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Configurar sentido descendente

Era verano.

Tu figura tras la reja era lo único cierto

que conseguí rescatar

una vez atravesado el puerto.

Las manos, tus manos, aferradas al hierro.

Los ojos punzantes

horadando rumbos invisibles en la oscuridad.

 ...Y los siento al dormir,

y cuando paseo por calles desiertas

y hay farolas reflejadas en el agua de los charcos,

y me parece que el tiempo, y la vida,

solo han sido desde siempre una ficción.

 

II

 

Y así, pulverizadas nuestras horas

junto al río.

Las circunferencias en el agua.

Hipnóticas. Delirantes.

Dejando su rastro invisible sobre la autopista

y el olvido, la fugacidad de un reflejo.

Convergiéndose, agitándose,

expandiéndose en la memoria

los espejos.

Las mil caras de las horas incontables

que anduve frente a ellos,

buscando mi rostro,

o el tuyo.

O el tuyo en el mío.

O el mío en el tuyo.

Como si mirarse allí cada verano,

fuera un punto de partida

o de inflexión

o un suicidio.

El veredicto final.

El instante irrenunciable

en el que sentirse uno o ninguno,

o saberse otro.

 

III

 

Era verano.

Y yo, perdida en el humo gris

del cigarrillo. Alargándome

hasta ese otro humo gris

desmadejado del mundo,

hablaba sola desde la ventana.

Y mis palabras caían

como hebras de lluvia.

Perpendiculares.

En el aire.

Tú. Yo. Nosotros. El tiempo.        

Tú me mirabas.

Y me mirabas sin verme.

Pero yo aún seguía ahí.

Justo detrás de todas aquellas ideas

desde las que tú

me mirabas.

El silencio. El verano. El mundo.

El silencio de los lugares tranquilos.

Los cementerios.

Escrito en Sólo Digital Turia por Maribel Hernández del Rincón

29 de noviembre de 2024

Se cuenta que había en el corazón de Celtiberia un pueblo que blasfemaba hasta para darte los buenos días, no siendo eso óbice para que se proclamaran catolicosapostolicosromanos por los cuatro costados. A pesar de que el refranero (“En casa del que jura no faltará desventura”) y las autoridades les habían garantizado el apocalipsis, en aquella localidad no habían ocurrido ni más ni menos desgracias que en las del contorno. Eran muy originales en sus sacrilegios verbales, cobrando fama algunos tan singulares como “me cago en Dios, la Virgen y todos los santos y que me perdone el malnacido de san Pedro si me dejo alguno”, “me cago en la cortinilla del sagrario” (el preferido del erudito local) o “¡Viva San Blas!, que es la madre de Dios”, siendo esta la blasfemia que más sacaba de quicio al viejo cura párroco tan devoto de la Santísima Virgen.

En aquel pueblo “juraban” -que es como allí llamaban a “esa tradición tan nuestra”- hombres, mujeres, niños, ancianos y -decían- hasta perros, gatos y demás fauna doméstica; cuanto más católicos se proclamaban los vecinos, más proclives a emporcar lo sagrado; de hecho, los únicos que no juramentaban eran los dos ateos oficiales de la localidad, quienes, pese a negar lo divino, sentían su debido respeto por la religión. A esta peculiaridad blasfematoria se añadía en aquellos habitantes rurales su fama de brutos. Y para certificarlo se rememoraba aquel episodio de los dos albañiles que estaban intentando meter un espejo por una puerta y, como no cabía a lo ancho, se dispusieron a hacer una mordida lateral en ambas jambas para que así penetrase; cuando se ponían manos a la chapuza, un forastero que pasaba por ahí les indicó, con la intención de ayudarlos, que era mejor poner de canto el espejo para que cupiera. Por pasarse de listo (así argumentaron entre imprecaciones de pecado mortal ante el juez), al pobre samaritano le partieron el cráneo de un mazazo al grito de mecagüensanjuansanpedroysusputasmadresenmedio, quedando emparedado para la eternidad en la alcoba, justo al lado del vidrio que introdujeron con el método que les habían enseñado sus mayores.

La localidad tenía, según su erudito y cronista local, alcurnia de blasfema proyectada en la historia; ya los cronistas romanos mencionaron la particular tendencia de estos celtíberos a enmerdar a Lug y compañía… Aunque no se tenía constancia de esas citas clásicas, sí había una irrefutable prueba para el citado cronista: la filacteria sobre un barroco escudo nobiliario de una de las mansiones principales de la calle de Sandiós (sic): “Antes que Dios fuera Dios y los tormos fueran tormos, los Barós eran Barós y los Fornos Fornos”. Se fueron sucediendo aquí insignes personajes, cuyas hazañas y heráldicas se adornaban con escatológicas imprecaciones a lo sacro. El más celebrado entre sus paisanos era El Agapito, que estuvo dando guerra hasta 1960. Dicen que se había caído desde más de treinta metros mientras restauraban el castillo y exclamó “¡cagüen la os!, casi me mato y sin almorzar entoavía!”. Una tarde cortando leña se clavó el hacha en el pie y, tras advocar a la puta Virgen y al cornudo de san José, concluyó “¡más lo siento por la albarca”. Su hermano, Riejo el molinero, se autoproclamaba elegido de Dios con contundente razonamiento: “como ese cabrón del triangulico me ha dejado tullido, no necesito como vosotros ir a misa ni hostias para asegurarme el Paraíso”; y concluía en verso: “No voy a la iglesia / porque soy cojo. / Me voy a la taberna / poquito a poco”. Y cuando de allí regresaba a su lecho, su mujer le espetaba:

-       Parece que vienes un poco cargao

-       Por no hacer dos viajes. ¿O es que quieres que vuelva otra vez a la cantina?

Y como colofón de esa ingeniosa respuesta, cada relator añadía la jaculatoria blasfema más ocurrente, que siempre era distinta y a cuál más osada. Pero el escarnio a lo divino más sobrepasado, la ofensa más tremenda se atribuye, valga la paradoja, al tío Teodoro, quien la dejó labrada en la lápida de su tumba. Esa parte de su epitafio, según el cronista local, fue raspada por un párroco o alma piadosa y se perdió para siempre. Dicen que incluso hería la sensibilidad de sus paisanos más blasfemos. Hoy día en el cementerio solo queda incólume la parte poética de aquella mitificada epigrafía: “Oh, vosotros que pasáis, considerad si hay dolor como el nuestro”.

Don Eufemio, párroco de la villa (no se acredita ese título pero el cronista lo utilizaba), vivía desquiciado; no sabía ya cómo detener la persistente hemorragia blasfema de sus feligreses. Aprovechó la visita del obispo para que el excelentísimo y reverendísimo les censurara tan horrible vicio. En solemne sermón, con el templo atestado de fieles, el mitrado recriminó a esta grey sin ambages, afeándoles que eran el segundo pueblo que más blasfemaba de la diócesis… Como un resorte, el alcalde se levantó en la primera fila y dio un boinazo en el tablero del asiento: “me cago en el Santísimo Sacramento, mañana seremos los primeros” (advocó al Altísimo por respeto al obispo y al templo); los asistentes asintieron con murmullos y hubo alguno que incluso aplaudió. Tras esa afrenta ante su superior, don Eufemio dio por perdidos a los adultos. Y con el fin de erradicar la plaga de raíz, en las catequesis había iniciado una campaña para que las tiernas mentes infantiles asociaran la blasfemia a la excomunión y, lo que era peor, a la condena eterna. No sirvió de mucho, porque cada vez que los pequeños catequistas se equivocaban embadurnaban de estiércol sonoro todo el santoral. Por el contrario, estos asuntos hicieron que la localidad ganara celebridad entre las corrientes laicistas, apóstatas y ateas, todas ellas clandestinas en esos compases finales de la dictadura. Desde la capital acordaron hacer algún happening -entonces muy de moda- para mostrar la solidaridad con aquellos valientes vecinos; la acción, planificada con sumo sigilo y anonimato, consistía en poner un verso del célebre poeta anticlerical Ángel Guinda en el frontón: “eyaculad en el ano de Dios hasta su conversión al placer”. Los vecinos lo tomaron como una afrenta tan grave al buen nombre del pueblo y al Creador, que expulsaron a los sacrílegos activistas a garrotazos.

La paciencia de las autoridades no se colmó con este suceso, que incluso recibieron con simpatía, sino con el que vivió como protagonista un mosén recién llegado al pueblo. Tuvo aquel joven sacerdote la mala fortuna de que el término municipal fuera asolado por una sucesión de tronadas acompañadas de granizo pelotero. No se arredró el ministro del Señor, sino que proclamó solemnemente que esa plaga percutora se solucionaba procesionando a san Esteban, con tan escaso predicamento en la villa que no era villa que su efigie languidecía arrinconada en el trastero anexo a la sacristía. El intrépido clérigo la recuperó, la atavió y la hizo desfilar un domingo en nutrida comitiva. San Esteban no solo no detuvo la ira de los meteoros, sino que acrecentó rayos, truenos y el calibre de la piedra escupida por los cielos. Los parroquianos pensaron que aquel mártir lapidado era más bien un enviado del demonio y arrojaron su policromada talla por el barranco de la tía Perica coreando “ahí te pudras en el infierno y te apedreen con ascuas y tizones” junto a airadas defecaciones en el Supremo Hazedor, Cristo, santa Bárbara y buena parte de los santos y cohortes celestiales. No corrió mejor suerte el novel párroco, que fue echado al pilón al grito de “me cago en el jodido Dios que te crió y en su putísima madre, hijo de Satanás y sus diez mil barraganas”.

El asunto llegó a oídos del gobernador, que era numerario del Opus Dei. Envió, sin más dilación, a la Guardia Civil con el mandato expreso de poner orden e impedir tanto sacrilegio lenguaraz. Los números que por allí anduvieron patrullando se mostraban impotentes, porque la gente mascullaba delante de sus tricornios sacros improperios y, al no emitir sonido alguno, nadie podía ser incriminado. El asunto alcanzó al mismísimo palacio del Pardo. Lo primero que hizo el Generalísimo fue ordenar que a doña Carmen Polo no le alcanzara ni un ápice de semejante afrenta, pues podía darle un síncope al constatar que había súbditos tan impíos en su España una, grande, libre y tan católica. Franco consultó el tema postrado ante el brazo incorrupto de santa Teresa, que custodiaba en su dormitorio, mas no recibió señal alguna (nunca la había recibido); la iluminación no provino finalmente de instancias divinas, sino de su chófer, originario de un pueblo vecino al de los contumaces blasfemos: “perdone que me meta en esto, su excelencia… Le aconsejo encarecidamente que no mueva nada en ese puñetero (con perdón) villorrio; esos deslenguados son capaces de vengarse añadiendo el sagrado nombre del Caudillo, a quien el no menos Sagrado Corazón de Jesús guarde muchos lustros, al elenco de jaculatorias infames. El último que entró en esa maldita lista (se santiguó) fue el comandante de la Benemérita que se atrevió a multarlos por injuriar la religión, y ya sabrá su Excelencia, que lo sabe todo, cómo acabó el pobre servidor de la patria…”.

Franco, que dicen era prudente gobernante, metió este espinoso asunto en ese inmenso congelador burocrático donde acababan tantos otros. Los vecinos del pueblo, ahora sí, más blasfemador de España siguieron con su tónica. Hasta que llegó la democracia y con ella las libertades, que parecían salidas de una caja de Pandora con la efigie del Caudillo por tapadera. Fue entonces cuando la blasfemia fue dejando de tener ese mordiente subversivo. A medida que menguaba el fervor católico, ciscarse en lo sagrado fue perdiendo fuelle -a la vez que morbo- entre las costumbres de aquellos aldeanos hasta que prácticamente desapareció. Ese fue, según el erudito y cronista del lugar, el milagro más sonado de la democracia.

Escrito en Sólo Digital Turia por Hernán Ruiz

En qué momento la vida se bifurca, ¿existen los jardines borgianos donde las realidades son las mismas pero paralelas? ¿Es la ucronía parte de la nueva literatura? Muchas preguntas y, por el medio, una novela, Lo mejor del mundo de Juan Tallón, un texto donde el protagonista cruza la realidad, recibe una segunda oportunidad, encuentra un agujero de gusano que lo lleva a una dimensión alternativa. La estructura de la novela es un puzzle. Salta de las dos realidades, se mueve por la línea temporal de ambas. Mezcla la exigencia para el lector con un punto de divertimento. El protagonista, coleccionista de relaciones disfuncionales: su padre, su mujer, él mismo. Atrapado por un apellido, Hitler, que representa, en una sucesión de letras, la maldad en la sociedad occidental y cabeza de ratón en la sociedad orensana, vive en México, durante un encuentro con otros empresarios, la toxicidad extrema, la violencia gratuita y lúdica, como un Patrick Bateman de Bret Easton Ellis gallego, antes de cruzar el espejo, ahora Alicia consumida por las sustancias y en el que un adiós se convierte en una forma de descontento. ¿Recuerdan las revistas sobre efectos paranormales de finales de los setenta? Esas en las que las personas, montadas en su coche, atravesaban una niebla y aparecían horas, días, meses, años en el futuro. Cuando sale del local son las 3:27 y cuando llega a la capital, 8:36. ¿Qué ha sido de ese tiempo? No importa. Existen pequeños macguffin a lo largo del texto, todos dentro del tono de humos escabrosos: una noche de juerga descontrolada y un padre solícito que cierra una puerta por accidente sobre su hijo. Antonio Hitler es hijo de empresario y director del museo provincial con nueve dedos. Las fotografías y sus marcos, una tienda con su apellido y los síntomas de una terrible enfermedad en su hija se superponen. ¿Qué sucedió en 1998 en la calle Jacinto? Huevos rotos, unos con solomillo y otros con boletos. La cocaína amarga. Las comidas de negocios. Compro, vendo, cambio. La muerte en Londres. La verdadera muerte en un accidente. El triste poder provincial de las diputaciones, cabezas de ratón en esta sociedad corrupta. Ataúdes Ourense vs. Laminados siderúrgicos Ourense. En una línea temporal, la original, su padre lo somete a la misma tortura vital que él somete a los demás y a sí mismo, un círculo de violencia, sexo y algo de cocaína. Un negocio legal pero con provocador componente sórdido, como la fabricación de ataúdes. Lo más cercano a trabajar con la muerte dentro de lo legal. Lidia, su madre, lo dejó abandonado con un bocadillo de Nocilla en la mano antes de saltar por el balcón y, desde entonces, la violencia ha crecido dentro de Antonio, Antonio Hitler, como una mala semilla. Su sexo de bienvenida, un padre que conoció a Julio Iglesias, la abuela, personaje oculto, que gotea la historia otorgándole un sentido muy concreto (no es casualidad que el comienzo de la historia sea la mujer, Elvira, yendo a la Universidad de Berlín para estudiar mecánica cuántica). Ella elige a Hitler. En una de las líneas temporales todo lo malo, en la otra, un apellido más. Incluso ligado a lo artístico y creativo. Un provocador Juan Tallo. Y eso que el taxista que lo recoge al llegar a Orense le dice: “¿Cambio, esta ciudad no cambia ni muerta”, mientras hace un giro innecesario? Ha cambiado el urbanismo que tan bien conoce Antonio. Antonio Hitler, no lo olviden. Tiene cientos de libros. Su suegra parece haber muerto de cáncer, por fin. La muerte, ya digo. La Divina comedia con sus iniciales en la primera página. Su padre le da la llave, los diarios que lleva escribiendo desde adolescente, con la idea de escribir una novela. Una cierta burla de metaliteratura, una manera de recordar que, en una dimensión paralela, también los autores dan/damos las brasas con novelas autobiográficas. En su nueva vida, en su nuevo espacio geográfico, su mujer lo quiera, personas que deberían estar muertas caminan por la calle, algunos bares siguen sirviendo sus bocadillos favoritos, hay un padre que pasa temporadas en Peñíscola, que ha sido amigo de Julio Iglesias. Que descansa. Que lo abraza. Pero toma un café con su mujer en La Ibense, que lleva quince años cerrada. ¿Pero qué es la fantasía más que un producto del señor de las pesadillas? Si lo único que quiere, su hija, no existe. Como siempre lo que no tenemos es lo que más deseamos, la mujer que odiaba le parece más atractiva. Está embarazada. El protagonista se agarra a eso para poder creer, recuperar lo único que ama de verdad. Pero no es Irene, es Marco. En esa línea temporal que parece vibrar a una frecuencia distinta se ha dejado llevar por sus deseos, por el arte, abandonando los números y las finanzas por la gestión cultural. Escribe para una de esas odiosas novelas de autoficción en las que todos acabamos. Juega con los puntos de ucronía de los que hablábamos al principio: existe Juan Tamariz, Ray Loriga es un reputado director de cine y a Stephen King le han dado el Nobel. Pero, también existen los Rolling Stones y él es un tipo oscuro, con aristas, destinado a acabar mal, con dinero manchado de sangre y en efectivo en los armarios. ¿Cuánto puede alguien sobrevivir con su aspecto, pero sin los recuerdos? Como el comienzo de Dragones y Mazmorras, perdón por la referencia de dibujos animados ochenteros, pero suena a cuando entra en el after, cuando sale del after con los mexicanos. Como todos hubiéramos hecho -somos humanos consumidores de la cultura pop y audiovisual europea-retorna al lugar donde todo cambió, la ciudad de México. Es un guiño a la magia de la capital azteca, como lo es que, en este viaje, en esta incursión de vuelta, lo acompañe un argentino tratante de libros raros. H.P. Lovecraft o Jorge Luis Borges. ¿Quizá es uno de esos jardines que se bifurcan que hemos elucubrado al comienzo del texto? Es una novela notable, que se disfruta. Exigente, eso sí, por cómo se entrelazan los escenarios y los personajes, que encuentra una segunda y una tercera lectura, sobre todo al poder encajar todas las piezas y crear tu propia visión de conjunto. Pero es valiente, es creativo, no es autocomplaciente. Aplauso para Juan Tallón.  

 

Juan Tallón, El mejor del mundo, Barcelona, Anagrama, 2024.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

29 de noviembre de 2024

 

Esta pieza singular, Un tigre sin selva, de José Iniesta, me recuerda a las tragedias griegas y a Shakespeare, a Valle-Inclán y me parece un gran acierto porque funde poesía y teatro. Volvemos al origen, porque el teatro, la música que componen los actos, las escenas, los personajes, son poesía. Y asimismo los poemas que ponemos frente al mundo ¿qué son sino voces en el gran teatro del mundo? 

Es este tigre sin selva un homenaje a dos obras: Pato salvaje, de Ibsen y Máquina Hamlet, de Müller, en las que, dice el poeta, encontró clasicismo y vanguardia. Aprendió esta lección en estas obras y en las enseñanzas de Paco Zarzoso. 

La escritura ha de ser “destino y moral”, desde la gratitud. “Vuelo rasante sobre la fea realidad, entre el cielo y la tierra, rozando los espinos (…) piedra en el aire, lo que somos, cayendo al abismo” (p. 11). Así lo dice José Iniesta en un prólogo bellísimo en el que transmite su sentir sobre la vida y el arte y nos introduce al poema-tragedia que sigue. 

El teatro ha de ser moral, en el sentido más elevado del término. Ha de provocar catarsis, ha de ser ejemplar, como la Numancia de Cervantes, o San Juan, de Max Aub, o las tragedias griegas o de Shakespeare. El teatro la palabra, la poesía, “palabra esencial en el tiempo”, como decía Antonio Machado, no se deben malgastar porque son tiempo: nuestra vida. 

Un tigre sin selva es un canto a la vida. Este canto incluye la dicha, el dolor, “memoria de ciudades ardiendo junto al mar, la ceguera de Dios” (p. 12). Incluye un mundo en destrucción, un mar de plástico, glaciares que desaparecen, escenas como la de Gaza, al final del libro. Pero también somos “del sol en la montaña mágica y del aire encendido del otoño”. “Cómo amamos vivir -dice- no moriremos” (p. 12). 

En uno de los poemas de Arder en el cántico (2008), leemos: “atrévete a entonar el canto que celebra / el tránsito en el mundo. Y regala a esa nada excelsa del existir (…) las voces que nombraron (…) el prístino misterio de la felicidad”. 

Es Un tigre sin selva: teatro y poesía, poesía y teatro, sin credos ni fronteras, para que hable el silencio. Porque todo fue lo mismo: la representación, el cántico, el poema, para enaltecer el ánimo y poder adentrarse en lo secreto, en los misterios, “para nombrar lo imposible, lo sagrado” (p. 13): para abrir la puerta. Así fue todo hasta que lo desmembramos. 

El aliento trágico de este poema-teatro vibra desde el prólogo. El cuerpo del poema, dividido en dos partes, a los que se añade un epílogo, con un mismo temblor. José Iniesta ha creado una obra original, ha ido a las fuentes más remotas, al origen, a desenterrar la vida para iluminarla. 

Todos los personajes son uno solo, no existen. Y su aventura es un viaje al corazón de las tinieblas. No es un canto de esperanza: son hambre y palabras juntando los pedazos del cántaro roto de la vida. Conrad, y el cántaro roto. Todo cabe en este gran libro, tan original. 

Este poema-tragedia se ciñe a las tres partes que posee la tragedia griega: prólogo, episodios y éxodo. Está muy próximo a la tragedia clásica, a su tono elevado, a su sufrimiento, a la anagnórisis. Incluso el coro tiene su presencia en el estásimo que lleva por título “La pregunta del átomo” (p. 43), aunque el coro se siente en toda la obra al ser todos los personajes uno, al estar todas las voces en él.

La complejidad y calidad de un texto viene de su capacidad de generar sinapsis, de su riqueza connotativa. De su capacidad, también, de interpretar el dolor y la belleza de la vida, de ser para todos y de toda la humanidad.

El hombre que clama es el ser universal, como en el teatro griego o Shakesperiano; su grandeza lo convierte en arquetipo, en el que se pueden fundir todos los seres humanos. 

Llama la atención que todas las acotaciones formen parte del poema-teatro, algo que hacía Valle-Inclán, por estética, y porque las acotaciones tienen una función poética que no puede quedarse fuera del texto. Los actores y actrices han de interpretarlas. Si no es posible, una voz en off debería recitarlas. 

El metro es clásico: endecasílabos, heptasílabos, pentasílabos, alejandrinos, dotando a las dos partes del texto de ritmo musical. 

La grandeza de la aparición del viejo loco (todos los seres humanos y entre ellos, el padre muerto) (p. 20), tiene la fuerza de una tormenta en el páramo de Macbeth. 

En muchas ocasiones sentimos en diferentes obras de arte el aire rasgado por el rayo, el trueno y la lluvia impetuosa. Aquí está el tigre, en ese ambiente explosivo; lo está en la Pastoral de Beethoven; por él se ordenan los personajes de la Cena de Leonardo da Vinci. Es el principio que rige una obra de arte, la ordena, aunque esté formada por lo más dispar. 

El poeta ha incorporado a su obra el ritmo de la naturaleza, es bosque y canto de los pájaros, lluvia que salva. Y su no-personaje, todos los personajes, este ser frente al mundo, reivindica la belleza de los astros, se sabe “zozobra y tempestad”. La belleza venciendo en la batalla. Sabe que ha existido desde siempre y “entona el cántico salvaje/ de ser en la floresta / el ciervo vulnerado” (p.19). 

El ser primigenio en la cueva profunda, con su fragilidad, presto a morir, sin haber entendido nada, o sea, como nosotros. Todos los tiempos a la vez pivotan sobre este anciano de los tiempos.  Suena su voz entre la vida y la muerte. Puede cruzar los límites entre ambas. El tiempo es estático y fluido a la vez. Todas las escenas son posibles: la niña muerta, que a la vez nos increpa: el bosque que se venga. Por todo esto, por la capacidad del texto para asumir cien vidas y cien muertes, cada poema parece estar esculpido en la roca. Es piedra. Es un tigre sin selva, un fuego a quien derrota el arquero de la noche. 

Este tigre desea “la belleza del mundo al reflejarse / en el diamante vivo de otros ojos / el sol emocionado al proyectar / mi sombra / en el silencio / contra el muro” (26). 

Todos los tiempos y los seres se unen en uno. Se cumple el aserto machadiano de que hay que cantar siempre en coro, con toda la humanidad. En este poema, en el que una voz constata el horror de su pérdida, todos los seres humanos pueden alcanzar la catarsis, la purificación: “Tan solo es posesión cantar la vida” (p. 42). 

Este libro está arraigado en nuestra vida actual y en la de todos los tiempos. Las guerras y desastres son el escenario en donde nos sitúan las acotaciones. Una vez es un árbol quemado; otras, un páramo; otras, es, directamente, Gaza. El texto está anclado en todos los tiempos, porque la guerra es, por desgracia, de todos los tiempos. Los escenarios son mínimos, rotundos, y en ellos habla el universo, porque están vivos, son carga dramática, intensidad: hablan. 

La hija y el pato salvaje son los únicos inocentes, libres, en medio del horror. No existe la muerte: “fuiste (…) y lo serás, /la semilla en la tierra que florece / tras las lluvias de mayo, / la promesa del vuelo / hacia el sentido”. La hija viva: “la niña vulnerada / del amor en la luz” (p. 39). 

El poeta se sitúa en una atalaya desde la que contempla el paisaje de guerra y destrucción, la ausencia. Constata también la belleza. Es la historia del ser humano: sobrevivimos porque somos capaces de ver, de construir belleza. 

Para ser todos los seres humanos hay que transformarse, perder identidad, vivir fuera del tiempo, ser todos los tiempos. Por eso, el anciano es el padre muerto, el padre y la madre, que componen con la hija una Pietà impresionante, con la hija que ha muerto y vive al mismo tiempo. El desastre de la vida es implacable, pero la voluntad del ser humano le hace decir: “continuaré”, vivo, aunque la muerte invada todos los resquicios.   

La niña y el pato son tiempo y alma, nada tienen que ver con la barca de Caronte, ni con el Can Cerbero. La Pietà del padre la madre de piedra, con la niña en brazos, es un lamento y es también la resurrección del amor y de la libertad: “Mi sacrificio os salva, desprecia el oro sucio y las creencias” (p. 62).

El personaje, la voz que habla, vive en la incertidumbre: no sabe si es real, como tampoco puede saberlo el público. Todo es un inmenso teatro desolado. La gran metáfora del sueño y del teatro del mundo. 

Es la voz de la niña, que aparece sin el disparo en el pecho, la que suena al final. Es el bosque, es la auténtica vida, tiempo y alma.


José Iniesta, Un tigre sin selva, Sevilla, Renacimiento, 2024

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

29 de noviembre de 2024

Joan Montañés (Castellón, 1965), conocido artísticamente como Xipell, es humorista gráfico e ilustrador. Desde finales de los años ochenta se dedica profesionalmente a satirizar la vida política y social en la prensa diaria: fue redactor gráfico en el periódico Levante-El Mercantil Valenciano hasta su cierre en 2019 (recopilatorios de sus colaboraciones son las publicaciones Draps de Clau, Costa de Aznar y Gaudeamus Ujitur), para pasar después a ejercer como viñetista en el Mundo-Castellón. Además de su labor periodística, ha publicado el libro de crónicas escritas Los días del trencadís, el anecdotario de memorias Examen oral d´historias, la novela La peste del azahar, la obra de teatro El concilio del arroz y los volúmenes de ilustraciones El último monoLa Panderola, el tren que volóLengua Mágica, un día al parque de las NormasViaje al país de Tombatossals y Norma al ataque. También ha sido cofundador de la revista satírica Gurb.

Su segunda incursión en el género narrativo, publicada recientemente por AdN Editorial, El viaje circular, es un juego entre realidad y ficción como proceso de creación. Xipell, como buen humorista gráfico, salta desde la observación a la imaginación, para realizar un proceso de subversión que supone un continuo trasvase de la mímesis a la diégesis.

El geógrafo francés Jean-Claude Chigot, doctor de la Sorbonne, racionalista cartesiano, inicia en 1989 un viaje-exploración por encargo del mismísimo François Mitterrand, a través del Bureau des Grands Travaux, en busca del centro del mundo, con motivo de la celebración del Bicentenario de la Revolución y con la finalidad de “certificar si nuestra civilisation continuaba siendo el faro de la humanidad”. No busca quimeras ni entelequias, nada de piedras filosofales, arcas perdidas, griales, fuentes de la eterna juventud o dorados —la crítica a las novelas enigma es evidente—, si bien casi todas acaban apareciendo en sus páginas.

Tampoco su particular aventura tiene nada de fantástico al modo de El viaje al centro de la Tierra, simple y llanamente trata de encontrar las enseñanzas del “hombre céntrico” para, con absoluto rigor científico, estudiarlas y aplicarlas con la finalidad de situar a la República en un lugar puntero —¿en el centro?— de las naciones.

Tras tres años dando la vuelta al mundo como un nuevo Phileas Fogg, se dispone a regresar a París sin haber alcanzado su objetivo, cuando la diosa Fortuna lo lleva a un almacén de cítricos en la localidad de Almenara (Castellón) y a entablar conversación con el octogenario tabernero, Virginio Bonet, experto en “mundología”, con el que se dispone a iniciar un periplo por la comarca de los petits châteaux en el viejo Citröen DS, el mítico Tiburón.

Tras ingerir como bálsamo de Fierabrás una infusión de hierbas locales, unas copas de Anís del Mono y varios españolísimos “Sol y sombra”, con un calendario ilustrado utilizado como mapa del tesoro, nuestros ebrios amigos comienzan su alucinada aventura en busca del “punto exacto con el mayor grado de armonía universal jamás conocido”. Durante el trayecto, se intercalan las visitas reales a los pueblos (Cabanes, Torreblanca, Morella, etc.) y parajes (barranco del Valltorta, Puig de la Nau, fortín de Onda, castillo de Peñíscola, etc.), plasmados por el hiperrealista y egocéntrico pintor castellonense Vidal en las doce láminas que les sirven de guía, con los recuerdos de las realizadas anteriormente por el ilustrado viajero a lo largo y ancho de este mundo examinando de manera infructuosa dictaduras, teocracias, satrapías y democracias, incluyendo a los Estados Unidos y el mismísimo Vaticano.

Mediante el cervantino recurso del manuscrito, en este caso no encontrado, sino enviado en forma de trigésimo cuarto cuaderno de bitácora al propio François Mitterrand, acompañamos a este Ignatius Reilly viajero siguiendo su retórica prosa volteriana salpimentada con grandes dosis de ironía, en la que constantemente se confunden el mito y la realidad. Si el alucinado caballero andante confundía una bacía de barbero con el Yelmo de Mambrino, nuestro personaje transmuta una gigantesca caracola fosilizada acompañada de una naranjas nável un tanto pasadas en el mítico cuerno de la abundancia y le llevan a pensar en la traducción al español del término inglés, navel, ombligo, como indicio de hallarse cerca del epicentro terrícola. De igual forma, su calenturienta imaginación racionalista interpreta literalmente la frase La millor terreta del món como una nueva señal lingüística de encontrarse en su anhelado pays axial, si bien su sanchopancista compañero le explicará que se trata de una expresión local utilizada como eslogan publicitario por unos comerciantes para vender un estupendo detergente para fregar sartenes.

Desde las primeras páginas, Xipell experimenta con el humor —sin duda el verdadero protagonista de la novela— y nos atrapa en su juego literario, con una sonrisa perenne en los labios, que en ocasiones deviene en risa, cuando no en estruendosa carcajada, participamos con sus personajes en sus delirantes andanzas. Con un estilo chestertoniano, tan paradójico como simbólico e irónico —en ocasiones corrosivo sarcasmo que se decanta del sainete al esperpento—, un tanto barroco e hiperbólico, pero fluido y directo, no exento de hilarantes cultismos y abundantes referencias mitológicas (Arcadia, Fuente de Castalia, Jardín de las Hespérides, etc.), históricas (desde los homínidos y cavernícolas, pasando por los príncipes de la iglesia, santos, templarios, cátaros, hasta militares, maquis e industriales, que ejemplifica con el esbozo de las biografías de los personajes de la zona más destacados: Benedicto XIII, Vicente Ferrer, Cabrera, Teresona, Segarra, etc.) filosóficas, cinematográficas y artísticas —no en vano el autor es licenciado en Historia del Arte—, busca siempre la complicidad del lector.

Lo más llamativo de esta novela consiste en que la transposición onírica de la realidad subvierte lo concreto para trascenderlo por medio del lenguaje y elevarlo a la categoría de símbolo cósmico —entendido como deseo y sueño— para, al final, demostrar una verdad universal, presente ya en la no menos universal obra cervantina: “En todas casas cuecen habas y, en la mía, a calderadas”. La autoironía es también otra constante y el mismo protagonista participa de las pequeñas corrupciones que observa a su alrededor sin ningún pudor. En cierto modo, la novela es una parodia amable de la propia ilustración que él representa.

¿Es El viaje circular, valga la redundancia, un libro de viajes? Desde luego, siempre entendido en el sentido decimonónico, mezcla de aventura y abundantes disertaciones de todo tipo. ¿Es una obra alegórica? Sin duda. ¿Es una novela histórica? No, pero tiene mucha historia. ¿Es literatura fantástica? Tampoco, pero es fantástica. ¿Se podría categorizar como posmoderna? Podría ser, pero qué más da, sea lo que sea el artefacto, fruto del mordaz ingenio de un afilado viñetista, funciona, esta odisea es disparatada, divertida, acida e inteligente, contiene sátira política y crítica social, local y universal (los temas son numerosos: guerras de religión, nacionalismos, megalomanías, discriminación de la mujer, especulación urbanística, ecología, etc.), humor a paladas, identidad regional y personal… hasta el punto de que yo he descubierto que mi padre nació en el país donde no funciona la brújula y que yo pasé los primeros seis meses de mi vida en el mismísimo centro de la yema del huevo sin saberlo, pero eso ya es otra historia, la de mi propio ombligo.

 

Joan Montañés Xipell, El viaje circular, Madrid, AdN, 2024

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Villalba

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