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Configurar sentido descendente

La vida imaginada de Jesús Marchamalo es un regalo. Del autor para nosotros, del autor para sí mismo. Comunicador, coleccionista, conversador, Jesús Marchamalo lee como que quien captura el recuerdo, con avidez y cariño. Del mismo modo, escribe, como si quisiera atrapar en las páginas de este dietario, mixto e híbrido, algunos de los hitos más importantes de su larga trayectoria acompañando la cultura española del siglo pasado y de este. 

Jesús Marchamalo (Madrid, 1960) ama a los escritores tanto o más que sus obras, porque, al final, las obras son consecuencias de sus autores. Con Retrato de Baroja con abrigo (Nórdica, 2013), El bolso de Blixen (Nórdica, 2016), Pessoa, gafas y pajarita (Nórdica, 2017) o Kafka con sombrero (Nórdica, 2014), uno puede encontrar pistas sobre esa pasión que encuentra un capítulo más en su reciente Dickinson y las violetas, también editado por Nórdica. 

Igualmente recomendables son otras obras menos conocidas como Tocar los libros, editado por Fórcola, o 39 escritores y medio, con ilustraciones del pintor Damián Flores (Siruela, 2006). Con manos que unen piezas, con collages que dan fondo de revista, de periódico apilado en librería de lance, al fondo, los textos emergen con la pasión de los recuerdos que uno quiere atrapar antes de que la memoria traicionera se los lleve para siempre. Habla Jesús Marchamalo de la mítica “Biblioteca de los libros perdidos”, construcción mental y pasional que te puede recordar a la vez a Jorge Luis Borges (y su círculo porteño de ilusionistas) y el Sandman de Neil Gaiman, icono pop de los años de reescribir la tradición a través de las viñetas. 

Acumulación, revisión, la elección: mejores ediciones, las baratas, las de mano, antiguas, de playa y piscina, de construcción de una vida como lector. Esas ediciones de las que habla Marchamalo, las que adquieres con poco dinero y menos barba, son los ladrillos fundamentales sobre los que se va a construir una estructura de pasiones y religiosidad literaria. Las bibliotecas, los libros, los escritores, sobre todo los lectores: en sus casas (o locales, pisos, habitaciones, espacios de alta densidad editorial), se produce una metamorfosis que tiene algo de plaga: todos los habitáculos responden a la llamada de Julio Cortázar, una casa tomada por el mismo espíritu que recorre la de José Luis Melero o Joaquín Sabina, de Enrique Cebrián o Luis Rabanaque (la de Fernando Sanmartín e Ignacio Escuín, también, sospecho). ¿Qué libro fue el que provocó un salto cualitativo en ti? 

Es La vida imaginaria de Jesús Marchamalo un volumen que, más allá de las nutritivas anécdotas o la pasión que lixivian sus páginas, nos propone una serie de preguntas, de cuestiones, de las que no podemos escapar: yo contesto, en esta reseña, sin vergüenza, ya disculparán. Quizá comenzamos con Mortal y rosa de Francisco Umbral. Seguro. También, perdonen la exquisitez, porque no estoy seguro de que me crean, A puerta cerrada de Jean Paul Sartre, y Fando y Lis de Fernando Arrabal. Era, digamos, mediados de los noventa. Y sí, era teatro. Unos años más tarde, cuando estaba obsesionado con Buenos Aires, leí la novela mayor del mayor entre los argentinos contemporáneos, Mantra de Rodrigo Fresán, mientras volaba de Madrid a Ezeiza. La novela definitiva sobre Ciudad de México. O El cielo de Manuel Vilas. Una y otra vez, imitando su ritmo, buscándole por Zaragoza como una presencia para luego verlo desaparecer, como si nunca te hubiera visto, como si nunca lo hubieras conocido. 

A Jesús Marchamalo las reseñas deberían ser un compendio de respuestas a todas las preguntas que te propone en su libro. Yo aquí lo hago. Me faltaba, claro, Dibujos animados de Félix Romeo. Lo leí antes de conocer a Félix, antes de saber que él iba a completar mi ciudad, mis canciones, la vida que quería vivir. 

Di la verdad, que no se te olvide: los que nacimos a finales de los setenta nos alimentamos de Ray Loriga. No fueron Héroes o Caídos del cielo sus mejores novelas, pero, está claro, que sí las más mediáticas, cuanto todavía los escritores salían en televisión, ofreciendo actitud y beligerancia ante la planicie social. 

Mi madre tenía una montaña de tebeos, “Superlópez”, “Mortadelo y Filemón” o “Sir Tim O’Theo” que guardaba en un armario y solo sacaba cuando me asolaban las fiebres de las anginas. Semanas de antibióticos y sobres de polvos, el sonido de la cucharilla cuando tocaba bajar la temperatura y crecer unos centímetros. Esas viñetas leídas, muy poco, que tenía reservadas para hacer más amable el tránsito de los días. Lectores de cama y enfermedad, lectores atrapados por Julio Verne. Verne el misterioso, una experiencia completa: no hay que llamarlo Julio, es Jules como muy bien nos ha enseñado el poeta David Mayor. Has leído sus adaptaciones, ilustradas, resumidas, incluso en seriales radiofónicos los domingos de madrugada con guion de Juan José Plans, has vuelto a él una y otra vez en las viñetas de “Superlópez” y su Viaje al centro de la tierra. O, en el número 6 de Planetary, la odisea pop de Warren Ellis y aquel El Club del Cañón. Después te acercas a la obra de Jules Verne y descubres una densidad literaria, una capacidad descriptiva, una manera de horadar la fantasía prácticamente desde su habitación… Un libro completo, una vida entera, capaz de mantener el misterio insondable en tiempos en los que todo parece explorado. 

Jesús Marchamalo habla, escribe, vive en trenes. Una maleta amarilla, un viaje, dos, siempre. Entrevista y una sonrisa, una sonrisa de niño, con su tebeo bajo el brazo, en la rebeldía última del que sigue llamando La masa a Hulk. Un hombre de Vértice y Novaro. Yo, que llegue a la licra con Fórum, respeto a los que abrieron el camino. Bruno Díaz, Dan Defensor, el guasón en Ciudad Gótica. Y es que Marchamalo encapsula sus recuerdos, sus pasiones, sus anhelos. Y lo hace en un anecdotario pleno de amistades y cariños. La vida de los libros, un sintagma que él mismo sabe que es prácticamente propiedad de José Luis Melero: «Porque las bibliotecas son también un proyecto de lectura». Me gustaría, por cierto, que existiera una palabra, una expresión en español, que diferenciara entre biblioteca pública y particular. La que sirve para formarse, estudiar, acceder a la primera pasión y la que acumula esas mismas pasiones de manera personal e intransferible, la que construyes soñando que la heredará tu hijo, la que te tranquiliza tener limpia y ordenada y, en mi caso, saber que está debajo de mi cama, justo en el local que tengo bajo el dormitorio. En este caso, literalmente, duermo sobre mi biblioteca. De libros, de tebeos, de discos y muñecos. Todo lo que alimenta el espíritu y la ilusión, que es queroseno de la memoria. Una palabra, entre el anaquel ordenado y la estantería subjetiva. Desde aquí lanzo la idea. ¿Dónde acabarán los libros? Los libros de los amigos muertos, el peso de esos volúmenes en la casa de Félix Romeo, aquel piso de Conde Aranda, agotado de las torretas, casi proyectos infantiles de fuertes, fuertes y castillos, alimento, de nuevo, de historias. Y la colección de poesía de Sergio Algora, con rarezas de Juan Eduardo Cirlot o Eugenio D´Ors junto a singles imposibles de Los Brincos. Los amigos, antes esos recuerdos sólidos, esos abrazos en diferido… Cuando uno tiene hijos, al menos, le queda una promesa de paz, una idea final. Tienes excusa para comprar y completar, para clasificar y rebuscar. Al final, lo importante, permítanme la broma, es tenerlo lo más ordenado posible para cuando ellos se quiten el muerto. El muerto vivo y el muerto libro. Así se consigue un mejor precio cuando llegue el trapero. Trapero o parca, todo sean recuerdos. Y este libro de Marchamalo está lleno de ellos. 

 

Jesús Marchamalo, La vida imaginada, Madrid, edición del autor, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

La voz de los sin voz

3 de julio de 2025 09:30:54 CEST

“Alfredo Saldaña es, como todos sus lectores saben muy bien, un escritor político, deliberadamente crítico e incómodo”, cuenta Nacho Escuín, reflejando parte de una poética distinta a la convencional, próxima a la voz de los sin voz, de parte de ellos al menos, o con esa intención, por decirlo, desde otros tiempos, con Claudio Gallastegui. Y, en efecto, su poesía, ahora reunida en esta antología necesaria (sus libros andaban inencontrables), se suma a la de esos escritores diferentes, no solo en sus textos, sino en su actitud ante la vida, pienso en Javier García o, con otras modulaciones más públicas, en Jorge Riechmann y Antonio Méndez Rubio.

Alfredo Saldaña asume esa voz de los desposeídos por alienados —sin ser un poeta político al estilo de Ángel González o narrativo (traumatizado por el asesinato del hermano, pobreza y Guerra Civil)—, sino por el propio vértigo y por esa extensión de quien mira solidariamente a los lados, pues esos lados son el mismo. Saldaña viene marcado por actitud crítica y resistente contra la aceptación del pensamiento único, de la democracia por la democracia subsumida en el voto cada cuatro años, entre otras cosas, es decir, de las cosas por las cosas, desde el pensar de nuevo al otro, o replantearse el yo con su poesía necesaria, nunca obtusa, abstrusa o, si me perdonan, pretenciosa en lo metalingüístico. Y decir yo es decir ahondamiento, abisalidad, por contarlo con ese Romper el límite. La poesía de Roberto Juarroz (2022), donde ha extendido y congraciado su poesía desde esa otra dimensión distinta que ha estudiado, asumido en su verticalidad, pero también en su horizontalidad (donde se ha congraciado): “escribir desde la soledad solidaria con los otros, escribir desde la desposesión y la distancia de uno mismo, /escribir desde la diferencia, desde la orilla, desde el otro lado”.

Ya hemos dicho que no es un poeta al uso, sino adentrado y resistente, o resistente desde el adentramiento, sin molinismos, sin Miguel de Molinos, para que se entienda, o sin Edmond Jabès, pues no es un hermético, ni místico, pero sí un agónico con sentido de la historia y de la posmodernidad. El propio hecho de su verso se propone porque “El poema entonces quiere únicamente /sanar la herida de una existencia disociada de su voz”, o hablar desde el yo y su circunstancia, con empatía, en el adentramiento de lo sufrido y visto padecer en otros en la historia; no es solo el yo, sino el yo-otro con la resistencia crítica de lo pensado en su identidad o correspondencia. Y así el tautograma en la Amargura Púrpura de los Infelices frente al Aloe Purpurea Laevis.

“Es un tiempo de decir, de conocer”, canta Alfredo Saldaña, y romper la mala pedagogía de una “educación torcida y lamentable”, rememora. A veces ese (esos) poema(s) en crisis, hecho(s) de la herida, se hunden hacia la evaporización del yo, cantó Baudelaire en sus Cohetes y Mi corazón al desnudo. Lo muestra en el emocionante Argumento o adentramiento, cuando se encuentra en el anticipo de la última vuelta del camino y se piensa, sospecha y canta con un estupendo poema (muy duro), La traición del lenguaje, para asustarnos un poco, porque su poesía, de tanto pensarse y mirar la voz del sometido, de lo sometido, se ha hecho trágica y ha sorteado la sensorialidad. Su poética es un mensaje agónico, olvidado el escapulario o sortilegio, resistencia crítica o decirse por el desmoronamiento de las “palabras gastadas por el tiempo”, el grito para salir de ello o por lo menos contarlo, curarse de ser. Sanar la herida es decirse, aunque no sea sanarse, y por eso llega esta estupenda antología donde se han leído bien sus versos, para quien guste paladear los complejos vericuetos del hombre desde el goce lacaniano del dolor como placer, eros y muerte, placer doloroso. Y donde Abandono muestra el juego entre llegar e irse, con la herida de quien se resiste, ahí está la verdad del poema y de su poesía en este momento de la vida inaceptable, su tragedia y parte de su poética, ese llegar a ser, y llegar a ser en la belleza, para desaparecer. Y si no me creen, lean, por favor, Lamento por los vencidos; y si aún tienen tiempo y capacidad para soportar el dolor que algunos no quieren ver (otra parte de su poética), vayan a Fosa común, porque la poesía de Saldaña rezuma ese compromiso y verosimilitud de los elegíacos auténticos, sea por el yo, sea por el otro, desde la responsabilidad de decir, pero también del saber decir o decirse en una fuerte simbiosis con que interrogar al lector: “preguntas que uno debe no plantearse si lo que desea es dormir tranquilo”. Errancia, lenguaje, laberinto, “desheredados de la tierra”, denuncia de los “sicarios de los manos limpias”, contra los que alza la “insumisión: poesía”, el grito del yo desheredado o de los desheredados. Y es que, entre la autognosis y la reivindicación, entre la reflexión y la insoportable levedad del ser, resulta que Saldaña, más allá de su inconformismo (o por ello) es un buen poeta en crisis y crítico, necesario, necesitado de esta antología, pues sus lectores nos perdíamos o no lo encontrábamos en su dispersión, hasta hoy. Ahora sí, gracias a este cultivo intensivo de sus mejores poemas podemos estar seguros de no habernos equivocado en el elogio, aunque nos duelan y sea doloroso atender a su dolor, el nuestro, el de otros. Por ahí anda para demostrarlo “en la espesura del bosque” o poco más allá ese “mundo dentro”, adentrado, lugar que se extiende hasta el atormentado vértigo del vacío en su precipicio dramático de quien (se) ha sentido mucho “sin estrategia”, en su “excavar” y “excavarse”. O, si gustan, entre el ser, el decir, decirse en el espejismo propio y de los otros, disolverse, con una poesía que esta antología ha hecho posible. Mostrado en su dimensión y, al fin, convencernos de que Alfredo Saldaña no es un profesor que en sus ocios deja caer versos, sino un poeta que así puede llamarse.

 

Alfredo Saldaña, Sanar la herida. Poesía 1983-2025, Madrid, Huerga & Fierro, 2025.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Ferrer Lerín, las partes y el todo

23 de junio de 2025 09:14:14 CEST

Si Warhol cogiera su rostro y lo multiplicase, en cada cuadrícula saldría distinto. Cada una sería un fotograma. El relato en la era de la reproducibilidad técnica podría preocupar a Benjamin, pero no a nuestro autor. “Parece que Adorno y Benjamín no incluían la ducha en el proceso. En mi caso es fundamental pasar por el cuarto de baño, no imagino el desayuno sin haberme duchado -esa cosa horrible del desayuno en la cama que algunos venden como el colmo del placer y la sofisticación-”. Responde Ferrer Lerín a Gustavo Puerta, para la revista Dossier. “La hora y pico empleada en asearme y desayunar no es tiempo para que se borre el recuerdo del sueño, al menos a día de hoy en que el fantasma de la pérdida de la memoria inmediata aún no ha aparecido”. Después, Lerín plasma el sueño tal cual, en su forma original, que a menudo coincide con su forma de escribir: relato breve, de frases cortas y mínimos aditamentos. Parece que la ducha borra su rostro del día pasado, difumina algún rasgo y cambia alguna arruga de la cara. El aseo forma parte de su técnica literaria. El que la obra sea reproducible, y que sirva lo mismo para un ensayo que para un informe o un libro de relatos u otro de poesía, no implica pérdida de singularidad. Aumenta su interés porque el marco interpretativo impone el sentido de la lectura. El arte no desaparece. Se multiplica. Y avanza hacia el abstracto, que es hacia donde el arte tiende desde la aparición de la fotografía. Lerín saca instantáneas de escenas de su vida vivida o de su vida imaginada. Su biografía le suministra elementos que, transformados, se convierten, primero, en literatura, y luego en su verdadera y final biografía. La pureza de Lerín es una suma de corrupciones. Sus textos son más puros cuanto más se rozan con otros.

En el cine es fácil entender que una imagen significa en contacto con la siguiente. Dependiendo del montaje varía su significado. A la lectura afecta también la capa del sonido, que está en el cine lo mismo que en la poesía. Cojamos el principio de El apartamento, de Wilder. “A fecha de uno de noviembre de mil novecientos cincuenta y nueve, la población de Nueva York es de ocho millones cuarenta y dos mil setecientos ochenta y tres habitantes. Conozco estos datos porque trabajo en una compañía de seguros, Consolidated Life”. Habla C. C Baxter. De seguido, informa de que lleva en ella tres años y diez meses, y de que cobra noventa y cuatro dólares con setenta semanales. Es un principio muy Ferrer Lerín, dicho sea. “Quizá Saint-John Perse sea el poeta que más me ha influido; en especial su llamada poesía del inventario. Además de informes, soy un fanático de las cuentas, de las anotaciones contables, y estas, además de ser la síntesis del informe, son, por su estructura, pulidos versos”. Esto lo confiesa en ‘Listas’, rastreable en los Casos Completos, pero cuyo origen está en un diccionario confeccionado para Caminos de Pakistán. Ahí vemos el comportamiento del texto multiespacial. En Papur, el libro que nos ocupa, nos ofrece, por ejemplo, el balance de una operación consistente en la captura y eliminación de perros vagabundos: “total de perros capturados: 112; total de perros recuperados: 18; total de perros sacrificados: 81”. Unas páginas más adelante, lamentará la escasa información existente sobre la ingesta de carne humana a cargo de aves, en las provincias de Lérida y Huesca. Pero referirá una “tranquila conversación” con un vaquero de setenta años en la glera del río Aragón. Éste le ha contado las variaciones que ha sufrido el procedimiento para la eliminación de la carroña “según las modas sanitarias” y recuerda que, a mediados de los cincuenta, un grupo de gitanos se acercaron al pueblo para preguntar si se había enterrado recientemente algún animal. Puntos suspensivos.

Volvamos a El apartamento. Demos play, apaguemos el sonido -esa música de viento animada, ‘Office workers’, de Adolph Deutsch-, y pongamos en el móvil, qué sé yo, una de Cole Porter al azar. O no salgamos de la banda sonora de la película: intercambiemos la pieza inicial, ‘Office workers’ por otra que sonará más tarde: la acogedora ‘Lonely room’. No le sienta bien ni mal: el discurso cambia. O metamos ‘Office workers’ en una de Hitchcock. Cuando Lerín elige un relato para formar parte de libros distintos lo que hace es favorecer la expansión del significado, pero, sobre todo, del sentimiento, o sea, de la sensación, que es el núcleo artístico, y lo que en él permea constantemente, ya que, sobre todo, es poeta. Poeta mayor. Lerín trata sus textos como si fueran unidades de medida. Con ellas captura el pulso del tiempo. En estas consideraciones, a pesar de decir que es, sobre todo poeta, dejo fuera la poesía, aunque también sus poemas caben en mitad de un libro narrativo.

Ferrer Lerín trata sus textos cual artista plástico y sus acciones, como un texto dramático. Sus libros en prosa son portafolios: Besos humanos, Gingival, Mansa chatarra, Casos completos, Cuaderno de campo… hasta su novela Familias como la mía parece una compilación. ¿Qué lugar ocupa Papur en su obra? Posiblemente es el libro más distinto y, al mismo tiempo, más unitario o el libro hecho con despojos que da más impresión de un todo coherente. Llama la atención que a esta idea contribuya de manera significativa la inclusión, al término, de Die rabe. Die rabe es otro libro, y consta de tres guiones. Los dos primeros, básicamente, indicaciones técnicas: “primer plano del rostro de Lerín con los ojos abiertos, pero como si volviera de un sueño”. Cine mudo. Todo, imagen. Die rabe es un filme “de rastreo, de cruzada, que se inicia, antes de créditos, con escenas del propio rodaje”. O sea, una película-libro. Sólo filmable parcialmente. Parece escrito para ser leído. Tiene que ser el lector el que torne la palabra en imagen, y la ponga en movimiento; el que active, en su cabeza, la proyección. En la edición de 2008, en la editorial Eclipsados, esta parte estrictamente cinematográfica yace impresa sobre papel gris. Ello otorga a la lectura un carácter experimental, como onírico. En 2022, en el sello Días Contados, la página es blanca. Hay más continuidad con lo anterior. Esta entrega, también de portada blanca, se lee mejor de corrido, parece hecha para llevar por la calle o abrir en la barra de un bar. Las páginas se pasan con más despreocupación. La versión precedente aconseja ser leída en casa, preferiblemente en butaca o en silla con reposabrazos, y una lámpara de pantalla al lado. Ambas ediciones se pueden subrayar y anotar. El texto en ambas, siendo el mismo, se recibe de forma parecida. No recuerdo quién dijo que un libro, en edición distinta, significa cosas distintas, pero tenía razón.

En la edición de 2008, el título de Lerín forma parte de una colección que aglutina a Ángel Petisme, a Ramón Eder, a Antonio Orihuela…  en la de 2022, convive con Juan José Saer, Miguel de Molinos y, fuera de esa colección pero en el mismo sello, con los Relatos de Kolimá y libros de Marcel Proust, Julian Gracq, Michel Lafon, Charles Baudelaire, Gonçalo M. Tavares y Jorge Amado. Ignoramos la tirada de 2008; sospechamos que no fue muy amplia. En todo caso, agotada desde el inicio. Sabemos que fue impresa en los talleres gráficos VACA. En 2022, se nos informa de que la edición nueva consta de cuatrocientos ejemplares. Uno posee el 139. Todas estas cosas modifican la experiencia lectora. El libro, en su primera edición, parte de un proemio, al que, se antepone en 2022 un prefacio del propio autor, fechado en la primavera de 2021, en Jaca. Al término de la segunda encontramos un texto final de Félix de Azúa más una nota. Llama la atención que el libro de 2008, teniendo cien páginas menos y una letra más apretada, sea más voluminoso. La respuesta está en el gramaje. Puede cogerse de la estantería simplemente para tocar su cubierta acartonada. Los dos, sin embargo, pesan parecido. Los dos están cosidos. Mientras Papur-2008 parece un catálogo o un manual, Papur-2022 parece una agenda optimista.

Los textos de Ferrer Lerín, considerados uno a uno, desgajados del conjunto, parece que sólo se acaban después de haber sido publicados unas cuantas veces en libro distinto. Ahí es cuando alcanzan la redondez, tras explorar sus posibilidades. “A lo mejor lo que describo en ‘Bibliofilia 5’ sería la solución, redactar un texto definitivo… y descansar”, dijo en una entrevista. Pues cojamos ‘Bibliofilia 5’. En Ciudad propia. Poesía autorizada (2006) se presenta como un poema novísimo. El 16 de febrero de 2008, volcado en su blog, aparece como una entrada de enciclopedia o párrafo de prospecto. El 10 de mayo del mismo año entra en imprenta Papur-2008. Ahí, ‘Bibliofilia 5’ presenta una imagen compacta, ancha, como de hormigón. En Besos humanos (2018) también sale; esta vez toma algo de la editorial en que sale, adoptando un ‘estilo Anagrama’. Parece que la reflexión podrían compartirla Vila-Matas o a Roberto Bolaño. En 2022, Papur alcanza su última encarnadura: una imagen vertical, como de El Greco. Es un relato, aquí, ascensional. Tales condicionantes físicos van modificando la recepción, expandiéndola. Y luego habría que acudir al orden que ocupa en cada referencia.

En Lerín, el fragmento se enfrenta a la unidad, favoreciéndola, siendo, al final, lo mismo. O sea: a través del fragmento, Lerín consigue la unidad. Mediante la dispersión del pensamiento logra el sistema filosófico; mediante la mancha, la figura. La página maestra, aquella que pueda ser incluida en cualquier libro, haciendo que mejore. La página maestra como una pared que sostiene el edificio. ‘Bibliofilia 5’ es una muestra. Por más que le des la vuelta, el texto es el mismo. Parece aquello del cuadro de Mondrian titulado ‘Ciudad de Nueva York, I’, más de setenta y cinco años colgado al revés. Nadie se percató porque era perfectamente posible esa disposición. El error es tantas veces verosímil. En un cuadro de Velázquez no, pero a partir del siglo XX la pintura ha cedido toda rigidez hasta amparar el error. “A veces un error mejora la obra”, dice Gonzalo García-Pelayo. ¿Es mejor o peor la forma en que hemos visto, hasta ahora, el cuadro de Mondrian? Cada vez que acudo a la galería Javier Silva, en Valladolid, fantaseo con quedarme un rato mirando una tapa mínima que hay al lado de una pared contigua a la puerta. Supongo que oculta el cuadro eléctrico, los plomos. Pero es un rectángulo sin apenas relieve, con unas hechuras de cuadro. Después de tanta pintura, no digamos de Malévich, un cuadro en blanco es encantador. Puede que sea repetitivo, pero la repetición es posible, y a veces hasta deseable. No se lo he dicho a Javier Silva, pero en ocasiones esa tapa que tiene ahí, como un cuadro secreto, me gusta más que la exposición temporal de turno, no digamos si es conceptual. Siempre echo un ojo a escondidas a esta tapa. Lo mejor, o lo más irónico, es que, a pesar del descubrimiento sobre la obra de Mondrian, se ha seguido mostrando del revés. Dicen que para evitar que se dañe. Los cambios, como los experimentos, con gaseosa. Cuando no es así, te rebautizan La metamorfosis por La transformación. Y te resignifican la memoria. Todo cambio, en realidad, es un experimento. La comisaria Susanne Meyer-Büser, la misma persona que se percató del error, fue la que animó a perseverar en él, inventando, supongo, la excusa de que el cuadro podría “desintegrarse” si se cuelga ahora del lado correcto. ¡Magnífico! [Prefiero, por cierto, comisaria a curadora, otro cambio sin pensar demasiado.] El tiempo se ha salido con la suya. Parece un veredicto del Derecho. La costumbre imponiéndose, corrigiéndose, contradiciendo al propio autor. Mondrian estaba equivocado. Como mucho, se me ocurre, podrían poner en Düsseldorf una copia al lado, con la versión que el autor quiso. Quizá todos los cuadros modernos debieran tener copias alrededor, con posiciones alternativas. “Yo nací, o eso me han dicho”, reza el comienzo de David Copperfield. Damos por buenas demasiadas cosas que nos cuentan. Cuentan. Del verbo contar. Cuentos. “Nos cuenta en ‘Bibliofilia 5’ -Joaquín Fabrellas, en el blog Vallejo&Co.- que el gran profesor Solapas sueña con su obra perfecta y continua, una obra que nunca se acaba, está ideando la página perfecta, que pueda incluirse e intercambiarse en toda su obra, de tal forma que se pueda extrapolar y poner en cualquier otro libro suyo o de otros autores; el modelo literario perfecto, el ideal de la literatura que nunca envejece y que todo el mundo entendería. Recursividad y autorreferencialidad. Eso mismo es lo que le sucederá a la obra de FFL: leyendo uno de sus últimos libros, se podrán leer sus primeros trabajos, debido a todas las interacciones realizadas a lo largo de su carrera literaria que él mismo promueve creando una red de tuberías que hacen referencia a su propia obra y a sí mismo, perdiendo el referente y el contenedor/contenido (significante y significado cuando muta de género), que cambian también a cada paso que se da del mismo texto en una nueva publicación, trazando además un nuevo camino autónomo”.

Ferrer Lerín es una de las escrituras más genuinas de la literatura en español y Papur sobresale dentro de su bibliografía. Lerín y Papur enseñan a leer, imponiendo libertad a ese acto creativo. Papur es un libro a leer casi al vuelo, como una señal de tráfico. En cualquier momento del día. So pena de perder la densidad filosófica que contiene. Papur es una fiesta seria.

 

Francisco Ferrer Lerín. Papur, Barcelona, Días Contados. 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Fernando del Val

Carmen Crespo: desterro

23 de junio de 2025 08:59:32 CEST

Para escribir esta reseña me guiaré por las impresiones que el libro ha despertado en mí. Se trata, por tanto, de una lectura personal que quiero compartir.

La palabra que da título al poemario -“desterro”-me resultó familiar cuando la leí por primera vez, de algún modo la entendía, pero acudí al diccionario y ahí no estaba. Esta situación de desamparo, unida a la voluntad de seguir leyendo, me obligó a confiar en lo que el propio texto me sugiriera, sin necesidad de acudir a la literalidad de las palabras. Un parecido desconcierto se desencadenó cuando leí palabras que sabía que ya habían sido codificadas, pero que agrupadas del modo en que lo hacían en el interior del texto, perdían su fijeza y desbordaban su significado canónico.

Quise entender que ese desbordamiento no suponía deformidad, no afeaba su carácter, e intuí que se trataba más bien de un ensanchamiento del vocablo, de un estado de crecimiento, o de una auténtica reconfiguración creadora.

Este juego de desplazamientos, en el que palabras “irreales” -entre comillas- toman carta de naturaleza y palabras reales se desnaturalizan, añadió un punto de perplejidad a la lectura y proyectó en mí una sombra de sospecha sobre el propio lenguaje.

Dice Deleuze que se puede escribir de dos modos. Que escribir consiste, o bien, en adecuarse a un código de enunciados dominantes referidos a un orden de cosas establecidas, o bien, que escribir consiste en devenir.

En la primera acepción el escritor ocupa un territorio, se asienta y toma posesión de él, en ese territorio reina el escritor, y se rige por lo que dicta su escritura.

En la segunda acepción, el escritor deviene algo distinto, habla como un extranjero en su propia lengua, tartamudea, se mueve por un lugar de perfiles cambiantes que no logra fijar con palabras precisas, busca, recorre el territorio y traza líneas que no cercan su geografía, líneas de fuga que le llevan más allá.

La escritura en esta segunda acepción no representa un paisaje, no imita, la escritura, así entendida, es un pasaje en el que sucede el encuentro del escritor con lo escrito; en una evolución conjunta de dos seres completamente distintos, en la que el escritor proporciona escritura a los que no la tienen, y los que no la tienen impregnan al escritor de palabras no redundantes, palabras que no están al servicio del poder.

¿Por qué este discurso de tono filosófico en relación con la escritura de Carmen Crespo?. La razón es simple, creo que con desterro estamos ante un claro ejemplo del escribir entendido como devenir.

El libro se divide en tres secciones: “morada”, “desterro” y “testimonio”.

La morada es el poema, y el poema es un lugar construido con palabras íntimas, hecho con un lenguaje privado, un lenguaje que presta especial atención a lo que puedan expresar las cosas mudas. El poema final reafirma esa voluntad de escucha atenta y el deseo de ofrecer un testimonio escrito.

La palabra es la gran protagonista del poema, el personaje principal en el escenario del texto.

Y en desterro la palabra se revela con v y se rebela con b; muestra su rebeldía, no se resigna al aislamiento, vuelve del solitario destierro al territorio común, al marco de la normatividad y el consenso, quizá con intención de subvertirlos; y en ese retorno nos revela algo. Cargada de realidad la palabra horada en el lenguaje, y siembra en el hueco para que aflore lo no dicho.

Un impulso recorre el libro, las ganas de hermanar lo de dentro y lo de fuera, y de hacerlo sin cesuras, sin pausas que entrecorten la voz. Es este un intento difícil, y la escritura lo acusa. El texto está plagado de huecos, de espacios en blanco, de “abismos de silencio” en los que la palabra cae y muestra su insuficiencia, o en los que simplemente se detiene para tomar aliento y retomar con nuevo ímpetu el curso del lenguaje; “abismos” en los que, en otras ocasiones, la palabra titubea y cambia el rumbo, o en los que el sentido enmascarado en la palabra se asoma al sinsentido con angustia.

A través de esos “abismos de silencio” la escritura deviene, se enfrenta a paisajes sin lindes, transita el descampado, desamparada busca refugio, y al descubrir fragmentos con los que construir se demora, escucha y transcribe. La morada, el texto, se construyen de ese modo fragmentado.

desterro es éxodo, una huida a latitudes a un tiempo extremas e íntimas, y el yo que viaja es un extraño ante sí mismo. Ese ser ajeno a la identificación habla desde una posición excéntrica; excéntrica respecto a la guía del ego, y respecto al eje de la gramática, la sintaxis, o la semántica convencionales, da cabida al desvarío para que irrumpa lo aún no dicho de este modo.

La palabra que surge entonces es una palabra íntima, pequeña, amada. Una palabra que silencia el ruido externo y el interno; un vocablo que apaga la palabrería pública y sus hipérboles, o el farfulleo privado, caótico e incesante, que impide escuchar lo que sucede en el aquí y ahora.

Pero también es una palabra que se concede a sí misma equivocarse, porque no busca ser juzgada por el pensamiento, porque nace sin premeditación, como puro desbocamiento de un cuerpo incontenible.

El cuerpo participa en la creación de lenguaje. Y en ocasiones es el engranaje conjunto del ojo y de la lengua, el mecanismo que maquina el poema. El cuerpo prófugo, es decir, el cuerpo que huye a través de los sentidos retorna al cuerpo íntimo como lenguaje.

Y en ese encuentro de lo interno y lo externo la voz vierte un titubeo de palabras, emanadas con amor y volcadas con cuidado en el poema.

Ahí, en el poema, en el cuerpo, permanece Carmen Crespo, vigilante, celando el interior, guiada por un impulso amoroso, el de desentrañar palabras y ofrecérnoslas.

Gracias Carmen por la ofrenda.

 

Carmen Crespo, desterro, Valencia, Contrabando, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Hospital

Un catálogo de inicios y finales

10 de junio de 2025 14:24:09 CEST

Los lectores de Aloma Rodríguez están acostumbrados a los géneros híbridos en su obra, Puro glamour (La Navaja Suiza, 2023) era una miscelánea de relatos con brotes de autoficción, continuista con Siempre quiero ser lo que no soy (Milenio, 2021) donde se ensayaba la madurez, la maternidad y el oficio de escribir. Por el medio, en una primera edición de 2016 en Xordica y la reedición del pasado año en La Navaja Suiza, Los idiotas prefieren la montaña, un relato sobre su relación con el poeta y compositor Sergio Algora, un arrebato de juventud que suponía un punto y aparte en su propuesta narrativa. De esa propuesta y de las distintas presentaciones del libro, convertido en una especie de proyecto multidisciplinar que incluía spoken word, música en directo y un work in progress donde se amalgamaban sus textos y los de Algora, surgieron algunos de los fragmentos que dieron lugar a Una inesperada ilusión, editado por Prensas Universitarias de Zaragoza dentro de su colección de poesía, “La Gruta de las palabras”. Y es que este libro en vez de huir de las etiquetas las contiene todas: listados, comienzos y finales, prosas y miscelánea lírica, amagos de guion, dietario y un fuerte efecto Georges Perec adoptado a los distintos universos literarios cuánticos de la autora. 

Existe un cierto placer extra, un disfrute cualitativo en la lectura si uno conoce los códigos de la obra de Aloma Rodríguez: desde su dedicación a la prensa cultural, su manera de tratar el modelo disfuncional del escritor español medio y su pasión por el mundo audiovisual e, incluso, el gusto por la canción ligera. Aloma Rodríguez te lleva siempre a Aloma, sus cuentos, novelas, reseñas. Es pura, salvaje y corrosiva. El libro tiene fragmentos de potasa, de sulfúrico, pero esa mezcla, ácido más base, te devuelve sal y agua, es cálida, cercana, usa el humor para acercarse, en su ritmo, a la manera somarda de la literatura fragmentaria de sello aragonés, la de Mariano Gistaín y el reivindicado Félix Romeo. 

Quizá al estar encuadrado en una colección de poesía, la lírica que destila recuerda a los poemas en prosa de Pablo García Casado o la lúcida construcción multivariable de Sara Herrera, pero lo que queda, lo permanente, es Aloma Rodríguez, en el eco francés, el más habitual, sensual e independiente de Annie Ernaux, pero que, en la manera de apuntalar los adjetivos de manera breve y ser poética en lo sensible, nos lleva hacia Hiroshima, mon amour con su calor y su sudor, con su piel de Indochina, en las palabras de Marguerite Duras, provocando con sus miniaturas, comienzos que aparentemente no llevan a ningún lugar, ligeramente hinchada por la especial testosterona umbralina y trubaniense (de Jonás, evidentemente) pasando por las frías playas de Daniel Veronese. 

Un libro parcialmente escrito para ser recitado, haciendo que Lydia Lunch y Luis Felipe Alegre se sientan orgullosos mientras crujen guitarras como las de Javier Aquilué o Lorién Vicente. Un libro que no existe, una destrucción programada, con preaviso, un libro que deja en cada cuento un sabor metálico y abisal en la boca. Una madre, una hija, dueto que se repite, como el terror, en una metaliteratura de ajenos. El escritor de la capital como arquetipo de la superficialidad y la miseria. Un poco de izquierda oficialista adicta al postureo y la ayuda a la edición y creación: Aloma, superviviente, no utiliza las palmaditas en la espalda ni los euros deslizados en el bolsillo por el papá estado (o comunidad o diputación). 

Aloma evita el funcionariado ruinoso de otros colegas de generación, sobrevive, pura, en prensa y presa, madre, esposa, cantante y escritora. Propone una serie, dos series, tres series, como aquella cinta de Moebius que era Seinfield (el programa de televisión) en los noventa, una comedia sobre unos personajes a los que no les sucedía nada, un lugar en el que no importaba lo que pasaba porque no pasaba nada. 

En esa especie de blues de Joe Costanza, lo que importa en el libro son los personajes y los que los miramos/leemos. Propone y dispone: secretos de familia, muertos, Mafalda, antologías, escritores músicos, escritores dibujantes, escritores periodistas. Cualquiera escribe, sobre todo el que tiene más “Me gusta”. Un día ordinario, oxímoron en realidad, una desaparición, muerte, un día que se salva del aburrimiento por una tragedia. 

Apuesta fuerte Aloma Rodríguez, sin etiquetas o con todas las etiquetas, ya lo he escrito. Siempre construyendo una caja regalo para el lector. El día y la sorpresa, la oralidad, el libro de cuentos, los cuentos con su principio y sin final, en eso está el verso, en la Aloma juglar, con sus cajones y discos duros llenos de ideas, como en un viejo diskette de 5 y ¼, que no se puede leer en ningún dispositivo, solo la memoria.

Hoteles, un libro como un continente, una península más bien. Algo físico. Coincide con alguno de los últimos poemas de Fernando Sanmartín, citando a Jorge Luis Borges, ¿qué haría Borges con ello? Y a Louise Gluck que completa la mano francesa con Albert Camus en una mezcla de sexo, familia y método. 

Poco apasionado. Los libros, las novelas, jugando al escondite por la casa, en cajones u ordenadores, hasta que se les olvidan y se convierten en fantasmas, en apariciones por los castillos o la Cuesta de Moyano. De la ciudad grande a la pequeña hasta la playa minúscula. Los párrafos, los textos, los poemas, son geografía literaria, la más real de todos.  Emparentada, también, con la última entrega de Julio José Ordovás, más por lo reflexivo que lo situacional. Una mujer y un hijo muerto, ahí vamos otra vez. Las amistades maduran, los hijos, los de los ojos grandes, enormes, de madre a hija. La fotografía, la interpretación, la autoedición es la palabra que termina el crucigrama. Un catálogo de hilos, de seda y lana, para enhebrar, coser, realizar a medida tus propias historias. 

Un libro en 3D sobre Jane Birkin. La playa y la piscina. Sentencias rotundas sobre el aburrimiento y sobre la lectura, sobre la obra, la propia y la de los demás. Hay un momento en el que hay que elegir: “Centrarse en la obra propia o estar atento a la de los otros. Cuando más lees menos escribes”. Ser Woody Allen o un personaje de su obra. Más listados: chicos, cineastas, películas, carreras, olvidos, hijos, pareja, mujer, separación, crisis, otros hombres, otros hijos, tus propios hijos, amantes literarios, baños limpios, madre española, con el botellín de agua y la manta, la maternidad abrazada con el mismo entusiasmo que el rock amateur o las drogas de diseño. Primero Félix Romeo, después Sergio Algora. El consomé, el pescado fresco, las hortalizas y los champiñones. Discos de bandas poco conocidas de la invasión británica, la vida como contemplación, la estación que nos alcanza y deja atrás, hasta convertirnos en personas perdidas, amigos, atriles, veinte minutos para que todo cambie, tres minutos, la vida en una canción de Vainica Doble, en otra de Kiev Cuando Nieva, Franco Battiato. 

El color emancipado. La sensación de siempre. El ridículo, propio y ajeno. Las piscinas y la playa, también lo he escrito un poco antes: La piscina, una novia con piscina, una novela con piscina, las diferentes familias que las han usado, el tipo que recorría las mansiones, de piscina en piscina, el agua clorada, la sirena en una quinta donde vivir para siempre, como en estos textos, cada punto y aparte es un universo paralelo distinto, como si un dios jugara con sus dados cuánticos y literarios. Ya lo explica Aloma Rodríguez, dejando el camino despejado para los críticos literarios: es un libro que va contra la muerte. Por lógica, en el axioma, un libro para la vida. 

 

Aloma Rodríguez, Una inesperada ilusión, Zaragoza,  Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2025. 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Un regreso que es, a la vez, pena y alivio

10 de junio de 2025 13:21:34 CEST

Fernando Sanmartín, convertido en un referente en el panorama literario aragonés, ofrece en su nueva entrega poética, editada con gusto y mimo por Papeles Mínimos, un paisaje lírico de su estancia en Suecia durante el verano de 2023. Como él mismo explica en la nota final del libro, estos versos son fruto accidental de su estancia en el centro de arte y cultura de Konstepidemin, en la ciudad sueca, puesto que su primera intención era comenzar un libro de viajes, pero la poesía es un géiser incontrolable y el viajero Sanmartín, que el año pasado entregó Archivo fotográfico (Cuadernos el mirador, 2024) y dos años antes, Evitar la niebla en esta misma colección, está levantando a través de entregas contenidas una penúltima obra poética plena de mimo, viajes y refugio, en su doble papel sensible y geográfico. 

Una portada de pantone verde mar, las palabras de Jorge Luis Borges, con la oscuridad del comienzo y la sensualidad del cierre en Marguerite Duras (dos de las coincidencias con la obra última de Aloma Rodríguez, por cierto. No las únicas), son la cohesión que necesita este catálogo nórdico de paz clara y vapor tibio: “Otra noticia me muestra el inventario / de los espejos”. Escandinavo contraste, el del carbón ardiente y el frío lixiviado de la nieve, con el paso del tiempo, en la lectura de Heráclito: “No hay agua pantanosa”. 

Sanmartín utiliza el mar como espejo blanco que refleja la luz hacia el tono elegido: “En un faro siempre hay un límite / como en nosotros”. Un instante, para el viajero, en el que las palabras Jack Kerouac van de la comisura al estómago, el camino como exigencia y esa calidez que ofrece el final del mundo, allí donde termina el tranvía, donde el paganismo sitúa el abismo que recibe todas las aguas del mundo. ¿Todavía tienes cobertura, Fernando?  

El poeta no puede huir de todo. Debe permitir que un poco del mundo, de la ciudad, quede dentro de él: “El olvido es como la nieve / ¿a dónde voy?” con la civilización disfruta el poeta laminero, al que conocíamos de otros libros, como al azar, un compañero, una inspiración. Media tarde, casi noche de la vida: “Miro la memoria y está lejos el invierno”. Evita las vulgares dimensiones euclídeas, como el tiempo y la distancia, para entregarse al recuerdo como distorsión para la electricidad de su lírica. Manipula como un alfarero lo que contempla, la plasticidad de los lugares y sus nombres, como un conflicto, intercambiables para el lector que termina por interiorizar la distancia. Una bisagra, la de la lejanía que se cuida con grúa y pez (siendo pez a la vez, animal y alquitrán, llenando los boquetes). Destilados que llena mares hasta convertir la ínsula en continente. Por un segundo, atrapados abruptamente en la calidez artificial del alcohol, disfruta de un sabroso bacalao con salsa de eneldo o una pasta con vodka, alimentos, que más allá del superlativo, son nutritivos, dolor y sal, la supervivencia: Louise Glück y Ramiro Garirín, Pink Floyd y Luis Eduardo Aute. 

Un libro de cuerpo entero, de ropa de abrigo, de fragancia frente a un mar de botella verde profunda (repito y repito por lo profuso del color, en portada y en verso), el ferri, donde el vidrio va y viene: “El viento es su discípulo / el alma todavía no tiene túneles”, el destino juega con los jóvenes a un escondite de arrugas y promesas que se cumplen. En un archipiélago de libros los de geografía de EGB tienen permiso a ser olvidados, un porfolio de términos: “El agua no desafía al bronce”, el amor infiel, el amor apurado por el frío de la calle que convierte la pasión en humo, aire saturado hasta que colapsa, exige diligencia. Sanmartín observa: “Se hacen una foto junto a ese barco / el enigma rodea la balanza / lo incierto”. Pescado que saben a pasado, el aplauso de una mujer que nunca está sola, la acompaña su amante o la música, Bach: “Descifran la despedida / el terreno de los sabios”, tiene que “Escoge el fin o el frío”. 

En la contemplación de las plazas de Europa, donde abunda el café y las catedrales. Catedrales apócrifas, en el cuerpo o la religión: “Escribo / no ser derrotado por la herencia del ruido / dar de beber al humo / tender una herida junto a la ropa”. Poeta de conciencia, de cuerpo, poeta de los colores en la Europa septentrional, donde el Mediterráneo es memoria y el frío una excusa para retener las pasiones. La conciencia, la exigencia más bien, de un náufrago cuando lo rodea el mar, un océano de alga y ajenjo, una posada, el nombre de una parada, la mujer y el hijo: “La luz es un gato abandonado / hay un folleto en los silencios / amanece pronto”. Otro, espejo, cuerpo, máscara. 

En la segunda parte, un jardín botánico: “Sin pacto con los párpados / la indiferencia es una rama en el suelo”, el bolígrafo en la acera, el doppelgänger de Julio José Ordovás que pide una nota explicativa. La ciudad, esta vez, no está atrapada por la sed. Postales que son, claro, botellas, el mismo vidrio de la portada, café y recuerdos: “El miedo sabe que ya no le obedezco”. No hace falta citar referencias, Sanmartín es un caso de observación, las notas y los autores son sugerencias explícitas en su escritura, como el café o el té, el guiso o el pan recién hecho, la ternura del vino, la frescura de la cerveza. Roberto Bolaño como excusa, la distancia cualitativa entre un camping de la Cataluña interior y una residencia en Suecia, pero, al final, ambos capturan la vida en óleos, en el equilibro entre el pintor y el coleccionista, el meandro y el caballete. Te los imaginas, niños siempre, tachando con su bolígrafo los cromos de la infancia. 

En el parque el poeta deja caer sus frutos y el sustrato del verso crece, la poesía es una sorpresa y el regreso, a la vez, pérdida y alivio: “Me encaramo al pasado como a un muro”. Los dioses del trueno, tuertos y cansados, en el fin de semana de Göteborg rememoran sus glorias pasadas, dioses sin culto, dioses divorciados de la gente… hablar, en el viaje, del regreso es como un enemigo imposible de esquivar: “La vida no es un idioma extraño que deba traducir / echaré de menos la ca

sa / abandonar más despacio el territorio / la autoría del tiempo”. Sanmartín no sabe despedirse: “Uso palabras como un superviviente / que se habla a sí mismo”, deja pedazos de su continente en los lugares, un contenido infinito antes de volver y cargar de queroseno su corazón y su pluma, la tinta junto al Ebro. ¿Para qué estás preparado? Para contener al mundo, toda su belleza, en unos pocos versos. Como estos. 

 

Fernando Sanmartín, Costa Oeste. Poemas de Göteborg, Fernando Sanmartín, Madrid,  Papeles Mínimos Madrid 2025

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Identidad, memoria e interpretación de la vida

10 de junio de 2025 13:06:32 CEST

Tal y como se explica en el exhaustivo prólogo de la mano de José María Fernández Vázquez y Consuelo Triviño Anzola, Jorge Urrutia es mucho más conocido por una dilatada y brillante obra académica, que por su obra literaria en verso y prosa. Ha venido a solucionarlo con esta estupenda reedición De una edad tal vez nunca vivida, aunque yo esperaba una renovada antología de su poesía, incluidos los proemas o poemas en prosa. Me he encontrado, sin embargo, con unas memorias líricas, pulcras y entrañables (no solo, pues también son testimoniales), llenas de ecos de una/s vidas complejas, que, aunque conocidas, pues aparecieron en Bartleby en 2010, se renuevan con esa ubicación precisa hecha por los prologuistas.  

Memorias llenas del testimonio de una España y un oikos en sus intersecciones, reencontrados o recuperados a través de lo más íntimo, la familia o el propio asumir y mirar, adentrarse, acuñar perspectivas desde la poesía de la edad, es decir, reflexivas. En efecto, Urrutia tiene una larga y casi secreta trayectoria lírica, eclipsada en buena medida por la académica, desde Lágrimas saladas (1966) - pero no es un poeta tardío como tantos profesores, pues de raza le viene al galgo- y cuya trayectoria se ha continuado, con nuevas entregas y antologías, hasta los de 2020.

Normalmente la crítica ha destacado Delimitaciones (1985) y Cabeza de lobo para un pasavante (1996) o El mar o la impostura (2004), junto a esta reedición, también echada en falta. Una trayectoria que ha sabido evolucionar desde lo colindante inicial con la materia realista (desligada de lo mimético con los orígenes de esa perspectiva y en camino hacia la ruptura de los 60/70), comprometida o como quieran llamarla, hasta la aventura de la irrupción del lenguaje, pero con el ancla puesta en un Antonio Machado, y a quien Araceli Iravedra acaba de dedicar un fantástico trabajo: “Son sus huellas el camino. Antonio Machado en la memoria poética del siglo XX”. Y en la de Jorge Urrutia, como no podría ser menos, también.

Con De una edad tal vez nunca vivida, libro dividido en tres partes, asistimos a un esfuerzo por la identidad, la memoria y la interpretación de la vida desde los vencidos en la guerra de 1936, también a las memorias personales ahí enraizadas, pero con otro vuelo. Y desde uno de los poetas importantes, Leopoldo de Luis, no solo por su poesía, sino por los trabajos que delimitaron el fin de una época y el comienzo de otra a través de la celebérrima antología sobre la poesía social, reeditada en el 2000 y en la mente de todos, Poesía social contemporánea, antología (1939-1968). La prosa de Jorge Urrutia, precisa, brillante, sucinta, va rastreando un ramillete de asuntos en breves escenas desde el yo y la familia, recuerdos, pasajes, circunstancias, algunas tan duras como las de los hermanos obligados a cavar su propia tumba, o la de un padre que es enlace del maquis, entre muchas otras entrañables, o “la memoria, el tiempo y el olvido”.  También asistimos a reflexiones de la edad tardía, por decirlo con Luis Landero, o a lecturas, solo las “prospectivas” diría el recientemente fallecido Andrés Sánchez Robayna, de un momento de España que es el que hemos vivido muchos a través de nuestros padres, cada uno con su circunstancia, y convierten al libro en un testimonio y una sentimentalidad de un momento. Sin tristezas, pese a todo, porque como sabe decir, animoso, Jorge Urrutia, pese a todo, “quedan los lugares, la amistad y el recuerdo. Porque la vida hizo en mí su nido”.

 

Jorge Urrutia, De una edad tal vez nunca vivida, Madrid, Cátedra, 2025.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

El ensayo como una forma de observación nutricia

6 de junio de 2025 11:59:39 CEST

Andreu Navarra (Barcelona, 1981) es uno de los narradores más interesantes del panorama literario actual: el impacto casi sobre natural que produjo en sus lectores el texto Ballard reloaded (H&O, 2023) junto con Beatriz García Guirado, y los dos volúmenes editados por el sello balear Sloper, Hojas (2017) y Una especie de aventura (2019) parecían haber desplazado parcialmente su literatura hacia la ficción, pero, con este libro, Razón y demolición (El arte de escribir ensayos), el público y la crítica recupera al Navarra erudito, de pluma afilada, sobrio intérprete de las corrientes socioculturales de nuestro tiempo. Más allá de su condición de docente e historiador, Andreu Navarra ha destacado en el campo del ensayo y la investigación y esta entrega, es, desde su concepción como un ensayo sobre el propio arte de escribir ensayos una especie de cinta de Moebius, sin principio ni fin, una especie de travesía circular, armada con un cierto humor caústico que no hace perder en ningún momento, la formalidad necesaria para que su lectura sea a la vez nutritiva y científica. 

Es Andreu Navarra una especie imprescindible, un escritor armado de un diapasón académico complejo, que deja espacio para lo cotidiano en los distintos párrafos y capítulos en los que se estructura la obra. Desde “El amanecer de la duda” donde se enumera una especie de principios fundamentales para el urbanismo del ensayo, gestionando los tiempos de crisis en los que, además de incertidumbres, se alimentan las propuestas más interesantes. Entre la España de la Restauración y el franquismo, Andreu enumera, bajo el paraguas de una sensación de falso orden, nombres como los de Pío Baroja o Brian Dillon, que no dan juego a la razón, que hablan en su obra de la búsqueda del sustento a través de la huida, el nomadismo como fuente de inspiración hasta caer en la forma híbrida del ensayo agresivo y simpático. Mezclados, pero no agitados, acaban siendo colonizados por un falso optimismo que en su forma más integral puede acabar vertiendo sus lixiviados en lo que se conoce como ideología neoliberal, la auténtica cara de la festividad postmoderna. 

Andreu incide en el problema del desmantelamiento de la instrucción pública como vía para el fin del libre pensamiento político, obligando a la persona a la búsqueda, más agotadora y exigente, en el pensamiento no reglado. En este caso, en mi opinión, existe una omisión obvia, que es la dejadez social de las últimas décadas, que alcanza a cualquier estrato social, donde lo inmediato y lo fácil evita que se aprovechen al máximo los magníficos medios que la socialdemocracia y la sociedad occidental ha ido proporcionando a todas las capas estructurales, los más humildes, por supuesto, los primeros, al necesitar un acceso gratuito y universal. Todo el libro pivota alrededor de la necesidad de encontrar un culpable extraño, forastero, cuando es el mismo alumno, la misma persona política, la que decide, en su ejercicio de libertad, abandonarse al hedonismo mal entendido. Del mismo modo, la idea de una escuela de la vida, de una forma de autoaprendizaje, es un elemento social que acaba eliminando a los intelectuales orgánicos o los periodistas del régimen, cuarto poder herederos de la nobleza endogámica y universitaria. Si bien esto puede ser visto desde un punto de vista ácrata hasta que la visión del individuo no coincide con la del intelectual (orgánico o inorgánico). El periodismo, propaganda en lugar de ensayo, es un tema de actualidad y que surge, de nuevo en mi opinión, de la dejadez de prensa, acomodada en la idea de que su pensamiento y el del poder está en la misma línea y, además, es la correcta, con lo cual cualquier pregunta incómoda es un brote del siempre resiste árbol del fascismo. En España, animados a gastar antes que guardar, nos vemos sometidos a una serie de apocalipsis cotidianos, de situaciones inverosímiles, que hacen del “Derecho a pensar” una incómoda exigencia más que un derecho adquirido. La religión, la agenda ideológica, esa especie de catecismo civil en el que la cultura tiene algo de aguafiestas haciendo de la herejía una necesidad. Evitar una población ganado, buscar una renovación donde el amor, la revuelta y la lectura sean instrumentos, que lo inmediato del serial deje de imponerse. Según Andreu Navarra, los autores de hoy compiten para ver quién es más diverso y culpabilizado.

Olvidada la escuela de Madrid de Miguel de Unamuno, Julián Marías, Ortega y Gasset o María Zambrano, da la sensación de que una persona neuronalmente quemada (de vídeos instantáneos, movimientos del dedo sobre la pantalla táctil) no puede emanciparse y mucho menos pensar. Es necesario restaurar ese bienestar. Escapar del odio de clase, de frentismo mediático. La religión del pensamiento evita el contexto, citando al autor, las frases de las obras de Lenin, que usaron la policía política, Josef Stalin o Leonid Brézhnev, como ejemplos de la gran derrota de la teoría, del ideal, acaba en una serie de sintagmas carentes de significado, más cercanas a la proclama religiosa que al fundamento político. Añado, en mi caso, el fenómeno de la neolengua educativa, que Andreu Navarra conoce también, que arranca cualquier validez a los procesos de aprendizaje para evitar los “degradantes” (y las comillas son necesarias) procesos de evaluación. La persona necesita aprender y demostrar que ha aprendido para poder tener las herramientas que le permitan construir el pensamiento independiente, base de toda la literatura, el ensayo y la cultura como elemento libertador. Volvemos a los tuits, a los aforismos, a la poesía en rima consonante, a un coro de ladrillos, a una economía de adictos a la dopamina, que no alcanzan ni el honor de ser un Frankenstein de Don de Lillo o un Patrick Bateman del siglo XXI. Escribir un ensayo, dice Navarra, no es garantía de que en un futuro no se produzca una masacre. Sumidos en el escepticismo, acabamos por volver a la clasificación más clásica del intelectual, contenida en obras como la de David Jiménez y en las que se muestra como el escepticismo y la lectura son los enemigos naturales de la burocracia. Miguel de Unamuno y Josep Pla o Eugenio d'Ors y Agustín Fernández Mallo, la esencia del individuo frente a la sociedad, ante el fuego de una época concreta, el presumido autor de cartas que se han escrito para ser publicadas, una epidemia global que deja las elucubraciones de Philip K. Dick o el propio Ballard en bromas para niños. Los temas del ensayo tienen que ser bombas de racimo y el mismo ensayista gestor de hemorragias. 

Un ensayo sobre los ensayos como este, encuentra la cristalización en la obra de autoras como Patricia Almarcegui o Marta Rebón, donde el viaje, la ciudad líquida y las formas de urbanismo y comunicación (incluyendo la memoria, como en la cita que aparece en el libro, donde se habla de primero vivir y luego escribir: "un grupo de cuatro norteamericanos obesos beben cerveza delante de las ruinas de la cúpula de la bomba atómica de Hiroshima"). Volviendo a Unamuno, en sus obras, en sus excursiones, se proyecta a sí mismo, una especie de ensayista romántico, en sus viajes chocará posteriormente con la modernidad del turista, fenómeno, el del enfrentamiento entre viajero y turista, de los más interesantes del volumen. Aparece una voz como la de Agustín Fernández Mallo, donde habla de un conflicto con fondo de clasismo, de clase media ante el proletariado y, otra vez Ballard, con el fascismo intelectual sobrevolando todo. Al viajero le sobra el tiempo mientras que el turista parece impaciente, quiere llegar al desayuno buffet, a la playa. De viajes, entre Pla que compuso un libro en autobús geográficamente imposible por la Cataluña de su tiempo en la que solo entrevistaba a catalanes muertos o, por otro lado, el febril Joaquín Costa, que volvió agotado y traumatizado de la exposición de París de 1867 y tomo una visión de avezada austeridad total, evitando el subdesarrollo carlista, el primitivismo social, sabiendo que un caminante asalariado termina por ser un hombre anuncio. Acaba Joaquín Costa por evitar el miedo a la página en blanco a través de la búsqueda de citas que decoren las líneas de su obra. De la pensión a la biblioteca, casi sin caminar. Es un juego de glosas, donde la lista, pecado venial del ensayista, termina por convertirse en un contenedor más. 

Vuelve el ensayo a la parte más política de la sociedad, en el que la ignorancia hace que el que se cree libre acabe comportándose como los extremistas, tan revolucionarios que las normas superarán a las ideas y no habrá más que ignorancia. Sin duda la lectura es un placer culpable, pero peor es el ensayo, que es un acto reaccionario, con un cierto grado de escepticismo y, con su exploración pura del intelecto, contiene una naturaleza onanista. Leer lo que se repele acaba por ser el único camino seguro para combatir ideologías detestables. Volver, para terminar, a la educación como elemento de turbiedad endémica. Un sistema de creencias que el poder quiere estable y estático, que no ponga en peligro la estructura económica de país. Encuentro en esto un planteamiento simplista, asumiendo el movimiento político inherente en los países democráticos del ámbito occidental y que es una repetición de excusas y proclamas con varias décadas detrás. ¿Y las propuestas más radicales? Lo radical es una manera de engaño muy poco elaborado, pero muy eficaz, captura por igual al joven apasionado y al jubilado con ganas de divertirse. Deja entre medio a las madres y los padres y sus hijos en edad de emanciparse. La edad y la clase, en su concepto medio, son la base de nuestra estructura. 

Pero vuelvo a Andreu Navarra, que asegura que el poder tiene como objetivo que nadie posea el vocabulario necesario para la creación de imaginarios alternativos. Dudo si lo que hace es colocar docentes aburridos o químicos disueltos en el aire, quizá sea una conexión a la red eficiente y youtubers asociados como pedagogos que hacen del esfuerzo un detonante de la insatisfacción. El autor asegura que en un plazo de tiempo muy breve el alumno pobre no tendrá acceso a una educación real, solo a un modo teórico y virtual, simulado. Para el pobre la educación emocional y para el rico las ciencias y las humanidades. ¿Quién es el culpable entonces? ¿Los profesores de los alumnos de clase alta por ser cómplices? ¿Los padres que lo permiten? ¿La persona que cierra la biblioteca? Sanidad privada y refuerzo educativo, por sesenta euros, lo que cuesta una adicción moderada al tabaco y menos que el mantenimiento del terminal y la línea de un móvil. A pesar de todo, aunque la sociedad está tan estropeada y el poder controla tanto, el autor encuentra una editorial para su libro y una persona que lee y reseña el volumen.

 

Andreu Navarra. Razón y demolición. El arte de escribir ensayos, Barcelona, H&O Editorial, 2025.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Roberto Alifano (nacido en 1943, en el oeste de la provincia de Buenos Aires) no sólo ha perseguido la felicidad en muchos momentos de su vida sino que también a él mismo le ha perseguido la felicidad con resultados que naturalmente muchos lectores y amigos suyos envidiamos, porque no puede haber sido más que una enorme dicha compartir amistad, confidencias y afinidades electivas junto a escritores de la talla de Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sabato, Nicanor Parra, Jorge Edwards, Pablo Neruda, Silvina Ocampo o Jorge Luis Borges. 

Decía Ernest Hemingway, en París era una fiesta, que “si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas a donde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue”. Parafraseando a Hemingway, yo diría que Alifano tuvo la suerte cuando joven de haber vivido en Borges, con Borges, y que por eso Borges se convirtió para Alifano en una fiesta que le siguió o a la que siguió de por vida. Y prueba de ello es este Primer Cuaderno Borges. [Diarios, 1974-1976], al que seguirán otros dos cuadernos más que están en fase de preparación para ser publicados lo más pronto posible.

Como hiciera Boswell con Samuel Johnson o Eckermann con Goethe, Alifano casi día por día fue apuntando todo cuanto salía de la boca de Borges a propósito de los temas más dispares, ya fuesen sus antipatías hacia el peronismo, sus filias y sus fobias literarias (le encantaba, por ejemplo, hacer chistes sobre sus colegas, que aunque no eran heridas mortales, quizá fuesen un poco crueles en algunos casos), sus recuerdos de juventud en Europa y particularmente en España o su memoriosa capacidad para recitar poemas, letras de tangos y cualquier pasaje literario de una obra que por la razón que fuera le dejó una huella imborrable en su extenso magín. Porque, como bien dice Alifano en esta entrevista, “La felicidad de Borges pasaba por la literatura” y todo lo convertía en literatura, ya que por encima de todo Borges “era un ser literario”. Tan literario como para ver en Alifano un aliado, un igual, un ser —como el propio Borges— envenenado por el virus de la literatura, que sólo contagia a quien en sus venas, en lugar de sangre, tiene letras, versos y una corriente de caracteres cifrados en los más bellos e intensos vocablos de nuestra lengua. Y cosa curiosa, a pesar de los muchos años que se trataron, tanto en su piso de Maipú 994 como en restaurantes, cafés, viajes, presentaciones de libros y conferencias, nunca llegaron a tutearse, tal vez porque en el fondo Borges era un caballero inglés más próximo al siglo diecinueve que al veinte. Todo lo contrario, en cambio, que su literatura, que poco o nada tiene de decimonónica, y que muy probablemente continuará siendo para muchos lectores una de las mayores felicidades a las que perseguir o que les persiga. De esa intensa y extensa relación amigable que mantuvo con Borges nos habla Alifano aquí. Pero no sólo: también opina sobra la situación política actual de Argentina, sobre Milei, y antes que eso sobre los terribles años de la Triple A, durante la dictadura de Videla, y del riesgo de muerte que corrieron Borges, su madre doña Leonor, su hermana Norah y el propio Alifano, quien ya previamente había tenido que escapar de la persecución a la que fue sometido en Santiago de Chile por orden del general Pinochet. 

Roberto Alifano, un trotamundos, un enorme escritor, un gran memorioso, un superviviente de los estragos de un siglo aciago en Hispanoamérica, un periodista que a sus 82 años aún tiene que seguir escribiendo para comer diariamente, y en el fondo no más que un practicante del pesimismo de la inteligencia y del optimismo de la voluntad.

 

“Borges se convirtió en mi maestro, y eso se prolongó por más de diez años”

 

-Querido Alifano, ¿qué te impulsó a querer conocer a Borges?

 

-Bueno, sucedió que una profesora del colegio secundario nos hizo aprender de memoria algunos sonetos de Borges. Cuando yo lo conocí en una librería le recité uno y él se sorprendió. De manera que empecé por su poesía. En cuanto a mi amistad con él fue a través de doña Leonor, su madre, y también por su hermana Norah. Yo las conocí cuando trabajaba en una galería de arte y las ayudé a colgar los cuadros para una exposición de pinturas de Norah Borges, una original y reconocida artista plástica. Aquello fue hacia comienzos de la década de 1960. A partir de entonces empecé a visitar a doña Leonor muy seguido; me encantaba conversar con esa señora mayor, que era una criolla bien argentina, muy de Buenos Aires, llena de anécdotas y testigo de varias décadas de nuestra historia. Cuando la visitaba, casi siempre lo veía a Borges y conversábamos de literatura. Lo entrevisté luego para una publicación en la que yo trabajaba. Él había tenido un duro cruce de palabras con un gremialista y sus respuestas fueron contundentes; en pocas palabras lo destrozó dejándolo en ridículo (te aclaro que no era conveniente polemizar con Borges que era el rey de las palabras y manejaba argumentos invencibles y llenos de sarcasmo). Bueno, sucedió que cuando me iba, después de mi entrevista, me dijo si me podía dictar un poema que había pensado en la mañana. Cuando terminamos me propuso regresar al día siguiente para corregirlo. Así lo hice y de esa forma, empecé, te diría que impensadamente, a colaborar con Borges, que me hizo su amanuense; es decir, la persona que escribía en el papel los textos que por su ceguera no podía fijar en el papel. Fui una suerte de secretario; yo cumplía con esa función, además de leerle, acompañarlo y asistirlo en muchas cosas. Se convirtió en mi maestro, y eso se prolongó por más de diez años. Lo ayudé también en muchas traducciones como las “Fábulas” de Robert Louis Stevenson y la poesía de Hermann Hesse, por ejemplo. Fue algo maravilloso trabajar con él, un verdadero don que le debo a la vida, un regalo acaso inmerecido. A partir de ese momento lo acompañé y estuve a su lado en muchas charlas públicas. 

 

“Era un hombre de genio, también una persona amigable, amena y de fácil trato”

 

-¿La imagen que tenías de Borges cambió algo respecto a la imagen que te hiciste de él, una vez que lo conociste personalmente?

 

-No sé, quizá sí, pero muy poco. Cuando empecé a leerlo, primero lo imaginé un personaje intocable; alguien que miraba desde una torre de marfil y después, cuando lo traté y estuve a su lado, reconocí que era un hombre de genio, también una persona amigable, amena y de fácil trato. Antes yo era su lector y al empezar a colaborar con él me convertí en su discípulo y amanuense, como te decía, y en algo más, en su amigo; porque Borges era un hombre de amigos, un ser gregario que le encantaba el trato humano. Te repito, fue un regalo de la vida.

 

“Borges estaba todo el tiempo entregado a la literatura y haciendo literatura lo que pensaba e imaginaba”

 

-Tu libro se abre con tres citas bien escogidas de Borges. En la primera de ellas, extractada de Nueva refutación del tiempo, Borges termina diciendo “El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. ¿Cuánto crees que hay de verdad o de impostura literaria en esas palabras?

 

-Yo creo que ninguna, Borges era un hombre sincero. Eso no era una impostura, en su caso es la pura verdad. Borges estaba todo el tiempo entregado a la literatura y haciendo literatura lo que pensaba e imaginaba. En mi criterio fue el escritor más literario de toda la historia. Cuando descubrió la belleza de las palabras, nunca más se apartó de ellas. Su universo era literario y todo lo que pensaba pasaba por una forma muy particular que él transformaba en arte. Fue el escritor que se propuso ser literario en cada página y lo logró —lo digo sin exagerar—, en cada frase. Es un caso increíble; hasta en las declaraciones que hace en los reportajes, o en su conversación cotidiana, siempre lo era. Todo lo llevaba hacia el lado de la literatura. Lo que pensaba o imaginaba lo  transformaba en una creación particular.

 

“La muerte de Pablo Neruda me marcó para siempre”

 

-Antes de regresar a Buenos Aires, habías pasado unos años en Chile, donde tuviste un trato muy personal con Pablo Neruda, hasta el punto de que, cuando murió, fuiste el encargado de despedirlo en el Cementerio General de Santiago de Chile. ¿Qué palabras dijiste como para que Pinochet diera orden de que te encarcelaran?

 

-Bueno, Pablo fue otro de mis maestros y un admirado amigo. Esa vez, cuando hablé en sus exequias no recuerdo lo que dije, pero terminé con lágrimas en los ojos; fue inevitable. Por otro lado, fue una locura de mi parte. Estábamos rodeados de policías y de militares que nos apuntaban con sus fusiles. Matilde, su mujer fue la que me pidió que hablara. Esa muerte me marcó para siempre. Sentí el dolor que se siente al perder un padre, un hermano o un amigo entrañable. Ahora te aclaro que Neruda era la antítesis de Borges. Y con códigos muy distintos. Lo ejemplifico con un solo detalle: a mí nunca se me habría ocurrido usar el tuteo con Borges, que era una persona formal, un caballero británico; en cambio Pablo proponía el tuteo. De entrada lo hacía y le encantaba que la gente que él quería lo tuteara.

 

“La poesía une a los pueblos, en tanto que la política los separa”

 

-Según cuentas, Neruda apreciaba a Borges y viceversa. Y, sin embargo, se trataron poco. ¿No?

 

-Es cierto, fue así. Mira, esa es una historia que yo la cuento en una obra de teatro que escribí. Ellos se conocieron epistolarmente a comienzos de la década del veinte. El asunto fue así: Neruda, de muchacho como es sabido, publicó los Veinte poemas de amor y una canción desesperada y le envió el libro a Borges, que dirigía la revista “Prisma”. Borges publicó algunos poemas y Neruda quedó muy agradecido. Luego, Borges le envió Fervor de Buenos Aires, su primer libro, y recibió un elogioso comentario de Neruda en la revista de los “Estudiantes de la Universidad de Chile”. A partir de allí se siguieron intercambiando poemas y en 1931, cuando Pablo se radicó en la Argentina como diplomático chileno, lo fue a ver y allí empezó una amistad literaria, que no se complementó con la política ya que ambos tenían posiciones enfrentadas. Una vez Neruda me dijo: “Mira, la amistad con Borges no pudo prosperar. Él era un anarquista de derecha y yo un anarquista de izquierda; imposible entendernos. En lo literario sí, pero la política, la maldita política, como decía Unamuno, suele ser inconciliable”. La poesía une a los pueblos, en tanto que la política los separa.

 

“Soy un anarquista multidireccional”

 

-Decía Borges que había que escoger bien a nuestros enemigos porque acabaremos pareciéndonos a ellos. ¿De nuestros amigos podría decirse lo mismo…, quiero decir si tú acabaste pareciéndote a Borges?

 

-¡Ojalá! Hablábamos de Borges y Neruda. Mira, yo te diría que tomé un camino en medio de esos dos titanes; ambos son mis referentes. Yo no soy una persona de derecha; pero tampoco un militante de izquierda. Estoy en medio del camino y comparto aquello que le oí decir una vez a mi amigo Nicanor Parra: “la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”. No sé si es tan cierto, pero la ocurrencia vale. Si tuviera que definirme políticamente diría repitiendo lo de mi amigo Federico Peralta Ramos, un personaje bien argentino, que soy un anarquista multidireccional.

 

-El 25 de abril de 1974 anotas que, con Borges, “uno tiene la obligación de ser inteligente, o al menos intentarlo”. ¿Quiere decir eso que Borges era exigente con sus interlocutores?

 

-Pues sí, claro. Borges era un intelectual muy exigente; aunque a veces muy tolerante y propenso a las bromas. Yo tengo un libro que se llama El humor de Borges, donde intento mostrarlo, además, como un gran humorista muy al estilo de Bernard Shaw o de Chesterton, dos de sus paradigmas en ese camino.

 

“Perón distribuyó las riquezas que estaban concentradas en muy pocas manos, ofreciendo bienestar a su pueblo”

 

-Sabido es el tremendo odio que Borges le tenía al peronismo, pero tú, sin embargo, junto con Tomás Eloy Martínez, no te mostrabas tan radical como Borges, ¿es que veías algo positivo en las políticas de Perón?

 

-Sí, por supuesto. Antes de la llegada de Perón la Argentina era un país conservador, de muy extrema derecha e insensible con la clase trabajadora. Perón distribuyó las riquezas que estaban concentradas en muy pocas manos, ofreciendo bienestar a su pueblo. Pero, ojo, que Perón no era de izquierda sino más bien un fascista, que admiraba a Mussolini. Eso me lo confesó a mí (aclaro que yo repudio el fascismo). Una referencia: es tan así que cuando le propusieron durante su segunda presidencia un encuentro con Fidel Castro, se negó terminantemente. “No, yo no tengo nada que ver con Castro; estamos en veredas distintas”. Sucedió que Perón, basado en la “Encíclica Rerum Novarum” del Papa León XIII, inspirador del actual León XIV, es el artífice en la Argentina de esa famosa “doctrina social de la Iglesia”.  El peronismo se basó en esa propuesta para llevar adelante una transformación que ayudó a la clase trabajadora a obtener derechos que le correspondían y eran negados por las políticas conservadoras. No me atrevo a decir que Perón fue un revolucionario, porque los revolucionarios cambian los usos; en tanto que Perón se atrevió a corregir los abusos, que no es poco, y son un legado de la revolución industrial. En fin, es un tema que tiene mucho hilo por desenredar.

 

Borges escribió que “los militares cuando reprimen son caníbales comiéndose a veces a otros caníbales”

 

-Y a propósito de esto, ¿Borges estaba en contra solo de la dictadura de Perón o en general de todas las dictaduras, tanto de izquierdas como de derechas?

 

-De todas indudablemente. Cuando se produjo el terrible golpe militar que estableció en la Argentina a un gobierno dictatorial y carente de derechos humanos, responsable de espantosos asesinatos, Borges, que escribía para la agencia EFE y para otra que se llamaba Beta Press, me dictaba a mí sus artículos, y en algunos refiere sobre ese espantoso tema que lo horrorizaba, porque él era un humanista, un gran humanista. De eso se habla poco, pero esos textos están. En uno que me dictó y fue publicado en el diario “Clarín” y en España, escribió que “los militares cuando reprimen son caníbales comiéndose a veces a otros caníbales”; obviamente los terroristas que han cometido aberraciones. Así él lo definió y la frase se inmortalizó en el uso popular y aún tiene vigencia.

 

-Y, otra cosa, ¿llevarle la contraria a Borges qué efecto le causaba?

 

-Bueno, él lo tomaba con humor y respondía con ironía y sarcasmo. Aunque, te aclaro, eso no convenía porque Borges siempre tenía razón. Sus opiniones eran concretas y hasta terminantes. Una vez otro gran amigo, el escritor José Bianco, me recomendó no llevarle nunca la contra a Borges porque siempre tenía razón. Y era así nomás. Su sabiduría estaba por encima de cualquier circunstancia.

 

“En la Argentina, durante la dictadura de Videla, la vida de cualquiera no valía nada”

 

-¿Estuvo Borges realmente expuesto a la muerte por los pistoleros de la Triple A o su miedo a esa posibilidad era simple aprensión injustificada?

 

-Mira, en la Argentina, durante la dictadura de Videla, la vida de cualquiera no valía nada. Los derechos humanos no se respetaban para nada. Pero en su caso se tenía más cuidado. Él y Ernesto Sabato, por ejemplo, otro gran escritor y querido amigo, gozaban de cierta impunidad. Pero bueno, nunca puede faltar algún loco que les pegue un tiro. Yo creo que ambos fueron muy valientes. A ambos se los agredió en la calle. En cuento a don Ernesto, él fue uno de los autores del “Nunca más”, donde se condenó a prisión a muchos de esos canallas asesinos. 

 

-Igual que detestaba el peronismo, Borges también detestaba el periodismo, hasta el punto de que se jactaba de no haber leído nunca un periódico. Como periodista qué opinión te merece esa actitud de Borges.

 

-Hay un error en eso. Borges fue periodista como tú o yo. Trabajó muchos años en el diario Critica, de Natalio Botana. Para nada era enemigo de los periodistas; ahora bien, que no le gustaba leer diarios es otra cosa. También lo irritaba que otros lo hicieran: él decía, con mucho humor, claro, y jocosamente que “el periodismo se parece peligrosamente a la literatura”. Yo estoy de acuerdo con eso y quizá tú también. Tanto es así que muchísimas famosas novelas parten de hechos policiales antes dados a conocer o divulgados por el periodismo.

 

“La literatura también se puede parecer peligrosamente al humor”

 

-Como se ha dicho de Kafka, ¿de Borges también se podría decir que era un gran humorista?

 

-Pero sin duda. Y qué humorista. Yo creo que los grandes escritores lo han sido. No solo Kafka, también Chesterton, Faulkner, Cortázar, Camilo José Cela, Silvina Ocampo, la lista es interminable. Así como el periodismo se parece peligrosamente a la literatura; la literatura también se puede parecer peligrosamente al humor.

 

-¿Cómo encajabas el racismo de Borges, por ejemplo cuando los llama “negros de mierda” o te dice que no los soportaba?

 

-No, negros de mierda nunca los llamó; sobre todo porque no estaba dentro de su código mental ni de su oficio literario. No los quería porque los había sufrido aquí en Buenos Aires, cuando era muchacho. La mayoría eran marginales y agresivos. Después, de un día para otro, emigraron al Uruguay. Le molestaban un poco, es cierto, qué le vamos a hacer. Sobre todo porque él y su padre habían sido agredidos.

 

-¿Es verdad que no tenía libros suyos, propios, en su biblioteca?

 

-Sí, es verdad, la pura verdad. Siempre decía, ¿quién soy yo para mezclarme con Valle-Inclán, Milton o Rubén Darío…

 

“A Sabato le decía Ernesto Sótano. Era una de las humoradas de Borges”

 

-Muchos sabemos de las antipatías y aversiones que Borges le tenía a ciertos autores, como Sabato, Oliverio Girondo o Pablo de Rokha, entre otros. ¿Eran solo antipatías literarias o también personales?

 

-Literarias digamos; pero a veces, como suele suceder, se mezclaban con antipatías personales. Es algo que le pasa a cualquier hijo de vecino. La vida está repleta de esas enojosas cuestiones. A Sabato le decía Ernesto Sótano, y agregaba: un escritor que escribe sobre túneles y a veces incursiona en autopistas (su libro más famoso se llama Sobre héroes y tumbas, y cuando se construyeron las autopistas urbanas, que unen a Buenos Aires con el interior, él estuvo en contra). Era una humorada de Borges.

 

-Monsieur Jean-Pierre Bernès, agregado de la embajada de Francia, llegó a decir que en Borges encontraba un lado perverso y lúdico a la vez. ¿Cuál podría ser ese lado perverso, según tú?

 

-En algún aspecto quizá es cierto; pero eso formaba parte de su sentido crítico; también de su humor. Le encantaba hacer chistes sobre los colegas. Pero no eran heridas mortales, quizá un poco crueles en algunos casos.

 

-¿Fue una de sus perversiones literarias la de hacerse pasar por un plagiario?

 

-Sí, claro, una broma más. Aunque en rigor de verdad, todo autor lo es en cierta forma. Los que escribimos en muchos casos nos apoyamos en otras cosas ya escritas; algunos las mejoran. Pero eso no desmerece el talento de un escritor. Los temas, además, son muy pocos y se pueden contar con los dedos de una mano: el amor y el odio, la ternura y la pasión, la vida y la muerte…

 

“Borges era un ser humano, no un extraterrestre”

 

-Por otro lado, la madre de Borges decía que todos los hombres tienen debilidades, ¿cuáles eran a tu parecer las de Borges?

 

-Como todo ser humano tenía muchas. Fue desdichado en el amor. Pero eso es algo que le pasa a cualquiera; todos sobrellevamos contradicciones. Borges era un ser humano, no un extraterrestre.

 

-Entre tus muchos encuentros y conversaciones con Borges, qué preguntas no le hiciste en su momento y ahora querrías haberle hecho.

 

-No sé, tuve la suerte de tocar casi todos los temas con él; a veces más allá de la literatura; ahora casi siempre con la literatura por delante. Tuve la felicidad de hablar con él de toda clase de temas, te repito. Es algo que no se me ocurre ahora. Siempre quedan cosas pendientes.

 

“Todo gran poeta es un filósofo”

 

-Considerando que Borges tenía a la filosofía como una rama de la literatura fantástica, me extraña que asegures que Borges era un filósofo. ¿Cuál era su filosofía?

 

-Mira, yo creo que todo poeta, todo gran poeta es un filósofo; empírico tal vez, pero alguien que tiene un concepto de la vida. De manera que la manera literaria de ver la vida y, quizá también de vivirla y sobrellevarla como todo ser humano lo hace un filósofo. Borges, además, era un devoto de Schopenhauer, que siempre aparecía en su conversación. Heráclito, Berkeley, Hume y Spinoza, eran a menudo citados por él.

 

“Chesterton y Shaw fueron dos hombres de genio y por algo se los considera clásicos”

 

-Igual que antes te he mencionado las fobias que Borges le tenía a determinados autores, ahora me gustaría que me hablaras de sus filias, por ejemplo a Chesterton o Bernard Shaw. Y, por cierto, cómo es que le ganaste la apuesta de que Chesterton sería en el futuro un autor más leído y apreciado que Shaw.

 

-Bueno, fue una apuesta entre dos amigos. Es algo que se me ocurrió a mí y creo que se está dando. Yo aparecí una vez con un libro que compré en una librería de viejo, que hablaba de los debates públicos que ambos tenían en Londres. Aunque es un punto de vista que admite el disenso. Chesterton y Shaw fueron amigos, excelentes humoristas y filósofos existenciales. La prueba es la literatura que nos legaron. Fueron dos hombres de genio y por algo se los considera clásicos.

 

“Escribir es también corregir, Borges lo hacía todo el tiempo”

 

-En una de tus primeras anotaciones de estos Diarios recuerdas lo que decía Alfonso Reyes, que “hay que publicar para no pasarnos la vida corrigiendo”. Y, sin embargo, el padre de Borges le había advertido a su hijo que escribiera mucho, corrigiera mucho y no tuviera prisas por publicar. ¿A quién le hizo caso Borges?

 

-Ahí me desdoblo y le doy la razón a ambos. Escribir es también corregir; Borges lo hacía todo el tiempo, y a veces corregía lo que ya había publicado. Su primer libro, Fervor de Buenos Aires, me pidió a mí que le ayudara a rehacerlo. “Pero ya está publicado hace décadas, cómo lo va a corregir, Borges”, argumenté yo. “Tengo derecho a rehacerme, soy el dueño de esos poemas”, me respondió. Y sí, lo corrigió casi cincuenta años después”. 

 

-¿Fue Borges infelizmente feliz o felizmente infeliz, dado sus fracasos amorosos?

 

-La felicidad de Borges pasaba por la literatura. Creo que ya lo dije: era un ser literario. En cuanto a sus fracasos amorosos… Es la ley de la vida. Como dice una canción que cantaba Luis Aguilé: “En el amor suceden tantas cosas”… Agrego unas palabras del maestro: “es todo tan raro que hasta el misterio de la Santísima Trinidad, puede ser posible”.

 

“Milei es un exponente telúrico de nuestra decadencia. Como lo son Trump y Putin”

 

-Argentina era como un quilombo en los años de Perón, ¿y hoy, con Milei, cómo crees que vería Borges a Argentina?

 

-Con gran inquietud, sin duda y con muchísima preocupación. Milei es un exponente telúrico de nuestra decadencia. Como lo son Trump y Putin en el mismo nivel. La gente, en el caso de Milei, lo votó por hartazgo. Es personaje que raya con lo patológico.

 

“Somos capaces de cometer las cosas más deleznables y atroces”

 

-En un momento de tus Diarios dices que no te consideras ni un simple ni un ingenuo entusiasta, sino todo lo contrario, alguien que pisa en terreno del pesimismo de Nietzsche y el de Schopenhauer. ¿Sigues pisando ese mismo terreno o el devenir de los años te ha hecho más estoico?

 

¡Ah, sí, sin duda. Cada vez me siento más estoico; el cuero se nos va endureciendo, sigo pisando en el terreno del pesimismo, como siempre lo hice! La decadencia es universal. Por un lado avanzamos en un año quinientos o mil años y, por el otro, seguimos retrocediendo y tropezando con la misma piedra. Somos incorregibles y bichos muy raros, capaces de cometer las cosas más deleznables y atroces. “El hombre contra el hombre” sigue siendo la apuesta vigente. Da bronca y duele mucho, querido amigo, pero es así. La miseria humana es incalificable. Si los hombres fuéramos distintos no existirían las guerras, algo espantoso de solo imaginar.

 

-A mediados de los años setenta la situación de Argentina era catastrófica, con oleadas de atentados contra los opositores al Régimen peronista, ¿llegaste a temer por tu propia vida?

 

-Querido Ricardo, yo soy un sobreviviente de aquellos tiempos. Fui corresponsal de un diario argentino y viví en Chile durante el gobierno de Salvador Allende. Después del golpe militar de Pinochet, por hablar en el entierro de Neruda y escribir para un diario de la Argentina, defensor de la democracia, casi fui fusilado; luego me deportaron con mi familia (esposa y tres hijas). Me tocó vivir como si fuera poco la horrible época de la dictadura argentina, a la que se culpa de haber hecho desaparecer a más de 30 mil personas. Durante esos años, por una entrevista a Ernesto Sabato, me detuvieron y tuve la suerte de que no me ejecutaran. Me tocaron tiempos muy crueles. Ahora, en estos días estoy transitando la década infame, como llamo yo a lo que viene después de los 80. ¡Y bueno, aquí estoy dando todavía señales de vida y a un paso de cumplir 82! 

 

“Para ser optimista es necesario ponerle voluntad, ya que la realidad suele ser muy dura y muy hiriente”

 

-¿Practicabais tú y Borges, como Antonio Gramsci, “el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad”?

 

-Sí, claro. Está muy bien eso de Gramsci, por lo general el pesimismo forma parte de la inteligencia y para ser optimista es necesario ponerle voluntad, ya que la realidad suele ser muy dura y muy hiriente. Yo compartía —y sigo compartiendo— esa visión humanista de la existencia que tenía Borges, pero la violencia a veces bajo otros aspectos sigue presente. En algunos casos el hombre es menos brutal que en otros tiempos. En la Argentina, durante las guerras civiles del siglo XIX, se asesinaba despiadadamente. Los caudillos argentinos tenían unos personajes horrendos, que eran llamados “despenadores” y eran los encargados de degollar a los prisioneros después de una batalla, mientras los vencedores celebraban con un banquete, comiendo un asado. Para divertirse hacían carreras entre los pobres desgraciados que sobrevivían para ver quién llegaba primero a una meta. Se les cortaba el pescuezo y los hacían correr. Esos verdugos eran famosos. Había uno, apodado el “Carnicerito”, que decía a su víctima antes de degollarlo: “No tenga miedo amigo que no va a sufrir, es un tajito nomás”. Algo horrible. Nos ha tocado transitar un fin de los tiempos muy inciertos. La realidad que nos toca vivir es compleja y muy cruel en muchos aspectos. Quizá no existen los “despenadores”, pero esa crueldad sigue latente. Hay muchísima gente en todo el mundo que lo pasa mal y se muere de hambre. En estas guerras de hoy en día, como siempre ha sucedido, el coste lo pagan los inocentes y una buena mayoría son chicos. Yo recuerdo que antes se decía: “Los niños y las mujeres primero”; ahora se dice “Sálvese quien pueda”. Esto no solo sucede en las guerras donde se asesina a mansalva; también en la vida cotidiana, donde el irrespeto hacia el ser humano forma parte del comportamiento cotidiano. La Argentina es casi un campo de batalla por la inseguridad. Yo no sé si el hombre ha mejorado, quizá lo que ha perfeccionado es su modo de matar al prójimo.

 

“Me encanta volver a esos recuerdos que al reencontrarlos a través del tiempo, me siguen enriqueciendo”

 

-Y, en fin, ¿me puedes decir si felizmente habrá un Segundo Cuaderno Borges?

 

-Sí, por supuesto. Y ya casi está listo para publicarse. En mi proyecto son tres tomos. Sin apuro voy puliendo esos textos que están en unos cuadernos. En el libro, hacia el final, hay unas fotos y ahí aparecen. Me encanta volver a esos recuerdos que al reencontrarlos a través del tiempo, me siguen enriqueciendo, y también enseñando. Es muy poco lo que sabemos; somos muy ignorantes. Emerson decía que “toda persona que conocía era más sabia que él en algún aspecto, y que en ese aspecto trataba de aprender de esa persona”. 

 

Roberto Alifano, Primer cuaderno Borges [Diarios, 1974-1976], Sevilla, Renacimiento, 2025.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

Una trinchera de lucidez

29 de mayo de 2025 14:05:48 CEST

En Los caballos azules, Juan Manuel Barrado —poeta extremeño que ha hecho de la frontera entre filosofía y lenguaje una trinchera de lucidez— entrega un libro que, más que leerse, se atraviesa. Publicado por Ediciones Trea en febrero de 2025, este poemario no solo continúa la senda de una obra profundamente personal y crítica, sino que despliega una intensidad verbal que roza, por momentos, la revelación ontológica. 

Este poemario dialoga con una tradición que une lo espiritual, lo poético y lo político. Lo hace sin solemnidad, pero con una gravedad tranquila que invita al recogimiento. El título, tomado del célebre cuadro de Franz Marc “Los grandes caballos azules”, que ilustra la cubierta, remite a una imagen poderosa y abierta: los caballos azules, criaturas de lo onírico, lo ancestral, lo libre. Algo indómito y bello que irrumpe en el lenguaje y desestabiliza lo previsible. 

Desde el inicio, la obra declara su programa: “Algo que brilla ante nosotros como existente. / Una forma inestable de verdad. / Quizá la ontología de la uva en el espacio entre dos números”. Esta afirmación —incluida en el primer texto del libro— establece el tono y el método: una búsqueda fragmentaria, entre lo visible y lo inasible, que remite tanto a la conciencia fracturada del presente como al asombro frente a lo más nimio. La poesía de Barrado propone así una especie de metafísica del fragmento, en la que cada imagen, cada secuencia, parece funcionar como una unidad de sentido independiente, aunque encadenada al resto por una lógica interna de extrañamiento. 

Los poemas, breves en general pero muy intensos, muy concentrados y enigmáticos, nos conducen a través de paisajes interiores donde lo natural y lo humano se funden. Hay en ellos una contención que no oculta la emoción, una mirada limpia que busca lo esencial sin caer en lo fácil. Se trata de una poesía que rehúye el efectismo y se entrega a lo esencial: la pregunta, el silencio, la perplejidad. 

Los caballos azules es un libro para leer despacio, para releer, y donde muchas veces las respuestas del poema solo las podemos encontrar fuera de él, en lo no dicho, en lo silenciado, en lo intuido. Esa dimensión abierta convierte al lector en cómplice, en intérprete, en testigo de una experiencia que no se agota en la lectura, sino que persiste como una vibración sutil. 

Junto a esa introspección, hay en el libro un impulso igualmente político, que analiza con ironía, desencanto y lucidez las estructuras sociales, culturales e ideológicas de nuestro tiempo. Una de las prosas poéticas del final del libro poema es especialmente reveladora; la voz poética observa el espectro político español desde una posición equidistante pero no neutral: “Observo la posición dialéctica de la Izquierda, la gauche divine, que defiende el sacramento de la libertad como un rito contra una administración monolítica... Pero observo no menos la posición dialéctica de la Derecha, cuya existencia se sustenta en la monarquía. ¿Y la clase obrera? ¿Ha heredado alguna finca rústica?”. Aquí, Barrado se mueve entre el humor ácido y el pensamiento incómodo. En lugar de ofrecer soluciones o dogmas, el poema se constituye como una interrogación que desarma las certidumbres heredadas. La poesía se vuelve entonces un lugar de resistencia, no en el sentido panfletario, sino como espacio de disidencia estética y moral. 

A lo largo del libro, el autor despliega un imaginario cultural amplio, cosmopolita y profundamente referencial. Poetas, filósofos, pintores y pensadores habitan sus páginas. Sylvia Plath aparece de pronto, interpelada desde una especie de realismo mágico mesetario: “¿Quién te lleva tequila y chicharrones, Sylvia Plath?”. Este tipo de imágenes, que podrían parecer en principio anecdóticas o irreverentes, tienen una función clave: insertan lo sublime en lo cotidiano, lo universal en lo doméstico, rompiendo con la jerarquía de los discursos y abriendo paso a una poética más libre, más híbrida, más cercana a lo que María Zambrano llamó “razón poética”. 

En definitiva, Los caballos azules es un libro poderoso, concentrado y profundo. Un libro que no da respuestas fáciles, pero que formula las preguntas adecuadas. Que no teme a lo oscuro, ni a lo inexacto, ni al silencio. Y que, por ello, permanece.

 

Juan Manuel Barrado, Los caballos azules, Asturias, Trea, 2025.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Dionisio López

Sonata y fuga de vela

29 de mayo de 2025 13:53:50 CEST

“Quasi una fantasia”. Porque ese debería ser el subtítulo de esta reseña y de la misma opera, que ha compuesto Marta Vela. Quién podría decirme hace apenas unos días, cuando me ocuparon el tempo en esta tarea, que iba verme sostenido en los artes que marcan el todo: la literatura y la música. Más aún, que iba a ver ligadas la delicia de la literatura de Galdós y la poderosa música de Beethoven, en un mismo compás. Desde luego, el término con el que se debe comenzar a definir esta partitura es la originalidad. Marta Vela nos entrega una partitura repleta, en cuya armadura se erigen dos tonos únicos. La articulación de este pentagrama singular viene dada por una extraordinaria recopilación de fuentes, en cuya tonalidad es capaz de equilibrar los fragmentos extraídos de las novelas de Galdós con su misma relación epistolar y personal, conjuntamente a las partituras de Beethoven. Y en este allegrose marca una dinámica de apreciar la importancia que en la época de Galdós tenía la música dentro de la literatura y, por supuesto, en sus vidas diarias. No existe un silencio, ni siquiera premeditado: todo se encuentra envuelto dentro de un lenguaje musical… No perdamos de vista esta corchea: lenguaje musical. Dos términos, dos artes, trabados por una cadencia predestinada. Bajo este patrón, Marta Vela encuentra su signo y sino.

La música discurre por la obra de Galdós, en un adagio sostenuto que compone cada escena literaria, la trama entera o sencillamente queda integrada de forma natural en la escritura misma del autor canario. Es cierto que, en esta panoplia de fragmentos que reúne Marta Vela, Galdós se encuentra en una octava más elevada que Beethoven. Sin desmerecer el tiempo elegido, Vela arma una discordancia en esta paralela: Beethoven queda totalmente integrado en las incontables notas que recoge la autora de entre las novelas de Galdós. Era evidente la pasión musical que tenía, y la admiración concreta por Beethoven; sin embargo, parece componerse un arreglo de su música dentro de su literatura y no un verdadero equilibrio rítmico. Es cierto que a partir del capítulo 5, titulado “Fortunata y Jacinta: Rienzi, Claro de Luna y homenaje a Beethoven”, se produce un in crecendo en la comparativa entre las obras de ambos artistas, que culmina, efectivamente, en un capítulo concreto de “Vidas paralelas”. Este último capítulo, esta coda, encierra un lamento en re menor, como el más triste de los desenlaces para dos genios cuyo declive, o decrecendo, vino marcado por las tesituras de una sociedad que les castigó sin más clave que la de su propio ser. Tal vez este himno, aunque breve y cantado al final, sirva de fiel homenaje a estas dos figuras. Beethoven y Galdós: dos hombres que fueron libres, dos seres excelsos que no necesitan espejos, ni púlpito ni altavoz, sino sus propias voces, entremezcladas y autónomas, porque sus óperas son únicas y solo en sí mismas pueden entenderse. Literatura y música; la armonía de las letras y el verbo del sonido. Una sinfonía sin fin, que se compone DA CAPO…

 

Marta Vela, Beethoven y Galdós. Vidas paralelas, Madrid, Editorial Verbum, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Héctor Clemente

INTROITO

«riverrun, past Eve and Adam's, from swerve of shore to bend of bay,

brings us by a commodius vicus of recirculation back to Howth Castle and Environs» (1.01)

 

Así empieza Finnegans Wake, probablemente el libro más extraño, rico, poliédrico y polifónico de la literatura mundial, compuesto por James Joyce durante casi dos décadas y publicado el año 1939. O quizá sería más acertado decir: estas son las líneas que el lector halla en la primera página de Finnegans Wake, ya que el verbo empezar presupone demasiadas convenciones sobre estructura narrativa que, en este caso, carecen de sentido. Pues FW[1] no comienza propiamente, sino que continúa –in medio textus– con ese «riverrun» o río errante que enlaza, como la serpiente que se muerde la cola, con la última frase del libro, cerrando –y abriendo– el círculo de la lectura, de la historia, del mundo que encierran sus 628 páginas. Se trata, en sus propias palabras, de una «moodmoulded cyclewheeling history» (186.02)[2], como veremos más adelante con mayor detalle.

En este ensayo nos proponemos ofrecer algunas pinceladas, incursiones, muestras y recreaciones[3] de la poética que inspira FW, teniendo muy en cuenta que «el libro mismo es la poética continua de sí mismo» y que «un examen de la obra, de cualquier parte de la obra, nos ayudará a aclarar la idea sobre la que esta se basa».[4] Empecemos por dar algunas pistas y notas para el lector que se atreva a entrar en un libro de estas características.

Una vez sumergidos en el río de la lectura, lo primero que percibimos –a la deriva en la corriente de esta «fishy fable» (245.09)– es la tremenda densidad semántica de cada párrafo, de cada frase caracolada, de cada palabra, incluso de cada letra; así como de esa inquietante plasticidad verbal que llevó a Umberto Eco a declarar: «Finnegans Wake constituye el documento de inestabilidad formal y ambigüedad semántica más aterrador del que jamás se haya tenido noticia»;[5] un universo que no puede ser comprendido en un único acto mental, ni por el autor, ni por los lectores.

Y pronto nos hacemos varias preguntas: ¿se trata de un balbuceo desbordante, «overgrown babeling» (6.31)? En todo caso, sería más bien, como el mismo texto sugiere, un babeluceo, pues la aparente incomprensibilidad no proviene de una jerigonza sin sentido sino de una inédita y arrolladora mixtura de lenguas (Torre de Babel), de una idioglosia compuesta por términos de más de sesenta idiomas, además de los distintos registros de lenguaje que, como descubrimos posteriormente, solo es posible descifrar si se desvela su caótico artificio, «their own fine artful disorder» (126.09), lo que aquí llamamos poética del caosmos.

¿O se trata más bien de una joya literaria de intrincadísima confección, radicalmente nueva y singular y, por lo tanto, difícil y sorprendente? Si el esforzado lector –rara avis– consigue terminar el libro, no le queda ya ninguna duda de que, en efecto, está ante una obra maestra única y riquísima, una maravilla ensimismada, un fascinante elefante blanco de la literatura («What a lubberly whide elephant for the men-in-the straits!», 300. F04).

Para cerrar estas notas preliminares, apuntamos dos posibles aproximaciones a este laberinto verbal: la que podríamos llamar talmúdica y la lúdica.

Según la primera, el libro es una especie de grimorio codificado cuyos lectores, previa ardua iniciación casi mística, deben descifrar –durante varios años, lecturas de toda índole y numerosas relecturas– si quieren hallar la perla escondida, el tesoro enterrado que su complejísima red de símbolos y correspondencias oculta. De esta visión hiper-exegética se deriva la miríada de títulos de crítica interpretativa que ha generado, muchos de los cuales parecen, por su necesaria naturaleza taxonomista y enciclopédica, las extensas bibliografías de teología acumuladas a lo largo de los siglos.[6]

Según la otra, a pesar de la innegable intrincación de su textura, es posible acercarse a la obra de un modo más ligero y diletante, y disfrutar en ella del humor intransferiblemente joyceano: de sus caricaturas esperpénticas –«their gaiety pantheomime» (180.04)–, del juego de palabras incesante, de la profunda y omnímoda sátira que transpira su panorámico viaje por la Historia mundial (una pesadilla de la que quiere despertar, según sus propias palabras). Esta aproximación más lúdica estaría en la línea de la que Vladimir Nabokov recomienda, en sus Lectures on Don Quixote, a los lectores del clásico cervantino, pues este se entendió también a veces como una novela épica muy compleja (historias dentro de historias) cuyo tono eminentemente humorístico se perdía en la interpretación excesivamente solemne.

Cuando uno lee y relee el libro, sin embargo, pronto queda convencido de que la mejor aproximación probablemente tiene que ser una tercera: la que reúne ambas perspectivas y que podríamos llamar, joyceanamente, talmlúdica. Esto es, partir de que la intención de Joyce, en el proceso de escribir FW, era en gran medida humorística –«I tell you no story. Smile!» (55.2)–, mas siendo conscientes, a la vez, de que el óptimo disfrute de este texto suele alcanzarse después de haber comprendido –desvelado– las numerosas capas de sentido que cubren las palabras, transfigurándolas: «Only is order othered» (613.14).

 

TÍTULO Y ESBOZO DE ARGUMENTO

«Lots of fun at Finnegan's Wake!»

El título alude a una balada callejera irlandesa de mediados del siglo XIX, Tim Finnegan's Wake, en la que se narra la muerte y resurrección paródica de un irlandés aficionado a la bebida. Transcribimos algunas estrofas:

 

Tim Finnegan lived in Walkin Street, a gentle Irishman mighty odd

He had a brogue both rich and sweet, an’ to rise in the world he carried a hod

You see he’d a sort of a tipplers way but the love for the liquor poor Tim was born

To help him on his way each day, he’d a drop of the craythur every morn. (…)

One morning Tim got rather full, his head felt heavy which made him shake

Fell from a ladder and he broke his skull, and they carried him home his corpse to wake(…)

Mickey Maloney ducked his head when a bucket of whiskey flew at him

It missed, and falling on the bed, the liquor scattered over Tim

Bedad he revives, see how he rises, Timothy rising from the bed

Saying “Whittle your whiskey around like blazes, t’underin’ Jaysus, do ye think I’m dead?”

Whack fol the dah now dance to yer partner around the flure yer trotters shake

Wasn’t it the truth I told you? Lots of fun at Finnegan’s Wake!

 

Resumidamente: un obrero de la construcción, Tim Finnegan, bajo la influencia de la bebida, cae de una escalera y se rompe el cráneo. Los amigos lo llevan a casa y lo tienden en la cama, alrededor de la cual se celebra el Velatorio. Pero entre el distendido comer, beber y danzar, se producen riñas y peleas: vuelan los vasos y las botellas. Una jarra de whisky va a parar sobre el cuerpo de Tim, que milagrosamente se despierta (resucita), diciendo: «Do you think I’m dead?». Así que Wake tiene dos significados, velatorio y despertar, y Joyce ha situado el juego de palabras –el recurso retórico más frecuente del libro– en el mismo título de su obra. Y, por otro lado, entendiendo Finn[7] como fin, en francés o castellano, el apellido rezaría: fin-again, finado de nuevo; o bien, si lo leemos como fine (bien, en inglés), resultaría: El que vuelve a estar bien tras el velatorio (fine-again, el resurrecto).

Si ya el título de un libro se presta a tantas lecturas, todas concéntricas hacia un mismo patrón, no es de extrañar que podamos esperar muchos retruécanos y trampantojos en su interior. Es muy notable el hecho de que en este título y esta canción popular (microcosmos), estén ya los elementos estructurales de los grandes esquemas históricos universales (macrocosmos) del libro: la Caída, el Velatorio y la Resurrección.[8]

En el plano narrativo local, pues, la acción transcurre en las afueras de Dublín, en una taberna, escenario de toda la obra, si bien expandido en una geografía y cronología mucho más amplia provocada por el Sueño. El tabernero está casado, y con su esposa tienen tres hijos: dos varones y una hija menor. Debido a la mencionada caída –que en los otros planos tiene connotaciones morales y cataclísmicas–, el protagonista tiene un sueño muy complejo que se entrevera cíclicamente con los sueños de su mujer y de sus hijos. Sin embargo, esto es apenas apreciable como línea argumental, y lo citamos aquí solo como aviso para navegantes, pues, como veremos, lo decisivo no es la narración, sino la textura de la obra, sus múltiples dimensiones. Ningún libro mejor que FW para aplicarle estas ideas post-estructuralistas de Rizoma de Gilles Deluze y Félix Guattari:

Un libro no tiene un objeto ni un sujeto definidos, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y velocidades muy diferentes (…) Cuando se atribuye el Libro a un sujeto, se está descuidando el trabajo de las materias y la exterioridad de sus relaciones. El libro es una multiplicidad. (…) Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro, significado o significante; en un libro no hay nada que comprender, tan sólo hay que preguntarse con qué funciona, en conexión con qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la suya. [9] 

Subrayemos, para no confundir al lector, que FW no tiene una estructura dramática, sino que es más bien una crítica al Teatro del Mundo, y como tal presentamos brevemente a sus actores.

 

DRAMATIS PERSONAE

«preprepronominal funferal» (120.10)

Como hemos mencionado, en FW nos encontramos con las ceremonias de un funeral, pero los protagonistas y asistentes a este son una rara especie de personajes: seres que, aunque arquetípicamente definidos, se mueven en un caótico mar pre-pronominal; son polimórficos, cambiantes, multitudinarios; agregados de personalidad más que sujetos definidos, al modo de ciertos personajes de Samuel Beckett. Y esta prolífera ambigüedad se reconoce por la multitud de variaciones sobre sus nombres –cada una con diversas capas de significado o connotación– con las que estos personajes aparecen a lo largo del libro, así como por unas siglas que les representan a modo de símbolo unificador. Algunas notas sobre los cinco protagonistas:[10]

 

 HCE


«Whist! Come here, Herr Studiosus, till I tell you a wig in your ear» (193.13)

 

Humphrey Chimpden Earwicker es el padre de famila, el «pattermind» o «paradigmatic ear». Aunque en el plano local es un tabernero inspirado en el Tim Finnegan de la mencionada balada, su persona es transmutada en figuras divinas, como el Dios cristiano, Adán, Zeus, el dios celta Lir o el egipcio Osiris; y personajes míticos o históricos como el gigante Finn Mac Cool, Dédalo, Ulises, el patriarca Noé o San Patricio, entre muchos otros, como el mismo Leopold Bloom del Ulises de Joyce. Es la reencarnación de grandes héroes del pasado, y su resurgimiento aparece siempre como el retorno de un principio numinoso. Por otro lado, representando un arquetipo universal, se nos presenta también como Here Comes Everybody o Haveth Childers Everywhere y el acróstico HCE aparece diseminado y metamorfoseado por todo el libro, como también sucede con el de su esposa ALP. 

El nombre de Earwicker, «messiagh of roaratorios» (41.28), proviene del inglés «earwig» (tijereta, pero también el verbo escuchar), y se presta a muchas variaciones que inciden en los valores auditivos y musicales de la propia obra, de los que hablaremos después. Ejemplos: «earwakers», «earwuggers», «earwiggers», «Aerwenger», «Irewaker», «Eelweek», «Ereweaker». Y, como Finnegan, aparece también múltiplemente transnombrado: «Mr. Finn», «Mister Finnagain», «fined again», «Mister Funn», «Fillagain» o «Timm Finn again's», entre muchos otros. Al final del capítulo III,3 puede leerse un fragmento sobre HCE que incorpora cientos de nombres de ciudades. 

 

ALP

 

«Annah the Allmaziful, the Everliving, the Bringer of Plurabilities» (104, 01)

 

Anna Livia Plurabelle, esposa de Humphrey, madre de la familia. En el plano local representa a una ama de casa sufrida –Mrs. Finnegan–, detestada por su marido y sus hijos desagradecidos. Como arquetipo, se asocia a la Madre Eva y al río Liffey de Dublín, entre otras muchas personalidades: María madre de Jesús, Hera, Isis, Penélope, Rebeca, Grace O'Malley, Ana Bolena o la Molly Bloom del Ulises. Es, sin embargo, su encarnación en cursos fluviales y en lluvias fecundantes la que más destaca entre todas sus apariencias, y probablemente con la que el autor ha alcanzado su escritura más poética, llegando a considerarse el capítulo dedicado a ALP (I.8) uno de los más bellos poemas en prosa en lengua inglesa.[11] En este episodio, Joyce introduce, enmascarados, cientos de nombres de ríos. 

Entre las muchas variaciones del nombre de Ana Livia, la dadora de plurabilidades, encontramos «Annabella Lovabella Pullabella», «Appia Lippia Pluviabilla», «Alma Luvia Pollabella», «Allaniuvia pulchrabelled» o «Allalivial allalluvial», «Annushka Lutetiavitch Pufflovah». 

 

SHEM

 

«he scrabbled and scratched and scriobbled and skrevened nameless shamelessness

about everybody ever he met» (182.13)

 

Shem (forma irlandesa de James) es uno de los dos hijos mellizos del matrimonio que, en su relación de opuestos idénticos (y en algún momento intercambiables), luchan con la pluma y la espada por su lugar preeminente, desatando guerras raciales, religiosas, nacionales, literarias y científicas. Un epíteto que su hermano aplica a Shem y que le describe muy bien es: «anarch, egoarch, hiresiarch» (188.16). Introvertido, aunque abierto a la búsqueda y a la novedad, es el favorito de ALP, y es el autor de la Carta de su madre, un elemento muy importante –como trasunto del propio libro– dentro de FW. Shem the Penman, el escribiente, podría entenderse como una caricatura de Stephen Dedalus (protagonista de las primeras obras de Joyce) y, en buena medida, del propio autor.[12] 

Shem no se toma en serio a sí mismo, tiene conciencia del absurdo de la existencia y de que está involucrado en un «funferal»: se ve como un personaje en una novela autobiográfica y se ríe ante la imagen de sí mismo, recuperando temas del Retrato del artista adolescente de una forma cómica, exenta del idealismo romántico de la juventud: «the tarandtan plaidboy, making encostive inkum out of the last of his lavings» (27.09). 

Y en el tejido de las transmutaciones, su personaje se identifica con Homero, Satán, Caín, Ham, Telémaco, Jeremías, Tristán de Cornualles, Romeo o Apolo. Su nombre aparece transfigurado, connotado de escribano o de mago, como «Maistre Sheames de la Plume», «Mr. Seumas McQuillad», «Pain the Shamman», «Master Shemmy», «Shem Skrivenitch», «Shun the Punman», «alshemist», «Schelm the Pelman», «Mr. O'Shem the Draper»; y, tildado de farsante, como «Shame», «shamus», «O'Shame», «Shames», entre otras innumerables variaciones. La descripción más detallada de este personaje se encuentra en el capítulo I.6. 

 

SHAUN

 

«a weltall fellow raumybult and abelboobied» (416.03)

 

Shaun (forma irlandesa de John) es el otro hijo varón y predilecto de su padre HCE. Si Shem era el autor de la Carta de ALP, Shem the Post es el cartero, el encargado de entregarla. En diversos pasajes es descrito como un hombre aburrido y fanfarrón, convencional, ajustado a las expectativas sociales y defensor de las normas. El personaje va cambiando en un desarrollo ascendente que le conduce a querer deshacerse del viejo HCE para convertirse en él. A lo largo del libro, lo vemos personificado en el Antínoo homérico, San Miguel, Judas, Abel, Japhet, San Kevin o Mercurio, entre otros. Los retruécanos con su nombre incluyen: «Hans the Curier», «Lamppost Shawe», «Johnny Post», «Show'm the Posed», «Jaun the Boast», «Jaunty Jaun», «Shuhorn the posth» o «Shoen». La descripción más detallada de este personaje se encuentra en el capítulo III.1. 

 

ISSY

 

«Nuvoletta in her lightdress, spunn of sisteen shimmers» (157.08)

 

Issy es la hermana menor de la familia y está inspirada en la hija del propio Joyce, Lucia, cuyo estado mental inestable, imposible de diagnosticar, ocupó y preocupó a su padre muy intensamente durante décadas, en especial durante la redacción de FW. En el libro, personifica la tentación erótica, el trofeo por el que contienden los hermanos gemelos, y su personalidad se escinde y multiplica en dos, en siete o en veintinueve muchachas disociadas. A menudo denominada Nuvoletta, adopta la caracterización de la hija de Adán, las Siete niñas del Arcoíris, la bíblica Raquel, María Magdalena, Nausica, Isolda la Bella, Alicia en el País de las Maravillas y su imagen en el espejo, Ofelia, Afrodita, Leda o Isis. Puede encontrarse su nombre escrito de muy diversas maneras: «Izzy», «Isobel», «Isolde», «Isabel», «Is», «Iz», «Lisa», «Ish» o «Felicia» son solo algunos de ellas. Hay una bella descripción de Issy en las páginas 157-159. 

Otros personajes secundarios, aunque recurrentes, son Kate (sirviente, cocinera, limpiadora); los doce bebedores de la taberna; los Cuatro Ancianos (que representan a los cuatro evangelistas, a los cuatro maestros autores de los Anales de historia irlandesa o a las cuatro provincias de ese país); entre cientos de otros de difícil identificación.

 

LA PROSA MÁS POÉTICA JAMÁS ESCRITA

«a loudburst of poesy» (91.03)

Trataremos de demostrar por qué nos parece que Finnegans Wake es la novela –si esta obra cabe aún en este género– más poética jamás escrita.

En primer lugar, pues, habrá que definir qué entendemos –y qué no– por poesía. Aquí no nos referimos a la poesía entendida como un género de escritura, en cualquier tipo de verso, que convencionalmente se ocupa de dibujar bellas estampas líricas. Varias expresiones del propio FW relacionadas con el lenguaje apuntan hacia una concepción viva y freática de la poesía (ese «subgramineal speech» que proponía Nabokov en The gift), una escritura prolífica e indomable como la grama: «malherbal Magis landeguage» (478.09); «All flores of speech» (143.04); «the languo of flows» (621.22). O como esas «Worte wie Blumen» que pedía Hölderlin: palabras como flores. Mucho más cercano, pues, al profundo sentido original griego de poiesis (ποίησις): producción, composición, generación, creación artística. Samuel Beckett resume muy bien esta noción en su ensayo sobre Finnegans Wake, relacionando la escritura poética del libro con su alcance cosmogónico:

«El primer humano tuvo que crear la materia con la fuerza de su imaginación, y poeta significa creador. La poesía fue la primera operación de la mente humana. (…) Antes de la articulación viene el canto; antes de los términos abstractos, las metáforas. El movimiento animista primitivo fue una manifestación de la forma poética dello spirito. (…) La poesía es la fundación de la escritura».[13]

Contrastemos estas ideas preliminares con las definiciones que ofrece Ezra Pound en su paradigmático ensayo How to read. Según su visión, «la gran literatura es, simplemente, lenguaje cargado de sentido hasta el grado más alto».[14] Y, en este sentido, Finnegans Wake nos parece, sin duda alguna, la obra literaria con una mayor carga de sentido; no solo por las 63.924 palabras distintas que contiene (de las cuales decenas de miles son neologismos o palabras no regladas),[15] sino por el novedoso uso recreador que de estas hace, gracias a lo que Eco denomina «morfema abierto», multiplicándolas exponencialmente. La naturaleza metamórfica de cada palabra, de cada étimo, hace que estas puedan siempre convertirse en otras y estallar en nuevas dimensiones semánticas.[16]

Pongamos un ejemplo. En la frase «But the world, mind, is, was and will be writing its own wrunes for ever» (19.36), el neologismo «wrunes» incluye, entre otros posibles sentidos: las runas (runes, caracteres antiguos), las ruinas (ruins), las normas (rules) y, fonéticamente, también los errores (wrongs), connotando de diversos modos el sentido de la oración. Lo que, según la frase citada, el mundo y la mente escribieron, escriben y escribirán eternamente (visión cíclica), son a la vez signos (escritura), arquitecturas (ruinas), códigos morales (leyes) y faltas (la historia repite sus errores); todo esto incluido, como en el interior de un matrioska verbal, en una sola palabra inventada: «wrunes».

Agréguese esta potencia numérica de connotaciones a los miles de neologismos que pueblan FW y se podrá entender qué niveles puede alcanzar la mencionada «carga de sentido» total del texto.

Pero demos aún más razones, fijándonos en los diversos modos de crear poesía. Pound estableció tres de ellos como los principales: la fanopoeia, la melopoeia y la logopoeia. A continuación, mostraremos que James Joyce hace un uso abundante, consciente y reiterado de los tres, convirtiendo esta obra en una «polifonía polimórfica perversátil», como la define Julián Ríos.[17]

 

FANOPOEIA: UN IMAGINISMO DESBORDADO

«Not shabbty little imagettes, pennydirts and dodgemyeyes you buy in the soottee stores.

But offerings of the field» (25.02)

 

En esta cita, Joyce se distingue de la visión reduccionista de la escritura poética, mirando acaso de reojo, para trascenderla, la estética imaginista, muy en boga en sus tiempos; y nos propone una concepción mucho más viva y feraz de la poesía –ofrendas del campo–, atenta a la plasticidad moldeadora –«claybook» (18.17)– y a una redescubierta capacidad connotativa de las palabras que incluye y anima toda una nueva flora léxica; una inédita lengua proteica y fluida.

La fanopoeia, que Pound definía como una «proyección de imágenes sobre la imaginación visual», muy arraigada, por ejemplo, en la poesía china y japonesa, es también un modo habitual de trasponer poéticamente las ideas en FW. Adaline Glasheen sugiere este símil textil: «Es una red de juegos visuales y de palabras, con muchas texturas, densamente entretejida, elaboradamente coloreada y con patrones similares a los de una alfombra turca».[18]

Podrían señalarse ciertos párrafos –sorprendentemente inteligibles ya en la primera lectura– en los que el autor describe, mediante la acumulación enumerativa de imágenes, un espacio, una escena o un personaje. Véanse, por ejemplo, las descripciones de Shem (Libro I, 7) y de su extraña casa, «the haunted Inkbottle» (183.31); de las páginas miniadas y arabescas del Book of Kells (I,5); de la vida monacal de San Kevin (604-606) o las recreaciones fluviales de Anna Livia (I.8).

Veamos brevemente dos ejemplos de esta capacidad imaginista. El siguiente pasaje (159.06), del cual ofrecemos una traducción poética, pertenece a una descripción de Issy, Nuvoletta, la hermana menor:

«Then Nuvoletta reflected for the last time in her little long life and she made up all her myriads of drifting minds in one. She cancelled all her engauzements. She climbed over the bannistars; she gave a childy cloudy cry: Nuée! Nuée! A lightdress fluttered. She was gone. And into the river that had been a stream (…) there fell a tear, a singult tear, the loveliest of all tears (…) for it was a leaptear. But the river tripped on her by and by, lapping as though her heart was brook». 

Luego Nuvoletta reflexionó por última vez sobre su pequeña y larga vida y trabó en uno solo la miríada de sus pensamientos flotantes. Canceló todos sus desvelos. Trepó por la barandilla estrellada y profirió un lamento de nube infantil. Nuée! Nuée! Un ligero camisón de luz revoloteó. Se había desvanecido. Y en el río que había sido una corriente (…) cayó una lágrima, una única lágrima sollozante, la más hermosa de todas las lágrimas (…) porque era una lágrima díscola, saltarina. Pero el río acabó tropezando con ella, sorbiéndola como si su corazón fuera un arroyo. 

O, finalmente, este otro breve poema en prosa que encontramos en (3.22): 

«in the park where oranges have been laid to rust upon the green since devlinsfirst loved livvy». 

«en el parque donde las naranjas se han tendido a oxidarse sobre los verdes desde que el deblin se enamoró de Livvy por primera vez». 

 

MELOPOEIA: EL ENCANTO DE LAS SIRENAS

«the whacker his word the weaker our ears for auracles who parles parses orileys» (467.28)

Gracias a la melopoeia, «las palabras se cargan, más allá de su significado llano, con alguna propiedad musical, que indica la orientación o la tendencia de ese significado».[19] Además de la importancia de la música y las canciones en la composición del libro, entre los críticos de FW es una recomendación ya muy extendida la de que no hay que leer esta obra solo con los ojos y el intelecto, sino que es muy enriquecedor escucharla, estar atentos a su sonido, su ritmo, su musicalidad. El propio Joyce –que además de escritor era un buen tenor– invitaba a hacerlo e incluso grabó algunos fragmentos que aún pueden escucharse. Su amigo y colaborador Eugene Jolas escribió:

«Los que han oído al señor Joyce leer en voz alta el Work in Progress conocen la inmensa belleza rítmica de su técnica. Exhala un flujo musical que halaga al oído, que tiene la estructura orgánica de las obras de la naturaleza, que transmite cuidadosamente cada vocal y consonante creados por su oído».[20] 

Veamos un ejemplo del uso de la melopoeia en el juego con las letras que engañan al oído. En la frase «the leaves of the living in the boke of the deeds» (13.30), a pesar de que los ojos leen «leaves» (hojas), «boke» (término antiguo para libro) y «deeds» (deberes), los oídos interpretan «lives» (vidas), «book» y «dead» (muertos), reescribiendo la frase como: las vidas (o páginas) de los vivos en el Libro de los Muertos

Y una última muestra, transformada en poema, en la que abunda la instrumentación y los efectos de sonido:

(6.36)

 

And all the way  (a horn!)

from fjord to fjell

his baywinds' oboboes

shall wail him rockbound (hoahoahoah!)

in swimswamswum

 

and all the livvylong night,

the delldale dalppling night,

the night of bluerybells,

her flittaflute in tricky trochees (O carina! O carina!)

 

wake him... 

 

Es por ello por lo que Glasheen define el libro como: «Una muy variada polifonía cuyo objetivo es lograr diversos efectos subliminales no declarados para que las palabras adquieran el poder de la música y convoquen al vocabulario más amplio y preciso del subconsciente».[21] 

 

LOGOPOEIA: UNA FÉRTIL NEOLOGÍA

«wanamade singsigns to soundsense an yit he wanna git all his flesch nuemaid motts

truly prural and plausible» (138.08)

 

Siguiendo el esquema de Ezra Pound, la logopoeia se define como «el baile del intelecto entre las palabras (…) es decir, el uso de las palabras no solo por su significado directo, sino tomando en cuenta de manera especial los hábitos de uso, el contexto, las frecuentes concomitantes, sus acepciones conocidas y los juegos de la ironía».[22] Ya lo hemos mencionado: en FW es extremadamente frecuente el uso de la polisemia y los dobles sentidos, además de los numerosos neologismos de los que ofreceremos una buena muestra más adelante.

En la cita que encabeza este epígrafe se establece con claridad y belleza el propósito de la multípara escritura wakeana: crear sonosignos («singsigns») que apelen tanto al oído cuanto al sentido («soundsense»), y que estos neologismos («nuemaid motts»), frescos y recentales, sean verdaderamente diversos y plausibles. Vemos en esta sola frase una gran cantidad de lecturas posibles, pues además de la explicación ofrecida, se suman muchos otros ecos:[23]

1.- «soundsense»: aparte de aludir al sonido (melopoeia), también indica la necesaria sensatez y buen sentido (función adjetiva de sound) de estas nuevas palabras.

2.- «flesch…motts»: además del obvio fresh que percibimos, el cambio de letra por un L, asocia lo fresco con la carne, con la piel nueva, y nos recuerda el bíblico «la Palabra se hizo carne» del Evangelio de Juan 1:14. Y en cuanto a «motts», no solo remite al mot (en francés palabra), sino que va tintando de erotismo la frase, pues mot también significa chica en la jerga de Dublín.

3.- «nuemaid»: asociado con new-made, contiene en realidad muchos más matices: nuer, en francés literario, significa matizar, un eco muy apropiado;[24] y las palabras nue (francés, desnuda) y maid, es decir doncella, aumentan las resonancias sexuales de la frase.

4.- «prural»: sumado al más evidente sentido de plural, descubrimos que la R intercambiada nos remite al verbo prurire, que en latín tiene la acepción de desear, ansiar algo con vehemencia; terminando así de pintar con colores eróticos lo que, en principio, parecía una frase referida solo a la escritura.[25] 

Una aportación creativa a este ensayo es el siguiente florilegio de algunos neologismos que hemos seleccionado, con una posible definición y traducciones inéditas[26] en castellano:

 

BREVE GLOSARIO WAKEANO

 

Alcoherently (40.05): adv. Alcoherentemente. Lógica propia y extrañamente lúcida de la conciencia embriagada. 

Anemone’s letter (563.17): adj. Anemónimo. Carta sin firmar, redactada en un raro estilo flageliforme, vibrante, colorido y frágil. 

Blackguardism (180.32): n. Canallismo. Corriente artística de la más desvergonzada vanguardia. 

Chaosmos (118.21): n. [Caosmos]. Universo perfectamente desordenado o caos exhaustivamente ordenado. 

Collideorescape (143.28): n. Colideoscapio. Instrumento inverosímil, caleidoscópico, que provoca la acelerada colisión y fuga de las partículas, creando nuevos elementos. 

Cumulonubulocirrhonimbant (599.25): adj. Cumolocirronimbos. Masa nubosa polimórfica que adopta todas las formaciones de nubes posibles. 

Cycloptically (55.22): adv. Ciclópticamente. Cualidad de la visión panóptica y cíclica, omniabarcadora. 

Cyclological (220.30): adj. [Ciclológico]. Relativo o perteneciente a la ciclología, la ciencia que estudia los ciclos, órbitas o revoluciones, ya sea dentro de la biología, la historia, la astronomía, la física u otros campos del saber.   

Deplurabel (224.10): adj. Deplurable. Acontecimiento o circunstancia que se considera lamentable por causa de múltiples razones. 

Darktongues (223.28): n. pl. Negrilenguas. Idiomas oscuros, poco conocidos, que solo hablan los ríos de noche, las sombras y las voces de los sueños. 

Egoarch (188.16): n. [Egoarca]. Aplícase a los sujetos capaces de señorear su propia alma, dentro de cuyos dominios no hay otro soberano. 

Foaminine (241.15): adj. Espumenina. Calidad alígera y flotante, ingrávida, de ciertas almas femeninas o afeminadas. 

Freewritten (280.02): v. To freewrite: Librescribir. Acción de escribir con libertad, libérrimamente y de un modo deliberadamente liberador. 

Funferall (111.15): n. Funferial. Entierro festivo en el que el luto se sustituye por la chanza, la música popular y la jocosidad general. 

Heroticism (615.35): n. Herotismo. Acción valerosa y memorable en el terreno de la sexualidad. 

Homogenius (34.14): n. [Homogenio]. Persona que muestra genialidad en el mismo ámbito del saber o del arte que otro genio. 

Intimology (101.17): n. [Intimología]. Ciencia que estudia la vida interior de los individuos y el origen de los términos que la describen. 

Laughtears (15.09): n. pl. Riságrimas. Carcajada luctuosa o llanto hilarante. 

Langscape (595.05): n. Linguarama. Paisaje verbal extendido, panorámico, de un lenguaje o un idioma. 

Macroscope (275.22): n. [Macroscopio]. Instrumento óptico cuyas lentes convexas permiten ver, de una sola mirada, las vastas distancias del universo. 

Mangrovemazes (221.20): n. pl. [Manglaberintos]. Arquitectura intrincada, con corredores que se multiplican, se bifurcan y se entreveran de forma semejante a las raíces de los manglares. 

Marmorial (9.34): n. Marmorial. Monumento conmemorativo construido en piedra de mármol. 

Meandertale (18.22): n. Meandromanza. Relato paleolítico y sinuoso, lleno de vueltas y revueltas. 

Megalogue (467.08): n. Megálogo. Discurso de dimensiones inconmensurables proferido por un solo orador o panegirista. 

Millentury (32.32): n. Siglenio. Unidad de medida temporal que corresponde a un larguísimo siglo de mil años. 

Mothernaked (206.30): adj. Madresnuda. Embellecido por la hermosura propia de las mujeres encinta desnudas.  

Mythametical (286.23): adj. Mitomático. Cálculo preciso de la estadística aplicada a las leyendas; o mitos generados por misterios matemáticos. 

Nightynovel (54,21): n. Noctvela. Relato escrito en prosa heroica y nocturnal. 

Noisense (147.06): n. Sinsenruido. Algarabía molesta y estruendosa, ininteligible. 

Nomomorphemy (599–18): n. Nomomorfinia. Efecto aletargante que tienen algunos morfemas cuando se organizan y repiten siguiendo ciertas normas. 

Pearlagraph (226.01): n. Perlágrafo. En algunas obras literarias, párrafo de belleza diamantina: perfecto, brillante, pulido, esférico.

Plurabilities (104.02): n. pl. [Plurabilidades]. Conjunto de posibilidades múltiples que ofrece una situación o acontecimiento. 

Roaratorios (41.28): n. pl. Clamoratorios. Composición musical dramática, de asunto religioso, ejecutada mediante vehementes bramidos polifónicos.[27] 

Roundtheworlder (77.36): n. Mundariego. Dícese del viajero infatigable y trotamundos. 

Scribicide (14.21): n. [Escribicidio]. Forma particular de homicidio o inmolación cuyo instrumento, causa o finalidad, es la escritura. 

Scripturereader (67.12): n. Escrilector. Lector activo cuyos ojos, mientras leen, también escriben. 

Syllabelles (61.06): n. pl. [Silabellas]. Sílabas de belleza silvana, llenas de silfos y de silbos.  

Thistlewords (169.22): n. pl. Palabrardos. Palabras que se abren como cardos y sueltan al aire los vilanos semánticos de sus semillas. 

Transname (145.21): v. Transnombrar. Transfundir el nombre de una cosa a otra, efectuando transvaloraciones léxicas. 

Vowelthreaded (61.06): adj. Entrevocalado. Término ensartado por vocales suplementarias; o letras enhebradas por algo, como la Q por su virgulilla. 

Woodwordings (280.04): n. pl. Silvogramas. Inscriptura realizada sobre la corteza de los árboles o superficies de madera. 

Weedhearted (240.22) adj. Enhierbado. Estado alterado del alma alumbrada por ciertas plantas psicoactivas. 

Whirlworlds (17.29) n. pl. Giromundos. Galaxias, planetas o satélites que giran en forma de torbellino. 

Whistlewhirling (192.34): n. Silvorágine. Arremolinamiento fragoroso de pitidos y silbidos. 

Wineglasses (183.21): n. pl. Vinóculos. Anteojos propios del borracho, fabricados con aros de copas finas o con verdes culos de botella.

 

PALABRAS TRUENO

 

En Finnegans Wake aparecen, respectivamente situadas al final de cada ciclo, diez palabras-trueno. Cada una de ellas contiene 100 palabras, excepto la última que consta de 101. En total, 1001 palabras extraídas de diversos idiomas. Estas quimeras verbales –que aluden a un tema del episodio– han sido un misterio durante mucho tiempo; actualmente se empiezan a desentrañar, generando diversa bibliografía. Eric MacLuhan[28] afirma que cada estallido de trueno es un logos resonante que representa una transformación de la cultura humana, codificadores de diez grandes revoluciones de la comunicación, que van desde tecnologías neolíticas, como el lenguaje y el fuego, pasando por las ciudades, el ferrocarril y la imprenta, hasta la radio, el cine y la televisión. Según Eco, el trueno «coincide con el ruido de la caída de Finnegan, pero de esta caída nace el intento de dar nombre a lo ignoto y al caos».[29] 

Transcribimos, sin analizarlas por falta de espacio, estas palabras-trueno, como muestra del extremo creador ilimitado al que puede llegar la escritura en FW:

1.- Pág. 3 (trueno)

«bababadalgharaghtakamminarronnkonnbronntonnerronntuonnthunntrovarrhounawnskawntoohoohoordenenthurnuk»

2.- Pág. 23 (trueno)

«Perkodhuskurunbarggruauyagokgorlayorgromgremmitghundhurthrumathunaradidillifaititillibumullunukkunun»

3.- Pág. 44 (aplauso)

«klikkaklakkaklaskaklopatzklatschabattacreppycrottygraddaghsemmihsammihnouithappluddyappladdypkonpkot»

4.- Pág. 90 (prostitución)

«Bladyughfoulmoecklenburgwhurawhorascortastrumpapornanennykocksapastippatappatupperstrippuckputtanach»

 5.- Pág. 113

«Thingcrooklyexineverypasturesixdixlikencehimaroundhersthemaggerbykinkinkankanwithdownmindlookingated»

6. Pág. 257 (portazo)

«Lukkedoerendunandurraskewdylooshoofermoyportertooryzooysphalnabortansporthaokansakroidverjkapakkapuk»

7. Pág. 314

«Bothallchoractorschumminaroundgansumuminarumdrumstrumtruminahumptadumpwaultopoofoolooderamaunsturnup»

 8.- Pág. 332

«Pappappapparrassannuaragheallachnatullaghmonganmacmacmacwhackfalltherdebblenonthedubblandaddydoodled»

9.- Pág. 414 (tos)

«husstenhasstencaffincoffintussemtossemdamandamnacosaghcusaghhobixhatouxpeswchbechoscashlcarcarcaract»

10.- Pág. 424 (dioses nórdicos)

«Ullhodturdenweirmudgaardgringnirurdrmolnirfenrirlukkilokkibaugimandodrrerinsurtkrinmgernrackinarockar» 

Logopoeia, melopoeia y fanopoeia, pues, se reúnen para dar rienda suelta a los nuevos significados y dotan de un poderoso carácter poético a la escritura de Finnegans Wake.

 

NOTAS SOBRE ESTRUCTURA: UNA ESPIRAL DE SUEÑOS

De Joyce se puede afirmar que era más un compositor –o constructor– que un creador, al modo de los artistas medievales, según los cuales a los humanos nos es dado más organizar, componer, construir, que crear en el sentido del artista-dios. Así, si ya Ulises era un fascinante producto de composición (piénsese en la estructura compleja, las distintas técnicas para cada episodio, los paralelismos con la obra de Homero), en FW el esfuerzo y resultado compositivo son aún más sorprendentes.

 

EL LIBRO DE LA NOCHE

«We drames our dreams tell Bappy returns. And Sein annews» (277.17)

Joyce describió Finnegans Wake, con resonancias místicas, como un experimento en la interpretación de la noche oscura del alma que trataba de reconstruir la vida nocturna. A Edmond Jaloux le dijo que escribía este libro «para adaptarse a la estética del sueño, en la que las formas se prolongan y multiplican solas». Y a su amigo Max Eastman le explicó:

«Para escribir sobre la noche, sentí que realmente no podía usar palabras en sus conexiones ordinarias. Utilizadas de esta manera no expresan cómo son las cosas en la noche, en las diferentes etapas: el consciente, semiconsciente, el inconsciente».[30] 

Libro de la noche, como Ulises lo era del día, que por su misma naturaleza requiere una conexión distinta, inventada, entre las palabras: su escritura nocturna reproduce los sueños de los personajes, como el mismo autor declaró en otra ocasión: «El sueño del viejo Finn, yaciendo muerto junto al río Liffey y observando la historia de Irlanda y del mundo, la pasada y la futura, fluyendo a través de su mente como un pecio en el río de la vida».[31] 

Joyce utiliza la estructura del sueño porque esta ofrece una herramienta óptima para la exploración de la personalidad. Y, como el anónimo narrador en tercera persona de la novela tradicional, el Soñador es también omnisciente y el lector se integra en su sueño como lo haría en cualquier narrativa, independientemente de quien sea el narrador externo. Aunque ha habido mucho debate entre los críticos sobre quién o quiénes son realmente los Soñadores y sobre si hay o no en algún momento un Despertar, lo que nos parece más cierto es que el Sueño es continuo desde el inicio al fin. Y en esa lógica del sueño, la identidad de las personas se confunde y puede intercambiarse, las ideas o los recuerdos de un acontecimiento se transforman en símbolos con una gran capacidad de crear nuevas conexiones.  

Clive Hart[32] distingue tres niveles o capas del Ciclo del Sueño: el primero es simplemente el sueño del Soñador sobre todo lo que ocurre en el libro de principio a fin; el segundo es el sueño del Soñador sobre las ensoñaciones de Earwicker, con el que el autor nos introduce en la mente del anciano, cambiando un mundo en apariencia objetivo –relativamente– por uno subjetivo enteramente, en el que se incluyen también los sueños de Shaun; y el tercero, el más profundo y doblemente subjetivo, es el sueño del Soñador sobre el sueño del padre en relación al sueño de Shaun. Y a pesar de que esta red de sueños podría extenderse infinitamente, parece que el propósito de Joyce era el de usar estas secuencias oníricas como ilustración de los tres ciclos de Vico, de los que hablaremos a continuación.            

 

 LOS GRANDES CICLOS

 

«by writing thithaways end to end and turning, turning and end to end hithaways writing and with lines of litters slittering up and louds of latters slettering down» (114.16)

 

Como mencionábamos al principio, en Finnegans Wake se demuestra la posibilidad de una escritura infinita, tejida con un hilo circular interminable; «the endless sentence», que diría Ezra Pound. El libro responde a una concepción esférica en la que cada uno de los elementos puede funcionar como el principio y el fin del conjunto.

Los Ciclos históricos (basados en la obra de Giambattista Vico y de Giordano Bruno, y en los Upanishads, entre otros); [33] las figuras del círculo y la cruz (que arquitraban las partes y los capítulos); el tejido primoroso de las correspondencias y contrapuntos; la armonía sutil que, diseminados a lo largo del libro, producen los diversos leitmotivs; todos ellos son muestra de una pormenorizada labor de tejeduría literaria, de composición. Aquí nos detendremos a observar una de esas estructuras en particular, por ser quizá la más evidente y efectiva: la de los Ciclos, cuyo primer ejemplo es la ilación entre la frase inicial y final del libro que citábamos al comienzo de este ensayo. Clive Hart resume así esta forma cíclica –«cycloannalism»– del libro: 

De entre todos los patrones de Finnegans Wake, sin duda los más importantes son los que subyacen a los sistemas místicos del ciclo de crecimiento, descomposición y renacimiento (…) que Joyce ha usado para mantener el material de su libro en un constante estado de urgencia dinámica: ruedas que giran aceleradamente dentro de otras ruedas, al ritmo que gira el ciclo mayor de la totalidad, alrededor de un centro inespecífico, desde la primera página hasta la última, y de vuelta de nuevo al principio.[34]

En FW, los tres grandes ciclos (libros I a III) culminan en el libro IV, cuyo único episodio es posiblemente el más interesante de la obra. Este libro –y todos los ricorso de los ciclos menores– representa, en relación a los esquemas estructurales citados, el eterno ahora místico: la misteriosa simultaneidad de pasado, presente y futuro, observados sub specie aeternitatis. Un punto central que no gira y del que, sin embargo, emana cada movimiento circular. Todo el contenido del libro tiende hacia este punto eterno, atraído por las fuerzas centrípetas de la muerte, la disolución y el resurgimiento: «There's now with now's then in tense continuant» (598.28). En este sentido, como posible representación del propio libro, el símbolo surgido de esta formalización –un universo circular con un centro atemporal– nos permite pensar en FW como un tipo muy especial de mandala, tal como se muestra, «gyrographically», en la siguiente figura:  

Aunque aquí no podemos analizar en detalle la complejidad de esta estructura de ciclos, hay un motivo recurrente en el libro, estrechamente relacionado con este, que sí nos parece muy interesante destacar: el del baile giróvago que la propia escritura de Joyce practica e invita a practicar a sus lectores.

 

LA DANZA DE UN DERVICHE LITERARIO

«Belonging to the winders of the circuit of the circuits. One of that centripetal and centrifugal gang»

 Walt Whitman

 

En el verano de 1924, James Joyce recibió una carta de su hermano Stanislaus en la que este declaraba, tras haber leído su última obra: «Me niego a dejarme llevar rodando en la danza loca de un derviche literario».[35]

Frase clave, luminaria. En efecto, leer –y escuchar– Finnegans Wake implica dejarse llevar por el baile circular de la rara locura joyceana; locura lúcida e irónica, locura sabia y políglota. Por esta razón, hay siempre dos reacciones muy contrapuestas ante la lectura de este libro. O bien uno se retira confundido, presa del mareo y del desvanecimiento –así reaccionaron el hermano de Joyce[36] y los muchos detractores que tuvo y tiene esta obra–, como le pasaría a un observador profano ante la ceremonia derviche del dhikr.[37]

O bien, como los participantes de la danza extática de los mevlevís, el lector se lanza al ruedo, a la rueda, y gira y gira, lentamente primero, como la hiedra alrededor de un roble; acelerando después, como agua que se abisma por una roseta; y al fin con ritmo acompasado se abandona a su fluir, sin entender del todo, toda ciencia trascendiendo. Y estos son los lectores activos: «esos ideales lectores que sufren un insomnio ideal» que Joyce soñaba para sus obras.

Es la lectura en espiral: baile giróvago en las norias de un lenguaje sin raíces, de un esperanto roto; baile atorbellinado que mueve a sus iniciados hacia un estado de mística lucidez, hacia el vórtice omnisémico en el que nacen todas las palabras, hacia su primer nido larval.

El derviche que Stanislaus veía en el centro de Finnegans Wake era, ciertamente, un extraño discípulo de Rumi. En un sugerente pearlagraph, Joyce describe a su alter ego Shem the Penman como «Pain the Shamman» y las referencias sufís abundan: 

«(…) special sighs, longsufferings of longstandings, ahs ohs ous sis jas jos gias neys thaws sos yeses and yeses and yeses, to which, if one has the stomach to add the breakages, upheavals distortions, inversions of all this chambermade music one stands, given a grain of goodwill, a fair chance of actually seeing the whirling dervish, Tumult, son of Thunder, self exiled in upon his ego, a nightlong a shaking betwixtween white or reddr hawrors... writing the mystery of himsel in furniture». (184.02) 

En este fragmento, entre el aparente espesor de las palabras, suenan los «neys» (flauta derviche) convocando a los lectores al trance; se produce la inversión de la música de cámara, mientras en el centro danza el «whirling dervish», ebrio de música[38], enajenado, desterrado de sí, bien adentro y sobre sí mismo –«self exiled in upon his ego»–, balanceándose, acercándose a la abolición del ego: «the mystery of himsel». 

Algunos autores, en esta línea, han querido ver en la escritura de FW la expresión de un estado mental alterado. Carl Gustav Jung afirmó que su estilo era definitivamente esquizofrénico, con la salvedad de que, mientras que la gran mayoría de sus pacientes no podían evitar ese estado, en el caso de Joyce este era deliberadamente buscado y desarrollado con todas sus fuerzas. Fintan O'Toole, por su lado, nos acerca más al carácter chamánico de esta rara dimensión del escritor: 

«Joyce se obligó a sí mismo a entrar en un tipo de enajenación lingüística que para otros hubiera sido una locura aterradora. (…) Si queremos sugerir una analogía religiosa, esta no es la del santo, sino la del chamán, que tiene el valor de habitar el terreno oscuro más allá del mundo racional y de traer de vuelta los relatos de lo que allí ha visto».[39] 

Veamos, sin entrar a comentarlos en detalle, algunos ejemplos del leitmotiv del remolino que ofrecen una buena muestra de las distintas facetas que puede adoptar esta figura recursiva.

– Imágenes cósmicas de galaxias espirales, tornados y ciclos temporales:

 «flowflakes, litters from aloft, like a waast wizzard all of whirlworlds. Now are all tombed to the mound, isges to isges, erde from erde» (17.29) 

«lugly whizzling tournedos» (416.34)

 «a flash from a future of maybe mahamayability through the windr of a wondr in a wildr is a weltr as a wirbl of a warbl is a world» (597.29) 

«multimirror megaron of returningties, whirled without end to end» (582.20) 

– Relacionadas con la danza y la música: 

«With the tabarine tamtammers of the whirligigmagees» (27.20) 

«Is it not the fact (…) that, while whistlewhirling your crazy elegies around Templetombmount joyntstone, (…) you squandered among underlings the overload of your extravagance (…)?» (192.34) 

– Relacionada con la caligrafía intrincada del Libro de Kells

«the touching reminiscence of an incompletet trail or dropped final; a round thousand whirligig glorioles, prefaced by (alas!) now illegible airy plumeflights, all tiberiously ambiembellishing the initials majuscule of Earwicker» (119.15) 

Vueltas, revueltas y torbellinos. Danzas espirales, ciclos y ciclones. Nunca leer se había parecido tanto a lanzarse a un mar tempestuoso, a verse arrastrado por las líquidas aspas del remolino, sabiendo que solo dejándose absorber por él se hallará la salida, como en el clásico maëlstrom[40] de Edgar Allan Poe.

 

RICORSO

«The Vico road goes round and round to meet where terms begin» (579.21) 

La forma final de este ensayo, parte de un work in progress más extenso, surge de un largo estudio sobre FW en el que, antes de que apareciera la versión de Zabaloy, se hicieron muchos experimentos de traducción de fragmentos, seleccionados después de una primera lectura espinosa y de una relectura, igual de desafiante, pero mucho más amena. Y la experiencia mostró que, como hemos visto, descifrar y traducir un fragmento de Finnegans Wake es siempre un complicado juego –colosal y laberíntica rayuela– en el que cada palabra (a menudo cada sílaba e incluso letra) multiplica los sentidos de la frase de un modo exponencial, fractal.

Misterioso libro de Pandora: al abrirlo, de su agitado vientre surgen siempre cientos de serpientes semánticas, enjambres de significados, múltiples estratos de lenguaje. Intentar ex-plicar (desplegar) de dónde procede una frase o hacia dónde se dirige, es como querer describir todo un bosque estirando de una sola liana. 

Así que, aunque ya llegamos al final de este ensayo, todo parece indicar que, como los ciclos de Vico, el estudio de FW volverá a empezar una y otra vez para profundizar, disfrutar y recorrer mejor sus innumerables senderos. Abandonamos, pues, esta humilde obra abierta mostrando algunos últimos ejemplos de este importante leitmotiv del libro: lo mismo que retorna, lo nuevo resurgiendo de lo muerto:

–        «the same retourns» (18.05)

–        «moves in vicous cicles yet remews the same» (134.16)

–        «till shee that drawes dothe smoake retourne» (143.30)

–        «The seim anew. Ordovico or viricordo.» (215.23)

–        «The same renew» (226.17)

–        «The novo takin place» (292.20)

–        «The sehm asnuh» (620.15)

 

Finnegans Wake se levanta tras su caída, se recompone tras su descomposición, resucita tras su muerte y termina en 628.16 para luego volver a empezar:

«End here. Us then. Finn, again! Take. Bussoftlhee, mememormee! Till thousendsthee. Lps. The keys to. Given! A way a lone a last a loved a long the»

RIVERRUN

 

*****

BIBLIOGRAFÍA

 

Joyce, James, Finnegans Wake, Faber & Faber, Londres, 1975.

Joyce, James, Finnegans Wake (trad. de Marcelo Zabaloy), Buenos Aires, El cuenco de plata, 2016.

Beckett Samuel, et al., Our Exagmination Round His Factification for Incamination of Work in Progress, París,

Shakespeare and Company, 1929.

Bennstock, Bernard, Joyce-again's Wake. An analysis of Finnegans Wake, University of Washington Press, 1995.

Hart, Clive, Structure and Motif in Finnegans Wake, Faber and Faber, Londres, 1962.

Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-Textos, 1988.

Eco, Umberto, Las poéticas de Joyce. Barcelona, DeBolsillo, 2011.

Ellman, Richard, James Joyce. Oxford University Press, 1983.

Glasheen, Adaline, Third Census of Finnegans Wake, Berkeley, University of California Press, 1977.

MacLuhan, Eric, The Role of Thunder in Finnegans Wake, Toronto, University of Toronto Press, 1997.

McHugh, Roland, Annotations to Finnegans Wake, Baltimore, John Hopkins University Press, 2006.

Fintan O'Toole, «Joyce: Heroic, Comic», The New York Review of Books, New York, 25 de octubre de 2012.

Parrinder, Patrick, James Joyce, Cambridge University Press, 1984.

Pound, Ezra, Literary Essays of Ezra Pound, edición de T.S. Eliot, New York, New Directions, 1968.

Ríos, Julián, La vida sexual de las palabras, Madrid, Mondadori, 1991.

 

 

 

 

 

 

 



[1] Usaremos a menudo la abreviación del título FW por razones de economía de espacio.

[2] Otra manera de mostrar, en lugar de sobrexplicar, la idiosincrasia de esta obra va a ser, como es muy usual en toda la bibliografía sobre FW, ofrecer abundantes citas –palabras, sintagmas, pasajes– tomadas del propio libro, con la referencia al número de página y línea entre paréntesis.

[3] Captatio benevolentiae: debido a la compleja naturaleza del texto analizado, este breve ensayo recurrirá a numerosas notas a pie de página, referencias bibliográficas y citas. También incorpora, llevado por el mismo élan de la obra comentada, algunos neologismos en castellano. Todas las traducciones de Joyce y de los autores citados son mías, excepto cuando se indica lo contrario.

[4] Umberto Eco, Las poéticas de Joyce. Barcelona, DeBolsillo, 2011, pág. 118.

[5] Umberto Eco, ibidem.

[6] Según Joyce, la realidad no puede ser nunca clara y concisa; tiene que ser misteriosa, en el sentido medieval, lo cual le parecía mucho más estimulante y rico que las pretensiones del clasicismo.

 

[7] La ausencia de apóstrofe detrás de «Finnegan» indica que está dirigido a un plural, los Finnegan, y que el «Wake» podría ser también un verbo imperativo: ¡Despierta!, lo que algunos relacionan con una posible invitación a la resurrección de los Fianna (antiguos guerreros irlandeses, hijos del legendario Finn MacCool), pues se creía que estos nunca murieron del todo, sino que permanecieron dormidos en una cueva, esperando a ser despertados para redimir a Irlanda.

[8] En el caso de Tim motivada por el efecto del whisky que, precisamente, en gaélico irlandés, «uisce beathadh», significa Agua de Vida.

[9] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-Textos, 1988, p. 10.

[10] Para la descripción y localización de las distintas personificaciones: Adaline Glasheen, Third Census of Finnegans Wake, Berkeley, University of California Press, 1977.

[11] Patrick Parrinder James Joyce, Cambridge University Press, 1984, pág. 205.

[12] Bernard Bennstock, Joyce-again's Wake. An analysis of Finnegans Wake, University of Washington Press, 1995, p.115.

[13] Samuel Beckett et al., Our Exagmination Round His Factification for Incamination of Work in Progress, París, Shakespeare and Company, 1929, pp. 9-10.

[14] Todas las siguientes citas son de Ezra Pound, Literary Essays of Ezra Pound, edición de T.S. Eliot, New York, New Directions, 1968, pág. 25.

[15] Para hacernos una idea, se considera que Shakespeare creó unas 1700 palabras nuevas.

[16] Umberto Eco, op. cit. pág. 145.

 17 Julián Ríos, La vida sexual de las palabras, Madrid, Mondadori, 1991, pág. 152.

[18] Adaline Glashine, op. cit. pág. xviii.

[19] Ezra Pound, ibidem.

[20] Samuel Beckett et al., op. cit., pág. 89.

[21] Adaline Glashine, ibidem.

[22] Ezra Pound, ibidem.

[23] Para este tipo de análisis pormenorizados utilizamos: Roland McHugh, Annotations to Finnegans Wake, Baltimore, John Hopkins University Press, 2006.

[24] En francés, «nuée» es nube, y eso lo relacionaría, además, con Issy, la hermana menor, a quien se llama a menudo «Nuvoletta» (157.08 y 17, 159.05 y 06).

[25] Otra reverberación de este «prural and plausible» es, muy posiblemente, la propia Anna Livia Plurabelle: dadora de vida, multiplicadora de sentidos y latencias.

[26] Las traducciones entre [corchetes] indican que hay coincidencia entre mi versión y la de Marcelo Zabaloy en Finnegans Wake, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2016. Todas las demás traducciones son mías.

[27] El músico John Cage compuso una obra con el título de Roaratorio, an Irish Circus on Finnegans Wake (2002), en la que superpone su voz recitante con ruidos, sonidos y fragmentos musicales extraídos de FW.

[28] Eric MacLuhan, The Role of Thunder in Finnegans Wake, Toronto, University of Toronto Press, 1997.

[29] Umberto Eco, op. cit., pág. 124.

[30] Ambas citas aparecen en: Richard Ellman, James Joyce. Oxford University Press, 1983, pág. 546.

[31] Clive Hart, Structure and Motif in Finnegans Wake, Faber and Faber, Londres, 1962, pág. 81.

[32] Clive Hart, op. cit. pp. 85 - 88.

[33] De Vico, Joyce tomó la concepción recogida en La Scienza Nuova (1725), según la cual la historia avanza en amplias espirales de desarrollo social y cultural; y cada ciclo histórico completo consiste en una sucesión de tres grandes Edades: la Divina, la Heroica y la Humana, seguidas de una breve cuarta Edad –ricorso– que finaliza ese ciclo y preludia el nuevo.

De Bruno tomó sobre todo la noción de coincidentia oppositorum, la identidad de los contrarios. Había leído De l'infinito universo e mondi (1584), e hizo suya la idea de la infinitud de mundos.

También se han reconocido como referentes para estos modelos cíclicos, la obra teosófica H. P. Blavatsky Isis Unveiled; el texto A Vision, de W. B. Yeats, así como el poema «The Mental Traveller» de William Blake.

33 Clive Hart. Op. cit, p. 45. En la Tabla de la página 48 y en las páginas 57-62, el autor resume la correspondencia entre los ciclos viconianos y las distintas partes de FW.

[34] Clive Hart, op. cit, pp. 76-77. 

[35] Richard Elllman, op. cit. pág. 577.

[36] En un pasaje de la novela también aparece: «you’re too dada for me to dance» (65.17).

[37] La danza de los derviches giróvagos, practicada durante más de siete siglos, es parte de una ceremonia musulmana llamada dhikr, cuyo fin es glorificar a Dios y buscar la perfección espiritual. La practican los derviches Mawlawi, una orden fundada por el poeta y místico persa Jalal ad-Din Rumi en el siglo XIII. Los danzantes se sientan en círculo escuchando música. Luego, levantándose lentamente, se mueven para saludar al shaykh, o maestro, y se quitan el abrigo negro para emerger con camisas blancas. Mantienen su propio lugar con respecto a los demás y comienzan a girar rítmicamente. Echan la cabeza hacia atrás y levantan las palmas de sus manos derechas, manteniendo la mano izquierda hacia abajo, un símbolo de dar y recibir. El ritmo se acelera y giran cada vez más rápido. De esta manera entran en trance en un intento de perder sus identidades personales y alcanzar la unión mística.

[38] En una carta de 1931, Stanislaus se pregunta, rechazando FW: «What is the meaning of that rout of drunken words?».

[39] Fintan O'Toole, «Joyce: Heroic, Comic», The New York Review of Books, New York, 25 de octubre de 2012. 

[40] Hallamos varias recreaciones de este nombre en FW, como «mudstorm» (86.20); «malestream» (547.32).

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Christian T. Arjona

Javier Salvago: “soy muy poco mitómano”

9 de mayo de 2025 10:15:08 CEST

Tengo para mí que si alguna vez Javier Salvago le hubiera preguntado al Loco de la Colina (Jesús Quintero) si, en algún instante de su vida, le habría gustado ser Javier Salvago, el Loco le hubiera dicho que sí. Y seguramente el primer sorprendido de una respuesta como esa hubiese sido el propio Salvago, porque inmediatamente se habría preguntado qué tendría él de envidiable para que un personaje famoso, poderoso, rico y admirado como El Loco quisiera transmutarse por un momento en una persona casi anónima, huidiza, sin ningún poder mediático y medio derrotado por la vida. Mi intuición (o mi osada fantasía) me dice que al Loco no le hubiera importado nada despojarse de todo lo que tenía para, por unas horas, unos días o unas semanas, tener uno de los dones que más apreciaba: el de la poesía. Ser poeta, escribir textos conmovedores, llenar con la magia de la tinta el blanco cielo del papel, saber hacer, en fin, lo que Salvago sabía hacer con maestría inigualable. Eso, sigo con mi fantasía, al Loco de la Colina le hubiera encantado, por la sencilla razón de que, muy por encima de la fama, del postureo, del mucho dinero o de la esplendente popularidad, lo que más estimaba El Loco era la gracia que las Musas solo regalan a unos pocos mortales: los artistas, los poetas. Y aunque El Loco, a su manera, también era un artista, un artista de profundos silencios, de intensas miradas y de preguntas lacónicas, en el fondo carecía de la capacidad de moldear un discurso propio con su mano de nieve, cosa en la que sí era competente el poeta Javier Salvago escribiéndole sus reflexiones para los diferentes programas de radio y de televisión en los que trabajó, siempre a la sombra, como guionista durante más de treinta años. Ahora algunas de esas reflexiones que El Loco leía en sus programas acaban de ver la luz en una pequeña editorial, Los papeles del sitio (Sevilla), justo con el preciso título de Mis reflexiones de El Loco, firmadas naturalmente por Salvago, que fue quien las escribió para que El Loco las hiciera suyas y su millonaria audiencia las creyera como salidas de su magín. Es verdad que esas reflexiones cuadraban muy bien con el personaje encarnado por Jesús Quintero, pero no menos cierto es que si Salvago las escribió fue porque también muchas de ellas se amoldaban a su propia filosofía de vida, la de un descreído de las grandes palabras (Justicia, Paz, Igualdad, etc.) o la de un soñador de sueños imposibles.

 

“Recuerdo a Jesús Quintero, el Loco de la Colina, con agradecimiento, admiración y cariño”

 

-¿Por qué otro libro sobre El Loco de la Colina, si ya hablaste mucho (y no en términos muy halagüeños) de él en El Purgatorio, segundo tomo de tus memorias?

 

-Bueno, este no es exactamente un libro sobre el Loco, es solo una pequeña muestra de parte del trabajo que durante más de treinta años desarrollé como guionista de radio y televisión, especialmente junto a Jesús Quintero, el Loco de la Colina. Pero te aseguro que no tengo ningún interés en seguir hablando del Loco. Lo que pasa es que me llaman periodistas más o menos conocidos o amigos, como tú, pidiéndome entrevistas, y me cuesta decir no. Tampoco quiero que se piense, si me niego, que es porque odio a Quintero o algo por el estilo. Nada más lejos. Lo recuerdo con agradecimiento, admiración y cariño. Pero, desde 2013, fecha en la que hicimos los últimos programas, yo estoy en otra historia, mi historia, dedicado a mí y a escribir mis libros. Que, desde entonces, he publicado trece, sin contar los que he publicado últimamente en Amazon.

 

“No entiendo esa necesidad de mitificar a gentes que son iguales que todos los demás”

 

-Precisamente en esas memorias decías que no sentiste mucha simpatía por él. ¿Por qué?

 

-No es que no sintiera simpatía por él, sino que no siempre estaba de acuerdo con el personaje. Esas memorias están escritas en caliente y con cierta mala leche, lo reconozco. Es normal que haya roces en treinta años de estrecha colaboración, digamos artística, cuando no siempre se tiene la misma visión de las cosas ni la misma mentalidad. Había cosas de Quintero que no me gustaban y seguramente también habría cosas mías que no le gustaran a él. Quizá tendría que haber sido más comedido en mis opiniones personales. Pero como estoy acostumbrado a decir pestes de mí mismo no le doy demasiada importancia a decir inconveniencias de los demás. Además yo, por naturaleza, soy muy poco mitómano. No entiendo esa necesidad de mitificar a gentes que son iguales que todos los demás, solo que tienen un talento especial para hacer algo, pero que ni son dioses ni lo saben ni lo pueden todo. Son gente, limitada en muchos aspectos, que necesita a la gente, como todos.

 

“Escribir diariamente por obligación me dio músculo literario”

 

-Ahora, en Mis reflexiones de El Loco, apuntas a que nunca te has avenido a escribir por obligación, como cuando escribías los guiones de los programas de Jesús Quintero, porque afirmas que los textos de esos guiones no los consideras realmente tuyos, pero, sin embargo, lo son, son parte de ti. ¿No consideras que haber escrito por obligación ha sido un mecanismo literario para descubrir cosas de ti mismo que de otra manera no habrías descubierto?

 

-Escribir diariamente por obligación -que, en principio, llegó a anularme como poeta y como escritor, estuve once años sin escribir para mi y sin publicar un solo libro mío- me dio algo muy importante que descubrí cuando dejé de escribir por obligación: músculo literario. Yo no habría escrito todos los libros que he escrito después -cuatro libros de relatos, tres de aforismos, tres novelas, etc.- si no hubiera sido por el ejercicio casi gimnástico de escribir por obligación durante tantos años. Eso me ha desarrollado los músculos de escritor. Yo antes me cansaba solo de pensar en escribir una novela, y ahora me la puedo escribir en un par de meses.

 

“Quintero tenía la vanidad necesaria para ser quien era y para hacer lo que hacía, que no todos podían ni pueden hacerlo”

 

-¿Tan vanidoso era Quintero como para afirmar que lo que escribías para él eran todos textos de autobombo, de ensalzamiento de su personaje?

 

-No todos los textos eran de autobombo, como se puede comprobar en este librito, ni siquiera la mayoría de ellos. Quintero era vanidoso como cualquier artista y con toda la razón porque lo que hacía tenía mucho éxito. Además era Leo, rey sol. Cuando hablo de autobombo no es algo exclusivo de Quintero ni de sus programas. Todos los programas y todos los presentadores se elogian a sí mismos de algún modo. Eso se llama venderse y vender el producto. Más que vanidad, es marketing. También lo hacen los escritores y todos los que venden algo. Pero, vamos, Quintero tenía la vanidad necesaria para ser quien era y para hacer lo que hacía, que no todos podían ni pueden hacerlo.

 

-De rareza calificas tu libro. ¿Qué tiene de raro?

 

-Hombre, de raro tiene que es trabajo, que no nace de una necesidad mía de expresar algo, sino de la obligación de llenar unos folios para cumplir con un trabajo. Esto puede sonar despectivo quizá. Pero esos folios no son basura, son trabajo, pero trabajo bien hecho en el que hay mucho de mí mismo y mucha autenticidad, mucha verdad. Aunque la verdad no siempre sea la mía, sino la del personaje que habla. Yo no sé trabajar ni escribir de otra manera, sino de la mejor manera. Y estas son reflexiones del Loco escritas por mí, como si fuera el Loco, y aportándole al personaje mi visión y mi experiencia.

 

“Utopía hoy es poder comprarse un piso o llegar a fin de mes”

 

-¿De verdad crees que estas reflexiones tuyas dichas por El Loco tenían más sentido hace treinta años que si fuesen dichas ahora, porque grandes palabras como Revolución, Utopía, Libertad, Justicia, Democracia, Paz o Solidaridad significaban otra cosa que lo que significan ahora?

 

-Está claro que todas esas palabras o no significan hoy nada o significan cualquier cosa. Yo he visto spots publicitarios en los que se llamaba revolución a cualquier majadería moderna. Utopía hoy es poder comprarse un piso o llegar a fin de mes. Y ya hemos visto la destrucción de países bajo las bombas en nombre de la libertad y la democracia. De la justicia, mejor no hablar, ni de la divina ni de la humana. La apropiación indebida de esas palabras por gente que representa todo lo contrario de libertad, justicia o democracia, es una de las aberraciones de estos tiempos. La manipulación o prostitución del lenguaje está matando las palabras y lo que significan.

 

-¿El Loco aceptaba tus textos y guiones sin ponerles nunca ningún reparo? Si fue así, ¿es que intuiste desde el principio cómo era el personaje y que supiste hacer que dijera lo que tú querías que dijera?

 

-El Loco aceptaba mis textos porque le gustaba mi manera de escribir y lo que decían, los sentía muy próximos, como propios. Pero unos textos le gustaban más y otros menos, como es normal. Antes de trabajar con él, yo apenas había escuchado el programa. Comencé a escucharlo cuando Quintero me dijo que escribiera para él, y la verdad es que lo que escuchaba me parecía por lo general demasiado excesivo para mi gusto, muy remontado, muy retórico, muy efectista y muy cursi incluso. No era mi estilo y aunque sabía que debía adaptarme al personaje, porque ese era mi trabajo, sabía que si no conseguía llevarlo un poco a mi terreno me iba a sentir muy incómodo. Y fui quitándole palabrería, dándole sentido a su locura, bajándolo de las nubes y haciendo que pisara tierra.

 

“Las ingenuidades de hoy no por ser más cínicas son menos ingenuas”

 

-En algunas de las reflexiones incluidas en el libro parece que escribes una guía de vida a modo de consejos trillados, de esos que vienen en los libros de autoayuda, como cuando dices: «Quiero vivir como si no tuviera nada que perder, como si cada día fuera el último». Parece un consejo un poco naif, ¿no?

 

-Bueno, puede que esté trillado ahora. Pero ese texto es de 1984 cuando no creo que hubiera demasiados libros de autoayuda conocidos. A lo mejor muchos de los gurús que dicen eso ahora se inspiraron en el Loco, quién sabe. Muchos de estos textos tienen cuarenta años, como digo. Eran otros tiempos y otras nuestras ingenuidades, aunque las ingenuidades de hoy no por ser más cínicas son menos ingenuas. Y claro que eran reflexiones para animar a los que las escuchaban y para que las entendieran a la primera. Piensa que estaban dirigidas a millones de personas, que era la audiencia normal de los programas de Quintero, no a una veintena de intelectuales. Aunque he de decir que los intelectuales andaban locos por que los entrevistara el Loco. Y no solo los intelectuales. Que te llevara el Loco a su programa era todo un privilegio.

 

-En otras reflexiones, por ejemplo, las dedicadas a Mayakovski, reivindicas el derecho a la locura, a no sentar cabeza. ¿Eso era revolucionario o simple provocación para que la gente dejara de ser conformista?

 

-Esa reflexión no me costó nada escribirla porque en realidad la escribió Mayakovski. Yo lo único que hago es citarla tal cual con una mínima entradilla. El loco era el Loco y, por mucho que yo intentara bajarlo de las nubes, su naturaleza era la locura. Debía reivindicar la locura y el derecho a estar locos en un mundo horrible de cuerdos horribles.

 

-¿Y por qué tantas referencias a autores tan dispares como Nietzsche, Dostoievski, Eugenio Sue, Goethe, Allen Ginsberg, Bécquer, etc.? ¿Te pedía El Loco que amoldaras sus opiniones a sus ideas?

 

-No, el Loco no me pedía nada. Era yo el que recurría a ellos para facilitarme mi trabajo. Si me faltaba inspiración glosaba una frase de alguno de estos autores y ya tenía una reflexión. Más o menos como creo que decía González-Ruano cuando escribía un artículo sobre un texto ajeno: “y ahora a firmar y a cobrar”. Pero, en mi caso, esas citas ajenas estaban perfectamente seleccionadas para poder decir, a través de ellas, lo que quería y debía decir el Loco.

 

“Con el Loco de la Colina me hice trabajador, obrero de la escritura”

 

-¿Con El Loco te hiciste mayor o El Loco te hizo mayor?

 

-Con el Loco me hice trabajador, obrero de la escritura. Yo, hasta entonces, solo había escrito poemas y algún artículo de prensa. No tenía trabajo ni encontraba una manera digna de tenerlo puesto que en el 68, cuando terminé el bachillerato, en lugar de estudiar una carrera, me hice hippie. Lo único que quería era ser escritor y creía que la carrera de escritor se estudiaba viviendo a tope y a fondo y leyendo mucho. Así que, cuando me llegó la hora de tener que trabajar, tenía pocas armas para defenderme en el mundo laboral. Una de las cosas que le agradeceré siempre a Quintero es que me ofreciera un trabajo que se adaptaba a mí, puesto que se trataba principalmente de escribir, que se acabó convirtiendo en mi medio de vida y que me permitió vivir en un ambiente envidiable, para muchos, y ganar un buen sueldo. Porque aunque empecé ganando mil pesetas por folio, que tampoco era poco en aquellos tiempos, cuando llegamos a la televisión tenía sueldo de yuppie.

 

-De Schopenhauer se decía que era el filósofo más pesimista de la historia de la filosofía, pero yo he leído todos tus libros de poemas y de aforismos, y la conclusión que saco es que se podría decir de ti que eres el poeta y el aforista más pesimista de la historia. ¿Tan poca esperanza de mejora tienes en el ser humano?

 

-Yo no me considero pesimista. La realidad es mucho peor de lo que yo pueda imaginar o temer. Vosotros los vitalistas y optimistas no lo veis porque estáis ciegos, os dejáis engatusar con fines de semana, fiestas, vacaciones, aguinaldos y los mil espejismos de la felicidad. Pero yo solo me dejo engatusar por los gatos, que no me mienten.

“Las aspiraciones, como los sueños, sueños son”

 

-El Loco le decía a sus oyentes: «No envidiar a nadie. No temer a nadie. Contar con alguien a quien poder llamar amigo. Trabajar poco y en lo que te gusta. Descubrir cada día cosas nuevas en las cosas de siempre. Sacarle jugo a lo que hay. No esperar lo que no existe. No tener nunca que mentir a nadie y mucho menos a uno mismo». ¿Cumplía él esos consejos?

 

-Nadie cumple esos consejos. Todos envidiamos, tememos, esperamos de lo que no existe, mentimos a los demás y a nosotros mismos. Más que consejos son aspiraciones. Y las aspiraciones, como los sueños, sueños son.

 

-En otro de tus más recientes libros, Aquí nací, este es mi pueblo, confiesas que, pese a haberos relacionado durante muchos años y muchas horas, nunca os considerasteis amigos. Entonces ¿qué eráis, conocidos, saludados?

 

-Teníamos una cordial y amistosa relación y hasta había un cierto cariño. A mí me dolía lo malo que le pasaba y me consta que a él lo mismo. Lo que sucede es que creo que no debes ser amigo de alguien que te paga y con el que trabajas diariamente porque entonces no hay frontera entre el trabajo y la amistad y todo se convierte en trabajo. Si yo estaba en una fiesta con Quintero estaba trabajando porque se nos ocurrían cosas que tenían que ver con el trabajo, hablábamos del trabajo, lo mirábamos todo como materia de trabajo, etc. Y eso no es sano. Hay que desconectar. Así que éramos amigos, pero cada uno en su casa y Dios en la de todos.

 

“La soledad es mi estado natural”

 

-El final de una de tus reflexiones dice: «La soledad es la princesa de la noche, la inevitable compañía de los insomnes y los noctámbulos». Es una bella frase, sin duda, pero ¿con esa princesa de la noche te referías al Loco o a ti mismo?

 

-Yo me he llevado siempre mucho mejor con la soledad que Quintero. Al Loco no le gustaba la soledad, no quería ni sabía estar solo. Yo sí, la soledad es mi estado natural.

 

-¿El Loco se creía un profeta, un consejero aúlico para miles de oyentes, una divinidad radiofónica y televisiva, un chamán, una criatura con poderes sobrehumanos o solo era un simple locutor?

 

-El Loco era todo eso para millones de oyentes y de espectadores. Lo que no fue nunca es un simple locutor. El Loco no era un locutor, era ante todo y sobre todo un artista. Vino a hacer arte con la radio y la televisión. Y creo que lo logró.

 

“El único trabajo que de verdad valoraba el Loco de la Colina era el arte”

 

-Qué crees que hubiera respondido El Loco a la pregunta que él mismo le hizo una vez a sus oyentes: «¿Crees, como Cicerón, que el trabajo nos endurece contra el dolor?»

 

-Bueno, a él el trabajo lo salvaba de muchas cosas, entre otras de la soledad, de la que hemos hablado. Él era muy trabajador, pero trabajando en lo suyo, en lo que le interesaba. En eso no tenía descanso, siempre estaba trabajando, buscando cosas nuevas para sus programas. El único trabajo que de verdad valoraba era el arte.

 

-¿Y no te parece que algunas de sus alocuciones tenían algo de homilías, de sermones laicos?

 

-Pues sí, pero algunas de esas homilías eran precisamente las que más le llegaban a la gente. A veces necesitamos que nos sermoneen para despertarnos.

 

-¿A qué se refería cuando dijo que para él la revolución era mucho más que un cambio de sistema político, que lo que él deseaba era un cambio total?

 

-Eso sí que es una utopía, la utopía total.

 

“Trabajar en los medios me ha inmunizado contra la propaganda y la manipulación”

 

-¿Qué le agradecerías a Jesús Quintero si tuvieras que agradecerle algo, aparte de haberte dado trabajo durante treinta años?

 

.Aparte de un atractivo trabajo durante más de treinta años que me ha dado músculo literario para escribir más y mejor, me ha dado la oportunidad de ver a gente supuestamente grande o importante que de cerca ni son tan grandes ni importan demasiado. Nadie es más que nadie, unos hacen bien unas cosas y otros otras, la diferencia es puro marketing. Trabajar en los medios me ha inmunizado contra la propaganda y la manipulación, las huelo a kilómetros, y me ha hecho ver lo cutre que suele ser la fama. La fama, como he dicho en algún lado, es un criadero de monstruos. Si alguna vez deseé ser famoso, mi trabajo me curó de cualquier tentación de serlo. No diré que antes muerto que famoso, pero casi.

 

“Hay que ser muy bobo, por mucha fama, poder o dinero que consigas, para creerte un triunfador”

 

-No sé si piensas que tu larga trayectoria con él fue un éxito o un fracaso (personal o profesional), pero lo cierto es que a ti siempre te ha atraído mucho más la senda del perdedor que la del triunfador. ¿Tienes una propensión natural por el malditismo o maldita la gracia que te hace el triunfalismo?

 

-He tenido un buen trabajo, lo he hecho lo mejor que sé y hasta estoy considerado dentro de la profesión, así que de fracaso nada. Lo que pasa es que yo, aunque he trabajado durante treinta años como guionista, nunca me he sentido guionista. Quizá porque antes que guionista siempre he sido poeta y dejar de ser poeta para ser otra cosa puede que sea un buen negocio en cuestión de dinero, pero nada más. En cuanto a lo del éxito, ya he dicho en algún aforismo que el éxito -como la felicidad, según Séneca- es no necesitarlo. Y triunfalismo, el mínimo. ¿Cómo un pesimista como yo, según mi fama, va a confiar en el triunfo cuando sabe que ningún triunfo, por grande que parezca, nos podrá salvar del inevitable fracaso final? La vida misma es un fracaso, siempre acaba mal. Así que todos, a la postre, somos perdedores. Y sí, maldita la gracia que me hacen los triunfadores, porque hay que ser muy bobo, por mucha fama, poder o dinero que consigas, para creerte un triunfador. Triunfador ¿de qué?

 

-Si tuvieras que escribir un epitafio para El Loco de la Colina, qué escribirías.

 

-Suponiendo que, esté donde esté, seguirá pensando en su programa y en tener a los más ilustres entrevistados, más que epitafio, yo pondría: Buenas noches, aquí el Loco. Te hablo desde una colina del Edén de las estrellas.  Esta noche tenemos con nosotros a Dios padre,  y seguidamente conseguiré entrevistar por fin a Fidel Castro.

 

(Fidel Castro era el personaje fetiche que todas las temporadas aparecía el primero en las listas de grandes invitados, y que nunca consiguió entrevistar… en la tierra. En la gloria no sabemos si lo habrá conseguido). 

 

Javier Salvago, Mis reflexiones de El Loco, Sevilla, Editorial Los Papeles del Sitio, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

Una hija salvaje del sur

2 de mayo de 2025 12:27:14 CEST

Fernando Navarro (Granada, 1980), que maneja la narrativa audiovisual por su condición de guionista en diferentes proyectos, ha conseguido generar una expectación como hacía mucho no se veía en la literatura española con la llegada de este título, Crisálida, editada por Impedimenta, su primera novela, que llega después del éxito arrollador de su volumen de cuentos, Malaventura (Impedimenta, 2022) y su participación como guionista en Segundo premio, largometraje sobre la banda granadina Los Planetas y que consiguió ser propuesta a los Oscar para mejor película extranjera después de llevarse el Goya a la mejor película española del año 2024. 

Crisálida es una historia que conjuga dos espacios literarios: el descenso a la locura de una familia que se interna en la sierra para vivir alejada de la civilización y las consecuencias que tiene esa huida en la protagonista, uno de los vástagos, desde su despertar y estancia en lo que parece un pabellón de reposo. La novela suena a sello Gong, a las leyendas del tiempo y del espacio, a una vieja noche y un nuevo día. 

Crisálida es una historia de lluvia y barro, de niños encendidos por la fiebre que abandonan la infancia en un salvajismo de gusanos grises y yerbas tóxicas mientras Granada, siempre Granada  (ciudad innombrable) aparece en la lejanía, fría y atemporal, una Granada de sierra y nieve, dominada por la señora de las alturas y las sustancias, carbono, hidrógeno y oxígeno. Destiladas o fermentadas, hasta que las semillas, abordadas por el agua pura de la nieve, germinan en sangre y delirio: “El agua en sus cabellos, esas aguas son aguas que vienen de niños como nosotros, niños de la niebla, perdidos y muertos, desangrados ahí arriba”. La idea de la tradición española, del norte gallego al sur andaluz, de las canciones de Golpes Bajos a las de Los Planetas. 

Señora de las alturas, Señor Mostaza, Till podría ser ella, la pobre Till que pisaba charcos mientras huía de los fantasmas. Esos cuerpos y esa sangre de los muertos, los que le dan al agua el color rojo de la sangre y convierten la sierra en un lugar que parece más selva que bosque. En Granada el calor y la nieve conviven, como la electricidad y el flamenco, la modernidad tóxica y la tradición opaca. Baterías de vidrio y percusión de Semana Santa. El sabor a cuero de las estatuas, diazepam y duermevela, padre y madre, Lole y Manuel, Enrique y la mujer de Morente. Elegir estos nombres no es baladí para la reseña, están ahí, tras las palabras, en el hueco estrecho que hay entre cada frase.

Fernando Navarro, que venía del polvo y los suelos áridos del sur, sin cascadas de agua, de silencios secos en la garganta, de otro sur donde la lluvia es un mito, se adentra en el horror de la civilización ausente, de la disfuncionalidad familiar. Para alimentar el terror utiliza los muslos del romancero y las pistolas de los guardias civiles, monstruosos son los elementos arácnidos, mucosos, una excreción que surge entre dimensiones, ahí donde confundimos sierra con sanatorio, uñas largas para poder dejar marcas en el suelo que, con la luz de la mañana, han desaparecido, uñas afiladas para recorrer la madera ahogada de humedad y acercarse hasta el catre, uñas y huesos, de tuétano demente. Un padre, Capitán, que se lanza hacia el abismo de la miel (como un caballo, en los pulmones) y la escopeta, metáfora de pólvora y locura. 

Malaventura su sobresaliente libro de relatos, era un cuerpo recorrido por la calima del estrecho, penetrado hasta sus hambrientos órganos, mientras que Crisálida peca del misterio resuelto en El pequeño salvaje (L'Enfant sauvage, 1970) de François Truffaut o la herencia de El señor de las moscas, antes, claro, de caer en El juego de los niños de Juan José Plans o Los chicos del maíz de Stephen King. Claramente hablamos de lenguaje literario y audiovisual, yendo de un lado a otro, en Crisálida hay espacio para la ética innata o naturalismo desbocado y convive con el Jack Ketchum y su familia desdentada y falta de vitamina C, como si los vaivenes en tierra trajeran escorbuto y un tripi malo. Crisálida es Gualberto de ácido, whisky malo y Lole cantando una seguidilla de benzodiacepinas y rohypnol. Todos los horrores tienen ramificaciones, del pasado al presente, confundiéndose las señales: incesto subliminal, instintos, un carnaval de muerte que va acercando conforme la familia reduce su radio social, la muerte, sí, otra vez, insisto, la muerte que sigue al amor, la madre es dolor y la madre es muerte, así que la si la madre sigue al amor, el padre sigue la locura. Y los hijos son un aullido de los dos.  Nadie puede escapar con vida porque ya están todos muertos. O porque el único tiempo para vivir ya se lo han ofrecido. Comenzar el libro con la muerte. Y por el camino, como vetas en la narración, los pinchazos de la voz que narra, atenazada, en la clínica, sanatorio, prisión o psiquiátrico. De pronto es una novela-manicomio, El pabellón de reposo de Camilo José Cela, Razas de noche de Clive Barker o La saga del oso místico de Chris Claremont y Bill Sienkiewicz. Integramos al enfermo en el edificio. Se convierte en un fantasma, las ruinas son los restos, ¿Quién observa y quién es el observado? Fernando Navarro juega con la estructura circular del tiempo, con la cinta de Moebius, comienzo frente a final. ¿Somos nosotros, los lectores o los enfermos, los que observan o los observados? Ella es la señora de las alturas, otra vez, volvemos a Los Planetas, más bien los Evangelistas o, más recientemente, David Montañés. Es un libro notable, que se queda atrapado en su desarrollo acumulativo, que desemboca en una violencia narrativa que enmudece, que sería sobresaliente si no viniéramos de Malaventura. Quizá el sabor de un cuento espléndido estirado a base de coleccionar capas y capas sobre la digestión que caracteriza a los personajes. Ensoñaciones, estadios subjetivos… Fernando Navarro crea un estado de sierra que acumula frustración y demencia. Un libro abierto, sugerente, esquivo. Un libro que marca un punto y seguido en la obra de Fernando Navarro. 

 

Fernando Navarro, Crisálida,  Madrid, Editorial Impedimenta, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Poeta de la gente

2 de mayo de 2025 12:02:54 CEST

Los poemas en prosa de Pablo García Casado (Córdoba, 1972) son parte del canon de la literatura española. De la poesía contemporánea, en realidad. Es la generación DVD, el catálogo de la editorial de Sergio Gaspar, que hace que cualquier libro que encuentres con su sello en una librería de lance sea, con toda seguridad, una compra necesaria, puesto que en ella se encontraban Manuel Vilas, por supuesto, pero también Miriam Reyes, Jesús Jiménez, Roger Wolfe o Martín López-Vega. Y Pablo García-Casado. Con Las afueras, de 1997, y Dinero, de 2001, marcó un antes y un después en la lírica española. 

Después de unos años de una producción más calmada, vuelve a la poesía con Cada uno es mucha gente, Premio Ciudad de Burgos 2025, editado por Visor. Los poemas de Pablo García-Casado son elementos de una narrativa lírica de la vida, píldoras de urbanismo infinito y lírico extrarradio, de madurez poética, de mujeres y hombres, poemas de padre y de marido, trufados de una lluvia común que nos empapa y sorprende. ¿Qué diferencia hay entre el cuento corto y el extracto lírico en los poemas de este libro? El instante, el ámbar que atrapa: “Le dije gracias, fue lo único que le dije y que se lo devolvería”. Mujeres que son madres, esposas e hijas: en ADN, con música de Lou Reed de fondo, Sweet Jane, por ejemplo, capturan las generaciones y nos ofrecen un espacio para crecer al que volvemos una y otra vez. “Sabemos que es lo más conveniente, que es un error aferrarse a las cosas. Porque son solo eso, cosas. Que nuestra vida, como él dice, está ya en otra parte”. 

Todo el futuro es belleza, el único momento en el que la envidia se convierte en felicidad. Quizá no sea envidia, quizá, más bien, es admiración, la sensación entre la física y la ética, complementándose. Protección suprema: “Yo seré tu castillo, yo, tu única centinela, armada de apiretal”. El único amor es el de las vísceras, los recuerdos pueden venderse, en la basura los besos más sinceros… la primera parte del libro, Mujeres encuentra incluso el espacio para el muro de Facebook de un muerto, el silencio como agonía. El poema Baltimore tiene: “Piensas en bebés gateando en el pasillo” y el poema Mujeres, donde todo está contenido, la vida, la ruptura, el derrumbe, padre y madre, segundas partes y dinero termina de este modo: “Le dije gracias, fue lo único que dije. Y que se lo devolvería”. Magnífico. 

La segunda parte tiene como título Hombres. Poemas como Equipo donde el nosotros es una palabra técnica, la paz es una siesta y los objetivos siempre son a largo plazo. Fuera de lugar, en un orden distinto, la familia se enfrenta a la realidad. Todo queda en el camino, el recuerdo de las papelinas y las frentes desesperadas. Pablo García-Casado habla de su generación y de los que aprendimos leyéndoles, puesto que no somos parte de ella, ella forma parte de nosotros: “Pero una parte de ti pisaría a fondo”. Un punto vital, el empate, el descuento, que te salva en el descuento, antes de sacar a Alexanco de delantero centro. Pienso en Pier Paolo Pasolini y sus medias y su cigarrillo y, claro, en Saturnino Arrúa. Pienso, sobre todo en Albis, Ricardo Raúl Albisbeascoechea Pertica, oriundo centrocampista del Málaga CF. El poema Casa, una elegía para proteger al caído, un hilo para escapar del laberinto. Como siempre, ese cierre en el texto, el verso, la frase, el momento en el que poema explota: “En casa me espera Marisa para bañar al bebé”. 

Hablamos de Manuel Vilas al principio, su poema Mujeres, aparecido en su libro Resurrección (Visor, 2005), emparentado con el poema Invisible, las cajeras con las cutículas destrozadas del ácido y del amoníaco, las parafarmacias, la pizza del viernes como una fiesta, el teléfono móvil, el aburrimiento. Más adelante, el 303 que nos convierte en héroes: “Solo el sonido hidráulico del camión de la basura”. Pablo García Casado disfruta del rock y del fútbol: del alopécico Creep de Radiohead en las revistas musicales en papel, ¿qué nos ofreces, funcionario de provincias? Te preguntas: “¿Qué pasó, qué ha sido de nosotros, quiénes somos que no nos reconocemos”. No es una comparación, pero el Tato Abadía acabó en el Compostela y Ruggeri, “El cabezón”, invitaba a pavo por Navidad a Diego Armando Maradona cuando estaba en Logroño. Gente: “Que hablaban de Luis Aragonés como si fuera el profeta Isaías”. 

Los campos, los quesos, la exmujer, salían en los cromos, solo había dos extranjeros por equipo, mi amigo Juan Luis Saldaña, poeta y futbolista, y el recuerdo de Maradona saliendo al campo del Sevilla mientras sonaba Mi enfermedad de Andrés Calamaro. ¿Pablo, lo escuchaste? No estabas muy lejos, cerca, en Córdoba seguro que se notaba el temblor: “Te lanzas a los pies del contrario con la honradez de un soldado del Vietcong”. La tos socialdemócrata: “La hija cansada y gris” y cuando él se va, se queda la enfermedad, porque es un concepto: “Comienzan los picores. Justo aquí, detrás del paladar”. Un día menos, un día más, el portátil, bajar la tapa del portátil. En los seiscientos kilómetros que nos separan del poema Lobo uno encuentra el recuerdo de un ciclista, del cromo de Arteche, más estampita que colección. 

En Genoma, tercera parte del libro, encontramos poemas directos, más cortos, una especie de sorpresa donde la genética se erige a la vez como misión y como razón de vida: “Enamorado, aunque el cansancio me haya vuelto más distante. Así, en estado de oxidación”. Una reseña como esta, que tiene algo de carta, que escapa de lo académico, me lo pide la emoción y la admiración por el poeta, capaz de enhebrar palabras como estas para hablar de su vástago: “No poner sobre tus hombros mis expectativas. No una versión corregida y aumentada” o del mañana, cuando todos coincidimos en el mismo mensaje, recibido o por recibir: “Llévate los libros, hay ropa tuya en el trastero, tengo unas sábanas para ti”. Una mutación de José Agustín Goytisolo. 

La última parte del libro, Mucha gente, es una carta de amor a la presión de los neumáticos, al despertarse a las cinco de la mañana para buscar a tu hija que vuelve de juerga, al minuto 89 de un partido. Hacía calor en agosto, ahora a todos los que nacimos en los setenta nos duele la espalda, es, como escribe en Balada de Santa Rosa, “Un dolor de hipoteca a treinta años”. El poeta y el padre duerme con un cuchillo bajo la almohada. Y es capaz de escribir un poema majestuoso como “Elegía contemporánea para Rocío Jurado”. Rocío de amor y leucemia, caminando por la playa, con Quintero, León y Quiroga, y Manuel Alejandro y Bambino, con una copita o dos de más, en la noche profunda de una camisa de lino negra empapada de sudor: “Tu voz en el cuerpo de las camareras que te rezan, te cantan, desde las seis de la mañana. ¿De dónde vendrán estas mujeres tan temprano?”. Leo y paladeo, casi saboreo: “¿Desde qué hora el rímel caliente, la pintura en los labios, sombra en los ojos, desde qué hora?”. Mugre de vertederos e insectos, de vídeo VHS, la frase: “Manolo, ponme un White Label que tengo prisa”. Un poema de vinilos y algas, turbio. El poeta que vive conmigo es un extraño. Solo aparece cuando sopla la bohemia o toca dialogar con los fantasmas. Germán Coppini y Jean Luc Godard. El poeta siempre busca un cuerpo más joven sobre el que hacer el trasvase: “Aquel que tenga la vida por delante”, serio, sin teatros, solo, disfrutando.  UBER Y KFC (yo que tomo Lorazepan y busco el amor como quien busca una emisora en la FM) para el poeta de los hombres lobos, el poeta adulto, que colecciona horrendas placas cerámicas de los lugares donde recita, hace sus bolos, botellas de vino, facturas a noventa días, el poeta, Pablo García-Casado, que ofrece su poesía a unos ojos y unos cuerpos que tienen más cansancio que euforia: “Ojalá algún día en un futuro lejano, el azar de otros ojos lo reclame, ojos limpios, jóvenes, ojos que nunca llegaré a conocer”. Uno de nuestros grandes poetas contemporáneos en uno de sus libros más notables. 

 

Pablo García Casado, Cada uno es mucha gente, Madrid, Visor, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Miguel Albero: “no consigo dejar de escribir”

25 de abril de 2025 14:25:44 CEST

Miguel Albero es poeta, novelista, cuentista y ensayista, es decir, una suerte de hombre orquesta, un escritor que toca todos los palos o todos los géneros literarios, y además con finura, porque tiene buen oído para la música de las letras. Y no solo eso: también es bibliófilo, que no bibliómano, porque como decía Paul Lacroix “la bibliomanía más elevada y la más ilustre no está exenta de manía, y en cada manía se percibe un ente de locura”, y Albero no está loco, sino que colecciona libros para leerlos, que es lo propio de cualquier bibliófilo, porque como también decía otro francés, Charles Nodier, los bibliófilos son hombres dotados de cierto ingenio y gusto, que gozan con las obras fruto del talento, la imaginación y el sentimiento, que es para lo que al fin y al cabo están hechos los libros: no para atesorarlos como piezas de colección por el mero afán de tenerlas, sino para disfrutar con su lectura. Y Albero ha leído mucho, mucho, cosa que se nota sin duda alguna en su Diccionario provisional de pérdidas, que no es simplemente un diccionario en el que  da cabida a un sinfín de voces que directa o indirectamente están relacionadas con las pérdidas, sino que también contiene un fastuoso repertorio de citas, de fragmentos y de referencias literarias de toda clase de autores (poetas, filósofos, novelistas, historiadores i tutti quanti letraherido) que han dejado una reflexión aguda o un juicio inteligente para la posteridad y que Albero, con su habitual pericia para encontrar puentes de unión entre unos y otros, ha sido capaz de encajarlas en cada una de las entradas que arman su ameno y curioso diccionario. Porque curioso es que algunas de esas entradas sean, por ejemplo, ‘spleen’, ‘ayer’, ‘acrasia’, ‘nunca’, ‘pero’, ‘tampoco’, que casi nadie imaginaría que suponen alguna clase de pérdida, pero que sin duda lo son, como el lector que se adentre en sus páginas podrá comprobar fehacientemente guiado por la persuasiva prosa del autor madrileño afincado en Washington, donde actualmente ejerce su profesión de diplomático.

 

-En la biosemblanza de tu Diccionario provisional de pérdidas, se dice que has publicado ya demasiados libros. ¿Para qué entonces este nuevo libro?

 

-Borges decía que publicar un libro es la única manera de librarse de él, y así nombras a quien te estorba enviándolo a algún consulado palúdico para librarte de él, alejándolo, y el autor se libra de la obsesión que todo libro supone publicándolo. En este caso siendo además un diccionario provisional, o lo publicas o por mor de la provisionalidad se te van a seguir ocurriendo pérdidas cada día. Pero en lo que a mí respecta, creo que la pregunta atinada es por qué sigo escribiendo, no tanto publicando. Lo cuento en un poema de un libro inédito (otro más), titulado No consigo, una suerte de reverso del Me Acuerdo de Perec. Aquí van las dos primeras estrofas:

 

OCUPA TU TIEMPO LIBRE EN OTRA COSA

 

NO CONSIGO dejar de escribir,

Grafomanía es una forma de llamarlo,

Logorrea escrita y publicada,

Me levanto y pienso en escribir,

Me acuesto y sigo pensando en escribir,

Y entremedias escribo, en el aeropuerto,

En un taxi, en la sala de espera del dentista.

 

NO CONSIGO dejar de escribir,

Y lo cierto es que los hechos debieran disuadirme,

Si no de escribir sí de publicar al menos,

Porque los lectores brillan hermosos por su ausencia,

Y como mientras tanto tú no paras de escribir 

Ya tienes orgulloso más libros que lectores, 

Ya incluso atesoras, siempre orgulloso,

Más premios que lectores.

 

 En fin, no hay más preguntas, señoría.

 

“Este es un diccionario que se lee y no se consulta”

 

-A nadie se le ocurriría leer un Diccionario de pe a pa, y tú mismo en la introducción  ofreces una serie de sugerencias para su lectura, pero ¿cuál es la mejor, o la que tú, si no fueses su autor, preferirías?

 

-En el prólogo sugiero que los diccionarios se consultan, no se leen, pero este es un diccionario que se lee y no se consulta.  Y de las líneas de lectura que propongo a mí me gusta esa que llamo marcarse un Rayuela, esto es, no hacer una lectura lineal del diccionario, sino abrir al azar una página y luego ir de entrada en entrada por las referencias a otras que en cada una hay, y así, el ‘spleen’ te lleva travieso al ‘desencanto’, y de ahí vas derecho al ‘desengaño’ y así transitas de pérdida en pérdida con fluidez e ignorancia, como hablo yo algún idioma que otro.

 

-En alguna parte de tu libro afirmas que no se puede perder lo que no se ha poseído, pero ¿no crees que también perdemos lo que no tenemos, y que tal cosa es quizás la mayor pérdida de todas?

 

“Todo poema, con el tiempo, es una elegía”

 

-Por darle la vuelta a tu argumento, no es tanto que perdemos lo que no tenemos como que lo que tenemos es lo que perdemos, o mejor dicho, lo que hemos perdido. Pero lo dice, cómo no, mucho mejor Borges que yo, en ese poema magnífico que se llama “Posesión del ayer”, siendo ‘ayer’, (pérdida del presente), otra entrada de mi diccionario:

 

“Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. Cuando quiero escandir versos de Swinburne, lo hago, me dicen, con su voz. Sólo el que ha muerto es nuestro, sólo es nuestro lo que perdimos. Ilión fue, pero Ilión perdura en el hexámetro que la plañe. Israel fue cuando era una antigua nostalgia. Todo poema, con el tiempo, es una elegía. Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujeto a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos”.

 

-También dices que perder algo casi siempre causa dolor. ¿Cómo explicas entonces que algunas pérdidas sean, sin embargo, un alivio?

 

-En mi definición, la pérdida debe ser siempre involuntaria e incluir un patere, en efecto, un dolor, un menoscabo. Si hay alivio no hay pérdida, como puede suceder por ejemplo en la ‘ausencia’ (pérdida de la presencia). La ausencia  es una de las pérdidas más dolorosas que puedes sufrir, cuando lo es de un ser querido. Pero si tu pareja es lamentable y se marcha a comprar tabaco y no regresa nunca, como canta el Boss en lo que parece un microrrelato de Carver: “Got a wife and kids in Baltimore Jack, I went out for a ride and I never came back”, entonces en efecto hay alivio pero no pérdida, porque la ausencia no te procura menoscabo, más bien liberación, dicha, otra vez alivio.

 

-En otro lugar afirmas categórico que tu diccionario no es un instrumento para revertir ni mitigar el conjunto de pérdidas que pueblan invasivas nuestro triste existir, o sea, que no es un libro de autoayuda ni un vademécum, sino un diccionario literario. Pero, ¿la literatura no es, a su modo, un remedio, una autodefensa, un instrumento de evasión, incluso de consuelo, frente al prosaico mundo real?

 

-Advierto que es un diccionario literario y no médico, para que no acuda a él ingenuo quien sufre ‘alopecia’ (pérdida del pelo) pensando que va a encontrar en esa entrada remedios para las suyas, para su mal, curas milagrosas o descuentos para implantes capilares con visita guiada a Santa Sofía, porque se decepcionará, añadiendo más descontento si cabe al que ya le procura dadivosa la propia calvicie. Y sí, la literatura es una forma de esquivar la realidad, es incluso una forma de realidad.

 

“En general la pérdida genera mejor literatura que la ganancia”

 

-¿Es mejor cantar lo que se pierde, como decía Machado, que cantar y contar lo que se gana?

 

-Sin duda, a nadie le interesa lo que ganas, más bien disfrútalo pero no me lo cuentes, no lo cantes tampoco. Además, es tras la pérdida cuando lo quieres verbalizar, hay más poemas de ‘desamor’, otra entrada del diccionario, o de ‘desengaño’, una más, que de amor. El desamor impregna pastoso toda la poesía y desde luego por entero ese mundo empalagoso de la canción ligera, porque al que ama y es correspondido ya le basta con eso. Claro, si eres Luis Miguel Dominguín y acabas de acostarte con Ava Gardner, igual en efecto sales corriendo para contarlo, a ti puede interesarte contarlo, a mí escucharlo menos. Pero en general la pérdida genera mejor literatura que la ganancia, así el fracaso que el éxito, desde el inicio de la novela con el Quijote, el protagonista tiene que ser un perdedor para que nos interese, los príncipes victoriosos se quedan para la literatura medieval o las películas de Marvel.  

 

-¿Realmente es la pérdida de la voluntad la mayor de las pérdidas, tal como llegas a afirmar en tu libro?

 

Para mí sí. El ‘abandono’ (pérdida de la voluntad) es pérdida severa, casi irreversible, porque sin voluntad te vienen luego pérdidas en racimo, nada puedes hacer porque careces de voluntad para afrontarlo. Y es que en la vida, más importante que el talento, desde luego que la suerte, es la voluntad. Otra cosa es la ‘acrasia’ (pérdida del buen juicio) que implica una pérdida temporal de la voluntad, el buen juicio se ve alterado por otras cosas y cedes por ejemplo a la tentación. Así, Eva cedió y terminó comiéndose la manzana, en la que es la madre de todas las pérdidas, la fundacional, la ‘caída’ (pérdida del Paraíso). Pero aunque no recuperes el Paraíso (en verdad nunca lo tuviste, es el invento para no asumir la idea de un creador chapucero), en la acrasia la voluntad sí puedes recuperarla, en el abandono no.

 

-En la voz ‘adicción’, dices que significa pérdida del control en el consumo de algo. ¿Sería entonces un adicto el bibliófilo y, por tanto, un descontrolado?

 

-Sin duda, la bibliofilia es casi siempre bibliomanía, es decir, es una patología como otra cualquiera. Yo la padezco y a veces a mi pesar, he pasado de comprar libros que sabía que iba a leer a comprar libros que igual no leía y he terminado comprando libros que sé que no voy a leer. Y todo esto sin control, poniéndome límites que luego incumplo, como Samuel Peppys, que decía que la biblioteca de un caballero no tiene que tener más de 3000 libros y luego libro que entra libro que tiene que salir. Pero él no hacía caso a su propia regla, también trataba de controlar su dipsomanía diciendo no antes de las seis no más de seis, esta vez para los gintonics, pero a veces el límite ejercía de acicate, vaya, son las ocho y solo me he tomado dos, esto hay que arreglarlo.

 

“Esa idea de que el sufrimiento nos hace mejores personas es una de las mayores falacias”

 

-San Agustín afirmaba que es malo sufrir, pero bueno haber sufrido. ¿No piensas, como él, que las pérdidas nos humanizan, y que en puridad no todas son malas?

 

-Sufrir no sirve para nada, esa idea de que el sufrimiento nos hace mejores personas es una de las mayores falacias. Lo decía Leopoldo María Panero, en una película en la que participé hace ya tantos años,  desde el muy pinturero manicomio de Mondragón: “yo creía que los locos iban a ser buenos porque han sufrido mucho, pero precisamente porque han sufrido son los mayores hijos de puta”.

 

-En la voz ‘asimilación’, declaras que es sinónimo de Integración (en otra cultura), con un carácter positivo. ¿De verdad? ¿No has leído a Arcadi Espada? ¿La integración, sensu estricto, no es más bien un modo de sumisión, y sobre todo el modo en que los que te acogen te siguen viendo no como a uno más de los suyos, sino como lo que eres, el charnego docilizado?

 

No, más bien digo que ‘asimilación’ (pérdida de la identidad por abrazar la del entorno), es algo chungo, literalmente  tiene un tufillo feo y rancio, suena a pérdida y no gustosa, suena a obligación, suena a imposición, tiene como ellas ese final agudo y asertivo, o te asimilas o te vas, vienen a decirte, asimilación o rechazo, conversión o expulsión.  Integración es la versión positiva, y suena más bien a voluntad tuya, te integras, asimilación es la versión en efecto chunga. Salvo si eres camaleón o Zelig, entonces tu identidad es precisamente la de abrazar la identidad del entorno, luego no hay ahí pérdida ni menoscabo, más bien la habría si no cambiaras. Y no, no he leído a Arcadi Espada, pero supongo que tampoco él me ha leído a mí, así que ya tenemos algo en común.

 

-¿Te consideras un buscapérdidas?

 

Sin duda, ando buscando pérdidas todo el tiempo. Y a veces me encantan los hallazgos, me gustan por ejemplo las pérdidas digamos más abstractas como ‘nunca’ (pérdida de la posibilidad), ‘tampoco’ (pérdida de la segunda oportunidad) o ‘pero’ (pérdida del valor de cuanto antecede). De entre todas ellas, por escoger la pérdida preferida de este buscapérdidas que soy, a mí me fascina ‘casi’, (pérdida del todo), de la que por una vez el diccionario da una definición maravillosa, acierta, como lo hacen dos veces al día los relojes detenidos. Poco menos de, aproximadamente, con corta diferencia, por poco. Por eso es hermosa pero terrible esta pérdida, casi ganas la maratón pero no la ganaste, por poco, casi apruebas las oposiciones pero nunca lo hiciste, aprobaron otros, tú no, casi llegas a la cima pero te quedaste con las ganas. Para eso, casi mejor no haber salido de casa.

 

“El humor hace a las pérdidas más tolerables, hasta las peores”

 

 

-En tu libro recurres con bastante frecuencia al humor en un tema aparentemente tan serio como este de las pérdidas. ¿Por qué?

 

-Porque no quiero incurrir en una de las peores pérdidas con derecho a entrada en mi diccionario, la ‘solemnidad’, (pérdida de la ironía),  mal que afecta a gran parte de la literatura española, no así a la anglosajona. Se pueden abordar las pérdidas desde el humor, el humor no debe ser el antónimo de lo riguroso, se puede ser riguroso pero con humor.  Y se puede perder pero con humor, es más se pierde mucho mejor, el humor hace a las pérdidas más tolerables, hasta las peores.

 

-En la voz ‘cese’ describes con sarcasmo lo que has visto en algunos casos de ceses de diplomáticos, políticos o similares…, ¿siendo tú diplomático, verías tu cese de la misma forma?

 

Distingo entre el ‘cese’ (pérdida del cargo) y el ‘despido’ (pérdida del trabajo), porque al primero se le supone una cierta solemnidad, la mejor liturgia era la de Franco, que te mandaba el motorista a casa, para que no asistieras ya al consejo de ministros, habías dejado de ser parte de él, y de paso te ahorrabas los monosílabos del jefe con voz atiplada. En el despido la liturgia es más cutre y sales con la inevitable caja de cartón con la foto enmarcada de los niños (que ni siquiera son tuyos), devolviendo la tarjeta para entrar en el edificio porque ya no eres bienvenido. Y hablando de mi cese, lo que me gustaría es ser cesante, esa categoría maravillosa del XIX, el uso del participio pasado lo estropea todo, cesado es terrible, cesante es hermoso.

 

-¿Qué se gana y qué se pierde al leer tu Diccionario?

 

-En el asunto de las ganancias no soy experto, pero igual ganas en ganas de leer otra cosa, de practicar el senderismo o la natación. Y perder se pierde sin duda, se pierde el tiempo, la ocasión de ver el partido de la Champions, los veinticinco euros del ala que cuesta el libro, la posibilidad de releer las obras completas de Martín Vigil, tan injustamente preterido en nuestros días.

 

-He notado que te muestras muy crítico con los libros de autoayuda, pero en tu libro también hay consejos y recomendaciones, como cuando en el cierre de la voz ‘extravío’ invitas al lector a que trate “de no incurrir en esta pérdida, de no extraviarte, de no perderte en suma cuando perderte no quieres, porque vendrán después las pérdidas racimo y nada podrás hacer para evitarlas”. ¡Ah, creía que tus lectores no necesitaban consejos…

 

El asunto es que no tengo lectores, y eso me permite hacer lo que me dé la gana, porque a diferencia de Lola Flores no me debo a mi público, porque carezco de él. Y por eso puedo aconsejar al lector después de haber dicho que no iba a hacerlo, dirigirme a él o ignorarlo olímpicamente. Pero sí, el ‘extravío’ (Pérdida del rumbo. Pérdida a secas) es otro de los nombres de la pérdida, si pierdes el rumbo prepárate porque vienen curvas, si pierdes el rumbo te pierdes.

 

-¿Qué no te gustaría perder nunca? Y no me vale que me digas la vida…

 

El sentido del humor, ya mencionado, para no incurrir así en ‘solemnidad’. Pero si me pongo serio aunque solo sea por un momento, no me gustaría perder la voluntad, motor de todo, puede estar mermada, maltrecha pero sigue ahí. Ahí sí que perderla sería perderme. Y claro si te pierdes voluntariamente, en esa idea del flâneur de Benjamin, que nos sugiere que perderse en la ciudad requiere un aprendizaje, entonces está todo bien, pero si pierdes la voluntad entonces te pierdes sin querer, y ya no te encuentras, como en el extravío.

 

-¿Y de qué cosas de las que has perdido hasta ahora te lamentas más?

 

-Cuando alcanzas una edad empiezan a acumularse las pérdidas. Fitzgerald decía que la vida es un proceso de demolición, pero erraba, es primero un proceso de construcción. Luego sí, luego empiezan los golpes pequeños, la demolición sistemática se pone en marcha. Y es también una sucesión de pérdidas, pero de nuevo empieza más bien siendo un proceso de acumulación, es verdad que algunos acumulan más que otros, pero si tienes la desdicha de vivir muchos años acumulas, amigos, cosas, recuerdos, familia. Y luego sí, luego empieza ceniza la sucesión de pérdidas irreversibles, cotidianas. En mi caso la pérdida de mi padre, su ‘ausencia’, es todavía hoy la pérdida más dolorosa, más años pasan, más le echo de menos.

 

“El lenguaje a veces ofrece segundas oportunidades a las palabras”

 

-Aunque yo no te veo como un perdedor, ¿qué te gustaría perder?

 

-Si ‘perdedor’ es el que siempre pierde, el que ha nacido para perder,  y no como dice el diccionario solo el que pierde, todos somos al cabo perdedores, algunos llegan antes como el poeta menor llega antes al ‘olvido’ (otra vez Borges), pero a él vamos todos derechitos. Es curioso cómo ‘perdedor’ era siempre el varón, porque de él se esperaba el éxito y por tanto era el que perdía, mientras que la ‘perdida’ (pérdida de la tilde de pérdida) era ella, porque de ella se esperaba la virtud, y el hombre nunca era un perdido, en todo caso un golfo, pero perdido no. El lenguaje a veces ofrece segundas oportunidades a las palabras, y perdida ya no es sinónimo de mujer de vida licenciosa, sino una llamada perdida. Mucho mejor.

 

-La historia de la literatura está llena de fracasados, de perdedores…, ¿podrías hablarnos de cuáles te han llamado más la atención?

 

-La lista es infinita, desde Ignatius Riley a Arturo Belano, de Oscar Wao a Alonso Quijano. Y están claro los malditos, que pierden de antemano porque se sitúan al margen, los extravagantes en su sentido literal, que vagan fuera de las lindes. Y ahí de nuevo la lista es interminable, del citado Panero a su primo Artaud, de Satie a Arthur Cravan.

 

“Escribir, para mí, es más bien terapia, es mi tiempo de disfrute”

 

-Y ya que estamos, ¿cuál de tus libros consideras que fue una pérdida de tiempo haberlo escrito?

 

-Yo me lo paso muy bien escribiendo, luego no hay pérdida para mí por no mediar menoscabo, y por ser siempre algo voluntario, hago muchas cosas al día por obligación pero escribir no se encuentra entre ellas. Por otra parte,  nunca he entendido eso del sufrimiento para escribir, para mí es más bien terapia, es mi tiempo de disfrute. Otra cosa es que luego nadie lo lea y tú te frustres o no, que antes sí pero ahora desde luego ya no, pero haber escrito libros no ha supuesto pérdida de tiempo, tantas otras cosas en mi vida sí. Porque en esto de perder el tiempo siempre hay ese sentido utilitarista, el de aprovechar el tiempo, en inglés perderlo es to waste time. Sánchez Ferlosio se preguntaba “¿de quién es esa vida que dicen que sigue cuando dicen que la vida sigue?”, y podríamos reformularlo preguntándonos ¿de quién es ese tiempo que dicen que pierdo cuando dicen que pierdo el tiempo? El mío quizás no. Si uno tiene claro cuanto quiere hacer con su tiempo, entonces cualquier otra cosa será perder el tiempo. Kafka decía que todo lo que no era literatura era perder el tiempo. Ahora bien, somos muy ingenuos con esto del tiempo, lo perdemos, lo matamos e incluso lo hacemos, hacemos tiempo, quién pudiera. Matarlo tampoco podemos en verdad, porque como nos recuerda Cioran, “mi misión es matar el tiempo, y la del tiempo es matarme en su turno a mí. Qué cómodo se encuentra uno entre asesinos”. Y ya sabemos quién gana esa apuesta, quién cumple con su misión de forma inapelable.

 

“No prestes nunca tus libros, compra y regala, incluso roba y regala”

 

-Hay un libro tuyo que me gusta mucho, Roba este libro, y sin embargo no has incluido la voz ‘robo’ en tu Diccionario. A los bibliófilos, incluido tú, nos apasiona ese tema, así que no entendemos que nos hayas hurtado esa voz, ¿alguna razón que lo explique?

 

-Como este es un diccionario provisional habrá que añadirla, es verdad que está ‘tirón’ (pérdida del bolso por sustracción violenta), pero en el bolso no sueles llevar libros. Podríamos improvisar una que fuera ‘préstamo’ (pérdida de libros por estupidez manifiesta del propietario), aunque en puridad no es robo, que implica violencia, ni hurto, sin ella, sino apropiación indebida, porque yo te he prestado ese libro pero quería que me lo devolvieras. Pero es sin duda la peor manera de perder un libro, porque pierdes además al amigo al que se lo prestaste, y se te queda de paso una cara de idiota que es la que has debido gastar siempre pero no te habías percatado. Luego no prestes nunca tus libros, compra y regala, incluso roba y regala, pero no prestes.

 

-Si este es un libro de pérdidas, qué le dirías a un lector para que se perdiera en él.

 

-A ese lector improbable le diría que se sumerja en las pérdidas como quien se aficiona a esnifar pegamento, y no será nunca una victoria, porque no es lo mismo la derrota que la pérdida, en la pérdida se te sustrae algo que tenías previamente, en la derrota no, nunca alcanzaste la victoria, luego tuya no era. Sumérjase pues el lector en el diccionario, aporte pérdidas propias, discuta las que hay, y como si esto fuera una clase de las de ahora, ya sumergido, subraye la entrada  ‘hundimiento’ (pérdida del contacto con la superficie por inmersión) y coméntela con su vecino de pupitre.

 

Miguel Albero,  Diccionario provisional de pérdidas, Madrid, Abada Editores, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

Amor sin convencionalismos

25 de abril de 2025 13:52:41 CEST

“¿Qué clase de libro es este poemario? Porque la verdad es que es raro: a veces rima o traza un pentagrama, y muchas, juega, sí, juega con las palabras con la seriedad con que juegan los niños, la seriedad con que nos juega la vida” comenta Hugo Mujica de este último libro de Gonzalo Escarpa (1977).  Un libro que no acaba en ese explícito juego verbal o “perfoescrito” (pensado para escucharse, pues lo excede de largo) como gusta definir cierto tipo de poesía el autor (próxima a la canción). Y no lo es porque también filtra desasosiegos su canción de amor insurgente, amable y profundamente seria, a veces en la contralectura con Nicanor Parra (sin su acidez), frente quienes corrompen el mundo por su falta de empatía y solidaridad. Quiero decir trae mucho de eso en su miscelánea de poemas de diferentes registros y tonos, emociones, metros y fórmulas, desde el mentado sentido del juego, a veces puro ludismo verbal, pero otras crítica y reflexión, necesidad de intimidad, no sé si cierto cansancio… pero sobre todo amor sin convencionalismos cursis o astucias, pues estamos ante un libro de amor lleno de delicadezas. Y pienso en el estupendo “No cabe en un color el Paraíso”, claro en dicción en su declaración de intenciones. Me refiero a ese explícito amor vitalista que reflexiona y piensa en sí, hecho actitud y postura frente al mundo, comprensión de la vida, hermenéutica, piedra tirada al fondo, diría José Ángel Valente. Quiero decir es eso fundamentalmente; también mirar, repasar, y un sopesar pensativo (ya está Escarpa en esa poesía de la edad o de reflexión), sin gravedad atosigante, con sugerencia, ante el motivo del mar frente al mar de la vida, de donde nacen, en ocasiones, algunos poemas estupendos con ese motivo, y se hila el libro en su reiteración, engranaje.

Quiero decir es todo eso, pero además de esa reflexión llena de deseo de intimidad es un poema. Uno que debió, quizá, poner al frente: “Regocíjate, hermano” realmente estupendo en intención y fórmula, hijo de Walt Whitman, sin desbordamientos. Y más en un libro misceláneo en tiempos en que los conglomerados de misceláneas no terminan de soltarse la melena, frente a estas maceradas vivencias, reflexiones o poemas de la madurez, elaboradas por la vivencia y por el tiempo, bien macerados.  De ese orujo de yerbas destilado por los días, léase reflexión y “saber decir”, por contarlo a la manera de Ángel Gabilondo, surge este libro apetecible, vivo, con sus colinas y valles, pero siempre con esa verdad de fondo, con ese adentramiento sin trampa de quien tiene verdades o situaciones que contar/cantar. Las de “Un hombre frente al mar/no está del todo solo” u otro delicioso, realmente, “Un hombre frente al mar/ puede estar en silencio / sin estar en silencio. / Es como un hombre frente a un libro. / Está leyendo el mar, / que le habla / sin hablar”, por no hablar de “Mazunte”, o esa soledad donde parece empezar a pesarle al yo. Sin duda en el extremo opuesto al deseo, a ese “Regocíjate, hermano”, estupendo, o el vitalismo del que está impregnado el libro y su diálogo con la vida de un poeta con otro mérito añadido en sus aciertos. Me refiero a que Gonzalo Escarpa (que no sé por qué publica poco), cuando se lo propone, sabe narrar líricamente, a la manera de José Hierro, y sabe mantener la tensión. Y lo hace muy bien. Tal debiera emprenderse más desde ahí. Me refiero a poemas, estupendos, como “Nick Cave llega a la playa de Antón Lizardo, en Veracruz”. No es fácil desarrollar esa mezcla de distancia con el yo y de transparentarlo en medio del camino de la vida, narrarlo líricamente y sostener un poema largo, como hizo Hierro, del que sin duda ha aprendido a hacerlo. Y lo hace bien. Y no solo una vez, sino también en “Memoria de la sombra. París ya no recuerda a Paul Celan” (si alguna vez lo recordó), y donde Escarpa nos cuenta que no todo en su poesía está hecho para la canción y el recital, sino también para la lectura atenta debajo de la luz en un rincón de la casa, o debajo del hueco de la escalera, escribió Marcel Proust.

 

Gonzalo Escarpa, Quiero decir, Madrid, La Imprenta, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

La calidez nívea de la poesía de Mariano Castro

14 de abril de 2025 13:23:32 CEST

El libro Del giro en la quietud de Mariano Castro (Zaragoza, 1954), editado por Olifante, es la última entrega poética de un autor, que lleva construyendo varios años y a través de distintas entregas -El pájaro y la piedra (Prensas Universidad Zaragoza, 2008) o El ojo y la ceniza (Ediciones Poesía - Olifante, 2019)-, un universo propio, intenso y formal, y que, con este volumen, lo capacita, definitivamente para mantener la llama del canon en las letras aragonesas.  

El libro, estructurado en tres partes, comienza con versos tan rotundos como “Y percibir el aire de la edad / misteriosa memoria que reposa”, donde descansa la nieve de Trasmoz, su lugar de residencia y faro de inspiración lírica, de la que extrae el frío pacífico con el que construye un nombre, un cuerpo, una idea que permuta la sorpresa por la calidez: “Y desciendes / pensando en el alivio / del teatro de las sombras / y el fuego en el hogar”. Se acerca el frío, del copo al silencio: “Has querido tapar el hueco que te hiere / con la sola palabra arrancada al silencio”, mientras el tiempo aparece: “Canción del tiempo ya vencido / que en el ojo discute su apariencia”, un instante que se detiene, “No tortures a la palabra o nunca cantará” mientras un dado es la apuesta por el momento remanente: “El azar es tan sólo / rigor de dioses abatidos”. 

La segunda parte, en el instante sensitivo: “El discurso corrupto necesita / unos cuantos cadáveres / para ocultar su propio hedor”. El poder contra el arte, la belleza como única arma. El sujeto muerte y solo queda su recuerdo: “Un eterno latido universal”. Es el poeta Mariano Castro, el que en sus versos ofrece parte de la contemplación y el silencio: “Suena un acorde no resuelto / en el cegado resplandor del día/y en la lejana noche sueña / para morir y así vivir”. El acorde de la luz y la sombra, un espejo que devuelve la imagen mutilada, distinta, en el alma y en la paz. ¿Qué es la paz? Un amante exigente: “Con ella permaneces / como noche de luz perdida entre los dedos”. Se vuelve al silencio, la distancia, la contemplación. Así une palabra y lenguaje, ¿qué le sucede al poeta cuando se separa de lo que no es él? ¿Y si eso es todavía un yo más profundo? Agua, piedra, círculo. El poeta enamorado, el poeta contempla: “Salgo de mí y regreso / hacia el origen: / en él siempre estás tú”. La vida como tragedia, como una escena que se revela frente al poeta, ¿quién nombra como definitiva la ausencia?: “Tú, que es presente llevas/con el humo de lo que nunca fuiste, / jamás serás futuro mi ceniza”. 

En la última parte se acercan los recuerdos, primero, José Ángel Valente, la pulcritud formal de Álvaro Valverde, el Trasmoz de Ángel Guinda, el frío de vivir de Manuel Estevan, así, Mariano Castro, un poeta que vislumbra el desierto como en la contemplación de los entresijos, recordando a Alfredo Saldaña. Todos esos nombres se junta: “Oscuro está sumido / en el polvo de ayer,/ azoque que refleja / la túrbida ficción de tu pasado”. La tradición del Niké, desde Miguel Labordeta hasta Julio Antonio Gómez, recogida en la obra de Mariano Castro, que se sobrepone a la destrucción: “El resplandor que ayer dejaste / de ruinas devoradas por el fuego / es hoy la luz que alumbra / un torpe y desnortado paso”. El amor se enhebra con el tiempo, la sensualidad se adivina en la contemplación, el otro es quien completa: ¿qué define la eternidad, los días o la belleza? “El susurro inaudible de la vida: / en su ritmo está el tiempo / en él te encuentras tú”. Sigue el proceso de construir lo que termina en el futuro: “Solo pide que haya luz en las ruinas / cuando por fin la muerte los alcance”. Bosque, aves, ramas, cuerpo de música, barro, olvido, lenguas… Un cuerpo fundido con la palabra y el tiempo que Castro adivina y contempla cómo lo quiere atrapar en la palabra (o en el silencio, estado de construcción en su poesía), ¿semillas?, ¿palabras? “Ni siquiera podemos consolarlos / al pensar esparcidas las esferas”. Reflexión de un poeta que atrapa lo que busca: sombras y ocaso, agua y música, flores y desnudez. Un idioma de preguntas, una lengua de respuestas: “Ilumina la noche / el agudo clamar de lo imposible”. ¿Dónde encuentra el final trágico? “Has muerto una vez ya y de nuevo morirás: /triste rito de vida profanada”, la realidad es mortífera, plena de sombras, aberración, vida siniestra: ¿Quién es el que arrebata el poeta? No más ciudad, solo un instante de alquitrán: agua, aceite, cuerpo ungido, el amor en el cuerpo, el placer en la palabra, humus y el musgo. Una poesía de reflexión y espacios, de silencio y contemplación. Mariano Castro es un poeta de lo formal, notable constructor de sus propios espacios. 

 

 

Mariano Castro, Del giro en la quietud, Zaragoza, Olifante, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Un poso de autocomplacencia

14 de abril de 2025 13:11:53 CEST

¿Qué nos queda de Loriga? Quizá las frases resultonas, el misterio con humor, las referencias universales… que no sea reduccionista. Una pizca de Lou Reed, eso siempre. Algo de Hank Wiliams, como si hubiera estado leyendo a Silvana Vogt. No lo sé. Ray Loriga (Madrid, 1967) ha vivido un renacer literario desde 2017 el premio y la publicación de Rendición (Alfaguara, 2017), a las que han seguido Sábado, domingo (Alfaguara, 2019) y Cualquier verano es un final (Alfaguara,2023). Ninguna de ellas a la altura de obras como Tokio ya no nos quiere, Trífero o El hombre que inventó Manhattan. No hablo de madurez o de pop, hablo de literatura. Ray Loriga ha demostrado ser un excelente escritor, pero TIM no es una de sus obras notables. Ray Loriga es disciplinado, ha evitado el poso de toxicidad, pero en ahora mismo, tras esta tetralogía casi funcionarial, milimétrica, me deja con un poso de autocomplacencia muy peligroso. 

La novela, TIM, que se encaja dentro de lo que se puede llamar “Espacio Mago de Oz”, entrar en el metauniverso de las cajas de arenas de los videojuegos de nueva generación, los de mundo abierto, lo podrían colocar junto a Mariano Gistaín o Vicente Luis Mora, pero nos queda la sensación, más bien, de que nos encontramos con personajes no jugables deambulando de un lado a otro en servidores en los que ya nadie entra. 

La novela, con un despertar que bebe por un lado de la imaginería audiovisual de Moon de Duncan Jones o la narrativa clásica del universo entomológico de Franz Kafka, tiene un sabor de reinicio, iteración, vivir y morir: introduzca 25 pesetas en la máquina. Una habitación en la que se prolonga el duermevela y personajes con hechuras de Fernando Arrabal o Jorge Luis Borges, esquemáticos, lacónico… Una ciencia ficción soviética e impersonal. Un instante que es más nacimiento que despertar. Ciertamente el mar siempre acaba estando demasiado lejos como para disfrutarlo o demasiado cerca para que el ruido de las olas no nos robe el sueño. 

Loriga saca de contexto cultural a su personaje, haciéndolo cosmopolita sin vocación: las maravillas se suceden en su habitación de hotel. Un hotel asmático, desabrido, excesivamente sobrio. ¿Dónde está las habitaciones de motel de Sam Shepard o de Barry Gifford? Los pensamientos confrontan con el paisaje. Repetir la palabra TIM, el personaje TIM, mutante, católico, con sombrero (siempre el sombrero como icono en la literatura de Ray Loriga), su abuela (lo mismo), una serie de listados y alternancias, guiños constantes, claro, a Georges Perec. 

El Gatsby en los tiempos de Rodrigo Fresán, el limbo de Berlín, como en los noventa, poco después de la caída del muro. Pero sí, fiestas y canapés, una casa de empeños, un invento: el monólogo interior, acumulativo, circular, los electrones, los reflejos. Me viene a la cabeza Mariano Gistaín y su Nadie y nada o el Cúbit de Vicente Luis Mora. 

¿Y si al lector de Ray Loriga le pasa como a su personaje, en el que un reflejo no responde a sus gestos? La fiesta, TIM y Elisa, más fiestas, una con house europeo y la otra con fruta tropical y boleros. Canciones, siempre las canciones, como los cementerios, Atahualpa Yupanqui o Les Rita Mitsouko. De ahí que esta novela, como esta reseña, pequen de acumulación y de sugerir más que de narrar. Un guiño bello a Félix Romeo: “¿Queda poco para El Paso?, en la bolsa de piel lleva anfetaminas y gominolas suficientes para cruzar Luisiana” o, al menos, a mí me lo ha parecido.

Un listado de cosas a empeñar, una revisión del pasado de sus personajes como imitadores de personajes de la cultura pop: Elvis Presley, Maradona (El Pelusa) y, aunque no lo nombra, está en aire, Johnny Hallyday. A cambio, unos guiris mirando en alguna isla perdida y una botella de coñac para hacerlo todo más amable. Tolstoi y el caviar, una primera edición de El retrato de Dorian Grey, una colección de cromos de Godzilla, que podría ser, perfectamente, un saludo a Martín Mantra, estampitas de la Virgen de Fátima y su abuela en Bratislava, aprendiendo a montar en bicicleta y a tirarse de cabeza a la piscina. 

Loriga siempre nos deja frases: “Una comida aceptable siempre es mejor que el mejor de los postres” o “De cada dos hombres uno es un ladrón y el otro no tiene el coraje de serlo”. Qué horarios manejan los usureros, buena pregunta: listados o array clásico, de aquellos primeros lenguajes de programación (Fortran, Pascal). De TIM a mi amigo Timoteo, dos personajes, dos lugares, dos momentos, pero ahí están: de los tebeos de Bruguera, Sir Tim O’Teo y Tim Buckley, que sobrevuela el libro, con su manera de caer en el río, de su manera de sumergirse en el agua, la canción de la sirena. ¿Timoteo, el de la Biblia? No hay más Tim que otro Tim y, como he escrito antes, roca, mar, piscinas, obsesiones, el salto desde un lugar alto, fundido a negro, el apagón, la salida de Matrix

Vuelvo a Rodrigo Fresán como hace Ray Loriga, por un lado el horario de los trenes, los jardines de Kensington, la visita a Coney Island o el doctor Robert de los Beatles. Ahí, donde te hace sentir bien, que tiene las palabras adecuadas y las pastillas adecuadas y con ambas será generoso. El olvido, los recuerdos, tangibles, en sustancias, la química. Más allá de los sueños.  Volver a leer La casa del sueño de Jonathan Coe cuando Ray Loriga escribe sobre oneirophobia (el miedo irracional y enfermizo de los sueños), aunque también puede ser que te dé por volver a ver en VHS A Nightmare on Elm Street 3: Dream Warriors

En el final, en la casa de empeños, el encuentro, el final, te sientes como si Ray Loriga quisiera acumular, a base atajos y señales que al parecer estaban ahí y deberías haber seguido, a Pérez-Prado, París, Berlín, los bugs de la vida-videojuegos, la idea del Test de Turing frente a los bots de internet, un poco de Philip K. Dick y sus replicantes, pasando por las novelas decimonónicas con toques de la imaginería de Adolfo Bioy Casares. Una novela con demasiados píxeles, demasiada distorsión, referencias cruzadas… lees a Michel Houellebecq o a Chuck Palahniuk y te quedas con apetito. Pero, claro, le debemos una década a Ray Loriga. Esperemos.

 

Ray Loriga, TIM, Barcelona, Alfaguara, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Habitada de Cristina Sánchez-Andrade, escritora compostelana, es una de las obras más nutritivas y personales de este año 2025. El tremendismo con retazos surreales de su anterior novela La nostalgia de la Mujer Anfibio (Anagrama, 2022) o los macabros cuentos de El niño que comía lana (Anagrama, 2019) parecían ser ensayos completos que desembocaban, como las rías de su tierra, en un mar turbio y furioso que se encrespa en Habitada

La narración está estructurada en dos partes, en la primera utiliza el recuerdo de la voz interior, una voz atropellada e intensa, donde se refleja la soledad de una rapaza gallega, lúbrica, agónica, temerosa, huérfana de madre, en un tiempo indistinguible, una región atravesada por aldeas, brujas y hadas. No es una narración de folklore amable o de cuentos para niños, los que habitan el pesado bosque son duendes que devoran a los bebés, que traen la enfermedad, que temen el metal y conviven de manera natural con el catolicismo de alcanfor, impúdico, sudoroso. Un ambiente de patas hervidas, hortalizas en sopa, nabos y tubérculos, sudor y falta de higiene. Silvia Plath, con la raíz, la baba, los caminos, los bosques y el verdín, esa es la protagonista, Manuela que se introduce en las vísceras de los animales domésticos, contempla la podredumbre de las lombrices en las raíces y el humus, las llagas abiertas donde se coloca el polvo y las moscas. Una gramática repetitiva, descoyuntada y retorcida, junto a la ensoñación y la distancia enjaula la literatura de la autora en la descripción de la vida como un ovillo de lana enmarañada. Hay sangre de muerte oscura, tensión en los ojos, un cura que la engaña para acudir al pazo, el caciquismo casi medieval, las mujeres enfermas y los infantes demasiado muertos. En el juego de espejos resulta chocante la sexualidad tuberculosa frente a la exuberancia animal, las toses lúbricas contra los vientres abultados, el olor de la naturaleza femenina frente al lavado, los frascos y la pelea contra la enfermedad. 

En un libro sobre lo más profundo y arcaico de Galicia no podía faltar la bruja que cobra en botellas de orujo, yerbas y remedios caseros, que la toma bajo su tutela. Hijas desaparecidas, dedos gordos sobre vientres, una raíz que imita brazos, la imitación de la vida en forma de espantapájaros mugrientos. Es una novela de coágulos, pero también de semillas que crecen en la oscuridad de los vientres. De Santas Compañas y rezos repetidos. 10 de agosto de 1922. Verano de las naranjas: Una pareja, ella muerta, él, marido, apasionado del arroz con liebre, la miseria: los que emigraron a América por no ser quintos en la guerra de Marruecos... el rumor del dinero, la historia del cura nuevo. Un nuevo cura que se mezcla con los fantasmas de los lobos, las niñas hechizadas, todos los que habitan entre la niebla, los cotilleos de la aldea. Un animal en descomposición, tan asqueroso en su olor, que pensó que era la propia muerte. Clérigos sexualizados, los conjuros con huesos humanos, las muertas al agua, quién caza al lobo, quién se lleva a la gente. La obsesión de la muerte, las perdices con arroz y esa manera en la que la protagonista empieza a demostrar unos poderes, energías, imposición de manos, para que remita el dolor. La madre del cura, la mujer del amo, todas construidas sobre la toxicidad de la sociedad: la primera, Doña Sulfurosa, que se le murió la hija. Una tos que agarró en La Habana y no la soltó, las hierbas, alivio, (valeriana, cúrcuma, jengibre). Y la otra, muerta en vida, hasta que un alacrán se la lleva por delante. El amante potencial que se convierte en imposible, Helechos en el bosque. Se toma el veneno, cristos, sacerdotes, árboles que le hablaban entre el bosque y el pazo. Poesía de mujer. Ella escucha, en la voz de Santiago, que hace las cosas muy bien. Es la primera vez que alguien se lo dice. Y, a pesar de todo, hay que casar a la niña, a Manuela, que está de más en el pazo, encontrándose con hombres, yendo al bosque, con la bruja. Ella, Manuela, que descubre que el tiempo, su tiempo, podría ser suyo. La niña que murió por no hervir la leche. Los niños polilla, la sed, todo un cosmos alrededor. Rafael, el cura, culpable de todo, de su madre y su hermana. Es una descripción de lo más nocivo del ser humano. La madre, que piensa de su hija que está en el cielo cuando vaga por el bosque, bajo del dominio de las viejas del caldo. A esa vieja la esperan con los brazos abiertos en el infierno. Y la obligan, a Manuela, la obligan en la carne y en el alma, la hacen beber jengibre para el aborto, le queman los pelos del pubis, las viejas vienen a por el bebé, de maíz. Me impresionan frases o situaciones que la autora revisa con manos firmes o el brebaje del cornezuelo como un tejido que se rompe, animal y lírico. Es la historia del monte, del cuervo que penetra, aún tiene que ser el momento en el que algo se introduzca dentro de ella. En el fundido a negro se ven llegar al abad y a un hombre… 

Y, en la segunda parte, Manuela desaparece y la narración desemboca en una especie de diario del asombro: un sacerdote cubano se hace con el cuerpo de la protagonista. Una lucha entre la superstición y la ciencia, con la religión por el medio. Un vozarrón, de nuevo La Habana. Los médicos hablan de deseo sexual reprimido y, como su marido, Obludio, ha desaparecido, todo se convierte un delirio: Ajo y agua de rosas, mordiscos, locura de lobo, trance y olor a pescado. Un cura, el que habita, provocador. La indecencia de la hermana del culo, los teólogos de Santiago de Compostela, el material más avanzado de Londres, un santo cubierto de pieles en el momento de ser concebida que diera sentido a sus pilosidades. La virginidad, el matrimonio consumado, no es el demonio, es otro mal. Pero ha tenido varios embarazos y, entre el cura y la bruja han hecho desaparecer las pruebas. Un fragmento del libro nos recuerda los tiempos de las Hermanas Fox, Arthur Conan Doyle y la locura por los médiums, recurrimos a la hipnosis, llega la misma locura que con “El duende del hornillo”, prensa y vibradores. La teología, Dios como maestro del mal, manzanas y malecones donde el habitado se acercaba a ver cómo las parejas consumaban su pasión. De Cuba a Galicia. Otros cielos, otra prensa: la milagrería se extiende, la habitada habla de niños enterrados en el bosque, llora por su locura. El amo la obliga, muerta su mujer, a vestir como la señora. Y el abad le obliga a casarse con Obdulio. Un hombre destrozado, capador de animales, amante de los pájaros. La hipnosis y el sexo, la ambigüedad que flora en el olor íntimo de la novela. Una boda de alcohol y odio, Lorquiana, con arroz con leche por el suelo, humillaciones por encima de las clases sociales. Ella y su marido, confusos, una mosca que es la madre, una baba viscosa: en el bosque están los niños que no nacieron. Y un marido que, en vez de hacer mayores, pone un huevo. Los niños que la llaman loca, lo llaman loco, el bosque, un clérigo, un pájaro, dos hombres, juez y guardia civil. Ríos, árboles, chaparrones, luces. Una novela que termina desembocando en lo que ahora se llama folk-horror (disculpen la simplicidad), pero que otorga alguna de las escenas más perturbadoras que he leído en los últimos tiempos. Una turba, primero el amo, después el abad, finalmente la madre del abad. Un alma, todos muertos, el agua en el mundo de los muertos, la luz, las piernas tullidas, el bosque, un desalojo de almas final. Esta novela es un golpe, una sapiencia, el paganismo narrativo, una confusión constante, la realidad de una historia detenida, una novela de fantasmas y espíritus, pero también de metáforas de azufre que describen de manera aleatoria una sociedad podrida y atrapada en el tiempo.

 

Cristina Sánchez-Andrade, Habitada, Barcelona, Anagrama, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

A Jorge Bustos le va la marcha, pero no cualquier marcha. En 2022 vino a Sevilla desde su Madrid natal para cubrir como reportero la Semana Santa de Sevilla, después de que la pandemia causada por el Covid la hubiera cancelado durante los dos años anteriores (2020 y 2021), algo que no sucedía en la capital hispalense desde 1933, cuando las fuertes tensiones políticas en España entre la izquierda republicana y los tradicionalistas conservadores hicieron imposible las procesiones de todas las cofradías por las calles de la ciudad, tensiones que agravó la nueva Constitución al suprimir las ayudas económicas a la Iglesia, y de paso, la subvención a las cofradías que otorgaba cada año el Ayuntamiento, cosa que provocó que las Hermandades se quedaran sin recursos económicos para llevar a cabo sus estaciones de penitencia. 

En La pena alegre (Renacimiento, 2025), Bustos recoge las crónicas que escribió para el diario “El Mundo”. Crónicas escritas a vuela pluma, sin prejuicios, con una mirada limpia abierta al asombro y la admiración por un prodigio de pasión y contenido entusiasmo a la vez. El título de su libro es un oxímoron, pero también un claro manifiesto de que para los sevillanos (y, por extensión, para todos los andaluces que viven con ardor la Semana Santa) no es una contradicción casar la pena con la alegría, el drama con la dicha, pues al fin y al cabo seis días de dolor se ven compensados por un eterno día de resurrección. Al gozo por el dolor podría haberse titulado este libro. Un gozo y un dolor que acentúan las marchas de las bandas de música. Las marchas de los Campanilleros, la del Silencio blanco o la de La Esperanza, por ejemplo.  Marchas que han hecho que a Jorge Bustos le vaya la marcha.

 

- Bonilla, en su prólogo, dice que Sevilla es un género literario. Tu libro, según él, pertenece al de las crónicas escritas por gente de paso, foránea. ¿Qué has visto en la Semana Santa sevillana que no haya visto un sevillano?

 

-La mirada foránea es la mirada del reportero por excelencia: no sabe pero quiere saber. Se trata de compensar la falta de conocimiento con la capacidad virgen para el asombro. Asomarse a un espectáculo tan poderoso como la Semana Santa de Sevilla con los ojos de un niño que lo ve todo de nuevas puede aportar impresiones novedosas que interesen por igual al cofrade experimentado y al visitante neófito. Eso he intentado, humildemente.

 

“El sevillano anticipa la gloria en todo momento”

 

-Titulas tu libro La pena alegre y no La alegre pena. Sustantivizas la pena sobre la alegría, pero qué hay de alegre en la pena.

 

-El sustantivo debe ser la pena porque la Semana Santa es un drama: la pasión de Jesús. Una tragedia matizada solo al final por la Resurrección. Pero el sevillano nunca pierde de vista el último episodio durante los días previos de dolor, anticipa la gloria en todo momento. Por eso no es pena sin más: aguarda un final feliz.

 

-Viniste a ver la Semana Santa el primer año después de la pandemia, ¿como flâneur, como voyeur o como periodista sin prejuicios? ¿Y qué libros trajiste como botín para redactar el tuyo?

 

-Fui como reportero, con la mirada limpia y dispuesta al asombro. Pero llevaba muchos libros en la mochila: “La ciudad” de Chaves Nogales, el pregón clásico de Romero Murube, “Divagando por la ciudad de la gracia” de José María Izquierdo, “El embrujo de Sevilla” de Carlos Reyles y muchos otros.

 

-En alguna de tus crónicas dices que, desde el principio, quedaste deslumbrado. ¿El deslumbramiento no es sinónimo de ceguera?

 

-Claro, pero de ceguera momentánea. Luego uno se encierra a escribir en una habitación, mientras los ojos se acostumbran de nuevo a la penumbra, y trata de describir el fogonazo que ha sentido.

 

“Prefiero la emoción sosegada, pasada por el tamiz de la reflexión”

 

-¿Sevilla fue para ti, como lo fue para Núñez de Arce, una fiesta nueva que se desboca en los potros de la sangre, muchedumbre de tesoros que sube y baja por las iluminaciones de la simpatía?

 

-Mi temperamento tiene alguna aptitud para la lírica, pero me temo que mi estilo no propende al barroquismo de Núñez de Arce. Prefiero la emoción sosegada, pasada por el tamiz de la reflexión.

 

-¿Y no hay algo de exageración en afirmar que Sevilla es la “dorada capital del mundo” del dolor semanasantero?

 

-No soy sevillano pero no creo que sea exagerado. Dime alguna otra ciudad del mundo que bloquee sus calles durante una semana para convertirlas en un museo masivo al aire libre de arte, de folclore y de espiritualidad. Yo no conozco otra.

 

“La Semana Santa es un mundo que sabe reírse de sí mismo precisamente porque se toma su estación de penitencia como el acto más importante del año” 

 

-También afirmas que “las más sublimes manifestaciones de lo andaluz insisten sabiamente en el trazo tragicómico de la vida humana”. ¿Qué hay de cómico en la Semana Santa?

 

-La comedia la ponen los cofrades con su gracejo constante, las hermandades y sus comentarios a pie de paso, los rancios conscientes de su ranciedad insuperable. Es un mundo que sabe reírse de sí mismo precisamente porque se toma su estación de penitencia como el acto más importante del año.

 

-En otro lugar del libro hablas de una “verdad profunda y complicada”, difícil de comprender para un forastero venido de Madrid. ¿Crees que esa “verdad” la comprenden los propios sevillanos o es incomprensible incluso para la mayoría de ellos?

 

-Sería muy petulante que un madrileño viniera a explicarles la Semana Santa a los sevillanos. Pero habrá algunos que viven de espaldas a su fiesta mayor, a su significado profundo y ancestral, y quizá para ellos también está escrito este libro.

 

-¿Y tú, la comprendiste?

 

-No creo que baste una Semana Santa para eso, pero fue una inmersión bastante profunda, la verdad. Me metí a fondo. Juzgue el lector del libro si lo logré.

 

-A la gloria se va por el dolor; la pena alegre, gozar sufriendo… ¿no son demasiados oxímoron?

 

-Carlos Herrera citó en la presentación del libro una frase de un cofrade que resume bien todas las paradojas pascuales: “Qué mal bien lo estoy pasando”. Eso es. El goce en el dolor de la Sevilla semanasantera.

 

-¿Para ser sevillano hay que ser cofrade, como decía César Díaz, cofrade enfermizo de… Asturias?

 

-Cada cual es muy libre de serlo o no, seguramente hay muchos sevillanos que prefieren el reguetón a la marcha de los Campanilleros. Pero en un concurso de sevillanía quedarían segundos.

 

“Sevilla vive casada con la eternidad”

 

-«Sevilla es una ciudad de gustos conservadores, pero al mismo tiempo posibilista y amable», decía Chaves Nogales. ¿Es la Semana Santa todo eso?

 

-Es un rasgo del carácter meridional, andaluz en general, también canario. Pueblos de luz y acogida, aferrados a sus tradiciones, pero muy pragmáticos, abiertos al comercio y a la tolerancia a fuerza de haber visto pasar a innumerables culturas y regímenes por sus tierras desde la noche de los tiempos. La Semana Santa no es una excepción a la expresión de ese carácter sino seguramente su momento culminante. Sevilla regresa entonces al Siglo de Oro, su presente continuo. Vive casada con la eternidad.

 

-¿Qué tiene de paradójica Sevilla? ¿Solo ser sensual y sacra a la vez?

 

-Exacto. Como las tallas de los imagineros. Esa paradoja barroca, tan católica, la define.

 

-¿No crees que es un atraso o un baldón que Sevilla viva excesivamente del sevillanismo y que no se haya movido del Siglo de Oro, como decía Eugenio Noel?

 

-El alcalde que ve cómo las arcas públicas se llenan cada Semana Santa gracias al turismo nacional e internacional te dirá que bendito sea el Siglo de Oro. La sevillanía es la industria principal de Sevilla, y todo apunta a que lo seguirá siendo. Otra cosa es que un sevillano cabal admita muchos otros intereses y curiosidades en su vida y en su sensibilidad, y sepa trascender el peso de su identidad más tradicional: esto es no solo posible sino deseable. Pero jamás puede ser un baldón, cuando tantas ciudades del mundo matarían por tener una identidad tan fuerte y globalmente conocida.

 

-Ponderas que el silencio, la quietud y el rigor son virtudes abolidas por las reformas de las nuevas enseñanzas. ¿Quiere esto decir que la Semana Santa es una escuela de formación de virtuosos ciudadanos?

 

-Las hermandades son escuelas cívicas y morales: uno aprende ahí un sentido de pertenencia y unos códigos de solidaridad. Desde luego una estación de penitencia como la del Silencio inculca más valores que una peña de ultras de fútbol.

 

-Para ti las Vírgenes son mujeres que ríen mientras lloran… ¿Las ves entonces como más humanas que divinas?

 

-No es que las vea yo así: es que así las veían Juan de Mesa o Martínez Montañés. La imaginería andaluza parte de lo carnal, de lo humanísimo, para llegar a lo celestial. Nunca al revés.

 

“Cataluña está en deuda con Andalucía, no al revés”

 

-Te metes con los nacionalistas catalanes y encumbras a los camareros sevillanos. ¿Es una forma de politizar las diferencias mal digeridas de quienes han ponderado siempre el trabajo como cosa del catalán y la vagancia como carácter de la gente del Sur?

 

-Por desgracia esos tópicos necios tienen plena actualidad: solo tienes que echar un vistazo a las páginas de los periódicos y a las negociaciones parlamentarias. Escribo que los camareros sevillanos son un cuerpo de élite porque trabajan más y mejor que nadie. Trabajaron además para hacer grande a Cataluña durante décadas, en condiciones laborales a veces miserables, como emigrantes abnegados a los que los señoritos nacionalistas siguen acusando de no haberse integrado a poco que reivindiquen sus raíces y no catalanicen su apellido. Cataluña está en deuda con Andalucía, no al revés.

 

-¿Si la Semana Santa es la pena alegre, la Feria sería la alegre pena?

 

-Está muy bien visto eso. La alegre pena sería la resaca, claro. O alegría penosa.

 

“Debajo de los tópicos sevillanos late una historia secular”

 

-Romero Murube se lamentaba de la existencia de una Sevilla de pandereta, de una Sevilla de azulejos, turística y relumbrona, que se estaba comiendo a dentelladas a esa otra Sevilla «de sangre, miserias, pasiones y difíciles verdades que es la que está esperando, intacta, que un día llegue el artista, el escritor, que sepa descubrir su belleza peregrina, su hondísima sabiduría». ¿No es pedir demasiado?

 

-Romero Murube sabe lo que dice. Pemán también escribió cosas parecidas. Cualquier escritor con sensibilidad y cultura sabe que debajo de los tópicos sevillanos late una historia secular, y que más allá de las atracciones turísticas más evidentes hay una Sevilla recóndita, señorial, que huye de las masas y se remonta al embrujo árabe y al carácter castellano. Herrera siempre dice que Andalucía es una Castilla a la que le ha dado más el sol.

 

-Fiesta cristiana y pagana, sacrificial y hedonista, ¿no son muchas contradicciones para definir la Semana Santa, o es que en Sevilla, como bien dices, las cosas pueden ser una cosa y la contraria?

 

Sevilla ofrece todas las contradicciones a quien sepa mirar bien. Luego ya cada cual se queda con una faceta o su contraria, con la jarana o con el recogimiento, con la barra del bar o con el sagrario en penumbra.

 

-En dos de tus crónicas hablas de la superioridad del sentir sobre el pensar, en la línea de Núñez de Arce, que decía que «la Semana Santa de Sevilla no será nunca un objeto de razón», ¿pero no es eso rebajar la precisión del cronista a la hora de contar lo que ve?

 

No se puede escribir desde la pura emoción, a riesgo de hacer el ridículo. Pero tampoco se puede escribir desde la razón pura, a riesgo de aburrir a todo el mundo. La precisión nunca debe estar reñida con el sentimiento.

 

-Hay quien ha hablado del “abismo de Sevilla” en la Semana Santa, como si Sevilla en esa semana fuese un espejo donde la voluntad se pierde. ¿Llegaste a perder tu voluntad?

 

Tanto como la voluntad no, pero cerca del paso experimenté emociones que no sabía que tenía, o que tenía dormidas. Y con ellas, en vez de cantar una saeta, escribí este libro.

 

-Como todas las ciudades imperiales, Sevilla tiene sus secretos, difíciles de escuchar, pero más difíciles de contar. ¿Con qué propósito encaraste tu forma de contar esos secretos? O, mejor aún, ¿lograste extraerle sus zumos secretos?

 

-Corresponde al lector ese juicio. Yo anotaba todo lo que veía y todo lo que me contaban, beneficiándome de un cicerone de excepción como Carlos Herrera, entrando en la Casa de Pilatos cerrada para mis amigos y para mí, accediendo a historias personales de una Sevilla que acaba de salir de la pandemia. Quiero pensar que algo de eso se refleja en el libro.

 

“Al sevillano cofrade desde luego la muerte le pillará bien entrenado”

 

-Celebración de la muerte es la Semana Santa, pero sin miedo a la muerte. ¿Así la has visto tú?

 

-Al sevillano cofrade desde luego la muerte le pillará bien entrenado. Esa familiaridad con el drama final, representado una y otra vez, comporta seguramente una ventaja cuando llegue la hora.

 

-¿Has escrito tu libro con desenfado y libertad, sin censuras?

 

-Como siempre escribo. No hemos llegado hasta aquí para cortarnos ahora.

 

-¿Ateo, agnóstico o creyente?

 

-No existe el ateísmo. Un ateo es un creyente de trasuntos.

 

-Y, por último… Imbuido o arrebatado por la escenografía sensual y mística, pagana y religiosa de la Semana Santa sevillana, se diría que no viste nada negativo en ella. ¿Es que el sevillanismo es contagioso?

 

Lo único negativo son las bullas, porque soy alérgico a las multitudes. Pero yo tuve la suerte de mirar desde balcón.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

Poesía reivindicativa para y desde la vida vivida

28 de marzo de 2025 13:21:38 CET

Nosotras. Antología de autoras de la Plataforma de Poetas por Teruel, coordinada por Cristina Giménez, Miriam Grimalt y Marisol Julve, es la primera publicación de esta asociación cultural, plataforma, sin ánimo de lucro radicada en la provincia de Teruel. 13 poetas con sus versos y una poeta, Alejandra Vanessa, con su prólogo Todas somos todas, es lo que la persona lectora, ávida de pasiones y sensaciones fuertes, duras y pedagógicas encontrará en este centenar de páginas. Un poemario plural de ilimitadas voces, singulares y señeras, que tienen que ver con Teruel (y provincia), por nacimiento o por residencia. ¡Sin ir más lejos! 

El título de este florilegio, Nosotras, ya da cuenta de esa poesía española creada por mujeres y supone una reivindicativa y explícita voz de voces en esa y no otra declaración de principios. Que nadie crea que ha remitido la atención a la buena poesía escrita por mujeres, pues siguen y seguimos en la lucha tan justa y necesaria de la igualdad y la libertad. Creo que es necesario articular la sociedad mediante la poesía y Nosotras es un buen ejemplo de esto. Ya Alejandra Vanessa lo señala: “Provoquemos e acompañamiento consciente de nuestros iguales, los hombres: padres, amigos, hermanos. ¿Y si dejamos de ser lo que esperan de nosotras y tejemos red? El tiempo es nuestro. La felicidad está de nuestra parte. Y nuestras manos, firmes, se alzan hacia la libertad”. 

Bien pues, las poetas con sus poemas son, por orden alfabético del primer apellido: Anaya Ruiz, Yohana; Andújar, Sonia; García, Sonia; Garzo Camón, Tiffany; Giménez López, Cristina; González Bermúdez, Natalia; González Cantón, Felicidad; Gonzalvo, Belén; Grimalt, Miriam; Julve Barea, Marisol; Martínez Sánchez, Isabel; Perruca Hurtado, Asun; y Royuela, Bea. ¡Ahí son estas voces: solo quiero que lo sepan (BR)! Y como decía Rosalía de Castro, “Sólo cantos de independencia y libertad han balbucido mis labios”. 

Creo que Nosotras es un vasto poemario para la resistencia, con varios poemas de cada una de las autoras, unos más extensos que otros, claro. Creo que todas ellas tienen una vinculación establecida entre la mirada y la memoria y ese lenguaje femenino: de su paso por la realidad, que es la que es. Cuentan con una gama certera de registros melódicos, que saben utilizar y bien en sus versos, todas ellas. No sé cual ha sido el motivo de la elección de estas 13 poetas, pero si ha sido el de representatividad de la poesía femenina que se escribe en Teruel, han acertado. Pues creo en la poesía que es capaz de compartir emociones y sentimientos, reflexiones: poesía inteligente que conmueve y emociona. 

Estas poetas trabajan con el tiempo en ese su diálogo sonoro que fluye; hacen una apuesta por la defensa del discurso de ser mujer, pese a quien pese; utilizan la poesía para su verdad y belleza; voces diáfanas; versos ágiles y consistentes; metáforas como latigazos cerebrales de lucidez; y ahí grandes hallazgos y sobre todo escriben con la complicidad de la persona lectora, que es quien, en definitiva acaba el poema, descifrándolo. En este florilegio discurre, cual Jiloca por Burbáguena, el entusiasmo, la tristeza, la nostalgia, el amor, el dolor, la pérdida, la amistad, el olvido, el paso del tiempo, la renuncia y la búsqueda de la identidad. 

Tras leer este Nosotras uno tiene la convicción de que estas magníficas poetas tienen clara una cosa, como son las ganas de vivir que presiden sus versos. Pues, redescubren cada día ese mundo en el que viven. Son notarias de la actualidad. En sus poemas, en su melodía, están activas todas las sombras del mundo de ayer y hoy. ¡Gracias por escribir, poetas! 

Y para que las personas lectoras se animen a leer este Nosotras copiaré algunos versos de cada poeta; pues creo que es justo y necesario, que diría cualquier presbítero que se precie: la página web de esta revista digital que tiene nuestra revista cultural Turia, conocida y reconocida y premiada, lo soportará, por extensión, digo:

 

Ella es una niña con manos de anciana,

un cuerpo cansado de jugar a ser adulta

que vio en los labios de él

la oportunidad de estar a ocho besos

de distancia de un nuevo país.

Yohana Anaya Ruiz

 

 

La vida que soñé nace de las antípodas de tu nombre.

Las paredes tiemblan tras tus manos

y el oxígeno arde dentro de tus palabras.

Las horas lentas esperan como el amor paciente

desplumándose en su jaula.

Sonia Andujar

 

Su rostro, sin rostro.

Sus ojos, sin vida.

Mirada perdida.

Su piel, marchita.

Su alma, de muerte herida.

Sonia García Calvo

 

Ven, pasa. Si destapas la tela verás una piel erizada.

Allí, a la derecha hay una marca.

Depende de quien la toque sangra,

no es culpa suya.

Tiffany Garzo Camón

 

La quería.

Tanto que dolía.

Y sus abrazos oprimían el tórax

y asfixiaban la tráquea,

callada y dormida,

y sus dedos chasqueaban silencios.

 Cristina Giménez López 

 

Las madrugadas de mi recuerdo

no son una albada

medieval

no hay besos ni despedidas

no hay amantes ni grandes amores

no descubre el día una dulce compañía.

Natalia González Bermúdez

 

Dicen que hoy es el día de la mujer

y yo digo que soy mujer todos los días.

Agradezco cualquier día de mi vida

a todas las mujeres que lucharon antes que yo.

Felicidad González Cantón

 

Cuando fui feliz,

me acompañabas en las idas y venidas.

Cuando fui feliz,

me invitabas a lugares deseados.

Cuando fui feliz,

me colmabas de regalos.

Belén Gonzalvo 

 

Por m mí y por todas mis compañeras.

Lazos morados en la calle,

gritos en las aceras,

grupos de mujeres alzando la voz,

el 25 dibujado en las paredes.

Miriam Grimalt

 

Hago balance y os digo que,

este año que ahora termina,

he muerto 47 veces –que yo sepa-.

Y he resultado herida de gravedad

en una ingente cantidad de ocasiones

que no me atrevo ni ha contar.

Marisol Julve Barea

 

¿El día?: mustia… ¡ahora… reina de la noche!

el patrón en el catre, cual alimoche…

yo, cual lechuza, custodio mi abadía.

Soñando cabriolas cual bailarina,

luciendo visera pal sol de la noche,

bruna y brillante como el azabache,

rondando a la noche cual heroína.

Isabel Martínez Sánchez

 

Las niñas buenas no arrastran

las sillas ni los pies.

No hablan a gritos

y ríen con sordina.

Asun Perruca Hurtado

 

Quién te iba a decir a ti

que el silencio era

tu lugar común…

y no la luna, poeto.

Bea Royuela

 

¡Vaya versos los de estas 13 poetas: verdad y belleza por doquier! Y es que estos poemas son pura donación a la espera de un encuentro de intimidad cómplice con la persona lectora, a la espera de una mirada que vuelva a iluminar la experiencia de estar vivos y ser libres y no otra. Son poetas que lejos de separar, reúnen, ligan y funden las sensaciones en un crisol de orfebrería. Este libro, Nosotras, es todo lirismo y hondura, escrito con más de una y de dos sonrisas distantes, aunque sea un libro de esplendor.

 

Creo pues que este primer libro de la Plataforma de Poetas por Teruel, Nosotras, está pensado como ese viaje en distintas etapas del conocimiento existencial ligado al destino y a la otredad. Las poetas se mueven por los derroteros de la búsqueda: un viaje inevitable, justo y necesario, perseguido y querido diríase: para descubrir ese enigma de la vida: del azar y la necesidad, del saber y del conocer. Pues no sabemos o sí, qué es más verdad, la realidad o la apariencia: son formas complejas, de resistencia, de vivir esa realidad, no me cabe ninguna duda. Y todo con temor y temblor pero fascinando. ¡Léanlas, no lo duden!

 

Cristina Giménez, Miriam Grimalt y Marisol Julve coords, Nosotras. Antología de autoras de la Plataforma de Poetas por Teruel, Teruel, PPT Ediciones, 2025.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Enrique Villagrasa

La memoria está en la espesura del cielo

28 de marzo de 2025 13:04:24 CET

La espesura del cielo de Viviana Paletta (1) es la novela de una poeta. Como toda narración, contiene una historia y en su trama se guarda una sorpresa; sin embargo, la densidad que logra, en sus pocas páginas, procede del lenguaje justo y evocativo que emplea; su expresión es capaz de dar cuerpo a todo un mundo y registrar sensaciones profundas. “Baqueano”, “duelear”, “zascandileando” son ejemplos de términos que constelan el bosque, la selva inhóspita que envuelve a la protagonista. Estas palabras tejen, de forma virtuosa, la historia personal de una joven mujer, embarazada, que huye del silbar lejano de las ametralladoras. 

Uno de los temas que se citan en la novela, dramático y aún presente y palpitante de diferentes maneras en tantos países latinoamericanos, es el de las muertes y desapariciones provocadas durante los regímenes dictatoriales que sufrieron muchos de ellos, en este caso el de la dictadura argentina. No son asuntos ni serán nunca temas del pasado, y la novela de Paletta es parte de las múltiples voces que participan en el conflicto. Aún hoy esas tragedias necesitan revisarse de manera ineludible, pues manifiestan el dolor de una sociedad que exige dignificarse. Algo que acabamos de ver en el reconocimiento del premio óscar a la mejor película extranjera concedido a Aún estoy aquí del director Walter Selles, que trata el drama de la esposa de un desaparecido en la dictadura brasileña. 

La novela es breve como apasionada. Su gran logro es constituir la palabra desde una voz anónima. Desde ese lugar, la narradora no solo nos cuenta su historia, sino que permite que los lectores podamos ocupar su lugar, reflejarnos y participar hondamente del relato sin la interferencia de un nombre. Igual que ocurre en la poesía, el que habla es más bien un médium para dejar que surja aquello que reclama salir y ser dicho, vuelve así a la sociedad, a través de sus lectores, que reconocen lo expresado.  

La espesura del cielo es un libro donde hay escritura, quiero decir, se trata de un libro libre, que posee una idea y pulso propios, no está concebido para gustar o disgustar, no cae en la impostura o en reclamar una posición fácil; quiere ser a partir de la mayor libertad creadora posible, que proviene de las entrañas. Nunca mejor dicho en el caso de esta novela que nos habla de la maternidad: “Me queda el pozo de mi cuerpo como ancla y lastre, una pinza. Un vientre que late con su propio péndulo dispuesto a estallar cuando alcance su hora.”(2) Marguerite Duras decía algo que me recuerda mucho a cómo se va procesando esta historia: “Es el tren de la escritura que pasa por vuestro cuerpo. Lo atraviesa. De ahí es de donde se parte para hablar de esas emociones difíciles de expresar, tan extrañas y que sin embargo, de repente, se apoderan de ti.”(3). 

El libro nos cuenta un drama del pasado que lo trasciende y está dirigido al porvenir, a este mundo de migraciones, a este mundo globalizado donde pareciera que todo es efímero y se olvida al instante. En contraste con ello, el amor, el dolor, la injusticia son de una materia incombustible, el tiempo solo logra clarificarlas porque permanecen en esa espesura del cielo, ese aparente silencio que “sin embargo” habla y es memoria. Así escribe Viviana Paletta: “Pulir, adelgazar la memoria, hilachas de escenas, palabras que no vuelven, y sin embargo.” (4).

 

Notas:

(1)   Viviana Paletta, La espesura del cielo, Los Libros de la Mujer Rota, Madrid, 2024.

(2)   Ibíd., p. 80.

(3)   Marguerite Duras, Escribir, Tusquets, Barcelona, 2000, p. 83.

(4)   Viviana Paletta, op. cit., p. 64.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Sylvia Miranda

Cuentos de una intensidad emocional extrema

18 de marzo de 2025 09:44:54 CET

El nuevo libro de Pedro Ugarte, Un lugar mejor, es uno de los más destacados conjuntos de cuentos publicados en este último año. De una intensidad emocional extrema, Pedro Ugarte (Bilbao,1963) nos lleva por caminos terminales, instantes extremos y cariños disfuncionales en un carrusel de emociones estructurado como una sucesión de estaciones vitales que ejemplarizan la vida como un conjunto de estadios puntuales caracterizados unas veces por el extrañamiento y otras por la rutina. En 2016, Ugarte ya había publicado su inmenso volumen "Nuestra historia", también en Páginas de Espuma y, con él, obtuvo el prestigioso premio Setenil al mejor libro de cuentos. La exquisita editorial balear Sloper editó en 2024 su, hasta ahora, último poemario, "Las cosas de este mundo", dejando 2025 para este nuevo capítulo en la trayectoria del escritor vasco. 

Cuentos como "Éramos tan felices" donde una familia se descompone ante sucesivas situaciones, enfermedades casi transitivas, hasta dejar al protagonista extrañamente feliz en su compendio de recuerdos, es uno de esos cuentos que nos provoca una enajenación emocional, ante el retrato de una experiencia genética, sanguínea, donde la fidelidad familiar, la ausencia filial, en un ajedrez de ciudades, donde todo son puzles descompuestos en piezas infinitas, es la metamorfosis cualitativa de unas personas que no distinguen la tragedia de lo cotidiano. Encontrarse con "No podría morirse ese animal" es vitriolo puro. La primera temática que recorrerá el libro: vidas con un origen común que se ramifican hasta convertir a los amigos, a los camaradas, en auténticos extraños. Por un lado la productividad y el sexo, el poder capitalino (aunque el autor deja caer una opinión desesperada: “No podría haber vidas felices debajo de aquel caparazón de de tejas encarnadas, en esa sucesión de sarcófagos de sucio cemento armado”), sábanas de sensualidad lujosa de los paradores y, por otro, la misma estepa de Castilla y León, el pueblo de Adraque del Molino, de escaso internet, una reducción arterial desde la autovía, a la nacional, llegando a la puerta por una comarcal donde los  ladridos de los perros sueltos es el sonido con el que la naturaleza expresa su miseria. El protagonista y su antagonista, el ejecutivo frente a un kioskero, el atlético y el dejado. La amante y la mujer que no trabaja, cubierta de hijos. Las terribles dimensiones de las noches de invierno y la rabia que cristaliza en la frase que da título al cuento. Un perro, el asfalto, un volantazo, el reproche, quién vive y quién muere. En "Ulises y los mapaches" encontramos otro eslabón más en la ristra de perdedores y, como si fuera parte del esquema, un protagonista que intenta alejarse de esa decadencia social, pero no quiere abandonar al personaje en la desgracia. Intentan ser buenos, no son falsos, tampoco se esfuerzan demasiado. Hijos de matrimonios rotos, lejos geográfica y emocionalmente, que evitan a sus padres destrozados. Una vida de mierda. La vuestra y la mía. La de todos. 

La segunda parte, "Estación de la soledad" comienza con una oficina, con su engañosa pátina de orden y paz aséptica que termina por ser un microclima tóxico. Mucho de Franz Kafka, pero también de la icónica "Las doce pruebas de Asterix", en ese arrebato descriptivo de la penúltima y abigarrada burocracia pública. Dinero, expedientes, papeles, miedo a tirar algo que sirva en el futuro, legajos frente a equipos informáticos, la capacidad de almacenamiento ha crecido de manera exponencial, pero está la duda de si no sabemos seleccionar lo necesario. No sucede con las fotos de los móviles, con los vídeos de nuestros hijos. Una balada, una broma de mal gusto, "Un plan estratégico", papel y más papel, satinado. Maravillosa la idea de la neo lengua de esta sociedad de fortalezas y debilidades. Un guiño a las adolescentes tísicas de los cuentos de Edgard Allan Poe como el retazo de luz y color en lo gris. El odio a los concejales de cultura y la socialdemocracia. Al final, el protagonista, en su revuelta frustrada, se queda solo en la oficina. Como en Un lugar mejor, donde Ugarte coloca a su personaje en dos estadios paralelos, uno en el metro, donde cada mañana vive una historia de amor subjetiva y soñadora y el otro, en su casa, con una mujer enferma, postrada, químicamente inválida. Pero, de nuevo, las oposiciones, el cine, los bollos, una viuda joven, dolor, sábanas, paranoia y más medicación. Un movimiento en el tablero, un intercambio de fichas, deja, por primera vez en el libro, que entre un poco de ilusión. Amarga e improbable, pero con algo de color: "Enamorarse en los vagones de metro, es aceptar, de puro improbable, que la vida ha terminado". Cuando leía "Niño jugando a la guerra con pistolas de verdad", me venía a la cabeza "Paquito", el tema de los Enemigos, con letra de Javier Corcobado: una resacosa ciudad castellana, con autobuses (quizá trenes), pero sin aeropuerto. El encuentro de un escritor de clase media con un seguidor de clase alta. Uno ungido, el otro mediocre en su estado de cabeza de ratón provincial. La detonación, un cuerpo y una última recompensa inesperada para un talento escaso. Plano, como la capital de provincia, como el círculo de la metaliteratura. 

La siguiente parada es en "La estación de las mentiras", con un instante, "Arantxa", un punto de no retorno, como en "El adversario" de Emmanuel Carrère sin ser, lógicamente, tan trágico. Más incómodo que otra cosa. Dos parejas. Máscaras de clase alta. Incomodidad. La verdad, el pánico, la mentira, un final de cartón piedra, abierto, que nos aboca al abismo. El primero de una galería de personajes ajenos (muchas veces extranjeros), que nos van a acompañar en esta parte del libro. En "Una isla sucia y abandonada" volvemos a encontrar la penuria social transitiva entre el protagonista y un secundario, Fermín (también con hijos, también lejos, alguien a quien sus vástagos le piden que nos les escriba), sumido en un estado de apestado formal, y el protagonista, que se descubre como una península en su grupo de amigos: un simple comentario lo lleva al páramo alcohólico junto a un malecón en el Mediterráneo. Nombres violentos en pueblos levantinos, parejas bien llegadas desde Madrid, una sociedad sanguinaria donde la culpa se transmite señalándose con el dedo y provocando un terremoto estructural a través de la mentira del plural mayestático. Y con "Westerman Servicios Generales" nos queda la sensación de que el mentiroso, el falso personaje, se ha disfrazado, yendo desde "Arantxa" hasta aquí. Ahora convertido en un siniestro hombre de negocios, el futuro suegro del narrador. Impostor, turbio, el dinero abundante producido por la nada. En la plusvalía del pelotazo o del crimen, Pedro Ugarte define sus secundarios a través de una ramificación vital, un salto ínfimo, una mariposa moviendo las alas y, de pronto, los personajes se convierten en desconocidos por una transmisión, un desplazamiento. Inquietante final, de nuevo. La mentira siempre trae semillas de duda. 

La última parte del manuscrito son los "Cuentos de la última estación": tres relatos muy distintos entre sí, que van de lo lírico a lo prosaico de manera natural y poseen un barniz emotivo que permite una cierta lectura esperanzadora: "Ermita de San Sebastián" que comienza casi como un proyecto de "folk horror" donde se lee <<Es como si la tierra se quejara de algo>>, para mutar a una historia de tristeza infinita, de desazón salvaje: flechas rotas, como las de los indios en los muñequitos del oeste, mujeres que hasta hace poco eran niñas, el cuento de la lechera... un pecho desnudo, un niño en camino, el arrepentimiento. Vera y Kevin, verrugas de un mundo en descomposición que sobreviven a base de brutalidad. "Dientes, caricias, agosto" es un instante en el estío de uno de esos derrotados divorciados que abundan en los cuentos de Ugarte, con una niña extraña y un hermano, que es uno de esos mínimos instantes en los que se les permite recibir algo de calor humano, antes de que, tras los mapaches y el malecón, lleguemos al animal, otro animal, el mismo destino. Mi favorito es "Viento inclemente", con el que termina el volumen. Nos es por la belleza formal del mismo, es la perspectiva diferente que le otorga Ugarte: un padre, un hijo, la separación emocional y geográfica, cuantitativa y cualitativa. Las pocas oportunidades de una intimidad paterno-filial, un tipo que, tras abandonar a su familia, no quiere reparar nada, no quiere dar consejos, que no se agarra al miedo a la soledad para chantajear a su hijo. Solo revelarle el secreto, la máxima, lo que ha guiado su vida: "Tienes que ser feliz aunque hagas sufrir a los demás". Una sensación de metal en la boca, un círculo vicioso, entre lo ético y lo literario, el muelle que se estira y no vuelve. Una  infidelidad hacia uno mismo, por querer agradar a los que lo rodean. Es una magnífica manera de terminar un libro que, por otro lado, es estupendo en su conjunto. Uno de los grandes, Ugarte, con uno de sus mejores volúmenes de cuentos. 

 

Pedro Ugarte, Un lugar mejor, Madrid, Páginas de Espuma, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Una manera nueva de mirar y pensar el mundo

10 de marzo de 2025 09:03:44 CET

Lo he dicho más de una vez y lo vuelvo a repetir: la valía de un libro no depende del número de sus páginas; no es más verdadero un libro de quinientas páginas que otro de solo cincuenta. La cantidad de páginas no es la medida de un libro. Si así fuera, la mayoría de los libros de poesía, de microrrelatos o de aforismos, en comparación con los novelones, los ensayos o los libros de memorias, tendrían siempre las de perder, ya que son géneros que se avienen mejor con la brevedad que con la vastedad. La óptica sutil, de Lorenzo Oliván, ganador del IX Premio de Aforismos Rafael Pérez Estrada, es un libro corto, exiguo, pequeño, que contiene únicamente cincuenta y cinco aforismos, uno por página.

Según se nos dice en la “contraportada” se trata de un libro que combina la filosofía y la poesía, la reflexión y la imaginación, y que además ofrece una manera nueva de mirar y pensar el mundo. Y no solo eso, que no es poca cosa: también se nos dice que en sus páginas el autor ha querido que sus ojos y su mente persiguieran “la misteriosa vida, el tiempo en fuga y la vibración del instante”, dando por supuesto con ello tres lugares comunes: lo que de misterioso tiene la vida, el tempus fugit y el estremecimiento que nos puede producir cualquier momento por prosaico o por poético que sea.

A mi entender, en la mayoría de los aforismos de este libro hay más poesía que filosofía y más imaginación que reflexión. Tanto es así que algunos de los aforismos bien pudieran ser el principio o el final de un poema, como por ejemplo cuando dice: “Con la huellas dejadas en las playas el mar busca naufragios” o “La luz sí que juega en serio”. En estos dos aforismos se nota no tanto la disquisición filosófica o reflexiva sobre un tema de carácter metafísico, ético o político, como una sensibilidad lírica descriptiva, que como el mismo autor nos advierte en otro de sus aforismos es más propia de la poesía que de la filosofía, pues “En la mejor poesía habla una lengua ciega que hace ver”. Se diría, por tanto, que a Oliván le interesa más poner de manifiesto el poder visionario que tienen las alocuciones poéticas que las que tienen las disertaciones filosóficas.

No en vano, el propio título del libro señala la importancia que le da a la sensibilidad o a los órganos sensoriales (fundamentalmente al de la vista) en detrimento de las facultades intelectuales, que quedarían relegadas a un segundo plano. De ahí que no sean pocos los aforismos en los que los verbos “ver”, “mirar” u “observar” aparezcan de manera recurrente, como guías principales para captar sutilmente los secretos o los misterios que encierra el mundo que nos rodea: “Las personas que no ven cómo las cosas desean a las cosas se pierden buena parte del deseo del mundo. ¿Cómo viven sin esa erótica de la visión?”, “Somos solo una cuestión de óptica. Somos solo preguntas que miran”, “El amor y el deseo quizás no nos abran más los ojos, pero intensifican más que ninguna otra cosa las ganas de ver” o “A veces verlo claro impide ver”.

Visto lo visto, pareciera que lo racional no estuviera constreñido por los límites de la mente, sino que hubiera un resquicio de luz interior por donde se colara la imaginación, que es ver más allá de lo que nuestros propios ojos ven, haciendo así que la mente fuese una gran curva sin fin o que el pensamiento discurriera a su aire, como el vuelo zigzagueante de las golondrinas (y cómo no recordar ahora que Eugenio d’Ors dijese precisamente que los aforismos son las golondrinas de la dialéctica). A mí me parece que a estos aforismos de Oliván le vienen como anillo al dedo la definición de d’Ors, porque el vuelo de las golondrinas no es majestuoso ni imperial, sino más bien humilde y modesto, errático y giróvago, como si no tuvieran la grandeza del vuelo regio de las águilas. Pero, aun así, Oliván considera que “el aforismo se muestra como un todo tan pequeño, que parece un fragmento para ser completado”. Y añade: “He ahí su humildad y su grandeza”.

Con todo, y en contraste con la definición dorsiana, el autor de La óptica sutil cierra su libro con un símil en el que compara los aforismos con las gotas de lluvia: una lluvia leve, humilde, lenta y sostenida. “La lluvia lo toca todo, leve. Lo abarca todo, humilde. Lo quiere todo, rota. La lluvia, esa aforista”. Y es que, lejos del martilleo torrencial de un aguacero de pensamientos desaforados, los aforismos de Lorenzo Oliván caen sobre el magín del lector de una manera pausada, gradual y sosegada, sin pretender doblegarlo o rendirlo a su propio ideario, sino más bien cautivarlo o conquistarlo con una poética vaporosa, tenue, sutil, que en algunos casos se expresa más como interrogación que como afirmación, pues al mundo (y a los secretos que guarda) hay que acercarse con una mirada modesta pero inquisitiva para ver si nos revela algo de sus incógnitas. Por eso no es de extrañar que Oliván agradezca a todos aquellos que esperan que se equivoque en sus apreciaciones sobre la realidad que le circunda el haberle llevado a dar menos pasos en falso, haciéndole ver mucho mejor.

Y eso, a pesar de que, como él mismo dice, somos un país que quizá hace tanto ruido para no oír lo que piensa.

 

Lorenzo Oliván, La óptica sutil, Sevilla, Editorial Renacimiento, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

Regreso a Proust

3 de marzo de 2025 09:52:42 CET

“Durante años me acosté temprano”, ha sido la elección de Mercedes López-Ballesteros para traducir el celebérrimo “Longtemps, je me suis couché de bonne heure”, con el que da comienzo la monumental obra de Marcel Proust, y que ahora podemos leer, otra vez en castellano, en esta nueva y maravillosa traducción que ha publicado Alfaguara a finales de 2024. Enfrentarse a la empresa de verter a otra lengua el sutil y minucioso universo proustiano, con su inconfundible estilo arborescente, construido a base de larguísimas frases, y que deslumbra tanto por su complejidad estructural como por su precisión y riqueza léxica, es una tarea que exigiría lo mejor hasta del más talentoso y experimentado de los traductores, pero es un desafío del que la autora de este reciente trabajo traslaticio ha sabido salir magistralmente con bien; una labor que, a todas luces, perdurará en el tiempo como un hito en la recepción de Proust en español, puesto que esta nueva versión no solo honra la genialidad del novelista francés sino que la hace accesible y vibrante para una nueva generación de lectores que tal vez no se haya atrevido aún a dejarse seducir por el torrente de esa sintaxis laberíntica que ha reflejado como ninguna el flujo de la conciencia y la superposición de los recuerdos.

En busca del tiempo perdido es el descomunal relato del descubrimiento de una vocación literaria y artística, de cómo el protagonista (Marcel, igual que el autor) ha devenido escritor, y la obra se acaba ofreciendo así como un juego de espejos en el que se refleja la escritura del propio texto que se estaba leyendo; pero eso no se revelará sino hasta el final, en el último de los (siete u ocho, depende de la edición) volúmenes. Por el camino de Swann, la primera entrega de la novela, presenta al narrador en su infancia, ese crío hiper-estético y consentido, vástago de la alta burguesía, que vive alternando estancias entre París, la capital, y la rural Combray (localidad ficticia creada como espacio simbólico que encapsula los recuerdos, pero descrita con tanta vivacidad que trasciende su naturaleza inventada). Una entrega inaugural que se lee como una condensación de los elementos formales y temáticos que hacen de la obra una de las novelas fundamentales y más influyentes del siglo XX (Proust representa al mismo tiempo la sublimación y la disolución del realismo decimonónico), y donde la memoria y la introspección se erigen en los pilares de la experiencia humana. Memoria, amor, tiempo, el arte como herramienta para capturar la esencia de la vida, el deseo frustrado, el naufragio del lenguaje, la incomunicación y los malentendidos (especialmente en las relaciones sentimentales), la idealización del ser amado, pero también el engaño, y la imposibilidad de conocer verdaderamente al otro, y, por último, la ironía (la sátira de la ridiculez y pequeñeces del llamado “gran mundo”, con sus fiestas, esnobs y salones; un aspecto a menudo no lo bastante apreciado en la historia). La genialidad de Proust radica en transformar experiencias personales en materia de interés universal. Y para ello se valió de los recursos estilísticos y discursivos de una obra multifacética que sigue desafiando las categorías literarias convencionales, y que hizo de la libertad compositiva su enseña principal (y tal vez sea este su más importante legado a la narrativa contemporánea). En efecto, novela narrativa, autobiografía, poesía, crítica literaria, narrativa psicológica, ensayo, entre otros, se dan cita en una hibridación genérica inaudita hasta aquel momento, y sirven para configurar un universo ficcional que por la alquimia del lenguaje literario con el que se construye es capaz de imponerse al lector con una fuerza persuasiva que poquísimos escritores han logrado alcanzar en toda la historia de la literatura.

Esta hibridación genial se manifiesta en la totalidad de la obra, si bien puede también apreciarse en miniaturas que replican, dentro del propio relato, su vasto alcance, como ocurre con la novela dentro de la novela que constituye Un amor de Swann en este primer volumen, una pieza que reproduce a pequeña escala la esencia del universo proustiano. Este segmento funciona como una deliciosa mini-novela independiente dentro de la narración y relata la historia de la obsesión amorosa de Charles Swann, un hombre adinerado, culto, elegante y refinado, por Odette de Crécy, una mujer de pasado dudoso que forma parte de la alta sociedad parisina. Desde el desinterés inicial, Swann pasará a idealizarla (mediante la conexión estético-sentimental que establece con la melodía de la sonata de Vinteuil, una música que se convierte así en espejo de su estado interior, mezcla de éxtasis y tormento, como se narra en el célebre pasaje en que se describe esa imaginaria frase musical), y a sumergirse en una espiral de celos y angustia que se presenta como un anticipo de los futuros padecimientos amorosos del protagonista con Gilberte y Albertine, las dos muchachas de las que se enamorará más adelante.

Toda traducción es también una lectura y, en consecuencia, también una interpretación. De este modo, en esta nueva versión de Proust realizada por Mercedes López-Ballesteros, esta máxima se hace evidente en la manera en que su trabajo resuena con las sensibilidades de dos de los más grandes escritores españoles de todos los tiempos, y a los que ella conoció bien: Juan Benet y Javier Marías. Así, esta traducción no solo actualiza el estilo proustiano para el lector de hoy, sino que ilumina asimismo su influencia en la literatura española contemporánea, realzando los rasgos que, a través de esas dos grandes figuras, han dejado más honda huella en nuestras letras: la densidad reflexiva, la atención al flujo del tiempo y la memoria, la libertad compositiva, la introspección psicológica, la cadencia musical de la frase, la exploración de la subjetividad o las digresiones narrativas; son aspectos que encuentran en esta versión un vigor renovado en nuestro idioma. En fin, se trata de un trabajo extraordinario, que permite leer a Proust como nunca se lo había leído en español.

             

Marcel Proust, En busca del tiempo perdido: I. Por el camino de Swann, traducción de Mercedes López-Ballesteros, Barcelona, Alfaguara, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por José Antonio Vila Sánchez

Un ejercicio de madurez poética

24 de febrero de 2025 08:45:39 CET

Ha escrito Almudena Vidorreta (1986) un libro femenino y feminista, explicó Ana Garriga en la reciente presentación La cicatriz de la selva en la librería Enclave de libros. Tiene razón la profesora de Brown University, cuando abordó la lectura de este último poemario escritora aragonesa (Zaragoza, 1986), a la que debemos algunos trabajos de referencia sobre Santa Teresa de Jesús, o sobre la literatura sardo española, en tiempos en que Cerdeña pertenecía al Reino de Aragón, y luego a España hasta el siglo XVIII. Además, esta distinguida arteria paralela, la creación poética, no le ha abandonado, como a tanta gente en la madurez, a esta investigadora y docente (ha sido profesora de la Universidad de Nueva York, entre otras), desde que se dio a conocer en 2009, que yo sepa, con Algunos hombres insaciables. Almudena Vidorreta ha sabido guardar los tiempos de escritura para atenderse con verdad, con necesidad y capacidad de cantar sin impostura -mercado-, como alguna vez le escuché a José Hierro, que supo hacerse esperar hasta el Libro de las alucinaciones, porque sabía que no tenía nada nuevo que contar hasta ese momento.

La cicatriz de la selva llama la atención desde la invención, la inventio, dijo Quintiliano, al abordar el asunto de la maternidad, no solo de la maternidad, sino también de la pérdida y de la herida en el cuerpo, del aborto no deseado, si prefieren, con unos lenguajes de gran realismo, sin desabrimiento en la destilación del dolor, donde no se elude un léxico necesariamente lírico cuando quien lo escribe es poeta.  O si prefieren, alguien ajeno a las servidumbres al mercado como primer objetivo (Saturno devorador de quienes lo anteponen al poema para estar en el tenderete a toda costa y hacen olvidar al estimable poeta -aunque sea de unas pocas ocasiones y con sencillez primaria de observador atento, por exceso de producción y falta de capacidad para evolucionar en lo fundamental -pienso ahora en la reiteración en Karmelo Iribarren (Roger Wolfe dio un paso al lado), entre muchos-; asunto que vaticinó Ángel González en “¿Malos tiempos para la poesía?”, aduciendo que ya entonces había demasiado “hummus”). No es el caso gracias a esa originalidad en el asunto (pienso en la Juana Castro cuando habló del alzheimer), vivida y vívida, reflexiva, además, plena, que dota de verosimilitud al libro. Esa verdad de fondo, escrita desde ella cuando el libro se impone, elegíaca o de la pérdida (el estupendo “Buitres”), viene acompañada simultáneamente el amor al hijo concebido, al que se rinde amor en otro momento-ese hápax único- junto a la esperanza de una nueva y deseada maternidad.

En efecto ese desgarro, esa herida explícita en el canto, en la convivencia con el embrión muerto hasta el legrado, es palmaria igualmente en el léxico: vagina, neuroendocrino, regla, flujo sodio, hospital, cicatriz, legrado, aborto, extractores de leche… de la misma manera que lo es en el hilo umbilical que reúne a la mujer entre generaciones, atención al estupendo poema “Caja de costura”. Libro de la mujer, femenino, reivindicador de la maternidad, de la misma manera que otras escritoras de cierto fuste, pienso en Rosa Berbel, plantean los problemas de su juventud desde ella, tal y como hizo la estupenda Elena Medel en su libro de referencia, Mi primer bikini (pese a esfuerzos posteriores a ese libro trampa, que la atrapó y sobre el que no sobresalió después como escritora). Estamos ante un ejercicio de madurez, donde cada palabra está pensada tras haber sido sentida, sin malabarismos, y traspasada de dolor o esperanza “Sin donde” según toque, con poemas espléndidos desde esa rotundidad de lo sufrido. Me refiero, entre tantos, a poemas como “Antes del aborto” o “Regla nueva” escribiendo poesía de lo aparentemente antipoético…y algo dijo Pablo Neruda, no solo, sobre esas cuestiones cotidianas elevadas a la emoción del poema que así puede llamarse, como es el caso. Si a todo ello le unimos capacidad plástica, tropología inusual, propia, desde esa circunstancia a pie de tierra, la sangre o “compota de grosella sobre el mármol”, sabremos del esfuerzo por decirse desde un proceso de amor y dolor simultáneos. Un proceso o diario de emociones, sensaciones, de esperanza y empeño, donde caben también otros registros ocasionales, los viajes y los sitios con sus músicas y bailes interpretados desde el ser mujer, poetas (Alfonsina Storni)-por ejemplo-, sobre esos otros de la gestación y pérdida. Cumplen su cometido y enriquecen el libro, no son meras adendas, sino que cumplen su función, alivian clímax y   tensión, sirven de contrapunto a este libro distinto,  valiente y hondo, legible, maduro.

 

 Almudena Vidorreta, La cicatriz de la selva, Barcelona, La Bella Varsovia, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Una gramática del amor doliente

17 de febrero de 2025 13:29:12 CET

Como todos los poetas áureos, Alejandro Tarantino (Laredo, Cantabria, 1963), vuelve una y otra vez del corazón a sus asuntos, a su trama, su obstinación, su desvelo. A cada escritor le mueve la bujía de su propia obsesión. La cerca, la rodea, se ciñe su contorno. Diríase que por momentos la toca. La insistencia de Alejandro es el maridaje jánico de la luz y la sombra. Desde ahí convoca los Espejos rotos de una mujer (Amargord), su último poemario. Estas teselas dentadas, romas, con aristas, superficies que son y no lo que reflejan, nos hablan no de la univocidad sino de lo múltiple, de esa muchedumbre que somos, desde el espanto a lo numinoso, con las alcancías incesantes del matiz. “Hay fragmentos sin totalidad”, nos dice el poeta.

En Espejos rotos de una mujer, Tarantino oficia el sublime y bello oficio de hacer presente a la amada sin su presencia. El amor permite hacer presente lo amado cuando no está, porque se ha interiorizado, porque transcurre y crece y mengua y se expande y duele sin la necesidad de lo corpóreo. No es la ausencia lo que nos duele. Ocurre que la amada ya no está en el lugar de lo amado. Y sí, pero desde la pérdida.

Teje, Tarantino, una gramática del amor doliente. Lo anuncian los versos que abren el poemario: “La oscuridad restaura la cosecha de las agujas,/ lenta es la estación de la noche”. La altura de su desnudez, “a falta de imágenes,/ oblicuo el lenguaje/ solo alcanza la melancolía”. Sabe que hay lo indecible. Por eso este sustantivo concluye lo escrito. Pese a que cierra la prosa de un epílogo en la que vuelve a tantear lo que pareciera haber sido dicho, la enunciación misma de lo inefable.

Tarantino hace del amor un constitutivo de sí sin engaño. Y sabe que lo amado deviene en fruto, a pesar de la pérdida. De ahí que los poemas acojan una y otra vez vocablos como “simientes”, “semillas”, “útero”, “vientre”, al tiempo que lo que “no lacta de tu pecho”, aquello que “no engendrará de su sangre lo alado”.

Tarantino aúlla en una desolación que es silencio. Lejos del teatro, se sabe en un campo de batalla, allí donde (interregno) uno ha sido desposeído y hace suyo el surco desde el que morir (en tanto que tránsito) sin odio rencor falsedad: “Desposeído el tiempo, solo ahora,/ nunca más ayer, nunca más dos,/ única, sin centro,/ desearás, inacabable, morir en lo vivido”. Tarantino enloquece desde la dignidad del que quiere saber allí donde “la realidad calcárea del océano”. Sin tretas, sin estrategias, sin escudos, asistido únicamente por “el impulso insomne de lo trágico/ que yace en la desgracia de tu valor”.

Hay pocos poemarios tan valientes que aborden así el amor, “desde el flujo de duración que lleva tu nombre”, porque hay que querer saber, y hay que desandar, y contemplar la noche de lo amado, y la propia, y todo ello “feraz en la ruina de la cordura”.

“Tengo ausencias de loco, tengo/ una pena tan honda, tan muda, tan tuya,/ tengo de mí lo que de ti he perdido”. Hay una belleza tan íntima en estos versos que conforman la cartografía de Espejos rotos de una mujer, una belleza tan auténtica, tan libre de exaltación, tan recogida, versos acompañados por la obra gráfica del autor, correspondiente a la serie La mujer rota, donde lo indecible descansa, de otro modo.

Encontramos una magnificencia humana en ese encarar la pérdida y ajustar el vuelo del amor que ya siempre será, una majestuosidad única. “La larga noche del adiós acaba,/ en la celda queda el amado, concebido/ como lumbre, hoguera de flores/ que anuncia esquelas al alba/ con su nombre”. Hay un yo que habla a un tú desde la honestidad, no alzando su mirada porque sitúe la pérdida de la amada allí donde solo cabe situar a los dioses; tampoco inclinando el ángulo en el mirar por haber depuesto lo amado allí donde la saña. Hay una pérdida compartida.      

Y así Tarantino deja que la voz discurra emocionada, pero sin afección alguna, que preserve lo dado, lo recibido, cuanto fue. No hay contención, pero sí lealtad a lo sentido. No se espere de este poemario la sublimación del fulgor que no deja ver lo que se contempla. Hay una exactitud de quien ama las simas y los abismos y las cumbres de lo amado. Hay un yo que no se engaña. Que nombra y se nombra en ello, en cuanto va diciendo. Hay la distancia justa para que lo exacto aparezca, una distancia que no ciega, en uno u otro sentido. De ahí que la espalda de esta mujer sea recurrente, como si el poeta contemplase su marcha para, desde ese verla partir, ser capaz de no mentirse (“la espalda de tus élitros se hace humana”, “tu espalda dolida/ sacude de sus vértebras lo que fue todo”, “de espalda/ a los cielos sin costa”, “Al borde de ti tu espalda”, “Amar la línea de tu espalda”…). Quizás porque la espalda sea “la forma de mirarme de tu abismo”.

El amor, tan mal entendido tantas veces, es “argumento”, pero también “sed anochecida”, y todo al unísono, sin disociación alguna, sucediendo “en un tiempo anciano”. Lo amado es odiado. Porque la pureza también contiene lo impuro. Solo adentrándonos en estos espejos rotos de lo amado podremos esperar “que llegue la paz de lo que se fue”, cumpliéndose “la pureza solar del adiós”. En esa desolación en la que Tarantino escribe, trata de llegar al antes de sí, a esa penumbra (no lo oscuro, tampoco lo iluminado) en la que lo amado ya no está. “La apariencia del ser/ que fui/ se aleja infinitamente/ desde el centro de los caminos sin salida,/ donde no ser es haber nacido,/ ingénito tiempo de la destrucción,/ al absurdo de estar en el ser,/ cuando no estoy siendo”.

De Tarantino, su sostén de los clásicos, su imaginario, los hoplitas (lo común siempre en Tarantino), las referencias de sus mayores, su poso filosófico (“Ser y no estar,/ estar sin ser,/ no ser sin estar”) y psicoanalítico (“Poder ser en ti sin ti”), la zarabanda de los pronombres (“Eras en ti solo tú”, “como un tú de ti tan mío sin mí,/ para verte sin mi toda tú”), el verso que piensa (“Ser amada fue irse a lo abisal,/ vivir la ruptura de la luz,/ hacer insondable la respiración,/ surgir del lugar de la vida”), el lujo de lo exquisito (“Fío en ti toda mi tierra”).   

 

Alejandro Tarantino, Espejos rotos de una mujer, Madrid, Amargord, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

El realismo mágico, ¿vuelve, se queda o va?

7 de febrero de 2025 09:18:29 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Con la emisión en una plataforma televisiva de la serie sobre la obra cumbre de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, resurge en el escenario mediático el realismo mágico.

Ese oxímoron manipulado y exprimido hasta la saciedad presenta unos orígenes y contenidos complejos. Este artículo pretende lograr un encuadre conciso de su origen, de su conceptualización, del uso interesado con fines crematísticos y de su evolución a lo largo de sus cien años de su existencia.

El impacto que en la literatura mundial tuvo el Boom latinoamericano en los años 60 del siglo pasado colocó al realismo mágico como una tendencia o estilo que impregnó gran número de obras y que sigue haciéndolo con los mismos mimbres con los que nacía.

Diversos autores que han profundizado en el análisis del realismo mágico y sus implicaciones en la literatura contemporánea muestran los elementos que lo componen y facilitan el encuadre buscado.  

Tal como expresa Pialorsi (2014), “el marchamo ‘realismo mágico’ y su formulación teórica han sido una de las cuestiones más controvertidas” (p. 6). Por ello, se hace necesario delimitar el concepto para extraer sus elementos distintivos y sus características identitarias, y así establecer las líneas que determinarán el análisis.

Los inicios de este movimiento se localizan en obras de autores latinoamericanos del Boom, pero existen otros estudios e investigaciones (Alfaro, 1975; Müller-López, 2004; Moure, 2012) que remontan sus orígenes al propio Miguel de Cervantes.

 

Sea así el nombre

La expresión ‘realismo mágico’ genera desde su aparición y uso una importante trascendencia. Une el sustantivo, que significa adhesión a la realidad sin idealizaciones, con un adjetivo que presenta connotaciones de mundo imaginario aparecidas fuera de la realidad; es un oxímoron. Esa unión de conceptos extremos, referencia de la propia dualidad humana, es probable que influya en que su aplicación esté extendida desde su primer advenimiento y llegue a nuestros días como un reclamo llamativo. No obstante, siguiendo a Volek (1991), la realidad no deja de ser una construcción de cada época, ya se haya definido por modelos divinos o científicos. Es decir, no deja de ser un simulacro (p. 236). Y lo mágico se establece en comparación con esa dicha realidad simulada.

 

Origen de la expresión

Coinciden varios ensayos de los consultados para este trabajo (González B, 2017; Pialorsi, 2014; Kofman, 2015; Volek, 1991) en establecer su primer uso como título de un ensayo de Franz Roh sobre la pintura vanguardista en 1925, aunque, según González B., el uso que se le da en ese texto nada tiene que ver con los significados que se le han ido aplicando posteriormente, sobre todo en creación literaria. En el arte, supuso un reflejo de las ideas jungianas de unir el consciente con el inconsciente, aspecto también relacionado con características básicas de la corriente surrealista. Tras Roh, hay continuidad en el uso y readaptación de la expresión en varios autores de los que destacaremos Arturo Uslar Pietri, en 1948, Ángel Flores, en 1967, y Luis Leal en 1975 (González B., 2017; Volkova, 2018). De estas, es la del escritor venezolano la que cobra mayor relevancia, puesto que de ella surge la conceptualización literaria para referirse, desde distintas perspectivas, a la narrativa, en especial a la surgida del Boom latinomericano.

Es el propio Uslar Pietri quien explica (Molina, 2022) cómo le surgió el uso de esa expresión en una charla en París con Miguel Angel Asturias y Alejo Carpentier, también considerados precursores de ese movimiento, cuando, conversando sobre elementos de sus novelas El señor presidente y ¡Écue-Yamba-O!, lanzó que podrían tratarse de ‘realismo mágico’, creyendo que había inventado esa expresión. Siguió explicando que después consideró que debió ser un recuerdo, ya que encontró en su biblioteca el ensayo así titulado del pintor Roh, aunque “describía algo que no tenía que ver con lo que ellos habían hablado” (min. 4:40). En 1948, el venezolano “incorporó el término en el ámbito de la novela hispanoamericana en su libro Letras y hombres de Venezuela, de 1948 (Rodríguez Monegal, citado en Volkova, 2018, p. 274). Al año siguiente, Alejo Carpentier, habló de lo ‘real maravilloso’ con significado muy similar a lo que posteriomente terminó denominándose ‘realismo mágico’. Monique Nomo (2016, p. 108)) establece el cuento La lluvia, publicado en 1935, de Uslar Pietri, como el primer antecedente de ese movimiento; en ese cuento, incluido en Barrabás y otros relatos (1936), la naturaleza sobrenatural de un niño sobrevuela sobre los problemas de un matrimonio que espera la lluvia para que riegue sus campos.

 

Origen del concepto

Desde el mundo literario, la expresión ‘realismo mágico’ toma contenido y cuerpo paulatinamente, asumida por la crítica desde su aparición con diversas definiciones y orientaciones. Una vez que Uslar Pietri la nombró para referirse al entorno global y variado de la América hispana, comenzó a percibirse “como algo muy propio y originario de la cultura local” (Kofman, 2015, p. 9). El propio Kofman señala tres concepciones que delimitan su procedencia. La primera quedaría refería al “sustrato folclórico y mitológico que pervive en América Latina” (p. 9). La segunda vía estaría relacionada con el surrealismo francés; los tres escritores latinoamericanos citados en el epígrafe anterior (Asturias, Carpentier y Uslar Pietri) vivieron integrados en el germen y apogeo de esa vanguardia, el corazón de París, a caballo de las décadas de los años 20 y 30 del siglo pasado. “En sus obras se percibe de manera obvia la huella de tal movimiento, especialmente en lo referente al interés en la conciencia del hombre primitivo y el concepto de milagro” (p. 10). La tercera concepción procedería de Alejo Carpentier, expresada en el prólogo de El reino de este mundo (1949), que cierra con esa pregunta retórica: “Pero ¿qué es la historia de América toda, sino una crónica de lo real-maravilloso?” (p. 8), novela en la que relaciona su observación de la realidad cotidiana de Haití con una concepción del ambiente que denomina así: “A cada paso me encontraba yo con lo real maravilloso” (p. 6). Desarrollaremos la relación entre este concepto y el de realismo mágico en el epígrafe 3.2.

José María Alfaro (1975) cita el concepto en palabras de Gonzalo Sobejano como “la puesta en relieve de una forma objetiva de aprehender la esencia de lo real en objetos que aparecen en una forma misteriosa” (min. 6:30).  Seymour Menton (citado por Cervera, s.f.) lo define de una forma similar, añadiendo la calificación de inesperado y/o improbable a lo misterioso, así como la incidencia en el lector, al dejarlo “desconcertado, aturdido, o agradablemente maravillado” (párr. 4).

Según varios autores (Pialorsi, 2014; Volek, 1991), no existe un claro consenso en la crítica sobre la conceptualización del realismo mágico. El propio Mario Vargas Llosa (EFE, 2007) ha declarado que la etiqueta de ‘realismo mágico’ se usó para incluir a toda la literatura latinoamericana de la época, lo que considera impreciso, ya que todo autor, a su manera, aplica la imaginación a sus obras.  Es decir, no por coincidir en la aplicación genérica de ciertos elementos similares debe incluirse en una tendencia o movimiento de este tipo a un elenco de autores.  Así, el propio Vargas Llosa cita a Juan Rulfo, García Márquez, Julio Cortázar o Borges, cada uno con sus propias mitologías e influencias (párr. 3). 

Existen elementos que se incluyen en la mayoría de las definiciones: lo imaginario, lo irracional, lo maravilloso, lo misterioso, lo invisible, lo mágico, lo sensorial, lo fantástico, lo insólito y lo sobrenatural, entre otros. González B. (2017) establece a nuestro parecer el mejor análisis sobre la evolución del concepto, al hacer referencia a dos encuadres diferentes que permiten salir airosamente de las discrepancias, observando los distintos enfoques que han querido superponerse. Presenta el “tipo ontológico”, que partiría de la teoría que Uslar Pietri y Carpentier acunaron en sus inicios y que queda reflejada en sus referencias a la realidad mitológica y antropológica de los pueblos indígenas y sus ritos y costumbres que sobrevivieron a la colonización, y el “tipo técnico”, que coloca como inicio en Cien años de soledad, publicada en 1967. Según su exposición, aplicando estas dos visiones por separado podemos entrar en el concepto y lograr un mejor asentamiento. Añade finalmente otra concepción de lo que ha sido considerado como realismo mágico, que es la literatura fantástica (ver epígrafe 3.2.1), para concluir indicando que, entendido desde el punto de vista ontológico, el realismo mágico “no puede comprenderse fuera del contexto histórico en el marco de la literatura hispanoamericana” (González B., 2017, p. 119).

 

Antecedentes en la literatura española

Los antecedentes del realismo mágico, atendiendo a su componente fantástico, se han buscado en la literatura española hasta remontarnos incluso a los primeros textos del castellano. Müller-López (2004) cree ver ya antecedentes en El libro de Alexandre y en El libro de Apolonio, ambos del siglo XII, e incluso en los libros de caballerías, si bien, situándonos en el contexto histórico, lo que desde nuestra época consideramos fantástico o mágico se tenía entonces como real, y así su diferencia con lo mágico tendría también otra connotación para centrar el concepto que estamos tratando. Asimismo, las fábulas de Iriarte y Samaniego contienen elementos que podrían asignarse tanto a lo fantástico como a lo maravilloso.

Lara ve en las hagiografías del siglo XIII “una lectura apasionante desde esta óptica” (2021, párr. 6). Esas vidas de santos contienen elementos que hoy consideramos mágicos, aunque también debe entenderse que, en ese momento, esas escenas, como “quedar sin afectación en el cuerpo una vez colocado en una parrilla, o salir andando con la cabeza en la mano una vez decapitado”, que se aceptaron como reales, marcarían instantes repetidos en ciertas tramas contemporáneas que consideramos realismo mágico. Merino (2009) cita el Libro de Patronio y el Conde Lucanor, además de los libros de caballerías, como ejemplos de antecedentes de la literatura fantástica y mágica. Y continúa con Cervantes citando Los trabajos de Persiles y Segismunda, Calderón de la Barca, con La vida es sueño, El gran teatro del mundo o El mágico prodigioso y Lope de Vega, con El peregrino en su patria.  Y son otras las referencias a Cervantes como el inspirador primigenio de la fantasía y la magia en la narrativa. Así, Müller-López: “Cervantes contribuyó como ninguno a maravillarnos con el genio de las deliciosas fantasías de D. Quijote” (2004, p. 40). E igualmente observa: “Literatura maravillosa también encontramos en los Sueños, de Quevedo, y en el teatro de Calderón con El mágico prodigioso” (2004, p. 40).

Según Lara, no quedan fuera de esta mirada ciertas experiencias místicas narradas por Teresa de Ávila o ciertas crónicas sobre el rey Carlos II, el Hechizado. Además, De la Puente (1991, p. 10) cita a Gustavo Adolfo Bécquer con Las leyendas en prosa (1871), por su ambiente fantástico de poesía y ensueño.

Ya en el siglo XX, tal como expresaron repetidamente los autores latinoamericanos citados, Asturias, Carpentier y Uslar Pietri, en su periplo parisino se imbuyeron de las consignas surrealistas, que tienen una gran influencia en la evolución literaria de la época. El surrealismo quiere cambiar la forma de mirar el mundo, y lo quiere conseguir a través del inconsciente, siguiendo así los postulados de Sigmund Freud. Es decir, se salta el terreno de la lógica, de la realidad, y se basa en el sueño y en lo imaginario. La aplicación de estos conceptos se centra en la poesía y excluye expresamente a la narrativa, pero los postulados influyeron en los tres autores, incluso aunque se desmarcaron del conjunto de intenciones surrealistas. Además, siguiendo a Müller-López “ciertas características grotescas estaban enraizadas profundamente en la tradición estética española: las obras de Cervantes, Quevedo, Goya…” (2004, p. 44). El surrealismo se enfrenta al realismo inmediatamente anterior, así como el romanticismo lo hace con el racionalismo de la Ilustración.

Retrocediendo unos tres siglos, nos encontraríamos en medio de la conquista americana, en la que Kofman observa la aparición de componentes de una realidad extraordinaria y prodigiosa, “el aura de lo excepcional” (2015, p. 12). Pero, además, profundiza en otro componente, el milagro, que estaba anclado en todas las peripecias de aquella aventura. Así, se añadía lo maravilloso desde un origen espiritual. Deduce que, aunque se entendieron fines prácticos en la colonización, realmente fue una “empresa fantástica” (p. 13), ya que los conquistadores viajaron y exploraron influidos por las narraciones orales y textos que contenían espejimos como realidades: El Dorado, la fuente de la juventud, los tesoros. No podemos eludir que los grandes impulsores del Boom, movimiento al que se asigna la aplicación de los elementos del realismo mágico, fueron ávidos lectores de los textos de los conquistadores. “El conquistador percibía las tierras recién descubiertas como el universo de las desviaciones, de la hipertrofia, de lo insólito, contrapuesto a lo conocido y reglamentado” (Kofman, 2015, p. 17).

Regresando al siglo XX, nos expresa Müller-López que el propio Álvaro Cunqueiro, cuyos elementos de realismo mágico en su novela Merlín y familia son objeto de estudio en este trabajo, “confluye con Cervantes en el uso de una misma fórmula novelística en la que los saltos entre los niveles de realidad y de ficción son constantes” (2004, p. 122).

Es Moure (2012, p. 16)) otro autor que menciona a Cervantes como influencia en esta línea, y nos lleva igualmente hasta Valle-Inclán, con sus fantasmas gallegos que no quieren morir.

Habiendo nombrado a Cunqueiro y Valle Inclán, se hace necesario irnos a la Galicia ancestral, cuyas características históricas y antropológicas la colocan en un lugar preferente de lo mágico y fantástico, con sus meigas, duendes, espíritus y monstruos. Lara (2021, párr. 10) refiere la emigración gallega a Latinoamérica, y se va con ella a inferir si aquellas historias que esos migrantes se llevaron no podrían ser ese germen literario para promover o alimentar el realismo mágico que de allí surgía.

 

En sus cercanías

Algunos de los elementos que se incluyen dentro de la tendencia conocida como realismo mágico se encuentran también en otras corrientes, lo que puede provocar cierta mezcla o confusión cuando se habla de una u otras.

 

Lo real maravilloso y lo real fantástico

Todorov (1980) inicia así su Introducción a la literatura fantástica: “La expresión ‘literatura fantástica’ se refiere a una variedad de la literatura o, como se dice corrientemente, a un género literario” (p. 3). Lo fantástico requiere que se defina frente a imaginación y realidad (Rodríguez, 2006). Soloviov es citado por Todorov (1980, p. 4) para exponer que lo fantástico presenta una explicación simple, pero es improbable que pueda ser explicado. Es decir, el fenómeno se encuentra entre lo real y lo irreal, y desde ambas posiciones puede entenderse como válido. “La posibilidad de vacilar entre ellas crea el efecto fantástico” (Todorov, 1980, p. 19). La visión de Todorov plantea tres partes: lo maravilloso/lo extraordinario/lo fantástico, con matices diferenciadores que permiten la clasificación. Se entendería que es extraordinario si lo inexplicable se acepta de forma natural. Lo fantástico dejaría dudas sobre su realidad. Y lo maravilloso ocurriría cuando el hecho sobrenatural, sabiendo que lo es, se inserta en el relato. Cervera (s.f.) coincide con esta apreciación y precisa que el realismo fantástico trata de superar la percepción de los sentidos y además no tiene el ingrediente indígena con tanta fuerza. Cita a Ernesto Sabato y Jorge Luis Borges como autores que manejaron estos elementos fantásticos como “tendencias existencialistas y metafísicas” (párr. 45). No obstante, varios autores latinoamericanos aparecen incluidos tanto en el género fantástico como en el realismo mágico. Celia Zapata, citada por Rodríguez (2006, p. 40), centra el debate concluyendo que ambos, lo fantástico y el realismo mágico, confluyen de tal manera que es muy difícil marcar su línea divisoria, y que la discusión será duradera. También cita Rodríquez (2006, pp. 39-40)) a Anderson Imbert para expresar que lo perturbador y sobrenatural, que sobrecoge, pertenece a la literatura fantástica, donde “lo imposible en el orden físico se hace posible en el orden fantástico” (p. 40).

Tal como hemos anticipado, lo real maravilloso fue definido por Alejo Carpentier en su famoso prólogo a El reino de este mundo. Ahí, Carpentier se refiere a la presentación literaria de ese entorno que encuentra en Haití, “ancestral, supersticioso y colorista” (Cervera, s.f., párr. 46).

Esto se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real maravilloso. [...] A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera (Carpentier, 1933, p. 6).

Según Nomo (2016), ambos conceptos son idénticos en sus manifestaciones, pero por el contrario Kofman (2015) expresa que el propio Carpentier los separaba, “concibiendo este último (realismo mágico) como una invención europea” (p. 11). Aparicio (2020), haciendo referencia a antecedentes que colocan el concepto del realismo mágico como descubierto en el siglo XVI por los cronistas de indias (ver epígrafe 3.1.3), refiere que Carpentier identificó ese concepto con lo real maravilloso. Otra noción importante a tener en cuenta para establecer las diferencias y similitudes en estos conceptos lo obtenemos con González M. (1990), que puntualiza que en literatura no debe preguntarse si algo es verdadero o falso, si es verdad o mentira, y que debemos acudir “a lo fantástico y a lo maravilloso como formas particulares de expresión” (p. 438). También entiende lo fantástico como la duda ante los hechos para decir si son o no reales. Y por eso, “lo maravilloso es interpretado como algo distinto de lo fantástico” (p. 441). Se introduce en lo sobrenatural para expresar que, si es aceptado sin explicación, estaremos dentro de lo “maravilloso”. Y será “fantástico” si debe ser explicado por leyes naturales. Resulta muy interesante su enumeración de las características que debe tener un relato para calificarlo como fantástico: que integre a quien lo lea en el mundo de cada personaje, sobre todo del narrador en primera persona de sus propias vivencias; que quien lo lea perciba con ambigüedad los hechos que se relatan; que produzca un rechazo evidente a las interpretaciones no realistas de la historia.

De la Puente (1991) concluye que

En general, se aceptan como pertenecientes a la literatura fantástica a aquellas obras que contengan algún elemento maravilloso, grotesco, altamente poético, superrealista, onírico, alegórico, sobrenatural, concerniente al ocultismo o la magia o relativo a las facultades del hombre a las cuales dedica su atención la parapsicología. (p. 10)

 

La ciencia-ficción

El género de la ciencia-ficción también se ha comparado con el realismo mágico y se han intentado encontrar similitudes.  Rodríguez (2006, pp. 41-42) cita a Suvin y Scholes, ambos coincidentes en asignar a la ciencia-ficción la especulación con el futuro, asignando probabilidades de que puedan ocurrir distintos hechos o fenómenos. Se trataría de emitir una hipótesis literaria que se desarrolla como realidad total. La ciencia ficción trata la fantasía y el mito. Rodríguez concluye que “no hay similitudes entre la ciencia-ficción y el realismo mágico” (p. 5). Entendemos que la única coincidencia es aplicar elementos de fantasía, de lo insólito, pero, una vez aplicados, su tratamiento narrativo toma senderos divergentes, ya que el realismo mágico mantiene la acción dentro de los mismos parámetros, y la ciencia-ficción fabula con esos elementos para literaturizar un futuro posible.

 

Elementos clave

González B. (2017) propone una definición del ‘realismo mágico’ partiendo desde ‘lo insólito’, ya que este elemento será lo que permita la revisión de cómo la expresión ‘realismo mágico’ se ha utilizado con abuso desde su aparición con Franz Roh. Esta es su definición: “la presencia de lo sobrenatural en un relato tipificado como realista, sin que este hecho provoque una reacción de extrañeza en los personajes” (p. 122). Resultaría así imprescindible la falta de asombro de los personajes, que mantienen la acción sin sorpresa ni cambio relevante en sus comportamientos, incluso después de haberse visto involucrados en esos hechos sobrenaturales, que sobrepasan “el sentido común que rige la relación del lector con la realidad” (p. 122).

Según Santos Sanz Villanueva, citado por José María Alfaro (1975, min. 6:45), las características del realismo mágico serían la combinación de realidad y fantasía, la deformación del tiempo y el espacio y, finalmente, la existencia de una técnica para lograr la versosimilitud. Nomo (2016) también coincide con González B., al expresar que el realismo mágico contiene “elementos mágicos/fantásticos, percibidos por los personajes como parte de la normalidad” (p. 109) y que, además de no ser explicados, son recibidos quizá por la intuición, y por ello no necesitan ser razonados. Otro elemento existente es precisamente lo sensorial: esa ‘realidad’ se observa por cualquiera, o por varios, de los sentidos, antes que por la mente como depositaria de la razón. Por otro lado, la acción se suele colocar en ambientes de carencia o, incluso, de exclusión social, quizá favoreciendo que en ese ámbito pueda ser más creíble el convencimiento de la irrealidad, valga la paradoja. Y finalmente, los acontecimientos sin posible explicación tienen poca probabilidad de que se produzcan, salvo en ese entorno que se crea en el relato.

 

La magia en las novelas precursoras

Si Arturo Uslar Pietri fue el primer autor en usar el término realismo mágico para una aplicación literaria, y Alejo Carpentier lo configuró en el citado prólogo a El reino de este mundo, fue Miguel Ángel Asturias quien también consideró la crítica como uno de los precursores, si no el precursor (Martínez, 2014, párr. 2)) del movimiento literario.

Al igual que se considera mítico el encuentro de Shelley, Byron y Polidori para el nacimiento de Frankenstein, en el París de 1931 convivió otro trío que dejaría un poso permanente en la literatura universal: Asturias, Uslar Pietri y Carpentier que, entre las vanguardias nacientes en ese período entreguerras, dieron el nacimiento de lo que quedó finalmente denominado como ‘realismo mágico’. Relata Milliani (1987) que los tres escritores compartieron colaboraciones en revistas literarias editadas en París como Imán (párr. 23) y válvula (sic) (párr. 6), e incluso debatieron sobre sus novelas escritas o en proceso, para así surgir diferentes elementos comunes en las obras de los tres, de los que, para este estudio, nos interesan los que pueden considerarse dentro del realismo mágico. Hay que observar que esa detección siempre estará condicionada por lo que después se identificó como característico y definitorio de ese movimiento, estilo o técnica y que no fue por los autores así considerado en el momento de su creación.

Al objeto de este estudio, cobran relevancia las novelas que se han considerado pioneras del movimento. La crítica nombra generalmente tres ya citadas: Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri, publicada en 1931, ¡Écue-Yamba-Ó!, de Alejo Carpentier, publicada en 1933, aunque escrita varios años antes, y Leyendas de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias, publicada en 1930.  Otras obras de estos autores con elementos similares a las anteriores son: El señor presidente (1946) y Hombres de maíz (1949), de Asturias y El reino de este mundo (1946), de Carpentier. Existe constancia de un anticipo de Hombres de maíz en la revista Imán, publicada en París, en 1931[1].

 

“Las lanzas coloradas”, de Arturo Uslar Pietri

Las lanzas coloradas es una novela ambientada en las guerras de independencia hispanoamericana, con una estética salvaje y que, según indica Endara (2021), “propone una realidad histórica ambigua y confusa […] La obra […] rompe los moldes de la novela histórica” (párr. 1):

la perspectiva de Uslar Pietri es visualizar la dimensión temporal que tiene la literatura, mediante la acción del pasado en el presente y la transformación continua del presente a través de los personajes y sus relaciones en un tiempo/espacio que, como el nuestro, está en cambio continuo, siendo, dejando o impidiendo ser en todo momento [...] Leer a Uslar Pietri es comprobar que la magia real es la literatura. (párr. 1)

 

“¡Ecué-Yamba-O!”, de Alejo Carpentier

¡Écue-Yamba-O! narra la vida de Menegildo Cue, negro cubano, en el principio del siglo pasado. Carpentier la escribió estando encarcelado por motivos políticos. La expresión significa “Dios, loado seas” (Otero, 2020, párr. 1). Esta novela fue repudiada después por el autor, al considerar “que no posee las conquistas narrativas de su obra posterior” (Blanco y Rodríguez, 2010, párr. 1). Puede considerarse una novela de corte social que denuncia las condiciones de los trabajadores negros en las explotaciones de azúcar, pero a través de su protagonista presenta una concepción mágico-religiosa del mundo, uniendo conceptos cristianos con afrocubanos, como la santería (Miampika, 1997):

Los mitos recreados son los que más se relacionan con la concepción del mundo de los creyentes, para quienes no existe ningún aspecto o hecho de la vida que no esté vinculado con los principios de una de las religiones afrocubanas más importantes, la santería. Los personajes de la novela, la familia Cué en particular, son cristianos, pero no dejan de creer en sus dioses yorubas. Las creencias mágico-religiosas organizan, determinan y explican, para ellos, todas las vicisitudes de su existencia. (p. 4)

 

“El señor presidente”, “Leyendas de Guatemala” y “Hombres de maíz”, de Miguel Ángel Asturias

Según hemos indicado, Miguel Ángel Asturias presenta tres novelas entre 1930 y 1949, con elementos que pueden incluirse dentro del realismo mágico: Leyendas de Guatemala (1930), El señor presidente (1946) y Hombres de maíz (1949). Según Martínez, (2014) sería esta última “la primera novela hispanoamericana del realismo mágico”[2], si bien “Leyendas de Guatemala puede considerarse como precursora de ese movimiento literario”. Según Giuseppe Bellini (2008), aparece Asturias en esta novela como un “creador mágico de evanescencias” (cap. I, párr. 20). Es para él “el sueño una necesidad imprescindible de la vida” (cap. I, párr. 25).

Los elementos espirituales y religiosos importados por la civilización hispánica y […] la presencia constante del demonio penetra las expresiones de la época colonial. Sustratos de creencias indígenas afloran en las verdades de la nueva religión en una amalgama que se perpetúa en el tiempo bajo la forma de mito renovado. (cap. I, párr. 28)

Y en El señor presidente, el escritor guatemalteco presenta, según Millares (2021), una nueva “versión del infierno, un quevedesco mundo invertido dominado por las fuerzas del mal” (párr. 8):

El viento y la luna son presencias muy significativas […] en una novela arquetípica que desde el ritmo encantatorio de la palabra participa en la inauguración del realismo mágico al tiempo que trasciende las coordenadas de su momento concreto para alcanzar un sentido universal. (párr. 10)

Son también relevantes como elementos del realismo mágico el llamado ‘tiempo eterno’[3] (Navas-Ruiz, 2021) y el uso de un narrador inmerso en la propia historia que cuenta como suya, pero que no aparece en ningún hecho (Millares, 2021).

Milliani indica que con estas tres novelas: ¡Ecué-Yamba-Ó!Las lanzas coloradas y El Señor Presidente se transforma de forma sorprendente la narrativa hispanoamericana. “En las tres se hallan delineados los rasgos que posteriormente se darían en llamar realismo mágico” (Milliani, 1987, párr. 21).

 

Colofón

El impacto del realismo mágico fue relevante a partir de la incursión en el panorama narrativo mundial de las obras de Gabriel García Márquez, finales de los años 60, especialmente tras la publicación de Cien años de soledad. Pero el origen de sus elementos, así como la propia expresión del concepto es muy anterior. La aplicación de la expresión ‘realismo mágico’ cobró inusitado despliegue y numerosos estudiosos, críticos y escritores comenzaron a utilizarla, muchas de las veces sin profundizar en sus orígenes o intenciones, atendiendo a una significación superficial, basada en la sonoridad o el brillo. Todo movimiento literario presenta derivaciones, con similitudes y diferencias, que provocan consideraciones dispares. El caso del ‘realismo mágico’ no escapa a esta afirmación. Y dada su consolidación y, por lo tanto, el aumento y profundización en su estudio, la documentación más extensa revisada en este trabajo contiene investigaciones y explicaciones bastante alejadas en el tiempo del momento de creación de esas novelas consideradas precursoras y publicadas en los años 30. 

Puede afirmarse que, con la investigación realizada, se aprecia una visión de moda en la aplicación del concepto, ya que se extiende más allá del hecho literario para identificar determinadas actuaciones o contenidos dentro de acciones publicitarias o comerciales por lo atractivo del término. Después del impacto posterior a los años 60, el ‘realismo mágico’ se ha convertido en una acumulación de herramientas que confieren una técnica narrativa, en una evolución del concepto que lo rebaja de categoría filológica, pero lo amplía en posibilidades de aplicación; de aceptar esta mutación, pasaría de considerarse como el movimiento literario que fue en sus inicios para convertirse en una técnica literaria consistente en una batería de recursos e instrumentos que dotan de características identitarias a las obras en las que se se apliquen, tal como la crítica implica en autores ya muy posteriores y de gran repercusión, como Haruki Murakami, Mariana Enríquez o Salman Rusdhie. Pero, no obstante, puede colegirse que gran parte de los elementos que contiene se tomaron de antecedentes en la literatura que nos llevan hasta los inicios de la lengua castellana (Libro de Alexandre y Libro de Apolonio), pasando por los libros de caballerías, el Quijote, las fábulas (de Iriarte y Samaniego) y los cuentos infantiles, es decir, en un amplio abanico de tiempo que supera con creces la osadía de comentar que nacieron en la década de los años 30 del siglo pasado, o de los 60 incluso, con ese mundo tan propio que García Márquez creó.

Incluso se puede concluir el interés de la sugerencia de que los emigrantes gallegos quizá llevaran sus historias hasta el continente americano para azuzar así la creatividad con la idiosincrasia mágica que les caracteriza. O también ese punto de fantasía que supuso el impulso de las acciones de conquista en la colonización americana, buscando tesoros u otros poderes más allá de los metales preciosos, con la inspiración de la fantasía medieval que rodea los libros de caballerías y sus mundos fantásticos. De hecho, tal y como se desprende de esta investigación, dichos antecedentes son detectables en las obras nombradas incipientes en la aplicación del realismo mágico.

Definir y concretar un movimiento literario probablemente necesite una mayor perspectiva que la obtenida en estos noventa años transcurridos desde la época que presentan las novelas y los autores mencionados. Es necesario un poso mayor y un asentamiento de los estudios y de los análisis para llegar a observar los hechos literarios desde una mayor altura y obtener así una visión más objetiva y totalizadora. Además, teniendo en cuenta que esos noventa años se reducen en más de treinta si consideramos el impacto del Boom a partir de la década de los 60, como primera atención masiva al ‘realismo mágico’.

Los nuevos tiempos, la explosión de las tecnologías, la futilidad de las creaciones, el apasionamiento por la medición del éxito por valores económicos, llevan a la sociedad a admitir como mejor valor no el que más peso conceptual, intelectual o de pensamiento aporta, sino aquello que los medios de comunicación divulgan por el mero hecho de conseguir atención mayoritaria por el brillo y no por el contenido. La motivación es conseguir mayor número de espectadores/lectores que, directa o indirectamente por la publicidad, suponen mayor cantidad de ingresos económicos. La expresión ‘realismo mágico’ posee un brillo maravilloso (como su origen) y es más que probable que ese brillo deslumbre y ciegue el contenido de más densidad y profundidad literaria, e incluso social, histórica o filosófica.

Ese paso del tiempo, junto a la aproximación más objetiva a las obras que dieron a los estudiosos esa visión conjunta para incluirlas en un mismo movimiento, es lo que proporcionará el sedimento necesario para conseguir un resultado más ajustado a la realidad de las intenciones primigenias y no a las modas imperantes. Podemos alegrarnos de que esta expresión tan llamativa colaboró en la divulgación de la creatividad y de la idiosincrasia de los autores del Boom latinoamericano que aún sigue influyendo tan grandemente en sus seguidores. 

Es aquí interesante referenciar el previsto movimiento de tendencia opuesta que toda época presenta sobre el anterior y que, sobre el que nos ocupa se ha producido, a expensas de una mayor perspectiva en ida y vuelta, llamando ida a la corriente McOndo, que rechazó al ‘realismo mágico’ por estereotipado, y llamando vuelta a una nueva generación de escritoras españolas, nacidas entre 1970 y 1990 que elevan su mirada a aquellos cielos mágico/fantástico/maravillosos y son premiadas por sus creaciones (Isabel del Río, Noela Lonxe, Belén Martínez, Patricia Esteban Erlés, Mónica López del Consuelo, Eva Gavilán, entre otras).

Convengamos, entonces, que quedan vías de exploración para profundizar en los contenidos, e impactos que, nacidos en aquellos años 30 del siglo pasado, enriquecieron al mundo artístico, intelectual, histórico y filosófico. Se trata de aguardar con paciencia y observación profunda la evolución de las obras literarias que apliquen esos elementos. 

 

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[1] La revista Imán fue editada y financiada por Elvira de Alvear, argentina musa de Borges, instalada en París en ese año de 1931, con Alejo Carpentier de secretario de redacción, y aglutinó, en su único número publicado, a escritores de varias nacionalidades, entre ellos los tres latinoamericanos citados, y de Miguel Ángel Asturias incluye un extracto inédito, el capítulo titulado En la tiniebla del cañaveral (Asturias, 1931, p. 116-122). de su novela Hombres de maíz. Finalmente, ese capítulo se tituló En las tinieblas de cañaveral (Segura, 2016).

[2] Ver nota al pie 1, donde se informa del anticipo de esta novela en 1931 en dos revistas.

[3] Según explica Navas-Ruiz (2021), este concepto se crea por Asturias con el objetivo de generar una sensación de difusión del tiempo en la narración para expresar indefinición de fechas y lapsos que introduzcan el terror de la dictadura, con la impresión de que nunca va a terminar.

Escrito en Sólo Digital Turia por José Antonio Prades

Política y ciencia cien años después de Max Weber

7 de febrero de 2025 09:03:11 CET

Durante los años de duración de la pandemia del coronavirus, los habitantes del planeta tuvimos el raro “privilegio” de ver y comprobar y necesitar la influencia de la ciencia en nuestras vidas en tiempo real y en un primer plano absoluto. Hasta entonces no estaba oculta, pero probablemente dábamos por amortizados grandes avances científicos y su traducción tecnológica sin demasiada consciencia de ello (ciencia y tecnología son también usar un ascensor, graduarse la vista, o enviar un mensaje de WhatsApp).

Existía, y por supuesto aún lo hace de manera aguda, la discusión recurrente sobre el fundamento antropogénico del cambio climático, aunque desde la ciencia se considera más batalla cultural que realmente científica. El cambio climático, no obstante, se manifiesta en episodios en principio puntuales, cuya violencia y destrucción van en aumento progresivo, pero cuya continuidad es menos presente y global que la que mostró la experiencia de la pandemia. No así sus consecuencias, cuya persistencia muestra la reciente y terrorífica DANA de Valencia. En cualquier caso, los doscientos años de avances científicos prodigiosos que lleva la historia reciente de la humanidad, y nuestra poca memoria para recordar errores, han otorgado un aura religiosa por parte de la sociedad a la ciencia, suponiéndole una infalibilidad que ni tiene ni debe tener, pues sería su final y perdería su eficacia al negar su naturaleza dubitativa verdadera. Pero, desgraciadamente, invocar a la ciencia como dogma es frecuente, para hablar de clima, de salud, de sexo/género, u otros temas.

La mala ciencia es el título de un libro escrito por el médico Ben Goldacre en 2008 dedicado al uso espurio de los términos y prácticas científicas. El libro lamenta el escaso conocimiento del método científico por parte de la sociedad y subraya que esta ignorancia tiene consecuencias concretas en decisiones que afectan a la vida de las personas. Goldacre estudia los grandes negocios relacionados con la salud, alrededor de la cual se publican aún hoy la mayoría de artículos científicos de alcance general. Habla y desacredita con ejemplos bibliográficos abundantes los resultados de los productos que la homeopatía y el nutricionismo hacen llegar al público. También denuncia la incultura científica pretenciosa e interesada de muchos medios de comunicación, cuyo lenguaje de comunicación no es el de la ciencia. Pero, además, partiendo de la perversión del método científico que hacen estas pseudociencias para un lector lego pero abrumado por los medios, presenta también los intereses y errores de la práctica de la medicina y la farmacéutica oficiales, a las que Goldacre reprocha que demasiado a menudo se apartan también del rigor del método científico en favor de valores económicos. En algunos casos su juicio es feroz, lo que puede ser poco eficaz, puesto que linda con la arrogancia de la que las personas desconfiadas de la ciencia acusan a la misma.

La ciencia parece jugar en una absurda inferioridad de condiciones en este debate. Frente a estas acusaciones de arrogancia o absolutismo científico, la ciencia y su método por defecto son humildes, porque se basan en la duda sobre la ciencia anterior establecida y en la realización de nuevos experimentos que permitan provocar la realidad y comprobar sus respuestas para establecer conclusiones. Frente al elitismo del que se acusa a los científicos, estos saben -o deberían- que todas sus hipótesis sólo serán aceptables mientras no aparezca quien explique mejor sus resultados, y saben -o deberían- que eso le ha pasado a Newton o a Einstein, por lo que no deben hacerse muchas ilusiones, aunque su orgullo humano les venza. Por su lado, parece haber correlación entre el desarrollo económico y el científico, y también entre los sistemas científicos avanzados y las democracias consolidadas, aunque, a juicio del exdirector de la Cátedra de Cultura Científica de la Universidad del País Vasco, Juan Ignacio Pérez Iglesias, el reciente desarrollo científico de China introduce aquí una duda. Este autor, en su Los males de la ciencia (coescrito con Joaquín Sevilla) destaca otras deficiencias del modelo de desarrollo actual de las disciplinas científicas, como las desigualdades de género y raciales para acceder a los puestos superiores. Pero, por otro lado, tal y como el filósofo Daniel Innerarity ha defendido en varios medios, se ha producido un empoderamiento del ciudadano frente a la ciencia, gracias a una mayor educación y el enorme acceso actual a la información en red. Su planteamiento es que no puede hacerse ya ciencia sin la ciudadanía.

Pero, independientemente de esta realidad, relacionada también con la transparencia presupuestaria de una actividad generalmente financiada con fondos públicos, las personas de ciencia ya saben que ésta no tiene nunca un carácter divino ontológico definitivo. La pandemia fue un excelente ejemplo: la ciencia logró hitos dificilísimos, siendo el mayor el desarrollo y distribución de vacunas complejas en tiempo récord. Pero también dejó errores, como la previsión de inmunidad de rebaño (que no funcionó y tuvo consecuencias terribles en algunos países en la primera ola), o la insistencia en la persistencia de los fómites. No obstante, no son errores debidos a la aplicación del método científico, sino a la falta de definición de las condiciones de contorno de un virus desarrollado a una escala global y velocísima como el SARS-CoV-2. Sin conocimiento del método científico, con desprecio judicial por ejemplo hacia los epidemiólogos, es explicable que el discurso negacionista tuviera público, y que, enviciando las relaciones entre las ciencias llamadas naturales y las llamadas sociales, se hablara de absolutismo científico. ¿La ciencia absolutista, cual gobierno tiránico que oprime al pueblo, en contra de la evidencia histórica arriba mencionada sobre la relación entre ciencia y democracia? Pienso que no, que nada más alejado de ello que la ciencia, necesitada profundamente del relativismo que permite abandonar teorías implantadas por mejores postulados, aquellos que explican una mayor proporción de realidad.

Para muchos científicos la afirmación no es sino sardónica, considerando los problemas actuales de la práctica científica, como la exigencia de productividad publicadora o la precariedad profesional. Pero es también corta de miras… Pongamos un contraejemplo astronómico: en su libro Un Universo de la Nada, el físico teórico Lawrence M. Krauss comenta que, debido a la expansión del universo, estamos en el único momento de la existencia del mismo en que se puede recoger y registrar la información necesaria para “ver” (o percibir) el universo desde el momento del big bang y poder predecir precisamente su expansión. Si la vida y la especie humana hubieran surgido en la Tierra en otro momento de la existencia del universo, determinada información imprescindible para alcanzar estas conclusiones no nos habría llegado. Es decir, es un azar cósmico lo que permite que sepamos algo a priori tan trascendental como el momento del origen del universo, algo a lo que hemos dado una relevancia máxima en nuestra historia. No se trata ya de provocar la realidad con la experimentación, o de que dispongamos de mejor tecnología: en otro momento, las señales que permiten deducir la creación y duración del Universo no existirían. Sólo imaginarlo aplasta cualquier arrogancia humana sobre la capacidad de conocimiento absoluto.

Otra cuestión de todos modos supera al desconocimiento de factores puramente técnicos, y se comprobaron en la pandemia y recientemente en la DANA, y en ambos de manera dolorosa: las necesidades de gestión política. La pandemia obligó a una interacción diaria de la ciencia con la política, cuando la suya es en general una relación más distante. Las necesidades de seguridad del mundo, aún más exacerbadas, llevaron a imponer criterios que la ciencia no había podido demostrar de acuerdo a su método estructurado y comparativo. En la primera ola algunos fueron evidentes: se optó por confinamiento masivo en países de contagio severo y escasez de tests de detección del virus, mientras que allí donde el número de tests era mayor las políticas fueron menos restrictivas. En la etapa final de la pandemia, el mantenimiento de las políticas de Covid cero del gobierno chino, y su posterior brusca finalización a finales de 2022 ante las protestas continuadas, ejemplificó el ninguneo del poder a las evidencias científicas, incluso gozando del caso demostrado durante meses en otros países. Pero no es necesario irse a China para ejemplos flagrantes de desatención del criterio científico por decisiones políticas erróneas: el alejamiento del accidentado petrolero Prestige de la costa gallega a finales de 2002, en lugar de acercarlo a un puerto seguro y controlado, es un ejemplo histórico paradigmático. Al episodio de la DANA de Valencia también se le ven costuras similares: los avisos realizados desde días antes no fueron atendidos, y, aunque los hechos sucedieron con una velocidad vertiginosa, todo parece indicar que bajo la aparente desidia de las autoridades encargadas de realizar llamamientos de seguridad a la población se escondía una indiferencia profunda a las previsiones científicas, de continuo despreciadas en medios de comunicación y discursos políticos que consideran woke las acciones mitigadoras o adaptativas del cambio climático.

Es inevitable recordar al sociólogo Max Weber y su clásico El político y el científico, publicado en 1919, donde reconoce que ambas disciplinas son profundamente vocacionales pero que trabajan en ritmos diferentes. Para Weber es más fácil definir las virtudes necesarias para ejercer bien la política (pasión, responsabilidad, mesura, humildad), pero no menciona esta última entre los atributos que adornan la vocación científica. En la política se es persona de acción, que ha de ser con frecuencia inmediata. Esto no combina bien con la ciencia, que requiere estudio, pero la posesión del saber objetivo que proporciona la paciente ciencia es beneficiosa para que la necesitada política proponga e imponga la acción más razonable. Sin duda esta idea es aún preponderante, pero la radicalización política la tensiona.

Escrito en Sólo Digital Turia por Goio Borge

La vida es una montaña rusa en la que acabas cayendo

6 de febrero de 2025 15:08:43 CET

La escritora espera en la llamada una sola frase: “Estamos aquí, los dos”. Ella quería que su hermana, su querida hermana, verbalizara aquellas cuatro palabras. Un primer capítulo impresionante, doloroso, que captura una muerta blanca y aislada. La escritora Paloma Díaz-Mas recorre los distintos estadios emocionales y físicos para encontrar una manera de narrar la noticia del fallecimiento de su hermano. En un espacio agreste en lo metereológico, la distancia abrumadora, se construye el presente, uno que no termina, uno que busca sea irreal, un sueño de muerte. Gritos: “Mi hermano está muerto”. No dice, mi hermano ha muerto. Busca despertar de la pesadilla, construir un duelo de cuatrocientos kilómetros, de doscientas páginas, a través de una ciudad colapsada, de líneas de teléfono ahogadas, de mascotas ajadas. El hielo y el frío son los sabores que ofrece la muerte. Paloma Díaz-Mas escribe después de la pandemia, escribe una novela disonante, permanente, tangible. Es la ausencia el único protagonista y, el resto de las voces, simplemente ejercen de coro. La literatura durante el encierro del COVID se paralizó. Solo se acumularon amagos de diarios, dietarios imperfectos ante el temor de que, pasada la crisis, el mundo no tendría ni el mismo sentido. Cuando el escritor descubre que las estructuras no han colapsado, que todo sigue igual, recupera lo escrito. Esta novela, de muerte y ausencia, es parte de esa terrible ola que nos inunda, que nos cubrirá durante un tiempo. Emociona como maneja los paralelismos, el taxi con la amiga, como si moverse bajo la ventisca terrible otorgara una mayor emoción, un cariño especial, como la sencillez de la mujer del servicio de emergencias que acude para ser un referente objetivo en aquel instante infernal. La guardia civil y el cadáver, la guardia civil y la mujer que llora. La guardia civil aséptica y correcta. Frío y silencio, como la muerte, como la ausencia. Porque la escritora deja claro que del apartamento de su hermano se ha marchado también la muerte, ha dejado el ordenador en modo reposo y, sin clave, sin hermano, no hay desbloqueo. Es la lista, el enunciado de la propia benemérita, la que nos describe al finado: dos gatos, catálogos de arte, un taller de encuadernación. 

Mascarillas, ni besos ni abrazos. El cariño queda para cuando el hielo se derrita, se marche del interior del esqueleto de sus hermanas, donde el tuétano se negó a proteger el recuerdo. De fuera llegará el hombre de la funeraria, también, a las cuatro de la mañana, prudente y sin rencor. Agnóstico del dolor, parece sacado de una película de ciencia-ficción. La muerte es caoba que se quema y olvida. El hombre desea volver a su casa. Sus hijos son el reflejo del fuego, del calor. Dejará a las hermanas, a los amigos, dejará también, como el muerto, a todos los que querían solos, entre el frío. Y es así que se construye el primer acto, el más importante de la novela de Paloma Díaz-Mas, pues en él se desarrolla muerte y descubrimiento, espera y velatorio, una muerte que atraerá otras muertes o el recuerdo de ellas. Tanta tristeza y enfermedad acumulada por la sociedad y, ahora, hoy, en un brote sin aviso, un hermano fallece. Pero ahí sigue el miedo, en esos meses de ojos legañosos, incapaces de abortar el miedo a la tos y la fiebre, donde se creaban círculos asépticos para poder compartir la distancia. Un abrazo de hermanas, locas de dolor, obviando la paranoia de la doble mascarilla. Ella, sí, la autora, vencerá el miedo, porque, repito, no hay peor recuerdo que una muestra de cariño perdida en el desagüe de la prudencia. 

Un interludio que parece una fábula. Carpintería dorada, un momento de oriente elegante, cerámica, Japón, China, el momento de una belleza restaurada que supera la original. Una frase: “Con tiempo todo acaba quebrándose / todo se rompe y deteriora. No hay que urgir las fracturas que, de todas formas, llegan”. La novela, las fases del duelo, todo avanza: una tercera parte, ‘Fragmentos’, en las que se incide en la búsqueda de la pesadilla como solución a la realidad terrorífica. Marcar en el móvil el número de su hermano, un número fantasmal e inútil, ¿Quién nos apagará, quién borrará nuestro reguero digital? Seremos electrones golpeando en las esquinas virtuales durante décadas, mucho después de que la última persona que nos conoció haya fallecido. Pero no borramos el contacto, no lo borra su hermana. Conserva audios, fotos, frases de mensajería instantánea. Cotidianas y monótonas, sencillos avisos. Porque sí, la última muerte es el olvido. La felicitación del Año nuevo, los días después de muerto. La vida que se apaga de una manera brusca y callada, como un interruptor que alguien acciona al entrar o al salir de una habitación. Una muerte imprecisa. Así son las de los hermanos. ¿De qué habían hablado por última vez? ¿Del tiempo? Vivimos a veces tan lejos unos de otros que nuestras vidas vulgares nos abocan al silencio. Solo interrumpimos en la vida de nuestros familiares para comunicar grandes noticias, terribles hechos, enfermedades, dolores, riquezas, comienzos y finales. ¿Y el día a día? Todo igual, siempre. En la novela queda clara la dualidad frente a esta sensación. Perder el compromiso con lo cotidiano de nuestros hermanos a cambio de no importunarnos en nuestras vidas poco profundas. Solo lo malo o lo muy malo queda. El doble check, perdón por el anglicismo, la doble marca azul. No contestas, no respondes. La paranoia de los meses siguientes. Las dos hermanas se controlan, se azuzan, quieren, como en un extraño sistema industrial, estar al tanto de las constantes vitales de la otra. ¿Cuánto durará ese impertinente seguimiento? Buena pregunta. Cuando el dolor dé paso a la rutina, cuando puedas dormir sin química, cuando ya no haga un año de cada cosa. Las cosas que hacemos por última vez, estar juntos, fotografiarnos… el momento en el que la autora, escritora, trasunto o protagonista, reconstruye las últimas horas de su hermano, con precisión narrativa, los detalles de la soledad. ¿Vivimos vidas resumidas? Volvemos a la justicia de la muerte. Solo vale aquella que cumple muy exigentes condiciones. Esas que se hacen llamar ‘Ley de vida’: padres, ancianos, enfermos, gente con mala vida. Duelen, pero así son las cosas. Un hermano pequeño, más joven, no es posible. Se reparten los esquejes del hermano. La vida es un tobogán de sentimientos en que nada es recto, una montaña rusa en la que acabas cayendo. ¿Quiénes fueron sus amigos?, ¿querrán sus cosas? Tras el reparto, el último acto, el final. El cambio cualitativo. Pasar de “Nuestro hermano ha muerto” a “Nuestro hermano murió en enero de 2021”. Cuando llegan los aniversarios. Cuando aparecen los muertos en sueños y es una alegría al despertarse. La rabia nos hace ver gente vida que desearíamos intercambiar por nuestro hermano, como cromos macabros. Es, como dice la autora: “Cuya muerte fue una especie de transgresión brutal”. Sí, claro, de la ‘Ley de vida’. La novela ‘Las fracturas doradas’ de Paloma Díaz-Mas se traslada hasta la IV parte, la restauración. Recuperan para la vida la casa del hermano: “La casa donde nuestro hermano murió, ya que no podemos decir que vivió. Podemos decirlo, pero él no fue a un hospital. Murió allí”. Paredes conocidas y frecuentadas, donde la naturaleza instaura el lugar de un crimen. Cosas, libros, talleres, ropas incluso… amigos, instituciones, bibliotecas. Su hermano guarda las obras de la autora. Todos sus libros, incluso los primeros, los de adolescencia. Un ejemplar que valía para toda la familia y su hermano fue el que se lo quedó. Fotos, fotos reales, fotos herméticas, de desconocidos, de lugares, de proyectos. De nuevo la casa se habita -la hermana se la queda-, y una nevada hace su entrada. Ya no hace daño. Se ha restaurado la vida. Incluso el final, con el marido de Paloma enfermo del virus, cuando el virus ya no es sinónimo de miedo y muerte, implica un salto social, emocional, familiar, absolutamente cualitativo. El final, la quinta parte, las fracturas doradas, sirve de despedida y explicación, de génesis y respeto. Una carpeta que permanece siempre a la vista, con los fragmentos de la historia. Un cajón, un portátil, siempre ahí… hasta que la historia, la novela, ya no causa dolor a los que la escriben, la viven, es un duelo terminado que se comunica y se deja llevar, que se nos ofrece a los lectores. Como ese tazón que alcanza su belleza, una belleza diferente, al ser restaurado. 

 

Paloma Díaz-Mas, Las fracturas doradas, Barcelona, Anagrama, 2024

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Una geografía familiar diferente

31 de enero de 2025 10:14:20 CET

El poeta Ramiro Gairín (Zaragoza, 1980) obtuvo Premio Ciudad de Salamanca 2024 con este Carreteras que brillan en el bosque, un recorrido sentimental por sus últimos años, tanto vitales como literarios, fuera de su Zaragoza natal, en la construcción de una carrera profesional y vital alejado del asfalto y los sonidos de la ciudad. Después de una serie de notables libros como Que caiga el favorito (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2011), Aguanieve (Isla de Siltolá, Sevilla, 2015), Lar (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2016), Llegar aquí (Versátiles, Huelva, 2020), La ciudad que no somos (Polibea, Madrid, 2020) o Tiempo de frutos (Piezas Azules, Madrid, 2022), con este alcanza una madurez literaria, más allá del reconocimiento mediático. 

Bajo el auspicio de las palabras de Louise Glück, Ramiro Gairín, veterano poeta, padre primerizo, describe con precisión sensorial y cualitativa su huida, su búsqueda de la pereza que emana la naturaleza en forma de paz: “A veces la ciudad / solo tiene fatigas / para sus hijos pródigos“. Construye su libro: primera piedra “Merecer los topónimos”, donde resume la búsqueda de posesión de un espacio; salir del alquitrán, ofrecer pureza: “En las cumbres, / rocas y huecos para el blanco”. Avistar el presente como un aciano agotado, una mujer madura: “La mareas que fueron / antes mucho más que estos montes/entregan todavía en cada puerta / los restos repetidos de naufragios/semillas infecundas, / heridas para siempre palpitantes”. El poeta sale de la ciudad y se asoma a las estaciones cambiantes que reinan en su refugio, escapado, fortificado, la nueva felicidad que adquiere va asociada a un aroma desconocido: “Le han crecido tentáculos/al cielo negro sobre el valle/vienen de la ciudad, y aún más lejos:/dicen que el monstruo nació seco/en las regiones donde el sur se dobla”. Las palabras de otros sirven de luz, de guía en mitad de la agreste ventisca, otro otoño es posible. Yo también, lector, atrapado en mi lugar, leo al poeta que parece hablar de mi propia tragedia: “esos niños ahogados en piscinas/familiares, vencidos por el humo/de un incendio en su casa”. Nunca unas palabras fueron tan cercanas para mí, en esta Ateca que recoge naranjas, en el verano que ha pasado. Nunca una ausencia de ocho de la mañana ha tenido un aspecto tan tenebroso y asmático. 

Este poeta que se construye, con las palabras paternas, arrendamientos que se heredan, con plusvalía exponencial, así llegamos a “El otoño o los límites del lenguaje”, la segunda parte del libro, con palabras como: “No pido privilegios para ti/solo quiero estadística/pido que llegues a viejo como la mayoría de los hombres”. Este poema, este en concreto, es estremecedoramente bello y cautiva mi pasión de lector y poeta, desgarrando cualquier niebla, mostrando la sobresaliente capacidad de Ramiro Gairín para atrapar en el ámbar de lo cotidiano toda la belleza. Como padre, como hijo, el que pone los ojos y el que ofrece su corazón, no quiere un trato especial, solo la herencia, la configuración por defecto del hombre del S. XXI: “Reclamo solamente/la aplicación estricta/ de la ley natural: /que veas muchos muertos/antes de que te baje alguien los párpados”. Que los hijos entierren a sus padres, que el orden prevalezca, que la biología sea coherente con la función estadística que define la vida: nacimiento, desarrollo, muerte. Tres actos. Sin más. 

Los cuerpos han olvidado que las estaciones eran algo más que luz y frutos. Vida artifical en mitad de la boscosidad. Familia que se acercan en la soledad de la civilización, ¿qué dejaron atrás?: “¿Me sobrevivirá?, ¿seguirá ahí / cuando ya no esté, / cuando me haya mudado/a la ciudad sin tumbas?” Bajo el alquitrán y el cemento no queda ni lugar para el descanso, apenas para el recuerdo. En el exterior, el poeta sabe que el silencio es una forma de vida, que lo que queda es mínimo, pero imprescindible: “las voces de la luna/y que la oscuridad vaya engulléndome”. 

Civilización que se extingue, que avanza y retrocede, que se define: desde tribu hasta familia. Lugar y espacio, tiempo y paisaje. Llegamos a “Lograr el fuego”. Pesadamente, pero con un punto de ternura, las raíces avanzan. Hay decisión, el poeta deja su semilla en cada verso y se permite que crezcan, que su lectura alimente de recuerdo a su hijo. Son palabras nutritivas de herencia paterna, así: “La encima está pariendo/saurios de mediodía; / su escamosa corteza / da forma a toda clase de reptiles. / Se desprenden, incrédulas, y caen. / Aturdidos, se arrastran hacia el bosque”. Una vida, otra vida, distintas formas a su alrededor. Básicos: fuego, aire, sol y frío. Palabras que contienen las propias metáforas, imágenes de una poesía ancestral, básica y atemporal. La poesía de lo cotidiano ofrece una pasión de tibia dulzura cuando llega el momento de alejarse. Es el momento para que el poeta, Ramiro Gairín, ejerza también de trovador: “Los cielos han bajado a la montaña, / mesan sus largas barbas las laderas, / cruzan los animales, los pájaros andando, / carreteras que brillan en bosque”. Y es que, después de encontrar su nombre, llega el temblor: “Al frío le aparecen ojos blancos, / asomado a las ventanas / de la pequeña casa, / y la niebla y el viento y la tormenta / se hacen carne apretada, / manos y pies que tocan a kilómetros / de aire, que desmontan la afilada/composición del vaho que respiran”.

Cerramos o nos acercamos al final. Ese es el lugar donde, sin querer ser meticuloso o agresivamente dogmático, surge una poética de calmada sencillez: “No es la imaginación lo que se pierde; / son los cuerpos, mi hijo, que se gastan. / No le tengas en cuenta / a este aturdido padre la torpeza / de no haber extraído una enseñanza, / pisado bien la vida en aquel lapso”. Final, con el fuego, alrededor del que todo se erige, sin olvidar el humo y piel, este libro, delicado, tierno, maravilloso, del poeta aragonés Ramiro Gairín: “No es este su lugar, ninguno vivió aquí, / y se alegran de vernos entroncados”.

 

Ramiro Gairín, Carreteras que brillan en el bosque, Madrid, Reino de Cordelia, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Natalia García Freire nació en 1991 en Ecuador. Después de dos novelas como Trajiste contigo el viento (2022) y Nuestra piel muerta (2019), se acerca al relato corto con una intensidad ambiental que pivota entre lo mágico y lo hermético, ajena a giros y trucos efectistas, con este La máquina de hacer pájaros, editado en 2024 por la editorial Páginas de Espuma, que la incluye en su nutritivo catálogo de narradoras hispanoamericanas. 

El título del libro remite a la segunda banda del músico argentino Charly García, un proyecto de rock progresivo que se desarrolló durante la Dictadura y que llegó a publicar dos discos: La Máquina de Hacer Pájaros (1976) y Películas (1977) y fue el interludio para García entre su primer grupo, Sui Generis (uno de sus versos aparece como cita inicial en el libro) y el gran éxito que supuso Serú Girán. 

El libro comienza con ‘Las lumbres’, donde un remedo de la autora, con el simbólico nombre de ‘Escritora’ avanza en el recuerdo de una selva tropical y anciana. Un entorno a punto de ser invadido por personajes ajenos: mineros y militares, desde la capital. Avatares que simbolizan la lucha de la escritora por frenar la devastación, el dolor interno de la tierra a través de la comunión con sus ancestros. Una mitología de verdín y selva que se pudre que, por cierto, podemos encontrar en alguno de los libros de la colección de Páginas de Espuma, como el de Nuria Labari o Liliana Colanzi. Las carpas que flotan, muertas, en el río, la pavita de la muerte como elemento de paganismo que acompaña a la novia, al niño, hasta el pasado primero y el otro lado después, camiones, soldado e ingenieros hambrientos que arrasan con todo a su paso, como una plaga bíblica en un mundo que ya no reza: “¿Rezar? Como si dios fuera a acordarse de nosotros”. Con una cinta de David Foster Wallace se abre ‘Hasta que desearas dejar tu corazón sin sangre’, donde la autora descubre que es más sencillo amar a un hombre muerto que a un vivo. La crisis matrimonial es el detonante de un descenso a lo más profundo de la psicodelia social: una curandera, amigas y terapeutas, la Ruthie, la Renata… se mezclan los cigarrillos y la transpiración, la mujer salvaje, Xuxa, Lacan y la Manicura, Lacan y el tinte para el pelo. El único amor posible es el del hombre desconocido, el hombre fantasma. Altares, éxtasis, obsesiones. ‘Formas de reparar lo que no está roto’ mezcla la locura y el amor, Romina, con su olor a pabellón y diazepam, la muerte, el aire y treinta y cuatro años, catorce encerrada. Las películas, Mulder y Scully, el CSI, la televisión es tan real como un corazón arrancado, que acaba pareciendo una semilla, un hueso de zapatito. ¿Locura o pasión? Esos finales herméticos son pura literatura, nada de efectismo barato. Avanzamos hacia ‘Yo amo a Paquita Gallegos’, con una mujer, una mujer sola, Bobby Brown, ¿qué es el uno? El uno es uno y es gato. Como una telenovela, la vida avanza lenta y siempre parece que llegará una sorpresa que lo cambiará todo, la desaparición del individuo, Mostachón y Débora Dalila. Una habitación. Cualquier cosa es mejor que no sentirse sola. Todos amamos la cumbia, todos amamos a Gilda, leo ‘Tecnocumbia para el fin del mundo’, uno de los relatos más impresionantes del libro y del año. Seducido y abrumado, mi padre era sed y polvo, mi padre era tan padre como cansancio, nos llamaba cerdos, solo estaba por el dinero. Estamos aislados, ellos, sus hermanos y ella, madre y hermana. Porque la madre está atrapada en una desidia tóxica. Pienso una y otra vez en el teatro de Fernando Arrabal y en el Samuel Beckett, personajes esquemáticos, sin nombre, que te agarran el alma por el cuello. Una mujer, Bum Bum, su marido-hermano desaparece. La cárcel. Las mujeres, las dos libres, la madre encerrada. Lo único que quiero es volver a bailar: “Yo sabía que, cada uno de ellos, había nacido con la muerte en la boca”. Hijos-hermanos que vuelven con el dolor, la madre, la musa, la mujer, allí arriba solo hay cumbia y estrellas. Juntas buscan la huida diminuta, lésbica e incestuosa, la vida como un gran poema cósmico de sudor y supervivencia. ‘Amor mío, corazón de otro’ El miedo a salir de casa, en ese apocalipsis formal sobre el que se construye el libro, los tres monstruos del folklore tropical postmoderno: ropavejero, Julita y el Chupacabras. Un tucán, un pájaro más, un ave especial. Las canciones de Luz Casa. Madre e hija. Hija de hambre y soledad, madre de aguardiente y pastillas. Piernas, las furias con sus hilos, arrancando las costras de la jovencita. Un sueño, un amor, la pelea por el corazón del tucán, que es la proyección de todo lo prohibido, desde el dulce incesto hasta la insultante zoofilia. Una finura de realismo mágico y metáfora hermética. Una zozobra emocional barniza cada uno de los cuentos, como ‘La máscara del oso’, que suena a delirio y a cuento, a padre que involuciona de adulto hasta bebé, que pasa de aguantar el trago y dejarse el acné como premio, hasta un niño cruel que mata renacuajos. Todos vemos las mismas películas, unas veces con pasión, otras con miedo: ‘Alien’ o ‘Los langoniers’. La madre-esposa, la esposa-madre, en ese remedio de convulsa sexualidad, lo protege, deja que tome de su pecho como antes dejaba que le devorara el sexo. Pero es un pibe horrible, que las deja sin plata. Llora y llora, con una máscara de oso, las tres hijas, como en un cuento infantil, terminan por enterrarlo en el bosque. Impactado, avanzo por el libro como quien lo hace por una selva, cubierto de broza y pánico. Porque llego a ‘Cabeza quemada’, el más intenso de los relatos, de Gucci falsos, de tía joven, perdida, de Año nuevo y año fina. Las niñas de 1999 querían ser como la Spears o como Selena, pero la medianoche les trajo el mal alcohol y una mañana de moho, pis y heces que se extenderá durante meses. Encerrados, abuelo que muere, como en uno de esos apocalipsis donde se tiene que criar la vida como si fueran plantas, la vida en el planeta en una permutación incestuosa que hace infame a la Biblia. Un ciclo, unas corrientes eléctricas, la alucinante prosa Natalia García Freire acaba estremeciendo al lector, salpicado de Walter Delgado y Billy Gato. Y si fuera no hubiera acabado el mundo, y si todo el dolor fuera para nada, panzonas de niños desconocidos, la feminidad que traerá el hombre nuevo. El mundo todavía existe, pero ustedes no. Sangre, hombres que abusan, el niño que nace, la madre que no desea saber si el bebé está vivo o si está muerto. La muerte es un final que se repite hasta que, al final, sean una con los astros. Ese es el hombre nuevo, el que ya no es ni hombre ni nuevo. Maravilla ‘La balada del vaquero espacial’, con su juego de religiosidad azteca, un abuelo sin nombre, unos mineros que cierran el círculo con el primer relato, la metamorfosis en Alien, en Michoacán, mezclando la cultura pop (la que veía el padre-niño, el niño-padre de ‘Máscara de oro’) y toda la mitología anterior a los españoles, llena de plumas, de plumas de armadillo y avestruz, que pone huevos y picotea, y sigue fumando, el abuelo, alien con sangre de ácido, la última mutación con la cita de la Nostromo: ‘En el espacio nadie puede oír tus gritos’. Enciendo un Philip Morris y me acerco al final con ‘La persona que te enamoraste’. Expulso el humo, vuelvo al cuerpo roto de un avestruz, el torso feo de Silvia Plath, y en 'Cómo desaparecer completamente' el doctor Rex me enseña, enseña a la protagonista, a desaparecer completamente (‘Desaparezca aquí’ como una frase de Brett Easton Ellis). “Usted está muerta”, le dice el doctor. Palabra de ley. ¿Por qué ahora? Qué maleducada la muerte, mamá, he muerto, siento por no haber avisado. Leeré a Anne Sexton, le pediré a la ciencia que me permita unos años más, al doctor y sus alumnos, al menos, opositar a una plaza fija en el teatro definitivo de Fernando Arrabal. Los estudiantes dicen adiós, les pido un beso, un marido, una hija, un cigarrillo. Cuentos de simbolismo tropical, extenuantes, plenos de sexo silencioso, de camas con sábanas sudorosas, de mujeres que ocultan el aliento del hombre con aguardiente. Hipercandombe y frutillas. 

 

Natalia García Freire, La máquina de hacer pájaros, Madrid, Páginas de Espuma, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Tres poemas de Juan Bautista Durán

24 de enero de 2025 10:35:37 CET

 
















Golondrinas

 

En vuelo circundante

acortan las golondrinas

la vana y magra noche

con su canto matinal.

 

El patio de manzana es

un ruedo sin diestro ni

banderilleros, un ruedo

donde nadie ha de poner

al viento engaño alguno.

 

Se alarga y alarga el día

es junio el mes más leve

los hay que mudan de piel

y otros que revolotean

cual moscas inmortales

en una misma baldosa.

 

No saben ser ni alcanzan

los moscardones a imaginar

el luminoso espectáculo

de las golondrinas al alba.

  

Viejo crimen

 

Acorde menor tras acorde

menor, se oye a alguien al piano

antesala de un viejo crimen

tantas veces cometido.

 

Por el patio de luces asciende

la afilada sombra musical

del sujeto que va a dar muerte

al escribiente delator.

  

Designio antiguo (vallejiana)

 

Moriré en el siglo XX

en una tarde ventosa

de la que mucho me hablaron.

 

Silencios de sobremesa

un inocente recuerdo 

de vuelta toda Navidad.

 

Me voy enterando así

con susurros decembrinos

de cómo ha de ser mi muerte:

 

dolorosa imperceptible

la muñeca en el asfalto

y un seco tajante estruendo

 

en el filo entresecular.

Moriré en el siglo XX

sin testigos todavía

 

este relato nada más

que trae el viento sibilante

designio antiguo de Herodes.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Bautista Durán

Una vida descompuesta antes de empezar

24 de enero de 2025 10:26:11 CET

Un libro de voces múltiples, de gramáticas sinuosas, un monólogo interior bombardeado por la sociedad, la familia, los amigos. Un muchacho encapsulado en las drogas y el jungle -la electrónica derivada del drum&bass que reinó en la Inglaterra de mediados de los noventa-, icónico, hipnótico, de voces mántricas. Shy es el resto que queda en el vaso al final de la fiesta, inapetente, distraído, tibio. Recuerda a los personajes de Irvine Welsh sin el poso narcótico, más psicóticos que desdentados, con un resto de inocencia a punto de evaporarse. Las voces aparecen, de naturaleza esquizoide, en una exigente tormenta literaria que hacen del libro una experiencia exhuberante y agotadora. Cursivas, centradas, de cuerpos distintos, acumuladas en estratos geográficos y temporales diferentes. La manera de escribir de Max Porter, con los cambios tipográficos, las voces de fuera, la experimentación narrativa, refleja a la perfección el laberinto de desazón y violencia al que se ve sometido el protagonista, desahuciado por su familia y entorno, atrapado en Última oportunidad, una residencia para muchachos problemáticos donde su psique experimenta episodios propios de una montaña rusa, terribles, venenosos, a veces esperanzadores. Un lugar donde las historias de terror que aparecen en los libros asustan menos que las que cuentan los chicos que viven allí. Chillidos y fantasmas, nadie teme lo que atrapan las paredes del lugar. Algunos nombres se repiten: Becky, su madre, el primo Shaun, Jenny, Amanda, Iain, Toby… el sexo, la frustración adolescente, la música, siempre la música y la resina, stepdub, beatbox, electrónica hipnótica y ritmos abstractos que sumen al protagonista en una agónica ausencia de sentimientos relacionada, inevitablemente, con la misma falta de melodía en la música que escucha. Pero el contraste que nos presenta Porter va más allá: el amor por su madre, la descompensada relación con su padrastro, el niño que todavía colecciona cepillos de dientes de Star Wars, figuras de las ‘Tortugas ninja’, cromos de la ‘Pandilla basura’, Micromachines, cochecitos de Hot Wheels… pero es capaz de buscar el dinero para unos platos, para poder pinchar puesto de speed y recitar su propio mantra: “El mejor de los tiempos”. O el peor, claro. La música abandona Detroit y llega a los suburbios de Inglaterra, se abandonan las guitarras y las vidas son mixtapes grabadas en casetes, fantasmas, colectivos, remezclas, pasquines, octavillas de clubes a los que no irá nunca, logotipos de discográficas pero ni una libra para discos. ¿Cómo te atreves a hablarnos así? En un momento dado el lector tiene que tomar partido. O, por lo menos, discernir entre tanto gris. Por un lado un adolescente incomprendido, por otro unos padres carentes de argumentos. ¿Hasta dónde se puede llegar para hacer feliz a un hijo? ¿Qué es lo que le convertirá en una persona normal? ¿Dónde está la normalidad? Le piden que les hable y él les escupe. ¿Ahora qué? Ahora Última oportunidad. Pero Shy no sabemos si es un maleducado, un enfermo mental o un desgraciado. El clima es violento, en todos los lados. En su casa y en el reformatorio, en la calle y en la escuela. Pero Shy no evita la pelea, la busca, la recibe, se arrepiente. Da la sensación de que él mismo se busca una realidad a largo plazo sin futuro, ¿No te agota, a veces, ser tú mismo? Acid kouse, Rhymer court, Tumble tots, la Gran Bretaña anterior al Brit Pop, una isla desierta, la desidia de la década, recuerda a ‘Kids’, la película de Larry Clarck, cambiando los Estados Unidos del grunge por la Inglaterra de Goldie y The Burial. El bajo y la batería, una y otra vez, copia y pega. Eran otros tiempos: “Dejad de hacer como si me conocéis, lo único que sabéis de mí es lo que yo os he contado”. Una doble página para el padrastro conciliador. Él lo intenta, como también lo hace su madre. Pero ahí está la maestría en la literatura de Max Porter: transmitir la nada como necesidad. Nada me cambiará dice el protagonista, nadie me dice qué tengo que hacer. Ni los medicamentos ni repasar una y otra vez una lista con las personas que le importan algo. Su microcosmos reducido a un solo párrafo. Realismo herético, sin normas, como la mente de Daniel Johnston, como un último exabrupto de Dennis Cooper. Una década más tarde Shy volverá la vista atrás y no verá nada porque, seguramente, esté muerto o todos los que conformaban su red de emergencia lo habrán olvidado. ¿Hay alguien ahí? El mundo sólido se disuelve: “Carga con una pesada bolsa de lamentos”, cigarrillos y cintas familiares: “Ya estamos otra vez / no hay forma de ganar / vuelve aquí / deja que se vaya”. Se va por el parque, fumando, escupiendo, vaciando su cabeza, dándole la vuelta a su sesión, a sus mezclas. ¿Quién es el culpable cuando se ha intentado todo? Palos, amor, más palos, castigos, otra oportunidad, diálogo, gritos, medicamentos, internamientos, tratarlo como un adulto, intentar que sea un niño… solo recordamos una parte de la letra y con eso pretendemos cantar todo el tema. Un profesor de historia, una última oportunidad en última oportunidad. Pero su pesadilla es el agua. ¿Qué camino acaba recorriendo el libro? Es una estructura compleja sin una linealidad temporal aparente y una sucesión de voces desorganizadas, solo cuando llega el tercer acto, en la búsqueda del término medio, uno encuentra la realidad postural: “Cuando te vienes arriba te vienes muy arriba y cuando te hundes, vas hasta el fondo”. Como si Shy fuera un fantasma y nos estuviera visitando, veinte años más tarde, ahogado en la electrónica y las sustancias. Es el tercer acto de la novela un momento acuoso, profundo, trágico, donde los sentidos se aíslan, desde los auriculares (encienden y apagan el mundo con el play y el stop) o la capucha: “La desnudez y la calma del mundo son atroces”. Los mismos cables de los cascos pueden ser usados como instrumento para colgarse. El estanque es el símbolo del vacío, el agua fría de la muerte, colocado, al dormir todo su cuerpo se vuelve pantano. Moho sobre la piel cálida que termina por ahogarse. ¿Animales flotando? Como un ‘Mr Potato’, como los jabalíes de Ásterix, Shy es un niño perdido, en el valle de las sombras, como una canción. Lodo y verdín, la noche, los animales flotan. Shy flota. La paz es estar seco, la paz, para Shy, no es siquiera estar vivo. El autor ametralla con pensamientos que se aceleran, como las remezclas de los temas de dub, de jungle, de todos los estilos de electrónica en manos de un pinchadiscos. Termina el tercer acto, engancha con el final, un final angustiado sazonado con esperanza. Piedras y destrucción. Una mente atrapada en un punto de no retorno, un pensamiento laberinto, día y no che que se confunden en la destrucción. Si el frío es la muerte, los abrazos son la vida. Lo siento. Ventanas rotas, lleno de vacío, pleno de agujeros. Envuelto en los cuerpos de los demás su temperatura, su vida, aumenta, se eleva. Es el comienzo de un nuevo día. Una novela extenuante, atemporal, que te muerde, que no te suelta. Una novela escrita hoy sobre un momento tres décadas atrás. La pregunta que te deja, ¿ahora qué? No lo sé. Estoy cansado, solo quiero dormir.

 

Max Porter, Shy, Barcelona, Random House, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Isabel Bono (Málaga, 1964) vuelve a la poesía tras sus últimas tres novelas, Una casa en Bleturge de 2017 y las dos últimas, publicadas por Tusquets Editores: Diario del asco (2020) y Los secundarios (2022). Un libro, este Frío polar, homenaje a su amigo, el escritor Antonio Muñoz Quintana, cuya muerte prematura hace una década, dejó un abismo helador en el corazón de la poeta. Como una penitencia autoimpuesta, un homenaje catártico, una carta de amistad infinita, Isabel Bono, una de las mejores poetas españolas de las últimas tres décadas, comparte su soledad sustantiva a través de imágenes perennes que pivotan entre la luz, el sol, el frío y la nieve. Un diálogo unidireccional emocionante que posee, como la misma autora, un enorme poso de ternura.

El miedo a la pérdida se evita con una permutación: cambiando dolor por acidez: “vamos a decir adiós / como quien dice manzanas”, dejando la duda universal de quién es el que más sufre, el que marcha o el que queda atrás: “Hay quien muere sin hacer ruido / hay quien vive” y así, la poeta vuelve una y otra vez: “después se me olvida / y vuelvo a amarte como si siguieras vivo” o “Dormir ya no es importante / vivir ya no es importante". El desprecio a la vida incompleta, a la vida en ausencia. Isabel Bono, con su lirismo profundo, desentierra en lo cotidiano el alimento para el lector, con la saudade de sus versos, sus imágenes inquietantes: “Las sábanas rendidas al placer / de ser velas al pairo por unas horas”, el blanco lejía como oposición al ceniza de las lágrimas: “una mujer tiende / ves su ropa allá lejos / oxígeno allá lejos”. ¿Qué reparto se realiza entre vivos y muertos? ¿Tierra y cielo? En este libro el ausente es frío y la autora el calor que, en hoguera, sirve de recuerdo y guía, guía inútil para el que no va a volver: “Que la casa no está ardiendo/que es el frío / quien hace crujir mis articulaciones/que no son insectos devorados por el fuego”. Transmite, de algún modo, a todo lo que le rodea, una imagen de reparto y verdín, del que se marcha y permanece: “Si hasta las palomas más sucias / se han marchado / ¿qué nos queda?”. Una enumeración de lo que pertenece, de recuerdos sin gracia, una enumeración de aquello que hace innecesaria la separación, una maleta vacía que se contiene a sí misma, a ella y a la muerte. ¿Quién llega en la noche, quién con fuego, quién con barbitúricos? La poeta insiste en los símbolos, rueda sobre la que gira el libro: “Y tú / la luz de octubre / alejándonos de todas estas cosas / sin hacer ruido”. Imágenes de la naturaleza que atrapan el recuerdo, que lo hacen emerger, con toda su belleza, con toda su atemporalidad: “ignorantes de su belleza / del inmenso dolor que me provocan / ser árbol y no saberlo/ser fuente de dolor y no saberlo”. Atrapados en el hielo, el frío se extiende por el tuétano, venas y arterias de la vida: “Deseo que nieve toda la noche / dentro de mi cabeza”, y el frío atrae el silencio y el silencio es una manera como otra cualquiera de hablar de soledad. El dolor viene encapsulado, es el recuerdo, sed de charcos, púas y cactus. Cuando se marchan, otra vez, el silencio: “Aquellas tardes no existen/porque no existe aquella casa / ni aquella luz”. ¿Y cuándo vuelve la luz? “La vida sobre todo es eso / silencio, no aullidos”. El dolor está presente en el silencio. La escritora busca resquicios: “Sé que se han ido / he visto sus huellas en la nieve / si hubiera nevado”, en la calle, ella, la poeta, se ausenta, en el silencio es una más, una vida que es vida y espera a los que dejaron de serlo: “En silencio / espero una orden / pero / ¿de quién la orden? / ¿Y hacia dónde camina?”.

Así, Isabel Bono vence a la pereza de la voz que se ausenta, que sabemos que evita el mal morir, la muerte que no termina, el final que se niega a ser definitivo. Algo a lo que agarrarse: “Y tu dolor sigue ahí / y la vida sigue ahí / esperando”. La Bono busca la transmutación en objeto inanimado para evitar la consciencia, olvidar que ella existe y el otro se ha marchado. En esa ausencia de conocimiento busca la paz: “El árbol que no nunca he sido / los pájaros que nunca he sido”. No conocer, no saber, estar sin sentir, como la forma definitiva de escapar del dolor: “Imagina todas las cosas / imagina no sentir la necesidad de registrarlas / imagina ser libre”, como alternativa a un viaje infinito: “Deseo llegar a un lugar suficientemente lejos / donde todos sean viajes y nadie hable mi idioma”. Poder perder el tiempo, ausentarse de la realidad terrible que la rodea. No tener que dar explicaciones a nadie. Los cuatro sustantivos, convertidos en estadios: nieve, frío, luz y silencio. El silencio es un pozo para alguien que no tiene sed. La luz que no entorpece el camino, la ropa tendida, el árbol que crece, la tierra que gira y tú, él, enterrado, en el final del mundo, con ella. La luz enamorada del sol, que se marcha y, en su ausencia, Paul Klee se asoma desde la triste rúbrica de un San Sebastián atravesado. Y de esas cicatrices, que son recuerdos, son los mapas para encontrar el sol. Un libro de contrarios, de finales y comienzos, de presencias y ausencias, que funciona como un círculo que se niega a cerrarse: “Nunca le puse nombre al dolor / tampoco tus apellidos” o “La voz del amigo ahí, / sosteniendo una escalera / que nadie más sostiene”. Todos pensamos que la vida es antónimo de la muerte cuando, en realidad es su complemento, su compañía: “Me da igual vivir o morir / hay que vivir si estás vivo / y correr si está lloviendo”. Así, ¿quién llega? Solo lo que se ha marchado antes: “Y recuerdo cuando tu risa paraba el mundo / y todo parecía estar por hacer”. Un libro de lluvia en el sur, donde uno no pude ofuscarse por la ropa olvidada, porque el sol volverá rápido, pero no la palabra, solo el recuerdo. Así que en el extrañamiento la poeta que no las lágrimas son gotas que llueven por nadie, que si la ropa se salva, el frío se encargará de someterla a esquirlas afiladas, que no dejarán que celebremos juntos. Una ausencia que se llena con versos, un pozo insaciable.

 

Isabel Bono, Frío polar, Barcelona, Tusquets, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Nueve horas con la familia Cortázar

17 de enero de 2025 09:22:35 CET

El encuentro de cuatro personas de una misma familia a lo largo de 9 horas, contado por un narrador insólito, con un inesperado y brutal acontecimiento como telón de fondo.

En La pistola de mi padre, Soler vuelve a construir una historia familiar, desde la posguerra a nuestros días, que le sirve para hurgar no solo en las vicisitudes, los conflictos y los traumas de unos personajes atados por un destino común y separados por mil querellas, sino también para adentrarse en una reflexión sobre cómo la historia de nuestro país ha ido influyendo y modelando las vidas de sus gentes.

La pistola de mi padre probablemente sea la mejor novela de Rafael Soler, y la más ambiciosa. Los personajes están perfectamente construidos: padre abnegado pero distante; madre voluntariosa y cariñosa; hijo borrascoso y una hija con problemas psiquiátricos. Sin embargo, los personajes no se mueven por el naturalismo literario, no viven en condiciones morales extremas, no se retuercen por sus tormentos y pasiones; son los de una familia normal, casi anodina, y eso permite una reflexión de ámbito universal analizando sus relaciones mediante simbolismos. Así, el libro es una hermosa reflexión lírica y universal sobre la vida, el destino y la familia.


Primer simbolismo: Los personajes se miran ante el espejo de la historia.

 

Frente a los grandes acontecimientos históricos los conflictos familiares empequeñecen y hasta quedan ridículos. Las ambiciones personales, las diminutas tragedias, los firmes propósitos, no significan nada frente a la inexorable apisonadora de las efemérides.

Apelo a algunos ejemplos del libro:

  - La familia deja todo en Castellón y se marcha a Madrid para abrir un bar; pero el coche entra en la ciudad el mismo día en que Eisenhower está visitando la capital en 1959. Podemos imaginar el desfile triunfal de Eisenhower y sentir un paralelismo con la entrada triunfal de los Cortázar, pero lo cierto es que un urbano detiene el coche de la familia y les advierte que no pueden pasar, que las calles están cortadas, que se echen a un lado y esperen.

  - Otro ejemplo: En las primeras elecciones democráticas, el padre está en una mesa electoral cuando llega el hermano mayor y le propone un negocio que lo llevará de nuevo a la ruina: ¿era ese día el germen del futuro para un convencido demócrata, o el regalo estaba envenenado?

  - El ejemplo más simbólico: Cuando Tejero intenta el golpe de estado en 1981, el padre coge la pistola de la Guerra Civil, que esconde desde entonces, y va con ella a las inmediaciones del Congreso. Sin embargo, luego regresa a casa, igual que se marchó: tanto pasado esperando en el cajón no ha servido para nada.

¿Dónde arranca y termina el presente de los Cortázar? El presente arranca y se estanca el 11 de septiembre de 2001, durante el ataque terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York.  La noticia del ataque reúne a la familia y el libro trascurre esa tarde. El derrumbe de las Torres Gemelas es el comienzo de una nueva era, piensan los Cortázar; pero la nueva era volverá a burlarse de ellos al margen de las efemérides.

 

Segundo simbolismo: la estructura de cada capítulo

 

Cada capítulo tiene tres partes. La primera es un diálogo telegráfico y preciso. La segunda es la voz del narrador omnipresente, que analiza con detenimiento el pasado y los recuerdos. Y la tercera es la voz interior de los personajes, bien a través del diario escrito por la hija, bien por las grabaciones de la madre en cintas de casete, o bien a través de los relatos en los que el hijo eleva a lo imaginario su historia y la de su familia. Es decir, tres cámaras: una enfoca boca y oídos (son los diálogos), otra el cerebro (lo que recordamos y reflexionamos), y la tercera el corazón (lo que sentimos)

La vida no es sólida y perfecta. La vida es estruendo y confusión (intenciones, esfuerzos, decepciones, errores y sorpresas), la vida es vida, imperfecta acaso pero “vida”. Y la estructura del libro simboliza esos pies de barro de la vida.  La conclusión será que no hay conclusiones, que no somos infalibles ni hemos triunfado ni somos perfectos. A saber si deben primar los hechos (primera cámara), las reflexiones objetivas del narrador omnipresente (segunda cámara) o nuestra visión subjetiva de las cosas (tercera cámara).

 

El tercer simbolismo está en el propio título: La pistola de mi padre.

 

Rafael Soler repite una frase en el libro: «Lo primero es antes», y lo primero está en el título, en la pistola de la guerra del padre. Atada al pasado por un extremo, es el hilo de la vida, lo que nos sostiene en alto, y cuyo otro extremo aferramos nosotros mismos para mantenerlo tenso.

Ahí está la pistola, como la espada de Damocles. Posiblemente, desde que nacemos, todos tenemos una pistola apuntándonos a la sien, lo que suceda será la consecuencia de nuestros actos o la consecuencia del azar, ¿quién sabe?

El gran simbolismo de la vida no es Dios, para Rafael Soler el gran simbolismo de la vida es la pistola, que está ahí, metida en un cajón, muerte disponible pero guardada. No es casualidad que la guadaña tenga la misma forma que el gatillo de la pistola.

Rafael Soler describe el gran teatro universal de la familia y del ser humano. Hasta ahora, en su obra literaria, siempre ha tratado de comprenderse a sí mismo, y comprender el mundo que le ha tocado vivir. Tanto El grito (1979) como El corazón del lobo (1981) tratan lo que era su vida, del matrimonio y la familia cuando las escribió. El último gin-tonic (2018) trata de la familia y de la muerte, con ese símbolo clavado que es el velatorio. En Necesito una isla grande (2019) juega con la huida de la muerte a pesar de todo, incluso a pesar de la vejez. Ahora, en La pistola de mi  padre extrae las grandes conclusiones de la vida, con universalidad, inteligencia y cariño.

Y esta es su mejor novela porque analiza la vida de los Cortázar y, con ello, analiza la nuestra.

 

Rafael Soler, La pistola de mi padre, Valencia, Ediciones Contrabando, 2024.                                                                                   

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Zomeño

La poesía como tarea ética

17 de enero de 2025 09:04:41 CET

A veces llueve, leemos en Ser Lugar (RIL Ediciones, 2024). Imagino que este libro tuvo una elaboración lenta, a golpe de vivencia. Es muy probable que no se haya escrito de un tirón, sino en dubitativas vueltas que va dando la vida, con continuas anotaciones que una y otra vez se corrigen. Casi siempre cuesta mucho saber lo que se ha vivido, que es la materia prima de estos versos.

No sé a quién se le ha ocurrido la idea de que la poesía debe ser bonita, un bello adorno que humanice la marcha prosaica del mundo. Puede ser también eso, y a veces quizá no sobra, pero Ser lugar también muestra que la poesía es ante todo peligrosa, una dura forma de entrar en la verdad de un mundo adormecido en el silicio de su prisa. De ser así, la poesía no tendría nada que ver con lo que llamamos frívolamente "cultura". Hay, tras sus ademanes delicados, una áspera fortaleza de mujeres y hombres que descienden a la soledad común sin rencor, cargada incluso de amor por lo extraño, por una orfandad común para la que no estamos fácilmente preparados. Es posible que Rilke ya lo haya dicho todo al respecto.

El lenguaje puede ser una capa de gelatina con la que tapamos la vida secreta de las cosas. Sobre todo hoy, la hipertrofia del significado y de la interpretación corre en detrimento de la presencia directa y misteriosa de los cuerpos. Sin tiempo cero, sin vacuolas de reposo, sin nidos espaciales. En Ser lugar la morrena de nuestra temerosa velocidad vuelve, de ahí que sea frecuente la imagen de un tiempo empozado, detenido, cuajado en escenas. Muy lejos de nuestra deformación espectacular, este libro es inmensamente atento al instante, ese lapso incalculable de tiempo que es a la vez el espacio infraleve donde ocurre lo poco que es importante y nos cambia. Tanto un probable diablo como un dios inverosímil duermen en los detalles.

Nada permanece, escribe Luis Adalid, mientras somos arrastrados en una corriente incesante. Todo, hasta las algas, acaba siendo viento. "Nada se detiene ni se detendrá nunca. Todo son partes, renovándose incansables" (Whitman). Quizá lo permanente es sólo un fondo inescrutable que vuelve, una y otra vez. Es preciso entonces reconciliarse con la noche, establecer un pacto con su quietud insondable para que haya un descanso.

Este entero libro está recorrido por la tarea ética de afinarse con las horas, con el atardecer, con el alba que tarda. Leyendo a Adalid somos noctívagos al seguir el hilo de un bajo continuo de sombra, una diagonal que imanta y enturbia incluso los momentos más luminosos. Diría que Ser lugar está contra la imperial radiación con la que intentamos protegernos, apartarnos de la noche común de la que venimos. Y que en realidad vuelve, encarnada en la multitud de seres lentos y atrasados que salen de ella.

Encontramos también en este poemario una suerte de tabla periódica de los elementos, cada uno de ellos bendecidos por su rara tendencia al milagro. El hinojo, la caña, la higuera... La luna oculta: “hay tanta soledad en ese oro”, decía Borges. Bajo ella los desechos, las botellas perdidas, las colillas que obligan al agua a redibujar continuamente la orilla. Y acaso también el temor y el amor como elementos, como partículas que pertenecen al suelo que pisamos.

No hay nada desechable, nada despreciable en este desierto atiborrado en el que vivimos. Por eso es creíble el momento en el que Ser lugar defiende pedir también un deseo cuando sobre nosotros pasa chatarra espacial. ¿La poesía esboza la gloria de un basurero desconocido, exhibiendo las joyas de un día que es pobre porque no desciende a la humildad de sus materias primas? Para esto, para palpar la sacralidad de lo banal, una alianza secreta de lo Ínfimo y el Altísimo en la que eran expertos los escritores rusos, hay ciertamente que salirse de "la cola del miedo".

Lo cual significa sin duda rendirse a lo visible, entrar en la revelación que sólo ocurre tras la derrota, en una aceptación del signo de la adversidad. El mundo vencido nos entrega otras estrellas, a veces en el sabor renovado de lo más sencillo. Entramos entonces en una oscuridad acogedora donde todo, también el último amigo muerto, también azules imposibles y lunas casi inexistentes, encuentra su lugar.

Acompañado de un rosario de benditos seres anónimos, heroínas que bajan las luces para que se puedan divisar las estrellas, héroes que buscan en la basura para rescatar algo en la masa ingente de lo despreciado. Mientras titanes desconocidos saludan a cualquiera, como si fuera un hermano. Ser lugar está ocupado por la voluntad de no herir más, de atenuar una intensa radiación que ha dañado el umbral en el que ha de vivir cada ser y es culpable de la lenta extinción de las luciérnagas. Para este gesto heroico es necesario romper con la manada y salir a la intemperie. Es corporal y moralmente obligatorio sentir un raro orden en lo que parecía sólo penumbra. Lo que semeja un caos sólo es peligroso visto desde una noción de orden demasiado estrecha, excesivamente policial.

Este libro, incluso en lo doméstico y desesperadamente cotidiano, espera continuamente la conjugación de lo inesperado. “En el principio era la posibilidad”, escribe Adalid, el verbo donde el tiempo se hizo carne. “Somos lo que ha podido ser de todos los infinitos posibles”. Tal vez lo que nuestros abuelos llamaban Dios es también la necesidad incalculablemente contingente de las voces, los rostros y cosas. El azar nunca se equivoca, tampoco en un calidoscopio: como se escribió hace tiempo, nadie ha hecho jamás objeciones a una nube mal formada. Todo lo que ocurre es bueno, el signo de algo que hay que atender, sugería un humilde entrenador de fútbol.

Este libro está, como si fuera antiguo, atento a esos signos. Dispuesto a bendecir lo encontrado por el hecho de haber sido hallado, no construido con nuestro orgulloso narcisismo, esta imperial estrategia de radiantes elecciones. El deseo es otra cosa muy distinta al capricho de lo que queremos: incluye escuchar, atender al temple en el que respira cada cosa. Estamos, creo, ante un libro muy "religioso" en su forma devota de ser materialista. Una fe intuitiva compatible, naturalmente, con una desconfianza incansable ante las iglesias. Y esto aunque algunos creyentes no se sientan necesariamente propietarios de nada. Hay un dios que acampa en los descampados, que llama a inclinarnos ante la hierba que se inclina bajo nuestro peso y roza las manos.

Las creencias apuestan por lo que no es nuestro, ni apropiable. Son más bien un tipo de relación que acepta la no pertenencia. No olvidemos que si la industria pretende conservar las cosas añadiéndoles un sustancia ajena que finalmente las estropea, el arte conserva dejando ser, entregándose a la caducidad incorruptible de cada cuerpo.

“La deslealtad es la nueva ley”, leemos en Ser lugar. No quisiera acabar estas notas sin unas palabras sobre una de las primeras especies en vías de extinción: la buena educación, la amabilidad, la atención. No digamos ya las formas de la bonhomía. La celebrada globalización no es más que un narcisismo expandido, un sectarismo de masas. Es en realidad incompatible con la atención a los matices que avivan la singularidad del otro. Si se han perdido las formas es porque “la demora de la forma”, su ritual silencioso, es la única manera de cortejar la rareza de los contenidos, ese pulular de seres a ajenos a la horda "mundial" de la información. Es el mundo mismo el que resiste a la mundialización. Sin demasiados rodeos, este libro maldice la ferocidad canceladora que se ha adueñado de las democracias occidentales. En tal sentido, Ser lugar es incluso un excelente manual para otra política posible, tal vez una nueva y desconocida edad. Aunque, como vemos en las cacerías humanas de la actualidad, esa era no esté próxima a llegar, es una obligación ética y estética preparar su remota posibilidad.

 

Luis G. Adalid, Ser lugar, RIL Editores, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ignacio Castro Rey

La extrañeza de Carlos Droguett

16 de enero de 2025 15:09:18 CET

En tiempos de confusión, cuando la fronda cultural amenaza con extraviar el criterio, es bueno retomar la idea de canon como brújula literaria. Harold Bloom asociaba la excelencia artística con la rareza, por la cual el autor, en un diálogo a un tiempo deleitoso y agónico con la tradición que lo precede, finalmente vence, encontrando su propia e inalienable originalidad.  

La enorme densidad de la obra de Carlos Droguett, que constituye por sí misma toda una literatura, posibilita una pléyade de enfoques críticos. De este modo, la vertiente social de la escritura del autor chileno podría ser interpretada, también, desde un punto de vista psicoanalítico, como una rebelión del hijo (Carlos Droguett-personaje-Cristo) contra el Padre con mayúscula (Don Adolfo-personaje-Dios), contra un progenitor saturniano que devora a sus criaturas “desde la primera hoja araucana”. Esto es puramente romántico, y recuerda al Shelley del Prometeo liberado, obra en que Júpiter se bate contra el defensor de la raza humana. Así, la presencia de Pedro de Valdivia, de los “pacos” (que llevan a cabo una guerra civil lorquiana contra los proletarios en toda la narrativa de Droguett), la sombra de los oligarcas o del ejército, entre otros, no serían sino la encarnación de un super-ego represivo contra el que clama la voz del escritor. Ya en el lejano “¿Por qué se enfría la sopa?”, de 1932, la palabra ‘padre’, en un cuento de apenas unas pocas páginas, aparece mencionada treinta y siete veces. Es una figura que se caracteriza por una frialdad violenta que golpea en lo más hondo al hijo, trasunto de nuestro autor.

Por otra parte, la orfandad materna (doña Sara muere cuando Droguett era muy niño) trata de sublimarse por medio del arte, y en este sentido podría aseverarse, siguiendo a Julia Kristeva, que en la literatura del chileno, de signo fundamentalmente poético, el genotexto (la reserva del Id, del inconsciente) irrumpe constantemente en el fenotexto, rompiendo la unicidad que en el lenguaje corriente posee el eje de selección lingüística. Es en esta clave, quizá, como debería leerse la intergenericidad (de una prosa que es siempre lírica, de un teatro que es narrativo y poético), la intratextualidad y la intertextualidad de la literatura droguettiana, de los que no se ofrecerán aquí más que algunos ejemplos (extraídos, de forma consciente, de obras que no han sido las más aclamadas por la crítica).

En la cuentística del escritor, tanto en la édita (la que parte de los años treinta del pasado siglo y fue recogida en las colecciones Los mejores cuentos de Carlos Droguett, de 1966, y El cementerio de los elefantes, de 1971) como en la inédita (que ya no lo es gracias a la editorial santiaguina LOM) la dominante se desplaza desde lo puramente narrativo hacia lo lírico, en unos relatos que cumplen con todos y cada uno de los rasgos de la prosa poética, desde la escasa referencialidad hasta la ambigüedad del yo de los personajes, cuya identidad se difracta en un sinfín de rememoraciones, temas y digresiones. En estos textos la esfera mítica transforma el tiempo en circular, y la brillantez del lenguaje (la imagen, el ritmo, el símbolo) desplaza en interés a la trama, al siuzhet, como la denominaban los formalistas rusos.

Como ocurre con la gran literatura, en la obra literaria de Carlos Droguett el signo se disemina siempre. Hay tantos Cristos en su escritura, desde el Jesús consuetudinario del cuento “El desesperado”, de 1933, hasta el Cristo feminizado que concibe Ramón Neira, o el personaje sufriente de Eloy o Patas de perro. Sin olvidar al Cristo paródico de El hombre que había olvidado, al guerrillero del mundo antiguo perennemente resucitado en su literatura del exilio o a la figura del criminal, infanticida en El hombre que había olvidado, o bien asesino de hombres y mujeres en Todas esas muertes. Por no hablar del Cristo trágico de un cuento (magnífico) como “A veces también”.

Una señal de buena literatura es el grado de extrañamiento que las obras imprimen a nuestra percepción automatizada de la realidad. En esta dirección, vale la pena leer la primera página de la obra Ventura de Pedro de Valdivia (publicada en Santiago en 1942), del historiador Jaime Eyzaguirre, el cual es un representante de la versión oficial (y oficialista) de la historia de Chile: “Le cabe a Chile -dice- revelarse a la historia del mundo con una dignidad especialísima. Esa irrupción del espíritu y de la vida de occidente al través de sus cordilleras hirsutas, de sus desiertos de sobriedad implacable, de sus valles floridos y de sus bosques de húmeda aroma, tiene todos los acentos de una epopeya grandiosa”. Y en lo que concierne a Pedro de Valdivia (un militar de gran celebridad en la época, al que el mismo Francisco Pizarro llama a su lado en la guerra civil del Perú), se apunta: “solo él concibe con mirada de estratega la conquista de Chile y con mente de estadista sabe trazar las primeras y más difíciles líneas de la organización. Valdivia es el artífice de esta obra maestra de la audacia, el más arriesgado protagonista de la epopeya, el más fiel historiador de sus hechos de gloria, el captador más tierno y afectuoso de la belleza que exhala la tierra de Chile”. Esta visión épica de la Conquista comienza con las Cartas de los paladines, donde se articula una visión trascendente de esta empresa histórica, se realiza una autoglorificación del individuo vencedor y se presenta la tierra ganada como un negocio provechoso, como un botín. La gran innovación que ponen en práctica las novelas droguettianas (a saber, Supay el cristiano y 100 gotas de sangre y 200 de sudor) es precisamente la de subvertir completamente la epopeya al leer y escribir los hechos de la conquista de Chile a partir de un discurso del fracaso cuyo modelo es el de los Naufragios (1542) de Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Chile no aparece entonces como una tierra de maravillas, sino como un suelo yermo de oro, donde se sufren las inclemencias del tiempo y sobre todo el hambre, una hambruna atroz que hace pensar obsesivamente a los soldados en la antropofagia. El mérito de Droguett es el de entregarnos la intrahistoria de la epopeya, en que el hombre común conoce la verdadera cara de la utopía. “Estaban todos -se dice en 100 gotas- ya en Valparaíso, felices de abandonar la apestosa tierra”. Y, los miembros de la tropa “sentían un extraño gusto en maldecir de Dios y del Rey”. La denuncia contra el protocapitalismo (y su derivación imperialista) no puede ser mayor.

La polifonía se advierte en narraciones como Los asesinados del Seguro Obrero, el cual supone a la vez un texto fundacional del género del testimonio en la literatura latinoamericana y representa asimismo su deconstrucción (y el retrato de los alzados, personajes románticos, favorece además esta lectura). Parodia existe, a más de esto, en El compadre, cuyo protagonista proletario, Ramón Neira, es un doble a escala real con respecto a personajes del realismo socialista chileno como el Enrique Quilodrán de La sangre y la esperanza, de Nicomedes Guzmán, o el Elías Lafertte de Hijo del salitre, de Volodia Teitelboim. Constituyen estos últimos encarnaciones ideales e idealistas de la ortodoxia política. Igual ocurrirá en una obra como Según pasan los años donde, junto al retrato hagiográfico del presidente Salvador Allende, aparece una subtrama (la del aviador Francisco y su hermano Roberto) que dialoga intertextualmente con la composición de Carlos Droguett titulada Caín, Abel y Caín. Recuérdese que, en esta profundísima pieza dramática, Yahvé resucita a Abel para que se produzca la ansiada reconciliación, mas el pastor asesina a su hermano con la quijada de burro, difuminando todas las seguridades éticas. La complejidad filosófica es siempre sinónimo de rebeldía y antónimo de monologismo y univocidad.

Todas esas muertes es un tributo a la belleza mórbida, en que aun los elementos más desagradables de la existencia resultan atrayentes sublimados en arte. En esta novela, el mal adquiere un tono uncioso y untuoso muy propio del decadentismo (el relato está enclavado temporalmente en la primera década del pasado siglo), y los actos más crueles de Dubois revisten una apariencia sacra, para escarnio y befa de la religión oficial. De ello resulta una suerte de misticismo endemoniado del que el asesino es apóstol. Pero más allá de estas paradojas, el significado de la novela se disemina a través de sus intertextos. En este aspecto, la obra posee múltiples niveles, ya que la comprensión del crimen en su función social y en un sentido nietzscheano provienen muy posiblemente de la novela Crimen y castigo, de Dostoievski, donde Raskolnikov asesina a la vieja usurera con la voluntad de deshacerse de un parásito social (como lo serán Lafontaine, Chaille o Titius en Todas esas muertes), pero también con el deseo de sobrepujarse, resistiendo la soledad en un páramo allende de lo bueno y lo malo. Ni uno ni otro, ni Raskolnikov (que claudica en brazos de Sonia, que representa la pureza del cristianismo ortodoxo) ni Dubois (que también acaba desistiendo) serán capaces de soportar una escisión completa con respecto a su comunidad, instalándose en el puro devenir y en la superación de todos los valores. El texto droguettiano dialoga también con Del asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, pero sobre todo posee una significación más profunda, de estirpe psicoanalítica. Émile Dubois asesina en todos los hombres (que representan simbólicamente el poder y la ley) a su padre ausente, y en todas las féminas a la madre que lo abandonó. Como dice el protagonista: “esas mujeres me dejaron triste, todas las mujeres, desde que tengo recuerdo para acordarme de mi vida me han hecho sufrir y me han ido dejando cada vez más solo, por ellas soy criminal”. Las posibles conexiones son evidentes. Carlos Droguett no solo era Eloy, sino que era, en mayor o menor medida, todas sus criaturas literarias.

Se mencionará en último lugar otra obra pionera, El hombre que había olvidado, que ha sido ya estudiada como un texto precursor del neopoliciaco y de la novela antidetectivesca en la literatura de América Latina. En efecto, a los supuestos hechos (el asesinato platónico-cristiano de cincuenta niños, a los que alguien corta la cabeza para que su espíritu no sufra la tiranía del cuerpo, es decir, del estómago) se superpone la versión a lo divino de una serie de testigos sospechosos (los neoevangelistas, a saber: un neurótico, un asesino, una prostituta y un morfinómano), que confunden al criminal con una especie de Cristo redivivo. De esta suerte, la novela policiaca se transforma en un delirio paranoico y finalmente paródico y cómico que concretiza una celebración del arte de la escritura. Estamos ante un texto de una originalidad (y una heterodoxia) que no tiene precedentes (ni subsecuentes) en lengua española.

Incluso el estilo de Carlos Droguett, tironeado entre una acumulación metafórica con la que quiere abarcarse el mundo y el anacoluto, por medio del cual el afán analógico se rebela y deviene en ocasiones verbosidad caótica (igual que en el teatro del absurdo) carece de paralelo en el arte literario de nuestro idioma. Se trata de una literatura densa y difícilmente aprehensible (como la sopa del famoso cuento de Droguett), la cual por su extrañeza y originalidad merece sin duda un lugar central en el canon.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Emiliano Coello

Diálogos entre ángeles

10 de enero de 2025 14:38:58 CET

El joven investigador literario, Luis Gracia Gaspar nos ofrece, en este su primer trabajo editado, el estudio de un buen puñado de cartas entre dos poetas tocados por el “hado”, y es que entre “ángeles anda el juego”, es decir, seres con poderes sobrenaturales cuya máxima es servir a un ser superior, llámese poesía.

Este ensayo, con un interesante prólogo del poeta Luis Antonio de Villena, gira en torno a las  sesenta y dos misivas inéditas hasta el momento, entre el poeta, traductor y crítico, Ángel Crespo, nacido en Ciudad Real y cuyos restos descansan en Calaceite (Teruel) y el vate —como el autor gusta de llamar a ambos  a lo largo del texto— zaragozano, Ángel Guinda, que también tocó el tema de la traducción y sobre todo de la edición. Las cartas originales  pertenecen al archivo personal del último  y a la fundación Jorge Guillén.

No solo encontramos en este texto la información contenida en las cartas transcritas por el autor, sino que Gracia Gaspar trasciende lo puramente epistolar y nos ofrece una amplia foto fija del panorama literario del momento. Así, el libro, tras el prólogo y una breve introducción, se divide  en dos partes; una primera que a su vez se divide en cuatro periodos y en la que encontramos un análisis pormenorizado de las misivas y de los acontecimientos que a modo de marco histórico nos permiten hacernos una idea de la época en la que estas cartas cruzaron, en su mayoría, el Atlántico. Todo esto complementado con una gran cantidad de notas a pie de página, fruto de la minuciosa investigación del autor que nos facilita  una mejor comprensión y conocimiento de muchos de los nombres que van apareciendo a largo de las conversaciones entre ambos y que dan cuenta de escritores, editores y personajes del mundo intelectual del momento. Magistralmente medidos los tiempos y el ritmo, el autor intercala interesantes notas  del diario personal del poeta de Ciudad Real, así como fragmentos de otros estudios o artículos  sobre los poetas y sus obras firmados por  escritores como Alfredo Saldaña José María Balcells, José Luis Gómez Toré, Amador Palacios o Luis Jiménez Martos entre otros. Además de extractos de los testimonios de Trinidad Ruiz Marcellán, quien no solo fue la primera mujer del aragonés, sino su editora y amiga incondicional, o del escritor  Manuel Martínez-Forega.

En la segunda parte, el autor nos ofrece las  cartas objeto de estudio por orden cronológico, y previamente comentadas y analizadas. De vez en cuando nos regala imagen de la original,  bien manuscrita  o bien  mecanografiada. Esto confiere a los lectores la sensación de atisbar o de tener acceso a las cosas más íntimas de los poetas. Nada  hay más íntimo y personal que una carta. Y nada más mágico que ese  mensaje viajando overseas buscando su destino. Personalmente, me he quedado con ganas de más, de saber cómo acabó aquello o cómo se desarrolló lo otro.  Sí, llámenme morbosa, pero ¿qué, si no es la curiosidad, te lleva a leer la correspondencia ajena?

Estos ingredientes bien estructurados y dosificados mantienen el interés del lector a lo largo de unas líneas que nos recuerdan y confirman que el género epistolar, considerado ya como un subgénero literario más, es “la mejor obra del autor” o  “literatura vena adentro” como nos recuerda Luis Antonio de Villena en el prólogo. Un género que sigue gozando  de buena salud como nos indican los numerosos epistolarios entre escritores que siguen saliendo a la luz. Precisamente uno de  los temas que ocupan estas conversaciones en diferido es la publicación en el  entonces recién creado sello editorial de Olifante de las cartas entre Luis Cernuda y el poeta portugués, Eugenio de Andrade, a las que el mismo Crespo tiene acceso por su amistad con el vate luso. Casualidad del destino, sus propias misivas son las que ocupan a otro autor, Luis Gracia Gaspar, cuarenta y cinco años después. Y es que antes del advenimiento de las nuevas tecnologías, las cartas fueron también para los intelectuales  el medio habitual de comunicación para establecer esos vínculos tan necesarios para nutrirse de la otredad y huir de la tan temida soledad del poeta. Esta idea queda corroborada con  la relación epistolar que Ángel Guinda decide establecer no sabemos por qué (no queda constancia de la primera misiva) con el poeta Ángel Crespo que vive en Puerto Rico fruto de un exilio forzoso o más bien autoimpuesto. Qué le lleva al aragonés a elegir al castellano-manchego como interlocutor es algo que me he preguntado a lo largo de la lectura de esta obra y he buscado, como Luis Antonio de Villena un nexo común entre ambos; no se conocían personalmente, les separan veinte años y Guinda ni siquiera sabía que Crespo residía en Puerto Rico. Busco pues, ya no un nexo sino una  razón y la hallo, ya no tanto entre las líneas sino “leyendo entre líneas” y viendo como ambos escritores, en un par de cartas olvidan la fórmula de cortesía  y se empieza a fraguar una relación distendida y sincera. Tenemos acceso en este volumen a las cartas que se cruzaron durante cuatro años primero ininterrumpidamente y al resto después y hasta 1989 de una manera más anecdótica y distanciada en el tiempo, con detalles pormenorizados de dos visitas a España de Crespo y su mujer, Pilar Gómez Bedate, muy presente en todos los escritos, y un viaje a Oporto donde se encontraron con Eugenio de Andrade. ¿Y qué hallo? Pues me encuentro con dos poetas ávidos de transcender, de ir más allá de la marginalidad donde se encuentran como explica De Villena.  El maño no es conocido fuera de sus fronteras y el de Ciudad Real no logra reconocimiento más allá de su tarea de traductor, en especial de la Divina Comedia, cuando él lo que quiere es triunfar en España como poeta, que no se le olvide allá en la patria chica de la que huyó. Como dos amigos se intercambian poemarios, impresiones de los mismos y pronto se servirán el uno del otro para buscar salidas a sus obras y que el trabajo cruzado de ambos les permita que sus nombres suenen en el plano intelectual  del momento. Un ambiente que se hace presente en estas páginas en nombres de autores, críticos y editores o  de revistas literarias como Estafeta, Ínsula o Cal.  La lectura de dichas cartas nos ofrece  la oportunidad de conocer cómo se fraguaba la edición de un libro o la ansiedad que les generaba la falta o la demora de noticias al respecto.

Descubrimos también la dimensión más humana de ambos, pues hablar de estos dos bardos no es solo hablar de poesía; es hablar de mucho más ya que ambos trascienden al género lírico como podrán comprobar quienes se acerquen a estas líneas que nos muestran a un Crespo muy interesado en  lo espiritual y esotérico —influido seguramente por la lectura y traducción de la Divina Comedia— que disfruta, defiende y lucha por la pervivencia de las lenguas  relegadas como las retorromanas, o la misma fabla o aragonés. Al Guinda hombre que sufre las crisis y miserias de su condición humana, “que se bebe la vida a tragos”, sin abandonar nunca su humor y su facilidad para jugar con el lenguaje. Un Guinda en constante búsqueda y autodestrucción para renacer de nuevo. Unos poetas muy exigentes en su labor creadora que  encuentran el uno en el otro un gran apoyo y estímulo para seguir creando.

En suma, no me resta sino felicitar al autor por su elección del género poético y a la vez epistolar para su primer trabajo crítico, en el que hace gala de una gran maestría del decir  y de una  cultura literaria extensa como no podía ser de otra manera siendo hijo de quien es, el  profesor, crítico literario y poeta, José Luis Gracia Mosteo. Agradecerle también el ofrecernos la posibilidad de degustar estas cartas que rebosan poesía, porque, no olvidemos que,  quien es poeta llena de poesía todo lo que toca.

¡Ah! Y no pasen por alto las citas que ilustran la apertura de cada parte. Nada está elegido al azar.

 

Luis Gracia Gaspar, El epistolario inédito entre Ángel Crespo y Ángel Guinda (1974-1989), Madrid, Visor, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Marisol Julve

El drama de los días

10 de enero de 2025 14:27:05 CET

Ann Lauterbach, poeta poco conocida entre nosotros, lectores en español, ocupa, sin embargo, un destacado lugar en la poesía norteamericana de nuestros días, y con frecuencia se ha incluido dentro de la vanguardia de aquel país junto a nombres como David Saphiro, poeta calificado de radical, inspirador del cineasta Jim Jarmush, y con Peter Gizzi, elegíaco y luminoso, influenciado por Ezra Pound. 

Aunque, tal vez más apropiadamente, con John Ashbery, uno de los mayores poetas norteamericanos del pasado siglo, fallecido en 2017, contorsionista del lenguaje, explorador de los límites de la conciencia, que reflexiona sobre el acto creativo y, en especial, sobre la propia poesía; críptico, irónico, deudor de Auden. También, y muy especialmente, con Barbara Guest, perteneciente a la escuela de Nueva York como el mismo Ashbery y cuya poesía se caracteriza por su proximidad con el arte contemporáneo, sobre todo con el expresionismo abstracto.  Lúcida ensayista sobre poesía y pintura, como la autora que nos ocupa, se detiene entre otros, con rigor y acierto, en la complejidad de la poesía de Wallace Stevens, al que no debemos olvidar como descubridor de una nueva sensibilidad, distinta y audaz, exuberante, llena de sabiduría, y como gran transformador de la moderna poesía estadounidense. 

Ediciones Contrabando nos ofrece dentro de su colección Marte de poesía esta edición bilingüe de la mano de la escritora y traductora Marta López Luaces, que demuestra un profundo conocimiento, dedicación y pasión para poder verter en nuestra lengua este poemario con la exigencia que requiere, ya que trata de reconstruir con éxito, en la lengua de llegada, complejos matices, sin tener que recurrir a excesivas amplificaciones cuando el inglés se muestra más económico estructuralmente que el castellano. 

Y por ejemplo es el quinto libro de poesía de los once de esta autora y fue publicado en 1994. Es la primera vez que es traducido al español y suponemos que la elección de este título se debe al hecho de ser este poemario un pilar fundamental de la obra. Por densidad temática, por su intensa meditación que hace que el lector llegue a abandonar el mismo poema y entre en un laberinto de reflexiones, en una nueva idea de libertad, de mística de la creación. 

Hay en estos poemas un perfeccionamiento intelectual de la poesía, una exigencia emocional del escritor que quiere esculpir el drama de los días en tan solo dos versos: “Debía hacer mucho frío / En el cubo lleno de lo previo”. 

Si bien es cierto que Lauterbach se ha definido en alguna entrevista como: “lonely, paranoid and scared”, algo así como: solitaria, paranoica y temerosa, ante la idea de ser clasificada, todos nosotros sabemos que en poesía la inclusión en un determinado grupo es una obsesión sistémica; poner límites a la literatura, encerrar el vasto mundo del poeta dentro de una caja de cerillas; estandarizar es tentación en quienes no creen en el ser del mismo lenguaje, porque no han descubierto su infinita libertad; en el poema “Épocas perdidas”, dice: “Aspiro la noche estoy bordada a ti / con una pena incendiaria”. 

Ha dicho, con solemnidad, en numerosas entrevistas, sentirse en la periferia; es una manera de expresar su inconformismo, una protesta apasionada, poética, irreconciliable con la castrante clasificación en cualquier orden de la vida, y así es, pues el lenguaje con el que se construye Y por ejemplo expresa esa extraña mezcla de una voz que son muchas voces, el yo poético se diluye, en realidad parece que se busca a sí mismo en la voz en off que él mismo proyecta. Esa exigencia suya en la diferenciación, en la búsqueda sin que sea nunca forzada, en la creación de un tejido vivo: “todo robado a algo llamado abril”. 

Hay un mundo propio muy trabajado que desencadena en cada poema una especie de conmoción emocional. La pujanza evocadora aparece disfrazada entre los restos del propio poema roto, fragmentado. 

En “Cenizas, Cenizas (Ashes, Ashes)” -título de la última parte del poemario-, en la propia abstracción de lo que no llega a decirse por falta de aire, es donde la creadora neoyorkina más se entrega: “Soy un atuendo abandonado / mi categoría está rota // Codicio el extremo”. 

Vínculo de naturaleza compleja, las palabras exploran en esa especie de desmoronamiento de lo cotidiano en nuestras vidas, a veces con falsa trivialidad, otras con la sobrecogedora elocuencia de quien todo escruta y analiza; con la evocación elegíaca que los grandes poetas hacen coincidir con el deseo de renovación. 

En ella podemos escuchar, entre otros, los ecos de Rilke, Elliot, Stevens, Auden o Faulkner. Podemos sentirlos porque en la gran poesía habita la poesía de los que hicieron al poeta ser quien es.    

Destrucción y renovación se encuentran, pero la felicidad no existe, no es real, no es algo que se pueda concretizar, sino que es un concepto abstracto, moral.

Explorar en el desmoronamiento, en la capacidad para soportar la tragedia de la pérdida; hallar el eslabón que te ha de mantener enganchado al mundo, que ese eslabón sea el mismo mundo de las cosas reales; el tiempo presente que es un punto fijo, una anilla donde sujetarnos, rodeados del océano de las ausencias. Asistimos a la dramatización del paso del tiempo. Ann Lauterbach hace crecer sus poemas en la tensión psíquica y se eleva por encima de las palabras. Crea otra lengua en la lengua y busca los límites de ésta. 

El poeta ha de llegar a ese “punto cero” del que nos hablaba José Ángel Valente, el de la libertad creativa, infinita, sin límites, que escapa del sistema dominante; ha de saber convertir la ausencia en presencia y ser consciente del sentido del ser y en ese desorden del alma saber dialogar con los fantasmas de lo no dicho y soltar el cometa de la imaginación.   

Esculpir dentro de esa falta de fuerzas para que ésta se torne fuerza, búsqueda y curación. Llenar una superficie blanca. Escribir no para transmitir un mensaje sino para ser ave que deja su trazo en el cielo.  

Sería muy de agradecer que Marta López Luaces tradujese su reciente poemario Door (“Puerta”), aparecido en 2023.

 

 

 Ann Lauterbach, Y por ejemplo, Valencia, Ediciones Contrabando, 2024.      

Escrito en Sólo Digital Turia por Wences Ventura

“Fosfenos”: destellos en la esquina del verso

10 de enero de 2025 14:10:13 CET

Enrique Villagrasa teje un trama poética desde el Jiloca hasta Tarragona que atrapa al lector.

Me he quedado pegada, como un insecto, a la gigantesca tela de araña que ha tejido, con paciencia y primor, el poeta y critico literario Enrique Villagrasa. Se trata de su último poemario: Fosfenos, cuyo título ya previene de los posibles riesgos que entraña la lectura: una vez que se posan los ojos en él, es difícil olvidar la luz que desprende. Son fogonazos que quedan atrapados en la mirada y que siguen deslumbrándonos aunque el objeto resplandeciente ya no esté al alcance de la vista.

¿Y qué nos muestran esos fosfenos? Nos hablan del protagonista del poemario, que aparentemente es Burbáguena, el pueblo turolense a orillas del Jiloca donde nació el poeta, pero que, en realidad, constituye un alter ego de la voz poética. El escritor personifica el paisaje hasta tal punto que el ser humano se integra en el mismo y no puede desligarse de él. Es como si fuera una parte más del lugar al que pertenece. Aunque se aleje del sitio, sus raíces lo conectan a esa tierra y se sigue alimentando de ella en la distancia. El lector siente cómo el río Jiloca lo va llevando, aguas abajo, desde Burbáguena hasta Tarragona, la localidad donde vive Villagrasa pero no se trata de un viaje definitivo, porque da la sensación de que la marcha nunca se ha producido y solo ha sido una ilusión. Los fosfenos siguen brillando y traen Burbáguena de vuelta.

En Burbáguena la voz poética toma forma, se construye. El paisaje se encarna y la carne se hace verso. Del paisaje al verso media el poeta, que está dispuesto a desparecer para destilar la poesía que existe en ese lugar. Y en esta fusión hombre-paisaje podemos observar, transparente como las aguas del Jiloca, la esencia misma de la poesía.

Y, así, cuando leemos Fosfenos comprobamos que, a partir de unos cuantos hilos luminosos se va tejiendo un poemario que se plantea en la naturaleza armónica y va cobrando intensidad conforme avanza la obra hasta llegar a un éxtasis final donde las ráfagas de obsesiones consiguen posarse y descansar, de nuevo, en la esquina del verso. Allí temor y temblor se agitan en calma y, posiblemente, se materializa el regreso final a la viña de los ancestros, cuyo espejismo camina como una sombra fiel desde el comienzo de la obra: "Frente a ti, la vid de la poesía y su sabor".

 

Enrique Villagrasa, Fosfenos, Madrid, Huerga y Fierro, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Estela Puyuelo

Recordando a Samuel Beckett

18 de diciembre de 2024 14:29:32 CET

En lo más profundo de la mente humana, más allá de los museos, la ciencia-ficción, Stephen King o el teatro pánico, ahí, donde los avatares pelean contra la pulsión del detalle, se encuentra el recuerdo de Samuel Beckett. Premio Nobel, irlandés afincado en París, humano hermético… del que Jorge Carrión en el texto y Javier Olivares en la ilustración, realizan un friso vital y creativo en esta novela gráfica, Samuel & Beckett, editada por Salamandra. Una obra profunda, que recorre no solo las andanzas del autor dublinés, también es un esbozo intrépido y compacto de la historia social y cultural de la Europa de entreguerras, del territorio que resiste a dejar de ser la cuna formativa de los movimientos de vanguardia, a pesar de los tiros, la tristeza y el hambre. Beckett, que nacerá con la primera de las contiendas, fallece con el desgraciado estreno de la masacre balcánica. El dolor de las trincheras, la liberación pop, la contracultura: será Beckett capaz de intuir la patafísica y servir de inspiración de la no-wave de Birthday Party. Palabras mayores, no excluyentes, por otro lado, de una autoridad intelectual que le permite ser tratado de igual a igual con autores como su amigo James Joyce o el argentino Jorge Luis Borges. Samuel Beckett, desde la portada del libro, parece la emanación pura de la toxicidad beatnik, con ese rostro pop que nos recuerda al vidrio de amarillo láudano de William Burroughs o se construye, mimético y circular, en sus gafas John Lennon, en sus gafas Fernando Arrabal. Sin querer ser simplista, Olivares capta su aura entre maldito y tecnócrata para demostrarnos, desde la misma presentación, un espíritu atrapado en una existencia atávica, esquemática en sentimientos y reacciones. La estructura de la obra, con una doble página de color amarillo viscoso, apagado mate de película radioactiva, agrio, sirve de introducción a las viñetas en negro profundo, negro variado, algún blanco de amor, dinero y esperanza. Narración lineal que va desde el año 1906, en Dublín, con su hermano, su madre (de la que no escapará nunca, metafórica y, según Carl Jung, prácticamente de manera biológica) y su padre, importante bastión estructural de su biografía. El padre, con los libros de John Milton, paseante en la delicada formación de la ciudad, se ofusca en la pléyade de alcohol y patata con la que la capital irlandesa acabará expulsando a sus hijos. Mapas que, por el orden trazado, más que mapas son planos. Se trata pues de “Una cerradura complicada que no se puede abrir con una llave sencilla”. El masaje del disparate, la lírica austera de las imágenes, un autor que hace de la ausencia una presencia. Así, sin dios, sin ley, sin sentido, se adentra en las ideas del que será su teatro, pleno de arenas postapocalípticos, de desiertos abandonados devorados por la gangrena. En su miopía de desconsuelo busca París como guía, allí tendremos a James Joyce acompañando su formación definitiva hacia la literatura. Sombras para la belleza en forma de la hija de Joyce y un intento de asesinato que sería encarnación del absurdo futuro. La voz del alcohol y la madrugada del autor de ‘Dublineses’ que lo rodea: “Posiblemente todos los caminos sean equivocados, pero debes encontrar el camino equivocado que te conviene”. Carl Jung, del que he escrito al principio, le permite introducirse en la ‘Teoría del hombre retenido’, atrapado en el interior del vientre materno, el hombre atrapado, que no ha nacido todavía. Resolviendo, en parte, algunas de las incógnitas que le atan emocionalmente. Un esquema de acción ante la luz y el fuego, el aviso de una Alemania que arde y el combustible son el arte y la libertada. La ruptura de los espejos, una especie de muestrario de enfermos monstruos que no desean contemplarse, una distancia de absolutos. El amor, que es como un juego de naipes, en el que no sabes qué cartas te van a tocar ni cómo son las reglas. Tal vez en París, con su baraja francesa y el alimento de una Peggy Guggenheim que aparece con invitada especial. Ojos de glamour, el intento de asesinato, la cuchilla cubierta de luz de farola del proxeneta que hace que la herida le lata en el pecho como un segundo corazón (o el músculo quiera huir a través de la rendija).  París, el París ocupado, su ingreso en la resistencia, papel y tinta. Uno, lector, se ve abocado a repasar la Teoría de Grafos para entender las raíces, los vértices y las posibilidades. Personajes decadentes que lo rodean y que acabarán siendo el alimento perfecto para su obra. Miniaturas que se iluminan con el fuego de un cigarrillo. Una pieza del ajedrez que cae, intelectual de manos agarrotadas, incapaz de atrapar la herramienta que lo alimente a él y a su mujer Suzanne. Personajes que se ahogan en las distintas bilis del hombre, esperan su papel mínimo en las obras que los mantengan como avatares de la eternidad. Acrónimos que sostienen el apellido, como permutaciones con y sin repetición de un personaje, 'Molloy', capaz de airear su miseria, los dos esperando en un lugar que se define por la ausencia. La misma que la del autor en el estreno de ‘Esperando a Godot’ en el teatro de babilonia. La prensa es un aplauso y, luego, permítanme esta veleidad nada objetiva, detenerse en la magna ‘Final de partida’, una de mis obras favoritas, con los reyes en toneles, la arena que lo cubre todo como el polvo del apocalipsis, los prismáticos para buscar restos de una revuelta que no tuvo éxito. La inyección del Rey, la morfina y el algodón. Junto a 'Fando y Lis' de Fernando Arrabal o 'A puerta cerrada' de Jean Paul Sartre, el dibujo introductorio de los autores avisa, tras el amarillo, el símbolo claro de peligro radioactivo. La parte más nutritiva es, sin duda, la que abordan Olivares y Carrión tras el éxito teatral, buceando en la pasión de Samuel Beckett por las formas de expresión audiovisuales, cristalizando en la radio, con sus teatros leídos para BBC y el encuentro con Buster Keaton para rodar FILM. Keaton, con sus pantalones de jubilado, subidos muy por encima de la cintura, remueve el sueño de la América de pastel de manzana y unifamiliares. No entiendo nada, confiesa, sin rumor, el actor de cine mudo. Un partido de béisbol, una partida de cartas terminada porque todos los participantes han fallecido. Aún en su estancia en Brooklyn, durante el rodaje, Beckett encontrará una extraña paz en el diseño urbano, euclídeo y racional de la ciudad, sin olvidar, ni por un momento, que Europa, todavía de pie, colecciona cicatrices muy profundas, igual que los Estados Unidos hacen con sus conflictos perdidos. El Premio Nobel, los ideales, la degradación y la búsqueda del perdón: “¿Me permitirá mi obra que vuelva ella después de esto?”. Dos fechas, 1977, el último año de Eddy Merckx en el ciclismo, la entrevista de Charles Juniet, el boxeo, la cultura popular, se suceden frente a él las trivialidades que regala la paz. Pero, con una obra de teatro de un minuto, él se conforma con escuchar. Todas las cosas son importantes. La segunda, 1989. Beckett, tras la muerte de sus padres y su esposa, es el último de la fiesta, el que le toca bailar con la muerte. ¿Sigue el público contemplando el escenario? ¿Está Samuel Beckett dentro de ellos? ¿O del vientre de su madre? Los símbolos, sus símbolos, son poderosos, no se puede atrapar, su rostro se filtra en las paredes de ladrillo y él se expande, sin posibilidad de extirpar su presencia de nosotros, sus lectores, pero también de Europa, la Europa que lo alimentó de leche agria y cinismo hasta que lo hizo parte de su interior, de su material genético. Nadie podrá ahora impedir su salida. Fundido a negro. Volver a la vida con la excusa de la muerte del genio.

 

Javier Olivares y Jorge Carrión, Samuel & Beckett, Barcelona, Salamandra, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Esta entrega de uno de nuestros maestros en el cuento corto es un anecdotario literario, un herbolario más bien, semillero donde todo se conduce en una o dos páginas como máximo. Esa idea de recopilación de muestras aparece, incluso, en alguna de las imágenes que acompañan las páginas. Muestras que parecen esperar ser regadas, desarrolladas como una propuesta. De ahí la idea de falsa recopilación de ideas y muestras obtenidas en un taller de escritura creativa que nunca se realizó. José María Merino nos ofrece una sucesión de muestras, un breviario que, como aperitivos, puede no llegar a saciar, pero deja las papilas gustativas dispuestas. 

La sucesión de temas, aparentemente heterogénea, acaba tiendo un hilo conductor, unos hitos obsesivos a los que José María Merino vuelve una y otra vez. El paso del tiempo, el recuerdo de la infancia, los juegos de personajes (con afecto hacia el doppelganger, en la onda del cuento canónico argentino, de Jorge Luis Borges a Manuel Mújica Martínez), con su proceso de suplantación, el alter ego, un amigo, finalmente, de cultivo de un jardín con cientos de senderos que se bifurcan, o la escritura sobre la escritura, con guiños hacia Roberto Bolaño o Enrique Vila-Matas, con ese deseo expreso de situar los textos en un entorno de escritores, de premios, novelas inacabadas y editoriales. Un microcosmos que acaba, desde el clasicismo británico, a un lixiviado que incluye las andanzas de Julio Cortázar o Alejandro Bioy Casares. Nos encontramos muestras de inocente ciencia-ficción científica, una enorme cantidad de cuentos referidos a los sueños y sus respectivas derivaciones (este tejido en el que tan cómodos se encuentran los recuerdos y los muertos, una cita: «Los sueños son anteriores al lenguaje articulado»), anécdotas de lo cotidiano, que en una breve explosión, mutan hacia el absurdo, incluyendo chispas de oscuros manejos de aroma Beckeriano (Samuel, entiéndase). Un autor atrapado en la ciudad postmoderno y buscando siempre, el juego de la investigación y la contemplación de lo humano. Una ciudad dentro de la ciudad, una ciudad sumergida al modo del Madrid de Emilio Carrere, llena de aparecidos, con encuentros en calles, mujeres imposibles, caminantes sin nombre, vidas atrapadas en la enfermedad y la vejez. 

Entre esos hitos, esos islotes que ofrecen una coherencia en el discurrir del libro, está, sin duda, el mar. Un símbolo pleno que permite al autor y sus personajes identificarse con el infinito (el náufrago y sus tiempos), el misterio (cualquier cosa está permitida cuando se pierde la línea de tierra, pregunten a William Hope Hodgson), la obsesión entomológica (como parte de una tradición kafkiana, lógicamente), atrapados entre libros imposibles, casas viejas y polvo acumulado, que no deja de ser parte de ese tiempo perdido. 

Aparte del mar, que abarca y recoge, que es escenario y personaje, es inevitable destacar el interés del autor por la Inteligencia Artificial y Chat GPT, elementos ambos que aparecen en la parte final del libro, una y otra vez, de muy distintas maneras, pero todas con ese extrañismo porteño que, como diría César Aira, terminará con el nacimiento de los cuentos que se escriben solos. La multiplicidad de las historias artificiales como arenas de un desierto cibernético. Aquí encontraríamos algunas de las idas más recientes de autores renovados y renovadores como Jorge Carrión y, especialmente, Vicente Luis Mora. Un lejano futuro que traerá el pasado (con una referencia pop al ‘Planeta de los simios’ que hará las delicias de los amantes de la ciencia ficción clásica como es mi caso). Pero de ahí hacia El Quijote, con pequeñas burbujas que ponen en nuestra boca las posibilidades de la imaginación, más Stanislaw Lem que Philip K. Dick, incluyendo narrativas de asesinos virtuales, de cuentos artificiales premiados, de un mundo literario que sobrevive entre un éxito pasado y un abismo presente. 

No hacen falta muchas páginas, como he escrito al principio, para sembrar la inquietud para el lector. La penicilina de una literatura infectada de maquinaria serán, de nuevo, los sueños («Los sueños pueden tener esa asombrosa marea de verosimilitud») y el mar. Forasteros que se mueve entre la frágil tela de la realidad, siempre más liviana en el cuento que en la novela, así que, entre delirios gatunos e interpretación de los mundos paralelos, podemos bracear de la playa hacia el océano, como un avatar clásico, de niebla y accidente, de relación entre personaje y autor divinizado (Miguel de Unamuno pero también Grant Morrison) que acaba con el exabrupto de un lienzo en blanco. El cierre, que se percibe casi desde que uno se adentra en las primeras páginas, está centrado en el paso del tiempo, en la relación del autor con su edad, con ese señor que agarra a una mujer, confundiéndola con su esposa, los insertos clínicos, el futuro de cuidados paliativos, el abuelo Telmo, que acabará siendo compañero en la interpretación de ‘El día que me quieras’, ambos igualados por el final de la partida: «Debo salir de este siniestro sueño y cuando parece que el sueño se va difuminando, entro en una plácida, sólida, oscuridad». Final de partida, final de pasillo, un náufrago olvidado. El despertar (o no) del sueño último: «Sigo soñando, pienso, a ver si despierto de una vez. Sin comprender que, esta vez, ya no despertaré». Una obra de madurez, trufada de pistas y semillas, como he comentado al principio, pequeñas ofrendas, guías que, al germinar en el lector, lo llevarán a otros lugares de disfrute. ¿Un libro para escritores? Sin duda. En pequeños capítulos que tienden a la contundencia dentro de su brevedad. Un libro que permite sembrar en el lector la pasión por la vida. Porque leer es vivir y viceversa.

 

José María Merino, Yo y yo en breve, Madrid, Alfaguara, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

La erudición utópica

10 de diciembre de 2024 12:12:06 CET

La artística mexicana Teresa Margolles señala mediante su obra la realidad de violencia que la rodea. O dicho de otro modo: “¿De qué otra cosa voy a hablar?” Esa realidad mexicana es de la que ni puede ni quiere desligarse su compatriota, Jorge Volpi. Y qué mejor manera de hacerlo que dedicar cuatro años de escritura y casi una vida a crear una historia de la ficción. Ficción viene del latín fingere que no quiere decir fingir, sino modelar. Y para el autor, la realidad es como la arcilla.

La invención de las cosas es el altar al que ha querido acercarse Volpi aún a sabiendas de que en su ascensión gracias al empeño, podía quemarse las alas. No lo ha hecho, todo lo contrario. Ha entregado un volumen único con todo el compendio que nadie, hasta ahora, se había atrevido a realizar. Ocho libros de ocho invenciones, con diálogos intercalados del bicho, deriva del Gregorio Samsa kafkiano, y de Felice, la eterna pareja y no del autor checo. Estructura muy sólida a la que cubre un falso prólogo y otro a modo de epílogo que hacen de corolario a esta aventura vital de la que Volpi sale vivo y bien imprimado. Lo hace porque se ha valido de todas las ramas del saber. La científica, con sus postulados; la filosofía, Volpi nunca dejará de serlo, lo sepa o no; y la literaria, quince novelas y laureles, acreditan y refrendan su trayectoria. Nadie puede enmendar la plana a su obra. Quizá por eso, se lanza a lo que no tenía obligación, sí devoción, eso que todo escritor que se precie, sabe. El escritor que no arriesga puede acabar siendo un escribano. Lejos, muy lejos, casi a la distancia de una galaxia, está ahora el mexicano con este libro que ha entregado. Con esta forma de afrontar los problemas con gran seriedad. De forma curiosa o centrípeta en ocasiones, pero dando grandes catas de realidad para explicar lo inventado. Que no deja de ser la mejor manera de explicar la realidad como trata Teresa Margolles.

Vemos vericuetos diversos, maneras de circunvalar para acabar entrando en el meollo de la historia y de las historias a través de todos los cerebros creativos que en el mundo han sido capaces de crear ficciones explicativas de lo que se ha dado. Dado el esfuerzo, la documentación avasalladora y el resultado, podemos pensar que estamos ante un libro que no existía en nuestra lengua. Un libro necesario, sobre todo para los que pensasen que ya estaba todo escrito, que se agradece poder leerlo. O de como cuando se llega al final y aparece la Cronología de la ficción, desde el principio de los tiempos a nuestro año, todos los hechos creados por la ficción, en arte, literatura, cine, música, derecho, ciencia, filosofía y más ramas que hacen comprender el enorme árbol y ramajes que ha levantado a lo largo del tiempo el mundo de la ficción. Esta cronología es el regalo imprevisto que hasta ahora nadie había brindado.

Otro motivo para acercarse, entrar y dejarse llevar por el compendio de lucidez ficcional que no busca sacar a nadie de la realidad sino asirla desde la cara b que a veces olvidamos que existe. Y hay, palpable al leerlo, un contrapeso necesario y acierto pleno del autor, en forma de historia personal, del padre y del hijo, no como detalle, sino como proceso vital de comprensión de lo que son cada uno. Un punto de realismo que mediante la ficción, adquiere el peso insustituible de lo verdaderamente cierto. No es pleonasmo, es certificación o comprobación científica si se quiere derivar, de lo que de verdad tiene la duda cuando ya no lo hace. La certeza en y de la ficción. La abrumadora capacidad de permeabilidad de Volpi hacen de este libro algo tan particular como la tierra. No se sabe si hay otra, tampoco si volveremos a tener a mano un libro así. Solo por eso ya podemos sonreír ante lo que es el esfuerzo supino del escritor. Que en un rasgo más de que es cabal, termina sabiendo cuando uno se despide. Volpi lo hace en este libro de ciertas ficciones, de la muerte de su madre y de dejar de vivir en México. Nuevo director artístico del Centro Condeduque de Madrid, nuevo ciclo vital al que ha llegado como dice al final del libro por los dones que nos concede la ficción.

 

Jorge Volpi, La invención de todas las cosas. Una historia de la ficción, 694 páginas, Madrid, Alfaguara, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Bosqued

Tres poemas de Maribel Hernández del Rincón

4 de diciembre de 2024 14:00:13 CET

Era verano.

Tu figura tras la reja era lo único cierto

que conseguí rescatar

una vez atravesado el puerto.

Las manos, tus manos, aferradas al hierro.

Los ojos punzantes

horadando rumbos invisibles en la oscuridad.

 ...Y los siento al dormir,

y cuando paseo por calles desiertas

y hay farolas reflejadas en el agua de los charcos,

y me parece que el tiempo, y la vida,

solo han sido desde siempre una ficción.

 

II

 

Y así, pulverizadas nuestras horas

junto al río.

Las circunferencias en el agua.

Hipnóticas. Delirantes.

Dejando su rastro invisible sobre la autopista

y el olvido, la fugacidad de un reflejo.

Convergiéndose, agitándose,

expandiéndose en la memoria

los espejos.

Las mil caras de las horas incontables

que anduve frente a ellos,

buscando mi rostro,

o el tuyo.

O el tuyo en el mío.

O el mío en el tuyo.

Como si mirarse allí cada verano,

fuera un punto de partida

o de inflexión

o un suicidio.

El veredicto final.

El instante irrenunciable

en el que sentirse uno o ninguno,

o saberse otro.

 

III

 

Era verano.

Y yo, perdida en el humo gris

del cigarrillo. Alargándome

hasta ese otro humo gris

desmadejado del mundo,

hablaba sola desde la ventana.

Y mis palabras caían

como hebras de lluvia.

Perpendiculares.

En el aire.

Tú. Yo. Nosotros. El tiempo.        

Tú me mirabas.

Y me mirabas sin verme.

Pero yo aún seguía ahí.

Justo detrás de todas aquellas ideas

desde las que tú

me mirabas.

El silencio. El verano. El mundo.

El silencio de los lugares tranquilos.

Los cementerios.

Escrito en Sólo Digital Turia por Maribel Hernández del Rincón

Hiperblasfemos

29 de noviembre de 2024 14:49:03 CET

Se cuenta que había en el corazón de Celtiberia un pueblo que blasfemaba hasta para darte los buenos días, no siendo eso óbice para que se proclamaran catolicosapostolicosromanos por los cuatro costados. A pesar de que el refranero (“En casa del que jura no faltará desventura”) y las autoridades les habían garantizado el apocalipsis, en aquella localidad no habían ocurrido ni más ni menos desgracias que en las del contorno. Eran muy originales en sus sacrilegios verbales, cobrando fama algunos tan singulares como “me cago en Dios, la Virgen y todos los santos y que me perdone el malnacido de san Pedro si me dejo alguno”, “me cago en la cortinilla del sagrario” (el preferido del erudito local) o “¡Viva San Blas!, que es la madre de Dios”, siendo esta la blasfemia que más sacaba de quicio al viejo cura párroco tan devoto de la Santísima Virgen.

En aquel pueblo “juraban” -que es como allí llamaban a “esa tradición tan nuestra”- hombres, mujeres, niños, ancianos y -decían- hasta perros, gatos y demás fauna doméstica; cuanto más católicos se proclamaban los vecinos, más proclives a emporcar lo sagrado; de hecho, los únicos que no juramentaban eran los dos ateos oficiales de la localidad, quienes, pese a negar lo divino, sentían su debido respeto por la religión. A esta peculiaridad blasfematoria se añadía en aquellos habitantes rurales su fama de brutos. Y para certificarlo se rememoraba aquel episodio de los dos albañiles que estaban intentando meter un espejo por una puerta y, como no cabía a lo ancho, se dispusieron a hacer una mordida lateral en ambas jambas para que así penetrase; cuando se ponían manos a la chapuza, un forastero que pasaba por ahí les indicó, con la intención de ayudarlos, que era mejor poner de canto el espejo para que cupiera. Por pasarse de listo (así argumentaron entre imprecaciones de pecado mortal ante el juez), al pobre samaritano le partieron el cráneo de un mazazo al grito de mecagüensanjuansanpedroysusputasmadresenmedio, quedando emparedado para la eternidad en la alcoba, justo al lado del vidrio que introdujeron con el método que les habían enseñado sus mayores.

La localidad tenía, según su erudito y cronista local, alcurnia de blasfema proyectada en la historia; ya los cronistas romanos mencionaron la particular tendencia de estos celtíberos a enmerdar a Lug y compañía… Aunque no se tenía constancia de esas citas clásicas, sí había una irrefutable prueba para el citado cronista: la filacteria sobre un barroco escudo nobiliario de una de las mansiones principales de la calle de Sandiós (sic): “Antes que Dios fuera Dios y los tormos fueran tormos, los Barós eran Barós y los Fornos Fornos”. Se fueron sucediendo aquí insignes personajes, cuyas hazañas y heráldicas se adornaban con escatológicas imprecaciones a lo sacro. El más celebrado entre sus paisanos era El Agapito, que estuvo dando guerra hasta 1960. Dicen que se había caído desde más de treinta metros mientras restauraban el castillo y exclamó “¡cagüen la os!, casi me mato y sin almorzar entoavía!”. Una tarde cortando leña se clavó el hacha en el pie y, tras advocar a la puta Virgen y al cornudo de san José, concluyó “¡más lo siento por la albarca”. Su hermano, Riejo el molinero, se autoproclamaba elegido de Dios con contundente razonamiento: “como ese cabrón del triangulico me ha dejado tullido, no necesito como vosotros ir a misa ni hostias para asegurarme el Paraíso”; y concluía en verso: “No voy a la iglesia / porque soy cojo. / Me voy a la taberna / poquito a poco”. Y cuando de allí regresaba a su lecho, su mujer le espetaba:

-       Parece que vienes un poco cargao

-       Por no hacer dos viajes. ¿O es que quieres que vuelva otra vez a la cantina?

Y como colofón de esa ingeniosa respuesta, cada relator añadía la jaculatoria blasfema más ocurrente, que siempre era distinta y a cuál más osada. Pero el escarnio a lo divino más sobrepasado, la ofensa más tremenda se atribuye, valga la paradoja, al tío Teodoro, quien la dejó labrada en la lápida de su tumba. Esa parte de su epitafio, según el cronista local, fue raspada por un párroco o alma piadosa y se perdió para siempre. Dicen que incluso hería la sensibilidad de sus paisanos más blasfemos. Hoy día en el cementerio solo queda incólume la parte poética de aquella mitificada epigrafía: “Oh, vosotros que pasáis, considerad si hay dolor como el nuestro”.

Don Eufemio, párroco de la villa (no se acredita ese título pero el cronista lo utilizaba), vivía desquiciado; no sabía ya cómo detener la persistente hemorragia blasfema de sus feligreses. Aprovechó la visita del obispo para que el excelentísimo y reverendísimo les censurara tan horrible vicio. En solemne sermón, con el templo atestado de fieles, el mitrado recriminó a esta grey sin ambages, afeándoles que eran el segundo pueblo que más blasfemaba de la diócesis… Como un resorte, el alcalde se levantó en la primera fila y dio un boinazo en el tablero del asiento: “me cago en el Santísimo Sacramento, mañana seremos los primeros” (advocó al Altísimo por respeto al obispo y al templo); los asistentes asintieron con murmullos y hubo alguno que incluso aplaudió. Tras esa afrenta ante su superior, don Eufemio dio por perdidos a los adultos. Y con el fin de erradicar la plaga de raíz, en las catequesis había iniciado una campaña para que las tiernas mentes infantiles asociaran la blasfemia a la excomunión y, lo que era peor, a la condena eterna. No sirvió de mucho, porque cada vez que los pequeños catequistas se equivocaban embadurnaban de estiércol sonoro todo el santoral. Por el contrario, estos asuntos hicieron que la localidad ganara celebridad entre las corrientes laicistas, apóstatas y ateas, todas ellas clandestinas en esos compases finales de la dictadura. Desde la capital acordaron hacer algún happening -entonces muy de moda- para mostrar la solidaridad con aquellos valientes vecinos; la acción, planificada con sumo sigilo y anonimato, consistía en poner un verso del célebre poeta anticlerical Ángel Guinda en el frontón: “eyaculad en el ano de Dios hasta su conversión al placer”. Los vecinos lo tomaron como una afrenta tan grave al buen nombre del pueblo y al Creador, que expulsaron a los sacrílegos activistas a garrotazos.

La paciencia de las autoridades no se colmó con este suceso, que incluso recibieron con simpatía, sino con el que vivió como protagonista un mosén recién llegado al pueblo. Tuvo aquel joven sacerdote la mala fortuna de que el término municipal fuera asolado por una sucesión de tronadas acompañadas de granizo pelotero. No se arredró el ministro del Señor, sino que proclamó solemnemente que esa plaga percutora se solucionaba procesionando a san Esteban, con tan escaso predicamento en la villa que no era villa que su efigie languidecía arrinconada en el trastero anexo a la sacristía. El intrépido clérigo la recuperó, la atavió y la hizo desfilar un domingo en nutrida comitiva. San Esteban no solo no detuvo la ira de los meteoros, sino que acrecentó rayos, truenos y el calibre de la piedra escupida por los cielos. Los parroquianos pensaron que aquel mártir lapidado era más bien un enviado del demonio y arrojaron su policromada talla por el barranco de la tía Perica coreando “ahí te pudras en el infierno y te apedreen con ascuas y tizones” junto a airadas defecaciones en el Supremo Hazedor, Cristo, santa Bárbara y buena parte de los santos y cohortes celestiales. No corrió mejor suerte el novel párroco, que fue echado al pilón al grito de “me cago en el jodido Dios que te crió y en su putísima madre, hijo de Satanás y sus diez mil barraganas”.

El asunto llegó a oídos del gobernador, que era numerario del Opus Dei. Envió, sin más dilación, a la Guardia Civil con el mandato expreso de poner orden e impedir tanto sacrilegio lenguaraz. Los números que por allí anduvieron patrullando se mostraban impotentes, porque la gente mascullaba delante de sus tricornios sacros improperios y, al no emitir sonido alguno, nadie podía ser incriminado. El asunto alcanzó al mismísimo palacio del Pardo. Lo primero que hizo el Generalísimo fue ordenar que a doña Carmen Polo no le alcanzara ni un ápice de semejante afrenta, pues podía darle un síncope al constatar que había súbditos tan impíos en su España una, grande, libre y tan católica. Franco consultó el tema postrado ante el brazo incorrupto de santa Teresa, que custodiaba en su dormitorio, mas no recibió señal alguna (nunca la había recibido); la iluminación no provino finalmente de instancias divinas, sino de su chófer, originario de un pueblo vecino al de los contumaces blasfemos: “perdone que me meta en esto, su excelencia… Le aconsejo encarecidamente que no mueva nada en ese puñetero (con perdón) villorrio; esos deslenguados son capaces de vengarse añadiendo el sagrado nombre del Caudillo, a quien el no menos Sagrado Corazón de Jesús guarde muchos lustros, al elenco de jaculatorias infames. El último que entró en esa maldita lista (se santiguó) fue el comandante de la Benemérita que se atrevió a multarlos por injuriar la religión, y ya sabrá su Excelencia, que lo sabe todo, cómo acabó el pobre servidor de la patria…”.

Franco, que dicen era prudente gobernante, metió este espinoso asunto en ese inmenso congelador burocrático donde acababan tantos otros. Los vecinos del pueblo, ahora sí, más blasfemador de España siguieron con su tónica. Hasta que llegó la democracia y con ella las libertades, que parecían salidas de una caja de Pandora con la efigie del Caudillo por tapadera. Fue entonces cuando la blasfemia fue dejando de tener ese mordiente subversivo. A medida que menguaba el fervor católico, ciscarse en lo sagrado fue perdiendo fuelle -a la vez que morbo- entre las costumbres de aquellos aldeanos hasta que prácticamente desapareció. Ese fue, según el erudito y cronista del lugar, el milagro más sonado de la democracia.

Escrito en Sólo Digital Turia por Hernán Ruiz

En qué momento la vida se bifurca, ¿existen los jardines borgianos donde las realidades son las mismas pero paralelas? ¿Es la ucronía parte de la nueva literatura? Muchas preguntas y, por el medio, una novela, Lo mejor del mundo de Juan Tallón, un texto donde el protagonista cruza la realidad, recibe una segunda oportunidad, encuentra un agujero de gusano que lo lleva a una dimensión alternativa. La estructura de la novela es un puzzle. Salta de las dos realidades, se mueve por la línea temporal de ambas. Mezcla la exigencia para el lector con un punto de divertimento. El protagonista, coleccionista de relaciones disfuncionales: su padre, su mujer, él mismo. Atrapado por un apellido, Hitler, que representa, en una sucesión de letras, la maldad en la sociedad occidental y cabeza de ratón en la sociedad orensana, vive en México, durante un encuentro con otros empresarios, la toxicidad extrema, la violencia gratuita y lúdica, como un Patrick Bateman de Bret Easton Ellis gallego, antes de cruzar el espejo, ahora Alicia consumida por las sustancias y en el que un adiós se convierte en una forma de descontento. ¿Recuerdan las revistas sobre efectos paranormales de finales de los setenta? Esas en las que las personas, montadas en su coche, atravesaban una niebla y aparecían horas, días, meses, años en el futuro. Cuando sale del local son las 3:27 y cuando llega a la capital, 8:36. ¿Qué ha sido de ese tiempo? No importa. Existen pequeños macguffin a lo largo del texto, todos dentro del tono de humos escabrosos: una noche de juerga descontrolada y un padre solícito que cierra una puerta por accidente sobre su hijo. Antonio Hitler es hijo de empresario y director del museo provincial con nueve dedos. Las fotografías y sus marcos, una tienda con su apellido y los síntomas de una terrible enfermedad en su hija se superponen. ¿Qué sucedió en 1998 en la calle Jacinto? Huevos rotos, unos con solomillo y otros con boletos. La cocaína amarga. Las comidas de negocios. Compro, vendo, cambio. La muerte en Londres. La verdadera muerte en un accidente. El triste poder provincial de las diputaciones, cabezas de ratón en esta sociedad corrupta. Ataúdes Ourense vs. Laminados siderúrgicos Ourense. En una línea temporal, la original, su padre lo somete a la misma tortura vital que él somete a los demás y a sí mismo, un círculo de violencia, sexo y algo de cocaína. Un negocio legal pero con provocador componente sórdido, como la fabricación de ataúdes. Lo más cercano a trabajar con la muerte dentro de lo legal. Lidia, su madre, lo dejó abandonado con un bocadillo de Nocilla en la mano antes de saltar por el balcón y, desde entonces, la violencia ha crecido dentro de Antonio, Antonio Hitler, como una mala semilla. Su sexo de bienvenida, un padre que conoció a Julio Iglesias, la abuela, personaje oculto, que gotea la historia otorgándole un sentido muy concreto (no es casualidad que el comienzo de la historia sea la mujer, Elvira, yendo a la Universidad de Berlín para estudiar mecánica cuántica). Ella elige a Hitler. En una de las líneas temporales todo lo malo, en la otra, un apellido más. Incluso ligado a lo artístico y creativo. Un provocador Juan Tallo. Y eso que el taxista que lo recoge al llegar a Orense le dice: “¿Cambio, esta ciudad no cambia ni muerta”, mientras hace un giro innecesario? Ha cambiado el urbanismo que tan bien conoce Antonio. Antonio Hitler, no lo olviden. Tiene cientos de libros. Su suegra parece haber muerto de cáncer, por fin. La muerte, ya digo. La Divina comedia con sus iniciales en la primera página. Su padre le da la llave, los diarios que lleva escribiendo desde adolescente, con la idea de escribir una novela. Una cierta burla de metaliteratura, una manera de recordar que, en una dimensión paralela, también los autores dan/damos las brasas con novelas autobiográficas. En su nueva vida, en su nuevo espacio geográfico, su mujer lo quiera, personas que deberían estar muertas caminan por la calle, algunos bares siguen sirviendo sus bocadillos favoritos, hay un padre que pasa temporadas en Peñíscola, que ha sido amigo de Julio Iglesias. Que descansa. Que lo abraza. Pero toma un café con su mujer en La Ibense, que lleva quince años cerrada. ¿Pero qué es la fantasía más que un producto del señor de las pesadillas? Si lo único que quiere, su hija, no existe. Como siempre lo que no tenemos es lo que más deseamos, la mujer que odiaba le parece más atractiva. Está embarazada. El protagonista se agarra a eso para poder creer, recuperar lo único que ama de verdad. Pero no es Irene, es Marco. En esa línea temporal que parece vibrar a una frecuencia distinta se ha dejado llevar por sus deseos, por el arte, abandonando los números y las finanzas por la gestión cultural. Escribe para una de esas odiosas novelas de autoficción en las que todos acabamos. Juega con los puntos de ucronía de los que hablábamos al principio: existe Juan Tamariz, Ray Loriga es un reputado director de cine y a Stephen King le han dado el Nobel. Pero, también existen los Rolling Stones y él es un tipo oscuro, con aristas, destinado a acabar mal, con dinero manchado de sangre y en efectivo en los armarios. ¿Cuánto puede alguien sobrevivir con su aspecto, pero sin los recuerdos? Como el comienzo de Dragones y Mazmorras, perdón por la referencia de dibujos animados ochenteros, pero suena a cuando entra en el after, cuando sale del after con los mexicanos. Como todos hubiéramos hecho -somos humanos consumidores de la cultura pop y audiovisual europea-retorna al lugar donde todo cambió, la ciudad de México. Es un guiño a la magia de la capital azteca, como lo es que, en este viaje, en esta incursión de vuelta, lo acompañe un argentino tratante de libros raros. H.P. Lovecraft o Jorge Luis Borges. ¿Quizá es uno de esos jardines que se bifurcan que hemos elucubrado al comienzo del texto? Es una novela notable, que se disfruta. Exigente, eso sí, por cómo se entrelazan los escenarios y los personajes, que encuentra una segunda y una tercera lectura, sobre todo al poder encajar todas las piezas y crear tu propia visión de conjunto. Pero es valiente, es creativo, no es autocomplaciente. Aplauso para Juan Tallón.  

 

Juan Tallón, El mejor del mundo, Barcelona, Anagrama, 2024.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Voces en el gran teatro del mundo

29 de noviembre de 2024 13:17:52 CET

 

Esta pieza singular, Un tigre sin selva, de José Iniesta, me recuerda a las tragedias griegas y a Shakespeare, a Valle-Inclán y me parece un gran acierto porque funde poesía y teatro. Volvemos al origen, porque el teatro, la música que componen los actos, las escenas, los personajes, son poesía. Y asimismo los poemas que ponemos frente al mundo ¿qué son sino voces en el gran teatro del mundo? 

Es este tigre sin selva un homenaje a dos obras: Pato salvaje, de Ibsen y Máquina Hamlet, de Müller, en las que, dice el poeta, encontró clasicismo y vanguardia. Aprendió esta lección en estas obras y en las enseñanzas de Paco Zarzoso. 

La escritura ha de ser “destino y moral”, desde la gratitud. “Vuelo rasante sobre la fea realidad, entre el cielo y la tierra, rozando los espinos (…) piedra en el aire, lo que somos, cayendo al abismo” (p. 11). Así lo dice José Iniesta en un prólogo bellísimo en el que transmite su sentir sobre la vida y el arte y nos introduce al poema-tragedia que sigue. 

El teatro ha de ser moral, en el sentido más elevado del término. Ha de provocar catarsis, ha de ser ejemplar, como la Numancia de Cervantes, o San Juan, de Max Aub, o las tragedias griegas o de Shakespeare. El teatro la palabra, la poesía, “palabra esencial en el tiempo”, como decía Antonio Machado, no se deben malgastar porque son tiempo: nuestra vida. 

Un tigre sin selva es un canto a la vida. Este canto incluye la dicha, el dolor, “memoria de ciudades ardiendo junto al mar, la ceguera de Dios” (p. 12). Incluye un mundo en destrucción, un mar de plástico, glaciares que desaparecen, escenas como la de Gaza, al final del libro. Pero también somos “del sol en la montaña mágica y del aire encendido del otoño”. “Cómo amamos vivir -dice- no moriremos” (p. 12). 

En uno de los poemas de Arder en el cántico (2008), leemos: “atrévete a entonar el canto que celebra / el tránsito en el mundo. Y regala a esa nada excelsa del existir (…) las voces que nombraron (…) el prístino misterio de la felicidad”. 

Es Un tigre sin selva: teatro y poesía, poesía y teatro, sin credos ni fronteras, para que hable el silencio. Porque todo fue lo mismo: la representación, el cántico, el poema, para enaltecer el ánimo y poder adentrarse en lo secreto, en los misterios, “para nombrar lo imposible, lo sagrado” (p. 13): para abrir la puerta. Así fue todo hasta que lo desmembramos. 

El aliento trágico de este poema-teatro vibra desde el prólogo. El cuerpo del poema, dividido en dos partes, a los que se añade un epílogo, con un mismo temblor. José Iniesta ha creado una obra original, ha ido a las fuentes más remotas, al origen, a desenterrar la vida para iluminarla. 

Todos los personajes son uno solo, no existen. Y su aventura es un viaje al corazón de las tinieblas. No es un canto de esperanza: son hambre y palabras juntando los pedazos del cántaro roto de la vida. Conrad, y el cántaro roto. Todo cabe en este gran libro, tan original. 

Este poema-tragedia se ciñe a las tres partes que posee la tragedia griega: prólogo, episodios y éxodo. Está muy próximo a la tragedia clásica, a su tono elevado, a su sufrimiento, a la anagnórisis. Incluso el coro tiene su presencia en el estásimo que lleva por título “La pregunta del átomo” (p. 43), aunque el coro se siente en toda la obra al ser todos los personajes uno, al estar todas las voces en él.

La complejidad y calidad de un texto viene de su capacidad de generar sinapsis, de su riqueza connotativa. De su capacidad, también, de interpretar el dolor y la belleza de la vida, de ser para todos y de toda la humanidad.

El hombre que clama es el ser universal, como en el teatro griego o Shakesperiano; su grandeza lo convierte en arquetipo, en el que se pueden fundir todos los seres humanos. 

Llama la atención que todas las acotaciones formen parte del poema-teatro, algo que hacía Valle-Inclán, por estética, y porque las acotaciones tienen una función poética que no puede quedarse fuera del texto. Los actores y actrices han de interpretarlas. Si no es posible, una voz en off debería recitarlas. 

El metro es clásico: endecasílabos, heptasílabos, pentasílabos, alejandrinos, dotando a las dos partes del texto de ritmo musical. 

La grandeza de la aparición del viejo loco (todos los seres humanos y entre ellos, el padre muerto) (p. 20), tiene la fuerza de una tormenta en el páramo de Macbeth. 

En muchas ocasiones sentimos en diferentes obras de arte el aire rasgado por el rayo, el trueno y la lluvia impetuosa. Aquí está el tigre, en ese ambiente explosivo; lo está en la Pastoral de Beethoven; por él se ordenan los personajes de la Cena de Leonardo da Vinci. Es el principio que rige una obra de arte, la ordena, aunque esté formada por lo más dispar. 

El poeta ha incorporado a su obra el ritmo de la naturaleza, es bosque y canto de los pájaros, lluvia que salva. Y su no-personaje, todos los personajes, este ser frente al mundo, reivindica la belleza de los astros, se sabe “zozobra y tempestad”. La belleza venciendo en la batalla. Sabe que ha existido desde siempre y “entona el cántico salvaje/ de ser en la floresta / el ciervo vulnerado” (p.19). 

El ser primigenio en la cueva profunda, con su fragilidad, presto a morir, sin haber entendido nada, o sea, como nosotros. Todos los tiempos a la vez pivotan sobre este anciano de los tiempos.  Suena su voz entre la vida y la muerte. Puede cruzar los límites entre ambas. El tiempo es estático y fluido a la vez. Todas las escenas son posibles: la niña muerta, que a la vez nos increpa: el bosque que se venga. Por todo esto, por la capacidad del texto para asumir cien vidas y cien muertes, cada poema parece estar esculpido en la roca. Es piedra. Es un tigre sin selva, un fuego a quien derrota el arquero de la noche. 

Este tigre desea “la belleza del mundo al reflejarse / en el diamante vivo de otros ojos / el sol emocionado al proyectar / mi sombra / en el silencio / contra el muro” (26). 

Todos los tiempos y los seres se unen en uno. Se cumple el aserto machadiano de que hay que cantar siempre en coro, con toda la humanidad. En este poema, en el que una voz constata el horror de su pérdida, todos los seres humanos pueden alcanzar la catarsis, la purificación: “Tan solo es posesión cantar la vida” (p. 42). 

Este libro está arraigado en nuestra vida actual y en la de todos los tiempos. Las guerras y desastres son el escenario en donde nos sitúan las acotaciones. Una vez es un árbol quemado; otras, un páramo; otras, es, directamente, Gaza. El texto está anclado en todos los tiempos, porque la guerra es, por desgracia, de todos los tiempos. Los escenarios son mínimos, rotundos, y en ellos habla el universo, porque están vivos, son carga dramática, intensidad: hablan. 

La hija y el pato salvaje son los únicos inocentes, libres, en medio del horror. No existe la muerte: “fuiste (…) y lo serás, /la semilla en la tierra que florece / tras las lluvias de mayo, / la promesa del vuelo / hacia el sentido”. La hija viva: “la niña vulnerada / del amor en la luz” (p. 39). 

El poeta se sitúa en una atalaya desde la que contempla el paisaje de guerra y destrucción, la ausencia. Constata también la belleza. Es la historia del ser humano: sobrevivimos porque somos capaces de ver, de construir belleza. 

Para ser todos los seres humanos hay que transformarse, perder identidad, vivir fuera del tiempo, ser todos los tiempos. Por eso, el anciano es el padre muerto, el padre y la madre, que componen con la hija una Pietà impresionante, con la hija que ha muerto y vive al mismo tiempo. El desastre de la vida es implacable, pero la voluntad del ser humano le hace decir: “continuaré”, vivo, aunque la muerte invada todos los resquicios.   

La niña y el pato son tiempo y alma, nada tienen que ver con la barca de Caronte, ni con el Can Cerbero. La Pietà del padre la madre de piedra, con la niña en brazos, es un lamento y es también la resurrección del amor y de la libertad: “Mi sacrificio os salva, desprecia el oro sucio y las creencias” (p. 62).

El personaje, la voz que habla, vive en la incertidumbre: no sabe si es real, como tampoco puede saberlo el público. Todo es un inmenso teatro desolado. La gran metáfora del sueño y del teatro del mundo. 

Es la voz de la niña, que aparece sin el disparo en el pecho, la que suena al final. Es el bosque, es la auténtica vida, tiempo y alma.


José Iniesta, Un tigre sin selva, Sevilla, Renacimiento, 2024

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

El ombligo del mundo

29 de noviembre de 2024 12:47:35 CET

Joan Montañés (Castellón, 1965), conocido artísticamente como Xipell, es humorista gráfico e ilustrador. Desde finales de los años ochenta se dedica profesionalmente a satirizar la vida política y social en la prensa diaria: fue redactor gráfico en el periódico Levante-El Mercantil Valenciano hasta su cierre en 2019 (recopilatorios de sus colaboraciones son las publicaciones Draps de Clau, Costa de Aznar y Gaudeamus Ujitur), para pasar después a ejercer como viñetista en el Mundo-Castellón. Además de su labor periodística, ha publicado el libro de crónicas escritas Los días del trencadís, el anecdotario de memorias Examen oral d´historias, la novela La peste del azahar, la obra de teatro El concilio del arroz y los volúmenes de ilustraciones El último monoLa Panderola, el tren que volóLengua Mágica, un día al parque de las NormasViaje al país de Tombatossals y Norma al ataque. También ha sido cofundador de la revista satírica Gurb.

Su segunda incursión en el género narrativo, publicada recientemente por AdN Editorial, El viaje circular, es un juego entre realidad y ficción como proceso de creación. Xipell, como buen humorista gráfico, salta desde la observación a la imaginación, para realizar un proceso de subversión que supone un continuo trasvase de la mímesis a la diégesis.

El geógrafo francés Jean-Claude Chigot, doctor de la Sorbonne, racionalista cartesiano, inicia en 1989 un viaje-exploración por encargo del mismísimo François Mitterrand, a través del Bureau des Grands Travaux, en busca del centro del mundo, con motivo de la celebración del Bicentenario de la Revolución y con la finalidad de “certificar si nuestra civilisation continuaba siendo el faro de la humanidad”. No busca quimeras ni entelequias, nada de piedras filosofales, arcas perdidas, griales, fuentes de la eterna juventud o dorados —la crítica a las novelas enigma es evidente—, si bien casi todas acaban apareciendo en sus páginas.

Tampoco su particular aventura tiene nada de fantástico al modo de El viaje al centro de la Tierra, simple y llanamente trata de encontrar las enseñanzas del “hombre céntrico” para, con absoluto rigor científico, estudiarlas y aplicarlas con la finalidad de situar a la República en un lugar puntero —¿en el centro?— de las naciones.

Tras tres años dando la vuelta al mundo como un nuevo Phileas Fogg, se dispone a regresar a París sin haber alcanzado su objetivo, cuando la diosa Fortuna lo lleva a un almacén de cítricos en la localidad de Almenara (Castellón) y a entablar conversación con el octogenario tabernero, Virginio Bonet, experto en “mundología”, con el que se dispone a iniciar un periplo por la comarca de los petits châteaux en el viejo Citröen DS, el mítico Tiburón.

Tras ingerir como bálsamo de Fierabrás una infusión de hierbas locales, unas copas de Anís del Mono y varios españolísimos “Sol y sombra”, con un calendario ilustrado utilizado como mapa del tesoro, nuestros ebrios amigos comienzan su alucinada aventura en busca del “punto exacto con el mayor grado de armonía universal jamás conocido”. Durante el trayecto, se intercalan las visitas reales a los pueblos (Cabanes, Torreblanca, Morella, etc.) y parajes (barranco del Valltorta, Puig de la Nau, fortín de Onda, castillo de Peñíscola, etc.), plasmados por el hiperrealista y egocéntrico pintor castellonense Vidal en las doce láminas que les sirven de guía, con los recuerdos de las realizadas anteriormente por el ilustrado viajero a lo largo y ancho de este mundo examinando de manera infructuosa dictaduras, teocracias, satrapías y democracias, incluyendo a los Estados Unidos y el mismísimo Vaticano.

Mediante el cervantino recurso del manuscrito, en este caso no encontrado, sino enviado en forma de trigésimo cuarto cuaderno de bitácora al propio François Mitterrand, acompañamos a este Ignatius Reilly viajero siguiendo su retórica prosa volteriana salpimentada con grandes dosis de ironía, en la que constantemente se confunden el mito y la realidad. Si el alucinado caballero andante confundía una bacía de barbero con el Yelmo de Mambrino, nuestro personaje transmuta una gigantesca caracola fosilizada acompañada de una naranjas nável un tanto pasadas en el mítico cuerno de la abundancia y le llevan a pensar en la traducción al español del término inglés, navel, ombligo, como indicio de hallarse cerca del epicentro terrícola. De igual forma, su calenturienta imaginación racionalista interpreta literalmente la frase La millor terreta del món como una nueva señal lingüística de encontrarse en su anhelado pays axial, si bien su sanchopancista compañero le explicará que se trata de una expresión local utilizada como eslogan publicitario por unos comerciantes para vender un estupendo detergente para fregar sartenes.

Desde las primeras páginas, Xipell experimenta con el humor —sin duda el verdadero protagonista de la novela— y nos atrapa en su juego literario, con una sonrisa perenne en los labios, que en ocasiones deviene en risa, cuando no en estruendosa carcajada, participamos con sus personajes en sus delirantes andanzas. Con un estilo chestertoniano, tan paradójico como simbólico e irónico —en ocasiones corrosivo sarcasmo que se decanta del sainete al esperpento—, un tanto barroco e hiperbólico, pero fluido y directo, no exento de hilarantes cultismos y abundantes referencias mitológicas (Arcadia, Fuente de Castalia, Jardín de las Hespérides, etc.), históricas (desde los homínidos y cavernícolas, pasando por los príncipes de la iglesia, santos, templarios, cátaros, hasta militares, maquis e industriales, que ejemplifica con el esbozo de las biografías de los personajes de la zona más destacados: Benedicto XIII, Vicente Ferrer, Cabrera, Teresona, Segarra, etc.) filosóficas, cinematográficas y artísticas —no en vano el autor es licenciado en Historia del Arte—, busca siempre la complicidad del lector.

Lo más llamativo de esta novela consiste en que la transposición onírica de la realidad subvierte lo concreto para trascenderlo por medio del lenguaje y elevarlo a la categoría de símbolo cósmico —entendido como deseo y sueño— para, al final, demostrar una verdad universal, presente ya en la no menos universal obra cervantina: “En todas casas cuecen habas y, en la mía, a calderadas”. La autoironía es también otra constante y el mismo protagonista participa de las pequeñas corrupciones que observa a su alrededor sin ningún pudor. En cierto modo, la novela es una parodia amable de la propia ilustración que él representa.

¿Es El viaje circular, valga la redundancia, un libro de viajes? Desde luego, siempre entendido en el sentido decimonónico, mezcla de aventura y abundantes disertaciones de todo tipo. ¿Es una obra alegórica? Sin duda. ¿Es una novela histórica? No, pero tiene mucha historia. ¿Es literatura fantástica? Tampoco, pero es fantástica. ¿Se podría categorizar como posmoderna? Podría ser, pero qué más da, sea lo que sea el artefacto, fruto del mordaz ingenio de un afilado viñetista, funciona, esta odisea es disparatada, divertida, acida e inteligente, contiene sátira política y crítica social, local y universal (los temas son numerosos: guerras de religión, nacionalismos, megalomanías, discriminación de la mujer, especulación urbanística, ecología, etc.), humor a paladas, identidad regional y personal… hasta el punto de que yo he descubierto que mi padre nació en el país donde no funciona la brújula y que yo pasé los primeros seis meses de mi vida en el mismísimo centro de la yema del huevo sin saberlo, pero eso ya es otra historia, la de mi propio ombligo.

 

Joan Montañés Xipell, El viaje circular, Madrid, AdN, 2024

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Villalba

Una mirada diferente sobre la vida en la cárcel

27 de noviembre de 2024 09:50:17 CET

Siempre hay que felicitarse por la aparición de nuevas editoriales, caso de Sloper en 2008, y ya con una trayectoria reconocida, a la que se suma la colección de poesía Isla Elefante bajo la dirección de un poeta laureado con alguno de los premios importantes de nuestros pagos, me refiero a Ben Clark. Siempre es una garantía ese filtro de una dirección entendida, atenta a cuanto pasa en la poesía que actual y que su director contempla desde el privilegio de la Fundación  Antonio Gala. Isla Elefante es una colección pensada, al menos en principio, para autores menores de cuarenta años, que se nos hacen muy flexibles, según demuestra Jorge Barco Ingelmo (1977), autor de este Jailhouse Rock. Libro al que pocas objeciones se le pueden poner, salvo el título en inglés, un error, creo (salvo por extrañas cuestiones comerciales), cuando los poemas están escritos en el buen castellano de Salamanca, donde nació este filólogo que ejerce de funcionario de prisiones y cuya experiencia le ha valido para un libro distinto, humano, mucho, con humor y tragedia, pensativo en numerosas ocasiones.  Se me ocurren algunos títulos igual de eficaces en nuestra lengua, a la que salvamos de paso de la colonización lingüística por parte del inglés.

Jailhouse Rock, dividido en cinco partes, pero con tres fundamentales en función de la situación del preso y peligrosidad, primer, segundo y tercer grado, va reflexionando desde distintas perspectivas sobre su situación, incluida la del confinamiento en los tiempos de pandemia, “Tú que no has ido nunca a comprar el pan / ni has montado en bicicleta / ahora te vale lo que sea / con tal de pasar el menor tiempo posible / entre tus tres o cuatro o quince paredes”. Y desde ahí, desde esa puesta en el lugar del otro, del preso, va ofreciendo en el escaparate un puñado de situaciones que se producen detrás de las paredes de una cárcel. Jorge Barco las plantea desde una sensibilidad pensativa, hermosa, con un sentido del ritmo lírico, del decir y la pausa; o si prefieren, desde el buen hacer de sus mejores versos y que, acorde a los tiempos, son libres. Numerosos asuntos van filtrándose así, caso del poeta encarcelado Marcos Ana, al que una mano anónima “justo hoy que te has muerto / (…) sin que presos y funcionarios sepan por qué / han colocado una rosa”. La locura, la ausencia de cosas tan habituales como una mera bolsa de plástico que le falta a un preso italiano, pero imposible de conseguir en el economato de la prisión, el miedo a presos potencialmente peligrosos, pero llenos de preocupaciones, por la ausencia de llamadas familiares o un error en el menú, la denuncia del maltrato, van surgiendo entre otros asuntos en sus versos.

Me ha gustado especialmente la aventura de escribir un poema a base de textos de otros, ya sea de prensa El País o Europa Press, sobre situaciones de paquetes bomba que se envían a funcionarios a sus casas. Me ha recordado un tanto con lo que jugueteó la poeta María Ángeles Pérez López, salmantina de adopción, en Interferencias, a partir de versos que admira. Aquí sin embargo se construye un poema desde textos y situaciones que dialogan entre sí, en época además que el experimentalismo está de capa caída, salvo por el buen hacer María Salgado o de Lola Nieto, como punta de lanza. Dentro de ese amplio espectro de miradas, donde cabe la ternura, la solidaridad, la circunstancia de cada uno, el miedo, tiene cabida el humor, caso de unos presos expertos en robos que no saben abrir una puerta hasta que uno de ellos, al fin, abre el candado…o el horror, como el caso de “un preso que el otro día / se había rajado la barriga y se chupaba / delante de nosotros una mano / ensangrentada mientras decía / lo mucho que le gusta la sangre”. No decepcionará este Jailhouse Rock desde esta perspectiva peculiar, la de la vida en la cárcel, que a veces se hace en un curioso poema Cárcel de amor, aunque lejos del libro de Diego de San Pedro, como comprobará el lector que se aventure en una mirada diferente y en una colección que promete, por lo visto hasta ahora, dar mucho de sí.

 

Jorge Barco Ingelmo, Jailhouse Rock,  Badajoz, Isla Elefante, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Una lírica que deslumbra

12 de noviembre de 2024 09:18:28 CET

Maestro, amigo, oráculo zaragozano, viajero, Fernando Sanmartín se ha convertido en uno de los escritores fundamentales de Aragón. La variedad de su obra literaria, que abarca el dietario, la novela, el cuento corto o la poesía y su presencia en los catálogos de distintas editoriales nacionales lo convierten en un referente ineludible de las letras aragonesas. En esta nueva entrega poética, una elegante separata publicada con mimo amanuense por los Cuadernos del Mirador, con la magnífica ilustración naval de Pepe Cerdá en portada, encontramos a un Sanmartín contemplativo y errante, levemente terminal, atrapado en recuerdos de parada última, recorriendo espacios interiores e hitos paisajísticos. Me atrevo a utilizar el paralelismo con los antiguos sencillos, los singles del pop. Como adelanto. Como golosina. Quizá, más bien, sería un Extended Play, un EP de final de década: conceptuales, inmediatos, con una cohesión larval que pide ser compartida. Ya el barco inaugural, el vapor que ha escapado de del refugio transparente del vidrio, exhibe, en contra de sus hermanos mayores, de sus primos lejanos de velas bellas y trasnochadas, una picaresca lírica que deslumbra. 

Exige una mirada reparadora. Yo, que escribo mis notas sobre los libros en cuadernos sobrantes de cursos pasados, cuadros en blanco de temas y lecciones inacabadas, con una birome atemporal, de diseño industrial perfecto, una empatía hacia el poema de Sanmartín, hacia sus formas clásicas y pausadas. Como el texto que abre el libro: ¿Quién puede permitirse el lujo de perderse en Manhattan? Federico García Lorca, Enrique Morente y Leonard Cohen. Así escribe Fernando Sanmartín: “Perderse, a veces / puede ser como lavar una herida”, ¿qué había en aquella isla? ¿Piratas o náufragos? ¿Judíos ortodoxos o borrachos nigerianos? Quizá solo las huellas de los cocodrilos sobre el alquitrán de la aurora. Poeta que, al final, escribe: “Y caminé tanto / que perdí / el asombro de los túneles”. 

De Estambul al Pireo, vergonzoso lector aficionado al baloncesto europeo celebramos la ruta. Ya me disculpará el poeta Sanmartín. Los alimentos habían perdido el miedo porque los turistas llegaban con apetito, algunos, incluso, con hambre atrasada: “Cuando los cangrejos/se movían/como carruajes/encima de las rocas”. El soporífero sur de Europa, el norte de África, el Mediterráneo inexacto que anima al sueño y al olvido. Utilizo la tecnología para calcular la distancia entre Tánger y Estambul, porque no puede evitar recordar a Paul Bowles y William Burroughs − sobre todo tras el sintagma ‘Príncipe vicioso’. Son, exactamente cuatro mil ochenta y cuatro kilómetros. Casi dos días en coche. Podría haber sido otra parte, podría pensar en Mick Jagger en 1975, tiempos de Black and blue, y puede que el Estambul de Sanmartín tenga algo de azul. Y de negro, claro. 

Nos preguntamos qué himno se canta en cada una de las dos orillas, en la de Estambul o en la de Budapest. Las palabras escritas en la mano son aventureras, les gusta jugar. Parece que siempre tienen un lugar mejor donde estar, se arrastran, se olvidan, son manchas de tinta en la piel del libro. Por eso su forma de final (negro) o de frío (azul). Y pienso, claro, en la última vez que vi a Luis Eduardo Aute. Fue en la misma sala en la que estaba el poeta Fernando Sanmartín, aunque quizá él solo tenga el recuerdo de la distancia amable que mantiene con el mundo. En aquel lugar, con el poeta Gabriel Sopeña, Luis Eduardo Aute me firmó unos discos, un ejemplar de Fuga, un ejemplar de Rito: “O iniciando, quizá / sin saberlo, / inconsciente / los ritos de la fuga”. Cierra el poema, cierra la vida, el cielo protector, la compañía de José Manuel Caballero Bonald, la canción Hafa café del disco Slowly de Luis Eduardo Aute. 

Estoy sentado en una guardia de aula. Es viernes, última hora. Mis alumnos, en realidad, los alumnos de otro, se afanan con sus tareas de inglés. Yo leo y escribo esta reseña. El aula minúscula ha hecho un hueco al silencio y el silencio es un elemento fundamental en las canciones de Kiev cuando nieva, en la pintura de Pepe Cerdá, en los poemas de Fernando Sanmartín. Y así: “El silencio / es un suburbio / en el que muchachos terribles / tiran piedras / a un oso ciego”. Y suspiro, atrapado en la evocación y el mutismo reinante. Y sigo leyendo y escribiendo, en un quiero y no puedo, en un cuaderno que, más que dejarnos ir, nos devora: “Quiero ser linterna en la noche/para meter dos cicatrices en una bolsa de basura”. 

Turín, como antes Estambul, como siempre París. París, se diga a o no, París es un poema que no necesita ser nombrado, al menos en uno libro de Fernando Sanmartín. En Turín hay una bestia señorial y ancianos que nos regalan consejos como solo pueden hacer las personas mayores. Si tanto llovía las huellas de Ernest Hemingway debieron haberse borrado del poema. En Turín, donde solo pueden ganar Francesco y Giuseppe, Gino y Fausto o Claudio y Gianni, en Turín es por eso que son dos ancianos los que querían indicar algo al poeta Sanmartín. Los ancianos que van, bajo la lluvia, en parejas. Solo de lo perdido Marco, quizá Vincenzo. El elegante Felice. Pero ellos, ellos son nombres que debemos olvida: “Obedecía a los laberintos / aparté mi confusión de perseguido / y memoricé tu nombre / antes de borrarlo / como esa indicación que reciben los espías de quemar una evidencia”. 

Poeta de aplicación general, como esos antibióticos de amplio espectro que se le administran a los enfermos de males ciegos, en tiempos de muerte del padre, de terribles ausencias de amigos, en sus llamadas de primera hora, Fernando Sanmartín (padre biológico y padre no venal), confiesa que, como todos, acumulamos el alcohol, las pinturas y la ropa de nuestros padres como marte de una captura en ámbar, de una eternidad en forma de memoria. Escribe: “En este poema no hay ruido/ y sí mucha intemperie/porque la memoria es un idioma/que me produce insomnio”. Orfidal de todos los santos, hijos de Lee Marvin o de militares lectores del ABC. En este Mediterráneo de amistad y plenilunio, Fernando Sanmartín monta en la misma embarcación que nos salvará, más allá de Sirualas o la playa de los Capellanes. Ya no hay señal: “Es la hora/de borrar los errores”.

 

 

Fernando Sanmartín, Archivo fotográfico, Úbeda, Cuadernos El Mirador, 2024)

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

La muerte secreta de las plantas

31 de octubre de 2024 10:30:24 CET

Atardece, y por la calle principal resuenan unos golpes secos, acompasados, recuerdan el repiqueteo indolente de los obreros después de una jornada de trabajo que se alarga sin objetivo; recuerdan cuando se construía el pueblo dentro del pueblo, como si a todos les hiciera ilusión ser la nueva ciudad dormitorio de la capital, aunque fuera capital de provincia. Y de repente el parón. Parece que nadie lo vio venir desde su rinconcito de prosperidad; pero se acabaron las obras, no hay futuro, y Doña Elvira es la única novedad que ha llegado al pueblo.

El eco de los golpes, igual que las sombras en el suelo, se hace cada vez más nítido, más contundente. Las vecinas le abren paso con discreción, y luego se arremolinan, muy juntas, y chismorrean: «Ya está aquí Doña Erguida.» Camina trabajosamente pero muy digna en sus tacones negros, ya gastados, cada vez más llenos por la carne que se le agolpa en las pantorrillas. Ella sabe que la miran de reojo y las vecinas se preguntan por qué elegiría precisamente su pueblo para apartarse de las cámaras —de las miradas no, de eso, nunca—, y cómo consigue mantener ese porte rotundo, ese recogido tan blanco como tieso. Pero al cruzar por la farmacia, le parece ver cómo alguien tuerce una sonrisa cuando la ven pasar de impecable blanco y negro: «Pues yo, ya no la veo tan erguida».

Doña Elvira ya ha absorbido suficiente luz del sol; siente que ha terminado su fotosíntesis, que es hora de volver. Y camina hacia casa con más ganas que otros días, aunque más despacio, porque hoy se encuentra cansada, incómoda en esos zapatos tan altos. Así que, sin dar un taconazo fuera del barrio caro, y antes de que la noche se cierre del todo, llega a su vivienda unifamiliar, unipersonal, encajonada como una cuña entre los pisos nuevos. La casa de piedra parece un error de cálculo al que pusieron el tejado demasiado pronto, con las dos ventanas enrejadas siempre a cal y canto, dos ojos que no quieren mirar hacia afuera.

Igual que ayer, igual que el día anterior, nada más abrir la puerta la reciben los cactus y las rosas de invierno; la ven abrir el buzón y pasar las hojas de publicidad una a una, hasta que vuelve a la primera. Con la propaganda en la mano, se queda apoyada en la barandilla de forja al pie de las escaleras y, unos segundos después, empieza a subir pesadamente. A lo largo de la pared, van escalando las cintas, y sus hojas, alargadas como lanzas, la envuelven con un apego selvático, tan irreal como su “casa para uno” entre los bloques de pisos.

Dentro de su escondite, ficus, alocasias, filodendros, trepan unos sobre otros, se empeñan en crecer sin miramientos, sin respeto por el tiempo muerto que los rodea. Después de casi un año de refugio, Doña Elvira apenas llega a abrir el armario de las infusiones, alargando el brazo por encima de las chefleras, que ya son más altas que ella; los tallos rectos, las hojas fuertes. En aquella cocina, blanca y holgada, las plantas le devuelven una chispa de luz, cumpliendo un pacto breve, desproporcionado. Aunque bien mirado, estaban más lustrosas cuando les quitaba el polvo con un pincel. Se ha vuelto rácana hasta con el agua, y ellas se han puesto de un verde mate, gastado.

Con la taza llena de té de Ceilán, Doña Elvira entra en su habitación y se sienta frente a la cómoda. Después de quitarse los zapatos, se palpa las piernas hinchadas, igual que un jinete acaricia a un caballo fatigado, mientras se mira en el espejo por encima de las hojas anaranjadas de las clivias. Con lo que le costó atreverse a dejar que las plantas entraran en su dormitorio. Había leído que envenenan el aire con dióxido de carbono, que pueden robarte el oxígeno mientras duermes; y no tenía ninguna intención de compartir el suyo. Pero unas cuántas macetas no podían ser peligrosas. Ahora piensa y mira las clivias, las drácenas, que se levantan orgullosas, guardianas de sus fotos en blanco y negro, aunque en realidad ya empiezan a taparlas con un abanico verde y rojizo: ahí está Doña Elvira enmarcada en primer plano con su traje de gala, rodeada de la flor y nata de otra generación; y al lado, a la salida del Teatro Principal, con un hombre muy alto, moreno, que la coge de la cintura. Ella se vuelve hacia él con unos ojos que llevan mirándolo más de cuarenta años; cuando era Elvira de Jaén, cuando era otra. Así aparece en las fotos, detenida en aquel tiempo en que apenas tenían que girarse para verla pasar, porque ella era el objetivo de las cámaras, el fondo de las pantallas en blanco y negro. Después, con el color, llegaron otras caras, otros repertorios, nunca el suyo. La idea le hace sonreír, lo cierto es que empezaba a cansarse hasta de miradas; y la sonrisa le amontona las arrugas, que acuden como las ondas que provoca una piedra al caer al agua. Rebotando de una década a otra, hojea los álbumes de fotos hasta que le vence la fatiga. Entonces cierra de golpe el álbum. Queda en el aire un olor seco, a papel viejo a punto de resquebrajarse, de tan deformado por el peso de los recuerdos uno encima del otro, por las imágenes de un tiempo que ya no es suyo.

Se dirige al armario, y empieza a apartar abrigos, vestidos de otras temporadas, buscando entre las perchas. ¡Ahí está su traje de gala! Bajo una funda porosa color beige y un chal a juego: el mismo diseño de una pieza que marcaba su cintura en aquellas fotos sin color. El fondo, granate, con rosas amarillas bordadas. El tejido, delicado, granuloso al tacto; el encaje es casi el único testigo de otra manera de trabajar. Doña Elvira echa una mirada a su alrededor: la lámpara de araña, que cubre la habitación mientras las bombillas se siguen fundiendo de una en una; las paredes, de un blanco deslucido. Junto al espejo, repara en la taza de té, quizá demasiado exótico, demasiado frío ya. Tampoco tiene hambre. Su apetito prodigioso también pertenece al pasado, a los días de festejos, cuando devoraba hombres y mujeres, dulce y amargo por igual. Ahora sólo quiere tumbarse y descansar. Así que rodea la cama y cierra también las ventanas que dan a la parte trasera de la casa. Pero aún le queda una cosa por hacer.

Deja el vestido estirado cuidadosamente sobre la cama, deslumbrada como si lo viera por primera vez, y se va quitando la ropa, dejándola por el suelo con indiferencia. Vuelve a la cómoda y abre el último cajón. De allí saca la ropa interior a juego que no usa hace décadas; y luego se dispone a meterse dentro del vestido. Despacio. Primero el recogido, que ya empieza a desarmarse. La tela se atasca antes del cuello y se queda ahí colgando, como pétalos desordenados que la van cubriendo. Doña Elvira se ve medio encorvada en el espejo. Los brazos suspendidos parecen ramas mal podadas, sarmientos temblones que agita una brisa helada. Hasta que consigue incorporarse y, poco a poco, se recompone y va arreglando los obstáculos, dando tirones para ajustar el vestido desde la falda. Pausadamente, acaba de estirar la tela y se ciñe un lazo, los dedos lentos, hinchados.

Cuando Doña Elvira vuelve a sentarse en la cama, su sonrisa sigue arrugada, intacta. Se pone el chal sobre los hombros y, para terminar la función, se calza los tacones negros. Se tumba sigilosamente, y alisa la cubierta con las manos, exhausta. En cuestión de minutos, Doña Elvira vuelve a ser esa foto en blanco y negro, vuelve a ser otra. Sin esfuerzo, reproduce el compás de sus plantas y expulsa dióxido de carbono.

Cintas, drácenas, clivias, todas siguieron respirando algún tiempo más que ella; racionando, mendigando la luz que se colaba por los postigos. Las chefleras fueron las primeras en secarse, en consumirse poco a poco mientras dejaban caer las flores una a una. Las drácenas se acabaron arrugando hasta parecer ancianos milenarios. Los ficus empezaron a amarillear; fueron encorvándose casi desde el techo, y se pusieron a tirar hojas como un globo que suelta lastre a la desesperada. Pero ya era tarde. Las cintas fueron las últimas en morir, cuando se les acabó el agua que habían ido almacenando en las raíces, retorcidas en la tierra de su maceta igual que dedos deformados por la artrosis.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por J. M. García Esteban

 

La monografía dedicada al artista y pedagogo Luis Torres Pastor (Rubielos de Mora, Teruel, 1913--Valencia, 2013) ha sido fruto de una estrecha, deseada y consciente colaboración, entre sus tres autores --Francesc Miralles Bofarull (Tarragona, 1940), Ricardo García Prats (Puertomingalvo, 1947) y Martín Domínguez Romero (Madrid,1966)-- además de contar con el oportuno y decisivo respaldo de su tierra chica y la constancia visceral de su incansable hija, pintora y grabadora, la conocida Rosa Torres Molina (Valencia, 1948), cuya admiración y afecto sostenido, por su padre, se han convertido, sin duda, en la clave eficaz y el determinante motor de esta esperada, oportuna y justa publicación. Era imprescindible, sin duda, recordar y rescatar del olvido su trayectoria artística y vital.

He especificado, conscientemente, los roles de artista y pedagogo, al matizar el alcance de la biografía, porque, en este caso, como en otros muchos, se trata de dos vertientes fundamentales y estrechamente co-implicadas, en el desarrollo de la trayectoria vital y profesional, del autor estudiado, siempre vinculadas, ambas facetas, tanto a la docencia de las artes plásticas, como al ejercicio investigador de la creación artística, funcionalmente incorporadas, además, de forma directa, a sus entreveradas tareas como dibujante, pintor y escultor.

Como en tantas otras circunstancias históricas familiares --paralelas y similares, abundantes en tantos periodos anteriores y actuales-- los padres de Luis Torres Pastor, buscando un mejor marco de sobrevivencia, para su linaje numeroso (siete hijos), en calidad de migrantes interiores –en aquellos tiempos tan duros como difíciles-- se trasladaron de Rubielos de Mora a la ciudad de Valencia, siendo el mismo Luis --nuestro protagonista, en esta específica historia-- solo un niño.

Este cambio radical de contexto sociocultural posibilitaría, más tarde, que el muchacho pudiese matricularse, con plenas e ilusionadas aspiraciones, en la Escuela de Artes y Oficios, como fase inicial, versátilmente preparatoria y capacitante de cara a sus deseos, y que luego, como veremos, asimismo --siendo habitual y aconsejable, dado su caso-- pasase a estudiar, complementariamente, ya más tarde, en la posguerra, alguno de los niveles superiores, organizados en los Planes de Estudios vigentes, en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Carlos (donde oficialmente se impartían especialidades de Dibujo, Grabado, Pintura y Escultura).

Pero en tal intervalo cronológico, como es bien sabido, estas generaciones vieron interrumpidos sus proyectos personales, dramáticamente, por el estallido del Golpe Militar de 1936, contra el Gobierno Republicano. (Incluso en la propia monografía se habla, sin tapujos, de “generaciones fracasadas”, debido, testimonialmente, a la distancia existente, entre los previos deseos perseguidos históricamente y sus efectivas consecuencias posteriores, convertidas, al fin y al cabo, en funcionales salidas adaptadas y/o logros personales, transformados por la realidad circundante).

De hecho, llegado el momento y por la edad cumplida, Torres Pastor fue reclutado y movilizado, desde Valencia, en aquel trienio bélico, participando directamente en el llamado frente de Teruel, del que acabó desertando, quizás muy consciente del doble drama que, efectivamente, por una parte se estaba viviendo y además, por otra, se aproximaba: tanto en relación con los concretos resultados bélicos, dado el marcado decurso de la contienda, como por lo que se fraguaba, de cara a la radicalidad del período posterior, con la implantación de la dilatada dictadura.

Tras los cursos iniciales, realizados en El Carmen, donde recibió las bases técnicas pertinentes en dibujo, pintura y estampación, prefirió, el joven Luis Torres, por decisión propia, especializarse en escultura, en plena década de los cuarenta, ámbito por el que se había sentido sumamente atraído, siempre, en este período de formación. Quizás una especialidad más costosa (en el doble sentido de trabajosa y de más cara) precisamente por los precios de origen de los diversos materiales utilizados.

Es sabido que sus profesores --José Capuz (Valencia, 1884-Madrid, 1964) y Carmelo Vicent (Valencia, 1890-1957) entre otros-- valoraron debidamente sus estudios, preparación y prácticas escultóricas, como se nos informa en la monografía, por las noticias recibidas, a través de sus memorias, documentos y entrevistas disponibles. Contó Torres Pastor con compañeros generacionales como Esteve Edo (Valencia, 1917-2015), Carmelo Pastor (Valencia 1924-1966) o Amadeo Gabino (Valencia, 1922-Madrid, 2004).

Ya entonces --como también en la actualidad-- al finalizar los estudios de Bellas Artes, era y sigue siendo habitual toparse con una especie de dualidad electiva, frente a la realidad sociocultural y económica exterior: o bien intentar asegurarse una plaza docente de las materias estudiadas, opositando a funcionario del estado; o bien aventurarse a montar un atelier y producir obra para el posible mercado artístico circundante. Incluso se ha venido dando históricamente y sigue propiciándose la versión híbrida de ambas opciones, a caballo entre la actividad del taller y la docencia paralela. O, incluso, alternativamente, también, se mantiene un trabajo exterior de sobrevivencia, al margen de la pasión artística pertinente.

Torres Pastor, cursada su formación en la Escuela de Bellas Artes, se casaba con Leonor Molina (de Mosqueruela), en el año 1946, joven residente en Valencia y atraída por los estudios del diseño de moda. En pocos años construyen su familia y se dan cuenta de la complejidad vital a la que se enfrentan, laboralmente.

En aquel contexto, pronto Luis Torres toma nota, por experiencia directa, de la dificultad que iba a comportar, para él, vivir de la escultura, que era y seguía siendo su pasión ya que no había menguado aquella radicalidad vocacional, inicialmente preferente, en su entrega al mundo del arte. En tal sentido, incluso había ya acudido, en esa época, forzando posibilidades, a la ayuda de un trabajo complementario y exterior, como refuerzo, (industria del mueble) y, con ese bagaje de contrastes, asume la decisión definitiva, bien meditada, de preparar las oposiciones a una plaza de profesor de Dibujo de Enseñanzas Medias, como tantos otros compañeros de promoción.

Efectivamente, un tiempo después, ya con su título bajo el brazo de Profesor Adjunto de Dibujo y de acuerdo con su cualificación, se le asigna una plaza entre las disponibles, en el marco de las Enseñanzas Medias, en la geografía nacional, concretamente se convierte en el titular de esa docencia, en el Instituto de Llodio (Álava). En consecuencia, tuvo que poner rumbo, con su nueva familia, hacia el País Vasco (1952). De hecho, en ese activo y acumulativo ínterin vital, de decisiones, trabajo, sobrevivencia y estudio, Luis Torres con Leonor Molina habían tenido dos hijas (Rosa y Luisa).

Años más tarde, por referirnos globalmente a su trayectoria de profesor, decidiría complementar su estatus académico y económico, opositando, de nuevo, esta vez apuntando determinantemente hacia la obtención de una Cátedra de Enseñanzas Medias. Lo consiguió y consecuentemente, ya en 1980, solicitará el traslado a la ciudad valenciana de Xàtiva, donde continuó ejerciendo su especialidad pedagógica, hasta la inmediata coyuntura de su jubilación.

Comenzando por la faceta pedagógica, conviene resaltar que, a lo largo de su destino docente, Torres Pastor afianzó su marcado compromiso y creciente responsabilidad con sus tareas socioformativas. Se trataba, sobre todo, de educar estéticamente al alumnado, en paralelo al hecho de facilitarle el aprendizaje de las técnicas básicas de dibujo preceptivas, en los programas ministeriales. Se consideraba, sin duda y sobre todo, educador y maestro, habiendo dejado amplios y numerosos testimonios --tanto en Llodio (1952-1979), como en Xàtiva (1980-82)-- de su labor, prestigio, entrega y constancia profesionales. La monografía insiste, sobradamente, en esta concreta vertiente, ejemplificando el tema, incluso con abundantes declaraciones propias del artista estudiado.

En relación a su amplia y persistente actividad dibujística y pictórica, ejercitadas, históricamente, a costa del repliegue sistemático, por compensación, del cultivo de la escultura, como ya hemos apuntado –a pesar de considerarse, en sus primeras décadas y en su intimidad personal, ante todo, escultor, a radice-- se hace imprescindible analizar sosegadamente las etapas propias de la trayectoria artística de Torres Pastor, comenzando, en un primer acercamiento, a la puntualización estilística de sus rasgos más destacados y característicos, de aquella dilatada y básica época suya (1952-1984), como pueden ser, por ejemplo: su obsesión por el tratamiento del color, la constante atención temática a su entorno, la reiteración de su interés por los paisajes, así como a la vitalidad expresiva de la vida cotidiana o su intensa admiración por la pintura japonesa y el aligeramiento de las formas, junto la simplificación específica de las figuras y el cuidado de las atmósferas lumínicas o el hecho, en fin, de  ser capaz de desdibujar con plena soltura. Rasgos estos que, por cierto, predominaron, rotundamente, durante décadas en su quehacer plástico.

No en vano, diariamente pintaba en su estudio, tras el horario cumplido de las clases, como si se tratara de un deber premonitorio y generalizado, para él. De hecho, se esforzaba, periódicamente, por llevar a cabo exposiciones personales en diversos centros culturales del entorno vasco y de distintas capitales próximas, en aquellas décadas, buscando, de alguna manera, asimismo, ejemplificar la fuerza de la cultura visual del momento y fomentar el cultivo de la educación estética en los visitantes. (Habilitó, con indiscutible asiduidad, cerca de dos docenas de muestras individuales, a lo largo de su panorámica dedicación-- facilitando, de este modo una información determinante y de explicable interés, a la vez que afianzaba su prestigio y reconocimiento). En la biografía publicada se recurre, a menudo, a los documentos, críticas y comentarios en la prensa, referentes a dichas muestras personales suyas.

Muy oportuno es, igualmente, gracias a la monografía que estamos comentando, descubrir el salto estéticamente cualitativo (que se produce, entre la actividad pictórica de Torres Pastor, cultivada en el bloque de 1985 y 2004, mientras se merma, a la vez, básicamente su dedicación escultórica), giro estético que transformará sus prácticas pictóricas, iniciadas en Xàtiva y que le ocupará hasta sus postreros días, conformando un profundo reajuste, que cabría re-denominar como la atrevida propuesta de su creciente geometrización tanto del paisaje, como de las arquitecturas e incluso de las personas representadas en sus cuadros. Nunca dejó de pintar, tampoco en Valencia, cuando se interesó, de forma creciente, por las escenas de baño, yendo asiduamente a la orilla del mar, tomando notas o acudiendo, con frecuencia, asimismo, a las programadas sesiones de trabajo del Círculo de Bellas Artes de Valencia, con sus amigos y colegas.

Siempre he pensado que este interés --evidente en sus prácticas artísticas, ya en plena madurez vital-- por el ámbito estético de la geometrización y sus posibilidades significativas y formales, no fue, de hecho, algo ajeno a la influencia del lenguaje pictórico potenciado personalmente, de forma resolutiva, por su hija Rosa Torres, reconstruyendo / releyendo el paisaje, también durante décadas, en sus investigaciones incansables e impactantes, de fuerte vocación vanguardista. No se trata aquí de intentar asimilar ambos planteamientos, ni mucho menos, si no de hacer ver cómo aquellas prácticas, que contempla, no sin sorpresa, Torres Pastor, en el estudio de su hija, le permiten, efectivamente, decantarse hacia una potencialidad pictórica estructurante, que viabiliza la fuerza de la geometrización sistematizada, en las nuevas escenas, que precisamente armonizan personas y paisajes, en sus estudiadas pinturas. Conjuntos narrativos sumamente simplificados, potentes en su soltura y resueltos con colores fuertes, intensos y contrastados.

Tal fue, por cierto, la última aventura visual de Torres Pastor --capaz aún de revitalizar sus metas, hasta en su última apuesta-- quizás buscando, en cierta manera, poder asimilar, de alguna manera, creativamente, la fuerza ejemplarizante y tentadora, que, a su vez, despedían aquellos paradigmáticos paisajes, habitados, a ultranza, por la contrastada y potente geometría de Rosa Torres, aquellos que, incluso, podían llegar a destruir radicalmente, la imagen misma de la naturaleza, en su exclusivo afán de redefinirla, de nuevo, deconstruyéndola incansablemente, en su secreto / enigmático diccionario visual, constantemente puesto a prueba y renovado.    

 

Francesc Miralles et al. “Luis Torres Pastor”. Exordio, Ricardo García Prats. Epílogo, Martí Domínguez. Edita Ayuntamiento de Rubielos de Mora / Comarca Gudar-Javalambre. 2024. ISBN-978-84.09-62631-1. Depósito Legal: V-2355-2024. Impresión: Gràfiques García Besó. 71 páginas. Numerosas imágenes en color.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Román de la Calle

San Ginés de la Jara: un monasterio, un monte, un grito

24 de octubre de 2024 13:21:40 CEST

Cuando las páginas de esta novela son abiertas por primera vez, se puede vislumbrar que las palabras de Giulia Conte descubren, detrás de su velo, el rostro de una nueva gran dama de la literatura íntima en noir, asomándose muy despacio a su lector. Al comienzo, sus palabras hablan disfrazadas de récit, invocando una situación durasiana, envuelta en su visión del despertar de la conciencia de infancia en el personaje de Nathalie, afirmando que “la infancia tiene cosas terribles de las que nadie sabe. Y ya, desde pequeños, nos crecen por dentro caracteres monstruosos que, luego, con los años, se convierten en rocas que nos varan” (p. 31).

Desde este despertar, tenemos el inmenso placer de presentar a Giulia Conte. Nació en la Murcia de principios de los años sesenta, desde donde inició un eterno periplo inagotable por los paisajes y las almas de la mujer y su universo. Giulia Conte desembarcó en la literatura a través de la unión de las sensibilidades, de las almas y, por supuesto, de los cuerpos de Zaida Sánchez Terrer y de Ana Verdú Conesa. Zaida Sánchez cursó estudios de Filología, y Ana Verdú, de Veterinaria, en su Universidad local. No sería justo decir que Giulia Conte es su solo su heterónimo. Giulia Conte es la unión de ambas, de la mujer universal y del lector invitado, en forma de inspector Lecteur, como será presentado en estas páginas.

Esta novela reúne las variables de la novela negra romántica, que ahora se nutre también del aroma estético del roman à clef mediante la duda, la deuda, el pasado, el dolor, con el fin de favorecer su tratamiento literario siempre ligado al desgarro, a la violencia del amor o al hecho de morir para seguir viviendo. En Las voces del Monasterio, Giulia Conte tiene el instinto creativo de Marguerite Duras y la sagacidad deductiva de Djuna Barnes. Son los universos existenciales de las principales protagonistas, Nathalie y Julia, los que llevan de la mano al lector hasta deslizarse por los recovecos más sórdidos y condolidos de la naturaleza humana, desde el triunfo de sus propias ruinas, como le ocurre al monasterio, verdadero protagonista de esta historia. Mientras tanto, para el inspector Lecteur, que investiga en París la extraña muerte de Nathalie,  su devenir cotidiano es un encuentro consigo mismo, desde la Place des Vosges, paseando por los empedrados más sonoros del Marais, hasta poder respirar el aire fresco de San Ginés de la Jara y el Monte Miral en Cartagena.

Desde el punto de vista poético narrativo, como una auténtica pieza de metaliteratura, la novela Las voces del monasterio está estructurada en diez capítulos titulados y once invocaciones, articuladas en nombres propios franceses, susurros de la mujer universal que habita en las paredes de este tríptico conformado por los paisajes de París, Cabo de Palos, y San Ginés de la Jara, a través de sutiles reminiscencias de Colette, Stendhal y André Gide.

Asimismo, Giulia Conte nos invita a recordar su compromiso poético con la tierra y el patrimonio murciano. Es cierto que el carácter lírico de su prosa ha nacido de la esencia poética del pueblo, desde su propia tierra como raíz, encarnada en las manos de cada lector. Así lo describe Miguel Hernández en su obra “Viento del pueblo”, escrita en 1937, mediante la dedicatoria dedicada a Vicente Aleixandre, donde nos habla de la tierra como cimiento del poeta. María Herrera, en su prólogo, da fe de este destino cuando afirma que:

“Con esta obra, la autora contribuye al rescate del patrimonio murciano, pues su lectura favorece y provoca el interés y deseo en el lector de conocer el citado monasterio, así como los demás lugares que lo rodean y donde trascurre la novela.

La lectura plantea al lector el concepto de multiverso, los universos paralelos, así como las causalidades y revelaciones. De esta forma el lector cae en la cuenta de que nuestro universo podría ser uno en un número infinito de universos paralelos, pudiendo existir conexiones entre estos” (p. 14).

Momentos antes, María Herrera nos introduce a este paisaje comentando que “la novela se encuentra ubicada en dos escenarios muy distintos: Cabo de Palos y París, manteniendo como telón de fondo el monte Miral y el derruido Monasterio de San Ginés de la Jara, declarado BIC con categoría de sitio histórico en 1992, donde se hallan bienes paleontológicos, arqueológicos, y testigos de historia medieval, moderna y contemporánea de la Región de Murcia” (p. 13).

Concluye su prólogo diciendo que “se trata pues de un multiverso, con el monasterio como telón de fondo, donde las “voces del monasterio” llaman a los diversos personajes ubicados en diferentes puntos geográficos conectando de esta manera los distintos espacios” (p. 14).

Nuestra autora inicia la novela con la muerte Nathalie, casi como decisión vital pura y consecuente con la desolación de su propio impulso:

“Algunos suicidas son personas que no lo han pensado dos veces. Son gente impulsiva, valiente, consecuente con su malestar, no como la mayoría, que nos acostumbramos a la vida, aunque nos pese.” (p. 25), porque “la muerte es lo de menos, es la vida la gran protagonista, la que se lleva todo” (p. 55).

Pero en realidad no sabemos cómo ha muerto Nathalie. Esa muerte parece más un recorrido de pérdidas. Ya en su infancia, el patio de juegos era el preludio de esa geografía silenciosa llena de dudas que va convirtiéndose en carencia, en ese silencio que  “se instala en la forma de jugar, de mirar a las amigas, de responder en el colegio” (p. 31).

Para sobrevivir, dentro de aquel caos organizado, Nathalie aprendió a distanciarse de su madre “para no ser golpeada por su desdén. Y eso me salvó, pero arruinó mi infancia. La inocencia se pobló de prejuicios, de calculada prevención, de sutiles cautelas”. Llega a constatar que se convirtió “en una niña introvertida para no ser descubierta y empezó a escribir” (p. 107)

Esta conversión se transforma en elemento clave de metaliteratura como doble ejercicio de maternidad en el texto de nuestra autora. Se trata del binomio Julia/Nathalie, las dos protagonistas, de su doble gestación poética y maternal. “Ahora vivo en la textualidad”, afirma Nathalie. Como tal, este binomio siembra la entraña creativa de Ana/Zaida, a su vez, para gestar a Giulia Conte desde la complicidad más pura.

En este proceso de metaliteratura, la creación literaria de Giulia Conte mediante Julia/Nathalie y desde Ana/Zaida es mucho más grata. No hay tanta responsabilidad o está diluida entre emisores y receptores, autores y personajes, suspiros y paisajes, contenidos y continentes.

Otro aspecto que merece atención en esta obra son los ecos de surrealismo poético, heredados de las obras de Gabriel Miró, Azorín, Juan Gil Albert y Fernández Flórez. Desde esta situación, también podemos disfrutar de ecos naturalistas apreciados en momentos basados en la descripción cálido-cromática de la paisajística de estos enclaves, donde el color del alma de San Ginés y el Monte Miral susurran una sensualidad serena, que recuerda a ese cielo protector que ya evoca Paul Bowles en la obra del mismo nombre.

Esta tradición surrealista cobra un toque blixeniano cuando describe que “la atracción que sin ton ni son siento por el monte Miral me fascina. Y no pienso resistirme. Es la tercera salida sola y en coche lejos de cabo de Palos, y de nuevo me dirijo allí” (p 139). Momentos más tarde, la pasión blixeriana recobra su serenidad yourcernariana al afirmar que “sigo contemplando el Monasterio de San Ginés, allá abajo, el campo y el mar al fondo. Marrón y verde en sus palmeras, naranjas de dátiles en lo alto. Qué bonito es. Me imagino sus huertos cuidados, sus muros completos y recios, sus tejados intactos, su torre orgullosa. Un monasterio, varias ermitas … “ (p. 142).

Dentro de estos paralelismos, merece ser destacado este fragmento donde nuestra autora nos evoca a las palabras del Conde de Volney desde la Palmira de su imaginación cuando se afirma:  “salgo de las ruinas y bordeo ahora la ermita por la derecha para regresar al punto de partida, la fachada principal. Quiero disfrutar de la magnífica panorámica una vez más antes de alejarme del monasterio entre palmeras y el mar de fondo, pero no llegó a completar el rodeo” (p. 144).

La novela Las Voces del Monasterio despliega multitud de alas, como los ángeles que, según la leyenda, ayudaron a San Gines a construir una de las ermitas del Monte Miral. Este es tan sólo uno de los escenarios de los muchos mundos posibles en los que la obra nos sumerge, mostrando un alma que diverge en varias esencias. Los personajes que aparecen en la novela no hacen más que buscar una identidad a través de la acción literaria, de las formas reflejadas en su espejo, del silencioso banquete explosivo que resulta de sus múltiples interrelaciones.

Para terminar se hace necesario elegir un último memento que complete esta invitación a su lectura. Nos estamos refiriendo a la calidad rítmica, al valor sonoro y musical del texto. La afinada sensualidad contiana, conducida de un modo literario desde un contexto postmodernista, puede ser distinguida entre miles de envolturas. Por ejemplo, en la eufonía de los nombres, donde nuestra autora se deja llevar por la epidermis tan atractiva de sus términos y nos descubre denominaciones de personas, lugares y cosas, cuyo simple enunciado produce en el lector ese inmenso placer voluptuoso que nos provocan las palabras cuando están habitando el preciso lugar que les pertenece. 

 

Giulia Conte, Las voces del monasterio. Murcia, Raspabook, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Eugenio-Enrique Cortés-Ramírez

 

Marina Oroza es hija del también poeta Carlos Oroza (Galicia, 1923-2015), un personaje que habita el imaginario colectivo de quienes persiguen lo indómito de lo poético, de quienes hacen (o admiran cómo otros lo hacen) de su biografía su mejor verso. Imprevisible, inspirado, rebelde. Pero este poeta fue hombre, y el vínculo que tejió con su hija fue áspero, complejo, de tan invisible incurable. De ello habla en Decir (Árdora), un artefacto poético en el que se conjuran los efectos y las ausencias, donde su convoca la belleza y el dolor exacto de dos vidas que ni siquiera discuten. O sí, de otra manera.

 

“Hay que abrirse a la extrañeza, al asombro”

 

- Para “entrar en uno mismo”, ¿qué disposición de ánimo se requiere?

- Supongo que hay que prepararse para entrar de puntillas, con mucho respeto. Abrirse a la extrañeza, al asombro. Atender a lo que puede ser y no es, pero es.

 

- ¿De qué manera se vence el pudor para contar (decir) esta historia tan íntima?

- En mi casa no se podía hablar de mi origen, era un tabú familiar. A pesar de todo, fui creciendo a trancas y barrancas, quedó pendiente hasta ahora la necesidad de desmentir una leyenda, a nivel íntimo y social. Una leyenda de la que he formado parte involuntariamente hasta ahora. Empecé a habitar el territorio social del que fui excluida, gracias a un espíritu inconformista y rebelde. He transgredido con mi existencia; de hecho, hoy en día no habría nacido. Decir es una necesidad vital que fluye con la fuerza de la corriente de un río y sobrepasa las piedras de su cauce. Por fin ya no es mía esta historia ni esta herida, este libro es una cicatriz y es del mundo. Sin embargo, como es un libro, cuando se abre, también lo hace la herida y cuando se cierra, la herida se cierra. Confío y espero que este abrir y cerrar al lector le pueda servir como lo ha hecho conmigo.

 

- ¿Qué sentido encontró la escritura de decir?

- Tenía que cerrar una historia para poder reconciliarme con mi raíz. De niña, solo creía lo que imaginaba, ese misterio alrededor de mi origen me daba mucha libertad. Podía inventar lo que quisiera, eran escenas que meticulosamente imaginaba, recuerdos inventados, como los del cine y los sueños. Después vino una voz antigua, ese ritmo que escuchaba era el principio de un poema. Esa voz era una herramienta para transcribir lo que había sucedido junto con lo que había imaginado. He tenido que finalmente escribir para poder pensar y llegar a decir, la escritura permite diseccionar, investigar, reflexionar. El título del libro es Decir, sin embargo es escritura y funciona como una partitura. Primero estaba el silencio, imágenes sin palabras, luego llegó esa voz que desembocó en la escritura.

 

- ¿De qué modo marca la escritura una ausencia insoslayable como la de un padre?

- Del mismo modo que marca la escritura todo lo que tiene que ver con el misterio de nuestro origen y el de nuestras pequeñas biografías.

 

- Le devuelvo una pregunta que aparece en uno de los versos: “¿van frases en la sangre, palabras?”

- Sí, creo que son resonancias magnéticas que vienen de una especie de oráculo genético y biológico. Es una memoria ancestral de la voz. Por experiencia, sé que no es cultural, no depende de la vida en común, de la educación ni de la información que te pueda llegar. Son ecos orgánicos de la sangre, se manifiestan con palabras. Vale la pena afinar el oído para escucharlos, pero son más anecdóticas que sustanciales. El procedimiento de la escritura poética es diferente al biográfico y al biológico, va por otro lado y es esencial.

 

“La belleza de los matices se puede apreciar cuando aceptas la vulnerabilidad y la transformas en fortaleza”

 

- ¿Qué brota de “la tierra fértil de la resistencia”?

- Brotan flores sencillas, humildes y orgullosas como las amapolas. Y brota la sensación de haber cumplido con lo que te ha tocado vivir. La belleza de los matices se puede apreciar cuando aceptas la vulnerabilidad y la transformas en fortaleza.

 

- ¿Cuáles son esas “palabras sin resonancia que quedarán borradas por la niebla”?

- Las palabras cáscara, las que nacen del ruido y no sienten. Solo tienen resonancia las palabras que parimos con vértigo, las palabras llave: funcionan como conjuros y nacen del silencio.

 

- Que “no seamos en todo momento / quien hubieran querido que fuéramos / los que forman parte de nosotros”, ¿es un alivio, una contrariedad, algo fatal?

- Es difícil de aceptar. Algo que juzgas como fatal y la contrariedad que genera se convierte en un alivio cuando logras aceptar lo que realmente es, sin juzgar ni buscar explicaciones. Lo importante es poder llegar a desentrañarlo y saber lo que es. Los genes son solo un punto de partida para elegir lo que vas a potenciar y lo que no. La libertad de elegir es un gran honor cuando sabes lo que hay.

 

- ¿Qué territorio recorre esa última palabra que requiere la vida entera para decirse?

- El inconsciente está en el cuerpo. Esa última palabra recorre el cuerpo en todas sus dimensiones y direcciones hasta que llega a tener la conciencia de si misma necesaria para poder articularse con propiedad, de manera rotunda y verdadera.

 

“El proceso de escritura solo es potente y transformador cuando es radicalmente honesto”

 

- ¿De qué modo el dolor convierte a alguien en poeta?

- El dolor es un síntoma incapacitante, es la alarma que reclama la necesidad de sanar una herida. La escritura poética, aunque no lo parezca, es de una gran utilidad en este sentido. Entresaca las palabras de su contexto habitual para ponerlas al servicio de una transformación, es la medicina necesaria para fluir con lo que, por ser inexplicable de nuestra existencia, es también maravilloso. El proceso de escritura solo es potente y transformador cuando es radicalmente honesto. 
 

Cuando murió mi padre biológico, escribí un texto narrativo fruto de una catarsis dolorosa y, al cabo de los años, he tenido la necesidad de cerrar esa historia con el fruto de una catarsis placentera que consiste en decir lo mismo, pero en clave poética. “Decir” es un poema largo que destiló el primer texto, hizo falta placer para formar finalmente la cicatriz.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

La genialidad premiada

21 de octubre de 2024 09:34:52 CEST

Habíamos conocido la querencia de Fermín Solís por la obra de Luis Buñuel con la aparición del majestuoso “Buñuel en el laberinto de las tortugas” que recogía el rodaje de “Tierra sin pan”, con el apoyo logístico y económico de Ramón Acín y que reflejaba el retraso social de Las Hurdes tuvo su adaptación posterior en una película animada donde el actor Jorge Usón realizó un doblaje extraordinario de la voz de Luis Buñuel, en especial en los momentos donde el director de Calanda hablaba con acento francés. En esta ocasión acompañado en el guion por Óscar Arce y Esteve Soler, “Buñuel y los sueños del deseo” reproduce las semanas de escritura del guion de “Belle de jour” con un esquema que va de lo onírico a lo arquitectónico. 

No puede ser casualidad que, hace unas pocas semanas, me encontrara paseando por Zaragoza, ciudad mutante, ciudad que se ausenta, y encontrara en una librería de lance dos ejemplares de la edición de bolsillo de “Mi último suspiro”, la autobiografía de Luis Buñuel en la que dedica unas líneas al laborioso proceso de preparación de aquel rodaje: «En 1966 acepté la proposición de los hermanos Hakim de adaptar “Belle de jour” de Jose Kessel. Ofrecía, además, la posibilidad de introducir en imágenes algunas de las ensoñaciones diurnas de Severin, el personaje principal, que interpretaba Catherine Deneuve. La película me permitía describir con bastante fidelidad varios casos de perversiones sexuales. Me divierte y me interesa, pero yo, personalmente, no tengo nada de perverso en mi comportamiento sexual. Lo contrario sería sorprendente. Yo creo que a un perverso no le gusta mostrar en público su perversión, que es su secreto». Buñuel fuma, como si fumar fuera respirar y, en la primera semana madrileña, contempla a la diosa Cibeles desde su hotel. Si el acto de fumar es la respiración, el corazón son las teclas de su guionista, golpeando la máquina de escribir, en un ejercicio desesperanzado. Una jirafa y un folio en blanco. En el aire, uno de los mayores misterios de Luis Buñuel, de su obra: ¿Qué hay en la cajita que provoca el temor? Nada. El director se pregunta: «Y si lo invisible fuera lo único que hay ver en el cine?». Los autores hacen aparecer a una pareja de fantasmas parisinos como catalizador del proyecto. Presentados por invitados por Luis Buñuel a su compañero, le deja claro que no es necesario que estén muertos. Parte de la arquitectura lírica con la que se construyen las viñetas lo constituyen las imágenes del metro de Madrid, completamente vacío y cubierto de destrozados maniquíes. Es de una sugerencia abrumadora. Como asumir que es en el blanco y negro de Friz Lanz, en su película “Las tres luces” donde Luis Buñuel encuentra su inspiración. De nuevo, en declaraciones extraídas de su libro “Mi último suspiro”: «Abrió mis os a la poética expresividad del cine». El guion debe de ser un demiurgo frente a la escena: el cementerio de Madrid, territorio entre Mariano José de Larra y el joven Francisco Umbral, los autores cobijan el concepto de que los fantasmas no deben estar ausentes, solo aislarse, suministrar su aliento frío desde el lugar preciso. En voz de Buñuel: «El mundo ha llegado a su fin. Si la muerte es la nada, ¿Cómo le va a tener nadie miedo a la nada?». Escenarios como los Estudios de Chamartín, donde Luis Buñuel aparece disfrazado de muerte, un traje que ha traído desde México y que le sirve para el encuentro con el vino y Jean-Claude, el segundo protagonista del tebeo. Jean-Claude Carrière, un treintañero con cierta fama como guionista, que se encuentra junto y tras Luis Buñuel en esta aventura. El paralelismo entre el demente Quijote y el prosaico Sancho Panza resulta evidente en las primeras páginas, hasta que, como todo en la obra de Luis Buñuel, se desborda: la destrucción de la novela, las páginas al azar como en procesos de escritura automática de William S. Burroughs, nos llevan a la pregunta: ¿Qué es lo que quería Buñuel? ¿Hasta dónde quería llegar? ¿Comercial o anárquico? La decisión se la dará su viaje, simbólico y pleno, al otro lado del espejo, con el que termina el primer acto. 

Ese paso hacia el otro lado, del que en ningún momento se nos hace acuse de recibo, nos revela que Luis Buñuel quiere que su cine sea para la pareja parisina, que los retenga en la sala, sin que piensen en salir. Una sencillez que provoca la complicidad con el lector. La segunda semana, de nuevo la belleza del viejo Madrid es parte intrínseca del desarrollo de la historia de “Buñuel y los sueños del deseo”, ofreciéndonos algo del Madrid antiguo, delicado, bello, donde aún queda algo de Emilio Carrere y en el que los transeúntes apartan viejos periódicos con artículos de Cesar González Ruano. La famosa receta del martini perfecto, el Buñueloni, los productores, el dinero, la doble página de cuatro por seis viñetas donde nos muestran la combinación del alcohol y la actriz, los cameos de Yves Saint Laurent y Louis Malle, la llegada a París. Ceniceros llenos, desbordados, el cinzano, los cinzanos acumulados, la prueba de cámara de Catherine Deneuve. El momento del surrealismo, con Carrière sufriendo un confeti de teclas en una arquitectura de tela de arena. Es un sueño: «Los fantasmas disfrutan más del sueño que de la muerte». Muerte y Dios, los grandes temas de la obra de Buñuel. De París a San José Purúa, un lugar para el descanso y la creación. Balneario con radiación, sueño, aperitivos y trabajo. El guion toma forma: lo que no se ve es un maullido constante durante todo el metraje. Por fin, al final de segundo acto, Jean-Claude Carrière ve por fin a los ancianos, a los fantasmas, y comienza el teclear enfebrecido del texto, como una Sábana Santa, como un manuscrito beatnik, anfetamínico y es en esa febrícula donde se ve atrapado, la inspiración se convierte en una bella alfombra de letras. La vuelta a Madrid, al Hotel Palace nos ofrece una experiencia total, una inmersión de urbanismo y arte que hace de esta obra algo más que la simple narración ilustrada de los hechos: la sirena Deneuve, el advenimiento de la muerte como cierre, el Museo del Prado, un túnel con luz en el fondo -ahí es donde está la parca, está claro-, Jean-Claude Carrière y Luis Buñuel frente a las pinturas negras de Francisco de Goya: «Hagamos una agujero en la noche/para saber si mañana habrá día». Atravesaron el espejo, quizá en el momento final, cuando ambos contemplan ‘Las meninas’ de Velázquez se produce la vuelta. La quinta y última semana se completa con más fantasmas, más cementerios, más máscaras y un aviso: la genialidad puede acabar siendo premiada. El cierre majestuoso con la presencia del Cine Doré de la capital de España, donde se encuentra la sede de la Filmoteca Nacional, demuestra que estamos ante una de las novelas gráficas más sugerentes y profundas del año.

  

“Buñuel y los sueños del deseo”. Ilustración de Fermín Solís y guión de Óscar Arce/ Esteve Soler, Barcelona, Reservoir Books, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián


















La geometría de los cuentos (Universidad de León) es un hermoso y fascinante artefacto. Un grimorio que permite transmutar la palabra en imagen, en articulación móvil, en ilustración de lumbre capaz de aportar a lo esférico una nueva textura. Su autora, Isabel González (Ejea de los Caballeros, Zaragoza, 1972) ha unido su naturaleza de narradora y su oficio de infografista para adentrarse a algunos de los relatos más altos de las últimas décadas y profundizar en ellos convirtiéndolos en una infografía que no es sino una manera diferente (y salvaje) de mirarlos. Estos gráficos empezaron a aparecer en el suplemento ‘La Esfera de Papel’, de El Mundo, y el profesor José Manuel Trabado, que iba a escribir un artículo académico sobre el trabajo de González, se involucró de tal modo en el proceso artístico-periodístico de la escritora que finalmente procuró una exquisita edición que podría presidir cualquier biblioteca palatina.

 

“Al trasvasar el lenguaje literario al visual, la escritura adquiere propiedades plásticas”

 

- La geometría de los cuentos, ¿es una suerte de fórmula matemática de la narración?

- No sé si cabe una fórmula matemática que explique la narración perfecta, como no sé si existe una fórmula que explique el origen del universo. Lo que sí existe es un afán de comprender, algo opuesto al sentir en primera instancia, pero no. No es así. Sentir y pensar están enlazados. Como dice Andrés Sánchez Robayna, hay pensamientos confusos e impulsivos y emociones reflexivas y precisas. Y de existir una fórmula, habrá de ser matemática en tanto que abstracta, común y particular, cerebral y sensitiva. La misma fórmula que explique el origen del universo explicará el mejor de los cuentos (si es que esto existe), la mejor hogaza de pan y el mejor trayecto de Alicante a Burgos.

A efectos prácticos, al trasvasar el lenguaje literario al visual, la escritura adquiere propiedades plásticas y se transforma en planos, líneas, ángulos, colores; elementos que empiezan a relacionarse entre ellos acorde con la narración. ¿De qué color es el infinito? ¿Cómo se configuran las conexiones entre dos mundos? ¿Qué ropajes viste el orgullo? Cada cuento plantea unas cuestiones que habrán de resolverse mediante símbolos y patrones gráficos.

 

- El título es un homenaje al libro de Cheever La geometría del amor.

- Por supuesto. Me he tirado a muchas piscinas y con mucho amor en este libro.

 

“Sabemos descifrar los códigos visuales con bastante más agilidad de lo que pensamos”

 

- ¿Qué aporta la lectura de las infografías al cuento, de qué modo extrae, la infografía “el encofrado invisible del cuento”?

- Como mi hermana diría, lo que aportan estas infografías es más complejidad. Y tiene razón. Porque es una nueva perspectiva que se añade a la propia y porque el camino a la esencia discurre siempre por vericuetos complejos. En todo caso, no se tratan de una “solución” sino de un análisis particular, de una perspectiva matizable, contradecible o adorable, allá cada cual. Jamás cerrada, eso sí. Se trata de cuentos míticos y universales que resisten el paso del tiempo. Y si resisten es gracias a su misterio irreductible. Creo que estas infografías abren un nuevo diálogo con los cuentos en otro idioma. En un idioma gráfico y visual no tan desconocido como creemos a poco que entremos en él. Sabemos descifrar los códigos visuales con bastante más agilidad de lo que pensamos.

 

“Cada nueva historia engendra un nuevo misterio”

 

- ¿Cómo era el proceso de estas infografías literarias?

- Cada cuento plantea unas exigencias. Pero en todos ellos hay un proceso común. En todos ellos hay que vencer el miedo a que al analizar minuciosa y gráficamente ese relato que tanto amamos se pierda la magia, el misterio. Y por lo tanto, en primer lugar, hay un duelo por el fin del misterio. Después, una vez superado el duelo, se pasa a una pérdida de respeto casi sádica. Es decir, amo tanto, pero tanto esta rana que la voy a rajar, la voy a eviscerar y voy a alinear sus tripas sobre la mesa para saber qué lleva dentro. Una vez hecho esto, comienza el periodo de ensimismamiento, de clasificación e indagación mediante patrones gráficos, un proceso lleno de errores y más errores y algún acierto, válgame dios, que nos permita seguir avanzado. Aquí se dan cita el pensamiento y la emoción, la síntesis y el desparrame, y se trata de un proceso hipnótico y desesperante. Hasta que llega el éxtasis, la catarsis, el gran hallazgo que nos permite volver a ordenar las tripas. Este es el momento de mayor placer quizá, al que sigue una nueva tarea, la más trabajosa y delicada y artesanal que consiste en recoser todo mediante códigos visuales. Este proceso es laborioso, pero más pacífico y con mayor nivel de aciertos. Después, una vez reconstituido el cuento, llega la paz. Y otra duda. Menos mal. No hay solución. Cada nueva historia engendra un nuevo misterio. El enamoramiento no cesa.

 

- ¿Cuál ha sido el criterio para escoger estos once relatos?

- El criterio es que yo los amara y que ellos se desvelaran. Y no siempre es posible. Cuando no se dejan hay que desistir. Lo dice muy bien la enorme escritora Lucia Berlin. En todo cuento “la imagen debe conectar irremediablemente con una experiencia concreta e intensa”. Esta es la búsqueda. La de la imagen generatriz que puede envolver y explicarlo todo. Si no lograba dar con esta imagen (interpretante gráfico ha bautizado este término el profesor, investigador y editor José Manuel Trabado) no había nada que hacer.  Se trata, en todo caso, de una especie de traducción de códigos literarios a gráficos, de una alquimia arriesgada, pues el material original (el cuento en cuestión) ya es oro y a veces se fracasa, sí. No hay otra. ¿Cómo convertir el oro en más oro? Ni idea.

 

- ¿Hubo algún relato que diera por imposible a la hora de ‘traducirlo’ a gráficos?

- Sí. Pero acabaré haciéndolos, soy de Zaragoza. La apertura no ha de ser solo del cuento sino también del infografista. Ahí tengo pendientes ‘La cosecha’ de Amy Hempel, o ‘Un día perfecto para el pez plátano’, de Salinger. ‘El Aleph’, un cuento que no entendía, el cuento con la acción más aburrida de la historia, a mi parecer, también me resultó muy difícil y tortuoso. No acababa de encontrar esa metáfora visual que permitiera, al mismo tiempo, explicar y representar la historia. Entonces los colores primarios se conjugaron y ¡eureka! Ahora me parece mucho más fascinante.

 

“Cada infografía nace de un deseo”

 

- ¿Qué tienen en común autores tan dispares como Grace Paley, Borges, Shirley Jackson?

- La capacidad de envolver la perla. Me explico. Cada infografía nace de un deseo. En ‘El nadador’ de Cheever quería ver las piscinas. ‘El Aleph’ de Borges quería entenderlo. En ‘La noche boca arriba’ quería desvelar los trucos de Cortázar (te pillé). Con el análisis de ‘La lotería’ de Shirley Jackson quería vengar a Tessie Hutchinson. ‘La debutante’ de Leonora Carrington me impulsaba a dibujar a mano. Con ‘La metamorfosis’ de Kafka quería visualizar el análisis de Deleuze y Guattari, etc. Y a partir de ahí, comienza la indagación. En la superficie. Decía Hugo von Hofmansthal: «La profundidad hay que esconderla. Dónde. En la superficie». He aquí lo común. La capacidad de trazar la superficie más fértil donde arraigue una cuestión atávica, primaria, primitiva.

 

- ¿Todo cuento es susceptible de ser transformado en infografía?

- Sí. E incluso en varias.

 

“Definitivamente, no tengo ni idea de qué escribo”

 

- El hecho de que usted escriba relatos, ¿de qué modo ha facilitado la tarea?

- No lo tengo claro. No sé si facilita o dificulta. Sin duda, si no me apasionara la lectura ni la escritura, ni el género del cuento en particular, estas infografías literarias hubieran sido imposibles. ¿Pero la cuestión en concreto de escribir? A ver. Por petición del editor, en este libro, he hecho el primer análisis gráfico de un cuento mío. De ‘Nadie cumple años’, un relato que aparece en el libro Nos queda lo mejor (Páginas de Espuma), y lo cierto es que me resistí un poco a hacerlo. Lo dicho. Un poco. Vamos, que no tardé en aceptar. La cosa me repelía y me atraía a la vez. Sabía que iba a someterme a mí misma a una extraña sesión de auto-terapia infográfica. Y así sucedió. Elegí ese relato porque es el que menos me costó escribir y el que más conecta con la gente. ¿Por qué? Esta era la pregunta. La respuesta me flipó. Definitivamente, no tengo ni idea de qué escribo. Freud, un principiante. Menos psicoanálisis y más infografías literarias. 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

La inmutable belleza de lo inabarcable

14 de octubre de 2024 08:42:04 CEST

Enrique Cebrián Zazurca (Zaragoza, 1978) es un poeta de la contemplación y la mística anecdótica. En lo cotidiano construye su arquitectura poética, refugio generacional, proyecto de canon con sus últimos libros: La chica del verano, una explosión tormentosa de amor hacia su madre ausente y Familia numerosa un patio de juegos para el escritor, donde amalgama pasado y presente en la construcción de nuevos recuerdos, ‘Sí la ola’, tercero en esta subjetiva trilogía, es la ventana abierta al mar. El mar como mística inconclusa e inabarcable de la poesía. Como mito de la creación, como metáfora última del universo y la vida: ‘He roto el mar’ de Manuel Martínez Forega o ‘Arde el mar’ de Pere Gimferrer son los títulos reverenciales de una armonía cósmica, de una lucidez líquida que Enrique Cebrián, el más lúcido de los poetas aragoneses de su generación, utiliza para recibir los lenguaraces susurros del Mediterráneo, cargados de amor, de pasado, de contemplación. 

La raíz está enterrada en la playa, en el continente de Sirualas, logotipo mítico del único país posible, un país propio, familiar y ajeno, que se asoma, humilde, hacia el mar Mediterráneo y recibe, constantemente, los fogonazos de inspiración del poeta. El pasado enterrado en la arena, el hoy como monedas en los bolsillos: la poesía queda encerrada en la única palabra que es capaz de contenerla; cuartilla. La generación es transitiva: abuelo, padre e hijo, activistas múltiples en el profuso negacionismo del dolor. Enrique Cebrián es poeta que combate contra el tiempo para defender la vida y lo hace dando carta de existencia al recuerdo a través de sus versos. Todavía héroe en la gesta, encuentra el rastro del caballero en sus reverenciados Luis Alberto de Cuenca y Julio Martínez Mesanza − que cierra el libro-, y nos hace preguntarnos: ¿Cuándo llegará el mar con su hambre atrasada? ¿Son las olas bocanadas de dispuestas a empapar la arena hasta hacerla intransitable? 

La segunda parte del libro constituye el núcleo fundamental, tanto en longitud como en construcción poética. Escribe Enrique Cebrián: “País pequeño junto al mar”, lugar de democracia alterada, de espera calma donde la muerte ha llegado con sus mejores galas, dispuesta a vivir un verano eterno. Los niños de los poemas son hijos de los poetas que los escriben, como el dolor de los versos son propiedad de las cicatrices que abren a sus padres. Amantes y amigos, el verano permite tomar aire frente a la enfermedad. El verano es tregua, todo lo demás constituye únicamente días de asueto, triste espera de la vuelta al vulgar invierno. Solo el mar no falla. Su naturaleza permanece en el hombre que fue niño de secano y encontró su descanso cada julio o agosto: “Luego entraré en el mar y la resaca/me arrastrará/hacia el noreste/tan solo eso es seguro”. Rematar el estío con “Barcos en el dique seco”, con “Aplaudir el final de los fuegos artificiales”, con el cuerpo querido maquillado por el sol de Sirualas. El poeta, con sus distintas palabras, nos recuerda que escupir sobre los castillos de arena es hacerle el trabajo a las lluvias del otoño y que, cuando se aleja la línea de tierra, el cuerpo de la mujer amada es la trayectoria que nos devuelve, entre cada lámina y vericueto, hacia la ciudad, sea esta esquirla entre el recuerdo o fleco que dejas al marcharte. Escribe Enrique Cebrián: “Volvemos hoy a esta ciudad con mar/en donde en cada calle/apuñala un recuerdo/la memoria”. 

Elige un nombre para la mujer, leer a José Mateos, el poema es para María, la divinidad principal del Olimpo del poeta. Un panteón mínimo, devoto el poeta, encuentra la paz mediterránea de Sirualas compartida con ella: “Comprendimos el sol de la tarde dócilmente/o la menuda lluvia”. Los niños que anulan la soledad cumplen la misma misión con la tristeza: “Porque trazar de nuevo una derrota/es saber, quizás, /que hemos triunfado”. En ‘Posidonia', como la canción de La habitación roja, la obsesión generacional, queroseno de nuestros tiempos, más allá de “Una idea de la mar” es el paso del hijo al padre, del padre al hijo. Cercado por los impulsos, estos se abren paso entre el verdín submarino hasta completar su metamorfosis en recuerdos: “Navegar con mis padres/y me ve ahora/surcarla con mis hijos”. Donde el lector puede encontrar mar u olas también puede hallar vida. El Mediterráneo, en su minúsculo tamaño geográfico, crece hasta el dominar la pasión lírica del poeta aragonés. Como otros escritores zaragozanos, sedientos por el mar ausente, son cautivos del recuerdo infantil de sus costas. Y, así, sin nave, Ulises todos de un secano creciente, hacen del incendio otra ola distinta, que arrasa con todo, en un doble juego de paralelismos: abandonar la literatura para alcanzar la vida, escapar de la noche para lograr dictaminar un punto de partida. 

Tras la enumeración, caballo, yegua, misterio, arena, gotas… pensar en Lisboa, en el otro extremo de la península, donde la espuma, novia de la ola, rompe contra la roca, retenida en un limbo de ligereza y olvido, como tantas otras olas, como tantas otras mareas, como tantos otros mares y océanos. Son definitivos estos versos finales: “Una mujer camina/y no hay ojos que puedan/comprender su belleza”. Es el amor, incansable y fiel como el golpe de la marejada, de la ola que da título al libro, que enjuaga los versos: “Cuando te conocí/y me enseñaste el modo/en que adorar tu cuerpo”. Palabras, que como las lágrimas en la piel de los peces, como el surco del pezón ineludible, son un canto de plata. Ese es el secreto del reflejo donde los lectores de Enrique Cebrián podemos encontrarnos. 

 

Enrique Cebrián Zazurca, Sí la ola, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2024

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Iberia desvertebrada

14 de octubre de 2024 08:25:13 CEST


















La península de las casas vacías, novela escrita por el joven autor jienense David Uclés, y que está siendo uno de los libros de 2024, es, cuando menos, una obra singular y osada, que opera lógicamente en el campo de la literatura, pero que, dado su tema y estilo, sería ingenuo pensar que no lo hace en los de la historia o la política de nuestro país. Veámoslo.

 

Literatura

La novela utiliza el realismo mágico para explicar, o narrar, o sentir, o más bien todo ello, la Guerra Civil española a través de la historia de una familia diezmada por el conflicto. Esta opción estilística es lo más evidente y singular en el libro, cuyo epicentro es un pueblo de nombre ficticio, Jándula, de Jaén, que irremediablemente recuerda al Macondo de Cien años de soledad. Como en el libro de García Márquez, la tierra tiene sus magias y da lugar a acontecimientos no sospechables, además de existir una genealogía a lo Buendía, con sus antepasados apicales.

Pero el autor, inmerso en una gira inacabable por el país, afirma no sentirse tan inspirado por el realismo mágico más conocido, el de los autores latinoamericanos, sino por el de autores europeos, donde Günter Grass y El tambor de hojalata parecen una mención obligada. Como el autor alemán, La península de las casas vacías se asienta en un conflicto bélico resultado de una locura cultural y política, y, con frecuencia, utiliza el recurso de la parálisis del tiempo (eje central en Grass) para su narración.

¿Existe distinción entre el realismo mágico europeo y el latinoamericano? Si bien siempre se enmarcan en lo inexplicable o impensable, en los autores latinoamericanos la exuberancia de la naturaleza y sus excesos (los de la jungla inabarcable, en general) forman un marco físico y mental que motiva la acción, mientras que en los europeos lo inexplicable es con frecuencia una locura bélica o violenta que asesina humanos sin remisión y cuya narración sólo puede partir de ese solo teóricamente imposible. Lo que sí resulta inédito en la narrativa de la Guerra Civil es el uso del realismo mágico. También en cine, donde más que realismo mágico encontramos cine fantástico y de terror (por ejemplo, el díptico de un director extranjero, Guillermo del Toro: El espinazo del diablo y El laberinto del fauno). Que aún sea necesario ajustarse al realismo estricto al narrar la Guerra Civil probablemente indique cómo es todavía nuestra relación con el hecho histórico.

Uclés también afirma que en la escritura de la novela se ha topado con elementos de realismo mágico que encajaban en los hechos. Y peculiarmente, sí que lo hacen, mimetizándose con los hechos históricos y permitiendo así una narración nueva, o, al menos, sugerente en su diferencia. El realismo mágico de Uclés parece una mixtura de los dos mencionados. Sin duda Jándula es profundamente telúrica: existen plantas (las chuzas) que congelan los miembros del cuerpo que entran en contacto con ellas; existe tierra en Jándula que, a quien tiene ese poder e introduce sus manos en ella, le permite adivinar que ha sido de alguien; o hay torcas que parecen detener el tiempo y ser la perdición de las cabezas. A la par, las locuras de la guerra encuentran su propia “magia”: aviones que se congelan en vuelo, hombres disparados que sangran tierra (conseguidísima imagen que se pega al alma), un diluvio y un volcán deus ex machina que paran el tiempo y parecen representar el deseo de final de la pesadilla, en algún caso incluso antes de empezar, o la ruptura “saramaguiana” de los Pirineos. En la metáfora de la desazón de varias de estas propuestas se transmite un cierto determinismo fácilmente legible, pues todos conocemos el final.

Un elemento especialmente arriesgado desde el punto de vista literario es la presencia recurrente del autor, que actúa como un demiurgo frustrado puesto que a veces cambia acontecimientos históricos, pero es incapaz de cambiar el total de la Guerra. La quiebra del relato convencional que suponen estas intervenciones queda engarzada con la ficción mágica escogida, pero revela un anhelo de imposición de una realidad imposible incluso para un escritor. La reflexión sobre por qué utiliza este recurso no acaba de quedar clara. Así, Uclés se atreve a hablar directamente con Franco, y dialogan en términos de poder, y, aunque se trata de un capítulo breve, supone una imagen muy potente de lo que significa crear una representación de la realidad.

La península de las casas vacías puede también considerarse, a su manera, una novela de viaje, o de viajes... El autor ha visitado todo el país, ha visto los lugares de la memoria histórica, ha recogido información de infinidad de localización. Si la novela empieza en su primera parte en Jándula antes del golpe de estado, durante la segunda y la tercera se produce la dispersión de los personajes con el estallido y desarrollo de la contienda; en la cuarta existe un regreso al pueblo. La explosión familiar acompaña a la bélica y a la quiebra del país, y los hermanos hijos del protagonista principal, Odisto -que suena tan homérico-, también se dividen. Los chicos jóvenes salen por primera vez del pueblo, pero su viaje no es de aventuras. Su viaje y aprendizaje moral, el debido a la novela de formación, sucede en un entorno de importante miseria moral. La novela debe luchar ahí contra el fuerte recuerdo de Jándula, epicentro enorme de la historia.

Finalmente, si de características estilísticas de La península de las casas vacías, es inevitable hablar del multiformato de sus 120 capítulos, todos breves excepto el dedicado a la batalla del Ebro. Una estructura no encorsetada alivia mucho el determinismo de la historia, agiliza la lectura, y suma originalidades literarias. No es que sean inéditas: el uso de caligramas, el personaje estático que lanza augurios -más un oráculo a la griega que un orate-, los diálogos en idiomas no castellanos, el apunte a escuchar una pieza de música durante la lectura de según qué capítulos, etc… Reconozco que el uso de citas me parece un poco excesivo, aunque entiendo su valor como un coro (¿de nuevo griego?) de sabios que definen un país sentenciado mediante un fresco inútil de opiniones. Pero, por su lado, hay elementos increíblemente emotivos como un capítulo hecho de puntos simbólicos, o tan particulares en su lucidez como la descripción de los movimientos de la partida de ajedrez que juega Franco, que son momentos de enorme alcance literario, y, si te introduces en la propuesta estética de Uclés, difícilmente olvidables. Y no son pocos… A ello hay que añadir el lenguaje rico en que abundan olvidados -para un urbanita- pero preciosos términos de labranza y campo, y el tono musical de la sintaxis.

 

Historia

Se puede afirmar que La península de las casas vacías supone un ejemplo de lo que Jorge Wagensberg llama el método artístico de conocimiento, en contraposición al método científico o al método revelador. Es decir, Uclés emplea el artificio de la ficción novelesca como manera de explicación de la Historia, mediante una “extensión de la experiencia de la realidad” (en palabras de Wagensberg). Al tratarse de una ficción, necesariamente su correspondencia con la realidad no ha de ser plena, pero en un tema como la Guerra Civil esto puede ser problemático, y, en último extremo, es controversia de nuestra guerra cultural actual. De hecho, Uclés retuerce la Historia en beneficio de la narración, pero sin detrimento de la comprensión, incluso de precisamente la comprensión histórica. Así, el realismo mágico de la novela no maquilla la realidad, que también se presenta de manera muy cruda; de hecho, bien puede decirse que apoya esta crudeza con frecuencia.

Ahora bien, ¿es lícito preguntarse si este método puede confundir al lego? La novela es necesariamente un relato incompleto de la Guerra, pero además existen saltos de tiempo y modificación de hechos, incluso algunos que alcanzan cierto grado mítico, si bien entonces aparece el autor demiurgo con una justificación, tal vez a modo de prevención, y que tal vez una autoría literaria pura discutiría. Por el otro extremo, hay una pregunta que puede llegar más allá en esta discusión: ¿es lícito preguntarse si el método artístico de este caso puede incluso ofender? Esta pregunta no está lejana de lo que antes subrayaba, que sólo un realismo estricto ha sido aceptable al menos hasta ahora para narrar la Guerra Civil. Y es entendible porque en muchas ocasiones no se realiza bajo el prisma de una narración ampliada, sino de la mentira histórica descarada. Pero… ¿puede la Guerra Civil ser el tema de un ejercicio de estilo formalista, incluso de un espectáculo literario? Creo que la pregunta sobrepasa realmente el interés honesto del autor. Y hay un argumento de apoyo en el método artístico, en este caso el literario: la novelística exige indagación por parte del autor y transmisión a los lectores de las psicologías de personajes que vivían emocionalmente el momento. En conseguir eso hay un valor añadido que es difícil ver en los libros de Historia. No obstante, estas dudas sobre la representación tampoco son novedosas; no son lejanas a cómo tratar la imagen de las víctimas de la violencia. La situación no es tan discutida, de todos modos, en la literatura como, por ejemplo, en el cine.

Determinados planteamientos del libro resultan más problemáticos. Por ejemplo, una cierta exaltación de las regiones de Iberia, incluyendo cierto idealismo del uso de los idiomas diferentes al castellano. Su aparición se salva por la humildad de la interpretación del hecho lingüístico, pues es notorio que parte de un interés de aprendizaje y de respeto a una incomprensible persecución cultural específica. También sufre el relato por el iberismo, porque es fácilmente comprobable que la visión a ambos lados de la raya no es igual, aunque determinada intelectualidad portuguesa lo haya apoyado. La solución que Uclés encuentra para encajar Lusitania en una narración que siempre habla de Iberia es la existencia de una especie de dictador federado, y, por tanto, más bien una trastienda de apoyo que una amenaza hacia Franco. Esto encaja en una desvertebración de origen medieval, pero es un apunte complicado de desarrollar.

 

Política

La Guerra Civil y sus consecuencias directas son el pecado original aún vigente de nuestra democracia. Entre esas consecuencias directas está la dictadura franquista. España es un país relativamente excepcional en el mal reconocimiento de su pasado, lo que se debió a motivos políticos de construcción de la democracia actual, pero lo cierto es que el revisionismo de un pasado ultranacionalista aparentemente (soñadamente) mejor está sucediendo en más países. Los posicionamientos en este tema no deberían ser complejos, pero haber entrado en parámetros de guerra cultural lo hace así para mucha gente, desgraciadamente.

Entre el texto que ha escrito y la presentación que hace del mismo, mi opinión es que Uclés tiende a la visión histórica de Paul Preston; a mí me parece ver ecos de ello en la elección de un pueblo (Jándula en la novela es una representación de Quesada) de Jaén que no es asaltado por las fuerzas de Queipo, sino que pasa toda la Guardia Civil bajo mando republicano, con un exaltado y vengativo líder local de izquierdas, que purga a la población sin reparo, y al que temen todos los vecinos. La novela por tanto no huye de esta parte del retrato histórico, pero también es consciente de que las cifras, la sistemática de la guerra y la represión son peores en el bando vencedor, y es evidente que en la historia de la novela el protagonismo es llevado adelante por campesinos humildes y no por otras clases o estamentos.

El hecho de recoger testimonios novelescos o el de proponer citas de autores del bando rebelde no significa búsqueda de una equidistancia imposible por parte del autor. Un miembro de la familia pertenece al bando rebelde, y actúa con crueldad esperable con frecuencia. Es difícil interpretar de acuerdo a estas etiquetas cuando, por ejemplo, la novela recoge citas, entre muchos, de Grandes, Trapiello, y Espriú.

 

Coda

El principal valor añadido de La península de las casas vacías es narrar el horror mediante una significativa diferenciación estilística del texto frente a anteriores relatos. Diferenciación radical y de resolución excelente, casi pasmosa, dentro del riesgo enorme que ha asumido. La Guerra Civil sigue siendo contada, pero éste es un escritor de 34 años, nacido 61 años después de terminada la guerra y 15 tras la muerte del dictador. Dispone de datos familiares hundidos en los acontecimientos de 1936 a 1939, que nos preceden y nos definen, y que en su caso crearon la necesidad personal de dar forma al texto.

La narración tiene una agilidad tremenda. El uso continuado de la metáfora mágica genera una expectación relevante por el siguiente asombro a recibir, o el acontecimiento histórico escogido para ello. La combinación del lenguaje de la tierra con la ternura hacia sus personajes y la estructura fluida son un logro narrativo significativo que alcanza las 700 páginas, que han sido pulidas durante 15 años de escritura. Me pregunto si apela a las generaciones actuales. Pero sospecho que el libro será leído más por generaciones mayores e interesadas por el tema, porque estamos más necesitados de nuevas aproximaciones a lo que tantas veces hemos visto, pero puedo estar sesgado en esto. Ojalá lo esté. ¡David, enhorabuena! ¡Qué empresa enorme! ¡Qué éxito más merecido!

Escrito en Sólo Digital Turia por Goio Borge

Florencia del Campo, "El regreso a la casa"

3 de octubre de 2024 14:29:42 CEST

Florencia del Campo, como en la canción de Nacha Guevara -versión de la original de Chico Buarque-, recorre la construcción de la una vida a través de la búsqueda de un hogar. La vida es la melodía del libro y la novela, claro, necesita también un ritmo. En este caso es la búsqueda vital y geográfica de una identidad. Ella, que confluye a través de sus palabras, en la falta de armónica de su pasado familiar en Buenos Aires con su presente en Madrid y alrededores. Una enorme espacio de terreno y narración se despliega ante nosotros: Florencia recorre una especie de remedo del Gran Buenos Aires, una transposición de Avellaneda y Caballito, convertida en el cinturón castellano de la capital de España, con su belleza, pero también repleto de ausencias y desánimos.

Cualquier edificación precisa de materiales, de sólidos referentes y ambientación nominal: una ecléctica selección que va desde el Antonio Machado en su faceta de soriano abandonado, Javier Cercas y la búsqueda de Sánchez Mazas y el resto de los ángeles caídos, caminantes de las letras malheridas de la posguerra, aquellas que aparecían en Leyenda del César Visionario de Francisco Umbral, con los fantasmas acomplejados afectos a la falange, extraños en sus propios espacios como el ángel caído de la Casa de Campo. El Cuaderno gris de Josep Pla traducido por Dionisio Ridruejo, Luis Racionero, pero también Casa partida de Julio Cortázar, los discos de los Rodríguez, la canción de Fito Páez que habla de Caballito, Luis Eduardo Aute y Leopoldo Macheral, Alejandro Dolina y el amor de Laura, Café Tacuba.  El amante de Marguerite Duras y el paralelismo entre Soria y el Chaco, entre Gabinete Caligari y los Illya Kuryaki and the Valderramas.

Un simple personaje, un tío de la protagonista, que ejerce de oráculo falto de compás en distintas cafeterías e instantes, hacen el esfuerzo primario, casi brutal, del cambio social que constituye el tú por el vos. Dionisio Ridruejo y las sardanas y habaneras, presencias que solo una porteña se atrevería a incluir sin levantar suspicacias -no las mías, perdonen la intromisión-, en una historia española, provocando un a ternura cómica que recuerda a los atardeceres tranquilos en tiempos de sosiego. El desinterés del porteño por los conflictos internos en su país de acogida son similares a las del español que viaja sin entender el peronismo o el proceso-dictadura de la generación que vio el Mundial 78. En Argentina y en España. Todo, claro, aderezado con ese inocuo centralismo del bonaerense. Pasar de Antonio a Manuel Machado es un ejercicio de valentía, más lúdico que real, como el anticapitalismo populista de José Antonio Primo de Rivera. No es baladí que Florencia del Campo abrace la desértica Castilla para evitar el pantano de la política. No es necesario, nada lo es. Quizá solo, como traza en su novela, la familia y el hogar. Imaginen una cita así: “Se sospecha de ella como de un videoclub que no acaba de cerrar”.

La protagonista se mueve en un presente continuo, en el que la casa es presencia y búsqueda a la vez, con lo que solamente nos ofrece retazos de su pasado. La salida de la Argentina, prácticamente con lo puesto, unos dólares y un sueño de escribir. Y España, donde se instala en la selva madrileña, construye su futuro con aplazamientos y el cuidado de niños que no son suyos, revelándose así el juego de sombras y espejos que abordará a lo largo de las páginas. Un derrumbe, una editora, un cuento infantil. Madre y literatura, no madre e hijos extraños. Transportar las canciones de Argentina a España: “Yo tengo una casita, así, así, así”. Habitaciones alquiladas, marcando en cada calle, en cada barrio, lugares donde la protagonista cuida niños, hace lista de sus lugares vividos, de sus lugares habitados. ¿Es lo mismo habitar que vivir? Cuidar a una niña mientras la madre trabaja: “Éramos un texto lleno de faltas”. Hija, madre muriendo de cáncer, niños, editora y escritora. Y más trabajo, trabajo que la acerca a la literatura: pisos turísticos o modelo de peluquería. ¿Ser niñera tiene que ver con las cosas o con el cuerpo? ¿Y ser escritora? Escribir artículos en el baño mientras los niños de otros golpean la puerta. Al final son palabras para otros, como son momentos compartidos con otros. Los minutos de la mamá, pero sin ser la mamá. Acabar pensando que el bebé se parece a ella. La genética transitiva, el ambiente sobre la ciencia. Cambiar de niños es más fácil que hacerlo con los hermanos. Si la autora no se hubiera marchado de Buenos Aires, ¿tendríamos un libro distinto? Una casa en San Telmo, unos hijos propios, unos cuentos del interior. Sería una melodía coherente que improvisa placeres clásicos, una conversación disidente entre un mesetario y una porteña.

Belleza en el recorrido por el ‘Gran Madrid’ o ‘La Castilla de los autobuses’, El Espinar, Ávila, Serranillos, Gredos, lugares donde acaba la Vuelta a España en los años ochenta... Los Ángeles de San Rafael, las curvas de Navacerrada, la factoría de DYC, Jesús GIL y, sí, otra vez, todos los fantasmas del pasado. Un pueblo cualquiera de torreznos y camarera inmigrante con el olor a grasa frita en el pelo negro, en la belleza ahogada. Volver a Segovia, a la capital, de luces de neón, para los enamorados. Ávila, el Barraco -más fantasmas, esta vez ciclistas-, señoras que pintan lienzos grises con sus maridos desaparecidos.  Segovia rural, de cocaína y electrónica. Buscar el amor, encontrarlo, quemarlo como el propano, el butano, el frío de la sierra. Ávila, los pisos extraños, juegos de trileros, el cadalso de los pinos. Las líneas de autobús, 545 y 546, Príncipe Pío, la Sierra, las Rozas de Puerto Real, los pulmones de Vicente Aleixandre. Dormita en la vista.

La autora selecciona fragmentos de canciones y poemas, de textos y narraciones. Yo me permito seguir el juego, espero que con algo de fortuna. La casa es el título, la casa es la canción, en el cien, en Natalia Ginzburg, en la canción de Los Planetas (‘Nueva visita a la casa’), en los relatos de los niños, en Hansel y Gretel (canción de Golpes Bajos), Caperucita Roja o los tres cerditos. Los cuentos están llenos de casas fallidas, de humedales y perdición.

La novela plantea un juego de transferencias emocionales: al venderse la casa de su madre ella va a comprar una casa que destruya por completo la casa de su infancia. Cuando su casa es mi casa yo soy mi padre. La casa como un cuerpo y los albañiles como médicos. La muerte de su madre en Buenos Aires, los obreros argentinos, todos los obreros del mundo contemplan los pezones de queso de campo, de queso curado. Derecho a una casa, a una ruina habitable, a tu propia leña, a los calcetines desparejados que encuentran su lugar entre las rendijas de cada casa conquistada.

El libro tiene un inserto que aparece, una y otra vez, la búsqueda del cuento, del libro sobre familia, casas y extracción vital, como cómo construir una casa -que representa el futuro-, frente a conservar el recuerdo. Piezas, unidas, que acaban teniendo un hilo conductor, la literatura fraccionada, la literatura en olas y secciones, escribir es extranjerizarse. Que tenga una casa de Florencia del Campo es una propuesta de encrucijada íntima, fragmentaria y atemporal, realista hasta que encuentras citas como esta: “La casa que vuelve en sueños todas las noches en el sueño hay una casa”.  Casas sobre planos. Parejas en la foto. Herencias y repartos. Una casa es distinta a una vida porque la casa se puede trocear y, si se derrumba, se puede volver a construir. 

 

Florencia del Campo, Que tenga una casa. Barcelona, Candaya, 2024

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

He llegado hasta aquí gracias al dolor

30 de septiembre de 2024 10:01:34 CEST

O cómo mantenerse viva gracias a la literatura. Iuliana S. Apostu, nacida en Sibiu, Rumania, en 1995, vive en España desde hace casi veinte años. Graduada en Filología Hispánica, actualmente es profesora de Lengua y Literatura Española en un instituto turolense. Ha sido premiada en algunos concursos literarios, como el Premio Internacional de Cuentos Max Aub de Segorbe (modalidad comarcal) por el relato “Sin título” –primero de los presentes en el libro objeto de reseña, aunque con leves modificaciones estilísticas y de contenido– y el Premi Universitat de València d’Escriptura de Creació por el poemario válgame dios, ambos en el año 2020.

Cuidada edición la de la sevillana Editorial Dieciséis, con bella portada de una muchacha cerrando los ojos y viajando, que es muy útil, como Céline sugería al principio de su novela más famosa. Solapas y contraportada también nos proporcionan buena información sobre el universo vital de la autora.

Ocho relatos del taller de la autora componen el volumen: “Sin título” (que intitula el libro), “Una niña”, “Puntadas”, “nacer, morir”, “Mirilla”, “Llueve con rabia”, “crac, amor, crac” y “Yo quería quedarme en Barcelona”, interconectados por cierta experiencia vital y/o literaria y narrados en primera persona, a excepción de “Llueve con rabia”. Ocho cuadros, como los de la exposición de Mussorgsky, con diferente música literaria. Ut pictura poesis atormentada e interior: no es casualidad que cierto inquietante universo pictórico esté reflejado en algunos de ellos –Rothko, Polke, Kiefer por partida doble…–. Tan turbadores como el indiscutible lenguaje poético de nuestra autora.

Porque es peligroso asomarse tanto al exterior como al interior, ambos universos inhóspitos. La lectura de los relatos demuestra que Iuliana S. Apostu es maestra en el recurso de la elipsis, no exenta de un hermetismo que no pone las cosas fáciles al lector. Pero ahí radica lo sugestivo de su literatura. Automartirio, autoinmolación, sangre, cuerpos y mentes maltratados. Aunque sea curioso que, ante tanta truculencia, la descomposición y la podredumbre estén relativamente poco presentes en su narrativa. Porque lo podrido está muerto y en esta escritura hay mucha vida, demasiada.

Leamos el relato “Puntadas”: son las catorce que se aplica en la boca el personaje. Cada una de ellas es un momento de su vida, explicado con mayor o menor extensión. Lo que en principio es sinónimo de callar, paradójicamente y gracias al poder de la escritura deviene literatura… Romántica (sí), posmoderna o de retorno a lo real, que el lector elija. Y puede que oracular desentrañando señales: de ahí los sacrificios cruentos. Porque todo es hecatombe, como la de las cabras y humanos en “Llueve con rabia”, que recuerda a versos de su poemario válgame dios: “[…] los corderos a punto de ser desollados / para degustarlos en la mesa de Pascua / después de ir a misa / y rezarle a un dios que está de vacaciones”. Cosmogonías vacías, que de alguna forma hay que llenar el paréntesis de cada cual.

Lo cotidiano, la vida normal, conduce en ocasiones a auténticas historias de terror, como acontece en los relatos “Una niña” o “Mirilla”, no exentos de cierto suspense con finales inquietantes.

Amores y desamores también pululan entre las líneas de las ficciones literarias de la autora, casi siempre con mucha inestabilidad cargada de esperanza y, sin embargo, consciente de desilusiones anteriores, así como de imposibilidades a veces cargadas de crítica. Así sucede en el último cuento de la recopilación (“Yo quería quedarme en Barcelona”): “Tu capacidad de invadir lo bello y descomponerlo, de convertirlo en basura, es asombrosa. Y es una pena porque te repito que te arrastraría hasta esa puta pared porque ese rojo no es más de lo que reflejas: muerte, descomposición, hambre de carroña” (p. 152). Ante lo cual, el reseñista se abstiene de cualquier comentario. No es lo mismo un rojo “arteria” que un rojo “putón” (p. 151). O un expresionismo abstracto de Rothko que, pongamos por ejemplo, el de Barnett Newman de “Vir heroicus sublimis”… Formas de ver la vida y sensibilidades incompatibles, lo que es casi inevitable.

Literatura española, sí, pero con orígenes, no lo olvidemos, en una Rumanía natal no desdeñada ni olvidada, lo que conduce a una excelente simbiosis. Éste y otros aspectos de la narrativa de Iuliana S. Apostu quedarán en el tintero, como ciertos feminismos, vista la poca relevancia de elementos masculinos en los cuentos –a excepción de “Llueve con rabia” – o cierta sexualidad natural que da lugar a encuentros… y desencuentros.

Sin título es una recopilación muy bien hilvanada con puntadas expertas, pero también un prometedor banco de pruebas de la autora, de la que cabe esperar mucho en un futuro. No cabe duda de que el “Continuará” augura buenas expectativas.

 

Iuliana S. Apostu, Sin título, Sevilla, Editorial Dieciséis, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús S. Carrera Lacleta

La luz de la memoria

30 de septiembre de 2024 09:43:59 CEST

La poesía de Vicente Cervera alcanza plenitud expresiva en El sueño de Leteo (Sevilla, Renacimiento, 2023) gracias a una destilación estética en la que se dan cita el impulso hímnico y la cadencia elegiaca, la emoción y el misterio, la sensualidad y la erudición. A lo largo de la trayectoria del autor se prefiguraban diversos temas que encuentran una feliz decantación en estas páginas. El descubrimiento de la otredad, la interrogación sobre el enigma de la existencia o la reflexión metapoética son motivos que ya asomaban en la galería de semblanzas literarias contenida en De aurigas inmortales (1993, reeditado en 2018), en los acordes que animaban La partitura (2001) o en las inquisiciones metafísicas que protagonizaban El alma oblicua (2003) y Escalada y otros poemas (2010). No obstante, El sueño de Leteo aporta una nueva tonalidad que surge de la aleación entre la serena distancia y la combustión emotiva, de tal modo que se difuminan las fronteras que separan “el desgarrón afectivo” de la evocación lírica. También la impronta de los maestros aparece ahora metabolizada en una voz personal, por más que adivinemos aquí y allá la huella de los clásicos latinos, la altivez estoica tamizada por los vates del Siglo de Oro, el homenaje a los románticos alemanes o la acogedora sombra de Borges, a quien Cervera ha estudiado en su faceta de investigador y profesor universitario.

Si bien El sueño de Leteo se divide externamente en tres partes numeradas, no es difícil apreciar una serie de hilos conductores que dotan de continuidad al discurso. El primero se corresponde con las paradojas de la identidad, que nos muestran a un yo escindido y tentado alternativamente por la luz y la oscuridad. Ya el primer poema, “Leteo”, en el que el poeta discute con “el impostor de la conciencia”, remite a los monodiálogos de Gil de Biedma, aunque sustituyendo el efecto de intimidad y el registro coloquial por una pudorosa lección existencial. La presencia del doble se advierte asimismo en “Mi maestro”, una recreación del mito de Jekyll y Hyde, o en “Over the rainbow”, donde el camino de baldosas amarillas conduce al extrañamiento: “Bajé / la vista y allí esperaba, radiante, / mi otro yo: la fecha, el nombre y el árbol / de la genealogía”. Las máscaras subjetivas se asocian en ocasiones con el somnium imago mortis, según se observa en “Despiertas” o “Del sueño”, y con los símbolos de la desazón, como la lechuza o el “felino rampante” que vigilan a un yo aprisionado por la rutina en “El filo”.

Otro núcleo semántico del libro es la oda a los poetas, a quienes se les atribuyen valores vinculados a la ilusión, la inocencia y la libertad. Con todo, la materialidad del mundo circundante los condena irremisiblemente al desencanto: los retratos espirituales de Hölderlin (en la torre de “Tübingen”) y de Byron (ante las tinieblas de “Tenebrae factae sunt”) ejemplifican el combate entre el anhelo auroral y la propensión a la penumbra. De distinto sesgo es “Unidos en Eleusis”, que se eleva sobre la desesperanza para culminar con una admonición a los poetas de la Arcadia bajo la bandera del paganismo hedonista: “Unidos en Eleusis, poetas del Leteo”. Junto con la poesía, la música adquiere relevancia en “O grosse liebe!” (sobre una pieza coral de Bach), “Algarabía” (consagrado a un coro de gorriones) o “Bremen”, que retoma la melodía del cuento “Los músicos de Bremen” para reivindicar la capacidad catártica del canto “frente al presagio oscuro o la noticia / ronca o el heraldo negro o la sonrisa / hosca”.

La elegía amorosa constituye el eje de algunos poemas en los que se entrelazan la pérdida de la inocencia y la cicatriz del deseo. “La inocencia”, “Anima dannata” o “Dos almas” inciden en la fugacidad de una comunión erótica que a menudo desemboca en “turbias lágrimas de ausencia”. Siguiendo el lema del romance francés “plaisir d’amour ne dure qu’un moment, / chagrin d’amour dure toute la vie”, el personaje de estos versos lleva a cabo una ritualización amorosa presidida por la melancolía. Así ocurre en “Del absurdo” o en “Halloween”, en cuyo desenlace los disfraces aterradores se reemplazan por una espectralidad más inquietante: “Sabían que los esqueletos / no estaban en los disfraces ni en los filosos / chillidos, sino en sus pasos torpes y en sus desligados / corazones”. De ese desligamiento dan cuenta igualmente aquellas composiciones que afrontan con serena resignación el paso del tiempo, a veces atemperado por la compañía de los libros (“Clamor”, que rubrica el mensaje de Quevedo en “Desde la torre”) y otras veces adscrito a la plantilla tópica de las ruinas (“Mutaciones”, donde la devastación arquitectónica funciona como una suerte de correlato psíquico del paseante que contempla los estragos de la vanitas).

El último apartado de El sueño de Leteo aún nos depara más sorpresas: si “La vergüenza” ofrece una entrañada denuncia social mediante la reconstrucción de una estampa infantil, “Rosas y apotegmas” se erige en una conturbadora elegía a la figura del padre, más cerca del regeneracionismo del Machado que cantaba a Giner de los Ríos que del patetismo al que se prestan esta clase de composiciones, en las que el dolor por la pérdida suele imponerse a la coloración afectiva del recuerdo. En definitiva, con El sueño de Leteo Vicente Cervera emprende un viaje hacia el alumbramiento (tanto hacia la luz de la conciencia como hacia la ceniza de la memoria) y firma su mejor libro hasta la fecha.

 

Vicente Cervera, El sueño de Leteo, Sevilla, Renacimiento, 2023.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Luis Bagué Quílez

Una moderna elegía a la muerte del padre

23 de septiembre de 2024 09:58:29 CEST

Una de las mayores alegrías que puede encontrar un lector de poesía es la de un libro bien escrito y distinto, lejos de los cánones transitados (pero con los lenguajes y usos del momento que habitamos), y con esa autenticidad de la poesía genuina. Algo dice T. S Eliot sobre esa poesía en Lo clásico y el talento individual, aunque desgraciadamente para él, salvo Virgilio, todos seamos poetas menores. Lo cierto es que en este gran momento de las lenguas asentadas y donde el todo por venir está en las que aguardan su clasicismo, es esta incumbencia que vivimos, explicó Northrop Frye, la hipersubjetividad está a la orden del día. Es el caso de esta moderna elegía que guarda en lo íntimo el desgarro “él se quedará aquí en el pecho prendido y en las fotografías manchadas de huellas dactilares” porque no necesita enumerar para la gloria, para la Fama, las virtudes del padre a lo Jorge Manrique, sino guardarlas, atesorarlas en su propio dolor e intimidad, en la coraza de su propio pecho. Y es que Cabeza de familia es una moderna elegía a la muerte del padre con el horizonte referencial de Jorge Manrique (solo referencial, pues poco tienen en común salvo el óbito del progenitor), para hacer una emulación de las virtudes del fallecido, pero también del aura que se infiltra y tizna la espera ante la muerte de quienes le aman, las circunstancias, en el Hospital Arquitecto Marcide de Ferrol, ciudad donde nació Alicia Bouzao (1987). Y para mostrar esos dos mundos, el del recuerdo del muerto, el de las creencias, que “guarda mi madre” y el del puro fervor sin creencia, el yo lírico desenrolla estos versos llenos de delicadeza y ternura, emoción.

Cabeza de familia es un libro dividido en cuatro secciones con el mismo asunto, para contarnos un proceso emocional (y un suceso que lo desencadena) en verso libre y versículos, a veces casi “proemas” e indistinguibles en la práctica pues todo depende del cómo se lean… Así lo estudiaron Carlos Jiménez Arribas (demuestra en un ejercicio a propósito de ello) y María Victoria Utrera Torremocha. Proemas que han tenido en las dos últimas décadas una importante presencia en España, aunque vinculada a ciertos herederos de las poéticas del silencio en los 2000, si bien no solo. Y así asistimos al proceso de la espera, de la generosidad y virtudes del padre, a los vacíos, a veces con la técnica del leixa-pren para relatar ese dolor íntimo que algunos poemas sobrecogedores y espléndidos elevan a poemas que así pueden llamarse, con mayúsculas. Me refiero a «Dust» o «Para crear el ojo de Emilia», «En el cuello» y «Una bala llegó en mayo» que nos hablan del talento de una poeta relativamente tardía en cuanto a la publicación de su primer libro, Manual para la comprensión del insomnio (2019), y que ha sabido esperar para cantar con fuerza y autenticidad, con esa determinación literaria del poeta genuino, con el que comenzábamos la reseña. Lecturas no parecen faltarle y, además, bien escogidas (la de Dylan Thomas es estupenda), bien traídas. Y si a eso le sumamos la mezcla de referencias realistas (zapatos de Zara o Jin Morrison), y las asociaciones de corte irracional que maneja con tropología propia, “la chica de perfil recto/como la línea de un divorcio” o esa personificación de la melena que “empezaba a caer dormido sobre los hombros”, entre otras más arriesgadas y sugerentes,  pero controladas (no es Michaux ni Ashbery), sabremos que estamos ante una poeta que lo es, con mucho que decir y futuro por delante. Una grata sorpresa este Cabeza de familia y su cuidada edición en Lastura.

 

Alicia Loustao, Cabeza de familia, Madrid, Lastura, 2024

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Eternidad

13 de septiembre de 2024 12:04:47 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pensar la eternidad

(con sus distintas marcas registradas:

«la gloria literaria» es una de ellas,

tal vez la menos falsa o la que pasa

mejor las aduanas, sin levantar sospechas

su a menudo dudosa mercancía),

pensar la eternidad, decía y digo,

es manejar trilita, un explosivo;

raro será que no te estalle un día

en el alma y te deje para siempre

mutilado de sueños y esperanzas.

Si «humano no es medirse

con los demás, sino ocuparse solo

de las cosas», no quieras

medir tu corta vida con nada que no sea

tan corto como ella.

Blíndate el alma con la rosa efímera;

hazte un búnker por dentro con el canto

del ruiseñor, bastión inexpugnable;

alambra con espino tus afectos

y mina sus contornos 

de soledad, pues los resentimientos

son buenos zapadores. Que ninguna

luna llena se vaya sin que tú

con ella hayas hablado unos minutos:

nada te hará más fuerte.

«Oh monte, oh fuente, oh río» es todo cuanto

un hombre como tú va a precisar.

Ninguna de las ruinas gloriosas del pasado

ni la suma de siglos que hasta aquí

nos las han conservado etiquetadas

vale lo que este día, uno de tantos,

lo que esta rosa efímera,

lo que un ruiseñor, lo que cualquier

noche de luna llena.

Cada segundo de esos, vividos a conciencia,

vale lo que mil años. 

Ninguna eternidad podría comparársele.

Escrito en Sólo Digital Turia por Andrés Trapiello

Un título ajustado, tomado de Yorgos Seferis “Dondequiera que viaje Grecia me duele” (o el dolor ante esa Grecia que ya no es la Magna Grecia), le sirve de partida a Helena González Vaquerizo en este ensayo, para hablar de la poesía griega reciente como respuesta a una situación social e identitaria de un país enfrentado a la precariedad frente a la mitificación de su historia. Y a sus propios conflictos ante una herida que vuelve a sangrar, por culpa de la crisis económica reciente, y todavía en el imaginario, con todo lo que de humillación y precariedad puso sobre la mesa. No hace falta ir muy lejos. En la memoria colectiva reciente europea aún colea la crisis económica de 2008-2009, como consecuencia de múltiples causas, contras las que estalló una rebeldía social de la juventud en la calle. Una de las causas desencadenantes fueron los riesgos adquiridos por ciertos alquimistas financieros, los famosos “quants”, o exprimidores al máximo de las posibilidades de crecimiento económico, y partidarios de la autorregulación de los mercados sin necesidad de mecanismos controladores o de su disminución e irrelevancia. La rueda de las especulaciones montadas y falta de control sobre los prestatarios que solicitaban créditos hipotecarios subió hasta el punto de generar grandes pasivos y morosidades, además de una inflación exponencial que acabó con bancos, instituciones, y casi con estados. Algunos debieron ser rescatados (Portugal, Italia, Irlanda, España y Grecia), por algo que se originó en Estados Unidos. Cuando Helena González Vaquerizo aborda la poesía de un periodo con epicentro en 2010, desde el título La Grecia que duele. Poesía griega de la crisis, parte fundamentalmente de la repercusión de esa crisis en los poetas nacidos entre los 70/80, y de cómo toman conciencia de su país desde la historia y crisis citada, que conlleva, acorde a los tiempos, una mirada sobre el género, crisis migratorias y la identidad nacional ante el presente y su historia. Siempre desde la poesía, recordemos. Estamos ante un minucioso ensayo generacional y visto desde dentro, con conocimiento profundo, rigurosidad y entusiasmo (en sentido etimológico) que, además de acercarnos a la poesía griega actual entre la tradición y la modernidad, muestra en las traducciones el hacer de unas promociones equivalentes en cierta manera a los/as poetas del malestar español (pero distintas) según los denominé. O, si prefieren, a los “deshabitados” (en términos de Juan Carlos Abril), en un momento de la invisibilización del capitalismo como ideología dominante.  Es muy posible que, en medio de las diferencias entre países con tradiciones tan diversas (Occidente/Oriente), tengamos que hacer más caso a las propuestas de Raúl Molina Gil (Poesía española joven: un estudio del campo poético. 2000-2019), en nuestro caso, sobre el desencanto y la marginalización o nuevos territorios que, desde Alicia bajo Cero a Voces del Extremo, han desembocado en los Hijos de los hijos de la ira, por contarlo con Ben Clark.

La nueva poesía griega surge “de manera espontánea y con gran ímpetu en un escenario de crisis económica a partir de la primera década del siglo XXI”, explica González Vaquerizo.  Espontaneidad e ímpetu son sinónimos de respuesta de la juventud y de escritores en su primera madurez ante una situación insatisfactoria, tal y como ocurrió con el 15-M en España en 2011.  En este caso el hecho desencadena una diferenciación estilística y asuntos marcados, de identidades frente a la canonización de la tradición (reutilizada con otros sesgos), que en España no se ha producido con esa virulencia, en mi opinión. Y para explicarnos todo ello ha dividido la autora el libro en dos secciones: “una introducción al contexto del país y de su producción poética reciente, y una selección y comentario de poemas”.  En una explicación sintética, clara y muy convincente, sin digresiones, se explica la primera sección y el resurgimiento de la problemática identitaria del país a partir de su reciente historia y los movimientos filohelenos, el peso del pasado o la reacción ante la citada crisis, hasta la relación de criptocolonialismo que Europa establece con Grecia. Es el preámbulo al estudio de cuanto también se ha llamado generación de la “melancolía de la izquierda”, y adelanto de cuanto se verá desde la poesía y que, nos avisa, parte de antologías recientes: “la mayoría de los poemas analizados (…) proceden de antologías bilingües griego-inglés” publicadas a partir del año 2009 y que su existencia es en sí misma una prueba de las complejas relaciones de servidumbre y dependencia de la cultura griega con Occidente”. Siempre es de agradecer esa honradez, pues muchas veces, tantas veces, vemos antólogos que no leen las fuentes primarias, pero no lo cuentan. Aquí, sin embargo, veremos una interpretación temática muy clara y amplia, aunque sea desde lo canonizado por los estudiosos, poetas y críticos griegos y extranjeros.

La segunda parte del libro, mucho más personal, incide en el asunto específico del libro. La autora avisa de haber realizado traducciones literales y no literarias, algo que para mi generación tiene connotaciones grandes a causa de las estupendas versiones realizadas sobre traducciones ajenas. Pienso en José María Álvarez (las de José Ángel Valente), frente, por ejemplo, a las de un gran conocedor de Cavafis, Miguel Castillo Didier (el prólogo a Kavafis íntegro (2003) es una delicia), pero cuyas traducciones emocionan mucho menos. Y también en la de Juan Manuel Macías en la Poesía Completa (2015), de referencia.  La autora nos avisa de esa literalidad con modestia y deja “a los profesionales de la traducción poética” el salto, aunque a pesar de la letra diminuta (debería haber sido más cuidado ese aspecto), los textos funcionen con sensibilidad literaria en castellano. Estamos pues ante un libro apasionante y apasionado, riguroso y filológico (por ahí anda, aunque sea tarea personal, el grupo de investigación Marginalia Classica) sobre esta revitalización de lo antiguo. Y así llegan con una perspectiva moderna “El país de los lotófagos” y la crítica implícita al hedonismo y a la búsqueda de una revitalización contra la adormidera del desánimo, con poetas como Phoebe Giannisi (1964), Kyoko Kishida (1983) o Lina Fytili (1974), por citar por lo breve. Y al fondo la crítica que hizo el poeta laureado Alfred Lord Tennyson contra la inercia y sensualidad sin misión, a diferencia de los Ulises o Eneas. La perspectiva reivindicadora exige, acorde a los tiempos, otras lecturas. Y así la perspectiva alcanza al género, a la Penélope cantada por varones, contra su papel mítico pasivo de un simple hilar y deshilar. Tal y como como diría Fernando Pessoa es una Penélope “revisitada” por la modernidad y otro rol literario (desde hace dos siglos) por un sinfín de escritores/as en la revisión feminista del mito. Los nombres son innumerables, desde Margaret Atwood o Louise Glük, por citar las mediáticas de moda, junto a otras personalidades revisadas frente a la mirada narrada por hombres (desde Circe a Ifigenia o Nausica). Y junto a esta sección la crisis de los refugiados o las muertes de los migrantes en el mar ante la indiferencia de Occidente al que el Egeo queda lejos, los movimientos migratorios por falta de futuro o el machismo, van teniendo reflejo en poetas como Yannis Stiggas (1977), Christodoulos Makris (1971), Jazra Khaleed (1979) o tantos otros que la autora estudia con claridad y precisión. Y, por supuesto, se cierra el libro con un capítulo dedicado a los “mármoles y ruinas”, o ese recuerdo del pasado heroico frente al presente en crisis, de las duras analogías entre el heroísmo de ayer y el presente en crisis, frente a las visiones románticas idealizadas. También hay una llamada de atención, llena de intención, sobre la policromía estatuaria y la multirracialidad, frente a la “blanquicización” o monocromatismo de las estatuas por parte del pensamiento occidental. Las ruinas son “un vivir entre ruinas”, entre diferentes perspectivas de las mismas, a las que asistimos a través de los poemas de Apostolos Thivaios (1981), Elena Penga (1981), Yannis Doukas (1981) o Dimitra Kotoula (1974) entre otros. No le falta tampoco el humor al libro en una divertida comparación entre Pericles e Isabel Díaz Ayuso. Un libro que, como recordaba Ortega y Gasset, además de ser un libro de ciencia y ser riguroso, “también tiene que ser un libro”, es decir estar bien escrito. Y si a todo ello le añadimos biobibliografía de los poetas estudiados y una extensísima bibliografía, tendremos un libro necesario y legible. Un ensayo muy serio, ágil, de plena actualidad, que nos habla de la Grecia real desde una perspectiva actual, la de la tercera década del siglo XXI, a través de la revisión de su historia en el presente desde la poesía.

Helena González Vaquerizo, La Grecia que duele. Poesía griega de la crisis, Madrid, Catarata, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba



Dichoso quien, como Ulises, ha hecho un buen viaje

Joachim du Bellay


Ten siempre a Itaca en tu mente

Llegar allí es tu destino

Konstantino Kavafis

 

 

 

“Desandas el camino de la fuente, de la vía, de la viña. Y de pronto recuerdas el silencio de los membrillos” “Con prados silenciosos, en la orilla / de mi siempre Jiloca avanzo libre, / por lenta seda del ribazo oscuro /a beber en la fuente del regreso”. ¿Cómo mi poesía puede carecer de temas:/  cómo no puedo cantar lo que a Burbáguena se debe?"

Decimoséptimo poemario del autor es el poemario donde la ausencia del tiempo ido está más presente. Fosfenos es un poemario que el propio poeta describe como «revelador»«contundente» y «místico»

Itaca, Burbáguena, origen y destino. Alfa y omega. Razón de ser. Además de eso, nos encontramos ante un silbo de afirmación en la aldea como hiciera Miguel Hernández y Fray Antonio de Guevara en su Menosprecio de Corte y alabanza de aldea. Su mundo, su tierra; sólo su tierra. Su paraíso tantas veces añorado y recobrado. Le sobra todo lo demás.

En el prólogo a las Páginas escogidas, Machado, citado profusamente en Fosfenos, nos explicó uno de los logros formalizados con su poesía, del que se mostró muy satisfecho. “Como valor absoluto bien poco tendrá mi obra, si alguno tiene; pero creo –y en esto estriba su valor relativo— haber contribuido con ella, y al par de otros poetas de mi promoción, a la poda de ramas superfluas en el árbol de la lírica española, y haber trabajado con sincero amor para futuras y más robustas primaveras”.

Del frondoso árbol poético, como Machado, ha podado, cuidosamente, las ramas superfluas, del mismo modo que Juan Ramón Jiménez: “Se quedó con la túnica/ de su inocencia antigua./ (…)/ ¡Oh pasión de mi vida, poesía/ desnuda, mía para siempre!” Ha quitado las ramas pero no han desaparecido los ecos y los trinos de cuantas aves las han poblado. Esas que lo han acompañado en sus despertares como a Fray Luis. Se adivinan los fosfenos deslumbrantes de Quevedo, Bécquer, Machado, Juan Ramón y tantos otros. Como Don Antonio, a distinguir se para las voces de los ecos, y escucha solamente, entre las voces, una. Cumplen esas ramas superfluas que está decidido a podar, con el fin de que el árbol metafórico de la lírica luzca en su integridad. No debe extrañarnos el tremendo parecido entre la preocupación de Bécquer, otro autor numerosamente evocado por el autor, al principio de las Rimas y la de Enrique Villagrasa en su Fosfenos.

“Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo. En algunas ocasiones, (…) buscan en tropel por donde salir a la luz de entre las tinieblas en que viven.(…) Necesario es abrir paso a las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo. (…) Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis a ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido”.                             

En las Rimas se nos ofrece una poesía desnuda de artificios, una poesía de máxima condensación lírica. Si a Bécquer lo llevó a decir poesía eres tú, la presencia de la amada, la misma que, como en Dante, entiende que un poema cabe en un beso/ verso trémulo. “La bocca mi bacció tutto tremante” (Dante: Inferno, V, 136), en el caso de nuestro poeta, podemos decir que el tú que justifica el poema es Burbáguena. “Burbáguena con el Jiloca se hace verso/ y el poeta exiliado en el mar de su escritura/ abraza ribera y ribazos” (p.19). “(Toda luz amanece en verso justo en Burbáguena con su Jiloca)”. (p.30.)

Siles dice, a propósito de Enrique “Todo poeta tiene, guardado en su memoria, un espacio-tiempo al que siempre que lo necesita – y poeta es quien lo necesita- suele regresar. Ese espacio-tiempo, que puede tomar – o no- forma de lugar, es el que el poeta invoca y busca en ese otro espacio, nunca coincidente del todo con él, que es el de la página.”

Buscando la razón poética, la metapoesía, la metalírica de Fosfenos, podemos convenir, sin excesivo esfuerzo, no hacen falta ni la hermenéutica ni Gadamer, que “todo poeta es su pueblo”, (p.185) que lo sublime es lo normal que “toda poesía es mirada errante y todo poema/ es/ palabra ida. Al fin, marmóreo frío/ en Burbáguena”. (p. 35).

Villagrasa ha sido y es un experimentador (El poeta experimenta en el poema/ todas las formas de la nada y el azar/ del lenguaje en el lenguaje), que no se ha arredrado ni ante el poema en prosa ni ante las formas fijas ni ante la estrofa. Lo que prueba su decidida voluntad de innovación, y su necesidad también. “Todo poeta tiene, guardado en su memoria, un espacio-tiempo al que siempre que lo necesita – y poeta es quien lo necesita – suele regresar” (…) “el yo del autor y el yo de su persona poemática conversan sobre lo que a ambos les parece fue – y  en cierto modo sigue siendo aún – su identidad.” Dice Jaime Siles.                                                              

Villagrasa despertó a Burbáguena, ¿lo descubrió? al salir del convento. “Desde la celda llegaste a Burbáguena./ Llegaste al amanecer del nuevo día./ La poesía pudo al fin contener la luz/ del murmullo de las quietas aguas del Jiloca” (p.121). Como Machado, “Toda la imaginería/que no ha brotado del río, /barata bisutería”.                           

Lo confiesa. Del mismo modo que confiesa que la belleza, el fin último de la poesía, no puede ponerse en palabras, ¡ah lo inefable lírico!, más que por aproximación (o el silencio). La palabra poética empieza justo donde el decir es imposible. (José Ángel Valente)                                                                             

“El silencio que está en la base de la obra de arte (...) es la indecibilidad de la cual nace la obra, la oscuridad inherente a cada una de sus revelaciones. En el arte, la forma se condena y se redime al mismo tiempo. Su consonancia es disonante, su entonación milagrosa, armonía cacofónica. El arte no brinda respuestas, sino sólo una pregunta, y todo a su alrededor, la vida” (Thomas Harrison).                                                        

Señala J. A. Valente: “sabemos que comentar es aprender a callar, generar el silencio en el que el texto habla”. El silencio es entonces la materia de la escritura, indica los límites de su extensión y abre el camino a su posibilidad, una posibilidad que incorpora el riesgo de su propia imposibilidad; así se entienden las palabras de J. A. Valente: “Leer es entrar en el libro, es decir, en el territorio de su infinita posibilidad. Entrar en su blanco, en su silencio o en su vacío. (…) La plenitud del libro es su vacío”, y los poemas en los que escribe: “Vienen/ desde el vacío las palabras”, “Este tiempo vacío, blanco, extenso,/ su lenta progresión hacia la sombra”. “El arte no brinda respuestas, sino sólo una pregunta, y todo a su alrededor, la vida”.

Su pueblo es el topos al que volver y recurrir constantemente, como el mito del eterno retorno, el lugar donde se encuentra y se define a sí mismo. En el prólogo del libro, “Burbáguena o la poesía de los lares” José Luis Rey dice: “Villagrasa construye una obra de alabanza a los dioses primigenios del lugar; dioses de infancia y para infancia. Dioses para la palabra y para el silencio; para el poema y el ser.” Estamos ante un poeta profundamente lírico, qué poco hay en Fosfenos fuera de la poesía, y “lárico”, fiel a su lar, a sus lares, que lo hacen volver, volver, volver, cada momento a su Ítaca, a su paraíso. Es allí, en su paraíso, donde cuidadosamente teje y desteje, no le hace falta Penélope, la malla mágica del poema.

Hay que establecer un pacto entre los ojos y el corazón, pacto que se crea con memoria y lenguaje, con vida y poesía. La belleza depende del verso y el verso depende de Burbáguena.                                                        

“Burbáguena: esa realidad inventada, renacida, resurrecta, soñada, que reúne en sí misma los juncos de ayer con los de hoy, la escuela y el cementerio, y que permite a Enrique Villagrasa no huir de la huida sino dar sentido a su propio fluir. No otra cosa es la poesía: fijación de un instante que creíamos perdido, salvación de un momento que no queremos ver desaparecer” sigue Jaime Siles.                                                                           

Los poemas que contienen referentes explícitos o elementos relacionados con la vida o el entorno de la voz poética, que son prácticamente todos, se presentan en la nostalgia de lo indefinido En ese sentido un buen número de poemas plantean como un profundo motor para la nostalgia, el hecho de la imposibilidad de la palabra para ser la cosa que refiere, ese hecho refuerza en los poetas la impresión nostálgica de que hay una parte inaprensible en cada cosa; perciben que no hay modo de referir lo vivido sin lenguaje y, a la vez, notan que lo vivido queda tocado o convertido en buena medida en lenguaje.

Ese topos absoluto, topos trascendido y trascendente, que es Burbáguena, se desarrolla en otros topoi que anclan a este “monaguillo de incensario e hisopo” en su paraíso. Ahí están firmes en el recuerdo y en el presente “en el seco recinto de tus muertos ese tu espacio y su tiempo” (p.101), el río Jiloca, la viña, la fuente, el cierzo, la ermita, la casa, el barrio Moral, el cementerio, “Cuando yo venga a esta casa, el cementerio, no llegaré como extranjero/ Me quedaré aquí para encender tu memoria, como un cirio perfumado. Resonancia y ecos de vidas vividas” (p.149), “a lo lejos la imagen que te persigue: el cementerio/ de Burbáguena, al sol de la tarde siempre” (p,198) o el gratificante sabor de las cerezas, las uvas o los membrillos que nos aproximan la experiencia de nuestro poeta a la de Fray Luis y su huerto o a la de San Juan y el zumo de granadas. “El poeta prueba el exquisito sabor de las uvas en la viña/ de su padre” (p. 168).

Este locus amoenus, cerca del río y en soledad amena, como en Garcilaso, esta razón de ser para el poeta, requieren un contrapunto que haga más entendible la fascinación por ese pueblo-poema-verso-memoria-lenguaje. Ese silbo de afirmación en la aldea del que hablaba al principio.               

El contrapunto parece serlo Tarragona y su mar, la aldea y su río frente a la ciudad y el mar. Ciudad y mar que son vistos en el poema con un enfrentamiento en los títulos “En Burbáguena, mi pueblo” (p.46) y “En Tarragona, media vida”.(p.47). “¡En el Diari, en el Port: oh triste memoria! Ciudad con menos teclas que un piano”. (p.47).

Ciudad y aldea que encuentran su nexo, aparte de en la biografía del poeta, en el puerto. Ambos, Burbáguena y Tarragona tienen un puerto que ha conocido las diferentes inquietudes del poeta. Tarragona, exilio pluscuamperfecto la llama en ocasiones,  ofrece un puerto en el que trabajar, Burbáguena le ofrece un Puerto: plaza donde descansa el viajero, ante el signo grave de  tres bares y una farmacia, (p.170) y la casa del Temple. Cerca del Puerto. (p.134). en la que nació, aunque no la reconozca.               

“Así es mi vida del Jiloca al Mediterráneo en este otoño primaveral” (…) Aunque/ siempre estoy en mi pueblo con los que están en mi tierra cercana” (p.99). “No quiero volver a ese mar mediterráneo de la Tarragona del noreste. No quiero/ vivir bruñido por el sol. Estoy con la belleza/inaudita de Burbáguena y sus gentes” (p.178)            

Pero en Fosfenos ni todo es retorno ni solo es luz. Como dije de Sílaba del anochecer, es un libro recorrido por la tristeza, lleno de percepciones tristes, románticas si se quiere, en las que el autor se anega. El recuerdo es nostalgia, añoranza del paraíso de la infancia.     

Observamos como peculiaridad que el interés de la poesía de nostalgia por la ausencia y lo perdido deriva en la reflexión sobre lo irresoluble o lo imposible. Nos anuncia el fin de algo, la imposibilidad de seguir poblando de palabras las hojas, bien porque la mancha de la tinta las ha hecho inservibles o bien porque no hay tinta con la que impregnar la pluma, dije en otra ocasión.  

Cernuda decía: “Importa que el poeta se dé cuenta de cuándo acaba una fase y comienza otra en su desarrollo espiritual; mientras el poeta está vivo, es decir, mientras no se agote su capacidad creadora. No solo es letraherido. Aparecen aquí y allá destellos del presente que nos dicen que la poesía sabe esperar, y dejar paso a otras realidades como puedan ser la pandemia, la muerte de una gatita o las guerras, las malditas guerras, que nos rodean o la visión idílica de unos “niños jugaban en la acequia con sus cáscaras /de nuez” (p.175).                             

Fosfenos da para mucho, como las infinitas esquinas del verso que lo contiene. “La poesía de Enrique Villagrasa, tiene un componente metapoético esencial, hasta el punto de que no la comprenderemos si no somos consciente de ello. Vale decir que este autor tiene, en gran parte de su obra, la poesía como referente último de su mensaje.” (Pérez Lasheras)               

Efectivamente, como característica que tiene ya arraigo en los anteriores poemarios de nuestro poeta, la metapoesía hace presencia en casi todas las secciones del libro. Junto con estos ingredientes habría que añadir otros formales (como el dominio del ritmo poético) o de tono (como la nostalgia -el poeta ha vivido, por razones laborales, lejos de su tierra natal, la muy hermosa comarca del río Jiloca- o la ternura), y de este modo nos haríamos una primera imagen de la poesía de Enrique Villagrasa, en apariencia sencilla pero complejamente elaborada.   “¿Acaso en el fondo del verso no es donde vives/ aquel poema que palpita en su profunda luz?”           Para Enrique Villagrasa, sigue Siles, “La poesía es lo que él encuentra en Burbáguena, donde la palabra es vida y sendero directo al pasado. Lo que lo obliga a buscar en el texto lo que llama las fronteras de la palabra, que él identifica con el límite blanco/ sonoro, del lenguaje del silencio”.

Cierro esta breve aproximación al libro y su autor con otro reto poético: es la reivindicación del especio lector, como hizo, hace casi un siglo, Robert Escarpit. “Lo sagrado, es la comunicación, el texto es algo secundario" decía el Profesor de Burdeos. 

El receptor, con sus posibilidades descodificadoras, es el protagonista final de la cadena de comunicación y conocimiento. La relación es entre tres: emisor-receptor, siendo el texto la bisagra en torno a la cual giran ambos. O Noé Jitrik: “Leer es transformar lo que se lee, lo cual deviene, de este modo, un objeto refractado, interpretado, modificado.                       

El poema lo es porque lo es para el lector. En muchos casos el autor, el poeta, es su propio lector. De ahí que entre la página y aquel se establezca siempre una dinámica dialógica, en la que el yo del autor y el yo de su persona poemática conversan sobre lo que a ambos les parece fue -y en cierto modo sigue siendo aún- su identidad.

“Es la persona lectora quien termina el poema al atravesar esa y no la puerta que conduce al desierto” (p.97). “Que es un juego de espejos en el misterio, del que no hay que separar obra y lector” (p.53).                                                          

Hay que transgredir los límites entre lo vivo, lo experimentado y la metáfora” “canto y cuento es el deseo poético” nos dirá ( p. 105). “Al igual que el Jiloca busca el mar/ el que esto escribe busca y persigue/su conocerse y conocer mejor lo propio”. ¿Cuándo habitarán mis versos/ en tu pasión? Urge ese/ planteamiento poético de la realidad” (p.177).

“El lector es siempre el que escribe/ el poema y su decir significado/ yo me (re)invento en los poemas. Tú te descubres en las palabras./ En tu lectura los signos son. En mi escritura no se significan. ¿Qué clave utilizas poeta?/ La misma que tú lector./La palabra ida” (p.207).                                                                  

“Un libro de plena madurez reflexiva en el que la memoria se hace filosofía y sensación, conciencia disgregada que busca lo originario y el retorno, que confía en el lenguaje para que persista en los ojos del niño que habitamos esa ilusión azul de eternidad” (José Luis Morante).                                         

Tu sola compañía es la palabra. La soledad del verso te sustenta. No está nada mal reconocer que el poeta vive de (entre, por, hacia, para, con, etc. se puede añadir muchas preposiciones) la soledad de su verso. El eco de ese verso que, de acuerdo con las palabras del poeta en ese mismo poema, alumbra el día en el recorrido del poeta por las calles.      

“Sólo el poeta puede/ mirar lo que está lejos/ dentro del alma, en turbio/ y mago sol envuelto./ En esas galerías,/ sin fondo del recuerdo, /...” (Machado). El ancho azul de la tarde y su rostro fosfénico.

Hace muchos años escribí sobre Sílaba del anochecer: “es un libro recorrido por la tristeza, lleno de percepciones tristes, románticas si se quiere, en las que el autor se anega. El recuerdo es nostalgia, añoranza del paraíso perdido de la infancia y el presente intentos de una fuga imposible”.              

Digamos, para cerrar estas páginas que todo el poemario no es más que la búsqueda de la palabra definitiva, del verso que refleje mejor sus estados de ánimo, sus sentimientos. El poema demiurgo: El poema quiere alumbrar con el verso lo que el silencio clama.                                                                   

Burbáguena es la marca de origen, el factor desencadenante. El poeta labra sus surcos poéticos desde esta confesión, esa es su atalaya, su perspectiva, el cristal que tiñe con su color cuanto se contempla a través de él. 

Termino con su final, con su confesión: “Y decirles a las personas lectoras de Fosfenos que aquí está mi vida y su poesía, con muchos ecos y muchas voces, con muchas lecturas, con muchos versos repetidos en una forma y en otra, una estructura y otra, siempre necesarias por y para la unidad temática, Es un libro de libros muy descriptivo, pienso, de lo que es el proceso de escritura, o al menos del mío. Y es, tal vez, un tanto, mucho o poco, místico, revelador y contundente. Ahora, las personas lectoras tienen la palabra. ¡Gracias!” Nota final. (p.215.)                   

Escrito en Sólo Digital Turia por Simeón Martín Rubio

Una ejemplar antología del género aforístico

22 de agosto de 2024 12:59:30 CEST

Lo dijo Juan Ramón Jiménez y a mí me gusta repetirlo: a la hora de elaborar una antología las razones por las cuales se incluye a unos escritores y se excluye a otros depende en gran medida del grado de amistad, de enemistad o de indiferencia existente entre quien elige a los antologados y estos. Así que una antología, por lo general y según el poeta moguereño, no suele ser sino una criba hecha por afinidades electivas en la que obviamente y como no podía ser menos son todos los que están pero no están todos los que son. O dicho de otra manera: no hay antología en la que la subjetividad no sea el criterio de selección. En el caso que nos ocupa, el propio José Luis Morante, autor de esta antología de aforistas españoles comprendidos entre los siglos XX y XXI, nos recuerda ya al final de su prolijo y detallado prólogo algo que afirmó el también antólogo de aforistas José Ramón González a propósito del carácter personal y subjetivo de toda antología, en cuanto que «una antología es, por necesidad, una propuesta siempre incompleta y cuestionable, y es imposible sustraerse al juicio severo e inapelable del lector, que suele moverse entre el “falta este autor” y el “sobra este otro”». Ni que decir tiene que esta apelación al juicio severo e inapelable del lector parte de la suposición o de la hipótesis de que todo lector de una antología conoce al dedillo el universo literario en el que pulula una porrada de escritores dedicados a un mismo género, y que por esa misma razón estaría justificado entonces que se mostrara crítico con la selección llevada a cabo por el antólogo siempre y cuando echara en falta a tal autor o le sobrara tal otro. Pero, ¿realmente las antologías se elaboran pensando especialmente en ese tipo de lectores tan enterados y puntillosos? ¿O, más bien, se hacen para dar a conocer a los más representativos escritores de un género, sin más pretensión que esa?

En el caso de Paso ligero José Luis Morante ha seleccionado, según su criterio, «las aportaciones coetáneas más exigentes de la producción aforística en castellano desde el despertar del siglo XX hasta el ahora», que incluye a autores de la llamada Edad de Plata, como Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o José Bergamín, a autores de la Posguerra y la Dictadura, como Ramón J. Sender, Max Aub o Rafael Sánchez Ferlosio, y por último a autores vivos enclavados dentro del período de la Transición y la democracia, como Manuel Neila, Ramón Eder, Benjamín Prado o Erika Martínez. En total son veintisiete aforistas los que Morante ha seleccionado. Evidentemente podrían (o deberían) ser más, si nos atenemos a su criterio de máxima exigencia respecto a las aportaciones aforísticas producidas en castellano durante los aproximadamente últimos cien años, excluyendo las llevadas a cabo por autores hispanoamericanos (que, por cierto, aunque no son españoles, también escriben en castellano, lo cual no casa bien con lo que se apunta en el subtítulo del libro, dado que la tradición de la brevedad en castellano debería incluirlos).

En su largo prólogo (casi doscientas páginas), Morante se remonta a los orígenes de la escritura breve, situándolos en los «espacios colonizados por las civilizaciones fluviales: Egipto, Mesopotamia, Babilonia, China, India, Persia y Judea», donde fundamentalmente tuvieron un carácter práctico, moralizante y aleccionador, en forma de preceptos, normas, refranes o dichos, que más tarde llegarían a los territorios de las antiguas Grecia y Roma para incorporarse al pensamiento lapidario de la filosofía en autores como Diógenes Laercio, Protágoras, Parménides, Cicerón o Marco Aurelio. La Edad Media, el Renacimiento y el Barroco son otras estaciones de paso en las que se analiza el devenir de la escritura breve, estaciones en las que despuntaron Sem Tob, Juan Rufo o Baltasar Gracián, entre otros. Pero donde Morante se detiene con más ahínco es en el transcurso que va desde la Generación del 98 hasta nuestros días, pues es ahí donde percibe un cambio de rumbo en el género aforístico, que abandona su carácter moralizante y aleccionador para abrirse a nuevas expresiones que abarcan desde las reflexiones filosóficas hasta los divertimentos verbales, sin que las ocurrencias, las greguerías o las ideas líricas queden ni mucho menos postergadas, dado que «el aforismo ya no es solo “una sentencia breve y doctrinal que se propone como máxima”, según argumentaba el diccionario de la Real Academia, sino un material expresivo contradictorio, un género maleable que admite disquisiciones y da pie a una etimología donde conviven intenciones hondas y juegos verbales». Y es precisamente ese carácter contradictorio el que ha permitido que el género aforístico se haya convertido a lo largo de esta última centuria en un verdadero cajón de sastre, que incluso afecta al propio nombre del género, pues no han sido pocos los autores que lo han bautizado a su peculiar modo como cofrecillos de sorpresas (Benajmín Jarnés), aerolitos (Carlos Edmundo de Ory), sofismas (Vicente Núñez), greguerías (Gómez de la Serna), consejos, sentencias y donaires (Antonio Machado), máximas mínimas (Jardiel Poncela) o nótulas (Cristóbal Serra). 

Afirma José Luis Morante que «más allá de contingencias y gustos circunstanciales, el aforismo ha encontrado por fin, en su despliegue, reconocimiento mayoritario y activa presencia intelectual». Sin duda, tal aserto es manifiestamente optimista, quizá algo exagerado, porque que haya unas pocas pequeñas editoriales y algunos concursos dedicados al fomento y la publicación de libros de aforismos no supone, creo yo, un reconocimiento mayoritario entre los lectores, que probablemente no pasarán de los doscientos o trescientos en nuestro país, cosa que no es suficientemente notable como para tirar cohetes, lo cual no quita que Paso ligero sea una obra importante que ayudará a entender el devenir histórico del género aforístico en España y a conocer a algunos de sus principales representantes. Bien es cierto que estos representantes incluidos en este libro podrían haber sido otros, sobre todo los que pertenecen al último período, Transición y democracia, pues nombres como los de José Mateos, José Manuel Benítez Ariza, José Luis García Martín, José Luis Trullo, Javier Salvago o Antonio Rivero Taravillo hubieran merecido igualmente formar parte de la selección, tanto por su valor literario como por su notable producción aforística, cosa esta última que en tales autores está muy por encima de la de por ejemplo Juan Manuel Uría o Erika Martínez, pero ya recordé al principio lo que decían JRJ o José Ramón González y no vale la pena insistir más en ello. No obstante esta salvedad, unida a algún pequeño equívoco, como confundir la Alianza de Intelectuales Antifascistas con una inexistente Alianza de Intelectuales Antifranquistas (pág., 74) o referir que Max Aub ingresó en el PSOE en 1927 cuando en realidad lo hizo en 1929 (pág., 90), lo cierto es que la labor llevada a cabo por José Luis Morante en esta antología es irreprochable, no solo por su amplio y minucioso conocimiento de todo lo relativo al género aforístico de habla hispana sino también por su ejemplar difusión de la importancia que esta breve forma expresiva ha tenido en la obra de algunos de nuestros más insignes literatos. Razón suficiente como para que cualquier lector interesado en este género literario no deje pasar la ocasión de adentrarse felizmente en sus páginas.


Paso ligero. La tradición de la brevedad en castellano (siglos XX y XXI). Edición, selección y prólogo de José Luis Morante. La isla de Siltolá, 2024

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

La pasión arrebatada por lo mundano

19 de julio de 2024 09:49:25 CEST

El nuevo libro de Cristina Grande es uno de los mejores de su carrera. Cristina, costumbrista acelerada por la vida, escribe en Diario del asombro, un compendio de celebraciones, casualidades y situaciones que recorren los años anteriores y posteriores a la pandemia en forma de diario lírico y, sorprendentemente, atemporal. Digo que sorprendente por la misma naturaleza de la narración: parecería que las vivencias personales tendrían una fecha de caducidad para el lector, pero no es así en absoluto. Cristina Grande elabora una especie de bestiario de jornadas, donde tienen cabida desde su afición por el ciclismo, su ecléctica selección de pasiones literarias y cinéfilas o sus distintos viajes. Cristina Grande exhala el pulso de Natalia Ginzburg y la cotidianidad de Annie Ernaux, pero, por no circunscribirnos a literatura femenina, los ecos de Georges Perec y la pasión por la mutación del presente de Julio José Ordovás se recogen en las páginas de Diario del asombro. Leer el recorrido de una vida, aunque sea en un periodo de unos pocos meses, tiene una parte de voyeur y otra de cazador de disonancias. La plaza de Chodes, un té de Calmarza, una parada en Roda de Isábena, la belleza fronteriza de Valderrobres o un vino en Bodega Almau. Ferias del libro que marcan las estaciones, presentaciones que acaban siendo encuentros con amigos, un café en las Cinco Villas, compartir el Año Nuevo Chino con Ismael Grasa y, después, recordar el disco mágico de Lole y Manuel, de aquel año 1975 en el que todo parecía comenzar. 

Construir los años a partir de fragmentos enlazados por el anecdotario básico de la vida. Lo que lleva siendo, desde siempre, el cemento fundamental de la literatura. Canciones en El Frasno, cerezas de autovía, el apeadero de Sabiñán, la llegada del encierro, esa muerte vírica con apellido de número primo, encontrar frases como: Leer estos días a Rodrigo Fresán y Cristina Grande te hace coincidir en una cierta obsesión por La invasión de los ladrones de cuerpos. Y sus distintos remakes, claro. Cristina Grande, desbordante cuentista, vaporosa columnista, ha cultivado la cotidianidad de un paseo con su madre observando la marabunta de zaragozanos recuperando su libertad tras el encierro o la lectura de Miguel Mena, Fernando Sanmartín o Eva Puyó, con recuerdos de momentos claves en la historia reciente de la modernidad en Aragón (desde la fallida presentación de Vida ávida de Ángel Guinda en la sala Oasis el día del golpe de Estado de 1981 hasta la 'amputación' de las salas de cine en la ciudad de Zaragoza). Cristina Grande hace del alimento y la cocina nutritivos temas literarios, de los encuentros casuales un ejercicio de recuerdo, una especie de concatenación que parece encerrarnos en un mullido laberinto, una relación fraternal entre la autora y su lector, que se encuentra cómodo sumergiéndose en unas páginas familiares. El aliento de Francisco de Goya, la lectura de Mortal y rosa de Francisco Umbral, el SEPU que salta de las líneas escritas por Ana Alcolea a las de Cristina Grande. Toda una maraña de referencias y vivencias, un corazón que escupe cenizas después de haber ardido con fuerza durante décadas, un momento mágico, volcán en tierra plana. 

En Diario del asombro hay espacio para María Moliner y Vicky Calavia, para Eurovisión y Franco Battiato, el fallido concierto de Leonard Cohen en Binéfar en el año 1998, la cultura más pop con Sigourney Weaver en Alien 3, para Álvaro Cunqueiro e Ignacio Martínez de Pisón, para la Quitería Martín y el número Áureo y, también, el amor platónico de Sean Connery y su madre. Con una estructura construida a base de años, inequívoca sucesión de sensaciones, desde la monotonía previa a la distopía mundial, la asonancia social de los meses de encierro y la voracidad por la vida que trastorna el mundo en los meses de mascarillas, distancia social y hambre atrasada. Hambre por ejecutar los verbos copulativos como se hacía en los tiempos de las canciones pop. Ese mismo contraste nos acuna hacia la sensación dubitativa que emerge entre las páginas: Cristina fuma y deja de fumar, recuerda que es una urbanita implantada, habla de sus amigos, su familia, su pareja para, unas páginas más tarde, construir una bitácora de encastillamiento, de soledad elegida. La reina de África, una especie de presencia constante en la novela, provoca un estado de empatía hacia la autora, sedienta de grandes aventuras mientras habita la comodidad de los días sin demasiados tumbos. Quizá ese sea uno de los paralelismos más potentes de la narrativa de Cristina Grande, al menos en este libro, donde, por supuesto, se reflexiona sobre el acto de escribir. Sin pedantería ni saberes absolutos, deja al lector algunas pistas (me niego a usar la palabra 'instrucciones'): “Escribimos para no olvidar, ya que es muy frágil la memoria humana”. 

Este libro de Cristina Grande supone un momento magnífico en su trayectoria como autora. El lector termina seducido por las posibilidades que se abren, tanto durante su lectura como en una reflexión posterior. ¿Qué regusto deja Diario del asombro? ¿Somos capaces de discernir la naturaleza de lo leído? Un dietario, un diario, una novela autobiográfica... quizá eso sea algo demasiado evidente. Hay mucho más, tanto que uno siente necesaria una revisión puntillosa y visceral, porque la pasión que transmite la calma narrativa de Cristina Grande convierte Diario del asombro en la obra de un heterónimo, de un ausente, de una autora distinta, que escribe sobre Cristina Grande. Con o sin su permiso. 

 

Cristina Grande,  Diario del asombro, Libros del Gato Negro, Zaragoza, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

La maestría de Mariano Gistaín

18 de julio de 2024 14:24:09 CEST

Mariano Gistaín es uno de los escritores más avanzados y originales de las letras aragonesas. Un referente en el manejo de las distopías cotidianas, la influencia del avance tecnológico en la sociedad y, también, un autor capaz de insertar la cultura pop en la literatura, haciendo del asombro su sello único y del costumbrismo aragonés una nueva forma de ciencia-ficción anticipatoria. En este Nadie y nada, la narrativa se construye en forma de diálogo interior, esquemático y abstracto, con claros efluvios al Samuel Beckett de Final de partida y, por ende, los abandonados protagonistas de las obras de teatro de Fernando Arrabal. El diálogo interior, sintagma arriesgado, entre A y B, como personajes atrapados en un remedo de “diálogo de besugos”, como se estilaba en los tebeos de los setenta y ochenta, busca el contraste entre un desierto apocalíptico de arena cristalizada y los restos de las páginas webs abandonadas tras el colapso digital. Son veinticinco años después de una bomba nuclear o un servidor caído, son A y B, el 1 y el 0, que no pueden sumarse ni multiplicarse porque el resultado deja de ser dúo y se convierte en único. Mariano Gistaín acelera y desacelera el diálogo, como instantes de arco voltaico, como el sobrecalentamiento de una resistencia que detiene el procesador de la vida: “No puedo ver más allá de mis pensamientos /¿Y cuáles son? Prácticamente ninguno / Entonces verás muy lejos. Hasta el infinito / ¿Y qué hay? Nada”. 

¿Se puede dormir dentro de la muerte? Inmateriales, pero conscientes, intercambiables, pero únicos, los dos personajes son conscientes de la historia de la Humanidad, sus elucubraciones recorren libros, películas o series de televisión. Incluso dramas y viñetas: astronautas hibernando, videojuegos inacabados, sueños de los vivos, limbo de los muertos. Escapan al Test de Turing asegurando que no son máquinas porque no tienen miedo, intentan recoger el eco de una vida buscando el registro de sus almas al rebotar en las paredes invisibles que los rodean. Mutuamente traspasables, no responden a ninguna ley en concreto, así que exigen la única responsabilidad posible: el entrelazamiento cuántico. No es el dónde están, es la mayor probabilidad de encontrarlos. La maestría de Gistaín es manejar los instrumentos literarios para desarrollar un texto ágil, trufado de referencias científicas, pero que, por otro lado, funcionan para el lector humanista, a pesar de la exigencia teórica de las mismas. Es por eso que cualquiera puede sentirse identificado ante semejante despliegue de azar e identidades reseteadas, de duelos a garrotazos o perros hundidos en el alquitrán transparente. Es amor y es guerra, es beso y pelea. Uno duda y Gistaín parece responderte: es el azar, la estadística, el número, son monos en cantidad suficiente, durante infinito tiempo, tecleando máquinas de escribir -quizá mejor computadoras., las que en ausencia de límites, acabas delineando la existencia de A y B. 

“Y si fuéramos los últimos, y si fuéramos los primeros” Se preguntan. Si hay ventana hay público que contempla, manifestación última de la cultura digital que nos rodea. Es una subasta, un canal de cable, un “pagar por ver”, donde se confunden los recuerdos implantados con los reales -y aparece un guiño al clásico “Blade Runner”, no por manido menos oportuno-, como si los protagonistas fueran una especie de mezcla entre “bots” de páginas de atención al cliente y “replicantes” de Philip K. Dick programados para “Gran Hermano”. Woody Allen y la muerte “No tengo miedo a la muerte, solo espero no estar ahí cuando llegue”, una emanación, romper la cuarta pared con una tercera letra, impar, que resuelve el empate. 

Mariano Gistaín busca sorprender, busca mantener atento al lector, compartir con él el escapismo, la monotonía, la situación excepcional, lo cotidiano. Es una lista que crece conforme avanzan las hojas, acumulando tras de sí todo lo propuesto previamente, como en una intrincada narrativa de raíces y grafos, bosques de valor intrínseco que nos llevan a algunos estadios de Javier Tomeo. Encontramos la dicotomía entre Inteligencia Artificial y Dios Creador, encontramos, por otro lado, la necesidad de ambos entes/conceptos de sus creaciones para existir. Así que sin fuera no puede haber un dentro, sin voces no puede tener sentido el trueno. Si antes hablábamos de cultura pop, Gistaín trae los ectoplasmas de los Cazafantasmas, los muertos vivientes de George A. Romero y, por supuesto, Hal 9000, icónica y fundacional máquina de pensamiento autónomo, aparecida por primera vez en Odisea del espacio, el largometraje de Stanley Kubrick basado en la obra de Arthur C. Clarke. Incluso nos deja, como miguitas de pan o guiños al lector avezado, la idea de una canción, quizá Daisy Bell. “Te puedo dar todo menos el amor, baby”, resuena a nuestro alrededor. Es un final como otro cualquier, probable, pero no seguro: “si no hay público no existimos, si el público existe, nosotros también”. Una exigencia neuronal, la culpabilidad del lector, su responsabilidad más bien. Si no lee Nadie y Nada es probable que no existan A. y B. o, incluso, que nadie recuerde a un escritor llamado Mariano Gistaín. 

 

Mariano Gistaín, Nadie y Nada, Zaragoza, Prames, 2024.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

La realidad, en ocasiones, parece surgida de la ficción. Hace algunas semanas, la idea de construir (en Barcelona) un aeropuerto en el mar, aparecía en todos los periódicos de tirada nacional. Mucho más bella la propuesta de Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971), El mar hospital es el mar aeropuerto (Espasa), un poemario que transita por la experiencia del exilio y trata de trazar su lábil hechura. Se cierra con unas notas a propósito del maridaje entre esta experiencia y la escritura.

 

- ¿Cuándo conviene quedar del lado de lo imaginario en vez de lo real, «sentir más interés por lo que podría haber que por lo que hay»?

- No sé si “conviene” eso, así, en general. Creo que el interés por lo imaginario es algo que todos tenemos en alguna medida y que en algunas personas está más desarrollado que en otras, hasta convertirse en una especie de rasgo de personalidad. Cuando se da en exceso, tiene efectos deplorables: la desconexión con la realidad. Pero también es deplorable una excesiva conexión con la realidad, por decirlo así.

Lo que sí sé es que, igual que conviene no desconectarse demasiado de lo que hay —de la gente que nos rodea o de los semáforos, por ejemplo—, igual que hace falta desarrollar una serie de habilidades para insertarse en el mundo, también conviene y hace falta estudiar en serio esa dimensión imaginaria, estudiarse en ella. Me parece que esa es una pequeña revolución que forma parte del conjunto de revoluciones que tenemos pendientes.

 

- ¿Hay voz capaz “de competir con mil graznidos”? ¿Cómo saber que lo que uno ve es “es digno de contarse”?

- Esas dos citas son del primer poema de mi primer libro. No recuerdo bien en qué pensaba cuando escribí eso, pero ahora me hace gracia que en ese primer momento esté el deseo de decidir de qué se va a hablar, qué entra en el poema y qué no, cómo se articula la voz.

Supongo que lo de los mil graznidos tiene que ver con eso real que nos deja callados, o con la necesidad de escuchar antes de hablar. Ahora lo que más me interesa de ese verso es la palabra «mil».

 

- ¿Qué discurre entre «el corazón y el pie»?

- Lo imprevisible.

 

- ¿Cuál es el riesgo de “entretenerse jugando a la indiferencia”?

- Evidentemente, distanciarse de uno mismo y meramente existir en vez de vivir. Por supuesto, esto no significa que me parezca mal la indiferencia en todos los casos.

 

“Me gustaba sospechar de los lugares comunes”

 

- ¿Qué podría tener de mentira el día?

- A veces el lugar común —lo estático— oculta una verdad. O la luz oculta las verdades de la sombra. Me gustaba sospechar de los lugares comunes y tratar de deshabitarlos.

 

- Con independencia de quien mande más (la aguja grande o la pequeña), ¿Qué es lo que marca el tiempo del poema?

- Las sílabas, las palabras, los espacios, los versos, las frases, el poema que fue antes y el que irá después, todos los demás poemas, la persona que lee, todas las demás personas, la luna y el sol y las demás estrellas.

 

- Pienso en el poema ‘En esa época’. ¿Qué distingue mirar por la ventana de mirar una pantalla?

- Depende de la ventana y depende de la pantalla.

 

- ¿El poema es también eso, «una verdad en fuga»?

- Sí, para mí es bastante eso. No el poema, en realidad, sino la experiencia de lectura. Un contacto con algo que se vive como verdadero, una especie de epifanía, algo que desaparece rápido y no deja un recuerdo claro, sino una sensación. Esto sucede poco, desde luego; no con cualquier poema.

 

- Si “el problema de hablar del deseo es darlo / por único”, ¿pueden convivir distintas presencias deseantes en el poema?

- Sí, diría que no pueden no convivir. Creo que en cualquier deseo hay más deseos: otros deseos y deseos de otros.

 

-¿Cómo se conjugan esas dos vidas que se afirman en el poema?

- ¡Malamente! Y también maravillosamente. En esto también hay tremendo vaivén. Y donde dice “dos” habría que leer “mil”.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

El eco de los vivos

14 de junio de 2024 10:30:24 CEST


Y por un denso cúmulo rojo,

golpes se avecinan

 

al ocaso nocturno,

pasos,

o el eco de los vivos.

 

Rafael Morales Barba, “Pasos”.

 

 

Recientemente, a comienzos de 2024, Bartleby editores ha publicado la poesía reunida del profesor y poeta Rafael Morales Barba (Madrid, 1958), bajo el sugerente título de Guardia nocturna. Este libro, integrante de la colección dirigida por Manuel Rico, se compone de los tres poemarios que forman hasta el momento la obra del madrileño: Canciones de deriva (2007), Climas (2014) y Aquitania (2020). A estos, se añade un texto inicial denominado “A manera de prólogo”, en el que el poeta establece algunas claves de lectura, rutas sugeridas y paradas posibles. Bitácora de un viaje que es más interior que exterior, aunque su poesía, de modo persistente, se cimienta en la contemplación de la naturaleza -en especial en sus paisajes marinos- tanto como trasunto, en espejos poliédricos del yo como, en ocasiones, como escenario y marco de las cavilaciones existenciales y subjetivas. Un devenir reflexivo, poblado de recuerdos, de “anhelos sin alivio”, de soledades y pulsiones tan meditativas como sensoriales; búsquedas y afanes de quien es consciente de un tiempo implacable que se conjura en imágenes recurrentes; proyecciones a trasluz de fragmentos de remembranzas y emociones: “Como se pronuncia el viento / sin sosiego en el desvelo de las páginas, / se agita, y como en palimpsestos / maceran sin fulgor las contiendas, / las justas, el orgullo / de los pensamientos…”.

Siguiendo los consejos de T.S. Eliot, los poemas transitan la ausencia, los desvelos y la evocación tenaz de “recuerdos /cada vez más ocultos /y emborronados / vínculos”, objetivados bajo correlatos que “circundan y asedian” los diversos poemarios. Los temas y escenarios marítimos y náuticos, en primer lugar, permiten con sus Canciones de deriva, del 2007, representar el fluir incesante y el movimiento de la naturaleza en sus derivas constantes. Así, el viento, el agua y las olas, las medusas, los estambres, los peces, los pájaros, junto con las soledades, los nocturnos pensamientos y “un nombre que está yéndose / deriva con el presentimiento de los / besos lentos murmurados”, encuentran breves asideros en rocas, o en “libros en viejas estanterías”, como vértebras que guían y señalizan las páginas. Versos que acuden a la memoria para franquear una “nada sin huella”, para llenarla de símbolos y palabras.

Las páginas construyen postales, imágenes que se condensan como calas sucintas en un tiempo cosmológico que atraviesa los días infinitos y monótonos de la ausencia. A lo largo del volumen, y en especial en el libro segundo, Climas, del 2014, predomina en las estampas que delinean los versos un cromatismo apagado, con la paleta ocre de la arena, el verde musgo y, a veces, también, el óxido rojizo de la enfermedad –coágulos, gasas, piel rota, cuerpo seco-, salpicado en ocasiones, como brillos recurrentes, por el plateado de las olas y los reflejos del sol en el mar; luces que se espejan en los poemas, en sus corrientes y vaivenes. Estos climas que componen el segundo libro acuden no solo a la naturaleza en sus matices insondables, sino también al arte, por ejemplo, a través de la música, en el breve “Vals triste” que abre las páginas, y también la pintura, en la visión ecfrástica de un cuadro de Rembrandt –“en el cuadro, el paisaje es un lienzo, un horizonte / o un nombre reticente”- o en la referencia a la roca Tarpeya, en el cruce fecundo y alegórico de poesía, mito y pintura. El tiempo, esta vez, acompaña los climas que bosquejan los textos con las vagas remisiones poéticas a septiembre y octubre –“Aceres en septiembre”, “Octubre en Plencia”-: el tiempo equinoccial y crepuscular del acabamiento y la visión incierta de “sombras / que se asoman / o transitan breves”.

En Aquitania, finalmente, tras décadas de escritura, persiste el sujeto en su quietud estática, “esperando mareas”. La “noche sin aire”, “el ajado fuelle sin vientos”, “los bronquios sin aire” marcan los pasos detenidos y la espera expectante en “horas /como remos varados”. El antiguo territorio que nomina el volumen, una región con una historia extensa y fecunda, recientemente desaparecida en 2014, congrega en sus horizontes múltiples los símbolos que atraviesan los poemarios y desembocan en este libro último. La ausencia, la navegación, el dolor, el vacío, las horas expuestas ante “centinelas dormidos” se condensan en esta imagen y en este nombre, cuya etimología nos remite, de modo circular, hacia el primer poemario y sus tintes marinos, para quienes encuentran en los orígenes de este topónimo lleno de historia y lenguas diversas los sones del aqua.

En su texto inicial alude Rafael Morales Barba a su decir lacónico, cuyas palabras se tornan “espejo de una historia obsesiva”. En ella, en busca de la verdad propia, con “desnudez y metonimia”, los poemas reunidos bajo el rótulo de Guardia nocturna entraman una voz en la que resuena el “eco de los vivos”. Como dice el poema que cierra Climas, un sujeto que se emplaza “a este lado del tiempo”, con sus metáforas, obsesiones y abismos que, sin embargo, se observan desde la superficie, como “trapecistas / en la punta del filo / sin valor de saltar”. Los versos conjuran las soledades, las pérdidas y el vacío; “marcas de agua”, “letra menuda”, como dice uno de sus breves y luminosos poemas de Aquitania, con el irrenunciable anhelo de habitar el refugio de unas páginas poéticas en las que sea posible “otra soledad / más tibia”.

 

Rafael Morales Barba,  Guardia nocturna, Bartleby editores, Madrid, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Verónica Leuci

Frío camina conmigo

5 de junio de 2024 13:59:17 CEST

Permítanme señalarles que si ha habido una flor sorprendente en esta primavera, siempre tan literaria, sin duda ha sido encontrar La raíz del aire brotando en la editorial Nautilus ante los ojos de nuestra lectura admirada, pues en este poemario se abren fragantes los poemas que conforman la poesía selecta que abarca más de tres décadas de escritura de Alfredo Saldaña Sagredo, quien también ha estado al cargo de la selección, en lo que —comparando con la expresión cinematográfica— completaría el montaje en absoluta libertad de sus escenas más significativas y personales, componiendo su creación inalterada por terceros en la versión del director. Por tanto, y es importante recalcarlo, nos encontramos ante una pieza de coleccionista —por lo corto de la tirada—, pero también ante una obra fundamental en la bibliografía de Saldaña, pues se trata asimismo de una especie de piedra de Rosetta, con la que descifrar la personal codificación del mundo en lenguaje, verso a verso, que el poeta y catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada nos ofrece en esta obra ordenada y escogida en la que todo es sentido, camino, invierno e indocilidad. 

Creo que acertaríamos aproximándonos a esta antología —y, al contemplar las relaciones entre entes tales como el ser y el lenguaje, también ontología— predispuestos a sentirla como prueba de vida, de haber filtrado el tiempo a través, como una clepsidra, y abiertos a apreciar que esta escritura ha sido concebida —consecuentemente— como “herida abierta”, como coagulación del plasma literario del autor, quien se dice convertido en “un personaje de ficción cuya sangre alguien está transformando en la tinta impresa de este texto: soy ya un texto, tejido textual, cuerpo devenido en discurso que fluye como la corriente rebosada del río”. Desde este torrente mana una voz y un ordenamiento cartesiano por el que avanza el caminante, siendo el sistema de representación —por su posicionamiento a la hora de figurar esa función poética—  muestra de rebeldía y de resistencia, pues es consciente de la penetración de una suerte de dominación global en toda la extensión de nuestra existencia y “¿quién diría sin temblar «esta boca es mía» en contra del tirano”; dejándolo así ya dicho. 

Por su parte, las magnitudes en torno a las que se organizan sus tres ejes son la soledad, el frío y el silencio —de los que hablaremos más adelante y que tienen sus apoyos en las citas de apertura que, como tres pilares, sustentan estos conceptos respectivamente: “el camino no es indulgente para el que se desvía”, Edmond Jabès; “el corazón de la eternidad habita en el relámpago”, René Char; y “estábamos muertos y podíamos respirar”, Paul Celan—, pero que encuentra sus parámetros más significativos, condicionando a aquellas tres variables, en la debilidad, la incertidumbre y el desequilibrio, puesto que en el avance —mientras que un pie sustenta el peso del cuerpo que se alza en el aire—, hay una inestabilidad, un desequilibrio mientras que el cuerpo se proyecta hacia adelante, hasta topar con la verdad firme del paso que se completa, propulsándose hacia un progreso nuevo, siempre precario y firme a la vez. Sabedor de la flaqueza consustancial al individuo, de su gran dificultad para manejar y recomponer los cortantes pedazos de la verdad, observando la pendular vacilación de cualquier mínimo progreso, Saldaña nos ofrece firmeza para avanzar, como funámbulos, por un páramo desierto extendido como cuerda floja ante la conciencia del ser y el verbo con el que se pronuncia a sí mismo. 

El autor nos expone que el propósito de su obra es ser testigo como “flor de un día” que ha brotado para “dar cuenta de una relación con el lenguaje” de la que es relator para sí: para todos. Como anticipábamos, el primero de los ejes de este sistema no euclídeo por el que se mueve su función lingüística es el del silencio —en el que aún respiramos— como obvio contrapeso del lenguaje y su semántica; como pauta en su pentagrama; como lindero en un páramo; como línea que dibuja una silueta reconocible alrededor de cada palabra, de cada párrafo, de cada libro… y que es recurso que usa al “pasar, delimitar la vida con la voz,/ disolver la existencia/ en un acontecimiento escrito,/ ir hacia el silencio”. El silencio, como elemento básico del lenguaje, como fonema mudo, emparenta simbólicamente con un vacío al que acude el viaje del poeta, pero —como veremos — es un espacio que, lejos de ser nada, es pura plenitud. 

Por su parte, el frío como magnitud poética, como relámpago chariano, puede entenderse —o al menos ese podría ser uno de sus atributos principales— como metáfora del conocer, de la contrapartida prometeica a la obtención del entendimiento; del conocimiento que desentraña la complejidad y nos desvela los mecanismos más simples y dolorosos de la vida; por alcanzar a “rozar la realidad/ con el extremo afilado de una idea”. Ese conocimiento permite también al poeta “dar en la hora del frío/ testimonio de pérdidas”, puesto que lo que ha de reclamar nuestra atención en la búsqueda del discernimiento no es todo lo que aparece ante nuestra mirada, “sino lo que desaparezca cuando mires”. Quizá, por esto mismo, parece inevitable apreciar una sensación gélida devenida tras un adiós menos metafórico. No obstante, nos recuerda en Flores en el río al hablar de sus riveras florecidas, “las muertes que las abonan fortalecen la verdad  de nuestras vidas”. 

Si el espacio geométrico del papel se pauta entre el silencio y el frío, el tiempo que le otorga su tercera dimensión en la escritura/lectura se mide a través del apartamiento del caminante que la recorre. Esta soledad, por su parte, creo que debería analizarse como simplificación unitaria de la existencia y que, por tanto, singularizada, es indicio de ese mundo que simboliza, tal como una figura de barro cocido en un yacimiento arqueológico es muestra de civilización, pero nos deja ante la duda de si observamos en ese viajero del tiempo la representación de un pueblo o de sus dioses, de las creencias que dio forma la mano experta del artesano, mientras que —así, como epítome de la experiencia universal de la vida sentida y pensada desde el (no)lenguaje— la soledad se muestra como lugar distinguible en el todo, en esa ausencia global de silencio que conforma el ruido universal de la multitud y su algarabía...

Por ello, el espacio de la soledad en la poesía de Saldaña es una ubicación que, lejos de empequeñecer el mundo del poeta, lo agranda, lo sublima y consecuentemente, en sus versos nos insta a “cuidar la soledad que acoge”, pues ese saber adquirido nos revela la visión del juego de espejos, la empatía, la humanidad, la vinculación al semejante a través del lenguaje que propicia el amparo del otro, es decir, del otro concebido también como reflejo unitario, lo que nos otorga la capacidad de extender la piedad adquirida en nuestro propio sufrimiento a una proyección ajena, a la otredad, al haber experimentado que  “pensar en un hombre que cae al caminar es mitigar su caída”. Complementariamente, como ya avanzáramos, esta soledad fundacional del espacio poético se despliega como apartamiento del caminante en una errancia —severa con quien se desvíe— que pide no contar el paso sino ser la propia vía de avance, pues, nos advierte, “eres migración y no nómada” y, añade más adelante, “la casa está en el camino”, es decir, andar es el lugar de acogida, en lo que sería un avance dentro del pensamiento nómada deleuziano. 

Este no-lugar poético que se genera al caminar en La raíz del aire —muestra selecta de más de treinta años del deambular y el magisterio poético de Alfredo Saldaña—,  no se construye como suma de ladrillos, sino que se excava como hueco en la página, como un vacío que nombra —acorde con el silencio— y que, a la vez, fuera un cuenco en el que todo cupiera, también toda la luz del mundo, alcanzando a proyectar ante el lector un vacío absolutamente pleno, rotundo y pertinente en un momento histórico en el que decir “yo” parece estar ya al alcance de las máquinas.

 

Alfredo Saldaña La raíz del aire, Nautilus, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Potencia confesional

24 de mayo de 2024 12:03:11 CEST

Pocos poetas sabrán transmitir la singular mezcla de verosimilitud, artificio u oficio, explicitud al hilo de la vida y “sinceridad”, próxima a la de los poemas de Nacho Escuín en este libro. No es el único registro de un poeta con una considerable mochila lírica, aunque esta entrega pueda oscurecerlos por la potencia confesional. Si los poetas desolados tienden a reiterarse en un registro que, a veces, entroncan con una sensibilidad histórica y circunstancia, el turolense, poeta versátil según demuestran los diferentes tonos y fórmulas empleados a lo largo de su poesía, vuelve sobre sí mismo de forma inmediata y diferenciada al hilo de la vida, o eso parece, como motivo ficcional o confesional. Cover (2024) muestra una crisis explícita y versos en un ajuste de cuentas consigo mismo y los demás, con desabrimiento y tristeza en ocasiones, ternura en otras, bajo el palio de lo reflexivo y desazonado simultáneamente. Cover es todo eso y algo más. Los diarios líricos y sus autofabulaciones tienen ese sinclinal propuesto en un libro complejo donde se excede lo autoconfesional descriptivo del diario lírico, para mostrar autognosis y sentido de una crisis. Un desbordamiento emocional se convierte en madurez lírica al encuentro de algunos de sus poemas marcados por ello. Cover es el cierre de sendas y el encuentro de bruces con la madurez amarga (hay otras), cantando en las cuatro partes del libro su herida y peleas con la vida, arrepentimientos y pulsiones. Sin duda coinciden o traen el sesgo de un acto de conciencia y asunción del yo, daño hecho y recibido, soledad y desamor, salvación y perdón, desde el desgarro del poema inicial: Nada se rompe como un corazón, al hilo de la canción de Mark Robson popularizada por Miley Cirus, recuerda el autor. El mismo título, Cover, habla de versiones traídas por la vecindad con sus propios textos e identificación de motivos. Y así sus versículos son un abra o delta, multiplicidad de asuntos o desembocaduras desde ese pistoletazo inicial del dolor y el precipicio del fracaso autorremitente y conjurado en su recomposición de un yo que asume su culpa cuando toca y debe/sabe pedir perdón. En fin, una desembocadura y precipicio emocional tormentoso, capaz.

Si en los dietarios líricos hay confidencia, en otros, como este, late o urge sanar la herida, y la una puesta en escena de un alambre que saca lo mejor del poeta aragonés entre el recomponerse y olvidar, callar o cantar, sanarse, como al final propone. Lo hace con personalidad no lejana en su pulsión, no en sus modos y con otra supervivencia de fondo, a la del desgarro de David González o la sucinta reflexividad caústica o simplemente lacónica de Karmelo Iribarren (mientras pienso en José María Fonollosa), con elaborada sencillez. Y, pese a todo, esa capacidad de sortear intermediarios y de agarrarse al verbo, evita a Nacho Escuín el abismo nihilista de los desolados profesionales, etc., con esa versatilidad atada a la vida y contradicciones, hipersensibilidad oferente en el altar desde las pugnas consigo. Un mérito más. No siempre, pero sí en muchas ocasiones, es donde hay que buscar al poeta en su torrente o en su delicadeza. Me refiero a los estupendos versos encerrados en “Como renace un mirlo en su vuelo tras una caída por/un golpe de viento equivocado”, de explícita intención o identidades no menos claras: “Así la vida, así la ausencia, así también la nieve”. Vale un libro este poema donde reflexiona la hiperestesia conmovida de un yo atormentado y propuesto en una letanía de llantos con fortaleza y sentido de fatum, búsqueda de paz, nitidez dicendi y capacidad plástica, juego laberíntico de motivos que se revuelven sobre sí mismos y resurgen en un tablero de claroscuros donde se imanta el yo. “Turbulento es el paisaje de la noche terca” en efecto, de quien también sabe, desde ese realismo que sus versos se tiñen “sin importarte demasiado cuanto dicen hoy /los periódicos”. Una liberación y una confesión entre resortes simbólicos y analogías, pleno de concreción o vuelta al remanso de paz de la cotidianidad de otro poema estupendo “Hay algo mágico en lo más sencillo”. Restructuración o recomposición, olvido del tráfago social o mundos sumergidos, acusaciones y reconcomimientos, perdones, tentaciones de evaporización.  Cover es una catarsis cuando esperas algo extraordinario inexistente en tu propia “tortura existencial” y en búsqueda de anonimato, o paz consigo mismo. Un buen libro, en definitiva, por sus mejores poemas. Si a todo ello sumamos la cuidada edición de Lorena Carbajo en Bala Perdida, miel sobre hojuelas.

 

Nacho Escuín, Cover, Madrid, Bala Perdida, 2024

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Ansón y la menos conocida Transición española

9 de mayo de 2024 15:16:24 CEST

El narrador, ensayista y poeta, Antonio Ansón (Villanueva del Huerva,1960) reedita la novela “Llamando a las puertas del cielo” en la colección Letra última que dirige la profesora de la Universidad de Zaragoza María Ángeles Naval en la Institución Fernando el Católico de la Diputación de Zaragoza. La primera edición fue en Artemisa Ediciones (La Laguna, Tenerife) en 2007 y en 2008 recibió el Premio Cálamo Extraordinario. Esta nueva edición de la novela cuenta con un excelente estudio y materiales complementarios pedagógicos de la novelista y catedrática de Literatura Española Ana Rodríguez Fischer. ¡Ahí es nada! esta novela es la narración de los años finales de la Transición española y la llegada de la democracia, desde la óptica de los pueblos de Aragón, de todos y de ninguno: todos se parecen. 

Una de las cosas que más me sorprende de esta novela es que apuesta por una eternidad negra, apuesta por la nada: por esa negritud infinita. Y en esa soledad uno recuerda historias, anécdotas, vicisitudes, pues en “este cielo de los muertos no se ve nada porque reina la negrura absoluta” (p. 129). Así pues tenemos una novela que sorprende desde la primera línea hasta la última. Nos podemos hacer una idea del más allá y tenemos a Ambrosio el Renacido que habla con los muertos y ve lo que sucede allende y aquende. Un personaje entrañable a quien hablar con los muertos le hace mucha gracia. 

Además, esta novela, por más veces que la releo, me llama poderosamente la atención el que el narrador sea una persona muerta y siempre me lleva a recordar la forma de contar de aquel célebre personaje legendario, el mago Merlín, de origen demoníaco que conocía, o al menos era capaz de adivinar el pasado y el futuro. En este caso el narrador testimonial muerto ha sido compañero de todos, jóvenes y viejos, y hasta amigo de algunos de ellos: los muertos le cuentan y él cuenta: el bueno de Andrés que se fue virgen. 

La novela está ambienta en un pueblo llamado Valcorza y ya se sabe y es de todos conocido y repito que todos los pueblos más o menos se parecen: uno es como el otro y el otro como el uno. La narración no podía tener otro inicio más firme, contundente, sereno y sugerente: “En el cementerio de Valcorza nos han ido enterrando a todos. Uno tras otro. Uno tras otro”. Ley de vida es el morir, aunque no siempre ahogados, claro. Hasta de un tiro de escopeta de caza o atropellado por tu propio tractor. 

Esta es una novela que consta de 41 capítulos, en unas 150 páginas en esta reedición, más 50 de estudio, un par de bibliografía y una veintena de material complementario pedagógico, por las 200 páginas de la primera edición, con los mismos capítulos, claro. Y es esa ocultación de la identidad del narrador lo que para mí es el principal motivo de la obra: puede ser el doble del autor, como Valcorza de Villanueva, tal vez… Lo que también me recuerda al “convidado de piedra”, aunque salvando las distancias, claro. 

También pienso que es todo y nada de esto pues “Llamando a las puertas del cielo” es una isla libre que se yergue a los cielos, que ha resistido el paso del tiempo, 17 años ya, contra la corriente más que a favor, y que a quienes se adentran en ella todavía se les ofrece un pasado reciente pasmoso, algo lejano ya es cierto, pero seguimos igual, que abre los ojos, a las persona lectoras, a todas esas posibilidades éticas y estéticas narrativo poéticas que purgan por salir del plano del momento aquel. 

Creo que es una novela tan plástica que bien se parece a un conjunto exquisitamente hilvanado de imágenes, estampas literarias, para un corto o para toda una película en blanco y negro. Es, no me cabe ninguna duda, todo un maravilloso guión de cine. Además, no me equivoco si aseguro que esta novela, “Llamando a las puertas del cielo”, que nunca traspaso, que tiene título de bolero o de canción norteamericana country o rock, aunque a mi me recuerda aquella canción “Hotel California” y también a Horacio, por aquello de que por mucho que salgas de tu casa nunca sales de ti mismo. Creo que es una obra plural que se alimenta de todo el bagaje lector del autor, hombre de basta cultura: que parece que lo ha leído todo y lo ha visto todo desde esos montes que sube y baja a menudo. Ansón es un amante impenitente de la fotografía y de la escalada. 

La novela, según se nos dice, es un relato sobre la Transición española, una sociedad rural que llama a las puertas de Europa, tratando de sobrevivir a su historia y a sí misma, una metáfora sobre la aldea que llevamos dentro, porque Valcorza podría ser cualquier lugar de España, y ninguno. Creo que, además el narrador, Andresito como su padre, llamado Andrés el Zanguango, quiere dejar testimonio de ese cantar y contar, de ese ser palabra en el tiempo: el autor es un poeta que, también hay que leer y tener en cuenta, busca captar y capturar la belleza fugaz del instante, de ese instante que narra, de ese temblor de la hoja de papel cuando escribes en ella con la pluma, y del brillo de las miradas de los vecinos: “El vano de las ventanas también manchaba con matices de amarillo cadmio la superficie lisa del mediodía vencido” (p. 75). 

La historia se centra en los años 70 del pasado siglo. Y está escrita, por un humanista diríase, de forma sencilla, humilde, maravillosa, de corte popular que engancha. Y no sé si sigue mucho las corrientes literarias de ayer ni de hoy, ese realismo que no termina de ser, donde Antonio Ansón da muestras de que domina con maestría el arte de contar como nadie. Humor irónico a raudales, aragonesismos. Un recorrido o una travesía de lo real a lo casi mágico, con milagro incluido a Miguel Zalaya, de ahí que se le apodase Tres Patas, con ese su estilo vigoroso, firme y poético. Si leemos entrelíneas y pensamos un poco es alta teología lo que se debate en esta novela. 

Una obra emocionante y conmovedora, enraizada en lo más popular, en lo más nuestro, para describir la cotidiana realidad de ese mundo violento, asesinato incluido, y lírico a la vez. Nuestro mundo de labradores que tan bien conocemos, somos de pueblo, al igual que el éxodo de los pueblos a las ciudades, esa diáspora está descrita con exquisita sobriedad, sin molestar, ni a los muertos ni a los vivos. Antonio Ansón trasciende la realidad, esta historia real de su Valcorza y el mío. El de todos. Me gusta este clásico innovador en su forma de contar la sorprendente descripción del paisaje y su paisanaje: cura, de Trento o vaticanista; y alcalde, del régimen y democráticos; maestro, filósofo kantiano trasmutado en socrático “hippy”; barbero, pastor, zoofilia, sida, prostitutas, amores y desamores, pantano, laguna, molino, río Altán, corruptos, drogadictos. O sea, todo un cuadro, de enormes dimensiones, cabe decir. Incluido el cansino fútbol y el Barcelona, que también este año ha perdido la Liga. 

Creo que Antonio Ansón es todo un novelista intenso donde plasma y se preocupa por igual de las pasiones y trabajos de los protagonistas como de la técnica narrativa de la novela, que va y viene. Vemos el argumento a través de sus personajes, del narrador muerto: a veces se invierte o confunde el orden temporal y asistimos primero a una escena y luego a otra anterior que la explica o la caricaturiza, cual Merlín. El estilo, sin ninguna duda, es apasionado y minucioso. Se fija en los pequeños detalles que hacen grande la obra. Tal vez y solo tal vez, a Valcorza, tu pueblo y el mío, persona lectora, le falta una bruja o curandera, que en muchos pueblos la había, por aquellos años. 

Pero para mejor decir y concluir esta reseña, citaremos a Rodríguez Fischer, que ella sí que sabe: un estudio prólogo de más que justa y necesaria lectura: “’Llamando a las puertas del cielo’ es una novela tan variada y rica en su composición y en los aspectos formales que articulan el relato, como en los personajes y las historias que protagonizan, cuyo conjunto da cuenta de un proceso histórico, político, social y económico que cubre medio siglo de la vida de España, también en el plano cotidiano e intrahistórico”. ¡Amén!.- 

Antonio Ansón, “Llamando a las puertas del cielo”, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Enrique Villagrasa

Media vida en 500 aforismos

9 de mayo de 2024 14:59:29 CEST







Aunque no vayas a ninguna parte,

no te quedes en el camino.

J. Bergamín, El cohete y la estrella

 

 

 

 

 

 

 

 

A un libro de aforismos, debería bastarle con un único aforismo como introducción. En el supuesto de que un libro de aforismos necesitase una introducción, y de que supiésemos a ciencia cierta lo que es y lo que no es un aforismo. Porque un aforismo, como tantas cosas en esta vida que todo el mundo cree saber lo qué son, casi nunca es lo que parece, y ese aforismo único, propio o ajeno, siempre preferiblemente ajeno, y a ser posible apócrifo, que legitimara el dudoso e improbable género, la particular e inconfundible escritura aforística, ese aforismo no existe ni ha existido nunca. Y sin embargo, abundan los aforismos sobre aforismos, los aforismos afónicos, los aforismos despeinados, los aforismos afrancesados, los aforismos aforísticos, los aforismos infiltrados, los aforismos de la cabeza parlante, los aforismos impertinentes… pero ese aforismo deslumbrante, ese aforismo de aforismos que zigzaguea como el rayo, que brilla como el relámpago y retumba como el trueno, ese aforismo que trastorna la razón y obnubila el pensamiento, ese aforismo no existe, nunca ha existido. Es un mito, una leyenda. Créanme, he buscado por todos los rincones de mi biblioteca y no existe. Quizá, no crean que cosa tan obvia se me escapa, no exista en mi biblioteca – mi biblioteca es muy limitada, como mis lecturas y mi memoria, y como tantas otras cosas que no vienen al caso – pero podría existir en la suya. Estas cosas pasan. Si así fuera, si ese aforismo único existiera, no tienen más que copiarlo al principio de este original libro de Ignacio Docavo, a modo de exergo, esa cita que solemos poner al principio para parecer más cultos o, mejor aún, escribir una reseña y publicarla, poniendo en evidencia al autor de este pedante texto. Es lo que yo haría. En realidad, yo haría las dos cosas si pudiera.

Ignacio Docavo, poeta, aforista, y profesor de matemáticas, además de algunas colaboraciones esporádicas en revistas y el guión de una obra de teatro infantil La tigresa Violeta, es autor del poemario Ladrón de horizontes (UPV, 2005) y de un libro inédito, de próxima publicación en La Coz, El malestar. En ejemplares Docavo ha reunido 500 aforismos, 500 frases, que abarcan todo el espectro de su existencia cotidiana, es decir de su vida de profesor y poeta, que profesa palabras y evoca recuerdos en un mundo indiferente, y, como quien no quiere la cosa, que es como hacemos casi todo lo que vale la pena en esta vida, en la que tan pocas cosas valen la pena, ha dejado escrita media vida. Media vida no es la mitad de una vida. Ni siquiera para un profesor de matemáticas como él, habituado sin duda a las divisiones inexactas. Porque no es lo mismo la vida a una edad que a otra. Siempre habrá más vida en una de las mitades, y no necesariamente en la misma mitad. La vida casi siempre empieza demasiado tarde, y acaba demasiado pronto. A veces incluso acaba sin haber llegado a empezar. Estas cosas pasan, repito. Y siempre la dejamos, o nos deja ella a nosotros, a medias. Media vida en 500 aforismos, que él prefiere llamar sencillamente frases y acaba llamando ejemplares, con minúscula,  frases ejemplares al mismo tiempo que ejemplos de frases. Frases espontáneas las que parecen haber sido más pensadas, frases que cuestionan el orden del discurso, frases poco ejemplares que subvierten el sentido común y la lógica de los enunciados. Frases que son caprichos, que son lances, que son dardos y estocadas, que son ecuaciones y flechas, que son coces y son chascos, frases de un aforista solitario, pecios de un involuntario naufragio, 500 aforismos de un poeta que escribe en prosa, pero piensa en poesía.

Mientras lees no existes.

Escribo a Docavo:

Hay algo en tu libro que se me escapa. Llevo dándole vueltas todo el día porque sé lo que es, pero no consigo expresarlo. Probaré durmiendo, a veces da resultado. Cierro el ordenador. Me voy a la cama. Me duermo. No he acabado de dormirme cuando abro sobresaltado los ojos. Está amaneciendo. Qué cortas se han hecho las noches. Mientras dormía he hecho un descubrimiento. La mayoría de los descubrimientos que ha hecho el hombre los ha hecho durmiendo. Comprendí que aquella media vida, la mitad de aquella vida, no era la que yo creía, no era la que se veía. Era la que no se veía, la que estaba sumergida, la que no se cuenta a nadie, la que se oculta en los libros. Ejemplares, el libro de Ignacio Docavo, no es un libro de aforismos. Frases, sí, pero frases de un diario, ahora lo veo claro. Son las entradas sin fecha y reordenadas de un improbable diario que Docavo se niega a escribir. Una vez más me había dejado engañar por las formas. Me levanto. Cojo el libro. Lo abro y leo al azar: la única certeza que tengo son mis dudas. Paso algunas páginas: A veces me siento en deuda con el mundo. Vuelvo atrás: En el momento de explicarlo, dejo de saber lo que sabía. Sigo leyendo: ¡Qué día más bien desaprovechado! Sigo leyendo: Qué difícil es explicar lo obvio. Cierro el libro. Aunque no vayas a ninguna parte, no te quedes en el camino. Lo vuelvo a abrir: Tengo una prima que veranea en la calle Truman Capote de Benitachel.  Qué obvio resulta todo. Qué difícil es explicar lo obvio.

 

Ignacio Docavo, ejemplares, Valencia, Contrabando, 2023.

 

FRASES

 

Por Ignacio Docavo 

 

A los que afirman que el aforismo no es un género menor los animaría a escribir una novela en un sobre de azúcar.

 

A lo mejor la Gioconda sonríe porque no tiene nada que decir.

 

Según escucho mientras sesteo, un león sirve para proteger a una leona de otro león.

 

¿Existirá una timidez de pensamiento, una especie de pudor ante la cháchara interior?

 

Lo que nos avergüenza de la desnudez es mostrar la hoja de parra que llevamos debajo de la ropa.

 

Quien teme a la muerte vive por obligación

 

Tal vez nuestro pensamiento no sea más que un residuo de nuestras acciones. Humo de locomotora.

 

Lo mejor hubiera sido tirar la margarita después del primer pétalo.

 

Rectificar es de sabios. Rectificar no es de sabios.

 

Compruebo estupefacto que un famoso escritor chino se parece más a un intelectual que a un chino.

 

La libertad de elegir con quien perderla. No hay otra.

 

La memoria es la cuarta dimensión de la mirada.

 

Darle un euro a un mendigo no te evita la mezquindad de no haberle dado dos.

 

Pasan los años y sigue habiendo jóvenes.

 

Podríamos esperar al verde de las praderas, pero no, ha de ser al del semáforo.

 

Quien espera siempre espera un milagro.

 

¿Agua corriente viene de corriente o de corriente?

 

¿Escribes en primera persona o generalizas contigo mismo?

 

Una cuesta abajo sin fin. Sensación de estar siempre en lo más alto.

 

Una pistola de primeros auxilios.

 

Pudiendo ser palmera de oasis haber de serlo en la mediana de Primado Reig.

 

Si las garras de mi perra fueran manos al menos podría ayudarme a doblar sábanas.

 

Es una nimiedad, pero había una mosca en la pantalla y la he espantado colocando el ratón sobre ese punto.

 

¡Qué día más bien desaprovechado!

 

Me miro de reojo en un escaparate y pienso: ese señor soy yo.

 

Al pasar frente al edificio en ruinas de la Cofradía de Pescadores del Cabañal pensé si el último cofrade se sintió cofrade hasta el final.

 

Todo lo que estaba a mi izquierda cuando voy, está a mi derecha cuando vuelvo. Será una tontería, pero da que pensar.

 

La otra noche, mientras corríamos por el carril bici, una chica en bicicleta nos pidió paso imitando un timbre: cling, cling. Si hubiera sido de nuestra generación hubiera hecho ring, ring.

 

Pasa una ambulancia y la Loba comienza a aullar; la primera vez me sorprendió, ahora me admira lo inexorable.

 

Abro la puerta de mi habitación, pienso: “ancha es Castilla” y la vuelvo a cerrar.

 

Se me cae al suelo una moneda de veinte céntimos y no sale cara ni cruz, sino canto. Consulto en internet y resulta que la probabilidad de que suceda es de una entre seis mil. Y ha ocurrido precisamente hoy: un día cualquiera entre seis mil.

 

Los recuerdos son fotófobos o tienen su propia luz, pienso mientras aparto la vista de la pantalla para recordar.

 

Le pregunto a uno de los operarios de la obra que han empezado en el solar de enfrente por lo que van a hacer y me contesta que no sabe, que él sólo se encarga de hormigonar.

 

La curva que forma la parte trasera del muslo de esa chica sentada en el banco con medias de rejilla y falda corta, también se llama catenaria.

 

“Esa señora se ha colado con tanta solvencia que la perdonaremos”, iba a decirle a la verdulera, pero entonces me enredé pensando en si la verdulera conocería la palabra solvencia y ya no dije nada.

 

Tengo una prima que veranea en la calle Truman Capote de Benitachell.

 

El autobús se detiene porque estoy parado ante el paso de cebra. No pensaba cruzar, pero cómo negarse a lo que sesenta personas esperan de ti.

 

Tener razón, menuda ordinariez.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

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Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

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Escrito en Sólo Digital Turia por Andreu Navarra

Traer el pulso de cirujana de las silenciadas

25 de abril de 2024 13:40:35 CEST

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Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Una fábula decantada del yo

21 de marzo de 2024 12:46:36 CET

Francisco José Martínez Morán (1981) pertenece a esa serie de poetas discretos que van generando un curriculum lírico lleno de calidad e interés fuera del aparato mediático. Conocí pronto su poesía gracias al permio Félix Grande por “Variadas posiciones del amante” (2006) y por otro libro apetecible, “Tras la puerta tapiada” (2009), premio Hiperión. Le siguieron una serie de entregas de entre las que destacaría “No” (2021) premio igualmente Francisco Brines y reseñé, como “Obligación” (2011). Lo cierto es que lleva una trayectoria ya de casi veinte años y buen hacer, ya digo, discreto. Las virtudes de su poesía clara, aunque yo sea acérrimo de Wallace Stevens, me hicieron seguir una obra que ahora parece girar hacia otros territorios pensativos o de la llamada “poesía de la edad”, incluso desde el significativo título y la ruptura del mundo unánime, la certeza. También desde la fórmula con que nos entrega el libro, el fragmento que se hila con similar sentido a otro en su ansia de recomponer lo perdido. Alguna vez he comentado que nada es tan inocente tras esa marca del título en su relevancia fundamental cuando abraza el asunto y no lo enmascara, como estudió, entre tantos, Gerard Genette en “Umbrales”. El título como concentración semásica e indicación de cuanto se formó en libertad y luego se reconoce y se le adjudica al libro, escribió Joan Maragall en el Diario de Barcelona por el allá de 1905, y por eso, con esa honradez, adquiere ese título ajustado esta “Fábula del fragmento”. En efecto, es cuanto ocurre ahora con esta mirada con poco que ver con las poéticas del fragmento que estudié en el prólogo de una antología, “Poéticas del malestar: antología de poetas contemporáneos” (2017) y en un artículo «Las poéticas del fragmento y el malestar» en el número 469 de la Revista de Occidente del 2020. Allí estaban poetas nacidos por el 80 y que Juan Carlos Abril había reunido en una operación de lanzamiento bajo el marbete de Deshabitados. Una promoción colindante, con la que poco tiene que ver, pues aquella se parecía en la común ruptura del realismo. Ha pasado el tiempo y esta trayectoria de Martínez Morán, en medio del camino de la vida, va por otros derroteros, fuera de cualquier ruptura desde la ansiedad de las influencias con la citada poesía realista de los 90, o con cierta manera de entender el versículo, de cuantos allí se reunían.

“Fábula del fragmento” es un poema lo suficientemente largo como para participar de lo fragmentario y, sin paradoja, de una intencionalidad explícita como tal poema extenso, aunque lo es. El libro está cohesionado, fragmento a fragmento hasta constituir una fábula decantada del yo en el desfiladero de las emociones y la vida, pues asistimos a un proceso de decantación reflexiva. La fábula espiritual es la de un protagonista que encarna esta dramatización en forma de “proema” o poema en prosa, tal y como es habitual hoy, donde el poeta genera un espacio teatral, un pasillo con puertas que se van superando (atención a la mística y a Santa Teresa en lo fundamental), en búsqueda de una luz pura, sin mácula. El protagonista en esa indagación «tiene sed, pero es la sed, precisamente lo que le mantiene vivo» (2024: 45), en un camino penoso de pasillos o desiertos. Y mientras lo escribo y percibo esa desnudez esencial de Martínez Morán tan atractiva, tan diferenciada, nada agria, pero con un punto amargo como la misma vida, y en cómo esa desnudez le hermana en una espiritualidad similar a la de Edmond Jabès. Y es que el tráfago del siglo produce poetas como el madrileño, donde la poesía excede al verso, según mantuvo uno de los primeros modernos teóricos literarios, Philip Sídney o los románticos, y donde una espiritualidad subyacente pugna por decirse para reencontrar al yo. En ese camino doloroso y también de autognosis, donde la insatisfacción y el pasillo conllevan la espera, la paciencia infinita en esa búsqueda de la luz, entendemos esta centralidad de la madurez y comprender a José Francisco Martínez Morán en este libro; o si prefieren entender su análisis con un bisturí simbólico, un estado suyo y de tantos, cuando la memoria se va borrando lo pasado y el autorreconocimiento, casi fantasmal, incluso los del oikos. Y es que en cierta manera se encuentra nuevamente solo y en la incertidumbre en búsqueda de esa luz final.

La soledad reflexiva, nunca paralizante, a la que dedicó Karl Vossler un estudio de referencia, se le impone, junto a la desconfianza de cuanto de cuanto creyó ser, y donde cabe «quizás una oración, una plegaria» (2024: 71), pero solo “quizás”. Ese alegórico itinerario del “pasillo”, lleno de puertas que el paseante no se atreve a abrir o duda sobre la elección, mientras avanza por un espacio un tanto claustrofóbico, provoca la doble sensación de “hogar” y “extrañeza”, mientras abandona lecturas y los razonamientos de un oculto interlocutor, un tal “P”, que propone una “felicidad impostada” [2024: 33].  Prefiere el personaje el dolor de la realidad, la sangre del espino con que se hiere en este corredor (no es un laberinto borgiano), ya sin ensoñaciones de “caballos blancos”, léase magias, sino una triste caída hacia lo pragmático en el camino, si no de perfección, sí de renovación o restructuración. Una desnudez lo plasma, una desnudez que elimina lo superfluo, aunque duela el desencanto de fondo, tan axial como la búsqueda y la metamorfosis del personaje, hacia esa citada luz. Un peregrinaje ávido, en efecto, donde todo lo pasado se ha incendiado mientras el futuro se muestra tan cerrado como los ojos de una niña muerta en la cuneta, que toma como ejemplo. En el fondo, pese a esos estados de estar en el “alambre” late una pulsión catabática, serena y dolida, en pugna con un horizonte que no alumbra, salvo al final, en esa pugna por entenderse y avanzar, desembarazarse de lastres, renovarse o recuperarse.

La extrañeza del personaje con que se ha querido distanciar el yo, muestra un de esta manera un estado en tránsito, palabra que define este libro tan diferente, tan para leer sin prisas. O, si prefieren, para reconocerse en él quienes están atravesando cambios, y reflexionan sobre lo fugaz, los espejismos, y la incertidumbre. La irrealidad ante lo nuevo pugna con la tentación abisal, sin asideros ni pasados míticos, y que Francisco José Martínez Morán ha sabido contar, quiero decir, poetizar con pulcritud y talento. Y sin atenerse a modas o momentos, pues ya decía al comienzo algo sobre su naturaleza de poeta discreto, un buen poeta discreto, que sabe contar con distancia, talento y limpieza un momento cualquiera de la vida de un hombre.

           

Francisco José Martínez Morán, “Fábula del fragmento”, Murcia, Editorial Balduque, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Ha sido un acierto de Juan Carlos Abril (1974) y de la editorial Pre-Textos, la publicación de esta Poesía reunida (1997-2023), pues algunos libros del jienense eran inencontrables en la práctica. Una cuestión que limitaba mucho el acercamiento al poeta y crítico, profesor e investigador en la última poesía española contemporánea en sentido estricto. En efecto, su presencia constante desde esa faceta de estudioso de la poesía hacía olvidar las suyas, reflexivas o pensativas, atadas a un discurso obsesivo, concéntrico aún en sus giros y evolución, cambios de registro, y donde rememoración, autognosis atormentada y soledad son elementos recurrentes, aunque no solo, ni mucho menos. Juan Carlos Abril, poeta reconocido, con mucha presencia en referencias, antologías y encuentros en España e Hispanoamérica, tenía una presencia desigual, que se difuminaba en el sentido de que el estudioso vencía al poeta por la ausencia física de sus libros de poemas y que, en definitiva, nos hacía llegar descompensada su aventura intelectual y artística. Para confirmar cuanto digo, y mientras escribo estas líneas y leo sus versos, acaba de salir otro apetecible ensayo La tercera vía. La poesía española entre la tradición y la vanguardia (2024), donde replantea las miradas de enfoque sobre la poesía actual española.

Son casi treinta años de poesía publicada los que hallamos aquí reunida y, tal vez, revisada. No lo sé. Solo cuatro libros se proponen y se visten de largo, lo cual nos da idea de la rigurosidad a la que somete sus versos y al alejamiento de estar por estar en el mercado. Los dos primeros, ya digo, inencontrables, Un intruso nos somete (1997) y El laberinto azul (2001), sirven de preámbulo a otros más (re)conocidos y también en mi predilección, Crisis (2007) y En busca de una pausa (2018), aunque la relación con el mundo rural del primero y su agonismo fuera de tópicos e idealizaciones me seduce en muchas ocasiones en su autenticidad y saber decir(se). Esta confluencia de todos ellos en un libro ayuda a comprender la coherencia del discurso de Abril y a entender, ahora mucho mejor desde el panorama de las obras reunidas, su evolución desde el poema discursivo y reflexivo hacia formas más breves (me refiero a los poemas de Crisis), al hilo de esta tendencia hoy muy presente del aforema, del poema aforismo, que en Juan Carlos Abril es, con todo, diferente, más amplia. 

Hablar de su poética en verso libre es hacerlo de soledad, reconvención, junto a la memoria o el amor conformadoras de una «escritura autobiográfica» (2024: 229) en forma de diario lírico, autorremitente. Como tal no es un diario en sentido estricto, sino una manera de entender el yo en sus circunstancias a lo largo del tiempo, y en otra tradición del pionero diario en verso, Iter Brundisinum de Horacio, con permiso de Lucilio.  Un intruso nos somete (1997) ya mostró ese camino discursivo, todavía no plenamente asentado en las analogías y tropos que luego adquirieron honda sugerencia, para enseñar su relación con el mundo rural de origen, desde una mirada ajena a la ecopoesía, si es que existe. Las disquisiciones e inquisiciones, reflexiones, el gozo dialogan con un pasado de infancia y fábula, de progreso difícil pues «tu conquista es dolor y bien lo sabes» (2024: 32), pero donde va dejando aparecer una confesión constante «También yo estoy solo y sin nadie» (2024: 30). Su poesía llena de recovecos pensativos, desembocó en El laberinto azul (2001) donde con planteamientos formales parecidos dio paso al «universo carnal» (2024: 68), mientras ratificó esa soledad «ciega y salvaje» (2024: 73) que veremos constante en libros posteriores, y en algunos de sus poemas más atractivos, siempre con la luna al fondo, como Felipe Benítez Reyes, pero sin esteticismo. La memoria, la nostalgia de la vida adolescente, el imán de «otro vacío» (2024: 80) o «los clavos del pasado» (2024: 97), mostraron su equilibrio prendido a la autognosis pensativa de su pugna en la «oscuridad, camino, oscuridad» (2024: 101).

«Crisis» (2007) mostraba ya una capacidad de condensación y reflexión, capacidad para breves y fugaces notas más o menos explícitas y plásticas simultáneamente, veladas y sugerentes, en un libro de referencia de su saber hacer. Y siempre con ese «rumor de sombras» (2024: 139), entre «harapos débiles de luz» (2024: 144), sobre el otro fantasma de fondo de su poética, «la melancolía» (2024: 155) mientras «envejeces deprisa» (2024: 139).  Una herida que En busca de una pausa (2018) anhelaba «recuperar los sueños» (2024: 169), mientras en su verso atormentado «el pasado te persigue» (2024: 185). Y es que en esa ecuación autorremitente de la autognosis se sabe o se acusa en «la incapacidad de desprendernos/ del pasado, romper con nada» (2024: 177). Su «conversación /inacabada» (2024: 183), sus agónicos «tiempos deshabitados» (2024:187), y esa emocionada reflexión, que esconde más que dice al hilo de Rimbaud parafraseado, como a veces hace con versos de otros poetas, hablan de que él también «por delicadeza/ he perdido mi vida» (2024: 199). O así lo siente, aunque no, auguro, para sus muchos lectores de entonces y de ahora, tras esta reunión de su obra. Con esa verosimilitud, si me permiten sinceridad, llegan un libro que se hacía esperar pues no siempre en la poesía española, a veces tan hermética, a veces tan mediática, prima esa edad de merecer, por decirlo con una poeta de la que se espera ratifique alternativa, Berta García Faet. Si lo hace desde la edad de repensarse, y con madurez cumplida, esta entrega que finalmente nos ha regalado Juan Carlos Abril para compensar esa carencia echada en falta.

 

Juan Carlos Abril, Poesía reunida (1997-2023), Valencia, Pre-Textos, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

El origen es el fin

6 de marzo de 2024 13:54:29 CET

Como cuando empieza una película y miramos a través de un hueco muy pequeño. Vemos dentro círculos en movimiento. De pronto uno de estos se hace más grande. Hay un texto. Un poema. Las palabras se ordenan caprichosamente. Con gracia. Para dar sentido a algo.

Voz en off: “El origen es el fin./ El viaje que comienzo. Una espiral no suicida el aliento/ si se va abriendo como un sueño/ y se abre y se abre/ a un cuerpo mayor/ a otro cosmos/ y la imagen/ se va haciendo cósmica/ como un hombre/ una mujer/ maximxs/ Leonardo, Swedenborg y Schneider/ Un sonido se expande/ y libera/ una energía/ Rotkho, Skriabin/ la música del universo/ esferificándose/ No se suicida el aliento/ respiramos desde dentro/ La espiral que se abre./ Desde su génesis hacia fuera. El viaje que hacemos./ Del punto a la Galaxia, al Universo./ El origen es un film.”

Afuera está el poeta. Cuántos sueños. Cuánto camino recorrido para volver al principio. El texto es ese objeto estético que nos hace ver el pasado que somos. Ese tiempo que hemos escrito y descrito en metáforas latinas y rimas de autores favoritos. Nuestro inicio es lo que le da sentido a lo que ahora escribimos.

Jaime D. Parra ha recorrido el camino del conocimiento a la inversa. Primero intuitivamente. Escribiendo textos llenos de símbolos y signos para estudiarlos luego.  Contrición bajo los signos es su primera obra poética. Reeditado ahora, más de cuarenta años después. Resurge con un diseño especial. En su portada aparece un poema visual espiral, de azul eléctrico. Que nos transporta por su viaje a través de contenidos y formas simbólicas, que recurren tanto al discurso narrativo, a la imagen sugerente, al verbo alucinado, como al objeto sígnico o irónico, así como a la recreación de ciertos modos aplicados para una poética desde las ciencias, la filosofía y el arte, hasta la poesía; sin dejar fuera varias de las aportaciones de la moderna informática.  

Poesía experimental, sí. Pero también poesía discursiva, o ambas cosas a la vez, pues toda poesía, como recordaba Joan Brossa, experimenta siempre.

En el poema “Genética y dramatismo de los números” Jaime D. Parra escribe: “Yo el 5: nada de hoz, nada de cruz. Soy un cinco. Semiciclo. Me declaro amigo absoluto de las abejas -esas risas voladoras- y fabrico con oro dulce un poco de inteligencia. No hago la violencia.”

En el “Yo el 7” dice “soy como un pétalo. Florezco sobre toda calavera...” Lo encuento cautivador.

Son poemas dominados por sueños, ilusiones y decepciones. Y recurre a las matemáticas, los juegos y las artes con una intuición existencial y cósmica, que solo desde la poesía puede disfrutarse y entenderse.

Larga vida al espacio circular interior.


Contrición bajo los signos. Jaime D. Parra. Zaragoza, Libros del innombrable, 2022.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Blanca Estela Domínguez

Liberar el pensamiento hacia nuevos tiempos

6 de marzo de 2024 13:25:49 CET

El escritor chileno-neerlandés Benjamín Labatut (Róterdam, 1980) publicaba a finales del pasado año su última novela “Maniac” (Anagrama, 2023), sin duda la obra más interesante y con la que más he disfrutado (y cavilado) de entre lo leído en los últimos meses.

Labatut parece aplicarse a sí mismo el lema vital que, según nos narra, guio la obra personal del físico austríaco Ludwig Eduard Boltzman: “Expón la verdad, escríbela con claridad y defiéndela hasta la muerte”.

Así, acorde con el propósito, nos regala una prosa ágil, nítida y, además, contundente y amplia en su capacidad de acercar sentido al lector; componiendo un volumen que, a mi parecer, funciona tanto como relato de una época de transición científica y tecnológica —en la que nos acerca y nos propone una imagen de los principales protagonistas en la transformación del mundo que se desencadenó la pasada década de los cuarenta—, pero que también funciona como gran relato de una parte significativo de la historia del pensamiento científico de mediados del siglo XX, en un tiempo en el que “la invención más creativa de la humanidad surgió exactamente al mismo tiempo que la más destructiva”, pues tan hijos suyos son los teléfonos móviles como las cohetes balísticos y sus ojivas atómicas. 

Es éste, sin duda, un libro fuera del “sentido común” —entendiéndolo como el corazón del discurso lógico de un cierto statu quo—, pues busca generar significado fuera de él y no sólo nos adentra en el núcleo filosófico de la física y la matemática moderna, sino que nos abre una ventana a esas mentes prodigiosas que contribuyeron al fin de la Segunda Guerra Mundial, lo que trajo el alumbramiento de la Guerra Fría, con todas sus tensiones y sus escaladas armamentísticas.

La novela, lejos de querer enunciar un relato mítico de aquellos seres extraordinarios, nos expone abiertamente sus debilidades, sus deseos, sus motivaciones, sus proyectos visionarios o sus crisis más profundas. Así, más cerca de su humanidad, también quedamos al alcance de un cierto entendimiento mejor, con lo que nos arrastra y consigue contagiarnos de un saber al que sólo con mucho esfuerzo y dedicación habríamos podido acceder y que encontramos aquí recopilado, resumido, perfectamente relacionado. Benjamín Labatut, además, lo hace de una forma elegante y hermosa, pues nos propone un relato compuesto por una sucesión de monólogos, con lo que acierta a llevar la modernidad de la Inteligencia Artificial al plano de la tradición oral, reuniéndonos a escuchar su relato alrededor de un fuego prometeico. 

Esta novela es, de algún modo, también un libro de aventuras, pues muestra el apasionante mundo de lo nuevo, de su ideación, de su planificación de su implementación, de cómo se juega la gran partida geoestratégica amenazando al adversario con nuevas piezas, mayores, más poderosas…, avanzando en el tablero abierto del go.

Pero es también un libro de pensamiento, pues en él se replican ideas que fueron disruptivas y abrieron nuevos caminos de exploración para una realidad que se conformaba de forma diferente al amparo de una concepción revolucionaria de los fenómenos físicos y matemáticos; cambios tan drásticos como para hacer tambalearse a una generación de académicos incapaces de seguir el paso vertiginoso de tales avances. Sin duda, también lo es por que invita a pensar, porque genera multiplicidad de cuestiones, de ideas, durante su lectura, mientras nos recuerda que “las preguntas son la verdadera medida de un hombre”.

Sin embargo, no todas las propuestas de reflexión giran alrededor de la ciencia, muy al contrario, tal vez lo más significativo sea el cuestionamiento de la moralidad y de los principios, del concepto de sociedad o de pareja, como también se tambalean los de cordura o de genialidad, de juego —sobre todo del juego y de sus dinámicas—, de aprendizaje, de creación, de genialidad; mientras nos deja asomarnos para ver los demonios que se desatan con la obsesión, por la soberbia o desde la necedad del academicismo que trata de conservar el saber como un mosquito dentro de una perla de ámbar y en el que se demuestra científicamente que el foco del presente, normalmente, ilumina sobre todo a la mediocridad y señala a los que hablan con ese sentido común y esos arbitrios sociales a los que siempre hay que superar con nuevos conocimientos. 

Para la historia quedan libros como éste, obras en las que podemos dialogar con tantas voces y caminar por tantas fracturas del saber establecido, ideas todas que nos alientan a pensar y a conocer más allá del plano cotidiano, de adentrarnos en un pensamiento más profundo a través de esas hendijas.

Pero Labatut no se conforma con escribir un resumen, tan enciclopédico como literario, de las ideas que han propiciado el presente en el que vivimos, sino que añade un plano de interpretación del momento actual, al prolongar aquellos hallazgos y avances tecnológicos —y sus consecuencias— hasta el vertiginoso desarrollo de la Inteligencia Artificial. Así el título de su novela hace referencia al proyecto M.A.N.I.A.C. I (Mathematical Analyzer, Numerical Integrator, and Computer), una de las primeras computadoras construidas secretamente en el Laboratorio Nacional de los Álamos; una herramienta de computación sin la que no podríamos concebir los modernos ordenadores ni el mundo tecnológico que nos va absorbiendo y del que somos ya, casi, meros dispositivos periféricos. No se conforma, digo, porque su apuesta es una apuesta intelectual, sabiendo que en esta raíz de sentido se halla tanto el cultivo de las ciencias y el hecho de entender, como la referencia la parte espiritual e incorpórea. Por eso su apuesta, a mi juicio, busca provocar la liberación del pensamiento del lector y de forma totalmente revolucionaria, nos afirma: “Los hombres de las cavernas inventaron a los dioses […]. No veo nada que nos impida hacer lo mismo”. Así pues, Maniac, una novela que nos ofrece una lectura deliciosa, puede verse como un manual revolucionario para liberar el pensamiento hacia nuevos mitos, hacia nuevas metas, hacia nuevos tiempos.                 

 

 

Benjamín Labatut. Maniac. Anagrama, Narrativas hispánicas, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

De la moral terrestre entre las nubes” es el título de una pieza que Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) publicó en “CTXT” en marzo de 2021. En ella se concita buena parte del universo temático del filósofo: cine, literatura, marxismo, conflicto de identidades, moral, corporeidad, conciencia, la justicia de los vencedores… ahora, con ese mismo epígrafe, la editorial Pepitas de calabaza acaba de publicar una antología de ensayos breves del madrileño, con el que conversamos a propósito de algunos asuntos que analiza en esas páginas.

En la década de 1980 fue guionista del mítico programa de televisión “La bola de cristal” y ha publicado varias decenas de ensayos sobre política, filosofía y literatura, así como tres cuentos para niños y una obra de teatro.

 

- En algunas de las cuestiones en las que usted repara en sus artículos (pienso ahora en la belleza de lo grande y lo pequeño) no toma partido. ¿Cómo saber cuándo uno ha de significarse, ante qué cuestiones ha de hacerlo?

- Respecto de lo grande y lo pequeño no cabe tomar partido, salvo para que las cosas grandes sigan siendo grandes y las pequeñas, pequeñas. Queremos montañas grandes y alfileres pequeños: una montaña pequeña es una arruga; un alfiler gigante es una espada. Respetar las escalas forma parte de la ecología del mundo. En cuanto a otras cuestiones, es inevitable acabar teniendo una postura. Pero aquí incidiría en este “acabar teniendo”. Probablemente todos tenemos una tomada de antemano y cedemos sin darnos cuenta a los sesgos de confirmación, pero hay objetos teóricos cuya complejidad es tan grande (pienso, por ejemplo, en la tecnología, muy tratada en mi libro) que exigen un trabajo previo de argumentación y pensamiento elaborados. Se debe empezar por el conocimiento y acabar por la postura o la toma de partido; en nuestra sociedad polarizada y tecnologizada ocurre cada vez más lo contrario: nos sentimos obligados a tener una postura antes siquiera de tener una opinión o incluso información. Hay que empezar por el conocimiento, digo, y acabar por la postura, salvo en un caso, los derechos humanos, donde la toma de partido es imperativa y previa a cualquier argumento; de hecho, cuando alguien argumenta en este terreno suele hacerlo siempre contra ellos.

 

“La fantasía es aérea y jerárquica; la imaginación terrestre e igualitaria”

 

- Si “la imaginación mide y la fantasía calcula”, ¿podría decirse que la fantasía es alienante?

- Es engañosa y potencialmente peligrosa. Si no tiene poder, se vuelve insolidaria; si lo tiene, destructiva. Le pondré un ejemplo de fantasía sin poder y otro de fantasía con poder. El primero: frente a un anciano vencido por la edad, encorvado, tembloroso, aquejado de Alzheimer, podemos escoger uno de estos dos caminos: dejarnos llevar por la fantasía de creer que eso no nos pasará nunca a nosotros o activar la imaginación y ponernos en ese lugar que tarde o temprano será el nuestro también. El que fantasea, al contrario que el que imagina, es poco proclive a la empatía y los cuidados. El segundo ejemplo: un hombre ve a un judío y fantasea con la idea de su superioridad racial o ve una montaña y fantasea con la idea de vaciar el petróleo que lleva en sus entrañas. Si además de fantasía tiene poder se convertirá en Hitler y cometerá un genocidio, o se convertirá en el director de la ExonMobil y cometerá un ecocidio. Hay que ser muy fantasioso para creer en la jerarquía racial o en el carácter ilimitado de los recursos del planeta. A la primera fantasía la llamamos nazismo; a la segunda, capitalismo. En ese mismo caso, la imaginación opera al revés: en el judío ve un sufrimiento hermano, en la montaña, un pequeño dios en sí mismo respetable (por evocar el título del gran último libro de Eduardo Romero). La fantasía es aérea y jerárquica; la imaginación terrestre e igualitaria. Un ejemplo trágico y actual de fantasía es el Estado de Israel, que considera los cuerpos de los palestinos obstáculos para su proyecto de pureza supremacista y los destruye desde el aire, sin tocarlos. La fantasía deberíamos reservarla para la vida sexual. Hoy, por desgracia, está volviendo con mucha fuerza a nuestra vida política y hasta gobierna países enteros.

 

- Esas construcciones fantasmas, esas urbanizaciones que nunca llegaron a estar habitadas, de esos escombros (que no ruinas), ¿podemos resignificarlas, reapropiárnoslas?, ¿conviene, en el caso de que fuera posible, hacerlo?

- No tengo una respuesta clara. En mi libro hablo de esas obras arquitectónicas “incompletas” que se convierten en ruinas antes de haber sido habitadas y que pueblan fantasmalmente nuestros paisajes: miles de casas, sí, pero también edificios públicos en los que se han gastado millones de euros. Las ruinas sabemos cómo tratarlas. Con independencia de su origen (pensemos en las pirámides, construidas con mano de obra esclava o, según otras hipótesis, con mucho sufrimiento asalariado), su existencia misma es un imperativo de conservación, porque han adquirido belleza en el tiempo y porque nos ponen en relación con el tiempo mismo. ¿Y con esas urbanizaciones fantasma? ¿O con el hotel El Algarrobico, en el Cabo de Gata, quince años pendiente de demolición? Creo que habrá que juzgar caso por caso; hay lugares resignificables y otros que deben desaparecer sin dejar huella: este es el caso, a mi juicio, de El Algarrobico. Digamos que la especulación capitalista tiene dos caras contradictorias. Por un lado, se apoya en la mansedumbre antropológica con la que los humanos aceptamos y nos acostumbramos a todo lo que existe, ya sea un bosque o la urbanización que lo destruye y sustituye: con tal de que haya algo en lugar de nada. Por otro, trata a los edificios y las casas como a mercancías, de tal manera que está constantemente destruyendo y reconstruyendo las ciudades y por eso, como decía Richard Sennet, “del New York de acero y fibra óptica quedarán muchos menos vestigios que de la Roma imperial”. Cambiamos de ciudad cada treinta años como cambiamos de móvil o de coche cada dos. Hace poco, Antonio Giraldo nos recordaba que la edad media de la España edificada es de 37 años. España, esa nación al parecer milenaria, nació, ¡en 1987! De todas las provincias la más nueva sería Toledo, que en términos urbanísticos se remonta al año 2003; la más vieja Barcelona, de 1964. Así que más que de resignificar se trataría de conservar y de durar. China ha derribado casi la mitad de sus edificios en los últimos quince años. Tenemos el problema de las casas vacías o sin terminar y el problema de las casas demolidas sin agotar su ciclo vital.

 

“La espera y la atención son incompatibles con el universo de las mercancías”

 

- Recala con frecuencia en el concepto y la necesidad de la “atención”. ¿Cuánto de incapacidad para ella tenemos los humanos y de qué manera nos la amputa un sistema que dispara continuamente estímulos y ruidos y que fosfatina los cuerpos después de largas jornadas de trabajo?

- Leí hace no mucho el estimulante e inquietante libro de Johann Hari, “El valor de la atención”, donde se da, entre otros datos, el siguiente: un niño de ocho años estadounidense no es capaz de mantener la atención en un mismo objeto o en una misma tarea más de sesenta y cinco segundos; un adulto, de media, apenas llega a los tres minutos. Llevo años ocupándome de esta cuestión, que me parece crucial para la supervivencia de la civilización, porque de la atención depende el valor mismo de los objetos y los cuerpos: solo podemos querer lo que hemos mirado largamente y por eso —sea dicho de paso— son las madres, y no los padres, los que tradicionalmente han valorizado la vida humana; y por eso se puede querer lo mismo a un hijo biológico que a uno adoptado, con tal de que se le hayan cambiado los pañales. Decía la filósofa, mística y activista francesa Simone Weil que la salvación de los humanos no depende de la voluntad sino de la atención, y tenía razón. Es la atención, asociada al concepto de espera, la que mantiene los objetos y los cuerpos erguidos en el mundo: la que construye y sostiene el mundo. La espera y la atención son incompatibles con el universo de las mercancías y sobre todo con el de esas mercancías volátiles y celerísimas que llamamos “imágenes”; son incompatibles con el dominio antropológico de las nuevas tecnologías. No es que nos distraigamos fácilmente o que tengamos patologías de hiperactividad; no es culpa nuestra. Las nuevas tecnologías no nos dejan esperar y hay cosas —la mayor parte de las que valen la pena— que deben ser esperadas: no sé, el amor, la puesta de sol, el climaterio de una cereza, el florecimiento de las jacarandas, el domingo. Porque el problema es que los cuerpos no son imágenes que uno pueda pasar con el dedo, como en una pantalla táctil: son exigentes, vinculantes, duraderos, frágiles. Convertir los cuerpos en imágenes tiene un coste ético muy grande: acabamos por no distinguir un niño muerto de un meme, una guerra de un anuncio publicitario de coches. Mientras el neoliberalismo predica voluntad y nos hace culpables de nuestra pobreza, nosotros debemos reivindicar y practicar la atención: el valor del mundo procede en realidad de la duración de una mirada.

 

- Ser niño en tanto que tomarse en serio una tarea que sabe imposible. ¿Cómo distinguir este hermoso ejemplo que usted rescata de la infantilización a la que somete el capitalismo inoculándonos esa otra tarea imposible de llenar un hueco (llámese falta) a base de consumir?

- Creo que es interesante observar la relación que establecen las distintas culturas entre la repetición y la novedad. Las sociedades “antiguas”, digamos, apostaban por la repetición, intentaban repetirse a sí mismas, y la novedad era algo que ocurría casi contra su voluntad: nuevo era precisamente aquello, bueno o malo, que los humanos no podían impedir que ocurriera. En nuestras sociedades de consumo, la paradoja es que la novedad se ha impuesto como principio rector del tiempo (todo es todo el rato “histórico”, “revolucionario”, “sin precedentes”) pero debe repetirse precisamente como novedad, cada vez más deprisa y sin interrupción. Ahora bien, nada es finalmente histórico si todo es lo; y nada es nuevo si todo es nuevo. Por eso, como he dicho otras veces, el capitalismo no solo ha producido una antropología sin cosas (pues las mercancías no lo son) sino también una sociedad sin acontecimientos (pues hasta las noticias son mercancías de obsolescencia programada). Todo es, si se quiere, comestible. De ahí la “infantilización” de la que hablas: un mundo de puro presente digestivo sin memoria es lo que llamamos lactancia.

 

“El neoliberalismo es una gran neurosis universal”

 

- Vincula, en uno de sus textos, la ingenuidad con la repetición de un gesto. ¿Qué importancia tienen los rituales en la creación de comunidad?

- Lo contrario de un rito o una ceremonia es una pulsión neurótica: el que todas las noches se asegura tres veces de que ha cerrado el gas está privatizando la idea de rito. Neurosis, hábito y ceremonia son formas de repetición diferentes, porque los dos primeros se ciñen al ámbito privado y la ceremonia compromete siempre a un colectivo. Tradición es repetición; pero la repetición se produce en el tiempo como transmisión y como anticipo. Un rito es un rito porque se ha repetido en el pasado, pero asimismo, porque va a repetirse en el futuro: porque en su propia ejecución está implícita la voluntad de repetir el gesto el año que viene. La humanidad es sociable y ritual y el esquema ceremonial puede llenarse de cualquier cosa. Ceremonia es el desfile de las fuerzas armadas, pero también el del Orgullo Gay. Las ceremonias tienen, pues, dos ejes decisivos: son lentas y son colectivas. Como dice Byung Chul-Han, las ceremonias no se pueden acelerar sin destruirlas: no podemos celebrar una cena de Navidad exprés (ni tampoco un juicio exprés, pues sería un juicio sumarísimo contrario al Derecho). Del mismo modo, solo puede hablarse de rito o ceremonia cuando hay más de una persona implicada en la acción: es lo que los antiguos cristianos llamaban “eklesia” o asamblea, para lo que se necesitan al menos dos personas. Pues bien, el neoliberalismo es claramente anticeremonial: lo acelera todo al tiempo que lo mide todo en términos individuales: imprime velocidad a las acciones y disuelve todas las asambleas. Es, si se quiere, una gran neurosis universal.

 

“Si no tenemos un ejemplo moral para las clases medias y populares, se impondrá sin duda de nuevo el populismo hitleriano”

 

- Si con “obedecer” se trata de “escuchar”, es decir, de emitir un juicio crítico, de “tomar partido” (volviendo al inicio de la conversación), por tanto, de ejercer la libertad, ¿por qué sucumbimos con tanto placer —o lo que es peor, con tanta inercia— a la obediencia ciega?

- Sí, en uno de los textos del libro cito esta etimología del verbo “obedecer”, que podría traducirse como “escuchar con atención”; es decir, que tiene que ver con escuchar y no solo con oír. Un sordo, que no puede oír, puede escuchar; y una persona dotada de “oído absoluto” puede permanecer sorda a la voz que le pide ayuda o a un poema de Rilke. Pero es verdad lo que usted dice: sentimos placer en la obediencia ciega. O sorda. Como usted recordará, Eichmann, responsable nazi del traslado de miles de judíos a los “lager”, trató de justificarse ante el tribunal que lo juzgó invocando la “obediencia”: se había limitado, dijo, a cumplir órdenes. Hannah Arendt, que recogió ese proceso en un famosísimo libro, relacionaba ese tipo de obediencia con la ausencia de pensamiento. Si el verdadero obedecer es un “escuchar con atención”, solo la falta de pensamiento, es decir, de escucha interior profunda, puede aceptar las órdenes de un sistema criminal. Lo inquietante, en todo caso, no es Eichmann, un dirigente que tomaba decisiones y que era responsable, por tanto, de sus actos. Lo inquietante son los millones de personas buenas, normales, decentes, solidarias con sus vecinos, buenas madres, amigables compañeros, que creyeron posible mantener una vida normal en medio de la debacle. No nos hagamos ilusiones y menos en un momento en que los riesgos vuelven a ser grandes: todos podemos ser así. Eichmann es una excepción; también, en el otro lado, el rebelde Bonhoeffer, ejecutado por Hitler. Entre los dos, estamos la mayor parte de los humanos, de los que en una situación semejante se puede esperar igualmente la obediencia ciega que la desobediencia ciega y quizás por el mismo motivo: porque solo vemos lo que tenemos delante de los ojos. Por eso siempre me gustó la propuesta de Mumford en su “Historia de la Utopía. Hay pocos Hitler, aunque pueden hacer un daño incalculable, y hay pocos Cristos, cuyo bien no se puede medir. Entre unos y otros está Robin Hood, cuyo sentido de la justicia, terrestre y juguetón, sí podemos imitar todos. En tiempos de crisis en los que hay que movilizar mayorías sociales en favor de la democracia, conviene que interpelemos al Robin Hood que todos llevamos dentro; y no al Che Guevara idealizado a cuya altura muy pocos pueden estar. Porque si no tenemos un ejemplo moral para las clases medias y populares, se impondrá sin duda de nuevo el populismo hitleriano, con otro nombre y otra doctrina.

 

“Hay que pensar un mundo de reglas democráticas que reprima las infancias infelices”

 

- ¿El adulto es un niño arruinado?

- No sé. Por un lado, tendemos a idealizar a los niños, que juegan sin parar pero no son felices; juegan sin parar porque no son felices y juegan tanto, y encuentran tanta felicidad en el juego, que al final se olvidan la mayor tiempo de la infelicidad que los espera cuando, por ejemplo, se meten en la cama o se pierden en algún bosque (digamos el colegio). Lo terrible, a mi juicio, es que cuando nos hacemos mayores conservamos la infelicidad, y no la felicidad, de la infancia. Nos olvidamos de las reglas del juego (que es lo atractivo de los juegos), hacemos trampas, prolongamos o vengamos los abusos recibidos; seguimos, en definitiva, en el colegio, pero ahora lo llamamos empresa, parlamento, familia, gobierno. Los humanos tenemos infancias tan largas que nos morimos sin alcanzar la mayoría de edad. No nos da tiempo a madurar. Por eso también hay que pensar un orden político para niños eternos, para humanos inmaduros: un mundo de reglas democráticas que reprima las infancias infelices.

 

“No hay que confundir el olvido con el perdón”

 

- Otro de los asuntos en los que recala es el perdón. Rescata una idea hermosa de “Los hermanos Karamazov”: “no es posible castigar lo que no se puede perdonar”. ¿Se puede perdonar a quien no solicita o implora o pide nuestro perdón?

- No hay que confundir el olvido con el perdón. El rencoroso no lo es porque recuerde el agravio sino porque no lo perdona. Creo que, en los conflictos cotidianos entre amigos o amantes, lo que predomina es el olvido: decidimos olvidar para seguir la vida en común; y hasta tal punto se trata de olvido y no de perdón que basta que se reproduzca una nueva situación de conflicto, la más banal, para que salgan a la luz todos los agravios del pasado. El perdón, como indica el propio término, es donación y no depende, por tanto, de una petición o reclamación del otro. Es gratuito y, aún más, gratis y solo por eso puede producir, del otro lado, gratitud, sentimiento siempre curativo. Pero el perdón es una cosa muy rara y no deberíamos contar con él para construir o reparar nuestras relaciones sociales. Es heroico, moral, maravilloso, religioso, y hay que celebrarlo y predicarlo, pero ni los jueces ni los gobiernos perdonan. Pueden conceder beneficios penitenciarios a presos no arrepentidos o indultos y amnistías a condenados dispuestos a repetir lo que hicieron. En todo caso, el problema no es el perdón sino el castigo. ¿Existe el mal? Sí. ¿Se puede castigar? No. Por eso el Derecho tiene que pensar castigos a la medida de los humanos falibles y corregibles, que somos la mayoría, y no con el propósito de evitar el Mal. Cuando se construye una ley para castigar a los monstruos, confiando en poder de esa manera reprimir el Mal, es la ley la que se acaba convirtiéndose en el Mal. El derecho tiene que legislar a partir del presupuesto de que no existen los monstruos, pues de ese modo evita que un poder arbitrario pueda tratarnos a todos como si lo fuéramos. A Hitler no se le puede castigar. Cuando aún vivía y gobernaba Alemania, en el año 1942, Simone Weil ya insistía en esta idea: a Hitler, decía, nunca se le podrá castigar. ¿Por qué? Porque, incluso torturado, encarcelado, ejecutado, Hitler ya había alcanzado su objetivo: el de ser una criatura grandiosa, el de tener un destino grandioso, el de estar en la Historia y no en su cuerpo. El único castigo que se le puede infligir a Hitler, añadía Weil, es el de transformar de tal manera el concepto de lo grandioso que a ningún joven futuro, con sed de grandiosidad, se le ocurra pensar en él y mucho menos imitarlo.

 

“El único que ha conseguido la construcción de un ‘hombre nuevo’ es el capitalismo neoliberal”

 

- “El mundo son los árboles. La realidad es internet”. El hecho de que cada vez destinemos más tiempo de nuestras vidas a internet, en detrimento del mundo, ¿se explica por una enfermedad del alma, del cuerpo, por una decepción y devastación de ambos…?

- Es el fruto de una revolución material que incluye el fin del neolítico y la proletarización del ocio. El socialismo y el cristianismo siempre soñaron con la construcción de un “hombre nuevo”, pero el único que lo ha conseguido es el capitalismo neoliberal. “Un estado del mundo y un estado del alma”, decía Kafka. Pero ha hecho falta infligir mucha violencia económica y mucho placer industrial al ser humano para separarlo de su propio cuerpo y de los vínculos que generaba a su alrededor. El espacio, los árboles, el propio cuerpo son solo los residuos de un mundo que tampoco era una maravilla pero que tenía arreglo; son, aún más, los obstáculos interpuestos en el camino de esa fantasía poderosísima que nos arrebata la atención y rentabiliza nuestro tiempo libre. Ese “hombre nuevo”, al que aún resiste (porque se muere) el cuerpo viejo, considera una “pérdida de tiempo” todo el tiempo lento pasado entre cuerpos y entre árboles; todo el tiempo que pasamos alejados de internet. Volver al espacio es la consigna más radical que se me ocurre proponer en estos momentos.

 

“Es llamativo que la época que más ha cuestionado las grandes ‘autenticidades’ haya acabado produciendo una polvareda identitaria”

 

- Hay una crisis de identidad a la que el sistema prescribe con otra identidad sucedánea, la que deviene de ciertos diagnósticos que asumimos como erróneamente identitarios (“soy” celíaco, bipolar, vegano, de género fluido…) convirtiendo la propia identidad en otro vehículo para a mercancía. A esto se une la crisis de identidad última (si cabe esta categoría), la de «ser humano». ¿Podremos llamar a sí a quienes tengan —ya se está experimentado— chips en su cerebro conectados a internet o cuerpos biónicos?

- El latín distinguía entre “lo mismo” (idem) y lo propio (ipse). Idem define la identidad lógica (A es igual a A), que en el caso de los cuerpos individuales solo puede aplicarse al nombre, y no siempre: yo me sigo llamando Santiago como cuando nací, a pesar de los muchos cambios experimentados. En cuanto a lo propio, no sabemos lo que es; nos pasamos toda la vida buscándolo, en los mapas, en las ideas, en la sexualidad, y creemos siempre (y este espejismo es lo que llamamos identidad) que el otro, al contrario que nosotros, sí lo ha encontrado. Por eso es llamativo que la época que más ha cuestionado las grandes «autenticidades» haya acabado produciendo una polvareda identitaria muy funcional a menudo, como usted dice, al mercado neoliberal. Tenemos que nombrarlo todo con el verbo “ser”; es una maldición, un descanso y un negocio. En cuanto a la humanidad, el único idem que conoce es el cuerpo humano, que no ha cambiado en 300.000 años. Su ipse, en cambio, tenemos que decidirlo nosotros. Es una decisión política y moral, una apuesta, una —aquí sí— toma de partido. ¿Queremos una humanidad sin “instanciación biológica”, como la imagina Nick Land? ¿Una humanidad trasladada a o consumada en la IA? ¿Una humanidad completamente informatizada? ¿Una humanidad inmortal? ¿O apostamos por una humanidad en la que el idem, el cuerpo, siga generando vínculos, que reconozca por tanto su condición natural y que, a partir de ella, busque un orden político reglado en el que sea posible, sin aspirar a derrocar el Mal, establecer una relativa igualdad, una relativa justicia social y una relativa democracia?

 

- ¿El mito que mejor nos representa hoy en día es Narciso —cerca de trescientas muertes por “selfies” no sé si es hilarante o terrorífico—, Salomé (por querer constantemente cosas sin desearlas, como ella la cabeza de Juan), Prometeo…?

 

- El de Narciso, que se murió por no salir de sí mismo; el de Acteón, que murió por mirar lo que no debía; el de Eresicton, castigado a devorar todas las criaturas, árboles, piedras, casas, incluyendo a su propia hija; y el de Prometeo, al que los dioses castigaron por hacer demasiado fácil la vida a los humanos. Hacer fácil la vida a los humanos es una buena obra; hacérsela “demasiado” fácil, ya lo hemos visto, solo es posible introduciendo niveles de desigualdad y destrucción incompatibles, al final, con la humanidad misma. Pero para no acabar en este tono apocalíptico, citaré otro mito: el de Penélope, que supo, desplegando mayor astucia que la de Ulises, mantener a raya a 108 hombres y convertir la espera y la atención en la condición misma de todas las aventuras.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Andar bajo el pozo que nos abriga

15 de febrero de 2024 14:56:01 CET

A finales de junio del año pasado saltó la noticia de que el poemario que se alzó con el I Premio Internacional de Poesía Joven Ángel Guinda fue “Deshabitar el cuerpo”, de María Martín Hernández (Zaragoza, 1996). Si bien es verdad que es el primer libro publicado de la autora, lo que el lector se encuentra a la hora de adentrarse en él es una obra tallada con la paciencia, el esfuerzo y el cariño de quien sabe que la palabra es lo que nos salva y une con nuestras raíces para poder llegar a ser, para poder borrar la niebla y adentrarnos en la claridad de los bosques. 

Dividido en cuatro partes Martín Hernández, vestida para la ocasión con la túnica de Virgilio, nos muestra y nos guía por un camino de vida, su vida, marcado por un dolor interior y un desarraigo al que las circunstancias le han llevado y del que solo a través de la palabra poética podrá salir, esa palabra donde el vacío se hace carne para nombrar lo que no se puede decir, para describir lo difuso. 

La senda que recorremos junto a ella se inicia en la gestación del ser, en el vientre materno, por ello no es extraño que este comienzo reciba el nombre de “Ovum”, concepto que nos retrotrae ya no solo al origen de la vida, pues con este latinismo Martín Hernández también nos declara de manera metafórica sus intenciones de volver a los orígenes y profundidades del lenguaje, el poético en concreto, concebido como un pulso que permite a la poeta profundizar en la sombra que le cerca. Un asunto que podemos encontrar en esta primera parte es el amor a su madre, una persona que para la poeta es un “cobijo”, una “isla” que le guarda y protege; un amor que se hace patente en la dedicatoria a esta sección y, sobre todo, en el poema «Ecosistema». Sin embargo, las piezas poéticas recogidas en “Ovum” están marcado por la sombra, por esa “patria oscura de lo invisible”; una oscuridad concebida como un dominio donde ni la palabra ni la vida ha surgido aún. Sin embargo, ha de dejar este lugar para acudir a la vida ante “la llamada del desierto la nombra” y comenzar a trazar sus pasos en la arena estéril del mundo. 

En la segunda parte, «Trazos en la tierra», reverberan las palabras de Rilke que rezan que la patria de todo hombre es la infancia, pues los recuerdos, el pasado, las instantáneas que crujen levemente en sus ojos – “restos de un claro en su memoria” – , son una constante en los poemas de esta segunda sección. No obstante, en este tramo del camino aparece el desarraigo de la poeta y el dolor que supone el divorcio entre el cuerpo y la mirada. El sujeto poético pierde así cuanto desea: el amor, el arte, los libros, la identidad… El choque entre la realidad y el deseo, entre el cuerpo y su idealismo le lleva a que no se reconozca y a que todo atisbo de felicidad vuele “hacia una tierra más seca, donde las larvas se mueren de sed y escupen sangre sobre el pupitre de un aula vacía”. Así pues María deja el camino iluminado para adentrarse en la noche del mundo: comienza el camino en el páramo. 

La tercera parte, “Devorar el cuerpo”, puede considerase como un tratado sobre el desierto. El dolor que siente el sujeto lírico, al igual que en Machado, empapa todo el paisaje donde el “aire teje una hemorragia” y “las raíces del roble se ahogan con el viento”. El yo poético se encuentra en medio de un erial donde el silencio y la herida es lo único que respira. Pero contra todo pronóstico, es en esta misma tierra baldía donde toma conciencia de que la única manera de diluir la tierra yerma en la que se encuentra es la palabra poética, la única vía para “llegar a la raíz de la sombra” que le domina y así, poder zafarse de la maraña de seda en la que se encuentra y abrirse a la vida, filosofía que se refleja en la última parte del poemario, “Sostener el vuelo”, que se configura como un homenaje precioso a la poesía y al verbo poético. Aquí, el yo lírico se adentra en la materia prima de las palabras para poder encontrase a sí misma en el fondo de ellas y arropar sus raíces. El silencio, que durante todo el poemario había sido la señal de la mudez de la vida, aquí se alza como mudez del mundo, es decir, como una puerta abierta a lo sensible. El silencio así se conforma como el elemento previo y necesario al poema. La poeta, a través de su dialecto, camina por el desierto comprendiendo que “escribir es fracturar las sombras”, adentrarse en la oscuridad para poder destruirla y resucitar las raíces. 

Finalmente, todo esfuerzo tiene su recompensa y el sujeto poético llega al claro de un bosque donde la influencia de María Zambrano es patente y que hace que dicho lugar se erija como un símbolo de esperanza, claridad y revelación. Después de tanto dolor, María llega la ataraxia a través de un argot que le ha enseñado que restañar la herida no es sumirla en el olvido, sino aceptarla porque, como sabiamente sentencia, “el único arraigo es andar bajo el pozo que nos abriga”. 

Como se puede observar, esta primera muestra de Martín Hernández presenta a su autora como una escritora madura que ha alcanzado una voz propia alejada de las tendencias imperantes de la poesía contemporánea pues, como todo poeta consecuente, Martín Hernández tiene claro que el único compromiso que tiene es consigo misma y con la palabra. 

 

María Martín Hernández,  Deshabitar el cuerpo, Zaragoza, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alejandro Bona Ester

Quienes hayan visto El pequeño salvaje, de François Truffaut, quizá recuerden la escena en que el doctor Pinel le dice al doctor Itard el extraordinario momento que supondrá para todos que Víctor de L’Aveyron se admire por primera vez ante las maravillas y las bellezas de París, ignoradas por esa criatura desamparada que ha vivido prácticamente desde que nació como un rudo animal, solitario y sin las más básicas nociones de educación y moral. Pinel está convencido de que el niño sabrá reconocer y disfrutar de la objetiva belleza de los monumentos y de las obras de arte en cuanto los tenga delante de sí. Sin duda, se trata de una escena (recreación, por cierto, de los apuntes recogidos por el médico y pedagogo Jean Itard, que nos legó un fabuloso conjunto de apuntes y reflexiones sobre el proceso educativo al que sometió a Víctor para que dejara de ser un salvaje y se convirtiera en una persona civilizada) en la que se da por hecho que la idea de belleza no es un constructo cultural ni una noción cargada de historicidad, variable, elástica, incierta, sino más bien un concepto invariable, universal y por ello mismo connatural a todos los seres humanos, independientemente de las circunstancias y del tiempo que les haya tocado vivir. Pinel parte del axioma de que la belleza, en cualquiera de sus manifestaciones, naturales o artísticas, tiene que provocar el mismo efecto de conformidad y de refrendo en todos los sujetos que la contemplen. Se diría que tal planteamiento bebe en gran medida de la filosofía platónica, que concibe la idea de belleza (y, por extensión, cualquier idea) como un ente inmutable, cuya naturaleza definitoria no depende de ninguna opinión subjetiva, personal o colectiva, pues está al margen de los vaivenes e inconstancias de lo temporal, como un Absoluto intempestivo.

En su muy entretenido e instructivo Diccionario de las Artes, Félix de Azúa refiere que la idea de belleza, según los antiguos era cosa del espíritu, del intelecto, no de las obras de arte ni de la naturaleza, cosas estas groseras y más o menos prácticas. Según él, lo bello concebido como una necesidad siempre presente en las obras de arte o en la naturaleza es algo relativamente tardío, ya que si exceptuamos a los herederos renacentistas y a los neoplatónicos platonianos, la primera teoría consciente que pone en relación de necesidad lo bello y el arte es la estética de Kant en su tercera Crítica o Crítica del Juicio. Bello es lo que produce un placer «desinteresado», agradable y sereno. Lo contrario, por ejemplo, un trozo de mierda enlatada, algo repugnante y nada agradable, no sería, desde la óptica kantiana, digno de llamarse bello, y mucho menos obra de arte. Y lo mismo podría decirse de la imagen fotográfica de la explosión producida por el impacto mortífero de un avión contra un rascacielos, que, en principio, lejos de provocarnos una sensación de serenidad, nos causaría una honda conmoción y, por supuesto, tristeza, pánico y espanto.

Pero, con Hegel, lo bello deja definitivamente de formar parte necesaria de los productos de las artes y pasa a tener sólo una presencia histórica. Porque lo que la racionalización de la estética hegeliana consigue es que las bellas artes se dejen ver por primera vez como una sola unidad a lo largo de toda la historia, haciendo así que todos los pueblos de la tierra aparezcan unidos en una tarea gigantesca: el arte, o sea, el Arte. El Arte, la Belleza, como algo universal, que se ha ido desarrollando o desplegando en sucesivos pero diferentes momentos históricos, pues lo propio del Arte o de la Belleza no es su inherente necesidad inmutable a las obras artísticas o a la Naturaleza (como pensaba Kant), sino su historicidad y, sobre todo, la conciencia de esa historicidad, ausente en los egipcios, los griegos, los chinos o los cristianos. Ahora bien, desde el momento crucial en que el artista (pero también el crítico, el espectador, el Estado) toma conciencia histórica de lo que sea el Arte o la Belleza o la obra de arte bella, es decir, desde el momento en que las artes se universalizan con el desarrollo de las democracias occidentales tecnologizadas, la idea de Belleza se destruye o, peor aún, se diluye en un maremágnum confuso de propuestas y ejecutorias en las que todo puede acabar entendiéndose como obra de arte bella, desde  un trozo de mierda enlatada hasta la imagen fotográfica de la explosión producida por el impacto mortífero de un avión contra un rascacielos. De manera que hoy en día ya no existen unas coordenadas precisas bajo las cuales amparar el concepto de belleza, pues todo puede ser Bello y todo puede ser Arte.

¿La Belleza ha muerto? ¿Dónde está la Belleza? ¿Qué es la Belleza? En Un instante en el paraíso, 50 aforistas españoles ejemplifican a través de sus aforismos que actualmente la Belleza se puede decir de muchas maneras, y cabe tanto verla en lo sencillo como en lo recargado y barroco, en lo que atrae a unos como en lo que repele a otros, en lo preciso como en lo impreciso, o, en fin, en cualquier cosa que sea susceptible de llamarse bello por el hecho mismo de que se le quiera llamar así. Precisamente, en el prólogo que firma José Luis Trullo, se hace hincapié en la urgente necesidad de recuperar el auténtico sentido de la palabra Belleza, tan poco escrupulosamente manejado en nuestra sociedad, que ve sin inmutarse cómo ese venerable vocablo u otros como Verdad o Dios «que siempre se pronunciaron con recato y moderación, ahora corren de boca en boca (y de tuit en tuit) de un modo desconsiderado». Cree Trullo que esa misión de rescate del sentido verdadero de la Belleza corresponde fundamentalmente a los poetas (y quizá por ello no sea casualidad que haya tantos poetas entre esos 50 aforistas), «quienes, según Heidegger, fundan lo que dura, ante todo, preservando las palabras del mal uso al que se ven sometidas». Pero leyendo a estos poetas que escriben aforismos, mi impresión es que, como dice uno de ellos, la posibilidad de acertar mucho respecto a que sea la belleza es tanta como la posibilidad de errar mucho. Y es que la Belleza, el inodoro de Marcel Duchamp mediante, ya no podrá ser nunca más entendida como lo que fue.

Tal vez, o sin el tal vez, porque Hegel tenía razón.


Un instante en el paraíso, Ricardo Virtanen (ed.), Apeadero de aforistas, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

En un país como España, donde los poetas proliferan como las setas en primavera y donde hay casi tantos premios como bardos (con la consiguiente pérdida de valor), es grato encontrar antologías rigurosas y claras que ayudan a situar al lector ante el mapa abrumador de nombres. Son antologías académicas, pero vividas y escritas desde dentro de la cuestión, conocimiento de causa.  José Antonio Llera nos ha regalado una de ellas. Y además bien empaquetada en el cuidado papel de regalo de la editorial Libros del Aire, que dirige el poeta cántabro Carlos Alcorta, una de las voces de referencia de la crítica en prensa. Nos situamos pues ante una extensa antología realizada con oficio y criterio, donde algunos de los elegidos, veintitrés, son bien conocidos, pero otros no tanto. Así hay poetas casi desconocidos junto a los nombres de algún peso, como David Leo García, Ben Clark, Martha Asunción Alonso, Ángela Segovia, Carlos Catena, Ángelo Néstore, Pablo Fidalgo, Elena Medel, Berta García Faet (de lo mejorcito en “Los salmos fosforitos”), o la inexcusable voz de María Salgado, poeta visual y uno de los nombres de referencia en la investigación de la mirada analírica.  En cualquier caso, hay una apuesta rigurosa y muy personal e innovadora sobre nombres “in mente” del lector avezado o para los especialistas, pero poco habituales en este tipo de trabajos. Me refiero a Carlos Bueno Vera, Lucía Boscá, Juan Bello, Gonzalo Hermo, Xu Xiaoxiao, Ruth Llana, Enrique Morales, Xaime Martínez, Ismael Ramos, Juan Ángel Asensio, Rodrigo García Marina, Javier Fajarnés, Laura Rodríguez Díaz. Cada uno de ellos con la consiguiente poética y nota biobibliográfica, a lo que debemos añadir un breve análisis, pero suficiente, de cada uno de ellos en el estudio introductorio, y que a veces sobrepasa la página dedicada. Esta presentación de voces menos mediáticas, su incorporación y análisis, los poemas seleccionados, es otro de los méritos de la antología.

Apela José Antonio Llera a un texto del “Viaje al Parnaso” sobre el “temblor” ante “los puestos” y los “no puestos” en las antologías. No debería preocuparse, porque de los “puestos” habla bien, dando opinión y valorando con cautela sus libros. Además de que alguno de ellos no suele ser incorporado a otras recopilaciones.  Y los “no puestos”, no deben dolerse, pues sobran antologías a las que incorporarse, aunque pocas lleven un estudio inicial de ocho páginas reflexionando sobre la tarea del antólogo o la poesía actual; además de sobre las corrientes que se imponen o más en boga (me hubiera ahí gustado que no sea tan prudente y, a veces, político. No se tome como defecto, sino como actitud cauta). Y eso antes de zambullirse con tino en los estudios individuales, que suman cuarenta páginas más. En cualquier caso, el antólogo parece querer distanciarse de poéticas distintas a los monocultivos de la poesía de la experiencia de Luis Antonio de Villena o José Luis García Martín. Ciertamente una antología mía que no cita, “Las poéticas del fragmento y el malestar” (2020), con prólogo de Antonio Gamoneda y donde va antologado el mismo José Antonio Llera, avanzó en ese sentido en su extensa recopilación y prólogo. Hay un mundo diferente al de finales del siglo XX, que en un libro de 2021, “Visiones y revisiones”, y en otros artículos terminé de intentar aclarar, junto a los trabajos de Juan Carlos Abril y del recientemente fallecido José Andújar. Llera traza sobre esa cartografía la suya propia, otro de los valores del libro, tanto como la cuidada bibliografía, en la que le faltan pocos trabajos relevantes. Estamos pues, y, en definitiva, ante un libro sólido y valiente, altamente recomendable para saber qué se está cociendo, y donde incorpora nuevos poetas (y poemas) con criterio, aunque se eche en falta, en ocasiones la presencia de algún libro. Pienso en Elena Medel, cuyo estupendo y adolescente “Mi primer bikini” (2002), fue su cima antes de caer en la temida amplificación hueca o en la ironía realista (que tiene un pase, sin más), pero desprovista del inicial talento. Y es que la solidaridad con la pobreza y ser mujer no son suficientes, ni ser mediático, para ser poeta de algún interés. Que se lo cuenten al genio oscuro del aparte Fernando Pessoa. En ese sentido es muy de agradecer que no haya caído en la tentación el antólogo de caer en esa llamada de lo mediático, para apostar por su propio criterio y acercar al lector a un libro al que deseo larga vida, pues tiene todos los mimbres para que así ocurra y además lo merece.

 

“La noche es un pájaro azul. Antología de la última poesía española”. Varios autores. Edición de José Antonio Llera, Cantabria, Libros del Aire, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Ha tardado el lector español en poder acceder a la poesía pensativa de Osvaldo Picardo (Mar del Plata, 1955), a su sentido del humor y melancolía. Una obra difícil de encontrar en España, pues buena parte de ella está publicada en Argentina, y cuya ausencia queda resuelta, al menos en parte, con esta breve antología y no “antojolía”. El lector podrá establecer las correspondencias entre el realismo reflexivo español y el argentino en la voz de un poeta que, además, es un estupendo autor de reflexiones sobre su arte. Sin duda muy en consonancia con una época en que, como nunca, las autopoéticas están recibiendo gran atención, después de un pequeño paréntesis. Lo demuestra el estupendo libro de José Ángel Baños Saldaña “Más perenne que el bronce. El discurso autopoético en la lírica española contemporánea” (2023) que reactualiza el viejo y pionero estudio de Leopoldo Sánchez Torre “La poesía en el espejo del poema. La práctica metapoética en la poesía española del siglo XX” (1993). Estamos pues ante un escritor que no sortea los desafíos hermenéuticos que la poesía propone en el periodo entre siglos, el suyo, el nuestro, en ese ámbito común del realismo de ambos márgenes, entre otras propuestas. La suya parte de un «escribir a conciencia» y de cuanto podríamos llamar con Cesare Pavese, el oficio del poeta: atención, tiempo, talento y dedicación plena y lejana al escribir pensando en el mercado. Su poesía se inscribe desde ahí y en cuanto en Argentina se denomina «poesía de pensamiento» y que, como esos pescadores de sus poemas, reflexiona y busca iluminar zonas cubiertas de agua para descubrir una nueva realidad, mostrárnosla o hacernos cómplice de ella. Lo cuentan sus versos, pero también en la poética que cierra el libro y publicó la revista “Tropelías” de la Universidad de Zaragoza, desde ese silabeo en voz baja pensativo, de dicción clara, que se va empapando de la “poesía de la edad”, aunque sepa también reír e ironizar cuando la ocasión lo requiere.

La antología recoge poemas desde los primeros libros “Quis Quid Ubi. Poemas de Quintiliano” (1996) hasta “Nadar en el tiempo” (2023), y entre ellos unos cuantos más, pero no muchos, pues no se prodiga este poeta tardío. Destacaría de todos ellos “Mar del Plata. Seguido de otros lugares y viajes” (2005), Pasiones de la línea (poemas de Nicolás de Cusa) (2008) o 21 gramos (2014). Y así van surgiendo poemas en los que la circunstancia, el amor, se relata desde la confesión del saberse cómplice del otro en ese esfuerzo que “sobrevive” al egotismo o el derrotismo, sin caer en sensiblerías o en enervamientos. Un amor hecho vida, pero donde «tropiezan la culpa y el amor». Picardo sabe contar lo íntimo desde ahí, tanto como simbolizar la existencia en sus trabajos y sus días, matices, compromisos, orfandades. Y así lo hace desde la anécdota de un “Día de pesca con mi padre”, para extraer confesiones y reflexiones, mostrar amor, ironizar y denunciar al “yo”, o fijarse en unos obreros despedidos en otros momentos. Y, junto a ellos, los poemas en que una sensación se convierte en reflexión, en «un imprevisto hueco/en el increíble bolsillo del mundo». Esa extrañeza, que a veces le asalta, honda, ese «silencio de buzo» y de costas imposibles para el superficial, donde el turista «nunca ha llegado a estas playas», pues solo el «inmigrante y el desterrado /me entienden». Y mucha ternura sobre la vida, sobre el origen y la resistencia de «El albañil y el socialista/ (…) y barrio pobre». Y entre tantas circunstancias humanas, orígenes, amores, soledades y compromisos, cabe la denuncia del horror sobre los desaparecidos del estupendo poema VIII. Los desaparecidos en Argentina no es cualquier asunto, sino un hondo desgarro en la sociedad que Osvaldo Picardo refleja con firmeza, aunque esa poesía de la edad o de senectute, habite a partes iguales «la nieve que dentro ha caído», y sufre en su hiperestesia por un mar que dejará de mirar. Picardo mira hacia dentro y hacia los lados, lo hemos dicho, desde la cortesía de la claridad y desde el compromiso reflexivo, pero sobre todo emocional, con los anónimos marineros de un barco pesquero con la palabra amor.

 

“Y miramos cómo oscurece. Antología (1996-2023)”. Osvaldo Picardo, Madrid, Ediciones Endymion, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Una lectura productiva y estimulante

29 de enero de 2024 08:52:33 CET

Esteban Martínez Serra (Figueres, 1962) es profesor de Lengua y Literatura españolas, editor y poeta; siendo autor de los libros Palabras indefensas (1999), Las voces de la sobra (1999), A los frutos tardíos (2001), Penúltimos poemas últimos (2004), Paisajes de la voz (2005), Amarres (2009), Las luces nómadas (2010), Carencias (2015), El lento aprendizaje de la paciencia (2019) y El temblor (2022) y que recientemente nos ha entregado su último poemario Cuaderno Japonés y otros poemas (La Garúa, 2023). 

Las coordenadas de navegación de estos poemas dibujan una ruta de escritura esencial, mínima, marcando un trazo de avance lento, cuyos puntos componen una ruta hacia una suerte de poesía con reminiscencias orientales. Esteban Martínez Serra, en su Cuaderno Japonés, expone una caligrafía hermosa, de puño clásico —justificándose este epíteto que le otorga “tradición” en lo evidente: no nos encontramos ante una escritura disruptiva, que pretenda cartografiar una literatura inexplorada y, por tanto, por negación de la negación, la taxonomía de sus versos, nos inducen a clasificarla como perteneciente a un cierto canon—. También salta a la vista que tanto la letra como el trazo son firmes y dan muestra de destreza. Así sus versos exponen reflexión y experiencia, al tiempo que acercan al lector las vivencias que en ellos quiere transmitir y que pretende que éste alcance siguiendo la carta de navegación que aquí les deja. Es también ésta una escritura sin excesos ni estridencias, una escritura que respeta la pauta musical y el ritmo de una forma natural y amable. 

El volumen está compuesto por las secciones "Cuaderno japonés", "Cinco poemas de amor", "Dime qué es", "Manual de árboles" y "Cierres", capítulos en los que se ofrece una variedad de estilos y una intensidad desigual —única pena que nos deja el poso de su lectura, pues tal vez menos hubiera sido más—. Si me lo permiten, podríamos distinguir con la vitola de “más relevantes” al apartado que encabeza la obra y le da título además de por esta razón, porque su extensión es la más significativa y por la coherencia al aportar un aire oriental en sus composiciones, y en la que el poeta se dirige a una figura femenina, Sonome, lo que añade una pátina romántica al texto. Para ejemplificar su brisa oriental, dejo el poema XXXIV como botón de muestra: “He abierto la puerta al jilguero. / Lo he visto volar hasta la higuera / y, luego, hilvanar una nube con otra./ Al final de la tarde / dos verderones han entrado en su jaula. / ¿Qué debo hacer ahora?”. 

Entre esos capítulos destacados, además del inaugural, también incluiría los cuadernos breves "Dime qué es" y "Manual de árboles", en los que se recogen poemas valiosos, que son vehículos para la presentación y el desarrollo de ideas y cuestiones que el poeta de Figueres —con trazo limpio y natural— compone ante el lector, facilitando una lectura productiva y estimulante. Y, si por una parte, en la primera sección solicita definir un monstruo, un adiós o un poema —“un poema no es una barca / porque no se acomodan bien hombres y peces. / Tampoco es una quilla que rompa nada. / En el mejor de los casos es ese surco ilusorio / que deja en el agua, / pues el agua misma vuelve rápidamente a ocuparlo. / Un poema es la frágil memoria de ese surco / y es por eso que tienes que volver la cabeza para verlo / antes de que concluya del todo su cicatrización”—; en aquella otra (que se compone como manual botánico, más que alternativo, complementario al del ilerdense Pío Font Quer) realiza una taxonomía arbórea del silencio, del odio o de la paciencia, por ponerles un ejemplo: “Debes apoyar la espalda en él / y esperar. ¡Sólo la espera da algún fruto! / Entonces la savia remontará. / Ascenderá por tu espalda el fluido de la vida: / esa agua nutricia en la que -durante siglos- / se maceraron otros antes que tú. Contigo.” 

Tampoco conviene perder de vista una sección muy lucrosa, sus "Cierres", donde leemos: “así como no existe el crimen perfecto / no existe la idea perfecta”. Entiendo que tampoco hay lectura ni ideal ni perfecta, pero aquí les ofrezco estas razones, que espero hagan más provechosa la que, tras esta lectura, ustedes puedan emprender.                 

 

Cuaderno Japonés y otros poemas. Esteban Martínez Serra. La Garúa, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Entre la metaliteratura, el alcázar de la lingüística embarazada de dones y una teatralidad que discurre por los meandros de la ironía como de la gravedad incorporada de los asuntos que nos traspasan en lo común, Ángel Cerviño (Lezoce, Sarria, Lugo, 1956) construye un poemario, “Poco Lázaro”, cercano a la melancolía de El Escorial, con esas mismas piedras hechas prosa de porosidad lírica, en el que eje de la muerte está al servicio de todo un despliegue de pases pernocta. 

 

- Además de todos los “ensayos” descritos en el prólogo de la propia muerte (Lorca, Gómez de la Serna, los suyos propios), también Carlos V ensayó su sepelio. ¿Qué prende esta morbosidad mortuoria?

- El “asunto” de la muerte resulta inevitable. Nombrarla, convertirla en algo externo, y recluirla en un escenario para poder contemplarla desde fuera, debe de ser una de las maneras de hacerla más digerible. Un truco para ser capaces de asumirla: convertirla en representación.

 

- Que “en la morgue no haya lectores de poesía moderna”, ¿es una decepción, una ironía, una justicia poética?

- La frase es una cita de Saul Bellow que me enamoró desde el momento en que me tropecé con ella, hace ya varios años. Llega a este libro desde una de las secciones de mi anterior publicación, “La explotación industrial del gusano de la seda”, allí en una sección titulada ‘Recuerdos de mi autopsia’, se establecía la morgue como escenario teatral y lugar de encuentro. Muchos ecos de aquellos textos resuenan en este Lázaro, y la cita encontró de forma natural su acomodo.

En este contexto mortuorio, la frase tiene algo de recapitulación final, y supongo que sigue recalcando cierto desasosiego, ¿realmente a quién le importan todos estos largos discursos?, ¿a quién le importa el resultado de esta actividad absurda a la que hemos dedicado media vida?

En la medida en que Lázaro es también el yo lírico que produce el libro, esa constatación confirma la soledad del escritor.

 

- ¿Por qué “los falsos dioses son los más crueles”?

- Porque su crueldad no es sino una proyección de la nuestra (somos sus inventores), un reflejo de nuestros peores impulsos.

 

“La muerte ha sufrido un proceso de ocultación” 

- La muerte postmoderna ¿es más aséptica, menos muerte, menos trascendente?

- La muerte ha sufrido un proceso de ocultación, ha desaparecido de todo nuestro ámbito vital. La idea es vivir como si no existiera, hacer como que no va con nosotros.

Todos los procesos simbólicos y rituales relacionados con la muerte se han traspasado a un entramado de empresas cuyo primer cometido, ciertamente urgente, es sacarnos al muerto de delante, bien sea de la casa, o de la habitación del hospital… Y devolvérnoslo en una coqueta urna, que no desentonará con la decoración del salón.

 

“Vindico la meditación” 

- “¿Es tiempo dilapidado todo aquel que no empleamos en contemplar las sonrosadas nubes que pasan”?

- Supongo que lo que aquí se plantea es una vindicación de la meditación, de la atención extrema, y de algo así como la vida contemplativa. Y, claro, la frase es también un eco de las conocidas palabras de Baudelaire: “-¿Pues qué es lo que amas, extraordinario extranjero? -¡Amo las nubes..., las nubes que pasan... allá lejos... las maravillosas nubes!”


“El espectro omnipresente que atormenta a la poesía es el de su inutilidad”

 

- ¿Con qué fantasmas convive Ángel Cerviño? ¿Y la poesía, en general?

- Ángel Cerviño convive con el fantasma de sí mismo, pero como muy bien apuntaba el demonio bíblico que se negaba a ser expulsado del endemoniado de Gerasa, “mi nombre es Legión, porque somos muchos”.

Eso explicaría la multiplicación de voces dentro del libro, y dentro de cada poema. Así, cada una de las voces convocadas al texto deberá exorcizar al fantasma que le haya sido asignado.

En cuanto a los fantasmas de la poesía, creo es un tema demasiado amplio y demasiado complejo para abordarlo en este formato de entrevista, sólo podría decir que el espectro omnipresente que atormenta a la poesía es el de su inutilidad: saber que es esencial y que no sirve para nada. Esa paradoja irresoluble es su mayor tormento.

 

- ¿Conviene que los apetitos carezcan de utilidad?

- Un deseo sin finalidad y sin objeto sería el deseo supremo: el deseo de desear.

 

“Todos somos Lázaro, cada mañana al despertarnos de la pre-muerte del sueño” 

- ¿Qué sucede, qué transcurre entre el sueño y la vigilia?

- La duermevela. Y ese es también el espacio intermedio en que se mueve Lázaro, a tientas entre la vida y la muerte.

Todos somos Lázaro, cada mañana al despertarnos de la pre-muerte del sueño. La duermevela es el estado vital de Lázaro.

 

- ¿Qué se requiere para que un instante “sea pleno de gracia”?

- Deberían serlo todos y cada uno. Pero nuestra capacidad de atención es limitada y nadie podría soportarlo; a lo sumo podemos permitirnos pequeños destellos de iluminación.

En una primera versión de ese texto aparecía una referencia a una canción de Bob Dylan, de la época cristiana, “Every grain of sand” (cada grano de arena cuenta en el plan del Señor), donde se hablaba de «la furia del momento». En posteriores versiones esa referencia desapareció.

 

- “El hombre que fingía vivir no ha venido”. Para que la vida sea digna de tal nombre, ¿cómo ha de ser vivida?

- El hombre que fingía vivir es uno de los personajes ausentes de la maravillosa novela (¿anti-novela?) de Macedonio Fernández, “Museo de la novela de la Eterna”. Aparece en mi texto quizá para resaltar lo incompleto de Lázaro, ese «poco» que lo acompaña desde el título. Si Lázaro estaba poco vivo, tampoco necesitará resucitar tanto.

La vida ha de ser vivida con júbilo y resignación, y es tarea de cada uno de nosotros ajustar las proporciones de esos dos elementos a cada momento de vida.

 

“Todo poema abre un paréntesis, los mejores se olvidan de cerrarlo” 

- ¿Cuándo se necesita «de veras» abrir un paréntesis?

- Esa afirmación viene de una idea fijada en un libro anterior (“Exogamia”), de la que me siento muy satisfecho: todo poema abre un paréntesis, los mejores se olvidan de cerrarlo.

Creo que todo poema abre un espacio diferente de vida y lenguaje, un cambio de código que nos empuja a dejar atrás muchas convenciones, y abrirnos (entregarnos) a una jungla de posibilidades.

Así un poema sería una cápsula fuera del tiempo, un universo de pura verbalidad, abierto a todas las posibilidades de significación, opciones inagotables de lectura y relectura.

 

- ¿Cuánto tiene de oración el poema?

- Aquí se juega con el doble sentido de “oración”, como rezo y como concepto sintáctico. Evidentemente cada oración (rezo) es también una oración (sintáctica).

El poema, en tanto que oración laica (la atención, esa “oración natural del alma” que refería Walter Benjamin, citando al teólogo cartesiano Malebranche), es también una oración gramatical, una cláusula que el lenguaje consiente.

Supongo que eso es lo que se quiere destacar en ese texto: que pese a todas sus intensidades, y su inclinación a lo sublime, poemas y oraciones no son más que constructos lingüísticos que ya dormían, como posibilidad, en el lenguaje.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Georges Perec en papel biblia

22 de enero de 2024 09:22:21 CET

Dos mil cuatrocientas sesenta y cuatro páginas ocupa la obra completa de Georges Perec en sus dos volúmenes de la Biblioteca de La Pléiade, la colección de la editorial francesa Gallimard que se ocupa de establecer el canon de las letras francófonas y, en menor medida, internacionales, pues en su colección figuran también escritores como Edgar Allan Poe y Mario Vargas Llosa.

Esta "panteonización de papel", como definió la periodista Claire Conruyt de Le Figaro a la consagración del escritor por la vía de publicación en La Pléiade, llega a los 35 años de su prematura muerte en 1982, poco antes de que Perec celebrase su 46 cumpleaños. Los dos volúmenes de color habano –este es el tono asignado a los autores del siglo XX en la colección– contienen obras de índole tan diversa que los lectores podrían llegar a pensar que se encuentran ante una recopilación de obras de diversos escritores. "¿A qué Perec me acerco?", podría ser la pregunta que funcionase como punto de partida para abordar estos dos tomos; por suerte, el propio escritor, tan aficionado a hacer de exégeta de sí mismo, especificó en sus Notas sobre lo que busco que su obra consta de cuatro vertientes: la sociológica, la autobiográfica, la lúdica –que remite a su interés por las constricciones literarias, desarrolladas junto a otros escritores y matemáticos del colectivo Oulipo– y, por último y en su propias palabras, la que concierne "a lo novelesco, al gusto por las historias y las peripecias, al deseo de escribir libros que se devoren de bruces en la cama; La vida instrucciones de uso es el ejemplo típico de ello".

Gran parte de esta cartografía de sí mismo que Perec fue elaborando en paralelo a su obra se encuentra en sus cahiers des charges, los minuciosos cuadernos de preparación para la novela La vida instrucciones de uso. Todo este material nos permite conocer al escritor como si tuviéramos una llave que nos diese acceso directo a su cerebro.

 

Perec como navaja suiza

El escritor francés Ivan Jablonka, recientemente traducido al castellano, apuntó con acierto al considerar a Perec más que como escritor, como un investigador en ciencias humanas. Esto no desmerecería en nada su labor, pues es cierto que Perec, al igualque muchos investigadores, nos ha ayudado a comprender nuestra sociedad gracias a sus intuiciones. Tomemos como ejemplo su novela Las cosas, galardonada con el Premio Renaudot en 1965. Su subtítulo la describe como "una novela de los años sesenta", pero al leerla hoy resulta escalofriantemente contemporánea, pues retrata también los valores que imperan actualmente. En Las cosas, la pareja de protagonistas formada por Jerome y Sylvie quieren, ante todo, obtener placer inmediato a través de una vida fácil, confortable y en la que se rodeen de objetos bellos y bien diseñados. Estamos en plena época del desarrollo de la publicidad y de los estudios de mercado, y ellos pertenecen de lleno a ella, pues trabajan realizando encuestas sobre hábitos de consumo ¿Nos suena muy distinto a lo que vivimos a principios del siglo XXI? Mi impresión es que no.

También los trabajos de campo experimentales de Perec, desarrollados principalmente en obras como Tentativa de agotamiento de un lugar parisino y Especies de espacios, han hecho mella en diversas corrientes de investigación, tal como ha sabido ver el académico Richard Phillips, quien destaca que los métodos y prácticas propuestos por Perec han calado en trabajos sobre paisajismo, vida cotidiana, espacio y teoría social urbana. Destaca también el espíritu lúdico del escritor, su atención a lo corriente y cotidiano y su peculiar práctica de escritura sobre el terreno, que tiene su exponente más notable en la Tentativa de agotamiento: Perec se instala en diversos lugares de la Place Saint-Sulpice a mirar pasar la vida cotidiana, a dar fe, como un notario de lo urbano, de lo que ocurre en esa plaza durante tres días de octubre de 1974.

Por todo esto, nos queda ya claro que leer a Perec es una experiencia estimulante que nos pone en contacto con la literatura tal como se nos inculcó en la infancia para animarnos a leer y de la que nos enamoramos los que hoy somos adictos a la lectura. La literatura de Perec nos anima a emplear las infinitas posibilidades de nuestra imaginación y nos da vía libre para un uso lúdico del lenguaje, en las antípodas de los escritos plagados de lugares comunes o de esos odiosos textos burocráticos propios únicamente de la vida adulta.

 

El lector arquéologo

La obra de Perec posee diversos estratos o capas de lectura que conectan con diversos tipos de lector. Tan apasionante es leer a Perec como estudiarlo, ya que él mismo permite a sus lectores convertirse en convertirse en arqueólogos de sus textos. Como ya mencioné más arriba, el mejor ejemplo de esta posibilidad lo encontramos en la novela La vida instrucciones de uso, Premio Medicis en 1978. Su estructura imita la de una casa de muñecas a la que se le hubiera retirado la fachada para que quien juegue con ella pueda decorarla y transformarla a su capricho. Tal vez nos sorprenda descubrir que la organización de este "plano-damero", como Perec lo consideró para trabajar sobre él, reposa sobre tres procesos formales complejos. O quizá nos resulte tan natural como nos resulta el virtuosismo de un violinista que parece mover los dedos sin esfuerzo, cuando en realidad lleva a sus espaldas semanas de ensayos y repeticiones.

Uno de estos procesos formales es la poligrafía del caballo, un enigma matemático de los que hacían las delicias del Oulipo. En él se parte de un tablero de ajedrez con un caballo situado en una casilla determinada. La regla es que caballo ha de posarse en todas las casillas sin repetir ni omitir ninguna, siguiendo su manera de moverse en L. Este deseo de organizar la novela partiendo de un modelo formal, alejado de opciones realistas o basadas en el azar, está mucho más emparentado con lo medible y calculable, ámbitos en los que los miembros del Oulipo se sentían muy cómodos. Y para dar respuesta a cómo ir llenando de elementos esas habitaciones y cómo organizarlos después, Perec también empleará procedimientos matemáticos como el bicuadrado ortogonal de orden 10. Las permutaciones de los distintos elementos las realizará basándose en la regla de la quenina, una estrofa que procede de la sextina y que fue modificada por el también escritor Raymond Queneau, de ahí su nombre. Este carácter artesanal recorre toda la novela, que no está exenta de otro de los ingredientes característicos de la escritura oulipiana: la intertextualidad. Es probable, por tanto, que muchos lectores finos detecten que la historia del acróbata que figura en el capítulo trece de La vida instrucciones de uso es una reescritura del cuento de Kafka Un artista del trapecio.

Tampoco olvidemos que Georges Perec se apellidaba en realidad Peretz y era descendiente de judíos polacos que emigraron a París en torno a 1920. Su apellido paterno fue mal transcrito por un funcionario de aduanas y este pequeño error le otorgó su nueva identidad. Por eso, quizá no sea casual su afición por los crucigramas, ya que es en estos pasatiempos donde se hace más evidente que la palabra no es sino una agrupación de letras. En esa rejilla lúdica, la palabra deja de ser unidad semántica para convertirse en un conjunto de unidades gráficas. En definitiva, el crucigrama nos hace ver que las palabras que son un conjunto efímero de letras que se pueden rearticular para formar otro concepto distinto, que son tan provisionales como la identidad polaca del matrimonio Peretz, cuyo hijo Georges era francés y se apellidaba Perec.


Recetas contra el vacío

La dimensión juguetona de la obra de Perec es uno de sus aspectos más significativos. De hecho, la primera vez que leí sus Doscientas cuarenta y tres postales de colores auténticos, incluidas en el volumen Lo infraordinario, quedé impresionada por lo lúdico de la propuesta. Yo tenía veinte años y ya escribía ficciones breves, pero me parecía que entre la literatura "oficial" y mi escritura había un abismo. Las reglas formales de lo literario habían sido establecidas de antemano y yo debía seguirlas: no me quedaba otra. Sin embargo, al leer aquella pequeña colección de parodias de los textos típicos que figuran en las postales, tan repetitivos y acartonadamente optimistas, se abrió para mí un ventanal intangible que hizo correr una brisa liberadora: aquello que otros con desprecio llamarían "inventiva", era también literatura, pues Perec era un escritor. Sólo con el tiempo aprendí a descubrir los guiños contenidos en aquellas postales en las que sus narradores dicen estar tostándose al sol constantemente ("Estamos cruzando Cerdeña. Nos da el sol por todas partes. ¡Quemaduras! ¡Pasta prima! Pensamos volver el próximo miércoles."), a pesar de encontrarse a menudo en la Bretaña francesa, donde sus rayos no son apenas visibles durante el verano ("Un gran saludo desde Trouville. Largas sesiones de bronceado. Estoy colorada como dos bogavantes. Mil recuerdos."). Este gusto por el engaño y el juego de espejos ya no nos sorprende, pero su descubrimiento hace dos décadas fue para mí como un salvavidas de colores brillantes.

El único peligro de este aspecto lúdico de Perec es que puede haber opacado otra dimensión no menos importante de su escritura: su trabajo en torno al vacío y a la pérdida. Este aspecto de su obra se encarna con claridad en uno de los ciento diecisiete personajes de La vida instrucciones de uso: Bartlebooth. El nombre del personaje procede de dos creaciones de otros escritores: el célebre Bartleby de Melville y el Barnabooth de Valery Larbaud, menos familiar para los lectores en castellano. El personaje y la misión vital de Bartlebooth son el eje de la novela, puesa través de ellos se desarrolla una metáfora de la escritura como proyecto de absoluta gratuidad cuyo resultado puede llegar a ser simplemente una hoja de papel en blanco y que, además, resulta una complicación añadida a la de vivir. Bartlebooth es el recurso que emplea Perec para hablarnos de la tarea del escritor. Sus decisiones las describe así: "Bartlebooth, en otros términos, decidió́ un día que su vida entera estaría organizada en torno a un proyecto único cuya necesidad arbitraria no tendría otro fin que ella misma. Esta idea le vino cuando tenía veinte años. Fue, al principio, una idea vaga, una pregunta que se hacía — ¿qué hacer?—, una respuesta que se esbozaba: nada". Finalmente,  el narrador nos hace ver que el único interés de Bartlebooth es "una cierta idea de la perfección", tan emparentada con lo que se persigue al emprender cualquier disciplina artística, en concreto la escritura.

El proyecto de Bartlebooth, aparentemente alocado e inútil, destila una gran melancolía y se resume así: durante diez años se dedicaría a aprender la técnica de la acuarela. Después recorrería el mundo pintando marinas, siempre del mismo formato. Cada una de ellas se le enviaría a un artesano especializado que la pegaría en una placa de madera para construir con ella un rompecabezas de 750 piezas que Bartlebooth reconstruiría más adelante. Por último, las marinas se trasladarían al lugar donde fueron pintadas para ser sumergidas en una solución química que las convertiría de nuevo en una hoja de papel inmaculada: no quedaría ni rastro de esta operación que se había convertido en el único sentido de la vida de Bartlebooth.

Este personaje cuya relación con la memoria es compleja, nos lleva directamente a la vertiente autobiográfica de Perec, a su deseo por recuperar los recuerdos borrados de su niñez. En W el recuerdo de infancia, el dolor por la pérdida nos convoca, pues Perec afirma no tener recuerdos de infancia: "Hasta los doce años, más o menos, mi historia no ocupa más que unas pocas líneas: perdí a mi padre a los cuatro años y a mi madre a los seis; pasé la guerra en distintas pensiones de Villard-de-Lans. En 1945 me adoptaron la hermana de mi padre y su marido". La madre y el padre de Perec desaparecieron en el Holocausto, por eso comprendemos su pasión por lo infraordinario, por la historia con minúsculas, cuando afirma que: "otra historia, la Grande, la Historia con su gran hache, ya había respondido por mí: la guerra, los campos". Al respecto, Claude Burgelin, amigo del escritor y parte del equipo editorial de los dos volúmenes dedicados a Perec en La Pléiade, declara que su novela lipogramática La disparition no se limita a ser un ejercicio acrobático que nos hace reparar en las limitaciones del lenguaje (pues la novela en el original francés no emplea en ningún momento la letra "e", mientras que su versión en castellano, titulada El secuestro, carece de letra "a"): es también una fábula sobre la desaparición de los judíos, una vía para metaforizar su exterminio durante la Segunda Guerra Mundial.

 

Tras las huellas de Perec

Es tentador justificar la seriedad del proyecto perecquiano aludiendo a esta trágica dimensión autobiográfica recién citada, pero en mi opinión, la prueba más evidente de lo sólido e imperecedero de su trabajo (máxime para alguien que buscaba "lo eterno y lo efímero", como él mismo sostiene en el epígrafe del último capítulo de La vida instrucciones de uso), es la cantidad de homenajes que ha recibido a través de la obra de otros artistas. Perec tiene la virtud de generar el gusanillo de la creación en quienes lo leen o, mejor dicho, en quienes lo experimentan, de ahí la cantidad de artistas que lo consideran un faro que ilumina su proceso de creación. Como ejemplo, mencionaré al artista visual barcelonés Ignasi Aballí, que dialoga con Perec a través de su serie Desapariciones, así como en otras muchas obras. Aballí abandonó la pintura en los años noventa y se centró en la reflexión conceptual, interesándose en los planteamientos de Foucault y Derrida acerca del archivo. Desapariciones consta de veintitrés carteles publicitarios de películas cuyos guiones fueron escritos por Perec, si bien casi ninguno de ellos se llevó a la pantalla en su momento. Con el diseño y producción de estos carteles, Aballí invoca una ausencia, instalando al espectador la nostalgia por lo que nunca existió.

Mientras tanto, el Oulipo está lejos de haberse disuelto tras el fallecimiento –o mejor, la desaparición– de Perec y de varios de sus fundadores. Siguen en activo tanto la sección literaria del colectivo como otros grupos de artistas potenciales de otras disciplinas: el colectivo de pintores OuPeinPo, el de músicos –llamado OuMuPo– o el de literatura policiaca, el OuLiPoPo. Todos ellos siguen con alborozo la estética en la que los artistas, al imponerse ciertas constricciones, emplean sus herramientas de trabajo de un modo distinto que les abre nuevas vías de exploración.

Por último, y en el campo de lo especulativo, surge la pregunta de cómo habría abrazado Perec las redes sociales y el gusto contemporáneo –rayano en la adicción– por lo nimio, por el comentario banal acerca de nuestra cotidianidad, esos miles de "Estoy en pijama comiendo muesli" o "Por fin saqué del armario la ropa de invierno" a los que nos exponemos diariamente. Mi impresión es que les habría sacado un partido creativo que no estamos preparados para comprender. En su deseo de apertura de nuevas sendas literarias por las que adentrarse, él se situó sin pretenderlo como uno de los precursores de lo que hoy es trending topic. Por eso, sus dos volúmenes en La Pléiade hablan de nuestro tiempo y seguirán hablando de los tiempos por venir. Pero, sobre todo, generan ese placer tan característico que solo los frutos de la inteligencia logran proporcionarnos.

 

Notas:

La traducción de los fragmentos de W o el recuerdo de la infancia es de Alberto Clavería, (Barcelona, Península, 1987).

La de "doscientas postales", incluída en Lo infraordinario es mía (Lo infraordinario, Impedimenta, 2008).

La versión castellana de La vida instrucciones de uso es de Josep Escué (Anagrama, 2004).

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Mercedes Cebrián

Conciencia de clase

18 de enero de 2024 14:52:55 CET

A la hora de contemplar la evolución del decir en esta voz poética, podemos observar en la lectura cuidadosa de la obra última de José Antonio Conde (Sierra de Luna, 1961), un cierto giró que comenzara ya hace cinco años, cuando su poesía esencial, estricta y evocadora dio un giro hacia una cierta forma de poesía social o, como mínimo, hacia una escritura con conciencia social. El momento inaugural, como les propongo, se dio con la publicación de Palabras rotas, un poemario en el que el estilo tradicional de Conde se pone al servicio del testimonio y de la denuncia de un tiempo en el que la injusticia y la vileza se enseñorearon por doquier y cuyo eje de giro, alrededor del que se componen los versos breves y bien hilados, se centra en la memoria familiar de la guerra y la posguerra en las Cinco Villas. En un ejercicio identitario, de puro poeta, recogió al final de aquel volumen un pequeño glosario de términos propios del tiempo y de las tierras que sus versos invocaran. El segundo paso en este andar decidido a elevar la voz de esa clase menos favorecida, tuvo lugar hace tres años —a mi parecer y siendo consciente de que se trata de una afirmación discutible— cuando continuó camino con la publicación de Cuenta atrás, una obra heterodoxa en la que la factura poética de Conde empezó a evolucionar hacia una forma más directa, más narrativa; de hecho en este trabajo se suceden poemas y prosas poéticas (una escritura en la que Conde siempre ha destacado) en las que, junto al relato del auge y caída del boxeador Sony Liston, se denuncia la hipocresía de una sociedad que niega toda oportunidad a los más infortunados, que se recrea en la denigración del bruto analfabeto, al tiempo que relata la obsolescencia del juguete roto, del producto que deja de servir al espectáculo porque no es capaz de amoldarse y atenta contra las reglas morales del sistema. 

Con estas obras precedentes en la memoria, y continuando con lo que podría calificarse como un ajuste de cuentas con nuestro tiempo, Conde firma su nuevo poemario, Clase baja, que constituye el tercer libro consecutivo con Los libros del gato negro y que — de momento—, completa lo que sería una trilogía de poesía de transcendencia social. 

A la hora de definir la escritura poética de Conde de una forma clara y sintética, lo más prudente me parece atender a las acertadísimas palabras de Antonio Pérez Lasheras, quien señalara tres de sus cualidades más características: “su sincretismo, su concentración conceptual y su destilación de las palabras hasta acrisolarlas y hacer que digan lo que hasta ese momento no habían dicho nunca”. En este último proyecto, y sin distanciarse claramente de facturas anteriores, sí podemos encontrar una cierta renuncia al continuo cincelado, a la esmerada pulimentación que, con la extenuación, dejara bruñido el verso de obras anteriores, en las que cada línea conformaba una cuenta esférica, brillante, y el poema, por tanto, lucía como un fino collar en el que se engarzaban esos corales trabajadísimo. En la evolución durante esta epopeya social, parece que Conde se hubiera lanzado a explorar un camino que se abre paso usando un estilo más directo, tal vez por ofrecer un registro acorde con esa poesía de barrio obrero con la que desnuda las vergüenzas de un capitalismo injusto y que es una maldición con la que se eleva la denuncia de la relegación de las clases trabajadoras a la vida más anodina y desesperanzadora. Esa voz es más fresca, más desdeñosa, menos aterciopelada, sin temblarle el pulso al esbozar con trazo grueso. 

Dada la conocida faceta pictórica de Conde —arte en la que también se aplica con excelencia—, se me antoja que estos son una suerte de retratos de época que, de alguna manera, se emparentan con aquellos catorce óleos al secco que ocuparan las paredes de la Quinta del Sordo, esas Pinturas negras, íntimas, que representan y sintetizan una visión personal —que el artista quiere guardar y tener cerca porque le son propias— de unas vivencias, de un momento histórico; obras que en ningún caso están exentas de la crueldad del golpe del garrote o del desamparo de esa ancianidad a la que sólo le resta comer sopas y en las que Goya se aplicó haciendo uso de un trazo menos definido y, a la vez, enormemente expresivo. 

En los versos que componen esta Clase baja se muestra un hondo reconocimiento a la familia, puesto “que enciende la luz como refugio/ que sabe estirar el jornal y la parva” y al empeño de esa unidad de esfuerzo y sacrificio que ésta constituye, muy especialmente para los desfavorecidos: “este es el testimonio de una deriva,/ el naufragio de un linaje,/ un linaje común/ que se pronuncia en el desaliento”; así como manifiesta un desaire insurrecto que eleva el rostro, que muestra su desplante hacia “el amo”, hacia la sociedad que lo encumbra, y que en su mirada altiva mantiene su perseverancia en la belleza despreciada: “al pie de los quebrantos,/ a nadie el importa/ el soliloquio de la rosa”. 

El poso de su lectura deja un testimonio personal con —insistimos—, retrogusto a poesía social, y deja en los labios que reciten tanto su conciencia de clase como el color tinto de los latidos pasados. Sin embargo, esta obra tiene una enorme vigencia, puesto que para muchos ese “antaño” es aún su día a día, es vivencia actual para quienes el regateo aún es herramienta de trabajo y donde es preciso descender otra vez al fondo, por si aún quedara algo que rebañar... “Los míos —dice Conde— son de fiar,/ son buena gente,/ pero cuidado con ellos,/ son los parientes más cercanos/ de la ira”. Conde cava rectas las regueras de sus versos y, mientras, ve en su memoria al padre de su padre todavía en el surco. Con estos versos también se pretende sacar a los suyos, por fin, del barro, del frío y de toda penuria. 

 

Clase baja, José Antonio Conde, Zaragoza, Los libros del gato negro, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Todos nos parecemos a un desconocido

12 de enero de 2024 10:44:30 CET

Sabido es que a Azorín le gustaba mucho salpicar sus textos con palabras antiguas, pasadas de moda, cuyos significados sólo estaban al alcance de quienes, como él, eran muy dados a fatigar constantemente los diccionarios o de quienes —sobre todo en los pueblos, desempeñando oficios ancestrales— las usaban como moneda corriente en sus parloteos. Palabras como alcaller, adunca, aljezares, antuvión, barbiponiente, baladres, bodigo, cojijo, copela, companages, flámulas del cañar, granzones, profincuo, recazo, taravilla, zalagardas…, que en un tiempo no tan remoto corrían de boca en boca en gentes que no eran bachilleres pero sí rudamente cultas (valga el oxímoron), en el sentido de que eran capaces de machihembrar cada término lingüístico con su propia cosa, cualidad o ambiente, haciendo más próximo y más sustantivo el trozo de realidad referido por ellas. Ha bastado, sin embargo, un breve transcurso de tiempo y la creencia de que cualquier campo de la realidad se ha ido transformando poco a poco hasta el punto de que parezca no ser ya la misma realidad de antes, para que se piense que esos vocablos precisos y limpios no sirven ya hoy, y han acabado arrumbados en el repositorio del olvido por anticuados. Azorín, sin embargo, se servía habitualmente de tales palabras, pues natural era para él que quien las encontrara en sus libros hace sesenta o setenta años no se extrañara de verlas, conociendo al momento su exacto significado. A esto Azorín lo llamaba pobreza de léxico, que es la que debiera de practicar el poeta, el orador o el escritor que quisiera hablarnos con propiedad de las cosas del mundo. Pero, ¡ay!, de nosotros y de los bachilleres (y también de los universitarios) de ahora, que no es sólo que no sepan qué significan términos tan poco usuales como alcaller, adunca o antuvión, sino que posible y hasta probablemente ni se les pase por la cabeza buscar su significado en un diccionario, tal y como hacía el mismo Azorín.

«Acerico» bien podría ser una de esas palabras antiguas que ya hoy casi nadie maneja pero que Florencio Luque (Marchena, 1955) ha querido rescatar de ese fabuloso y rico repositorio plagado de palabras que un día estuvieron llenas de vida, espolvoreando con su sal y su pimienta toda clase de conversaciones, pero que ahora, por desgracia, están a punto de expeler su último aliento si no es que han pasado ya definitivamente a mejor vida. Para quien no lo sepa un «acerico» es una especie de pequeño cojín en el que nuestras madres y abuelas clavaban los alfileres o las agujas que usaban para sus costuras. Pero, claro, ¿quién es el guapo o la guapa que en la actualidad tiene un set de costura con todos sus útiles y cuando, pongamos por caso, se le descosa la cremallera de un pantalón busque hilo, dedal y por supuesto la correspondiente aguja que debiera de estar en su acerico y se ponga pacientemente a coserla? Lo normal es que la mayoría de la gente deje esa laboriosa tarea para otro día... exactamente para el día en que le lleve el pantalón a una costurera más o menos profesional que lo arreglará en un santiamén sin que esa mayoría sepa nada de hilos,  dedales, agujas y acericos.

A tenor de lo punzantes y agudos que son los aforismos de Florencio Luque, se diría que el título que le ha puesto a su libro (Premio Internacional Artemisa de Aforismos) le sirve de metáfora para hacerle ver al lector lo que de acerico tiene la realidad, que, mutatis mutandis, vendría a ser el aparentemente blando y confortable cojín al que agujerea con sutileza e inteligencia para descubrir lo que de verdad esconde. Y desde esa perspectiva metafórica, no son pocos los aforismos que en el libro de Luque no actúen como una aguja o como un alfiler cuyos pinchazos penetran en lo más hondo de la realidad para hacer que esta supure por su herida no tanto una corriente espesa de sangre como un río manso de esperanza en creer que puede ser mucho mejor de lo que piensan los pesimistas y los apocalípticos. Por eso se atreve a decir con inocultable seguridad que «Siembra agujas quien cosecha esperanzas» o «Quien se da, renace» o, más aún, «Quien salva a otro salva al mundo».

Y como además de aforista, Florencio Luque es poeta, son muchos los momentos en que sus frases podrían pasar por versos sueltos, en los que no es infrecuente que aparezcan envueltos en una elipsis verbal, recurso literario morfosintáctico muy común en la poesía y que tan bien se adapta al género del aforismo, puesto que minimiza aún más el ya de por sí mínimo número de palabras que se suele emplear en la construcción de cualquier aforismo (que, por cierto, en el caso de los que componen Acerico no sobrepasan en general las cuatro, cinco o seis palabras). Esas frases, esos versos sueltos, esas elipsis, que insinúan, sugieren o evocan algo que solamente la sensibilidad de un poeta puede percibir más allá de lo que el común de la gente ve («Corazón de guijarro, eco de agua», «Árbol de sueños, frutos de humo», «Reloj, nido de cenizas» o «Umbral de vida, puerta de laberinto») y que normalmente, en el caso de los poetas, viene acentuada por su prodigiosa capacidad de imaginación para establecer correspondencias, símiles o relaciones entre un sinfín de cosas precisamente disímiles. Quizá por eso, por tirar de imaginación, el libro está dividido en cinco apartados cuyos epígrafes remiten a algunas de las formas más etéreas de la realidad: Visiones, Sueños, Tiempo, Laberinto y Lienzos. Y es que, como dijo Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría, vivimos vidas que se basan en una selección de hechos imaginarios. Tan imaginarios, en fin, que no es de extrañar que el propio Luque llegue a afirmar en un momento dado que «Todos nos parecemos a un desconocido», idea en cierta medida afín, por su falta de engreimiento, con esa otra frase tan célebre que dice: «Me llamo Eric Satie, como todo el mundo». Porque tal vez Florencio Luque intuya, en último término, que el desconocido al que se parece también lleva su mismo nombre.

 

Florencio Luque Alfonso, Acerico, Córdoba, Detorres editores, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

Seis poemas de Ruy Belo

21 de diciembre de 2023 12:12:35 CET

 

I

 

Parece difícil de explicar el hecho de que la poesía del poeta portugués Ruy Belo (1933-1978) no cuente aún con una presencia editorial bien visible en España. Con una obra publicada entre los años sesenta y setenta, Ruy Belo es, sin duda, una de las voces más personales y singulares de la lírica lusa del siglo XX, y su nombre ocupa un lugar destacado y merecido en el canon poético portugués de la modernidad. Eduardo Lourenço lo afirmó vinculando la existencia de Belo a la del mismísimo Fernando Pessoa: “si hay una posteridad digna de Pessoa (…) es la de la poética omnicomprensiva de Ruy Belo”, y lo escribió en un lugar significativo, el volumen Século de Oiro. Antologia crítica da poesia portuguesa do século XX (p. 215), organizada en 2002 por Osvaldo Manuel Silvestre y Pedro Serra. En ese título, 73 críticos literarios elegían un poema destacado del siglo de oro de la lírica vecina, y Ruy Belo aparecía en cuatro ocasiones, escogido por Luís Mourão (“VIII. A mão no arado”), Eduardo Lourenço (“Em louvor do vento”), Vítor Manuel de Aguiar e Silva (“Morte ao meio-dia”) y Manuel António Pina (Ácidos e óxidos”). 

El medio editorial español, sin embargo, aunque relativamente atento a los nombres fundamentales de la literatura portuguesa del siglo XX, no ha sabido encontrar aún el espacio que en rigor merece la poesía desasosegante de Belo. Es verdad que existen dos títulos de nuestro autor en español, el primero de los cuales ya descatalogado: País posible, editado en 1991 por Adolfo A. Montejo Navas, con traducción de Ángel Campos Pámpano, y El problema de la habitación: algunos aspectos, 2009, ediciones Sequitur, con introducción de Pedro Serra y traducción de Luis Julio González Platón (que se deja llevar por el falso amigo del término “habitação” del título, cuya mejor versión habría sido “vivienda”). Es cierto también que su obra está presente en dos de las tres antologías más importantes de poesía lusa del siglo XX editadas en España, la Antología de la poesía portuguesa contemporánea de Ángel Crespo (Júcar, 1982, con los poemas “Figura yacente”, “Algunas proposiciones con pájaros y árboles que el poeta remata con una referencia al corazón”, “La imagen de la alegría”, “[Otro fragmento]”, y “Tres o cuatro niños”) y Los nombres del mar, de Ángel Campos Pámpano (Editora Regional de Extremadura, 1985, con los poemas “Encuentro de garcilaso de la vega con doña isabel freire, en granada, en el año de 1526”, “El tiempo sí el tiempo casualmente” y “Adiós a la tierra de la alegría”), mientras que no aparece en Poesía portuguesa actual, de Pilar Vázquez Cuesta, publicada por la Editora Nacional en 1976, aún en vida del poeta. Y es verdad, por último, que en España la academia universitaria no ha sido ajena a su poesía, incluso se ha realizado una tesis doctoral dedicada a su obra (de la autoría de Hugo Manuel Milhanas, en la Universidad de Salamanca, 2015), al tiempo que la Revista de Filología Románica de la Universidad Complutense dedicó buena parte de su volumen 25, en2008, a su memoria (había sido Lector de Portugués en esa institución entre 1971 y 1978), con motivo del trigésimo aniversario de su muerte. 

Todo ello, sin embargo, y otras presencias que no mencionamos por no disponer de espacio, siendo elementos notables para la recepción de un poeta portugués en España, no parece saldar la deuda con Ruy Belo, un autor fuertemente vinculado al país de Garcilaso y Lorca, y que todavía espera ansiosamente la aparición de una amplia colectánea de su obra poética.

 

II

 

Ruy Belo, en efecto, vivió en Madrid entre 1971 y 1977, periodo durante el cual publicó en Portugal traducciones de Jorge Luis Borges (Poemas escolhidos, 1971) y Federico García Lorca (Dona Rosinha a Solteira ou a Linguagem das Flores, 1973). En la capital española experimentó con una profundidad irresistible la percepción de una cierta pérdida o vacío existencial que es marca constante en su poesía, atravesada en este caso por la conciencia del extrañamiento de un sujeto que con frecuencia se siente extranjero o exiliado (“Madrid, uma das cidades do mundo mais distantes de Lisboa”, escribe en la “Explicación que el autor ha tenido por indispensable anteponer a esta segunda edición” de Aquele grande rio Eufrates, de 1972). Ese vacío al que conduce el abismo de una utopía inalcanzable se plasma en su obra, de profundo aliento metafísico, a través del recurso al tema de la muerte como una melancolía propia y visible en cuanto fundamento estético, hasta el punto de convertir el texto poético, como afirma Pedro Serra en Um nome para isto, en el “lugar en que se literaliza una muerte como Realidad absoluta” (p. 13). El lenguaje revela en su poesía una pérdida constante, enmascarada a veces tras la sobriedad de un registro profundamente discursivo. La muerte, así, la propia invención de la finitud, se convierte en el modo mediante el cual el poeta “se ficciona a sí mismo, inmune y protegido”, siguiendo la línea de pensamiento de Cristina Firmino, en la introducción e O problema da habitação (ed. Presença, 1997, p. 16).

 

III

 

Ruy Belo escribió poemas en los que Madrid cobra protagonismo, y son esos los que hemos elegido fundamentalmente para esta muestra. Con el pórtico de “La medida de españa” (perteneciente a Homem de palavra(s), de 1970) hasta “En la noche de madrid” (aparecido en 1978 en la revista Raiz e utopia), pasando por poemas como “Primer poema de madrid”, “Solo en la ciudad”, “Madrid revisited” o “En el aeropuerto de barajas”, el país vecino fue para Belo parte inseparable de su “problema de la vivienda”, si entendemos este título como una auténtica y vertebradora alegoría de su propia escritura. Son numerosos los poemas del autor fechados en la capital, del mismo modo que son fundamentales en su producción los poemas que toman como motivo a Garcilaso de la Vega y a Isabel Freire. Esos textos, sin embargo, más disponibles para los lectores atentos del poeta en España, ceden ahora espacio a una visión en la que España, con Madrid en primer plano, se convierte en algo así como el adverbio de lugar en el que se representa el drama elegante, profundamente posmoderno, de la poesía de Ruy Belo.

 

Ruy Belo

 

La medida de España

 

He cambiado algunas veces de ciudades

y mi pasado es todo olvido

La noche llega precedida por la sombra

y siempre en vano repudio la noche

Cualquier día me muero y sé poco de la vida

es peligrosa la vida la simple vida

la vida la simple vida es violenta

Pero cuando llega la primavera XXX

me siento invulnerable y empiezo

Es formidable marzo cuando se acerca

prometiendo a su paso un verano integral

Soy todo de este tiempo y son míos estos días

Yo no soy nada pero el verano existe

Canta mi corazón

Esta es la medida de españa

oh vida mía vida extraña. 

 

Primer poema de Madrid

 

Que por todos se haga la poesía

que rompa la soledad nítido nulo

la soledad de las armas aves manzanas

la soledad del cuarto la soledad de Kafka

Que a todos se destine la poesía

que no más en duino encierre el grito

la escogida palabra restaurada

Que la voz del hombre de la sierra de mésio

llegue a miranda talón del mundo

no vaya la izquierda a ser de los coches de carreras

No crezca más el niño quédese quieto

inmóvil más real que en las fotografías

Estaba soñando de viejos más estúpidos

que tus oh diego conejitos

Hay tantas estrellas parecen bailar

en la noche rasa desagües de castilla

et mourir à madrid le coeur brisé

salamanca unamuno bação Alentejo

Cada día se hace más difícil ser dios

y yo solo aquí en la noche me suicido de sueño

llegado del viento vasto del invierno

el suicidio sí el único problema

para el hombre que por haber nacido

heredó la maldición que no quería

Bailemos nosotros malditos marginales

de todas las ciudades sociedades

que no tenemos doctrina que nos salve

Sepa siempre el cinatti timorense

el nómada de lo dicho por no dicho

que si más cercanos cuanto más distantes

soy siempre su lector atento y dedicado

Además no hay ni tú ni yo falso problema

están los sin pan y los sin postre

y hasta sin Portugal cuestión antigua

Así si nos vendieron los países

peregrinos y huéspedes en otras tierras

allí lanzamos nuestras viscerales raíces

Pero el país está dentro de nosotros

el país somos nosotros sí pasa por aquí

pasa por nosotros los de explorar palabras

esa guerra civil inevitable

(No oigáis lo que digo en este código

sino lo que el corazón contento al rojo vivo

contiene porque el otro del alma lo desplacé)

Qué fácil le resultaba al cuerpo la sepultura

pero nosotros los que somos de los peces

los que con la tormenta al final todos nos perdemos

tenemos por patria sencilla la lengua portuguesa

y por eso como arma tenemos estar de pie

oponer al sol la cara incorregible

y dar la palabra a los que no tienen voz

pues al silencio los tienen sometidos

Poema de palabras no de paz sino de pavor

construcción lingüística difícil aparentemente

yo que a cambio de la vida y el triunfo me volví tu ínfimo cultor

bajo esa superficie de impasible frialdad

sé que se oculta la voz no de la humanidad

palabra con el más dudoso de los significados

sino de los hombres que Dostoievski vio ofendidos y humillados

Cálida y humana aunque en apariencia fría

que a todos se destine la poesía 

 

Solo en la ciudad

 

Tras una estancia en las alturas

a expensas del más puro pensamiento

que ha detenido el día la hora y el momento

en una fuga de la vida y los ruidos y los coches

los cuales que yo sepa solo Venecia repudia

sin dolores ni cuidados horas seguras

sin asuntos urgentes porque todo se ha vuelto olvido

¿cómo renunciar ahora a tanta luz

y cómo pactar con tan antiquísimo poder

como aquel que a las cosas les consiente suceder?

Los plátanos disputan las últimas hojas

a los vientos y a las lluvias de diciembre

y como que se quejan del invierno

Ya se pudre el corazón de los árboles

y esa raza ciega pero sagaz de los sencillos

de los seres condenados a la mentira

se socorren con la oscuridad de las aguas

para pensar la parte a sus siervos debida

como si un ser cediese a razonamientos

cuando está en causan la propia vida

No dejamos en el suelo el menor rastro

las cosas que pensamos no dan resto

y la destrucción de nuestro rostro

es ahora mayor que en el delirio del verano

Ya no nos sorprende el mediodía

el mar si lo fue ha dejado de ser inofensivo

un destino de hierro nos detiene

y son largos los días lejos de nosotros mismos

Ni siquiera ya se pierde la infancia imperiosa

en la fuerte frecuencia de las preguntas sin respuesta

Hasta la luna ese incendio de plata

que antes era como astro fe

ahora es una auténtica catástrofe

En ningún muro blanco alguna sombra es

representación probile para el hombre

En los propios corazones la tempestad

se sirve de la complicidad de la edad

de los restos impalpables de un destino

que no nos mata menos que a los peces

despreocupados en el estanque el agua de las habas

(había llovido me acuerdo y así llueve ahora

cuando le pido a la infancia una metáfora

y la lluvia es más real que si lloviese)

Todo trabaja pero ocultamente

y todo es parecido al sobresalto

Terrible tempestad de alegría

¿qué parcela del día hoy día nos permite?

La vida es una república odiosa

y hasta es monstruosa esa punta del pensamiento

que me deja en los dedos solo palabras y no días

Oculta crece la hierba del profundo sentimiento

E incluso cuando fuera es domingo

en nuestro interior es día de diario

¿Qué mundo es este mundo de estos días

que nos mata más de lo que Atenas nos mató?

El corte inglés en plena primavera

según dicen todos los anuncios

que veo en las paredes hoy día dos de marzo

Voy a entrar para ver puede que esté ahí

el término de este invierno que me invade

Talvez recupere lo que perdí

y me vea de nuevo envuelto en hojas

como cualquier árbol anónimo que vi 

 

Madrid revisited

 

No sé tal vez en estos cincuenta versos consiga mi propósito

ofrecer en esa forma objetiva y hasta incluso impersonal en mí habitual

la ordenación externa de esta ciudad a la que regreso

llueve sobre estas calles desolada y espesa como lluvia desmenuzada

tu ausencia líquida mojada y por gotículas multiplicada

El cielo entristecido hay una soledad y un color grises

en esta ciudad hace meses capital del sol núcleo de la claridad

Es otra esta ciudad esta ciudad es hoy tu ausencia

una enorme ausencia donde las casas se han separado en varias calles

ahora tan diferentes que una diversidad así hace

de mi ciudad otra ciudad.

Tu ausencia son preferentemente algunos lugares determinados

como correos o el café gijón ciertos domingos como este

para los demás normales solo para nosotros secretamente rituales

si neutros para los otros neutros hasta para mí

antes de heredar en ti particular significado

Tu ausencia pesa en estos loca sacra uno por uno

los cuales más importantes que lugares en sí

son simples sitios que solo he conocido en función de ti

y ahora se alzan piedra a piedra como monumento de la ausencia

No veo aquí el núcleo geográfico administrativo de un país

capital de edificios centro de donde emanan decisiones

complejo de museos bancos parques vida profesional turismo

que conocí un día y ya no conozco

Aquí solo está el hecho de saber que fui feliz

y hoy tanto lo sé que sé que serlo no lo seré jamás

Esta es la capital pero capital no de un cierto país

capital de tu rostro y de tus ojos a ningunos otros iguales

o de un país profundo y propio como tú

Madrid es saber piedra por piedra y paso a paso cómo te perdí

es una ciudad ajena siendo mía

es algo extraño y conocido

Abro la ventana sobre la plaza y el teatro donde estuvimos

y donde en la Desdémona que vi te vi a ti

No es lluvia al final lo que cae solo cae tu ausencia

lluvia más y pluvial que si lloviese

Más que esta ciudad es solo cierta ciudad que jamás hubiese

en una medida tal que solo allí profundamente yo estuviese

y en ella solo mi dolor como una piedra condensada

de pie tumbada o de cualquier forma cupiese

Es una ciudad alta como las cosas que perdí

y enseguida la perdí casi no la conocí

pues más que a ella te conocí a ti

Fue de una altura así desde donde caí

superior a la propia torre de este hotel

escogida por muchos suicidas para poner fin a su vida

No es esta ciudad esa ciudad donde viví

donde fui al cine y trabajé y paseé

y en la llama del propio cuerpo a mí sin compasión me consumí

Aquí fue la ciudad donde te conocí

y enseguida al conocerte más que nunca te perdí

Debe hacer casi un año más que al verte vi

que al verte no te vi y te perdí al tenerte

Pero a esta ciudad muchos le dan el nombre de Madrid 

 

En el Aeropuerto de Barajas

 

No son los aviones los que aquí levantan vuelo

aquí no es metálica la imaginación

Desde aquí levantan vuelo estos americanos

que cerca matan lejos al heroico pueblo vietnamita

que aquí pagan en dólares el dolor de los suramericanos

que fingen vida aquí la muerte del noroeste brasileño

Las barrigas aquí señaladas al menos por medio centenar de estrellas

ocultan a esos indios a esos negros a esa gente subamericana

que asegura la barriga de estos sobreamericanos

Aquí refulge la floja casa blanca

perforada por la más nariguda de las narices

que surge en todas partes donde no ha sido llamada

Aquí se representa la primera de las damas de este mundo

esa madre virtuosa y responsable

que limita su natalidad sin dejar

de controlar también la de las mujeres de todo el mundo

Pat además acaba de ganar la elección anual de las

mujeres que según la revista good housekeeping

merecen nuestra mayor admiración

por la valentía y el deseo

de ayudar a otros seres humanos y

si no ayuda a los negros ni a los indios ni a aquellos

que en este mundo en esta vasta américa del norte

que es la mayor parte de este mundo

es porque hay dudas serias de que sean seres humanos

Aquí se desarrolla el mal gusto aquí la gente

que se queda por aquí en todos cuantos se marchan

aquí la gente disfruta viendo a estos bufos

que pasan con la montera en la cabeza

aquí la gente vive la muerte que anda por ahí aquí

viven en estas barrigas quienes no viven

Aquí los siervos nosotros ellos señores

aquí nos quedamos aquí levantan el vuelo no

los aviones sino ciertas aves migratorias 


En la noche de Madrid 

para João Miguel Fernandes Jorge

 

En la noche de Madrid vi a un hombre muerto

Yacía como una afrenta para los vivos

que volvían de los bares con música en los ojos

con estrellas en la frente y fiesta en los oídos

y pasaban en taxi a buena velocidad

¿Cuánto tiempo llevaría el hombre allí

en la superficie oscura del asfalto

ya medio devuelto a la tierra nuestra madre?

No lo cubría el manto de los héroes

ningún clarín había tocado en su honor

¿Cómo lo reconfortaría la santa madre iglesia?

Solo había caído inmolado al día a día

Había pagado con su vida la paz de la conciencia

de toda una ciudad que dormía

Y él crecía tendido en la calle

y asumía proporciones inesperadas

cuando hace bien poco aún se reducía al día

¿Quién sería? ¿Quién había sido?

¿Qué periódico contendría la inmensidad del nombre

de quien como un insulto allí yacía?

¿Qué pensamientos cercanos habría tenido?

¿Qué llevaría en los bolsillos?

¿De dónde vendría? ¿Sonreiría? ¿Dónde iba?

¿Habría sido niño? ¿Soñaría ser feliz?

¿Cambiaría de vida a la mañana siguiente?

¿Habría jugado alguna vez en aquella misma calle?

¿Habría sido niño allí donde profundamente lo vi?

¿Tendría soluciones para sus propios problemas?

¿Sería a lo mejor un buen padre de familia?

¿Tendría la consideración de sus vecinos?

¿Sería un buen trabajador? ¿Un hombre con futuro?

Pero ya en aquel momento le cubrían el rostro

pues no podría ver ni las estrellas

ni siquiera la luz de las farolas de la ciudad

Había curiosos y policía había una ambulancia inútil

para quien como cama solo tendría la piedra fría

“¿A dónde va?” –me preguntó el taxista–

“Yo tengo cinco mil pesetas –le respondí–

Lléveme por las calles de la ciudad hasta que salga el sol

tal vez él pueda decirme algo

sobre las muchas cosas que me gustaría saber

(el sol es hoy una de mis pocas soluciones)

Pase lejos del cuerpo por favor”

recordé lecturas soterradas

de repente me vinieron a la memoria escenas olvidadas

¿Samaritano yo? Un levita más

que buscaba tranquilo la promesa del día

¿Inquietud o pena? ¿Sombra de metafísica?

¿Política? ¿Moral? ¿Lección? ¿Comportamiento?

¿Querría algo? No lo sabía

Puedo aseguraros que no lo sabía

Solo sabía que miraba y ningún mar había

 

Póvoa de Varzim, viendo el mar, a las 10 de la mañana del 29 de diciembre de 1971

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonio Sáez Delgado

Hay novelas que no son lo que parecen, y en el caso de la obra narrativa de Carlos Suárez (León, 1961), esa excepción ha acabado por convertirse en regla. La muerte zurda (Atodaplana, Madrid, 2004) y Una mujer en Pigalle (Roja & Negra, Penguin Random House, Barcelona, 2016), ambas con un cadáver en la primera página, podrían parecer llamadas a repetir los trillados caminos por los que suele transitar la novela negra. Su lectura, sin embargo, deja claro que los exquisitos cadáveres de Leonor Cienfuegos y Rachel Rôhm son solamente dos bellas excusas para reflexionar sobre la identidad, el deseo, la culpa o el olvido. Lo mismo sucede con Vermeil (Eolas Ediciones, León, 2022), una historia de espías ambientada en París en 1944, que es en realidad un juego y una celebración dionisíaca de la literatura, la ficción y el lenguaje.

Viático (Mira Editores, Zaragoza, 2023) sigue en esa línea. Es en apariencia una novela negra, una trama de asesinatos en serie en la que Carlos Suárez —como el propio autor ha confesado— utiliza los elementos y códigos de la novela negra para envolver el auténtico tema de la novela: el azar, la enfermedad, la muerte.

No deberíamos hacer spoiler, ese término de origen latino (spoliare = despellejar) que vuelve al castellano revestido del falso exotismo con el que lo adorna su paso por el inglés para tratar de destronar al igual o aún más gráfico «destripar». Basta, sin embargo, ojear la contracubierta de Viático. El autor, la editorial o ambos decidieron dar alguna pista en lo que hoy en día es el auténtico principio de las novelas, el lugar por el que el lector empieza a leer. Hablo —lo habrán adivinado— de la contraportada, ese escaparate que la necesidad de vender libros inventó ¿en los años setenta? y en el que suele practicarse un arriesgado ejercicio de funambulismo: contar un argumento sin contarlo; tratar de captar la atención del lector sin desvelar la intriga.

Ahí, en la contraportada de Viático, se incluye una frase —puesta en boca de la protagonista— que delata la intención del libro: «Eso es lo que quiero… lo que necesito escribir. Dios como un asesino en serie, un criminal que elige a sus víctimas aleatoriamente, las mata con una crueldad inhumana […], un personaje que en su perversidad forzara esa similitud, ese parecido».

El asesino o asesina (ese desdoblamiento de género imprescindible aquí para no desvelar la identidad del criminal o criminala) no va a ser otro que el azar, la genética, el Dios cristiano o la deidad que a cada uno le haya tocado por cultura, en definitiva, la causa a la que señalemos como culpable de enfermar y morir, disfrazada en este caso de un/a irrelevante émulo/a de Jack el Destripador.

Nada de eso se anticipa, sin embargo, en las primeras páginas (a las que el lector llega muy probablemente tras haber ojeado la contraportada), porque de nuevo nada es lo que parece. Viático comienza cuando el protagonista —Héctor Brey― cree reconocer en la calle a una mujer que ha muerto treinta años atrás y narra en principio la enfermiza pasión de una adolescente por el amante de su madre. Son pues dos historias (amor y muerte) que acaban entremezclándose en una trama que alterna presente y pasado.

Los saltos en el tiempo son «marca de la casa» para el autor. Los vemos en La muerte zurda y en Una mujer en Pigalle, pero en Viático cobran una nueva dimensión. No solo contribuyen a administrar los tiempos y mantener el interés del lector. Son parte fundamental de la trama, el elemento con el que se crea la intriga. Alérgico al narrador omnisciente, Carlos Suárez pone el peso del relato en la voz de tres personajes que hablan desde su propio punto de vista, obligando al lector a montar el puzle final de los hechos.

Viático es de nuevo una historia cargada de erotismo (un rasgo habitual en toda la obra del autor), pero es, sobre todo, una novela con una clara ambición literaria, con un lenguaje trabajado, cuidado —como en una guerra de trincheras—, palabra a palabra y frase a frase.

Es preciso hacer algunas advertencias. Viático no es una novela fácil. Los juegos continuos con el tiempo, o la ya citada narración en boca de tres personajes —que el autor no identifica en ningún momento—, obligan al lector a cierto esfuerzo suplementario. Tampoco es una novela dulce. Las descripciones de los asesinatos reflejan con crudeza lo que se quiere transmitir: la brutalidad de la enfermedad y la muerte.

He discutido durante horas con el autor lo que considero «defectos» o «faltas veniales» de Viático. He objetado cierta despreocupación por los personajes, el recurso a casualidades demasiado improbables que hieren la verosimilitud del relato, la excesiva concisión del texto o la desbordante acumulación de trama en cada centímetro o párrafo de novela… Carlos Suárez jura que Viatico es así. (Habla como si la novela le hubiera obligado a escribirla, y no al revés). Arguye que los personajes tienen zonas de sombra para que lo que se relata evidencie la ausencia de lo que se oculta, que lo inverosímil da la medida exacta del azar, que Viático es trama pura: músculo y fibra, sin un gramo de grasa. Echo de menos los guisos lentos en cazuela de barro con unto o manteca de Clarín o Stendhal. Él también, pero en estos tiempos no está bien visto el colesterol.

Acabo ya. En definitiva, y a modo de resumen, creo que Viático trata de conciliar lo mejor de dos mundos, aúna la ambición literaria, el cuidado y la preocupación por el lenguaje, por un lado, y la estrategia narrativa —artimañas, trucos, ardides― de la novela comercial, por el otro. Carlos Suárez ensaya una tercera vía. Pretende demostrar que la buena literatura no ha de ser necesariamente aburrida, porque siempre puede encontrarse una manera de contar que enganche al lector, y reniega a la vez de la banalización de la muerte a la que nos tiene acostumbrados la novela negra, las tramas que utilizan el crimen como puro instrumento para atraer al lector y malbaratan la oportunidad de ir más allá, hablarnos de la muerte, la maldad, la soledad, la culpa.

No voy a aventurar la reacción de los posibles lectores. No sé si sumará seguidores esa tercera vía o —al contrario— defraudará, y por igual, a quienes busquen buena literatura y a quienes esperen sangre, vísceras e intriga a cualquier precio.

Conozco a Carlos Suárez desde hace más de cuarenta años. Entonces, recién llegado a Madrid de provincias, cultivaba cierto aura de escritor incomprendido y fracasado. Viático y sus tres novelas anteriores no dejan dudas. A veces la vida nos defrauda.

 

Carlos Suárez, Viático, Zaragoza, Mira Editores, col. Sueños de tinta, 2023, 212 págs.

Escrito en Sólo Digital Turia por Víctor Llano

Escondite deseado y deseante

18 de diciembre de 2023 11:48:17 CET

Empiezo este texto desde Turín, donde casualmente he comprado, porque lo he visto en un escaparate, el “lavorare stanca” de Pavese. Es una señal. Este cielo es el de las fábricas y el del frío, es el de la ciudad que trabaja. Es un buen escenario, sin duda, para empezar.

Lírica industrial, de Rubén Matín Díaz (Albacete, 1980), se me ha presentado de múltiples maneras, con diferentes atuendos, pero con una desnudez que es capaz de coser el traje de costuras caravista de tanta poesía que viene ya disfrazada desde su nacimiento.

Este libro de me vino vestido de Stalker, ya saben, ese personaje que guía, en la película de Tarkowsky, a un par de turistas a través de una zona reservada. Esa película en la que los fisgones empiezan hablando con un discurso muy locuaz, sesudo, programado, y acaban sin apenas palabras. Rubén, lejos de ser ese tipo marginal que se gana la vida acompañando, es, sin embargo, un excelente y pulcro guía, y nos va dejando, una vez que entramos en el libro, un discurso cada vez más despojado y lírico, para una temática que podría parecer alejada de lo poético. Vamos a este Open day magnífico de manos de nuestro Stalker.

¡Y qué hermosa cita de San Juan la que abre este espacio! ¡Qué precioso tatuaje sería en el brazo motor de cualquier currela!: “Mi alma se ha empleado/ y todo mi caudal, en su servicio; / ya no guardo ganado / ni ya tengo otro oficio, / que ya solo en amar es mi ejercicio”. Ese ejercicio, ex-arcere, en su étimo, sacar a alguien de su estado de contención o encierro. Qué bien puesta esta palabra, para el trabajador que desea que llegue su tiempo y para el bueno de San Juan, en su condena.

Entro y aquí hay de todo, se oyen músicas, ruidos; algunos lejanos y continuos, otros cercanos y más caprichosos, como pasa en la misma consciencia, en la que siempre hay un ruido de fondo que nos dice que algo está trabajando en la sombra, y otros son parte de la realidad que tenemos de frente, golpeadora y pajaretera. Aquí hay de todo, se oyen ruidos, se oyen músicas, lentas melodías que podrían ser perfectamente de Martynov,  Ludovico Einaudi, que acompañan a tantas aves que levantan vuelo, pero en ocasiones son las bases del último Portishead las que suenan, que vendrían a engrasar los rodamientos de una enorme máquina que devora.

Y vemos desde la entrada a esos artilugios que al poeta le encantaría humanizar, buscarles un corazón, una arteria, un órgano vital por el que puedan sufrir como sufre un humano, y, además, lo encuentra. “Cuándo hablaré de ti sin voz de hombre/ para no acabar nunca” que dice Claudio Rodríguez, así descubrimos una máquina que juega a ser Pigmalión y desea tacto humano casi lascivo de su cuidador, desea hablar sin voz de hombre y que el poeta hable la lengua del metal y los circuitos.

¿Pero es este el lugar de un poeta? Se pregunta Rubén, pues allí también se tiembla, en todo se tiembla cuando el alma está deseante, en todo participas querido poeta, y allí donde crees que tu mirada es escrutadora, allí donde sientes que tu retina absorbe, allí, estás proyectando, estás siendo parte de lo observado, tu esencia es la esencia de las cosas e igual que te trascienden, tú las trasciendes, se trate de una perfumada rosa como del efecto letal del bisfenol. Por tanto, no hay más locus amoenus que tu propia anima, así, locus animae.

Y es ahí, en el alma desde donde se puede escribir y decir callado, secretamente, como el rabino que en plena ceremonia se esconde para decir en secreto el nombre de su dios. “Nunca el silencio / dijo una verdad tan honda en mi palabra. Nunca el verbo cantó / con idéntica fiebre”, dice, seguramente escondido entre una sala de máquinas y un pasillo atronador, el silencio sonoro de su verbo, la palabra creadora de luz.

Hay mucha luz, como en toda su poesía. Pero en esta ocasión la luz no viene de arriba, no es la luz que todo lo envuelve y que hace de lo que no florece, al menos, algo que destella. La luz en este libro va apareciendo, como tremendos haces, cuando destapas algo, cuando tropiezas y se abre una vía de escape, cuando estás descansando en la hora del almuerzo, en la fábrica, cuando miras por la ventana porque de allí entra fulgurante, aparece entonces así, como una columna de luz brutal, como un hilo que sorprende en un pasillo. Una luz que guarda en ocasiones un pajarillo, pero que es la luz de la palabra. Qué gran contenedor ese gorrión humilde. Qué transformadora la luz que hasta a los peces los convierte en pájaros.

Y el amor, un amor épico, porque el libro, en el fondo, también lo es. Entonces, Rubén se convierte en ocasiones en un Cid campeador, que se despide de su familia como Don Rodrigo en el Monasterio de Cardeña, y los besa y se va apelando a la suerte con una moneda, y dibujando un ave con el dedo, símbolo de buena suerte; Cid lo haría mirando a la corneja a la salida de Vivar, y en ese amor épico me inmiscuyo para ver que hay una hermosa idea que siempre vuelve recurrente a su poesía, el cuenco, que como unas manos que tuvieran que recoger agua, está por ser llenado de la esencia de la amada. Dice Anne Carson que los amantes son tres, el amante, la amada y el hueco del amante cuando sabe que no puede vivir sin la amada, qué preciosas conexiones.

En este viaje no hay moralinas, no hay panfletos, hay una verdad que ha transcendido a nuestro poeta que vive en un mundo en el que las columnas que lo sostienen están bien fijadas a la Tierra, hay un perfecto equilibrio en la disposición de las cosas, dice. Será este, seguramente para Rubén, como para Leibniz, el mejor de los mundos posibles, y de este modo gira el mondo gira en manos de un niño que hace rodar una canica, o gracias a la inercia que provoca un acelerador pisado a fondo en una carretera desierta. Un mundo construido con espacio entre las cosas, un espacio que alberga arcos para que amanezca como en una pintura de Piero della Francesca, o pozos solo para que aparezcan sombras milagrosas. En la poesía de Rubén las cosas, los elementos, los actantes de este mundo, están todos para que nos hagan crear, para que la mirada del poeta los detecte y los atrape. Y ese es un trabajo que no puede hacer la máquina.

Y llega también el descanso, el momento para uno mismo, para la desalienación, el momento para mirar el móvil y repasar unos poemas, leer unos versos de otro, encontrarse de nuevo, pero esta vez con alevosía, con la palabra, la sonrisa ancha, la lluvia en el pelo…

Llegados a este momento, a este descanso que es solo temático, nos hundimos en una poesía que se acaricia con la poesía oriental, que se introduce en paisajes que son estados de ánimo, lugares que son momentos y escenas que, como en una canción callada, suenan a escondite deseado y deseante. 

 

Rubén Martín Díaz, Lírica industrial, Madrid, Rialp, 2023

Escrito en Sólo Digital Turia por Matías Miguel Clemente

La grandeza de lo pequeño

7 de diciembre de 2023 14:22:08 CET

Ricardo Díez Pellejero (Bilbao, 1971) cuenta con una amplia y contrastada trayectoria literaria en su haber; con anterioridad, entre otros, ha publicado los libros de poesía Stromboli (Editorial Braulio Casares, 1999), El viajero en la tormenta (Lola Editorial, 2001), El cielo del sol mecido (Olifante, 2007), Pornai en el Hostal Roma (Los libros del Gato Negro, 2019) y MICTlÁN, Odas a la muerte (Olifante, 2020); ha formado parte de las antologías Archipiélago de voces (Universidad de Zaragoza, 1991), Los Borbones en pelota (Olifante, 2014), Parnaso 2.0: Un mar de labrantíos / Antología de poesía aragonesa del siglo XXI (Gobierno de Aragón, 2016), Amantes (Olifante, 2017) y Poemas a Miguel, a Miguel Labordeta, claro (Libros del frío, 2021). Columnista y articulista habitual como reseñista literario en Heraldo de Aragón, Turia y otras publicaciones, fue director de la revista literaria Imán, editada por la Asociación Aragonesa de Escritores, en la que se dejó la piel y en la que llevó a cabo una interesantísima y muy meritoria labor de difusión de escritores de diferentes lenguas y países. Ha sido publicado parcialmente en China, Macao y Bulgaria y traducido al inglés, al serbio, al búlgaro y al portugués. Visitante y residente asiduo de la Casa del Traductor en Tarazona, colaboró con la poeta y traductora Rada Panchovska adaptando al español su Poesía búlgara contemporánea, una obra que mereció el VI premio Marcelo Reyes a la Traducción (Olifante, 2021). Ha sido invitado por el Instituto Cervantes a presentar su obra en Sofía y ha participado en actos del XXVIII Festival Internacional de poesía de Bogotá y en los Conversatorios del Instituto Confucio de Costa Rica en 2021. 

Y ahora, en Olifante —una de las más grandes y longevas editoriales de poesía con que cuenta este país—, publica Ricardo Díez El silencio del colibrí, su tercer título en esta casa, un libro estructurado en cuatro partes —«Taxonomía», «Etología», «De su ecología» y «De su biología evolutiva»— con el que consolida avances y logros anteriores y en el que continúa dando forma a su singular y personal proyecto poético, una propuesta que pasa por el deambular de un sujeto que camina —ya desde el primer poema, titulado «Sandalias»— a la intemperie. 

En las citas iniciales que abren el libro (incluida la dedicatoria a sus hijos, Cloe y Alex), aparece la palabra «silencio» mencionada hasta en tres ocasiones (un término que encontramos de nuevo entre las palabras de Alejandra Pizarnik que anteceden al poema que abre el libro). En «Humildad», una de las composiciones de este libro, leemos: la literatura «es un viaje / a través del silencio de un pueblo» (p. 25), en «Ayer un limonero»: «Quien en silencio obra / labra silencios» (p. 38) y en «Lindes» se habla de «Escribir un silencio» (p. 57). Son solo unos pocos ejemplos. Sin duda, el silencio funciona como un motivo vertebrador a lo largo de todo el conjunto, un elemento que respira y que deja su huella entre las palabras, más aún en un mundo como el nuestro, arrasado y cegado por tanto ruido fútil. El objetivo no es baladí, se trataría de llenar —como leemos en «Antiexistencia», otro de los poemas de este libro— «ese hueco en el ser […] / un lugar en apariencia vacío, / pero que muda y avanza / para ser evidencia de luz» (p. 36). Pero, ¿cómo llenar ese hueco?,  ¿cómo conseguir que el silencio respire entre las palabras?, más aún en un mundo, repito, en el que el ruido, la impostura y el espectáculo ciegan a menudo lo más interesante y conmovedor de la existencia. 

Frente a las tendencias más planas y sensibleras que pululan en el panorama poético actual, la propuesta de Ricardo Díez ofrece signos de resistencia y renovación, índices reveladores de una escritura, a la vez, más libre y comprometida con el ser humano, el lenguaje y los paisajes de este tiempo. A la luz de poetas como la ya citada Pizarnik, Rosalía de Castro, Yordanka Beleva, Andrea Cote, Dulce María Loynaz, Alfonsina Storni o Celia Carrasco Gil, entre otras, la voz poética de Ricardo Díez logra encontrar un registro auténtico y personal al margen de los senderos más trillados y aplaudidos. Se trata de una escritura aparentemente sencilla pero cargada de matices sorprendentes, una propuesta que no deja de interpelar al lector, de quien exige una atención —que no una entrega— incondicional, una poesía repleta de diferentes registros y formas, volúmenes presentes y espacios sugeridos, una escritura conmovedora que nos reconcilia con lo más ancestral de nuestra existencia, como sucede, por ejemplo, en ese sugerente e inquietante poema titulado «Altamira». 

Conocido como chuparrosa, tucusito, ermitaño, picaflor, huitzil (‘espina preciosa’, en náhuatl), el colibrí —que es un ser muy inteligente (tiene el cerebro más grande en el mundo de las aves en proporción a su tamaño corporal)— no puede emitir vocalizaciones pero sí chirridos para comunicarse, construye su nido con el lengüeteo y con su lengua tubular, que es más larga que el pico, chupa la savia de los árboles y el néctar y el polen de las flores con los que se alimenta. A partir de ahí, ¿cómo es ese silencio del colibrí al que se alude en el título de un poema que a su vez da título a este libro? A mi parecer, se trata de un silencio que guarda el secreto al que accede, como leemos en ese poema, «quien se adentra en la mayor espesura», un silencio que custodia un saber crepuscular y postrero: «Pronto sentirás, con mi último aliento, / el silencio del colibrí» (p. 40). El colibrí, por otra parte, simboliza la verdad y el misterio de lo pequeño, de lo que pasa desapercibido, de lo que avanza sin hacer ruido, de lo que nos acompaña en la soledad y el silencio (Tomás Sánchez Santiago escribió acerca de estos motivos un libro muy evocador y recomendable, La belleza de lo pequeño). 

Lo he expresado en otras ocasiones. Si queremos describir la relación que Ricardo Díez mantiene con la poesía, no cabe hablar de un capricho o una moda pasajera sino, más bien, de una práctica constante, meditada y prolongada en el tiempo, un trato asumido con rigor y seriedad dado que él sabe lo mucho que se juega en cada palabra. Y así ha sucedido desde el inicio de una trayectoria que he tenido la fortuna de seguir de cerca y que se ha caracterizado, insisto, por el deseo constante de interpelar al lector, al que se ha dirigido como un compañero de viaje en la travesía escabrosa de la vida y a quien no deja de plantear cuestiones que apelan a los motivos esenciales de la vida, preguntas que demandan respuestas necesarias. Se trata de ejercer la opción del movimiento continuo que supone la celebración de la vida como viaje, a sabiendas de que el saber más certero es siempre un saber incierto, un proceso en construcción, un deambular, un caminar sin una ruta previamente trazada, y esto, como digo, es un motivo recurrente a lo largo de todos sus libros. 

En este sentido, y porque he sido testigo muy próximo de cómo ha ido desarrollándose su trabajo con las palabras a lo largo de todos estos años, me gustaría dar prueba del compromiso con el que Ricardo Díez ha encarado su labor escritural, del trabajo de construcción arquitectónica con el que ha afrontado este libro, un volumen que contiene algunos poemas memorables —«Ayer un limonero», «Lindes», «Silbares», «No cazarás vampiros»— en el que nada ha quedado al azar y todo es resultado de una elección deliberada, del respeto y la consideración —en fin— que este hombre siente por la escritura poética.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

Que le den a Piaget

7 de diciembre de 2023 13:55:56 CET

“Que le den a Piaget”. Esta frase, que pronuncia un personaje de esta originalísima obra, la doctora Steimmel, expresa muy bien el impulso que subyace en todas sus páginas y encarna su protagonista  y narrador, Ralph, un bebé inteligentísimo que lee libros de filosofía y matemáticas, conoce a los autores clásicos y a los pensadores posmodernos, y sabe de teoría literaria, lingüística, y disciplinas próximas, en fin, que se ha saltado todas las fases de desarrollo y supera al más sagaz de los adultos. Además se niega a hablar, a hacer los movimientos bucales que dan lugar a la oralidad, no se trata de un rechazo ideológico al lenguaje, que utiliza en breves notas cuando lo necesita, sino a la comunicación,  al contacto, una forma de rebeldía. Por lo demás, posee todas las limitaciones de un niño pequeño.

Esta personalidad improbable, para utilizar el mismo término con que Ralph descalifica las acciones de un cuento que le leen, nos introduce, una vez aceptada, en varias líneas o dominios de desarrollo, más o menos interconectados. 1. Ralph y sus padres, cómo los ve (“Mi padre era postestructuralista y a mi madre”, a quien prefiere y considera más inteligente, “le parecía un ser vomitivo” ), cómo reconocen y viven su condición, y su vida posterior; 2. las peripecias que surgen una vez que lo llevan a la psicóloga (secuestrado, primero por esta y una especialista en monos, luego por una agente gubernamental que lo conduce a instalaciones militares donde pretenden hacer de él un espía, pero de donde sale esta vez en manos de una pareja de hispanos que lo quieren como hijo,…) y 3. Finalmente, pero no menos extensas, las creaciones y/o evocaciones de Ralph (poemas, listas de palabras, citas, recreaciones y reflexiones personales). Cada capítulo, por otra parte, va encabezado de esquemas y estructuras, preferentemente de relaciones semióticas más o menos fieles (el cuadrado semiótico de Greimas, la semiótica connotativa de Hjelmslev, etc.). Aunque la historia de los padres y los secuestros sigue un orden más o menos natural y configura una trama perfectamente reconocible, no se presenta de manera continua, sino entremezclada con documentos variopintos: poemas y listas de palabras elaborados por Ralph, conversaciones entre reconocidos filósofos y académicos (Nietzsche y Wittgenstein, Sócrates y James Baldwin, Barthes y Hurston,…), reflexiones y evocaciones de textos, predominantemente de estética, psicología, semiótica, teología y teoría de la ficción:

Mi escritura no era una amenaza para mi pensamiento, ni era una amenaza para mi significación ni de manera alguna se oponía a mi significación  (porque era mi significación) y no era de ninguna manera opuesta al pensamiento o lenguaje interno o a cualquier fijación de significado. Era lo que era y eso era todo lo que era porque ¿Cómo podía, como cualquier otra cosa, finalmente, haber sido cualquier cosa?

Aunque la conexión entre los epígrafes no responde a la causalidad narrativa más que en lo que se refiere al avance de la trama, los contenidos más reflexivos y eruditos, muy numerosos, tienen doble coartada: por un lado se relacionan con las profesiones de los personajes: la madre (pintora), el padre (“profesor universitario”), la psicóloga (“iba a revelar los secretos de la adquisición del lenguaje diseccionando mi cerebro), la primatóloga (“iba a mostrar que los monos eran también personas”), etc.; por otro, la propia actividad discursiva del narrador y sus preocupaciones con el lenguaje y la ficción, con frecuencia, tautológicas, contradictorias o simplemente absurdas.

El resultado, en mi opinión es sorprendente, múltiple y paradójico; sorprendente, porque a pesar del revoltijo de microtextos y lo abigarrado de su estructura, el libro no pierde unidad y puede leerse de corrido. Es posible que no entendamos algunas reflexiones, pero pueden disfrutarse con independencia de lo que quieran decir, gracias a su formulación, recursiva, paradójica y metafórica, poética en fin, pues atraen la atención por sí mismas: “el aburrimiento es una colina elevada, un nido de cuervo, un puesto ciego en una batida”. Múltiple, porque el componente más “filosófico” puede proyectarse, de manera literal o irónica, sobre los personajes y la trama, sobre el lenguaje, sobre la actividad narrativa de Ralph, sobre el mundillo académico, etc. Y paradójico, porque la obra no deja de ser densa y simple a un tiempo, al menos si no se pretende entender seriamente y en toda su aparente complejidad las parrafadas frecuentemente superabstractas. La trama no presenta dificultades y los contenidos no narrativos pueden asimilarse simplemente como un paisaje conceptual, un tono o colorido que brilla con diversos matices, a veces contradictorios: rigor y palabrería, ironía y seriedad, trivialidad y trascendencia, expresión y diversión. Como en el siguiente diálogo entre Sócrates y James Baldwin:

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SÓCRATES: Ya sabes que envidio tu arte. Ser capaz de crear un mundo, construir gente, mentir de la manera en que lo haces tan convincentemente. BALDWIN: Yo no lo llamaría mentir. SÓCRATES: Muy bien. Pero tengo una pregunta para ti. Creas un mundo y para hacer eso tienes que recurrir al mundo que conocemos y luego recrearlo. ¿Es así más o menos? BALDWIN: Más o menos. SÓCRATES: Así que, para presentar un mundo como lo haces tú, tienes que comprender plenamente el mundo del que has tomado tu material y tu sustancia. BALDWIN: En realidad, es el hecho de crear el mundo de mi ficción lo que me permite comprender el llamado mundo real. SÓCRATES: Pero ¿cómo puede ser eso cuando el mundo real es el que necesitas antes de poder comenzar tu arte?

Una figura especialmente relevante es Roland Barthes. No aparece solo como nombre de reconocido prestigio académico, sometido a la visión irónica y hasta satírica que este mundo recibe de continuo, sino que se hace presente como personaje (admirado por el padre de Ralph), sirve de conexión con la trama, y aporta un toque irónico suplementario al contraponer el ambiente norteamericano a la France que él representa (“Nosotros los franceses tenemos un dicho. C’est plus qu’un crime, c,est une faute”, le dice a la madre de Ralph a propósito de la infidelidad de su marido. “Soy francés, ya sabes”).

A pesar de la mala imagen personal que el texto da de Roland Barthes y la reducción al ridículo de algunos de sus pensamientos, dos observaciones suyas sobre el lector, nos parecen aplicables a Fligo. “En el texto solo habla el lector”, dice en S/Z; el lector no inventa las palabras, pero las hace suyas, las dice al leerlas y hace con ellas lo que quiera o buenamente pueda y, en definitiva, dicen lo que el lector les permite decir. En este caso, tiene muchas opciones: puede abandonarlas si la trama le resulta insulsa y los discursos pedantes, puede saborear estos por su belleza formal (espléndida la traducción de Cristina Gutiérrez Valencia y Javier García Rodríguez), por los pensamientos que le suscitan, por la visión irónica que desarrollan, por los contrastes y confluencias con los avatares de la trama, puede seguir la trama porque le suscita expectativas y saltarse consciente o inconsciente los otros párrafos, o puede dejar en segundo plano la trama y recorrer los epígrafes discursivos, buscando relaciones y significados entre ellos o deleitándose con cada uno por separado, etc. La segunda observación de Barthes, conectada con la anterior, se refiere a  À la recherche du temps perdu, pero puede aplicarse a Glifo: “uno no se salta nunca los mismos pasajes, de ahí que pueda releerlo con gran frecuencia porque no es nunca el mismo libro”. Y eso es lo que le ocurre a Glifo, un libro singular y, al mismo tiempo, muchos libros en relación con los conocimientos de los lectores, sus gustos, su sentido del humor, su espíritu crítico, sus momentos de atención y desconexión.

Ralph apenas escribe breves notas en momentos críticos y nunca habla, pero el lenguaje, la semántica, el significante y el significado, están presentes obsesivamente en sus reflexiones y citas, en su lenguaje de narrador que no sabemos si es una transcripción de un pensamiento no verbal a palabras o la reproducción de un discurso interior. Es particularmente significativa, además, la presencia de la semántica greimasiana, cuando ya había perdido actualidad. Sin duda conceptos como el de isotopía, de raíces más científicas que filológicas, están en la base de las jergas postestructuralistas de las que el texto se hace eco, falta solo la fuerza literal de la definición de Greimas: “la permanencia de una base clasemática jerarquizada que permite, gracias a la apertura de los paradigmas, la variación de las unidades de manifestación”. Iguálalo, Ralph.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Núñez Ramos

Entre la rabia y la resignación, entre la ambición y el disgusto deambula Magda Pórtelky, la protagonista de Colores y años, una novela de una frondosidad de estilo (estructura y disposición) y una intensidad narrativa exacta, de bello vuelo lírico. Publicada por Greylock y traducida por José Miguel González Trevejo y Eszter Orbán, con quien hablamos de esta historia escrita por Margit Kaffka, una autora no muy conocida en nuestro país que sorprende por la belleza de su estilo y la claridad de su mirada. 

 

- ¿Por qué habría que leer a Kaffka?

- A mí, personalmente, me gusta leer a Kaffka porque sus narraciones dan testimonio, por lado, de una lucidez y una sensibilidad sin par en cuestiones sociales; por otro, de una pasión narradora que le lleva a crear un lenguaje y un estilo inconfundibles.

 

Clarividencia social y pasión narradora

 

- ¿Qué hace de su estilo el de «una grandísima escritora» como calificase Kafka?

- En las narraciones de Kaffka, la mayoría de corte realista, muy centrada en problemas de la época, hay mucho lirismo, mucha música. Algunos críticos califican su escritura de impresionista, y de hecho, como podemos ver también en Colores y años, Kaffka está muy preocupada por transmitir sensaciones -olores, aromas, sonidos-, por describir estados de ánimo, procesos psicológicos, ambientes. Para lograrlo emplea los más variados recursos poéticos, desde la hipérbole hasta las onomatopeyas. Creo que no es el estilo en sí lo que hace de Kaffka una gran escritora, sino esa curiosa mezcla de realismo y modernismo, de clarividencia social y pasión narradora, de precisión y lirismo.

 

“Margit Kaffka representa la mujer moderna, muy valiente y con un criterio independiente”

 

- ¿Cuánto de la protagonista, Magda Pórtelky, hay en la propia Margit?

- Aunque estemos convencidos de la «muerte del autor», a lo Roland Barthes, hemos de reconocer que las personas que rodean a un autor en la vida real y su propio yo siempre han constituido fuentes de inspiración para los personajes de ficción. «Madame Bovary, cest moi». En el caso de Magda Pórtelky, la autora se inspiró más bien en la figura de su madre. Margit Kaffka pertenecía a otra generación, era representante de la mujer moderna, muy valiente y con un criterio independiente. Gozaba de una sensibilidad social única, era progresista, adelantando muchas veces a su entorno. Era más clarividente en un sinnúmero de cuestiones sociales que sus celebrados coetáneos masculinos. Fue pacifista desde el primer momento en la I Guerra Mundial, cuando los demás intelectuales aún celebraban la guerra; condenaba la explotación de las clases cuando las criadas aún constituían uno de los fundamentos de la vida burguesa; arremetía contra la desigualdad entre hombres y mujeres y consiguió hacerse un hueco entre los mejores escritores del círculo de la revista Nyugat, todos varones. Poco que ver, pues, con la pobre Magda Pórtelky, tan débil y pasiva. No obstante, cabe recordar que son dos generaciones distintas, tiempos diferentes.

 

“Una novela sobre la tragedia de muchas mujeres condenadas a la pasividad”

 

- Colores y años nos habla de una mujer que trata de rebelarse contra el orden establecido, contra el lugar que se le asigna a la mujer, pero que no es capaz de terminar de hacerlo. ¿Por cobardía o por imposibilidad?

- No veo en Magda tanto deseo de rebelarse. Es una mujer incómoda con su situación, eso sí, pero no se rebela. Es muy ambiciosa, pero ambiciona ante todo lo que se puede conseguir a través de un marido: el bienestar y un estatus social alto. Mientras parezca contar con todo esto, lo demás importa poco. Pero no quiero culparla, así era la época. La mujer no existía como persona autónoma, con decisiones propias acerca de su vida, en todo dependía de su familia y de los hombres. Eran otros los que decidían sobre su futuro. Hay que recordar que el matrimonio era una institución económica, de él dependía la supervivencia de una mujer, y muchas veces también la de su familia. Me parece que al principio de la narración Kaffka describe magistralmente la presión a la que estaban sometidas las muchachas jóvenes al entrar en edad casadera. Encontrar un marido era cuestión de vida o muerte, de éxito o fracaso social. En fin, para mí, la historia de Magda Pórtelky refleja la tragedia de muchas mujeres condenadas a la pasividad por las absurdas reglas de la moral y las exigencias injustas de la sociedad.

 

“Kaffka experimentó en carne propia lo difícil que era ser madre, mantener a su hijo trabajando, realizar las labores de la casa y ejercer de escritora”

 

- ¿De qué modo entiende Margit Kaffka el amor?, porque Magda cree que no puede ser ella sin un marido pero, al tiempo, el matrimonio la constriñe, le depara una vida miserable, pero después vive de su pensión… parece una mujer romántica, pero solo en el recuerdo…

- Como lo mencioné anteriormente, Kaffka era una mujer muy diferente de su protagonista. Al final del libro, la narradora habla de sus hijas, que estudian y trabajan, ellas sí que pertenecen a la generación de la autora y guardan más parecido con ella. Con todo, Kaffka era una mujer excepcional incluso para su época. Según sus cartas y sus notas de diario, no se conformaba con la vida que le ofrecía a una mujer su clase y su época y anhelaba la independencia intelectual y económica en un entorno más bien hostil ante semejantes pretensiones. Al divorciarse de su marido renunció a una vida burguesa segura y predecible, y junto con su hijo se fue a vivir por su cuenta a un apartamento de Buda. Kaffka experimentó en carne propia lo difícil que era ser madre, mantener a su hijo trabajando, realizar las labores de la casa y ejercer de escritora.

 

“El inmovilismo social a finales del siglo XIX es absoluto”

 

- ¿Hasta qué punto la condiciona el paisaje, ese inmovilismo social que la rodea?

- El inmovilismo social es absoluto y la provincia húngara de finales del siglo XIX en la que está ambientada la novela lo refleja a la perfección. Se respira el mismo aire que en los dramas de Chéjov, en los que los protagonistas anhelan huir de aquel mundo rural restringido, sin posibilidades ni sorpresas, donde su destino está ya escrito. Para ellos, Moscú permanece eternamente en un sueño; Magda, sin embargo, logra salir de la provincia y llega a Budapest. No obstante, las posibilidades de las que goza una mujer en la gran ciudad para salir adelante no resultan ser en absoluto mejores o más dignas que las que tiene una mujer en la provincia.

 

-¿De qué es víctima Magda?

- Es víctima de las normas sociales, desde luego, y también de su propia ambición, bastante materialista, de su debilidad y falta de valentía.

 

- Pienso en el personaje de Telekdy, ambivalente, por un lado reivindica unas condiciones dignas para los campesinos, al tiempo que su gran preocupación es la orientación de las ventanas de los graneros.

- Telekdy es una figura interesante. Al contrario de la protagonista, él sí que se atreve a enfrentarse a las normas vigentes, a pregonar sus ideas progresistas traídas del extranjero y leídas en unos libros, a implementar cambios sociales. Sin embargo, sus ideas son confusas y contradictorias, sus convicciones, incoherentes e inestables. Es un personaje excéntrico, ridiculizado por su entorno e incluso por la propia autora. Me recuerda un poco a Bouvard y a Pécuchet, esos personajes de Flaubert.

 

Colores y años no es un simple alegato feminista

 

- ¿Cuánto de crítica política podemos encontrar en Colores y años?

- Mucha. Por todo lo que acabo de decir. Recuerde, «the personal is political», en el caso de Magda Pórtelky también. Sin embargo, el libro no es un simple alegato feminista o un escrito contra la retrógrada sociedad húngara de la época, la sociedad es solo el marco de la vida de la protagonista.

 

- ¿Qué le impide a la protagonista sistemáticamente evitar tomar decisiones, actuar?

- Yo aprecio especialmente Colores y años porque -eso me parece a mí- muestra con gran maestría cómo las decisiones personales y la realidad social están interrelacionadas. Magda Pórtelky es una mujer débil en una sociedad injusta y llena de restricciones para las mujeres, como para muchos otros sectores de la sociedad.

 

- ¿Qué ha sido lo más gratificante y lo más complejo de traducir esta obra?

- En esta traducción, como en muchas otras, he trabajado en tándem con José Miguel González Trevejo. Traducir este libro ha sido un gran reto y a la vez un enorme placer para los dos. Recuerdo que al escribir la última frase en español me emocioné. En cuanto a las dificultades, una de ellas fue comprender el original, incluso para mí, que soy húngara. El texto está lleno de expresiones que han caído en desuso, de palabras raras. Tuve que consultar a varios especialistas, desde historiadores de la moda hasta expertos en gastronomía. Leer a Dezső Kosztolányi, por ejemplo, que era coetáneo de Kaffka, resulta mucho más fácil, su lenguaje parece más moderno, más ligero. Lo que más quebraderos de cabeza nos dio fueron las complejísimas, muchas veces interminables frases de Kaffka, con su acumulación de adjetivos, sus intercalaciones, etc. El gran reto ha sido conservar en la traducción las particularidades del estilo de la autora, sin violar la lengua española y creando un texto legible del que pueda disfrutar el lector español. Espero que lo hayamos conseguido.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Un libro diferente para un lector diferente

20 de noviembre de 2023 14:20:53 CET

Javier García Rodríguez (1965) lleva publicados los suficientes libros de poesía con personalidad diferenciada e inusual, tierna y ácida, mordaz y reflexiva, burlona a veces, como para empezar a considerarlo seriamente. La cuarta pared (2023), libro de poemas que ahora nos ocupa, completa un legado amplio, versátil y diverso, formado por Los mapas falsos (1996), Estaciones (2007) y Que ves en la noche (2010). No solo, pero sí el que afecta a la poesía no dedicada a un público juvenil, para la que escribió los estupendos Mi vida es un poema y Miedo a los perros que me han dicho que no muerden (2020). Casi treinta años de escribir poesía de corte claro y donde “no es fácil distinguir/actor y personaje” (2023: 85). El título de este último libro surge de esa confesionalidad que habla de un pacto de verosimilitud. Un mundo donde las circunstancias íntimas, rememoraciones, el padre, “levantar una casa” u hogar, la memoria personal reencontrada, se combinan con la mordacidad de quien se aparta de la “normalidad” del mundo moderno e ironiza. Sí. La cuarta pared tiene la virtud de que habla al público sentado en la butaca, al espectador o lector, desde lugares donde se reconoce. Verso libre, pautado y estrófico en alguna ocasión, al servicio de un tono ligero contra “la gravedad y sus secuaces” (2023: 29). Sí. Estamos ante una poesía muy personal y muy apetecible, legible, atractiva en sus aciertos, que son muchos, y fuera, sobre todo fuera “de lugares comunes, /de panfletos, de fórmulas vacías” (2023: 80). 

Unas breves líneas para consignar algunas filiaciones parecen necesarias, o lugar en la historiografía lírica de la que forma parte Javier García Rodríguez. Sin duda uno de los rasgos de época de una gran parte de la lírica de los 80/90 tuvo la cortesía de la claridad. La suya trae esos genes de la claridad realista (y crítica) con poco que ver con la fragmentación posterior, mucho menos con las poéticas del silencio y las vinculaciones con el versículo que los ecos del asociativismo han vuelto a replantear con diferentes miradas. El realismo español, ajeno a la Nueva/Otra Sentimentalidad (aunque es poeta que sabe narrar líricamente), tuvo en poetas como Jorge Riechmann o Ángel Guinda, una mirada crítica (pienso también en Alicia Bajo Cero), que, en el caso de Ernesto Pérez Zúñiga, se combinaba también con un simbolismo y un mundo de analogías, aquí también presentes, partiendo de las plantas. Una mirada personal, reflexiva, donde las vicisitudes de la vida nos emplazan en la misma aventura de intentarla y en las que Javier García indaga desde el mundo de las plantas…y los cactus. Lo hace con un tono más serio que en el poema inicial, donde rememora su vida “y la famélica legión que yo era entonces” (2023: 8), entre la ternura y el humor, novias piadosas en aquel mundo del extrarradio, donde el amor daba “la dosis exacta de temor y compasión, catarsis y suburbio, fábula y periferia” (2023: 8). Ahí hay también un mundo de partida…y de insurgencia. La rememoración, los amores, la reflexión que sabe escoger héroes clásicos y de los medios de comunicación de masas, el cine, para decir algo nuevo e inesperado, la distancia con la sociedad de consumo llena de humor e ironía sutil y otras más “bertsolari” (a lo Jon Juaristi), alcanza a la propia obra y el lograr un “poema sublime” (2023: 31). Y, sin embargo, esta poesía íntima muchas veces y tierna otras, tras/pese al/el encofrado del análisis y la mordacidad inteligente, denuncia el fin de las ideologías en manos de las marcas comerciales, mientras apela al hombre en su fragilidad, en ese espacio donde tiene que vivir, en esta sociedad del anonimato donde “Todos somos nosotros:/nadie en suma” (2023: 59). 

Y en todo este tráfago un poema espléndido “Supermercado” (2023: 71-74), no sólo, pero este casi dando broche al libro, llega para resumir gran parte de su poética. La mirada ácida y tierna sobre ese “Metrópolis” donde todo se basa y hace primar el poder del dinero pues solo hay “intercambio de papeles/ usados por mil manos” (2023: 73). Un mundo  de urgencias donde “nadie seduce con la mirada tierna a un desconocido” (2023: 73) en el anonimato más cruel, y donde por supuesto nadie sabe que ha muerto Leonard Cohen. Ni le importa. Una delicia de libro diferente, para un lector diferente, en suma, alejado de tanta pedantería o tanto borbolleo de palabrería o de géneros híbridos, de “proemas” o poemas ininteligibles, o de haikus manidos.

                       

Javier García Rodríguez, La cuarta pared, León, Eolas Ediciones, 2023.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

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