a Santander. Durante algún tiempo menudearon cartas y llamadas que poco a poco, de forma casi insensible, se fueron espaciando hasta cesar por completo. Hoy no sé tan siquiera si vive todavía. Muchas veces me propuse averiguarlo, incluso en una ocasión la llamé, marqué un número anotado de antiguo en mi agenda, casi olvidado… “Se equivoca, aquí no vive nadie con ese nombre”. Desistí de intentos ulteriores y opté por dejar las cosas como estaban. Hubiera sido doloroso saber que mi amiga había fallecido, pero quizá más todavía constatar que ya nada teníamos que decirnos.

            Muchos años han transcurrido, muchos. En aquella ocasión Emma y yo estudiábamos, felices, los folletos recogidos al azar en varias agencias de viajes. Aquellas iban a ser unas vacaciones distintas, se imponía algo grande. Sonaban diferentes nombres, barajábamos posibilidades. Yo me inclinaba por Egipto, lo recuerdo muy bien, unas lecturas a las que ya entonces dedicaba buena parte de mi tiempo habían despertado mi curiosidad, una fuerte atracción hacia la tierra de los faraones, pero la perspectiva no parecía entusiasmar a Emma. “Qué quieres, no voy a engañarte, no me interesa, quiero sentirme rodeada por seres de carne y hueso, quiero conocer países vivos, no muertos”. Opinión de todo punto rebatible, pero se trataba también de sus vacaciones. Cedí. Y finalmente llegamos a un acuerdo, un breve crucero por el Mediterráneo.

            Un crucero. Aquello, no me lo negarás, sonaba magnífico. Hoy los viajes de ese tipo se han masificado. No así entonces, entonces los rodeaba todavía un aura de sofisticación, casi de misterio. Las dos, un poco petulantes, disfrutábamos observando la mal encubierta envidia de nuestras amigas; o tal vez lo que creíamos tal. Y ambas preparábamos con todo esmero nuestro equipaje. Ropas ligeras, frescas, bañadores. La última noche se celebraría un baile de despedida, una fiesta de gala, la cena del capitán. Algo para mí inimaginable. Pensando en esos momentos tan especiales adquirí un hermoso vestido verde y plata. Mi primer traje de noche.

            Te aburro, ¿no es cierto, Yolanda? Consuélate, piensa que es por última vez. Y que no voy a ser muy prolija, no voy a detallarte los puertos en que hicimos escala ni a hablarte tampoco de las diversiones a bordo. En realidad no fue mucho lo que vimos, un crucero no permite profundizar en el conocimiento de los lugares visitados. Nunca volví a viajar de semejante manera, aunque reconozco que aquellos días fueron magníficos. Para dos muchachas una experiencia casi irreal, un sueño. Italia especialmente me fascinó. Encierra tanta belleza Florencia, es tan majestuosa Roma… No obstante, las impresiones más imborrables las viví en la nave. Imágenes muy queridas que me han acompañado hasta el fin, la añoranza de lo que un día fue; y de lo que pudo ser.

            Recuerdo el embarque, recuerdo nuestra instalación en el camarote. Y la salida del puerto. El buque no había alcanzado todavía la bocana cuando ya nosotras estábamos en cubierta. Viajar por mar, qué maravilla. El sol lucía espléndido, los pasajeros parecíamos andar explorando nuestros nuevos dominios, la que, por unos pocos días, iba a ser nuestra casa flotante. Cerca de nosotras, apoyados en la borda, dos jóvenes oficiales. De blanco, estábamos en verano. Recuerdo nuestras sonrisas, nuestra excitación y cuchicheos. “No están mal, no están nada mal”, “Te cedo al más alto, yo me quedo con el rubio”.

            Palabras, palabras lanzadas sin pensar. Poco podía imaginar que, aquella misma noche, tras la cena de bienvenida, en el salón, durante el baile, aquel rubio y atractivo desconocido se convertiría en mi pareja. Correctísimamente ataviado, en los galones de la bocamanga, en los hombros, lucía la cruz de Malta. Yo era enfermera no lo olvides, sabía lo que aquello significaba. Se trataba del médico de a bordo.

            ¿Para qué entrar ahora en detalles que poco o nada te interesan? La condición de médico de Vicente (ese era su nombre) le otorgaba una mayor libertad de acción que a sus compañeros, los oficiales. Siempre y cuando, claro está, no hubiera enfermos entre el pasaje o la tripulación. Así pues, no era infrecuente que nos acompañara en visitas y excursiones. Incluso creo recordar que el capitán, o tal vez el sobrecargo, insistía en la conveniencia de que desembarcara con nosotros. En cualquier momento y de la forma más impensada podía producirse un accidente y ser entonces deseable la presencia del médico.

            Baleares, Túnez, Malta, Sicília, pocas son las impresiones que todavía retengo de aquellos lugares. Acaso lo que puedo contemplar en las viejas fotografías de mi álbum. Tal vez la más vívida sea la de la catedral de Monreale, sé que me deslumbraron su belleza y grandiosidad, el brillo de oro de unos mosaicos increíbles. Finalmente, la Italia continental, Florencia, Roma. Ahí Vicente y yo logramos escabullirnos, dejar atrás al resto del pasaje. No ya entonces monumentos y museos, no ya el continuo trasiego, el apearse una y otra vez del autocar en los lugares más frecuentados por la marea turística, sino el paseo sin prisas y a nuestro aire por antiguas callejuelas, el almuerzo  en una  trattoria diminuta… Muy tópico si quieres, pero nos sentíamos felices, en aquellos momentos nos habíamos convertido ya en dos buenos amigos, en camaradas, aunque, no voy a negártelo ahora, por mi parte  sentía despertar en mí sentimientos  más profundos hacia Vicente. Y creía adivinar que lo mismo le sucedía a él.

            El tiempo pasa aprisa, muy aprisa, llegó la última noche, la despedida, y con ella la fiesta del capitán. Puedes imaginarlo, el comedor como un ascua, una cena exquisita, trajes de etiqueta, uniformes de gala. Esas formalidades se observaban entonces en forma muy estricta, y resultaba sugerente, agradable que así fuera. Vicente, como de costumbre, vino a buscarme en cuanto se inició el baile. “Menuda suerte has tenido, es todo un ejemplar, está fenomenal, tú si que has aprovechado el crucero…” Aun me parece oír a Emma. Yo lucía mi vestido de plata; verde y plata; reservado para aquella ocasión, para aquella mágica noche.

            Porque fue mágica, no encuentro otra palabra más adecuada para definirla. Al sonar las doce, como en un cuento,  Vicente me sonrió. “Tengo una sorpresa para ti, quiero que conozcas un lugar muy especial. Ven”. Escaleras, pasadizos que me parecían interminables, no sabía adónde me conducía mi compañero. Por fin, me aclaró el enigma. “Pedro entra de guardia a medianoche. Le he hablado y no pone ninguna objeción. Conocerás el puente de mando”.

            El puente de mando, una zona vetada entonces al pasaje. Pedro, el mejor amigo de Vicente entre los oficiales, nos aguardaba allí, en la oscuridad, una oscuridad punteada tan sólo por las luces de los paneles. Ya no de blanco, ya no con su uniforme de gala, sino con ropas oscuras, de abrigo, protegido contra el relente de la noche, siempre fría en alta mar. Un marinero le acompañaba, ambos permanecían atentos a su labor, velar en todo instante por la seguridad de la nave. Apenas sí cruzamos unas palabras,  parecía un sacrilegio romper el silencio en torno. Vicente y yo salimos a cubierta; allí, ante nosotros, la proa; altiva, audaz, hendiendo incansable las aguas, levantando una y otra vez blancas espumas marinas bajo un firmamento tachonado de estrellas. Unas estrellas como jamás las viera antes, como jamás volví a verlas.

            Ignoro el tiempo que permanecimos allí, no lo sabré nunca; ni me importa. Acaso fueran tan sólo unos instantes; unos instantes con un mucho de eternidad. Vicente me había hecho un regalo increíble. Vicente, quien, en un momento dado, rodeó mis hombros con su brazo. “Estás helada, no puedes estar aquí de esta manera, será mejor que volvamos dentro”. Nos despedimos de Pedro, le di las gracias por habernos recibido. Mi compañero me propuso entonces volver a la fiesta, pero me negué. Después de lo que acababa de vivir el bullicio no me apetecía ya.

            Al día siguiente, de mañana, llegábamos a nuestro destino, desembarcábamos. De manera impensada, sin que yo supiera a qué atribuirlo, Emma se mostraba ahora extrañamente impaciente por encontrarse en su casa; impaciente y malhumorada, apenas sí me dirigió la palabra. ¿Celos tal vez? yo había desaparecido del salón la noche anterior  y no había regresado; como había desaparecido con Vicente durante nuestra breve visita a Roma. ¿Reprobaba quizá mi conducta? Nunca se aclaró aquello entre nosotras,  ninguna de las dos volvió a hacer alusión a aquel viaje. Sí recuerdo que fuimos las primeras en abandonar la nave, que quedaba ahora allí, atracada al muelle. Ni siquiera  me despedí de Vicente. Un error, lo sé.

            Me dolía y mucho Yolanda, no creas, no era insensible. Pero tampoco supe en aquellos momentos imponerle mi voluntad a Emma. Forjaba ya mis propios proyectos de futuro; aquel barco realizaba cruceros durante el verano, sí, pero en los meses invernales cubría las líneas regulares con Sudamérica. Eran los tiempos en que los reactores no habían impuesto aun su primacía. En la consignataria me haría con la información deseada; y la primera vez que el buque hiciera escala en mi ciudad yo estaría aguardándolo; aguardándole. No lo sabía entonces, no sabía que la vida raramente nos ofrece una segunda oportunidad.

            Cuando, unos meses más tarde, aquel día llegó, me dirigí al puerto. No se me permitió subir a bordo, pero solicité ver al médico, el doctor… Me di cuenta de súbito de que ni tan sólo conocía su apellido, para mí aquel hombre era Vicente, nada más. “Bien, no importa, si pudieran avisarle…”

            Me miraron, dudando, pero finalmente accedieron. Yo me debatía entre la ilusión y una leve sensación de ridículo que comenzaba a incomodarme. El mismo Vicente, ¿cómo me juzgaría, cómo interpretaría aquello? Pronto sin embargo, casi de inmediato, todo se vino abajo, ante mi apareció un hombre de mediana edad, moreno, con gafas de gruesos cristales, un desconocido que, a poco, me sonreía comprensivo. “No es a mí a quien usted buscaba, ya lo veo, es a mi predecesor. Apenas sí le conozco, nos presentaron el día en que le tomé el relevo. Me pareció un buen muchacho. Es todo lo que sé de él, creo que ya no trabaja en la compañía”.

            Era pues el fin de mis ilusiones, nada podía hacer ya. ¿Investigar, tratar como fuera de hallarle?  Absurdo. Fue en aquel momento cuando me di cuenta de que bien poco, nada en realidad, sabía de Vicente, nada de sus aspiraciones, de su forma de ser y de pensar, de su vida toda. Durante unos días fue un amable compañero, un perfecto camarada y, ya al final, me regaló toda la magia de una noche en el mar. Suficiente, podía considerarme afortunada. Eso, el recuerdo de aquellos momentos, de aquella última noche, me acompañaría  para siempre.

            Guardé mi vestido, única prueba  de que todo había sido real. Jamás volvería a usarlo, lo sabía; lo guardé como una reliquia en una cómoda, envuelto en  papeles de seda. Allí permaneció durante largo tiempo; de vez en cuando lo recuperaba, acariciaba  aquella tela suave, me envolvía, nostálgica, en el ayer.

            Los años pasaron, la vida a mi alrededor no se detenía. Alcanzada la madurez, pasados ya los cuarenta, conocí a tu tío Santiago, el compañero perfecto. Con el llegó la serenidad. Fuimos felices Yolanda,  pero el recuerdo de Vicente me acompañará hasta el fin.

            Y llegó un día en que tú, la hija de mi hermana, me hablaste de tus proyectos, de tus expectativas e ilusiones. Se acercaban momentos muy especiales para ti, te veía radiante. Eras ya una mujer. Quise entonces, para tales momentos, hacerte un obsequio muy especial, ropa de gala, mi traje de una noche. Me creía  capaz de desprenderme del pasado.

            Fue un instante de debilidad por mi parte, pensé que tal vez tú fueras tan dichosa con aquel atavío como lo había sido yo. “Lo lucí en horas mágicas, en una ocasión inolvidable. Nunca volví a usarlo”.

            Inmediatamente comprendí que me había equivocado, recibiste el regalo sin concederle importancia, sin el menor entusiasmo, lo examinaste con ojo crítico. “Habrá que cambiarlo, reformarlo un poco, habrá que ensancharlo”. Eres brusca Yolanda, eres dura, poco atenta a los sentimientos de quienes te rodean, permíteme ahora este  reproche. Tú acaso hayas olvidado aquello, yo no. Estaba ya arrepintiéndome de haberte entregado mi vestido, pero más habría de arrepentirme luego. Un día, tiempo después, viniste a casa con un montón de fotografías. Hablabas y no acababas, la fiesta de fin de año había sido todo un éxito. José Luís  y tú, ese José Luís a quien mencionabas a cada instante y que aquel día te pidió en matrimonio, no os habíais separado en toda la noche y… sí, sí, aquí podía verle, en esa fotografía en que aparecíais los dos. Se os veía alegres, felices, bailando, tocados con absurdos gorritos de papel. Pero tú, contrariamente a lo que yo esperaba, aparecías ataviada en color fucsia.

            Te interrogué con la mirada.

            -¿Qué te pasa? Ah sí, claro, el vestido. Es bonito, ¿verdad? Mamá me lo compró, yo no hubiera podido, con la miseria que gano no tengo para nada. Me diste el tuyo, lo recuerdo. Estaba muy viejo, no resistió la lavadora, quedó hecho trizas. Lo tiré.

            A buen seguro has olvidado, aquello carecía para ti de importancia. Yo no, yo nunca pude olvidar. Me equivoqué al entregarte el vestido,  cierto; al dártelo era ya tuyo y podías hacer con él lo que mejor te pareciera. Pero no te perdonaré nunca que lo destrozaras, eso no. Sin duda te sorprenderá leerlo, si es que has tenido la paciencia de llegar a este punto. Sin duda me estarás calificando de… imagino lo que piensas: “Exageras tía, total por un  vestido viejo…” Para mí era mucho más que eso Yolanda,  era la única prueba tangible que conservaba de que un día ya muy lejano viví, en el mar, momentos inolvidables junto al hombre amado, sentí la plenitud.

Escrito en Sólo Digital Turia por Neus Pallarés

2 de febrero de 2018

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La gloria es la imagen de una vida sublime.

Esta definición de la gloria se compone de dos elementos que conviene analizar por separado: “lo sublime” y la “imagen de una vida”.

            La gloria escapa a una conceptualización rigurosa, pero, aun sin saber definirla con exactitud, todo el mundo la reconoce cuando se la encuentra delante. El pueblo aclama a caudillos, héroes o artistas y les tributa público homenaje. Y para hacerlo no necesita de una prueba oficial que acredite los méritos de estas personas. Porque la hazaña que dichas personas han protagonizado exhibe una grandeza tan indiscutible que se impone por sí misma sin mayor demostración. Ante tal evidencia de lo grandioso de nada sirven las reservas de un espíritu escrupuloso: sólo es posible el reconocimiento hacia esa superioridad arrolladora.

            La gloria se manifiesta como un esplendor que irradia quien ha realizado la gran gesta. En general, la idea de la gloria se asocia a la luminosidad. En pintura, por ejemplo, “rompimiento de gloria” designa esa apertura de los cielos que permite la visión de las divinas personas y que suele ir acompañada de un gran aparato lumínico.

Como es sabido, la “luz” es una de las dos definiciones de la belleza. Al principio, la belleza fue entendida sobre todo como “forma”, aquella symmetria que pone en consonancia las diversas partes que constituyen una cosa compuesta y la hacen placentera a la vista. Pero cuando Plotino quiso describir la belleza del Uno –es decir, de lo simple y sin partes situado más allá de las formas- hubo de recurrir a una belleza distinta de la que es peculiar a las cosas compuestas y dijo entonces que la belleza es “luz” incorpórea. Un tiempo después Pseudo-Dionisio dio la fórmula definitiva para toda la Edad Media: la belleza es forma y luz, consonantia y claritas.

            Hay una belleza del límite y de la armonía que se asocia al ideal clásico de la forma. En cambio, las metáforas de la luz describen mejor ese resplandor que emana lo grandioso, esa belleza excesiva que rebasa las proporciones naturales y las somete a tensión. Esta segunda belleza suele calificarse de “sublime”.

Desde Burke y Kant, lo sublime se contrapone a lo bello y esta contraposición ha tenido nefastas consecuencias para las dos categorías porque la modernidad ha pensado cada una con propiedades antagónicas. La belleza, opuesta a lo sublime, es para Burke una sensación sociable, de placer o amor, que suscita la visión de determinados cuerpos pequeños, graciosos y delicados. Belleza natural, seca, simétrica y ornamental, muy al gusto rococó de la época. En contraste, lo sublime conecta con la fuerza estética de las cosas salvajes, indómitas, de proporciones infinitas y de extrema intensidad que, aunque feas o incluso monstruosas, producen un horror delicioso (pleasing horror). Como dice Remo Bodei, “el redescubrimiento de lo sublime en la Edad Moderna marca el comienzo del esfuerzo por recuperar aquella «fealdad» que lo bello oficial –al convertirse en gracioso y ya no turbador- ha terminado por eliminar de sí. Mediante ello, obtienen pleno derecho de ciudadanía lo amorfo, lo disarmónico, lo asimétrico y lo indefinido”.

Lo sublime, durante la modernidad, pierde el resplandor luminoso de cierta belleza y se adentra en una oscuridad muchas veces siniestra.

En la Antigüedad no ocurría eso. Lo bello y lo sublime conviven en una tensión mutuamente fecunda. Por decirlo con mayor propiedad, lo sublime es una variedad de la belleza porque ésta se entiende en un sentido amplio que comprende el éxtasis, el hechizo y el entusiasmo que suscita lo sublime. “En el mundo antiguo –continúa Remo Bodei-, el elemento de respetuoso y religioso temor, lo numinosum, atribuido a lo sublime, había sido prerrogativa de lo bello”. Tanto el Ión de Platón como Sobre lo sublime de Longino corroboran esta visión griega de una “belleza sublime”. Sublime es aquella belleza que destaca por una elevación tan extraordinaria que se ofrece como paradigma digno de imitación y de perduración en la posteridad. Y como tal belleza sublime, participa tanto de la consonantia de la forma como sobre todo de la claritas de la luz.

De las consideraciones anteriores se deduce una primera aproximación a la idea de la gloria. La gloria es la luz que proyecta lo sublime.

Sucede que la categoría de lo sublime se ha aplicado mayoritariamente a los hechos de la naturaleza o al arte pero muy rara vez a la acción humana. Se dice, por ejemplo, que una noche estrellada, una tempestad desatada en el océano o un volcán en erupción conforman un espectáculo sublime de la naturaleza. También que las pirámides del antiguo Egipto, las Odas de Píndaro, la Capilla Sixtina, la novena sinfonía de Beethoven o una elegía de Rilke son obras artísticas sublimes.

Una manera de dotar de alguna mayor precisión técnica al concepto de gloria, por lo general muy evasivo, sería extender la categoría originalmente estética de lo sublime al ámbito de la praxis moral. Tenemos noticia de gestas, incluso de vidas enteras, que destacan sobre las demás por una superioridad tan notoria que, aun sin proponérselo, sirven de guía a su generación como expresión ejemplar de lo humano y andando el tiempo imprimen su sello original (proto-typos) en las generaciones siguientes. Al calificar dichas gestas humanas de “sublimes”, justificamos ese particular resplandor que desprenden.

Teniendo en cuenta estas reflexiones, se puede avanzar un paso más en la determinación del concepto y añadir: gloria es el resplandor que emana específicamente la acción humana sublime.  

 

2

La gloria se transmite a través de “aladas palabras” (en expresión de Homero) y así en la iconografía con frecuencia se representa a la Fama como una mujer que pregona las vidas ajenas sirviéndose de una trompa. Con todo, nada más efectivo para la transmisión de la gloria que la elevación de un monumento en su honor.

Un monumento es una obra pública y patente levantada en memoria de una acción sumamente ejemplar. Puede asumir la forma arquitectónica o artística de una columna que (como la de Trajano) narra las victorias militares del emperador que ordena alzarla, la de un sepulcro de colosales dimensiones que testimonia la grandeza del cadáver que ahora alberga, o la de un retrato “de aparato” en el que el ilustre modelo posa ante el pintor investido de los símbolos impresionantes de la maiestas. También puede adoptar la forma de un monumento literario, como esas epopeyas narradas por cronistas y celebradas por poetas que perpetúan por los siglos el excelso nombre de su héroe.

Acaso en el punto más alto se encuentra el monumento musical, como el que Verdi compuso a la memoria del ilustre Manzoni, gloria de las letras italianas. A los pocos días de morir éste, Verdi escribió a su amiga, la condesa Maffei, estas palabras: “Con él se va la más pura, la más sagrada, la mayor de las nuestras glorias”. Y para conmemorarla creó ese hermosísimo Réquiem, estrenado en 1874, primer aniversario del fallecimiento de su amigo. “Fue un impulso –escribirá Verdi en otra carta­­- o, para expresarlo mejor, una necesidad de mi corazón el honrar lo mejor que sé a este gran hombre al cual tengo en tan alta estima como escritor, al que tanto venero como hombre y como modelo de virtud y de patriotismo”.

Gracias a su maestría artística, el Réquiem consigue mantener vivo el recuerdo luminoso de Manzoni y proyecta hasta nuestros días el resplandor de la imagen de su vida.

 

3

La definición inicial decía: “La gloria es la imagen de una vida sublime”. La gloria aureola una vida humana cuya grandeza es tan fehaciente que no puede ser negada por nadie. Por eso la gloria remite a la plasticidad de la imagen, poseedora de una verdad autoevidente no mediada por el signo lingüístico, que es siempre de naturaleza arbitraria y abstracta. Así lo debió de pensar Séneca cuando, en la última hora antes de quitarse la vida, quiso dejar a la posteridad un testimonio de su vida ejemplar.

Cuenta Tácito en los Anales que en el año 65 de nuestra era Cayo Pisón conspiró contra Nerón y tramó una conjura para asesinarlo. Descubierto el plan, el emperador, además de ejecutar al cabecilla, ordenó represalias indiscriminadas destinadas a provocar pánico en el pueblo y mediante el terror disuadirlo de futuras acciones contra él. Su cruel venganza alcanzó a quien había sido su maestro y educador, Séneca, aunque no había sido demostrada su participación en la intriga.

Llega un centurión a la casa del campo del filósofo, a cuatro millas de Roma, cuando éste se halla sentado a la mesa con su esposa y dos amigos. Le transmite la decisión del emperador, que exige su muerte inmediata, aunque le permite elegir el modo de llevarla a cabo. Sin inmutarse, escribe Tácito, pide las tablillas de su testamento. Como consumado retórico, la primera reacción de Séneca es producir un discurso escrito que compendiase con breves y hermosas palabras lo esencial de su paso por el mundo. Pero el centurión no le deja hacerlo. Entonces Séneca, añade el historiador romano, “se vuelve a sus amigos y les declara que, dado que se le prohíbe agradecerles su afecto, les lega lo único, pero más hermoso, que posee: la imagen de su vida (imaginem vitae suae)”.       

¿Qué es la imagen de una vida?

La modernidad, por influencia del romanticismo, nos ha acostumbrado a pensar en la vida como una fuente incesante y casi infinita de posibilidades. La realidad es, en cambio, que el mundo nos ofrece a cada uno un surtido escaso y previsible de opciones vitales. En el camino de la vida atravesamos cuatro etapas bien definidas: infancia, adolescencia, madurez y ancianidad. Cada una de estas etapas enmarca un número tipificado de las experiencias humanas posibles en ella. Y, por otro lado, las situaciones existenciales que conoce una persona en el curso de la vida están predeterminadas y son las mismas para todos: amor, miedo, esperanza, frustración, dicha, dolor.

La imagen de nuestra vida resulta de una combinación de estos elementos pautados y tasados bajo una forma individual. Así como averiguar el número secreto de una caja fuerte permite abrir la puerta acorazada y descubrir el secreto que custodia, de igual manera conocer esa combinación de elementos existenciales nos desvela los contornos esenciales de la imagen de la vida de una persona.

 

4

Ahora bien, esa imagen no se completa hasta la muerte de dicha persona. Un viejo adagio de la sabiduría griega dice que no puede formularse un juicio sobre la vida de un hombre hasta que éste haya muerto. En Ética a Nicómaco Aristóteles cita en dos ocasiones la sentencia de Solón, uno de los siete sabios de Grecia, según la cual no debemos llamar feliz a un hombre en tanto que vive, lo cual no quiere decir que sólo alcance la felicidad una vez muerto, sino que la proposición que atribuye a un hombre el predicado de feliz  puede ser formulada únicamente en el momento de su muerte, es decir, en imperfecto.

Pierre Aubenque, en El problema del ser en Aristóteles, establece una conexión muy clarividente entre este adagio de la sabiduría antigua y el concepto aristotélico de esencia. Aristóteles se sirve de dos expresiones para designar la esencia de una cosa: “to ti esti” y “to ti en einai”. La primera, más general, se refiere a la esencia como género abstracto, mientras que la segunda, que usa la forma imperfecta del verbo “ser”, la prefiere cuando la esencia contiene atributos materiales-concretos y encierra accidentes individuales, lo cual conviene en particular a la esencia de las personas.

La esencia de una mesa puede residir en su género (la idea de mesa), pero la esencia de una persona no se agota en participar de la genérica y abstracta humanidad sino que se extiende a los rasgos idiosincrásicos unidos a su corporalidad material. Sócrates ‒con sus peculiaridades físicas y psicológicas-no es sólo un caso del género “hombre”, un ejemplo de humanidad, sino una entidad individual en formación mientras vive. Por eso la esencia de una mesa responde a la pregunta de qué es el ser, mientras que la esencia de Sócrates responde a la pregunta de qué era el ser. Aristóteles no pregunta qué es Sócrates sino qué era para Sócrates ser hombre, quién fue Sócrates. La muerte de Sócrates da forma a la esencia de Sócrates y la completa. Para los griegos sólo había atribución esencial en imperfecto, sobre el pasado concluido, una vez que la muerte ha detenido el curso imprevisible de la vida y transmutado su contingencia en necesidad retrospectiva.

            Mientras vivimos, la imagen de nuestra vida es todavía incompleta y en ella lo esencial se mezcla con lo accidental. Siempre es inseguro el conocimiento que tenemos de una persona, pues su imagen, mezclada con el ritmo del diario devenir, es percibida sólo confusamente. Entonces esa persona muere. Y al morir, entrega su esencia, despojada de los elementos azarosos que antes estorbaban la comprensión. Cesa la elaboración de su ejemplo y contemplamos por primera vez la imagen de su vida, íntegra pero también detenida en el tiempo para siempre. El conocimiento de esta clase de esencia es póstumo. El propio término de “meta-física” sugiere que el objeto de esta ciencia  sobre el ser se sitúa en un más allá (meta) de la experiencia del mundo (física).

            Se dice de quien abandona este mundo: “Ha muerto pero nos queda su ejemplo”. ¿Qué es, pues, la vida del hombre? Esto: la lenta elaboración de un ejemplo póstumo. Así la vida de Séneca fue una demorada preparación del ejemplo que entregó a quienes le sobrevivieron y que la posteridad aún recuerda.

Con frecuencia se ha notado que la voz griega para “verdad” (aletheia­) significa no-olvido (a-lethos), esto es, recuerdo. El precio de la verdad es la muerte, que desvela la esencia de las cosas sólo cuando éstas ya no existen. Al rememorar el ejemplo de alguien que ha salido de este mundo, se le concede realidad, se le confiere ser. Olvidarlo, por el contrario, equivale a negarle sustancia y permitir que sea devorado por la nada.

Estas reflexiones ofrecen un nuevo ángulo de aproximación al concepto estudiado. La gloria, conforme a lo expuesto, sería el recuerdo de un ejemplo difunto y memorable.

 

5

Se trata ahora de encontrar un ejemplo difunto y memorable que, a causa de su ejemplaridad extraordinaria, se haya hecho acreedor de una imagen de vida gloriosa.

            Para Homero el “mejor de los aqueos” ‒lo que equivale al “mejor de los griegos” y, por extensión, al “mejor de los hombres”‒ es Aquiles, hijo de la diosa Tetis, protagonista de la Ilíada. Personifica la ejemplaridad perfecta, el prototipo excelente por antonomasia. La excelencia de Aquiles consiste en reunir en su persona todas las virtudes –virtudes en sentido griego: capacidades, posesiones, fortuna- que en los demás héroes se hallan dispersas. La epopeya le atribuye en grado eminente valentía, belleza, rapidez, fuerza, juventud. Destaca en las dos esferas públicas del hombre antiguo: la batalla y la asamblea, esto es, con las armas y con la palabra.

            Como hijo de diosa, Aquiles es inmortal por nacimiento, pero el hado ha establecido que sólo alcanzará la gloria si participa en la guerra de Troya; ahora bien, si participa, los griegos ganarán la guerra a los troyanos pero Aquiles perderá su condición divina, se convertirá en mortal y además morirá todavía joven en el mismo campo de batalla. Se enfrenta, pues, a un dilema trágico: vida larga pero destinada al olvido, o bien breve pero con gran gloria, dilema a cuyo estudio he dedicado el libro titulado Aquiles en el gineceo, o aprender a ser mortal (2007).

La pregunta que el libro formula es la siguiente: ¿Por qué Aquiles decidió participar en la guerra de Troya si eso implicaba rebajar su rango, asumir una condición mortal y morir joven?

            El tema de la Ilíada es la cólera de Aquiles, no el dilema. Homero no ignora pero suprime todo vestigio de esa otra más antigua tradición mitológica que presenta a Aquiles inmortal como un dios, invulnerable salvo en el talón. En la epopeya, aunque no narra la muerte que le está destinada, Aquiles no sólo comparte la misma condición mortal que el resto de los héroes sino que es llamado reiteradamente “el de más temprano hado” o el “de vida corta o efímera” (minunthadios). El dilema planea por toda la obra, pero cuando se inicia la narración de los hechos la decisión ya está tomada.

A veces Aquiles amaga con volver a su patria y despierta en su pecho una duda entre regreso o gloria (nostos ó kleos). Pero estas vacilaciones interiores del héroe, a impulsos de la cólera hacia Agamenón, no deben confundirse con las alternativas del auténtico dilema, el cual es de naturaleza no psicológica sino ontológica porque se refiere al tipo de ser –ser divino o ser mortal- que Aquiles tiene la posibilidad de elegir. Si elige ser eterno como un dios, llevará una existencia oscura, indefinida como una sombra, encerrada en sí misma, sin ejemplaridad ni individualidad. Si en cambio elige ser hombre, sacrificará su vida pero lo hará en un acto de máxima virtud al servicio de los intereses superiores de los griegos y, a consecuencia de ello, será reconocido por todos como el mejor de los hombres. Otros héroes arriesgan su vida en beneficio de los demás hombres, Aquiles la entrega con plena consciencia.

Al optar por la común mortalidad en una decisión de insuperable grandeza, otorga a su vida una significatividad que de otra manera no tendría y consigue a cambio tener un destino ejemplar. Se diría que Aquiles se dijo a sí mismo los versos que Juvenal escribió en sus Sátiras: que “es suma injusticia preferir la vida al honor/ y por amor a la vida perder lo que la hace digna de ser vivida”.

Para conocer la genealogía del dilema hay, pues, que acudir a una tradición paralela a la troyana y tan antigua como ella, de gran belleza y fuerza simbólica, que cuenta su adolescencia. Es la tradición de Esciros, que no ha tenido un aedo como Homero y que nos ha llegado dispersa en testimonios indirectos y parciales.

            De niño Aquiles fue educado por el centauro Quirón, que lo instruyó en las virtudes heroicas, pero llegada cierta edad su madre, Tetis, para burlar el hado, escondió a su hijo donde pensó que nadie iría a buscarlo: el gineceo de Licomedes, rey de Esciros, donde Aquiles, vestido de mujer, convivió con las hijas del monarca y otras doncellas de la corte. Pasó los años adolescentes entre delicadas muchachas dedicado a sus juegos femeninos y a pasatiempos como trabajar la lana o recoger flores. Para su madre, lo primero es que su hijo viva para siempre, inmortal como un dios, aunque sea convertido en un travestido andrógino, y prefiero eso a verlo morir en la flor de la edad, por mucho que así gane gloria eterna.

La estancia de Aquiles en el gineceo simboliza la adolescencia humana, caracterizada por la ambigüedad y la indeterminación, una estancia que, cuando se prolonga más allá de los límites naturales, supone una alteración anómala en el desarrollo del héroe, una detención en la formación de su personalidad. Inmortal sí, pero privado de nombre y de identidad propia, semejante a la sombra de un sueño. 

           

6

El gineceo contenía la semilla de su propia superación. En esa situación de inacción ociosa va madurando en el joven Aquiles su decisión heroica. Por una doble vía: el amor a una mujer y la llamada de la comunidad que lo necesita para la victoria.

Por un lado, la inicial ambigüedad sexual del Aquiles adolescente entre las muchachas del gineceo evoluciona en una pasión violenta hacia una de ellas, Deidamía, hija del rey y madre de su único hijo, Neoptólemo, de quien se acordaría con ternura después en Troya en los momentos previos a la pelea definitiva contra Héctor. Si Aquiles, en lugar de entretenerse con todas las mujeres de la corte, es capaz de amar a una única mujer, vulnerable y mortal, destinada a morir algún día, está más cerca de elegir morir él mismo. Al enamorarse de Deidamía se decidió por una sola de las mujeres del gineceo y renunció a las demás. El amor es también un entrenamiento que le sirve al joven para ejercitarse gozosamente en la decisión y la renuncia. De modo que cuando llega la armada griega a las riberas de Esciros para recordarle sus deberes públicos, Aquiles ya se ha iniciado a través del amor en el aprendizaje de la decisión heroica.

            Porque, por otro lado, los griegos necesitan a Aquiles para tomar Troya, según el segundo de los oráculos. Seguir en el gineceo no sólo le condena a una vida sin publicidad y sin virtud, a una existencia anónima, estéril y alejada de la experiencia humana fundamental al amparo de una madre que lo protege tanto como lo castra. Seguir en el gineceo también condena a los suyos, los griegos, a un total fracaso político-militar. Por eso éstos mandan a Esciros al astuto Odiseo para tratar de persuadirlo.

Cuenta el mito que Odiseo, siempre fértil en recursos, logró que se le autorizara el paso al gineceo disfrazado de comerciante y que, una vez dentro, extendió sobre una manta sus relucientes mercancías delante de las muchachas, y confundido entre ellas acudió también Aquiles. Aprovechando su presencia, Odiseo sopló la flauta guerrera y el hijo de Tetis sintió cómo en su pecho renacía el ardor guerrero. En ese instante, quitándose sus ropas femeninas, en un gesto sublime pidió la espada.

La decisión está tomada: participaría en la guerra de Troya para asegurar la victoria griega. Mejor vida corta pero con gloria. Emprenderá un viaje sin regreso y dejará atrás su patria, su casa, su madre, su infancia, su ambigüedad, su inmortalidad.        

 

7

Ahora es el momento de recuperar la pregunta esencial antes mencionada: ¿Por qué Aquiles fue a Troya si sabía que iba a morir y prefirió la vida breve antes que permanecer divinamente ocioso en el gineceo disfrutando de sus placeres? ¿En qué consiste esa gloria que Aquiles antepuso a la inmortalidad?

El mito conmueve por su capacidad de presentar de forma narrativa, como una parábola, el camino de la vida del hombre. Este camino comprende dos estadios: el estético y el ético. El gineceo de Esciros representa el estadio estético de la vida, que se corresponde con la infancia y la adolescencia, cuando el menor de edad se beneficia de una ociosidad subvencionada -por la familia o la sociedad- y se siente inmortal como un dios. A cambio, sin responsabilidad, sin hazañas, sin destino, sin experiencia de la vida, está privado de una historia digna de ser cantada. El yo se recrea en la contemplación de la pluralidad de sus posibilidades humanas sin definirse por ninguna y se posee a sí mismo sin darse.

            El paso del estadio estético al ético en el camino de la vida se produce a través de la doble especialización: la especialización del oficio y la especialización del corazón, producción (mercancías) y reproducción (hijos). En el caso de Aquiles, ya se ha visto, la unión con Deidamía y el nacimiento de Neoptólemo, por un lado, y la participación en la expedición contra Troya, por otro. Llega una hora en que ese yo adolescente, ensimismado y narcisista, se enamora de otra persona y desea fundar una casa con ella. Y para el sostenimiento de la casa necesita escoger una profesión con la que ser productivo y ganarse la vida. Por medio de esta doble elección el yo se socializa y asume una posición en el mundo. Al socializarse, experimenta una suerte de nuevo nacimiento: nace a la individualidad.

En efecto, sólo cuando abandona el gineceo y se integra en la polis, el yo adquiere un nombre, una identidad reconocible por los demás y una individualidad propia. Paradójicamente, uno encuentra la forma de su individualidad precisamente en el proceso de socializarse y abrirse a la generalidad de una polis. Contra lo que pensó la misantropía del romanticismo moderno, toda auténtica individualidad es política.

Pero es que, además, al socializarse el yo entra por primera vez en el tiempo y experimenta con toda intensidad, dramatismo y fuerza su condición mortal. Progresar del estadio estético al ético conlleva el descentramiento de un yo que antes se autopertenecía y que ahora ha de generalizarse y poner su particularidad al servicio de un interés trascendente. Quien se sentía único en el estadio estético se experimenta ahora como esencialmente sustituible, semejante a todas las otras mercancías intercambiables, finitas y reemplazables de este mundo. Pero esta condición mortal no la vive como una pérdida sino al contrario como una ganancia. Género y especie son eternos, como le ocurre a una idea abstracta; sólo lo individual es mortal. De manera que la mortalidad constituye el privilegio de las entidades verdaderamente individuales.  

Dignidad y precio a la vez: he aquí el enigma del hombre. En el estadio estético el yo descubre su dignidad infinita, como aquellas entidades que son fin en sí mismas y nunca medio de otras. Al  entrar en el estadio ético la experiencia de la vida enseña al hombre que, pese a toda su dignidad, puede ser y de hecho es siempre sustituido en la polis en condiciones semejantes a que aquellas otras cosas que sólo tienen precio y son medio de un fin superior. La experiencia de la vida, en efecto, proporciona a quien la posee un saber sobre el propio dilema existencial de tener al mismo tiempo dignidad y precio; de ser, en consecuencia, y con igual legitimidad, único y sustituible, único como individuo estéticamente absoluto y pleno, y sustituible como miembro prescindible y relativo de una comunidad. La tensión entre el momento estético y ético del dilema, sin resolverse nunca en una síntesis o una imposible concordantia oppositorum, pertenece a la forma de la vida humana y persigue a donde vaya a toda figura humana viviente.

Estudiando el mito con cuidado se observa que ir a Troya significó para Aquiles muchas cosas al mismo tiempo: salir de la oscuridad del anonimato entrando en la esfera pública, ganarse la vida con su esfuerzo, prestar un servicio a los intereses de los griegos (a los que, con su participación, garantizaba la victoria militar), hacerse acreedor al título de “el mejor de los aqueos”, que le proporcionaba una identidad social, y así ser simplemente Aquiles, un hombre, un ejemplo sublime de lo humano. Muestra el mito que Aquiles –él, el descendiente de Zeus, hijo de la diosa Tetis- debió renunciar a su condición divina, rebajar su rango y aprender a ser mortal, no desear morir pero sí nacer a la mortalidad social como requisito previo imprescindible para llegar a ser el héroe que es.

Porque, aunque suene extraño, la mortalidad debe elegirse y ser objeto de personal apropiación, no es algo que esté dado o puede uno disponer de ello sin esfuerzo ni aprendizaje. Más aún, es la tarea de toda una vida que no termina nunca de completarse. Nuestra vida es una novela de educación o Bildungsroman sobre ese viaje interminable desde el gineceo al campo de batalla troyano.

La respuesta a la pregunta de por qué Aquiles decidió salir del gineceo rumbo a Troya es, al final, la siguiente: esa decisión significaba aceptar su mortalidad y esta aceptación era la única manera posible de ser individual y, como tal, tener experiencia, tener historia y un destino propio entre los hombres. Ser individual es superior a ser eterno como una divinidad griega, superior incluso a ser feliz como un adolescente en un gineceo.

            En Aquiles se confirma esa ecuación anteriormente establecida entre ejemplaridad memorable, muerte, imagen de la vida sublime, verdad póstuma, recuerdo y gloria. La gloria es el recuerdo del ejemplo virtuoso. Como Aquiles había de ser el mejor de los hombres, debía consumar una acción máximamente ejemplar: ninguna hazaña más grandiosa que la de renunciar a su condición divina y aprender a ser mortal. Poco después de su gran gesta el héroe muere y entrega la imagen de su vida a los supervivientes que recuerdan la verdad de su “ser” ahora revelada y la conmemoran.

La polis, además de teatro de la finitud, es también el lugar de la celebración edificante. El héroe perece y nunca regresa a la inmortalidad ni a la vida mortal, pero la polis, consciente de la inmensa fuerza integradora del ejemplo, organiza póstumamente su recuerdo glorioso y levanta un monumento conmemorativo destinado a animar a los ciudadanos a imitarlo: a dejar el gineceo como él lo hizo y a encontrar su peculiar camino hacia Troya.

El monumento, en el caso de Aquiles, fue la Ilíada, poema fundador de la literatura occidental.

           

8

Como se dijo antes, la Antigüedad vio en lo sublime una modalidad de lo bello y entonces pudo hablarse con propiedad de una “belleza sublime”. Fue más tarde, durante la Ilustración (Burke y Kant), cuando se estableció un antagonismo radical entre lo bello y lo sublime. Este antagonismo dio lugar a una noción antisublime de la belleza y a una paralela noción antibella de lo sublime resultando de ello una sublimidad no sólo sin forma (informe, deforme, fea) sino también sin luz, esto es, privada de claritas y, en consecuencia, tendente a lo oscuro, lo siniestro, lo mórbido y aun lo demoníaco.

La etimología latina de “sublime” (sublimis) señala lo muy alto y “sublimar” significó al principio levantar o elevar: sublime, en definitiva, remite a lo grande por su altura moral y estética. La modernidad se desentendió del concepto originario de la grandeza como altura y lo sustituyó por otro que lo asimila a la intensidad del sentimiento o al gigantismo de los grandes números (espectaculares obras de la arquitectura, número impensable de estrellas y galaxias en el universo). Ese cambio de una grandiosidad cualitativa por otra meramente cuantitativa dejó a un lado aquella ejemplaridad que, por su carácter extraordinario, se hace especialmente digna de generalización social por imitación y de perduración en el tiempo.

Ahora bien, una modernidad sin grandeza ejemplar es una modernidad sin gloria.

            ¿Podemos sentir, pensar y representar lo sublime en la actual época de la cultura? Muchos responderían que no. La simple mención de lo sublime suscita un mohín de escepticismo, cuando no una palabra de sarcasmo. El cinismo dominante habría desterrado del mundo contemporáneo la mera hipótesis de lo grandioso. El igualitarismo democrático habría impuesto una nivelación general que lo excluye. Al homo democraticus le sería dado disfrutar de las cosas sublimes producidas por los clásicos de nuestra tradición cultural –en una relación arqueológica o anticuaria con ellas- pero ya no crearlas. ¿Es esto cierto?

Longino ya se preguntaba por qué en su época escaseaban los poetas sublimes. Se daba dos razones. La primera, la ausencia durante el imperio romano de libertades democráticas: “La democracia es una excelente nodriza de genios  y sólo con ella florecen los grandes hombres de letras”. La segunda, el desmedido afán de riquezas ­y de placeres de sus coetáneos, quienes, dominados por la indiferencia, ya no miraban hacia arriba ni emprendían jamás nada digno de emulación y honor.

¿Qué diríamos de nuestra época? En este comenzado siglo XXI la democracia se halla sólidamente asentada en Occidente, pero reina por todas partes la indiferencia ante lo sublime. ¿Por qué? ¿Sólo por el afán de riqueza y placeres?

            Sin un anhelo de elevación hacia lo óptimo las culturas se empobrecen sin remedio. Cada época propone un ideal –griego, romano, medieval, renacentista, ilustrado, romántico– que, como expresión suprema de lo humano, seduce por su perfección, ilumina la experiencia individual y moviliza el entusiasmo latente haciendo avanzar al grupo en una dirección. Una sociedad sin ideal –y lo sublime es una forma de ideal- está condenada fatalmente a no progresar, a repetirse y a la postre a retroceder.

Nada prueba la incompatibilidad esencial entre la democracia y un ideal sublime. Sólo existe dicha incompatibilidad con la visión distorsionada que de ese ideal nos ha legado la modernidad. Se hallaría pendiente ahora la tarea de restauración del concepto, que empezaría por recuperar la noción de una “belleza sublime”, de esa luminosa belleza que es propia de lo grande y lo ejemplar, si bien se trataría de una grandeza y una ejemplaridad apropiadas para nuestra época democrática de la cultura.

            Mi libro Ejemplaridad pública (2009; en trad. italiana 2011) propone una teoría de la ejemplaridad igualitaria, alternativa a la ejemplaridad aristocrática que, de forma implícita, ha sido hegemónica durante milenios en la cultura. De este libro interesa ahora destacar sólo uno de sus corolarios antropológicos. El ideal de la ejemplaridad se halla desterrado en la concepción moderna de la individualidad, porque la modernidad se imagina al yo autónomo, libre de la imitación y de la guía de otros. Por otro lado, en esta concepción moderna cada yo tiene conciencia de su unicidad irrepetible y en consecuencia falta absolutamente ese elemento común entre las personas que fundamenta la imitación del modelo ejemplar.

En efecto, desde Herder nos hemos acostumbrado a hallar lo individual de la individualidad humana sólo en lo diferente, lo especial, lo peculiar de cada uno de nosotros: ser individual es ser distinto, único; tener experiencia es experimentar la propia singularidad irrepetible. La representación moderna de la subjetividad toma prestadas las propiedades que Kant atribuye en exclusiva al genio artístico: situarse por encima de las reglas comunes, ser creador y autolegislador. Esta misma repugnancia hacia lo común se observa también en Sobre la libertad  de Stuart Mill, quien cree que la originalidad del individuo es “la sal de la tierra”. Enaltece la riqueza, variedad y pluralidad de formas de ser del yo y menosprecia a quienes obran conforme a las costumbres colectivas, para lo cual sólo se requiere “la facultad de imitación de los simios”. Para él las costumbres –ese imprescindible elemento socializador y civilizador- son patrimonio de la masa, esa “esa mediocridad colectiva”. Frente a ella, recomienda al individuo que practique la “excentricidad”.

El ideal de la ejemplaridad exige buscar una  representación de la subjetividad que, en lugar de poner el acento en la excentricidad que nos separa, tenga en cuenta positivamente, por el contrario, aquello que es común y todos compartimos en cuanto hombres.

En realidad, nada nos obliga a fijarnos en los aspectos excéntricos de nuestra biografía, que no son generalizables porque sólo nos conciernen a nosotros y nos separan de los demás. Porque, bien mirado, hay algo que, siendo radicalmente individual, es al mismo tiempo universal y nos iguala a todos los hombres frente a todas las aparentes diferencias. Algo íntimamente subjetivo que, sin embargo, se relaciona con lo típico-paradigmático de la condición humana. Algo que, siendo irrenunciablemente mío, comparto con todos los hombres.

Y ese algo es que todos participamos de una experiencia humana común, general, objetiva, que se resume en el universal “vivir y envejecer” de los hombres; una experiencia fundamental que, siendo mi experiencia, es también una experiencia general. Todos somos igualmente mortales y ese ser mortal nos es esencial. Todos los que, sobre la tierra, vivimos y envejecemos, formamos parte por igual del “común de los mortales”, y frente a esta experiencia decisiva cualquier diferencia se nos antoja irrelevante o secundaria.

La condición igualitaria y universalista del “común de los mortales” crea los presupuestos antropológicos de la ejemplaridad. Sólo si existe un substrato común que une a los hombres asemejándolos entre sí, la imitación de un modelo vuelve a ser posible, y esto es así porque lo ejemplar contiene por su propia naturaleza una llamada a la repetición y sólo repite el ejemplo de otro quien tiene o puede llegar a tener algo en común con él.

Y esto acontece también con Aquiles, el héroe del mito anteriormente analizado. Su experiencia fundamental -la de aprender a ser mortal- es también la nuestra. Aquiles no sólo protagoniza un bello mito antiguo, una amena fábula de entretenimiento literario. Aquiles encierra el paradigma permanente de lo humano. Su gloria es también la nuestra.

 

9

Cada uno de nosotros, los hombres y mujeres de aquí y ahora, los reunidos en esta Piazza Grande, abandonamos como Aquiles el gineceo de nuestra adolescencia y nos embarcamos en las naves griegas con los demás héroes en dirección hacia Troya, donde moriremos en la pelea a la vez que ganaremos un nombre, el de nuestra individualidad personal formada en el elemento de la mortalidad compartida. Esa travesía marítima simboliza la empresa, común a todos los hombres en todos los tiempos y lugares del mundo, empresa permanente y nunca totalmente acabada, del aprendizaje de la condición mortal del ser humano.

            La sublime grandeza de Aquiles se repite, pues, en tonos más cotidianos pero igualmente heroicos, en la vida de cada uno de nosotros. Ese yo que progresa en el camino y pasa del gineceo a Troya, es el nuevo Aquiles, la actualización contemporánea del héroe ejemplar, la reiteración del mejor de los hombres.

El estadio ético deja atrás el universo del estadio anterior pero retiene de éste un momento estético que, al conjugarse con la eticidad, alumbra la individualidad humana. Ésta, la individualidad, obra maestra del estadio ético, conforma la experiencia común, general y normal del hombre en cuanto hombre. Montaigne replica anticipadamente a Mill y a su doctrina de un yo excéntrico cuando, en la última página de sus extensos Ensayos, registra una de sus convicciones más profundas: “Las vidas más hermosas son, a mi juicio, aquellas que se acomodan al modelo común y humano, con orden pero sin milagro, sin extravagancia”.

En efecto, cada hombre que nace, trabaja, funda una casa y muere, participa de la intensidad y el dramatismo del dilema aquileo. Contemplamos a ese yo cotidiano -cabeza de familia responsable y profesional competente- que envejece cumpliendo con su deber sin extravagancias y retorna cada día a su casa al final de una jornada monótona y previsible, sí, pero útil para la comunidad, y en ese yo del montón, de una ejemplaridad sin relieve, resplandece la gloria del antiguo héroe.

Porque en ese yo se ha de admirar, en justicia, el acto heroico de asumir la propia mortalidad, aunque esa heroicidad quede en la mayor parte de los casos velada por el sereno cumplimiento del deber y la ausencia de manierismo propios del estadio ético. Y aunque el romanticismo, que hizo del genio artístico el patrón de la individualidad moderna, nos ha dejado ciegos para percibir la noble sencillez y la serena grandeza de la normalidad ética, la más alta misión del hombre consiste en merecer dicha normalidad. Lejos de no estar a la altura del hombre, no existe en el mundo otra mayor y más digna de él, y constituye una tarea tan vasta que requiere todo una vida.

 

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¿Qué es la gloria? El final confirma lo afirmado al principio: la gloria es la imagen de una vida sublime. Pero ahora, tras el rodeo de esta conferencia, podemos añadir: vida sublime es también la nuestra, la de nuestra medianía sin relieve, que discurre discretamente en las masificadas sociedades democráticas.

Las necrológicas que hoy leemos en los periódicos –un género literario de primerísimo orden, quizá la única auténtica ontología posible- encuentra su antecedente en las laudationes funebres que los romanos pronunciaban en los funerales solemnes ensalzando el ejemplo que había dejado el difunto en su paso por la tierra. Ahora, mientras vivimos, permanece abierto el contenido de nuestra futura laudatio.

Y pregunto a los reunidos aquí, en esta hermosa Piazza Grande: Tú que me estás escuchando, ¿qué renglones escribirías en tu elogio póstumo si estuviera en tu mano hacerlo? ¿Qué querrías que dijeran de ti? ¿Cómo te gustaría ser recordado? No se trata de narcisismo. No. Es la pregunta griega por la esencia: ¿qué clase de hombre fuiste tú? ¿Cómo se combinaron al final en ti los elementos pautados y qué tipo de destino fue el tuyo?

La muerte es el momento de la verdad, en el que ésta queda fijada para siempre. Mientras llega, oh gentes de Módena, cuidad de vuestra imagen.   

  

                                                                                             

Escrito en Lecturas Turia por Javier Gomá Lanzón

Jacobo Siruela  es un rastreador de libros exquisitos  cuya más cualificada  labor ha sido la creación y dirección de varias editoriales. Es diseñador gráfico y además escribe. Pasa gran parte de sus trabajos y sus días en Mas Pou. Lleva una vida  casi bucólica en esta masía del Alto Ampudán que no le impide desplegar una actividad viajera y global. Fundador de la editorial Siruela hace cuarenta años, en 2005 se reinventó  a sí mismo y alumbró Atalanta. En ambas, los libros  son el reflejo de  sus inquietudes. Ha publicado relatos del ciclo artúrico, autores olvidados, textos ignorados por nuestra cultura, obras de la literatura fantástica y de pensamiento no convencional. También creó y dirigió durante 15 años la mítica revista cultural El Paseante. En el haber de sus éxitos es legendaria la edición de El mundo de Sofía, aquella novelesca aproximación a la filosofía del  noruego Jostein Gaarder.

   Jacobo Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo, de la Casa de Alba, Conde de Siruela, prefiere que le consideren, por encima de todo, un artesano multidisciplinar. Teniendo ante sí todas las opciones, desde siempre, ha preferido dedicarse  a  tareas intelectuales.

    Como la Princesa Turandot, de la Ópera de Puccini,  la veloz Atalanta pone precio a su conquista a riesgo de que quienes la pretendan lleguen a morir en el intento. Jacobo Siruela, siete años después de haber fundado su segunda editorial, parece haber conjurado los malos augurios  y ha puesto la suerte a su favor. Junto a Inka Martí, ha sorteado numerosos obstáculos y  ha convertido en triunfo esta editorial de pequeño tamaño pero de gran prestigio por sus obras, sus lectores y su diseño.  

    - Suponemos que nuestro interlocutor suscribirá gran parte de los textos que publica.  A lo largo de esta conversación nos sumergimos en un párrafo de una de las obras de Atalanta que nos parece representativo de su línea editorial.  Richard Tarnas en La pasión de la mente occidental escribe: “creo que el incansable desarrollo interior de occidente y el incesante ordenamiento masculino de la realidad, ha ido llevando poco a poco en un movimiento dialéctico de inmensa longitud, hacia un matrimonio profundo de  muchos niveles de lo masculino y lo femenino. Una reunión triunfal y restauradora. A mí me parece que gran parte del conflicto de la confusión en esos tiempos es reflejo del hecho de que este drama evolutivo se esta aproximando a sus fases culminantes”.  Después de leer el texto del profesor norteamericano, le señalo a Jacobo Siruela que Tarnas parece  reflejar en su libro el momento exacto que estamos viviendo.

 

“Estamos avocados a cambiar”

  - Es la línea de pensamiento de Atalanta. La modernidad ha llegado, a partir de la postmodernidad, a poner en cuestión sus fundamentos totalizadores y su tendencia al materialismo. Cada vez existen más evidencias de que la explicación científica cartesiana es claramente insuficiente. La descripción puramente material del universo y de la vida es demasiado parcial. Es solo la mitad. ¿Qué pasa con la otra mitad?

     - Jacobo Siruela continúa su cuestionamiento del paradigma de nuestra civilización  con otra pregunta que él mismo lanza, abriendo enseguida la respuesta.

   - ¿Cómo debemos  reaccionar si todo aquello que la Ilustración tachó de falso e inútil no lo fuera del todo si es contemplado desde otra perspectiva?  Nos encontramos frente a una crisis de la economía, de la política y la ecología, y como nuestro sistema no es sostenible ni política, ni económica, ni ecológicamente, hemos de cambiar. Si lo pensamos, todas estas líneas caminan al colapso. Estamos avocados a cambiar. Hemos llegado a un punto de evolución histórica en el que ya se pueden conciliar los opuestos y debemos recuperar lo que la modernidad reprimió y rechazó como fábulas: la mitología, los sueños, lo mágico, lo anímico, lo bello; en fin, los tesoros de la memoria y la imaginación. Debemos  recuperar toda la experiencia humana para ser completos. 

    - Sus inquietudes, sus libros, su pensamiento están marcados por la misma inclinación que le llevó a estudiar, hace cuatro décadas,  la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de Madrid. Celoso de su vida privada, hace ya muchos años que Jacobo Siruela es poco dado a las vanidades de la vida social. Sin embargo es generoso y fluido en su discurso, cuando nos adentramos en su mundo intelectual. Su porte esbelto le da una  apariencia de caballero postmoderno. En el momento del encuentro para dar cuerpo a esta conversación estamos en plena Feria del libro de Madrid. Nos acoge el salón de un hotel madrileño  cerca del parque del Retiro, donde se celebra la Feria. Atalanta tiene allí  caseta propia. Como cada año, él la visita para, desde esta atalaya, conocer con libreros y otros editores la marcha del negocio del libro. Quiero saber si a una editorial de prestigio como la que él dirige le afecta la profunda crisis que estamos viviendo.

    - El consumo ha bajado más de un veinte por ciento. Creo que esto es lo más preocupante. Aunque los editores somos los que arriesgamos, últimamente algunas librerías han cerrado y aún pueden desaparecer algunas más. Ellos dependen totalmente de la oferta y la demanda. Los editores no al cien por cien. Nosotros somos una especie de tahúres y nuestra suerte depende de nuestras apuestas. En Atalanta este año el libro de Edward Gibbon nos ha ido muy bien.

    - Se refiere a Decadencia y caída del Imperio romano. La reedición en dos volúmenes de esta obra del historiador británico. Enseguida volveremos sobre ella por su significado en el momento actual. Seguimos hablando del mercado de los libros desde el punto de vista de un editor.

    - Aunque el consumo en general haya bajado, algunos temas, como el que aborda Conciencia más allá de la vida de Pim  van Lommel, se han aceptado muy bien. El mundo en el que vivo de Helen Keller, va lento pero también se está vendiendo. No deja de ser sorprendente que vaya teniendo salida este libro. Los editores dependemos de nuestra iniciativa. En cambio los libreros están mucho más sujetos al comportamiento general del mercado.

  

La importancia de la literatura fantástica

    - En 2004 Jacobo Siruela recibió el Premio a la mejor labor editorial que concede el Ministerio de Cultura, una carrera de galardones que comenzó en 1980 con el reconocimiento al mejor libro editado tras la publicación de La muerte del Rey Arturo, un texto anónimo francés del siglo XIII. La pregunta parece obligada ¿Cómo descubre los libros que decide publicar?

    - Yo siempre digo que los libros nos los sacamos de la manga. No tenemos coach, ni vamos a agencias literarias. Generalmente hacemos investigación y, cuando viajamos, rastreamos. Por mi parte, ahora estoy muy ilusionado preparando una gran antología de literatura fantástica de mil y pico páginas, cincuenta autores, múltiples lenguas: inglesa, francesa, húngara, alemana, japonesa. Incluirá al menos diez cuentos del mundo anglosajón, creo que desconocidos para el lector español. ¡Me lo estoy pasando en grande!  Hace unos años quería publicar la antología de Roger Caillois. En Gallimard me dijeron que no me podían facilitar los derechos. Ya no disponían de la información. Entonces, frustrado por esta negativa, decidí hacer la mía. Al fin y al cabo llevo toda la vida leyendo literatura fantástica.

    - Al parecer y por la complejidad del trabajo aún tardará un tiempo en publicarse esta antología: “Es muy complicado -asegura-. Tienes que contratar cincuenta traducciones, veintitantos traductores,  negociar los derechos de dieciocho cuentos”. Como ya está preparando la antología le pedimos a Jacobo Siruela  que nos adelante algo de los relatos y de los escritores que aparecerán en el índice.

   - Son muchos los autores y los cuentos. Y todos de alto estilo. Mi tesis es la contraria a lo que se creía en los años 60 en el mundo intelectual. Se consideraba lo fantástico como una literatura de género, de segundo orden. Yo pienso todo lo contrario, y lo quiero demostrar con esta antología. Casi podríamos decir que los mejores cuentos del XIX y XX son fantásticos.

  - Y ahora la opinión de lector experto: ¿cuales considera que son los mejores relatos de los últimos dos siglos?

   - Sin duda, del diecinueve, “Otra vuelta de tuerca” de Henry James. ¿Cuál es el relato mejor del siglo XX? Pues “La metamorfosis” de Kafka, o los cuentos de Borges, o de Cortázar.

    - Confirmamos así que Jacobo Siruela no duda en situar al  cuento fantástico en el primer orden de la creación literaria y no en el ámbito de los géneros.

    - Los cuentos de fantasmas son de lo mejor que se escribe en el siglo XIX   porque dan ese juego  formidable de la ambigüedad.  El cuento fantástico nace de la duda racional. Es decir, el hombre cree en un mundo solamente material y, de pronto, hay algo que lo rompe. Entonces duda y su reacción es el terror. Anteriormente la gente aceptaba lo sobrenatural. No le daba ningún miedo, formaba parte de su  mundo. A  partir de la Ilustración, en el siglo XVIII  la racionalidad moderna acaba con ello. Todo el bagaje de lo sobrenatural se refugia en el inconsciente. En el plano consciente la razón ha acabado con todo lo extraño, pero en el inconsciente siguen palpitando los viejos miedos y los símbolos siguen vivos. La literatura nace más de ese lugar incierto. A partir de ese momento la novela o el cuento de fantasmas se acerca a la poesía. La poesía incorpora lo que está fuera del mundo real y prosaico. Acepta la metáfora.

 

“Apostamos por el libro de papel, por el objeto sensual”

     A esta altura de la conversación escapamos de la fantasía para volver  a la realidad. Apunto cómo el momento actual puede ser preocupante para libreros y editores. Todos ellos se enfrentan a la competencia de otros medios, como Internet o los libros electrónicos. Atalanta no tiene nada que ver con ese mundo.

    - Nosotros apostamos por el libro de papel, por el objeto sensual. Ahora bien, yo no estoy en contra de los e-books. Seguramente, acabaremos editándolos, sobre todo por Latinoamérica. Nuestros libros son muy caros en ese mercado, aunque por otra parte sean muy codiciados. Me parece que la edición de libros digitales puede ser una buena alternativa para lectores de bajo presupuesto. De todas formas creo que es una moda pasajera. Las navidades pasadas todo el mundo compró e-readers. Tal vez ya se hayan cansado. Hay gente que piensa que es como el barco de vapor que sustituyó al barco de vela. Yo no lo creo en absoluto. El libro electrónico es más perecedero a la larga  que el libro de papel, aunque soy de los pocos que  piensan de esta manera. Creo que la actualidad es plural y el futuro también lo va a ser. La radio no acabó con el periódico, ni la televisión con la radio. Es posible que los periódicos desaparezcan, y las enciclopedias y los libros escolares. Hay que reconocer que el e-reader es un utensilio muy cómodo. Si uno va de viaje se puede llevar dentro de esa herramienta un montón de libros. Si  quiero un texto que está editado en el extranjero, lo pido por Internet y lo tengo inmediatamente. Yo creo que todo esto tiene un sentido funcional, pero estoy convencido de que la alta cultura va a seguir vinculada al libro de papel. El libro es un arquetipo y los arquetipos nunca perecen.

      - En contra del uso y manejo de los libros electrónicos, le planteo la dificultad de volver sobre una página anterior para echar un vistazo de nuevo a un párrafo. No es cómodo  ir hacia atrás o hacia delante, revisar algo que se ha quedado atrás y que cobra otro sentido veinte páginas adelante. Jacobo corrobora.

   - Me lo dijo un joven: con el e-book no se tiene la sensación de poseer un libro, de que el libro es mío. Al verdadero amante de los libros, al lector, le gusta  poseer el libro y tener una biblioteca, que en el fondo es la biografía de su alma.

 

La historia de Genji  y Gibbon, nuestros best sellers

   - La biografía del alma de Atalanta trazó su primera huella con La historia de Genji, aquella monumental obra de Murasaki Shikibu que  inauguró la colección Memoria mundi.

   - La historia de Genji, increíblemente, ha sido nuestro best seller. Ni me acuerdo de cuantas ediciones llevamos, pero hemos vendido más de doce mil ejemplares del primer volumen; el segundo no ha ido tan bien.

    - Parece sorprendente el éxito de La historia de Genji, pero le recuerdo que estamos en un momento en el que la literatura nipona despierta una gran curiosidad en ambientes universitarios. No faltan las tertulias, seminarios y tesis sobre los autores de Japón. El libro de Murasaki Shikibu es El Quijote de esa literatura.

    - Es el libro fundacional de esta cultura. Toda la estética japonesa que conocemos parte también de esa época. Hay que leerlo pausadamente porque es un libro medieval que realmente nos introduce en un mundo muy lejano y vaporoso. La época Heian tuvo una de las cortes más refinadas que jamás haya habido en la historia. Prácticamente destituían a un ministro si tenía mala caligrafía o si vestía con mal gusto. Era una corte donde la estética era muy importante. Cada vez que mandaban una carta, escribían unos versos. También hemos publicado El mundo del príncipe resplandeciente, de Ivan Morris, que es  la obra que introduce en su contexto todo el mundo en el que floreció Genji. Curiosamente, el libro que mejor se ha vendido de nuestro fondo es La historia de Genji y el peor el de Ivan Morris.

  - ¿Cómo explicaríamos que El mundo del príncipe resplandeciente haya supuesto un cierto fracaso?

    - No hay explicación. Y eso, en parte, es lo bueno de este oficio. Hay gente que parece saberlo todo. Yo creo que en la edición cuanto más sabes, menos sabes. Evidentemente hay unas pautas, pero caminas por intuición o por convicción. Yo jamás hubiera pensado que el Genji fuera a tener tanto éxito, porque es una novela totalmente extemporánea. Y, sin embargo, es un libro que hechiza. Sobre todo a las mujeres porque es un modelo para ellas. Lo interesante es que la primera novela de la literatura universal la haya escrito una mujer y precisamente gracias a una prohibición. Es todo lo contrario de lo que pasa ahora con la cultura de la queja, como la llamó Robert Hugues. A las mujeres se les prohibía la instrucción de las letras. Había una serie de tópicos que provenían de la cultura china a la que obedecían los hombres en esa época y que hoy no tiene ningún interés para nosotros. En cambio las mujeres, y en este caso la dama Murasaki Shikibu, empezó a narrar la vida de la corte. Su relato estaba destinado solamente a la emperatriz y a las cincuenta o cien cortesanas que vivían alrededor de ella. Hoy es inimaginable escribir una obra de casi dos mil páginas para menos de cien personas.

  - No es ajena al éxito de sus editoriales la cuidada presentación gráfica, su diseño, del que es responsable. Jacobo Siruela ha cosechado algunos galardones en este terreno que domina, entre ellos el Premio Daniel Gil: “No buscar nada nuevo ni 'original' en el diseño, sino algo auténtico y perdurable. Lo nuevo es lo que antes envejece. Tratar de buscar belleza –es decir, armonía de formas y colores- frente al relativismo (un poco gregario) de las estéticas instantáneas. Y ¡Guerra al plástico!” Son los criterios varias veces definidos por él y que  siguen siendo una lección de buen hacer en la presentación de libros. Le invito a comentarlos.

    - Los dos primeros los sigo suscribiendo. Quitaría lo de gregario que, obviamente, era una provocación. Por desgracia no he podido cumplir completamente con el tercero, porque los libros de tapa dura no pueden tener una cubierta de papel, que siempre sería mucho más agradable al tacto que el plástico, al cual te obligan las encuadernaciones. Aunque debo decir que la encuadernación en tapa dura plastificada en mate sin sobrecubierta, como hacemos ahora, fui el primero en hacerlo. Luego, me copiaron. Pero ¡qué importa!, el diseño es artesanía y no hay copyright. Lo cual lo hace más digno, más por amor al arte.

    - Damos un nuevo giro a nuestra conversación para hablar del último de la colección “Memoria Mundi”. No hablamos ahora de diseño sino de contenido. Volvemos al texto que habíamos mencionado antes: Decadencia y caída Imperio romano,  una obra histórica publicada hace más de doscientos años en Inglaterra y que hoy nos resulta muy clarificadora.

     - Esa ha sido uno de las claves de su éxito extraordinario. Se ha agotado la primera edición de tres mil  ejemplares en tres meses. Según Harold Bloom, existe un paralelismo enorme con la decadencia del Imperio norteamericano. Gibbon vio una similitud con el Imperio británico, que en aquella época  perdió una de las colonias más importantes, el actual Estados Unidos. Además el estilo es un prodigio. Nuestra edición en castellano  se le acerca. Pero, aparte del estilo, lo increíble es que gran parte de este libro, escrito en el siglo XVIII, sigue vigente, especialmente toda la primera parte. En la segunda, cuando habla del Imperio bizantino, es muy crítico con el cristianismo. Gibbon provenía de una familia protestante y se convirtió al catolicismo de una manera muy ferviente, para luego renegar de esta confesión y volverse un protestante ilustrado. Toda su magistral ironía va en contra del cristianismo. Creo, sin embargo, que se equivoca al meterse con Bizancio porque gracias a este Imperio conocemos, entre otros filósofos, a Aristóteles y a Platón. Bizancio depositó toda la sabiduría clásica que heredó del Imperio romano.

 

Abrir la mente: la vida entendida como sueño

      - Además de dirigir Atalanta y editar libros esclarecedores como el de Gibbon, Jacobo Siruela también escribe. En su propia editorial hace ya  dos años publicó El mundo bajo los párpados. En este ensayo  indaga en el mundo de los sueños. Coincidiendo con la aparición del primer volumen, tuvimos la oportunidad de escucharle  en la Fundación Juan March de Madrid hablando del mundo onírico. Fueron dos conferencias, ambas con el salón a rebosar. La primera venía a resumir el contenido de El mundo bajo los párpados.

  - Sí, la segunda conferencia era inédita. La primera que di me basaba en el capítulo primero del libro, pero la segunda fue absolutamente inédita. Pretendo escribir un segundo volumen, pero no tengo tiempo para hacer todo lo que me propongo. El mundo bajo los párpados es un ensayo fenomenológico. Trata del sueño como fenómeno histórico, sagrado, psicológico e incluso metafísico. Me metí en temas difíciles, pero es un libro literario, narrativo, y creo que nada aburrido. Pretende hacer contemplar el sueño desde otras perspectivas, racionales, pero no racionalistas, y abrir la mente. Pienso que la sustancia de la realidad es amplísima y misteriosa. El segundo volumen tratará sobre las distintas metáforas del sueño, sobre sus distintos simbolismos. La conferencia de la Fundación Juan March desarrollaba esa antiquísima idea sobre la vida entendida como sueño, su última y más radical metáfora. Desgraciadamente no se puede sintetizar porque se trata de algo muy sutil imposible de entender literalmente y que se presta fácilmente a una comprensión errada.

      - Para no traicionar su sentido, desistimos en nuestro intento de sintetizar aquella conferencia que, por otra parte, puede escucharse íntegra en la página web de la Fundación Juan March. Volvemos al mundo de la edición. En su búsqueda de joyas para editar, Jacobo Siruela visita archivos, rebusca manuscritos,  revisando catálogos y textos con la lupa del buscador de tesoros.

    - Cada libro que publico lo trabajamos mucho. Repetirme me aburre, entonces investigo. Tres son las vías de investigación del proyecto Atalanta. Vindicar la brevedad. Recuperar la memoria, lo que hemos perdido. Y también el gozo de la imaginación. Pero no la imaginación como escapismo, sino como vía de conocimiento. Quiero decir, que si publicamos mitos, sueños, alegorías espirituales o cuentos fantásticos, es porque todo ello está rebosante de verdades internas, psicológicas y espirituales. 

    - Coherente con estos mismos principios, en junio de 2012 intervino en la Biblioteca Nacional de Madrid. Ante un público entregado, dio una conferencia sobre los libros secretos, unos textos que aún no ha publicado pero que nuestro interlocutor ha rastreado por el interés personal en su contenido.

     - Sí, hablé sobre libros que siempre permanecen fieles a su secreto. Por ejemplo, el manuscrito Voynich, que es un manuscrito precioso, cuya  escritura tiene unos caracteres que nadie sabe lo que significan. Está escrito en una caligrafía indescifrable. Hablé también allí de el Libro mudo, el Mutus Liber, una obra de alquimia sin texto, sólo con imágenes. Los alquimistas decían que era el libro que más revelaba sobre el proceso alquímico. Es una obra fascinante, las imágenes son su significado. Otra de esas piezas secretas es  el Finnegans Wake de Joyce, un libro inexplicable, incluso para los ingleses. Se dice que esta escrito en finenganés.

     - De hecho casi nadie ha podido leer entero este libro. Es intraducible, ininteligible, pero nuestro interlocutor lo tiene en la mesilla de noche y de vez en cuando lo hojea.

    - Está escrito en un inglés con toques gaélicos y de otros cuarenta idiomas.  Es una broma continua y magistral sobre el lenguaje. Pero es un laberinto verbal inextricable. Incluso para los ingleses es difícil. Y, claro,  para los que no somos ingleses mucho más. Otro texto secreto es La arquitectura natural. Es un libro esotérico que se hizo en 1940 sobre el pitagorismo. Explica cómo todos los templos antiguos se basaban en el número. Lo redactó un grupo de matemáticos, físicos y esotéricos de París. Es también inextricable, un libro muy poco conocido.

        - Debido al éxito que tuvieron en el público, esta conferencia en la Biblioteca Nacional y otra sobre Valentine Penrose en la Fundación Botín de Santander, Jacobo Siruela ha decidido publicarlas en Atalanta con todas sus ilustraciones. Habrá que esperar. Le pregunto si, con el tiempo, veremos estos textos secretos editados en España. 

   - Quizá publique algunos de estos libros más adelante en Atalanta. Pero no es fácil. Más bien todo lo contrario. El  Finnegans Wake es literalmente intraducible. El manuscrito Voynich ilegible. Quizá sea viable la edición del Libro Mudo de Eugène Canseliet, pero la alquimia es lo más oscuro y opaco que se puede uno encontrar. Lo veo difícil. Son libros o impenetrables o arduos de entender y traducir. La gracia del último sobre el que he investigado está en haber inspirado secretamente a Kandinsky y el proceso de creación del arte abstracto.

     - Se refiere a Formas de pensamiento, un libro que hicieron dos teósofos, Charles W. Leadbeater y  Annie Besant. 

    - Sí, éste libro es fácil de entender, incluso resulta cándido. Trata sobre cómo se generan los pensamientos y las emociones en formas y colores en otra dimensión puramente psíquica que los videntes perciben como auras. Lo interesante de Formas de pensamiento es que influyó sobre Kandinsky, es decir, en el arte abstracto.

            - Defiende Jacobo Siruela que Kandinsky tuvo que tener en sus manos este libro en 1905, cuando salió. Y explica por qué lo cree así: “En varias ocasiones elogia la teosofía y su base teórica, De lo espiritual en el arte es muy similar. El arte abstracto surge a partir de 1910”. ¿Sospecha de una captura “intertextual”, por parte de Kandinsky, de Formas de pensamiento?

     - No es que copiara, pero le inspiró. Es muy curioso, pero una de sus láminas es un Kandinsky. Es el libro en el que se basa el arte abstracto porque, tanto Mondrian como Kandinsky, fueron devotos seguidores de la teosofía. Además, no se ha estudiado suficientemente la relación del arte moderno con el esoterismo. Se considera que es un asunto de mal gusto. Los académicos rechazan abordar esta relación. Pero Mondrian se adhirió a una rama de la teosofía y Kandinsky lo mismo. Y esto  no sucede solamente con el arte abstracto. Casi todos los surrealistas  estuvieron fascinados con el ocultismo. Más tarde, en la Escuela de Nueva York, Barnett Newman lo estuvo con la cábala, y Rothko con el misticismo y la tragedia griega. Esto me lleva a concluir que en el centro del movimiento moderno hay un ingrediente antimoderno, el mismo que alumbró al romanticismo. La historia de la modernidad debe reinterpretarse integrando esa aparente contradicción.

 

Indagar y divulgar el pensamiento esotérico

    - Nuestro interlocutor lleva tiempo interesado en indagar y divulgar lo más rescatable del pensamiento esotérico. Recuerdo que hace unos diez años llegó  a mis manos  Del cielo y del infierno, el libro de Emanuel Swedenborg que publicó bajo su supervisión en Siruela. Le pido al editor que comente la importancia de esta obra, escrita originalmente por el teólogo sueco en latín.

    - Es un libro importante por declarar que el Cielo y el Infierno no son penas ni castigos sino meros estados anímicos, puramente psíquicos. La vida y la muerte del ser humano es una interminable cadena de estados psíquicos. Sus tesis son increíblemente claras y fascinantes. Ha tenido una influencia enorme, por ejemplo en Balzac y también en Mallarmé, con la teoría de las correspondencias, y en Baudelaire. Sobre todo en Francia tuvo bastante predicamento. Y encandiló a Borges.

     - Muchos de los libros de la colección “Imaginatio Vera” reflejan la misma inquietud. El último es la biografía de Rudolf Steiner, personaje  extraño y muy vinculado a la teosofía que, entre otros movimientos y disciplinas, fundó la antroposofía.

    - Con la antroposofía ocurre lo mismo. Por ejemplo, Paul Klee se carteaba con Rudolf Steiner, un personaje muy interesante. Tiene un libro fabuloso que critica la filosofía del siglo XIX. Pero sus mejores obras, desde mi punto de vista, son las que investigan el pensamiento de  Goethe. Construyó el “Goetheanum”, un edifico expresionista que puede estar perfectamente dentro del arte moderno de su época. Luego inventa la agricultura biodinámica. Algo que empieza a cuajar en la agricultura del siglo XXI. Es muy curioso, pero he podido comprobar cómo muchas  bodegas francesas -¡el país más racionalista de Europa¡- utilizan el método steineriano. He visto en una bodega de Cataluña cómo dinamizaban el agua y sembraban atendiendo a los ciclos de la luna y los astros. Steiner, aúna lo antiguo con lo ultramoderno. Luego están las escuelas Waldorf, que siguen funcionando. Su método de enseñanza es muy interesante. Steiner, junto a su mujer, inventó la euritmia que son una serie de movimientos armónicos de baile. Es un hombre para redescubrir. Hace poco hicieron en Suiza una exposición estupenda sobre él, sus ideas y todas las influencias que ha tenido en el arte.

    - Escuchando a Jacobo Siruela uno se pregunta por el momento en el que surge su vocación como editor. Alguna vez ha contado que los jardines del Palacio de Liria  fueron el paraíso de su infancia. Allí  abrió sus ojos a la realidad de los adultos y le surgieron algunas dudas sobre la manera de explicar el mundo. Esas dudas hicieron brotar su trayectoria intelectual. Hace siete años, un grupo de periodistas escogidos asistimos en ese mismo  edificio, ubicado en el corazón de Madrid,  al nacimiento de Atalanta. Alumbró la nueva editorial la misma idea que transmite en nuestra conversación: “hay una serie de pensadores que debemos  sacar del oscurantismo,  salvarlos de los prejuicios, y estudiarlos a fondo”. Y añade: “Por lo visto, lo despreciable me interesa. Yo también escribí ese  libro sobre los sueños y mucha gente desprecia los sueños”.  Como ejemplo de lo que dice, hablamos de Conciencia más allá de la vida, uno de los últimos de “Imaginatio Vera”. Le señalo que ya existen una serie de libros que indagan en las experiencias próximas a la muerte.

   - Si, pero suelen ser bastante endebles. En cambio éste fue hecho por primera vez por un equipo de cuarenta médicos, de una forma sistemática. Pim Van Lommel empezó a ver casos.  Es un libro interesantísimo. No es ninguna demostración de la inmortalidad, pero, realmente, cambia absolutamente el paradigma al enfrentarnos a la paradoja de que cuando el cerebro está muerto, es decir, con encefalograma plano, el sujeto puede tener experiencias extrasensoriales y  visiones de su cuerpo desde varios metros de altura. Pensamos que  la mente, el espíritu, se circunscribe al cerebro, pero, en realidad, no sabemos nada. Es como si dijéramos que las imágenes de la televisión salen del aparato, dado que aparentemente así lo parece. Pero entonces, ¿de donde salen los pensamientos? Hay gente fascinada por esta obra y otra que la repudia. Y como casi siempre ocurre, cada uno sigue sin moverse de su fe. Nunca convences a nadie con argumentos. La gente discute y lee para reforzarse, para conocer otras cosas o abrirse. Vivimos esclavos de los patrones que nos inculca nuestra sociedad y cultura. Van Lommel, en este libro, cuestiona  dónde empieza y dónde acaba la consciencia. El autor asegura  que  todos estos fenómenos encajan  en el paradigma de la física cuántica. 

   - A lo que cuenta sobre esta obra, Jacobo añade una confidencia: “uno de nuestros lectores me habló por Internet de este libro y, a partir de ahí, decidí publicarlo”. Creo que en Holanda y en EE.UU ha llegado a ser un best seller. ¿Qué tal se ha acogido en España?

  - Aquí va muy bien. Evidentemente, a la prensa le cuesta atreverse. Es muy conservadora. Creo, sin embargo, que estamos saliendo de ese tosco materialismo del siglo XIX, dogmático, fanático. Aunque estos patrones siguen muy pegados a la mente occidental, ahora se empieza a abrir una perspectiva más amplia. No se trata de acabar con la Ilustración sino de ampliar su paradigma. No podemos, en el siglo XXI, pensar de la misma manera que nuestros antepasados en el XVIII o XIX.

    - En esa misma línea estarían  El fuego secreto de los filósofos o En los oscuros lugares del saber. Este último lo reseñamos en Turia cuando lo publicó Atalanta.

   - Digamos que estos libros son una manera de enseñar lo que fueron las sabidurías antiguas, esas formas de entender el mundo, pero explicadas con un lenguaje de hoy. Es decir, reactualizadas. En este mundo que se hunde, cada vez más perdido, necesitamos recuperar ese saber espiritual.

 

“El cuento es una de las formas más refinadas y gozosas de la literatura”

- En otra línea convergente, pero más inclinada hacia lo literario, hace ya casi treinta años que Jacobo Siruela creó  la "Biblioteca de Babel", dirigida y prologada por Jorge Luis Borges. Más tarde sacó adelante "El Ojo sin Párpado”, una colección de  literatura fantástica. Dentro de Atalanta, en “Ars Brevis”, encontramos textos de autores como Alejo Carpentier: Viaje a la semilla y Concierto barroco; de Turguéniev,  La reliquia viviente, u otros textos de escritores, para mi totalmente desconocidos hasta que salieron en Atalanta, como Sin mañana de Vivant Denon o La noche de Francisco Tario.

    - En el último viaje a México,  me compré su narrativa completa. Tario me parece un autor notable, y desconocido en Europa, aunque en su país goce de cierto renombre. Compré las obras completas e hice una selección de los que yo creo que son sus mejores cuentos.

   - ¿Con qué criterios ha elegido durante todos estos años a los autores que publica?

   - Cuando empezamos Atalanta me dijeron: ¡ya no hay espacio en el mercado para nada! Entonces pensé, si queremos publicar diez libros muy selectivos, no vamos a hacer lo que  todo el mundo, hagamos aquello que no hace nadie. Si todo el mundo publica novelas, nosotros no publicamos novelas. Publicamos cuentos. Nos advirtieron: “el cuento no se vende”. Y hay una parte de verdad, el cuento no se vende tanto. No lo entiendo, porque el cuento es una de las formas más refinadas y gozosas de la literatura. La perfección siempre se logra en el cuento. No hay ninguna novela perfecta. La novela es más profunda, más ambiciosa, pero la perfección se logra en el chispazo del cuento y el poema. Y apostamos por el cuento. Y no sólo por el cuento, también por los aforismos, y por los cuentos un poco largos, lo que en Francia se llama nouvelle. Y sobre esto nos hemos basado. Uno de los primeros títulos fue Sin mañana de Vivant Denon. Me pareció muy paradigmático. En toda su vida Denon solo escribió este cuento y es magistral. Milan Kundera lo encumbra  en uno de sus libros, en La lentitud.

   - Viajamos con nuestra memoria desde este hotel en el barrio de Salamanca de Madrid hasta Vilaür donde está su casa y donde nos hemos visto en anteriores ocasiones. Algunos veranos, bajo su espléndido porche, con vistas a unos atardeceres plenos de matices, hemos compartido charlas y buenos caldos. Esta masía es también un hospedaje de escritores. Recuerdo algún año en el que apareció por ahí Bryce Echenique. ¿Creo que, sin embargo, a su pesar, Álvaro Mutis nunca llegó a estar en su casa de Girona?

    - No. A Álvaro Mutis le he visto con García Márquez en mi último viaje a México.

    - Personalmente  descubrí la obra del escritor colombiano hace 20 años, cuando Siruela publicó Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero. Me fascinó ese libro. Recuerdo que alguna vez hablamos en Mas Pou del escritor afincado desde hace lustros en México. ¿Qué ha pasado con él? Aquí en España es como si se hubiera evaporado.

    - Es ya muy mayor, tiene ochenta y tantos años. Ahora está graciosísimo, tiene un sentido del humor fantástico. Sigue siendo una persona estupenda, aunque muy abatido por la muerte de su hija. Los autores también tienen sus momentos de olvido. Pero creo que Mutis permanecerá.

    - Le comento que Álvaro Mutis, como poeta sí, pero como narrador no estaría dentro de la literatura fantástica, pero se acerca a ella a través de la poesía. El personaje de Maqroll nace de la poesía.

   - Exacto. Decía Borges que no perduran las novelas, perduran los personajes. Si  logras crear un personaje potente, un personaje vivo, entonces perdura, y yo creo que Maqroll, alter ego del propio Álvaro es, realmente, un personaje inolvidable

    - Y a García Márquez ¿como le ha visto en su último viaje a México? 

   - Bien. Allí estaban los dos, García Márquez y Mutis. Tienen muy buena relación entre ellos, Son muy amigos, son íntimos amigos. Dos colombianos, casi exiliados. El otro colombiano importante es Nicolás Gómez Dávila. Un personaje también muy particular, como suelen ser todos mis autores. De él publicamos un libro que se llama “Escolios para un texto implícito” que consta de alrededor de 8000 aforismos muy inteligentes y divertidísimos. Es una especie de tradicionalista heterodoxo, muy polémico porque realiza un ataque feroz a la modernidad.

   - Como Álvaro Mutis, que también es un tradicionalista.

   - Sí, en eso coinciden. De hecho, Mutis escribió sobre este autor. Incluso García Márquez y Savater lo elogiaron por su estilo y su inteligencia. Gómez Dávila leía griego, latín alemán, ingles, francés. Era un hombre rico que dedicó toda su vida a cultivarse, y escribió ese libro, que es una de las obras de pensamiento más interesantes de America Latina. Él dice que cuando no hay nada que conservar, uno se vuelve reaccionario y reacciona contra todo. Él reacciona contra todas las falacias de su época. Es un hombre con mucho humor, y también sensualidad. Digamos que era el latinoamericano que faltaba.

   - Lo descubriré como a tantos autores gracias a la labor editorial de Jacobo Siruela. Por ejemplo, a través del libro Imagen del mito de Joseph Campbell, que acaba de publicar Atalanta este otoño.

    -  Joseph Campbell es junto a Mircea Eliade el gran mitólogo de la segunda mitad del siglo XX. Escribe varios libros muy importantes, entre ellos “El héroe de las mil caras”. Pero éste es uno de sus tres libros fundamentales. Era un gran comunicador y gozó de mucho éxito en su tiempo, incluso George Lucas le consultó cuando estaba elaborando el proyecto de “Guerra de las Galaxias”, porque el argumento de esta serie está basada en una estructura literaria medieval, mítica. Lo interesante de él es que todo lo que toca está vivo y nos hace entender la mitología. Creemos que los mitos son simples fábulas, pero los mitos son fábulas sólo desde el punto de vista exterior. Desde una perspectiva simbólica, el mito es una realidad interna. Por ejemplo, los dioses griegos hablan de todas las situaciones que pueden sucederles a los hombres. Los griegos se comprendieron a sí mismos a través de los dioses. La psicología analítica ha tratado esto con gran penetración.

     - Entiendo que, desde el mito, la psicología nos introduce en una realidad interna como son los sueños.

     - Mito y sueño son lo mismo. Campbell decía: “El mito es un sueño colectivo y el sueño es un mito privado”. Aunque Campbell se refiere a Freud en su libro, sobre todo sigue la senda de Jung. Freud y Jung estudiaron mitología, simbología y ejercieron con pacientes muchos años, pero se salieron del canon científico de la época y eso, sobre todo a Jung, nunca se lo han perdonado. Eso no quiere decir que sus teorías sean endebles. Estoy convencido de que su visión de la psicología abre una puerta enorme al siglo XXI.

      Abrir las puertas de la mente contemporánea es el empeño de Jacobo Siruela. Este verano nos hemos visto e intercambiado correos electrónicos para construir juntos esta conversación. También este verano Zygmunt Bauman, de visita en España, ha desentrañado los secretos de lo que el pensador polaco denomina modernidad líquida. Como el Segismundo de Calderón de la Barca, el reconocimiento de lo efímero en la civilización occidental lleva a Jacobo Siruela a mirar al fondo menos explorado de la cultura, para encontrar un nuevo sentido  a nuestro mundo “líquido”. Las obras que publica, las que escribe, las que diseña  nacen con la ambición de sortear el juego de lo pasajero y alcanzar el sueño de lo perdurable.

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Larrocha

25 de enero de 2018

 

Fuiste Derrida y yo Paul de Man.

Y el abismo se abrió en el vértice de la palabra.

Hoy cumples una edad adolescente.

Yo, anteayer, un certificado de tránsito.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Éramos caballeros que montan el mismo caballo,

cristos podridos, diría el pianista canadiense,

formas y sonidos / geometría y música (Tommy Lasorda).

Por las rutas reales hervíamos en aceite

los cuatro pedazos del ajusticiado para que duraran más tiempo                                                                                                      

y depilábamos cadáveres (tú lo reclamaste),

ese oficio poco remunerado.

Zapadores de largas piernas,

más que podridos

crispados, eso sí con heridas purulentas; ¡oh, Grünewald!

¡oh, Braque, patrón!

 

Al llegar,

qué regreso,

bebimos té negro sujetando terrones de azúcar entre los dientes

como las tías abuelas italo-rumanas,

permanecimos al lado del asno

frente al perro rojizo que dormía; ese refugio, el universo,

ante el viento de superficie. El mar,

según el excelente señor Auger,

fue licor de vida para los cuerpos de la ciudad (los billetes

del Waqf

estaban en francés). El mar

predecía

el final del desatino.

Y sí, me olvidaba,

me olvido casi siempre,

en Turquía se camina

con zapatos de cuero. La cualidad,

que perdura en el arte,

es la visión propia del mundo:

laystall.

  

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Edward Hopper, Escritos, Elba, Barcelona, 2012.

Stefano Faravelli, Istanbul, Confluencias, Almería, 2011.

Francisco Arago, Historia de mi juventud, Austral, Buenos Aires, 1946.

Jean Paulhan, Braque le patron, Gallimard, París, 1952.

Claude Roy, Arts fantastiques, Delpire, París, 1960.

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

25 de enero de 2018











PRIMERA CONVERSACIÓN

Juan de Mairena pregunta sobre historia de la literatura universal a su alumno aventajado del Máster de “Escritura Creativa” de la Universidad de Oxford.

MAIRENA: ¿quién es mejor escritor Bukowski o Faulkner?

ALUMNO: Ni Bukowski era tan malo ni Faulkner era tan bueno.

MAIRENA: Excelente, excelente.

ALUMNO: Gracias, maestro.

MAIRENA: Aplique ahora ese juicio a algún caso de la literatura española contemporánea.

ALUMNO: No puedo, es imposible.

MAIRENA: Tiene usted matrícula de honor.

 

SEGUNDA CONVERSACIÓN

Juan de Mairena pregunta sobre historia de la música Pop a un alumno aventajado del Máster de “Dirección y tecnología mediática de empresas discográficas”.

MAIRENA: ¿Quién fue mejor cantante popular americano Johnny Cash o Bob Dylan?

ALUMNO: Con todos mis respetos, maestro, creo que es una pregunta si no poco adecuada, al menos injusta.

MAIRENA: Está usted arrogante esta espléndida mañana universitaria.

ALUMNO: Sí, brilla el sol, como en las viejas canciones de los años sesenta de los Beatles.

MAIRENA: Pero dígame dónde está la injusticia de mi pregunta.

ALUMNO: Es una cuestión fenomenológica: Johnny Cash murió en el año 2003 y Bob Dylan está vivo. Además, eran amigos. No me parece justa la pregunta.

MAIRENA: Le diré una cosa sobre la muerte de Johnny Cash, querido discípulo. No la olvide nunca.

ALUMNO: Tiene usted, maestro mío, toda mi atención.

MAIRENA: Es verdad que Johnny Cash está muerto, completamente muerto; de hecho si  exhumara usted su cadáver, no hallaría usted más que polvo, humedad y podredumbre, absolutamente nada, suciedad y despojo. Y sin embargo yo creo que no está muerto. No es que me guste su música, que por supuesto me gusta y mucho, es que creo que no está muerto.

ALUMNO: Me ha emocionado usted (rompe a llorar).

MAIRENA: ¿No estará usted enamorado?

ALUMNO: Sí, de lo que acaba de decir.

MAIRENA: Lloremos juntos entonces. Lloremos toda la hora que resta de clase. Lloremos juntos. Somos los bien enamorados.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

Desde finales del siglo XIX, la construcción de la historia de la literatura española contemporánea se ha edificado en gran medida bajo el patrón rígido y alicorto de las generaciones, de tal manera que ha llegado a convertirse en una especie de doxa indiscutible la idea ampliamente extendida de que no hay pulso literario más allá de las estrechas fronteras que delimitan dichas generaciones. Ese modelo taxonómico de carácter selectivo y excluyente ha generado un escenario en el que no han encontrado ubicación poetas de muy distinto signo que —por no haber militado en su respectivo batallón generacional, por haber defendido unas poéticas à rebours de las consignas oficiales de su momento y/o por haber desarrollado trayectorias anómalas marcadas por la disidencia estética— no han sido convenientemente atendidos por una crítica literaria narcotizada por la inercia y la comodidad. Si dejamos ahora al margen a Antonio Gamoneda (reconocido en estos últimos años con los más importantes premios literarios), serían, entre otros muchos, los casos de Juan Larrea, Francisco Pino, Juan Eduardo Cirlot, Miguel Labordeta, José María Fonollosa, Carlos Edmundo de Ory, Alfonso Canales, César Simón, José Antonio Rey del Corral, Aníbal Núñez e Ignacio Prat. En mi opinión, Julio Antonio Gómez también se encontraría entre ellos.

Julio Antonio Gómez Fraile nace en Zaragoza el sábado 27 de mayo de 1933. Es, pues, géminis, una circunstancia que puede explicar, en opinión del propio poeta, una compleja y “doble personalidad” que le llevó a crearse multitud de máscaras con las que se desdoblaba en sucesivas e interminables identidades y tras las que se ocultaba un carácter lúdico, inconformista, vulnerable y al mismo tiempo nunca satisfecho de sí mismo, una personalidad que, como cualquier otra, comenzó a fraguarse en la infancia, en un momento en que el joven Julio Antonio se vio obligado a reaccionar con gestos de rechazo y repulsa hacia unos congéneres cuyos comportamientos estaban en gran medida orientados por la fuerza, la violencia y la hombría mal entendida.

Julio Antonio Gómez tuvo dos domicilios en Zaragoza. Con sus padres (Arturo Gómez Moreno y Luisa Fraile) y sus dos hermanos (Arturo Isidro Sebastián, que falleció muy pronto, y Luis) vivió en el barrio de San José (Calle del Doce de octubre, 42); posteriormente se trasladaría, ya solo, a Tenor Fleta, 115-117, domicilio que pude visitar a comienzos de los noventa gracias a la amabilidad de María Crespo (fue Antón Castro quien me facilitó el contacto), ama de llaves del poeta, y donde tuve oportunidad de consultar la documentación personal del poeta allí conservada —cartas, pasaportes, manuscritos de sus obras, contratos de edición, recortes de prensa, etc.— y la modesta pero interesante y variada biblioteca que reunió en su domicilio zaragozano, en donde encontré obras sobre música, cine, filosofía, homosexualidad y, entre otras muchas, títulos de Léo Ferré (a quien pudo escuchar en París y cuya poesía le marcó intensamente), Rimbaud, Verlaine (los tres en francés), Quevedo, Santa Teresa, Unamuno, Freud, Aleixandre, J. Guillén, Quasimodo, Camus, Lezama Lima y Raymond Queneau (no sabemos, debido a la vida itinerante que llevó durante gran parte de su vida, cuántos libros se quedarían por el camino en París, Tánger, Las Palmas de Gran Canaria). La personalidad exageradamente extravertida, dicharachera, desprendida y noble de J. A. Gómez (en esto coinciden los testimonios de todos aquellos que le conocieron) hizo que su casa fuera durante muchos domingos centro de reunión e improvisada tertulia generosamente abastecida de comida y bebida por la que pasaron numerosos amigos y compañeros en diversos proyectos literarios (R. Salas, G. Gúdel, I. Ciordia, M. Rotellar, R. Tello, etc.). Pero junto a esa cara luminosa y radiante, había otro rostro umbroso, caldeado por una cierta perversidad, una voz tocada en ocasiones por la crueldad y la maledicencia.

Tras haber superado, en sus propias palabras, “un bachillerato muy accidentado”, J. A. Gómez —gracias a la situación económica relativamente desahogada de su familia y al entusiasmo por aprender (solo aquello que más le interesaba, habría sin embargo que añadir)— tuvo la oportunidad —sin realizar estudios universitarios— de adquirir una considerable formación cultural de tipo autodidacta en ciertas áreas de las humanidades: literatura contemporánea, música, cine, fotografía, dibujo, idiomas (francés, alemán, inglés; por una carta a José María Aguirre —apud Gómez, 1989—, sabemos incluso que intentó, en 1962, una traducción de The Waste Land, de Thomas Stearns Eliot).

Aunque pasó los últimos años de su vida en Las Palmas de Gran Canaria, donde es muy probable que desarrollara cierta actividad poética, desconocida en cualquier caso hasta el momento, la vida de J. A. Gómez, al igual que ocurrirá con su poesía, está ligada principalmente a tres ciudades: Zaragoza, París y Tánger (Saldaña, 1993). En esas tres ciudades experimentó momentos de plenitud y de una intensa desolación, y esa vida itinerante condicionó de una manera decisiva su poesía, que se presenta, a partir de cierto momento, como el testimonio de un sujeto errante condenado a vagar sin tregua por escenarios urbanos en busca de su alma gemela. Llega un momento en que Zaragoza —que había representado hasta ese instante la alegría existencial, la aventura cómplice de la amistad y la ejecución de proyectos literarios— se vuelve irrespirable, convirtiéndose en el comadreo, la amargura, la canalla infame y la mezquindad, el confinamiento y la cárcel, la ciudad donde la muerte llegó a imperar a sus anchas con su negación hipócrita de la vida, la ruina y la miseria de un panorama desolador con el que el poeta quiso romper definitivamente. “Zaragoza amarilla”, poema incluido en Acerca de las trampas, muestra con claridad meridiana la distancia con que J. A. Gómez dibuja los ritos y los rasgos característicos de una ciudad que ya no siente como suya y la desazón que su memoria le provoca:

 

Hay edades como penínsulas de sombra,

tiempos lejanos con sienes inquietantes y colmillos dispuestos,

órbitas habitadas por fantasmas, catedrales construidas

con un sudor-silencio gris, amontonando piedras

que huelen siempre a muerte…

así eras tú, ciudad como mujer acostada sin tersura

ni anillos,

sucia de luces pardas que salpicaba el santo ebro avaricioso,

[…]

bajo el montón harapiento de tus vestidos cenizosos,

ausente

de todo cuanto tenga el poder de la vida:

[…]

una tremenda oscuridad

cayó de pronto agrietando las murallas

y el coso se enramó de procesiones

como venas urgentes,

soterradas algarabías triunfalistas

con los ojos pintarrajeados de un violento violeta

escandalosamente funerario.

todo lejos.

 

Aunque ya había cruzado la frontera con anterioridad en varias ocasiones, será en 1967 cuando París se convierta en un revulsivo importante en su vida y en su obra (allí compartió momentos decisivos con amigos íntimos como José María Alfonso o Joaquín Alcón y allí fue donde, probablemente por primera vez en su vida, conoció el sabor amargo de la soledad y la penuria económica). A la estancia en la capital francesa debemos algunos de los más extraños y sugerentes poemas que escribiera (“La vida no se repite nunca”, “Drugstore”). A pesar de llevar en el bolsillo cartas de recomendación de Vicente Aleixandre, Gabriel Celaya o Antonio Buero Vallejo, su vida allí no resultó nada fácil. Trabajó en el servicio de limpieza del Banco de Indochina, situado en el Boulevard Haussmann, de contable en La Candelaria, un restaurante español enclavado en el Barrio Latino. En fin, como el gran vitalista que siempre supo ser, y al decir de ese otro gran poeta contemporáneo, J. A. Gómez también vino a llevarse la vida por delante, y así no reparó gastos ni esfuerzos y tan pronto se ganaba el pan fregando escaleras como derrochaba mil francos nuevos en solo una noche. En todo caso, París representó una victoria vital sobre la “zaragozana gusanera”, supuso una especie de renacimiento espiritual, tal como se desprende de la relación epistolar que cruzó con su amigo Luciano Gracia, uno de los poquísimos contactos que mantuvo con su ciudad natal.

La orientación de sus viajes cambia a partir de los setenta. Su presencia en Zaragoza, después de dos detenciones con sus consiguientes estancias en la prisión de Torrero, resultaba más que complicada. Su brújula particular señala ahora el Sur, Marruecos, una tierra en la que ya había pasado varias temporadas y que recordaba con agrado. En la primavera de 1973 —después de recibir su parte de la herencia familiar— se ausenta definitivamente de Zaragoza y se instala en Tánger (adquiere una casa en el número 9 de la Rue Chorfa D´Ouazzan), desde donde lleva a cabo constantes viajes por la geografía marroquí. Allí pudo conocer y tratar al escritor Mohammed Choukri (el autor de El pan desnudo), preparar una antología de poesía española contemporánea vertida al árabe (adquirió conocimientos de dariya), traducir algunas canciones de José Antonio Labordeta e interesarse muy vivamente por la cultura y la historia islámicas (como podemos comprobar, son evidentes los paralelismos entre los itinerarios seguidos por J. A. Gómez y por Juan Goytisolo). Allí continuó con su labor editorial y escribió un libro de poesía, El fuego de la historia, con el que ganó en 1977 el Premio Marruecos convocado por el diario homónimo para libros en español. Todo parece indicar que en ese lugar encontró, si no la felicidad, por lo menos la paz, la calma y la tranquilidad que en Zaragoza no había disfrutado.

Sin embargo, 1977 marca un punto de inflexión en su vida; es el comienzo de una despedida anunciada desde hace tiempo. Los pocos lazos que mantenía con Zaragoza se rompen casi definitivamente. Por otra parte, algún hecho grave y penoso debió de ocurrir en su vida como para abandonar el paraíso marroquí en el que parecía haber encontrado su locus amoenus en este mundo y trasladarse, a finales de 1979, a Las Palmas de Gran Canaria, donde de nuevo volvió a llevar una vida marcada por la inestabilidad económica y la precariedad emocional y afectiva (trabajó de contable en un local de prostitución denominado Flamingo, donde asimismo disponía de una pequeña habitación que acogía sus noches aletargadas por el frío, la soledad y el desamor). La isla adonde fue a buscar puerto iba ya solo a reservarle la trampa definitiva.  J. A. Gómez falleció de un paro cardíaco en la capital canaria poco antes de cumplir los cincuenta y cinco años de edad, el 20 de abril de 1988. Tras su muerte, Antón Castro, uno de sus grandes valedores, editó parte de la correspondencia epistolar (apud Gómez, 1989), Antonio Pérez Lasheras (1992) dedicó una intensa atención a su obra, yo mismo publiqué un ensayo sobre su poesía (Saldaña, 1994) y, recientemente, la revista El Alambique (en su núm. 3, mayo-octubre 2011, coordinado por Ángel Guinda) ha dedicado un homenaje colectivo al autor de Acerca de las trampas.

Julio Antonio Gómez mantuvo a lo largo de unos cuantos años una considerable actividad editorial. Al margen de otras aventuras menores, sacó adelante dos importantes proyectos literarios: una revista de nombre mozartiano, Papageno (recuperada en edición facsimilar en 1991 por A. Pérez Lasheras), y una colección de poesía que tuvo una presencia significativa en el panorama editorial de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, Fuendetodos. Aunque contó con la ayuda de unos pocos y entusiastas amigos (G. Gúdel, L. Gracia, J. Alcón, E. Valdivia), lo cierto es que ambos proyectos (revista y colección poética) fueron consecuencia de la tenacidad y el esfuerzo de nuestro autor, quien se entregó a estos trabajos con una generosidad y una dedicación infinitas. El primer número de la revista, misceláneo, ve la luz en la primavera de 1958 y en él pueden leerse, entre otras, colaboraciones de D. Alonso, G. Diego, A. Buero Vallejo, L. de Luis, M. Pinillos, M. Labordeta, A. Fernández Molina, Á. Crespo, J. A. Labordeta y J. A. Bardem (con el guion de la secuencia 29 de su película La venganza, todavía no estrenada en aquel momento). El segundo, y último, número apareció en el invierno de 1960 y en él se publicó exclusivamente Oficina de horizonte, esa suerte de representación dramatizada con que Miguel Labordeta dio forma a su poética. Como sucede con muchas otras revistas literarias aparecidas durante esos años, hay en Papageno una ausencia de programa teórico y editorial definido, una independencia económica del poder institucional y un resultado artístico complejo y desigual.

Fuendetodos fue la niña de sus ojos, la colección de poesía en la que J. A. Gómez se volcó hasta vaciarse, de una manera impresionante. Cansado de ver aparecer y desaparecer aventuras editoriales caracterizadas por el amiguismo y la limitación de miras, se propuso una empresa de más alto vuelo, con mayores pretensiones, un considerable nivel técnico y tipográfico, apoyada en una línea editorial de calidad y una buena distribución tanto en España como en el extranjero, donde insistentemente andaba buscando suscripciones entre estudiantes, profesores e intelectuales. La colección encontró acomodo en la editorial Javalambre, fundada por Eduardo Valdivia en 1967, y en el lapso de cinco años publicó dieciocho libros, algunos magistrales, todos ellos resultado de un trabajo de composición, maquetación, impresión y encuadernación merecedor de los mayores elogios (hay que ver los volúmenes, apreciar al tacto el gramaje del papel empleado, disfrutar de la inteligencia y la sensibilidad con que se redactaron los colofones, olisquear todavía hoy el rastro de las tintas utilizadas, etc., si se quiere valorar los logros de una colección única en el conjunto de la edición poética española contemporánea).

La primera entrega, Los soliloquios, de M. Labordeta, apareció en 1969, poco antes de la muerte del autor de Sumido 25; la última, Función de Uno, Equis, Ene. F (1.X.N), de Gabriel Celaya, en 1973. Entre ambos libros, títulos de L. Gracia (Hablan los días, 1969), R. de Garciasol (Los que viven por sus manos), J. A. Gómez (Acerca de las trampas), V. Aleixandre (Mundo a solas), L. de Luis (Con los cinco sentidos), B. de Otero (Mientras), con quien mantuvo algunas diferencias derivadas del proceso editorial, todos ellos en 1970. Cantar y callar, de J. A. Labordeta, La mano en el sol, de M. de Codes, y Campos semánticos, de G. Celaya, en 1971. En 1972 vieron la luz otros cinco libros: Obras completas, de M. Labordeta, La soledad distinta, de J. Giménez Arnau, Luz sonreída, Goya, amarga luz, de I. M. Gil, Segundo abril, de L. Rosales, y A flor de labio, de A. Gastón. Por último, de 1973 son Sola en la sala, de G. Fuertes, y Tribulatorio, de J. A. Labordeta. Estos fueron los dieciocho libros que finalmente se publicaron. Hubo otros proyectos que no cuajaron, entre los que se encuentran títulos de C. E. de Ory, Jorge Urrutia, Carmen Conde, Salvador Espriu, Félix Grande, Luis Jiménez Martos, José María Aguirre, Jacinto Luis Guereña, etc. Son numerosos los testimonios que indican la importancia que tuvo la colección en la vida de J. A. Gómez, quien se revela en todo momento —incluso en los más delicados, como los que pudo pasar en la cárcel— como un editor pulcro, riguroso y exigente, obsesionado por alcanzar el mejor resultado posible, a pesar de los obstáculos que con frecuencia imponían la censura o las dificultades económicas, atento a los más mínimos detalles de edición. Su entrega es absoluta y sin reservas desde el comienzo y son constantes sus desvelos por airear la colección en los ambientes académicos (de ahí sus contactos con F. Ynduráin, J. M. Aguirre, J. M. Blecua, R. Gullón, J. O. Jiménez). En todo caso, y atendiendo a la nómina de autores que publicaron en la colección, cabe decir que J. A. Gómez corrió pocos riesgos y procuró jugar siempre sobre seguro, tratando de integrar la poesía aragonesa (los Labordeta, L. Gracia, él mismo) en el conjunto de la española, seleccionando en la mayor parte de las ocasiones a autores que ya contaban con un prestigio adquirido y una posición más o menos consolidada en el canon poético del momento (y cuando apostó por autores más o menos jóvenes, poco conocidos —los casos de M. de Codes o J. Giménez Arnau—, lo cierto es que esa apuesta no tuvo continuidad por parte de los propios poetas).

La obra poética de J. A. Gómez consta de los siguientes títulos: Los negros (escrito en torno a 1955, presentado al Premio Doncel de Oro en 1959, publicado post mortem), Las islas y los puertos (en realidad, una plaquette con tan solo cuatro sonetos aparecida a finales de 1958 en edición limitada a cargo del autor), El Cantar de los Cantares (1959), Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (1960), Acerca de las trampas (1970), en rigor, la única obra con entidad de libro que publicó en vida, y El fuego de la historia, Premio Marruecos 1977, texto del que solo conocemos los nueve poemas que editó A. Castro en el volumen que recoge parte de la correspondencia epistolar de J. A. Gómez (1989). Además de estos libros, es autor de una obra teatral titulada La edad definitiva, escrita hacia 1957, programada para estrenarse el sábado 5 de diciembre de 1959 (en el último momento, la censura retiró el permiso para la representación), se publicó por primera vez en las “Galeradas” de Andalán (núm. 371, 1-15 de enero de 1983), una obra que guarda alguna relación con Oficina de horizonte, el drama de M. Labordeta que se había estrenado dos años antes, en 1955. Con título procedente del poema “Visitación a Gabriel Miró”, de Gerardo Diego, se trata de una pieza de teatro breve que reúne como fondo los temas del suicidio y la voluntad. Próxima en su concepción del fenómeno dramático al teatro del absurdo, presenta la paradoja de encontrar en la muerte la salida que la vida niega al protagonista, de hallar en la renuncia la respuesta de todos los interrogantes.

Aunque con proyecciones en otros ámbitos y con implicaciones de escritores y artistas de procedencia muy diversa, J. A. Gómez desarrolló una trayectoria literaria —como autor, editor o impulsor de diferentes iniciativas— vinculada a su ciudad natal a lo largo de, aproximadamente, veinte años, desde 1955 hasta 1975, y, a pesar de la diferencia de edad que le separaba de Manuel Pinillos (1914-1989) y M. Labordeta (1921-1969), asumió con ellos una cierta labor de animación y liderazgo en muchas de las actividades desarrolladas en el entorno de lo que representó el café Niké. Nuestro poeta sentía devoción y admiración por M. Labordeta, con quien mantuvo una relación marcada por la complicidad y la auténtica camaradería, de quien también pudo aprender esa tendencia hacia la maledicencia, el retorcimiento expresivo y la perversión lingüística y de quien sin duda tomó el gusto por la crítica áspera y la sátira mordaz.

La poesía de J. A. Gómez, a contracorriente de las tendencias más aplaudidas por la crítica en cada momento, alcanzó ese difícil punto de equilibrio entre lo que habitualmente conocemos como fondo y forma, contenido y expresión, mensaje y elaboración artística, qué y cómo, una poesía que, sin renunciar a expresar ese lastre existencial complejo que fue siempre característico del poeta moderno, se presenta como una escritura sombría, condicionada en gran parte por la clase de amor que revela (de tipo homoerótico), difícil y poco gratificante en primeras y superficiales lecturas, reflejo de una personalidad que nunca encajó entre los modelos sociales más o menos admitidos. Perdido el que habría de ser su primer libro (y del que solo conservamos su título, Privilegio de lo grave), Los negros muestra los primeros hallazgos de un poeta escasamente comprometido con su trabajo, preocupado más por la denuncia de la perversidad del mundo y por redimir a la humanidad de las injusticias que la golpean que por alcanzar una voz poética personal, un registro propio. Mal entendida la consigna aleixandrina (formulada y difundida luego por Bousoño) sobre la comunicación poética, todo parece indicar que J. A. Gómez se vio a sí mismo en sus inicios más cerca del docere que del delectare, como una especie de voz de los sin voz, alguien llamado a reinstaurar a través de la poesía un determinado y perdido orden de justicia social. Sin embargo, esto no duró mucho tiempo pues enseguida cobró importancia en su obra la idea de la poesía como exploración de diferentes realidades, la poesía como posibilidad de generar otro tipo de conocimiento.

Sin duda alguna, su primer gran libro literario, escrito con la conciencia de un escritor enfrentado a la tradición (según la consigna eliotiana), es El Cantar de los Cantares, en donde sigue el conocido poema atribuido a Salomón, con los personajes del libro bíblico, situados ahora en escenarios actuales. Se trata de un texto del que se han hecho numerosas versiones; en la tradición literaria del español, además de la poesía epitalámica y las continuadas paráfrasis que algunos autores de la mística hicieron del texto original (sobre todo, San Juan de la Cruz en el Cántico espiritual), las más relevantes son las de Fray Luis de León y Benito Arias Montano. Este libro introduce dos notas que aparecerán con frecuencia en su obra poética posterior: la primera, de naturaleza temática, alude al amor y al erotismo como contenidos esenciales del discurso poético; la segunda es la utilización del superlativo como un rasgo destacado de expresividad, ya desde el mismo título, El Cantar de los Cantares, es decir, el canto por antonomasia. Esboza tópicos temáticos (la pasión amorosa, la humanización de una naturaleza fuertemente sensualizada, la inevitabilidad de la muerte) que desarrollará en libros posteriores; introduce símbolos y temas simbólicos (el vino, el mar, el sueño) que han adquirido cierta continuidad en su poesía, rasgos que proporcionan al libro un aire de familia en el conjunto de su producción. Sin embargo, al presentarse dividido en cantos en los que intervienen distintos personajes (la amada, el amado, el coro), ensaya una estructura de poema dramático que no volverá a utilizar en el resto de su obra, y, sobre todo, dada la intensa sensualidad que envuelve al poema (en realidad, de eso se trata, de un único poema dividido en cantos), supone la manifestación más contundente de imaginería verbal y plasticidad lírica de entre toda la poesía que publicó su autor.

Con una tirada de tan solo doscientos ejemplares, en 1960 se publicó el primer, y único, número de la colección Papageno, Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (el libro que mayor fortuna ha tenido pues se ha reeditado en dos ocasiones: en 1993, en la Institución Fernando el Católico, y en 2011, en Los libros del Señor James, en ambos casos con introducción de A. Pérez Lasheras). Dividido en cuatro libros formado cada uno de ellos por un solo poema, Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (repárese, de nuevo, en el superlativo) presenta la particularidad de ser la única obra publicada por J. A. Gómez que ofrece sus páginas numeradas. Si desde un punto de vista espacial o geográfico, Los negros y El Cantar de los Cantares eran libros ligados a la naturaleza (la selva, el jardín), con esta obra —que representa en cierto sentido la plenitud de un ciclo poético, la depuración y perfección de una técnica expresiva ensayada en sus entregas anteriores— inaugura su gran poesía de la ciudad, que culminará en Acerca de las trampas. Poesía urbana dotada de una inquietante belleza es, a pesar de la nota de humor introducida en el título, una composición amarga que sume al lector en una honda pesadumbre. Y con la entrada de la ciudad se produce también la incorporación de un nuevo personaje poemático con una amplia presencia en la poesía desde los inicios de la modernidad: la masa, la muchedumbre, la multitud, situación que hará que el protagonista del discurso poético, sin llegar a desaparecer, se disuelva en un complejo escenario en el que el yo lírico ha perdido algo de entidad en favor de ese otro personaje sin rostro que es el personaje colectivo. Así, la presencia de los gorilas ha de interpretarse como un síntoma deshumanizador y está íntimamente ligada a la de la masa (el público, la gente) como elemento característico de la vida urbana. Muy probablemente, se trata de un rasgo heredado de M. Labordeta, quien ya había utilizado los gorilas (u otros animales pertenecientes a su tronco común: monos, chimpancés, orangutanes) en diversas ocasiones y con parecidos propósitos: criticar procesos de deshumanización y despersonalización, reprobar modelos de adocenamiento colectivo.

Con Acerca de las trampas (1970) alcanza el volumen más compacto y consistente de su obra. Recapitulación y síntesis de su producción literaria entre 1960 y 1970, es su gran libro de madurez existencial y expresiva, materializado en una expresión al mismo tiempo compleja y depurada gracias, en buena medida, al enorme revulsivo que supusieron sus diversas estancias parisinas, tanto en los aspectos relacionados con la canalización de sus afectos y emociones como en los vinculados con la destilación de su técnica poética. Voz de voces, aquí encontramos los temas que siempre le interesaron (el amor, a menudo insatisfecho, el desarraigo existencial de quien no pudo encontrar jamás su locus, el odio cainita del perseguido y la coacción de la multitud, el anhelo de una vida plena y la presencia serena y raras veces amenazante de la muerte), tratados sin ningún pudor, con una honestidad y una valentía radicales (en ocasiones también con una visceralidad no suficientemente filtrada por el tamiz de la escritura) y configurando así un universo poético poliédrico y polifónico. El libro se abre con un durísimo y desolador poema que cumple las funciones de poética, “Prólogo para un silencio interminable”, título en el que aparece una de las palabras clave en la escritura de J. A. Gómez: “silencio”. En 1970, cuando aparece esta obra, habían transcurrido diez años desde la anterior, y —con la excepción de una parte de El fuego de la historia (publicada en el diario Marruecos en 1977)— pasarían otros dieciocho, hasta su muerte en 1988, de igual forma. Esto quiere decir que en veintiocho años solo publicó este libro, hecho que lleva a concluir que ese silencio, como indica el título del poema, fue en efecto interminable, la plasmación de una realidad. El silencio, un campo semántico recurrente a lo largo de toda su escritura, funciona aquí como un balance de resultados poéticos, metáfora final de una palabra enterrada en el desierto de la afonía. Quien al principio del poema (vv. 1-3) ignora no solo la identidad de los destinatarios sino también la razón de la existencia de su poesía,

 

Con humildad escribo

la delirante arquitectura en reposo de mi poesía,

para qué, para quién,

al final del mismo (vv. 41-43), pertrechado de sabiduría y experiencia, se dará cumplida respuesta:

Tal pudo ser para nada ni nadie

al preguntarme ahora por los límites hondos de la pena

en el ruedo insensato de esta insultante eternidad baldía.

 

Este poema adelanta algunos temas que reaparecerán posteriormente: la ciudad (Zaragoza, París), el país (España), el amor, critica la pasión española por el juego (“en un país con alma de naipe”, v. 9), la incansable persecución a que es sometido por los guardianes de la moral y el orden público (“la desesperación nocturna del asfalto que espía/irrevocables sufrimientos, agónico-girar-molino-corazón”, vv. 14-15), la hipocresía y la caridad mal entendidas (“casas y cartapacios hartos de sopas y de misas”, v. 22), la crueldad y la ignominia, en fin, de un sistema social que primero tortura a sus disidentes y luego los bendice (“tapias de adobe civil a quienes a tiros arrancaron las camisas/para cubrirlas luego con casullas de sangre”, vv. 25-26).

Zaragoza, ya ha sido anotado, es un motivo central en esta poesía, en este libro y en otros lugares. Aparece, por ejemplo, en “Geografía”, poema recogido en un folleto titulado Seminario de Poesía y publicado en 1970 por el Departamento de Literatura Española de la Universidad de Zaragoza (la publicación es reflejo de una sesión poética celebrada en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza el 17 de abril de 1970 en la que se leyeron poemas de M. Labordeta —en esa fecha ya fallecido—, L. Gracia y J. A. Gómez). En esta ocasión, la ciudad es descrita con una inusitada crueldad (explicable probablemente a partir de ciertas experiencias personales), contemplada como símbolo de la desesperación, el confinamiento, la muerte, la venganza y la miseria moral, con una mirada muy próxima a esa otra con la que Cernuda contempla España desde el destierro, y ello a pesar de que el zaragozano no sintiera especial predilección por el autor de Ocnos, tal como se desprende de la lectura del ensayo España: Poesía y Teatro contemporáneos, 1936-60 (Gómez, 1968). El dolor ha dejado paso al rencor:

 

Zaragoza limita al Norte con la Desesperación

asomada a los crujientes secanos que buscan grandes puertas

para escapar al insulto de los Paradores de Turismo.

[…]

Zaragoza limita al Sur con las arpilleras rotas de los Presidios

balanceadas por el aliento de los castigados a celdas,

[…]

Zaragoza limita al Este con la ira del viento

que aún no ha conseguido borrar los nidos de ametralladoras,

[…]

Zaragoza limita al Oeste con la indiferencia de los campanarios,

[…]

Zaragoza limita con toda limitación, con el frío y las voces

de las esquinas custodiadas por los tercos vendedores de Iguales,

únicas voces permitidas, únicos gritos

golpeando las calles, únicos

y ciegos.

Ciegos.

Abrid los ojos.

 

Ahondando en la línea inaugurada en Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, la poesía de Acerca de las trampas, íntimamente ligada al palpitar de la ciudad, contempla el alcohol como un elemento revelador y característico de ese escenario, un escenario que es dinámico y cambiante, donde se suceden el día y la noche, la alegría y la tristeza, el placer y el dolor, la abundancia y la pobreza, el sueño y la vigilia, el contacto y la ausencia, un escenario por el que circulan variopintos y singulares personajes que protagonizan diferentes acciones. Así, el alcohol alcanzará un significado u otro en función del estado de zozobra, plenitud, gracia, insatisfacción, alegría, etc., que se refleje en el poema-

Probablemente sea el amoroso el registro expresivo en el que J. A. Gómez alcanzó mayor solvencia y calidad literarias (Saldaña, 1998). Su poesía, en este campo semántico, raras veces se resuelve en un punto de equilibrio; sometida a un acusado estado de ansiedad casi siempre insatisfecho, la tensión en la que se encuentran amante y amado —víctima y verdugo de una misma representación dialéctica— es una de sus características peculiares. En la mayoría de las ocasiones, la voz del protagonista del enunciado (a quien identificamos inevitablemente con J. A. Gómez) es la del enamorado abandonado que trata de consolarse de la pérdida de su amante. En todo caso, una lectura atenta del libro nos muestra que las dos grandes unidades temáticas que lo conforman, el ser social y el ser amoroso, difícilmente se dan aisladas, sino que elementos procedentes de la poesía cívica tiñen la poesía amorosa y, al contrario, elementos tomados de la poesía amorosa entran a formar parte de poemas sociales; por otro lado, la retórica amorosa aparece frecuentemente salpicada de elementos propios de la arquitectura urbana (murallas, puertos, playas, faros, evacuatorios, estatuas, muros, túneles, etc.) y elementos cívicos, aunque presentados con un considerable ropaje metafórico, como “libertad del firmamento”, “tierra sufriente”, “torrentes secos”, “polvorientos olivos de plata”, etc.

Julio Antonio Gómez es un caso aparte en la historia de la poesía española de su tiempo. Aunque aragonés de nacimiento, sus lecturas y amistades foráneas, su educación y formación cosmopolitas, sus cada vez más frecuentes, prolongadas y hasta definitivas estancias en otros lugares, su despegue de lo que podríamos presentar como rasgos característicos de un cierto imaginario poético aragonés contemporáneo (parquedad expresiva, primacía del contenido, déficit de recursos plásticos, desatención formal) y su elaboración de una poesía del color y del sonido, pletórica de imágenes, metáforas y símbolos, sensual y apasionada hasta la extenuación, vibrante y musical, todos esos elementos hacen de él un poeta en clara progresión ascendente que culmina su trayectoria con la redacción de un libro singular, Acerca de las trampas, condensación y cenit de su poética, un libro repleto de aciertos expresivos que, sin embargo, fue escandalosamente silenciado por el establishment de la crítica literaria en el momento de su aparición, preocupado más en aquel instante por consolidar otro tipo de poética. Sin embargo, nuestro poeta parece que aprendió la lección: sin renunciar jamás a la carga dramática, el humanismo, la sinceridad, el componente vital, la experiencia y la autenticidad (elementos que solo pueden conducir al patetismo, dirían otros) como fuentes de una poesía desigual y discontinua, supo dotarla en ocasiones de un armazón retórico bien construido, consistente, con una renovada y a veces compleja y retorcida sintaxis, unas técnicas expresivas cercanas unas veces al surrealismo, otras al expresionismo, y configurando con todo ello un escenario discursivo muy condensado de signos, significados y significaciones. Julio Antonio Gómez aprendió la lección y al final se convirtió en un jugador que hizo de las trampas de la vida la materia con la que pudo tejer los hilos de unos cuantos poemas memorables.

 

Referencias bibliográficas

Gómez, Julio Antonio (s. f.). Los negros, ejemplar mecanografiado [puede consultarse en A. Pérez Lasheras (1992)].

_____(1959). El Cantar de los Cantares, Zaragoza, ed. del autor.

_____(1960). Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, Zaragoza, col. Papageno, 1.

_____(1968). España: Poesía y Teatro contemporáneos, 1936-60, ejemplar manuscrito [puede consultarse en A. Pérez Lasheras (1992)].

­_____(1970). Acerca de las trampas, Zaragoza, Ediciones Javalambre, col. Fuendetodos, 4.

_____(1989). El corazón desbordado (epistolario), ed. de A. Castro, Zaragoza, Olifante.

Pérez Lasheras, Antonio (1992). Una pasión sombría: vida y obra de Julio Antonio Gómez, 2 vols, Zaragoza, Diputación de Zaragoza.

Saldaña, Alfredo (1993). “Zaragoza, París, Tánger: notas para una geografía poética de Julio Antonio Gómez”, Alazet, 5, 151-163. 

_____(1994). Con esa oscura intuición. Ensayo sobre la poesía de Julio Antonio Gómez, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza.

_____(1998). “En la hora secreta de la dicha: la poesía amorosa de Julio Antonio Gómez”, A. Pérez Lasheras y A. Saldaña, eds., El desierto sacudido (Actas del Curso Poesía aragonesa contemporánea), Zaragoza, Diputación General de Aragón, 181-196.

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

25 de enero de 2018

Ahora que, para decirlo como lo dijo en el generoso comentario a unos versos míos hace casi veinte años Luis Alberto de Cuenca, todo parece ser en torno nuestro “conforme y según”, por fuerza ha de resultar natural que cualquier fervor, cualquier muestra de convicción adherida a alguna idea o sentimiento de tal modo absoluto como para dar forma a una acción de vida, se hagan extraños, puede que a duras penas tolerables, únicamente accesibles a la imaginación de épocas o de culturas ajenas. Y esto debe ser cosa de nuestro tiempo —o sea, cosa histórica—, pero seguramente también será cosa de siempre, o sea, cosa de la edad.

Porque no tendrá nada de raro que una vez pasada y bien pasada la juventud (en el caso de aquellos versos míos, ya postrera, aunque sostenida en pie creo que sobre un voluntarismo literario aferrado a cierta verdad, para entendernos, del corazón), nuestra representación imaginaria nos la ofrezca en yunta con el fervor aquel, hasta dar por hecho que con la pérdida de la juventud ha de llegar siempre, necesariamente, la de cualquier evidencia no ya apoteósica, sino sencillamente afirmativa de la realidad y de nuestro sitio en ella, y sobre todo de la realidad de la que hablan nuestros poemas, como ocurría, pensamos, antes de que todo fuera mordido por la duda.

No me cuesta ningún esfuerzo llamar ahora a aquellos versos míos fabulosos, románticos, surrealizantes, y también cirlotianos —mi generoso amigo profesaba como yo esa devoción, y creo que la seguirá profesando—. Iba con ellos desde luego un afán mitográfico; llevaban consigo el empeño proclamativo de un mundo esencial, que, únicamente hecho de verdad poética, parecía sin embargo resistir al otro, circunstante, al que, no obstante, aquel puramente poético no anulaba, sino al que transfiguraba o transustanciaba en una especie de materia o de geografía espiritual. “La vivencia lírica”, como se titulaba uno de los artículos publicados por Cirlot en los años cuarenta en la revista Entregas de poesía de Juan Ramón Masoliver, “tiende a una proyección recíproca —amorosa— de los dos mundos”, decía el poeta. Así que en esos momentos de lirismo privilegiado, se venía a hacer posible lo imposible: que de las esencias imaginarias —y de su tiempo sin tiempo— tuviéramos alguna experiencia real. A la inversa, también sucedía que las imágenes de la naturaleza exterior que tenemos por más nuestra, por más auténtica (y yo tenía una muy interiorizada conciencia de la propiedad de unos paisajes, a los que concedía, pues, un valor metafísico) ganaran rango analógico de elementos imperecederos, no ya del reino de la existencia, sino del reino del ser, una vez cristalizados en el atanor del arte que habría suprimido de ellos —como decía Cirlot en el artículo aquel— “todo lo superfluo, todo lo inútilmente repetido de nuestra existencia”.

Henchida de pasión y casi guiada por ella, aquella idea la poesía parecía muy capaz de hacer valer los superiores derechos de la verdad imaginaria por sobre la verdad objetiva y común del mundo existente y, desde luego, por encima de los de la otra verdad política o consensuada del mundo histórico. Pero el tiempo pasa. El voluntarismo acaba siendo abandonado al darnos cuenta, en fin, de la indiferencia de lo real con respecto a nuestros deseos. La edad. Y también de la injusticia selectiva que significa imponer aquello esencial y, por tanto, imaginario, por sobre lo carnal, lo real, lo sensible —así pues, “lo superfluo”, que diría Cirlot— en lo cual vivimos y amamos para nuestra dicha y nuestro dolor. Y vemos también que los momentos alumbrados en la susodicha “vivencia” son precisamente eso, momentos, como si dijéramos puntos acotados de una  plenitud discontinua, como lo son los milagros y las experiencias estéticas, pese a que el poeta, y sobre todo el poeta o el artista surrealista o visionario, actúa en la sugestión de que el orden simbólico ocupa la vida práctica a tiempo completo.

Un día, por decirlo así, nos parece que todo eso viene a ser lo mismo que ocultar la verdad. Y que, en efecto, más bien se canta en el gozo y la pena de las experiencias sensibles, en la conciencia de su discontinuidad. Pero el caso es que esto no me exige, ni mucho menos, emprender el repudio de aquel poeta y renunciar a su aprecio, para mí asociado al recuerdo de la juventud. Sería muy desagradecido. Y, sobre desagradecido, injusto, con el tipo de injusticia que se cometería si aquella juventud y sus fervores fuesen ahora enjuiciados por un tribunal senescente en aplicación de leyes de un régimen derrocado. Pero para entender del todo la naturaleza de la injusticia que podríamos cometer con Cirlot es importante retener aquella frase, en la que él llamaba precisamente “amorosa” a la comunicación entre esos mundos que ahora nos parecen antagónicos, el de las esencias imaginarias y el de la existencia superflua y real, el del sueño de la plenitud y el de la intermitencia de sus instantes en la vida. Porque esa consideración da cuenta, precisamente, de la conciencia reflexiva con la que el propio Cirlot acometió la dualidad y su tragedia. Y porque es exactamente en esa calidad “amorosa” como la experiencia que cura de la dualidad misma de los mundos —“la vivencia lírica”— declara su pertenencia a una tradición literaria y filosófica antigua y venerable como pocas, que finalmente brota, creo yo, de manadero platónico. Pero vayamos por partes.

Mi primera intención en este recuerdo de Juan-Eduardo Cirlot cuando se cumplen cien años de su nacimiento, era evocar al menos tres encuentros no expresivos precisamente de su admiración (que ya he expresado otras veces) sino enfilados a su crítica, a las razones por las que Cirlot pudo ir alejándose de las sintonías de un poeta, ya no joven, que viajaba ahora, digámoslo así, más bien sobre el otro caballo de los que arrastran al auriga platónico, el que, en vez de entregarse al fervor, se refrena. Yo creo que Cirlot fue, desde luego, un poeta de raza romántica y profética, y que lo fue —esto es decisivo— sin sombra de ironía, sin distancia, es decir, en el anhelo de que la “vivencia lírica” no fuera esporádica, sino vislumbre real de una temporalidad continua, de una vida verdadera, de la vida que, heideggerianamente, llamaríamos “auténtica”. Y el poeta-profeta, completamente persuadido de su convicción, no podrá conceder nunca que la verdad de su canto se circunscribe a su subjetividad, o sea, que consiste en un fragmento más del mundo de fragmentos innumerables entre los que, en nuestro régimen cultural, la verdad yace —política, institucionalmente— diseminada; nunca dudaría, por decirlo así, de la verdad de su poesía, incluso extramuros del poema.

Por lo demás, nadie podrá decir de Cirlot como de alguien particularmente irreflexivo; no hay que olvidar su ingente obra en la crítica de arte o en el comentario literario, que su congruencia intelectual tiñe, eso sí, del mismo y unitario profetismo de su poesía. Ninguno de los filósofos de la tradición, venía a decir Leo Strauss en cierta página sobre Spinoza, pensó que la verdad de su proposición pudiera ser punto menos que absoluta, aunque hoy cueste, por lo visto, entenderlo. Pero también podríamos decir que la operación poética propiamente moderna, antes que consistir en la renuncia a esa verdad absoluta, viene determinada por el acotamiento de las condiciones en las que su expresión puede resultar objetivamente eficiente, entre los linderos de un espacio específico y cerrado de experiencia al que llamamos, justamente, poema; lo otro, la eficiencia de esa verdad a las afueras de ese objeto, será más bien un asunto especulativo. Pero esto quiere decir, en el fondo, que ya no hablamos de la verdad, sino de la verosimilitud, que es lo propio de los realismos y de todas las estéticas históricas sustentadas sobre una congruencia puramente interna. Por ejemplo, la que venía a proponer Robert Langbaum en su libro célebre, con él que tiene que ver la primera de las tres circunstancias, una personal y otras dos estrictamente literarias, con las que me proponía inicialmente ilustrar el alejamiento que creí sentir de Cirlot a medida que cobraba conciencia de la juventud perdida y me iba alineando con otras poéticas, más propias de los que llamaremos “los hombres sensatos”.

El nueve de diciembre de 1988 mi cabezonería me hacía creer aún que la subjetiva verdad de lo vivido como sentimiento podía manifestarse poéticamente como una razón objetiva. En aquella fecha, que recuerdo al verla impresa en un libro, pregunté con más o menos impertinencia por Cirlot —ya sabía yo a grandes rasgos su opinión y la de sus amigos— a Jaime Gil de Biedma, quien leía por última vez sus poemas en la Residencia de Estudiantes. Y le pregunté incluso por Julio Garcés, el amigo de Cirlot de quien yo iba a publicar, precisamente por intercesión de Luis Alberto, la poesía completa. Fue muy amable, muy gentil, muy lejano, los recordó a los dos —“sí, el que se fue a América…; mándamelo…”—; pasó por alto mi otra ingenua y descarada pregunta pública sobre sus imitadores y su gusto o no gusto por la música de acordeón… Yo sentía mi admiración por JGB de manera tan totalmente incompatible con la de Cirlot como sin duda era, pero debía ocultármelo, si es quería —como, de hecho, quería— seguir a resguardo de la metafísica mitográfica de mis poemas.

Cirlot venía, dicho con prisa, del surrealismo revivido en la pronta posguerra (pensemos en la exposición española de los collages de Max Ernst de 1936) como una especie de neo-romanticismo; concretamente, en la Zaragoza de su servicio militar (y de Alfonso Buñuel, que practicaba con tenaz dedicación el collage ernstiano). Y pasó luego por diversas etapas en las que al bagaje cultural se fueron incorporando el surrealismo francés, el Dau al Set barcelonés, la simbología musical de Schneider, la antropología, la magia, el cine…, hasta articular una poética cuyo sistema de producción no se explica sin el recuerdo de ciertos mecanismos estéticos no ya modernos, sino muy característicamente conformadores de esa subjetividad moderna que en su versión más radical Nietzsche vio como si fuera un baile de disfraces, en el que los hombres dispersos nos defendemos de la verdad tras una máscara que, según los momentos, puede ser neolítica, sumeria, egipcia, romana, frisia, gótica, etc., etc.. Sólo hay que recordar la inventiva a la que Cirlot apelaba para forjar una especie de ficción apócrifa aprovechando las posibilidades alusivas de las modernas ampliaciones fotográficas de objetos arqueológicos, por ejemplo. Pues bien, de todo esto era él muy dolorosamente consciente; no lo vivía, digamos, enajenadamente, con ironía. Ni lo experimentaba en sesiones de duración convenida, sino con la pretensión de vivir así la vida en su plenitud entera y continua, la vida de verdad. El desgarro entre los dos mundos que atraviesa toda su poesía es la que dicen estos versos célebres del poema-prólogo a Diariamente, de 1949: “Voy vestido de gris. A veces llevo / una corbata rosa”, de un modo luego repetido, más o menos, en muchos otros libros, hasta la reaparición exacta y final en Bronwyn Z, veinte años después: “Ando entre peatones y automóviles / … / Voy vestido de gris y mi corbata / es rosa. / … / Y en esta vida me rodean / seres a los que quiero y que me quieren / más en lo humano siempre, sin poder / entrar en el castillo no visible / de aquellos ´más allá` que me dirigen / sonambúlicamente. // Siempre supe que no era de este mundo, / con todo he sido fiel a su presencia / y me adhiero con fuerza lo que real / se dice, se figura”.

Todos los exteriores, por decirlo cinematográficamente, de Cirlot, todos los decorados de su poesía, todos sus egiptos, sus cartagos, sus países célticos o medievales, reflejan o traducen el paisaje de su subjetividad en condiciones que en nada lo asemejan a un paisaje épico, objetivo, sino que declaran lo que es, un paisaje lírico, como él mismo llamó a su “vivencia”, fraguado como reflejo simbólico de una conciencia de existir partida y doliente. Más o menos iluminado, Cirlot ve, pero también se ve viendo, y entre ambas visiones hay un hiato que es fuente de dolor, tal como sucede en la experiencia —germen del famoso ciclo poético— de contemplar el rostro de Bronwyn, la protagonista de El señor de la guerra, y al mismo tiempo el de la actriz Rosemary Forsyth, eventualmente asimilados en el tiempo de la ficción narrativa. Ese dolor nacía, sin duda, de la ansiedad con la que el poeta anhela conferir a su experiencia imaginaria una universalidad esencial; y es la herida que cerrarían —aunque sólo teóricamente— los, por así decir, “realistas” aislando de la vida el terreno de su experiencia estética, como en una especie de operación anestésica.

Unos años después, cuando yo ya no creía ni vivía tan genuinamente los poemas que escribía —pero aún los escribía— di con un retrato de Cirlot en el segundo volumen de las memorias de Carlos Barral, el más próximo correligionario, quizá, de Gil de Biedma en los años en los que ambos se relacionaron con aquel personaje para ellos sin duda pintoresco, estrambótico, el poeta-profeta tocado, no obstante, con un borsalino de ambigua pulcritud surrealista. Esas páginas de Barral, estupendas, que recuerdan a Cirlot en Los años sin escusa (1977), hablan del coleccionista de espadas cuya fotografía tomada por Català Roca tantas veces ha sido reproducida… Por lo visto, Cirlot, “una de las personalidades más ricas en sorpresas y contradicciones del mundillo cultural barcelonés de aquellos años”, hacia mitad de los cincuenta se presentaba de continuo en casa de Barral (por lo demás, vecino entonces de Tàpies) a fin de dar captura, en intercambio de otras piezas, a una daga francesa del siglo XV propiedad del poeta de Calafell. Al fin la consiguió mediante una apuesta, para perderla de nuevo años después a favor de su antiguo dueño en la negociación para la edición de un libro, precisamente, sobre Tàpies. “La fe surrealista —dice el memorialista— había movilizado en él unas zonas disparatadas de irracionalidad que una inteligencia nada despreciable fundía en forma de filosofía monstruosa y, naturalmente, dogmática”. Y esta es la cuestión: más que lo real y lo fabuloso, más que una divergencia estilística, la incompatibilidad entre Cirlot y las inteligencias poéticas de lo que el mismo Barral llamaría “operación realismo”, se encuentra en lo que vendría a ser una disputa acerca de la especialización poética, de la circunscripción de esa experiencia a un territorio específico, de la amplitud de la verdad en relación con la poesía. Cirlot habría arrostrado la escisión de su subjetividad tras atisbar, entre mundos, el sueño de una plenitud continua, mientras los otros habrían acotado de partida el terreno poético hasta encajarlo en el espacio cerrado de unas experiencias eventuales. Para estos, el punto de vista de quien concede a la poesía el campo de expansión completo de la vida, sólo puede ser considerado monstruoso, como asimismo “dogmáticas” las excursiones estéticas del según los días medieval o mesopotámico Cirlot a los mundos perdidos de la historia del alma.

Finalmente, la tercera mención que en desapego de Cirlot me proponía sacar a la palestra, es un fragmento de carta de Gabriel Ferrater a Gil de Biedma de 1959, en el que sin hablar, en concreto, nada de él, se dice mucho, casi todo, del meollo de la diferencia; en la cita de Ferrater es, además, donde aquel viejísimo asunto amoroso que da cuerpo a una historia entera de la poesía, cobra de pronto una reviviscencia llena de resonancias. “Creo que ese conjunto de poemas centrales en tu libro expresa muy bien —dice Ferrater a la publicación de Compañeros de viaje — algo que, para decirlo en jerga sacristánica, es uno de los rasgos definitorios del ser ético de los hombres de nuestro tiempo. Se trata de que somos sensatos —los que lo somos— sin tener razones para serlo. Lo somos porque ´nos lo son`, porque la vida lo es, y al irnos conformando a la vida y con la vida, nos lo volvemos; y de pronto nos damos cuenta de que lo somos, y nos coge de sorpresa. Vivimos en tiempos en que sólo los locos disponen de justificaciones de alto calado, de teorías bien redondas y de eficacia patentada: los locos inocentes son existencialistas o superrealistas o pintores abstractos, y los locos marrajos son católicos o comunistas, posturas todas ellas de alto prestigio. En cambio, el camino hacia la aceptación de la vida como es —el ´viaje` de tu libro— lo recorre uno sin músicas y más bien furtivamente”.

La cita incluye cosas importantes; una de ellas, claro, consiste en el quizá rudo realismo con el que Ferrater habla de “la vida como es”, pasando por alto lo que el mismísimo Juan de Mairena, patrono titular de los hombres sensatos, pensaba de esa pre-existente realidad objetiva: “es el milagro que obra el espíritu humano y el tomarla en vilo hazaña de gigantes”. O sea, que se trata con ella de una ficción (pese a que sea la ficción o mentira sobre la que se asienta la vida política en el régimen vigente del tiempo) y por tanto de un tiempo “real” que es, después de todo, una completa producción cultural. Pero sobre todo es que no ya la verdad, sino la objetividad de esta “vida como es”, descansa, en fin, sobre su condición funcionalmente necesaria a un antagonismo táctico, según el cual queda dibujado con claridad, frente al realismo que se postula, todo lo fabuloso, disparatado, inexistente, cosa, pues, de los locos, ya sean inocentes o marrajos. Los otros mundos. Pero es así, también, como ese acotamiento de la poesía a la experiencia del hombre común (lo que en definitiva sería el hombre en su estricta condición política) se parece mucho a lo que Eric Voegelin observaba que había hecho Hegel como providencia previa a la construcción de su ajustado, cerrado y perfecto sistema comprensible: “suprimir la pregunta”.

Ambos tipos de poeta, el loco y el cuerdo, el poseído y el sensato, tienen, como decíamos, una antiquísima historia. Y el final de la remonta se encuentra, creo yo, en la misteriosa manera con la que el Fedro platónico parece ser a la vez (aunque no al mismo tiempo, sino más bien primero una cosa y luego la otra) un diálogo sobre el amor y un diálogo sobre la poesía —y sobre la retórica, el discurso y la escritura—. Pues bien, aquí es donde la frase antes retenida de Cirlot acerca de la proyección que, según él, comunicaba los mundos esencial y existencial, imaginario y real, sensato e insensato, recobra toda su densidad. Que sea amorosa, propiamente erótica, determinada por el deseo, la comunicación capaz de suturar en una continuidad existencial el abismo que desgarra los paisajes del alma y los de la vida práctica en una dialéctica irresoluble, convierte sin remisión al poeta en amante. (El amor es creador, ya lo sabemos). Pero nada diríamos con ello acerca de nuestra disputa si no concretásemos de qué amor hablamos, más exactamente de cuál de los dos amores a los que el Fedro se refiere. Hay que tener en cuenta que, mientras uno de ellos —el del primer discurso del diálogo— se correspondía con la ceguera irreflexiva de una posesión entusiasmada, al otro más bien le cuadraría lo que el propio texto llama “sensatez” o buen sentido creciente a lo mejor. Pero el caso es que en lo que puede parecer una especie de palinodia, el diálogo emprende luego el elogio de la manía por encima del buen pensamiento y su territorio acotado. “Aquel que sin la locura de las musas —dice Sócrates aunque lo atribuya a Estesícoro— acuda a las puertas de la poesía, persuadido de que, como arte, va hacerse verdadero poeta, lo será imperfecto, y la obra que sea capaz de hacer, estando en su sano juicio, quedará eclipsada por la de los inspirados y posesos”. Y también: “tanto es más bella la manía que la sensatez, pues una nos la envían los dioses y la otra es cosa de los hombres.” ¿En qué quedamos? Todo se aclara un poco si pensamos que, más que una contradicción inexplicable, lo que el texto platónico nos muestra es la compatibilidad que para el griego existía entre la sinrazón poética y la inspiración religiosa. En concreto para Platón, cuyo desvelo podríamos resumir en el afán de rescatar le eficiencia del lenguaje sagrado por vía racional. Algo sin duda imposible, porque en ese espacio también específico y acotado —el religioso—, la mentira podía igualmente dejar de serlo, pero volvía a ser mentira contemplada desde afuera, racionalmente; también ahí lo insensato tenía su función, que perdía en el desdoblamiento.

Lo que estuvo vedado a Cirlot, en suma, fue, la construcción de ese paréntesis dentro del cual la integridad de lo real queda garantizada (para la razón) aunque interinamente suspendida (por la imaginación). Cirlot sentía la imposibilidad de esa suspensión, y por tanto lo irresoluble de la dialéctica de la que mana el dolor. El muy filosófico Cirlot, el nada inconsciente ni irreflexivo Cirlot, el platónico, el casi siempre heideggeriano Cirlot, acaba siendo el poeta contemporáneo que actualiza la relación del amor y la poesía con rasgos más atentos a sus raíces. Su mera consideración de la dualidad significa ya hacerse cargo de la división de los mundos, que sólo a través del amor, según él, se comunican. Y junto a ese arrostramiento, es como si la ficción antigua y la suspensión moderna respondieran, en efecto, a una verdad, pero mediante lo que antes hemos llamado con Voegelin “la supresión de la pregunta”.

Aun así, verba non res; las teorías tienen una claridad que la realidad desbarata. Ni siquiera nuestros poetas sensatos, políticos e históricos, ignoraron lo suprimido ni acotaron la verdad en “lo que inútilmente se repite”, como la teoría experiencial proponía. En “Pandémica y celeste”, sin ir más lejos, el poema quizá más alto de Jaime Gil, aparecen explícitamente los dos amores, el de Urania y el de Pandemos, el celeste y el terrestre, el divino y el humano, como en el discurso de Pausanias; ahí, al lado de toda la eventualidad promiscua del sexo, también se dice del “verdadero amor”. Y está también la observación de Ferrater acerca, precisamente, del “balanceo de la emoción (…) que carga alternativamente sobre el platillo de los apetitos fantásticos —por así decir— y sobre el de la objetividad…”. Ocurre, pues, que suprimir la pregunta no significa, naturalmente, suprimir el dolor, acabar con el sentimiento de la disociación, con la lástima de la discontinuidad. Ya lo sabe quien, incluso mucho después de despertar, recuerda el amor vivido en un sueño.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Andrés Ruiz

En la historia de la poesía en lengua española hay un antes y después de la publicación en 1954 de Poemas y antipoemas, de Nicanor Parra. Entró de golpe en la poesía el habla de las calles, desalojando la predominancia del canto y de la imagen, el reinado de Neruda y la Generación del 27, y entró a la vez ese humor áspero y subversivo que se ha convertido en una marca indeleble de la obra de Parra. “Advertencia al lector”, el primero de los antipoemas –es decir, de los textos reunidos en la última de las tres secciones de ese libro–, ya intuía las protestas que provocaría, escenificándolas en la boca de lectores imaginarios: “‘¡las risas de este libro son falsas!’, argumentarán mis detractores, / ‘sus lágrimas, ¡artificiales!’ / ‘En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza.’ / ‘Se patalea como un niño de pecho.’ / ‘El autor se da a entender a estornudos’”. Curiosamente, Parra se equivocaba. En algún momento, es cierto, hubo voces de protesta contra la antipoesía, como el padre capuchino Prudencio Salvatierra, que preguntaba, indignado: “¿Puede admitirse que se lance al público una obra como esa, sin pies ni cabeza, que destila veneno y podredumbre, demencia y satanismo? Me han preguntado si este librito es inmoral. Un tarro de basura no es inmoral, por muchas vueltas que le demos para examinar su contenido”. Lo cierto, no obstante, es que Poemas y antipoemas tuvo una recepción bastante positiva. El mismo Neruda escribió un párrafo elogioso para la contraportada y hasta el crítico oficial de El Mercurio, “Alone”, celebraría la modernidad de Parra y su talante “impetuosamente libre”. Durante los años siguientes, y sobre todo en la década de los sesenta, la antipoesía sería leída en todo el continente americano (incluso en Estados Unidos, donde Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti fueron amigos y traductores de Parra) y se convirtió en un modelo para una generación de jóvenes que intentaban adaptarse en su verso a tiempos revolucionarios, haciendo suyas sin duda las palabras de Julio Cortázar, según las cuales en América Latina hacían falta “los Che Guevaras del lenguaje, los revolucionarios de la literatura más que los literatos de la revolución”.

            El primer hallazgo de ese libro de 1954 fue su título. Parra es un poeta que siempre ha paladeado sus títulos y a comienzos de los cincuenta barajaba varias posibilidades para el poemario. Si hubiese escogido de otra manera podríamos estar hablando aquí del “célebre autor de Oxford 1950” o “de Entre las nubes silba la serpiente”, pero no, eligió bien: Poemas y antipoemas tuvo tanto éxito, como título, que se fijó en la memoria de críticos y lectores y se ha hablado desde entonces de Parra como “antipoeta” y de su obra como “antipoesía”. No es poco. Los demás son poetas, los demás escriben poemas; con su prefijo “anti” Parra, en cambio, es único, y como tal figura en las historias de la literatura.

            Para entender a Parra, creo que habría que pensar en tres aspectos fundacionales de su obra: su trabajo como profesor universitario de Ciencias, las raíces populares de su poesía y su intenso contacto con la cultura anglosajona.

 

Poesía + Ciencia = Antipoesía

Parra se ganó la vida, durante décadas, como profesor de Matemáticas y Física en la Universidad de Chile. Se estrenó en la docencia en un liceo de la ciudad de su infancia, Chillán, en 1938; entre 1943 y 1945 fue becado para estudiar un postgrado en Física y Mecánica Avanzada en la Universidad de Brown, en Estados Unidos; a su regreso a Chile, fue nombrado profesor titular de Mecánica Racional en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile; entre 1949 y 1951, becado por el British Council, estudió Cosmología en la Universidad de Oxford con el prestigioso astrofísico Edward Arthur Milne. En una entrevista de 1990, Parra reflexionaría sobre la importancia de la investigación científica en su visión del mundo y, concretamente, en su obra (anti)poética: “El Principio de Relatividad y el Principio de Indeterminación, que son centrales de la Física de este siglo, a mí me llamaron mucho la atención desde el comienzo. Creo que sin esos principios yo no me hubiera atrevido a relativizar, ni tampoco a indeterminar. Relativizar, porque la ironía es un método de distanciamiento”; la Física le enseñó que “es muy difícil hacer aseveraciones tajantes, que el terreno que pisamos es muy débil”, y él –como ciudadano, poeta y antipoeta– no ha hecho más que trasladar los principios de relatividad e indeterminación “al campo de la política, de la cultura, de la literatura y de la sociología”.

            Me parece curioso que Parra tenía, ya en la época en que escribía sus primeros antipoemas, una aguda conciencia respecto a estos vínculos con la ciencia. En una poética escrita para la antología 13 poetas chilenos, de 1948, afirmó que se sentía “más cerca del hombre de ciencia que es el novelista que del poeta en su acepción restringida”, y que “el lenguaje periodístico de un Dostoievski, de un Kafka o de un Sartre, cuadran mejor con mi temperamento que las acrobacias verbales de un Góngora o de un ‘modernista’ tomado al azar”. La idea del novelista como un hombre de ciencia es reveladora, porque es claro que Parra se identificaba con la indagación del hombre y la sociedad contemporáneos emprendida por los narradores mencionados. Por otra parte, declaraba su interés, como poeta-científico, no tanto por la angustia, la desesperación y la nostalgia –“aspectos parciales del alma humana”– como por “la frustración y la histeria, factores determinantes de la vida moderna”.

  ¿En qué sentido podríamos ver en un texto como “Los vicios del mundo moderno”, tal vez el más conocido de Poemas y antipoemas, ese trabajo de investigación y análisis cuasi-científico? En primer lugar, habría que decir que se trata, como casi todos los antipoemas, de un texto situado en la gran ciudad, que percibe en la vida urbana la experiencia arquetípica de la modernidad, pero que habla no solo sobre esa experiencia sino a partir de ella. La voz que habla no ofrece una denuncia fríamente razonada y organizada de los vicios modernos; más bien, accedemos como lectores al proceso de razonamiento de alguien que se esfuerza por aclarar y argumentar sus ideas sobre la modernidad pero es incapaz de hacerlo: se distrae, se confunde, se deja llevar obsesivamente por extrañas imágenes oníricas (“El mundo moderno es una gran cloaca: / los restoranes de lujo están atestados de cadáveres / digestivos y de pájaros que vuelan peligrosamente a escasa altura”), y cuando se pone a enumerar los vicios su discurso acelera vertiginosamente y empieza a incluir elementos disparatados que son cualquier cosa menos un vicio. Por último, nuestra sensación –como lectores– de estar leyendo o escuchando a alguien que delira, que no sabe construir un argumento racional, nos lleva a pensar que el “autor” no puede estar de acuerdo con lo que dice, y que se trata en realidad de un personaje. Los profesores y estudiosos de la poesía repiten siempre que no es el autor biográfico quien habla en el poema, que hay que distinguir el “hablante” del “autor”; en la práctica, sin embargo, estamos acostumbrados a sentir, si no una identificación entre hablante y autor, sí una especie de respaldo por parte de este, una aceptación y no cuestionamiento de lo que se dice en el poema.

No es así en Parra. En una carta enviada desde Oxford, a su amigo Tomás Lago, en noviembre de 1949, volvió a vincular poesía y ciencia: “es necesario mirar a mis últimas poesías como hacia una ciencia literaria nueva”. Había que abandonar la “poesía egocéntrica de nuestros antepasados” en busca de una “reproducción objetiva de una realidad psicológica”, la cual no se conseguía “tratando de mostrar solo aquello que se considera revestido de cierta dignidad. Un poema debe ser una especie de corte practicado en la totalidad del ser humano, en el cual se vean todos los hilos y todos los nervios, las fibras musculares y los huesos, las arterias, las venas, los pensamientos, las imágenes, las asociaciones, etc., etc.”. En fin: el poeta “debe ser un ojo que mira a través de un microscopio en cuyo extremo pulula una fauna microbiana”. El sujeto delirante que habla en “Los vicios del mundo moderno” y en casi toda la antipoesía es, precisamente, eso: fauna microbiana, un objeto de análisis e investigación, y como “hombre moderno” un caso ejemplar de histeria y frustración para el poeta-científico, que elabora –con el frío, y a menudo irónico, distanciamiento de rigor– su discurso sobre el caso.

En libros posteriores, como Versos de salón (1962) y Obra gruesa (1969), Parra seguiría trabajando con técnicas narrativas y dramáticas sobre personajes antipoéticos literalmente fuera de sí, con los cuales pretendía encarnar de algún modo la precariedad psíquica –enajenación, sobresaturación de estímulos y siempre la frustración y la histeria– de los habitantes de nuestras masificadas urbes modernas. En esos nuevos libros, como el propio Parra ha señalado en entrevistas, el personaje se convertía en una especie de energúmeno que iba vociferando sus mensajes inconexos –a veces agresivos, otras veces patéticos– a interlocutores que no respondían, no le hacían caso o procuraban evitarlo.

Quizá la culminación de este trabajo de análisis e investigación haya sido la recreación del personaje histórico, Domingo Zárate Vega (El “Cristo de Elqui”), como personaje de sus libros Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977) y Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1979). Parra había conocido en su juventud a este predicador ambulante, que vendía sus folletos y declamaba sus sermones en los parques de Santiago, y lo escogió como un alter ego apto para los años más oscuros de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Escudarse tras la identidad y la voz de un Cristo de Elqui tan delirante como lúcido permitía al antipoeta resaltar la naturaleza “ficcional” de su obra y tratar temas –el abusos de los derechos humanos, los campos de concentración y tortura, la falta de libertad de expresión– que de otro modo habrían sido simplemente imposibles, y quizás incluso suicidas, en el enrarecido clima de miedo, censura y autocensura.

 

Poesía popular + poesía culta = Antipoesía

Nicanor Parra se crió en la ciudad de Chillán, situada en el valle central de Chile a unos 400 kilómetros al sur de Santiago. Al igual que sus numerosos hermanos –entre ellos los notables músicos y cantautores Violeta y Roberto–, se nutrió desde la infancia de la música y la poesía populares, y en alguna ocasión señaló que allí, en los suburbios de Chillán, nació la antipoesía, cuando él y sus amigos jugaban con la estrofa de una copla –“En una mesa te puse / un ramillete de flores, / María no seas ingrata, / regálame tus amores”–, haciendo una versión propia cargada de picardía infantil o preadolescente: “En una mesa te puse / un plato de chicharrones, / María no seas ingrata, / y abájate los calzones”.

            Parra se estrenó como poeta a finales de los años treinta. Impresionado, como tantos escritores de la época, por la noticia del fusilamiento de Federico García Lorca, intentó adaptar el Romancero gitano a un contexto chileno en Cancionero sin nombre, una obra que arrastraba muchos tics del granadino pero ganó el importante Premio Municipal de Poesía de Santiago en 1938. En ella estaban el léxico decorativo de la albahaca, el jazmín, las luciérnagas y el nácar y también una reformulación sui generis de las repeticiones lorquianas (“mira, mira”, “luna, luna”): “Pero hablando en serio serio / que nadie me niega niega / que cuando subo a caballo / me pongo mis dos espuelas”. Ahora bien, ya están los primeros indicios del antipoeta en ese primer libro: en las formas narrativas y dramáticas de Lorca trasladadas al mundo popular chileno, en los personajes comunes despojados de toda estilización y dignidad, en un lenguaje a veces brutalmente coloquial y en las altas dosis de humor. El tono desafiante y agresivo habitual en la antipoesía se hacía presente, además, desde los primeros versos del libro:

 

Déjeme pasar, señora,

que voy a comerme un ángel,

con una rama de bronce

yo lo mataré en la calle.

             

No se asuste usted, señora,

que yo no he matado a nadie.

 

La lección más importante que aportó Lorca a Parra fue la conciencia de que era posible franquear el abismo que había separado, de manera aún más nítida en Chile que en España, la tradición de la poesía culta de la poesía popular de raigambre oral. No existían clásicos chilenos como Quevedo, Góngora o Sor Juana Inés de la Cruz que se hubiesen explayado con destreza en ambas tradiciones. Esa lección lorquiana llevó a Parra, en obras posteriores, a un diálogo fructífero no con el romance español, sino con la tradición de estirpe hispana pero libremente desarrolladas en Chile de la “Lira popular”, las coplas y las cuecas, donde los elementos narrativos y dramáticos convivirían con mucho humor, con un lenguaje coloquial y con personajes y historias de la vida cotidiana. En gran medida, la antipoesía constituye una puesta al día de estos elementos dentro del molde culto y “moderno” del versolibrismo y del endecasílabo, que Parra maneja con insospechada maestría.

A lo largo de su vida, no obstante, Parra ha vuelto periódicamente a la poesía popular de octosílabos y rima asonante. Hay textos populares en las dos primeras secciones de Poemas y antipoemas; en 1958 publicó La cueca larga, un breve libro de cuatro poemas, dos de los cuales fueron musicalizados por su hermana Violeta; más tarde, en 1983, publicaría Coplas de navidad (antivillancico), y hay poemas populares también en el libro Hojas de Parra de 1985. En octubre de 2004, un “Especial Parra” publicado por la revista chilena The Clinic para festejar los noventa años del antipoeta, incluyó una selección inédita de las “Coplas de San Fabián”, muchas de ellas –se afirmaba– recopiladas en 1997 durante un viaje de Parra a su pueblo natal de San Fabián de Alico. Son coplas, se diría, del Chile más profundo: “Un cura se puso a miar / debajo de un limón verde / pasó una monja y le dijo / perro que ladra no muerde”; “Un cura se puso a miar / arriba una sepoltura / salió el difunto y le dijo / cuidao con la pintura”.

 

Poesía chilena + poesía anglosajona = Antipoesía

Los dos años que vivió Parra en Oxford (1949-1951) lo afianzaron en sus búsquedas antipoéticas. Carlos Bousoño, cuya Teoría de la expresión poética se publicó por primera vez en 1952 y sería durante décadas el libro más prestigioso de teoría poética en lengua española, planteaba una oposición central entre lo poético y lo cómico. Habría sido impensable en el mundo anglosajón. No es extraño, entonces, que Parra haya llegado en sus lecturas inglesas a las figuras canónicas de T.S. Eliot y W.H. Auden, dos poetas fríos, analíticos, y con notables momentos de comicidad en su obra; a Ezra Pound, cuya poesía estaba llena de “personae” y voces y que también había planteado, en un poema titulado “Salutation the Second”, las quejas y protestas de lectores imaginarios; a William Carlos Williams, que buscaba como Parra una poesía que respirara con los ritmos del habla; y también –Oxford, a fin de cuentas, es la cuna de los estudios clásicos– a Aristófanes, el fundador de la Comedia en Occidente, y a quien Parra mencionaría al final de ese antipoema inaugural “Advertencia al lector”:

 

Los pájaros de Aristófanes

Enterraban en sus propias cabezas

Los cadáveres de sus padres.

(Cada pájaro era un verdadero cementerio volante).

A mi modo de ver

Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia

¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores lectores!

 

            Si el Romancero gitano significó para Parra la dignificación de la poesía popular, sus lecturas inglesas constituían una dignificación del humor en la poesía. Hay lectores en España, fieles a la tradición de Bousoño, que han visto en la comicidad de la antipoesía una marca de superficialidad, pero el humor y la ironía del chileno están directamente relacionados al espíritu crítico, a esa mirada analítica y distanciada, esa grieta establecida entre el “autor” y su hablante. Por eso, en “La montaña rusa”, una breve poética que forma parte de Versos de salón, Parra rechazaba la figura del “tonto solemne” que había acaparado la poesía “durante medio siglo”; y en ese mismo año de 1962, en medio del discurso que impartió cuando Neruda se recibió como doctor “honoris causa” en la Universidad de Chile, Parra perfiló la más iluminadora –a mi juicio– de sus artes poéticas. Comenzaba así:

 

La seriedad con el ceño fruncido

(Se lee en uno de los antipoemas)

Es una seriedad de solterona

La seriedad con el ceño fruncido

Es una seriedad de juez de letras

La seriedad con el ceño fruncido

Es una seriedad de cura párroco

La verdadera seriedad es otra:

La seriedad de Kafka

La seriedad de Carlitos Chaplin

La seriedad de Chejov

La seriedad del autor del Quijote

La seriedad del hombre de gafas

(Érase un hombre a una nariz pegado

Érase una nariz superlativa)

 

Habría que imaginar, en la primera fila del auditorio, la incomodidad del homenajeado y muy narigudo Neruda.

 

Artefactos y trabajos prácticos

La trayectoria de Nicanor Parra como poeta visual se inició con “El Quebrantahuesos”, un diario mural hecho a base de un collage de recortes periodísticos que preparó en 1952 junto con Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky, y que se exponía en un escaparate del centro de Santiago.

            A mediados de los años sesenta, a raíz de su conocimiento en Estados Unidos de la contracultura y la escritura mural, Parra se embarcó en la creación de breves y afilados textos epigramáticos, pensando en un primer momento unirlos en un libro bajo el título de W.C. Poems, pero decidiendo al final bautizarlos como “artefactos”. Fascinaron a numerosos escritores y críticos de la época. El poeta y crítico venezolano Guillermo Sucre comparaba al chileno con Samuel Beckett en su ruptura del hilo discursivo y su “reducción total de los medios expresivos”; el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal hablaba de una “poesía que opera sobre el filo mismo de la nada poética”, mientras que el narrador chileno Antonio Skármeta celebraba esas “últimas composiciones, los epigramáticos artefactos, alados puñetazos, más desbordantes en su parquedad que un romance”, como “la más incisiva vanguardia de Latinoamérica”. En 1972, se publicó Artefactos, no en forma de libro sino como una caja de tarjetas postales, en la que los textos dialogaban con ilustraciones de Guillermo Tejeda. La obra suscitó una encendida polémica. En el ambiente ideológicamente crispado de la época, Parra –un “francotirador” que disparaba sus ironías a diestra y siniestra– se había convertido en persona non grata en grandes sectores de la izquierda chilena e hispanoamericana, y el humor de sus artefactos –por ejemplo: “Donde cantan y bailan los poetas / no te metas Allende / no te metas”; “Cuba sí / yankees también”; “La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas”– cayó particularmente mal en el contexto de la guerra de Vietnam y de la crisis cada vez más marcada que vivía el gobierno chileno de la Unidad Popular.

 

Parra siguió en Chile después del golpe militar de septiembre de 1973, y formaría parte de ese “exilio interior” de intelectuales que poco a poco superaron el miedo y el estupor para articular una voz opositora a la dictadura. En 1975, en la revista Manuscritos, se publicaron los ejemplares sobrevivientes del diario mural “El Quebrantahuesos”, y una serie de poemas visuales titulados “news from nowhere”, entre los cuales destacaba el texto “Filosofía natural” incluido arriba. A partir de comienzos de los ochenta, Parra se convirtió al ecologismo y tanto en el folleto Ecopoemas de 1982 como la antología Poesía política de 1983 volvió a reivindicar una superación de la oposición izquierda-derecha, pero desde una perspectiva ahora verde: “Socialistas y capitalistas del mundo uníos / antes que sea demasiado tarde”. En ese mismo año de 1983, Parra publicó una nueva caja de 250 tarjetas postales, Chistes parra desorientar a la policía poesía, con textos de contenido metapoético, ecológico y de oposición a la dictadura, dialogando esta vez con la obra de cuarenta artistas visuales.

Durante los años siguientes, Parra empezó a experimentar con lo que llamaba sus “trabajos prácticos”, objetos de desecho que intervenía con espíritu dadaísta –o neodadaísta–, sacándolos de sus contextos habituales y agregando un breve texto, escrito a mano, que sirviese como título. Así, una botella de Coca-Cola recibía como título “Mensaje en una botella”; un crucifijo vacío: “Voy y vuelvo”; un crucifijo con Cristo clavado: “El que pierde gana”; una bombilla rota: “El insecto de Edison”. Los trabajos prácticos se expusieron por primera vez en 1992, en Valencia y Chicago, en una muestra conjunta de obras de Parra y de Joan Brossa. A partir de ese año, el chileno empezó a experimentar con un personaje –un “corazón con patas” llamado inicialmente “El hablante lírico” y más tarde “Mr. Nobody”–, dibujándolo habitualmente sobre las bandejitas de cartón que se utilizan en las pastelerías, con una mano levantada señalando el texto de turno: “Respuesta del oráculo / hagas lo que hagas te arrepentirás”; “Muchos los problemas / una la solución: / economía mapuche de subsistencia”; “Yankee go home / & take me with you”.

            En 2001, se celebró una imponente exponente de los trabajos prácticos, rebautizados ahora como “Artefactos visuales”, en la Fundación Telefónica primero de Madrid y luego de Santiago. Cinco años después, en el Centro Cultural Palacio de la Moneda de Santiago, hubo una nueva y muy polémica macroexposición de “Obras públicas”.

 

Parra desde los años noventa

Hay escritores renombrados que a partir de cierta edad caen en la complacencia y en la reiteración ad infinitum de códigos ya conocidos de sobra. El caso de Parra ha sido excepcional. A partir del regreso de la Democracia, en 1990, ha desarrollado la impresionante trayectoria de su poesía visual que acabo de mencionar, pero se ha dedicado a la vez a otros dos proyectos literarios de alto voltaje.

            En 1990, se le encargó a Parra una versión de El rey Lear de Shakespeare para un montaje de la Escuela de Teatro de la Universidad Católica. El encargo lo fascinó, y Parra se dedicó en cuerpo y alma al estudio y traducción de la obra, que sería estrenada con gran éxito en abril de 1992; siguió revisando el texto durante más de dos décadas, hasta su publicación en Chile, con el título Lear Rey & Mendigo, en 2004. Se trata de una versión escrupulosamente leal al texto de Shakespeare pero a la vez libre y desafiante en su pertinencia lingüística a Chile y al siglo XXI.

            En noviembre de 1991, durante su recepción en Guadalajara, México, del Premio Juan Rulfo, Parra leyó el primero de sus “Discursos de sobremesa”, un nuevo género poético que inventó para lidiar con las obligaciones a las que se vería sometido cada vez con mayor frecuencia, como homenajeado, premiado o invitado de honor. Son textos que juegan con las fórmulas protocolarias de cualquier discurso formal –los agradecimientos de rigor, la falsa modestia, etc.–, y en los que Parra se autorretrata a sí mismo como personaje, problematizando de nuevo la identificación entre hablante y autor. El ser grotescamente vanidoso que habla en estos discursos es y no es Parra. Los resultados son deslumbrantes y han significado, desde luego, una forma dignísima de evitar los discursos soporíferos, plagados de tópicos, que hasta los grandes intelectuales se ven obligados muchas veces a reiterar.

            No puede haber, me parece, mejor forma de celebrar los cien años de Nicanor Parra que con una muestra de versos tomados de algunos de sus discursos de sobremesa.

 

            “Agradezco los narco-dólares / Harta falta que me venían haciendo / Pero mi gran trofeo es Pedro Páramo / No sé qué decir / A los 77 años de edad / he visto la luz / + que la luz he visto las tinieblas”

 

            “No me explico Señor Rector / las razones que pudo tener el jurado / para asignarme a mí / que soy el último de la lista / una medalla de tantos quilates”

 

            “Hay una sola explicación posible / El estado precario de salud / en que se debate el anciano decrépito: / Primaron las razones humanitarias / sobre las académicas & científicas / Éste es un premio a la longevidad / Acabo de salir / de mi tercera operación a la próstata / To P or not to P / that is the question”

 

            “Qué me propongo hacer con tanta plata? / Lo primero de todo la salud / En segundo lugar / reconstruir la Torre de Marfil / que se vino abajo con el terremoto. // Ponerme al día con impuestos internos // Y una silla de ruedas X si las moscas...”

 

            “Gracias Señor Rector / por este premio / tan contundente como inmerecido / Soy un monstruo insaciable / no puedo rechazarlo / Todas las flores me parecen pocas: / Es un honor muy grande para mí”.

Escrito en Lecturas Turia por Niall Binns

 Silencio, son noches estrelladas pirenaicas…, cordilleras y valles sin contaminación…, contemplando luminosos espacios; repaso los apodos de las constelaciones preferidas…, recibo los mensajes inconclusos de dragones azules mientras dan otro premio a José Antonio —amigo, hermano, malherido por ráfagas de tantos homenajes, pero lúcido, lúdico, hasta el fin...— y te vislumbro y sigo:

 

Ya ves, Miguel, que el cielo modifica sus bártulos casi todas las noches. Aquí también, pero con poca contundencia. La OPI está muy vieja.

 

Debe ser lo normal, pues los recuerdos —aun siendo procesados en altas horas de la madrugada— reflotan empapados, semihundidos, en este ordenador de mis infartos. Hay que escurrirlos…, gota a gota. Escurro, rasgo…, exprimo los olvidos.

 

Te mando intermitencias con troyanos para el cosmos-debate de tu cincuenta y tantos no sé qué. Las gotas caen al Turia…, y yo sigo mirando firmamentos.

 

No consigo ver Cáncer, el signo donde te hallas (como la barca de oro). Pero sigo inhalando fascinaciones del zodiaco con musas sondormidas y legañosas…, torno a evocar tus antipreceptivas políticas, sociales, insoportables o poéticas…, desde mi Capricornio surrealista, motaraz y de cola de sirena.

 

Las cenas de los gordos culturales están de moda por aquí. No se permite entrar en los corrillos a los no acreditados como voceras imperantes, si no llevan disfraz de intelectuales que denote que son considerados leídos…, “mu leídos”. Nuestros antiguos colilleros —y nuestro búho y nuestro gordo auténticos— eran más tolerantes. Cierto que en esa época también se recriaban radicales instigados por Santiago Lagunas o por ti, o por Buñuel y Luis García-Abrines, o por Pinillos y Perico Marín… Había recuas de borrachos, sin adicciones conocidas a la tortilla de patata, que ponían algún impedimento. Pero entrar en la OPI era muy fácil: todo podía depender de nuestro signo zodiacal dominante, en los momentos iniciáticos de nuestra aparición por Niké…, o de si caías en la gracia divina del chungón Gordo-Antonio, o del mirón maledicente Búho, para que no te hicieran imposible la vida y el café.

 

Tú viniste a nacer por el año 21 de nuestro siglo 20 patafísico, pero yo aterricé en el 35 junto a tu hermano José Antonio; unas generaciones más o menos denotan pocas diferencias en las secuencias de las espirales y de las teorías de las brañas y cuerdas. Pero tuvimos ocasiones de sufrir al unísono y de poner a prueba nuestras risas con la mandíbula batiente…, batiente y combatiente.

 

Mis primeros recuerdos, algo nubepensantes, sobre ti, son de cuando contaba trece años: tú ya eras el poeta incomprendido, pero también “el peladilla” para tus malvados discípulos. Te rememoro recomendándonos literatura junto a Pedro Dicenta. Nos dejabáis pillar muy libérrimamente…, cuantos libros queríamos de la biblioteca de la vela (hasta los incluidos en el índice consagrado por otros). Tú, Miguel, nos decías: para ser unos buenos transgresores lo mejor es San Juan de la Cruz (a pesar de ser santo), Homero, Gila..., y yo mismo.

 

Y una profunda voz de los espacios del rapsoda Pío Fernández Cueto…, ratificaba: “los mejores poetas del mundo, de todos los tiempos, son: Homero, Shakespeare, Labordeta y Pinillos” (risas).

 

Sí, amigo ciudadano, tú ya recomendabas que tanto tú como nosotros, debíamos tragarnos la podredumbre de la vida en broma; menos mal…, poemando. Pero nunca sabíamos cuándo hablabas en serio porque eras un somarda. Recordamos cuando nos explicabas la historia paradoxiana de las luchas de las clases sociales. Tenías un humor surrealista aragonés que se metía con el resto del mundo, pero con absoluta seriedad.

 

Se oye una voz, en off de los espacios, que sorpresivamente nos inquiere: —¿Y cómo era Miguel en las tertulias?

 

Pues Miguel se reía de sí mismo cuando hablaba o rugía, no practicaba la gravedad profesoral, no hacía frases largas ni preparadas, ni solemnes; era irónico, divertido, burlón…, por el contrario…, su poesía era larga y muy ancha, con versos casi interminables, de los que no acababan nunca ni deberían acabar aún. Nunca leyó ninguno en la tertulia.

 

Voz insistente y preguntona en off: imagino que tú no te das por aludido con su verso “Doy clases de Historia a cretinos simpáticos”.

 

No, o mejor, sí y no, porque éramos cómplices. Buscábamos el humor inteligente del huevo de Colón y del “otro huevo de Colón”. Él tenía que reírse de nosotros como se reía de su “cara de cura…”, o de su “pepino putrefacto y feliz”. Ello nos permitía a los alumnos la insubordinación improvisada frente al programa educativo del nacional catolicismo y las esferas de influencias.

 

Ya D. Miguel abuelo, el director del cole a quien llamábamos “el patas” porque tenía las piernas gordas y pisaba muy fuerte, también manejaba la ironía frente a aquella España violenta que ignoraba la posible lucidez del absurdo. Buscábamos que la triste existencia nos provocase risa. A Miguel hijo creo que le hubiera gustado ser como otros opositores guapos que tenían mucho éxito con las mujeres. Miguel no era un joven elegante, era descuidado o más bien, desastrado; pero sobre todo era un sarcástico muy tierno que amaba y se reía de sus alumnas favoritas, o “añoraba una cita en bicicleta en el florido Parque de San Jorge con la mocosuela enemiga más bonita del mundo”.

 

Ahora sopla el frío con el viento a estas horas duras de noche pirenaica y es que…, cuando se empieza a hablar de la relación entre Miguel y las mujeres..., se nublan las estrellas…, como en aquel susurro…, de “Galaxia mía, amada mía inexistente e inmortal…”. Estuvo enamorado de varias mujeres, las más hermosas de cada curso, pero además eran guapas de mente: Pilar, Encarnación, Paulina, Laura… Quizás a Berlingtonia la incluyó por reírse de la calle de Velintonia de Madrid donde vivía Aleixandre, a quien consideraba un cursi y aflautado poeta interesante. De todas formas si nos acercamos a su “Oficina Horizonte” estaremos muy cerca de sus vivencias y sentimientos amorosos.

 

Nuevamente interrumpe la voz en off de los espacios acusatorios: no supo enfrentarse a la realidad y decidió el abandono: “Destrui definitivamente / mi obtuso despertador cardíaco” (como si se propusiera dejar de enamorarse.) Se lo buscaba.

 

Ah, no…! También parecía enamorarse de algunas pseudonovias de los amigos o poetas, Esperanza, Gloria, Beatriz, Linnette, Silvia,… Incluso siguió enamorado de mujeres lejanas y familiares…, era muy cariñoso, con su madre, con sus cuñadas…, a Juana de Grandes la quería tremendamente.

 

---La pelma voz en off sigue dando la lata: ¿y habías detectado diferencias entre el Miguel más joven y el último?

 

Nunca hubo diferencia alguna, Miguel siempre fue joven, hasta cuando murió. Jamás estuvo aislado o, mejor dicho, siempre estuvo aislado, pero consigo mismo y con sus amigotes elegidos, y entre ellos, tuvimos mucha suerte los de OPI, lo recordamos siempre joven, con la cara de torta, la calva prematura…, pero su alegría interior de chico malo se le escapaba siempre cuando se ponía estupendo.

 

(Música de cine y bulla de tasca, olor a cigarros “Ideales”)

 

Voz preguntona en off: ¿y tú recuerdas cuando se fue a Madrid “con una escoba espiritual en la maleta”?

 

No coincidí. Pude vivir su mundo de Madrid pero sin él, con sus amigos y sobre todo con Dicenta. Yo solía frecuentar Madrid con mi padre, como Abogados con causas en el T. S. y quedábamos con Pedro Dicenta (amigo de ambos), con Novais (director de Le Monde en Madrid)…, e íbamos de tabernas, diletantes…, en el Ateneo nos juntábamos con toda la retahíla de jóvenes poetas, pero ya carcamales muchos de ellos, y empezábamos los primeros vinos por la zona de Echegaray, calle Príncipe, Cuevas de Sésamo, donde Dicenta tenía otra tertulia, el bar de la Abuela, bares de toreros y de tapeo… Dicenta había sido un gran guía de Miguel en Madrid y de Madrid sin Miguel. Sé más o menos lo que sabemos todos por sus poemas.

 

Pero hoy, en el Pirineo, siguen brillando las estrellas como lo hacían en Canfranc cuando las miraba Miguel; hoy conectamos como Ciudadanos del Universo y el firmamento nos transporta con emoción-luz-panorámica hasta los cineclubs que él frecuentaba: Losey, la Nouvelle Vague, Murnau, Einsenstein, Manolo Rotellar, Buster Keaton… Terminábamos recitando a este último con efluvios exiliados de Rafael Alberti y Pío Fernández Cueto, y con aquella novia Georgina que era su verdadera vaca. Pero en lugar de correr por los campos se iba al fútbol los domingos con aquella “Ululante muchedumbre de energúmenos en flor”. Miguel iba al fútbol, le encantaban los estallidos sociales: provocar, protestar, hacer el muermo y molestar a los espectadores: esto va mal…, ¡muy mal! (y llevábamos tres goles de ventaja)..., esto se va a poner peor, era un cenizo, siempre llegaba tarde para poder hacer preguntas intempestivas: ¿cómo van, cómo van?, ¿seguro?..., seguro que la vamos a palmar… Y luego componía sus poemas a esas muchedumbres que llenaban los graderíos: “espléndida cosecha de calaveras para el año 2.000”. Con el fútbol, se quejaba de todo, de los periodistas, de los jugadores…; a él le hubiera gustado ser un buen futbolista, grandes negocios, decía…, de compraventa…, de traspasos y cambios fenomenales…, y los árbitros tienen toda la culpa…, y cuánto habrán cobrado por los fichajes…, sobre todo el linier.

 

Miguel era muy tímido, como sus hermanos José Antonio y Donato, pero les gustaba salir de la timidez con ingeniosas chorradas socarronas. ¡Cuánto le gustaba hacer el gamberro a Miguel!, nos hacía faenas, salíamos del cine y tocaba un pito tremendo de árbitro…, y como era de noche venían los serenos: él ponía cara de serio director de colegio y nos dejaba a los demás con el culo al aire. Noctabulábamos por las callejas del Boterón y de La Seo, cantábamos al Deán bajo el Arco mudéjar…, procazmente Miguel las repetía…, todos nos esmerábamos para decir las máximas tontadas. Seguíamos de bares…, pero Miguel no bebía vino, le gustaba el agua mineral con gas y con tapas, muchas tapas; las banderillas las cogía de las caras, de güevo duro, de gambas… entrábamos en un bar y comenzaba su cosecha de tapas, comiéndolas deprisa para que no lo viese el barman…, los demás comíamos alguna pero nos daba vergüenza; era muy generoso e iba a invitar pero hacía sufrir algo a los del mostrador, y al final preguntaba: ¿se debe algo?, ¿lleváis dinero alguno de vosotros? Luego, casi siempre pagaba él.

 

Miguel elevaba a sagrado lo cotidiano sin sentido…, se inventaba entes divinos especiales para cada caso…, le encantaban los chistes de apóstoles, de Cristo, de Abraham, tenía un toque humano de humor irreverente, una cultura que nacía en los clásicos: Homero, Sófocles, Aristófanes y se perdía en el mundo esotérico remoto, porque leía de todo…, incluso a los físicos relativistas, a los alquimistas y a muchos esotéricos... Conocía a Confucio y a Zoroastro a través de Nietzsche. Miguel había leído a Dante, Milton, profundamente la Divina Comedia…, y todo ello le influyó y le reveló muchísimo…, y el existencialismo interior y el absurdo extensivo, Kafka, Ionesco, Sartre, Camus, Kierkegaard, Beckett… No era fácil “existenciar la vida en esos tiempos”…, y menos en España, pero intentábamos hacerlo.

 

Vivió, con fundamento su gusanera zaragozana..., era una esponja con agujeros negros y predispuesta a estímulos y luces de todas las vanguardias; también vivió, aunque poco, Madrid, París, Londres…, pero fue en Zaragoza, entre San Cayetano y el Mercado, donde supo encontrar un todo planetario de gentes —desde Luis García Abrines hasta Vicente Cazcarra— que comprendían desde lo más disparatado hasta lo más responsable, para contradecir ideas y vivencias, e incluso muertes provisionales o conclusas, pues de Luis García Abrines se han ido publicando sucesivas esquelas necrológicas, y aún colea (creemos). Sea por muchos años.

 

Compartí con Miguel y los Jounakos y Opicilos vida de merendolas —y de cafés y bares bastante intermitentes, en los que combinábamos la marginalidad cultural con la poesía y la risa, con predominio de esta última. Tragos amargos como la censura, o como tal amigo se muere, o tal se ha ido del pueblo para siempre, o a tal podemos verlo en la cárcel…, o la mano de hostias o torturas que le han pegado a tal…, íbamos superándolos con nuestras nubes de humor negro (bien cuidadas y bien estercoladas, como dijera aquel otro Miguel..., y Gila, Chummy, Mingote las codornices, los poetas absurdos, los ultraístas y los atragantados por los sorbos amargos de la vida…, nos ayudábamos a encontrar evasiones, como eran los libreros Víctor Bailo y Pepe Alcrudo, que dio nombre al “Grupo Pórtico”. Ellos ayudaron mucho a los vanguardistas…, ¡¡¡vaya pintores-planetas que eran Santiago Lagunas, Aguayo, Orús, Laguardia, Vera…!!!

 

Miguel fue el elemento aglutinante de aquel “gazpacho literario” (retruécano creado por el Búho y referido a la revista que publicaba el mismo Miguel, Despacho literario) de poetas y absurdos. Los opicilos iban y venían.

 

Voz espacial en off: yo me imagino a Miguel como un faro curioseando Zaragoza; me sorprende cómo atraía y aprovechaba todo; a unos los contrataba para el colegio y..., que Eduardo Cirlot e Ibarrola hacen la mili en Zaragoza… “¡pues que vengan al Niké!”. Y los que pasan unos días, también otros frecuentes visitantes como Cirlot, Gabriel Celaya o Blas de Otero o Fernández Molina…, seguían viniendo a saltos… Fernández Molina se instaló definitivamente en Zaragoza justo cuando murió Miguel.

 

Cerremos los ojos y pidamos un deseo, unas imágenes de los primeros decorados de Oficina de horizonte pintados por Ibarrola. Sugerían espelungas marinas de colores faubistas con andamios simuladores de una escala de faro abandonado, con cuevas y lucernarios para otear diversos horizontes…, y allí aparece Ángel, vociferando poemas surrealistas con gestos teatrales, contagiando sus amores locos a los espectadores: la obra se estrenó en el Teatro Argensola y la acción transcurría subiendo y bajando a lo alto del faro; recuerdo a Pío Fernández Cueto cuando lo interpretó, vestido de arlequín totalmente amarillo de plexiglas, con botas altas negras y brillantes, el director fue Pedro Dicenta; también había un departamento telegráfico para conectar con otros planetas, una especie de laboratorio telefónico-telepático, teledirigido, teletodo…, en línea directa con los dragones. Las dos actrices (musas contrapuestas) se repartían los despojos de Ángel hasta su aniquilación final por las fuerzas del orden. La voz en off de Saturno era emitida, con reverberaciones e intermitencias por José Antonio Labordeta,

 

Voz preguntona en off: ¿Fue muy grande la influencia de Miguel en Niké?

 

E.- En la OPI, que no en Niké, todos influían en todos y procuraban no influir en nadie, porque casi todos querían romper con casi todo y ser creadores por sí mismos. Miguel se dirigía siempre a las vanguardias y a la juventud. Le dolían las épocas que le había tocado vivir creyendo en los mayores. Tenía una gracia loca, lo pasábamos en grande con él…, compartíamos algunas trayectorias poéticas y artísticas, de las más rompedoras.

 

Algunos de los símbolos labordetianos nos causaron impactos duraderos; uno de ellos fue aquel de Valdemargris, habitante de 30 años de edad cuando lanza su mensaje de primavera a todos los jóvenes del mundo, una contraposición a los carcas, a los indiferentes, a los dogmáticos… Miguel en su poeta se lanzaba de manera profética para lo bueno y para lo malo, buscaba oxímoros y contrastes tremendos, le gustaban localmente y además todos hemos sido oximoronianos en el sentido mejor de las palabras, es decir, en poético lo que de otra forma sería maniqueísmo. Te permitía hacer los contrastes enormes y confundirlos y fundirlos, y tanto un significado como el otro te podían causar un impacto-amor como el que desprendía la poesía de Miguel y como creemos que él sentía o al menos nos hacía sentir a sus alumnos, discípulos, compañeros más jóvenes…

 

Mirando al este parece oírse a Labordeta discutiendo con Celaya…, o quizá es sólo el gran poema con el que Gabriel le escribió a su amigo Miguel. Se descubre a través del gran poema una visión crítica del libertario mundo labordetiano, plasmada desde moldes de un mundo comunista… Miguel ya mantenía sus diatribas agudas con Otero, Celaya, Dicenta y otros varios, entre los que contaba su querido discípulo Vicente Cazcarra, el jovencísimo Rey del Corral, Gómez de Pablos o el sociólogo Mario Gaviria, a quien consideraba comunista-yeyé.

 

Voz preguntona en off: ¿y sentía mucho las injusticias del mundo?

 

Totalmente en su piel y en sus poros, las trasladaba a sí mismo y en su mundo retrataba las profesiones elegidas: funcionarios, notarios…, salvando amigos como Ramón Laguna, gente que ganaba mucho dinero…, y sin embargo hablaba del obrero con cariño… Él denunciaba la injusticia pero la elevaba al absoluto, el mundo era injusto porque los dioses seguían siendo injustos, como dice aún Rafael Sánchez Ferlosio y como decían mucho antes el anciano de las manos traslúcidas de Lorca…, y el dios que estaba enfermo…, grave…, de Vallejo. Miguel, tanto o más que un creador lírico, fue un poeta social, lleno de innovaciones que no fueron reconocidas por las mediócratas antologías sociales. Pero hacía poemas a la sociedad de consumo mucho antes de que le asignaran tal nombre. Estaba cotidianamente al día de lo verdaderamente social, y cualquier transformación o alteración le interesaba, crítica y poéticamente, aunque se mostrara escéptico y pasota en alguno de sus poemas.

 

Hace bastante frío en las intermitencias de nuestra conexión pirenaico-astral y me llega un mensaje que dice Tao, tao, Yoga… Lo interpreto y lo siento relacionado con aquella misiva de hace tiempo: “Buenos Tauros, amigos, y hasta la quimera otoñal de Sagitario. Tao Tao”. Final del texto: “Jounakos, inventor”.

 

         La misiva ha llegado desde la Constelación zodiacal de Cáncer para un Capricornio de Zaragoza camino del otoño de 2010.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emilio Gastón

18 de enero de 2018

(Habla Ascensión. Farmaceútica. 2 de la tarde)

 

 

Despacho píldoras para el dolor del alma.

Puedo mirar a los ojos de un agonía

y determinar los días en que habrá sol dentro del pecho.

Mi horario es flexible,

mi humor variable,

como un termómetro de piel de melocotón.

Estoy acostumbrada

al ruido aséptico,

al nacimiento

de balanzas renqueantes,

a la tos de las aceras

y al gemido insomne de un madre recién muerta.

Mi color preferido es el blanco que se ensucia.

Detesto el goteo de las palomas

sobre el alféizar

y estoy aprendiendo

a dejar de fumarme el humo de las fábricas.

Un secreto:

            Suelo acomodarme en la barra de un bar los domingos

            y beberme el tiempo silencioso.

Tengo un novio sin sangre

que le lleva flores a la tumba de mi femineidad.

Y aunque apenas hago el amor,

siempre hay guerra en el canto de mi pubis.

Por eso bailo

            y bailo en mitad de las instrucciones.

Soy bárbara

y pequeña

y a menudo siento espanto de lo que fui.

Por eso invento un mal apócrifo

en las esquinas de mi carne

y en casa,

a salvo de las matemáticas, 

me tomo el pulso de un televisor.

No hay diferencia entre vestir un caramelo ansioso

o un corsé impregnado de mordiscos.

Y sé que la lluvia es roja

y que la espera es azul.

Alguien me contó que la felicidad

tenía cierto parecido

a la sangre adulterada de un viejo

pidiendo un cupón de descuento sobre la boca del mostrador.

Despacho vidas (de 8 a 3).

Entierro la pus de cualquier sueño.

Escrito en Lecturas Turia por Angélica Morales

18 de enero de 2018

A mi abuelo Antonio le dejo

mi nombre y mi miopía,

a mi padre un gesto que yo sé

y el amor desmedido por mi madre,

dueña entera

de esta nariz que le transmito.

A una rama de su familia,

la pasión por la música y las artes.

A mi tía Carmela,

cierta forma de mística.

A mi tatarabuelo Enrique, un sable,

o el gusto por los sables, no mellado

por la leva que lo puso en territorios

que yo sólo he pisado por turismo.

A mi abuela María, la mirada

y a ciertos tíos la melancolía,

que me privó de primos y de juegos

en jardines estériles.

A todo mi linaje, mi deseo

de cuerpos, que condujo hasta mi hoy,

pues crecieron y se multiplicaron

no como mis raíces, sino ramas

de esta luz que da sentido

a sus fúnebres sombras.

 

A vosotros, alocados, mi experiencia,

y a vosotros, sensatos, mi locura

que hizo que saltaseis los obstáculos.

Os lego mis sillares, mis orígenes,

y fundo vuestra estirpe en mi persona.

Cómo os moldeo, desvaídos.

Seréis como yo soy, desfigurados

vagamente por un tiempo que huye.

 

Reparto, distribuyo, dejo, doy.

Pero a ese del espejo, un parecido

que nada tiene que ver con la realidad.

 

 

                                  

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Rivero Taravillo

18 de enero de 2018

1

 

Si llamé fue porque mi hermano estaba el pobre como que se hundía, y yo estaba como que me hundía también sólo de verlo. Cada uno rodando por una pendiente distinta pero los dos hacia abajo a toda velocidad y no nos quedaban ya fuerzas ni palabras que decir. Por eso lo hice, no soy ninguna chivata. Creo que una hermana debe hacer eso, por más que se le haya repetido desde el principio, por activa y por pasiva, que en ese piso de estudiantes es la última mona y que a alguien que llega allí de nuevas a cursar su primer año de carrera lo que le conviene por encima de todo es tener muy clarito que callada está más guapa. No era el simple hecho de que mi hermano hubiese vuelto a consumir, dicho así, como si se tratara de un dato aislado del que simplemente se dispone o no se dispone, sino que había llegado a un punto en que se pasaba las horas tirado en la cama, a veces temblando mucho y otras sólo un poco, pero siempre temblando. Y cuando aparecía por el salón o la cocina caminaba como arrastrando los pies y con nada que le dijeras o te mandaba a la mierda de un grito o se le saltaban las lágrimas y te pedía un abrazo para esconder en tu cuello su cabeza, y quedarse allí todo el tiempo posible, hasta que al final había que hacer bastante fuerza si querías arrancártelo de encima y entonces se quedaba de golpe como solo en el mundo, sin cuerpo sobre el que vencerse y deslumbrado por la luz. Hacía llamadas que casi nunca le contestaban, escribía mensajes de texto a toda velocidad y luego arrojaba el móvil sobre la mesa. Miraba el reloj cada tres minutos, bebía a morro largos tragos de ginebra o de lo que hubiera por casa, culos de botella, los restos de las fiestas. Si le decía que no bebiera respondía que el terapeuta le había dicho que sí, que podía un poco si se notaba muy tenso. Un poco. ¿Y qué es un poco cuando ya los nervios están deshechos y toda la carne le tiembla como un pastel de gelatina? Sin decir nada, se volvía a encerrar a oscuras en su cuarto. Algunas veces echaba el pestillo y otras no, según prefiriera soledad a lo bestia o dejar abierta la posibilidad de que pudiesen entrar unos pasos que, con cuidado de no pisar nada de lo que había en el suelo (lleno siempre de todo tipo de ropas y trastos, las deportivas, los pañuelos de papel usados y todo aquel el lío de cables) se acercaran a tientas a la cabecera de la cama y luego escuchar la voz que esos pasos hubiesen traído, la pregunta por cómo se encuentra o el reproche casi dulce que se parece tanto a un consuelo algunas veces, y hacerse el dormido para oír esas mismas pisadas alejándose de puntillas camino de la puerta, sorteando de nuevo el ordenador portátil, el cenicero repleto, el cargador del teléfono, los calzoncillos usados. Y yo no puedo verlo así. No puedo estar entrando a su habitación cada poco rato para comprobar por mis propios ojos si todavía respira, si sigo teniendo hermano o ya no tengo hermano.

 

No puedo verlo así porque es un niño a fin de cuentas, aunque él no lo sepa, a pesar de la voz ronca, de la serpiente feroz de su tatuaje, de la chupa de cuero desgastado y de su piercing de punta saliendo del labio de abajo, como una lanza dirigida al mundo que quiere decir algo así como estoy bien jodido pero intenta tú acercarte y hacerme más daño si tienes cojones o simplemente tú que miras o me importa una mierda lo que pienses de mí. Pero luego lo ves llorar ahí, bocabajo, quedarse dormido y despertar de golpe, y sus ojos son los de hace poco tiempo, en casa de mamá, cuando se asustaba viendo los videos de películas de terror como si de alguna manera supiese que iban a ser de verdad, andando el tiempo, todos aquellos monstruos, las arañas gigantes y la sangre tiñendo las paredes; que llegaría para él una noche peor que la de aquellos cementerios de la pantalla, llenos de aullidos y sombras, una noche en la que el corazón pudiera reventarle en el pecho de tanto latir. Y yo veo ese niño en él. No quisiera verlo pero ahí está todavía, regresa sin avisar. Aparece y desaparece de sus ojos, ese niño. Cuando dirías que se ha evaporado para siempre, dejas pasar un momento y ahí lo tienes de nuevo, dando vueltas a un tazón de leche con Cola Cao. No pasa de un instante el tiempo en que se muestra en su mirada pero para cuando quiere volver a esconderse tu corazón ya es otro, más amargo y más grande. Yo creo que tener un hermano es en parte eso: poder ver un niño donde ya no está. Y también saber que no va a lograr comerse ningún mundo por más que a veces lo parezca; al revés, que la primera tormenta verdaderamente fuerte lo derribará.

 

Acabó en dos días con una caja de calmantes que tenía que haberle durado toda la semana y parte de la siguiente. No sabíamos qué más hacer. Y su novia, que se pega aquí el día entero, tampoco tenía ni idea de qué hacer, aparte de mirar la tele y estar pendiente por si la llamaba un rato a su cuarto o la mandaba a la farmacia o a casa de alguien con el que hubiera apalabrado por teléfono una bolsita de hierba. Y lo mismo sus amigas, que todas las tardes acudían a engrosar el retén y que formaban una especie de gabinete de crisis que en lugar de repartirse jarras de café americano y poner en marcha tormentas de ideas se limitaba a arreglárselas para que no faltasen nunca un par de litros de calimocho en la olla Express que ocupaba todo el estante bajo de la nevera, y liaban sus cigarrillos sentadas en el suelo y ponían sin parar esa clase de discos que hacen que por momentos parezca que todo va bien.

 

Y llamé. Pero no di, por así decirlo, una voz de alarma oficial. No llamé a mamá, ni mucho menos a mi padre. Si llamo a mi padre siempre pregunta sobresaltado qué ha ocurrido, y una vez que averigua que ningún camión ha aplastado a nadie su pavor pasa a estar relacionado con que se le pida dinero. Nunca sé a ciencia cierta dónde para, siempre lo imagino al otro lado del hilo en la habitación de un hotel con el torso desnudo y una toalla anudada en la cintura mientras una arpía de pelo enmarañado, cegada por la luz, pregunta desde la cama qué hora es, quién coño molesta ahora por teléfono y dónde cojones está el ibuprofeno. Puede que exista esa puta o puede que no, pero yo no puedo evitar sentir su presencia al otro lado cada vez que llamo a papá, sus cremas pringando las sábanas, su mala hostia, las tetazas salpicadas de gotas de perfume. No recurrí a ninguno de los dos. Llamé al tío Julio, que era una forma de avisar y al mismo tiempo no avisar, de poder compartir la losa que me había caído encima sin provocar un cataclismo ni sentirme del todo una traidora.

 

Yo había imaginado de otra manera la llegada del tío Julio. Supuse que vendría enérgico y resolutivo: qué está pasando aquí. Que cogería a mi hermano por banda y hablaría con el durante horas, quizá pasándole el brazo por el hombro, con una mezcla de ternura y firmeza: yo lo entiendo todo, que me vas a contar, te quiero mucho y todo eso pero esta vez vas a hacer lo que yo te diga. Que lo arrastraría a la ducha, que se lo llevaría después a alguna de las terrazas del parque de abajo y le haría beber enormes vasos de zumo de naranja natural mientras le obligaba a escuchar los pájaros al atardecer, que es algo así como el ruido de la vida cuando alguien se ha perdido, sobre todo si cierras un poco los ojos, porque trae a la cabeza, sin tú quererlo, los jardines medio olvidados de la infancia y también los que vendrán, pinares llenos de nieve, palmeras junto al mar y cielos de película con sus nubes veloces, parajes lejos de todo esto, de los trozos de papel de plata sobre la mesa y las sábanas revueltas y el chándal y la diarrea. Lejos de esta pesadilla de barrio, cada día más sucio con los montones de basura sacada a destiempo y dejada al borde de la acera, cociéndose al sol, junto a muebles inservibles y colchones llenos de manchas de orines y sangre puestos en pie contra los plátanos o los semáforos de la calle; y las ambulancias todo el día de aquí para allá y los mendigos que te abordan cada pocos metros cerrándote el paso mientras hacen sonar las monedas en sus vasos de plástico y te insultan y se te ríen con sus dientes verdosos. Lejos de los camellos y la sed, del olor a fritanga que sale de los bares, del suelo pegajoso de las aceras, de las coderas del jersey siempre manchadas de cerveza seca.

 

Yo supuse que el tío Julio podría poner al menos algo de poesía en todo esto. Al fin y al cabo, él pasó antes por algo parecido. Habla muy poco, y todavía menos de aquello, pero mamá nos lo ha contado como quien no quiere la cosa, en plan no me gustaría que le juzgarais por ello pero mirad los peligros que acechan ahí fuera, justo donde la libertad parece más jugosa y más deslumbrante. Tiene además unos cuadernos negros que suele llevar a todas partes en los que apunta cosas, llenos de borrones y abreviaturas. Pone cosas sobre el miedo y sobre amores que él tiene y no debiera tener, y culpas que arrastra y todo eso. Y a veces, en esos cuadernos de caligrafía endemoniada de los que yo había podido leer algunas páginas a escondidas, nombraba ese tiempo en el que fue un sonámbulo y pasaba días enteros en la cama, como ahora mi hermano, entre sudores y náuseas y paseos al cuarto de baño agarrado a los muebles y a los marcos de las puertas. Y había hojas enteras que hablaban del temblor. Y le llamé por eso, a pesar de que sabía que con mamá ya ni se hablan. Por eso le llamé.

 

2

 

Julio recibió la llamada de su sobrina a la hora de la siesta, cuando dormitaba en el sofá leyendo como de costumbre un periódico del día anterior. Recorrer desganadamente las hojas de un diario pasado de fecha era para él una especie de término medio entre no enterarse de nada en absoluto y la pulsión del hombre moderno, por sentirse informado al minuto, afán que consideraba tan fingido como enfermizo e inútil. No puede decirse que fuera precisamente invencible su curiosidad por cuanto pudiera estar ocurriendo ventanas afuera, en un mundo que, cada vez más decididamente a medida que pasaba el tiempo, pertenecía sobre todo a los demás. Desde su condición de prejubilado convaleciente, el tiempo era un animal monstruoso y lento que avanzaba dificultosamente hacia distintos ocasos yuxtapuestos: la caída de la tarde, la hora de las pastillas, el momento de ir pensando en ponerse el pijama y, al final, como al fondo de un pasillo oscuro igual que el que conducía en su casa a las habitaciones en desuso, el impreciso instante de empezar a morir. Había vivido estos últimos años repartido entre el miedo de que ocurriera algo, cualquier cosa, y el miedo a que no le pasara nunca nada más. Sobre la misma mesa baja en la que solía yacer medio olvidado el teléfono inalámbrico que sonó esa tarde demostrando de ese modo no llevar semanas estropeado, había también un plato con restos de ensalada, una botella de agua, un cenicero repleto de colillas, el mando a distancia de la tele y un café recalentado que había vuelto a enfriarse.

 

Cuando su sobrina le pidió que acudiera de inmediato, superada la reacción inicial de pereza y fastidio, en lo primero que pensó Julio fue en si él tenía una maleta y en qué demonios de armario podría estar. Y en que quizá debería afeitarse. Y se preguntó también si sería capaz de sacar un billete de tren por internet y, en general, si podría desplazarse sin mayores sobresaltos como hace todo el mundo cada fin de semana. El viaje que se le acababa de proponer iba mucho más allá de un simple cambio de ciudad: debía llegar hasta su antiguo barrio, al piso donde vivió de joven con sus padres y que ahora utilizaban los hijos de su hermana mientras estudiaban sus carreras en la capital. Tendría que sentarse otra vez en el mismo sofá frente al televisor y ver los cuadros de siempre atornillados en las paredes, las fachadas de enfrente a través de la ventana, los toldos verdes, el mismo cielo de entonces, el bar de abajo. Se preguntó si todavía estaría en el mueble del salón la colección de los premios Planeta encuadernada en rojo o las figuritas de adorno de bailarinas y payasos, y si el cuarto de baño conservaría aún aquel olor penetrante del after shave de color azul que usaba su padre, aroma a madrugón y a hombre como Dios manda y a la España que trabaja. Y si seguirían chillando desde sus jaulas en el patio de luces pájaros tropicales descendientes de aquellos que a él le destrozaban los nervios a la hora de la siesta. Eso sí iba a ser un viaje de verdad, y no esos otros que son cuestión solamente de kilómetros y paisaje. En ningún momento la enorme pereza que le daba todo eso le hizo dudar de ponerse en camino, independientemente de lo que su hermana, la madre de los chicos, pensará de él, de si le llamaba o no le llamaba de un tiempo a esta parte, de si le importaba algo. Se sentía responsable y hasta creyó notar, al oír cómo se quebraba la voz de la chica, eso a lo que otros se refieren como la llamada de la sangre. Por primera vez en muchos años tenía algo parecido a una misión.

 

Al poco rato ya iba en un taxi camino de la estación, recién duchado y con un tranquilizante disolviéndose despacio debajo de su lengua. Además de la ropa limpia incluyó en el equipaje algunos de los enseres de la lista mental de cosas que, en la época en que viajaba con cierta frecuencia, tenía como imprescindibles: un cortaúñas, el transistor, pilas de repuesto, sus cuadernos negros. Sabía que debía de haber algo más pero con los nervios no era capaz de recordar el qué. Alguna cosa se dejaba, eso era seguro, alguna cosa muy importante que su cabeza no era capaz de determinar por ahora cuya falta lamentaría llegado el momento. Con esa sensación había cerrado tras de sí la puerta dejando completamente a oscuras, allá adentro, un desorden de libros y retratos que eran en realidad el fondo casi perpetuo de su figura, la polvorienta enmarcación de sí mismo. A pesar de que daba paseos cada tarde, hacía su compra una vez a la semana y a veces hasta se sentaba un buen rato en algún banco del parque, esta vez, al atravesar el umbral de su casa, se sintió desnudo y extraño, fue como si saliese de una caverna en la que hubiera estado oculto durante un invierno larguísimo, aletargado en la penumbra. Sale de la oscuridad a la luz pero durante un tiempo tiene la sensación de que esa oscuridad gotea todavía de su cuerpo y ensucia un poco la calle, como si aportara cenizas o telarañas o polvo a una tarde que hasta hace un momento estaba limpia. Un viaje es como meter un cucharón en la densidad pegajosa de la mente y removerlo todo despacio y a conciencia, hacer que emerjan a la superficie recuerdos y palabras que estaban como muertos, agarrados al fondo de la olla. Durante el trayecto, mientras contemplaba por la ventanilla campos y barrancos, pensó en la clase de cosas que podría decirle a su sobrino. Cosas como no seas idiota, chaval. Cosas como que la vida es hermosa y valía la pena, palabras que en el acto habrían sido rotundamente negadas por su propio tono y su expresión de derrota, sus ojos hundidos, la piel de su rostro, a veces amarillenta o incluso verdosa según la luz que en cada momento la ilumine. Calculó que si iba por ese camino fácilmente podría darles a los dos, ahí mismo, donde quiera que estuvieran, un ataque de risa bastante amarga.

 

Han pasado unos treinta años desde que dejó el barrio y aún siente un miedo absurdo de ser reconocido al recorrer las calles donde fue humillado. La vez que vomitó en aquel portal, la vez que le echaron de ese otro bar, el callejón por el que regresaba a casa noche, las cosas que pensaba entonces, todo lo que llevaba en la cabeza, el miedo de su cuerpo, los nervios como cables despellejados. Se daba cuenta de que volvía, al caminar, una vergüenza antigua y un sobrecogimiento ya olvidado, y era como si tuviese que pedir permiso para pisar las aceras que en su día recorrió aterrado. 

 

 3

 

Estoy tumbado en esta cama y casi no me sale la voz cuando quiero pedir agua o que se acerque alguien porque noto que me voy, que ya me acabo, que me escurro al vacío, y no deseo estar solo cuando eso ocurra. Cuando llamo no acude nadie. Acude cuando ella quiere, mi hermana. Sé que estoy en su casa y eso quiere decir que si agonizo no lo haré como un perro. Lo sé porque reconozco algunos muebles y también adornos y libros que antes estaban en casa de papá y mamá, los álbumes de Tintín, las aventuras de Los Cinco y el mismo reloj despertador con un dibujo del ratón Mickey que convierte el silencio en una especie de tren camino del matadero. Todo es borroso ahora. Sé que viajé hasta Madrid porque me dijeron que el hijo de mi hermana estaba en peligro, y sé también que no lo salvé. Me pasó como les ocurre a veces a los que se lanzan sin pensar a rescatar de los remolinos de un río a alguien que se está ahogando.  No tengo una idea clara de qué ha pasado exactamente porque los recuerdos regresan tan apenas como figuras de un carrusel que gira demasiado deprisa al otro lado de una muralla de humo que se aclara y se adensa cuando ella quiere: un frutero lleno de cubitos de hielo, unos muslos tatuados, la música trepando desde el abismo, mis ojos cocidos en sus propias lágrimas. Noto que el embozo de la sábana huele al suavizante que se usó en casa toda la vida. Oigo voces al otro lado de la puerta entornada, la voz de mi hermana que se convierte en un murmullo para informar a alguien de que me muero, creo, y habla de una ambulancia y de los días que estuve en coma, cuenta a no sé quién entre susurros cómo me trajeron, los trámites, la fiebre, la tez amarillenta, y también las veces que me lo advirtió, una vez y otra vez, las mil formas en que me lo dijo. Y es verdad, hermana, tú misma me lo contabas hace tiempo para sacarme del mal camino, cuando yo corría a oscuras tras todos los venenos y era infinita la sed, que acabaría expulsando el hígado por la boca, acartonado y enorme, mientras  arañas y lagartos se paseaban por mi piel. Y ahora, herido en el combate, vuelvo así, como tú decías, vuelvo aquí, y es como si un caballo despavorido me arrancase en el último instante del campo de batalla y depositara ante tu puerta lo que queda de mí, este cuerpo roto, este hilo de vida estrangulándome.

 

Entras y me das de beber algo caliente, té o manzanilla o algo de eso. Y te recuerdo de niña, de muy pequeña, cuando jugabas a las cocinitas y me traías una minúscula taza de plástico llena de arena. Ahora sé adónde era en realidad este viaje y también que he olvidado algo y sigo sin saber el qué, quizás algo que debí traerte, puede que solamente unas palabras, poco más. Acercas el vaso a mis labios y tus ojos de repente son aquellos de entonces. Tener una hermana es eso, ¿no es así?, que pueda aparecer una niña aunque sólo sea unos segundos y después se aleje de puntillas dejando en el aire un vapor en el que por fin es posible morir respirando algo parecido a la dulzura. El borde del vaso está quemando. Sé que no se bebe en realidad. Sólo hay que hacer el gesto y decir después que está muy rico. Aun así, no sé si podré ya, hermana, hermana mía, estrella en la ventana al fondo de la noche, punzón de miel, flor y alfiler, no sé si podré: pesan tanto los párpados esta tarde como nunca en el mundo ha pesado nada.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Castán

18 de enero de 2018

No sé si las confidencias de viaje son frecuentes o infrecuentes. Sí sé, en cambio, que antes nos cuenta sus penas un viajero anónimo que el vecino con el que coincidimos en el ascensor o la escalera, que los individuos con los que compartimos café a media mañana. También sé que, cuando tales confidencias se producen, las recibimos con cierto desagrado: porque no queremos ser elegidos para secretos insignificantes o desahogos anónimos. Y, aunque no cabe pensar que cada vez que subimos a un tren vayamos a ser destinatarios de una de esas confesiones de viaje, a mí parece que me persiguen. La última me sobrevino hace un par de semanas. Había llegado a la estación de Atocha con mucha antelación, porque me había cansado de callejear y había recorrido ya la cuesta de Moyano arriba y abajo un par de veces con la consiguiente adquisición de mercancía anticuaria, así que compré un periódico (confieso que maldije el cansino azar con que nos castiga casi a diario la prensa, la inclusión en este caso de un dvd, que compré sin mirar, por casi tres euros) y me senté en la terracita de una cafetería minúscula y discreta. Otras veces me he entretenido observando el ajetreo, adivinando historias recónditas en las prisas de la gente, advirtiendo hastío o desamparo en los paseantes solitarios, desventuras de amor en los ojos turbios o confusos o vidriosos de las despedidas. En esta ocasión, cansado tal vez de proyectar improbables tramas de ficción sobre figuras ajenas, me limité a consumir la espera ante un café solo y ante las páginas brumosas del periódico. Con todo, lo acabé pronto (la prensa aburre, rumia sin fin nuestras peores insignificancias) y fue entonces cuando el individuo que ocupaba la mesa contigua hizo un ademán hacia el periódico y pronunció apenas una palabra. Puedo…, dijo. Consentí, naturalmente, con otro ademán, y el hombre alargó la mano para cogerlo, aunque con tal fortuna que resbaló el dvd y cayó al suelo. Sólo entonces llegué a ver el título de la película, El año pasado en Marienbad, como lo vio mi vecino de mesa, que no sólo se apresuró a recogerlo sino que contempló durante unos segundos la carátula antes de dejarlo de nuevo, con cuidado (las mesas de estas terrazas suelen ser diminutas), junto a mi taza vacía. Perdón, dijo al soltarlo. Curiosamente, dejó también el periódico, sin siquiera hojearlo. Le indiqué con un gesto que la invitación seguía en pie, pero con otro quitó él importancia (o así lo entendí yo) al periódico o a lo que fuere que le hubiera movido a pedírmelo. Sospeché que se culpaba de la caída del dvd y no quise insistir, que extremar la cortesía produce a menudo agobio y malestar. Así lo dejamos, pues. Y ahora, un punto desconcertado, sí me entretuve con mi pasatiempo de estación (historias secretas, desventuras de amor, distancias y ausencias, desamparo y soledades), aunque liberé de mi afición al vecino de mesa, porque no me atrevía a mirarlo tan de cerca con ánimo fabulador. Tampoco lo hice cuando al cabo de un rato se levantó, recogió el equipaje, esbozó un gesto de adiós (correspondí) y se perdió entre la gente.

A la espera de que apareciera mi destino en los paneles electrónicos, también intenté otras distracciones. Examiné, por ejemplo, la funda del dvd, la carátula a imitación de las antiguas carteleras, los créditos, el título original, los nombres, la sinopsis, las iniciales de los personajes, la información suplementaria, L'annèe dernière à Marienbad, Alain Resnais y Alain Robbe-Grillet (aunque fuesen alanos, decía que eran podencos, bromeé in mente), y fue entonces cuando me propuse rescatar de la memoria y del pasado el argumento. No era tarea fácil. Ni interesante. Ni posible tal vez. Han pasado muchos años, más de treinta, de cuarenta quizás, desde que vi la película, probablemente (no lo recuerdo) en algún colegio mayor de la ciudad universitaria, en aquellas sesiones nocturnas de cine fórum más o menos clandestino en que el gesto más inocente revestía inquietudes revolucionarias, o, acaso, en alguno de los cines que exhibían películas de las llamadas de arte y ensayo, es decir, raras, subtituladas y sin porvenir comercial, categoría que sin duda le cuadraba a El año pasado en Marienbad más que a cualquier otro título pasado, presente o futuro. No conseguí, sin embargo, sacar nada en claro del esfuerzo, extraer mínimamente un esbozo de la trama, sólo imágenes en blanco y negro de un lugar lúgubre y suntuoso y glacial y una voz en off hablando con monótona y obstinada insistencia de corredores, pasillos, senderos, estatuas, puertas, galerías, un completo laberinto estático, inanimado, acorde, sin duda, con la quietud esquiva de la historia. Nada más. Hice entonces propósito de ver la película cuando llegara a casa, pronto al menos, antes de que se desvaneciera la ansiedad en que nos hunde a veces nuestra propia inconsistencia. Vano propósito, he de decir, pues, aunque todo tiene explicación, lo cierto es que no la he visto.

Apareció finalmente en los paneles el andén en que se iba a situar mi tren, de modo que recogí el equipaje (maleta de viaje, bolso, los libros de Moyano, el periódico) y abandoné la cafetería. Todavía me entretuve un rato deambulando de un lado a otro, tratando de distinguir a los viajeros de los sonámbulos, filósofos solitarios del tedio urbano que hacen de la estación de Atocha su centro de observación, pero, fatigado del viaje y de la espera, bajé pronto al andén, busqué el vagón que me correspondía, subí y me acomodé. Al sacar el billete, había tenido la precaución de elegir el asiento que más me gusta, en la dirección de la marcha, con ventanilla a la derecha, y en el centro, en el único lugar en que los trenes regionales tienen una mesita abatible (admito que esta ubicación tiene ventajas e inconvenientes: no viaja uno encogido, pero puede compartir viaje frente a frente con vecinos incómodos). Me senté, pues, dispuesto a armarme de paciencia regional, a la espera de que arrancáramos y nos fuéramos poco a poco, con demasiadas intermitencias secundarias (este tren para en todas las estaciones, el trayecto parece un viacrucis territorial), acercando a casa. Y en esto estaba, concentrado en las musarañas, pensando qué libro de Moyano se adecuaría más livianamente al recorrido, cuando ocupó su asiento frente a mí quien iba a ser mi compañero de viaje. Perdón, dijo sonriendo al tiempo que colocaba el equipaje en el maletero. No voy a decir que me asombrara, porque las casualidades se producen, pero no dejó por ello de parecerme singular casualidad que se tratara precisamente de quien me había pedido primero el periódico en la cafetería y lo había rechazado después sin aparente razón de peso. Me pregunto ahora en cualquier caso si se trataba, o no, de causalidad, esto es, si ocupó el asiento que le correspondía o si, en vista de que el vagón iba casi vacío, prefirió hacer caso omiso a la ordenanza ferroviaria y eligió a propósito mi compañía. No lo sé, ni se me ocurrió entonces, y ahora ya no voy a saberlo. Lo cierto es que se sentó frente a mí y que al pronto guardó silencio, guardamos silencio.

No obstante, al cabo del rato, como si la coincidencia en la ubicación ferroviaria tras el azar de la cafetería nos obligara a cierta cortesía, el dvd sirvió para romper el hielo. Me refiero al hielo de la confidencia, no de la conversación. Porque hubo primero un intercambio neutro de informaciones y opiniones, sobre la lentitud del tren regional y sus incomodidades, sobre el viaje, sobre la actualidad (los titulares del periódico), pero sólo el dvd dio pie a lo que sigue. Como he dicho, lo había dejado todo sobre la mesa abatible, el periódico, la bolsa con los libros de Moyano y el dvd, y fue señalando el dvd como me preguntó de pronto si había estado alguna vez en Marienbad. No, respondí. En realidad ni siquiera sabía dónde estaba Marienbad, que, para mí, formaba parte más de la remota cinematografía universitaria que de la geografía europea. Fue también entonces cuando, como en trance de ensoñación o de nostalgia, confesó que él estuvo a punto de ir a Marienbad en una ocasión, hacía bastantes años. Pude ignorar el comentario, ciertamente, pero me pareció poco considerado no preguntar cómo había sido y cómo fue que no fue (que no estuvo en Marienbad, digo), pese a que no tenía interés alguno en conocer la respuesta o, a tenor del resultado, los pormenores del relato. Así empezó una confesión de viaje, o de viajero, la confesión de alguien que no sé si desahogaba su pesadumbre o evocaba la aventura de su vida ante un desconocido por el puro deleite de evocarla, de ponerle palabras, texto oral, de modo que no sabría decidir si hablaba para mí o si yo era simplemente el instrumento que le permitía contarse a sí mismo en voz alta una vez más su propia historia. Diré también que al principio no presté mucha atención a sus palabras, porque no soy significativamente curioso ni me atraen en exceso las pesadumbres ajenas, pero, a medida que avanzaba en el relato, experimenté una sensación contradictoria, cosa, por lo demás, que me suele ocurrir en muchas tramas de relatos románticos, penas y desventuras de enamorados, pero en esta ocasión fui perdiendo el tino del entendimiento y seguí la peripecia complacido.

Al principio se demoró en consideraciones varias sobre Marienbad: que tampoco sabía mucho del sitio, que para él tuvo en su día las mismas resonancias austrohúngaras (eso dijo) que para mí, etcétera, pero luego contó que había conocido años atrás, en Italia, en una especie de congreso internacional, a una mujer, extranjera, y hermosa, dijo, pero no italiana (no me quedó clara la nacionalidad, aunque ahora, por deformación quizás, la sitúo en las proximidades del mar Negro), con la que entabló una amistad circunstancial, casi de huéspedes de hotel. Pensé entonces en la dama del perrito (de ahí quizás lo del mar Negro), pero no dije nada. Duraron las sesiones tres o cuatro días y, tras las horas comunes de trabajo, el programa contemplaba generosos periodos de esparcimiento y distracción que mi interlocutor compartió con la hermosa extranjera, en grupo algunas veces, otras a solas, en paseos, conversaciones, sesiones de cafetería e incluso, la última noche, en una prolongada diversión festiva. Se despidieron a la mañana siguiente e intercambiaron direcciones postales (eran tiempos predigitales), no sólo con la hermosa extranjera, también con otros asistentes al congreso, pero sólo a ella decidió enviarle al cabo de un par de semanas una breve carta protocolaria. Siempre he visto mal, dijo, intercambiar direcciones para luego no usarlas jamás y entonces, añadió, vivíamos en una era postal, todavía se escribían cartas (género, por cierto, que no sólo ha caído en desuso, sino en el más absoluto olvido). Por eso le escribió, aunque sin duda no sólo por eso. Fue una carta también circunstancial en la que se limitó a añorar la belleza de la ciudad, el sosiego del hotel, la bonanza de las pocas conversaciones que tuvieron en el comedor, en la cafetería y en los jardines, el enigma final de la noche postrera. Para su sorpresa, la mujer contestó con prontitud (a vuelta de correos, se decía entonces), y no fue un mero acuse de recibo, sino una carta que, sin proponerlo abiertamente, requería continuación. Se entabló así una asidua, continuada y creciente comunicación epistolar que, como era de esperar o de temer, desembocó en una forma extraña de amor. Tal vez amor no fuera la palabra adecuada, dijo, nunca, de hecho, escribieron ellos la palabra amor, pero ninguna otra serviría para hacer comprensible el relato, porque sólo en un sentimiento así conviven el ansia y la necesidad.

No alcancé a distinguir si el amor (o lo que fuere) que sintieron, o que sintió al menos mi interlocutor, fue un amor sublime y superior, un amor por encima de la carne e incluso por encima del espíritu, o si, más probablemente, fue un amor verbal e imaginario, sentimientos ambos que en modo alguno estoy en condiciones de juzgar, porque nunca me han sido concedidos. Creo que la mayoría de la gente no está determinada para la pasión, que está determinada sólo para sortear los requisitos de la especie de la forma más discreta y anodina, pero no para estar por encima de la necesidad y, a pesar de ella, convertir su vida en una cima activa de pasión. Pues bien, al parecer eso era lo que sucedía entre mi interlocutor y la hermosa extranjera: que les unía una pasión por encima de la necesidad o, en todo caso, sujeta a una necesidad más allá de toda comprensión. Sin embargo, era en principio lo único que les unía, porque les separaban miles de kilómetros, y no sé hasta qué punto no era precisamente esa distancia en el espacio la que alimentaba su pasión. Casi estoy por asegurar que era así. Por desgracia, o por fortuna, entonces, en la época en que se sitúa la historia, no había más tecnología de la comunicación que el servicio postal, de modo que, a fin de cuentas, se trataba de una pasión estrictamente epistolar y aun diría que caligráfica. Se escribían con la frecuencia que exigían los sentimientos y la soledad, miraban cada día el buzón con impaciencia, apenas conscientes de que la palabra escrita servía de acicate a la pasión. Utilizo el plural (escribían, miraban) porque mi interlocutor lo utilizaba (escribíamos, mirábamos), aunque ignoro si esa agitación del espíritu y esa ansiedad formaban parte del contenido de las cartas o si mi interlocutor extendía su conducta por inercia y como consuelo a la hermosa extranjera. Sea ello como fuere, lo cierto es que fue él quien, en algún arrebato imprevisto, y aprovechando las circunstancias estivales, propuso encontrarse en algún punto intermedio. No sugirió ningún lugar, serviría cualquiera que a ella le viniera bien, o apenas insinuó un regreso a Italia, para volver juntos sobre sus propios pasos. Nada le haría más feliz, dijo, que la presencia y la figura. De hecho, sólo de pensarlo le entraban unos temblores y unos estremecimientos que no sabía si se debían al miedo o, por el contrario, al vislumbre del éxtasis, pues no lograba adivinar el grado de ventura que sin duda habría de derivarse de ese encuentro que ya se había hasta tal punto producido en su imaginación que no faltaba sino que la realidad viniera a certificar que, en efecto, todavía podía aumentar la compenetración de tan asiduos y fervientes corresponsales. Como las cartas tardaban en llegar varias jornadas, porque el correo internacional era lento y caprichoso, él siguió dibujando en cartas sucesivas la escenografía del encuentro, proponiendo ahora sí ciudades propicias (exóticas, románticas, monumentales) y describiendo el entusiasmo que lo invadía a medida que daba cuenta de lo que habría de ocurrir. Pero, al mismo tiempo, las cartas que recibía eran respuesta a cartas anteriores, de modo que cuando llegó la primera respuesta a la proposición primera y fue ésta negativa (no por falta de pasión, ni de voluntad, todo hay que decirlo, sino de las circunstancias, que a menudo se empeñan en torcer los designios de los hombres), empezó a avergonzarse de las cartas siguientes que él mismo había escrito y que, tras el rechazo, no sólo carecían de sentido, sino que provocarían en la hermosa extranjera, eso pensaba y no estaba equivocado, un sentimiento profundo de dolor, porque no harían otra cosa que acentuar con su entusiasmo la catástrofe de la imposibilidad del encuentro. Sintió, pues, un intenso ridículo, extraño además, de muy confusa sincronía, porque las palabras que lo avergonzaban estaban todavía en terreno de nadie, en la travesía postal de las comunicaciones. Era el rubor presente de una vergüenza múltiple y sin presente, de una vergüenza retroactiva, por lo escrito, y de una vergüenza anticipada, por la lectura de las cartas cuando llegaran al destino. Empezó entonces a desdecirse, a disculparse, a arrepentirse, y disculpas y arrepentimientos sobrevolaron Europa durante semanas. Las palabras, sin duda, surtieron efecto. Y por algún atisbo de esperanza que entrevió en las respuestas, decidió no hablar más del encuentro frustrado y aplazó para el verano siguiente un nuevo intento. Al fin y al cabo, pensó, la circunstancia estival se producía cada año. Continuaron, pues, con su pasión epistolar: cinco, seis, siete meses. No pudo, sin embargo, cumplir su propósito escrupulosamente, pues, llevado nuevamente por sus arrebatos, se precipitó otra vez en la propuesta de encuentro, más dichoso y venturoso ahora sin duda de lo que hubiera podido ser el anterior, pues bien se sabe que las dilaciones del deseo y la ansiedad actúan como fermento de grandezas. De ahí que su entusiasmo se desbordara de nuevo y que escribiera cartas y más cartas configurando la dicha de que al fin, y al cabo de tanto tiempo, iban a poder verse, a estar juntos, a saber en qué consistiría la presencia después de tantas palabras, etcétera. He dicho antes que las circunstancias se empeñan a menudo en torcer los designios de los hombres, pero a veces son los designios de los hombres los que desprecian los beneficios de las circunstancias. Eso al menos fue lo que él pensó cuando, por segunda vez, una carta aciaga de la hermosa extranjera truncaba toda previsión. No habría encuentro, pues. Fue así como toda la bienaventuranza se tornó desdicha y como su corazón rebosó de dolor y angustia y como por caminos indirectos (inversamente proporcionales, podría decirse) supo qué grado de felicidad habría alcanzado en donde quiera que fuera que se hubieran encontrado: exactamente el polo opuesto de su sufrimiento ante los hechos. Y fue así también como aprendió otra cosa: el gozo del dolor. (Tal vez tampoco ahora sea adecuada la palabra gozo, como no lo era antes la palabra amor, pero no siempre las palabras acuden en nuestra ayuda.) Al fin y al cabo, se dijo, toda pasión es dolor. Y sin penas ni servidumbres tampoco cabe imaginar venturas y felicidades. Se dedicó, por tanto, a explorar su dolor, a examinar con minuciosa reflexión cada detalle de su sufrimiento, a buscar en cada aguijón el néctar y el veneno (algunas retóricas no caducan nunca). Pero tuvo la precaución de no exponer estas ideas en las cartas que siguió intercambiando con la hermosa extranjera. De modo que sentía que se había producido en él un desdoblamiento y que era, por una parte, el hombre apasionado que escribía cartas y que leía con entusiasmo y devoción las cartas que recibía y era, por otra, el hombre que se había empeñado en llegar hasta el fondo en la exploración del sufrimiento, esto es, el hombre solo y dolorido que a sí solo se bastaba y consigo solo hablaba. Y ambos hombres se complementaban, como si gracias al segundo pudiera mantenerse el primero y gracias al primero tuviera consistencia el segundo, una suerte de singularidad recíproca, de esquizofrenia sentimental tal vez. Y ambos se necesitaban, como necesitaban la correspondencia con la bella extranjera, uno para ser feliz y otro para ser infeliz.

Y al cabo de una larga y penosa travesía de meses de correspondencia ambigua (porque él ocultó siempre la mitad amarga, o eso había creído haste el momento) llegó una carta hermosa y entusiasta y apasionada en que era la hermosa extranjera la que proponía por fin un encuentro entre ambos aprovechando las circunstancias estivales y la que incluso indicaba el lugar propicio: Marienbad. Marienbad, repitió señalando el dvd. Que, desde luego, no era ninguno de los sitios que él había imaginado en años anteriores. Cabe decir que nunca había sufrido él tanto desconcierto como al ver esa propuesta y que no suponía que podría sumirle en tan honda amargura. Pues sólo entonces advirtió que habían pasado los meses y que ni siquiera había pasado por su imaginación la posibilidad de un nuevo encuentro ni siquiera de su sugerencia. Fue entonces cuando supo por qué, fue entonces cuando supo que había encontrado su camino y fue entonces, en fin, cuando dejó de escribir cartas.

En este punto estaba la conversación cuando el tren empezó a aminorar la marcha. Mi compañero de viaje se levantó y alcanzó su equipaje. Estamos llegando, dijo (un plural afectivo). En la despedida le pregunté si había visto El año pasado en Marienbad. Dijo que no. Y, no sé bien por qué, le tendí el dvd. Quédeselo, dije, le sacará más provecho que yo. Sonrió, bajó del tren y lo vi ir por el andén de espaldas. En el último momento se volvió y esbozó un gesto de despedida (correspondí). Enseguida, al quedarme solo, me arrepentí del regalo y deseé que no se le ocurriera ver la película. Surgieron entonces en mi imaginación numerosas preguntas: contradictorias, esquivas. Me pregunté, por ejemplo, por qué la hermosa extranjera habría propuesto precisamente Marienbad como lugar de encuentro, cómo contaría ella la historia en el caso que de que aún figurara en su memoria y si la elección de Marienbad no sería a fin de cuentas una fórmula cultural para declarar de antemano la imposibilidad de cualquier reencuentro. Me pregunté también si no habría actuado el dvd como un resorte en la cafetería y no sería todo una invención ad hoc de mi interlocutor, el rescate de alguna historia decimonónica ajena o el resumen de alguna ficción romántica. Y también, por último, me pregunté si, en el caso de que no fuera una invención, sino un episodio real de su biografía, acaso la única verdadera aventura sentimental que requería actualización narrativa, no habría cometido un error al regalarle un dvd que podría desvanecer su historia para siempre al hacerle entender que en Marienbad nunca hubiera encontrado a la hermosa extranjera, que, de encontrarla, no le habría reconocido y que de todo ello sólo le habría quedado, en definitiva, una suerte de ensoñación en off con corredores, pasillos, senderos, puertas, galerías y estatuas, las estatuas vivientes en que se congela para siempre la memoria.

Escrito en Lecturas Turia por Gonzalo Hidalgo Bayal

18 de enero de 2018

Nuestra casa en Lobito Bay estaba cubierta con tejas de barro. Otras viviendas tenían tejados de zinc y otras aún los tenían de paja, amplios y en pico como si fuesen sombreros. Intercaladas al azar, el tipo diferente de las casas no las distinguía en materia de orden a la orilla del mar. Sólo manifestaba el origen de sus habitantes, hablaba de su resistencia al calor y a la incidencia del sol sobre la arena y la superficie del agua. Algunos, como nosotros, habían venido de la zona norte del Atlántico y necesitaban sombra. Otros habían venido del Mediterráneo y necesitaban un patio. Otros habían venido del Índico y necesitaban esteras. Los naturales del país apenas necesitaban nada. Tenían el sol, el agua, la fruta y la oferta del mundo natural. Pero si había alguna diferencia entre los pescadores y sus mujeres, algunas de piel más oscura, otras de piel más clara, esta diferencia se diluía por completo en la banda indistinta que sus hijos formaban al caer la tarde. Lo recuerdo como si fuese hoy. En Lobito Bay, cuando el sol se iba poniendo y partían los barcos a la pesca, nosotros, los hijos de los pescadores, nos lanzábamos en dirección al baldío, y allí corríamos juntos, como si fuésemos hermanos, hijos indistintos de un único y primer hombre del mundo.

Contó el profesor, cuando nos sentamos a la mesa.

Como si fuésemos hijos indistintos del primer hombre del mundo, formábamos una bandada de hermanos en plena competición por nada, añadió el profesor. En esta especie de exigencia de velocidad, la causa que nos movía era más fuerte que el objetivo. Mejor dicho, entre nosotros, la causa se confundía con el objetivo, y causa y objetivo se realizaban a un tiempo y en conjunto. En conjunto tomábamos posesión del terreno, en conjunto nos preparábamos. Como si la carrera fuese un acto oficial y último, en el momento de la salida permanecíamos tensos, ajustando con desvelo milimétrico los talones desnudos a la línea dibujada en el suelo. Concentrados, serios, contenidos, en cuanto oíamos la señal de partida nos lanzábamos a una carrera enloquecida, viendo desaparecer ante nosotros las piernas de los más viejos, y viendo seguir sus huellas a los más ágiles de entre los más jóvenes, ganando distancia, mientras los menores y menos ágiles iban quedando atrás, cada vez más atrás, sin perder, no obstante, el sentimiento de alegría de sentirnos lanzados a una carrera en la que sólo podrían resultar vencedores los más altos y ágiles. Para los de menor edad nos bastaba sentirnos incluidos en el número de treinta corredores de fondo que recorrían la faja de baldío que se extendía a lo largo de la orilla. Con eso nos sentíamos orgullosos de nuestra vida.

Éramos inocentes de todo lo que se pudiese decir con relación a la terminología atlética. No conocíamos la palabra sprint, ni las palabras match o team formaban parte de nuestro escaso vocabulario, una especie de mínimo denominador construido por sustracción entre las hablas diversas de nuestros padres. Verdad es que por aquel entonces, Frank Shorter se había transformado en el rey de las carreras y la palabra jogging se había extendido por los cuatro rincones del mundo, pero entre nosotros, sin televisión, sin periódicos, ni siquiera la palabra atleta era un término utilizado. Lo he dicho ya, lo que queríamos nosotros sólo era correr. Como desde siempre, como desde el principio del mundo, deseábamos sólo ser únicos, y deseábamos pertenecer. Pertenecer a la bandada de chiquillos cuyos pies alzaban el vuelo sobre la arena, formar parte de aquellos que tenían alas en los pies, alas en los brazos, alas por todo el cuerpo, y ser alguien entre ellos. Eso era todo lo que queríamos. Al final de la carrera, podía ser uno el penúltimo o incluso el último, eso no importaba. Compréndase. Cuando yo era niño en Lobito Bay, uno no estaba vivo si no corría. Dijo el profesor. Correr, sólo correr por correr, superar la distancia en medio de los otros, formar parte de aquella prueba de velocidad colectiva, eso era todo lo que uno pretendía, independientemente de quien iba detrás o delante, de quien caía y quedaba atrás sangrando, o de quien alcanzaba la meta con los brazos al aire declarándose vencedor. En nuestro mundo, ni siquiera había vencedor. Sólo había corredor. Corredor de fondo. Ser y pertenecer, esa era la orden única implícita en el desorden que nos envolvía. Como si fuésemos una bandada de pájaros rebeldes, que en vez de hacer ejercicios en el cielo prefiriésemos  hacerlos en la tierra.

¿Por qué no decirlo? Dijo el profesor.

Verdad es que a veces oíamos detonaciones rondando por el espacio abierto de Lobito Bay, y teníamos noticia de que más allá de la vegetación rala, había unos libertadores que vendrían un día a darnos lo que no teníamos. Oíamos disparos unas veces más lejos y otras más cerca, pero nada de eso nos importaba. Que disparasen. Lo que nos inquietaba eran los movimientos inexplicables de las bandadas de aves que pasaban ante nosotros. ¿Por qué daban vueltas en conjunto, los pájaros, sin equivocarse nunca? ¿Cuál de ellos lideraba el grupo, y cómo era elegido? ¿Cómo se distinguían? ¿Por qué aquella V abierta si volaban bajo, y aquella V aguda cuando volaban alto? ¿Por qué aquel quiebro súbito en la ruta, cuando iban en línea recta? ¿Y qué especies eran aquellas que formaban las bandadas, y que no se distinguían a lo lejos? Mientras, volando bajo, al alcance de nuestra visión, pasaban pardales, cuervos, garzas. En los charcos revoloteaban pájaros-secretario, gaviotas y grandes zancudas, los ibis rojos, el flamenco rosado. Pero el pájaro más amado por el grupo de los chicos de la zona de frontera con la ciudad de Lobito, a la que llamábamos Lobito Bay, era otro.

Era un ave pequeña, huidiza, un pajarillo que iba y venía, que ahora estaba o no estaba. Era la golondrina. Dijo el profesor, mientras nos servían el primer plato.

Había razones para eso, añadió el profesor. El pájaro favorito de los chiquillos en Lobito Bay era la golondrina porque volaba bajo, porque parecía no pesar nada, porque se desplazaba de modo tan rápido que no paraba para alimentarse, porque volaba con el pico abierto, convertido en un embudo, para engullir los insectos en el aire, siguiendo viaje sin perder un instante. Desde hace tiempo se sabía que la golondrina era el rey de los corredores, y tanto era así que entre el grupo de los mayores se había propagado cierto secreto que no se contaba a nadie. Pero el muchacho más alto y más ágil, el que más alzaba el brazo junto a la meta, un día, estando algunos de nosotros sentados en un escollo, escuchando a lo lejos los tiros de los libertadores, se olvidó de que yo era uno de los menores y confesó el secreto. Era cierto y seguro. Corría el rumor de que quien comiese el corazón de una golondrina acabaría convirtiéndose en el corredor más rápido del mundo. Por eso, él, el más ágil, ya había intentado todo para cazar una golondrina viva. Nos encontrábamos sentados en la arena, de cara a la carretera, y todos tenían la misma certeza. Quien comiese el corazón de una golondrina. Quien lo comiese. La cuestión es que corría el mes de marzo y pronto las golondrinas desaparecerían. Se acercaba la primavera en Europa. Dentro de unos quince días, machos y hembras ya habrían abandonado los nidos.

Dijo el profesor, iniciando sólo entonces el segundo plato, cuando ya todos habíamos dejado los cuchillos y los tenedores. Habíamos invitado al profesor, queríamos aprender del profesor.

Sí, también yo soñaba con esta captura imposible. Dijo él. Era de los que permanecían inmóviles en el suelo, antes de alcanzar a los que corrían. Nada raro, las manos me sangraban, la barbilla estaba desollada,  corría sangre de las rodillas. Incluso así, me levantaba rápido, y tan pronto la carne entrase en calor, y si no sangrase demasiado, continuaba yo la carrera. Una vez terminada, no decía nada. Cuando volvía a casa, me sentaba bajo la gran tipuana que bordeaba nuestra casa, sin decir palabra. No obstante, nuestra madre sabía lo que pasaba. Silenciosa, se acercaba con una palangana de agua tibia y un paño blanco al hombro, se inclinaba sobre mis rodillas e iniciaba la operación de limpiar las heridas. Con una pinza aguzada, retiraba uno a uno los granos de arena, luego con una especie de pincel, pasaba sobre las heridas una tinta roja que alargaba el aparato visual de las escoriaciones, dándoles el terrible aspecto de llagas. Al fin, como testigo de mi bárbaro esfuerzo y de mi vano estoicismo, mi madre movía la cabeza –“Déjalo, chico, uno nace para lo que nace. Tú no naciste para corredor de fondo, eso se ve. Déjalo…” Pero yo no lo dejaba. Dijo el profesor. Y en uno de esos días que siguieron al desastre monumental  de un trompazo colectivo en la arena, con varios de mis compañeros saltando por encima de mi cuerpo, pero ellos heridos y yo no, ocurrió un milagro en Lobito Bay.

Ocurrió al caer la tarde, casi de noche.

Verdad es que, más o menos, a aquella hora, llegaba hasta nosotros el sonido de los estampidos secos, de los disparos de los libertadores, pero no había ningún peligro, pues los tiros partían no sólo de gente que deseaba libertar a alguien, sino que además, fuese como fuese, esa liberación ocurría a distancia. Entonces no era necesario pensarlo dos veces. Si en la cocina faltaban aceite y vinagre, y yo era el único hijo disponible sería yo quien fuese hasta la cantina, un almacén, casi una barraca, que quedaba en el último extremo de la carretera. Los tiros sonaban muy lejos. Yo fui hacia allá, en una carrera, y nada especial aconteció. Fue sólo al regresar cuando ocurrió lo extraordinario. Cuando caminaba ya al paso, con los pies enterrados en la arena, de pronto, un pequeño cuerpo alargado de color azul-golondrina, cayó a mis pies.

Incrédulo, miré al suelo, y vi que el pequeño cuerpo fusiforme que había caído ante mí era realmente una golondrina. Una golondrina maltrecha, con las piernas rotas, caída de lado, agitando sobre todo un ala, como queriendo en vano alzar la cabeza picuda. Se trataba de una golondrina azul que perneaba ahí en el suelo, mirándome. Tan verdadera era, que en aquella luz amarillenta del ocaso africano, parecía negra, negra como en las leyendas. Las alas negras, el vientre blanco, el pequeño pico amarillo, todo era real y verdadero. Miré a mi alrededor, estaba solo, el mar, ante mí,mostraba su conformidad, y, encima, la bóveda celeste, casi oscura, también. No había duda. La golondrina era mía, sólo mía, y había caído del cielo. Había caído, sin duda, como resultado de un impacto contra los hilos eléctricos que marcaban un trazo continuo a lo largo de la carretera y se perdían más allá, pero, para mí, aquel pájaro, había caído del cielo. Las botellas de vinagre y aceite, metidas en la bolsa, quedaron bajo mi brazo. La golondrina, lustrosa como seda, e inmóvil, quedó presa entre mis dedos.

Sosteniendo la golondrina contra el pecho, corrí hacia mi casa. Dijo el profesor cuando ya nos servían otra vez el vino y el segundo plato. ¿Por qué razón no quiso servirse el profesor?

Él dijo. Sí, corrí hacia la casa, entré en la cocina donde mi madre, preocupada por mi retraso, estaba esperándome, pero antes de que pudiera decirme nada, e incluso antes aún de entregarle las botellas, extendí mis manos sosteniendo la golondrina. Conté lo que había ocurrido, lo conté  conteniendo a duras penas  la respiración, le expliqué lo que deseaba hacer con aquella golondrina que me había enviado el azar. Le expliqué sobresaltado, loco de emoción y alegría, que yo tenía que comerme el corazón de aquel pájaro. Mi madre se sentó, me pidió que abriera las manos, que le mostrase el pájaro que había caído a mis pies. Cogió ella la golondrina en sus manos, observó las llagas, le pasó la mano por encima, y me preguntó qué quería hacer yo.

-Comerle el corazón –dije.

-¿Y cómo vas a hacerlo? –preguntó mi madre.

Fui directo y claro, triunfador. -Primero le corto el pescuezo, después le quito las plumas del pecho, después con nuestro cuchillo de trinchar le saco el corazón del pecho. Después, cojo el corazón y me lo como…

Yo repetía lo que le había oído decir a mi colega mayor.

-¿Qué le comes el corazón así, crudo, tal como está dentro de ella? –quiso saber mi madre.

-Sí –dije yo. –Quien come el corazón de una golondrina cogida viva será el corredor más rápido del mundo. Yo voy a ser el corredor más rápido del mundo, madre.

Mi madre mantenía al animal herido entre sus manos, y no se movía ni acababa de disponer la cena. Estábamos encerrados en la cocina, porque así lo había querido yo, para que el pájaro, con un súbito aliento de vida, no pudiera escaparse por cualquier espacio mal cerrado de una puerta o una ventana. Mientras tanto, yo ya había cogido el cuchillo. Un cuchillo corto y pesado, de los de trinchar. Lo agité en el aire y sí, yo podía con él. Podía manejarlo. Y fui hacia la golondrina.

Entonces, mi madre empezó a decir que me entendía muy bien, que mi plan estaba muy bien, que era un plan muy eficaz, pero que ya era muy tarde, que mi padre estaba a punto de llegar y también mis hermanos, cuyas voces ya se oían allá fuera, y que para que aquella ceremonia pudiese realizarse con tranquilidad, lo mejor sería dejarla para el día siguiente. Al día siguiente, cuando mi padre estuviera aún en lo mejor de sus sueños, y cuando mis hermanos no se hubieran despertado aún, entonces podría hacer lo que había previsto. Sí, con calma, yo podría matar la golondrina, sacarle el corazón del pecho, y  comerlo en paz, como estaba previsto. Entre tanto, dejaría la golondrina metida en una caja de zapatos hasta la mañana siguiente, y la caja quedaría bien cerrada dentro de mi cuarto.

-¿Y si se escapa? –pregunté yo, suspicaz, inquieto.

-¿Cómo va a huir si tú mismo la guardas?

-Madre, esta noche no quiero acostarme.

-¿Por qué no?

-Madre, esta noche no quiero cenar.

Y me encerré en mi cuarto, sin cenar, y no pude dormir. Miraba la caja de zapatos. En la tapa de la caja, mi madre había hecho unos pequeños agujeros para que el pájaro pudiera respirar, y la dejó en la mesita de noche, al alcance de mi mano. Pues no. Yo no iba a quedarme dormido aunque los párpados me pesaban como si fueran de plomo. Me pesaban tanto que se cerraron por un breve instante.  O un largo instante, yo, siempre vigilando. Pero a la mañana siguiente, cuando desperté, abrí  la caja y no estaba la golondrina.

Dijo el profesor, dejando el tenedor en el último plato.

Sí, la caja estaba vacía, la tapa levantada, y la golondrina había escapado. Mis gritos despertaron a toda la casa. ¿Quién me ha robado la golondrina? Y, si nadie la robó, entonces ¿cómo se ha escapado? ¿Si estaba moribunda y paralizada cuando mi madre y yo la vimos por última vez, antes de cerrar la caja? Y aunque se hubiese curado durante la noche ¿cómo había tenido el pájaro fuerza suficiente para levantar la tapa? ¿Para cerrar la tapa? ¿Y por dónde se había escapado, si la ventana estaba cerrada, y también la puerta del cuarto? Ante mi padre y mis seis hermanos, todos de pie, de madrugada, mirándome, mis preguntas eran lógicas pero la respuesta era sólo una con relación a la golondrina. Hiciese lo que hiciese, ya no podría cortar su pescuezo oscuro con un cuchillo, no arrancaría las plumas de su blanco pecho, no arrancaría el corazón de aquel pecho, no podría comer el corazón de la golondrina. El pájaro había desaparecido, había desaparecido también toda mi esperanza, sólo el cuchillo, el pesado cuchillo que yo la noche anterior había soñado manejar con golpes certeros, eso sí estaba sobre la piedra de la cocina. Mis lágrimas, al mirar el cuchillo, brotaban en cascada. Y, encima, todos mis hermanos conocían ahora mi secreto, guardado hasta entonces con tanto cuidado. Conocían ahora mi esperanza secreta de convertirme en un gran corredor, el mejor del mundo, y eran testigos aquella mañana de mi profundo descalabro. Mis hermanos. Y así estuve llorando varios días no sólo por la pérdida en sí, sino, sobre todo, por la incapacidad de descubrir la clave del misterio de la desaparición del corazón de mi golondrina. Hasta que cambió la vida en las sendas de Lobito Bay.

Dijo el profesor, cuando ya no había ningún plato en la mesa.

La vida cambió inesperadamente en Lobito Bay, repitió el profesor,  y ya todos habíamos comprendido que el profesor repetía las palabras que más le interesaban, como si fuese un poeta.

Mi madre empezó a escatimar la comida, mi padre ya no fue más a pescar. Nosotros, los chicos, aún nos encontrábamos y nos preparábamos para  volver a correr, pero apenas una semana después los corredores del descampado dejaron de reunirse. De pronto, los rostros, todos los rostros, hasta los de los chiquillos, se habían vuelto sospechosos. Sin que nada hubiese  ocurrido entre nosotros, nos habíamos convertido en enemigos. Dijo el profesor. Los tiros sonaban incesantemente a nuestro alrededor. Nuestra tipuana fue alcanzada por los disparos y la palmera también. Rantantam, rantantam, se oía en los arenales de Lobito Bay. No tardamos en entrar  en un barco de fugitivos sin nada nuestro más que la ropa pegada al cuerpo. Tomamos asiento en un barco que salía del puerto, sin destino seguro, cuando los dos grupos ya se dispersaban por las calles y arrastraban tras ellos a gente que hasta entonces había vivido en paz. Y así nos apartábamos del puerto que siete años antes nos había visto llegar, a mis seis hermanos, a mi padre, a mi madre, unidos, sin nada en las manos, cuando el barco dejó el muelle y se hizo a la mar. Pero el barco no rebasó la barra. Una embarcación ligera, pilotada por libertadores armados, obligó al barco a volver atrás, con el pretexto de que había infiltrados del grupo rival entre los pasajeros. Entonces, se oyó una sirena marcando el retorno, y fue todo muy rápido. Dijo el profesor.

Estábamos de nuevo en tierra ante el pontón, siguió diciendo.

La pasarela oscilaba, el pontón oscilaba, nos pasaron revista, pues constaba que entre los embarcados había libertadores del grupo rival, que por ahora era el derrotado. Libertadores cazando a libertadores. Descubrieron a dos libertadores rivales. Uno de ellos fue llevado a la amurada y no se oyó más que el disparo. Pero el segundo libertador estaba justo ante nosotros, todos vimos cómo ese libertador era abatido. Mi madre tuvo tiempo aún de gritar a los hijos -¡Cerrad los ojos! Con la mano izquierda intentó tapar los ojos de mi hermano menor, y con la derecha intentó tapar los ojos del penúltimo. El penúltimo era yo, dijo el profesor. Yo tenía nueve años, mi hermano tenía ocho. Estábamos todos en silencio absoluto, pegados a los tablones.

Pero mi madre no podía impedir que durante toda la vida la violencia nos rodeara. No podía. Habíamos visto morir un hombre ante nosotros y ella no podía impedir que hubiéramos visto la mirada de terror del libertador que iba a morir, su cuerpo estremecerse, saltar y después caer hacía adelante. Ella no podía impedir que viésemos cómo la espalda del libertador que  disparaba sobre el que iba a morir, se alzaba y volvía a la posición de quien se dispone a iniciar un bailoteo, pero era para tirar otros cinco tiros sobre el pecho del libertador que teníamos delante. No lo podía evitar. Ni ella ni mi padre podían impedir que de la belleza de Lobito Bay se desprendieran al mismo tiempo el mal y el bien. Pues ¿cómo iban a hacerlo si  ni siquiera ellos podían impedir que, en nuestro propio corazón, cohabitasen al mismo tiempo la esperanza más pura y la más bárbara brutalidad? Lo deseaban, pero no lo podían conseguir. Como tampoco pudieron evitar el viaje por la Costa Occidental de África hasta Luanda, sin nada nuestro en las manos. No pudieron evitar de la Historia lo que es Historia, ni lo que en nuestra especie es característico. Pero la verdad es que tampoco pudieron evitar la imagen fundadora de mi vida. Dijo el profesor. Aquella que yo imagino que ocurrió en la noche en que una familia entera se puso de acuerdo para evitar que el segundo hijo más joven, el segundo hermano menor, agarrase un cuchillo y abriese con su propia mano el cuerpo de una golondrina. Cuántos hombres condenados a morir en el futuro no habrán evitado la muerte a partir de esta noche de armisticio acontecida en Lobito Bay. Toda mi familia reunida, mientras yo dormía, llevado por sueños de victoria, en mi cuarto.

Sí, me siento culpable, dijo el profesor. Sólo en donde no hay amor no hay culpa. Dijo también, y nosotros nos levantamos y salimos de allí mudos, uno tras otro. Lo habíamos invitado para que nos hablase sólo de la belleza, pero el profesor nos había transformado, e íbamos ahora hacia la terraza, y no sabíamos quiénes éramos.

 

Lídia Jorge

 

 

           

           

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Lídia Jorge

12 de enero de 2018

            Desde que se había separado de su mujer —de su compañera, decía él—, iba ya para tres años, Francisco Javier Núñez Blesa, Paco o Paco Ja para los amigos, solía pasar algunos fines de semana fuera de la pequeña ciudad de provincia en la que tenía instalada su consulta de dentista. El sábado se levantaba temprano, preparaba la maletita de ruedines que había comprado al efecto y se iba sin pérdida de tiempo a coger un tren o un autobús —no le gustaba nada conducir— para alguna ciudad o pueblo no siempre de las proximidades. Visitaba allí algún museo, alguna exposición que hubiera, la catedral o las iglesias más notables, y se pasaba horas callejeando sin rumbo no sabía si buscando algo o saliendo al encuentro de algo o más bien sin buscar ni perseguir nada, sólo andando, mirando, tal vez discurriendo o dándole vueltas a algo si ello no fuera ya igual que decir sencillamente andando.

Tanto el sábado como el domingo, pero especialmente este último, comía en alguno de los restaurantes que le aconsejaba la guía que había adquirido también para el caso, y el sábado por la noche buscaba algún local con música en vivo o bien alguno de esos viejos cafés que todavía tienen algo —decía él como si los demás no tuvieran ya nada— y allí se pasaba el rato leyendo tranquilamente la prensa y mirando en derredor, tratando incluso de hablar o pegar la hebra con alguien aunque no fuera una mujer. ¡Estás chapado a la antigua!, le dijo la chica con la que entabló su última relación íntima duradera —no llegó a durarle un mes—; “un tipo que lee los periódicos durante horas, y encima de papel, y se puede pasar todo el santo día en un café o caminando sólo por caminar no va ya a ninguna parte por muy dentista que sea”.

Desde entonces, y nunca supo si también por llevarle la contraria, resolvió emprender sus pequeñas escapadas de fin de semana, una al mes como mínimo y casi siempre dos. Aquel fin de semana, el fin de semana que inauguraba oficialmente la primavera, había ido a la capital. Tras una agradable velada en un céntrico local —tan céntrico que se llamaba Café Central— con buena música de jazz y buen ambiente, había pasado la noche con una mujer entrada ya en años como él pero todavía hermosa o más bien todavía con un hermoso cuerpo, con un cuerpo envidiable a sus años, según había pensado en seguida, aunque él no lo envidió sino que realmente lo tuvo.

“Eso de que realmente lo tuvieras está realmente por ver”, estaba ya oyendo que le decía a la vuelta, cuando se lo contara, su amigo Rafael Sánchez Garcés —Sánchez Gasset para los amigos—, profesor de filosofía del instituto e incansable caminante, con el que se le pasaban las horas volando mientras platicaban caminando por las orillas del río o, durante las tardes más frías de los fines de semana que no se marchaba, en el viejo casino provinciano.

— Bueno, pues no te lo creas —le contestaría.

— No es que yo me lo crea o me lo deje de creer; no es eso —le diría seguramente como ya antes le había dicho muchas veces—. Es que las cosas que se cuentan no son cosas porque hayan podido existir (realmente, como dirías tú) sino que son cosas porque se cuentan. Es el cuento, la palabra, lo que las hace existir realmente, con un realmente que, aunque tenga que ver, es muy dueño y señor en relación a la realidad que las pudo originar o no. Anota eso: tiene que ver, tiene que ver algo con la realidad, tiene que vérselas con ella y comprenderla, dicho sea en todos los sentidos de la palabra y por lo tanto de la cosa.

— ¿Así que, según tú —se veía ya preguntándole por hacerle hablar tal vez más que por otra cosa—, yo no he estado realmente con ese cuerpo o, por así decir, con ella porque realmente estuve sino porque te lo cuento? O dicho de otra forma: si hubo allí un “ella” que valiera, un “ella” y un “yo” que no eras tú ni podrás serlo jamás sino que fui yo, si hubo algo y se hizo algo donde no había nada, no es tanto porque lo hubiera y se hiciera sino porque te lo cuento. Es decir que, si ésas tenemos, el hecho —el hecho real y corriente—, de la misma forma que el pecho real y, en este caso, te lo aseguro, nada corriente, no es real porque fuera sino que es porque te lo he dicho. O sea que si no se dicen las cosas a lo mejor han existido, pero desde luego ya no existen. No habría así realmente otro hecho más real que el dicho, que es lo que hace ser a las cosas lo que son o ser reales. La mentira, entonces, haría la realidad lo mismo que la verdad, primos gemelos.

—Así es. No “a lo hecho, pecho” —le había replicado ya otra vez ante un caso semejante al de su fin de semana en Madrid— sino “a lo pecho, dicho”, porque si no se cuenta, el pecho tocado o, dicho en otras palabras (¿hecho en otras palabras?), la materialidad originaria del pecho empírico corre el riesgo de desaparecer, de no haber sido tocado, que es como decir de no haber sido tout court —según decían los dos pronunciando a la española todas y cada una de las letras como para no dejar escapar nada de lo que esas letras dijeran.

— “A lo dicho, pecho”, “dicho y pecho” —elevaría seguramente la apuesta Sánchez Gasset como en veces anteriores—, toda vez que el pecho corresponde ya ahora, en el ahora de la eternidad futura, esencialmente a lo dicho. De modo que te callas para no darme envidia.

— ¡Ah, con que pesas tenemos! —le podría entonces rebatir—, ¡envidia de los hechos, envidia penis vamos a decir, la envidia que las palabras tienen a las cosas! La envidia de la palabra teta a la teta propiamente dicha. Bueno no, propiamente dicha no —tendría que corregirse— sino propiamente tocada por quien la tocó y no por otro ninguno.

Así se pasaban las horas más crudas del invierno, filosofando o, como decía Rafael Sánchez Gasset, filosofando que es gerundio, que era la modalidad provinciana, pero no por ello menos fecunda, de la filosofía contemporánea. Aquí en provincias hay tiempo, tiempo y asombro, decía. A lo que Núñez Blesa le solía responder: sí, y mala sombra, que también es importante para filosofar.

Ardía en ganas de llamarle nada más llegar para quedar al día siguiente y darle cuenta de todo. Pero ya era como si lo estuviera escuchando: de modo que, resumiendo, el pecho que viste y que tú dices que tocaste —monumental, le contaría él, como la Almudena (el pecho de la Almudena, le faltaría tiempo para subrayar, ya que no podía hacer otra cosa, a Sánchez Gasset)— existe sólo de hecho porque lo has dicho y me lo has contado, o bien en cuanto dicho y contado, y no tanto en cuanto tocado o palpado o quién sabe lo que habrás hecho con el dichoso pecho, dicho también en todos los sentidos; es decir, que es un decir el pecho y que su existencia estriba en su haber sido dicho y contado y no palpado o acariciado o besuqueado o lo que quiera que hayas hecho fuera del lenguaje (pero fuera del lenguaje, amigo mío, decía siempre Sánchez Gasset o, según los días, Sáncheztein, fuera del lenguaje hace mucho frío). Para que me entiendas mejor: dicho y hecho, y no hecho y dicho.  ¿Me sigues?, le diría.

Te sigo, le respondería él como le respondía siempre aunque no fuera verdad —¿pero qué era la verdad fuera del lenguaje?: frío, puro frío—. Sí, la silicona del lenguaje, le podía decir ahora según su experiencia en Madrid; a lo que Rafael Sánchez Gasset, que no en vano era profesor de filosofía y no dentista como él, seguro que le contestaría que no, que no era eso, o bien que, siéndolo también a lo mejor, era fundamentalmente otra cosa o bien la otra cosa en esencia, lo otro en esencia, que parecía una marca de perfume pero era mucho más, lo mucho más que lo que hay. Que el lenguaje te tenga en su gloria, Sáncheztein, le decía cuando ya no valía seguirle, pues no debe de haber otra gloria que no sea una gloria de palabras.

 

***

 

En todas esas cosas iba pensando ya de vuelta el domingo en tren —otras veces había recurrido al empaste como metáfora, el empaste del lenguaje, a lo que Sánchez Gasset le había refutado que el lenguaje, siendo verdad que puede obturar y muchas veces obtura una caries de la realidad, más bien abre ésta o debiera abrirla—, cuando subió al tren un tipo que, por sus trazas y su porte, le obligó a dejar de dar rienda suelta a su viaje verdadero, es decir, a sus conversaciones, todavía imaginarias, con Sánchez Gasset, para concentrarse por completo en mirarlo en realidad.

Alto, pero no excesivamente, bien trajeado y de buen parecer en general, subió al tren segundos antes del cierre de puertas. Fue subir él y cerrarse las puertas, según se dice y según fue, y una vez arriba pareció ir en derechura adonde estaba Núñez Blesa. Iba hablando con el teléfono móvil y, sin dejar de hacerlo —sin dejar de escuchar más bien y de responder con monosílabos—, le preguntó con la mirada si estaba libre el asiento frontero al suyo. Los otros dos asientos estaban ocupados por una señora mayor, al lado de Núñez Blesa, y un hombre de una edad semejante a la suya en diagonal a él.

Algo contrariado —se había hecho ya la ilusión de tener libre durante todo el viaje el sitio de enfrente para poder estirar las piernas a gusto—, le contestó también con la mirada que sí y retiró en seguida el bolso que había dejado en el asiento —su maletita la había dispuesto en el portaequipajes de arriba. Desde el primer momento, como si de un imán se tratara, aquel hombre le atrajo poderosamente la atención. Por alguna razón no podía apartar los ojos de él, hasta el punto de que no tardó en darse cuenta de que podía correr el riesgo de ser interpretado como un verdadero impertinente.

Mucho más joven que Núñez Blesa —a no dudar todavía en la treintena—, el hombre no dejaba de escuchar el móvil y de responder a él con una solvencia y una precisión rotundas que en seguida le parecieron a Núñez Blesa fuera de lo común. Todavía no se había sentado —todavía estaba de pie con su chaquetón y todo encima del traje en el escaso espacio que quedaba entre las rodillas de Núñez Blesa y el asiento que iba a ocupar—, cuando sacando de un modo inverosímil de su funda una tableta digital después de haber dejado en la repisilla de la ventana el gran vaso de plástico que llevaba en la otra mano con su pajita correspondiente en el centro geométrico de la tapa, dijo “en seguida le llamo; compruebo los datos y en seguida le llamo”. No dijo más, no se despidió ni tardó un solo segundo en colgar tras haber dicho esa frase. Sólo entonces, con las mismas precisión y solvencia con las que contestaba al teléfono y como si tuviera tantos brazos como una verdadera divinidad india, o bien tanta destreza como un extraño animal o, según pensaría luego, un impecable artilugio técnico, fue cuando se quitó por fin el chaquetón, se aflojó ligeramente el nudo de la corbata, se estiró el traje y, tras atusarse el cabello, largo y pulcro y con un corte de moda, en un gesto que luego repetiría cada cierto tiempo, se acomodó al fin en su sitio sin haber dado la menor muestra de perder mínimamente la concentración.

Segundos, todo ello ocurrió en segundos, o más bien en milésimas de segundo, hubiera estado seguramente por decir Núñez Blesa, aunque eso ya sólo fuera un decir por mucho que Sánchez Gasset o bien Garcés, Sánchez Garcés, hubiera dicho otra cosa de habérselo oído decir. El caso es que, en menos de lo que se tarda en contarlo y sin haber soltado aún, por inverosímil que parezca, la tableta de las manos —el móvil sí que lo había dejado un momento sobre la repisa de la ventanilla junto al vaso de plástico—, en cuestión de nada (cuestión de nada: esto se lo tengo que decir a Sáncheztein, se dijo Núñez Blesa nada más haberlo pensado) el hombre joven impecablemente vestido estaba ya tecleando en su tableta con una concentración rayana en lo impensable. No la abandonó un instante cuando echó en seguida mano del móvil —había sonado en la repisa con un ligero clin tan discreto que apenas si lo oyó Núñez Blesa—, dio un toquecito exacto con el índice de la mano con la que no estaba tecleando e, injertándoselo entre el hombro  izquierdo y su mejilla inclinada como si nunca hubiera hecho otra cosa en la vida, empezó a escuchar lo que le decían con una imperturbabilidad tan rayana en lo impensable como su concentración y respondiendo “sí” de tanto en tanto, “de acuerdo”, “sin duda es posible”, “perfecto”, “sí, perfecto, no hay ninguna duda”.

Se volvió a atusar el cabello por delante, primero por delante apartándoselo de la frente con los dedos abiertos a modo de púas de un peine imaginario, y luego a un lado y a otro —cada cierto tiempo incluso por atrás, por el cogote, con un gesto sólo ligeramente menos sosegado—, y tras haber colgado con lo que, por mucho que no fuera casi nada, todavía era un leve toquecito del índice sobre la superficie del teléfono, marcó otro número en el móvil después de haber leído algo en su tableta con una atención que hizo que se le sombrearan un poco más las ojeras que enmarcaban sus ojos tras las gafas. “Cerrado el acuerdo, ya está”, dijo con un tono que no trasparentaba el menor sentimiento, “sí”, “sí”, “eso es”, y colgó sin despedirse siquiera. En ningún momento dijo “creo” o “eso es lo que me parece”, “podría”, “podría ser” o “vamos a ver”, sino “es”, “eso es”, “no hay ninguna duda”. Por un tipo así le había dejado su mujer a Núñez Blesa ahora iba ya para tres años; es comprensible, le dijo su amigo Rafael Sánchez Garcés caminando juntos por el río, es la marcha de los tiempos, el espíritu del tiempo.

A Sánchez Garcés también le había abandonado ya por entonces su mujer porque, como hecho real, no le hacía caso. Luego sí; luego, igual que antes de irse a vivir juntos, se consagró a ella podía decirse que en cuerpo y alma o, como él decía, en realidad y lenguaje, que es todo uno y lo mismo. A todo aquel que quería escucharle le hablaba de los muchos ratos hermosos que habían pasado juntos, de su belleza —tan irreal que parecía verdad, decía— y del vacío que le había dejado al abandonarlo; un agujero, un verdadero descosido de la vida. Buena parte de los paseos por el río de los primeros tiempos tras la ruptura se podía decir, y así era, que los habían dado los dos con ella, que, como hecho real, nunca les había acompañado fuera del lenguaje, seguramente sería por el frío. De modo que a ambos les habían abandonado por el espíritu del tiempo, por la marcha de los tiempos, eso que seguramente tenía ahora Núñez Blesa ante sus narices y por eso no le quitaba ojo aun a riesgo de parecer desconsiderado.

 

 

 

Nota.- El texto que aquí se presenta comprende las dos primeras partes del relato del mismo nombre.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por J.A. González Sainz

12 de enero de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dormir en la misma casa,

tú en tu pequeña habitación,

yo en la mía, que es también pequeña,

pero un poco más grande que la tuya,

es un privilegio.

 

Saber que estás al otro lado del tabique me da paz.

 

Pero hoy te has quedado dormido,

y llegas tarde al instituto.

 

No sabes la pena que me causa

que te pierdas una hora de clase.

 

Las leyes de los hombres –yo las conozco—son inflexibles,

y debes aprender a convivir con ellas,

como yo lo hice.

 

Me he quedado pensando en tu futuro.

 

Daría mi vida por protegerte mañana,

por que no te alcance nunca ninguna desdicha,

ningún dolor, ningún veneno de los hombres.

 

Abro la ventana de tu cuarto y miro tus cosas y me conmuevo.

 

Adoro todas tus cosas.

 

Adoro tu letra, pequeña, dulce, humilde,

la letra de un alma bondadosa.

 

Adoro tu ropa colgada en mi armario,

tu cazadora marrón, que me encanta.

 

La fragilidad que expresa tu cuerpo me estremece

y me alegra al mismo tiempo.

 

Estás todo el día con los cascos, cuando te hablo no oyes.

 

Vives para el teléfono móvil,

y poco para mí,

que vivo para ti.

 

Me gusta prepararte bocadillos delicados.

 

Pienso en que tendrás hambre a media mañana.

 

Adivino tu vulnerabilidad y sufro.

 

En ti me convertiré en ceniza

y tu vida nueva verá

la caída de todas las cosas

que me hirieron.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

   Fernando del Val es periodista, pero también poeta, hombre de radio y esencialmente hombre de letras, ha cultivado el ensayo y muy importante es su libro de entrevistas Si te acercas más, disparo (editorial Difacil, donde ha publicado su obra esencial, en el año 2017).

  Del Val es también un hombre de mirada atenta, ha participado en los equipos de El Ojo Crítico y La estación azul, entre otros, su labor de periodista y columnista en El Mundo en Castilla y León desde 2003, además de colaborador de Turia, le hace acreedor de una notable trayectoria en nuestras letras, dada su juventud, el año que viene cumplirá cuarenta años.

   Una trayectoria tan prolífica ha dado cinco libros esenciales de poemas, editados todos por Difacil, editorial que lleva siempre con buen tino Cesar Sainz, los libros tienen una portada elegante donde se esconde el influjo de del Val de una poesía misteriosa y profunda que merece destacar.

   Amanecer en Damasco se publicó en el 2005 y en él vemos una poesía bien hecha, de profunda lectura, son poemas en clave, con misterio, donde el lenguaje lo es todo (esencial en la poesía de del Val), hay un afán por hacer del verso un enigma que el lector ha de traducir, porque, como siempre ha dicho Francisco Brines, hay un segundo creador tras el poeta que hace el libro, el que lo lee, este lector es traductor también, he elegido un poema del libro titulado “Maletas”, donde expone el tema del libro que es, en mi opinión, el afán de crear un lenguaje que nos salve de la ruina de la vida, es en esa búsqueda donde la palabra triunfa y obtiene el rédito que esperamos:

“El cuerpo doblado de las persianas / golpeadas por el viento / las copas de los árboles / un rayo deja herida la atmósfera / a la espera de cura. / mil rayos nunca mataron un cielo / pero pos si acaso / todo amanecer es yodo para –los- desánimos”.

    En el poema late el deseo de crear, ese afán de sentir que la vida es siempre “amanecer” porque algo nos golpea (el viento, los árboles que cimbrean), para darnos a entender que hay que tener una fe, puede ser en la poesía pero puede ser en aquello que nos salve de nuestra ruina vital, de la desolación de sentirnos solos ante el mundo.

    Hay en el lenguaje de Fernando del Val enigmas, palabras que van bailando para producir el efecto que llega al lector y que permite la imaginación que vive en el poema.

   El homenaje a Damasco también es hermoso, `porque vuelve el amanecer, ese momento del día que le gusta al poeta, donde todo cobra sentido:

“Damasco, serigrafiada tras la anatomía / del cristal / y el bajorrelieve de tu mirada, / amanece, pero a tu lado”.

    Cuando dice el poeta en otro verso: “El ahora bien podría haber sido esta mañana” ya nos está diciendo que el tiempo es eterno, en la belleza del paisaje, en su fluir, vive la Antigüedad y la historia, la vida en todo su esplendor.

      Llega su homenaje a Nueva York, aquella ciudad que fascinó a Lorca para encontrar en ella la deshumanización latente de un mundo moderno siempre en perpetua construcción, si del Val mira el paisaje neoyorkino extrae de él heridas y cicatrices, pulsa con acertado tino el don del lenguaje que se hace poesía. Primero llegó Orfeo en Nueva York (2011), donde va gestando poemas como sinfonías, musicales, de enigmático mensaje, se vale del mito de Orfeo para ir creando poemas con mensaje, que parecen en sí aforismos, como deudas con el destino.

    No sé si hay una deuda latente del Jenaro Talens de Orfeo filmado en el campo de batalla, pero sí que aprecio ese deseo de hacer del poema una cámara que filma la ciudad, la va desnudando lentamente, no en vano cita a Cocteau en un poema corto:

“Amanece /el árbol de un manicomio / pronto despegarán los primeros gorriones / en cámara lenta / filmados por cocteau”.

     No parece arbitraria la minúscula para el director de cine y ese afán de cámara lenta que es la vida en realidad cuando nos ponemos a pensar, hay paisaje y cine en este libro, la ciudad admirada por tantos se convierte en algo onírico para del Val, como dice en este otro poema:

“Mienten las cenizas cuando se posan en los tejados / miente la muerte / mienten las mentiras / todo es acabose / estamos hechos de irrealidad premeditada”.

     Nueva York es visto como un sueño, los túneles, los metros, la soledad de los rascacielos, aparece el Hotel Plaza, King Kong, Audrey Hepburn, referencias cinematográficas que convierte del Val en acto de lenguaje, sus versos son caligrafías de idiomas que no son el nuestro, que van dando claves para entender la desolación de la ciudad amada y odiada, la gran Nueva York.

   Continúa esa senda con Lenguas de hielo (2012) que editó, como todos los libros comentados, Difacil, aparecen poemas cortos con algunos en prosa, que casi acaban el libro, de nuevo esa desolación, ese mundo deshumanizado de la Gran Manzana, hay un poema que me gusta especialmente, ese homenaje a Cernuda, poeta del desencanto y de la memoria:

El pájaro muerto al que se refería Luis Cernuda / estrella desterrada del trono de la noche / quizás asesinado a manos de alguien triste en los muros del cielo / lo encuentro yo cada mañana apostado al otro lado del ventanal / cojeando en la repisa / lleno de la poca libertad que le cabe en el pico / la desolación de la quimera / nunca sabré si se refería a un animal o a un proyecto de vida”.

    Hay algo lorquiano en estos versos: “ese pájaro muerto” que nos recuerda a su Poeta en Nueva York, porque la ciudad asesina con sus manos a la Naturaleza, tal es el poder capitalista de esa ciudad adorada por poderosos y gente de éxito, insensible a la verdad del mundo.

   Concluye ese “homenaje” a Nueva York con Regreso al Metropolita (2013), publicado en el año 2013, vemos en este libro el mismo tema de fondo, la ciudad que deshumaniza todo, donde las personas casi no son, son meros transeúntes que parecen pájaros muertos, recordando el poema anteriormente citado:

“an new york am new york am new york / grita una mujer a mi espalda / no ha demenciado / no se cree más de lo que es / está repartiendo el diario gratuito”.

    Ciudad de sueños, donde la mayoría no llega a triunfar, solo a  sobrevivir, ciudad herida en los cuatro costados, como nos va mostrando en unos poemas muy esenciales, pero recojo esta vez el final de un poema en prosa:

“Decía Melville, quien tanto gusta a Eduardo Lago, en Moby Dick, que los hombre que no logran superar los absurdos y las sinrazones de la vida terminan yendo al mar. Quién no es un inadaptado. Por si acaso, intento dejar en tierra cosas a recaudo, mi ordenador con poemas, libros sin publicar y así”.

    Resume bien este libro, todos somos inadaptados, seres que ven el paso del tiempo sorprendidos, porque apenas entienden nada, un mundo que nos va deshaciendo, nos hace casi invisibles, como esos ciudadanos de Nueva York, tapados por rascacielos y por soledades.

    Se trata de un libro que cierra la trilogía y demuestra que del Val es un gran poeta que entiende la sinrazón de la vida, pero que hace del lenguaje un sortilegio para ir soportándola.

     Y en el año 2017 llega Los años aurorales, premio Ojo Crítico, merecido premio a una labor que ha ido gestando años, a través de sus libros de poemas, su labor de periodista, sus ensayos, su libro tan interesante de entrevistas, etc.

     En Los años aurorales ha ido buscando la esencia de su poesía, en la estela juanramoniana, como si del Val dijera aquello de “Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas”. Su lenguaje se concreta y va a la esencia, así nos deja poemas con eco, que debemos interpretar en nuestro fuero interno:

“sería otoño / pero / el aire aún conservaba  / un olor destellado a luz”.

    Me quedo con esos versos, porque late la esperanza, la desolación anterior deja ese destello de luz, puede que estemos en sombras, nos dice del Val, pero queda algo de amanecer, el que tanto aparece en sus libros, el vacío, la inconsistencia, nuestra levedad, siempre deja algo eterno, una esperanza, un devenir, un volver a ser.

    Con este libro hay aurora, hay deseo de creer en la vida, en la existencia, celebremos este libro premiado y a un poeta de mirada honda y verdadera, que ha ido gestando una obra poética cada vez más madura y llena de matices.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

            Cuenta Alfredo Castellón que, mientras preparaba con su amigo Julio Alejandro en su casa de Jávea el guión de San Manuel Bueno, mártir, éste le espetó: <<¡Pero mira que eres raro, hijo mío!>>. Una rareza que, de ser cierta, le coloca en un lugar un tanto marginal de la cultura española del siglo XX pero que, ante todo, revela su capacidad de hombre polifacético, de variopintas aficiones y profesiones: licenciado en Derecho, dramaturgo, realizador de televisión, cineasta, escritor de literatura infantil, director teatral, viajero, ocasional poeta, articulista, cuentista, ensayista... Efectivamente, el raro Castellón (Zaragoza, 1930) estudia Derecho en Zaragoza, Santiago de Compostela y Oviedo, aunque no ejercerá nunca la abogacía; de hecho, ya en 1954 se matriculará a instancias de José Pérez Gállego en la Escuela Oficial de Cine en Madrid —aún bajo la denominación de IIEC— para conjugar sus inquietudes de cinéfilo, lector y viajero, y donde realizará la práctica de curso de trece minutos Jarillo García (1955), aunque su carrera queda finalmente inconclusa. Y una carta de recomendación de Luis G. Berlanga le conduce poco después a Roma, donde comienza como meritorio un rodaje inacabado de Michelangelo Antonioni, traba amistad duradera con María Zambrano[1] y se matricula en el Centro Sperimentale de Cinematografia, donde sí se terminará graduando en cine.

            Su escasa producción para la gran pantalla pertenece precisamente a los primeros años de su carrera, en los que realiza algunos documentales de cortometraje. Ya en Nace un salto de agua (1954) —una oda a la tecnología española con el pretexto de la construcción de la presa de San Esteban del Sil en Orense desde las primeras mediciones hasta su definitiva formalización— quedan dibujados los trazos estilísticos que configurarán el esqueleto formal de la trayectoria posterior del director: afán divulgativo, preocupación por la calidad de la fotografía (aquí un cuidado blanco y negro de Juan Julio Baena), textos un tanto retóricos y un detallista trabajo en la mesa de montaje. El tono y la estética son similares a los de cualquier documental coetáneo al uso, ya desde la voz over a cargo de Matías Prats que recita un breve y algo ampuloso texto, y un toque ciertamente triunfalista aprovecha para alabar (tanto en lo tecnológico como en lo humano) la moderna ingeniería española en una época en que el régimen intentaba vender una imagen de modernidad. La cámara se recrea en la labor de las enormes máquinas (se trataba de un trabajo por encargo de la empresa Saltos del Sil), manifestando una enorme fascinación por ellas, y en la de la esforzada mano de obra de los operarios, que se convierten en protagonistas del discurso y llegan a poner en riesgo su vida en aras del progreso tecnológico.

            Otros cortos cinematográficos posteriores, siempre en 35 milímetros, se suman a este primer acercamiento al documental, con un planteamiento similar: Bailes de Galicia y Sonata gallega (ambas de 1960), con el ballet de La Coruña; las primeras aproximaciones al universo pictórico Velázquez y su época (1962) y La paleta de Velázquez (1962: en los créditos aparece como realizador Manuel Hernández Sanjuán); y el documental sobre iconografía religiosa Los inútiles (1963: en los títulos se asigna a Juan Miguel Lamet la labor de realización). Además, la carrera de Castellón en el cine se completa — al margen de sus dos trabajos como realizador de largos, que luego comentaremos— con su labor como ayudante de dirección en Ángeles sin cielo, de Sergio Corbucci y Carlos Arévalo (1957), y como co-guionista en El bordón y la estrella, de León Klimovski (1966), y en Una historia de amor, de Jorge Grau (1969).

 

La televisión

            En octubre de 1956, Castellón ingresa en la plantilla de la incipiente Televisión Española como realizador de continuidad y de directos: <<Estaba estudiando en la universidad y me enteré, junto a los hermanos Summers, de que la televisión estaba buscando gente para comenzar su andadura. Me animé...>>. Le contrataron, y allí permaneció durante más de tres décadas de vida profesional, con el paréntesis de algún año sabático que se tomó para viajar por todo el mundo[2].

            Castellón, que contaba como currículo con su título italiano, comienza siendo el responsable de la programación en directo de los sábados. Para aquella televisión primitiva, pero atenta a la cultura y en batalla permanente con la censura, realiza pronto breves dramáticos basados en sainetes de los hermanos Álvarez Quintero, la serie Palma y don Jaime y Érase una vez, basada en cuentos infantiles de Jaime de Armiñán (1957), así como el programa cultural Tengo un libro en las manos de Luis de Sosa (1960). Después se especializará en dramáticos como Primera fila (con El avaro de Molière, una de sus obras más recordadas, de 1961) y los famosos Novela y Estudio 1 (o Teatro breve, Teatro de siempre, o simplemente Teatro, según las épocas), muchas veces emitidos en directo (después ya grabados en videotape), con los que muchos españoles nos iniciamos (en una época poco propicia a cualquier tipo de iniciación) en la literatura; Castellón fue uno de los más habituales y eficaces realizadores de este tipo de espacios junto con Gustavo Pérez Puig, Cayetano Luca de Tena, Juan Guerrero Zamora, Pedro Amalio López o Alberto González Vergel. Así, la etapa más intensa de la carrera del director zaragozano coincide también con los años de esplendor de la televisión en España, su llamada edad de oro[3], y su cámara pone imágenes a textos de los más grandes autores como los clásicos griegos, Shakespeare, Molière, Calderón de la Barca, Dumas, Chejov, Beckett, Coward, Osborne, Strindberg, Henry James o escritores españoles contemporáneos como Benavente, Mihura, Llopis o Nieva. Castellón dirige en ellos a un amplio elenco de actores de varias generaciones y registros interpretativos como José Bódalo, Fernando Delgado, Emilio G. Caba, Amparo Baró, Fernando Guillén, Charo López, Tina Sáinz, Manuel Galiana, Emma Penella, Victoria Vera, Marisa Paredes o Eusebio Poncela.

            Su obra televisiva contará igualmente con colaboraciones en Pedrito Corchea, La familia de los Martínez, Tengo un libro en las manos, Usted pregunte lo que quiera, que yo le contestaré lo que me dé la gana (Álvaro de Laiglesia), Cámara 64 (Goya), Figuras en su mundo (1966-67), serie dedicada a personalidades de la cultura española, La música (divulgación del arte musical, 1967) o El último café (Alfonso Paso, 1970-72). Realiza también doce episodios del dramático de temática judicial Visto para sentencia (1971), protagonizado por Javier Escrivá, o las muy prestigiosas entregas de la serie Biografía dedicadas a Azorín, Antonio Machado —que fue muy censurada: casi la mitad de su metraje— y Santiago Ramón y Cajal. Su labor en el medio se completa, entre otros muchos espacios, con Encuentros con las letras (desde 1976), la serie dramática sobre la lucha de sexos Nosotras y ellos o Tiempo libre, tiempo pleno, y culminará en los años ochenta con la divulgativa Mirar un cuadro. Para este popular programa, estandarte de una cierta televisión de calidad de la primera era socialista, Castellón ilumina y filma, entre otros lienzos, Adán y Eva de Durero, La rendición de Breda y La Infanta doña Margarita de Velázquez, la Venus de Tiziano, El dos de mayo de Goya o Las tres gracias de Rubens, entre otros lienzos de El Bosco, Tintoretto, Ribera, Watteau o El Greco. Castellón ha teorizado también sobre su trabajo en el medio en su contribución a la Enciclopedia Juvenil de la editorial Palá (1974) y en el artículo "Mis programas culturales en televisión"[4].

            La obra audiovisual del creador aragonés, que contiene otros espacios televisivos como Stop y Mujeres (con el episodio dedicado a su querida María Zambrano), incluye también los programas Los maniáticos (1982), Esta es mi tierra. Aragón, dos ríos, con José Antonio Labordeta (1983) y La voz humana (1985). Todo ello le vale en 1966-67 una Antena de Oro de la Agrupación Sindical Nacional de Radio y Televisión y en 1999 la concesión del Premio Talento en la modalidad de Realización otorgado por la Academia de Ciencias y Artes de Televisión.

 

Los largometrajes

            Sin duda en sintonía con sus trabajos para la televisión, Castellón ha acometido la adaptación para largometraje de tres obras singulares (una de ellas no filmada) de la literatura española del siglo XX. La elección de los autores, Juan Ramón Jiménez, Ramón J. Sender y Miguel de Unamuno, no nos parece inocente sino, antes bien, bastante significativa de la ideología subyacente en ella. Ya en 1965 (en pleno franquismo, pues), Castellón acometerá el trabajo de llevar a la gran pantalla Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, si bien esta vez ocurre un tanto de rebote, pues sustituye al director previsto y asume el proyecto como propio. Tal cometido podía verse como una prolongación en gran formato de sus trabajos televisivos coetáneos, pero no era una tarea sencilla convertir en imágenes fílmicas la prosa poética de Juan Ramón. La elección tomada por Castellón consistía en combinar cierta intención biográfica del poeta con el aire lírico proveniente de su calidad de adaptación, aunque libre, del texto original. A tal efecto, el director desarrolló una amplia investigación en la comarca onubense, intentando siempre rodar en los emplazamientos auténticos que evoca el libro. El afán de autenticidad documental era contrarrestado (quizá de manera algo abrupta) por la plasticidad y la intensa componente lírica que adornaban el relato, asumiendo el riesgo de convertirlo en algo más edulcorado; el guión, además, se centraba especialmente en la narración del amor de Jiménez desdoblado en la inocente joven Aguedilla (<<la pobre loca de la calle del Sol>>) y en Blanca, la hija del cacique local, que permitía al realizador denunciar la hipocresía y la crueldad de la sociedad descrita. Sin duda, estos fueron los elementos que provocaron que la censura se cebara con Platero y yo (además, Juan Ramón, por razones evidentes, no era bien visto a la sazón por las instancias oficiales), cortando cinco de sus escenas y declarándola no apta para menores, circunstancias que provocaron la ira del realizador, que no llegó a entender esta medida por tratarse de un cuento infantil y que tuvo que rehacer en varias ocasiones su montaje. Además, la modestia de su producción y de su casting motivó que, provisionalmente, ninguna distribuidora quisiera hacerse cargo de su exhibición. En definitiva, el film tardó varios años en comparecer ante los espectadores y lo hizo en unas condiciones poco favorables para el éxito; esta decepción (<<la experiencia fue penosa>>, recordaba una vez en Heraldo de Aragón) motivó que su director abandonara el cine y se dedicara definitivamente a los campos televisivo y literario. Platero y yo, no obstante, ha sido recientemente restaurado por la Filmoteca de Andalucía (en colaboración con la de Zaragoza), que también ha editado su guión original, presentado en el marco del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva de noviembre de 2009.

            Más de veinte años después, Castellón volvería a verse tentado a realizar otro largometraje, aunque esta vez fuera en el marco de la televisión. Adaptar el texto senderiano Las gallinas de Cervantes[5] fue una iniciativa propia del director (a quien costó bastante convencer a los ejecutivos de TVE por lo atípico del proyecto), y el resultado artístico sería notablemente superior a su primer intento: se trata de una curiosa y bastante libre versión del relato de Ramón J. Sender, de claras resonancias surreales, que permitiría a Castellón plasmar en celuloide algunas de las líneas temáticas del Barroco español: la escabrosa frontera entre realidad y ficción, el sueño como motor de los aconteceres, la idea de la muerte como perfección...

            A partir del relato original, que se basa en el acta matrimonial en que Catalina de Salazar aportaba una cierta cantidad de gallinas a Miguel de Cervantes como dote, el film desarrolla un argumento satírico ciertamente surreal (que no surrealista, como a veces se ha dicho) y de tintes absurdos y satíricos, narrando la peculiar y ficticia metamorfosis de Catalina en ave, a causa de un extraño hechizo. Ambas obras, literaria y fílmica, desarrollan con tino el tema barroco —y tan cervantino— de los difusos límites entre realidad y ficción (incluidas ciertas inverosimilitudes históricas, voluntarias) y se sumergen en la recreación de una época y de una poética muy determinadas mediante las conexiones con el arte pictórico a través de El Greco y otros pintores del Siglo de Oro deformadores de la realidad. Todo ello impregnado de un sentido del humor sardónico que su autor no ha dudado en calificar de <<buñueliano>>: <<Buñuel no debió de conocer la obra de Sender, de lo contrario la habría filmado>>, ha afirmado.

            Así, la literatura cervantina (y la lopesca, o la propia de los corrales de comedias, tanto en lo narrativo como en lo lingüístico) o la pintura del cretense se erigen en protagonistas de un relato fílmico que se aparta ligeramente de la literalidad del de Sender con el fin de dotar de mayor visualidad al contenido. Sin embargo, la fábula es conducida por Castellón (y su co-guionista Alfredo Mañas) a los límites de un cierto academicismo —aunque es verdad que Las gallinas de Cervantes asume más riesgos narrativos y formales que otras de sus compañeras televisivas de generación— mediante una puesta en escena que, aunque efectúa interesantes juegos con el espacio off y con frecuentes y abruptas elipsis temporales, no rehúye algunas estrategias del cine de qualité. Irregular pero muy sugerente, Las gallinas de Cervantes obtuvo en 1988 el Premio Europa en el festival de televisión de Berlín, consiguiendo el propósito de la TVE de Pilar Miró, aprovechando aún la ley propugnada por el gobierno de UCD para llevar a la imagen grandes obras literarias españolas, de producir programas de prestigio internacional.

            Posteriormente, Castellón ha intentado llevar al cine, junto a Julio Alejandro, y hasta ahora sin éxito, una versión (luego convertida en obra teatral) de la novela San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno[6]. Se trata de una adaptación bastante literal del original, sin duda a causa de la indudable conexión de los autores con la visión ideológica y estética propuesta por Unamuno; en el guión se respeta el punto de vista de Ángela, la muchacha que admira a Manuel hasta la devoción enamorada y que aquí es convertida en monja, y, por supuesto, el discurso original que plantea el debate entre humanismo y fe, entre razón y doctrina, a partir de las dudas existenciales del párroco protagonista.

 

La literatura

            Como ocurre con el cine, la actividad literaria de Castellón se maneja mejor en las distancias cortas que en las de largo alcance; se inicia en edad temprana, cuando publica en Blanco y negro, en los especiales de fin de año de 1954 y 1956, los relatos “El ladronzuelo de estrellas” y “El árbol de Navidad”, que enseñaba con orgullo a sus amigos zaragozanos de la tertulia del Niké. La Navidad y sus resonancias humanistas estarán muy presentes en su obra, que pronto se decanta por el teatro parabólico y poético para público infantil. De hecho, su primer volumen editado, Teatro breve para Navidad, incluye las piezas "El pastor y la estrella" (un pastor pobre regala al Niño lo único que tiene, una estrella que ha robado al cielo), "Luces en el árbol" (las difíciles relaciones entre abuelos y nietos en época navideña) y "El trío de los dos viejos" (dos ancianos y un niño como mendigos callejeros), donde domina más el componente humano, siempre bajo el paraguas de la alegoría, que el religioso. Estas obras, además, fueron presentadas por TVE entre 1959 y 1962 coincidiendo con las fiestas navideñas. En la misma línea literaria, en 1961 queda finalista del Premio de Teatro Valle-Inclán con La pasión de Bubú, y años después publicará Teatrillo de Navidad y la pieza alegórica Jimi-Jomo. Su obra para primeros lectores incluye también, aunque con un planteamiento bien distinto, Cervantes para la imagen y la imaginación, adaptación de textos cervantinos que cuenta con "El retablo de las maravillas", "El mono adivino" y "Los títeres de maese Pedro" en la que ensaya una modernización del lenguaje para este tipo de receptor y trata el tema cervantino del teatro dentro del teatro y de las fronteras entre realidad y ficción que le lleva a reflexionar sobre las incertidumbres de la existencia humana. Y se cierra con El más pequeño del bosque, ejercicio de narrativa infantil con un epílogo de María Zambrano y partituras de nueve canciones a cargo de Cristóbal Halffter, que sufrió algunos problemas con la censura.

            Castellón siempre se ha declarado admirador y deudor del teatro del absurdo, especialmente de Jean Tardieu (o el propio Ionesco, con el que mantiene numeroso elementos de contacto), y se atisba también en su obra el legado de Miguel Mihura o de Jardiel Poncela (en Los asesinos de la felicidad, por ejemplo, estrenada en el madrileño Teatro Beatriz en 1967). Esa veta será explotada por el autor en obras como Monólogos y diálogos; los primeros incluyen varias parábolas sobre la muerte, con una alegoría de Caronte y la laguna Estigia; un enfermo terminal agnóstico que se enfrenta a los últimos días de su vida; un ladrón que habla con Cristo crucificado en el Gólgota y termina retando a Dios; o las reflexiones de un guardián de una cárcel turca dedicados a los presos antes de que éstos sean ahorcados. Entre los diálogos sobresalen "El grito del agua", conversación en Graus entre un Joaquín Costa anciano y otro de veinticinco años, marcada por el desengaño y el fracaso de los ideales, un monólogo que luego se convertirá en espectáculo de lectura dramatizada[7]; "Dulce compañía", radiografía del tedio conyugal con final esperanzador; o los antimilitaristas "Fusilados al amanecer" y "El saludador" y el anticapitalista "La isla de los burros".

            Su teatro se convierte en huésped de colegios mayores y universidades, sobre todo en el momento en que éstos concentran la mayor parte de la cultura subterránea, y después destacará en el ámbito de la lectura dramatizada propuesto por diversas instituciones públicas. Otras piezas breves de alcance alegórico son Los asesinos de la felicidad, en la que dos parlanchines oradores de Hyde Park mantienen absurdos diálogos sobre lo humano y (menos) lo divino; Las conexiones, asunto futurista y anti-utópico con un porvenir tecnificado y deshumanizado; o La intertextualidad, estrenada por la SGAE en 2004 como lectura dramatizada, que el autor califica de <<farsa o esperpento>> y que resulta ser  una denuncia del plagio, de la figura del negro literario y de los <<sin escrúpulos intelectuales>>.

            La obra escrita de Castellón se completa con otros textos, como la traducción al castellano de la pieza Salsa picante, de Joyce Rayburn; la versión de la obra de María Zambrano La tumba de Antígona, que además dirige en teatro; sus aportaciones narrativas a libros colectivos[8]; y diferentes textos de creación o ensayo aparecidos a lo largo del tiempo en revistas como Blanco y negro, Botheghe Oscure en sus años italianos, Índice, Quimera, Rolde, Art Teatral, Archivos de la Filmoteca o la propia Turia, así como en la prensa local (Heraldo de Aragón).

            Hombre de espíritu independiente y variada impronta creativa, Castellón, en definitiva, ha puesto en práctica a lo largo de su trayectoria en varios ámbitos artísticos sus deseos de libre expresión, reclamando la voz de la cultura (con minúsculas) y la palabra como mecanismos principales de comprensión del mundo y de búsqueda del deleite intelectual. Así lo dijo en un poema publicado hace ya algunos años en estas mismas páginas: <<Pero un día / nos dijeron: / "Vuestras palabras, / vuestros gestos, / una inutilidad". / Necesitáis un guía / que ponga orden / y borre / la mirada verde / de vuestros ojos. / Y me parece que lo consiguió / porque a partir de entonces / ya no fuimos felices>>[9].

 

Selección bibliográfica

Contrapunto de Europa. Cantata en un acto, Ayuso, Madrid, 1979.

Teatro breve para Navidad, Edebé, Barcelona, 1982 [2ª edición; la 1ª es de Bambalinas, Madrid, 1973].

La pasión de Bubú. Alguien grande va a nacer, Ayuso, Madrid, 1983.

El suplicante y otras escenas parabólicas, Endymión, Madrid, 1988.

Teatrillo de Navidad, Escuela Española, Madrid, 1989.

Los asesinos de la felicidad / Las conexiones, Endymión, Madrid, 1992.

El más pequeño del bosque, Alfaguara, Madrid, 1984 (edición original en Vox Gala, Madrid, 1964).

La tumba de Antígona (versión a cargo de Alfredo Castellón), SGAE, Madrid, 1997 (hay edición italiana: La Tartaruga, Milán, 2001).

Jimi-Jomo (junto a Solimán y la Reina de los pequeños, de Santiago Martín Bermúdez), Asociación de Autores de Teatro - La Avispa, Madrid, 2002.

Monólogos y diálogos, La Avispa, Madrid, 2002.

Cervantes para la imagen y la imaginación, CCS, Madrid, 2002.



[1] A ella dedicará el artículo "¿Habrá perdón para quien estrangula una paloma?", publicado en el catálogo de la exposición María Zambrano (1904-1991). De la razón cívica a la razón poética, Jesús Moreno Sanz (coord.), Residencia de Estudiantes, Madrid, 2004, pp. 175-179.

[2] Relata Castellón todo este proceso televisivo en el artículo "Yo estaba allí", Archivos de la Filmoteca, número 23-24, junio-octubre de 1996, pp. 40-48.

[3] Para los interesados en profundizar en esta época de la televisión española se recomienda la lectura de Manuel Palacio, Historia de la televisión en España, Gedisa, Barcelona, 2001.

[4] República de las Letras, número 86, 2004, pp. 95-115.

[5] Existe una edición íntegra del guión de esta producción de 1987 en VV. AA., Ramón J. Sender y el cine, Huesca, Festival de Cine de Huesca - Gobierno de Aragón - Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2001, pp. 159-274.

[6] Edición del guión: Julio Alejandro y Alfredo Castellón, San Manuel Bueno, mártir. Original de Miguel de Unamuno, Diputación General de Aragón, Zaragoza, 1991.

[7] Publicado en Anales de la Fundación Joaquín Costa, número 18, 2001, pp. 69-92. Existe una filmación del espectáculo, producida por la Asociación Conde de Aranda y dirigida por Ángel García Suárez, Madrid, 18 de noviembre de 2002 (disponible en youtube.com).

[8] Castellón ha publicado relatos diversos en los siguientes libros: Guillermo Alonso del Real et al., Escritores contra el racismo, Talasa, Madrid, 1998; Ramón Acín (ed.), Los hijos del cierzo, Prames, Zaragoza, 1999;  Juan Casamayor (coord.), La lucidez de un siglo, Páginas de Espuma, Madrid, 2000; Marta Sanz (ed.), Rojo, amarillo, morado. Cuentos republicanos, Martínez Roca - Fundación Domingo Malagón, Madrid, 2006. Además, es autor del microrrelato con asunto suicida "La ruleta de los recuerdos", incluido en Clara Obligado (ed.), Por favor, sea breve. Antología de relatos hiperbreves, Páginas de Espuma, Madrid, 2001.

[9] "Cuentos para niños del dos mil uno", Turia, número 35-36, marzo de 1996, pp. 122-123.

 

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Pérez Rubio

De niño su plan era quedarse “toda la vida en casa escribiendo”, pero tuvo que salir al patio del colegio, a la calle, a la sociedad, al mundo. Y con el tiempo, tras búsquedas, aventuras, azares, músicas y lecturas, se encontró en el camino con la filosofía, una ventana siempre abierta; el mejor modo de poner en pie preguntas y discusiones. Tímido, callado, muy volcado hacia dentro (así le recuerda quien esto escribe de encuentros pasados) este hombre que confiesa no haber conseguido superar del todo su vergüenza a hablar en público, pese al ejercicio continuado de la enseñanza, ha conseguido, finalmente, dedicar, si no toda, sí gran parte de su existencia, a escribir, pensar, estudiar, poner en cuestión, desmitificar...

 

La intimidad, La banalidad, La regla del juego, Esto no es música, Nunca fue tan hermosa la basura, son distintas etapas de un trayecto que arrancó inicialmente de la fuente de un pensador como Deleuze, a quien tanto ha contribuido a difundir en castellano, y acabó encontrando, con el tiempo, su cauce personal. Los derroteros, inconsistencias y vaivenes de las sociedades contemporáneas, objeto de análisis de muchos de sus títulos, asoman en una de sus últimas entregas hasta el momento, Estudios del malestar, Premio Anagrama de Ensayo, donde, con un tono no exento de humor, observa la España actual y se detiene en determinados movimientos y partidos que, en su opinión, se aprovechan de la desazón colectiva para conseguir réditos políticos.

 

Tras varios intentos, frustrados por motivos de tiempo y agenda, esta entrevista tuvo lugar el pasado verano a través de correo electrónico. Hemos de leerla, pues, como un cruce de preguntas y respuestas a distancia. Hemos de imaginar a José Luis Pardo, que se encontraba de vacaciones, interrumpiendo sus reuniones familiares, sus caminatas (se retrata como un flâneur), y la lectura de los dos volúmenes de la biografía de Bob Dylan escritos por Ian Bell (The lives of Bob Dylan), en los que estuvo sumergido en un tiempo propicio a la calma, a la contemplación, al descanso, para proceder a contestar, a argumentar, a repasar episodios de su biografía, a señalar, una vez más, que, pese a que, de cuando en cuando, algún responsable ministerial o asesor pedagógico procure ridiculizar su presencia en los estudios secundarios, la filosofía “nos ha acompañando desde que hay seres humanos sobre la tierra y no tiene pinta de que vaya a desaparecer de un día para otro, porque no es verosímil que podamos conformarnos sin ella”.

 

“Fue en la Universidad donde descubrí mi vocación filosófica”

- ¿Qué le decidió a estudiar Filosofía? ¿Qué filósofos le deslumbraron? ¿Cuáles siguen haciéndolo hoy? Gilles Deleuze es fundamental en su trayectoria. Ha difundido su obra en España. Ha escrito distintos ensayos sobre él... ¿Cuándo y cómo lo descubrió?

- En 1972 había dejado los estudios sin llegar a terminar el Curso de Orientación Universitaria con el que entonces se coronaba el bachillerato, y me había puesto a trabajar (en varios empleos de poca monta) y a “hacer la revolución”, como entonces se decía, como simpatizante de un partido de extrema izquierda. Esto proporcionaba la seguridad moral de estar en contra del franquismo (que era algo muy importante), pero obligaba a estar a favor de ciertas cosas que nunca pude creerme del todo. Así que, poco a poco, cambié el Tratado de economía marxista de Ernest Mandel por las novelas de Sartre y de Camus y por la poesía surrealista. Esto me llevó a un libro de Octavio Paz llamado Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, que me descubrió el estructuralismo, un continente intelectual en el que entré de un modo totalmente salvaje y que constituyó mi atmósfera cultural durante años. Y un día, en una librería, me encontré con un volumen titulado El Anti-Edipo, de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Entendía muy poco de lo que decía, pero en las notas a pie de página estaban todos mis héroes literarios, políticos y artísticos, además de todos los estructuralistas, así que decidí que merecía la pena intentar entenderlo, y empecé a leer otras obras de Deleuze con ese propósito. Era un libro tan raro que yo no noté que, al meterme en ese jardín, me estaba metiendo en la filosofía (aunque creo que Deleuze tuvo la culpa de que muchas personas como yo, que no teníamos antecedente filosófico alguno y a las que nada destinaba a ese territorio, entrásemos en él por vías inesperadas, porque nos hacía ver filosofía en muchas cosas que entonces no lo parecían en absoluto, y lo hacía con una pasión y con un rigor inusitados). Fue la que entonces era mi novia la que me convenció, primero, de que terminase el curso que había dejado a medias unos años antes y, segundo, de que después de eso me matriculase en la Facultad de Filosofía en lugar de hacerlo en la de Periodismo, como yo pretendía. Aunque viviera mil años me faltaría tiempo para agradecérselo, porque fue en la Universidad donde descubrí mi vocación filosófica. Hice la carrera en el turno de noche de la UCM, porque durante el día trabajaba como traductor en la Empresa Nacional de Electricidad, y dediqué a Deleuze mi Memoria de Licenciatura y mi Tesis doctoral, además de uno de mis primeros libros, Deleuze: violentar el pensamiento, de 1990.

 

“La persecución del bienestar material es perfectamente legítima, pero este bienestar es solamente un medio al servicio de un fin”

- El hecho de que en esta sociedad tan utilitaria aún siga habiendo jóvenes que optan por estudiar Filosofía, por ejercitar el pensamiento, ya es digno de elogio, sobre todo cuando es una disciplina cada vez menos valorada en los planes de estudio. ¿Habla eso a favor de sus estudiantes?

- ¡Es que lo raro sería que esto no sucediera! Que la sociedad sea utilitaria es inevitable: si no nos dedicásemos a crear utilidad no podríamos sobrevivir. Pero si sólo nos dedicásemos a crear utilidad no querríamos sobrevivir. La persecución del bienestar material es perfectamente legítima, pero este bienestar es solamente un medio al servicio de un fin, a saber, el sentido que queremos darle a esa vida que hemos conseguido “ganarnos”. Y es de esto último, o sea, de mantener abierta la cuestión de cuál es el sentido de la existencia, de lo que se ocupa la filosofía. Los ataques a los que usted se refiere contra su presencia en las instituciones educativas son un indicio de que hay un cierto interés en dar la cuestión por terminada y ofrecernos un sentido único para nuestra vida con el que tendríamos que conformarnos obligatoriamente.

 

“Pretender que la enseñanza tenga rentabilidad social o política inmediata y beneficio económico directo es pervertir la idea misma de saber científico”.                                                                 

- ¿Es necesario hoy distanciar la enseñanza, el conocimiento, del exceso de mercantilismo, de utilitarismo? ¿Cómo hacerlo? ¿Es básicamente un problema político? ¿Todo es cuestión de voluntad política?

- La enseñanza y el conocimiento son, de entrada, distancia. Para empezar, las instituciones educativas distancian a los niños y a los jóvenes respecto de sus familias: les sacan de un plano privado, comunitario (el que significan sus apellidos y sus señas de identidad) para elevarles a un plano virtualmente universal (en el que se encuentran las ecuaciones de segundo grado o las leyes de la sintaxis) en donde sean capaces de ponerse en el lugar de cualquier otro, y no solamente de los suyos, a la hora de juzgar. Para seguir, la enseñanza pública, tal y como se concibe en las sociedades ilustradas, es un intento de distanciar a los jóvenes, durante su período de formación académica, de las desigualdades económicas, neutralizándolas mediante un sistema de igualdad de oportunidades. Eso es cuestión de voluntad política, pero la voluntad política no puede crear por sí sola riqueza, ni puede nada contra las leyes de la física o contra las de la gramática. Por eso, finalmente, para que la enseñanza y el conocimiento puedan estar realmente al servicio de la sociedad tienen que ser, paradójicamente, independientes de ella (y del poder político y económico de turno) en el terreno del saber: para que un ingeniero pueda construir los puentes que la sociedad necesita tiene que atender a su ciencia, no a los deseos de los políticos, a los sondeos de opinión o a los hombres de negocios del momento, pues sólo de ese modo el puente no se caerá al primer vendaval. Pretender que la enseñanza tenga rentabilidad social o política inmediata y beneficio económico directo es pervertir la idea misma de “saber científico”.                                                                  

 

“Es fundamental no tratar a los clásicos como momias embalsamadas”

- Precisamente en el ensayo La regla del juego se plantea la dificultad de aprender filosofía. ¿Cómo mantener vivo el diálogo con los pensadores clásicos, cómo seguir aprendiendo de ellos?

- Bueno, Gadamer solía decir (pensando, sobre todo, en la “música clásica”) que cuando llamamos a algo clásico queremos decir que, sin necesidad de reconstruir su contexto histórico, lo encontramos, por algún motivo, inapelablemente correcto. Ya que menciona La regla del juego, yo diría más bien que las obras clásicas —en el arte, en la filosofía y en todo lo demás— no lo son por ser mejores o peores que otras (a veces son imperfectas en muchos sentidos), sino porque expresan las reglas del juego al que pertenecen, su trama y su urdimbre, y por tanto al escucharlas, contemplarlas o leerlas, sentimos algo que de suyo no es sensible, a saber, la regla del bien construir una melodía, un poema, una narración, un concepto, un edificio o una composición pictórica. Si seguimos poniendo en escena obras de Sófocles o de Monteverdi, a pesar de que nuestro mundo se parece muy poco al mundo en el que esas obras nacieron y tuvieron sentido, es porque todavía nos dicen algo que nos importa, porque no son simples monumentos de un pasado histórico caduco, sino que los problemas que plantean aún no están resueltos, aún son nuestros problemas, aún nos descubren las reglas del juego al que nosotros jugamos, y por eso al contemplarlas podemos aprender algo más sobre nosotros mismos. Por tanto, para que ese diálogo sea posible es fundamental no tratar a los clásicos como momias embalsamadas ante las cuales hacer reverencias, no reducirlos a su lenguaje técnico, por muy importante que sea, y rescatarlos de aquello que la historia y los siglos de comentarios han hecho de ellos para devolverlos a la conversación, para hacer de ellos pensadores en activo y no honorables jubilados. Naturalmente, hay que conocer muy bien a un pensador (empezando por su lenguaje técnico) para poder hacer eso, pero sólo quienes, debido a ese conocimiento, ya no tienen necesidad de ponerse siempre los coturnos spinozianos para hablar de Spinoza o de decir cada dos minutos a priori para hablar de Kant son capaces, hasta donde llega mi experiencia, de quitarles el polvo a los clásicos en lugar de limitarse a sacarles brillo.


- ¿Podría señalar algunos momentos en que, personalmente, ese diálogo ha sido especialmente enriquecedor para usted? ¿Momentos de deslumbramiento, de apertura?

- No digo que me haya ocurrido sólo con ellos, pero esa sensación de no estar entrando en contacto con una filosofía sino con la filosofía, con la trama misma de lo que esa palabra significa en nuestra tradición cultural, es especialmente intensa en el caso de los pensadores de la antigüedad, sobre todo Platón y Aristóteles. Por una parte, están cultural e históricamente tan lejos de nosotros que toda tentación de manipulación, de hacerles decir lo que nos conviene, queda, si no completamente neutralizada, sí bastante desactivada, y hay que tratar sus textos con un cuidado (para empezar, con un cuidado filológico) y con una delicadeza especial. Pero, por otra parte, es casi inevitable experimentar, al hacerlo, la sensación de que las palabras que ellos utilizan aún no se han convertido en lo que acabo de llamar un “lenguaje técnico”, de que sus estrategias discursivas aún no son una “metodología”, de que están intentando pensar en vivo y dar una forma conceptual a los problemas que luego la filosofía “escolástica” y “académica” fijará en una terminología escolar, de que están haciendo “filosofía mundana”, como alguien dijo, y eso resulta increíblemente atractivo (y peligroso).

 

“Seguramente la filosofía es el único saber cuyo primer precepto es el autocuestionamiento”

- ¿Y qué hay de la autocrítica? ¿Deberían los filósofos hacer autocrítica? ¿Hasta qué

punto la filosofía se ha vuelto tan hermética que se ha alejado de la gente, de la calle? ¿Hasta qué punto no ha empatizado con el sufrimiento, con las emociones...?

- ¿De qué me suena a mí este reproche, que los filósofos no acompañan en sus sufrimientos a la gente de la calle, que no creen en los mismos dioses en los que cree el pueblo, dónde habré oído yo antes la acusación de apostasía contra el filósofo? Ah, sí, ya me acuerdo: en el proceso contra Sócrates en el año 399 antes de nuestra era, que fue condenado por impiedad y por no compartir las creencias religiosas de sus vecinos (como decía Brassens: “les braves gens n’aiment pas que/ l’on suive un autre  route qu’eux”). Como la biografía de Sócrates es el mito fundacional de la filosofía, su historia no puede ser casual: un rasgo constitutivo de la filosofía es que resulta incómoda en la ciudad, demasiado “académica”, pesada e inútil (como resultaba Sócrates para la mayoría de los atenienses). Pero no crea usted, en muchos momentos la filosofía se ha avergonzado de su falta de empatía con la sociedad y ha intentado librarse de esas acusaciones convirtiéndose en doctrina moral, en ideología política, en terapia psicológica y hasta en materia de “coaching” empresarial; lo que pasa es que, en esos casos, lo menos que le ha sucedido es que ha hecho el ridículo y ha languidecido precisamente por haberse adaptado tanto al mundo con el que pretendía empatizar que ha perdido la libertad de juicio que le permitía cuestionarlo. Sin embargo, esto no significa que la filosofía no esté incómoda en la Academia: como todos sabemos, desde su nacimiento hasta nuestros días no ha conseguido convertirse en una “carrera” o en una “asignatura” como todas las demás, y por eso está perpetuamente cuestionada en el sistema educativo. Y también ha habido ocasiones en las que ha intentado librarse de ese complejo disfrazándose con los ropajes de la ciencia, pero asimismo en esos casos ha terminado convertida en una grotesca álgebra sofística sin objeto ni contenido. Esta incomodidad constitutiva e insuperable de la filosofía se debe a que, como decíamos hace un momento, su finalidad es precisamente poner en cuestión cualquier finalidad en virtud de la cual los hombres intenten dar sentido a sus vidas, su misión es someter al examen de la razón cualquier cosa que pueda entenderse como una “misión”, empezando por la suya. Seguramente la filosofía es el único saber cuyo primer precepto es el autocuestionamiento: en filosofía no se trata nunca de elaborar una doctrina “propia” (el racionalismo, el empirismo, el idealismo o cualquiera de los rótulos que llenan los manuales de historia de la filosofía), sino de poner en discusión qué es y qué debe ser la filosofía. Pero ocurre que, con frecuencia, no nos gusta demasiado que alguien venga a cuestionar el sentido que hemos decidido darle a nuestra vida.

 

“Quienes se quejan de la falta de criterios o de valores en realidad se están quejando, no sé si sabiéndolo o no, de la libertad”

- Plantea Javier Gomá que la filosofía ha abandonado el objetivo de proponer un ideal, “una visión omnicomprensiva de un deber ser, de lo que tiene que ser el hombre y la sociedad”. ¿Qué opina al respecto?

- "Todas estas interpretaciones" -dice Hannah Arendt- "presuponen tácitamente que a los hombres sólo se les puede exigir juzgar cuando poseen criterios, que la capacidad de juicio no es más que la aptitud para clasificar correcta y adecuadamente lo particular según lo general que por común acuerdo le corresponde (...) La pérdida de los criterios, que de hecho determina al mundo moderno en su facticidad, y que no es subsanable mediante ningún retorno a los Buenos Antiguos ni mediante el establecimiento arbitrario de nuevos valores y criterios, sólo es una catástrofe (...) si se acepta que los hombres no están en condiciones de juzgar las cosas por sí mismos, que su capacidad de juicio no basta para juzgar originalmente, que sólo puede exigírseles aplicar correctamente reglas conocidas y servirse adecuadamente de criterios ya existentes". Y yo estoy de acuerdo con ella. Es más cómodo que nos den el paquete del sentido de la vida ya prefabricado, que nos digan qué deben ser el hombre y la sociedad y que nos limitemos a aplicar esos criterios de acuerdo con unos tutores encargados de evitar las desviaciones. Así sucede en las sociedades tradicionales, en donde la religión monopoliza la producción de sentido y exige mantener la homogeneidad de la comunidad de creencias. Comprendo que se pueda sentir nostalgia de esa comunidad y de esa comodidad (y dejo a los historiadores la tarea de ilustrarnos acerca de si eran o no tan idílicas aquellas sociedades). Pero, como dice Hannah Arendt, creo que sería engañar al público prometer un retorno a los “viejos buenos criterios tradicionales”: puede que eso fuera posible para los antiguos griegos que descubrieron en la polis una pluralidad civil irreductible a la homogeneidad que exigían las formas de gobierno que les rodeaban, pero para nosotros, los modernos, ha dejado de ser una opción. La estructura de convivencia política que hemos creado nació de la experiencia del terror generado por las guerras de religión en Europa, y cualquier clase de retorno a unos valores y criterios de tipo premoderno, a pesar de la buena prensa de la que disfruta (entre gentes que, curiosamente, serían incapaces de soportar esos valores durante treinta segundos seguidos), sólo podría ir en detrimento de las libertades civiles que definen el pluralismo político moderno. Porque quienes se quejan de la falta de criterios o de valores en realidad se están quejando, no sé si sabiéndolo o no, de la libertad.

 

“Puede que haya gente que prefiera mentiras agradables a verdades incómodas”

- Si hay una defensa en toda su obra es la del cultivo del criterio propio. ¿Cómo es posible que ante tanta facilidad para acceder a la información, la gente esté tan desinformada y sea tan fácilmente manipulable?

- Desde luego, para formarse un criterio acerca de algo hay que estar bien informado sobre ello, pero también hace falta tener criterio a la hora de informarse. Hoy tendemos a confundir con información cualquier dato que podemos obtener en tiempo real: pero es obvio que no es lo mismo ver lo que ahora mismo está sucediendo en una calle de Kuala Lumpur que comprender lo que uno está viendo (para lo cual habría que saber bastante acerca de la realidad actual de Malasia y de su historia), y eso sin hablar de que un dato no verificado puede ser un dato falsificado, manipulado o “posverdadero”. Sin esta verificación y sin aquella elaboración no podemos hablar de información” sino más bien de propaganda, publicidad o intoxicación. Y, lo que es peor, tendemos a llamar información también a la opinión, a cualquier opinión sin necesidad de que haya pasado filtro alguno ni haya sido jerarquizada por su relevancia. De manera que la presunta “facilidad de acceso a la información” puede estar contribuyendo a la desaparición de las estructuras capaces de dar cuenta de los hechos y a su sustitución por la fabricación ad libitum de “hechos alternativos” al gusto de los consumidores y de hojas parroquiales que les confirmen en la fe que ya antes tenían. Y puede que haya gente que prefiera mentiras agradables a verdades incómodas. Tener un criterio propio no es dificilísimo, pero es muchísimo más fácil no tenerlo.

 

“Procuro huir de todo lo que pueda significar adoctrinamiento”

- ¿Cómo se combate eso desde la universidad? ¿A título personal cómo contribuye a la formación de jóvenes estudiantes, ciudadanos, capaces de pensar por sí mismos?

- Ya he dicho que intento tratar a los estudiantes como a adultos, y creo que ese es el núcleo de la cuestión. Desde que leí El cementerio de las naranjas amargas, de Josef Winkler, siempre he llevado conmigo, a título de advertencia, una frase muy antipática del libro: «Los estudiantes que se dejan alimentar con el lenguaje universitario me recuerdan a los monos que comen en el Zoo, escupen en las manos su comida, vuelven a comerse lo vomitado y vomitan lo escupido por segunda, tercera o cuarta vez, antes de tragárselo con esfuerzo y dificultad, darse la vuelta e irse a defecar. Sin embargo, no se debe acusar o compadecer a los que se convierten en monos, sino a los que fabrican esos monos». Más moderadamente, Wittgenstein decía que enseñar filosofía no es alimentar a los estudiantes, sino ayudarles a cambiar de dieta. Y Kant, en una frase tan repetida como acertada, decía que no se trata de enseñar filosofía (“historia de la filosofía”, diríamos hoy), sino de enseñar a filosofar. Intento, pues, no fabricar monos, lo que no quiere decir que lo consiga, y procuro huir de todo lo que pueda significar adoctrinamiento.

 

“Es evidente que el valor de la rebeldía depende de aquello contra lo que uno se rebela”

- ¿En ese sentido, ser filósofo hoy, estudiar filosofía, puede ser considerado un acto de rebeldía, de resistencia?

- Quedaría yo muy bien contestando que sí, y dibujando la imagen del filósofo como un Johnny Yuma de la cultura. Pero hay que tener cuidado con estas expresiones. Las sociedades modernas lo son porque están siempre en proceso de transformación y cíclicamente revolucionan sus estructuras, a menudo con costes gravísimos para sus poblaciones. Por esta razón, la rebeldía, e incluso la revolución, tienden a ser consideradas buenas en sí mismas, como si el mero hecho de ser rebelde ya confiriese algún prestigio. Pero es evidente que el valor de la rebeldía depende de aquello contra lo que uno se rebela (ya sé que este ejemplo está muy manido, pero la sublevación del general Franco en 1936 también fue un acto de rebeldía). Pasa lo mismo con la resistencia, que su valor depende del de aquello a lo que uno se resiste (no es nada interesante tener una “tos rebelde” o una infección “resistente a los antibióticos”). Y muy a menudo la rebelión de los filósofos consiste en rebelarse contra la rebeldía misma, a pesar de su buena prensa.


- ¿Por qué sigue siendo esencial la filosofía? ¿Porque implica detenerse, parar, contemplar, ganar tiempo, en medio de las prisas, del ruido...? ¿Porque nos ayuda a mantener despiertas las preguntas, porque nos proporciona determinadas herramientas para cultivar el criterio propio en un mundo tan uniformado, tan falto de pluralismo?

- Imagínese que me hubiese preguntado por qué sigue siendo esencial la música. Yo podría responderle que no se trata de averiguar las razones por las que es esencial, sino que todo parece indicar que viene en el mismo paquete que nosotros, que nos ha acompañando desde que hay seres humanos sobre la tierra y que no tiene pinta de que vaya a desaparecer de un día para otro, porque no es verosímil que podamos conformarnos sin ella (lo que no impide que de cuando en cuando algún responsable ministerial o asesor pedagógico procure ridiculizar su presencia en los estudios secundarios). Pues pasa lo mismo con la filosofía. No es cuestión de argumentar por qué le buscamos un sentido a nuestra existencia: claro está que, en cierto respecto, nuestra existencia sería más simple si no tuviéramos que darle un significado (como también sería un poco menos complicada si no hubiera música), pero el asunto es que no podemos dejar de buscarle uno, y mientras esa cuestión siga abierta seguirá habiendo filosofía. Nietzsche decía que podría pensarse en una existencia sin música, pero que sin música la vida sería una estupidez. A mí me gustaría decir lo mismo de la filosofía, pero no me atrevo, porque he conocido a filósofos muy estúpidos.

 

“La falta de tiempo es uno de los males endémicos de los mortales”

- Me detengo en el segundo interrogante: Agobio, prisa, urgencia, estrés, son palabras del ahora. ¿El tiempo nos atenaza más que nunca? ¿Esa tiranía, ese deseo de mantenerse ocupados, sin dejar de hacer, de producir, es uno de los males del presente?

- La falta de tiempo es uno de los males endémicos de los mortales. En el mundo moderno ha adoptado la figura de lo que suele llamarse “aceleración histórica” (la sensación de que el tiempo corre aún más deprisa). Esto, obviamente, no se debe a que el tiempo vaya más o menos rápido, sino, por una parte, a la implantación de la producción industrial, con sus sistemas de medida de precisión y de aprovechamiento máximo del tiempo (time is golden); y, por otra, a que los adelantos en materia de transportes y de comunicaciones hacen que las noticias vuelen de un lado a otro del planeta en segundos (el lapso entre un suceso y la comunicación del mismo se ha reducido prácticamente a cero, pero la velocidad a la que el cerebro humano puede procesar la información sigue siendo la misma que en la prehistoria). En este siglo, sin embargo, se ha generalizado una cierta forma de modelar el tiempo social que ha dado lugar a nuevos tipos de pobreza, lo que yo alguna vez llamé “estrecheces crónicas”: del mismo modo que se han reducido las distancias espaciales, también se han estrechado los marcos temporales. Y, de nuevo, la queja de la falta de tiempo encubre la de falta de sentido: el imperio del corto plazo, que tan brillantemente ha estudiado Richard Sennett en el mundo del trabajo, hace que los lapsos de tiempo con sentido, con argumento, sean cada vez más breves y fugaces, de manera que cuando apenas hemos comenzado el relato de una fase de nuestra vida ya tenemos que darla por clausurada porque ha perdido sus condiciones de posibilidad y el relato ha dejado de tener sentido, se ha vuelto inverosímil. Ese tipo de “precariedad” creo que es una de las enfermedades más graves de nuestro tiempo.

 

“Son políticas de malestar todas aquellas que tienden a dividir de nuevo la sociedad en amigos y enemigos, socavando así el consenso prepolítico que sostiene el pacto civil”

- Lleva ya mucho tiempo dando vueltas a la idea de “malestar”, analizando los derroteros y comportamientos de las sociedades contemporáneas. La idea de “malestar” aparece en el ensayo ganador del Premio Anagrama, pero antes en Esto no es música, en Nunca fue tan hermosa la basura... También se detecta el malestar en obras como La intimidad y La banalidad. ¿Cuándo fue consciente por primera vez de ese malestar, de la erosión de los modos de convivencia, del sentimiento colectivo de conspiración, de mentira, en relación a la política, al sistema global?

- Así es, llevo mucho tiempo (más o menos desde 1995) dándole vueltas al “malestar”. Me decidí por este término por varias razones, la principal de todas la gráfica contraposición con el bienestar del “estado del bienestar”, pero ahora no sé si se entiende del todo bien. Desde que estalló la crisis económica en 2008, cuando se habla de malestar en este contexto se piensa sobre todo en el descontento derivado de las restricciones del estado del bienestar debidas a los recortes presupuestarios provocados por la crisis. Pero está claro que yo no pensaba en eso (pues en 1995 nadie preveía la crisis económica ni los recortes). A lo que yo me refería era a un cierto discurso ideológico que expresa su malestar en y con el estado del bienestar. El “estado del bienestar” es la forma que adoptó el Estado moderno tras la catástrofe de las dos guerras mundiales. Se mire como se mire, esas guerras significaron históricamente un fracaso del Estado de Derecho, una institución nacida en el siglo XVII y que supuso una forma de legitimidad política hasta entonces inédita. A principios del siglo XX, mucha gente (incluidos notables intelectuales y juristas) pensaba que esa institución había quedado obsoleta y estaba a punto de ser superada por nuevas formas de Estado. El problema es que estas nuevas formas de Estado terminaron siendo los totalitarismos. Así que, en 1945, las democracias liberales occidentales, que rechazaban tales sistemas pero que asumían las lecciones de la guerra y del movimiento obrero, firmaron un nuevo contrato civil (simbolizado por el consenso entre los partidos de centro-izquierda y de centro-derecha) en torno al proyecto político de un Estado que había de ser a la vez social (como lo eran, a su modo, los Estados fascistas y comunistas) y de derecho (como lo había sido siempre la democracia parlamentaria moderna). Esta combinación de bienestar jurídico (derechos civiles) y bienestar material (derechos sociales) es lo que llamamos “estado del bienestar”, y nunca antes se había propuesto de forma tan explícita. Las poblaciones de estos países, en términos generales, apoyaron con sus votos a estos partidos “moderados”, y sólo quedaron fuera de ese consenso (es decir, sólo se sentían descontentos en el estado del bienestar) quienes habían apostado por soluciones políticas totalitarias (comunistas o fascistas), que eran electoralmente minoritarios y se vieron rechazados a los extremos del espectro político y, casi siempre, fuera de los parlamentos. Pero no fuera de las universidades, de las editoriales o de los escenarios, es decir, del territorio de la “cultura”. Fruto de su influencia en ese territorio fue la primera explosión de rabia contra el estado del bienestar de dimensiones importantes: el Mayo del 68 francés, precedido por la publicación de La sociedad del espectáculo, de Guy Debord (pues eso era para Debord el estado del bienestar, un espectáculo para distraer al pueblo de su destino revolucionario). Las organizaciones políticas que estuvieron en aquel movimiento eran todas ellas extraparlamentarias (y lo siguieron siendo), y en ese sentido políticamente marginales, pero su retórica militante era la de la guerra, consideraban que la política auténtica era la que estaba desarrollándose en Vietnam o en Cuba, que los líderes políticos auténticos eran el Che Guevara y el General Giap, mientras que los presidentes de las repúblicas y primeros ministros de las democracias liberales eran peleles del Gran Capital. Naturalmente, sus objetivos políticos eran inverosímiles (la instauración en Francia del gobierno de los Soviets, la disolución de la familia, etc.), y en ese sentido pudo parecer una rabieta sin consecuencias políticas (De Gaulle ganó las elecciones de junio de ese año y tanto el partido comunista como el socialista perdieron diputados). Pero no fue así, para empezar porque sus consecuencias culturales fueron incalculables. De ellas nació una “nueva izquierda” (que en realidad tenía poco de nueva, era la izquierda que había sido “derrotada” políticamente por el estado del bienestar gracias a la pacificación de la lucha de clases y al nuevo pacto social), la izquierda cultural que siempre mostró su resentimiento hacia el Estado del bienestar por su carácter social (en el cual los foucaultianos, por ejemplo, veían un claro intento de control biopolítico de las poblaciones) y que, ya que no podía reavivar el conflicto de clases, puso en marcha toda una serie de “guerras culturales” a través de las llamadas “políticas de la identidad”, que sin duda son lo que yo llamaría políticas de malestar, que no proponen ningún modelo político alternativo pero que minan sistemáticamente la figura central del “sistema” erigido en 1945 en las democracias occidentales avanzadas, que seguía siendo la del ciudadano autónomo y sujeto de derechos. Es verdad que, a partir de 1970, las críticas y los ataques al estado del bienestar vinieron principalmente de la derecha (aunque ciertos elementos de esas críticas se volvieron políticamente transversales), y de ellos nació también una “nueva derecha” (que tampoco tiene mucho de nueva), más mediática que “cultural”, que no tardaría en proponer, con gran éxito electoral, sus propias políticas de malestar. Porque son políticas de malestar todas aquellas que, aunque —como sucedía con los “objetivos” del Mayo francés— propongan unas metas positivas quiméricas y extremistas (el cierre total de las fronteras nacionales o su total eliminación, por ejemplo), tienden a dividir de nuevo la sociedad en amigos y enemigos, socavando así el consenso prepolítico que sostiene el pacto civil. No triunfan porque los votantes “crean” en la viabilidad de esas metas “positivas” (fantasmales y mal definidas), sino porque “quieren” los medios “negativos” o agresivos que proponen sus propagandistas, porque desean ver castigados a sus enemigos, esos enemigos (la “casta”, la “inmigración”, los “enemigos del pueblo”…) construidos ad hoc a los que consideran culpables de todas sus desgracias.

 

- Libro a libro ha ido evolucionando en la idea. ¿De qué manera? ¿Ha tenido algo que ver Freud y su concepto de malestar de la cultura como punto de partida? Él creía en el poder salvador de la cultura, en la búsqueda de ideales comunes, en el compromiso con esos ideales... ¿Es esa carencia la que conduce al malestar?

- Es evidente que el subtítulo de Esto no es música (“Introducción al malestar en la cultura de masas”) es un juego de palabras con el título de la obra de Freud, pero poco más. Mi objetivo al hablar de malestar en la cultura era ese tipo de “resentimiento” contra el estado del bienestar que se refugió en el territorio de la cultura, según acabamos de decir. Porque aquellas guerras culturales centradas en la identidad pasaron pronto a convertirse en políticas de malestar, de discriminación, de enemistad, creando lo que podríamos llamar una cultura del malestar en y contra el estado del bienestar. El concepto de identidad sustituyó al de “clase social” como objeto del nuevo conflicto, y lo malo que tiene la identidad como identidad política es que siempre es antagónica (se basa en la negación de la identidad del enemigo), y ataca los pilares del Estado de Derecho. O sea que, a mi modo de ver, no se trata tanto de la carencia de ideales comunes como de la destrucción del proyecto colectivo ideado justamente como solución para terminar con el “estado de guerra”.

 

“Es evidente que algo falló en los medios de comunicación que tenían como tarea la formación de una opinión pública libre y plural”

- ¿Qué parte de culpa tienen los medios de comunicación en todo esto? Todorov indicaba que sin pluralismo en la información no puede haber democracias sanas. ¿Cómo es posible que se nos ofrezcan cada día titulares falsos, interesados, con tanta impunidad?

- Hay un factor importante en todo esto que no hemos mencionado apenas. Las políticas de malestar de las que venimos hablando no se impusieron en Europa o en América mediante dictaduras militares o Estados totalitarios, sino mediante el voto popular con plenas garantías jurídicas. Fue “la gente” o ese “pueblo” que a veces se idealiza el que puso en el poder a Reagan, Thatcher, Bush, Trump, Tsipras, etc., y el que llevó a Marine Le Pen a disputar la presidencia de la República francesa. Es muy sencillo decir que estas poblaciones “fueron engañadas” por la propaganda y la intoxicación mediática, pero no se trata de poblaciones analfabetas o carentes de acceso a los instrumentos de crítica que permiten formarse un criterio propio. Es evidente que “algo falló” en los medios de comunicación que tenían como tarea la formación de una opinión pública libre y plural. También lo es que los medios de comunicación que hoy llamamos “tradicionales” (como si hubiera otros) han entrado en una crisis estructural por diversas y complejas razones (que no son únicamente tecnológicas) y que, en su búsqueda desesperada de clientes que permitan su supervivencia como empresas, han tendido por ello mismo al “sensacionalismo”, es decir, a convertirse más en catecismos que dan a sus lectores lo que éstos quieren recibir y les confirman en la opinión que ya tenían antes de leerlas, que en instrumentos que ofrecen a esos lectores los elementos que les permitirán construir un criterio autónomo. El descrédito de las fuentes de la verdad material (el conocimiento de los hechos y de los diversos puntos de vista sobre ellos) es una condición necesaria para la proliferación de titulares periodísticamente impresentables. Pero en ese descrédito las empresas periodísticas también tienen una parte importante de responsabilidad (o, quizá mejor dicho, de irresponsabilidad).

 

- Un pequeño inciso. Vayamos a su ensayo  La intimidad, donde se refería a “la inundación de obscenidad” y detectaba dos tipos de pornografía: la sentimental (explotación de los secretos de familia) y la política. Esa tendencia, lejos de disminuir, ha aumentado. Las redes sociales, su mal uso, han contribuido a ello. ¿Estamos inmunizados ya, hemos perdido la noción de intimidad?

- Hay una gran diferencia entre escribir en un periódico y escribir en Facebook, en twitter o en un blog. Hay mucha gente que, por no haber conocido los periódicos en la época en la que tenían significado como formadores de opinión pública, la desconoce. La diferencia se puede expresar de muchas maneras. Una podría ser que el periódico es un dispositivo en el cual “lo que pasa” es sometido a un montón de controles, mediaciones y contrastaciones, hasta que se convierte en información, y sólo entonces entra en el periódico, con la jerarquía que le corresponde. Por supuesto, en el periódico también hay opinión, debidamente señalizada (para que nadie la confunda con “información”, con publicidad o propaganda) e igualmente sometida a controles y valoraciones jerárquicas, y debidamente distinguida de la opinión del equipo directivo del periódico, que es la que se expresa en el editorial y la única que no lleva la firma de una persona física que se hace responsable de ella. En las redes sociales no hay nada de eso. “Lo que pasa” no es sometido a mediación, control o contrastación alguna, y por tanto no es información, sino únicamente comunicación directa de “lo que le pasa” (por la cabeza o por otros órganos) al que escribe o se expresa. Es indistinguible lo que en esto haya de opinión, de información, de publicidad o de propaganda (muy a menudo propaganda de sí mismo). En este oleaje de palabras e imágenes (básicamente privado o comunitario, pero no público —se dice community manager, no society manager), por tanto, no hay casi nada más que el factor emocional (“me gusta”, “te sigo”, o por el contrario te insulto y te odio y te descalifico), que por su parte puede ponerse al servicio de lo comercial o de lo ideológico. Hoy, en efecto, la diferencia entre la pornografía sentimental y la política es casi imperceptible (se califica como “programas de debate político” a algunos espacios televisivos que tienen exactamente la fórmula de las tertulias “del corazón”). Todo esto son maneras de convertir en privado (como privados son los sentimientos) lo público, que tienen poco que ver con la intimidad.

 

“En una sociedad presuntamente tan abierta como la nuestra, escasean los espacios en donde se pueda libremente argumentar”

- Y de aquí a la “banalidad” el trecho es muy corto, ¿no? Es evidente que el debate a todos los niveles, político, cultural, se ha banalizado. ¿Aún puede salvarse o todavía es susceptible de banalizarse más?

- No me atrevo a decir que ya no hay salvación, ni tampoco que no se pueda aún profundizar en la banalización. La banalidad, en el sentido de la “normalidad”, es un invento a veces muy necesario. El problema no es tanto que la gente no esté argumentando a todas horas, porque la argumentación nunca ha sido demasiado popular. Lo malo son ese tipo de dispositivos, cada vez más abundantes, que no sólo no propician la argumentación sino que excluyen por completo su posibilidad. En una sociedad presuntamente tan abierta como la nuestra, escasean los espacios en donde se pueda libremente argumentar.

 

- En Estudios del malestar hay un tono de ironía evidente a lo largo de todo el recorrido que, en cierto modo, puede llevarnos al Milan Kundera de su última novela, La fiesta de la insignificancia: “Sólo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres y reírte de ella”... “Comprendimos desde hace mucho que ya no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su propia huida hacia adelante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en cuenta”. ¿Hay algo de esto en su entrega?

- Ojalá. Me resulta difícil evitar el humor, porque en muchísimas ocasiones lo encuentro mucho más eficaz y hasta mucho más completo que un sesudo argumento crítico. Sin embargo, por decirlo en los términos de Kundera, al mundo no le gusta nada que no se le tome en cuenta. Quiero decir que cuando se hace una broma sobre algo la gente suele ofenderse e identificar la broma con el “no tomar en serio” aquello sobre lo que se bromea. Yo no creo que sea así. He visto a moribundos bromear sobre su propia muerte inminente, y dudo que no se la tomasen en serio. Ya lo he dicho muchas veces: el Conde de Shaftesbury decía que una buena broma es aquella que, en cierto modo, podemos tomarnos en serio; yo suelo añadir que algo no es verdaderamente serio a menos que, en algún sentido, podamos tomárnoslo a broma.

 

- En Estudios del malestar se detiene en determinados movimientos y partidos que, en su opinión, se aprovechan del malestar colectivo para conseguir réditos políticos. A todos ellos los denomina populistas. ¿No cree que se están metiendo demasiadas cosas en el saco del populismo?

- Sin duda. Se trata de un término que, desde las dos últimas décadas del siglo pasado, se ha venido usando peyorativamente en el ámbito mediático de la contienda política como marca de infamia para descalificar al adversario como enemigo (más o menos disimulado) de la democracia y del Estado de Derecho (y, por tanto, para reafirmarse uno mismo como defensor de ambas cosas), y se ha usado con tanta extensión, con tanta amplitud, con tanta variedad y para casos tan distintos que parece, por ello mismo, haber perdido todo valor conceptual. O, mejor dicho, parecía haber perdido todo valor conceptual hasta que algunos de sus destinatarios decidieron, en torno al cambio de siglo, convertir la marca de infamia en signo de distinción (por utilizar la terminología de Pierre Bourdieu) y conferirle al término una significación positiva, dotarle de una carga (al menos aparentemente) teórica, resemantizándolo para convertirlo, no solamente en un instrumento político legítimo, sino incluso en la esencia misma de la política, quizá en la única forma de hacer política adecuada a los tiempos. Es a este uso al que yo principalmente me refiero, porque Estudios del malestar es, como todos los míos, un libro de filosofía (de filosofía política, en este caso), no un panfleto sobre partidos o movimientos.

 

“El término ‘populismo’ es a la política lo que al periodismo es el término ‘sensacionalismo’”

- ¿Todo lo que sean propuestas para mejorar la vida de la gente, para combatir la desigualdad, es populismo? ¿En su opinión, todo populismo es igualmente negativo, nefasto? Y una última pregunta sobre el tema: ¿Al proponer mejoras para la sociedad, no es toda política, por naturaleza, populista?

- Voy a intentar explicarme con un ejemplo. Yo diría que el término “populismo” es a la política lo que al periodismo es el término “sensacionalismo”. Es verdad que para un periodista es muy fácil acusar a la competencia de “sensacionalista” cuando publica una noticia con la que le va a superar en ventas de ejemplares, y sin embargo… ¿qué periodista no ha apretado alguna vez el botón amarillo para alegrar un poco las cifras de ventas o de visitas a la página web? Es más, ¿qué periódico no practica todos los días una forma salvaje de sensacionalismo aceptado cuando mantiene a los redactores atados al mandato anónimo de los usuarios —porque no se les puede aún llamar “lectores”—, esos usuarios que hacen click en tal o cual titular o lo tuitean o lo propagan en Facebook? Pero, ¿qué conclusión hemos de extraer de ello? ¿Acaso que hay que dejar de hablar (al menos peyorativamente) del “sensacionalismo”, que hay que renunciar al término puesto que la infección se ha generalizado, o que hay que resemantizarlo para hacer del sensacionalismo algo bueno, que hay que resignarse a la confusión de “periodismo” con “sensacionalismo”? ¿Que como ahora todo periodismo tiende al sensacionalismo ya sólo cabe distinguir entre un sensacionalismo bueno —el que se pone al servicio de causas “populares”, “políticamente correctas” o moralmente intachables— y un sensacionalismo malo? Yo diría que no. Yo diría que, por muy extendida que esté la enfermedad, el sensacionalismo no deja de ser una patología por la que el periodismo se desangra y abandona el terreno del interés público (o sea, el de servir como instrumento para la formación de la opinión pública, que es una función esencial en las sociedades democráticas) para convertirse, como alguien dijo, en mero seguidismo de los intereses del público, frecuentemente de los intereses más bajos y más viles, a menudo contradictorios y siempre cambiantes y opacos, y que desde luego nada tienen que ver con el interés público. Es decir que, a pesar de todo, merece la pena conservar la diferencia (por lo menos la diferencia de iure) entre periodismo y sensacionalismo, y que incluso los fines más santos se pervierten cuando se persiguen por medios mezquinos que convierten la información en propaganda sentimental. Pasa algo parecido con el populismo. Es muy fácil para un político descalificar al adversario por “populista” por decirle a la gente lo que quiere oír, aunque no sea verdad, y prometerle cosas que sabe imposibles de cumplir, o sea, por desplazarse aquí también desde el interés público al interés del público. Pero sería muy difícil encontrar a uno solo que, en campaña electoral, no haya recurrido alguna vez a esos mensajes o a esas promesas para conseguir un puñado de votos o para mejorar en los sondeos. Pero eso no significa, creo yo, que haya que abandonar el término porque todos los partidos caen a veces en el populismo, o redefinirlo para conformarse con elegir entre populistas mejores y peores, renunciando así a la diferencia entre “populismo” y “política”. Aunque sea de una forma aparentemente imprecisa, el término nos ayuda a expresar algo que tienen en común maneras de hacer política que parecen separadas por grandes barreras ideológicas, culturales, religiosas o económicas, y a ver que todas ellas constituyen una amenaza real para la democracia representativa, uno de los principales peligros transversales que la acechan desde su interior. Cuando la democracia funciona bien (y reconozco que esto no pasa todos los días ni en todas partes), el político que alimenta las bajas pasiones de su clientela o hace promesas inverosímiles acaba pagando ese vicio en las urnas. Sólo hay una manera de librarse de pagar el precio político de la mentira, y consiste en forjar el mito de un enemigo omnipotente y despiadado que penetra todas las instituciones, que pervierte conspiratoriamente todos los espacios de libertad y de crítica y que es inmune a los mecanismos formales de la democracia liberal. Y esa es precisamente la fórmula populista. Y cuando esta fórmula tiene éxito, cuando cala con eficacia en la ciudadanía —y por el momento está teniendo bastante éxito—, cala también la idea de que, para vencer a ese enemigo, hace falta algo más que la democracia social de derecho y algo mejor que la política en su sentido moderno. Para lo cual es necesario apelar a un pueblo que tiene que desbordar la Constitución para luchar contra sus enemigos. En ese momento, la política es sustituida por la moral (o por una política “moralizada” que exige un cierre de filas frente a los enemigos del pueblo y anula el pluralismo). Y lo que entonces pasa factura en las urnas es contradecir los deseos de la clientela o negarse a prometer quimeras.

 

“El populismo no es una alternativa al neoliberalismo (ni tampoco al contrario): ambos son síntomas pertenecientes a un mismo síndrome de decadencia de la política”

- ¿No sería igualmente enriquecedor desmontar los dogmas neoliberales, esa cobardía, docilidad, que se ha inyectado a la sociedad para hacer creer que no hay alternativas de cambio, que hay que resignarse?

- Pero es que con el término “neoliberalismo” pasa lo mismo que con el término “populismo”. ¿Qué es el neoliberalismo? ¿Se trata de las doctrinas jurídicas de Hayek o de las teorías económicas de Friedman y la escuela de Chicago? ¿O se trata más bien de las políticas aplicadas en EE.UU. por Reagan o en el Reino Unido por Margaret Thatcher? ¿Habría que incluir también el laborismo de la tercera vía de Tony Blair? ¿“Neoliberalismo” es sinónimo de mercantilismo proteccionista, de corporativismo de amiguetes, de anarcocapitalismo, o de lo que a veces se llama “liberalismo social”? ¿No estaremos creando, al hablar de “neoliberalismo”, un monstruo fantasmagórico de mil cabezas que cumpla la función de ese “enemigo omnipotente” que justifica las tentaciones autoritarias de los liderazgos carismáticos de corte caudillista? Creo que el principal error teórico consiste, en este caso, en aceptar la alternativa “populismo/neoliberalismo”, como si fuesen los términos de una nueva confrontación política, porque el tipo de políticas que solemos aceptar como emblema del “neoliberalismo” actual (es decir, las de los citados Reagan y Thatcher) fue precisamente el primero en ostentar en nuestro entorno el calificativo de “populista”. Que tengamos que aceptar el populismo (cuyos vicios conocemos de sobra por la historia política reciente) para no caer en el neoliberalismo, o que tengamos que conformarnos con el neoliberalismo para evitar la deriva populista, ese es, creo yo, el planteamiento cobarde y dócil al que no hay que resignarse. No es sólo cierto que el “populismo” y el “neoliberalismo” se realimentan mutuamente, sino que son perfectamente compatibles, porque se trata (utilizando el término de Lévi-Strauss que tanto gustaba a Laclau) de significantes vacíos o conceptos imposibles cuya carga es fundamentalmente emocional y retórica. El populismo no es una alternativa al neoliberalismo (ni tampoco al contrario): ambos son síntomas pertenecientes a un mismo síndrome de decadencia de la política, de ruptura del contrato social que ha sido su fundamento desde la emergencia de la sociedad moderna. Quien haya leído La regla del juego, Esto no es música o Nunca fue tan hermosa la basura sabrá que yo me he aplicado con gran empeño a la crítica de todos los dogmas del llamado “nuevo capitalismo” (la ideología de la flexibilidad, del cortoplacismo, de la privatización, etc.), aunque es verdad que también he procurado mostrar que toda esa jerga de lo fluido, lo “líquido” y lo elástico fue creada por la “nueva izquierda” antes de ser reutilizada por la “nueva derecha”. Y en eso mi posición no ha cambiado un ápice.

 

“La desafección política no es consecuencia del populismo sino al revés: el populismo es una forma de desafección política, de desconfianza con respecto a la política”

- ¿Es el populismo el origen de la desafección política, de la desconfianza hacia el sistema o el problema, como decía Tony Judt en su ensayo Algo va mal es que la socialdemocracia se olvidó de la gente? “Durante 30 años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de propósito colectivo” (...) “El miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños y a un mundo ajeno, está corroyendo la confianza y la interdependencia en que se basan las sociedades civiles”, ponía de manifiesto Judt. ¿Qué opina al respecto José Luis Pardo?

- José Luis Pardo, que precisamente ha estado releyendo estos últimos meses El olvidado Siglo XX, se siente muy próximo a Tony Judt en muchísimas de sus consideraciones, y desde luego profundamente de acuerdo con la intención general de sus reflexiones. Si lo de que la socialdemocracia se olvidó de la gente significa que, como hace un momento decíamos de la prensa, los partidos socialdemócratas tienen una gran responsabilidad (por su irresponsabilidad) en la crisis que hoy atraviesan, estoy totalmente de acuerdo. No me gusta demasiado, como ya he dicho antes, el recurso a “la gente” o al “pueblo”, como si alguien tuviera el monopolio de lo que “la gente” piensa o siente el pueblo, porque esto es algo de lo que sólo nos enteramos (hasta cierto punto) a través de las urnas electorales, y quienes pretenden tener un conocimiento más directo del asunto sólo pueden ser farsantes. La desafección política no es consecuencia del populismo sino al revés: el populismo es una forma de desafección política, de desconfianza con respecto a la política y, por ende, de búsqueda de otras alternativas “supra-políticas”. Pero no nos engañemos: antes de la crisis “la gente” no estaba entusiasmada con la participación en la política y el debate sobre el modelo de país. En cuanto a la búsqueda del bienestar material, creo que también lo he dicho ya, es irrenunciable para los humanos, pero también he dicho que esa búsqueda nunca es para nosotros suficiente si no disponemos de un sentido que otorgar a ese bienestar (pues el propio bienestar material por sí mismo no nos basta), y que al menos tan importante como el bienestar material (el estar bien) es el bienestar jurídico (el tener derecho a estar materialmente tan bien como en cada caso sea posible de acuerdo con un reparto justo de la riqueza y de la pobreza).

 

“Entre sentirse mal a causa de la desigualdad y conceder el voto a un partido xenófobo o que propone “superar” el Estado de Derecho hay un salto importante, y ese salto es el que hay que investigar”

- ¿No cree que lo verdaderamente productivo, en lo que deberían trabajar intelectuales, filósofos, sociólogos, políticos de verdad comprometidos, es en la identificación de ese malestar? ¿No está la desigualdad, la corrupción de la política, los excesos del capitalismo, detrás de esta sensación que va en aumento?

- Sí, lo he dicho muchas veces. Este no es un malestar absolutamente nuevo, pero sí es un malestar que estamos muy mal preparados para combatir y que, en efecto, requiere de la colaboración entre intelectuales, filósofos, artistas y científicos sociales. La desigualdad, la corrupción política y los excesos del capitalismo son al menos tan viejos como las sociedades modernas. Toda la cuestión está en si tenemos o no instrumentos suficientes y adecuados para combatir esos males. El malestar creado por esos problemas no es una enfermedad; al contrario, es completamente sano “estar mal” ante esas realidades. Pero entre sentirse mal a causa de la desigualdad y conceder el voto a un partido xenófobo o que propone “superar” el Estado de Derecho hay un salto importante, y ese salto es el que hay que investigar.

 

“Veo muchísimas cosas positivas en la España de los últimos años”

-  Su ensayo es muy duro, muy irónico, con todo lo acaecido en España en los últimos años. ¿No ve nada positivo en la España posterior al “despertar” del 15 M? ¿No considera que es necesario un cuestionamiento del pasado, de la etapa de la Transición?

- Veo muchísimas cosas positivas en la España de los últimos años. En mi ensayo, hasta donde recuerdo, soy muy duro con la mitificación de la Transición que se llevó a cabo a principios de este siglo, porque cuando el pasado se saca del ámbito de la historia y se sitúa en el de la poesía se pisa un terreno muy peligroso, más aún si de ello se pretenden extraer réditos políticos. Pero, por lo mismo, tengo también muchas reservas a propósito de la mitificación del “15M” (que fue mucho más rápida que la de la Transición) como un “despertar”. Hablábamos hace un momento de cómo se puso en marcha el proyecto del estado del bienestar en 1945, y de cómo quienes no estaban de acuerdo con ese “tratado de paz” y querían continuar la guerra (la lucha de clases o de naciones) se quedaron en minoría en el tablero político y ocuparon el frente cultural. Algo parecido ocurrió en España en 1978: quienes habían sido enemigos irreconciliables durante la guerra civil y los 40 años de posguerra firmaron un acuerdo de paz civil y social, del que sólo se autoexcluyó la extrema izquierda (incluida la abertzale y la patriòtica), que consideraba el estado social de derecho, nacido de la Constitución del 78, como un sueño (un “espectáculo”, según Debord) que ocultaba, en realidad, una continuación del franquismo, una dictadura disimulada. Por ser minoritario y parlamentariamente marginal, este discurso careció durante años de representatividad política, pero se hizo fuerte en lo que antes llamé “el frente cultural” (universidades, editoriales, escenarios), porque producía grandes rendimientos emocionales a quienes lo practicaban, reforzaba su identidad moral y estética e incluso les reportaba beneficios económicos. Claro está que esa identificación entre franquismo y democracia parlamentaria es, obviamente, una falsificación histórica (yo conocí bastante el franquismo, y recuerdo que no se parecían en casi nada), es ficción y no realidad, pero sin esa licencia poética que consiste en creer que España estuvo dormida primero por la pesadilla franquista y luego por la modorra consumista sería imposible considerar el “15M” como un “despertar”. Sin embargo, la crisis económica —que, naturalmente, fue un acontecimiento catastrófico para millones de personas— fue aprovechada por ciertas organizaciones emergentes para ampliar la audiencia de esta ficción, que se volvió, incluso electoralmente, verosímil, y para una parte notable de la población la Transición se redujo de pronto a un amasijo de corrupción y contubernio. Los terribles recortes presupuestarios y la negativa de un pacto fiscal para Cataluña fueron convertidos por los pescadores de río revuelto en la ocasión para el despertar del pueblo oprimido y de la nación ultrajada, presuntamente mantenidos en estado comatoso durante años mediante la anestesia del maldito “bienestar”. El resultado de todo ello ha sido un desplazamiento del espectro ideológico merced al cual, en el imaginario de este “despertar” revolucionario, quienes por aquel entonces se situaban en el centro-izquierda o en el centro-derecha (pero en contra del nacionalismo y del comunismo), sin cambiar de ideas, han quedado arrinconados en el lodazal del facherío, en una posición “reaccionaria” incluso más extrema y viejuna que las de Trump o Le Pen, porque estos dos últimos al menos son “antisistema”, lo que siempre resulta muy juvenil y simpático; y las ideologías extremas, sin embargo, se han acercado al centro del espectro electoral. Yo diría que esto, más que un “despertar”, es una ilusión óptico-política. Pero comprendo que, cuando millones de votantes actúan como si creyeran en esa alucinación y se suman a sus políticas de malestar y confrontación, empeñarse en distinguir entre poesía e historia puede ser una batalla perdida. Claro que en ese tipo de batallas consiste, muy a menudo, el trabajo intelectual.

 

- ¿No cree que, a nivel global, estamos inmersos en un cambio de rumbo cuya dirección aún no está clara?

- Sí. Pero esto mismo podría decirse de todos y cada uno de los momentos de la historia. Siempre tenemos que tomar decisiones antes de saber del todo en qué dirección se moverá el mundo, en eso consiste la libertad (si supiéramos de antemano en qué parará todo no habría que decidir, sería un proceso automático).

 

“En nuestro país las discusiones intelectuales se traducen en seguida en diferencias ideológicas y en descalificaciones personales”

- En el prólogo del libro dice ser consciente de que con él iba a ganar enemigos. ¿Ha sido así? ¿Lo escribió con ánimo de levantar polémica, de encender el debate?

- No. No me interesan en absoluto las polémicas. Lo que sabía cuando escribí el libro es que a quienes utilizan la filosofía para hacer proselitismo político no les iba a gustar, pero no porque tengan graves objeciones teóricas contra mis ideas, sino sencillamente porque no pueden apuntarme a su bando, y en un entorno tan polarizado por las banderías como el que hoy vivimos en España, esto (lo de apuntarse en algún bando) es lo más importante.

 

- ¿Hace falta más debate profundo, del sano, en la sociedad española? De entre lo mucho que me ha interesado de Estudios del malestar está esa capacidad de abrir ventanas de reflexión, de discusión.

- Sin duda, hace falta debate, crítica, discusión, pero en nuestro país (incluso en el ámbito de la filosofía, no digamos ya en el de la política) esto parece ser punto menos que imposible: las discusiones intelectuales se traducen en seguida en diferencias ideológicas y en descalificaciones personales. Los libros como los que yo escribo son siempre intentos de abrir discusiones, de iniciar conversaciones sobre asuntos que parecen excluidos del tráfago de las controversias cotidianas y de los mapas ideológicos cerrados y cerriles. Pero no tengo la sensación de haber tenido gran éxito en esto, y llevo en ello unos cuantos años.

 

“Zizek, además de ser un profesor de filosofía muy solvente, es un líder de opinión y un fenómeno de masas”

- La polémica, más que por el ensayo, llegó hace poco con su artículo sobre Slavoj Zizek, donde reducía su pensamiento a “un sin fin de tuits”. ¿No ve nada interesante en la obra de un filósofo que ha conseguido conectar con el público más joven? Antes le comentaba el alejamiento de la filosofía de la calle, del ahora...

 

-Creo que en su pregunta está la respuesta. Usted considera que mi artículo despertó polémica, pero cuando yo escucho esta palabra pienso en la polémica entre Leibniz y Newton sobre la naturaleza del espacio o en la disputa entre Galileo y los teólogos sobre el movimiento de la tierra, mientras que lo sucedido en este caso —más parecido, por lo que me han dicho, a una nube de aspirantes a trolls  y haters en las redes sociales certificando la diferencia a la que antes aludí entre periodismo y ciberpropaganda— pertenece más al género de “la polémica de Terelu y Mila Ximénez” o a lo que yo llamaba en mi columna “una turbulencia contagiosa que se agota en su propia agitación”. Yo decía en mi artículo que Zizek había construido una filosofía que es “como una cinta sin fin de tuits embutidos en la metafísica de Hegel”, pero usted (no es un reproche, es lo que hacemos todos cada día) se ha quedado con el sinfín de tuits y se ha olvidado de la metafísica de Hegel. Esa lógica mediática del mercado cultural contemporáneo es la que Zizek ha comprendido a la perfección, y por eso, además de ser un profesor de filosofía muy solvente (porque para embutir tuits en la metafísica de Hegel hay que conocer primero la metafísica de Hegel, y no es tarea fácil), es un líder de opinión y un fenómeno de masas. No estoy en contra de Zizek, sólo estoy en contra de esa lógica del mercado cultural: él se ha adaptado a ella con gran éxito, y probablemente ha hecho muy bien. Yo, por el momento, soy incapaz de hacerlo. También creo haber dicho ya que no estoy nada seguro de que la calle (ni la física ni la virtual) sea el lugar de la filosofía.

 

“No conviene confundir lucidez con certidumbre”

- ¿Dónde buscar hoy un poco de lucidez? ¿Persigue José Luis Pardo esa lucidez? ¿En qué proyectos está trabajando ahora?

 

- Creo, como Aristóteles, que todos los hombres buscan por naturaleza la lucidez. Pero no conviene confundir lucidez con certidumbre o, en todo caso, a quien busque certezas inconmovibles yo no le recomendaría leer libros de filosofía, porque saldrá de ellos tan decepcionado como quienes hoy buscan en la filosofía una doctrina política alternativa. Por mi parte, huyo de las lecturas que me confirman en las convicciones que ya tengo, creo que la filosofía consiste en buscar problemas más que en buscar soluciones, así que recomendaría a quien quiera leer filosofía que rastree a los pensadores que se ocupan de los problemas que le apasionan y en los que esté dispuesto a perderse durante una buena temporada. Actualmente, estoy agradablemente perdido en cuestiones relacionadas con la conexión entre arte y filosofía, pero no me siento capaz de hablar de proyectos propiamente dichos.

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

4 de diciembre de 2017

¿Puede una biografía de X ser, al mismo tiempo, una autobiografía de Y?  ¿Puede una “verdadera historia” de un personaje del siglo XVIII, el infante don Luis de Borbón, ser la verdadera historia de Ángel Alcalá, “impertérrito filósofo, teólogo radical y mediocre escritor” de nuestros días, como se retrata en esta novela a uno de sus protagonistas, Anselmo Galván?

 

Pues aunque parezca la cuadratura del círculo, no solo es posible, es cierto.  Para empezar, es cierto que Alcalá es un impertérrito filósofo, es cierto que es un teólogo radical, y en cuanto a lo de “mediocre escritor”, ¿quién no lo es si nos comparamos con Shakespeare, Cervantes, Flaubert o Thomas Mann, por poner algún ejemplo?

 

Ya sabemos que todo lo que escribimos está sustanciado por nuestra particular biografía. Pero hay casos en que esta identificación de lo ajeno con lo propio es mayor, casi un trasunto.

 

Y es que esta novela de nuestro ilustre filósofo, teólogo y escritor  Ángel Alcalá, además de mucho rigor histórico, de mucha consulta de documentos, está llena de trasplantes y guiños personales. Y no solo en la personificación del autor con su declarado “alto ego”, Anselmo Galván -- “Yo bajé de posible cardenal a profesor y modestillo aprendiz de escritor”, se lee, y, quienes sabemos que los familiares de Alcalá ya pensaban en él como cardenal reconocemos el guiño--, o en el hecho de poner en boca del infante don Luis la mayor parte de sus personales elucubraciones existenciales…, sino también en el retrato de su compinche dialogal, el erudito canónigo Juan Ángel Gimeno, amigo personal del autor, o en personajes como Jesús de Vived, don Teofrasto, Agustín Piña…, y en muchas otras incidencias a lo largo del laborioso texto de Alcalá, que cuando justifica al infante don Luis, o critica acerbamente a  Carlos III, trasluce hechos de su propio curriculum, que se nos aparecen como una especie de ajuste de cuentas, o como una forma catártica de hacer aflorar sus demonios interiores.

 

Todo esto, que puede ser bueno o malo, es indiferente literariamente,  porque lo que estamos tratando (aunque en alguna ocasión adivinemos una tesis doctoral camuflada) es, sobre todo, una novela, una novela histórica, y a una novela histórica  podemos y debemos, pedirle, además de rigor histórico, imaginación, elucubración, hipótesis, ucronías,  con que rellenar lo que la historiografía académica, sujeta solo a lo documental, no alcanza a completar lo que podría haber sido.

 

Pueden los historiadores juzgar La infanta y el cardenal desde el punto de vista académico, pero si uno se atreve a enhebrar una novela lo que debemos pedirle es que lo sea, de verdad, convincente, verosímil, apasionante también, por más que la etiqueta de histórica comprometa, y limite mucho, al tiempo, la libertad creadora que se exige al género.

 

Y que me perdonen los entomólogos de la literatura, pero creo que etiquetar las novelas en modalidades no hace sino confundir la sustancia de un género. Por resumir el asunto de la novela de Alcalá, digamos que un tal Anselmo Galván (recordemos que Galván es el segundo apellido de nuestro autor) está empeñado en escribir la biografía del infante don Luis de Borbón, hermano de Carlos III. ¿Quién es este Galván? Nos dice el autor que dedica la vida a la docencia, que “ni ocultaba ni ostentaba (o sea, que no hacía ostentación, rectifico al autor) su antigua condición de sacerdote”, que es  “oriundo de una villa bajoaragonesa”, “amante de la vida, de la música, del arte, y apasionado por la libertad” y “abierto a todo aire de doctrina”.

 

Pues bien, este Galván, tan alcalaíno, con el fin de escribir esa biografía se desplaza a Zaragoza, para reunirse con la viuda del infante don Luis, doña María Teresa de Vallabriga, que habita el palacio de Zaporta. Allí, entre las conversaciones con la Vallabriga, la lectura de su “Diario” (apócrifo), los papeles de “Recuerdos y olvidos” (título ayaliano) escritos por don Luis (también apócrifos), cartas y documentos, reales o ficticios, apoyaturas de los escritos del embajador Fernán Núñez, utilización de la “memoria engañosa”, y recreaciones varias de la vida cortesana, se va enhebrando, a modo de gran tapiz goyesco, con constantes regresos al pasado, el retrato de una época, la borbónica, a partir de Felipe V y sus primeros sucesores. Como un nuevo Goya retratista—recordemos la familia de Carlos IV o la del propio Luis de Borbón--, Alcalá va fijando su atención  en cada uno de los personajes, hasta ofrecernos una radiografía de personalidades y comportamientos.

 

Como ya he apuntado, pero ahora amplifico, deduzco que lo que ha llevado a un historiador tan riguroso como Ángel Alcalá a probar fortuna en la novela, aunque se trate de una novela histórica, es una suerte de identificación personal con el destino vital  del infante don Luis. Ese paralelismo de vidas, por muy distante que pudiera parecer entre figuras de tan distinta temporalidad y condición,  tiene sin embargo un punto en común que, sin duda, no podía reflejarse adecuadamente en un libro de historia pura: el autor necesitaba de la libertad que permite el relato novelesco para plasmarlo.

 

La novela, pese a su dual título, La infanta y el cardenal, tiene un solo protagonista: el infante don Luis, es decir, el cardenal.  La infanta es como una receptora de los recuerdos y vivencias del aquel, su egregio y apesadumbrado esposo. Y se sustenta   en dos ejes: la crisis de conciencia del infante, en una primera parte; y en el tema de la irregular sucesión a la Corona, que constituye el tema predominante que recorre toda la novela.

 

En torno a don Luis, asistimos a la sucesión de monarcas y favoritos, de familiares y amigos, de cortesanos y políticos, de gentes de la cultura y el espectáculo que rodean al protagonista. Frente a los estereotipos de la historia más divulgada, Alcalá abunda en aquellos aspectos que los contradicen o que nos dan aspectos ignorados del inframundo cortesano.

 

Alcalá parece querer poner en entredicho no solo a la historiografía oficial sino la académica más o menos consagrada. Y un mérito de esta novela es la imagen menos conocida que nos ofrece de sus protagonistas. Acierta de pleno. Sus semblanzas de los grandes personajes de la aristocracia española de aquel tiempo no dejan de ser insólitas, al menos para someros conocedores de la historia, como el que aquí les habla.

 

Entra en la intimidad de sus hábitos cotidianos, pero siempre apoyado en la pertinente documentación.  Su margen de ficción, de fabulación para los personajes históricos es prácticamente inexistente, como temeroso de faltar al rigor histórico, de dar a la novela un carácter metahistórico.

 

Aún así, su mirada se posa novedosamente en aquellos aspectos menos frecuentados por la historiografía habitual, que pasa por encima de esos aspectos más íntimos y cotidianos presumibles, verosímilmente presumibles, que dan a su ficción un talante verídico.

 

Donde mas brilla el Alcalá novelista es en esas deliciosas conversaciones en la Casa de Zaporta en las que María Teresa cuenta su vida, acompañada de su hija María Luisa, del enigmático Francisco del Campo, de Galván y del canónigo Juan Ángel. O en esos paseos por ciudades, villas, palacios y vida cotidiana.

 

Otro de los leit-motiv recurrentes de la narración alcalaína es la continua referencia a la sexualidad como determinante de hechos y conductas, poco habitual en el discurso historicista, lo que da a su narración otro de sus aspectos más personales. Sus descripciones amorosas tienen un potente latido erótico, como en el encuentro  de la infanta Maria Teresa con Francisco del Campo, o el de la noche de bodas de la infanta y don Luis.

 

Y hay una permanente preocupación por definir el sentido de la historia, lo que debe hacer un historiador, que lo sea de verdad. El texto está lleno de reflexiones al respecto, que parecen, como ya apuntamos antes, querer enmendar la plana a los historiadores de oficio.

 

Pero lo que sin duda más diferencia a esta novela histórica de las habituales del género es que la narración no se limita  a novelar una historia, más o menos conocida, sino que participa de los andamiajes de una novela de tesis, en la que se propone y defiende una nueva visión de la historia que rompe interpretaciones anteriores: me refiero, como ya he señalado, a la figura de Carlos III que, a partir de los documentos y de las reflexiones de los protagonistas,  aparece con un perfil muy distinto al que estamos acostumbrados y nos da una opinión de su personalidad poco acorde con la que, generalmente favorable, nos ofrece la historiografía habitual.

 

No sé si el autor se excede en su negativo retrato del monarca ilustrado en su afán de defender la figura del infante don Luis, que, por otra parte, frente a la simpatía que le muestra el autor, no deja de aparecer, por sus hechos y actitudes, como un personaje acomodaticio, abúlico, tímido, tibio, atolondrado, miedoso, timorato,  incapaz de tomar las riendas de su destino, sometido sin orden ni medida a sus pasiones amorosas, atolondrado…, cuya educación, cultura, liberalidad de ánimo no son capaces de evitar que sea juguete pasivo de los acontecimientos. En suma, la tesis que plantea Alcalá, su defensa del infante, no creo que salga muy bien parada, y en hechos como la decisión de don Luis de casarse con una prostituta parecen dar la razón a Carlos III en su trato al hermano, que se nos aparece, pese a los esfuerzos del autor, como un atolondrado de poca personalidad.

 

De todo lo dicho creo que estamos  ante una novela que pretende dar una visión poco convencional de un periodo de la historia española, como un tapiz goyesco aunque visto desde su revés, es decir, donde los nudos de la urdimbre revelan su artificio, su última fabril realidad, como un ajuste de cuentas a la propia historiografía, aunque apoyado en ella, y de paso, como una oportunidad del autor de explicarse a sí mismo, a través de sus dos “alter egos” en la trama: el infante don Luis y el filósofo, teólogo y escritor Anselmo Galván. Una autobiografía oculta en una biografía.

 

Para los que somos curiosos de la historia, o mejor de la intrahistoria, esta es una novela reveladora, genuina, que hemos leído ansiosamente con el ánimo de escrutar sus más o menos recónditos o transparentes rincones, porque sabemos que, en ella, tanto la verdad como la ficción son, al cabo, una misma cosa, y siempre nos apasiona escuchar palabras verdaderas.- JUAN DOMÍNGUEZ LASIERRA.

 

 

Ángel Alcalá, La infanta y el cardenal. La verdadera historia del matrimonio morganático de don Luis de Borbón y Farnesio y María Teresa de Vallabriga, Madrid, La Esfera de los Libros, 2015.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Juan Domínguez Lasierra

4 de diciembre de 2017

 A la llamada del timbre, Palmira abrio la puerta y los encargados de la mudanza la saludaron como una coral que impartiera pésames a domicilio. Uno sostenía sin dificultad la escalera de mano, pero el otro, gordito, se agobiaba con las planchas de cartón y el rollo de cuerda. Palmira, que les esperaba desde primera hora de la mañana, los guió a una rotonda atestada de libros donde dos ventanales quebraban la continuidad de las estanterías.

 

Mientras los hombres convertían los cartones en cajas -entre reproches y amenazas, pues se mostraban desavenidos-, Palmira se refugio en el dormitorio donde murio Máximo. Pero cuando los hombres desplegaron la escalera y desde los estantes más altos lanzaron los libros a las cajas como si echaran tierra sobre el ataúd cerrado del difunto, se alejó a la cocina. Desazonada, fregó la taza y la cuchara del desayuno, puso unas lentejas en agua y revisó el contenido del frigorífico por si necesitaba ir al mercado.

 

Almorzó a hurtadillas y, cuando los tipos de la mudanza se marcharon, renegando el uno del otro, regresó a la rotonda. Las cajas repletas de libros, precintadas y atadas, entorpecían el tránsito. Los anaqueles vacíos de la biblioteca y el suelo deslucido y con colillas le deprimieron. Y ante la degradación de ese salón de lectura, que era el principal de la casa, se echó a llorar. 

 

- Si lo viera Máximo -repetía.

 

Máximo había vendido la biblioteca al ayuntamiento de su pueblo para pagar los gastos de su enfermedad. Pero durante la negociación no fue tan exigente en sus pretensiones económicas como en aplazar el traspaso a su fallecimiento. Ya con un pie en el estribo -enfatizaba-, le dolía separarse de lo que siempre estuvo con él. Y las autoridades de Pagán accedieron al capricho de aquel paisano que parecía más en el otro mundo que en éste.

 

- En la villa de Pagán -les asignaba el anónimo-, muchos piden, pocos dan.

 

Entre tanto, Palmira empezó a forrar los libros con papel blanco. Actuaba sin consultarlo con Máximo, persiguiendo una simetría que a su juicio revalorizaba el conjunto. Pero cuando Máximo alcanzó un acuerdo con los compradores, Palmira renunció a su tarea. Era absurdo reanudarla -consideró-, si no influía en el precio.Y desde entonces la biblioteca de la rotonda, uniformada a medias, presentaba el aspecto de un traje con parches.

 

No se enteró Máximo de esta ocurrencia de su criada. En esa etapa final de su vida pasaba acostado la mayor parte del tiempo y cuando Palmira le sacaba del cuarto y lo conducía a pasitos al sofá de la rotonda, le faltaba vista -y curiosidad- para descubrir los cambios de su biblioteca. En el sector ubicado entre los ventanales, elegía Palmira uno de esos volúmenes que ella había vestido de dominico y, creyendo complacer a Máximo, le leía un fragmento:

 

Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo...

 

Pero así escogiera para entretenerlo literatura contemporánea o clásica... 

 

La Aurora, de azafranado velo, de las corrientes de Océano se levantaba para proporcionar luz a los inmortales y a los humanos...

    

...a Máximo sólo le interesaba el cuaderno de pastas negras en el que hablaba de su padre, el poeta Max Bru. Ocupó la mesilla de su cama mientras gozó de salud y pudo escribir en él robando horas al sueño, pero cuando enfermó y la invasión de medicinas transformó el dormitorio en un hospital de campaña, el cuaderno fue trasladado a la rotonda, con los demás libros. Y en un estante de la biblioteca permanecio a su disposición, mas no para usarlo él, pues ya no podía valerse, sino para que Palmira anotara en sus hojas lo que él decía.

 

Máximo estuvo dictando a Palmira hasta que le fallaron las fuerzas. Receloso de su memoria -porque lo desamparaba a mitad de una frase incitándolo a peregrinar tras la referencia extraviada como  ciego sin lazarillo-, confiaba al sentido común de su interlocutora la coherencia de su discurso y, con ello, la posibilidad de editarlo el día de mañana.

 

- Entrégaselo a Esquivias, el de la mancha -y Max se refería a la que desde nacimiento adornaba su frente-. Nadie ha hecho tanto por la obra de mi padre.

 

La muerte de Máximo estancaba el proyecto y el cuaderno de pastas negras se cubría de polvo en su anaquel. Los operarios debieron excluirlo de la mudanza por no tener formato de libro. Palmira lo limpió por encima y lo abrio. Mas para su sorpresa, no era el que ella había manejado: una letra diminuta reemplazaba a la suya.  

 

En el nombre de Max Bru -leyó en la primera página-, poeta por la gracia de Dios.

 

Palmira midio la consistencia del cuaderno, algo más grueso que el utilizado por Máximo y ella.

 

Una joven me cuidó de niño, aunque yo la cuidaba más - comenzaba el texto-. Por delicada y compasiva, no me apartaba de su lado. Con el candor de la infancia le juré fidelidad eterna y una mañana la encontraron muerta en su cama . Se había ido sin avisarme y, tal vez, sin darse cuenta: su cara no reflejaba el sufrimiento de los que la sobrevivimos.

 

¿Estaba ante las Memorias del padre de Máximo, el libro que su hijo quiso conocer desde que supo que circulaba a sus espaldas? 

 

De su ausencia no me consoló el paso de los años sino la que me robó el corazón. Su estampa me acompaña día y noche, cuando cierro los ojos y cuando despierto, pero mi cuerpo gastado no responde a su hechizo.

 

Primer amor, primer dolor -se dijo Palmira, embebida en la narración-. Y primer chasco, también.

 

A los acordes del pianista endereza la figura y al vaivén de sus tacones cimbrea las caderas y modula el arabesco de las manos. Y con el resplandor de los bienaventurados se desliza sobre los algodones del cielo de tal modo que desearla duele.

 

- Máximo no se relacionó con las amantes de su padre -recordó Palmira-.

 

¡Adiós al garbo que promovía el donaire! La enfermera de este pabellón de terminales ciñe a mi cuello una sábana, me enjabona la cara y afila la navaja. Ante su anatomía sin relieve -de tanta penitencia las samaritanas están en los huesos-, añoro el estímulo de las impuras. Y así, mientras me afeita, sitúo a la bailaora de mis fantasías sobre el palpitante tablado... 

 

 - El dueño de este cuaderno es el mismo que se llevó el nuestro -intuyó Palmira-.

 

Aburrida, puso la televisión. Retransmitían una comedia rusa de la época zarista, en la que unos terratenientes de trajes frescos y sombreros de paja abandonaban la casa de campo familiar donde transcurrieron sus vacaciones de verano. Bajo la lluvia de otoño arrancaba su carruaje entre adioses y agitar de pañuelos, cuando un criado mayor y algo enfermo reclamaba formar parte de la expedición.  Desde una ventana de la finca planteaba si el acto de dejarlo en tierra constituía una broma o un despiste, ya que no podía comprender que los señores regresaran a la capital de Rusia sin su servidumbre. Pero el conductor, en vez de atender al quejoso e incorporarlo a la comitiva, proseguía su camino e incluso aceleraba, como si lo rehuyese. Inquieto, el criado llamaba a sus amos por el nombre de pila, y con la familiaridad de haberlos visto nacer les preguntaba si lo privaban del viaje de vuelta en castigo a su comportamiento en la ida. Pero desde esa ventana que utilizaba como plataforma de su elocuencia y por más que se desgañitara, no debían llegar sus palabras al coche, o sus amos se  abstenían de comentarlas, por lo que el criado, al notarse tan distante de ellos como de su carruaje y muy cerca de perder el tesoro de su aprecio, sacaba fuerzas de flaqueza para requerir, con la voz más patética de su registro, que no prescindieran de él, porque si lo confinaban hasta el verano próximo en esa casa de campo donde no había superiores a los que cuidar, quedaría a merced del capataz y de su pelotón de carniceros que todas las mañanas recorrían el bosque poblado de fieras. El criado rogaba a sus señores que por su buena conducta le evitaran ese suplicio. Y como no demandaba un imposible ni iba a ser el primer indultado de la historia, ante la eventualidad de que dieran marcha atrás y se avinieran a recogerlo no se apartaba de la ventana,  abierta de par en par pese a la temperatura desapacible. Pensaba el criado que si esta contrariedad le hubiera pillado de mozo, en vez de aguardar cruzado de brazos a que lo rehabilitaran, habría bajado a la cuadra, ensillado el caballo y peregrinado sin descanso hasta Moscú, para obtener la gracia de sus amos. Pero a estas alturas de la vida, los minuciosos achaques de la vejez le incapacitaban para cualquier género de galopadas, detestaba la humedad, le destemplaba el frío y, como el mal tiempo le quitaba oyentes, elevaba sus cuitas al cielo encapotado tensando el cuello a la manera del perro cuando gime, hasta que se le quebraba la garganta o le atascaba la tos. Entonces, para alardear de agilidad aunque las articulaciones le martirizaban, y como si gozara de facultades para percibir lo que nadie captaba a simple vista, fijaba su mirada en la senda por donde desaparecieron esos viajeros que eran sus amos, a los que había consagrado su existencia y sin los cuales no entendía el mundo, y movía la mano de un lado a otro en un saludo al horizonte que lo mismo quería decir bienvenidos que hasta siempre. Razonablemente esperanzado en que se acercaran por la misma ruta por la que se alejaron, fantaseaba desde su improvisado púlpito con que  pisarían la finca entre fanfarrias y le besarían como él los besó de críos, cuando los acunaba para que durmieran o cesaran de llorar. Ilusionado con esta recepción y como no tenía en qué distraerse, le impacientaba la tardanza de sus bienhechores. Pero a medida que pasaban las horas y persistía la lluvia y cerraba la noche y la luna rehuía posarse en un firmamento tan negro y ni un aullido ni un ladrido ni un gorjeo ni un relincho -y tampoco el arrastrar de una pezuña o el rodar de una carreta- osaban romper el pavoroso silencio de la llanura, le ganaba el desaliento. El sentido común le indicaba que si durante muchos años fue indispensable en la cocina, en los establos y en los juegos de salón, donde acertaba todas las adivinanzas, hoy resultaba un estorbo para quien le encomendara un servicio. Era un rechazo instintivo, y más inapelable que si estuviera motivado, lo mismo que cuando sudaba por un golpe de calor o tiritaba porque la nieve empapaba su camisa. Y es que su edad lo incapacitaba para cualquier misión y, antes de reivindicar el favor de sus señores, debía aceptar su declive.

 

- Soy un inútil -se resignaba-. ¿Quién me va a querer débil y achacoso?

 

Coherentemente, cerraba la ventana, se ajustaba la chaqueta y con una luz se guiaba por el tétrico interior. Atravesaba los aposentos de los amos y las diminutas celdas de la servidumbre sin cruzarse con nadie, pero al acceder a la gran sala donde la desidia impregnaba lámparas y cortinas afloraban las veladas veraniegas de su juventud, cuando el pianista tocaba polonesas en el jardín de los cerezos, los camareros descorchaban champán y las doncellas se sonrojaban con las agudezas de los brigadieres.

 

- Sé que aspiro a un imposible, Aleksandra Fiodorovna, pero estoy enamorado de usted.

 

Y al impulso de la evocación, abrazaba el espejismo de risas y piropos y, con jovialidad renacida, bailaba por los pasillos solitarios con la soltura de los valseadores de Viena en el siglo en que todavía se guardaban las formas.

 

- Con respeto se lo digo, Aleksandra Fiodorovna, ¡huyamos a París!

 

Desentendiéndose de lo que contaba la televisión, Palmira repasaba lo que le faltaba por hacer en aquellas habitaciones que retenían la huella del difunto: fregar baldosas y azulejos, barnizar las baldas de la librería, vigilar a pintores y acuchilladores, almacenar en el guardamuebles lo que no se regalaba a la parroquia y negociar con Esquivias la edición de las Memorias de Max Bru..

 

- Un engorro -sentenció, a la vez que el criado ruso se trastabillaba en un giro de vals-.

 

Hoy sólo los criados de la televisión morían de viejos en casa de sus amos. Palmira podía haber resistido en el piso de Máximo alimentando anécdotas de fantasmas y de herencias o a la espera de una decisión sobre las Memorias del padre de Máximo; pero sus planes eran otros y cuando liquidase lo que le ataba allí, daría las llaves a los nuevos inquilinos y desaparecería.

 

- ¡Adiós libros y fantasías de sedentario, adiós, biblioteca de Máximo, adiós!

 

En la televisión, unos hachazos en el jardín de los cerezos  interrumpían la condescendencia del criado nostálgico con el vals y los amores heroicos.

 

- Nadie me informó de esto -se sorprendía-. Y querrán resolverlo  enseguida.

 

Pero no podía salir a negociar con los leñadores porque los amos habían echado la llave a la puerta.

 

- Me encerraron -se desmoralizaba-. No vendrán a salvarme del capataz.

 

Y en el destartalado salón donde había rescatado su mejor época, temblaba al oir los golpes de la piqueta, como si hubiera unido su destino al de los cerezos sacrificados. 

 

- Resistiré la soledad -se decía-. Resistiré junto a las ruinas del esplendor.

 

Y reanudaba los últimos revoloteos del vals, los más imponentes y marciales...

 

- ... Adios, mi querida, mi dulce, mi maravillosa Aleksandra Fiodorovna.

 

Trastornado por el torbellino de la música y con la fatiga en el pecho...

 

- Adiós mi vida, mi juventud, mi felicidad...

 

... se recostaba en el diván más próximo a la chimenea, donde alentaba el primer fuego de otoño.

 

- La vida se me fue -murmuraba-, se me figura que no la he vivido...

 

Y mientras el criado se apagaba en la casa de campo de sus señores...

 

-Ya no me queda espíritu -desvariaba-, ya no me queda nada de nada-...

 

...Palmira dormía con la televisión encendida entre las ruinas de la biblioteca.   

 

 

 

 

(Fragmento de la novela El oído absoluto)

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Longares

4 de diciembre de 2017

paisano

ahí tu asilo

la costumbre

 

la vida

a la ventura

 

ese trocar

a cada paso

baldío por baldío

 

nómada

entre nómadas

 

en figura de nube

 

invocas

almas tierras

invisibles

 

y asiste

a esta tu súplica

otro lar

 

extraño

errante

mudo

 

acaso

de donde

 

acaso

de donde

nadie

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Andú

4 de diciembre de 2017

Quieres captar la ausencia y la presencia
y, sobre todo, ver lo que hay entre las dos:
el tiempo vivo, el que reclama tiempo de los ojos
igual que el folio quiso una gota de sangre de tu cuerpo.
Hay como una reunión de tiempo puro
en los que leen libros y en los libros,
más tiempo que en cualquiera

que pueda anhelar tiempo volviendo en fin de año a esta terraza

en la que retratábamos de niños este tajo invariable,
o amando a los que están y luego ya no están
y están siendo velados por la criatura insomne

de un cuadro, de una foto o de una página.
Pulsas el hueco para ver el tiempo,

se deja ver un poco y ya no estamos.

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro García

27 de noviembre de 2017

Veinte años no es nada…, o quizá sí. Juguemos unos instantes con el tiempo.

Año 2017. Lejos quedan para el lector en lengua española los días en los que el nombre de Wisława Szymborska no sólo no traía ningún eco, sino que además resultaba prácticamente imposible encontrar ya no algún poema en español de la poeta polaca, que también, sino cualquier mención a una autora para la que el año 1996 supondría, según sus propias palabras, como se ha repetido tantas veces, una tragedia, una catástrofe. Decimos “prácticamente imposible” porque no significa que no hubiera afortunados que pudieran haber leído un par de poemas, ya en 1969, de los publicados en el número especial de la revista Unión de la Casa de las Américas en Cuba, o en México, los cuatro editados por la UNAM en Materiales de lectura en 1978, o los tres poemas aparecidos en la revista Plural en 1981, o los nueve poemas de nuestra autora aparecidos en la antología de poesía polaca que vio la luz en Cuba en 1984 (Poesía polaca), o, a este otro lado del Atlántico, diez años más tarde, en 1994, los tres publicados en la antología Poesi?a polaca contempora?nea de la editorial Rialp… Poemas en español hasta sumar unos 22. Eso era todo lo que el lector en español podía haber leído de Szymborska, siempre y cuando, claro está, tratáramos el territorio editorial de nuestra lengua como un territorio abierto a los cuatro puntos cardinales, cosa que en aquella época no resultaba en absoluto evidente, y quizá ni siquiera en nuestros días, en la era de internet, lo sea. Dejamos de lado, la lectura a través de otras lenguas de la obra de Szymborska, nada despreciable, pero del ámbito absolutamente personal de cada uno de los lectores.

 

Año 1996. El Premio Nobel de Literatura recaía en una poeta de la que en lengua española apenas si existían 22 poemas traducidos, y como hemos podido ver, con una importante dispersión geográfica: Cuba, México, España. Se trataba de la poeta Wisława Szymborska, una poeta que ni siquiera en su país, Polonia, era la más firme candidata para obtener el Nobel, ya que hacía años que venía sonando con mayor fuerza, se diría, el nombre de otro polaco, Zbigniew Herbert. De la noche a la mañana, el número de poemas de la poeta polaca que verán la luz en español aumentará sensiblemente. Los periódicos de los países de habla hispana se harán eco inmediatamente de la noticia de la concesión del Nobel a “una poeta desconocida” y acudirán a todas las fuentes posibles en busca de traductores que les permitan recoger en las ediciones del día después del Nobel muestras de su obra. Y así, al rebufo de la noticia, en los días siguientes aparecerán publicados en un gran número de diarios, periódicos, suplementos y revistas, diferentes poemas de W. Szymborska, que de alguna manera culminarán en 1997 con sendas antologías de las editoriales Lumen e Hiperión.

 

Año 2017. Ha dejado de ser cierto que la presencia de Szymborska para el lector en lengua española sea más bien anecdóctica. Aquellos veintitantos poemas que se habían traducido hasta la concesión del Nobel, se han convertido –o están a punto de convertirse con la publicación anunciada por la editorial Nórdica para 2018 de Canción negra y Correo literario o como llegar a ser (o no llegar a ser) escritor- en veinte libros. Veinte libros que convierten a Szymborska en el autor polaco más presente en el mercado editorial en lengua española. Y así, desde aquellos primeros Paisaje con grano de arena, El gran número. Fin y principio y otros poemas, que vieron la luz en 1997 llegamos a contar en estos momentos en español con quince libros más de nuestra escritora -Poesía no completa, Instante, Dos puntos, Poemas escogidos, Aquí, Lecturas no obligatorias. Prosas, Amor feliz y otros poemas, Más lecturas no obligatorias, Y hasta aquí, Hasta aquí, Leyendo a Szymborska (audiolibro, lee Julia Gutiérrez Caba), Siempre lecturas no obligatorias, Saltaré sobre el fuego, Antología poética (1945-2006), Prosas reunidas-, y con estudios sobre ella como el aparecido en Colombia, La gran dama de la lírica: Wisława Szymborska, o la traducción de una biografía como es Trastos, recuerdos. Una biografía de Wisława Szymborska. Y no acaba ahí su presencia en español. Durante estos veinte años, ha sido posible también disfrutar de una exposición de ese “género menor” e íntimo, en la creación de la poeta polaca, que eran sus collages y que serían expuestos en 2013 en la Casa del Lector en Madrid o de la proyección de la versión en español del documental La vida a veces es soportable, o las representaciones teatrales del teatro Replika de Madrid en 2014 bajo el título de Instante, o en Buenos Aires en 2017, por poner un par de  ejemplos, de Los ineludibles escombros de Szymborska, de Alejandro Genes Radawski.


Va a resultar que veinte años sí son algo… Al menos, por lo que al conocimiento de Szymborska en el mundo de habla hispana se refiere. Veamos con mayor detalle los veinte años transcurridos desde aquel 1996, desde el año de la tragedia, de “la catástrofe de Estocolmo”, como la propia Szymborska denominaba a la concesión del Premio Nobel en octubre de ese año, y que significaría una completa revolución en su vida, revolución que como hemos adelantado ya, podría ser aplicada también a la recepción de la obra de la autora polaca en los países de habla hispana.

 

La presencia de la obra de la poeta polaca en lengua española antes de 1996, como recoge Gerardo Beltrán en su tesis de doctorado Las traducciones de la poesía polaca del sigo XX al español: Aspectos de teoría y práctica de la traducción, defendida en la Universidad de Varsovia el 22 de junio de 1998, se limitaba apenas a 22 poemas, que habían visto la luz en tres de los países de habla española: México, Cuba y España. En todos los casos, los poemas formaban parte de antologías, aparecidas o bien en revistas o bien en libros, de menor o mayor extensión, en los que Szymborska era uno de los varios poetas antologados[1] y la difusión de esas publicaciones estaba muy lejos de tener un carácter amplio.

 

Esa situación explicaría por sí sola el hecho de que aquel jueves 3 de octubre de 1996 en el que el Nobel de Literatura de aquel año fuera anunciado, los medios de comunicación de los países hispanohablantes desconocieran prácticamente tanto a la poeta polaca, como su obra. Si, como hemos comentado, apenas 22 eran los poemas que habían visto la luz en español hasta aquel momento, un día después la situación era ya sensiblemente distinta. Varios eran los periódicos que en las ediciones del día 4 de octubre no sólo se harían eco de la noticia de la concesión del Premio Nobel a la poeta afincada en Cracovia, sino que además, muchos de ellos presentarían también un breve perfil literario de Szymborska y algunos incluirían ejemplos de su poesía[2] que veían la luz en español por primera vez. A las noticias aparecidas en la prensa diaria en los días inmediatamente posteriores a la concesión del Nobel, seguiría información más amplia publicada en los suplementos literarios y culturales de los distintos periódicos (Babelia, etc.) Pero tendrían que pasar varios meses para que la obra de Szymborska pasara a tener presencia individualizada en las librerías españolas. El primer poemario de Szymborska en español es publicado por la editorial Lumen bajo el título Paisaje con grano de arena en traducción de Jerzy Sławomirski y Anna Maria Moix y apenas un mes más tarde verá la luz en la editorial Hiperión, otra antología coordinada ésta por Maria Filipowicz y Juan Carlos Vidal, y con un estudio previo de Małgorzata Baranowska, cuyos ejes centrales serán los libros El gran número y Fin y principio, pero que recogerá también otros poemas anteriores[3]. Siete serán los traductores de esta segunda antología que en gran parte nacerá en torno a la Instituto Cervantes de Varsovia. El eco que se hacen los medios de comunicación de la publicación de ambas obras es grande y Szymborska en menos de un año pasa de ser una autora desconocida a ser la poeta polaca con más poemas traducidos en lengua española. De la importancia de las dos antologías mencionadas pueden dar fe tanto las sucesivas ediciones de las obras, como los comentarios que de ellas se pueden encontrar tanto en internet, como en prensa y radio.  Así pues, tal y como afirmábamos más arriba, no parece arriesgado decir que es la concesión del Nobel de Literatura lo que abre las puertas a la poesía de Szymborska en el ámbito hispánico, y, creemos, que por extensión a la poesía polaca. Pero quizá sea la publicación en 2002 en una de las editoriales más importantes del ámbito hispánico, como es la mexicana Fondo de Cultura Económica[4] lo que marque un antes y un después en el conocimiento de la obra de la Premio Nobel polaca.  Con esta obra, de la que tanto la prensa especializada, como la prensa generalista se harán eco a uno y otro lado del Océano Atlántico, el lector hispanohablante pasa a tener acceso a la práctica totalidad de la obra de la poeta polaca, hecho este insólito en español por lo que se refiere a cualquier otro poeta polaco. En ese momento el lector en español tiene la posibilidad de familiarizarse con la obra –con la práctica totalidad de la misma- que le ha significado a Szymborska la concesión del Nobel. En seis años, los que separan 1996 de 2002, se pasa de un generalizado desconocimiento de la autora y de su obra a tener publicada casi toda la obra poética, hasta aquel momento, de nuestra poeta. Hay que apuntar aquí, que algunos poemas de Szymborska seguirán apareciendo en antologías de carácter general, como había venido sucediendo hasta la concesión del Premio Nobel, y así por ejemplo, con los poemas aparecidos en 16 poetas polacos publicados por la editorial zaragozana Libros del Innombrable en 1998[5]

 

En 2002, verá la luz en Polonia el primer libro aparecido tras la obtención del galardón sueco, Instante[6], y entre la publicación de la obra en polaco y su traducción al español no llegarán a pasar dos años. Szymborska es ya en esos momentos una escritora a la que sus lectores en español, ávidos de nuevas lecturas, le siguen el rastro[7].  Poetas y críticos literarios de reconocido prestigio acogerán gozosos el nuevo libro y dejarán constancia de ello en reseñas, programas de radios, etc.[8] Instante podríamos decir que coronaría a la poeta polaca en lo que se refiere a la recepción de su obra en España. El libro ocupó durante varias semanas el primer lugar de la lista de libros más vendidos de poesía y en un tiempo récord tuvo varias ediciones y reimpresiones. Pero hay un hecho en 2004 que también de gran importancia en el conocimiento que de Szymborska pasará a tener el lector en español. En febrero de 2004, ve la luz en el suplemento cultural del periódico ABC una entrevista que el escritor y animador cultural español Félix Romeo Polonia le hace a Szymborska. La entrevista, que aparecería también en diferentes periódicos de América Latina[9], en numerosas páginas web y en el blog del propio escritor, acercaría a Szymborska como persona a los lectores del ámbito hispánico y aumentarían, si cabe, la atracción y el aprecio de los mismos por la poeta. La proximidad emocional que se vislumbraba y apuntaba, según se señalaba en reseñas periodísticas, comentarios, etc., que se le suponía a Szymborska y que se desprendía de la lectura sus poemas se veía reafirmada en una entrevista que acabó cautivando por su tono. Aquella entrevista, la primera que Szymborska concedía para un medio de comunicación en español venía a contribuir a lo que ya entonces podríamos denominar el fenómeno Szymborska. Los editores de Instante -la poeta española Rosa Lentini y el escritor colombiano Ricardo Gaviria- serían también quienes publicarían el siguiente libro de Szymborska, Dos puntos[10]. Szymborska había pasado a formar parte del panorama poético en lengua española y sus libros eran traducidos al español no mucho después de su aparición en polaco. Si la publicación de Instante en español había venido, por así decirlo, a coincidir en el tiempo con la aparición de la entrevista de Félix Romeo, la publicación de Dos puntos lo haría con una nueva entrevista, esta vez para el periódico La Vanguardia. Xavi Ayén, periodista de temas literarios y culturales, acompañado del fotógrafo Kim Manresa, se había desplazado a Cracovia para entrevistar a Szymborska y publicar la entrevista en el suplemento Magazine y en el marco de una serie, de irregular periodicidad, dedicada a los Premios Nobeles de Literatura, que gozaba de gran popularidad entre los lectores de La Vanguardia[11]. Tanto las fotografías del laureado Kim Manresa, como la entrevista, siguieron contribuyendo a aumentar el número de incondicionales de Szymborska, y ello en muchas ocasiones, no sólo desde el punto de vista literario.

 

Podría parecer que si bien antes de la concesión del Nobel, los poemas de Szymborska habían visto la luz sobre todo en México y Cuba, aunque también en España, el panorama editorial “szymborskiano” tras el Nobel se centra sobre todo en España. Sería una visión muy superficial. En primer lugar porque la permeabilidad del mundo del libro en el mundo hispánico, si bien puede no ser la deseada, es lo suficientemente grande como para que, especialmente en el caso de la poesía, los títulos y los poemas aparecidos en uno de los países de habla hispana, se extiendan, con relativa facilidad (tanto más en la era de internet) por el resto de países. Hay que tener en cuenta, también, por ejemplo, que en 2008 vería la luz la segunda edición de Poesía no completa en el Fondo de Cultura Económica, y que en esta ocasión la distribución editorial más allá de las fronteras mexicanas sería mucho más eficiente que en el caso de la primera edición. El eco que la aparición de esta segunda edición en revistas, periódicos, etc., fue mayor que el de la primera, y revistas literarias de prestigio internacional, como podría ser Letras Libres, publicaron extensas reseñas[12]. Pero no sólo Poesía no completa contribuía a ir creando la imagen de la presencia de Szymborska en los países de habla hispana. Ese mismo año, en Colombia, Bogdan Piotrowski publicaría en el Instituto Caro y Cuervo una monografía bajo el título La gran dama de la lírica: Wisława Szymborska. Szymborska, no sólo era de entre los poetas polacos la más publicada y la más leída, sino también aquella sobre la que más se escribía, ya fuera en círculos académicos, ya fuera –y de manera, quizá más extendida- en círculos, por así llamarlos, generales. En 2008, también verá la luz en Cuba una nueva antología de la poeta polaca, que se unirá a las ya existentes y publicadas varios años atrás en España y México[13].

 

En 2009, Szymborska publicará el que a la sazón será su último poemario publicado en vida, Aquí[14]. Y por primera vez, la traducción española de una obra de Szymborska aparecerá el mismo año que la publicación original, separada apenas por unos meses. Aquí volverá también a situarse durante varias semanas entre los libros más vendidos en España, cosa que en el apartado de poesía rara vez ocurre rara vez con libros de autores extranjeros. Una vez más, la prensa, las agencias de información, etc., hablarán de Szymborska. Pero quizá sean hechos un tanto ajenos a la literatura los que dan la medida de la presencia de un autor en el ámbito de una lengua, y así llamará la atención que ese mismo año de 2009, al jurar el cargo de lehendakari del gobierno vasco, Patxi López renuncie a pronunciar un discurso y en su lugar lea “Nada dos veces” de Szymborska y un poema del poeta vasco Kirmen Uribe. La aparición de epígrafes abriendo la obra de autores españoles (la novelista Marcela Serrano, por ejemplo[15]) puede ser otro de esos pequeños detalles que arrojan luz sobre la presencia de un autor en un ámbito lingüístico y literario. En 2009, sin embargo, la imagen de Szymborska en España se verá enriquecida por la publicación de un volumen con algunas de las prosas, de las “lecturas no obligatorias” de la autora[16], volumen que recibe un gran acogida y que tres años más tarde se verá acompañado de la publicación de un segundo volumen[17], y más tarde de un tercero[18], hasta acabar siendo reunidas todas ellas en 2017 por la editorial Malpaso en un único volumen bajo el título de Prosas reunidas[19]. En 2009, aparecerá también la tercera de las entrevistas concedidas por Szymborska a un medio español. En este caso se tratará del diario El País y el entrevistador será el poeta y periodista Javier Rodríguez Marcos. De alguna manera, entrevistas, poemarios, prosas –e incluso fotografías de Szymborska- van conformando a lo largo del tiempo una imagen que incluso se podría denominar familiar de la poeta polaca, y ello a pesar de que jamás viniera a “vernos a casa”. Las invitaciones que recibió Szymborska para viajar a España fueron numerosas. Festivales poéticos como Cosmopoética en Córdoba, o el García Lorca de Granada, o instituciones como la Residencia de Estudiantes en Madrid, por citar algunos ejemplos, intentaron contar con la presencia de la poeta en más de una ocasión, pero, por unos u otros motivos, nunca llegó a cuajar.

 

El último poemario publicado en español en vida de Szymborska fue un poemario muy particular. Son conocidas las reticencias que la poeta tenía a hacer antologías temáticas, y a pesar de ello hubo algunas excepciones, entre ellas la publicación en polaco de Miłość szczęśliwa i inne wiersze[20]. Este libro sería traducido al español y publicado en Venezuela por la editorial bid&co[21], editorial que publicó en su día una amplia antología del también polaco Tadeusz Różewicz.


Tras la muerte de Szymborska, y muy cercano en el tiempo a la publicación en polaco, verá la luz el libro póstumo Y hasta aquí publicado en México en 2012[22], y presentado por la poeta polaca y amiga de Szymborska, Ewa Lipska y Abel Murcia en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en México, libro que será publicado algo después en España con una ligera variación en el título -Hasta aquí- por Bartleby Editores y al que acompañará, a modo de epílogo, una entrevista a los traductores del mismo (Abel Murcia y Gerardo Beltrán) realizada por Javier Rodríguez Marcos[23].

 

Desde poco antes de la publicación de Hasta aquí en España en 2014, hasta ahora, han aparecido tres nuevas antologías de la poesía de Szymborska, una de carácter un tanto especial, ya que se trata de una edición en español que tiene su origen en Polonia y que, a la manera de audiolibro, acompaña la publicación de los poemas de una serie de pequeños artículos, etc., del Presidente de la Fundación Szymborska, Michał Rusinek, de los traductores –Abel Murcia y Gerardo Beltrán-, y de una bibliografía de la auotra, tanto en polaco, como en español. En Leyendo a Szymborska[24], que ése es el título del audilibro, la actriz Julia Gutiérrez Caba pone voz en español a veintitrés poemas de la Premio Nobel, “envueltos” por así decirlo en la música de la polaca Urszula Dudziak. En la línea de esas casualidades sobre las que tanto llamaba la atención la propia Szymborska, no dejar de ser curioso que frente a los 22 poemas de los que disponía el lector español –y sumamente desperdigados tanto en el tiempo como en el espacio- un día antes de la concesión del Nobel, diecisiete años más tarde, esa publicación de carácter antológico tenga precisamente un poema más, 23. Entre aquellos 22 y estos 23, el lector en español tiene, cientos de poemas de los que disfrutar, y cuyo rastro va mucho más allá de los propios poemarios y de los países en los que éstos han sido publicados. La segunda de las antologías, publicada por Nórdica libros, cuya selección corrió a cargo de Anna Kozłowska y con traducciones de Abel Murcia y Gerardo Beltrán, ilustraciones de Kike de la Rubia, y una presentación de Juan Marqués, se titula Saltaré sobre el fuego[25], y la tercera, publicada en Visor Libros, Antología poética, traducida por Elzbieta Bortkiewicz[26]. Quizá quepa mencionar aquí que a finales de enero de 2017, el diario ABC anunciaba la próxima aparición –en 2018- de dos nuevos libros de Szymborska en español, los dos en Nórdica Libros, noticia que acompañaba de un adelanto de ambas publicaciones: Canción negra –poemario póstumo de poemas de juventud publicados por Szymborska en diferentes revistas pero nunca recogidos en un libro-, y Correo literario, o como llegar a ser (o no llegar a ser) escritor –libro aparecido en polaco en el año 2000 y que recoge una selección de respuestas a los lectores de la época en la que Szymborska trabajaba en la revista Vida literaria-.

 

La presencia de la poesía de Szymborska, las reseñas sobre sus libros y textos en revistas, blogs, foros, facebook, radios, televisiones, etc., resulta imposible ni siquiera de esbozar. Poetas, periodistas, críticos literarios, blogueros, y un largo etcétera de personas interesadas de una u otra manera por la poesía –“dos de cada mil personas” a las que les gusta la poesía, como nos recordaría Szymborska en su poema “A algunos les gusta la poesía”- le han dedicado algunos de sus textos, programas, menciones,... Y así, en nuestro país, por citar a algunos, Álvaro Valverde, Antonio Muñoz Molina, Benjamín Prado, Care Santos, Eduardo Lago, Elena Medel, Erika Martínez, Fernando Savater, Jaime Siles, Luis Antonio de Villena, Luis García Montero, Manuel Rico, Martín López Vega, Nacho Escuín, nos han dejado algunas líneas, comentarios, o reflexiones sobre la obra de la poeta polaca. No es de extrañar, por lo tanto que muchos de los libros mencionados hayan ido alimentando esa presencia en todo tipo de medios, y que sean numerosísimos los fragmentos, poemas, menciones, citas, etc. que el lector en español puede encontrar. Nos consta también, que más allá de lo que nosotros podamos llegar a conocer de forma natural, existen ediciones más o menos “irregulares” que aparecen en diversos lugares[27] y con las que hemos tropezado por mera casualidad. Sin entrar en las implicaciones legales de la cuestión, de lo que sí parece dar fe esa situación es del enorme interés que la obra de Szymborska despierta en el mundo hispánico y de la presencia de la misma en el imaginario colectivo hispánico como gran figura de las letras.

 

A todo lo mencionado en torno a la obra de Szymborska, habría que añadir que el interés despertado por Szymborska en los lectores de nuestra lengua trasciende, por así decirlo, a la propia obra y se traslada a la vida de la autora –no parece que Szymborska haya podido salvaguardar después de muerta la intimidad que tanto defendió en vida- y, de esa manera, en marzo de 2015 veía la luz la traducción al español de Trastos, recuerdos. Una biografía de Wisława Szymborska[28] y que vida y obra se conviertan en un único todo en el que todas las manifestaciones públicas o privadas interesen por igual al lector. Sus poemas, sus collages, como pudo verse en la Casa de Lector en Madrid, su biografía,  permiten ir  conformando una imagen global de la poeta polaca, que empezaba en sus poemas, se hacía más cómplice en sus entrevistas, se enriquecía en sus prosas, se volvía juguetona en los guiños de sus collages, y no la hacía familiar en su biografía.

 

Estamos convencidos de que son muchos los lectores que siguiendo las palabras de David Pérez Vega en su blog “Desde la ciudad sin cines” dirían: “El único problema de los libros de Szymborska es que se acaban demasiado rápido y uno desea seguir leyendo (…)”. En español, desde 1997, podemos estar de enhorabuena, podemos leer y releer a Szymborska. Y ahora, veinte años más tarde de la publicación del primer libro de Szymborska en español –veinte libros más tarde, querría uno decir- el hecho de que Turia le dedique un monográfico nos permite estar doblemente de enhorabuena, ya que, de esta manera, permite una aproximación diferente, y tan necesaria, a la obra de Szymborska, una poeta que supo hacerse un hueco en nuestra lengua y que vino para quedarse.

 



[1]
                        [1] Las revistas y libros de países de habla española en los que aparece algún poema de Szymborska antes de que ésta recibiera el Premio Nobel de literatura son: Unión, Casa de las Américas, La Habana, 1969; Poesía polaca contemporánea, Material de Lectura 31, Serie Poesía Moderna, Dirección General de Difusión Cultural, UNAM, México, 1978; Plural n.º 112, México, enero de 1981; Poesía polaca, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1984; Proceso, México, 11 de abril de 1988; Presa González, Fernando, Poesía polaca contemporánea, de Czesław Miłosz a Marcin Hałaś, Ediciones Rialp, Madrid, 1994.


 

[2]
                        [2] Así, y sólo a modo de ejemplo, vería la luz por primera vez en español “Amor a primera vista” en traducción de David Carrión y Abel Murcia, publicado en el periódico barcelonés La Vanguardia, o en el periódico ABC, el lector español podría leer varios fragmentos de hasta un total de 10 poemas en traducción de Xaverio Ballester.


 

[3]
                        [3] Paisaje con grano de arena, trad. Anna Maria Moix y Jerzy Wojciech Slawomirski, Lumen, Barcelona, 1997; El gran número. Fin y principio y otros poemas,  trad. Xaverio Ballester, Gerardo Beltrán, Elzbieta Bortkiewicz, David Carrión, Carlos Marrodán, Katarzyna Mołoniewicz, Abel Murcia, Hiperión, Madrid, 1997.


 

[4]
                        [4] Poesía no completa, trad. Gerardo Beltrán y Abel Murcia, Prólogo de Elena Poniatowska, Fondo de Cultura Económica, México, 2002


 

[5]
                        [5] 16 poetas polacos, prólogo y selección de Antonio Beneyto Traducción de Krystyna Rodowska, Editorial Libros del Innombrable, Zaragoza, 1998.


 

[6]
                        [6] Chwila, Wydawnictwo Znak, Kraków, 2002.


 

[7]
                        [7] Instante, trad. Gerardo Beltrán y Abel Murcia, prólogo de Mercedes Monmany, Ígitur, Barcelona, 2004.


 

[8]
                        [8] Ejemplo de ello pueden ser las reseñas que en el suplemento El Cultural del periódico El Mundo publica Jaime Siles el 2 de diciembre de 2004, o la publicada por Félix Romeo en Blanco y Negro Cultural, el suplemento del periódico ABC el 30 de diciembre de 2004, en la rúbrica sobre los Libros del Año 2004, donde en la categoría de Poesía, Instante se encuentra entre los mejores libros de poesía publicados en España ese año.


 

[9]
                        [9] Mencionar aquí, por ejemplo, los periódicos La Nación de Argentina o El Mercurio de Chile, en los que aparecería la mencionada entrevista.


 

[10]
                        [10] El original polaco aparecería en 2005 -Dwukropek, Wydawnictwo a5, Kraków, 2005- y la traducción al español, acompañada de un extenso prólogo de Ricardo Cano Gaviria -Dos puntos, trad. Gerardo Beltrán y Abel Murcia, Ígitur, Barcelona, 2007- saldría dos años más tarde, tal y como sucediera en el caso de Instante.


 

[11]
                        [11] Posteriormente, estas entrevistas se reunirían en el libro Rebeldía de Nobel, El Aleph Editores, Barcelona, 2009.


 

[12]
                        [12] En enero de 2009, Tedi López Mills publica en Letras Libres una extensa reseña de la que se harían eco muchos otros medios de comunicación de todo el continente americano y que también llegaría a España.


 

[13]
                        [13] Se trata de Poemas escogidos, trad. Ángel Zuazo López, publicada en La Habana por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (2008).


 

[14]
                        [14] Tutaj, Społeczny Instytut Wydawniczy Znak, Kraków, 2009.


 

[15]
                        [15] Diez mujeres, editorial Alfaguara, 2011.


 

[16]
                        [16] Lecturas no obligatorias. Prosas, trad. Manel Bellmunt Serrano, Alfabia, Barcelona, 2009.


 

[17]
                        [17] Más lecturas no obligatorias. Prosas, trad. Manel Bellmunt Serrano, Alfabia, Barcelona, 2012.


 

[18]
                        [18] Siempre lecturas no obligatorias, trad. Manel Bellmunt Serrano, Alfabia, Barcelona, 2014.


 

[19]
                        [19] Prosas reunidas, trad. Manel Bellmunt Serrano, Malpaso Ediciones, Barcelona, 2017.


 

[20]
                                                                                                                            [20] Miłość szczęśliwa i inne wiersze, Wydawnictwo a5, Kraków, 2007.          


 

[21]
                        [21] Amor feliz y otros poemas, trad. Gerardo Beltrán y Abel Murcia, bid&co, Caracas, 2010.


 

[22]
                        [22] Y hasta aquí, trad. Gerardo Beltrán y Abel Murcia, PosData, Monterrey (México), 2012.


 

[23]
                        [23] Hasta aquí, trad. Abel Murcia y Gerardo Beltrán, Epílogo-entrevista de Javier Rodríguez Marcos a los traductores, Bartleby Editores, Madrid, 2014.


 

[24]
                        [24] Leyendo a Szymborska, audiolibro, trad. de Gerardo Beltrán y Abel Murcia, lectura de Julia Gutiérrez Caba, Babel Studio, Instituto Polaco de Cultura de Madrid, Varsovia, 2013.


 

[25]
                        [25] Saltaré sobre el fuego, selección Anna Kozłowska, ilustraciones Kike de la Rubia, presentación Juan Marqués, trad. Abel Murcia y Gerardo Beltrán, Nórdica libros, Madrid, 2015.


 

[26]
                        [26] Antología poética, trad. Elzbieta Bortkiewicz, Visor Libros, Madrid, 2015.


 

[27]
                        [27] Podemos citar la edición aparecida en México en octubre de 2007 en las Ediciones Taller Abierto / Cuadernos de la Feria, bajo el título de Poesía, con presentación e introducción de Francisco Amezcua, y donde ni siquiera se menciona la autoría de las traducciones, ni figura el copyright de Szymborska a pesar de que si figura el de la editorial.


 

[28]
                        [28] Anna Bikont y Joanna Szczęsna, Trastos, recuerdos. Una biografía de Wisława Szymborska, Trad. Elzbieta Bortkiewicz y Ester Quirós, Editorial Pre-Textos, Valencia, 2015.


 

Escrito en Lecturas Turia por Abel Murcia y Gerardo Beltrán

Veinte años no es nada…, o quizá sí. Juguemos unos instantes con el tiempo.

Año 2017. Lejos quedan para el lector en lengua española los días en los que el nombre de Wisława Szymborska no sólo no traía ningún eco, sino que además resultaba prácticamente imposible encontrar ya no algún poema en español de la poeta polaca, que también, sino cualquier mención a una autora para la que el año 1996 supondría, según sus propias palabras, como se ha repetido tantas veces, una tragedia, una catástrofe. Decimos “prácticamente imposible” porque no significa que no hubiera afortunados que pudieran haber leído un par de poemas,

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De niño su plan era quedarse “toda la vida en casa escribiendo”, pero tuvo que salir al patio del colegio, a la calle, a la sociedad, al mundo. Y con el tiempo, tras búsquedas, aventuras, azares, músicas y lecturas, se encontró en el camino con la filosofía, una ventana siempre abierta; el mejor modo de poner en pie preguntas y discusiones.

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21 de noviembre de 2017

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SE PRESENTÓ EN TERUEL EL DÍA 21 DE NOVIEMBRE Y EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DE ESPAÑA EL 30 DE ESTE MES

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2 de noviembre de 2017

                      

Narrar es hacer mundo. La obra de un autor configura un universo que surge desde su voz. Una ruta con particularidades: modos de la prosa; imágenes; contextualizaciones históricas; voces; temas; peculiaridades de los personajes. Pero debo confesar que me apasionan los autores que se atreven a perturbar la coherencia de ese mundo propio, los que se atreven a seguir explorando más allá del territorio inicial que trazan sus palabras.

La década del setenta tiene un especial interés para los lectores de Vargas Llosa porque es el momento cuando el escritor peruano, ya enaltecido y aclamado por la crítica mundial, procura abandonar el ámbito de su propio universo literario.

“Totalidad”, “ambición infinita”,  “catedrales narrativas” podrían ser hasta ese momento definiciones útiles a la hora de resaltar la aspiración contenida en sus tres primeras novelas. De allí la perplejidad que despertaron los dos títulos de ficción que aparecieron en esos años: Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977), piezas que de inmediato fueron etiquetadas como literatura menor, como perdonables divertimentos.

En palabras de Armas Marcelo, para ciertos lectores y críticos era imposible que el autor de obras desmesuradas, excesivas, inabarcables, hubiese desembocado en esos tonos de la intimidad humana, en esos desarrollos anecdóticos que no dudaban en convocar la risa y el regodeo sentimental. Recordemos que hasta ese momento Vargas Llosa se había mostrado tajante al decir que el novelista era un competidor de Dios en tanto voluntad organizativa de mundos paralelos y que el humor convertía las ficciones en un sub-género de limitadas capacidades expresivas. Pero durante la década del setenta Vargas Llosa no escuchó el coro entusiasta de quienes comentaban su producción, ni tampoco la verbosidad de sus anteriores prejuicios estéticos. Por el contrario, hizo algo más cercano al ejercicio de la literatura: escuchó la propia voz que su relato iba modulando; escuchó el libro que estaba escribiendo en ese momento y detectó dentro de él esa fuerza inagotable de la risa, del humor, del desparpajo y  el exceso.

El escritor peruano comprendió que de poco servían sus conceptos sobre la novela si no se dejaba arrastrar por la deliciosa corriente que emanaba de aquel relato selvático y disparatado que iba apareciendo entre sus manos. Así, el humor se convirtió en la columna vertebral de Pantaleón y las visitadoras e hizo posible una de las piezas más brillantes de su autor. Un humor conseguido especialmente a través de la estrategia del contraste entre la ampulosidad, la rigidez de los informes redactados en el almidonado lenguaje militar, y las situaciones procaces que se van sucediendo en la novela. Explosiva combinación; especie de mundo rabelesiano reorganizado en los esquematismos castrenses. No olvidemos que Mark Twain, al  referirse a los tipos de cuentos que generaban la risa, resaltaba el “cuento humorístico” pues según su concpeto representaba una escala más elevada de la inteligencia y la estética. Categoría que podía alcanzarse mediante una estrategia que resumía en estos términos: “ El cuento humorístico se cuenta con un tono serio; el cuentista hace todo lo posible para ocultar que sospecha, siquiera vagamente de que sea de algún modo gracioso”. 

Por otro lado, necesario es reseñar los diversos los elementos que configuran Pantaleón y las visitadoras. Así lo que en un principio parece la dinámica constructiva del autor para exhibir la complejidad del mundo se transforma luego en la unidad que explica el sentido general de la novela. Las apariciones de un fanático, las tensiones de una familia en la que combaten dos mujeres, el vacío de un personaje que sólo sabe existir dentro del orden cuartelario, la aparición de una muchacha enloquecedora, un inescrupuloso locutor de radio, la mediocridad del mundo militar, avanzan a saltos, aparentemente dispersos, hasta que las páginas finales de esta obra los van anudando con feroz contundencia.

Desde luego nos encontramos frente a una novela donde la técnica resulta apasionante: mezcla de documentos oficiales, libretos de radio, formas dialogadas, vasos comunicantes, cartas. Las objeciones de lectores y críticos de aquella época no podían referirse a la “armazón” de la obra porque esta ofrece una jugosa complejidad; lo que había cambiado en relación a los títulos anteriores era su tratamiento: ya no se trataba de lanzar las grandes preguntas que explicasen la realidad y la violencia latinoamericana, sino de jugar con las pasiones humanas y mirarlas con gesto divertido, risueño, como ya había comenzado a hacer en esos mismos años otro narrador peruano: Alfredo Bryce Echenique, de quien un crítico como Donald Shaw destacaba: “ su comicidad deliciosa”.

Pero como adelantábamos, una vez transitado el camino del humor, Vargas Llosa iría todavía un poco más allá en su exploración de otro tipo de novela diferente al que había emprendido en sus inicios. Por eso La Tía Julia y el Escribidor es ni más ni menos que la escenificación folletinesca (y con juegos autoficcionales) de amores imposibles propios de la música o la ficción popular. Ya no sólo hay un distanciamiento de la novela que intenta explicar los grandes males de América Latina desde voces complejas y abarcantes, sino un regodeo en la mínima anécdota, en la pequeñez de personajes que sólo intentan explicarse y vivir la perplejidad de sus existencias.

Narración que trabaja el mundo marginal y decadente de las ficciones masivas, Vargas Llosa en esta otra novela desarrolla un tipo de discurso  que suele asociarse a las obras de Manuel Puig, autor que en palabras de Vivas Lacour se singulariza pues en sus relatos: “aparece constantemente lo masificado, lo artificial, siempre asociado al deleite del público común(…)” y se trabaja: “lo marginal, lo  estereotipado, incluso lo cursi”.

Gran salto expresivo el ofrecido por Vargas Llosa en esta pieza narrativa cuando podemos relacionar este texto con un autor tan divergente a su estética como fue Puig, y al que el propio peruano ha definido como escritor de poderosa imaginación pero sin grandes ideas. Porque independientemente de las opiniones que pueda ofrecer Vargas Llosa sobre la novela sostenida en segmentos de la cultura popular, muchos coinciden en señalar la filiación de este libro suyo con esa corriente narrativa.  No en vano Cabrera Infante dijo en el 2000: “ La Tía Julia y el escribidor no habría podido tener ese título sin la precedencia de Puig”.

Risibles, exagerados radioteatros llenos de incestos, amores contrariados, catástrofes,  movilizan una pieza en la que por una parte se desarrolla la ficción degradada y ramplona que brota de los dramones folletinescos, y por el otro, como en una suerte de espejo (distorsionador quizás, pero espejo al fin) la historia de un enamorado y casi adolescente Vargas Llosa. Recurso que no es la única referencia duplicada de este libro pues “Varguitas” y el escribidor aparecen en un principio como figuras antagónicas, uno anhelante de los grandes discursos de la literatura; el otro enfrascado en el trabajo incesante de sustituir la realidad gracias a una imaginación mediatizada por las ficciones populares. Pero la novela lentamente los va aproximando, va revelando las sutiles conexiones que se desarrollan entre uno y otro, y la corriente de simpatía que surge entre ambos revela cómo para la formación literaria del joven artista, será fundamental la pasión enfermiza de ese escribidor que de manera quijotesca desarrolla una fijación por el trabajo que lo hunde en la locura.

Es aquí, al ver en ambas novelas el despliegue de un desternillante humor y el acercamiento a la cultura popular y a materiales aparentemente degradados, cuando intuyo cómo Vargas Llosa con inteligencia y valentía se dedicó en la década del setenta a desviar la trayectoria de su propio trabajo. Un desvío que como lector yo sitúo en un terreno peculiar, pues pudiese evocar a Puig en su rescate de los materiales innobles de la ficción masificada, y  también pudiese aproximarnos a Alfredo Bryce Echenique, con sus desmesurados juegos de humor y sentimentalidad.

De alguna manera, uno de los autores fundamentales del Boom de la narrativa hispanoamericana, se atrevió en la década del setenta a participar de los nuevos registros que novelistas posteriores a él (los agrupados en los equívocos nombres del boom junior o el post boom) comenzaban a explorar. Hipótesis que me resulta perturbadora y fascinante. La literatura que se contiene a sí misma, pero que también contiene la pluralidad de otra literatura que comienza perfilar un futuro. El vigor de un Vargas Llosa capaz de redescubrir nuevas voces en su consolidada voz; su valentía al salir de sí mismo, de la seguridad de sus propios éxitos, para explorar la posibilidad de mundos novelescos que en sus tres primeras novelas no hubiese podido alcanzar.

Una manera de crecer desconociéndose; conociéndose en los otros.  

Bibliografía:

JJ. ARMAS MARCELO, Vargas Llosa: el vicio de escribir, Random House Mondadori, Barcelona, 2008.

Alfredo BRYCE ECHENIQUE, La suprema ironía cervantina,  Editorial complutense, Madrid, 2010.

Guillermo CABRERA INFANTE, “La última traición de Manuel Puig”, El País, 24 de julio de 1990.

Fernando IWASAKI, Mario Vargas Llosa: entre la libertad y el infierno, Estelar, Barcelona, 1992.

Mark  TWAIN,  Cómo contar un cuento,  Langre, San Lorenzo de El Escorial, 2010.

José María POZUELO YVANCOS,  Figuraciones del yo en la narrativa, Cátedra Miguel Delibes, Valladolid, 2010.

Donalld L. SHAW, Nueva narrativa hispanoamericana, Cátedra, Barcelona, 1992.

Mario VARGAS LLOSA,  Cartas a un joven novelista, Ariel/Planeta, Barcelona, 1997.                  

La tía Julia y el escribidor, Punto de lectura, Madrid, 2006.

Pantaleón y las visitadoras,  Bruguera, Barcelona, 1980.

Carmen Victoria VIVAS LACOUR, “Las estéticas rechazadas trasforman los espacios de legitimación: la reconciliación con el “gran público” de Manuel Puig”. Revista Lingüística y Literatura, Universidad de Antioquia, año 29, Número 53, enero-junio 2008, pp.37-49.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Méndez Guédez

            La presencia de Octavio Paz y Elena Garro en la Guerra Civil española, por una parte, y por otra la visita a Sevilla en el año 1927 del poeta irlandés William Butler Yeats y su esposa George, semanas antes de la mítica reunión de poetas que daría nombre a la generación literaria más importante del siglo XX, suponen puntos de partida sugerentes e interesantes sobre los que construir sendas novelas. Dos argumentos que el escritor Antonio Rivero Taravillo ha sabido aprovechar en sus únicas novelas hasta la fecha: Los huesos olvidados (Ed. Espuela de Plata, 2014) y Los fantasmas de Yeats (Ed. Espuela de Plata, 2017).

            Rivero Taravillo (1963), nacido en Melilla pero residente en Sevilla desde su más temprana niñez, ha publicado siete poemarios, el último de ellos El bosque sin regreso, de 2016; las biografías de Luis Cernuda y de Juan Eduardo Cirlot, premiada la primera con el premio Comillas, en 2007, y la segunda con el premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografía, en 2016; cuatro libros de viaje, incluido En busca de la isla esmeralda, publicado recientemente; Vilanos por el aire, un libro que recoge sus aforismos, algunos ya conocidos por quien tenga la costumbre de seguir al autor en redes sociales; y muy numerosas traducciones del inglés, del irlandés y del gaélico escocés (han leído bien: Rivero Taravillo domina el gaélico; probablemente el único escritor en lengua española que puede presumir de este logro, Borges aparte).

            No sería justo que esta prolífica producción en otros géneros eclipsase su breve producción novelística. Vamos, por tanto, a analizar con detenimiento en este artículo ambas novelas.

 

Los huesos olvidados.

            Encarnación Expósito, una profesora jubilada de literatura española, visita en México a Octavio Paz y a Elena Garro, primera esposa del poeta. Trata de reconstruir la vida y, sobre todo, las circunstancias de la muerte de su padre, José Juan Bosch, hijo de emigrantes catalanes y amigo de juventud de Paz. Expulsado de México, Bosch regresó a España y durante la Guerra Civil luchó a favor de la República. Una primera versión de su muerte lo presenta como víctima de los combates en el frente de Aragón. Pero la realidad es más inquietante.

            En mayo de 1937, Paz y Garro se encontraban en Barcelona apoyando la causa republicana. El poeta asiste al Palau de la Música para recitar, entre otros poemas, su Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón. Pero Juan Bosch, el compañero muerto al que está dedicado el poema, en realidad se encuentra entre los asistentes al acto. Ante la estupefacción del poeta, Bosch le pide que acuda al día siguiente a una cita en la que le explicará el grave peligro al que se enfrenta por su activa militancia en el POUM. Paz se presenta en el lugar acordado, pero no Bosch. Nunca volverán a verse.

            Salvo la existencia de Encarnación Expósito, personaje ficticio, todo lo que se narra en la novela es real. También lo es la anécdota de la que parte la novela, la falsa muerte en el frente de Juan Bosch y su aparición en el recital del Palau; es el propio Paz quien la relata en el texto que acompaña a la Elegía en las Obras Completas del poeta. Reales son, por supuesto, los personajes, con Octavio Paz como presencia central a la que vemos en dos momentos de su vida muy alejados en el tiempo: su juventud entusiasta y pletórica del año 1937 y su vejez, con la enfermedad y la muerte al acecho, ya en los últimos años del siglo XX.

            La trama se desarrolla en tres momentos distintos que estructuran la novela: el año 1998 en la primera parte, con la llegada de Encarnación a México; 1937 en los seis capítulos siguientes, con la estancia en Barcelona de Paz y Elena Garro; y una tercera parte que recoge la visita de Octavio Paz a Sevilla en 1988 con motivo del homenaje a Cernuda y la vuelta al año 1998, con la resolución de las indagaciones de Encarnación Expósito.

Dos temas principales sustentan la novela: la necesidad de conocer el pasado y el poder que ostentan los sucesos históricos de zarandear la vida de los individuos y convertirla en la torpe danza de una marioneta. El primer tema está presente en toda la investigación de Encarnación, que ha convertido la búsqueda de su padre en el bálsamo con el que curar las heridas de una vida que pasa por un momento difícil (divorcio incluido). El segundo tema aparece en la novela desde el epígrafe, que reproduce unos versos del poema de Paz Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón:

                        Te imagino tirado en lodazales,

                        caído para siempre,

                        sin máscara, sonriente,

                        tocando, ya sin tacto,

                        las manos de otros muertos,

                        las manos camaradas que soñabas.

Has muerto entre los tuyos, por los tuyos.

 

Este último verso resume el misterio que encierra y esclarece la novela: la muerte de Juan Bosch. La ambivalencia de la preposición “por” convierte el significado obvio del verso, que sería “muerto en el acto de proteger y ayudar a los suyos”, en una posibilidad más siniestra: muerto, en realidad, a manos de los suyos (algo que se explica en el último capítulo de la novela, en palabras de la protagonista).

Conviene recordar aquí las circunstancias de la Barcelona de 1937, con una segunda guerra interna dentro de la barbarie de la Guerra Civil, que enfrentaba a los militantes trotskistas del POUM con los comunistas fieles a Stalin. Dentro de este enfrentamiento, el héroe de la República abatido en el frente de Aragón es en realidad una víctima más de la represión ejercida, entre otros, por agentes del NKVD, la poderosa policía secreta soviética. Esta es, así lo acabará descubriendo Encarnación, la explicación al misterio que envuelve la desaparición de su padre. Esta circunstancia histórica relaciona, como ya han señalado numerosos críticos, Los huesos olvidados con la (excelente) novela de Ignacio Martínez de Pisón Enterrar a los muertos; pero no solo con ésta, sino con novelas como Homenaje a Cataluña, de Orwell, La plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda, o con la película Tierra y libertad, de Ken Loach (en la que, por cierto, participó como asesor Wilebaldo Solano, dirigente del POUM en el exilio después de la guerra).

Una novela como Los huesos olvidados, más cercana al devenir de la Historia que a la pura ficción, se ve favorecida por la escritura precisa, clara y atenta al detalle propia del biógrafo; pero el Rivero Taravillo poeta también aparece para dejar escenas y descripciones de potente plasticidad:

“A un rincón de la tela se habían trepado una hoz y un martillo que no se querían quedar quietos y, haciendo cada uno lo que le era propio, casi golpeaba este, el otro segaba el techo.” (pág. 100)

Una escritura fácil tan solo en apariencia (un buen escritor debe trabajar mucho para evitarle trabajo al lector) que permite una lectura ágil; agilidad a la que contribuye la breve extensión de la novela, apenas doscientas páginas. El autor comprime la trama y deja la historia en lo esencial, sin ceder a la tentación (tan común en otros escritores cuando se atreven con la novela histórica) de añadirle grasa innecesaria a su desarrollo. Ha respetado la verdad de los hechos: aquello que se afirma como verdad es verdad, quedando la ficción para rellenar las grietas que deja la realidad y dar vida, color y relieve a los hechos narrados.

 

Los fantasmas de Yeats.

Una lectura superficial nos lleva a encontrar similitudes evidentes entre Los huesos olvidados y esta segunda novela de Antonio Rivero Taravillo. Las más obvias: ambas están protagonizadas por famosos poetas que se relacionan con la realidad española en un momento determinado y parten de hechos reales a los que el autor es minuciosamente fiel. Ahondando más podemos encontrar otras similitudes. Por ejemplo, en las dos novelas encontramos parejas con una relación desigual: Paz (el poeta laureado que vive en un hotel de lujo) y Elena Garro (la intelectual repudiada que, después de la separación de Paz, sobrevive con escasos medios); o Yeats (mayor, enfermo, infiel, enamorado de otra mujer) y George (a la busca de medios, materiales o sobrenaturales, con los que acercarse al hombre con el que vive).

Pero el modo de afrontar cada historia muestra diferencias notables. En Los fantasmas de Yeats el autor dobla la apuesta: la estructura es más compleja, los personajes que pueblan la novela se tornan multitud, la historia viaja adelante y atrás en el tiempo, la voz narrativa oscila entre la primera y la tercera persona…

El argumento, con todo, resulta sencillo. Tres semanas antes del famoso homenaje a Luis de Góngora que habrá de considerarse, en el futuro, el nacimiento oficial de la Generación del 27, llegan a Sevilla el poeta irlandés William Butler Yeats y su esposa George. Buscan un clima templado que resulte favorable a la quebradiza salud del poeta pero encuentran un otoño sevillano particularmente frío. En el refugio de la habitación Yeats y su esposa practican la escritura automática y el espiritismo, prácticas de las que son devotos seguidores; también lo es Fernando Villalón, poeta y ganadero, uno de los varios personajes excéntricos que pueblan la novela; y, junto a ellos, unos presentes en sus paseos por la ciudad y otros evocados en el recuerdo, aparecen Lorca y Cernuda, Aleister Crowley, Pessoa y Mme. Blavatsky, el torero Ignacio Sanchez Mejías y el activista irlandés John MacBride, Rogelio Buendía (médico especialista del pulmón y primer traductor de Pessoa al castellano) y, por encima de todos, la presencia constante de Maud Gonne, esposa de McBride y amor imposible y eterno de Yeats.

La estructura, en cambio, según se ha mencionado, es compleja, aunque la destreza narrativa de Rivero Taravillo mantiene la perfecta cohesión de las piezas que componen la trama. Merece la pena dedicar una líneas a ordenar el tiempo y escenario en que se desarrolla cada capítulo de la novela.

Capítulo 1: viaje en barco de Inglaterra a España, año 1927.

Capítulo 2: Yeats sueña con el Levantamiento de Pascua en Dublín, que nos lleva a 1916.

Capítulos 3 y 4: de nuevo el viaje en barco y la llegada a Gibraltar.

Capítulo 5: entrevista de Martínez Sierra a John MacBride y Maud Gonne, de viaje en España: retrocedemos al año 1903.

Capítulo 6: estancia de Yeats y George en Algeciras, de nuevo 1927.

Capítulos 7 al 17: estancia de Yeats en Sevilla en 1927 (que podemos considerar el tiempo presente de la novela).

Capítulo 18: MacBride y Maud Gonne en Algeciras, 1903.

Capítulos 19 a 25: Sevilla, 1927.

Capítulos 26 y 27: 1889, año en que se conocen Yeats y Maud Gonne, y 1891.

Capítulos 28 a 32: Sevilla, 1927.

Capítulo 33: 1916, ejecución de MacBride.

Capítulos 34 y 35: Sevilla, 1927.

Capítulo 36: 1916, Yeats e Iseult (hija de MacBride y Maud) en Normandía.

Capítulos 37: Yeats y George recién casados.

Capítulos 38 a 42: Sevilla, 1927.

Capítulos 43, 44 y 45: múltiple desplazamiento temporal.

Capítulo 46: Sevilla, 1927.

Capítulos 47 y 48: 1934, Sánchez Mejías anuncia a su amigo Federico García Lorca su vuelta a los ruedos.

Capítulos 49 a 53: Sevilla, 1927.

Capítulo 54: 1905, Fernando Pessoa abandona Sudáfrica para instalarse definitivamente en Lisboa.

Capítulos 55 y 56: Sevilla, 1927.

Capítulo 57: año 2001.

Capítulos 58 y 59: Sevilla, 1927.

La novela está narrada en su mayor parte en tiempo pasado pero cambia al presente cuando se sigue la vida de Maud Gonne (capítulos 5, 18 y 36) y cuando se describen los preparativos del congreso gongorino de 1927 (capítulos 12 y 34):

“Luego, hechas las fotografías, comienzan los discursos y las lecturas de poemas. Será la primera de dos jornadas celebratorias. En esta primera José Bergamín, que parece un esqueleto ilustrado, culto y enteco, aún tiene la voz intacta: en la segunda, a causa de trasnochar y trasegar vino y relente parecerá un cadáver y, ronco, otro habrá de leer su intervención como si se tratara de un médium por el que se manifiesta un espíritu.” (páginas 76-77)

            Este cambio en el tiempo verbal sirve para destacar aquellos capítulos en los que Yeats no está presente como protagonista; en estos, la narración se acerca a la crónica periodística y abandona el tono que predomina en el resto de la novela, marcado por los recuerdos y por un ambiente frecuentemente onírico.

            Ejemplo de las conexiones que tejen la novela son los capítulos 43, 44 y 45, en los que la red se vuelve más tupida y fascinante. Un país, Méjico, sirve de hilo conductor entre distintos personajes: Sánchez Mejías y George, la esposa de Yeats, coinciden en una tienda a la que el torero ha entrado a interesarse por un sombrero mejicano, que le recuerda sus éxitos en las plazas de aquel país; Yeats evoca el viaje a Méjico del mago negro Aleister Crowley y las experiencia con las drogas que vivirá a su lado; y por fin es Cernuda quien, en la casa mejicana de Concha Méndez, rodeado de los hijos de su amigo (y editor) Manuel Altolaguirre, escribe un ensayo sobre Yeats, con el que se ha cruzado, sin reconocerlo, tres décadas antes, en el lejano año 1927, una imagen que cierra el círculo de relaciones.

            El esoterismo está presente en toda la novela, poniendo en contacto a los vivos y a los ausentes a través de las séance espiritistas y de los sueños (pesadillas) de un Yeats enfermo y permanentemente febril. Presente está tambíen la vida irlandesa, con comparaciones cercanas a la parodia, como si el Nobel irlandés y su esposa fuesen tan extraterrestres como el Gurb de la novela de Eduardo Mendoza; así, cuando confunden la calle Güines con la más cervecera y dublinesa Guiness; o en la identificación de los aficionados verdiblancos del Betis con los jugadores de hurling del condado de Limerick.

            Y más Irlanda. La mitología celta se relaciona con la tauromaquia española a través del héroe Cuchulain y el Toro Colorado de Cuailgne, mito que Yeats relata a su esposa. De un lado, el folklore irlandés; del otro, la figura extravagante de Fernando Villalón y la trágica de Sánchez Mejías.

            Los fantasmas de Yeats está surcada por vidas paralelas que no llegan a cruzarse pero que parecen movidas por hilos que están siempre a punto de hacerlas confluir. Como reflexiona George Yeats en el último capítulo de la novela:

“Cuántas veces nos cruzamos con personas que no sabemos quiénes son, cuáles son las historias de sus vidas, meditó George. Un minuto casi rozándose, y luego lejos. Cada cual recorre, sumido en su propia pérdida, un laberinto compartido.” (página 270)                           

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Herranz Farelo

EL NUEVO NÚMERO DE LA REVISTA DA A CONOCER TEXTOS DE ANTONIO TABUCCHI, RICHARD FORD Y ALFRED BRENDEL

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá el próximo mes de noviembre en España y otros países, un sumario repleto de interesantes textos inéditos de grandes autores internacionales. Así, TURIA da a conocer un relato original del escritor italiano Antonio Tabucchi, uno de los nombres propios más relevantes de la literatura europea de nuestra época. Titulado “Un curandeiro en la ciudad del agua”, se trata de un texto que apareció originalmente en portugués en el catálogo de una exposición del pintor Júlio Pomar, uno de los artistas más singulares de nuestro país vecino.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

19 de octubre de 2017

Lezama Lima se nos aparece en las sombras poderosas de los sueños, porque en su mágico y trascendente destino, Lezama vuelve, incitando a la Cuba soñada y la que aún está por despertar.

    Lezama juega con las palabras como si fuesen jeroglíficos que él dota de sentido, porque así vive la vida, imaginando, reconstruyendo imágenes, pintando la realidad en novelas que sucumben ante la experiencia del surrealismo que Lezama tiene en las entrañas.

   Un  breve repaso a su biografía resulta necesario, antes de adentrarse en las honduras de su estilo narrativo y de su forma de ver el mundo.

  Lezama nació el 19 de diciembre de 1910, con el nombre de José María Andrés Fernando Lezama Lima en el campamento militar de Columbia, la Habana. Hijo de José María Lezama, coronel de artillería y de Rosa Lima, hija de emigrados revolucionarios.

    La muerte de su padre, el 19 de enero de 1919 en Pensacola (Estados Unidos), ya le familiariza con la imagen de la tragedia, con su fatum terrible hacia la vida, porque el escritor cubano vive muchas veces desde el dolor, lo expulsa en el lenguaje de sus novelas, de su poesía.

   El asma hacen mella en Lezama, vuelve a Cuba, allí en 1929 comenzó la carrera de Derecho en la Universidad de la Habana. En 1930 ya participa en contra de la tiranía del presidente Gerardo Machado. Fue en 1937 cuando entabla amistad con el poeta moguereño Juan Ramón Jiménez, se edita entonces la revista universitaria Verbum y Lezama se convierte en secretario de redacción, publica allí el poema Muerte de Narciso.

  Comienza en 1939 la amistad con el célebre poeta cubano Gastón Baquero, también con Cintio Vitier y Eliseo Diego. En el año 1941 publica Enemigo rumor y en 1944 inicia la revista Orígenes, que dirige junto a José Rodríguez Feo.

   En el año 1959, al triunfar la revolución castrista, pasa a ser Director de Literatura y Publicaciones de la Dirección General de Cultura. En el año 1966 publicó su célebre novela Paradiso.

   En 1968 se le nombró Delegado al Congreso Cultural de la Habana. La Biblioteca Nacional José Martí le brinda un homenaje.

   Muere el 9 de agosto de 1976 en la Habana.

   Esta trayectoria sería insuficiente, sino viniese enriquecida por múltiples experiencias, amistades, etc.

    Anton Arrufat cuenta en el número 118 de la prestigiosa revista República de las Letras de la Asociación Colegial de Escritores de España, en el número dedicado a Lezama Lima, en octubre de 2010, su amistad con el escritor cubano, cómo conoció primero a Eloísa, la hermana menor de Lezama. Fue en 1947 cuando conoció a Eloísa y, gracias a ella, entabló contacto con el escritor cubano.

   Toda la familia de Lezama hablaba de él como el poeta, el hombre singular que construía un lenguaje misterioso, el intelectual que, después, abrazaría la revolución castrista, sin darse cuenta de que ésta iba a restringir de manera muy acentuada los derechos de los cubanos.

   Arrufat cuenta en este artículo la imagen que se tenía de Lezama, le llamaban el “gordo”, debido a su voluminoso físico, amigos y admiradores le invitaban a comer en sitios lujosos para oírlo disertar. Se hablaba de él, se vertían diferentes rumores sobre su homosexualidad, para alimentar la malsana curiosidad de la sociedad.

    Pero Lezama era un hombre de gran vanidad, tanto fue así (pese a ser afable y atento con sus invitados), que quería constituir un Estado poético donde él fuese el presidente. Por ello, como nos dice Arrufat, se volvió radical en cuanto a otra forma de entender la poesía que no fuese la suya, esta actitud le distanció de Vintier, de Arrufat, de Piñeira y de otros amigos.

    Pero el escritor cubano era un hombre de una enorme capacidad intelectual, como nos recuerda Arrufat, cuando, después de varios años de separación, reinician su relación amistosa y literaria, se ponían a hablar y el escritor cubano, presa de su talento innato, iba de un tema a otro, porque su mundo estaba lleno de imágenes, de luces que alumbraban la palabra, la significaban, la daban una solidez que se puede ver en libros como Paradiso, hechos con la fuerza de la poesía que hay dentro de ellos:

“Su hablar estaba vinculado a su forma de escribir. Sus grandes diálogos verbales tenían cierta semejanza con su escritura. En su plática se podía reconocer la imaginería, el don metafórico, la capacidad de asociación, el culto al artificio y el tono reflexivo de su prosa” (p. 43).

    No sólo Arrufat reconoce en Lezama un artífice del lenguaje oral y escrito, sino que Reynaldo González, otro de sus amigos de los años anteriores a la Revolución, dice que Lezama es pura imagen, su forma de entender el mundo está lleno de lo visual, late en él el sentido de la mirada, que se plasma en todo, que circula por cada espacio para hacer de la palabra pura metáfora, puro símbolo:

“Piensa que el mundo existe o se vitaliza sólo a través de las imágenes que le provoca su decursar por una “mirada” peculiar; a saltos y en búsqueda de esencias ya premonitorias, ya conclusivas” (p. 46).

    Esa idea de lo premonitorio está en sus novelas, como si los sucesos ya se intuyen antes de ocurrir, la desgracia de la familia de José Cemí en Paradiso se intuye, porque todos son símbolos que nos oprimen, nuestras vidas están dirigidas a la sombra de la muerte, que rodea a los personajes, lo que nos recuerda a la vida de Lezama, la pasión por su madre, Rosa Lima, el dolor terrible que sintió al morir, como si se le desgajase una parte de su cuerpo, la muerte de su padre, cuando él era un niño, imagen que se repite para perpetuar el dolor y la magnificencia de las imágenes en su poesía y en su prosa.

    Lo conclusivo nos remite a la muerte, único desenlace, sin olvidar el erotismo, la fuerza de los personajes, recordemos a Fronesis y Foción, el deseo que pervive, latente en su mundo de censura homosexual.

    Julio Cortázar también nos habla de Lezama, su amistad, los lazos que los unieron, porque Cortázar, escritor prodigioso que nos dejó cuentos y novelas inolvidables (¿quién no sintió en la magistral Rayuela que la Maga era un personaje real, impactante e inolvidable?), dice sobre Paradiso, la mejor novela de Lezama (en mi opinión) lo que sigue:

Paradiso es como el mar. Sorprendido en un comienzo, comprendo el gesto de mi mano cuando toma el grueso volumen para hojearlo una vez más;  esto no es un libro para leer como se leen los libros, es un objeto con anverso y reverso, peso y densidad, olor y gusto, un centro de vibración que no se deja alcanzar en su coto más entrañable si no se va a él con algo que participe del tacto, que busque el ingreso por ósmosis y magia simpática” (p. 88).

   Cortázar habla de dos grandes escritores cubanos, esencialmente barrocos, el gran Alejo Carpentier (recordemos su inolvidable La consagración de la primavera, entre otras muchas de este hombre de talento prodigioso) y Lezama Lima, poeta de lo onírico, capaz de dotar al lenguaje de una música interior incomparable.

   Pese a su adhesión a la revolución cubana (Lezama considera que con Castro llega el héroe que entró en la ciudad donde todos los conjuros negativos habían sido decapitados), fruto de un entusiasmo primero que irá, con el tiempo, perdiendo, como todo aquello que promete más que cumple, Lezama sí va a ser un gran promotor de la cultura, lo es porque tiene cargos importantes y ayuda a la edición de obras tales como la Antología de la poesía cubana, en tres volúmenes, la edición crítica de la obra de Julián de Casal, entre otros esfuerzos editoriales que promovió el escritor cubano.

   Si parte de la familia de Lezama se va al comenzar la Revolución, él permanece en Cuba, pero él sigue apegado a su madre, Rosa Lima, la mujer de su vida, su verdadero apego a la vida.

   María Zambrano, la ilustre pensadora, lo llamó “árbol único”, sin duda, Lezama lo fue, como si de ese árbol sólo brotasen las raíces de la verdadera literatura, la fuente del saber. Concluyo con las palabras de Lezama, acerca de la muerte de su madre, las que iluminan una prosa prodigiosa, que debe releerse para saborear el idioma en toda su extensión, lejos de libros fáciles, de usar y tirar de nuestros días:

“Fui, acompañado de mi madre al centro de la tierra. Después, comprendí que ella quería, como en La Odisea, que yo ascendiese de nuevo a la luz. Hijo, ve a otra luz. Todavía éste no es tu reino, aunque bien sé que tú para estar conmigo serías capaz de escaparte de la pradera donde pace el antílope y el águila traza círculos dentro de la Naturaleza” (p. 104, recogido de la revista República de las Letras, nº 118).

   Su madre, como una mujer del Antiguo Testamento (así la califica Lezama) le dio el don de la sabiduría, la pertenencia al mundo de los sueños, la posibilidad de hacer de la literatura una sabia combinación de imágenes llenas de múltiples significados.

  Hay que leer a Lezama para entender la importancia del lenguaje, de la luz que irradia un escritor único en las letras cubanas, de dimensión universal.

 

 

  

  

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

    1

 

     En el mes de junio de 1966 –es decir, casi exactamente un año antes de que comenzase el autoexilio de Ángel Crespo  y cuando éste llevaba veinte participando de una manera muy activa en la vida literaria española cuyo negro aislamiento de la posguerra había contribuido a oxigenar no solamente con su poesía sino también con su crítica de arte y literatura, sus traducciones y las revistas que había dirigido o codirigido- se publicaba en ABC una entrevista con él (anónima aunque dentro de la conocida sección de “El escritor y su espejo” ) a la que pertenece el siguiente fragmento:

    

     “-Usted es un gran defensor de la vanguardia artística y desde la Revista de Cultura brasileña que dirige está ofreciendo al público español ejemplos de la avanzada poesía de vanguardia. Su Docena florentina ¿será un libro de este tipo? 

    “-No, no es eso exactamente. España es un país de presupuestos culturales distintos de los del Brasil (aunque entre unos y otros haya puntos de contacto interesantes ) y no se puede hacer ahora aquí lo que se hace allí. Por otra parte, creo que una obra debe renovarse partiendo de elementos que ella misma lleve en germen que fructifiquen en contacto con aportaciones exteriores, claro está. Mi poesía ha estado siempre dentro de una línea en la que he tratado de conjugar un modo de hacer muy acendrado en la tradición lírica española con mis experiencias personales, tanto vitales como literarias. Quiero decir que, en una forma que he trabajado mucho y he contrastado con poetas españoles, tanto los medievales como los pre-renacentistas –por ejemplo- he querido integrar procedimientos modernos tales como la libertad de imágenes aportada a la poesía mundial por el surrealismo y las de los demás ismos. Todo ello, como es lógico, partiendo de mi experiencia vital, de mis vivencias del campo manchego, tanto como de las que me ha proporcionado mi actividad de crítico de artes plásticas, y mi contacto con la realidad española en general (…) Yo nunca me he sentido tentado a abandonar la parte de artesano de la palabra que todo poeta debe tener. No creo en una poesía en la que se descuida el lenguaje como no creo en una pintura en la que se descuida la técnica y no creería en una arquitectura en la que el arquitecto descuidase el material con que trabaja.”

 

     En aquel momento, y precisamente con Docena florentina, libro que aparecería poco después, Ángel estaba a punto de concluir lo que se convertiría en la primera extensa etapa  de su obra poética, comenzada en 1950 con Una lengua emerge[1] y continuada con la serie de otros ocho libros[2]  que jalonarían su vida desde Claro: oscuro (1975)   hasta Iniciación a la sombra , aparecido en 1996, año siguiente al de su muerte.

     En 1966 estaba, pues, “en medio del camino” de su vida, título que en 1971 daría –en homenaje a Dante, a quien estaba traduciendo entonces, pero también en alusión al momento de su obra propia- al volumen que recogió su primera época y que apareció en Barcelona cuando nosotros vivíamos ya en Puerto Rico y él hacía unos años que se había alejado de la escena literaria española.

     Los años 60 habían sido los de la lucha por el realismo en que se embarcó una buena parte de los poetas españoles que se contaban entre  los opositores a la dictadura franquista y Ángel había participado de una manera a la vez intensa y peculiar en esta batalla por el realismo –en pleno auge cuando nosotros nos conocimos- comulgando con los ideales de su generación en cuanto a la necesidad de apoyar la denuncia  de la falta de libertad y de la injusticia social que se vivía en España pero condenando a la vez la utilización en poesía del lenguaje prosaico que había impuesto el realismo marxista. Es a esta peculiaridad a la que se refería, sin duda Rafael Soto Vergés cuando, al hacer una reseña de Suma y sigue –el libro que apareció dentro de la Colección Colliure en 1962- señala el “naturalismo latente, que no llega a serlo porque está animado por el soplo del símbolo” de los libros anteriores y, a propósito del reseñado indica “la función mediadora –técnica y temática- de su poesía entre el prosaísmo neoilustrativo de ciertas tendencias actuales justificado por ideas ético-sociales, y el vigor expresivo y estilístico abandonado por muchos poetas a tenor de una mayor eficacia ideológica”.

      La complejidad de la posición –a la vez realista y visionaria- en la que Ángel se había colocado entonces (que le habría de valer la separación de sus compañeros de la generación realista) era absolutamente coherente con lo que había sido su poesía desde 1950: es decir, la época que Leopoldo de Luis calificaría en 1960 de mágico-realista al hacer una crítica de la Antología que le publicó José Albi (también en 1960)[3] y señalar que su realismo-mágico  no adultera la realidad sino que la desentraña y que su misterio brota de las cosas. Ahondando más en el problema y tomando posición en la cuestión de la generación realista, el hispanista italiano Mario Di Pinto publicó, en 1964, un extenso estudio sobre la poesía de Crespo [4]  en el cual llega a la conclusión de que éste es un poeta “de actitud realista” ya que su primera formación y la primeras etapas coinciden con la crónica literaria de los últimos veinte años y participan de las convicciones y las polémicas del grupo al que está ligado ideológicamente , pero que “en seguida se distingue , aun dentro de la temática realista, por una preocupación estilística más puntual, una perseguida y alcanzada personalidad expresiva que sus mismos compañeros de generación reconocen. Se advierte en su poesía , más abierta y consciente que en otras, la voluntad de conciliar el lenguaje lírico con el narrativo” Y añade: “Caballero Bonald ha puesto en evidencia el carácter personal –y original en la poesía actual- de esta fusión de técnicas expresivas: ‘Acaso como ningún otro español de hoy Crespo gusta de yuxtaponer cualquier derivación de tipo simbólico a una premeditada apoyatura en el lenguaje de coloquio común’”.

 

    

    2

 

Todas estas informaciones querría que sirviesen para situar, en medio de su curso, la trayectoria de un poeta que (como observaba Oreste Macrí en la reseña que en su momento dedicó al libro de Di Pinto) a pesar del aparente realismo de entonces se manifestaba como uno de los herederos del simbolismo europeo, y para explicar el por qué la crítica lo califica de “independiente”, cosa que realmente fue pues si entró en las cuestiones más palpitantes de su momento histórico lo hizo con espíritu crítico y sin alejarse de su concepción inicial de la poesía como palabra salvadora, asunto para entrar en el cual quiero empezar citando -como he hecho en otras ocasiones- las declaraciones con que se presentaba la revista Deucalión[5], que él fundó en 1951 y que fue su primera gran empresa cultural.

    Haciendo referencia al héroe griego que daba nombre a la revista y que según los antiguos mitos había repoblado la tierra después de que ésta hubiera sido castigada por los dioses con un diluvio, se lee en las palabras liminares de su número 1: “Venimos, como Deucalión, tirando piedras a nuestras espaldas; pretendemos, también, salvarnos del diluvio inevitable. Consultamos, asimismo a los dioses y, como él, esperamos que nos acompañen.// El arte toma palabras y elementos heridos de muerte por la inanición y el cansancio y los trueca en cosas pimpantes, vivas y vivificadoras. E imprime al color sentido de música o da a la palabra temblor de víscera. El arte y la poesía son, en su actuar, deucaliones eternos.// Reunimos aquí los deucaliónicos frutos. Queremos dar a luz en estos cuadernos todo lo que trascienda sentido salvador”.

    Encubiertas por las referencias mitológicas, estas declaraciones –que Ángel redactó junto con su juvenil compañero de aventuras literarias en Ciudad Real Fernando Calatayud- aludían a las circunstancias de la España de la inmediata posguerra en la que todo debía ser reconstruido y de ellas quiero destacar la fe en el poder vivificador del arte, la condición de seres vivos con que se conciben las palabras, y la voluntad de ejercer una misión salvadora a través del arte. En estas ideas y propósitos se advierte ya el núcleo de la poética propia de Ángel Crespo, que entonces había realizado –a través del postismo- el aprendizaje de las vanguardias  y lo había incorporado a su comprensión de la función de la poesía  de la manera siguiente: “Si la poesía no sirviese para liberarnos no serviría para nada. Tal vez esa liberación siga caminos ocultos, como se dice de los de Dios, pero los resultados son innegables: única liberación sin concesiones y sin estériles derramamientos de sangre”[6].

               Salvación por el arte, liberación a través de la poesía: ¿Cómo entender estas definiciones poniéndolas en relación con la obra de Ángel Crespo? Para contestar a la pregunta tenemos que tener en cuenta que el desarrollo de su obra, unido al de su vida, se divide en las grandes etapas mencionadas antes que, a su vez, pueden subdividirse en otras dos. Si las dos más extensas están separadas por la fecha de su salida de España, dentro de la primera  se pueden señalar con claridad  dos momentos diferentes que se corresponden con el cambio de década, mientras que en la segunda se marca  una diferencia entre la poesía de los años 70 y 80, en la que se trasluce la relación con los distintos países en los que vivió, y la de los 90, más abstracta y hermética[7].             

               Empezando por la primera de todas ellas hay que decir que cuando aparecen Una lengua emerge y Deucalión el poeta y sus compañeros de aventura-entre quienes se contaban artistas plásticos como Gregorio Prieto, Francisco Nieva, Ángel Ferrant, Antonio Saura,  Santiago Lagunas, Agustín Redondela y Agustín Úbeda, y poetas como Carlos Edmundo de Ory, Gabriel Celaya, Carlos de la Rica, Miguel Labordeta, José Albi, Ricardo Gullón, Manuel Álvarez Ortega, Camilo José Cela, Gabino-Alejandro Carriedo, Antonio Fernández Molina, José Manuel Caballero Bonald, Miguel Pinillos, Antonio Murciano, Gloria Fuertes…- estaban dominados por el optimismo y el  deseo de “querer tener fé” en el resultado de sus esfuerzos que alentó a muchos intelectuales y artistas de la inmediata posguerra en la tarea de reconstrucción de la vida del país y de recuperación de la brillante cultura española anterior a la guerra.

              Tras su participación en el postismo, el aprendizaje (autodidacta) de su adolescencia  y la aparición de su primer libro, Ángel sabía muy bien lo que quería y –como explica en su “Autolectura en Parma”[8], la idea de la salvación supuso entonces  para él la busca y la afirmación de su propia personalidad mediante la comprensión del mundo que le rodeaba (que  se le aparecía lleno de misterios) y de su situación respecto a él, a través de una palabra poética que sólo podría iluminarlo si era nueva y propia, surgida de  la circunstancia vital única del poeta en su mundo. Y si era capaz de enlazar la herencia del pasado con la apertura hacia el futuro, que es en lo que residiría su función curativa, liberadora.

              Ambas cosas juntas podríamos decir que definen la utilidad personal y la función social del arte que Ángel buscó en aquel momento y desde el punto de vista formal están muy ligadas a las ambiciones de la pintura moderna (cuya crítica ejercía) que concebía la obra de arte como un objeto autónomo, capaz de contener su propio significado gracias a su forma. Sería interesante incluir aquí ejemplos de lo que digo pero, por no salirme de los límites de este artículo, remito al lector a poemas como“El heredero” de La cesta y el río (1957) o “El lobo” y “Junio feliz” de Junio feliz (1959), en los que resulta muy patente esa libertad surrealista de las imágenes, ese mundo visionario a que se refiere el mismo autor, y esa aura mágica de que hablan los críticos que he citado al principio con las que el poeta se enfrenta a las experiencias de su adolescencia descubriéndose a si mismo y a sus reacciones al escuchar el aullido nocturno del lobo desde la casa familiar en el campo, descubrir el incomprensible sentimiento de culpa que le invade en el piso ciudadano y solitario, o encontrarse con los abuelos ya desaparecidos en las tierras que fueron suyas.

               La misma calidad de pieza artística y autónoma que buscaba para la expresión de sus propias emociones la exigía Ángel Crespo en la poesía comprometida y, con el propósito de reunir y estimular a quien pudiese estar de acuerdo con é,l fundó en 1960, con Gabino-Alejandro Carriedo, la nueva revista Poesía de España que jugó un papel en la unificación de un lenguaje generacional que no ha sido aún estudiado y que –cansados de la presión a favor de las tesis marxistas de sus compañeros de lucha política- sus fundadores dejaron de publicar tres años después de su aparición . Para entonces, Ángel ya había tomado nuevas posiciones en la defensa de la salvación colectiva por el arte en la Revista de Cultura Brasileña que había fundado con la complicidad de João Cabral de Melo Neto[9] ,correligionario de lucha política y estética, y que dirigió en solitario hasta 1970 cuando, viviendo ya nosotros en Puerto Rico, renunció a ocuparse de ella.

     Desde la Revista de Cultura Brasileña –que por ser editada por la Embajada del Brasil en Madrid no pasaba la censura franquista- pudimos difundir a nuestro gusto (pues yo también participé en la tarea) entre los intelectuales y artistas españoles un tipo de poesía experimental de intención revolucionaria, tanto en la intención como en la forma, que estaba en estrecha relación con las vanguardias europeas y, así, apoyar el propósito que Ángel explica claramente en las declaraciones a Leopoldo de Luis para su Antología de la poesía social de 1965 donde se lamenta de que  la social española del momento esté más cerca del tremendismo –que considera una supervivencia romántica- que del realismo porque “se ha tenido en cuenta lo que se dice pero no la manera de expresarlo” y con ello “se ha empobrecido el lenguaje y, así, se ha producido esa crisis de expresión que ha conducido a la no menos triste de valores, que también padecemos” porque “¿cómo puede facilitarse un cambio de circunstancias sociales con una técnica conformista?”.

     Como he mencionado al principio, en aquel año de 1965 Ángel había escrito ya los poemas de Docena florentina que se publicaron en la colección “Poesía para todos” -que fue otro de los lugares de encuentro de la generación realista junto con la Colección Colliure, la recién citada Antología de De Luis y Poesía de España- pero, como he escrito en otro lugar, en este librito de título a la vez minimalista y culto, “a cuya génesis formal no fue ajeno sin duda el concretismo brasileño ni el collage de  culturas e imágenes de las lecturas recientes de Ezra Pound a que le había llevado el estudio del concretismo, emergen los temas de la libertad personal en la elección de patria y de compañía (“Una patria se elige”), el rechazo a la sociedad capitalista (“Cambios”,“Ponte Vecchio”,…), la crítica a la opresión nacionalcatólica (“Savonarola”, Galileo Galilei”)…) así como también el tema del exilio propio, casi augurado por la figura de Dante (“Dante Alighieri”) a quien –después de haber leído en la adolescencia como viajero por los infiernos y encontrado en la juventud como ‘il miglior fabro’ con la ayuda de Eduardo Chicharro, contempla ahora como el hombre político y exiliado que cumplió lejos de la patria su destino de poeta”[10]. Se trata, pues, de un libro fronterizo entre la primera época y la segunda de su obra y de su vida y de una despedida de la inmersión en las luchas del tiempo histórico de la España en que le había tocado nacer y vivir su juventud. En agosto de 1967, cuando los dos nos fuimos a Puerto Rico, en cuya Universidad nos habían ofrecido trabajo, Ángel tenía cuarenta y un años y dejaba en Madrid una buena posición como abogado y un puesto destacado en el mundo literario para emprender una nueva vida.

     El alejamiento de las luchas españolas –políticas y literarias-, la adaptación a un país de diferente clima y cultura y la dedicación a los trabajos que le imponía la vida académica iban a determinar de una manera muy directa el cambio de rumbo de su obra pues ahora se encontraba enfrentado de nuevo a su soledad, y a la necesidad de encontrarse otra vez a si mismo como en los tiempos adolescentes pero era poseedor de una experiencia que no iba a desperdiciar y  su poesía que es la parte más íntima de su obra, va a conducirle hacia la exploración de la propia conciencia y de sus relaciones con el mundo ya no de manera ingenua e intuitiva como en su juventud  sino conscientemente de modo “más metafísico que espiritualista y quizás un tanto enlazado, mucho más que con el platonismo, con las interpretaciones actuales y [suyas] personales del esoterismo eterno, es decir, poético” como  explicaba en la “Autolectura” ya mencionada que pronunció en la Universidad de Parma en 1982. Esa busca de la salvación,(de la liberación) por caminos esotéricos y espiritualistas  es paralela a la que emprendieron otros poetas no realistas de su generación (algunos unidos ocasionalmente a las revistas del realismo mágico) como Juan Eduardo Cirlot, Carlos Edmundo de Ory, Miguel Labordeta y José Ángel Valente quienes –como Ángel-  tiene como antecedentes famosos dentro de la poesía española moderna a autores comoJuan Ramón Jiménez y  Valle- Inclán,  A ellos les convienen las palabras del crítico rumano Alejandro Busuiceanu quien , al hablar en la España de la posguerra de una poesía del conocimiento del tipo que Ángel buscaba afirmaba: “ Toda actividad de orden creador se caracteriza por el esfuerzo del espíritu de escaparse a la realidad inmediata y de la tiranía de la lógica racional para alcanzar la libertad reveladora de lo irreal, lo irracional o, si se quiere, de aquella presencia abstracta y absconsa que presentimos pero que queda inaccesible al conocimiento lógico, racional (…) Toda la poesía moderna empezando por Baudelaire y llegando hasta los más inquietos poetas actuales, es el reflejo de este esfuerzo, a veces feliz, a veces desesperado, de penetrar por el pensamiento o por la visión reveladora en lo trascendental. El logro o el fracaso de este atrevido intento definen la posición del poeta y su actitud ante  el sentido del mundo”[11].

   

  3

 

   Esta aventura del conocimiento superior, entendida como la salvación del espíritu,  y emprendida con todo el rigor y  la pasión de una prueba iniciática empieza a reflejarse en la poesía de Ángel a partir de Claro: oscuro (1978) donde aparecen las figuras de sus dioses sin nombre que encarnan las fuerzas de lo desconocido y que continúan presentes en El aire es de los dioses (1982) y la mayor parte de los libros recogidos en El bosque transparente ( 1983), libro de libros en el que, sin embargo, se incluye uno,  Donde no corre el aire (1981) donde el lenguaje mitológico cede terreno al alquímico –es decir, el de las referencias directas a los diferentes estados de una materia que se transforma- que va a expandirse en los dos últimos libros: Ocupación del fuego(1990) e Iniciación a la sombra (1996) y que refleja el último grado de un proceso de purificación , a la vez místico y alquímico que había comenzado con la búsqueda de lo misterioso en las realidades terrestres de su adolescencia y, después de atravesar las luchas de la vida ciudadana y las creaciones humanas del arte, se sublima en la materia elemental del el aire, el fuego, la luz y las sombras[12].

     Como en diferentes estudios y escritos sobre otros autores Ángel se ha referido a la alquimia como transformación espiritual y a la poesía como alquimia es posible usar esta palabra –que aparece por primera vez en sus trabajos sobre Dante - para entender su propia poesía y aplicarla a la transformación que va experimentando  su propia obra. Así, al referirse al poeta portugués Jorge de Sena, en una ponencia titulada “Una lectura alquímica de las Metamorfoses de Jorge de Sena” que presentó en un Simposio sobre el portugués celebrado en la Universidad de California en 1981[13], y refiriéndose a la posibilidad de experimentar una metamorfosis personal a través de las actividades del espíritu, trae a colación un párrafo del libro hermético La luz que surge por si misma de las tinieblas donde se afirma que “la materia de la que se obtiene la piedra [filosofal] es única y, sin embargo, la poseen tanto los pobres como los ricos. En su craso error, el vulgo la desecha como si fuera cieno, o la vende frecuentemente a precios ridículos, cuando es materia inapreciable para los filósofos avisados”, y lo comenta del modo siguiente: “¿No será esta materia el espíritu? ¿Única base pensable de la inmortalidad, único agente realmente transmutador, metamorfoseador, al alcance del hombre, de todos los hombres? (…) Me atrevo a glosar que la piedra filosofal, según Jorge de Sena, o bien es el espíritu del poeta que, en principio, es libre y a él solo pertenece, o bien es la palabra poética –precipitado único, piedra filosofal del espíritu”.

     Por mi parte, no puedo por menos de citar aquí, como colofón de estas palabras introductorias a los textos sobre Ángel Crespo que publica la revista Turia  los versos finales del poema titulado “Mi palabra” que aparecen en Una lengua emerge , como sabemos primer libro del poeta:

……

¿A dónde irás, vendrás?

Tú, suspensa en el aire

-y nacida de mi-,

cómo será posible que no quedes

y que te vayas para siempre ya?

¿Toda tu fuerza acaba

en esa vibración que hace que el aire

se conmueva, una pizca

de polvo haga caer

en una hoja?

 

Pero tú, mi palabra,

no te puedes perder.

la sangre de mi espíritu

no se puede perder, no nos podemos

perder, palabra mía.

¿A dónde irás, iremos?

 

    A sus veinticuatro años Ángel Crespo había encontrado ya intuitivamente que su salvación dependía de la palabra y andando el tiempo identificaría la palabra poética con “el precipitado único, la piedra filosofal del espíritu”.

     Toda su larga y variada travesía estuvo guiada por aquel hallazgo sin que  ello le hiciese renunciar a lo que a él le gustaría llamar su vertiente exotérica: es decir, a su primer compromiso con la apertura de la cultura española al mundo pues su aportación directa  a ella después de su exilio no iba a ser solamente la poesía que continuaría escribiendo y publicando sino también los estudios y grandes traducciones que emprendió desde su establecimiento en Puerto Rico y continuó durante los años en que, tras su regreso a España, vivió en Barcelona y en Calaceite, empezando con la Comedia de Dante y terminando con la obra de Fernando Pessoa y los poetas italianos del siglo XX, sin olvidar a la poesía brasileña y la portuguesa, la francesa medieval o un terreno tan desconocido como la retorromana, ni las colaboraciones en la prensa cultural que emprendió a principios de los años 80 y continuaría hasta su muerte.

 



[1] Entre Una lengua emerge y Docena florentina Ángel Crespo publicó Quedan señales, La Pintura, Todo está vivo, La cesta y el río, Oda a Nanda Papiri, Puerta clavada, Suma y sigue, Cartas desde un pozo y No sé cómo decirlo.

[2] Entre Claro:oscuro e Iniciación a la sombra aparecieron Colección de climas, Donde no corre el aire, El aire es de los dioses, Parnaso confidencial, El ave en su aire y Ocupación del fuego.

[3] Ángel Crespo, Antología poética, selección de Ángel Crespo y José Albi. Ediciones de la revista Verbo, 1960.

[4] Este estudio de Di Pinto es el Prefacio a Ángel Crespo, Poesie. A cura di Mario Di Pinto, Salvadores Sciacia Editore, Caltanissetta-Roma, 1964.

[5] Diputación de Ciudad Real, departamento Provincial de Seminarios, marzo de 1951-septiembre de 1953. Existe una edición facsímil de 1986, editada por la Diputación Provincial de Ciudad Real.

[6] Cf Ángel Crespo, Antología poética. Selección de Ángel Crespo y José Albi, cit.

[7]Al pensar en la poesía de los años 90 me refiero, sobre todo, a Ocupación del fuego´e Iniciación a la sombra.

[8] Esta Autolectura fue pronunciada en la Universidad de Parma, en 1982, a invitación del prof. Gaetano Chiappini.

[9] El poeta brasileño Joao Cabral de Melo, que era entonces Cónsul de su país en Sevilla, había estado antes destinado en los Consulados de Barcelona y Madrid, donde entabló una estrecha amistad con Ángel Crespo.

[10]Cf. Pilar Gómez Bedate, “Para situar la obra de Ángel Crespo”, en la revista Ínsula, 670, p. 3.

[11] Cf.  Ínsula, 39, 15 de marzo de 1949, p.8.

[12] Un tratamiento más detallado de este asunto lo he hecho en Ínsula,.670 cit. y en “Una aproximación a los dioses de Ángel Crespo: de Claro:oscuro a Ocupación del fuego”, en VVAA, En Florencia, para Ángel Crespo y su poesía, Atti della Giornata di Studi, 1999, Florencia, Alinea Editore, 2000.

[13] Este estudio se publicó por primera vez en VVAA, Studies on Jorge de Sena, Santa Barbara, Universidad de California, 1981. Posteriormente en A.Crespo, Por los siglos, Valencia, Pre-Textos, 2001.

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Gómez Bedate

6 de octubre de 2017

 

 

CAPÍTULO UNO

 

Podríais haber pasado un buen rato tratando de localizar esos serpenteantes caminos o tranquilos prados por los que más tarde Inglaterra sería célebre. En lugar de eso, lo que había entonces eran kilómetros de tierra desolada y sin cultivar; aquí y allá toscos senderos sobre escarpadas colinas o yermos páramos. La mayoría de las vías que dejaron los romanos ya estaban en aquel entonces destrozadas o en mal estado, en muchos casos devoradas por la naturaleza. Sobre los ríos y ciénagas se posaban neblinas heladas, que les eran propicias a los ogros que en aquel entonces todavía poblaban estas tierras. La gente que vivía en los alrededores —uno se pregunta qué tipo de desesperación les llevó a instalarse en unos parajes tan lúgubres— es muy probable que temiese a estas criaturas, cuya jadeante respiración se oía mucho antes de que sus deformes siluetas emergiesen entre la niebla. Pero esos monstruos no provocaban asombro. La gente entonces los veía como uno más de los peligros cotidianos, y en aquella época había otras muchas cosas de las que preocuparse. Cómo sacar comida de esa tierra árida; cómo no quedarse sin leña para el fuego; cómo detener la enfermedad que podía matar a una docena de cerdos en un solo día y provocar un sarpullido verdoso en las mejillas de los niños.

            En cualquier caso, los ogros no eran tan terribles, siempre que uno no les provocase. Aunque había que dar por hecho que de vez en cuando, tal vez como consecuencia de alguna trifulca de difícil comprensión, de pronto una de esas criaturas se adentraría erráticamente en una aldea, presa de una incontenible ira, y aunque se le recibiese a gritos y blandiendo ante ella armas, en su furia destructiva podía llegar a herir a cualquiera que no se apartase lo suficientemente rápido de su camino. O que cada cierto tiempo un ogro podía llevarse consigo a un niño y desaparecer entre la niebla. La gente de aquel entonces tenía que tomarse con filosofía estas atrocidades.

            En un lugar así, al borde de una enorme ciénaga, a la sombra de escarpadas colinas, vivía una pareja de ancianos, Axl y Beatrice. Tal vez esos no fuesen sus nombres exactos o completos, pero, para simplificar, así es como nos referiremos a ellos. Podría decir que esa pareja vivía aislada, pero en aquel entonces muy pocos vivían «aislados» en el sentido que nosotros le damos al término. Para garantizarse calor y protección, los aldeanos vivían en refugios, muchos de ellos excavados en las profundidades de la ladera de la colina, conectados unos con otros a través de pasajes subterráneos y pasadizos cubiertos. Nuestra pareja de ancianos vivía en una de esas madrigueras con ramificaciones —«edificio» sería una palabra demasiado grandilocuente— junto a aproximadamente otros sesenta aldeanos. Si uno salía de esas madrigueras y caminaba veinte minutos por la colina, llegaba al siguiente asentamiento, que a simple vista resultaba idéntico al primero. Pero a ojos de los propios habitantes habría un montón de detalles distintivos de los que sentirse orgullosos o avergonzados.

            No pretendo dar la impresión de que eso era lo único que había en la Inglaterra de aquel entonces; de que, en una época en la que florecían civilizaciones esplendorosas en otras muchas partes del mundo, aquí estábamos no mucho más allá de la Edad de Hierro. Si hubieseis podido deambular a voluntad por la campiña, habríais descubierto castillos rebosantes de música, buena comida y gente en perfecta forma física, y monasterios cuyos moradores dedicaban sus vidas al conocimiento. Pero desplazarse era arduo. Incluso a lomos de un caballo fuerte, con buen tiempo, hubierais podido cabalgar durante días sin vislumbrar ningún castillo o monasterio asomando entre la vegetación. Os habríais topado mayormente con comunidades como la que acabo de describir, y a menos que llevaseis encima obsequios en forma de comida o ropa, o fueseis armados hasta los dientes, no hubierais tenido garantizado un buen recibimiento. Siento pintar semejante cuadro de nuestro país en aquella época, pero así eran las cosas.

            Pero regresemos a Axl y Beatrice. Como decía, esta pareja de ancianos vivía en la zona más alejada de la red de madrigueras, donde su refugio estaba menos protegido de los elementos y apenas se beneficiaba del fuego de la Gran Estancia en la que todos se congregaban por la noche. Tal vez hubo un tiempo en que habían vivido más cerca del fuego, cuando vivían con sus hijos. De hecho, esta idea era la que le rondaba por la cabeza a Axl mientras permanecía tendido en el lecho durante las largas horas que precedían al amanecer con su esposa profundamente dormida a su lado, y entonces una sensación difusa de pérdida se adueñaba de su corazón, impidiéndole volver a conciliar el sueño.

             Tal vez ese fue el motivo por el cual, esa mañana en concreto, Axl se había levantado del lecho y se había deslizado sigilosamente hasta el exterior de la madriguera para sentarse en el torcido banco junto a la entrada, esperando allí los primeros atisbos del alba. Era primavera, pero el viento helado aún se hacía notar, incluso con la capa de Beatrice con la que se había envuelto. Sin embargo, estaba tan absorto en sus pensamientos que, para cuando se dio cuenta del frío que hacía, las estrellas ya habían desaparecido, por el horizonte se extendía un resplandor y de la penumbra emergían las primeras notas del canto de los pájaros.

            Se puso lentamente de pie, lamentado haber estado a la intemperie tanto rato. Gozaba de buena salud, pero le había llevado algún tiempo sacarse de encima su última fiebre y no quería volver a recaer. Ahora notaba la humedad en las piernas, pero mientras se daba la vuelta para volver adentro, se sentía francamente satisfecho: porque esa mañana había logrado recordar varias cosas que hacía ya tiempo que se habían desvanecido en su memoria. Además, le parecía que estaba a punto de llegar a algún tipo de decisión trascendental —una que llevaba mucho tiempo posponiendo— y sentía una exaltación interior que estaba ansioso por compartir con su esposa.

            Dentro, los pasadizos de la madriguera estaban todavía completamente a oscuras, y tuvo que avanzar por ellos guiándose por el tacto hasta dar con la puerta de su estancia. Muchas de las «puertas» de la madriguera eran simples arcadas que marcaban el umbral de una estancia. El carácter abierto de este arreglo no parecía incomodar a los aldeanos por la falta de privacidad, y en cambio permitía que las estancias se beneficiasen del calor que se extendía por los túneles desde la gran hoguera o las hogueras más pequeñas permitidas en la madriguera. La estancia de Axl y Beatrice, sin embargo, al estar demasiado alejada de cualquiera de los fuegos, sí tenía algo que podríamos denominar una puerta; un enorme marco de madera con pequeñas ramas, enredaderas y cardos entrelazados que quien salía o entraba tenía que apartar a un lado cada vez que cruzaba el umbral, pero que permitía mantener a raya las gélidas corrientes de aire. A Axl no le hubiera importado demasiado no contar con esa puerta, pero con el tiempo se había convertido en objeto de considerable orgullo para Beatrice. A menudo, cuando él regresaba, se encontraba a su mujer sacando las plantas marchitas de la estructura y sustituyéndolas por otras recién cortadas que había reunido durante el día.

            Esa mañana, Axl movió el parapeto justo lo suficiente para poder pasar, procurando hacer el menor ruido posible. Las primeras luces del alba se filtraban en la habitación a través de las pequeñas grietas de la pared exterior. Podía vislumbrar su propia mano débilmente iluminada ante él y, sobre el lecho de hierba, la silueta de Beatrice, que seguía profundamente dormida bajo las gruesas mantas.

            Estuvo tentado de despertar a su esposa. Porque una parte de él le decía que, si en ese momento ella estuviese despierta y hablase con él, cualquier última barrera que todavía se interpusiese entre él y su decisión acabaría por desmoronarse. Pero aún faltaba un poco para que la comunidad se levantase y diese comienzo un nuevo día de trabajo, de modo que se acomodó en la banqueta baja en la esquina de la estancia, todavía envuelto en la capa de Beatrice.

            Se preguntó si esa mañana la niebla sería muy espesa y si, a medida que la oscuridad se disipase, descubriría que se había ido filtrando en su estancia a través de las grietas. Pero de pronto sus pensamientos se alejaron de esos asuntos y regresaron a lo que llevaba un tiempo preocupándole. ¿Los dos habían vivido siempre así, en la periferia de la comunidad? ¿O en algún momento del pasado las cosas habían sido muy diferentes? Hacía un rato, en el exterior, habían vuelto a su mente algunos recuerdos fragmentarios: una fugaz imagen de sí mismo recorriendo el largo pasillo central de la madriguera rodeando con el brazo a uno de sus hijos, caminando un poco inclinado, no a causa de la edad como podía suceder ahora, sino simplemente porque quería evitar golpearse la cabeza con las vigas debido a la escasa luz. Probablemente el niño estaba hablando con él; acababa de contarle algo divertido y ambos se reían. Pero ahora, como hacía un rato en el exterior, no lograba que nada quedase fijado en su cabeza, y cuanto más se concentraba, más difusos parecían hacerse los recuerdos. Tal vez todo esto no fuesen más que imaginaciones de un viejo chiflado. Tal vez Dios nunca les hubiese dado hijos.

            Acaso os preguntéis por qué Axl no se dirigía a los otros aldeanos para que le ayudasen a recordar su pasado, pero no era tan sencillo como pueda parecer. Porque en esta comunidad raras veces se hablaba del pasado. No pretendo decir que fuese tabú. Quiero decir que en cierto modo se había diluido en una niebla tan densa como la que queda estancada sobre las zonas pantanosas. Simplemente a estos aldeanos no se les pasaba por la cabeza pensar en el pasado, ni tan siquiera en el más reciente.

            Por poner un ejemplo de algo que llevaba cierto tiempo preocupando a Axl: estaba seguro de que no hacía mucho tiempo había habitadoentre ellos una mujer con una larga melena pelirroja, una mujer considerada fundamental para la aldea. Cuando cualquiera se hacía una herida o enfermaba, era a esta mujer pelirroja, experta en sanar, a la que se recurría. Y sin embargo ahora ya no había ni rastro de ella, pero nadie parecía preguntarse qué había sido de aquella señora, ni se lamentaban de su ausencia. Cuando una mañana Axl mencionó el asunto a tres vecinos mientras trabajaban juntos rompiendo la capa de hielo que cubría un campo, su respuesta le dejó claro que no tenían ni idea de sobre qué les estaba hablando. Uno de ellos incluso había hecho una pausa momentánea en el trabajo en un esfuerzo por recordar, pero había acabado negando con la cabeza.

            —Tuvo que ser hace mucho tiempo —sentenció.

            —Yo tampoco recuerdo en absoluto a esa mujer —le había asegurado Beatrice cuando él le sacó el tema una noche—. Axl, tal vez la imaginaste en sueños porque te gustaría contar con alguien así, pese a que tienes una esposa que está a tu lado y que es capaz de mantener la espalda erguida mejor que tú.

            Eso había sucedido en algún momento del otoño pasado, y habían permanecido tumbados uno junto al otro en su lecho, completamente a oscuras, escuchando cómo la lluvia repiqueteaba contra su refugio.

            —Es cierto que en todos estos años apenas has envejecido, princesa —le había dicho Axl—. Pero esa mujer no era un sueño, y tú misma la recordarías si dedicases un momento a pensar en ella. Hace tan sólo un mes estaba ante nuestra puerta, un alma bondadosa preguntando si necesitábamos que nos trajera algo. Seguro que lo recuerdas.

            —¿Pero por qué deseaba traernos algo? ¿Tenía alguna relación de parentesco con nosotros?

            —-Creo que no, princesa. Sólo trataba de ser amable. Seguro que lo recuerdas. Aparecía a menudo ante la puerta preguntando si teníamos frío o hambre.

            —Lo que pregunto, Axl, es ¿por qué tenía con nosotros esas deferencias?

            —Yo también me lo preguntaba entonces, princesa. Recuerdo haber pensado: vaya, he aquí una mujer que se preocupa por atender a los enfermos, y sin embargo nosotros dos estamos tan sanos como el resto de la comunidad. ¿Tal vez se habla de alguna plaga inminente y ella ha venido para examinarnos? Pero resulta que no hay ninguna plaga y esa mujer simplemente está siendo amable. Ahora que hablamos de ella, me vienen más recuerdos a la cabeza. Se quedó allí de pie y nos dijo que no nos angustiásemos cuando los niños se mofaban de nosotros. Eso fue todo. Y no volvimos a verla.

            —Axl, no sólo esa mujer pelirroja es fruto de tu imaginación, sino que además resulta que es tan tonta como para preocuparse por unos cuantos niños y sus juegos.

            —Eso es lo que pensé entonces, princesa. Qué daño pueden hacernos unos niños que simplemente pasan el rato por aquí cuando fuera hace un tiempo de perros. Le dije que ni se nos había ocurrido pensar en eso, pero ella insistió amablemente. Y recuerdo que entonces dijo que era una pena que hubiéramos pasado tantas noches sin una simple vela.

            —Si a esa mujer le apenaba que no dispusiésemos de una vela —había dicho Beatrice—, al menos en algo tenía toda la razón. Es un insulto que se nos haya prohibido tener una vela en noches como esta, teniendo unas manos tan firmes como las de cualquiera de ellos. Mientras que hay otros que tienen velas en sus estancias, pese a que cada noche se les sube la sidra a la cabeza o incluso tienen niños que corretean como salvajes. Y sin embargo es a nosotros a quienes nos quitan la vela, y ahora, Axl, apenas puedo ver tu silueta pese a que estás pegado a mí.

            —No tienen ninguna voluntad de ofendernos, princesa. Simplemente es el modo en que siempre se han hecho las cosas, no hay más motivo que ése.

            —Bueno, tu mujer imaginaria no es la única que considera que es desconcertante que nos tengan que quitar la vela. Ayer, o tal vez fue anteayer, fui hasta el río y al pasar junto a las mujeres estoy segura de que les oí decir, cuando creían que ya no podía oírlas, la desgracia que era que una pareja que todavía camina perfectamente erguida como nosotros tuviera que pasar todas las noches a oscuras. De modo que esa mujer con la que has soñado no es la única que piensa de este modo.

            —No es fruto de mi imaginación. Te lo repito, princesa. Hace un mes aquí todo el mundo la conocía y tenía una palabra amable para ella. ¿Cuál puede ser la causa de que todos, incluida tú, os hayáis olvidado por completo de su existencia?

            Al recordar ahora, en esta mañana de primavera, la conversación, Axl se sintió casi preparado para admitir que había estado equivocado con respecto a la mujer pelirroja. Después de todo, era un hombre de edad avanzada, propenso a las confusiones ocasionales. Y sin embargo, este asunto de la mujer pelirroja era uno más de una sucesión de episodios desconcertantes. Resultaba frustrante que ahora no le vinieran a la cabeza algunos de los múltiples ejemplos, pero había muchos, de eso no había duda. Estaba, sin ir más lejos, el incidente relacionado con Marta.

            Era una niña de nueve o diez años que siempre había tenido reputación de no temerle a nada. Todas esas historias que ponían los pelos de punta sobre lo que les podía suceder a los niños que se iban por ahí solos no parecían hacer mella en su afición por la aventura. De modo que la tarde en que, cuando quedaba menos de una hora de luz diurna, con la niebla avanzando y los aullidos de los lobos audibles en la ladera de la colina, se corrió la voz de que Marta había desaparecido, todo el mundo dejó lo que estaba haciendo alarmado. Durante un rato, varias voces gritaron su nombre por toda la madriguera y se oyeron pasos corriendo arriba y abajo por los pasadizos mientras los aldeanos revisaban cada dormitorio, los huecos excavados como almacenes, las cavidades bajo los travesaños, cualquier escondrijo en el que una niña pudiese esconderse para divertirse.

            Y entonces, en pleno pánico, dos pastores que regresaban de su turno en las colinas entraron en la Gran Sala y empezaron a calentarse junto al fuego. Mientras lo hacían, uno de ellos comentó que el día anterior habían visto a un águila volando en círculo sobre sus cabezas, una, dos y hasta tres veces. No había duda, dijeron, de que era un águila. Sus palabras se propagaron rápidamente y al poco rato se congregó alrededor del fuego una multitud para escuchar a los pastores. Incluso Axl se apresuró a unirse a los demás, ya que la aparición de un águila en su país era desde luego una novedad. Entre los muchos poderes que se les atribuían a las águilas estaba la capacidad de ahuyentar a los lobos, y en otros lugares, se decía, los lobos habían desaparecido gracias a esos pájaros.

            Al principio los dos pastores fueron ávidamente interrogados y les hicieron repetir la historia que contaban una y otra vez. Progresivamente se empezó a extender el escepticismo entre sus oyentes. Se habían oído historias parecidas muchas veces, señaló alguien, y siempre habían acabado resultando infundadas. Otro de los presentes recordó que esos mismos pastores habían contado la misma historia la primavera pasada y después no se produjo ni un solo avistamiento. Los pastores negaron con indignación haber contado nada de eso en el pasado y la multitud no tardó en dividirse entre los que se pusieron del lado de los pastores y los que afirmaban recordar vagamente el supuesto episodio del pasado año.

            A medida que la trifulca se avivaba, Axl notó que le invadía esa sensación familiar y agobiante de que algo no cuadraba y, alejándose del griterío y los empellones, salió al exterior para contemplar el cielo del anochecer y la niebla que se deslizaba a ras de suelo. Y al cabo de un rato, las piezas empezaron a encajar en su cabeza: la desaparición de Marta, el peligro, cómo no hacía mucho todo el mundo la había estado buscando. Pero esos recuerdos ya se estaban haciendo confusos, de un modo parecido al de un sueño que se diluye durante los segundos posteriores al despertar , y fue sólo mediante un supremo acto de concentración que Axl logró retener la imagen de Marta mientras las voces a sus espaldas seguían discutiendo sobre el águila. Y entonces, mientras seguía allí plantado, oyó la voz de una niña canturreando para sí misma y vio emerger a Marta de entre la niebla ante él.

            —Eres muy rara, niña —le dijo Axl al verla venir brincando hacia él—. ¿No tienes miedo de la oscuridad? ¿De los lobos o de los ogros?

            —Oh, sí que les tengo miedo, señor —le respondió con una sonrisa—. Pero sé cómo esconderme de ellos. Espero que mis padres no hayan estado preguntando por mí. La semana pasada encontré un escondrijo perfecto.

            —¿Preguntando por ti? Por supuesto que han estado preguntando por ti. ¿Acaso no ha estado la aldea entera buscándote? Escucha el alboroto que hay ahí dentro. Eso es por ti, niña.

            Marta se rió y comentó:

            —¡Oh, déjelo ya, señor! Ya sé que no me han echado de menos. Y oigo perfectamente que ahí dentro no están hablando a gritos sobre mí.

            Cuando la niña dijo esto, Axl pensó que sin duda tenía razón: las voces que llegaban desde el interior no discutían sobre ella, sino sobre otro asunto completamente distinto. Se inclinó hacia la entrada para escuchar mejor y cuando cazó al vuelo una frase suelta entre los gritos empezó a recordar la historia de los pastores y el águila. Se estaba preguntando si debería explicarle algo de eso a Marta cuando de pronto ella pasó junto a él y se deslizó hacia el interior.

            La siguió, imaginando el alivio y la alegría que generaría la reaparición de la niña. Y sinceramente, se le pasó por la cabeza que al entrar con ella le atribuirían parte del mérito de su regreso. Pero cuando los dos se asomaron a la Gran Sala, los aldeanos seguían tan enfrascados en su trifulca con los pastores que sólo unos pocos se tomaron la molestia de volver la cabeza hacia él y la niña. La madre de Marta sí se apartó de la multitud lo suficiente para decirle a su hija: «¡De modo que aquí estás! ¡No se te ocurra volver a desaparecer así! ¿Cómo tengo que decírtelo?», antes de volver a dirigir su atención a la disputa alrededor del fuego. Al verlo, Marta sonrió a Axl como diciéndole: «¿Ves lo que te decía?» y desapareció entre las sombras en busca de sus amiguitos.

             

 

Escrito en Lecturas Turia por Kazuo Ishiguro

29 de septiembre de 2017

Señor, sólo nos queda

una cuchara y un cuenco vacío

del que servirse

grandes sorbos de nada

 

y hacer creer que eso que come

es una sopa espesa, oscura,

un potaje humeante

en el cuenco vacío.

 

 

(Traducción de Jordi Doce)

Escrito en Lecturas Turia por Charles Simic

18 de septiembre de 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A bordo de un rompehielos

de seis mil toneladas y dieciocho mil caballos,

leo tu libro, querido amigo, y leo

que el tiempo se ensombrece

en la obsesión de huir, sobre todo

de ti mismo, acechado

por el hastío, esa partida

de luz morada, casi negra,

que tanto cansa, repetida

y última.

Pero de uno mismo no se huye;

uno se engaña

simplemente,

con el frío de las horas contadas

que nadie recuerda; y negocia 

un viaje hacia la primera aurora

en la lejanía

del horizonte, donde los fantasmas

son sólo el hielo que nos hace

y el aire nuevo limpia el pulmón

que apenas te sostiene.

Este barco nos lleva a los dos

mientras escribo,

con tu furia y mi sosiego,

hasta el lugar de los principios.

 

Escrito en Lecturas Turia por David Mayor

18 de septiembre de 2017

Un escritor, bien. Un contador de historias, también. Con tales definiciones se mostraba Heinrich Böll conforme; pero ocurre que sus contemporáneos se empeñaron en asignarle apelativos que él repetidamente rechazó.

No le hacía ninguna gracia que lo calificasen de escritor cristiano, por más que durante toda su vida profesara la fe con sostenido convencimiento. Mayor irritación le causaba el ser conceptuado de moralista. Fue, sí, un hombre de su tiempo, atento a las cuestiones sociales. Un hombre que a menudo alzó la voz, que participó en movimientos de protesta y expuso sus opiniones políticas en innumerables entrevistas, artículos, conferencias. Un entrevistador le preguntó en cierta ocasión cómo se explicaba que para un gran número de ciudadanos alemanes él representara algo así como la conciencia moral de Alemania. Respondió sin vacilar: “Porque hay muy poca conciencia.” Böll percibía que semejantes adscripciones a lo político y moral simplificaban su obra, si no es que la anulaban, convirtiéndola en un apéndice de sus opiniones.

Fue, a la manera de Antonio Machado, “en el buen sentido de la palabra”, un hombre bueno, propenso a la solidaridad y la compasión. Quienes lo conocieron de cerca destacan su sencillez en el trato, su sentido del humor, su autenticidad. Böll fue un hombre honrado a carta cabal. Un hombre que no establecía diferencias entre lo que pensaba y lo que decía en público, y que auxiliaba con naturalidad a unos y otros, no pocas veces afrontando riesgos. Dividida Europa en dos bloques inconciliables, ayudó a una ciudadana a huir de Checoslovaquia; la invitó a tomar asiento en su automóvil y le prestó el pasaporte de su mujer, sobre el cual pegó una foto de la fugitiva. Sabido es asimismo que Böll pasó a Occidente, al término de una visita a la Unión Soviética, manuscritos de Alexandr Solzhenitsyn a cambio de nada, simplemente porque se lo pidieron; manuscritos de un escritor con el que apenas se podía comunicar (ninguno hablaba la lengua del otro) y del que lo separaban notables diferencias ideológicas. Ninguna de estas circunstancias importó a Böll, para quien la ayuda al necesitado, y en esto se nota su profunda convicción cristiana, estaba por encima de cualesquiera otras consideraciones. Más adelante acogió a Solzhenitsyn en su casa.

Böll gozó en vida de una enorme popularidad. El crítico Marcel Reich-Ranicki cifra el éxito de sus libros en la naturaleza humana de sus protagonistas. Son individuos apenas heroicos, que no fueron nazis ni enemigos del nacionalsocialismo, sino simples soldados a quienes de buenas a primeras les cayó encima el peso de la Historia. En diversos libros de cuentos y novelas, Böll dio relevancia a un tipo de figura humana con la que muchos lectores alemanes pudieron identificarse, suscitando en ellos una intensa sensación de veracidad. He aquí un narrador, pensaron, que no miente, que cuenta las cosas sin glorificarlas ni tergiversarlas; antes bien, como fueron vividas (y padecidas) por un amplio sector de la población.

Heinrich Böll nació en Colonia el día 21 de diciembre de 1917. Corrían por entonces malos tiempos en Alemania, que se encontraba al borde de la derrota en la Primera Guerra Mundial. Se abría para el pueblo alemán una época de privaciones, inflación galopante e inestabilidad política. La familia de Böll afrontará dicho periodo de estrechez con cierta holgura, gracias al taller de ebanistería del cual era propietario el padre de familia. Böll creció en un ambiente de acendrado catolicismo, con un claro componente antiprusiano y antimilitarista que marcará de por vida su personalidad y también su literatura.

El triunfo de Hitler en las urnas, en enero de 1933, pilla a Böll suficientemente vacunado contra cualquier tentación totalitaria. Ni la exhibición de armamento, ni las banderas omnipresentes, ni los uniformes lograron nunca fascinarlo. En casa, al principio, sus familiares se mofan de los nazis. Pronto se percatan de que las burlas y la crítica en voz alta se han vuelto sobremanera peligrosas. No son desconocidos los campos de internamiento donde los nuevos amos del poder recluyen a los disidentes políticos, los homosexuales y los judíos.

A la edad de 15 años, Böll ha visto hordas de matones nazis campando por sus respetos en las calles de su ciudad natal. Se deja imaginar el rechazo que le inspiran, a él que ya es un denodado lector, las quemas públicas de libros. El concordato firmado por la Santa Sede con Hitler en el verano de 1933 supuso un duro golpe para su familia, cuyos miembros estudian la posibilidad de abandonar la iglesia católica. Este paso lo dará cuarenta y dos años después Heinrich Böll, sin renunciar por ello a la fe.

Al joven Böll le habría gustado estudiar. Incluso llegó a matricularse en la Universidad de Colonia con el fin de cursar Germanística y Filología Clásica. Pocas semanas después, la invasión alemana de Polonia determinó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial e inmediatamente Böll fue incorporado a filas, lo que dará al traste con su sueño de hacer una carrera universitaria. Durante más de cinco años, hasta muy poco antes de la capitulación, Heinrich Böll combatirá en diversos frentes antes de ser hecho prisionero. Al respecto dejó escrito: “La guerra me enseñó qué ridícula es la virilidad y qué desamparado está el hombre en la guerra.” Una parte considerable de su literatura, la más testimonial, tendrá en cuenta ambas conclusiones. Podría incluso afirmarse que nacerá de ellas.

La guerra perjudicó seriamente la formación intelectual del escritor. Entre los años 1939 y 1945, aparte de cartas, Böll no escribió nada. Tras el cautiverio de varios meses, regresa a Colonia, destruida en más del 70% de su extensión urbana. Era un superviviente sin estudios, sin profesión, sin bienes de fortuna. Tardó obra de dos años en recobrar la salud. Para entonces ya está decidida su vocación literaria. Sus primeros textos consisten en relatos vinculados temáticamente a las privaciones y la miseria de la recién comenzada posguerra, en una ciudad cubierta de polvo y casas derruidas. Es la llamada “literatura de los escombros” (Trümmerliteratur), de la que Böll será uno de sus más destacados representantes. Escribe historias relacionadas con las triquiñuelas del mercado negro, sobre hurtos para subsistir, sobre el racionamiento y las penalidades de toda índole en una sociedad marcada por la derrota bélica, que se debate entre la desmoralización, el sentimiento de culpa y el deseo de olvidar y salir adelante como sea.

Su estilo literario, sencillo, directo, está inspirado en el de sus modelos, Balzac y Dickens principalmente, así como en el de otras célebres figuras del realismo decimonónico. A este periodo de Böll pertenecen numerosos relatos, la parte de su obra que, a mi juicio, mejor ha resistido el paso del tiempo, y su primera novela, El tren llegó puntual (1949). También en sus siguientes novelas, ¿Dónde estabas, Adam? (1951) y La casa sin amo (1954), Böll escribió sobre la experiencia de la guerra y sobre sus consecuencias y su sinsentido.

El nombre del escritor comenzó a sonar con fuerza en el año 1951, a raíz de su participación en el séptimo encuentro del Grupo 47, durante el cual fue galardonado. El premio le supuso, además de una respetable suma de dinero, un contrato de edición con la que será en adelante su editorial: Kiepenheuer & Witsch. Aunque ya había publicado con anterioridad algunas libros, es ahora cuando arranca con fuerte impulso la carrera literaria de Heinrich Böll, quien atraviesa a lo largo de la década de los cincuenta una fase especialmente productiva.

Sus tres novelas consideradas mayores están por llegar. La primera, en 1959, Billar a las nueve y media, contiene una sucesión de conversaciones y monólogos sobre los conflictos familiares y personales de tres generaciones de arquitectos alemanes. Siguió, cuatro años después, Opiniones de un payaso, cuyo protagonista, Hans Schnier, un payaso de profesión que ha sido abandonado por su mujer, hace un repaso desencantado de su vida, sin ahorrar críticas a la iglesia católica y a la sociedad alemana de su tiempo. Por último, Retrato de grupo con señora (1971) traza un complejo mosaico de las distintas capas sociales que sirven de marco a la vida de la protagonista, Leni, una mujer de clase acomodada que terminará perdiendo sus privilegios a cambio de preservar la libertad. Un año después de la publicación de esta última novela, en 1972, Heinrich Böll obtuvo el Premio Nobel.

Pero no todo fueron éxitos y parabienes en la vida de Heinrich Böll. En 1953 tuvo un primer roce con representantes de la iglesia católica, irritados por la emisión radiofónica de un cuento suyo. Este incidente llevó a Böll a instalarse durante una temporada en Irlanda, experiencia que le inspiró un célebre diario.

Sus críticas contra el partido demócrata-cristiano le acarrearán una creciente hostilidad por parte de los medios de prensa del consorcio Springer, con los periódicos Bild Zeitung y Die Welt a la cabeza. Böll goza de reconocimiento internacional, ha sido elegido presidente del PEN Club; así pues, sus opiniones tienen peso, traspasan la frontera alemana y escuecen. Aprovecha su fama creciente para hacerse oír. Protagoniza actos de protesta contra la guerra de Vietnam y contra la política agresiva del presidente Nixon. Secunda las reivindicaciones estudiantiles, reclama mayores emolumentos para los escritores, apoya abiertamente la candidatura a canciller del socialdemócrata Willy Brandt, en la década de los ochenta se acercará a Los Verdes. Es, en suma, un hombre público que no elude en ocasiones la provocación, como cuando felicitó con un ramo de flores a Beate Klarsfeld, la mujer que había abofeteado durante un congreso del partido CDU al canciller Kiesinger por su pasado nazi.

En diciembre de 1971, Böll se atrae las iras del Bild Zeitung al criticar a dicho periódico, mediante una carta abierta, por atribuir sin pruebas un atraco reciente a miembros de la Fracción del Ejército Rojo. En adelante, Böll será objeto de una campaña despiadada por parte de la prensa de Springer. El acoso al escritor no se limitará a los medios de comunicación. En junio de 1972, tras la detención de Andreas Baader, la policía registra su casa en busca de terroristas. Un diputado de la CDU lo acusa de cómplice de estos en el curso de una intervención parlamentaria. A Böll le llueven epítetos denigrativos de aquí y allá, y reacciona (¿se defiende?) publicando un libro de denuncia de los tejemanejes de la prensa sensacionalista de la época, El honor perdido de Katharina Blum, que lleva el significativo subtítulo de Cómo surge la violencia y adónde conduce.

La novela, de tamaño reducido, obtiene un éxito descomunal en Alemania. La protagonista, Katharina, traba relación amorosa con un desertor. El caso llega a conocimiento de un reportero, que lo aprovecha para difamar sin compasión a la joven mujer, inventándose toda suerte de pormenores y lances. Incapaz de protegerse del poder desmesurado del periódico ni, por tanto, de lavar su honor, la joven mujer opta por matar al periodista.

La crítica literaria alemana constata en Böll, avanzada la década de los setenta, una pérdida de sustancia creativa. Aún escribirá y publicará unos cuantos títulos, si bien menores en el conjunto de su obra. Y no es sólo que su dedicación a los asuntos sociales, con todo lo que ello implica de desplazamientos, intervenciones públicas, presencia en foros diversos y tareas ocasionales de toda índole, menoscaben su capacidad de trabajo, restando al escritor tiempo y energías para la creación literaria. No menos lo aparta del escritorio su delicado estado de salud, en parte ocasionado por su prolongada y excesiva adicción a los cigarrillos. Böll arrastra problemas vasculares debidos al tabaquismo y padece diabetes. La edad y los achaques, distintas operaciones quirúrgicas, la muerte de un hijo en 1982, dejan en él una huella que las fotografía de la época hacen evidente. El 16 de julio de 1985, poco después de haber sido dado de alta en el hospital, Heinrich Böll falleció en su casa. Días antes, el suplemento dominical del periódico El País había publicado la que probablemente fue la última entrevista de su vida. El entierro, multitudinario, se celebró según el rito católico, con nutrida presencia de personalidades políticas.

En el momento de fallecer, Böll tenía acabada una novela, Mujeres a la orilla del río, que se publicó póstumamente. Libro de conversaciones dispersas, sin una trama reconocible, los críticos coincidieron en calificarlo de fallido. Yo tengo la impresión de que hoy día, en Alemania, el legado literario de Heinrich Böll está envuelto en una niebla de olvido. No, desde luego, en una niebla impenetrable que oculte por completo sus obras, al menos las más relevantes, que aún siguen mereciendo un segmento de balda en numerosas librerías. Lo cual no evita que a veces este o el otro título haya que encargarlo.

Como es habitual en el caso de los escritores fallecidos, se han recuperado textos suyos inéditos; en concreto, algunas tentativas literarias de sus comienzos. Existe asimismo un llamado Archivo Heinrich Böll, dedicado a preservar la memoria del escritor, a difundir su obra y facilitar el estudio de la misma. Böll da asimismo nombre a varias escuelas públicas y a un premio literario que organiza anualmente la ciudad de Colonia. El partido político Los Verdes tuvo la deferencia de asignar el nombre del escritor a su fundación.

Con eso y todo, y a pesar de la general simpatía que despierta el novelista, se percibe en la actualidad una falta de presencia de sus obras en el debate general de las ideas y de los nuevos gustos estéticos en Alemania. Es posible y deseable que la celebración en 2015 del trigésimo aniversario de su fallecimiento brinde la oportunidad de reactualizar la figura de un escritor esencial de la posguerra alemana, así como de releer sus libros y darlos a conocer a las jóvenes generaciones, quitándoles la fina capa de polvo que hoy, a mi juicio, los cubre.

 

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aramburu

11 de septiembre de 2017

 

Lo que quedaba era mi casa vacía,

el espacio claro que dejan las cosas

que se tuvieron que ir

de un día para otro en el furgón de la mudanza.

El rastro del detergente y su limpieza meticulosa

adornada con la rabia de los minúsculos desaciertos.

 

La casa que nunca fue mía,

la que no me dio tiempo a colonizar con mi desorden.

Mi identidad de pelusas, mi síndrome de Diógenes

de mujer vieja guardando papeles

de palabras transparentes,

hojas muertas de mi propio otoño.

 

El embalaje de la vida

cuando cruzas el umbral de los cuarenta

y haces cajas con documentos que ya no valen nada,

pero quieres conservarlos

porque el vacío da más vértigo

que esa acumulación, que esa muralla

de bloques de cartón y vida densa,

de muebles desgastados y alfombras enrolladas.

 

El almacén, el guardamuebles, la pequeña cueva

donde el indio Joe se alimentó de murciélagos.

La locura circular de las mudanzas precipitadas,

la huida de las llanuras, la enfermedad de los sin tierra

que envejecemos demasiado lejos

y nos arrepentimos cada día de ser nómadas,

de guardar la vida entera en cuadernos y agendas,

de sentirnos extranjeros en todos los países.

 

Tanta transformación, tanta capacidad para adaptarme,

para mezclarme con el hielo sin derretirlo,

para cambiar la voz y modular los tonos.

Tanta tenacidad, tanto esfuerzo

para ser parecida a la extrañeza.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Merino

11 de septiembre de 2017

 



Skeleton in the cupboard (North America: skeleton in the closet): A discreditable or embarrasing fact that someone wishes to keep secret.

(Un hecho deshonroso o comprometedor que alguien desea mantener en secreto)

Oxford English Dictionary

 

 

 

 

La madre de mi padre –la lejanía me traba el uso de la palabra abuela—se suicidó cuando mi padre no llevaba dos semanas en este mundo. Seguramente una depresión post-parto, aunque el caso dio lugar a que circulara sobre la mujer una historia novelesca: un noviazgo apasionado que se rompió por razones ignoradas y una boda de compromiso con el que fue mi abuelo; tuvo un primer hijo varón –el tío mío del que heredé el nombre de pila y que murió de una tuberculosis contraída durante la guerra civil--; el nacimiento del segundo hijo, mi padre, coincidió con el regreso al pueblo del hombre al que todavía quería, y esa presencia redobló la atroz sensación de estar atrapada en un matrimonio sin amor y con dos criaturas a su cargo. Sólo vio una salida: tirarse al canal. Todo esto ocurría en 1914, en un pueblo de Aragón donde yo nunca vi un canal, pero quizá lo hubiera, no existe otra versión del suicidio. Al parecer mi abuela dejó una carta que estuvo en posesión de otro hijo que mi abuelo engendró en segundas nupcias; a mi madre se la ofreció su cuñada, la mujer de mi tío, pero mi madre no quiso leerla y pidió que nunca le comunicaran su existencia a mi padre, estaba segura de que lo haría sufrir inútilmente, con lo que no sabremos las razones que en ella se esgrimían para justificar una decisión tan truculenta y disponemos de campo libre para la especulación. Es difícil juzgar estas cosas; a veces creo que mi madre se equivocó privándole a su marido de alguna certeza sobre su orfandad precoz que no dejó de atormentarle hasta la muerte; por otro lado, quién sabe si entre los motivos del suicidio se incluían en el mensaje rasgos de la conducta de mi abuelo que a mi padre, que adoraba al suyo, lo habrían perturbado más que la ignorancia. A su manera, mi padre indagó qué podría pasar por la cabeza de una mujer que abandona así a dos niños, uno de ellos recién nacido, y se aferró a la idea de la locura por un doble consuelo. A su yerno siquiatra le interrogó por los trastornos síquicos tras el parto y el yerno lo tranquilizó explicándole los síntomas de la psicosis post-puerperal, posibilidad que, a su vez, mi padre trasladó a su confesor y a varios curas de su confianza porque a la tristeza de no haber sido querido por quien acababa de darle vida, se sumaba la inquietud mayor de que el alma de su madre ardiera en el infierno para la eternidad. De una religiosidad ingenua, que no había superado la piedad y creencias que acompañan la primera comunión, mi padre preguntaba a los expertos en materia de moral y de conciencia si era posible cometer un pecado mortal de necesidad como el suicidio y sin embargo ir al paraíso en caso de que la mente del suicida hubiera estado obnubilada. Esta historia nos llegó indirectamente a través de nuestra madre, incapaz de guardar un secreto y de una indiscreción ejemplar, ya que mi padre jamás mencionó a sus hijos aquel trauma primordial, era pudoroso y además no deseaba que nosotros cargásemos con lo que a él le parecía un estigma y una pesadumbre indelebles: el suicidio de nuestra abuela.

Los esqueletos del lado materno no permanecieron encerrados, como le hubiera gustado a parte de la familia, pues mi madre nos fue revelando su confusa historia apenas intuyó que la entenderíamos. Yo vivía durante el curso con mi abuela y mi tía maternas que propendían al cuchicheo, la ropa tendida y hay que ahorrarles a los niños los cantos del obsceno pájaro de la noche –ellas emplearían otros términos--, sin saber que en verano mi madre aprovechaba un paseo por el monte en busca de moras o la sala de espera de la seguridad social para sacar a la luz algunas tinieblas domésticas. Que mi abuela se hubiera casado con un hombre once años más joven que ella no constituía un secreto, todo lo más una rareza de la que se podría incluso presumir, pero que mi abuelo padecía una sífilis ya avanzada cuando contrajo matrimonio, que la enfermedad lo fue enloqueciendo de forma acelerada y que el trastorno se manifestó públicamente cuando en una función del teatro Principal de Zaragoza se enfrentó por una tontería a un acomodador, y al guardia que intervino para que la bronca no fuera a mayores mi abuelo le sacó un ojo de un bastonazo, eso ya formaría parte  de la crónica oscura que mi abuela y mi tía ocultaban y mi madre relataba no sé si por liberarse por su cuenta de un peso o por lo que en Aragón llamamos desustanciadez. Mi abuelo murió sin cumplir los treinta años tras una estancia en un manicomio de Tarragona, creo --o de una ciudad lejos de la murmuración colectiva, en cualquier caso—; al quejarse el interno de que le daban palizas, fue devuelto por fin a la custodia de su madre (no de su esposa) que me pregunto cómo se las arreglaría con un enfermo terminal y por lo visto con accesos de violencia. Al parecer, no contagió a su mujer de milagro, pese a que la suya no fue una unión blanca: tuvieron tres hijos, la última, mi tía, era un bebé de pocos meses cuando el padre falleció, lo que indica que en el periodo en que las consecuencias de la sífilis ya debían de ser más que notorias, la pareja continuaba teniendo relaciones sexuales --sólo hay que recordar que el abuelo se casó con veintidós años, es decir, en plena efervescencia erótica--. Aprecio un cierto paralelismo entre los esqueletos de los armarios paternos y maternos: en los dos casos los protagonistas desaparecen en fecha muy temprana, cuando no habrían olvidado aún las fantasías de las adolescencias respectivas; también les unen las connotaciones socialmente vergonzosas de sus muertes, una por propia mano, y como desenlace de una enfermedad venérea la otra. Ella estaba sin duda marcada por un temperamento trágico y él por unos orígenes ilegítimos; en efecto, la preñez de su madre se produjo mientras el marido combatía en la guerra de Cuba, lo que, como era de esperar, destrozó el matrimonio, aunque el chico, supongo que para evitar mayor escándalo, recibió el apellido del cornudo. Que todo el entorno conocía la relación de la madre con un hombre casado y de un círculo burgués con prestigio local, lo prueba el esmero con que en casa se evitaba la alusión a la “otra” familia, de manera que cuando yo coincidí en el colegio con un alumno que descendía del verdadero y casquivano bisabuelo y pronuncié su patronímico durante una comida, mi abuela y mi tía cruzaron una mirada de alarma, que yo percibí, y mostraron por él una curiosidad mal disimulada que me costaba comprender: se trataba de un chaval pijo, como tantos de mis compañeros, que destacaba en el fútbol y no en lengua o matemáticas. Más tarde mi madre me reveló el apellido que, de haber sido reconocido el niño por su verdadero progenitor, habría identificado al abuelo sifilítico –y a mí mismo, tras el apellido de mi padre—, y comprendí que entre el muchacho rico, atlético y obtuso y yo existía un parentesco remoto y enrevesado, quién me lo iba a decir. Mi “primo” nunca lo llegó ni a sospechar. Imagino que entre los esqueletos de su armario genealógico, que los habría y abundantes, apenas unos huesecillos testimoniarían la historia de aquel hijo natural que probablemente no sería el único. 

Aunque los esqueletos se arrumban en armarios familiares o personales,  cada país guarda los suyos por mucho que sean históricamente fehacientes. Recuerdo cuánto me sorprendieron las dificultades con las que tropezó una exposición del Smithsonian de Washington sobre los indios aborígenes norteamericanos en la que no se pasaba por alto el genocidio meticuloso del que fueron víctimas. O la ardua reapertura de las cloacas nazis en los juicios de Frankfurt entre 1963 y 1965 contra los funcionarios de Auschwitz. Por no mencionar, sin ir más lejos, los esqueletos, éstos bajo tierra, que conserva el campo español mientras los políticos debaten sobre la oportunidad de airearlos. No quiero creer en las culpas colectivas, bastante hemos padecido en la tradición judeocristiana con las consecuencias del dogma miserable de pecado original que nos privaba de la inocencia desde el momento mismo de nuestra concepción. No: los restos humanos sin identificar bajo las cunetas de carreteras secundarias andaluzas o extremeñas, o los cadáveres maniáticamente clasificados en los campos de concentración de la Gestapo o en el gulag soviético, se ocultan también en las conciencias individuales de sus asesinos y allí han perdido su camuflaje de metáfora; los esqueletos de esos armarios esconden huesos de verdad que alguna vez sostuvieron cuerpos que pisaron esta tierra y mordieron sus frutas y escrutaron los ojos de los verdugos. Pero yo prefiero ahora regresar a los estrictamente metafóricos.

Decía Malraux que el hombre es un mezquino montoncito de secretos. Hay muchos motivos por los que un secreto se ha convertido en secreto y algunos son más razonables de lo que pretende la despectiva definición de Malraux. Pienso en la familia de la escritora mexicana Angelina Muñiz-Hüberman que durante siglos mantuvo un judaísmo clandestino en una España que la habría enviado a la hoguera de haber descubierto la religión que verdaderamente profesaba; la evolución del país les permitió manifestar su identidad sin riesgos inquisitoriales, pero su adscripción republicana les envió al exilio y a otro tipo de peligro una vez que Hitler ocupó Francia e impuso allí las abominables leyes raciales. Angelina sólo conoció sus auténticas raíces cuando sus padres llevaban varios años de seguridad en tierras americanas. La homofobia que ha manchado nuestras sociedades justifica que miles de personas encerraran en armarios profundos –incluso en un respetable guardarropas conyugal—su orientación sexual heterodoxa, hasta el punto de que “salir del armario” traduce actualmente la declaración sin disimulos de la propia homosexualidad, como si el esqueleto que allí se albergaba abarcase la íntegra personalidad del individuo, y en cierto modo así es. Sin duda una mayor prudencia respecto a su “mezquino montoncito” le habría ahorrado a Oscar Wilde el desenlace trágico de su trayectoria de escritor de éxito, aunque ese despiadado arrancarle en juicio público un esqueleto no tan bien escondido nos lo ha aproximado como ser humano y ha hecho de él un símbolo –un mártir-- de las reivindicaciones gay.  En literatura los esqueletos de los autores dejan asomar por los resquicios del mueble de su prosa alguna tibia suelta o un húmero mohoso; la ambigüedad que transpiran obras como Muerte en Venecia o Doctor Faustus, y que multiplica su fascinación, nace de la osamenta que Thomas Mann había clausurado tras siete cerraduras de su llavero de prócer oficial de la cultura europea. En otras ocasiones la obra surge a borbotones si el escritor rompe candados y tabiques que durante décadas han aprisionado un secreto; Henry Roth terminó un bloqueo de sesenta años cuando decidió ventilar un armario que no abría desde su juventud, de forma que el incesto con su hermana protagonizara los cuatro volúmenes de Mercy of a rude stream con los que Roth se despidió de la literatura y de la vida. Angelica Garnett excava en el osario de su infancia, marcada por los disimulos parentales, en su autobiografía Deceived with kindness, que Martínez-Lage tradujo libremente y con acierto como Una mentira piadosa. Angelica era hija de Vanessa Bell –la hermana de Virginia Woolf, aclaro para algún lector despistado--; Vanessa estaba casada con el crítico de arte Clive Bell con el que había tenido dos hijos, Julian y Quentin, pero hacía tiempo que la pareja, que nunca se separó oficialmente, mantenía otras relaciones sentimentales cuando Vanessa volvió a quedarse embarazada, ahora del pintor bisexual Duncan Grant, amante a su vez del escritor David Garnett. Clive aceptó dar su apellido a Angelica, la hija de Vanessa y Duncan, y constituyó una figura intermitente, amable y distante a lo largo de la niñez y adolescencia de la muchacha. Cuando Angelica, cumplidos los veinte años, se enamoró de David, el amante de su padre verdadero, Vanessa le reveló una parte del complejo entramado afectivo de la familia, lo que, coherente con la línea del grupo Bloomsbury, no impidió la boda de  Angelica y David. Una breve adenda: que Angelica debía de ser mujer de curiosas fijaciones lo demuestra el que, tras la ruptura con su marido, estableciese una relación amorosa, si bien poco duradera, con George Bergen, otro amante de su padre; no hay que sorprenderse de que Henrietta, la segunda hija de Angelica, le pusiera a su  opera prima el título de Family Skeletons.

He comenzado estas páginas sacando precisamente del armario esqueletos familiares que nunca me han obsesionado, y tal vez sea ésa la razón de que los haya venteado sin mayores escrúpulos. Es cierto que mis padres y todos los miembros de su generación a los que pudiera afectar mi texto han muerto. Creo que la garrulería materna rebajó los tintes melodramáticos que impregnan esta clase de oscuras historias y yo me he enfrentado a ellas sin mucho morbo y no excesiva curiosidad. ¿O mi rechazo al folletín se vincula con cierta clase de represión y de ahí las digresiones histórico-literarias que han ocupado los párrafos anteriores? No lo sé. Mi aversión al sicoanálisis, aparte de considerarlo una herencia fenicia del confesonario católico, procede de mi sospecha de que, en su rastreo de muy sepultados esqueletos en el inconsciente personal, acaba por inventarse otros que nunca estuvieron allí y en definitiva no explora las vivencias reales del individuo sino la fabulación que el proceso fuerza a inventar, y no digo que eso esté privado de interés pero para novelistas ya bastan con los que escribimos libros. A veces creo que los esqueletos más irrecuperables de cada uno carecen del brillo siniestro de los dramones y se asocian más a pequeñas vilezas cometidas contra personas amadas, las deslealtades que el tiempo ha ido sembrando, todo aquello que fuimos, profesamos y juramos y a lo que aplicamos los mejores esfuerzos de nuestra voluntad para que siga en un misericordioso olvido.

Mi padre llamaba madre a la segunda mujer de su padre. A nosotros nos confesó que su madre había muerto cuando él era muy pequeño pero que debíamos querer a su madrastra –qué palabra de cuento infantil—como si fuera nuestra abuela, algo en lo que era imposible obedecerle. Ya he dicho al principio que gracias a nuestra madre sabíamos lo poco que se podía saber sobre la abuela auténtica y callábamos para no perturbarlo. ¿Le habría aliviado contarnos él mismo la verdad? Supongo que no, guardaba su esqueleto en el armario de su intimidad por no causarnos trastorno pero también por un respeto, un amor que no había encontrado su cauce legítimo hacia la madre que se suicidó. Cuando ya era muy viejo, se consolaba de la proximidad de la muerte, que no deseaba, pensando que por fin en la otra vida iba a conocer a su madre. Esa fe abrumadora y candorosa me conmueve todavía. Yo, que no creo en la vida perdurable ni en la resurrección de la carne, y la insistencia en semejante inverosimilitud me irrita más que otra cosa, sólo he deseado que al menos como un espejismo póstumo la mente de mi padre condensara en sus últimos segundos ciertas imágenes fantásticas en las que, en un valle que se parecería a un huerto de verano de su pueblo, él se encontrara con la mujer que lo llamaría hijo, lo abrazaría y lo acogería en su seno para siempre.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

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