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Configurar sentido descendente

23 de octubre de 2025

Los libros del gato negro nos acercan una lectura muy particular, una novela que -más que un ejercicio de autoficción- nos traslada la narración novelada de un tramo de la vida que arranca en la adolescencia y que concluye en la cuarentena del protagonista, cuando el hijo es padre y quien fue padre protector se ha convertido en una figura vulnerable a la que se debe dar cobijo. Se trata de Interino, de Octavio Gómez Milián, quien limpia el relato y lo lanza en un párrafo infinito, que me ha hecho recordar -obviamente salvado las distancias- a aquel Las bodas en casa de Bohumil Hrabal, si bien el novelista checo mostraba tres estilos distintos en cada una de sus tres partes. Pero, volviendo a Interino, esta propuesta narrativa propone una revisión de un tiempo, de una generación que ha vivido la digitalización de todas las cosas, desde la perspectiva de la transitoriedad, de una fugacidad en la que todos somos parte de una suerte de permanente interinidad, en la que unos reemplazamos a otros -como el hijo es ahora el padre- y que, obviamente, todos también seremos sustituidos en los papeles que desempeñamos, así como reemplazados en los espacios físicos en los que nos desenvolvemos, pues -en el fondo, nos propone- estamos guardándole el sitio a otra persona mientras vivimos esa suplencia en una historia en la que la muerte, tantas veces, parece querer reclamar el papel principal. 

En el relato, la familia es el vértice sobre el que rota y se organizan los afectos y la línea de avance de los estadios y de las cadenas de temporalidad en el hogar. Pero también son centrales el coleccionismo, tal vez como identidad o como forma de retener simbólicamente una parte significativa de la experiencia vital, cultural, social, histórica…, como forma de eludir a la muerte a través de un fetiche, de un objeto imperecedero -más aún cuando permanece protegido e intacto dentro de su caja original-. Hay en esa visión de las vidas extendidas, comparadas, superpuestas, paralelas del padre y del hijo, del abuelo y del nieto, una manera de alcanzar el entendimiento, de empatizar con sus pasiones y sus errores, con su determinación ante los momentos críticos de un camino en el que se aprende la ruta cruce a cruce o con sus actitudes ante los hechos desencadenados tras cada nuevo giro. 

En sus páginas sentimos cómo ha volado la pluma sobre el papel en blanco y, en pos de ella, corre nuestra lectura “sucumbiendo al registro orgánico del recuerdo” de un tiempo cuya llama se ha extinguido y en el que las cosas parecen haber quedado impregnadas del alma que motivó las acciones. El relato fluye -en mi opinión- más engrasado que nunca, es -por momentos- divertido, en otros es dramático, doloroso y, aunque por sus referentes (la serie V o El Equipo A, por ponerles algún ejemplo), por los iconos estelares y por los momentos en los que transcurre es evidentemente generacional. No obstante, también puede sentirse muy abierto a cualquier lector, pues se muestra universal en los afectos y en las heridas del alma que en el libro se nos muestran. Y, es que, en sus páginas se da una abierta exposición en la que el autor nos abre su casa, pero también deja entrar la luz hasta los dolores más arraigados: los complejos de la última infancia y primera adolescencia, el miedo, el acoso escolar descarnado al caer etiquetado como el “gordo-fofo-empollón-cuatro ojos” de la clase. 

Igual que el papel en blanco se vuelve viejo con la primera letra que escribimos, así ocurre con la vida, con la interinidad de la vida, con la repetición de cada paso sistemático e inconsciente, haciendo suyo el autor el célebre verso de Gil de Biedma en el que, asaetado por la percepción de la verdad, constataba que “nunca volveré a ser joven”, pero -como nos indica Gómez Milián- “las palabras, no lo sabía entonces, son picudas y laberínticas, no siempre se dejan domar” y por ello, deberán ser ustedes quienes -de forma interina- vivan su sentido durante la efímera lectura.  

 

Octavio Gómez Milián, Interino, Zaragoza, Los libros del gato negro, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

23 de octubre de 2025

Ramiro Gairín (Zaragoza, 1980), poeta de la familia y la naturaleza, de la clorofila y el paisaje nos ofrece una nueva entrega de su prolija y consolidada obra poética con La vibración del mundo (RIL Editores, 2025). Hace unos meses llegaba a nuestras manos, Carreteras que brillan en el bosque, Premio Ciudad de Salamanca 2024, un recorrido sentimental por sus últimos años fuera de su Zaragoza natal y que completaba una obra que incluía libros como Lar (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2016), Llegar aquí (Versátiles, Huelva, 2020) o Tiempo de frutos (Piezas Azules, Madrid, 2022). 

Alejado del asfalto, en su madurez literaria, sin afanarse en el presentismo mediático, Gairín sigue en su camino lírico, esta vez con este delicado volumen que se adentra en la relación paterno-filial, en la contemplación del hijo y todos los aspavientos inesperados que suponen sus primeros años de vida. 

Versos nutricios, de paternidad y “Sala de espera” (título de la primera parte). Donde antes había tabaco, ahora hay corazones que compiten contra el miedo con amor. El mundo, “fuego lento y silencio”, ahora “Esto es lo que pudimos oponer: / un nuevo ejército de vivos”. Después del instante, el comienzo, “Sobre los pinos tiende el cielo / esas nubes, soltadas en verano” y es que el poeta se entrega, ahora en proyecto de compañía, a un paisaje que será eterno en sus palabras, casi desaparecido por el alquitrán. Y el padre, el hombre, el escritor, conserva para su vástago. Hay, como todo autor del interior, una obsesión por el infinito de sal y agua: “El mar que siempre te fascinará / porque, como nosotros, / vas a venir al mundo tierra adentro”. 

El científico emerge, hace de la vigilancia de las pantallas, de las luces que parpadean, de la angustia de los números, alimento para el verso: “Ser padres es aprenderse también / la escala del terror”, en el ánimo se busca mantener la inmortalidad del recuerdo, que conserva la juventud, el instante previo, el instante posterior, la naturaleza del padre y el hijo. Orión y el valle de Bujaruelo, cuando la distancia no es una medida euclídea, una reflexión de ficción digital, sobre el tiempo se contempla el espacio: “Hoy sé que la alegría es un oficio / y que lo aprenderás con nuestro ejemplo”. 

Se mantiene la primitiva protección, el muro del amor filial, en tiempos acelerados, en la génesis de la Inteligencia Artificial: “Recuerda que tu madre siempre tiene magia en las manos” o “También a él le queda / muy grande todavía la receta”. En los poemas que componen “Familia” se suceden palabras como mamá, Aleph, vómito, fiebre, vacunas y desorden. Es el momento en el que la noche hace de la temperatura algo terrible: “Si declaro a la noche que prepare / detallada por horas la factura”. El mismo terror primigenio de los padres, que en la oscuridad se ven devorados por el miedo para despertar, en la frescura de la mañana, con la esperanza primordial. Es un ritmo eterno que Ramiro Gairín recoge con paciencia, reconstruye la eternidad con sus palabras: lluvia, concesionarios, otoño, recoger los juguetes, la cena, hay que acostarse pronto. Es un blues de tortillas y sopa que se enfrían, el domingo como divinidad menor de la despedida, como el último resquicio de la festividad, ahora, otra vez, envejecido: “Con el sol despidiéndose y el frío, / como un gato al que nadie hace caso / dándonos topetazos”. 

Volvemos a los números, nunca le dimos a los percentiles de la facultad, a la estadística, cuando en la facultad se hablaba de seguridad, de intervalos de confianza, de test de hipótesis, cuando no es producto ni porcentaje, cuando es un cuerpo débil, mínimo: “Las tablas amenazan, / va detrás de la media” u “Ojalá alcances la media suficiente” y esa campana, Gauss y su variable normalizada, “Ojalá los primeros sedimentos / estratos que a tus padres corresponden / aguanten tanto mundo”. Llegamos a “El río del futuro”, penúltima parte del libro. Sumergidos en el acierto del poeta, que impone a los dioses la mecánica de su hijo: el mundo vibra en la misma frecuencia que el corazón del niño. Escribe: “Que para ser gigante / hay que vivir oculto / en medio de otros árboles”. Y entonces, llega: “Hoy ha venido el mundo a reponerse / con nosotros al parque. / Hoy se ha tomado el día libre”. En “El mundo terminado”, fragmento final del volumen, se supera lo sensible para alcanzar lo moral, aunque sea en el primer apetito del día: “No quiero que conozcas / las metáforas bélicas: / combatir el invierno / batallar contra el cáncer”. Escuchar crecer a un hijo, mientras escribe, en el miedo eterno del padre, incapaz de tapar, de cubrir, todas la fugas posibles en el navío de la existencia. Un final del camino, que engancha, vasos comunicantes, la primera infancia, el aviso de la eternidad, la contradicción que supone que el nacimiento del hijo es el primer ladrillo de la vejez. Es en esa contradicción perenne donde, todos, poetas o no, existimos. Pero con sus versos, Ramiro Gairín, construye un señuelo de belleza, una plataforma de esperanza.

 

Ramiro Gairín, La vibración del mundo, Providencia, Región Metropolitana, Chile RIL Editores, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

23 de octubre de 2025

Marta Sanz (Madrid, 1967) es una escritora polivalente. Novelista canónica con Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013), ensayista con obras como Monstruas y centauras (Anagrama, 2018), escribe poesía con la intensidad del que utiliza los versos como escape, incluyendo el Premio de la Crítica de Madrid al mejor poemario de 2014 con Vintage (Bartleby, 2013). Con Amarilla (La Bella Varsovia) nos ofrece un volumen de palabras repletas de dolor, en la búsqueda de la anestesia de los días y la cotidianidad mínima. Cuerpo propio, padre en los pasillos, lugares de sufrimiento revisados que sofocan la cercanía. La autora, en la fusión de la tierra y la ceniza busca el sustento: “En la jugosidad del pétalo / está la hez”. Los colores se mezclan con quemadura, cuerpo y dedos, en la lírica de un encuentro terrible: “El tumor / es un miedo / que, por fin / se hizo mañana”.  ¿Es la denuncia de Gaza una consolación de la muerte? “Si toda esa desgracia minimiza la tuya”. El cuerpo como refugio, como enemigo ciego de algo estúpido. Viajar y mover, desplazar carne y vísceras en busca de la salud, como una especie de salmo. “En la plaza central de New Haven / vimos brillar / un árbol amarillo”. El poema se embadurna de maquillaje para reconstruir otros rasgos, su cara, la de la poeta, que es máscara que hace otro cuerpo. Poemas con mayúsculas, poemas de las mayúsculas, que son cualitativamente distintos en su intención de capturar la vida y el tiempo, la dualidad de pasado y presente: “Cuando no cabes, cuando parece que insultas al tiempo” o “Como protegerte del frío / que llevas sembrado en el hueso / ni del calor / Que siempre asusta / Y se bebe toda el agua / (no sabes)”. 

La autora detecta el poder del frío interior, terrible, inabarcable, más del que existe fuera: “No me dejéis morir / con la sonrisa alucinante / que adorna el rostro mineral/de la congelación”.  En comparación, la búsqueda del calor, que se identifica con la paz, el final del tiempo, la vejez: “Aclimatarse / muy gustosamente / a la pérdida progresiva de los cinco sentidos”. Usar el poema como tramadol o algo más fuerte: “Es mentira que olvidemos / solo las palabras que no merecen la pena”. Flores que van del rojo al amarillo, flores verdes, patatas, medusas, el pelo que hace de la vida piedra. El amarillo contra el calor, el amarillo demasiado cerca del frío de vivir/no vivir. Luz en escena, que, al estallar, abandona el disfraz de nova para ser un hilo, solo un hilo. La vida desaparece, se evapora: “Para sobrevivir es necesario perder el oído”. Y volver, buscar el camino, una vela, cera que, derretida, guía los sentidos hacia la soledad, un estadio de dolor más avanzado: “Que la melancolía es un golpe amarillo”. Ese color, que lo domina todo, el de la bolsa, el de la bilis, amarillo cadmio, los metales pesados que exigen un lixiviado para poder escapar del cuerpo. Sustancia, cuando es el poema, cuando encontrar, cuando no te das cuenta. “Un compuesto para aniquilar la araña / de debajo de la piel / ¿Cómo es posible? Que no lo descubriéramos antes”. En esa búsqueda la enfermedad viene con el presentimiento, la sustancia extraña en un cuerpo que se desentiende: “Se desencadenan malévolos / procesos químicos / se sueltan puntos”. Tristeza y cuerpo, el cuerpo es un extraño. “Si no que esta tristeza bola de cristal, la mía”, el mal atrapado en una célula ¿Qué hacer? El miedo, usar las palabras que lo reconozcan y limpien, y si esas mismas palabras terminan por aumentar el dolor. Umbría, que se repite a lo largo de todo el poemario, como un estadio vital, una vida desconocida. La poesía de los hospitales, tan habitual, tan generacional, madres que se convierten en hijas, hijas que temen dejar solas a sus vástagos, luz de los pasillos blancos que atrapan la enfermedad, que marean a la muerte, el triángulo enfermeras-enfermo-compañía. Cuando la persona muere el dolor no termina, solo cambia: “También yo soy una hija con su padre / y escucho...” y sigo “el obsceno gemido de mi padre / el que nunca se habría debido emitir”. 

Así, en la miseria/belleza de la muerte/familia, llega: “Los ángeles del infierno también corren con sus madres a urgencias”. La narrativa del color, la enfermedad, la habitación y el pasillo: “Miran el móvil ocultas detrás de un tabique / se ponen auriculares / apagan la luz”. Luz, jardín, flores. “Las palabras no abolen la muerte, / pero sí su constancia de gota eterna, /su miedo/su neurosis”. Escribo, yo mismo, en la página del poema, en el libro de Marta Sanz, utilizando los bordes prestados, invalido el libro para otros lectores, o lo convierto, quizá, en un guía, que solo me vale a mí o a otros escritores/poetas/lectores que hablan y escriben, que viven la enfermedad de sus padres, la suya propia, la de sus hijos, y después de la vergüenza encuentran una especie de morfina, de alivio en la palabra sobre el papel, recogiendo el exabrupto del dolor, de la pestilencia de la edad.  “De qué luz hablamos / cuando se escapa la luz / se gana, / hay que pagar el precio del hígado infantil”. Luz azul de los quirófanos que emprende una lucha total contra la célula. La luz del hospital, siempre presente, nunca se desconecta: “Luz de la intemperie y la luz / del cuarto oscuro”. Cuerpo belleza, cuerpo perdido, cuerpo posesión, cuerpo joven, cuerpo extraño: “Moscas necrófagas liban mi jugo / anticipadamente”. Oxígeno, azul, pulmón, cuerpo, tristeza: “Se volverá / contra nuestra alegría / a cualquier precio”. La poeta cuenta, coloca las palabras para asumir lo obvio del sufrimiento, mezcla el yo con el nosotros, deja implícito el vosotros: “Soy una mujer materialista / que celebra las reacciones exotérmicas”. Células sensibles, piel polilla, amapola. Crónica de flores, animal, vegetal, niña, poeta, trasuntos o proyecciones que sirven para explicarse: “Todos los poemas me salen amarillos”. Como una manera innecesaria de pedir perdón. 

 

Marta Sanz, Amarilla, Barcelona, La Bella Varsovia, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

16 de octubre de 2025

Un autora como Cristina Fernández Cubas (Barcelona, 1945), Premio Nacional de las Letras Españolas 2023 y autora, entre otros, del monumental y canónico libro de relatos Mi hermana Elba o de la novela El año de Gracia, unida a una obra como Cosas que ya no existen, magnífico libro de memorias narradas, es una autora imprescindible, siempre nutritiva y de una trayectoria intachable en las letras españolas recientes. Los cuentos contenidos en La habitación de Nona, última narrativa inédita, se publicaron hace una década, así que Lo que no se ve podemos afirmar que era un acontecimiento esperado y que, sin alcanzar cotas sobresalientes pretéritas, deja con un excelente sabor en boca en varios momentos. 

El primer cuento, “Tú Joan, yo Bette” funciona, evidentemente, a través del guiño narrativo y filial que supone su paralelismo con la película (y la relación entre actrices) ¿Qué fue de Baby Jane? La relación entre Bette Davis y Joan Crawford ha hecho correr ríos de tinta, incluyendo obras de teatro, series de televisión y varios estudios. Es una de las burbujas de metanarrativa más importantes de la cultura occidental y Cristina Fernández Cubas incide en ella, dándole un toque personal, más cercano a la devoción por el clasicismo de Hollywood cercano al Manuel Puig de The Buenos Aires affair, con toques incluso fantásticos. Las hermanas, en esta iteración, bien en España, es la autora quien interactúa con ellas desde su posición omnipotente, situando la inevitable mansión perdida en algún lugar de nuestra geografía, un limbo sin distancias que incluye una playa final y un triste y olvidado final. Vamos de la pantalla del cine al VHS, al vídeo, repitiendo los diálogos del largometraje hasta interiorizarlos. Lugares y tiempos que cambian y desaparecen, incluso, en algún momento, definiendo a los personajes como algo inmortal frente a la naturaleza caduca de las actrices, sometidas a la cláusula del tiempo. No es el actor, el actor lleva años, décadas, muerto, es el personaje, los personajes de la pantalla, los de las páginas, los que hacen gala de la inmortalidad. 

Los siguientes tres cuentos se manejan dentro de una coherencia interna que se descubre tras la lectura en perspectiva: “De qué se habla en las fiestas” es el tiempo de la adolescencia, un instante atrapado en el ámbar iniciático de las relaciones. La autora parece buscar cerrar el grifo que gotea en una parte de su vida a través de recorrer pasillos de su memoria, en la búsqueda del instante, la bifurcación entre la amistad y las relaciones sociales. Un liviano descubrimiento sexual que se injerta entre la monotonía de las clases segregadas, clasismo, apellidos que no se olvidan, compromisos que se desmoronan.

 

Una inocencia que se eleva para caer, casi a plomo en “Monomio”, el segundo relato de esta trilogía interior. La niña-adolescente es una adolescente mujer, pero es una pubertad de cuerpo pleno, de padres ausentes, en el desafío a la oficialidad de los adultos, nos encontramos en una cronología de tropelía yeyé, cinco personajes, como un EP de la época, con sus canciones de Los Brincos o Los Sirex. Es mi relato favorito, un cuento de terror, ¿Un cuento de terror, seguro? Quizá la maldad sin cuerpo sea una metáfora en la que la madurez, la responsabilidad adquirida arrasa con todo como una encarnación del monstruo. En una tierra fértil en coincidencias, la primera muerte, alcalina, se hace por primera vez presente. Destino final en el tardofranquismo, este relato podría haber aparecido en una de esas compilaciones tan de moda de miedo inacabado, junto con renovadoras de las letras como Mariana Enríquez o Samanta Schweblin. 

El último vértice del triángulo es “La hermana china”, de finales de los setenta a dos décadas más tarde. Más inocente, la protagonista podría ser hija de alguna de las participantes en los cuentos anteriores. Muchos de los que conocimos el fenómeno lo recordamos: buena situación económica, problemas para concebir, las mujeres encendidas de hormonas que, tras múltiples intentos, acaban adoptando y, después, esa biología forzada acaba juntando dos hijas… pero esa misma condición, esa misma cercanía, provocaba el conflicto. La compleja relación entre la carne y el documento, entre la frustración por lo híbrido frente a la desazón del lugar secundario. Violeta y Adelfa funcionan como muescas de un tiempo en el que la construcción familiar se mezclaba con la primera inmigración, en una mezcolanza de sentimientos, orígenes y pasiones vicarias. 

Este libro no se podría entender sin “Il buco”, por su longitud, por el cambio en la voz protagonista (es un hombre), por el desplazamiento geográfico y por colocar en la relación de pareja el eje de la narración. Italia, el vino, los hoteles, la moda, los matrimonios con alfileres. Un cierto síndrome de Stendhal catedralicio que cristaliza en la idea de oquedad, éxtasis y barniz. ¿Qué separa, en una catedral, lo divino de lo humano? La pintura del incienso. El mundo unido por líneas misteriosas y ocultas que ofrecen una escapatoria, una guía entre el libro y la devoción, la realidad y el recuerdo. ¿Es un cuento sobre un final o sobre un comienzo? Más bien es un relato que habla de las encrucijadas, de escapar de la monotonía, de lo sagrado. 

Y el último cuento, otro de los que, escapando a lo más cotidiano, se encumbra en lo fantástico, es “Candela viva”. Un juego cómplice entre autor y lector, que observan, demiurgos, cómo se narra una vida o, más bien, su final, a través de un limbo donde se incide en el extrañismo, utilizando una tienda, la que da título al relato, que recuerda, como la misma autora deja caer, a las misteriosas apariciones de series como “La dimensión desconocida” o “Alfred Hitchcock presenta”. Sí, la dimensión desconocida, Cristina Fernández Cubas como Raúl Quinto, Rodrigo Fresán o la anteriormente citada Mariana Enríquez disfrutaba de capítulos que, como en este cuento, la normalidad se rasga súbitamente. Cito: «La vida va demasiado deprisa», aunque sea el final. Sonrío por un instante porque la escritora utiliza brevemente La tienda de Stephen King como ejemplo, pero confunde al autor de Carrie con el director de Los pájaros. Pero, por otro lado, es un guiño pop que hace todavía más delicioso a este volumen. El fresco del botijo, sí. La protagonista ya no podía engañarse, veinte años o veinte minutos, el accidente había resultado mortal, de eso no tenía ninguna duda. Recuerdo y cito: «Una sombra acogida a la inercia de la vida». Un libro, este regreso de una autora imprescindible, que se disfruta, que te deja satisfecho, que te hace recordar el porqué del amor por la lectura.

 

Cristina Fernández Cubas, Lo que no se ve, Barcelona, Tusquets Editores,2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Flow, segundo libro de Lola Vivas (Madrid, 1969), editado por Tres Hermanas, resulta una suerte de travesía en cuya narración se concita la reflexión, lo lírico, lo pesadillesco. Queda difusa la frontera entre lo alucinado y la vigilia, y su lectura pareciera el sueño de un nido donde los árboles rechazan la muerte. Está presente el fuego, pero sin que estemos en un territorio anímico excitado por él. Tampoco por el miedo. Más bien por el deseo de conocer (se). Y en ese espacio de indeterminación, de fragmentación narrativa, brota la fragilidad de la belleza, erigiéndose por entre todo aquello que no miente.

 

“Entiendo el amor como el sentido último de la vida”

 

- Los paréntesis, que encierran los títulos de los distintos capítulos, ¿qué confinan exactamente?

- En general, el título de cualquier texto enmarca de alguna forma el sentido, como alzar un poco la voz sobre el tema que aborda de forma metafórica. El uso de paréntesis y minúsculas —excepto en los nombres propios— en los títulos es una forma de hacer esto mismo, pero en vez de alzando la voz, a modo de susurro, de sugerencia, un título quizá algo más humilde.

 

- Le devuelvo en forma de pregunta una de las afirmaciones que se encuentran en la narración: ¿Siempre pierde el que ama? Y de ser así, ¿por qué?

- Entiendo el amor como el sentido último de la vida. Amar nos acerca a lo divino, nos hace inmortales, confiere a la vida el sentido más auténtico (y necesario). Dejar de hacerlo, independientemente de los motivos que nos lleven a ello, nos devuelve a la finitud, nos arroja a la muerte. Por eso siempre pierde el que ama, porque es el que se expone a perder eso, el que asume el riesgo y se lanza al vacío. La parte más luminosa de todo ello es que esa pérdida no es para siempre, aunque en un principio pueda parecerlo, la capacidad de amar no se pierde.

 

“No identifico la fiereza como fortaleza, sino más bien como agresión”

 

- Los Tres Perros idénticos, así como Bâtard, ¿representan la fiereza de lo masculino? En este orden de cosas, ¿Que la Gata llameante siempre quede próxima a la llama, en uno u otro sentido, nos habla de que lo felino, en general y como metáfora, es mucho más frágil de lo que aparece?

- No identifico la fiereza como fortaleza, sino más bien como agresión, tanto si se muestra como defensa o como ataque. Así que sería lo contrario: la llama, una vez prendida es difícil de apagar, cambia de forma, se eleva hacia lo alto o se hace más pequeña, es sensual, adaptable y siempre se abre camino. Además, nunca pierde la luz. En ese sentido, no la veo frágil, al revés, mucho más cercana a la fortaleza.

 

- Suponiendo que la Niña sea la Mujer misma (uno de sus otros yoes), ¿de qué depende que esa niña que todos cobijamos en nuestro interior tome el timón, como en la escena de los muñecos?

- Creo que la Niña representa esa parte de la Mujer que se deja llevar más por el impulso, esa inconsciencia ante el peligro que hay en la infancia que nos conecta de inmediato con lo que realmente queremos hacer sin juicio de valor alguno. Diría que toma el timón en situaciones límite —cuando la cabeza se ofusca y el pensamiento estorba— que requieren determinación y una valentía visceral.

 

“La palabra únicamente cura cuando está libre de fingimiento, es coherente y honesta”

 

- La palabra, la conversación, ¿todo lo cura?

- La palabra es un concepto, pero también una herramienta que cada cual utiliza a su manera. Como tal, una misma conversación, el lenguaje, no es igual para todo el mundo —incluso hablando del mismo tema o utilizando las mismas palabras—, y difiere mucho de unas personas a otras. La intención es un factor importante. Así que entiendo que la palabra únicamente cura cuando la intención sobre la que se asienta tiene una base de sinceridad, está libre de fingimiento, es coherente y honesta. De otra forma estaríamos hablando de una pantomima que posiblemente no cure nada.

 

- ¿Cómo se intuye o se sabe que una relación se ha quebrado de manera irreversible?

- Creo que cuando una relación se quiebra, primero se intuye durante un tiempo, porque el saberlo de golpe sería difícil de asumir. También creo que una vez se sabe, es decir, una vez se asume, es porque ha llegado ese punto en que ya es irreversible. El cómo saberlo es quizá la parte más compleja de explicar, porque uno solo sabe algo cuando toma conciencia de ello; el por qué lo hace difiere mucho de las personas y supongo que tiene que ver con los propios límites.

 

- ¿Siempre es mejor ser consciente de la situación (comer de la manzana) que mirar para otro lado o tratar de posponer el enfrentarnos a ella?

- No tengo ninguna duda de ello. Lo que ocurre es que no es tan sencillo hacerlo, requiere de mucho coraje.

 

- En la misma línea semántica: “Si el poder es cuestión de ocultar parte del deseo”, ¿la mansedumbre lo hace por completo transparente? ¿Hasta qué punto es posible ocultar el deseo? ¿No ocurre tantas veces que es el propio deseo el que se nos oculta?

- El deseo, cuando no es impulso o arrebato sino consciencia de lo que se quiere, de lo que se desea y anhela, no se nos oculta. La cuestión es asumirlo y querer verlo en toda su claridad. El poder está en qué hacer con eso, la forma en que cada cual decide actuar ante el otro y jugar sus cartas. Por tanto, la mansedumbre no dejaría de ser una forma más de ejercer ese mismo poder.

 

- ¿Qué disposición de ánimo se requiere para “esperar el acontecimiento, como los pájaros al hacer nido”

- Diría que, para empezar, requiere del instinto animal de supervivencia y el deseo de permanencia en la vida, lo que conlleva la preparación del lugar y el cuidado previo necesario. También de algo esencialmente humano como es la fe en el futuro suceso. Una fe activa y amorosa que prevé la dicha y se instala a la espera en el lugar del advenimiento.

 

- ¿Qué es capaz de desleír el “color de las cosas que están por hacer”?

- Cuando las cosas están por hacer, es decir, en un estado transitorio de madurez, no tienen un color definido en nuestra conciencia, se mezclan unas con las otras, emborronan los propósitos y las causas. Cuando finalmente maduran, pasan de ese estado pastoso y cogen entonces el color que las define. Entiendo que la luz, la claridad, son factores determinantes.

 

“La seducción, como toda belleza, contiene vida y muerte al mismo tiempo”

 

- ¿Por qué y de qué modo “seducir es un tipo de supervivencia”?

- La seducción nos convierte en sujeto y objeto al mismo tiempo. Sujeto activo que desea seducir al otro y objeto pasivo que desea a su vez someterse al otro. Es un juego bellísimo que se establece exclusivamente con el otro y, como toda belleza, contiene vida y muerte al mismo tiempo.

 

- ¿Conviene “asumir que la belleza no reposa”?

- Conviene, sí. Nosotros reposaremos, la belleza no lo hará nunca.

 

- ¿Qué podría delimitar los límites “de la cuestión” en el territorio de la escritura?

- Si pudiéramos equiparar el territorio de la escritura a un tablero de ajedrez, con su comienzo aparentemente dubitativo, las fichas que avanzan o retroceden, que se comen unas a las otras, que no se muestran del todo o que fingen, “la cuestión” sería ese damero en el que uno se juega la vida. La escritura, como la tabla de juego o la hoja en blanco o la sábana blanca de la cama del relato que mencionas, es el lugar de la estrategia —sea esta más intuitiva o más consciente, ya se trate de una escritura de brújula o de ruta—, que delimita esa historia. No hay que obviar tampoco a aquellos que mueven las fichas, que deciden entrar o salir del juego ya se trate de quien escribe o quien lee la historia.

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

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