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El momento analírico. Una historia expandida de la poesía en España de 1964 a 1983 (Akal) es un artefacto fascinante para (re)pensar el hecho poético enmarcado en un transcurso de tiempo convulso, aún inocente en muchos aspectos, hambriento de nuevas formas expresivas conjugadas con el deseo de hacer comunidad, de habitar el espacio público, de zarandear la mirada del espectador para que forme parte de lo contemplado. Su autora, la poeta e investigadora María Salgado (Madrid, 1984) lo explica con detalle.

 

- Tendemos a pensar que la poesía es exclusividad del poema. ¿Cómo reconocer lo poético, allí donde se manifieste?

- Eso cada quien sabe, no hace falta que nadie te diga o te preescriba, sino solo tal vez desaturdir los sentidos, porque la cosa es bien del orden sensorial. Una alteración en la percepción, una descarga, un desvío o corte o apertura del significado más conveniente y esperable, una tensión que no se resuelve y que te causa extrañamiento y/o una sensación placentera: todo eso son señales.

 

- ¿Cuál es el vínculo, de haberlo, entre poesía y política?

- No se me ocurre un no vínculo, en la medida en que los poemas son leídos y escritos por personas que comparten con otras personas el espacio social, y están hechos en una lengua que es producida por el trabajo de todas ellas, y que, como el resto del trabajo, también se ve sometido a procesos de explotación, alienación y “malreparto”.

 

“Cada vez son más difíciles de generar espacios críticos en las condiciones materiales precarias en que también se produce el trabajo cultural”

 

-¿Cuáles son las principales “grietas en el degradado casco de la institucionalidad cultural”?

- Esa frase del libro refiere la investigación y acción de personas nacidas después de los años de la Transición, interesadas en poner en cuestión algunas de sus herencias; la principal, yo diría, el consenso como forma cultural connivente con un sistema económico cada vez más desigual, y la despolitización de la conversación pública antes de la crisis de 2008 y las revueltas de 2011... Pero también con una falta de imaginación, riesgo y viveza, que se refleja en todo tipo de grietas, desde los temas de los que se hacían las películas y poemas, hasta la falta de pluralidad de estilos o de espacios críticos, que, por otro lado, cada vez son más difíciles de generar en las condiciones materiales precarias en que también se produce el trabajo cultural.

 

- ¿Que la poesía visual no sea visual la deslegitima?

- No, para nada. Decir, como digo en el libro, que “la poesía visual no es visual” no implica negar la utilidad de ese sintagma para referirse a fenómenos de intensidad gráfica particulares, sino más bien devolver nuestra atención a la materialidad lingüística de la poesía que las metáforas de la visualidad a menudo ocultan, y enfocar las complejas relaciones entre grafía, sonido y performance, y entre escritura y oralidad, que toda pieza poética, y no solo las llamadas “visuales”, pone a funcionar.

 

“Hay poemas visuales cuyo destello dura lo que un parpadeo”

 

- El poema visual, ¿está más cerca del chiste, del ingenio, del destello..?

- Depende del poema visual del que estemos hablando, y si queremos hablar en esos términos, también depende de su momento histórico de producción, etc. Los hay tremendamente planos, cuyo destello dura lo que un parpadeo, y los hay mucho más afilados en su condensación, pero ya digo que a mí no me interesa mucho pensar estos poemas desde un posible género separado, sino precisamente en diálogo con otros tipos de poema. 

 

- ¿Qué diferencia la práctica anartística de la analírica?

- En verdad, nada. Analírica es una palabra que de hecho en parte creé como calco de anartística y anartista, y en otra parte, quizá más importante, como portadora del prefijo an- en vez del prefijo anti-, para darle nombre a una serie de prácticas verbales al envés de la melodía y armonía del régimen lírico que entra en mutación a finales del siglo XIX y al cambio general del sonido del siglo XX, que no solo tiene lugar en la poesía sino también en la música o las artes vivas, y por eso puede contener a la vez los escritos de Gertrude Stein, una partitura de performance de Esther Ferrer, un dibujo de Robert Smithson, un libro mojado por la lluvia de Brossa, y un poema de José Miguel Ullán. Se trata de un cambio de hecho producido por el conjunto de las artes en varios momentos de mezcla, hibridación y transdisciplinariedad, pero es evidente que el campo literario es un medio menos rápido que el de las artes visuales a la hora de integrar las mutaciones, por lo que la práctica analírica puede quizá sonar más extraña.

 

“La matriz poética hegemónica desde los años 80 es la poesía de la nueva sentimentalidad”

 

- ¿Qué explicaría que la poesía canónica de las últimas décadas se haya reducido a los novísimos?

- No sé si los novísimos son el canon de las últimas décadas, me parece que la matriz poética hegemónica desde los años 80 es la poesía de la nueva sentimentalidad y su devenir en lo que quiera que sea la poesía de la experiencia. Lo que los novísimos han absorbido y, a mi modo de ver, reducido con su preeminencia en el relato histórico de los años 60 y 70 es lo que podemos entender por prácticas de neovanguardia, o mejor aún, prácticas radicalmente orientadas al lenguaje que están teniendo lugar en los mismos años no solo dentro del campo de la poesía experimental y las artes visuales, sino en el propio campo literario del que los autores de la famosa antología de Castellet ocuparon por un tiempo el foco. Algunas de aquellas poéticas novísimas tienen mucho más que ver con una serie de léxicos y temas en ese momento novedosos y atractivos, que con una radicalidad estética que sí estaban probando y practicando otras partes de la generación; lo cual creo que reduce nuestra posibilidad de comprensión del periodo y, en consecuencia, de invención en el presente.

 

“El aislamiento no solo de las obras sino sobre todo de las personas me parece un hecho cultural dramático”

 

-¿Cómo afecta la desaparición de la crítica a la poesía en particular y a la literatura en general?

- De muchas maneras. Como poeta y artista diré que la falta de crítica nos deja muy desprovistas de un contraste y tensión con los que pensar, hacer y crecer la propia práctica, que de por sí no puede conocerse a sí misma del todo, además de abandonar las escenas artísticas a una suerte de corrientes de opinión demasiado influidas por amistades, enemistades, redes y posiciones de poder. Y más allá de la creación que no se ve avivada, está el dramático problema de una recepción efímera y superficial, y al fin y al cabo despolitizada, dependiente del reparto de atención de los medios de comunicación y sus programas estéticos. Y con esto que digo no estoy echando en falta unos dispositivos críticos centralizados, altoculturales, jerárquicos y en papel, y que ya no creo que puedan volver desde el siglo XX al XXI, sino más bien me refiero a una conversación intensa, vibrante y significativa entre las personas que participan del hecho artístico, creándolo o recibiéndolo, y de todas ellas con el espacio social, por las vías actuales, que, pese a todas sus carencias, son mucho más horizontales. Lo que echo de menos es un tiempo y un espacio, físicos y editoriales, para una conversación continua en que nos demos unas preguntas que nos importan y a partir de ellas preguntemos a las obras que vemos, oímos o atendemos, como para poner en movimiento un pensamiento común más conectado al mundo y a los demás. El aislamiento no solo de las obras sino sobre todo de las personas me parece un hecho cultural dramático.

 

- ¿Es la poesía vanguardista, más susceptible de acoger sucedáneos, como sostiene la creencia popular?

- Entiendo por qué se podría sospechar de ciertos usos y texturas mal llamados vanguardistas, por la misma falsedad que de hecho deberían ellos mismos poner en cuestión, pero hay un montón de poemas de la poesía hegemónica que se vienen sucediendo en serie desde hace décadas sin ninguna revisión ni tensión crítica o vital, y que no entiendo por qué no podrían también ser llamados sucedáneos con la misma sospecha. Pero lo que me parece más importante, en todo caso, es afirmar que lo que suele considerarse vanguardista en poesía suele tener que ver con formas y texturas de un estilo histórico, es decir, del pasado, y que si atendemos a la dinámica de cambio que ellas mismas abrieron, como mínimo deberíamos esperar ser sorprendidas o desafiadas por las formas de poesía que estén cambiando la poesía aquí y ahora, y que es muy posible que no estén pasando en el medio poético ni literario sino en artes y vidas con mucha más viveza verbal. 

 

- ¿El espectador de hoy es más indolente frente a provocaciones como la de ZAJ en el teatro Garraye, en 1972?

- No sé, me es difícil valorar esto, no creo que se trate de un problema de indolencia exactamente. Creo que sí me es posible decir que las lectoras de los años 60 y 70 estaban envueltas por una época de mayor compromiso crítico y político, y cuando entran en el Gayarre están además agitadas por una acción de ETA en la ciudad. Pero también podría verlas mucho más ingenuas que nosotras, en lo que el término tiene de potencia e impotencia, porque aún están asistiendo a los inicios de la performance. Creo que es difícil que una performance como tal –por ser una performance, quiero decir– hoy nos pueda alterar del mismo modo, como tampoco el LSD, por poner otro ejemplo de altercado sensorial de aquel momento, porque ambas formas y experiencias ya han sido algo más integradas e interiorizadas en nuestro imaginario. Después está el hecho de que justo a mitad de los 70 arranca la expansión de la economía e ideología neoliberales que conforma nuestros modos de percibir y recibir hoy, y que creo que hace nuestro momento uno muy diferente de aquel.

 

“Hay hoy poca tolerancia al extrañamiento”

 

- En muchos artistas que usted recoge y analiza, el espacio público es uno de los elementos centrales. ¿Qué papel ocupa hoy en día? 

- Pues un papel de nuevo muy diferente por el curso de las políticas y economías neoliberales, que han individualizado mucho la sociedad, por no hablar de fenómenos como la turistificación o la gentrificación, que hacen de la calle un sitio menos vivido, más comercializado y, por lo tanto, menos público. Pero es que, además, en España en los años en que afloran estas prácticas que de pronto sienten un deseo de suceder en el espacio público, hay una dictadura que prohíbe el derecho de reunión y la libre expresión de las opiniones, volviendo este deseo en sí mismo un pequeño altercado, tome la forma que tome. La diferencia es bastante grande, pues, y compleja de diferente modo, pero se me escapa su alcance hoy... También siento que se trataba de artefactos, por un lado, muy extrañados, y hay hoy poca tolerancia al extrañamiento, pero, por otro lado, muy artificiosos, y no sé si es eso lo que hoy necesitaríamos. Este momento nuestro, creo que pide algo más vital, y que quizá no pase tanto por objetos desafiantes sino quizá tan solo por sencillamente estar.

 

- ¿De qué cura, de qué sirve la poesía?

- De la lengua muerta, la prosa estándar, la llanura, el muesli y el algoritmo, del lenguaje motivacional y terapeútico con que aplacar la neura de entenderlo todo y sobre todo al otro para que el mundo y el otro en verdad desaparezcan pulverizados por nuestra comprensión que no es sino identificación, de la frustración, de la soledad en la angustia, de la muerte del secreto y el misterio, de la falta de riesgo y de deseo.

Para no servir aparentemente de nada, sale muy a cuenta la poesía, la verdad.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Poemas de Trần Nhuận Minh. Traducción de John Liddy

13 de noviembre de 2023 09:33:02 CET

 

 

 

 

 

 

Este autor vietnamita, nacido el 20 de agosto de 1944 en Hải Dương, vive y escribe en Quang Nin desde 1962. Ha publicado 32 colecciones de poemas que se concentran en un tema único: los desafortunados destinos que sufren las personas a causa de los despiadados enfrentamientos de las sociedades. Las obras de este poeta han sido reeditadas varias veces, traducidas a 14 idiomas y publicadas en 18 naciones del mundo. Los poemas que traduce John Liddy pertenecen al libro “En la tierra de Goethe”.

 






Dentro del jardín Yesenin 

 

Parece que todos los vientos de toda Rusia

Se pegan y se aferran a este lugar

Arrebatando y rasgando a través del cielo azul

El eucalipto da vueltas salvajemente casi en pedazos

¡Ay viento! ¡Ay viento! Yesenin ha muerto

Dentro de la casa de madera solo se escucha el graznido de los cuervos… 

Parece que todos los cuervos de toda Rusia

se están reuniendo en este mismo lugar

Y vuelan, vuelan, vuelan…

Corriendo aquí y allá, como si fueran sacados de sus colmenas

¡Ay cuervos! ¡Ay cuervos! Rusia está muerta

Dentro de la casa de madera, solo se escucha el sonido de los vientos...

                                                                                           

Riadán, 1990 

 

Noche blanca

 

Las hileras de árboles de ensueño estaban tan medio dormidas, medio despiertas

En el vestido de la novia

A tal punto que las casas antiguas

Estaban cada noche enamorados el uno del otro...

                                                                                           

Leningrado, 1990 

 

Observado en Vancouver 

                              

Al poeta Vân Hai

 

El bosque de arces es rojo hasta el aire

Tan rojo que uno no puede retener los sentimientos

Oh, la hoja de arce roja

Que tiene su imagen impresa en la bandera Nacional 

La Patria y la Nación no tienen héroes

La paz reina en todas las mentes y colores de piel 

Garabatos de focas en el puerto

Las palomas se posan en los hombros de las personas

En los parques las flores compiten por florecer

El Gobernador pasea con su perro… 

La Patria y la Nación no tienen héroes

La paz reina en todas las mentes y colores de piel 

La ciudad bajo el rocío ilusorio

Las hileras de casas brillan con diamantes

Osos del bosque pidiendo comida en la puerta de uno

Dormir por la noche, uno puede dejar el vehículo en la carretera… 

La Patria y la Nación no tienen héroes

La paz reina en todas las mentes y colores de piel

                                                                           

Columbia Británica, 2010

 

Extraña historia en un hotel en Tai Bey 

 

Necesito una taza de agua para usar el medicamento

Me lo trajo y en silencio espera

Quería preguntarle

¿Se ha hervido la taza de agua? 

Lo miré

Un hombre de unos 45 años

Su estatura parece bastante versada

- ¿Estás trabajando en el hotel?

- ¡No, soy un funcionario gubernamental!

- ¿Por qué estás aquí?

- Hoy es mi día libre

Quiero hacer algo útil para otras personas

Como para ti por ejemplo...

¿Estás complacido con mi taza de agua?

-Gracias, estoy muy contento…

Hizo una reverencia y saludó y felizmente se fue…                                                                          

 

 

Jidong (Carretera Jinan), 2018

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Trần Nhuận Minh

El libro del medio

6 de noviembre de 2023 12:01:29 CET

Desde que en 2022 se cumplieron cien años de la publicación de Ulises de James Joyce por parte de Sylvia Beach en París, los estudios y análisis de toda la obra del escritor irlandés han proliferado por libros, revistas, cursos universitarios o podcasts. Aunque mayoritariamente centrados en su obra mayor, resulta difícil obviar, al estudiar un escritor apegado tanto a la experiencia como al símbolo, sus otros libros principales: Dublineses, Retrato del artista adolescente, (ambos previos al Ulises) y Finnegans Wake (posterior). En cierto modo, por eje angular y obra maestra que sea Ulises del conjunto de la obra joyceana, el “Retrato” es probablemente el texto en que mejor podemos leer personalidad, intereses, formación y decisión del autor del Odiseo moderno.

El “Retrato” (mal dicho así, porque el título original es "A" Portrait of the Artist as a Young Man, es decir, "Un" retrato del artista adolescente) es tradicionalmente saludado como un libro puente entre el naturalismo costumbrista y realista de Dublineses y el simbolismo complejo de Ulises, entre un estilo narrativo acorde con el clasicismo y la irrupción del flujo de conciencia y los formatos narrativos alejados de la literatura clásica (diario de prensa, un diálogo teatral, preguntas y respuestas como en un catecismo). Y esto no es falso, se tiene esa sensación, pues el libro atesora momentos estéticos reconocibles de sus dos libros vecinos: el viaje a Cork con su padre que hace Stephen Dedalus o la cena familiar arruinada por una discusión política con una mujer políticamente activista, frente a las constantes revelaciones de religiosidad y vida procaz enfrentadas en el cuerpo físico y la mente filosófica del protagonista.

Dedalus. En efecto, el símbolo empieza desde el mismo nombre de un protagonista que tiene en su identidad el germen del vuelo poético. Retrato del artista adolescente cuenta la adolescencia de Stephen Dedalus, desde su entrada en el internado jesuita siendo prácticamente un niño a su salida del país una vez terminados sus estudios superiores. En ese período en que pasa de niño a adulto joven, Dedalus crea su conciencia artística, encuentra su propia voz y la capacidad de decidir su propia vida, peca gravemente, pero se arrepiente casi de manera mística, y crece construyendo un pensamiento afectado por los omnipresentes catolicismo y nacionalismo irlandés, de los que acaba abjurando.

Estos cuatro libros de Joyce mencionados forman un conjunto que, en su total, presentan una progresión que curiosamente encuentra también un reflejo en el arco temporal y sentido simbólico de lo vital de cada libro. Dublineses es un libro de cuentos autónomos sobre habitantes varios de la ciudad, que empieza con relatos protagonizados por niños, pasa después a jóvenes, sigue con personajes maduros, y termina con Los muertos, cuyo título avanza un tema que oscila entre los personajes a los que no les queda mucho tiempo y el peso que los que ya murieron ejercen sobre los vivos. El estilo es realista, el formato es el relato breve, al que injustamente no se suele considerar el formato mayor de la ficción sino su prólogo, su infancia. El “Retrato” abandona el relato y es ya una novela corta, con un estilo mixto que por probablemente sorprendería en su época pues como Bildungsroman en la práctica desprecia aventura, acción y amor romántico, y se centra en la adolescencia y primera juventud. Llegamos a Ulises: novelón largo y simbolista, de lectura compleja en todos los sentidos, que sucede en un único día en el que Leopold Bloom vaga por la ciudad mientras en elipsis sucede un adulterio de la edad madura consumado por su mujer, para acabar en Finnegans Wake, novela inasible, relato casi para la lectura única posible del propio autor, al que acechan la ceguera y la muerte, probablemente la senilidad.

La decisión, definición, y necesidades de lo que Joyce considera que es un artista se proyectan en las decisiones epifánicas de Stephen Dedalus en Retrato del artista adolescente. La principal es liberarse de las diferentes cadenas que le impedirían tener una carrera o vida de artista. Esas cadenas son varias y todas arraigan en la tradición: la familia, la nación irlandesa (aún no formada, pero a punto del alzamiento de Semana Santa), y la religión. Las tres están profundamente imbricadas, y en ellas Dedalus responde con la soledad y el exilio, en las que Joyce vivirá en efecto gran parte de su vida (no así Dedalus, que volverá a Dublín tras fracasar en París, y poder ser así el Telémaco de Leopold Bloom en Ulises). No obstante, este ensimismamiento autoral es también en sí mismo una condena, pues esas tres obsesiones llenarán su obra, de modo que no existe probablemente escritor más asociado al reflejo de Irlanda, su vida y sus valores que precisamente Joyce. Ese reflejo es indesligable del catolicismo y la vida familiar.

Retrato de un artista adolescente va progresando lentamente en la construcción de un protagonista y su voz. Es muy conocido que el final de la novela (cuando Stephen se ha despedido de sus amigos, que le reclaman para una vida intensa de lucha nacional) olvida la narración y la tercera persona, y pasa al diario; en unas breves páginas, Joyce usa su asombrosa precisión descriptiva, desprovista de la ternura emotiva que abundaba más en Dublineses, para reescribir los últimos episodios de la "ficción" previa, y acaba invocando al mito que da apellido al personaje para permanecer siempre en un estado creativo y solitario. Había empezado como un niño apocado y temeroso, había sido un esclavo del deseo sexual y una arrepentido del mismo mediante un impulso místico, había rechazado ser sacerdote jesuita (a pesar de la fascinación confesa que el autor permite tener al protagonista por las figuras señeras de la Compañía de Jesús), y había discutido con sus amigos sobre el futuro de cada uno y el sentido de la estética y el arte. La progresión presenta varias tomas de conciencia, y un poder cada vez mayor de decidir como individuo, además de la creación paulatina de un carácter arisco. La ruptura de la voz narradora y la disrupción de un diario avanzan el modernismo estilístico de Ulises. La novela de introspección juvenil preludia el angst existencialista adolescente. La infinita cantidad de referencias tanto culturales como populares (canciones, poemas, latiguillos) y su reflejo habitual desde el pensamiento y devenir del protagonista se añaden de forma muy natural, pero con la obviedad de que el conjunto de todos ellos apela a la personalidad única y unívoca y solipsista del personaje y probablemente del autor.

Como reflejo de adolescencia, Retrato del artista adolescente se sitúa en la obra de Joyce entre dos períodos mayores. Dublineses, libro de elegancia, observación y comprensión del mundo enormes, está escrito por un hombre joven capaz de transmitir el desamparo y la decadencia de personajes décadas mayores que él con una precisión esclarecedora y ajustadísima, y anuncia ciertamente el genio que encerraba James Joyce. En cuanto a Ulises, es innegable su influencia en toda la literatura posterior, a la que parece prologar con toda su innovación literaria; una influencia sólo comparable en su tiempo a la de Marcel Proust. El “Retrato” se sitúa en medio de esos soles con dignidad, pero tal vez resultados menores. Atesora no obstante una serie de momentos memorables en su escritura. Dos de ellos son parte ineludible del desarrollo filosófico del protagonista: la escena en que ofrecen a Stephen entrar en la Orden (que tiene un ineludible tono fáustico mediante una oferta de ventajas o poderes, y que parece inspiración directa de la escena en que Mefistófeles consigue el alma de Alexander Leverkuhn en el Doktor Faustus de Thomas Mann: la escena se inicia con una frase que atesora aliteraciones sinuosas: “he had heard the handle of the door turning and the swish of a soutaine” (“había oído girar el picaporte de la puerta y el ruido de una sotana”), y la conocida reflexión estética basada en los principios de Tomás de Aquino sobre el sentido del arte y la estética, con su arte ‘impropio por dinámico’ producido por asco o por deseo versus el arte estático (de stasis) producido por el arte verdadero y elevado -no estamos lejos de las categorías semiaristocráticas que defiende Ortega y Gasset en La deshumanización del arte, aunque obvia con indiferencia estos elitismos. Probablemente este interés se deba a que en estos capítulos se está empezando a entender Ulises. Sin embargo, el costumbrismo más usual (siempre dotado de una exactitud asombrosa y nada de complacencia literaria) que proporcionan la cena familiar o el viaje a Cork, o incluso los castigos corporales de los jesuitas, remiten mucho al mundo ya visto en el libro de relatos.

Marcel… En su cómic Dublinés, Alfonso Zapico dibuja una secuencia sobre una visita de Joyce a París en que Proust y él coinciden en una fiesta en honor de Stravinsky y Diághilev en 1922, seis meses antes de la muerte de Marcel y cuando probablemente era difícil que Proust abandonara su cama, mucho menos para socializar. Zapico dibuja un Joyce bromista, travieso, borracho y arruinado, atormentado por continuas enfermedades oculares, que intenta irse de juerga con Proust, quien lo rechaza. Ninguno de los dos ha leído la obra del otro, o eso dicen. Y sin embargo y a pesar de las diferencias, los paralelismos son variados. Son muy interesantes las comparaciones que Ernesto Castro les dedica en su curso Yo es Joyce (colgado en YouTube) sobre el carácter antagónico del uso por parte de ambos de dos mecanismos de sus literaturas, como el flujo de conciencia y su traslación tan diferente a la sintaxis (corta y afilada en el Ulises de Joyce, como luces de pensamiento que a modo de ocurrencia mental del personaje plasman en el texto su devenir; larga en el desarrollo, con frases encadenadas e interminables en Proust, como si el pensamiento fuera una madeja que se va desenrollando), o el sentido de las epifanías (constructivas y positivas en Proust, negativas o dolorosas en Joyce). Pero es inevitable pensar en cómo la obra de ambos es reflejo directísimo de su vida, como ambos escriben desde cierto exilio interior -inducido por la enfermedad y soledad en Proust, y por el alcohol y la ceguera en progresión en Joyce-, y cómo potencian mediante el gusto artístico la experiencia estética convirtiéndola en motivo de construcción personal de vida y pensamiento. Además, no se trata de un ensalzamiento de los antiguos sino de un reconocimiento de la influencia del arte y lo cultural en la cotidianidad de la vida intelectual; tiene que ver con las epifanías, por supuesto: son también fogonazos de recuerdo que inevitablemente llevan al pasado a una existencia con frecuencia solo mental. Ambos son especialmente hábiles en el retrato social local como reflejo de lo universal. Mucho de todo ello procede del contexto modernista, por otro lado.

Y, finalmente, frente al conjunto de estudios de Ulises que han recogido valores literarios y polémicas editoriales, es de destacar una lectura peculiarísima: la de Joyce como influenciado directa y decisivamente por la obra y sentido del arte de Richard Wagner. Para Alex Ross, la influencia de Wagner en la cultura de su tiempo y posterior, hoy día incluso, es insoslayable, y a eso dedicó las casi ochocientas páginas de Wagnerismo, en las que Joyce disfruta de un buen espacio. Ross da crédito a un autor anterior, Timothy Martin, autor de Joyce and Wagner: A study of influence, quien ya recoge que el periplo dublinés de Leopold Bloom aúna dos analogías del holandés errante que Wagner había dejado por escrito al afrontar su ópera: el viaje de Odiseo en busca de su casa y su mujer, y el judío errante condenado a una vida agotada hace tiempo. Bloom, recordemos era de ascendencia judía. Joyce había leído y subrayado ese texto de Wagner. Parece no obstante que a Joyce no le gustaba admitir que admiraba a Wagner, o que al menos su obra le atraía. Tal vez por placer culpable, pues no hay duda de que el romanticismo nacionalista no era del gusto de Joyce, si bien le resultaba relevante como contexto dramático. Pero Joyce tenía dotes y talentos musicales, y con frecuencia estudia en sus ensayos universitarios las obras de Wagner que llegaban a Dublín. Entre algunos de los elementos que emparentan a ambos autores, o que muestran al menos el peso de Wagner en Joyce, están la conexión entre las epifanías joyceanas y los leitmotiv musicales de Wagner, utilizados con recurrencia en su obra para no ya subrayar la presencia de un personaje definido anteriormente con su música en un pasaje anterior, sino para representar un recuerdo o emoción repentinos. Al Dedalus del “Retrato”, Ross le reconoce la actitud heroica de Siegfried al decidir salir de su país y vida para alcanzar el arte puro. Unas páginas antes de ese final, Stephen ha mencionado la ópera del anillo wagneriano. Pero el juicio de más interés literario que hace Ross sobre ambos autores es entender la inversión que Joyce realiza en Ulises sobre el diseño de su historia: utilizar una arquitectura mítica e introducir sus correspondencias en medio del realismo de un día concreto de la vida de un hombre en Dublín en 1904. Wagner, dice Ross, hizo de alguna manera lo contrario en el anillo: insertar las cuestiones sociales modernas en los héroes míticos usados como personajes. No es Joyce el único que hace esto, pero la maduración enormemente larga de un texto como Ulises no parece ajena, dado su carácter, a esta posibilidad de enmendar la propuesta wagneriana. No significa que Joyce rinda pleitesía a Wagner, dado el trato que da a Dedalus en Ulises como personaje frustrado y héroe caído y necesitado. Para muchos autores y críticos (de T. S. Eliott a Harold Bloom), Joyce destruye el arte del siglo XIX y desde luego a Wagner con él.

En fin, basta. Pues es hora de salir, de beber unas cervezas: este texto se escribe el día después de San Patricio.

Finalmente, un apunte personal: es difícil atraer atención sobre el “Retrato”. Leí Dublineses en 1992 (traducido por Cabrera Infante en la edición de Alianza) y en 2003 (en inglés). Al Ulises traducido por Salas Subirats le dediqué cuatro meses en 1999. Veinte años he tardado en interesarme de una vez por el “Retrato”, y ha sido empujado por el centenario de Ulises. Por significativo que sea esto, mi impresión es que el propio Joyce no gusta de su sinceramiento en el “Retrato”, que prefiere en realidad mostrarse bajo las diferentes "formas de creación" (de personajes, de estilo, de símbolos), que desarrolla en Dublineses y Ulises. Tal vez por ello sea su libro más descompensado, como creado por yuxtaposiciones que revelan su conexión y egolatría artística, pero a la par permite esta madeja de interpretaciones literarias y vitales que dan luz a la obra del genio.

Escrito en Sólo Digital Turia por Goio Borge

Cuando la tierra del exilio son las palabras, cuando el amor surge, ingrávido, sin pisar firme porque brota en el aire, en ese pasillo un tanto opresivo que conforman los aviones. Allí la lengua, la que besa, que la lame, la que apura, y la otra, la que construye, la que nomina el mundo. Álex y Sara transitan por esta otredad, física, lingüística, cultural, conociendo en el entretanto la enfermedad, la pasión, la voluntad de construir un territorio común. El resultado, “Geografía de la lengua” (Comba), de la escritora Andrea Jeftanovic (Santiago de Chile, 1970).

 

- ¿De qué modo las diferencias culturales operan a favor del amor y cuándo comienzan a convertirse en un obstáculo? 

- Frente a esta pregunta resuena en mí esta frase que está en alguna parte de la novela: “Si no nos vemos más comenzaremos a inventar emociones sintéticas”, porque de algún modo quise explorar la idea del «extranjero», pero de un modo más simbólico en tanto el otro siempre es un extraño, es un punto ciego. Acá se juega con la idea de no compartir lengua y territorio, pero, como digo, está la idea de que en toda relación hay palabras no traducibles, la omisión, la incomprensión. Y también pensar quién es el extraño, el extranjero, la condición de extranjería en un mundo abierto y en permanente conflicto. Y, claro, siempre una historia íntima, se busca su expresión y también apunta al sentido de la traducción, de generar un lenguaje común. Toda relación cercana es el recorrido de una negociación con el otro, con lo diferente, el camino en la creación de un terreno común, capaz de reconciliar dos universos distintos.

Además, quise explorar la «mediación» que puede existir en la pareja, quizás en toda relación íntima, porque desde la carta, la relación entre dos personas está mediada, distanciada, idealizada y confrontada a través de una serie de ideas, orígenes, expectativas. Ahora, con otros medios y tecnologías, se impone otro ritmo, otra velocidad, un espacio intangible, una permanente creación de archivos inmediatos (frases, imágenes, etc.,) que reemplazan la ausencia del otro que siempre está en fuga. Entonces, por qué no pensar eso con un ritmo narrativo acelerado y en la reiteración, de estructuras sintácticas que subrayan la obsesión por el paso del tiempo y la pérdida y la distancia con otro.

La alucinación por el decir, por la pérdida de la palabra, del lenguaje y la sustitución del encuentro por el texto en la pantalla. Pienso en frases como ésta: “Besos que ni siquiera eran besos de tan nerviosos, de tan rápido. Su historia en ciudades extranjeras. Travesías incomprensibles en una mañana de esquinas. Cómo desandar la propia historia. El derecho a la fatiga. Lo que se dice, lo que no se dice. Lo que se hace, lo que no se hace. Lo que se deja de hacer, lo que se reconoce que no se está haciendo”.

 

- ¿Hasta qué punto, como sucede en la novela, el contexto sociopolítico puede influir en los avatares de una historia de amor?

- En esta historia imaginé el cuerpo de una pareja como un campo de batalla en el que se cruzaban las tensiones geopolíticas y quería imaginar cómo eso repercutía en sus emociones, en su lenguaje corporal y emocional. Cómo se manejan los miedos en la atracción. Establecer ese itinerario del viaje norte a sur, de oriente a occidente, el viaje a través de las culturas, el viaje a través del de los atentados a civiles castigando a los viajeros comunes impulsados, en esta historia, por la energía de la pasión y cruzados por tánatos. Porque también hay una segunda parte de la novela que problematiza el lenguaje médico, el lenguaje económico. Y al mismo tiempo, cómo imaginar un romance sin gramática ni familias ni amigos en común.  ¿Es posible existir sin tal contexto?

 

“Los celos, el amor, el deseo, son verdaderas puestas en escena en nuestra mente” 

- Da la sensación de que la historia de amor, en realidad, es una especie de MacGuffin para hablar sobre ciertas cuestiones políticas…

- Diría que es algo más polisémico, porque sí tenía la intención de reflexionar sobre las relaciones de pareja, de la imaginación de otro, de la máquina ficcional que despliega cuando estamos enamorándonos de otro, de otra. Los celos, el amor, el deseo, son verdaderas puestas en escena en nuestra mente. También es ingenuo pensar que, en nuestra dimensión amorosa, no somos cruzados por los conflictos exteriores que nos circundan, nos cruzan sin darnos cuenta, tomando forma de miedo, prejuicios. Parafraseando la película de Sofía Coppola, siempre estamos perdidos en la traducción, como está en la escena: dos desconocidos se encuentran en un aeropuerto y se dan un beso. “No un beso cualquiera. Un beso en la sala de espera. Un segundo beso en la puerta de embarque de un vuelo de conexión. Me besó sin entender bien lo que decía ni las preguntas que intentaba hilar en su idioma”.

Es el cuerpo de los viajeros que se desplaza, el cuerpo enfermo que se deteriora. También quise trabajar la relación de pareja, dos personas que se encuentran y se dedican a satisfacer lo que ese otro provoca, que es deseo, claro, pero también miedo, sospecha, jerarquía, dominación, intimidad, complicidad.  Por eso me resultaba apropiada la polisemia del término «lengua» como campo lingüístico y cultural (el idioma), y como un órgano físico que sirve para la comunicación verbal y erótica.

Y, por supuesto, un libro siempre tiene algo de homenaje tímido y tartamudo, el mío es hacia el guion-libro-película Hiroshima Mon Amour, de Margarite Duras/Alain Renais, hacia Marcas de nacimiento, de Nancy Huston, al decálogo cinematográfico de Kristof Kieslowski, en especial, la que se titula Amarás a Dios sobre todas las cosas, que expone dos racionalidades en torno al resquebrajamiento del hielo del lago de la ciudad.

 

“Somos efímeros, el atentado al clic de la tecla del celular o la guerra puede arrasar con todo a su paso” 

- A la obsesión por el tiempo se añadiría, por tanto, la cuestión que se relaciona directamente con el siguiente punto de nuestro análisis: Álex y Sara se conocen en un avión, es decir (o podríamos decirlo), un no lugar, según la denominación de Marc Augé. ¿Cómo reapropiarnos de esos espacios en los que no se espera que nada importante suceda? Para que un libro no se convierta en un no-lugar, ¿qué se requiere? “No hay silencio en los hospitales”. ¿Sí en la escritura?

- Escuchar el silencio en la escritura es algo absolutamente necesario; el silencio no está sólo en los puntos suspensivos (…), está en cada frase de un modo signado, en la elipsis que son saltos de tiempo o trama, pero también en eso no dicho, lo que está al otro lado del espejo. Del cuerpo, la lengua-molusco, anatómica y visceral, del cuerpo también la lengua, conceptual y sonora.  Las lenguas, la doble lengua del beso, la doble lengua del habla que se anuda en espiral. La revisión de lo amoroso se transforma en un pretexto para hacer confluir discursos lingüísticos, emocionales, históricos, geopolíticos y biológicos, creando un palimpsesto de sentidos.

Las dos historias tramadas dentro del texto no corren paralelas, sino que se superponen, una contiene a la otra, una es una metáfora de la otra. Somos fronteras, efímeros, el serpenteo del petróleo, el atentado al clic de la tecla del celular o la guerra puede arrasar con todo a su paso.

 

“Los recuerdos heredados son algo como un sistema eléctrico que enciende y apaga tu cerebro de modos misteriosos” 

- ¿Cómo nos condicionan los recuerdos heredados? La infancia ¿domina siempre la adultez, como un niño vengativo? ¿Por qué decidió que los protagonistas narraran la historia pasando de una voz a otra sin aviso previo para el lector?

- Diría que los recuerdos heredados son algo como un sistema eléctrico que enciende y apaga tu cerebro de modos misteriosos. Me ha interesado especialmente los recursos posnémicos, esos que uno no podría recordar porque no los vivió, pero de una forma y otra nos afectan, se hilan inclusos y arbitrarios de generación en generación. Son un prisma interno que nos condiciona a mirar de una forma particular, adquieren formas que se contaminan de otras sensibilidades y momentos de la historia. Son verdaderos agujeros negros en nuestras biografías que se asoman entre la incertidumbre y un aparente vacío y la oscuridad. Nos llevan a intentar descifrar ese pasado difuso, del cual solo quedan algunas certezas que persiguen como rastros que permitan crear memoria por medio del ensamblaje de diversos eventos y hallazgos. En ambos casos se hace imposible acceder al momento de los hechos históricos y familiares y comprobar de manera tangible su existencia; solo queda intentar predecir, teorizar y crear imaginarios para definir una memoria o bien evaluar los efectos que esas omisiones o traumas dejan en la subjetividad de los personajes.

 

*Fotografía de Julia Toro.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Otra (Tránsito) es un aullido de quien no se sostiene pero juega a intentarlo, sorteando los convencionalismo de una sociedad que condena a las mujeres descarriadas que, como Mónica, la protagonista, emplea los tragos de alcohol como cayado anímico. Su autora, Natalia Carrero (Barcelona, 1970) se adentra de nuevo en la inagotable naturaleza de los personajes rotos, orillados, los que quedan de puntillas en los arrabales del sistema.

 

“La enfermedad incurable es la propia vida”

 - ¿El mundo es una enfermedad incurable?

- El mundo es una enfermedad peor que incurable, pero es el mundo que tenemos y, por otra parte, el mundo también es capaz de denostar la enfermedad cuando la enfermedad es intrínseca a la vida misma. La enfermedad incurable es la propia vida. 

- ¿Cuánto de una misma y cuánto de otra u otras hay cuando se escribe?

- Tanto como la distancia que se decida adoptar, o que a veces ni se decide. En mi caso, me dejo llevar mucho por las demandas de la propia escritura. Son las demandas de mis inquietudes vitales y como escritora las que lo deciden. En este caso, hay mucho. Pero no importa tanto la cantidad sino que haya, en cualquier caso, un componente de verdad.

 

“Me doy licencia para jugar, para jugar a lo literario, para jugar bien” 

- Destaca de tu escritura lo libérrimo de la misma, y el punto lúdico que no rebaja, en ningún caso, la intensidad y crítica. ¿Debe de haber límites a la hora de escribir?

- Me gusta que digas que lo lúdico no va en detrimento de lo serio; lo libérrimo es un hallazgo y una necesidad para escribir y articular este tipo de ideas sobre abismos que me propongo representar, porque tengo que tirar por sitios, por lugares no comunes, me voy mucho a la rareza y lo extraño para mí misma, y en esa extrañeza hay una libertad que es la que quiero, la que necesito, la que me permite navegar en las palabras. De ahí me sale el juego y me doy licencia para jugar, para jugar a lo literario, para jugar bien. 

- Hay ciertas constantes en tu escritura: la insubordinación a la narrativa clásica, cierta tendencia al caos, un determinado fluir de conciencia, rasgos temáticos que terminan por brotar (como la incomunicación o el aplastamiento del sistema). Un escritor, ¿escribe siempre desde sus obsesiones?

- Me gustaría responderte que no, que un buen escritor no debe hablar de sus obsesiones, sino tener los pies en la realidad con toda su complejidad y moralidad, darse cuenta del cuadro completo; por eso no me considero una buena escritora, porque estoy atravesada por mis obsesiones, pero las condiciones de cada escritor son diferentes y las mías, por las prisas del tiempo, son las que son. Me moriré antes de hacer una novela que no hable de ellas, aunque si escribiera una novela dickensiana también recogería mis obsesiones, pero no sólo. 

- En qué casos, de haberlos, conviene ocultar parte de nosotros incluso a nuestra pareja, como hace Mónica con su secreto.

- No lo tengo claro… En teoría convendría no ocultar ningún secreto, pero en la narrativa me funcionaba lo contrario. Es mucho más dura la realidad, claro, en la vida habría que afrontar que quedara al descubierto todo, lo bueno y malo, lo bicolor y lo tricolor, el abismo y sus entrañas.

 

“Me gusta creer que la literatura ayuda a la vida, que es esa tabla de salvación” 

- Durante la pandemia, el entonces ministro de Cultura  José Manuel Rodríguez Uribes afirmó que “primero la vida y luego, el cine”. La literatura ¿es vida, supone vivir menos, como dicen algunos, la prolonga, se puede vivir sin arte?

- En Soy una caja, una de mis anteriores novelas, hablo de eso. Trata de una joven que no puede soportar la vida y se aferra a la escritura como tabla de salvación; ese debate vida/literatura es interesante. Desde luego, a nivel experiencia primero es la vida, salvar vidas, hacer algo útil de verdad, hacer trabajos de verdad. Luego, la literatura, y vamos a quitar de en medio la cultura de la banalidad. Me gusta creer, aunque me equivocase, que la literatura ayuda a la vida, que es esa tabla de salvación. Algo que se dice mucho entre los escritores es que lo que sirve para escribir sirve para vivir; además, en los peores momentos, existe el consuelo de la literatura. Son dos cosas que se complementan, sin perder de vista que la literatura no es una entidad viviente que nos ayude a hacer algo concreto, no fabrica pan. 

- Carmen Martín Gaite decía que no se trata de “vivir para contarlo” sino de “vivir, y después contarlo”…

- Exacto, nombrar la experiencia, como decía Simone Weil es poner palabras a lo vivido. Cuando se hacen demasiados artificios literariamente falta vida, observación y atención; no se trata de vivir cosas intensas o dolorosas pero sí de vivir con atención y contemplación. 

- ¿En qué momento la línea limítrofe que separa el consumo saludable del alcohol del abuso comienza a desdibujarse?

- Diría que es muy fácil pasar al otro lado y cuando se pasa ya todo es lo mismo, es una zona como la intersección entre la consciencia y la inconsciencia, y explorar esa zona resulta apasionante, es una zona intermedia donde no hay distinción entre lo vivo y lo muerto, entre el día y la noche, lo sano y lo enfermo, donde se junta la pasión máxima. 

- ¿Es más fácil distinguir esa zona en la literatura que en la vida? ¿Cuándo uno se pasa de listo escribiendo?

- Para escribir bien tienes que haberlo observado y atendido bien, puedes haber habitado esa zona de la que hablamos y haberle prestado atención, pero puedes no ser capaz de escribirlo.

 

“Todo merece ser contado, hasta cómo una tortuga cruza la carretera” 

- ¿Cómo se sabe qué cosas de la vida se pueden convertir en materia literaria?

- Todo merece ser contado, hasta cómo una tortuga cruza la carretera, como hace Steinbeck en Las uvas de la vida, una novela de humanidad atroz, sociológica, de género, en donde cuenta eso mismo porque también es vida, todo es material para la artesanía literaria si está bien hecha y hecha desde una observación para conocer qué es eso y tratar de comprenderlo, o al menos respetarlo. 

- ¿Cuánto de ebriedad tiene la escritura?

- Mucho, pero también de sobriedad, y me interesa esa escritura que mezcla, que juega a la alquimia, a lo mutable, donde se producen procesos, vertiendo sobriedades y ebriedades, moviendo lo lúdico, haciendo armonías y desarmonías. 

- Esa transmutación no sucede en el ochenta por ciento de los libros que se publican, la mayoría complacientes y cómodos… ¿Por qué la buena literatura no llega al público de masas?

- Quien escribe hoy tomándose en serio la escritura no está queriendo apartarse y formar minoría, al contrario, trata de acercarse; pero se publica tanto producto de mercado, escrito por y para el mercado, sin intención literaria, que produce un serio problema de acceso. Lo minoritario no vende y se genera esta falla en la interlocución, aunque por suerte siempre habrá quien nos lea. Pero no, la literatura no llega a todas partes. 

- ¿Tiene que ver el hecho de que la propia obra ha sido desplazada en importancia por la figura del autor, que se ha convertido en una especie de marca o franquicia?

- Hay unas egolatrías muy desproporcionadas, la cuestión es si quieres ser escritor porque te gusta escribir o por el postureo, porque quieres una imagen de lo que crees que es un escritor; esa gente ha hecho personaje de sí mismos, se preocupan de sus propias promociones y son ellos materia de escritura, tienden a autofagocitarse, sin recordar que somos materiales fungibles. Si tus materiales de escritura comienzan y terminan en tu selfie, ¿cuál es el recorrido de lo que me vas a narras? No hay narración posible. 

- Donde sí que hay mucha narración y mucho relato en el ámbito de la política, porque ambas palabras aparecen en los discursos cada vez con más asiduidad…

- Es inquietante, y al mismo tiempo se mezcla todo, lugares comunes para el discurso hegemónico, que da consignas fáciles para que todos nos entendamos y estemos de acuerdo; olvidan que no todos queremos una misma narrativa, que queremos discusión, y matices, y conversaciones más interesantes y complejas. 

- En sus libros, ¿cuánto de Diarios de una borracha, el diario de la protagonista, hay, es decir cuánta puesta en abismo?

- Es muy vivencial, se puede decir, mucho, y por eso no puedo negar que, al publicarse, sintiese un poco de pudor. 

- Pudor que se vence…

- Afrontándolo, que tampoco es para tanto. Y que hay cosas peores; al fin y al cabo, somos una clase media que hacemos lo que nos da la gana, con cierto compromiso de hacerlo bien.

 

Me detengo en esa temática que siempre aparece en sus historias, ese sutil aplastamiento al individuo por parte del sistema. Apenas hay reflejo en la literatura de hoy de la lucha de clases, cuando sigue siendo la enjundia del problema, el binomio fracasados y poderosos, y quién sostiene la cuerda a cada lado…

- Empleamos este lenguaje porque el nudo gordiano es el conflicto comunicativo, a un lado están los poderosos y al otro, otros poderosos, pero hay quien queda fuera. Utilizo esos términos simplistas en mis novelas, así que el único triunfo sería el triunfo del discurso narrativo imprevisible, romper la sintaxis de la propia novela.

 

En esa angostura que provoca el sistema, ¿qué margen de libertad tenemos?

- Hay muy poco margen. A lo que llamamos libertad no lo es, ese discurso buenista de «te lo mereces», «puedes hacerlo si realmente lo deseas», etc. nos atrapa, como estamos atrapados por los datos y el algoritmo. Las instancias libres están en los hackers y en las sombras del sistema, en los que no entran en esta interlocución.

 

¿Ha afectado la corrección política a la escritura?

- Puedo decirte que yo me he recortado mucho, quería ser incómoda pero no por mucho rato; de alguna manera sigo teniendo autocensura o autocancelación, la época me pesa al escribir, me gustaría tener más fuerza y ser más bestia.

 

¿Qué te lo impide?

- Yo misma, mis tensiones a la hora de escribir. Termino y siempre pienso: «Qué poco he hecho». La literatura debe de ser algo que incomode a la gente, porque está hecha con fisuras y restos del naufragio.

 

¿De veras no hay nada peor que una mujer alcohólica, como se afirma en la novela?

- Esto es lo que diría la sociedad ahora mismo, esta sociedad patriarcal, con su discurso misógino. Las mujeres, en general, han sido las perdedoras y las intoxicadas y drogadictas son las perdidas, por eso las defiendo.

 

Si Mónica hubiera tenido un interlocutor, alguien que la escuchara y al que fuera capaz de contarse, ¿hubiera cambiado su historia?

- Sí, Mónica es producto de una época dominada por el discurso hetero-cis-normativo, todo lo que se saliese de esa norma es censurado. Si trajésemos a día de hoy a Mónica hubiera encontrado otras interlocutoras, no hubiese tenido tanta zona de silencio consigo misma.

 

El Chat GPT ¿pone en entredicho la creación?

- Prefiero las novelas hechas por una inteligencia donde todo sea natural y nada artificial; no lo veo como una amenaza, nos lo podemos tomar, incluso, como un aliciente para escribir mejor. La inteligencia artificial nunca hará las cosas que un escritor puede hacer con el lenguaje.

 

Asimov confesaba tener demasiada fe en la estupidez humana como para amedrentarse por la inteligencia artificial…

- Exacto. Por ejemplo, el idiotismo, el lenguaje disfuncional, terminan siendo inatrapables, mientras que las frases bonitas y peripuestas, planas, vacías, están atrapadas en sí mismas. Se llama límite.

 

¿Quiénes forman la estirpe de escritores de los que te consideras parte?

- Nombro a Virginia Woolf, a Martín Gaite, a Belén Gopegui, te nombro a ti… por supuesto a Simone Weil, Hebe Uhart…

 

¿Un libro que te haya conmovido últimamente?

- Todos deberíamos romper, de Marta Gordo; habla de un extrañamiento, de una situación personal que resulta, en su conjunto, sociológica.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Fenomenología de la pregunta

27 de octubre de 2023 14:30:39 CEST

Tomarse el trabajo de responder una pregunta es más significativo que el de la formulación de la propia pregunta. Ciertamente, la pregunta manifiesta por sí misma una solicitud. Solicita un esfuerzo por ser respondida. Una pregunta no consiste en preguntar y quedarse simplemente sin respuesta o dejar la pregunta abierta. Es mucho más absorbente responder una pregunta que estar siendo preguntado continuadamente de un modo reiterativo, sin ningún respiro, para una posible y remota respuesta a alguna o ninguna de ellas. Ser preguntón tampoco es una actitud acertada. El diálogo o comercio entre pregunta y respuesta se ha de dar en el caso de la una para la otra— secuencialmente— hasta invertir los polos de ambas. De manera que la importancia de la pregunta y la respuesta vaya alternando en uno y otro polo a modo de comercio entre las partes interesadas en una transacción, desnudándose la una para la otra, cual juego entre amantes, en el que todo acaba por responderse por sí mismo, ajustado todo ello por el resultado al que, en primera y última instancia, toda la pregunta en su totalidad remitiría (y presumiblemente no se dará el diálogo entre pregunta y respuesta cuando dejemos de preguntar. Sin embargo, las preguntas también pueden ser infinitas o ser sucedidas una tras otra de un modo indefinido).

Por lo tanto, el acto de responder una pregunta es más significativo que el de la mera interrogación.

En primer lugar, uno no pregunta y ya, y se queda como estaba. En toda pregunta hay una respuesta implícita que requiere ser manifestada, y puede incluso que el que la formula no sepa que hay un indicio de por dónde comenzar a elaborar la respuesta desde su preguntar.

Preguntar supone ante todo el final de un recorrido, un alto en el camino, desde el que se vislumbra una posible continuación del mismo pero que no puede continuarse a menos que respondamos a la pregunta traída a colación y continuemos así con la natural marcha del discurso.

La inversión entre pregunta y respuesta es la siguiente: la pregunta atrae a cualquier posible respuesta y que trate de compensarla, y da una muestra parcial de su pasado discursivo hasta ese preciso instante interrogativo. La respuesta, por su parte (en caso de darse), promete un futuro y natural desenvolvimiento de la pregunta ávida de respuesta y que, por consiguiente, desencadena más discurso. Sin esa respuesta válida a ese discurso que continúa –y que por el momento no ha encontrado otro modo de discurrir que no sea a través de la neutralización sistemática de la pregunta formulada— no habrá más juego discursivo con el que tratar de responder la impertérrita y petrificada pregunta. Todo ello ocasionado por no encontrarse con los precisos y apropiados recursos lingüísticos con los que auspiciar, acoger y, sobre todo, articular con justicia por qué incurrir en ese preguntar y por qué hacer esa pregunta en concreto y no otra cualquiera que bien podría no haber anulado, hasta ahora, todo lo discurrido hasta ese preciso momento interrogativo. 

Ahora bien, a la hora de formular una pregunta, ha de desarrollarse una posible respuesta que venga de la propia pregunta dada. Toda pregunta contiene o implica una respuesta aún por formular; aún por darse desde su preguntar. Conscientes de tal posibilidad, una pregunta ya hecha y pertinentemente elaborada manifiesta de un modo tácito una respuesta. Toda respuesta arrastra consigo misma, por consiguiente, una pregunta que está siendo respondida. Si la pregunta se puede hacer, entonces la respuesta es también posible de ofrecer. Toda pregunta bien hecha y coherente con el sentido proposicional del discurso que la engendra —el cual es acorde con el sentido congruente e histórico de la realidad— puede ser respondida en un ulterior discurso, con las palabras precisas para la pregunta en cuestión.

Toda pregunta incuba, por lo pronto, su propia respuesta. Y toda respuesta proyecta en el futuro discursivo del hablante más preguntas que, poco a poco, habrán de ir siendo respondidas o, por el contrario, ser rotuladas como indecidibles, y sortearlas mediante un rodeo que las evite, y mostrar otras vías discursivas para continuar con la exposición del restante discurso aún por acontecer. Esas vías (tanto para responder a la pregunta como para sortearla) suelen ser la respuesta fáctica de la historia acontecida y epistémica de lo Real.

Querer mostrar un discurso es propio de los que necesitan medios específicos de expresión de sus ideas. Estas expresiones encuentran habitualmente una canalización a través de la problematización de lo Real por medio de preguntas, y un modo de expresar una interioridad individual hacia un común conjunto de cosas que se manifiestan a modo de preguntas todavía sin respuesta.

Sin embargo, no es necesario hacer una pregunta tras otra con tal de desentrañar lo Real en un sondeo historiográfico hasta el origen de la causa que suscita ése preguntar. Es preciso, por el contrario, preguntar por lo fundamental, lo cual se convierte en la pregunta definitiva. La pregunta digna de hacerse. La primera y última labor por la que vale la pena preguntar.

La pregunta que importa y que eventualmente es pensada y meditada por algunos es la pregunta digna. La pregunta verdadera, y cuya respuesta desvelaría el carácter verdadero del asunto abordado, sondeando hasta su origen no únicamente el motivo de por qué la hacemos, sino por qué preguntamos con la naturalidad que caracteriza al ser humano (y también por qué proyectamos preguntas entre nosotros mismos).

Ciertamente, el ser humano es el único lugar histórico del acontecer del Ser que puede albergar preguntas. Aquellas preguntas que se hace son categóricamente para él y no de dominio de ninguna otra especie. La especie que pregunta y que responde es la del ser humano. El ser humano, por lo tanto, es el único que puede formular y responder sus propias preguntas. Las preguntas son exclusivamente de dominio humano y de nada más. No hay un quién fuera de la especie humana que pueda responder sus interrogantes.

Luego, lo interrogativo es el común elemento del ser humano. Un lugar donde proyectarse a sí mismo dentro de una esfera de habitabilidad. Una habitabilidad sustentada por preguntas e interrogantes que someten su raciocinio al dominio del ser humano sobre sí mismo. Posteriormente puede ocurrir que las preguntas le lleven de un lugar a otro, pero en primer lugar son para dominarse psicofísicamente dentro de las esferas de supervivencia y de habitabilidad. O de dominar a especies que ladran, relinchan, balan, maúllan, mugen, barritan, trinan, ululan, croan, rebuznan o cacarean… pero que no preguntan. Tan incapacitante es el silencio de tales especies que no les queda otra que sustituir su mutismo inquiridor por otros sonidos que poco les valen ante el apabullante arrumbamiento de sí mismas por parte de la excepción humana sin que ningún Dios lo impida. Únicamente lo político puede hacer virar las direcciones e intentonas humanas (por parte de lo humano y su mundo administrado) y retroceder mínimamente hacia un origen que, de hecho, no ha hecho más que comenzar a modo de pregunta aún por ser respondida.

Si una pregunta es imposible de alcanzar no es porque no se haya dado como incontestable por el asunto abordado, sino porque no se ha dado con la formulación inquiridora apropiada como para desnudar y articular el lenguaje con la pertinente pregunta. El desnudo diálogo entre pregunta y respuesta solamente puede darse como forma ulterior de entendimiento, pero lo importante y lo que permanecerá lo fundan las preguntas que se desnudan ante una posible respuesta.

Cierto es que hay una gran variedad de preguntas aún por responder. Sin embargo, todas quedan incardinadas por un mismo sentido anímico que, confesadamente, habla del motivo de nuestra existencia. Esa pregunta es la explícita interrogación en torno al sentido del Ser. Su primacía destaca por encima del resto de preguntas. Una primacía que desbanca y desbarata cualquier otra pregunta que no sea esa o que remita a ella. Bien puede ser formulada de otro modo a cómo se ha estado haciendo hasta ahora, pero siempre tendrá como horizonte ontológico el desvelamiento del sentido del Ser y esa es la urgentísima labor que se propone la actitud inquiridora en estos momentos. Los múltiples modos de ser la pregunta por el sentido del Ser siempre tienen como lugar común un horizonte ontológico. Un común modo de ser más allá de la mera interrogación. Un común modo que una y otra vez remite a la dignidad filosófica y su modo de ser inquiridor.

Escrito en Sólo Digital Turia por Lucas Benet

Hacer claro lo oscuro

20 de octubre de 2023 13:46:10 CEST

No son pocos los escritores que además de poesía escriben prosa, pero quizá sí son menos los que en la prosa no se dejan llevar por sus efluvios poéticos y renuncian a alambicar sus frases con retorcidas metáforas. Por todo lo que he leído de la obra de Javier Salvago, tanto en verso como en prosa, me atrevería a decir que ninguno de sus textos llevan la mácula del esteticismo vacuo ni están  imbuidos de profusas ornamentaciones verbales cercanas al barroquismo o a expresiones abigarradas. Se diría, más bien, que en uno y otro caso, en verso y prosa, Salvago no ha abandonado nunca las dos principales señas de identidad que han caracterizado desde su primer libro toda su restante escritura, y que no son otras que la sobriedad discursiva y la sencillez en el decir. Él mismo ha escrito alguna vez, de manera lacónica y contundente, que a la hora de darle forma a las ideas de lo que se trata es de "hacer sencillo y fácil lo complejo, claro lo oscuro", cosa, todo hay que decirlo, que ya en su día Juan Ramón Jiménez juzgó como lo más conveniente para cualquier escritor que quisiera ser comprendido, pues "No se trata de decir cosas chocantes, sino de decir la verdad sencillamente, la mayor verdad y del modo más claro posible y más duradero", algo no tan difícil de ejecutar si uno no quiere caer en lo conceptuoso o en la oscura palabrería.

Nada como la nada es un libro de aforismos —el segundo en la producción textual del escritor sevillano, después de que en 2016 publicara Hablando solo por la calle— en el que sus máximas, mínimas, fragmentos y frases sueltas no pretenden complacer al lector ni tampoco darle una visión amable de la compleja realidad en la que estamos inmersos. Su título, además, remite claramente al poemario Nada importa nada (2011), donde, en uno de sus poemas, ya avisaba de la poca importancia que tiene todo. De ahí que Salvago tampoco en este libro condescienda con el buenismo o con los postulados falsamente esperanzadores que le hagan creer al lector que el mundo lo tiene todo para ser un paraíso. Lo sería, tal vez, si sobráramos nosotros, los seres humanos, que, según él, somos quienes hemos convertido un paraíso a nuestra medida en un infierno a la medida de todos. Traspasados de desilusión, pesimismo y decepción, los aforismos reunidos en este libro muestran un perfil del autor y su mundo que dejan poco lugar a las dudas o a la confusión, pues una y otra vez, página tras página, expresan una visión descarnada de la existencia, a la que prácticamente no se le concede casi ningún resquicio de exultación y de la que pareciera que no hay mejor salida para escapar de su sinsentido que desaparecer, ya que "El mundo es una manzana podrida y los gusanos somos nosotros". Resulta cuando menos curioso que este descarnamiento con que Salvago contempla actualmente la vida ya lo mostraba en su primer libro de poemas, La destrucción o el humor (1980), donde en una de sus Soledades advertía que "por esta senda, / que llaman vida, todos / vamos a tientas, / igual que un ciego. / En ceniza terminan / todos los fuegos". Pero esos fuegos en los que termina cualquier vida no son únicamente aquellos a los que nos veremos abocados todos al final de nuestra existencia, sino también esos otros (más indignos o más ruines) producidos por quienes, en lugar de hacernos la vida más placentera, menos problemática y sobre todo más verdadera, se dedican a enturbiárnosla y a falsearla con vanas promesas de felicidad: "Miente, político, los tuyos y los bobos te creerán". Lo que Salvago nos reclama es que no creamos a ningún embaucador o farsante disfrazado de bienhechor. De ahí que su mayor crítica vaya dirigida a los políticos y a quienes detentan el poder, sea este económico, religioso o incluso cultural, pues "con tanto político cínico, vamos a tener que exigir que se introduzca en el código penal el delito de insulto a la inteligencia y a la sensibilidad".

Las redes sociales, Dios, el dinero, la historia de la humanidad, también buena parte de la poesía y la cantidad de crímenes que se han cometido en el mundo en nombre de la verdad, la moral y el saber de cada época, son algunos de los temas sobre los que reiteradamente se ceba el autor de Nada como la nada, título con que ha bautizado su libro no por afán de producir una bonita eufonía, sino porque, fiel a su desencantamiento de la existencia, cree que es el locus amoenus donde mejor se puede estar: "La muerte es lo mejor que nos puede pasar. Pero eso solo lo descubrimos cuando nos morimos y ya no podemos contarlo". No sé si Salvago habrá leído a Schopenhauer, pero a tenor de su aquiescencia por el desengaño y su concepción de la vida como fuente de dolor, parece que no anda muy lejos de las tesis filosóficas del pensador alemán, quien en algún lugar de su obra manifestó que si bien en un principio todo es un frenesí de deseos y un éxtasis de placer sensual, poco después, sin embargo, llega el turno de la frustración y de la paulatina destrucción y el marchitamiento de las ilusiones. Schopenhauriano o no, el caso es que también los aforismos de Javier Salvago se prestan a una lectura anatematizadora de la vida, sin concesiones a ninguna promesa de felicidad duradera, esa "pelotita de los trileros" o esa "zanahoria con que nos engatusa la vida cuando se cansa de darnos palos". A las toneladas de ilusos o ingenuos que salen cada mañana a comerse el mundo, Salvago los manda directamente a comerse una mierda, esos "tipos con trajes caros que se levantan cada mañana muy temprano con el único afán de ganar dinero, caiga quien caiga, muera quien muera". La vida debería de ser otro afán, otra cosa. Pero ¿qué cosa, qué afán? Pudieran ser el amor o el humor o el talento o la inteligencia, pero no. Porque nada puede ya contra su desencanto. Nada, excepto la nada, que todo lo borrará como si nunca hubiera sucedido.

 

Javier Salvago, Nada como la nada, Apeadero de Aforistas, 2023.        

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

Poco se sabe del autor turolense Isidoro Villarroya y Crespo, escritor de la primera mitad del siglo XIX, pero hemos podido acceder a su expediente administrativo, su “Hoja de servicios” —que se encuentra en el Archivo del Instituto “Vega del Turia” de Teruel—, y de ella podemos extraer los datos biográficos y bibliográficos básicos que exponemos a continuación.

 

Biografía de Isidoro Villarroya y Crespo

Nace el 3 de abril de 1800 en el pueblo turolense de Corbalán y a los13 años comienza sus estudios de Gramática latina en las aulas públicas de la ciudad de Teruel. Un año después, en 1814, obtiene una beca de número en el Real y Conciliar Seminario de Teruel y cursa como seminarista interno Filosofía, y dos años de Teología escolástico-dogmática y Sagradas Escrituras. En 1824 obtiene por oposición el Magisterio de latinidad en la villa de Mora de Rubielos, y en 1827 el título de Preceptor de latinidad. Ese mismo año, es invitado por el Obispo de Teruel a desempeñar la Cátedra de Retórica y mayores del Seminario Conciliar, cargo que ejercerá durante 18 años.

En 1834 es nombrado vocal de la Junta de Instrucción primaria de la provincia de Teruel y en 1845 será comisionado por el Excelentísimo Ayuntamiento para redactar la contestación que se debía remitir a la Comisión provincial de Monumentos históricos y artísticos de dicha ciudad. También el año 1845 fue invitado, con motivo de la creación del Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, a ocupar la misma Cátedra que desempeñaba en el Seminario Conciliar. En marzo de 1847 recibió el nombramiento de Catedrático de Latín y Castellano de ese mismo Instituto. En 1853 fue invitado por el Obispo de Teruel a impartir clases de griego en el Seminario, lo que hará hasta su muerte el 19 de mayo de 1855.

La práctica totalidad de sus libros los edita en Teruel, en tres Imprentas (Gimeno, García y Zarzoso), pero editará un libro, por el que es más conocido, en Valencia, en la colección del librero, editor e impresor, Mariano de Cabrerizo.

El primer texto que publica es un folleto en 16º, El Santo Via-Crucis y Dolores de María, en cuartetas y décimas (Gimeno, Teruel), en 1834. Tres años después,  en  1837, unas Lecciones de geografía (Gimeno, Teruel), en un tomo en 8º. Al año siguiente la novela histórica, Marcilla y Segura o los amantes de Teruel. Historia del siglo XIII, en dos tomos en 16º, editados por Cabrerizo en Valencia. En 1840 edita en un folleto en 16º, unas cuartetas con el título, Inventiva contra la blasfemia (Zarzoso, Teruel). Cinco años después, en 1845, publica tres libros: Baturrillo o una caravana estudiantina (Zarzoso, Teruel), en dos tomos en 16º papel marquilla, una obra satírica; y los dos libritos que a nosotros nos interesan, Las ruinas de Sagunto. Poema histórico perteneciente a la época de la dominación cartaginesa de la España Antigua (García, Teruel) y El hombre de la cueva negra o las ruinas y restauración de Sagunto, hoy Murviedro, los dos libros editados en Teruel, por la imprenta García, en dos tomos en 8º.

 

Isidoro Villarroya y el “Mito de Sagunto”

Estos dos últimos libros pueden considerarse como formando una unidad, tanto desde un punto de vista temático como de cronología referencial: los avatares de Sagunto desde su asedio y destrucción en el año 218 a. de C,  hasta su reconquista por los hermanos Escipión, Publio y Cneo Cornelio, cinco años después, en el 212 a. de C. Si bien,  ambos difieren en su género textual. Por una parte, Las ruinas…, es un largo poema épico, escrito en versos endecasílabos, con rima asonante en los versos pares (manteniendo la siguiente regularidad: los cantos I y II la rima es é o; el III y IV,  í o; el V y VI,  á o; y el VII y VIII,  é a) y en él se refieren los hechos constitutivos del “mito de Sagunto”, siguiendo las fuentes clásicas y los estudios historiográficos contemporáneos a su autor, como él mismo refiere en el prólogo y en la multitud de notas que acompañan a su texto.

Por otra parte, El hombre de la cueva negra…, es una novela en prosa, en la que el autor narra unos amores y unas peripecias ficticias, enmarcadas en el periodo siguiente a la destrucción de Sagunto hasta desembocar en la restitución de la ciudad tras su conquista por el ejército romano, si bien todo el primer capítulo, así como la totalidad el tercero, y parte del segundo y cuarto, refieren acontecimientos históricos anteriores que lo ligan con el poema épico.

Las ruinas…, es un poema de factura clásica, que sigue estrictamente el canon épico y se atiene al paradigma de la narración del mito saguntino, extrayendo su información de las fuentes clásicas (Polibio y los excerpta de Fabio Píctor, Tito Livio y Apiano), así como lo referido por otros autores, posteriores, o contemporáneos a Villarroya, y que él alude, extrayendo en sus notas citas de estos: Mariana, Isla, Masdeu, Romey o Miguel Cortés. Este último y su obra Diccionario geográfico-histórico de la España Antigua, será muy citado por Villarroya, con continuos elogios. Posiblemente, Villarroya fuese alumno del sacerdote Miguel Cortés y López, nacido en Camarena en 1776, que fue durante un tiempo Catedrático en los Seminarios de Teruel y Segorbe. Quizá, también, fuese a través de él como Villarroya publicó en la colección de Cabrerizo en Valencia, ya que por esa época estaba Cortés residiendo allí, como Chantre de su Catedral,  y debemos recordar sus ideas liberales (fue diputado en las Cortes de Cádiz y sufrió exilio político, además de un proceso inquisitorial), que lo situaban en la órbita de Cabrerizo.

El hombre de la cueva negra…, como hemos dicho más arriba, es una novela histórica, que cabría incluir, siguiendo la clasificación que propone José Ignacio Ferreras, dentro de la denominada “novela arqueológica”. Responde al modelo romántico de Victor Hugo y Walter Scott, y en ella se nos relatan los infortunios de una pareja amorosa: Lidoro y Aminta, víctimas de la violencia y el despotismo cartaginés. La obra presenta situaciones siniestras, giros inesperados y aventuras y peripecias propias de la novela romántica y sentimental.

La trama novelesca comienza con el personaje Laufitel, ciudadano de Emporion, quien  se encuentra en las cercanías de Sagunto, en el rio Idubeda,  huyendo de unos cartagineses que lo buscan temiendo que sea un espía. Efectivamente lo es, de Escipión, quien le ha enviado a que le informe de los cartagineses y de Sagunto. Una tormenta virulenta le lleva a una masía en la que se niegan a darle cobijo porque la mujer del campesino y su hijo cree que es el gigante de la cueva negra. Laufitel les muestra que no es así, pero se entera por una conversación que tienen unos hombres en la masía junto al fuego, que cerca de allí hay una cueva habitada por un mágico o nigromante que arroja fuegos.

Laufitel movido por la curiosidad se acerca a la cueva y descubre allí a su habitante, a quien le dice que no le hará nada y le descubre quién es. Al enterarse que se encuentran los romanos en Hispania y de quién es, el gigante le dice que él es un jefe saguntino y le cuenta su historia: el asedio y destrucción de Sagunto, la muerte de sus padres, la muerte de su amada, Aminta y cómo llegó hasta allí gracias a los colonos de una casa de campo suya y a la de una aldeana que le suministra cada cierto tiempo víveres.

Miestras resuelven cómo llegar a los romanos e informarles, sabemos que no todos los saguntinos han perecido, que Aminta está viva, es una de los rehenes que fue salvada por un capitán cartaginés hispano (su madre, amiga de Himilce, la esposa hispana de Aníbal, consigue saldar sus deudas y enrolar a su hijo). Este la requiere, pero Aminta lo evita. Se la somete a Aminta a un juicio y el Comandante Indúbal cree que quien mató a Felicio y a otros soldados cartagineses fue Lidoro, que aún sigue vivo. Y acusa a Aminta de ocultarlo.

Como se ve, se trata de una obra repleta de amores, intrigas, cambios súbitos, revelaciones insospechadas…. Tan solo aludiré al fin de los amantes porque enlaza esta obra con otra suya —mucho más famosa en su época y por la que es recordado—, Marcilla y Segura o Los amantes de Teruel, ya que los amigos de Lidoro, Laufitel y Roseel naturales de Emporion, cuando se dirigen hacia Sagunto, cerca ya de la batalla final que acabará con el poder cartaginés, encuentran a su amigo en un sótano, muerto junto a un arca, besándola, donde se haya sepultada Aminta.

Permítanme, para finalizar, que les exponga unas palabras del prólogo de El hombre de la cueva negra…, que les dará el tono que atraviesa a estas dos obras de Isidoro Villarroya: “Mas no forma la celebridad de Sagunto la antigüedad de su fundacion y prosápia de sus fundadores , ni la fortaleza de sus murallas y alcazar, ni su benigno clima y fértil suelo, ni el cúmulo de riquezas que la prodigára su decantado comercio, ni la dignidad y excelencia de su gobierno; fórmala el inimitable heroísmo de sus habitantes. Los Saguntinos lanzaron los primeros el májico grito de independencia: los Saguntinos dieron el mas relevante ejemplo de amor patrio, oponiéndose con entusiasmo y heróico denuedo al ominoso yugo de la dominación estrangera, y sellándolo con su misma sangre el sacrosanto juramento de fidelidad bien merecidos son los repetidos encomios, que les han prodigado los antiguos poetas e historiadores”.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Antonio Millón

Si quieres futuro prepara el presente

29 de septiembre de 2023 14:00:37 CEST

La ciencia ficción es la proyección verosímil del presente, lo demás es fantasía. Es la diferencia que existe, por ejemplo, entre las sagas galácticas de Lucas y la de Star Trek, porque este género no abandona la especulación científica. Un sollozo del fin del mundo es ciencia ficción, incluso podríamos afirmar que es una crónica del más que inquietante presente bajo la apariencia de ese género futurible. Jameson, en un libro que ahora citaremos, va incluso más allá: “El presente no deja, de hecho, de ser un pasado, aunque su destino demuestre ser las maravillas tecnológicas de Verne o, por el contrario, los autómatas destartalos y tullidos del futuro próximo de P.K. Dick” (2009: 343).

Para hacer verosímil narrativamente este reto Matías Escalera, consagrado poeta y avezado contador, ha orquestado un collage de múltiples voces narrativas conformado por diálogos contados por personajes, documentos leídos, excursos reflexivos, etc. Todo ello amasado en una “focalización 0”, eso que antes de la narratología contemporánea se llamaba con un ese oxímoron denominado “narración objetiva”. Escalera abanica, embraga y desembraga con singular maestría ese abanico de voces narrativas -con algunas “focalizaciones internas homodiegéticas,” es decir, puntos de vista subjetivos- y documentos que resultan estimulantes para un lector con vocación de recreador, especie en peligro de extinción desde que los técnicos de la mercadotecnia tomaron al asalto las editoriales.

En su novela precedente, Un mar invisible (Isla Varia, 2009) el autor madrileño había desplegado una maquinaria narrativa de gran complejidad, nada complaciente, hermética y alineada con una vanguardia sin complejos que entroncaba con los experimentos (¿olvidados, denostados, varados?) de la década prodigiosa. Escalera escribe con precisión, con una pertinencia muy cervantina -algo se pega viviendo en Alcalá-, quizá con un abuso de los puntos suspensivos que ya se atisbaba en su anterior novela. Escritor y poeta, domina el lenguaje y su ritmo, por lo que la lectura de Un sollozo es experiencia tan gozosa en lo literario como inquietante en lo temático. Estamos ante una apuesta valiente, temeraria incluso, en estos tiempos de involución sociopolítica y también, y no es menos grave, estética. Este aullido del fin del mundo, que lo es literal y figuradamente, está orquestado con vocación más posibilista en su escritura, menos hermética y menos aparentemente caótica, si bien sigue siendo una necesaria rara avis en un panorama de “ficción especulativa” -ahí la encuadra el prologuista Alberto García Teresa- profuso en producción, pero más bien convencional en la novelística hoy publicada con bulimia incontrolada. De nuevo aquí este enfant terrible sesentero/sesentón ensaya una escritura del caos posmoderno, una alegoría del naufragio de ideologías y grandes relatos que anunciaran -quedándose cortos tras el advenimiento de la cultura digital participativa- Vattimo, Lyotard o Jameson.

Precisamente el libro del último pensador citado, Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones a la ciencia ficción (Akal, 2009), hace una lúcida introspección en este género contemporáneo que no puede ser nunca neutral: “nuestras imágenes de la utopía, todas las posibles imágenes de la utopía, siempre serán ideológicas y estarán distorsionadas por un punto de vista que no puede corregirse o ni siquiera explicarse, como cuando observamos que éste o aquél utópico tal vez no se diese cuenta de las evoluciones sociales más recientes” (pag. 210). Escalera es muy consciente de esa imposible equidistancia, por eso asume el punto de vista ideológico que le caracteriza, en sintonía con Jameson, de un posmodernismo crítico, alineado con el pensamiento de la izquierda altersistémica. Muchos de los acuciantes problemas que observamos desde esta óptica hoy día aparecen contados en proyección futurística: el desmontaje del Welfare State, el abismo creciente de la desigualdad a favor de una oligarquía financiera, el acorralamiento, cuando no derrota, de la cultura del común y, sobre todo y ante todo, el desastre ecológico que comenzó con el calentamiento, continuó con la crisis climática y camina hacia un Armagedón imprevisible e imparable. Ese desastre solo puede ser conjurado por una fuga mundi, por una respuesta espiritual como la de los monjes que la emprendieron durante el Bajo Imperio romano, justo en otra antesala del Apocalipsis. En esta novela lucen los resistentes conectados en redes blockchain (como los del enclave alpino autogestionado Rojaba-Detroit), convertidos en verdaderos protagonistas. Klein, Saúl, Gersak y sus abuelos, que le enseñaron el camino de esa rebeldía, parecen ser el único rayo de esperanza ante la gran catástrofe que avanza inexorable. No falta el humor en medio de la amenaza -hay hasta una cardenal llamada Marie Claire-. Y es que el mundo actual, el del 2023, se percibe ya como un gran sinsentido que en el 2053, el año en que el autor sería centenario, llegaría a un punto de no retorno. Es el momento vórtice: o rebelión o desaparición. De aquellos polvos...

 

Matías Escalera. Un sollozo del fin del mundo. Madrid, 2023, Kaótica Libros.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Hernández Ruiz

La poesía como vínculo cosmopolita

22 de septiembre de 2023 12:09:06 CEST

No nos sorprende el excepcional enfoque social y literario que Abdul Hadi Sadoun (Bagdad, Irak, 1968) nos ofrece en este libro, Escribir con eñe. Otros poetas en español (Olifante, 2023). Este escritor iraquí, afincado en España desde hace más de dos décadas, se ha ganado a pulso su condición de hispanista. No todos los escritores nacidos en España cuentan en su haber con la admirable trayectoria de Abdul Hadi Sadoun ni han escudriñado tanto en los diferentes latidos que la literatura española ha dejado a lo largo de su historia.

Lejos de centrarse exclusivamente en la proyección de su propia obra, que es intensa y extensa, y en la que ha ido confluyendo la poesía, la narrativa y el ensayo, Abdul Hadi Sadoun ha ido dejando tras de sí un campo sembrado de investigación rigurosa y de estudios centrados en escritores concretos (en el ámbito de la narrativa o la poesía) o movimientos literarios cuya trascendencia ha traspasado fronteras hasta la cultura árabe, a cuya lengua ha dado a conocer innumerables autores españoles. Y a la inversa, este incansable estudioso de la literatura ha traído hasta nuestra cultura y en nuestra lengua a numerosos poetas de origen árabe que hemos agradecido conocer por medio de las traducciones que este escritor iraquí ha ido desarrollando y por las cuales nos permite conocer voces que merecen ser atendidas y conocidas en el contexto de la poesía actual, sin tener en cuenta las fronteras.

En esta ocasión, Abdul Hadi Sadoun se ha propuesto, con éxito, acercarnos a los poetas que, sin haber nacido en España, han elegido nuestro idioma como alternativa de expresión para sus creaciones poéticas. Escribir con eñe. Otros poetas en español, supone un interesante y revelador trabajo sobre las múltiples razones que han propiciado que escritores nacidos fuera de España hayan optado por expresarse literariamente en español. Para ello, ha seleccionado a 18 poetas que, según apunta el autor en su prólogo, “destacan, no sólo las voces magrebíes, sino otras voces de diferentes culturas y generaciones, un grupo de poetas del Oriente árabe, África y países de Europa que se han convertido en un signo distintivo de la nueva escritura en lengua española”. Son, sigue apuntando el autor del libro, “18 poetas de diferentes países que han elegido el español como idioma común o compartido con su lengua materna para escribir y manifestarse poéticamente”.

Todos los poetas seleccionados en este libro debían cumplir tres requisitos: que incluyeran poemas escritos directamente en castellano, que hayan sido publicados en un libro, antología o inéditos y una última condición, la más significativa para contextualizar el libro. Debían responder todos a la pregunta: ¿Por qué escribo en otra lengua (el español) que no es mi lengua materna?

Uno tras otro, los 18 poetas, originarios de Bulgaria, Escocia, India, Italia, Irak, Irán, Nueva Zelanda, Malí, Marruecos, Polonia, Portugal, Serbia, Rumanía, Túnez y USA,  fueron respondiendo a los tres apartados y ante la pregunta requerida por el autor del libro surgen múltiples razones para justificar el uso del español como lengua adoptiva para crear. Resulta sumamente interesante adentrarse en las 18 razones de estos poetas. Lo más  que llama la atención en la mayoría de ellos es su inclinación por llegar a ser capaces de “pensar en español”. ¿Cómo se consigue, realmente, pensar en un idioma que no es el nuestro originariamente? ¿Qué significa pensar desde un idioma? ¿Hay una forma de pensar en inglés, árabe, italiano o español? ¿Hay algún rasgo distintivo que tengamos que tener en cuenta para pensar desde un idioma determinado? ¿Cuáles son esos rasgos?

Entre los poetas seleccionados en este libro, Lawrence Schimel (USA, 1971), nos revela que un poema (“Sida y vuelta”) que ha compuesto en español lo considera intraducible al inglés. La razón que expone es que pensaba en castellano. Tal vez ayude a entender esta afirmación si partimos de que este autor vive en España, pero cabría preguntarse si sería diferente si viviera fuera de nuestro país. Y en medio de esta perspectiva, otros poetas del libro que nos ocupa coinciden en que escriben en el idioma en el que piensan. La poeta serbia Nikodim- Divna Nikolic lo confirma al decir: “Normalmente pienso en castellano”.

En algunas ocasiones, siguiendo con los poetas incluidos en este libro, optar por expresarse poéticamente en castellano responde a una razón humana o social, incluso de tintes históricos. La poeta italiana Stefania Di Leo (1976), recurre a una respuesta personal, unida a sus sentimientos de añoranza por el idioma español que para ella es “memoria de mi historia, es recuerdo vivo de España”. Esta poeta, personalmente vinculada a su estancia en nuestro país, guarda un sentimiento de simbiosis entre su idioma y el español. De ahí que diga que “el castellano es un idioma con el que sueño todavía, del que oigo el ritmo, parecido al ruido de mis pasos mientras alcanzo la universidad Complutense o mientras ando por las calles vallisoletanas”.

Por su parte, la poeta iraquí Bahira Abdulatif Yasin (1957) ve en el uso del español un  instrumento de expresión, una razón social, a la vez que humana y personal, que hace que su respuesta sea reveladora y sumamente interesante. Esta poeta ve en la lengua “una seña de identidad esencial, especial para una persona exiliada”. En este caso la posibilidad de poder expresarse en otro idioma (el español), supone una tabla de salvación para enfrentarse a la opresión y el idioma adoptivo (en este caso el español), se convierte en fuente de libertad o liberación de los sentimientos. De ahí que esta poeta iraquí afirme: “Escribir en español empezó, en mi caso, como necesidad urgente para poder tender puentes con la sociedad española y su cultura, para defender mi estatus como mujer iraquí, cuya memoria continúa habitada por el dolor, la muerte y también por las ganas de vivir y crear”. Creemos que nada se puede añadir  a estas sentidas palabras.

Todos los poetas seleccionados en el libro guardan una razón de peso para justificar el uso del español en sus creaciones, como segundo idioma o idioma entrecruzado con el materno por lazos inquebrantables. Incluso algún poeta, como es el caso de Ismaël Diadié Haïdara (Malí, 1957), va más allá de su vinculación estética o sentimental con el español, es algo más que adoptar nuestro idioma como instrumento poético. Para él, concretamente, supone un vínculo que le hace recuperar su pasado y el español se convierte, entonces, en un soporte de carácter histórico. Llegó al castellano como fuente de sus antepasados, junto al árabe. Resulta conmovedor su afirmación: “Volver al castellano es en cierta manera reconquistar lo que mis antepasados perdieron, reencontrarme con mis raíces”.

No falta la opinión de otros poetas que han visto en el castellano la forma de acercarse a los grandes autores de nuestra literatura, conocerles en su lengua y pensar desde el español, sin intermediarios lingüísticos. Es ésta una razón que se repite y desarrolla en los últimos tiempos, porque no hay mejor forma de conocer y adentrarse en la obra de un autor que hacerlo en su mismo idioma. Para la poeta marroquí Lamiae El Amrani (1980), crear en otro idioma (el español) va más allá de un interés literario. Para ella, escribir en español “ha ampliado los horizontes de mi lenguaje y la capacidad de trazar y construir nuevos caminos para reconocernos en el otro, para crear lazos y acercarnos a esos sentimientos universales que sólo se consiguen cuando creamos espacios comunes, donde nos podemos mirar con tolerancia y podemos coexistir en libertad”.

Creemos que no podríamos contar con mejor colofón para terminar estas palabras que sumarnos a esta cita de Lamie El Amrani. Y tras una síntesis de las observaciones de algunos poetas de Escribir con eñe. Otros poetas en español, resulta necesario felicitar a Abdul Hadi Sadoun por ayudarnos a acercarnos, una vez más, a Letras y palabras de otras culturas y un mismo sentir.


Escribir con eñe (Otros poetas en español), ed. Abdul Hadi Sadoun, Zaragoza, Olifante, 2023.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Cecilia Álvarez

La sangre de esta idea

18 de septiembre de 2023 12:48:35 CEST

Pese a las apariencias, Marwan Landulsi (Ezzahara, Túnez, 1430 de la hégira) no es un heterónimo, ni siquiera un pseudónimo de Fernando Andú (Zaragoza, barrio del Arrabal, 1965, año cristiano o globalizador...). Son la misma persona, aunque sin la complejidad trinitaria. Marwan, si acaso, resulta un producto de su amor (en todas las variantes) por la cultura musulmana (quizá mejor oriental) y, en su mayor parte, de sus aspectos más heterodoxos. Eso sí, con feliz sincretismo o imbricación con el mundo occidental del que procede el saraqustí, tanto en sus elementos clásicos como en los vanguardistas. Cómo, si no, mostrar los antecedentes del autor del poemario reseñado. Aunque siempre se podría inventar una historia romántica y sugerente...

Después de varias incursiones líricas en pequeños libros (La sangre y los alerces, 1989; En otros términos, 1992; Invenciones de las cárceles, 2002 y Diferencias, 2013), Andú/Landulsi –y tras su acostumbrada gestación decenal– nos regala Noticia de Abu-l-Alá, que sigue la estética de su anterior volumen, pero con diferencias notables. Exquisita autoedición realizada mediante micromecenazgo, donde se demuestra que la calidad literaria no está reñida con lo no comercial, tristes voces aparte. Qué mejor cosa que convocar (o invocar) Marwan/Fernando a un grupo de amigos y familiares para pasar unos buenos momentos. A eso lo denominaría vitalidad.

Simple, pero de una estética ejemplar, la portada y la tipografía del volumen, atractivo a primera vista. El autor, así como Álvaro Santamaría en lo artístico y Bárbara Solans en lo técnico, nos ofrecen un libro ya agradable en su presentación física. La ilustración de portada, que puede representar tanto unas ventanas o puertas árabes desde las que se mira (o accede) al mundo como lápidas verticales de una maqbara musulmana, nos marca el tono contradictorio del mensaje poético con el que nos vamos a encontrar.

Mas también es sorprendente su interior. Escoltando la parte propiamente lírica de Landulsi/Andú (nótese cómo en el apellido del primero está incluido el del segundo, casualidad o no), hay como delantal una biografía ejemplar de Abu-l-Alá y, en la coda, unas «Correspondencias». La primera nos noticia (en su acepción de «conocimiento») sobre la vida del sabio y poeta sirio Abu-l-Alá. Nótese cómo su cronología hace referencia al calendario musulmán y no al cristiano. Dicha biografía debe mucho a las clásicas grecolatinas (Plutarco, Diógenes Laercio...), pero más a las escritas, en el ámbito oriental, acerca de eruditos, cadíes o alfaquíes, verdaderos eslabones de la cadena cultural islámica del saber. De lo que no cabe duda es de la pericia con la prosa –y no sólo con la poesía– de Andú/Landulsi (tanto monta...), conjunción de utilidad y deleite y con la cual algún día seguramente nos sorprenderá. En cuanto a las «Correspondencias», escritas en pleno proceso de edición de la obra, ya el título es ambiguo y se refiere tanto al intercambio epistolar, casi lúdico, entre José Ignacio de Diego, Marwan Landulsi y Fernando Andú como a una auténtica poética sobre el texto, en la que se nos dan pistas sobre el cuerpo central del poemario. Interesantes sus disquisiciones sobre influencias, pero ejemplares las que versan sobre la traducción de obras literarias a otros idiomas, si conviene realizarlas sobre la letra o el espíritu. Correspondencias estas que añaden cierta viveza al acto literario. Otra literatura es posible, no sólo la de los «valores seguros» de las grandes editoriales. Y de nuevo una excelente prosa entre los corresponsales, que deviene buen texto creativo.

Penetremos en el poemario propiamente dicho, centro (o laberinto) del volumen. Si en Diferencias  el poeta Andú nos ofrecía 24 composiciones englobadas en cuatro grupos de seis poemas, en la Noticia... de Landulsi hay una complicación estructural algo mayor escalonada en ascenso (aunque tampoco hay que descartar el descenso, ambos iluminadores). A una «Invocación» inicial le suceden 36 poemas divididos en seis partes («Gentes», «Trabajos días», «Razón», «Imperativas», «Las visiones» y «Lo indecible»), con seis poesías cada una de ellas. Epígrafes los enumerados rotulados en rojo, lo cual no es casualidad si leemos la inicial noticia biográfica de Abu-l-Ala. Los dos primeros y los dos últimos concluyen con frases exentas, genuinos objets trouvés añadidos por el poeta, tres de ellos con sabor arcaico: vanguardia y tradición aunadas. Las dos partes centrales semejan la bisagra de la obra: ninguna de sus composiciones lleva título –como sí sucede en los cuatro grupos mencionados– y para colmo conllevan una problemática especular. En «Razón» habla el autor, mientras «Imperativas» es una traducción de pensamientos poéticos de Abu-l-Alá. ¿Apropiacionismo? Léanse para el tema las amenas «Correspondencias» acerca del volcar un lenguaje en otro.

Andulsi/Andú prosigue (en singular) con muchas de sus temáticas presentes en anteriores obras. La progresión de lo críptico a lo evocativo es patente, ganando en clásica claridad, casi horaciana o virgiliana. Algunas de las poesías de Diferencias están conectadas con las de Noticia… Verbigracia, el mundo de las cárceles (sean interiores o exteriores), ya presentes en el piranesiano grabado en la contraportada del temprano La sangre y los alerces, incluso autoimpuestas, como la del propio Abu-l-Ala, verdadera metáfora universal. La desolación de los paisajes (tanto externos como personales), existenciales y esencialistas a la vez: mares, desiertos, cielos que no amparan, tierra difícil agotada y de cultivo agotador, la flora silvestre dominando a la cultivada. Pasados arcaicos en ruina, pero también descomposición presente. Nomadeos y errancias, pero también difíciles y problemáticos arraigos infructuosos. Una claridad léxica la del poeta que intenta organizar el caos primigenio producido por «la tenebrosa / chispa del eslabón» evocada por el sabio sirio, genuino big bang de todo. Aunque la ruina es casi poetizada por Marwan/Fernando con cierta delectación, que recuerda a la descripción de nuestros noventayochistas —o, con más propiedad, a la romántica con regusto ruskiniano— apreciando una belleza casi majestuosa en la decadencia. Como demuestra su último poema, «Plenitud», «avenirse / a lo que hay» (pág. 43). A paisajes desolados, versos bellos, que pueden ser recitados de manera diferente, pero siempre satisfactoria, por cada lector, que es soberano auténtico creador de los valores artísticos. El crítico «habla / por boca de ganso» (parafraseando los versos finales del poema «Tierra», pág. 18), y ésta no es excepción, como inseguro guía stalker hacia la habitación de Abu-l-Ala. O hacia la poesía de Andú/Landulsi.

Interesantes ciertos versos de nuestro libro «¿te dibujan/ un centro? / propón tú / el laberinto» (pág. 42). Aunque ya se sabe, hay centros dibujados que devienen auténticos y enmarañados laberintos. Libros sagrados (de los cuales encontramos numerosas referencias esparcidas por la obra) y farragosos códigos legislativos (cuyos conceptos proceden muchas veces de escritos religiosos) lo demuestran. Contradicciones vitales. O «en esta tierra / donde se halla la razón / no encontraréis la fe» (pág. 52). Enigmáticos versos del nacido en Ma´arrat que propone lo imposible. Ya no hay Romas a las que Persiles y Sigismunda se dirijan en su nomadeo. Es lo que hay. Visto lo cual, el crítico no impondrá centro alguno en la reseña...

El léxico de Landulsi/Andú registra palabras arcaicas casi olvidadas (aunque no hace demasiado tiempo usadas) de antiguos mundos agrícolas, así como estratos arqueológicos fragmentados («la mansión / derruida por el río // lascas / huesos / esquirlas / en torno a ella»), en «Plenitud», pág. 74. Ocurre lo mismo con la cerámica y alfarería. Auténtica Historia Antigua de anteayer. Espiritualidad y mística aproximada, pero a ras de tierra, donde los muertos. También hay ecos sociales, casi evocando al gran César Vallejo, en los poemas de «Gentes», y una gran presencia del agua, necesaria y destructora, pero también elemento de toda lírica amorosa que se precie. Planto fúnebre por el hombre («el golpe / en la sien / al que aguardo // el recuerdo / de quien seré», pág. 64). La temática es inagotable. Y la experiencia lectora, motivadora. A la poesía de Andú/Landulsi no le sobra ni falta punto ni coma. Ni falta que hacen. Poesía redonda, vitalista y sobrecogedora. Ejemplo de ello, los versos de «Faena»: «a golpe de azada // pozos sin fondo / cavo // como adobe / surjo / del fango // levanto / muros de cal / viva // me tumbo / y muero» (pág. 30). O el genial e irrepetible «Broza», casi apocalíptico en los campos del Señor: «arranco / de cuajo / la maleza) // en este cardizal // no hay hoz mejor / que este brazo / para trabajar la muerte» (pág. 32). Si así seguimos, reproducimos todo el libro...

Paseos los de Andú/Landulsi con regusto rousseauniano, pero con las iluminaciones (¿serán chispas del tenebroso eslabón?) de Benjamin. O flaneurismo de caminante o peregrino ante las epigrafías mortuorias clásicas. Hacia una renovada ilustración-romántica: lector, atrévete a leer este completito mundo.

Y esperaremos nuevas creaciones de Andú/Landulsi, así pasen diez años más. Su calidad lo hacen merecedor del amán...

 

Marwan Landulsi, Noticia de Abu-l-Alá, 2023, 111 páginas, edición del autor. ISBN 978-84-09-50798-6.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús-Sebastián Carrera Lacleta

Nueve pájaros ante el espejo

8 de septiembre de 2023 13:27:26 CEST

Nueve son los pájaros, según el ritual del curandero de Goizueta, necesarios para la sanación: “Los pájaros son nueve, nueve son ocho, ocho son siete, siete son seis... dos son uno, los pájaros son uno, los pájaros no son uno, que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo curen a este uno”. Los pájaros nunca han gobernado el mundo, sino los seres humanos, pero su presencia, haciendo piruetas en el aire o dando pequeños saltos en la tierra, ha llamado la atención, y concitado un sinfín de interrogantes. Preguntar es dar asiento a la duda. Responder no es, que yo sepa, labor de la poesía. El pájaro, símbolo de la ligereza y levedad, dejó de ser símbolo poético. Recordad a Gamoneda y su “Paisaje con pájaros amarillos”. Que Tere Irastortza recupere una tradición en declive, como casi todo lo que se enfrenta a la naturaleza humana, es motivo de gozo.

Tere Irastortza publicó su primer libro de poemas en 1980, Gabeziak/ Carencias. Han pasado, pues, más de cuarenta años desde entonces. La privación era uno de sus motivos, uno de sus referentes, uno de sus asideros poéticos. Se puede comprender, o podemos comprender, siguiendo nuestro instinto, que el concepto de privación nos remita al del tiempo. La carencia es un vacío en el presente, un hueco en el devenir, un puño cerrado en la memoria. Cabe preguntarse asimismo si alguna vez tendrá fin, o si es la continuación de un vacío existencial, algo que tampoco tuvo inicio. La carencia se acompaña de otros conceptos interrelacionados: silencio, desnudez, oscuridad, ceguera, tristeza.

La realidad de un pájaro, sin embargo, es física. Los sentidos son conscientes: la vista que identifica al ave; el oído que escucha el canto; el tacto, cuando se deja atrapar, y se siente la blandura de un cuerpo pequeño, caliente, tenso y agitado. He aquí una muestra de la autora: “Aunque haya visto las ramas desnudas en el otoño más veces que a los petirrojos posados en ellas, puedo describir con mayor soltura al pájaro: cuello rojo, ojo redondo, pico muy abierto... Pero no encuentro la palabra adecuada para ese liquen de la rama que oscila entre el verde y el amarillo: Lo que indica mi falta de intención, al observar la naturaleza”.

Creo que escribir es abrir las puertas y los candados que impiden de forma natural acceder a nuestro interior y dejar salir a lo que se ha guardado o, simplemente, se ha escondido y ha permanecido allí, al abrigo de lo ajeno. La poesía, en efecto, es fluidez: las palabras que van y vienen, el silencio que desaparece, pájaros asustados que alzan el vuelo, cuando atisban un espacio de donde huir y transformarse. La dimensión de este último libro de Tere Irastortza es espacial. Busca fundar y refundar el mundo, construirlo desde las cenizas, desde las ruinas de algo que fue memorable. No trata de suplir ausencias, de llenar vacíos, sino de extenderse por los lugares que aún sobreviven, no en el apartamento de la memoria, sino en el refugio endeble y delicado del lenguaje. De ahí la obsesión por las palabras, sobre su significado, sobre su origen, previendo quizás que, igual que lo que nos rodea, tengan su fecha de caducidad. Hay en Tere Irastortza un intento de redención de la lengua y, también, de asumir su propia existencia. Cuando muere un ave, se produce tal conmoción en el cielo, que el aire se calma y el viento enmudece. Cuando muere un animal, la tierra se contrae y la inquietud se extiende, como un temblor que agita las ramas de los árboles, y palidecen las rosas y los claveles lloran lágrimas perfumadas de aroma de estrellas. Cuando muere un ser humano, el mundo se agrieta y se rompe en algún lugar, las olas se repliegan y el mar se rebela, lanzando espuma por su boca. Cuando muere una palabra, las montañas se envuelven en niebla, la arena se lamenta y la tierra ennegrece.

Es poeta de su tiempo: quiero decir que es poeta del aquí y del ahora. El ser humano tiende al tiempo, o al no-tiempo, al tiempo sin tiempo, porque no es consciente de sus límites. Pero la poeta que observa a los pájaros siempre va en dirección contraria, siguiendo las huellas que las aves van dejando en el cielo, siguiendo el curso de las palabras en el texto amplio de la escritura –que no es otro que el de la vida–, siguiendo al tiempo hasta su extenuación.

Volar ya no es atributo de aves y pájaros. Vuelan las nubes: aparecen y, en un instante, ya no están. Vuelan los sueños. Si no se repiten es buena señal, si lo hacen se convierten en pesadilla. Vuelan las palabras en este retrato de la fugacidad y de la alegría.

 

Tere Irastortza Garmendia, Son nueve, los pájaros, Zaragoza, Olifante, 2023

Escrito en Sólo Digital Turia por Felipe Juaristi

Un haz de luz sobre la hierba

8 de septiembre de 2023 13:04:38 CEST

La acción es el frío es —tras Humus (Eclipsados, 2008) y Malpaís (La Isla de Siltolá, 2015)— un paso más en la obra poética de Alfredo Saldaña en la búsqueda de un yo que camina en la dirección hacia una mirada que requiere una contraescritura de otras lecturas más libres de la realidad. Se viaja a través del desierto de la verdad, siguiendo una contra-dirección. En este poemario hay además un sentido existencial, ya que se vislumbra lo vital como un camino hacia esa otredad en la que dejamos de ser, porque cada paso en el tiempo implica el alejamiento de nuestro yo, de su identidad del ayer, porque esta es un paso sobre el dejar lo que somos para marchar hacia quienes seremos, y así finalmente llegar al no ser. Somos caminantes y también camino, nos reconocemos en ese viaje por la identidad, siempre en construcción o en deconstrucción, en transformación hacia nuestra mejor otredad: “Vivir es abandonarse, / […] / liberarse / de la biografía al desertar / de ese país imaginario / que es el pasado, soltar lastre, / vencer la gravedad al tocar la luz” (p. 19).

“Invierno” propone diluir la identidad en la corriente, dejar de ser en la nada para ser una brizna de aire, un rayo de sol sobre una hoja, un haz de luz sobre la hierba, la gota del río que va a evaporarse. Es el viaje al centro de la nada, a un origen que sostiene el todo. El fin es el trayecto hacia el origen, el lugar de la muerte, del no ser, el lugar anterior del que provenimos antes de nacer: “Encaramarse a lo alto / de una rama escrita sobre el agua / y dejarse arrastrar con ella / por la corriente / […] / seguir el curso del manantial / hacia la desembocadura / para encontrar el lugar / en donde sea posible / que hasta el centro / se sostenga en un vacío” (p. 29).

“Contradicción” nos recuerda que al mirarse en el espejo de la alteridad podemos ver cómo en el cuerpo de lo visible late el corazón de lo invisible, imagen que conecta con la idea de lo oculto a la percepción, esa realidad invisible, imperceptible al ojo de la razón. Esta, como afirmaban Coleridge y Wordsworth, es vista con el ojo interior, con el de la imaginación:

 

Salir de uno como si se entrara

en el interior de un recinto

amurallado por la luz,

percibir que lo visible

es una carencia

o una tara de lo invisible,

la metáfora imperfecta que oculta

el corazón de otra aseidad.

Ser la señal que no es.

[…]

Si todo fuese afuera,

¿habría ahí lugar para el adentro? (pp. 35-36)

 

¿Quién es el yo? ¿Cuál es piel interna de su otredad? ¿Dónde es posible desnudar su piel de subjetividad aprisionada en la ilusión de la identidad para que quede así el otro que sin ser somos? ¿Ha sido nuestra verdad borrada? Todo el poemario es metaliteratura del existir, o “metaexistencia” del lenguaje, ya que se nombra desde los límites del lenguaje los del existir. El silencio es la epidermis de la idea, de allí surge la verdad otra, de esos sustratos que “sudoran” su vacío, que respiran la ausencia de lo indecible. El sentido es la piel externa, pero se ansía alcanzar aquello que queda más allá del lenguaje, que subyace en sus profundidades, en el interior del cuerpo del lenguaje, en lo más abisal de su organismo, con el objetivo de explorar “las ideas que están ahí, / ahí mismo, ahí detrás, / sin dejarse ver, desplazadas / hacia los arrabales de la historia, […] / las ideas que están ahí, / a la vuelta de la esquina, / enterradas bajo el lodo del tiempo» (p. 43).

Desnudarse de la piel del lenguaje del yo, acceder al vacío del ego, a su voz otra, al centro de la nada que habita en esa “pre-forma”. Es un viaje de retorno al final que es nuestro origen. Todo esto se alcanza con una expresión de alta potencia filosófica con reminiscencias platónicas al mito caverna. “Salvar la nada” habla de reb(v)elarse en (contra) todo. Ambas ideas, el todo y la nada están juntas, la una como antagónica de la otra. Son las dos caras del mismo vacío. La nada es el silencio anterior al ser, el todo el destino inmaterial del no ser. Este poema abraza ambos conceptos antagónicos. Nos lanza hacia una sugerente aporía, un mar de cosmogonía en el que navegar su universo de misterio:

 

Una palabra que sirva

para desordenar la realidad

o rozar la contingencia

de lo imposible,

para amparar

la lucidez devastadora

de la soledad,

para romper el todo

y así también

salvar la nada. (p. 54)

 

“Una ramita”», hermoso poema simbólico de estética japonesa, haiku, presenta simbólicamente el silencio como un pájaro refugiado del frío, siendo esta sensación térmica, que forma parte del título del poemario, una metáfora recurrente que representa la muerte del ego, su ausencia absoluta y su libertad alcanzada donde el silencio es la nada, la necesidad de acceder a ese vacío trascendental: “Ahí, / en el yermo / ilimitado y blanco / del vacío, / sobre una ramita / a punto de quebrarse / por el peso de la nieve, / donde no hay nada / y es posible / hallarlo todo…” (p. 59).

En esa renuncia de las verdades definitivas, de las máscaras de la identidad que reflejan quienes no somos, podemos ser una otredad más libre, pero se debe auscultar el silencio, la palabra que desde la ausencia diga lo indecible, cuestionar los límites de lo pensable: “Arder en el desaliento de la elipsis, / sofocar su violenta ausencia / y su insoportable temperatura, / […] / Habrá que seguir abismándose / […] / hasta dar con la palabra sin palabra / que franquee la última puerta (p. 61).

La acción es el frío, cuyo título podría entenderse como un oxímoron poético, habla del frío en el que arde el desierto de la otredad. Es la búsqueda mística de un no-lugar, una itinerancia por aquellos caminos libres de lo impuesto, de la construcción fijada con la que hemos creado nuestro relato de la realidad. Falta, como Prometeo, robar a los dioses de la verdad el fuego de la libertad. La piel del incendio que habita en el interior del frío que es también la de la palabra, donde late otra identidad, el corazón de los otros significados que llevan a otros caminos más libres de nuestra alteridad. El yo es el otro, somos todo aquello que podríamos ser. Se debe transitar ese desierto, enfrentarnos a nuestro vacío, caminar por ese interior en el que no hay nada, alcanzar así la iluminación del desierto, su fuego de la verdad, el hielo del silencio, la cálida respuesta del frío del viaje a la alteridad.

 

Jesús Soria Caro

Alfredo Saldaña, La acción es el frío, Zaragoza, Olifante, 2023.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Soria Caro

“Rupestre”, poemas en racimo

4 de septiembre de 2023 13:41:34 CEST

Celia Carrasco Gil despuntó ya con Entre temporal y frente (Olifante, 2020) y, desde entonces, ha continuado publicando un libro por año —Selvación (Torremozas, 2021; Limos del cielo (Ediciones del 4 de agosto, 2022)— y ha participado en distintas antologías y proyectos artísticos. En 2023 acaba de publicar con Olifante un libro singular, que la distingue: Rupestre. Rugosa portada de color rojo arcilla. Blancas letras de luz. El título Rupestre parece como agarrado a una roca; el blanco rupestre parece lucir lo granado del ocre.

Que, aun así, nadie busque huellas del arte rupestre, figuras esquemáticas adaptadas a los vientres de las grutas, ni descripciones de cavernas. Que nadie busque huellas de dragones ni osos cavernarios, ni  interprete lo rupestre como el lugar donde hibernan humanos de otras eras con rituales mágicos de caza…, aunque el libro esté repleto de maravillosas y deslumbrantes imágenes que una blanca liturgia hace avanzar. Ahora bien, sí se topará con tallos rastreros con voluntad colonizadora, como de fresas o fragarias; sí con raíces, rizomas, sí con fósiles (vasos, vasijas, botellas, cuencos, odres) y destellos vidriosos que aportan el vigor de las pequeñas flores perennes.

Y es que en el interior del libro, como en el de las grutas, oímos nuestros cuerpos, pues los sentidos, todos, parecen explosionar y nuestras emociones pugnan por buscar las palabras, la oralidad  de un balbuceo, de un gemido, de un suspiro que aflora del silencio; tal vez, porque esa oralidad que ocupa nuestros instintos enmudecidos, solo puede ser vertida como poesía, que impulsa el aliento y sopla para que el susurro atraviese sigilosamente la lógica de lo habitual, aceptado como certero. 

Solo ahondando en las imágenes del libro puede hablarse de la forma, del sentido —que no significado— del libro de Celia Carrasco Gil. Así se han escrito el prólogo y la solapa de Rupestre. El poeta y profesor Alfredo Saldaña en su prólogo presentando racimos de imágenes; y la poeta María Ángeles Pérez López en su atinada solapa acercándose al sentir del adentro y del afuera, según nos guíe la luz, el sonido, el aire, el olfato, ligando lo que se presiente con Rupestre que puede ser considerado un diario de creación.

Podría definirse el estilo como la forma en la que los sonidos, las palabras, la sintaxis y el ritmo pueden ser contenidos en un cuenco (vasija, odre, búcaro…). No es de extrañar que la tensión de un estilo propio requiera de tantas metáforas sobre los útiles que contienen lo líquido, lo gaseoso, lo crudo y lo cocido, el aliento o la sangre, los espacios de secano, los silos o la podre, la boñiga: lo vivo, a veces aparentemente inerte o muerto.

Pero, en cierta manera, el pensamiento de lo moviente sobre el que reflexionara Bergson nos descubre un movimiento imperceptible casi, que es una duración por transformación o vida incombustible. Además la noción del continente es solidaria a la de contenido. Y la autora persigue desde el primer poema los rastros de la vida en espacios ya inhabitados como cavernas, en plantas rastreras que se multiplican por rizomas y estolones, en espacios al aire como secanos y humedales de vida: vida que emerge tanto en grietas, fisuras y bocas como en la tierra negra, el humus, donde concluye el libro y se atisba el verbo, la obra de la lectura y la vida.

El estilo de Rupestre requiere contenidos que surgen de palabras, hiatos, asociaciones de imágenes y brillos. Y en Rupestre las palabras brotan ya desde el primer poema y van expandiéndose, literalmente, poema tras poema, van posicionándose en los poemas consecutivos y en el libro y van estructurando primero cada poema y posteriormente el libro que vierte en el último poema. La primera vez que en Rupestre la voz asoma al texto, la palabra y el lenguaje asoman y balbucean y juegan con lo que se dice y se presiente (nombre/hombre), la palabra anonada o que “a/no/nada” hasta que te detienes o “Te/de/tienes” y el sabor se sabe como “el aire sabe a loriga-gorila-girola-gloria”, así la voz cecea o coquea, se inventa incluso toqueando o troqueando.

En Rupestre la gramática nutre la retórica, pues los nombrados como nombre y verbo no son sino lo aparente de la sustancia, no son sino los núcleos de los sintagmas a las que las imágenes de Celia Carrasco Gil se adhieren. De modo que los verbos no necesitan a menudo de sujetos que actúen y en la primera parte del libro se formulan como infinitivos o con formas personales casi exclusivamente singulares y auto-reflexivos; y mientras los sustantivos o nombres son las apoyaturas de la imagen, lo adjetivo se encarga de amplificar o concretar, adhiriéndose a adjetivos y a otros sustantivos mediante la comparación, la complementación, la derivación, la fusión o la propia vampirización. Eso sí, listos siempre para colonizar cualquier limo, grieta o fisura que atienda a la vida en su momento de creación. Por algo en Rupestre, son las palabras —frente a la voz— a la vez flor, fruto y fragancia, como las fresas.

Y es que el título mismo del libro no es sino un adjetivo, describe una adherencia desde la que la vida busca luz, superando a veces virulentamente lo doliente o nocens del propio nacimiento, adhiriéndose a los sustantivos y verbos, algunas veces brotes, otras simplemente muñones que sostienen el devenir. De modo que no hay un poema que no brille en su página, en su posición en el libro. Fundamentalmente por su factura, por las potentísimas imágenes que vuelven más tarde en otro poema a manifestarse y extender su sentido. Las imágenes surgen de asociaciones de palabras, en sinestésicas percepciones; en las deslumbrantes comparaciones y las metonimias, las palabras, incluso con sentidos fosilizados, ocupan el espacio de la vida, bien con su presencia o bien vampirizando los matices de una antigua.

Diríase que el poema inaugural trata de la tarde de un nacimiento, que hace estallar cristales, que asoma de las aguas primigenias a una luz que deslumbra como un faro, que cuartea la oscuridad como un rayo, que para respirar ha de gritar un verbo que se hace presente, para luego mostrar y marcar con el dedo de un dios-infante lo que todavía es la nada, previa a la propia oralidad, a la voz y a la palabra.

El libro de Celia Carrasco, que en este primer poema empuja a la voz “como a una espina de Verbo en la garganta […] y nada/ en el vacío/ originario”, concluye con el poema “Humus”, en el que “el son, ya armonía es el Nombre, qué opérculo del mundo”.

En el centro se despliega una hermosa pieza titulada “Cántico Es(pi)ritual”, en homenaje a San Juan de la Cruz. Este hermoso poema subtitulado “Canciones entre el Alma y el cuerpo” eclosiona en un libro de poemas en racimo, aparentemente invertebrado donde la autora celebra la vida como movimiento que piensa; celebra no ya lo concedido hasta este momento en el poema, sino lo concebible, lo concebido; celebra el encuentro que atendía a lo común, al futuro, al deseo, al imperativo de lo es(pi)ritual que es ritual amoroso de dos, del esposo y la esposa, del verbo y el alma, de la acción  y lo perenne. Se trata de un poema-ritual alrededor del cual gravita todo el poemario, convirtiéndolo en liturgia compartida. Ya en estos cantares la primera y segunda persona del verbo dialogan, y no son personas auto-reflejas, sino que han urdido el  vals común donde cobran fuerza la primera y segunda persona y el plural, los dos, superando el trauma del nacimiento, de la separación. A partir de estos cantares el verbo-verso se derrama como la vida y “Los sones me embriagan […] / y si acaso se apagan / algo queda vertiendo / un verbo que verbera verdad viendo”. En torno a estos cantares se abren todas las vasijas, vasos, cuellos de botella, odres, ánforas, aljibes: incluso los sepulcros se derraman. Los continentes descubren ya los contenidos perennes, son úteros ya vaciados dispuestos a volver a concebir. En torno a estos cantares bailan los sones, las voces, las palabras. Y el lenguaje se oye, las palabras chocan contra la piedra para trashumar eco y fluyen. A partir de estos cantares se erige la liturgia de la vida, permutando las palabras básicas del poemario.

En cierta manera, el libro en su totalidad, tanto en el nivel fonético, sintáctico como semántico, se desarrolla como una liturgia que busca ramificarse y extenderse, bebiendo de los distintos sentidos de las palabras e imágenes rastreadas en la vida, en una vida a ras de tierra y con sed de luz. En Rupestre, cada poema, además, se ha hecho eco de palabras e imágenes utilizadas previamente. Cada poema ha religado. Tal vez la mística no ha podido nunca trascender con mayor fuerza que con el verso, lo que se vierte, lo que se invierte. “Humus” cierra el libro de Celia con el recurso a la fértil tierra negra, al humus, puro nutriente que retiene el agua del origen, del nacimiento del que surge el humano innombrado en el libro, Adán, el hombre no creado de mujer, el hombre de barro y aliento o lo humano —hominus— que deriva del humus.

Tal vez, Celia Carrasco concibe un poemario rupestre, en una sociedad en la que, relegada la religión, la vida misma no se considera ya perenne. En la contraportada lo granulado es ya humus y luz: “Naciste para costra”. Detente en la grieta, lectora; escucha tu voz, lector.

 

Celia Carrasco Gil, Rupestre, Zaragoza, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Tere Irastortza Garmendia

Breton aseguró que en su poesía «vuelve a oírse la voz de Lautréamont, pura, joven, que alimenta el fuego que ha empezado a surgir de mis profundidades»; Ferlinghetti lo calificó de «visionario» y ese himno letárgico de Ginsberg titulado Aullido es deudor de su manera de entender la poesía. Hablamos de Philip Lamantia (1927-2005), puntal beat, gema surrealista, llama mística. Sus versos, proféticos, alucinados, telúricos, apenas han sido traducidos al castellano. Ahora, la editorial Varasek publica en dos tomos una Selección de poemas, con un formidable estudio introductorio a cargo de Vicenç Quera. La poeta y conocedora de la poesía beat Mónica Caldeiro ahonda en la proyección, importancia y eco de este colosal poeta.

 

- Philip Lamantia, ¿se encuadra mejor en el misticismo, el surrealismo o la poesía beat?

- Lamantia es una intersección entre esos tres ejes, aunque me inclinaría por afirmar que, sobre todo, se sitúa entre los dos primeros. No se puede entender a Lamantia sin su influencia surrealista y tampoco sin su misticismo extático. Aun así, me aventuraría a asegurar que en su obra general existe cierta independencia de lo beat, aunque ciertamente viviera esa etapa.

 

“Lo beat es la antítesis de un modo de vida dictado por la sociedad”

- Y en cuanto a modo de vida, ¿encajó el planteamiento beat de ejercitar una constante rebeldía?

- Lo beat es una clara rebelión contra todo lo que significaba la cultura norteamericana en los años cincuenta y el modelo ideal de vida estable, vivienda en las afueras y familia nuclear. Lo beat es la antítesis de un modo de vida dictado por la sociedad, pero que también responde al concepto de «beatitud», en el sentido de la búsqueda de lo trascendental no solo en lo cotidiano, sino también en lo marginal. La representación de ese ethos tomó diversas formas en los escritores beat, y Lamantia desarrolló su propia forma de «desencajar» y de habitar la marginalidad.

 

- La rebeldía de Philip Lamantia y otros poetas beat, ¿es una condición, una impostura, una necesidad? ¿Llegaron a domesticarse?

- La rebeldía beat es una necesidad que nació de un grupo de artistas que expresó el malestar de toda una generación. Es fundamental comprender que no se trata de una pataleta temporal ni de rebeldía adolescente, sino de la búsqueda de otras formas de vivir fuera de un sistema opresivo para la vida y el arte.

No creo que los beat llegaran a domesticarse, sino que cada uno de ellos encontró diferentes formas de encarnar esa marginalidad. Algunos lo hicieron poniendo en riesgo su propia vida, otros perecieron por el camino, y los que siguieron, encontraron maneras de seguir escribiendo desde su propio lugar. Si se hubieran doblegado de algún modo, dudo que siguieran suscitando el interés que aún hallamos en sus obras.

 

- Esa visión tan de Blake, visionaria, la contundencia de sus versos, el aroma de espiritualidad que los sacude… ¿Qué destacaría de su poesía?

- Para mí, Lamantia es un torrente inagotable de imágenes con luces estroboscópicas, es como si su poesía te obligara a ver algo parpadeante, luminoso y único. Es una poesía exigente que requiere que el lector se sumerja en la explosión de cada una de sus evocaciones. No da tregua: obliga a mirar de cerca en las palabras la representación de lo trascendente.

 

“Todo acto poético es político”

- El registro político en la poesía de Lamantia no está tan presente como en otros autores beat, salvo la causa del pacifismo, acaso, ¿a qué se debe?

- Ninguna escritura es inocente y todo acto poético es político. No creo que se deba infravalorar a Lamantia en ese aspecto. Dedicarse plenamente al misticismo y la trascendencia es una posición política que huye de la producción del capitalismo. Para poder dedicarse a la visión es necesario detenerse, y para detenerse es necesario dejar de producir.

Por otro lado, tampoco hay que olvidar su participación en el Libertarian Circle de San Francisco. Por lo general, la literatura de Lamantia no es abiertamente panfletaria ni necesita serlo, pero su anarquismo pacifista quedó patente en su modo de vida y en su forma de vivir la poesía. Cuando hablamos de poesía y política, es necesario separar la poesía del panfleto. Lamantia no necesitaba expresar con palabras sus ideas políticas para ser anarquista y ecologista, aunque sus libros Narcotica y Meadowlark West sean profundamente políticos.

 

- ¿Qué explicaría que siendo él en un primer momento, el poeta beat —o en su órbita— más conocido pasase a un eterno segundo plano?

- Lamantia estuvo más interesado en escribir, aprender y vivir que en darse autobombo. Hay otros ejemplos de autoras beat a las que les sucedió algo parecido, como a Joanne Kyger. Kerouac y Ginsberg fueron muy mediáticos y eso propulsó su fama (para bien o para mal), pero no todos los escritores beat escogieron el mismo camino. ¿Afecta eso al acercamiento al público lector? Por supuesto. Pero, por otro lado, la exposición también influye en la mirada de quien lee e incluso a la recepción de la obra, por lo que creo que Lamantia pudo tener menos lectores, pero más auténticos.

 

“La poesía de Lamantia se basa en la búsqueda de lo visionario y lo trascendente”

- ¿De qué modo el abuso de sustancias psicotrópicas afectó a su poesía? ¿Y su enfermedad, su trastorno bipolar?

- La poesía de Lamantia se basa en la búsqueda de lo visionario y lo trascendente por diferentes vías, y una de ellas fue la experiencia extática mediante el uso de sustancias. No obstante, Lamantia era muy consciente de que su abuso no era algo que necesariamente beneficiara a su poesía. Concretamente, su adicción a la heroína hizo mella en él, pero consiguió curarse gracias a una terapia de LSD con Timothy Leary. Supongo que las sustancias eran un doble filo dada su enfermedad maníaco-depresiva: con algunas buscaba salir de sus fases depresivas, pero otras podían exacerbar el problema.

 

- El concepto de lo sublime, de lo maravilloso surrealista está muy presente en la vida y obra del poeta. ¿Qué disposición de ánimo se requiere para encontrarlo?

- Creo que esta es una pregunta para Philip Lamantia.

 

- ¿Qué supuso el descubrimiento del «método paranoico-crítico» para el joven Lamantia?

- Debió de ser lo suficientemente impactante como para que experimentase con él y aplicase ya la superposición de imágenes en sus primeros poemas, de los cuales podemos encontrar «The Touch of the Marvelous» [El toque de lo maravilloso] en la antología ahora publicada por Varasek. Como ejemplo, me remito a los versos que abren el poema: «Las sirenas han venido al desierto / están levantando un tocador junto al camello / que yace a sus pies de rosas». En estos versos, Lamantia crea una imagen aparentemente antitética en la que se superponen planos de al menos dos imágenes distintas.

 

- El que, en un determinado momento, quemase parte de su obra pasada, ¿fue un acto de contrición, de psicomagia?

- Lo que me parece un acto de psicomagia (y también, en cierto modo, un exorcismo) fue que destruyera parte de su obra y después escribiera otro libro titulado Destroyed Works. Quizá había alguna faceta que quería dejar atrás, quizá estuvo motivado a hacerlo por alguna de sus fases depresivas o tal vez fue un acto de llevar al extremo lo que ya había hecho en la lectura de la Six Gallery: quitarse a sí mismo de en medio.

 

- De entre los muchos y buenos amigos de Lamantia (Paul Bowles, Breton, Leonora Carrington, John Hoffman, Ernesto Cardenal, Kerouac, Allen…), ¿Quién resultó el más decisivo?

- Diría que Kenneth Rexroth y John Hoffman, sobre todo en sus primeros años como poeta. Rexroth fue una figura decisiva tanto en los círculos del San Francisco de la época como lo fue para el joven Lamantia. Con Hoffman desarrolló una amistad que le dejó una profunda huella; de hecho, en el mítico recital de la Six Gallery que antes mencionaba, leyó los poemas de su amigo fallecido en vez de los suyos. A pesar de los años, siempre le tuvo presente.

 

“Lamantia fue un lorquiano a la americana”

- Con la cantidad de datos que tenemos sobre el poeta, ¿cómo es que apenas si sabemos de su primer matrimonio, con Lucile Dejardin?

- Tal vez se deba al hecho de que fue un matrimonio relativamente breve (apenas duró cuatro años) y se desconoce si Dejardin tuvo alguna filiación literaria concreta. Si no es el caso, no creo que saber más sobre su matrimonio pueda contribuir a arrojar más luz sobre la obra de Lamantia.

 

- A su juicio, ¿cuál es el gran poemario de Lamantia?

No sé si «gran poemario» es el término adecuado, pero reconozco que me parece muy bella la edición de City Lights en la que aparecen Tau de Lamantia y Journey to the End de John Hoffman, donde se publican los poemas que Lamantia leyó la noche de la Six Gallery. Quizá, si tuviera que quedarme con un libro de Lamantia, me quedaría con Tau: no solo es representativo de su etapa beat, sino que fue de los pocos manuscritos que él mismo salvó de la destrucción de su obra.

 

- Vivió durante varios periodos en distintos puntos de España. ¿De qué poeta español podríamos encontrar ecos en Lamantia, de haberlo?

- No puedo afirmarlo con plena seguridad, pero me apostaría un brazo a que Lamantia fue un lorquiano a la americana llevado a lo más extremo de la experiencia.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Lo tuyo es puro teatro

8 de junio de 2023 12:29:27 CEST

Son muchas las películas en las que se destapan los entresijos del mundo del teatro, como si vivir entre bambalinas encerrara un atractivo especial para la construcción de tramas en las que caben la rivalidad y la ambición. También la búsqueda de sí mismos. También las expectativas y la frustración. De repente, se escucha el eco en el patio de butacas y los focos dirigen el haz de luz al centro, señalando el mejor escenario posible para que la palabra muestre su potencial y demuestre que no se detiene ante nada ni ante nadie. Cisne de papel es una novela en la que se reconocen estos elementos que nada tienen de metáfora y que ha sido publicada, en la colección Sueños de Tinta, por Mira Editores.

Es un texto en el que priman los diálogos, perfectamente construidos, determinantes y poderosos, trabajados al milímetro, sugerentes, definitivos y definitorios de las personalidades de los lectores que se asomen con curiosidad a estas páginas, aun cuando se mantengan en un segundo plano que en absoluto les reste fuerza. Hombres y mujeres se definen por lo que dicen y por cómo lo dicen. Hay quienes se muestran cálidos y quienes solo aparentan frialdad, quienes caminan en zigzag y quienes optan por la línea recta, quienes están empezando su trayectoria y quienes ya están de vuelta. Sin duda alguna, esta es una novela de personajes.

Considero que la premisa inequívoca que supone el sueño de cualquier individuo que busque la realización personal y la estabilidad es aquella que reza así: ganarse la vida en un trabajo que encierre admiración y pasión. Intuyo que las vísceras lo agradecen. De modo que el temor a equivocarse se convierte en una afilada espada de Damocles que nunca deja de estar ahí, apuntando al corazón. Decidir cuál es el camino correcto, desafiar normas y convenciones, especialmente a una edad precoz, pone en jaque a cualquier expectativa. Cuando se asoma la seguridad de un empleo que no resulta seductor, y como oponente se encuentra el riesgo de entregarse a lo que siempre ha generado mariposas en el estómago, el dilema da para mucho. Es lo que le ocurre a Pilar, la protagonista de esta aventura creada por Alfredo Andreu, autor que sabe combinar a la perfección literatura e imágenes dada su formación como guionista y como director, que de momento se ha traducido en una serie de cortometrajes.

Alfredo Andreu dota a las palabras de múltiples significados y de otros tantos significantes. Vuelan en el aire, como si imitaran a la etérea Audrey Hepburn, la admirada actriz clásica ante cuyos encantos solo cabe rendirse y que supone una poderosa presencia en estas páginas. El mundo de la interpretación es un mundo repleto de dificultades que se encargan de hacer dudar incluso a las mentes más preclaras. Consiste en vivir en una exposición permanente, en asumir que los éxitos y los fracasos tienen sabor a aprendizaje.

Pilar vive el arte de la interpretación con una intensidad especial, cualquiera se lo podría detectar en la mirada. Su padre no está, pero su recuerdo es uno de sus mayores referentes. Se escucha su voz, su comprensión y su alianza. Es la figura que la refuerza por dentro. La madre, que sí está presente y exige comprensión, se comporta con más escepticismo porque, en efecto, busca certezas y estabilidad, dadas las veleidades que guarda el universo de la farándula, y rechaza de lleno lo que no encaja en su encuadre mental. Es otra batalla que a priori parece perdida, al igual que la que mantiene con su dislexia, una circunstancia más que juega a frenar sus ilusiones. Pero no por ello este personaje estrella muestra intención de rendirse. El tesón se reconoce en el retrato que la humaniza, pues no resulta extraño pensar que está inspirado en alguien de carne y hueso al que le brillan los ojos cada vez que se siente, y se sienta, en un patio de butacas. Bien arropada por sus incondicionales amigas, se aferra a sus sensaciones, a la grácil belleza de su icónica actriz y a la sencilla figura de origami que la acompaña allá donde va, tan valiosa por lo que significa. Un cisne hecho de papel que, quizás, representa la búsqueda de un papel que la convierta en cisne.

Alfredo Andreu sabe de cine, de dirección de actores y del imprescindible cometido del contador de historias. En definitiva, sabe dotar de vida a sus criaturas. Su formación es rica en el medio audiovisual y se nota a la legua. Hay nuevos proyectos que suenan con fuerza, que llevan su sello, y que no tardarán en convertirse en realidad. De ahí la fuerza que desprende esta historia, inicialmente un guion que pedía a gritos su conversión en narrativa con otro lenguaje, con otra forma de expresión y con otra creatividad, pero que no pierde frescura ni mensaje en dicho tránsito.

Pilar ha de enfrentarse a distintas personas que la ayudarán a crecer, a pesar de que a veces la cuestionan y no se lo ponen fácil, como ocurre con aquellos profesores que insisten en exigir resultados con crudeza y dureza hasta que el talento del alumno quede exprimido al máximo. Y el mejor ejemplo en estas lides aparece antes de que los lectores nos demos cuenta, porque entra en escena Bosco Pigmán, un hombre misterioso que ejerce de profesor y de celoso enfermizo, que no sabe muy bien ubicarse tras una vida repleta de episodios maltrechos. No falta un hermoso brindis a George Bernard Shaw, porque este tipo presume de ser un Pigmalión hecho a sí mismo, aquel que se enamoró de Galatea, valiéndose de técnicas y de procedimientos que alimentan su oscuridad. Es un tipo que acecha desde las sombras, que emerge de la negrura sin ocultar su rencor. Tantos matices lo definen a la perfección. Nadie sabe por dónde va a salir ni de qué manera va a condicionar el desenlace. De nuevo un retrato sólido, alrededor del que giran algunos de los pasajes más emocionantes de esta obra que no deja de abrir caminos y posibilidades.

Leer a Alfredo Andreu va más allá de lo que significa entrar en una novela y aguardar a que sucedan cosas. Es aprender a escuchar a personajes que se dejan la piel en busca de sí mismos. Ningún lugar mejor para encontrarse que en sus líneas, que delatan su pasión por lo que hace.

 

Alfredo Andreu, Cisne de papel, Zaragoza, Mira Editores, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Lahoz

El cobijo y la palabra

8 de junio de 2023 12:09:31 CEST

Decía Terencio: Homo sum, humani nihil a me alienum puto, «hombre soy y nada de lo humano me es ajeno». Y es que, si hay una cuestión esencialmente humana, quizá sea la capacidad y la necesidad de la pregunta por la vida. El regreso a los otros de David Porcel (Zaragoza: Mira Editores, 2022) es una profunda reflexión sobre lo que constituye al ser humano como tal, un análisis del presente a través de la historia y una llamada a la acción.

A través de sus páginas, el autor nos propone un recorrido al centro de la comprensión de lo que él denomina «indigencia» humana. Un término que alude a la situación ontológicamente fundamental del ser humano. Como heredero de la tradición fenomenológica más pura de Heidegger y  Husserl, acudirá a la cuestión en epoché, atendiendo a lo que se manifiesta. Porcel parte de la pregunta por el ser, pregunta que solo el ser humano es capaz de formularse. Esto será síntoma de su indigencia y, por tanto, motor de la acción, puesto que está obligado a «darse ser». Esta es su carencia fundamental.

El autor se propone estudiar lo humano desde categorías no cientifistas, ni técnicas ni esencialistas. En ello radica precisamente uno de los puntos fuertes de la obra: en la honestidad intelectual con la que deja claro su punto de partida y en el hecho de que su investigación se desarrolla en un marco epistemológico que podríamos llamar holístico. Porcel regresa a la noción de verdad como desvelamiento (aletheia) y considera que la naturaleza caleidoscópica de la realidad humana no se deja atrapar en esquemas reduccionistas. Por este motivo, teje una red interdisciplinar de conocimientos que pasan por la literatura, el arte, el cine y un sinnúmero de disciplinas, que nos van clarificando esa pregunta inicial de la que partíamos.

La obra se cimienta sobre un eje central que trata de sondear lo que él llama «movimientos tectónicos de la historia», para asentar posteriormente una agudísima reflexión de nuestra sociedad actual y trazar un boceto que acaba siendo una llamada a la acción. Ese eje central es un recorrido «metahistórico» a la búsqueda de los movimientos que nos han traído hasta el momento presente.

Es precisamente en este recorrido histórico donde radica el segundo punto fuerte del ensayo. Estamos acostumbrados a estudiar la historia de la filosofía a veces como un diálogo poco intuitivo entre autores inconexos. Porcel nos propone entenderla desde las tres categorías en las que se ha manifestado la situación de indigencia ontológica humana: el exilio, el naufragio y el desamparo. Una forma novedosa de entender la historia de la filosofía, que encierra conexiones entre la mitología, los sucesos históricos, la filosofía y la ciencia, cristalizando en una suerte de red que nos sitúa en una perspectiva aérea. En cada una de las categorías situacionales humanas es sencillo comprender esos cambios tectónicos de los que nos habla el autor.

Y, sin embargo, pese a que este recorrido histórico es de por sí suficiente para trazar un mapa humano, en la tercera parte, Porcel hace un análisis certero de cuestiones que suponen nuestro día a día. Analiza nuestra propia situación de desamparo y de paulatina deshumanización. En las sociedades auspiciadas por el imperativo tecnocrático hay una tendencia hacia lo que él llama «formas de existencia desarraigadas». Recorre las formas en que la deshumanización se nos hace patente: el hiperrendimiento, las formas de arquitectura hostil, la evasión de las emociones humanizadoras o la transformación de toda realidad en mercancía. Y en su forma negativa, se expresa en la pérdida de los ritos, en las relaciones puramente funcionales, en la pérdida de espacios de reunión o en la sustitución de la inteligencia humana por formas de inteligencia artificial y su comprensión desde lo algorítmico. Lanza una llamada a la reflexión sobre si este panorama hace posible una ética, ya que el aislamiento y la atomización social van disolviendo poco a poco aquello que nos hace humanos.

Hay una fisura por la que se cuela la esperanza en este trabajo del profesor Porcel: la situación de indigencia es connatural al ser humano, pero las formas que adopta son cambiantes, lo que supone cierto margen de libertad para modificar el curso de las cosas. De ahí que El regreso a los otros sea el cuidado, la hospitalidad, la atención, el tacto. Una invitación al diálogo y a la reflexión para un mundo más humanizado.

 

David Porcel Dieste, El regreso a los otros. Un ensayo sobre la indigencia humana, prólogo Josep María Esquirol, Zaragoza, Mira Editores, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Verónica Rodríguez Alba

Singularidad espaciotemporal

5 de junio de 2023 10:46:57 CEST

El Booker Internacional, galardón que destaca la obra más significativa de cuantas novelas se tradujeron y publicaron en lengua inglesa, ha reconocido en su última edición al búlgaro Gueorgui Gospodínov con su último trabajo Las tempestálidas, obra que fue traducida al inglés por Angela Rodel. Su versión en español también vio la luz el pasado 2022 publicada por la editorial Fulgencio Pimentel y cuya traducción corrió a cargo de María Vútova y César Sánchez.

Trufada de homenajes a Thomas Mann o a Borges —entre muchos otros referentes literarios—, el búlgaro Gueorgui Gospodínov nos ofrece una novela en la que se revela un fenómeno que podríamos designar como singularidad espaciotemporal; siendo una obra clasificable bajo el epígrafe de historia contemporánea o el de autoficción y en la que el autor y un extraño personaje —su desdoble literario, una suerte de alter ego hecho epítome de su pensamiento utópico— recorren el recuerdo y el tiempo que ayudó a construir la memoria personal del individuo y colectiva del pueblo, de la sociedad en la que éste se enmarca. A lo largo del texto se cuestionan remembranza e identidad, tiempo vivido y tiempo mitificado; ideas sugerentes en las que podemos encontrar elementos de reflexión y no pocos paralelismos entre aquel pasado identitario del este de Europa y el que etiquetaríamos como “nacional”. En sus páginas el autor imagina la construcción de “cronorrefugios” en los que reencontrarse con la felicidad idealizada de alguna década memorable o, al menos con cierto amparo y seguridad en un pasado que crece incesantemente alimentado por todos, por el tiempo colectivo de cada sociedad, y que amenaza con invadir y suplantar al presente.

Gospodínov también nos expone las cuitas de envejecer, de caer en la senil demencia, de ofrecer un cuidado alternativo que revierta la desmemoria, o incluso de considerar la eutanasia cuando el mundo y cualquier esperanza se desvanecen, pues “de hecho, lo primero que desaparece con la pérdida de memoria es la propia idea de futuro”. Su sugerente narrativa nos conduce y nos coloca frente al drama del desvanecimiento del yo, llegando a conmovernos con pasajes como aquel del agente delator, que por conocer el pasado del abuelo al que espiara muchos años atrás, se verá convertido en única memoria para el otrora acechado. Pero también despliega un importante carga de ironía en la forma de aproximarse a estos asuntos, siendo un gesto “marca de la casa” —tal y como pudimos intuir al leer poemas como “El conejo amoroso”, recogido en la antología Poesía búlgara contemporánea (Olifante, 2021)—, demostrando un don para generar ideas e imágenes con las que conectar con el lector.

La utópica opción de volver a vivir otro tiempo a nuestra elección, como individuos o de forma colectiva, es explorada con distancia y pesimismo, con un sarcástico descreimiento en las posibilidades del hombre en hacer las cosas mejor, incluso al repetir eventos y consecuencias bien conocidos (incluso las terribles), apostando a que declararíamos la guerra para que la guerra no se repitiera pues, como el búlgaro nos ilustra, cualquier día es el 28 de julio de 1914 o el 1 de septiembre de 1939. Críticamente nos plantea qué pasado sería el predilecto en cada lugar de la Europa, en un ejercicio da como resultante un análisis emocional del carácter de los pueblos que la componen y a través de un breve recorrido por su historia, sus ideales y sus fantasmas.

Al fin, la literatura es el cronorrefugio más asequible. Allí se contienen otros tiempos y otras vidas a las que podemos volver a nuestro antojo. En ella podemos refugiarnos, soñar otro futuro, pero recordando que en la vida, a diferencia de la novela, no existe argumento y que “tarde o temprano, toda utopía se convierte en novela histórica”.

 

Gueorgui Gospodínov. Las tempestálidas, Logroño, Fulgencio Pimentel, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

“Apocalipsis o Libro de la revelación”[1] es una edición bilingüe griego/castellano del último libro de la Biblia, adornado con los grabados que el taller de Lucas Cranach el Viejo realizó para la primera Biblia de Martín Lutero, y prorrogado por un estudio de la influencia del Apocalipsis en la filosofía, la historia, la política, y el arte, en este caso ilustrado con otras imágenes artísticas relacionadas. El estudio está firmado por Patxi Lanceros.

Pareciera que el Apocalipsis debería estar culturalmente superado, pero es obvio que no es así: su visión de fin traumático de la Historia tiene un fundamento determinado en el contexto en que se escribió (las revueltas judías contra Roma a finales del siglo I), pero el alcance de la visión de Juan de Patmos trascendió decisivamente ese momento concreto, y se extiende con éxito a la idea cultural occidental del final de la historia, de un final además siempre inminente, que atraviesa el pensamiento occidental una vez que el provindencialismo judeo-cristiano rompió la quietud del cosmos griego y ya se instaló en todas las filosofías, incluido el marxismo y la postmodernidad distópica actual.

En ese alcance se encuentra la principal relectura artística que destaca Lanceros, relacionada con el momento histórico más apocalíptico de nuestro imaginario, y probablemente también de la Historia: la II Guerra Mundial y sus alrededores, periodo del que la extracción de obras que apelen a un juicio final reencarnado en los horrores del conflicto incluye entre otros a Olivier Messiaen (“Quatour pour la fin du temps”), Thomas Mann (“Doktor Faustus”), y el esperable pero no fuera de lugar “Guernica” de Picasso. Las que hoy llamamos obras de arte han sido una forma tradicional en que la religión o el poder se han dirigido a un pueblo mayormente analfabeto, y en la II Guerra Mundial el fin definitivo de la Historia se colige a partir de la proliferación de miserias y abismos que se hacían reales y el arte también muestra. Si no existe futuro y la angustia existencial lo domina todo, ¿no está terminando el tiempo y comenzando el esperado final? El terror al fin inmediato y la angustia por la espera del juicio final se encontraron en un momento de convergencia del relato que el cristianismo ha necesitado construir en los 2.000 años en que Jesucristo no ha vuelto para juzgar a los hombres.

Los grabados de Cranach, con su representación imaginativa y desbordante y sus colores vivos, completan una experiencia estética de primera magnitud. Por ellos empieza esta reflexión sobre la noble y exigente forma del arte que es la pintura, sobre el espectador de la misma y el sentido de su mirada.

Cranach el Viejo vivió entre los siglos XV y XVI y no es por tanto un pintor medieval. Pero sus ilustraciones de la Biblia de Lutero aún arrastran cierto estilo medieval, con su idealización de personajes y un colorido irreal, sin una fuente de luz natural o realista. Conocido es, casi tópico por inversión, que la Edad Media no es esa época gris[2], en blanco y negro[3], tallada en severa piedra oscura, de imágenes insulsas, grandes plagas y taimado y exclusivo teocentrismo que la educación nos ha inoculado durante décadas, pero aún parece inevitable tener ese sentimiento al enfrentarse al arte medieval. La imprimación cultural de esa idea en el imaginario occidental es demasiado potente, y tal vez el estigma es casi una categoría más psicológica que histórica, de la que resulta complicado zafarse. Además, el contraste con la explosión sensual del Renacimiento, que trae consigo coyunturas sociales, políticas y científicas que ya conectan incluso con nuestra época, permite dejar con más facilidad a los complejos mil años anteriores en el olvido también educativo.

Los historiadores del arte medieval sostienen, en efecto, que los artistas medievales no estaban menos dotados ni tenían una visión infantil de la representación figurativa en el arte, sino que su estilo respondía a un determinado canon desarrollado durante siglos, con su evolución y sus diferentes fases, y una serie de rasgos comunes distinguibles[4]: la ausencia de perspectiva y las imágenes planas, las aureolas de los santos y los personajes sagrados, los personajes de mirada frontal. Esta sospecha de menor capacidad técnica asociada a una cultura determinada no pasa por primera vez en la historia del arte: piénsese por ejemplo en la representación realista del natural que buscaba el arte griego frente al interés conceptual de la representación del que fuera su contemporáneo durante siglos: el arte egipcio.

La pregunta que subyace es si existe realmente una cesura lamentable en la historia del arte entre la caída de Roma -el Imperio de Occidente- y el Quattrocento italiano que empezó a recuperar las formas del arte clásico. No es así, porque un imperio también romano, el de Oriente, con Bizancio como capital, permaneció y duró mil años más, y resulta lógico que en él se encuentren claves sociales y artísticas de la época, dado su poder. Así, la estética medieval occidental bebe de la evolución del arte bizantino, especialmente tras el final de la época iconoclasta, imprimiendo rasgos estéticos en los que la realidad observada por los sentidos era despreciada frente al inmanente carácter divino, espiritual y conceptual de toda representación, especialmente la figurativa, incluso cuando es aparentemente lúdica o representación del mal.

Pero, ¿y la explosión de color? ¿Esa luminosidad intensa? Tampoco es natural, no surge de fuentes esperables, sino de los mismos objetos representados. Es Plotino, filósofo neoplatónico del Bajo Imperio, en cuya doctrina el “Uno” -asimilable a Dios- impregna la realidad de todos los hombres y toda la naturaleza -de modo que no puede representarse la misma sin sentir el influjo de estar representando a Dios-, el que crea la base teórica que explica mil años de arte mediante esta concepción decisiva. En ella, si la materia es un estado degradado de un descenso del Uno inalcanzable, la luz que resplandece en ella se atribuye al reflejo del Uno. Dios viene a ser una corriente de luz que recorre el Universo.[5]

Sin embargo, en el siglo XV llega un momento en que la pintura del Renacimiento se hizo consciente del lenguaje del acto individual de pintar, y, liberándose del yugo de la representación religiosa, se implicó en el arte, sus significados propios, y la capacidad del mismo para desarrollar discurso y lenguaje también propios[6]. Se evolucionó también del fresco, del mosaico y de la tabla, en muchas ocasiones sin límites claros, al cuadro: es el marco en sí el que permite focalizar la mirada de modo que se sugiera un significado debido precisamente a su presencia delimitadora. Un marco que es un objeto real, y que también encierra intencionalmente una imagen, a la que además convierte en portátil, transportable y acumulable.

La transición es larga y tiene fases intermedias. El gótico presenta una pintura más naturalista y una escultura menos rígida y más sinuosa. Dado que la pintura estaba pensada para exhibirse en el templo -con una función pública educativa en ocasiones amedrentadora-, el paso del románico al gótico representó una primera disminución del espacio disponible para pintar al reducirse el muro de las paredes de las catedrales, donde además las vidrieras empiezan a ser cuadros primigenios. Giotto, a caballo entre los siglos XIII y XIV, y Van Eyck -siglos XIV y XV- ya anticipan la perspectiva, una iluminación más natural, e incluso temas no religiosos.[7]

De hecho, es a partir del siglo XVI que la pintura flamenca fundamentalmente comienza a trabajar temas que reflexionan sobre el arte, la representación, la mirada, y la autoría. Los nuevos géneros que aparecen, el paisaje, el bodegón, y el retrato -personal y familiar-, implican al autor de los mismos en la concreción de los objetos, y en su aparición en un contexto. La mirada se centra en lugares que aparecen acotados: ventanas, puertas, cortinas –que abren nuevos espacios en la estancia cerrada del lienzo- y, más adelante, espejos, mapas y reversos de cuadros, como ejemplos directos de devolución de esa mirada, de aparición en el cuadro de lo que hasta entonces había quedado fuera del mismo -el propio pintor en muchas ocasiones, o los lugares lejanos o cercanos a que remita el mapa como representación en sí-, o de negación incluso de la posibilidad de mirar. No debe olvidarse el paso fundamental añadido de convertirse la pintura de un arte de ánimo y sentido público a un proceder privado.

Aunque parezca tópico es inevitable poner por ejemplo Las meninas, que es un modelo de complejísima elaboración que ya se completa en el siglo XVII. En Las meninas hay autorretrato, una escena familiar cotidiana, espejo, puerta, dos grandes cuadros en la pared, y el reverso del cuadro que está pintando el pintor, es decir, al menos hasta cinco marcos además del propio cuadro que aíslan imágenes propias de alto valor simbólico y con lecturas metaartísticas muy sorprendentes e innovadoras. Las meninas es un cuadro real donde los reyes aparecen, pero no están; donde el pintor -que ha usado un espejo para pintarse como autorretrato- es personaje, donde lo cotidiano y los personajes populares conviven con el hieratismo monárquico de la realeza, y donde el pintor mira a los ojos al espectador como mira a los de los reyes a los que está pintando. El espectador, en cierto modo, queda así proclamado rey por el artista, y será quien le juzgue. El empoderamiento que Velázquez otorga al espectador anticipa de manera absoluta la libertad crítica incluso antes de que el carácter del genio artístico esté definido por la modernidad. Puede argumentarse que la obra está pensada para nunca escapar a los salones reales y para ser vista por los ojos elegidos de los reyes y su familia. Pero Velázquez había visto suficiente mundo y muchos cuadros de otros mecenas habían estado a su vista en Italia y España sin problemas. Por otro lado, aunque cuatrocientos cincuenta años más tarde todavía parezcan novedad algunas estrategias autorales similares del cine o literatura contemporáneas, en el artista individual anida hace tiempo la pulsión de narrar -o encontrar como objeto- el propio arte dentro de la obra[8].

Stoichita destaca cómo Descartes publicó su “Discurso del Método” junto a un estudio de óptica[9], donde decía que “sabemos cómo utilizar la intuición intelectual al compararla con la visión ocular. En efecto, quien quiera mirar de una sola ojeada varios objetos al mismo tiempo no conseguirá ver ninguno diferenciadamente; y de la misma forma, quien tiene el hábito de prestar atención a muchas cosas a la vez, en un solo acto de pensamiento, no es sino un espíritu confuso. En cambio, los artesanos que trabajan en obras de precisión, y que tienen el hábito de dirigir atentamente su mirada sobre cada punto, adquieren con el uso el poder de distinguir a la perfección las cosas más pequeñas y más sencillas, de igual forma que aquellos que no dispersan jamás su pensamiento sobre diversos objetos al mismo tiempo, y lo centran siempre enteramente en analizar las cosas más pequeñas y las más sencillas, adquieren perspicacia”. El ojo definible como metódico de Descartes quiere ir al detalle y ser tremendamente preciso en él. Llegó a describir el globo ocular a la par que Kepler, y entendió gracias a sus experimentos que la retina funcionaba en realidad como un cuadro, y tituló precisamente así uno de sus tratados: “Acerca de las imágenes que se forman en el fondo del ojo”.

Este gusto por el detalle vino en esa época de la mano del desarrollo de la cámara oscura, invención que introduce una de las historias más fascinantes de la historia del arte pictórico, que apela directamente a la pintura como oficio gremial. David Hockney dedicó gran parte de los años noventa a la investigación de las pinturas de los grandes maestros, después de hacerse durante un tiempo una reflexión a partir de la pregunta ¿qué estamos viendo?, que, así formulada, parece remitir a las preguntas clásicas kantianas. Su obsesión se inició al observar la extrema precisión de determinados elementos de difícil representación, y su tesis es que a partir del siglo XV y hasta la imposición de la fotografía, muchos pintores usaron la óptica -lentes y espejos en primitivas pero válidas cámaras claras o negras- como base de sus cuadros. Todo este estudio lo recogió en el libro “El conocimiento secreto”[10], en el que los testimonios visuales son múltiples: comparaciones de grandes obras, de la obra de pintores cuando usan la óptica y cuando no lo hacen, descripción de técnicas y puntos de vista, el viaje de dichas técnicas a través del continente europeo, y los problemas asociados a la óptica que acaban revelando su uso. Un uso que hoy en día parece haberse olvidado, pero que confirman los documentos históricos escritos por hombres de ciencia y pintores, algunos grabados de la época, y las cartas que Hockney intercambió con sus colaboradores durante la realización del estudio, completando así una mirada más incisiva a la pintura clásica. Este trabajo muestra el puente obvio entre el arte y las tecnologías que ayudan a construirlo. Los pintores guardaban sus secretos de manera corporativista y no los revelaban sino a sus aprendices con órdenes estrictas de no permitir que una técnica que sería tildada de engaño fuera conocida por mecenas y público, que, además, como profanos, no podían acceder a esta luz de conocimiento gremial. Hockney comenta de continuo que la lente no dibuja ni pinta, que sólo lo hace la mano, y que son Caravaggio o Durero o Velázquez los genios, no los fabricantes de artilugios varios. Aun así, es difícil no sentir el escalofrío de una pequeña decepción, dado que pensábamos que, frente a los denostados artistas medievales, en el Renacimiento sí se domina el arte de la representación y la imitación del natural, tal y como, de nuevo, nos educaron.

El siglo XIX rompe varios cánones aquí encerrados. Deja de haber aprendices de un gremio como se conocían anteriormente y empieza a haber trabajadores de fábricas para la producción de utensilios en serie. A la par que el gremio deja por ello de hacer arte, la afirmación de la personalidad del artista genial y único se asienta, idealizado gracias a la emancipación del individuo romántico tras la caída del Antiguo Régimen y sus viejas obligaciones[11]. El espíritu que en un principio encarnaron Leonardo, Miguel Ángel o Velázquez habita ahora no ya en cada pintor, sino en cada individuo. Y, finalmente, llega la tecnología rupturista más avanzada: la fotografía, el shock que hizo inútil el carácter retratista o realista y naturalista de la pintura. ¿Cómo superarlo? Con grandísimos formatos, con escenas históricas o mitológicas imposibles de fotografiar, o dejando atrás estos formatos aún tradicionales y caminando hacia estilos liberados de la necesidad de imitar la naturaleza, lo que comienza en el siglo XIX con el impresionismo y sigue en el XX con las vanguardias.

Pero antes de todo eso, es Goya quien entra en el siglo XIX modificando el canon construido desde el Renacimiento. Goya pinta las obras cumbre de su último periodo en la Quinta del Sordo, donde vive de 1819 a 1824, sobre sus paredes, sin marco y usando la técnica del fresco. Las llamadas Pinturas Negras son parte de sus obras más reconocidas y significadas[12]: Perro semihundido, Saturno devorando a sus hijos, Duelo a garrotazos. Pero, no obstante, estos títulos tan populares no son los de mayor interés para este trabajo, donde resultan más significativas obras como Las parcas o Átropos, o Al aquelarre o Asmodeo, Dos viejos comiendo, o, sobre todo, la impresionante La romería de San Isidro, con su procesión de rostros deformes fundidos en una masa alucinada y escalofriante.

En las Pinturas Negras (también en otras obras de Goya), desaparecen los marcos, porque Goya pinta frescos que se extienden por las paredes extensas de los dos pisos de la casa -frescos sin límite que incluso fueron cortados para su traslado al Prado- violentando la dinámica moderna a la que pertenece Goya, que como tal se inserta en la tradición que abre el Renacimiento, con el uso del marco, la perspectiva, el naturalismo, la mirada autoral y los temas no religiosos. Pero, en la Quinta del Sordo, avanza la contemporaneidad asociada al genio de nuestros días y preludia el expresionismo, que en su caso nace de su carácter de testigo de los desastres de la guerra que alimentaron también sus grabados, y no del existencialismo del cambio de siglo o como respuesta al impresionismo. Goya ofrece un camino a las vanguardias décadas antes de su aparición. No es de extrañar que este Goya último -no lógicamente el pintor de la Corte que fue anteriormente- fuera literalmente incomprendido: se encontraba totalmente fuera del mundo esperado. El espectador no podía reconocer ni interpretar esta nueva visión, faltaban aún décadas para ello.

Una representación contemporánea de estos conceptos que además reúne artes en diferentes épocas[13], se da en Goya. Saturnalia, cómic de 2022 que revisita esta contemporaneidad de Goya violentando el lenguaje tradicional del cómic e investigando en cierto modo a la manera del propio Goya.

Así, el equivalente al marco de la pintura en el cómic -la viñeta, a fin de cuentas- sufre otro tipo de ruptura, con su expansión desatada a otras viñetas en composiciones generales, con la coherencia del propio carácter furioso y desatado de Goya. El cómic también desdibuja la expresión natural del rostro humano, pero además lo convierte en varios personajes a partir de la misma expresión simplemente con el uso del contexto y el bocadillo. Los personajes de las Pinturas Negras se convierten en protagonistas del cómic, en montajes paralelos de secuencias, o bien sustituyendo la cara de una pintura por la del familiar de Goya correspondiente o por el pueblo acusador, con un protagonismo relevante para su hija pequeña, cuya mirada de inocencia es el único contraste que sirve de anclaje a la cordura de Goya. Los protagonistas anónimos se convierten a la vez en sus seres queridos y en el populacho que quiere linchar al autor, y por ello, de nuevo, son el esperable y debido espectador futuro de la obra. Para Goya, devenido en genio romántico individualista e independiente, la creación es la vida, y hay que seguir pintando para seguir vivo.

La Quinta del Sordo y las obras de arte que contuvo son también no ya un ejemplo ideal sino un preludio interesante para la idea propuesta más de un siglo después por Martin Heidegger sobre el arte como instalación que surge de la tierra, que crea un mundo que supone una verdad extraída de la misma, y que además es acogido por un pueblo para su devenir histórico[14]. Las salas que las contienen ahora mismo en el Museo del Prado tras haberlas desgajado de las paredes de la Quinta en 1875 son de iluminación tenue para protegerlas, dada su fragilidad, pero su aire recogido parece querer replicar una estancia de la propia Quinta. Pero Heidegger ya subraya que toda obra de arte está retirada, en derrumbamiento, o desplazada, en el espacio o incluso en el tiempo, ya que nunca estamos en el momento en que se produjeron.

Heidegger tiene un concepto místico de la verdad, un elemento encerrado en una tierra indómita, dionisíaca, que debe ser extraído por una creación novedosa, apolínea, buscadora de esencia y belleza, y usando un lenguaje. Esa verdad, en realidad una esencia, resulta así tan absoluta, tan definitoria, que su elevación a los altares no permite contestación ni relativización. Así, es difícil no ver la huella de un pensamiento de pueblo elegido tras varias de estas disquisiciones. No se trata de ser injusto con Heidegger y dejarse influir fácilmente por la fama que le precede cuando hay intérpretes de su obra -Peter Trawny, Donatella di Cesare, Nicolás González Varela-[15] que no ven manera de evitar entenderla como un criptonazismo continuado, pero “la verdad revelada en la obra que es recogida para iniciar la historia de un pueblo es un concepto del que puede surgir un ultranacionalismo evidente. Como buen alemán del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, el reconocimiento de una tradición lineal desde la Grecia filosófica a la Alemania unificada por Bismarck como única vía filosófica ineludible está presente en él. Pero como filósofo del siglo XX, a Heidegger le atraviesa la discusión sobre la definición del lenguaje, que en su caso resulta primordial dado que el lenguaje crea una verdad esencial artística primero e histórica después. El lenguaje por tanto determina(rá) la historia.

Para saber cuál es “la verdad que opera en el arte”, Heidegger reflexiona sobre la creación de la obra por el artista, y cómo éste la realiza manualmente, al igual que se fabrican los utensilios. Un trabajo además cuyos aspectos técnicos o artesanales los artistas siempre aprecian mucho y se cuidan de dominar. Pero el quehacer del artista no se entiende sólo a partir del trabajo manual, es un quehacer de otra naturaleza: dejar que la verdad emerja, traerla adelante, desocultar la verdad. La obra de arte además no se agota en ser creada, también ha de ser contemplada y cuidada. La obra, por así decir, espera a sus cuidadores para que entren en su verdad. El cuidado implica persistencia, no es un conocimiento formal o un gusto estético, se trata de mantener la obra en la lucha y aprender la verdad que emerge en la obra. Una obra que se ofrece a un mero deleite artístico no es una obra necesariamente cuidada como tal… Este deleite en realidad es consecuencia de preguntarse por la obra desde nosotros mismos y no desde la obra en sí. Porque si nos preguntamos por la obra en sí veremos que el arte es en su esencia un lenguaje, anterior a la lógica y al pensamiento, que tiene que ver con la fundación de la verdad. Todas las artes por ello deben atribuirse al lenguaje, y la esencia de este lenguaje es la fundación de la verdad que la obra arroja a la humanidad. Esa fundación de la verdad significa que la obra de arte tiene un inicio, un salto, una liberación fuera de sí. Para Heidegger, este inicio del arte es un impacto que genera una Historia, y esa Historia es recogida por un pueblo, al que llama pueblo histórico, que se confunde con la tierra, y que gracias al arte emerge. Y así ha sucedido desde Grecia a la Edad Moderna, con diferentes fases según se desocultaban las diferentes verdades del ente. Heidegger no cree realmente en el creador moderno, el genial sujeto soberano del subjetivismo moderno, porque la verdad que opera en el arte y que es extraída de la tierra, el qué, es superior al quién. La historia de la que habla, la generada por la verdad en el arte, no es una sucesión de acontecimientos, sino el arrobamiento de un pueblo cuando se adentra en aquello que le ha sido dado en herencia.

Que el espectador de la obra no deba hacerlo por deleite artístico, sino para construir una Historia a través de la verdad es un concepto que encaja con la caída en el Apocalipsis moderno sucedido de 1914 a 1945. ¿Qué estamos viendo al mirar el Guernica, pintado de manera veloz para llegar a la Exposición Internacional de París de 1937? En una frase mítica atribuida a Picasso, cuando un oficial alemán le preguntó en 1940, en París y ante una foto de una reproducción del Guernica, si era él el que había hecho eso, el pintor contestó: “No, han sido ustedes”. Picasso invierte el sentido de la inspiración intelectual y en cierto modo se reconoce intermediario, tal vez un artesano de un objeto de utilidad más que un artista genial capaz de extraer la verdad de la tierra con su obra. Picasso por supuesto no creía en la literalidad de su sentencia, pero por otro lado dejó la propiedad del cuadro en manos del gobierno legítimo español para que en efecto construyera la Historia, conectando con la teoría que más tarde desarrolla Heidegger, que al escribir su opúsculo sobre el arte (¡en 1950!) conocía de sobra el Guernica y su impacto, pero es improbable que pensara en él.

Porque Heidegger probablemente no quería referirse al arte moderno. Para sus ejemplos escoge el Van Gogh más austero, los templos de Sicilia, o los poemas directos de C. F. Meyer, y no las emociones obvias de los personajes del Guernica. No digamos ya las veleidades de las vanguardias, e incluso todo el arte abstracto y el inicio del pop art. Probablemente Heidegger prefiere la conmoción del espectador medieval, transido ante Dios y el torrente de espiritualidad de la pintura de su tiempo, que descubre la verdad por revelación más que por raciocinio.

En Guernica miramos el caos que supone una guerra, el horror de las sombras en ausencia de luz -lo que constituye una renovada conexión con lo medieval ahora que la pintura no está obligada al naturalismo-, la asfixia de un hogar en un bombardeo, los cuerpos desmembrados bajo el expresionismo cubista picassiano. Al representar al pueblo y donarle el cuadro para su disfrute, Picasso completa un viaje al espectador, que ya lo copa casi todo en el arte: representación, audiencia, propiedad. ¿Será que es el espectador la esencia real? Cranach el Viejo proponía su propio Apocalipsis colorido, abrumador e infinito en un cosmos inabarcable, que pinta un horror metafórico sin dolor personal: el hombre común como individuo daba igual. Hubo que primero ponerle un marco, dejar de pintar sólo ideales prebostes o santos, permitir que el siglo XIX y sus revoluciones le dieran independencia personal, y que, finalmente, el siglo XX le educara, le convirtiera en protagonista del arte y la narración, y, de paso, casi le destruyera. Descartes tal vez diría aquí videmus, ergo sumus, o incluso picti sumus, ergo sumus. Es decir: nos han pintado, luego existimos…

 

Bilbao, abril de 2023.

 

[1] P. Lanceros. “La revelación del fin y la imagen del día”, en Apocalipsis o Libro de la revelación (Ed. P. Lanceros), Abada Editores, Madrid, 2018, pp. 13-90.

[2] R. Fossier, Gente de la Edad Media, Santillana Ediciones Generales, Madrid, 2008.

[3] U. Eco, Historia de la belleza, Editorial Lumen, Barcelona, 2004, p. 99.

[4] André Grabar, Los orígenes de la estética medieval, Ediciones Siruela, Madrid, 2007, pp. 22-29.

[5] Umberto Eco, Op. Cit., p. 102.

[6] V. I. Stoichita, La invención del cuadro, Ediciones Cátedra, Madrid, 2011, pp. 14-15.

[7] J. M. de Azcárate Ristori, A. E. Pérez Sánchez y J. A. Ramírez Domínguez, Historia del arte, Ediciones Anaya, Madrid, 1980, pp. 310, 324.

[8] S. García y J. Olivares, Las meninas, Astiberri Ediciones, Bilbao, 2015.

[9] V. I. Stoichita, Op. Cit., pp. 259-269.

[10] D. Hockney, El conocimiento secreto, Ediciones Destino, Barcelona, 2001.

[11] J. Gomá Lanzón, “Imitación y experiencia”, Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2014, pp. 265-280.

[12] F. Calvo Serraller, Goya. Obra pictórica, Random House Mondadori, Barcelona, 2009, pp. 274-292.

[13] M. Gutiérrez y M. Romero, Goya. Saturnalia, Cascaborra Ediciones, Barcelona, 2022, pp. 28-89.

[14] M. Heidegger, El origen de la obra de arte, La Oficina Ediciones, Madrid, 2016, pp. 107-135.

[15] L. F. Moreno Claros, “Heidegger era nazi. ¿Lo es su filosofía?” Babelia – El País, 11 de marzo de 2017.

Escrito en Sólo Digital Turia por Goio Borge

Una hermosa metáfora de la escritura y la vida

5 de junio de 2023 09:31:47 CEST

Hace ya unos meses se publicó la novela El copista de Carthago del zaragozano Miguel Ángel Nievas, quien se estrena como escritor. Pertenece la obra al género histórico y, a veces, aparecen dudas acerca del valor literario de muchas de estas novelas, ya que una gran mayoría es de fácil consumo y casi todas olvidables. No es el caso de esta novela porque queda en el recuerdo con afecto y cariño. 

Por un lado, hay libros de Historia que se leen con pasión casi narrativa, puesto que los autores imprimen en ellos datos expuestos con dinamismo y hasta emoción. Es el caso de los muy conocidos Canfora, Beevor, Goldsworthy o Irene Vallejo entre muchos. Por otro lado, hay novelas que contienen espesor histórico, datos fidedignos y un extremo cuidado en el dibujo de los personajes y de la época. Así dos recientes novelas, El derecho de los lobos y El último asesino, se adentran con inteligencia en complejas tramas de época romana, como la de Nievas. Con extrema delicadeza, Ursula K. Le Guin en Lavinia dejó el listón muy alto al tratar nada menos que a Virgilio, Eneas y una Roma aún no nacida. Por este motivo, es de sentido común, no es el tema o el género los que determinan la categoría de una novela, sino su forma, estructura y estilo. 

En esta novela reseñada aquí, el autor se adentra con arrojo en una época compleja y casi nunca tratada: el paso del siglo III dC al IV, y dirige su mirada a los cambios políticos y religiosos en el Mediterráneo. Narrada en primera persona, su protagonista, Craso, cuenta sus azares, aprendizajes, renuncias y aventuras tanto externas como internas Leemos de este modo un mundo antiguo muy bien descrito junto a una vida única que crece en cada página. 

El copista de Carthago tiene una estructura externa tripartita que se condice muy bien con el sentido y los temas de lo narrado. La primera parte, “La palabra escrita”, contiene la infancia y juventud de Craso, sobre todo en lo concerniente a su aproximación a los humildes materiales del soporte de la escritura, el papiro y el pergamino, y su tímida pero firme voluntad de aprender a leer y escribir. El autor muestra aquí una gran labor de documentación, que se imbrica perfectamente en los hilos narrativos y en los cambios del protagonista. Llaneza y profundidad son elementos clave de esta novela, de principio a fin. Uno desea pasar las páginas para deleite y provecho, ese placer que tanto reconforta a los lectores. 

Craso, en sus lecturas y pensamientos, se desliza entre el estoicismo de Séneca y Epicteto y las primeras noticias que le llegan de esos extraños cristianos. Queda este asunto filosófico y religioso como constante temática tanto en la novela como en su evolución cultural y sentimental. Esta iniciación está relatada con delicadeza y cariño. A Craso le acompañan personajes secundarios que no lo parecen porque están, aun con pocas páginas, muy bien dibujados. Destaca por su prestancia y sabiduría su maestro, amo y casi padre, Anás.

Es una novela de viajes y Craso, homo viator como tantos, conoce la amistad, el dolor, la soledad, el amor, la desgracia y lo que destaca es su reacción noble ante estos avatares tan humanos. Al acabar la primera parte, tenemos a Craso convertido más que en un gran personaje, en una persona. Está sorprendido de las enseñanzas cristianas, del dios de los judíos tan distinto a ese Jesús reciente, conoce los misterios de Mitra y, lleno de dudas y de preguntas, interpela también al curioso lector. Lejos de ser una novela de tesis, el autor proporciona conocimiento y sabiduría para que sean los lectores quienes interpreten muchas de las acciones de los personajes y de Craso en particular. 

La segunda parte, “La palabra hablada”, aporta gran cantidad de datos sobre las luchas intestinas de las distintas corrientes del cristianismo, junto a la intromisión siempre interesada del poder político de los emperadores. Es ese momento de la cultura escrita en que “un punto o una coma cambian el sentido” (pág. 202) y todo podría haber cambiado, Historia ficción, en el ámbito mental y religioso del Mediterráneo antiguo hasta nuestro presente. Las disputas teológicas sobre gnosticismo, arrianismo o maniqueísmo, no se hacen pesadas por estar muy bien dosificadas y entreverarse con otros nudos narrativos como los viajes, el garum, la descripción de ciudades y una carrera de cuadrigas espléndidamente descrita. Craso entiende, en esta parte de su vida, que tantas palabras y discusiones son estériles y que “casi nunca nos acercan a Dios” (pág.363). Conoce la tristeza en grado sumo y se refugia en la soledad y el silencio, anunciando quizás lo que realmente está buscando. 

La tercera y última parte, “El silencio”, es la más breve y también intensa y emocionante en muchos sentidos, la que más le ha debido costar al autor pergeñar y escribir. Craso, tras el concilio de Nicea a comienzos del siglo IV, ve cómo poder imperial y religión cristiana se unen. Inicia un viaje introspectivo muy complejo y denso. Se inclina hacia la apatheia o ausencia de pasiones, vuelve a escribir pero ahora una sencilla lista de normas de una comunidad apartada. Todo confluye en estas últimas páginas: las ideas aprendidas y discutidas, los materiales de la escritura, su oficio de copista, las palabras habladas, la meditación y su corolario el conocimiento del cuerpo, la experiencia inefable del tiempo y del estado alterado de la conciencia. Hay un maestro ahora muy distinto al de su infancia, correlato de los cambios tan profundos sufridos en el protagonista desde el inicio de su vida y de la novela. 

Creo que se trata de un texto que tiene algo bastante difícil de explicar, que va más allá del estoicismo y de las creencias religiosas. Me permito citar aquí como elemento de comparación la obra de Carrère, El reino, cuya lectura me ha ayudado a entender la profundidad de esta novela de Nievas. Una obra muy bien escrita y desarrollada, que encierra entre la palabra hablada o escrita y el silencio una hermosa metáfora de la escritura y la vida. Léanla, háganse ese favor.

 

Miguel Ángel Nievas, El copista de Carthago, Madrid, Ediciones Rialp, 2022.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonio Ezpeleta

- “Escribir es curar”, ¿para qué dolor o enfermedad?

- A menudo pienso en lo que dijo una vez la poeta estadounidense Adrienne Rich: “La poesía no es una loción curativa, un masaje emocional ni una especie de aromaterapia lingüística”. Según ella, la poesía “tiene la capacidad de recordarnos algo que tenemos prohibido ver”. La poesía puede sacudirnos para despertarnos y pedirnos que escuchemos y hablemos de manera diferente, que estemos alerta y abiertos al dolor de manera diferente. Para algunos, ver el dolor de nuevo y permitir que esta visión renovada informe cómo nos comportamos en el mundo es fortalecedor.

 

- ¿La poesía recuerda, inventa, sueña, conjura?

- La poesía hacia la que me inclino hace todo esto, pero de manera diferente a otros modos de escritura y arte. Y lo hace de maneras misteriosas.

 

- ¿La poesía nos habla o nos escucha?

- El placer de la poesía es dejarse guiar por el lenguaje y confiar en que tiene más conocimiento que nosotros. Al mismo tiempo, el lenguaje que empleamos y desplegamos surge de una mayor escucha de las texturas del habla y de los sonidos y patrones rítmicos que metabolizamos.

 

- Además de Machado, que aparece como epígrafe en A nivel del ojo, ¿ha leído a algún otro poeta español?

- Sí, algunos de mis poetas favoritos, cuando empecé a tener ambiciones de escribir versos, eran poetas que escribían en español: Lorca, Neruda, Vallejo. No en vano, como dices, seleccioné un fragmento de un poema de Antonio Machado como epígrafe inicial de este libro. He seguido a poetas traducidos del español por Forrest Gander y CD Wright, y estoy completamente hechizado por la colección recién traducida de la poeta mexicana Coral Bracho, Debe ser un malentendido. También he leído a poetas españolas contemporáneas como Ana Gorria, Juana Castro y Luz Pichel.

 

- ¿Qué le dicen los números primos a Jenny Xie?

- ¡Ja, ja, ja! Que soy mucho mejor formando y cediendo al lenguaje que formando números.

 

- ¿Cuándo conviene escribir desde el dolor y cuándo desde la placidez?

- No siento que la poesía surja de la conveniencia, y no sé si tenemos la opción de esciger entre uno y otro a la hora de escribir. Uno espera escribir en el estado que le permita hacer las excavaciones más profundas y desconocidas.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Rafael Ángel Jorge Julián Barret y Álvarez de Toledo ―conocido como Rafael Barret― nació en Torrelavega el 7 de enero de 1876. Su padre, George Barret era natural de Coventry, condado de Warwickshire, Inglaterra. Su madre, María del Carmen Álvarez de Toledo y Toraño, era oriunda de Villafranca del Bierzo, en León. Como queda de manifiesto en su partida de nacimiento, «eran residentes accidentalmente en esta villa [se refiere a Torrelavega]». Después de su breve estancia en la ciudad y, tras residir en Vizcaya y en Guipúzcoa, la familia se muda definitivamente a Madrid, ciudad en la que fallece su padre en 1896 (su madre, sin embargo, muere en Bilbao, en 1901). En 1902, ya en la capital, Barret estudia ingeniería en la Escuela de Caminos ―de esta etapa provienen sus vastos conocimientos de matemáticas― y lleva una vida disipada, de dandy gracias a las rentas, no muy copiosas, sin embargo, de su herencia.  Se relaciona con los círculos culturales más avanzados, participa en tertulias literarias y políticas donde conoce a Valle-Inclán, a Manuel Bueno y a Ramiro de Maeztu, entre otros escritores de la época. Un desgraciado incidente cambiaría el curso de su vida. El abogado José María Azopardo tildó a Barret de homosexual, un delito en aquella época. Barret exigió que se repara su honor y, a tal efecto, se celebró un Tribunal de Honor presidido por el duque de Arión, que desairó al injuriado privándole de batirse en duelo, negándole, por tanto, la posibilidad de resarcir su honor. Barret acudió entonces a un doctor para que certificara su virginidad anal. «El jueves veinticuatro de abril de 1902, mientras se celebraba una función teatral en el Circo Parish, situado en la madrileña Plaza del Rey, irrumpió Barret en un palco con un certificado médico que probaba su inocencia y agredió al duque con una fusta, causándole heridas». Después de este lamentable incidente se traslada a Francia. Vive en París y se gana la vida ―precariamente―escribiendo artículos para varios periódicos. Unos años después, ya sin restos del patrimonio económico heredado y considerado socialmente como un paria, se embarca en Cherburgo rumbo a América del Sur, haciendo escala en Vigo, Lisboa, Santa Cruz de Tenerife, Praia, Recife, Bahía, Río de Janeiro, Santos y Montevideo, a donde llegó el 2 de noviembre de 1903, antes de desembarcar en Buenos Aires. No tardará mucho en reiniciar su labor como periodista. Empieza a colaborar en el diario El Correo Español ese mismo año y en el diario El Tiempo en abril de 1904. Compagina esta actividad con la divulgación matemática. En octubre se traslada a Villeta (Paraguay) ―«el único país mío donde me volví bueno», escribe en una carta a su mujer en 1908― y asiste como corresponsal al levantamiento revolucionario contra el gobierno del general Benigno Ferreira. Barret no se conforma con ser un mero espectador, se implica hasta el punto de participar en la contienda armada: «Tomé un fusil; estábamos en guerra, esperando el ataque de un instante a otro. No me arrepiento ciertamente de haber simpatizado con la causa liberal, pero me felicito aún más de no haberme visto obligado a disparar un tiro», confiesa en una carta. Cuando la revolución triunfó, su implicación le fue recompensada con unos cargos menores: auxiliar en la Oficina General de Estadística primero y jefe de Sección después, sin embargo, estos nombramientos no tardarían mucho en ser revocados. Mientras, compagina su trabajo como funcionario con la escritura de artículos y, además, consume su tiempo cortejando a algunas muchachas de la ciudad, a las que escribía apasionadas cartas y poemas de corte romántico. Su noviazgo con Francisca Solana López Maíz, trece años menor que él, hija del abogado español Eugenio López y Cativiela y de la paraguaya Celedonia Maíz, acabó en boda en abril de 1906, de resultas de la cual nació Alejandro Rafael Barret López, el veinticuatro de febrero de 1907. Su vida entra entonces en un periodo de calma y de prodigalidad literaria que, desgraciadamente, no duraría mucho. La grave situación social que atravesaba el país y las violaciones de los derechos humanos llevadas a cabo por el ejército con la connivencia del gobierno, reclutando a la fuerza, por ejemplo, a ciudadanos indigentes, le obligan a denunciar esas tropelías en sus artículos y a acercarse ideológicamente al anarquismo: «el anarquismo, tal como yo lo entiendo, se reduce al libre examen político», escribe. Comienza así a tomar conciencia de la marginación que sufrían los indios y las clases más desfavorecidas y no duda en ponerse de su parte: «Es un pueblo de resignados y dóciles, sumido en la tristeza y el silencio. Bajo ese silencio no hay odio, maldad ni traición […] El pueblo merece nuestra piedad y nuestros mejores sacrificios porque sus dolores son muy grandes, y no se deben a lo inclemente de la naturaleza, sino a la maldad de los hombres», escribió. Las cosas no cambiaron mucho con un nuevo y violento pronunciamiento militar que comanda coronel Albino Jara. Por esa época, Barret, en concreto el dos de agosto de 1908, funda el semanario Germinal, un inequívoco homenaje a Zola que solo alcanzaría once números, clausurado por el gobierno en octubre por la publicación del artículo «Bajo el terror», artículo que supuso también su deportación a Brasil. Su estancia aquí es fugaz. A los pocos días se traslada a Montevideo, la capital de Uruguay. Será en esta ciudad donde los primeros síntomas de tuberculosis se hacen evidentes. Aunque recurre a todas sus amistades, no encuentra trabajo en periódico alguno. Publica esporádicamente algún artículo hasta que, finalmente, gracias a la intervención de su amigo Milchelson, encuentra acomodo en el diario La Razón. Sus artículos le proporcionan pronto una fama inusitada, lo que le garantiza una remuneración fija. Establece entonces una profunda amistad con el teósofo José Eulogio Peyrot, de carácter y espíritu muy similares a los suyos. El éxito, sin embargo, no aplaca el creciente desarrollo de su enfermedad. A finales de diciembre sufrió una crisis con vómitos de sangre. El 3 de enero de 1909 fue internado en un hospital y, pocos días después, en la Casa de Aislamiento, donde le diagnosticaron tuberculosis pulmonar. Pese a todo, no faltaba a la cita con sus lectores, que devoraban sus artículos. La enfermedad parecía remitir y después de cuarenta y nueve días internado, fue dado de alta y se le recomendó que fuera al sur de Paraguay, con un clima más favorable para su dolencia incurable. La familia se une de nuevo en ese lugar apartado. Él continúa enviando artículos para La Razón. Muchos de ellos, junto con otros procedentes de otros rotativos, fueron recopilados en el libro Moralidades actuales (1907-1909), que obtuvo críticas muy favorables y una buena acogida por parte de los lectores. Tiempo después, regresa con su mujer y con su hijo a Asunción y se reencuentra con lo que él llama la «civilización»: «Voy a vivir en San Bernardino, precioso balneario próximo a la capital, con todos los recursos de una civilización que me ha faltado por completo desde hace cerca de un año, en aquel imposible desierto del Paraná. Mi salud sigue muy delicada», escribe en carta a su amigo Peyrot. En la capital comienza a colaborar en el diario El Nacional. En esta cabecera publica una serie de artículos bajo el título común de «Marginalia». Los nuevos descubrimientos en Francia sobre la curación de la enfermedad le hicieron concebir esperanzas. Un grupo de amigos consiguió financiar su viaje a Europa: «Gracias a La Razón de Montevideo, que me nombra corresponsal en Europa, puedo irme a París, lo que pienso hacer a primeros de septiembre, para intentar un tratamiento contra mi enfermedad». El día dieciséis de septiembre desembarcó en Barcelona y el 24 de dicho mes llegó por tren a París. Allí fue a visitar al especialista Dr. René Quintón, quien le aconsejó trasladarse al suroeste del país, a Arcachón concretamente, a donde llegó el doce de octubre. No cesa de escribir artículos para La Razón y El Diario, pero la enfermedad sigue su camino y le lleva a la tumba el día diecisiete de diciembre de 1910. Contaba tan solo con treinta y cuatro años.

Este es un resumen, muy sucinto, de su corta vida, pero apenas hemos rozado siquiera su pensamiento, sus profundas convicciones solidarias, humanas, en la senda de Cristo, Tolstoi, Gandhi y otros personajes de similar envergadura moral. Eso es lo que intentaremos desglosar ahora. Lo primero que nos llama la atención es el profundo desconocimiento que hay sobre su obra, a pesar de que autores de la talla de Borges lo citen como un gran escritor de «espíritu libre y audaz» o Augusto Roa Bastos confiese su influencia: «Barret nos enseñó a escribir a los escritores paraguayos de hoy». Es muy probable que su accidentada salida de España y el escaso vínculo que mantuvo desde entonces con las élites literarias de nuestro país tengan parte de responsabilidad en tal silencio. En las memorias de Pío Baroja, por ejemplo, no sale bien parado: «Barret fue para mí como una sombra que pasa. Barret debía ser un hombre desequilibrado, con anhelos de claridad y de justicia. Tipos así dejan por donde pasan un rastro de enemistad y de cólera». Para ser pragmáticos, podemos dividir su corta vida en dos etapas, la primera se dilatará durante veintisiete años, desde su nacimiento hasta que se embarca rumbo a Sudamérica, en 1903. Durante esta época sus intereses intelectuales se centran en aspectos literarios y mundanos. Su limitada economía le permite, sin embargo, representar un papel de hombre cosmopolita y culto ―lo que sin duda era. Hablaba cuatro idiomas, tocaba el piano y sus conocimientos científicos eran sólidos―, pero no obtuvo, como hemos visto, el reconocimiento que, sin duda, merecía. En Paraguay su vida da un giro de ciento ochenta grados. Se desprende de su imagen bohemia y se implica directamente en los problemas sociales de los más desfavorecidos. «Este hombre ―escribe Santiago Alba Rico― que con tanto ardor había defendido en Madrid su honor agraviado, deja de ocuparse de sí mismo apenas pone el pie en las vastas y apacibles (y terribles) tierras del país americano». Es entonces cuando toma conciencia de la precaria situación de las gentes del pueblo llano y se involucra en la revolución de 1904. A partir de ese momento, sus artículos se convierten en proclamas que arrastran a las masas en pro de justicia y solidaridad. Denuncia la miseria y las pésimas condiciones de vida que sufren los campesinos y los obreros con encendida pasión. Ideológicamente se decanta cada día más por un anarquismo en el que no exista el dinero, se suprima el ejército y la propiedad privada y se renuncie a toda exigencia de ley y autoridad. Todo esto podríamos considerarlo como un ejercicio extremo de veleidad utópica si no fuera porque él trato personalmente de llevarlo a la práctica, lo que le ocasionó la ruina económica y acrecentó su delicado estado de salud. No es, por tanto, un mero predicador de los que tanto han abundado a lo largo de los siglos, porque, como un Jesucristo contemporáneo, su conducta se mantuvo fiel a sus ideas. Lo que escribió sobre Tolstoi, otro de sus referentes más directos, con motivo de su fallecimiento, unos meses antes de que el propio Barret dejara este mundo, puede servirnos para definirle a él: «En Tolstoi, el ascetismo estético se confunde con el ascetismo moral, el poeta con el profeta. Es el anarquista absoluto. La tierra para todos, mediante el amor; no resistir al mal; abolir la violencia; he aquí un sistema contrario a toda sociedad».

Debo un primer acercamiento a la figura y la obra de Stephen Crane al libro de Paul Auster, La llama inmortal de Stephen Crane, publicado en español en 2021, en traducción a cargo de Benito Gómez Ibáñez. Hasta ese momento, el único Crane que yo conocía era Hart, poeta estadounidense fallecido en extrañas circunstancias ―según todos los indicios, se trató de un suicidio― en el golfo de México el 27 de abril de 1923 después de caer por la borda desde la cubierta del barco en el que viajaba. Auster, en casi mil páginas, recorre minuciosamente la corta vida de Stephen, al parecer, uno de los autores más influyentes de la literatura estadounidense. Nació el 1 de noviembre de 1871 en New Jersey y falleció en Alemania el 5 de junio de 1900 víctima de la tuberculosis. Es, por tanto, un estricto contemporáneo de Barret. En el exhaustivo análisis que lleva a cabo Auster, además, no es difícil encontrar similitudes entre dos vidas, la de Barret y la Crane, que contravinieron las normas más tradicionales y conservadoras tanto en sus obras como en su propia existencia. Fue, escribe Auster, «el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita», a pesar de que escribió su obra ―una novela, La roja insignia del valor, dos novelas cortas, Maggie: una chica de la calle y El monstruo, varias colecciones de relatos, dos libros de poemas, Los jinetes negros y La guerra es buena y más de doscientos artículos― en tan solo ocho años y medio. ¿Cómo era la sociedad norteamericana de la época? Al parecer, no muy diferente en la jerarquía social de la que Barret observó en el Cono Sur americano. Gozaban, sí, de un mayor desarrollo económico, tecnológico y cultural ―los Estados Unidos, según Auster, vivieron «un largo periodo de crecimiento, turbulencias y fracaso moral en el que, de país atrasado y aislado se transformó en potencia mundial, pero sus dirigentes eran en general ineptos, corruptos o ambas cosas»―, pero en lo referente a las condiciones laborales, por ejemplo, no se diferencian mucho de la que denunció con tanta virulencia el escritor español. Los ricos acumulaban grandes riquezas sin escrúpulo alguno y los pobres, la escala más baja de la sociedad compuesta por inmigrantes europeos, asiáticos, negros y nativos, sufrían jornadas laborales extenuantes gratificadas con unos pocos centavos. Carecían de derechos laborales y de agrupaciones o sindicatos que velaran por sus intereses, de tal forma que, «los exterminaba un sistema concebido para que el dueño del negocio extrajera el máximo beneficio a expensas de la salud de sus empleados con objeto de adquirir poder y seguridad», por lo que no resulta extraño que surgieran corrientes como el marxismo o el anarquismo como forma de lucha contra tales injusticias.

Gracias a que su hermano poseía una agencia de noticias Crane comenzó pronto a hacer sus primeros pinitos literarios. Escribía con fruición, y ya sabemos que el ejercicio de la propia escritura es la mejor escuela para un aprendiz. Apenas cursó estudios universitarios, sin embargo, pese al poco tiempo que pasó en la universidad, en este periodo consiguió dar el paso crucial de la adolescencia a la madurez. En lugar de asistir a clase, frecuenta los barrios bajos de la ciudad, Syracuse, palpa la sordidez del ambiente y comienza a escribir sobre sus nuevas experiencias, ya no en forma de artículo, sino como ficción. Resulta del todo probable que lo que vivió en aquella época le sirviera para concebir el argumento de su primera novela, Maggie: una chica de la calle, completado con lo experimentado en Nueva York, aunque debemos evitar la tentación de leer esta novela desde una perspectiva meramente autobiográfica. Por supuesto, la vida del autor le ha proporcionado un valioso material, pero este queda ficcionalizado en la narración, una narración que encontró serias dificultades para ser publicada. Tras el rechazo editorial, Crane se vio obligado a publicarla por su cuenta. Recurrimos de nuevo a la minuciosa biografía escrita por Auster: «Unos dos tercios de las mejores obras de Crane se escribieron en aquellos cinco años y medio (de mediados de 1891 a finales de 1896). Tenía numerosos amigos y conocidos, se enamoró al menos tres veces, iba a restaurantes y al teatro siempre que se lo podía permitir, viajó hasta Hartwood e hizo muchas otras cosas aparte de escribir». En este aspecto, sin embargo, son notorias las diferencias con Barret. Crane a los 25 años era todo un personaje, como Barret, pero gozaba ya de una fama literaria que le había hecho ser popular en todo el país, algo impensable en el Barret de la misma edad, solo un diletante por entonces.

Su siguiente obra, La roja insinia del valor, nació, según Auster, «de la desesperación. Crane estaba en la ruina, y las perspectivas de dejar de estarlo parecían ir disminuyendo. Escribía continuamente, pero hasta el momento poco fruto de su esfuerzo podía mostrar… Aparte de Maggie, que había agotado todos sus recursos económicos, solo lograr colocar tres breves esbozos en la revista humorística Truth a todo lo largo de los doce meses de 1893». La novela está ambientada en la guerra civil norteamericana y fue considerada desde el principio como una obra magistral. Crane, a pesar de no haber combatido nunca, consigue, gracias a sus dotes literarias e imaginativas, realizar una magnífica penetración psicológica en la mente de su protagonista, un joven soldado.  Si pensamos en Barret, comprobamos que este, al principio, sufre una situación similar con respecto a la publicación de sus libros, no así de sus artículos, que publicó en las mejores cabeceras de Argentina, Paraguay y Uruguay y que le granjearon fama literaria entre sus contemporáneos y aprecio entre quienes defendía en sus textos. Las duras condiciones vitales a las que la pobreza sometió a Crane, junto con su dependencia del alcohol y el tabaco, comenzaron a pasarle factura. Contrajo una neumonía que le tuvo en cama durante más de una semana y su salud se resquebrajó de forma inevitable. No concebía escribir sobre algo que no hubiera experimentado de forma directa y eso le condujo a exponerse a las pésimas condiciones que sufrían los más desheredados. «¿Cómo iba a sentir lo que sufren los pobres diablos si yo iba bien abrigado?», escribe a un amigo que le recrimina por lo inapropiado de su vestimenta. Otro tanto ocurre cuando le encargan realizar unos reportajes sobre las condiciones de trabajo en las minas de carbón: «Uno no puede bajar a la mina sin preguntarse por qué los barones del carbón ganan tanto y estos mineros, devorados día tras día por las lúgubres fauces negras de la tierra, reciben, en proporción, tan poco». Pese a su identificación con los oprimidos, en sus escritos ―sobre todo en los más juveniles― a veces aparecen tensiones entre sus ideas y los prejuicios adquiridos por su educación, prejuicios que irán desapareciendo con el paso del tiempo. Según Auster, «a pesar de todos sus impulsos democráticos y de su buena voluntad, los negros seguían siendo el Otro para él, y nunca se liberaría enteramente de los estereotipos raciales que por entonces proliferaban en la cultura norteamericana y que aún continúan entre nosotros hoy en día». La fama que le granjeó La roja insignia del valor hizo que le contrataran para cubrir la llamada Guerra de los Treinta días, entre Grecia y Turquía, en 1897.

«Lo que más intriga de Crane es su sobreabundancia. No solo las diversas personalidades que alberga su menudo cuerpo, sino su don para pensar en una cosa al mismo tiempo que en otra, y quizá en una tercera o incluso en una cuarta, sin perder el rastro de la primera», escribe Auster, y es que compagina la escritura de una novela con la redacción de decenas de artículos, con la escritura de poemas ―al menos dos títulos, con influencia de Emily Dickinson, Los jinetes negros (1895) y La guerra es amable y otros poemas (1899)― y relatos. La publicación de La roja insignia del valor en 1895 fue todo un éxito. Se la calificó de obra maestra por la crítica, casi unánime a la hora de resaltar sus virtudes. La fama que derivó de la publicación resultó ser un arma de doble filo, por una parte, le llovieron los encargos literarios, pero, por otro, los continuos compromisos sociales alteraron su ritmo de trabajo. Además, un extraño suceso ―otro punto en común con Barret― dio al traste con su reciente buena posición. La defensa que hizo de una prostituta detenida injustamente, y el juicio posterior, minaron su reputación. La prensa se posicionó en su contra y a favor de la actuación policial. A las 2 de la madrugada del 16 de septiembre de 1896, acompañó a dos coristas y a Dora Clark desde el Broadway Garden de la ciudad de Nueva York, en el cual había entrevistado a mujeres para una serie que estaba escribiendo. Cuando Crane dejó a una de ellas a salvo a un tranvía, un policía vestido de civil llamado Charles Becker arrestó a las otras dos por prostitución; Crane fue amenazado con ser arrestado cuando trató de intervenir defendiéndolas. Una de las mujeres fue liberada después de que Crane confirmara su afirmación errónea de que era su esposa, pero Clark fue acusada y llevada a la comisaría. En contra del consejo del sargento que lo arrestó, Crane hizo una declaración confirmando la inocencia de Dora Clark, afirmando que «solo sé que mientras estuvo conmigo actuó de manera respetable y que la acusación del policía era falsa». Sobre la base del testimonio de Crane, Clark fue dado de alta. Los medios aprovecharon la historia; las noticias se extendieron a Filadelfia, Boston y más allá, y los periódicos se centraron en el coraje de Crane. La historia de Stephen Crane, como pronto se difundió, no tardó en convertirse en una fuente de burlas:  el Chicago Dispatch bromeó diciendo que «se informa respetuosamente a Stephen Crane que la asociación con mujeres vestidas de escarlata no es necesariamente una “insignia roja de valor”» y así describe el Boston Traveler su testimonio: «Stevie Crane parece encontrarse en una situación difícil a raíz de su valerosa defensa de una joven en un juzgado de guardia de Nueva York. Lo más probable es que el joven prodigio literario estuviera de “parranda” y, cuando detuvieron a su acompañante, se inventara la historia de que se estaba documentando para un libro». Después de esa campaña en su contra, Crane se despidió de la ciudad. Regresó para testificar en el juicio, pero tras el ominoso veredicto se mudó a Florida, lugar que le serviría de puerto de embarque hacia Cuba, isla a la que arribó tras una agitada travesía con naufragio incluido ―esta dura experiencia la narró en El bote abierto y otros cuentos (1898)― a resultas del cual contrajo la tuberculosis que le condujo finalmente a la muerte. Allí cubrirá como corresponsal la sublevación armada del pueblo cubano contra la colonización española. Volvería a Norteamérica solo de manera eventual, pero la nostalgia de su país quedó relejada en Historias de Whilomville (1900). Su relación íntima con una mujer casada, cuyo marido le negaba el divorcio, lo hacía casi imposible. Se estableció con ella en Inglaterra, donde viviría con todo lujo mientras dispuso de dinero, dinero que no tardó en escasear. Al final, se mudaron a un antiguo caserón medio en ruinas que no disponía de las mínimas condiciones de habitabilidad, menos aún para alguien como él, aquejado desde joven de dolencias respiratorias: «Un organismo debilitado y febril no recuperará las fuerzas viviendo en habitaciones heladoras y rezumantes de humedad, y dos largos inviernos en Brede pasaron a Crane una elevada factura. La casa en sí no fue directamente responsable de su muerte, pero no hay duda de que desempeñó un papel importante en su fallecimiento», escribe Auster. Sin embargo, consciente de su cercano final, Crane multiplicó su actividad. Las deudas lo asfixiaban. Aceleró el ritmo de sus publicaciones, viajó a Irlanda, a París, a Lausana. Ya muy deteriorado los médicos le aconsejan viajar a la Selva Negra y se instalaron en una villa donde atendía a sus pacientes el doctor Albert Fraenkel. No transcurrieron muchos días cuando le sobrevino la muerte. Fue embalsamado en Friburgo y trasportado a Londres. Allí, durante varios días sus amigos pudieron despedirse de él. El cadáver fue, posteriormente, trasladado a Nueva Jersey para ser enterrado junto a sus familiares. En tan corta vida, Crane había publicado con regularidad novelas, colecciones de relatos (además de los títulos ya mencionados, podemos citar, por ejemplo, La madre de George (1896), El monstruo y otros cuentos (1899), Servicio activo (1899) y Heridas en la lluvia (1900)―, poesía y, por supuesto, multitud de artículos periodísticos, todo lo contrario que Barret, cuya obra, asistemática, desordenada, se publicó fundamentalmente en periódicos―en vida solo publicó, después de muchas vicisitudes, Moralidades actuales, en 1909, con moderado éxito, reeditado en España en 2010― y solo después de su muerte se ha recogido parte de ella en antologías hasta que, por fin, su Obra completa se editó en 1943 en Buenos Aires. «La obra de Rafael Barrett ―escribe Corral Sánchez-Cabezudo―cosechó una general falta de aceptación en el Paraguay de su tiempo. Y no solamente en el ámbito de los poderes establecidos (fue apresado y desterrado en 1908 tras el golpe del coronel Albino Jara), sino también desde los principales ambientes intelectuales del país. Por el contrario, la obra de Barrett obtuvo un rápido éxito y una gran repercusión en Montevideo, donde apenas residió tres meses y medio. Fue en Montevideo donde posteriormente se publicarían la mayoría de sus escritos».


Rafael Barret. A partir de ahora el combate será libre. Prólogo de Santiago Alba Rico. Ladinamo Libros, Madrid, 2003.

Rafael Barret. Sembrando ideas. Prólogo de Roberto Lavín. Vida a cargo de Vladimiro Muñoz. Editorial Rodu, Santander, 1992.

Francisco Corral Sánchez-Cabezudo. Instituto Cervantes. «Rafael Barret. El hombre y su obra»

Paul Auster. La llama inmortal de Stephen Crane. Seix Barral, Barcelona, 2021

https://en.wikipedia.org/wiki/Stephen_Crane

https://www.buscabiografias.com/biografia/verDetalle/3215/Stephen%20Crane

https://www.biografiasyvidas.com/biografia/c/crane_stephen.htm

Escrito en Sólo Digital Turia por Carlos Alcorta

Nueva York Poetry Press aglutina en una antología que condensa cuarenta años la labor poética de Rafael Soler, desde 1980 hasta 2020.Se trata de la cuarta selección de su obra poética, tras La vida en un puño (Antología). 2012. Editorial Servilibro y la Asociación Pistilli Miranda (Asunción, Paraguay), Pie de página (Antología). 2012, n.º 150 de ElsPlecs del Magnânim y Leer después de quemar. Olé Libros 2019. Colección Vuelta de Tuerca. N.º 3. Desde el primer poema hasta el último verso que compone la antología poética Demasiado cristal para esta piedra (Nueva York Poetry Press, 2022) que corre a cargo de Lucía Comba (compiladora) y se publica en Nueva York dentro de la colección Piedra de la Locura volumen 16 – Antologías personales (Homenaje a Alejandra Pizarnik), encontramos el sello personal del autor. No es casual que sea Lucía Comba la compiladora de esta interesante antología que atraviesa los ejes y las temáticas principales de su poética. Compilar una obra poética significa admirar al autor desde el punto de vista humano y literario y, en este caso, el hecho de ser su compañera de vida confirma este hecho. Escoger los poemas que componen este libro no es una tarea fácil ya que su trayectoria literaria es tan amplia y variada que requiere una precisa selección de los que modelan su perfil literario y más concretamente, el poético.

Recordemos que Rafael Soler es un reconocido poeta valenciano, narrador, ingeniero y profesor universitario y, el vicepresidente de la Asociación Colegial de Escritores. Dentro de su producción novelística podemos destacar seis novelas (El grito (1979), El corazón del lobo (1981), El sueño de Torba (1983), Barranco (1985), El último gin-tonic (2018) y Necesito una isla grande (2019) y varios libros de poesía (Los sitios interiores (sonata urgente), 1980. Colección Adonais. Ed. Rialp, Maneras de volver, 2009. Octava edición 2018, Ediciones Vitruvio, Las cartas que debía. 2020 El Ángel Editor, Colección Pluma Quito, Ecuador.  Ediciones Vitruvio, tercera edición 2014, Ácido almíbar 2014 Ediciones Vitruvio. Segunda edición 2014, No eres nadie hasta que te disparan. 2016. Ediciones Vitruvio. Tercera edición 2018, Las razones del hombre delgado. 2021. Colección Pared Contigua volumen 4. Nueva York Poetry Press y Vivir es un asunto personal, publicada en 2021 y recoge su obra completa. 2021

Dentro de esta antología encontramos una selección de poemas de todos sus libros de poesía en la que todos los poemas versan sobre los grandes temas del ser humano como el amor, la existencia, el tiempo, la soledad, la muerte, el elogio a lo mundano, la armonía y la felicidad compartidas, los pequeños detalles. Una abundante exposición de versos que nos acercan a un creador de la palabra y un seductor del lenguaje. Esta edición nos muestra una pintura como portada de Osvaldo Sequeira en la que refleja la mirada del poeta en tonos ocre, se reproducen fotografías del autor en blanco y negro vinculadas a su vida personal y antecede la misma pintura en grises perla antes de los poemas dedicados como siempre a su mujer Lucía. Los poemas aparecen en orden cronológico en una recopilación de la poesía que se considera más esencial y que había escrito entre 1980 y 2020, destacando en primer término el título del libro de poemas al que pertenecen e introducidos todos ellos, por su título en mayúsculas y en negrita. Se diría que la estructura del libro sigue una exhaustiva línea de publicación en el mercado editorial con el fin de expresar los rasgos reconocibles por cualquier lector característicos de la trayectoria literaria de Rafael Soler.

La contraportada llamará la atención al lector que, sin duda, se detendrá en las hermosas palabras escritas en blanco sobre fondo negro sobre el autor por parte de Manuel Turégano, editor de Contrabando y Javier Lostalé, excelente poeta español. Ambos destacan y subrayan las características esenciales de su poética. No hay que olvidar que muchos de los libros de Rafael Soler han sido traducidos y publicados en francés, inglés, italiano, japonés, húngaro y rumano. Ha sido invitado también a leer su obra en más de quince países y la ha publicado en Bolivia, Ecuador, Honduras, Paraguay, Perú, Japón, Hungría, Francia, Italia y Rumanía. Sin embargo, todos los poemas seleccionados que el lector encontrará en la antología están en español. En un apartado final del libro denominado Abrazos podemos encontrar una mirada caleidoscópica de diferentes escritores sobre la escritura de Rafael Soler, un abanico de colores y matices de todas las partes del planeta que abarca desde Antonio Gamoneda, Dante Mafia, Daría Rolland, Gabriel Chávez, Iván Oñate, Jaime Siles, Javier Lostalé, Manuel Turégano, Raúl Zurita, Remedios Sánchez, Rolando Kattan hasta Teuco Castilla. La ciudad de Nueva York en blanco sobre negro nos despide antes de cerrar el libro de poemas que tenemos los lectores entre las manos y nos deja un sabor posmoderno de la ciudad de las luces y las estrellas del XXI, el mismo en tonos crema de la editorial que lo publica y aparece en la contraportada y representa la colección Piedra de la Locura.

El espíritu que unifica y da sentido a esta selección de poemas gira en torno a un criterio definido por parte de Lucía Comba, compiladora y, en este caso, es de suponer que su planteamiento de elección se debe a la vida compartida con el autor, en el que el ser vital se unifica en dos seres independientes que caminan a la vez, simultáneamente y, en paralelo, como seres que recorren una trayectoria vital, humana y literaria en común.

Rafael Soler siempre ha sostenido que es fundamental el acercamiento al Otro para escribir e incorporar su mirada a su propio universo poético transitado por el sentimiento y la razón. No obstante, él es consciente que en muchas ocasiones ha perdido la cabeza y ha perdido el control, quizás por amor y como forma de enfrentarse y afrontar la vida o tal vez, para evadir el desamparo de la vejez. Como viajero incansable, Rafael Soler ama “las fronteras en la medida que pueden ser contenedores que recogen mundo y miradas distintas, paisajes… no hay nada más bonito que cruzar la frontera”.[1]

Entre las reseñas que suscita el primer libro de poemas, Los sitios interiores (1980) conviene fijarse en la que Aníbal Fernando Bonilla hace desde El Mercurio[2] donde expone que Soler fue finalista del Premio Adonais y nos invita a visualizar el amor en toda su amplitud así como los temas de la ruptura, el abandono y el olvido como eje vertebrador. No olvidemos el carácter lúdico de los poemas, la habilidad e innovación lingüística que le acompañan en su viaje poético con ese matiz existencialista que le caracteriza a Rafa Soler. El papel de la ciudad y el paisaje le permiten al poeta anclarse en el tiempo, la memoria y la naturaleza que envuelve sus percepciones. Sin reglas ortográficas, sin puntuación ninguna la voz poética se ajusta a una forma de vivir y de afrontar la existencia.

Sin signos de puntuación veintinueve años más tarde vuelve a abordar un cruce de caminos entretejido en la vida del hombre en su libro Maneras de volver (2009) donde cada paso que damos implica y conlleva la duda y la incertidumbre y es fácil entrar en un conflicto de elecciones en nuestro un espacio y el tiempo. “La poesía como documento, como fe de vida. Como presentación ante lo que pueda llegar, no como despedida. No es poco, es lo justo y además bastante necesario”[3] nos dice Francisco Caro. “En sus páginas nuevamente -y tal vez con más ímpetu- el amor aflora y se perpetúa sin reservas. Los textos de este poemario otean en la humedad del beso, en el escote carmín y en la despedida de dos desconocidos tras la cena servida. La musicalidad se asume en el deleite lector. El sujeto lírico, “curtido el corazón en la intemperie”, va a la caza en conquista de aquellos ojos femeninos que rediman la bienaventuranza de la perfumada carne” – un comentario hermoso y certero sobre la poesía de Rafael Soler que hace Aníbal Fernández Bonilla desde El Mercurio[4]. La memoria late dentro de esta temática amorosa tres décadas después del primer libro que se plasma en la antología. Un conjunto de citas y referencias literarias y cinematográficas ofrecen una mirada al Otro, un legado, un testimonio, una herencia en la escritura de Soler.

Dos años más, Soler publica Las cartas que debía (2011) y Jorge de Arco muestra en una reseña interesante cómo en “catorce apartados, Rafael Soler se enfrenta sin contemplaciones y con desnudada voz a la sombra de un cielo silencioso, al vacío de la desesperanza, al temblor de los espacios comunes, a los misterios del amor y el abandono”[5]. De Arco acentúa la liquidación de deudas y exorcismos presentes donde indaga su yo poético.  Por supuesto que Soler penetra a través del verso en “lo absoluto, lo inmaterial y lo tangible desde un territorio privilegiado: el de la trascendencia” como expresa Jorge de Arco por medio de la búsqueda del amor y el perdón.

«Perder es la manera de adquirir en soledad una certeza» - expresa Soler en un poema de su libro Ácido almíbar (2014), Premio de la Crítica Valenciana. Entre las reseñas que suscita Ácido almíbar y aparece en una selección de poemas en esta antología, conviene fijarse en la que hace Túa Blesa  nos adelanta el tono autobiográfico de su libro de poemas rememorando las figuras familiares y  una búsqueda del “desdoblamiento del yo, y supone la presentación del personaje desde el mismo nacimiento, si bien se le advierte que el verdadero nacimiento tiene lugar con la llegada del amor, además de que se le alerta sobre el aprendizaje de la vida y la sabiduría que otorga el reconocerse tan sólo como "una costura/ en la arpillera universal del frío". La parte final gira en torno a lo efímero de la vida, la muerte, con lo que se cierra el ciclo, la narración del yo. Moralidades”[6].

En su obra No eres nadie hasta que disparan (2016), Soler “con este turbador título, que apela directamente al lector antes de entrar a faenar con los versos que lo componen, Rafael Soler (Valencia, 1947) propone un poemario intenso, con tintes de suspense. Suspense, sí, porque tiene trama. Y argumento. Escenas, diálogos soterrados. Silencios. Fundido en negro. Digamos que es una historia hecha poema. O un poema con cuerpo cinematográfico”[7]. invoca, increpa, solicita, el viaje, el amor, el verdugo, lo eterno, la expresión.

Antes de terminar la antología, el lector encontrará una selección de poemas de su libro Las razones del hombre delgado (2020) donde la melancolía, el desaliento, la soledad, la extrañeza de la pérdida, y a la vez la aceptación de la misma, el malestar de vivir, se perfilan como temas esenciales. Con motivo de la publicación de sus poemas en este último libro que integra la antología, dice en una entrevista[8] que le realizó la escritora y crítica literaria Juana Vázquez, “En el libro se cruzan y conversan tres voces: el hombre delgado que ya cruzó la raya, su esposa, que cuida su recuerdo mientras envejece, y la Parca, que cuida sus harapos, atareada anfitriona empeñada en hacer liviano el desagradable trance de hacerte afecto a las tinieblas, y además adelgazando sin pausa”. Vivir es un asunto personal nos recuerda siempre Soler e incluso está grabado en las paredes del Café Comercial, “la Casa de Todos” donde comparte mesa y conversación con todos los escritores del mundo. Estamos de paso – nos recuerda Soler en este viaje existencial. “Los poemas de este libro están escritos al dictado de otro, y recogidos también con asombro y con mucho respeto. Cuando los leo ahora me reconozco en ellos, faltaría más, pero siempre con una sensación de privilegiado intruso. Y la metafísica, aunque no lo parezca, es una intrusa, nada de metaliteratura. Yo estoy metido en la vida hasta el último pelo” manifiesta en la entrevista. Un libro espiritual de lo cotidiano atravesado por el silencio del Otro.

 

Rafael Soler, Demasiado cristal para esta piedra, Nueva York, Nueva York Poetry Press, 2022.



[1]Peñas, Esther. Todo poeta, sin excepción, tiene su espacio y su momento. Entrevista. Turia Digital (mayo 2022). Disponible en: https://www.ieturolenses.org/revista_turia/index.php/actualidad_turia/rafael-soler-todo-poeta-sin-excepcion-tiene-su-espacio-y-su-momento (Consultado el 19 de febrero 2023)

[2] “Interioridades de un corazón curtido”. El Mercurio. Ecuador. (25 de julio de 2022) Interioridades de un corazón curtido - Diario El Mercurio. Disponible en: https://elmercurio.com.ec/2022/07/25/interioridades-de-un-corazon-curtido/ (consultado el 4 de abril 2023)

[3] Caro, Francisco. Las maneras de volver de Rafael Soler. Mientras la luz (17 de enero de 2010). Disponible en: http://mientraslaluz.blogspot.com/2010/01/las-maneras-de-volver-de-rafael-soler.html (consultado el 22 de abril 2023)

[4] Bonilla, Aníbal Fernando. Interioridades de un corazón curtido. El Mercurio.  Ecuador. (25 de julio de 2022) Interioridades de un corazón curtido. Disponible en: https://elmercurio.com.ec/2022/07/25/interioridades-de-un-corazon-curtido/

 (consultado el 22 de abril 2023)

[5] De Arco, Jorge. Alumbrar en soledad una certeza. Andalucía Información. Disponible en: https://andaluciainformacion.es/arcos/1060257/alumbrar-en-soledad/ (consultado el 22 de abril 2023)

[6] Blesa, Túa. Ácido almíbar El Cultural, El Mundo, 21 de febrero de 2014). Disponible en: https://www.elespanol.com/el-cultural/letras/poesia/20140221/acido-almibar/18498538_0.html (consultado el 3 de mayo 2023)

[7] Peñas, Esther. Cuando la poesía se vuelve película. Solidaridad Digital (6 de octubre de 2016) Cuando la poesía se vuelve película. Disponible en: https://www.solidaridaddigital.es/noticias/cultura/cuando-la-poesia-se-vuelve-pelicula (consultado el 3 de mayo 2023) 

[8] Vázquez, Juana. Rafael Soler, Cuadernos del Sur, Entrevista, 14/05/2022. Disponible en: https://www.diariocordoba.com/cuadernos-del-sur/2022/05/14/olvidamos-peligrosa-frecuencia-paso-66025482.html (consultado el 3 de mayo 2023)

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Almudena Mestre

Días acotados

19 de mayo de 2023 13:40:08 CEST

Hay etapas en la vida surcadas por la incertidumbre y el contratiempo. Eso es lo que se refleja en Enajenación transitoria, el último poemario de María Coduras, editado por Olifante. Esta Doctora en Filología Española y profesora de Secundaria de Lengua castellana y Literatura da un giro de calidad a su creación poética y expresa sus sentimientos y vivencias, a raíz de una pandemia que supuso un paréntesis obligado, una acotación inoportuna, un vuelco casi repentino a la cotidianeidad de los días sosegados. Tal como dice Almudena Vidorreta en la solapa: “Estos poemas se escriben en un tiempo nuevo, posterior a la pandemia, en torno a un ahora reiterado que nos invita a pensar, desde la palabra y el oficio de las aulas, en la esencia del ser y del estar, en todas las preguntas que habíamos dejado en el tintero”.

El transcurso del tiempo enmarca la estructura de los poemas, que van desde Los comienzos hasta El después. Unos comienzos de encierro, de enclaustramiento, de aplausos, de inquietudes y de contemplación de la lluvia desde las ventanas. Los versos “Soy más de anáforas / que de catáforas” anticipan en el poema Hoy el clima que se respira en cada uno de los hogares, en esas casas personificadas en el barrio zaragozano del Actur: “Hoy he visto ventanas / convertirse en sonrisas, / estores y persianas / guiñarme al unísono sus ojos, / linternas de móviles / formar inéditas constelaciones…” Es el inicio de unas jornadas vividas y silenciadas entre cuatro paredes. Es el anticipo de un Durante en el que se agudizan los sentidos para percibir el sonido de los pasos, la sinfonía de aplausos y la cadencia de una lluvia casi machadiana desde detrás de los cristales: “Me alegro, / porque ahora todas las lluvias y tormentas / se precipitan e inundan / el interior de nuestras (casas) almas”.

En la mente de una amante de la buena Literatura como María no podía faltar la alusión a los libros como paraguas de salvación, como bosques fecundos en medio del páramo. Así lo manifiesta en el poema Ahora: “…los libros son bosques / en los que respirar aire puro, / y las copas de los árboles / el mejor paraguas / para resguardarse de esta tormenta”. Una tormenta que convierte los charcos en espejos y que obliga a la autora a evadirse en el mundo de Alicia para huir de la claustrofobia: “Encajonada de pies y manos / pensé en cómo hacerme más pequeña / o al menos / minimizar mis problemas”. Evasión, ensoñación, afantasía,…Todo plasmado en algunos poemas breves y profundos como aforismos que, a veces con un trasfondo de ironía, invitan a la reflexión: “Ahora entendemos la importancia / de la libertad condicional”. “Cada día se van más vivos / y vuelven más amigos imaginarios”. “Los soles de mis lámparas / no suministran vitamina D”.

Una asociación sorprendente de adverbios temporales –El durante del después– anticipa la parte más densa y lograda del poemario. Esa parte que culmina con Emoji, un poema breve pero inolvidable: “Vivimos entre paréntesis / y dibujaremos una sonrisa / al llegar a su cierre”. Estos poemas dibujan una imagen casi distorsionada –“sobre fondos / borrosos”– y manifiestan con contundencia casi sentenciosa esa realidad cotidiana de la ciudad vacía –“Demasiados locales / con los ojos cerrados”– y esa prolongación de los efectos de un virus que, con el engorroso uso de la mascarilla, ha convertido la realidad  en un macabro baile carnavalesco: “Este baile de máscaras ha durado demasiado, / y este virus / disfrazado de millones de cuerpos / se ha convertido en un verdadero asesino en serie”. Por eso, la poeta vuelve a la metáfora de los “árboles letrados” y alude al milagro de la intertextualidad para transformar el presente anodino en un bosque de hoja perenne. Un bosque que nos invita a volver al mundo rural, esa Dieta rural con “curvas saludables” y guiños a las vivencias de la infancia.

El durante y después, con el paso lento e implacable de los días de enclaustramiento, abren la puerta a unas Semipresencialidades –“Ahora estamos / pero no estamos”– que nos llevan de la mano al mundo apasionante de las aulas. Porque María Coduras es una profesora cien por cien vocacional, que vive con pasión cada minuto de docencia con sus alumnos de Secundaria. Por eso, lamenta los efectos secundarios de la pandemia, pero se alegra de volver a compartir en el aula las inquietudes de estos adolescentes: “Contemplar los rostros de los estudiantes, / seguir con Juan Ramón y sus versos…/ Seguir con Machado / y sentir caer la lluvia / pero en otros cristales”. Unos cristales que no atenúan el frío de las aulas y que convierten al docente vocacional en un médico que empatiza y remedia los altibajos anímicos de los alumnos: “El mejor examen posible / es aquel al que te permiten llegar / los ojos del alumno”.

Como colofón de este excelente poemario, la parte Un después condensa en un poema que deja abierta la tarea del poeta como aquello que se plasma en una página en blanco, difícil de descifrar en un futuro: “Las penas de la mayoría / se escriben con tinta invisible. / Por eso viviremos y olvidaremos / pero nunca conoceremos / lo escrito en estas páginas en blanco”. Unas páginas que dejan al lector amante de la buena poesía con la miel en los labios y con el deseo de releer y saborear cada uno de los versos que nos regala la poeta zaragozana. De lo cotidiano, de las vivencias durante días de confinamiento, del regreso progresivo a la llamada normalidad, ha construido un edificio poético denso, profundo y reflexivo. Todo ello con el aderezo de metáforas, juegos de palabras y la exquisitez de las figuras retóricas. De esos días acotados han brotado bosques de palabras que nos resguardan de la lluvia inesperada y se abren como abanicos literarios al mundo apasionante de las aulas, de las calles, del regreso al pasado y de la nostalgia del mundo rural.

 

María Coduras Bruna, Enajenación transitoria, Zaragoza, Olifante, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por José María Ariño

Existencias al límite de lo soportable por un hastío homicida no siempre consciente; tramas sorprendentes, descritas con cierta alergia a la alharaca que deja rastro sutil de humor encapotado; personajes que reaparecen páginas después para contarse de otro modo. La elocuencia del francotirador, reeditado por Firmamento, un ramillete de relatos escritos con exacta pericia y belleza por Eduard Márquez (Barcelona, 1960), un autor de culto entusiasta.

 

- Que un francotirador sea elocuente, ¿juega a favor de su cometido o lo entorpece?

- Juega a su favor, porque, aunque no actúe, su labor tiene sentido si se sabe que está ahí, agazapado y esperando el momento oportuno.

 

- Cuando la vida de uno se parece a «sentirse atrapado dentro de una esclusa abandonada», ¿qué conviene hacer? ¿Hay enmienda posible?

- Si se tiene clara la alternativa y se tiene suficiente valor para hacerlo, solo hay una solución: romper amarras y vivir de acuerdo con lo que uno siente. En caso contrario, solo queda conformarse e intentar que el agua de la esclusa no se llene de mucha porquería.

 

- «Ha dejado caer el dedo sobre una guía abierta al azar», termina uno de los relatos. ¿Cuánto de azar hay en la escritura?

- En los puntos de partida, en lo que Patricia Highsmith llama «el germen de una idea», todo es azar. Una conversación, una noticia en el periódico, un recuerdo, una imagen, una situación, un estado de ánimo, un color… Solo hay que estar atento a tu alrededor y dejarte sorprender. En la escritura (es decir, en la construcción narrativa, estilística y lingüística del texto), el azar juega un papel menos determinante. Al menos para mí. Necesito tenerlo todo más o menos controlado antes de ponerme a escribir. Saber adónde voy y por dónde pasaré. Lo cual no quiere decir que no aproveche las posibles sorpresas que pueda aportarme el proceso.


“La literatura surge de la vida”


- «Vinculada a menudo a la estética de los hallazgos en los contenedores». La materia de la literatura, ¿surge de los deshechos, de los descartes?

- La literatura surge de la vida. Por lo tanto, surge de cualquier cosa. De la ilusión o de la frustración, de la felicidad o de la tristeza, de la calma o de la rabia, del placer o del dolor, de la complicidad o del odio… Sea lo que sea, solo hay que estar dispuesto a vivirlo a fondo para sacarle el máximo rendimiento y poder escribir algo que valga la pena y que compense lo que se haya tenido que encajar para llegar a ello.

 

- Lo que mueve a la mayoría de los personajes es, no el amor, sino un enemigo, un otro sombrío que termina, desde lo trágico, o lo perverso, o lo inquietante en cualquier caso, por darles sentido. La intensidad narrativa, ¿es inversamente proporcional a lo siniestro y complejo (la sombra, que diría Jung) de los personajes?

- Lo que mueve a la mayoría de personajes es la voluntad de superar los límites impuestos por uno mismo o por los demás. De hecho, los límites de la identidad es una de mis obsesiones. Creo que se explica muy bien en uno de los cuentos: «De siempre, Julien Claes se había sentido recluido dentro de los límites de una identidad única. La primera angustia de la que guardaba memoria, más allá de la oscuridad o de la añoranza, estaba vinculada al reparto de los personajes de los juegos infantiles. A la hora de escoger, lo difícil no era tanto hacerse a la idea de las consecuencias de la elección, de acuerdo con la personalidad de cada cual (mandar o someterse, vestirse de una manera o de otra, ser protagonista o secundario), como asumir que cada papel comportaba la negación de todos los demás. Si hubiera podido elegir los efectos de una pócima mágica, Julien Claes habría pedido representarlos todos al mismo tiempo. Ser pirata y héroe, príncipe y bruja, duende y dragón. Con el paso de los años, a medida que se le exigía una dosis creciente de decisiones unívocas, Julien Claes se sentía cada vez más atrapado. Ser lo que se esperaba de él, sobre todo a costa de demasiadas posibilidades perdidas, suponía un sacrificio excesivo. Casi sin querer, la opción de multiplicarse, de llevar el máximo número de vidas paralelas, lo cautivó como una quimera redentora». La sensación de que «cada papel comporta la negación de todos los demás» me ha perseguido desde niño. Recuerdo perfectamente el dolor y la rabia de tener que escoger y, consecuentemente, de autolimitarse. Porque excluir limita. Y, en cierta manera, aún me ocurre. Si fuera posible, me gustaría vivir muchas vidas al mismo tiempo. No sucesivamente, ¿eh?, que, si se tiene el valor suficiente, puede ser más fácil, sino al mismo tiempo.

 

“La literatura no cura nada. Tampoco es su utilidad”

 

- Otro de los motores de la narración es el hastío vital (pienso, por ejemplo, en la mujer que contrata un detective para seguirse a sí). ¿De qué cura la literatura?

- Creo que la literatura no cura nada. Tampoco es su utilidad. La literatura sirve para redondear la vida en los buenos momentos y para hacerla más llevadera en los malos. Como un paisaje, como una melodía, como un cuadro, como una escultura…

 

“No merece la pena morir por nada”

 

- A propósito de «Atasco». ¿Merece la pena morir por amor?

- No merece la pena morir por nada. Pero, llegados a un extremo en que sea imposible evitarlo, más vale morir por amor (a una persona, a una idea, a un lugar…) que por odio, o por los delirios de alguien, o por ambiciones espúreas, o por servilismo…

 

- ¿Es posible huir de uno mismo, como hace alguno de estos personajes? Cuando uno escribe, ¿huye o sale al encuentro de sí?

- Nunca he escrito para huir. En todo caso, en algunas ocasiones, he escrito para aclararme, para entender algo que se me escapaba, para rendir cuentas con mi pasado, con mis dudas y con mis incertidumbres. Y no siempre lo he conseguido. Pero algo ayuda. Y, en otros momentos, he escrito por el simple placer de fabular y de jugar con el lenguaje. Solo para divertirme. De una u otra manera, sí tengo claro que, cuando invento vidas, soy una persona más feliz y soportable.

 

- Quizás a la mayoría de los lectores les sorprenda lo anodino y rutinario de los protagonistas de estas historias pero, mirados de cerca, ¿no nos parecemos demasiado a ellos, acaso no somos ese «hombre estándar que camina por la calle»?

- Siempre que se habla de personas estándares, o anodinas, o normales…, me viene a la cabeza la respuesta del poeta Philip Larkin a quienes consideraban que su mundo era limitado, tópico o vulgar: «Me gustaría saber en qué mundo infestado de dragones viven esos tipos que les permite utilizar con tanta libertad la palabra “tópico”». Me parece una respuesta genial.

- Hay una corriente de humor (sutil, socarrón) que atraviesa los relatos. En el desasosiego, ¿el humor lo intensifica o abre una grieta por la que entre el aire?


“A veces, el humor sirve para intensificar la inquietud. Y, a veces, ocurre lo contrario: el humor es un balón de oxígeno”

 

- Las dos cosas. A veces, el humor sirve para intensificar la inquietud. Ahí están los casos de Kafka o de Bernhard, por ejemplo, que en algunos momentos son hilarantemente dolorosos. O dolorosamente hilarantes. Y, a veces, ocurre lo contrario: el humor es un balón de oxígeno. Es el caso de Wodehouse o de Sharpe. O de algunas narraciones de Waugh, de Saki, de Fante, de Sedaris… Con lo cual no quiero decir que se trate de autores frívolos, ni mucho menos, sino que su mirada es un poco más clemente para con sus lectores.


“La literatura sirve cuando abre puertas y ventanas, cuando amplía horizontes”

 

- Pienso en el hombre al que todos confunden con otro alguien. ¿Hasta qué punto la literatura es un palimpsesto?

- La literatura no funciona por superposición. Porque la superposición esconde lo que está debajo. Y esto no sirve de nada. La literatura sirve cuando abre puertas y ventanas, cuando amplía horizontes, cuando cuestiona, cuando reta, cuando provoca, cuando altera, cuando remueve… Y todo ello para bien o para mal.

 

- ¿Cuál sería la evidencia de que una vida ha quedado reducida «a un flujo mecánico sin ningún interés»?

- La frustración, la rabia, el insomnio, el aburrimiento, el miedo, la desesperanza, el resentimiento…

 

“Me parece un verdadero lujo tener la oportunidad de volver a lo que uno ha escrito y actualizarlo”

 

- La experiencia de revisitar estos relatos, más de veinte años después de haber sido publicados por vez primera, ¿produce extrañeza, regocijo, estupor…?

- De todo un poco. En el año 2014, volví a estos cuentos, publicados en 1995 y en 1998, para una reedición en catalán. Entonces aproveché la ocasión para eliminar 29 narraciones y para repasar el resto. Alteré el orden, cambié títulos y personajes, eliminé y añadí fragmentos, reescribí frases enteras… Y ahora, nueve años más tarde, he vuelto a hacer lo mismo. Me parece un verdadero lujo tener la oportunidad de volver a lo que uno ha escrito y actualizarlo.

 

*Fotografía de Jordi Márquez.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

El último baile de Adán y Eva

15 de mayo de 2023 11:08:13 CEST

Por fin las dos hermanas se han reencontrado después de tantos años. Las dos novelas de la Transición de Rafael Soler vieron la luz con una diferencia de pocos años, en 1979, y en 1982, respectivamente. A raíz de su reedición posterior sus destinos se separaron. A un lado del Atlántico, en Paraguay, se publicó “El grito”, y en España, reapareció “El corazón del lobo”. La editorial valenciana de Manuel Turégano, Contrabando, ha hecho posible la feliz reunión.

Enfrentar las dos novelas es un estímulo añadido al valor que atesora cada una por separado. El exhaustivo y lúcido prólogo de la profesora Elvire Gómez-Vidal Bernard las mantiene unidas mediante sólidos argumentos a la espera que el lector encuentre nuevos e inusitados vínculos y desacuerdos entre ellas.

La Transición (democrática) española, que se dio por concluida con la aplastante victoria del Partido Socialista, liderado por Felipe González, fue la época durante la cual el escritor levantino escribió estas dos novelas, y también es el período en el que, mientras la sociedad española hacía planes con la recién adquirida libertad política, los personajes creados por Soler, a saber, Teo/Carmen, y Alberto/Ana, sufrían la desilusión suprema e inapelable del desencuentro amoroso, poco después de que se aprobara la ley del divorcio (1978) que dio cobertura a la disolución civil del matrimonio en España.

La fe ciega que profesa Rafael Soler en la capacidad de su escritura es inversamente proporcional a la decepción que los respectivos cónyuges sienten ante el estado ruinoso de su matrimonio. Al parecer el escritor y poeta se moría por saber qué ocurriría cuando a estas novelas, tan bien recibidas entonces, se les quitara el precinto con el que, vete a saber quién, las había clausurado y preservado. El resultado es que, al abrir el precinto de sus páginas, y entrar en contacto con la atmósfera presente, con la actualidad literaria, saltan chispas. Se enciende el aire. El que esto escribe puede servir de testigo de esta experiencia, pues nací al mismo tiempo que el dictador agonizaba de muerte, aprendí a hablar y a leer, por lo tanto, cuando Rafael Soler escribía estas dos novelas. Para los hijos de la transición estas dos propuestas son una prueba tan exigente como excitante. “El grito” y “El corazón del lobo” suponen una vuelta de tuerca al género novelesco. El escritor del diecinueve y el primer tercio del siglo veinte nos servía en bandeja unas ficciones ordenadas biográficamente y organizadas por su pluma omnisciente. Rafael Soler, por el contrario, nos tiende la mano y el hilo con el fin de que terminemos la tarea de unir todas las cuentas y las perspectivas. Hay que remangarse para deducir quién habla a partir del nombre del personaje a quien aquel se dirige. Soler no es un escritor, es un diablo que llega a un pacto fáustico con el lector, del que este último nunca va a arrepentirse.

Aunque hay un riesgo que los que pacten con el diablo deberían eludir: que el estilo les hipnotice hasta el punto de que su conciencia no se sienta aludida por los intensos conflictos que hacen naufragar a los personajes. Hay una coherencia entre el estilo y la crónica del desencanto que aborda cada uno de los libros. El desconcierto del estilo se infiltra en el paraíso arruinado en el que habitaban Adán y Eva, aunque se llamen “Teo” y “Carmen”, o “Alberto” y “Ana”. El estilo se decanta en forma de concentrada desesperación. Si en lugar de una novela, Rafael Soler hubiera escrito un ensayo orteguiano, lo habría titulado “La libertad como problema”. Ahora bien, el tono es existencialista. Con una o dos décadas de adelanto, Sartre había caído en la cuenta de que la libertad es una condena, y de por vida.

Las dos novelas de Rafael Soler nos hacen preguntarnos, si, además de estar condenados a ser libres, estamos condenados a estar solos. A “Teo de la selva o de los monos” se le presenta la última oportunidad de rescatar a “Jane” (“Carmen”) en la última noche del año. Y “Alberto”, el lobo solitario, dispone de una semana santa, y apuesta lo que le queda a Menorca, con el fin de salvar su matrimonio con “Ana”. Se conceden un último baile. O tal vez no sea el último.

“Teo” llega a la selva de asfalto de la capital a la que se accede por la Estación de Atocha, lleva una existencia noctámbula, gris, después de la separación. La luz de la ciudad, del hotel en el que se da cita con “Carmen” es artificial. El drama se desarrolla de noche. El desamor que separa a “Alberto”, el protagonista de “El corazón del lobo”, de “Ana” acontece a plena luz. No es una luz cualquiera, es el sol del Levante, que se refleja en el mar que vio nacer a Rafael Soler, y es el mismo que Paco Brines adivinaba desde su santuario de Elca. Esta luz revela que el barco del “capi”, así es como le llama “Fanny”, la novia de ocasión que se ha echado, va a la deriva, pero también ilumina su intento postrero de enderezar su rumbo y su matrimonio.

La partida de sus matrimonios estaba perdida al poco de comenzar el juego. Todos los personajes han sufrido un exilio precipitado de la infancia y la adolescencia temprana, el tiempo y territorio en el que todavía tienes esperanza de encontrar el tesoro, como dicen los libros gracias a los cuales nos iniciamos en la vida. Este país imposible fue el que el propio Soler evocó gracias el poemario “Los sitios interiores”, publicado en el intervalo que hubo entre la publicación de los dos libros. Sin embargo, “Teo” no llegó a ser escritor (a no ser que se decida a escribir “El grito”, como insinúa Soler), como entonces esperaba, tuvo que conformarse con ser periodista, ni “Alberto” se convirtió en pintor, como mucho arquitecto para alicatar los proyectos horteras de los que han medrado en el río revuelto de la Transición. Las dos parejas protagonistas de sendos libros habían proyectado amarse, y no tanto casarse, que es lo que les corresponde en suerte. Les gustaría quererse, pero no saben cómo hacerlo. Ambos soportan su condena, la vida “se los comió” a los dos. Si bien es Adán quien ha echado arena y ha apagado el fuego sagrado que honra a los lares domésticos. Ahora se mueren de frío. Porque, tal y como Oscar Wilde repite en varias de las baladas que compuso en el penal de Reading, “todo hombre mata lo que ama” (“Each man kills the thing he loves”). “He, not she”. Hay en ambos libros pruebas a favor de la existencia de una maldición masculina, la que determina el destino fatal del lobo. El grito o el aullido, en cualquiera de los dos casos, es la interjección impotente del padre fallido, y del hijo aterrorizado, y aquejado de autismo, y del marido adúltero.

Los hijos y nietos de la transición que se acerquen a estas novelas hermanas, que no gemelas, están de enhorabuena, ya que después les quedará todavía por leer “El sueño de Torba”, o “Necesito una isla grande”, o podrán leer, a buen seguro de que lo harán, la imponente obra poética de Rafael Soler, publicada en las últimas dos décadas. En cuanto a los que quieran escribir, después de leer estas novelas, habrán aprendido que cuando uno es joven y se siente apremiado a escribir hay que salir siempre a ganar, nunca a empatar, y todavía menos a epatar.

 

Rafael Soler. Dos novelas de la Transición. El grito y El corazón del lobo. Valencia, Contrabando, 2023

Escrito en Sólo Digital Turia por Guillermo García Domingo

La historia que corre por mis venas

15 de mayo de 2023 09:43:12 CEST

La historia comienza con la sangre que corre por mis venas, y continúa hasta dar con la nutrida flor de mi cerebro. Sin embargo, esta historia no es a expensas de mi cerebro, o de un órgano aislado del conjunto de mi cuerpo. Todo órgano vivo y sano cuenta para esta historia, porque es la historia de mi sangre, y también de la sangre que corre por mis venas.

Pero no es la historia de alguien en concreto, o de mi mismo, es más bien la historia de los que no tienen rostro. Es la historia de aquellos olvidados en el camino. Es la historia de los que recorren la tierra, de los migrantes sin rostro ni tierra. Un desarraigo que comienza allí donde no puede haber más que sangre y tierra, corriendo ambas en paralelo en una huida hacia adelante mediada por la fuerza muscular de cada cuerpo. Es la historia de aquellos que viajan, y que recorren la distancia hasta terminar con su vida e identidad, su tránsito finito de promesas aún por cumplir.

Sin embargo, para personalizar un cuerpo o varios a la vez bajo un mismo discurso, es preciso que hable una voz, que será la mía. Pero no se tratará de una autoridad sobre el resto de identidades a las que yo inmiscuyo en mi historia. Se tratará más bien de una voz narrativa que esclarezca el por qué de este recorrido. Por eso hablaré de mi camino en común con otros desde mi mismo, desde mi autoridad sobre el cuerpo que ostento y que, por su parte, nada dejará atrás en el olvido durante mi recorrido caminante y hablante. A partir de ahora, hablaré de mi mismo y de mi destino caminante.

Continúo a partir de un comienzo, de un flujo en incesante cambio hacia una meta cada vez más lejana. Una meta siempre distante con cada paso dado. Sin embargo, mis pasos son decididos y dirigidos a un destino inevitable. Un destino no necesariamente geográfico, sino un destino de apropiación, un destino hacia el origen de mi identidad.

Un viaje que termina en mi identidad. Y en toda la propiedad que poseo bajo mis pies andantes –una tierra de accidentes y de caminos aún por abrir. Sobre mis pies se erige una fuerza que no cede, y una musculatura que me impulsa a gobernar –con los suficientes alimentos ingeridos— una voluntad por continuar mi camino de promesas, y que no terminaré de cumplir hasta que llegue a lo prometido.

Un migrante, un desarraigado y un errante con un destino prometedor, pero no localizable en un destino geográfico. No soy más que la mancha o la gota sobre un lienzo que, sin su lugar intencional, corre de aquí para allá haciendo de si misma un recorrido que mancha y que deja huella. Sin un lugar en el que quedarme, un lugar que no está en los mapas, puedo hacer de ese lienzo mi tierra. Un lienzo móvil que rota sobre un eje y al que he entregado todo poder de decisión porque no me resolverá destino alguno si me propongo asentarme en alguno de sus territorios.

Es un lienzo o una tierra, un camino que rota sobre un eje y que queda siempre expuesto a los elementos del clima y de la consabida presión atmosférica, los cuales me permiten un entorno o, más bien, un espacio de tránsito de temperaturas templadas y evita que yo muera de frío o sofocado, expuesto como siempre lo estoy a la intemperie. Un lienzo que no hace más que ser por sí mismo, que se reduce a la fundamental fuerza de la gravedad y de cuyos pasos da momentáneamente cuenta aquel trazado que yo mismo marco. Una identidad migrante y sin hogar fijo, con menos proyección en el lenguaje que el que me permite el diálogo con entidades, humanas y no humanas. Y yo, como pintura sobre el lienzo, me muevo manchándolo: porque no hago otra cosa que manchar. Y el resultado no puede ser otro que una pintura en camino, una pintura de caminos, una pintura caminante. Y yo no hago más que manchar con mis pies aquello sobre lo que me deslizo: la identidad del migrante sin más tierra que su propio lienzo móvil de apariencias y de reverberaciones.

Un lienzo con mejor destino siempre que el asfalto no intervenga y ennegrezca con su densa arena bituminosa la tierra sobre la que me sustento. Una tierra a punto de ser caminada, enroscada en sí misma sin más fundamento que la apariencia territorial a la que se sustrae.

La continuidad de la historia que ya ha comenzado y a la cual ya hemos llegado tarde para verla nacer: esa es la historia que corre por mis venas. Es la historia de todo lo habido y por haber. De lo vivido y lo hecho, pero también de lo prometido y lo enviado. La historia que corre por mis venas es la sangre de mi organismo en tránsito hacia la meta de mi identidad.

Soy una mancha porque el paso que ejerzo sobre la tierra es un paso intencionadamente sin lugar ni peso en la existencia. En una sociedad sedentaria, mi paso no puede prolongarse mucho, por eso he de marchar y rotar sobre mí mismo como un eje sobre su centro porque la sociedad no es nómada. Los nómadas recorremos la tierra manchando, pero sin quemar, por eso considero que yo soy alguien que mancho, pero no necesariamente quemo allí por donde pase, aunque se me acuse algunas veces de lo contrario. Soy una mancha que mancha en su recorrido, porque no siempre sobre un lienzo virgen hay una coincidencia entre el color a aplicar y el color aplicado. A eso se le llama mancha, por lo tanto, yo soy alguien que no coincide en ningún lugar. Estoy solo sobre mis propios pies marchantes y manchantes de un arte efímero y perecedero sobre la tierra estoica, pero de todos nosotros.

Mis pasos sobre la tierra son certeros. La dirección tomada podría ser la equivocada, pero para saber eso tengo todo el camino del mundo por delante. Porque no se trata de un camino particular o concreto, sino de uno singular y absoluto. Y puede ser, ciertamente, que lo absoluto sea un camino erróneo. Pero no por ello dejaré de comer y de alimentarme sobre mis pies marchantes, y prohibirme el paso sobre este camino incierto. Se trata de un camino que no puede ser recorrido por sí mismo, ya que su comienzo y su final se conocen de antemano de principio a fin. Pero eso no es lo que me interesa. A mi lo que más me importa, y creo que a todos también, es el tránsito del caminante. Pues no es una marcha forzada, ni obligatoria. Es el camino del mundo que puede hacerse de múltiples maneras y ritmos. Puede incluso que el camino no termine nunca, o que la vida del caminante termine antes de ver su destino. Sin embargo, los que nos quedamos continuamos caminando.

Es el método de lo transitorio ahí donde se nos permite la más rigurosa de las improntas para nuestra preparación antes de llegar a nuestro destino.

Ahí donde comience el camino del mundo es ahí donde nacemos. No nacemos en un lugar intencional, o ahí donde elegimos. Nacemos donde encontramos el camino a la vida: un no lugar en el mundo a punto de ser abandonado. Por ese motivo nadie deja de ser migrante; porque desde que nacemos ya iniciamos la apertura a un horizonte de posibilidad y de caminos. Pues no se trata tanto de dónde nacer, dónde originarse, sino de hacia dónde ir una vez ya estamos ahí, en el punto de no retorno. No es de otro modo que nacer y perecer comparten el mismo punto de identidad terminal: el origen del nacimiento y el destino de la muerte. Sin embargo, esta historia no es para recordar a los vivos o para mantener una tasa concreta de nacimientos por cada generación. Esta historia es para los que se quedan, para los que caminan. Lo prometido es un destino de acercamiento a la más certera de las posibilidades: la muerte. Y, por lo tanto, de alejamiento del más alejado de los orígenes: el nacimiento. Es por ello que la condición del no nato, del no nacido, es la imposibilidad de no ser originado, de no ser caminante de un camino propio. Negado a ser arrojado.

Pero quizá sea ése mismo punto de partida el error de todo comienzo. De todo recorrido posible y posibilitador. Porque el no nacido es alguien imposible y contingente, sin necesidad de darse su cuerpo o su voz. Ese no nacido es todo el abandono posible que dejamos atrás y que olvidamos una vez nos embarcamos en la vida. El olvido de la contingencia de no haber nacido o de no haber sido originados. El nacimiento originador –ese fundamental primer paso de camino a la muerte— es el envío a partir del cual abrirse camino en el mundo. Un mundo de posibilidades allende el lugar de nacimiento. A través del cual somos depositados, iniciados en el recorrido único y de un solo sentido. Exteriorizado por un cuerpo, un rostro y una voz que dominan su volición por terminarlo con la dignidad propia de quien comienza algo; por terminarlo por el solo hecho de haberlo comenzado.

Sin saber a dónde dirigirse continuamos el camino de aperturas y de contingencias. No necesariamente es un camino decidido al milímetro dentro de un conocido abanico de posibilidades, pero sí es un camino ocasionado por la fuerza del nacimiento. Un nacimiento de vida y de camino, y de rotulación de la vida por el camino elegido, pero en ningún caso es un camino único y certero. Es todo lo que puedo decir por el momento: estar forzados a caminar una vez encontramos el mundo bajo nuestros pies.

No todo momento es oportuno para escribir. No puedo escribir mientras camino y mancho. Ahora que estoy sentado, medito y escribo quieto en un banco de la esquina evaluando cuál es el presente mundial. Un mundo que medito yo, en mi haber, únicamente los domingos, cuando acaba el ánimo festivo. Junto a mi texto siempre es domingo. Mi carga expositiva es dominical. El resto de la semana la camino. Mi objetivo último es decir lo que veo.

Escrito en Sólo Digital Turia por Lucas Benet

Las niñas siempre dicen la verdad (2018) y Los planetas fantasmas (2022) de la sevillana Rosa Berbel (1997), ha tenido una buena recepción por lectores y críticos próximos al realismo, a pesar de ser el segundo más complejo respecto a la mímesis de ese corte, realista. La poeta sevillana se presentó con la perspectiva de la edad, funambulismos y circunstancias, reivindicación o denuncia, con dos libros unitarios y colindantes en algunos aspectos. Me refiero asuntos como el desasosiego e incertidumbre ante el futuro, el fin de la infancia, denuncias de género, la relevancia de eros o el deseo, el amor/desamor, a veces envueltos en el sarcasmo, y otros atados a la reflexión con que emprende el camino de la madurez, en su evolución en algunos registros hacia un simbolismo bien trabado en el 2022. Un libro en el que también restaba protagonismo a los asuntos más escabrosos y de género, con que se presentó del 2018, y donde mostró capacidad para sostener un poema largo narrativo con talento en verso libre. La inicial propuesta se ha ido mostrando en su evolución más simbólica, incluidos los guiños a la pérdida de los referentes miméticos en Los planetas fantasmas. Además de poseer mayor originalidad en la perspectiva y envoltorio del imaginario entre el fin de la fiesta y los “cosmológicos”, mayor simbolismo y complejidad, maneras de decir menos directas o declarativas. En cualquier caso, en la poesía de Berbel priman el deseo y el amor/desamor, el sentimiento de pérdida, la incertidumbre ante el futuro de «una generación desalentada» (2018: 719), el sarcasmo, el desasosiego de una edad, entre otros ocasionales como la denuncia de abusos sufridos en redes o por el hecho de nacer mujer (2018). Ciertamente estos ocuparon lugar solo en 2018, muy en consonancia con el momento en que vivimos. Su palabra clara (independientemente de algunos simbolismos y pequeños hermetismos en su evolución) sin ampulosidades, ni logolalias (todo lo contrario), narrativa (cada vez menos, pero presente), sin excesivos riesgos en cuanto a los tropos, poco abundantes, pero propios y originales, supieron hablar de la capacidad para contar un mundo singular en sus desasosiegos, aunque a veces cayera en declarativismos secos. Eran libros subscritos a un querer decirse sin sucumbir a la narratividad huera, sin caer en amplificaciones, y puestos al servicio de contar un haz de conmociones y cuestionamientos, escondidas interrogaciones y emociones de toda índole. En fin, cuanto se ha venido en llamar “Poesía de la edad” desde la perspectiva de una joven (que recuerda haber dejado de ser niños “antes de ayer”) en un momento de tránsito.

La poesía de Rosa Berbel, obviamente, no ha surgido de la nada. Sus anclajes en el realismo de los 80/90, y en las propuestas poéticas del fragmento y malestar del 2000 de esa tendencia, parecen insorteables. También las deudas con la evolución del realismo desde el particular silabeo, procedimientos retóricos y fórmulas me sugieren aplicadas lecturas de Carlos Pardo (también diferenciadas), en lo fundamental. Evidentemente solo son eso, ecos y rastros de aprendizajes, diferentes en algunas cuestiones, en otras no tanto, como las que adopta ante la incertidumbre (algún eco de Gil de Biedma, igualmente, en «Sisterhood»). En cualquier caso, y fuera ya de ese ámbito del origen, su propuesta alterna poemas relativamente largos y breves que se combinan y alternan entre pespuntes simbólicos, analogías y los símbolos del tiempo o del paisaje, por ejemplo, entre otros domésticos, que intentan ejemplificar el momento emocional del yo y su circunstancia, junto a otros más declarativos o preocupaciones intelectuales (la belleza). Si en algo destaca Rosa Berbel es en el saber contar perplejidades y situaciones emotivas, con una sobresaliente capacidad de análisis de las sensaciones del tránsito desde la adolescencia a la madurez. O, si se prefiere, ese estar en el alambre y en las inseguridades del amor/desamor, las perspectivas inestables o inescrutables, la reivindicación del deseo desde el ser mujer. También su problemática, a veces no muy deseable, como el ser víctima de la violencia de género, frente a la pureza del amor y el deseo. Sin duda la escritora sevillana sabe construir libros unitarios, narrar con acierto, zambullirse en el análisis de todas esas emociones, transmitirlas con crudeza y profundidad (pienso en «El final de los ritos» (2022: 53), estupendo), aunque haya lugares vacíos, pretenciosos o intrascendentes poéticamente y vacuos. También parece bastante exagerado escribir cosas del tipo, la “calidad excepcional de sus poemas”, como hace Fernando Aramburu, el buen novelista de Patria y formidable escritor de crónicas de fútbol. No me lo parece. No le hace ningún bien además al estupendo y apetecible decir (de una sola manera, el verso libre, y con registros tonales próximos), de la poeta sevillana. Excepcionales son César Vallejo, Federico García Lorca o Pablo Neruda, por ejemplificar por lo breve. Por eso cuando Luis Bagué, habla de la irrupción de un Big Bang lírico, me parece igualmente muy desproporcionado con la realidad de sus poemas, aunque sean libros inteligentes y de poesía que así puede llamarse, en sus diferentes calidades, donde también hay sobrantes. Mucho más ajustada (y cauta) me parece la opinión de Luis García Montero en Infolibre, al hablar de honradez saber mostrar el sentimiento, de no temer hacerlo, y abordar una interrogación sobre la propia identidad desde un presente que reflexiona sobre los avatares del futuro y el pasado (oscureciéndose).

Las niñas siempre dicen la verdad (2018) plantea desde el poema prólogo y su relevancia en indicar un sentido, una nueva situación personal y emocional frente a «(…) aquel tiempo extraño, /los amigos se habían mudado lejos/los lugares antiguos de la infancia/ se habían transformado para siempre/ con la prisa salvaje de los años perdidos» (2018: 9). Y añade «Aunque quizá todo esto/ahora no nos baste» (2018: 9). La cursiva del ahora marca esos dos tiempos a los que va a recurrir a lo largo de todo el libro, aunque no solamente, pero a los que confiere relevancia clave, ratificada con la cita de Rosana Acquaroni: “Y que no recordabas/que la infancia termina/cuando se incendia el bosque de los niños” (2018: 13). Con ese prolegómeno se da comienzo a las cavilaciones: «¿No era esto madurar: elegir cosas/y esconder la elección a los demás?» (2018: 15) …o, tras un juego infantil rememorado, el de girar hasta marearse, la capacidad enigmática, misteriosa, hermética y sugerente de los trazos en el aire que se abandonan, en ese mundo de analogías ajustadas con el vértigo: «Pero el hallazgo era nuestra suerte:/descubrir que los trazos del cuerpo y sus excusas/ condicionan el resto del paisaje» (2018:16). Trazos que se dejan y vértigo en el presente…

En la primera sección del libro y la “extrañeza” de la «Niña que no reconoce su cuerpo» (2018: 17), cuenta en «Deseo» (2018: 17), el despertar de una pulsión de la que se puede ser víctima. Y así ocurre, con explícita referencia a en el título a la película Sisterhood, donde el acoso en redes es protagonista: «No sé si es suficiente con la rabia, / las múltiples aristas del carácter, / no sé si protegernos suficiente/ la piel o la memoria de los abusadores» (2018: 21). Un asunto sobre el que vuelve en el poema que da título al libro, Las niñas siempre dicen la verdad. Los hombres, frente a las mujeres víctimas de ellos, son vistos como mentirosos, matan a sus esposas y abusan de niñas. Otro estupendo poema reportaje, por decirlo a la manera de José Hierro, donde se recorre no solo el abuso, sino las consecuencias del mismo en la víctima y lógicos sentimientos de odio. Poemas con sus correspondencias en «Retrato de familia» (2018: 23) donde el amargo sarcasmo, muy presente en su poesía se aplica al concepto de “familia” irónicamente, pues marca lo contrario, el desamor, y más visto desde los ojos de la niña en medio del conflicto y voz del mismo. Todo concluye, como no podría ser menos, en la desazón, y en el deseo de que la mujer león del poema «Frente a Dythrambe de Leonor Fini» (2018: 33), saltara del cuadro y agrediera a los hombres, aunque sea un imposible y reconozca: «la anécdota es/ solo una anécdota, / una mota de polvo/ sobre el gusto impecable de la historia (2018:34). En cualquier caso, y pensando en la Poética de Aristóteles (1.448ª), los pinta como Dionisio, tal como son, y denuncia.

Planes de futuro (2018: 37), título de la segunda parte y del poema que le da nombre, retorna a esa mirada ácida y sarcástica, proyectada en esta ocasión sobre un cuestionamiento de la realidad (desde sus amargos augurios en los que, seguramente, no querría verse), de una familia media en mitad del camino de su vida, y sus «miedos felices» (2018: 43). Ironías que llegan a «Femme fatal con prisa» (2018: 58) y que se agrían en «Sala de espera para madres impacientes» (2018: 67), donde continúa el desasosiego y la reflexión, agria y sarcástica, sobre la circunstancia de la mujer que «no debe cambiar nunca sus horarios/ por asuntos exactamente propios» (2018: 68) entre otros asuntos próximos y tratados con ironía amarga. En cualquier caso, además de esa incertidumbre ante el futuro o «el peso de la vida con sus dudas» (2018: 48), late en el libro un tono agrio y de denuncia, que ha gustado por ello y por la indudable unidad de mirada, amén de por su accesibilidad. Y no les falta razón desde esa perspectiva, próxima a los reportajes de José Hierro, salvadas las distancias, pero donde me parece que aún falta un poco de magia en el saber decir en conjunto, aunque haya excepciones. En cualquier caso, Rosa Berbel mostró talento y capacidad para sostener el poema largo narrativo espléndidamente.

El libro de referencia, Los planetas fantasmas (2022), arranca con una cita de Juan Luis Guerra: «Es un amor que contamina» (2022:13), para hablar de amor y deseo, inseguridades ante el futuro, de inestabilidad económica, precariedad, en un libro de referencia del contarse desde lo joven. La primera parte viene trufada de todo ello, poemas de deseo y amor/desamor, soledades, con un tinte hermético en ocasiones y un querer decir más de lo que en realidad dicen como en «Gota fría» (2018: 25). Otros estupendos, caso de «El final de los ritos» (2022:53) donde los cambios hacia la madurez le llevan a comparar etapas o «aquel tiempo en que mudar/era solo mudarse (2022: 31). Se trata del momento en que se ha perdido el miedo a los enigmas, también la acritud de algunos momentos primer libro, y donde priman los interrogantes e inseguridades, el desasosiego a pertenecer en el futuro a la insuficiencia material de cierta clase media (vista con sorna agria) y el «no logramos llegar a fin de mes» (2022: 39), junto a las miradas sobre “la fiesta” y el “final de la fiesta” de la inocencia (quizá con un guiño a Carlos Marzal, pero con un tono y sentido diferente).

La sección segunda y con el poema que le proporciona título «La conquista del paisaje» (2022: 57), vuelve sobre el modo de hacer narrativo y simbólico de una situación emocional y sus incertidumbres. Y así la «ficción del oasis pareció sostenernos/por un tiempo. Nos protegía la idea del refugio, /el recuerdo del agua nos saciaba/. Suceden tantas cosas mientras nos falta el agua…/ Sin embargo, el deseo/ es una lengua única.» (2022:58). Sin olvidar la reflexión posterior: «El ojo del futuro se abría a nuestros pies/y dentro de él veíamos a Dios. /O a un enigma de Dios. /Tan real en su textura/como una alfombra mágica» (2022: 59). «El ojo del futuro» se abría ante sus pies como un precipicio, parece decir contextualmente, y donde irrumpe ese breve irracionalismo del «enigma», más o menos identificado con la idea del enigma de la divinidad, al que había renunciado explícitamente en el libro anterior, o donde confirmaba el sentido, simbólico en este libro, mucho más que en el previo, sobre el amor o la vida: «Una existencia breve, dispuesta a la esperanza» (2022: 21), o ese «Velar por el futuro» (2022:69) o  «proteger el futuro/de las desolaciones del lenguaje»(2022: 73). O, si prefieren, «Ignoramos aún lo que seremos» (2022: 53), el «futuro impermeable (2018: 10) o «inescrutable» (2022: 49), a la par de los deseos de olvidar la familia y «librarnos de su historia» (2018: 33). Ese pasado pesa y lo deseable está por llegar: «Cuando digo mañana nos convoco» (2018: 41). «Cuando acabó la fiesta», tercera de las secciones, aborda el sentido de la magia, el deseo y la celebración del deseo. O  la insoportabilidad de la belleza desde los lenguajes “impuros” que apelan en este caso a un simbólico espacio doméstico con el explícito título: «Limpieza general» (2022: 67) y la hermosa mancha de la belleza, la belleza que ensucia y atrapa, entre sensaciones de extrañeza «una virtud alegre/un esplendor que bulle/que explota y nos alcanza» (2022:73).

Así, bajo ese «paisaje extraterrestre» (2022: 79) donde ha situado su extrañeza y estado emocional, preocupaciones y pulsiones, en esos «planetas fantasmas» y en su travesía por el «paisaje obligatorio» (202: 81), ha esquivado el realismo del libro anterior «traicionando del todo/ el referente» (2022: 83), pues la poeta desea escapar del paisaje real, cambiarlo, pues «Ni los mundos posibles/ni los mundos reales/ existirán jamás para nosotros» (2022: 83). El libro ha trasladado el discurso a un plano simbólico, que desea explicar bajo la palabra «devoción» (2022:86), en el poema de cierre del libro y el ciclo mágico de la simbólica irrealidad, de manera explícita. Siempre dentro de esa arquitectura de la “fiesta” que se acaba, y esa imaginería plena de imágenes amorosas en un libro que empezaba con «Nuevos propósitos» (2022: 15) y donde «La fiesta había acabado para siempre» (2022: 15) o «La fiesta terminó/ y la casa ya no es nuestra casa» (2022: 85). 

Canción de juventud, y sus satélites, esta de Rosa Berbel, vividas desde una mirada que mantiene que «El poema se construye en la verdad» (2018: 44), aquí y ahora, añade, como poética, junto a la belleza impura. Verdad que sitúa a la autora en un camino que va desde cuanto M.L. Roshenthal llamó poesía confesional en un célebre artículo, «Poetry as confession» escrito para The Nation en 1959, a la denuncia de género y su puesta en escena pues «lo personal sigue siendo político» con Kate Miller. El término confesión no implica un realismo mimético al ciento por ciento, obviamente, sino también la traslación de problemáticas y cuestionamientos, afianciamientos: «Hemos perdido el miedo a los enigmas» (2022: 35), por citar alguno de los muchos posibles. En el caso de Berbel priman los del amor y la incertidumbre, entre otros ya señalados, y que imantan Los planetas fantasmas. Un libro bastante distinto al inicial, Las niñas siempre dicen la verdad, pese a ciertas contigüidades de asunto, pero donde el tono y la fórmula giran hacia un imaginario más complejo, simbólico, ambiguo y fantasmal. «Las emociones crean realidades» (2022: 19) y también fantasmas atados a analogías con el paisaje y el tiempo de los que, con originalidad, se ha servido también para asumir contar el presente, la des/esperanza y el deseo. Y lo ha hecho de manera muy convincente, compleja y apetecible, para convertir estos dos libros en poesía, que así puede llamarse, desde la exclusividad del verso libre como única propuesta en ese sentido. Sin duda algunos críticos han exagerado sobre su alcance, o eso me parece, pero lo cierto es que la poesía de Rosa Berbel, sobre todo este último libro, está entre los mejores que he leído de poesía joven española, junto a los iniciales de Julieta Valero, o Ana Gorría de Clepsidra (2004) y Araña (2005) o Los salmos fosforitos (2017) de Berta García Faet, entre otros. El volver a cantar desde el yo, con claridad y oficio, verosimilitud y mundo personal, nos ha traído la grata sorpresa de la poesía de la joven poeta sevillana Rosa Berbel desde el realismo (cada vez más simbólico), para completar un panorama donde el irracionalismo parecía tener en los últimos años más presencia.

 

Rosa Berbel. Las niñas siempre dicen la verdad (Hiperión, 2018) y Los planetas fantasmas (Tusquets, 2022)

*Fotografía de Fátima Rueda.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

“Elenco” o la vida total

2 de mayo de 2023 11:32:09 CEST

Elenco es lo más sorprendente que he leído en mucho tiempo. Un aparentemente anodino narrador, que me ha podido resultar tan antipático como a veces yo a mí misma, me ha enseñado que nuestro tiempo y nuestro espacio no son los que nos cuentan.

En el acuerdo de inventar días perfectos hay una esperanza, aunque la biología trame lo suyo. El entusiasmo está en quien lo ha perdido todo y le queda hacer su propia coreografía con el elenco de sus seres queridos en el espacio que anula el tiempo. Todo, escondido bajo una fina ironía utilizada como trampantojo. A veces me he topado con frases imposibles, pero supongo que serán parte de la novedosa técnica narrativa. Me ha gustado mucho.

Pese a su brevedad, su trama aparentemente anodina y sus frases a veces imposibles, en una novela donde en un principio parece que no se cuenta nada, al final he terminado pensando que se cuenta todo. El narrador acaba siendo un alter ego del lector. Para las expectativas del mundo puede estar acabado, pero está extraordinariamente vivo.

Elenco nos lleva por ciudades míticas que son como una contraseña para acabar llevándonos a ciudades sin nombre, escenario de una vida inventada. Pero antes nos pasea por todos los temas "existenciales" desde otro sitio: la paternidad será tener dos madres y no ser padre, el amor será los amores, el sexo no será el procreativo ni el pornográfico, sino algo muy distinto. La muerte es otra muerte. La escritura será el medio por el que no se cuenta la historia oficial y registrará el acuerdo de inventar un verano, escritura delegada si hace falta. Un animal será el depositario de la memoria.

En esta novela, la filosofía deja de ser ideas prestadas para convertirse en la sabiduría. La amistad será otra, otros el arte, el vecindario, el mar. Todos los temas y ninguno, narrados en primera persona, dan una narración amable de la que surgen los diálogos, van y vienen los personajes, las situaciones y la atención del lector cautivado por una prosa artesana donde cada frase y cada palabra están engastadas en un trabajo fino de connotaciones y resonancias cercanas al poema. Elenco no es poesía novelada; es novela a la que puedes volver. No se acaba en una sola lectura.

Un placer y un privilegio la lectura de esta novela que no puedo dejar de recomendar. No hay otro espacio ni otro tiempo que el del "baile". No hay más verdad que la coreografía con el elenco de los seres queridos. No hay nada más esperanzador y optimista que "el entusiasmo fruto de haber naufragado ya del todo". Sólo desde ahí se accede a una vida total.

 

Álvaro García, Elenco, Lleida, Milenio, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jana Calvo

Un clásico llamado Francisco Ferrer Lerín

21 de abril de 2023 13:38:16 CEST

Una figura fundamental de la lírica española en los últimos años es, sin duda, Francisco Ferrer Lerín. Su extrañeza radica en la utilización de material exolírico y su inclusión, sin complejos, en sus libros considerados líricos, de elementos y géneros no poéticos, y tratarlos además con una naturalidad agenérica heredada de la vanguardia, en donde se trataba al género como un marco conceptual difuso. He ahí la diferencia primordial de este autor.

Actitud antirromántica, vanguardista prenovísimo, oniromancia textual, ciencia aplicada a la poesía, poema narrativo, poesía despojada de toda la carga simbólica que se le supone desde el punto de vista de la Poética tradicional. Condición epatante. Sus matrices teóricas no rastrean las de la poesía española. Influencia francesa y anglosajona, así como la del maestro Borges, que inicia, para toda la literatura moderna, un nuevo método de escribir.

En La condición radical se explican todos los procesos líricos, así como la temática recogida en sus ocho libros de poesía. Se deja aparte en este volumen la escurridiza narrativa leriniana, merecedora por sí misma de otro volumen. Es este además el primer trabajo íntegro sobre su obra, a pesar de la enorme cantidad de literatura crítica a que han dado lugar su vida y sus libros. (Esta fortuna crítica también se recoge aquí).

Se divide este estudio en dos partes bien diferenciadas, la primera, explica cada uno de los libros de poesía publicados, con un análisis pormenorizado, y una amplia ejemplificación de los versos que los componen, para dar paso, en la segunda parte, a los Mecanismos internos del poeta. También se ofrecen dos entrevistas con el autor, una breve antología, o su azarosa biografía. Se recogen también dos poemas inéditos de su primera etapa, cuando contaba apenas con diecisiete años, escritos a vuelapluma en hojas de publicidad arrancadas en un momento de inspiración.

La condición radical trata de extirpar ciertos conceptos muy asentados en la crítica nacional, conceptos que no se corresponden con la realidad, o que fueron ciertos durante un breve espacio de tiempo y que, ahora, precisan una revisión total para entender un trabajo cuya extrañeza ha servido para explicar toda su obra. Sin embargo, la capacidad compositiva de los textos lerinianos es amplia y variada.

También se habla de su agrafía o de su silencio durante más de tres décadas, tratando de explicar esta actitud en la obra. Un aspecto que separa en dos su obra total, la de juventud, fruto de una inusitada inspiración creativa, recogida en una serie de cuadernos y carpetas numerados y de donde se fueron nutriendo sus tres primeros libros. La segunda etapa fue fruto de una mayor reflexión compositiva y de una acertada madurez personal de artista.

Aunque ambas partes en su obra comparten rasgos estilísticos: el apoyo en una sintaxis única, la poesía sintagmática, la semántica, el idiolecto leriniano; también se da paso, en la segunda etapa, a una serie de rasgos y de temas asociados a la senectud y a la preocupación por la muerte o el acabamiento, para seguir nutriéndose de material muy ajeno a la poesía, como es la teoría matemática de grafos, que da nombre a su trabajo más reciente, Grafo pez.

La importancia de su obra se demuestra en la reciente aparición de Poesía Reunida en Tusquets.

Obra rebelde, atemporal, su obra es una muestra continua de originalidad que hace cuestionarnos a los lectores por la raíz misma de la poesía actual, que se debate entre la permanencia en las listas de ventas, o por la calidad estética que busca, como diría Hölderlin, esa eternidad permanente fundada por los poetas, que hace de Ferrer Lerín un clásico.

Joaquín Fabrellas, La condición radical, Zaragoza, Libros del Innombrable, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Redacción Turia

El escritor que lleva dentro

17 de abril de 2023 12:47:35 CEST

Escribía Carlos Castán (La Expedición, 9, dossier sobre El autor y su primera obra) que el primer libro suele ser el de más larga gestación, está todo ahí, los fantasmas de la niñez y los tragos últimos de la noche pasada: "a medida que va transcurriendo algo de tiempo comprendemos que en ese libro no había apenas nada, y en la mente se nos empiezan a organizar de nuevo los mismos fantasmas con distintas cadenas, amarguras y sueños”.

Días sin día (Xordica, 2004), el primer libro de Ordovás, era un galimatías que radiografiaba crudamente el volcán que llevaba en su cabeza. En el magma de aquella erupción se mezclaban enojos de adolescente, pesadillas, modestias, soberbias y una larga ristra de frases que lo ennoblecían: "Si no dejas parte de ti en la página esa página es papel mojado. Lo malo es que llegará un día en que no tendrás fuerzas ni valor para seguir escribiendo".

Por entonces Ordovás ya publicaba en la revista Clarín, bajo la cirugía de José Luis García Martín, reseñas de los muchos libros que leía y cosas sueltas suyas. Un escritor no se cultiva en la estrecha imaginación que le conduce a novelas negras o rosas o legendarias, salpimentadas de estúpidas dosis de besos y otros argumentos de cartón piedra. Un escritor se hace en la crónica, en la crítica, en las lecturas y en la observación. Lo hará luego en El País, en La Vanguardia, en ABC, en la misma Turia. Contará viajes a mansiones y museos de Europa, sobre pueblos aragoneses que quieren ser ciudades, sobre pintores que además del color y la forma pretenden dilucidar la ironía de la vida. Ordovás deja sobre el papel el rastro de un caracol que persigue ser una liebre. Trabaja con denuedo en dos novelas que verán la luz en Anagrama.

El Anticuerpo (2014) y Paraíso Alto (2017) son las dos novelas con las que Ordovás se presentó a la sociedad literaria, en la editorial que le apetecía: donde había leído a Carver, a Bernhard, a Modiano o a Martínez de Pisón. El Anticuerpo, que recibió una buena crítica tanto en España como en Francia, formaba ya parte del universo que vamos a ver en su última obra, Castigado sin dibujos. Algo menos, pero también, la segunda. No obstante, Ordovás se encontró con dos cordilleras que le cerraron el paso. Una, fabricada por él mismo al hacer demasiado caso al polaco Gombrowicz, o quizá no lo entendió bien: "el arte consiste en escribir algo totalmente imprevisto". Y escribió en Anticuerpo sobre un yonqui que acampaba en los tejados de su pueblo y en Paraíso Alto sobre un ángel que recogía suicidas en un pueblo abandonado, que podía ser Almonacid de la Cuba, con alguna pincelada del Amanece que no es poco, de José Luis Cuerda . Estas cosas espantan a muchos que no supieron ver lo que había debajo de lo anecdótico. Porque debajo estaba el escritor hablando con madurez literaria de sí mismo y del mundo que nos rodeaba. De la otra cordillera tuvo menos culpa Ordovás. Anagrama, que ya estaba con Herralde de retirada y en manos de la italiana Feltrinelli, se había convertido en una fábrica que soltaba muchos productos sin demasiado cariño, por ver cómo funcionaban. Y sin amor, el futuro no prospera.

Ha habido que esperar unos años hasta que Chusé Raúl Usón ha prestado el calor imprescindible que da la editorial Xordica. El editor acompaña al escritor, lo defiende, busca portadas atractivas, las pesa, las sugiere. El peatón sentimental (2022) se desprendía de decorados extraños y se sumergía en lo imprevisto: alguien que camina en lo que otros llamamos madrugada y nos descubría la belleza, la soledad y la locura de Zaragoza. Ordovás no cae en la trampa, como caen muchos escritores actuales, de describir la vida corriente en un plano corriente e insípido, sino la vida profunda. La del que camina y la del recorrido caminado: "Plazas que se abren en todas las direcciones. Plazas cerradas sobre sí mismas. Plazas en que los muertos se mezclan con los vivos. Plazas que te trasladan a otras plazas de otras ciudades. Las plazas son también espejos en los que la ciudad se mira y en los que nos miramos nosotros al pasar por ellas". Enumeraciones y repeticiones que pueden venir de Perec, de Vila-Matas, de Bernhard, pero que ya son de Ordovás.

El escritor no debe desnudarse, debe enriquecer su paleta de palabras, de sentimientos, de pausas y, en el caso de Ordovás, de saber situar los fragmentos del espejo roto, de tal forma que aún fragmentado en el suelo te devuelva una imagen. Eso es lo imprevisto.

En Castigado sin dibujos, vuelve a su pueblo, a su ansia de investigar con la lupa de la emoción los secretos que guardan en las casas sus habitantes. Las zonas oscuras que guarda su familia y que él ni siquiera sospecha. Se pregunta por qué las corridas de toros duraban en la televisión tanto tiempo y los dibujos animados tan poco. Pero no solo habitan los recuerdos, los recuerdos son traicioneros, los compara con el presente y muestra el precipicio por el que no debe caer: "Convertida en un bien de consumo, la basura nostálgica se vende cada día mejor. También en el mercado literario".

Un escritor es un perro que olfatea, un detective que mira y ve. Sin ambas premisas se podrá publicar un libro que sea un magnetofón abierto pero no una caja de pinturas donde resaltan los azules del cielo, los amarillos del secano, la estela blanca de un F-16, el sudor frío de su piloto. Julio José Ordovás despega con estos dos últimos libros hacia Dios sabe dónde o hacia la literatura más imprevisible y más deseada, porque "los padres, los niños, los televisores, los sofás y los dibujos animados han cambiado".

 

Julio José Ordovás, Castigado sin dibujos, Zaragoza, Xordica, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Adolfo Ayuso

Haikus del golfo de Bizkaia

17 de abril de 2023 12:18:32 CEST

Olifante Ediciones de Poesía, en su colección ‘Papeles de Trasmoz’, presenta este mes dos novedades que comparten carta de navegación pues, desde el golfo de Bizkaia, ambas orientan su astrolabio hacia el alto brillo de la poesía tradicional nipona. Para quien pueda no estar familiarizado con ella, las modalidades más extendidas a occidente desde aquel lejano archipiélago son tres: el haiku, el senryu y la tanka. El haiku y el senryu son tercetos de arte menor en los que se muestra una emoción o se demuestra asombro utilizando un patrón silábico que, en su ortodoxia, queda fijado por un ritmo 5-7-5. Pese a su sencillez engañosa, atienden a una complejidad que reside en las constricciones articuladas por los temas canónicos que les son definitorios y por ciertos hitos por los que transitar, como el cuidado y sostenimiento de los ritmos y acentos internos de sus moras o la consignación del kigo, entre otras cosas. La diferencia básica entre ambos reside en que si el primero tiene a la naturaleza como inspiración o referente, el segundo es más libre en cuanto a tema y restricciones, eliminándose el kigo, referencia temporal o estacionaria que marca el momento en el que el deslumbramiento evocado por la naturaleza provoca la escritura del haiku y en el que se enmarca. Por su parte, la tanka la conforman cinco versos, por lo general, siguiendo el patrón 5-7-5-7-7 que se dividen en dos unidades rítmicas, asimilables a un senryu al que completaran dos versos como colofón. El tema más habitual de la tanka tradicional es el amor carnal y se cree que, en su origen, constituía un mensaje que cifraba la pasión de los amantes entre las metáforas de sus versos.

En estos dos últimos volúmenes de la serie ‘Papeles de Trasmoz’ lo que vamos a hallar únicamente son poemas encuadrables dentro de las dos primeras categorías: haikus y senryus, composiciones que, por su brevedad, retan las capacidades de expresión del poeta, al constreñirse su creatividad dentro de una extensión de tan solo 17 sílabas. El volumen 110 de la colección lleva por título Migas de Sombra y lo firma Aitor Francos (Bilbao, 1986), autor que en los últimos 12 años ha publicado 10 poemarios y 5 libros de aforismos, entre otras cosas. El estilo de los haikus de Francos es limpio y correcto —sin mutilaciones ni estrangulamiento de la palabra— y en ellos se despliega una voz atenta a los aromas y sucesos del mundo circundante. En el se aprecia un posicionamiento del yo que tiene presente al niño que fuera y donde ya enraizara la soledad primera, esa desde la que se abrieron por primera vez sus ojos, de par en par, a la contemplación: “Ante la luna/cómo no ser un niño/ abandonado”. También destaca el animismo con el que tiñe la intención de la naturaleza o de cualquier objeto, mientras que la sensibilidad del poeta esboza el instante unas veces describiendo los visible “El girasol, / en posición de rezo. / Anochecer” y en otras a lo invisible “Prendas de jóvenes. / La dueña del vestido / es la cascada”.

Por su parte Carlos D’Ors (San Sebastián, 1951) —con una dilatada carrera como poeta, narrador, ensayista pintor, crítico de poesía y de arte—, firma el volumen 111, Querida Naturaleza, en el que despliega su hilo de voz a lo largo de cuarenta y siete cadenas de diecisiete sílabas, todas nombrando elementos de esa Naturaleza a la que se dirige, y en los que se evidencia su contemplación del mundo animal y vegetal, de los astros que pautan sus ciclos y de los instantes irrepetibles que la vida nos depara: “Una mariposa:/ brisa de primavera/ su parpadear”. Para el poeta la Naturaleza es un ente independiente, sin necesidad de la presencia humana, humanidad que se beneficia de los dones de aquella, de su belleza, y del éxtasis naciente de su admiración: “Cada pájaro/ en sus ojos refleja/ todo el cielo”, observación que —con la erupción reciente en el Parque Natural de Cumbre Vieja— permite asistir a acontecimientos asombros, como el nacimiento de la nueva geografía: “Vomitas, volcán, / asistimos al parto / de la montaña”.

Sorprendidos doblemente por la irrupción del haiku vasco en el catálogo de Olifante, tras estas lecturas, podemos entender y vislumbrar el engarce de estas pequeñas cuentas sobre el blanco horizonte del papel impreso, pues se tratan de perlas mínimas crecidas a partir de la recepción una mota de polvo del hoy sobre la que el tiempo y la reescritura construye tres capas nacaradas (5-7-5), redondeando ese momento y presentando al lector el brillo esférico de sus poemas.

 

Aitor Francos, Migas de sombra, Zaragoza, Olifante, 2023.

Carlos D’Ors, Querida Naturaleza, Carlos D’Ors, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Barro que repara las heridas desde el derrumbe

10 de abril de 2023 09:40:24 CEST

Manca terra es un libro original y necesario: critica la poesía muerta y propone otra que nazca del contacto con la tierra, con la vida. Tiene carácter político porque ansía cambiar la realidad.

Consta de cuatro partes perfectamente vertebradas. La primera es una invocación y una poética, en cuanto que reclama “lo intacto, / el barro primero / habla de un lenguaje que no sea adquisición” (p. 26). La segunda es un retablo de desposesión y de muerte: campos de concentración, vidas truncadas. La tercera, que da nombre al libro, trata de la naturaleza y de los seres humanos en extinción. La cuarta y última parte aporta una posible solución, que pasa por la rebeldía y por aproximarnos, aprojimarnos, a todos los seres humanos, a la tierra, al árbol. Vuelve a la poesía para afirmar que ha de ser un canto de derrumbe, puesto que “La demolición requiere su música y sus poetas” (p. 50).

Manca terra es un libro incómodo, políticamente incorrecto, que reniega del lenguaje “poético” para hallar otro nuevo que sea “una súbita floración en la rama calcinada” (p. 18). Para ello hay que “fracturar la senda de las palabras, extremar sus límites y resistencias”. También han de nacer las palabras como frutos, como cantos: “una columna vencida / retornando a su patria” (p. 18). En Manca terra respira el exilio, se construyen casas de la infancia, “camino hasta la puerta de la casa: sus cimientos en el aire (…) Giro la llave: todas las pérdidas se agolpan en el costado izquierdo como refugiados en una única frontera” (22).

Al final del libro reivindica el poema-canto. Es importante hablar desde un no-lugar, de exilio, desde el que poder conectar con todos los seres humanos y con la tierra: “La tierra que no está en ninguna parte / esa es la verdadera patria” (87). Porque la salvación viene de la desposesión, de volver a lo esencial. El canto que nos salve ha de ser “canto del derrumbe, la exaltación de lo roto, pura ley del caos. Que hablen los elementos, madre saqueada, expoliada, un canto salvífico, un himno, canto de lo que cae, de lo que espera no caer del todo” (101). Hasta que volvamos a la infancia, “hasta que vuelva a latir el árbol de la infancia” (105). Porque la infancia “es el árbol salvado de la quema / por su savia transparente / no maderable / todavía” (42). Ese canto ha de ser testimonio y rebeldía. Ha de ser para la vida, no para la Literatura. Ha de contar el ecocidio en que nos ha tocado vivir, la agonía de aquella vida que conocimos en la infancia. Para ello “Lo poético (debe estar) a salvo de los poetas”. Porque lo poético respira en otro lugar “tan frágil / como un parpadeo entre dos mundos o las lilas de Celan. A veces, por un instante, nos toca con su gracia” (91). Canto del derrumbe, rebelión y vuelta al latido del árbol de la infancia, no para refugiarnos en él, sino para empezar de nuevo. “Escribir es una forma de viajar a aquella niña / de ocho años y decirle: no me acostumbré. / Su ortopedia para sobrellevar el horror no funcionó” (p. 27). De ahí, de esa constatación y de la rebeldía, de nombrar las cosas y la vida con una lengua verdadera, hecha de semillas y de tierra, vendrá la esperanza.

Manca terra muestra un mundo apocalíptico, sin vida, hecho de i-phones fabricados por manos esclavas “navegando lustrales aguas de banda ancha” (p. 54) y en soledad total, porque se ha abandonado “la matriz telúrica del árbol” (p. 54).

Frente al desastre, está la resistencia, “el amor que no sabe que sabe”; “amor en el pino negro / que dobla su espalda / bajo el peso de la piedra / que arrastró el último alud” (p. 78).

Ha llegado el tiempo de la lucha, de encielarse, de hundirse en la tierra o en el cielo. Hay que devolver el latido a las palabras. La poesía no puede ser un “parque protegido /, un gesto exquisito y vacuo en medio de la matanza” (p. 84).

La compasión, que etimológicamente procede de πάθος, nos puede salvar porque “nos hace ingresar en la trama de lo vivo, en el dolor de los otros” (p. 89).

El mundo es uno. El poema debe nacer como la flor, las palabras nacen como frutos, como cantos. Todo debe regresar: “el polvo al polvo” (p. 20). Porque existe “una sustancia que no se pierde (…) / una especie de amor que nos enhebra” (p. 52). Todo es “comunidad, tejido viviente” (p. 92) Porque nunca escribimos solos: nos acompañan “nuestros desaparecidos, esos árboles que siguen creciendo dentro” (p. 100).

Un enorme esfuerzo el de Laura Giordani para reparar el mundo, la tierra de la infancia; para buscar “el barro primero”, para inclinarse hacia la infancia (p. 26).

El dolor y la tortura conducen al ser humano hasta el límite. Pero puede sustraerse a él. La escritura “como último gesto humano” (p. 39). Porque hay que “tender andamios transparentes en el aire”” (p. 33).

Con mirada lúcida expone los errores pasados y presentes. Terrible ha sido el dolor y el mundo apocalíptico y alienado en el que vivimos “en el que la luz del móvil eclipsa el presente, colapsa el tiempo” (p. 46).

Manca terra en los árboles de “raíces peligrosamente expuestas” (p. 52). Como el árbol de Yggdrasil, el fresno sagrado, que une el cielo con la tierra, así debemos volver al círculo, a la matriz telúrica del árbol” (p. 55). El poema, “región intermedia entre el cielo nocturno y el suelo (p. 99), al igual que los seres humanos crecen como un árbol que une, ya lo hemos dicho, cielo y tierra.

Falta el sustrato, la vida natural y Laura Giordani denuncia esa carencia biológica. Asimismo, denuncia la explotación de los seres humanos y de la tierra. Apodícticos son los siguientes versos: “Mírate bien en los escaparates / hasta no tener ninguna duda: / tu vestido sangra” (p. 58). “Tan seco tu pan / tan seca tu simiente / están creando una patente / para el árbol de tu infancia” (p. 67).

Ante esta destrucción de la vida en el sentido más amplio, no podemos permanecer impasibles: “Haber visto / y seguir como si no pasara nada” (p. 71). La escritura abre un camino “al que le creció la hierba” (76); facilita el regreso al monte para trazar “conexiones / entre las luminarias heladas y las vísceras” (p. 77).

Juan Gil-Albert dijo en su Breviarium vitae: “La verdad no convence a nadie. La verdad existe”. Manca terra sigue esa línea: denuncia la poesía-reserva, al igual que los bosques-reserva. Las flores, “un balbuceo del oscuro alfabeto de la tierra” (p. 93), saben lo que es la vida, quizá también sin saber.

La vida se mantiene gracias a los ancestros, a su simiente que aún nos sostiene (p. 60). En “Hijo de la luz y de la sombra”, dice Miguel Hernández  que nuestros muertos se besan en nosotros.

Manca terra es implacable porque nuestra vida es implacable: lo abandonamos todo: nuestro pasado; hipotecamos la naturaleza, convertida en estos momentos en suelo industrial, sin valor su vida, sus nutrientes muertos. Hechizados por la tecnología y el dinero vamos hacia la sexta extinción: “Harán las guerras suficientemente lejos / lejos las manos que cosen tu vestido /, segarán la espiga por ti / cerrarán los ojos a tus muertos” (p. 92).

Un mundo aséptico que envuelve su podredumbre en inmortalidad. De esa sociedad aséptica nace una poesía que es “un trozo de muerte / sobre una salsa de palabras que apenas llega a camuflar la podredumbre del lenguaje” (…) “Si con tus pensamientos creas el mundo / párate a contemplar / -si puedes-/ lo que has creado” (p. 73). Una acusación que no deja lugar a componendas. Una acusación urgente como algunos poemas de Miguel Labordeta: “Severa conminación de un ciudadano del mundo” o “Un hombre de treinta años pide la palabra”. Poemas que muerden como los de Otero o Celaya, que sentencian a su tiempo. Pero no se trata de rebelarse ante un momento histórico, cercado por la guerra. Se trata de mostrar algo peor: la extinción.

A pesar de todo L. Giordani aún cree en la utopía: con el canto que nace del derrumbe hay esperanza. Hay que “encontrar las hebras de resistencia en el lenguaje / los últimos árboles de pie”, “en algún lugar donde las flores no perezcan / tan rápido” (p. 74). Por eso ofrece un plan para salir adelante: hay que nombrar las plantas, olvidando los herbarios, hay que escribir pisando la tierra o hundiéndose en el cielo.

Se trata de lograr una poesía viva, que deje atrás el antiguo debate entre poesía minoritaria o mayoritaria, de esencia o de existencia. La poesía que reclama Laura Giordani ahonda en la tierra para que podamos hablar con palabras que sean árboles, piedras, personas. Lo poético “cerca de lo que nos deslumbra y luego se desvanece sin reclamar posteridad alguna” (p. 91). Ese mundo de reparación tiene su anclaje en otras poetas como Alejandra Pizarnik, a quien dedica el último poema; Emily Dickinson, que tanto amó la tierra; Blanca Varela. Todas ellas barro que repara las heridas desde el derrumbe. No olvidaremos esta Manca terra constelada de futuro.

 

Laura Giordani, Manca terra, La Garúa, 2020

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

«Llegó con tres heridas…», Ángel Guinda llegó a la poesía y a la vida ‒que para él eran lo mismo‒ con esos tres cortes profundos que tan hermosamente cita en su particular seguidilla Miguel Hernández. Ángel Guinda fundó para la poesía de su tiempo el antitópico. El amor, la muerte y la vida, conceptos más tópicos todavía, lugares comunes en la literatura desde sus primitivas manifestaciones escritas y no escritas, reciben un tratamiento asimismo antitópico cuando quien los poetiza es el Ángel (fieramente humano) Guinda. Si el antitópico formal, basado en el uso morfosemántico de la oposición significadora (‘juventud, humano tesoro’; ‘cántico corporal’, etc.) es hábito guindiano, el abordaje de los topós literarios constituye del mismo modo una novedosa característica de su poesía. No encontraremos en la obra de Ángel Guinda ni un solo título ‒ni uno sólo‒ en el que no aparezca esa trilogía. Sus páginas poéticas, aforemáticas, críticas… las inunda la presencia constante de la vida, de la muerte, del amor. ¿Cómo iban a ser diferentes o estar ausentes en Aparición y otras desapariciones?

Sin embargo, destaca en este hermoso y naturalista póstumo un rasgo que ya hizo acusado acto de presencia en Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones: el estoicismo. No a la manera dócil de Séneca, sino un estoicismo activo entroncado con ese parabién clásico que orna a nuestro Ángel vivísimo y que en Los deslumbramientos… aparecía mezclado con un ascetismo recobrado del sintagma titular dictado en 2001 para su Biografía de la muerte. Allí, «Una vida tranquila» recuperaba a Fray Luis, el asceta que propagó por Europa un beatus ille hortelano, es decir, activo. Dichoso él, dichoso también el Ángel que regresaba a su madurez imbuido de un precoz cansancio de la vida, del amor y de la muerte. En esa década, entre 1994 y 2001, Ángel Guinda se sentía fatigado; los títulos de esa etapa constituían el tránsito precedente al descenso tras la esforzada subida a la cima de la ‘existencia’. Después de todo, Conocimiento del medio, La llegada del mal tiempo y Biografía de la muerte son sus títulos-descansillo. Ángel había llegado al altiplano reflexivo; a partir de entonces comenzaría el descenso. El peso con el que cargará es de nuevo un topós literario, aunque no deja de ser una realidad conviviente, común a la general angustia existencial del ser humano: la edad, el paso del tiempo, la extendida cronopatología. Resulta llamativo a este respecto que siga el asunto presente en Aparición; lo prueba la cita de Séneca que acota el poema «El convaleciente»: No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho. Digamos que esta cita senequista apunta al centro mismo de su rotunda negación, pues el texto del poema deja bien a las claras la necesidad de perder ese tiempo en determinadas circunstancias: por ejemplo, cuando la materialidad de las cosas y su orden rutinario crean el perfecto marco de un espacio propicio a la abstracción reparadora: «El espacio seguía en calma; /  y yo, ausente, volaba.», dicen los dos últimos versos de este poema sensual en el que los sentidos cobran valor trascendental en la ocupación del tiempo en el espacio.

Ángel Guinda repite cita, ahora objetiva y descriptiva, en el poema «El tiempo», sustantivado, concreto, unívoco: «Todo es tiempo» ‒dice‒ y termina: «Más allá del tiempo sigue el tiempo». Esta visión, tan einsteniana, que prescribe al tiempo como una dimensión dada, proyectada ad infinitum, la misma que le hace decir (más o menos) a Octavio Paz que no es el tiempo el que pasa, sino nosotros los que pasamos por él, no la tengo recogida en mi inmediata memoria lectora de Guinda. Es nueva para mí, como una aparición más de las que nos tiene acostumbrados su obra, pero que, como muchas veces ocurre con sus ‘iluminaciones’, nos remite a un hecho a mi juicio irrefutable respecto a la consideración del tiempo. Es bien sabido, por ejemplo, que la historia ha dispuesto un nuevo marco referencial en el que ya no basta el paso del tiempo exterior al hombre como ser individual y colectivo, sino que la propia evolución de las sociedades ha ido estableciendo jalones sustentados en acontecimientos que la razón ha ido ordenando y por medio de los cuales nos planteamos también un tiempo histórico, un tiempo psíquico y un tiempo sensitivo. Pues bien, los nueve versos del poema nos muestran cómo la disgregación de este tiempo en nuevas perspectivas y valores, otorga a aquella dimensión naturalmente cósmica ‒einsteniana, repito‒ una percepción más ensayística, filosófica y, desde luego, ayuntada a la experiencia individual, como no puede ser de otro modo en Ángel Guinda: sensitiva, psíquica.

Diría más: ese poema, en su compleja sencillez (dictaría Borges), pone en entredicho aquella pulsión del ser humano que ha estado siempre ligada a la transición de una vida mensurable en el tiempo convencional, pero, sobre todo, al rito mágico por medio del cual era posible traspasar esa frontera y seguir «viviendo» más allá de la contingencia azarosa de la vida puramente material o física. El poema de Guinda, al reducir el tiempo a un fenómeno casi material, refuta esa posibilidad que suelda buena parte de las preocupaciones del hombre como ser en el tiempo y sus preguntas sobre su papel en un contexto dado y sobre su destino, sobre su finalidad (el tópico ubi sunt), difícilmente aceptable más acá de su crisis vital en cuanto toma conciencia de ser un «ser para la muerte», particularidad sobre la que tanto debatirían Heidegger y Sartre.

Ese ser para la muerte está aquí en su plena aceptación; está en Aparición y otras desapariciones con la rotundidad, sinceridad y firmeza del Pouvoir poétique de un poeta cuyo ser humano interior sabe que existe y saldrá de él (lo dijo diáfanamente en Los deslumbramientos…); pero es que es precisamente esto lo que significa ‘existir’ (= ex‒ister): salir, ‘aparecer’ a la realidad para, finalmente, en este caso, soldar el plasma del mundo, la materia y el fluido, lo que parece escapar a las venas que recorren cielo y tierra, aire, agua… Lo inaprehensible es así atrapado por la palabra en una suerte de hábil y exclusiva maestría para apresarlo en el signo que significa o en el signo que invita a otra semántica apenas atisbada o definitivamente secreta.

En «Anemia II» es ese plasma del mundo («todas las sangres que me transfundieron») el que ha escrito sus poemas. Ángel Guinda se abre aquí las venas para entregarnos esos poemas y vivir más, para que nosotros vivamos más. Séneca se las abrió para morir por decreto imperial.

 

Ángel Guinda, Aparición y otras desapariciones, Zaragoza, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Martínez-Forega

Si con Descendimiento la poeta Ada Salas (Cáceres, 1965) compartía su particular oratorio ante el cuadro del mismo nombre de Van der Weyden, recogiendo el dolor y la belleza para sostener la mirada del poeta, con Arqueologías (Pre-Textos) realiza un ejercicio de memoria en el que los mitos y los pasajes bíblicos se enraízan con la figura del padre y —acaso en inconsciente desplazamiento—maestros de distintos ámbitos artísticos. No es casual que el yo poético discurra entre higueras y tacimientos. Ambos nos acercan al origen.


“El poema ha sido como un candil en el túnel de una mina”

- ¿Sobre qué asuntos conviene hacer una labor arqueológica?

- No sabría decirte si «conviene» hacer esa labor en ningún caso, salvo que se sea arqueólogo stricto sensu. Supongo que no diría lo mismo si fuera psicoanalista o si hubiera pasado por una experiencia psicoanalítica. El verbo «convenir» implica un sentido de obligación matizada junto al de necesidad. En el terreno personal, como me ha ocurrido durante la escritura de este libro, ha habido muy poco de voluntad, y desde luego nada de obligación. Si ha habido necesidad, no ha sido consciente. A posteriori, puedo decir que el «trabajo arqueológico», si no ha sido necesario, sí ha sido útil: he visto cosas que no podría haber visto más que a través del poema. El poema ha sido como un candil en el túnel de una mina.

 

- Hay un regreso hacia lo mítico y lo histórico. ¿Qué nos enseña cualquier tiempo pasado?

- Desviándome de la pregunta, me permito, Esther, contestar con una cita del maestro Phillipe Jaccottet, del libro, titulado, precisamente, Paisajes con figuras ausentes. Creo que sus palabras, que traduzco sobre la marcha, tienen mucho que ver con Arqueologías: “Así, sin que yo lo hubiera querido ni buscado, era una patria lo que reencontraba por momentos, y quizá la más legítima: un lugar que me abría la mágica profundidad del tiempo. […] Esas “aberturas” propuestas a la mirada interior […] señalaban por intermitencias, pero con obstinación, un nudo como inmóvil. Volverse hacia eso debía de ser aprehender el inmemorial aliento divino (fuera de toda referencia a una moral o a una religión); y, a la vez, permanecer fiel a la poesía, que parece ser una de sus emanaciones.”


“El regreso del pasado puede ser luminoso”

- Que se «enreden» varios tiempos, como anuncia el frontispicio de Zambrano, ¿es recomendable, necesario, un azar, algo funesto?

- Diría que es inevitable. Inevitablemente, el presente está enredado en la red de los sucesivos pasados. Son previos, claro, han dejado, por tanto, rastros, huellas. Poder vivir en plenitud el carpe diem entendido como vivir solo en el instante presente (en este caso disfrutándolo), es un desiderátum pero, en lo que mí respecta, un imposible. De ahí, quizá, cierta imposibilidad para la (absoluta) felicidad. El pasado acecha. Está ahí. A veces duele mirarlo; a veces, muchas, vuelve, como algo hermoso. Si conseguimos que esa convivencia (inevitable) con el pasado no sea, al menos exclusivamente, elegíaca, el regreso del pasado puede ser luminoso.

 

- ¿Qué importancia tiene el paisaje en nosotros?

- ¿En nosotros? ¿Los paisajes que vemos en cualquier situación? ¿Entendemos por paisaje solo lo que es naturaleza no intervenida? Creo que esta última es la idea más general y compartida de qué es un paisaje. Es la mía también. No una «vista», por ejemplo, urbana, sino una contemplación de lo natural en toda la extensión que puede abarcar la mirada. En ese caso, contemplar un paisaje es una liberación del propio peso. Es dejar de ser una misma.

Hay un paisaje especialmente resonante, creo: el que nos rodeó en la infancia. El paisaje reconocido y que nos reconoce. Ese paisaje es como un hermano. Es familia.

 

- Le devuelvo en forma de pregunta unos versos de su poemario: ¿”Es posible empezar como si todo/ —nada—/ hubiera sucedido”?

- Es posible. Cuesta ponerlo en práctica, pero es posible. Es, también, la única esperanza.

 

- "Es preciso cantar/ como si el mundo/ comenzara de nuevo". ¿Así con la escritura?

- El azar es increíble. Ayer mismo escribí un poema muy torpe. Quizá lo escribí para poder responder hoy a tu pregunta:

Olvida que has escrito.

Olvida que has vivido.

Olvida que viviste. Para empezar.

De nuevo.

 

- Preside el tono elegiaco en estos poemas, ¿es más fructífera, para la poesía, la melancolía que el deseo?

- ¿Elegía implica melancolía? Me hago esa pregunta. Creo que sí. Pero paradójicamente la melancolía nace de un deseo: el deseo de volver al pasado. ¿Es posible ser melancólico sin ser deseante? Creo, según lo pienso, que no. La melancolía y el deseo, entonces, necesitan un ingrediente común: la pasión. Un ingrediente común también, e imprescindible, de la escritura.

 

- Para «masticarse en el otro», ¿qué disposición de ánimo se requiere?

- No sabría contestar a esa pregunta. No sé qué quiere decir ese verso; al menos, no exactamente. Algo chungo, desde luego –permítaseme esta palabra–. Supongo que me refería a un amor destructivo, que es siempre autodestructivo. Así que se me ocurre que la disposición del ánimo es la ceguera.

 

- El poeta ¿escribe en el espacio que queda entre "la tumba más profunda" que resulta ser el corazón y "las heridas que conforman un humilde mapa"?

- Sí. Aunque no sé si hay distancia. El corazón contiene mapas de heridas. El poeta se enfrenta a ellas con humildad.

 

“El amor es una cuestión transitiva”

- ¿Es inútil "el amor/ que nadie quiere"?

- ¿Inútil? Pues sí. ¿Para qué sirve el amor si nadie lo recibe? El amor es una cuestión transitiva.

 

- Frente a la "claridad, que siempre viene del cielo", como escribió Claudio Rodríguez, usted propone otra claridad "que viene desde dentro". ¿Iluminan cuestiones diferentes ambas?

- Posiblemente iluminan las mismas cuestiones. Pero la diferencia estriba en la perspectiva, en el recorrido espacial. Lo que viene desde abajo trae más acarreo, es menos transparente. Lo que viene desde el cielo (la lluvia, por ejemplo), es más limpio. Los dos diferentes modos, condicionan desde dónde se escribe el poema y, por lo tanto, su resultado.

 

- ¿Por qué la palabra debe ser un instrumento cortante, incisivo?

- Bueno, si no se trata de hablar, sino de decir, la palabra es y debe ser incisiva. No es una cuestión de elección. Nombrar, no merodear, es algo incisivo. Las flechas son incisivas. Si llegan al corazón, matan.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Habito en la montaña de mi mente

24 de febrero de 2023 12:59:36 CET

“El oficio de la palabra, / más allá de la pequeña miseria/ y la pequeña ternura de designar esto o aquello, / es un acto de amor: crear presencia / (…) La palabra: ese cuerpo hacia todo. / La palabra: esos ojos abiertos” escribió Roberto Juarroz en el cuaderno cuarto de su Poesía Vertical. Raúl Nieto de la Torre (1978) en Piedra negra, piedra blanca (2022) ha plasmado esa propuesta. Enfrentado a su madurez con los ojos abiertos de la palabra, ha hecho del verso indagación, introversión, introspección al hilo de su circunstancia vital, por decirlo con Thorpe Running y Alfredo Saldaña. Piedra negra…trata en el fondo de todo eso y sus perímetros, de ese averiguarse en la edad y sus tránsitos, también de la asunción de un proceso. O la reflexión entre cuanto fue y donde el yo piensa el hoy en el equilibrio funámbulo de su autognosis en ese nuevo querer decirse, entenderse en su reciente cuerpo y realidad, circunstancia (el hijo igualmente). O donde se replantea la relación entre lo nombrado como tal (yo) y la palabra en crisis, ante una problematización del yo moderno y posmoderno, para que Fiedrich Schlegel y Helene Cixoux duerman tranquilos. Juarroz, estricto en pulsiones y afinidades, más allá en la desnudez, llega concreto a Nieto de la Torre, cuando entiende así ese tránsito, y problematiza: “El otro que lleva mi nombre/ ha comenzado a desconocerme. /Se despierta donde yo me duermo, / me duplica la sensación de estar ausente, /ocupa mi lugar como si fuera yo, / (…) Imitando su ejemplo, /empiezo yo a desconocerme. / Tal vez no exista otra manera/ de empezar a conocernos”. Nos lo cuenta en sus Poemas de otredad y en la extrañeza ante al nuevo yo, el que se ha ido deslizando imperceptiblemente y  desemboca en la meditación, lejos de la filosofía, que es otro lenguaje. Y así lo hace Nieto en la llamada poesía de la edad con Piedra negra, piedra blanca y punto de aproximación al motivo (con tono acompasado al mismo del entenderse y asumirse), cuando “habito en la montaña de mi mente” para homenajear al Wallace Stevens de la poesía es el asunto del poema. Ya va entendiendo el lector por dónde van los tiros. Y es que el libro nos cuenta una crisis emocional ante el tiempo y el yo, un desear entenderse desde ahí, ante el tiempo y el silencio que existe cuando aún no se ha rellenado el nuevo yo y se precisa de la escritura “Pues lo que no he escrito no lo sé”. Así lo canta en un estupendo poema de la primera parte de las cinco del libro. Hay pues, en sentido heideggeriano, un hacerse al silencio de lo que se desaloja y de lo que no ha llegado. Lo hace, pues no hay otra, desde la extrañeza biográfica, la falacia biográfica igualmente, como escribió ya hace mucho, por 1946, uno de los miembros más destacados del New Criticism, William K. Wimsatt. “Hay tanto / blanco a mi alrededor y tanta nada / que lo que escribo es lo que sé” un asidero, pues se parte, y de nuevo Juarroz, de “un vacío multitud que sigue solo”, uno de los asuntos: la soledad. Hay una constatación ante ese abismo o hueco de las cosas, ante esa vecindad con el silencio, el hueco que ha dejado lo pasado y el nuevo donde el yo cohabita desasosegadamente.

En época de ampulosidades se agradecen estas voces construyéndose con buen saber decir, además, pues Nieto de la Torre tiene ritmos interiores bien asentados, conoce el oficio y camina acompasadamente a las nuevas maneras de los lenguajes de un/su tiempo. Su madurez ha sabido explicarse en un diálogo en letra redonda de lo asertivo, pero dentro de esa legibilidad que la crítica del sentido común, como dijo Geoffrey Hartman, acepta con franqueza frente a experimentalismos radicales, siempre más problemáticos. Raúl Nieto se ha quedado a las puertas de todo ello porque ha antepuesto y una confesionalidad desde la cortesía de la claridad, de cierta claridad, pues sabe donde está. Ciertamente lejos las aventuras de Antonio Méndez Rubio como esfuerzo (tras Jenaro Talens, pero con otras fórmulas). Es decir, lejos de un experimentalismo radical en juegos, dislocamientos del yo y aventuras metapoéticas, que el reduce hacia una mayor contingencia clasicista en las cursivas. Y si bien hay presencia de esas fórmulas de los nuevos decires, no se entrega a ellos con actitud vanguardista, sino clásica. Queda lejos incluso de la inicial /radical Andrés Sánchez Robayna de “Tinta” o de los recientes “proemas” saturados de voces o los espesores misceláneos de cierto experimentalismo fallido de los poetas del 2000 en su evolución, y del 2010 en su apuesta. La propuesta de Raúl Nieto, pertenece a ese nuevo clasicismo meditativo los lenguajes y sus resistencias, reivindicación frente a la representación unívoca de las meras líneas claras y narrativas. Y lo sabe decir entre redondas y cursivas sin radicalidad en el juego formal, para afronta saberse desde lo sucinto y “confesional”.  Ya hemos hecho referencia al respecto a William K. Wimsatt.

“Miro por el cristal. Están / las hojas todavía / hechas de árbol y los ojos / están llenos de / hombre de mediana edad, callado, pensativo. / No han coincidido muchas veces” nos dirá. Ese es el tono antepuesto, como marca de intenciones. Sabe que también, siente, sobre todo, otra vida que trascurre “agazapada, oscura”. Con la “cuerda” del “todos” asume ese diálogo con el yo y con la exterioridad desde la nueva perspectiva de la “mediana edad” en ese “todo llega a ser”, como tu pelo “recogido en lo alto como un nido / intempestivo”. Y es que tiene originalidad en las imágenes.  Raúl Nieto de la Torre es de esos poetas que prefiere equivocarse, y no es el caso, antes que adocenarse y no tener voz, arriesga en ello. Quiere decirse desde ahí y con plasticidad constante sin exuberancias, desde un alto en el camino ante el lago como aquel ibis=Pessoa, y ahora él mismo “Parado como un pájaro en su muerte”. Su voz está asumiendo un tránsito,pero también un luto (atención a ese aspecto o pulsión)  y “lo hago andando”. Es un “Miedo” dice en otro estupendo poema el solitario que busca amor y responder preguntas que ha sabido resolver y sintetizar en el poema: “cuando digo un poema soy poema”. Reflexión y pensamiento lírico, lejos de la filosofía, de un lector, me parece, de José Ángel Valente, si bien esté seguramente más próximo de lo que parece, a Roberto Juarroz. Sin su misticismo, pero casi, pues le merodea. Esa luz de interiores de “deshecho / la posibilidad de luz que esconde / la persiana bajada” pues “Tengo palabras dentro” como respuesta a “la mordedura de la luz”, no ha dado aún el salto a ese ámbito como palabra despojada. Lo dará si decanta y purga las conexiones con la realidad, pero esa “máscara” o poema, a la que alude en ocasiones, está pugnando en la balanza por ir en esa dirección.  Y lo “Estás gritando en el silencio/igual que un pan mordido” dice con plasticidad propia, quien asume el vacío: “como un hueso/de aire”. En esas anda esta poesía a la que, sin duda, habrá que seguir, pues lo merecen sus versos y esta honradez de contarse en un momento en sus “ojos / de manzana mordida oscureciéndose”. Lo cuenta con una imagen propia, original, pero eso ya lo habíamos dicho.

 

Raúl Nieto de la Torre, Piedra negra, piedra blanca, Madrid, Huerga y Fierro, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Otra pepita de palabras

16 de febrero de 2023 14:25:11 CET

Incluye este volumen que ve la luz en Editorial Ultramarina un buen muestrario de la diversidad y riqueza de la poesía hispánica que hoy —y pocas veces ese hoy ha nombrado algo tan inmediato y actual— se está escribiendo a una y otra orillas del Atlántico. Poetas de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, España, Guatemala, Italia, México, Nicaragua, Panamá, Perú y Uruguay, hasta un total de cincuenta y cinco, conforman esta propuesta que surge del compromiso que Casa Bukowski mantiene con la poesía y que ha sido coordinada por Ivo Maldonado, un poeta, editor e incansable gestor cultural nacido en Chile en 1978 que ha trabajado con un grupo de colaboradores de España, Nicaragua, Colombia, Ecuador, Guatemala, Bolivia, Uruguay y México.

Desde luego, esta antología —aunque sea también, y sobre todo, una apuesta, una propuesta de futuro, y ese futuro confirmará, o no, lo que aquí se presenta como una realidad en potencia— está llamada a constituirse como un punto de referencia de la poesía escrita en español en estos últimos años (algunos de los poetas seleccionados, los más jóvenes, han nacido en 2005), una poesía que presenta una riquísima variedad temática y formal, entendida a menudo como una respuesta, un reflejo e incluso un desacuerdo ante las convenciones sociales que ordenan nuestro presente. Una poesía, en ese sentido, que no mira hacia otro lado, comprometida con las carencias y adversidades del mundo del que forma parte.

La poesía —donde la verdad se desvanece para manifestarse en la forma de una palabra que tan solo da testimonio de sí misma, donde la herida de la profundidad queda al descubierto y el secreto se resiste a ser compartido y romper su inviolabilidad— se presenta como un lugar en el que a veces —como sucede en algunos de estos poemas— se produce un engendrar o un dar a luz («donner à voir», decía Paul Éluard), un acontecimiento que responde al sonido y contiene el sentido de una sola e inquietante palabra que vale por todo el lenguaje y el silencio que la arropan y sostienen. Una palabra que se dice a sí misma y nada más. Ningún otro gesto, ninguna otra cosa incorpora, nada más añade que su sola y perturbadora presencia abandonada y extendida como una mancha sobre la sábana blanca e inmarcesible del silencio (así, algunos poemas de Sofía Nowendsztern, Rassiel Zabala, Ángela Camila González, Ana Victoria Jaraba).

Es, reitero, el lugar de la palabra que quiere ser nada menos que palabra, en realidad, solo eso, palabra y nada más, señal que se basta a sí misma, memoria pulverizada, tierra en tempero dispuesta ya para ser labrada por la palabra, resto o destello de una lengua perdida pero aún no olvidada y siquiera conservada en unos pocos y desordenados fragmentos que se confunden entre la niebla del lenguaje, como sucede en los poemas de Celia Carrasco, unos textos en los que la vida cobra vuelo y se eleva hacia lo más hondo gracias a la potencia del lenguaje. Es el lugar de la palabra que quiere decir otra cosa distinta de lo que ya se ha dicho y reiterado hasta la extenuación, expresar quizás lo indecible, a veces lo silenciado, una palabra que brota para romper el sonsonete y el runrún que martillean sin cesar en la continuidad previsible y anodina de una conversación ya establecida y programada de antemano, una palabra que, al combinar sus letras de otra manera, nos permite explorar y palpar la realidad de un modo insólito y encontrar por el camino algo distinto, otra cosa, un mundo distinto, el indicio quizás de un acontecimiento inesperado.

Estos poetas —y me refiero a ellos, claro, de manera muy general, como no puede ser de otra manera en este reducido espacio— beben en muy diferentes tradiciones y culturas, aunque todos ellos compartan el compromiso con una lengua, el español, en la que encuentran un reguero de posibilidades. Saben que escribir es enfrentar(se a) la muerte, experimentar una imagen de la muerte, establecer algún tipo de vínculo con ella (aunque esa realidad se perciba ahora, claro, como algo muy lejano), perder —desaprovechando incluso la oportunidad de dictar otras palabras—, pero es una pérdida que conlleva una ganancia pues, en esto, no es más rico quien más atesora sino quien ha sabido crecer en la privación, la pérdida y la adversidad (léanse en este sentido, por ejemplo, los poemas de Diana Galán, Isabella Acerenza y Rocío Medina).

Aunque, evidentemente, sean muchas las diferencias entre ellos, estos poetas se sirven de un lenguaje figurado y no literal, un lenguaje que opera —así en los casos más interesantes— no por imitación o reproducción de una realidad previa sino por transformación semántica, simbólica o imaginaria, elaborado con tropos y recursos literarios, un lenguaje que, precisamente por su constitución, se presta a resultar sospechoso de desvirtuar la realidad o de faltar a la verdad, por ejemplo, un lenguaje maleable y con frecuencia escurridizo en el que el sentido y el significado se encuentran condicionados por la potencia traslaticia y el ámbito metafórico e imaginario en el que surgen. Decía Alfonso Reyes que la poesía es el baile del lenguaje, el lenguaje en movimiento, y quien quiera compartir con ella esa danza tendrá que arriesgar su identidad y entregarse a la vitalidad, la potencia y la mutación del lenguaje. Algunos de estos poetas han entendido muy bien esta lección.

La poesía, en ocasiones, es el lugar de ese hablar desarticulado y no sometido. Hay poetas que se resisten a comerciar con palabras ya empaquetadas a gusto del consumidor; tratan entonces de fundar un habla que suele resultar impronunciable y sorda para el común de los mortales, ininteligible, atenta a otra sensibilidad y a otra percepción del mundo, un habla marginal por no atendida, extraña por infrecuente, construida desde la negativa a nombrar el mundo de una manera ya dada, desde la sospecha que da intuir que el mundo será otro si es otro el lenguaje que lo nombra o, sin más, que el mundo será si hay un lenguaje, una palabra, que lo nombra (así, algunos poemas de Juan Gallego Benot, Génesis Ramos, Guillermo García). Las palabras son las miradas de estos poetas, los elementos que dan testimonio de su presencia imaginada en el mundo. Y esas palabras, a veces, transforman lo que pronuncian hasta el punto, incluso, de hacerlo desaparecer.


Todos los dioses. Antología panhispánica de poetas jóvenes del siglo XXI, Ivo Maldonado, antologador, Sevilla, Editorial Ultramarina, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

1.- Se escribe siempre desde un punto de vista, ese punto de vista suele tener detrás un pensamiento y ese pensamiento esta alimentado por un nudo de querencias y quereres, el que ata y da consistencia al autor. A su vez un querer suele tener como sombra un desamor, que es su contrario. Cabría ver ese desamor como un complementario, siguiendo a Machado: busca a tu complementario, que marcha siempre contigo y suele ser tu contrario. Si no fuera por su acepción más bien peyorativa cabría hablar de filias y fobias, sentenciando que eso somos: un manojo mejor o peor urdido de filias y fobias.

 

2.- Cuando se analiza unas concreta obra de un autor podemos prestar mayor o menor atención al autor, e incluso en el extremo podemos llegar a prescindir de él,  como predicaba una escuela crítica que aún colea, fruto del estructuralismo y, al final, del empeño del marxismo-leninismo en automatizar la historia eliminando al sujeto, siempre sospechoso. Sin embargo al analizar no “una obra” sino “la obra” de un autor es más apropiado ocuparnos de éste para entender aquella, en su intención pero también en su significado. Y esto nos lleva inevitablemente a prestar atención a sus querencias y quereres.

 

3.- Desde luego hay un querer previo o presupuesto que es el dar cuenta de una realidad a través de una historia tratando de que las palabras, al someterlas en su empleo a un esfuerzo de intensificación, nos revelen más de lo que resulta de la mera corrección al combinarlas. Este “hacer” (poieo) se puede ejecutar bien, regular o mal, lo que dependerá tanto del respeto a la ortodoxia en esa combinación como de su potencia creadora al transgredirla –que es la que rotura nuevos surcos en el pagus, la página-, pero también de que en ese esfuerzo se alcance o no la intensidad de la que antes hablaba, cuya manifestación es un chisporroteo que se acaba convirtiendo en luz, más o menos como al hacer pasar una corriente eléctrica por la dificultosa espiral de un filamento. Es ya conocido y reconocido que esa prueba de “buena escritura” la ha pasado y la pasa el autor Juan Pedro Aparicio con excelencia. A la excelencia de la factura se añade la de las historias, repletas de imaginación, interés, sensualidad y vida, incluyendo en esta la mezcla de verosimilitud e inverosimilitud que existe en toda existencia humana. Son historias que han pasado ya con éxito, al ser publicadas, la prueba del lector, la crítica y los galardones.

 

4.- Pero La novela de Lot, siendo un kilo más o menos de la escritura excelente de las cuatro novelas ya publicadas, las reúne bajo un título, Lot, que denota una intención de engarce y, a la vez de carga de sentido de las cuatro al someterlas justamente a ese lema: Lot. Sobre qué sea Lot, si es León o no es León, si caso de serlo se trata de un León físico, sociológico e histórico o más bien de una abstracción, un  destilado, e incluso si hablamos de una entidad terrenal  o algo así como un León espiritual (al modo, diríamos, de Sión o la Jerusalén celestial del Apocalipsis, como parece insinuar su primera cita), ya habla con un saber cualificado José María Merino en su espléndido prólogo. Cualificado, digo, no solo por el muy acreditado talento crítico de Merino, sino por un conocimiento especial del autor de Lot que viene de la fraternidad de haber sido y ser compañeros de andanzas y de causas durante toda una fértil vida literaria.

 

5.- Hay en el autor JPA una querencia primordial que es la que, con la fuerza de un destino capaz de imponerse incluso a su voluntad y le viene de las honduras misteriosas de un vínculo telúrico,  lo ata a su tierra, a su solar,  que en un primer círculo es León, la antigua capital de un antiguo Reino que llegaría a ser Imperio, pero en su proyección  histórica antecedente es el ancestral territorio de los Astures o Ástures. Todo ello explica que Asturias esté en sus novelas tan presente, en algunas –como en La Forma de la Noche- más incluso que el propio León. Idealizadamente, la frustración de ese Imperio, donde brotó el cigoto del parlamentarismo en Europa, sería la de la propia España, condenada a sufrir para siempre la maldición que en su excelente ensayo Nuestro Desamor a España (Premio Internacional de Ensayo Jovellanos) JPA llama “embriogénesis defectuosa”.

 

6.- Hay pues aquí un irredentismo en estado puro, o sea, sin pasar por el tallado político, y por tanto un vórtice de creatividad literaria. Como en todo irredentismo, amor y desamor comparten a codazos un mismo espacio. Si el amor es al viejo Reino o Imperio de León el desamor tiene su objeto en la que llama Castiespaña,  una especie de nación fallida fruto de aquella embriogénesis defectuosa que se llevó por delante todas las promisorias virtudes del Viejo Reino. Pero el desamor se proyecta también hacia la eterna aliada de Castilla, Roma, el Vaticano, la Iglesia Católica, de cuya alianza la última versión conocida sería, ni más ni menos, el nacional-catolicismo. Roma andaría detrás de todas las particiones, reparticiones y recomposiciones de esa fase magmática de las naciones, siempre en beneficio de su propio poder, tan terrenal.

 

7.- Si por ahí iría el haz de fibras de las querencias primordiales, a ellas se anudan otros quereres, y hago la distinción para denotar en estos la presencia, en mayor o menor grado, de una voluntad guiada por impulsos éticos, equivalentes, aquí en el plano social, a las afinidades electivas (de igual modo que la sangre mandaría en las querencias). Se trata de su afiliación a la causa –perdida- de los perdedores de la Guerra Civil española, presente también en sus novelas sin que sufra su verdad literaria, sino al revés, pues la justa ponderación de la realidad de los hechos transustanciada en la realidad creada, produce verdad. Ese fracaso de los perdedores se une al del Viejo Reino, pero no viene de él, aunque los derrotados lo hayan sido por el nacional-catolicismo.  Nace de modo principal –en mi opinión- a modo, como he dicho, de una respuesta ética, de un impulso  de justicia (y compasión, si se quiere) con los vencidos y luego largamente victimados, aunque en términos “de clase” no sean exactamente los suyos; lo cual, pienso, refuerza o enaltece su valor moral.

 

8.- Sin ánimo, desde luego, de agotar el repertorio de querencias y quereres, hay también al fondo de ese formidable conjunto de novelas que tiene dentro Lot –como en toda la obra de JPA- un extraño e inquietante vector de fuga, de signo que podríamos llamar mistérico, místico, gnóstico y hasta teosófico, en permanente lucha con la complexión básicamente racionalista del autor.  Subyace,  cumpliendo la misión de levantar al decorado de la realidad, en algunas escenas que ponen un acento surrealista en las novelas, como los tigres fugados de un circo que atraviesan las líneas del cerco de Oviedo o el paracaidista lanzado al vacío de una plaza urbana al comienzo de otra,  pero la pasión de JPA por las cosas que no están al alcance de la vista se hace explícita en su devoción hacia Emanuel Swedemborg, que preside la cuarta novela del haz, El viajero de Leicester, aparece en una de las tres citas del conjunto (“Sin dos soles, el uno vivo y el otro muerto, no habría creación”) y ha sido elucidada “hasta cierto punto” (como propio de su naturaleza mistérica) en el prólogo de José María Merino a la edición de dicha obra (2013), a la que califica de “novela de fantasmas”. Pero, como digo, esa cuarta dimensión corretea por toda la obra de JPA, como en los “relatos cuánticos” de La mitad del diablo, de 2006, o incluso en sus, llamémoslas así, “devociones cívicas”, como la de que profesa a la antimateria religiosa de Genarín, que cada Viernes Santo pasean muchos leoneses por su ciudad, dando la réplica a los desfiles oficiales. Se trata de un olor a azufre comedido, que, sin afectar a la compostura característica de JPA, un tanto british,  la carga de inquietante atractivo.

 

9.- Un breve exordio como a pie de página a este respecto. La proscripción de la magia por la cultura y la moral del racionalismo -con la impagable ayuda de la Iglesia, siempre atenta a asegurarse el monopolio del prodigio, el “milagro”, eliminando toda competencia- alcanza de lleno a la literatura, que por la vía estrecha del género reserva a la novela y relatos fantásticos su emisión canónica (igual que hace con la llamada “literatura erótica”, un modo de conjurar el erotismo en la otra), o bien instaura de modo explícito un género híbrido, como el “realismo mágico”, libre de pecado contra la razón de Occidente al imputarlo a una contaminación indigenista. Cosa parecida ocurre con el que llamo “realismo mágico del Norte”, que hoy encarnaría Cormac McCarthy. A fin de cuentas “De lo que no se puede hablar [lo inefable] hay que callar la boca” (Tractatus, ep. 7 y último). Sin embargo el humo de lo mágico, que poco tiene que ver con el llamado “pensamiento mágico”, se acaba colando de forma inevitable por las rendijas de la literatura realista en forma un tanto críptica y a veces disimulada. Un ejemplo sería el rito insinuado en el final de La Regenta, del que alguna vez me he ocupado, sin que venga a cuento ahora ir más allá. Curioso es que la crítica literaria, tantas veces un brazo de la censura moral, suela silenciar estas salidas del tono, como si fueran simples ruidos que conviene limpiar de la audición. Pues bien, ese humo está tan presente en la atmósfera más o menos clandestina de la literatura de JPA que me atrevo a afirmar que sin aspirarlo a fondo no se hace uno cargo de ella del todo.

 

10.- Por mi parte, en todo caso, me afilio de modo especial al sol muerto pero muy vivo, que explora JPA sin acudir a otras claves, el de una segunda vida en la memoria de quienes nos recuerdan, una especie de chisporroteo vital cuando lo hacen quienes lo hacen. Se trataría de una religión en sentido propio, o sea, un vínculo con lo que haya o no haya fuera de lo que hay. Un asunto (de ahí mi afiliación) que emparenta, creo, con la pregunta que me hacía yo mismo por vía poética en un libro de hace casi un cuarto de siglo, Los gestos de la tarde (perdón por la autocita): “La tarde está repleta / de preguntas y viento, / ¿Será nada la nada / o seguirá el recuerdo?”.

 

No descubro nada, en fin, si digo que la obra de JPA (toda ella y ésta) es la de un autor distinto, hondo, concienzudo, concienciado, sabio, honesto, rebelde hacia la apariencia de las cosas, terco en sus querencias y quereres, valioso por el poderío de su letra y su mente, de prosa limpia y fondo turbio, útil incluso para poner en su lugar a tanta “literatura” de prosa turbia y fondo patéticamente limpio como nos rodea.

 

Juan Pedro Aparicio, La novela de Lot, León, Eolas Ediciones, 2022.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro de Silva

Fuera del día (Bartleby). Con este título, la poeta barcelonesa Rosa Lentini (1957) cierra la trilogía Hablando de objetos rotos, acompañado por Tuvimos y Hermosa nada. La memoria sigue sirviendo de eje a los versos de Lentini, que hacen de la memoria lumbre de futuro, reconstruidos en un gerundio casi sostenido, sin aspavientos, sin resplandor que ofusque sino con candidez de puchero, que va narrando (se) una historia que es la suya hecha analogía de alteridad. Diez años para una tríada que se nos presenta como una suerte de sortilegio lingüístico y de exorcismo de la infancia, lleno de belleza: “pero el deseo/ pugna por nacer a una segunda piel/ la incredulidad de la que brota,/ donde el demonio de los versos/ se libre de la ira y de su lluvia envenenada”.

 

- ¿Cómo se instruye a la mirada para que encuentre o descubra el prodigio que nos rodea?

- Teniendo en cuenta, ante todo, lo que Sharon Olds nos dice en uno de sus poemas: «Mirar, mirar, mirar la tierra/ (…) como si esta fuera mi forma personal/ de tener alma». Es un compromiso donde antes que nada está el saber que nuestra forma de mirar es la que nos construye. Otra poeta norteamericana, Denise Levertov, dice que se suele olvidar que el poeta acude a la poesía con el mismo propósito que lo hace el lector; por algún tipo de iluminación, de revelación que le ayude a sobrevivir, especialmente en espíritu, pero esas revelaciones no lo son la mayor parte de las veces sobre lo inaudito, sino sobre lo que está a nuestro alrededor olvidado o sin ser visto y que pugna por expresarse. Y es que el poeta está buscando iluminar lo que siente pero que no sabe que lo siente hasta conseguir expresarlo.


“El poeta camina sobre una cuerda floja, equilibrando contenido y forma”

- En su poesía, usted propone más que el fulgor de lo contingente, la acumulación vital de quien escribe (esto también se advierte en la extensión de los poemas). ¿Pesa más la memoria que el deseo?

- Depende de la memoria de cada uno, de lo vivido por cada uno; en mi caso, la memoria pesa y el poema suele alargarse, aunque no siempre. Al igual que los amerindios, pienso que lo que tenemos delante no es el futuro, sino el pasado, y que todo lo acumulado en la vida sirve para clarificarlo más que para revivirlo, y esa transfiguración desde el presente de un pasado menos revisitado que reconstruido, nos ofrece, poco a poco, un cuadro más completo de quiénes somos; la poesía de la memoria no es nunca la sola narración de los hechos, es necesaria también una elaboración poética, una máscara, que ayude a acercarla al lector. El poeta camina sobre una cuerda floja, equilibrando contenido y forma. Desde mi codirección en la revista Hora de Poesía, hasta la de Ediciones Igitur, ambas con mi marido, el escritor Ricardo Cano Gaviria, he leído mucha poesía. Y solo por esa cantidad de lecturas espero saber reconocer los límites, hasta dónde se puede llegar en la narración personal.


“El compromiso ético del poeta es sobre todo con la palabra”

- El compromiso del poeta, ¿queda más allá del lenguaje, queda fuera del día?

- El compromiso ético, moral, del poeta va más allá de lo contingente, pero también más allá de una poesía social tal como se entendía en el periodo de los años 50 a los 70 del siglo pasado. En Estados Unidos saben encontrar el punto medio entre lo personal y lo social. Es un compromiso con lo real, entendiendo por real no la realidad, sino la narración personal que hacemos de ella. Hacer poemas de experiencias íntimas contadas desde la interioridad, pero no calcando la realidad, sino interpretándola a través de la mediación de la poesía, poemas íntimos sí, pero no confesionales. El compromiso ético del poeta también llega fuera de la palabra, aunque es sobre todo con la palabra. En la trilogía que acabo de cerrar con el libro Fuera del día, y de la que previamente publiqué, también en Bartleby, Tuvimos y Hermosa nada —por cierto, con tres portadas preciosas del pintor José María Guerrero Medina—, incido principalmente en los abusos infantiles dentro de la familia, aunque no es el único tema, si bien es cierto que no la tenía proyectada previamente, y que la fui completando a medida que asumía lo que iba entendiendo.


“La traducción es el más exhaustivo aprendizaje que se pueda hacer de la obra de un poeta”

- Siguiendo la estela de poetas como Sharon Olds o Linda Pastan, la suya es una poesía que convoca lo telúrico. ¿De qué modo “un cuerpo se entrega a su destino”?

- De ambas poetas he traducido un libro, Satán dice de la primera, en colaboración con mi marido, y una antología de la segunda, en colaboración con Jonio González. La traducción es el más exhaustivo aprendizaje que se pueda hacer de la obra de un poeta, así que ambas me han influido, pero no son las únicas. Lo que intento hacer es una poesía basada en lo que llamo “imaginación visionaria orgánica”, esto es, basada en lo imaginario diurno, oponiéndose por tanto a lo puramente onírico y a la fantasía —donde el yo quedaría encerrado—, y que además tenga un recorrido casi físico en el poema. Lo que se propone es tanto un recorrido de imágenes diurnas como una organicidad de los sentimientos. Tendría que poner un ejemplo. En mi libro Tuvimos, hay un poema muy representativo, que es el que da nombre a toda la trilogía titulado “Hablando de objetos rotos”; en él, el sujeto poético implícito protagoniza la acción de encontrar la cabeza del padre entre la basura. Decirlo así queda raro, es una imagen extraña, fuera de lo acostumbrado, pero si además se cuenta que la recoge, que la transporta a hombros, que la gente en la calle la toca para que les de suerte, que le hace unos esponsales y luego la entierra en el jardín junto a las osamentas de los gatos, y que después esa cabeza descarnada, junto con los huesos de los  animales, nos miran a los vivos cuando encendemos la luz en la habitación antes de acostarnos, como un teatro de añoranzas que teme las despedidas, estoy dándole un recorrido en imágenes al sentimiento de ausencia y de separación. Le doy una organicidad y un relato. Otro de los temas que trato es el de la enfermedad, el cuerpo se “entrega a su destino” en la página, siempre dialogando con el poema.


“Podría decirse que el poema nos escucha, si le das suficiente recorrido, antes de que seamos capaces de escucharlo a él”

- La reescritura (y, por tanto, la relectura) es uno de los ejes de su trabajo. El poema, ¿nos habla o nos escucha?

- Cuando Juan Pablo Roa me propuso reunir toda mi poesía para iniciar su futura editorial Animal Sospechoso, yo estaba a punto de publicar en Bartleby el libro que daría un giro fundamental, casi fundacional, a mi poesía. Digo fundacional porque, al revisarla para el volumen de la poesía reunida, mis libros anteriores quedaron iluminados por este. De ahí también que el tomo de la poesía reunida empiece por el último libro publicado por entonces hasta remontarse al primero. De esa forma rastreaba mejor lo que, aun siendo intuido desde el inicio, no había sido capaz de nombrar completamente. Así, los poemas revisados se reescribieron casi solos, como si no estuviera reelaborando, sino traduciendo a una poeta que había trazado su obra paralelamente a la mía. Clarificada la visión del pasado, los propios poemas me indicaban lo que debía modificar o dejar más explícito. Podría decirse que el poema nos escucha, si le das suficiente recorrido, antes de que seamos capaces de escucharlo a él, como si dándole vida pudiera acabar contándonos lo que de otro modo no somos capaces de explicarnos a nosotros mismos, es el misterio de la poesía.

 

- Hay mucho de psicoanalítico, de autoconciencia, en sus versos. ¿Cómo saber que la narración que hacemos de nosotros mismos es la adecuada, la verdadera?

- Hay un movimiento en mi poesía que Edgardo Dobry califica de “espiralado”, esto es, parecería que se está en el mismo lugar, pero es pura apariencia, se retoman los temas una y otra vez, pero siempre a través de un movimiento en espiral, por lo que nunca se está realmente en el mismo sitio, ni se cuenta lo mismo, y ese movimiento es propio del psicoanálisis. Más que revisitarlo, reconstruyo el pasado, porque cuando fue vivido tenía claves propias, desconocidas para la niña. Ahora, con una información acumulada, se recompone y completa el cuadro que no se entendió entonces. Supongo que la clave está en tratar de ser lo más sincero posible, aun si esa verdad puede herirnos —y seguro que lo hace—. Y volvemos al misterio de la poesía cuanto más nos adentramos en una historia personal, cuanto más desvelamos nuestras propias claves, nuestra experiencia se vuelve más comunitaria.


“Escribir es en sí mismo una reconstrucción”

- De lo que cae en el fuego, ¿qué puede rescatarse?

- Escribir es en sí mismo una reconstrucción, es nuestra arma de religación con el mundo. Y lo poco, o lo muy poco, que queda tras el fuego ofrece una claridad; para los que hemos vivido con más instinto de supervivencia que orientación, impagable y, por supuesto, también la posibilidad de volver a empezar. Es como el paisaje después de una batalla, un paisaje desolador donde hay que partir de cero, pero como decía Rilke: «Sobreponerse es todo», si no, solo queda victimismo, prolongación del dolor.

 

- El poema ¿surge no tanto “del sueño de lo perdido” sino de “la luz que lo albergaba”?

- Lo vivido es lo que creímos tener, en cierto modo un engaño piadoso, donde sobreponíamos a la realidad nuestros sueños de lo real, que nunca fueron lo que sucedía, al menos no del todo, y solo desde el ahora desvelamos las claves, perdida ya la inocencia. Nuestro deseo se basa siempre en recuperar menos esos momentos que esa pureza de pensamiento; entendemos ahora que hubo menos en muchos casos y más en unos pocos, acaso ajustando la memoria a una realidad más acorde a nuestros afectos, donde al poema le importa tanto la coherencia del tema con la palabra y con su armonía, como crecer con nosotros.


“Resulta más fácil remover el humus de lo sensiblero que ahondar en lo realmente importante”

- ¿Por qué, de un tiempo a esta parte, tiene tanto predicamento esa poesía de los pleonasmos, de lo cursi, de lo mortalmente manido, frente a quienes buscan «la metáfora del antes de nosotros dormido»? El capitalismo, ¿finalmente ha conseguido explotar aquello que aún le permanecía vedado, la poesía?

- Resulta más fácil remover el humus de lo sensiblero que ahondar en lo realmente importante. La respuesta de quien empieza en la poesía, y de quien lee poco, es así más inmediata. Lo vemos también en otras artes, no solo en poesía. Y porque ahora se relaciona cantidad de lectores, o «seguidores», sobre todo en redes sociales, a calidad literaria, pero una cosa no tiene que ver con la otra; a veces, incluso, es diametralmente opuesta. En cambio, cavar en el yo, como proponía Paul Celan, ahondar en el yo hasta convertir lo personal en universal es otra cosa, y hay que trabajar mucho, y de muchas formas, no solo escribiendo. Tras Auschwitz, las mal interpretadas palabras de Adorno acerca del deber de los poetas de no seguir escribiendo poesía ensimismada, apuntaban en la dirección de que lo político debía volverse personal, pero también, tiempo después, lo personal acabó convirtiéndose en político, entendiendo además que lo personal debe tratar de integrarse en lo universal. Buscar la universalidad, pero sin eliminar lo personal, elidiendo el yo, pero no eludiéndolo, debería ser la aspiración del poeta. Como puedes ver el movimiento va hacia adentro, y no hacia afuera, escribiendo para agradar a los lectores. Siempre es sorprendente cómo esa inmersión auténtica en lo personal acaba convirtiéndose en un referente universal; parece un contrasentido, pero resulta que, a más profundidad en el yo y mayor comprensión, más se siente identificado en profundidad el lector. Además, es la única forma de conseguir lectores fieles, porque, y de nuevo retomo a Levertov, lector y poeta buscan el mismo tipo de iluminación vital.


“La melancolía siempre resulta una gran distorsionadora”

- “La gran apuesta de la vida es asumir la pérdida”, escribió Bishop. Algo de esto hay en tu poesía. ¿Cómo incorporar lo vivido sin que la melancolía sea tan excesiva que paralice?

- El poema de Bishop acaba hablando de esa pérdida como desastre, y dice concretamente “no es difícil dominar el arte de perder, por más que a veces/ pueda parecernos (¡escríbelo!) un desastre” (por cierto, tomo la traducción de Joan Margarit y Sam Abrams que publicamos en Ediciones Igitur ). Solo al final la poeta admite el desastre de toda pérdida y el poema entero cobra otro sentido tras ese último verso, y aunque lo dice una sola vez, resalta con cursiva el “escríbelo” previo a la palabra desastre, como diciendo “atrévete”. Ella dominaba muy bien la capacidad de distancia del poeta respecto a su poesía y a sus sentimientos. En mi caso, y como comenta Noni Benegas en su libro de ensayos Ellas resisten, en el texto que me dedica, frente a la locura de los mayores, la niña se convierte en una pequeña adulta, toma la «distancia» de una observadora. En el poema es lo mismo, es sobre todo la narración del testigo, del superviviente, y, por tanto, esta debe ser lo más objetiva posible, la melancolía siempre resulta una gran distorsionadora.


“La poesía más responsable lleva en sí una forma de consuelo, porque escribir nos va desvelando nuestra verdad” 

- Aunque (creo) son dos momentos distintos de lo mismo, ¿qué sucede entre el hallazgo y la pérdida? ¿De qué cuesta reponerse más?

- Siempre de la pérdida, y muchas veces una vida entera no es suficiente para reponernos, pero retomo de nuevo a Rilke, su idea de que la vida es un constante sobreponerse a la pérdida. En cambio, el hallazgo, incluso el doloroso, es algo que acabará formando parte de nosotros con el tiempo, una vez asimilado; la pérdida, por contra, es una resta, un vacío, algo insustituible, como todos los que han sufrido amputaciones en sus miembros y que dicen seguir sintiendo sus brazos o piernas. Sin embargo, la poesía más responsable —hablo de compromiso moral con la palabra—, lleva en sí una forma de consuelo, porque escribir nos va desvelando nuestra verdad. 


“La palabra es telúrica, sale del cuerpo y vuelve a él”

- ¿Qué se requiere para que “el animal entre en calor”?

- Alejarse del daño para protegerse. Nunca somos suficientemente conscientes de nuestra fragilidad, y como dije antes, la poesía es el arma que tiene el poeta para que “el viejo argumento de la forma” se abra camino; la palabra es telúrica, sale del cuerpo y vuelve a él.

 

“El horizonte desvía los barcos / de cualquier tierra prometida”. ¿Lo que preside (o debería hacerlo) en nuestra biografía es el deseo o su persecución?

- En mi caso, más la persecución que el deseo mismo, no cabe duda. El dramatismo viene siempre determinado entre lo que deseamos que ocurra y lo que ocurre realmente. Es la base de la poesía ese no alcanzar nunca nuestros propósitos, la base de toda escritura y de toda creación es esa frustración. Escribimos como un modo de compensar esa falta, esa fantasía que todos hemos tenido, ese todo inalcanzable, y aunque esa compensación que es el poema nunca puede salvarnos ni cambiar nada, aunque no es una victoria, siempre acaba siendo una ganancia, porque donde antes no había sino una página en blanco, ahora hay un poema o un libro.

 

- “Dejé de acudir al manso lago de aguas estancadas”. ¿Cómo romper la inercia para salir de esos modos que, —más o menos— dominamos, tan próximos a nuestras obsesiones y maneras, y buscar lo otro, lo distinto, el reto, lo no hecho

- La distancia sobre lo conocido, el punto de vista de otras lenguas, la traducción; abogo siempre por la traducción de la obra de otros poetas, estamos en un mundo global y la poesía es una muestra más de esa globalidad. Está cambiando y lo hace muy rápido, en países como Estados Unidos o Canadá más si cabe; abrirse a otras lenguas, traducir, crea una ruptura con lo conocido, con nuestra tradición, además de una conciencia de lo que aún no abarcamos. De las poetas norteamericanas he aprendido la libertad de escribir sobre cualquier cosa siempre que sepamos cómo hacerlo, siempre que no sea calco o confesionalidad. Decía Adrienne Rich, una de las poetas norteamericanas más concienciadas, que a ella le costó poco hacer buenos poemas, pero en cambio necesitó media vida para saber que escribía desde el punto de vista de una mujer de mediana edad, de raza blanca que vivía en el país más poderoso de la tierra. Esa conciencia de saber desde dónde escribimos, desde qué lugar en el mundo, qué género, qué tiempo, es uno de los conocimientos que todo poeta de la modernidad debería tener. Conocerse para abrirse y conocer a otros poetas para extenderse, para tener opciones diferentes.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

El escritor, traductor y editor Nicolas Bersihand (París, 1976) siente especial querencia por las cartas, por el mundo epistolar, sabe que hay literatura y sabiduría y belleza en las misivas postales. Tras Cartas a la madre, en el que indagaba el modo de tratar y los asuntos abordados entre madre e hijos, ahora publica Cartas eróticas (Ediciones B), en el que recoge un florilegio de declaraciones encendidas, apasionadas, vehementes, libidinosas, tiernas, místicas, dolientes.

 

“Las cartas nos desvelan otra luz sobre la verdadera vida de estos grandes personajes de la historia”

- Discúlpeme la impertinencia pero, ¿no resulta un tanto obsceno que algo tan íntimo y privado como la correspondencia se exponga públicamente?

- No es nada impertinente sino un tema tanto legal como moral. Para el derecho, la correspondencia forma parte de la obra de su autor, regida por el código de propiedad, que autoriza bajo ciertas condiciones su publicación: en Europa, con alguna excepción, 70 años después de la muerte de su autor, está permitida su reproducción. Moralmente, es verdad que existe una contradicción en el hecho de que el gran género de la intimidad por antonomasia (más que los diarios, memorias...), se vuelva público. Pero es cierto que muchos de sus autores sabían perfectamente que sus cartas iban a ser publicadas mientras las escribían. Y nunca quise hacer un libro obsceno, sino retratar el erotismo real a partir de las correspondencias ya publicadas: no exhumo cartas inéditas, sino que trabajo con libros ya publicados. Creo que nos desvelan otra luz sobre la verdadera vida de estos grandes personajes de la historia, al mismo tiempo que tienen un interés profundamente antropológico: en estas cartas radican grandes secretos, pasiones y pulsiones ocultas de estas personas, del género humano, pues. Y, por último, creo que es cuestión de época: para Erasmo, su libro más importante era su epistolario con los grandes personajes del mundo, que publicó en vida. Desde hace siglos, el valor de la correspondencia ha decaído, pero quizás los cambios digitales la pongan de nuevo en el lugar que se merece: un continente literario, histórico y cultural único, tan variado como emocionante. Estas son las convicciones que me impulsaron a lanzarme en un vasto trabajo editorial sobre las cartas.

 

- ¿Dónde acaba la ternura, la confianza, la familiaridad y comienza el terreno de lo erótico en nuestra comunicación con el otro?

- Creo que las flechas del deseo, que definen para mí la entrada en el erotismo, confesado, formulado o no, pueden aparecer en cualquier lugar y momento, contexto y circunstancia. En pocas palabras, se cambia de registro y se pasa a una relación erótica, consumada, afirmada, asumida o no.

 

“El tinte erótico experimenta una profunda transformación con el paso del tiempo y el (in)cumplimiento del deseo”

-¿Cómo se modula el tinte erótico dependiendo de si es previo, simultáneo o posterior a la consumación erótica?

- Creo que el tinte erótico (¡qué bonita expresión!) experimenta una profunda transformación con el paso del tiempo y el (in)cumplimiento del deseo. Las cartas anteriores al primer contacto son parecidas a los poemas de Santa Teresa sobre la llegada de Cristo, puro fuego de deseo. El hecho consumado libera la expresión tanto del deseo como la de los placeres sentidos. Y las cartas posteriores relatan las transformaciones del deseo inicial en recuerdo, desaparición, nada o llegada al amor, la gran pasión humana.

 

“Las épocas de ruptura histórica crean o liberan un deseo colectivo multiplicado, como enfurecido por las circunstancias”

- ¿Hay épocas más proclives que otras al erotismo? La nuestra, en la que el contacto físico cada vez se restringe (pienso en la cultura norteamericana, especialmente después del Mee too), en la que las pantallas sustituyen la presencia, en la que plataformas que convocan a posibles parejas piden una serie de datos previos para que los algoritmos hagan de Celestina… ¿no ha rebajado la práctica erótica a una suerte de condicionantes (a veces normativos) que la socavan?

- No soy historiador pero me parece que las épocas de ruptura histórica, revolucionarias o de fin de una era, crean o liberan un deseo colectivo multiplicado, como enfurecido por las circunstancias. El Renacimiento, con poetas como El Aretino, la Ilustración con los libertinos, el Romanticismo con sus artistas y las grandes revoluciones (francesa, bolchevique…) y/o los grandes saltos históricos, como la Segunda República, el 68, crean un caudal de deseo, que la intimidad recoge y canaliza. Tampoco es su única vía de expresión: las sublimaciones proliferan allí también, en las artes, las ciencias, el mundo cambia… En este sentido, me parece que vivimos en semejante circunstancias, desde la entrada en el tercer milenio. Todos los cambios contemporáneos descritos en su pregunta -tecnológicos, ideológicos, revoluciones políticas (#metoo)- dibujan una nueva configuración del deseo, nuevas normas, prácticas y artes de los encuentros y de los placeres íntimos. Pero me parece que el deseo es salvaje e indomable: su liberación del nuevo canon descrito (y que desconocía del todo) llegará, si es que le condicionan de verdad.

 

“Las cartas de las mujeres son las más sorprendentes”

- “Mi querida zozobra, no deseo otra cosa que abrasarme los labios con tu primer beso”, le escribe Reneé Vivien a Kérimé. La práctica del erotismo verbal, ¿varía en función de los sexos?

- No quiero caer en un esencialismo de género, muy al uso y criticado por el feminismo, pero tal como lo elabora el feminismo de la diferencia, que no niega ni cancela la diferencia de género, más allá de las diferencias anatómicas, al buscar, descubrir, leer y seleccionar estas cartas, me parece que las correspondencias ilustran una diferencia de sexo acerca del lenguaje del deseo, hasta la expresión del amor. Las cartas de las mujeres son de las más sorprendentes, ya sea por la ausencia de censura (la famosa Lou, de Appolinaire), su poesía sensual (ésta misma de Kérimé), su ubicación del deseo erótico en un marco más amplio (fisiológico para Lou Andreas-Salomé, el amor para muchas mujeres). Y desde luego, la tentación cósmica como la exploración de un abanico de sensaciones infinitas esbozan una práctica «femenina» del erotismo.

 

“Son infinitas las maneras de cortejarse”

- ¿Son inagotables las maneras de cortejarse, de amarse, de conquistar ese territorio en el que “hacer catleya” (Proust) y “hacer el amor como quien bebe un vaso de agua” (Kolontái)?

- Hice este libro después de dedicar mucho tiempo a mi libro anterior: las cartas a las madres. Varón, sin hijos, ni perspectiva o ya deseo de tenerlos, pensaba haber recorrido un continente infinito, inalcanzable de cierta manera, la alteridad absoluta para mí. Y en la labor sobre las cartas eróticas, me sorprendió que tratase de un tema que me concernía pero que resultó a la vez francamente inabarcable por todas sus manifestaciones, expresiones epistolares o no: literarias, artísticas, culturales. En todas las culturas, épocas y países, el erotismo proyecta su sombra imperiosa, inquietante a la par que magnífica, trascendente, ineludible. Así que respondería «sí» a su pregunta: son infinitas las maneras de cortejar, desearse, disfrutar del encuentro íntimo, quererse…

 

- “(…) te reitero mi anterior consejo de que, en todos tus amoríos, te decantes por las mujeres mayores y no por las jóvenes”, le conmina Benjamin Franklin a un amigo. ¿Se puede enseñar el arte del erotismo, o es más bien una cuestión intuitiva?

- Debo confesar mi incompetencia para responder a esta pregunta, pero al juzgar por la cantidad abrumadora de tratados íntimos, empezando por el Kamasutra (¡del que existe una versión española!), la cantidad de cartas de consejos y prevenciones, todas las novelas de iniciación (cito en mi breve ensayo final al escritor Philippe Sollers, que confiesa que empezó a leer novelas para saber más sobre este tema, las intimidades humanas), está claro que la cultura de cualquier época transmite sus enseñanzas sobre este tema. Eso no quita, creo, la autenticidad y libre expresión de cada persona que quizá habría que limitar también, al ser condicionadas por la ideología de su tiempo y la vida inconsciente de uno mismo.

 

“Vivimos la edad de oro de las correspondencias”

- ¿Se ve disminuido el voltaje erótico si en vez de carta escribimos un correo electrónico o un whatsapp?

- Para nada, más bien todo lo contrario, creo. La carta no es la propietaria ni el emblema del género epistolar: la correspondencia, como género literario, experimentó varios cambios técnicos que no acabaron con ella sino que la transformaron. Pero, desde un mensaje oral o escrito transmitido por un mensajero, como Maratón en la Grecia Antigua, hasta el whatsApp, permanece la estructura que define la correspondencia: alguien escribe algo para otra persona. El paso al mundo digital, al permitir a muchas personas analfabetas, con carencias de escritura o con problemas de acceso al correo tradicional, solo multiplicó las correspondencias. De alguna manera, vivimos la edad de oro de las correspondencias: nunca en la historia se intercambiaron tantos mensajes de una persona a otra. El feminismo contemporáneo, que libera y permite la libre expresión de las mujeres, reflejado en el éxito planetario del 50 sombras de Grey, señala que quizá estamos viviendo la gran época de la correspondencia erótica, eso sí, digital, aún sin publicar.

 

- ¿Rilke tenía razón cuando afirmaba aquello de que “la experiencia artística se encuentra tan increíblemente cerca de la del sexo, de su dolor y su éxtasis, que ambas manifestaciones no son más que diferentes formas de un mismo anhelo y deleite?”.

- Creo que es la tesis de Freud, plasmada en su concepto de libido: esta energía sexual, de la que todo proviene. Todas las actividades usan, conectan y transforman con la libido. Especialmente, la cercanía del arte, de la literatura con las esferas del deseo me parece probada por la lista infinita de obras que se acercan al deseo, las fantasías, los encuentros…

 

- “Alcanzamos la iluminación cuando tememos perder un objeto tan preciado en la vida”, escribe Ninon de Lenclos a Lopuis de Mornay. ¿La cotidianidad arruina el erotismo?

- Las cartas de muchas personas aquí recogidas dicen lo contrario: el deseo puede permanecer, eso sí, transformado. Por la cotidianidad, cambios fisiológicos como lo apunta la ciencia o la evolución de la vida de las personas implicadas

 

- “En cuanto te coja, no queda rastro del gran hombre”, le dice Emilia Pardo Bazán a Galdós. ¿Cómo medir la osadía, la sugerencia sutil? ¿Cómo saber cuándo dejar un resquicio al equívoco es necesario?

- Creo que en el uso del lenguaje más allá de la mera transmisión de información, la fotografía de una situación, estriba la verdadera literatura, a la que pertenecen las cartas. Este arte de la medida, del claroscuro, del entredicho o del no dicho es una vara de medir literaria. Al mismo tiempo, la historia de la literatura erótica es todo lo contrario: la emancipación de la alusión, la conquista del derecho a nombrar todo por su nombre, el goce de decir, confesar, especialmente por parte de las mujeres, afirmar su deseo… Me parece que el temple entre la osadía o la sugerencia están marcadas por la naturaleza de la relación y el atrevimiento, el deseo secreto de sus protagonistas. Y luego el arte mismo de la escritura, capaz de transformar una relación entre dos personas, erótica o no, cambia las perspectivas al ser en sí mismo un goce poderoso, articulado en muchos sentidos al deseo íntimo.

 

“El deseo no se para ante nada”

- “Tu amor es violento y sublime, es divino, como todo en ti”, le escribe Claretta Petacci a Mussolini. “Tu amor se ha abierto al sol como una fruta madura, como un torrente impetuoso ha destruido los muros de contención, ha invadido el mundo con su júbilo, ha inundado de alegría mi corazón (…)”. El erotismo, ¿es inmune a la monstruosidad, es capaz de disociar lo público de lo privado?

- Creo que el erotismo y su fuego interior, el deseo, desconocen cualquier límite o frontera, que quizá el amor derrumba, si hiciera falta. Para bien o para mal, prueba de su grandeza o de su ceguera, en todo caso, demostración de su fuerza, el deseo no se para ante nada. Este fragmento ilustra por otro lado el poder erótico de los grandes dictadores quienes han sido, a lo largo de la historia, las personas que más cartas de cortejo y más peticiones de matrimonio han recibido. Pero, más allá de las cartas, es una pregunta a la que quizá se debería aplicar una perspectiva de género: ¿cómo separar el amor verdadero de la atracción por el monstruo?

 

“Las cartas que más me han sorprendido han sido las de la amante de Victor Hugo”

- En este trabajo de lectura epistolar, ¿qué carta es la que más le ha sorprendido y por qué?

- Todas las cartas que publiqué, y las que no pude (por falta de espacio, problemas de derechos y demás) me han impactado, tocado, enriquecido. Para ser exacto, las que más me han sorprendido han sido las tres cartas de Juliette Drouet, la amante de Victor Hugo, que se convertirá en la gran mujer de su vida. El poeta, romántico y progresista, el político defensor de los pobres, visionario, feminista, ecologista, era, en su relación real con las mujeres, todo salvo irreprochable: maltratador de Juliette, a la que prohibía salir a la calle sin él, mujeriego a más no poder, no le interesaba mucho, por no decir más, el placer femenino. Entonces, la genial, vital y magnífica Juliette, le describió el nacimiento, las sensaciones y las vivencias del goce femenino, en la mitad del siglo XIX, sin que esto tuviera el más mínimo efecto en su amante. Tuve el inmenso placer de leerlas, asombrado y maravillado.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Saber decir

30 de enero de 2023 09:01:35 CET

El último libro de Sergio Navarro (1992), ganador del XVIII Premio Nacional de Poesía Joven Grande Aguirre 2022, viene a confirmar la aventura que inauguró el autor tras ganar el Adonáis por el 2016. Este último galardón de la Universidad Popular José Hierro, confirma persistencias y saber decir, valora la madurez primera, capacidad de reflexión y análisis, originalidad plástica y tropológica, muy personal en sus sucintos guiños, a falta aún de estilemas definidores de un yo inconfundible. No se le debe exigir, cuando muestra talento y poesía sin pacto, a la espera del asentamiento. Muchos hundimientos en verso y prosa han existido tras los iniciales y estupendos brillos, honrados en su quehacer y atenderse, como el decir memorable de Blanca Andreu. O, con menos peso, pero brillante también, sobre todo teniendo en cuenta los años y adolescencia lírica, mágica y conflictiva, de aquella Elena Medel de pitufos, jeans y bikinis. No es el caso, pues no brilló tanto la poesía de Sergio Navarro en sus comienzos o “en construcción”, por decirlo con John Ashbery, pero ya se sabe, frente a excepciones y tópicos, que la poesía es asunto de madurez, en lo fundamental. La labor del Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes y Universidad popular, esfuerzo público, reconoce y hace crecer voces como esta en la renovación de nuestra lírica. Lo promueve con alicientes cualitativos allá de los excesos del escaparate mediático, lastrado por intereses económicos tantas veces, prensa y editoriales dependientes que compran en la sombra a las independientes, y sin entrar en detalles. En los inicios de su aventura cultural, al comienzo de su andadura y de la mano de Manolo Romero, el yerno de José Hierro, di en ella, mucho antes de la llorada Guadalupe Grande, una conferencia en un gimnasio, a falta de un local adecuado. Las cosas han cambiado desde entonces, y buena prueba de ello es este premio Grande Aguirre. No siempre se encuentran libros de poesía que así pueda llamarse sin ofensa de las diversas musas, ni en el Adonáis, ni en el Loewe o el de la Generación del 27, por citar a vuelapluma algunos nombres con pedestal social, entre tantos. Tampoco brotan poetas todos los días en un país lleno de versos y versificadores entre las autoediciones o en las editoriales que ven allí una fuente legítima de ingresos. La poesía, pese a tópicos excepcionales y salvo para los tales Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Federico García Lorca y el primer Claudio Rodríguez, es cosa de madurez, por citar a la carrera. De esta que comienza Sergio Navarro y ha traído junto a Erika Martínez o Berta García Faet, antes del 2020, libros de referencia, propuestas con algo diferente que decir a la poesía española de hoy o en español, si lo prefieren.

Historia del Tacto nada promete que después traicione, como las violetas de Cernuda donde se reconoce, y además hermanan, en las soledades de una de las seis secciones. Un tránsito emocional frente a la presencia de otras más amables: “Los límites del mundo son los límites del tacto”. O, si prefieren, del amor y deseo, de lo tangible frente a la contemplación imantadora: “El mar es el alma del ojo”. Y al fondo el eterno motor de la pugna por decirse de todo buen poeta lírico: “Las palabras/ son el lugar donde no están los muertos”. El libro reivindica en su miscelánea algunos protagonismos: la memoria y la reflexión, el amor y deseo, o los existenciales peregrinajes por una Inglaterra de los que brota un diálogo existencial con el citado Luis Cernuda. O una apuesta aventurada y atractiva, aunque a mí no me convenza tanto como las otras, en la que conjuga lenguajes del medievo para alumbrar pulsiones y sentimientos. A veces el exceso de “autoficción lírica” sin fórmula, salvo la de la extrañeza por el modo de narrar (más que versificar), puede encontrar resistencias en los misoneístas, entre los que no me encuentro, pero escucho (piensen en algunos momentos de la poesía de Mariano Peyrou. Se ha de tener una fórmula radical con centro en la palabra -Roberto Juarroz, por ejemplo, entre ella y el silencio-, y no, salvo excepciones, que las hay, en la narración, la anécdota o cierta pretenciosidad, más allá de la “nube del no decir” o de no ser atractivo ese imán del asunto en su perspectiva.) Ha tenido, con todo, Sergio Navarro el valor de arriesgarse y experimentar en ella, hacer algo distinto a la pluralidad de propuestas convencionales. Y aunque, ya digo, está sección esa de reinterpretaciones o “traducciones infieles” no me parece del todo convincente en esos términos. Sin duda atrae ese valor y falta de miedo a lo diferenciado, riesgos. María Salgado o Lola Nieto los han afrontado, con otro desparpajo, desde lo experimental, la música y lo visual. También Berta García Faet ha arriesgado en Los salmos fosforitos, con mucho más que taller (pero con mucha construcción desde ahí y logolalia atractiva), como buena parte de esa escuela que encuentra hueco en el noreste de España, que se emplean con ella dese lo mismo (Unai Velasco, etc). O, en otra vertiente, el sugerente y último libro, atractivo realmente en sus aciertos, del buen hacer de otras promociones, como la llorada y capaz Guadalupe Grande en Jarrón y tempestad. Por ello admiro el riesgo, creo que fallido, de esta sección, mientras valoro con cautela esa propuesta, frente a las otras, casi todo el libro, donde reconozco un estupendo buen hacer y saber decir, o algo más que propileos líricos.

La primera de las secciones, La gracia de las palomas de invierno, acerca el drama de la construcción desde los “galopes de la memoria en el colchón”, pensativos. También es atractivo el coraje del fideísmo público en verso en un contexto donde los fideísmos han muerto, o se han hecho folclore o astucia, o lo contrario, integrismo. Lo hace desde la fe y lenguajes puestos al día, que trae con modernidad o cuanto en poesía importa, el verbo y la imagen, la fórmula y la perspectiva. Que Erika Martínez, Juan Andrés García Román o Álvaro García se hayan interesado en Historia del tacto, habla de esa modernidad y reconocimiento. Por ahí se destilan aturdidos dramas y heridas (los ojos del niño ante el divorcio), o “un corazón de rama y nada”, y la intimidad delicada. Lo hace con imágenes directas y sugerentes, propias: “Una liebre espantada/fue el alma en los ojos. / Siempre llegamos tarde”. El delicioso, ágil en las analogías e inteligente reflexión sobre la memoria y sus celadas del poema “Cuando llevan al niño a la playa”, traen a la primera plana toda esa capacidad de sugerencia y análisis del conflicto, de la misma manera que, en otras, se acerca al deseo y al amor, no sin cierta presencia de una oscura soledad de fondo muy habitual (en la sección “Niños perdidos en los bosques”, por ejemplo”. Y también en esta de la que hablamos: “Tus ojos juegan a ser una cuerda. / En los míos/ hay potrillos que se hunden en los páramos”, mientras siente, en inédita imagen, “Tu caricia por mi/un insecto avanzando una cortina/ busca lo que tan solo fuera existe”, y lo hace con un fraseo muy de algunos poetas de la promocione del 2000, a las que nos hemos acercado Juan Carlos Abril, José Andújar o yo mismo. Con aquel giro que dio la poesía frente al final del realismo y del silencio en los jóvenes nacidos en los años 70. Superficie y profundidad, tacto y esencia, presencia e ilusión, juegan sus claroscuros, a lo largo de todo el libro en su pugna por ser y estar, huir de sus soledades y empozamientos catabáticos a los que tiende,  pues “la muerte/ocurre a quien se queda solo”

Escuché muchas veces a Claudio Rodríguez decir que el poeta incapaz del poema largo, no era poeta. No lo sé, mientras pienso en la genial Emily Dickinson, como modelo opuesto y genial. Sergio Navarro ha sido capaz de lo extenso. Lo demuestra “El milagro de la caridad de Luis Cernuda”, vivencial, no sé si de muy ajustado título, sí de trasmitir impresiones, lenguaje y tropos desde la emocionalidad y “la piel mondada de la vida”, intachable verosimilitud, algo de conmiseración y espejo, alambres y fragilidad del yo en “moliendo el cuerpo de los solitarios” y/en “la cicatriz del vuelo”. El verso de Sergio Navarro vive esos límites emocionales, cuenta, sitúa ·” (…) al borde de mi ser, como el nadador en su trampolín”. Tanto como la originalidad de las imágenes de un reflexivo al que la dureza consiste en el simple sacudir las migas del mantel se le hace “(…) nuestra fiereza contra la tarde/ (…/ El mar es lo difícil”, cuenta tirando la red al fondo de su inquietud lejana a los lenguajes del silencio, y de los explícitamente realistas, impuros. Un contemplativo de fondo, donde de pronto restalla una imagen o claridad que aclara el sentido, y reflexiona. “Descubren que el abismo es profundo/porque nos inclinamos en su espejo”. Y a esa circunstancia entrega su confesión de tropos sutiles, deslizados como quien no dice, o no atiende con exceso al corazón de emociones que nunca se desbordan, pero se filtran, desmondan y descortezan (por utilizar su verbo del autor). Y desde donde se propone tanto como Erika Martínez en propia modernidad y talento en Chocar con algo, sugerencias de quien se sumerge y guarda la delicadeza: de “(…) perder los ojos/para hablar con los muertos”.

La poesía de Sergio Navarro trae esa modernidad íntima de quienes se atienden sin tiempo para mirar hacia los lados en su precariedad, ni con esa vocación. Su fideísmo le lleva corajudamente también a decir Cristo en el asunto (y no es poca cosa en nuestra poesía aceptar un nombre en desuso), y a mostrarse vigoroso en él. Está muy bien que lo haga y diga, aunque la poesía no sea cuestión de creencias, sino de palabras y, sobre todo, de saber decirlas, sean cuales sean, y fuera de maximalismos peligrosos, salvo cuando la ocasión lo requiere y puntualmente (pienso en Maiakovski. Y no acabó bien). No cae en ello, pero también deja entrever que ese yo, complejo, en todas sus variantes, y el mismo lenguaje, que mima y eleva con fuerza le construyen como poeta verosímil, pues se atiende y tiene un rico mundo propio y reflexivo, ligado a una imaginería personal. Esa apuesta tan personal, como la de tantas primeras madureces en sus libros de referencia y asentamiento, hablan de un movimiento de tropas y versos que deberán confirmar sus movimientos sobre el terreno en próximos libros más unívocos, fuera de misceláneas. Con todo, esta “Historia del tacto” me parece que es, además de por las atractivas virtudes expuestas, el preámbulo de algún libro donde su nombre se termine de asentar, pues el buen hacer de Sergio Navarro, está muy presente en nuestras letras desde hace ya años.

           

Sergio Navarro, Historia del tacto, Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes, 2022.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Neocostumbrismo carveriano

23 de enero de 2023 09:37:13 CET

Para designar la principal corriente poética contemporánea en nuestro país, el término que me suele venir a la cabeza es “neocostumbrismo” o “vivencialismo” o “neocostumbrismo vivencialista”. Y es que muchos de los volúmenes que llegan tras el filtro editorial son propuestas en clave personal, directa y sin apenas distinción entre el “yo literario” y el “cotidiano”, en lo que es una forma de universalidad de lo singular: la propia experiencia. Son muchas, si no directamente mayoría, las autorías que podrían clasificarse dentro de este movimiento estético, de esta corriente escritural que se viene extendiendo desde hace años y que —me pregunto— no se habrá convertido ya en la más popular y característica del versar contemporáneo, tal como en otros tiempos fueran los cantares, los epigramas o las odas, por ponerles un ejemplo. Y, por las hechuras del texto que nos ocupa, creo que no sería desacertado incluirlo dentro de esta poesía, ampliamente representada en nuestros anaqueles.

Olga Novo, en su brillante prólogo a Cosas asombrosas ocurrirán hoy, de Carmen Berasategui, nos invita a “ver en la escritura la exuvia de lo que hemos sido, aquello que sigue amarrado a la rama cuando ya hemos alzado el vuelo, la primera piel que no es alma pero tampoco es cuerpo”. Acierta nuestra Premio Nacional de Poesía 2020 al señalar con esta imagen brillantemente esa marca de lo personal, autobiográfico, en la voz que nos habla desde estos poemas, pues pueden verse como exégesis de la experiencia vital, emocional y vivencial de la poeta.

En ellos el hecho poético-transcendente surge como bruma desde la prosa poética desplegada por la autora, a partir de la cual se nos narra una visión del mundo claramente personal, pero extrapolable a otras latitudes y sensibilidades, formalizándose en una escritura alejada de los recursos clásicos de la poesía y, en gran medida, marcada por la escasez de imágenes poéticas; resultando ésta una opción de creación que algunos lectores pueden encontrar cuestionable, en especial si atienden a posicionamientos como el del también poeta y Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada Alfredo Saldaña en su Romper el límite, donde las califica como “mecanismos de apertura y desestabilización, síntomas de una crisis que pone en tela de juicio el sentido. Exploración de lo real a partir de una mirada insólita que detecte relaciones y correspondencias que habitualmente pasan desapercibidas”. Y es que, como recalcara Ángel Guinda, el poeta no escribe sobre la realidad, sino contra ella, y —añadiría— para agrietarla, para abrir la hendija que deje ver más allá, las imágenes poéticas son un recurso para nada desdeñable.

Así mismo, encuentro en la propuesta de Berasategui una forma personal de realismo. Poetas como Raymond Carver abrieron para nosotros la poesía a un subtipo al que se designó como “sucio”, en gran medida, por el hecho de llenar de lirismo un pasatiempo juvenil tal como disparar a las ratas en un vertedero o por llenar de emoción evidente las cuitas del pago del funeral paterno; algo —hasta entonces— insólito en un poemario. No obstante, superado el realismo, o al menos ampliado con hallazgos posteriores, y asimilada la fuerza de la palabra desnuda de otro afán que el de la exploración interior, llegamos a la cuestión sobre si basta tal desempeño. Para mí (como nos indica Saldaña que fue el caso de Juarroz) entiendo que la poesía es “una oportunidad para desafiar los límites del lenguaje y, por tanto, para explorar las posibilidades de conocimiento del mundo”: un reto extremo para cualquiera.

Berasategui nos anuncia que le habita el relámpago y, en efecto, sus poemas son la revelación de algo más allá mimetizado en el más acá cotidiano: una instantánea a la luz de ese flash, la foto de una polaroid que va dejando ver —al disiparse el velo blanco— algo que queríamos guardar para siempre, conscientes de que somos “seres a rebosar de merma y gozo”; dolor y éxtasis que se nos ofrecen generosa y sinceramente a lo largo del poemario.

La poesía de Berasategui, cercana y vivida, es capaz de transmitir con vigor esa intensa emoción que nos llega a oleadas con las mareas de la vida, de plasmar las sensaciones de extrañeza que habitan en lo común y en lo cotidiano, de divisar y señalar lo bello con determinación, anticipando con arrojo todas las cosas maravillosas que pueden ocurrirnos hoy, completando con la suma de su labor y entregándonos la muda de la piel tejida que, en efecto, podemos reconocer y vestir durante nuestra lectura.

Durante una charla reciente con un narrador convinimos en clasificar los libros leídos en dos grupos principales: los que guardas tras haber leído y los que reservas para volver a visitar en algún momento. Por eso, cada vez que releo uno de los míos, me cuestiono si he sido ambicioso al enriquecer mis textos con capas, referencias y recursos suficientes, con ideas y sentidos innovadores, que —sumados a mi forma personal de entender y filtrar la poesía a mí través— impulsen al lector no a necesitar sino a desear volver a reencontrarse con sus páginas en algún otro momento y —como postulara Guinda en su Poesía útil— si acaso “sirva al ser humano: moralmente, para vivir; culturalmente, para ensanchar y afianzar su saber; y estéticamente, para gozar. Una poesía que tenga los pies en la tierra, comprometida con el destino de las mujeres y hombres de su tiempo. Que busque elevar el lenguaje coloquial a la categoría de lenguaje poético, y consiga que la verdad particular de su mensaje alcance validez universal”. No es fácil acertar en objetivos tan elevados, aunque la sabiduría popular declara los beneficios de apuntar lejos.

Desde luego, la poesía de Berasategui cumple con algunos de los dogmas de la Poesía útil guindeana, siendo por ejemplo “una poesía habitable, testimonio radicalmente sincero de la experiencia vital e intelectual, de nuestra convivencia con la realidad del existir y con la idea de la muerte”. La autora nos ha demostrado una gran sensibilidad, empatía y elegancia en la búsqueda de lo mínimo. Tal vez injustamente —por ser, además de poeta, gestora cultural y editora— había generado unas expectativas en lo estrictamente literario distintas, pero estoy convencido de que Berasategui seguirá creciendo como autora y beneficiándose de la belleza y el equilibrio de facturas más complejas, aunque no por ello menos livianas y cercanas, como la propia Olga Novo nos ha demostrado con su elevada obra, en la que tantos encontramos inspiración y guía.

 

Carmen Berasategui, Cosas asombrosas ocurrirán hoy, Zaragoza, Olifante Ediciones de poesía, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

Lo onírico y lo real están siempre entrelazados

23 de enero de 2023 09:14:37 CET

La identidad de las noches de Julio Monteverde (Cartagena 1973), es un libro híbrido y originalísimo que recoge, por un lado, la propia experiencia onírica de su autor a través de algunos de sus sueños y, por otro, una serie de artículos sobre la ciudad onírica, la fusión de sueño y realidad y el azar.

Es sabido que la experiencia onírica es una de las fuentes de donde mana la verdadera poesía y que, en palabras de J.L. Borges, “los sueños constituyen el más antiguo y no menos complejo de los géneros literarios”. Pero los sueños recogidos en este libro no han sido concebidos en la vigilia, ni son imágenes visionarias rescatadas para componer un poema. Son sueños creados por el sueño, en verdad soñados, lo que no hace que estén exentos de poesía, pues en ellos se conforma el instante poético que engendra el mismo sueño.

Este libro nos habla del sueño que sigue a la vida, el que participa de la existencia devolviéndonos transformado lo que extrae de ella. En esa oscilación de sueño y vigilia encontramos dos mundos concatenados, estrechamente unidos, que no se excluyen ni se confunden, sino que continúan el uno en el otro, reconociéndose como complementarios. Y es que si la experiencia onírica se desborda en la realidad es porque, tanto sueño como realidad, poseen sus cimientos en la vida misma.

Haciendo alusión al sugerente título, La identidad de las noches, en los sueños reflejamos, como una imagen reverberante, nuestra identidad forjada a través del tiempo, creando un pliegue de experiencia que nos permite preguntarnos frente a nuestra propia imagen si somos nuestro hueco o somos nuestra huella, proyectando miedos, inquietudes, deseos, sobre figuras y objetos que son la razón visionaria de nuestro ser. Latas parlantes, ataúdes rojos, libros sin hojas, edificios andantes, y otros objetos de especial magnetismo son algunos de los que el lector encontrará en este libro. Esta conversión en objeto onírico nos permite la experiencia de ser uno con el objeto soñado. “En nuestros sueños de vuelo (…) no somos sino un poco de materia volante” (G. Bachelard), porque en la experiencia onírica participamos no solo como espectadores y creadores del sueño, sino también como la propia materia sensible de este: “Entonces levanto la cabeza y observo, al otro lado del techo de cristal que recubre todo el pasillo, un rostro de mujer que me observa sonriente. Creo reconocerla. –¿Eres M.? Me dice que sí y ambos comenzamos a volar. –Tú eras la belleza– le digo. A lo que ella responde: –«¡Quiero subir!». ¿Te acuerdas? Eso es, al parecer, lo que yo le decía siendo niño. –¡Sí! ¡Claro! ¡Quiero subir! Así que subimos, subimos, subimos…” (pág. 68)

La mayoría de los sueños incluidos transcurren en lugares públicos, en esos no-lugares donde nuestra identidad se diluye y nos perdemos en lo colectivo, en el anonimato de las masas y dónde, casualmente, pasamos gran parte del tiempo en la vigilia: vagones de tren, librerías, bibliotecas, cafés, etc. Pero sobre todo suceden por las calles de una ciudad erigida en el sueño.

La ciudad onírica revela siempre al soñante que vive en un caos interno de fragmentos y ruinas. Es una ciudad percibida como extraña y amenazante, con escenarios propios de un cuadro de Delvaux o de Ernst, en la que la angustia se vuelve paisaje, terror y admiración se dan la mano.

Esta urbe soñada, desconocida y anhelada, lleva a la búsqueda material de la vida onírica encerrada en la ciudad real, donde lo maravilloso está a nuestro alcance, el deslumbramiento a pie de calle y el azar sale al encuentro del paseante proporcionándole fogonazos de verdadera revelación poética.

Entendemos azar como casualidad o, bajo el caleidoscopio del surrealismo “confluencia inesperada entre lo que el individuo desea y lo que el mundo ofrece” (A. Bretón). Aunque no se trata de obsesionarse con el contenido del lugar al que ansiamos llegar, si es que existe alguna meta, sino de la estrecha franja de baldosas que media entre nuestros pasos y ese lugar en tanto cometido. Es en esa franja donde se visibiliza la esencial perplejidad del ser humano ante las peripecias del tiempo y el espacio, en un intento de juntar pedazos de lo roto y lo perdido para recomponer una figura plausible que lo ensamble: “La casa (…) me produjo al instante una sensación de inquietud profunda. (…) Una reminiscencia muy potente me atrapó, una evocación de otro lugar en el que el frío y el mármol blanco eran la única clave a la que se me permitía acceder. Era una sensación muy definida de pertenencia, de vinculación, y a la vez muy indefinida en cuanto a su verdadero sentido. Ahí estaba, y la infancia entera parecía mecerse bajo sus ondas.” (“Una casa en sombras”, pág.62)

En la serie de artículos dedicados al azar y a la irrupción de lo onírico en lo real, entre los que destacan los titulados “Los ojos abiertos en la ciudad” y “Una manifestación del deseo”, encontramos a un sujeto en un espacio inagotable, formado por un laberinto de interminables pasos, que por muy bien que llegue a conocer los barrios de la ciudad que recorre, siempre tiene la sensación de estar perdido. Y que se entrega al movimiento de las calles reduciéndose casi solo a un ojo que ve. Así, la enorme ciudad se convierte en llave maestra, permitiendo que esa mirada encuentre un punto de conmoción que da paso a lo otro, a lo subterráneo, a lo oculto a plena vista.

Es este un libro que cada lector leerá a su manera, intentando, quizá, hacer una integración simbólica con su propia experiencia. En cualquier caso, son textos para adentrarse en ellos como el transeúnte solitario en la ciudad soñada, dispuestos al asombro, a dejarnos deslumbrar descubriendo las grietas que conectan sueño y vigilia, constatando que todo es uno y que lo onírico y lo real, como parte de la misma vida, están siempre entrelazados.

 

Julio Monteverde, La identidad de las noches, Madrid, Adeshoras, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Tere Susmozas

La cultura fenicia no dejó firmes huellas físicas de su existencia, pero sí un enorme calado cultural, importantes nociones a propósito del comercio y un alfabeto integrado en su totalidad por consonantes. Hacia el origen de esa cultura zarpan los versos de Juan de Dios García (Cartagena, 1975) de su último poemario, Canto fenicio (Chamán ediciones). Dividido en tres puertos (“Los hombres púrpura”, “Nudo de rizo” y “Pueblo errante”), el cartaginés ahonda en la memoria que emerge de las pérdidas, en la transición y sus topos (descampados, drogas, rock and roll, tanteos vertiginosos, lo de que la vida iba en serio y se hace tarde) y, por último, en lo efímero del asunto de vivir.

 

- ¿Qué características tiene el canto fenicio, aparte de que «solo puede escucharse entre las conjeturas de un historiador o en la imaginación de un arqueólogo»?

- Formalmente, es una lírica cantada en prosa acuática. No tiene verticalidad ni vuelo de ave, sino que es humana y horizontal, aunque trémula, por las travesías marítimas de sus remeros, cuya única patria era el suelo conocido más movible: el Mediterráneo. Su color de voz es de un azul purpúreo. Temáticamente, sus letras coquetean a su antojo con los vaivenes del tiempo y por eso parecen endeudadas con la Antigüedad cuando, de repente, pegan un bocado a la Modernidad. Quizá su etiquetado perfecto en el cancionero sea esta paradoja: vieja vanguardia.

 

“La esencia del viajero, su motor, es lo sorpresivo”

 

- El viajero, ¿huye de algo o sale al encuentro de?

- Puede ser que huya de algo, aunque no es el caso de este autor fenicio que te habla. Pero es seguro que no sale al encuentro de nada, precisamente porque la esencia del viajero, su motor, es lo sorpresivo.

 

- ¿Qué es lo mejor y lo peor de que la vida de uno sea «una gloria subterránea»?

- Lo peor es que hasta los treinta y tantos años he pensado, con cierta frecuencia, que era una manera de ser gris, de sentir las experiencias con un voltaje reducido y, por tanto, de disfrutarlas con menor intensidad. Sin embargo, en este tramo cercano a la cincuentena considero que es una forma de estar en el mundo muy gratificante. Por un lado, participas de acontecimientos trascendentales, los gozas en plenitud, pero casi en secreto, porque no eres el protagonista, sino un magnífico secundario. Me encanta catar la gloria, estar dentro del marco de la foto de grupo, pero que solo me aplaudan en casa o, como mucho, en el vecindario.

 

“Carecemos de coraje porque el estado de bienestar, la utopía alcanzada, lo devoró a finales del siglo XX”

 

- Un poeta, ¿es un hombre de acción?

- De acción imaginaria, toda la que quieras. Vivimos para la ficción dentro de la verdad y servimos en el laberinto del conocimiento, pero carecemos de coraje porque el estado de bienestar, la utopía alcanzada, lo devoró a finales del siglo XX. No nos engañemos: apenas quedan escritores «de armas y letras», al menos en Occidente.

 

- ¿De qué manera se hereda el dolor?

- A través de lo que podríamos denominar “sangre cultural”. Cada familia, pueblo, región, país, cultura, comunidad, llamémosle como mejor te parezca, tiene una herencia, una idiosincrasia falsa o dañina. Tóxica, como se suele calificar ahora. Por ejemplo, en mi caso, al ser español, aprendí pronto a aguantar en la mayoría de los medios de comunicación y en las tertulias librescas, tabernarias o laborales todo tipo de improperios antihispánicos, producto de una propaganda política concreta, de una envidia acomplejada, de un rencor ridículo o, peor aún, de una ignorancia descarada.

 

“El teléfono móvil es una droga de diseño que se ha popularizado en los inicios del siglo XXI”

 

- Cuando uno «forma parte de la conversación del mundo», ¿cómo distinguir lo interesante de lo superfluo?

- Creo que no resulta tan difícil, aunque sí requiere una desintoxicación de una droga de diseño que se ha popularizado en los inicios del siglo XXI y me temo que vamos a convivir con ella hasta que nuestra civilización se extinga. Me refiero al teléfono móvil, donde se condensa casi todo el contenido del mundo. Prueba a pasar un mes sin utilizarlo nada más que para llamadas a familiares cercanos; es prácticamente imposible, pero si lo consigues y estás educado en un sistema vital anterior al móvil, comprobarás cuánto aprovechas el tiempo y con qué facilidad descartas información prescindible en tu cotidianidad. Es la misma conciencia que se le queda a un ex-adicto cuando pasa una temporada a salvo de su adicción y se pregunta cómo ha podido estar tan absurdamente esclavizado.

 

- ¿Conviene acercarse a «una isla que aún arde en mar abierto»?

- ¡Claro! Allí residimos algunos refugiados, pero cada vez vienen menos compañeros, porque el mar que nos rodea es como el canto de las sirenas homéricas. Estamos esperando a que en esa isla haya muchas explosiones volcánicas y crezca su extensión. Ojalá se convirtiese, como mínimo, en península.

 

Nos precede una historia en la que los artistas sí han cumplido con su talento en tiempos sombríos”

 

- Le devuelvo la pregunta de los versos de Brecht: «En los tiempos sombríos, ¿se cantará también»?

- Eso espero, porque me volvería loco si desapareciese nuestra isla ardiendo. De ahí que uno tienda al alarmismo. Nos precede una historia en la que los artistas sí han cumplido con su talento en tiempos sombríos. Solamente te pondré dos ejemplos, y no son literarios, sino cinematográficos: La canción de Carla, cuando la Contra intentaba derrocar al gobierno sandinista de Nicaragua, o las escenas de teatro callejero entre bombardeo y bombardeo balcánico en La mirada de Ulises.

 

- Las referencias musicales son notorias. ¿Qué banda sonora tendría este poemario?

- Me han recomendado que confeccione la banda sonora del libro en Spotify, pero no utilizo esa plataforma, así que invito a los lectores más entusiastas de Canto fenicio a hacerla. Desde Schubert hasta Kurt Cobain hay músicos con nombres propios que aparecen explícitamente y otros evocados de manera indirecta. Anímense.

 

“Busco una inteligencia bondadosa en los libros que leo”

 

- ¿Algún libro que le haya conmovido últimamente?

La filtración de la luz, de la mexicana Sihara Nuño. Trata el hecho químico, astronómico y matemático con una belleza y una extraña fantasía pedagógica que me ha cautivado. Se agradecen actitudes así ante tanta sensiblería e ideología previsible. No busco ni bondades monjiles ni inteligencias íntegras, sino una inteligencia bondadosa en los libros que leo. Y este la tiene.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

El poema de la ausencia

9 de enero de 2023 13:35:53 CET

Tras dos novelas editadas —Sobrevivir a Comala [Baile del sol, 2010] y La nota muerta [Pregunta, 2020]— y un riguroso ensayo —Maurice Blanchot. La exigencia política [Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014]—, Rosa Martínez publica un primer libro de poesía —El miedo del doble a la soledad [Pregunta, 2022]— que excede los límites convencionales del género para adentrarse en el territorio de la reflexión filosófica, tal y como, por otra parte, se presupone a cualquier libro de poesía que sea algo más que recuento impresionista o terapéutico sentimentalismo.

La poesía de Rosa Martínez es sólida y afilada, resultado de una reflexión previa sobre alguna de las preguntas que acompañan a la existencia humana y sobre la forma en que la escritura trata de nombrar lo que acaso sea innombrable. La muerte y la identidad, esos viejos temas que llenan anaqueles sin dejar de parecer inéditos cuando una voz singular los confronta, engranan el libro. Dos temas duros, fuertes, que Rosa Martínez aborda con radicalidad, desde la tentativa del abismo y la soledad. Y sin caer en el lugar común. Al contrario: la poesía de esta autora sorprende por su personalidad; no parece un primer libro, no parece un acercamiento ocasional, parece lo que es: un texto que pudiera ser orgánico, prolongación del cuerpo que se rompe, de un cuerpo que interpela con palabras baldías al lector, porque no hay otras, pero que sirven para cuestionar con hondura la verdad del lenguaje y el estatuto de lo que nos constituye. Una posibilidad, un tajo, el miedo, la soledad y la belleza. El ser y la ausencia del ser. La inmediatez que nos acompaña y la vocación de trascenderla con el lenguaje. El Yo y el yo otro. La Verdad y la verdad.

Podemos preguntarnos si la potencia humana —la imaginación, la razón, la intuición— puede aclarar lo oscuro del mundo y transcender lo inmediato, hacia eso que llamamos verdad, incluso si nos hallamos ante la inmediatez de la muerte. Y, a un mismo tiempo, podemos preguntarnos si existe la posibilidad de que esa verdad pueda ser escrita. Dos preguntas profundamente modernas que Rosa Martínez se hace y nos hace.

La poeta divide su libro de dos partes diferenciadas: ‘El relato de las últimas palabras’ y ‘El miedo del doble a la soledad’. Desde el punto de vista del estilo, ambas cuentan con un inicio que las enmarca y con un propósito. En el inicio de la primera parte, la autora nos sitúa ante la sombra incognoscible de la muerte. Y el propósito que señala es “Perseguir la sombra”. La poeta plantea esa persecución en unos términos tan concretos como difusos: “las últimas palabras”. ¿Puede la potencia humana aclarar la oscuridad de esas “ultimas palabras”? ¿Transcienden en verdad esas últimas palabras antes de la cesación de la vida? Podrían ser las últimas palabras de cada uno de los muertos y las muertas que ha habido. Las últimas. La imaginación tiembla ante la visión de quienes hemos querido diciendo algo último. Rosa Martínez relata una posibilidad que también es imposibilidad: las últimas palabras de la señora R., que murió ahogada en su propia sangre.

La segunda parte, que da título al libro, ‘El miedo del doble a la soledad’, se distancia del primer relato, el de la muerte de la señora R. y sus últimas palabras, para centrarse en la posibilidad de que haya escritura del yo. De que haya verdad escrita. Pero Rosa Martínez liga ambas partes al abordar desde distintas ópticas el mismo problema: la ausencia. La única verdad del ser y de la escritura es la ausencia. La ausencia de lo que no puede ser captado, de lo que no puede ser descifrado. La muerte es ausencia. La identidad, también.

Distintos fragmentos de ‘El relato de las últimas palabras’ evidencian la tensión entre el ser inmanente y su posible transcendencia: la ausencia de lo que se resiste a ser reconocido. Una tensión que se constata como experiencia de un sentido. Solo sentido. No hay lugar para tender hacia el significado de lo que ocurre. Solo sentido. Acaso posibilidad de un sentido.

“Las últimas palabras/ agrietan el sentido oculto de las cosas” [p.36]; “Las últimas palabras son excreciones de sentido” [p.38]; “Porque ¿qué es la verdad en el trauma de la muerte? Las últimas palabras no deberían reflejar la verdad. Es demasiado triste. No hay verdadera belleza ni consuelo en la verdad” [p.45]; “Por mucho que te empeñes/ no es tan claro que las palabras/ puedan salvarnos” [p.50]; “las palabras se esfuerzan en no durar (…) las últimas palabras/ están en mi cabeza,/ en la sed que nunca sacia [p.53]; “las últimas palabras son baldías” [p.60].

A esta experiencia, Maurice Blanchot —a quien Rosa Martínez tan bien conoce— la denominó “experiencia del desastre”. Una experiencia que se incardina con la imposibilidad de reproducir el ser como ausencia. Solo hay tensión. Escribirlo como tensión. Y miedo. Y ante esta experiencia, no puede haber Yo nos dice la poeta: “Ser el doble invertido de otro impronunciable Escribir desangrando con un corte limpio la yugular del libro del texto del poema Escribir porque allí donde creíamos ver dos al fin no hay nadie y entonces sientes (y es un sentir insípido y tarado) el miedo del doble a la soledad (…) Descubre que el doble y el yo son un Nadie ligero que subestima a los seres que no pueden durar (que no deben durar) Por eso no entiendes el sentido de tu permanencia” [pp.77-78].

Ausencia —un Nadie— y un sentido incomprensible asociado a Escribir. Así inicia Rosa Martínez la segunda parte de libro, ‘El miedo del doble a la soledad’. No hay posible transcendencia, no hay verdad posible. Escribir siempre son “ultimas palabras”. Un inicio que, como ven, dialoga con la primera parte. Además, recuerden, que Rosa Martínez a continuación plantea un propósito y, en este caso, escribe: “Desarmar las formas,/ luchar,/ no someterse al tiempo/ ni al sueño extraño los otros,/ perseguir el dictamen insensato de los bordes.// Ser fiel al poema./Extinguir en el camino/ el miedo del doble a la soledad.” [p.79].

En la primera parte, el propósito era “perseguir la sombra” de la muerte; ahora es luchar en el territorio del poema y en ese camino extinguir el miedo. Pero el miedo solo puede extinguirse en el reconocimiento de la ausencia y el poema es tentativa de su representación. Aunque se represente un doble, con sangre y piel, solo hay tentativa, nunca Verdad. Solo hay un espejo vacío. De ahí que Rosa Martínez apele a una identidad que no es la del Yo ni la del Tú sino la del Lo [p.84] —que tampoco es Él—: ni sujeto de la enunciación ni destinatario. Volvemos a la ausencia, a la vivencia de la ausencia. Yo soy ausencia y el doble es ausencia. Escribe la poeta: “Tu ausencia/ añádela a la mía (…) Acaricia mi nada/ para que pueda ser” [pp.86-87]; “Tútampocohasvistonada” [p.88].

Hay un poderoso fondo teórico en este intensísimo libro de poemas de Rosa Martínez. Una vocación por ese abismo que es redefinir la verdad. Los temas son la muerte y la identidad, pero es la ausencia, tan afín a Blanchot, el concepto que determina la lectura: ser para sumergirse en la ausencia de lo que se es. Blanchot lo noveló en Aminadab —a través de la búsqueda de la nada— y en El último hombre —mediante el silencio—; Rosa Martínez insiste más en la búsqueda que en el silencio y desvela que esta experiencia —la experiencia del desastre— será inútil si no es en las últimas palabras que siempre son un poema.

 

Rosa Martínez, El miedo del doble a la soledad, prólogo Alfredo Saldaña, Zaragoza, Pregunta, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por David Mayor

Limos del cielo

23 de diciembre de 2022 12:28:39 CET

No es inusual que se reproche a la moderna crítica literaria la tendencia a dedicar más esfuerzos al halago que a desnudar las debilidades de los textos a los que enfrenta su supuesto análisis imparcial. Admitiendo que el juicio imparcial es improbable, también hay que añadir que hay autores y obras sobre las que no cabe reproche, siendo este el caso que nos ocupa.

En los surcos de voz que cava Celia Carrasco Gil (Tudela, 2000) se siembra una palabra con clara intención seminal, pues es labranza en los azules limos de un elevado cielo poético, desde el que crecen radiantes los brotes rectos de su amplio saber hacer. En su proceso de creación, la autora desarrolla una escritura en la que la evidente inteligencia que atesora sirve de guía a la intuición más espontánea, en la que todo lo aprendido se pone al servicio de la exploración y en la que su ideación se afana en plasmar un paso nuevo, se consagra en la elevación de una arquitectura asombrosa y alumbrada por las más ricas vidrieras. Frente a la complacencia de una creación irreflexiva, nos encontramos ante una trabajadora incansable del verbo que —tras haber sido reconocida con el Gloria Fuertes, haber sido invitada a encuentros poéticos internacionales por la École Normale Supérieure de París o el Instituto Cervantes de Sofía y haber sido finalista del Premio Nacional de Poesía Joven—, nos presenta su primera y breve antología, obra en la que se resumen los logros alcanzados durante sus inaugurales seis años de poesía publicada, que quedan impresos por iniciativa de Ediciones del 4 de agosto, quien nos entrega un poemario de bolsillo y que constituye un pasaporte literario con el que la autora bien puede abrirse paso a través de cualquier frontera.

El libro se compone y divide en tres partes semejantes, con poemas de sus obras Entre temporal y frente (Olifante, 2020), Selvación (Torremozas, 2021, XXII Premio de Poesía Joven Gloria Fuertes) y los inéditos en los que viene trabajando estos últimos años. Hasta ahora, si se me permite el atrevimiento de tratar de enumerar los rasgos característicos de su estilo, estos incluían el trabajo artesano con la palabra, demostrando un sorprendente oficio —fino, exigente, preciso, laborioso, delicado—, el regreso a lo leído y a lo aprendido incorporando esos barros en las huellas de sus propios pasos, el desarrollo de un proceso personal de creación a partir de su sentir y su logos, el dominio de la tradición (ejemplificado, por ejemplo, en la perfección de sus sonetos), la búsqueda de un verbo que desborde su expresión desde el silencio y desde una forma de nombrar propia, el juego como vehículo de experimentación usando, por ejemplo, la sonoridad o la riqueza etimológica de las palabras, el despliegue de un notable ritmo y de una cadencia musical serena para asistir a lo que —en su conjunto— constituye un ejercicio intelectual de gran valor, en el que se hila y cierra cada poema con harmonía y rotundidad.

Los nuevos poemas que completan la obra ya conocida —y reseñada en diversos medios— suponen un paso más en la conquista de ese territorio virtual que es la voz propia y resultan ser la evidencia de la partida, del abandono de un primer campo poético que, ahora y en parte, deja en barbecho para sembrar en la tierra nueva que horada su talento expansivo. Son poemas que declaran el fin de un rito personal e iniciático, que son constatación del propio cambio y de la madurez que éste otorga y, así, muestran la desnudez de la herida y comienzan a desvelar todos los escondites de un yo poético que se arriesga y quiere exponerse libremente. En tal ejercicio de cuestionamiento encontramos “un estío/ donde solo el silencio resucita” y una “pluma doblegada por el delirio”.

La poeta no se rinde. Sigue percutiendo con su voz contra los lienzos de esa atalaya que contiene y resguarda el misterio, deshaciendo en el “ser” de la tinta con la que escribe lo que es “noser”, preparando ese ajoblanco en el que se mezcla la vida y la poesía y donde la sustancia queda adherida al continente, a la formalidad del verso y, por un momento, al vislumbrar esa luz alba en los renglones, creemos ver en la palabra todo lo que está incapacitado para contener un simple vocablo.

 

Celia Carrasco Gil, Limos del cielo (Poesía 2016-2022), Logroño, Ediciones del 4 de agosto, 2022.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Madurez reflexiva

23 de diciembre de 2022 12:13:20 CET

La espléndida labor realizada por Jon Kortázar al frente de la poesía vasca escrita en euskera, deberá asomarse también a este Sediento de mar de Pello Otxoteko (1970). Un libro escrito en origen en euskera y posteriormente traducido por el autor al castellano. Cuentan mis confidentes vasco parlantes, pues cuanto recuerdo apenas da para preguntar dónde está Ondárroa, que el ritmo grave de la traducción refleja bien el original y no hay demasiada pérdida. Añaden, sin embargo, que brilla más la redacción en euskera por los ritmos internos, y también por la contundencia sentenciosa con que se emplea en el verso libre la madurez reflexiva y agonista del irundarra.

Sediento de mar, despliega sus velas en el Pequod del capitán Ahab (nave donde se mezclan todas las razas, quizá haciendo referencia a la tribu de ese nombre, extinguida por otra parte) con “La balada de Ismael” y las cierra con el naufragio o encuentro con la ballena. O, si prefieren, con el encuentro con cada uno mismo, simbolizados con explicitud en el último poema de la segunda parte, “Desterrados de ser”. Una obertura y un colofón abren y cierran esta partitura lírica, enmarcando el asunto de la meditación sobre nuestra existencia al hilo de la llamada poesía de la edad. Sediento de mar, desde la misma explicitud del título, habla de ese abocamiento. Y así, desde esa perspectiva reflexiva sobre el sinsentido de ser o de ser para la muerte, nada nuevo hay en ello, muestra el centro del canto el poeta vasco, con sus intermezzos y pausas, vericuetos que apenas se distaren del camino, en su viaje a cuando avecina “el destierro de mi noche”. O ese encuentro con ballena propia, que ha sabido simbolizar en inicios y finales, asida a las bordas de “nuestra impotencia” en ese adentramiento simbólico o paralelo a los mundos de Melville. Asume o comprende bien Otxoteko que “Los asideros son escasos en el mundo”, aunque existan txalupas y balsas salvavidas un instante, la circunstancia o la poesía misma, fámula de esa vida a la que ruega “ofréceme al menos el don de escribir”. Poesía como comprensión o placebo contra el aguijón de la vida, bien descrita como mero aguijón hiriente sobre el animal herido, sobre nuestra animalidad de fondo, que nos impulsa a vivir mientras nos interrogamos. Ya lo contó en su momento la genialidad de Juan Ramón Jiménez.

Sediento de mar, no es un planto, sino una reflexión elegíaca, es un esfuerzo de contención meditativo, apesadumbrada en el tono y pretensión, nunca lacrimógena, sobre “nuestra trágica existencia”. A veces, sin embargo, los instantes mágicos como “la cabeza de mi hijo al otro lado del cristal”, la verdad de la inocencia y la nube del no saber, salvaguardan. O la esencia del paisaje, de la rama y la hoja, de la piedra o la mera lluvia “la verdad de este mundo”, a pesar de que siempre echa la red al fondo. Algo que repetía el último José Ángel Valente, e impone a las palabras su rescoldo: “las cenizas/ nos susurran verdades silenciosas”.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales

Las abuelas ciegas y los retazos del habla

16 de diciembre de 2022 14:27:18 CET

La madre abre los ojos y no se reconoce. Trata de descifrar ese rostro enmarcado, tan extraño, tan ausente, que, anclado en la pared, nunca deja de mirarla. Alza una ceja y el retrato imita su gesto. No comprende. Inventa un cuadro propio en el espejo sin saber que, mientras tanto, alguien la está «escriviviendo» en su papel. Es una abuela ciega, una isla-persona subterránea nacida de la erupción verbal del último poemario de Nuria Ruiz de Viñaspre (Logroño, 1969), Las abuelas ciegas, galardonado con el XXIV Premio de Poesía «Nicolás del Hierro». Es Las abuelas ciegas (Ayuntamiento de Piedrabuena, 2022) un libro en el que la res olvidadiza de la enfermedad de Alzheimer influye sobre la acertada decisión que la autora toma sobre sus verba, esto es, sobre la forma voluntariamente fragmentada en la que el texto se presenta. Y es que en este libro, al igual que en la vida, «Todo empieza donde todo acaba / en la punta de la lengua / cementerio letológico donde van a morir las palabras», esas voces perdidas, esas puntadas huidas del hilván de las reminiscencias, esos fragmentos de un pasado hecho añicos y transformado en retazos de gramática.

Nuria Ruiz de Viñaspre sabe que cuando la madeja de la memoria se enmaraña, el olvido la corta y el tejido del recuerdo, como el texto, se quebranta. Se hace entonces huella del silencio, vacío de quien llega a «perder la memoria / perder la / la» en el espacio en blanco u óstracon del tipo leucós de esta práctica balbuceante, casi desaparecida y disuelta por completo, de quien escribe el recuerdo de una lengua mordisqueada, del texto que, como apuntara Túa Blesa en Los trazos del silencio (1998), dice su logofagia. También el tema afecta a esa ausencia de puntuación que parece abandonar el discurso ordenado por una suerte de habla, además de ejercer su influjo sobre la sintaxis, en una suerte de dislocución ¾en la terminología de Chantal Maillard¾ que tensa hasta la disociación la trama del lenguaje. Surcando este mar de páginas, estas islas verbales, hay ciertas reminiscencias intertextuales que dan cuenta de un discurso ecoico, polifónico, en el que se dialoga con las resonancias implícitas de autores como Antonio Gamoneda, Jorge Manrique, María Zambrano o Juana Castro, además de otras ¾Rabindranath Tagore, Roberto Juarroz, Arturo Carrera, Luis Buñuel, Lita Cabellut, Novalis, Cirlot, Rumi, Nasrudin¾ explícitamente referenciadas.

En este libro, desde una peculiar arqueología discursiva, la autora (des)escribe esta experiencia-límite del lenguaje, una voz que, aturdida, se expone a su propia intemperie cuando el fuego del hogar de la anterior palabra ya no calienta, cuando la morada del verbo ya no le pertenece ni responde a la mente emancipada, cuando la casa conocida salta por los aires y solo se puede escribir desde la conciencia de la mordedura, del abismo, del residuo que queda tras la fuga. Cada poema es un pájaro que no recuerda cómo anidó la vez anterior en la memoria, un discurso que decanta las casas y las cosas, que perdura y perjura su dicción en continuos lapsus-paronomasias que dan cuenta de la proximidad de un precipicio logofágico con vistas a la nada. Dado que la autora asegura que «el predemente es vertical», la memoria, sin previo aviso, se despeña, se decanta, se vuelve sumidero y, si de repente toma el pasado por residuo, desagua los recuerdos. Es así como la autora logra recrear de cerca en estas páginas «el Alzheimer de una madre diseñando / idiomas propios», por medio de un particular discurso verbodegenerativo que modela y mordisquea los trazos del silencio y las trizas de la palabra.

En ocasiones, Ruiz de Viñaspre juega también con la dispositio, con prácticas texto-visuales cercanas al caligrama, con herramientas que rompen el fondo esperado del texto, dejan al margen la convención de la escritura o comparan el poema con un embudo invertido que transmuta la pérdida en ganancia. Pero hay, además, algo de excavación en este libro, algo de perforación del habla, algo de retrotracción al balbuceo previo a la dicción, algo que recuerda a la inefabilidad de toda antepalabra. En este poemario, «Los leones no caminan vestidos / quieren ir al fondo del lenguaje / a desenterrar palabras que les miren de frente». Y hacia ese fondo, hacia ese soterrado arché originario se orienta a veces cierta de(con)strucción creadora, en ocasiones casi juarrociana. Mediante distintas herramientas discursivas, la voz se tambalea en el lenguaje, duda, se confunde, pierde su referente si en esta «alteración del habla / aliteración del yo / ¿o era al revés?» se mezcla y se enmaraña. El discurso que ya no se pertenece de pronto se traba. «¿Acaso gallo y galgo son parte de su abismo?», se pregunta el yo lírico ante el habla de la abuela ciega. «Yodo está en su sitio», confunde más adelante. Y es que, tal y como refiere otro poema: “La mente ordenaba una colocación concreta / de notas y la boca desobedecía / Se desconcretaba su abecedario musical / […] Ella solo quería formalizar su idioma / sin léxico sin vocabulario con amnesia / histérica y con fuga.”

En este vaciado memorístico y verbal, la autora trabaja en ocasiones con un imaginario cercano a la nadificación zambraniana, como vemos en «Desde allí la nada y el nadie / donde nada sale y nadie entra», o próximo, también, al no-tiempo o el tiempo otro de un «ahora después aquí» propio de El espacio literario blanchotiano. Se trabaja así con una cosmovisión detenida, con cierta isotopía de una región del no, con un imaginario en el que se ha perdido toda coordenada. El discurso fragmentado se sitúa, además, en un no-lugar distinto al cotidiano, ya que «Cuando en la mente hay ventisca todo sale de su lugar» hacia un afuera, convierte el tránsito en errancia, en nomadismo de ese lenguaje en fuga que se entrega a la intemperie desértica del habla.

Así, en Las abuelas ciegas asistimos a una experiencia-límite del lenguaje, al desorden y a la confusión, a la conciencia del mordisco lingüístico de ese olvido que nos traga.

 

Nuria Ruiz de Viñaspre, Las abuelas ciegas, pról. Amalia Iglesias Serna, Piedrabuena, Ayuntamiento de Piedrabuena, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Celia Carrasco Gil

Alioscha o el estilo como fábula ilegible

16 de diciembre de 2022 14:05:04 CET

En la novela Atila, a partir del rescate de la figura del escritor Aliocha Coll (1948-1990), Javier Serena (Pamplona, 1982), sugiere varias lecturas de peculiar amplitud y actualidad. La primera giraría en torno a la tradición del artista incomprendido: Alioscha (el personaje) desarrolla su obra experimental en medio de desarreglos y fracasos, los cuales seguimos a través del testimonio de un periodista amigo. Dichos malestares derivarán en una enfermedad mental que, de modo inevitable, terminará por destruirle la vida, sin por ello comprometer nunca el rigor ni la ambición de su proyecto.

A partir de tal planteamiento, Serena construye una puesta en escena en la que se entrecruzan el relato y la biografía, la crónica y la fábula, sugiriendo que en la ficción el personaje puede imponerse a la anécdota -real o imaginaria-, a través de su poder de irradiación; la seducción que ejerce aquello que fascina porque no puede ser nunca cabalmente interpretado. Esta reconstrucción lineal de un proceso invisible y pleno de incertidumbre, pese a su apariencia realista, permite que Atila sea una novela que admita distintas clases de interpretaciones: la de la mera historia de un excéntrico, la de una época superada o la de nuestra propia relación con el abismo y el deterioro psíquico. 

Otra perspectiva menos evidente, sin embargo, mostraría que el desafortunado e inevitable desenlace que persigue al protagonista sería el resultado de una sociedad cuyos valores -tanto éticos como artísticos- se hallaban en un momento de transformación radical: un proceso histórico del que Alioscha, al igual que  los pocos que lo acompañaron, apenas era consciente. Así, la anhelada modernización social y artística que generacionalmente se auguraba tras el fin de la dictadura en España fue perfilándose hacia cierto conservadurismo discursivo y formal (como defendiera Fernando Savater con su defensa de una literatura comunicativa y amable en La infancia recuperada de 1976). Hoy reconocemos que este proceso, con la perspectiva del tiempo, derivó en la pérdida paulatina de nociones como la calidad literaria y la cultura como acervo, hasta llegar a que la literariedad haya dejado de ser relevante frente a las exigencias de rentabilidad por parte de la industria editorial e internet. En consecuencia, creemos de gran relevancia que la historia de Atila –la de un ambicioso escritor neovanguardista- se desarrolle en los años posteriores a la Transición, cuando el mundo editorial español, tras abandonar la censura política del franquismo, se definió fundamentalmente a partir del éxito comercial, lo corporativo y los gustos del mainstream

Yendo contracorriente, Alioscha, como escritor, pretendía legar una marca histórica, actualizando una tradición experimentalista totalmente activa en el contexto internacional, pero despreciada o desconocida en España por décadas de ostracismo. La brillantez de su formación y su cultura fuera de lo común permitieron que aquella ambición fuese reconocida por unos pocos, pero los fracasos sentimentales, su exilio parisino y la mala relación con el padre disparan en él una profunda y autodestructiva negatividad. Alioscha se sabe un privilegiado por origen, pero rechaza aquellas ventajas (atenuándose, podría haber sido parte de la renovación narrativa que conformaron Javier Marías y Vila-Matas), mostrando así la hidalguía de un auténtico espíritu aristocrático: gesto que reclama a su padre, para quien la cultura apenas supone una actividad ornamental. Y esta crítica es muy elocuente y sigue siendo justificada, dentro y fuera de la novela, al pensar los vínculos de la Cultura de la Transición y el espectro histórico de la vanguardia: una tradición preterida por una burguesía ensimismada, corta de miras, que sería pronto superada y desplazada por el mercado y sus productos editoriales.

De este modo, Atila construye una parábola de un momento de profunda reformulación artística y social, por lo que guarda cierta similitud con un clásico del cine de aquellos días, Arrebato (1979) de Iván Zulueta. Y ése es uno de los méritos de Serena, pues Alioscha, como escritor y antihéroe, es menos llamativo que un excéntrico cineasta amateur enganchado a la heroína. Tanto su degradación como sus rarezas son menores, casi entrañables, pues su cultura e inteligencia le impiden ser un maldito decimonónico, ni tampoco puede permitirse nada que lo distraiga de la ejecución de su obra. En la misma línea, el estilo y la prosa de Serena, ante todo contenidos y funcionales, tampoco realizan concesiones a favor de su personaje, pues Alioscha nunca irradia simpatía, siendo los comentarios sobre su escritura más cercanos al desconcierto que al entusiasmo.

Pareciera, entonces, que el sacrificio de Alioscha resulta encomiable, básicamente, por una cuestión moral: una perspectiva extrema y al mismo tiempo adecuada como antídoto a un tiempo en el que el éxito exige prescindir de cualquier entereza o pretensión de verdad. En conclusión, Javier Serena no solo ha empleado muy hábilmente los cruces entre la realidad y la ficción para rescatar y traer a la actualidad la figura de un escritor interesante y casi desconocido como Aliocha Coll, sino que ha deslizado muchas preguntas sobre lo que podríamos denominar los misterios de la vocación y los destinos literarios.

 

Javier Serena, Atila, Palma de Mallorca, Sloper, 2022

Escrito en Sólo Digital Turia por Martín Rodríguez-Gaona

Salman Rushdie, la imaginación desbordada

13 de diciembre de 2022 08:57:23 CET

Tras la desventurada peripecia de los molinos de viento, don Quijote promete a Sancho que será testigo de cosas que difícilmente creerá. A partir de entonces D. Quijote y Sancho van por el mundo en busca de aventuras que para el escudero son un dislate y para el caballero, verdaderas, pues confunde la realidad del mundo y la ficción de su febril imaginación. Entre el mundo y lo imaginado no hay diferencia y tan verdad puede ser lo uno como lo otro; también podríamos decir que lo sucedido no es nada sin su interpretación; así salva Cervantes la distancia que hay entre lo verdadero y la percepción que de ello tiene el protagonista de su novela, el cual, conforme avanza esta, es secundado por Sancho. No creo que Cervantes no distinguiera entre realidad y ficción, ni que pensara que ambas tienen un estatuto idéntico, o siquiera similar. Cervantes es deudor de las teorías literarias de su tiempo y de una cosmovisión aún estable y sin fisuras. Ni siquiera apoyaría las tesis románticas de la creación de un mundo a partir del yo del autor. Aunque haya subjetividad en su obra, no es la que vendrá con el Romanticismo, y mucho menos la posromántica, que en este caso es la de la Posmodernidad.

Don Quijote confunde lo que ocurre y en varias ocasiones cambia de nombre pero ni el yo propio ni el mundo en que vive están sometidos a presiones que desmientan lo que el uno y el otro son. Todo es causado por la imaginación, que Cervantes reviste de locura para hacerlo verosímil. Juan Goytisolo fue uno de esos relectores de la obra de Cervantes en la que vio las infinitas líneas de fuga que la novela ofrecía. En “La herencia de Cervantes” apunta que “el creador seguía la brújula de su inventiva, sin trabas ni reglas de ninguna clase. […] El dilema de Cervantes […] es el de cómo recobrar la libertad inventiva, coartada por el peso de las convenciones y cánones”, y de la ideología que todo enloda, añado yo. No fue Goytisolo el único que escribió su obra bajo la sombra cervantina. Jorge Luis Borges antes que él ya realizó una lectura que más tarde alumbró otras posmodernas. “Pierre Menard, autor del Quijote” es un extraordinario juego de espejos donde Menard y Cervantes se sitúan cara a cara y aun así el primero no logra hacerse con la obra del segundo. El tiempo reescribe todo, viene a decirnos Borges, y toda obra es única porque cada lectura (y Menard es un caso privilegiado) es distinta. Cada uno de nosotros lee una novela diferente, incluso uno mismo lee dos novelas cuando entre las lecturas median varios años. Borges, además de esa interpretación de la lectura, fue el artífice de que el Quijote se comenzara a leer de manera renovada. Si hasta entonces en el ámbito anglosajón a Cervantes se lo había leído como el autor de la primera novela realista – con la excepción de Laurence Sterne, que sí que logró ver las posibilidades que el Quijote ofrecía – a partir de Borges las lecturas ponen el énfasis en la libertad creativa y en las posibilidades de crítica social, a través de la ironía y del humor.

Entre los autores que así lo ven, y que ponen en pie una obra en la ladera posmoderna cervantina encontramos a Salman Rushdie, autor indio famoso por la fétua que el imám Jomeini lanzó contra él a raíz de la publicación de Los versos satánicos. Rushdie ya era conocido con anterioridad. Su libro Hijos de la medianoche había sido un gran éxito de lectores y de crítica. Vinieron tras él Vergüenza y Los versos satánicos, más algunas colecciones de ensayos, el libro de cuentos Oriente, Occidente, un recuento de cómo vivió los años en que tuvo que esconderse, más novelas no tan famosas hasta llegar a la última Quijote, en la que de manera poco disimulada viene a dar cuenta de la pervivencia de la novela cervantina.

Las novelas de Rushdie, en especial las tres primeras mencionadas, presentan también sucesos que al lector le cuesta creer; son maravillosas porque se salen de lo real aunque este sea su punto de partida. Es lo que Gabriel García Márquez llamó realismo mágico – término que Rushdie adopta – y que para el escritor angloíndio define la literatura poscolonial, pues expresa una conciencia propia del Tercer Mundo. La literatura poscolonial es la de los desposeídos viene a decirnos, la que cuenta lo que la historia oficial oculta, haciéndose eco de las tesis de la filosofía de la historia de Walter Benjamin. Para contar aquello que no se quiere decir es necesario salirse de la lógica que rige la realidad. Hay que abrir grietas y crear puntos de fuga mediante la imaginación. Este es un uso de la imaginación que sirve tanto para Cervantes como para Rushdie; cierto que en Rushdie hay un elemento político que no está presente (o, al menos, tan presente en Cervantes, pero no hay diferencias esenciales en cuanto a la imaginación desaforada de sus novelas).

Si Cervantes escribió la sátira de la sociedad española en el siglo XVII, Rushdie lo hace con la India y Paquistán del siglo XX. Los sucesos inverosímiles que tienen lugar en Hijos … tienen como intención poner en entredicho la aceptación mansa de la historia de la India. En “Hogares imaginarios” Rushdie reconoce que la novela trata del recuerdo que tiene de la India. La mirada – de cualquier persona, no solo la del escritor – es fragmentaria, incapaz de aprehender el conjunto en su totalidad, a pesar de que su intención fuera la de crear una realidad en cinemascope – en realidad una narración que tuviera un aliento épico –, que, sin duda, consigue gracias al nacimiento de los mil niños la noche en que la India adquiere su estatus de nación independiente, y a la capacidad para conectar los hechos históricos más relevantes con las peripecias de Saleem, el protagonista. Para ello hay que entender la novela no como un género cerrado cuyas características reposan en la gran novela decimonónica que va de Gustave Flaubert a Ivan Turguénev y Henry James, George Eliot, Charles Dickens, Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós, Honoré de Balzac o Thomas Hardy. Las que estos autores escribieron son novelas que contenían algunas de las posibilidades que dicha narración permitía, pero no la única como, también en el siglo XIX demostró Herman Melville con la escritura de Moby-Dick. Rushdie ya sea porque entiende que la novela poscolonial, que en su caso es también posmoderna, no puede ser un calco de la novela europea decimonónica, ya sea porque la lectura del Quijote le impacta – o, quizás, por ambas razones – concibe la novela como un texto experimental – aunque no tanto que para el lector sea un suplicio la lectura – en que ni el narrador ni los personajes permanecen idénticos durante toda la narración. Y donde, por supuesto, los hechos pueden ir más allá de la lógica mundana siempre y cuando, dentro del mundo cerrado que es la novela, sean verosímiles. Esto explica que apueste por la novela como género literario híbrido (sin que termine de definir con exactitud dicha característica).

Vergüenza es una crítica a Paquistán a través de la historia de Omar Khayam, hijo de tres hermanas – aunque solo una estuvo embarazada, las otras compartieron todos los síntomas y etapas –, que se cría en una casa antigua que, da a entender Rushdie, es como una cárcel. Allá vive hasta que se marcha a estudiar. A partir de ese momento, Khayam siente su vida dividida entre el placer y la guerra. No es eso lo más importante sino lo posmoderno con que construye su novela, con un narrador que guía la historia y no deja de comentar los hechos, la importancia que la narración tiene en la sociedad paquistaní, o la historia ausente con la que conviven los países que en un pasado no lejano fueron colonias, la permanente duda de quién es o las metamorfosis que experimentan algunos personajes, como, por ejemplo, Babar quien se convierte en ángel a raíz de su muerte. Vergüenza es, más allá de la crítica política, una novela sobre la narración: lo que significa contar historias, la importancia de su conservación, transmisión y fijación.

Los versos satánicos ofrece al lector una mayor complejidad – casi un retorno en ciertos aspectos a Hijos …– comenzando por la metamorfosis de los personajes en una novela donde las criaturas híbridas son frecuentes. Gibreel Farishta y Saladin Chamcha son actores que, en la primera escena de la novela, caen desde un avión mientras se convierten uno en ángel y otro en demonio. Los versos…  tiene una estructura en que la realidad y el sueño se alternan, a veces sin que el lector sepa con seguridad dónde está. Esto hace verosímil el sueño de Gibreel con Mahound, trasunto de Mahoma, y la batalla por la conversión de un lugar llamada Sumisión. Los personajes son dioses corporeizados pero también podrían ser parte de alguna de las películas de Gibreel, pues este es otro nivel de realidad irreal que plantea la novela: dónde está la realidad, si en el mundo, en los sueños o en las fantasías humanas.

Si las aventuras de Gibreel tienen que ver con el recuento ficcional del modo en que el Islam se extendió por la Península Arábiga en sus primeros años, lo que incluye guerras entre clanes, la vida de Saladin es más terrenal, no solo porque busca arreglar su matrimonio; en uno de los episodios acaba transformado en cabra e ingresa en un hospital donde tratan a personas que sufren similar afección.

Desde la ironía posmoderna, que incluye grandes dosis de humor, Rushdie critica el modo en que las personas utilizan la religión para fines espurios. La crítica, en gran medida lograda gracias al humor, es irreverente, aunque nunca arremete contra el dogma sino contra aspectos históricos, viéndolos desde un ángulo nuevo, osado, y satírico pero no hiriente. No es el ataque más grave que haya recibido una religión. Podemos pensar en la quema de iglesias y de sinagogas, en las leyes que, a lo largo de la historia, han coartado la libertad de los creyentes o en la persecución y matanza de estos. Habría que recordar con Bertrand Russell que en una democracia es necesario que la gente aprenda a soportar que ofendan sus sentimientos. Es lo propio de las sociedades donde no hay ni una religión ni un dogma oficial, donde las personas viven sus creencias en la intimidad de sus vidas, por más que esto fastidie a la clerecía. La ausencia de una moral (o religión) oficial es condición indispensable de toda convivencia en las sociedades complejas – que son casi todas las que hoy en día existen. A la moral la sustituye la ley, y a la violencia física el debate de ideas, al que nunca debemos calificar como violencia lingüística, ni filosófica ni argumentativa ni política.

El humor, presente en las novelas de Rushdie, como también lo estaba en el Quijote, en El Lazarillo de Tormes, así como en Ulises o en tantas otras novelas modernas, es un elemento necesario en toda sociedad abierta. En las de tiempos pasados era el modo en que los escritores lograban sortear la censura, y con ella el castigo legal por su atrevimiento. En nuestro tiempo el humor no es ya necesario para eludir las penalizaciones pero sigue siendo un instrumento extraordinario para desmontar las falacias dogmáticas de todos los curillas que merodean y se entrometen en nuestras vidas.

En una sociedad tecnológica – mucho más que científica – el sentido y el uso de la literatura se han perdido. Las novelas han de tener alguna utilidad en esta sociedad. Dicho pragmatismo miope olvida que las novelas, entre otras cosas, pueden ser el espejo en que nos reflejamos, allá donde vemos, a nuestro pesar, las deformidades que nos conforman. Las mejores, y por ello calificamos a sus autores de grandes novelistas, son aquellas que no intentan imponer una tesis ni crean dos bandos sino que muestran con honestidad, aunada con el humor, lo que en esta vida somos, con lo bueno y lo malo de cada uno.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan

La llegada del general Franco el 19 de julio de 1936, a Tetuán, la capital del Protectorado Español en Marruecos, desata la brutal persecución de los masones españoles que residen en Tetuán. El puerto de Tánger es el único refugio seguro, dado su estatuto internacional. Pero la huida ha sido prácticamente imposible. Los masones que no han sido pasados por las armas en las primeras horas del alzamiento, son encerrados en el campo de concentración del Mogote, instalado a las afueras de Tetuán. Y posteriormente son fusilados. La protagonista de la novela de María Dueñas El tiempo entre costuras, informada de estos sucesos por la dueña de la pensión en la que se hospeda, narra la angustiosa atmósfera en la que viven los españoles –sean masones o no- viendo impotentes cómo se desarrolla la guerra civil al otro lado del Estrecho.     

El tiempo entre costuras es el título de una novela de María Dueñas, una historia de amor y espionaje en el mundo colonial de África y en el Madrid de la postguerra.[1] Su protagonista es una joven modista, Sira Quiroga que abandona la capital española en los meses previos al alzamiento, arrastrada por el amor hacia un hombre a quien apenas conoce. Juntos se instalan en Tánger, una ciudad internacional y mundana, donde todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso, la traición y el abandono. Sola y acuciada por deudas ajenas, Sira se traslada a Tetuán, la capital del Protectorado español en Marruecos. Ayudada por amistades de reputación dudosa, forja una nueva identidad y logra poner en marcha un selecto taller de costura en el que sus clientas forman parte de lo mejor de la sociedad. El destino de la protagonista queda ligado a un puñado de personajes históricos entre los que destacan Juan Luis Beigbeder, ministro de Asuntos Exteriores, su amante, la británica Rosalinda Fox, Ramón Serrano Suñer y el agregado naval Alan Hillgarth, jefe del espionaje británico en el Protectorado.

En su etapa de Tetuán aparece el relato de sus vivencias en la pensión de «La Luneta» donde se aloja. En la pensión aparecen las primeras referencias al tema de la masonería. Los huéspedes son españoles, y representan la terrible dicotomía de las dos Españas enfrentadas en la guerra civil. En el comedor, durante las comidas se repiten día tras día duros enfrentamientos dialécticos que sostienen ambos bandos. Sira, la protagonista nos relata una violenta discusión entre los huéspedes a la hora de la comida, recién llegada a la pensión. Los insultos de los partidarios del bando “nacional” poseen la carga argumental del mensaje antirrepublicano, y antimasónico, que justifican el “alzamiento”. Los improperios desde la parte republicana reflejan los tópicos en los que se carga, sobre todo contra la Iglesia por su papel ultraconservador, y se ataca el carácter fascista de los militares franquistas.

La brutal represión de los masones

Sobre la rapidez y la amplitud del castigo de los masones en la guerra civil, bastan algunos datos conservados en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca correspondientes a 1936. Por ejemplo, de la logia Hijos de la Viuda de Ceuta, fueron fusilados 17 hermanos el 17 de julio. La brutal represión de los masones se extiende en otras ciudades españolas en África, como Melilla y Tetuán, donde fueron fusilados todos los masones.[2]

Como escribe el profesor Ferrer Benimeli “con la sublevación militar del 18 de julio de 1936 la historia de la Masonería española entra en una época de persecución y sistemática destrucción”, Ferrer Benimeli se hace eco de una nota publicada en ABC de Madrid, el 23 de septiembre de 1936 en la que se da cuenta de la represión llevada a cabo en Granada, y en la que se dice: “Tenemos la seguridad de que, en Melilla, en Ceuta y en Tetuán, han asesinado los facciosos a todos los masones, sabemos que antes de asesinarlos los han sometido a tormentos y vejaciones, sabemos que muchos han sido enterrados vivos. Y todos ellos asesinados y atormentados sin formación de causa ni el menor disfraz de proceso ni sentencia de tribunal competente alguno. Sabemos que antes que ningún marxista (que parece enfocar el odio y la persecución de los fascistas) asesinan a todo masón”.[3]

Sobre la represión sufrida por los masones en Tetuán se habla en la primera parte de la novela El tiempo entre costuras de la escritora María Dueñas.[4] Su protagonista es una joven modista, Sira Quiroga que abandona Madrid, en los meses previos al alzamiento, para instalarse primero en la ciudad de Tánger[5], y posteriormente en Tetuán, capital del Protectorado español en Marruecos. Cerrado el tráfico naval del Estrecho hacía la Península, los que no han podido salir huyendo –lo que conseguirán muy pocos- vivirán en una atmosfera de terror y de miedo, porque cualquier denuncia tiene graves consecuencias. [6]

Durante su etapa de Tetuán, Sira relata sus vivencias en la pensión de «La Luneta» donde se aloja. Y allí aparecen las primeras referencias al tema de la masonería. Los huéspedes son españoles, y representan la brutal dicotomía de las dos Españas enfrentadas en la guerra civil. Durante las comidas se repiten día tras día duros enfrentamientos dialécticos que sostienen ambos bandos. Un día, recién llegada a la pensión Sira es testigo de una violenta discusión entre los huéspedes. Los insultos de los partidarios del bando “nacional” poseen la carga argumental del mensaje antirrepublicano, y antimasónico, que justifican el “alzamiento”. Los insultos desde la parte republicana reflejan los tópicos de la propaganda en los que se carga sobre todo contra la Iglesia por su mentalidad  ultraconservadora, y se ataca el carácter fascista de los militares franquistas.[7]

Las alusiones a la Masonería son representativas del discurso antimasónico repetido durante la dictadura, hasta el fallecimiento del Caudillo. [8]  La habilidad de la escritora en la descripción de los ambientes y la elaboración de los diálogos entrecortados por los insultos y los gritos, da verosimilitud a la vida cotidiana de los residentes en la pensión de «La Luneta», y por extensión de los habitantes españoles del Protectorado. Cerrada la comunicación marítima con la Península, sin poder cruzar el Estrecho, los huéspedes viven en una dura confrontación permanente desde que estalló el alzamiento. Y según le cuenta Candelaria (La Matutera) la dueña de la pensión, los masones han sufrido una persecución implacable, desde el 17 de julio de 1936, e incluso antes.[9]

Hay varios momentos muy emocionantes en la novela. Como, por ejemplo, cuando el 1 de abril de 1939 llega a la pensión la noticia del fin de la guerra, a través de la radio. Y con el último parte de guerra, uno de los huéspedes (masón) se despide de todos los residentes anunciando que se ve obligado a marchar al exilio. Candelaria le dice que en su pensión siempre será bienvenido. La Matutera, con su gran humanidad y comprensión jugará un papel moderador entre los partidarios de los dos bandos. Y, sobre todo, ejercerá un permanente papel protector de Sira, la protagonista de la novela a la que ayuda generosamente. Estas dos mujeres no se posicionan en ninguno de los dos bandos combatientes porque para ellas, lo necesario y lo imprescindible se limita a tratar de sobrevivir.

El relato novelístico va avanzando cuando se produce una extraña aventura de venta de armas, con objeto de conseguir el dinero para que Sira pueda instalar su propio taller de costura en Tetuán. La joven tendrá que disfrazarse de mora e ir por la noche hasta la estación de tren de Tetuán, donde se ha convenido la entrega de unas pistolas -que ocultará entre sus ropas-, a un desconocido personaje, el hombre de Larache. Se trata de un masón que le ayudará a salir huyendo, arriesgando la vida, y del que nunca conocerá su nombre. En este episodio, la masonería no es un mero argumento literario que refleja la difícil convivencia entre los partidarios de las dos Españas. Los masones son personas y - sobre todo “el hombre de Larache” – actúan con gran humanidad frente a la fragilidad de la protagonista. 


En la pensión de “La Luneta”

El lugar en el que residirá Sira una buena temporada hasta que pueda montar su propio taller de costura, es una modesta pensión en la que Candelaria la acoge con familiaridad y comprensión. La primera referencia a la Masonería aparece en el capítulo 7, cuando Sira acaba de llegar a la pensión de “La Luneta”, en la ciudad de Tetuán. Sira habla de la experiencia de su primer día. Concretamente narra el momento de la comida, en el que todos los huéspedes se reúnen en el comedor. En esta escena, que sirve de presentación de algunos de los personajes principales de la novela de María Dueñas, la protagonista relata cómo los huéspedes discuten vivamente sobre la guerra civil.

Ya lo hemos dicho, unos son partidarios del bando republicano y otros del de los generales golpistas. Lejos de la península se produce una guerra dialéctica, en el que se intercambian insultos e improperios cuando llega la hora de comer y pasan al comedor de la pensión, hasta que “Candelaria” impone con autoridad el final de las “hostilidades”, aunque la siguiente confrontación se repite a la hora de la cena. Y de nuevo se repetirá la misma escena de la discusión los días siguientes, prácticamente con las mismas palabras[10] y con los mismos argumentos enfrentados. Y así volverá a repetirse hasta el final de la guerra, cada vez que pasan al comedor.


Improperios, insultos y atrocidades

Sira narra su llegada a la pensión y el tenso ambiente en que viven los huéspedes:

Candelaria regresó apenas una hora más tarde.[11]

Poco antes y poco después fue llegando el menguado catálogo de huéspedes a los que la casa proporcionaba refugio y manutención. Componían la parroquia un representante de productos de peluquería, un funcionario de Correos y Telégrafos, un maestro jubilado, un par de hermanas entradas en años y secas como mojamas, y una viuda oronda con un hijo al que llamaba Paquito a pesar del vozarrón y el poblado bozo que el muchacho ya gastaba. Todos me saludaron con cortesía cuando la patrona me presentó, todos se acomodaron después en silencio alrededor de la mesa en los sitios asignados para cada cual:

Candelaria presidiendo, el resto distribuido en los flancos laterales. Las mujeres y Paquito a un lado, los hombres enfrente. «Tú en la otra punta», ordenó. Empezó a servir el estofado hablando sin tregua sobre cuánto había subido la carne y lo buenos que estaban saliendo aquel año los melones. No dirigía sus comentarios a nadie en concreto y, aun así, parecía tener un inmenso afán en no cejar en su parloteo por triviales que fueran los asuntos y escasa la atención de los comensales.

Sin una palabra de por medio, todos se dispusieron a comenzar el almuerzo trasladando rítmicamente los cubiertos de los platos a las bocas. No se oía más sonido que la voz de la patrona, el ruido de las cucharas al chocar contra la loza y el de las gargantas al engullir el guiso. Sin embargo, un descuido de Candelaria me hizo comprender la razón de su incesante charla: el primer resquicio dejado en su perorata al requerir la presencia de Jamila en el comedor fue aprovechado por una de las hermanas para meter su cuña, y entonces entendí el porqué de su voluntad por llevar ella misma el mando de la conversación con firme mano de timonel.

—Dicen que ya ha caído Badajoz. —Las palabras de la más joven de las maduras hermanas tampoco parecían dirigirse a nadie en concreto; a la jarra del agua tal vez, puede que, al salero, a las vinagreras o al cuadro de la Santa Cena que levemente torcido presidía la pared. Su tono pretendía también ser indiferente, como si comentara la temperatura del día o el sabor de los guisantes.

 De inmediato supe, no obstante, que aquella intervención tenía la misma inocencia que una navaja recién afilada.

 —Qué lástima; tantos buenos muchachos como se habrán sacrificado defendiendo al legítimo gobierno de la República; tantas vidas jóvenes y vigorosas desperdiciadas, con la de alegrías que habrían podido darle a una mujer tan apetitosa como usted, Sagrario.

La réplica cargada de acidez corrió a cuenta del viajante y encontró eco en forma de carcajada en el resto de la población masculina. Tan pronto notó doña Herminia que a su Paquito también le había hecho gracia la intervención del vendedor de crecepelo, asestó al muchacho un pescozón que le dejó el cogote enrojecido. En supuesta ayuda del chico intervino entonces el viejo maestro con voz juiciosa. Sin levantar la cabeza de su plato, sentenció.

 —No te rías, Paquito, que dicen que reírse seca las entendederas.

 Apenas pudo terminar la frase antes de que mediara la madre de la criatura.

 —Por eso ha tenido que levantarse el ejército, para acabar con tantas risas, tanta alegría y tanto libertinaje que estaban llevando a España a la ruina...

 Y entonces pareció haberse declarado abierta la veda. Los tres hombres en un flanco y las tres mujeres en el otro alzaron sus seis voces de manera casi simultánea en un gallinero en el que nadie escuchaba a nadie y todos se desgañitaban soltando por sus bocas improperios y atrocidades.

 Rojo vicioso, vieja meapilas, hijo de Lucifer, tía vinagre, ateo, degenerado y otras decenas de epítetos destinados a vilipendiar al comensal de enfrente saltaron por los aires en un fuego cruzado de gritos coléricos.

 Los únicos callados éramos Paquito y yo misma: yo, porque era nueva y no tenía conocimiento ni opinión sobre el devenir de la contienda y Paquito, probablemente por miedo a los mandobles de su furibunda madre, que en ese mismo momento acusaba al maestro de masón asqueroso y adorador de Satanás, con la boca llena de patatas a medio masticar y un hilo aceitoso cayéndole por la barbilla. En el otro extremo de la mesa, Candelaria, entretanto, iba transmutando segundo a segundo su ser: la ira amplificaba su volumen de jaca y su semblante, poco antes amable, empezó a enrojecer hasta que, incapaz de contenerse más, propinó un puñetazo sobre la mesa con tal potencia que el vino saltó de los vasos, los platos chocaron entre sí y por el mantel se derramó a borbotones la salsa del estofado.

 Como un trueno, su voz se alzó por encima de la otra media docena.

 —¡Como vuelva a hablarse de la puta guerra en esta santa casa, los pongo a todos en lo ancho de la calle y les tiro las maletas por el balcón!

 De mala gana y lanzándose miradas asesinas, replegaron todos velas y se dispusieron a terminar el primer plato conteniendo a duras penas sus furores. Los jureles del segundo transcurrieron casi en silencio; la sandía del postre amagó peligro por aquello de lo encarnado de su color, pero la tensión no llegó a estallar. El almuerzo terminó sin mayores incidentes; para encontrarlos de nuevo, hubo sólo que esperar a la cena. Volvieron entonces como aperitivo las ironías y las bromas de doble sentido; después los dardos cargados de veneno y el intercambio de blasfemias y persignaciones y, finalmente, los insultos sin parapeto y el lanzamiento de curruscos de pan con el ojo del contrario como objetivo.

 Y como colofón, de nuevo los gritos de Candelaria advirtiendo del inminente desahucio de todos los huéspedes si persistían en su afán de replicar los dos bandos sobre el mantel. Descubrí entonces que aquél era el natural discurrir de las tres comidas de la pensión un día sí y otro también. Nunca, sin embargo, llegó la patrona a desprenderse de uno solo de aquellos hospedados a pesar de que todos ellos mantuvieron siempre alerta el nervio bélico y afiladas la lengua y la puntería para cargar sin piedad contra el flanco contrario.

 No estaban las cosas en la vida de “la matutera” en aquellos momentos de menguadas transacciones como para deshacerse voluntariamente de lo que cada uno de aquellos pobres diablos sin casa ni amarre pagaba por manutención, pernocta y derecho a baño semanal. Así que, a pesar de las amenazas, rara fue la jornada en la que de un lado al otro de la mesa no volaron oprobios, huesos de aceituna, proclamas políticas, pieles de plátano y, en los momentos más calientes, algún que otro salivazo y más de un tenedor. La vida misma a escala de batalla doméstica.

 

Un contubernio de seres descolocados, iracundos y asustados…

La siguiente referencia masónica funciona “por alusiones”. Sira utiliza el epíteto de “contubernio” para describir el ambiente de la pensión en la que está alojada. [12] Según Sira, en la pensión “se repiten los conatos de bronca casi a diario, en un “contubernio de seres descolocados, iracundos y asustados…” Dice que los huéspedes siguen con gran apasionamiento el desarrollo de la guerra sosteniendo los argumentos y la propaganda de su bando. Los unos hablan de las victorias de los militares rebeldes, y los otros de los avances del ejército republicano:

Y así fueron pasando mis primeros tiempos en la pensión de La Luneta, entre aquella gente de la que nunca supe mucho más que sus nombres de pila y — muy por encima— las razones por las que allí se alojaban. El maestro y el funcionario, solteros y añosos, eran residentes longevos; las hermanas viajaron desde Soria a mediados de julio para enterrar a un pariente y se vieron con el Estrecho cerrado al tráfico marítimo antes de poder regresar a su tierra; algo similar ocurrió al comercial de productos de peluquería, retenido involuntariamente en el Protectorado por el alzamiento.

Más oscuras eran las razones de la madre y el hijo, aunque todos suponían que andaban a la búsqueda de un marido y padre un tanto huidizo que una buena mañana salió a comprar tabaco a la toledana plaza de Zocodover y decidió no volver más a su domicilio. Con conatos de bronca casi a diario, con la guerra real avanzando sin piedad a través del verano y aquel contubernio de seres descolocados, iracundos y asustados siguiendo al milímetro su desarrollo, así fui yo acomodándome a esa casa y su submundo, y así fue también estrechándose mi relación con la dueña de aquel negocio en el que, por la naturaleza de la clientela, poco rendimiento presuponía yo que alcanzaría ella a recoger.

 

El extraño episodio de venta de las pistolas y los masones

“Candelaria” ayuda a Sira a encontrar trabajo en Tetuán, pero las cosas están muy difíciles y no consigue nada, hasta que un día se entera de que nuestra protagonista sabe coser, y lo hace muy bien. Aquí empieza una nueva etapa en la vida de Sira, en la que también jugarán un papel los masones. Para montar su propio taller Sira va a necesitar dinero, y no una pequeña cantidad, porque “Candelaria” le dice que hay que buscar un piso de lujo, en una zona más céntrica y más distinguida que la del barrio de La Luneta donde ella tiene la pensión. Para hacerse con una clientela de categoría tendrá que instalar un taller de alta costura. Candelaria le va a ayudar a conseguir lo que necesita mediante la venta de unas pistolas que se dejó un residente de la pensión al inicio de la guerra. Aunque reconoce que la venta de armas es un “negocio” muy arriesgado, le dice que no tienen más remedio. Ese “negocio” puede significar la posibilidad de obtener la cantidad de dinero que necesita Sira para montar su taller. [13]  

 —Y ¿cómo voy yo a montar una casa de alta costura, Candelaria? —pregunté acobardada.

 La primera respuesta fue una carcajada. La segunda, tres palabras pronunciadas con tal desparpajo que no dejó lugar a la más diminuta de las dudas.

 —Conmigo, chiquilla, conmigo.

Aguanté la cena con una tropa de nervios bailándome entre los intestinos. Antes de ésta, la patrona no pudo aclararme nada más porque, apenas formuló su anuncio, llegaron al comedor las hermanas comentando exultantes la liberación del Alcázar de Toledo. Al poco se sumaron el resto de los huéspedes, rebosando satisfacción un bando y rumiando su disgusto el otro. Jamila empezó entonces a poner la mesa y Candelaria no tuvo más remedio que dirigirse a la cocina para ir organizando la cena: coliflor rehogada y tortillas de un huevo; todo económico, todo blandito no fuera a darles a los hospedados por reduplicar la gesta del día en el frente lanzándose con furia a la cabeza los huesos de las chuletas.

Acabó la cena bien salpimentada con sus correspondientes tiranteces, y unos y otros se retiraron del comedor con prisa. Las mujeres y el cachalote de Paquito se dirigieron al cuarto de las hermanas para escuchar la arenga nocturna de Queipo de Llano desde Radio Sevilla. Los hombres marcharon a la Unión Mercantil para tomar el último café del día y charlar con unos y otros sobre el avance de la guerra. Jamila recogía la mesa y yo me disponía a ayudarla a fregar los platos en la pila cuando Candelaria, con un gesto imperioso de su cara morena, me indicó el pasillo.

 —Tenemos que hablar, niña. Tú y yo tenemos que hablar muy en serio —dijo en voz baja sentándose a mi lado—. Vamos a ver: ¿tú estás dispuesta a montar un taller? ¿Tú estás dispuesta a ser la mejor modista de Tetuán, a coser la ropa que aquí nunca nadie ha cosido?

—Dispuesta claro que estoy, Candelaria, pero...

 —No hay peros que valgan. Ahora escúchame bien y no me interrumpas.

Verás tú: después del encuentro con la alemana en la peluquería de mi comadre, me he estado informando por ahí y resulta que en los últimos tiempos contamos en Tetuán con gente que antes no vivía aquí. Igual que te ha pasado a ti, o a las raspas de las hermanas, a Paquito y la gorda de su madre, y a Matías el de los crecepelos: que con lo del alzamiento os habéis quedado todos aquí, atrapados como ratas, sin poder cruzar el Estrecho para volver a vuestras casas (...)

 —La sigo, Candelaria, claro que la sigo, pero...

 —¡Sssssssshhhh! ¡Que he dicho que no quiero peros hasta que yo termine de hablar! Vamos a ver: lo que tú ahora necesitas, ahora mismito, ya, de hoy a mañana, es un local de campanillas donde ofrecer a la clientela lo mejor de lo mejor. Por mis muertos te juro que no he visto a nadie coser como tú en toda mi vida, así que hay que ponerse manos a la obra inmediatamente. Y sí, ya sé que no tienes ni un real, pero para eso está la Candelaria.

 —Pero si usted no tiene una perra tampoco; si está todo el día quejándose de que no le llega ni para darnos de comer.

 —Ando canina, talmente: las cosas han estado muy dificilísimas en los últimos tiempos para conseguir mercancía. En los puestos fronterizos han colocado destacamentos con soldados armados hasta las cejas, y no hay manera humana de traspasarlos para llegar a Tánger en busca de género si no es con cincuenta mil salvoconductos que a mi menda nadie le va a dar. Y alcanzar Gibraltar está aún más complicado, con el tráfico del Estrecho cerrado y los aviones de guerra en vuelo raso dispuestos a bombardear todo lo que por allí se mueva.

 Pero tengo algo con lo que podemos conseguir los cuartos que necesitamos para montar el negocio; algo que, por primera vez en toda mi puñetera vida, ha venido a mí sin que yo lo buscara y para lo que no he necesitado salir de mi casa siquiera. Ven para acá que te lo enseñe. Se dirigió entonces a la esquina de la habitación donde se acumulaba el montón de trastos inútiles.

 —Date antes un garbeo por el pasillo y comprueba que las hermanas siguen con la radio puesta —ordenó en un susurro.

Cuando volví con la confirmación de que así era, ya había retirado de su sitio las jaulas, el canasto, los orinales y las palanganas. Delante de ella sólo quedaba el baúl.

—Cierra bien la puerta, echa el pestillo, enciende la luz y acércate — requirió imperiosa sin levantar la voz más de lo justo.

La bombilla pelada del techo llenó de pronto la estancia de luminosidad mortecina. Llegué a su lado cuando acababa de levantar la tapa. En el fondo del baúl sólo había un trozo de manta arrugado y mugriento. Lo alzó con cuidado, casi con esmero.

 —Asómate bien.

Lo que vi me dejó sin habla; casi sin pulso, casi sin vida. Un montón de pistolas oscuras, diez, doce, tal vez quince, quizá veinte, ocupaban la base de madera en desorden, cada cañón apuntando a un lado, como un pelotón dormido de asesinos.

 —¿Las has visto? —bisbisó—. Pues cierro. Dame los trastos, que los ponga encima, y vuelve a apagar la luz.

La voz de Candelaria, aún queda, era la de siempre; la mía nunca lo supe porque el impacto de lo que acababa de contemplar me impidió formular palabra alguna en un buen rato. Volvimos a la cama y ella al cuchicheo.

 —Habrá quien aún piense que lo del alzamiento se hizo por sorpresa, pero eso es mentira cochina. Quien más y quien menos sabía que algo fuerte se estaba cociendo. La cosa llevaba ya un tiempo preparándose, y no sólo en los cuarteles y en el Llano Amarillo. Cuentan que hasta en el Casino Español había un arsenal entero escondido detrás de la barra, vete tú a saber si es verdad o no.

En las primeras semanas de julio tuve alojado en este cuarto a un agente de aduanas pendiente de destino, o eso al menos decía él. La cosa me olía rara, para qué te voy a engañar, porque para mí que aquel hombre ni era agente de aduanas ni nada que se le parezca, pero, en fin, como yo nunca pregunto porque a mí tampoco me gusta que nadie se meta en mis chalaneos, le arreglé su cuarto, le puse un plato caliente en la mesa y santas pascuas. A partir del 18 de Julio no le volví a ver más. Igual se unió al alzamiento, que salió por piernas por las cabilas hacia la zona francesa, que se lo llevaron para el Monte Hacho y lo fusilaron al amanecer: ni tengo la menor idea de lo que fue de él, ni he querido hacer averiguaciones.

El caso es que, a los cuatro o cinco días, me mandaron a un tenientillo a por sus pertenencias. Yo le entregué sin preguntar lo poco que había en su armario, le dije vaya usted con Dios y di el asunto del agente por terminado. Pero al limpiar la Jamila el cuarto para el siguiente huésped y ponerse a barrer debajo de la cama, la oí de pronto pegar un grito como si hubiera visto al mismísimo demonio con el pincho en la mano o lo que lleve el demonio de los musulmanes, que a saber qué será. El caso es que ahí, en la esquina, al fondo, le había arreado un escobazo al montón de pistolas.

—¿Y usted entonces las descubrió y se las quedó? —pregunté con un hilo de voz.

—¿Y qué iba a hacer si no? ¿Me iba a ir en busca del teniente a su tabor, con la que está cayendo?

—Se las podía haber entregado al comisario.

—¿A don Claudio? ¡Tú estás trastornada, muchacha!

Esta vez fui yo quien con un sonoro «sssssssshhhhhh» requerí silencio y discreción.

—¿Cómo le voy a dar yo a don Claudio las pistolas? ¿Qué quieres, que me encierre de por vida, con lo enfilada que me tiene? Me las quedé porque en mi casa estaban y, además, el agente de aduanas se quitó de en medio dejándome a deber quince días, de manera que las armas eran más o menos su pago en especias. Esto vale un dineral, niña, y más ahora, con los tiempos que corren, así que las pistolas son mías y con ellas puedo hacer lo que se me antoje.

—¿Y piensa venderlas? Puede ser muy peligroso.

—Nos ha jodido, claro que es peligroso, pero necesitamos el parné para montar tu negocio.

—No me diga, Candelaria, que se va a meter en ese lío sólo por mí...

—No, hija, no —interrumpió—. Vamos a ver si me explico. En el lío no me voy a meter yo sola: nos vamos a meter las dos. Yo me ocupo de buscar quien compre la mercancía y con lo que saque por ella, montamos tu taller y vamos a medias.

—¿Y por qué no las vende para usted misma y va tirando con lo que consiga sin abrirme a mí un negocio?

—Porque eso es pan para hoy y hambre para mañana, y a mí me interesa más algo que me dé un rendimiento a largo plazo. Si vendo el género y en dos o tres meses voy echando al puchero lo que por él consiga, ¿de qué voy a vivir luego si la guerra se alarga?

—¿Y si la pillan intentando comerciar con las pistolas?

—Pues le digo a don Claudio que es cosa de las dos y nos vamos juntitas a donde nos mande.

—¿A la cárcel?

—O al cementerio civil, a ver por dónde nos sale el payo.

A pesar de que había anunciado esta última funesta premonición con un guiño lleno de burla, la sensación de pánico me aumentaba por segundos. La mirada de acero del comisario Vázquez y sus serias advertencias aún permanecían frescas en mi memoria. Manténgase al margen de cualquier asunto feo, no me haga ninguna jugada, compórtese decentemente. Las palabras que de su boca habían salido componían todo un catálogo de cosas indeseables. Comisaría, cárcel de mujeres. Robo, estafa, deuda, denuncia, tribunal. Y ahora, por si faltaba algo, venta de armas. [14]

—No se meta en ese lío, Candelaria, que es muy peligroso —rogué muerta de miedo.

—¿Y qué hacemos entonces? —inquirió en un susurro atropellado.

¿Vivimos del aire? ¿Nos comemos los mocos? Tú has llegado sin un céntimo y a mí ya no me queda de dónde sacar. Del resto de los huéspedes sólo me pagan la madre, el maestro y el telegrafista, y ya veremos hasta cuándo son capaces de estirar lo poco que tienen. Los otros tres desgraciados y tú os habéis quedado con lo puesto, pero no puedo largaros a la calle, a ellos por caridad y a ti porque lo único que me faltaba ya es tener detrás de mí a don Claudio pidiendo explicaciones. Así que tú me dirás cómo me las ingenio.

—Yo puedo seguir cosiendo para las mismas mujeres; trabajaré más, me quedaré despierta la noche entera si hace falta. Repartiremos entre las dos, todo lo que gane...

—¿Cuánto es eso? ¿Cuánto te crees que puedes conseguir haciendo pingos para las vecinas? ¿Cuatro perras mal contadas? ¿Se te ha olvidado ya lo que debes en Tánger? ¿Piensas quedarte a vivir en este cuartucho para los restos? —

Las palabras les salían a borbotones de la boca en una catarata de siseos aturullados—.

Mira, chiquilla, tú con tus manos tienes un tesoro que no se lo salta un gitano, y pecado mortal es que no lo aproveches como Dios manda. Ya sé que la vida te ha dado palos fuertes, que tu novio se portó contigo muy malamente, que estás en una ciudad en la que no quieres estar, lejos de tu tierra y de tu familia, pero esto es lo que hay, que lo pasado, pasado está, y el tiempo jamás recula. Tienes que tirar para adelante, Sira. Tienes que ser valiente, arriesgarte y pelear por ti. Con la malaventura que llevas a rastras ningún señorito va a venir a tocarte a la puerta para ponerte un piso y, además, después de tu experiencia, tampoco creo que tengas interés en volver a depender de un hombre en una buena temporada. Eres muy joven y a tu edad aún puedes aspirar a rehacer la vida por ti misma; a algo más que marchitar tus mejores años haciendo dobladillos y suspirando por lo que has perdido.

—Pero lo de las pistolas, Candelaria, lo de vender las pistolas... musité acobardada.

—Eso es lo que hay, criatura; eso es lo que tenemos y por mis muertos te juro que voy a arrancarle todo el beneficio que pueda. ¿Qué te crees tú, que a mí no me gustaría que fuera algo más curiosito, que en vez de pistolas me hubieran dejado un cargamento de relojes suizos o de medias de cristal? Pues claro que sí. Pero resulta que lo único que tenemos son armas, y resulta que estamos en guerra, y resulta que hay gente que puede estar interesada en comprarlas.

—Pero ¿y si la pillan? —volví a preguntar con incertidumbre.

—¡Y vuelta la burra al trigo! Pues si me trincan, rezamos al Cristo de Medinaceli para que don Claudio tenga un poco de misericordia, nos comemos una temporadita en la trena, y aquí paz y después gloria. Además, te recuerdo que ya sólo te quedan menos de diez meses para pagar tu deuda y, al paso que llevas, no vas a poderte hacer cargo de ella ni en veinte años cosiendo para las mujeres de la calle. Así que, por muy honrada que quieras ser, como sigas en tus trece de la cárcel al final no te va a salvar ni el Santo Custodio. De la cárcel o de acabar abriéndote de piernas en cualquier burdel de medio pelo para que se desahoguen contigo los soldados que vuelvan machacados del frente, que también es una salida a considerar en tus circunstancias.

—No sé, Candelaria, no sé. Me da mucho miedo...

—A mí también me entran las cagaleras de la muerte, a ver si te crees tú que yo soy de yeso. No es lo mismo trapichear con mis apaños que intentar colocar docena y media de revólveres en tiempos de contienda. Pero no tenemos otra salida, criatura.

—¿Y cómo lo haría?

—Tú de eso no te preocupes, que ya me buscaré yo mis contactos. No creo que tarde más de unos cuantos días en traspasar la mercancía. Y entonces buscamos un local en el mejor sitio de Tetuán, lo montamos todo y empiezas.

—¿Cómo que empiezas? ¿Y usted? ¿Usted no va a estar conmigo en el taller?

Río calladamente y movió la cabeza con gesto negativo.

—No, hija, no. Yo me voy a encargar de conseguirte el dinero para pagar los primeros meses de un buen alquiler y comprar lo que necesites. Y después, cuando todo esté listo, tú te vas a poner a trabajar y yo me voy a quedar aquí, en mi casa, esperando el fin de mes para que compartamos los beneficios.

Además, no es bueno que te asocien conmigo: yo tengo una fama nada más que regular y no pertenezco a la clase de las señoras que necesitamos como clientas. Así que yo me encargo de poner los dineros iniciales y tú las manos. Y después repartimos (..)

—¿Y si no gano nada? ¿Y si no consigo clientela?

—Pues la hemos jiñado. Pero no me seas ceniza antes de tiempo, alma de cántaro. No hay que ponerse en lo peor: tenemos que ser positivas y echarle un par de narices al asunto. Nadie va a venir a solucionarnos a ti y a mí la vida con todas las miserias que llevamos a rastras, así que, o luchamos por nosotras, o no nos va a quedar más salida que quitarnos el hambre a guantazos.

—Pero yo le di mi palabra al comisario de que no iba a meterme en ningún problema.

Candelaria hubo de hacer un esfuerzo para no carcajearse.

—También me prometió a mí mi Francisco delante del cura de mi pueblo que me iba a respetar hasta el fin de los días, y el hijo de mala madre me daba más palos que a una estera, maldita sea su estampa. Parece mentira, muchacha, lo inocente que sigues siendo con la de mandobles que te ha propinado la suerte últimamente. Piensa en ti, Sira, piensa en ti y olvídate del resto, que en estos malos tiempos que nos ha tocado vivir, aquel que no come se deja comer. Además, la cosa tampoco es tan grave: nosotras no vamos a liarnos a pegar tiros contra nadie, simplemente vamos a poner en movimiento una mercancía que nos sobra, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.

Si todo resulta bien, don Claudio va a encontrarse con tu negocio montado, limpito y reluciente, y si te pregunta algún día de dónde has sacado los cuartos, le dices que te los he prestado yo de mis ahorros, y si no se lo cree o no le gusta la idea, que te hubiera dejado en el hospital a cargo de las hermanas de la Caridad en vez de traerte a mi casa y ponerte a mi recaudo. Él anda siempre liado con un montón de follones y no quiere problemas, así que, si se lo damos todo hecho sin hacer ruido, no va a molestarse en andar con investigaciones; te lo digo yo, que lo conozco bien, que son ya muchos años los que llevamos midiéndonos las fuerzas, tú por eso quédate tranquila.

Con su desparpajo y su particular filosofía vital, sabía que Candelaria llevaba razón. Por más vueltas que diéramos a aquel asunto, por mucho que lo pusiéramos boca arriba, boca abajo, del derecho y del revés, en resumidas cuentas, aquel triste plan no era más que una solución sensata para remediar las miserias de dos mujeres pobres, solas y desarraigadas que arrastraban en tiempos turbulentos un pasado tan negro como el betún. La rectitud y la honradez eran conceptos hermosos, pero no daban de comer, ni pagaban las deudas, ni quitaban el frío en las noches de invierno. Los principios morales y la intachabilidad de la conducta habían quedado para otro tipo de seres, no para un par de infelices con el alma desportillada como éramos nosotras por aquellos días. Mi falta de palabras fue interpretada por Candelaria como prueba de asentimiento.

—Entonces, ¿qué? ¿Empiezo mañana a mover el género?

Me sentí bailando a ciegas en el filo de un precipicio. En la distancia, las ondas radiofónicas seguían transmitiendo entre interferencias la charla bronca de Queipo desde Sevilla. Suspiré con fuerza. Mi voz sonó por fin, baja y segura. O casi.

—Vamos a ello.

Satisfecha mi futura socia, me dio un pellizco cariñoso en la mejilla, sonrió y se dispuso a marcharse. Se recompuso la bata e irguió su corpulencia sobre las desvencijadas zapatillas de paño que probablemente llevaban acompañándola la mitad de su existencia de malabarista del sobrevivir. Candelaria la matutera, oportunista, peleona, desvergonzada y entrañable, ya estaba en la puerta rumbo al pasillo cuando, aún a media voz, lancé mi última pregunta. En realidad, apenas tenía que ver con codo lo que habíamos hablado aquella noche, pero sentía una cierta curiosidad por conocer su respuesta.

—Candelaria, ¿usted con quién está en esta guerra?

Se volvió sorprendida, pero no dudó un segundo en responder con un potente susurro.

—¿Yo? A muerte con quien la gane, mi alma.

Prosigue el relato de la venta de las pistolas con algunas alusiones a la masonería. Sira, tendrá que disfrazarse de mora para ir hasta la estación de tren, donde se ha convenido la entrega de las pistolas -que oculta entre sus ropas-, a un misterioso personaje, el hombre de Larache. Al parecer se trata de un masón que le ayudará a huir, y del que nunca conocerá su nombre.[15]

Aquí el tema de la masonería no es un mero argumento ideológico que refleje el clima de enfrentamiento mortal entre las dos Españas combatientes. Los masones son personas y - sobre todo el último- reaccionan con una gran humanidad frente a la fragilidad de la protagonista. Y después de este episodio no volverá a hablarse ni de los masones ni de la masonería:

Los días que siguieron a la noche en que me mostró las pistolas fueron terribles. Candelaria entraba, salía y se movía incesante como una culebra ruidosa y corpulenta. Iba sin mediar palabra de su cuarto al mío, del comedor a la calle, de la calle a la cocina, siempre con prisa, concentrada, murmurando una confusa letanía de gruñidos y ronroneos cuyo sentido nadie era capaz de descifrar. [16]

No interferí en sus vaivenes ni le consulté sobre la marcha de las negociaciones: sabía que cuando todo estuviera listo, ella misma se encargaría de ponerme al corriente.

Pasó casi una semana hasta que, por fin, tuvo algo que anunciar. Regresó aquel día a casa pasadas las nueve de la noche, cuando ya estábamos todos sentados frente a los platos vacíos esperando su llegada. La cena transcurrió como siempre, agitada y combativa. A su término, mientras los huéspedes se esparcían por la pensión con rumbo a sus últimos quehaceres, nosotras comenzamos a recoger juntas la mesa.

Y en el camino, entre el traslado de cubiertos, loza sucia y servilletas, ella, como con cuentagotas, me fue desgranando entre susurros el remate de sus planes: esta noche se resuelve por fin el asuntillo, chiquilla; ya está todo el pescado vendido; mañana por la mañana comenzamos a mover lo tuyo; qué ganitas que tengo, alma mía, de acabar con este jaleo de una maldita vez. Apenas cumplimos con la faena, cada una se encerró en su cuarto sin cruzar una palabra más entre nosotras. El resto de la tropa, entretanto, liquidaba la jornada con sus rutinas nocturnas: las gárgaras de eucalipto y la radio, los bigudíes frente al espejo o el tránsito hacia el café. Intentando simular normalidad, lancé al aire las buenas noches y me acosté.

Permanecí despierta un rato, hasta que los trajines se fueron poco a poco acallando. Lo último que oí fue a Candelaria salir de su cuarto y cerrar después, sin apenas ruido, la puerta de la calle. Caí dormida a los pocos minutos de su marcha. Por primera vez en varios días, no di vueltas infinitas en la cama ni se metieron conmigo bajo la manta los oscuros presagios de las noches anteriores: cárcel, comisario, arrestos, muertos. Parecía como si el nerviosismo hubiera decidido por fin darme una tregua al saber que aquel siniestro negocio estaba a punto de terminar. Me sumergí en el sueño acurrucada junto al dulce presentimiento de que, a la mañana siguiente, empezaríamos a planificar el futuro sin la sombra negra de las pistolas sobrevolando nuestras cabezas.

Pero duró poco el descanso. No supe qué hora era, las dos, las tres quizá, cuando una mano me agarró el hombro y me sacudió enérgica.

—Despierta, niña, despierta.

Me incorporé a medias, desorientada, adormecida aún.

—¿Qué pasa, Candelaria? ¿Qué hace aquí? ¿Ya está de vuelta? —logré decir a trompicones.

—Un desastre, criatura, un desastre como la copa de un pino —respondió la matutera entre susurros.

Estaba de pie junto a mi cama y, entre las brumas de mi somnolencia, su figura voluminosa se me antojó más rotunda que nunca. Llevaba puesto un gabán que no le conocía, ancho y largo, cerrado hasta el cuello. Comenzó a desabotonarlo con prisa mientras lanzaba explicaciones aturulladas.

—El ejército tiene vigilados todos los accesos a Tetuán por carretera y los hombres que venían desde Larache a recoger la mercancía no se han atrevido a llegar hasta aquí. He estado esperando casi hasta las tres de la mañana sin que nadie apareciera y, al final, me han mandado a un morito de las cabilas para decirme que los accesos están mucho más controlados de lo que creían, que temen no poder salir vivos si se deciden a entrar.

—¿Dónde tenía que verles? —pregunté esforzándome por emplazar en su sitio todo lo que ella iba contando.

—En la Suica baja, en las traseras de una carbonería.

Desconocía a qué sitio se estaba refiriendo, pero no intenté averiguarlo. En mi cabeza aún adormecida se perfiló con trazos gruesos el alcance de nuestro fracaso: adiós al negocio, adiós al taller de costura. Bienvenido otra vez el desasosiego de no saber qué iba a ser de mí en los tiempos venideros.

—Todo ha terminado entonces —dije mientras me frotaba los ojos para intentar arrancarles los últimos restos del sueño.

—De eso nada, chiquilla —atajó la patrona terminando de despojarse del gabán—Los planes se han torcido, pero por la gloria de mi madre yo te juro que esta noche salen zumbando de mi casa las pistolas. Así que, arreando, morena: levántate de la cama, que no hay tiempo que perder.

Tardé en enteder lo que me decía; tenía la atención fija en otro asunto: en la imagen de Candelaria desabrochándose el sayón informe que la cubría bajo el gabán, una especie de bata suelta de basta lana que apenas dejaba intuir las formas generosas de su cuerpo. Contemplé atónita cómo se desvestía, sin comprender el sentido de tal acto e incapaz de averiguar a qué se debía aquel desnudo precipitado a los pies de mi cama. Hasta que, desprovista de la saya, empezó a sacar objetos de entre sus carnes densas como la manteca.

Y entonces lo entendí. Cuatro pistolas llevaba sujetas, en las ligas, seis en la faja, dos en los tirantes del sostén y otro par de ellas debajo de las axilas. Las cinco restantes iban en el bolso, liadas en un trozo de paño. Diecinueve en total. Diecinueve culatas con sus diecinueve cañones a punto de abandonar el calor de aquel cuerpo robusto para trasladarse a un destino que en ese mismo momento comencé a sospechar.

Y ¿qué es lo que quiere que haga? —pregunté atemorizada.

—Llevar las armas a la estación del tren, entregarlas antes de las seis de la mañana y traerte de vuelta para acá los mil novecientos duros en los que tenía apalabrada la mercancía. Sabes dónde está la estación, ¿no? Cruzando la carretera de Ceuta, a los pies del Gorgues. Allí podrán recogerla los hombres sin tener que entrar en Tetuán. Bajarán desde el monte e irán a por ella directamente antes de que amanezca, sin necesidad de pisar la ciudad.

—Pero ¿por qué tengo que llevarla yo? —Me notaba de pronto despierta como un búho, el susto había conseguido cortar la somnolencia de raíz.

—Porque al volver de la Suica dando un rodeo y pergeñando la manera de arreglar lo de la estación, el hijo de puta del Palomares, que salía del bar El Andaluz cuando ya estaban cerrando, me ha echado el alto junto al portón de Intendencia y me ha dicho que igual le cuadra esta noche pasarse por la pensión a hacerme un registro.

—¿Quién es Palomares?

—El policía con más mala sangre de todo el Marruecos español.

—¿De los de don Claudio?

—Trabaja a sus órdenes, sí. Cuando lo tiene delante, le hace la rosca al jefe, pero, en cuanto campa a sus anchas, saca el cabrón una chulería y una mala baba que tiene acobardado con echarle la perpetua a medio Tetuán.

—Y ¿por qué la ha parado a usted esta noche?

—Porque le ha dado la gana, porque es así de desgraciado y le gusta repartir estopa y asustar a la gente, sobre todo a las mujeres; lleva años haciéndolo y en estos tiempos, más todavía.

—Pero ¿ha sospechado algo de las pistolas?

—No, hija, no; por suerte no me ha pedido que le abra el bolso ni se ha atrevido a tocarme. Tan sólo me ha dicho con su voz asquerosa, dónde vas tan de noche, matutera, no estarás metida en alguno de tus chalaneos, cachoperra, y yo le he contestado, vengo de hacerle una visita a una comadre, don Alfredo, que anda mala de unas piedras en el riñón.

No me fío de ti, matutera, que eres muy guarra y muy fullera, me ha dicho luego el berraco, y yo me he mordido la lengua para no contestarle, aunque a punto he estado de cagarme en todos sus muertos, así que, con el bolso bien firme debajo del sobaco, he apretado el paso encomendándome a María Santísima para que no se me movieran las pistolas del cuerpo, y cuando ya lo había dejado atrás, oigo otra vez su voz cochina a mi espalda, lo mismo me paso luego por la pensión y te hago un registro, zorra, a ver qué encuentro.

—¿Y usted cree que de verdad va a venir?

—Lo mismo sí y lo mismo no —respondió encogiéndose de hombros—. Si consigue por ahí a alguna pobre golfa que le haga un apaño y lo deje bien aliviado, igual se olvida de mí. Pero, como no se le enderece la noche, no me extrañaría que tocara a la puerta dentro de un rato, sacara a los huéspedes a la escalera y me pusiera la casa patas arriba sin miramientos. No sería la primera vez.

—Entonces, usted ya no puede moverse de la pensión en toda la madrugada, por si acaso —susurré con lentitud. [17]

—Talmente, mi alma —corroboró.

—Y las pistolas tienen que desaparecer inmediatamente para que no las encuentre aquí Palomares —añadí.

—Ahí estamos, sí, señor.

—Y la entrega tiene que hacerse hoy a la fuerza porque los compradores están esperando las armas y se juegan la vida si tienen que entrar a por ellas a Tetuán.

—Más clarito no lo has podido decir, reina mía.

Nos quedamos unos segundos en silencio, mirándonos a los ojos, tensas y patéticas. Ella de pie medio desnuda, con las lorzas de carne saliéndole a borbotones por los confines de la faja y el sostén; yo sentada con las piernas dobladas, aún entre las sábanas, en camisón, con el pelo revuelto y el corazón en un puño. Y acompañándonos, las negras pistolas desparramadas.

Habló la patrona finalmente, poniendo palabras firmes a la certeza.

—Tienes que encargarte tú, Sira. No nos queda otra salida.

—Yo no puedo, yo no, yo no... —tartamudeé.

—Tienes que hacerlo, chiquilla —repitió con voz oscura—. Si no, lo perdemos todo.

—Pero acuérdese de lo que yo ya tengo encima, Candelaria: la deuda del hotel, las denuncias de la empresa y de mi medio hermano. Como me pillen en ésta, para mí va a ser el fin.

—El fin bueno lo vamos a tener si llega esta noche el Palomares y nos agarra con todo esto en casa —replicó volviendo la mirada hacia las armas.

—Pero Candelaria, escúcheme... —insistí.

—No, escúchame tú a mí, muchacha, escúchame bien tú a mí ahora —dijo imperiosa. Hablaba con un siseo potente y los ojos abiertos como platos. Se agachó hasta ponerse a mi altura, aún estaba yo en la cama.

Me agarró los brazos con fuerza y me obligó a mirarla de frente—. Yo lo he intentado todo, me he dejado el pellejo en esto y la cosa no ha salido —dijo entonces—. Así de perra es la suerte: a veces te deja que ganes y otras veces te escupe en la cara y te obliga a perder. Y esta noche a mí me ha dicho ahí te pudras, matutera. Ya no me queda ningún cartucho, Sira, yo ya estoy quemada en esta historia. Pero tú no. Tú eres ahora la única que aún puede lograr que no nos hundamos, la única que puede sacar la mercancía y recoger el dinero. Si no fuera necesario, no te lo estaría pidiendo, bien lo sabe Dios. Pero no nos queda otra, criatura: tienes que empezar a moverte. Tú estás metida en esto igual que yo; es asunto de las dos y en ello nos va mucho. Nos va el futuro, niña, el futuro entero. Como no consigamos ese dinero, no levantamos cabeza. Y ahora todo está en tus manos (…)

—¿Ha pensado cómo tendría que hacerlo? —pregunté por fin con un hilo de voz.

Resopló con estrépito Candelaria, recuperando aliviada el ánimo perdido.

—Muy facilísimamente, prenda. Espérate un momentillo, que ahora mismito te lo voy a contar.

Salió de la habitación aún medio desnuda y retornó en menos de un minuto con los brazos llenos de lo que me pareció un trozo enorme de lienzo blanco.

—Vas a vestirte de morita con un jaique —dijo mientras cerraba la puerta a su espalda— Dentro de ellos cabe el universo entero.

Así era, sin duda. A diario veía a las mujeres árabes arrebujadas dentro de aquellas prendas anchas sin forma, esa especie de capas amplísimas que cubrían la cabeza, los brazos y el cuerpo entero por delante y por detrás. Debajo de ellas, efectivamente, podría alguien ocultar lo que quisiera.

Un trozo de tela solía cubrirles la boca y la nariz, y la cubierta les llegaba hasta las cejas. Tan sólo los ojos, los tobillos y los pies quedaban a la vista. Jamás se me habría ocurrido una manera mejor de andar por la calle cobijando un pequeño arsenal de pistolas (...)

—Ponte estas babuchas, son de la Jamila —dijo dejando a mis pies unas ajadas zapatillas de piel color parduzco—. Y ahora, el jaique —añadió sosteniendo la gran capa de lienzo blanco—. Eso es, envuélvete hasta la cabeza, que te vea yo cómo te queda.

Me contempló con una media sonrisa.

—Perfecta, una morita más. Antes de salir, que no se te olvide, tienes que ajustarte también a la cara el velo para que te tape la boca y la nariz. Hala, vamos para afuera, que ahora tengo que explicarte rapidito por dónde vas a salir.

Empecé a caminar con dificultad, consiguiendo a duras penas mover el cuerpo a un ritmo normal. Las pistolas pesaban como plomos y me obligaban a llevar las piernas entreabiertas y los brazos separados de los costados. Salimos al pasillo, Candelaria delante y yo detrás desplazándome torpemente; un gran bulto blanco que chocaba contra las paredes, los muebles y los quicios de las puertas. Hasta que, sin darme cuenta, golpeé una repisa y tiré al suelo todo lo que en ella había: un plato de Talavera, un quinqué apagado y el retrato color sepia de algún Pariente de la patrona.

La cerámica, el cristal del retrato y la pantalla del quinqué se hicieron añicos tan pronto chocaron contra las baldosas, y el estrépito provocó que, en los cuartos vecinos, los somieres comenzaran a crujir al romperse el sueño de los huéspedes.

—¿Qué ha pasado? —gritó la madre gorda desde la cama.

—Nada, que se me ha caído un vaso de agua al suelo. A dormir todo el mundo —respondió Candelaria con autoridad.

Intenté agacharme para recoger el estropicio, pero no pude doblar el cuerpo.

—Deja, deja, niña, que ya lo arreglo yo luego —dijo apartando con el pie unos cuantos cristales.

Y entonces, inesperadamente, una puerta se abrió apenas a tres metros de nosotras. Al encuentro nos salió la cabeza llena de rulillos de Fernanda, la más joven de las añosas hermanas. Antes de que tuviera ocasión de preguntarse qué había pasado y qué hacía una mora con un jaique tumbando los muebles del pasillo a esas horas de la madrugada, Candelaria le lanzó un dardo que la dejó muda y sin capacidad de reacción.

—Como no se meta en la cama ahora mismo, mañana en cuanto me levante le cuento a la Sagrario que anda usted viéndose con el practicante del dispensario los viernes en la cornisa.

El pánico a que la pía hermana se enterara de sus amoríos pudo más que la curiosidad y, sin mediar palabra, Fernanda volvió a escurrirse como una anguila dentro de su habitación.

—Tira para adelante, chiquilla, que se nos está haciendo tarde —dispuso entonces la matutera en un susurro imperioso—. Es mejor que nadie vea que sales de esta casa, a ver si va a andar por aquí cerca el Palomares y la cagamos antes de empezar. Así que vamos para afuera (...)

—Cuando llegues al barrio moro, date unas cuantas vueltas por sus calles y asegúrate de que nadie se fija en ti o te sigue los pasos. Si te cruzas con alguien, cambia de rumbo con disimulo o aléjate todo lo posible. Al cabo de un rato, vuelve a salir a la Puerta de La Luneta y baja hasta el parque, sabes por dónde te digo, ¿verdad?

—Creo que sí —dije esforzándome por trazar a ciegas el recorrido.

—Una vez allí, te vas a dar de frente con la estación: cruza la carretera de Ceuta y métete en ella por donde pilles abierto, despacito y bien tapada. Lo más probable es que no haya por allí más que un par de soldados medio dormidos que no te harán ni puñetero caso; seguramente te encuentres a algún marroquí esperando el tren para Ceuta; los cristianos no empezarán a llegar hasta más tarde.

—¿A qué hora sale el tren?

—A las siete y media. Pero los moros, ya sabes, llevan otro ritmo con los horarios, así que a nadie extrañará que andes por allí antes de las seis de la mañana.

—¿Y yo también debo subirme, o qué es lo que tengo que hacer?

Se tomó Candelaria unos segundos antes de responder e intuí que a su plan apenas le quedaba ya camino por el que avanzar.

—No; tú en principio no tienes que coger el tren. Cuando llegues a la estación, siéntate un ratillo en el banco que está debajo del tablón de los horarios, deja que te vean allí y así sabrán que eres tú quien lleva la mercancía.

—¿Quién tiene que verme?

—Eso da lo mismo: quien tenga que verte, te verá. A los veinte minutos, levántate del banco, vete para la cantina y arréglatelas como puedas para que el cantinero te diga dónde tienes que dejar las pistolas (...)

—¿Adónde van a ir a parar las armas? ¿Quiénes son esos hombres de Larache?

—Eso a ti lo mismo te da, muchacha. Lo importante es que lleguen a su destino a la hora prevista; que las dejes donde te digan y que recojas los dineros que te tienen que dar: mil novecientos duros, acuérdate bien y cuenta los billetes uno a uno. Y, luego, te vuelves para acá echando las muelas, que yo te estaré esperando con los ojos como candiles. [18]

—Nos estamos exponiendo mucho, Candelaria —insistí—. Déjeme por lo menos saber con quién nos estamos jugando los cuartos.

Suspiró con fuerza y el busto, apenas medio tapado por la bata ajada que se había echado encima en el último minuto, volvió a subir y bajar como impulsado por un inflador.

—Son masones —me dijo entonces al oído, como con miedo a pronunciar una palabra maldita—. Estaba previsto que llegaran esta noche en una camioneta desde Larache, lo más seguro es que ya anden escondidos por las fuentes de Buselmal o en alguna huerta de la vega del Martín.[19] Vienen por las cabilas, no se atreven a andar por la carretera. Probablemente recojan las armas en donde tú las dejes y ni siquiera las suban al tren. Desde la misma estación, digo yo que volverán a su ciudad atravesando de nuevo las cabilas y esquivando Tetuán, si es que no los pillan antes, Dios no lo quiera. Pero, en fin, eso no es nada más que un suponer, porque la verdad es que no tengo ni pajolera idea de lo que esos hombres se traen entre manos. Suspiró con fuerza mirando al vacío y prosiguió en un murmullo.

 

El campo de concentración del Mogote

Candelaria medio al oído y con cierto temor le habla de la brutal represión de los masones que se ha producido en diversas ciudades del Protectorado Español en Marruecos. Le cuenta que el antiguo campo de concentración del Mogote[20] situado en las afueras de Tetuán fue, junto con el campo de Zeluán (cerca de Melilla), el primero de los campos de concentración que utilizaron los militares del bando rebelde para detener a los presos: 

—Lo que sí sé, criatura, porque todo el mundo lo sabe también, es que los sublevados se han ensañado a conciencia con todos los que tenían algo que ver con la masonería. A algunos les metieron un tiro en la cabeza entre las mismas paredes del local en donde se reunían; los más afortunados huyeron a todo correr a Tánger o a la zona francesa. A otros se los llevaron para el Mogote, y cualquier día los fusilan y a tomar viento. Y probablemente unos cuantos anden escondidos en sótanos, buhardillas y zaguanes, temiendo que cualquier día alguien dé un chivatazo y los saquen de sus refugios a culatazo limpio. Por esa razón no he encontrado a nadie que se haya atrevido a comprar la mercancía, pero, a través de unos y otros, conseguí el contacto de Larache y por eso sé que será allí a donde irán a parar las pistolas.

Me miró entonces a los ojos, seria y oscura como nunca antes la había visto.

—La cosa está muy fea, niña, muy requetefeísima —dijo entre dientes—.

Aquí no hay piedad ni miramientos y, en cuantito alguien se significa una miajita, se lo llevan por delante antes de decir amén. Ya han muerto muchos pobres desgraciados, gente decente que nunca mató una mosca ni a nadie jamás hizo el menor mal. Ten mucho cuidado, chiquilla, no vayas a ser tú la próxima.[21]

Volví a sacar de la nada una pizca de ánimo para que ambas nos convenciéramos de algo en lo que ni yo misma creía.

—No se preocupe usted, Candelaria; ya verá como salimos de ésta de alguna manera.

Y sin una palabra más, me dirigí al poyete y me dispuse a trepar con el más siniestro de los cargamentos bien amarrado a la piel. Atrás dejé a la matutera, observándome desde debajo de la parra mientras se santiguaba entre susurros y sarmientos. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que la Virgen de los Milagros te acompañe, alma mía. Lo último que oí fue el sonoro beso que dio a sus dedos en cruz al final de la persignación. Un segundo después desaparecí tras la tapia y caí como un fardo en el patio del colmado.

 

El masón de Larache

Sira para la consecución de su misión sale de noche bien enfundada por todo el cuerpo, con las pistolas que debe llevar a la estación y se ocultan entre sus ropajes, pero se desorienta, y a punto está de no llegar a su destino, porque varias patrullas le dan el alto y le piden la documentación que evidentemente no tiene porque es española, a pesar de su ropa. Pero, al final la dejan pasar, y supera de nuevo el control militar en la propia estación. El encargado de recibir las armas va con una chilaba, aunque descubre que también es español. Este hombre le ayuda a liberarse de las pistolas, pero, “el masón de Larache” tiene que interrumpir precipitadamente la entrega de las armas por la proximidad de los soldados que hacen la guardia en la estación y que se acercan a donde están ellos.

Él le dice que salga rápidamente. Sira se resiste, pero al final apenas tiene tiempo de salir huyendo, ignorando si ese desconocido que la ha tratado con gran respeto y le ha entregado la suma de dinero pactada, ha tenido tiempo de salvarse o ha sido detenido. Pero esa incógnita quedará sin resolver: 

Entré en la estación por la puerta principal, abierta de par en par. Me recibió un despliegue de luz fría alumbrando el vacío, incongruente con la noche oscura que acababa de dejar detrás. Lo primero que capté fue un gran reloj que marcaba las seis menos cuarto. [22]

Suspiré bajo la tela que me cubría el rostro: el retraso no había sido excesivo. Caminé con intencionada lentitud por el vestíbulo mientras con los ojos escondidos tras la capucha estudiaba aceleradamente el escenario (...)

La cantina era grande y tenía al menos una docena de mesas, todas sin ocupar excepto una en la que un hombre dormitaba con la cabeza escondida entre los brazos; a su lado descansaba vacío un porrón de vino.

Me dirigí hacia el mostrador arrastrando las babuchas, sin tener la menor idea de qué era lo que debería decir o lo que allí tenía que oír. Tras la barra, un hombre moreno y enjuto con una colilla medio apagada entre los labios se afanaba en colocar platos y tazas en pilas ordenadas, sin prestar en apariencia la menor atención a aquella mujer de rostro tapado que a punto estaba de plantarse frente a él.

Al verme alcanzar el mostrador, sin sacarse el resto del cigarrillo de la boca, dijo tan sólo en voz alta y ostentosa: a las siete y media, hasta las siete y media no sale el tren. Y después, en tono bajo, añadió unas palabras en árabe que no comprendí. Soy española, no le entiendo, murmuré tras el velo.

Abrió la boca sin poder disimular su incredulidad, y el resto de su pitillo fue a parar al suelo en el descuido. Y entonces, atropelladamente, me transmitió el mensaje: vaya al urinario del andén y cierre la puerta, la están esperando (…)

Apenas había luz y no quise buscar la palomilla, preferí acostumbrar los ojos a la oscuridad. Vislumbré la señal de hombres a la izquierda y la de mujeres a la derecha. Y al fondo, contra la pared, percibí lo que parecía un montón de tela que lentamente comenzaba a moverse. Una cabeza tapada por una capucha emergió cautelosa del bulto, sus ojos se cruzaron con los míos en la penumbra.

—¿Trae la mercancía? —preguntó con voz española. Hablaba quedo y rápido.

Moví la cabeza afirmativamente y el bulto se irguió sigiloso hasta convertirse en la figura de un hombre vestido, como yo, a la usanza moruna.

—¿Dónde está?

Me bajé el velo para poder hablar con más facilidad, me abrí el jaique y expuse ante él mi cuerpo fajado.

—Aquí.

—Dios mío —murmuró tan sólo. En aquellas dos palabras se concentraba un mundo de sensaciones: asombro, ansiedad, urgencia. Tenía el tono grave, parecía una persona educada.

—¿Se lo puede quitar usted misma? —preguntó entonces.

—Necesitaré tiempo —susurré.

Me indicó un aseo de señoras y entramos los dos. El espacio era estrecho y por una pequeña ventana se colaba un resto de luz de luna, suficiente como para no necesitar más iluminación.

—Hay prisa, no podemos perder un minuto. El retén de la mañana está a punto de llegar y revisan la estación de arriba abajo antes de que salga el primer tren. Tendré que ayudarla —anunció cerrando la puerta a su espalda.

Dejé caer el jaique al suelo y puse los brazos en cruz para que aquel desconocido comenzara a trastear por mis rincones, desatando nudos, destensando vendas y liberando mi esqueleto de su siniestra cobertura.

Antes de comenzar, se bajó la capucha de la chilaba y frente a mí descubrí el rostro serio y armonioso de un español de edad media con barba de varios días. Tenía el pelo castaño y rizado, despeinado por efecto del ropaje bajo el que probablemente llevara tiempo camuflado. Sus dedos empezaron a trabajar, pero la labor no resultaba sencilla.

Candelaria se había esforzado a conciencia y ni una sola de las armas se había movido de su sitio, pero los nudos eran tan prietos y los metros de tela tantos que desprender de mi contorno todo aquello nos llevó un rato más largo de lo que aquel desconocido y yo habríamos deseado.

Nos mantuvimos callados los dos, rodeados de azulejos blancos y acompañados tan sólo por la placa turca del suelo, el sonido acompasado de nuestras respiraciones y el murmullo de alguna frase suelta que marcaba el ritmo del proceso: ésta ya está, ahora por aquí, muévase un poco, vamos bien, levante más el brazo, cuidado.

A pesar del apremio, el hombre de Larache actuaba con una delicadeza infinita, casi con pudor, evitando en lo posible acercarse a los recodos más íntimos o rozar mi piel desnuda un milímetro más allá de lo estrictamente necesario.

Como si temiera manchar mi integridad con sus manos, como si el cargamento que llevaba adherido fuera una exquisita envoltura de papel de seda y no una negra coraza de artefactos destinados a matar.

En ningún momento me incomodó su cercanía física: ni sus caricias involuntarias, ni la intimidad de nuestros cuerpos casi pegados. Aquél fue, sin duda, el momento más grato de la noche: no porque un hombre recorriera mi cuerpo después de tantos meses, sino porque creía que, con aquel acto, estaba llegando el principio del fin.

Todo se desarrollaba a buen ritmo. Las pistolas fueron saliendo una a una de sus escondrijos y yendo a parar a un montón en el suelo. Quedaban muy pocas ya, tres o cuatro, no más. Calculé que, en cinco, en diez minutos como mucho, todo estaría terminado.

Y entonces, inesperadamente, el sosiego se rompió, haciéndonos contener el aliento y frenar en seco la tarea. Del exterior, aún en la distancia, llegaron los sonidos agitados del comienzo de una nueva actividad.

Tomó aire el hombre con fuerza y se sacó un reloj del bolsillo.[23]

—Ya está aquí el retén de reemplazo, se han adelantado —anunció. En su voz quebrada percibí angustia, inquietud, y la voluntad de no transmitirme ninguna de aquellas sensaciones.

—¿Qué hacemos ahora? —susurré.

—Salir de aquí lo antes posible —dijo de inmediato—. Vístase, rápido.

—¿Y las pistolas que quedan?

—No importan. Lo que hay que hacer es huir: los soldados no tardarán en entrar para comprobar que todo está en orden.

Mientras yo me envolvía en el jaique con manos temblorosas, él se desató de la cintura un saco de tela mugrienta e introdujo las pistolas a puñados.

—¿Por dónde salimos? —musité.

—Por ahí —dijo alzando la cabeza y señalando con la barbilla la ventana—. Primero va a saltar usted, después tiraré las pistolas y saldré yo. Pero escúcheme bien: si yo no llegara a unirme a usted, coja las pistolas, corra con ellas en paralelo a la vía y déjelas junto al primer cartel que encuentre anunciando una parada o una estación, ya irá alguien a buscarlas. No eche la vista atrás y no me espere; tan sólo salga corriendo y escape. Vamos, prepárese para subir, apoye un pie en mis manos.

Miré la ventana, alta y estrecha. Creí imposible que cupiéramos por ella, pero no lo dije. Estaba tan asustada que tan sólo me dispuse a obedecer, confiando ciegamente en las decisiones de aquel masón anónimo de quien jamás llegaría a conocer siquiera el nombre.

—Espere un momento —anunció entonces, como si hubiera olvidado algo.

Se abrió la camisa de un tirón y del interior extrajo una pequeña bolsa de tela, una especie de faltriquera.

—Guárdese antes esto, es el dinero pactado. Por si acaso la cosa se complica una vez fuera.

—Pero aún quedan pistolas... —tartamudeé mientras me palpaba el cuerpo.

—No importa. Usted ya ha cumplido su parte, así que debe cobrar —dijo mientras me colgaba la bolsa al cuello. Me dejé hacer, inmóvil, como anestesiada—. Vamos, no podemos perder un segundo.

Reaccioné por fin. Apoyé un pie en sus manos cruzadas y me impulsé hasta agarrarme al borde de la ventana.

—Ábrala, deprisa —requirió—. Asómese. Dígame rápido qué ve y qué oye.

La ventana daba al campo oscuro, el movimiento provenía de otra zona fuera del alcance de mi vista. Ruidos de motores, ruedas chirriando sobre la gravilla, pasos firmes, saludos y órdenes, voces imperiosas repartiendo funciones. Con ímpetu, con brío, como si el mundo estuviera a punto de acabar cuando aún no había comenzado la mañana.

—Pizarro y García, a la cantina. Ruiz y Albadalejo, a las taquillas. Vosotros a las oficinas y vosotros dos a los urinarios. Vamos, todos cagando leches — gritó alguien con rabiosa autoridad.

—No se ve a nadie, pero vienen hacia acá —anuncié con la cabeza aún fuera.

—Salte —ordenó entonces.

No lo hice. La altura era inquietante, necesitaba sacar antes el cuerpo, me negaba inconscientemente a salir sola. Quería que el hombre de Larache me asegurara que iba a venir conmigo, que me llevaría de su mano allá a donde tuviera que ir.

La agitación se oía cada vez más cerca. El rechinar de las botas sobre el suelo, las voces fuertes repartiendo objetivos. Quintero, al urinario de señoras; Villana, al de hombres. No eran a todas luces los reclutas desidiosos que encontré a mi llegada, sino una patrulla de hombres frescos con ansia por llenar de actividad el principio de su jornada.

—¡Salte y corra! —repitió enérgico el hombre agarrándome las piernas e impulsándome hacia arriba.

Salté. Salté, caí y sobre mí cayó el saco de las pistolas. Apenas había alcanzado el suelo cuando oí el estruendo precipitado de puertas abiertas a patadas. Lo último que llegó a mis oídos fueron los gritos broncos que increpaban a quien ya nunca más vi.

—¿Qué haces en el urinario de mujeres, moro? ¿Qué andas tirando por la ventana? Villarta, rápido, sal a ver si ha arrojado algo al otro lado. Empecé a correr. A ciegas, con furia. Cobijada en la negrura de la noche y arrastrando el saco con las armas; sorda, insensible, sin saber si me seguían ni querer preguntarme qué habría sido del hombre de Larache frente al fusil del soldado (...)

Mientras corría frenética por el campo, mientras clavaba las uñas en la tierra y tapaba con ella el saco, mientras caminaba por la carretera; a lo largo de todas las últimas acciones de aquella larga noche, por la mente se me habían cruzado mil imágenes conformando secuencias distintas con un solo protagonista: el hombre de Larache.

En una de ellas, los soldados descubrían que no había tirado nada por la ventana, que todo había sido una falsa alarma, que aquel individuo no era más que un árabe somnoliento y confundido; lo dejaban entonces marchar, el ejército tenía orden expresa de no importunar a la población nativa a no ser que percibieran algo alarmante.

En otra muy distinta, apenas abrió la puerta del urinario, el soldado comprobó que se trataba de un español emboscado; lo arrinconó en el retrete, le apuntó con el fusil a dos palmos de la cara y requirió refuerzos a gritos. Llegaron éstos, lo interrogaron, tal vez lo identificaron, tal vez se lo llevaron retenido al cuartel, tal vez él intentó huir y lo mataron de un tiro en la espalda cuando saltaba a las vías. [24]

En medio de las dos premoniciones cabían mil secuencias más; sin embargo, sabía que nunca lograría conocer cuál de ellas estaba más próxima a la certeza. Entré en el portal exhausta y llena de temores. Sobre el mapa de Marruecos se alzaba la mañana.[25]

 

Un ateo, hijo de Lucifer

Vuelve a aparecer implícitamente de nuevo una referencia masónica en el capítulo 20 de la Segunda Parte de la novela cuando Sira -instalada en su nuevo taller, donde trabaja y reside- evoque las viejas peleas que se repetían en el comedor de la pensión, narrando el fallecimiento de uno de los huéspedes más respetados, don Anselmo. Un personaje anciano, bondadoso dispuesto a ayudar siempre a todo el mundo, maestro jubilado, y masón…[26]

—Que dice la señora Candelaria que vaya en cuanto pueda para La Luneta.

Se ha muerto el maestro, don Anselmo.

Paquito, el hijo gordo de la madre gorda, me traía sudoroso el recado.

—Vete adelantando tú y dile que voy en seguida.

Anuncié a Jamila la noticia y lloró con pena. Yo no derramé una lágrima, pero lo sentí en el alma. De todos los componentes de aquella tribu levantisca con la que conviví en los tiempos de la pensión, él era el más cercano, el que mantenía conmigo una relación más afectuosa. Me vestí con el traje de chaqueta más oscuro que tenía en el armario: aún no había hecho un hueco en mi guardarropa para el luto.

Recorrimos Jamila y yo con prisa las calles, llegamos al portal de nuestro destino y ascendimos un tramo de escalera. No pudimos avanzar más, un denso grupo de hombres amontonados taponaba el acceso. Nos abrimos paso con los codos entre aquellos amigos y conocidos del maestro que respetuosamente esperaban turno para acercarse a darle el último adiós.

La puerta de la pensión estaba abierta y antes de cruzar siquiera el umbral percibí el olor a cirio encendido y un sonoro murmullo de voces femeninas rezando al unísono. Candelaria nos salió al encuentro en cuanto entramos. Iba embutida en un traje negro que le quedaba a todas luces estrecho y sobre su busto majestuoso se columpiaba una medalla con el rostro de una virgen. En el centro del comedor, sobre la mesa, un féretro abierto contenía el cuerpo ceniciento de don Anselmo vestido de domingo. Un escalofrío me recorrió la espalda al contemplarlo, noté cómo Jamila me clavaba las uñas en el brazo. Di un par de besos a Candelaria y ella dejó junto a mi oreja el reguero de un chorro de lágrimas.

—Ahí lo tienes, caído en el mismito campo de batalla.

Rememoré aquellas peleas entre plato y plato de las que tantos días fui testigo. Las raspas de los boquerones y los trozos de piel de melón africano, rugosa y amarilla, volando de un flanco a otro de la mesa. Las bromas venenosas y los improperios, los tenedores enhiestos como lanzas, los berridos de uno y otro bando. Las provocaciones y las amenazas de desahucio nunca cumplidas por la matutera. La mesa del comedor convertida en un auténtico campo de batalla, efectivamente.

Intenté contener la risa triste. Las hermanas resecas, la madre gorda y unas cuantas vecinas, sentadas junto a la ventana y enlutadas todas de arriba abajo, continuaban desgranando los misterios del rosario con voz monótona y llorosa. Imaginé por un segundo a don Anselmo en vida, con un Toledo en la comisura de la boca, gritando furibundo entre toses que dejaran de rezar por él de una puñetera vez. Pero el maestro ya no estaba entre los vivos y ellas sí. Y delante de su cuerpo muerto, por presente y caliente que aún estuviera, podían ya hacer lo que les viniera en gana.

Nos sentamos Candelaria y yo junto a ellas, la patrona acopló su voz al ritmo del rezo y yo fingí hacer lo mismo, pero mi mente andaba trotando por otros andurriales.

Señor, ten piedad de nosotros.

Cristo, ten piedad de nosotros.

Acerqué mi silla de enea a la suya hasta que nuestros brazos se tocaron.

Señor, ten piedad de nosotros.

—Tengo que preguntarle una cosa, Candelaria —le susurré al oído.

Cristo, óyenos.

Cristo, escúchanos.

—Dime, mi alma —respondió en voz igualmente baja.

Dios Padre Celestial, ten piedad de nosotros.

Dios Hijo, redentor del mundo.

—Me he enterado de que andan sacando a gente de zona roja.

Dios Espíritu Santo.

Santísima Trinidad, que eres un solo Dios.

—Eso dicen...

Santa María, ruega por nosotros.

Santa Madre de Dios.

Santa Virgen de las Vírgenes.

—¿Puede usted enterarse de cómo lo hacen?

Madre de Cristo.

Madre de la Iglesia.

—¿Para qué quieres tú saberlo?

Madre de la divina gracia.

Madre purísima.

Madre castísima.

—Para sacar a mi madre de Madrid y traérmela a Tetuán.

Madre virginal.

Madre inmaculada.

—Tendré que preguntar por ahí...

Madre amable.

Madre admirable.

—¿Mañana por la mañana?

Madre del buen consejo.

Madre del Creador.

Madre del Salvador.

—En cuanto pueda. Y ahora cállate ya y sigue rezando, a ver si entre todas subimos a don Anselmo al cielo.

El velatorio se prolongó hasta la madrugada. Al día siguiente enterramos al maestro, con sepelio en la misión católica, responso solemne y toda la parafernalia propia del más fervoroso de los creyentes. Acompañamos el féretro al cementerio. Hacía mucho viento, como tantos otros días en Tetuán: un viento molesto que alborotaba los velos, alzaba las faldas y hacía serpentear por el suelo las hojas de los eucaliptos. Mientras el sacerdote pronunciaba los últimos latines, me incliné hacia Candelaria y le transmití mi curiosidad en un susurro.

—Si las hermanas decían que el maestro era un ateo hijo de Lucifer, no sé cómo le han organizado este entierro.

—Déjate tú, déjate tú, a ver si se le va a quedar el alma vagando por los infiernos y va a venir luego su espíritu a tirarnos de los pies cuando estemos durmiendo...

Hice esfuerzos por no reír.

—Por Dios, Candelaria, no sea tan supersticiosa.

—Tú déjame a mí, que yo ya soy perra vieja y sé de lo que estoy hablando.

Sin una palabra más, se concentró de nuevo en la liturgia y no volvió a dirigirme ni la mirada hasta después del último requiescat in pacem. Bajaron entonces el cuerpo a la fosa y cuando los enterradores empezaron a echar sobre él las primeras paletadas de tierra, el grupo comenzó a desmigarse. Ordenadamente nos fuimos dirigiendo hacia la verja del cementerio hasta que Candelaria se agachó de pronto y, simulando abrocharse la hebilla de un zapato, dejó que las hermanas se adelantaran con la gorda y las vecinas. Las contemplamos rezagadas mientras avanzaban de espaldas como una bandada de cuervos, con sus velos negros cayéndoles hasta la cintura; medio manto, los llamaban.

—Anda, vámonos tú y yo a darnos un homenaje en memoria del pobre don Anselmo, que, a mí, hija mía, con las penas es que me entran unas hambres...

Callejeamos hasta llegar a El Buen Gusto, elegimos nuestros pasteles y nos sentamos a comerlos en un banco de la plaza de la iglesia, entre palmeras y parterres. Y finalmente le hice la pregunta que llevaba conteniendo en la punta de la lengua desde el principio de la mañana.

—¿Ha podido averiguar ya algo de lo que le dije?

Asintió con la boca llena de merengue.

—La cosa está complicada. Y cuesta unos buenos dineros.

—Cuéntemelo.

—Hay quien se encarga de las gestiones desde Tetuán. No he podido enterarme bien de todos los detalles, pero parece que en España la cosa se mueve a través de la Cruz Roja Internacional.

Localizan a la gente en zona roja y, de alguna manera, la consiguen trasladar hasta algún puerto de Levante, no me preguntes cómo porque no tengo ni pajolera idea. Camuflados, en camiones, andando, sabe Dios. El caso es que allí los embarcan. A los que quieren entrar en zona nacional, los llevan a Francia y los cruzan por la frontera en las Vascongadas. Y a los que quieren venir a Marruecos, los mandan hasta Gibraltar si pueden, aunque muchas veces la cosa está difícil y tienen que llevarlos primero a otros puertos del Mediterráneo. El siguiente destino suele ser Tánger y después, al final, llegan a Tetuán.[27]]

Noté que el pulso se me aceleraba.

—¿Y usted sabe con quién tendría yo que hablar?

Sonrió con un punto de tristeza y me dio en el muslo una palmadita cariñosa que me dejó la falda manchada de azúcar glasé.

—Antes de hablar con nadie, lo primero que hay que hacer es tener disponible un buen montón de billetes. Y en libras esterlinas. ¿Te dije o no te dije yo que el dinero de los ingleses era el mejor?

—Tengo sin tocar todo lo que he ahorrado en estos meses —aclaré ignorando su pregunta.

—Y también tienes pendiente la deuda del Continental.[28]

—A lo mejor me llega para las dos cosas.

—Lo dudo mucho, mi alma. Te costaría doscientas cincuenta libras.

La garganta se me secó de pronto y el hojaldre quedó atrapado en ella como una pasta de engrudo. Comencé a toser, la matutera me palmeó la espalda. Cuando conseguí finalmente tragar, me soné la nariz y pregunté.

—¿Usted no me lo prestaría, Candelaria?

—Yo no tengo una perra, criatura.

—¿Y lo del taller que le he ido dando?

—Ya está gastado.

—¿En qué?

Suspiró con fuerza.

—En pagar este entierro, en las medicinas de los últimos tiempos y en un puñado de facturas pendientes que don Anselmo había dejado por unos cuantos sitios. Y menos mal que el doctor Maté era amigo suyo y no me va a cobrar las visitas.

La miré con incredulidad.

—Pero él tendría que tener dinero guardado de su pensión de jubilado — sugerí.

—No le quedaba un real.

—Eso es imposible: hacía meses que apenas salía a la calle, no tenía gastos...

Sonrió con una mezcla de compasión, tristeza y guasa.

—No sé cómo se las arregló el viejo del demonio, pero consiguió hacer llegar todos sus ahorros al Socorro Rojo.

 

A modo de conclusión

“Las palabras –afirma el profesor David Armitage- son medios con los que construimos nuestro mundo; no son los únicos, por cierto, pero son los instrumentos con los que lo construimos en conversación con nuestros prójimos cuando tratamos de persuadirles de nuestro propio punto de vista para justificar nuestras acciones y para atraer a los distantes e incluso a la posteridad. Pero al hablar de guerras, las palabras se blanden como armas, ya sea que la sangre esté aún caliente, ya que la batalla se haya enfriado. Las palabras que se refieren a la guerra —incluso los nombres de la guerra— son realmente discutibles, y no hay guerra de nombre más controvertible que la guerra civil”. [29]

 

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- Sánchez Ferré, Pere. La Masonería y los masones españoles del Siglo XX. Barcelona: MRA. Ediciones, 2012.

- Sánchez Montoya, Francisco. Masonería en Ceuta, Origen, Guerra Civil y Represión (1821-1936). Ceuta: Editorial libros de Ceuta, 2018.

- Sueiro Seoane, Susana. “La ciudad de los espías (1940-1945): Tánger español y la política británica”. En RUHM, vol. 4, n.º 8 (2015): 55-74.

- Vázquez, Sonsoles. ¡Salam alicum, Hamido!. Algazara: Málaga, 1999.

- Velasco de Castro, Rocío. “La represión contra la población civil del protectorado español en Marruecos”. En Hispania nova. Revista de Historia Contemporánea, n.º 10 (2012).

- Zarrouk, Mourad. “Arabismo, traducción y colonialismo: el caso de Marruecos”. En Awraq, n.º XXII. (2001-2005): 425-460.

- Zarrouk, Mourad. Los traductores de España en Marruecos (1859-1939). Barcelona: Bellaterra, 2009.

- Zohra Bouaziz, Fátima. “Bernabé López: Tánger no fue un paraíso para los españoles en la Guerra Civil”. En EFE, (7 de octubre de 2021).

 

 

 

 

 

 



[1] María Dueñas, El tiempo entre costuras (Barcelona: Planeta, 2009).

[2] Vicente Moga Romero, Al Oriente de África. Masonería, Guerra Civil y Represión en Melilla (Melilla: Norma Editorial, Centro Asociado de la UNED, 2004-2005); y Francisco Sánchez Montoya, Masonería en Ceuta, Origen, Guerra Civil y Represión (1821-1936) (Ceuta: Ed. libros de Ceuta, 2018).

[3] José Antonio Ferrer Benimeli, La Masonería Hispana y sus luchas democráticas. Sueños de libertad, Oviedo, Masónica, 2022: 428-429.

[4] María Dueñas, El tiempo entre costuras (Barcelona: Planeta, 2009).

[5] Fátima Zohra Bouaziz, “Bernabé López: Tánger no fue un paraíso para los españoles en la Guerra Civil”. En EFE, (7 de octubre de 2021).

[6] Rocío Velasco de Castro, “La represión contra la población civil del protectorado español en Marruecos”, Hispania nova. Revista de Historia Contemporánea, n.º 10 (2012).

[7] José Antonio Ferrer Benimeli, «Masones del Protectorado español en Marruecos y plazas de soberanía, el 18 de julio de 1936», Actas del Congreso Internacional «El Estrecho de Gibraltar» Ceuta 1987, Madrid: ed. E. Ripoll Perelló, 1988, III.

[8] A esta cuestión dedico un capítulo más extenso en mi último libro Franco y la Masonería. Un terrible enemigo que no se rinde jamás (Oviedo: Masónica, 2022), 123-158.

[9] “Los sublevados, dice Candelaria, se han ensañado a conciencia con todos los que tenían algo que ver con la masonería. A algunos les metieron un tiro en la cabeza entre las mismas paredes del local en donde se reunían; los más afortunados huyeron a todo correr a Tánger o a la zona francesa. A otros se los llevaron para el Mogote y cualquier día los fusilan y a tomar viento. Y probablemente unos cuantos anden escondidos en sótanos, buhardillas y zaguanes, temiendo que cualquier día alguien dé un chivatazo y los saquen de sus refugios a culatazo limpio” (Dueñas, 133-134)

[10] En el comedor de la pensión se repetían cada día, entre otros insultos los siguientes epítetos: rojo vicioso; vieja meapilas; hijo de Lucifer; tía vinagre; ateo; degenerado; masón asqueroso; y adorador de Satanás.

[11] Dueñas, 99 - 101.

[12] Dueñas., 102- 103.

[13] Dueñas, 110-121.

[14] El 9 de febrero de 1939, cuando las tropas franquistas habían completado la ocupación de Cataluña, se promulgó la Ley de Responsabilidades Políticas, un nuevo instrumento de la política represiva del Régimen. En su preámbulo, se establecía que el objetivo de esa nueva Ley era: “Liquidar las culpas (…) contraídas por quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la sublevación roja, a mantenerla viva durante más de dos años y a entorpecer el triunfo providencial e históricamente ineludible del Movimiento Nacional”. De este modo, podrían convivir en España quienes habían luchado para salvar la Patria y la civilización y quienes borrarían "sus yerros pasados mediante el cumplimiento de sanciones justas y la firme voluntad de no volver a extraviarse”. En el artículo primero, se decía: “Se declara la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas, que desde el 1º de octubre de 1934 y antes del 18 de julio de 1936 contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima España y de aquellas otras que a partir de la segunda de dichas fechas se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o pasividad grave”.

[15] La Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo (1 de marzo de 1940) que sufrieron los masones en la España de Franco, junto con la Ley de Responsabilidades Políticas (9 de febrero de 1939) y la Ley de Seguridad del Estado. La dictadura promulgó una serie de leyes especiales, con un complejo entramado represivo, como las Juntas de Incautación de Bienes, el Tribunal Especial contra la Masonería y el Comunismo, los Tribunales de Responsabilidades Políticas y posteriormente el Tribunal de Orden Público cuya documentación se ha conservado en el Centro Documental de la Memoria Histórica y en otros archivos estatales. Juan José Morales Ruiz, La publicación de la Ley de Represión de la masonería en la España de postguerra (Zaragoza: Editorial Fernando El Católico, 1992). 

[16] Dueñas, 122-134.

[17] El 29 de marzo de 1941 se publicó en el Boletín Oficial del Estado la Ley de Seguridad del Estado por la que el régimen franquista institucionalizaba y legalizaba algunos de los mecanismos de represión y limitación de las libertades que más le caracterizaron. La ley se dividía en doce capítulos según el tipo de delitos a los que hacía referencia y algunas consideraciones generales al final. El primer capítulo definía todo tipo de actividad que atacase al régimen franquista, al ejército, o a los símbolos nacionales, destacando el delito de traición a la patria y la tenencia de armas. Para algunos de estos delitos se aplicaba la pena de muerte.

[18] Vicente Moga Romero, Al Oriente de África. Masonería, Guerra Civil y Represión en Melilla (Melilla: Norma Editorial, Centro Asociado de la UNED, 2004-2005); y Francisco Sánchez Montoya, Masonería en Ceuta, Origen, Guerra Civil y Represión (1821-1936) (Ceuta: Ed. libros de Ceuta, 2018).

[19] Dueñas, 133 -134.

[20] El antiguo campo de concentración del Mogote, situado en las afueras de Tetuán fue, junto con el campo de Zeluán (cerca de Melilla) fue el primero de los que construyó el bando golpista. Este centro de hacinamiento fue organizado siguiendo el modelo de los campos de concentración nazis. Debido al calor, los trabajos forzados, las torturas, la falta de alimentación y los fusilamientos arbitrarios, se convirtió en un verdadero infierno donde los presos morían en masa. El campo de concentración de Zeluán estaba ubicado en la alcazaba, a unos treinta kilómetros de Melilla. La alcazaba tenía la forma de un cuadrilátero, de unos 200 metros de largo cada lado, con torres defensivas dispuestas a lo largo de todo el perímetro y una serie de edificaciones construidas en el interior. Zeluán pertenece a la comarca de Guelaya, en la provincia de Nador, en la orilla sur de la gran albufera conocida como Mar Chica por los españoles, o como Bu Erg por los marroquíes. Las mujeres fueron concentradas en el Fuerte de Victoria Grande de Melilla que, sin embargo, siempre tuvo la consideración de prisión. Estuvo en funcionamiento desde el 19 de julio de 1936 hasta, al menos, abril de 1939.

[21]Félix Ramos Toscano y Pedro Jesús Feria, Camino hacia la tierra olvidada. Guerra Civil y represión en el Protectorado español de Marruecos, 1936-1945 (Sevilla: Foro por la memoria histórica de Andalucía, 2016). Y Valeria Aguiar Bobet, La masonería española en Marruecos (Santa Cruz de Tenerife: Ediciones Idea, 2020).

[22] Dueñas, 135-150.

[23] Dueñas, 145.

[24] Velasco de Castro, Rocío, “La represión contra la población civil del protectorado español en Marruecos”, Hispania nova. Revista de Historia Contemporánea, n.º 10 (2012).

[25] Dueñas, 149.

[26] Dueñas, 230- 236.

[27] Susana Sueiro Seoane, “La ciudad de los espías (1940-1945): Tánger español y la política británica”, RUHM, vol. 4, n.º 8 (2015); Bernabé López García, El frente de Tánger (1936-1940) (Madrid: Marcial Pons, 2021); y Fátima Zohra Bouaziz, “Bernabé López: Tánger no fue un paraíso para los españoles en la Guerra Civil”, EFE, Rabat, (7 de octubre de 2021).

[28] El Hotel Continental está en 36 Rue Dar Baroud, Tánger, a pie de playa, cerca de la medina y a cinco minutos del puerto, ofrece vistas panorámicas a la bahía del Mediterráneo. Alberga salones de estilo marroquí con mosaicos tradicionales, y ocupa un edificio del siglo XIX declarado patrimonio nacional.

[29] David Armitage, Las guerras civiles. Una historia en ideas (Madrid: Alianza Editorial, 2018), 181-182.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan José Morales Ruiz

Prohibido fijar carteles

2 de noviembre de 2022 14:08:25 CET

Con el libro Prohibido fijar carteles, Manuel Valero Gómez (Alicante, 1986), obtuvo el III Premio de Poesía de la Facultad de Filología de la UNED, que ahora edita el volumen. Doctor en Filología Hispánica, crítico y poeta, tras una dilatada trayectoria como investigador, ofrece en este poemario una estimulante visión del mundo contemporáneo averiguado en su cotidianeidad y en su apariencia habitual, que examina, con intención crítica y socialmente comprometida, desde la ironía e incluso el sarcasmo. Y lo consigue con una palabra poética dúctil y muy expresiva, brillante y demoledora, mientras su verso se amolda a las exigencias del guion variando en los recursos expresivos, paralelismos y anáforas desplegadas en poemas admirablemente construidos.

Si hay decepción ante nuestro mundo actual, el poeta se revela y resiste con su palabra y con una decidida fluidez expresiva, mientras los maestros, como si de manes clásicos se tratase, protegen al poeta y a sus creaciones: desde Rimbaud o Nicanor Parra y Pier Paolo Pasolini a Luis García Montero o Miguel Hernández, establece Manuel Valero su posición irreductible ante una realidad que descubre con asombro pero que retrata con severidad.

Incluso cuando se plantea una didáctica de la historia, el poeta se enfrenta a nuestro habitual discurrir con la intención de evidenciar, a través de las cuatro partes  y un poema final en que el libro se organiza, cuánto hay de sórdido y repetido en nuestra pobre existencia cotidiana: “Fuera de servicio”: “Instrucciones para tomar el metropolitano”; “A quemarropa”: “Una soledad sin rostro nos asesina”; “Prohibido fijar carteles”: “Responsable la empresa anunciadora”; “Postales perdidas”: “Correos y Telecomunicaciones”; y el “Final”: “Epílogo para (des)empleados”, que concluye un mundo expresivo que ha ido nutriéndose en la sátira de nuestro tiempo conforme el poemario ha ido avanzando hacia su destino, en la lucha permanente que ha hecho posible este libro entre el yo lírico y su interior y las exigencias del espacio vital en el que se ha ido planteando su acceso a esa visión de la realidad que, con tanta entereza y eficacia, ha forjado el libro.

Como señala el prologuista del volumen, Guillermo Laín Corona, este es un libro especial porque el poeta ha sabido hacer confluir en él la intimidad y el compromiso, de manera que reformula en cierto modo la historiografía literaria porque es un poemario neosocial, neoexistencialista, neolírico… y asegura que los poemas de este libro con su anclaje en la tradición no están exentos de modernidad: “Un repaso de la existencia con mucho existencialismo y con no poco fondo de armario literario”. Y mucho más es este libro: sobre todo porque su propuesta es muy original, revitalizadora e innovadora y la forja de su espíritu es solidaria con una visión que atrae al lector por su constante acierto en el compromiso personal mientras que la expresiva palabra poética va descubriendo sentimientos de admiración y al mismo tiempo repulsa ante este complejo mundo de hoy tan vivamente retratado a lo largo del libro.

Estilísticamente, el poeta acierta cuando desarrolla sus poemas con una insistencia en los espacios y en las pausas, que van deteniendo al lector en las palabras clave de cada representación poética, de manera que su original vocabulario y la cohesión de su semántica fortalecen representaciones que destacan por su solidez, pero también por la severidad de sus censuras.

Manuel Valero Gómez no está enfadado contra el mundo pero lo analiza con prevención constante y busca en sus lecturas de apasionado filólogo apoyos para sobrevivir entre las adversidades que va descubriendo y denunciando, hasta el punto de que la intertextualidad en este libro es fortalecedora y desde luego creativa y eficaz: heridas, astillas, calle, miseria, todo alrededor de la intimidad, mientras nuestro autor establece, en un poema antológico, la poética del presente y se plantea para qué sirve la poesía  ante un mundo  que se desenvuelve en la lógica del asedio, entre la estética y la ética, mientras las preguntas se agolpan para entender la historia y la violencia hasta llegar a esa prohibición de fijar carteles que se sublima en su simbolismo vital en el ámbito de un universo convulso hasta borrar el nombre del poeta.

En Prohibido fijar carteles, el poeta ha creado un libro solidario y complejo que ha enriquecido con la multiplicidad de las experiencias enfrentadas a las propias inquietudes y pasiones de su yo lírico, hasta el punto del que el libro se convierte en una continuada lección de convivencia con los demás, con lo heredado y con el propio imaginario, adquirido en la reflexión de propuestas literarias que ejercen su influencia poema tras poema en este libro tan singular.

 

Manuel Valero Gómez, Prohibido fijar carteles, III Premio de Poesía de la Facultad de Filología de la UNED, Madrid, Editorial UNED, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Francisco Javier Díez de Revenga

Un nuevo libro sobre Franco y la Masonería

20 de octubre de 2022 09:31:58 CEST

Publicado en la colección “Historiadores de la Masonería” el libro Franco y la Masonería. Un terrible enemigo que no se rinde jamás del profesor de Historia Contemporánea de España en el Centro de la UNED en Calatayud, fue presentado en el Ateneo de Cádiz, durante la celebración del II Seminario Internacional de Historia de la Masonería, organizado por el Centro de Estudios Históricos de la Masonería Española (CEHME) de la Universidad de Zaragoza.  

“Francisco Franco Bahamonde – escribe Juan José Morales-  el Generalísimo, el Caudillo, el dictador: nunca fue masón, pero estaba obsesionado con la masonería y los masones. De hecho, fue el único Jefe de Estado que firmó una ley implacable para la persecución de los masones. Recién acabada la guerra civil y durante toda su vida repitió insistentemente en numerosos discursos y en más de un centenar de artículos –curiosamente firmados con distintos seudónimos- que había que estar en guardia contra las acechanzas de un extraño contubernio judeo-masónico-comunista, basado fundamentalmente en rancias, pero muy eficaces teorías conspiratorias. En España prevalece todavía la visión más oscura de la masonería; como la de un ente secreto, satánico e infernal, causante de todos los males. Esta visión estaba tan arraigada en la mente de muchos españoles- y probablemente aún lo esté- que por eso los masones tuvieron que esperar unos cuantos años después del fallecimiento de Franco, para poder regresar del exilio. Y algo que también parece muy significativo: la masonería no fue legalizada hasta dos años después que el Partido Comunista de España (PCE). Franco, no podía dormir tranquilo porque estaba convencido de que la Masonería es un terrible enemigo que no se rinde jamás. Esa era la peor de sus pesadillas”.

El profesor Juan José Morales Ruiz se ha especializado en el tema del discurso antimasónico y la represión de la masonería en la guerra civil y durante el franquismo. Es miembro del Centro de Estudios Históricos de la Masonería Española (CEHME) de la Universidad de Zaragoza. En la misma editorial (Masónica.es) ha publicado Palabras asesinas. El discurso antimasónico en la guerra civil española.

Escrito en Sólo Digital Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

 

Hay obras literarias que conforman un cosmos: órbitas lunares, astro que rige, satélites, influencias, meteoritos… Obras literarias que son, acaso, la propia biografía del autor, sin que se trate de textos autobiográficos al uso. La de Marguerite Duras es una obra altísima, con una profundidad renovada, con una intensidad de bosquejo impresionista que nunca sacia del todo la sed. Como las grandes historias. María Cecilia Salas Guerra, psicóloga y profesora de la Universidad de Antioquia y doctora en problemas del pensar filosófico de la Universidad Autónoma de Madrid, es la autora de un ensayo en el que se adentra en el significado último de la escritura de la autora francesa: Marguerite Duras. Escribir la parte de sombra (editorial Swann).

 

“La obra de Marguerite Duras es tremendamente visual”

 

- La sombra de Duras, ¿es alargada, espesa, intermitente...?

- La obra de Marguerite Duras es tremendamente visual. Con palabras, pinta, fotografía y hace montajes con los paisajes, los estados de ánimo, los eventos grandes y pequeños que marcan su vida, o que dan lugar a sus relatos. Podemos decir que su escritura arroja una sombra intermitente que, como el claroscuro, agrega luz y sombra, y nos da la sensación de volumen y profundidad: da vida a las palabras, atiende a la fugacidad de las vislumbres, a esa mirada pasajera que reclama una escritura sutil, marginal, blanca, en la que se atesoran las huellas de acontecimientos nimios pero decisivos, abiertos a infinitos campos de posibilidades, en los que la escritura recomienza con cada libro.

 

- ¿Cómo hacer de la sombra de cada cual un hontanar de inspiración, de creación?

- En su condición de artista, Duras muestra que cada uno hace lo que puede con su parte de sombra, y para ello no existe una clave o una receta. Escribir es algo que se le impone a la escritora como un acto irrenunciable, que la conduce por «lugares pantanosos en los que no se puede apoyar el pie». Su obra, entonces, es un modo singular de hacer con la parte de sombra, es una versión con múltiples aristas y matices, que atrapa o expulsa al lector, y cuando lo atrapa lo exilia de sí mismo o al menos le permite verse un poco desde fuera, atender a ciertas vivencias, escucharse de otro modo, desalojar uno que otro prejuicio.

 

“Escribiendo, Duras se entrega a la soledad, al silencio, a la brutalidad de la vida”

 

- ¿Qué es lo que más le fascina de la obra de Marguerite Duras? ¿Qué hace de ella una autora tan reconocible, indispensable?

- Sorprende esa manera tan suya de tejer la vida en una forma de escritura que es eminentemente femenina, y que constatamos no solo en las novelas sino también en los ensayos, en las conversaciones y en los guiones cinematográficos. Asistimos a un tejido indiscernible que nos interpela, sobre todo en cuanto al deseo no sabido, a la feminidad inatrapable en las redes del saber, a los oscuros lazos familiares, a la convulsa infancia, entre otras experiencias igualmente vitales para cualquier lector.

De igual modo, resulta excepcional la precisión y la sutileza con la que Duras recrea la experiencia de la locura, del arrebato y del exilio, tan frecuentes en sus personajes, por el mismo hecho de que son bastante corrientes en la vida misma.

Escribiendo, Duras se entrega a la soledad, al silencio, a la brutalidad de la vida; se expone al no saber, al enigma de la existencia: muestra con palabras esa otra región, y lo hace sin saber cómo, sin método, por eso no escribe libros «encantadores, sin poso alguno, sin noche. Sin silencio». Ella reivindica los «libros que se incrusten en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento». (Duras, Escribir) O, como advierte en Los ojos verdes: «Escribir es no poder evitarlo, no poder escaparse de ello. Veo [al escritor] bregando consigo mismo, por esos lugares movedizos que lindan con la pasión, imposible de cercar, de ver, y de lo que nada puede librarle. (…) La desdicha maravillosa es quizá aquella tortura, esta invocación que no deja descanso alguno, ese arrebato de uno que le hace sentirse abandonado y perdido cuando termina el libro. Tú lo sabes. Ser para sí mismo su propio objeto de locura y no volverse loco por ello. Eso podría ser la desdicha maravillosa».

 

- Usted dice que el acto de leer es un acto de escucha. ¿En algún momento, el texto, además de hablarnos, nos escucha?

- Leer es un paciente acto de escucha, es decir, de cierto vaciamiento, no de otro modo es posible una mínima receptividad ante el misterioso acto de escribir llevado a cabo por otro ser humano, cuya existencia estuvo tomada por la necesidad apremiante de decir, evocar, reelaborar, hasta sostenerse casi prioritariamente en las palabras, cual funambulista. Leer es escuchar el acto de escribir, que consiste en «callarse y hablar» a la vez.

En ese sentido, el acto de escuchar, como el acto de mirar, es casi siempre de ida y vuelta. Leyendo, de repente somos escuchados por el relato, así como ante la imagen, de repente, somos mirados. En ambos casos, se puede decir que somos certeramente interpelados, que salimos del libro o de la imagen siendo otros.

 

- La obra de Marguerite Duras está “poblada de personajes arrastrados por el desierto del deseo”. ¿Cuándo —de haber esa ocasión— conviene no atender al deseo?

Aunque es la esencia del hombre, el deseo es, habitualmente, no sabido, enigmático, de ahí que no se confunde con las ansias, las necesidades o las aspiraciones. El ser humano es causado por el deseo, tomado por él, como una fuerza que lo empuja y que, eventualmente, casi siempre a posteriori, se despeja un poco. Algunos personajes de Duras se abandonan a esa fuerza oscura que es el deseo, se arrojan hasta la catástrofe incluso, tal como podemos verlo en Lol V. Stein, en el Vicecónsul o en Anne-Marie Stretter, entre otros.

 

“Escribir la infancia es también inventar un lugar en el mundo”

- ¿Hasta qué punto uno puede «escribir la infancia» (toda vez que se cambia de apellido para arraigar aún más su nombre en ella)?

- Escribir la infancia es, para Marguerite Duras, evocar, re-construir, ficcionar, arrojar un poco de luz sobre esa región que es determinante de la vida, pero de la cual apenas sobreviven restos inconexos y destellos que, al escribirlos, atraviesan o perfilan la parte de sombra en la que los seres hablantes se hallan un poco exiliados de sí mismos. Escribir la infancia también es inventar un lugar en el mundo, poblar una geografía antes inexistente, imaginar un origen, traer a colación ciertos rasgos de la madre o del padre…

 

- ¿Qué aporta conocer la vida del autor cuando uno lee su obra? ¿De qué manera la condiciona?

- De la vida de un autor se pueden conocer algunos hechos, narrados por él mismo, casi siempre con matices y diferencias cada vez que los evoca; o referidos por los biógrafos, en el propósito de hacer un homenaje o de evidenciar algunas claves para acercarse a la obra. Pero en alguna medida la biografía es «ofrenda vana» —como dice Pascal Quignard—, y la autoexposición o autobiografía es, en buena medida, autoficción. Por tanto, la vida del autor no se conoce plenamente, y como lectores estamos ante unos personajes que tampoco llegamos a conocer a cabalidad. La misma Duras afirma que no puede conocer a su criatura Lol V. Stein y el lector tampoco: ella deambula, aparece y desaparece, solo la vemos en su errancia, hasta ser presas nosotros mismos de ella, es decir, somos perseguidos y mirados por Lol, como una presencia silenciosa que desconcierta e incita el decir y la especulación de otros, díganse otros personajes que la miran o los lectores que no logran definirla. Tampoco podemos conocer al Vicecónsul, de quien solo nos llegan sus gritos, porque está claro que grita y aúlla como quien reza, del mismo modo que dispara por las noches contra Lahore y contra la India en descomposición, porque no puede hacer otra cosa, dispara para matar por matar.

 

“Todos vivimos en el exilio”

 

- Si tuviera que escoger una de las obras de Duras, ¿Cuál sería y por qué?

Elegiría El Vicecónsul. En primer lugar, porque en esta novela la autora revisita y extiende las geografías de la infancia, que había recreado en Dique contra el pacífico —el libro preferido de Duras al final de su vida—, ampliando en esta ocasión su mirada sobre los efectos del colonialismo: el hambre, la miseria, el exilio. En segundo lugar, porque la autora construye una voz narrativa masculina, la de Peter Morgan, que es quien escribe, y aparece tanto o más implicada que la voz narrativa de Jacques Hold, que escuchamos en El arrebato de Lol V. Stein. Y, en tercer lugar, porque en esta novela se muestra la locura, el extravío y la llamada lepra del corazón con un refinamiento casi clínico. El Vicecónsul nos muestra que, para decirlo con los versos de Henri Luque Muñoz: “Todos somos discapacitados, / Todos vivimos en el exilio, / Todos somos la noche, / Llevamos el misterio en la cara…”

 

- ¿Usted diría que fue una mujer feliz?

- Su obra nos muestra una mujer consecuente con el arduo deseo de escribir, hasta las últimas consecuencias, tanto, que Lacan se pregunta si la «caridad sin grandes esperanzas con la cual Duras anima sus creaciones, no proviene de la fe que usted tiene de sobra cuando celebra las bodas taciturnas de la vida vacía con el objeto indescriptible». Fiel y consecuente con la escritura, con las palabras, hasta el momento final de su vida, tal como podemos leerlo en Esto es todo, hecho a partir de los esbozos intensos y lacónicos que le dictara a su incondicional compañero, Yann Andrea: “A veces estoy vacía durante mucho tiempo./ Existo sin identidad./ (…) / La felicidad es lo mismo que decir, un poco muerta./ Un poco ausente del lugar donde hablo. / (…) Cuando escribo, estoy en la misma locura que cuando vivo./ Me reúno con masas de piedra cuando escribo. Las piedras de la Presa / (…) / Escribir durante toda la vida, eso enseña a escribir. Eso no salva de nada.” 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Aventuras y desventuras de la razón

10 de octubre de 2022 12:11:57 CEST

Quizás la historia de la filosofía, como cualquier historia, deba reescribirse continuamente. Cada momento contempla el pasado desde su propio punto de vista. Y mirar hoy la historia de la filosofía desde una óptica diferente constituye una experiencia única, una aventura sugestiva que nadie ha vivido antes. Exige leer un texto envejecido por los años que esconde un mensaje oculto que debemos descifrar. Y eso pretende hacer aquí nuestro compañero de viaje, cuando conversa con los sabios de antaño y con los lectores de hogaño, un encaje de bolillos que quiere ser fiel a la imagen de siempre, pero reeditándola con las investigaciones recientes para así obtener una imagen nueva que refleje el estado de la cuestión.

Juan Padilla es un profesor de la UDIMA que ha escrito libros sobre Henri Bergson y sobre la escuela de Madrid. Su tesis doctoral, dirigida por Heliodoro Carpintero, versó sobre Antonio Rodríguez Huéscar. Ha trabajado en la edición de las obras completas de Ortega por la Fundación José Ortega y Gasset e investiga hoy sobre temas de muy distinta índole. Es un filósofo por vocación que vive en la filosofía, para quien toda la historia del pensamiento occidental interpela al hombre de hoy, que, por más que lo intente, no puede permanecer de espaldas al desafío máximo de la condición humana y a las preguntas que se hace cuando se enfrenta al sentido y al sinsentido de todo, abrumado por el vértigo del abismo.

Este grueso volumen de setecientas páginas es algo más que un libro de texto. Además de exponer en pocas palabras las ideas de cada escuela y de cada filósofo, con objetividad, con rigor y con las explicaciones necesarias para entenderlas, aporta algunas claves que van descubriendo el sentido general de los cambios de rumbo que se suceden en el tiempo, como el tránsito de la Grecia clásica a la época helenística, el encuentro (o desencuentro) del cristianismo naciente con la Antigüedad pagana, el Renacimiento y la reforma protestante o el surgimiento de la modernidad y de la posmodernidad. Pero no se contenta con ello, sino que además fotografía el contexto en el que las ideas nacen, viven y mueren. Quizás se deba a la influencia de Ortega esta sensación que transmite al lector de que la filosofía vive en la historia, de que tiene que hacerse a sí misma, concebir proyectos en cuya ejecución se topa con facilidades y dificultades. Y todo ello se puede explicar y entender haciendo uso de la razón.

Consciente de que su discurso tiene un argumento, no puede evitar poner un cierto orden en lo que en sí mismo es caos. Y esta dación de forma en una materia informe supone un disimulado acto de creación personal (patente desde las primeras líneas para el lector avisado) que excita la curiosidad. Todo un magma de ideas ajenas que el autor ha repensado en la soledad sonora de su más íntimo ser y que en cierto modo hace suyas.

Aunque es imposible ser especialista en todo, para que este acto de atrevimiento sea fructífero debe abarcar la filosofía (occidental) en su conjunto, porque cualquier idea es antecedente o consecuente de otra. Y el crítico, que no cree en el progreso del pensamiento, debe exponerla teniendo en cuenta lo que hubo antes y lo que vendrá después. Advertir de la relación de cada uno de los elementos del sistema con todos los demás es lo que dota de fuerza y vigor a un relato como este.

El título anuncia ya una toma de postura. Sustituir la denominación tradicional de filosofía por pensamiento supone ensanchar el campo de estudio con incursiones en la ciencia y en la religión para acercarse a lo que Arthur Lovejoy llamó historia de las ideas. Y aludir a las desventuras de la razón implica ser consciente de la relación de amor/odio que, a pesar de los pesares, liga a ésta con la filosofía. Corta sin contemplaciones el autor cualquier cordón umbilical que lleve a confundir la filosofía con la religión. Si aquella es por su propia naturaleza racional, esta “se apoya siempre en algún modo en una vivencia, en una teofanía, en una fe, en una revelación trascendentes que el hombre recibe de la divinidad pero no descubre por sus propios medios” (p. 15). Pero esta declaración de principio no podrá impedir que el irracionalismo se entrometa en la ansiada racionalidad filosófica, unas veces desde ciertas  religiones, otras desde la mística y en el pasado inmediato desde la propia filosofía.

Muchas maneras de pensar deambulan por las páginas del libro: las religiones mistéricas, los sofistas, las escuelas socráticas, los gnósticos, apologistas y Padres de la Iglesia, los escolásticos, los humanistas, los ilustrados, los positivistas y neopositivistas. Dentro de este enjambre abigarrado del pensamiento occidental no se le escapa al autor que hubo quienes cultivaron formas de ser y de vivir al margen de la racionalidad dominante, tachadas casi siempre por los depositarios de la ortodoxia y de la ortopraxis, pese a lo cual una y otra vez renacen de sus cenizas componiendo una corriente subterránea y variopinta de ideas que se resiste a morir y a la que la historia reservará el lugar que le corresponde. Místicos de la primera Edad Media, como el pseudo Dionisio o Máximo el Confesor, y del siglo XIV como el maestro Eckhart y sus seguidores, filósofos perseguidos, como Amaury de Bène o Siger de Brabante, hacen acto de presencia por derecho propio.

Escrito por un español, este libro presta atención a una filosofía española despreciada y silenciada por los nacionales, profesores e investigadores que dirigen su mirada hacia las grandes figuras, de antes y de ahora, nimbadas por la fama y encumbradas por la tradición. Sin embargo, Isidoro de Sevilla llena en Europa todo el siglo VII, Domingo Gundisalvo, Juan Hispano y la escuela de traductores de Toledo propician la recepción en la Universidad de París de la sabiduría antigua en el siglo XIII, los filósofos de al-Ándalus, musulmanes y judíos, Ibn Hazm de Córdoba, Ibn Gabirol, Ibn Arabi de Murcia y otros muchos rayan a la máxima altura en su tiempo y en toda la posteridad. Y, sobre todo, Averroes y Maimónides fuerzan el salto a una nueva escolástica de raíz aristotélica sobre la que se edificarán la ciencia y la filosofía modernas. En este sentido, merecen un lugar destacado en el Olimpo los filósofos del siglo XX Unamuno, Ortega y la escuela de Madrid.

Si los manuales al uso son oscuros y pesados, esta historia es nítida, cristalina, porque lo explica todo, y además lo hace con un estilo literario de gran belleza. Escribir, aunque sea de filosofía, es escribir bien, escribir como se habla, para que el lector goce cada momento del placer del texto. Aunque al filósofo le va la vida en ello, filosofar también es gozar, y el autor lo sabe bien.

El libro es atractivo tanto para el neófito como para el iniciado. Al primero sirve para hacerse una idea muy completa de cuáles son las líneas maestras del pensamiento occidental, que verá explicadas con claridad y al mismo tiempo con todo el rigor, huyendo de las deformaciones divulgativas al uso. Quien conozca la filosofía de Platón o Schopenhauer también disfrutará leyendo entre líneas y descubriendo sutilezas, nuevas interpretaciones, datos históricos relevantes e incluso filósofos hasta ahora poco conocidos.

Juan Padilla es orteguiano, quizás el último filósofo de la escuela de Madrid, que además se siente orgulloso de serlo. Y, con ello, da vida a una filosofía de otra época, que marcó a fuego durante mucho tiempo la historia intelectual de España, y no sólo de ella. Desde el momento presente, fiel a sí mismo y a su punto de vista, reactualiza una manera de hacer filosofía y de entender la tradición que abre nuevas vías para la comprensión de los problemas eternos.

El libro no llega hasta el día de hoy, porque el autor alberga el convencimiento de que sólo se puede hacer historia del pasado y, por tanto,  serán otros quienes en el futuro cuenten lo que está sucediendo ahora. A pesar de todo, despierta la curiosidad del lector, que quiere saber dónde y cómo termina el relato, después de un siglo XX caótico e ininteligible. Pues bien, sin querer desvelar el desenlace, entre las últimas corrientes de pensamiento y de la ciencia inserta el autor un capítulo dedicado a  la ciencia de las religiones y la teología, en el que trata del surgimiento de la nueva fenomenología de la religión y de la crisis del modernismo dentro de la teología católica.

Mezcla de tradición y originalidad, esta historia, filosófica o crítica, de la filosofía occidental, será una fuente de estudio e investigación a la que habrá que volver una y otra vez para contrastar con el autor los descubrimientos, nuevas ideas, hipótesis y corazonadas que vayan apareciendo a lo largo del camino, porque la filosofía no se puede separar de su historia.

 

Juan Padilla, Aventuras y desventuras de la razón. Historia del pensamiento occidental, Centro de Estudios Financieros, Madrid, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Florentino Alaez Serrano

Una de las antologías más famosas del XX en castellano fue la que compiló José María Castellet en 1970. Nueve poetas agrupados en la “coqueluche”, los más jóvenes, con querencia a la cultura pop y contracultura (Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, Guillermo Carnero, Ana María Moix y Leopoldo María Panero) y los «senior», feligreses de la cultura clásica: Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión y José María Álvarez.

Licenciado de Filosofía y Letras, desde que publicase su primer poemario (Cuadernos de arte y pensamiento, 1959), José María Álvarez (Cartagena, 1942) ha ido tejiendo una colosal obra, a lo largo de treinta años, que ha reunido bajo el epígrafe Museo de cera, con diferentes ediciones y sus pertinentes ampliaciones. Poeta épico, los suyos son versos que cantan a los clásicos, haciéndolos cuaderno de bitácora en un mundo en decadencia. Un deseo tumultuoso, con voluptuosidades obscenamente hermosas, un apurar la vida en sus vertientes más hedonistas, una constante reivindicación de la memoria y de la cultura pueblan sus poemas, traducido a numerosos idiomas.

Traductor de Cavafis, Stevenson, Jack London, Shakespeare, Hölderling o Maikovski, entre otros, su novela La esclava instruida obtuvo el Premio Sonrisa Vertical (1992). Ha conocido (e intimado) con alguno de los autores imprescindibles del XX, como Cioran, Borges, Onetti, Octavio Paz o Raymond Aron. Viajero inmarcesible, siente debilidad por Venezia o Istambul—como gusta escribir—, París o Cartagena.

 

- Recuerdo una de mis primeras entrevistas, con Buero Vallejo, que me confesó que estaba un tanto harto de que, cincuenta años después, se le siguiera conociendo y preguntando por Historia de una escalera, como si no hubiera escrito nada más en su vida. A usted, que le pregunten por los Novísimos, ¿le irita, le hastía, le enorgullece?

- A mí me da lo mismo. Agradezco haber sido incluido en ese libro, porque
—sin duda— nos sirvió para ocupar un espacio que nos hizo más conocidos. Lo importante, culturalmente, es ver hoy qué queda y a dónde ha llegado cada uno de los antologados.

 

“El ser humano se ha vuelto más domesticado”

- Pienso en textos de Miller, de Lawrence, de Witkopp (acaso la última escritora libertina), Sade o Apollinaire. Me llevan, de otro modo, a su espléndida novela La esclava instruida, y no estoy segura de que, de nuevas, alguien publicase un texto así. ¿Nos hemos vuelto más pacatos?

- Más pacatos, no… Más domesticados —y espero no incluirme en esa masa—, sí. Es inconcebible cómo gran parte de la sociedad ha aceptado esta especie de lobotomía sexual que arrasa lo que verdaderamente somos, lo que es el ser humano. Pero, bueno, no es sino uno más, aunque puede que esencial, de los crímenes incesantes de la intelligentsia y los gobiernos, como toda esa patraña de la ideología de género, la falsificación de la Historia, la destrucción de la Memoria. En fin… el basurero en que han convertido el vivir.

 

“El deseo ha hecho posible una vida digna”

“Como la hiedra a una pared vieja / el deseo se agarra a mi alma”. ¿Qué papel ha de desempeñar el deseo en nuestras vidas?

- La ha hecho posible, quiero decir, como vida digna.

- Me resulta curioso que titulase su obra completa Museo de cera, porque sus poemas están vivos, apasionados, vehementes, lo contrario a que quietud mórbida que convoca un Museo de cera…

- En realidad, fue el título que nació al mismo tiempo que el primer poema de ese libro, allá por el verano de 1960, en París. Y puede que sea lo que, en realidad, es Museo de cera: un museo. Y «de cera» porque es en lo que estamos convirtiéndonos. Se ve que fue una premonición.

 

“No creo que pueda haber ética sin adoración de la belleza”

- Leyéndole, da la impresión de que antepone la belleza, la estética, a la ética…

- Todo es lo mismo. Yo no creo que pueda haber ética sin adoración de la belleza, sin lo más alto que podamos conseguir estéticamente, sin el constante decantar la cultura.

 

- Como tantos otros intelectuales, usted orbitó en el Partido Comunista. ¿La cuestión es estar siempre frente al poder? ¿De qué modo ha de comprometerse políticamente un poeta —si es que ha de hacerlo—?

- En los viejos años 60 —y he escrito mucho sobre esto— y en España, el Partido Comunista era la única oposición al régimen. Y, además, éramos muy ignorantes, muy fácilmente manipulables. En Francia sucedía lo mismo, y en casi todas las naciones… menos las que estaban sufriendo el horror, horror que se nos ocultaba. Pero, de todas formas, mi labor como «compañero de viaje» fue muy corto y lleno de dudas; desde los setenta, lo que he ido siendo, e in crescendo, es un anticomunista feroz. He contado sobre todo esto en mis libros La insoportable levedad de la libertad, Los decorados del olvido y Manifiesto de Villa Gracia.

 

- “Oh, ebria la Fortuna”, canta uno de sus versos. ¿Se puede vivir sin dioses? ¿A qué precio?

- Creo que no. De todas formas, de lo que se trata es de formas de adoración, y yo, lo que siento más cercano a mí en esa literatura fantástica, son aquellas del antiguo mundo griego. Desde luego, lo que no se puede es vivir sin adoración de la trascendencia.

 

“No concibo la vida sin épica”

- “Oigo los hierros de la Ilíada…” ¿Puede ser épica una vida vivida en el siglo XXI?

- Yo no entiendo, no concibo la vida sin la épica. No hace mucho, precisamente, hablé sobre lo bien que le vendría a casi toda la actual poesía, no sólo española, un «paso» por Kipling, por ejemplo. Y claro está que por Homero, Virgilio… o Shakespeare…

 

- ¿En qué se resume “el botín del mundo”?

- En la libertad y en la desaparición de los necios.

 

- Cortázar, Borges, Vargas Llosa, Aleixandre… de todos los personajes que ha conocido, ¿cuál le ha causado una impresión más honda?

- Oh… muchos. Borges, Espríu, Raymond Aron, Ferruzzi, Giarcarlo Ivancic, Onetti, García Márquez, Jean-François Revel… no sé, son tantos… Y no sólo que haya conocido personalmente, sino los leídos, los contemplados, los escuchados. ¿Qué sería yo sin Shakespeare, sin Tácito, sin Velázquez o Rembrandt, sin Mozart, sin Bach, sin Gibbon, sin Stevenson, sin Lampedusa, sin Hölderlin, sin Baudelaire, sin Manrique, sin Flaubert, sin Stendhal, sin Tocqueville, sin Hayek y von Mises, o sin Popper, sin Kavafis, sin Nabokov, sin Alfonso Reyes, sin Quevedo…? Yo qué sé; la lista sería infinita.

 

“Las masas no tienen nada que ver con la cultura”

- Si “los animales buscan el oro”, usted parece buscar, verso tras verso, el esplendor vital en la dialéctica cultura clásica/cultura de masas…

- Las masas no tienen nada que ver con la cultura. Yo busco… y acaso ni busco, sino que, como decía Picasso, “encuentro”.

 

- “¿Sabes lo que me preocupa, lo que / a veces me inquieta? /                                     Imaginar que no hay salida / en tu descenso a los Infiernos, / hilo que te asegure regresar”. ¿Conviene atravesar el infierno? ¿Qué disposición de ánimo ha de tenerse para salir de él?

- El infierno lo atravesamos con excesiva frecuencia. Y, sin duda, es fundamental ese hilo de Ariadna que nos permite volver. Y ese hilo es precisamente lo que ahora se pretende, y acaso se consiga, destruir: lo que somos de verdad, nuestra memoria.

 

- ¿Cómo saber que lo vivido ha merecido la alegría de recordarlo?

- Si lo ha guardado la memoria es porque se lo merece.

 

- Homero, Aquiles, Plutarco, Virgilio, Teseo, Ulises, Patroclo… de todos los personajes clásico que habitan su poesía, ¿por cuál siente debilidad? ¿Por qué no Eneas?  O Alejandro Magno. ¿Cómo saber qué o quién merece ser pálpito de un poema?

- Está en la emoción que su recuerdo nos regala. Pero pocas veces —o ninguna— existe sin pasar antes por un espacio que sólo al Arte pertenece.

 

- ¿Qué se hace cuando uno “tiene la Luna en la palma de la mano”?

- Asombrarse.

 

“Creer en el mas allá es un acto de fe que mis dioses no me han concedido”

- ¿Mantiene la certeza de que “no hay nada / más allá de la tierra que piso”?

- Bueno… Yo soy agnóstico. Toda otra conjetura, afirmación o negación, creo que precisa de un acto de fe que mis dioses no me han concedido.

 

- Vive entre París y Cartagena, y es un hombre que ama viajar. ¿De qué modo condicionan y transforman los lugares a uno?

- Cada día amo menos viajar. Viajo, pero lo detesto. La calidad de los medios, la cantidad de gente que nadie sabe por qué están ahí… la calidad de todo, las ciudades que están haciéndose insoportables por el tráfico. Y, sobre todo, cómo van perdiéndose tantas librerías, haciéndose desagradable la visita a museos, etc. Donde más vivo es en París y en Villa Gracia, con escapadas a Venecia o a Budapest, porque otras ciudades, digamos «de mi vida», como Alejandría o Istanbul, o San Petersburgo, o New York, cada vez tienen más inconvenientes, limitaciones para el gozo, normativas irracionales.

 

“Los únicos héroes son los que luchan contra toda ideología miserable?

¿Quién fue, a su juicio, el último héroe del que tengamos constancia?

Ni idea. En este momento, los únicos que me parecen héroes son los que luchan contra toda ideología miserable (género, multiculturalismo, pensamiento «correcto», ecologismo delirante, falsificación de la Historia, abolición de la Memoria, etc., etc., etc.)

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Distopía milagrosa

30 de septiembre de 2022 14:20:52 CEST

Martín Lasalt (Montevideo, 1977) es uno de los narradores con mayor proyección de su generación, habiendo recibido ya varias distinciones nacionales relevantes. Es autor de las novelas La entrada al Paraíso (2015), Pichis (2016), La subversión de la lluvia (2017) y el volumen de cuentos Un odio cansado (2019). Ha colaborado en volúmenes colectivos y antologías como 8cho & 8cho (2014), 13 que cuentan (2016), 25/40 Narradores de la Banda Oriental (2018), Las historias que Fressia no contó (2018). En 2020 fue premiado con una beca a la creación artística del Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay para trabajar en su próxima novela, de la que esperamos poder dar pronta noticia.

Después de que en 2019 sus obras cruzaran el Río de la Plata y el Atlántico por primera vez, para editarse en Argentina y en Francia, este 2022 arriba a tierras valencianas de la mano de la editorial ‘Tiempo de papel ediciones’ con la que fuera su segunda novela Pichis. Lasalt narra sus historias desde un prosa que llega al lector ágil y liviana, se acerca a las sensaciones del momento para revelarlas, se detiene en los pensamientos, en las ideas y hasta en las grietas de la lógica y lo cabal, en las que sus personajes hacen incursiones de apnea, abriendo el pecho al reto del abismo. Los protagonistas de sus novelas —y esta no es una excepción— son vidas alejadas del canon moderno del éxito, son corrientes de voluntad a la sombra de un destino que no entrega el deseado amparo. Y, es que, si entendemos por certidumbre lo que prevemos puede pasar y por milagro aquello que no cabía plantearse como el “resultado lógico de los acontecimientos”, Pichis nos presenta los milagrosos episodios de dos parias (dos pichis, que es una forma despectiva de designar a las personas sin hogar en esas tierras rioplatenses) en su diáspora por una miseria asumida y —por ello y en algunos momentos— invisible a sus propios ojos.

El Cholo y la Chola deambulan por la gran ciudad hurgando en los desechos cotidianos, en la irrealidad, en la esencia de nuestra sociedad como antítesis reveladora de nuestra naturaleza, al tiempo que su distopía milagrosa (por incierta y por su velado homenaje al realismo mágico) también se mezcla con el realismo más descarnado. Estos vagabundos no esperan a Godot, de hecho no esperan sino encontrar algo (cualquier cosa) que les alivie del peso del instante, satisfaciendo el hambre de todo, la ignorancia de todo, la carencia oceánica en la que naufragan y para la que no hay más sol que el calor indulgente de su autocompasión y —a veces— de la complicidad con ese otro pichi con el que se comparte la suerte nefanda.

Montevideo es el personaje silente, se muestra como un Gobi en el que no se ha de hallar provisión alguna, ni refugio, ni salida triunfal. Pero en el infierno también hay belleza, hay amor, hay una luna rebosante de magia. Lasalt tampoco priva a sus desdichados pichis del placer de sentir esa grandeza de nuestra condición humana que se nos revela con el breve fulgor de alguna dicha que, aunque sea pasajera, nos colma de agrado como, sin duda, lo hace esta obra sorprendente e ingeniosa con la que podemos acercarnos a las letras uruguayas y que obtuvo una mención especial del Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay en el año 2018.

 

Martín Lasalt, Pichis, Tiempo de papel, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

El semáforo

26 de septiembre de 2022 09:41:10 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tú esperas sentada en un banco

junto al semáforo.

Él se acercar al lugar.

Camina desde el otro lado

de la gran avenida.

Reconoces su forma de caminar

desde bastante lejos.

Aunque lejos, te ve y te saluda.

El semáforo se ha convertido

en un punto de encuentro

y en un punto de partida también.

La vida es frágil,

como un vaso siempre dispuesto

para brindar o derramarse.

Mirar se ha convertido

en un ritual impuesto

entre cosas y espacios sin resolver

de mimos y automóviles.

Todos los viernes, a las cinco y media.

Treinta segundos para cruzar,

esta mirada no es suficiente.

Escrito en Sólo Digital Turia por Francisco Gálvez

Un libro lleno de rayos de luz

22 de septiembre de 2022 12:22:28 CEST

Tere Irastortza Garmendia nació en Zaldivia en 1961 y reside en Olaberria. Profesora, creadora del master de escritura Idazle Eskola en UNED-Bergara. En 1980 publicó su primer libro de poesía, Gabeziak, y desde entonces ha compuesto una obra poética muy prolífica. Ese mismo año ganó el Premio de la Crítica de poesía en euskera por esta obra.

Hostoak. Gaia eta gau aldaketa (1981) recibió un accésit del Premio Resurrección María de Azkue. Este trabajo fue publicado por la Caja de Ahorros de Bilbao tras la concesión de su premio en 1982.

En 2003 repitió el Premio de Crítica Nacional con Glosak esana zetorrenaz. Así mismo, fue nominada finalista en el Premio Nacional de Poesía.

Sin dejar de lado la poesía, también ha abordado el ensayo, publicando en 2008 Izendaezinaz, que trata sobre el concepto de Dios y su innombrabilidad y la humanidad del siglo XXI,1112 y en 2017 Txoriak dira bederatzi, repleta de reflexiones de la autora, aforismos, poemas, etc, finalista también del Premio Nacional de Ensayo.

Tere Irastortza también se dedica a la traducción, traduciendo del catalán la obra de Marià Manent y del francés la de Edmond Jabès y la de Marina Tsvetáyeva.

La poesía en lengua euskera es rica, y en ese contexto, la poesía escrita por algunas poetas mujeres es realmente interesante. Pero por desgracia, salvo algunos nombres que siempre representan al grueso de un panorama más amplio, no son suficientes las traducciones al castellano, para poder conocer una poesía particular, con características únicas y propias. Por eso es de celebrar la edición bilingüe por Olifante el libro publicado primero en euskera por Pamiela en 2015, Llenabais el mundo. Mundua betetzen zenuten, en traducción de la autora.

Pero vayamos al libro, al tomarlo en las manos nos atrae su título, de la metáfora, fluida, esa coma que parte, que separa y a la vez añade, es la punta de un hilo que nos invita a tirar, seguir un recorrido que nos irá deteniendo en cada poema, un ovillo que es vida, es pensamiento, y es luz.

La poesía de Tere Irastortza es, quiero decirlo con admiración, asentamiento, poso lento, de vivencia personal. La poeta mira hacia adentro y busca en un recorrido vital en el que la lengua, el vehículo de la escritura, es doble. Y eso le hace descubrir un peso, la obliga a hacer una elección. Cuando aparece la necesidad de elegir, cuando surge una dificultad de tanto calado, y la persona se ve obligada a cuestionarse y a cuestionar todo el entorno recibido, salta la luz.

Conviven dos formas de comunicar, lo que la poeta descubre en su manera de acercarse al entorno, y aquello que acaba imponiéndose a la hora de destacarlo en la escritura. Dos conceptos, elige uno pero ambos conviven, se complementan, insisten y se salta a la superficie algo nuevo, para darle un sostén a una peculiar y definitoria experiencia. Y por todo eso la lengua tiene un peso, que hay que ir limando, definiendo, cortando, hasta dejar el lenguaje en pura médula, arrancando capas de lo evidente, y destacar aquello que punza.

Escribir es por supuesto una manera de traducir. La poeta crea lentamente su universo personal acumulando lecturas y experiencias, y con las influencias y la insistencia en los poetas cercanos, se encuentra el camino. Traducir un universo personal, pasarlo a escritura, limarlo, ajustarlo. La poesía de Tere Irastortza es un ejercicio límite, por un lado, y un equilibrio, por otro, entre el silencio tan buscado aquí y cultivo de una mirada única. Relacionar mundos, hacerlos propios, un “sentimiento abierto”, adueñarse, sin miedo, sin prejuicios, de todo lo que resulta necesario: “Si todo no será, finalmente, nada – si la nada no proviene del / Todo – si todo no es, incluida la nada – todo lo que es.”

Hay un hilo comunicante entre realidad vivida, experiencia propia, y me atrevo a decir - sueño. Ese estado en el que todo es permitido y que abre el subconsciente, del que evidentemente la poeta se nutre, es aquí una vía de conocimiento, y sin llegar a ser un ejercicio cercano a las teorías del surrealismo, el sueño le permite llegar más allá, indagar y dudar, ver y sentir, descubrir y descubrirse. Hay una manera de pensar que busca la aclaración, una explicación que se comparte entre poeta y lector, el lector puede entrar y estar, y así vemos en este poema de la p. 63: “Recuerdo que comentabas / que ella olvidaba cubrir la comida en el frigorífico, / y que temías que desvariara, / pues últimamente cambiaba de lugar / los zapatos y otras cosas por el estilo.”

Pero la poeta sabe que sea como sea hay que apoderarse de algo indebido, de la vida, de la otra existencia, y de esa forma abrir un espacio desconocido que tanto la diferencia. Llenabais el mundo. Mundua betetzen zenuten es un libro lleno de rayos de luz, es un libro flecha, dardo, un punzón. Un escalpelo que pincha y suelta todas las preguntas y posibilidades sobre la propia identidad, la propia de la autora, la nuestra como lectores, con tanta precisión que constatarlo hasta duele. Escribir con todas las palabras, pero las palabras justas, aquellas que son imprescindibles, y acompañada de una lupa para ir cultivando el asombro. Todo para convivir con la libertad, absoluta libertad personal.

 

Tere Irastortza Garmendia, Llenábais el mundo, Zaragoza, Olifante, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rodolfo Häsler

Con motivo de la publicación de una nueva edición bilingüe de “A room for one’s own” de Virginia Woolf con el título de “Un cuarto para ella sola”, con traducción, introducción y notas de Enrique Girón y Andrés Arenas (Editorial Langre, 2022), hemos preguntado a una serie de destacadas escritoras españolas acerca del significado y la transcendencia de esta obra:

 

1. ¿Qué significa para ti el concepto de "una habitación propia"?

2. ¿Cuál es, a tu juicio, el legado de este ensayo de Virginia Woolf hoy en día?

 

LAURA CASIELLES (Pola de Siero, Asturias, 1986) es poeta y periodista. Es autora de los libros Soldado que huye (2008), Los idiomas comunes (XIII Premio de Poesía Joven Antonio Carvajal y Premio Nacional de Poesía Joven Miguel Hernández en 2011), Las señales que hacemos en los mapas (2014) y Breve historia de algunas cosas (2017). Licenciada en Periodismo y en Filosofía, tiene un máster en estudios árabes e islámicos contemporáneos, y en su doctorado se ha especializado en la memoria de la colonización española en Marruecos y el Sáhara Occidental. En este campo ha publicado la investigación Los cantos inolvidables. Souffles: una revista marroquí de poesía y política entre el colonialismo y los años de plomo (2018) y dirigido el documental web Provincia 53. Memorias cruzadas del Sáhara Occidental. Como traductora del francés ha publicado la antología del poeta marroquí Abdellatif Laâbi Desde la otra orilla (2017). En los últimos años se ha dedicado también a la comunicación política. En la actualidad colabora con diversos medios y proyectos, y está especialmente vinculada a la revista La Marea, en la que escribe habitualmente y co-coordina la sección de cultura.


1. Para mí es un concepto que tiene un significado muy explícito y material: no se puede escribir, ni dedicarse a ningún otro arte, si no se tiene un espacio personal, no solo en términos físicos, sino también de disposición: un tiempo no dedicado a las labores productivas y reproductivas, unas condiciones de vida dignas, en definitiva, la posibilidad de cerrar la puerta a las obligaciones de la cotidianeidad y centrarse en la labor creativa de modo suficientemente intenso. Virginia señaló cómo eso había sido particularmente difícil para las mujeres, que jamás podían cerrar la puerta de una habitación porque toda la casa era su responsabilidad, y todo el tiempo, tiempo dedicado al cuidado de las demás personas. Pero el concepto se estira: podemos aplicarlo también en términos de clase, de origen cultural, de situación vital. Históricamente, muy poca gente ha tenido una habitación propia destinada al trabajo creativo: solo un puñado de hombres blancos y con dinero. No parece casual que sean ellos los que constituyen el 90% de un canon que se nos ha vendido como medido por la excelencia, sin prestar atención a todo esto.

2. Sigue muy vigente, sigue siéndonos muy útil para pensar. Por un lado, pese a los muchos avances en materia de igualdad, ¿no sigue siendo cierto que las mujeres tienen más difícil que los varones cerrar la puerta de su estudio para ponerse a trabajar en sus obras? En este ámbito como en todos, la conciliación es más difícil para nosotras, por muchos patrones heredados cuya deconstrucción lleva mucho tiempo y mucho trabajo. Por otro lado, el concepto se sigue extendiendo y se puede aplicar de nuevas maneras. Además de ser útil también para pensar en otras discriminaciones, como decíamos en la pregunta anterior, las nuevas formas de precariedad renuevan la pregunta: ¿Quién tiene hoy un cuarto propio, en casas diminutas y carísimas como las que habitamos? ¿Cómo se cierra la puerta a las distracciones cuando la labor de escritura se tiene que combinar con infinidad de pequeños trabajos de supervivencia? ¿Qué podemos crear en un mundo acelerado y voraz que rara vez deja ocasión para construir un espacio, un tiempo personal seguro, sereno y fértil para el pensamiento y la belleza?


RAQUEL FERNÁNDEZ MENÉNDEZ (Salas, Asturias, 1993). Poeta e investigadora. Doctora en Género y Diversidad (mención internacional) por la Universidad de Oviedo. Sus líneas de investigación se centran en las relaciones entre género y autoría en la cultura española contemporánea. Como poeta, ha publicado, entre otros, El llibru póstumu de Sherezade (Premio Nené Losada y Premio al meyor llibru n'asturianu del 2017 de la Tertulia Malory).         

 

1. Una habitación propia es un lugar físico o simbólico en el que las mujeres cuentan con los recursos materiales necesarios para leer, escribir y llevar a cabo cualquier otra actividad creativa.

2. La obra de Virginia Woolf cuenta aún con una gran vigencia y sigue suscitando un acalorado debate en torno a la pertinencia o no de defender que, para escribir, sea necesario tener un cuarto propio. ¿Acaso no es posible escribir desde otros lugares: una cocina, el sofá de un pequeño apartamento, una sala de lactancia, un hospital? Por otra parte, el que Remedio Zafra haya llamado la atención sobre los "cuartos propios conectados" (a Internet) nos ha hecho pensar sobre nuestra relación con la cultura en red y la importancia para el feminismo y las alianzas entre las creadoras culturales. Por último, el aislamiento y el cierre de los lugares públicos para la escritura y estudio -bibliotecas, salas de estudio, cafés– a raíz de la crisis sanitaria ha dotado de una nueva significación a la noción de habitación propia, subrayando su relevancia en lo que concierne a la creación cultural de las mujeres.


OLGA MERINO (Barcelona, 1965). Novelista y docente. Licenciada en Ciencias de la Información (Universidad Autónoma de Barcelona) y máster en Latin American Studies (University of London). Ha vivido en Londres y en Moscú, en esta última ciudad como corresponsal de El Periódico de Catalunya durante la transición del comunismo a la economía de mercado. Ha publicado las novelas: Cenizas Rojas (Ediciones B, 1999), Espuelas de papel (Alfaguara, 2004), Perros que ladran en el sótano (Alfaguara, 2012) y La forastera (Alfaguara, 2020). Traducciones al italiano, neerlandés, inglés, chino, árabe, griego y francés. En 2006, obtuvo el X Premio Mario Vargas Llosa NH de Relatos por el cuento “Las normas son las normas”, ambientado en la guerra de Crimea. Actualmente es columnista de El Periódico y profesora en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès.

 

1. Recuerdo haber leído Una habitación propia a los 27 años, y que me iluminó la cabeza la claridad y contundencia de su mensaje: “Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas”. Con el paso de los días, no obstante, fue quedándome la sensación de que Virginia Woolf escribía desde una posición privilegiada, de quien puede permitirse pasar una tarde entera en el Museo Británico, pasear por Bloomsbury, divagar, escribir… ¿Cómo podía obtener una mujer 500 libras anuales en 1929? ¿Trabajando de costurera?, ¿en la fábrica?, ¿de criada? Es un ensayo brillantísimo, como lo era ella, pero le falta, creo, la perspectiva de clase social. El factor socioeconómico. En este sentido, me pareció muy acertada y reveladora la novela de Alicia Giménez Bartlett Una habitación ajena (1997), donde la autora da voz a Nelly Boxall, quien trabajo durante veinte años como cocinera y criada en casa de los Woolf. Ella ni siquiera tiene una habitación. Duerme en el desván, con otra chica de servicio

2. El ensayo sigue pareciéndome muy vigente. Porque es un clásico. Y porque señala la absoluta necesidad de independencia económica para las mujeres. No solo para la creación artística; también para la vida, para la libertad.


SARA MESA (Madrid, 1976). Estudió Periodismo y Filología Hispánica; posteriormente trabajó como funcionaria. Si bien se inició en la poesía con Este jilguero agenda (2007, Premio de Poesía Miguel Hernández), es ante todo una narradora. Ha publicado tres libros de relatos: La sobriedad del galápago (2008), No es fácil ser verde (2009) y Mala letra (2016). Y seis novelas: El trepanador de cerebros (2010), Un incendio invisible (2011), Cuatro por cuatro (2013, Finalista del Premio Herralde), Cicatriz (2015, Premio Ojo Crítico de Narrativa), Cara de pan (2018) y Un amor (2020). También es autora del ensayo Silencio administrativo (2019).

 

1. Para mí, la habitación propia no es solo un espacio físico. Es, sobre todo, un concepto mental, y tiene que ver la independencia económica, la libertad, la defensa del espacio propio, soledad y tiempo para escribir. Casi “ná”.

2. El ensayo sigue vigente y de hecho se han publicado nuevas ediciones para hacerlo accesible a nuevas generaciones. Me consta que chicas jóvenes lo leen. El legado tiene que ver sobre todo con una idea central en Woolf: el dinero. Las mujeres no deben depender económicamente de los hombres. Esta idea parece ya asumida, pero todavía hay que insistir en ella, sobre todo en épocas de crisis económica.


ROSA MONTERO (Madrid, 1951). Escritora y periodista. Estudió Periodismo y Psicología y desde finales de 1976 trabaja de manera exclusiva para el diario El País, en el que fue redactora jefa del suplemento dominical durante 1980-1981. Ha publicado numerosas novelas (las más recientes son Los tiempos del odio y La buena suerte) con las que ha obtenido algunos de los premios más importantes nacionales e internacionales. También ha publicado el libro de relatos Amantes y enemigos y dos ensayos biográficos, Historias de mujeres y Pasiones, así como cuentos para niños y recopilaciones de entrevistas y artículos. Su obra está traducida a más de veinte idiomas, es Doctora Honoris Causa por la Universidad de Puerto Rico y Premio Internacional Columnistas del Mundo 2014. En 2017 fue galardonada con el Premio Nacional de las Letras.

 

1. Una habitación propia hoy para mí significa más que una habitación propia para escribir. Y para ella también, claro, significaba mucho más. Significa el espacio propio en tu vida que dediques a la escritura y que dediques a tu propio deseo. Es decir, creo que una de las cosas en las que todavía no hemos acabado de superar el sexismo en el que también nos educan a nosotras porque el sexismo, el machismo, es una ideología en la que nos educan a hombres y mujeres y todos tenemos que librarnos de ella. Y uno de los rincones más difíciles para liberarse para las mujeres es el hecho de respetar el propio deseo, de poner el propio deseo en un lugar de preeminencia, porque las mujeres viven tradicionalmente en el deseo de los otros, siempre potencian, pasan por delante el deseo de los padres, de los novios, de los maridos, de los hijos, de todo el mundo… Escribir, pongamos, concretamente, el deseo de escribir. Bueno, siempre… he encontrado a tantas chicas, empezando a escribir, que hablan como si fuera un hobby… “bueno, sí, es que escribo cositas” … ¿Cómo que escribo cositas? No hay tíos que digan “escribo cositas”, ¿no? Entonces, respetar tu propio deseo y colocarlo en un lugar de preeminencia en tu vida, eso es la habitación propia, esa es la habitación propia. Y esa es la que es verdaderamente difícil de tener.

2. Y el legado de este ensayo de Virginia Woolf pues sobre todo es que acuñó, digamos, esa idea que es tan perfectamente elocuente y tan plástica y tan, tan, tan formativa de nuestra mirada sobre el mundo. O sea que creo que fue […] Tenía una gran cabeza. Virginia Woolf era una mujer con una capacidad intelectual muy importante. Entonces, poder concretar, poner el dedo en la llaga de esto que estoy diciendo, en ese espacio propio que nos falta tanto y que es un espacio interior. Por eso creo que hizo que pudiéramos conseguirlo de una manera más fácil o por lo menos nombrar nos permite conocer lo que somos, lo que no somos, lo que nos falta. Nombrar las cosas nos permite ser dueñas de ellas, de alguna manera. Así que, bueno, le debemos, desde luego que le debemos mucho.


SARA R. GALLARDO (Ponferrada, León, 1989). Poeta e investigadora. Doctora en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid, con una tesis titulada La construcción de la(s) subjetividad(es) en la autonovela familiar contemporánea: escritura, memoria y cuerpo en la literatura en español. Ha publicado los libros de poemas Epidermia, Berlín no se acaba en un círculo y ex vivo. Escribe asiduamente en Pikara Magazine. Actualmente es investigadora posdoctoral gracias a las ayudas Margarita Salas en la Universidad de Münster.

 

1. Para mí, la habitación propia hoy en día no tiene tanto que ver con la libertad individual, ya rebatida y creo que superada por movimientos culturales y filosóficos posteriores, sino con la capacidad de articular un discurso emancipador desde la precariedad que nos atraviesa a muchas mujeres creadoras o escritoras. Entender que el lugar que ocupamos no es propio, sino que es interrelacional: gracias a otras y otros estamos donde estamos (recomiendo mucho Ella pisó la luna. Ellas pisaron la luna de Belén Gopegui, en este sentido). Reivindicar el valor material de nuestro trabajo (defender la profesionalidad de nuestros quehaceres artísticos y la obligación de cobrar por ellos) y, por último, entender que la habitación propia nunca va a poder existir sin el trabajo de cuidados (propios y ajenos): solo desde ahí esa habitación podrá ser un espacio de resistencia donde quepan otras muchas con menos voz y menos espacio.

2. Uno de los mayores legados de Una habitación propia es la lectura feminista con que se dotó a este texto y, más específicamente, la lectura materialista con perspectiva de género. Esto es, creo que entender la libertad individual en el mundo actual (o desde principios del siglo XX) como una independencia económica puede que no parezca muy revolucionario, pero lo es: ataca directamente a una de las causas principales de la no emancipación de las mujeres frente a sus padres y maridos. Pocas veces se analiza el campo literario desde el materialismo y, cuando se hace, muchos de sus artefactos simbólicos quedan desactivados (p. ej.: el canon).


MARTA SANZ (Madrid, 1967). Escritora, ensayista y docente. Doctora en Literatura Española por la Universidad Complutense de Madrid. Autora de una amplia y muy reconocida obra narrativa compuesta por quince novelas (las más recientes pequeñas mujeres rojas y Parte de mí), ha escrito también poesía y ensayo. Figura clave en la narrativa española contemporánea, colabora asiduamente en prensa.

 

1/2. El cuarto propio es tiempo. Tiempo para concentrarte en una escritura exigente e intrépida que pide continuidad. El tiempo es un capital que se identifica con el dinero y con una autonomía respecto al padre, al esposo, al patrón, pero también con la liberación de las cargas culturales que feminizan sistemáticamente los cuidados: si la sociedad te obliga a cuidarte para resultar agradable y a la vez te obliga a que cuides de los demás, te impone una ética del sacrificio para los otros que es incompatible con la escritura, El cuarto propio es liberarte de la mala conciencia por no cuidar de tu padre enfermo. El cuarto propio es poder decidir si lo cuidas o no sin que la sociedad te juzgue colocándote el sambenito de ser una mujer egoísta. El cuarto propio es esa rebeldía. El cuarto propio es la conciencia de que para poseerlo hay que pagarlo: las pobres carecen de cuarto propio y de niñeras que cuiden de su prole mientras ellas escriben. Por eso hay menos mujeres escritoras y con una obra más pequeña. Porque la realidad nos coloca en el lugar de la doble dificultad y el cansancio redoblado.


ALMUDENA VIDORRETA (Zaragoza, 1986).  Poeta y profesora. Su último libro de poemas fue Nueva York sin querer (La Bella Varsovia, 2017), y recientemente vio la luz una edición ahora ilustrada del primero, Algunos hombres insaciables (Universitat de Lleida, 2021), que incluye traducciones al inglés y al catalán. Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza y en Literatura Latinoamericana por la Universidad de la Ciudad de Nueva York, ha desarrollado su carrera docente e investigadora en instituciones norteamericanas (CUNY, Fordham University, Haverford College o el Instituto Cervantes de Manhattan, entra otras) y españolas (Universidad de Zaragoza y Universidad Internacional de la Rioja). Es autora de estudios como Teatro, poder e imprenta en la Cerdeña española (New York, IDEA, 2021).

 

1.Para mí, ese ensayo supuso el descubrimiento de su autora. Y, con ella, la búsqueda de una genealogía de escritoras, como poeta y como estudiosa, que sigue hasta nuestros días. En esta obsesión por la pervivencia del influjo literario, jugué a convertirla en personaje dentro de un poema de Algunos hombres insaciables (Aqua, 2009; ahora reeditado por la Universitat de Lleida, 2021), como mito de una suerte de sacrificio, junto a la Ofelia de Shakespeare. Pensar en encarnación o reencarnación, en imágenes inconexas que adquieren un sentido y, sobre todo, en el género y su importancia.

2.El sintagma que le da título se ha convertido en un lugar común del pensamiento universal contemporáneo y de la lucha feminista. Ese ensayo sigue siendo imprescindible en su feliz expresión de aquello de “que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas”, y sea la escritura de novelas el pseudónimo contaminado de una faceta cualquiera del intelecto. Se trata de los pilares básicos de la libertad de expresión y la conciencia de la propia entidad, de la existencia de un cuerpo que ocupa un lugar por sí mismo en el mundo, en el estrado o en los fogones. Y, además, una expresión temprana (no tanto) de la brecha salarial, de la conciencia de grupo, de los estereotipos literarios, y la necesidad de revisitar y renombrar a las musas. Es una carta de presentación de lo que significa ser escritora, ser poeta, ser actriz o pintora.

Escrito en Sólo Digital Turia por Claudia García Morán

El retorno de los dioses

12 de septiembre de 2022 12:40:46 CEST

La creación literaria supone un diálogo incesante en el que tomamos signos de un lenguaje anterior a nosotros para hacerlos expresar algo que desborda las convenciones de la comunidad que los instituyó. Aludo al intercambio que sucede en la psique de quien escribe, así como a un discurrir con la tradición y con los contemporáneos, lectores potenciales. Todo escritor siente como ineludible encontrar una voz propia, inconfundible, pero lo deseado podría ser una multiplicidad de voces tanto exteriores como interiores. Las primeras son, sin más, deudas literarias. Las segundas surgen de fuerzas profundas, aquellas que nos aguardan en lo que algunos psicólogos denominan «inconsciente objetivo», auténtico depósito de experiencias transpersonales que suelen interpelarnos de manera casi siempre enigmática, irreductible a la razón. Irene Reyes-Noguerol (Sevilla, 1997) parece haber localizado, a una temprana edad, la llave de este cuarto del tesoro. Más allá de que haya merecido abundantes premios en certámenes y de que en 2021 Granta la haya incluido en su selección de los mejores escritores en español menores de treinta y cinco años, la prueba del hallazgo al que me refiero es De Homero y otros dioses, su segundo libro, ahora reimpreso.

Como bien señala en su prólogo Fernando Iwasaki, la autora ofrece señales inequívocas de «vivir en la literatura», gesto que la distingue de su generación. Sorprende, en efecto, el regreso a las fuentes tanto de la cultura occidental como de la imaginería mítica, es decir, religiosa, de la que milenariamente nos hemos servido para entendernos —no solo en el arte: hasta la psiquiatría ha echado mano de ella—. Sorprende por igual que, pese al influjo borgiano patente desde la pieza introductoria —«Los ciegos / De Homero y otros dioses»—, tal regreso no se limite a una operación intelectual, fascinada por una combinatoria cultural prestigiosa, sino que, como Iwasaki asimismo agrega, registre «episodios pasionales» de la estirpe olímpica en tiempos como los nuestros, «vulgares». Hay una tendencia visceral, una ruptura de la distanciada frialdad característica de las estéticas posmodernas que sugiere que Reyes-Noguerol avanza a contrapelo de preferencias imperantes a fines del siglo XX que hoy se manifiestan inconvincentes. Estos relatos, más que arcaísmos negadores del cambio histórico, nos deparan residuos del pasado que se recategorizan como crítica activa: el presente, en ellos reinventado, se convierte en caja de resonancia de otras eras.

No creo azaroso que esa actitud desafiante se materialice en el libro con una llamativa inversión. Las pistas de lectura que usualmente nos ofrecen los epígrafes se trasladan al final, a manera de colofón autoral, y, mientras una confirma el parecer de Iwasaki acerca del vitalismo de la autora —un extracto del muy recordado pasaje bilingüe de Petronio donde la Sibila de Cumas ironiza las desventajas de la longevidad (Satiricón 48.8)—, la otra insinúa una cosmovisión que desmiente a quemarropa la axiología de nuestra era: «Nihil novum sub sole (Eclesiastés 1: 9)». Si el motor del capitalismo funciona gracias a los nuevos productos, los nuevos métodos de producción o transporte, los nuevos mercados, las nuevas formas de organización industrial y los nuevos consumidores, Reyes-Noguerol le abre al entorno inmediato la compuerta de una mirada premoderna, en una especie de ucronía que disipa la linealidad temporal y, con ella, la desconexión afectiva con el ayer. Por eso el principio unificador de esta colección de relatos —que entremezcla cuentos, microcuentos y textos limítrofes entre la narrativa y el poema en prosa— es la coexistencia de dos planos: el mítico, anclado en la tradición grecolatina, y el realista, concentrado en lo íntimo y lo menor, ya se trate del crescendo de soledad que es la vejez («Turrón del duro / Filemón y Baucis»), del borroso mundo que el alzhéimer secreta en la mente de los ancianos («Tras el espejo / Leteo»), del descubrimiento de la melancolía por parte de una niña que espía la ciudad desde una ventana («Sombras / El reino del Hades») o de las hostilidades sentidas en el aula por quienes adivinan el desdén jerárquico de quienes están en la palestra («Por mí y todos mis compañeros / Medusa»). Los títulos dobles de cada texto diseñan el umbral en que la narradora nos instala con un tesón estructurante que conducirá al clímax de «Amanece / Eos», texto conclusivo en el cual se pasa revista a muchos de los personajes del volumen, ahora invocados sin rodeos con su nombre mitológico, pero descritos como habitantes de los distintos pisos de un mismo edificio, sin faltar «la araña de siempre» que «podría llamarse Homero», lo que aúna las subjetividades del aedo y de la inteligencia que ha ido tejiendo el libro. Con ello se crea otro espacio liminar en cuyo seno comienzo y fin resultan indiscernibles, puesto que se añade una vuelta de tuerca al ciclo abierto por el primer texto, donde convergían las identidades del Minotauro, Borges y Homero.

El retorno a los dioses profundos que moviliza este proyecto acaso sea indicio de una reacción ante lo que Fredric Jameson, en la segunda mitad del siglo XX, reconoció como «mengua del afecto» (waning of affect) inseparable de una sociedad en la cual la combinación de un consumismo acumulativo y la alienante masificación de los gustos o el criterio propicia la elisión, fragmentación o invisibilización del sujeto detrás de sus posesiones, abandonando a quienes intentan reconocer a ese prójimo mediante la obra de arte en un ámbito de superficies que imposibilita la empatía. Para probarlo, Jameson contrastó célebremente la vigorosa y dolida humanidad del Par de botas (1887) de Van Gogh con la desangelada vacuidad de los Zapatos de polvo de diamante (1980) de Warhol. En nuestro caso, bastaría comparar las obras plásticas de Carlo Maria Mariani (Roma 1931-Nueva York 2021), donde se saqueaba la Antigüedad para superponerla a lo contemporáneo en beneficio de cierta provocadora desfamiliarización, en el fondo gratuita, con el comercio entre lo clásico y nuestra cotidianidad que se despliega en la escritura de Reyes-Noguerol: nada de formalismo ni exhibición de ingenio hay en las fábulas mitológicas de esta. Por el contrario, el pathos con frecuencia se adueña de sus páginas e, incluso, no escasea la franca ternura —que jamás se desliza al sentimentalismo—. En el libro sobran los ejemplos, pero quisiera destacar el contrapunto que se establece en «El viajante / Hermes» entre las multitudes que se desplazan —la historia nos lleva del taxi al aeropuerto, y de allí al avión, hasta el nuevo aeropuerto— y el hombre solitario que contempla niños, padres, azafatas sumergidos en una marea indetenible de reacciones colectivas o individuales, efusiones a veces incontrolables, que delinean un cerco invisible de aislamiento para quien funge de testigo. Ese mirón de la energía y la animación ajenas tendrá, luego de admitir su «fracaso», un instante de revelación al descubrir que el contacto con la gente ha llenado el vacío afectivo warholiano —que él en principio representa— infundiendo en los objetos un aura rebosante de humanidad; al recoger su equipaje, de hecho, «con el pasaporte listo y de nuevo en cola, de nuevo todavía solo entre cientos de viajeros felices que meten prisa», divisará cómo sus compañeros se hacen fotos y posan «señalando otra maleta que nunca es negra, ni simple, ni lisa, que va hinchada y a punto de reventar, que por fin lo mira alejándose con sus ruedas firmes, con sus ruedas seguras de maleta satisfecha y es la única que le dice adiós, es la única que se da cuenta, es la única que sonríe».

Ese triunfo de una emoción que consigue impregnar hasta lo inanimado determina, a mi ver, la forma de estas narraciones, cuya brevedad sin duda se debe a que, como aseveraba Poe al meditar sobre géneros como el cuento y la poesía, all high excitements are necessarily transient (‘toda conmoción es por fuerza pasajera’). Aunque también hemos de reparar en una elocución rica en anáforas, paralelismos, geminaciones, onomatopeyas y acumulaciones que modula, como he anticipado, hacia la lírica, donde los ritmos postergan lo conceptual para conducirnos a lo que está antes o más allá de la conciencia. En ese reino, justamente, nos aguardan con su paciencia milenaria los dioses y los mitos.

 

Irene Reyes-Noguerol, De Homero y otros dioses, Sevilla, Maclein y Parker, 2021.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Gomes

Como un vendaval de ceniza en flor

12 de septiembre de 2022 12:20:43 CEST

Este nuevo y desconcertante libro de poesía de Izara Batres (Madrid, 1982) se articula en torno a una extrañeza desarrollada al margen del tópico y el lugar común, una propuesta que encuentra en lo insólito su morada y que nos provoca un temblor que deriva en un desajuste y un desasosiego. Batres se coloca así en la estela de escritores como Pound, Eliot, Beckett, Joyce, Valente o Cortázar, un escritor, este último, muy querido por la poeta y de quien toma el título de su libro, Fin del mundo del fin.

Poeta, narradora y ensayista con una estimable y reconocida trayectoria —su poemario Tríptico recibió en 2016 el XXXVI Premio Fernando Rielo de poesía—, Batres se ha adentrado de lleno en esa extrañeza que Baudelaire, en algunos de sus ensayos, y luego los formalistas rusos elevaron a una categoría estética central de la modernidad; se ha enfrentado a ese temblor y ha encontrado un paisaje roto y descompuesto, incorpóreo y fragmentado, logrando así abrir las puertas a las posibilidades y las potencias inéditas de la vida, saltar al abismo, resistirse al vendaval del progreso (Benjamin dixit) y tratar de recuperar, con la inestimable y necesaria aportación de la palabra poética, el control de un futuro compartido: «Yo soy todos vosotros» (p. 76), leemos en «El poeta minotauro», «soy otros» (p. 78) en «De cauces insospechados», «me he visto en otros» (p. 80) en «Y ¿por qué no?». Así, un poema un tanto crepuscular como es «Fin de los tiempos» acaba con estos versos: «Trasciende la red, / vibra, / ya uno con la metáfora, / ya elevado a prisma, a nube, / a la ubicuidad del fénix incoloro; / serás poesía, / seremos poesía. / Renaceremos» (p. 13). Ahí brota esta propuesta, en ese límite que de algún modo da medida y sentido a una vida asediada por el vendaval, en la proximidad del precipicio que acoge el salto al vacío, allí donde la disolución es posible (léase a este respecto «Bartleby»).

Izara Batres toma aire para llevar a cabo su particular vuelo poético y se coloca a una saludable distancia de ese magro realismo tan aplaudido en el panorama literario más reciente. En cierto modo, Fin del mundo del fin traza un itinerario poco transitado, representa un contraejemplo, una excepción al explorar la plenitud de su particular decir poético en la expresión entrecortada y fragmentada, una exploración que en gran medida abre paso a una palabra que quiere decir(se) de otra manera y que, me parece, se ubica a la luz de la escritura meditativa y contemplativa, el pensamiento oriental, cierta poesía de la modernidad (sobre todo, William Blake y el simbolismo francés) y autores posteriores de la talla de Alejandra Pizarnik, Dylan Thomas o José Lezama Lima.

En mi opinión, Fin del mundo del fin comparte algunos rasgos, intereses y motivos temáticos con Sin red, el poemario que Batres publicó en 2019, y ello al margen de algunas coincidencias evidentes que reflejan la huella cortazariana: la última parte de aquel libro se titulaba «Cronopia (we can be heroes)», mientras que el poema que cierra su nuevo libro lleva por título «Para llegar a Cronopia». Tanto en aquella ocasión como en esta otra hay, más allá de la denuncia de la realidad más salvaje y destructiva del tiempo que vivimos —sostenida sobre la nada, un campo semántico recurrente en el poemario, el caos, la cosificación y la brutalidad (léase el poema «La caída», donde el amor cumple una función terapéutica y salvífica)—,  un anhelo por recuperar una unidad perdida, una esperanza en el poder de la palabra de la poeta (léase el poema «Al fondo»), sabedora de que esa misma realidad —al igual que sucede con la verdad, como dejara escrito Bertolt Brecht— puede disfrazarse con distintos ropajes y, por lo tanto, ser representada de diversas formas.

El poemario de Izara Batres supone de este modo una invitación a recorrer paisajes en donde no deja de ponerse en juego la identidad, esto es, la seguridad. Porque, en el fondo, como leemos en «Doble arteria de la noche», se trata de «Saber si estoy decidida a pasar, / a ir, por fin, al otro lado» (p. 38). Poesía, repito, que coloca la extrañeza y la incertidumbre en un primer plano de percepción y representación de la realidad y que se encuentra así en condiciones de implicar apuestas claras y decididas por el desconcierto en la medida en que subvierte dicha realidad nombrándola de otras maneras, es decir, desautomatizándola, transformándola en un agente extraño, apuestas que podrían materializarse en ese cuestionamiento de la realidad que los registros figurativos, aceptados y consolidados socialmente, suelen evitar. Una propuesta que responde en gran medida a los objetivos prioritarios que un formalista como Sklovski quiso ver en un lenguaje volcado hacia el autoconocimiento, es decir, hecho con palabras y no tanto con imágenes, ideas, símbolos o intenciones del poeta, un lenguaje, en cualquier caso, extraño. A partir de ahí pueden medirse las rigurosas y muchas veces tensas relaciones que Batres mantiene con el lenguaje, entendiéndolo como una oportunidad para la exposición de conflictos, orientado a la búsqueda de nuevos usos y sentidos, a una cierta distancia de la utilidad y rentabilidad que caracterizan su uso corriente.

Habrá, pues, que despetrificar el lenguaje y «barrer el vacío» (p. 75), ese parece ser uno de los objetivos que Batres ha perseguido en Fin del mundo del fin. La poesía, en estos casos, no consiste únicamente en una cuestión de lenguaje (como el tópico reitera después de Mallarmé), implica también unas maneras de afrontar y enfrentar la realidad, vaciándola de todos sus lugares comunes, ahuecándola para que lo que se sostiene en el silencio o al otro lado pueda brotar (véase el poema «Para una espeleología probable del otro lado»). Como leemos en «Silenciadas»: «Me quedo en el silencio hacia el fondo del muro, aislada, / mirando y viendo y cediendo y no sé rugir» (p. 37). Solo así el silencio puede sustentar el sentido de una vida, su potencia indomable y extraña.

En estas condiciones, y frente a ese lenguaje figurativo al que vuelven una y otra vez los poetas de la tribu, Batres ha fundado su poética en los extremos opuestos del realismo más blando, allí donde se desdibujan los usos convencionales del género y otro tipo de poesía, otra clase de mundo, es posible: «y esperaremos / que, al final de los puentes, se abra, inmensa y profunda, / la olvidada poesía verdadera / con la que tanto quisimos» (p. 88). Así, contra la exclusión mediática que silencia el desarrollo de ciertos lenguajes y por una reivindicación de la palabra como elemento de transformación y de la poesía como auténtico diálogo social, surge esta propuesta que Izara Batres nos plantea, contraria al establecimiento de cualquier tipo de pacto lingüístico llamado a domesticar el potencial rebelde y emancipador del lenguaje poético. Escrito desde el respeto y el conocimiento de diversas tradiciones, Fin del mundo del fin es un libro singular y necesario.

 

Izara Batres, Fin del mundo del fin, Granada, Valparaíso Ediciones, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

Bien nos instruyó Heráclito sobre la imposibilidad de cruzar el mismo río dos veces. En efecto, para los que ya habíamos leído la obra de María Paz Guerreo, nos acercarnos a la orilla de esta Ranura (Olifante, 2022) buscando un nuevo punto por el que vadear su propuesta literaria, por el que las aguas discurren educada, libre y salvajemente. Ya desde la portada de los libros de María Paz Guerrero[i], éstos nos adelantan esa determinación por ubicarse dentro de la literatura, pero desde un cierto afuera, en un lugar que ella conquista para nuestra palabra poética: Dios también es una perra, Los analfabetas, Lengua rosa afuera, gata ciega y Ranura…

En lo que se refiere a mi lectura de estos versos, podría haber elegido una aproximación con perspectiva colombiana apoyándome en dos razones fundamentales: la primera de ellas, porque tiene raíces propias, no convalidables con las de ninguna antología española reciente, y porque cuando ustedes se acerquen a descubrirla —como podría haber dicho Monterroso—, esta literatura ya estaba allí y las espigas de su palabra habían conocido el mismo viento que otros autores colombianos coetáneos como Jorge Cadavid, Camila Charry Noriega, Tania Ganitsky (otra voz colombiana a tener muy en cuenta) y que han madurado al sol de grandes poetas desconocidos para muchos de nosotros, imanes que establecieron nuevos campos magnéticos en su tradición, entre los que cabría destacar a José Manuel Arango. La poesía de Guerrero no es ni colonial ni colonizable: es libre e insurrecta, y aún conociendo y guardando respeto a su raíz, se muestra salvaje como el felino que conoce las leyes universales de la gravedad pero, con cada uno de sus movimientos, expone abiertamente su desafío. Tal vez María Paz Guerrero no escriba en español, sino en colombiano y su propuesta poética —diría que afortunadamente— se ubica en el extremo opuesto de lo que hoy se escribe o publica mayoritariamente en nuestro país.

Por eso, a continuación, quiero realizar una aproximación más natural y pertinente, que no es otra que la artaudiana[ii] siendo la obra de Guerrero un eco consciente de esta poética en la actualidad, eco que no nos llega desde Montmartre sino desde Chapinero, sumándose a las mujeres latinoamericanas que muestran su estigma artaudiano; estigma que es marca, pero que también es llaga, ranura en la piel poética en la que se sustancia la ruptura con la tradición globalizante y consolidada, en la que la herencia de Artaud ha quedado como residuo marginal. Sin embargo, en los versos de esta antología descubriremos cómo la cumbia, la indigencia indígena, el calor, los ruidos y aromas de Bogotá…, se articulan para sostener una propuesta artaudiana de poesía colombiana. Por ello, si me permiten el atrevimiento, voy a exponer un decálogo de citas del francés con las que trataré de demostrar su reflejo en la poesía de Guerrero:

 

1. “La vida consiste en arder en preguntas”

Efectivamente, aunque el recurso principal de la poesía de Guerrero no es la interpelación al lector, a lo largo de todos su textos se aprecia la enormidad de su cuestionamiento, su formidable intento por poner a prueba los cimientos de todo lo que sabe, de todo lo que ha aprendido, de lo que ella misma es como parte de una civilización, de una tradición o de un pueblo. Guerrero machaca el sistema, su corrección, sus trajes de gala y buenas maneras, para devolver al hombre su naturalidad, su espontaneidad, su curiosa forma de incorporarse a los nuevos espacios y hábitats, aún a riesgo de quedar a la intemperie. En la lectura de este libro encontrarán ustedes un amplio esfuerzo de exploración que, les aseguro, no pasa desapercibido[iii].


2. “Pues mi ser es bello pero espantoso. Y sólo es bello porque es espantoso”

No se precisa gran empeño en demostrar esta afirmación, pues en el universo guerreriano hasta dios está expuesto al espanto, les leo: “dios tiene 53 años/ arrugas/ dios está menopáusico/ le da rabia/ odia su cuerpo que se ensancha”, etc. En estos versos no hay renuncia a la belleza, pero en ellos no existe lugar ni para la complacencia y ni para el recato con el que tratamos de eludir los tabús, ni la fealdad innata a la vida, a la enfermedad o a la penuria. No es una poética homologable por Disney ni por el relato hollywoodiense: nos encontramos ante la obra de un cineasta independiente con narrativa y dirección muy personales.


3. “Es grave advertir que después del orden de este mundo hay otro orden”

A mi juicio, el orden que emerge tras el orden en la poesía de Guerrero, es un orden pautado por el ritmo de la música, por el ruido ambiental, por la versificación e incluso, más allá, por el mero hecho de hablar, de escribir, de emitir palabras que van a convertirse en golpes de voz, en arietes del silencio, en unidades —si me permiten el término— de “nosilencio” que vienen a pautar el vacío del pensamiento, porque pensamos —e interiorizamos los sentimientos— con palabras, con términos que dividen un espacio yermo (el del vacío silencioso) para que en él prosperen el sentido, la comunicación, la vida…. Les invito a visitar el poema de la página 18 de Ranura: tachaduras, uniones con guiones (eliminación del silencio, del espacio), cambios de alineamiento, signos ilegibles… Ese orden es el que explorata María Paz Guerrero y es en ese campo ambiguo del nombrar sobre el que trata de dibujar ranuras: surcos en los que esperar el grano de un trigo nuevo.


4. “Es conveniente que todo aquello que se ha ido convirtiendo en actitud mecánica y sin creatividad desaparezca y caiga en el olvido”

A todas luces, en la obra de esta poeta combativa vamos a encontrar precisamente una dejación del camino común, un alejamiento de formas y estructuras, una deserción de cualquier norma establecida como canónica, es decir, como copia, como repetición, como mecánica pura de la creación: el notable esfuerzo con el que se desempeña esta poeta tiene como uno de sus objetivos fundamentales eludir los moldes, los axiomas y las fórmulas magistrales, para adentrarse en el territorio legítimo de una construcción propia a través de sendas poco pisadas del actual “monte Parnaso”.


5. “No ha quedado demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible”

Con esta certeza en el corazón y en la cabeza, María Paz Guerrero deforma el leguaje, salta más allá de la semántica y nos habla de los analfabetas, de un dios que es una perra, pero también se instala en el silencio: nos dice “anhela cerrar la boca como si fuera a pronunciar una palabra”, un silencio que se contrapone con una voz, un pensamiento, que ha de nacer desde el mismo cuerpo, un cuerpo sin órganos, un cuerpo deleuziano y anhelante, que “jalaba el pelo/ quería saber si / q u i t á n d o me/ la cabeza/ a l c a n z a r í a/ a/ pensar”. Guerrero demuestra en esta antología su duda sobre el lenguaje y, por tanto, sobre su materialización en palabras, estructuras a las que parece retar constantemente, las desarma hasta su última pieza… Se diría, que traer del afuera del lenguaje a su poesía es parte de su reto creativo: hacer menos imperfecto el mundo de las palabras.


6. “La poesía es una fuerza disociadora y anárquica que, a través de la analogía, las asociaciones y las imágenes, se nutre de la destrucción de las relaciones conocidas.”

La enumeración o concatenación de elementos que son dardos (saetas que lucen como aerolitos poéticos), es un recurso que encontramos en la poesía de María Paz Guerrero y que, como nos indicara Artaud, ataca la lógica del nexo habitual, destruye la posibilidad de previsión y genera un escenario nuevo, distinto y desasosegante: “Demasiado prendedizas ya cocinan a sus nietos ya las hienas ya el bostezo y sí la sangre para untar las estanterías la piel para dilatar las turbinas sí el trasiego el relincho matutino la modorra un dos tres cuatro veces en la retina la pantalla partida la magulladura contagiosa la malinche la andanza el trasiego la voz ultramarina la perdiz desarreglada”, etc. Este ejemplo de destrucción de las relaciones conocidas, creo que podemos afirmar, dota a la poesía de Guerrero de la fuerza disociadora y anárquica planteada.


7. “Todo lenguaje es incomprensible, como el parloteo de un desdentado indigente”.

En efecto, en el proceso de deconstrucción del lenguaje, en el desarme del puzle perfecto que nos otorgue la posibilidad de tratar las piezas de forma distinta, Guerreo malea los términos e incluso desciende hasta su base sonora, hasta el fonema. Así propongo como ejemplo la “u” que leemos en el último poema, uno de los textos hasta hoy inéditos.[iv]


8. “No puedo concebir que ninguna producción artística tenga existencia emancipada de la vida en sí misma”

Expongo a vuestro criterio si esto no se cumple, al menos, en dos facetas de su obra poética: la social y la expresión personal. En primera instancia, la poesía de María Paz Guerrero mantiene un fuerte compromiso de clase, de pueblo, de necesidad, de precariedad, de carencia que es preciso cubrir o, al menos, designar, tal vez para que esta consciencia del hueco, de la ranura, se muestre como un frente de bajas presiones y llame a su contrario para establecer ese juego de soles y tormentas pugnando alrededor de un nuevos equilibrios, como mapa de isobaras que quiere anunciar la llegada, tal vez no inminentemente, del buen tiempo.

En segundo lugar ésta es una poesía desde una oquedad personal y propositiva, que expone frente al lector una suerte de “ready—made”, de provocación surreal que —con ese espíritu de vanguardia—, trata de aventar lo banal y acorralar lo esencial, pues “no hay infinito todo es parcela”, nos dice. La poesía de Guerrero resulta tan desconcertante como inspiradora y mantiene sus pies en la vida misma, en el barrio, en la cumbia que suena machaconamente...


9. “Sin sarcasmo me hundo en el caos”

De la lectura de esta Ranura se puede extraer que el sarcasmo, en forma de humor lacerante y vívido, forma parte del mar de fondo sobre el que olean otros recursos poéticos de la propuesta guerreriana. Les leo el fragmento inaugural del poemario Los analfabetas: “Idiotas cuando leen/ confusos cuando escriben/ anteriores a las ideas/ vamos a convertirlos en hombres”. Como muestra espero que pueda valernos este botón.


10. “Estoy en el punto donde ya no toco a la vida, pero tengo en mí todos los apetitos y la titilación insistente del ser. Solo tengo una ocupación: rehacerme”.

Los anhelos y las carencias, es decir, las hambres de la carne, los apetitos volitivos, aparecen en la poesía de María Paz Guerrero, una propuesta que quiere desasosegar, introducir una perturbación en la melodía prevista, eliminar aquello que sabíamos de antemano, borrarlo de su poema, hacerlo saltar por los aires, para —a continuación— explorar esa devastación, caminar por el cráter y lustrar los pedazos de metralla que allí quedaron esparcidos. Entonces la poeta emerge y su voz rehace un espacio distinto sumando los pedazos rescatados del hambre, creando un objeto a partir de la destrucción, un no—lugar ranurado en cada una de sus soldaduras y en el que la poeta espere que entremos y contemplemos el código fuente con el que se escribe nuestra realidad tan poco virtual. Leemos, paso a paso, por encima del camino hecho de múltiples teselas que dispone para nosotros, que resuenan, chirrían bajo el peso de nuestras concepciones y prejuicios, nos hace dudar y se constituye en vértigo, en impugnación o, al menos, en contestación a la norma ante la que nosotros sí habíamos claudicado. Todo aparenta estar descompuesto, pero la poeta se ha rehecho en una materialidad distinta: os invito a contemplarla.

 

Concluyo citando su “hoy cualquiera es escritor/ pero no cualquiera/ defiende una montaña”. Leer a Guerrero es una ascensión a su Annapurna, en cuya cumbre enfrentamos la mirada ciega de esta sorprendente gata.

 

María Paz Guerrero, Ranura, Olifante, Zaragoza, 2022.



[i]                      [i]  Nacida en Bogotá en 1982, Paz Guerrero estudió Literatura en la Universidad de Los Andes y realizó un posgrado en Literatura comparada en la Sorbonne Nouvelle de París— es profesora de Creación Literaria en la Universidad Central de Bogotá. es autora de los poemarios Dios también es una perra (Cajón de Sastre, 2018), Los analfabetas (La Jaula Publicaciones, 2020) y Lengua rosa afuera, gata ciega (Himpar Ediciones, 2021), así como de la selección y prólogo de La Generación sin Nombre. Una antología (Universidad Central, 2019) y del ensayo El dolor de estar vivo en Los poemas póstumos de César Vallejo (Universidad de Los Andes, 2006). Sus poemas aparecen en las antologías Pájaros de sombra (Vaso Roto, 2019) y Moradas interiores. Cuatro poetas colombianas (Universidad Javeriana, 2016), a los que se añade ahora este Ranura. Dos de sus libros han sido traducidos al inglés y al francés.

[ii]                     [ii] por Antonin Artaud.

[iii]                   [iii] Puede servir de ejemplo el poema que encontrarán en la página 15.

[iv]                   [iv] Pág. 54

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

Bajo una luz vivencial

20 de junio de 2022 12:49:19 CEST

La editorial independiente madrileña Piezas Azules nos presenta el décimo trabajo del aragonés Ramiro Gairín Muñoz, Tiempo de frutos, siendo éste un objeto cuidado, muy hermoso, al que da cuerpo el diseño y las sugerentes ilustraciones del zaragozano Lalo Cruces, y cuyos ejemplares han sido numerados, dándole a cada uno ese detalle de singularidad. El poemario nos recibe con unos versos de evocación a la mítica herencia poética de Antonio Machado y se cierra con una cita juanramoniana, poeta al que también apuntan los títulos de dos de sus capítulos: «Espacio» y «Tiempo».

Por lo demás, el diálogo con otros autores termina ahí, no habiendo en estos poemas una clara intención metaliteraria o de diálogo con otras voces poéticas. La tesis del poemario —que puede verse como diario vivencial, como anotaciones poéticas, como cartas para un diálogo amoroso o como postales del instante en ese viaje compartido— sostendría una concepción de la existencia como experiencia de amor. Así ese tiempo y esos frutos parecen aludir al generoso alimento que ofrece el árbol que nace de la simbiosis de los amantes. El libro constituye un ejemplo de ese movimiento actual y que formalmente no está declarado, pero que viene a designarse como Vivencialismo o Neocostumbrismo y que hace de la cotidianeidad y de la vivencia de nuestro tiempo (y en primera persona) la base narrativa sobre la que se traduce poéticamente la percepción del poeta, esfuerzo en el que se trata de dejar resonante —dentro de la espontaneidad del episodio que se destaca— el eco de lo que percute en la sensibilidad del autor y, por tanto, se presenta como transcendente.

El Vivencialismo es la más anchurosa de las corrientes actuales, movimiento sin manifiesto ni proclamación que quedaría caracterizado por la escritura en una o dos capas, por la sencillez prosaica de la voz que, sin apenas epítetos y desde una primera persona, transmuta el poema en diario poético, en nota marginal de la vida, en una grieta emocional en el cemento del día a día donde florece una semilla resistente: “algo le ha pisado la cola al viento/ se revuelve furioso/ embiste los cristales”. En este estilo directo y narrativo, el uso de recursos clásicos suele quedar reducido a un estrecho abanico formado por aquellos que otorgan capacidad de codificación y de impacto en la imagen poética, como puedan ser la sinestesia, la prosopopeya o la asíndeton y en la introducción de enumeraciones; recurso con el que suele componerse una suerte de collage, una yuxtaposición de elementos de distintos colores, patrones y texturas, que —en esa disposición combinada— genera un nuevo todo poético. El poema vivencialista oscila entre la confesión íntima, la explicitación de la anécdota personal que –aislada por la lente del microscopio poético— aparece sublimada o el diálogo con un amigo o un amor idealizado (en el sentido estricto) y que habita más allá de las tapas del libro, todo ello contribuyendo a convertir el poemario en un vehículo de unión, una máquina para viajar al encuentro de su interlocutor.

El poemario arranca mirando a las nubes y expresando su deseo de crear “sustancias” —derivado del latín substare ‘estar debajo’— y de descubrir “materiales con palabras” de una forma aséptica, sin volcar la tragedia personal en el observador, es decir, en el lector —y, tal vez, sin buscar la sombra del mar, levantando la espuma con las yemas de los dedos—. Gairín nos propone —y lo compartimos— que la poseía puede ser “la mirada de un gato/ la promesa de un cuerpo/ la posibilidad de un zarpazo”. Mas, si este gato fuera el gato de Cheshire podríamos no toparnos con él, pues el poeta parece no invitar a su Alicia a cruzar el espejo de la escritura: “necesito que aceptes esta vida […] y que si nos cambiamos/ por una que yo escriba/ desapareceremos”. Qué cabría esperar de ese mundo especular y fantástico es una cuestión que despierta interés y nos deja a las puertas de un camino más ambicioso y arriesgado, una propuesta de ruptura con lo convencional y, por tanto, con lo menos sorprendente.

No hay mácula en la escritura y en la propuesta que, como propongo en mi lectura, se enclava en una corriente de estilo popular, actual y accesible a lectores habituados a otros géneros a través del uso de la prosa poética —en algunos momentos, prosa versificada— que me ha hecho recordar algunas de las enseñanzas que, en su día, me transmitiera Félix Romeo Pescador, en lo que (con todos los respetos y con su permiso y si la memoria no me traiciona modificando los preceptos según mi conveniencia o mi experiencia posterior) podría resumir como sus “Principios fundamentales del verso”, de entre los que rescato estos, a saber: El verso ha de contener una unidad de sentido mínima y esta unidad ha de ser independiente y susceptible de observarse aisladamente, de que “viva” por sí misma si la extraemos definitivamente del poema. El otro sería que la versificación ha de atender a favorecer el axioma anterior y a fijar el necesario ritmo al que el poema no debe renunciar, a proponer una musicalidad que no pase inadvertida al lector. Así la versificación conduce la lectura por el camino deseado por el poeta y la pausa que añade ésta, así como la estructuración en estrofas, han de cumplir con esta tarea, aunque hoy en día parece que, tanto el verso como la estrofa, más parecen buscar el extrañamiento divergente que la complicidad coral con el lector.

Señalo estos aspectos al tratarse del décimo título del autor quien, por tanto, ostenta un bagaje amplio y cuya propuesta pide ser analizada con más detenimiento. No obstante, Tiempo de frutos no es una obra cismática sino continuista dentro las publicaciones de Gairín, quien nos propone su poesía como escritura epicúrea, como nota de amor junto a un café, como dietario escrito en esa cuarta dimensión del tiempo en que vivimos, del tiempo tintado por el yo y, por tanto, más personal. El poemario, de esta manera, como último capítulo de este diario vivencial, resulta una lectura cercana, agradable y que se puede disfrutar/compartir —análogamente al diálogo con el ser amado— en íntima compañía.

Ramiro Gairín Muñoz, Tiempo de frutos, Madrid, Piezas Azules, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Hay variados motivos de peso para celebrar la trayectoria poética de Francisco Gálvez, sobre todo desde que al poeta le fue concedido el prestigioso Premio Anthropos de Poesía en 1993 con  su  obra Tránsito, (publicado en 1994 por Ánthropos Editorial, y que, según la crítica, supuso un punto de inflexión. Después llegarían: El hilo roto, (Pre-Textos, 2001), El Paseante (Hiperión, 2005) que obtuvo el premio Ciudad de Córdoba Ricardo Molina en 2004; Asuntos internos (El Brocense, 2006); El oro fundido (Pre-Textos, 2015), Los rostros del personaje. Antología (Pre-textos, 2018), y La vida a ratos (La Isla de Siltolá, 2019). De su etapa de juventud destacan: Los soldados, (1973). Un hermoso invierno, (1981). Iluminación de las sombras, (1984) y Santuario, (1986). Todos estos títulos se reunieron en una antología titulada Una visión de lo transitorio. (Huerga & Fierro,1998).

Y es que la obra de Gálvez siempre ha basculado, como dice Mª Ángeles Hermosilla en su reseña a la antología Los rostros del personaje entre: «una rebeldía formal y estética y basándose su poesía más actual en la mirada y la contemplación del entorno.

Tránsito es «una culminación de los poemarios anteriores», según afirma el crítico Molina Damiani en el prólogo de Una visión de lo transitorio. La contemplación de lo transitorio, de lo que nunca para de moverse, de lo que nos rodea y circunda, la vida alrededor, el tiempo circular, otros cuerpos que nos sustituirán mirándonos en las aguas, en el oscuro reflejo de la especie, cuestionándose continuamente por los entresijos de su existencia pasajera.

El siguiente libro recogido es el título El hilo roto (Poemas del contestador automático). Aparecido en Pre-Textos 2001.  Vuelve Gálvez a usar un plano realista que nos muestra en este libro donde se erige el teléfono como símbolo de la incomunicación humana.

Se construye en torno a la incomunicación y la preocupación sobre el ser humano, además de la soledad. “El lugar desafecto” del que hablara Eliot en Los cuatro cuartetos. El teléfono, un elemento de comunicación que en este caso no une, sino que  separa, y el contestador automático donde quedan grabados todos los mensajes de separación con nuestro prójimo en la sociedad. Población presa, cada vez más de nuestro tiempo y de sus consecuencias, la sentencia que rauda nos une a nuestro propio final nos coloca en la soledad, desajustados, instalados en el brillo con que venden la falacia de ser los dueños de nuestra fortuna temporal.

Si ya en su primera etapa, la obra de Gálvez, nos recordaba la preocupación social, otro de sus temas ahora, será el hallazgo de la incomunicación en la sociedad moderna. Libro que constata la separación con todos aquellos que están ante nosotros y están solos, con los desposeídos que no encuentran un lugar en la tierra. «Solo estoy para solitarios, / exiliados, inmigrantes, tercera edad / gente desposeída, errantes, y enfermos de soledad incurables […]», porque «no estoy para lo temporal», nada le interesa si no es definitivo, como ese tiempo sin fin del que proceden los desclasados a los que se refiere en estos versos, un tiempo que sí es infinito y no tiene medida en la soledad.

Por otra parte, en El paseante, Gálvez nos propone un viaje, un itinerario que conecta con la tradición del homo viator medieval y el flanêur baudelaireano. Alguien que no deja de moverse de un lugar a otro, el desterrado, el apartado de la sociedad. Salvando las distancias, en este poemario el vagar es producto de la incomodidad, que desgaja a su vez un comportamiento de denuncia, de incomprensión ante lo que ve. Inadaptación que se traduce en un monólogo sentimental desde la ética. La voz poética, la persona lírica que lleva la palabra, nos hace deambular con él por unos lugares que vamos desvelando, en un juego sutil de adivinanza culta por casas y lugares visitados física o mentalmente, así, el pórtico del libro lo componen cuatro piezas que tienen que ver con el paso de las cuatro estaciones.

Somos las casas que habitamos, el hogar que fabricamos a lo largo del tiempo, sirve esta casa como metáfora, la casa es la vida donde vamos haciendo un hueco, un hogar. La trayectoria vital cuyo recorrido se refleja en su interior, cada victoria y cada fracaso, así nos lo recordaba Gaston Bachelard, ese espacio se ha convertido en el realismo posindustrial del que Gálvez nos habla.

«Pero solo te pertenecen sus paredes y muros, / huecos de luz y sombra, / y ese tiempo fugaz de habitarla».

Se enraízan en la poética de Gálvez entonces la memoria, la crítica, el recuerdo como recuperador operativo de la vivencia del pasado, que no ha perdido su esencia porque la lírica rescata y ancla el olvido, mientras falsificamos el  recuerdo y mitificamos la memoria a lo largo de la vida mediante la palabra.

En tercer lugar, Asuntos internos, en donde se modula su compromiso civil, y vemos cómo Francisco Gálvez construye su particular Weltanschauung, la epistemología vitalista y expresiva de sus versos recorren un panorama sentenciado a desaparecer: la soledad, la comprobación de que el tiempo es una experiencia decadente que consiste en una pequeña vibración, un movimiento imperceptible, mientras el ciudadano queda desactivado en un sistema perverso de pensamiento hegemónico, cuya única verdad es el consumo que crea inercias violentas en nuestras sociedades, sucursales productivas de consumo.

 Bien, Gálvez, nos ofrece en Asuntos internos una visión sobre la infancia, aquella infancia que nos recordaba Rilke y Antonio Machado, momento que es aprovechado para verter todo el caudal lírico y convertirlo en reflexión, un momento que el poeta busca porque le sirve para marcar las diferencias con la actualidad, esta actualidad que tanto ha cambiado en un movimiento centrífugo que elimina al diferente, o al que no está insertado en un discurso mayoritario, pero no democrático.

Lo que nos propone Gálvez en El oro fundido, (su libro más importante, comparable a Tránsito), es un juego de estilo, un tour de force en donde mezcla el verso y el poema en prosa en un nuevo intento de crear un camino original, alejado de las modas que actualmente asolan el mercantilizado negocio editorial, un nuevo camino que emprende con valentía la mezcla de versos, los diferentes metros que Gálvez trabaja con soltura desde sus comienzos, así como la utilización de poemas en prosa que albergan una musicalidad de esencia más narrativa que pocos poetas cumplen, sin perder ese rasgo tan característico de su poesía, el tono oral, la pasmosa naturalidad de su obra que parece hablarte doblegando el lenguaje que no acusa el sometimiento lingüístico para expresar un pensamiento basado en la meditación y en la experiencia vital y poética.

Destacaría de este volumen: “Tomando el sol después de comer”. Donde se recoge el recuerdo de la infancia y la incursión en la poesía. Soberbio poema en prosa.

En La vida a ratos, la reflexión a vuelapluma que recorre el pensamiento poético de Gálvez maduro y contemplativo, transita por diferentes espacios: por un cuadro, por un paseo, como un astrónomo que contempla las estrellas, el observador de cuadros o el orfebre, para decirnos que todo ello puede formar parte de su mundo enjaulado de la página, un marco que limita y expande su poder más allá de los límites de la lírica, porque este ejercicio literario requiere la meditación medida del que descansa y observa, a lo Juan de Mairena, con un Machado más sabio y maduro que necesitaba esa otra forma de decir porque había explorado todos los caminos del verso y de su musicalidad.

«Un paseante por el jardín botánico que señala la diversidad que no encuentra en otros lugares[…].»

Toda esta obra es más que suficiente  de un poeta que sigue ofreciendo una estética, cuyo resultado, el tiempo no ha impugnado, gracias a la valentía de lo sencillo y a la bondad de la palabra en que se construye todo su discurso lírico. Una lírica del instante para sujetar lo inaprensible. Entre la mirada y lo contemplado.

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín Fabrellas

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Si bien se dio a conocer con un puñado de versos reconocidos en 2003 por el Premio Adonais, Javier Vela (Madrid, 1981) es un narrador pausado, que ladea su escritura hacia una elegancia sutil en el decir, un propósito de no derrochar palabras, una estructura de bóvedas cuya eficacia permite que lo que sustenta el cuento mantengan una intensidad que emerge con delicadeza. Once relatos componen “Guía de pasos perdidos” (Páginas de Espuma), un manojo en agua de crisantemos (por cuanto remiten a la soledad, pero una soledad no tan retraída como acostumbra).

 

- Lo que hace que los pasos se pierdan, ¿es el miedo, la duda, la distracción?

- Probablemente, todo ello a la vez. Pero también la voluntad de extraviarse a sabiendas, de escapar del contexto para reconciliarse con uno mismo. En medio de ese espacio desconocido, nuestra identidad se ilumina de pronto «como una cerilla en un cuarto oscuro…»

 

- “Se echa de ver no obstante su presencia (…) tan pronto se entra en casa”. ¿Cuántos fantasmas pueblan la escritura de quién escribe y de qué manera operan?

- Es muy curioso cómo todo aquello que no expresamos a tiempo termina fermentando y convirtiéndose en vinagre freudiano. Si el impulso creador proviene siempre (o yo así lo creo) de la existencia de un conflicto previo, y si este termina resolviéndose con más o menos acierto en una pieza artística o literaria, es sólo gracias a que esos fantasmas han accedido a sentarse a nuestra mesa aceptando el lugar que cada uno, a su modo, les ha reservado en ella.

 

- “…se desprende un viso de misterio que asoma lo irreal”. ¿Qué porción de contingencia, de irracionalidad, de azar, permite Javier Vela en sus relatos?

- Me gusta dar espacio a las latencias (oníricas, psicológicas, emocionales) que existen en mi propia vida, y que efectivamente trasvasan el marco expresivo de la literatura realista. Pero, en esa misma medida, y dado que se integran en el cuento de forma orgánica, no sería capaz de cuantificarlas ni de ponerles nombre.

 

- La mayor parte de sus personajes, de alguna manera, se encuentran solo cuando se pierden, como Fabio. ¿De qué depende que la vivencia traspase, nos modifique, que uno, como Fabio “sea todo lo que ha visto”.

- No podría decirlo con seguridad. Quizá el único modo de que la experiencia arraigue en nosotros con autenticidad sea reingresar en ella mediante el análisis, pero eso, claro, no deja de ser una vivencia vicaria que excluye la epifanía, porque lo epifánico sólo puede acaecer en el presente. La memoria nos truca la baraja, en fin, y cualquier ejercicio de evocación entraña siempre una negociación intempestiva con quienes fuimos.


“Hay que entrenar como un músculo la fantasía y la imaginación”

- Pienso en el relato Estás de suerte, Quim, ¿cuándo –si es que alguna vez procede- conviene perder la cabeza?

- Creo que muy a menudo conviene poner un pie fuera de la realidad, por decirlo así. La azarosidad de ciertos hechos, como los que tienen lugar en ese cuento, suele encajar de forma más elástica en mentes acostumbradas a albergar pensamientos "laterales" o que diverjan un tanto del juicio común. De ahí la importancia de entrenar como un músculo la fantasía y la imaginación, a la hora de interpretar lo real y trascender así la inmediatez de lo cotidiano.

 

- Lo correcto, ¿”es aquello que se desea”, como se dice en el relato de Afectos personales?

- Desde el punto de vista de la ética social, no; desde luego. Pero, desde la óptica de quien cree concebirse siquiera por un instante en sentido extramoral, digamos, hay cierta congruencia para con uno mismo en seguir el dictado de los propios impulsos, y no es sencillo timonear ese barco.


“Lo que busco en un texto es ese ligero estremecimiento en la espina dorsal del que habló Nabokov”

- “También yo me despido con un gesto (carente de sentido)”. ¿Cómo distinguir un buen cuento, una gran novela, de un sucedáneo, de una estafa sofisticada?

- No sé si existe un método lo suficientemente efectivo para eso, pero yo suelo guiarme por la necesidad de encontrar en el texto algo que es frecuente llamar "personalidad" y que tiene que ver con el modo en que el tema o los temas arraigan en la forma y en el punto de vista del narrador. No se trata tanto de que la obra integre una doctrina nueva como de que esta se exprese por medios genuinos. Conviene desechar de una vez la falsa dicotomía que distingue entre tradición y experimentación como si fueran —qué estupidez— categorías estancas. Por lo que a mí respecta, lo que busco en un texto es ese ligero estremecimiento en la espina dorsal del que habló Nabokov, y que implica, eso sí, emplear mucho tiempo en tentativas y vagabundeos.

 

- Como el barrio periférico en el que vive Dani y su narrador, ¿lo interesante, en cualquier orden de la vida, ocurre siempre en las afueras?

- Es posible, aunque es algo que se ha tematizado ya hasta el hartazgo, y eso genera en mí una especie de rechazo instintivo hacia el término mismo. Me resulta difícil aceptar una instancia que se define por exclusión u oposición a otra, o imaginar una vida que gire en torno a un solo eje abstrayéndose de todo lo demás. Me inclino a creer más bien en la existencia de una realidad policéntrica, tensada por sucesivos contrastes. Esa realidad algo ambigua y resbaladiza sí me resulta muy estimulante tanto en la vida como en la escritura, cuando no sean lo mismo.


“El mejor modo de encajar la tragedia pasa por desdramatizarla”

- Pienso en el inicio de "Zoológico privado", cuando al protagonista se le anuncia la ruptura. ¿Qué se requiere para encajar la tragedia, el drama?

- Es una pregunta compleja. Por una parte, está ese límite del lenguaje que Juarroz asocia con lucidez a la ruptura amorosa: “No tenemos un lenguaje para los finales, / para la caída del amor, / para los concentrados laberintos de la agonía, / para el amordazado escándalo / de los hundimientos irrevocables”. Sin duda, ese «hundimiento» puede parecer a priori una situación proclive al drama, incluso si este se expresa envuelto por una suerte de retórica autocompasiva, como en los versos archiconocidos de Pedro Salinas: “No quiero que te vayas, dolor /, última forma / de amar…” Pero, a mi modo de ver, un escritor debe explorar las ambivalencias y contradicciones que toda situación lleva implícita. Quizá el mejor modo de encajar la tragedia pase precisamente por recurrir al humor, a la ironía e incluso al sarcasmo a fin de desdramatizarla, colocándola así en el lugar que le corresponde aun a riesgo de parecer superficial. Esa es la estrategia que adopta el protagonista del cuento que mencionas. Cuando su pareja decide romper con él, está de algún modo estimulándole a recobrar una identidad que creía perdida.

 

– ¿Qué banda sonora tendría este ramillete de cuentos?

-  Probablemente aquella que más me acompañaba mientras los escribía: Bon Iver, Sufjan Stevens, Casiotone For The Painfully Alone, Indians, Matt Elliott, Iron and Wine, Sigur Rós, Jay-Jay Johanson… más algunos «clásicos» como Nick Drake o Karen Dalton.

 

- ¿Cuál es el último libro (da igual el género) que le haya conmovido?

- “Desmembrado”, un breve volumen de cuentos de la por otra parte inabarcable Joyce Carol Oates.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Hay algo de surco en su escritura, un olor no tanto a tomillo como a berza, cuando la berza designa una manera de compartir el pan; algo, en sus versos, de inocencia de enagua, de tentativa en siesta de juegos. Húmedo de infancia, Alén Alén (La uña rota), su último poemario, es un saltar a una comba cuyos extremos sujetan dos lenguas: el gallego no normativo (abierto siempre a la contingencia) y el castellano. Hablamos, claro, de la poeta Luz Pichel (Alén, Laín, Pontevedra,1947).

 

- La escritura, ¿de qué es síntoma?

- Supongo que, en cada caso, es síntoma de alguna cosa; en el mío, es síntoma de una carencia y de una ilusión. Escribes porque te faltan cosas y la escritura es una manera de encontrarlas en ti, una manera de introspección, sobre todo en poesía: el esbozo de un poema es eso mismo, un ejercicio de introspección. La escritura cubre algo ahí. Al tiempo, para mi nació como una ilusión, es necesaria, una búsqueda en la que sientes que puedes encontrar. No creí que pudiera escribir pensando en publicar hasta que una niña se me apareció en la televisión española, allá por 1986, en el programa «Querido Pirulí», que presentaba Tola. Luisa Castro acababa de ganar el Premio Hiperión, era gallega, y hablada con acento de Foz, venía de un barrio pobre, hija de marineros, y me parecieron maravillosos sus poemas… entonces supe que, si ella escribía esas cosas tan valientes habiendo nacido allí, yo también podría hacerlo, aunque hubiera nacido en Alén. Por eso para mí, escribir siempre ha sido un momento de ilusión, de felicidad, nada de tortura o dolor.

 

- Síntoma de una carencia, dice. ¿Acaso por eso, en los momentos de plenitud no escribimos, salvo excepciones de rigor, como La voz a ti debida o Diario de un poeta recién casado?

- Claro. ¿Para qué? Escribimos porque lo normal es la carencia; no es que tengamos, o que tenga yo, al menos, carencias horribles, pero son carencias que sirven de estímulo para hacer cosas; de ahí la necesidad de reconocer la carencia como consustancial, porque vivimos en la carencia.

 

- Lacan decía “que nunca nos falte la falta…”

- Precioso.


“El trabajo con la lengua es lo más importante”

- “Contad los metros cuadrados del espacio habitado”. ¿Cuál es el espacio habitado por el poema?

- El poema habita la página, fundamentalmente; cuando escribes un poema, no estás ni recordando ni imaginando, estás trabajando con el lenguaje y ocupando una página sobre el papel. El trabajo con la lengua es lo más importante. Ese es el espacio del poema; después, los poemas hablan de cosas, se posicionan en lugares que, en mi caso, tienen al mundo por lugar. Alén no es más que una metonimia, la esquinita del mundo, pero desde ahí se va más allá. Hay mucho en Alén Alén de mi infancia, que para mí es uno de esos “momentos de duración”, como llamaba Peter Handke a los momentos en la vida que quedan contigo para siempre. Alén es un territorio de fuerza. Alén es eso, Galicia, pero no toda Galicia, cierto estrato social de Galicia, la Galicia campesina, la de la familia, la de determinada condición social.


“El lenguaje es muy traidor, te crees que lo tienes y es mentira”

- ¿Cómo conseguir el equilibrio necesario entre lo que quiere decir el poeta y lo que tiene que dejar decir al lenguaje para que se conjugue?

- El lenguaje es muy traidor, está siempre antes que tú, nacimos sin lenguaje, pero él ya está ahí; te crees que lo tienes y es mentira, es el lenguaje quien te tiene. No quería hacer este libro, había pensado en escribir un Libro de familia que, más que en un relato de contenido biográfico, iba a consistir en usar para mi escritura las distintas maneras de hablar de todos mis hermanos. Disfruto mucho escuchándoles a cada uno de ellos porque la vida les ha llevado a lugares muy distantes, lo que hace que sus lenguajes resulten bien singulares y llenos de color y de riqueza.  En unos, es la emigración con sus “corotos” lingüísticos; en otro, la profesión; en otro, un soltar sin filtro, etc. Serían siete partes, una para cada hermano, para cada idolecto.

Pero empecé a escribir y la escritura me llevó a otra cosa distinta. El poema siempre termina diciendo lo que tú querías decir, aunque no supieras qué querías decir ni que lo querías decir.


“El lenguaje, la lengua es insuficiente para decir el mundo”

- Balbuceo, ¿así es el poema, una aproximación a lo que se busca, un acercamiento balbuciente?

- Claro, nunca hablamos del todo, siempre queda algo por decir. El lenguaje, la lengua es insuficiente para decir el mundo, por eso el balbuceo sea el modo más acertado, y cuando tienes conciencia de que «hablas mal», como yo cuando en CO CO CO U utilizo el gallego de Alén, el balbuceo se intensifica, porque es un gallego al que algunos se atreven a llamar castrapo muy despectivamente, equiparándolo al castellano «mal hablado» de los que teníamos el gallego como primera lengua. Hay una herida ahí, un conflicto de clase. La realidad es que el hecho de que se trate de hablantes aldeanos es razón suficiente para que su lengua se siga considerando bruta, ruda, asilvestrada. ¿Cómo no ser tartamuda, entonces?  ¿Cómo no balbucear?

 

- Pues «castrapo» resulta un adjetivo bien bello...

- Hay quienes consideran que es ciscalla, barredura… ese lenguaje me lleva a cuando niña, a esa duración del recuerdo; ahora no queda mal emplear el gallego, si usas el normativo, pero hablar esa lengua entonces era ser clasificado como una persona inferior y, en buena medida, todavía sigue siéndolo, cuando no respetamos la forma en que lo usan quienes lo conservaron por más de quinientos años.

 

- ¿Hasta qué punto la infancia es el territorio del poeta?

- Dependerá de las infancias… mi infancia fue durísima, pero no la viví como tal, aunque a la larga tuvo un peso terrible en mí... terrible, no, no fue terrible, muy grande, me pesa muchísimo, quizás no por dura como por importante: no volví a vivir otro periodo en mi vida con tanta carne, con tanta sustancia como la infancia, todos los días pasaban cosas, siempre había algo, no te aburrías jamás… aprovechabas cada segundo para jugar, aprovechabas el sueño del padre para jugar, la siesta.

 

- Supongo que todos los días, incluso ya de adultos, pasan cosas. ¿Acaso lo que perdemos al crecer es la capacidad de asombro y el disfrute del juego?

- Claro, pero la poesía cubre ese espacio, el juego, por eso es tan satisfactorio. No solo la poesía, pienso en estas mujeres que hacen punto, que bordan, por entretenimiento, juegan, recuperan ese espacio…

 

- Al escribir, ¿uno se coloca más del lado del deseo o del de la melancolía?

- Del lado del deseo, siempre, incluso cuando te vas al pasado, algo que no añoro, aunque haya cosas añorables; cuando voy al pasado lo hago para buscar un empuje para el ahora, para buscar fuerza. Odio eso de que tiempos pasados fueron siempre mejores…


“La poesía tiene mucho de trabajo, pero es cierto que hay algo misterioso”

- “Es fácil leerles la mano”. ¿Cuánto de quiromancia, de magia en general tiene la poesía?

- No sé… tiene mucho de trabajo, pero es cierto que hay algo misterioso… versos ante los que no sabes cómo se te han podido ocurrir, como si llegaran de un lugar que ignoras, como si aparecieran por arte de magia… es mi caso, la magia viene de la otra lengua, del diálogo y de la relación sorprendente entre ambas. Por ejemplo, la palabra donicela, que aparece en Alén Alén. Es preciosa, mucho más que comadreja. Eso es un regalo de la lengua.

 

- Dígame un ramillete de palabras verdaderas que la definan…

- Ay, Dios, es imposible… soy más o menos temblorosa, tengo el pelo muy blanco y precioso, guardo mucho amor por los míos, me gustaría vivir mis últimos años con buena salud, escribir en la mayor tranquilidad… soy amorosa con la gente, no quiero mal a nadie, me duele muchísimo decir “no”, aunque haya que hacerlo… lo pasé mal en la vida, lo pasé bien, no me arrepiento de nada de lo que he vivido, a pesar de los errores… a veces me costó muchísimo aceptarme, la menopausia es una maravilla…

 

- Ahora que el sistema ha encontrado la manera de mercantilizar la poesía, ¿cómo reconocer un poema honesto?

- Pues… Pensemos en los youtubers, escriben poesía que algunas editoriales publican y convierten en superventas algo que no es excelencia, desde luego. ¿Podríamos decir que esos youtubers no son honestos? Nuestro primer poema, horrible, malísimo a ojos de ahora,  ¿no era honesto? Creo que no son culpables de nada, quien tiene la responsabilidad es quien publica cosas sin un mínimo de calidad.


“Es fácil tener miedo en los tiempos actuales, lo difícil es vivir sin él”

- ¿De qué depende que no seamos “una cabeza llena de miedo”?

- Es fácil tener miedo en los tiempos actuales, lo difícil es vivir sin él. De pequeñita, tenía mucho miedo, ten en cuenta que no era fácil vivir en el campo, siendo niña, en Galicia, durante los años cincuenta… era vivir con una piedra en el bolsillo para que “no te hicieran un niño”. Desde mucho ante de tener la regla, de poder concebir, las niñas éramos ilustradas en lo que tenías que hacer con los tíos. Lo que no sé es cómo pudimos querer a los hombres; no lo sé, pero los quisimos.

 

- ¿Hay miedos necesarios?

- Sí, por ejemplo, el miedo a coger el virus. Sí, hay miedos que nos protegen, no me fío de quien dice no tener miedo a nada. En mi obra aparecen miedos que ni siquiera sé que tengo. Lo que ya no sé es cómo se asocia el grado de miedo al nivel de inteligencia: ¿es más miedoso el más inteligente?

 

- Creo que los miedos son irracionales, ajenos a la inteligencia...

- Sí, puede que sea así.


“La poesía te puede llevar a imaginar lo que no conoces”

- “Lo que no entiendas trata de inventarlo”. ¿Se puede vivir sin sentido?

- Vivimos siempre con la conciencia de que hay una parte del mundo y de nuestras vidas que no tiene sentido; a veces no es fácil dárselo, pero la imaginación ayuda mucho, nos lleva a la utopía, y tiene más fuerza de la que creemos. Esto lo he contado muchas veces pero, cuando iba a la escuela, en una ocasión, la única vez que ocurrió, la maestra nos mandó escribir una redacción sobre los campos de trigo, allí eran cosas muy conocidas, yo me puse a escribir los campos de trigo. Escribí: «los campos de trigo me recuerdan las olas de mar». Es una chuminada, pero la maestra me dijo: «si fueras rica podrías ser escritora». Lo dijo porque sabía que yo nunca había visto las olas del mar, pero intuyó el valor de la imaginación. La poesía te puede llevar a imaginar lo que no conoces.

 

- ¿Conviene acercarse al “ladrón de manzanas” que aparece en el poemario?

- Ja, ja, ja, ¡sí!, el ladrón de manzanas es un amor, tiene muchísimo miedo, es un hombre muy medroso, las come hasta verdes porque las necesita, el pobre me animaba a que fuera yo a cogerlas, decía “vete tú”, pero es un tío majo, que trata de vivir con lo que le da la vida, poquito, y además siempre comparte la manzana contigo.


“Las revoluciones siempre se hicieron de noche”

- Le devuelvo la pregunta: “la oscuridad, ¿es una revolucionaria?”

- Ja, ja, ja, ¡sí, otra vez sí! En la oscuridad se han hecho cosas maravillosas en este país: repartir octavillas, hacer pintadas, encerrarte en la Universidad de Santiago de Compostela… las revoluciones siempre se hicieron de noche.

 

- ¿Qué banda sonora tendría Alén Alén?

- Lo primero que me vino a mi cabeza fueron las Tanxugueiras, pero en realidad sería la música que hacía mi padre con una cuchara en la mano, golpeando la loza de la taza o del plato, o golpeando la palma de su mano sobre la pierna… siempre había música…recuerdo a mi hermana, cuando éramos muy pequeñas, cantando el Romance de Delgadina, que cuenta la historia de incesto, sin saber lo que estaba cantando… pero siempre, siempre música…

 

- “Ringlera” es una palabra que se repite. ¿De qué está compuesta o hecha la ringlera más bella?

- De niñas… mira, voy a decir la última ringlera: siete criaturas en torno a la cocina de mi casa en Galicia.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Placer cínico

11 de mayo de 2022 08:25:30 CEST

Hace cosa de un mes que terminé de leer El año del Búfalo, pero he de confesar que no he sido capaz de verbalizar lo que me suscitaba el texto hasta hace unos días. Por eso, he decidido compartir el fruto de mis divagaciones con ustedes, por si algún otro lector aún anduviera merodeando por el camino que dejaron los posos de su propia lectura.

Consigna Joan Coromines en su Breve diccionario etimológico  que la palabra cínico aparece en nuestra lengua registrada ya en 1490, así que podemos admitir que descubrimos el cinismo antes de que Colón encontrara un gran obstáculo en su ruta a Asia. También recoge su diccionario que el origen latino lo encuentra en la palabra cỹnἶcus que, a su vez, viene tomada del griego kynikós ‘perteneciente a la escuela cínica’, siendo un término que indica ‘perteneciente al perro, de perro’, palabra de cuya raíz —‘Kynós’—, se deriva. Los cínicos apostaban por una vida sencilla y armónica con el entorno natural, por la independencia tanto moral como intelectual, pues tenían la creencia de que el hombre nacía con todo lo necesario para ser feliz y, por tanto, las cosas le eran accesorias —constituyéndose en fuente de inspiración para los estoicos—. No obstante, se quedaron con ese sambenito, el de perros, por preferir roer huesos antes que atiborrarse de manjares. Probablemente este término, “perro”, sea la palabra clave para desenmarañar el ovillo de esta obra —o al menos tomando la punta de este hilo he salido yo de su laberinto—, pues Coromines no deja lugar a duda en la entrada que le dedica y donde, tras indicar que el primer registro del término se dio en 1136, nos indica: “vocablo exclusivo del castellano, que en la Edad Media sólo se emplea como término peyorativo y popular, frente a can, vocablo noble y tradicional. Origen incierto. Probablemente, palabra  de creación expresiva, quizá fundada en la voz prrr, brrr, con la que los pastores incitan al perro, empleándola especialmente para que haga mover el ganado y para que éste obedezca al perro. Compárese al gallego apurrar ‘azuzar los perros’. Son imposibles las etimologías ibéricas y célticas que se han propuesto.”

Imposibles. Esa imposibilidad categórica con la que Coromines cierra su inspiradora entrada (en la que podemos evocar, un milenio atrás, al pastor en la colina azuzando al can a la voz de “prrr”, mientras las dóciles ovejas emprenden camino al redil), me llevó también a mí hacia un cercado, hacia un marco referencial en el que ordenar y recoger las ideas. Y es que a un licenciado en Filología Hispánica, como es el caso de Pérez Andújar, no podía serle ajeno este detalle. No obstante, en la obra —a través de una de las voces que toma la palabra—, se afirma que perro y carro son voces íberas, añadiendo que son los palabras más antiguas de nuestro diccionario, aserción que tampoco se sostiene. Carro es incluso posterior a perro y —siempre de acuerdo con la guía espiritual de Joan Coromines— es una palabra latina de origen céltico, y no íbera.

Considerando la introducción consciente de este error como parte del juego, como el fruto de un placer lúdico en estado puro que es búsqueda de la diversión sin restricciones, comencé a reflexionar sobre la lectura desde esta dualidad juego-cinismo.

La historia tiene cuatro protagonistas, cuatro creadores encerrados en un garaje: cuatro perros. Cuatro personajes que roen los restos de un mundo, lo que queda de vida, de comida, de ellos mismos y que se ven tentados por una figura desde la sobras que piensan pueda ser otro hombre o una rata. Tal vez ­—me parece ahora­— no sea sino otro perro o la sustanciación del perro en el que se ven proyectados.

El protagonista —si acaso este término es aplicable aquí— es uno de los cuatro creadores, un escritor finlandés llamado Folke Ingo. La narración de Ingo, a su vez, se centra en estas mismas cuatro figuras y la formulación de la novela escrita por él (que Pérez Andújar escribe) va evolucionando a texto anotado por su traductor (en este caso, por su traductora) y, poco a poco, va transmutando en una edición crítica, en un texto con notas a pie de página, notas rebeldes que se levantan en armas —como los muchos personajes históricos que glosan sus páginas— y toman la hoja, la conquistan e imponen el imperio de su desgobierno: una tiranía fatua llamada a ser destronada por la siguiente nota que se levante asalta la página.  Así pues, el juego pasa por contradecir no sólo al maestro (léase Coromines), sino que implica evadirse de la recta moral que dicta la morfológica de la novela tradicional. De alguna manera parece que lo que se cuenta se refleja en la forma de ser narrado. Cínicamente, es decir, expresando desprecio hacia las convenciones y las normas de la novela, el autor despliega su humor a través de una narrativa aguda, en la que la novela es como el hombre, como el líder revolucionario, como el intento de plasmación de cualquier ideal: imagen inesperada, imperfecta, del ideal que se buscaba. Tal vez inspirado por Hannah Arendt, Pérez Andújar nos ofrece una crítica intelectual de lo que somos, se burla de la constatación del fracaso del creador —impedido a dominar su obra—formulando esa grieta desde la ironía del texto parasitado por el texto, ironía con la que se da paso a la acción y la palabra de otros. Acción humana que Arendt viera como superación de la improbabilidad y de la imposibilidad de predecir tanto el fruto de dichas acciones como las consecuencias que acarrean. Lo nuevo es, en tal medida, oposición de la certeza: de lo que cabría esperar aplicando la predicción.

Sin lugar a duda, esta obra destacada con el premio Herralde de novela, es una suerte de milagro, un texto impredecible antes de abrir sus tapas, improbable, y que resultará en deleite del curioso, del inconformista, del perro que quiera roerlo hasta el final, de un lector que no busque el canon ni sus infalibilidades.


El año del Búfalo. Javier Pérez Andújar. Barcelona, 2021. Premio Herralde de novela.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

Sobre “Gabriel: un poema”, de Edward Hirsch

11 de mayo de 2022 08:07:14 CEST

1. El poeta orienta al lector cuando escribe, tras el nombre de su hijo Gabriel, seguido de dos puntos, las palabras, “un poema”. No estamos ante un desahogo, ni ante una hagiografía, ni siquiera ante una elegía propiamente dicha, sino meramente ante un poema. ¿Y qué es un poema? Un acto de alguna forma de conocimiento. “Gabriel era un secreto”. Y no hay mejor materia para la poesía que lo indescifrable. Para ir a lo que no conoces, tienes que ir por el camino que no conoces. Solo una vez el poeta se vuelve sobre el poema para dudar sobre el camino trazado: “Tengo miedo de estar sólo rondándolo/y convirtiéndolo en una historia”. Hirsch, antes que nada, en el título –Gabriel: un poema–, pone en práctica el arte de la separación del que hablara Mandelstam.

 

2. Resulta más fácil decir todo lo que este libro no es que decir lo que es. He señalado que no se trata propiamente una elegía porque está bastante alejado del lamento solitario, monódico, que ha prevalecido en la elegía occidental moderna.  Ya en el motto hay una frase de “Strings”, la canción de Blink-182, que dice mucho: “No quiero vivir mi vida solo”. Imagino que es un guiño a su hijo, pero el poeta tampoco quiere escribir este poema solo. Integra a cuantos acompañaron a Gabriel (a veces cediéndoles la palabra): la madre, sus amigos, cuidadores, por no hablar del coro de voces –otros poetas que perdieron a sus hijos– a los que recurre para no encontrarse solo.

 

3. Mucho menos que una elegía, se trata de un kaddisch. Las razones se agolpan, y acaso podría decirse que es un anti-kaddish. Son los hijos los que pronuncian ese canto judío en los entierros de los padres, y no en los de los hijos, algo totalmente anti-natural que supone un desafío para la teología judía. En el kaddish se elogia al padre o a la madre muerta, a su vida cumplida, para, más allá, alabar a Dios y su orden del mundo, el orden en el que los padres trasmiten a los hijos las enseñanzas del Altísimo. Es el core de la Tradición. ¿Cómo puede un padre alabar el desorden que supone la muerte de su hijo? Lo único que puede hacer, a pesar de la increencia, es encararse con Él y retarle: “no te alabaré hasta que me lo devuelvas”.

 

4. Gabriel es un poema extenso. Un poema de poemas. Escritos en tercetos en verso libre en composiciones de diez de diez. Con un lenguaje rápido, preciso y coloquial, musical, anafórico; de carácter narrativo, y en ocasiones cómico, está cargado de intertextos y de referencias cultas. La estructura narrativa es circular (comienza y termina frente al cadáver de Gabriel) y describe en su amplia trayectoria una por una las estaciones de la vida de Gabriel desde su nacimiento hasta su muerte pasando por la crianza, los primeros síntomas de la enfermedad, la imposible educación, los intentos inacabables de encontrar una terapia, la afectación en la vida familiar, más relevante por estar apenas aludida, sus gustos y manías, los destrozos, comenzando por los que se infligía a sí mismo, como ejemplo cumbre su última y letal aventura. No solo por ser circular el poema tiene trazas enciclopédicas: para el poeta resulta necesario no olvidar nada. Se enumeran los colegios a los que fue (no pocos), los trabajos que tuvo (pocos), los casi innumerables médicos y curanderos, la larga lista de medicinas, todos los síndromes, posibles o reales, todo, hasta el informe de la autopsia que se traslada tal cual está redactado. Aparecen, sin ocupar nunca el centro de la escena, las dudas de los padres, la momentánea desesperación del padre (kafkianamente identificado con la Ley), el sentimiento de culpa, nel mezzo del cammin, la interrogación más profunda y la toma de conciencia de sí mismo, y al final la expresión de un dolor de amor a la vez visible e invisible.

 

5. Buscaba una pista que me permitiera acceder en el poema al plano del sentido. Y me encontré con este verso: “Lo que para otros fue naturaleza/para nosotros fue cultura”. Se refiere el poeta a que, por ser Gabriel un hijo adoptado, la decisión de los padres, en su caso, más que un hecho biológico fue una pura decisión libre. No pude evitar recordar otro verso de la Commedia –“ Mai no t´a apresentò natura o arte (Purgatorio, XXXI, v. 49)– en el que Beatriz reprocha a Dante que, tras la muerte de ésta, nada humano (arte, cultura) ni divino (la naturaleza) le complaciese, con la consecuencia de caer por el precipicio de la inanidad. Los versos inmediatamente anteriores del florentino son estos: “De todos modos, para que ahora sientas/vergüenza por tu error y en el futuro/seas inasequible a las sirenas,/abandona tus lágrimas y escucha:/así oirás que mi carne sepultada/debía conducirte hacia otra parte” (Purgatorio, XXXI, vv. 43-48).

 

6. Al principio pensé que se trataba de un mero contacto sin relación, como los que mantenía Gabriel con las mujeres. Pero la referencia dantesca a la “carne sepultada”, al frío transi, a la carroña que si no conforta al menos debería enseñar a vivir, me llevaba al cadáver de Gabriel. Naturaleza y cultura en este poema daría para un largo comentario… Lo que comenzó siendo la más generosa de las decisiones, la más civilizada, mucho más culta y humana que los poemas a los que el poeta dedica su vida, tratando demasiadas veces de huir y protegerse de esa fuerza de la naturaleza que ha admitido en su vida, de ese ser indescifrable e incómodo al que ama por encima de todo, amenaza con convertirle en una sombra, revelándole de paso la sombra que apenas somos en el mar inmenso del sentido.

 

7. Y dejo para el final la historia del libro. Una noche del año 2011, mientras la tormenta Irene asolaba la ciudad de Nueva York, Gabriel Hirsch, 22 años, hijo del poeta Edward Hirsch (Chicago, 1950), contra toda prudencia, sale de juerga y, tras ingerir una droga, aparece muerto de madrugada. En aquellos días de caos generalizado en la ciudad, los padres buscan durante tres días a su hijo. Edward Hirsch recopiló en un dossier cuanto pudo sobre Gabriel y vertió poéticamente parte de ese material y de sus recuerdos en un libro titulado Gabriel: a poem. El libro fue publicado en 2014 y ha sido brillantemente traducido en España por Aníbal Cristobo para kriller 71 ediciones.

  

 “GABRIEL: UN POEMA”

 

Por Edward Hirsch. Traducción de Aníbal Cristobo


POEMA I

 

El director de la funeraria abrió el ataúd

Y ahí estaba él solo

De cintura hacia arriba

 

Me acerqué a mirar su rostro

Y por un momento me sorprendí

Porque no era Gabriel:

 

Era solo algún pobre chico

Con su rostro como una habitación

Que hubiera sido vaciada

 

Pero entonces me fijé con más cuidado

En sus pesados párpados

Y en la delicadeza de sus rasgos

 

Él que siempre había tenido un sueño tan liviano

Ahora estaba extrañamente quieto

Mi muchacho insensato

 

Vestido para una ocasión especial

Le gustaba ese traje azul marino

Y exhibirlo delante del espejo

 

Le gritaron Ey colega

En una calle de Northaptom

Te ves muy elegante con esa ropa nueva

 

Le encantaba cómo se veía

Después de haber dejado las pastillas

Que nublaban su mente

 

Se quedaba asombrado

Al verse en los espejos de las tiendas y en puertas giratorias

Que le devolvían su reflejo

 

Ahora se veía rígido y distante

Como si estuviera yendo a un funeral

En un viernes de inicios de septiembre


POEMA II

 

Como una jabalina cruzando la oscuridad

Siempre estuvo ansioso

Por encontrar un blanco que lo detuviera

 

Como un león joven probando su rugido

En el borde lejano de la cueva

El rugido dentro de él era aún más alto

 

Como la flecha del relámpago en la niebla

Como la flecha del relámpago a través de los mares

Como la flecha del relámpago en nuestro patio

 

Como la vez en que abrí el horno

Por la noche en la fábrica

Y las llamas causaron una explosión

 

No estaba preparado para la intensidad

Del calor escapando

Como si hubiera destapado el sol

 

Como una mosca demente monarca temerario

Como una abeja disparándose desde su colmena

Como un pájaro rebotando contra la ventana

 

Como un coche pequeño yendo demasiado deprisa

De noche en una autopista de dos carriles

Sus amigos pensaban que iban a morir

 

Como el grito de guerra de una grulla que cae

Herida hundiéndose en el mar

No vi cómo golpeó contra las olas

 

Como la furia descarrilada de una bala

Astillándose contra un cráneo

El soldado pareció sorprendido

 

No se movió cuando lo tocaron

Como la flecha del relámpago inundada por la oscuridad

Tras haberse estrellado contra el mar


POEMA III

 

Y el Padre la Ley

Que debería haber estado legando

Mandamientos desde lo más alto

 

Qué estaba haciendo todos esos años

Cuando debía haber estado reconfortando a su mujer

Y encargándose de su hijo

 

Qué estaba haciendo cuando debía

Mantenerse firme y cuestionar a los expertos

Que trataban de adivinar qué hacer

 

Debería haberle enseñado

Carácter haberle enseñado valores enseñado

A convertirse en el hombre que debería haber sido

 

Qué estaba haciendo el Padre la Ley

En la mitad exacta de la vida

Salvo luchar por su vocación

 

Fantasma de mi yo anterior

Te veo susurrarte a ti mismo

Y deambular

 

Por una habitación de la segunda planta

De la casa toda la noche cada noche

A través del final de tus cuarentas

 

Qué buscabas sino escapar

Del trance y el abatimiento

De los antiguos creadores

 

Poeta que trabajaste tan duro en tu oficio

En un escritorio de madera mellada

Es tarde ya

 

Es hora

De apagar esa lámpara

Y bajar de tu estudio


Poemas inéditos de Edward Hirsch


“Cuando tú escribes la historia”

 

Cuando tú escribes la historia

de ser padre

no dejes de lado la alegría

de subir y bajar

las escaleras jugando juntos

o de lanzar una pelota

a través del pasillo

o escabullirse

del pobre perro

que se ha quedado dormido

bajo el piano de cola

en la sala de estar

de la casa de Sul Ross,

no olvides el vértigo

de comer juntos

en una fortaleza secreta de invierno

escondida en algún lugar

–no voy a decir dónde–

en el patio trasero de alguien,

y ¿cómo era esa canción

que inventaste

para arrullarlo?

y ¿no fue ayer

que lo llevaste

por las escaleras

hasta el coche que rugía en la entrada

a las cinco de la mañana?


“Ocho personas”

 

Ocho personas murieron

en mi bloque en Brooklyn

la semana pasada

y no sabía

lo que significaba

estar viviendo

a una distancia

del otro,

discretos,

aislados,

encerrados

con las implacables

malas noticias

mientras las ambulancias

recorrían el barrio

que por lo demás era

tan tranquilo y silencioso

que me preguntaba

si Dios, también,

había ido a esconderse

Escrito en Sólo Digital Turia por Álvaro de la Rica

Literatura y conciencia de la identidad femenina

6 de mayo de 2022 13:30:58 CEST

            La resistencia femenina registrada, con gran cantidad de altibajos, a lo largo de la historia de la humanidad representa el pedestal sobre el que se ha erigido la revolución feminista. La primera refleja la larga serie de luchas de las mujeres por sus derechos y sus intereses dentro del espacio de subordinación otorgado por los varones (Lisístrata), mientras que la segunda representa la ruptura de dicha relación de subordinación y la creación por parte de las propias mujeres de un espacio de igualdad donde poder llevar a cabo un proceso de igualación real y efectiva de derechos y obligaciones entre mujeres y varones (Antígona). El gran problema que atraviesa la compleja relación entre ambas determinaciones, resistencia  y revolución, reside en la siguiente paradoja: en innumerables ocasiones registradas en la historia, el pedestal de la resistencia ha funcionado como un pedestal «pegajoso» que, no pocas veces, ha evitado el surgimento de una verdadera conciencia feminista al sustituir el ideal de liberación y realización de la mujer reflejado en ella por pequeños triunfos aparentes cuya efímera eficacia no hacía en realidad otra cosa que legitimar y fortificar el marco patriarcalista de subordinación de la mujer al varón.

 

            Antes de todo esto, sin embargo, viene a darse una especie de sub-suelo donde la mujer se ha visto muy frecuentemente empujada a soñar simplemente una existencia conforme a su afán igualitarista y pacífico, sueño que tuvo su nicho protector en el fenómeno de la literatura como aquel espacio «metafísico» encargado de reflejar la posibilidad de una estructura social racional y ajustada a la idea filosófica de una humanidad emancipada y reconciliada consigo misma y con la Naturaleza. Y es aquí, precisamente, donde viene a desplegarse el contenido del interesantísimo estudio de la profesora Susana Diez de la Cortina.

 

            La autora, además de una excelente poeta, es una brillante ensayista que acaba de publicar La mujer y los sueños en el romancero (MIRA Editores, Zaragoza, 2021). En el libro nos muestra sin victimismos ni aspavientos, con una prosa tersa y transparente, la situación histórica de la mujer dentro de un marco cultural patriarcalista como ha sido —y sigue siendo en buena medida— la España en que nos movemos. Basándose, como indica su título, en el romancero medieval y posterior, Diez de la Cortina destaca con enorme acierto un hecho incontestable: la situación de la mujer refleja no solo el despojamiento por parte del varón de las condiciones materiales de su existencia (lo que viene a suprimir de un plumazo toda posibilidad de autonomía personal), sino también la aniquilación de aquellas condiciones espirituales que conforman la cultura —y, por tanto, la literatura— como medio de constituir una identidad propiamente humana. Baste aquí con recordar, en este sentido, la mordacidad y el sarcasmo empleados por Franciso de Quevedo en su conocido romance dedicado a las «cultas latiniparlas» («Muy discretas y muy feas, / mala cara y buen lenguaje. / Pidan cátedra y no coche, / tengan oyente y no amante. / No las den sino atención / por más que pidan y parlen, / y las joyas y el dinero / para las tontas que guarde»). Al calor de una malintencionada interpretación según la cual las inquietudes culturales de la mujer no pasan de ser subterfugios para camuflar su fracaso como ser hermoso, superficial y agradable al varón, la inmensa mayoría de las mujeres se ha visto apartada, arrinconada y despojada de su identidad cultural y social a favor de una estructura social vertebrada en torno al varón, dueño y señor del escenario social, político y cultural predominante.

 

            Como muy bien señala la autora, el espacio de desarrollo y expresión de la identidad  espiritual femenina hubo de circunscribirse, necesariamente, a los límites del sistema, a su periferia, acotada por el hecho de que las mujeres, casi sin excepción, han carecido históricamente —y aún es así desde una perspectiva global— de la cultura necesaria para optar a una identidad de mayor rango y altura. Por ello, precisamente, el medio lingüístico de la mujer no fue un medio escrito, sino un medio oral, donde vinieron a desarrollarse y encontrar acomodo contenidos como refranes, dichos, tópicos, sentimientos, miedos, esperanzas, etc. La mejor estructura literaria, la forma más y mejor adecuada a estos contenidos proviene de una muy antigua tradición literaria extendida a lo largo de siglos por toda la península ibérica: se trata de los romances. Con su sencillez formal y su estilo narrativo (versos cortos, rimas consonantes o asonantes en los versos pares), los romances han constituido y constituyen la perfecta «huella» capaz de acoger historias objetivas y sentimientos subjetivos en el seno de una unidad casi intangible de emoción y realidad.

 

            Pero esto no es todo. Diez de la Cortina acierta plenamente al hacer ver que la rima viene a jugar un recurso estilístico de primera magnitud. Para comprender este extremo en toda su importancia es conveniente recordar la teoría de la rima tal como la expuso Antonio Machado. La rima, venía a decir el poeta sevillano, refleja, con su monótona insistencia, la ilusión de que el tiempo regresa y se repite, lo que da lugar a una imagen de tiempo circular que demanda una actitud de cuidado y respeto por lo existente. Y es precisamente la exigencia que cumple la mujer como cuidadora y albacea —tal es la metáfora que muy convenientemente utiliza la autora en su ensayo― de la vida humana frente a la destrucción y aniquilación patriarcalistas llevadas a cabo por el varón. De ahí que la concepción varonil del tiempo sea longitudinal, lineal (tiempo acumulativo e irreversible), y la femenina sea curva y forme un bucle de protección y cuidado. La etimología muestra el muy diferente «pathos» de un sexo y otro frente al hecho global de la vida. Frente a lo diabólico varonil (del griego dia-ballo, 'romper', 'disgregar') se erige lo simbólico femenino (del griego sum-ballo, 'reunificar', 'restaurar'). Por eso la mujer es dueña de los símbolos, es decir, de aquel orden superior, intangible, de reconciliación y adecuación a la Naturaleza como fuente de vida y de afecto. Los humildes romances, que se recitaban de memoria por las calles y plazas de la ciudad o del pueblo y que se cantaban al amor de la lumbre en la cocina (nuestra autora ha tenido la inmensa fortuna de vivir esas experiencias en su infancia), son la forma que acoge y da sentido a la vivencia humana más significativa, el recuerdo. «Confusa la historia y clara la pena», cantaba el ya citado Machado. Susana Diez de la Cortina consigue en La mujer y los sueños en el romancero transmitir la emoción de los romances, de sus historias, de sus penas y alegrías, dejándonos, por encima de todo, una enorme lección de humanidad y sabiduría: una vida con exclusión e injustica, con dolor y sufrimiento no es una vida humana y no merece ser vivida en absoluto. Y agradecerle eso a Susana es agradecerle mucho.

 

 

Susana Diez de la Cortina, La mujer y los sueños en el romancero, Zaragoza, Mira Editores, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Luis Martínez de Velasco

Las razones del hombre delgado (Nueva York Poetry Press) es el último poemario de Rafael Soler (Valencia, 1947), y como todos los suyos, intenso, socarrón, de una belleza feroz, apasionada, contenida, esférica. ¿Qué sucede cuando uno es recibido por la Virgen Negra, por la Parca última? ¿De qué manera encarar la cita con la muerte? ¿Cómo se acomoda uno a su nuevo estado de interfecto, víctima, cadáver? Con la maestría y elegancia que acostumbra, Soler va construyendo una historia (como ya hizo en No eres nadie hasta que te disparan) que interpela al lector desde la honestidad de lo irremediable.

 

 “Cargarse de razón, de razones, es la mejor manera de estar equivocado”

- ¿Cómo saber que las razones de cada cual son las buenas? Es más, ¿cómo saber que realmente son propias?

- Imposible saberlo, vivimos siempre en una aproximación entre sentimiento y cabeza, por eso es tan importante escuchar al otro, verle; cargarse de razón, de razones, es la mejor manera de estar equivocado porque, a partir de ahí, no hay posibilidad de que incorpores otras miradas que pueden ser más importantes que la tuya.

- Entre ese sin permiso en el que nos nacen, como gustas decir, y la llegada a la Casa helada, la muerte, ¿cómo hacer que merezca la pena lo que sucede en el entretanto?

- Siendo consecuente. Nosotros estábamos en el no ser, nos nacen sin permiso, llegamos a la Casa helada, nos mueren sin respeto, y entre esos dos trámites lo único que puede dar sentido al viaje es ser consecuente. Si entendemos por ser consecuente asumir que la vida es un trámite muy corto y que nuestro compromiso, nuestra meta es transitarla sin daño. Cuando intuyes que el final está cerca, o no necesariamente pero reflexionas sobre lo que has hecho y lo que te quedaría por hacer, el sentimiento más redentor es pensar que se está cumpliendo con este trámite impuesto, ser nacido, porque se está transitando por él sin causar daño, ni a mí ni a terceros.


“La verdadera vejez viene cuando hace mucho tiempo que no pierdes la cabeza, eso te lleva a un desamparo terrible”

- ¿Cuándo merece la pena perder la cabeza?

- No hay que esforzarse mucho porque qué significa perder la cabeza, salirse de lo previsto, perder el control, y ahí hay que estar abierto; quizás, el ejemplo más común y fácil sea el flechazo, el amor. Pierdes la cabeza por alguien, a mí me ha pasado perder la cabeza por un poeta, un proyecto que quizás no se cumple (recuerdo que África, durante muchos años, fue un sueño), perder la cabeza por vivir lo que anuncia la alegría de la víspera… hay motivos para perder la cabeza. La verdadera vejez viene cuando hace mucho tiempo que no la pierdes; eso te lleva a un desamparo terrible.


“Si hay algo que nos debe acompañar siempre es la dignidad”

- Luis Alberto de Cuenca, en una ocasión, me comentó que por amor puede perderse todo excepto la dignidad.

- Totalmente de acuerdo, la dignidad ha de acompañarnos siempre. Pero se pueden cruzar límites, se puede perder la dignidad por amor, en un arrebato consentido. El amor es capaz de desplazar los muebles de sitio, te cambia la vida, puedes hacer las mayores locuras por él, el amor te salva. Sí, creo que si hay algo que nos debe acompañar siempre es la dignidad, pero puedo comprender que en algún momento incluso se cruce ese límite.


“Para escuchar el corazón de África se requiere algún tiempo, y si lo logras, vuelves mejor”

- ¿Qué querías decir en la anterior respuesta con aquello de que África, durante muchos años, fue un sueño?

- Fue un sueño cumplido, afortunadamente, descubrí África cuando Tantor, el elefante, aparecía por la selva africana iluminado por la luna, en las novelas de Tarzán. Yo era muy jovencito y respiraba aquella libertad, aquellos paisajes desconocidos, y tuve la ilusión de conocer aquel país. Pude, y luego he vuelto muchas veces buscando sus mercados, sus ciudades, sus gentes… Mis mejores momentos están Malawi, Zambia, Ruanda, en sus amaneceres, olores… África no es un safari fotográfico de turismo fácil, para escuchar el corazón de África se requiere algún tiempo, y si lo logras, vuelves mejor.


“No hay nada más bonito que cruzar la frontera”

- Cuando uno viaja, ¿huye o sale al encuentro?

- He visitado más de noventa países y mi madre, que me conocía muy bien, cuando volvía, me preguntaba: Rafa, ¿de qué huyes? Aquello me dio qué pensar; no sabría decirte más que amo las fronteras en la medida que pueden ser contenedores que recogen mundo y miradas distintas, paisajes… no hay nada más bonito que cruzar la frontera. En una de mis novelas, un anciano le pregunta a otro: «Y a ti, ¿qué te hubiera gustado hacer?». «Ser frontera», responde. Y a mí. O un río, o una película. En mi caso, el viaje lo he entendido siempre como la mejor manera de estar en el mundo. Me reconozco como viajero, porque no hay un destino concreto en la vida, lo importante es salir al encuentro de lo que no buscas. Y lo que cuesta es volver.

- Te costará volver, pero cuando lo haces, tus maneras son insuperables…

- Jajaja, eso es verdad, ya que hablas de ese libro, Maneras de volver, en su parte central, “Vivir es un asunto personal”, hay un poema en el que el poeta evoca aquellos años de muchos viajes y dice: «fueron años de apenas unos meses, que iban de paladar en paladar y de boca en boca, susurrando el misterio». Pocas veces he hecho una confesión más sincera y explícita que la que contienen estos versos.

- Antes has comentado que te gustaría ser frontera, o un río, o una película. ¿Qué película sería?

- Caramba, esa pregunta no me la esperaba… Gigante, Wide side story, Doctor Zhivago.


“El corazón siempre está desprotegido”

- ¿Cuándo conviene poner a resguardo “un corazón de lesa humanidad”?

- Amiga mía, si pudiésemos poner nuestro corazón a resguardo… es que no podemos, no podemos hacer eso, el corazón siempre está desprotegido, es la trinchera que recibe emociones, traiciones, recompensas, fracasos… estaría bien, en algún momento, ponerlo a resguardo, pero ni él se deja, ni la vida lo permite.

- Hay gente que lo resguarda tanto que no vive…

- Pero no hablamos de esa gente… me llevas a otro verso, de la contratapa de mi Obra completa: «siempre vivir te costará la vida». Si aceptas eso, qué haces agazapado, escondido, monótono, manipulado, sin jugártela, sin intentar vivir… volviendo a la pregunta, el corazón por delante y bienvenido lo que venga.

- Caimán, alcaraván, cuervo, erizo, urraca… mucho animal suelto en estos versos.

- Sí, es cierto, es un libro en el que tenía tanto que decir que, sin darme cuenta, acudieron en mi ayuda muchos elementos con una enorme capacidad visual de sugerencia, como el caimán. Hay versos que, en boca de un caimán, dicen mucho más de lo que podría hacerlo yo. En otras de mis novelas, El corazón del lobo, también hay un animal, y Tantor, el elefante, cierra mi novela El grito.

- ¿Qué se pone uno para recibir a la Virgen Negra, es decir, la muerte?

- Ja, ja, ja, ay, Dios mío… la Virgen Negra está ahí, nos espera, qué se le va a hacer… si por ella entendemos ese momento en el que apaga la luz, se encenderá otra, empieza otro viaje que no sabemos qué destino tiene; ¿qué te pones en ese momento? En mi caso, me puse este libro. Para ese encuentro, confieso no tener ninguna prisa.


“Los poetas suicidas toman una decisión terrible y quizás por ello nos fascinan”

- ¿Qué tienen los poetas suicidas que tanto fascinan?

- Hacen algo que más de una vez nos ha pasado al resto por la cabeza. De alguna manera, cogen los mandos de su historia y preparan el último acto cuando lo consideran; toman una decisión terrible, y quizás por ello nos fascinan. En mi poemario Las cartas que debía, confieso que sentí esa fascinación, de hecho, hay dos poemas sobre Marilyn Monroe.

- ¿… ante dios todopoderoso?

- Yo confieso que, por encima de esa inquietud, de ese estupor que provoca un suicidio, por encima de eso, se impone en mí una sensación de misericordia; no puedo evitar, no solo con los escritores, preguntarme realmente si ese final pudo ser de otra manera, si ese era el final que querían, que merecían… y ahí me quedo… con un gran desasosiego.


“Hay que escribir con humildad, y saber que no controlas nada de lo escrito y eso está muy bien”

- ¿Cuánto de lo que se escribe pertenece “al otro que soy y no conozco”?

- Casi todo. El problema es aceptarlo, nosotros somos un yo múltiple, con muchas caras, distintas facetas; me descubro escribiéndome y me reconozco, o no, en lo escrito, y a su vez el lector se reconoce a sí mismo en lo que lee, por eso hay que escribir con humildad, y saber que no controlas nada de lo escrito y eso está muy bien. Solo al final, cuando eso repose y cobre sentido para ti, cobrará sentido para los demás. Si no, a la carpeta.

- Hay algo acaso más difícil que “echar un poema a la carpeta”: quitarle un buen verso.

- Pero hago trampa: cuando tengo un poema que empieza en el verso nueve, los otros versos que están bien o si hay uno magnífico los pongo en un arcón y los guardo, sobre todo si uno de ellos es muy bueno, porque me acompañará y quizás acabe siendo el título de un poema. En Las razones del hombre delgado han caído muchísimos versos y bastantes poemas, porque buscaba el golpe directo que podría sentirse en ese tránsito, cuando habla el hombre delgado, en el que trata de acomodarse a ese nuevo estado, la muerte, que no está tan mal, como le dice a la Parca, su anfitriona. Es un poemario con una labor de tallado muy fuerte pero no dolorosa, como en la escultura, lo que cae es que sobra. Es muy cursi, pero es verdad, y en este libro, más que en otros, el ajuste final ha sido implacable.


“La melancolía es un sentimiento destructivo”

- “Nada se parece jamás a lo perdido”. ¿El poeta escribe más desde la melancolía que desde el deseo?

- No vuelvas a un sitio donde fuiste feliz, no vuelvas, no intentes habitar aquellos espacios que te dieron lo mejor de sí; la melancolía -voy a ser osado-, destruye, instalarse en ella puede llevarte a reflexiones valiosas, a poemas válidos, pero es un sentimiento destructivo; no así la nostalgia, un mercancías que te puede llevar, de manera no muy confortable pero certera, a donde quieras llegar. La nostalgia y el deseo… cuántas vidas tenemos, la que planificamos, la que nunca tenemos, la de ahora… esos deseos y anhelos, me gusta más «anhelo» que «deseo», son los que nos mueven en la vida, los que nos empujan a cambiar a mejor, sin saber incluso qué es lo que queremos cambiar. Hay que escribir con esa pulsión de abrir un escenario nuevo y entrar en un espacio diferente y acomodarse a él, y quedarse en él, incluso. Nostalgia, anhelo, son motores del poema. Añado pasión y humildad. Cuatro anclas muy buenas para construir un buen poema.


“Los poetas necesitamos reconocimiento, tendemos a la vanidad”

- Estoy de acuerdo contigo, pero sabemos que la humildad no tiene mucho predicamento entre los escritores…

- Me quedo con las excepciones. Es cierto lo que dices, pero es fácilmente entendible, hablamos de humildad: yo necesito mucha cuando escribo porque no sé si voy a escribir un poema. Con una novela, la actitud es distinta, hay que ser osado, hay que arriesgar, pero la humildad que se requiere al escribir un poema reside en que tú eres una canal. Además, asumo que no hay ni canon ni poetas escalafonados, no hay falsa humildad, compareces en la vida literaria desde lo que eres. Eres tu obra, con los referentes, antecedentes, etc. Los poetas necesitamos reconocimiento, tendemos a la vanidad, al reconocimiento fácil, necesitamos del abrazo; se vive con ello, y a estas alturas del viaje te puedo decir que todo poeta sin excepción tiene su espacio y su momento. Lo único es que debe intentar saber cuál es su espacio y si pasó su momento o no ha llegado aún.

- El humor, tan del gusto de la voz de Soler, se afila más (“calladito/ horizontal/ y ventila”). ¿Es la baza que nos mantiene la compostura, un poco de ironía frente a la muerte, un tanto de irreverencia?

- Las dos cosas, creo nos tomamos muy en serio la muerte. Es parte de la vida, decimos como frase medio hecha, una frase que resulta un bastón en el que apoyarnos. Son los tanatorios lo que cuenta la verdad, esa verdad por la cual el que queda despide al finado y vuelve a sus asuntos de una manera más rápida de lo que le gustaría; hay que hacerlo con cierta distancia y sentido del humor. Irreverencia. Sí, decirle a la muerte “Voy a resistir y me encanta esa sonrisa con tu guadaña, yo te voy a ganar a ti”, se requiere de esa insolencia, a pesar de la certeza de la derrota. Así disfrutamos más de la vida.

- Fuera de los lazos familiares, ¿qué muerte te ha afectado de manera contundente?

- Me vas a permitir un inciso: me impresionó y me marcó, a mis 16 años, la muerte de mi abuelo. Fuera de él, algunos grandísimos amigos que perdí hace tiempo me causaron profundo dolor, alcohólicos ambos, un pintor y arquitecto, poeta el otro y crítico literario. De los que no he tenido oportunidad de tratar, me impresionó mucho la muerte Hemingway, sí. Hay mucho creado alrededor del verdadero Hemingway, ¿cuánto era verdad?, ¿cómo era por dentro?, ¿qué paso?, ¿cómo fue ese final? Desde el respeto que le tengo como escritor, su muerte me impresionó.


“Me asumí como alguien que escucha lo que viene de la eternidad”

- Una de las características de tu poemario es la intensidad, lo apretado y, en cierto modo, lo irrevocable de tus imágenes –un punto de aspereza-: “turbio holgazán que hace de la sopa / lepra blanca”, “nacer en la saliva”, “litigio del fémur cuando adopta / una postura ojival sin paliativos”… cómo sabes que son las imágenes que han ir.

- Si supiera, siendo honesto, responder a esa pregunta... sé que son las imágenes que buscaba por dos razonas: me llegan sin buscarlas y, cuando se aquietan en el papel y pasa un tiempo y las leo, me parece imposible que las haya escrito yo. Cuando eso ocurre, surge un efecto conseguido sin buscarlo; no son poemas de amor, requieren de otros campos semánticos, y cuando los leo, sé que eso es lo que quería decir, aunque no sabía qué quería decir. Habla el hombre delgado, con su manera de contarnos lo que pasa, y una voz diferente, la mujer del poeta. Quizás con ella, con la mujer del poeta, he tenido un trato más convencional, más asumible, como de decirla: “cuéntamelo”. Como si fuera la viuda de un amigo. Con la muerte no he tenido que estar muy atento a lo que quería decir. Hay, tú lo has dicho antes, un punto de insolencia con ella, no para que estuviésemos hablando de igual a igual, pero casi; con el hombre delgado ha sido fácil porque, cuando me vi en ese desamparo, me asumí como alguien que escucha lo que viene de la eternidad. Escucho y recojo.

- ¿De qué pérdida viene Rafael Soler?

- Voy a cumplir 75 años en diciembre. Sabré de las pérdidas (en plural) de las que vengo cuando sea mayor.

- ¿Cuánta vida malgastamos?

- El 90 por ciento. Nos quedamos en lo menudo y olvidamos lo grande, cuando la escala de valores es la contraria. Lo menudo es muchas veces crear patrimonio, la seguridad, progresar en el trabajo, medrar, conseguir premios… lo importante, sin embargo, es la cercanía, los atardeceres… queda muy cursi, pero póngase a ver un atardecer y cállese una horita… y me lo cuenta luego.

- Que tu poesía completa no lleve este epígrafe, sino apenas Poesía, ¿significa que seguirás tallando versos y publicándolos?

- Bien visto. El título completo es Vivir es un asunto personal. Poesía. Es como ese tirante rojo de la dama que cortejas cayendo un poquito: mucho sugiere y todo queda abierto para el futuro. Dice el libro que ahí está la obra completa de Soler, seis libros escritos en cuarenta años. No fui capaz de poner la palabra «completa», entre otras razones porque sigo aquí. Ya veremos.


“Me gustaría haber escrito cualquier verso de César Vallejo”

- ¿Qué verso ajeno te gustaría haber escrito?

- Cualquiera de César Vallejo.

- Vaya, pensé que ibas a responderme con «Estaremos en derrota nunca en doma…»

- Maravilloso verso de Claudio Rodríguez. Me lo quedo, Claudio es enorme, pero me debo a lo que me debo: cuando me recuperé de Trilce, que me costó mucho, me abrazó Vallejo y hasta hoy. Es lo que me sale. Hay otros, «que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde», de Gil de Biedma… tantos versos por citar sin demérito de otros…

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

“No pensé” y otros poemas de Judith Herzberg

25 de abril de 2022 10:45:22 CEST

En el número 131 de Turia publicamos algunos poemas de Judith Herzberg (Países Bajos, 1934), como anticipo de su primera antología en traducción al castellano, Todo lo que es pensable (editorial Pre-Textos, 2019).

Una de las voces más destacadas de la literatura holandesa, es hija del también escritor Abel Herzberg, de quien se editó hace poco en España Amor fati (ed. Siruela, 2021), siete ensayos sobre el campo de concentración alemán Bergen-Belsen. Abel y su mujer Thea sobrevivieron a los campos tras dejar a Judith y sus hermanos en diferentes casas de acogida, donde permanecieron ocultos durante la Segunda Guerra Mundial. Esta experiencia marcó la juventud de Judith así como el posterior desarrollo de su postura como artista.

La consciencia de que es necesario mantener viva la memoria de aquella guerra y la preocupación por tendencias fascistas que siguen amenzando nuestra sociedad occidental están presentes a lo largo de sus numerosos poemarios y obras de teatro. Su implicación en lo que ocurre a su alrededor lleva a una alternancia de poemas de indignación social o política con otros de asombro, añoranza y empatía. La atención y los cuidados son conceptos que se perciben en todas y cada una de las páginas de sus libros de poesía.

El lenguaje es bastante cercano, aunque con frecuentes quiebros que descolocan al lector, que avivan su capacidad de entrever conexiones insospechadas. Versos llenos de sonoridad, y en su mayoría sumamente concisos, se caracterizan asimismo por una cierta ligereza, sentido del humor, guiños e incluso un punto naíf.

A continuación traducimos para esta web un poema que recitó recientemente en una cadena de radio después de una entrevista sobre la guerra en Ucrania, aunque el poema fue concebido antes. Le siguen cuatro poemas más antiguos, uno de los cuales escribió al hilo de su estancia en Córdoba, donde participó en la edición de 2007 de Cosmopoética, y terminamos con un brevísimo poema reciente.

Títulos originales y primera publicación de estos poemas: «No pensé»: «Dacht niet», en el poemario Vormen van gekte (Formas de locura, 2019). «Ese que casi nunca duerme»: «Die bijna nooit slapende», en Bijvangst (Captura accidental, 1999). «Prudencia»: «Behoedzaamheid», en Soms vaak (A veces con frecuencia, 2004). «En vano»: «Vergeefs», también en Soms vaak. «Córdoba»: en la revista de poesía Het Liegend Konijn (2009). «Asombrado»: «Verwonderd», en 100% Hopla’s (100% Aúpas, 2022).

Todos se publican aquí por primera vez en castellano. Traducción: Ronald Brouwer.

  

JUDITH HERZBERG

 

 No pensé

 

 «No pensé en mi madre

cuando coloqué el fusil

en la ventana abierta.

Tampoco pensé en ella

cuando sospeché

que en el lado contrario

alguien resultó herido.

Solo volví a pensar en ella

cuando a la noche metí el fusil adentro.

Cómo pasó la punta del delantal

por la mesa cuando otra vez la manché

y cómo dijo: ¡ten cuidado

el alféizar está recién pintado

no vaya a ser que se raye!»


Ese que casi nunca duerme

 

Como a veces yo ya sabía lo que ibas a responder

me adelantaba, pero tú, siempre ávido de competición

enseguida te oponías, jocoso, con un giro inesperado,

sabías algo todavía más preciado, te carcajeabas, ganabas.

 

¿Dónde estarán ahora tus gafas, esa montura fuerte

de lentes gruesas, detrás de las cuales te armabas?

Te las quito y te doy un suave beso en el ojo

por un instante cerrado, ese que casi nunca duerme.

 

Tratarlo con mimo

el recuerdo se acaba

se convierte en recuerdo

del recuerdo

a la larga deja

de emitir olor.


Prudencia


Prudente no es lo mismo que cuidadoso,

prudente es dos manos como una cúpula

sobre algo valioso. Por un pelo no puedes

verlo pero es algo, adivinas, de valor.

 

Prudente tampoco es lo mismo que cuidadoso

cuando te acercas a algo huidizo. No tienes

miedo pero sí eres circunspecto. A ese otro,

que sí tiene miedo, se lo quieres ahorrar.

  

En vano

 

 El en vano pende en forma de mil manzanas

maduras del árbol que se apoya

en dos pesados codos. Está vallado.

 

El en vano siempre presume

de todo aquello a lo que no aspira

como si así se legitimase.

 

El en vano prolifera en forma de (consultar,

no se encuentra en plantas comestibles)

invadiendo lo que en su día fue el huerto.

 

El en vano se prodiga en añicos

en calcinación pero más todavía

en ceniza y polvo.

 

El en vano nunca se ha preocupado por cosas

de las que se rompe una parte:

el brillante interior de un termo.

 

El en vano no ha sabido evitar

convertirse en lo que se convirtió; hubiera

preferido seguir siendo locución adverbial.

 

El en vano siempre acecha

sospecha, pero

no asalta.

 

De la paz conoce el en vano los enconados

deseos. El una y otra vez

ansiado de repente.

 

El en vano nunca se ha interesado

por la entrega corriente,

la cotidiana.

 

 Córdoba

 

 El silencio no caga

desde lo alto

sobre los tableros de cristal

de las mesas en el patio.

 

Aun así el silencio

es ahuyentado

junto a los gorriones

por fuertes estampidos.

 

 Asombrado

 

Se trastabilla

el presentimiento con el recuerdo

un área de juegos

sin niño dentro.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ronald Browner

 Sin apenas haber cumplido un cuarto de siglo, Diego Garrido se ha convertido en el traductor más joven de James Joyce del que tengamos constancia. Ha hecho posible que, por primera vez, se traduzcan al castellano cuarenta años de escritura breve (cuentos, anotaciones, epifanía, intentos de biografía, fábulas…) en una edición preparada, traducida y anotada por él. El resultado: James Joyce, Cuentos y prosas breves (Páginas de Espuma), más de quinientas páginas de lectura fascinante.


Cuando un autor escribe una obra monumental como Ulises, pero también Retrato de un artista adolescente, parece que todo lo que estuviera entremedias o viniera después estuviera abocado a un silencio, a un desmerecer. ¿En qué reconocemos a Joyce en sus cuentos? ¿Están a la altura de su narrativa novelística?

Los cuentos de Joyce están entre los mejores cuentos ingleses de su siglo, y se aguantan en pie por sí solos. No son ninguna curiosidad, ni sirven solo para una mejor inteligencia de Ulises, por mucho que lo dijesen Borges o Nabokov. El hecho de que algunos de sus personajes se vuelvan hipertrofiados en Ulises solo hace que los dos libros sean mejores. Sin Ulises, los cuentos de Dublineses son igualmente una pequeña obra maestra. Ulises mejora Dublineses, como Dublineses mejora Ulises o como la película de John Huston mejora ‘Los muertos’.


¿Es Los muertos, el mejor relato del inglés?

‘Los muertos’ es el mejor cuento de Dublineses —y quizá de su siglo— gracias a la nostalgia. Joyce se encuentra en Roma, odiándola a ella y a los romanos. Por primera vez descubre que Irlanda no era el Infierno: al contrario, era su casa. Descubre que la hospitalidad irlandesa era eso, irlandesa. Estas ganas de volver a casa, unidas a la imposibilidad de hacerlo (sería admitir su derrota ante la gente que, piensa, lo traicionó) desembocan curiosamente en una comprensión y un cariño que Joyce no había sentido hasta entonces. Por supuesto, y afortunadamente, seguía siendo Joyce: nada de sentimentalismos, que matan la emoción.


Destaca, especialmente, la profundidad psicológica de sus personajes en estos relatos. ¿Por qué tipos humanos sentía fascinación Joyce?

A Joyce le fascinaron muchos tipos humanos. Le interesó lo que vio: gente más bien pobre o de clase media —nada más difícil que llegar al «alma» de la clase media. Él lo hizo. Ha pasado a la historia por dos personajes: Stephen Dedalus, versión desencantada de su propia juventud, joven triste, rabioso, brillante, agotado, aforístico y metafísico —un ser excepcional— y Leopold Bloom, un hombre de mediana edad, bueno, más bien inteligente, raro en lo sexual, corriente en muchas otras cosas, pero imaginativo e ingenioso —un personaje también excepcional, muy mal visto por la crítica general como, «el hombre medio». ¡Ojalá!


Da la sensación de que la cartografía cumple un papel casi seminal en las narraciones, Dublín, claro, pero en general Irlanda, como si reivindicase esa idiosincrasia soberana, ¿algo así?

Joyce sentía que los escritores irlandeses no entendían Irlanda. Irlanda no era solo el negativo de Inglaterra, ni era solo una tierra de folklores, mitos y política. Era su historia y era los irlandeses, todos los irlandeses: y que no se entienda mal esto, Joyce no tuvo ningún ánimo conciliador: su ánimo fue estético. No logró identificarse con el Renacimiento Celta, menos con los pro-ingleses; se marchó y trató de imaginar Dublín, su Dublín piedra a piedra, hombre a hombre y mujer a mujer. Era lo más cerca que podía estar de su casa, que ya no existía más.


Una y otra vez, la juventud. ¿Pudiera pensarse que le angustiaba (es una constante crónica, casi malsana), como si nada importante o de interés pudiera sucederle a uno después de ella?

Joyce estuvo obsesionado con la juventud y con la pérdida de la juventud; luego comprendió que, seguramente, se había equivocado. ¿Cuál era el objetivo de Joyce? Escribir buenos libros. ¿Cuándo los escribió mejores? Cuando su ánimo estaba templado —una temperatura perfectamente compatible con el fuego creador, que no debe quemar o saldrá una brasa. La juventud de Joyce fue una juventud alucinada, triste y dolorosa. Mitificarla, comprendió, era romantizar —¡nada más lejos de su ánimo!


¿Qué es lo más fascinante de Joyce, como escritor, como persona?

Recuerdo un mini-cuento de Borges que hablaba de un maniaco que quiso hacer un mapa del mundo a escala 1:1, un mapa del mundo que fuese tan grande como el mundo. Joyce quiso hacer lo mismo y la literatura fue su herramienta, quiso expresar la vida como se vive. Lo más fascinante de Joyce es, en mi opinión, que no vio desde el minuto uno que esto era imposible y que era una empresa vana, es decir, que lo intentara: esta terquedad inaudita nos ha dejado una de las obras más curiosas y mejores del Siglo XX.


¿Por qué ese encono, ese desprecio hacia la literatura fantástica?

Pienso que Joyce no despreció la literatura fantástica. Ulises y Finnegans Wake son dos obras perfectamente fantásticas, llenas de criaturas mágicas, sueños, visiones y pesadillas. Ulises es una pesadilla mirada con lupa; Finnegans Wake con microscopio.


Leyendo alguno de estos textos, se advierte su calidad de borradores (aunque ¡benditos borradores!). ¿Le hubiera gustado al él ver todos estos textos publicados?

No, seguramente a él no le hubiera gustado que viésemos su «cocina» —era un hombre muy vanidoso. Pero afortunadamente él ya es de todos y nos lo podemos permitir. Lo mejor que le puede ocurrir a un escritor es que algún día deje de ser él y pase a ser todos. Esto le ocurre a muy pocos. Le ocurrió a Cervantes y a Coleridge.


Respecto del cuadernos dedicados a sus amigos y sus enemigos, ¿podríamos asegurar que era consciente del lugar que ocupaba en las letras, le dolían las críticas que recibía?

Era consciente del lugar que quería ocupar, o más bien del que podía ocupar. Era muy consciente de su talento y sobre todo de sus energías, tan importantes o más. El genio, sin embargo, no puede comprender el genio, y estoy seguro de que Joyce murió sin conocer la magnitud real de lo que había hecho. Sabía que le iba a salir, y se esforzó porque le saliera, pero le salió «a pesar de sí».


Leí –no recuerdo dónde- unas declaraciones suyas en las que insistía en que había mucho humor en estos relatos. Vinculo este testimonio con el hecho de que estuve viendo Silencio, de Juan Mayorga, un texto fantástico pero muy denso que incluye algunas notas de humor, a mi criterio innecesarias, como si al público hubiera que entretenerle, aligerar ciertas experiencias que pueden ser densas, o intensas… no sé si estás de acuerdo. Quiero decir, que un texto grave, pero sublime, no requiere del humor para hacerlo accesible… (y que conste que hice mi tesis sobre ¡Jardiel Poncela!)

Él nunca vio en el humor una manera de hacer sus libros accesibles. El humor podía ser algo muy grave, una herramienta del arte. El suyo fue un humor bajo y escabroso, muy de caca culo pedo pis, en ocasiones graciosísimo, en otras… menos.

Escrito en Sólo Digital Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Monstruo de su laberinto

4 de marzo de 2022 11:21:20 CET

“Qué es un antipoeta:/ un comerciante en urnas y ataúdes?/ un sacerdote que no cree en nada?/ un general que duda de sí mismo?/ un vagabundo que se ríe de todo/ hasta de la vejez y de la muerte?/ un interlocutor de mal carácter?/ un bailarín al borde del abismo?/ un narciso que ama a todo el mundo?/ un bromista sangriento/ deliberadamente miserable?”, así comienza Nicanor Parra, ironizando incluso sobre sí mismo, uno de sus poemas (o antipoemas). Y ¿quién es Rafael Alconétar? ¿Un antiliterato? ¿Un genio? ¿Un escritor mediocre? ¿Un vidente? ¿Un niño malcriado? ¿Un hombre fascinado por las mujeres y fascinante para muchas de ellas, que encuentran en él un amante entregado y devoto? ¿Un cerdo machista? ¿Un incómodo ejemplo de autenticidad en un tiempo de mentiras y simulacros? ¿Un farsante? Alconétar, monstruo y Teseo de su laberinto, enredado en el cuerpo de Ariadna y el hilo del lenguaje, se convierte así en esta novela en una presencia enigmática, en el gran ausente, tanto más oculto cuanto más son los espejos que lo reflejan. Novela coral, perspectivista, La Pasión de Rafael Alconétar, nos ofrece múltiples voces, entre ellas, las de sus cuatro “evangelistas”, Susana Cordero, Pedro Muñoz, Dolors Cavalls y Jaime Becerril, entre los que no falta la figura de Judas (¿uno de ellos?, ¿más de uno?, ¿todos?), que, como en la fábula de Borges, cumple paradójicamente quizá la misión y el destino del Maestro.

 

  La novela de Martín Gijón (poeta, crítico, narrador) es un homenaje a la literatura y a la vez una crítica feroz, tremendamente divertida, del mundillo literario, como si el propio Gijón fuera un discípulo de su protagonista, en una paradoja mitificación de la escritura que desmitifica todo lo que toca. Si uno no estuviera ya curado de espanto, se sorprendería de que esta novela no esté en las páginas de todos los suplementos culturales, que no se convierta en uno de los libros del año, también por su posible carácter polémico. No son pocos los popes de nuestra cultura literaria cuyo hinchado prestigio es desinflado por el aguijón punzante de una (¿anti?)novela que a ratos juega a ser una novela en clave ma non troppo, pues no resulta difícil identificar a más de uno de los dramatis personae que pueblan el tinglado de la antigua o nueva farsa. Sin embargo, el mismo hecho de que esta obra no haya logrado (¿todavía?) la visibilidad que merece es una muestra más de hasta qué punto acierta Gijón en su humorístico retrato de las literaturas patrias, donde tan fácil resulta dar gato por liebre, puesto que en el espejismo participan con entusiasmo autores, periodistas, críticos, editores y académicos. La Pasión de Rafael Alconétar es, por el contrario, una novela audaz, que recupera el empeño iconoclasta de un Luis Martín-Santos, un Julián Ríos o un Miguel Espinosa (a ratos, incluso, acercándose a una suerte de Finnegans Wake a la española), por no hablar de los evidentes guiños a Rayuela y otros grandes de la narrativa hispanoamericana (cuyo canon, sin embargo, es también cuestionado en la propia novela).  Sin pretender resucitar ningún ismo, hay aquí no poco del espíritu de las vanguardias, sobre todo en su cercanía al empeño surrealista de una vida que se desborda en la literatura, pero también de una literatura que se desborda en la vida. La acumulación de juegos de palabras, paronomasias, calambures (ya desde el mismo subtítulo, Novelaberinto, que parece evocar la nivola unamuniana) recupera un sentido lúdico de la escritura, siempre tan saludable. Por otra parte, esa “juerga de jergas”, por decirlo con palabras del Ríos de Larva, da fe del talento de Martín Gijón para el malabarismo verbal, una capacidad, de todos modos, ya suficientemente demostrada en su poemario Des en canto. Sin embargo, frente al tópico que identifica la novela experimental con una especie de formalismo extremo, donde el estilo lo es todo y poco importan elementos genuinamente novelescos como la trama y los personajes, hay que insistir en que el protagonismo del lenguaje no hace sino reforzar la búsqueda, a ratos bufa, otras veces casi trágica, de ese alocado comando literario presidido por Alconétar, víctima propiciatoria de una ciudad tan provinciana como Vetusta, aunque el chivo expiatorio tiene poco que ver con Ana Ozores y mucho con una suerte de Rimbaud maduro. O más bien perpetuamente adolescente, convencido de que la madurez, como el Ferdydurke de Gombrowicz, es una estafa, la gran trampa en que todos caemos. De ahí también la centralidad del sexo, que prolonga en el adulto (¿hay adultos?) el afán de jugar del niño. La piel es el altar cuyas profanaciones constituyen, en sí mismas, una suerte de sacralidad inversa. Sin duda, Alconétar y sus acólitos compartirían el aserto de Breton de que la poesía, como el amor, se hace en la cama. Erotismo de los cuerpos y del lenguaje, que se funden en ese “coñocimiento”, donde lo femenino es llave y enigma. También para un voyeur y narrador-testigo (¿no son aproximadamente lo mismo?) como Pedro Muñoz, el más fiel (¿el más traicionero?) de los discípulos de Alconétar, que siente en sus propias carnes la insuficiencia de la escritura para redimir una vida que se parece demasiado a un papel en blanco. Y, sin embargo, en su papel de narrador es capaz de encontrar un espesor en una trama en la que estaría destinado a ser un personaje secundario, obsesionado por el pasado, onanista compulsivo, presa de sus fracasos (como escritor y como amante de una esquiva Susana Cordera). Evangelista sin Evangelio, solo en la escritura podrá tal vez atravesar el espejo, olvidándose así de un rostro que quiere parecerse, en vano (o tal vez no), al de Alconétar.

 

 Esta novela no es quizá para todos los paladares, en buena parte porque la comida basura está ocupando las mesas de novedades con la misma rapidez con que se propaga una epidemia (aunque a la misma velocidad esos libros fast food  desaparecen para dejar paso a otros, que serán otra vez rápidamente suplantados). Pero el lector que aprecie la inteligencia y el peso (el poso) de una escritura en libertad, se perderá gozosamente en este laberinto de voces, discursos, perspectivas, idiomas, en busca de ese monstruo (perturbador, terrible tantas veces) que es, pese a todo, la literatura.

 

 

 

Mario Martín Gijón, La Pasión de Rafael Alconétar. Novelaberinto. KRK Ediciones, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por José Luis Gómez Toré

¿Quién es Santiago Mendieta?

Nací en Toulouse, en el sur de Francia, en una familia de emigrantes españoles que llegaron en el 1958 para trabajar duro en un país ajeno. De niño siempre estuve rodeado de libros, de periódicos y de sueños, con la mirada puesta en la naturaleza y su destrucción desde muy pronto, en las aves… Quise ser veterinario, fotógrafo de naturaleza, trabajar con los animales salvajes, defendiéndolos, soñando con los Pirineos que me parecían una terra incognita en los mapas. Por culpa de mis malas notas en Matemáticas (imprescindibles para empezar una carrera en ciencias) más tarde lo cambié por una escuela de periodismo en Lille. Trabajé en la radio, en un diario regional en Albi y Toulouse, hasta que entré en la redacción de una prestigiosa revista que trataba de los Pirineos donde mi castellano me vino de maravilla para conectar con la vertiente sur, el Alto Aragón y sus gentes. Mi sueño se había realizado. Pero los sueños tienen un tiempo de duración. Con los años, recobré mi libertad como periodista independiente, tocando una realidad mas cotidiana como autor de libros sobre los Pirineos con temas como la fotografía antigua, rutas de senderismo y la Naturaleza en general. También publiqué una novela sobre el oro de Canfranc y la transición política española, unos libros de relatos históricos y por fin me hice editor a la fuerza con la revista Gibraltar.

 

¿Cuál es la relación de Santiago Mendieta con España ?

España está presente en mi mente, en mis lecturas, en mis preocupaciones y en mis caminatas por la sierra de Guara o por el Sobrarbe. En casa mis padres me obligaban a hablar castellano y el tesoro de la lengua por suerte se me quedó. Seguimos teniendo la casa de los abuelos en un pueblo de Guadalajara, Sacedón, donde íbamos a pasar los veranos. Aquello era como Macondo de García Márquez, el pueblo de los orígenes, cerca del embalse Buendía, qué casualidad, que anegó el pueblo natal de mi padre, La Isabela, con su balneario. Una historia muy triste que conté en Gibraltar. Vuelvo allí a pesar de la distancia y de los años que pasan, de los cambios y mutaciones que el pueblo y España han conocido. La infancia es un fantasma que nos reconoce la realidad de hoy.

 

Mi padre trabajaba en la construcción (desde albañil a conductor de obras al final, y eso que salió de la escuela a los 9 años). Estaba muy metido en política, conectado con los viejos exiliados y combatientes de la guerra Civil, que venían a casa. Toulouse ha sido la capital del exilio político, la sede del PSOE durante décadas, del sindicato hermano UGT y de los anarquistas de la CNT. Y, cuando murió Franco, tenía yo 11 años, el champán esperaba ser abierto en el frigorífico. Bridamos con nuestros vecinos catalanes. De allí mi afán por la guerra Civil Española, la Segunda República, sus personajes y episodios menos conocidos. Al final, publiqué mis “Historias reencontrados de la guerra de España, de 1931 a hoy día” en el cual hablaba de Negrín, Azaña que están enterrados en Francia, Federica Montseny en Toulouse, también de la Pasionaria, Francisco Boix en el campo nazi de Mauthausen, del hospital Varsovia creado por los guerrilleros en el barrio español de Toulouse, Saint-Cyprien, para invadir el valle de Arán en octubre de 1944 cuando Francia se liberó de los nazis gracias a estos mismos guerrilleros, de figuras y episodios del conflicto español hasta hoy día… Esta historia no acabó y sigue con el tema de las fosas, los bebés robados, la represión, las sentencias de los tribunales franquistas que nos han sido anuladas y tantas historias… Lo escribí gracias a una beca del Centro Nacional del Libro (CNL) en París, todo un orgullo cuando tantas puertas se habían cerrado, hasta que salió en octubre del 2020, en plena pandemia… cuando las librerías cerraron durante un mes…

 

¿De qué forma se ha integrado España en la revista?

Al tratarse de temas mediterráneos, es lógico que España esté presente en Gibraltar. Empezamos con el pueblo de Marinaleda en Andalucía, en 2012, símbolo entonces de la utopía y de la resistencia al capitalismo en una tierra donde los habitantes ocuparon las tierras de un duque que acabó cediéndolas al gobierno andaluz y después a ese mismo pueblo. La Guerra Civil estuvo presente durante varios números pero con una perspectiva actual: apertura de fosas, con un maestro desaparecido en un pueblo de Burgos; bebés robados, con secuencias dibujadas y sacadas de un documental dirigido por una pareja franco-española… Encargué también a un dibujante amigo un cómic de 25 páginas sobre Ascensión Mendieta, una anciana que buscaba a su padre Timoteo, fusilado en 1939 por ser republicano y sindicalista de la UGT, enterrado en una fosa del cementerio de Guadalajara. Resulta que esta historia saltó a los medios de comunicación españoles con la figura de Ascensión (presente en el sensacional documental “El silencio de otros”). Esto había pasado en Sacedón, nuestro pueblo, donde fusilaron a 80 republicanos después de la guerra, como venganza por la muerte de 18 (supuestos) simpatizantes de la Falange o de los rebeldes, cuyos nombres estaban en el frontón de la iglesia. Tragedia tapada y callada como en infinidad de pueblos del país. Y luego supe que esta señora era de mi familia…

 

También publicamos relatos más actuales, a través de la ficción, sobre el turismo de borrachera en Magaluf (Mallorca), en Benidorm, con la vuelta de un Ulises vengador, o sobre Barcelona y sus escritores a través de la mirada de un envejecido y jubilado Pepe Carvalho, el famoso detective de Vázquez Montalbán. Algunos relatos los firmó el novelista David Torres, colaborador de la revista, traducidos.

 

¿Se trata de una revista “de viajes” o es algo más?

 

Sí, algo más. Es una revista (en francés se habla de “revue” y no de “revista” que se puede traducir por “magazine”) con un único número anual por razones presupuestarias y de tiempo. El viaje se hace gracias a nuestros relatos insólitos, reportajes y textos de ficción, utilizando también el relato fotográfico o el dibujo (cómics). Hablamos de las realidades de los mundos mediterráneos: migraciones, medio ambiente, conflictos… pero también de bellas historias sencillas del presente o el pasado. Nuestros relatos tienen algo común: su durabilidad, al contrario que la “información-mercancía” de los medios de comunicación, del ruido mediático, lejos del tweet… Nuestro lema podría ser: aportar al lector evasión, reflexión y sueños, aunque parezca muy ambicioso. La región mediterránea sufre muchos conflictos, sobre todo en el sur y en Oriente Próximo: pobreza, dictaduras, fragmentación… no es un camino de rosas.

 

¿Por qué este nombre, “Gibraltar”?

Para los españoles, resulta extraño bautizar una revista en papel con el nombre de este trocito de imperio colonial británico plantando como una espina en el talón de España. Para un público francés, se refiere más al Estrecho, a la idea del viaje hacia el sur, como las aves migratorias. Da una idea de apertura, con una distancia tan mínima entre el continente europeo y África del Norte (12 km), y de cierre de las fronteras para protegerse de los pobres del sur que intentan llegar hasta la fortaleza europea para cambiar su destino. Esa era la primera idea…

 

¿Cómo decidió lanzarse al mundo editorial y por qué no optó por el formato digital?

Como periodista, las historias que proponía a las revistas parisinas no interesaban. Así que decidí crear una revista donde se hablaría del Mediterráneo, no con una visión turística o de tópicos (playas, sol y bien vivir). El reto era editar una revista en papel, gruesa (180 páginas), sin publicidad, apostando por la calidad y el placer de lectura, con un público reducido. A mi parecer, no existe mercado para una revista digital de este calado, al menos en Francia. También la idea era no ir al quiosco, ya en crisis (ahora es peor), para gestionar ejemplares no vendidos, sino ir a las librerías donde están los verdaderos lectores, tener suscriptores y suscitar el interés de las bibliotecas públicas. En cambio, Internet, con nuestra web, es fundamentales a la hora de comercializar y vender la revista ya que consigue fidelizar lectores mejor.

 

¿ Cuál es la clave que ha permitido llegar al décimo número ?

Muchos esfuerzos, la tozudez, mantener la calidad, los encuentros con escritores, periodistas e autores, buscar relatos y un largo etc. También las ayudas públicas hacen que aún permanezcamos, las del Centro nacional del libro (CNL, ministerio de Cultura) en París y de la Región Occitania, donde vivo, por parte de Occitanie Livre et Lecture. Representan de 25 a 30 % del presupuesto total.

 

¿Cuál es el alcance del anuario? ¿Cree que está bien distribuido?

La tirada es de 1500 a 2000 ejemplares con un precio de 17,50 euros. Los 3 o 4 primeros números hicimos tiradas superiores, pero nuestro mercado está ahí. No dependemos de un gran grupo y la promoción es más bien escasa en el pletórico mercado del libro. Optamos por el anuario a partir del tercer número. Aparecemos a finales de año como un objeto regalo de prestigio para Navidades. Quizás la distribución sea nuestro talón de Aquiles. Después de una experiencia decepcionante con una distribuidora de revista en Paris, llevamos ahora la distribución y los envíos desde 2016.

 

El diseño es sumamente atractivo. ¿Cómo lo logra?

Desde el principio, el diseño estaba en la hoja de ruta y para eso tengo a mi mano derecha, Guy de Guglielmi, el director artístico, que imagina soluciones gráficas para darle brillo a nuestros relatos.

 

¿Recuerda alguna anécdota a lo largo de estos diez números de Gibraltar que le gustaría compartir?

Cada número es una aventura. Recuerdo a un joven español que me presentaron en la Cinemateca de Toulouse durante el festival Cinespaña, Alejandro Pérez, de paso por Toulouse, que me contó sus hazañas por la sierra Sur de Córdoba, llevando una radio itinerante de pueblo en pueblo por la Andalucía vacía. Dos chicos con un carro tirado por una mula que se escapó varias veces. Cuando llegaban a un pueblo, la mula era toda una atracción para la gente mayor, ya que las habían conocido. Los dos jóvenes dormían en casa de los lugareños o bajo las estrellas, en el camino. Esta radio que hablaba de los habitantes, de las historias locales, de la guerra y de los maquis, me pareció un tema poético. Publicamos el relato con dibujos que encargué. La historia llamó la atención de una periodista de una gran emisora de radio nacional, Europe 1, que la comentó en su tertulia de prensa… También, un relato sobre la obra y la vida del dibujante catalán Josep Bartolí y su experiencia traumática de los campos en la arena, en Francia, durante la Retirada de los republicanos en febrero del 1939, inspiró la película Josep que tuvo éxito aquí. El número está casi agotado.

 

¿Cree posible el acercamiento entre culturas o, por el contrario, piensa que cada vez se alejan más las unas de las otras?

La revista Gibraltar tiene por subtítulo Un puente entre dos mundos, símbolo de dos continentes, culturas y pueblos próximos y alejados a la vez. Soy más pesimista que cuando creamos la revista. Vivimos una época revuelta donde lo digital permite un acceso casi sin límite a la cultura pero las redes sociales y los bulos traen, de manera paradójica, más incultura, ignorancia, intolerancia, interés por lo insignificante y más violencia verbal, sin hablar de las falsificaciones y manipulaciones. Me parece que vamos por mal camino, sobre todo la gente que no lee y solo mira Internet, redes sociales y la televisión basura. Nuestra pequeña aventura editorial intenta navegar en esta alta mar de malas olas haciendo soñar a los lectores que apuestan por un mundo más tolerante donde las diferencias son una riqueza y no un bulto. Una gota de esperanza en un océano de aguas turbias.

 

 Gibraltar

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Estela Puyuelo

El primer libro de relatos de Joaquín Fabrellas

17 de febrero de 2022 13:04:07 CET

Césped seco (2021) representa una novedad en el conjunto de la literatura publicada hasta la fecha por Joaquín Fabrellas (Jaén, 1975). A él le debemos una serie de libros de poemas —Estertor en las piedras (2003), Oficio de silencio (2003), Animal de humo (2005), No hay nada que huya (2014), República del aire (2015) y Metal (2017)—, amén de Clara incertidumbre (2017), una plaquette; todo ello precede a la novela El imposible lenguaje de la noche (2020). Césped seco supone la primera incursión de Fabrellas en el terreno del libro o la colección de relatos.

Ahora bien, dicha novedad no conlleva un alejamiento de determinados rasgos que se aprecian en el total de la obra del escritor. Uno de ellos diría que es el interés por el lenguaje, que enlaza con el desempeño de Fabrellas como crítico literario y profesor de Lengua Castellana y Literatura. En sus poemas este elemento cobra gran importancia, como en su reciente novela —antes mencionada—, y en Césped seco sigue explicitándose como un problema central. Ello se plasma en la expresión, que en este texto varía muy visiblemente de unos segmentos a otros. Así, pongo por caso, se consigue manejar con solvencia un registro lingüístico más técnico —ocurre en «Las cuerdas» (pp. 132-135)— con otro que se revela más cotidiano —de muestra sirve «Aeropuertos» (pp. 15-20)—. Con lo anterior figuran una «Carta que dirige Sancho a su Alteza Real, don Felipe III, rey de las Españas, monarca del mundo y del Orbe conocido» (pp. 43-48), donde se busca reproducir los hábitos lingüísticos de otra época, o un segmento, «En una sola oración estaba solo» (pp. 136-138), que, a modo de ejercicio estilístico, recoge una oración que, surgida de una compleja elaboración sintáctica, se extiende a lo largo de varias páginas. Tampoco puede descuidarse el interés por profundizar en la mente de los personajes, que se traduce en monólogos por los cuales discurren sus pensamientos —así en «Diario de un bróker» (pp. 38-40)—; igualmente, se acude al diálogo —por ejemplo, en «Viaje en auto» (pp. 95-98)—. Merece mención, asimismo, una elocuente entrevista realizada a un J. F., la cual se integra como un constituyente más en Césped seco, con la consiguiente modulación lingüística que todo ello requiere desde la perspectiva creadora.

Esta heterogeneidad se produce también en la articulación del texto, que congrega, según ha quedado esbozado, materiales de diverso tipo. Los segmentos que se presentan como de diario se entreveran con otros que hacen hincapié en aspectos geográficos o pictóricos, sucediéndose pasajes más narrativos con otros más reflexivos. En consecuencia, no extraña que, en alguna entrevista —lo he escuchado en esta: <https://cadenaser.com/audio/1644223545_386752/> [13/2/2022]—, Fabrellas haya comparado esta obra con una poliantea. Funciona Césped seco como un artefacto literario que congrega una enorme diversidad, lo cual permite apreciar la capacidad del escritor para desenvolverse con contenidos y formas distintos. A propósito de los misceláneos componentes, sirven para orientarse por ellos los siete apartados por los que se distribuyen: «Principios básicos de supervivencia» (pp. 13-40), «Philologica scientia» (pp. 41-66), «Geografía fingida» (pp. 67-79), «Arquitectura onírica» (pp. 81-98), «Farmacopea» (pp. 99-122), «Forzamientos léxico-somáticos» (pp. 123-155) e «Inlírica» (pp. 157-181). A su vez, no faltan las ilustraciones que acompañan al texto de Césped seco.

El carácter de poliantea del volumen se refuerza cuando este se observa en relación con los conocimientos que recoge y que ponen de relieve el bagaje de lecturas de Fabrellas. Las notas alrededor de un cuadro de Hopper resultan en este sentido paradigmáticas —se leen en «Pintando luz eléctrica. Sobre Room in New York, Edward Hopper, 1931» (pp. 83-87)— y casan con la conexión de Césped seco con manifestaciones discursivas no solo textuales o pictóricas. Cabe destacar que su título procede de una canción de Los Enemigos o que, poco antes de finalizar el libro, se muestra una lista con la música que se ha escuchado durante su escritura. La incidencia de la música se hace muy notable en El imposible lenguaje de la noche y en el conjunto de la obra poética del escritor, con lo cual no sorprende su relevancia aquí. En efecto, se dan cita en el texto numerosas referencias culturales y se aprecian importantes influencias, unas más explícitas que otras.

Sin embargo, los modelos no impiden el logro de un resultado original, que toma de cada uno lo necesario, y que se encuadra con coherencia en una producción literaria, como es la de Joaquín Fabrellas, en la que percibo una organicidad en torno a la cual sigue creciendo.

 

 

Joaquín Fabrellas, Césped seco, Versátiles Editorial, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Mármol Ávila

Guerrero: La poética de la agitación y la indagación

17 de febrero de 2022 13:00:01 CET

María Paz Guerrero (Bogotá,1982) —Licenciada en Literatura por la Universidad de Los Andes, posgrado en Literatura comparada en la Sorbonne Nouvelle de París y doctorando en la Universidad de Zaragoza—, es profesora de Creación Literaria en la Universidad Central de Bogotá, siendo autora de los poemarios Dios también es una perra (Cajón de Sastre, 2018), Los analfabetas (La Jaula Publicaciones, 2020), y también de la selección y prólogo de La Generación sin Nombre. Una antología (Universidad Central, 2019) y del ensayo El dolor de estar vivo en Los poemas póstumos de César Vallejo (Universidad de Los Andes, 2006). Algunos de sus poemas aparecen en las antologías Pájaros de sombra (Vaso Roto, 2019) y Moradas interiores. Cuatro poetas colombianas (Universidad Javeriana, 2016).

De naturaleza inconformista, la autora no se queda en los hallazgos habidos, ni trata de repetir sus logros anteriores, sino que sigue sondeando el espacio en el papel  y en la palabra como una gimnasta concentrada en el vuelo de un giro imprevisto, antigravitatorio. Esta nueva propuesta, Lengua rosa afuera, gata ciega (Himpar Ediciones, 2021), es un poemario que se mueve en dos bloques, el primero de ellos conforma un micromundo doméstico que incluye a la gata y una lora, una habitación abierta a la salsa y al bullicio del silencio más íntimo, un silencio confinado que se desborda en resonancias, mientras que en la segunda parte se produce un desdoble en el que hay una observación, en el que se congela y agita una agonía, una angustia, un ritmo palpitante. Este nuevo título, de apariencia continuista con respecto al estilo desarrollado en sus trabajos anteriores, se aleja levemente de aquellas obras, como si la autora quisiera avanzar paso a paso, evolucionar, confirmar ese desafío a la construcción tradicional para levantar una proposición distinta, una distopía en el lenguaje que no quiere el Edén de un micrograma perfecto, sino que se lanza al choque directo a través de una escritura rítmica e indómita, liberada de la pesadez, del aburrimiento de cualquier convencionalismo. Así, el libro suena a poema único, a tantra que se despliega asimétricamente, rítmica y (anti)coherentemente, avanzando en ciclos, como si emulara el juego de imágenes y espejos de un praxinoscopio en el que la gata es una imagen especular: un tú del yo, un yo ido, un yo ya en tercera persona…, una otredad íntima. Los parpadeos generados por el haz de versos al chocar con la retina generan una sonoridad, nos ciegan con su contraste entre lo delicado y la crudeza: la animalidad de la palabra más vernácula y ruda al lado justo de la belleza. Y es que la violencia está inscrita en la naturaleza de esta obra, quizá como epítome simbólico de la que se vive en las calles colombianas, como parte de un compromiso de clase, de pueblo, de penuria, de una labilidad —felina y desamparada— que sabe pedir su “carnita”.

En la factura de los versos de Guerrero hay siempre una intención exploratoria, vanguardista, que ataca los cimientos del lenguaje para encontrar la expresión que pueda designar atravesando las costuras con las que se confecciona la escritura estereotipada, escritura hecha ya a los andares de un pensamiento y, por tanto, desgastada por el uso diario. En la arquitectura textual de Guerrero hay indagación y agitación, conforma una perturbación en el ritmo de la lluvia, es transgresión libertadora, mueca surreal, es certidumbre y turbación, desarreglo y enumeración desbocadamente asertiva.

El poemario no elude ni el tiempo ni las condiciones presentes y, así, se cuela en él la agónica perturbación de la insistente actualización que exigen las redes sociales, manifiesta querer ser sentida —recalco: sentida, no comprendida, digerida…—. En el texto se cruzan voces, sonidos, canturreos, mientras que la gata ciega tantea el mundo y, tal vez, en sus colisiones busque también encontrarle propósito, pero ni caza ni saca las uñas, sino que expone la lengua por placer (o como burla). En él, surgen los términos encadenados por una pulsión, más que surrealista, dadaísta. La tesitura de estos poemas es sintónica y estocástica, como si a la orquesta la dirigiera un algoritmo que construyese un verso imprevisible, imparable. Así hay una vaca y sobre ésta un ternero y sobre éste una cabra y sobre aquélla se alza la gata ciega y coronándolo todo aún hay una lora que completa el tótem, iconografía que remonta ante nosotros desde la página en blanco en forma de estructura viva desde la que la repetición cacarea, pues volar es eso: “insistir: aletear rudamente”. La musicalidad se dibuja en los ciclos, en lo ciclónico, en el obsesivo martilleo del compás en el que van colocándose las piezas, los pequeños bloques que van armando una estructura en el aire con un palo para que ande hablando Roberta (la lora), cuya función histriónica contrapesa un cierto miedo vital: “vamos a tener un corazón sin semilla/ un mioma bondadoso/ una absoluta necesidad de respiración”, versos que preceden la llegada de la segunda parte del poemario, “Apnea”, donde se despliega una escritura que aceza ante la fragilidad de la existencia: “somos un cuerpo que se dio un totazo/ nos salió un chichón, más que un chichón/ un cuerpo que se abrió la múcura en dos”. La identificación con un cuerpo roto, muriente —mientras la salsa de Henry Fiol se cuela entre los versos— tal vez busque “reventar ojos brutales”, cegar también al lector pues éste es un estertor íntimo que brota de la garganta de la pitia con la voz ronca de la gata ciega transmutada en Tiresias, y cuyo criptograma profético pretende esclarecer lo que el instante —insignificante, ya víctima del pasado— viene a ofrecernos: “rondando por el piso/ todos los turbados al lado tuyo/ callados, / todos ojos precipicios”.

La escritura de Guerrero conforma, más allá del tópico, una voz genuina que se identifica claramente entre los ecos de las voces corales, recurrentes, una poética que usa la intuición y la ideación, el recuerdo y la imaginación como faca con la que extirpar los abscesos de una poesía banal y proponer un verso nuevo y desafiante, una poesía que pretende no traicionar a la creación en estado puro. En la lectura de estos textos, se aprecia un trabajo, un esmero en la sencillez aparente, en el ritmo, en el mestizaje que respete el grito de rebeldía, la proclama identitaria de quienes son cultura sin colonizaciones. Es una poesía que nace en Colombia pero que es mundo, es territorio de proclamación de independencia, pero también de la tradición rupturista, implementando una disrupción en el flujo del lenguaje para provocar una descarga inesperada de sentido. Ante el lector se abre una voz que percute contra la piel de las letras contemporáneas con un ritmo y un tacto nuevos, cuya resonancia es profunda y permanece como la de un canturreo: “alalalelalale".

 

María Paz Guerrero, Lengua rosa afuera, gata ciega. Bogotá, Himpar Ediciones,  2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

Redescubrir a Cicerón

3 de febrero de 2022 09:22:40 CET

Marco Tulio Cicerón es probablemente el más prolífico polígrafo de la literatura latina, y sin duda el autor, gracias a su fama durante siglos, del que se conserva un mayor número de obras, completas o fragmentarias: cientos de cartas personales tanto a su gran amigo Ático como a familiares y a otros amigos; tratados de retórica y de filosofía; escritos en los que refleja su pensamiento político; discursos pronunciados en los tres ámbitos en los que era posible poner en práctica la oratoria en Roma: en el senado, ante el pueblo y en los tribunales de justicia. Tal volumen de literatura conservada hasta nuestros días convierte necesariamente a Cicerón en nuestra principal fuente de información para el siglo I a.C. en el que el Arpinate vivió e hizo política, hasta el punto de que, en ocasiones, llegamos a referirnos a esa época como el ‘período ciceroniano’, lo cual no deja de ser una simplificación engañosa, porque Cicerón no fue ni el personaje más decisivo ni el más influyente de aquel tiempo, además de que hay que ser consciente de que ver los acontecimientos acaecidos entonces a través de los ojos ciceronianos es percibirlos mediante el filtro ideológico de quien defendía un determinado modelo de República romana, el que le favorecía a él como gran propietario y a los ricos (locupletes) que, como él mismo afirma, formaban el grupo social al que quería representar.

 

Es por ello fácilmente comprensible que la bibliografía moderna sobre Cicerón sea ingente y, por lo tanto, totalmente inaprehensible, no sólo para aficionados a la historia, sino también para los profesionales que se dedican a ella. Cada año se publican decenas de artículos y libros que analizan hasta el máximo detalle la obra ciceroniana e intentan aportar conclusiones novedosas sobre ella. El personaje es incluso utilizado provechosamente como instrumento para comparar su pensamiento con la política actual, como demuestra el éxito que ha tenido en su giras por España en los últimos años la obra Viejo amigo Cicerón, escrita por Ernesto Caballero y protagonizada por el excelente actor José María Pou.

 

No es por lo tanto sencillo aportar novedades, ni sobre Cicerón ni sobre su obra, cualquiera sea el idioma en que se escriba. Por esa razón resulta de especial interés el libro que ha publicado en 2020 Fernando Romo Feito, en una muy cuidada edición de Biblioteca La Oficina. Con el título Marco Tulio Cicerón: una voz olvidada. Textos públicos y privados, Fernando Romo ha realizado una crestomatía para la que ha seleccionado con gran acierto un centenar de textos ciceronianos de los que realiza en cada caso una excelente traducción, así como una introducción breve pero rigurosa a cada una de las obras elegidas y una más amplia sobre el personaje con la que comienza el libro.

 

El volumen está organizado en géneros literarios, y en él están incluidos de manera consecuente todos aquéllos de los que se ocupó Cicerón. De hecho, Fernando Romo comienza el libro con fragmentos de la obra poética ciceroniana, muy poco conocida en realidad y aparentemente no demasiado apreciada ya en la Antigüedad, si tomamos en consideración este cruel pasaje de Tácito: “Pues hicieron (*se refiere a César y a Bruto) también poemas que se guardan en las bibliotecas, no mejor que Cicerón, pero sí con más fortuna, porque menos gente sabe que los hicieron” (Tácito, Diálogo sobre los oradores 21). Por el contrario, si algo dio fama a Cicerón fue su afilada y precisa oratoria, y a ella están dedicada las páginas que siguen, en primer lugar a algunos de sus discursos, después a sus principales obras retóricas. De manera inteligente, Fernando Romo ha dispuesto los fragmentos de discursos que ha elegido de acuerdo con el que debía ser el orden en el que un orador había de organizar su alocución, de modo que proporciona así una idea cabal de la práctica oratoria romana y de la habilidad de Cicerón en ese campo.

 

En el libro aparecen a continuación pasajes de las dos principales obras que reflejan el pensamiento político ciceroniano, De la República y De las leyes, a los que sigue un amplio espacio dedicado al género epistolar, con cartas sobre todo dirigidas a Ático, amigo y casi confesor de Cicerón, pero también a otros personajes de la época, más o menos importantes desde el punto de vista histórico pero que formaban parte del extenso elenco de relaciones personales del Arpinate. Como muchos otros aristócratas en aquel tiempo, Cicerón dedicaba una parte destacada del día a dictar cartas, sobre todo cuando no estaba presente en Roma: en ausencia de un servicio postal oficial y público, el ir y venir de correos privados se antoja constante. En ocasiones es posible ver ese trasiego en sus cartas, cuando el mismo Cicerón afirma que ha enviado y recibido varias epístolas en el transcurso de apenas unas horas, incluso cuando se encuentra en tránsito de un lugar a otro de Italia o en algún punto del vasto Imperio romano. Con su, de nuevo, excelente selección de cartas, Fernando Romo logra transmitir de manera adecuada la importancia de ese género epistolar en la vida de un romano de la aristocracia, así como el elegante lenguaje, cortés o firme, según las circunstancias, empleado por Cicerón en sus cartas.

 

La última parte del volumen está dedicada a la obra filosófica de Cicerón. En realidad, el propio autor de la crestomatía pone entre interrogantes la palabra ‘filósofo’ aplicada al Arpinate, del que afirma con razón que “carece de talento especulativo; no tiene ninguna pregunta de gran calado, propia y específica, que hacerse” (p. 249). Ciertamente el ecléctico Cicerón no pasó a la historia por sus aportaciones filosóficas. Sin embargo, su contribución fue importante para trasladar a la lengua latina y, en definitiva, a un público más amplio en el mundo romano algunas de las principales ideas filosóficas griegas, de las que él fue ante todo un transmisor erudito. El libro se cierra con algunos pasajes de las obras menores ciceronianas, así como con un útil índice de conceptos y personajes.

 

En definitiva, el libro ofrece una excelente introducción a la literatura ciceroniana, pero también al personaje y, con él, al tiempo en el que vivió y escribió. Fernando Romo demuestra un extraordinario conocimiento de la compleja obra ciceroniana y de su lenguaje, no siempre fácil de traducir e interpretar, pero del que él ofrece traducciones de gran calidad. Se trata, por lo tanto, de un excelente volumen para acceder al universo ciceroniano por el que no cabe sino felicitar a su autor por la calidad de su esfuerzo y a la editorial por su iniciativa y por su buen trabajo.

 

 

Marco Tulio Cicerón: una voz olvidada. Textos públicos y privados, Edición, traducción e introducción de Fernando Romo Feito, Biblioteca La Oficina, 2020.

Escrito en Sólo Digital Turia por Francisco Pina

Haiku, dícese de esa composición japonesa que consta de tres versos (cinco, siete y cinco sílabas) de temática paisajística, austera, y sutil. Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950), dícese de un poeta de extrema exquisitez, ducho en asuntos clásicos, diestro en los cinéfilos, de voz y aliento blasonados por la belleza. En la intersección de ambos, la maravilla: Haikus completos (1972-2021), publicados por Los Libros del Mississippi. Segunda edición, ampliada y revisada.

 

“En Occidente somos omnívoros e incorporamos a nuestro acervo cultural cualquier cosa ajena, con tal que nos resulte atractiva”

- ¿Qué tiene esta composición, el haiku, que, estando imbricado en el modo de vida y en la sensibilidad orientales, tan diferentes a las nuestras, suscita tanto interés entre los poetas (Borges, Valente, Panero, Machado, Gómez de la Serna, Paz…)?

- Desde el modernismo, el haiku japonés goza de gran predicamento en las letras occidentales. En nuestros pagos se traiciona el espíritu original del haiku, que ha de versar sobre el paso de las estaciones y surgir de la contemplación de la naturaleza, pero al mismo tiempo se amplía su radio de acción argumental, dando paso a cualquier tema posible, sin restricciones de ninguna clase. Y en castellano, esa traición se lleva al terreno formal, dada su semejanza con la segunda parte de la seguidilla española (5/7/5), que tiene la misma métrica que el haiku, pero rimando en asonante el primero y el tercer verso, cosa que no ocurre en japonés, que evita cualquier tipo de rima entre los tres versos del haiku. Como ejercicio poético, presenta un interés innegable, y ya se sabe que en Occidente somos omnívoros e incorporamos a nuestro acervo cultural cualquier cosa ajena, con tal que nos resulte atractiva.

 

“El haiku exige tranquilidad en su proceso creativo”

- La condensación que requiere el haiku, ¿sirve para cualquier estado de ánimo?

- En mi caso, asocio la escritura de haikus a momentos de calma, de reflexión, de ausencia de estrés. Lo cual no quiere decir que entienda el haiku como una especie de tranquilizante, pero sí como algo que exige tranquilidad en su proceso creativo.

- Es curioso que haya sido esta una fórmula poética muy poco utilizada por mujeres, ¿se le ocurre por qué?

- No tengo yo conciencia de ese hecho. Mi entorno está lleno de mujeres que escriben haikus. Para mí es una estrofa muy femenina. Pero puede ser una percepción subjetiva basada en mi contexto personal. Ni más ni menos que eso.

 

“Mi poesía no rehuye la media distancia”

- En poesía, ¿cuándo ser breve y cuándo extenderse?

- No hay reglas para escribir poemas breves o poemas largos. Mi poesía tiende a la brevedad por lo que tiene de epigramática, pero no rehúye la media distancia.

- ¿Escucha, más que habla, el haiku?

- No. El haiku habla, dice, cuenta. Pero lo hace en voz baja, susurrando. Tuvo su tiempo de escucha antes de ser escrito. Pero, una vez compuesto, habla.

- “Sangre bajo la nieve. / Y el grial escondido / bajo la túnica”. ¿Cuál es el grial para Luis Alberto de Cuenca y qué poderes concede?

- Mi grial es el de siempre: la copa que utilizó Jesús en su última cena. Concede el superpoder por excelencia, repartido en la posesión de las tres virtudes teologales: el amor, la fe y la esperanza.

 

“La voluntad, el esfuerzo y la perseverancia son la forja donde se templa el heroísmo”

- Perceval, Ulises, Superman, Juana de Arco… ¿cuánto de azar y cuánto de voluntad hacen al héroe?

- La voluntad, el esfuerzo y la perseverancia son la forja donde se templa el heroísmo. El azar rige la existencia de los seres humanos del montón, no la de los héroes.

 

“Hay que atarse al mástil de la bondad y la belleza”

- Ya que he mencionado a Ulises… ¿Qué música enloquece a Luis Alberto de Cuenca?

- La de las Sirenas, como a Ulises. Por eso hay que atarse al mástil de la bondad y la belleza para salir indemne de su canto.

- Si para Freud la vida se reduce a sexo y comida, como recuerda en uno de sus haikus, ¿para usted?

- ¡Dentro del sexo y la comida hay tantísimas maravillas! La reducción a dos conceptos es puramente metodológica, pero muy real y muy práctica desde un punto de vista didáctico. También los mandamientos de la ley divina se reducen a dos: amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a uno mismo.

 

“Soy mucho más matinal que vespertino”

- El sol preside buena parte de estos poemas, ¿prefiere el alba al crepúsculo?

- Sin la más mínima duda. El alba siempre antes que el crepúsculo. En la Odisea, por ejemplo, casi todo lo importante que pasa ocurre en las primeras horas de la mañana. Yo soy mucho más matinal que vespertino.

- Y luego esa imagen poderosa, «el Tigre Impar». ¿Es el tigre su animal totémico?

- La imagen del Tigre Impar no es mía, sino de mi llorado amigo Manuel Lara Cantizani, a quien va dedicada esta segunda edición de mis Haikus completos. Fue él quien inventó al Tigre Impar. Yo me he limitado a seguir sus huellas en la nieve, porque me da la impresión de que el Tigre Impar es más un tigre siberiano, de los que viven en la frontera entre la Federación Rusa y China, que un tigre de Bengala de los que salen en los cuentos de Kipling. Pero es solo una impresión personal. Manolo Lara nunca me lo dijo.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

 

Hoja del viento, editado por Tres Molins y traducido por Helena Cortés, reúne una selección bilingüe de la poesía de la polaca Mascha Kaléko (1907, Chrzanów - 1975, Zúrich) en la que podemos encontrar tanto versos de corte cabaretero y provocador, a otros en los que la pérdida del hogar, el desarraigo y exilio respiran con una hondura comparable a los que encontramos al final de su vida, cuando ha perdido ya todo, marido e hijo incluidos. Su editora, Cecilia Dreymüller, nos da algunas claves de esta mujer que sorprendió al mismísimo Heidegger.

 

- ¿Por qué decidió editar a Mascha?

- Bueno, aquí el mérito no es para nada mío: la iniciativa de la antología de poesía de Mascha Kaléko venía de Helena Cortés, la traductora. Pero cuando me la propuso, en seguida le dije que sí porque es una poesía que siempre me ha acompañado. Era una poeta bastante popular en Alemania en mi juventud. Y lo sigue siendo, gracias a las versiones musicales de diversos cantautoras y cantautores (remito a los lectores a las más recientes de Dota Kehr).

 

- Lo primero que sorprende leyendo a esta poeta es el gracejo de sus versos, la vitalidad de los mismos en comparación con algunos momentos de su vida, durísimos (el exilio forzoso, por ejemplo). ¿Es una impostura, un mecanismo de supervivencia, una disposición de ánimo intrínseca?

- No, impostura seguro que no. Pero un mecanismo de supervivencia, probablemente. Aunque creo que sobre todo era una cuestión de carácter y de ánimo. Mascha Kaléko era una persona de una enorme vitalidad y de una gran firmeza de carácter. A esto se añade un conocimiento muy temprano de las durezas de la vida, del lado menos favorable del ser humano. Era judía y se había criado en un entorno judío, un shtetl de un pueblo polaco, en la zona de habla alemana de Galitzia (Polonia no existía como estado entonces). Y justo allí, en este mundo de tradiciones judías mezcladas con la cultura austriaca -la madre era austriaca-, y organización prusiana, irrumpe en 1909 el antisemitismo más feroz. La familia consigue huir de los pogromos y se instala en Marburgo, cerca de Frankfurt. Pero, al estallar la Primera Guerra Mundial, al padre -que es ruso- le internan en un campo como enemigo extranjero. O sea que Mascha aprende desde muy pequeña lo que significa tener que abandonarlo todo, ser una extraña y víctima del odio racista. Aparte de tener que ayudar a su madre a cuidar de sus cinco hermanos. Eso la convirtió en una adolescente muy precoz y en una joven que en el Berlín de los años veinte sólo tenía que dar con una forma de expresión adecuada que encuentra en la poesía, la poesía surrealista, con sus cuestionamientos y burlas de todos y todo, y la poesía que entonces está surgiendo, la de la llamada Nueva Objetividad.   

 

- También encontramos un punto descarado en sus versos, que nos remiten a la Alemania más cabaretera, más de celebración que de denuncia…

- Sí, desde luego, la frescura y el desparpajo, la burla y la auto-ironía llaman la atención en sus poemas. Son, junto con el enfoque urbano, muy característicos para esa poesía de finales de los años veinte, principios de los treinta, de la corriente de la Nueva Objetividad. Y por supuesto influyen en su escritura sus trabajos en los cabarets berlineses y para las chansonnières berlinesas. Kaléko empezó su trayectoria literaria en los pequeños escenarios y en la radio, cantando sus propios chansons o escribiendo letras para chansonnières tan famosas como Claire Waldoff o Rosa Valetti. 

 

- ¿Qué tenían los «poemas de los lunes» que calaron tanto y de tal modo en las clases más populares?

- Creo que lo que en ese momento atraía a los lectores era el hecho de que se pronunciaba en ellos una mujer que formaba parte de esta nueva generación de mujeres independientes que trabajaban y ganaban su propio dinero. Kurt Tucholsky, admirador de la poesía de Kaléko o Erich Kästner, su mentor, habían retratado en sus poemas ya antes el gris día a día de las masas obreras en las grandes ciudades, pero lo novedoso era la mirada femenina y… el sujeto femenino. En los «poemas de los lunes» de Kaléko se describe el lunes de la taquígrafa o de la dependienta, que el fin de semana visita por su cuenta bares y cafés, que lleva una vida nocturna y una vida amorosa, algo inaudito antes para una mujer. Todo esto escrito con levedad, como en un apunte, con sencillez y gracia, en un lenguaje que usa coloquialismos y que cala ese típico desenfadado tono berlinés de la época.

 

- ¿Qué representa Mascha en la literatura alemana de segunda mitad del XX?

- Ella no fue ni pretendió ser ninguna innovadora –así, por cierto, se llama un poema suyo-, pero sí la primera poeta que dio de lleno con los temas, con el espíritu de la época y que respondió de forma activa, divertida, a veces brillante y como mujer independiente. 

 

- ¿De qué modo «convirtió su vida en poesía» tal y como afirma de ella el crítico literario Marcel Reich-Ranicki?

- En el sentido literal de la palabra. Esto, además, se confirma plenamente en nuestra antología, ya que Helena Cortés la ha presentado cronológicamente, así que se pueden seguir las estaciones de sus sucesivos exilios. Porque ella recoge en sus poemas sus vivencias como en un cuaderno. De hecho, su primer libro, de 1932, se titula justamente Cuaderno de taquigrafía lírica. Y no deja de escribir poemas cuando tiene que abandonar Alemania y buscar refugio en EE.UU, ni cuando emigra al final desde allí con su marido a Israel. 

 

- ¿Cuánto de sumisa y rebelde encontramos en Mascha?

- Desde luego, la mujer rebelde predomina. No se encuentra nada de sumisión en sus poemas, al menos no si distinguimos la devoción amorosa de la sumisión. Kaléko escribe con una gran conciencia de las libertades que se ha conquistado y que la vida urbana pone al alcance de las mujeres en ese momento, precisamente por haberse criado en un entorno muy conservador. Que una mujer educada en la tradición judía, casada con un estudioso judío, vistiera pantalones y cantara en un cabaret suponía una transgresión enorme. Kaléko, sin embargo, por muy rebelde que sea, no reniega de sus orígenes. Simplemente reclama su libertad individual y la defiende. Y la proclama para las demás. También hay que tener en cuenta que la sociedad alemana de la época de Weimar era infinitamente más tolerante, y más abierta que la de hoy. Y por eso, los poemas de Kaléko nos parecen todavía hoy tan frescos y estimulantes. 

 

- ¿De qué modo la marcó su estancia en Israel, en un contexto en el que no podía acceder a la palabra, al desconocer el idioma?

- Cuando Kaléko abandona en 1960 Nueva York, donde había participada muy activamente en la vida cultural, donde hasta había publicado en 1945 en alemán un nuevo poemario, lo hace por amor a su marido quien en Israel tenía más posibilidades profesionales como compositor y musicólogo. Pero el traslado la desarraigó una tercera vez y, hay que decirlo, trágicamente, porque la separó definitivamente de su lengua literaria, el alemán. Nunca llegó a aprender lo suficiente hebreo para poder salir del aislamiento lingüístico y cultural que le suponía la vida en Jerusalén. 

 

- Hay una presencia de lo religioso en sus poemas, pero sin la responsabilidad de otros autores judíos como Jabès o Weill, ¿cuál era su relación con la fe?

- Kaléko era atea, pero, como ya he dicho, no renegaba de su origen cultural-religioso. Probablemente, en casa con su marido seguía las tradiciones judías, igual que nosotros seguimos las cristianas sin necesariamente sentirnos vinculados a la religión. Ella tematiza el destino judío del siglo XX, la expulsión, la pérdida del hogar, el exilio, pero nunca se refiere a la fe. Al contrario de tantos otros autores, otras autoras judías -mencionas a Simone Weill o Edmond Jabés, pero también pienso en Walter Benjamin o Else Lasker-Schüler, en las poetas alemanas Nelly Sachs, Gertrud Kolmar o Hilde Domin, que venían de un entorno completamente asimilado a la cultura burguesa alemana y que ignoraba en buena medida la cultura judía-, Kaléko estaba impregnada de ella.

 

- Salvando las distancias, sus poemas, esa veta más tierna, más dirigida a lo infantil, ¿no recuerda un tanto a Gloria Fuertes o a Szymborska?

- Me parece que no. Y tampoco tienen sus poemas para niños tanta presencia en la obra como en la de Gloria Fuertes, por ejemplo. Kaléko, que tiene su hijo con Chemjo Vinaver en Alemania, empieza a cultivar este género en EE.UU, principalmente porque se vendía bien y ella mantenía la familia económicamente a flote con su pluma.  

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Una lectura inteligente

28 de enero de 2022 09:28:21 CET

            Nueve cuentos chinos y uno de Cortázar es un libro de relatos que, como perfectamente señala Alfredo Saldaña en la contraportada, se posiciona “frente a la literatura kleenex para devolver al texto literario el protagonismo que nunca debió perder”. Porque, aunque es un libro de relatos, mejor de cuentos, de cuentos chinos, porque a veces el lector tiene la sensación de que le están contando un cuento chino, un cuento chino que, sin embargo, no pierde la referencia a la realidad en la cual se inserta espacialmente el relato. En este punto, deberíamos retomar el debate sobre verdad y verismo y recordar que la literatura, incluso la realista, es verista, transmuta la realidad en ilusión de realidad, y ese es el paso entre la vida y el arte, la transformación mediante mecanismos estéticos del universo que nos rodea en materia creativa y creada. Solo así, podemos dejarnos embaucar por la brillante apuesta que el autor nos propone y que no es otra que recorrer de su mano una cautivadora imaginación, repito, verista.

            Dos constantes mantiene el libro: una exquisita ironía, el señor Mas, protagonista de “Cambio de hora” le dirá al señor Bell C. Booth cuando estén hablando de la transacción de alma: “No sea susceptible, señor Bell C. Booth. A fin de cuentas, el sentido del humor es la única arma que tenemos los seres humanos para enfrentarnos a nuestro destino. Riéndome de usted me río de mí mismo” (p. 85); y una ubicación espacio-temporal muy concreta: Barrio Chino de Barcelona, década, estirada en algún relato como “Oficios” o “En las manos” de los setenta.

            Con la ironía consigue Domènech que la dureza de una realidad excesivamente prosaica, triste y dura cual era la vida en el antiguo Barrio Chino de Barcelona, se digiera con una sonrisa y nos sitúe, como haría el propio Cortázar, en ese límite en el que el lector no sabe a ciencia cierta en qué lado del espejo lo ha situado el narrador. Y eso es la literatura de Domènech, un pacto sellado en el límite de lo real y lo fantástico que enfrenta al lector a asumir el reto de desvelar las tripas de un mundo que quizá, sin esa carga irónica, no quedaría más remedio que narrarlo desde una perspectiva tremendista. Asumimos, pues, en cada uno de los relatos el pleno compromiso narrativo con la propuesta del autor, y lo brillante de ese compromiso con el texto es que lo hacemos de forma natural sin cuestionarnos ni por una sola vez  que de una bolsa mágica del tamaño de una mano pueda salir una cerámica de Lladró.

            La otra constante del libro es, como se ha dicho, la ubicación espacio-temporal de las historias en un microcosmos específico, un mundo que barrió el viento de la modernidad –el paso de las Olimpiadas por la ciudad, como dirá Paquito –protagonista de “Oficios”, casi una novela breve al narrar la vida de éxito de un diseñador/fabricante de bragas-, en su regreso como *************, aunque hoy, frente a la Filmoteca, en la calle Robadors, todavía pueda verse la última isla de aquel mundo –una oportunidad para nostálgicos. Es la Barcelona de la década de los setenta en su barrio más denigrado y marginal, es lógico, pues, que las prostitutas, los proxenetas, los chorizos de medio pelo pululen entre unas calles que los acogen a todos sin preguntar a nadie quién eres, qué haces, pero sí, qué quieres. “Suzanne” nos presenta en tono ácido y apenas sin concesiones las tripas y el corazón de lo peor de las gentes que no habitan en él, pero sí que hacen del barrio su centro de operaciones. No hay nostalgia, pero sí una cálida solidaridad con los más indefensos, con los que habitan allí, porque allí la vida los ha aparcado. “Greyhound” y “Céntrico”, en realidad dos relatos sutilmente unidos por el protagonista, son, quizá, aquellos en los que esta manifestación aparece de un modo más ostensible. También “Las manos”, que sucede cuando el Barrio Chino es más Raval que Chino, es un relato demoledor, pero esperanzado con quienes razones étnicas y culturales dejan fuera de los espacios comunes.

            Ya no constante, pero sí una clara voluntad desmitificadora y revisionista prevalece en los cuentos en los que la ironía se engrandece hasta convertirse en humor inteligente, un humor que nos dibuja la sonrisa que nos va a acompañar durante toda la lectura. “Encanto” es una vuelta de tuerca a la rana/sapo que espera el beso de la princesa, mientras que “Hala di no” podría ser una digna pieza dentro del humor absurdo.  “Cambio de hora” es una soberbia reinterpretación de la venta del alma al diablo que puede servirnos para desvelar otra clave de los cuentos: la digresión, la reflexión, porque nada de lo que nos rodea puede comprenderse plenamente sin el ejercicio absolutamente imprescindible de poner en tela de juicio lo que captan los sentidos, y no porque los sentidos sean engañosos, sino porque solo son el instrumento de percepción de lo sensorial, de lo material que deviene  universal una vez pasado por el tamiz de la inteligencia, porque, repito, si algo caracteriza estos cuentos es la inteligencia con que están narrados y la apelación a nuestra consciencia, que no conciencia, que, sin tregua, ejerce el texto sobre nosotros.

            “Todos los juegos el juego”, con mucho sentido del humor le toma prestado el título al cuento de Cortázar para proponernos, primero un recorrido brevísimo por algunos de los cuentos más memorables del argentino y, segundo y más importante, una reescritura en clave “cortazariana” de uno de sus cuentos.

            En conclusión, cualquier lector puede acercarse felizmente a la lectura de este volumen porque la ironía, el sentido del humor, cierta nostalgia y una muy contenida sentimentalidad, permiten la fluidez y mantienen la tensión y la expectativa narrativa. Sí, es cierto lo dicho, pero hay un lector que no podrá olvidar jamás la lectura de estos cuentos, un lector que se identifique con las características del señor Mas y por las cuales el diablo está interesado en su alma: “Me interesan las personas que han alcanzado una concepción interesante de la realidad del mundo y con una imaginación fuera de lo común. También es importante la capacidad de comprender, de sentir, de adaptarse a los cambios, de jugar y de reírse de lo más serio, de escapar a las trampas de la lógica…” (p. 64). Así que, si crees que tu alma hubiera podido interesar al diablo, no lo dudes, este es tu libro, una lectura inteligente, irónica y con una extrema y cuidada precisión léxica. Y estas cualidades siempre se agradecen en estos tiempos en que la literatura fácil de consumo cierra las puertas a la literatura con mayúsculas.

 

 

Carlos Domènech Armadàs, Nueve cuentos chinos y uno de Cortázar, Zaragoza, Mira Editores, 2021.

                                                                                             

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Agunstín Faro

Retrato de un joven inconsolable

21 de enero de 2022 08:07:23 CET

                    

Los estados febriles del espíritu convierten la vida -en ocasiones- en un lugar inhabitable, donde “cada día es una tregua entre dos noches”. Hay veces, sin embargo, en que los días se transforman en noches negrísimas donde la tregua ni siquiera es posible. Antes de abordar la obra de Stig Dagerman (1923-1954), es necesario leer un pequeño ensayo -publicado dos años antes de su muerte- titulado Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, una carta de despedida donde el autor expone, en apenas diez páginas, su inadaptación a la realidad y su imposibilidad de vivir. Comienza así: “Estoy desprovisto de fe y no puedo ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia la muerte. Por eso no me atrevo a tirar la piedra ni a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si esta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mí mismo, ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable”.

Este autor escandinavo, nacido cerca de Estocolmo, y poco conocido todavía en España, puso fin a sus días, en la ciudad de Enebyberg, a los treinta y un años de edad. Y en apenas cinco -los que van de 1945 a 1949- escribió cuatro novelas, otras tantas obras de teatro, un sinfín de artículos de prensa, ensayos y poemas. El silencio de su último lustro de vida solo fue roto por el texto anteriormente citado: su testamento vital y literario.

Periodista vinculado a publicaciones de corte anarquista, Dagerman editó a los veinte años su primera novela, a la que siguieron otras tres de éxito notable. Se casó en 1943 y fue padre de dos hijos. Años más tarde se separaría de su mujer para casarse con una actriz. Nunca encontró consuelo en el amor. Su carácter depresivo, la autoexigencia que se imponía en su trabajo y su infancia desgraciada (la madre murió siendo él un niño) forjaron una personalidad -en palabras de Federica Montseny- incapaz de luchar con y por la vida. “Era un joven taciturno, que en todas partes se sentía extraño. Solo era feliz en su estudio, lleno de libros y cuadros, rodeado de bosque”. La escritura no fue otra cosa para él sino un imperativo desde el que traducir sus estados de ánimo: esa soledad devastadora, implacable. Su ascenso al olimpo de las letras suecas fue tan rápido que, cuando se percató de que no sería capaz de alumbrar más páginas memorables, enmudeció.

Su última obra maestra, publicada en 1947, se titula Otoño alemán y consta de trece reportajes que el autor escribió cuando su periódico -Expressen- lo envió a Alemania para registrar el estado del país tras la Segunda Guerra Mundial. Estas excelentes crónicas -lúcidamente críticas, políticamente incorrectas- constituyen una de las mejores lecciones de periodismo narrativo de todos los tiempos, amén de un testimonio solidario y compasivo absolutamente desgarrador.

La primera de ellas -la que da título al conjunto- describe la llegada a la región de Ruhr de trenes llenos de refugiados, “gente andrajosa, hambrienta y no grata que se apretuja en la oscuridad pestilente de la estación ferroviaria”.  El joven periodista -23 años cuenta Dagerman cuando escribe estos reportajes- viaja más tarde a Berlín, Múnich y Colonia: ciudades completamente asoladas por la guerra. El reportero observa iglesias derruidas, fábricas arrasadas, catedrales que tienen “una herida roja de ladrillos que parece sangrar cuando anochece”. La mirada del escritor, que atraviesa el país en trenes atestados de expatriados, documenta los vestigios de ese mundo en ruinas con una precisión fotográfica, el ritmo de una prosa exquisita y la belleza lacerante de la mejor poesía.

El panorama de la Alemania de la época no podía ser más desolador. Pobreza y miseria, desgracia y penuria se dan la mano en cada una de estas páginas. Y, en esa tesitura, las diferencias sociales se agudizan: mientras las personas más pobres viven en sótanos y cárceles abandonadas, los poderosos lo hacen en sus antiguas residencias, y aunque la sangría bélica “no hizo distinción de clases -arguye la burguesía- las cuentas corrientes no fueron bombardeadas”, ironiza el autor. La precariedad de la población civil es tan extrema que, en la localidad de Essen, hay trenes varados que transportan a centenares de evacuados que sobreviven tomando una sopa diaria. A lo largo del volumen, Dagerman se entrevista con maestras y escritores, con jóvenes desnortados y ancianos, asiste a las primeras elecciones democráticas y a grotescos juicios de desnazificación que, insidiosamente, hurgan en el dolor de los vencidos.

Stig Dagerman, el joven prodigio de las letras escandinavas, nos legó en los reportajes de Otoño alemán un relato conmovedor de la decadencia humana, una lúcida reflexión sobre el odio y el mal escrita con extraordinaria sensibilidad y coraje. (“El periodista que sale retrocediendo de un sótano inundado es, en la medida en que su reacción es consciente, una persona inmoral, un hipócrita”, escribe en la primera crónica). En la última, como si estuviera interpelándose a sí mismo, se pregunta cuál es la distancia entre literatura y sufrimiento. Y anota lo siguiente: “Hay una relación directa entre el arte y el sufrimiento, y se podría decir que el solo hecho de sufrir con otros es una forma de literatura que busca ardientemente sus palabras”. Seis años después de escribir lo anterior, él mismo dio -en su carta de despedida- una de las definiciones más atinadas del dolor de ser y la angustia de vivir: “Cada noche no es más que una tregua entre dos días”. Dagerman convivió con esa angustia en la Alemania de posguerra, la había visto muchas veces frente a él y la sufrió en su interior. Y un día -un 4 de noviembre de 1954- no quiso vivir más. 

    

Stig Dagerman, Otoño alemán, traducción de José María Caba, Logroño,

Pepitas de calabaza Editorial, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Íñigo Linaje

Escarchar un corazón por dentro

21 de enero de 2022 08:04:04 CET

Leo por segunda vez Azufre de Pepe Cervera (Alfafar, Valencia, 1965), editado por Tres Hermanas (Madrid, 2021). Algo más de medio año separa la primera lectura de la segunda. Y el puzle encaja, todo el engranaje narrativo funciona en estos siete relatos que componen el libro y que tienen su centro de gravedad en personajes cuya compleja psicología nos eleva y traslada a sus mismos paisajes. Y es grato, de nuevo, constatar que la literatura, cuando está bien parida, consigue su propósito: hacernos desaparecer y posibilitar el encuentro con el que fuimos en este aquí y ahora absoluto e indisoluble.

Cierro el libro – se cierra el telón lentamente -, lo dejo sobre el escritorio y lo miro con cierta distancia mientras enciendo un cigarrillo. Mientras observo deshacerse el humo, también yo desaparezco, pero queda en mí la certeza inexorable que comparto con el autor cuando afirma en el último relato, uno de los más crudos, esperanzadores y hermosos del libro: “leer es un rumbo y el extravío”. Entonces pienso en el olor del azufre y en algunas de sus manifestaciones simbólicas a lo largo de la historia del hombre; pienso en podredumbre, en el infierno, en la muerte… pero pienso también, con extrañeza, como si fuera el reverso de la misma moneda, en la luz del fuego, la claridad, la posibilidad de mirar, de redimirnos, de adentrarnos. Y acude a mi cabeza de forma inesperada, mientras escribo estas líneas, ese Doc Holliday, ya casi tocado de muerte, interpretado por un pletórico Victor Mature en “Pasión de los fuertes”. Recita un hermoso fragmento de Hamlet, busco la película y veo, de nuevo, esa escena: “Si no temiera un algo después de la muerte, esa ignorada región cuyos confines ningún viajero vuelve a traspasar. Ese temor sujeta nuestra voluntad y nos hace soportar los males que nos afligen antes que lanzarnos a otros desconocidos. Así la conciencia nos convierte a todos en cobardes”.

Me fijo entonces en la imagen de la cubierta: una mano en tensión agarrada a un tobillo. Alguien sujeta a alguien. Pienso en esa lucha, en la línea de flotación, en el cielo como si fuera una bóveda de nervaduras. Imagino los ojos de los protagonistas de esa imagen, los ojos de Chesney Henry Baker frente a los de un Chet Baker Junior “sumergido en un desvarío líquido hasta una profundidad de la que ojalá nunca tuviera que emerger” (“Azufre”).

Paseo mis dedos por el libro y siento que esa imagen de la cubierta vibra en cada una de las páginas, traslada su tensión, la brega, la contradicción, el fondo y la superficie; y recuerdo unas líneas, subrayadas minutos antes, de uno de los relatos y que es una consideración en toda regla sobre qué es leer: “Leer es una búsqueda, es el intento acelerado por encontrar algo distinto, la necesidad apremiante por conseguirlo, es encaminarse, resistir, ascender, es el empeño por llegar a otro sitio, pero también es el sosiego, la intimidad, el misterio” (“A propósito de las jóvenes ideas”).

Mientras sigo absorto en la imagen de la cubierta veo parpadear los siete post-it que he pegado en el libro, uno por relato. Hay corriente en casa. También, como el azufre, esta mañana de diciembre el aire es denso y ligero, hostil y claro.

En “Rastros” el autor disecciona con distancia, primero, y con una cercanía que tiene más de merodeo y desconfianza que de acercamiento real, luego, la relación de un matrimonio anciano – podrían ser nuestros padres – cuya vida es totalmente mecánica y predecible. En este relato y en el último (“A propósito de las jóvenes ideas”) aparece el narrador, un joven de diecisiete años, enfermo también de tuberculosis como Doc Holliday. Las descripciones, los espacios transformados, el tiempo, los planos articulan la mirada de los personajes y propician el encuentro entre ese enfermo adolescente y unos padres ancianos, rutinarios. A través de esa pareja de octogenarios, del nieto, del hijo, del narrador uno descubre “un mundo que conmueve, que vibra, no este, tan quieto y encogido, tan hueco, sin nada dentro” y un abanico de posibilidades que nunca sucedieron se despliega en nuestro imaginario.

El segundo relato es de una intensidad eléctrica y se yergue como una pieza teatral; como el autor nos dice en una nota a pie de página, fue llevado al teatro bajo el título Naturaleza muerta en el ya lejano 2018. “Azufre” es un intenso y breve texto, en él se narra el encuentro (de nuevo la tensa relación padre-hijo) en una sala de velatorio entre dos músicos: Chesney Henry Baker y un Chet Baker que ronda la cuarentena. Quizá sea este relato uno de los más líricos del libro, aunque Azufre está cargado de esa plasticidad y transcendencia que tiene la buena poesía. En él se nos anticipa, en la figura de Chet Baker, un personaje, entrañable también, que aparecerá en el último relato (“A propósito de las jóvenes ideas”) y que Cervera describe en ambos textos como si fuera uno mismo: “robustas botas de montaña, de piel vuelta, sucias, tejanos viejos y una camiseta de algodón con el cuello en pico, de manga corta, oscura pero desteñida”. Tanto Chet Baker como Benja son personajes arquetípicos: el héroe trágico. A ambos les une la misma pasión por la música, por el caballo, por el destino aciago.

El tercer relato, “Así sea”, es, en realidad una oración, la bendición de la mesa el día de Navidad. Mientras se suceden las alabanzas, afloran también las miserias y vergüenzas de una familia durante el mandato de Kennedy. Leído con voz profunda y cavernosa, imaginando, emulando la voz de Cohen tiene mucho de su “Hallelujah”. Al de Alfafar y al de Montreal les une aquí una fina y punzante ironía

“Kilómetros y kilómetros” es un hermoso relato centrado en la figura del padre. En él coexisten todas las contradicciones del hombre, del anciano al que el narrador se asoma y vuelve, de nuevo, al abismo: “Mucho tiempo ha transcurrido desde que dejé de asomarme a ese paisaje, pero lo reconozco, es mío también, me pertenece”.

“Rastros”, “Kilómetros y kilómetros” y, último relato del libro, “A propósito de las jóvenes ideas” se complementan a la perfección y funcionan como los arcos de crucería de una bóveda: equilibrando el peso y trasladando su tensa electricidad página a página.

“Los acuchilladores” es un relato en el que brilla la capacidad del autor por reducir, sintetizar toda la artillería narrativa en unas breves e intensas páginas y por adoptar un registro más culto que va acorde con el ambiente en el que sucede la acción, la alta sociedad parisina. En él, de nuevo, desde otro prisma y espacio narrativo se incide en la relación padre-hijo a través de la férrea disciplina que el personaje principal, Jean- Baptiste Lasserre (“arrogante en el trato, pómulos resecos, frente ancha y ancha mandíbula, cejas y mostacho impenetrables”), aplica a sus dos hijos adolescentes para luchar contra su apatía.

“Conexiones” es un híbrido texto que se mueve entre lo epistolar, la crítica (autocrítica, más bien), el apunte, el diario. En él brilla el ingenio; saber aunar esas diferentes voces simultáneas en la que cada uno expresa sus ideas y forma, a la vez, un todo armónico lo atestiguan.

El último relato, uno de los más hermosos e intenso del libro, “A propósito de las jóvenes ideas” es un hímnico canto a la amistad; pero también a la muerte, a la música, a la esperanza, a los libros, a las drogas... El autor extrae el título de este relato del documental sobre The Jam, About the young idea; de él nace el hilo conductor del texto, el amor entre dos amigos: Paul Weller y Steve Brookes están sentados en un sofá gris, “cada uno sujeta una guitarra acústica entre los brazos” y el segundo recuerda la atracción sexual que sintió por el primero muchos años atrás (“Al escuchar esta declaración, Weller abre los ojos, sorprendido”). Pero esta historia no es la de Weller y Brookes, “esta es una historia que viene de antiguo, una historia que siempre regresa como siempre regresan los muertos que se levantan de la fosa, arañando desde dentro la tierra reseca”, es la historia del adolescente de catorce años y de Javier Ribera; pero también la de Benja y de Chet Baker, de esa pareja de ancianos que sale a caminar y recuerda que no hay miel, de la paloma en la repisa, de la mano agresora que golpea al hijo y la mano dulce que echa migas de pan al pájaro...

El libro, de hecho, empieza de alguna forma al final de este último relato: el adolescente enfermo de tuberculosis que debe pasar cerca de un año enclaustrado en su casa (“Acabo de cumplir diecisiete años y a los diecisiete años mi pleura no resiste tanto trajín y se desgarra de repente y los pulmones se me encharcan. Los putos pulmones. Aquellas aguas trajeron estos lodos”). En él está el nervio crudo que justifica y cohesiona todos los demás relatos. No podríamos comprender cada uno de los personajes que desfilan por él sin atender a esa relación iniciática y salvadora entre el narrador de catorce años y Javier Ribera y su temprana muerte.

Personalmente prefiero siempre los libros que te ponen contra las cuerdas a aquellos que buscan la complacencia. Azufre arde en la pira de los primeros.

 

 

Pepe Cervera, Azufre, Madrid, Tres Hermanas Ediciones, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Sandro Luna

Cómo ser Ferrer Lerín

21 de enero de 2022 08:00:04 CET

Es en La mano del teñidor donde el ensayista británico W. H. Auden integra entre las funciones del crítico tanto la propuesta de una lectura de la obra que acreciente nuestra comprensión de la misma como la proyección de cierta luz sobre la relación entre el arte, la ciencia y la vida. A diferencia de la crítica centrada en las relaciones entre obras y autores de distintas épocas o tradiciones (que exige erudición), aquella críticasobre los nexos entre el arte, la ciencia y la vida parece pedir un grado mayor de suspicacia cuando las cuestiones que suscita el crítico son nuevas e importantes.

La posibilidad de decir algo «nuevo e importante» acerca de la forma en que un autor infiere sus íntimas o exclusivasilaciones artístico-vitales, podemos convenirlo así, es más ardua cuanto más conocido es este. Tal es el caso, no solo de Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942)sino, en gran medida, también de los relatos, semblanzas, crónicas oníricas y otras formas de narrativa breve contenidas en el libro que nos ocupa.

Elegantemente publicadopor Contrabando, en edición del Antonio Viñuales Sánchez, con un paratexto muy atractivo (desde las ilustraciones de Saúl Moreno –estupendo el híbrido de la cubierta– a las notas de procedencia), Casos completos es una recopilación de textos en prosa de ese género definido por la extensión que llamamos literatura breve. Esto es, se trata de textos ya conocidos (algunos también inéditos) que pueden servir tanto para que un improbable lector desconocedor de la obra de Ferrer Lerín se asome por primera vez a una mitología moderna aplaudida desde hace años por la crítica, como a la revisión más o menos sistemática del corpus del autor de Fámulo o Familias como la mía.

En relación con el título, para Viñuales, «el caso se caracteriza por ser la narración de un suceso inusitado o extraordinario del pasado reciente que rompe con una norma». Y aunque es la verbalidad, la oralidad con su asombrosa relevancia discursiva, la nota que, para este teórico de la literatura, caracteriza esta iconoclastia, creo –por intentar aportar algo,al menos, «nuevo»­– que esta selección de la prosa leriniana es una suerte de muestrario (en lo que atañe a sus bestiarios) también o sobre todo de la mirada, de la particularísima forma de observar la relación entre el arte, la ciencia y la vida de Francisco Ferrer Lerín.

Esa forma personal de percibir con los ojos, o de aguzar los sentidos para observarla relación entre el arte, la ciencia y la vida oscila entre la mirada forense (por situarla cuestión del caso en el seno de un proceso), la frialdad científicaWertfreiheit –en la que también se integra el desencanto flaubertiano–, el avistamientode aves (birdwatching), la curiosidad y la lujuria, la descripción exhaustiva, el escrutinio facial y corporal del avezado jugador de póquery una línea de literatura (más clásica que rara, a mi juicio) tan onírica como hipersubjetiva, de una poética excéntrica en la que son reconocibles influencias (posiblemente inversas como ha señalado en distintos lugares nuestro autor) que van de los Grimm (brothers) a Borges o de Wallace Stevens a Sharon Olds.

Otear, indagar, clasificar, listar, escudriñar… concretamente, me parece que Casos completos permite al lector de esta compilaciónponerse en los ojos de Lerín, entre la fantasía cinematográfica de Spike Jonzé (Como ser John Malkovich, 1999), los ojos pecaminosos de Ray Milland en el clásico de Roger Corman, la reconstrucción estética de un hallazgo (su Manifiesto de Arte Casual) el hipnotismo y el giallo: rostro en la cerradura, ojos que avistan, rigor científico, corotoscopio –ese artefacto decimonónico de Lionel S. Beale (1886) adelantado nueve años a la primera presentación pública de los hermanos Lumière–.

Si el corotoscopio permite, junto con una linterna mágica, proyectar imágenes en movimiento, a partir del concepto de la persistencia de retina planteado por Joseph Plateau, a través deCasos completos los ojos y los oídos del lector accedena una forma de aprehender la tenacidad de la anécdota vital, la fijeza en la práctica de retener sueños, de suspender instantes, de inmovilizar cuerpos, de peritar, encadenar –y aquí de nuevo es fundamental la pensada selección de Viñuales y de la cada día más interesante editorial valenciana– eventos y sumarios, listas y crímenes, niñas y reptiles.

Recientemente, Álvaro Cortina (Abisal) incluía a Ferrer Lerín en su amplio estudio de zonas, madréporas y figuras probablemente porque los casos que nos ocupan se tornan rebosantes de pregnancia visual. Cobra así sentido el peso enla visualización mental de guiones improbables (en un género que cultivó Antonin Artaud), la forma en que la libídine(«Presencia y celebración de unos pechos», «Mujeres extraordinarias» et al.) oscila entre el barroquismo y el informe anatómico más neutro u objetivo.

Bajo una mirada poética ­–un uso artístico– de la crueldad y la alegría, de la violencia y la risa, Viñuales traza una meritoria tipología para asomarnos a las distintas figuras del libro: Casos clínicos que incluyen «Monstruosidades» o «Empleos y vidas laborales», Casos sinópticos («Argumentos y sinopsis», «Guiones», «Proyectos», «Listas y relaciones»), Informes, acaso un epítome de la labor forense que mencionábamos atrás («Informes periciales», «Testimonios»), Sucesos y Casos literarios («Casos de autor», «Casos filológicos», «Casos lingüísticos», «Bibliofilias»).

En lo que toca a la cuidada extracción de los textos, en orden cronológico estos provienen desde el mítico poemario La hora oval (1971) a su celebrada actividad bloguera o colaboraciones en revistas como Camino de Pakistán.

Que la casuística se inicie de la mano del monstruo supone, a mi juicio, una declaración de intenciones ­–­tengo al monstruo como la expresión más irreductible de la individualidad–dicho esto en el sentido de que alertan de que los textos que siguen están más cerca de la fantasía que de la imaginación: al decir de finas analistas de la filosofía moral en lo literario (Nancy Frazer, Martha Nussbaum o Iris Murdoch), la imaginación nos coloca en la posición empática con los otros (nos deformamos a nosotros mismos), con la fantasía –individual, ensimismada y hermética como los magistrales personajes de Nabokov–, deformamos el mundo para ajustarlo a nuestro capricho.Evidencias de ese reajuste por la fantasía son las primeras mitologías, la interpretación sui generis de la glosalía, las teogonías caprichosas y los partos prodigiosos.

Particular interés presentan, a mi juicio, las necrológicas, su muy visual bibliofilia, las fachadas (la escalada urbana de fachada y el retropaseo por solares forman parte de mi desviación más personal), los textos de 30 niñas (de la añorada editorial también valenciana Leteradura), la selección de Cuaderno de campo, entre el odradek (un carrete de hilo negro olvidado) y el objet trouvé de una «rara avis sin jaula» en luminosa expresión de Wences Ventura, las reflexiones disectoras o los domicilios levantados enGingival, la analogía verbal con el Vexierbild (una forma próxima, de nuevo, a su reivindicable Arte Casual).

No estoy seguro de si esta casuística ­–la ubicación bajo el rótulo de caso– acaba de aprehender la totalidad de notas y preferencias de nuestro volumen, pero ¿qué otro nombre podría hacerlo? Hay caso, desde luego, hay azar porque el compendio, la revisión y la antología… se barajan. Ignacio Echevarría ha apuntado con inteligencia cuestiones estratégicas (literarias y editoriales) al otro lado del paratexto, pero más allá de cierto cálculo, Ferrer Lerín sigue teniendo de cara el albur, la contingencia, el azar (la llegada del as): creo que acierta Antonio Viñuales al apuntar la mezcla de crueldad y alegría (y a los malentendidos que suscita) y sobre todo creo que probablemente ese rasgo lo emparente para bien, paradójica, azarosamente, con un sector de la literatura y en particular del feminismo más combativo de las bad girls (en EE. UU., A. M. Homes y entre nosotros, recientemente, María Bastarós), esto es, que por azar se acaban ligando tras los múltiples desvíos lerinianos el clasicismo heterodoxo (no tengo eso por un oxímoron) y la más rabiosa actualidad.

Retratos poco benevolentes de la condición humana, precisión léxica, algo de magia, puyas a la normalidad y al «se» heideggeriano, citas y partidas, esoterismo y alquimia, evidencias y fes, juegos de Doppelgänger, perspectiva aérea y poesía –Rilke ligó al conocimiento del vuelo de los pájaros la posibilidad de escribir un verso– mirada y azar.Tampoco me parece improbable que esa mirada deba al conocimiento de la obra del biólogo Jacques Monodsu propio, personal, subjetivoreconocimiento como agente químico secundario en un majestuoso, pero impersonal drama cósmico,un espectáculo irrelevante por no deseado. Tampoco es descartable, ya que mentamos al autor de El azar y la necesidad,(un frontispicio) que sea precisamente el más raro de los albures el que haya dirigido y aún dirija la producción libresca y literaria de este inclasificable clásico reciente.

 

 

 

Francisco Ferrer Lerín, Casos completos, edición de Antonio Viñuales Sánchez, Valencia, Contrabando, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús García Cívico

Un atisbo de esperanza para el futuro

14 de enero de 2022 14:21:04 CET

“La espera orienta / este viaje / como una costura, / detrás del arbusto / o la verdad. / El poema al oído / nos extrema al mundo. / Y, mientras, lo que fuimos / en las ciudades / nos sirve para vivir.”

 

Éste es el poema que abre la primera parte de El viaje del animal, una suerte de propedéutica o antesala preparatoria al libro que contiene casi todos los elementos que se irán desgranando en su lectura: un ritmo lento, paciente, dilatado (el de la espera), la búsqueda de una orientación o vía por donde encauzar un viaje que será tanto individual como colectivo, el poema o la escritura como anclaje privilegiado o punto de detención inevitable, la mirada hacia el pasado y el instinto mínimo, pero arraigado, que tiende hacia la supervivencia.

 

Pero vayamos por partes. Digamos, por ejemplo, que El viaje del animal es el tercer poemario de Mariano Martínez, que traza líneas de solidaridad y también de divergencia con su libro de 2016 Cuando el pan (Ediciones de la Isla del Siltolá). Añadamos, para seguir, que las similitudes con su anterior libro tienen que ver con un aspecto más temático que formal, pues el lenguaje despojado y pauperizado a voluntad de Cuando el pan ya no halla continuidad en el libro que estoy comentando. En éste, la versificación es más “discursiva”: la prosodia discurre, sin interrupciones o recortes, sin contención, sin violencia, pero con los ajustes propios del marco poético. A cada libro según sus necesidades lingüísticas, podríamos decir.

 

¿De qué viaje nos habla este libro? Se trata de un itinerario tanto real como metafórico, el recorrido por lo que podríamos llamar la vida humana, inestable y extrañada, leída en clave personal pero también conjunta, social, política. Este viaje nos sume en el desconcierto de una existencia titubeante con la que solamente podemos reunirnos o identificarnos a tientas -ensayo y error– a través del tacto y del sentido más afilado del que podemos disponer o somos capaces de desarrollar: el que podríamos llamar “sentido poético”. Este sentido nos aferra a un modo de transitar o de hacer esa transición, ese camino, buscando las pistas en lo que nos extraña, desbrozando la maleza del lenguaje común y adentrándonos en una senda del lenguaje que nos valga a modo de refugio y amparo ante la fragilidad propia de la condición humana. Una condición errante y errática, marcada por la herida personal y colectiva y las múltiples contradicciones, el temblor, el vértigo y el hambre, pero también la resistencia y la voluntad de transformación de un entorno hostil. El libro ahonda en esas máculas o estigmas de lo humano, y al mismo tiempo, dualidad mediante, nos muestra su irresistible y paradójica belleza, lograda a través de una lírica que tiende a aislar y sustanciar los elementos y unidades lingüísticas. Dice Mariano: “El temblor como lenguaje de belleza,/ sin luz precisa/ ni rostro/ ni regazo”, o dicho de otro modo, con Hölderlin: “en el peligro está también lo que salva.”

 

Ahí, precisamente ahí, en lo que tiembla, asoma la conexión con algo de lo que podría salvarnos, la animalidad o la reducción de lo humano a lo animal. Martínez observa en el libro la existencia humana desde una mirada a la vez panorámica, desapegada, y próxima. En la proximidad aparece el aliento de lo animal como “ánima” y soplo de vida, cuenco de calidez, simplicidad y universalidad. El animal y lo animal en nosotros, siempre tan ciegos y volubles, es una suerte de devolución a un espacio más auténtico, primigenio y más puro: “esta paz que buscamos en la mirada/ nos devuelve al animal.”

 

Otro de los leitmotivs o estaciones de paso para dar sentido a esa vida desgarrada serían el amor y el contacto con la alteridad como experiencias de retroacción y transformación. La dimensión relacional del yo que se funde con una segunda persona aparece en la segunda parte del libro. El amor se dibuja como una vuelta a casa, asentamiento y morada condicional pero holgada en un mundo hecho de astillas y estruendosos silencios. “La condición de regresar,/ aunque de manera torpe,/ lenta, cansada./ Esa es la condición de amar,/ porque la tierra/ siempre permanece/ por nosotros.” Como decía la poeta argentina Diana Bellessi: “Todos sabemos: partir es volver.” Y en ese retorno del que partimos y que nos parte aparece la ternura como posibilidad de echar amarres en algún lugar.

 

Será también a través del arte, de la estética (en este caso, la propia escritura) y de sus distintos y múltiples espejos donde se abra también un espacio posible de calma y de reflexividad para esta atropellada ruta. Como ya he indicado anteriormente, en el libro de Martínez el lenguaje poético y lo poético en un sentido más general y abstracto cobran un relieve especial en cuanto contenido abordado específicamente en los textos. El poema es la “escritura ceniza que se hace carne” y con él “humedecemos el idioma piel, huérfano”. De este modo, el lenguaje poético abre las puertas a la transmutación y a la unión con lo sensorial, con lo físico, con la piel y lo carnal. La poesía hace un revestimiento con la orfandad, y dota de una respiración a la lengua: “la materia del alfabeto latido”.

 

Asimismo, es en el compromiso político que enlaza con la visión de lo ocurrido en el pasado reciente de nuestro país donde también se encuentran otras de las salidas o arraigos del viaje. Concretamente, en el libro se explicita ese esfuerzo por “descifrar la memoria” en la búsqueda de la historia del militante anarquista afincado en El Prat de Llobregat Demetrio Beriain Azqueta, en la cuarta parte del libro. Esa búsqueda de un testimonio singular de vida y militancia podría ser un ejemplo de las formas que tenemos de ahondar en las posibilidades incumplidas en el pasado, en lo que nos legaron las generaciones perdidas, lo no sido, “lo inacabado, / la historia que está / a punto de nosotros.” Y allí, tal vez, un atisbo de esperanza para el futuro, todavía.

 

 

 

Mariano Martínez, El viaje del animal, León, Eolas Ediciones, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Laia López Manrique

Tiniebla y claridad

23 de diciembre de 2021 08:27:34 CET

La antología de María Auxiliadora Álvarez, que lleva por título La mañana imaginada, dibuja un paisaje sagrado, un refugio en donde cerrar los ojos y la vida. Por ello son los versos de Rilke los que presiden el libro: “Todo ha descansado / tiniebla y claridad, flor y libro”.

Se trata de una poesía de gran complejidad y precisión. Poesía pura y terrible, dado que alberga también toda impureza. Poesía que conoce la noche oscura y el sueño del Amado en la naturaleza, siguiendo el rastro de San Juan de la Cruz. Aunque este sueño, que glosa a San Juan de la Cruz, no sea sólo la esplendorosa identificación con la naturaleza, sino también la inmersión del Amado en la muerte: “y el aroma / húmedo / de la tierra / abierta / donde / recién duerme / tan solitario / El Amado” (162) En la húmeda tierra abierta nos presenta al dios místico socavando el reino de la muerte, como Orfeo, como Dioniso.

Sobre el paisaje que recrea está la muerte “porque lo que está detenido / ya ha alcanzado su destino” (40). Por eso MAA escribe “para los muertos”.

La naturaleza es la gran creadora impasible: “Lo mirado no espera ser mirado / entiende la pausa / la cólera / la muerte” (49). Me recuerdan estos versos a Blanca Varela: “Nadie nos dice cómo voltear la cara contra la pared / y morirnos sencillamente / así como lo hicieron el gato o el perro de la casa” (255, 2016).  El ser humano debería entender también la muerte -el final de un proceso en el que habremos cometido muchos errores y habremos aprendido muchas lecciones-, porque a través de ella se puede conocer un mundo “de total transfiguración” (211) que accede al otro lado.

También es cierto que “más alto es el muro / a cada vuelta / duelen los ojos / de mirar / ya no alcanzaremos / nunca más el otro lado” (209). No obstante, nos asombra la poesía de MAA porque nos sitúa en “la otra parte” del muro, en un territorio nuevo descrito por palabras nuevas, consteladas de matices.

Esta insistencia en la muerte, esta desolación -no querer existir, vivir en el mundo de los no nacidos (Mis pies en el origen, 273)-, se mantiene en toda la antología, pero se advierte que, aún no sabiendo nada, la poeta ve el mundo y la vida desde los seres pequeños (pájaros, árboles, florecillas), en los que intuye el secreto de la existencia.

Quizá MAA sabe que su misterio se halla en flores que están para nada, que nacieron en una pequeña herida en la tierra y, luego, resplandecen. Pájaros, mariposas, piedras, jalonan su poesía, como gemas, grandes descubrimientos, hondos paisajes en donde yace el Amado. Véanse “Pequeña herida (228) o “Celebración” (231).

Claro que en poemas como “El sonido del existir” (225), dedicado a sus hijos, el nombre de los mismos, sobre el de la madre, será “el único / sonido / de existir” y lo borrará. La vida se concibe como una cadena en la que los nombres de los hijos crecen sobre el de la madre.

Morir es “un minucioso trabajo de arte” (92). Como Juan Ramón Jiménez cuando habla de poesía: “llegado el momento / el objeto del arte / ya no se puede / volver a tocar”. “La muerte recoge la flor en el aire / y reúne sus pétalos / en una misma caída” (145), en “el lento trabajo de morir” (203).

Poesía y muerte, al fin y al cabo, ¿no son lo mismo? La vida es ser “esquirlas de un mundo estallado Diminutos metales / titilando al rojo vivo / y apagándose en el suelo (…) tenues resplandores de otra luz Niebla desapareciendo en / resquicios de piedra” (124) Y aunque sea algo tan insignificante -hilos, esquirlas, tenues resplandores-, es también amor y ambos, madre e hijo, están “Recubiertos por un traje celeste caído entre los árboles” (124) No obstante, MAA define con claridad qué es hacer poesía: “es más o menos comparable / a necesitar / a Dios” (168).

En todo el libro los límites entre vida y muerte se diluyen: “la mañana / tiene una suave / luz /que se mueve / lentamente / es mi padre / que quiere / hablarme/” (153), en Resplandor, o en Páramo solo, en donde el padre muerto ocupa todos los paisajes: “y yo pude reconocer / el cuerpo de mi padre / entre los escombros” (179). Para constatar en otro poema de este libro: “En los extremos / de las ramas / aparecen / inesperadamente / los temblores / del brillo / el brillo de lo que ya no existe” (200).

Juan Carlos Abril considera que esta incertidumbre entre vida y muerte recrea “una zona tarkovskiniana, de arenas movedizas” (14).

Estamos, en definitiva, en un mundo de sombras, de intuiciones, de restos del otro lado. Lamentable es nacer y tener la muerte por horizonte, pero también puede haber transfiguraciones, soledad blanca.

Luz y sombras se contraponen, se sustituyen, o son lo mismo: “Ruego / que esta luz / estalle la noche por dentro / de una sola vez y la amanezca” (45).

Al igual que los seres humanos somos “esquirlas de un mundo estallado”, “las pequeñas llamas / protegidas del aire y de las lluvias / no han dejado de reflejar / sus delicadas sombras / en las paredes / de la mañana / ha sido de día siempre / por su resplandor” (234).

En “Luz intocada” describe la iluminación, los instantes que dan sentido a la vida y la retiene, aunque ellos no perduren (43). Como dice MAA “Más cerca / de la luz / crece / el día / y todo / lo que/suavemente ilumina / basta” (176).

La palabra es capaz de aprehender lo esencial, de descubrir la vida, de golpe, y huir, sin permanecer. En Piedra en U, por ejemplo, los poemas son leves. MAA trata de encontrar la palabra esencial, que no pese, la palabra que capte la memoria y la muerte (98).

La memoria “la única / materia / por la que / has vivido / o vives” (95) A pesar de que el tiempo es inaprensible (“apenas y entonces”, “hay que guardar la fijeza, sin que nos alcance otra luz” (159). Un pájaro que canta, unas semillas, una flor repentina, todo mínimo y radiante, en donde “solitaria y deshecha / germine su vida” (227).

La poesía de MAA, “explora ese lugar o territorio donde nadie antes ha llegado” (…) “Al lector le llega la emoción viva (…) emoción nueva, no vivida antes (…) fuera del poema” (Juan Carlos Abril: 17-18).

En efecto, MAA nos sumerge en un mundo de tanta belleza, y tan nuevo, no sólo por lo insólito de sus imágenes, del mundo que crea, sino también por su semántica original, por su carencia de signos de puntuación. Esta forma de escribir revela el fluir de la conciencia, el ritmo de la vida, su continuidad, su proximidad, que nunca se presta a las convenciones, que no conoce la pausa ni el orden. Algo parecido al rumor continuo del aire entre los árboles. Los poemas crecen en los intersticios, en los silencios, y también en las palabras que se superponen y se aniquilan o se fortalecen. En “No es la palabra Es la voz” hallamos una buena descripción: “es la voz intentando una modulación Buscando la armonía del sonido del cuerpo contra el aire / como una silla amable separándose de la mesa” (131).

Palabras antitéticas se unen para aproximarse a lo que describe –“sonidos del silencio” (145)-, contrastes que provocan también música, luz y sombra. Llama la atención la delicada levedad de tantos poemas -especialmente en Inmóvil y Sentido aroma-, en los que MAA logra dibujar la imprecisión, lo apenas entrevisto: “una rama blanca por venir” (216). Pero se trata de una constante en toda la antología. Un ejemplo preclaro es “Piedras de reposo”, dedicado a su hijo e instándole a atravesar el sufrimiento: “Todo lo que quiero decirte, hijo Es que del otro lado del sufrimiento / Hay otra orilla / encontrarás allí grandes lajas Una de ellas lleva tu forma tallada con tu / antigua huella labrada Donde cabrás exacto y con anchura / no son tumbas hijo son piedras de reposo con sus pequeños soles grabados / y sus rendijas” (112).

 MAA nos muestra también la guerra, el sufrimiento y la violencia. La desolación que respiran algunos versos recuerda a Cernuda y su Donde habite el olvido: “algunas palabras escritas en un puñado de tierra arrastrado por la brisa” (127) o en “llevar los ojos vivos bajo tierra (122). Esa es la vida del sobreviviente, de quien ha conocido el horror, peor que su muerte.

La poesía de MAA conoce la injusticia, el maltrato, la pobreza. Todo esto la atraviesa, junto a la belleza de los pájaros, de los paisajes, de lo que, a pesar de su aparente insignificancia, puede oponerse a lo demás. Por eso, mientras se vive, hay que atender a momentos frágiles, leves: “ofrécele / acción Y atención / a esa / presencia / pues / a cierta hora / oscurecerá / y sólo quedará / un tipo / de memoria / :vacía o llena: que no podrá /  producir / materia/nueva” (95). Sólo el hombre pobre carece de memoria y, por lo tanto, de vida: “Cuando un hombre pobre / trata de recordar / su memoria / es un montón indiferenciado / del mismo color sin movimiento” (195).

En toda su obra identifico el contraste entre el descubrimiento de la existencia, de su transparente belleza y del horror que provoca: “cuando vivir / se ha vuelto de repente / una gran horrenda abierta / repulsiva / vulgar” (242). Pero como dice Ángel Valente, el horror también es algo, es esperanza: “Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora, / cuanto se me ha tendido a modo de esperanza” (20, 2001).

 Por encima del silencio que respiran la guerra y la violencia (126), una línea de vitalismo recorre todos los libros. Son las pequeñas escenas las que salvan del horror, por ejemplo, en “Agradecimiento” (154), en donde un pájaro mira hacia arriba, al árbol que lo alimenta, para agradecerle su regalo, que le da la vida. Estos instantes reveladores se describen con plasticidad y precisión.

La innovación del discurso, que mencionábamos antes, lleva aparejada puntos de vista innovadores como en su libro Cuerpo, en donde afronta el embarazo y el parto como materia poética. Tiene mucho que ver la luz del parto y la muerte que inicia.

Publicado en los años ochenta pone de manifiesto el trato brutal que reciben las mujeres que paren. No es sólo una poesía de protesta, que ya sería mucho, sino que se trata de poemas nuevos, de gran intensidad. Poemas en los que late la desesperación: “Me acerco desde los perros / lleno la casa de agua / alambres / cabezas baños brazos colgados vigas piernas sillas” (270).

Como dice Juan Carlos Abril: “es la mañana imaginada, esa que viene después de todos los sucesos, esa que renueva el ciclo de la existencia, el ciclo vital de los seres humanos, que nos lava de la noche y de la oscuridad y que viene a revivir el mundo” (22).

La poesía de esta mañana imaginada es verdaderamente nueva. Deja de lado lo ya conocido y escrito y conforma una expresión original que da otra vuelta de tuerca a los poemas y al mundo que representan, para ofrecernos palabras recién lavadas, palpitantes de otra vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

María Auxiliadora Álvarez, La mañana imaginada, edición de Juan Carlos Abril,Valencia, Pre-Textos, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

Como sucede con su abuelo Eugenio, en Miguel d’Ors (Santiago de Compostela, 1946), la autoridad con la que habla proviene no tanto del contagio como del territorio que ocupa. De entre sus versos destaca cierto júbilo ante el hecho de estar vivo (que siempre exige algo, como escribió Gil de Biedma). Por su Fe tiembla el verso, se abre, a veces con la virulencia con la que fueron despachados los mercaderes en el templo, por instantes divertido (Curso Superior de Ignorancia), las más de las ocasiones con una aparente mansedumbre que no es sino la certeza de quedar del lado del dogma. Pese a sus tres amplias antologías anteriores, Poesías Completas 2019 (Renacimiento) es un exacto recorrido por el respiro de su palabra.

 

 

 

- “Hay bastantes páginas prescindibles”, dice en el prólogo, demostrando una honestidad poco común. ¿Cómo se reconocen esos versos digamos fallidos?

- Bueno, yo no hablaba de versos, sino de poemas. En mis primeros libros, sobre todo en el primero, hay algunos, escritos con diecinueve, veinte o veintipocos años, que manifiestan la inmadurez psicológica y expresiva propia de esas edades. Y quien no se percate de eso es un lector también inmaduro.

 

“Estoy convencido que el trabajo atrae la inspiración”

- ¿Cuánto de oficio y trabajo tiene el poema y cuánto de inspiración, de azar?

- La inspiración llega cuando quiere, pero no me atrevería yo a afirmar que llega por azar. Que surja por causas desconocidas no significa que surja porque sí. Además, estoy convencido de que el trabajo la atrae.

 

- Asegura que la poesía le ha permitido “abrir la puerta del reino de la Belleza”. ¿Qué es para Miguel d’Ors la belleza?

- “Splendor Veritatis”.

 

- ¿Cuánto de sagrado tiene la poesía?

- Según quien sea el poeta que la escribe.

 

- ¿Y de misterio?

Creo que toda nuestra vida transcurre en la vecindad de lo sagrado, es decir, lo divino, que está siempre ahí, invisible pero con una presencia poderosa. Como es invisible, muchos contemporáneos míos lo niegan. Para ellos, herederos del empirismo ilustrado, solo es real lo sensible. Yo creo que la realidad es mucho más que lo que se puede ver, oír, oler, saborear y tocar, y por eso en muchas poesías mías aparecen el misterio y lo misterioso. Pero la creación poética para mí tiene más de problema que de misterio, porque es ante todo cuestión de técnica, de oficio. Tanto un problema como un misterio se resisten a nuestro entendimiento, pero mientras que todo problema tiene una solución, el misterio es inexplicable.

 

“Yo no soy conservador, sino reaccionario”

- ¿Qué le ha perjudicado más, a la hora de estar allí donde los importantes (miembros de la poesía de la experiencia), ser conservador o católico practicante?

- Vamos a ver: yo no soy conservador, sino reaccionario. La actitud del conservador es poco activa: consiste en propugnar “que las cosas queden como están”. Los políticos conservadores al uso -y en España tenemos un ejemplo inmejorable- cuando llegan al poder suelen dejar intactas las medidas “progresistas” vigentes. El reaccionario, en cambio, lucha para cambiar las cosas. En eso está uno, con lo que sus capacidades le permiten. Y ser reaccionario, tal como yo lo entiendo, implica, al menos en nuestro contexto histórico y geográfico, profesar la Fe católica (que es una cosa muy práctica). Por otra parte, o por otras partes, ni está claro en qué consiste le llamada “poesía de la experiencia”, ni muchos de mis poemas son ajenos a lo que se viene llamando así, ni yo tengo el menor interés en «estar allí», ni últimamente suelo quedar fuera de las antologías y los estudios críticos serios sobre la poesía española actual.

 

“A un joven poeta le diría que no se preocupe tanto de expresar sus emociones como de provocar las de sus lectores”

- “Ahora que (su) edad corre ya cuesta abajo”, ¿qué consejo daría a un joven poeta?

- Que lea mucho; que lea a los autores que hay que leer, no a los que suenan por ahí; que antes de publicar nada haga muchos ejercicios para llegar a dominar el oficio -nadie se pondría a dar un concierto de piano sin antes haber pasado unos años haciendo escalas- y que no se preocupe tanto de expresar sus emociones como de provocar las de sus lectores.

 

- En sus poemas encontramos desde Bush, ETA, Dios, el Opus Dei, Leticia Ortiz… ¿todo es susceptible de ser carne de poema?

- Sobre cualquier cosa se puede hacer tanto buena poesía como mala poesía.

 

- “Ya que la edad empieza/ a empujarme al adiós”, hay muchas ¿fórmulas? que, de un modo u otro, hablan de encarar la muerte. ¿Qué disposición de ánimo hay que tener para poder hacerlo?

- A un cristiano no tiene mucho sentido hacerle esta pregunta.

 

- Usted, que llevó la contraria a Lupercio Leonardo de Argensola por aquello que escribió acerca de que el cielo azul no era ni una cosa ni otra, ¿cree en la verdad absoluta?

- Repito la respuesta anterior.

 

- ¿Cómo es posible que no hayan escogido los ecologistas como emblema algunos de sus versos, o algún verso de Muñoz Rojas?

- Ellos se lo dirán.

 

“Cada obispo de Roma, como cada fontanero o cada notario, puede encontrar en nosotros afinidades y divergencias”

- ¿Es mejor Papa Francisco que Juan Pablo II, que no paraba de viajar?

Cada uno de los Papas es el Papa que, según los planes de Dios -para nosotros siempre impenetrables-, el Espíritu Santo ha querido (y permitir es una forma de querer) en cada momento histórico. Sin excluir a los impresentables. Todos son el vicario de Cristo en la Tierra, Alter Christus... Ahora bien: los Papas son seres humanos, y la humanidad de cada uno es como es, ya desde san Pedro (que no sé si sería calvo, como asegura la canción tradicional, pero sí era impulsivo y cobarde), de modo que cada obispo de Roma, como cada fontanero o cada notario, puede encontrar en nosotros afinidades y divergencias.

Yo he conocido siete Papas: Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco I (al que, no sé por qué, nadie le pone el ordinal, como si ya no fuera a haber más de ese nombre). Con el que mi humanidad sintonizó mejor es, sin la menor vacilación, Juan Pablo II. Lo admiro mucho. Si tuviera que hacer con los demás un ranking de simpatías, el último lugar lo ocuparía, desde luego, el actual, que, como todo el mundo sabe, es el predilecto de los enemigos de la Iglesia. «Y hasta aquí puedo leer».

 

“A mí el éxito siempre me ha parecido sospechoso y, en nuestros días, más sospechoso que nunca”

- ¿Cuál es la relación con su primo, Pablo d’Ors, con quien comparte fe y oficio (de escritor)?

- Él ha vivido habitualmente en Madrid o en países extranjeros, y yo siempre en lo que suelen llamar «provincias». Creo que nos hemos visto solo dos veces. Por lo demás, es un escritor de éxito, y a mí el éxito siempre me ha parecido sospechoso, y en nuestros días más sospechoso que nunca.

 

- Hábleme de sus gustos poéticos.

- Bueno, mis gustos, al parecer, son un tanto rebeldes: admiro unos cuantos poemas de Jaime Gil de Biedma, varios de Rafael Guillén, algunos de Carlos Murciano, algunos de Eladio Cabañero, algunos de Carlos Clementson y muchos de Juan Luis Panero, José María Merino, Víctor Botas, Antonio Colinas, Fernando Ortiz, Eloy Sánchez Rosillo, Javier Salvago, José Luis García Martín, Luis Alberto de Cuenca, Jon Juaristi, Andrés Trapiello, Julio Martínez Mesanza, José Cereijo, Susana Benet, Pedro Sevilla, César Martín Ortiz, Juan Ramón Barat, Felipe Benítez Reyes, Carlos Marzal, Amalia Bautista, José Mateos, Antonio Manilla, Diego Reche, Gabriel Insausti, Javier Almuzara, Karmelo Iribarren, José Manuel Benítez Ariza, Abel Feu, Enrique García-Máiquez, Tina Suárez Rojas, Jaime García-Máiquez, Víctor del Moral, etc., por limitarme a los españoles de 1960 en adelante.

 

- ¿Algún autor sobrevalorado, a su juicio?

- Jorge Guillén, Aleixandre, García Lorca, Cernuda, Carlos Barral, Claudio Rodríguez, Caballero Bonald, Valente, Gamoneda, la mayoría de los “novísimos” y el 85% de las mujeres poetas.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Ignacio Echevarría o el contagio entusiasta de la lectura

10 de diciembre de 2021 14:21:45 CET

La autoridad es un territorio del que se ha desterrado no solo al maestro, al médico, a nuestros mayores, también al crítico. Cualquiera de nosotros está autorizado a emitir un juicio sumarísimo a propósito del asunto más peregrino  o especializado. En un extraño juego circense, la opinión ha desplazado a la persona que la articula y exige ser respetada como sujeto digno de derecho, por famélica de sentido que resulte la opinión en sí. ¿Quién no está autorizado a decir que tal o cual libro es necesario, imprescindible, único, descarnado…? Da igual el bagaje y la arquitectura cultural, se dice y punto. Y tú, querido crítico, que llevas entrenando el instinto lector durante años, que has conformado con tus lecturas un mapa lo suficientemente generoso y extenso como para no perderte en casi ningún territorio, a santo de qué llegas con tu descaro de profeta a decirme si un libro es o no excelso, mediocre, tramposo, digno.

          El discurso se sentimentaliza, y si se argumenta la calidad de un texto y la conclusión no es luminosa, o sí, pero con matices, o no pero de manera justificada, el autor o sus acólitos se convierten en seres muy irascibles que exigen hoguera, fuego purificador, para que el crítico expíe el pecado de exponer su criterio, conocedor de que, como dijera Balmes, «la lectura es como el alimento; el provecho no está en proporción de lo que se come, sino de los que se digiere».

            Y de entre los críticos con los que estamos en deuda, Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960). Su recién florilegio de autores extranjeros, El nivel alcanzado (Debate), cierra una tríada que comenzó con Trayectos, dedicado a la narrativa española, y continuó con Desvíos, que atendía a las voces narrativas de Hispanoamérica. Desde luego, esta entrega vuelve a demostrar, con cierta humildad, qué nivel se ha alcanzado (la imagen del título es de uno de los custodios literarios de Echevarría, Musil). Basta zascandilear por estos 36 textos que componen la primera parte del volumen (escritos más breves, bien de libros, bien de autores, cada uno con su posdata) o entregarse a cualquiera de los trabajos más extensos que disponen la segunda, en su mayoría prólogos o conferencias, y que incluyen dos piezas inéditas, una sobre Viaje al fin de la noche de Céline (‘Una disección’) y otra sobre Iris Murdoc (‘Iris Murdoch y la máquina del amor’). Espléndido, por cierto, el prólogo del escritor y editor Andreu Jaume, más estudio preliminar que saluda.

            Sin aspirar a convertirse en canon personal (aunque los autores recogidos están en la constelación que habita; algunos de hecho son figuras tutelares del crítico, como Kafka, Canetti o Benjamin), mucho menos a clausurar un ciclo de lecturas (el nivel alcanzado nos permite saber que toda selección es un error), estas notas están escritas con la soltura, vehemencia y el vuelo de quien no aspiró nunca a ser escritor, lo cual le exime del tono académico, plúmbeo o resentido.  

            Escribe Echevarría desde un lugar que no es exactamente el del yo, como sucede a algunos poetas, y siempre desde el cigüeñal que nivela la opinión y la información, sabiendo que la crítica tiene naturaleza propia, dúctil, lábil, emancipada, y se desprende, además, de estas piezas cierta fruición que responde a que estos escritos sirvieron durante años a modo de consuelo (de «desagravio» estuvo a punto de apostillar el propio Ignacio en su nota) mientras alumbraba esas otras críticas de títulos patrios que tantos sinsabores le trajeron.

Recala en Kipling, en Thomas Mann, en Coetzee; también en otros autores menos populares en estas tierras como Manganelli o Julien Gracq e incluso en nombres «peligrosos» como Jünger (fascinante la crítica a propósito de El libro del reloj de arena). Con aplomo y distancia (podría decirse incluso que por momentos es frío, como ciertos terapeutas lacanianos), estas críticas nos recuerdan aquello que habíamos olvidado, nos apuntan perspectivas que se nos escaparon al leer los libros de los que hablan, traduce en palabras intuiciones lectoras que tuvimos. Nos enseñan. Nos dan sed. Son generosamente exactas en su disección. Sin que se le presuponga una infalibilidad que no asume ni se espera.  

            Eso sí, no busque el lector lecturas de ensayo, teatro, poesía. Ignacio se asentó en las lindes de la novela. Lo cual es otro rasgo de autenticidad. ¿Qué se opina de los que opinan sobre cualquier asunto, llámense tertulianos, si procede? Echevarría sería, en todo caso, invitado de La Clave, un especialista en narrativa.

             No hay suspicacia que socave el principio de autoridad de según quién firme la pieza. Desde luego, no la hay ante Ignacio Echevarría, dado el nivel alcanzado

 

Ignacio Echevarría, El nivel alcanzado. Notas sobre libros y autores extranjeros, Barcelona, Debate, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

El vértigo que nos lleva

3 de diciembre de 2021 11:11:29 CET

En La civilización no era esto (IV premio EspasaesPoesía) Aitana Monzón ha jugado sus cartas y, al hacerlo, ha asumido sus riesgos. Escribo esto porque el libro presenta una arquitectura compositiva con unos cimientos muy sólidos y consistentes, todos ellos declarados con honestidad por la propia poeta, desde Rainer Maria Rilke y Anne Carson (que abren y cierran, respectivamente, el volumen con unas citas complementarias), pasando por Justine, la novela de Lawrence Durrell que abre el celebérrimo Cuarteto de Alejandría y que desempeña una función estructural relevante en este poemario, la filósofa y activista política francesa Simone Weil, la poesía goliarda o el grandísimo poeta nacido turco y muerto polaco Nazim Hikmet.


Estructurado en cinco actos, el volumen plantea una escritura fundada desde una autoconciencia y una radicalidad extremas, cimentada sobre continuas sinestesias, hipérbatos, aliteraciones, rimas internas y paralelismos con los que va dotándose de una fuerte cohesión rítmica, en la que un lenguaje intensamente musical y eufónico se presenta como el testigo incómodo de una ausencia que ha de acabar arrasando todo, una escritura que puede leerse como un ejemplo paradigmático de esa poética de la aniquilación de la que hablara Gaston Bachelard y que puede apreciarse bien en diversos poemas.

                
Creo que este libro se ha escrito a la luz de una poética que traza vínculos entre el lenguaje y el pensamiento y se adentra por senderos que antes habían explorado poetas como Edmond Jabès, Roberto Juarroz, Octavio Paz, Henri Meschonnic, Paul Celan o José Ángel Valente, por citar unos pocos, quienes entendieron sus propuestas como plataformas para pensar. En general, la poesía en español de una y otra orillas del Atlántico no se ha entendido como un lugar para impulsar la reflexión y el pensamiento crítico. Creo que Aitana Monzón es una excepción a esta regla y, por lo tanto, su poesía —por lo menos la que podemos leer en La civilización no era esto, su segundo libro tras Dormir à la belle étoile (2019)— debería verse a la luz de estos planteamientos.
Amenazada por el desgarramiento y la desaparición, brota esta palabra poética para dar cuenta de una incertidumbre, una carencia o un deseo, una realidad tan solo imaginada, indicio de una potencia que lucha por materializarse en acto, sabedora, como leemos en uno de los poemas, de que «Esto— que es la nada / se refleja ante mí // como la vida» (p. 33). Así, cabe pensar que al activar esa palabra se avanza hacia el logro de una mayor conciencia de realidad, desarrollando un trabajo exigente que consiste, como repetía Foucault, en despegar las capas para alcanzar un contacto con lo real sin ningún tipo de añadido extraño. De este modo, inteligencia, soledad, responsabilidad, silencio y dominio acaban siendo los compañeros de viaje de la poeta en este libro, y con ellos construye una poesía que tan solo ofrece inquietud e inestabilidad, un escenario marcado al mismo tiempo por un afán emancipador.


Una escritura que muestra muy a las claras que el lenguaje o, lo que en este caso viene a ser lo mismo, la vida, es, como se recoge de Simone Weil en uno de los poemas, «arraigarse en la ausencia de lugar» (p. 22). Pero, ¿cómo plantar casa, cómo echar raíz en la paradoja y en la contradicción? A veces, las rupturas léxicas se abren paso y sucede que quien escribe siente cómo se disuelven las palabras y el silencio encuentra vías por las que poder ventilarse. Aitana Monzón ha dejado respirar al silencio en este libro, y no solo entre los espacios en blanco que se cuelan entre las palabras descompuestas o entre los corchetes que ni tan siquiera unos puntos suspensivos contienen al mostrar una ausencia, como sucede, por ejemplo, en la escena I del acto tercero.


En gran parte, La civilización no era esto está construido sobre la ausencia, el vacío y el silencio, motivos vehiculares en el poemario, de tal modo que a quien escribe solo le salva la palabra, aunque, como leemos en otro poema, quien habla sea muy consciente de que «fablar la babel no dice nada / solo demuestra el susurro del vacío» (p. 47) y, en este caso, se trata del vacío dejado por la ausencia que habría de prolongar de un modo natural nuestra presencia. Emerge así una poética sustentada sobre la idea de que el centro es un lugar desubicado y, por eso mismo, simboliza no tanto un punto de cierre como el inicio de una apertura hacia lo que hay al otro lado, ese sitio donde, como leemos en uno de estos poemas, «las manos siguen haciendo cosas / en alivio profundo después de todo» (p. 13). En este sentido, la búsqueda de las orillas y los márgenes se presenta como una aventura de iniciación y por ahí emergen muchos de los poemas que Aitana Monzón ha reunido en este libro que contiene versos e imágenes memorables.
El intríngulis de la cuestión radica en la relación que aquí se ha establecido con el lenguaje, incorporado como una herramienta de reflexión y transformación del mundo y sometido a una tensión extrema. Cabría decir que Aitana Monzón ha concebido una escritura plural y compleja, edificada sobre la inestabilidad, dispuesta a cruzar fronteras y a escuchar los latidos de la inseguridad, generando un multiperspectivismo que engloba el más allá o el más acá del yo, como sucede, por ejemplo, en la escena III del acto V, el poema con el que se cierra el libro y en el que el poeta anhaga (‘deambulante, apátrida’), según nos cuenta esta poeta, hace mutis por el foro y abandona la escena para dejar que sea el coro, una voz que es muchas voces, quien prolongue el relato dejándose arrastrar por el vértigo hacia un abismo abierto, sin fondo, que no termina de cerrarse con un punto final. Por ahí se puede apreciar la saludable labor crítica que se ha llevado a cabo en este singular e interesantísimo libro en el que la poesía es índice del desierto y el silencio, orientado a impulsar la posibilidad de un mundo inédito, y para llevar a cabo ese proceso es preciso, como sugiere la autora de La civilización no era esto, desprendernos de todo lastre, desterrar del mundo todas las palabras que a lo largo de la historia lo han cercado con la intención de iniciar un camino inédito.





Aitana Monzón, La civilización no era esto, Barcelona, Espasa, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

El 8 de octubre de 1917, mientras Europa contenía el aliento ante el avance de las tropas británicas hacia la línea Hindenburg, que atravesaron en Cambrai, cerca de la frontera con Bélgica…, en la neutral España, un grupo de artistas, capitaneado por el pintor Ignacio Zuloaga, llegaba, con dificultad, entre las montañas, a la localidad de Fuendetodos, cuna de Francisco de Goya, en las profundidades del interior peninsular, con una caravana inédita para las gentes del pueblo de varias decenas de automóviles. La iniciativa del pintor, que había comprado la casa natal de Goya y sufragado las escuelas por suscripción –con una exposición pictórica habida en el Museo de Zaragoza entre el 13 de mayo y el 18 de junio de 1916–, pretendía revitalizar este recóndito enclave geográfico como punto de encuentro entre artistas. Junto a las autoridades y el cicerone Zuloaga, viajaron desde Zaragoza otros dos músicos de excepción, el compositor Manuel de Falla y la cantante polaca Aga Lahowska, que venía de triunfar con Carmen en Madrid. Antes de los discursos y las medallas, se dijo misa en la modesta iglesia del pueblo con música de Fauré, interpretada por los artistas forasteros y, más tarde, tras la colocación de la primera piedra del monumento a Goya de Julio Antonio, la hermosa soprano eslava cantó una jota desde el balcón del ayuntamiento que, pese a la ovación recibida, el pueblo acogió con indiferencia, tal vez, a causa del registro culto de la obra.

 

El propio Falla quedó desconcertado: el público no había reconocido la raíz popular de su Jota, procedente de la colección Siete canciones populares españolas:

 

Dicen que no nos queremos,

Porque no nos ven hablar;

A ti corazón y al mío,

Se lo pueden preguntar.

 

Ya me despido de ti,

De tu casa y tu ventana,

Y aunque no quiera tú madre,

Adiós, niña, hasta mañana.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Falla, Siete canciones populares españolas, Jota

 

A su regreso, Falla escribió a Zuloaga el 17 de octubre de 1917: “no olvidaré nunca los días de Fuendetodos y Zaragoza, los proyectos formados en medio de tantos recuerdos y de tanta emoción de arte y verdad...”, pensando en la influencia que el influjo de Goya, el artista español por excelencia, podría tener en la próxima obra que había prometido escribir para los ballets rusos del empresario Diaghilev, tras una visita a Granada en el verano de 1916. En agosto de 1918, ante el hundimiento definitivo en el frente occidental, la compañía rusa viajó a Londres para iniciar una pequeña gira de regreso, de momento, imposible en París, arrasada por la miseria y los esfuerzos bélicos.

El 21 de octubre de 1918, sobre una postal de El pelele de Goya, encabezada por una melodía de El sombrero de tres picos anotada a mano, Falla escribió a Diaghilev con un hondo entusiasmo: “muchas felicidades por el gran éxito de los ballets en Londres… y por el triunfo soberbio de los aliados, ¡reboso de alegría!”. Tal vez, el compositor ya sabía de la trascendencia de Fuendetodos en la que sería su obra más aclamada, el Sombrero de tres picos o Le tricorne, sobre el texto de Pedro Antonio de Alarcón transformado en libreto por Gregorio Sierra y María Lejárraga, estrenada en Inglaterra en 1919:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Recreación de la postal de Falla a Diaghilev

 

 

Falla utilizaría la melodía de la postal para ilustrar la amenaza del corregidor burlado –“¡me las pagaréis![1]”–, en la voz chillona de la trompeta –nótese la sustitución del compás de 6/8 de la tarjeta por el definitivo de 3/8–:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Falla, El sombrero de tres picos, Con el capotín-tin-tin

 

Para el apoteósico final de la obra, una vez aclarado el enredo de la trama, Falla dispuso una imponente jota como colofón, en que concurre la compañía entera sobre el escenario, sellando la cosmovisión popular de la obra, con la danza más grandiosa, para lucimiento de músicos y bailarines, donde convergen los temas de los tres protagonistas:

 

Por eso la habanera, con sorpresa para todo español, ha seguido viviendo en la música francesa como propia expresión de la nuestra y a pesar de que España la tiene ya olvidada desde hace medio siglo. No ha sido así la suerte de la Jota, utilizada en Francia con intención idéntica y que aún goza en España de la fuerza vital que tuvo en tiempos pretéritos (Manuel de Falla, Notas sobre Ravel, septiembre de 1939)[2].

 

De este modo, la jota final rinde homenaje a la molinera, la verdadera protagonista de la historia, que ha sabido salvaguardar su honra de los requiebros del poderoso corregidor, manteniéndose fiel a su marido. Su característico leitmotiv gobierna de principio a fin la danza final, en especial, el estribillo, de enorme fuerza melódica, mientras que las coplas atesoran giros moriscos, propiciados por el modo frigio y otros artificios propios de la música folclórica andaluza. A pesar de sus múltiples pasajes cromáticos, la jota se mantiene en Do mayor, la tonalidad blanca, sin alteraciones ni teclas negras, símbolo de la reconciliación final, con lejanos ecos de Fuendetodos y diversas reminiscencias de la Feria de Ravel.

 

El fin de esta frenética vorágine sonora llega con una estampa familiar, la recreación musical del manteo del corregidor en escena por parte de la gente del pueblo –le bercement du corrégidor– entre enormes descensos melódicos, compensados por glissandi en movimiento contrario, que evocan los pliegues del manto y las sucesivas caídas del peso muerto sobre la tela, un detalle ajeno al texto de Alarcón:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Falla, El sombrero de tres picos, Jota

 

El corregidor aparece como lo que es, un pelele manteado por las mujeres, en alusión directa a Goya, predecesor de Zuloaga y Picasso, pero también de Falla, en su evocación musical de imágenes populares. Entre tanto, las ráfagas descendentes engrosan un torbellino cromático cuya huida vertiginosa sentencia el cercano final, anticipando el de La valse, el ballet de Ravel rechazado por Diaghilev en 1920, a causa de su oscuro mensaje, esto es, el peligro de la destrucción total que se cierne sobre la humanidad, tal cual la guerra había demostrado.

 

El Sombrero de tres picos triunfó en Londres y se erigió para siempre en quintaesencia del ballet de corte cosmopolita. La obra se materializó en un escenario británico (Alhambra Theater, en el Soho) a partir de una compañía de ballet rusa (les saisons de Diaghilev), un compositor español (Falla), un director musical suizo (Ernst Ansermet) y un decorador español (Pablo Picasso), todos ellos afincados en Francia antes de la guerra, en una obra estrenada en Londres, compuesta de variopintas influencias procedentes del folclore español y de la ópera wagneriana.

 

De este modo, casi cien años después de su muerte, la influencia de Goya fue capital en el Sombrero de tres picos de Falla, como una sombra alargada sobre el arte español de la época, junto a la jota como forma popular virtuosa, tan arraigada en la música europea durante todo el siglo XIX.

 

 

 

 

 



[1]
                [1] El sombrero de tres picos, Madrid, 1882, edición digital Centro Virtual Cervantes, XI.

[2]
                        [2] Escritos sobre música y músicos, Buenos Aires, 1950, pp. 116-117.

Escrito en Sólo Digital Turia por Marta Vela

 Verónica Aranda en su habitación propia

8 de noviembre de 2021 11:47:10 CET

Cada libro cuenta su propia historia y un momento de la historia vital y literaria de su autor. Pero hay autores y autoras en los que se hace más evidente la voluntad –y la necesidad– de trenzar por debajo de los libros de su producción una historia paralela, un hilo invisible común que los une y los dota de un sentido global al que cada título aporta su matiz propio, o el recorrido del que cada libro es una estación –desde luego, nunca de paso– hacia un destino que completará la escritura y la vida. Siendo este el caso de Verónica Aranda, algo se perderá el lector de este Humo de té (Premio «Leonor», 2020 de la Excma. Diputación de Soria) que no se haya detenido en las estaciones anteriores –desde el ya lejano Poeta en India (2005) hasta el más reciente Cobalto oscuro, también de 2020 pero inmediatamente anterior al libro que nos ocupa.

Poeta que ha hecho de la «forma de estar en la ciudades» una poética, una forma de ser del lugar y una forma de ser en sí y de comprenderse, Verónica Aranda aborda Humo de té como un punto de llegada desde el que echar la vista sobre lo vivido, lo viajado, lo visto, lo gustado o lo asombrado. No puedo dejar de recordar en este punto lo que una vez escuché sobre Marilyn Monroe –con las trampas que hayan podido distorsionar la verdad de esta anécdota–, que, habiendo adquirido su última casa, la actriz mandó grabar a la entrada de la misma la inscripción latina «Cursum perficio», «aquí acaba el viaje» o también «he llegado a mi destino». Desde luego, el viaje de Verónica Aranda no ha acabado, pero en Humo de té la vida y la mirada se introyectan y las imágenes del viaje parecen evocarse desde una morada amable y amena, con velos que amortiguan la intensa luz del mundo de afuera, que hasta Humo de té había colmado –y deslumbrado– los ojos de la autora en buena parte de su poesía anterior.

En esa morada amable y amena, la escritura cede el paso a «instantes ágrafos», quizá consecuencia gozosa de las «interferencias de la carne al verbo» que brinda esa morada nueva. Pero «la distancia también es reescritura» –nos recuerda Verónica–, y no se acaba –aunque sea desde la evocación– la necesidad de re-aprehender la vida «antes de ser poema» y, a pesar del «miedo irracional a escoger un vocablo», la necesidad de nombrarla, nombrar y decir, como parte ineludible del oficio de poeta («Cuando deseo nombrar: / poema, / barca, / pez pequeño, / semillas, / colmenas en islotes diminutos, / me pliego en el concepto, / rozo aldabas, / antes de completar / un inventario fértil.» O: «Regresan: estación, / los números impares, / té negro sin azúcar / con dulce de gacela. / Recupero: cometa, duna, gato, / la noche es infinita.»). La poeta nombra las cosas, nombra el mundo, pero el mundo, las cosas, también escinden su nombre y, acaso, su identidad. Oficio de poeta de doble dirección. En otro lugar hemos reflexionado sobre que viajamos para desaparecer y en esa desaparición, renombramos el mundo y con él nosotros adquirimos al mismo tiempo un nombre nuevo.

En esa morada amable y amena, el recuerdo deviene en degustación del rito. En refinamiento del ademán. En la afirmación agridulce de las dimensiones de [nuestro] teatro, como lo expresaba Gil de Biedma. Un teatro tanto más barroco y alambicado como lo sea el «abismo imaginado», con que concluye magistralmente el libro. En ese contexto Verónica Aranda ofrece una de las mejores definiciones que conocemos de la creación poética, cuando «[a]ntes de sumergir / la vasija en el blanco, el alfarero / busca la trascendencia». La expresión inefable de un don.

El poema se llena, entonces, de ceremonias de té cuyo humo es el signo y el alfabeto de una renacida escritura y a lomos de sus virutas y arabescos surge la imagen del recuerdo y un sentido; nos devuelve a las plegarias de los orantes y las plañideras; a cantantes, pescadores, hilanderas, vendedores de caracoles y pájaros, y mendigos y su gramática cifrada y ritual –parafraseando al maestro Azorín– «fugitiva estela de gestos, gritos, indignaciones, paradojas…». A todos ellos (los orantes, las plañideras, los pescadores, etc.) ya los conocimos más vívidos en Poeta en India (2005), en Alfama (2009), Postal de olvido (2010), Cortes de luz (2010), Café Hafa (2015) o en Río Mekong (2018), pero en Humo de té son convocados, en la evocación, a la danza de la filigrana vaporosa –y muy modernista– de la infusión y su aroma narcótico impregnando el aire y las paredes; son convocados al elegante –y estudiado– gesto con que se sirve el té y se agasaja al invitado; o al no menos teatralmente primoroso de «ir a buscar una hoja satinada / y declinar una invitación». Pues, más modernista –y más manierista– que nunca Verónica Aranda, la poesía de este Humo de té se recrea y se esencia en el atrezzo. En modos delicados («Un lánguido placer / atravesó el enebro» o «y en la tristeza del payaso / que se anuda despacio el corbatín»); en la presencia de elementos culturalistas de la literatura, la pintura o la ópera (Duras, Rothko, Turandot, Celan, El Bosco…); en los dragones de jade, los tatuajes, las copas luminosas, una mañana de 1900, un samovar… «las fiebres de otro siglo», que no sólo son un decorado, con ser suficiente. Es una forma de ser del lugar y en el lugar. La conciencia de que, en realidad, estamos hechos de «retazos de relatos que nos narren / el tiempo que habitamos bodegones». Esos bodegones que, en su aparente estatismo, reflejan en la textura de alimentos y vajilla los ojos de quien los mira, para decirle quién fue... como Humo de té nos devuelve los ojos de Verónica Aranda –los verdaderos sujetos literarios de este poemario– (y su conciencia de sí).

Cursum perficio, Verónica Aranda disfruta de su morada amable y amena, tiene su habitación propia desde la que contarse y contarnos. Afortunadamente, el viaje no ha terminado.

 

 

Verónica Aranda, Humo de té, Diputación de Soria, Soria, 2021.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan José Martín Ramos

 May Sarton: habitar la soledad

8 de noviembre de 2021 11:44:18 CET

He venido a pasar unos días al sur, al apartamento que tienen mis padres en un pueblo de la costa mediterránea. Vengo con el ánimo trastornado por inquietudes y porque los recuerdos del verano son ya solo eso: recuerdos. Uno vive una experiencia feliz y se enamora y, aunque sabe que las cosas hermosas -como dice Cernuda- tienen su instante y pasan, sigue empecinado en transitar caminos que quizá ya no existen. A veces, nos empeñamos en llamar pérdida a un momento de dicha pasada, pero la verdadera pérdida consiste en no haber vivido.

He llegado por la mañana a esta casa y me ha recibido como un lugar extraño. He venido con el ánimo herido, nostálgico, pero he traído conmigo un libro -Diario de una soledad- que promete acompañarme. Su autora es la escritora de origen belga May Sarton (1912-1995). Sarton, que vivió la mayor parte de su vida en Norteamérica, escribió novelas, poesía y ensayo, pero lo más relevante de su producción literaria se encuentra en sus memorias y en sus diarios. La autora, una defensora firme de los derechos de la mujer, escribió en los años setenta del siglo pasado, en su residencia de Nelson, un cuaderno íntimo en el que, entre otras cosas, trata de “averiguar qué piensa y saber dónde está”.

Las dos primeras páginas de Diario de una soledad -su primera entrada- son un ejercicio prodigioso de autoanálisis, un retrato psicológico certero de las inquietudes que el libro desarrollará más tarde. Escribe May Sarton: “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible, distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si, de repente, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Hay una dualidad enfrentada en esa afirmación. Hay dolor en estas páginas y remansos de paz y serenidad. En sus primeras anotaciones, la escritora habla del estado depresivo que atraviesa y de cómo solo la visión de la naturaleza le consuela. Luego se refiere a sus tareas domésticas, a sus quehaceres literarios, al espíritu solidario que le lleva a ayudar a los demás. El contacto con los otros contribuye a que su ánimo mejore y a que la soledad -elegida voluntariamente- se convierta en un espacio propicio para la creación y la exploración interior.

Llevo el diario de May Sarton a todas partes conmigo. Me siento en una terraza frente al mar. Sigo leyendo y asimilando un testimonio que me resulta familiar y aleccionador. En cierto momento de su relato, ella confiesa que está enamorada y que pasa los fines de semana con su amante. Y recuerda una cita de François Mauriac: “La experiencia de la felicidad es la más peligrosa, pues toda felicidad posible aumenta nuestra sed y la voz del amor hace resonar el vacío”. Más tarde consigna los viajes que hace por el país ofreciendo conferencias y promocionando sus novelas. Mucho más tarde -hacia el final del libro- revela el deterioro de la relación y la ruptura con la mujer a la que ama.

 

Diario de una soledad, además de constituir un diálogo fecundo de Sarton consigo misma, inserta en sus páginas fragmentos de poemas, citas de otros autores y retazos de las misivas que la escritora recibe y escribe. Todo ello le sirve para bucear en su mundo interior y registrar el estado del mundo exterior: el fulgor de los amaneceres y los atardeceres, el cambio que provoca en la naturaleza el fluir de las estaciones. Pero también para indagar en el sentido de las relaciones humanas, para suscribir su compromiso por la independencia de la mujer en un país puritano y machista. Y, sobre todo, para exaltar el valor de la amistad, algo que hace nuestra soledad más soportable.

Esta noche -mi última noche aquí- he dado una vuelta por el paseo marítimo y he mirado con tristeza la algarabía de la gente: el eco de la alegría ajena, que es lo que nos separa de los otros cuando estamos solos. Hay momentos en los que nos separamos del mundo y somos extranjeros. Hay momentos en los es muy fácil caer en la desolación. Hago estas reflexiones y pienso en una frase que he leído y anotado antes: “Tengo tiempo para pensar. Tengo tiempo para ser. De ahí mi enorme responsabilidad: usar bien el tiempo en estos años que aún me quedan por delante”.

En un alarde de sabiduría y entereza, May Sarton extrae de los estados crepusculares lecciones de vida. Aunque lo fácil es lo contrario, porque la soledad es siempre un venero para la introspección: “Aquí, en Nelson, he estado cerca de suicidarme más de una vez”, confesará la autora. Uno evoca la dicha vivida y ya cancelada y puede regodearse insidiosamente en la pérdida. Uno puede consumir tercamente su presente sin percatarse de que está anulando su porvenir. “A veces, lo más valioso que podemos hacer por nuestra mente es dejarla descansar, deambular, vivir en la luz cambiante de una habitación”. 

 

 

Diario de una soledad, May Sarton, traducción Blanca Gago, Madrid, Gallo Nero Ediciones, 2021.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Íñigo Linaje

Bululú: la autoverdad

26 de octubre de 2021 14:59:18 CEST

La editorial independiente Animas del Huerva presenta este 2021  —hasta donde sabemos— un único título: Bululú, firmado por Ros Beret (Belver de Cinca, 1980).

Se trata de una pieza que esquiva las lindes del género ya que no se trata de una novela, ni de un ensayo (aunque tiene un poco de ambas), ni tampoco es una colección de relatos o un diario (a pesar de que el autor se conjure con estos géneros). Esta obra nace en las antípodas de la autoficción y, para serles franco, el cuerpo me pide definir su prosa como “autoverdad”. Digo así porque el texto rezuma honestidad y llaneza sin imposturas ni vanaglorias, además de por ser un relato en el que se exploran los rincones de la autarquía y porque nos presenta un conjunto de experiencias y reflexiones que componen la bitácora de un viaje personal fuera de la ruta preestablecida para el autor y para el actor, constituyendo, en lo relativo a la empresa teatral, un modelo de economía de espaldas al patrimonio, una guía para el emprendimiento sin dios, patria ni amo, un manual para planificar negocios de mayor provecho libertario que pecunial o una crónica de lo que implica representar una obra de un género que, no siendo teatro callejero ni monólogo, la pone en escena una troupe formada por un único actor y lo hace en un rincón bien elegido de cualquier pueblo; en lo personal es una autobiografía ética, un bestiario de libertades, una recapitulación de habilidades para la supervivencia o un libro de consulta para el lego en errancia; en lo etnográfico es un recorrido afectivo por los pueblos de Aragón y del norte de España, un decálogo del buen cado y la pernoctación al raso o una taxonomía de la generosidad y el carácter a lo largo y ancho de nuestra geografía; en lo intelectual, además de esa prosa de verdad propia, es una Anábasis del ego sin guerras y sin ejércitos, es un manual de bricolaje para reconstruir un optimismo de las cenizas del camino o, al menos, armar la socarronería precisa para hacer de los despojos telones con los que seguir navegando y, entre otras muchas cosas más, es el relato mitológico de los doce trabajos del bululú.

También es una propuesta y una narración para obrar con voluntad, planificación y estética propias, eludiendo otros condicionantes al margen del disfrute de completar un proyecto personal, especialmente apartando el cáliz de la tentación de aquellos que son mandamientos de la santa madre prudencia y que, arraigados en el subconsciente, los más comunes de entre los mortales no solemos osar cuestionar por miedo al frío, al fracaso y, en definitiva, a la muerte de la cigarra sobre la que estábamos tan bien aleccionados.

Para aquellos que, como yo, quedaran sorprendidos ante la exótica sonoridad de su título, el propio Ros Beret nos pone en antecedentes informándonos de que en El viaje entretenido, de Agustín de Rojas, se mencionaba el variado elenco de cómicos ambulantes que, por aquel entonces, recorrían también los caminos de España, a saber: bululú, ñaque, gangarilla, cambaleo, garnacha, bojiganga, farándula y compañía, siendo el bululú —según Rojas subraya— el más menesteroso de esta comitiva de miserables.

Cabe destacar que, por encima de cualesquiera otras consideraciones, la epopeya biográfica que nos entrega el autor tiene tres rasgos señeros: en primer lugar, nos llega armada con una sublime naturalidad que acerca el ascua de la complicidad a la sardina del errático bululú; en segundo lugar, la semántica con la que se nos trasladan los hechos está compuesta con abierta coherencia y aúna con soltura las voces de Ros Beret y de su nómada alter ego; y, en último término, el texto demuestra un gran sentido del relato, componiendo un cuento novelesco con raigambre en la mejor tradición de la prosa aventurera. Esto, sin duda, ha de tener relación con la santísima trinidad a la que el autor y el bululú se encomiendan a lo largo del relato y del camino, tríada que está compuesta por Miguel de Cervantes, Ítalo Calvino y Robert Louis Stevenson. Los modelos que estos santos de cabecera ofrecen a Beret como espejo en el que mirarse y como escapulario al que acogerse buscando consuelo u orientación son, por este orden, el vagamundo Quijote con la ética de su caballería, el determinado Cosimo Piovasco con sus inquebrantables principios y la nobleza, la magia resistente del narrador oral encarnado en ese Tusitala en el que se convirtiera el propio Stevenson en la isla de Samoa. No es desde los mares del sur, precisamente, desde donde nos escribe el de Belver, sino desde un “descampado de las afueras de la literatura”, como él mismo confiesa. No obstante, ese terreno conforma una isla difícil de encontrar en los mapas que dibujan nuestro tiempo bañada por las aguas de la sociedad del consumo y lo inmediato y azotada por los vientos del seguidismo y la personalidad digital.

Por todo lo expuesto, Bululú, en resumen y a través del cristal con el que leo, es uno de los libros del 2021 a salvar a buen recaudo en una biblioteca que guste acrecentarse en lo insólito, en lo sugerente, en lo atemporal, en lecturas de valor y que enganchen, pues resulta una obra divertida al tiempo que contestataria, supone un espejo en el que mirarse de forma reflexiva y, en todo caso, supone un disfrute al recorrer las gestas de caballería de este cómico de la legua, que con notable solvencia narrativa y un toque de retranca somarda, ofrece muy buenos ratos a aquellos que quieran asomarse a los lances sin truca de su “Gira de la miseria”. Al igual que la tournée del bululú, como no podía ser de otro modo, el homónimo volumen sólo se encuentra en puntos de venta fuera de casi todas las rutas habituales. Por ello, si este título fuera de su interés tendrá que emprender una pequeña exploración para conocer de primera mano las aventuras y tribulaciones de quien se declara “un funambulista de lo incierto, un partisano del teatro popular, un vagabundo de las estrellas”. Suerte en la búsqueda y que lo disfruten a pierna suelta.

 

Fotografía de Ros Beret realizada por Juan Moro.

 

 

Ros Beret, Bululú, Zaragoza, Animas del Huerva, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

Dado que es bastante verosímil que más de un lector -él o ella, ella o él- de la revista Turia sea investigador predoctoral o personal investigador en formación en algún departamento universitario de Humanidades más o menos digitales (variantes: Teoría de la Literatura, Literatura Comparada, Historia de las Ideas, Filosofía Analítica o No, Estudios Culturales, Crítica Literaria, Estudios de Género, y lo que surja), quiero que esta reseña le sea destinada especialmente. Si además dedica sus esfuerzos investigadores y precarios a la definición y delimitación del género “novela”, que de todo hay en la viña académica y virgiliana del Señor, la obra objeto de estas líneas ha de pasar a su corpus de estudio de manera inmediata. Sean ellos, pues, quienes se enfanguen en dilucidar la categorización de los géneros narrativos en general y en postular la inclusión de esta ficción (“una ficción que desmonta los resabios de la postmodernidad”, se lee como subtítulo o aviso para navegantes en la cubierta) en un género tan inasible como, paradójicamente, palpable: la novela.

La indagación en torno a la adscripción genérica de esta ficción -un término tan del gusto de ese Borges que aparece en el título- ha de pasar necesariamente por aceptar el diagnóstico de Síndrome de Diógenes Narrativo para la actividad que lleva a cabo Sonia Dalton en esta su primera novela publicada. Todo parece servir a la escritora argentina que da nombre al colectivo que entrega la obra. Una narración “de acarreo” que no renuncia a materiales puramente narrativos (AKA literarios) pero que los trufa con disquisiciones, entrevistas, obra en marcha, reseñas ficticias y demás materiales de construcción. Integrado todo ello en una narración en ocasiones alucinada, en ocasiones lineal y en ocasiones ultracontrolada -en eso Dalton parece ser una y trina-, comienza muy pronto la interconexión de los distintos mundos textuales a través de pasadizos imprevisibles, comienzan los desdobles de voces narrativas que activan zonas de interpretación inesperadas, comienza la dislocación de los espacios, comienza la desintegración de los modelos temporales, comienza el humor, la sátira, el descontrol, la puesta a prueba de la resistencia de materiales técnicos, formales y semánticos que debería ser el objetivo final de toda obra literaria.

Sonia Dalton conoce el oficio de escribir y lo pone al servicio de una trama sustentada en un único pivote: el viaje a Estocolmo para la concesión del premio Nobel de un ficcional César Aira (el primer argentino en recibirlo, a despecho de Borges et al.). César Aira es un personaje, un ente de ficción, pero también un estado de cosas que vive en nuestros días y que representa pulsiones, deseos, frustraciones, anhelos, desprecios y vivencias que anidan en esos “resabios de la postmodernidad” de los que nos avisa el subtítulo. Que luego este Otro-Aira no reciba el premio Nobel -por motivos no del todo claros- y sí lo reciba una Cesárea Areas, o que Aida Sarce, otro doble del doble, se cuele en la trama a destiempo, son maneras de poner de manifiesto algunas de las actitudes vitales, profesionales, íntimas y públicas, de algunos protagonistas de un sistema literario y cultural que desatienden lo fundamental para tenderse a esperar a que pasen los cadáveres de sus enemigos o los cadáveres exquisitos o los cadáveres de sus propias obras.

Las situaciones planteadas por Sonia Dalton son en ocasiones descacharrantes, absurdas, extremadas. Hay escenas de raigambre costumbrista, otras de corte netamente intelectual, desarrollos no concluidos de bildungsroman, relatos con narradores tan poco fiables que no podemos evitar creerlos a pies juntillas, practicas omniscientes declaradamente inverosímiles de tan puntillosas, críticas delirantes a un modelo de circulación social de la literatura que sonrojaría al más pintado (y que, de hecho, nos sonroja porque nosotros también somos los más pintados). Todo ello con el aroma imposible de obviar de que lo que se nos cuenta, y cómo se nos cuenta, procede de un deseo irrefrenable de ofrecer una mirada lúcida, desde el humor y la comprensión casi fraterna de todas las ambiciones humanas, al mundo literario y académico.

Y si la parte de la trama dedicada a esta línea que podemos denominar socio-literaria nos resulta gratificante en grado sumo, no lo es tanto porque muestre las vergüenzas más o menos ya conocidas de todos (nosotros) los que formamos parte de este circo del (brindis al) sol -autores, críticos, académicos, editores, lectores, premios, etc.), sino porque Sonia Dalton no solo no deja títere con cabeza sino que decapita incluso el estilo, es decir, lo aligera de jerarquías para dejar que fluya la escritura casi automática, algo descontrolada, llena de fisuras, elevando el lenguaje al peldaño superior. No podría haber sido de otra manera. Si toda esta carga de profundidad crítica y satírica se hubiera presentado en odres viejos, sin poner en tela de juicio, sin problematizar el propio lenguaje que se usa para “hacer literatura”, habría sido capaz de provocar la carcajada (son los nuestros tiempos proclives a la risa floja), pero no habría llegado, además, a dejar una huella intelectual, sentimental y humana en los lectores. Aquí el estilo se contrae y se expande proponiendo universos alternativos, forzando los límites de los géneros, postulando atribuciones, negando información, construyendo alternativas que se diluyen inmediatamente después, ejerciendo una presión narrativa que ningún perno consigue sostener. Y dando paso a voces narrativas interrelacionadas de manera difusa, profusa y confusa hasta construir un relato múltiple donde realidad y ficción, hechos y sueños, actos y deseos se desbordan. Voces, recordando el bolero, que se quiebran sobre la tiniebla de la soledad (de los personajes).

El paseo que nos propone Borges en Estocolmo por el Hall of Fame de la literatura y la cultura actuales es hilarante porque, precisamente, no consiente el facilismo y la humorada. Y es necesario porque la escritura que lo sustenta está a cada paso asumiendo la posibilidad del desboque y el exceso, de fracasar, de decir de más o de no decir. Que todo esto suceda en Corea del Norte o en Coronel Pringles (Argentina) es lo de menos; que los nombres propios sean reconocibles aporta menos que el hecho de reconocer en estos nombres -podrían ser muchos otros, podrían ser los nuestros- formas de decir y de actuar en la cuerda floja; que la crítica sea extrema no impide disfrutar de una trama adictiva. Todo esto lo consigue Sonia Dalton. Su proyecto colectivista es un soplo de aire fresco. Seguro que algunos prefieren el aire contaminado. No es mi caso. Este crítico es desde ya “daltonista”.

 

 

Sonia Dalton,  Borges en Estocolmo, Madrid, De Conatus, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier García Rodríguez

En el ring de la vida

21 de octubre de 2021 13:32:58 CEST

Tradicionalmente, la poesía dedicada al deporte suele consistir en himnos de gloria a los atletas. Así ocurre desde las Odas triunfales de Píndaro, del siglo V antes de Cristo, llenas de apoteosis mitológica, hasta los Vanguardismos de hace cien años, con su exaltación del juego, la velocidad y el músculo. Ejemplo de esto último es la famosa Oda a Platko, de Rafael Alberti, donde un portero de fútbol se eleva a la altura de un héroe de Cantar de Gesta.

Aunque no ocurre así en Cuenta atrás, el último poemario de José Antonio Conde. La materia es el deporte, sí, concretamente la figura de un boxeador negro norteamericano de mediados del siglo pasado, Sonny Liston, que llegó a campeón mundial de los pesos pesados en 1962, título que perdió en 1964 en los puños de Cassius Clay. Pero, aparte de que el protagonista del libro sea un deportista, nada hay de semejante en Cuenta atrás con el tono habitual de celebración y alegría que suele tener la poesía del deporte, sea la de Alberti o sea la de Píndaro. En primer lugar, el libro no glorifica las victorias de Sonny, sino que hace algo mucho más profundo e interesante, como es presentarnos los sentimientos del protagonista, el fondo de sus pensamientos y emociones, y su evolución a lo largo de su vida, en una especie de biografía lírica. Y en segundo lugar, el tono, lejos de la exaltación, es sombrío y áspero, como corresponde a la durísima vida que Sonny Liston llevó, nacido en el seno de una familia conflictiva, analfabeto, subordinado a la Mafia, relacionado con las drogas y muerto oficialmente de sobredosis, aunque hay quien opina, como el mismo José Antonio Conde, que fue asesinado.

            Siendo todo poesía, Cuenta atrás alterna prosa y verso, de forma rigurosa. Las prosas suelen adoptar un tono más descriptivo, como de crónica, a través de la cual podemos seguir la biografía de Liston, centrada en los momentos cruciales de su vida y de su carrera boxística. Pero esto no quiere decir que se trate de una prosa plana o meramente funcional; por el contrario, ofrece grandes dosis de imágenes y metáforas sugerentes. Por ejemplo, ya desde el principio, nos presenta el nacimiento de Sonny en “un hogar confuso en la pobreza, que advierte el látigo y sus pliegues, la mansedumbre y la ira en las grandes plantaciones de algodón de Arkansas” (p. 21). En lugar de una larga descripción de la miseria y el maltrato, se concentra en imágenes breves y desoladas, como “el látigo y sus pliegues”, algo mucho más evocador y mucho más efectivo. Si la poesía consiste en decir lo máximo con el mínimo de palabras, esta es una buena demostración.

            Los versos resultan más cargados de lirismo, menos cerca de la crónica y más directamente conmovedores, donde la metáfora actúa acentuando la dureza y la amargura de lo que podríamos llamar la “educación sentimental” de Sonny Liston: “El miedo tiene sus matices, / es anatómico y goyesco. / Se expresa piramidal /cuando Sonny combina los colores; / el azul en las costillas, / un blanco casi transparente / en la mirada, / y un gris plomizo en el mentón” (p. 32).

Para observar la diferencia entre las prosas y los versos, podemos comparar dos poemas sucesivos, referidos al combate que Sonny sostuvo el dos de setiembre de 1953:

La prosa: “En el cincuenta y tres, año en que se modifica la Convención sobre la Esclavitud en la Sede de las Naciones Unidas, Sonny Liston debuta como boxeador profesional; su rival, un púgil decrépito y cansado de insomnios llamado Don Smith. En treinta y tres segundos lo arroja a la lona” (p. 25).

El verso: “Lo suyo es el crochet, / una hostia sin preguntar, / ese párpado que blasfema, / que intuye el vértigo / cuando un violento tragaluz / extiende su cristalería” (p. 26).

Si en prosa hallamos una crónica casi de estilo periodístico, aunque no olvida la imagen sugeridora “cansado de insomnios”, es en el verso donde reina la metáfora que conduce directamente a la emoción. De esta manera, se dosifica perfectamente el lenguaje para unos momentos y otros: para la referencia documental y para la emoción lírica. Este libro viene además después de muchos otros en los que José Antonio Conde ha ido depurando la dicción, en busca de la palabra exacta, de la expresión concentrada que alcanza en un mínimo lingüístico un máximo de significación, lo que, aplicado a un libro como Cuenta atrás, hace, no que veamos, sino que vivamos desde dentro la vida desgraciada de Sonny Liston.

            Cuenta atrás: es lo que un árbitro  de boxeo hace cuando un púgil cae al ring antes de determinar el KO. Pero también es lo que la vida hizo con Sonny Liston, niño maltratado, matón de la Mafia, adicto al alcohol y las drogas y muerto prematuramente antes de los cuarenta años. Sonny cayó a la lona  de la vida nada más nacer y, a través de los poemas, con las referencias de los años, podemos seguir en el libro de José Antonio Conde esa “cuenta atrás”:

 

            10.- Nace Sonny Liston en Sand Slough, Arkansas, en la más extrema pobreza (1932).

            9.- Su madre se marcha a St. Louis, Missouri. Sonny se queda abandonado a un padre alcohólico y brutal (1946).

            8.- Tras salir de la cárcel en libertad condicional, Sonny debuta como boxeador profesional (1953).

            7.- Sonny se relaciona con la Mafia. Problemas con el alcohol y las drogas. Acosado por la policía (1956).

            6.- Sonny vence a Julio Mederos por KO técnico (1958).

            5.- Sonny arrebata a Floyd Patterson el título mundial de los pesados (1962).

            4.- Sonny revalida el título frente a Floyd Patterson (1963).

            3.- Sonny pierde el título mundial ante Cassius Clay (1964).

            2.- Último combate de Sonny, frente a Chuck Wepner (1970).

            1.- Sonny muere por sobredosis (versión oficial), tal vez asesinado (1970).

            0.- Es el epitafio: “Charles Sonny Liston (1932-1970)

                                         Un hombre”.

 

            Este es, textualmente, el epitafio, que José Antonio Conde, con buen oficio poético, dejándolo tal cual, lo convierte en verso, integrándolo en un poema: “Inhóspita / y oculta entre la maleza, / una lápida atraviesa la memoria” (p. 55).

            Sonny Liston está considerado uno de los diez mejores pesos pesados de la historia. Píndaro habría escrito varias odas triunfales. Alberti habría celebrado su combate contra Floyd Patterson. José Antonio Conde ha preferido hacer poesía con su vida, una poesía dura y descarnada, áspera y cruel, donde la metáfora sirve para castigarnos el hígado. Si es cierto que la materia de Cuenta atrás es el deporte, propiamente el libro no tiene tema deportivo: su tema es la destrucción de un hombre. Estamos ante un libro de crítica social, de denuncia de la sociedad capitalista, de cómo una persona es convertida en mercancía, cómo un muchacho pobre y marginado es utilizado sin escrúpulos por la industria del espectáculo, para deshacerse de él cuando ya se ha convertido en una piltrafa.

            Al hilo de Cuenta atrás, podemos recordar casos que han ocurrido en el mismo boxeo en España: Urtain, que acabó arruinado, suicidándose al tirarse por un balcón. Perico Fernández, tan querido en Aragón, hecho al final un guiñapo y muerto en un centro siquiátrico. Poli Díaz, el “Potro de Vallecas”, que aún vive, o más bien malvive, luchando contra la droga y la marginalidad a la que se vio abocado. Son ejemplos nuestros de lo mismo: de cómo esta sociedad implacable con los de abajo devora y destruye a esos trágicos muñecos que ella misma ha producido. Cuenta atrás: un libro muy recomendable para leer, releer y meditar profundamente su mensaje.

 

                                                                                 

 

 

José Antonio Conde, Cuenta atrás, Zaragoza, Los libros del Gato Negro, 2020.

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín Sánchez Vallés

       Siempre he sentido debilidad por los buenos libros de entrevistas. La sensación de cercanía -como lector infiltrado en el marco donde acontece la conversación-, de viveza -como una especie de tiempo diferido que puedes volver a experimentar- y, sobretodo, el privilegio que supone estar al otro lado de una conversación que espolea la curiosidad invitándote a examinar las propias  ideas. Así, por ejemplo, en el caso de La fascinación de las palabras (Cortázar), Diálogos (Borges), Un largo sábado (George Steiner), o las Conversaciones de Cioran o Jaime Gil de Biedma; y, ahora también, de Palabras para la resistencia de Jordi Virallonga y la necesaria complicidad de José Antonio Jiménez.

 

    Autor de una sólida y reconocida obra poética -además de traductor, antólogo o ensayista- Virallonga ha ejercido la docencia durante décadas y presidido el Aula de Poesía de Barcelona hasta su disolución. Toda una vida, pues, dedicada a la poesía, la enseñanza y la dinamización cultural. Palabras para la resistencia (Sobre poesía y otras trincheras) indaga y ahonda lúcidamente en esos grandes ejes -fundamentalmente en los dos primeros- desde la convicción que solo una cierta ética de la resistencia nos puede ayudar a combatir las peligrosas dinámicas del presente -ideológicas, sociales, culturales- que intentan asfixiar la libertad y dignidad del individuo. Una actitud crítica que podemos percibir en muchos de los temas que aborda esta conversación en forma de entrevista convenientemente transcrita, amplificada y montada: la felicidad, la función de la poesía, los clásicos grecolatinos, el Antiguo Testamento, la construcción de una identidad, la soledad, el modelo educativo, la educación sentimental, el poeta en la sociedad, la reivindicación del Romanticismo, etc. Desde la solvencia intelectual, independencia artística y su propia experiencia humana, Jordi Virallonga nos habla sobre aquellas cuestiones que han sido -y continúan siendo- fundamentales en su existencia. 

 

   Lo que empezó siendo una charla entre amigos que ayudara a José Antonio Jiménez a elaborar un prólogo para la poesía reunida de Jordi Virallonga ha dado como resultado un libro que, si bien lo libera momentáneamente de sistematizar en forma de ensayo -como era su voluntad- lo escrito y pensado en relación a la poesía, le permite al mismo tiempo dejar constancia -como suscribe en su prólogo- “de todo aquello que la poesía me había enseñado”. Es imposible sintetizar y despachar en unas pocas líneas todo el caudal de referencias literarias vinculadas a la propia obra, todo aquello que atañe a una determinada educación sentimental que con el paso del tiempo ha tenido que deconstruir y reinventar, toda la carga crítica hacia determinados modelos educativos y culturales que fracturan, constriñen y devalúan nuestro presente. Así que escogeré algunos temas que me han parecido sustanciales, recurrentes o, simplemente, particularmente sugerentes en relación al mundo de la poesía y al ámbito del poema.

 

   Para empezar, su título: Palabras para la resistencia (Sobre poesía y otras trincheras), con ecos de cierta literatura engagée aunque, finalmente, el verdadero compromiso de Virallonga sea escribir buenos poemas como todos sabemos. Pero también con la habilidad de generar asociaciones y vínculos que  hacen pensar en la famosa cita de Tristan Tzara, “la resistencia se organiza en todas las frentes puras, o en aquellas subversivas palabras de André Bretón que José María Álvarez utiliza para cerrar su Poética: “Aquí y en todas partes hay que acorralar a la bestia loca del uso”. Creo que a lo largo de este fructífero diálogo lo que hay en juego en estas expresiones se muestra como un ritornelo significante en numerosas ocasiones. He aquí una muestra donde aparecen las dos imbricadas: “En esta sociedad los poetas estamos del lado de la resistencia, mientras sigamos no nos tendrán a todos (…). Me interesa más abrir el campo ampliando la duda para derrumbar mitos con los que los testaferros de los muertos rigen la vida de los vivos.”

 

    La poesía como vehículo de una cierta “épica de la resistencia” -la expresión es de  José Antonio Jiménez- cuya función consistiría en inocular por la vía de un lenguaje poético renovado todas las defensas posibles contra la tiranía de la verdad, la injusticia o las miserias de la vida. En este sentido la poesía de Jordi Virallonga destila un cierto componente didáctico -que diría Eliot- o moral, como él mismo reconoce - “Mi poesía es moral pero no moralista (...). Mi vida y mi poesía son diferentes, pero mi objetivo como poeta y mi objetivo de vida es el mismo”- y queda patente en El perfil de los pacíficos (1992) o Crónicas de usura (1997).

 

     En Palabras para la resistencia se alude a una poesía más del estar que del ser -aunque sean indisociables- que se refleja, no solamente en la propia vinculación con la historia que la generación del 50 espoleó, sino en la asunción de una contemporaneidad caracterizada por la complejidad, la disgregación y la crítica de lo trascendental -la pureza, lo auténtico, lo único. Si estilo y carácter suelen solaparse, la escritura de Virallonga es contundente, entusiasta, rebelde en ese duelo sostenido para que no le den gato por liebre ni coarten su libertad. Su muesca en el revólver del verso sería la de un lúcido ajuste de cuentas individual y colectivo mediante unos poemas muy trabajados -puede tardar años hasta dar con las palabras precisas que completan con éxito un poema- donde la forma de exposición -un tono conversacional, narrativamente fluido-  el tratamiento del lenguaje -el de la cotidianidad en sus diferentes registros poéticamente reelaborados-, los diferentes personajes -basados en estereotipos fácilmente reconocibles que el autor ironiza o parodia con extraordinaria verosimilitud-, o el punto de vista desde el cual la acción se desarrolla -pueden convivir uno o varios en un mismo poema dotándolo de una indudable modernidad, -, son esenciales para crear “un artefacto que el lector identifique, o aún mejor, que funcione en su íntima experiencia de un modo verosímil, por si él lo convierte en algo real que afecte a su propia vida”. 

 

    En Palabras para la resistencia, además, sucede algo poco frecuente -o por lo menos así me lo parece- en relación a la propia obra. Y es que nos habla de toda una serie de mecanismos fundamentales en la elaboración del poema que, normalmente, aparecen eclipsados por la biografía, la interpretación o el contexto. Me refiero a eso que podríamos llamar la cocina o el taller literario de donde extrae los procedimientos para armar su artefacto. Por ejemplo, refiriéndose a El perfil de los pacíficos comenta lo siguiente: “Presté atención a que cada uno de los poemas funcionara en la totalidad del libro, a cualquier desacierto en la ordenación de los poemas, en los cambios de tono, en la selección de las palabras, en la ponderación, en la relevancia de los personajes, el ajuste de los espacios y los tempos”. Un exceso de celo que le lleva a intentar ajustar al milímetro su idea de poema con el resultado final, y que no siempre coincide con las soluciones aparentemente más lógicas o deslumbrantes que pueden alterar la acción de conjunto: “Los grabo, los escucho, los digo en voz alta, los corrijo de nuevo y cuando empiezo a componer un libro, esté donde esté voy” dándole vueltas y vueltas. Como se reitera a lo largo del libro, la poesía no se escribe con emociones sino con palabras y con oficio, pero también con un misterioso y sofisticado instinto musical que recorre el poema y lo imanta: “Trabajo mucho con rimas internas porque producen una armonía que modifica la tonalidad y levanta o rebaja la potencia del verso. A veces no hace falta ni que rime, es el mismo ritmo, el juego de tonos o alejarse conscientemente de cualquier posibilidad de rima con lo anterior”.

 

    Pero para poder “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu” Virallonga, previamente, ha tenido que hacer una intensa y, a veces, dramática revisión de su naturaleza -como dirían los clásicos- para crearse una nueva identidad que no repitiera los inveterados patrones adquiridos, un complejo personaje -de eso se trata precisamente cuando el mundo, finalmente, se ha convertido en fábula- con el que se siente cómodo para ir por el mundo y vivir con dignidad. Es en ese mismo sentido que habría que entender su apuesta por asumir la tradición literaria y renovarla, pues solo a través de este doble movimiento es posible que el lenguaje dé la sensación de estar anclado a un presente vivo: “Yo quisiera poner mi grano de arena para liberar al lenguaje del hábito del lugar común para acercarlo a nuestro tiempo”.

 

    Acabaré este somero recorrido por Palabras para la resistencia citando un par de expresiones del libro que me parecen especialmente relevantes. Términos como derrota o débiles que, en esta entrevista y por razones obvias, van en sentido contrario al común denominador de la sociedad y el pensamiento que nos gobierna creando a su alrededor como un pequeño ecosistema de ideas y valores de los que se nutre una parte significativa de la personalidad y obra de su autor. No sé si la poesía es “la historia de los seres sin historia” -creo que Virallonga es un atento lector de Gianni Vattimo, y José Antonio Jiménez lo cita de forma indirecta a través del filósofo Joan García del Muro -, pero lo que sí creo es que “lo que dura lo fundan los poetas” -Hölderlin-, que la poesíaes la más honda penetración en el ser de que es capaz el hombre” -Julio Cortázar vía Keats-, y que está en el bando opuesto a los que detentan el poder, pues su verdadero envite es debilitar permanentemente todas aquellas estructuras de imposiciones y violencias que nos oprimen. Porque Virallonga está “con los que pierden, aunque muchos de los que pierden están con los que ganan”; porque valora sobremanera la dignidad del derrotado -”la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece”, que diría Borges- en su afán por no capitular en la defensa de la libertad -pero también de la responsabilidad-; porque concibe la poesía como un instrumento útil para vencer la soledad y examinar nuestro pensamiento; por todo ello y lo esgrimido con anterioridad, les invito -”no hay nada mejor que una conversación sobre la vida y un buen vino entre amigos”, asegura su autor- a que reserven sin demora una lectura que degustarán de principio a fin con la impresión de que han estado acompañados por dos amigos que aman apasionadamente la poesía; que han leído, pensado, hablado y escrito con lucidez sobre ella; y que, como me ha sucedido a mí, les hará mucho más soportable esta maravillosa y terrible existencia.

 

 

Jordi Virallonga, Palabras para la resistencia: sobre poesía y otras trincheras. Una conversación con José Antonio Jiménez, Benalmádena, Eda libros, 2021

Escrito en Sólo Digital Turia por Moisés Galindo

Una prosa de máxima belleza

18 de octubre de 2021 09:25:52 CEST

Andrés Ortiz Tafur (Linares, 1972) acaba de publicar su último libro de relatos Los últimos deseos, con la editorial Sílex. Ochenta piezas breves conforman este libro de pinceladas impresionistas que vibran a lo largo de sus páginas marcadas por episodios de la vida diaria, monótona y rutinaria de la existencia y orbitan en torno a las relaciones humanas como su anterior libro El agua del buitre, publicado el año anterior por la editorial Baile del Sol.

 

Se perfilan los temas de la soledad, la incomunicación, los miedos, las angustias y la muerte a lo largo de un hilo conductor cuyo denominador común es el amor a las gentes, la admiración por la belleza de lo mundano, lo normal, lo imperceptible y lo cotidiano. Un libro muy ameno y divertido. “Los últimos deseos” que lleva un inteligente prólogo de Ernesto Calabuig, en el que el filósofo y profesor destaca una serie de rasgos que conforman e integran este libro. Se podría decir que es una miscelánea, una mezcolanza de frases, reflexiones, pensamientos e ideas que atraviesan de forma tangencial la mente de su autor.

 

En el discurso textual Andrés Ortiz Tafur se interroga, piensa, mira la realidad del mundo, lo que ve y lo que es perceptible a sus ojos y quizás, no lo es en los de los demás. La dedicatoria del libro ya nos indica a quiénes va dirigido y quiénes forman parte importante de su vida, sus vecinos. Se podría decir que se trata de un discurso autobiográfico, escrito sobre las escenas cotidianas que un excelente escritor como Andrés ha ido acumulando a lo largo del tiempo, desde que decidió, como expresa Ernesto Calabuig en el prólogo, “tomar la decisión valiente y difícil de dejar su cuidad y retornar a una vida limitada y sencilla” e irse a un paraje perdido como el de Cortijo Viejo. El autor consigue describir con maestría los espacios narrativos que incluyen la ciudad y el paisaje natural de este Cortijo Viejo, un lugar de viejos olivos sedientos bajo los campos y montes del pleno Linares sumergidos en un paraíso de musicalidad y sinestesias que proceden de lo mundano, lo vulnerable, lo real. La prosa de Andrés Ortiz Tafur refleja historias bajo el recorrido cotidiano de la vida en la calle, los lugares domésticos y caseros con cavilaciones e interrogantes dentro de lo mundano.

 

Cada relato es un cuadro, una escenificación de la realidad y representa una estrella de tonalidad diferente. La forma de expresión del autor es pausada, relajada, donde el autor da valor a lo anodino, a la familia, a sus recuerdos y añoranzas. Un narrador omnisciente que sabe y conoce todas las voces narrativas. Lo que vertebra el libro es el amor por los demás. El discurso textual es normal, coherente y espléndido. Exalta la belleza de lo simple, la vehemencia de lo cotidiano, lo doméstico, lo diario. Los protagonistas de estos relatos necesitan recrearse en la belleza día a día, saborearla y degustarla, disfrutar de los buenos momentos y mantienen una serie de conductas repetitivas. Necesitan el aire en la cara, reír y llorar, gritar en medio de la naturaleza, hablar con sus vecinos mediante la tensión narrativa que su autor caracteriza en cada una de sus páginas. Retratos, pinceladas impresionistas e imágenes sensoriales, escenas y scripts humanos que desvelan el amor que el autor siente por el género humano. Ama y siente lo simple, lo normal, lo anodino, lo efímero, lo sencillo, lo inverosímil, lo básico que impera en el hombre de la calle.

 

Ortiz Tafur es un gran escritor que mantiene la tensión, la intensidad y la esfericidad en cada una de sus historias entrelazadas por el denominador común del amor al género humano en el que se cruzan diferentes mundos posibles, unos reales y otros ficcionalizados. Se trata de admitir o cambiar el destino del hombre ya sea modificando el  rumbo de la vida de los personajes que aparecen en cada una de sus historias o construyendo otros alternativos. El narrador en primera persona de cada pieza de este libro sumerge al lector en la veracidad, autenticidad y verosimilitud de los hechos creando la atmósfera adecuada de tensión para terminar sus páginas, intensidad y esfericidad. Igual que empieza, termina. El mundo que circunda a nuestro escritor le permite establecer cierta circularidad ya que, su propio modo de vida, su forma de pensar y su manera de aprender, son cíclicos.

 

Los lectores de Andrés Ortiz Tafur reconocen que laten a lo largo del texto los temas que imbrican su escritura y modelan su pensamiento. La cubierta del libro nos dirige hacia los atardeceres cotidianos de la vida de un escritor que ama la vida llena de colores y matices y encuentra en lo cotidiano de un mundo rural, el acontecer diario que le aporta la vitalidad y la energía para seguir viviendo.

 

Los conceptos de confinamiento, aislamiento, la Filomena, la pandemia encierran al hombre en un círculo vicioso, hermético y en espiral en el que aislarse del mundo y evadirse de él. Sin embargo, Ortiz Tafur se ancla en el tiempo de todos estos acontecimientos para ir en busca del Otro y buscar una sonrisa en cada uno de sus textos breves aportando de ese modo, coherencia y armazón al libro.

 

La verdad, la falsa mentira, las apariencias invitan a la vacilación del lector que según Tzvetan Todorov, nos incitan a la perplejidad y extrañeza ante lo insólito. Y digo “insólito” porque lo que narra con gracias y naturalidad Andrés es justamente en lo que la mayoría de los seres humanos no se fijan ya que parece desapercibido a la vista del ciudadano de una sociedad posmoderna de 2021. La mentira, la verdad, la falsa realidad y las redes sociales nos acercan a los avances tecnológicos y humanos del XXI en el cual el autor juega con las metáforas que el lector medio interpretará a través del discurso textual y mediante las cuales denuncia los avances tecnológicos, el comportamiento miserable y mezquino de los políticos, de la clase política, el yoísmo y aislamiento del hombre en la sociedad posmoderna en la que el poder de la naturaleza queda solapado bajo el influjo de la propaganda de la élite social, el materialismo y el consumismo que impera en el capitalismo. En el transcurso de sus ochenta y tantos retazos narrativos, Ortiz Tafur nos conduce con vehemencia y maestría por la normalidad que rodea su vida mediante una escritura que muestra al lector cómo el ser humano puede ser muy feliz con lo mínimo e imprescindible.

 

En todos los relatos gravitan el amor y el sexo con idénticos mecanismos de representación que le llevan al autor a indagar en la sintaxis discursiva, repetitiva y circular de sus relatos. Andrés Ortiz Tafur invita a cada lector a pasearse por la casa, el pueblo y el paisaje natural en los que se desarrollan la vida simple y cotidiana de los personajes entre las dicotomías conceptuales (existencia/inexistencia, presencia/ ausencia, vida/muerte) y los juegos ficcionales que aportan la estética a los relatos. No sabemos si el autor finge o narra los hechos con tal naturalidad que los convierte en pura verosimilitud de lo acontecido a modo de espejo diáfano y transparente. A lo largo de las páginas de su sexto libro publicado, interesante y prometedor, el lector se sumergirá en más de ochenta fogonazos o chispazos narrados la mayoría en una sola cara y con un atractivo tejido argumental de sus historias que recorren un camino, marcan las pautas de un viaje, nos muestran su visión del mundo y nos enseñan a rastrear en los mecanismos de la escritura.

 

Dentro del mundo de la ficcionalidad Ortiz Tafur enfrenta al lector frente a la realidad y por medio de los finales de sus textos enlentece el tiempo del discurso narrativo, lo dilata o la alarga indefinidamente abriendo la puerta a la incertidumbre y planteando una dicotomía constante entre la ficción o la realidad.  

 

 

Andrés Ortiz Tafur, Los últimos deseos, Madrid, Sílex, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Almudena Mestre

 

«Quien esté libre de literatura que tire la primera piedra», asegura con cierta retranca Constantino Bértolo (Lugo, 1946) en esta conversación a propósito de la segunda edición de La cena de los notables (Periférica), un luminoso y estimulante ensayo a propósito de la escritura, la lectura y la crítica sustentado en la responsabilidad de quien escribe, sobre qué y como escribe y la responsabilidad de quien lee y cómo recibe y entiende la lectura. Todo ello pespuntado por dos hilos principales: Madame Bovary y Martin Eden.

“Mejor que leer cualquier libro que ninguno”

- Cabe entender la lectura como una conquista irreversible, incruenta, a la que no acompañan ni explotación ni esclavitud ninguna». ¿Mejor leer, cualquier libro, que no hacerlo?

- ¡Uf! Me hace dudar la pregunta. Creo que sí, que mejor leer cualquier libro, incluso el Mein Kampf o La imitación de Cristo, que ninguno. Soy de los que siempre han defendido que en la vida es mejor estar mal acompañado que solo. Dejar de estar mal acompañado es relativamente fácil, dejar de estar solo es más complicado.

- ¿Cómo conjugar la obra con la vida? Pienso en ejemplos canónicos de escritores reprochables en algún terreno de su vida (Pound, Celine, Arthur Miller, Rousseau…), ¿debe interferir la clave biográfica en la lectura?

- Pienso que casi de manera inevitable interviene y sobre todo lo que más interfiere es la relación que establecemos entre esas biografías y nuestro propio relato autobiográfico. Creo que es imposible leer a Celine sin que se haga presente nuestra opinión sobre su vida. Esto no significa que impida una lectura válida (objetiva no hay ninguna) de su obra, pero todos leemos con nuestros prejuicios encima de la mesa. Tratar de conocerlos y de resistirse a ellos es algo que cada lector debería tener en cuenta.

- Pienso en la biografía de escritores como Horacio Quiroga, Alda Merini, Panero, Ambrose Bierce… ¿Hay veces que la vida se impone a la literatura?

- Sin duda habrá y hay casos en los que el deseo de «hacerse literatura» a base de proyectarse en ciertas vidas de ciertos autores, literaturice de forma enfermiza esa relación. Quien esté libre de literatura que tire la primera piedra.

- Un libro, ¿dice más de quien lo escribe, de quien lo lee o de la sociedad en la que surge?

- Como en el caso de la santísima trinidad, son inseparables. En cada libro, uno y trino, están esos tres elementos. El peso que se le otorgue a cada uno de ellos dependerá de la mirada ideológica desde la que la lectora o lector se acerque a él.

- ¿Ha sentido usted deliquio al leer algún libro?

- Recuerdo que en la adolescencia y en una etapa de maldeamores, la lectura de El cuarteto de Alejandría me salvó de la tristeza. Cuando años más tarde releí aquellas novelas la verdad es que sentí bastante vergüenza literaria.

“Un libro ilumina a otro”

- ¿Qué criterio ha de seguirse para trazar una constelación de lecturas?

- La luz. Un libro ilumina a otro y este otro ilumina a otro y así se van conformando constelaciones y archipiélagos. Por ejemplo, alrededor de Madame Bovary giran Ana Karenina,La de Bringas, Effi Briest, La Regenta, El Amor de Arthur, Una nube de ira, Tristan e Isolda y otras muchas más.

- El canon (en general), ¿sirve como faro o como grillete? ¿Cada cuánto debería de revisarse el canon?

- Como faro muchas veces deslumbra y no deja ver cuál es la ruta ideológica que esa señal facilita y acomoda. Como grillete, el hierro se vende – en las universidades o en los suplementos literarios- como si fuera oro y se ofrece como joya deseable. En todo caso jerarquiza y más que atender a lo que propone habría que analizar lo que excluye. ¿Revisarlos? No creo que ninguno pase la ITV, aunque siempre dependerá de a dónde se quiera viajar.

 

“La inteligencia exige distancia pero no siempre la lectura requiere inteligencia”

- ¿Cuánta distancia conviene colocar entre el texto y el lector –su lectura–?

- A mi entender, la inteligencia exige distancia pero no siempre la lectura requiere inteligencia. Las novelas policíacas por ejemplo más que inteligencia piden curiosidad y fisgoneo; las de Alatriste, emoción viril y patriotera.

- Hace un par de años, cuando se estrenó una película llamaba La gran belleza, escuché decir a algunas personas que habían ido a verla, que no sabían si les había gustado o no. ¿A usted le ha ocurrido eso, estar ante algún texto sobre el que no haya sido capaz de emitir un juicio en uno u otro sentido?

- Creo que en general siempre es bueno sospechar del gusto personal. Algo parecido a lo que plantea me sucedió con El buen soldado, de Ford Madox Ford; tardé mucho en averiguar si me gustaba o no. Finalmente me pareció una novela tramposa, falsa y decidí que dejara de gustarme todo aquello que durante su lectura me había gustado.

- ¿Algún libro que considere sobrevalorado?

- Casi todos.

 

- ¿Usted acudiría a una cena de notables?

Para saberlo antes tendrían que haberme invitado. El otro día, durante la Feria del Libro de Madrid, tuvo lugar por ejemplo la fiesta de una editorial importante y no, no recibí ninguna invitación. Ni siquiera pude asomarme o mirar a través de las ventanas porque no me dijeron dónde se celebraba. Pero si hubiera ido acaso también hubiera preguntado el por qué gran parte del pan que venden está tan cursi, mohoso y malo.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Selvada por el poema

8 de septiembre de 2021 13:53:09 CEST

«El pozo y la estrella» fue el título que Octavio Paz dio a una breve nota necrológica que publicó en Vuelta a raíz de la muerte de Roberto Juarroz. Recuerdo esto porque se trata de dos poetas, dos pensadores del lenguaje poético convocados por Celia Carrasco Gil en diferentes momentos, y dos motivos, el pozo y la estrella, que, como se verá, remiten a dos campos semánticos intensamente frecuentados por esta poeta.

Tras un sorprendente y sólido primer libro titulado Entre temporal y frente (Olifante, 2020), Celia Carrasco publica ahora Selvación, volumen con el que obtuvo el XXII Premio «Gloria Fuertes» de Poesía Joven y con el que apuntala una línea de trabajo muy firme y consistente con la palabra, al margen del ruido y la sobrexposición mediática que suelen acompañar últimamente a la poesía más aplaudida en España, un país en el que este género a menudo se somete a las reglas y servidumbres del espectáculo y el comercio más insípidos.

Celia Carrasco, sin prejuicios, atenta solo al poder ingobernable del lenguaje, ha ido a lo largo de estos años dando forma a su singular taller de escritura, entendiendo desde el principio la actividad de hacer versos como un juego muy serio en el que las palabras, con sus interminables combinaciones, encierran tesoros y posibilidades que hay que explorar y descubrir; en este sentido, los dobles sentidos y la sugerente ambigüedad generada por el inteligente uso de la polisemia son mecanismos vehiculares recurrentes. Así, con Entre temporal y frente entregó un libro medido hasta el último detalle en el que nada quedaba al azar, un poemario penetrante y hondo, dotado de una profunda coherencia y de una estructura orgánica muy bien ensamblada en el que las palabras eran cuidadosamente elegidas hasta el punto de configurar con ellas unos poemas sostenidos sobre unas envolventes cadencias rítmicas, continuos hipérbatos y un incontestable y perturbador tempo musical.

Rasgos que dan cuenta de una voz con una acusada y exigente conciencia expresiva que también brotan en este nuevo libro, Selvación, término que responde a un procedimiento de creación léxica a partir de «selva» y «salvación» con el que la poeta nombra el intersticio «de una vida / que se parte», un escenario situado en un punto indeterminado, entre la ciudad desasosegante y la selva como emblema de lo sagrado, la vida natural y la libertad, motivo este esencial, me parece, en la idea que Celia Carrasco tiene de lo poético, imprescindible en el momento de lanzarse desde lo alto del acantilado al abismo de la creación. Y creo que la poesía podría nombrar ese espacio impreciso de refugio, ternura y proyección. Como leemos en «Polifemo»: «Que la poesía te cuaje y que te mime y te madure en soledad / dentro de su cueva por un tiempo. / Te meza en la caverna de su selva y te haga resistente». Selvada, pues, por el poema.

Dividido en tres partes —«Ciudad», «Hogueras cenicientas» y «San Silvestre»—, Selvación incluye un total de treinta y nueve poemas, trece en cada una de las secciones, un dato nada fortuito que es indicio del interés arquitectónico de esta poeta por armar un libro que sea algo más que una mera agrupación de textos. Como su primera entrega, Selvación también se abre con un soneto, esta vez de título homónimo al del libro, que contiene dos sonetos más, el extraordinario «Espeleología» y «Panorámica». El volumen, ya desde el mismo título, responde al deseo de construir un locus que se encuentre más allá o al margen del tópico «menosprecio de corte y alabanza de aldea», tan reiterado a lo largo de nuestra tradición literaria, que aquí se traduce en la confrontación entre un territorio urbano amenazado por una cierta deshumanización y un espacio selvático e indómito propicio para que broten el amor y la libertad. Si en su primer libro Celia Carrasco encontraba en Miguel Hernández un referente importantísimo, alguien en quien vio aunadas la fuerza verbal y la confidencia entrañable de las emociones recreadas, aquí las autoridades convocadas se amplían a autores como Fray Luis de León, J. Joubert, E. Dickinson, A. Machado, D. Agustini, G. Bachelard, R. Darío, Huidobro, Cernuda, García Lorca, Neruda, los ya citados Paz y Juarroz, B. de Otero, J. Hierro, J. Á. Valente o M. D´Ors, entre otros, lo cual es indicio de un imaginario poético y cultural complejo y versátil, señal de que los senderos por los que en este libro se transita son muchos y diferentes entre sí. Sin prejuicios, sin lentes ni quevedos de ningún tipo, Celia Carrasco observa con los ojos del asombro dispuesta a abismarse en un mundo inédito.

Como sucedía en su poemario anterior, Selvación también se inicia con un texto en el que leemos una declaración de amor y entrega incondicional a la poesía frente a los embates tortuosos y falaces de la vida (la asombrosa potencia del simulacro, la espectacularidad de la apariencia, la formidable y ensordecedora detonación de los ecos, la suplantación de la realidad por la virtualidad y de la originalidad por la clonación y el plagio). Y desde ahí, colocándose en un lugar incómodo e inestable, «sin suelo que pisar», se dispone a recorrer el sendero incierto hacia su deseada e inquietante «selva sagrada», el lugar del idilio y la emancipación, el sitio donde «el silencio fecunda la palabra» y el poema nos cuida y acompaña con una desconcertante sensación de escalofrío. En esa selva, «lugar de comunión con la palabra» y, al mismo tiempo, espacio donde el mundo se invalida al pronunciarse, se adentra esta poeta con la ilusión de dar con el secreto del acontecimiento que desequilibra y conmueve.

Selvación dibuja escenarios urbanos y naturales configurados a partir de insólitas expresiones metafóricas y en ellos se despliega un abanico de registros dotados de una altísima densidad imaginaria. En un primer momento, la voz que aquí habla se ve a sí misma naufragando en una vida que la aprieta y constriñe, obligada a «reptar por avenidas sucias en silencio» y a olvidarse de los pájaros que, lejos del «núcleo del suelo», quizás son señales de otra vida más vacía y más plena. Asediada por una nadería insulsa y repleta de banalidades, esa voz aún tiene fuerzas para convivir con los desheredados y los desplazados del banquete social y compartir con ellos la verdad real e incontestable de sus existencias, como sucede, por ejemplo, en poemas como «La huella en el margen», «Adoquín inédito» o «El hombre de hojalata», en donde encuentra, a pesar del evidente desamparo, motivos para la esperanza. Una voz que asimismo contempla con estupor un «rayo de sol que se ha hecho añicos / en la mañana póstuma de los viandantes / sin que nadie lo recoja», un rayo de sol que muy bien podría ser síntoma de un mundo natural perdido y olvidado, ese que, por ejemplo, representan la Amazonia y las amazonas en poemas como «Ahorcado amazónico» y «Ensueño de filología». Selvación necesita un lector atento y vigilante, dispuesto a acompañar en ese viaje a quien con su palabra ha logrado dar voz a lo desaparecido —la figura del padre, por ejemplo, en poemas como «Chispa», «Mudanza» o el memorable y ya citado «Espeleología»—, trastrocar la vida convirtiéndola en una experiencia liberadora y luminosa, modelada aquí por «el torno de alfarero del consumismo», motivo también de crítica en otro poema, «Nueva leña».

En estas circunstancias, como sugiere Celia Carrasco, se trataría de avanzar aireando la palabra, despojándola de todas esas losas con las que hemos levantado el mausoleo en el que rendimos cuentas a la muerte, disolviendo los espectros de una lengua fósil que se empeña en silenciar el canto áspero y luminoso con el que los muertos nombran al alba la distancia que se ensancha y el tiempo que se encoge. Se trataría de navegar sin una ruta marcada, de andar por andar, de caminar hacia cualquier sitio, hacia ningún sitio, hacia todos los sitios, como hace esta poeta al desplazarse por el sendero que atraviesa sin dejar huella, recorre hacia lo más inquietante de sí misma y en el que genera un hueco donde respirar convirtiéndolo en una zona habitable desde la que poder contemplar las estrellas.

 

Celia Carrasco Gil, Selvación, Madrid, Torremozas, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

 

 

 

 

 

 





 











Sr.

Juan Sánchez Peláez

Caracas.

*

                                                     Valencia, 9 de nov. De 1967

Querido Juan:

Tengo ánimo de hacer desde hace tiempo un trabajo sobre tu poesía que precise para mí y para otros, ciertas valoraciones y revelaciones cuyo poder gravita demasiado tácitamente. Más que una incursión amistosa o unas formulaciones rígidas, quiero anotar con un pensamiento liberado de la ocasión, algunos estados capitales de tu decir poético, determinados énfasis, zonas privilegiadas de comunicación con el ser.

 

Las palabras transcritas y que acabo de leer, con las que he dado inicio a esta charla, pertenecen a una carta inédita que Eugenio Montejo (1938-2008) le envió a Juan Sánchez Peláez (1922-2003) en noviembre de 1967 y que poseo, en custodia, gracias a Malena Coelho, viuda de Sánchez Peláez. Para entonces el autor de Elena y los Elementos contaba con 44 años y uno antes había publicado su tercer libro de poesía, Filiación oscura. Por su parte, el joven Montejo tenía 29 y acababa de publicar su primero, Élegos[ii]. A mediados de esa década habían comenzado su amistad, cuando Sánchez Peláez estuvo radicado en Valencia, Venezuela, donde trabajó junto a Montejo en la Universidad de Carabobo.

 

Comienzo estos breves apuntes sobre la obra de Juan Sánchez Peláez haciendo alusión a lo dicho por Montejo en esa carta, por varias razones. En primer lugar, por encontrar en esas palabras una identidad de propósitos respecto a mis intenciones. En segundo término, porque al tratarse de dos poetas tan difícilmente emparentables en sus búsquedas estéticas, las cuales incluso podríamos calificar como ubicadas en las antípodas, adquiere mayor realce la confesada admiración del joven por ese poeta de la generación precedente, que ya comenzaba a hacerse leyenda en el campo poético venezolano. Y un tercer motivo estriba en el hecho cierto de que Eugenio Montejo es un nombre suficientemente conocido y reconocido fuera de Venezuela, y particularmente en España, suerte con la que infortunadamente no ha corrido hasta ahora la obra de Juan Sánchez Peláez, la cual sigue siendo fundamentalmente una obra de culto para unos pocos y exigentes lectores, a pesar de la publicación de su Obra reunida, por Lumen, en 2005, dos años después de su muerte, y, más recientemente, en 2018, de su Antología poética publicada por Visor en coedición con la Fundación de la Cultura Urbana, bajo el cuidado editorial de Marina Gasparini Lagrange y con prólogo de Alberto Márquez.  

 

Ofrecer una lectura de esta obra que dejara de lado “la incursión amistosa” y las “formulaciones rígidas” fue lo que, en efecto, intentó Montejo algunos años después, cuando publicó su ensayo titulado “La aventura surrealista de Juan Sánchez Peláez”. Allí, al tiempo que busca caracterizar el “sello propio” de esta poesía, nos previene sobre la dificultad de hacerlo dado el condicionamiento que la impronta surrealista, que en el mismo título del ensayo se destaca, pudiera tener sobre cualquier lectura que se quisiera hacer de ella. Al respecto, señalaba: “conviene aproximarnos a su poesía de modo que la interroguemos desde sus propios destellos, prescindiendo, hasta donde podamos de los atributos que le añade el credo de su militancia”. Para añadir luego: “Advirtamos que no es fácil indagar en una obra lo que sólo debe a sí misma, ni dar con ese espacio secreto donde la palabra del poeta se torna irreductible en su entera desnudez” (p. 156, subrayados nuestros).

 

Antes de tantear la naturaleza de esa “entera desnudez”, detengámonos en algunas consideraciones acerca de la significación de la obra de Juan Sánchez Peláez dentro de la tradición poética venezolana, tomando en cuenta, especialmente, el contexto histórico en que apareció y su singularidad. Ya es un lugar común, al referirse a Juan Sánchez Peláez, decir que durante su adolescencia vivió en Chile, donde estableció contacto con los integrantes de Mandrágora, agrupación militante del surrealismo, promotora de la denominada por ellos “poesía negra”, declarada enemiga de los valores de la sociedad burguesa y defensora de la magia, la irrealidad, el placer y la libertad como elementos irrenunciables de su práctica poética y vital, además de revolucionaria en el orden social. El grupo estuvo conformado por Teófilo Cid (1914-1964), Braulio Arenas (1913-1988) y Enrique Gómez Correa (1915-1995), a los cuales se sumó luego su miembro más joven, Jorge Cáceres (1923-1949). Entre los blancos recurrentes de sus ataques, en el campo local, estuvieron Neruda y su Residencia en la tierra. Gonzalo Rojas (1916-2011), quien mantuvo una cercana amistad con Sánchez Peláez desde entonces y a lo largo de su vida, y quien tuvo también vinculación con el grupo, luego se haría crítico tanto de sus postulados como de sus realizaciones. Digamos que Mandrágora, a pesar de su beligerante activismo verbal, propio de muchas iniciativas de ostentación vanguardista, terminó siendo absorbida en el campo de la consuetudinaria “guerrilla literaria” chilena, sin logros relevantes en cuanto a obras individuales y sin más significación que la que como gesto disruptivo dentro de la poesía chilena y latinoamericana se le quiera asignar. Lo cierto es que mientras duró la estadía de Sánchez Peláez en Chile, que fue de menos de dos años, entre 1940 y 1941, en Venezuela también ocurrían cosas de interés en el mundo literario, tras la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, en diciembre de 1935. Al año siguiente, en 1936, se forma una agrupación llamada Viernes, en cuyos postulados también se reclamaba la urgencia de renovar la poesía venezolana, en consonancia con las tendencias de la época y con las iniciativas que a la par venían dándose en otros países del continente y de Europa. En Viernes, sin embargo, más que el surrealismo se promovió una apertura bastante más plural, nutrida esencialmente del legado del romanticismo alemán, inglés y francés y de las vanguardias en general, que fomentara una mayor libertad imaginativa, asociativa y simbólica, no ajena tampoco a los dictámenes del inconsciente. No obstante, el marco de su actuación fue distinto, pues desde su origen se hizo expreso, además del deseo de buscar caminos de renovación estética, un llamado a la reconciliación, la amplitud y la tolerancia, como urgencia nacional al iniciarse el largo período de transición política hacia la democracia de la era posgomecista. Tanto Mandrágora como Viernes contaron con revistas. La primera publicó 7 números, entre julio de 1938 y octubre de 1943. La segunda, 22 en sólo dos años, entre mayo del 39 y del 41. De entre la larga lista de colaboradores de diversas partes del mundo que publicaron en ella, estuvieron, por mencionar sólo a los chilenos: Vicente Huidobro (1893-1948), Eduardo Anguita (1914-1992), Rosamel del Valle (1901-1965) y Ángel Cruchaga Santamaría (1893-1964).

 

Al concluir la existencia de Viernes, como contraposición a sus propuestas estéticas, surgió lo que se ha llamado en la historiografía poética venezolana la reacción anti-viernista, la cual abarcó buena parte de las décadas de 40 y 50.  Fue al inicio de esa época —en la que se acentuó el cultivo de la poesía costumbrista y de temas sociales y se rescató la escritura de variadas formas métricas y rítmicas propias de la tradición de la poesía española— que Juan Sánchez Peláez volvió a Venezuela ganado por concepciones poéticas muy ajenas a las dominantes en su país tras la extinción de la experiencia viernista. Durante todos esos años, Sánchez Peláez, quien en realidad nunca participó ni tuvo interés en formar parte de agrupación alguna, ni en redactar o proclamar manifiestos estéticos, siguió trabajando silenciosamente en su poesía. Ocho años después de su regreso al país, una figura principalísima del grupo Viernes, Vicente Gerbasi (1913-1992), será el primero en llamar la atención, públicamente, sobre la singularidad de su existencia y su ardua exigencia. Al respecto afirmó, en una nota publicada en el Papel literario de El Nacional el 25 de junio de 1950, lo siguiente:

 

Juan Sánchez Peláez, uno de los jóvenes venezolanos mejor dotados para el ejercicio poético, viene trabajando desde hace más o menos diez años en un silencio que resulta sorprendente en nuestro medio, donde toda persona que escribe un soneto, una copla o una crónica periodística quiere lanzarse en la carrera literaria con la publicación de un volumen. 

 

Juan Sánchez Peláez, que a mi entender es uno de los mejores poetas con que actualmente cuenta Venezuela, apenas es conocido por un reducido grupo de poetas, escritores y artistas de Caracas […], y de Santiago de Chile, donde estudió y fue asistente a las peñas del grupo «Mandrágora» […] Sánchez Peláez trabaja diariamente, infatigablemente su poesía. Hay en este joven artista una verdadera pasión creadora. Desde hace años acumula cuartillas, cuadernos, libros. Sin embargo, hasta ahora no le ha sido posible publicar ni siquiera una «plaquette» (Gerbasi, p.15).  

 

El hecho de que Vicente Gerbasi —quien tras la publicación de su libro Mi padre, el inmigrante, en 1945, se había consolidado como una presencia central e indiscutible en la escena poética nacional— haya sido el primer mentor de Juan Sánchez Peláez no es un detalle menor. Como tampoco, que en ese año de 1945 se hubiera publicado otro libro que vendría a iniciar el proceso de redescubrimiento y rescate de la obra de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), Las Piedras Mágicas: hacia una interpretación de José Antonio Ramos Sucre (Caracas: Suma, Artes Gráficas), de Carlos Augusto León (1914-1997). A nuestro entender, las obras de ambos poetas van a ser nutrientes fundamentales de la poesía de Sánchez Peláez y lecturas reveladoras de una forma distinta de hacer poesía en Venezuela, que descubrirá al poco tiempo de su vuelta de Chile.

 

A Viernes, además, estuvieron vinculados sus dos más cercanos y admirados poetas y amigos chilenos, sin contar a Gonzalo Rojas. Ellos fueron, justamente, Humberto Díaz Casanueva (1906-1992), quien fue discípulo de Heidegger y traductor de Hölderlin, y Rosamel del Valle (1901-1965), cuya poesía Sánchez Peláez publicó e hizo conocer fuera de Chile cuando años después estuvo al frente de la gerencia editorial de Monte Ávila. Díaz Casanueva vino a Venezuela en la segunda mitad de la década de los 30, como parte de la misión pedagógica chilena traída al país por Mariano Picón Salas (1901-1965), tras la muerte de Gómez. A partir de entonces, tanto su relación con Venezuela como con los “viernistas” fue muy activa e intensa y se prolongó por el resto de su vida. 

 

Un año después de la nota de prensa en la que Gerbasi anunciaba la existencia de Sánchez Peláez, aparecerá su primer libro, Elena y los elementos. Sin pancartas ni carteles que lo avalaran, este poemario se incorporará a la tradición poética venezolana como la expresión de una búsqueda divergente y una voluntad manifiesta de ruptura, mediante la asunción de una imaginería desbordada, penetrada por un evidente afán surrealizante que intenta poner de relieve el sustrato onírico del que procede y en el que la experiencia verbal aspira ser encarnación de la misma pasión erótica que en el ámbito temático da cohesión al libro. De este modo, la apuesta lírica de Sánchez Peláez adquiere una tonalidad y una dimensión anímica sin antecedentes en la poesía venezolana, que se afilia de modo indudable con las búsquedas poéticas emprendidas y promovidas varios años antes por algunos miembros de Viernes, entre los cuales jugó un rol fundamental, como ya hemos señalado, el propio Gerbasi. Sus concepciones de la poesía y del poeta, desde este primer libro y a lo largo de toda su obra, no ocultarán su cercanía con las nociones románticas del vate demiurgo y visionario que responde ante el poema como una suerte de médium capaz de verbalizar lúcida y lúdicamente, a modo de ráfagas asombrosas y alucinantes, revelaciones trascendentes.

 

Vistas las cosas desde la perspectiva histórica que nos otorga el tiempo, podríamos afirmar a estas alturas que Elena y los elementos constituye una puerta de entrada a la modernidad poética venezolana, al inicio de la segunda parte del siglo XX. En ese libro se constata tanto la precoz madurez con que Sánchez Peláez asimila el aprendizaje de la breve salida al mundo —tras el rápido contacto con otros campos literarios y otras motivaciones poéticas, específicamente durante su vivencia chilena— como del legado de la propia tradición venezolana y en particular de las obras de los dos hitos fundamentales de la primera mitad del siglo XX. Me refiero a La torre de Timón, Las formas del fuego y El cielo de esmalte, de José Antonio Ramos Sucre, publicadas entre 1925 y 1929, y Mi padre, el inmigrante, de Gerbasi, de 1945. Podríamos decir incluso que esa puerta es en dos direcciones, pues a través de ella las generaciones posteriores a Sánchez Peláez pudieron acceder con otra mirada y leer de otro modo las obras de esas figuras tutelares de la primera mitad del siglo pasado. Una breve semblanza de Sánchez Peláez, escrita por Jesús Sanoja Hernández en 1972[iii], cuando ya el autor de Elena y los elementos era una figura consagrada en el campo poético venezolano, nos habla de la forma en que fue apreciado en sus inicios y del modo como fue recibido su primer libro:

 

Antes fue distinto. Se le miraba, en la Caracas del año 50, como a un ser caído del infierno, con un rostro más parecido a la máscara que al reconocimiento, eterno quejumbroso de los cinturones de castidad urbana, y de la indiferente matanza de los instintos. Apenas un grupo de amigos, iniciados y rituales, gozaban de aquellos versos de minoría que luego entrarían a formar volumen en Elena y los elementos (1951), y cuya repercusión inmediata fue de poco ámbito, pero cuya percusión en el tiempo, ampliada por los ecos expresivos que encontró en los más jóvenes, fue tan decisiva como la de Mi padre el inmigrante. Si acaso dos nombres han influido con suficiente y beneficiosa irradiación, pueden anotarse de una vez: Gerbasi y Sánchez Peláez.

 

Aquella lengua sectaria y minorista vibró, sin embargo, en el espíritu de los escogidos, y fue, como dije, extendiéndose hacia quienes nacían para la poesía y buscaban un molde o un antecesor, de modo que para llegar a Ramos Sucre, a Rosamel del Valle, o a los surrealistas, siempre debía pagarse peaje en la poesía de Elena y los elementos (pp. 55-56).

 

Ese parentesco entre las figuras de Ramos Sucre y Sánchez Peláez tiene varias aristas. Una de ellas es la derivada de la extrañeza de las obras de ambos y de la poca receptividad con que fueron acogidas inicialmente. La de Ramos Sucre tuvo que esperar 15 años, después de la muerte de su autor, para comenzar a ser revisitada y estimada desde otros presupuestos. La de Sánchez Peláez se vio beneficiada, tal vez, del hecho de que su aparición coincide con el momento de reivindicación del raro Ramos Sucre y de las huellas dejadas por la experiencia viernista, más allá de la reacción en contrario que en una parcela del campo poético venezolano sus planteamientos produjeron. Ante las dificultades de la crítica para abordar estas singulares y extrañas obras, claramente rupturistas dentro de la tradición poética venezolana, aunque desprovistas de carteles y de manifiestos confrontativos, se ha acudido al abuso de las etiquetas clasificatorias, incompetentes en definitiva para alcanzar una comprensión cabal de su naturaleza, pero útiles para la confección de manuales e historias literarias. La obra de Ramos Sucre ha sido clasificada de romántica, modernista, vanguardista, pre-surrealista y hasta surrealista, al tiempo que su condición de poeta ha sido relativizada por quienes lo han leído como cultor de narrativas breves (ese ha sido uno de los costos de haber introducido el poema en prosa en Venezuela). En el caso de Sánchez Peláez el remoquete de poeta surrealista ha predominado en la crítica, aunque su obra también ha sido vista como neorromántica y existencialista.

 

En el ensayo prometido en la carta que citamos al comienzo de estas páginas, Montejo explora el vínculo entre estas dos obras. Al respecto, dice lo siguiente:

 

Sánchez Peláez contaba en la poca eximia tradición poética de nuestro país con la obra de un poeta de excepción, apenas reivindicado en los últimos años: José Ramos Sucre. Advertir la necesidad de retomar, desde otros niveles expresivos, el intento de aquel poeta solitario, es ya un mérito de visión que aclara y fortalece su intento creador. De él heredará un trazo enfático y suntuoso de la palabra, así como una vigilancia tenaz que cuida la tensión de su poesía. Claro está, será otra la expresión de su sensibilidad, otro el universo que alimenta las formas de su imaginación, y la sola presencia del deseo como una activa desnudez del yo lírico, que alcanza en él, como en los surrealistas mayores, un nivel mítico, bastará para diferenciarlo. Pero el celo que gobierna cada poema por medio de una selección de palabra a menudo eficaz denota, no obstante, cierta fidelidad hacia el creador de Las formas del fuego (Montejo, 1974, pp. 157-158).

 

Ahora bien, además del parentesco señalado entre la obra de Ramos Sucre y de Sánchez Peláez, específicamente en lo atinente a lo que podríamos denominar el acendrado ejercicio de orfebrería verbal patente en su poesía, habría otro elemento que permitiría relacionarlos junto a Gerbasi, en una suerte de tríada, pues en los tres casos, aunque se trata de obras que en su conjunto evidencian una profunda coherencia y unidad interna, sobre todo en lo relativo a los universos simbólicos que construyen, muestran, no obstante, ciertas variaciones en el plano estilístico o de la elocutio, dentro del conjunto de libros que las conforman. Esto, sin duda, ayuda a evitar el predominio de una tonalidad monocorde.

 

Eso lo observamos al contrastar el leguaje mucho más discursivo y hasta narrativo de La Torre de Timón, de Ramos Sucre, con respecto al constreñimiento, el poder sintético y el mayor peso de la imagen en Las formas del fuego. Por su parte, a diferencia del lenguaje encantatorio, versicular y fuertemente rítmico que Vicente Gerbasi despliega en Mi padre, el inmigrante, de 1945, en Los espacios cálidos, publicado 7 años después, encontramos más bien versos detenidos, más pausados y mesurados, ganados por un lenguaje llano, aunque en lo sustantivo se acuda al mismo espacio metafórico. Otro tanto encontramos en la poesía de Sánchez Peláez, quien ocho años después de la aparición de su primer libro, publica en 1959 su segundo, Animal de costumbre, en el que nos encontramos ante un hablante poético más diáfano y directo, menos proclive (y también más alerta) a la adopción de las fórmulas retóricas artificiosas, al uso de los epígonos de un pretendido surrealismo asimilado sólo en sus aspectos más superficiales y codificados, como ocurre ocasionalmente en Elena y los elementos. De este modo, sin desentenderse de los tópicos e intereses centrales de su primer libro[iv], se evidencia un cambio significativo: el logro de una forma expresiva más íntima y personal que derivará también en el orden temático en una mayor apertura e intensificación de la propia experiencia vital.    

 

No más de 250 páginas conforman la totalidad de la obra publicada de Sánchez Peláez: siete poemarios en el lapso comprendido entre 1951 y 1989[v]. En ella se articulan una serie de campos temáticos, isotópicamente, en distintos planos: la dislocación de la relación yo-tú-ella, sometida a múltiples enmascaramientos; la invocación a la amada y la pasión erótica; la infancia, el entorno afectivo familiar y la continua nostalgia por los paraísos perdidos asociados a ellos; la urgencia del amor y la ternura como imperativos vitales; el tenso conflicto entre el ser y las imposiciones del deber ser; la percepción de un permanente exilio existencial y su consecuente sensación de extrañeza en el mundo; la elección consciente de una apuesta verbal signada por la lucidez, el rechazo a la retórica, la veracidad de la palabra inmediata y el rescate de una oralidad entrañable;  la concepción de la poesía como don y ritual que hace del poeta un visionario capaz de alcanzar atributos proféticos, mediante la enunciación de inusitadas y oscuras simbologías. Todos estos asuntos estarán presentes en el conjunto de su obra, dándole más énfasis a uno u otro en determinadas parcelas.

 

Si pensáramos en esa totalidad como un tejido, podríamos imaginar que en la trama se dispondrían en orden sucesivo los colores y motivos correspondientes a la combinación de tonos y asuntos predominantes en cada uno de sus poemarios, mientras que los hilos que conformarían la urdimbre, sobre cuya tensión se sostendría la integridad del tejido, estaría determinada por los asuntos esenciales, que a nuestro modo de ver son, justamente: la inocencia, el desamparo y el erotismo. Todos los hilos de la trama se tejerán sobre esta urdimbre para configurar una malla verbal, un lenguaje caracterizado por su condición enigmática, balbuceante, hermética, fragmentaria, lúdica y lujuriosa.  

 

Basta con leer dos fragmentos de los dos primeros poemas de Elena y los elementos, para constatar cómo desde el mismo inicio de esta obra estos asuntos se ponen de relieve:

 

                                                           I

 

Solo al fondo del furor. A Ella, que burla mi carne, que
                 [desvela mi hueso, que solloza en mi sombra.

 

A ella, mi fuerza y mi forma, ante el paisaje.

 

Tú, que no me conoces, apórtame el olvido.
Tú que resistes,
resplandor de un grito, piernas en éxtasis, yo te destruyo,
                     [sangre amiga, enemiga mía, cruel lascivia. (p. 9)

 

                                                           II

 

Al arrancarme de raíz a la nada
Mi madre vio, ¿qué?, no me acuerdo.
Yo salía del frío, de lo incomunicable.

 

Una mañana descubrí mi sexo, mis costados quemantes,
                             [mis ráfagas de imposible primavera.

 

A la sombra del árbol
           [de mi gran nostalgia ya comenzarían a devorarme,
           [ya comenzarían. (p. 10)

 

Esa pasión desbordada, ese deseo imperioso, ese erotismo irrefrenable cruza toda la obra de Sánchez Peláez sin temor a reiterarse, Así, por ejemplo, en un poema que no casualmente se llama “Persistencia”, del libro Filiación oscura, acude a la misma anáfora:

 

A Ella (y en realidad sin ningún límite). Con holgura y placer.


A Ella, la víbora y la abeja. La desnudez preciosa.

 

A Ella, mi transparencia, mi incoherente arrullo, el rumor
    [que sube en las raíces de mi lengua.

 

A Ella, cuando regreso de las inmensas naves que hay en
    [el cuerpo huraño con un sol inmóvil.

 

A Ella, mi ritual de beber en su seno porque quiero comenzar algo, en alguna dirección.

 

A Ella, que abre el sobre de mis amuletos.

 

A Ella, que en la balanza anónima de la memoria y en las horas finales prolonga mi
    [presencia real y mi presencia ilusoria sobre la tierra.

 

A Ella, que con una frase insomne divaga en el umbral de mis lámparas.

 

A ella, a causa de un vocablo que me falta y a la vez usufructo de un breve viaje que
    [podría revelarme. (p. 94)

 

Pero como vemos, el impulso erótico en esta obra no sólo se encauza en la celebración y posesión del cuerpo femenino, también hace del lenguaje, de la palabra revelada, de “ese vocablo que falta”, un cuerpo deseado, urgido. Por eso, en un poema de Lo huidizo y permanente (1969), dice: “Aunque la palabra sea sombra en medio, hogar en el aire, soy otro, más libre, cuando me veo atado a ella, en el alba o la tempestad.//Por la palabra vivo en aguas plácidas y en filón extranjero, fuera del inmenso hueco” (p. 16), o en otro del poemario Rasgos comunes (1975), afirma: “Suenan como animales de oro las palabras.// Ahuyentando los límites mojarás el todo y la nada para sofocar el vértigo, y ellas se convertirán en muchachas de algodón” (p. 170). Ese erotismo que es alcance, realización en la otra y en lo otro, en la palabra y en lo femenino, se vuelve integridad, absoluta totalidad, disolución de límites, amor, ternura, transparencia, despojamiento, en un poema dedicado a su esposa, Malena, en su último libro, Aire sobre aire (1989). Allí dice:

 

Yo no soy hombre ni mujer
yo sólo tengo resplandor propio
cuando no pierdo el curso del río
cuando no pierdo su verdadero sol
y puedo alejarme libre, girar, bogar,
navegar dentro de lo absoluto y el mar blanco


entonces sí soy
el hombre rojo lleno de sangre


y sí soy la mujer: una flor límpida, un
lirio grande


y también soy el alma


y clarean los valles hondos
en nuestro mudo abrazo eterno,
amor frío


—y qué más
qué más por ahora
piragua azul
piragüita. (p. 226)

 

Ese ser que se busca también en las palabras, ese que se siente arrancado “de raíz a la nada”, salido de lo “incomunicable” será poseído por innumerables desdoblamientos, máscaras, por voces que lo atraviesan y circundan, por “su animal de costumbre”, pero también por diversas formas de despojamiento. Es significativo observar cómo el “Yo” enfático a comienzo de verso —rasgo estilístico que, por cierto, constituye uno de los más característicos de Ramos Sucre—, encontrado en 30 ocasiones en su primer libro, Elena y los elementos, va dejando de tener esa preponderancia en los siguientes libros, pues sólo aparece en 6 oportunidades en Animal de costumbre, 1 en Filiación oscura y esporádicamente en los 4 restantes. Y en ese proceso de despojamiento del “yo”, justamente, las voces del entorno familiar, entre otras, van tomando mayor protagonismo, como figuras protectoras y amadas. Entre ellas está la madre. Así nos dice en Animal de costumbre: “Mi madre me decía:/ Hay que rezar por el Ánima Sola./ Hay que rezarle a San Marcos de León”. (p. 57). O:

 

Mi madre charlaba en los largos vestíbulos,
y paseaba en el aire
un navío de plata,


A su alrededor
Y más allá de los balcones,
Había un extenso círculo
con hermosos caballos.

 

Yo quiero que Juan trasponga sus límites, y juegue como los otros niños —dice mi madre; y con mi hermano salgo a la calle; voy a París en velocípedo y a París en la cola de un papagayo, y no provoco ningún incendio, y me siento lleno de vida.

 

Libre alguna vez de mi tristeza.
Libre de este sordo caracol. (p. 59)

 

Pero más allá de todas las exploraciones que en el orden retórico podamos consignar en esta poesía (ráfagas de frases conformadas por imágenes asombrosas, en apariencia desarticuladas, entrecortadas, paratácticas, ganadas por la ilogicidad, secuencias de si condicionales sin resolución, aposiciones, abundancia de frases sin verbo, con sintagmas adjetivos, nominales o preposicionales, un lenguaje balbuceante, etc.), lo que impera detrás de todo eso, en definitiva, es la presencia de un niño que juega con las palabras, como forma de protegerse, de resguardarse del mundo exterior que lo amenaza, de defender su derecho a la indefensión, pues sólo con ellas cuenta para enfrentarse al mundo, mientras vive en la nostalgia del paraíso perdido, del espacio primigenio. Un niño, que aunque parezca adulto, dice en un poema llamado “Hora entre las horas” de Rasgos comunes: “atemos/ frases/ fragmentos/ nociones/ uno y otro equívoco e hipótesis habituales/ ensayemos   máscaras   estilos/ gestos diversos/ dale y dale a tu campana en la inmensa tarde” (p. 152). Ese niño es el mismo que ante su padre, figura autoritaria y encarnación del deber ser, no tiene más respuesta que afirmar, como podemos ver en dos poemas de Animal de costumbre:

 

Ahora te digo:
No tengo títulos
Tiemblo cada vez que me abrazan
Aún
No cuelgo en la carnicería.

 

Y esta es mi réplica
(Para ti):
Un sentimiento diáfano de amor
Una hermosa carta que no envío. (p. 51)

 

O de este modo, en otro poema:

 

Yo transformo la historia más simple,
confiado al amor.

 

¿Escuché esta frase:
«De hijo a padre o bisabuelo»?
¿La escuché dentro o fuera de mí?
¿Enarbolo tardíamente el arco y la flecha?

 

Estoy inerme ante las vocales
Y vocablos;
Del cuerpo malo que de allí deriva y la consiguiente soledad.

 

Escucho el privilegio de continuar en niño.
No me señalan crecer, como antes decían:
«Una pulgada más grande».
Ahora me reconocen,
De una a varias pulgadas más pequeño (pp. 43-44).

 

Baudelaire concebía al genio como aquel que vivía en “la infancia recuperada a voluntad” y Rilke afirmaba que “la verdadera patria del hombre es la infancia”. Ambos poetas y ambas sentencias parecieran afines al espíritu y al ideario poético de Sánchez Peláez y al del sujeto que nos habla desde su poesía, a pesar de que en algún momento diga: “No regresaré nunca hasta mi ábaco de madera/ Ya no tengo la inocencia de mis primeros años” (p. 25), o: “volví a oír decir niño estése quieto” (p. 137), o “Alguna vez/ antes de dar forma a tu visión/ crece sin pausa/ el niño que fuiste y que quiere unirse de nuevo a ti” (p. 159). Este niño presente en la obra de Sánchez Peláez, este sujeto eternamente infante, esmerado por siempre en aprender a hablar hurgando a fondo en las palabras, en su memoria y la memoria de ellas, de las palabras, jugando incesantemente con ellas, haciendo de ellas el motivo de su vida, es también un niño nacido con una sin par sabiduría, incluso diría que un niño viejo antes que adulto, venido al mundo para vivirlo a plenitud y para despedirse de él, para vivir su muerte, sabiamente y a su hora como se testimonia en el último poema de Por cuál causa o nostalgia:

 

Si fuera por mí
al cumplir mi ciclo y mi
plazo
habría de estar solo
calmo

Despiertas habrían de estar
la mañana y la alborada
                                         Pues
al pasar
al transcurrir yo
muerto
moverán la luz
—hoja y árbol
                         Y habrá gorrioncitos de pie
en los cables
—quejas  alegrías  chimeneas   e incendios

—el tigre lamerá su pómulo cubierto de
relámpagos

 

los países inquietos también habrán de quedarse calmos

 

luego de muchos sueños   dios de los sueños
muerto o vivo mi ciempiés nocturno
la plena selva ha de rodearme con grandes nubes y destellos

 

una tarde mía en el olvido   en mi día aún por segar (p. 214).

 

No sé si con estas notas he logrado interrogar la poesía de Sánchez Peláez, “desde sus propios destellos”, “desde lo que sólo debe a sí misma”, como lo hizo Montejo en el ensayo que he señalado, y como lo volvió a hacer en una nota titulada “Adiós a Juan Sánchez”, publicada en Letras libres el 29 de febrero de 2004, a pocos meses del fallecimiento del poeta de Elena y los elementos. Ese texto finaliza con una cita de un escrito de André Breton, en el que se refiere a su amistad con Benjamin Péret. Montejo comenta que Juan Sanchez Peláez la “solía repetir” y la aprovecha para manifestar una vez más su afecto y gratitud por aquel poeta que en su juventud conoció en aquella Valencia venezolana. La frase aludida es la siguiente: “Hablo de él como de una lámpara demasiado próxima que durante cuarenta años, día a día, ha embellecido mi vida”. Esa admiración y ese afecto se hará también manifiesto en un poema, “Pavana del adiós a Juan”, suscitado por la misma circunstancia, publicado en el último libro de Montejo, Fábula del escriba (2006). Leamos algunos de sus versos:

 

Se va, se fue la tierra a sus remotos mundos
y Juan va adentro.
Aquí, junto a nosotros, por un instante se detuvo
—casi sin detenerse—
y abrió de pronto un hueco, un pozo, una ranura,
la escotilla de alguno de sus flancos,
una puerta sin puerta
donde apenas si cabe la noche de un hombre,
la noche y su memoria,
y Juan entró en silencio con sus palabras de oro,
sigiloso, soñando…(p. 45)

 

***

 

En otra parte[vi] he comentado cómo, gracias a la recomendación de un amigo, el poeta eslovaco Peter Macsovsky —con quien compartí en el International Writing Program de la Universidad de Iowa en 1997— descubrí la poesía de Charles Simic. Juan Sánchez Peláez fue el primer escritor venezolano que participó en ese programa, en 1969. En enero de 1998, cuando volví a Venezuela y le reporté a Juan las lecturas y descubrimientos que hice durante mi estadía literaria en las planicies norteñas de los Estados Unidos, y le hablé de mi entusiasmo por la obra de Simic, entendí que esa pasión no era compartida por él. En principio me sorprendió su indiferencia ante una obra poética que a mí me parecía notable. Después, con el paso del tiempo, fui comprendiendo la razón de la lejanía que Juan sentía por a esa poesía.

 

En la última entrega de la que fue una importante publicación venezolana, la revista Veintiuno, hay una nota de Eugenio Montejo titulada “Cifras de poemas futuros”, referida a mi libro Pasado en limpio. Ese fue uno de los últimos escritos que Eugenio publicó en su vida. Menos de un año después una repentina enfermedad se lo llevaría. En ese texto Montejo se detiene, justamente, en un poema dedicado a Juan Sánchez Peláez quien había muerto en el 2003. Al respecto, decía lo siguiente:

 

El dibujo que trazan los versos de Gutiérrez Plaza recrea la imagen del último Juan, ya octogenario y enfermo, obviamente distinto del que, hace más de cuarenta años, atravesaba entonces el arco solar de la media vida cuando lo conocimos, aunque el encantamiento de los ojos y la extrañeza de la mirada que parecía haber afrontado visiones poco comunes, fuesen siempre los mismos. El poema de Gutiérrez Plaza se concreta en un apunte sobrio y preciso: “Juan lee,/ Juan sabe que va a morir,/ Juan escucha el resoplido/ quejumbroso de sus pulmones”. Corren los días finales del poeta, unos días en que, como en tantos otros, distraídamente, desde su aparente fragilidad y sin proponérselo siquiera, da lecciones a sus amigos, esta vez acerca de cómo encarar la muerte de modo imperturbable, casi sin dejar que el terrible acontecimiento altere demasiado su ánimo: “Juan lee sin distraerse/ en lo que vendrá”.  (…)  “Respira hondo/ pero no puede/ no puede ni deja de leer./ Se despide de las visitas/ y llama a Malena/ con sus ojos grandes,/ repletos de adivinanzas”. En otros versos del mismo poema se añade este otro rasgo de precisión del retratado: “No le gusta/ la poesía objetiva./ Prefiere arropar cada palabra/ con el tacto de un animal nocturno” (p. 6).

 

Esos versos le dan pie para esta reflexión:

 

En la compilación de Gutiérrez Plaza hay varios otros poemas dedicados a diversos creadores como Eliseo Diego, Roberto Juarroz, José Ángel Valente o su propio abuelo, el reconocido compositor Juan Bautista Plaza, cada uno visto desde algún ángulo insinuado por la obra del personaje o por un dato afín con que lo ha retenido la memoria. No obstante, en la observación acerca de la “poesía objetiva”, incorporada a los versos que dedica a Sánchez Peláez, parece hacer un guiño mediante el cual el autor sutilmente marca el terreno de su propia estética, más ceñida a cierto objetivismo, es decir, menos proclive a arropar sus palabras “con el tacto de un animal nocturno” (p. 6).

 

Sobre esa tensión entre lo objetivo y lo subjetivo en el poema, Eugenio adelantaba en esa nota otra observación. Identificaba, precisamente, esa difícil frontera que separara los gustos de Juan, respecto de la poesía de Simic y de algún modo de la mía. Montejo advertía: “Es verdad que no resulta fácil deslindar del todo en una obra de arte lo que reconocemos como subjetivo de aquello que creamos su opuesto. El objetivismo, por lo demás, no niega los elementos subjetivos implicados en una escritura artística, sino que los subordina a sus componentes representativos” (p. 6).

 

Y creo que, ciertamente, cuando escribí ese poema pensé tanto en el Juan que se nos iba, enfrentando con sabiduría y ejemplaridad la muerte, como en aquel que tuvo esa inusitada reacción la noche que hablamos sobre Simic, en el momento en que se levantó del sofá en la sala de su apartamento y me pidió que lo esperara unos minutos, antes de volver con un libro en la mano, extraído de su biblioteca, para decirme: “léelo, te lo regalo, a ti te interesa más que a mí”. El libro en cuestión es una antología de la poesía de Simic, publicada en México por la UNAM, en 1994, titulada El sueño del alquimista, traducida por Rafael Vargas.

 

Me gustaría que esta anécdota pudiera leerse, sobre todo, como un homenaje a la memoria de dos grandes poetas, Juan Sánchez Peláez, motivo central de estas páginas, y Eugenio Montejo, uno de sus más fervorosos y admirativos discípulos, a pesar de la inmensas y obvias diferencias que hay en la configuración verbal y simbólica de sus obras. Y así también, quisiera que sirviera como testimonio de una cualidad, a mi modo de ver bastante singular, de la poesía venezolana: la vitalidad del diálogo intergeneracional y la fraternidad que naturalmente se da entre poetas. Luego de aparecer publicado el artículo de Montejo en la revista Veintiuno, él me llamó sorprendido y entusiasmado por la ilustración que lo acompañaba. Ni él ni yo conocíamos al ilustrador. Me pidió que hiciera gestiones para obtener una copia del original. Al año siguiente, como dije, Eugenio murió. Tiempo después caí en cuenta de mi falta, nunca hice nada por obtener esa copia. Al recordar esto, hace apenas un año, me propuse cumplir la encomienda que me hiciera y tras merodear un tiempo por internet di con Pablo Iranzo, el ilustrador del artículo, quien luego de conocer esta historia accedió complacido a enviármela sin costo, de forma digital. Hoy esa imagen está en una pared de la sala de mi casa. En ella llevo en el pecho el rostro de Juan y al fondo, difuminado, me acompaña el texto en el que Eugenio alude al poema con el que quise despedirme del “poeta de ojos encantados”.     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Autora de la fotografía: María Magdalena Coelho



[i] Conferencia dictada en la Cátedra Ramos Sucre, de la Universidad de Salamanca, en España, el 28 de octubre de 2020.

[ii] Caracas: Editorial Arte, 1967.

[iii] El Nacional, Caracas, 10 de septiembre de 1972.

[iv] Así, por ejemplo, en el poema VI de Animal de costumbre podemos leer: “Elena es alga de la tierra/ Ola del mar./ Existe porque posee la nostalgia/ De estos elementos,/ Pero Ella lo sabe,/ Sueña,/ Y confía,// De pie sobre la roca y el coral de los abismos”. (p. 47)  

[v] Las primeras ediciones de los libros que conforman la obra poética de Juan Sánchez Peláez, sin considerar los volúmenes antológicos ni traducciones, son: Elena y los elementos. Caracas: Tipografía Garrido, 1951; Animal de costumbre. Caracas: Editorial Suma, 1959; Filiación oscura. Caracas: Editorial Arte, 1966; Rasgos comunes. Caracas: Monte Ávila, 1972; Por cual causa o nostalgia. Caracas: Fundarte, 1981; Aire sobre el aire. Caracas: Tierra de Gracia, 1989. Además, en la edición de Lumen, se recogen por primera vez nueve poemas en una sección denominada “Poemas inéditos”. La paginación de todos los poemas de Sánchez Peláez citados en este trabajo corresponden a esa edición.   

[vi] https://prodavinci.com/mi-pueblo-nomada/

Escrito en Sólo Digital Turia por Arturo Gutiérrez Plaza

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