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Configurar sentido descendente

Verte

12 de febrero de 2019 13:11:49 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ahora todo gana,

conquista su sentido

y clama por sí solo.

 

Cada tono me muestra

–y cada forma–, 

los firmes filamentos

que enlazan tu mirada

a todo lo visible;

cómo pierden las sombras

su relieve de noche y se despiertan

hacia la nueva luz que les da vida.

 

Ahora crece en tus ojos

el mundo que yo quise,

ése que nunca vi

tan claro como ahora

porque tú me lo muestras.

 

No es un espejo más

–ni es un reflejo–:

más honda que el azogue,

más viva que la cal que no se apaga,

tu visión me desnuda,

me quema la ceguera

con el sol impensable de tu vida.

 

Ahora por fin te veo.

 

  

Escrito en Lecturas Turia por José Saborit

Poemas

12 de febrero de 2019 13:03:21 CET

I. Halo

Aquella mirada era la misma, y no. En cuanto la levantaba, situada frente a las tres sillas, volvía a lo incierto. La casa se llenaba de espectros frente a sus ojos, daga al centro, en la boca del estómago. Circuitos, entonaciones donde la redondez de la confesión brilla. Alienación cóncava, gestos de musicalidad; soledad redescubierta en la comisura del ojo. Mientras el barrio, afuera, ardía, un hombre de pie entona el silabeo previo a tocar su propia herida. Dolencia: habitación al ras de agujeros negrísimos.  

 

 

 

II. Relámpago

Tras la ventana alguien dibuja en el vaho. Lo que se refleja es lo no evidente. La ausencia compartida de quienes albergan un destino. Copas de licor afrutado, especias. Mano en el hombro. Suavidad de palabras al oído. Cerrar los ojos no ayuda a levantar el derrumbe. Orfandad fosforescente entre los dedos.

 

 

 

 

III. Dislocación

De pie, de costado, aligerando los pesos del cuerpo, fragilidad de pisada para establecer coordenadas. Casa vértigo, palabra imán, cuadrícula que sostiene. Mira la circunferencia del secreto, mírale el exacto perfil de tu nombre: pequeñas constelaciones y flotas de estrellas ardiendo. Detritus. Sangre conversa: agua; pozos, atajo hacia la transformación de los susurros. Anudamiento. El banquete ha comenzado hace horas, pan en la boca, pan compartido. La noche entra sobre la luz. Mira la presencia, la revelación de lo distante.

 

 

 

IV. Retrato en fondo oscuro

En ocasiones el tropel de arácnidos sobrepasa al ruido interno. Aquellas voces que se escuchan en lo que es. Lo que es. Cada mañana, desde el círculo negro, desde el fondo del tiempo, un rumor esparce el tintineo de una gota que cae nombrando las instancias del mundo: objetos arquitectónicos donde vive un hombre de sonoridades de agua salada, recuerdos calcinados por llamas, piruetas y exilios donde se esconde el movimiento de un brazo sobre el hombro, silencios; el pensamiento breve de un joven cuya reflexión es saberse mortal. Vacío. Aquellas voces de los hombres que esconden los pliegues de su casa bajo la lengua. Pintar en la oscuridad la nada. Aleteo.

 

 

 

V. Huella

Al agua ponerle las sílabas necesarias para apremiar el hambre de enunciar. Por ti daría hasta la última gota del agua de mi cuerpo. Agitación del reflejo. Evanescencia de una caricia. Recuerdo de pintura abstracta (estallidos negros pueblan la nuca, brochazos ocres cultivan la opacidad de una mirada), imágenes de puerta sobre el piso (entrada hacia el caos) donde la entrada es la curvatura propia. Por ti daría las nervaduras sanguíneas. Recortes fílmicos para atravesar las construcciones invisibles de la palabra cardo.

 

 

 

Coda

Acercarse a la cosa recordada. Acechar el instante del flujo de las cosas. Proceso. Gravedades donde el objeto, sus circularidades acuosas, relacionan apariciones. Cuando el agua descienda, bordaremos nuestros nombres en el tiempo oculto de los credos. Densificación. A primera vista las figuras son sólo eso, figuras, pero al entrar en sus cavidades, en sus superficies, el líquido entona la verdadera textura (remiendos, siempre remiendos) de la imagen: abismo, sangre común de los hombres, lenguaje para aparecer/desaparecer en el mundo.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Rocío Cerón

La cercanía irónica de Wislawa Szymborska

11 de febrero de 2019 08:16:22 CET

Tal fue la fortuna de la frase de Theodor Adorno sobre escribir poesía después de Auschwitz que él mismo la repitió con formulaciones diversas: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, “Imposible escribir bien, literariamente hablando, después de Auschwitz”... Si bien en su contexto original se trataba de un intento de explicar la poesía de Paul Celan, más que de emitir un juicio universal, el enunciado hizo fortuna porque resumía muy bien lo que estaba pasando en la poesía europea tras el fin de la segunda guerra mundial. En cierto modo, lo que había ocurrido era una cierta pérdida de la inocencia. ¿Puede haber poesía sin inocencia?, podría haber sido otra formulación de la pregunta de Adorno. ¿Puede haber una poesía que no cante a ninguna patria, porque no crea en ella ni en las ideologías que las sustentan; puede haber una poesía religiosa, cuando Dios parece haber fallado vestido da igual con qué casulla; puede haber una poesía de la naturaleza cuando los árboles de nuestros bosques crecen abonados por las cenizas que salieron de los hornos crematorios de los campos de concentración? Pienso en el poema de Aron Verguelis: “Bosque sin alerces / bosque sin abetos / bosque de Sarahs/ bosque de Hannahs”. El horror de Auschwitz es total: no hay ningún ser humano que no se sienta aludido por lo que allí ocurrió. Esa pérdida de la inocencia, esa pérdida de las seguridades da paso a la actitud que será fundamental en la literatura de la segunda mitad del siglo XX: la duda. Una duda esencial sin la que no se entiende la poesía de Wislawa Szymborska (“Estimo mucho esa pequeña frase: No lo sé”, dejó escrito), ni tampoco, por ejemplo, la de Czeslaw Milosz, quien escribe en una carta a Jerzy Andrzejeski: “la duda es algo noble. Creo que si se repitiese la experiencia bíblica de Sodoma, habría que buscar a los justos antes entre quienes profesan la duda que entre los creyentes”.

El desplazamiento que se produce entre el poeta y su asunto (sea éste cual sea, pero que ya nunca será visto del mismo modo, pues a partir de ahora los poetas interrogarán más que cantarán), es esencialmente irónico. La ironía de los mejores poetas es siempre sutil, nunca llega a caer en lo cínico; aunque duden, siguen escuchando, siguen creyendo en la posibilidad de una respuesta, aunque no estén dispuestos a creerse la primera que reciban.

Prefiero hablar de “desplazamiento irónico” y no directamente de distancia irónica porque no creo que la ironía distancie por definición. Es más: mi tesis es que la ironía de la poesía de Wislawa Szymborska produce una “cercanía irónica” opuesta a la distancia irónica más propia de la mayoría de los poetas de la segunda mitad del siglo XX y en especial de un compatriota suyo como Zbigniew Herbert.

No es mi propósito (imposible por otro lado en estas pocas páginas) elaborar una teoría general de la ironía sino observar cómo se manifiesta en la poesía de Szymborska y cómo ese uso que hace de ella la diferencia de otros poetas coetáneos suyos. Uno de los elementos fundamentales del uso de la ironía es cuál es su foco; a quién se dirige la ironía de un texto. Generalizando mucho para ir llevando el agua a nuestro molino, y dejando correr de momento el resto, podemos decir que ese foco puede estar puesto en los otros, en la sociedad (así por ejemplo en Herbert, que recorre el mundo con esas gafas suyas que hacen que parezca que recorre el mundo clásico, mientras Tucídides le presenta el telediario) o en uno mismo: este es el caso de Szymborska. Tengo para mí que la poesía de Milosz se queda en la duda, sin llegar a profesar ninguna de estas dos clases de ironía; él todavía reza, aunque no sepa a quién. Es por ello que resulta un modelo tan fundamental para corregir los estragos que los excesos de ironía han causado en buena parte de la poesía contemporánea; pero esa es también harina de otro costal.

Adam Zagajewski opina que esta autoironía de Szymborska procede del hecho de haberse dejado seducir en su juventud por el estalinismo. Sabemos que escribió poemas dedicados a Stalin en los que decía cosas como “El Partido, la visión del hombre, / la fuerza popular y su conciencia, el Partido. / Nada de Su Vida pasará al olvido. / Su Partido despeja las tinieblas”; y que, aunque, naturalmente, acabó rechazando esos primeros poemas, nunca intentó ocultar que los había escrito, como si de algún modo su presencia fuera el primer paso de esa ironía posterior suya dirigida, fundamentalmente, a sí misma, que se había dejado engañar y a quien la ironía protegía de ser engañada de nuevo.

Y, efectivamente, el primer gesto de la ironía de Szymborska es autoirónico, pero creo que sería injusto y limitado quedarse ahí. Una vez que la ironía le ha servido para estar atenta, para no dejarse engatusar, Szymborska vuelve de nuevo los ojos al mundo y usa esa ironía con cada personaje, con cada pequeña cosa, con cada situación de la existencia. Aunque ese primer gesto, en no siendo único, es fundamental.

La distancia irónica no es sólo una característica de los poetas de esta época; fue un rasgo distintivo esencial del Barroco.  El Quijote es un compendio de sus estrategias, enrevesadas hasta el punto de llegar a basarse en decir justamente lo contrario de lo que se pretende decir. La ironía de Velázquez fue mezclar a personajes reales con los mitológicos, retratar seres monstruosos y no perfectos. Velázquez otorga cierta dignidad artística a esos modelos; la poesía de Szymborska nos dirá que nunca han necesitado que se la otorgasen, pues nunca dejaron de tenerla. Esa es la cercanía irónica de su poesía; ella dudaría de la intención que mueve el cuadro, no de quienes lo habitan.

Pero vayamos a los poemas. En Llamando al Yeti (1957) un poema como “Noche” comienza con un gesto similar al de esos cuadros mitológicos de Velázquez. Comienza con una cita bíblica: “Y dijo Dios: ‘Toma ahora a tu hijo, el único que tienes, al que tanto amas, Isaac, y ve a la región de Moriah, y allí lo ofrecerás en holocausto en un monte que yo te indicaré”. E inmediatamente Szymborska los resitúa en su presente, libres de ataduras simbólicas:

¿Pues que habrá hecho Isaac?,

dígame, padre catequista.

¿Quizá rompió con su pelota el vidrio del vecino?

¿Quizá rasgó sus pantalones nuevos

al cruzar la cerca?

¿Tal vez robaba lápices?

¿Espantaba gallinas?

¿Soplaba en los exámenes? [...]. [1]

 

Szymborska ha situado a Isaac en una altura humana, pero no para subrayar lo monstruoso de los humanos que le acompañan en la escena, sino para recuperar la humanidad de Isaac, desvestido de míticos simbolismos. He ahí la cercanía irónica de Szymborska trabajando con toda su potencia. Acercándose a Isaac de una forma muy distinta a como Herbert se acerca, por ejemplo, a Marco Aurelio, precisamente en el poema titulado “A Marco Aurelio”, que comienza con Marco Aurelio leyendo en su propio tiempo y en su propia leyenda, muy lejos del acercamiento propiciado por el poema de Szymborska:

Buenas noches Marco apaga la luz

y cierra el libro Ya sobre tu cabeza

yérguese la argéntea alarma de las estrellas

es un cielo que habla una lengua extranjera

es un grito bárbaro de terror

que tu latín desconoce

y es el miedo eterno el oscuro miedo

que contra la frágil tierra humana comienza

a golpear [...]. [2]

Al final del poema hay un encuentro entre el mundo en el que se halla Marco Aurelio y el que habita la voz del poema, pero que está a años luz de salvar la distancia del modo que lo ha hecho Szymborska:

[...]. Marco abandona tu calma

y dame tu mano a través de la oscuridad [...].

 

No es mi intención tratar de establecer ninguna clase de jerarquía entre ironías, sino subrayar cómo la de Szymborska funciona de un modo totalmente distinto a la de Herbert, y cómo es por ello injusto incluirlas bajo un mismo rótulo; y defender, en definitiva, que la ironía de Szymborska acerca, humaniza, reniega de arquetipos, mientras que la ironía de la “distancia irónica” tiende no a buscar lo cotidiano de cualquier personaje, sino a matizar el arquetipo, a hacer que se dé una vuelta por el presente o reciba un informe de historia contemporánea para hacerse unos ajustes y seguir siendo universal.

El final del poema citado de Szymborska es aún más importante, por cuanto es una buena muestra de ese desengaño que está en la base de su autoironía según Zagajewski, y por cuanto su carácter casi inaugural tiene de programático:

[...]. En ninguna bondad, en ningún amor

voy a creer,

más indefensa

que las hojas de noviembre.

Ni a confiar,

en nada vale la pena confiar.

Ni voy a amar,

a llevar el corazón vivo en el pecho.

Cuando suceda lo que ha de suceder,

cuando suceda,

me latirá un hongo seco

en lugar de corazón.

 Y Dios espera,

y desde un balcón de nubes mira

si la hoguera prende

bien, parejo,

pero va a ver

cómo se muere a despecho,

pues así voy a morir,

¡no dejaré que me salve! [...].

 

Un ejemplo más de cómo normaliza la historia volviéndola cotidiana lo tenemos en “Momento en Troya”, de Sal:

Pequeñas chiquillas

flacas y sin fe

en que las pecas desaparezcan de sus mejillas,

que no atraen la atención de nadie,

caminando sobre los párpados del mundo,

parecidas a papá o a mamá,

y sinceramente espantadas por ello,

a la hora de la comida,

a la hora de la lectura,

cuando están frente al espejo,

en ocasiones son raptadas y llevadas a Troya [...].

 

Como se ve, el método de Szymborska para dotar de cotidianidad a la escena son los pequeños detalles: las pecas de las mejillas, el tópico de a quién se parece, si al padre o a la madre, la hora de la comida.

La visión de la historia de Szymborska tiene en cuenta, al mismo tiempo, nuestro lugar en ella y también cómo se construye el relato oficial. En “Censo”, después de anunciar que “En la colina en la que estaba Troya / han excavado siete ciudades”, resume: “Seis más de la cuenta / para una sola epopeya. / ¿Qué hacer con ellas, qué hacer?”. La historia ya está bastante abarrotada: “Nos vamos llenando de antigüedad, / y en ella cada vez más estrechos, / salvajes inquilinos se abren paso a codazos en la historia”. De la historia, incluso de la más actual, le interesan las cosas más esenciales. Así en “Vietnam”:

Mujer, ¿cómo te llamas? –No sé.

¿Cuándo naciste, de dónde eres? –No sé.

¿Por qué cavaste esta madriguera? –No sé.

[...] ¿A favor de quién estás? –No sé.

Estamos en guerra, tienes que elegir. –No sé.

¿Existe todavía tu aldea? –No sé.

¿Éstos son tus hijos? –Sí.

 

Incluso en la biografía de los tiranos, Szymborska busca el lado familiar, no como forma de ocultar el horror, sino como manera de subrayar lo incomprensible de cómo puede surgir en cualquier lugar, inesperado, como una suprema ironía. Así en “Primera fotografía de Hitler”:

¿Y quién es este niño con su camisita?

Pero ¡si es Adolfito, el hijo de los Hitler!

¿Tal vez llegue a ser un doctor en leyes?

¿O quizá tenor en la ópera de Viena?

¿De quién es esta manita, de quién la orejita, el ojito, la naricita? [...].

 

Szymborska acerca la historia a una talla humana; también, ella, la Historia, incluso escrita con mayúsculas, es un asunto doméstico, y los dioses del pasado no son más importantes que nuestros propios difuntos, como en “Los difuntos”, del libro Si acaso (1972):

Leemos las cartas de los difuntos como impotentes dioses,

pero dioses a fin de cuentas porque conocemos las fechas posteriores.

Sabemos qué dinero no ha sido devuelto.

Con quien se casaron rápidamente las viudas.

Pobres difuntos, inocentes difuntos,

engañados, falibles, ineptamente precavidos.

Vemos los gestos y las señas que hacen a sus espaldas.

Cazamos con el oído el rumor de los testamentos rotos.

Están sentados frente a nosotros, ridículos, como en panecillos con mantequilla,

o se echan a correr tras los sombreros que vuelan de sus cabezas [...].

 

De nuevo, como en el poema troyano, los pequeños detalles de las historias contadas en familia, al calor de la cocina; los préstamos no devueltos, las bodas de las viudas... Szymborska lleva esto al extremo en el poema “Vista con grano de arena”, del libro Gente en el puente (1986) donde, de todo un hermoso paisaje, se fija precisamente en un grano de arena. Y es que, como resume en “El ocaso del siglo”, después de anunciar que “Nuestro siglo XX iba a ser mejor que los pasados. / Ya no podrá demostrarlo, / tiene los años contados, / titubeante el paso, / fatigada la respiración”: “no hay preguntas más urgentes / que las preguntas ingenuas”.

Esta cercanía irónica de Szymborska opera, como es natural, a todos los niveles; no sólo en la elección de su asunto o sus personajes y cómo tratarlos, sino también en el tipo de lenguaje y en la estructura de sus poemas. Aún en Llamando al Yeti encontramos el poema titulado “Anuncios clasificados”, que remeda precisamente el formato de ese tipo de anuncios de periódico:

Quienquiera que sepa dónde está

la compasión (fantasía del alma),

¡que lo diga!, ¡que lo diga! [...].

Devuelvo el amor.

¡Atención! ¡Ganga! [...].

Se necesita persona

para llorar

a los viejos que mueren

en los asilos. Favor

de no solicitar por escrito

ni anexar ningún tipo de actas.

Se destruirán los documentos

sin acuse de recibo.

 

Fundamental en este tono de la poesía de Szymborska es siempre su atención a lo minúsculo, a los que es capaz de dotar de una capacidad evocadora prácticamente inédita. Así, en “Naturaleza muerta con globo”:

En lugar de que vuelvan los recuerdos

en el instante de la muerte

solicito el regreso

de las cosas perdidas.

Por las puertas y ventanas: los paraguas,

la maleta, los guantes, el abrigo,

para poder decir:

qué me importa todo eso.

Alfileres, este peine, aquél,

la rosa de papel, la cuerda, el cuchillo,

para poder decir:

nada de eso echo de menos [...].

 

Sabemos de la pasión de Szymborska por los simios, y en su biografía pueden verse algunas fotografías junto a un chimpancé del zoo de Cracovia. Dentro de esta cercanía irónica szymborskiana, el simio ocupa un lugar fundamental, contemplado como un pariente nuestro al que la historia ha tratado tan mal que de algún modo anula o disminuye nuestro derecho a la queja. En un poema de Sal  (1962), titulado precisamente “Mono”, se repasa su triste historial de hombre errante:

Expulsado del Paraíso antes que el hombre

por tener unos ojos tan contagiosos

que, al pasear la mirada por el jardín,

hundía en una tristeza imprevisible

a los mismos ángeles [...].

[...] En Europa le quitaron el alma,

pero le dejaron las manos por descuido [...].

[...]. Comestible en China, hace sobre el plato

muecas asadas o cocidas [...].

[...] En las fábulas, solitario e inseguro,

llena el interior de los espejos con sus muecas,

se burla de sí mismo, es decir, nos da un buen ejemplo,

a nosotros, de quienes sabe todo, como un pariente pobre,

aunque no lo saludemos.

 

Esta humildad frente al pariente simio va acompañada de la humildad ante la pequeñez del ser humano en el cosmos. Así en “El gran número”, del libro del mismo título (1976):

Cuatro mil millones de seres en esta tierra

y mi imaginación sigue siendo la misma.

No se le dan bien los grandes números [...].

 

Y sin embargo, donde cabría esperar el comienzo de un canto cósmico sobre la enormidad de lo desconocido, Szymborska prosigue así:

[...]. Le sigue conmoviendo lo individual.

Revolotea en la oscuridad como la luz de una linterna,

descubre sólo los rostros más cercanos [...].

Porque, como dice en “Aquí”, del libro del mismo título (2009):

No sé cómo será en otras partes

pero aquí en la Tierra hay bastante de todo.

Aquí se fabrican sillas y tristezas,

tijeras, violines, ternura, transistores,

diques, bromas, tazas.

Puede que en otro sitio haya más de todo,

pero por algún motivo no hay pinturas,

cinescopios, empanadillas, pañuelos para las lágrimas [...].

 

Un interés por lo individual, una capacidad de empatizar por lo cercano que va más allá de lo humano, como ya hemos visto, pero que no se queda en el pariente simio. Todo cuanto sufre es sujeto de compasión para Szymborska, cuya poesía ignora toda distinción académica entre lo humano y lo no-humano. Así, en “Visto desde arriba”, su protagonista es un escarabajo:

En el sendero yace un escarabajo muerto.

Dobló cuidadosamente tres pares de patitas sobre el abdomen.

En lugar del desorden de la muerte: elegancia y orden.

El horror de esta imagen es moderado,

su alcance estrictamente local: de la grama a la menta [...].

[...]. Para tranquilidad nuestra, los animales tienen aparentemente una muerte

más superficial, no fallecen, simplemente mueren,

perdiendo –así queremos creerlo- menos conciencia y menos mundo,

abandonando –así nos parece- un escenario menos trágico.

Sus pequeñas y humildes almas no espantan por la noche,

guardan la distancia,

saben qué son las mores [...].

[...]. Basta tanto pensar en él como verlo:

parece que no le haya pasado nada importante.

Lo importante está relacionado supuestamente con nosotros.

Por la vida, sólo la nuestra, sólo nuestra muerte,

una muerte que goza de una preferencia arrebatada.

 

El distanciamiento frente al arte de los museos forma parte de esta misma búsqueda de una cercanía que excluye cualquier tipo de enmarcado. El poema titulado precisamente “Museo” establece una distancia fundamental con los mundos que refleja el arte:

Hay platos, pero no hay apetito.

Hay alianzas, pero no amor correspondido

desde hace al menos trescientos años.

Hay un abanico, ¿dónde está el rubor?

Hay espadas, ¿dónde está la ira?

Y el laúd ni siquiera suena al alba [...].

 

Szymborska no siente la obligación de ver los cuadros con bibliografía; su mirada es siempre desnuda. Incluso el humor está en la base de algunas de sus mejores imágenes, como cuando en “Las mujeres de Rubens” describe a sus protagonitas como “desnudas como estruendo de toneles”.

En sus viajes, Zbigniew Herbert dibujaba copias de las obras de arte que veía (sus dibujos han sido recopilados en el volumen Znaki na papierze). Hay entre esos dibujos una menina de las de Velázquez, dibujo torpón, la verdad, como la mayoría de esos de Herbert. Qué distinta la interpretación que de una de esas meninas hace Szymborska en uno de los collages recogidos en el libro Rymowanki dla duzych dzieci; Szymborska, lejos de la reverencial y torpe copia, recorta a una de las meninas de una reproducción del cuadro y la pega sobre una estampa campestre con ovejas. Es decir; con sólo unas tijeras, salva a la niña del palacio, de Velázquez, del museo, y de toda la distancia de la corte y el arte, y la recoloca como pastora. En otro de los collages incluidos en el mismo libro, un mono señala a un hombre (aparentemente recortado de la típica representación de la escala evolutiva) y entre el mono y el hombre ha pegado una palabra recortada: “Falsyfikat”. Estos collages de Szymborska ilustran su poética; para ella el rey siempre va desnudo; y cuanto más vestido vaya, más desnudo está.

Szymborska, cuando mira un cuadro, nunca ve sólo el cuadro. Pero lo que añade es menos producto de la bibliografía que de la curiosidad y de la imaginación, de la búsqueda de aquello que late, como en “Paisaje”, de Mil alegrías –un encanto- (1967):

En el paisaje del viejo maestro

los árboles tienen raíces bajo el óleo;

el sendero, seguro, que conduce al objetivo,

la brizna de hierba, seria, sustituye la firma [...].

 

En sus últimos libros, y especialmente a partir de Instante (2004), es como si la ternura de esta cercanía irónica ganase espacio, como si Szymborska ya no necesitara explicarse. Entonces queda más al desnudo lo que busca, en última instancia, su poesía: escuchar más que hablar, evitar la moraleja. Si los poetas de la distancia irónica parecen estar siempre recriminando al mundo ser como es, comparándolo con los modelos de los clásicos o del arte, Szymborska, poeta de la cercanía irónica, nunca recrimina nada. Están ahí, claro, los horrores de la historia, pero ese ruido todos pueden escucharlo; y su poesía lo que pretende es rescatar, de entre todo ese ruido, las voces individuales y apagadas: escuchar. Un ejemplo memorable de esto es el poema de Instante titulado “Fotografía del 11 de septiembre” escrito tras los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York:

Saltaron hacia abajo desde los pisos en llamas:

uno, dos, todavía unos cuantos

más arriba, más abajo.

La fotografía los mantuvo con vida,

y ahora los conserva

sobre la tierra, hacia la tierra.

Todos siguen siendo un todo

con un rostro individual

y con la sangre escondida.

Hay suficiente tiempo

para que revolotee el cabello

y de los bolsillos caigan

llaves, algunas monedas.

Siguen ahí al alcance del aire,

en el marco de espacios

que justo se acaban de abrir.

Sólo dos cosas puedo hacer por ellos:

describir ese vuelo

y no decir la última palabra.

 

Ese “no decir la última palabra” en este poema es sin duda un resumen de la poesía de Szymborska. Tal vez Auschwitz supuso la pérdida de la inocencia, pero la poesía de Szymborska es un dique que intenta evitar que con la inocencia se vaya también la ingenuidad, es decir, la capacidad de asombro, de plantear preguntas sencillas cuyas respuestas se dan por supuestas, ¿y qué pasa cuando la respuesta es otra? En “Ausencia”, de Dos puntos (2004), se plantea: muy bien, yo soy yo, pero ¿cuánto importa eso, si estuve tan cerca de no serlo?

Faltó poco

y mi madre podría haberse casado

con el señor Zbigniew B. de Zdunska Wola.

Y si hubieran tenido una hija, no habría sido yo.

Quizá habría tenido mejor memoria para los nombres y las caras,

y para las melodías oídas una sola vez [...].

 

De nuevo esta fascinante capacidad de Szymborska para el detalle nimio que inunda el poema de verdad. Y que es capaz de salvar al mundo, como en “Vermeer”, de Aquí :

Mientras esa mujer del Rijksmuseum

con esa calma y concentración pintadas

siga vertiendo día tras día

leche de la jarra al cuenco

no merecerá el Mundo

el fin del mundo.

 

A estas alturas, cualquier lector de Szymborska sabe que sí, de acuerdo, está hablando de ese cuadro de Vermeer, pero también de cuantas personas estén repitiendo ese gesto en este mismo momento del mundo. La escena es importante por su sencillez, no por ser de Vermeer. Como en este último poema que citaré, del último libro de Szymborska, Y hasta aquí (2012, póstumo) titulado “En el aeropuerto”:

Corren al encuentro con los brazos abiertos,

gritan sonrientes: ¡Por fin! ¡Por fin!

Ambos con sus pesadas ropas de invierno,

gruesos gorros,

bufandas,

guantes,

botas,

pero ya sólo para nosotros.

Porque para ellos, desnudos.

 

La poesía de Szymborska ve lo que nadie ve, vuelve el mundo transparente. Ello es gracias a que ha podido conservar la ingenuidad en un mundo que ha perdido la inocencia; porque ha sabido reírse de las ridiculeces propias antes que de las ajenas; porque ha sido capaz de construir una inédita cercanía irónica en un mundo cada vez más dado a la distancia cínica. Y con ello ha salvado a la poesía, que en ella nos sigue enseñando más sobre cómo mirar y vivir que sobre la poesía misma, aunque en ella no sean cosas distintas.

 


[1] Cito siempre las traducciones de Abel Murcia y Gerardo Beltrán.

[2] Traducción de Xaverio Ballester.

Escrito en Lecturas Turia por Martín López Vega

Cambio de domicilio

4 de febrero de 2019 08:33:04 CET

Gonzalo tenía treinta y dos años, trabajaba desde hacía tres en una clínica veterinaria y estaba a punto de casarse con una mujer a la que no quería. Había estado diciéndoselo durante los seis meses que llevaban de preparativos y durante las cuatro horas que llevaba bebiendo. Le irritaba la aparente falta de utilidad de haber querido a alguien durante seis años. Mónica nunca había tenido mucho misterio como mujer: siempre había sido franca con él, le había dicho desde el principio que deseaba tener hijos y formar una familia. Si no había sido más animosa o estimulante desde luego no había tratado de engañarle fingiendo que lo era.

Pidió otra copa más y se la bebió lo más deprisa que pudo, como si tratara de hacerse daño. “El que no tenga una casa ahora ya no tendrá ninguna” decía un verso de Rilke que había hojeado en un libro que se estaba leyendo una compañera en la clínica veterinaria. Mientras bebía casi le parecía que lo había escrito dirigiéndose a él. Era un miércoles y apenas había gente en el bar, sólo una pareja que tenía aspecto de haberse conocido hacía poco tiempo y dos mujeres que parecían haber salido del trabajo a las tantas. El bar mismo tenía un aspecto desastrado y provisional.

Cuando salió del bar aún recordaba la frase. Le producía, igual que entonces, un dolor agudo y descubierto que parecía llevar hasta otro dolor, como si se tratara de uno de esos hilos de los cuentos infantiles que siguen los protagonistas en la penumbra. Él seguía ahora el hilo fino y dorado de aquella frase por las calles de Madrid, se detenía, bebía otra copa, dudaba si llamar o no a Mónica, decírselo, acabar con todo de una vez. Lo pensó también cuando entró en aquel Club y cuando esperó durante diez minutos a que salieran las chicas para presentarse.

“Hola, soy Katia”.

“Hola, soy Eva”.

“Hola, soy Dona”.

“Jazmín”.

“Yo soy Mani”.

Trató de retener sus nombres mientras se preguntaba con vaguedad si iba a ser capaz de tener una erección después de lo que había bebido y volvió a pensarlo al elegir instintivamente a la chica menos parecida a Mónica y al sentir la excitación sexual, cauta, destructiva. “Quien no tenga una casa ahora ya no la tendrá nunca” pensó.

Volvió a entrar la mujer madura.

“Qué”.

De pronto había olvidado su nombre. Le pareció de mala educación responder sencillamente: la negra.

“La negrita” contestó.

“Dona”.

“Sí, eso, Dona”.

Luego hubo un salto: el ruido de los pasos al otro lado de la puerta, su vulnerabilidad, los hábitos higiénicos de Dona, la cama decepcionantemente pequeña, la intensidad de su olor, las sábanas de celulosa de un tacto desagradablemente plástico. Nunca había estado con una mujer negra y le pareció que había cierto tipo de belleza con la que una mujer blanca era absolutamente incapaz de competir. Parecía un cuerpo creado sólo para marcar el contraste con el cuerpo de Mónica. La excitación que le producía su acento brasileño, su distinción y su sonrisa, más que distraerle de sus pensamientos conseguía que se pusieran de manifiesto de una forma intensamente dolorosa. La sostenía en sus brazos, era real, lo estaba haciendo. Era misterioso también: no se sentía culpable. Era una experiencia frontal pero sentía que el alcohol le hacía vivirla un poco a hurtadillas, como si la imagen del espejo fuera tan sólo la de dos Bouvier de Flandes a los que hubiesen traído a la clínica para que se aparearan. No sabía por qué tenía la necesidad de ser cariñoso con ella, de evitar la defensa de sus gestos y actitudes más profesionales y llevarla hasta otro terreno, uno tal vez sencillamente amistoso, como si se tratara de una amiga exótica.

“Ah, entonces eres dulce” dijo Dona poniendo unos ojos muy raros.

A él le pareció un poco absurdo contestar que sí, que era dulce, de modo que no contestó nada y se limitó a sonreír por lo que parecía un cumplido, cosa que tampoco terminaba de estar clara.

“Dame tu cuerpo” dijo Dona como si tradujera literalmente de otra lengua una frase procaz sin saber que aquí sonaba casi tierna y apropiada. Y él le dio su cuerpo y se corrió antes de lo previsto apoyando la cara contra su hombro y acariciando con la nariz aquella piel ajena e incomprensible que parecía una chaqueta de cuero.

Luego, al pagar, descubrió que se había dejado en casa su tarjeta de crédito y que sólo llevaba encima la de la cuenta que había abierto en común con Mónica para que los invitados a la boda ingresaran el dinero de sus regalos. Pagó con ella. Al salir respiró aliviado el calor tibio de aquella noche de primavera y como si se deslizara se sentó en un banco y marcó con lentitud el teléfono de Mónica. Contestó una voz soñolienta.

“¿Sí?”

“No me puedo casar contigo” dijo.

“¿Qué?” respondió Mónica.

“No me puedo casar contigo, no te quiero, ¿lo entiendes?”

“Has bebido”.

“Sí, he bebido, no se trata de eso, también acabo de acostarme con una puta y tampoco se trata de eso. Se trata de que no puedo casarme contigo”.

“¿Qué has dicho?”

“He dicho que no puedo casarme contigo”.

Hubo un silencio sepulcral.

“¿Dónde estás?” preguntó Mónica.

 “No creo que sea una buena idea”.

Se la imaginaba en su piso compartido, sentada sobre la cama, mirando tal vez hacia el techo de la habitación: la lámpara blanca y redonda, como un ojo artificial, podía verla desde allí, seguía teniendo su belleza ordinaria y doméstica. Por primera vez se sintió un monstruo. Se manifestaba como un verdadero vértigo, un vértigo incomprensible, una suspensión global de la vida, sólo comparable a la que había sentido a los veintiún años cuando murió su madre.

“Dime donde estás, por favor” repitió Mónica.

“En la calle Atocha, casi a la altura de la estación”.

“Quédate allí. Dime que me vas a esperar, júramelo”.

“Te espero”.

Mónica colgó el teléfono. Cuando llegó le pareció que estaba más guapa que de costumbre. Eran casi las tres de la madrugada. Ella se tendría que levantar a las siete de la mañana, eso si conseguía dormir, lo pensó como si, a pesar de estar a punto de abandonarla, no pudiera evitar seguir teniendo con ella consideraciones cotidianas y pequeñas. La quería con la lealtad con la que se quiere a la casa en la que se ha sido niño y tal vez con el mismo fastidio. Sentía alrededor del cuello una especie de soga trenzada, la que se siente al abandonar esa casa o al verla vacía y sin muebles. Mónica se sentó a su lado.

“Tengo ganas de matarte” dijo pero con una voz tan rara que nadie lo habría creído, sólo él. La veía de perfil, inclinada y mirándose la punta de los zapatos, su rostro tenía la misma redondez de siempre, pero ahora como si algo hubiese vaciado en él la resolución y la lentitud. Era una presencia extraña y familiar con aquellas mejillas carnosas y aquellos ojos afiebrados.

“¿Sabes qué?” dijo al final.

“Qué”.

“Lo veía venir, todo esto, desde hace meses, deberías habérmelo dicho antes”.

“Sí, tal vez”.

Por fin pudo entrever la furia contenida de Mónica.

¿Tal vez?”.

Ella se tapó la cara con las manos apoyando los codos en las rodillas. Sabía que no iba a llorar, Mónica no lloraba así como así, pero mantuvo las manos pegadas al rostro durante varios minutos.

“Qué vergüenza” susurró muy bajo y luego comenzó a repetir como un mantra enloquecido: “qué vergüenza, qué vergüenza, qué vergüenza…”.

Todavía estuvieron unos segundos en silencio. Él tenía ganas de poner la mano sobre la de Mónica, más que como un gesto cariñoso como una manera de romper aquella dialéctica teatral. Actuaban sin querer.

“¿Es una decisión firme?” preguntó Mónica.

“Sí”.

“No habrá vuelta a atrás”.

“No, no la habrá”.

“No sé si podré encargarme yo de deshacer todo lo de la boda, le pediré a alguien que lo haga …Tengo ganas de morirme”.

“¿Quieres que te acompañe?”

“Sí”.

Caminaron en silencio tres manzanas. Parecía sencillamente una noche a la salida de un cine o un teatro, una noche normal. Era una zona de quietud antinatural,  los dos se habían vuelto un poco repugnantes, también la ciudad se había vuelto repugnante.

“¿De verdad te has acostado con una puta?”

“Sí”.

“Vete ya” dijo.

Él trató de besarla pero ella retiró la cara de inmediato. Le dolió que hiciera eso. Parecía increíble: aquello que le había torturado durante un año entero, que le había quitado la alegría, que le había hecho arrastrarse de culpabilidad durante todos aquellos meses, aquella ansiedad había sido resuelta en una conversación de quince minutos. Estaba hecho.

Tu mejor amigo, el perro decía el póster que estaba en su despacho. Y junto a él, otro de una marca de comida para gatos: ¿Es que no vas a darle de comer lo mejor a tu sultán? El primero era el primer plano de un cachorro de Dogo en un escorzo inquietantemente erótico, el segundo un gato de Angora sobre un cojín con borlas. Aquellos pósters estaban allí desde antes de que él llegara y no era improbable que continuaran estándolo el día que se fuera, junto al desplegable de la anatomía interna de un gato y un perro cuya función era la de explicarles a los dueños las dolencias de sus sultanes y de sus mejores amigos. Las consultas duraban de diez a dos y de cuatro a seis. Una noche a la semana tenía guardia. La sala era pequeña y blanca, tenía una mesa y tres sillas, un pequeño armario con vacunas y material clínico, y una mesa de metal para examinar a los animales, olía a una mezcla indefinida entre perro y gato, a sudor animal un poco enrarecido por el ambientador. Siempre se le habían dado bien los perros. Sentía por ellos un reconocimiento que había sido una de las pocas experiencias vivas y constantes de su vida. Le gustaban sus cuerpos robustos o pequeños, las diferencias de su carácter, la superficie mullida de sus patas, sus dientes, sus lenguas estropajosas y jadeantes, los rasgos de sus facciones, sus negros hocicos húmedos como si desde que era consciente de sí mismo hubiese tenido con ellos una especie de coquetería mutua. Le gustaba liberarles de sus enfermedades y llamarles por sus nombres, que casi nunca olvidaba (no así los de sus dueños) y sentir aquel extraño brillo de sus ojos, la supuración inquieta de su miedo cuando entraban en la consulta y él conseguía tranquilizarles. Era extraño, a veces le parecía hasta poder ver con claridad no sólo sus dolencias sino hasta sus frustraciones caninas. Era una capacidad difusa, como la de quien tiene una naturalidad para entender a cierto tipo de personas y no a otras.

Desde hacía dos meses, los que habían transcurrido desde que rompió su compromiso con Mónica, había algo que se había modificado también en aquel espacio. Algo parecido a una inquietud, un miedo. Los perros lo entendían también. Hasta Rambo, un viejo Pastor Alemán artrítico de más de quince años al que pasaba consulta con frecuencia, le llegó a ladrar furiosamente en una de las visitas. El desenlace de su relación con Mónica había sido mucho más penoso de lo que había previsto y no sólo porque hubiesen perdido los anticipos del banquete de bodas y del viaje de novios o porque Mónica hubiese tenido que llamar a la modista para cancelar un vestido que ya estaba prácticamente terminado. Sus amigos, que eran casi todos comunes, habían cerrado filas en torno a Mónica. Se había quedado prácticamente solo. También su dolor se parecía muy poco al que había previsto. Más que una tristeza puntual o una violenta nostalgia de Mónica tras aquellos dos meses la ausencia comenzó a manifestarse como si le hubiesen inoculado un veneno. A veces se veía atrapado en una especie de razonamiento desquiciado, el dolor de no saber cómo se encontraba Mónica, de no poder llamarla y el amor que sentía aún por ella, y la indiferencia, y la pasión que había tras aquella indiferencia, y la quemazón que le producía su soledad y de pronto el vuelco anómalo de sentirse mejor, como en un poema burlesco… ¿cómo soportaba aquello la gente? En cierto modo le parecía haber ingresado por primera vez en un mundo real y desprotegido. Se miraba en el espejo del cuarto de baño de la clínica y había allí un cuerpo real sin demasiada belleza, unas espaldas cargadas, una mirada brillante, común y marrón, un pelo demasiado lacio, una boca ridículamente pequeña. Nunca había sido un hombre guapo pero había gestionado su fealdad ordinaria con una dosis de seguridad que ahora le faltaba por completo. Le dolía haberle contado a Mónica el asunto de la prostituta. Le dolía haber bebido aquella noche. Le torturaba salir de la consulta por la tarde y recorrer aquel camino familiar hasta su casa como si Madrid, aquel Madrid habitual, muelle y alborotado, estuviese ahora constantemente frío, impertinente y rígido, repleto de francotiradores sentimentales.

Decidió cambiar de casa el mismo día que le mordió el Doberman en la consulta. Fue un accidente común, no era la primera vez que le ocurría. Y conocía al perro además, fue excesivamente confiado y excesivamente despistado. Sabía que era un perro nervioso pero insistió en quedarse solo con él para que se tranquilizara, luego, instantáneamente, sintió miedo y el perro lo notó. Se acercó hasta él y antes de que el dueño hubiese cerrado la puerta ya le había mordido en la mano. Tuvo al menos un gesto profesional; le agarró con fuerza los testículos y el perro abrió las mandíbulas de inmediato, dolorido. Fue un instante, apenas un segundo, sintió el anonadamiento de la violencia del animal, su excitación fría y caliente, su miedo, se miró la mano blanquecina por el mordisco y de inmediato la sangre, no podía mover los dedos. La herida resultó ser de menos gravedad de lo que había parecido al principio pero había sido lo bastante escandalosa como para que su propia jefa se asustara. Le resultaba divertido que alguien como aquella mujer, que llevaba trabajando casi veinte años como veterinaria, fuese aún tan sensible a la imagen de una herida abierta. Le pusieron la antitetánica y le dieron cinco puntos. Esa misma tarde el médico le dio una baja laboral de una semana. Al salir de la consulta se vino abajo. El mal humor de la herida mezclado con la necesidad de estar una semana en recuperación se combinaron provocando un desamparo absoluto. Llamó a Mónica y escuchó lentos y difusos, los timbrazos de la llamada. Sabía que a aquella hora ella salía del trabajo. Se la imaginó furiosa, sorprendida. Imaginó su número en la pantalla de su teléfono móvil. Le sorprendió que respondiera.

“No puedes llamarme así” dijo Mónica y tras un silencio “¿No estás en la clínica?”

“No, estoy en casa, me ha mordido un perro esta mañana”.

“¿Estás bien?”

“Sí, sólo unos puntos, estaba distraído”.

Y del modo más imprevisible Mónica contestó:

“Tal vez me pase luego”.

Cuando sonó el timbre y le abrió la puerta le asombró y le llenó de ternura comprobar que Mónica había pasado por su casa para darse una ducha y cambiarse de ropa. Se había maquillado un poco y echado perfume. La coquetería de Mónica siempre le había conmovido, aquella coquetería que se articulaba con frases que ansiaban su negación inmediata, estoy hecha un asco.

“Qué guapa estás” dijo.

Mónica sonrió con tristeza. Se besaron en la mejilla y se sentaron en la cocina. Ella quería té, él se bebió una cerveza. Estaban tristes los dos. Mónica parecía desmejorada, más pálida o más delgada que de costumbre. Llevaban más de dos meses sin verse. Le preguntó qué tal estaba y ella contestó que estaba triste con una sencillez que le desarmó. A ratos le parecía que hubiesen estado separados sin más por un largo viaje pero sin la alegría propia del reencuentro y sin embargo estaban allí, como siempre y a la vez en absoluto como siempre, ella se acercaba un poco hacia él y él sentía su disposición y su tristeza. Desnudarse tuvo la complicación de la venda y el dolor puntual de la mano. No recordaba cómo había comenzado la situación. De pronto estaban desnudándose sin más, sin haberse besado siquiera. El frío de la casa, a pesar de que en el exterior hiciera un buen día, les punteó la piel a los dos. No sabía dónde estaba. No sabía si la quería o no. Sabía que era extraño sentir a Mónica de aquel modo, como si lo que le hubiese llevado a su casa, más que el deseo, fuese una especie de tristeza erotizada de hacer el amor con él de aquella forma. Le pareció que las formas de su cuerpo habían cambiado también, sin dejar de ser las mismas. Algo había lavado aquellos pechos, que ahora le parecían más suaves al tacto, la tersura húmeda de su sexo, la mirada de sus ojos. Le miraba ahora con una ansiedad determinada y frontal, como si quisiera apropiarse de todo, engullirlo y hacerlo suyo para, después, regurgitarlo y comerlo despacio en soledad.

“¿No tienes un condón?”

Sí, lo tenía. Tristeza de usar un condón con Mónica, con quien nunca lo había usado.  Espirales y descensos y luego una calma, la del olor de Mónica retenido, la de la ráfaga impetuosa con la que de pronto se apretó contra él y le susurró en el oído:

“No he dejado de pensar en ti ni un segundo”.

Al terminar se encerró en el baño y estuvo allí durante casi veinte minutos, hasta que él llamó suavemente a la puerta.

“Enseguida salgo” respondió.

Cuando la vio salir se había lavado la cara y arreglado el pelo. Había estado llorando. Se despidieron en la puerta y en aquella ocasión ella le besó en los labios.

“Prométeme que no me llamarás más” dijo.

“Te lo prometo”.

Durante un cuarto de hora estuvo arreglando un poco la casa. Volvió a hacer la cama, recogió la taza de té y el vaso de su cerveza, recogió el condón usado que había en la mesilla de noche y cuando terminó se sentó a fumar un pitillo en el salón sin poder dejar de pensar: tengo que salir de aquí, tengo que marcharme de esta casa.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Barba

Un episodio más

4 de febrero de 2019 08:30:05 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Toda la noche se oyeron los furgones. Los faros recorriendo las fachadas, metiendo en los cuartos desvelados  intermitencias de luz, páginas de luz, oleadas de luz sobre el recuadro que proyectan los cristales.

Desordenada constelación, la de los clavos en las paredes vacías. Fuera, el cielo cierne su negrura desolada: noche sin señales  ni respuestas.

Al amanecer, chirridos de las vallas cercando al edificio, uniformes desplegando su impávida cadena, la claridad acumulándose en la calle y el día, entrándose en la casa, revela las habitaciones desmanteladas y frías; el vulnerable hogar de la pobreza en espera de su inminente vulneración.

Y de repente, la hora llega.

Por las escaleras un ejército atronando como una carraca siniestra. Un ejército desacompasado de botas, subiendo. Llega al rellano. Jadea.

Y luego, silencio. El silencio mortal que precede al pánico antes de que la jauría se precipite.

En la puerta retumban los golpes. Una vez y otra y otra y otra.

La policía tira la puerta abajo.

Ya entró.

Ya los sacan.

El padre humillado; la fortaleza de la mujer, vencida; las criaturas aterrorizadas, que tiemblan y se apiñan contra la falda de la madre, están fuera.

Objetivo cumplido.

Ya está.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

Ay, la poesía

4 de febrero de 2019 08:14:41 CET

Estas son las anotaciones de un lector. Ni soy especialista en literatura polaca ni conozco el polaco, esa compleja lengua eslava. Son meras apostillas de alguien que, como tantos, descubrió los versos de Szymborska en 1996, cuando la Academia Sueca le concedió el Nobel a una “poesía que, con irónica precisión, permite que el contexto histórico y biológico surja a la luz en fragmentos de la realidad humana’’.

 

Antes, gracias a un puñado de traductores ejemplares, nos habíamos adentrado en la lírica polaca de la mano de Miłosz y Herbert. Más tarde, llegó Zagajewski, que nos acercó con la debida maestría Xavier Farré.

 

Hace ahora justo veinte años que pudimos empezar a leer los libros de Szymborska. Por orden de aparición (hablo sólo de lírica y de España), Paisaje con grano de arena, El gran número, Fin y principio y otros poemas, Poesía no completa, Instante, Dos puntosAquí, Hasta aquí, Saltaré sobre el fuego. y Antología poética (1945-2006)

 

Sus traductores: Ana María Moix, Jerzy Wojciech Slawomirski, Xaviero Ballester, Elzbieta Bortkiewicz, David Carrión, Calors Marrodán y Katarzyna Moloniewicz. Y sobre todo Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Sus editores: Lumen, Hiperión, Igitur, Fondo de Cultura Económica, Bartleby, Nórdica y Visor.

 

Por eso, a favor de esa intachable tarea, sus versos han llegado a tantos lectores, muchos de ellos, como Fernando Savater, ajenos al mundillo poético. Para el pensador, “su poesía es reflexiva sin engolamiento ni altisonancia, de forma ligera y fondo grave, directa al sentimiento pero sin chantaje emocional. Breve y precisa (…). Sobre todo nos hace a menudo sonreír”.

 

En todo caso, guste o no, lo que nadie puede poner en duda es la feliz recepción de su obra entre nosotros. La de una autora que ha pasado a formar parte de esa selecta estirpe de mujeres poetas –ahora que tanto se reivindica el papel femenino en la lírica de todas las épocas–, que va de Safo a Bishop, pasando por Dickinson y Ajmátova.

 

Nacida en 1923 en Bnin o en Kórnik, según quién, ella era al fin y al cabo de Cracovia, su lugar, además de Zakopane. Allí vivió la mayor parte de su vida y allí murió en 2012. Aunque no tuvo más remedio que pasar por el purgatorio comunista, con vistas al infierno, sus poemas esenciales, son ajenos a aquel mundo. El suyo es otro, bien distinto. Se me antoja que podría aplicárseles el rótulo que usaba hace poco Damià Alou para referirse a la lírica de Philip Larkin: el de poética de la modestia, pues que a ese tono o manera de decir en voz baja se adapta como un guante, salvadas todas las distancias, cuanto ella escribió. Una frase suya lo explica bien: “La poesía se salva por los pequeños detalles”.

 

La suya, tal la vida, está con lo cercano y lo sencillo sin que por eso tenga atisbos de simpleza o provincianismo. Ya que lo menciono, pocos poetas nos han llevado tan lejos a pesar de carecer de vocación viajera: “Me siento amenazada por todos los horizontes”. Acaso porque, como aprendió de William Blake, “el universo cabe en un grano de arena”.

 

Y porque de vida hablamos, tampoco está de más recordar la más que interesante biografía que publicó Pre-Textos: Trastos, recuerdos, de Anna Bikont y Joanna Szczęsna, donde apreciamos con rigor que lo suyo fue escrivivir.

 

Esta poesía de la realidad (no del realismo) huye de las grandes palabras y de cuanto suene a hueco y pomposo. Imagina lo cotidiano como milagro. Del “despoetizar”, según Zagajewski. O de la “antipoesía”, por decirlo con Parra. No es baladí el dato de que fuera mala lectora de poesía. O, mejor, defensora de que el poeta no leyera sólo versos. La ciencia era otro de sus intereses. Y es que pocos enemigos de la poesía (de la de verdad, quiero decir) más peligrosos que lo poético, entendiendo por tal ese lánguido, rebuscado y relamido romanticismo (mal asimilado) que, como nunca, marca tendencia en esa simpleza ripiosa que algunos denominan ahora “poesía juvenil”.

 

De ahí que se aleje también de las “grandes palabras”, esas que dan en otro grave error lírico: el que pasa por lo gratuitamente hermético y lo falsamente metafísico, por filosófica que al cabo esta sea.

 

Poesía, en suma, contra la humillante prisa y los excesos. Por eso, discreta, elegante, amorosa, frágil y tranquila. Del claroscuro. Ajena al aspaviento y la altisonancia. Sin dramatismos. Próxima a la naturalidad, pero ni normal ni corriente. “Hay una costumbre excesiva de leer entre líneas, de buscar mensajes secretos. Mi poesía no esconde nada”, comentó en cierta ocasión. Dada a la ilustrada conversación (al lector como ). De muchas preguntas (“la inspiración –dijo en su discurso del Nobel– nace de un constante «no sé»”) y algunas respuestas. Inteligente. Ni de la perfección ni del caos. Vital, practicante del lema horaciano del “non omnis moriar”. Que apuesta por la ironía, el humor y hasta por la broma (que cultivó en la intimidad con sus amigos), aunque sepamos de sobra que nada más serio, en el mejor y más hondo sentido, que sus poemas, escritos con la ambición y la voluntad de quien cifra su existencia en el noble pero humilde ejercicio de la Poesía. De quien jamás improvisa y siempre observa lo que le rodea. Nada ingenua. Entre el entusiasmo y la desesperación. Triste, porque el ser humano –escribió–  por naturaleza lo es. De alguien que, como Miłosz, concibe la poesía como conciencia. Que cree en ella, y no en los poetas.

 

Publicó trece libros. No son tantos. Uno aprecia en cada uno de ellos tantos como poemas contienen. Quiero decir que en Szymborska cada poema está creado como si de un libro completo se tratara. Ella, que por imperativo histórico abominó de lo colectivo, quiso para sus versos la individualidad más plena. La unidad de lo uno y de lo único frente a la dispersión de lo meramente agrupado o reunido. Cada poema como “un todo”, señaló Zagajewski.

 

“La poesía, / pero qué es la poesía”, se preguntó. Tal vez la respuesta esté en otro lugar: “y yo no sé, y sigo sin saber, y a esto me aferro como a un oportuno pasamanos”. “Ay, la poesía”.

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

Inteligencia emocional

28 de enero de 2019 09:50:12 CET




Para Carlos.

Para Javier.


De uno en uno.

 

 

 

 

A menudo será tan inútil intentar entender tus emociones,

como querer parar un río

o atrapar la niebla con las manos.

(Pero no por eso desistas de intentarlo).

 

Jamás podrás dejar de pisar tu sombra,

tal vez si te acercas despacio consigas no dañarla.

La serenidad de tus huellas te llevará más lejos,

acostúmbrate a caminar junto a los otros.

 

Nunca olvides que te pertenecen tus pasos

y el derecho a equivocarte de sendero.

Llora cuando sientas necesidad de hacerlo,

pero conserva tu risa para después.

Guarda nuestros besos para entonces.

 

A veces la inquietud traerá huracanes sordos a tus sienes,

aprende a gestionar el vértigo, a vivir en la victoria y la derrota,

es  bueno saber perder, pero no menos que aprendas a ganar.

Ponle pasión a todo lo que hagas, pero no te dejes cegar por las pasiones.

 

Habrá preguntas para las que no vas a encontrar respuesta,

no te empeñes en buscar las que no existen

dudar de vez en cuando es saludable. 

 

Nunca sabrás a dónde se va el tiempo,

ni dónde comienza o dónde acaba

Escucha al viento, siempre tendrá algo verdadero que decirte. 

 

Mide la intensidad de tus emociones.

Si vas a subir una montaña

calcula que te queden fuerzas para bajar, 

si vas de paso, no hagas creer a nadie que estarás para siempre. 

 

Nunca llegarás a conocerte del todo, pero tampoco es necesario.

No impidas que te conozcan los demás,

dentro de ti también habitan semillas

que sólo ellos pueden hacer brotar,

tampoco olvides que al lado de las flores crecen las malas hierbas.

Hazte horticultor de ti mismo

y recuerda que la planta debe llegar a ser más grande

que la maceta que la contiene.

 

Serás feliz y querrás serlo siempre,

pero no te atormentes cuando no lo consigas,

nadie dijo nunca que todo iba a ser fácil,

tampoco yo tengo recetas ni certezas que darte.

 

Si alguna vez la razón te dice que no entiende

pregunta al corazón que nunca se equivoca.

 

…y aunque llueva ahí afuera, el mundo seguirá siendo hermoso.

Escrito en Lecturas Turia por Amalia Iglesias Serna

Incluso la gente ordinaria - ¿existe gente así? –, desde el momento en que nos deja, se convierte en leyenda. ¿Qué decir entonces de la gente extraordinaria? Wisława Szymborska, que pasó casi toda su vida en Cracovia, aunque nació cerca de Poznan, reunía en una única persona dos cosas insólitas: era una poeta tremendamente original, y al mismo tiempo una persona, una mujer, con un estilo de vida único e irrepetible. Un estilo, o incluso mucho más que eso, una filosofía vital, una idea de cómo vivir.

Lo que, sin duda, tenían en común su obra y su vida era un pertinaz y obstinado apego a la independencia, a la defensa de la propia otredad, pero una defensa discreta, exenta de cualquier agresividad, o de cualquier elemento doctrinal. Escribir manifiestos poéticos – no, gracias, ella no. Estoy convencido, mejor dicho, me consta, que no le gustaba pronunciarse sobre esos temas. Tampoco le gustaba hablar sobre la época estalinista, cuando siendo una joven poeta se había sometido a las normas del imperante  realismo socialista, cosa que le ha seguido recriminando a voz en grito, incluso después de su muerte, la derecha polaca, esa misma fracción de la derecha anticomunista radical que hizo de Zbigniew Herbert su ídolo (no por razones estéticas, ya que a esos fanáticos les interesan más bien poco la poesía y el arte, sino por admiración hacia su inconformismo político). Es cierto, no le gustaba volver a todo aquello. Recuerdo que en una ocasión, a modo de broma, le puse un disco con canciones de aquella época, con “los éxitos musicales del socialismo” cuyas letras habían escrito conocidos poetas y ella no hizo absolutamente ningún comentario… No fue la mejor de las bromas.

Hace ya mucho tiempo que estoy convencido de que el hecho de que Wisława Szymborska se hubiera equivocado en su juventud es menos importante que la forma en la que más tarde repararía su error. Tardó muy poco en comprender lo que había pasado, lo que había sucedido; inmediatamente después de los acontecimientos de 1956, sonó la voz pura de su poesía, pura y crítica. Para alguien que se toma en serio escribir versos, el darse cuenta – a posteriori – de la presencia de veneno en la propia obra tuvo que ser un trauma gigantesco, permanente y doloroso.

Un lector atento encontrará en prácticamente todos los poemas escritos por Szymborska después de 1956 una huella más o menos evidente de aquel error. En casi todos los poemas descubriremos una cicatriz de los tiempos estalinistas, en casi todos encontraremos la declaración de “esto no se repetirá nunca más”. Esa famosa negatividad de su poesía, esa fascinación por lo que ”no llega a ocurrir”, por lo que podía haber ocurrido, por un encuentro que no llega a producirse, esa fascinación por lo efímero y lo azaroso de la vida humana, esa desconfianza hacia el lenguaje poético, ese convencimiento de que hay que estar siempre controlándolo – por ejemplo, esa “cierva escrita” que corre “a través del bosque escrito” en el poema La alegría de escribir que se encuentra en el eje central de su obra – se inscriben en un incesante diálogo didáctico consigo misma, pero más joven y desorientada.

Se impone aquí el paralelismo con la obra de E. M. Cioran que, como muy bien sabemos, en su excelente producción ensayística y aforística después de la Segunda Guerra Mundial introdujo indudables referencias al breve episodio de euforia nacional-fascista de su juventud. Lo que une a Szymborska con Cioran es la brillantez; ambos, a pesar de trabajar con una materia literaria distinta y sin perder de vista ni un momento sus antiguas transgresiones, alcanzaron el más alto nivel, se convirtieron en estilistas prácticamente sin parangón. Les une también la “negatividad”, un elemento de negación, de desconfianza, de una cautela radical, la aversión a los enunciados declarativos. Ambos adoptaron la postura del outsider, ambos parecían decir: no pertenecemos a ninguna corriente dominante, no esperéis que nos declaremos nunca a favor de un partido, de alguna agrupación. Lo que los separa, en cambio, es el abandono del humanismo por parte del misántropo rumano, al menos en algunos fragmentos de su obra. Cuando Cioran intenta convencernos de que el ser humano es un defecto de la existencia pocos – en mi opinión – estarán de acuerdo con él a no ser que consideren sus radicales juicios una manifestación de humor negro (lo digo como fiel lector de Cioran, un lector desconfiado, fundamentalmente reñido con el objeto de su admiración y al mismo tiempo incapaz de abandonar la lectura de sus libros).   

Wisława Szymborska eligió otro camino. En su caso, la negatividad afecta a otra cosa -más bien a cierto aspecto-, al escepticismo sobre las posibilidades de la literatura – que tiene su origen en el amor hacia ésta y en una fe primigenia en ella – pero en el fondo conduce a un sentimiento de ternura hacia la gente, hacia el mundo de los seres humanos. En la excepcionalmente original poética de Szymborska florece un humanismo auténtico nacido de la empatía hacia los otros, se desarrollan los motivos tradicionales de la poesía europea: lo elegiaco, la activa búsqueda del bien, la condena de la mezquindad. Todo ello enmarcado siempre en una retórica absolutamente personal de la poeta, como en el conocido poema “Un gato en un piso vacío”, donde tras la descripción de la desgracia de un gato se oculta una estremecedora y al mismo tiempo contenida elegía dedicada al ser más querido. El nombre de esa persona ni siquiera se menciona, su sombra no roza el poema; solo se registra su ausencia. Y aquí nos encontramos con otra de las formas de esa “negatividad”: una máxima discreción.

En el paisaje poético de la Polonia contemporánea Wisława Szymborska es prácticamente la única representante de la Ilustración. Si en su poesía hubiera algún elemento religioso, éste se expresa mediante el incesante asombro ante el mundo, pero aún así, es algo que tiene que ver más con la filosofía que con la religión. La poeta se declaraba, tanto en sus poemas, como en las conversaciones, racionalista, alguien que seguía los descubrimientos científicos, que desconfíaba de la “inspiración” y de otros tipos de “enajenamientos”. Leía mucha literatura de divulgación científica, le gustaba burlarse de los críticos literarios que no sabían nada de la ciencia. Cuando en una ocasión le contamos una historia realmente extraordinaria que sugería que podían ocurrir cosas entre el cielo y la tierra que la filosofía de la Ilustración ni siquiera sospechaba, hizo un comentario absolutamente racional. 

Fue amiga de Czesław Miłosz durante años, desde que ese poeta romántico – que en sus estudios teóricos combatía el romanticismo – se instalara en Cracovia. Se tenían mucho cariño aunque, en realidad, eran tan diferentes como la noche y el día. Había algo cómico y simpático a la vez en sus amistosas desavenencias. Czesław Miłosz, con su voz estentórea y sus – en ocasiones- gestos de vate decimonónico, y la irónica, ingeniosa, escéptica, delgada, discreta y risueña Wisława (la verdad es que Miłosz también reía con frecuencia, con una risa sonora y feliz). Y en ese potencial duelo espiritual, Szymborska, que tenía en alta estima la obra de Miłosz, tan distinta a la suya, no le cedía ni un ápice de terreno al escritor. “Potencial” porque ellos no discutían nunca; eran como dos estados soberanos que habían delimitado con precisión sus fronteras y no tenían ningún interés en entrar en conflicto. Szymborska defendió con éxito su otredad, su identidad personal; estaba dispuesta a luchar por ella tanto en la poesía, como en la vida. Y yo doy fe de ello con un gran cariño hacia Wisława Szymborska, si bien, en lo que a las ideas se refiere, me resulta más próxima la imaginación de Czesław Miłosz…

 

Traducción del polaco: Katarzyna Mołoniewicz y Abel Murcia

 

Escrito en Lecturas Turia por Adam Zagajewski

El gas y el leñador

28 de enero de 2019 09:39:09 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Por qué la voz se olvida,

se esfuma como el gas?

 

Globos de helio

que se sueñan inflados

de identidades.

 

No sé si puedo recobrar tu voz,

su afónica aspereza

de mano que acaricia

tablas sin barnizar.

 

Cada tronco susurra,

el hacha tiene oído.

 

Te escucho, se va el aire.

Y parece que alguien me soplara.

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Neuman

Santos

28 de enero de 2019 09:30:28 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Yo alquilé un cuarto en el barrio de Santos

para pasar el invierno más frío de mi vida.

La mujer de la casa solo hacía paciencias.

Santos era la tierra de la infancia.

Meninos do rio. La casa está en el mar.

El tren es una máquina de un mundo superior

que arrasa con todo lo que fui. 

Amo las piedras de la calle, cómo se resbala con la lluvia,

cómo la ciudad fue hecha sin pensar en nadie.

En el 25 de abril alguien dio a un soldado la orden de disparar

pero él no lo hizo y evitó una guerra.

Amo el águila del Benfica

dando la vuelta al estadio antes de cada partido. 

¿Cómo decirlo? Nada me une a esta orilla.

Si aquí veo solo un poco de odio

me iré a la otra orilla y empezaré otra vez.

Si alguna vez hago un amigo

le hablaré de cómo es mi tierra natal

para asustarlo y mantenerlo lejos.

Con el tiempo aprendí que un poco de odio

es el inicio de todo el odio. 

Esto es Lisboa. Me preguntan por qué vine aquí

y eso es ir demasiado lejos.

Si quieres saber por qué vine

deja que se te vea con los que no tienen nada.

Entra en el juego de perder todo como yo lo hice.

Esto es Lisboa: la ciudad en la que he de escribir

el libro alucinado que siempre quise escribir. 

Aún no sé de qué trata este país,

esta tristeza, esta lengua y este imperio perdido.

No saberlo me hace estar para todo.

Estoy tan disponible que doy miedo. 

Sé que esta es la única orilla

por eso trato de mirar el río sin pensar

que mi presencia aquí es una venganza.

Creo que lo que amo es la doble vida

que todos tuvieron en África y en Portugal.

También a mí se me acabó. 

¿Recuerdas el tiempo del primer escándalo

cuando parecía imposible que hubiera otro y otro?

Alguien dijo vergüenza solo para hacer cosas malas.

Esto no es una parte de mi vida, vine a quedarme.

¿Tú ves salir palabras del río, las ves golpearse

contra las aguas del mar?

¿Tú crees que un hombre debe ser fiel a sus alucinaciones? 

Yo habito un lugar del margen

donde puedes beber cuanto quieras

sin que nadie diga nada.

El río solo puede ser navegado

por los que aprendieron a decir adiós. 

¿Tú qué sientes cuando me ves navegar

en este río innavegable?

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Fidalgo

Madrid: guía de efectos sensoriales

21 de enero de 2019 09:21:48 CET

Cuando la UNESCO designa patrimonio de la humanidad a una ciudad la hace automáticamente depositaria de una responsabilidad gigantesca a nivel planetario. Su casco antiguo se vuelve intocable tras el prestigioso nombramiento. A partir de ese momento ha de ser preservado de los estragos históricos, es decir: del terrorífico bloque de pisos de hormigón o de la amenaza del rótulo feúchamente contemporáneo que sustituye al original de hace dos siglos. Custodiar parece ser entonces la idea, pero ¿custodiar qué? ¿sólo la arquitectura del XVIII? ¿las tallas de la escuela de Salzillo? ¿no sería conveniente ampliar  el alcance de lo custodiable, de lo que hay que proteger de las inclemencias de la historia? Haciendo eso nos encontramos con ciudades interesantes que la UNESCO aún no ha señalado con el dedo y que cuentan con otro tipo de patrimonios visuales, auditivos, olfativos y táctiles cuya desaparición también debemos evitar a toda costa. Madrid, aparte de contar con su Palacio Real, su monasterio de las Descalzas Reales y demás lugares incluidos en la lista del Patrimonio Nacional, posee un muestrario de bienes sensoriales con los que, ante todo, debemos reconciliarnos si en algún momento hemos despotricado sobre ellos, porque ¿qué es finalmente el patrimonio de un país o de una familia sino el conjunto de todo lo que se echaría de menos si no estuviese ahí?

 

Pensemos en la expresión “alegrar la vista”, una frase hecha que nos trae a la cabeza cristalinos disfrutando, retinas dejando pasar la mejor de las luces y conos y bastones dando saltitos. De Madrid nos alegran la vista, en un sentido u otro, El jardín de las Delicias de El Bosco, la escultura de Lichtenstein que simula un brochazo en el patio del nuevo Reina Sofía o los frescos goyescos de la ermita de San Antonio de la Florida. Hasta ahí todos, o la mayoría, estamos de acuerdo. Pero hay otras imágenes y colores que conforman también el patrimonio visual madrileño y que nos esperan nada más aterrizar en la ciudad: los colores que anuncian Madrid son visibles ya antes de que el avión toque el suelo de la ciudad. Aterrizar es un verbo que ha debido de ser inventado por un madrileño, pues es tierra y su variante de colores (más amarillenta, más mostaza, más tirando a rojiza, más ocre) la primera palabra que se le viene a la cabeza a cualquiera que descienda en un avión y vea el color alpargata tan inequívocamente mesetario de Madrid. Los célebres tonos tierra, tan de moda temporada sí/temporada no, fueron seguramente lanzados a las pasarelas por un diseñador que bajaba hacia Madrid en avión.

 

En nuestra búsqueda de colores madrileños tan típicos como preservables, otro que ocupa bastantes, pero bastantísimos metros cuadrados es el rojo. Jean Nouvel se ha encargado de ello en su ampliación del Reina Sofía, con su ineludible fachada de charol rojo que tiñe de una luz un poco putesca los balcones y visillos de las casas setenteras situadas enfrente, al final de la calle Argumosa, ya casi en la Ronda de Atocha. Y  aunque no sea posible seguir una trilogía cromática como la de las pelis de Kieslowski, con su azul y su blanco correspondientes (¿y quiénes harían de Juliette Binoche e Irène Jacob? ¿Quizá Pé y Pilar López de Ayala?), sí que podemos encontrar otro color representativo de Madrid: el tono teja o canela, color local por antonomasia debido a la profusión de edificios de ladrillo visto. El Auditorio Nacional se hace eco de ello, en su aspecto como de construcción infantil formada por bloques sencillos y piececitas apilables.

 

Dejando a un lado los colores y centrándonos en elementos tridimensionales característicos de la ciudad, no podemos omitir la presencia de aparatos de aire acondicionado presentes en un porcentaje alto de balcones, y en los que ya apenas reparamos. Si tuviéramos que explicarle a un amistoso habitante de Marte de ojos almendrados y piel verdusca qué son esos aparatos no tendríamos que hacer muchos aspavientos: sólo con que experimente  la poco afable temperatura que alcanza la ciudad en el mes de julio, él, con sus movimientos siempre gráciles, asentiría con la cabeza mostrando haber comprendido perfectamente. Expliquémosle también todo sobre el escaparatismo hostelero madrileño, con sus correspondientes animales de tierra y mar expuestos sin sarcófago. Hagámosle comprender la convivencia de pulpos, centollos y piernas de lechazo colocados sofisticadamente en vitrinas para disfrute o repugnancia visual de los paseantes. Pero atrévase a entrar, hombre: esos animalillos o están muertos o son inofensivos gracias a la cinta aislante que rodea sus pinzas, en el caso de los bogavantes. Una vez dentro del bar-restaurante de turno y dejando a un lado la felicidad obtenida por la dosis de pulpo y pimentón que nos hayamos comido, nos topamos de lleno con otro elemento patrimonial, esta vez auditivo: el repertorio fraseológico del hostelero madrileño, cuya expresión “oido cocina” es un ejemplo aplaudible de economía del lenguaje, una modalidad hostelera del cambio y corto empleado en la jerga bizarra de la comunicación por walkie-talkie. El lenguaje camareril tradicional no se debe perder. Al igual que el etnomusicólogo va por los pueblos grabando canciones populares interpretadas por ancianos desdentados, el habitante de Madrid debería grabar las frases del camarero madrileño, de ese que hace entrechocar las gordísimas tazas de cafetería que nunca, nunca parecen romperse. Pero ese lenguaje que divierte y repele al mismo tiempo se está acabando inevitablemente debido a la jubilación de sus generadores. Por eso urge crear una escuela de camareros a la madrileña donde se aprenda a proferir gritos ensordecedores, canturreos de coplas y melodías en desuso y, de repente, una inesperada frase ultracariñosa con profusión de diminutivos, del estilo de “un cafetito y una tostadita por aquí”.

 

Los costumbristas que anden al acecho de sonidos darían lo que fuera por hallar la melodía de la armónica del afilador en medio del bullicio de una capital de varios millones de habitantes. Con paciencia y aguzando el oído la encontrarán. Es real que se oye en ocasiones la escalita sonora que, a modo de flauta de Hamelin, anuncia la llegada del profesional que convertirá nuestros cuchillos y tijeras en instrumentos peligrosos. Por supuesto, el afilador no ejerce su profesión en las inmediaciones de la torre Picasso, ni en las del recinto ferial de Campo de las Naciones: se presenta en Lavapiés o en el Madrid de los Austrias con disimulo, y con su silbidito artificial a modo de contraseña ofrece sus servicios a los vecinos.

 

Al abandonar el mundo del oido y pasar al apartado de olores se hace necesaria una mención de honor a uno bien tradicional y casi exclusivamente experimentado por mujeres. Todas aquellas que hayan dejado Madrid en favor de ciudades como Helsinki o Chicago no podrán sino echar de menos el olor de la cera caliente de la peluquería de turno, con sus connotaciones de daño pero también de alivio final tras el pleno cumplimiento de los códigos estéticos vigentes en Occidente.  Pero Occidente es más variado de lo que nos quieren hacer creer las mentes globalizantes, de ahí que al volver a Madrid tras visitar otras ciudades comprobemos con ¿alivio? ¿sorpresa? que el patrimonio oloroso del centro turístico de Madrid aún no está emparentado con el olor a mantequilla refrita tradicionalmente imperante en los centros de las ciudades angloamericanas. Ese aroma corporativo de zona turística sobreiluminada que hace que lugares tan alejados el uno del otro como Picadilly Circus o Times Square huelan atrozmente igual, todavía no ha llegado a la puerta del Sol, a la Plaza Mayor o a la Gran Vía: se limita a permanecer en cadenas de establecimientos conocidos por todos y por el momento no se atreve a salir, como si supiera que va a ser considerado aroma inaceptable. Por supuesto que la idea de fritanga está por todas partes en Madrid: en la croqueta, en la tajada de bacalao rebozada de Casa Labra, en los terroríficos zarajos y gallinejas de las verbenas, sí, pero es fritanga elaborada con una grasa que suponemos mediterránea, que suponemos procedente del fruto del olivo, y aunque no sea  ni mejor ni peor, es al menos distinta al spray ambientador modelo centro urbano con neones y atracciones turísticas.

 

Al abandonar el universo del olfato y pasar al gustativo empezamos a salivar de inmediato pensando en las especialidades de ciertos restaurantes y tabernas. Razones no faltan: sin temor a equivocarnos podríamos considerar las croquetas (bueno, no todas las croquetas) como patrimonio papilar de Madrid. Pero aquí nos estamos refiriendo a los sabores madrileños que, a modo de magdalena o donut proustiano nos retrotraerían inmediatamente a esta ciudad. La idea sería: muerdo esto y me sabe a Madrid, al igual que un chupa-chups Kojak con su centro de chicle harinoso y sobreedulcorado nos sabe automáticamente a infancia. Uno de los principales candidatos a ser designado sabor oficial de la ciudad sería el bocadillo de calamares que, no nos engañemos, va a desaparecer pronto del escenario madrileño. Somos nosotros quienes debemos preservar el recuerdo de su sabor para explicárselo a los niños del futuro (“en esta ciudad, mis queridos niños, hubo una vez bocadillos de calamares cortados en aros, enharinados y fritos en aceite muy caliente”). Y al decir aceite se nos viene también a la cabeza el vinagre que lo acompaña en las ensaladas y que es el principal responsable de la conservación de aceitunas y boquerones, alimentos que ya poseen la ciudadanía madrileña, como casi le ocurre al sushi de atún.

 

La tarea de encontrar los sabores más representativos de la ciudad no es sencilla pues el muestrario de sabores identificables con Madrid ha crecido exponencialmente en los últimos años, y más que siguen llegando de la mano de los nuevos habitantes que aquí se instalan. Quizá tengan que pasar décadas para que el dulce de leche o el de guayaba sean tan asociables a Madrid como el curry lo es a Londres. Mientras tanto, el hipercalórico manjar se va filtrando en silencio en tartas, helados y alfajores y sin darnos cuenta nos adaptamos a él (no nos resulta difícil); como quien no quiere la cosa le decimos al heladero que en esta ocasión sustituiremos la bola de chocolate blanco de siempre por una del adictivo dulce. Y es que a Madrid hay que transmitirle lo nuevo engañándolo como se engaña a un niño al darle una medicina disimulada con un terrón de azúcar, pero una vez que ha decidido adoptar la nueva costumbre, se hace adicto tanto al terrón como al medicamento.

 

Por último, no debemos dejar de lado el patrimonio táctil de Madrid, que incluiría sin duda esas paredes de gotelé en altorrelieve, fieles imitaciones de paredes intestinales en las que es posible masajearse la espalda si uno se frota convenientemente. Llegará un día en el que se erradique el gotelé. Ese día, muchos descorcharán botellas de cava para celebrarlo, pero años después les entrará la nostalgia y buscarán de nuevo el gotelé para tocarlo y experimentarlo, y el único lugar del universo donde quedarán restos será Madrid. Aquí permanecerá, iluminado desde el techo por una luz fluorescente que lo sombreará de manera expresionista, y vendrán hordas de turistas a verlo, sin distinción de raza, credo o nacionalidad, y esos mismos visitantes experimentarán la solidez del chocolate a la taza, que se ha de medir en gramos y no en centilitros porque es sólido y tridimensional: pesa y ocupa espacio. Desde aquí hacemos un llamamiento al viajero francés, sueco o suizo que, desconocedor de esta realidad, pedirá un chocolatito ligero para rematar su cena y no logrará conciliar el sueño tras la experiencia contundente. Y ya para terminar, sería imperdonable que nos olvidásemos del tacto del armiño ficticio de la capa del rey Mago de la cabalgata del 5 de enero, o del placer táctil de la barba de pelo tan falso como suave del concejal del Ayuntamiento elegido para hacer de Melchor o de Gaspar ese año: ¿Se os  ocurren mejores texturas para una ciudad? 

 

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Cebrián

Un prefacio imprescindible

He escrito en alguna ocasión que la calidad y la variedad de la cuentística norteamericana contemporánea, así como el éxito de este género, es el resultado de una apreciación crítica y un prestigio social fruto de la larga tradición de los programas de “Creative Writing” y de la labor de las publicaciones periódicas dedicadas al relato (en ambos casos hay espacio de reflexión, de crítica, de innovación). No es ajeno a esta dinámica, un modelo de enseñanza de posgrado no ha renunciado a la deriva profesionalizante de sus estudiantes, y que ha implementado fórmulas para el encuentro entre los creadores del presente y del futuro en un ambiente de intercambio de ideas estructurado en torno a la idea de “taller”.[1]

No es menos cierto que, a mi juicio, han sido algunas autoras quienes más han arriesgado en el desarrollo de este género. Lydia Davis (1947) abre una línea (con la Ur-propuesta de Alice Munro, 1931) que después han transitado, mostrando otros caminos, por ejemplo, Amy Hempel (1951), Lorrie Moore (1957) o Miranda July (1974). Todas ellas se alimentan, en distintas dosis,  de la elasticidad de los materiales narrativos pero también de su resistencia, en un constante trabajo de ingeniería literaria donde el concepto de “tensión” pone a prueba estos mismos materiales. Superada muy pronto la dicotomía realidad-ficción (la lectura en clave es agotadoramente productiva aunque tiene sus límites muy próximos), interesa más cómo se abordan las relaciones humanas y de pareja, la introspección, la sociedad contemporánea, la infancia, la literatura, desde una perspectiva falsamente naif, decididamente intelectualizada en unos casos, irónicamente minimalista en otros. Los relatos de la autora nacida en Glens Falls (Nueva York) en 1957 se han venido publicando desde la aparición de su primer libro, Autoayuda, que vio la luz en 1985[2]. Con posterioridad ha publicado otras tres colecciones de cuentos: Como la vida misma (1989), Pájaros de América (1998) y Gracias por la compañía (2014)[3]. Existe también una recopilación de sus libros de relatos en The Collected Stories, de 2008[4].

 

Lorrie Moore como (falsa) stand-up comedian

Lorrie Moore cuenta para que no demos nada por descontado. Si Lorrie Moore decidiera subirse al escenario de un club de una sala de conciertos, de un teatro, de un garito, para hacer un monólogo, podría sin mucho problema hilvanar su monólogo cómico. Esto no quiere decir que Lorrie Moore sea una humorista, ni mucho menos. Pero sabe con toda seguridad que para expresar su labor creadora habría que darle la vuelta a la opinión de uno de sus personajes y que pasara de ser un “lienzo sobre el que uno escribía su amor retorcido y su ingenio dudoso” a un ingenio retorcido y un amor dudoso. Los perros de los relatos de Morre se llaman Cat, los adolescentes provocan el espanto del día a día (“Sin duda, para eso se había inventado la fe: para criar a los adolescentes sin morir. Aunque por supuesto también era la razón por la que se había inventado la muerte: para escapar a los adolescentes por completo”), los adultos formales y formados hacen bromas subidas de tono –intelectual- en fiestas aburridas (“Ten, toma un poco de ginebra. Entra limpia y fuerte: ¡como la filosofía alemana! –Sonrió y miró el lago-. En una época fui filósofo. Pero no era muy bueno”).

Su humor es sarcástico, oximorónico. Con el estilo de stand-up comedian, con frases cortantes, con definiciones duras, con ideas y asociaciones inesperadas, juegos de palabras (Barama en vez de Brocho), mucha política camuflada de juegos sociales. En los relatos de Lorrie Moore hay una inflexible norma que garantiza no poder vendas antes de hacerse la herida (“Una mujer tiene que elegir su infelicidad particular con cuidado. Era la única felicidad de la vida: elegir la mejor infelicidad. Un movimiento imprudente, Dios santo, y podrías echarlo todo a perder”) pero se sabe desde el principio que el dolor va a ser profundo a pesar de la pantalla protectora contra los rayos uva de la infelicidad que proporciona el sarcasmo (“Por supuesto, más tarde entendería que todo esto significaba que tenía una relación con otra mujer, pero en la época, para proteger su vanidad y su cordura, solo admitía dos hipótesis: tumor cerebral o extraterrestre”). Sus personajes deambulan por el mundo tratando de encontrar una felicidad pequeña, doméstica, que huya de la autoconsciencia de absorbente y manipuladora. La defensa contra el terror cotidiano, contra la muerte, el desamparo, la enfermedad (el cáncer es un tema recurrente a lo largo de su obra), la imposibilidad de entenderse, es un aguijón siempre alerta (“Después de que sonara una pequeña campana, todo el mundo iba a sentarse, no solo los que ya estaban en silla de ruedas”) que solo notamos después de un largo rato.

En Lorrie Moore el estilo no es un concepto vacío o meramente ornamental. El estilo afecta a la concepción del lenguaje como un organismo vivo, en constante transformación, merecedor de atención y atenciones, extensible, abierto, lleno de posibilidades. Con capacidad para la ironía, el juego de palabras, al humor, al doble sentido, a la dialogía. La exigencia para con el lector es evidente. La exigencia para con el lector extranjero lo es aún más (queda solo aquí apuntada la importancia de las traducciones en la narrativa breve de Lorrie Moore, su papel determinante en la comprensión de textos tan complejos). Con estos se consigue el efecto de neutralizar la excesiva intelectualización de los contenidos o la no menos excesiva sentimentalización de las relaciones humanas[5]

-         “A ella le preocupaban la inexperiencia y la autoestima. En el cine, cuando él susurraba: “Mira, ahí sales tú. Twentieth Century Fox, la zorra del siglo XX”.

-         Espero que no seas checa –decía, siempre con la misma broma, señalando la nota de la caja registradora, que anunciaba: NO SE ADMITEN CHEQUES, GRACIAS.

-         Las hormigas son mis amigas. / Su respuesta está en el viento.

-         Entro en la consulta del doctor Morcutt (“¿Morcutt?”, clamó Gerard. “¿Vas a ir a un dentista que se llama Morcutt?”.

 

A pesar de tanto dolor, la poesía

El carácter directo, mordaz, impertinente, de los relatos de Lorrie Moore se equilibra con una acusada tendencia hacia lo que podríamos denominar un “lenguaje poético” poco previsible. No quiere esto decir que se renuncie a la narración, sino que esta queda atemperada por un estilo de alta potencialidad lírica, por más que esta potencialidad se alcance a través de un obsesivo alejamiento de los mecanismos rituales de eso que se ha dado en llamar “lo poético”. En Moore el lenguaje tiende a estirar su capacidad de asociacionismo, tiende a multiplicar los espacios de encuentro entre lo banalmente sentimental y lo que toca directamente a las entrañas. No se renuncia jamás a llegar hasta el límite de una expresividad que en mano de otros autores sonaría superficial, impostada o falsa “…cómo el suelo desprendía su olor fértil a lombrices despiertas”), como no se renuncia a indagar en lo más íntimo hasta salir con las manos manchadas con la irrenunciable grasa de la vida real (“La gente no debía estar en el planeta solo para llorar pérdidas. Yo había visto a una madre de familia convertirse en un rododendro con una placa, junto al aparcamiento del campo de fútbol, como si la hubiera matado ver tantos partidos. Había visto a un escritor joven y brillante que se transformó en un premio de escritura, como si tanto escribir hubiera acabado con él. Y había visto a un abogado de oficio convertirse en un fondo de asistencia legal, como si pagaras por la justicia con la vida. Había visto que una docena de personas se transformaban en trozos de roca, con los nombres inscritos de forma tan estremecedora sobre la superficie que parecía que se hubieran convertido en piedra, después de recibir una vida nueva como la luna la recibe, a través de algunos trucos de iluminación y una fuente con aspecto de cara. Había pasado cien tarjetas de Rolodex a sus caras en blanco. Por tanto, qué más daba que una canguro volviera a ser una novia. Que se casara una y otra vez. Tanto amor urgente y vivo retumbaba bajo tierra y moría allí, sin haberse llegado a expresar nunca, de modo que se podía permitir que una intempestiva atracción errante se saliera con la suya. Había muy poco tiempo”).

Desde sus inicios, la narrativa corta de Lorrie Moore (y esto no es algo que se haya atemperado con el paso del tiempo), se ocupa del dolor, también del dolor infantil, de los hospitales con sus ensayos clínicos y su asepsia, de las relaciones humanas entre personas que se necesitan entre sí tanto como se necesitan a sí mismas (“Personajes abandonados, cultos, hipersensibles, que se comen las muestras de los supermercados y esperan a que aparezcan los humidificadores de frutas y verduras para poner los brazos bajo el agua, para ducharse con las lechuga”) y que saben, al mismo tiempo, que todos los cuentos ya se han contado, que la literatura, el arte, han dado cuenta (y cuento) de las emociones pasadas con un lenguaje que ya no puede servir; y que saben también (los personajes parecen saberlo todo en Lorrie Moore) que han leído ya ese cuento, han recitado ese poema (“¿Qué poeta de segunda fila se había apoderado de las leyes del divorcio?”), han visto por enésima vez esa cuadro, han escuchado mil veces repetida el aria que da cuenta del mundo. Y que les sirve todo ello, a pesar buscar el término exacto de una comparación que, si bien no salva, al menos es capaz de acompañar cuando acaba el día (“Ahí estaba otra vez, inclinado sobre sus rodillas, desnudo como un chelo”; “Era abril y el tiempo había cambiado hacia algo opresivamente agradable, con una brisa urbana de ajo, diesel y Jacinto”).

Los relatos de Lorrie Moore miran hacia el desencuentro que supone la existencia humana, la capacidad de resistencia frente al infortunio, la insistencia en mantenerse firme en la guerra lejana, en el dolor cercano, en la política doméstica o en Oriente Próximo, en la cultura que no sirve como equipamiento para la vida ni para la muerte, ni como consolación en las desdichas, ni como arsenal contra el futuro (“Compro poco. Nunca sabes cuánto tiempo te queda. Ni siquiera compro plátanos verdes. Eso es invertir con optimismo temerario en el futuro”). La pareja funciona entonces como un espacio más que como un sentimiento. Matrimonios, noviazgos, divorcios, adulterios, tríos, amores intelectualizados hasta el extremo, se enganchan como una lapa a las mediocres existencias de aquellos que los padecen aunque crean estar viviéndolos en todo su esplendor (“Miró las mesas con bordes de metal de la cafetería y las sillas enceradas de mimbre. Volvió a mirar a Tom. Se encontraba en un estado de dolor y preocupación en el que nunca lo había visto. En la ciudad que habían compartido, a lo largo de los años, primero cuando él estaba casado, después cuando ella estaba casada, se habían buscado en habitaciones, se habían acechado el uno al otro en fiestas, durante años, tensos y electrizados: cada uno buscaba al otro a hurtadillas y luego se quedaba cerca, con las copas de vino en la mano, cautivado por su charla intrascendente y acometida con entusiasmo. Ella estudiaba el aire superficialmente soñoliento que asumía su rostro, sobre su figura todavía corpulenta, con los párpados bajos y la boca ondulada: detrás de todo eso emanaba una concentración de láser sobre ella. Cuanto más real era un secreto hermoso, menos hablabas de él. Pero, a medida que el secreto desaparecía, en cuanto amenazaba con irse por su propia voluntad, el secreto se volvía frenético e indiscreto, como una forma de aferrarse a esa vida que se desvanecía”).

 

El mundo es un orfanato

Se observa en los cuentos de Lorrie Moore una tensión constante entre la fuerza del diálogo como catalizador del relato y la potencia de la voz narradora que no quiere ocultarse. La brillantez de los primeros, su absorbente presencia, su precisión, es el contrapunto a un narrador que ha renunciado a saber, a contaminar el relato con faltas objetividades, a hilvanar un documento de época con protagonistas merecedores de ese título (“Los hijos sin madre siempre se encontraban. Lo había oído una vez. Tenían la tristeza que no era tristeza pero que otros interpretaban como tal. Tenían la tristeza que gustaba de compañía y que era compañía. Solo a veces sentían los hechos de sus vidas sin madres. Tenían sintonías incubadas en una tradición espiritual. No se acariciaban los dorados rincones de la memoria. El mundo era su orfanato”).

Poco importa si lo que se persigue es la verdad o una ficción que haga todo más asumible. Al entender la vida como viaje, los personajes de Lorrie Moore están convirtiendo ambos en un relato en el que la ficción se abre hacia las verdades de la vida. Y luego es el lenguaje quien busca la perfecta armonía entre el decir y el ser, aunque conozca de antemano que esa mano la gana la banca, que esa partida está amañada (“¿Cómo puede describirse? ¿Cómo algo de esto puede describirse? El viaje y el relato del viaje son siempre dos cosas diferentes. El narrador es el que se ha quedado en casa, pero luego, después, aprieta su boca sobre al boca del viajero, para hacer que la boca funcione, para que la boca hable, hable, hable. Uno no puede ir a un lugar y hablar de él; uno no puede ver y decir a la vez, la verdad es que no. Uno puede ir, y a la vuelta hacer muchos gestos con las manos e indicaciones con los brazos. La boca, funcionando a la velocidad de la luz, con las instrucciones de los ojos, se ha quedado necesariamente quieta; tan rápido, tantas cosas que contar, que se queda abierta y muda como una campana sin badajo. ¡Toda esa vida indecible! Ahí es cuando entra el narrador. El narrador entra con sus besos, imitaciones y orden. El narrador viene y hace una canción, falta, lenta, de la devastación ansiosa de la boca”).

 

Una (posible) conclusión

La brillantez de Lorrie Moore en el relato es innegable. Sabe conjugar el paradigma culto con la cultura popular. Sabe también usar la distancia irónica para paliar el sentimentalismo exacerbado, aunque no renuncia a este cuando es necesario. Sabe que el humor salva pero también deja huellas. Y que las trazas de violencia no inmunizan a los lectores pero les pone sobre aviso de la tragedia presentida. De todos los relatos de Lorrie Moore, imposible no mencionar, siquiera como conclusión el titulado “Gente así es la única que hay por aquí: farfullar canónico en oncología pediátrica”, perteneciente a Pájaros de América. La descomposición de la pareja ante la enfermedad del hijo, la descomposición de la escritura ante la imposibilidad del decir la tragedia, el lenguaje como trampa y como tabla de salvación ante el miedo inconmensurable por el dolor extremo, la ficción como letrina donde van a desaguar los poderosos sentimientos de culpa.

Todo ello, un ejemplo de la escritura de Lorrie Moore: “Pero es que esto es la ficción: la vida invivible, la habitación extraña pegada a la casa, la luna de más que da vueltas alrededor de la tierra sin que la ciencia sepa de qué se trata”.

 

OBRAS DE LORRIE MOORE

RELATOS

Moore, Lorrie, The collected stories, Londres, Faber & Faber, 2008.

Lorrie Moore, Autoayuda, Barcelona, Salamandra, 2002.

Lorrie Moore, Como la vida misma, Barcelona, Salamandra, 2003 (versión original de 1989). Traducción de Luis Murillo Fort.

Lorrie Moore, Pájaros de América, Barcelona, Emecé, 2000, (versión original de 1998). Traducción de María José Galilea Richard.

Lorrie Moore, Gracias por la compañía, Barcelona, Seix Barral, 2015 (versión original de 2014). Traducción de Daniel Gascón.

 

NOVELAS:

Lorrie Moore, Anagramas, Barcelona, Anagrama, 1991(versión original de 1986). Traducción de Benito Gómez Ibáñez.

Lorrie Moore, El hospital de ranas, Barcelona, Salamandra, 2004 (versión original de 1994). Traducción de Libertad Aguileras y Gabriel Dols.

Lorrie Moore, Al pie de la escalera, Barcelona, Seix Barral, 2011 (versión original de 2009). Traducción de Francisco Domínguez Montero.

 



[1] La figura del “writer in residence” es habitual en los campus norteamericanos. Algo hay de perverso en este modelo, por otra parte. Estos escritores tienden a contribuir rutinariamnente a ampliar el número de obras centradas en el mundo académico, en una endogamia en ocasiones poco productiva. En otro orden de cosas, y a manera de ejemplos de la narrativa y del cine, no estaría de más echar un vistazo a la novela de Michael Chabon Jóvenes prodigiosos (llevada al cine por Curtis Hanson) y a la película de Todd Solondz Cosas que no se olvidan.

[2] Lorrie Moore, Autoayuda, Barcelona, Salamandra, 2002.

[3] Pájaros de América (Barcelona, Emecé, 2000); Como la vida misma (Barcelona, Salamandra, 2003); Gracias por la compañía (Barcelona, Seix Barral, 2015).

[4] The Collected Stories, Londres, Faber & Faber, 2008. Contiene todos los relatos de sus tres primeros libros y cuatro de los relatos que formarán parte posteriormente de Gracias por la compañía. No me consta la intención de publicar esta recopilación en España. La vida editorial de la obra de Moore ha pasado por vaivenes difíciles de explicar puesto que se ha publicado en tres editoriales distintas.

[5] Doy cuatro ejemplos de entre los muchísimos que podríamos consignar. Queda pendiente el análisis en profundidad de las traducciones de los relatos de Lorrie Moore, un asunto que afecta decididamente al horizonte de expectativas de los diferentes lectores así como a su capacidad de interpretación de los distintos sentidos del texto.

Escrito en Lecturas Turia por Javier García Rodríguez

Ritos de paso

18 de enero de 2019 14:37:13 CET

Aquí todo sucede como en sueños. Incluso cuando nadie alberga dudas sobre la solidez o la calidad de la existencia, siempre hay alguien -un muchacho que hasta hace poco era la viva imagen de la salud, o una niña que aparta la cara detrás de un flequillo excesivo- que dibuja la primera grieta en el aire. Si no me crees, inspecciona los garabatos en las ventanillas polvorientas de los autobuses, el ajedrez hipnótico de la retina en los techos agrietados. Son los primeros en volver a casa y saludar al piano vertical del pasillo. Se despiertan bailando con el azogue del espejo. Saben entrar y salir sin ser vistos, del brazo de su sombra. La mañana reluce como de costumbre sobre el parking del supermercado, pero dos cuerpos furtivos ya encontraron el modo de ignorarla. Fumando a escondidas, o meciendo su desdén sobre el brillo metálico de los coches mal aparcados. La música es el alma de esta fiesta. La música es el cuerpo del delito. Si no me crees, advierte el parentesco entre la grava y el tabaco, la cópula del tiempo con las grúas. Unos labios resecos deletrean la cadencia del cielo y todo vuelve a repetirse, como en sueños. Así fue la primera vez: libertad y frío, el rumor de la calle abrochando el silencio, volver o no volver junto al sedal estéril de un cigarrillo. Iban hacia la fuente de la vida, pero el trayecto fueron colmenas de abejas filosóficas, zumbidos castradores. Iban en fila, bien ordenados, pero la multitud los dispersó y ahora vagan por las afueras. Charcos donde abrevan neumáticos rotos, jardines con mangueras descuidadas que simulan los pliegues de la mente. Nada de lo que ocurre es un sueño, aunque lo parezca.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Doce

La sábana

14 de enero de 2019 08:28:56 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y alargas la mano

buscando donde asirte y encuentras

la sábana.

¿Qué desfile de rostros

será ante tu cama

el del último día?

Tal vez vengan a verte

aquellos que no amaste

O tal vez estés sola

y te laven el cuerpo

manos que nunca

acariciaste.

Si al menos

pero no: 

tan sólo es el tacto

de la sábana.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Chantal Maillard

Memoria histórica

8 de enero de 2019 10:22:17 CET

La gente somos seres que sorprenden.

Por muy hondo que sea el pensamiento

de esa enfermedad,

de aquel fracaso,

irrumpen el amor, el recuerdo, la risa,

un segundo de luz y de tregua

entre la desolación y la supervivencia

 

¡Qué asombroso! Tenemos por dentro

cañerías y engranajes,

neuronas, ritmos,

mares de humores y la posibilidad

de procrear.

 

             Y sin embargo

no hace falta que pensemos para estar respirando,

podemos disfrutar aunque nos falte un pie,

y no echamos de menos a los muertos

todo el tiempo.

 

Al salir del hospital siempre reímos

aunque un informe diga que un reloj

hace tictac en nuestro centro.

 

Pero sabemos también hacer a los seres queridos

las preguntas difíciles,
espiar lo que duele, estudiarnos por dentro;
nos empeñamos
en abrir fosas comunes, cajas negras,
en ver el rostro de quien apretó el gatillo.

 

 

Hechos para el perdón y para el consuelo,

sorprendentes seres con capacidad de olvido

que eligen sin embargo

saber más.

 

Escrito en Lecturas Turia por Laura Casielles

Save the last dance for me

8 de enero de 2019 10:09:40 CET

“En su pulcro concierto,

bailan a medianoche”,

como dos personajes

del Dietario voluble

de Enrique Vila-Matas.

Terminada la fiesta,

en la perlada noche

de olores y de músicas

–no se priva de nada

esta historia pues viene

completo el pack de tópicos,

es cierto–,

terminada la fiesta,

no olviden que tratamos

de remar para, acaso,

no morir en la orilla,

terminada la fiesta,

París ya no es París

y ellos no son ellos.

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier García Rodríguez

Miniaturas

17 de diciembre de 2018 13:37:06 CET

 EL ANCIANO FULLERO

    A Lola Larumbe                                            

 

El anciano de los apólogos falsos jugaba con sus nietos en el jardín del morabito cuando recibe un mensaje de la preferida de su harén; y, porque desea leerlo a solas, se marcha del jardín abandonando a los niños en esta tarde de primavera en que mamá merienda con las beatas en la cafetería de la esquina y papá medita incorporar al negocio de volovanes a ese cuñado maniático que pasa las horas muertas en la azotea

 

en diálogo con la corte celestial y los ministros del Señor, según dice mintiendo, porque cuando el anciano de las fábulas ladinas llega a la azotea para leer la carta de la favorita de su harén, descubre al cuñado tendido en la superficie de baldosas, medio oculto entre las sábanas del tendedero y con la mano derecha hurgando en su bajo vientre mientras espía por la tronera del tejado a las doncellas del servicio doméstico

 

que en el cuchitril donde duermen junto a la maleta que guarda su patrimonio planchan desnudas su uniforme de quita y pon, sin que logre verlas así el cuñado rijoso porque el calor de la plancha las envuelve en tan espesa niebla -a la manera de las actrices extranjeras de la pantalla cinematográfica sumergidas en un baño de espuma- que parece urdida por el presbítero de la familia para privarle de la visión lujuriosa.

 

De eso se lamenta el cuñado buscando la complicidad del anciano de los apólogos falaces, al que mil veces han visto en una hamaca leyendo las cartas de la favorita de su harén mientras su mano derecha acariciaba la herramienta de la voluptuosidad jaleado por las voces blancas de sus descendientes que, con su melodioso contrapunto, conseguían extraer de sus entrañas la semilla de una raza y un imperio. 

 

Pero esta tarde de primavera en que mamá merienda con las beatas en la cafetería de la esquina y papá analiza la idoneidad de su cuñado para el negocio de volovanes, el anciano de las fábulas tramposas no se entretiene en tocarse la entrepierna ni en escuchar las quejas de su cuñado porque sus nietos, al darse cuenta de que se marchaba sin avisar del jardín del morabito, le han seguido pisándole los talones

 

y casi le habrían dado alcance en las escaleras que conducen a la azotea, de no ser porque el anciano de los apólogos infames, ante el obstáculo del cuñado espatarrado en la azotea entre las sábanas del tendedero y con la mano en el gatillo de la bragueta a la caza del desnudo femenino entrevisto, ni se detiene a afearle su actitud, salta sobre su cuerpo postrado, entra resueltamente en el cuarto de la plancha 

 

y como si hubiera conquistado un baluarte cierra la puerta con pestillo dejando a sus espaldas el escándalo de sus perseguidores infantiles que, frustrados por este desenlace, golpearán durante horas la puerta bloqueada por el cerrojo con el regio y, para ellos, legítimo imperio con que dentro de unos años exigirán participar en el negocio paterno de volovanes y en las meriendas de su madre con las beatas,

 

una impaciencia típica de la niñez no domesticada y de la que se desentiende el anciano de las fábulas intrigantes, que tras atrincherarse en el cuarto de la plancha y no contento con enfadar a sus nietos al prohibirles el acceso a su reducto, irrita también al cuñado sexador de estrellas porque le tapona con ropa sin planchar la tronera del tejado para cegarle el espectáculo de desnudos que se procuraba desde la azotea,

 

tumbado boca abajo sobre la fría superficie de baldosas, tal como lo sorprendio el anciano de los apólogos increíbles, y parapetándose en el burladero de las sábanas tendidas desde donde calibraba, igual que el ganadero sopesa desde la barrera del tentadero la bravura de sus reses, los atributos físicos de las criadas nacidas en Villalón, Monforte de Lemos o Miranda de Ebro que sirven en su casa,

 

esas hijas del pueblo soberano que, niñas aún y ya con las mañas imprescindibles para sacar partido del mundo, dijeron adios a su chabola embarrada, a sus padres borrachos, a su pretendiente mandria, a sus pálidas amigas, a sus perros mordaces y a su terruño hundido en el confín del mapa para buscar en la gran ciudad un plato de comida y un lecho de paja a cambio de un trabajo de sol a sol

 

y a las que la irrupción del anciano de las fábulas engañosas en ese cuarto de plancha donde raramente se adentra algún caballero sorprende tanto como si hubiera acudido a visitarlas Nuestro Señor Jesucristo con el taparrabos de cuando bajó a los infiernos recién resucitado, de ahí que a sus quejas por no haber sido avisadas del imprevisto se una el movimiento de cubrir sus intimidades con el primer retal que apañan,

 

en un gesto poco valorado por el anciano de los apólogos capciosos, que no fija sus pupilas en la anatomía de aquellas palurdas sino en las palabras de la predilecta de su harén, y sólo cuando termina de leer el texto, es decir, después de haber recorrido el trazado de la letra femenina sobre el papel de la misma manera que la obstinada hormiga suscribe el camino abierto por sus predecesoras,

 

alza la vista y, sin denotar júbilo o duelo ni extrañar la circunstancia ni el sitio, se sienta en la banasta de ropa pendiente de plancha con la desenvoltura del faquir en su tarima de clavos, guiña un ojo a su auditorio, suspira, desabrocha su camisa, bosteza, afloja su calzado, descansa, prescinde de los pantalones, sonríe, abre sus piernas, se relame, tantea la herramienta de la voluptuosidad, se estremece

 

y, tras encender la pipa con tabaco de miel, cuenta la fábula de ese anciano fullero que recibe una carta de su adorada cuando paseaba con los nietos por el jardín del morabito en una tarde de primavera en que la madre merendaba con las beatas y el padre dudaba si confiar el negocio de volovanes a ese cuñado suyo que, a través de la tronera del tejado, azuza la clamorosa expectación de sus sentidos.

                           

                                                         

 

 

LA MANO Y LA VOZ

 

Imaginamos la mano del pianista a punto de pulsar las teclas, adivinamos su impaciencia por tocar la primera nota que introduce a sus oyentes en el universo de la composición, unos oyentes acostumbrados a sus ejercicios de escalas y arpegios porque comparten su vivienda como familiares o criados, o que no son parientes ni se relacionan con él, sino que acuden al concierto de abono atraídos por su renombre y ocupan anfiteatros y butacas del Auditorio con docilidad mecánica o, a lo mejor, con la impaciencia del pianista por iniciar la función, y en este caso nos hallamos ante el espectador privilegiado con el que sueña cualquier intérprete desde el Conservatorio, ese interlocutor receptivo a la sensibilidad del creador cuando se enfrentó a la partitura en blanco en la ciudad alemana o austriaca de negros tejados donde luchaba por abrirse camino en el mundo de la música muchos años antes de que nacieran ese espectador y ese pianista, era una mañana de frío polar y su mano, sobresaltada por mil inquietudes, agarró la pluma, sembró de notas el pentagrama y al terminar la composición, o bien subio a los cielos, satisfechísimo de su competencia, o se desesperó de que su talento estuviese de vacaciones.

 

Atardece en aquella ciudad centroeuropea de tejados inclinados, supongamos que nieva, aquel  compositor se citó con sus amigos en la taberna de siempre, y su desazón por el resultado de su obra recién acabada la sufre el que ha de ejecutarla en  el Auditorio dos o tres siglos después, este solista que ha posado su mano sobre las teclas a la espera de cruzar los gestos de rutina con el director de la orquesta: “¿OK?”, “OK”, mientras se prepara el equipo de maderas, cuerdas y metales y el oyente privilegiado centra su atención en el comienzo de ese Lied que cautivará al público del Auditorio como si por primera vez lo oyese aunque, todos lo sabemos, se estrenó hace siglos en la ciudad centroeuropea de tejados pinos, cuando el compositor entró en la taberna donde le aguardaban los leales, colgó de un clavo el pesado capote, asió una jarra de cerveza, tomó un trago y al depositarla sobre la mesa barnizada con los labios blancos de espuma confió al más próximo la misma incertidumbre que muchos años después, en la calle Alcalá de Madrid, indujo al maestro Tomás Bretón a declarar al concertino de la orquesta del teatro Apolo en el estreno de La verbena de la Paloma: “Me parece que me he equivocado”.

 

Eso dice el artista genuino, desconfiad del que no se exprese así, porque en un artista hay más insatisfacción por su obra que complacencia. Con esa angustia sustancial a su oficio levantó su rostro en la taberna de la ciudad centroeuropea de tejados de pizarra el autor del Lied que ahora aborda el intérprete y cuando buscaba alivio a su agobio tropezaron sus ojos con una mujer que convertía su zozobra en vivacidad, una entusiasta que arrimó una silla al piano del que solían brotar valses en Carnaval y le invitó a ejecutar la canción que le provocaba tantas dudas. ¡Sublime inauguración! Aquella tarde la mano del autor tembló en la taberna, como tiembla siglos después en el Auditorio la mano del pianista, y una mujer cantó temblorosa el Lied que otras voces femeninas han repetido en diversos escenarios del mundo desde que el compositor lo dio a conocer en aquella ciudad centroeuropea como un tesoro extraído de lo más hondo de su alma.

 

                       

 

 

EL JARAMA

 

El río Jarama nace en la vertiente sur de la montaña de Somosierra, entre los cerros de la Cebollera y Excomunión, y corre por las provincias de Madrid y Guadalajara recogiendo los afluentes que le salen al paso. Cerca del Pontón de la Oliva recibe al Lozoya, y con él desfila por Talamanca y Paracuellos hasta Mejorada del Campo, en que se le agrega el Henares;  más allá del puente de Arganda absorbe al Manzanares en Vaciamadrid y al Tajuña en Titulcia y, ya en la vega de Aranjuez, no admite más incorporaciones porque penetra en el Tajo por su orilla derecha, perdiendo así su identidad y dejándose arrastrar por tierras de España y Portugal hacia la desembocadura del Océano Atlántico.

 

Esta descripción de Casiano de Prado permite comparar el desarrollo del  Jarama con la existencia del hombre, que de niño ofrece la misma estampa de fragilidad que el río cuando brota entre las piedras que le sirven de cuna. Diversas fuentes le alimentan para proporcionarle la fuerza que le permita construir su espacio. Y conseguido éste, aplaca su ímpetu de torrente a medida que ensancha su cauce y adquiere la prosopopeya con que un río de prestigio pasea por la llanura, luciendo esa posición consolidada de la que parece enorgullecerse también su biógrafo, cuando para resaltar la madurez del río que conoció en pañales indica que, poco antes de terminar su carrera en el Tajo, suministra su caudal a la gran acequia llamada Real del Jarama.

 

Las lluvias de otoño y el deshielo de la primavera refuerzan la corriente de este río y también su mala fama entre los pobladores de sus orillas, que le consideran poco de fiar y alevoso, "con más engaños que el jopo de una zorra", dicen, como si en vez de agua contuviese culebras: tanto por sus irritaciones caprichosas -cuando la crecida de marzo "le hincha el pescuezo lo mismo que un gallo que quiere pelea" y se lleva "una huerta por delante, con frutales y tapias y todo lo que entrilla", hasta dejarla "aterrada, convertida totalmente en una playa"-, como por su hipocresía estival, en que pese a su aspecto mansito, pues ni líquido parece tener, todos los años se cobra la vida de algún bañista. 

 

No hay que culpar por entero de estas muertes a la naturaleza del río, ya que mucha responsabilidad recae en ese cantamañanas que, desde que aprendio a flotar en piscina, se pregona nadador de primera y capacitado para meterse en honduras. Una equivocación típica del madrileño que, con esa fatuidad de creerse dios bendito, no distingue entre una charca y un pantano, y eso le induce a presentarse a golpe de pedal por estos parajes alcarreños en los domingos veraniegos, vaciar alegremente la tartera y la botella y, sin respetar la tregua de la digestión, tratar de tú a un temible como el Jarama que, aunque no se le provoque ni se le quite el ojo, engancha cuando le place al primero que pesca, y lo mismo que si fuera un hambriento se lo zampa sin mirar edad ni oficio, pero sí que sea madrileño, pues ésa parece ser su inclinación según la estadística.

 

Con estas y otras razones aportadas por los que saben de lo que hablan -pastores y gente del campo de San Fernando y Coslada y también algún emigrante-, se distraen los parroquianos de la venta de Mauricio durante los domingos de la canícula, si es que les permiten entenderse las voces de los jugadores de dominó de la mesa cercana, en disputa permanente por los enredos del contrahecho Coca-Coña. Al caer la tarde sube de los aledaños del río la música de baile, y el paisaje desaparece en la noche con la confianza de que por la mañana seguirá donde estaba, y lo mismo que el río no se aburre de recorrer la misma distancia un día y otro, en la venta se repiten los temas de conversación como si se abordaran por primera vez.

 

Pero esta temporada hay una novedad porque, ante la falta de lluvia, las autoridades han decidido abastecer al Jarama con los embalses de El Vado y El Atazar, y esto que supone un alivio para la cuenca, obliga a preguntarse a los contertulios si no se habrá alterado la personalidad del río al introducirse en sus aguas naturales otras prestadas. En pleno debate, el escritor que les dio la palabra en la novela famosa de El Jarama, asoma a la puerta. "Don Rafael", exclama quien le reconoce a pesar del tiempo transcurrido. Y a la admiración que despierta entre los parroquianos el nombre del señor Sánchez Ferlosio, se añade la curiosidad de averiguar si esta incidencia que comentaban es lo que le trae después de tantos años a la venta de Mauricio para anotar con su mano maestra, en otra obra de fementida ficción, la mudanza.

 

                      

 

LA ROSA Y EL LIBRO

 

                                                 A Lourdes Serrano

 

 

El visitante empuja la puerta de la librería con la confianza del que pisa terreno conocido. Pero, al no hallar a la dueña, permanece incómodo, con el largo tallo de la rosa en su mano derecha. Otros años la dueña le daba la bienvenida y, después de recoger de su mano la rosa, le entregaba un paquete envuelto en papel de colores. Y él se moría de ganas de descubrir el contenido, pero no lo hacía hasta ponerse a salvo de que algún policía le pidiera cuentas de su adquisición.

 

Bien sabía esta circunstancia quien le hacía el obsequio. Semanas antes del 23 de abril, la mujer buscaba lo que podía interesar a su amigo en las librerías de la cuesta de Claudio Moyano, del pasadizo de San Ginés y del circuito formado por las calles de Alcalá, Narváez, Ibiza y Fernán González. Ahí acudía la mujer como a puerto seguro y mantenía con los responsables de esos centros  una conversación en clave para burlar la vigilancia de la dictadura: "¿Tienes La náusea?; dame Lolita; reserva El amante de Lady Chatterley; me llevo A.M.D.G.; te pido Faulkner". Y el fruto de sus pesquisas, debidamente oculto a la fiscalización de las autoridades, se lo regalaba al amigo que la visitaba cada 23 de abril: "Ten tu Maeterlinck", murmuraba ella al tomar la rosa, "pero que no te lo vean, que me comprometes". 

 

Muchos años después, el hombre recuerda con cariño aquellos locales que se arriesgaban a vender títulos prohibidos. Esa consideración que entonces despertaba la literatura -aunque sólo fuera como material peligroso-, se ha perdido. Hoy la resistencia de nuestra sociedad a la literatura es cada vez mayor, con el argumento de que no rinde beneficios económicos. Si prospera esta tendencia, piensa el caballero, ¿qué van a ofrecer las librerías a sus clientes?

 

Interrumpe su meditación la dueña. "Envolvía tu regalo", explica para justificar su ausencia, mientras huele la rosa que él le trajo. "Se ha perdido aquel aroma", afirma él. "Tampoco la literatura es lo que era", comenta ella, señalando el mostrador con los libros firmados por gente de mundo y jaleados en los periódicos. "Pero nosotros no hemos cambiado", replica él; y añade: "¿Por qué quieren acabar con  lectores como nosotros?". Quedan en silencio los dos tras el interrogante retórico. Luego, él rasga el papel del obsequio delante de ella. Es una edición de bolsillo de Los pueblos, de Azorín.

 

El hombre escoge el capítulo titulado  "Epílogo en 1960" y se lo lee a su amiga: "¿Qué quiere decir esto de Azorín?", comienza. Y le vuelve la emoción de la primera vez que lo leyó. Ella escucha el texto como si nunca lo hubiese oído, pero se adelanta a recitar el final: "Iremos al huerto y veremos cómo marchan los membrillos". Y mirándose a los ojos los dos, con algo más rabia que melancolía, corean la última frase: "Y todos salen". El se guarda el libro en un bolsillo de la chaqueta. Ella apaga la luz, echa el cierre y, ya en la calle, enseña a su amigo lo que no había visto hasta ahora. En el escaparate de la librería, más destacado que cualquier primicia editorial, resalta un cartel que dice: "Se vende", en letras grandes. 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Longares

La vagabunda

17 de diciembre de 2018 13:33:53 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Llegó por la mañana

con sus mejores galas el verano,

pero la primavera

no se había marchado todavía.

Los tuvimos sentados

a la mesa almorzando y cada uno

trató de agasajarnos

con lo mejor que había en sus alforjas.

Sacó primero primavera un paño,

era azul y era cielo. Puso en él

verano los bordados: golondrinas,

la libélula roja y el pespunte

del canto de los pájaros.

El rumor de la fuente, 

quiero decir el sueño,

corrió de nuestra cuenta.

Cuando llegó el momento,

la primavera habló de su regreso

para el año que viene.

Fue el único momento de tristeza,

y nos quedamos solos el verano y nosotros.

Estaba anocheciendo y cruzó la lechuza

y dejé de pensar

y dejé de temer

y de echar nada en falta

como dicen que pasa si ya has muerto.

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Trapiello

Una filosofía comprometida con la sociedad

17 de diciembre de 2018 13:31:24 CET

La filósofa Marina Garcés, ofrece en Fuera de clase. Textos de filosofía de guerrilla una recopilación de textos redactados para la columna semanal del suplemento del diario Ara entre el año 2014 y mediados de 2016. Desde los propósitos y coordenadas interpretativas del colectivo aglutinado alrededor de la Fundació «Espai en Blanc», la profesora viene desplegando una inquieta y comprometida actividad intelectual al servicio de la movilización de las conciencias, utilizando la filosofía para desvelar las posibilidades de una convivencia en la que los miembros nos reconozcamos como personas dignas y, a la vez, participantes de una comunidad. De algún modo, los textos aquí reunidos forman una interesante prolongación de la trayectoria exhibida en su anterior trabajo, Un mundo común (Bellatera, 2013).

En el prólogo de la presente publicación, la autora ya señala su pretensión de utilizar la capacidad crítica de la filosofía para hacer frente a una sociedad caracterizada por la competitividad, el clientelismo y la privatización. Comprensión de los problemas, desvelamiento de nuevas capacidades y poder de transformación son los rasgos de la filosofía a la que ha dado forma esta profesora de la Universidad de Zaragoza a lo largo de una renovadora trayectoria en la que no han faltado muestras de originalidad en su pensamiento e interesantes iniciativas de acción. Una filosofía que pretende abrir nuevos horizontes, recuperar la fuerza de la palabra para desvelar problemas abriendo vías al pensamiento y, sobre todo, conformar una filosofía activa que no pierda de vista el compromiso de la teoría con la realidad social. De hecho, a lo largo de los textos reunidos en esta ocasión puede detectarse la constante de una interpelación cercana, próxima al lector, en la que además de llamarle a la reflexión y de exortarle a desarrollar actitudes de compromiso parece preguntarle: «¿Tú dónde te encuentras?».  

Su proyecto teórico, del que forma parte este trabajo, pretende recuperar el sentido de las palabras escapando de las clasificaciones previas y de las maneras estereotipadas del decir. El libro promete embarcarse en una difícil empresa, sin embargo el resultado, a causa de la naturaleza ocasional y fragmentaria de los textos en los que encuentra su origen, se ubica sólo en los bordes de aquello que parece desear expresar: apunta hacia situaciones, bosqueja planes de pensamiento y acción, se desgrana en miríadas de intuiciones cognoscitivas que no describen con el suficiente rigor ni con la deseable claridad o profundidad en sus diferentes aspectos los asuntos que aborda. No obstante, el lector ya debe contar con ello: no es un libro académico de filosofía que exponga sistemáticamente una cuestión, sino un compendio que aglutina un conjunto de reflexiones dispersas, a modo de píldoras filosóficas, que van desde la reelaboración personal de planteamientos conocidos, hasta pensamientos audaces y originales de la profesora, muchas veces surgidos de relecturas de autores clásicos o contemporáneos, y también de sus clases impartidas en la universidad.

Su filosofía de guerrilla señala algunas contradicciones del pensamiento hegemónico occidental que cobra fuerza en la Ilustración y se prolonga hasta la actualidad generando nuevas formas de opresión cultural, política, económica e institucional. El papel de la cultura en la sociedad, las derivas nacionalistas y populistas, las posibilidades de la escuela, las funciones de la educación superior, los intercambios discursivos, las estrategias del poder… Muchos y diversos asuntos desgranan las páginas de este libro donde seguro que, entre tanta variedad, el lector encontrará momentos inspiradores, porque la prosa que exhibe Marina Garcés es deslumbrante y audaz en muchas ocasiones, culta siempre, y toda ella exhala un sugerente hálito de inteligencia y sensibilidad.

Recuperando para el gran público autores que ocupan los márgenes de nuestra tradición, intelectuales inquietos que abren nuevos espacios de encuentro dirigidos a desplazar los lugares comunes de nuestras ideas, su pretensión es utilizar la filosofía para comprender lo que nos sucede. Pero no esperen los lectores referencias a los más acuciantes fenómenos de la política, la economía o la sociedad que los habituales medios de comunicación nos presentan a diario, sino un enfoque indirecto que pretende, a través de esta estrategia, conectarnos con una más radical transformación de nuestras posibilidades. El libro rezuma, como es de esperar cuando se trata de filosofía contemporánea, momentos de abstracción y de posmodernidad, resultando una inteligente introducción a las manifestaciones culturales de aquellos que exploran los caminos de la diferencia. Sus reflexiones resultan especialmente perspicaces cuando da forma, con elegantes destellos literarios, a un análisis de nuestra realidad y de nuestras experiencias cotidianas. En esos momentos Marina Garcés despliega un movimiento de vaivén del pensamiento que se mece, desde los más altos conceptos abstractos de la filosofía, hasta su encarnación concreta en nuestras vivencias diarias.

Celebramos, pues, en esta obra la centralidad del pensar filosófico en unos tiempos tan aparentemente refractarios a ofrecernos la tranquilidad necesaria para poder hacerlo. Sorprende, dado el carácter fragmentario de la selección de textos que nos ocupa, la coherencia de este trabajo. Una unidad en los motivos de fondo que se asienta en la original mirada de su autora.  Un libro que se disfruta leyéndolo como lo que es: una recopilación de breves artículos con formato periodístico que restituye la capacidad vital de la filosofía para interpretar nuestra vida y el mundo que conformamos entre todos.- RUBÉN BENEDICTO.

 

 

Marina Garcés, Fuera de clase. Textos de filosofía de guerrilla, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016.193 páginas.

Escrito en Lecturas Turia por Rubén Benedicto

Paisaje de lo que falta

10 de diciembre de 2018 09:27:46 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Ricardo lo mató la máquina.

Era máquina que ronroneaba

como algo a punto de nacer.

 

Lo conocí cargando palos.

Cuando no había palos, cargaba ladrillos.

Tenía de todo su garaje. Tenía una serradora.

El año que cortaron la alameda,

podías verlo desde aquí

fumando de pie sobre un tronco talado,

él mismo vuelto tronco en la distancia,

reconciliado con el bosque.

 

Donde antes estaba Ricardo

hoy queda apenas un bostezo de humo,

aquel dibujo obsceno rayado con navaja

y el tatuaje naíf de su antebrazo,

todo flotando apócrifo en el aire

como el dedo fantasma de un yakuza.

 

A veces regreso a su cochera

y acaricio la máquina apagada

que nadie quiso llevarse

esperando escuchar el ronroneo.

Le gustaba pellizcarme sin permiso

y la animación japonesa.

Escrito en Lecturas Turia por Erika Martínez

Grace Paley: tal y como pensaba

10 de diciembre de 2018 09:00:35 CET

   Quienes desconfiamos de los que son definidos como «activistas» corremos el riesgo de penetrar en un libro como La importancia de no entenderlo todo, de Grace Paley, con un prejuicio difícilmente salvable. Y más si topamos pronto con frases maximalistas como «la única obligación de un escritor pasa por dejar en este mundo un poco más de justicia de la que encontró al llegar». Afortunadamente, el texto desmiente con rapidez el apriorismo para presentarse como una colección de artículos, reportajes, prólogos de libros y transcripciones de charlas que la autora escribió a lo largo de la época más activa de su vida (1960-1995, aproximadamente) y que abordan con crítica lucidez y espíritu de reflexión asuntos como el aborto, la discriminación de la mujer, la guerra de Vietnam, la objeción de conciencia militar y la desobediencia civil, el capitalismo descontrolado, la lucha por los derechos de los homosexuales, la instrucción pública, la segregación racial, la cuestión judía, la centrales nucleares, etc. Son, como se puede apreciar a simple vista, los grandes temas que la izquierda europea y norteamericana ha enarbolado como propios a lo largo del siglo XX, y que han constituido, efectivamente, la lucha colectiva y utópica por una sociedad más justa, igualitaria y libre de los abusos del poder.

 

    Esa fue la batalla de Grace Paley, que reconoce, con orgullosa coquetería, haber recibido «una infancia socialista típica» (página 125). El libro, cuyo título original es más sugestivo que el español (Just As I Thought, «Tal y como pensaba»), está plagado de referencias a su familia, formada por judíos rusos exiliados por el zar Nicolás II y asentados en Estados Unidos, concretamente en el Bronx neoyorquino, pero también a su labor como madre y ama de casa, profesora, poeta, narradora (tres libros de relatos a lo largo de su vida, reunidos en un volumen por Anagrama: Cuentos completos), reportera y conferenciante. Pero el material de su libro surge sobre todo de la calle; Paley no es una intelectual al estilo, digamos, de Susan Sontag, sino una mujer vitalista y combativa más en la línea de Doris Lessing, que participa en manifestaciones, concentraciones y protestas, ingresa en prisión en dos ocasiones, viaja varias veces a Vietnam en plena masacre, dicta peculiares clases de literatura, se practica dos abortos, se mezcla con mujeres negras y canaliza su protesta por la integración racial plena, se manifiesta periódicamente ante el Pentágono… Ahí reside el principal atractivo de La importancia de no entenderlo todo, en su combinación de reportaje callejero experimentado in situ y de reflexión global y serena sobre las injusticias del mundo contemporáneo. Paley, por ejemplo, no solo ataca la intervención americana en Vietnam, El Salvador o Afganistán por criterios morales, humanitarios o emocionales, sino que apunta las consecuencias económicas que los conflictos deja en la población más débil, con ciudades «en ruinas y devastadas» (página 117). «Sufren la devastación de la guerra —continúa—. Los hospitales están cerrados, las escuelas privadas de maestros y libros. Los jóvenes negros y latinos no tienen trabajos decentes. Los obligarán a alistarse en el ejército (…) Las ayudas que reciben los pobres se recortan o se eliminan para alimentar al Pentágono, que necesita unos 500 millones diarios para mantener su salud homicida. El año pasado se llevó 157.000 millones de nuestros impuestos, 1.800 dólares de cada familia de cuatro miembros».

 

    Lo mismo ocurre con sus convicciones feministas, que no apuestan por la percepción de los hombres como permanentes verdugos sociales (feminismo radical), ni tampoco por la defensa de las diferencias por sexo (o, ahora, de «género») no como una realidad inherente al ser humano, sino como una construcción cultural (feminismo cultural), sino más bien en la línea del feminismo socialista, que observa la discriminación y opresión de la mujer en la lógica del capitalismo patriarcal, igual que ocurre con el racismo. Para Paley, la liberación de la mujer llegará por la vía cultural —destrucción de la sociedad patriarcal— pero, sobre todo, por la vía económica, ya que la tradición de la explotación capitalista se ha cebado con los colectivos socialmente más débiles, como las mujeres, los negros o los latinos. Paley encuentra la voz contradictoria de otra exiliada, este caso ucraniana y en Brasil: Clarice Lispector. Y a la pregunta de cómo concibe el feminismo, responde asertivamente: «Ser feministas (…) implica ser responsables de la libertad de su propio país, de la libertad de las mujeres, los hombres y los niños. (…) Implica mantener viva la batalla, no ceder un centímetro, pero a la vez trabajar codo a codo con los hombres, porque la conciencia feminista debe pasar a formar parte de las soluciones prácticas, si quiere convertirse en el tejido de un desenlace revolucionario» (página 132). Es decir: su lucha es la lucha de la mujer, pero sobre todo la de la mujer obrera.

 

    Como se observa, el libro abunda en un tono utópico con el que no se puede dejar de simpatizar. La autora escribe poemas para enseñar literatura a sus alumnos y, sobre todo, defiende la educación pública frente a aquellos de sus amigos y colegas que matriculan a sus hijos en escuelas privadas elitistas y alternativas. «Los hijos de los progresistas deben ir a la escuela pública», proclama (página 167); lo contrario es caer en el clasismo y, en consecuencia, alimentar el gueto. En Paley aparece de manera frecuente la cuestión de clase: la izquierda debe promover la escuela pública, plural y laica por la misma razón que la clase alta (sic) promueve las escuelas de clase alta o los católicos la escuela católica: como proyección de su idea de pertenencia a un grupo social.

 

    Acaba La importancia de no entenderlo todo con una prolongación necesaria de su pensamiento pacifista: la intervención americana en la primera Guerra del Golfo, a la que emparenta sin problemas con la de Vietnam, sobre todo en el despilfarro económico, en la injusticia que reportan y en la manipulación de los medios de comunicación por parte de los poderes político-económicos. «¿Es ahora más seguro Oriente Medio?», inquiere una pancarta de la asociación Women Indict Military Policies («Las mujeres condenan las políticas militares»). Estamos en la temprana fecha de marzo de 1991 y la pregunta, varias décadas, se responde por sí sola. Y una conexión insólita final: la guerra de Irak coincide con una pregunta sobre la menopausia que una escritora amiga efectúa a la propia Paley, que escribe un breve ensayo en el que relaciona la relevancia de un hecho y la insignificancia del otro; las esferas de lo social y lo individual (e íntimo) se cruzan en un aliento sordo de melancolía. Para entonces es ya una anciana, y Paley reivindica la vejez y a los viejos como antes reivindicó a las mujeres, a los negros, a los pobres, a los vietnamitas, a los iraquíes, a las prostitutas, a los obreros explotados, a las presas. Y zanja el asunto mostrando su debilidad: «Me siento de maravilla. (…) Pero sí, la verdad es que me molesta bastante hacerme mayor» (página 231). Es importante y hermoso llegar a viejo y no entenderlo todo. Pero escribir, y actuar, por mejorarlo.- PABLO PÉREZ RUBIO

 

 Grace Paley, La importancia de no entenderlo todo, Madrid, Círculo de Tiza,  2016.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Pérez Rubio

Siete gracias farrucas

10 de diciembre de 2018 08:56:09 CET

A Juan Antonio Bernier

 

1.

 

Río como hubiera

reído mi maestro;

cara de tonto por

el camino de siempre.

 

 

2.

 

Con todo lo que sé

hacer una comparsa.

 

 

3.

 

La Virgen del Puño venía

subiendo por la Calle Nueva

deshaciendo en los escaparates

su hilera torpe de viejas.

 

4.

 

Por nueva tala

muertecita de frío

la Nomentana.

 

 

5.

 

Todo el verano

Joseíto, y nunca

lo saludé.

 

 

6.

 

Los chascos de los pobres:

A la emoción por la transparencia, ¿no?

 

 

7.

 

Escribir como un robo al aire.

Pero el pájaro.                                   

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Reche

Octavio Paz, cosmógrafo

10 de diciembre de 2018 08:46:55 CET

Octavio Paz, ¿un poeta ensayista o un ensayista poeta? ¿Un poeta que piensa poemas veteados de reflexiones, preñados de relecturas, o un ensayista que canta el mundo en ensayos sembrados de connotaciones y de visiones, inagotables como poemas?

El territorio de Paz es esa intersección entre poesía y ensayo. Un lugar donde la palabra lírica es una candela que ilumina, en el que Paz rescribe el mundo en cada lectura. Como un niño que siguiera los renglones con el dedo, y luego mojara ese mismo dedo en tinta para escribir nuevas lecturas.

Y el señor de ese puente, de esa isla que pertenece a ambas orillas del río, es el Paz lector, del que nace todo. El Paz que lee y quiere emular a los escritores que admira. El Paz que se busca, se lee y se narra en otros.

Muy significativamente, Paz invoca desde el subtítulo de sus ensayos al santo patrón de los lectores modernos: Valery Larbaud. Así, recoge la denominación acuñada por Larbaud, “dominio”, para marcar sus ensayos literarios: cuando reagrupa y edita sus Obras completas, divide sus acercamientos entre el “dominio extranjero” (Excursiones/Incursiones) y el “dominio hispánico” (Fundación y disidencia).

Paz conoce muy bien a Larbaud. Le dedicó un revelador ensayo, compartido con Pessoa, en el que señala que es el primero en usar heterónimos, seis años antes de la aparición de Alberto Caeiro. Para situarlo ante el lector hispánico, dirá que sólo Alfonso Reyes en nuestra lengua está al nivel de la fina prosa larbaudiana. Y viceversa, Paz define así a Reyes: “viajero en varias lenguas por éste y otros mundos, escritor afín a Valery Larbaud por la universalidad de su curiosidad y sus experiencias –a veces verdaderas expediciones de conquista en tierras ayer incógnitas– mezcla lo leído con lo vivido, lo real con lo soñado, la danza con la marcha”. 

Ese paralelismo entre la exploración geográfica y la exploración literaria nos da la clave para entender los ensayos de Paz. Escritor y diplomático –como José Gorostiza, como Gilberto Owen, como Alfonso Reyes–, Paz vivió en la India, en Francia y en Estados Unidos; pero supo que la lectura es otra manera de viajar, tanto en el espacio como en el tiempo. Así lo declara al comienzo de su prólogo a Excursiones/Incursiones: “Cada lectura, como ocurre en los viajes reales, nos revela un país que es el mismo para todos los viajeros y que, sin embargo, es distinto para cada uno. Un país que cambia con el tiempo y con nuestros cambios: no es lo mismo leer La Cartuja de Parma a los veinticinco años que volver a leerla a los sesenta. No es lo mismo ni es la misma novela”.

Coincidiendo con la mirada de Larbaud –que, en sus paseos por Lisboa, se imaginaba ser un Serpa Pinto de la Literatura–, Octavio Paz crea una “Geografía Literaria”. A la vez explorador y cosmógrafo, descubre nuevos territorios, encuentra regiones escondidas y corrige mapas erróneos, admitidos por la indolente costumbre. Sus ensayos son mapas que cotejan los parajes sin fiarse de mediciones anteriores, y que anhelan sin descanso conocer y cartografiar la Terra Incognita que espera, prometedora, en el horizonte. Mapas que persiguen reproducir ese mar que engloba todo. Un mapa infinito para un mar inagotable. 

Toda expedición necesita de trujamanes que abran las rutas. Paz se multiplica en las lenguas que va aprendiendo para poder leer directamente las obras originales. Y tras la lectura, el deseo de compartir la felicidad: la traducción. Paz nos entrega su Donne, su Mallarmé, su Apollinaire, su William Carlos Williams, su Pessoa… Su, porque con cada traducción viene aparejada una visión propia, una lectura. Esa quintaesencia del lector que es el traductor se plasma a la perfección en Octavio Paz, quien suele acompañar sus versiones de comentarios y sugerentes perspectivas[1].

Su insaciable curiosidad de niño nos regaló también poemas de la India, Japón y China. Más que eso: convirtió a Tablada en su precursor y nos regaló literaturas enteras, porque a partir de las rutas abiertas por Paz podemos acercarnos a Oriente con naturalidad inusitada.

Quizá sea “naturalidad” la palabra que mejor cuadra a la visión universal que Paz tiene de la Literatura. Naturalidad y familiaridad con nuestra tradición, y también con las otras tradiciones. Por doquier encuentra Paz las redes que conectan a los grandes creadores. Ve la literatura como un asombroso tapiz, conformado con hilos de varias lenguas y diversas épocas. Busca el dechado escondido tras los dibujos, que quizá nos aguarda en una alusión casi borrada, que espera paciente a que alguien la descifre. Y también sigue los hilos sueltos, a los que les falta el nudo que los justifique. En sus manos, esos hilos perdidos son un nuevo hilo de Ariadna; no para salir, sino para entrar en el laberinto de un autor, de la literatura, del mundo.

Paz se sabe parte de una red mundial de “cartógrafos literarios”, en la que unos y otros comparten exploraciones y mediciones. Un libro es un salvoconducto, y un nombre es una señal de familia. Se hace amigo de Czesław Miłosz en París al saber que su poeta moderno preferido es el mismo que el suyo, T. S. Eliot. En los años cuarenta, en México, el nombre de Borges “era una contraseña entre iniciados y la lectura de sus obras el culto secreto de unos cuantos adeptos”, entre los que se contaban Alí Chumacero y Xavier Villaurrutia. Años más tarde, el vínculo entre Borges y Paz será el descubrimiento de que varios de sus poetas favoritos eran los mismos. Personas y libros se entrelazan. Observa Paz: “Nuestras vidas son un tejido de encuentros y desencuentros: físicos, mentales, afectivos. […] ¿qué habría sido de Valéry sin Mallarmé o Rimbaud sin Verlaine? ¿Cómo habría escrito Ezra Pound los Cantos, ese vasto y descosido poema, si hubiese tenido a su lado un consejero inteligente como él mismo lo fue de Eliot?”

La lectura es también una conversación, una interminable conversación que supera tiempos y espacios. Tras esa su primera lectura de Borges para iniciados, Paz comenta: “Desde esos días, no dejé de leerlo y conversar silenciosamente con él”. Otra de sus compañías perennes es Quevedo –“no cesa de asombrarme su continua presencia a mi lado, desde que tenía veinte años hasta ahora que tengo ochenta”–, cuya influencia freática confiesa: “En ese mismo año de 1942 escribí varios sonetos bajo el signo de Quevedo, el signo de la escisión”.    

Desde esa su mirada que abarca una conversación de siglos, Paz puede señalar con toda naturalidad que “el parecido entre Góngora y Mallarmé es engañoso”.

Veamos un ejemplo de su manera de discurrir, de transitar los caminos de la Literatura: “El Gilberto Owen tradicional –ingenioso, précieux y apasionado, enamorado de los misterios sacros y de los juegos de palabras, pez volador entre Cocteau y Eliot– desaparece; en su lugar o, más bien, entre sus cenizas, mezcladas al confeti de no sé qué triste carnaval, se levanta otro poeta, del linaje de Blake y Nerval, Pessoa y Yeats. […] encarna entre nosotros la figura a un tiempo familiar y enigmática del poeta iniciado, el adepto de la otra religión de Occidente –la vieja religión de los astros que fascinó a los neoplatónicos de Florencia, nutrió a Spenser y a Ronsard”. Sobre Borges dice: “Algunas de sus ficciones parecen cuentos de Las mil noches y una noche escritos por un lector de Kipling y Chuang Tzu; algunos de sus poemas hacen pensar en un poeta de la Antología Palatina que hubiese sido amigo de Schopenhauer y de Lugones”.

Al mostrarnos a otros hace un autorretrato: el de un poeta que se maneja a sus anchas en una simultaneidad literaria, para quien –como dijo Paz de Borges– “la tradición literaria no le parecía menos viva y presente que la actualidad”.

Paz es el anfitrión perfecto de un inmenso e inagotable banquete. Salta de una mesa a otra, lleva a los comensales y los presenta, une a los que cree que van a llevarse bien. Trasvasa las épocas para unir autores; sobre Lope dice “Nos hace falta una selección realmente moderna de su poesía y, sobre todo, nos hace falta que alguien haga con él lo que Dámaso Alonso hizo con Góngora o Eliot con Donne: situarlo, insertarlo en la tradición moderna”. Paz reivindica ese oficio de lector-puente, de lector-zahorí, de lector que abre caminos y recupera sendas. Un oficio que sólo un creador puede realizar a la perfección.

El lector Octavio Paz es el cruce entre el poeta y el ensayista, el gozne hacia ambos lados. El nexo entre el constante cifrado y descifrado del universo. Porque Octavio Paz lee poéticamente.

A la vez Marco Polo y Juan de la Cosa, viajero y cronista, explorador y cosmógrafo, Octavio Paz nos descubre a poetas lejanos. Otras veces, se aventura aún más en lo desconocido y nos señala a poetas extraños y asombrosos que se esconden tras los nombres más citados.

El niño Aries que es Paz nos lleva de la mano por su jardín de juegos, que es una biblioteca, y nos invita a jugar con él a la lectura. Confía en nosotros, nos muestra sus juguetes y los comparte, feliz de encontrar un compañero de juegos.

Nos habla como un degustador que encuentra el ingrediente escondido de un plato o el secreto de un vino. Como el enamorado que se detiene en los detalles del cuerpo amado[2]. Unos detalles mínimos, exactos y valiosos, que sólo un enamorado podría percibir.

Las lecturas de Paz tienen algo de mágico. Galvanizan los textos que, bajo el encanto de sus palabras, se yerguen vivos y poderosos como nunca. Así resume Paz su mester: “Ésa es la misión del crítico: darle al lector ojos nuevos para que lea o relea la obra. Esta forma de la crítica, la más alta, equivale a una resurrección”.

Ese es Octavio Paz: un mago niño compartiendo su magia. Un mago señalando la fina pericia de trucos ajenos. Mejor aún: descubriendo feliz que quizá existen los prodigios. Que quizá no hay truco.

 

[1] Su lista de autores traducidos es una reveladora panoplia de lecturas: Nerval, Michaux, Éluard, Supervielle, Reverdy, Cocteau, Char, Andrew Marvell, Yeats, Pound, e.e.cummings, Wallace Stevens, Charles Tomlinson, Elizabeth Bishop, Mark Strand, Vasko Popa, Czesław Miłosz… 

[2] Podríamos decir que como un enamorado que lee los detalles del cuerpo amado: un lunar, un antojo, una perspectiva única… al estilo de los Blasonneurs du corps féminin, que Paz conocía bien.


 

 

Escrito en Lecturas Turia por Diego Valverde Villena

El secreto

10 de diciembre de 2018 08:39:53 CET

Pero yo cierro los ojos.

Siempre cierro mis ojos.

La madrugada huele a borrachera.

Pero yo cierro los ojos.

Turbio aliento que alcanza mi mejilla.

Pero yo cierro los ojos.

Se levanta el borde de la sábana.

Pero yo cierro los ojos.

El hielo se me entra en el costado.

Pero yo cierro los ojos.

Un cuerpo arrimándose a mi cuerpo.

Pero yo cierro los ojos.

Aprietan los terrores su mordaza.

Pero yo cierro los ojos.

El espanto me ata su camisa.

Pero yo cierro los ojos.

Su saliva, me cubre como el liquen.

Pero yo cierro los ojos.

Y la náusea me eriza con sus púas.

Pero yo cierro los ojos.

Bajo mis ropas los lagartos fríos.

Pero yo cierro los ojos.

Bajo mis ropas crece una tarántula.

Pero yo cierro los ojos.

Bajo mis ropas el dolor es yedra.

Pero yo cierro los ojos.

Se abre paso la furia, desbrozando.

Pero yo cierro los ojos.

Ya la floresta gime mutilada.

Pero yo cierro mis ojos,

Ya está libre el acceso a la rapiña.

Pero yo cierro los ojos.

Ya clava el gavilán su duro pico.

Pero yo cierro los ojos.

Temblor desesperado es su deseo.

Pero yo cierro los ojos.

Sus sísmicos jadeos en mi cama.

Pero yo cierro los ojos.

Lava ardiente se enfría entre mis piernas.

Pero yo cierro los ojos.

Azucenas sangrando por mis ingles.

Pero yo cierro los ojos.

Ha sido consumado el sacrificio.

Pero yo cierro los ojos.

Yo los cierro. Siempre cierro mis ojos.

Pero mamá también cierra los ojos.

El mundo entero ha cerrado los ojos

Tan solo mi muñeca está despierta.

Tan solo mi muñeca lo ve todo.

Todo.Todo Todo.Todo….

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

Camus, el valor de decir que no

27 de noviembre de 2018 09:24:13 CET

En un capítulo de su fulmíneo Vicino & lontano [Próximo & lejano], en el que sabe aferrar jirones de realidad como un halcón, Alberto Cavallari, el más camusiano de los periodistas y escritores italianos, recuerda cómo Albert Camus solía afirmar que la conciencia vale más que la supervivencia. Él también, por lo demás, era capaz de resistir a la corriente de los tiempos, como reza en francés el subtítulo del libro que Jean Daniel dedicó hace unos años al autor francés y en especial a su actividad de periodista, Avec Camus. Comment résister à l'air du temps (Gallimard, 2006) [Camus. A contracorriente (Galaxia Gutenberg, 2008)]. Una pequeña obra maestra, un modelo de sobria prosa clásica que uno querría guardarse en el bolsillo y llevar siempre encima cual breviario laico de libertad y resistencia.

 

Fundador y editorialista de Le Nouvel Observateur, Jean Daniel es un testigo de excepción de las últimas décadas de historia y de vida de esa cultura francesa que ha sido la auténtica conciencia de Europa. No por casualidad fue alguien muy próximo a Camus, quien se lanzó a la actividad de periodista con la misma entrega absoluta que le llevó a escribir El extranjero o La peste. La grandeza de Camus consiste en haber unido una inflexible ética a una inagotable vocación por la felicidad, por vivir a fondo la vida como un baile popular o un radiante día de playa, sin negarse a mirar a la cara su carácter trágico, pero rechazando toda moral que reprima la alegría y el deseo. Camus siente un sagrado, un religioso respeto por la existencia, lo que le veda toda trascendencia metafísica o política que pretenda sacrificarla en aras de fines superiores. Ningún fin justifica los medios delictivos, que, todo lo contrario, pervierten los fines más nobles, como ocurre con las rebeliones —El hombre rebelde— siempre traicionadas por las revoluciones; ningún amor por las victimas —siempre defendidas por Camus en contra sus verdugos— autoriza a estas (ni autoriza a sus defensores) a convertirse a su vez en verdugos.

 

Camus vivó a fondo el nihilismo y el absurdo, a los que combatió por más que sin ilusión alguna en alcanzar una verdad aunque hallando un irreductible sentido y valor en el propio vivir; aunque Dios no existiese, no por eso todo estaría permitido, afirma contra su amadísimo Dostoievski. Este humanismo radical no cae de ninguna manera en generosa ingenuidad, porque no incurre en la ilusión de ninguna posible inocencia; el héroe de La caída denuncia la mala fe de la buena conciencia (Daniel).

 

En la guerra de Argelia, donde había nacido, Camus se batió de forma inequívoca contra la violencia colonialista y por la libertad del pueblo argelino, contra la criminal represión y la tortura. Pero rechazó el terrorismo, no justificado para él por la represión asesina de inocentes civiles en cuanto supone también el asesinato de inocentes civiles, entrando así en conflicto con buena parte de la izquierda de entonces, que se reveló políticamente menos lúcida y realista que él. Acaso Camus, como observa Jean Daniel, no se sintiera jamás, gracias a sus humildes orígenes, colonizador ni amo en su Argelia natal, pudiendo así comprender que Argelia, en su sacrosanto derecho a la independencia política y a liberarse de la explotación, era culturalmente y humanamente suya también, francesa también, pues en caso contrario caería en una fiebre identitaria, fundamentalista y violenta. Análogamente, Nadine Gordimer, en su lucha contra el apartheid en Sudáfrica, defendía la civilización de una tierra que, según decía, era tan suya como de sus habitantes negros.

 

La gran disputa —y alternativa— de aquellos años no fue la que sostuvieron Sartre, genial filósofo pero también sectariamente trivial en tantas de sus cómodas y forzadas posturas ideológicas, y Aron, que a menudo no carecía de razón, pero sí de la capacidad de asumir la carga humana de esos errores totalitarios, arrogantes con frecuencia pero nacidos de pasiones generosas. De Gaulle (cuya figura descuella cada vez más en la historia política del último medio siglo), lo llamaba con desprecio, «profesor en Le Figaro y periodista en el Collège de France»; Aron abrió los ojos respecto al comunismo a muchos intelectuales que vivían cómodamente en Occidente, pero fue Camus, la auténtica alternativa a Sartre, quien lo hizo en relación con quienes habitaban en el Este y habían vivido, compartido y sufrido de manera bien distinta la fe comunista.

 

Releer a Camus, escribe Daniel, puede contribuir también a elaborar una nueva ética del periodismo, que parece cada vez más urgente. Una ética que Camus, hombre de izquierdas, resume en tres palabras poco familiares a buena parte de la izquierda: «Justicia, honor y felicidad». Pero, sobre todo, lo que demuestra Daniel, narrando las vicisitudes de Combat —periódico nacido en la Resistencia y más tarde dirigido por Camus— es cómo puede resultar concretamente realista y posible «resistirse a la corriente de los tiempos», al clima político-cultural que es o parece predominante. Camus demostró que podían dedicarse solo unas pocas líneas a un crimen sensacionalista del que todos escribían sin salir perdiendo. Muchas veces, si se dice que no, no ocurre nada, como en ese viejo chiste de la monja joven y guapa que, ante la pregunta de cómo había sido la única en librarse de ser violada por una banda de delincuentes que habían irrumpido en el convento, contestó: «No sé, la verdad... yo solo dije que no...».

 

El periodismo es el esfuerzo de Sísifo por excelencia; aquellos que, como Jean Daniel, luchan por el reconocimiento de la diversidad defendiendo sobre todo lo universal hoy tan amenazado, tal vez no sepan, al igual que Camus y que todos nosotros, qué es la verdad, pero saben muy bien qué es la mentira y pueden repetir, con Camus: «No hemos mentido».

 

© Corriere della Sera

(Traducción de Carlos Gumpert)

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Claudio Magris

Penelope Fitzgerald: la escritura interior

27 de noviembre de 2018 08:18:15 CET

Son muchas las anécdotas de la vida de Penelope Fitzgerald que parecen alentarnos, inspirarnos, hacernos ver que todo puede suceder si se persevera en la escritura y que nunca es tarde para empezar. Nos fascinan su estilo, su manera de decir tantas cosas y de transmitir tantas emociones cuando parece que apenas cuenta nada, pero también nos atrae su biografía, ese empeño y esa tenacidad literaria que a veces parece derivar de una sana cabezonería; nos seducen su erudición y su calma, esa especie de impasibilidad (de inspiración se diría que oriental) que tal vez constituyó uno de los motivos para que aplazara durante tantos años una escritura que tuvo que haber empezado antes. Entre otras cosas, porque todo apuntaba a que iba a empezar antes. Todo parecía dispuesto, ordenado y preparado para que la señorita Penelope Knox escribiera nada más salir de la universidad, triunfara, y fuera una de las escritoras más sobresalientes de su generación. Y, en cambio, no fue así. Su primer libro, una biografía del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, no lo publicaría hasta haber cumplido los cincuenta y ocho años, y su primera novela no aparecería hasta los sesenta. Cierto que a partir de ahí no paró: autora de nueve novelas, tres biografías, cuentos, ensayos, poemas, reseñas literarias y numerosísimas cartas, ganó el Booker en 1979 con su tercera novela, A la deriva, aunque ya había sido finalista del mismo premio con La librería (1978), y volvería a serlo con El inicio de la primavera (1988) y La puerta de los ángeles (1990). Cierto que se hizo mundialmente famosa con La flor azul, novela con la que ganó en EE.UU. el National Book Critics’ Circle Award, por delante de Don de Lillo o de Philip Roth, cuando ya tenía 80 años, y que ha contado con devotos como A.S. Byatt, que dice de Fitzgerald que es una legítima heredera de Jane Austen y que siempre fue una defensora acérrima de su literatura. Pero de Penelope Knox, una alumna brillante, que estudió en el Somerville College (Oxford), como Iris Murdoch y Dorothy L. Sayers, uno de los primeros colleges en aceptar mujeres estudiantes, y donde más tarde estudiaría también la propia A. S. Byatt, se esperaba un triunfo más temprano.

A este respecto, han sido varias las ocasiones en que después de hablar de su obra en un club de lectura o en la presentación de alguna de sus novelas, se me han acercado un par de asistentes y me han comentado que si Penelope Fitzgerald publicó su primera obra a los sesenta años, también queda tiempo para que ellos puedan hacer lo mismo. Ese consuelo es común entre los lectores que guardan una novela en el cajón o en algún rincón de su cabeza, y que ven que es posible empezar a publicar justo a la edad en que otros escritores más tempranos ya van dejando de hacerlo. Y quizá fuera por esa veteranía, por esa liberación que da la edad y que aleja aprensiones y complejos innecesarios, y, evidentemente, por la enorme amplitud de sus lecturas, por lo que Fitzgerald escribió lo que quiso y como quiso. Es fácil darse cuenta al leer cualquiera de sus libros de lo mucho que debió de disfrutar al escribirlos. No es raro detenerse en alguna línea, en un párrafo, y llegar a la conclusión de que hizo lo que literariamente creyó que debía hacer, al margen de escuelas y de influencias, sin pensar en lectores, críticos ni editores. Esa voluntad libérrima y desprejuiciada la llevó al éxito, si creemos que el éxito es la culminación feliz de la tarea o la obra que se desea llevar a cabo. Compuso sus novelas, todas ellas, con una autonomía completa que logró que cada una sea una pieza exclusiva y extraordinaria, deleitable y absolutamente única, sin comparación posible con ninguna otra obra, ni de su época ni posterior. Y ni siquiera con el resto de las obras firmadas por la misma autora. Cada novela marca un inicio categórico en su carrera, como si con cada nueva frase comenzara con el ímpetu y la osadía que suelen caracterizar las primeras novelas. Como ella misma afirmaba, era «una vieja escritora que nunca fue una joven escritora». Y la osadía de esa «joven escritora» ya adulta se descubre en cada nueva entrega. El espíritu narrativo de Fitzgerald no se agota, no va perdiendo fuelle ni se va anquilosando: su deseo de escribir es tan fuerte que a los sesenta años parece rezumar la energía y el vigor que tendría un adolescente instruido.

Lo que no quiere decir que no podamos reconocer una fidelidad en su estilo. Unas particularidades que, claramente, vienen a conectar y a enlazar la heterogeneidad de su producción. En sus obras se habla de la imposibilidad del entendimiento humano, de personajes que residen en los límites, de amantes que no se comprenden, de artistas y escritores románticos, de profesores que han perdido la fe, de seres que parecen no pertenecer a la sociedad en que viven ni comprender el mundo en que todos los demás se mueven con tanta aparente facilidad. Su universo literario está dividido entre los exterminadores y los exterminados. Cuando en 1979 ganó de manera inesperada el Booker con su novela A la deriva, a la edad de 63 años, les dijo a sus amigos: «Ya sabía yo que era una outsider». Y también son outsiders sus protagonistas, tanto los reales de sus biografías como los ficticios de sus novelas. En una ocasión, dijo: «Me siento atraída hacia la gente que parece haber nacido vencida o profundamente perdida». Y así lo refleja en sus personajes, como el protagonista de la magnífica El inicio de la primavera, Frank Reid, un impresor inglés perdido en los albores de la Revolución rusa que un día regresa a su casa para descubrir que su mujer se ha ido, le ha abandonado, y se ha llevado con ella a dos de sus tres hijos. Frank comprende entonces que todos los demás saben algo importante (importante para su propia vida y que él desconocía) y se siente desorientado, como si le hubieran subido a un escenario para interpretar una obra de la que desconoce el texto, el argumento y el desenlace, mientras observa cómo, de una manera casi trágica, todos los que le rodean conocen cada detalle del libreto a la perfección.

Quizá por esta especialidad de la que estamos hablando resulte tan común que nos planteemos mientras leemos sus obras una pregunta recurrente: «¿cómo lo hace?». Cómo es posible que con tres pinceladas, con esas frases directas que parecen contarlo todo sin haber explicado nada, se nos revelen detalles tan certeros de los personajes, de su personalidad, de su voluntad, de su naturaleza e incluso de su aspecto físico, sin que seamos capaces de descubrir en qué párrafo concreto hemos recibido tanta información. Cómo se nos ha llevado a través de la trama planteada sin que nos hayamos percatado de su arranque ni de su exposición, y cómo vamos descubriendo que la trama se complica, que va ganando implicaciones y derivaciones, hasta llegar a un desenlace que nunca es definitivo, en ningún caso, porque la impresión con la que se queda el lector en la última página es la de que aún sucederá mucho más y la de que sabe mucho más de lo que se le ha contado.

Lo cierto es que a Fitzgerald no le gustaba dar demasiadas explicaciones en sus novelas porque pensaba que hacerlo era un insulto para sus lectores. No obstante, como es de imaginar, conocía a sus personajes a la perfección y recopilaba datos, fechas y anécdotas suficientes de cada uno de ellos, tanto de los reales como de los ficticios, como para poder escribir una biografía documentada y rigurosa de cada uno de ellos. Por poner un ejemplo, para escribir La flor azul (1995), centrada en la vida del poeta alemán Novalis, pasó tres años documentándose, leyendo, visitando librerías y bibliotecas, recabando información. En una nota a Alberto Manguel, le confesaba que había sacado cartas vinculadas a Novalis de la biblioteca de Londres y que las había tenido en su poder cerca de dos años sin que nadie se las hubiera reclamado.


La señorita Knox

Nieta de obispos, Penelope Fitzgerald, de soltera Knox, nació en 1916 en una familia de intelectuales y pensadores que buscaron y tuvieron una existencia bastante excéntrica y singular. A pesar de no vivir en la escasez, porque no tuvieron necesidad de hacerlo, la mayoría alababa las bondades del estoicismo y de una vida basada en la simplicidad, en la no acumulación de bienes y en la sencillez, un tipo de vida que, con los años, Penelope Fitzgerald conocería muy bien, aunque no de manera tan voluntaria. Sus tíos paternos, los hermanos Knox, y su familia en general, sentían una constante lucha interior entre la razón y la emoción: «Si somos seres racionales, ¿qué hacemos con los sentimientos?», se preguntaban. Y a ellos, a los cuatro hermanos, dedicó Penelope Fitzgerald su libro The Knox Brothers, una deliciosa crónica del genio y la originalidad de cada uno de ellos en la que, sin embargo, apenas menciona a las dos hermanas Knox: Winifred Peck y Ethel Knox. La primera de ellas fue tan brillante como sus hermanos, estuvo entre las primeras cuarenta alumnas del exigente Wycombe Abbey School y escribió un buen número de novelas, alguna de las cuales ha sido rescatada recientemente por la editorial inglesa Persephone Books con un prólogo de la propia Fitzgerald. Y en cuanto a la segunda hermana de la que no se habla en The Knox Brothers, Ethel Knox, su biografía es bastante más misteriosa y al parecer recibió una educación victoriana tan estricta que hizo que apenas saliera de su casa y pasara totalmente desapercibida.

En cuanto a los hermanos, su biografía no puede ser más interesante. Uno de ellos, Dillwyn Knox, era un genio. Un matemático arrogante, de ademanes bruscos, de apariencia descuidada, que parecía estar siempre ausente y que participó en las labores de descodificación de las señales alemanas durante las dos guerras mundiales, aunque ningún miembro de su familia lo supiera. Otro tío, Wilfred Knox, fue el santo del clan. Era un personaje tímido, que quiso llevar a cabo una profunda renovación y purificación de la Iglesia ante los horrores de la industrialización y del materialismo, de modo que creó una hermandad basada en la solidaridad, en la distribución de los bienes, en no juzgar a los demás y en la perseverancia en el estudio y el cultivo de la mente. Fundó una de esas comunidades que tanto atraían a Penelope (quien en tiempos dijo querer unirse a alguna), y en ella se dedicaba a la jardinería y a redactar sus obras religiosas. Ronnie Knox, el más famoso de los hermanos, traductor de la Biblia y escritor de éxito de historias de detectives y humorísticas, se ordenó sacerdote católico, lo que hizo que le desheredaran y que lo dieran por expulsado de la familia. Y, por último, el padre de Penelope Fitzgerald, Eddie Knox (Evoe), el mayor de todos, se dedicó al periodismo y fue editor de Punch.

Penelope Knox se casó en 1942 con Desmond Fitzgerald, un oficial irlandés que estudió leyes pero que, tras recibir varias condecoraciones por su actuación en el Norte de África y en Italia, regresó totalmente cambiado de la guerra. Durante la defensa de una colina perdió a todos sus hombres, y aquello le marcó para siempre. Tuvieron tres hijos, dos niñas, Christina (1950) y Maria (1953) y un niño, Valpy (1947). Con el propósito de que Desmond tuviera una ocupación vinculada al mundo literario, la pareja se embarcó en la publicación de una revista, la World Review, mientras Penelope seguía escribiendo guiones para la BBC. La idea era la de que Desmond, que no estaba teniendo mucho éxito como abogado, llevara el peso de la revista, pero Penelope se encargaba de su edición tanto como él, y solía entregar tarde los guiones a la BBC, como lo prueban las cartas de disculpa que tuvo que enviar en diversas ocasiones. Para la revista contaron con textos de T.S. Eliot, de André Malraux, de Rebecca West, de Stephen Spender, de Eudora Welty y Henry Miller, entre otros. Su idea era la de abrirse al continente y a EE.UU. sin ser estrictamente insulares ni centrarse en la cultura inglesa, ya que consideraban que semejante aislamiento era vulgar y estaba anticuado. Publicaron a J.D. Salinger, a Camus, a Norman Mailer… Pero la World Review no tuvo éxito y cerró en 1953. Así, la familia empezó a tener dificultades económicas serias y en 1956 decidieron mudarse a Southwold (Suffolk), el pueblo que más tarde sería la inspiración del escenario de La librería. Precisamente, a Penelope Fitzgerald le ofrecieron un trabajo en la librería de la señora Neame, pero lo cierto es que no vendían muchos ejemplares de ningún título. A los lectores de La librería, estos datos les resultarán familiares.

En Southwold se alojaron en una casa húmeda, que había sido un antiguo almacén, pero Desmond no estaba mucho por allí. Iba y venía al trabajo en Londres, y solo pasaba los fines de semana con su familia. De modo que para poder pasar más tiempo juntos, decidieron reunir todos sus ahorros y comprar en 1960 una vieja barcaza llamada Grace, situada en el Támesis, que sería, nuevamente, el escenario de otra de sus novelas más aclamadas, A la deriva, un título con cuya traducción al castellano (del original Offshore inglés) nunca estuvo de acuerdo ya que la barcaza no navegaba ni estaba en el agua sino que permanecía la mayor parte del tiempo anclada en el fango de la orilla del río. Según sus palabras, no estaba ni en tierra ni en mar. No estaba en ninguna parte.

Durante esta época, Penelope Fitzgerald empezó a dar clases. Siempre era la última en acostarse y la primera en levantarse, dormía en el sofá, y solía mostrarse demacrada y cansada a todas horas, pero jamás flaqueó ni perdió un ápice de su tan característica energía. El estoicismo de sus tíos era una opción voluntaria, una manera de vida que respondía a una filosofía consciente, pero la escasez de medios en que en esa época tuvo que vivir la familia Fitzgerald era impuesta. Se cuenta que en más de una ocasión descubrieron a Penelope comiendo tiza, y cuando le preguntaban que por qué lo hacía, ella respondía que tenía la sensación de que la necesitaba, de que le aportaba algún nutriente del que carecía. Aun así, jamás pidió ayuda. Nunca habló de su situación económica con su familia. Ni entonces ni más tarde, cuando la Grace se hundió, y los Fitzgerald lo perdieron absolutamente todo. Fotografías, cartas, libros… Objetos de un inmenso valor sentimental y todo su capital. De uno de sus personajes, la madre de Fritz en La flor azul, Penelope Fitzgerald escribió: «Tenía cuarenta y cinco años, y no sabía cómo iba a pasar el resto de su vida». Algo que podría haber dicho de sí misma.

En cualquier caso, lo que ella hizo el resto de su vida fue escribir. Instalados en una casa de protección social, consiguió reunir el vigor suficiente para seguir dando clases, para seguir estudiando, leyendo, aprendiendo idiomas (estudió ruso, español y alemán por las noches para leer directamente las obras que le interesaban en esos idiomas), y empezó a escribir. Escribía a primera hora de la mañana, muy temprano, y a última hora de la noche, los fines de semana y en las vacaciones. Su primera novela, de 1977, The Golden Child, es una historia cómica de misterio centrada en el mundo de los museos, y la escribió para su marido, Desmond. A lo largo de los siguientes cinco años escribiría cuatro novelas vagamente autobiográficas: La librería (1978, Impedimenta, 2010), en la que puede descubrirse el periodo transcurrido en Southwold; A la deriva (1979, Mondadori, 2000), a bordo de la barcaza anclada en el Támesis; Human Voices (1980), en la que refleja sus experiencias en la BBC; y At Freddie’s (1982), ambientada en una escuela para niños actores. En este punto, dejó de referirse a su propia vida y se decantó por la novela de hechos y acontecimientos del pasado, manteniendo su escritura sobria, metódica y enormemente sutil, con sus personajes observadores, silenciosos y siempre desconcertantes. La primera de ellas sería Inocencia (1986, Impedimenta, 2013), desarrollada en la Italia de los años 50, que narra la historia de amor entre un médico comunista y la hija de un aristócrata. Como hecho anecdótico, cabe señalar que Desmond encontró trabajo en una agencia de viajes, lo que para la novelística de Penelope Fitzgerald resultó providencial ya que empezaron a viajar a muy bajo precio y con frecuencia, algo que, de otro modo, no habrían podido permitirse; así, pasaron unos días en Moscú, en un viaje organizado, en el año 1972, y en 1988 publicó El inicio de la primavera (Impedimenta, 2011), que tiene lugar en el Moscú de 1913. Siguieron La puerta de los ángeles (1990, Impedimenta, 2015), situada en el riguroso St. Angelicus, un college de Cambridge al que no puede acceder ninguna mujer, y la aclamadísima La flor azul (1995, Mondadori, 1995; Impedimenta, 2014).

Penelope Fitzgerald murió en Londres en abril del año 2000. Autora tardía en lo que se refiere a su creación, también parece haberlo sido en cuanto a reconocimiento de lectores y crítica. Pero la justicia llega, y en su país se está viviendo en la actualidad un auténtico redescubrimiento gracias, entre otros factores, a la reedición de sus obras con prólogos de autores tan prestigiosos como Alan Hollinghurst para A la deriva, Julian Barnes para Inocencia, y Philip Hensher para La puerta de los ángeles, y a la excelente biografía escrita por Hermione Lee, publicada en 2013.


Referencias e inspiraciones

Terence Dooley, albacea literario y yerno de Penelope Fitzgerald, aclara en su postfacio para la traducción al castellano de El inicio de la primavera: «En cuanto a la estructura de sus libros, por decirlo en pocas palabras, se trata de nouvelles largas o de novelas cortas, comparables a las de Jane Austen y Turguéniev en cuanto a la longitud de los capítulos y a la longitud total de la obra, aunque también en otros aspectos. Penelope inventó un término para describir su género: “tragifarsa”». Una expresión que no puede ser más adecuada ya que lo que hace Penelope Fitzgerald es precisamente eso: mezclar lo trágico y lo burlesco en sus historias. Lo hace en La librería ya desde la primera descripción de Florence Green como una mujer viuda «pequeña de aspecto, delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás»; lo hace en Inocencia, que para la crítica es su tragicomedia más lograda, con técnicas propias de Shakespeare en cuanto a lo chispeante y enloquecido de los diálogos, al estilo de Mucho ruido y pocas nueces; lo hace en El inicio de la primavera, una novela sublime y mágica, que es también una comedia social asentada sobre la retahíla de personajes que rodean al protagonista, Frank Reid (el enloquecido y comunicativo Kuriatin, cuya familia es un caos; la estirada y melindrosa colonia inglesa de Moscú…); y lo hace incluso en La flor azul, dedicada a la vida de los sueños, donde vuelve a demostrar su prodigiosa manera de mover a los personajes en un escenario muy limitado, como lo lograba también Jane Austen, «su santa patrona», como ella solía decir: así, siempre hay gente en la casa de Sophie, y si sólo quedaban veintiséis personas en ella, su padre empezaba a verla vacía.

Podemos afirmar que la doctrina filosófica y vital que impulsaba y conmovía a Penelope Fitzgerald era el socialismo utópico. Uno de sus principales referentes ideológicos fue el diseñador, poeta y novelista William Morris, promotor del movimiento Arts and Crafts, que alabó y defendió las virtudes y la nobleza de la labor artesanal. Y puede verificarse la enorme atención que Fitzgerald le dedicó a los oficios en sus novelas: en El inicio de la primavera, resultan fascinantes las descripciones de la imprenta de Frank Reid y del proceso de la impresión manual de la época, pero también lo es cómo trata el oficio del libro en La librería o el arte de mantener un barco a flote en A la deriva. Tampoco podemos olvidar la influencia que tuvo en ella y en su obra el ideario de Ruskin y, sobre todo, el pensamiento social y cristiano de Tolstói, que queda patente en El inicio de la primavera, en la figura de Selwyn Crane, el ayudante de Frank Reid, un personaje tolstoiano, hermético e indescifrable, practicante de un misticismo que cada vez interesaba más a la propia autora (comprometida con los debates, las dudas y las cuestiones de fe de sus personajes), aunque también en las escenas más extraordinarias, mágicas y prodigiosas de la obra, como aquella en que Lisa, la niñera, lleva a Dolly, hija de Frank Reid, a un bosque de abedules y las dos ven allí lo que no se puede ver. Lo que trasciende, lo que va más allá de la realidad, siempre bajo el halo y el resplandor de lo narrado en los cuentos de hadas. Las fuerzas primigenias, la tierra, la naturaleza se mezclan con la fe y con la necesidad de creer en algo que traspasa los límites de la experiencia, pero bajo la óptica objetiva de la razón. De nuevo, la lucha interior entre la razón y la emoción que ya experimentaran los hermanos Knox. Penelope tuvo dos abuelos obispos y practicó toda su vida un protestantismo moderado. En este sentido, y siempre hablando de El inicio de la primavera, Albert, el padre de Frank y fundador de su imprenta, dice con respecto a la religión: «Es mucho más útil para las mujeres que para los hombres ya que conduce a la resignación con lo que a cada uno le ha tocado en suerte». Y en La puerta de los ángeles (de la que Fitzgerald dijo que era su única novela con un final feliz), el protagonista, Fred Fairly, miembro de la peculiar Sociedad de los Desobedientes, no sabe cómo confesarle a su padre que ha perdido la fe tras llegar a la conclusión de que la ciencia puede dar respuesta a las preguntas de la humanidad, incluso a las más oscuras, sin que haya que recurrir a cuestiones metafísicas.

El interés de Penelope Fitzgerald por lo que no se puede explicar es evidente ya en La librería. El pacto que el lector celebra con la autora a la hora de creer en la fantasía de eso que suena y se mueve por la casa, esa materialidad inmaterial en el seno de una historia tan claramente realista como lo eran las suyas, hace que nos traslademos al reino de lo extraordinario, de lo sublime, donde puede suceder lo milagroso y lo auténtico, lo constatable, siempre dentro de los parámetros de lo perfectamente creíble. Penelope Fitzgerald logra mantener ese pacto inicial hasta la última página cuente lo que cuente, sea inexplicable o sobrenatural, y lo hace gracias a la maestría de su prosa y de su perspicacia: esa autoridad y ese instinto que nos trasladan a otro mundo, al suyo.

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

Un arte total

27 de noviembre de 2018 08:14:20 CET

Antes de que los cineastas se formaran de modo más o menos habitual en escuelas dedicadas a ello específicamente solían venir de otros oficios. Muchos, del guión o la interpretación, como aún sucede hoy en día. Otros, y no los más abundantes, de la fotografía. A estos últimos se les suele distinguir por su seguridad en el manejo de la cámara, por su gran sentido plástico, por su muy explícita visualidad. Es el caso de realizadores como Stanley Kubrick. O Carlos Saura.

La faceta fotográfica de este sigue sin ser bien conocida, aunque ha dejado de estar en segundo plano desde que en junio del año 2000 Hans Meinke organizara en su galería barcelonesa Círculo del Arte la exposición Carlos Saura. Años de juventud (1949-1962). Tras ella han seguido otras que han puesto de relieve los muchos fotógrafos que conviven en él, fruto de las diversas miradas desplegadas sobre la realidad a lo largo de su trayectoria. Pero también de la ampliación de recursos técnicos gracias a la cámara digital, el ordenador y la superposición de imágenes pintadas.

Se trata de una trayectoria muy dilatada, propia de quien comienza sus actividades profesionales a una edad tan precoz como los diecisiete años, hacia 1949. Y que a los veinte es fotógrafo oficial en los festivales de música de Granada y Santander, con toda la importancia que ello tendrá más tarde en el ciclo de películas que dedica al flamenco, el tango, el fado o la ópera. 

Es el profesional que pudo llegar a integrarse en la plantilla de la prestigiosa revista parisina Paris-Match. También, el formidable retratista que consigue esas instantáneas inolvidables, como la de Baroja en su lecho de muerte que aparece en los manuales de Literatura o el Buñuel de tantas portadas de libros. Son imágenes casi canónicas, iconos que creemos del acervo común, pero que salieron de su cámara.

Por puro prurito generacional, resultaba inevitable que alguien con tales inquietudes tendiera a la crónica social. Y hoy muchas las fotografías que tomó con ese propósito nos devuelven a un país insólito, casi tan remoto como el de Las Hurdes, una España solanesca, valle-inclanesca, profundamente rural, paralela a la que rastreó Inge Morath en sus testimonios gráficos o Eugene Smith en el ciclo de Spanish Village.

En cualquier caso, sin ese registro documental no se entendería su transición a un cine de la misma naturaleza, que arranca con la Carta desde Sanabria de Eduardo Ducay, en la que participa como operador, a La tarde del domingo, Cuenca o Los golfos. Y la articulación narrativa de esas instantáneas ya se esboza en su proyecto de álbum fotográfico sobre España que nunca terminaría, pero que se barrunta en el reportaje gráfico "Vagón de tercera clase", aparecido en la revista Objetivo en 1955 con textos de Basilio Martín Patino.                                  

También será muy relevante para su cine la faceta fotográfica que concibe la cámara como instrumento de una dicción visual y una enunciación de la mirada capaces de trascender el mero realismo, el más externo e inmediato, hasta internarse en lo parasurrealista. Un tono e intención que luego prolongará él mismo como pintor o ilustrador al retocar sus propias fotografías, pero que ya estaba presente en la exposición Arte Fantástico organizada por su hermano Antonio en 1953 en la librería Clan que regentaba Tomás Seral y Casas.

Y, todavía más importante, esta vocación inicial no se clausura con el surgimiento del cineasta. Continúa evolucionando en el interior y el exterior de su filmografía. Determinados quiebros de ésta, reconsideraciones o reescrituras –como la que tiene lugar tras 1975--, son testificados por la fotografía, que interviene para levantar acta y, en ocasiones, como garante de continuidad. Así, no es raro que en películas centradas en el universo familiar, como Cría cuervos o Elisa vida mía, los álbumes de fotos introduzcan una araña y maraña de relaciones que obligan a considerar lazos ocultos, desde otro tiempo y otro tempo. Esas fotos en blanco y negro que dejan constancia de los meandros de la tribu son como quistes irreductibles, la conciencia y memoria de su cine, como le sucede a la abuela de Cría cuervos frente al tablón con las fotos de su camada o al protagonista de El jardín de las delicias con los recordatorios y retablos que le escenifica su adorable familia.

En La caza, en Ana y los lobos, en Bodas de sangre o en El séptimo día las instantáneas de los grupos protagonistas son como detonadores que preludian el estallido de la violencia. En Peppermint frappé José Luis López Vázquez no sólo hace radiografías, sino también fotos a la esposa de su amigo, para apropiársela y, a partir de ellas, construir un doble remodelando a su enfermera. Y algo de esos propósitos de la sutil dialéctica entre la imagen fija y la imagen en movimiento –entre el fotógrafo y el cineasta— se proyecta sobre los daguerrotipos con que arranca El Sur, como en esa frase entre borgiana y darwinista que se cita en El jardín de las delicias: "He sido un niño, una mujer, un pájaro y un mudo pez que surge del agua".

De un modo similar, filogenético, el fotógrafo permanece bajo el cineasta, quizá porque una de las sustancias de su universo, la temporal, queda encapsulada de un modo aún más rotundo en la imagen fija, como el propio Saura ha confesado: "Lo que más me impresiona al hacer una fotografía es que la realidad se transforma instantáneamente en pasado. Eso me da terror. Es una reflexión que cualquier fotógrafo se hace de inmediato. Quizá por ello, siempre me han fascinado esas fotografías donde hay un grupo completo y una persona --no se sabe bien por qué-- aparece movida. Pongamos que se trata de una foto escolar, en la que se recoge un curso al completo y hay un niño movido. Automáticamente, a mí me interesa el niño movido. Entre otras cosas, porque no se ven sus rasgos, porque hay que averiguar quién es, ya que se trata de un ser a la vez real e irreal, con algo de fantasma".

Debido a esa evidencia --lo importante que resulta la fotografía en su cine--, le han ofrecido a menudo hacer películas sobre algunos fotógrafos famosos, como Robert Capa y Tina Modotti, que sin duda no carecen de atractivo en sus personas, peripecias y obras respectivas, más que sobradas como para urdir sobre ellos buenos biopics. Pero es que se trata de mucho más que eso, porque las fotografías que ha ido haciendo configuran por sí mismas una especie de secuencia en paralelo, rellenando incluso los huecos de su filmografía. Van mucho más allá del trabajo de unas fotos fijas o de los making of: son diarios, dietarios, los apuntes de la obra en marcha y del proceso creativo de un gran artista plástico. Sus apuntes, el día a día, la gimnasia de la mirada, el jogging de la imaginación, cuadernos de viaje, rodajes, ensayos, asedios...

En sus exposiciones más recientes, como las recogidas en el libro Las fotografías pintadas de Carlos Saura (2005), se puede observar el camino recorrido desde aquellas fotografías rurales en blanco y negro hasta estas instantáneas digitales hechas en lugares de tránsito de la España moderna, como trenes, estaciones y aeropuertos. Esos encuentros con rostros, actitudes y sueños ajenos. También las fotos de familia y en el plató. Y, por supuesto, su verdadero lugar de trabajo, el estudio de su casa, ese laboratorio de ideas, sonidos y procesos.

Algunas de las imágenes más interesantes están hechas con espejos, y en especial el efecto que él denomina en uno de sus títulos El fantasma tras el espejo, una especie de traslación del director como vampiro. O bien las fotos dentro de las fotos, como sucede en sus películas.

En cualquier caso, harán falta muchas exposiciones para acotar esta faceta de Saura. Son miles y miles los negativos que aún deben ver la luz. Y sólo llegado el momento en que concluya esa revisión podrá apreciarse la enorme envergadura de uno de nuestros grandes fotógrafos contemporáneos. 

Más desconocida aún resulta su faceta de escritor, a pesar de constituir uno de sus primeros entornos generacionales, el de los años cincuenta y los Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Sueiro o Mario Camus. Con los dos últimos colaboró en guiones como los de Los golfos o Llanto por un bandido. Y no resulta difícil sorprender la huella de El Jarama en la secuencia del río de la primera, una película tan barojiana, por otro lado, en la estela de La busca del novelista vasco. Un Baroja actualizado, como lo era el de Tiempo de silencio, cuya novedosa técnica de monólogo interior aparece en la secuencia de la siesta de La caza.

Pero si hablamos de este aspecto de Saura, su escritura, en realidad habría que desglosarla en tres apartados, como mínimo: 1) por un lado, la que tiene carácter autónomo respecto a su cine; 2) por otro, la que guarda relación con los guiones de sus películas, reelaborados como narraciones; 3) y, en tercer lugar, el papel que desempeña la literatura en su filmografía.

Respecto al primero, Saura ha sido extraordinariamente parco. Es cierto que hay muchos apuntes suyos en forma de prólogos o anotaciones a ciertos guiones publicados, como Carmen, o El Dorado. Pero no me refiero a ese tipo de escritura, sino a textos como La memoria expandida, sobre su hermano Antonio. O el prólogo a su libro de fotografías titulado Flamenco, donde se observa de dónde le viene al fotógrafo la agudeza para los retratos, de ese escritor que no le va a la zaga a la hora de captar personajes, grupos o ambientes. Y, sobre todo, en los apuntes autobiográficos que va ensayando aquí y allá, aunque no los haya publicado más que a retazos, muy a retazos. Un escritor todavía por descubrir.

El segundo apartado es bien conocido. Son varios los guiones que ha anticipado en forma narrativa antes de ser rodados (Pajarico, ¡Esa luz!), o que ha adaptado después a esa modalidad (Buñuel y la mesa del rey Salomón, Elisa vida mía). Quizá los dos casos más relevantes sean  ¡Esa luz! y Elisa vida mía. El primero, porque no ha sido llevado a la pantalla, porque se trata de su película sobre la guerra civil y porque se inspira en las peripecias de Ramón J. Sender y su esposa, Amparo Barayón, y contiene numerosos componentes autobiográficos, dado que la madre de Saura y Sender fueron medio novios en Huesca.

En cuanto a Elisa, vida mía, bien puede servirnos de transición entre el segundo y el tercer apartado que apuntábamos más arriba. Por un lado, porque casi un cuarto de siglo después de su filmación, en el año 2004, Saura rehizo la narración original en forma de novela. Por otro, porque se trata de su película más impregnada de literatura, ya desde el título, que procede de Garcilaso de la Vega.

La “adaptación” de la pantalla al libro que lleva a cabo su propio autor con Elisa, vida mía adquiere, así, un sentido añadido, ya que se restituyen a la página impresa numerosos elementos que procedían de ella, al centrarse la película en el proceso creador de un escritor. Algunos cambios son meras actualizaciones, como sustituir el radiocasete por el CD o introducir teléfonos móviles. Y la mayor novedad es el desarrollo del llamado “crimen de la viuda”. 

Pero otros van en la dirección apuntada, como colocar delante de los cinco capítulos sendas citas de Gracián (El criticón), Rilke (Los cuadernos de Malte Laurids Brigge), el Pigmalion de Rameau, Borges (El hacedor) y Garcilaso (La estancia 21 de la Égloga I). No hacen sino explicitar textos que se oyen o ven en la película, o que se tienen en cuenta, aunque no aparezcan en ella. Y se añaden otros nombres afines como Quevedo o Cervantes, además de la presencia inevitable de Calderón de la Barca.

En pocas ocasiones como en Elisa, vida mía ha dejado Saura una constancia tan explícita de la estrecha vinculación que su obra mantiene con el universo literario. Y cabe pensar que habría incidido más a menudo en él si hubiera dispuesto de la libertad de movimientos con que contó en 1976, tras el éxito internacional de Cría cuervos y después de la muerte de Franco, que permitía y hasta exigía un alto reflexivo en el camino. Y que él aprovechó para hacer algo complejo y experimental, capaz de transmitir una visión más matizada de España que su mera tradición tremendista, algo menos brutal, elemental y violento, más cercano a la sensibilidad de sus grandes escritores y pintores.

Uno de los personajes reales en los que se inspiró fue la novelista Carmen Laforet. Pero no acaban ahí, ni mucho menos, las relaciones con la literatura que lleva a cabo la película, a través de uno de los más complejos dispositivos textuales de la historia del cine. No se trata de una complejidad gratuita, sino de un andamiaje que trata de explorar los mecanismos de la creatividad de un escritor, indagando mediante los recursos del cine la surgencia del texto literario.

En gran medida, Elisa, vida mía se centra en la transmutación de la sustancia biográfica en escritura a partir de sus elementos germinales, en lugar de desarrollar una historia ya cerrada. Por ello no es extraño que uno de los elementos esenciales de la película sean los textos literarios que se citan frontal o lateralmente, empezando por el propio título. Después de todo, estamos ante un filme protagonizado por un escritor, y ello implica inevitablemente que maneje como elementos cotidianos páginas propias y ajenas. Por ejemplo, sobre su mesa hay un ejemplar de El criticón de Baltasar Gracián, que constituye uno de los elementos de referencia para su desengaño y misantropía.

A su vez, ciertas experiencias de la soledad de un enfermo se apoyan en los Cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rainer Maria Rilke, libro leído y subrayado por el protagonista. Y, por supuesto, pocas propuestas más sugestivas que el auto sacramental El gran teatro del mundo para explorar el misterio de la personalidad, ya que el barroco juego especular entre el primer teatro y el segundo permite que los actores sean a la vez ellos mismos y su personaje, con el que incluso se permiten discrepar de su autor, como Elisa con ese padre que, nuevo Autor Soberano, la está "recreando" en el papel y en la vida misma. Lo más fascinante de la obra de Calderón para una película como Elisa, vida mía es que apura una de las esencias del cine, la suplantación de otra personalidad como epicentro del trabajo de los actores. Y ese segundo teatro se realiza explícitamente ante el espectador, sin ocultar nada, ni preparativos ni organización, proporcionando la clave del procedimiento.

Ese motivo temático de las relaciones entre el creador y su criatura prosigue su dialéctica en el texto y la música de Pigmalión, el ballet del músico barroco francés Jean-Philippe Rameau sobre texto de Houdar de La Motte, que matiza la relación de Luis con Elisa, creación suya en este caso no tanto por la paternidad biológica cuanto por la escritura.

El texto de Borges procede del conocido epílogo de El Hacedor, que Saura citará en su adaptación del cuento El Sur del argentino: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

Otros escritores aparecen en su filmografía, como el ya aludido protagonista de ¡Esa luz!, inspirado en Sender. O el de Dulces horas, que reescribe su pasado familiar para que lo interprete una compañía de teatro. O el que centra una de sus películas más personales, el San Juan de la Cruz de La noche oscura. En este caso, se trata de una indagación del vértigo que acomete a cualquier creador cuando busca decir lo que piensa y siente, no lo que otros pretenden de él.

Por ello, su noche oscura tiene mucho que ver con las pinturas negras de Goya y el sueño de la razón que le tocó vivir. Y deja constancia de uno de los núcleos de interés más persistentes en el cine de Saura, su exploración del proceso creativo, ya sea en un bailarín, actor, pintor, cineasta o escritor. De todos los cuales, pocos más íntimos y difíciles de fotografiar que el de este último, por transcurrir dentro de su cabeza y ser su desempeño físico poco “fotogénico”.

Frente al fotógrafo o el escritor, el cineasta Carlos Saura resulta sobradamente conocido. Cuestión bien distinta, claro, es que se le interprete bien o mal. Su obra –treinta y siete largometrajes-- empieza a ser ya lo bastante dilatada como para ofrecer muchos matices. Y quizá merezca la pena subrayarlos más allá de los títulos que suelen ponerse en primer plano.

Antes de la puesta de largo en el cine profesional en 1959 con su primer largometraje, Los golfos, su prehistoria fílmica se remonta a la nonata Carta de Sanabria (1955) el documental de Eduardo Ducay del que Saura fue operador. Sólo han quedado unas estremecedoras fotografías a su cargo, que hacen lamentar profundamente la pérdida de este eslabón en la línea de Las Hurdes. Porque luego vienen ya la práctica de fin de carrera de la escuela de cine que realiza al año siguiente, La tarde del domingo, y el documental Cuenca (1958).

Tras el citado debut en el largometraje con Los golfos hay un bache profesional debido a la vinculación del proyecto en el que trabajaba con la productora UNINCI, desactivada en 1961 por el escándalo de Viridiana. Dicho proyecto, titulado La boda anticipaba en algunos aspectos Pippermint frappé (1967), y caso de haberse materializado habría permitido que siguiera un camino más rectilíneo.

En lugar de ello, a principios de los años sesenta le ofrecieron adaptar Young Sanchez, de Ignacio Aldecoa, que rechazó por considerarla repetitiva respecto a Los golfos, y filmaría Mario Camus. Finalmente, el bloqueo de UNINCI le obligó a trabajar durante 1963 en un empeño de pura subsistencia, Llanto por un bandido, sobre el bandolero José María Hinojosa, "El Tempranillo". Y los destrozos que la productora llevó a cabo en ella le llevaron a la decisión de no rodar nunca más una película que no pudiera controlar. Así es como surgió La caza (1965) y su encarrilamiento profesional a un ritmo regular, que se aproximará a la envidiable media de una película anual.

A partir de ahí, se han propuesto clasificaciones de su obra con criterios más o menos plausibles. En un principio se llegó a hablar de una “trilogía de la pareja”, que englobaría títulos como Peppermint frappé, Stress es tres, tres y La madriguera. Pronto complementada por una “trilogía de la familia”: El jardín de las delicias, Ana y los lobos y La prima Angélica. Un criterio que luego se hizo extensivo a su primer ciclo musical, con el productor Emiliano Piedra y el bailarín Antonio Gades: Bodas de sangre, Carmen y El amor brujo. Pero resulta obvio, a la vista del desarrollo posterior de ese itinerario, hasta qué punto resulta insuficiente. O el de las películas que reescriben otras anteriores y las actualizan: Los golfos y Deprisa, deprisa; Ana y los lobos y Mamá cumple cien años...

Es cierto que no cuesta reconocer algunos temas que subyacen como constantes a lo largo de las más diversas coyunturas. Como la memoria, sus funciones, disfunciones o derivas, que otorgan su poderosa originalidad a El jardín de las delicias, La prima Angélica o Dulces horas; pero también a Elisa vida mía, Goya en Burdeos o Pajarico. O la construcción de la identidad y de las relaciones mediante un proceso de representación, que puede recaer en un teatro literal (Elisa vida mía, Los ojos vendados, Dulces horas, Los zancos, ¡Ay Carmela! y buena parte de su ciclo musical) o en la reconstrucción interesada, impostada, parodiada o al modo de los retablos calderonianos (El jardín de las delicias, Ana y los lobos, Cría cuervos).

En cualquier caso, La caza inició el proceso de lo que con el tiempo culminaría en la creación de un universo propio. Supuso, además, el primer espaldarazo internacional de Saura, al recibir el Oso de Plata en el Festival de Berlín de 1966, por un jurado que presidía Pier Paolo Pasolini. Y marcó también el inicio de su colaboración con el productor Elías Querejeta, con el que filmará una docena de películas, con un equipo relativamente estable, que termina integrando al guionista Rafael Azcona, los operadores Luis Cuadrado y Teo Escamilla, el montador Pablo del Amo o el director artístico Emilio Sanz de Soto. Y, como protagonista femenina, Geraldine Chaplin.

Todavía es habitual elogiar La caza en contra del quiebro que le sigue, y que se inicia en 1967 con Pippermint frappé. Una vía más experimental, de búsquedas formales casi inevitables en los años sesenta, que contaban con un nuevo público, el de las salas de Arte y Ensayo. Hoy resulta demasiado fácil deslindar lo que el tiempo he revelado como más caedizo del cine de aquella década. Pero hay que recordar que ni la actual forma de entender este medio de expresión sería la misma sin aquellas intentonas, ni España era un país que se dejara reducir ya a los viejos clichés rurales, y carecía de sentido seguir haciendo costumbrismo y/o sainetes.

El país estaba cambiando a un ritmo acelerado, de un modo que no había experimentado en siglos. Y el seguimiento de esos desajustes introducidos en el exterior --y en el interior— de los personajes por la naciente sociedad de consumo al enfrentarse a los atavismos patrios será la tarea propuesta en sus siguientes cintas: Peppermint frappé (1967), Stress es tres tres (1968), La madriguera (1969) y El jardín de las delicias (1970). Son ensayos --en ocasiones compulsivos-- a los que se vio arrastrado debido a la falta de continuidad cultural motivada por la fractura histórica de la guerra civil. Al igual que la pareja protagonista de La madriguera o el grupo familiar de El jardín de las delicias, la entrega a los más insólitos juegos era un recurso desesperado para hacer aflorar una memoria sepultada en los repliegues más profundos de la tradición española.

La prima Angélica (1973) constituyó un hito de incontestable madurez en esa búsqueda, y también la primera película española en la que se presentó la guerra civil desde el punto de vista de los vencidos. El aval del Festival de Cannes, que le otorgó el Premio Especial del Jurado, le permitió una carrera comercial tan exitosa como llena de sobresaltos y amenazas de bomba. Además, supuso, junto a Elisa, vida mía (1976) la culminación de los objetivos que Saura había venido persiguiendo tras el giro impuesto a su producción con Peppermint frappé. De hecho, Mamá cumple cien años (1979), Deprisa, deprisa (1980) y Dulces horas (1981) abren un proceso de reescritura de su filmografía, coincidiendo con el quiebro biográfico marcado por su ruptura con Geraldine Chaplin y el profesional que implica su dedicación al musical (Bodas de sangre es de 1981) que le hacen internarse ya por otros derroteros.

En los dos años iniciales de la década de los ochenta, tanto Bodas de sangre como Carmen tratan de perfilar un cine musical a la española, bien distinto del clásico de Hollywood. El éxito internacional de la segunda probó sobradamente la capacidad de convocatoria de esta nueva fórmula, y llevó al productor Emiliano Piedra a continuarla en El amor brujo. Tras el rodaje mexicano de Antonieta (1982), en 1987 volvió a Hispanoamérica para embarcarse en El Dorado, uno de sus viejos proyectos, que le había empezado a interesar desde la lectura en 1964 de la novela de Sender La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. Al retomar la idea en 1987, se basaría directamente en los cronistas de Indias.                

El Dorado inició la colaboración con el productor Andrés Vicente Gómez, que continuaría con La noche oscura (1988), ¡Ay Carmela! (1989) y El Sur (1991). La primera, centrada en los nueve meses que pasó San Juan de la Cruz encerrado en Toledo, es una de sus películas más hermosas, valientes y radicales. En ella se sorprende un registro que vuelve a reverberar en su proyecto sobre Goya, con sus conflictos entre quienes deseaban -o no- incorporar los elementos de las respectivas modernidades (el humanismo renacentista o las luces de la Ilustración) como soporte de una convivencia siempre precaria. Pero, a diferencia de la primera etapa, en la que ese marco social habría pasado a primer término, ahora se adivina entre líneas, ocupando el espacio central algo tan íntimo como el proceso creativo en cuanto mecanismo afirmativo de la propia individualidad. Tampoco parece casualidad que en el proyecto sobre el pintor aragonés se añada un tema que se apuntaba en Elisa, vida mía e irrumpía con fuerza propia en Los zancos: el de la vejez.

¡Ay Carmela surge de la adaptación de una obra de José Sanchis Sinisterra centrada en nuestra guerra civil, tras aparcar Saura  momentáneamente ¡Esa luz!, su proyecto más ambicioso sobre el mismo asunto. Con esta película el realizador volvía a la colaboración con Azcona, mientras José Luis Alcaine sustituía a Teo Escamilla como director de fotografía.

Durante el año 1992 se ocupó en dos proyectos tan distintos como Sevillas y Maratón, fruto de la coincidencia en España de dos acontecimientos internacionales, las Olimpiadas de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla. Mientras que la segunda añade poco a su filmografía, la primera es una de sus más depuradas aportaciones a nuestro musical. Y marca, de la mano del citado Alcaine, un importante paso en su concepción de las escenografías y de las luces, que a menudo se han vinculado a Vittorio Storaro, cuando ya están aquí, antes de que comenzara su colaboración con el director de fotografía italiano en Flamenco (1995).

En 1993 regresó a la ficción con ¡Dispara!, basada en una narración del escritor Giorgio Scerbanenco. Posteriormente, en Taxi (1996) y El séptimo día (2004), con guiones de Santiago Tabernero y Ray Loriga, hay una vuelta a sucesos más actuales, apegados a la crónica callejera de sucesos y a la violencia. Aunque conviene matizar que en ellas adquiere no poca importancia el tratamiento formal. En el caso de Taxi, porque Storaro y Saura buscan un expresionismo de corte mediterráneo diferente al tradicional que vertebra el cine negro. Y en el de El séptimo día porque se rehuye el esteticismo de las escenas al ralentí que coreografían los disparos, para evitar la celebración de la violencia al estilo americano.

Tras Pajarito (1997), que desarrolla la faceta murciana de la rama familiar paterna, Saura consigue rodar por fin su proyecto Goya en Burdeos. La  película está dedicada a su hermano Antonio y, en cierto modo, sirve como puente en tres significativos trances creadores: el de San Juan en La noche oscura; el de Goya en su sordera y deriva mental; y el de un Buñuel ya anciano en Buñuel y la mesa del rey Salomón, hasta el  punto de que Paco Rabal compuso el personaje de Goya en más de una secuencia imitando la forma de hablar del cineasta de Calanda.

Sucedió que, al cumplirse en el año 2000 el centenario de su nacimiento, Saura abordó el personaje de alguien tan cercano a él como Buñuel. Lo hizo al hilo de una supuesta película que el anciano realizador trama al final de sus días, rememorando su amistad de juventud con Lorca y Dalí en la Residencia de Estudiantes y, sobre todo, en el sugestivo ambiente de un Toledo a mitad de camino entre las Tres Culturas y su legendario subsuelo de mitos.

Capítulo aparte merecen sus películas musicales, que mantienen su propia lógica y encadenamiento, en paralelo con las de “ficción”. Pues la madre del realizador era pianista, casi profesional, y esa fue la primera manifestación artística que se mamaba en casa. De hecho, muchas de las melodías aprendidas entonces volverán a las bandas sonoras de sus películas, como en Dulces horas.

En realidad, no puede establecerse una separación estricta entre sus cintas musicales y las que no lo son. Sus temas se entrecruzan e interpenetran. Así, por ejemplo, en el título que se acaba de citar -o en Elisa, vida mía- bloques argumentales enteros se manejan con una lógica melódica y rítmica tan estricta que la cámara coreografía sus movimientos más internos y anímicos. De modo que no rueda del mismo modo cuando suena la Troisième Gnosienne de Eric Satie que la Schiarazula Marazula de Giorgio Mainerio o el Pigmalión de Jean-Philippe Rameau.

Y, en general, podría decirse que en este género ha encontrado Saura una libertad que no siempre resulta fácil de hallar en las servidumbres de la narración realista, con todas las hipotecas de continuidad que conlleva el desarrollo psicologista-melodramático y la verosimilitud convencional que han vuelto a ser moneda corriente desde la abolición de los paréntesis experimentales y la vuelta a los códigos genéricos al estilo de Hollywood.

Dentro de sus películas musicales hay un primer ciclo eminentemente dramático o narrativo, el que componen Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986). Y ello con tres puntos de partida bien distintos. La tragedia de Lorca narraba una peripecia ya estilizada, que el ballet de Mañas y Gades había quintaesenciado, y que la película de Saura tradujo con la escueta desnudez de su decorado, y un híbrido entre la representación y el testimonio documental que buscaba, ante todo, auscultar el proceso creativo. Carmen contaba con el doble recurso de la novela de Mérimée y la opera de Bizet, lo que permitía esquivar algunos de los tópicos de ésta para ir al encuentro de la fuente original, de gran fuerza aún hoy por el potencial de libertad que emana la protagonista femenina. Y El amor brujo planteaba el desafío opuesto, un argumento tan magro que peligraba el inestable desarrollo dramático. Pero dejó sentadas las bases para un estilo propio, donde el decorado con su ciclorama de opera foil permitía a la cámara una gran libertad de movimientos en su trabajo de estudio, con una iluminación muy controlada.

Fueron esos antecedentes los que permitieron el milagro de Sevillanas (1991), un formato que desborda el documental para lograr que toda su información estuviese en la música o en las imágenes. Fue aquí donde Saura desarrolló sus bastidores geométricos para iluminar con libertad desde cualquier posición, así como sus peculiares dispositivos de espejos montados sobre ruedas, que duplican gestos y movimientos, enriquecen la perspectiva y facilitan el juego de una cámara que se implica en el ritmo, baila, e incluso llega a convertirse en protagonista.

Lo añadido por Vittorio Storaro en Flamenco (1995) y Tango (1998) es lo que podría llamarse el pleno desarrollo del “guión de luces”, es decir, un minucioso seguimiento que va subrayando la evolución dramática de la historia a través de un arco de iluminación, en paralelo al guión “literario”. Y que luego se prolonga en Salomé (2002), Iberia (2005) y Fados (2007), ahora ya con José Luis López Linares como director de fotografía.

Quizá por ello las dos películas en las que trabaja ahora mismo Carlos Saura tengan un fuerte componente musical. La primera, en fase de rodaje con el título Io don Giovanni, se centra en el libretista Lorenzo da Ponte, colaborador de Mozart en óperas como Don Juan. La segunda traslada a Brasil su viejo proyecto Amor de Dios, sobre la academia de baile situada en la calle madrileña de ese nombre.

Y es que, como argumentaba el realizador en su discurso de investidura como doctor Honoris Causa por la Universidad de Zaragoza, el suyo aspira a ser un arte total: “El cine que es artificio, teatro, ópera, pintura, narración, arte de síntesis o simplemente el producto de muchas cosas que se cocinan en la misma olla, es desde luego el arte de nuestro siglo, abriendo a la imaginación un recuadro luminoso de sombras y colores en donde nos vemos representados. La grandeza de ese arte está en la sabia adecuación de los medios expresivos, en el sensible tratamiento de las imágenes, de la sabiduría y habilidad de los artesanos que colaboran en el proyecto común, y sobre todo en el talento de quienes han utilizado el cine como una segunda personalidad, desentrañándose como las arañas para ofrecer a quien quiera apreciarla una parte de la vida: reflejo, espejo, laberinto. Me gusta pensar que es una forma de expresión personal, me gusta pensar que a través del cine podemos expresar nuestros temores, nuestras limitaciones, bondades y mezquindades, ensanchando nuestra visión y enriqueciendo nuestra mente”.

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Sánchez Vidal

Pablo Serrano y Miguel Labordeta: afinidades electivas

19 de noviembre de 2018 10:54:06 CET

 Las relaciones amistosas entre Pablo Serrano y Miguel Labordeta se iniciaron en los años cincuenta cuando el escultor regresó de Uruguay a España y duraron hasta la inesperada muerte del poeta en agosto de 1969. Un repaso de la documentación de sus respectivos archivos permite jalonar cómo fue su trato durante aquellos años, recuperando cartas de ambos —sobre todo de Pablo Serrano— y otros documentos de interés. El que se hayan conservado más documentos de Pablo Serrano obedece a que Miguel guardó con mayor cuidado sus papeles mientras que el escultor, debido a sus continuos cambios de domicilio, perdió parte de los suyos. Cuando Clemente Alonso Crespo se puso en contacto con él, solicitándole cartas u otra documentación que tuviera de Miguel mientras ordenaba el archivo de este, tras agradecerle las fotocopias de sus propias cartas al poeta que le envió, le escribía el 1 de junio de 1980:

 

 

            Lamentablemente no conservo nada de aquellas cartas y relación entrañable con Miguel Labordeta.

            Mis cambios de domicilio y ausencias de España extraviaron muchas cartas y documentos apreciados.[1]

 

            Solamente he podido ver por ello unas pocas cartas de Miguel en el archivo de Pablo Serrano. Aún así, se puede ensayar la reconstrucción de sus relaciones. La correspondencia gira en torno a unos cuantos acontecimientos y colaboraciones que permiten agruparlas. El primero de ellos parece ser el envío de una fotografía de su escultura del profeta Baruch acompañada de un poema de Washington Benavides, fechado en 1954: «Baruch». La breve carta es la siguiente:

 

Madrid 1-57

 

Querido Miguel:

 

Te mando el poema de Baruch.

Ya sabes que fue de los profetas menores.

Os recuerdo con todo afecto y agradecimiento a ti y a José Antonio

            Un abrazo

 

                                    Pablo

 

El poema, que lo aprenda nuestro amigo Pío, con otro abrazo para él.[2]

 

 

            En el Archivo de Miguel Labordeta se encuentran dos copias mecanografiadas del poema y una fotografía de la escultura de Serrano en yeso, que debieron formar del envío.[3] Como es sabido, el profeta Baruch —cuyo nombre quiere decir «El que bendice»— fue amigo y discípulo de Jeremías, con quien padeció destierro en Egipto y de quien apuntó sus profecías para transmitírselas al pueblo. En esta escultura expresionista se ha querido ver una proyección de la personalidad del escultor y por su expresividad conectaba bien con el tono profético de muchos de los poemas de Miguel de los años cincuenta. Quizás se deba a esto su interés por poseer una fotografía de la misma.

            Establecido su contacto —posiblemente con motivo de la exposición de Serrano en la Institución Fernando el Católico en 1957—, en el curso de aquel mismo año  debieron hablar de la posibilidad de que Pablo Serrano le hiciera un retrato a Miguel y varias de las cartas dan cuenta del proceso seguido desde su concepción a la fundición del mismo. A finales de marzo le escribía Serrano:

 

 

[PABLO SERRANO AGUILAR]

 

Madrid 25-III-57

 

Querido Miguel:

            Hazme saber si tu otra cabeza de broma se encuentra en tu poder. Le encargué te la entregara al amigo Fausto Gondana (¿?) de las Pozas, después de ser muy comentada en Barcelona.

            Estaré una temporada acá en Madrid.

            Espero que el bronce te haya gustado.

 

            Un abrazo

 

                                   Pablo[4]

 

            Parece que Miguel no había acusado recibo del poema sobre el profeta Baruch y unas semanas más tarde le volvía a escribir Serrano preguntándole a la vez que le mandaba prestada una antología de poesía:

 

[Pablo Serrano Aguilar]

 

Madrid 10-IV-57

 

Querido Miguel:

 

            No sé nada vuestro.

            ¿Recibiste el poema del Profeta?

            ¿Te gustó?

            Te mando esta antología que me envía Abril. Léela y por estar dedicada ruego me la remitas.

            Estoy en estos días con fuertes dolores neurálgicos de espalda y por la espalda este viento y frío de mis madriles, irracional que me lo trajo.

            Saludos a Río, a José Luis.

            Un abrazo

 

                                    Pablo[5]

 

            Los trabajos en la escultura del poeta avanzaban con paso firme y Miguel le remitió el importe de su trabajo que debían haber acordado antes:

 

Madrid 3 MAYO 57

 

Querido Miguel:

            Acabo de cobrar tu giro, pero eran 3.800 y mandas 4.000. ¿Las doscientas para qué? ¿Me harás tomarme un vaso de vino?

            La fundición creo que estará para fines de la otra semana.

            Un abrazo

 

                                   Pablo

 

            Y otro para tu hermano.[6]

 

            Puntualmente, Serrano le indicó cómo avanzaba todo el proceso de fundición con una nueva carta:

 

[Pablo Serrano Aguilar]

 

Madrid 22-V-57

 

Mi querido amigo Miguel:

 

            Recibí tu carta y ya di orden al fundidor.

            Dentro de 15 o 20 días tendrás tu cabeza.

            El importe me lo girarás en cuanto puedas, pues para que te resulte por ese precio, incluí ese trabajo con otro que ya le encargué yo.

            En cuanto al asunto de tu prima, esta es la dirección donde trabaja el pollo

 

AYAX S. A.

Av. Gral Rondeau 1907

 

            Lamento lo sucedido con el inspector en tu colegio y creo que ya con tu inteligencia lo habrás arreglado.

            En la primera quincena de junio realizo una exposición en Barcelona (Galería SYRA)

            Saludos y un abrazo

 

                                               Pablo[7]

 

            Este busto del poeta constituye hoy una de las imágenes más difundidas del poeta. Es uno de los conocidos retratos del escultor que durante aquellos años interpretó a diferentes personajes del mundo empresarial, político y cultural de España, creando una verdadera galería de retratos, que recuerdan en cierto modo en ocasiones a los ideados por Daumier, pero sin resaltar aspectos caricaturescos negativos, buscando más bien expresar lo que consideraba esencial del personaje retratado.      

            Sus relaciones no podían ser mejores y Pablo Serrano no dejó de felicitarle las navidades acabando 1958 como manifiesta una pequeña tarjeta:

 

[PABLO SERRANO AGUILAR][8]

 

A Miguel desea un feliz año 1959 su amigo Pablo.

 

            Un nuevo evento cultural llevó al escultor a escribirle al poeta, para consultarle sobre la oportunidad de participar o no en una exposición que se estaba organizando y a la que había sido invitado por el pintor Pepe Orús:

 

[PABLO SERRANO]

 

Querido Miguel:

            El pintor Orús, parece que con Radio de Zaragoza, ha organizado una exposición de Arte Abstracto de Aragoneses. Al efecto de obtener mi participación, me llamó el otro día por teléfono.

            Te ruego me digas algo al respecto, pues si bien en principio me negué a participar, porque pienso que esto era una tontería del amigo Viola, me insistió ayer sobre esta conveniencia para «remover el ambiente»

            Dime rápidamente algo sobre esto.

            Por intermedio de ORUS te envío también un cliché. Por favor, no me lo pierdas.

            Recibe un cordial abrazo

 

                                                           Pablo[9]

 

            No he podido precisar con más datos la ubicación de esta carta y si se produjo o no su colaboración en la exposición mencionada. Entretanto se hizo pública una convocatoria para realizar un monumento a Goya en Zaragoza promovida por el Banco Zaragozano, que conmemoraba así su cincuenta aniversario. Se retomaba un fallido proyecto de 1946, haciéndose eco de las quejas de Julián Gállego en la sección de «Las Artes y las Letras» de Heraldo de Aragón, el 29 de enero de 1959. En su artículo lamentaba Gállego que Zaragoza careciera de un monumento dedicado a su más eximio pintor, situación que no ocurriría en ninguna ciudad que contara con un artista semejante.[10] Serrano le envió esta carta sin fecha a Miguel, que denota nuevamente que era persona de su confianza para saber qué ocurría en el mundo cultural zaragozano:

 

Querido amigo Miguel:

 

            Después de tanto tiempo te envío un abrazo.

            ¿Qué hay de tu poética y de tu broncínea cabeza?

            ¿Quieres darme alguna noticia sobre el concurso para el monumento a Goya que sale del Banco Zaragozano y que se ha publicado en los diarios?

            Firma Gumersindo Claramunt Pastor. Quizás tengas algún amigo dentro de la comisión organizadora y podrías enterarse si tienen cabida las esculturas modernas (mal llamadas así).

            Recibe un cordial abrazo

 

                                               Pablo

 

            Me acuerdo de tu colegio pues da la casualidad que tengo el encargo de un Santo Tomás.

 

 

            La respuesta de Miguel es la primera carta suya que he podido encontrar entre la documentación de Pablo Serrano:

 

1-5-59

 

            Amigo Serrano: recibí tu carta, que como siempre que viene algo tuyo, me alegró enormemente.

            Del asunto del monumento a Goya, mi hermano habló con Claramunt (hijo) que es uno de los «mandamases» en este asunto (su padre es el presidente del Consejo de Banco Zaragozano) y dijo que no habría ningún inconveniente en cosas modernas y dio toda serie de facilidades verbales.

            Mi impresión es que este premio debe estar en principio dirigido hacia algún arquitecto.

            Ha salido potente y te envío unos recortes para que te enteres.

            Creo que debes presentarte, por encima de todo, tienes muy buen ambiente; eso sí, deberías echar mano de tus amistades oficiales: Zubiri, Gobernador, Solano, Serrano Montalvo, etc., etc.

            Yo por mi parte haré todo lo posible junto a los Claramunt (mi hermano es amigo del hijo).

            Hablé con el crítico Torralba, que está de profesor en mi colegio y me dijo que hay un viejo proyecto arrinconado, obra del arquitecto Páramo y con esculturas del fallecido Bueno; y que, en tiempos, se había hablado de ti, para reemplazar a este escultor. ¿Sabes tú algo de eso?

            Puedes ponerte en contacto con este arquitecto, si te interesa. Esperamos algo bueno de ti

 

                        Un abrazo

 

                                                           Miguel[11]

 

 

            El asunto, en efecto, había ocupado bastante espacio en los periódicos zaragozanos durante los días del mes de abril. Heraldo de Aragón, por ejemplo, recogió diferentes opiniones y documentos al respecto los días 21, 23 y 29 de abril. Pablo Serrano concurrió finalmente al concurso con un proyecto elaborado con el arquitecto Miguel Fisac, con quien venía colaborando al igual que con otros arquitectos, buscando una convergencia de artes.[12] Pero las noticias de las dificultades que iba a encontrar no tardaron en llegar tal como le contaba a Miguel en junio:

 

            [Pablo Serrano Aguilar]

 

Madrid 27 de Junio de 1959

 

Querido Miguel:

 

            Estamos terminando con el proyecto, es sencillo, pero creo de interés y que si tenemos suerte de que esos nos lo den, puede mejorarse en detalles interesantes. Por la memoria, si te animas a leerla (supongo todo se expondrá) creo te gustará.

            Pero da la mala pata, que han nombrado de jurado a un gran enemigo personal mío, que es el viejo escultor Comendador, quien me ha atacado públicamente y yo le he combatido a las manifestaciones que se permitió publicar en un diario, diciendo «el arte abstracto es arte de mediocres, etc.»… es vengativo, y sé que aprovechará cualquier cosa para denigrarme.[13]

            En fin, aunque no ganáramos el Arquitecto Miguel Fisac y yo, el trabajo, creo haber cumplido como buen aragonés a esta llamada de honrar a nuestro gran Goya. Él en vida, también sufrió. Ya me dirás, si te gusta el detalle de su cabeza y su boceto de la figura, que está creada dentro de una gran unidad de forma compacta.

            Esta figura calculamos que sería de tres metros y medio en bronce y surge como un pequeño montículo de tierra árida. Sus manos y cabeza, fuertemente expresivas, en su izquierda la paleta, todo él en actitud de avance.

            Un dado o cubo recuerda la pureza de las formas geométricas y sobre él y en bronce, una forma que recordará sus pinturas de brujas y aquelarres, las pinturas negras que le dieron fama universal. El Dado, está sobre un pequeño estanque de agua y esta agua en colores cambiantes de noche, surgirá como en ebullición, no tranquila, sino a borbotones, eso es todo.[14]

 

 

            Se enfrentaban dos maneras de entender el arte escultórico y se cruzaban intereses bien diversos. Los peores augurios se cumplieron cuando se falló el concurso dejándolo desierto y se le adjudicó la realización del monumento al escultor catalán Federico Marés, quien ya había trabajado antes para el Banco Zaragozano en su sede madrileña. Tanto la elección como después el monumento cuando se inauguró el 8 de octubre de 1960 suscitaron cierta polémica en la ciudad. En el acto de inauguración, el presidente del Banco Zaragozano, Gumersindo Claramunt Pastor, hizo entrega del monumento al alcalde de la ciudad, el señor Gómez Laguna. Un poco después era proclamada reina de las fiestas la hija del señor Claramunt.

            Miguel le escribió irritado una expresiva tarjeta a Pablo, solidarizándose con él, pero no quedándose en la mera lamentación sino disponiéndose a reparar en la medida de sus fuerzas la injusticia cometida con el amigo:

 

[Miguel Labordeta]  20-11-59

 

            Amigo Serrano: con lo del monumento a Goya se te ha hecho una verdadera «marranada» propia de los cretinos que han organizado todo esto.

            Voy a publicar un boletín literario, y Torralba va a hablar de ti, como te mereces, como el primer escultor de España y de muchos sitios más: en otros artículos hablaré también de los del Paso, etc.

            ¿Serás tan amable de enviarme dibujos tuyos o fotografías de esas tuyas? Si además me envías algún escrito sobre arte, etc. mejor que mejor.

            Quiero pues tu colaboración, que en tu tierra no todos son unos matracos, como los del Banco y tal.

            Un abrazo

 

                        Miguel

 

            Miguel Labordeta estaba madurando la idea de crear su propia revista, que acabaría dando lugar a Despacho literario, publicada no mucho después y en la que el escultor turolense tuvo un lugar relevante. Serrano contestó agradecido el gesto del amigo que se proponía además reivindicar su nombre entre sus paisanos:

 

Querido Miguel:

            Me han conmovido tus palabras y te agradezco los ofrecimientos.

            Solamente así, en solidaridad se afianza la amistad.

            Te enviaré fotos de las últimas obras y planteamientos en los que estoy.

            Primero es mejor aceptar el ofrecimiento de Torralba a quien desde ya le agradezco su amabilidad.

            Que ese boletín sea todo un hecho.

            Un abrazo

 

                                   Pablo

 

                                                                       2-XII-59[15]

 

            No faltó tampoco este año la felicitación navideña de Pablo Serrano a Miguel; a la vez que respondía a la petición de uno de sus clichés fotográficos, le decía:

 

[PABLO SERRANO]

 

            Querido Miguel: recibí tu tarjeta. ¿Quieres decirme que cliché es el que quieres de mi retrato? ¿El que está en el libro tan grande? Me parece excesivo.

            Contéstame enseguida porque creo que tendré que salir de viaje muy pronto.

            Un abrazo

 

                                   Pablo

 

            Feliz año 60[16]

 

            Las siguientes cartas tienen que ver con la puesta en marcha de Despacho literario, para la que le pidió más clichés fotográficos para ilustrar los artículos sobre su escultura, que incluyó en su primer número.  Serrano se los envió pronto:

 

[PABLO SERRANO AGUILAR]

 

Querido Miguel,

 

            Hoy mismo te envío los clichés que me pides. Te ruego una vez los hayas usado, el que me los devuelvas.

            La dirección de Cirlot, es Herzegovina, 33. Barcelona, 6.

            Con él estoy trabajando y me sigue los pasos admirablemente. Ha escrito un artículo para Papeles de Son Armadans que es la continuación y resumen de lo escrito hasta la fecha.

            Creo que esto sí podrías darlo. Sin que estorve [sic] tu idea.

            En fin, haces lo que quieras, que bien hecho estará.

            He recibido carta de Cueto; me da pena su situación, la misma de siempre ¿no? Me ha pedido un dibujo para venderlo. ¿Crees que debo enviárselo? Yo con mucho gusto lo hago, pero necesito tu consejo (particular). También, el que le oriente sobre la manera de dar algún recital en América y para esto creo que no voy a poder servirle, por la sencilla razón que no veo una manera tan fácil. No dejaré sin embargo que [sic] atento por si algo fuera posible.

            Recibe un fuerte abrazo

 

                                                           Pablo

 

            No me hables «del Paso», pues mucho hice por ellos en un principio. Esto ha sido una maniobra de uno de ellos para su provecho solamente. Esta agrupación, ya no existe. Se ha deshecho por la sencilla razón que no había una determinada tendencia,  sino la defensa de unos pequeños intereses comerciales.

No creo que te convenga el nombrarlo. Ya pasó su momento. Si te refieres a algo, creo mejor que debes referirte a personas concretamente.[17]

 

            Juan Eduardo Cirlot estaba escribiendo un libro sobre la obra escultórica de Serrano, que completaron varios artículos en revistas y periódicos, entre ellos el incluido en Despacho literario, que seguramente le pidió utilizando la dirección que le proporcionó Pablo Serrano en esta carta. En cuanto al rapsoda Pío Fernández Cueto hay que recordar que sobrevivía malamente de su trabajo y recurrió con frecuencia a la solidaridad de sus amigos. Ante el descuido de Miguel, que no acusó recibo del envío de los clichés, Serrano le mandó está nota en una tarjeta:

 

Miguel:

            Dime si has recibido los clichés porque ya hace muchos días que se enviaron

 

                                                                                                          Pablo[18]

 

            En 1960, los empeños  editoriales de Miguel se centraron en impulsar su revista Despacho literario de la oficina poética internacional, que compareció, por primera vez «en Zaragoza por Tauro hacia 1960».[19] De tamaño tabloide, desde su primera página otorgó a Pablo Serrano un gran protagonismo reproduciendo una de sus esculturas de hierro. Pero sobre todo le dedicó las páginas once y doce con sendos artículos de Juan Eduardo Cirlot —«La plástica del espacio»— y Federico Torralba, «Un escultor universal». Era el acto de desagravio ante sus paisanos que el poeta le había ofrecido al escultor a raíz del fallido concurso goyesco.

            Ilustrado el primer artículo con una nueva escultura de hierro y con un dibujo, Cirlot reflexionaba sobre cómo Serrano desde 1956 venía analizando el espacio en sus esculturas, lo que dio lugar a series de dibujos y esculturas con esta problemática, logrando plasmar contrastes entre exterior-interior, la ausencia y otros importantes asuntos de alcance simbólico que constituyen el meollo de su obra de madurez.

            Federico Torralba, por su lado, reivindicaba Aragón como tierra de arte y artistas pero que debían elegir el camino de la diáspora para hacerse valer y valorar. Y en esta línea había que situar a Pablo Serrano que salió de un pueblecito aragonés, Crivillén, haciéndose un nombre en América antes de regresar, exponiendo en la Institución Fernando el Católico en 1957:

 

            Se siente contento y feliz entre los suyos, casi como un niño se entusiasma recordando a Goya, y pensando en su monumento —un monumento «goyesco» y no «goyista»— frecuenta tertulias, parientes y amigos, hace algunas obras y se marcha de su tierra con las manos vacías, un poco desalentado, empujado por el frío viento de una incierta primavera, quizás pensando no volver más.

 

            Torralba aludía así con exquisita elegancia al reciente fracaso de su proyecto de monumento a Goya, pasando a continuación a mostrar su maestría, glosando su dominio de la técnica y de las formas, incluso cuando las deformaba en sus retratos. Dominaba el escultor la realidad, transformándola. Continuaba así la mejor tradición universal aragonesa dentro la cual ubicaba su obra.

            Serrano se encontró con la grata sorpresa de este homenaje unos meses después cuando volvió de un viaje a Italia y pudo leer este número de la revista que le impactó de veras en lo más hondo:

 

[PABLO SERRANO]

 

Querido Miguel:

 

            A mi regreso de ITALIA (Venecia) me encuentro con tu «tridimensional» DESPACHO LITERARIO.— ¡Formidable! Pero ha debido ser un impacto como el «SPUKNIK» en la calcinada ZARAGOZA que por tus desvelos volverá a ser AUGUSTA.

            A Federico, mi reconocido sonrojo por su artículo. Que cuando venga a Madrid, me llame.

            Envíame si es posible a pagar 5 ejemplares.— Envía a la librería BUCHOLZ – Av. Calvo Sotelo, 3

 

            Recibe un fuerte abrazo

 

                                                           Pablo

 

                                    M. 4-Julio 60[20]

 

            La vindicación del amigo largamente meditada y preparada alcanzaba así su culminación. Su queja solidaria ante lo que consideró una injusticia no se quedó en un simple lamentarse sino que llevó a cabo la promesa que le había hecho de reivindicarlo ante los zaragozanos para que comprendiera que no toda la ciudad estaba llena solamente de matracos.

            La revista Papageno, que dirigía y financiaba Julio Antonio Gómez, dedicó su segundo y último número en el invierno de 1960 a la publicación de la obra teatral de Miguel Oficina de horizonte, precedida del artículo de Julio Antonio Gómez «Un poema puesto en pie», donde mencionaba que, en contra de la opinión general,  la revista comparecía de nuevo —su primer número había sido publicado en la ya lejana primavera de 1958— y lo hacía para dar a conocer la obra «excepcional» de Miguel. Excepcional porque en ella estaba sintetizado todo su mundo:

 

            En efecto: todo el mundo fabuloso del poeta inventor, todos los hermosos galimatías absurdos o soñados —universo quimérico o real, quién sabe— están en la obra, la constituyen y a ellos habremos de remitirnos cuando deseemos conocer a uno y a otra. Miguel Labordeta, en esa Oficina Poética Internacional […], con cada uno y hasta el fin de todos sus fantasmas, es Miguel Labordeta. Miguel Labordeta es también el ángel Ángel que —al unísono con el monstruoso insecto de Kafka— desea ocupar su lugar de poeta en un mundo donde los poetas son insectos monstruosos. Miguel Labordeta, por fin, es todo ese aliento, ese inquietante e inquietado temblor del drama que, a nuestro juicio, en ninguno de sus libros anteriores logró alcanzar.

 

            Pues bien, Miguel, complacido sin duda con la cuidada edición de su drama, se la envió a Serrano y este le contestó en estos términos:

 

[PABLO SERRANO AGUILAR

 AV. DEL GENERALÍSIMO, 51 MADRID-16]

 

 

Querido Miguel:

 

            Gracias por tu envío de PAPAGENO, Oficina de Horizonte es realmente estupenda.

            La di a estudiar y leer a Josefina Pedreño, directora de Dido, y estamos viendo la forma de llevarla a la representación acá.

            Esto sería labor de el [sic] «Taller Libre de las Artes», entidad que fundé acá y que marcha muy bien entre los estudiantes.

            Josefina es una gran mujer que desea ponerse en contacto personal o por carta contigo para hablar de esta posibilidad, creo que con actores de acá.

            Ella después de esta carta te escribirá.

            Lo mejor sería que te hicieras un viaje. ¿Qué te cuesta?

 

            Señas de Josefina Pedreño

 

                                               Martínez Campo, 19

                                                           Madrid

 

            Un abrazo

 

                                   Pablo.[21]

 

            No tengo noticias de que Miguel enviara el drama y no parece que, finalmente, el teatro Dido llevara a cabo este montaje. Oficina de Horizonte debió esperar hasta 1977 para subir por segunda vez a los escenarios tras su estreno en otoño de 1955. La amistad entre Miguel Labordeta y Pablo Serrano continuó hasta la repentina muerte del primero, que le conmovió profundamente. Entretanto había establecido también una profunda amistad con su hermano José Antonio, que merece ser también recordada y contada. Serrano se sumó a los actos de despedida del amigo muerto con un poema necrológico que constituye una reivindicación inequívoca de su poesía proyectándola hacia el futuro y que bien puede servir de cierre a este breve recordatorio de su amistad: «Ya despiertan, Miguel».[22] Del poema hay al menos tres versiones en su archivo, que necesitarían ser analizadas, pero aquí transcribo tan solo la copia escrita con pluma existente en el Archivo de Miguel Labordeta y que debieron agregar sus hermanos José Antonio y Donato:

 

 

Tú, Miguel.

Bocabajo. Desde arriba.

Desde tu Oficina de Horizonte.

Desde Sumido.

¡Ahora! Empuja, desde el bronce que te vi yo desde mucho antes de esto.

Desde ti cajón de sándalo, empuja ahora.

Empiezan a oírte los sordos, los de siempre,

los hijos de….

¡Ahora! ¡Ahora! Empuja, empuja desde el otro muro.

Ya se inquietan, ya empiezan a oír tu voz antigua.

Aquella que se anudó en tu garganta y se volvió bronca.

Dales en la cabeza de sesos vacíos con tu cajón

de pino de tercera.

Desde tu oficina de carne quieta.

¡Vives! ¡Vives! Ahora estás vivo. Más que antes,

porque tú empujas fuerte.

Ahora te oyen. Vienes de morirte.

Tú, muerto, retiemblas en las manos de ellos.

Ahora despiertan, oyen.

Ya escriben en las pizarras ¡TÚ, MIGUEL!

 

                                   Pablo Serrano

 

                                                                       14/ XI / 69.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Original en el Archivo de Miguel Labordeta (Universidad de Zaragoza), nº 28. En adelante AML.

 

 

[2] Original en AML.

Fotocopia en Archivo Pablo Serrano  (IAACC Pablo Serrano). Correspondencia Caja 1 (1956-1957, nº 2.

 

[3] Original AML: fotografía de la escultura extraída de uno de sus catálogos  y dos copias mecanografiadas del largo poema. La escultura hoy forma parte de la colección de Renfe.

 

[4] Original en AML.

 

[5] AML.

 

[6] AML.

 

[7] AML.

 

[8] Tarjeta. AML.

 

[9] AML.

 

[10] Sobre los avatares del monumento a Goya en Zaragoza, véase, Ana Ara Fernández, «Por fin un monumento a Goya en Zaragoza», Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar, XCVI, 2006, pp. 35-57.

[11] Archivo Pablo Serrano  (IAACC Pablo Serrano). Correspondencia Caja 1 (1956-1957), nº 4, 1959. Con orla de luto y membrete de Santo Tomás de Aquino. En la parte superior añadía:  «Supongo tienes las bases, que salieron en los periódicos»

 

[12] Ana Ara Fernández, «Pablo Serrano: el anhelo de un arte unitario», Archivo Español de Arte, LXXX, nº 320, octubre-diciembre 2007, pp. 411-422.

 

[13] Debe referirse al escultor Enrique Pérez Comendador (1900-1981) perteneciente a la escuela sevillana de escultura, aunque de origen extremeño. De gustos complemente académicos y clásicos pasó años en Italia y fue profesor de modelado y composición escultórica en la Escuela de Bellas Artes de la Academia de san Fernando.

 

[14] AML.

[15] AML.

 

[16] AML. «Feliz año 60» escrito a pluma como la firma.

 

[17] No obstante en el AML se encuentra un manifiesto del Paso enviado por Serrano.

 

[18] AML; escrito en un sobre.

 

[19] En su página cuatro se anunciaba la colección Papageno donde figuraba ya Al oeste del lago Kiwú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, libro de poemas de Julio Antonio Gómez. Y entre los libros en preparación se contaban: Oficina de Horizonte (tragicomedia de Miguel Labordeta) y Epilírica (poemas), del mismo.

[20] AML.

 

[21] AML.

 

[22] Archivo Pablo Serrano  (IAACC Pablo Serrano). Correspondencia Caja 24, nº 34: a. Cuartilla fechada 13/XI/69 «A Miguel Labordeta» Serrano; b. Fotocopia de la anterior. c. Folio fechado el 13/XI/ 69; d. Fotocopia del folio anterior. e. Folio fechado el 14/IX/ 69 con variantes importantes. f. Fotocopia de la anterior

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Rubio Jiménez

María Moliner (1900-1981) es ampliamente conocida por ser la autora del Diccionario de uso del español, una obra ingente y fundamental en la Lexicografía española de la segunda mitad del siglo xx, que empezó a elaborar cumplidos los cincuenta. Aquí presentaremos a la María Moliner anterior, la de los años 30, la que tuvo un papel muy activo y fundamental en la difusión de la cultura, la bibliotecaria, la que impulsó un Plan Nacional de Bibliotecas durante la Segunda República, la que fue delegada del Patronato de Misiones Pedagógicas en Valencia.

 

Años de formación humana e intelectual

La contribución intelectual de María Moliner no puede entenderse sin conocer sus orígenes, su infancia y adolescencia, y su juventud. Nació en Paniza (Zaragoza) en el seno de una familia acomodada el 30 de marzo de 1900, en plena época del Regeneracionismo, cuando los españoles empezaban a tomar conciencia del atraso que sufría el país respecto a los vecinos europeos. En 1904 la familia se trasladó a Madrid y, en 1912, su padre, médico de la Marina en aquel entonces, se embarcó rumbo a Argentina, de donde jamás regresó. La desaparición del padre a tan temprana edad fue uno de los hechos que más marcaron el carácter y la trayectoria posterior de María Moliner, convirtiéndola en una persona sumamente responsable, voluntariosa y decidida: ante la difícil situación en que se encontró su madre —sola, sin oficio ni beneficio y con tres hijos que criar—, María se ofreció para estudiar por su cuenta, para no ser una carga, y empezó a dar clases particulares en cuanto pudo para contribuir al sostén económico de la familia.

En aquellos mismos años (1910-1913), María estudió, a veces por libre, en la Institución Libre de Enseñanza (ile), una institución que se consideraba elitista, más en lo intelectual que en lo económico. La influencia de esta institución y de sus profesores en la trayectoria intelectual y profesional de María Moliner fue notable, en particular la de Manuel Pedro Bartolomé Cossío —padre intelectual de María Moliner— y Américo Castro. En la ile María Moliner pudo dar lo mejor de sí, alcanzar la excelencia intelectual y sentar las bases de unos valores capitales en su formación humana y académica que la acompañarían a lo largo de toda su vida. En aquellos años no imaginaba, como veremos más adelante, que a partir de 1930 su vocación y su talento estarían al servicio de las Misiones Pedagógicas, proyecto del que Manuel B. Cossío había sido el principal impulsor.

La difícil situación económica de la familia propició el regreso a Zaragoza, en cuya universidad María estudió Filosofía y Letras, especialidad de Historia, y donde se licenció, en 1921, con sobresaliente y premio extraordinario. Al año siguiente empezó a preparar oposiciones al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, al tiempo que ampliaba estudios de Latín, Bibliografía y Pedagogía, siempre anhelando satisfacer su sed de saber. Su primer destino como bibliotecaria lo obtuvo en el Archivo de Simancas (Valladolid), donde sólo estuvo un año, pues —de nuevo por razones familiares— solicitó el traslado a Murcia. Pero sus inquietudes intelectuales no iban a verse satisfechas con ese puesto de trabajo, muy administrativo y poco creativo. En febrero de 1924, tan sólo dos meses después de tomar posesión de su nuevo destino como archivera, logró vincularse a la Universidad de Murcia, al ser nombrada ayudante en la Facultad de Filosofía, trabajo que compaginaba con sus obligaciones en el Archivo de la Delegación de Hacienda. Cabe resaltar que fue la primera mujer que se incorporó a esta universidad, y la Junta de la Facultad hizo hincapié en que entraba «por sus méritos» y que le mostraba su «alta estima» al recibirla.

En Murcia conoció al que iba a ser su marido y padre de sus hijos, Fernando Ramón Ferrando, catedrático de Física. Durante el curso 1929-1930 este obtuvo la cátedra de Física en la Universidad de Valencia y toda la familia Ramón-Moliner se trasladó a la capital del Turia, adonde María había solicitado el traslado al Archivo de la Delegación Provincial de Hacienda.

María Moliner fue, por tanto, coetánea de mujeres que han pasado a la historia por su lucha feminista y por su defensa de los derechos de las mujeres —Clara Campoamor, Victoria Kent, Margarita Nelken—, y también de mujeres artistas o deportistas que se hicieron famosas y ayudaron a visibilizar a la mujer española —Maruja Mallo, Lili Álvarez—, en una época en que, por tradición, la sociedad española reservaba a la mujer un papel relegado al ámbito doméstico. Asimismo, también fue contemporánea de mujeres que sintieron la llamada de la lucha miliciana a raíz del estallido de la Guerra Civil española, como Rosario Sánchez Mora. Igualmente lo fue de Pilar Primo de Rivera y de su obra, la Sección Femenina, que atrajo a tantas mujeres desde 1934 y durante el franquismo. Y, por otra parte, muchas de las mujeres de su época optaron por dedicarse exclusivamente al hogar y a la familia.

No obstante, la biografía de María Moliner, marcada por su infancia y adolescencia, nos muestra a una mujer que no fue como ninguna de ellas, ni siguió ninguno de estos caminos: a pesar de las adversidades que la vida le deparó, encontró un modo distinto de ser mujer y madre, al tiempo que bibliotecaria e intelectual, con una profunda preocupación social y humana, sin perder nunca su modo de estar en el mundo, discreto y silencioso, pero enormemente productivo, sin renunciar a nada, ejerciendo en plenitud su destino de mujer. Sin ser feminista, fue un ejemplo para muchas feministas.

Así pues, en los primeros años de su vida en Valencia, María Moliner y su marido tuvieron la oportunidad de compartir amistad y todas sus inquietudes intelectuales con otras personas del mundo académico valenciano, personas de talante liberal y avanzado como ellos y, en particular, con un grupo de matrimonios con anhelos regeneracionistas similares a los suyos, que, en palabras de la historiadora Inmaculada de la Fuente, «querían un colegio distinto para sus hijos y sentían la necesidad de introducir las nuevas pedagogías de la enseñanza». Con este grupo de amigos impulsaron y fundaron la Escuela Cossío, nombre escogido en memoria del célebre pedagogo, Manuel P. Bartolomé Cossío.

Las etapas de gestación, fundación, promoción y puesta en marcha de la Escuela Cossío en Valencia fueron, sin duda, uno de los períodos más fructíferos de la vida intelectual y laboral de María Moliner. La materialización de este sueño por parte del matrimonio Ramón-Moliner —junto con los matrimonios amigos que participaron en el proyecto— sirvió, de entrada, para que sus hijos recibieran la educación de calidad que sus padres deseaban, siguiendo la estela de la ile y la pedagogía que allí María había aprendido.


La Segunda República y las Misiones Pedagógicas

La llegada de la Segunda República fue una oportunidad para María Moliner, que ya estaba muy comprometida y concienciada socialmente, especialmente en lo relativo a la educación y la cultura. En cierto modo, con la concepción y puesta en marcha de la escuela en Valencia, en el curso 1930-1931, María Moliner ―junto con su marido y su grupo de amigos― contribuyó al despertar de la sociedad española, que cristalizaría con la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931. Este entorno favoreció que María Moliner pudiera seguir dando lo mejor de sí y fuera alimentando sus inquietudes intelectuales y, sobre todo, sociales y educativas.

Y precisamente el haber promovido y fundado la Escuela Cossío en Valencia facilitó que María Moliner entrara en contacto con uno de los grandes proyectos del Gobierno republicano, en el que ella participaría de forma muy activa: las Misiones Pedagógicas, creadas el 29 de mayo de 1931 y dependientes del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Esta fecha tan temprana respecto a la proclamación de la Segunda República —mes y medio después— muestra la importancia que el nuevo Gobierno republicano otorgaba a la cultura y a la regeneración del pueblo español.

Encontramos los antecedentes de las Misiones Pedagógicas en el año 1881, cuando Giner de los Ríos y Manuel B. Cossío solicitaron al ministro de Fomento del primer Gobierno de Sagasta la creación de «misiones ambulantes», para llevar a los mejores maestros a zonas rurales más apartadas. La idea era enviarlos, en grupos de dos o tres, a modo de «misioneros», para que en las principales localidades reuniesen a los maestros rurales y les explicaran de forma práctica qué era lo que en las condiciones de entonces podrían hacer con objeto de mejorar la enseñanza. Más adelante, en 1912, se promovieron algunas experiencias, que ya se denominaron «misiones pedagógicas», para llenar el vacío intelectual y social con que frecuentemente trabajaban los maestros en las aldeas.

El Gobierno republicano sintió rápidamente la necesidad de trabajar para la población de las zonas rurales y retomó la antigua aspiración de Giner y Cossío: encomendó entonces a Cossío la presidencia del Patronato de Misiones Pedagógicas, organismo al que éste se dedicó en cuerpo y alma hasta su fallecimiento en 1935.

Era cuestión de tiempo que María Moliner se sintiera atraída por el flamante proyecto de las Misiones Pedagógicas, máxime cuando estaba presidido por el que fue su principal maestro. En agosto de ese mismo año, María integró la Delegación Valenciana de las Misiones Pedagógicas, con responsabilidades gestoras, entre otras. Y en enero de 1932 inició su colaboración con las Misiones Pedagógicas, que durarían hasta 1936.

María Moliner hacía suyas las palabras del profesor Cossío cuando explicaba cuál era el propósito de las Misiones: «despertar el afán de leer en los que no lo sienten, pues sólo cuando todo español no sólo sepa leer —que es bastante—, sino que tenga ansia de leer, de gozar y divertirse, sí, divertirse leyendo, habrá una nueva España». Hay que tener en cuenta que en 1931 apenas había bibliotecas públicas en España y que ninguna escuela rural tenía libros infantiles. La Segunda República realizó un esfuerzo importante por terminar con las desigualdades entre el campo y la ciudad, y lo intentó de la mano de las Misiones Pedagógicas y de la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros, de la que hablaremos más adelante.

El mundo de la lectura y de las bibliotecas experimentó con todo ello una gran transformación. Se empezó a entender que el papel de los bibliotecarios debía cambiar: el bibliotecario clásico era aquel que buscaba preservar los libros y trabajar para sesudos especialistas; en cambio, el bibliotecario de la Segunda República —como María Moliner— buscaba trabajar para el público en general y para los más desfavorecidos en particular. Su afán, como el del maestro Cossío, consistía en despertar el gusto por la lectura a los que no lo habían conocido, acercar la cultura a los que vivían alejados de las grandes ciudades y, en definitiva, abrir las bibliotecas a la gente, dejando que la luz del día desempolvara los ejemplares. María Moliner deseaba una biblioteca viva, útil y lúdica.

En 1933, María Moliner fue nombrada vicepresidenta de Misiones en Valencia, y como tal propició el desarrollo de las bibliotecas rurales, tarea que compatibilizó con su trabajo en el Archivo de la Delegación de Hacienda y con su faceta de madre y esposa.

En 1934, promovió asimismo la creación de una biblioteca popular en la ciudad de Valencia. Pese a ser una idea suya, en la que trabajó con ahínco, no fue nombrada directora de la misma. Lejos de desanimarse, siempre voluntariosa, presentó otro proyecto, aún más ambicioso: la creación de una Biblioteca-Escuela, también en Valencia, pensada como central de coordinación y distribución de fondos para las pequeñas bibliotecas rurales. El proyecto salió adelante, y la energía incombustible de María Moliner se puso al servicio de los ideales que el maestro Cossío le había transmitido.

Como miembro colaborador de las Misiones Pedagógicas en Valencia realizó numerosas inspecciones a distintas bibliotecas diseminadas por la provincia de Valencia. Varios informes de estas inspecciones se conservan en el Archivo General de la Administración. La experiencia acumulada en los centenares de visitas que realizó le permitió hacer una radiografía muy nítida de la situación de la lectura y de las bibliotecas rurales, y pudo verter buena parte de ello en el II Congreso Internacional de Bibliotecas y Bibliografía ―inaugurado por el filósofo José Ortega y Gasset―, que tuvo lugar en Madrid y Barcelona, del 20 al 30 de mayo de 1935, donde presentó la comunicación titulada «Bibliotecas rurales y redes de bibliotecas en España», y de cuyo Comité Organizador formó parte.

Dichos informes de inspección son una de las fuentes principales para conocer la labor de difusión de la lectura que llevó a cabo María Moliner durante la Segunda República. El interés principal de los informes de estas visitas estriba en el hecho de que son textos redactados personalmente por María Moliner. Son textos breves con un esquema común en cuanto a las cuestiones observadas y comentadas en cada una de las inspecciones, pero en absoluto son los clásicos informes administrativos, fríos y estandarizados. Destilan toda la humanidad y toda la sensibilidad de María Moliner, algo que el propio funcionamiento de las Misiones Pedagógicas permitía. La iniciativa de las Misiones Pedagógicas fue fundamentalmente fruto del entusiasmo de unas pocas personas y este espíritu inicial quedó plasmado en varios aspectos: sin normas ni modelos, se nutría de jóvenes intelectuales, artistas, escritores, pero también de maestros e inspectores de enseñanza primaria, personas, en definitiva, que compartían el ideal del maestro Cossío de crecimiento espiritual y cultural de los niños y de los habitantes de las zonas rurales. Hubo un núcleo de colaboradores que participaron regularmente —como es el caso de María Moliner—, pero muchos eran voluntarios y colaboradores puntuales. El funcionamiento era, pues, bastante carismático y permitía que cada cual se dedicase a aquello que mejor sabía hacer.

Aquellas bibliotecas eran sólo un estante, o un cajón, o una caja, a lo sumo un armario. Nada que ver con la imagen que nos viene a la mente cuando pensamos en el concepto de biblioteca, que identificamos espontáneamente con una gran sala abarrotada de libros, ordenados de manera sistemática. Ello confirma la necesidad que los impulsores e integrantes de las Misiones Pedagógicas habían detectado en las zonas rurales de la Península, en cuanto a lectura se refiere, puesto que unos pocos libros iban a llenar el vacío existente. Y al mismo tiempo es la prueba de que la cultura no es una cuestión de cantidad, sino de oportunidad y de adecuación, puesto que de lo que se trataba era de despertar el gusto por la lectura. Si conseguían que un solo niño o niña conociera el placer de la lectura, su entusiasmo contagiaría fácilmente a sus padres y hermanos. Y de este modo, como guijarro lanzado a un estanque, cada uno de estos libros, en manos de algún niño o niña del pueblo, con el acompañamiento adecuado del maestro o del bibliotecario, tendría el efecto de una onda expansiva.

Fueron años de gran productividad y de incansable actividad, años en los que María Moliner era conocida como «la muchacha del jersey verde». Como ella misma diría: «Me hacía gracia lo de muchacha, cuando ya pasaba de los treinta y había tenido a mis cuatro hijos». Esta intensa labor de la Segunda República se ve reflejada en las cifras: en 1935 se habían creado más de 5.000 bibliotecas, que, en los dos primeros años tuvieron 467.775 lectores, de los cuales 269.325 fueron niños (esto es, el 57%). Y el número total de obras leídas en el mismo período fue de 2.196.495. En ese mismo período se creó también la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros, en la que María Moliner participó activamente. Desde su puesto al frente de la Delegación de las Misiones Pedagógicas en Valencia llegó a organizar una red bibliotecaria a partir de las ciento quince bibliotecas establecidas por la Misiones, con una central en Valencia, que se encargaba de coordinar los servicios.

Poco después, en septiembre de 1936, en plena Guerra Civil, fue nombrada directora de la Biblioteca Universitaria y Provincial de Valencia, solicitada por el rector de la Universidad, el Dr. José Puche Álvarez —quien también había formado parte del grupo impulsor de la Escuela Cossío de Valencia—, pero a finales de 1937 tuvo que abandonar el puesto para ponerse al frente de la Oficina de Adquisición de Libros y Cambio Internacional de Publicaciones —que había sustituido desde el 5 de abril de 1937 a la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros para Bibliotecas. Este organismo era el encargado de comprar libros para todas las bibliotecas españolas: escolares, públicas, de colonias y de institutos, especialmente los Institutos para Obreros, que, por primera vez, daban la oportunidad de estudiar a jóvenes de la clase trabajadora. En el año en que María Moliner estuvo trabajando como directora, la Oficina gastó casi siete millones de pesetas en la compra de cuatrocientos treinta y tres mil volúmenes.

 

El Prólogo a las Instrucciones

Sin embargo, aún le quedaba mucho camino por recorrer a María Moliner. Una de las mayores aportaciones que hizo a la difusión de la lectura y de la cultura en la España de los años 30 fue, sin duda, la redacción de las Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas, que la Sección de Bibliotecas del Consejo Central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico del Ministerio de Instrucción Pública, publicó en Valencia, en 1937, omitiendo la autoría.

Las Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas constan de un prólogo de dos páginas, seguido de cuarenta y siete páginas en las que María Moliner expone de forma clara y ordenada cómo debe crearse, organizarse y mantenerse una pequeña biblioteca rural. Las Instrucciones abordan los siguientes aspectos: instalación, operaciones con los libros, formación de catálogos, servicio al público y estadísticas, atención a los servicios de préstamos entre bibliotecas y lotes renovables, propaganda y extensión bibliotecaria, y operaciones de orden administrativo. En estas páginas queda reflejada toda la experiencia que había atesorado en sus múltiples visitas de inspección como «misionera» de Misiones Pedagógicas y, sobre todo, queda reflejada su incombustible vocación de difusión de la lectura y de la cultura. El resultado es un texto en el que los destinatarios están presentes de principio a fin, y en el que se da respuesta anticipadamente a todas aquellas dudas de método o de funcionamiento que les pudieran surgir. El texto está acompañado de abundantes dibujos para ilustrar mejor las explicaciones, dibujos que describen desde el mobiliario más adecuado para la biblioteca, hasta la representación de cómo colocar la tarjeta del libro en cada ejemplar. Es un texto eminentemente pragmático.

Pero sin lugar a dudas, lo mejor de estas Instrucciones es la carta que María Moliner redactó, a manera de prólogo. Como afirma con acierto J. Ignacio Bermejo Larrea, «es una de esas joyas de la literatura que andan escondidas en archivos casi olvidados». El prólogo está redactado como una carta, en el mismo tono epistolar que ya utilizó en sus informes de inspección, y se titula «A los bibliotecarios rurales». La autora es plenamente consciente de a quién van dirigidas estas Instrucciones, sabe quiénes son y cómo son. Conoce de primera mano el perfil de las personas que en cada uno de los pueblos y aldeas va a recurrir a este texto, y, conoce también el público para el que se instalan estas bibliotecas. Lo que la mueve es el deseo de hacer llegar la cultura, a través de la lectura, a los pueblos y aldeas más recónditos, incluso a aquellos que aún no tenían ni electricidad. Se percibe también en este delicado prólogo que, por delante de cualquier tentación de exhibición de su saber, pasan siempre la modestia de María Moliner y su preocupación sincera por los futuros lectores.

El primer párrafo es toda una declaración de intenciones. En él se encuentra la síntesis de su pensamiento y la esencia de su concepción de la profesión de bibliotecaria: «Estas Instrucciones van especialmente dirigidas a ayudar en su tarea a los bibliotecarios provistos de poca experiencia y que tienen a su cargo bibliotecas pequeñas y recientes. […] El encargado de una biblioteca que comienza a vivir ha de hacer una labor mucho más personal, poniendo toda su alma en ella. No será esto posible sin entusiasmo, y el entusiasmo no nace sino de la fe. El bibliotecario, para poner entusiasmo en su tarea, necesita creer en estas dos cosas: en la capacidad de mejoramiento espiritual de la gente a quien va a servir, y en la eficacia de su propia misión para contribuir a ese mejoramiento».

Hay una serie de términos y expresiones que son dignos de resaltar: «alma», «el entusiasmo no nace sino de la fe», «creer», «mejoramiento espiritual», «misión». Hay en todos ellos un denominador común, un mismo campo semántico que es, curiosamente, el de la religión y, en particular, el de la religión católica. Llama la atención el uso de este vocabulario en un texto como este, porque es un texto dirigido a los bibliotecarios rurales, en plena Segunda República, que prologa toda una serie de indicaciones muy prácticas; pero es que además la persona que lo escribe no estaba especialmente vinculada al mundo católico de aquel momento. Según sus hijos, María Moliner era creyente, pero no acudía a la iglesia con frecuencia. ¿Por qué entonces este lenguaje? ¿Qué había detrás de estos términos? Creemos que no es casualidad que María Moliner utilizara este vocabulario, puesto que, como hemos ido viendo, en sus diferentes opciones personales y laborales, siempre la movió un anhelo profundo de llevar el saber y la cultura, a través de los libros, a aquellos que lo tenían más difícil, a los más desfavorecidos.

A medida que el texto del prólogo va avanzando, va revelándose la María Moliner determinada, decidida y de ideas claras: «No será buen bibliotecario el individuo que recibe invariablemente al forastero con palabras que tenemos grabadas en el cerebro, a fuerza de oírlas, los que con una misión cultural hemos visitado pueblos españoles: ‘Mire usted: en este pueblo son muy cerriles; usted hábleles de ir al baile, al fútbol o al cine, pero… ¡A la biblioteca…!’. No, amigos bibliotecarios, no. En vuestro pueblo la gente no es más cerril que en otros pueblos del mundo. Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento. […] Ellos presienten, en efecto, que es cultura lo que necesitan, que sin ella no hay posibilidad de liberación efectiva».

María Moliner predicaba con el ejemplo; pedía a los nuevos bibliotecarios, a los que ya llamaba «amigos» que hicieran lo que ella llevaba practicando desde hacía varios años: tener fe en las personas, vivieran donde vivieran, fueran hombres o mujeres, niños o ancianos. Esa fe inquebrantable de María Moliner en la capacidad y la necesidad inherente del ser humano por aprender y ampliar sus horizontes queda perfectamente reflejada en esta frase: «Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento».

En este prólogo, María Moliner hace hincapié en las dificultades que todas estas personas de los pueblos y aldeas van a encontrar para «incorporarse a la marcha fatal del progreso humano», y para recorrer el camino de la cultura, que califica de «áspero». Ahí se manifiesta la María Moliner que sabe que hace falta esfuerzo y fuerza de voluntad para acceder al saber. Sin la participación activa de la gente, los bibliotecarios rurales no podrían hacer su trabajo. Por ello, les pide que sean comprensivos, que disculpen y ayuden a los nuevos lectores, pues se trata de «romper con una tradición de abandono conservada por generaciones y generaciones» y con una tradición de desprecio por parte de las clases favorecidas.

El prólogo, teñido de realismo, sigue anticipándose a los problemas que los bibliotecarios rurales se encontrarán y les aconseja que no olviden cuál es su misión: «conocer los recursos de tu biblioteca y las cualidades de tus lectores». María Moliner, mujer con los pies en el suelo, les da consejos llenos de sentido común, fruto de su propia experiencia. Sabe que el entorno no es el más propicio, pero, precisamente por ello, sabe también que la vocación y el entusiasmo de los bibliotecarios puede suplir en parte el déficit material.

Por último, pide a los bibliotecarios que crean en «la eficacia de su propia misión». En definitiva, les pide sencillamente que crean en los demás y que crean en sí mismos, como único camino para acercar la cultura al mundo rural, tan abandonado hasta entonces. Transcribimos a continuación un fragmento que, casi al final del prólogo, se convierte en un auténtico alegato de la lectura como motor de transformación: «La segunda cosa en que necesita creer el bibliotecario es en la eficacia de su propia misión. Para valorarla, pensad tan sólo en lo que sería nuestra España si en todas las ciudades, en todos los pueblos, en las aldeas más humildes, hombres y mujeres dedicasen los ratos no ocupados por sus tareas vitales a leer, a asomarse al mundo material y al mundo inmenso del espíritu por esas ventanas maravillosas que son los libros. ¡Tantas son las consecuencias que se adivinan si una tal situación llegase a ser realidad, que no es posible ni empezar a enunciarlas…!».

El idealismo que desprenden estas líneas es un claro ejemplo del entusiasmo que mueve a esta mujer. Ella cree en la lectura como factor de cambio, como herramienta básica de acceso a la cultura. Y sueña con una España —«nuestra España»—, en la que todos caben y en la que todos tendrían reconocida la misma dignidad, gracias al acceso a la cultura que la lectura aporta. El uso, una vez más, de términos propios del lenguaje religioso —«creer», «misión», «espíritu»— ilustra la visión que ella tiene de la labor de los bibliotecarios rurales: personas que, con su entusiasmo y su dedicación, pueden llevar a cabo una labor integral de redención de la gente de los pueblos y aldeas, entendiendo redención en el sentido de liberación social. Como ella misma les dice, «esas ventanas maravillosas que son los libros [les permitirán] asomarse al mundo material y al mundo inmenso del espíritu».

Estas reflexiones ponen de manifiesto el sentimiento compartido por muchos intelectuales y políticos de la Segunda República, que deseaban reformar España y que veían en la difusión de la lectura y de la cultura un medio para abrirla al mundo. Fueron sin duda años de progreso, y la invitación a la lectura que las bibliotecas de las Misiones Pedagógicas propagaron fue una herramienta clave para este despertar de la población más abandonada y desfavorecida. María Moliner, con este prólogo/carta a los bibliotecarios rurales, y con su estilo sencillo y cercano, sembró una semilla para la futura España moderna. La Guerra Civil, lamentablemente, puso punto y final a este período de florecimiento cultural en España. De esa época, María Moliner diría: «Jamás he podido olvidar aquellos días en que intentamos transformar nuestro pobre país con el arma más poderosa de todas, la cultura».

 

Dictadura franquista y depuración de funcionarios

Con el comienzo de la Guerra Civil se paralizaron en muchos lugares de España, y especialmente en Madrid, las actividades de las Misiones Pedagógicas. Pero en Valencia la infraestructura creada por el sistema bibliotecario de las Misiones Pedagógicas continuaría funcionando casi hasta el final de la contienda. Algunos «misioneros» murieron asesinados nada más comenzar el conflicto; otros se enrolaron en las Milicias de la Cultura o en las Brigadas Volantes; otros fueron encarcelados, expedientados o marcharon al exilio. Y también hubo algunos que se integraron en las filas franquistas.

Fue una época de penurias y grandes dificultades, pero, a pesar de ello, María Moliner continuó trabajando, mientras pudo, por aquello en lo que creía. En 1937 redactó y presentó el Proyecto de bases de un plan de organización general de bibliotecas del Estado, un proyecto ambicioso y adelantado a su tiempo, presentado ante el Consejo central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico, y que se empezó a implantar inmediatamente, pese a que no fue publicado hasta 1939, cuando prácticamente el Gobierno de la República ya había sido derrotado por las tropas franquistas.

Valencia fue tomada por las tropas nacionales el 29 de marzo de 1939. María Moliner ―que cumpliría treinta y nueve años al día siguiente― y su familia vivieron ese día con naturalidad, haciendo lo que hizo la mayoría: salir al balcón a presenciar el paso de las tropas franquistas. Como tantos españoles en las diferentes capitales que iban siendo vencidas. No parece que aquello significara una comunión con el régimen franquista, sino más bien otra muestra más de su gran fuerza de voluntad y de su capacidad por hacer frente a las adversidades.

María Moliner fue sometida a una rigurosa depuración y perdió dieciocho puestos en el escalafón, según consta en el expediente de depuración contra María Moliner (pliego de cargos de 10 de febrero de 1939 y resolución publicada en el BOE de 22 de enero de 1940). Está claro que su adhesión entusiasta a las Misiones Pedagógicas jugó en su contra, tal como recogía el informe del comisario jefe de Valencia que, en junio de 1939, dijo sobre María Moliner que se había manifestado «como roja rabiosa», pero que nadie había «podido manifestar haya cometido ningún acto censurable, ni denunciado a nadie». No obstante, hubo diversos factores que le favorecieron y que evitaron una sanción mayor. De entrada, el hecho de haberse centrado exclusivamente en sus quehaceres profesionales, pero también su manera de ser y de comportarse. En este sentido, Pilar Faus Sevilla alude al informe que redactó el repuesto director de la Biblioteca Universitaria, José María Ibarra, que avala la conducta profesional y humanamente ejemplar de María Moliner: «defendió al personal facultativo y subalterno derechista ante las autoridades y tribunales…; teniendo en cuenta que no tuve trato personal con ella, opino que se trata de persona que se adaptó sin dificultad al Gobierno rojo pero sin actuar sectariamente ni perseguir a quienes no pensaban como ella, ni menos complicarse en las infamias y atropellos contra las gentes de derechas».

Asimismo, otros informes ejercieron también una influencia positiva, en particular, afirma Ibarra, «el presentado por unos vecinos, muy adictos a las ideas del nuevo régimen. En él se destacan las valiosas cualidades que adornaban a María Moliner, entre ellas la de ser una madre ejemplar». No deja de ser sorprendente que su faceta de madre, al fin y al cabo, le valiera una reducción en la sanción. Su maternidad le había abierto los ojos de un modo especial a las necesidades educativas y culturales de los más pequeños y de los más abandonados, y ahora, al final de la Guerra Civil, su modo de ser madre le otorgaba un castigo menos severo del que otros funcionarios sufrieron. Cabe recordar aquí que María Moliner y su marido pertenecían a la clase acomodada de Valencia y que esta condición probablemente también la ayudó, puesto que otras personas implicadas como ella en los valores de la Segunda República recibieron castigos mayores, sobre todo si procedían de la clase obrera.

Es relevante también lo que escribió de sí misma, en la declaración jurada que firmó el 7 de mayo de 1939, respondiendo a la pregunta acerca de los servicios que había prestado al Movimiento: «Creo que trabajando seriamente y sin regatear esfuerzo en su vida profesional y criando a pulso, según expresión popular, a cuatro hijos sanos en cuerpo y alma ha prestado su servicio al espíritu que anima al Movimiento Nacional». En esta frase resume María Moliner lo que había sido su vida en la década anterior: la entrega en cuerpo y alma a su vida profesional y a la crianza de sus cuatro hijos. Una mujer moderna avant la lettre.

El castigo, además de la pérdida de puestos en el escalafón, consistió en retomar su plaza en el Archivo de la Delegación de Hacienda, de donde había huido. Era como retroceder diez años atrás en su vida. Pero, como siempre había hecho, María Moliner se adaptó a la nueva situación con entereza y serenidad, dando lo mejor de sí misma.

Empezaba, sin embargo, un largo período de sombras. Desde el final de la Guerra Civil, su marido fue apartado de la docencia, pero su expediente de depuración no se resolvió hasta febrero de 1943. Entonces supo que su sanción comportaba su traslado forzoso a la Universidad de Murcia y la prohibición de solicitar cargos vacantes durante dos años. Durante ese tiempo, María Moliner permaneció en Valencia con sus hijos, mientras su marido pasaba la semana laboral en Murcia. Fueron años sombríos para la familia Ramón-Moliner.

La experiencia de la posguerra que sufrió el matrimonio Ramón-Moliner es paradigmática de lo que muchas familias de profesionales vivieron: las ilusiones y las esperanzas que habían depositado en esa «España nuestra» de la que María Moliner hablaba a los bibliotecarios rurales, todas esas «consecuencias que se adivinan si una tal situación llegase a ser realidad», tantos anhelos y esfuerzos, todo aquello fue enterrado por las fuerzas franquistas.

Pese a la marginación social y profesional, María Moliner supo encontrar en la dedicación a su familia y en su dimensión creadora —que ningún régimen político podría ahogar del todo— una luz interior en tiempos de sombras. María Moliner siguió haciendo lo que mejor sabía hacer: cultivar el intelecto mediante las palabras y la lectura, ser una buena profesional y una buena madre.

Cuando en 1946, Fernando Ramón obtuvo plaza de catedrático en la Universidad de Salamanca, María Moliner no tardó en obtener plaza en Madrid, como responsable de la Biblioteca de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales. Este sería su destino definitivo, hasta la jubilación.

Así empezó, a los cincuenta y un años, una labor de más de quince años que culminó con la publicación del ya mencionado Diccionario de uso del español, por el que hoy en día es mundialmente conocida. La fuerza interior y el empuje que siempre le habían caracterizado, la acompañaron hasta el final.

Escrito en Lecturas Turia por Julia Argemí Munar

Ensayo de despedida II

19 de noviembre de 2018 10:11:23 CET

ayer di mi última explicación

hoy puedo sin argumento comer este pez

comer a mordiscos el agua salada,

comerme la fuera borda

la red y al pescador

comerme toda esta luz

que me sostiene los pies

comerme la vergüenza, el refugio

y lo poco que aún de realidad

 

 

y si quiero,

que igual quiero,

más morder la raspa,

vaciar el gasóleo del depósito

ahogar al barquero,

atravesarme la garganta

con alguna de estas tres espinas,

tan feliz,

tan feliz,

ya no necesito gritar

ya no voy a señalar

ya nunca: estoy aquí

a la mierda el mapa

bien lejos el mapa

que arda el mapa

 

 

dos camisas blancas

una puesta

la otra de muda

y ya veremos

en lugar de nos vemos

Escrito en Lecturas Turia por Grassa Toro

José Antonio Labordeta: palabras para vivir

19 de noviembre de 2018 10:05:53 CET

Zaragoza nada en la bruma este martes de invierno. Desde que tiene uso de razón, José Antonio Labordeta abriga un amor-odio por la capital aragonesa, y ese cariño ancestral que le declaró en Zarajota blues toma cuerpo en mañanas como ésta: “Amo esta ciudad bajo la niebla. No sé por qué pero cuando la veo con esa densa capa cubriéndole las esquinas, los tejados perdidos, las plazas desconchadas, los rincones baldíos, me recuerda a ciudades del norte de Europa y me siento un poco como si paseara por Ámsterdam o Bruselas.”

El trayecto hasta su casa,  diez minutos en taxi desde Delicias, me permiten localizar el texto entre los artículos de Tierra sin mar (Xordica. 1995). Le clavó el título: Niebla. Siempre vi en este cantor de la arcilla y los barbechos un nosequé unamuniano. La calle donde vive está dedicada a un militar franquista, pero el Ayuntamiento la quiere rotular con el nombre de la  soprano que enseñó los primeros gorgoritos a la Callas. Era de Valderrobres y cantó en los grandes coliseos de Europa La hija del regimiento. También es casualidad. De Octavio Augusto a Belloch, en este poblachón airoso siempre han marcado la pauta el cierzo y los militares.    

He tratado poco a José Antonio Labordeta; no pertenezco, a mi pesar, a ese grupo que lo llama El abuelo. Pero, las contadas veces que hemos coincidido, nuestra conversación transcurrió por esos cauces que él atribuye al influjo de la niebla:“Cambiamos todos y las voces –tan gritadas bajo la ciercera estrepitosa- se vuelven suaves, contenidas, amables. Nos saludamos con cortesía por las arrumbadas calles del casco viejo igual que lo podrían hacer los marineros de Holanda cuando se cruzan por entre interminables canales que  acarician el Mosa”. Hoy no será una excepción.

Los libros inundan su cuarto de trabajo. Sobre la mesa, recién salido de imprenta, Memorias de un beduino (La Esfera de los Libros), donde repasa sus años de diputado por la Chunta Aragonesista. Las fotografías, banderas rotas de toda una vida, lo presentan en sus años de cantautor, durante los viajes… y, en lugar preferente, Carmela y  Marta, sus nietas gemelas. Con ellas no sirve el dicho de que son como dos gotas de agua.

Lo felicito por la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, que le entregarán los Príncipes en Teruel, y nuestra conversación arranca en el viejo caserón de la calle Buen Pastor, número 1, donde su progenitor, don Miguel Labordeta, exponente de la burguesía ilustrada zaragozana, tuvo el colegio Santo Tomás de Aquino. Allí nació José Antonio el 10 de marzo de 1935. “A mi padre, que pertenecía a Izquierda Republicana, lo represaliaron los franquistas, justo el día de San Cayetano de 1936. Él le tenía una devoción tremenda, porque era la iglesia que estaba al lado de casa, y así se lo pagó. Le quitaron la cátedra de latín en el Instituto Miguel Servet y, a partir de ese momento, entró en una especie de estado de amargura. Yo no me enteré, porque tenía poco más de un año; una de las primeras cosas que recuerdo es que me llevaban a un colegio alemán. Pero alemán-alemán… Hitleriano, para que me entiendas. En el jardín había una gran bandera con la esvástica y cantábamos, brazo en alto, el Deutschlan, Deutschlan über alles. Aún guardo una foto de mi pasado nazi que he cedido alguna vez a la prensa para ilustrar entrevistas que me han hecho. El caso es que, cuando Alemania empezó a perder la guerra, cerraron el colegio y volví al Santo Tomás. Alguna vez he dicho, medio en broma, que el colegió alemán olía a cera, o sea a limpieza, y el de mi padre a alpargatas. A posguerra española.”

- En medio de la brutalidad que trajo la guerra, surgían destellos de cordura. ¿Cómo fue aquella historia de los alumnos falangistas que le salvaron la vida a su padre?

- Ocurrió el mismo día de San Cayetano, pero venía de atrás. En la primavera de 1935, o puede que fuera ya en el 36, unos chavales de Falange se encerraron en una iglesia abandonada y los de la CNT la querían quemar con ellos dentro. En los dos bandos había antiguos alumnos de su colegio y, en cuanto lo supo, corrió a convencerles de que no cometieran esa barbaridad. Lo consiguió y, el día 7 de agosto, cuando la policía se lo llevaba de mi casa,  aparecieron esos chavales de 17 o 18 años que se habían encerrado en la iglesia. Sentían que mi padre les había salvado la vida y dijeron: “A este hombre no lo toca nadie.”

- Su madre no pertenecía al mundo ilustrado, sino al rural, pero a usted le marcó mucho. No hay más que leer la novela Mitologías de mamá (Libertarias/Prodhufi. 1992), o analizar la presencia de la madre, de la mujer pragmática  y adusta, en sus poemas y canciones.

- Sí. Mi madre era una mujer muy campesina y muy inteligente. Por circunstancias de la vida, sólo había ido dos años a la escuela pero la recuerdo como una lectora infatigable. Y, luego, tenía el recelo propio de la gente del campo, que igual desconfía de lo que va a hacer el tiempo como de los forasteros. Aunque no tuvo nada que ver con el colegio, porque de él se encargaba mi padre, sabía todo lo que pasaba de puertas para adentro. Disponía de unos servicios de información que eran la leche.

Don Miguel Labordeta y Sara Subías tuvieron siete hijos, todos varones, de los que sobrevivieron cinco. José Antonio es el sexto y, desde muy pequeño, admiró a su hermano Miguel (1921-1969). “Tuvo una gran personalidad y era muy cariñoso. Primero fue una admiración fraterna, pero luego derivó hacia lo literario. Porque, del mismo modo que se volcaba en detalles con toda la familia, montaba unas tertulias estupendas.”       

- Supongo que habrá proyectado sobre usted mucha luz, y también mucha sombra cuando quiso ser poeta.

- Hay una diferencia enorme entre los dos: Miguel es poeta y yo versificador. Lo he asumido siempre. Mi hermano es capaz de crear un mundo poético y yo no. Cuando  leemos a un poeta de verdad decimos: “Esto me suena a Lorca, Salinas, Celaya…o a Miguel Labordeta”. Pero, a menos que lo sepa de antemano, nadie que lea un poema mío te dirá que le suena a José Antonio Labordeta. Hombre, en el mundo de la canción, con un poco de suerte, igual sí pasa. De todas formas, lo que más le debo a Miguel en el terreno literario es que me permitiera leer su  gran biblioteca. Gracias a eso, desde muy crío, descubrí a poetas como César Vallejo. A los 16 años me había leído sus obras completas, pero también a Faulkner, a Steinbeck, a Thomas Mann...

- Sin embargo, fuera de Aragón, a Miguel Labordeta no se le ha hecho justicia. ¿Tuvo algo de culpa José María Castellet?

- Yo creo que la clave está en que no derivó hacia la poesía social ni militó en ningún partido, como sí hicieron, pues que sé yo, Celaya y Blas de Otero. Eso, en aquel momento, era determinante. En efecto, Castellet no lo incluyó en su antología Veinte años de poesía española.  El otro día me regalaron un libro sobre los poetas de posguerra y ahí sí que meten a Miguel. Quién sabe, a lo mejor es el principio para sacarlo de ese olvido. La verdad es que él nunca se preocupó de ir a Madrid a hacer corte. Iba a ver a sus amigos, que eran (se ríe) una cuadrilla de desarrapados: Carlos Edmundo de Ory, Antonio Fernández Molina, Novais y todo ese grupo que no tenía ningún poder en el mundo literario.

La relación del José Antonio adolescente con su hermano Manuel  (1923-1983) fue menos decisiva, porque éste contrajo matrimonio muy joven y abandonó la casa familiar, mientras que Miguel, soltero empedernido, siguió residiendo en ella. “Manolo sí que sabía cantar. Lo hacía muy bien. En eso me pasa como con Miguel en la poesía. Pero lo más importante es que era un gran realizador de cine amateur. Uno de los mejores que hubo en Zaragoza. Entre director y actor hizo casi una docena de películas. Si se hubiera ido a Madrid podía haber llegado lejos. Pero, claro, eran años muy duros y se volcó en su familia. No se podía permitir esa aventura.”

  - Usted se licenció en Filosofía y Letras y en 1958 se marchó a impartir clases de español en Aix-en-Provence. Durante los dos años que estuvo allí, descubrió a los grandes cantautores franceses pero comprobó que nuestros vecinos del Norte también aplicaban la censura.

- Es que mi estancia coincidió con la guerra de Argelia. Yo tenía muchos alumnos que eran pieds-noirs, o sea argelinos de origen europeo. Había algunos que se apellidaban Jiménez, Martínez… sin duda hijos de emigrantes y exiliados españoles. Lógicamente, los pieds-noirs estaban a favor de que Argelia continuara siendo francesa y, como la prensa censuraba las noticias relacionadas con la guerra, estos chavales me pidieron que, un día a la semana, comentáramos el ABC. Los periódicos españoles, ya se sabe, no podían informar de todo lo que pasaba en nuestro país, por eso dedicaban mucho espacio a lo que ocurría en el extranjero. Y la verdad es que en aquellas clases se creaba tensión entre los partidarios de la independencia y los que querían que continuara siendo colonia. Había ciudades muy activas, como Tolón y Marsella, de la que partían y a la que llegaban los soldados. Allí pude ver en directo a los grandes cantautores, sobre todo a Jacques Brel y Georges Brassens. El cine ya me interesó menos; eran los años de la Nouvelle vague y muchas películas resultaban un rollo. No entendías nada: Hiroshima mon amour, El año pasado en Marienbad… Se me hacían complicadas, y no sólo las de Resnais. Pero Francia, a pesar de aquella censura muy concreta y de la tensión social que provocaba la guerra, significó la libertad. Para mí fueron años decisivos y, prueba de ello, es que sigo siendo muy afrancesado.

En 1964 José Antonio Labordeta aprobó las oposiciones como catedrático de Instituto, en Geografía e Historia, y lo destinaron al José Ibáñez Martín de Teruel. El contraste entre la Europa moderna que había dejado atrás y aquella Vetusta rediviva fue tremendo. “En Teruel se podía analizar la sociedad española como en un microscopio. Tenías desde obispo y gobernador civil, hasta delegado de Sindicatos. Y te los encontrabas por la calle o durante los recreos del Instituto, cuando tomabas un café. En Zaragoza no hablabas con el gobernador y al arzobispo pues igual no lo veías en la vida. Yo, la verdad, llegué angustiado. Era una ciudad muy pequeñita (la versión académica del diminutivo suena rara en él), muy mal comunicada con Zaragoza y con Valencia, a la que llegaban los periódicos con un día de retraso. Pero, a pesar de ello, me encontré con una generación de alumnos que querían salir de la arcilla de aquella zona y sabían que el único camino era estudiar. Eso también fue un estímulo para mí. Resultaron estupendos y la prueba es que muchos de ellos hoy están muy bien colocados en la Administración, la Universidad, el mundo de la empresa y el de la cultura.

- La tertulia del café Niké,  fundada por su hermano Miguel, acogía a la disidencia intelectual de Zaragoza. Una gran ciudad, en resumidas cuentas. Sin embargo, ¿cómo se explica que el Ibáñez Martín o el Colegio Menor San Pablo pudieran ser islas de libertad en aquel Teruel de prietaslasfilas y avemaríapurísima?

- Yo creo que, dentro de ese conservadurismo a ultranza, no entendían lo que hacíamos. Fíjate que allí estrenamos La zapatera prodigiosa y quedamos los segundos de España en un certamen de teatro escolar, también representamos una obra de Mrozek, En alta mar, y dimos bastantes recitales. La ciudad seguía tan cerrada que no entendía que hubiera gente dispuesta a poner en duda su sistema político y cultural. Por lo tanto, no es que nos dejasen, es que no se enteraban.

En el claustro de profesores estaban Eloy Fernández Clemente, José Sanchís Sinisterra y Eduardo Valdivia. Entre los alumnos ya apuntaban maneras Manuel Pizarro, Federico Jiménez Losantos, Carmen Magallón, Joaquín Carbonell y Gonzalo Tena. “Sigo teniendo relación con la mayoría de ellos. Tiempo atrás nos reencontramos en una fiesta de los antiguos alumnos del San Pablo, la generación paulina como la llamaban. A Manolo Pizarro le veo de vez en cuando. No me dedico a molestar, pero cuando quiero charlar con él pues quedo y hablamos sin prisas. Quizá con el que no tengo mucha relación es con Federico, porque estamos cada uno en una punta. Bueno yo no llego al extremo, él sí.  En alguna ocasión dijo que no criticaba mis intervenciones como diputado por el viejo afecto que me tiene. Y hablaba de corazón. Cuando Félix Romeo recopiló textos míos dispersos en Tierra sin mar escribió un prólogo muy emotivo.”     

José Antonio Labordeta llegó a Teruel recién casado con la también profesora Juana de Grandes. “Entonces, y siempre, ha sido fundamental en mi vida porque es como un tanque. De una seguridad tremenda. Y la gente tan insegura como yo necesita tener a su lado a una persona que te marque pautas, porque muchas veces he metido la pata y ella me ha hecho ver las cosas claras.” Sus tres hijas, Ana, Ángela y Paula, han encauzado también sus vidas por el lado creativo. “Ana se hizo actriz y hace poco estrenó en Madrid Noviembre, de David Mamet; Ángela es novelista. Y me ha salido muy marinera. Cuando ve el mar yo creo que rejuvenece treinta años. Así que, aunque sigo siendo muy pirenaico y mantengo la casa de Villanúa, ahora paso temporadas en Altafulla; Paula, la pequeña, era cámara de televisión pero tuvo un accidente y lo ha tenido que dejar. O sea que yo, que venía de una familia de cinco hermanos, todos chicos, me encuentro con mujer, tres hijas y dos nietas. Bueno y mi suegra, hasta que falleció el año pasado, también vivía con nosotros. Por eso, cuando hablan que si tal que si cual de las mujeres, no lo entiendo. A mí me ha resultado muy fácil la convivencia.”

- Cuando llegó a Teruel ya había publicado su primer libro de poemas Sucede el pensamiento (Colección Orejudín. Zaragoza 1959), y parecía tener muy claro que ése era su camino. Pero allí nació el cantautor. Un oficio complicado para los tiempos que corrían.

- Y tranto. Aunque tuve la suerte de no acabar nunca en el cuartelillo. Una vez que cantaba en Echo los que terminaron ante ante la Guardia Civil fueron dos personas que estaban repartiendo Andalán en la puerta. Por cierto que, con la llegada de la democracia, a uno de ellos lo nombraron gobernador civil de Huesca. Pero a lo que vamos: yo había visto en Francia que los cantautores ponían música a los grandes poetas y me rondaba la idea de hacer algo parecido en España. Sin embargo, al llegar a Teruel, Pepe Sanchís me descubrió los discos de Paco Ibáñez y de Raimon y, sin desterrar del todo la idea que traía, me dije que a lo mejor había que empezar por aquello. Así es como, en 1968,  grabé el primer disco que sólo tenía cuatro canciones. Recuerdo que, durante los recreos, almorzábamos en el bar La Amalia, que está entre el Instituto y la estación de tren; había una máquina de discos y los alumnos, en plan cabrón, se dedicaban a ponerlo todos los días. Era de auténtico martirio. Le tuve que pedir a la dueña que lo quitara porque estaba harto de leñeros y de arcilla. Aquel disco fue una especie de diversión para mí, no pensaba grabar ningún otro. Pero ya ves.

-  Andros II, que así se titulaba, fue retirado por orden gubernativa al año siguiente. Y choca que, también en 1969, hiciera ya una gira por varias universidades de Suecia.

- Es que tenía amigos allí. Me sentí muy raro porque, aunque les tradujeron las letras, me preguntaba si aquella gente se enteraba de algo. La resistencia antifranquista era tan fuerte en Europa que cualquier cosa que cantaras, aunque fueran poemas de amor, la interpretaban como de lucha.

Después, José Antonio Labordeta grabó una docena de discos más, entre los que destacan Cantar y callar; Tiempo de espera; Cantata para un país; Qué queda de ti, qué queda de mí y Trilce. Había depositado muchas ilusiones en este último y sus seguidores, de natural entregados, no lo comprendieron.  En 1986 pidió la excedencia  para dedicarse de lleno a la canción. Pero tenía que ejercer de empresario y aquello no iba con él. “Sobre todo porque se multiplicaba el papeleo del IVA, las declaraciones de Hacienda y todo eso. Además ya no era yo sólo; llevaba unos músicos y, como los ayuntamientos y las diputaciones te pagaban con tres y hasta cuatro meses de retraso, hacía falta una línea de crédito en el banco. Resultaba tan engorroso que un día lo dejé. Cuatro años más tarde, unos emigrantes aragoneses en Santa Coloma de Gramanet me pidieron que fuera a cantar a su barrio. Les puse como condición que no buscaran un sitio muy grande porque iba yo solo con la guitarra. Cuando llegué,  los muy cabrones me llevaron a un polideportivo. Sin embargo funcionó muy bien y, desde entonces, no he parado de actuar con la guitarra.”

- Antes ha citado Andalán. Usted intervino en su fundación, el año 1971, y escribió en esa revista que despertó tantas conciencias en el Aragón del tardofranquismo y la Transición hasta que desapareció en 1987. He oído contar que la idea le surgió a Eloy Fernández Clemente durante una ascensión al Javalambre. ¿Cómo recuerda aquella aventura ?

- Lo del Javalambre es verdad y, visto desde nuestros días, creo que hoy resultaría imposible hacer algo parecido. Eloy tiene un culo muy gordo y es capaz de sentarse en un sillón, de la mañana a la noche, para sacar adelante un proyecto. La cosa es que nos embarcó a unos cuantos. Entonces todos teníamos muy claro contra qué había que luchar y no había diferencias partidistas. Para redactar cada número, nos reuníamos diez o doce personas a las nueve de la noche y salíamos a las dos o las tres de la madrugada. Todo por el alma de la abuela, porque allí nadie cobraba nada. Como decía Guillermo Fatás: “Aquí ni ganamos dinero ni ganamos fama”. Pero fue una aventura estupenda. Con el tiempo te das cuenta de que, si quieres conocer la historia real de Aragón en aquellos años, tienes que ir a Andalán. Allí está el redescubrimiento del habla aragonesa, de la Franja catalana, la puesta a punto del Derecho civil aragonés, la lucha sindical… todo. Luis Granell escribía artículos medio clandestinos, porque, claro, había censura, y en París los ponían como ejemplo de defensa de la lucha obrera en un régimen dictatorial…. Y tantas cosas más.

En las elecciones generales del año 2000 Labordeta obtuvo un escaño en el Congreso de los Diputados por la Chunta Aragonesista, que revalidó en 2004. Sin embargo, renunció a encabezar la candidatura de 2008 para poder dedicarse enteramente a los suyos y a la literatura. Poco  después, anunció que padecía un cáncer de próstata y afrontó con ánimo esa lucha. Aunque sus discos hablan de pérdidas y derrotas, los títulos invitar a resistir: Que no amanece por nada, Aguantando el temporal, Qué vamos a hacer… Quienes lo conocían sólo por sus canciones y  programas de televisión pensaron que al cantautor le había entrado el sarpullido de la política. Ignoraban que ya había sido candidato al Congreso de los Diputados en las primeras elecciones democráticas por el Partido Socialista de Aragón, (PSA) diluido después en el PSOE. Más tarde volvió a repetir en las listas del Partido Comunista de España y por Izquierda Unida. Podrá parecer un culo de mal asiento pero nunca dio bandazos incomprensibles. “He estado siempre en el mismo sitio. El PSA, con la perspectiva que da el tiempo, fue el anticipo de CHA; en la Izquierda Unida que yo apoyé también estaban todos los colectivos que el año 1977 se identificaban con el Partido Socialista Aragonés y, cuando ya Izquierda Unida volvió  a quedar en manos del PCE, mucha gente, recuerdo ahora a Pedro Arrojo, salimos cada uno por nuestro lado.”

- Llegaba a la Carrera de San Jerónimo con el bagaje de haber sido diputado en las Cortes de Aragón. Cosa que algunos no saben.

- Y tampoco saben la tensión que pasé allí. Me atosigaba mucho. El año 2000 la CHA vio que teníamos la posibilidad de sacar un diputado y Bizén Fuster se resistía a ir a Madrid para no alejarse de sus hijos. Como yo a las mías las tenía criadas, acepté encabezar la lista. Bendita la hora, porque ya digo que me agobiaba en las Cortes de Aragón. Y no es que en el Congreso trabajara menos. La primera legislatura hubo poco que hacer, porque las mayorías absolutas son así. No pintabas nada; si acaso en los movimientos extraparlamentarios contra la guerra, los trasvases y demás. En la segunda, ahí sí que se trabajó duro. La tensión en las Cortes de Aragón yo creo que, en buena medida, venía del propio partido. La Chunta estaba con demasiadas angustias: que si somos nación o no somos nación…

- Y usted no comulga con los nacionalismos.

- Por supuesto. Soy muy internacionalista. Me interesa lo que pasa en Aragón, pero también en el resto de España y en el mundo. No quiero poner fronteras a ese interés. Y tengo muchas reticencias hacia la Chunta porque, a veces, le entran obsesiones demasiado localistas y le haría falta más amplitud de miras. Yo creo que, en eso, el PSA era más abierto.  

José Antonio Labordeta presentó casi tres mil proposiciones no de ley durante su etapa de diputado. Por eso le resulta un poco triste que para algunos sólo quede el “¡Hala a la mierda!” con el que despachó a los diputados del Partido Popular que le interrumpieron cuando preguntaba al ministro de Fomento por las infraestructuras en Aragón. “Por desgracia, lo que prevalece es la anécdota. Pero en el hemiciclo deberían poner micrófonos de ambiente; así los que presenciaron por la televisión y la radio mi cabreo habrían escuchado también cómo se cachondeaban de mí, segundos antes, cinco o seis diputados del PP. La  sesión de la tarde había sido muy dura, porque estuvo dedicada  a la guerra de Irak, y me tocó esa interpelación a Álvarez Cascos sobre las once de la noche. Entonces empezaron a decirme: ¡Cállate ya, cantautor de las narices! ¡Vete con la mochila! y cosas por el estilo. Por eso los mandé a la mierda. Claro, quien no escuchó a los otros, pensaría que me había vuelto loco.” 

- Usted llegó al Congreso, como dice el título de su libro, igual que un beduino. Sin saber donde se metía ¿Se marchó decepcionado?

- Pues no, aunque para seguir allí hace falta, yo no diría ambición de poder, pero sí más conchas que un galápago. Porque descubres que gente muy sana y trabajadora, en la siguiente legislatura, desaparece de las listas o la mandan al Senado que, en muchos casos, es la forma de que no moleste. Y eso hay quien lo aguanta porque su oficio es ser político. Pero yo, que no tenía ninguna ambición de nada, decidí que me iba a mi casa.”

- La Chunta fue el único partido que votó contra el proyecto de  reforma del Estatuto de Autonomía de Aragón cuando se debatió en el Congreso. ¿Cree que se entendió su postura?

- No sé, pero algunos que no la entendían ahora me dan la razón. El PAR se queja de que el Gobierno central manda poco dinero y Marcelino (Iglesias) no abre la boca. Como dice Jiménez Losantos, “el aragonés es muy mirao”. Tú fíjate el follón que han armado los presidentes de las demás autonomías con sus estatutos. Efectivamente, somos muy miraos.

Por encima de siglas y partidos, José Antonio Labordeta se ha convertido en referente de la cultura aragonesa de los últimos cuarenta años. Pero si cargaba impasible con la mochila en televisión, porque se la rellenaban de periódicos, este equipaje es aún más llevadero. “Lo fundamental es no creértelo, seguir con los pies en la tierra. Eso de la fama son cosas pasajeras. Y tengo que volver a Federico. Cuando salí diputado me dijo: “Ten cuidado porque en la política, igual que te suben, un día te pegan una hostia y te tiran al suelo. Y la caída es muy dura.” Por eso yo sigo trabajando en lo mío y sin considerarme un pope. Los popes se crean muchos enemigos y ya no está uno en edad de pelearse con unos y con otros.”

Aunque se resiste a ser icono de nada ni de nadie, el Canto a la libertad de José Antonio Labordeta se convirtió en uno de los emblemas de la Transición. El Partido Aragonés Regionalista propuso convertirlo en himno oficial de Aragón y fueron, precisamente, sus antiguos correligionarios socialistas y comunistas los que dijeron que no. Le encargaron la música a Antón García Abril y una comisión de poetas designó a Ildefonso Manuel Gil, Rosendo Tello, Ángel Guinda y Manuel Vilas para escribir la letra. No se discutieron nombres ni trayectorias pero, veinte años después de su aprobación, resulta notorio lo que muchos criticaron en aquel momento: la obra carece de arraigo popular. “Son cosas de la política.  Hablé con algunos del PCE y me vinieron con evasivas. El himno que se aprobó está muy bien sinfónicamente, pero no hay dios que lo cante. En cambio, mi estribillo se lo sabe todo el mundo. Remarco lo de estribillo, porque el resto de la canción ya es mucho decir.”

- Usted nació en Zaragoza pero está ligado, por la rama paterna, a dos pueblos de la provincia. A cada cual más duro: La Almolda y Belchite.

- Y pude tener un tercero, Azuara, de donde procede la familia de mi madre. Allí hay más agua, y hasta arboleda, pero mi padre nos encerró a mí y a mis hermanos en el amor a Belchite, donde, por cierto, subí por primera vez a un escenario. Eran las tres de la mañana de una nochevieja y canté la canción de Sólo ante el peligro. Cuando bajé, un hombre del pueblo, el tío Charló, se acercó y me dijo: “Maño, no vuelvas nunca a cantar que eso es cosa de maricones.” Lo de tener una abuela de La Almolda, al principio pensé que se lo había inventado mi padre, porque yo no la conocí. Hasta que un día fui a pedir un certificado de nacimiento al Ayuntamiento de Zaragoza y, efectivamente, hablaba de Josefa Palacios, natural de La Almolda, como abuela paterna. Ese sí que es un territorio acojonante. Desde el pueblo ves todo el secano de Los Monegros  y, sin embargo, la gente de allí es muy vital. Las fiestas duran una semana. Belchite, al menos, tiene un olivar, aunque el río Aguasvivas, lo que es la paradoja, ya está más que muerto. Sí, los dos son terrenos muy duros.

- Por algo le he escuchado decir que Aragón no es un territorio lírico, sino épico.

- Por supuesto. Líricos serían algunos prados del Pirineo, pero siempre hay detrás una montaña que los rompe. La propia jota es muy épica. Los aragoneses cantamos fatal en coro. Lo hacemos mejor individualmente. La primera vez que oí a Bunbury, no lo conocía de nada pero dije: “Ése es paisano mío.” Y me preguntaron: “¿Cómo lo sabes?” “Pues porque canta como los joteros” (Labordeta entona unas notas marcadamente histriónicas). Esa estructura del territorio, con las montañas que cortan el horizonte, creo que también ha hecho que Aragón pariera tantos heterodoxos: Miguel de Molinos, Servet, Goya, Buñuel, Joaquín Costa.…El epitafio de Costa en el cementerio de Torrero es algo que recuerdo muchas veces porque resume nuestra forma de ser: “No legisló”. Ese horizonte interrumpido hace que la gente esté muy encerrada en sí misma. Fuendetodos, por ejemplo, queda a ochocientos metros de altura y supongo que en la época de Goya para llegar allí habría que pasarlas canutas. A mí siempre me ha impresionado La nevada, ese cuadro precioso de los cartones para tapices que está en el Prado, y recuerdo que cuando acompañamos hasta Fuendetodos al poeta sueco Artur Lundkvist, miembro del jurado que concede el premio Nobel, nos dijo: “Ése cuadro es de aquí.” Cuánta razón tenía.

- Usted se ha definido como adusto, melancólico y nada dado a las sensiblerías. Todo muy aragonés.

- Sí. Pero olvidas algo: también soy un poco somardón. Así doy el perfil perfecto.

José Antonio Labordeta ha vencido ese carácter reservado para hablar sin tapujos de la enfermedad que padece. Aunque no acusa rasgos externos, dice que le ha cambiado el cuerpo. “Lo que intento es que no me altere el ánimo ni la vida. Mi objetivo es luchar, no perder la esperanza y continuar trabajando. Ahora estoy escribiendo una novela… iba a decir policíaca, pero no pertenece exactamente a ese género, sino que la acción gira en torno a un crimen. Y me lo pasó muy bien (desde que publicó su primer libro de poemas, hace ahora 50 años, no ha dejado de escribir. Su bibliografía como narrador y poeta rebasa los veinte títulos). También tengo proyectos musicales: a lo mejor este otoño grabo un disco con versiones de canciones viejas y hay seis o siete nuevas que me gustaría incluir. Hombre, la enfermedad me ha cambiado porque me siento capitidisminuido, limitado; llevaba casi un mes sin salir de casa y ayer, por primera vez, bajé andando desde el hospital Miguel Servet. No me había atrevido a hacerlo desde hacía semanas porque  estaba un poco acojonao. Esa es la palabra. Pero me voy encontrando mejor y creo que saldremos de ésta. Para eso hay algo que considero fundamental: luchar con la cabeza.”

  - Antes de terminar quisiera que me aclarara dos curiosidades. La primera es ¿de donde le viene lo de El abuelo?

  - Hay que remontarse a los tiempos heroicos de Andalán. La periodista Julia López Madrazo avanzaba en la última página las actividades culturales del fin semana. Entonces Joaquín Carbonell no habría hecho ni la mili, aunque creo que no la hizo nunca, y Eduardo Paz y Javier Maestre, los de La Bullonera, andarían por los dieciocho. Yo estaba en la edad de Cristo, los treinta y tres o treinta y cuatro años, así que Julia escribía: “La Bullonera canta en tal sitio, Joaquín Carbonell en el otro, y El abuelo aquí o allá”. Eso fue calando y ahora hay gente que no me llama de otra manera. ¿Y la otra curiosidad cuál es?

 - Le oí una vez que escribía en la mesa de su hermano Miguel. ¿Es ésta misma?

- No. Está en Villanúa. Paso muchas horas en ella y, como no sé escribir, y menos aún hacer las correcciones, si tengo música de fondo, lo hago en completo silencio. Me distrae hasta la clásica. Beethoven, al tratarse de un compositor heroico,  me pone buff, nervioso perdido; Bach está bien pero, lo que voy a decir quizá sea una heterodoxia muy grande,  no termino de encontrarle emoción ni lirismo. Supongo que, como es tan matemático, esa estructura matemática anula el sentimiento. Así que me quedo con las melodías de Mozart. Las disfruto mucho. Pero, para escribir, silencio total. Lo único que suena es la silla de Miguel, que está medio descuajeringada, y, cada vez que me echo para atrás, hace crack-crack. Algún día me mataré.

Como los presocráticos, José Antonio Labordeta explicó con cuatro elementos la naturaleza de Aragón: polvo, niebla, viento y sol. Han dado las doce en la cercana iglesia de Santiago el Mayor y me despido de él bajo esa boira que aún ablanda las calles de Zaragoza, alicatadas con nombres de obispos, heroínas y alféreces provisionales. De pronto, se me cruza la letra de La sabina y no dejo de tararearla camino de la estación: “Allí permanece quieta/ igual que la soledad,/ pasa el tiempo por sus ramas/ y no las puede truncar./ Soporta la ira del cierzo/ igual que un barco en el mar,/ y bajo la densa niebla…”. Propongo un subtítulo: Autorretrato.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

La entrada triunfal

19 de noviembre de 2018 10:00:29 CET

Elías ya no fantaseaba con la idea de iniciar una nueva vida donde nadie le conociera. Ahora sabía que su sitio estaba allí, al lado de su madre, siempre sometida a la voluntad de Mercedes, siempre temerosa de las suspicacias de Sara. ¿Qué derecho tenían las demás a juzgarla? Veía a su madre como a un pequeño animal herido, incapaz de valerse por sí mismo. Si no se encargaba él de protegerla en el delicado e inestable equilibrio familiar, ¿quién lo haría? Desde el incendio del Corona y la prolongada depresión posterior, se sentía responsable de su felicidad, que en realidad consistía en muy poca cosa: ocultarle los desaguisados de Daniel, atenuar el afectuoso pero opresivo autoritarismo de Mercedes, proporcionarle un mínimo de paz y confianza. No le costaba ningún esfuerzo. De todos los Elías posibles, había elegido ser el que usaba la cojera para reírse de sí mismo. El menos vulnerable, por tanto, y también el que de forma más natural podía ejercer la generosidad. Claro que siempre se las arreglaba para sacar algo a cambio, y ahora gozaba de una impunidad absoluta tanto ante su madre como ante su abuela, quienes, hiciera lo que hiciera, no sólo no se lo reprochaban sino que acababan riéndole las gracias. Elías era, ya se sabe, un jaimito, y de alguien como él lo más grave que podía esperarse no pasaba de ser una simple chiquillada.

-¿Cuánto va a tardar ese café? –gritaba, repantingándose en el sofá del chalet-. ¡Qué desastre! ¡Cómo está el servicio!

-¡Te voy a dar yo a ti servicio! –gruñía Mercedes desde la cocina.

Con la Patochada estuvieron casi dos años dando vueltas por pequeños escenarios de pueblos y barrios y, aunque ganaron muy poco dinero, en algún momento llegaron a creer que podrían vivir del teatro. Cuando Elías empezó a rumiar el proyecto del musical sobre Carlos V, consiguió que su abuela y Felisa le llevaran a conocer el monasterio de Yuste. Él mismo se ocupó de llamar para reservar habitaciones en el parador de Jarandilla de la Vera, un viejo castillo en el que el propio emperador se había alojado mientras concluían las obras de acondicionamiento del monasterio. Con esa displicencia cómica y pomposa con que se refería a su madre o a su abuela como “el servicio”, hizo la reserva a nombre de “la Ilustrísima señora doña María de las Mercedes Campillo de Caro”. Y, dando por sentado que el recepcionista le seguía el juego, añadió:

-Doña Mercedes agradecería que tanto su habitación como la de su edecán fueran silenciosas y soleadas. Buenas tardes.

Cuando llegaron a Jarandilla después del largo viaje en el Dodge, se había olvidado por completo de la bromita. Salieron del coche. Elías aprovechó para estirar las piernas y echar un vistazo al exterior del edificio mientras Mercedes y Felisa se llevaban a Fosca a hacer sus necesidades. Apareció un mozo para cargar con el equipaje, y Elías le siguió por el pequeño puente que daba acceso al castillo. Su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió que los empleados, ataviados con fantasmagóricas vestimentas regionales, habían formado dos largas filas, al final de las cuales aguardaba el que parecía ser el director del establecimiento. Éste, un hombre al que un abigarrado mapa de psoriasis le asomaba por el cuello, saludó con una leve inclinación de cabeza.

-Usted debe de ser el edecán. Sea bienvenido. Confío en que las habitaciones sean de su gusto –dijo, ceremonioso, y Elías le devolvió la reverencia.

¿Por quién demonios les habían tomado? ¿Por unos Grandes de España? Pasaron unos segundos, y Mercedes y Felisa, ojerosas, despeinadas, con la ropa arrugada, entraron tirando de la correa de la perra. Tras un instante de estupor, observaron con recelo las dos filas de sirvientes. Elías, carraspeando de forma ostentosa, improvisó un saludo protocolario que consistía más o menos en llevarse la mano al pecho y cabecear ligeramente hacia un lado. Para su sorpresa, muchos de los presentes le imitaron, y entonces se produjo un extraño hechizo. Dejando a Felisa atrás, Mercedes adoptó una pose de gran dama victoriana y, el busto erguido, la barbilla alta, la mirada puesta en algún punto alejado del mundo, avanzó decidida entre las dos filas de personas, repartiendo sonrisas a uno y otro lado. Su figura menuda parecía investida de una indiscutible majestad, y el propio director estaba tan impresionado que sólo acertó a decir:

-Hágame el honor, ilustrísima... –y, abrumado, los condujo personalmente a sus habitaciones en la parte noble del edificio.

Aquélla sería para siempre la “entrada triunfal”, una expresión que se incorporó al léxico de la familia para designar la llegada de cualquiera que hubiera levantado curiosidad o expectación o se hubiera hecho esperar más tiempo del previsto, y seguiría viva en sus conversaciones años después de la muerte de Mercedes. A partir de entonces, cada vez que alguien (fuera o no miembro de la familia y viniera o no a cuento) utilizaba esa expresión, Miriam o Daniel o Elías la completaba adoptando una actitud entre compungida y solícita y diciendo:

-Hágame el honor, ilustrísima...

Pero el viaje a Yuste también quedó grabado en la memoria familiar por la fractura de cadera por la que Mercedes hubo de ser trasladada a Talavera de la Reina e ingresada en el Hospital Nuestra Señora del Prado. La caída se produjo en la terraza del primer piso. Desde el principio, Elías había tenido algo así como el privilegio y la exclusiva de bañar a Fosca, y se enfadaba si la bañaban sin contar con él. La perra se dejaba hacer, intimidada y sumisa, y luego, para secarse, corría enloquecida de un lado para otro, salpicándolo todo, revolcándose en las alfombras, refrotándose con furia en los bajos del sofá. La bulla que acababa montándose hacía reír a Elías. Una noche, en el parador, mientras hacían tiempo para la cena, se la llevó a su habitación y aprovechó para bañarla. En cuanto la sacó de la bañera, la perra se sacudió el agua con violencia y escapó por la puerta, que había quedado entreabierta. Elías, riendo, la siguió por los pasillos y salones del primer piso. Mercedes y Felisa, en la terraza, los oyeron llegar y se levantaron para recibirles. Fosca pasó entre las piernas de Felisa y luego al lado de Mercedes, sin llegar siquiera a tocarla. Mercedes, no obstante, se tambaleó un poco, y para recuperar la estabilidad se agarró al respaldo de la silla más cercana, que resultó ser una mecedora. Fue una caída a cámara lenta. La mecedora se fue inclinando muy poco a poco y Mercedes iba como agachándose a la par, hasta que soltó la mano y la mecedora salió rebotada. Mercedes ni siquiera llegó a caerse del todo, porque paró el golpe con el brazo y quedó como recostada sobre un lado. Pero al instante supo que se había roto algún hueso, y su manera de decir que no podía levantarse y que la lesión podía ser grave fue exclamar:

-¡Qué tontería, cielo santo! ¡Qué tontería! –y Fosca, ajena a todo, proseguía con sus frenéticas carreras.

A la mañana siguiente, mientras los médicos trataban de reconstruirle la cadera con unos clavos, Felisa fue a la estación de Talavera a recoger a Miriam y a Sara. Elías permaneció todo ese tiempo en la sala de espera del hospital. Las circunstancias del accidente le habían provocado un intenso sentimiento de culpabilidad. ¿Por qué no había tenido más cuidado? ¡Nada de eso habría ocurrido si no se hubiera dejado abierta la puerta de la habitación! Por primera vez en cinco años volvió a rezar, y le parecía que ahora sus oraciones tenían un sentido. No era lo mismo rogar por la salvación espiritual de la humanidad que pedir algo concreto, como el restablecimiento de la salud de su abuela. Cuando el Dodge llegó de la estación, el médico ya había comparecido para decir que todo había ido bien y que en tres o cuatro semanas Mercedes volvería a hacer vida normal. Elías salió a recibirlas con los ojos aún enrojecidos.

 

 

 

                 (Fragmento de la novela inédita La buena reputación)

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Martínez de Pisón

Carmen Martín Gaite, mensajera de José Torán en Teruel

19 de noviembre de 2018 09:55:23 CET

El texto sobre los orígenes de los Torán es inédito. Según indica la fecha de redacción, septiembre de 1964, es un periodo en que Carmen Martín Gaite acaba de publicar Ritmo lento (1963), sin demasiada resonancia, a pesar de haber sido finalista del premio Biblioteca Breve y experimenta cierta saturación de escribir y leer ficción, que le llevará a sus primeras pesquisas en el siglo XVIII, el pariente pobre de la historiografía oficial española. El resultado será El proceso de Macanaz. Historia de un empapelamiento, publicado en diciembre de 1969. En ese lapsus entre 1963 y 1969, Martín Gaite aceptó algún trabajo de encargo, como este que le ofreció su amigo José Torán Peláez.

En los Cuadernos de todo, en concreto en el número 3, alude veladamente a ese viaje a Teruel en septiembre [de 1964] desde el cuarto de la pensión en que se instala, donde anota unas reflexiones que le servirán para el tercer prólogo de El cuento de nunca acabar. Destaco este apunte que alude directamente a la génesis de este cometido que hoy se publica: «Torán, al delegar en alguien la tarea de sus antepasados, al notar que el interés por ellos es compartido, se ha aliviado de lo que era fondo y lo ha asumido en cambio con nueva emoción: "Yo estoy aquí en Madrid, lejos, trabajando en otra cosa, pero he mandado a mi mensajero"».

 

José Torán actuó como mecenas en muchos momentos de la vida y obra de Carmen Martín Gaite. Ella misma lo confesó en sus conferencias sobre Juan Benet dictadas en la Universidad de Salamanca el 2 y el 3 de julio de 1996: «Cuando murió José Torán, uno de nuestros más fastuosos e imaginativos ingenieros hidráulicos, para quien también yo trabajé algunos años como correctora de estilo, Juan Benet escribió tal vez el artículo más emocionante que haya salido jamás de su pluma». El artículo es la magnífica tribuna de El País, «Torán», publicada el 29 de diciembre de 1981. Pero yo quiero, sobre todo, destacar este papel de patrocinio de José Torán y quizá el momento en el que quedó más claro fue en la confección de su biografía sobre otro ingeniero hidraúlico, Rafael de Benjumea, El conde de Guadalhorce. Su época y su labor (1977). En la libreta dedicada a Torán, que ocupa el número 16 en la edición de sus Cuadernos, y donde son tan frecuentes las anotaciones desde el domicilio del ingeniero en la calle Pedro de Valdivia, leemos: «Almuerzo con don Jaime [Valle-Inclán] y Torán en un restaurante italiano cercano a Pedro de Valdivia. Le digo a Torán que no ando muy bien de dinero y que si me puede dar algún trabajo que no sea demasiado aburrido. Me dice que el Ministerio de Obras Públicas quiere conmemorar este año el primer centenario del nacimiento del conde de Guadalhorce mediante una biografía de este insigne ingeniero y ministro de la Dictadura. Que si la quiero hacer yo. Quedo en pensarlo y en darle la contestación el domingo que viene».

 

Este texto que se publica por primera vez en la revista Turia es un nuevo ejemplo del engarce en la obra de Carmen Martín Gaite (sea de encargo o sea fruto de la elección propia) entre las historias y la Historia con mayúscula. De sus trabajos de investigación histórica destaco su paciente consulta de fuentes primarias. Pero sin duda lo que más atrapará al lector –pese al esquematismo de un texto cuyo propósito era puramente documental e informativo– es la propensión al tratamiento narrativo de la Historia, en este caso de la genealogía de la familia Torán, puesto particularmente de manifiesto cuando se enfoca en un personaje: la esposa de Dámaso Torán Sánchez, Joaquina Herreras, con el sobrenombre de «la Torana». En ese momento el pulso narrativo de Martín Gaite está gestando un auténtico relato cargado de réditos literarios.

 

 

Los Torán

 

Carmen Martín Gaite

 

 

En los primeros días de septiembre del año 1965, he llegado a Teruel, por vía férrea.

 

Yo no le he dado importancia a este acontecimiento, tanta es la inconsciencia con que en nuestro siglo disfrutamos maquinalmente, sin la menor gratitud, de los adelantos por los que hace un puñado de años suspiraban en sus discursos los ciudadanos amantes del progreso, desvelándose por ser escuchados.

 

Hacia el año 1891, por ejemplo, cuando todas las capitales de provincia estaban ya unidas entre sí por medio del ferrocarril, o tenían asegurada su construcción, como Soria y Almería, ¡con qué vehemente elocuencia pedía el mismo privilegio para su provincia el notable turolense Don Domingo Gascón desde las páginas de la publicación gratuita Miscelánea Turolense por el creada y dirigida!

 

Teruel, desde la construcción del ferrocarril del Mediterráneo había visto extinguirse su vida comercial, desviada la riqueza hacia otros puntos.

 

“Hace algunos años –clama en sus escritos el buen don Domingo- la capital era considerada como una de las plazas más importantes de Aragón para el comercio de cereales. Allí afluían centenares de carros y millares de acémilas cargados de los granos que en magnífica abundancia producen el señorío de Molina, los fértiles campos de Visiedo y Bello y la feraz campiña que se extiende desde Cella hasta Calamocha. Teruel era el granero que surtía a la mayor parte del reino de Valencia”.

 

¡Y qué decir de los carbones de Utrillas y Gargallo, del hierro y cobre de Albarracín, del antimonio de Báguena, de la pizarra bituminosa de Rubielos de Mora, de la piedra litográfica de Valdelinares, de los jaspes y mármoles de Alcañiz, del yeso de primera de toda la provincia, que dio lugar a las obras más delicadas del Monasterio del Escorial!.

 

“Muchas de estas minas –se lamenta- han estado en explotación cuando no había ferrocarriles en España; pero hoy es imposible la competencia, por la dificultad de los arrastres”.

 

Y a lo largo de todos los números de esta curiosa publicación que se repartía gratis y no admitía suscripciones, continúa machacando el señor Gascón sobre este problema del ferrocarril que tanto le obsesionaba, da cuenta de las distintas concesiones de la obra a distintas casas constructoras, desde mayo de 1888 en que se anunció por primera vez la subasta de esta línea, Calatayud-Teruel-Valencia, de los trabajos paralizados, de los leves asomos de esperanza, del debate de la cuestión en el Congreso. Consumió más de diez años de su vida en campaña tan tenaz y apostólica como baldía al parecer, y lo más conmovedor es que de vez en cuando publicaba fotografías de trenes saliendo de un túnel, con su leyenda debajo indicadora del lugar donde ocurría el prodigio, como si quisiera –pienso yo- darse ánimos a sí mismo a la vista de tan hermoso espectáculo, igual que se mira devotamente a una imagen sagrada para pedirle que nos fortalezca en nuestra vacilante fe. Y me imagino también que de la contemplación de tales estampas saldría reconfortado y con nuevo entusiasmo, casi brío iría a tomar su pluma abandonada para exclamar como si lo dijese por vez primera:

 

“La provincia de Teruel, madre fecunda de hombres insignes en todos los ramos del saber humano, teatro de sucesos memorables en todos los periodos de la historia, tan rica por don especial de la naturaleza en producciones de su suelo, como sistemáticamente abandonada, necesita más que otra región alguna de España, el esfuerzo individual y colectivo de sus hijos para sacarla de la postración y del abatimiento en que se halla sumida”.

 

¡Gran don Domingo!

 

Bien es verdad que tanto su existencia como la de su publicación me eran desconocidas hace unos días y esto justificará en parte la indiferencia con que oí el pitido de la máquina anunciando su llegada a Teruel y la naturalidad con que salí de la estación a buscar un taxi.

 

No son pocas, ni mucho menos, las dificultades que encierra el intento de ordenar las cosas y personas tan dispares que he visto, intuído y leído desde que estoy aquí.

 

Pero ya, a dos días de mi marcha, no quiero demorar por más tiempo el hacerlo. Madrid tiene otro ritmo; y las notas que llevo tomadas en Teruel, aquí las pondré en orden. Son planta nacida aquí y necesitan de este clima para medrar lo poco o lo mucho que medren. En Madrid dejaría caer este trabajo; me parecería poco importante, se diluiría. Tengo que empezar, pues, esta misma noche, con el balcón abierto, echando de vez en cuando una mirada a las ventanas también abiertas e iluminadas y ya familiares del Cuartel de la Guardia Civil que está ahí enfrente (el primer edificio que divisé desde el tren nada más llegar juntamente con el del Seminario) y a través de cuyas rejas se vislumbran las figuras de varios números de la benemérita que están jugando al billar; mirando más abajo las luces escuálidas que bordean la vía del tren, un poco antes de su llegada a la estación, -aquella llegada tan suspirada por Don Domingo- y oyendo las voces de unos niños que juegan en la calle de San Francisco antes de que sus madres les avisen para cenar.

 

No sé si los Toranes llegarían a Teruel o no, al regreso de las huestes del Cid de la conquista de Valencia. Por tradición oral ha llegado hasta mí tal noticia, pero no la he podido ver consignada en ninguna parte.

 

Para una persona de nuestros días los límites a que debe extenderse el crédito y valor debidos a una tradición oral, no es lícito que vayan mucho más atrás de la primera guerra carlista. Y esto sobre todo porque el chisme o sucedido que al que nos informa le pudo contar su abuelo, a partir de la tercera o cuarta generación ha perdido todo picante, ese picante del cual solamente los geniaos de la literatura saben darnos un sucedáneo valedero.

 

También se me dijo que son originarios los Toranes del valle de Arán y que, habiendo encargado el Cid la recluta de sus soldadas para la dicha conquista de Valencia a los señores de Vizcaya, éstos hicieron su leva por los Pirineos y el Cantábrico, recogiendo así a los Toranes y llevándolos a luchar a Valencia contra el moro.

 

Nada se sabe de esto. Sin embargo, es posible que el Vicario del siglo XVII José Torán de Guernica, de quien luego hablaré, creyese con no sabemos cuáles fundamentos en semejante origen, ya que en el lugar del apellido materno Báguena dio en poner (una más entre sus coqueterías) un tan significativo apellido vascongado como el de De Guernica.

 

En cambio, lo que no parece en absoluto cierto es que, dados sus merecimientos guerreros, los Toranes pasaran a ser asentados como señores a su retorno, en Teruel. Se me habló como prueba de un escudo en el cual campea la leyenda “Unda Jáuregui” que quiere decir “Donde los señores”.

 

El escudo que mi informador me describió figura, pero sin tal leyenda, en la capilla llamada de la Comunión o de la Misericordia en la parroquia del Salvador de Teruel; y de todo esto hablaré cuando lleguemos a lo del Vicario Torán.

 

Pero, según me ha dicho un erudito local, parece que en el XVII era fácil echar mano del primer escudo que a uno le gustase. No sé. Lo cierto es, remontándonos a fechas más antiguas, que la leyenda del “Unda Jáuregui” no la he encontrado documentada en ningún sitio”.

 

En el Diccionario heráldico de Aragón, de García Ciprés, dice del apellido Torán que, tal vez por errata o confusión dimanada de la breve variante, puede haber venido siendo usufructuario de las armas del apellido “Torá”.

 

El conde de Doña Marina en su Armorial de Aragón describe así este escudo en la página 56: Armas. Cortado: 1º de gules, con un toro de oro y 2ª, ondas de mar de azur y plata.

 

De los botos o botas de agua o de vino que existen en el escudo adoptado por el vicario del siglo XVII no se dice nada, y menos del “Unda Jáuregui” a que hizo alusión mi informador.

 

Pero sigamos. Mi sospecha, aunque aventurada, consiste en intuir –cosa que luego me confirma el siglo XIX- que la fuerza de los Toranes siempre estuvo en el municipio y nunca en la aristocracia.

 

He estudiado un poco el Fuero de Teruel, cuyos orígenes inmediatos arrancan de la conquista y aposentamiento de los cristianos en la villa. Se sabe que los “señores” presidían los Concejos, debían de ser los jefes de la milicia local y percibían, si no todos los tributos, parte de ellos.

 

Pero ya en el siglo XII los señores empezaron a encontrar en Teruel contra su poder dictatorial una fuerte resistencia, e incluso oposición, de parte de las colectividades.

 

“Esta oposición es perceptible –nos dice Jaime Caruana [1] especialmente desde que se otorgó el Fuero de Teruel. Las colectividades que se contraponían a los señores eran los municipios, nuevas fuerzas en auge capaces de ofrecer resistencia y oposición a poderes hasta entonces omnímodos, pues ya que individualmente no podían las personas de clase social inferior oponerse al autocratismo señorial, se agruparon indistintivamente, siguiendo el conocido aforismo de que la unión engendra la fuerza, con el fin de lograr un estado social de mayores ventajas”.

 

Es decir, que a los turolenses les cabe la honra de haberse sabido percatar, quizá antes que ningún otro pueblo de la Península, de que los señores abusaban de sus poderes y la nobleza de sus privilegios de clase, y la de haber sabido contrarrestar tales abusos mediante el encumbramiento del poder municipal.

 

“En nuestro Fuero –dice también Caruana en otro de sus trabajos[2]- se trató de anular el poder de la nobleza, ya que quedaba sometida a las mismas leyes que regían a los ciudadanos. Se dio un gran vuelo al municipio, o mejor dicho al Concejo, que quedaba como autoridad reinante, y, en fin, intentaron crear una villa y territorio en donde la categoría de vecino tuviera tanto realce y tantos privilegios como si se tratara de clase privilegiada”.

 

No he encontrado, como digo, a los Torán citados entre los señores de estos primeros tiempos posteriores a la Reconquista, ni luego tampoco, hasta llegar al siglo XIX en que empezó a tenerse como señor a quien por su impulso, su trabajo o sus estudios había sabido elevarse y destacarse entre sus contemporáneos, sin que a nadie, para aplaudir o seguir sus iniciativas se le ocurriese pedirle que exhibiera el salvoconducto de un escudo.

 

Entenza, Santa Cruz, Ruiz de Azagra, Ladrón, Cornel, Alagón son los principales apellidos de los señores turolenses en los siglos XII, XIII y XIV. Torán, no.

Ya Joaquín Costa inició la discusión sobre la originalidad del derecho aragonés, poniendo de relieve su espíritu de libertad característico.

 

A Teruel, capital de un territorio fronterizo con la morisma quebrado y áspero, en cuyos límites se levantan, sombreados por pinares, la sierra de Utrillas al norte, las crestas de Peña Golosa (junto a los lugares de la ruta del Cid) al Este, las eminencias de Javalambre, Jérica, Bejis y Alpuente al sur y la atalaya de Santa María de Albarracín al oeste, a esta tierra le fue dado gozar de un Fuero particular, y que arraigó en su entraña hasta llevar a los hombres, cuyo carácter moldeó a lo largo de los siglos, a batirse y morir en su defensa.

 

Los habitantes del territorio referido y los que acudieran a poblarlo gozaban de los privilegios del Fuero, que fue concedido por Alfonso II de Aragón y regía igual para todas las clases sociales: “Mando otrosí que los infanzones e los villanos que en Teruel habitaran todos hayan un (mismo) fuero”.

 

No hay distinciones racistas ni religiosas, sino un espíritu de protección a todos los súbditos. Judíos, moros de paz y cristianos convivieron en el Medioevo en Aragón con ejemplar tolerancia, sin que les uniera otra cosa que el acatamiento al rey: “De cabo mando que si algún señor de caveros o cabalero alguna fuerza fiziesa en la villa, o en pesada (casa) entrare por fuerza o alguna cosa tomare non volunteriosamientre, el allí ferido o muerto fuere, el señor de la casa no sea tenido de pechar por él ninguna calonia[3]. Et aquesto sea establecido en todo el término de Teruel”.

 

¡Qué cosa tan insólita la que mandaba el rey: que cada turolense se considerase señor, señor de su casa!

 

Y bien supieron, a lo que se me trasluce, hacerse eco las gentes de este mandato. Cayó en tierra apropiada para arraigar: todos señores, sin humillarse ante nadie.

 

En otro lugar del Fuero está aún más claramente expresado el principio de equidad: “Mando encara que el sayón desta villa que sea jurado sobre la cruz e los Evangelios, que sea Fidel en todas cosas a los ricos e a los pobres, e a los vecinos et a los estraños e a los yudíos et encara a los moros”.

 

Hay, por último, en el Fuero una gran protección a los campesinos, a los pastores y, sobre todo, a los menestrales: albañiles, carpinteros, herreros, calceteros, abaxadores, zapateros, pellejeros, bataneros, tundidores, adobadores y tejeros tienen una especial protección legal, son fomentados como tareas menestrales al auxilio de oficios aldeanos.

 

A estos gremios y al de los labradores, debieron pertenecer siempre los Torán de Teruel, aparte de alguna gloria aislada que recogió y arropó en su seno la Iglesia, y aún pertenecen a esta clase artesana una inmensa ramificación de Toranes que viven en el Arrabal y a quienes no cupo el destino de entroncar, a su tiempo, con la también descendiente de labradores Joaquina Herreras tan famosa por su espíritu de trabajo y ambición de medro como por haber empujado a los Toranes a tomar parte en el progreso del siglo XIX.

 

Pero no adelantemos los acontecimientos.

 

Los primeros Torán que he tenido ocasión de ver consignados aparecen cuando los alborotos que tuvieron lugar en tiempo de los Reyes Católicos con motivo del implantamiento de la Inquisición en Teruel.

 

Oficialmente la Inquisición estaba establecida en los dominios aragoneses desde 1483, como consecuencia de la extensión de poderes dada en octubre de ese año a Torquemada.

 

Pero los juristas eran enemigos de la Inquisición porque representaba un contrafuero (o desafuero); y en Teruel puede decirse que casi cada ciudadano era un jurista, intérprete o comentarista más o menos perspicaz de sus fueros propios y particulares.

 

Así que en 1484 se reunieron las Cortes de Tarazona con objeto de regularizar el establecimiento de la Inquisición en Aragón y se creó  un extraño y volante Tribunal del Santo Oficio para todo Aragón presidido por fray Juan de Solibera, facultando a este eclesiástico para que empezase cómo y por donde pudiese. Teruel envió a Tarazona a su procurador micer Gonzalo Ruiz, el cual regresó con noticias que a los turolenses no les gustaron nada y que aumentaron su predisposición innata contra cualquier imposición extraña. “Venían –dijo micer Gonzalo- a fer la Inquisición con el deshorden que lo han fecho en Castilla, y que aquellas mismas reglas trayan iniquísimas y contra todo derecho”.

 

Además los turolenses, a cuya prosperidad y auge había contribuído mucho el elemento judío, temían a la Inquisición de resultas de cuyo implantamiento se esperaba “grande strage et despoblación desta ciudat”; así que desde el primer momento se reunieron los regidores y acordaron “que era justa y santa cosa que la Inquisición se fiziese sobre los artículos de la fe y sobre la interpretación de las sanctas escripturas, si es que alguien en Teruel las interpretaba mal. Pero no sobre otra cosa ninguna”.

 

¡Con qué sabiduría y penetración empezaban a olerse la tostada y a curarse en salud!  Y de esta manera empezó la lucha sorda, la política de dar largas, de enredar a la Inquisición con requisitos jurídicos, con deliberaciones y consultas al Concejo antes de acatar nada oficialmente.

 

Las vicisitudes de toda esta historia que terminó en guerra abierta y con la huída del inquisidor Solibera a Cella pueden leerse detalladamente en el libro de Antonio C. Floriano El Tribunal del Santo Oficio en Aragón.

 

Por lo que afecta a nuestra brigada de Toranes, encontramos por dos veces este apellido entre los componentes de los muchos Consejos y Concejos que con esta ocasión se convocaron compuestos de “muchos ciudadanos entre los que se hallan los jefes de las familias principales de los conversos y muchos otros vecinos de la ciudad”.

 

Por lo tanto, cabe la posibilidad de que este apellido correspondiera a familia de conversos. Pero eso sería muy difícil y largo de investigar.

 

El Consejo, que podía se público o privado se celebraba en sala cerrada; el público se convocaba a son de campana y asistían a él los ciudadanos.

 

El Concejo era siempre público y se celebraba en el claustro de la iglesia si hacía mal tiempo o en el pórtico (portegado), ocupando la presidencia el lugar bajo la portada a manera de estrado y colocándose el pueblo en la plaza.

 

En el Concejo del 25 de mayo de 1484, antes de comer se hace una relación de los asistentes que fueron: dos alcaldes, cuatro regidores, dos procuradores, siete clérigos y cuarenta y cuatro fidalgos; además de cuyos nombres se citan los de veinticuatro ciudadanos sin título ninguno que haga conocer su dedicación. Entre ellos figura un Pero Torán.

 

También he encontrado otro Torán en la siguiente acta:

Domingo, 20 de febrero de 1485. “…Que clamado y ajustado el consello de oficiales y conselleres de la ciudat… por todos concorditar fue concluido que las libertades que los antepasados ganaron con tantos trabajos, agruras e tribulaciones sean guardadas, conservadas, defendidas e que la Santa Inquisición se faga segunt la reglas canónicas servadas e (segunt) los fueros, privilegios del Reyno e de la Ciudad present, visto que a principio el querer y voluntat de la dita ciudat fue agora es placicum se faga. Teste: Juan de Serra, perayre y Domingo Toran, abaxador”.

 

Siglo XVI

 

Siguen presentes los Toranes en Teruel.

 

Me limitaré a copiar la referencia de los documentos a través de los cuales he constatado esta presencia, aunque no sea mucho lo que de su existencia viva y verdadera podamos intuir por medio de estas frías relaciones.

 

1)    8 de noviembre de 1532. Carta de venta de un censo anual y perpetuo de 10 sueldos jaqueses, otorgada por Antón de Soria y Juana Toran, cónyuges, labradores, vecinos de Teruel, a favor del deán y canónigos de la Colegiata de Santa María y del vicario y clérigos de San Andrés de la misma ciudat, patronos de la capellanía de mossen Jaime de Burgos, por precio de 200 sueldos jaqueses. (Archivo de la Catedral de Teruel, pergamino 521, doc. 653)

 

2)    25 de abril de 1544. Carta de venta en virtud de la cual Antón Juan, apoticario, vecino de Teruel, tutor de Francisca Alava, menor de edad, hija de los difuntos Juan de Alava y Antonia Cedrilla, cónyuges y también en nombre de Juan de Alava, mancebo, hijo de dichos cónyuges, vende al honorable maestre Antón Vidal Galve unas casas sitas en la Plaza Mayor de dicha ciudat, al cantón de la calle de los ricos hombres, que confrontan con casa de Baltasar Torán y con la barrera. Testigos Pascual Torán y Juan del Povo (Archivo de Racioneros. Docum. 419, pergam. 339)

 

3)    16 de julio de 1547. Carta de venta, según la cual Antón Vidal, sastre y ana Alavés, cónyuges, vecinos de Teruel, con consentimiento de don Andrés Vera, vicario de la iglesia de San Pedro y de los racioneros de la misma, venden al magnífico Juan Sánchez de Orihuela[4] ciudadano de dicha ciudad, presente en la misma, unas casas que son de dominio directo de la mencionada iglesia, por 3.500 sueldos jaqueses de capital fundacional y 28 anuales de censo a dicha iglesia. Dichas casas están sitas en la Plaza Mayor, al cantón de los ricos hombres, y confrontan con casas de Violante Carroca y casas de Baltasar Torán y vía pública. (Archivo de Racioneros. Docum. 425, Perg. 345)

 

4)    3 de junio de 1555. Carta de reconocimiento por la cual Pedro Torres, alias frairet y su esposa Isabel García, vecinos de Teruel, manifiestan estar obligados a pagar a mossen Melchor Toran, mayordomo de la iglesia de San Salvador y a los clérigos de la misma 40 sueldos jaqueses como rédito de 800 que de ellos han recibido. Ponen como garantía unas casas sitas cabe Sant Benedito.  (Archivo de Racioneros, Perg. 353. Docum. 433)

 

(Pez gordo de la iglesia, sin duda, este Melchor Toran, pero no he tenido tiempo ni oportunidad de verlo consignado en otro sitio ni de seguirle la pista. No sé si achacar a un posible origen judío o a ser precursor de futuros banqueros, esa tendencia de mossen Melchor a prestar con réditos. Aunque en estos siglos la Iglesia representaba el poderío más fuerte en todos los órdenes y es general ver cómo acuden los trabajadores a pedir préstamos a los religiosos, que los trataban con mayor o menor misericordia según los casos)

 

5)    Año 1558. “…sea a todos manifiesto que ajuntado, convocado y congregado público y general Concejo de los oficiales ciudadanos y hombres buenos de Teruel a voz de público pregón de trompeta sonada por Martín Serrano, nuncio y trompeta público de la dicha ciudat en el campanario de la iglesia Colegiada de Nuestra Señora Santa María de la dicha ciudat y en Plaça Maior en el Cantón de la Calle la Cárcel, de mandamiento del Magnífico Gil Sánchez Gamir Alcalde lugarteniente por el Magnífico Jerónimo de la Mata, juez ordinario de la ciudad y aldeas de Teruel, según dicho nuncio tal fe y relación hizo a mí Miguel Guillén Garcés, notario, presentes los testimonios infrascritos, en el cual concejo fueron presentes los infrascritos y siguientes Gil Sánchez Gamir…, Pedro Villarroya, procurador, Jayme Alonso, Mayordomo, … Johan Domingo, texedor, Anton de Gavarda, Francisco Torremocha, Johan Stevan, sparteñero, Johan de Castro, apoticario, Johan Ponz, sastre, Johan Pomar, Anthon Toran… et otros muchos ciudadanos vecinos de la dicha ciudat se obligan todos los presentes y los ausentes a pagar a las reverendas y venerables abadesas y monjas de la Sra. Santa Clara 200 sueldos dineros jaqueses cada un año… en correspondencia a cuatro mil sueldos dineros jaqueses que ha recibido de dichas abadesas y monjas para mejoras de dicho Concejo y universidad en la compra de la villa y varonía de Escriche”.

 

(¡También las monjitas metiéndose en negocios de dar a rédito! En fin)

 

Siglo XVII

En el año 1642, en uno de los libros de cuentas rendidas de Teruel a la Diputación del Reino (entonces no existían provincias y la Diputación estaba en Zaragoza) he encontrado los nombres de Vicente, Miguel, Juan, Gil y Mateo Toran. De los cuales no se especifica la profesión, aunque supongo que serían labradores.

 

Y llegamos a la única figura de Torán anterior al XIX cuyo perfil me ha sido dado a vislumbrar un poco, la del vicario de la Iglesia del Salvador, Don Joseph Toran de Guernica.

 

De una “Divulgación histórica turolense” publicada en el diario Lucha el 28 de mayo de 1961, y firmada por mosén Alberto López Polo, archivero del Capítulo de Racioneros y uno de los mejores amigos que dejo en Teruel, he recogido la siguiente información:

 

“Año 1677, 26 de mayo. En la media noche de este día, durante el cual se había celebrado en esta iglesa (del Salvador) la fiesta de San Felipe Neri, a la que, con motivo de las letanías concurrió el Ilmo. Cabildo, el respetable clero de todas las parroquias, el M.I. Ayuntamiento, la escuela de Jesu Christo, Nobles ciudadanos y mucho pueblo, sin advertir motivo de ruina; y sucedió precisamente a una hora en que no se padeció ningún estrago…, se hundió totalmente la iglesia quedando convertida en un montón de escombros… Pasados cuatro días, empezaron a descombrar las ruinas con tanta ansia y solicitud (lo refiere D. José Torán, testigo presencial) que, concurriendo unos con paga, otros sin ella, y todos movidos de un mismo celo para la Santa Imagen[5], a la que juzgaban hecha menudos trozos. Mas ¡oh prodigio!; en medio de ruinas y escombros fue hallada sin lesión alguna, siendo así que todos los retablos e imágenes habían sido hechos pedazos.”

 

Esta imagen, mientras se reconstruía la iglesia fue depositada en el Hospital de la Asunción, cuyo rector era el Dr. Don José Torán de Guernica, que, a la vez era el vicario perpetuo de la iglesia del Salvador, hasta que, ya terminada la reedificación de la iglesia fue devuelta a la misma.

Damos por seguro que el entonces vicario señor Torán, persona competente y de prestigio, debió tener la parte principal en la reedificación de la iglesia y a él se debería la colocación del Cristo en el lugar preferente donde hoy se halla.

 

A sus expensas edificó la actual capilla de la Comunión, como dice la inscripción siguiente que en letras doradas se puede leer en la parte baja de su retablo: “Don Joseph Torán de Guernica, Vicario de la presente iglesia, mandó hazer este altar. Año 1679”.

 

En el testamento del vicario señor Torán que he tenido la suerte de tener en mis manos y de leer íntegramente, aunque no lo he copiado por su enorme extensión, y que lleva fecha de 23 de diciembre de 1685 hace la descripción de la capilla reconstruida, tal como la recoge mosén Alberto en su artículo:

 

“ Item quiero y es mi voluntad que el retablo que, a mis espensas, se ha fabricado y colocado en la capilla de la Virgen con el título de Misericordia que contiene el principal nicho, y en el izquierdo, el apóstol San Matías; y en el segundo cuerpo al Buen Pastor y Señor mío, y en el pedestal al glorioso San Bruno y al gran doctor de la Iglesia San Agustín patrono y director, particulares a los apóstoles San Pedro y San Pablo, y en medio el Sagrario con Jesús, con un lienzo del Salvador, y todo el adorno, que en él se ve así de armas como de todo lo demás, que se hace costoso y devoto, se conserve con todo cuidado, porque además de ser dicha grande, ha costado setecientas libras, y para su conservación quiero, si se ofrece gastar alguna cantidad, se haga, porque está muy durable”.

 

Lo más curioso de este cuadro me parece esa idea que tuvo el señor Torán de hacerse inmortalizar hablando, casi como si dijéramos “de tú a tú”, con el Divino Pastor. Las palabres que salen como una columna o serpentina de la boca de uno y otro de los interlocutores, al modo con que se acostumbra a representar el diálogo en los modernos “tebeos” están escritas en letras doradas (en latín), y las que dice el vicario no he podido descifrarlas bien, ni aún después de hacer fotografiar el cuadro que, dada su altura y la oscuridad del recinto, se distingue a duras penas, hasta el punto de ser desconocido para la mayoría de los turolenses. Incluso para la devotísima señora Doña Celedonia Marco, viuda de Joaquín Torán y sus no menos devotas hijas Rosa y Dolores, que se han congratulado mucho de mi descubrimiento [6]

 

Este vicario Torán debía ser un enorme egocéntrico. Es pasmosa la meticulosidad y extensión con que dispone en su testamento todo lo necesario para tener aseguradas eternas misas y oraciones por su alma y un recuerdo perenne entre los vivos. De sus riquezas, que eran muchas y consistían en huertos, casas, cuadros, objetos de oro y plata y gran cantidad de dineros jaqueses, distrae algunas partes para dejar en herencia a sobrinos o amigos; pero nunca pasa su manda más allá del usufructuario. Cuando él falte volverán indefectiblemente a revestir a la iglesia del Salvador, engrosando de esa manera el caudal que en gran parte ha de ser dedicado a las funciones religiosas con que quiere seguir  siendo honrado a través de los años y de los siglos.

 

Dispone asimismo con enorme previsión los más nimios detalles de su entierro que quiere sea esplendoroso, y, detalla las limosnas que se darán a todas las personas que vayan a su puerta mientras él esté de cuerpo presente y a las que acompañasen al cadáver. Dice que quiere ser enterrado en un nicho del Altar de la Comunión, él solo, sin ser acompañado de otro cuerpo ninguno jamás en ese Altar. Pero nadie ha sabido darme noticia afirmativa de que en realidad esté enterrado ahí en la actualidad, y yo lápida no he visto ninguna.

 

El testamento es otorgado en Teruel el 23 de septiembre de 1685.

 

Sus padres fueron Gerónimo Torán, que figura en sus capitulaciones matrimoniales, con Juana Ana Baguena, de 5 de febrero de 1618, como mancebo, calcetero y natural y vecino de Teruel.

 

Siglo XVIII

 

(Recogido de los Aragoneses ilustres de D. Félix Latassa)

 

Don Antonio Torán: nacido en Teruel a finales del siglo XVII. Concluidos los estudios de Teología, recibió el grado de doctor en esta Facultad, y así en la cátedra como en el púlpito se conoció bien su instrucción. Obtuvo la canongía con el cargo de párroco de la Colegial de Mora, y en 23 de junio de 1754 tomó posesión de una Ración Penitenciaria de la Metropolitana de Zaragoza, que le confirió su cabildo mediante su oposición y la residió hasta el año 1759 en que murió, habiendo tenido el honor de competir canonjías de oficio en dicha santa iglesia, de ser examinador del Obispado de Lérida y teólogo y examinador de la Nunciatura en España.

 

Hallándose en Madrid el año de 1748, predicó la siguiente oración panegírica:

1º. Sermón de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza que dijo en la iglesia del Hospital de Montserrat de Madrid en el día último de su novena en que hizo la fiesta la Real Congregación.

 

Al señor Latassa le informaron de que había escrito también:

2º.  Un libro de amenidades, así sacras como profanas, cuyo paradero se ignora.

 

Siglo XIX

 

Mi visita a los archivos parroquiales de la iglesia de San Pedro de Teruel, a pesar de no haber sido exhaustiva ni mucho menos por falta de tiempo, me ha hecho conocer a algunos Toranes de la primera mitad del XIX. Parece ser que es costumbre en Teruel el que las familias pertenezcan siempre a la mismpa parroquia de sus mayores, a pesar de que sus posteriores cambios de domicilio les hayan adscrito a un distrito diferente.

 

Y los Torán pertenecen a San Pedro donde están bautizados incluso los actuales miembros de la familia, ya residentes en Madrid u otras ciudades de más porvenir hacia donde sus carreras u ocupaciones los han ido dispersando.

Como digo, mi intervención ha sido muy incompleta. En primer lugar, faltan muchos libros y en segundo el párroco no era muy diligente en colaborar conmigo. Me dijo: “Allá usted, si se quiere usted entretener... Hay gustos para todo”, y me daba la sensación de estarle molestando, pues se encontraba presente durante mi búsqueda y me decía: “traiga, traiga… yo se lo dicto lo que quiera y así acabamos antes”. De todas maneras, libros del siglo XVIIII no había ninguno; por lo visto los archivos de Teruel, y eso me lo han dicho hasta la saciedad en todas partes, se vieron mermadísimos con los incendios y saqueos que tuvieron lugar a la entrada de los rojos en Teruel, tras encarnizado asedio, durante la última guerra del año 36.

 

Parece como si los actuales turolenses de cuarenta y tantos años para arriba se hubieran quedado estancados en el recuerdo de estrago tan grandes, y a esta calamidad de la toma de Teruel por los rojos achacan indefectiblemente todos sus fallo y el atraso y abandono de la provincia.

 

Pero volvamos a los Toranes.

 

De Juan Torán y Emerenciana Sánchez que se debieron casar a principio del siglo XIX solamente conozco los nombres citados como abuelos paternos de los muchos Toranes d edos generaciones posteriores cuyas partidas de bautismo he podido copiar.

 

Debieron ser labradores y tuvieron, que yo sepa, tres hijos llamados José, Dámaso y Jorge Torán.

 

José casó con Martina Maycas, procedente por parte de madre de Villalba Baja. Jorge con Paula Millán, de Mezquita. Tanto de uno como de otro matrimonio nacieron varios hijos cuyas partidas de bautismo he encontrado.

 

En cuanto al otro hermano, es decir Dámaso Torán Sánchez, casó con Joaquina Herreras, natural de Teruel, hija de los labradores José Herreras y Antonia Ortiz, también naturales y vecinos de Teruel.

 

Esta famosa mujer de la que aún hoy se habla en Teruel, empleando para aludir a ella el sobrenombre de “la Torana”, fue un injerto decisivo en la familia.

 

Ya el sobrenombre, con su no se que de resonancia bélica, explica hasta qué punto se adueñó de los Toranes acaudillándolos por nuevos derroteros. Y es ella, efectivamente, el jefe y creador de una nueva dinastía de Toranes, el hito que señala un poderoso viraje con respecto al camino que habrían de seguir sus descendientes. Cogió las riendas de un apellido que languidecía y se lo adjudicó por derecho propio.

 

De Dámaso, el marido, nadie recuerda nada; es simplemente el motivo, el trampolín para las operaciones de la Torana, comparsa desdibujado. Murió antes que ella, pero no tan pronto como para no tener tiempo de hacerle nueve hijos en los años que van de 1829 a 1844, hijos que, al menos, figuran como legítimos en las partidas de bautismo por mí encontradas. Y perdónese al narrador esta punta de desconfianza totalmente gratuita acerca de la legitimidad de todos los Torán Herreras, la cual apareja una sombra de sospecha sobre la honra tal vez inmaculada de Joaquina Herreras, la madre. Son sospechas absolutamente infundamentadas y el narrador reconoce que se deben únicamente a que, dentro de una imaginación novelesca como la suya, de un tipo de mujer como la Torana –o mejor dicho de lo que de ella le ha sido dado atisbar por datos fragmentarios que la tradición oral aún mantiene vivos- cabe esperarlo todo.

 

Los hijos se llamaron José, Juan, Emerenciana, Mª del Pilar, Leoncio, Alejandra, Tomasa, Dámaso, Rufino, Cirilo y Lorenza.

 

No sé si habría alguno más ni tampoco puedo asegurar que todos los citados llegaran a edad adulta. La enorme mortandad infantil de la época y el hecho de no haber oído contar nada de alguno de ellos me hace pensar que acaso Emerenciana, Pilar, Cirilo y Lorenzo pudieron morir niños[7] Los otros cinco, desde luego, vivieron y conocieron, como fruto de la semilla sembrada por la madre, una existencia llena de compensaciones.

 

Es muy curioso observar cómo en la partida de bautismo de los primeros hijos aparece el nombre del padre Dámaso Torán mondo y lirondo, sin indicación alguna que pueda hacernos sospechar su oficio y dedicación. Tal vez la mujer se negaba a que se inscribiera al padre de seis hijos como arriero o labrador, y, no contando aún con el prestigio ni las ganancias suficientes para atreverse a poner otra cosa, prefería dejar al desnudo, sin acompañamiento alguno, el apellido que en poco tiempo esperaba lustrar y engrandecer.

 

En efecto, en las dos últimaspartidas de bautismo que he hallado, las correspondientes a los hijos llamados Cirilo y Lorenza, nacieron respectivamente en 1842 y 1844, ya figuran estos dos Torán Herreras inscritos como hijos legítimos de Dámaso Torán, comerciante.

 

¡Comerciante! Ya había logrado para su marido el título de tal, justamente en los años que siguen a la terminación de la primera guerra carlista, y como pago de los riesgos y trabajos que a lo largo de ella venció.

 

Porque la verdadera comerciante, aunque luego el título se lo entregara a su marido, como un guerrero que entrega el trofeo ganado a la dama que le ha esperado detrás de su ventanal, la verdadera chalana y contrabandista y aventurera, la bragada, la echada para adelante había sido ella.

 

La primera guerra carlista, sobre todo a partir de que, con motivo de la muerte de Zumalacárregui, el nombre y el empuje de Cabrera empezaron a crecer, esen algunos momentos muy dura y encarnizada en la provincia de Teruel. A los liberales les era hostil sobremanera el paisanaje de aquella tierra donde, en nichos aislados pero más organizados cada vez (especialmente a raíz del fusilamiento de Ana Griñón, la madre de Cabrera en el 36), crecía tanto el poderío carlista que las brigadas de Doña Isabel corrían grave riesgo si se aventuraban a pasar, para ir a Teruel, por Alcañiz o Montalbán, viéndose precisados a rodear por Daroca, Cariñena y Belchite.

 

Pero en cambio la Torana, a quien la política importaba un bledo, se atrevía a meterse por los caminos más peligrosos y se arriesgaba una y otra vez, sorteando carlistas y liberales con la regularidad que a su negocio convenía, a dirigir su reata de mulas por los más abruptos parajes de la montaña, cuyas trochas y perdederos conocía como la palma de la mano.

 

En Teruel nunca se han dado los olivos y en aquel tiempo el aceite escaseaba mucho y se pagaba generosamente.

 

Durante los últimos cuatro años de guerra y aprovechándose, pues, de que, dada la anormalidad de las circunstancias, nadie o casi nadie se atrevía a llevar a cabo semejantes incursiones, la Torana llegaba regularmente hasta diversos puntos del Bajo Aragón, a Alcañiz sobre todo, y allí cargaba sus mulas con cántaros de aceite que traía a Teruel, repitiendo y aún aumentando al regreso las fatigas y sobresaltos de la ida. Así empezó poniendo los cimientos a la fortuna que veintitantos años más tarde daría origen a la Banca Torán, el primer banco que hubo en Teruel y del que la provincia andaba tan necesitada, para dar a la agricultura y a la industria un nuevo impulso y para poner coto a los desmanes de los usureros.

 

Luchó Joaquina con muchas dificultades. No tenía carros, ni, aunque los hubiera tenido, podría soñase con meter carro alguno por los intrincados y difíciles vericuetos que seguían ella y su recua; así porteaba los cántaros de un modo muy rudimentario, en tablas agujereadas que apañaba ella misma y que atravesaba sobre los lomos de cada pareja de mulas. Por lo menos, eso me han contado. Me lo ha contado un sexagenario, hijo de padre maduro, el cual, a su vez, se lo oyó a su padre.

 

Esta tradición oral sí me sirve: este hombre, que vive hoy en Teruel, aún habla de la Torana con entusiasmo y la describe como a una moza montaraz y casi legendaria con sus alpargatas y su faja, desafiando a pie las inclemencias del tiempo, las guerrillas, y los embarazos consecutivos, fuerte e impávida, arreando sus mulas.

 

De los descendientes de esta mujer y de la época que llenaron con su apellido, en Teruel, habría mucho que escribir. He visto varios números de El Turia, periódico de recreo y avisos creado en 1856 y que costaba cuatro cuartos, de El Turolense, periódico no político, de posterior publicación, toda la colección de la Miscelánea Turolense publicación gratuita a la que aludí al principio de estas notas, y por último varios años de La provincia, diario creado y dirigido por el últimos de los Toranes que fue alcalde de Teruel (nombrado en 1922): José Torán de la Rad y que actualmente tiene una estatua en la ciudad.

 

De la lectura de estos periódicos del siglo pasado y principios del actual, de mis conversaciones con gente de Teruel, de mis paseos por la ciudad he retirado varias impresiones, todas fugitivas y sin hilvanar, teñidas de la nostalgia que da asomarse a una época ya histórica pero todavía limítrofe con la de lo vivido y oído en nuestra niñez. La época que, remontando hacia atrás por encima del escollo de la guerra civil de 1936, abarca en Teruel desde José Torán de la Rad (1888-1933) hasta su abuelo José Torán Herreras (1829-1899), pasando por su padre José Torán Garzarán (1855-1902).

 

Tres generaciones de alcaldes que parió la Torana, tres José Torán, inserto cada uno de ellos en un tiempo que se iba levemente diferenciando del anterior, progresando, pasando a significar otra cosa. ¡Buen periodo a investigar!.

 

Partir de José Torán de la Rad, ingeniero, hombre activo, imaginativo, que se ha inventado su propia vida y contagia este impulso y fantasía a los demás, para tratar de imaginar y entrever su infancia por detrás de estas empresas, y más atrás la de José Torán Garzarán, su padre (que, según dicen, cuando entró de alcalde la primera  multa que puso fue para su madre Tomasa Garzarán porque arrojaba basuras por el balcón) y para llegar así a la propia infancia del hijo mayor de la Torana, el primer José Torán alcalde y banquero, situar a cada uno de estos personajes en el contexto provinciano de sus épocas respectivas, entre sus hermanos, amigos y hombres políticos y de letras del tiempo, es labor demasiado candente y sugestiva para que me atreva a despacharla de un plumazo.

 

En la Torana, creadora de la estirpe, se han detenido, por ahora, mis osadías y desenfados literarios.

 

Todo lo que sé de sus descendientes y de la vida de Teruel en la segunda mitad del XIX y primera del XX, a pesar de ser mucho más, espera madurarse y posarse de alguna manera; no se resigna a plasmarse en meros datos, ni a amontonarse en fácil literatura elaborada a vuela pluma.

 

Estas breves notas, del todo provisionales, van dedicadas al cuarto José Torán, tataranieto, pues, de Joaquina Herrera, a quien nunca perdonarán algunas cuarentonas de Teruel su deserción, la huida a la capital y el que, siguiendo el reprobable desvío de su padre, no se casara con moza turolense.

 

Teruel-Madrid, septiembre de 1964.



[1] Jaime Caruana: “Los señores de Teruel en los siglos XII y XIII”. Revista Teruel, nº 17-18.

 

[2] Jaime Caruana: “Organización de Teruel en el siglo XII”. Revista Teruel, nº 10.

[3] Pena pecuniaria, al parecer.

 

[4] Que fue secretario de Carlos V.

[5] Se refiere a la del Cristo del Salvador, famosa por tener tres manos.

[6] Posteriormente he logrado identificar las palabras del vicario cuya dificultad de lectura consistía en que están escritas al revés, con el fin de indicar la dirección hacia el Buen Pastor, su destinatario, ya que de haber sido puestas las letras del derecho, y como quiera que se lee de izquierda a derecha, parecería que se dirigían al vicario, en vez de salir de su boca. El diálogo es así: Buen Pastor: “Ego sum pastor bonus”. Vicario: “Jesu nostri miserere tu nos pasce nos tuere”.

[7] Ya he advertido que todos estos apuntes son resultado de una primera investigación muy superficial.

Escrito en Lecturas Turia por José Teruel

Insolación

8 de octubre de 2018 12:53:26 CEST

 

            --¿Ha visto usted qué olas más altas trae hoy el mar?—me preguntó doña Margarita.

            El mar estaba embravecido y el calor era denso. Parecía que el verano nos daba una tregua, pero eso fue ayer, cuando hubo cielo cubierto; hoy, en cambio, el verano ha llamado a la puerta de nuestros cuerpos con una piedra rusiente. Doña Margarita fumaba un cigarrillo falso, un cigarrillo electrónico, y miraba las olas. Había tomado sus pastillas con medio café con leche, con leche fría, para que el café remita su calor.

            --Es un día maravilloso—contesté, porque a doña Margarita hay que seguirle la conversación, si no se entristece.

            --Todos los días son maravillosos, querido amigo. A menudo las ambiciones inconcretas hacen desgraciadas a las personas. En cambio, ambicionar algo tan presente como respirar y ver y disfrutar del sol nos hace dichosos, tal vez eso sea todo cuanto hay que saber en la vida. Y hay que vivir los días, vivirlos sin culpa. He sido una mujer afortunada. He enterrado a todos mis maridos pero a ninguno de mis hijos, ¿no cree usted? Es una ley de la naturaleza, jamás debes de vivir más años que tus hijos, y la naturaleza ha sido buena conmigo, y le estoy agradecida. El agradecimiento es un sentimiento que ya no existe en este mundo. Pero el mundo siempre está inventando sentimientos, así que seguro que el agradecimiento habrá sido sustituido por otra cosa, seguramente más interesante, otra cosa que habré de perderme.

            --Por supuesto, doña Margarita, es usted muy afortunada.

            Me levanté de la terraza en la que estábamos y fui a por el álbum de fotos. Cuando se acerca el mediodía a doña Margarita le gusta hojear el álbum. Mientras hojea el álbum tengo que ponerle crema en la cara. El sol junto al mar es ya veneno para la gente mayor, y más en verano. Comienzo a extender la crema sobre su cuerpo dañado, y ella sonríe.

Doña Margarita, desde su infancia, pasa los veranos en esta villa italiana a orillas del Adriático, con terrazas sobre el mar y muebles restaurados, muebles de finales del siglo XIX, de altas proporciones, con cajones cerrados con llave, y con las llaves perdidas.

En la Agencia me dijeron que tuviera mucho cuidado, me proporcionaron un protocolo muy complejo, lleno de normas. 

            Doña Margarita me pide ahora que la lleve junto a la piscina. Como ella no puede nadar, le gusta que nade yo.

            --Vamos, hombre, quítese el bañador, no se haga usted el remilgado, quiero verle desnudo, a mi edad, ya imaginará usted que el único placer que me queda es el de la vista. Me gusta ver nadar a los hombres. Tiene algo de lucha contra los elementos desatados de la naturaleza. Es algo muy erótico ver nadar a un hombre desnudo, golpear el agua con los brazos, con las manos. Es muy adánico, si es que existió Adán. Ojalá hubiera existido. Los mitos de la Biblia son tan simples como hermosos.

            Es una piscina grande y antigua, de las que aún cubre; calculo que la parte más honda rondará los tres metros; está decorada con unas baldosas azules bellamente envejecidas; las escaleras están restauradas por una empresa florentina, hay una fecha: 1967. Me gusta tocar el fondo con las yemas de mis dedos y pensar en otras yemas de otros dedos que han hecho lo mismo a lo largo de estos últimos cincuenta años.

Me doy un baño y nado un rato, intentando que doña Margarita disfrute de mi exhibición. Me pide que nade con estilo mariposa. Y lo hago. El agua está caliente, y me acabo de percatar de que sobre la superficie flota un minúsculo ratón ahogado, casi ha entrado en mi boca.

            --Los veranos en Italia son un lujo exquisito—dice doña Margarita—lástima que ya no pueda beber ni siquiera un vino blanco. Pero como estoy perdiendo la memoria, ya no recuerdo los maravillosos efectos del vino blanco. ¿Por qué serían maravillosos, no? Perder la memoria, querido amigo, es también estar con la vida. Si la vida ha decretado que olvide lo que fui, bienvenido sea el olvido. No se puede oponer uno a lo que la vida decreta. La memoria lo es todo en la existencia de un ser humano, pero perderla puede ser también el anuncio de una existencia nueva. Tal vez cuando resucitemos, si es que resucitamos, lo hagamos sin memoria de nada. Todos los seres humanos que han pisado este mundo creyeron que sus memorias eran sólidas, y pensar así solo es vanidad. La memoria es vanidad. El olvido es humildad. Como mucho, nos quedan las fotografías, que encierran al demonio de la muerte.

            Doy la mano derecha a doña Margarita, ya que en la izquierda llevo el cuerpo del ratón ahogado, y caminamos hasta la orilla del mar. Llevo al ratón colgando de su cola, y se balancea su pequeño cuerpo, donde la asfixia se trasluce en la mueca de su boca como petrificada, casi parecida a un pez. Pienso en si su cola se resquebrajará y el cuerpo del roedor irá a chocar contra el suelo, pienso en  si esa cola es capaz de soportar el cuerpo del que procede.

Doña Margarita quiere entrar en el mar, al menos mojarse los pies. Hace un intento y se echa atrás, y se ríe de su coquetería con el agua.

--El agua siempre está fría en la primera impresión, pero la primera impresión, pese a lo que se dice, siempre es dudosa.

Me quedo mirando sus pies, que aún conservan la perfección que debieron de tener hace muchos años. Sus uñas están pintadas de rojo con primor, le hicieron la pedicura ayer, es un rojo gel, el más caro, el más resistente. Un rojo perfecto en unas uñas gastadas y deformes, que ahora el agua salpica.

Arrojo el ratón a las olas --sin que ella lo advierta, aunque está muy distraía-- que lo traen de vuelta a los veinte segundos, posándolo junto a los pies de doña Margarita. El ratón era una cría, y junto a los pies ancianos compone un cuadro que parece una paradoja moral: lo recién nacido está muerto, y los pies deformes y vetustos de doña Margarita siguen vivos.

No se ha percatado de la innoble criatura que ha pasado rozando sus pies, pues su vista se está agotando. Tal vez sepa que está delante del mar por el sonido, o por la visión de una mancha azul,  y por el olor a salitre, o por el viento, que mueve sus cabellos blancos, que son escasos, y dejan ver la piel del cráneo de doña Margarita.

            La villa está llena de cuadros, fotos y recuerdos de familia. No acabo de entender muchas de esas fotos. Ni los cuadros. Componen un cosmos familiar que a estas alturas ya será inexplicable. Abuelos, tíos, padres, primos, cuyas vidas en este presente no exceden a la que el ratón perdió anoche, en la piscina.

            En la Agencia me dijeron que nunca hiciera preguntas, que dejara que doña Margarita hablara. Pues suele hablar mucho, y le gusta hablar, comentaron con una sonrisa que no supe interpretar.

Es decir, que solo puedo llegar a saber de doña Margarita las cosas que doña Margarita tenga a bien contarme o aquellas cosas que yo pueda deducir de lo que veo, sin entrar en averiguaciones de ninguna clase. Esta norma no me ha costado nada cumplirla, porque de repente Doña Margarita anula mi curiosidad. O tal vez mi curiosidad se esté derrumbando misteriosamente, como si en el fondo supiera todo cuanto es necesario saber.

            Por la noche, viene a vestirla una chica del pueblo. Tengo que telefonear al restaurante Ludovico, para que traigan el catering. Y cenamos doña Margarita y yo. Doña Margarita aparece con un vestido blanco, de seda blanca de Tailandia. Rita, la chica del pueblo, la ha vestido con esmero, con paciencia. Rita llama a doña Margarita “la bruja”, y no sé por qué se lo permito. No debería hacerlo. Rita me pone a prueba, estoy seguro, quiere saber hasta dónde puede criticar a doña Margarita en mi presencia, para ella es como un entretenimiento.

Cada noche tengo que ser un hombre diferente, eso lleva su preparación. Los de la Agencia me dieron un dosier completo. Son variantes de tres personajes: Luigi, Alfredo y Nikolay.

Fueron los tres maridos a los que doña Margarita le gusta recordar. Hubo un cuarto, lo sé porque aparece en las anotaciones de la Agencia, pero parece ser que ese cuarto marido es un misterio. Luigi es el marido italiano, Alfredo es el marido argentino y Nikolay es el marido ruso. En esta velada toca Nikolay.

            --Nikolay, llevas una camisa perfecta esta noche, qué noche más hermosa de verano. ¿Te acuerdas, querido, que fue una noche de verano cuando tú y yo nos conocimos? Y fue en París.

            Si ella dice París, los documentos de la Agencia formulan que yo debo siempre sugerir que fue en Roma. Aclaran los documentos que a doña Margarita le gusta coquetear con hechos del pasado sucedidos en esas dos ciudades.

            --No,  amor mío, fue en Roma.

            --En Roma, oh, sí, fue en Roma. En París fue con Alfredo. No te pongas celoso, amor mío.

            “Doña Margarita adora el verano, usted debe situar siempre que le sea posible la conversación en el verano”, esas fueron las palabras textuales que me dijo el director de la Agencia en la conversación que mantuvimos, aunque también está muy bien explicado en el protocolo. El director, al ver mi rostro interrogante, asomó una breve explicación: “sí, es porque ella nació en el sur de España, para ella el verano es la única estación que existe”. En eso puedo que yo piense lo mismo,  aunque en este trabajo no me está permitido pensar, y pagan muy bien. Jamás como actor de teatro tuve un trabajo tan bien pagado. El verano si eres español tiene una dimensión especial. Por la noche viene una enfermera para acostar a doña Margarita. Es muy distinta a Rita, porque Rita es guapa e inocente. La enfermera, en cambio, es bastante desagradable; sin embargo, también insulta a doña Margarita y la llama “la hechicera bizca del demonio”.

 Mi trabajo solo es la conversación, ponerle crema en la cara y el fingimiento. Y hacer pequeños recados, acercar una silla, acompañar a doña Margarita y fingir, fingir que han llamado sus seis hijos, y sus doce nietos. Allí sí que el trabajo es más complejo, porque tuve que meter en mi cabeza un montón de personajes, todos de carácter secundario. Son dieciocho personajes imaginarios, más tres maridos muertos, que fueron reales, según parece. “Sí, sus maridos fueron reales, lo verá en los documentos, sea cuidadoso con esa documentación, es confidencial, y le va en el sueldo su confidencialidad”, dijo el director.

            Noto los dedos de la mano de doña Margarita corretear sobre mi pecho como si fuesen las patitas nauseabundas de un ratón, esa mano que sube hasta mi cuello, y hace un calor fantasmal, porque es un verano muy húmedo y pegajoso y hediondo. Y doña Margarita me besa, porque dormimos juntos, y por eso está tan bien pagado este trabajo, porque yo soy su cuarto marido, el más joven que tuvo, al que le sacaba cincuenta años y el que murió de un golpe de calor. Ahora me parece que doña Margarita me contempla con su ojo bizco. El sol en la cabeza es malo no solo para los ancianos, sino para toda clase de seres vivos.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

Copérnico

5 de octubre de 2018 09:14:44 CEST

                                                         a Víctor Navarro Brotons

 

Un día 6 de noviembre (el de 1500),

Copérnico observó un eclipse de luna.

Vio cómo primero ésta enrojecía

hasta ser velada por la sombra

y reaparecer de nuevo.

Un año después estudiaba medicina en Padua.

Aún no existía el Anfiteatro Anatómico,

es decir, no pudo ver,

apoyado en las barandas de madera,

las disecciones que cerca de la primera grada

realizaba el maestro, y más abajo,

cómo una barca se llevaba luego

los despojos hacia el río...

De todos modos, su pasión eran los cielos.

No había cuerpos ligeros allí,

no existía un círculo de fuego

que separara las estrellas de la tierra

quieta y plana en lo hondo.

La tierra giraba alrededor del sol

y de su propio eje. Ni sus movimientos,

ni los de ningún cuerpo celeste,

eran rectilíneos.

Su plasmación matemática

no coincidía con lo que se había dicho.

Si los de los planetas se referían

a la circunvalación de la tierra,

el cielo quedaría encajado

y no se podría cambiar nada

sin que se produjera una enorme confusión.

Además, el aire y el agua

eran elementos de la tierra. Y la caída por el peso

y el elevarse del fuego no eran simples,

se debían siempre

a una perturbación de la naturaleza.

Y la gravedad...

Era necesario, sí, escribiría un nuevo Almagesto.

Pero no había prisa.

Horacio tenía razón:

“Si escribes algo no debes publicarlo al punto,

tienes que esperar que pase un año.”

Escrito en Lecturas Turia por Clara Janés

El otro

21 de septiembre de 2018 12:11:31 CEST

Cualquier dirección es posible, pero eliges caminar calle abajo. Se estrecha la vía y al pasar de nuevo por el mismo portal se anuda a ti esta suma de historias incompletas, recónditas, banales: el televisor apagado que alguien mira con desinterés desde un sofá, las flores secas en el centro de una rotonda, el paseo solitario de quien será, horas más tarde, un asesino a la fuga.

Nada te atañe esa sucesión de minutos, recibidos así, con aparente casualidad, y sin embargo bajan contigo como una piel muerta. Porque el camino es largo y formas parte de una vieja ceremonia: la del testigo que perpetúa, sin querer, el ritual de los días a medio hacer; la del espectador que busca una parte y la siguiente.

El azar se convierte en una extensa cadena. Una pesada cortina que al desplegarse agita los límites del mundo. También a ti te golpea su movimiento a medida que avanzas.

La carretera se bifurca. No hay camino de regreso para alguien que olvidó dónde está su casa. El asfalto mojado te hace resbalar y perder el sentido. Todo a tu alrededor no es más que una concatenación de ficciones, como una mandíbula que al abrirse devora cualquier rastro de vuelta.

Eres uno, ahora, y eres múltiple.

Sabes que al doblar la esquina nadie te llamará por tu nombre. 

Escrito en Lecturas Turia por Álex Chico

Para ver más de veras

14 de septiembre de 2018 08:40:29 CEST

¿Es que falta sustancia

-y ni aliño siquiera-

a esta mañana inmensa del pardal

que ha bebido en la pila de la fuente?

 

Y es que es gorda la cosa 

-¡es que la veo!-,

la cosa del beber y de las alas,

el asunto del cielo -que es estarse

a sus anchas sin fin para pasmarnos-;

y esa otra menudencia

de los ojos que miran y descubren

que existe este mirar, y se enaltece

de agua y de gorriones.

 

Pero no lo veía, me faltaba

ponerlo en evidencia, y llegas tú,

palabra de qué amor, para mostrarme

cuánto te necesitan estos ojos

para ver más de veras, para ver

la fuente y el gorrión en su domingo.

 

¿Y era eso por fin

-por fin y por principio-, que es amor

la música que oía en la palabra,

que de amor en amor estoy de amores

elocuente y de pájaros?

 

Escrito en Lecturas Turia por Vicente Gallego

(Sin título)

7 de septiembre de 2018 08:54:53 CEST

El destino de la escritura es un nido de ojos que vuelan sin control. Ese viaje misterioso no siega el brote de la materia que vendrá.

¿Podrá conocerse el sentido de una línea? Sí, dirá el profesor que explica lo que no tiene carril ni pintándolo.

Dejemos a los remolinos del aire ofrecer poliedros. Un nido de ojos no hace aula, ni cristales manchados, ni bajorrelieves de rayas en las mesas. Amigos filólogos, que los tengo, perdonadme.

El revoloteo del lector invisible será fecundidad de la poesía sin autor prefijado, ni filtros especiales, ni sospechas del riesgo. Él moverá el terreno a su antojo. Dejemos que marque resurrección y lo que quiera.

Así la mano del hacedor queda en libertad.

Escrito en Lecturas Turia por Pureza Canelo

Guadianescas

3 de septiembre de 2018 10:17:11 CEST

Pasado el tiempo, la herencia de muchos no es más que un tenebroso legado de detritos y cenizas.

 

 

Yo no iría tan lejos, acostumbra a decir quien nunca se ha movido del asiento.

 

 

En más ocasiones de las que quisiéramos el poema llega, nos mira… y se va.

 

 

Se echó las manos a la cabeza… y sus palmas se entrechocaron en el intento.

 

 

Para dogmáticos, los dioses, que jamás han dado su brazo a torcer.

 

 

El cobarde siempre busca algún necio al que poder traicionar.

 

 

Puede que quien siempre calla no esté otorgando nada sino que sea mudo.

 

 

La casi insoportable intimidación de algunos recuerdos.

 

 

Cuidado con ella: el horror del holocausto también fue en un momento de inspiración.

 

 

La patria, esa barriga voraz de sus hijos nunca satisfecha.

 

 

Al igual que el porche pertenece a la casa, la antesala del horror también es parte del horror.

 

 

El lugar del crimen es todo el mundo.

 

 

La libertad, ese espinoso asunto sepultado en la carpeta, cada vez más abultada, de temas por resolver.

 

 

¡Pobrecitas mis palabras, tener que soportar un día tras otro a un tipo como yo!

 

 

Me carcome la impaciencia por saber qué viejo error cometeré hoy de nuevo.

 

 

¿Cuándo fue que nos abandonó la bondad?

 

 

De vez en cuando me impongo tareas inaplazables que incumplo escrupulosamente.

 

 

Cuando me doy la razón es que no estoy en mis cabales.

 

 

Presumía de modesto.

 

 

Mientras el mundo no cambie, me declaro apátrida de todos los lugares y misántropo de casi todos sus habitantes.

 

 

La vida, la poesía: dos asuntos de lo más inseguro.

 

 

En verdad, en verdad os digo que el que la gula, la lujuria y la pereza se cuenten entre los pecados capitales no deja de parecerme una exageración.

 

 

Hay amaneceres que deberían pensárselo dos veces.

 

 

No me parece tarea menor causar desazón y desánimo en canallas y bribones.

 

 

Inútil como espejo de ciego.

 

 

El peligro de estar en boca de alguien es que o te tragan o te escupen.

 

 

De vez en cuando tenemos que librar batallas que sabemos perdidas de antemano.

 

 

Saber lo que hay que leer por haber leído.

 

 

Con la excusa de vivir no paramos de matar.

 

 

Viajas a tu interior y, nada más llegar, te dan ganas de salir huyendo.

 

 

Ante, contra, frente a lo prosaico de surtir efecto, lo poético de surtir de afectos.

 

 

El único beneficio que he conseguido sacar en claro es el de la duda.

 

Escrito en Lecturas Turia por Elías Moro

Años 1998-2000. Notas para una novela futura

3 de septiembre de 2018 09:24:18 CEST

 

       Parece como si la poesía hubiera tenido que pasar por todos los infiernos del arte por el arte, antes de acometer la suprema tarea de someter todo esteticismo a la primacía de lo ético. Hermann Broch.

 

           De El Idiota, de Dostoievski: pudiera ser que tampoco la inteligencia fuera lo principal. No te rías, Aglaya, que no me contradigo: el burro con corazón y sin inteligencia es un burro tan desdichado como el burro con inteligencia y sin corazón. Es una gran verdad. Yo soy una burra con corazón y sin inteligencia, y tú eres una burra con inteligencia pero sin corazón: las dos sufrimos.

 

          El dolor se expresa mediante símbolos, no se expresa directamente, no vemos, tocamos o sentimos el dolor ajeno. Vemos los símbolos que de él emanan: las lágrimas, el gesto torturado del rostro; oímos los gritos, pero no sentimos el dolor que roe en silencio a una persona, que no puede pasarnos ni siquiera una pequeña parte de su carga para que la ayudemos a llevarla.

 

          Lo realmente desconocido no atrae, lo que atrae es lo intuido. Se siente atraído por algo quien intuye una nueva parcela de realidad y tiene que darle expresión para que salga a la luz. Tanto en el arte como en la ciencia, el problema se reduce a crear nuevos vocablos que nos adentren en el bosque de la realidad. Aquel que persigue buscar para el arte exclusivamente nuevas formas sin tener eso en cuenta, crea sensaciones pero no arte.

 

          El artista medieval servía a Dios si hacía un buen trabajo; su problema, al pintar un retablo, al tallarlo, al ajustar las piezas, no era Dios: era distribuir los colores, los espacios, las figuras humanas, los animales, los paisajes del cuadro o las figuras del retablo; que se sostuviera bien el andamiaje, que estuvieran bien encajadas predelas o polseras. Incluso la Iglesia desconfiaba de un artista que ligara de manera excesivamente directa su arte a Dios. Eso no era asunto suyo.

 

         Podemos perdonarlo todo, mientras no veamos a las víctimas, ¿todavía no has aprendido eso?

 

        De Musil (Diarios):

        Se refiere al Hume del Tratado de la Naturaleza Humana: Las discusiones se multiplican con el mismo ardor que si todo fuera cierto. En medio de esa furia, no es la razón la que obtiene la victoria, sino la elocuencia. Triunfan las hipótesis más audaces, con tal de que el orador posea la habilidad suficiente para presentarlas bajo una luz favorable. La victoria no la alcanzan los que llevan las armas, las espadas y picas, sino los trompetas, tambores y músicos del ejército.

 

27 de enero de 2000

          Vuelta al Decamerón. Nunca me había animado a leerlo en italiano. Lo hago ahora, y me sorprende la viveza de la lengua, que tan bien plasma la  melancolía por el tiempo ido, el perfume de las hermosas rosas de antaño, esas primeras páginas impregnadas por la tristeza de un mundo que se llevó la peste; en los cuentos, la socarrona y aguda mirada que con tanta frecuencia se encuentra entre los habitantes de las orillas del Mediterráneo y enseguida reconocemos: Petronio, Juvenal, Marcial, Martorell, el Fellini de Amarcord: una película que siempre que la veo sigue haciéndome hace reír y llorar.

          Al empezar a leer el libro, me sorprende, sobre todo, la potencia con la que Boccaccio describe los efectos de la terrible peste negra de 1348, tan cercana mientras escribía el libro. En mis lecturas anteriores nunca había introducido más que como rumor de fondo esa circunstancia que, en realidad, está en el cogollo del libro: la desolación de Boccaccio por los sufrimientos, por el horror de que ha sido testigo, es la espoleta que pone en marcha la gozosa narración. El texto surge de un impulso que hoy nos parece tremendamente moderno: la escritura combate el miedo y la angustia por sus pérdidas irreparables. Hay una sensación de inminencia en el libro, una proximidad casi escandalosa entre el mal y su curación: escrito por alguien que ha sobrevivido, su humor tiene algo de pascua gozosa; de resurrección. Una escritura desde el más allá, la mirada de alguien que, por mero azar, se ha salvado y se siente con fuerzas para levantarse sobre tanto cadáver, para entender que vivir es seguir contándole la vida a alguien, transmitir, y sobreponerse a esa deformación que han dejado en la mirada la acumulación de horror y dolor, y tantas cosas indeseables como se han visto y sufrido. Ajustar de nuevo la lente y ponerla en el tiempo anterior, en la edad dorada en la que se recogían los frutos de los árboles y la carne era lugar de acogida, refugio cálido (no podredumbre que se arroja a las fosas), y por encima de la tapia se escuchaban las risas en el huerto de los vecinos. Pero escribo estas líneas con rabia, porque el libro tiene una llaneza y una agilidad para captar la vida de las que carecen las palabras que voy escribiendo. Y es que -ya lo he dicho- la escritura, en Boccaccio, es consuelo, medicina, resurrección (todo se hundía mientras él estaba escribiendo: la palabra como esos flotadores de corcho que nos ponían a los niños en torno al pecho para que aprendiéramos a nadar). El Decamerón es de esos libros que te hacen pensar en ciertas figuritas chinas desteñidas, o ciertas verduras secas, que, en contacto con el agua, recuperan su color y su volumen. Cuando el mundo parece abandonado por los dioses, cuando el hombre parece a punto de desaparecer del reino de los seres vivos, Boccaccio nos abre su libro para que la fiesta continúe, para que no se pierda la alegría acumulada durante tantos milenios, belleza que estalla entre lo más sórdido, flor de estiércol. ¿Cómo podremos agradecérselo bastante?       

 

 

(Después de una lectura de Lukacs):

         La mera elección entre lenguaje visual y lenguaje escrito implica ya una pertinencia ideológica. Y nos lo parece especialmente hoy, porque el lenguaje televisivo ha adquirido una forma sintética, cortante, que no soporta la digresión, y cuyo modelo más perfecto sería el videoclip, triunfo de la ilusión óptica frente a la reflexión. Es la diferencia que existe entre labrar un terreno o bombardearlo. En ambos casos se remueve la tierra, pero de manera distinta. Confieso que tengo dificultades para ver muchos de los reportajes actuales: la cámara corretea, salta, las imágenes se entrecortan. Si es un reportaje de viajes, tengo la impresión de que no alcanzo a ver lo que me interesaría, los paisajes, los monumentos, los espacios urbanos; mostrar todo eso, hoy día, resulta reaccionario, anticuado, así que uno acaba viendo pedazos de muro, caras a las que ni siquiera se deja pronunciar dos frases seguidas, luces, semáforos y pasos de peatones, palmeras desenfocadas si es algo tropical… un guirigay. Echo de menos los viejos reportajes con planos largos y personajes que describen pausadamente las cosas o cuentan la historia de lo que estás viendo. Sigo necesitando saber, más que me toquen los nervios

 

 

Beniarbeig. Verano del 2000

          Leo a Chateaubriand: Memoires d’outre-tombe y, a continuación, Dostoievski: Los Hermanos Karamazov. Tomo infinidad de notas de ambos libros: me gusta guardar en los cuadernos páginas enteras de los libros que me interesan, copiar párrafos y párrafos con mi letra: yo creo que lo que me gustaría en realidad sería haberlos escrito yo.

 

          Apuntes para un artículo sobre concomitancias entre las escrituras de Lucrecio, Fernando de Rojas y Galdós: mundos sin alma, abandonados por los dioses, pero poblados por brujos que agitan sus sombras.

 

 

13 de marzo de 2005

 

           En la primera salida de Don Quijote, Cervantes no tiene piedad ninguna con su personaje: lo desprecia, casi diría que lo odia, un tipo estúpido que no se entera de nada de cuanto ocurre a su alrededor; a quien sólo la mezcla de humor y prudencia del ventero salva de un linchamiento, y cuyas únicas acciones son descalabrar a dos pobres arrieros y conseguirle una paliza suplementaria a un muchacho. El desprecio de Cervantes se resume en la frase con la que cierra la escena entre joven gañán golpeado y labrador rico, y que yo creo que resume qué es lo que Don Quijote ha conseguido con su acción: “él (el muchacho) se quedó llorando y su amo se partió riendo”. Nunca, en anteriores ocasiones en que lo había leído, me había dado tanta sensación de desprecio del autor hacia su personaje: un narrador agrio, malhumorado con su protagonista al que considera peligroso payaso, un ser inútil y dañino para su entorno, y, además, un engreído. La literatura (las novelas de caballería cuyos párrafos imagina en las descripciones) sale tremendamente mal parada, y frente a ella, el autor finge contar al margen, en una rara oralidad que rebaja las cosas de nivel, las pone a ras de suelo, las despoja de cualquier fascinación, las descarga, les quita los coturnos. Otra cosa es que luego, en las siguientes excursiones, se enamore cada vez más de don Quijote, y el personaje se le vaya escapando, tomando vida propia. En la primera salida, lo que viene a contar la novela es la sucesión de desastres que puede llegar a cometer quien mira el mundo a través de los libros fantásticos. Más bien parece una venganza  contra la literatura y contra quienes la sacralizan. Y claro que es una venganza contra la literatura, como cualquier buena novela que se precie. No hay gran literatura que no se haya escrito contra la literatura.

 

 

10 de mayo de 2006          

 

          Esta mañana, mientras me duchaba, he escuchado por la radio que el actual Conseller de Interior de la Generalitat catalana estuvo acusado de poner dos bombas, o más bien dos petardos, hace unos años. La vida se empeña en repetir los esquemas que le regala la literatura: el exagitador de La educación sentimental convertido en ministro del interior; el ministro del interior que fue poeta frecuentador de la bohemia en Luces de bohemia;  Vautrin, el gran criminal de las novelas de Balzac, convertido en jefe de la policía. En la charla de hoy, les hablaba a los alumnos de la Autónoma de la permanente disyuntiva de la literatura: ayudar a levantar el retablo de las maravillas, que encandila; o intentar echarlo abajo: la disyuntiva de toda la cultura. Nos bastaría De rerum natura como instrumento para trabajar en la tarea de demolición, claro que también nos basta un taparrabos para cubrirnos. Hay que ponerse al día, seguir las modas. El retablo renueva sus muñecos. Ahora es otra cosa, nos dice el titeretero. Voy a contaros otra historia, pero seguid atentos. La literatura, tela de Penélope, fer i desfer treball de dimonis: hacer y deshacer trabajo de diablos, dicen en valenciano. Hace algunos años, en un encuentro con un anarquista con quien mucho tiempo antes había compartido celda en la cárcel de Carabanchel, se me ocurrió hacer un chiste sobre el vicepresidente del gobierno (Alfonso Guerra). En vez de reírse como yo esperaba, se levantó de un salto (charlábamos en un café), y se alejó precipitadamente. Movía los brazos, hacía aspavientos, daba voces. Un tercero que nos acompañaba a la mesa me explicó que aquel anarquista rebelde que yo había conocido ahora era un alto cargo de prisiones y admirador entregado del vicepresidente de quien yo me había permitido hacer un chiste; años más tarde, volví a encontrármelo y durante todo el tiempo estuvo explicándome su segura posición, su garantía hasta la hora final, gracias a que se había convertido en funcionario del grado superior (no sé si el treinta, el cuarenta y tres o el cincuenta y ocho, de eso no entiendo) en el Ministerio de Agricultura, una plaza conseguida por influencias políticas y no por oposición o por méritos profesionales. Me hablaba con orgullo, marcando la distancia que nos separaba (yo era un modestísimo periodista). La vida sigue sin apartarse ni un ápice del guión marcado hace muchos siglos. La literatura nos lo ha ido contando en cada  época. Cada hornada de jóvenes que llega a escena cree representar una nueva obra cuando resulta que repite viejísimos papeles. 

 

El mismo mes de mayo… 

 

           Por cierto, el adulterio dannunziano en Il piazzere, su primera novela, es la comunicación secreta entre dos seres privilegiados que participan de la energía del espíritu, la gran cultura (dos cacharrerías de libros y objetos unidas). En estas novelas de adulterio, el marido es, la mayor parte de las veces, sólo pesado cuerpo, materia: cuerpo y dinero (lo indeseable), y el dinero es una pesada emanación corporal (una especie de sudor), que (en la dicotomía que propone esa estética), aleja del espíritu y condena al disfrute de placeres groseros. El marido grosero, monetario, del que hay que liberar a la mujer sensible es un tópico que recorre la literatura fin de siglo, la italiana, pero también la francesa y la española, el adulterio como forma de refinamiento lo encontramos mucho en nuestro Blasco Ibáñez (ya, pero el refinado en el fondo pide carne: muchos velos, malvas y rosas, pero, al final, su ración de carne). Andrea, el protagonista de la novela de D’Annunzio, tras su primer encuentro con la deseada Elena, descubre que se esfuma el velo del misterio, y, por lo tanto, que lo suyo non aveva piu nulla di comune con l’Amore. El motivo de ese desprecio es que ha descubierto que, si ella lo abandonó tras el primer encuentro, fue porque sufría apuros económicos, y se vio obligada –o eligió- a casarse con un hombre rico. Andrea no puede soportar eso, lo más degradante, un matrimonio utile. El súmmum de la vulgaridad. Él, que –como dice el narrador- tanto ha engañado, no soporta el engaño de ella porque lo hace por mezquindad, por cálculo. Maldito dinero. Elena ya no forma parte del modelo, puede ser tratada de cualquier manera: a él ya no le importa que ella sea impura, sólo carnalidad una lascivia interamente carnale comme una libidine bassa.                                                    

                        Mientras leo la novela de D’Annunzio me acuerdo de las palabras de Eça de Queiroz en la introducción que puso a sus divertidísimas Farpas (banderillas) recopiladas bajo el título Una campaña alegre. Caricaturiza así la novela portuguesa de su época empeñada en mostrar perversos adulterios: Julia, pálida, casada con Antonio, gordo, tira las cadenas conyugales a la cabeza del marido y se desmaya líricamente en brazos de Arturo, desgreñado y macilento. Para mayor emoción del lector sensible y para disculpa de la esposa infiel, Antonio trabaja, lo cual es una vergüenza burguesa, y Arturo es un vago, lo cual representa una gloria romántica. Es el modelo al que se acoge D’Annunzio  –mujer delicada, casada con robusto e insensible burgués-, una plaga que minará la narrativa europea de fines del XIX (las Farpas son de los noventa, y las escribe a partir del 70; la novela de D’Annunzio aparece en el 89). En la narrativa española abundan los ejemplos.  A Galdós, en cambio, le gustan esos burgueses sanguíneos y los pone a  luchar contra la palidez cerúlea del viejo régimen y su ñoñería de culo apretado. Agustín Caballero, el personaje de Tormento, es buena muestra de esos personajes positivos. Tienen la energía del progreso, el ímpetu de la turbina, de la máquina de vapor.  

 

 

 

 

19 de enero de 2007

 

Pan, de Knut Hamsun: la leí de joven, cuando tenía quince o dieciséis años. Recordaba un ambiente asfixiante, extraño, la presencia del bosque y un tono panteísta que la unió en el almacén de mis imaginarios a los poemas de Whitman que conocí algún tiempo después. Vuelta a leer hoy, pasados casi cincuenta años, me la encuentro rejuvenecida. Hamsun, que fue muy popular, tuvo escaso prestigio entre los jóvenes universitarios de mi generación, seguramente porque habíamos leído en alguna parte que fue colaboracionista, o directamente nazi. Asociamos su militancia con una literatura desfasada, vieja. Ahora descubro a un escritor en línea con las tendencias nihilistas de su tiempo y que conecta muy bien con ciertos rasgos actuales: novela de un yo sufriente, de un héroe torturado, incapaz de contactar con el mundo que lo rodea y destruye sus posibilidades. En realidad –según descubrimos en la carta final que escribe alguien que lo conoció- fue un hombre dotado de cualidades, seductor. El propio yo se encarga de distorsionar la imagen de sí mismo: el demonio de dentro lo arrastra a destruirse al tiempo que destruye su entorno. Incapaz de amar, pero furioso buscador del amor, ni siquiera la comunión con la naturaleza –a la que dice aspirar- le proporciona un bálsamo a su intimidad herida. Su desazón nos lleva a pensar en Dostoievski, en Kafka, en Drieu, en Camus y tutti quanti. Creo que alguien como Vila Matas se sentirá fascinado por un libro tan rabiosamente moderno como éste. A mí me toca constatar una vez más la capacidad que tienen las novelas para remozarse: a Hamsun lo abandonamos hace medio siglo por viejo, y hoy nos fastidia por demasiado moderno. Como el personaje que la protagoniza, la novela de Hamsun parece no encontrar su sitio: es un libro incómodo, esquinado, precursor de un malestar que, cuando fue escrito, aún se anunciaba como una sombra en el horizonte. Nos fascina la cualidad del clima que construye, peculiar textura que parece traernos el alma nórdica, espacio entre psicológico y geográfico o meteorológico, que se resuelve en sensibilidad herida a su (peculiar) manera. Se me viene a la cabeza una reflexión de Jünger que he leído días atrás en sus memorias, y en la que viene a decir algo así como que el sur (el mundo solar) facilita la relación del hombre con el tiempo. Hay una radical soledad en los seres sufrientes que nos llegan del norte, traídos por el pintor Münch, el cineasta Bergman, el dramaturgo Strindberg. Pienso ahora en todas esas torturadas figuras que, en el gran parque de Oslo, levantó el escultor Vigeland. Como diría la Gaite: son seres que, cuando se comunican entre sí, da la impresión de que lo hacen por frotamiento y no por ósmosis.                       

 

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Chirbes

La deshumanización

3 de septiembre de 2018 08:50:55 CEST

Me dijeron que la habían plantado. Que volvería a nacer, igual que una semilla arrojada a aquel pedazo de tierra tan a resguardo. La muerte de los niños es así, dijo mi madre. Mi padre, sublevado, pensaba que hubiera sido mejor haberla echado a la boca de dios. Cuando comenzó a llover, nuestra gente se apartó a los lados, y vi cómo él se quedaba aún allí solo. Pensé que iba a excavarlo todo de nuevo con sus propias manos y que iría montaña arriba hasta la fosa aciaga, cargando con el cuerpo apagado de mi hermana.

Éramos gemelas. Niñas espejo. Todo a mi alrededor quedó partido por la mitad con su muerte.

Aquella noche al acostarme sentí el lento hormigueo de la tierra en la piel y la humedad inundándolo todo. Comencé a oír el ruido en sordina de los pasos de las ovejas. Así fue como lo expliqué, asustada. Me dijeron que tal vez la niña muerta había continuado en mi cuerpo. Seguía viva, de alguna forma. Y yo creí de forma cándida que era verdad que la habían plantado para que germinase de nuevo. Podía ser que brotase de allí un árbol raro para nuestro rincón abandonado en los fiordos. Podía ser que diese flor. Que diese fruto. Mi madre, debilitada y siempre enferma, me tomó de la mano y me dijo: tienes dos almas que salvar. Me asusté tanto como ternura sentí por ella. Mi madre no iba a perdonarme ningún fallo.

 Pensé que mi hermana podría brotar en forma de árbol de músculos, con ramas de huesos de las que florecerían flores de uñas. Miles de uñas creciendo, quizás, en dirección al sol escaso. Quizás crecerían como garras afiladas. Pensé que la muerte sería igual que la imaginación, entre lo encantado y lo terrible, llena de brillos y de susto, hecha de ser al azar. Pensé que la muerte estaba hecha al tuntún.

Me acostaba en la cama, imaginaba la tierra en el cuerpo, el agua, los pasos de las ovejas, ninguna luz. Mucho frío. Hacía mucho frío. No me podía ni mover. Los muertos no se encogían, no se arropaban mejor, se quedaban tal cual los hubieran dejado. Y yo sabía que debería haber previsto eso. Debería haber comprobado que llevase un jersey, que tuviese el cuello resguardado, que le hubieran puesto almohadas o si tenía apenas un tejido en las tablas duras. Después iba asumiendo la certidumbre de que mi hermana había sido acostada en la tierra como otro resto cualquiera.

La gente ya llamaba a aquel pedazo de tierra la niña plantada. Así decían. La niña plantada. También parecía una chanza, porque el tiempo pasaba y nada germinaba, no germinaba nadie. Era un plantío ridículo. Algo para consolar la cabeza afligida de la familia. Pero no servía para ningún trabajo. Y me preguntaban: es verdad que los gemelos se quedan con dos almas. Como si yo me tuviera que sentir gorda o pesada, como si algún cambio en el cuerpo o en la luz de mis ojos evidenciase la obligación de hacer que mi hermana viviese. Tienes un fantasma dentro, afirmaba Einar.

Yo seguía siendo delgada. Tan sólo un esbozo de persona. Casi no existía. No me parecía que hubiera adquirido nueva gordura y a duras penas encontraba sitio para el alma que hasta entonces me había correspondido.

A mi hermana le gustaban los dulces y yo los odiaba. Quizás la gente se esforzase en convencerme de que comiera dulces para consolar su alma. Quizás pudieran comenzar a gustarme los snudurs, si es que Sigridur estaba de veras metida dentro de mí. Cuando los probé los odié igual que hacía antes, y la ausencia de mi hermana no hacía más que aumentar. Yo decía que el azúcar me venía a la lengua como sangre.

Sólo por anticipación podría yo sentir la tierra y el agua. Durante un tiempo, entendí, la caja en la que la habían guardado la protegería, limpia, antes de que se mezclase todo, podrido, hasta desaparecer. Aún así, me acostaba con la muerte. Me ponía las manos en el pecho como habían hecho con Sigridur, inmóvil, e imaginaba cosas en lugar de dormirme. Imaginar era como morir.

Al cabo de unas noches sentí que un bicho me picaba. Un bicho dentado que claramente devoraba una parte de mi cuerpo. Aterrorizada, me levanté. La lumbre estaba ya floja, la casa se enfriaba. No la toqué. Tan sólo miré como quien espera que nazca el sol de una llama cualquiera. Podía ser que se hiciera el día a partir de una hoguera pequeña que fuese más amiga del sol o supiese, súbitamente, volar.

Pensé que quería ver una pequeña hoguera volando.

Cuando mi padre se levantó, fue eso lo que le confesé. Yo sabía que los bichos devorarían el cuerpo de Sigrid. Si su destino fuera ser una semilla, si confiaba en germinar, no lo conseguiría si las bichos devoraban sus brotes. O podría ocurrirle igual que a esos árboles pequeños de Japón. Árboles que querían crecer más pero a los que alguien mutilaba para que se quedasen raquíticos, tan sólo graciosos, humillados en su grandeza perdida. Mi padre, que era un soñador nervioso, me abrazó brevemente y sonrió. Una sonrisa silenciosa, un modo de revelar ser tan inservible como yo para la exageración de la muerte. Comencé a sentirme violentamente sola.

Los bichos, apresurados y repletos de estrategias, masticaban a Sigridur para que siguiera siendo una semilla cerrada, impidiendo que creciera hasta verse por encima de la tierra, hasta llegar a la altura de nuestros ojos, haciendo algún ruido a medias con el viento, espiando por sí misma el mar. La devoraban para que la piel se mantuviese infértil, apenas secándose de podredumbre como el tiburón en el almacén grande.

La niña plantada no podía regresar, pensaba yo con terror. La tierra estaba infestada de seres asesinos, envidiosos, golosos de la felicidad de los otros. Que le comen la felicidad.

Pensé que mi hermana tan sólo se iba muriendo más y más a cada instante. Era una niña bonsai. Me lo explicó mi padre. Esos árboles, dije yo. Bonsais, respondió él. Con ellos se hacen jardines raquíticos. Como si los japoneses prefirieran que las cosas del mundo fueran diminutas. Cosas enanas. O, si no, para que los hombres adquirieran las propiedades de los pájaros. Estuve de acuerdo. Circularían entre los árboles pequeños con la impresión de ser pájaros en pleno vuelo.

Me gustaría que mi cuerpo pudiera frenarse del mismo modo. Ser niña eternamente por voluntad propia, sin que diera mucho trabajo. Ser siempre así, igual a como había sido mi hermana. El único modo de continuar siendo gemelas. Sabes, padre, si yo crezco y Sigrid no crece al mismo tiempo va a ser difícil reconocernos. Haz de mí un bonsai. Te lo ruego. Corta mi cuerpo, impide que cambie. Golpéalo, asústalo, oblígalo a no ser otra cosa que una imagen cristalizada de mi hermana. Voy a empezar a caminar encogida, a dormir apretada, a comer menos. Voy a soñar siempre lo mismo o a soñar menos. A querer lo mismo durante toda la vida o querer menos. A querer lo que ella quería. Si los bichos de la tierra no permiten que se haga mayor, si es verdad que se la llevarán por entero, que por lo menos quede yo, por las dos, siendo igual, para que no muramos. Por lo menos deberíamos haber enterrado unas flores junto a ella. Para que florecieran. Porque no puede ver más que bichos y tierra sucia. No cogimos flores, fuimos muy egoístas. Había tantas en el matorral. Olían bien, algunas.

En mis sueños imaginaba jardines de niños. Los árboles bajos de los cuerpos, hablando, jugando con los brazos y los pájaros posándose entre sus hojas. De los brazos colgaban hojas y sostenían nidos en las manos y los niños eran siempre pequeños, animados por la ingenuidad, agradecidos por la vida sin saber de otra cosa que no fuera la vida. Y soñaba que las personas japonesas venían a contemplar el jardín, y arrojaban agua de regaderas coloridas que lavaban los pies-raíces de los niños bonsáis. Y sólo por la noche, cuando estaba bien oscuro, alguien venía con un cuchillo a cortar las partes de los cuerpos que se estaban alargando. Cortaban con cuidado, cada noche, para que los niños no se deformasen, para que envejecieran sin que se notase. Incapaces de mostrar su edad. Libres tan sólo de usar su edad para la manutención eufórica de la infancia. Sufrían los cortes en silencio. Conscientes de la maravilla que obtenían a cambio de aquel dolor.

Al ver la inmensidad de los fiordos, las montañas de piedra cortadas con rigor, la ausencia de movimiento, pensé que el mundo mostraba la belleza pero lo único que era capaz de producir era horror. De nuestra gente quedaban allí dos decenas de casas habitadas, contando la iglesia y el minúsculo cuarto donde dormía el insoportable Einar. No había más niños. Era todo viejo. La gente, los sueños, los miedos y las montañas.

Puede ser que yo estuviera más delgada aún por haberme librado de los pocos gramos que pesaba el alma. Mi madre me llamaba estúpida. Le pregunté qué sentido tenía la vida para ella. Qué intentábamos descubrir en ella. Pero ella nunca lo sabría. Se sorprendió con la profundidad de la pregunta. Fue un modo instintivo que tuve de hacerle daño, para que dejara de ofenderme con su continuo e impensado rechazo. Nos hacíamos daño, pensaba yo, siempre por culpa de la ternura. Como si la reclamásemos al mismo tiempo que la perdíamos, cada vez.

Más tarde escuchaba cómo avisaba a mi padre. En algunos casos de muerte entre gemelos quien sobrevive va muriendo de un cierto suicidio. Desiste de cada gesto. Quiere morirse. Eso decía ella.

Cuando me di cuenta de que estábamos solos, tranquilicé a mi padre. No quería morir. Estaba entre matar y morir, pero no quería ni lo uno ni lo otro. Quería quedarme quieta.

Lo repetí: la muerte es una exageración. Se lleva demasiado. Deja muy poco.

Comenzaron a hablar de las hermanas muertas. La más muerta y la menos muerta. Obligada a andar llena de almas, yo era como un fantasma. Einar tenía razón. Nuestra gente me miraba sin saber si yo me convertiría en santa o en demonio. Los santos se aparecen, los demonios espantan.

 

***

Mi madre se pasó una lámina por el pecho. Dibujó un círculo torcido con el pezón en el centro, como si quisiera retirar un huevo de la piel. Parecía una runa haciendo de corazón. Se leía tan sólo una tristeza desesperada y presagiaba cosas malas. Mi padre enseñaba que ya no adorábamos a los dioses antiguos porque ignorábamos lo que nos habían ofrecido y cerrábamos los ojos a las pruebas de su existencia. Decía que mi madre era una ignorante y que su ritual no tenía sentido. La desesperación era lo contrario de cuanto debíamos saber. Al día siguiente estaba esparcido por todo el páramo el cuerpo de una oveja.

Por causa de la furia, mi madre despedazaba animales en una loca expiación de su dolor. De poco le servía. Confundida por los modos cristianos, cantaba el himno fúnebre de Hallgrímur Pétursson y lo ensangrentaba todo. Bebía. Se quedaba tonta barajando versos y recados. Me llamaba, ya tumbada en la cama, incapaz de levantarse para cuidar de las ideas que tenía.

La oveja esparcida se quedó allí como si hubiera caído como lluvia del cielo. En el infierno llovían cuerpos despedazados y las nubes eran pozos de sangre vagabundos, como sartenes hirviendo de donde los muertos se caían. Mi madre decía que era necesario pedir perdón. Yo escapaba de ella. Hacía cualquier cosa con tal de estar lejos de ella.

Ahuyenté a los carneros, a las ovejas hacia arriba, para dentro del corral. Fui haciendo rodar la carne a patadas páramo abajo, hasta el agua. El agua limpiaba los menudos, deshacía la sangre. El mar arrastaría lo demás lejos, hasta la boca de las ballenas. Miré la piel. Tiré la cabeza del animal a una fosa lejana. Limpié el plumaje que había recogido. Pensando en el invierno.

Mi madre me preguntó por el plumaje. Lo había recogido de los nidos abandonados por los patos. Serviría para la ropa de cama. Estaba cansada. Estoy cansada, madre. Mientras el luto era intenso la compasión no se sentía. Me obligaba a una resignación callada. Me levantaba la mano.

Aquella noche, mi padre salió con el barco. Fuimos a decirle adiós. Nunca lo hacíamos. Estábamos ridículas. Él no marchaba, tan sólo trabajaba. Después, ella me sentó en un banco pequeño. Sostenía el cuchillo en su mano. Pensé que me mataría y me esparciría como a una oveja. Juzgué que mi sueño de esculpir a los niños como semillas era muy cierto. Quería retirar un huevo de mi piel, también. Quería que, como en su pecho, se viese mi corazón. No hizo nada más. Me dejó dormir con mi susto. Aplastada por tanta tristeza y tanto miedo.

El infierno no son los otros, pequeña Halla. Ellos son el paraíso, porque un hombre solo no es más que un animal. La humanidad comienza en quienes te rodean, y no exactamente en ti. Ser persona implica a tu madre, a nuestra gente, a un desconocido, o a su expectativa. Sin nadie en el presente ni en el futuro, el individuo piensa tan sin razón como los peces. Dura por su ingenio y perece como un atributo indistinto de otro planeta. Perece como una cosa cualquiera.

Pintábamos los muebles con flores oscuras. Tardábamos mucho y la casa olía a pintura mala, barata, que tardaba en secarse. Mi padre me impedía llorar mediante el oficio de la racionalidad.

Aprender la soledad no es más que darnos cuenta de lo que representamos entre todos. Tal vez no representemos nada, lo que me parece imposible. Cualquier rastro que dejemos en la ermita es una conversación con los hombres que, cinco minutos o cinco mil años después, descubran nuestra presencia. Difícilmente se puede concebir un hombre no motivado por dejar un rastro y, de ese modo, conversar. Y si existiera un ermitaño así, empecinado, seguro que tendrá en el cielo y en la tierra una idea de compañía, espiritualizando cada elemento como quien busca puertas para llegar a conversar con dios. Siempre estamos conversando con dios. La soledad no existe. Es una ficción de nuestras cabezas.

Los hombres solos entienden que hay alguien en el agua, en la piedra, en el viento en el fuego. Hay alguien en la tierra.

De cualquier modo, le expliqué a mi padre, mi madre me odia. Y eso hace que llore, me deja triste, y me ofende.

Él insistía en explicarme que los niños eran modos de espera. Quería decir que los niños no tenían verdades, sino tan sólo pistas. Su mundo se hacía de apariencias y tendencias. Nada estaba definido. Ser niño era esperar. También significaba que esperaba de mí una fuerza admirable apoyada tan sólo en mi edad y no en ninguna otra cosa. Me abandonaba a mi suerte, llena de palabras extrañas cuyo significado me costaba encontrar.

Miré los muebles viejos y me parecó que ya eran tristes antes de que los oscureciéramos. Eran los muebles de nuestra ermita.

Qué maravilla, la hondura de los volcanes que respiran y aguardan. Qué maravilla, la espesura de las montañas que se esconden bajo las aguas y aguardan. Decían los viejos cargados de ideas inútiles. Los profundos viejos. Gastados por el coraje, crecidos por la desconfianza. Yo pasaba y ellos siempre con exclamaciones. Palabras acerca de cómo debía ser cada gesto, cada sentimiento, cada sueño de futuro. Como si el futuro estuviera preparado para ser igual que el pasado, a los días ya gastados por ellos. Como si yo aún estuviera a tiempo de ser igual que ellos. Una vieja metida para dentro conspirando inconfesablemente contra todo y contra todos.

Quien tiene hijos necesita futuro. Así les oí hablar.

Espiaban el agua para descubrir si había movimientos sospechosos. Casi todos querían ver montruos. Nadie se convencía de que los mares sólo existían para los animales de clara ciencia. Algunos juraban haber visto cabezas levantadas, hechas de diez ojos y bocas de mil dientes. Monstruos oceánicos. Veían el océano como sangre de cristal. Se balanceaba sinuoso ante nosotros, hermosísimo, pero se cargaba de peligros y amenazaba con ahogarnos a todos. El oceáno descendió de las venas puras de dios. Decía un viejo. En las venas puras de dios viven parásitos monstruosos.

 

Capítulos 1 y 2 de la novela A desumanização (2013).

Traducción de Martín López-Vega

Escrito en Lecturas Turia por Valter Hugo Mae

Vida en colonias

26 de junio de 2018 08:26:14 CEST

El ruido de los motores, los pasos de los viajeros. Vendían café en un puesto cercano, y el olor que se esparcía por la estación comenzó a resultarle desconcertante. No desagradable, pero tampoco positivo. Con su propio lenguaje, que se dirigía directamente a la esfera de la emoción sin pasar previamente por la esfera del pensamiento, mucho más alentadora y siempre más controlable, parecía insistir de manera machacona en que la infelicidad y la nostalgia eran los estados del ánimo más arraigados en su carácter. Mediante un sofisticado método basado en la experiencia inmediata asociada a la rememoración de los días de vacaciones previos a las Navidades, de los fines de semana, de las tardes sin clases, se veía de nuevo en su casa y, a la vez, tan lejos, lo que le hacía contemplar la distancia que había recorrido y también la que aún le faltaba por recorrer. Aquel olor compendiaba la necesidad de estar lejos y, al tiempo, la certeza de no haberse movido del sitio. El sitio en que sintió vergüenza por primera vez.

El retumbo de los motores y el humo que expulsaban los tubos de escape. Todo iba a chocar contra ella, así que se tapó la boca con el cuello de la camiseta, se pasó los dedos por los ojos y se frotó la cara intensamente antes de volver a comprobar que el número que figuraba en el cartón colocado en el parabrisas del autobús que tenía justo delante y el número que constaba en su pequeño billete de papel eran el mismo. Había dejado en el suelo sus dos bolsas de viaje y ahora esperaba la llegada de Jermo, pensando que sería fatal que no apareciera a tiempo. Se había sentado en un banco de madera fingiendo adoptar una posición de descanso, y dejaba que las manos colgaran desde sus rodillas hacia las bolsas, pero todo en ella denotaba un estado de alerta. De seria impaciencia que rechazaría cualquier pretensión de acercamiento por parte de otros viajeros.

No tenía que haber preparado dos bolsas. Con una habría sido más que suficiente. Ahora se daba cuenta, y su hermano iba a pensar que era boba y que, además, se había vuelto loca. Que no tenía contacto con la realidad ni tenía ni idea de cómo era el jardín, el paraíso, al que se dirigían. Había preparado dos bolsas cuando no necesitarían tanta ropa ni tantos libros ni tantos productos de aseo porque allí todo iba a ser comunal y compartido, y lo superfluo parecería mucho más excesivo e innecesario que en ningún otro lugar. Pero ella trataría de explicarle que en su propia habitación, ante la necesidad de elegir unas cosas y desprenderse de otras, se vio incapaz de abandonar los objetos más valiosos, y allí estaba todo. Todo lo importante. Sus fotos. Los recortes de periódicos. Algunos boletines de notas. Sus cartas. Ciertos libros. Cintas de música. Y el collar de Pinky, aunque Pinky ya no estuviera.

Volvió la cabeza muy despacio hacia la puerta de la entrada, sin dejar de apretarse la tela de la camiseta contra los labios, y vio con intranquilidad creciente que cada vez había más gente, más cuerpos idénticos y amontonados, frente al quiosco de prensa, en la sala de espera, cerca de la cafetería y en la barra en que vendían los bocadillos. Pero ni rastro de Jermo. Camisas de colores, pantalones largos, pantalones cortos, enormes cabezas de pelo rizado y cabezas estiradas de pelo largo. Había quien llevaba más de una bolsa encima, como ella, y gafas de sol que desaparecían en la repentina penumbra del vestíbulo, que parecía más oscuro de lo que era en realidad ya que el edificio obstaculizaba el paso de los brillantísimos rayos del sol que en el exterior evidenciaban que había llegado el mes de julio. Pero allí no estaba Jermo ni nadie que se le pareciera. Cuando la figura de su hermano apuntara en la distancia, tan alto y tan firme al caminar, con su teoría del «Hombre Exacto» brotando de él, resultaría imposible no captar su presencia. No advertir que ya estaba cerca, dispuesto a subirse al autobús con ella y a distanciarse de todo lo que pudiera representar una «Falta de Significado».

Una propensión a la «Confusión».

Habían mantenido larguísimas charlas por teléfono para planearlo todo. Jermo escondido en el rincón más apartado del pasillo de su casa, tirando al máximo del cable del teléfono para que Amanda no se enterara de lo que hablaba, y ella, consciente de que a nadie le importaba lo que pudiera decir por teléfono, por escrito o subida a una barca en medio del lago público, también en el pasillo y respondiendo en voz muy baja, por mera educación, aunque supiera que todas las puertas se habían cerrado previamente a su alrededor.

Su hermano le había hablado de lo esencial que iba a ser aquel regreso a lo básico. A lo «Primitivo» y a lo «Original». Y ella trataba de imaginar lo que constituiría de una manera casi física el poder de veinte mil personas reunidas durante una semana en un mismo espacio. Quizá pudiera medirse en vatios aquella energía, con el impulso de los niños cantando y marchando en grandísimos corros, los gritos de bienvenida de cientos de gargantas al unísono, las saunas ceremoniales para la purificación, los ejercicios de autoconciencia y, por supuesto, las conversaciones acerca de la actividad humana, del propósito de la existencia, de lo que es lo «Bueno», en presencia de lo natural.

Volvió a girar la cabeza en dirección a la entrada al observar que el conductor abría ya la puerta del maletero lateral del autobús, y que algunos viajeros empezaban a dejar sus bolsos y maletas en el interior. Uno de ellos la saludó con la mano festivamente cuando sus miradas se cruzaron, pero ella apartó los ojos de inmediato. ¿Dónde estaba Jermo? ¿Por qué no llegaba de una vez?

—Esperas a alguien.

Aquello no era una pregunta. La rapidez con que el autor del saludo se había plantado delante de ella para declarar que su evidente nerviosismo se debía a la espera, y no a ninguna otra razón, hizo que se pusiera de pie y se echara a un lado.

—Sí —dijo.

—Alguien importante.

—Sí.

—¿Y vais juntos?

No respondió.

Se agachó para recoger sus bolsas, y desde allí se fijó en que el chico que volvía a preguntarle algo a lo que tampoco iba a responder llevaba las zapatillas rotas, de modo que sus anchos dedos asomaban por los agujeros de la tela.

—No te va a pasar nada. Allí todo es real y natural. Yo he ido otros años, y sé cómo funciona. Así que puedes ir sola. Aunque él no venga.

Irían juntos si su hermano aparecía. Así de fácil.

De todas maneras, no tenía que dar explicaciones. No las había dado en la residencia, y no se las iba a dar a un extraño que llevaba las zapatillas rotas. Lo que quería en ese momento era ir al baño y lavarse la cara antes de empezar el viaje. Pero sabía que no podía apartarse del autobús. Había quedado con Jermo en aquella planta y justo en aquel acceso, que podía verse desde las taquillas, y él tenía que distinguirla en cuanto llegara, en cuanto pusiera un pie en la estación, y abrazarla y sonreír ampliamente ante ella, con toda la seguridad de sus convicciones («Sólo la tierra te salvará», le había dicho por teléfono a lo largo de la última conversación, hacía solo dos días). Así que se quedó en el mismo sitio, sin saber qué más hacer y aún demasiado cerca del chico que parecía tener tantas ganas de hablar con ella. Afortunadamente, una mujer que llevaba un vestido rosa de finos flecos que le caían hasta los tobillos se acercó a él y, después de decir «Yo también he leído El Doctor Jekyll y Mr Hyde» como si se tratara de una contraseña para iniciados, se abrazó a su cintura para que regresaran juntos al autobús. Ninguno de los dos le dijo nada. No se despidieron de ella, y, después de besarse, subieron uno detrás del otro, que era, por otra parte, lo que ya estaba haciendo la mayoría de los viajeros.

Pero su hermano no llegaba.

Volvió a sentarse en el banco, dejó caer las manos en la misma actitud de antes, con la misma dejadez sólo aparente, y recordó que Jermo le había dicho que quería tumbarse en la hierba y respirar. Notar las briznas entre los dedos, cerrar los ojos, deshacerse de sus propias dudas y de sus propios miedos. Eso era lo que quería. Y para eso tenía que dejar a Amanda y al niño solos unos cuantos días, e ir con ella al encuentro. También le había dicho que la gente solía enmascarar su cobardía tras un carácter bueno y dócil, pero ella sabía que Jermo no enmascaraba nada. Su hermano no mentiría jamás. Le había confesado que en su casa no quedaba nada emocionante ni inesperado ni prodigioso por descubrir. Amanda estaba enfadada, apenas se hablaban, y el niño no dejaba de llorar. No sabían por qué, pero lloraba a todas horas. En cambio, todo sería nuevo y luminoso en el lugar al que irían en aquel autobús. Y ella ya lo había dejado todo. Después de calcular durante semanas cuál sería la mejor manera, la más educada, para salir de la residencia sin armar ningún escándalo y sin preocupar a nadie, decidió escribirle una carta a la directora, quien sabría ser comprensiva. Previamente se la entregó a Nut, su compañera de habitación, y Nut se sentó en una cama, la leyó, elevó la mirada y, cruzándose de brazos, preguntó:

—¿Estás bien?

Se hizo un silencio, y al instante escuchó de nuevo:

—¿Que si estás bien?

—Perfectamente.

—Entonces ¿por qué tienes que hacer esto? No me parece sano.

—A mí me parece lo más sano que he hecho en toda mi vida.

Aunque lo cierto era que el miedo no podía ser sano. Y eso era precisamente lo que estaba sintiendo mientras esperaba. Un temblor en las manos y en las piernas que no le permitía concentrarse ni descansar. Desasosiego e inquietud. Conocía muy bien los síntomas, y quería imaginar que en unos minutos, cuando él apareciera por fin y los dos se acomodaran en sus respectivos asientos del autobús, podían comenzar a construir juntos algo muy parecido a la felicidad. Él le explicaría por qué se había retrasado tanto, y ella le diría que no se preocupara. Que no tenía importancia ahora que ya estaba allí. No obstante, la situación real se planteó de una forma mucho más anodina. No hubo disculpas ni hermosos abrazos. Jermo no se presentó como un humano excelente que surgiera de entre las columnas de humanos comunes. No emergió de la confusión de cuerpos ni parecía llevar escrita en la cara la palabra «indiferencia». Sencillamente se sentó a su lado, subió las piernas al banco, las cruzó, se quitó los zapatos y empezó a frotarse los pies mientras giraba lentamente la cabeza para mirar a su hermana con una sonrisa enorme.

—¡Vaya! —exclamó ella al verle—. ¡Has llegado! ¿No llevas nada?

—Parece que ya llevas tú lo suficiente para los dos —dijo él mientras se inclinaba sobre sus piernas y observaba más de cerca las dos bolsas—. ¿No habrás metido ahí tu máquina de escribir?

Ella se echó a reír.

—¡Qué ocurrencia!

—No me extrañaría nada.

—¿Nos vamos?

Él no se movió. Siguió tocándose los pies, largamente, sin dejar de mirarla con los ojos muy abiertos, y siempre sonriendo.

—No has cambiado. Nada de nada. Sigues con esa cara de topo y las mismas pecas. Estoy seguro de que no has perdido ni una sola. ¿Tienes novio?

—Qué pregunta… Vámonos. El autobús está a punto de marcharse.

—¿Has comprado los billetes?

—Claro.

—Claro, claro… Siempre tan eficaz. Tan previsora y tan puntual. No esperaba menos de ti, pequeña Leo.

Pequeña Leo… Ya nadie la llamaba así excepto Jermo. Jermo, que estaba otra vez a su lado y que recordaba aquel antiguo nombre que antes también utilizaba su padre, cuando se acercaba a ella con cuidado y decía: «Leo… Ven, cielo. Vamos a cenar». Sin gritar. Sin estrépito. Simplemente aproximándose a ella antes de hablar y de esa forma tan sobria, tan amable, mantener el silencio que tanto necesitaban los dos. Leo… Una palabra graciosa y tan querida por ella que no esperó más. Se puso de pie y volvió a echarse a reír con ganas mientras cogía las bolsas para cargárselas a la espalda y caminar hacia el autobús. Era tan gracioso aquel sonido lleno de briznas de hierba. Como las briznas que quería acariciar su hermano. Puntiagudas y esbeltas como una l.

—Escucha, cielo. Ven. Siéntate otra vez. Anda. Tengo que contarte algo. Las cosas nunca son perfectas…

Ella dejó de reír y regresó al banco.

—¿Qué quieres decirme? ¿Es que no vas a venir?

Su hermano bajó los pies al suelo y comenzó a ponerse los zapatos de nuevo, torpemente, sin emplear las manos.

—No puedo ir, Leo. No puedo dejar a Amanda ahora, sola con el niño. Se ha puesto enfermo.

—Ya.

—Pero he pensado que, ya que estás aquí, y ya que veo que te has traído todas tus cosas, podrías venir a pasar unos días con nosotros. A casa. Con Mateo, que no te conoce. ¿Qué me dices? ¿No es un buen plan?

¿Un buen plan?

Ella no miraba ya a su hermano. No quería ver sus propias pecas en su piel ni el mismo color avellana en unos ojos que ahora la observaban con expectación, casi llorosos. ¿Cómo decirle que no soportaba su voz suplicante ni que acudiera a planes tan irrealizables con la única intención de que ella se sintiera bien? Planes que no significaban nada y que no implicaban ningún avance sino, al contrario, un nuevo estancamiento en la obligación y en la fantasía de una falsa placidez familiar plagada de dependencias.

—No sé. No me parece buena idea. Amanda estará muy ocupada. Con el niño malo… No creo que tenga ganas de verme. Y menos aún de meterme en su casa.

—La casa es de los dos.

—Ya.

—Y claro que Amanda quiere verte. Nunca ha tenido una hermana.

—Y nunca la tendrá.

Así que no iba a ir con ella. Así que ésa era la única verdad.

Podía poner todas las excusas que quisiera y adornar su decisión con todos los embellecidos argumentos del mundo. Pero no iba a ir con ella.

—¿Te acuerdas de nuestro primer viaje en barco con papá? Te levantaste tres horas antes de lo previsto. Y luego estuviste todo el día aferrada al folleto de los horarios de salidas y llegadas, como si no pudieras perderlo por nada del mundo. No lo soltaste hasta que estuvimos en el hotel. ¿Te acuerdas?

Claro que se acordaba. Asintió con la cabeza. La suavísima moqueta del hotel era verde, y también era de color verde el papel de las paredes de su habitación. Lo recordaba todo perfectamente, y entonces reapareció el miedo. Un miedo angustioso, paralizante, que le nacía en el estómago y que se le desarrollaba en el pecho, oprimiéndolo e impidiendo una respiración normal. Un miedo que podría hacer que un ser bueno se convirtiera en un ser diferente. Oyó gritos a su espalda, seguidos de unas descomunales carcajadas, y supo que llegaban más viajeros, justo al límite. No fue necesario volver la cabeza para comprender que corrían arrastrando sus bolsas, mientras hacían aparatosos gestos en dirección al conductor para que no se fuera. Y, mientras, los otros, lo que ya habían subido al autobús, los que no tenían dudas ni alzaban ante sí muros insalvables que los separaran de la satisfacción y la alegría, dedicaban sus minutos de espera a la contemplación del extraño comportamiento de aquellos hermanos que no se miraban, que no se movían, y que no parecían darse cuenta de que debían huir, como todos ellos, de la destrucción de la vida metropolitana.

—Sólo son unos días. ¿Por qué no podemos hacerlo? Seguir con lo que habíamos planeado…

—No hay tanta diferencia entre aquí y allí, Leo.

—¿Y eso me lo dices tú? ¿Ahora?

—No puedo decirte mucho más.

Ella había dormido la noche anterior en el asiento de un tren. Había pasado frío, a pesar de estar ya en verano, y al amanecer, al despertar, había oído unos ruidos extraños al otro lado de la puerta de su compartimento. Los demás viajeros seguían durmiendo, pero ella pudo comprobar que en el pasillo había una pareja discutiendo. Se trataba de dos ancianos y, para su sorpresa, observó que se estaban empujando mutuamente. Se gritaban también, aunque lo que provocaba aquellos sonidos tan bruscos era el cuerpo de cualquiera de ellos al chocar contra el cristal de la puerta. Quiso dejar de mirar, pero la violencia le pareció avasalladora y la palidez de sus rostros, su crispación, hipnótica. Parecían estar agonizando. No podía oír lo que se decían, pero continuó observando sus caras, que se desdibujaban más allá de la pequeña cortinilla blanca que adornaba el cristal, y sintió verdadero terror.

Y ahora, con Jermo allí, junto a ella, se preguntaba cómo sería estar al otro lado. Disponer de la fuerza y del domino suficientes como para poder lanzarle una frase como aquélla a alguien que llevaba horas aguardando su llegada: «No puedo decirte mucho más». Con semejante templanza y sin remordimientos. Con la certeza de que el perdón y la comprensión llegarían sin duda porque era un ser amado como a nadie más se había amado en el mundo. Con el convencimiento de que nunca podría pronunciar frases desdeñosas o resultar despectivo, y de que todas las horas que se pasasen a su lado contarían como horas bien empleadas. ¿Cómo sería tener la magnífica capacidad de hacer siempre lo que se debe? Sin herir ni decepcionar.

Con la prerrogativa de no ofender jamás.

—¿Qué? ¿Nos vamos?

Y saber además que todo lo que se le pedía era una mano suave que se decidiera a alborotar el precioso pelo de su hermana pequeña, que ansiaba la caricia como un perro ansía su hueso, conscientes ambos de que él no podría hacer daño de ningún modo.

Le echó un último vistazo al autobús. Las abejas se movían en su interior con sus ropas de colores brillantes, sus cintas en el pelo y sus amplísimas sonrisas de vivaces individuos rodeados de miel. El néctar de las flores estaría felizmente disponible para que lo libaran todos ellos, y el polen se quedaría adherido a los pelillos de sus patas sin que Jermo y ella se encontraran allí para garantizarse su parte del banquete. Pero pensó que incluso la vida de las abejas era una vida de esclavitud, y volvió a mirar a su hermano.

—¿Qué le pasa a Mateo? ¿Crees que le gustaré?

—Llora mucho. Y creo que le encantarás. Está deseando conocer a su tía.

Jermo sonreía ahora, mientras sacaba de un bolsillo las llaves de su coche. Después cogió las dos bolsas del suelo y se puso a andar, asegurándose de que ella iba a su lado.

Aún les esperaba un breve trayecto hasta llegar a casa.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

1

«Qui était Borges?» Volví a tropezar con esa pregunta, posiblemente la más importante de la literatura en español de los últimos cien años y la única que merece la pena ser respondida, unas semanas atrás en el lugar más inesperado, el sótano de la Cité Internationale de la Bande Dessinée et de l’Image de Angoulême, en Francia. El sótano estaba refrigerado, yo tiritaba, estaba harto de estar de pie; pero sentía el vértigo de cada vez que tiene lugar un descubrimiento, y eso compensaba todas las incomodidades. (La pregunta era formulada por un pollo, naturalmente).

Estaba en Angoulême para estudiar los manuscritos depositados allí del escritor argentino Copi. Nacido Raúl Damonte Botana en 1939, apodado «Copi» por una de sus abuelas —la dramaturga anarquista Salvadora Medina Onrubia— por parecer de niño «un copito de nieve», escritor de teatro, autor en francés de varias novelas y libros de cuentos, extraordinario actor travestí, creador de «la femme assise», la mujer sentada que apareció semanalmente en Le Nouvel Observateur durante sus primeros diez años de existencia, víctima del sida en 1987, a los cuarenta y ocho años de edad, Copi escribió, en palabras de Daniel Link, «como si Borges no hubiera existido nunca», de allí lo desconcertante de la pregunta que hallé en Angoulême, en una de sus tiras. «Qui était Borges?», pregunta a la mujer sentada un pollo, su interlocutor más habitual y uno de los muchos animales que pueblan la obra de Copi, en la que la dicotomía entre estos y los hombres —al igual que otros pares antitéticos, como hombre/mujer, animado/inanimado, vida/muerte, sueño/vigilia— es habitual y sistemáticamente abolida. La mujer sentada le responde: «Jorge Luis? Un vieux monsieur qui savait parler de la vie et de la mort». La tira continúa, pero el diálogo se detiene allí.

La aparición de Borges en la tira no es la única mención suya en la obra de Copi, sin embargo: en L’Internationale argentine, su última novela, uno de los personajes es una hija hipotética del autor argentino. Raúla (sic) Borges es la prometida del agregado cultural de la embajada argentina en París, y su papel consiste en alentar las ambiciones políticas de su novio en detrimento de los esfuerzos que una organización denominada La Internacional Argentina hace por la candidatura a la presidencia de Darío Copi, un poeta argentino muy poco talentoso radicado en Francia. Darío Copi va a perder la oportunidad de convertirse en presidente de Argentina cuando se hagan públicos sus orígenes judíos, pero, de entre todos los personajes y hechos disparatados y contradictorios que conforman la novela, y al margen de la previsibilidad de su final, de entre todos ellos, destacará la supuesta hija de Borges, que encarna en más de un sentido la anomalía, lo monstruoso. 

 

2

L’Internationale argentine pertenece a la serie de textos argentinos que fabulan la toma del poder, y es singular que uno de sus personajes de mayor relevancia sea la hija apócrifa de Jorge Luis Borges, ya que la novela—toda la obra de Copi, de hecho— ha sido utilizada por parte de algunos escritores argentinos para tomar el poder, al menos el literario. En algún sentido, esos autores son los hijos de Borges, las anomalías que Copi predijo y contribuyó a concebir, de allí que sus palabras sobre el autor de «El Aleph» en la tira de Angoulême resonaron con particular fuerza en mí. Vistos como escritores antitéticos, en la tira había un singular reconocimiento a Borges, posiblemente póstumo. (Si se tiene en cuenta el tiempo verbal de la pregunta: la tira no está fechada).

En uno de sus mejores ensayos, la excepcional ensayista argentina Graciela Montaldo definió L’Internationale argentine, Una novela china de César Aira y La hija de Kheops de Alberto Laiseca como textos «que encuentran en su capacidad de fabular el incentivo de la única literatura posible». Según Montaldo, «El amor, las aventuras, las intrigas políticas resultan proyectos fuera de toda medida y sin embargo estas novelas los cultivan con una “naturalidad” asombrosa, dándole una nueva dimensión a la ficción. Y casi en las tres novelas se podría percibir ese extraño efecto de encantamiento que produce la corroboración de la narración microscópica, detallada, con la dimensión ciertamente asombrosa e inconmensurable de la historia. Las tres encuentran un punto de coincidencia entre los dos extremos de la escala de medidas: lo grande y lo pequeño, porque involucran la cotidianeidad y las manías de los personajes en lo descomunal que tiene como símbolos nacionales la muralla china, las pirámides de Egipto y la deuda externa argentina».

«La narrativa de la que hemos venido hablando —continúa Montaldo— trata de generar una nueva tradición partiendo de un género muy viejo de la literatura europea y muy nuevo para la literatura argentina pero no parece alcanzar ni ser en sí misma suficiente para lo que gran parte de los narradores de este país se han propuesto como proyecto no explícito: quebrar la hegemonía borgiana en nuestra cultura». Una cuestión de poder, nuevamente. Desde hace algunas décadas, antes incluso de su muerte, el «problema Borges» ha sido el principal y el más importante problema a resolver por los escritores argentinos. «Qui était Borges?» —así, en francés; es decir, en el idioma de un esnobismo al que los argentinos no somos casi nunca insensibles—, o mejor, «¿qué hacer con Borges?» son las formas en las que el problema es presentado más habitualmente. A lo largo de la década de 1990, el «problema Borges» parece haber enfrentado a los escritores argentinos a la disyuntiva de dejar de escribir o continuar haciéndolo sobre bases nuevas y de una forma distinta; alejada del mandato de hipercorrección y brillantez conceptual que Borges desarrolló en su obra: su solución fue la creación de lo que Montaldo denomina la «tradición contraborgiana» —«contraborgesana» sería tal vez mejor, pero esto importa poco—, un conjunto amplio de textos presididos por una heterodoxia festiva y una desacralización cuyo origen está en la totalidad de la obra de Copi, no sólo en L’Internationale argentine.

Algunos de los autores de la contrahegemonía son nombres esenciales de la literatura argentina contemporánea: César Aira, Alan Pauls, Rodolfo Enrique Fogwill, Daniel Guebel, Sergio Bizzio, Sergio Chejfec, Marcelo Cohen; cada uno de ellos resolvió el «problema Borges» de forma distinta: César Aira, mediante la serialización, la creación de un dispositivo y la supremacía del proceso por sobre el resultado de la producción literaria; Alan Pauls, a través de una literatura estrechamente vinculada al arte contemporáneo —aunque al menos una de sus novelas, Wasabi, es tanto deudora de Aira como de Copi—; Fogwill, mediante una contemporaneidad rabiosa y decidida, así como a través de dos textos en los que exorcizó la influencia del autor de «Las ruinas circulares», el cuento «Help a él» —un acrónimo de «El Aleph», por supuesto— y la novela Un guión para Artkino, donde, en una Argentina ya por completo integrada en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, las obras de Borges son consideradas apócrifos publicados en connivencia con la policía política para hundir a un autor, esencialmente, proletario, responsable de las novelas «rescatadas» Horas proletarias y Mañanitas metalúrgicas; Daniel Guebel y Sergio Bizzio con la adhesión a los postulados de Aira; Sergio Chejfec, mediante una escritura abigarrada, lejos de la claridad y la impronta clásica de la prosa de Borges; Marcelo Cohen, con la creación de un mundo ficcional llamado «El Delta Panorámico» y la concepción de una lengua personal. Pero otros escritores, igualmente importantes aunque no pertenecientes explícitamente a la corriente antiborgiana han producido textos que en los veinte años posteriores a la muerte de Borges han supuesto, por omisión o de forma directa, un cuestionamiento de su legado: Hebe Uhart se ha refugiado en la narración de la intimidad y en una cierta ligereza deliberada; Elvio E. Gandolfo ha adherido a géneros «menores» que Borges desdeñó pese a su contribución a ellos —la novela policiaca, la ciencia ficción, el terror, etcétera—; Rodrigo Fresán ha recortado un conjunto de referencias exclusivamente anglosajonas —pese a lo cual dedicó a la figura de Borges uno de los mejores pasajes de Historia argentina¸ así como un ensayo extraordinario, «El día en que casi mato a Borges»—; Martín Caparrós avanzó sobre el terreno, nunca ollado por Borges, del periodismo narrativo, y en una explícita y muy reciente declaración de intenciones, desplazó el centro gravitacional de la literatura argentina de Borges a Esteban Echeverría.

(En Ricardo Piglia la solución del «problema Borges» es más compleja: la construcción de una obra literaria en la que se articulan el interés por la delincuencia y la circulación del dinero presente en la obra de Roberto Arlt con el interés por la lectura como actividad creadora, el engaño, la duplicidad y la tradición de la obra de Borges, todo ello encarnado en el que quizás sea su mejor cuento, «Luba», pero también en mucho otros pasajes de su obra).

No se trata de que la figura de Borges esté ausente de la producción literaria argentina: de hecho, está presente, por ejemplo, en el ya mencionado Un guión para Artkino de Fogwill (2009), en el personaje despreciable del mismo nombre de La lengua del malón de Guillermo Saccomanno (2003), en la historia del artista Rafael Zarlanga en el cuento de Daniel Guebel «La infección vanguardista» (2012), en Cortázar de la A a la Z (2014) de Aurora Bernárdez, Carles Álvarez Garriga y Sergio Kern, donde numerosas entradas coinciden con las del Borges verbal de Pilar Bravo y Mario Paoletti (1999) —más específicamente, «españoles», «escribir», «traducir», «muerte», «psicoanálisis», «tango» y «vejez», en una diferencia de opiniones y de concepciones que serviría para fundar una teoría si se lo deseara—, en el gesto de Pablo Katchadjian, no completamente comprendido por algunos, de El Aleph engordado (2009) y en la extraordinaria instalación de Fabio Kacero «Fabio Kacero autor del Jorge Luis Borges, autor de Pierre Menard, autor del Quijote» (2014). A excepción de estos dos últimos, se podría decir, la apropiación de la figura de Borges por parte de los escritores argentinos contemporáneos se centra en los aspectos más icónicos de esa figura: resuelve qué hacer con el sujeto Jorge Luis Borges, es cierto; pero no resuelve qué hacer con su obra y con su mandato.

María Teresa Gramuglio sostenía en 1991 en su «Genealogía de lo nuevo» que «narrar hoy en la Argentina no es sólo narrar desde Borges (aunque su figura siga presidiendo la novela familiar de más de un novelista), sino que se ha ido configurando una trama densa de textos en el interior de la cual se diseña un árbol genealógico (no muy frondoso) cuyas ramas principales y aún ciertos retoños e injertos se leen en los libros de hoy (y no sólo en los libros). En lo más inmediato: algunos nombres, por la frecuencia con que son convocados, se tornan insoslayables: Marechal y Cortázar; Walsh, Puig y Lamborghini; Viñas, Piglia y Saer; algún Bioy Casares, algún Aira… Cada uno de estos nombres introduce a su vez otras genealogías y define otros espacios; cada uno de ellos es un cruce de literaturas donde lo nacional y lo extranjero, la lengua y los géneros, la ficción, la historia y la política, traman las diversas soluciones narrativas que sostienen cada poética particular». A veinticinco años de esta afirmación, la literatura argentina parece empeñada en perseverar en ciertos entusiasmos —Rodolfo Walsh, Osvaldo Lamborghini, David Viñas, Ricardo Piglia, Juan José Saer, César Aira—, lo que podría llevar a pensar que el «problema Borges» ha sido resuelto de forma tácita; sin embargo, la exclusión del autor de El libro de arena como influencia reconocida, la inexistencia de elementos que adhieran a su sistema en la obra de otros autores, el desdén por los aspectos más reflexivos de la obra de Borges ponen de manifiesto que el «problema» no está resuelto. Por el contrario, ha ido agrandándose en la medida en que, en un singular ejercicio de funambulismo, los escritores argentinos más recientes —los que pertenecen a mi generación, o a cuya generación yo pertenezco: como se prefiera— están haciendo un esfuerzo improbable por escribir como si Borges no hubiera existido nunca.

Nuevamente, se trata de una cuestión política, parcialmente vinculada con las adhesiones y el sesgo profundamente conservador de Borges en esa materia —un sesgo que, sin embargo no ha sido obstáculo para la recuperación de otros autores de inclinaciones políticas similares como las hermanas Silvina y Victoria Ocampo y Eduardo Mallea, quienes, al igual que Borges, eran publicados regularmente, en una muestra de conformidad y apoyo mutuo, en Pájaro de Fuego, la publicación cultural ligada al Ministerio de Cultura de la última dictadura argentina—, pero que tiene en sí el germen de una imposibilidad y de un malentendido: la imposibilidad es la de eludir efectivamente una figura que, como la de Borges, parece de a ratos más grande y más relevante que la literatura nacional en la que se inscribe; el malentendido —que ratifica mi convicción de que el «problema Borges» no ha terminado— es el que consiste en la convicción errónea de que lo nuevo en la literatura argentina sería un realismo mayormente rural que permea muchos, realmente muchos libros recientes: como si el famoso apotegma de Piglia según el cual Borges es «el último escritor del siglo XIX» hubiese sido tomado en serio por los autores argentinos contemporáneos, el supuesto autor decimonónico parece ser visto como una antigualla, parte constitutiva de un canon literario que, tras las incorporaciones en la década de 1990 de las figuras de Copi, Néstor Perlongher y Osvaldo Lamborghini, ya no fuese necesario revisar.

  

3

Volvamos a L’Internationale argentine. En ella, el «robo» de la candidatura de Copi es acompañada por el plagio de uno de sus poemas, que el novio de Raúla Borges lee como propio en su primera comparecencia ante la prensa; termina de esa forma una aventura política entre cuyas promesas se cuentan la entrega a cada familia argentina de un maniquí de Copi para que «vayan acostumbrándose a verlo siempre en un rincón de sus casas […] como a alguien de la familia», la nacionalización de las panaderías y la consigna de «pan gratuito para todo el mundo», la creación de «un paraíso ateo» sin «cámaras, ni ministerios, ni organismos del Estado», un ejército que será alquilado «a los países vecinos para que hagan las guerras que siempre han soñado», guardando el país «una porción del territorio conquistado», la explotación del petróleo patagónico, que «se reservará sólo a los indígenas», etcétera. L’Internationale argentine participa de la serie compuesta por el proyecto presidencial de Macedonio Fernández y el plan para tomar el poder en Los siete locos y Los lanzallamas, de Roberto Arlt, el primero de los cuales consiste en la exposición del proyecto de El Astrólogo de «construir una ficción que actúe y produzca efectos en la realidad», como sostiene Piglia. En esa serie, la novela de Copi parece ocupar el sitio que dejó vacante el abandono de «El hombre que será presidente», la novela acerca de la campaña presidencial de Macedonio Fernández que —y aquí regresamos a Borges, si es que en algún momento nos hemos alejado— éste y otros amigos de Macedonio comenzaron a escribir en 1927, y su argumento parece glosar el de aquella novela tal como lo recordaba Borges en 1960: «En la obra se entretejían dos argumentos: uno visible, las curiosas gestiones de Macedonio para ser presidente de la República; otro, secreto, la conspiración urdida por una secta de millonarios neurasténicos y tal vez locos, por lograr el mismo fin. Estos resuelven socavar y minar la resistencia de la gente mediante una serie gradual de invenciones incómodas» que, en la campaña presidencial efectivamente emprendida con gran ironía por Macedonio en 1920, tenían por finalidad, según César Fernandez Moreno, «crear un verdadero malestar general, para suscitar la necesaria venida de un gran caudillo que lo conjurara, o sea el propio Macedonio. Medidas concretas propuestas por él en ese sentido eran: repartir peines de doble filo, que lastimaran el cuero cabelludo de quienes los usaran; instalar salivaderas oscilantes, que imposibilitaran acertarles; solapas desmontables, que se quedaran en las manos del contendor cuando, en el calor de la discusión, se tomara de ellas para convencer al contrario; escaleras desparejas, donde las dificultades para calcular el ascenso o descenso de cada escalón agotaran a quienes pretendieran subirlas o bajarlas».

 

 4

A treinta años de su muerte, la omisión de la obra de Borges en el repertorio de la literatura argentina contemporánea parece constituir una de esas incomodidades voluntarias e inútiles creadas por Macedonio Fernández. Si la certeza de Alan Pauls de que la obra de Borges sigue siendo «de una exigencia que sobrepasa las que pueden proporcionar el mercado o los medios», la imposibilidad de resolver el «problema Borges» por parte de los escritores argentinos más recientes tal vez ponga de manifiesto su dependencia absoluta a estos dos extremos a la hora de conformar su juicio crítico; si la omisión deliberada de Borges «normaliza» la literatura argentina, equiparándola a las otras literaturas de la región —todas las cuales, y esta es su principal carencia, no tuvieron un Jorge Luis Borges—, esa misma omisión la desacredita; digámoslo así: sin Borges, la literatura argentina no vale mucho, casi nada. Es, además, una literatura cuya negación del pasado supone una reducción considerable de las posibilidades futuras, ya que, como sostiene Pauls, «cualquier idea sobre la literatura que conciba o practique un escritor argentino se mueve en un campo de problemas, disyuntivas y enigmas que la literatura de Borges delimitó, organizó y a su manera “solucionó” […] Somos borgeanos porque cualquier decisión que tomemos, por anómala o salvaje que sea, ya está inscripta de algún modo —como problema, como excentricidad demente, incluso como pesadilla— en el horizonte que Borges trazó».

En su ensayo «¿Qué es un clásico?», el premio Nobel sudafricano J.M. Coetzee da cuenta de los casos de T.S. Eliot, quien fue considerado uno prácticamente desde sus comienzos, y de J.S. Bach, cuya obra fue ridiculizada tras su muerte y sólo recuperada décadas más tarde. ¿Es Borges nuestro nuevo Bach?, podría uno preguntarse. No exactamente. Si, según Coetzee, «el clásico es el resultado de una construcción histórica constituida […] por fuerzas históricas definidas y dentro de un contexto histórico determinado», su carácter es también ahistórico; en palabras del autor, «el clásico es aquel que supera los límites del tiempo, que retiene un significado para las épocas venideras, que “vive”». Rodolfo Fogwill afirmó en 1983, de forma contundente, que «no hay política cultural posible en la Argentina que no comience por desmitificar la figura venerable de[l] Maestro [Borges], aunque sólo sea para poner a funcionar en la producción de cultura lo que se pudo haber aprendido de él». Para Coetzee el clásico es «aquello que sobrevive a la peor barbarie, aquello que sobrevive porque hay generaciones de personas que no pueden permitirse ignorarlo»; su paradoja, la de que su interrogación, «por hostil que sea, forma parte de la historia del clásico, porque mientras un clásico necesite ser protegido del ataque no podrá probar que es un clásico». La recusación de Borges, su obliteración en la literatura argentina contemporánea, el intento de escribir «contra» o «como si Borges no hubiera existido nunca» no pertenecen tanto, en ese sentido, a la historia de la literatura argentina como a la de Borges, a su singular vida póstuma, en la que el autor de El informe de Brodie no sólo sigue vivo, sino también dando batalla.

 

 5

Pero yo no pensaba en ello en Angoulême, donde mis motivaciones eran otras, y mi objeto de estudio, muy distinto; de hecho, uno de los escritores utilizados para echar por tierra la hegemonía inevitablemente asfixiante del autor de Ficciones. Al tropezar con la tira, con la frase «Qui était Borges?» —más todavía, al comprender que había una genealogía posible, una forma de atravesar la literatura argentina del siglo XX para producir un recorte que fuese contra las convenciones y estuviese al margen de las luchas por el poder literario, en una línea que vinculase a Roberto Arlt, Macedonio Fernández, Borges, Copi y Piglia—, creí vislumbrar la inevitabilidad de hacer frente al problema; por mi parte, yo nunca había querido prescindir de los derechos y las obligaciones que devienen de escribir después de Borges, pero sólo en ese momento pensé que hacerlo era, también, contravenir un estado nacional de la literatura, en el que la obra de Borges no está siendo utilizada, ni para producir una literatura que, como afirmó Fogwill, ponga en juego lo que se «pudo haber aprendido de él», ni para responder a la pregunta de quién fue Borges y qué hacemos con él. Se trata, creo, de una pregunta importante y que merece ser respondida: también, y por consiguiente, de la única pregunta que es mejor que no sea respondida nunca, entre otras cosas, al menos de forma completa, para que esa literatura siga viva y la obra de Borges continúe produciendo efectos. En Angoulême descubrí que Copi no había podido terminar su tira, y ahora creo que, en su inconclusión, la tira es mejor y más poderosa, porque adquiere el carácter de una pregunta abierta y formulada al futuro; es decir, al presente: ¿Qué hacer con Borges? Es decir, ¿qué hacer con Borges que no sea ignorarlo, fingir que nunca existió, que su obra es un borrón o que las páginas de sus libros están en blanco? Quizás los fastos del trigésimo aniversario de su muerte sirvan para responder a esta pregunta, pero, al margen de ello, me parece evidente que de la respuesta que se le dé depende la exigencia y la necesidad de una literatura argentina de relevancia o su estancamiento en la irrelevancia, la modestia, los tonos menores, intimistas, a menudo recurrentes en el costumbrismo, que caracteriza a la literatura argentina en nuestros días.

Escrito en Lecturas Turia por Patricio Pron

[...que no es nadie la muerte]

25 de junio de 2018 09:27:28 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

…que no es nadie la muerte. Un apagarse de golpe o poco a poco, como la luz que se amortigua cada tarde en los ojos de los enfermos.

El enfermo o la entrega paulatina, ese fugarse sin alas. Y el mundo que se mueve sólo y gracias al deseo de que amanezca al día siguiente. El impulso patológico a eludir el cadáver que albergamos, asirnos a la oportunidad concedida.

Sólo Cernuda sabía más que yo, sólo el Bosco, sólo García Lorca. Tres nombres y una arquitectura: la memoria del panteón o la arena de pronto redimida durante diez segundos más en la historia del universo.        

Sí, una historia del universo contada al revés sería menos capciosa, hipnótica en su principio, duradera acaso en la caricia primera maternal.

Sí, una partitura leída al revés y acabar con la clave que marcó nuestros días. ¿Así el libre albedrío, el no estar vaticinados? El pentagrama trasnocha posibilidades, caudal de ríos imprudentes.

Sí, una escultura imposible. Una obra imposible de terminarse equivale a otra que no se deja empezar. El mármol o la lucha a brazo partido con el tiempo.

Escrito en Lecturas Turia por Marta Agudo

Plomada y nivel

22 de junio de 2018 13:24:09 CEST

 

 

 

 

 

 

 

Son dos los pájaros de las estaciones: el que canta al anochecer, el que no canta 

en la pizarra del ángel, brillante, está mi padre sentado a la diestra de los chotos

es decir, a dos pasos de lo inverosímil 

el reloj nuclear sigue avanzando, independiente del sol y las estrellas

todo se desintegra a una velocidad constante, como plomada que rige la habitación vacía, la habitación limpia, la inmaculada estancia donde los meteoritos son la edad de la tierra 

simplemente era un miércoles con nombre de sábado porque nada hace a los patriarcas la razón aritmética entre las generaciones y la edad de los residuos 

y el mundo comenzó simplemente el día en que prometeo abandonó el fuego en otro lugar

y el día terminó, simplemente 

no es bueno el sufrimiento, digan lo que digan los mandarines de las buenas intenciones siempre buenas para otros

no lo es, nos hace doblemente desdichados, tristes en el padecimiento y soberbios en el usufructo de alguna reclamada compensación 

un residuo, un soplo de vida, las bacterias azules y verdes que de la luz nos dan el aire

y dicen: ni siquiera las rocas pudieron sobrevivir a la violenta infancia de la tierra 

elije una roca, cualquier roca, hasta llegar a la última parada en la cadena de la desintegración y solo queda el plomo, la contante desintegración del plomo

porque mil años en tu presencia son como la despedida de ayer

 

Escrito en Lecturas Turia por Guadalupe Grande

La herida

11 de junio de 2018 09:31:34 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mamá amaltheus en su nube de encaje  

canta y mece al pequeño pinzón recién nacido.

Su cofre azul de mar sobre las ramas y ese hijo, 

ese sol, esa bengala   

ardiendo entre las hojas   

piqui pío la nana nanita río.

 

Ya crece, ya canta, ya come, 

ya vuela y anochece   

el pinzón pardo y rojo  

es así, no hay cuidado,  

una brizna de sangre

tan fresca  

como el día primero de los tiempos.

 

¿Ahora? ¿La herida todavía?

Y el pinzón en su vuelo, sus afanes,  

y mamá amaltheus

la fósil

la más vieja  

renqueando en la noche primera de los mundos.

 

Todavía  ahí  

por siempre como ayer  

sangrando   

más sangrando    

con la herida  

viva viva   

manando sin parar    

manando sin parar

 

Escrito en Lecturas Turia por Juana Castro

Deseo

23 de mayo de 2018 09:22:47 CEST

Lo busco

no le gusta

se encoge

en el insólito

terreno

bajo las bisagras

que la ventana

muestra

ahora, ahora

es gruñido de animal

de guarida, y puede ser

un aullido

de manada

en desazón,

es un perezoso pez

inmóvil en el estanque

del azul soñado que salta

al brillo de la luna

para hundir su cuerpo

bajo los nenúfares

al menor presentimiento,

es una estrecha gruta

cuyo final ventanoso

termina en espuerta de sombras,

me llaga, al suponerlo

unos pasos más atrás

cuando sientes su olor

y te perfuma la cama

se diluye

en recuerdo de otro recuerdo.

Escrito en Lecturas Turia por Concha García

La fiesta del lenguaje

22 de mayo de 2018 11:37:12 CEST

            Con anterioridad a La huida del cangrejo, Angélica Morales ha publicado otros textos narrativos y, en estos últimos años, se ha movido con una enorme eficacia tanto en ese registro como en el lírico, quizás porque entiende que la escritura literaria va más allá de los límites genéricos, no conoce cortapisas ni respeta convenciones que atenten contra la imaginación, esto es, contra la libertad. Porque, y esto me parece innegable, para ella decir literatura es decir libertad.

 

Del mismo modo que la escritura se prolonga en la lectura, donde adquiere algún tipo de sentido, la lectura puede verse como una proyección de la vida. Morales se ha referido a la importante función que la lectura ha desempeñado en la suya, en general, y en la construcción de esta novela, en particular. He escrito novela, y compruebo enseguida que con este término no hago justicia a lo que Morales nos ha entregado porque este texto va más allá de lo que entendemos habitualmente como novela. Palillos chinos es lenguaje en libertad, lenguaje que busca un lector cómplice, dispuesto a internarse por esas vías por las que se adentra la palabra liberada de todo tipo de gregarismos, tópicos y prejuicios, lenguaje que se atreve a experimentar, que huye de los clichés establecidos y avanza con la intención de ofrecernos una cartografía de paisajes y emociones inéditas, y todo ello lo hace con un registro no marcado, nada fosilizado, atento a la pluralidad del mundo, sensible a la diversidad de las conciencias que lo habitan.

 

La novela no tiene desperdicio y el suspense está garantizado desde el inicio: “Los ojos del chino/guardan un secreto” (p. 17), estas son las palabras con las que se abre la novela; más adelante, leemos que otro personaje, Pilar, “tiene los ojos tan hundidos/que parece que miran/desde el fondo de la tierra” (p. 30). Configurada con ingredientes teatrales (ahí se aprecia una de las grandes pasiones de su autora) y cinematográficos, se incorpora magistralmente la oralidad, ese registro tan habitual de otras épocas y otras culturas, una novela, además, que hace un uso tremendamente eficaz de algunos de los soportes comunicativos más extendidos en la actualidad (redes sociales, correos electrónicos, chats, facebook, etc.). Y más allá de eso, estamos ante un texto con un elevadísimo voltaje poético en donde las metáforas y las imágenes son ingredientes esenciales, en el que las palabras no son solo correa de transmisión sino que alcanzan un fin en sí mismas. Morales ha jugado sus cartas y ha asumido sus riesgos. Digo esto porque un texto como este probablemente no resulte cómodo a un lector lastrado por una idea de la literatura excesivamente convencional, condicionada por diferentes clases de órdenes y jerarquías. Esos riesgos son precisamente aquellas puertas que algunos traspasan y que abren las heridas de la posibilidad. Morales ha sido valiente porque ha hecho su apuesta y esa apuesta no era precisamente a caballo ganador, quiero decir que no ha jugado sobre seguro (el juego, sin ese riesgo, no es tal juego, es trampa, costumbre, tópico…), y la autora de esta novela ha evitado esos lugares comunes.

 

Con la ayuda de ciertos recursos narrativos y el despliegue de toda una galería de diversos y variopintos personajes cuyas historias acaban entrecruzándose, asistimos al gran teatro de la vida, donde se dan la mano lo alto y lo bajo, lo heroico y lo miserable, la comedia y la tragedia, la belleza y la mugre, la alegría y la desesperación. Esos personajes funcionan muy bien como iconos de la pluralidad del mundo, proceden de distintos orígenes geográficos, utilizan varios códigos lingüísticos, son exponentes de diversos imaginarios sentimentales y culturales y todos se entremezclan en ese puzle extraordinariamente bien tejido e hilvanado que resulta al final Palillos chinos. Huyendo del tópico y la convención más ciegas, se expresan de modos particulares, sienten y actúan de maneras muy diferentes. Así, Morales se ha multiplicado y ha sabido ponerse en la piel de sus personajes y dar voces diferentes a todos ellos, construyendo unos diálogos extraordinariamente fluidos y dinámicos, dejando que esos mismos personajes le arrebaten su palabra y sean ellos mismos los que, al contarse a sí mismos, cuenten las historias.

 

La novela es una estremecedora e impactante alegoría de la soledad y el aislamiento en un mundo en el que, como nunca antes, abundan las vías comunicativas, ofreciendo de paso un diagnóstico certero de todos esos elementos que, por encontrarse en la cara oscura de nuestra conciencia y no haberse materializado expresamente, han acabado por configurar lo esencial de nuestra personalidad. Una novela que vela por lo desaparecido y nos enfrenta a emociones, situaciones, estados de ánimo y acontecimientos de no fácil digestión.

 

            En suma, Palillos chinos es un extraordinario ejemplo de literatura disidente, transformadora y dinámica, que ofrece al lector un abanico amplísimo de posibilidades, una disidencia en la que cada decisión estética conlleva una implicación ética, desde la elección de un registro deliberadamente lírico, configurado en modo versicular, hasta la supresión de las comas, demandando así un lector activo, dispuesto a llevar a cabo los esfuerzos de reconstrucción necesarios que este tipo de escritura demanda. Morales recoge el testigo insurgente de algunas vanguardias históricas y de ciertas modalidades del experimentalismo, de todo aquello que provoca desconcierto, desasosiego o incluso malestar en el receptor. Aparentemente, la configuración orgánica se ha desvanecido pero al final el lector percibe que todas esas elipsis, supresiones, instantáneas y fragmentos con los que Morales arma su texto han sido convocados al servicio de una cierta coherencia y cohesión textual, y así consigue recomponer el puzle y descifrar el enredo en el que se había adentrado. La propuesta está ahí, a la espera de un lector que se adentre en este sugerente laberinto de ideas, personajes y acontecimientos que es Palillos chinos.  El viaje, sin duda, merece la pena.- ALFREDO SALDAÑA.

 

 

Angélica Morales, Palillos chinos, Zaragoza, Mira Editores, 2015.

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

La mirada se llena de palabras

22 de mayo de 2018 11:30:04 CEST

Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971, aunque afincado en Madrid desde 1976) ha dado a los lectores de poesía posiblemente su mejor libro hasta el momento, lo cual ya era un reto, tratándose de uno de los poetas que mejores y más interesantes entregas nos había regalado en los últimos años, con títulos como La sal (2005) o Estudio de lo visible (2007), entre otros. Su labor no sólo como poeta, sino como narrador, se complementa con el volumen de relatos La tristeza de las fiestas (2014) y la novela De los otros (2016), sin contar sus innumerables y atractivas traducciones. A finales de 2015 se publicó Niños enamorados, siempre en la editorial Pre-Textos, impresionante poemario y muy recomendable.

 

Niños enamorados comprende sólo 15 poemas, pero se trata de textos extensos que, además, poseen una intensidad inusitada en la poesía hispánica contemporánea. La materia discursiva que los caracteriza —como fragmentos de un discurso amoroso— se halla transida de una fuerte sustancia verbal, imaginística y simbólica, sin desdeñar cualquier tipo de conexión semántica, fonética o sintáctica que sea afín a la producción de sentido. Por eso dice en un momento determinado que «El amor es una estructura lingüística.» (p. 46), en el poema «El ideal» (pp. 45-48), quizás una de las composiciones más logradas de todo el volumen, por su rigor formal y su fuerte carga pervasiva. Sí, ese podría ser el origen a considerar desde los planteamientos austinianos, pero la proyección es mucho mayor, descontrolada y en continua expansión. Niños enamorados salta hacia el otro —la otredad dialógica, bajtiniana en toda su amplitud— y ahí es donde se pierde la referencia, donde se deja de poseer para —por el contrario— compartir, para vivir en el otro, fin práctico de cualquier punto de partida teórico. Sabemos desde dónde salimos pero nunca sabemos adónde llegamos, y esa ley no sólo rige la poesía, sino en general la vida. «Una fascinación» (pp. 41-44) plantea precisamente eso, desde el comienzo: «Abstracto es lo concreto / fuera de contexto; […]», centrándose en el otro en repetidas ocasiones, dotándole de la real y auténtica, aunque habría que decir «genuina» importancia que adquiere en nuestra existencia, cerrando el círculo y formando parte de las relaciones humanas en su complejidad: «Complejo es lo sencillo demasiado / cerca; me alejo, busco una sensación / de irrealidad. Es mi manera de / sentirme vivo. […]» (pp. 43-44). Extrañamiento que busca la irrealidad, pero identificación también, que requerimos para conectar nuestros vínculos al mundo, al otro, a lo que nos define al fin y al cabo: «Parece que es contigo, la / fascinación, pero descubro que en / realidad es con el otro. / Sus problemas son las leyes y las / instituciones; el otro no tiene / otro, así se define, eso / lo caracteriza […]» (ibíd.). Cara y cruz de uno mismo, pero parte irrenunciable de nuestro ser, ser y voluntad de ser, materia y proyección a un tiempo.

 

Desde este punto de vista varios poemas tienen títulos que aluden a esta visión platónica, digámoslo con la filosofía clásica: «Teoría» (pp. 28-29), donde esta relación dialéctica y gestáltica se hace cuerpo: «Ése es el juego maravilloso: que / parezca un símbolo, haz que nos arrastre / con la estrategia de un símbolo.» (p. 28), llevando esa dinámica lúdica a convertirse en el propio mecanismo del intercambio —conocimiento y comunicación—: «[…] Manejamos sólo unos / recipientes opacos donde no hay más / que cierta capacidad para el juego, / y eso no es poco. El texto / no es simbólico, lo que es el simbólico / es el lector.» (ibíd.). Más adelante, en el mismo poema, concluye que: «La práctica es posible. La teoría / es utópica o al menos delirante, / y la adoro por eso.» (p. 29). La mayoría de los poemas de Mariano Peyrou tienen la virtud de poseer sus propias claves interpretativas («Siempre un exceso de interpretación», p. 25, como bien dice en «El miedo tranquilo», pp. 23-27), que amplían la concepción poética —no sólo del autor, o del libro—, y como todo buen arte se explica a sí mismo, ensayando sus ejes autorreferenciales, explayándose, dejándose llevar por las sugerencias y los caminos que van surgiendo muchas veces de manera sorpresiva.

 

«El ideal», antes citado, plantea todo esto desde la correspondencia de lo que se piensa y sucede a través del hilo cognitivo que genera el ser humano. No en vano hay una búsqueda de universalidad en toda la poesía de Mariano Peyrou a sabiendas que es una búsqueda vana, aunque de eso se trata: «[…] Tiene algo limpio: / un movimiento líquido, garantía / de que no me voy a detener / en ningún sitio, de que / buscar y no encontrar, / dejar atrás, / abajo / quemar las sensaciones hasta el humo, / estoy ahí entre las nubes, / lo que se busca es no encontrar, / seguir buscando.». Así finaliza este magnífico poema, que «Tiene algo nuevo: desprovisto de / significado, cada uno / pendiente de la reacción / del otro para inferir como se / pueda lo que no se puede / preguntar. […]» (pp. 46-46). El otro —habría que ponerlo con mayúsculas, el Otro— de nuevo como epítome de todo, como solución donde encontramos lo que no se busca. Ese es el hallazgo, y podríamos ir muy lejos en la exégesis. Es preferible una buena síntesis a mil análisis, pero nadie puede llegar a la síntesis sin haber realizado antes todos esos análisis que nos ponen de frente a lo que nos interesa: «Esto es lo que se hace: / trabajar lo real hasta convertirlo en imaginario» (p. 36, de «¿Qué significa eso?, pp. 35-37).

 

Mariano Peyrou nos ha regalado un libro impresionante que es sin duda uno de los mejores poemarios de los últimos años. Un libro necesario que calificamos como obra maestra. Un poeta imprescindible en el panorama actual.- JUAN CARLOS ABRIL.

 

 

Mariano Peyrou, Niños enamorados, Valencia, Pre-Textos, 2015.

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Abril

Carita de Jeanne Moreau

22 de mayo de 2018 10:29:51 CEST

1. Cuando Ane me cuenta su aventura triangular, la escucho previendo que no va a ser más fou que la mía. Nos conocemos y queremos desde hace un par de años, pero entre nosotras hay algo agradable y pegajoso. Me dispongo a escucharla con un hastío que, a la altura de las dos de la madrugada, empieza a deslizarse hacia el sueño. Tengo mucho, mucho sueño, y estoy segura de que Ane nunca ha entrado en la misma habitación de hotel con dos hombres que la aman de formas diferentes y se ha dejado follar por uno mientras le practicaba –qué verbo de deportes y operaciones- una felación al otro, que se corrió con culpa y una vergüenza mala, peor que otras vergüenzas: bajó los ojos. El que me penetró llevaba un rato mirando a una distancia higiénica o rencorosa. Sin acercarse ni tocar. Esperando. Yo sólo pensaba qué diría mi madre.

 

2. Antes de empezar su cuento, Ane me mira con picardía y yo ya sé que me va a costar mucho creerla. Mi triángulo fue una posición incómoda, un no encontrar la postura, un jergón que se clava por todo el cuerpo. No lo viví como una experiencia sofisticada que ocultaba un sedimento de instructiva crueldad. La frase anterior la pienso entrecomillas y engolando la voz. Desde el principio entendí que alguien –incluso puede que yo misma- iba a salir perjudicado. Fue algo que tenía que ocurrir no porque quisiéramos ser libres y liberales, no porque quisiéramos desinhibirnos o romper con los prejuicios. Sucedió porque nos enamoramos. En aquel entonces percibí miradas admirativas que nos ponían en valor por nuestra fornicación y nuestro atrevimiento. Deseo y curiosidad. Como si, de repente, a los ojos de quienes nos observaban y eran conocedores, nos hubiésemos transformado en personas interesantes. Yo aún no había visto Jules et Jim. Pero ya tenía carita de Jeanne Moreau.

 

3. Escucho, por tanto, a Ane como una mujer que está de vuelta de todo. Aunque no lo parezca. Presto atención a su hermosura de lienzo prerrafaelista y a los movimientos de sus manos que van deshaciendo destructivamente la piel de los panchitos. Nada puede ser más estremecedor que el relato del triángulo de mi educación sexual. Afectiva. Pintamos de rojo el triángulo equilátero y el isósceles, de azul. La biografía se dibuja con puntadas vacilantes de triángulos. Colchas de ganchillo cosidas pieza a pieza. Qué me va a contar Ane. Nada más turbio que una eyaculación precoz y un polvo flojo con dos hombres que no llegaron ni a rozarse. Ni fueron felices. Yo los atendí por separado con una solicitud de zorra. De profesional. De mujer idolatrada. No sé qué hacíamos allí ninguno de los tres. En aquel ambiente que olía a aceite de hachís y a mala novela de Paul Bowles. No sé si peleaban como insectos carnívoros mientras impostábamos naturalidad –cortesía, desenvoltura- en la situación más impostada de mi vida. Quizá se daban codazos para tirarse de la cama. No sé si me buscaban a mí o qué otra cosa andaban buscando. A lo mejor los amé como una loca. Puede que no los quisiese en absoluto.

 

4. Yo tuve un día el don de la ubicuidad y habité en dos cuerpos a la vez mientras mi vientre y mi boca se llenaban de gemelos. Mágicamente. Y, ahí, en la magia, en el espacio de lo enigmático es donde la narración de Ane me hace olvidarme un rato de mí misma. Digo: “Ya no puedo beber más”. Sin embargo, Ane da comienzo a su historia apurando su copa de ginebra.

 

5. En la filarmónica Ane conoce a una mujer de la que no le importaría enamorarse. Me confiesa que, si fuese lesbiana, se enamoraría de aquella mujer despistadísima que a veces le pide veinte euros porque sale de casa sin darse cuenta de que su monedero está vacío. Quizá le da vergüenza reconocer que se administra mal. O que pasa apuros. Música. Bohemia. Inestabilidad. Es una mujer que, al llegar a una habitación, desparrama sobre la colcha el contenido del bolso. Debe encontrar un objeto, el objeto –espejito, polvera, encendedor, bolígrafo, tijeritas-, el que precisamente no ha guardado. Después se olvida de qué busca. Una mujer perfecta sin prurito de perfección. Imagino que será un ama de casa desastrosa. “Me encantaría ser lesbiana”, me dice Ane mirando sin ver. “Qué pena no serlo. Te lo digo de verdad”. A Ane le fascina la esbelta apariencia, la regularidad de los rasgos, la serenidad y la apostura de una mujer que, cuando se bajan las persianas o se apaga la luz, se despeina y desmorona. Saca la tripa y se encoge de golpe. Le entra tos. Se le quita el glamour de encima como si el glamour fuese una enfermedad infectocontagiosa que nos aísla de los otros. A Ane le gustaría contagiarse. De la mujer. Del glamour. Del desaliño. No sabe de qué: “Ojalá lo fuese. Lesbiana.” Aquella mujer se comporta con ella de un modo especial. Se expone. Como si hubieran sido amigas de la infancia. Pero no lo fueron. A la mujer algunas veces se le humedecen los ojos cuando la mira. Ane, en la orquesta, la protege.

 

6. Cuando Ane dice que le gustaría ser lesbiana sólo por el hecho de haber conocido a esta mujer, aunque lamenta no serlo de verdad, la entiendo perfectamente. No porque yo haya deseado ser algo que no soy, sino porque nunca he sentido curiosidad por el interior de la boca, de la profunda tibia vagina, por el sabor -¿lechoso?- del pezón de una mujer. He conocido mujeres mucho más hermosas que cualquier hombre. Inteligentes y dignas de amor. Pero nunca he querido acercarme, quedarme pegada, intuir sus palpitaciones, pedir a gritos que me violenten. O violentar. Un desmoronamiento o un repentino vahído. Una fibrilación. Un amarre. Los filos de dos puertas automáticas que inevitablemente confluyen en un punto. Rozarse un poco. Desde mi sillón de enea le digo a Ane: “Te entiendo”. Ella responde: “No estoy segura”. Replico: “No somos queer”. Nos morimos de risa. Le doy el último trago a mi copa de champán: “Puede que ya estemos viejas”.   

 

7. Ane se revuelve contra la percepción de nuestra vejez: “Hablas por ti, supongo…” Después come un cacahuete y retoma su relato. Ane toca su violín al lado de aquella mujer que también es una intérprete virtuosa. Al verlas tocar nadie diría que tienen miedo. Que vacilan. Entre las dos se crea un vínculo. Se tapan las notas falsas. Minimizan los errores. Ensayan los pasajes complicados y las sutiles, intrincadas, frases de la música. También la música está llena de triángulos. Compases, tríos, tercetos, tresillos. El tintineante instrumento metálico de algunas sinfonías. El ojo de Dios y el origen del mundo. “El coño”, Ane está ya bastante borracha y se le afloja la lengua. En todos los sentidos. A veces su nueva amiga le habla a Ane del pasado, pero ella no le presta atención. Cree que toda su complicidad es nueva. Un regalo a una edad en la que ya no se tienen expectativas de encontrar a los mejores amigos. Ane sabe que no sirve de nada bailar un pasodoble en la residencia de la tercera edad. Hacer ojitos en el centro de salud geriátrica. Ane y la mujer se hacen confesiones como sólo nos confesamos ante quien no conocemos y permanece oculto tras la celosía y no puede reaccionar con una mueca que nos lastime. Existe, entonces, la posibilidad de reinventarse. El gozo de no ser corregido y de no tener que cotejar puntos de vista. La creación pura y la dulce ocasión de mentir. Ane le cuenta a aquella mujer la historia de sus amores. Así comienzan algunas amistades y nacen personas que no existían. Inmaculadas bajo el agua de un nuevo bautismo que normalmente se celebra entre el vapor del alcohol.

 

8. Esta noche también nosotras conversamos en círculos. De delante hacia atrás y de atrás hacia delante. “Los hijos únicos siempre tenemos con los padres una relación triangular”, Ane me despierta otra vez con sus palabras. Yo no sé si atino: “Puede que quizá no haga falta que los hijos sean únicos para vivir con los padres un triángulo”. Se lo digo porque yo también he amado y odiado a mis padres. Con concentración. Con ceguera. Con saña. Sobre todo en esos días en que se amaban como locos o como perros. Cuando se detestaban durante veinticuatro horas y mi madre se bebía en solitario una botella de champán olvidándose de mí. Al día siguiente estaba enferma. Había que cuidarla. No hacer ruido. Yo también he esperado para escuchar una palabra amorosa de mi padre. Todas eran para mi mamá. Lo peor son las temporadas en que a los padres se les desborda el amor. Se les rompe como en los boleros y la hija única teme no ser quien, al final, fracture la coherencia perfecta de ciertas geometrías. Digo: “Me hubiera gustado que mis padres se aburriesen juntos. Como los matrimonios normales”. Ane se pide otra ginebra. Inhala el humo. Lo expulsa.  Yo me aguanto las ganas de fumar. Soy gilipollas.

 

9. Ane le confiesa a esa mujer -hoy también me lo confiesa a mí- que con su padre siempre ha mantenido una relación edípica. Se pone impropia, vulgar –como del Reader´s Digest- al insistir en que tal vez por esa razón sus amantes, sus maridos y sus novios siempre han sido hombres mayores: “Si hubiera sido lesbiana, seguro que me habría ido mejor”. Las dos se ríen. La mujer responde “Cualquiera sabe” y Ane le sigue contando la historia de un amor que casi acaba con ella. La mayoría de las mujeres tiene una relación así. No digo nada. Ane evoca: “Los hombres mayores tienen la piel suavísima…”

 

10. Ane nos relata a la mujer y a mí la misma historia en dos puntos diferentes del tiempo y del espacio. En realidad nos está hablando a la vez y puede que la mujer y yo seamos la misma. Sé perfectamente que eso no es posible y juro: “Hoy ya no puedo beber más”. Veo doble e ignoro qué frase -¿locución?, ¿adverbio?, a quién le importa la gramática- tiene menos sentido: “la misma historia”, “a la vez”, “hablar”. Desde que me he quedado tan delgada no puedo beber. Tengo iluminaciones: mis triángulos nunca fueron historias de adulterio, sino más bien excesos de fidelidad. Entonces sonrío porque noto desde los dedos de los pies hasta la garganta que soy una mujer tocada por la generosa mano de la Fortuna. Se me ríen los ojos. Ane pregunta: “¿Te pasa algo?”. Parece que tengo con ella la obligación de estar un poco triste. Me río giocondamente y ella pregunta otra vez: “¿Te pasa algo?” Yo, además de alegría, noto la verde punzada de los celos. Disimulo.

 

11. Ane le coge las manos a la mujer –a mí no- y le cuenta que fue una joven precoz y voluntariosa. A los dieciocho años ya estaba viviendo en casa de un hombre que le sacaba más de veinte. “Esa relación casi acaba conmigo”. A la mujer, muy empática, muy dulce, le asoman lágrimas a los ojos, pero Ane no tiene ningún deseo de consolarla ni de preguntarle por qué llora. Él bebía, mentía, follaba con otras mujeres. Especialmente con una a la que le bajaba las bragas con precipitación e incontinencia para embestirla contra un tabique. Estaban en el trabajo, todo el mundo les oía y se lo contaban a Ane que ignoraba si quería ver para creer. Oírlo e imaginar. Alta. Morena. Excelente. Entre las bambalinas del teatro la morena se dejaba hacer por aquel hombre que debía despertar en las mujeres jóvenes una vocación de monja, de limpiadora de rijas, un gusto por el agusanamiento, los malos olores y el verdadero retrato de Dorian Gray. “La puta redención”, le dice Ane a la mujer. También a mí. Entonces la mujer explota: “¡Perdóname!”

 

12. Ane odiaba con todas sus fuerzas a la mujer de las bambalinas. Le habría clavado alfileres en la planta de los pies. Le hubiese roto los dedos con la puerta de un coche. La habría dejado sorda en una explosión. El amante viejo se reía de los reproches de Ane: “Todo mentira, mi niña. Todo mentira”. Ane se miraba en el espejo y veía a una muchacha de dieciocho años con la piel blanca como un trago de leche y los pechos firmes. Con el filo de la mandíbula elevado y la boca limpia. Después, recordaba la barba canosa de su amante y el color anaranjado que deja la nicotina en el bigote. La polla flácida y el olor a queso. Ane se castigaba. Insegura. Histérica. Se mordía las uñas y, en lugar de odiar al hombre, despilfarraba su odio con aquella mujer sobre la que colocaba tantos atributos –tantas perfecciones- y buscaba tantos parecidos, que había dejado de verla nítidamente. Apretaba tanto el lápiz que rompía el cuaderno de dibujo. La retrataba con tal minuciosidad que había perdido la perspectiva. Lo mismo les ocurre a los pintores hiperrealistas y a los científicos que no separan nunca la pupila negra de sus microscopios. Ya no sabía quién era aquella mujer. Sólo que le hacía daño. Ane se encontraba cada vez más fea. Más ridícula. Más abandonada. Terriblemente débil. Una anemia perniciosa la devoraba. Luego fingía creer las palabras de su amante. Lavaba en la bañera al hombre viejo frotándole la piel como si fuese un niño de tres años. Él se dormía.

 

13. Pienso que, pese al desgaste físico y la corrosión sentimental, a mí mis triángulos me han hecho sentirme fuerte, bella y poderosa. “Hay triángulos y triángulos”, pongo la frase encima del velador para que la realidad regrese. La noche. Un bar. Los dedos aceitosos por la piel de los panchitos. Después me digo que sólo pienso mentiras para favorecerme y vuelvo al meollo de la historia de Ane. Retomo la palabra que le sirve de gancho y me doy cuenta de que la ciencia-ficción y lo melodramático a veces confluyen en un punto: “¿Perdóname?”

 

14. Ane había odiado a la mujer de las bambalinas. La había visto de refilón al recoger a su amante en la sala de conciertos. Había medido su silueta de espaldas. Las pantorrillas fuertes y el pelo a lo garçon. A su modo, la había espiado. Como un ratoncillo desde su agujero. La había oído reír con la seguridad de que ella nunca conseguiría una risa así de transparente: emanaba de un lugar secreto entre el ombligo y las vértebras lumbares. Frente a la risa de aquella mujer, Ane siempre tendría risa de ratón. O de hiena. “Tienes una risa preciosa”, la adulo. Porque lo más bonito de Ane no es desde luego su risa. “Preciosa”. El cariño que Ane me tiene es poco apasionado y no me escucha cuando le dedico hermosas palabras. Ella está en lo suyo: había visto de frente y de perfil a la mujer de las bambalinas y se había guardado en la cabeza la imagen de fotomatón de una ficha policial. Luego la olvidó.

 

15. El amante viejo dejó a Ane y se fue a vivir con la mujer de las bambalinas que consiguió destruirlo sin convertir la destrucción en un propósito. Lo destruyó porque aquel hombre era a la vez vulnerable y sádico, y porque nunca había sabido disfrutar de la juventud que se le iba ofreciendo como pócima de regeneración o sangre vivificadora del vampiro. El hombre se quedó solo. Ane lo vio. Coincidió con él. Le tendió una mano floja mientras evocaba los momentos culminantes de su amor y de su sexo. Nunca le dio lástima. “Tal vez sólo un poco”, Ane se acerca a la cara el índice y el pulgar, unidos por las puntas, y se ríe con su risa de hiena. Se exhibió delante de él cogida del brazo de otros amores. Tuvo una hija. La mujer de las bambalinas se había esfumado y Ane empezó a quererla no de forma romántica, sino con el agradecimiento de que se hubiese ido dejando un medio cadáver, un despojo, a sus espaldas. "Una femme fatale”, apunto con sarcasmo. Con envidia. “Una persona maravillosa”, responde Ane. La mujer –ya no sé cuál- me roba todo el espacio y aquel hombre viejo ahora es más viejo y aún no ha terminado de morir. Me pongo en su lugar.

 

16. Ane no puede descifrar los mecanismos por los que su cerebro había bloqueado el rostro –también la risa- de aquella mujer. No sabe por qué no fue capaz de reconocerla en esta nueva intérprete a la que adoptó como si fuera un cachorro abandonado al que se le notaba el pedigrí, la buena clase, en la calidad del pelo y el grosor de las patas. Cuando aquella mujer le dijo “Perdóname”, Ane no supo qué debía perdonarle exactamente, pero de pronto las imágenes pasadas regresaron: recolocó los ojos de la mujer dentro de los ojos de la mujer, la boca en la boca, las cejas en las cejas, el óvalo del rostro en perfecta coincidencia con el óvalo del rostro. De la reconstrucción surgió aquélla que había sido en tiempos una hija de puta. La gran hija de puta. “La hija de puta por excelencia”, Ane rompió a reír. Nada tenía ya ninguna importancia.

 

17. Digo: “Qué curioso”. Digo: “Qué historia tan fenomenal”. Digo: “Qué cosas tiene la vida”. Digo: “Como fisonomista eres pésima”. Incluso digo: “Qué mágico”. Ane coge su bolso. Me avisa: “Vienen a buscarme”. Pongo buena cara y me despido. Ella me deja sola y yo me pregunto quién la estará esperando dentro de un coche a las tres de la madrugada. Pienso en mis propios triángulos, en mis propias sordideces, frente a la elegancia con que Ane ha desmigado su experiencia. Con menos furia que la que ha empleado para reducir a polvo la piel de los cacahuetes. Sin palabras intestinales, sin relatos de sexo pequeñito, secreciones y salpicaduras. Pienso que ella aprenderá sin hacerse heridas en las yemas de los dedos. Pienso que ella es más libre que yo y por eso todo le duele menos o que todo le duele menos porque es más libre que yo. A lo mejor hoy, dentro de ese coche que me ha dejado adivinar al volante la silueta de una mujer con el pelo a lo garçon, Ane se atreve. Pienso que por ese motivo se conserva etérea y hermosa, con un toque espiritual que no es ajeno al placer de la carne –deshuesada, magra-, y alguien la busca una noche mientras a mí se me aja la envejecida carita de Jeanne Moreau. Tengo los ojos sucios, endurecidos, y me acartono y me cierro por abajo como un molusco muerto que no se puede comer.

 

  

Escrito en Lecturas Turia por Marta Sanz

Testimonio hipnótico

22 de mayo de 2018 10:23:51 CEST

La ambición, el reto, el cortejo de lo difícil, la seducción del límite no son valores abundantes en esta o cualquier otra literatura. El mercado favorece los productos sencillos, de entretenimiento, cómodos aun ejecutados diestra, profesionalmente. Marina Perezagua (Sevilla, 1978), sin embargo, escogió desde el principio una senda propia, escarpada, ya demostrada en sus dos volúmenes de cuentos (Criaturas abisales y Leche) y ahora llevada al máximo en su novela Yoro, publicada como los libros anteriores en un sello pequeño y artesanal, que es, sin duda, lo que más conviene, sobre todo en sus inicios, a una obra como esta.

            La novela parte de lo que ya daba pie al primer relato de Leche, Little Boy: como es sabido, el apodo de la bomba atómica que el 6 de agosto de 1945 destruyó en una explosión sin precedentes la ciudad japonesa de Hiroshima. Aquí es también implosión, y una de las virtudes de la narración es el correlato constante entre lo externo y lo interno de la narradora, un ser anómalo, vaciado, que se llama a sí misma H, porque una vez alguien le dijo que esta es letra muda en español, y ella cree que su testimonio puede servir a todos los que han sido silenciados.

            El avión Enola Gay abre las puertas de su bodega como una madre las piernas para dar a luz. Se describe muy plásticamente esto, y el impacto sobre la protagonista es tremendo, y sus secuelas: “La hinchazón era tan grande que en aquel momento no podía estar segura, pero todo parecía indicar que la bomba se había ensañado principalmente con mi sexo”. Eso, dentro de la general catástrofe, en la que quienes no perecieron con la deflagración y salieron adelante “no eran muertos vivientes, sino vivos murientes”.

            No hay maniqueísmo ni adscripción de “limpieza de sangre”. Quienes son verdugos son a la vez víctimas, y viceversa, como se desdibujan las fronteras entre las formas de amor y las generaciones, el trascurrir del tiempo y la dilatación del vientre, el subir y el bajar las pirámides de Teotihuacán o las simas minerales de Namibia. Hay muchos escenarios, cuentas de un rosario de andanzas y pesquisas, y no muchos personajes (principalmente, el soldado estadounidense Jim, y H, que se convierte en su amor).

            Leída con espíritu cartesiano, Yoro no es creíble, tiene muchas fallas. Ahora, concedida la suspensión voluntaria de la inverosimilitud de la que habló Coleridge, todo posee una lógica extraña, desasosegante, espectral (especular, también de espejo). Se pueden hallar algunas incoherencias menudas (aunque inicialmente desconociera el nombre del pájaro, ¿por qué se escribe wren y no reyezuelo o carrizo, si es de suponer que la narradora emplea el inglés, que nos llegará traducido?), algún pasaje traído por los pelos (¿por qué la escena de Lyon, más allá de que la autora residiera allí una temporada?), la poca credibilidad de una mujer mayor, casi anciana, moviéndose con agilidad (o sin el realismo de verla tropezar) en lugares inhóspitos, o el cuento de Brigitte… pero sin embargo lo más fantástico, lo deliberadamente imaginario funciona con la precisión de un engranaje de relojería que abarca, en lo temporal, desde la Segunda Guerra Mundial y Birmania, a la República Democrática del Congo de nuestros días.

            Hay pasajes de un gran lirismo (como los agradecimientos enumerados en la pág. 64 y siguientes) en los que sin florituras mas con precisión y exactitud, cualidades de la mejor poesía, tienen una gran capacidad poética, pero todo el libro está lleno de correspondencias, de lo que podríamos llamar rimas de motivos y sucesos que tienen su eco y su presagio en otros. También sobre todo al principio se emplean fórmulas del estilo “más adelante, intentaré explicar” o “por las circunstancias que contaré más adelante”, que prenden el interés en el lector como en ese juez silente para el que H desgrana la historia.    

        Capítulos que siguen los nueve meses de un peculiar embarazo, más el inicial “Gravidez cero” y el concluyente “Alumbramiento”, van singlando ese mar o placenta de la novela (“Séptimo mes. Número irracional” supone un giro brusco y quizá innecesario). La identidad sexual o falta de la misma, las grandes injusticias y las penalidades infligidas lo mismo sobre unos que sobre otros (orientales, occidentales, africanos), los deseos que no se pueden colmar, los sentimientos fantasmas… de todo esto está hecho Yoro. Y de la soledad radical: “Hoy hablan de minorías. Me río yo de la inclusión de las minorías. La verdadera marginalidad es la que siente el que no tiene acceso ni siquiera a un grupo minoritario.” Sobre el mismo tema de la soledad hay algún otro pensamiento complementario: “Es curioso cómo una cree que se acostumbra a no tomar en consideración los juicios ajenos, las críticas de la mayoría y, sin embargo, qué agradable resulta sentirse dentro de esa mayoría las pocas veces que te dejan sentir que encajas en ella.”          

     Yoro, relato hipnótico, epopeya íntima de una quest de la niña arrebatada que es un poco The Searchers/Centauros del desierto (con esa hibridez, aquí androginia, de la versión española), está muy cerca de ser una obra maestra. Quizá la separe de ello, por falta de foco en la atención, lo mucho que quiere contener, que alcanza hasta la denuncia del maltrato a los animales,de las políticas de las Naciones Unidas, “esa puta de mil vaginas abiertas permanentemente a la Casa Blanca”, o de la persecución hasta clandestina de los esquilmados recursos del planeta (qué gran bucle el de las finales minas de uranio que enlazan con la bomba lanzada al principio de la acción, ese singular espermatozoide que fecunda, aun en su monstruosidad, la novela). Pero Yoro es una obra que sin contemplaciones sacude, pincha, revuelve, mete los dedos en los ojos, saca las tripas, hace pensar y, sobre todo, despliega una mente, la de la autora, que piensa y pisa regiones infrecuentes y lo hace con una escritura potente, eficaz, admirable que hurga, sobreponiéndose, en la tristeza. Aunque esta, ya se sabe –escribe Marina Perezagua– sea un árbol de hoja perenne.- ANTONIO RIVERO TARAVILLO.

 

 

Marina Perezagua, Yoro, Barcelona, Los libros del lince, 2015.

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Rivero Taravillo

El fango que suspira

22 de mayo de 2018 10:10:06 CEST

Sucedió todo lo contrario: que llegó agosto. Y tu primer día de vacaciones, tan anheladas. Y por la tarde, al volver a tu apartamento de guionista soltero cargado con las bolsas de provisiones, para llenar la nevera, zas, te tropiezas en la entrada con un parapeto formado por un coche patrulla de la policía nacio­nal, un camión de bomberos con su panel de luces chisporroteantes que salpican la fachada de rojo sangre y una am­bu­lan­cia aparcada en doble fila, que obstaculiza el paso. Un cónclave de vecinos y curiosos arremolinados en la calzada, for­mando un gabinete de crisis, cuchichean en actitud cons­pi­ra­to­ria. Y nada más verte, el portero que te asalta:

–Se llevan a una vecina, la del 6º F.

–¿Y eso?

–Era mayor. Vivía sola. Ha fallecido.

–Ah.

–Fue hace unos cuantos días. Seis o siete por lo menos. Al menos una semana, quizá más. Aquí las fuerzas de seguridad del estado han tenido que intervenir y forzar la cerradura para levantar el cadáver.

–A lo mejor convendría hacerle un torniquete –interrumpe una vecina despeinada, con voz de alcoba–. Por probar…

­–Un fatal desenlace –zanja el portero, sin inmutarse–. El cuerpo ya había entrado en des-com-­po-­si-­ción. –Se da una serie de golpecitos nerviosos con el índice en la punta de la nariz, a modo de tamborileo, para subrayar las pausas–. Por eso el olor.

–La mano de Dios –exclama uno de camisa de selva–. Ya podía haber elegido otro momento para morirse, qué inoportuna. Con tal de que esto no nos arruine las vacaciones. Lo que nos faltaba. Qué culpa tendremos nosotros.

–Ninguna –aclara la mujer del torniquete.

–A ver si ahora va a pasarnos algo o algo. –El de la camisa de selva.

Las asas de las bolsas se te clavan en las palmas, dejando surcos rojizos. Nadie te impide que te abras paso entre los murmullos, con tus bolsas del súper. Las láminas de vidrio abatibles de la puerta del portal están abiertas, inclinadas en diferentes ángulos, para facilitar el tránsito del aire y la ventilación del edificio. En el suelo se dibujan arabescos de serrín, de caprichosos diseños. Pisas esa arena crujiente mientras avanzas por el vestíbulo en dirección a tu apartamento, y entonces te agrede un tufo nausea­bun­do y lácteo, gas­tro­in­tes­tinal, como de cuajada rancia.

 

 

¿Así moriremos todos un día? ¿Muertos de tedio o de una parada cardiovascular, sin asistencia, el día en que nos falle la conexión telemática? ¿Solitarios en nuestros cubiles, hasta que la edad nos empuje hasta el límite y al final la fetidez nos delate una semana más tarde? ¿Seremos eso, un pequeño espectáculo in­vo­lun­ta­rio ofrendado al aburrimiento de los vecinos, un racimo de chismosos al atardecer, en plena calle, antes de preparar la cena, algo liviano para distraer el diente, con abrir unas latas de conserva basta, que con semejante calor a quién le apetece encerrarse en la cocina? Seremos nada, un suelto del periódico en la sección local, una cifra para engordar la estadística de ancianos fallecidos durante el verano o ni siquiera eso, una anécdota para mojar pan al día siguiente con los amigos, durante el vermut del mediodía, entre dos chapuzones en la piscina.

–¿Sabes? Ayer en­con­tra­ron muerta a una vieja de mi edificio. El fiambre llevaba allí lo menos una semana. Menuda peste. Casi vomito.

–¡Puaj! ¿Más mejillones?

Mejor no pensar en ello. Después los vivos provisionales seguiremos con nuestros juegos al aire libre, secándonos el pelo con la toalla, sol en la piel de los hombros, gotas de luz en las pestañas, ojos guiñados debido al escozor del cloro y al latido menta del césped, sobre la hoguera de agosto y la anarquía de los críos persiguiéndose con pistolas de agua bajo el chorro de las duchas, ¡ya verás cuando te agarre, acusica!, mientras los planetas se alinean en sus nuevas órbitas y nosotros soñamos planes para esta noche, siempre a la cacería de placeres culpables (todo placer digno de tal nombre lo es), a ver si hay suerte y se levanta brisa y refresca.

–¿Te marchas ya? ¿Qué prisa tienes? Si está a punto de aparecer De Michelis.

Nos frotaremos con loción el cuerpo, hay tiempo. Pala­dea­re­mos una segunda ronda de cervezas, hmmm, todavía más espumosas y heladas que las anteriores, yo invito. Las cervezas siempre son jóvenes. Será gozoso aferrarse, para mantener cierta cordura, al asa de la jarra. Eso nos pondrá de buen humor. Aguardaremos expectantes, con los bañadores pesados e hinchados por la humedad del agua, la promesa de la noche que, lo anticipamos ya, olerá a rímel. Nos acordaremos, cualquiera sabe por qué asociación de ideas, de aquella película lejana en que una novelista bisexual asesinaba a sus amantes con un picahielo, chac chac, uno tras otro, mantis religiosa, imitando la trama de sus propios libros. ¿Por qué los socorristas llamarán, a la piscina, «lámina de agua»? ¿No os encanta esa expresión, «lámina de agua»? A mí sí. Dis­cu­ti­re­mos sobre la po­si­bi­lidad de con­quis­tar (o no), y cómo, el corazón antílope de las mu­chachas, de una muchacha. Una novia sonriente que nos dará los buenos días mientras desayuna con una huella de bigote de espuma. Char­la­re­mos de esto y de lo otro. Ol­vi­da­re­mos el in­ci­dente, será como si nunca hubiese ocu­rri­do. ¿Qué incidente? ¿Quién?

–¿Quién se apunta a otra jarra de sangría?

 

 

Nubes como cromosomas. El cielo alto y torcido. Este cielo da la impresión de que lo han obtenido retorciendo un trapo añil hasta chorrear la pintura. Después, para disimular un poco las calvas, han repintado con brocha insuficiente los costados, aquí y allá, a bulto, sin fe ni calidez, a base de escobazos de purpurina. La distribución no ha quedado uniforme. Deja mucho que desear. Escasez de materiales.

Alguien.

Un día.

Alguien un día romperá las tiras policiales amarillas y negras que precintan por orden judicial la entrada al 6º F. Alguien iluminará con una linterna esa cámara funeraria, hollará el corazón de la tiniebla protegido con guantes de látex y escafandra quirúrgica como de apicultor, botas altas de po­cero, y lo rociará todo con una bruma perfumada de des­con­ta­mi­nante químico, que irritará los ojos. Alguien vaciará los armarios y volcará el contenido entero de los ca­jo­nes sobre la alfombra (¿para qué acumularía esta mujer cinco pares de gafas en sus estuches, todas idénticas?), alguien dis­tri­buirá la casa en bolsas, revolverá sin pudor entre su ropa íntima, descolgará sus lám­pa­ras, relojes, espejos y visillos, dejando rebordes vacíos en las paredes y fantasmas de mobiliario, de­sa­tor­nillará sus apliques, des­cla­vará el crucifijo del dormitorio y Cristo será expulsado de la vi­vie­nda. Alguien des­mon­ta­rá la mesilla de noche con su dentadura postiza en el vaso de agua, muerta de risa.

El cuarto de baño con su tulipa temblona, lleno de geles, lociones y linimentos alineados por orden de altura en la repisa. Un frasquito de mermelada reutilizado para guardar monedas o un pegote duro de cera depilatoria. Alguien mal­ven­derá sus despojos, triturará sus pas­to­res de porcelana decorativos, apar­tará de un ma­no­tazo del apa­ra­dor sus portarretratos con fotos (amigas del internado, una excur­sión al zoológico, un cani­che rosa recortado de una revista), sus cuatro muebles de colores célibes se re­par­tirán entre so­brinos gaseosos o se donarán sin su con­sen­ti­miento a una ong o serán arrojados al fondo de un con­te­nedor, allá van, entre escombros y neumáticos pin­chados.

Fuera, todo fuera. A la calle con todo. Se parecerá mucho a un robo, a una profanación de morada, a un exorcismo antisatánico. Alguien retirará del frigorífico los restos de comida momificada de su último almuerzo, carne mechada y puré seco. Sus cartones de leche sin caducar se verterán por el fregadero, correrán alegremente por las cañe­rías en una celebración del derroche e irán a parar a la red de al­can­ta­ri­llado. Alguien des­montará su cama, troceará su ca­be­ce­ro em­pe­ri­fo­llado con volutas versallescas, desnudará su somier. A la vista de todo el mundo, en lenta procesión por los rellanos del edificio, para no perder detalle, se exhibirá su colchón de muelles, el de­sorden de su carne, con su impúdica orografía de zumos íntimos y mapamundi de insomnios. Alguien apartará un pelo de un cojín, que le tocó en un sorteo.

De una percha colgará un vestido de volantes nuevo, reservado para alguna ocasión especial, aún con la etiqueta puesta, que no llegó a estrenar, para no estropearlo.

De manera simultánea, los engranajes ad­mi­nis­trativos pondrán en funciona­mien­to su sistema de ruedas dentadas con total eficacia y pun­tualidad de mecanismo bien lubricado. A una señal, se activarán las antenas y vibrarán las pinzas, que irán trasladando la información de departamento en departamento. Los datos serán actualizados sin margen de error. Alguien tendrá que ocuparse de todo el papeleo buro­crá­tico de ne­go­ciar la baja de los con­tratos con las compañías su­mi­nis­tra­doras de electricidad y agua. Se anularán las do­mi­ci­lia­ciones bancarias. Se des­co­nectará su línea telefónica; a partir de ahora, cada vez que alguien marque por equivocación, saltará el mensaje automático de una voz robotizada: «El teléfono al que usted llama no está operativo. El teléfono al que usted llama no está operativo. El teléfono al que ust…», seguido de un pitido formidable, seguido de una pachanga latina de estribillo pe­ga­di­zo, compuesta para las pistas de baile y las verbenas veraniegas de los pueblos en fiesta –azúcar quemado, castillos de fuegos ar­ti­fi­cia­les–, en bucle, sin co­mienzo ni fin. Can­ce­larán su cartilla de ahorros, con su mínimo saldo que se in­ver­tirá en sufragar la propia comisión de cierre: todo en orden. En lo que a nosotros respecta, usted nunca ha existido. Se procederá a la li­qui­da­ción in­me­dia­ta de su plan de pensiones privado, si lo hubiera, con la firma aseguradora. En los registros del universo se di­fu­mi­na­rá su nombre, se perderá para siempre. Desaparecerá la tarjeta del casillero de su buzón con su caligrafía elemental y en su lugar se abrirá un rectángulo negro y vacío, festoneado de polvo, feo de mirar.

 

 

Con el paso de los días, el hedor a cadaverina del des­can­sillo se irá en­frian­do hora tras hora a golpe de ozonopino hasta disiparse del todo o confundirse con otros efluvios más mundanos de las zonas co­mu­nes, de tabaco afrutado o guisos. Vendrán bar­bu­dos de frac, castigados por la vida, san­guíneos, con un pin­ga­nillo en la oreja, hablan­do a gritos y repartiendo trípticos de pro­pa­ganda –que también sirven como abanicos–, en re­pre­sen­ta­ción de la empresa funeraria que la incinerará, un lunes a primera hora de la ma­ña­na, sin tes­tigos. Hay quien vive de la muerte ajena y prospera con la desdicha del prójimo. Unos cuantos forzudos arran­ca­rán a tirones el empapelado color orín de las paredes del 6º F, sanearán lo que haya que sanear, adecentarán la gri­fe­ría, las llaves de paso, sellarán las junturas con un inyector de silicona a presión marca kopacsa, reiniciarán los contadores de consumo para ponerlos a cero, ve­ri­fi­carán los elec­tro­do­mésticos, coloca­rán un aparato de aire acon­di­cio­nado monumental con capacidad de 3.000 frigorías, y el piso de la muerta sin nombre del 6º F, con una capa todavía fresca de titanlux, quedará como nuevo, claro y alegre. Será un ejemplo de remo­de­la­ción realiza­da con buen gusto, primeras calidades y presupuesto ajustado. Solo per­manecerá sin resolver, ay, el enigma de ese in­te­rrup­tor del pasillo, a media altura, que no en­cien­de ni apaga nada ni se sabe qué función cumple. Del balcón penderá un letrero: «Se alquila». Co­men­za­rán a visitarlo estu­dian­tes, alguna pareja joven de enamorados, fianza de tres meses y nómina, ofertas y con­traofertas con la agencia inmobiliaria.

Y entonces.

Un camión de mudanzas frenará junto a la acera. Se armará el consabido alboroto de curiosos, con el portero capitaneando el comité de bienvenida, entusiasmado. Saldrá de su garita dotada de monitores de vigilancia con nieve sucia en las pantallas. Descenderán bultos, tresillos, una lámpara de pie. Cajas con libros.

Alguien comentará:

–¿Te has fijado en los nuevos? Parecen simpáticos, ¿verdad?

–Mucho.

Nada más instalarse, los nuevos organizarán una fiesta a la que nos invitarán a todos. Habrá música y tequila y bandejas de comida tex-mex. Un ambiente lunar, con muchas velas. El placer de tonificarse bajo la brisa melódica del aire acondicionado, ah, qué bien se está aquí. Sin apenas darnos cuenta, en mitad del salón, nos quedaremos un momento pensativos, ausentes. En ese instante alguien nos pellizcará el codo y nos preguntará: «¿En qué piensas?». Y nosostros nos encogeremos de hombros, sin saber qué responder.

Mejor no pensar en ello. Alguien iniciará una conversación, pero se callará en seguida. La frase quedará a medias, en suspenso. Comenzará a sonar una música de rap violento, que se interrumpirá de golpe tras las primeras notas. Habrá un atisbo de baile, apenas unos pasos insinuados, sin desarrollo. Nada. Se irá la luz. Vendrá la luz. Otro propondrá salir a, cenar en, reunirnos con. O mejor, en lugar de eso también podríamos… Alguien estará a punto de sufrir una angina de pecho. Un hombre hará ademán de sentarse, pero no llegará a la silla y se quedará indeciso en esa postura ridícula, sin completar el movimiento, con el culo en el aire, a unos pocos centímetros del asiento. Después disimulará lo mejor que pueda, se irá al otro extremo del cuarto, él solo, a rumiar en un rincón, masticando chicle, y hará como si no pasase nada. Lo cual, en cierto sentido, empeorará su incomodidad y la de todos nosotros.

Alguien (¿quizá tú mismo?) propondrá un brindis y brindaremos todos, a la salud de no sé quién. Cada brindis nuestro supondrá una paletada de tierra más en su cara. Nadie la mencionará en los discursos. Ni rastro. Será una partícula de polvo suspendida en la biografía compacta del edificio, nuestro edificio. Esa an­cia­na de pelo blanco en forma de bulbo. Que un día habría sido una muchacha reidora con su vestido amarillo, despeinada entre sus primas, junto a los pinos, feliz como un golpe de viento. Con una alegría de ardilla viva entre las manos. Pasimisí, pasimisá. Y ahora. Olor a cuajada rancia. Al menos una semana, quizá más. Parada cardiovascular. Desconexión telemática

–¿Te marchas? ¿Qué prisa tienes? Si ahora empieza lo mejor. De un momento a otro aparecerá De Michelis, ya verás, ya, cuando llegue.

Su vida. Sus penas y alegrías. La frugalidad de su cena consistente en un huevo duro y un par de nueces. Su paciencia al atender a los comerciales del Círculo de Lectores que insisten en venderle algo a las cuatro de la tarde, encima del felpudo, con el pie haciendo cuña para impedir que cerrase la puerta, no sea usted así, mujer, no deje pasar esta oportunidad única. Todavía escucha el eco de sus voces en la escalera, una vez cerrada la puerta: «Si domicilia los pagos con su nómina o pensión, le regalamos una cubertería». Sus veraneos algo anticuados, como de otro siglo, de paseo en barca de remos y parasol, con soles moribundos y gracia lenta de velo­cí­pe­do. El aroma oscuro del magnolio y el latido de su corazón verde. El gran baile del Casino, tan iluminado que parece arder. Chorros de fuego por las ventanas, y todos tan elegantes, tan guapos. Subidas y bajadas a la sierra, oscilaciones en el precio del crudo, tambores de guerra a lo lejos, no olvides llevarte una chaquetita, por si refresca luego. Sus visitas regulares al peluquero, al otorrino, al oftalmólogo (cinco pares de gafas, todas idénticas). Sus citas en el hospital, inyecciones de heparina para evitar los coágulos de sangre, infiltraciones de corticoides para la osteoartrosis de cadera, ¿tengo algo malo, doctor?, nada, que el líquido sinovial pierde ácido hialurónico, ah bueno, siendo así.

Tan joven, tan crédula. Nunca supo el signficado de las siglas n.a.t.o. Se llevó un disgusto el día en que se enteró de que el cuerpo humano no es perfectamente simétrico. Hay ligeros desajustes entre la mitad derecha y la izquierda, un hombro un poco más alto, un brazo algo más largo que el otro, los ojos desnivelados, nada es perfecto, lástima, qué decepción.

De vez en cuando, una excursión en grupo a la nieve. El tren asciende entre vacas de sombra. El aire pálido de la sierra, las casitas puntiagudas de madera o piedra, con tejados de tela asfáltica. La pequeña estación de esquí, con su aire alpino de aldea suiza. Restos de nieve en los parques, aquí y allá, como pizarras mal borradas. La comida contundente, servida en cuencos de arcilla. Un mundo pausado de funiculares, chimeneas encendidas y ventisqueros. El regreso a la ciudad, al anochecer, en el último tren del domingo, entre una multitud somnolienta. Bostezos, toses, susurros. Viajeros derrengados, tirados en el suelo de cualquier manera, hechos ovillos, una dulce muchacha con hipo, sentada en las rodillas de su novio, enlazada a él, un gigante enfrente, roncando entre sobresaltos que le hacen rodar la cabeza por la ventanilla… La humanidad cabizbaja de regreso a sus pupitres, oficinas y colas del paro. La luz cambia y se derrite. Afuera, el paisaje prosigue su monólogo.

Sus días trans­cu­rri­dos en la penumbra, ca­lla­da­mente, acci­den­tal­mente, de pun­ti­llas, sin mo­les­tar a nadie ni meter ruido, con pinchazos en la rótula y diarreas, cualquiera sabe, la digestión siempre alterada por culpa de los nervios, acidez de estómago, colon irritable, molestias en la vesícula, un peso justo aquí en el costado, como plomo, doctor, serán gases, secretos inconfesables en la soledad alicatada del inodoro, regar las plantas de la terraza con un pul­verizador, pff pff, este geranio está mustio, pff pff, qué hojas tan tiesas, tender y des­ten­der los delan­ta­les, el dedo flamígero del sol abrasando las baldosas, ¿qué hora es?, sentarse sin com­pa­ñía en el sofá los sábados por la tarde a con­tem­plar los con­cursos gastronómicos de la tele o el show de los Picapiedra, quedarse atónita mirando al techo con el mando a distancia en la mano, distraída, la mente en blanco, durante mucho rato, media hora o más, hablar consigo misma, alguna risita por lo bajo de vez en cuando, ella sola en su comedor, acor­dán­dose de aquello tan divertido que sucedió aquella vez.

–¿Te lo dije o no te lo dije?

–Claro que me lo dijiste. Qué confusión tan cómica aquella.

¿El sentido de la vida? ¿La luz al final del túnel? Uno discurre su vida al lado de figurantes. Caminamos en círculos. Entramos y salimos de quirófanos, con nuestro bordado de sangre en punto de cruz y una canción en los labios. Cierras los ojos y ves un conjunto movedizo de fosfenos amarillos estallando en el interior de tus párpados. El nervio óptico conecta la retina con la bóveda craneal, donde las imágenes se precipitan en una especie de danza subacuática y nutren la vida del espíritu. ¿Y ella? ¿Te observaría a ti alguna vez? ¿Sabría de tu existencia de guionista soltero? ¿Te soñaría, solo en tu apartamento simétrico al suyo, pared con pared, mientras escribes o corriges guiones de fantasía épica para la productora (guerreros, dragones, princesas, elfos, licántropos), despierto o dormido, igual que ahora la estás soñado tú a ella?

Te preguntas con qué moraleja se pueden rematar estas páginas, si ni siquiera recuerdas su cara. Ni tampoco su voz. Ni su figura. Nada, imposible. Por más es­fuerzos que haces, no hay per­so­naje. Ni historia que valga. No hay trama. Ningún giro im­previsto. Ningún arco emo­cional ni epifanía trans­formadora. Su vida no daría ni para el episodio piloto de una miniserie de madrugada. No hay nada, nadie. Un holo­gra­ma mudo. El silencio abovedado de una energía ciega. Una in­te­rro­ga­ción sin respuesta. Tu boca se mueve por voluntad propia sin emitir sonido alguno. Las hileras de letras brotan y desaparecen solas de la pantalla de tu ordenador. Nadie está escribiendo esto.

Odias los finales abiertos.

Era casi nada, todo el rato. Ella. El murmullo de la cisterna al vaciarse, el chirrido de los tenedores al chocar contra el plato de loza, un poco de tos, medio estornudo. Poco más. Su muer­te no ha en­tris­te­cido a nadie, no ha interrumpido nada, no ha ensombrecido –tranquilícese, señor de camisa de selva– el sol del verano. Importa ser feliz, ser des­gra­cia­do, al menos un rato cada día.

La vida no era buena ni mala, era imposible, un jeroglífico hecho todo de semanas, renovación de papeles, alergias, cortes de digestión, razones equivocadas para vivir o morir, muestras de orina, sensatez a destiempo. Pero sobre todo la vida era antihigiénica, Dios nos asista, qué cantidad de gérmenes, cuántas bacterias, polución, cualquier cosa que toques está forrada de porquería, rebosante de mocos y pelo, una ola de inmundicia recubre todo el planeta, de los polos al desierto, cercos de grasa, podredumbre, churretes por todos lados, imposible limpiarlo todo, de nada sirve frotar: nada, que no sale.

Ella. Era morena. Era rubia. O sería una de esas criaturas miopes de las que después alguien comenta:

–Sinnombre no era guapa, porque no era guapa, pero tenía un pelo.

Nunca la co­no­ci­mos. Ni nos interesó co­no­cer­la. Y ahora es tarde. Nos roza­ría­mos con ella por casualidad, al­gu­na vez, su­pon­go que sí, es inevitable al vivir en comunidad, en el instante de entrar o salir de los espejos de acuario del ascensor. Buenos días, buenos días. El pa­ra­guas en la mano, empuñado con diligencia por unas falanges es­tre­chas, la muñeca esquelética emer­gien­do de un puñito de encaje, la boca dramática, el pegote de carmín mal repartido (daban ganas de sacar una torunda de algodón y despintarla), ella no sospecha aún lo que sucederá poco después con su vivienda, con su vida, tirarlo todo a la alcantarilla, mucha repostería sobrante, crema pastelera, tarta de San Marcos, bocaditos de nata, dulces de malvavisco, todo fuera, lejos, roto, más de una semana muerta apestosa y los dos solos en el ascensor, tú y ella, durante un minuto cromado, un tintineo de llaves, tenía un pelo, ha sido la mano de Dios, pasimisí pasimisá, parece que va a llover, el tiempo se ha vuelto loco de repente, ya no sabe una ni qué ponerse para atinar, desde luego, diga usted que sí. Las pestañas bajas, por timidez y decoro social. Esa brizna final de coquetería, mientras cae el telón, que es lo último que pierde la calavera humana antes de instalarse en el columbario.

No hay mucho más que aña­dir. Solo cabe rendirse ante la ma­te­ria­li­dad de los hechos, a su carnalidad cruda. Es locura pre­ten­der que algún día la hu­ma­ni­dad se sacuda de encima la in­diferencia, igual que el león su melena.

No.

De madrugada, la voz de nuestro anfitrión se elevará alegre sobre el estruendo festivo y los vasos de cartón volcados:

–¿Alguien quiere más muerte? Queda más muerte en la cocina. En el frigorífico, en las bandejas. Id y serviros, si queréis. Con toda confianza. Tenemos muerte de sobra.

Si nada lo impide, el bo­chor­no remitirá poco a poco y nos concederá una tregua. No tardarán mucho en acortarse los días y en alargarse las sombras. Aparecerá una nube oscura en el ho­ri­zonte. Dos nubes. Se apagará el oro de los insectos.

–¿Te marchas ya? ¿Qué prisa tienes? Si te quedas un poco más te presentaré a De Michelis. Está deseando conocerte.

En algún lugar se celebrará una fiesta y tú no habrás sido invitado. En algún lugar alguien bailará, festejará un empleo o su despedida de soltero, sonará un timbrazo a deshoras. La hierba de los días será segada bajo tus pies. Con toda probabilidad llegará septiembre, calzado con sus botas manchadas de matar animales lentos. Luego llegará octubre con su olor incestuoso de dinero manoseado y muestrario de guantes. Llegará noviembre, y será una puerta abierta al misterio del océano, plateado de redes de pesca. Llegará diciembre y será una partida de ajedrez disputada en un gimnasio. A lo lejos despuntará enero como una cabina telefónica en el medio del desierto.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Tizón

Donde habite el olvido

22 de mayo de 2018 10:03:15 CEST

Mi madre decía que la novela que más le gustaba era una que daban por la dos, todos los días, después de comer. Iba de un rey con muy mal carácter (muy levantisco, decía ella), que recorría sus posesiones sembrando maldades a diestro y siniestro y asesinando a todos sus enemigos. Estaba casado con muchas mujeres, aunque no hacía caso a ninguna nada más que para Eso, con mayúsculas (aquí mi madre me miraba cómplice, y yo no podía evitar bajar los ojos, como cuando era pequeño),  y el resultado era que estaba cargado de hijos que se le iban de casa enseguida. El rey era africano, pero no negro, (esto parecía importarle mucho) y tenía un pelazo igualito, igualito al de tu padre cuando era joven.

Yo la escuchaba como siempre, pensando en otras cosas, con la cabeza fuera de ese salón pequeño, invadido de muebles, medicinas y fotos y presidido por una televisión prehistórica. Parecía mentira que allí hubiéramos pasado tardes enteras los cinco hermanos.

Como yo seguía soltero, era el que más iba a verla, y el que mantenía un poco el orden, por eso cuando mi madre murió por una complicación de la anestesia durante la operación de cataratas, me tocó a mí abrir armarios y vaciar cajones antes de poner la casa en venta.

Mi madre guardaba todo: nuestros boletines de notas, estampas de la Virgen, recortes de periódicos donde aparecían fotos de gente que se nos parecía mucho, facturas, recibos...Agobiado, pedí ayuda a mis hermanos y acordamos quedar después de comer para repartir todo y tirar lo que no sirviera.

No recuerdo quién de ellos apretó el botón del mando a distancia ni quién apuntó que a esa hora daban la novela que a ella le gustaba tanto. Solo sé que acabamos sentados en el viejo sofá, como antes, y dejamos que una tristeza empañada de perplejidad fuera ganando espacio al cansancio, mientras contemplábamos las primeras imágenes.

Cuando empezaron los anuncios, la pequeña llevaba llorando hacía más de diez minutos, el mayor tenía  los puños apretados, en un gesto que tanto podía ser de ira como de remordimiento,  y los otros dos miraban fascinados la pantalla como si hubieran sido testigos de una súbita revelación.

Solo yo permanecía sereno, tal vez porque era el que más visitaba a mamá, si no el único, el que conocía sus manías, sus despistes, su discurso repetitivo y sin sentido que solo se interrumpía para preguntar por los nietos.

Solo yo había sido destinatario de sus confidencias, de su pérdida paulatina de visión, solo yo, en definitiva podía no avergonzarme y sobre todo no extrañarme de que mamá tuviera toda la razón del mundo. Su novela daba cien mil vueltas a cualquier libro que yo hubiera leído. Tenía sangre, pasión, muerte, persecuciones y vida más allá de lo imaginable.

Pero hacía falta tener sus ojos para comprender que en la dos, después de comer, un rey africano, pero no negro, devoraba a sus enemigos y tenía un pelazo, igualito, igualito  al de mi padre cuando era joven.  Y vivía más allá de la soledad y la pérdida, en los lejanos desiertos del Serengueti, donde habita el olvido y crece como hiedra la inapelable crueldad de la desmemoria.

 

PRONOMBRES INTERROGATIVOS

 

Nuestra primera vez fue un fracaso. Tú no sabías dónde ni yo cómo, así que nos entró la risa y nos fuimos cada uno por su lado sin saber por qué.

Con el tiempo y mucha práctica, ya solo tenías que enarcar las cejas preguntando cuándo,  para que a mí dejara de preocuparme quién.

Pero como siempre, después de las preguntas, empezaron a bombardearnos las respuestas, los relativos, los posesivos o lo numeral. Y lo tuyo y lo mío, ella y él, este o aquella, alguno, poco, mucho o demasiado cayeron sobre nosotros con sus letras picudas.

Cuando ya no quedó nadie ni nada, volvimos a mirarnos, más aturdidos que excitados, y  tú dijiste venga, y yo dije, vamos, y todo volvió a conjugarse de nuevo.

Así estamos desde entonces, entregados el uno al otro (por y para, no obstante y sin, sobre y tras) escondiéndonos de la norma en los quicios oxidados de la puta gramática. 

 

 

TWITTER TUUS

 

Como no sabía a quién seguir, pedí una solicitud de amistad al Papa. Me respondió él mismo, en persona, supongo que desde  el  ordenador que está en ese salón con vistas impresionantes a la plaza de San Pedro, donde vive, y me dijo que me aceptaba encantado. Animado por tan buen principio, comencé a leer su twitter a todas horas. Menudo tío. Vaya frases, vaya estilo, aunque a veces no entendía mucho, porque escribía así, como antiguo. Algunas cosas me sonaban de cuando pequeño, lo de amaos los unos a los  otros, y lo de honrarás a tu padre y a tu madre, por ejemplo, pero quién no se repite. No había día que no escribiera un pensamiento magnífico, y sin pasarse de caracteres. La vanidad no solo nos aleja de Dios, sino que nos hace ridículos. O la corrupción es el cáncer de la sociedad. Toma castaña. Con sus puntos, sus comas, sus mayúsculas. Un tío. A fuerza de seguirle de la mañana a la noche, me hice amigo suyo, pero de los de verdad, de los de retuitear y compartir, y dar al me gusta como loco. No había foto que subiera en que yo no pusiera algún comentario. Que luego dijeran que si estaban subidos de tono, ahí ya no entro. Que si bloqueé la cuenta con mis mensajes y no debía haber enviado todas mis fotos, eso es ya otra cosa. Para pesados ellos, y para mentirosos. Ahora resulta que no era el papa el que escribía los mensajes, sino una monja de clausura al cargo de las redes sociales. Una monja. Y encima negra, imagino, para más inri. O aceitunada, o vete tú a saber de qué país extraño de esos que aún no hemos evangelizado. Así que he dejado de seguirle. Qué desengaño; pero la mancha de una mora con otra mora se quita. Ahora he pedido amistad a otro tío. Es mucho más joven, más guapo y desde luego mucho más moderno que el Papa. Al menos eso parece en las fotos. Se llama Che Guevara y escribe unas frases magníficas. Prefiero morir de pie a vivir arrodillado, dice el tío. Aún no me ha contestado, pero no creo que tarde en hacerlo.

 

 

 

HIPÓLITA

 

Vuelven a dejarlos debajo de sus camas, con mimo, también con un poco de miedo, como si fueran fragmentos de cristal. No os fiéis, dice la reina, no son tan frágiles. Si no estuvieran atados, se comportarían como los demás. Todas obedecen, salvo la pequeña, a la que la sacerdotisa cortará un pecho mañana, para que pueda apoyar mejor el arco. Es la ceremonia que todas están esperando desde niñas. Ella, no. Ella aguarda impaciente que él se desate y salga de debajo de su cama para cumplir su promesa. Artemisa no puede castigar un amor así.

En la penumbra, Hipólita reza para que esta vez nazca una niña. Ya llevan muchas lunas tirando material defectuoso.

 

DON JUAN

 

Y ha habido años en que don Juan se levanta y se lleva un susto de muerte, con tanto imbécil suelto y tanta calabaza y máscara de plástico (los primeras veces pensó que eran reales) y ya no le quedan ganas ni de cenas ni de corregidores ni de apartadas orillas siquiera, y sin pasarse por la hostería del laurel, y esquivando vómitos y botellones, se vuelve pian pianito a su tumba, maldiciendo este siglo que se le está haciendo tan largo.

 

TARDES DE NOVIEMBRE

 

Castilla en noviembre da para lo que da, un curso de dibujo en la sala heladora de la casa de cultura, con las mismas compañeras del curso de repostería y corte y confección, y casi iguales que las del taller literario. A este vamos menos, será porque la chiquita (siempre son chiquitas) que viene de la capital cada tarde y se vuelve por la noche rodeada de niebla, se empeña en que escribamos lo que ella dice y no nos deja leer las poesías tan bonitas que tenemos ya escritas, y que tienen tanto éxito en las fiestas de la Virgen, en ese mes de agosto que queda aún tan lejos. Yo creo que se va cada día más desanimada, pobrecita, entre tanto viejo y tanto romance que le debe de sonar a chino. Empeño le pone, eso sí, y cada miércoles (el  año  pasado fue los jueves) viene cargada de fotocopias y nos hace leer, como en la escuela, y levantamos tanta algarabía que alguna vez nos manda callar don Francisco, el párroco, que está en la sala de al lado, con los restauradores que también vienen solo un día a la semana. A las de pintura nos tiene dicho que pasemos a echar una mano, que hay un cuadro pequeñito que bien podríamos ir restaurando nosotras. No sé. Ya veremos.

Castilla en noviembre da para lo que da. Un paseo muy corto para bajar los dulces de los santos antes de la visita de la médica, que viene siempre a echarnos la bronca, una vez por semana. A ver qué paseo quiere si aquí enseguida se echa la tarde encima y la noche ni te cuento. También da para quedarse en casa, tras los visillos, arropada con la falda del brasero y ver una novela tras otra, eso si no ha nevado arriba, y no se va la luz, lo que sucede a menudo.  Entonces te puede dar por pensar y eso es malo. Estarse mano sobre mano es pasto para el demonio. Lo mejor es entretenerse como sea, alargar las tareas. Irse cada dos por tres a la tienda como si se te hubiera olvidado algo, un pimiento verde, dos tomates, una lata para la cena...poner un puchero en el fuego, apuntarse a todo lo de la casa de la cultura, ir renqueando a la consulta, dejar pasar las horas.

Si no, te da por los malos pensamientos y es un no parar. Un runrún que se te mete dentro y ya no puedes pensar con calma. En noviembre, por las tardes, te dan ganas no sé, de comerte dos bolsas de floretas, tres huesillos de un golpe, mojados en café, prender fuego a la iglesia, matar a la médica, pintarrajear el retablo, acabar con el marido o la vecina como se hace con los conejos, de un golpe seco y certero.

Pero enseguida llega diciembre. Y adornamos la casa de cultura, y el de dibujo nos manda colorear postales de Navidad, y en manualidades ya vamos por el tercer nacimiento y hasta la del taller literario nos deja recitar esos versos tan bonitos al niño Jesús que nos gustan tanto. Incluso la médica baja la guardia y hace la vista gorda con los turrones.

Diciembre es otra cosa, sí. Vienen los nietos, los hijos, los vecinos que se fueron. La casa se llena de risas y ya no escucho las voces. A lo mejor tienen que ver las pastillas que me tomo. O a lo mejor es que ya nadie pregunta por él y por la zorra de la vecina, tan a gusto los dos en la capital, desde que los pillé en la cama. Al menos eso dicen, porque por aquí no hemos vuelto a ver a ninguno de ellos. Ni falta que hace.

Mientras tanto, es noviembre y Castilla da para lo que da. La falta de luz y el cambio de hora nos afectan mucho, pero no hay que quedarse en casa. Fuera hace mucho frío, pero dentro, sobre todo si se va la luz y no se puede ver la novela, ellos dos empiezan a hablar bajito y a echarme en cara que no los haya enterrado. Se quejan, pobres. Como si la culpa fuera mía y no de ellos, que no supieron entretenerse como dios manda. Mira yo, que para no oírlos, me como dos o tres huesos de santo, y me voy donde la casa de cultura a dibujar o a escribir, según toque. Dentro de nada llegará San Andrés y dejaré de escucharlos pero ahora es noviembre, y  habrá que pasarlo como sea.

 

PALOS DE CIEGO

 

Les hace el lazo con cuidado, para no equivocarse. Siempre han sido muy puntillosas las gemelas. Y muy habladoras. Nunca han sabido guardar un secreto. Con lo fácil que hubiera sido quedarse calladitas y no andar hablando de sus manos de ciego. Sus lazarillos, las llamaba, cuando aún dejaban que se apoyara en ellas para bajar las escaleras. Siguen oliendo bien a pesar de la sangre. Ha sido una pena acabar así. Las gemelas. Tan dulces. Las niñas de sus ojos.

 

FILLING GAPS

 

Se apuntó a la escuela de idiomas para ligar, con la nada secreta esperanza de acabar en la cama de alguna de las esbeltas profesoras de inglés que pasaban como muchachas en flor, dejando un rastro de algo parecido a la modernidad en la húmeda ciudad provinciana. Del inglés, pasó al francés y de este, al italiano, cosechando al mismo tiempo éxitos académicos y fracasos amorosos, sin rendirse jamás. Cuando estaba a punto de terminar alemán y portugués (la profesora de alemán era una valquiria contundente repleta de promesas que no se cumplieron nunca), le llamaron del rectorado para ofrecerle la secretaría de relaciones internacionales,  y él aceptó. Esa noche soñó con mil estudiantes rubias que acudían ruborizadas a pedir su ayuda y se despertó embriagado de sudor y posibilidades. Como era muy buen gestor y no molestaba mucho, fue escalando posiciones de forma inversamente proporcional a sus conquistas. Un año se convirtió en vicerrector, y al siguiente le llamaron del ministerio para que se encargara de las becas europeas, hasta que, tras varios ascensos, acabó presidiendo algún organismo importante en Bruselas, cumpliendo treinta años de casado, y convertido en padre de tres universitarios magníficos. 

Y entonces, una mañana de invierno, mientras contemplaba desde el inmenso ventanal de su cálido despacho el trasiego de jóvenes y rubias estudiantes, recordó aquellos días de la escuela de idiomas, la dificultad de los verbos irregulares, la reading comprehension, los filling gaps, los casos, el vocabulario,  las cañas de después, las dulces italianas, las elegantes francesas, la portuguesa casi tan alta como él, la alemana rubicunda y turgente, la lituana de cola de caballo, la ucraniana, la juventud, los escarceos, la vuelta siempre solo a su helado piso de estudiante y al somier hundido y sórdido ... y suspirando, pensó que si comparaba sus aspiraciones de entonces con los logros de ahora, no tenía  más remedio que aceptar que su vida había sido y era un auténtico fracaso.

 

EL CUERPO DE CRISTO

 

Besa con cuidado la que le corresponde y otras dos más, por si acaso. Se sabe de memoria el orden de la fila, pero aun así, puede haber imprevistos. Luego vuelve a dejarlas en el sagrario, sin olvidar santiguarse. Aún no ha amanecido y ya ha cometido su primer pecado. Dios sabrá perdonarla. Él fue quien la dejó viuda, y quien envió al  pueblo a Don Antonio, el nuevo cura, tan joven. Quizá sus designios sean inescrutables, pero no hay nada malo en allanar el camino, en hacer que él sienta la pasión de su boca, cada vez que se lleve una hostia a los labios, el cuerpo de Cristo, Amén.

 

ANUNCIOS

 


No me gustan los anuncios caducados. Alguien debería arrancarlos, despegarlos de las marquesinas y farolas, exterminarlos como si fueran una plaga. Campamento de verano, piscina, actividades infantiles, diversión para todos, tf. 654789087, dice uno en esta mañana helada que cubre de vaho la parada del autobús (ahora no podemos tener niños, no tenemos tiempo ni dinero). U2 en concierto. Semana Santa en Sevilla, tf. 653457876 (dónde vamos a ir nosotros que estemos mejor que en casa). El frío se cuela por mis zapatos y sube sin encontrar obstáculos hasta los cristales empañados de mis gafas. Residencia geriátrica, El jardín del mayor. Petanca, gimnasio, atención familiar. tf. 678978745. (No podemos quedarnos con tu madre. Solo nos faltaba eso). Gabinete psicológico. Terapia de parejas. Solución garantizada. tf. 643567876.

Se busca piso en la playa. Pequeño, una habitación. No importan vistas.

Debajo mi teléfono brilla como la luz de un faro en esta mañana de niebla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Galán Rodríguez

Hablando con el logro

21 de mayo de 2018 12:59:38 CEST

Mis logros, no sé ni en qué unidades

referirme a ellos, si en libras esterlinas, en watios

o en lingotes, qué más da si mis logros

sentados a la mesa frente a logros ajenos

 

no saben mantener ni una conversación.

Los míos se ponen a pensar por qué no avanzo, quizás

me falta combustible o me dormí

conduciendo un camión en plena madrugada.

 

Cómo decirle al profesor que algunos

de los conceptos de la clase de ayer

no me quedaron claros  (mis ancestros

me transmitieron su ignorancia

creyendo que se trataba de un valor.)

 

Es como la tragedia del enano alto: nadie le cree al decir

“Soy un enano de un metro noventa”, no pasa

por enano y sin embargo se come las tostadas

secas, siempre sin mermelada, porque no alcanza el tarro

del estante de arriba.

 

 

Hay cosas que suceden

en retrospectiva: fui Miss España

a los veintitrés años y me entero precisamente hoy.

Acabo de vomitar unos pimientos fritos

de hace cuatro meses y es ahora cuando siento molestias

y pesadez de estómago. Es la sota de bastos

la que me pega con su arma de ficción. El basto no era hueco,

era duro por dentro: tantas partidas en la sobremesa y

no nos dimos cuenta.

 

Estoy tranquila:  mi venganza es la venganza

de la naturaleza. No soy yo quien impondrá el castigo,

antes bien son las coplas de Jorge Manrique a su difunto padre

quienes están a cargo de gestionarlo todo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Cebrián

La prosa de Bishop

4 de mayo de 2018 09:00:03 CEST

Para el lector español, el primer contacto con la poesía de Elizabeth Bishop (Worcester, Massachusetts, 1911 – Boston, 1979), que apenas publicó cien poemas en vida, fue probablemente a través de los que tradujo Octavio Paz, recogidos en Versiones y diversiones. Luego llegó la primera antología, publicada por Mistral, de Orlando José Hernández, la misma que apareció unos años después en Visor.

 

La editorial Igitur publicó otro florilegio: Obra poética, a cargo de D. Sam Abrams y Joan Margarit, y antes, su libro Norte & Sur,  traducido por Eli Tolaretxipi.

 

Por su parte, Vaso Roto, que ya había publicado Una antología de poesía brasileña y Flores raras y banalísimas. La historia de Elizabeth Bishop y Lota de Macedo Soares, de Carmen L. Oliveira, da a la luz, en dos tomos, su Obra completa y empieza por el segundo, que titula, a secas, Prosa. Lo ha traducido con solvencia el poeta Mariano Peyrou y el volumen tiene casi ochocientas páginas. La edición literaria es del poeta y crítico Lloyd Schwartz, así como el prólogo.

 

No es la primera vez que se da a conocer la prosa de la norteamericana en España. En Lumen apareció Una locura cotidiana, un conjunto de apenas ocho relatos traducidos por Mauricio Bach que tuvo una excelente acogida por parte de la crítica.

 

El libro que nos ocupa está dividido en cinco partes: “Cuentos y memorias”, “Brasil”, “Ensayos, reseñas y homenajes”, “Correspondencia con Anne Stevenson” y “Apéndice: Prosa temprana”. Pone el colofón un breve capítulo dedicado a la procedencia de los textos.

 

En lo que se refiere a la prosa propiamente dicha, diremos que se reúnen los relatos que publicó en vida, casi siempre en The New Yorker, a caballo entre la memoria y la ficción, con un inevitable cariz autobiográfico que ella misma confiesa. Así, en el más famoso, “En la aldea” (que para Bach era “pueblo”), se alude a la locura de su madre, internada en un sanatorio psiquiátrico. Este hecho y su posible causa: la prematura muerte de su padre a los 39 años, cuando ella tenía ocho meses y su madre 29 (y llevaban tres años casados), obligó a que la cuidaran sus abuelos maternos, muy presentes en éste y otros relatos, como “El ratón de campo”, donde la casa colonial de la familia, una antigua granja de Nueva Escocia, se convierte en centro de operaciones. Con ironía, dijo haber tenido “una «infancia infeliz» de primera categoría”.

 

Otros relatos reales son “Gwendolyne” y “La clase de infantil” (sus primeros recuerdos, cuando tenía cinco años y su madre enloqueció). En “La Escuela de escritura. EEUU” narra su trabajo como correctora de textos por correspondencia, donde menciona su “educación de clase alta” y su paso por el exclusivo Vassar College. En “Un viaje a Vigia” ya aparece Brasil. En “Esfuerzos del cariño: Recuerdos de Marianne Moore” evoca a su mentora, amiga y excepcional poeta, a la que conoció (junto a su influyente madre) en 1934, “una de las mejores conversadoras del mundo”. Porque la ficción cede el paso a la memoria, bien podría haber sido incluido en la segunda parte del volumen.

 

Los relatos que conforman el núcleo central de su prosa creativa, fueron escritos en un periodo de cuarenta años, entre 1937 (“El bautismo”) y 1977 (“Recuerdos del tío Neddy”).

 

A manera de resumen, podríamos decir que aplicó a la narrativa los mismos principios que destinó a sus versos. Admiraba en un poema, sobre todo, “la precisión, la espontaneidad, el misterio”. Cualidades que también imperan en sus relatos, alejados de cualquier atisbo de prosa poética al uso, edulcorada y falsamente lírica. José María Guelbenzu, que los califica de “minimalistas”, afirma: “La sencillez es, en este caso, una obra maestra de depuración estilística”. Y añade: “Bishop muestra en su prosa una alta imaginación poética, pero no hace poesía con ella”. Y concluye: “Todos los cuentos parecen hechos de minucias y se aproximan al lector con una actitud casi doméstica, pero tras ellos se adivina la mirada soberbia de alguien que sabe distinguir muy bien entre lo que es significativo y lo que no lo es”. 

 

Por Brasil, todo un libro (que nunca le convenció), cobró diez mil dólares, pero los editores de la revista Life, donde vio la luz, no respetaron el original que en esta edición aparece por primera vez tal cual se concibió.

 

En lo que respecta a la tercera parte, no es casual que empiece analizando la poesía de Marianne Moore: “Como gustéis”. Sigue con e.e. cummings (compartieron asistenta un tiempo), Emily Dickinson (a cuya estirpe pertenece: “En cierto modo, todas las cartas de Emily Dickinson son cartas de amor”), Laforgue, Huxley (en Brasil), Lowell (tanto el texto para la sobrecubierta de Life Studies como “Notas sobre Robert Lowell”, que no deja de ser un excelente retrato del “magnífico poeta” bostoniano. “Cada vez que leo un poema de Robert Lowell tengo una escalofriante percepción del aquí y el ahora, de una precisa contemporaneidad”. La de Lowell es una presencia constante, le admiraba profundamente.

 

Mención aparte merece “Escribir es un acto antinatural”, una suerte de poética. Ahí habla de las citadas cualidades del poema y nombra a sus tres poetas favoritos (“en el sentido de que son como mis «mejores amigos»”: Herbert, Hopkins y Baudelaire. También habla de Auden (al que dedica más adelante un homenaje: sus versos “forman parte de mi vida”), Frost, Wordsworth…

 

Elogia a Randall Jarrell (“el mejor y más generoso crítico de poesía que he conocido”) y podemos leer el prólogo a Una antología de la poesía brasileña del siglo XX.

 

La correspondencia con Anne Stevenson, de 1963 a 1965, con motivo de la monografía sobre su poesía para la “Twaynes United States authors series”, es acaso lo mejor. Alude a ese estudio como “esta especie de condensación de mi «vida»”. Habla de su afición a la pintura, la música y la arquitectura. De lo “harta” que está de que la “asocien” a Moore: “yo siempre he sido una poeta del montón con un «oído» tradicional”. De Lowell, Stevens, Neruda, Chéjov y Dewey. De su labor literaria: “Trabajo con mucha lentitud”. Del “pecado capital” de “la falta de observación”. De política (“siempre he sido anticomunista”) y religión (le gustaba Santa Teresa). De cómo dice haber escrito una poesía “preciosa”, pero que detesta lo “precioso”. “Mi pronóstico es pesimista”, asevera.

 

Cierra el volumen la prosa temprana, casi toda publicada en Vassar entre los años 1929 y 1934.

 

 

 

 

Elizabeth Bishop, Obra Completa. Volumen 2. Prosa  Madrid, Vaso Roto, 2016.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

La vida nos somete a numerosas presiones y momentos en los que desearíamos desaparecer, aunque solo fuera momentáneamente para luego regresar a nuestra vida cotidiana, con sus miserias y sus (a veces) alegrías. Desde que nacemos tratamos de buscarle un sentido a nuestra existencia, dentro de un vínculo social con los demás que ahora, en estos tiempos de redes sociales que abrotoñan por doquier, en una vida cada vez más individualizada, necesita una revisión. Cuando decidimos, por el motivo que sea, romper esa unión con los demás y concedernos un tiempo, estamos, en cierto modo, tratando de salvarnos a nosotros mismos. Por eso, en ocasiones, el vínculo social con los demás puede convertirse en algo opcional e innecesario. Recordemos, aunque resulte tópico, que el hombre contemporáneo, como afirma Le Breton (Le Mans, 1953), se halla cada vez más conectado o comunicado, pero menos vinculado, en un giro en las relaciones sociales que marca nuestros tiempos. Así, para el sociólogo y antropólogo francés, existe un estado de ausencia, denominado blancura (p. 15) que consiste en “despedirse del propio yo, provocado por la dificultad de ser uno mismo”. A partir de esa idea, Le Breton comienza a desarrollar las diferentes formas de alcanzar esa blancura, a la que se llega, muchas veces, cuando uno no puede seguir asumiendo más el papel o personaje con el que la sociedad lo reconoce. Este retiro del mundo, que suele ser voluntario, puede ser también el resultado de una enfermedad degenerativa, demencias, alzhéimer o del simple proceso de envejecimiento.

Quizás sea la desaparición, como reza el subtítulo de este ensayo, una “tentación contemporánea”, siempre y cuando esta se haga de manera voluntaria y nos permita, de algún modo, seguir afrontando la vida. Pero no responde a ese patrón en la mayoría de las ocasiones, pues detrás de las muy diversas formas de desaparición que se analizan en el libro, no todas van asociadas a una decisión voluntaria y meditada. Quizás este deseo de desaparición responda al desnortamiento que padecemos, a la falta de referentes o a la no asunción de nuestra identidad y lugar en el mundo. Una manera de desaparecer la veíamos ya en el anterior y fantástico ensayo de Le Breton, titulado Elogio del caminar (Siruela, 2014), en el que el paseo y el acto de caminar suponen ya en sí un acto desaparición, una liberación de nuestras esclavitudes cotidianas. De hecho, este libro guarda una estrecha relación con Desaparecer de sí, en una forma de continuidad sobre determinados temas, principalmente nuestra manera de ser individuos y las responsabilidades que asumimos en nuestro día a día.

Para Le Breton, hemos de reservarnos un espacio íntimo, que nos permita dejar de asumir las obligaciones de nuestra identidad. De esa manera, realiza un recorrido por las distintas formas de desaparición a lo largo de la historia, con cierto detenimiento en el mundo presente, como el de los jóvenes. Comienza definiendo qué entiende por la blancura (“la voluntad de ralentizar o detener el flujo del pensamiento, de poner fin a la necesidad social de componerse en todo momento un personaje”, página 23) y cómo se puede lograr. La indiferencia es una de ellas (pensemos en personajes literarios como Bartleby, Oblomov… y recordemos también, que este mismo tema, el de la desaparición, es el de la fantástica novela Doctor Pasavento, de Enrique Vila-Matas); otra es la de la multiplicación de personalidades para diluir la presente (Pessoa y sus heterónmos) y, finalmente, el abandono de la propia historia y la aceptación de una nueva identidad alejada del boato y la leyenda (T. E. Lawrence), que no hacen sino suponer una decisión extrema de libertad individual.

Junto a ellas, existen otras más sencillas y discretas (y algunas placenteras), como dormir. El sueño se convierte en una ausencia natural en la mayoría de las ocasiones, si bien en otras puede deberse a situaciones o experiencias traumáticas. Pero es tal vez el deseo de desaparición asociado al tiempo presente el que más posibilidades concita: el burnout en el trabajo, la hiperconexión a la que nos vemos sometidos, la competitividad extrema, la necesidad de cumplir con unos objetivos casi inasumibles…Todo ello puede derivar en ausencias o desapariciones involuntarias como la depresión, la fragmentación de la personalidad, los trastornos de disociación, la absorción en una actividad que nos abstraiga de todo (por ejemplo, véase a este respecto el interesante artículo que Rubén Benedicto dedica a las teorías del filósofo Byung-Chul Han publicado en el anterior número de Turia). Quizás dentro de unos años podamos ver con más claridad en qué ha derivado, pero columbra uno que los trastornos y evasiones que nombra Le Breton a cuenta de nuestro modo de vida actual aumentarán y tomarán nuevas formas.

La adolescencia es también un periodo de la vida clave para el análisis de nuestro autor, pues en él conviven diversas posibilidades de desaparición, algunas en constante aggiornamento, sobre todo las denominadas “conductas de riesgo”, (véase el capítulo 3, titulado “Formas de desaparición de sí en la adolescencia”). Más compleja es, desde luego, la parte dedicada a las enfermedades asociadas a la desaparición de uno mismo, como el alzhéimer o la demencia senil, que son analizadas con rigor y precisión y que remiten a una forma bien diferente de ausentarse (involuntariamente) del mundo. El contraste entre esta parte y la anterior –el análisis de las desapariciones asociadas a conductas de riesgo en la adolescencia- resulta cuando menos clarificador de cuáles son los derroteros por los que se mueve nuestra sociedad.

Asimismo, la desaparición puede suponer una oportunidad de una nueva vida, alejada de las presiones que sobre nosotros se ejercen cotidianamente. Ahí están los caminantes de largo recorrido (el camino de Santiago, Thoureau…), la desaparición y posterior asimilación en otras culturas más allá de las fronteras establecidas, lejos de la burocracia y sus obligaciones, como los coureours des bois (los tramperos) en los siglos XVIII y XIX en los territorios fronterizos de Norteamérica, tentación hoy imposible, aunque algunos traten infructuosamente de emularla en fechas más recientes (véase, por ejemplo, la historia de Chris McCandless que relata Jon Krakauer en Hacia rutas salvajes, también mencionada en el libro).

En cualquier caso, todas estas posibilidades de desaparición remiten a una búsqueda constante de uno mismo, en permanente revisión y cambio, que no hacen sino mostrar la fragilidad con la que se construye la personalidad de cada uno en la sociedad contemporánea, en tanto en cuanto se es un ser social. Tal vez se eche en falta alguna alusión a los retiros místicos o espirituales, que tanto peso y tradición tienen, pero eso no empaña para nada el profundo calado de este ensayo, desde luego. Nuestro tiempo está caracterizado por múltiples tentaciones que pueden llevar hacia la desaparición de sí mismo, pero no hemos de olvidar que somos nosotros los que creamos esas imposiciones y esa presión coactiva que parece instalarse en cada una de las actividades que realizamos. Y ahí está el quid de la cuestión.- PEDRO MORENO PÉREZ.

 

David Le Breton, Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea,  Madrid, Siruela, 2016.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pedro Moreno Pérez

César Simón y la poética de la nada

4 de mayo de 2018 08:53:03 CEST

Para buena parte de los lectores de poesía de nuestro país (esa rara especie tal vez en vías de extinción) el nombre de César Simón (Valencia, 1932-1997) no es desconocido. Sin embargo, hay que reconocer al mismo tiempo que su obra ha tenido una recepción como poco irregular.  Simón, en absoluto un poeta precoz, publica sus primeros libros en los años setenta, cuando las modas literarias no estaban precisamente por una voz tan descarnada, tan ascética, tan dada a la depuración expresiva como la del valenciano. Nacido el mismo año que otro levantino ilustre, Francisco Brines, con quien mantuvo una relación de amistad, su obra solo tangencialmente puede relacionarse con lo que se ha llamado generación del cincuenta o del medio siglo. Y, como es sabido, en nuestro panorama literario es casi un pecado no adscribirse con claridad a esa fantasmagoría crítica llamada “generación”.

Es cierto que el difícil equilibrio entre lirismo, meditación y ciertas dosis de narratividad (el propio escritor afirmaba que buscaba un “lirismo no poético”) solo alcanza su plena madurez en los últimos libros, que corresponden al último decenio de la vida del autor. Extravío (1991), Templo sin dioses (1996) y El jardín (1997) nos muestran a un poeta que ha acabado de encontrar una desnudez, que tiene poco que ver con la vocación juanramoniana, porque será hasta el final una poesía impura, hecha más de renuncias que de afirmaciones. Esa voluntad ascética¸ visible incluso en los títulos de sus primeros libros (pienso, por ejemplo, en Pedregal o Erosión), se plasma en la consigna preferida del poeta, según recuerda Vicente Gallego, responsable del volumen: “¡Cuidado con el adjetivo!”. Sin embargo, se trata de algo más que de una cuestión de estilo: la escritura de Simón tiene algo de experimento químico (o alquímico) en su operación de filtrado, de destilación de la experiencia. En no pocos poemas aparece (o se adivina) el rastro de una experiencia, cuyo núcleo secreto el poema se empeña en desvelar, aun a riesgo de que el secreto de ese fragmento de vida, y por consiguiente de toda la existencia, no sea sino la nada. La nada, como bien apunta Vicente Gallego, se convierte en un motivo recurrente en el escritor: una nada que pone entre paréntesis el valor de toda realidad (como ocurre en la experiencia amorosa que se refleja en El pretexto y el fervor), pero también una nada que en algunos momentos parece desbordar la constatación nihilista para sugerir un fondo sagrado (aunque sin dioses) de lo real: “Ama la nada prosternado/ si a ella conduce el río de la fuente;/ bebe en la fuente, todo y nada”.

Esa tensión paradójica de una nada que es a la vez ausencia suprema y extraña presencia está en consonancia con otras paradojas que no rehúye en absoluto la obra del valenciano (como dice Carlos Piera, la poesía no teme acoger la contradicción, y es esa una de sus virtudes imprescindibles). Así, la huida de artificios retóricos, que puede desembocar en cierta sequedad expresiva, y esa labor de depuración de la experiencia a la que ya me he referido, es perfectamente compatible con una secreta sensualidad. La poesía de Simón es una poesía encarnada en un lugar, en un paisaje concreto. Sin embargo, estamos muy lejos de la mirada mediterránea del citado Brines, pero también de la de un Gabriel Miró o un Gil-Albert. El lugar de la escritura de Simón (como también su estilo) tiene que ver más con cierto Azorín y su gusto por la austeridad del paisaje, aunque sin huella alguna del espiritualismo noventayochista.  Como señaló con acierto Guillermo Carnero, el espacio, real y simbólico, de su lírica es el secano, lo que casa bien con su estilo con frecuencia descarnado, pero con una voluntad cierta de iluminación. Una voluntad que me atrevería a llamar solar, pero de sol del mediodía, a medio camino entre el delirio fecundo y la extrema lucidez.

Abundan en el poeta las composiciones de lugar al modo ignaciano (y de Brines), en las que la meditación sobre un espacio o desde un espacio (a menudo, la casa) es el punto de partida para una experiencia que parte del yo, pero que trasciende el propio yo. Para entender cabalmente el papel del sujeto lírico, hay que leer el poema, “Arco romano”, uno de los mejores del autor, en el que se expresa con claridad la inevitable huella del yo como centro de coordenadas de una visión del mundo, pero a la vez su escaso peso frente a la realidad que le rodea: “El arco es como yo, que no concluyo./ Porque fui contra el cielo como el arco:/ de vacío a vacío en la belleza,/ de la nada a la nada entre la luz”.

En concordancia con esa presencia del espacio, César Simón se nos muestra como un poeta extremadamente fiel a la inmanencia: “Nunca he brindado por la vida; soy la vida;/ por lo tanto, la vivo plenamente”.  Hay, es cierto, una sacralidad en su lírica, pero se trata de una sacralidad inserta en lo mundano, en la presencia desbordante de lo real, que niega y a la vez confirma el espejo vacío de la nada. De ahí la importancia de la carne en su escritura, que no se limita a la experiencia erótica, sino que apunta al misterio que une en la materia al sujeto y al mundo: “Pero existe la carne. En ella palpo/ las verdades que cuentan” . Si resulta indudable el tono elegíaco de no pocos de sus versos, al final tenemos que asentir a las palabras del propio poeta en Templo sin dioses  “Todas tus elegías fueron himnos”.- JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ.

 

César Simón, Poesía completa, edición y prólogo de Vicente Gallego,  bibliografía de Begoña Pozo, Valencia, Pre-Textos, 2016.   

Escrito en Lecturas Turia por José Luis Gómez Toré

Es suficiente decir que el actual periodo no poético no consiste más que en frases, ensayos, fragmentos de ensayos, todo lo cual expresa la postura de un ser humano

E.E. Cummings

 

Nunca “escribo”. Sólo jugueteo

Charles Simic

 

 

 

 

 

 

 

“Las cosas verdaderamente íntimas no se escriben jamás”, escribió Victor Segalen en una ocasión. Pero entonces, ¿para qué escribir? Lo otro, lo que no es verdaderamente íntimo, ya lo sabemos, todos lo hemos vivido alguna vez en mayor o menor medida, no necesitamos que nadie nos lo recuerde, es más, no queremos que nadie nos lo recuerde. Lo que queremos saber en cambio son las cosas verdaderamente íntimas, esas que ni siquiera nos atrevemos a confesarnos a nosotros mismos. Si alguien lo hace por nosotros, nos está haciendo un inmenso favor, y se lo agradecemos infinito. ¿Lo verdaderamente íntimo serían entonces los grandes vicios y las grandes virtudes, aquello de lo que nos avergonzamos y aquello de lo que estamos orgullosos, que muchas veces es lo mismo, pero que si lo confesáramos nos quedaríamos desnudos y comprobaríamos, ay, que somos como los demás hombres? Así que estaba equivocado. Lo verdaderamente íntimo es lo que nos asemeja a los demás seres humanos, lo que nos hace humanos en definitiva. Y un poco tontos también naturalmente.

            En el año 1999, Iñaki Uriarte, que nació en Nueva York en 1946, es de san Sebastián y vive en Bilbao, como escuetamente reza (¿para qué mas efectivamente?) en la solapa de estos tres libros elegantemente negros (el negro sienta bien a casi todo), comenzó unos diarios de los que hasta la fecha lleva publicados tres entregas o volúmenes: 1999-2003 (2010), 2004-2007  (2011), y 2008-2010 (2015)[1]. La entrada de la Wikipedia es igualmente escueta y no da más información sobre el autor (aunque sí nos pone sobre la pista del estupendo artículo de Muñoz Molina, Viendo nevar fuera, publicado en El País (http://cultura.elpais.com/cultura/2015/03/23/babelia/1427134505_827622.html). También nos enteramos que obtuvo los premios Euskadi de ensayo y el Premio Tigre Juan en 2011. En 1999 el autor tiene 52 años, una edad perfecta para empezar a escribir. O para terminar. Kurt Vonnegut decía que a los 50 años cualquier autor norteamericano que se preciase había escrito ya lo mejor de su obra. Él a los 70 seguía todavía dándole a la pluma. O a la tecla seguramente. Pero, ¿cómo escribe Uriarte estos Diarios? Pues ni siquiera, nos dice, como aconsejaba el sabio Pla, “como se escribe una carta a la familia, pero con un poco más de cuidado.” Él lo hace en cambio sin ningún cuidado. Recela, con razón, del estilo, y se propone escribir, y a mi juicio lo consigue, “como si hablara solo”. Ni poéticos, ni teatrales, ni literarios. “Que la literatura es un arte en decadencia lo demuestra el significado habitual al que ha llegado el término “literario”. Hace tiempo que “poético” quiere decir cursi, y “teatral” equivale a “afectado”, pero ahora empieza a estar claro que el epíteto “literario” significa estrictamente “pelmazo””. Abrimos los Diarios.

Unos textos llenos de contradicciones, de dudas, de perplejidades, de humor. No se me ocurre elogio mayor. Me “enganchan” desde la primera entrada. Una mención al año del que provienen las notas, reflexiones, recuerdos, digresiones, apuntes, Benidorm, el gato, Montaigne, una frase dicha por un camarero, otra leída en un periódico, “chismorreos indispensables para alegrar los diarios”, otra vez el gato, otra vez Montaigne, y nada más. Ninguna mención del día en que fueron tomadas, o incluso de la hora, como hacen otros autores más meticulosos o maniáticos. Está claro que el día y la hora son detalles sin importancia para el lector, y el año una concesión, un dato orientativo que algún día puede serle útil a alguien. Las entradas son todas de corta extensión, apenas algunas sobrepasan la página, otras son auténticos y sabrosos aforismos (“En esta ciudad hay gente que admira a Unamuno porque era de Bilbao”, o este otro, más profundo: “Asistimos a nuestra vida, no la hacemos”, y uno más: “Con lo fácil que es no escribir un libro malo”.) Cada una describe un suceso, un recuerdo, una anécdota, una observación, un pensamiento, y aunque el autor dice no tener sueños recurrentes, en cambio sí tiene pensamientos y recuerdos recurrentes. Todos tenemos pensamientos y recuerdos recurrentes, que por lo demás no suelen ser demasiados. Con media docena de ideas, a veces no hace falta tantas, nos las apañamos muy bien. Iñaqui Uriarte, aunque dice recordar poco de su infancia y juventud, las recuerda. Muchas veces indirectamente, que es como casi siempre recordamos las cosas. El tiempo siempre es inclemente en un diario, y todo vuelve.

Pero, ¿de qué tratan estos Diarios, suponiendo que unos diarios tengan que tratar de algo en concreto? Uriarte nos lo dice en una de las primeras entradas: “Los buenos libros (él no se refiere al suyo naturalmente, pero yo sí) tratan siempre de lo mismo, de unas pocas cosas que no sólo son las más importantes, sino que son las cosas que nos pasan todos los días.”

            En los diarios de un escritor, y estos lo son aunque el autor no esté seguro de ser escritor, siempre salen muchos escritores. Es inevitable supongo. Escritores muertos y escritores vivos. Los escritores que cita un autor, y ahora hablo sólo de los muertos, pues a los vivos se los cita por muy variados, y a veces inconfesables, motivos, es un asunto que tiene su importancia. A fin de cuentas forman algo así como su constelación literaria, sus afinidades electivas. Autores que le han iluminado, guiado en determinados momentos, evitado que se perdiese en otros, o simplemente acompañado (yo con esto último ya me doy por satisfecho). Incluso autores que leemos aunque no nos gusten demasiado. ¿Quiénes son esos autores en el caso de Iñaki Uriarte? Borges, Kafka, Pascal, Rousseau, Pessoa, Montaigne... Veamos qué cita de este último. “Mi principal oficio en esta vida ha sido pasarla dulcemente y más bien apática que afanosamente.” “Nada me es tan odioso como la preocupación y el esfuerzo, y solo busco vivir con indolencia y dejadez.” ¿Buscamos en Montaigne la justificación de nuestra pereza? No, evidentemente. Lo que buscamos es que alguien nos diga que no necesitamos justificarnos por nada. “No he conocido a nadie que no hablara más de lo que debiera”, dice también Montaigne. La mayoría de los escritores, sobre todo si han tenido algún éxito, están aquejados de incontinencia verbal. Y una cita impagable sobre Montaigne de un higienista francés: “Una persona que lee a Montaigne tiene una esperanza de vida diez a quince años superior a la de una que no lo ha leído.” Yo esto me lo creo. En cosas más extravagantes cree la gente a pies juntillas. De Proust Iñaki escribe el mejor y más sincero elogio que he leído: “Esto no lo hago yo ni loco.” Y también: “No sé por qué es algo que no se suele resaltar, el humor estupendo de Proust.” Casi todos los grandes han tenido sentido del humor. El de Beckett también es estupendo. Y Cioran tiene un gran sentido del humor. Como Ferlosio, otro de sus autores favoritos. Hoy el sentido del humor escasea. Entre los escritores y en el mundo en general. En cambio todo el mundo se ríe de todo, pero casi siempre de una forma mecánica, compulsiva, sin verdaderas ganas, por cortesía, por contagio, por tontería. No es que el humor se haya perdido, es que, como tantas otras cosas hoy día, se ha degradado. Los graciosos, los chistosos, los ocurrentes que tanto abundan en todas partes, tienen el sentido del humor en el culo, si me permiten la expresión. Aunque el sentido del humor dice el autor que con la edad se gasta, y que las personas que se ríen mucho suelen carecer de él. Con esto último estoy bastante de acuerdo. Como con que es lo único, junto con la música, que nos salva muchas veces de caer en la desesperación.           

 

Escribir o no escribir

Escribir sin pretender ser un escritor puede que sea la mejor manera de escribir algo honesto. Pero, ¿quién escribe sin pretender ser escritor? ¿No hay aquí una contradicción en los términos? Lo que sí está claro, en cambio, es que sólo los libros honestos merece la pena leerlos, y éstos Diarios lo son sin ninguna duda. “Yo no escribo bien, no he escrito cuentos ni se me ha ocurrido empezar una novela, no tengo voluntad, talento ni ambición suficientes para meterme en ese berenjenal de angustias y montaña rusa de vanidades y humillaciones que supone intentar publicar un libro.” Y termina, más o menos: en fin, si hay que ser algo en esta vida, entonces bueno: escritor.

            Es posible que los escritores de diarios sean hombres solitarios, o a lo mejor es que los solitarios son más proclives a escribir diarios (aunque conozco varias excepciones, en los dos sentidos, a esta regla). De nuevo Montaigne, entrada final del año 1999, del prólogo de los Ensayos: “Es éste un libro de buena fe, lector. De entrada te advierto que con él (se refiere claro está a los Ensayos) no me he propuesto más fin que el doméstico y privado (…) lo he dedicado al particular solaz de parientes y amigos: a fin de que una vez me hayan perdido (lo que muy pronto les sucederá), puedan hallar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y así, alimenten más completo y vivo, el conocimiento que han tenido de mi persona.” Y concluye el autor (Uriarte, no Montaigne): “Dejar un recuerdo: estas instantáneas, por ejemplo, aunque el fotógrafo sea malo y el modelo no pueda evitar la pose.” También es posible que haya diaristas que no escriben con la intención de publicar. Iñaki Uriarte dice que él es de esos y que hay otras muchas razones para escribir un diario. Admitido, pero porque nos da una pista en la que no habíamos reparado antes. Escribe: “Probablemente (los que no pensamos en publicar) entre los diaristas neuróticos somos la mayoría.” ¡Ahí está la clave! Los diaristas, como el resto de los mortales, se dividen en neuróticos e histéricos. ¿Cómo no había caído antes? Los histéricos no piensan en otra cosa que en publicar, en darse a conocer, en exhibirse, conceder entrevistas, salir en televisión, en cambio a los neuróticos les sucede todo lo contrario. Si se sienten muy agobiados son capaces hasta de dejar de escribir. El mundo se ensancha y se estrecha según el estado de ánimo. Uriarte dice que influye la edad, pero es que la edad influye en todo. Que cuanto mayor te haces, más grande e inabarcable es el mundo, y cuanto más joven, más pequeño y abarcable. Aunque también pudiera ser al revés.

            Los escritores, como cualquier ser humano, quizá incluso más que cualquier ser humano, tienen sus trucos, sus vanidades. Por ejemplo decir que no son escritores, o, si les da por ahí, y les da con frecuencia, decir que son meros escribidores. ¿A qué escritor no le gustaría escribir como Borges? ¿O como Simenon? Otro truco es el de las citas, del que yo también he abusado bastante aquí. Citar nos hace parecer más inteligentes de lo que somos. Así que ahí va otra cita, una cita sobre las citas, lo que ya es el colmo: Simon Leys dijo en una ocasión que lo mejor de sus libros eran sus citas.

           

Borges, Jünger, y el gato

Su gato se llama Borges. Ya está todo dicho. Yo hubiera dudado, aunque creo que al gato le habría gustado más llamarse Borges que Jünger (mi gata se llamaba Rita, como Rita). Y sobre los gatos, esos seres fuertes y suaves, amigos del silencio y el placer a la vez, esos seres pensativos que adoptan nobles actitudes, escribe todos los lugares comunes que cualquiera que haya tenido gato sabe que son verdad. ¿Y Jünger? “Jünger me pone de mal humor”, escribe. Y cita una frase de El autor y la escritura, un libro de aforismos del que tiene dos ejemplares, uno muy subrayado y el otro nuevecito y firmado por el autor: “¿En qué consiste el éxito de un diario? En el monólogo bien logrado.” (“Lo que trato de hacer aquí ahora es un monólogo”, escribe también él sobre sus Diarios.) El título de esta reseña, La quinta rueda del carro, también pertenece a ese libro. Cuando se lo puse yo no sabía todavía que al autor no le gustaba demasiado Jünger. Si lo llego a saber hubiera elegido algo de Borges. Por ejemplo Felices los felices, fantástica frase con la que termina su también fantástico Evangelio apócrifo. Aunque ya la ha utilizado Jasmina Reza para una de sus estupendas novelas. La de Jünger dice así: “Diarios, epistolarios: la quinta rueda del carro, y quizás la única que sigue girando póstumamente.” Desde luego a él (Jünger) puede aplicársele al pie de la letra. Con el Borges de Bioy aprende que no se puede juzgar a un hombre por su obra, o al menos sólo por su obra, algo que hacemos a menudo. Pero algo que hacemos todavía más: juzgar al escritor por una sola de sus obras, la que hemos leído, que muchas veces no es precisamente la mejor. No quiero decir que haya que leer todo lo que escribió un autor – aunque ¿por qué no? – pero no deberíamos aventurar un juicio a partir de sólo unas cuantas obras. A mí los diarios de Miguel Torga me parecieron magníficos. Claro que habrá entradas discutibles (las que cita Uriarte por ejemplo), tontas, ridículas, ¿pero en qué diario no las hay? Tampoco sé si se parecen a estos de Iñaqui Uriarte, aunque yo diría que no. Y también me parece acertado lo que dice de Steiner, y en general de todos aquellos que tienen opinión de todo.

           

El tren de juguete

El hombre feliz no escribe. Esta es otra de las ideas que se desprenden de la lectura de estos Diarios. “Continúa la buena racha y casi no apunto nada.” Pero habría que preguntarse si el hombre feliz tampoco lee, porque es muy posible. Aunque me resisto a creer que la ingente cantidad de personas que no leen (al parecer cada vez más, aunque, como también dice el autor, nunca se haya leído demasiado) sean felices. Supongo que lo mismo que escribimos por razones personales, leemos por razones personales. Esto es una perogrullada efectivamente. Es inevitable, nos dice también el autor, escribir tonterías. Pero lo bueno, o lo malo según se mire, de las tonterías, es que no sabemos que lo son hasta pasado un tiempo. A veces no llegamos a saberlo nunca.

“No está claro por qué o para qué escribo estas páginas.” Y entonces el autor se contesta a sí mismo una serie de razones, tan banales como sinceras y profundas. Ahí van: “Para calmar los nervios. Para leerme más adelante, mañana mismo o dentro de diez años. Para que no solo queden fotos mías, sino también algo de lo que pensé. Para que persistan en una balda de la biblioteca de Toni Etxea, por si a alguien le interesa algún día lejano echarles un vistazo. Para enseñárselas a algunos amigos. Porque me entretiene mucho hacerlo. Porque es como un gran tren de juguete que me he montado en este cuarto, al que voy añadiendo piezas. Porque un día miré para atrás y vi que no me acordaba de nada y desde entonces decidí guardar algo, como quien acumula monedas en una hucha.” Por su parte, Orwell describe los cuatro motivos a su juicio que llevan a un escritor a escribir. El primero es el egoísmo puro y duro y lo explica de esta manera: “Deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno, de que a uno se le recuerde después de muerto, de resarcirse de los adultos que abusaron de uno en su niñez, etcétera. Es una paparruchada fingir que este no es un motivo, porque además es de los más potentes.” Y algo más adelante: “Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos. En el fondo de su ser, sus motivaciones siguen siendo un misterio.” (George Orwell, Por qué escribo, en: Ensayos, varios traductores, Barcelona, Debolsillo, 2014, págs. 783 y 787.)

 

Leer o no leer

He leído… estoy leyendo… me han regalado el libro… “Lo más interesante que me suele ocurrir es la lectura de libros”, anota en el año 2005. Hablar de las lecturas de uno parece algo inevitable en los diarios de un escritor, aunque sea un escritor tan especial como Iñaki Uriarte. Quiero decir sin más obra que se le conozca (o que yo conozca) que estos espléndidos Diarios. Pero él lo hace con sinceridad y educación a la vez (cualidades raras y seguramente contraproducentes también en un escritor). No busca hacer daño ni parecer inteligente, no pontifica ni trata de convencer a nadie de nada, sencillamente a él no le gusta una novela que parece haber gustado a todo el mundo, un “clásico vivo”, una “obra maestra”, un descubrimiento de última hora, y lo dice. O quizá la literatura, como apunta al principio de 2005, le está dejando de gustar. Aunque no lo creo. Creo que él tampoco lo cree. Al contrario, cuando te gusta la literatura, te gustan de verdad muy pocos libros. Y la novela, que sigue siendo lo más difícil, es la primera en resentirse. Por eso, y por otros motivos, personales seguramente, dice que lee con más gusto ensayos biográficos y diarios. Y siendo como él un ávido lector de diarios, memorias, conversaciones, etc., siento disentir en este punto. Permítanme recordar aquí a un autor recientemente fallecido, cuyas obras (soberbios ensayos literarios) son en mi opinión un portento de inteligencia y lucidez. Cuenta Simon Leys en L’ange et le cachelot, que cuando era estudiante, el filósofo Alphonse De Waelhens enseñaba en su universidad. En una ocasión le pidió una bibliografía de las obras esenciales que debería leer cuanto antes. De Waelhens, encantado, se la proporcionó, y añadió estas palabras, las únicas que se quedaron grabadas en la memoria de Simon Leys: “Y sobre todo, no se olvide de leer muchas novelas.” Pero nadie lee para conocer el mundo y hacerse más sabio. Y menos todavía, a no ser en la infancia, para vivir otras vidas (esta es una de las mayores tonterías que he oído a personas inteligentes, como si no tuviéramos ya bastante con la nuestra). ¿Lo hacemos entonces por diversión, curiosidad, vanidad, como decían el Dr. Johnson y Montaigne? Pudiera ser. ¿Acaso no son nobles motivos? Ah, y no importa que los libros se olviden. En esta vida se olvidan muchas cosas, y las que recordamos no son precisamente las más importantes.

“Nunca he sabido lo que son las cosas importantes de la vida”, ni sentido “la satisfacción del deber cumplido”, ni “me he buscado a mí mismo”, ni todas esas solemnes banalidades que tanto se prodigan hoy. “He llegado a un momento de la vida en que no tengo certeza de mis certezas.” De creerle, -- ¿y por qué no habríamos de creerle? – a medida que pasan los años cada vez toma menos notas, apunta menos cosas, escribe menos, duda más. ¿No debería ser lo contrario? Él lo relaciona en cierto modo con la publicación de los dos primeros volúmenes de estos Diarios. ¿Está perdiendo espontaneidad? ¿Es más exigente consigo mismo? ¿Ha cobrado el diario más importancia que la vida? El caso es que en una entrevista ha dicho que se acabó. Al menos por lo que respecta a publicar. Esperemos que si sigue escribiendo como antes, sin ninguna intención de publicar, llegue un día en que algo o alguien le vuelva a convencer. 

Los libros suelen surtir muchos y diferentes efectos en los lectores, nos pueden entretener, nos pueden indignar, nos pueden conmover, nos pueden aburrir, aunque lo más frecuente es que nos dejen indiferentes. Los Diarios de Iñaki Uriarte consiguen algo que muy pocos libros consiguen hoy: nos hacen compañía. En 2010 escribe Uriarte esta entrada: “Si de alguna cosa pudiera preciarme en esta vida es de esos momentos en que he tenido y podido contagiar un poco de calma a mi alrededor”. Pues bien, algo bastante parecido a la calma es lo que contagian estos Diarios. ¿Qué más se puede pedir a un libro?

 

 



[1]          Iñaki Uriarte, Diarios, vols. I, II y III, Logroño. Pepitas de calabaza, 2010, 2011 y 2015 respectivamente.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

La vía del esteta

4 de mayo de 2018 08:43:57 CEST

Tú me dirás si ha valido (o vale) y cuánto puede costar o servir, si

paga o es pagada, la vida de un hombre a quien todo se le escurrió,

al que casi todo le salió mal –muchas de las cosas que más quería-

por el único y casi indescriptible deseo de perseguir y acumular belleza,

arte desde luego, libros, paisajes, gemas, pero sobre todo belleza

masculina joven acumulada en aventuras, álbumes de fotos, capturas

de internet y hasta oscuros insaciables bordes, porque la belleza es plural

y carece de límites pues muta y se multiplica incesante. Pero yo lo he

visto, no puede resistir el paso de un hermoso sin mirar, sin volverse, sin

codiciarlo con una sed insuperable de ventura… Ni la edad, ni la

decadencia del sexo han frenado ese apetito voraz y refinado de

catalogador y coleccionista de beldades jóvenes… El amor no tuvo apenas

sitio en su vida, nunca entendió el afecto que dura, pues la belleza

efímera, ya obtenida, deja paso a otra y el turno continúa y no termina…

A veces se siente equivocado  (o lo siento yo) y otras creo que es un héroe

quien, por una innominada vocación, todo lo ha consagrado a la belleza,

que si a ratos se tange entre sí, jamás, nunca jamás se reduplica…

¡Mi amigo intranquilo y soñador siempre detrás de la hermosura!

Sólo algún dios del viejo paganismo osará comprenderte, aquí te verán

fuera del mundo, como tú tantas veces has codiciado estar, si es verdad

la platónica escala que del cuerpo señero o turbulento conduce a las

estrellas… Albricias y constantes agonías de quien en su vida sólo

pretendió belleza y más belleza, hasta un agotamiento estéril, rico.

Esteta, obseso, loco, aristocratizante, misógino, son términos

benévolos que ha oído mi amigo,  pensado incluso que podían

contener razón (un grano de razón, al menos) pero que él no podía

cejar en la búsqueda febril, diaria, absurda, deslumbrante, abrumadora…

No he visto persona más singular  quimérica, el cosmos y el

apocalipsis de todos los grados y modos de belleza… Le dije:

¿Es posible que no puedas dejar de seguir con la vista a cualquier

hermoso que a tu lado pasa, fugaz? Contestó: No. De veras imposible.

                                               

             &         &        &

 

Vio a Moreno en un rincón de Colombia. Un chico con dieciocho años,

un cuerpo dorado y turbador y una vida menesterosa y pobre. Como

Sócrates miró los muslos del doncel magnífico, su total sensualidad, la

verga poderosa, el rostro angelical, negros los ojos, de quien sólo

tenía como futuro una obtusa paternidad y un orbe de carbones; lo

midió entonces, lo cuidó, le hizo hacer esplendidas fotos vestido y

desnudo, en un relumbrar que cualquiera veía, lo agasajó, premió,

acarició, durmió con él en un sueño de reales arcángeles, y lo dejó

sabiendo que si había salvado el instante, nunca podría salvar la vida

toda del muchacho que en las afueras de Bucaramanga no saldría quizá

de aquella casucha con nenes gritones, una mamá mandona, y muchachas

abundantemente embarazadas y perros que aúllan al olor de los sémenes,

aunque en ese instante era perfecto, duro, pleno poder de semidioses…

Moreno fascinante: la vida no se hizo para ti ni para mí. Observa, a ambos

nos destruye. Yo dejo el testimonio del sol solar y tú de fallebas de luna…

¿Qué es la belleza, porqué caen sus poseedores y orate es quien la busca?

¿Respuestas? Solo Tiempo que enaltece, enloquece, mata y encumbra.

 

 

 

(Indicación para la imprenta: ¡es un poema en prosa!)

Escrito en Lecturas Turia por Luis Antonio de Villena

Cantaban. Homenaje a María Zambrano

4 de mayo de 2018 08:27:40 CEST

Hay personas con una cierta tendencia a visitar aquellos lugares en los que compartieron vivencias con otras que de alguna manera impactaron en su espíritu, y para mí uno de ellos fue la casa de María Zambrano en Roma. Yo viví en la capital italiana en los años 1956-57, como estudiante del Centro Sperimentale di Cinematografría. Había renunciado a mi carrera universitaria de Derecho que, aún habiéndola terminado, nunca llegaría a ejercer. Mi ilusión era el Cine pero todavía no me había dicho nadie que para ejercer esa disciplina, mitad industria mitad arte, se necesitaba principalmente, cultura, y la mía era muy escasa. El primer año de la Escuela me entregué totalmente a los estudios de Cinematografía pero el segundo todo cambió. Conocí a María Zambrano, su palabra despertó mi sensibilidad y con ella la escala de valores que hasta entonces había sostenido, empecé a considerar más la parte literaria del film y a mirar y juzgarlo como una obra de arte donde la palabra, el argumento-guión, el montaje, la interpretación, jugaban un papel primordial, en detrimento de la técnica que hasta entonces había sobrevalorado. Mis visitas a María fueron cada vez más frecuentes. Me familiaricé con esa Piazza del Popolo donde vivía, y mi admiración y cariño correspondió al que ella y su hermana Araceli me manifestaban.

Mi pequeña habitación en la lejana casa pensión de Via Valerio Publicola, se llenó del eco de su palabra, una sensación que nunca antes había experimentado. Como decía, el cine en ese segundo curso, dejó de tener la importancia que en el anterior había tenido, salvo las consultas o comentarios de algún guión o película en la que estaba interesado en aquel momento. Para María, la imagen estaba ligada a la ficción: “El Cine nos hacía ver, regalaba otra pupila y traía la liberación de la mirada y aun de los sueños.”

En esta visita, pasados tantos años, he subido las escaleras del palazzo donde ella vivió hasta el piso primero, y sin saber cómo, me he encontrado llamando a la puerta, tan sólo quería ver la Piazza  y los templos de Montesanto y dei Miracoli, redondeados por el ventanal del pasillo de su antigua casa que mi memoria buscaba. Recordé entre otras cosas, a los gatos, muchos, que siempre acompañaron a las hermanas. El poeta cubano y buen amigo de ellas, José Lezama Lima los recuerda en unos versos hilarantes: “María… se nos ha hecho transparente/ no le teme al fuego ni al hielo./ Tiene los gatos frígidos/ y los gatos térmicos…” Mentalmente analicé mi trayectoria artística posterior a aquellos años, seguro de no haber cumplido con lo que ella esperaba de mí, pero en la vida de una persona, intervienen factores imprevisibles que deforman caminos, dejándolos en veredas difíciles de transitar.

Atravesé el portal de entrada y me senté en una de las mesas interiores del café Roseti donde tantas veces compartí mesa con las hermanas Zambrano y otros amigos, algunos también exiliados. Recuerdo el día en que Araceli habló de las canciones de la guerra perdida, y las cantamos, y las cantaron, pero la emoción de ellos, que la habían vivido cerca de las bombas, me hizo callar y escuchar en silencio. Me contagiaron la nostalgia y comprendí, de repente, el dolor de aquellos exiliados forzosos que habían perdido sus raíces, unas almas con una sola obsesión, el retorno. María lo dice mejor: “…tener el alma como un derecho a la memoria de su origen y a la pretensión de encontrarlo”. Un estar en el exilio como un alejamiento de lo querido, una añoranza enamorada.

“Todo en María desemboca en otra cosa, todo unifica a un matiz de más allá”, decía de ella E. M. Ciorán, ese exquisito de la amargura, otro exiliado que tan fructíferas conversaciones hubo de tener con María en el café parisino de Flore donde solían encontrarse. “ Quien como María yendo al encuentro de nuestras inquietudes posee el don de dejar caer el vocablo imprevisible y decisivo, la respuesta de prolongaciones sutiles (…) y nos reconcilie tanto en nuestras impurezas  como en nuestros callejones sin salida y nuestros estupores”.

María soportaba el exilio con resignación y dolor, “ el exiliado está naciendo huérfano de patria y amparo (…) venidos de una guerra como héroes sin pasión de heroísmo (…) transformándose, sin darse cuenta, en conciencia de la historia”. En una ocasión recordó el poema de su admirado Luis Cernuda, titulado “Ser de Sansueña” que ella calificó de insuperable, enfatizando los versos en que Sansueña y España se complementan: “…y ser de aquella tierra lo pagas con no serlo/ de ninguna: deambular, vacuo y nulo/ por el mundo, que a Sansueña y sus hijos desconoce”. Pero no sólo evocaba el exilio de Cernuda, sino también el de Bergamín, Alberti, Diego de Mesa, Jorge Guillén, Herrera Petere y otros amigos, todos tratando de rehacer una vida fuera de su patria, de la que no se desarraigarían nunca. María tuvo presente ante todo, Segovia, pues allí se quedaron los más entrañables recuerdos de juventud, “entraña que sólo se cura despertando”. Años más tarde, yo filmé la evocación que hace de esta ciudad en su breve poema filosófico, Un lugar de la palabra: Segovia. Allí vivió “…ese largo, inmenso tiempo que va desde el comienzo de la plenitud de la infancia, hasta el comienzo de la plenitud de la juventud (…) una ciudad, pues, vivida entre el reiterado estar a morir y el reiterado ir a renacer, que con tan poca tregua se suceden en esa inmensa época de la vida”.

En esa madura juventud en la que regresé de nuevo a España, la vida la reanudo con diversos proyectos y abundantes sorpresas, unas gratas y otras no tanto, sobre todo las familiares, muerte de mi padre y liquidación de su negocio etc., por lo que dejo de comunicarme con María durante algún tiempo, aunque un año más tarde requiero su ayuda en vísperas de publicar un libro infantil con la editorial Alfaguara. Le pido que me escriba un prólogo que ella me manda encantada. No obstante la censura española lo prohibió aunque tras mi recurso, accedió a que saliera pero como epílogo. Ya lo he contado alguna vez, aquellos guardianes no censuraban el texto del prólogo sino a su autora, su nombre. “La roja, habrán dicho”, me recordaba triste en una carta pues yo sabía que eso le dolía porque ella no había sido de color alguno nunca, sí republicana, una republicana universal que supo agradecer con afecto a los reyes Don Juan Carlos  y Doña Sofía, la visita que le hicieron en su casa madrileña de la calle Maura en los últimos años de su vida.

Cuando regresó a Madrid en el año 1984, yo estaba realizando para TVE mi programa sobre Pintura Mirar un Cuadro. Le ofrecí la posibilidad de protagonizar uno, propuesta que acogió con entusiasmo pues le daba ocasión de contactar con el Museo del Prado que tan presente había tenido durante todo su exilio. Eligió la pintura atribuida al Maestro de Flénalle, Santa Bárbara, cuyo texto envié y publicó más tarde, el diario El País.

El que ocupara en ese tiempo la dirección de Radio Televisión Española, Pilar Miró, tan receptiva a la cultura, me permitió realizar una biografía filmada de la filósofa, haciendo un recorrido por las principales ciudades de su exilio y contactar con algunas de las personalidades que la conocieron: Octavio Paz, Ciorán, Rosa Chacel, Martínez Nadal, Eliseo Diego, Cintio Vitier, las hermanas García Marruz, Elena Croche y muchos otros. Pero al tiempo que grababa la Santa Bárbara para el programa Mirar un Cuadro, recordó otra pintura que quiso grabar: La Tempesta de Giorgione que meses más tarde publicó la revista turolense Turia. La tempesta tiene algo que ha fijado en mi memoria, mi atención, que me ha acompañado, que parece que sea algo así como un espíritu, un ánima más bien, pues el espíritu no se pinta, sino que hace pintar, muy veneciano, típicamente veneciano”.

Los últimos años que pasó María en Madrid debieron ser para ella de una enorme alegría mezclada, sin duda, con recuerdos del pasado nada gratos, sobre todo los de la Guerra Civil. No obstante he de decir que el grupo de amigos y familiares que la rodearon en esos días, se esforzaron para que le fueran lo más acogedores posible. También la acompañaron en Madrid sus dos últimas gatas, Lucía y Pelusa, que habían viajado con ella desde Ginebra. Tras su muerte, y ya depositada en su sepultura de Vélez Málaga, una de aquellas amigas y admiradoras, montó en su coche a las gatas y las soltó en el Camposanto de Vélez. Ya veis como la sensibilidad y hechizo de María, conectaron hasta el último momento con las personas que la conocimos y amamos.   

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Castellón

Improptu

4 de mayo de 2018 08:14:33 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hoy que termina marzo

y que el sol de la tarde, ya vencido,

se tiende extenuado sobre el mar

y ahí, al tocar las aguas,

se va apagando en un chisporroteo

de ascuas pequeñas y de signos de oro,

cómo no agradecer emocionado,

antes de que la noche sobrevenga,

que este instante del mundo

—tan alegre, tan triste, tan intenso

como todo lo hermoso—

coincida en su existir con mi existir

y lo sepan mis ojos.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Sánchez Rosillo

Construir el nido

4 de mayo de 2018 08:11:21 CEST

Todos los días,

el pronóstico del tiempo anuncia

lluvias de niños.

Trescientas mil mujeres

se enfrentan a la vida sin paraguas.

Todos los días.

 

Yo no quería mojarme,

ahogar mi vientre

para saciar la sed de esqueletos infantiles,

escuchar de nuevo el primer llanto

de mi cuerpo, geminado,

vaciar mis pechos

en bocas que pían hambrientas,

ponerle guardia a una madriguera

o ser la loba que amenaza con sus dientes

en los cruces de caminos,

vestir de rosa los días de paseo

y de azul las noches de insomnio,

presumir de esculturas de carne y hueso.

No.

No quería.

 

Únicamente quise ser

una mujer libre,

cubrime de tinta,

siempre niña.

 

Mañana

llegará la estación seca,

cesarán las lluvias en el calendario,

en mi regazo morirá la primavera,

y ese paraguas,

el único bastón donde se apoyan

los cuerpos impermeables,

será sombrilla útil solo en el desierto.

 

Por si acaso,

sin mirar al cielo,

recojo las últimas ramas

que el viento ofrece a las madres

para construir los nidos.

Escrito en Lecturas Turia por Estela Puyuelo

                        

Una mujer se dispone a dormir en un vagón de tren, enfundada en una piyama de seda azul. Ha tomado un somnífero para viajar como si flotara. Sin embargo, antes de que la pastilla surta efecto, inicia otra travesía: una revista que creía tener bien guardada cae a sus pies, y no puede evitar la lectura o, más precisamente, la relectura, pues quien escribe es Guillermo, su marido, del que se encuentra separada, pero que le ha dado a leer todos sus manuscritos.

Así comienza “Mephispto-Waltzer”, uno de los relatos más excepcionales del idioma, escrito por Sergio Pitol en Moscú en 1979, y publicado en su libro Nocturno de Bujara, de 1981.

La protagonista, que carece de nombre en el relato, se encuentra en un paréntesis de su vida; ha interrumpido su matrimonio y experimenta “el sobrio placer de vivir separados”.

La revista, y el cuento que ahí publica Guillermo, la devuelven a una realidad que no quería encarar. Leer el texto significa, en cireta forma, leerse a sí misma, recuperar escenas de su propia vida, establecer resonancias con algo que ya parecía disuelto en el pasado.

La separación de Guillermo la ha llevado a descubrir su voz como autora. En los últimos meses, ha podido trabajar con fluidez en una monografía sobre la pintura de Agustín Lazo. Se siente más libre, más segura.

Leer el cuento implica volver a los días en los que la voz preeminente era la de él, el escritor de la pareja. El cuento trata de un concierto en Viena donde un virtuoso interpreta el “Mephisto-Waltzer”, de Franz Liszt. Thomas Mann exploró en Doktor Faustus los enigmas del talento musical que, al desbordarse, parece requerir de una explicación diabólica. Paul Valéry sintió el mismo encantamiento y lo resumió en una frase: “¡El estilo es… el Diablo!”

Pitol agrega un capítulo esencial a tema canónico: el pacto fáustico. Guillermo, protagonista del relato y autor del cuento que la mujer lee en el tren, no es gran conocedor de música. Su trama se basa en un concierto que presenció en compañía de su esposa en París, pero traslada la escena a Viena, donde ha pasado una temporada reciente.

A ella nunca le ha convencido lo que escribe su marido. Se define  ante él como “el abogado del diablo”. Busca fisuras y defectos en sus textos, con un celo acrecentado por la cercanía y el trato de muchos años, cosa que él agradece y necesita.

Esa noche en el tren, vuelve a juzgar con severidad a Guillermo. El cuento le parece interesante pero mal resuelto. A diferencia del pianista, el narrador no descubre su propia fuerza ni se entrega a ella.

El “Mephisto-Walzer” de Liszt está inspirado en el momento en que el diablo aparece ante Fausto en el Auerbachs Keller, taberna de Leipzig. El compositor revive en el teclado el impulso demoníaco del pacto fáustico. Guillermo es incapaz de esa pasión. No hay mejor testigo para ello que su mujer, el abogado del diablo.

Pitol escribe un relato maestro con el desperdicio de otra historia. Guillermo no consigue rematar su trama. De la tensión entre esa escritura fallida y la interpretación de otro personaje, la mujer que lo critica, surge un relato único.

Guillermo no entiende de música pero pretende hacerlo. Para escribir su cuento, parece haberse basado en las notas de algún programa de mano o en un ensayo sobre Liszt; lo cierto es que reproduce opiniones que no ha asimilado. Hay varios niveles de impostura en el relato. El primero de ellos es la música misma. A lo largo de quince años de relación, fue ella quien se interesó en oír conciertos. Él la siguió con tranquila aquiescencia, fingiendo reconocer las obras más evidentes, pero casi siempre perdido en el bosque sonoro. Sólo una vez mostró fervor por el tema. Fue en Roma, cuando escucharon a Sviatioslav Richter interpretar el Carnaval de Schumann. En aquella ocasión, Guillermo se exaltó en forma inopinada, acusó al virtuoso de militarizar la partitura y esquivar la impronta lírica del romanticismo alemán; criticó a la obsecuente multitud que ovacionaba al pianista y peroró sin freno hasta que ella le dijo: “por favor, Guillermo, no digas tonterías”. A continuación, se precipitó en un mutismo hermético y no aportó una sola palabra durante la cena.

A ella le sorprendió el exabrupto, pero no lo tomó mayormente en cuenta. Sin embargo, al leer el cuento mientras viaja en tren, el episodio cobra otro peso. Ella había interpretado la música para él y lo había guiado entre los sonidos. ¿De dónde venía el súbito afán decir algo propio, caprichoso, intemperado?

Fueron a aquel concierto en compañía de Ignazio, un amigo italiano que acompañó a la pareja. No sabemos nada de este personaje, pero su mención en un cuento de efectos tan calculados no puede ser casual. Después del concierto, Ignazio lleva a la pareja una trattoria en Trastevere, una fonda “más allá del río”. Han cruzado una frontera.

Ignazio es el “tercero incluido”. ¿Qué significa en el relato? En diversas versiones del Fausto, el diablo aparece como extranjero y suele aparecer como italiano (Valéry eleva el juego a la segunda potencia y lo hace hablar italiano con acento ruso). Sin decir casi nada, Pitol crea una presencia tentadora e inquietante. En la música medieval, el tritono fue considerado el diabolus in musica, una disonancia adversa que equivalía a convocar al diablo y a promover el desenfreno sexual. Entre las muchas causas que llevaron a gente a la hoguera, se contaba el uso de esa temible disonancia. En el Fausto, la ópera de Gounod Mefisto entra a escena acompañado por un tritono. Pitol no dice quién es Ignazio, pero el efecto de ese tercer personaje es el de un tritono; ante él, el escritor ignorante en música habla como intoxicado.

La pasión que Guillermo echó en falta en Richter aparece en el pianista que toca el Vals de Mefisto en su cuento. Se llama Gunther Prey y es observado por un escritor en el público. Aquí interviene otra impostura. Pitol escribe un cuento sobre Guillermo, quien escribe un cuento sobre Manuel Torres, quien escribe otro cuento. El nombre de este tercer autor del relato ahonda el juego de espejos, pues alude a un amigo y colega de Sergio Pitol, compañero de sus años polacos: Juan Manuel Torres).

Gunther Prey “parece mantener con el piano una relación sanguínea, umbilical”. Sorprendido por este vínculo orgánico con la música, Torres escribe notas atropelladas en el programa de mano. Le asombra, entre otras cosas, la belleza del músico, una belleza que no puede describir. En su afán de caracterizarlo lo compara con “un galgo con un toque felino”. ¿Puede haber combinación más absurda y menos atractiva? En aras de definir la armonía del rostro, el torpe narrador construye un perro-gato. ¡Cómo envidia la soltura de Tolstoi para describir “con gozosa naturalidad los labios, los dientes o el talle de Vronski”!

Manuel Torres, doble de Guillermo pero no de Pitol, fracasa en su intento por captar la sensualidad del pianista, del mismo modo en que, en aquel concierto de Roma, Richter fracasó en recrear con pasión el Carnaval de Schumann. 

Incapaz de describir el erotismo que emana del pianista, el narrador cede a una tentación compensatoria: se demora exageradamente en la voluptuosidad de un personaje secundario, una catalana que no pasa el examen del abogado del diablo. La mujer que lee arrullada por el bamboleo del tren “siente allí un exceso de curvas, de redondeces, una figura demasiado plena que la hace evocar caderas como ánforas y pechos iguales a mascarones de edificios en exceso barrocos. Hay una obsesión de brocados, terciopelos y encajes, de ‘veronesería’, como exclamó en un momento de hartura, que siempre le molesta en sus personajes femeninos”. La amanerada sensualidad que Guillermo otorga a esas mujeres contrasta con el cuerpo de su esposa, delgado, de pechos pequeños, caderas angostas, pelo corto. Una presencia un tanto masculina, con un “estilo lineal de vestir”. De haber sido la autora del relato, ella habría difuminado a la suntuosa catalana.

De Hemingway a Piglia, numerosos cultivadores del género, han reflexionado en el hecho decisivo de que el relato moderno cuenta dos historias, una explícita y otra, soterrada, más insinuada que dicha, que da sentido profundo a la primera historia (la anécdota importa porque alude a un conflicto oculto que deseaba ser evitado). El relato musical que Guillermo bajo el nombre de Manuel Torres esconde otro, más intenso, que le otorga auténtico significado. La ejecución de “Mephisto-Waltzer” despierta en el escritor una sensación de deseo insatisfecho. En su afán de aprehenderlo, crea un juego de suposiciones. Manuel Torres oye los trabajos del diablo en el teclado y descubre a un singular personaje en un palco. A través de esa figura, busca explicar la confusión que siente.

No es casual que la única pieza que exaltó a Guillermo a lo largo de su relación matrimonial llevara el nombre de una mascarada: el Carnaval, de Schumann. Pitol, que años después dedicaría una trilogía novelística al tema, prosigue su baile de máscaras. Torres siente un contacto eléctrico con el pianista; percibe la belleza masculina y el transgresor erotismo de que emerge del teclado sin poder precisar sus emociones. Envidia la libertad de Tolstoi para exaltar el cuerpo de un varón. Incapaz de alcanzar ese registro, toma prestada una frase de su esposa y describe al virtuoso como un fauno que acabara de hacer el amor. Transfiguración de los sexos: la mujer de cuerpo andrógino aporta una clave mitológica para definir lo que su marido siente ante el pianista.

En Pitol todo es inagotable: varias posibilidades se insinúan. ¿Guillermo experimenta una atracción homoerótica o envidia al fauno que suda después de copular con una rubicunda mujer digna del Veronese? “Dos almas, ¡ay!, anidan en mi cuerpo, y la una pugna por separarse de la otra”, exclama el Fausto de Goethe. Lo decisivo, en el caso de Guillermo, es que el Vals de Mefisto le revela un deseo perturbador y definitivo. Lo sugerente es que no sabemos esto por el relato, bastante plano, que él escribe, sino por la lectura que de él hace su mujer, es decir, por el relato magistral que escribe Sergio Pitol. Mientras el pianista interpreta “Mephisto-Waltzer”, su mujer, abogado del diablo, interpreta a Guillermo.

El juego de espejos que se ha puesto en marcha alcanza un momento de condensación. La música custodia una zona de silencio, un secreto que no se reverla pero se insinúa: ante el pianista sudoroso, tocado por la gracia y la adoración del público, Guillermo habla como su mujer; por un momento, es ella.

Luego se distancia de esta atracción y la desplaza a otro personaje, oculto en un palco. Un hombre mayor observa al joven talento. En su papel de avatar de Guillermo, Manuel Torres piensa en alternativas que podrían justificar una trama. Imagina a un viejo militar que abomina de la bohemia profesión de su nieto y asiste al concierto para repudiarlo. O quizá se trate de un maestro de música, ya muy enfermo, que contempla por última vez a su alumno predilecto. Puede haber otra opción, más compleja. Un hombre decide envenenar a su esposa, que le es infiel. Planea con cuidado un asesinato lento, imperceptible. Le da una dosis mínima de toxinas y ella comienza a padecer un malestar; los médicos ignoran de qué se trata, él finge mimarla mientras ella empalidece. Durante esa dilatada agonía ella no deja de tocar “Mephisto-Waltzer”. Finalmente muere. El concierto ocurre cuando él ya es un anciano. La melodía le recuerda su crimen. Esta tercera variante se ubica en Barcelona; las atmósferas Sezession de Viena se trasladan al modernismo catalán. Durante el concierto, el asesino piensa que acaso supo que era envenenada y tocó aquella música como un sacrificio a plazos. Quizá eso explique la “mirada cadavérica del anciano que contempla al pianista tiene una carga de voluptuosidad y otra igualmente poderosa de odio”. Eros y Tanatos. El amante despechado no depuso su pasión; la convirtió en ultraje.

La mujer de Guillermo ha tomado un somnífero y su cuerpo pierde fuerza mientras lee. Su marido no ha escrito una historia sino las tres posibilidades de una historia. En forma típica, no se decide por ninguna de ellas y entrega el desenlace a la parda normalidad de la vida. “La realidad es rica en golpes bajos, no en grandes hazañas”, advierte Guillermo. El narrador que lo representa en el relato aprovecha el intermedio del concierto para pasear por la sala. Encuentra al anciano en el vestíbulo y presencia los honores que le tributan. Se trata de un hombre famoso, un célebre director de orquesta que años atrás descubrió al pianista, lo convirtió en su favorito y luego en su amante. Una vulgar historia de amor y manipulación, ya imposible por la diferencia de edad, sólo prolongada a través de la música.

La tres variantes imaginadas eran más atractivas que el desenlace real. La vida, en efecto, es rica en golpes bajos. El encanto se disuelve. Así termina Guillermo su relato. “Para ella, la parte más interesante comenzaba en el punto donde su marido cerraba el relato”, escribe Pitol. El cuento decepciona, ahogado por esa solución común. Una historia previsible sobre las debilidades del cuerpo.

El desenlace de Pitol es muy superior al de Guillermo, pero no depende de agregar una acción, sino de la mirada de la mujer que lee el relato. ¿Qué es lo que ella entiende? La impotencia de su marido, no sólo para concluir el texto, sino para expresar su deseo.

En esta singular versión del pacto fáustico, Guillermo no tiene a quién vender su alma o, peor aún, no sabe qué pedir a cambio de ella. No elige y esa es su tragedia; no elige. “La verdadera pasión sólo se encuentra en la ambigüedad y la ironía”, le dice el Diablo a Adrián Leverkühn en Doktor Faustus. Pero también la ambigüedad debe ser elegida. Por eso, el propio Leverkühn  le dice a su biógrafo Serenus Zeitblom: “la música es la ambigüedad erigida en sistema”. A diferencia del personaje de Thomas Mann, Guillermo carece de voluntad para escoger o para aceptar dos alternativas. Es el indeciso que no opta por una cosa o dos cosas a la vez, sino que las cancela una a una. No sabríamos esto si no fuera observado por su mujer. La lectora de “Mephisto-Waltzer” es uno de los personajes más sugerentes de la literatura. No habla, no actúa: interpreta.

El giro fundamental del relato consiste en hacer depender el cuento de la pasajera que lo lee mientras viaja en tren. Este papel se hace extensivo al lector externo de la historia. En sus Lecciones de literatura rusa, Nabokov señala que el mayor personaje que puede construir un escritor es su lector. La fuerza de un universo narrativo se mide por la necesidad de ser leído de otro modo. Pitol construye sucesivas capas de sentido, analizadas por la lectora ficticia del relato, hasta desembocar en el lector real, último protagonista de la trama, el testigo que entiende lo que ella descubrió en el texto.

La mujer abandona la revista. Ha leído un relato fallido. En esas páginas entrevió “algo que en algún momento tuvo que ver con el amor” y que le permite cerrar un episodio de su vida.

El tren avanza, el somnífero ha surtido efecto, aunque no tanto como la lectura. Reconciliada con su soledad, la mujer deja de buscar conexiones mentales y siente la caricia de la piyama de seda. “Sumida en una torpeza que no deja de serle agradable”, se entrega a la realidad del sueño.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Villoro

Martín Caparrós: “Somos muy buenos inventando mitos; no somos tan buenos inventando países”

Los relatos están en la vida de Martín Caparrós desde el principio. El escritor y periodista argentino (Buenos Aires, 1957) recuerda que desde muy niño, y en dramáticas circunstancias, comprendió que la literatura tenía un gran poder, el poder de combatir el miedo. Esa convicción temprana parece haber marcado el camino de este hombre al que la vida, tan llena de historias y de imprevistos, ha enseñado a irse despojando poco a poco de las cosas materiales para viajar ligero de equipaje.

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Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

Devaneos de lector

19 de marzo de 2018 09:08:24 CET

                       

Yo, en principio, quería hablaros de las cosas pequeñas de la literatura. Por eso me compré un cuadernito donde escribir algo sobre la fascinación literaria que ejercen sobre mí los detalles. Yo amo los detalles, como escritor, como lector, como profesor. Pero no el detalle aislado y un tanto gratuito (el brillo de una frase, por ejemplo, o la mera ingeniosidad), sino el detalle capaz de crear un personaje, o una atmósfera, o de atrapar algún matiz insólito del alma o de la realidad exterior, el detalle narrativamente potente, significativo, de esos que leemos una vez y ya no olvidamos nunca.

Si nos fijamos, también la memoria, en la vida real, funciona así, con detalles cargados de sugerencia, de significados. Recordamos un olor, un sabor, un rostro, la pesadumbre de una lejana tarde de lluvia, el sonido de una campana, y a veces es solo una sensación casi inefable, una sensación que es la experiencia destilada en el alma y hecha ya sentimiento. A veces vivimos sucesos importantes, y al final lo que queda son detalles que no parecían destinados a perpetuarse, detalles un tanto caprichosos, y gracias a los cuales podemos reconstruir nuestro pasado. Yo me acuerdo que en 1971 fui a Argel a tocar la guitarra con un grupo flamenco. Nos recibió el presidente Bumediam en el “Palais du Peuple”, y hubo otros hechos memorables que no vienen al caso. Pero el recuerdo más tenaz, más vívido, es el de unos niños que, en una plaza enfrente del palacio, disparaban con tirachinas a los pájaros que empezaban a acomodarse en los árboles para dormir. No hace falta citar a Proust ni a Antonio Machado para saber que la memoria es poética, y lo es por la depuración y selección imprevisibles que hace de nuestras vivencias.

Me pregunto qué huellas quedarán en nosotros de este día en que escribo estas líneas, o en que tú, lector, las están leyendo, dentro de diez o quince años, si es que vivimos para recordarlo. Lo más probable es que permanezca vinculada a algún detalle menor, del que en este momento acaso no somos ni siquiera conscientes. Lo que sí sé es que en ese detalle estará para entonces el embrión de un poema, si sabemos escribirlo.

Y eso, claro está, ocurre también en los libros. Leemos libros magníficos, y ¿qué queda de la lectura al cabo de los años? Determinadas escenas, determinados detalles. Y de eso es de lo que yo quería hablar: de los mejores despojos de mi naufragio de lector.

En el borrador que hice para este breve ensayo, que en realidad aspira a ser una charla amigable del lector que yo soy con el lector que me lee a mí, empecé a apuntar algunos y, no sé por qué, cuando me di cuenta, llevaba media docena y todos estaban relacionados con algún personaje femenino. Entonces decidí hablar de algunas de las mujeres que más me han seducido en la literatura. No voy a hacer, desde luego, una relación exhaustiva de mi donjuanismo literario, porque eso (con perdón) sería el cuento de nunca acabar, sino solo de las que se me vayan viniendo a la cabeza durante el tiempo que dure este vagabundeo por mi memoria literaria.

Si a mí me concediesen el don de convertirme en una criatura literaria, yo elegiría ser el rey Shariar. Este es uno de los hombres más afortunados que hayan existido nunca, porque se casó con una joven muy bella, que además tenía en su casa un millón de libros, y los había leído y los había memorizado todos, y era la mejor contadora de historias de la que los siglos tienen noticias. Se llamaba Scherazade, claro está, y yo creo que solo hay un hombre que la hubiese merecido de verdad: don Quijote. A la mejor narradora hay que casarla con el mejor lector. Hubieran sido las criaturas más felices del mundo. ¿Cómo sería la voz de Scherazade? Yo me la imagino cálida, viva, insinuante, capaz de muchos matices, y desde luego muy seductora. Scherazade salva la vida gracias a su talento narrativo. En las Mil y una noches hay bastantes personajes que salvan el pellejo gracias a que se saben una buena historia. Los reyes más crueles se vuelven magnánimos cuando alguien los embauca con un relato bien urdido. No dicen: “La bolsa o la vida”, sino: “El cuento o la vida”. Y es que las palabras, cuando están bien puestas una detrás de otra, tienen un gran poder. Celestina embrolla a sus víctimas con palabras, y esa es su mejor magia. Don Quijote y Emma Bovary pierden el sentido de la realidad cotidiana, y fundan otra imaginaria, porque son lectores que también sucumben al hechizo de los relatos. Hasta Sancho, para no quedarse solo en la noche temerosa de los batanes, retiene a su amo con el señuelo de un cuento extravagante. Otelo seduce a Desdémona con palabras; Iago envenena el alma de Otelo con palabras; Otelo se entrega al placer morboso y terrible de convertir a su mujer en una puta, y todo gracias al poder de las palabras. Todos se cuentan historias y todos acaban siendo destruidos por las historias. Isaak Bábel, en Cuentos de Odesa, pone en boca del narrador que se dispone a contar la historia de Benia Krik, el rey de los bandidos, el siguiente parlamento, dirigido al oyente:

Olvide por un momento que hay unos lentes sobre su nariz y un otoño en su alma. Imagine por un momento que arma escándalo en las plazas y tartamudea ante el papel. Usted es un tigre, un león, un gato. Usted puede pasar la noche con una mujer rusa y la dejará contenta. Si al cielo y a la tierra le hubiesen puesto asas, usted agarraría esas asas y atraería el cielo hacia la tierra.

Tal es el prólogo del narrador antes de empezar a contar. Y es verdad que las historias son poderosas, y nos convierten en tigres, y nos hacen olvidar que tenemos un otoño en el alma.

Otro personaje que pierde la cabeza con los libros, con las palabras y con las historias, y que aprende a enamorarse y a pervertirse con ellas, es Emma Bovary. Muy pocos lectores habrá que no hayan sido seducidos por esta mujer. Pero, ¿quién es, cómo es Emma Bovary? Bueno, podemos decir que tiene las uñas pálidas, los labios carnosos (que solía mordisquearse), pómulos sonrosados, cuello de garza, pelo negro y espeso dividido en dos crenchas lisas, pies menuditos, grandes ojos que Flaubert nos deja en la duda de si son castaños o azules, pestañas rizadas, y otras cosas que el autor no cuenta pero que yo me imagino con una más que notable precisión. Como en el caso de Desdémona, el adulterio la hace aún más bella: Flaubert nos lo recuerda  inútilmente, porque ya el lector lo había advertido antes. ¿Eso es todo lo que sabemos de Emma? No. Emma es todavía mucho más seductora, porque quien nos la presenta es otro gran seductor: Flaubert. Hay una escena en que vemos a Emma bajo una sombrilla de seda traspasada por el sol, que dora con vagos reflejos dorados la blancura de su rostro. Hay otra en que Emma pasea con León, y el amor (romántico, pueril) va surgiendo en ellos entre silencios y sobreentendidos. Es una miniatura impagable, digna del mejor talento de Flaubert. Pasean junto a un muro, y Emma lleva también esta vez una sombrilla para protegerse del sol. ¿Qué nos cuenta Flaubert, qué detalles selecciona entre los infinitos que acaso se le ofrecen a la imaginación? Primero hace una descripción de veinte líneas: el río silencioso, hierbas curvándose por la corriente, un insecto en la punta de un junco, un rayo de sol que pasa a través de una burbujita azul, una pradera. Es la hora de la comida. Solo se oyen los pasos de Emma y de León en la tierra del camino, sus palabras, el roce del vestido de ella. Hacer calor. Son detalles mínimos, muy matizados. ¿Se puede ir más allá, se puede hilar más fino? Veamos:

Entre los ladrillos [de una tapia] habían crecido mostazas silvestres, y Madame Bovary, al pasar, con la punta de su sombrilla rozaba las flores marchitas, que se desmenuzaban en un polvo amarillento. Otras veces alguna rama de madreselva o de clemátide de las que colgaban hacia fuera se desprendía y resbalaba sobre la seda de la sombrilla hasta bajar a enredarse en sus flecos.

Qué barbaridad: ahora entendemos dónde aprendió Proust a matizar hasta casi la evanescencia. Bien, esos detalles son de una belleza y de una sensualidad arrebatadoras, pero ¿adónde llevan, por qué se para Flaubert en esas minucias, qué utilidad tienen en la narración? Seguimos leyendo y rápidamente lo entendemos. Emma y León apenas hablan, solo alguna frase de circunstancia:

Y a pesar de ello, sus miradas estaban plagadas de una charla más profunda; y mientras hacían esfuerzos por encontrar alguna frase trivial, se iban sintiendo unidos por una especie de languidez común que a ambos invadía, como un susurro del alma, profundo, ininterrumpido, que vencía al de sus voces. Cogidos de sorpresa por el prodigio de aquella desconocida dulzura, no se les pasaba por la cabeza la idea de hablar de aquella sensación, o de ponerse a buscar sus motivaciones. Las dichas futuras, como pasa con los ríos tropicales, suelen proyectar sobre la inmensidad que las precede su genuina suavidad, una especie de brisa perfumada, y el alma se limita a adormecerse bajo los efectos de esta ebriedad, sin preocuparse siquiera de ese horizonte que aún no se columbra.

Ahora entendemos: con aquella descripción minuciosa Flaubert había creado una atmósfera propicia a la languidez y a la dulzura en la que los futuros amantes se ven de pronto envueltos. En poco más de una página, se ha avanzado mucho en la narración (y a través, además, de una descripción): Emma y León se han enamorado un poco más, de un modo ya definitivo. Y, por otra parte, se ha anunciado el futuro: ese clima sensual y envolvente es el preludio de los placeres amorosos que ya se anuncian en el horizonte. Eso se llama maestría narrativa. Ahí se combinan la belleza poética, la belleza de la psicología novelesca no explicitada y la belleza narrativa. Y todo a través de unos pocos detalles maravillosamente conjuntados.

Un último recuerdo para Emma, antes de abandonarla. En sus primeras citas adúlteras con Rodolfo, a Emma a veces se le llenan las botitas de barro, y acude a casa con el peinado un poco deshecho y la ropa un poco desceñida. Nunca estuvo más hermosa que entonces.

La novela del siglo XIX tiene mujeres muy seductoras, yo creo que más que la del XX. Decía Cervantes que no hay libro malo que no contenga algo bueno. Yo no estoy seguro de eso, pero sí de que no hay novela del XIX donde no haya una mujer cautivadora. ¿Con cuál me gustaría a mí tener una aventura amorosa? Son tantas: Emma, Ana Karenina, Ana Ozores, Fortunata, Katy (la de Cumbres borrascosas), la Stella de Grandes esperanzas, Luisa (El primo Basilio)... Pero la que más cautiva y excita al lector que yo soy es Madame de Rênal, de Rojo y negro. No hay mujer en la literatura más adorable que ella: es la pura inocencia y el encanto sin mácula. Pero a Julien Sorel le interesa más Napoleón que Madame De Rênal. La noche en que se entrega a él, debía de haber sido la noche más erótica del siglo, pero Sorel la malogra con sus ambiciones, y le hace el amor como un deber que ha de cumplir en su camino implacable hacia el éxito.

Y ya que hemos desembocado en el erotismo, os voy a contar la escena más gozosa que yo conozco en la literatura, y luego la más triste. Si me acuerdo de más, y hay tiempo, os las cuento también. Gozosas hay muchos (el encuentro de Romeo y Julieta, el de Angélica y Tancredi, los de Van y Ada, los de Lady Chatterley y su guardabosques, los de Calisto y Melibea -aunque Calisto es un amante torpe y atropellado-, los de La lozana andaluza, y otros muchos innumerables), pero no sé por qué, quizá porque alguna hay que escoger, hoy se me ocurre que la más gozosa bien pudiera ser la de Rosario y el narrador en Los pasos perdidos, de Carpentier.

En Rosario se entrecruzan varias razas: “Es india por el pelo y los pómulos, mediterránea por la frente y la nariz, negra por la sólida redondez de los hombros y una peculiar anchura de cadera”.

Una mujer de una vez, a cuyos encantos se une el de la naturalidad, y un instinto sabio y certero para vivir acorde con las cosas sencillas pero esenciales de la vida. Mouche, la amante francesa con la que viaja el narrador, es todo lo contrario: artificiosa, libresca, formada intelectualmente en el baratillo del surrealismo suburbial y tardío, impregnada de todos los tópicos de las modas culturales..., en fin: una pija integral. Hay un momento, en un autobús que se interna hacia la selva virgen, en que Mouche y Rosario se ponen a leer. Mouche lee una novela de moda que Carpentier no nombra pero que yo creo que podría ser de Bukowski, o de alguno de sus epígonos. Mouche es una lectora avisada, más atenta al mundo sombrío de los significados y las estructuras subyacentes que a la belleza y a la emotividad de la narración. Rosario, por su parte, lee la Historia de Genoveva de Brabante, el relato folletinesco de una heroína medieval. Lee despacio, y se indigna con los infames y se alboroza con el triunfo de los héroes. Se entrega a la lectura con una ingenuidad que yo prefiero a la suficiencia interpretativa de Mouche, pero que tampoco es del todo recomendable, sobre todo a cierta edad.

El narrador-protagonista observa cómo leen las dos, y se va prendando de Rosario al tiempo que cada vez desprecia más a Mouche. El primer escarceo erótico entre el narrador y Rosario se produce durante el velatorio del padre de ella. La unión del erotismo y de la muerte suele ser explosiva. Me fascina el modo con que Carpentier esboza ese primer encuentro. Rosario está apoyada en una tinaja de agua, con los codos en el borde, “de tal modo que la comba del barro arqueaba su cintura hacia mí. El fuego de los fogones le daba en la frente, moviendo remotas luces en sus ojos sombríos”.

El narrador, con la urgencia de su mirada, la desnuda de sus lutos. Ella, que se da cuenta, pone la tinaja por medio y apoya los brazos en el borde, de forma que ahora las voces, amplificadas por la caja de resonancia de la tinaja, cobran un  “eco de nave de catedral”; “A ratos me dejaba solo, iba a la sala del velorio, y regresaba […] adonde yo la esperaba con impaciencia de amante” y “ella se dejaba contemplar, por sobre el agua de la tinaja, con una pasividad halagada que tenía algo de entrega”.

Así trabaja un novelista, no con contenidos explícitos y alardes psicológicos, sino con tinajas, miradas, gestos, sugerencias.

Pues bien, tres capítulos después, la ruptura de Mouche y el narrador es total, y total también el amor (aún contenido, expectante) entre el narrador y Rosario. Mouche ha contraído una enfermedad tropical y delira en la hamaca. Es de noche. Hay luna. Bajo la hamaca, en una estera, Rosario y el narrador hablan en susurros. Rosario cuenta algo que la indigna, no importa ahora qué. Tal es su rabia, que el narrador la agarra por las muñecas:

[...] y con la brusquedad del gesto, mi pie derriba una de las cestas en que el Herborizador guarda sus plantas secas, entre camadas de hojas de malanga. Un heno espeso y crujiente se nos viene encima, envolviéndonos en perfumes, que recuerdan, a la vez, el alcanfor, el sándalo y el azafrán.

Entonces hacen el amor, brutalmente, sin ternura, en una posesión mutua que parece una lucha, sobre el lecho de plantas perfumadas, como si los amantes afirmaran también su pertenencia a la naturaleza. Luego, la claridad de la luna entra por la puerta de la cabaña e ilumina sus piernas: primero los tobillos, luego las caderas. Y esta vez, al tiempo que reinician el juego amoroso, Mouche se asoma desde su hamaca y los insulta con voz ronca y airada. Después, se extravía en el delirio, con un brazo inerte colgando en el aire, mientras los amantes, es de suponer que ya totalmente iluminados por la luna, prosiguen sus trabajos.

¿Cómo ha construido Carpentier esta escena? Yo creo que hay tres detalles que sirven de eje sobre el cual avanza la narración, y que a la vez llena todo de un profundo sentido. Uno es la presencia de Mouche, que subraya el carácter inaplazable del deseo, y la sinceridad absoluta de la entrega amorosa. Y que, de paso, añade un punto morboso, de transgresión, que es ingrediente casi obligado en los episodios eróticos. Hacen el amor ante ella, lo cual supone que, desde ese instante, Mouche queda segregada, abolida. Es más: desaparece también de la novela. Entre la sencillez esencial de la naturaleza y los refinamientos de la civilización, el narrador elige la naturaleza. El otro detalle son las plantas aromáticas, que le traen al narrador recuerdos de la infancia (con lo cual el encuentro con Rosario es un reencuentro con un mundo remoto pero latente: el mundo del Caribe). Las plantas, además, incitan a los amantes, y los envuelven en un ámbito propio, natural y poético. El último detalle es la luna que los va iluminando según ellos van cobrando conciencia de su amor, de sus cuerpos. El amor los ilumina con la misma lentitud deleitosa con que la luna matiza sus cuerpos en la sombra. Y, al igual que el aroma de las plantas, los aísla mágicamente en su mundo amoroso. La fragancia de las plantas, los gritos roncos de Mouche, la claridad que entra por la ventana: he ahí un fragmento de realidad imaginaria tallado con la exactitud y transparencia de un diamante.

Y vayamos ahora con la escena erótica más triste. La cuenta Hermann Broch en Esch o la anarquía, uno de los tomos de su trilogía Los sonámbulos. Estamos en Colonia, en 1903. Esch es un joven angustiado por el sentido de la existencia: una existencia desordenada y anárquica, absurda, en la que no encuentra ningún punto estable, ningún anclaje vital e intelectual que otorgue a sus días un poco, si no de felicidad,  al menos de paz, de concordia consigo mismo y con el mundo. Broch, como casi todos los escritores y artistas alemanes de esa época, nos está hablando de la crisis de valores que sobreviene tras la Gran Guerra -crisis en la cual, por cierto, estamos aún inmersos. Esch está emparentado con Ulrich (El hombre sin atributos), con Harris (El lobo estepario), con algunos personajes de Kafka, de Thomas Mann, de Joseph Roth, de Döblin, de Canetti..., por hablar solo de la novela en alemán.

¿Y ella? Ella se llama Hentjen, y todos la llaman Mamá Hentjen. Es joven: tiene treinta y seis años, pero es viuda desde hace catorce y se ha convertido prematuramente en una matrona puritana y algo masculina. Es corpulenta. Es fea, pero no tanto por su figura y por sus rasgos como por voluntad propia. Odia a los hombres, y los teme, y le repugnan. Trata con ellos, porque regenta una sucia taberna portuaria, y los mantiene a raya, y nadie se atreve ni siquiera a requebrarla. Su cara es inexpresiva, y solo hay en ella un rasgo legible de coquetería cuando se arregla el peinado, que es “rígido como un pan de azúcar”. Sí, esa es la palabra que mejor la define: rigidez. Rigidez en el peinado, en la mirada, en la figura, en el carácter. Usa un corsé muy complicado, y también excesivamente rígido, que parece un corsé de castidad. Y lo mismo sus vestidos, “acorazados de ballenas”. Todo eso la hace físicamente inaccesible. Con la viudez, ha cancelado sus encantos femeninos y vive como encastillada en la soledad y en la desconfianza.

Esch, sin embargo, se siente atraído por ella. Oscuramente, cree que él debe redimir  a aquella mujer perdida para el deseo, y que esa empresa puede darle un sentido a la existencia vana y absurda de los dos. Ya el primer beso es acaso el más triste de la literatura. Él intenta atraerla y ella se resiste con todo su aparato defensivo: el corpiño abotonado hasta el cuello, su coraza de ballenas, “los alfileres del sombrero que se sostenía sobre su vacilante cabeza y amenazaban el rostro de Esch”, su rigidez obstinada, inaccesible...:

Esch echó el sombrero para atrás [...] y luego cogió con las manos la cabeza redonda y pesada y la volvió hacia él. Ella devolvió el beso con labios secos abultados, como un animal que oprime el hocico contra un cristal.

Al otro día, en una hora en que no hay nadie en la taberna, Esch sube las escaleras y entra en el cuarto de Hentjen, que al verlo “emitió un ligero grito y se puso rígida”. Él se acerca y la besa bruscamente en la boca. Ella dice con voz ronca: “Váyase”. Aquella habitación, piensa Hentjen, “nunca había sido hollada por un hombre”. No obstante le devuelve el beso “con labios secos y abultados”, repite el autor. Y ahí comienza la lucha. Ella lucha por su habitación y él por despertar en ella el deseo apagado. “Aquí no se le ha perdido a usted nada”, dice ella, y lo repite, hasta que a la tercera vez reduce la frase a “Aquí no”. Pero no es que quiera ir a otra parte, sino defender aquel reducto. “Ella sentía como única misión la defensa de aquel cuarto”. Pero él lo entiende de otra manera y, con voz también ronca, dice: “¿Dónde?” Entonces ella señala la alcoba principal, donde dormía con su marido, “con la esperanza de que aquella estancia tan elegante le haría recobrar a Esch el sentido común y las buenas costumbres”. Sin embargo, “Él la hizo pasar adelante, pero la siguió, poniéndole la mano sobre el hombro, como si condujera a un prisionero”.

Y ahora viene uno de esos de detalles que engrandecen una novela. En esa alcoba nupcial, clausurada desde la muerte del marido y que es una metáfora de la vida erótica también clausurada de Mamá Hentjen, hay, extendida por el suelo, una remesa de nueces, compradas en un momento ventajoso y guardadas allí para consumo de la taberna. El autor ha insistido mucho en este detalle anteriormente. En su sórdido forcejeo, Esch y Hentjen pisan las nueces, que se rompen bajo sus pies y los mantienen a los dos en un equilibrio inestable. Ella quiere salvar ahora sus provisiones, así que sale de allí trastabillando y se refugia en un rincón de la alcoba, aferrada a una cortina, cuyas anillas de madera suenan levemente. Él va en su busca y ella, “por miedo a estropear el hermoso cortinaje, se soltó, y no pudo evitar ser empujada hacia el oscuro nicho donde se hallaban las camas matrimoniales”. Ella ha defendido su habitación, luego las nueces, luego las cortinas, y ahora la ropa. “Llena de un estupor indefenso”, “como el reo que colabora con el verdugo”, se desnuda y se “acuesta tranquilamente de espaldas”. Él se llena de horror “al ver cuán fácil y simplemente se desarrollaba todo”:

[...] y todavía le produjo más horror el que ella, inmóvil y rígida, como obedeciendo a las reglas de una antigua obligación, se dejara hacer sin decir una palabra, sin un estremecimiento. Solo su redonda cabeza oscilaba sobre la almohada de un lado a otro como en una obstinada negación. Él tomó su cabeza entre las manos y la apretó como si quisiera extraer de ella los pensamientos que ocultaba y que no le pertenecían, y recorrió con sus labios la fea y grasienta superficie de sus gordas mejillas, pero la piel de ella permaneció sorda e inmóvil.

Y su boca se une a la de él “como el hocico de un animal apretado contra un cristal”, nos recuerda el autor. Y cuando ella, “con un ronco gruñido, abrió finalmente los labios, él sintió una felicidad que jamás le había hecho sentir ninguna mujer”:

[...] fluyó sin fin en ella, anhelando poseer a aquella mujer que había dejado de ser ella misma para convertirse en una vida recibida de nuevo, maternal, arrancada del seno del misterio, aniquiladora del yo, que había roto sus fronteras, sumergida y anegada dentro de su propia libertad. Porque el hombre que quiere el bien y la justicia quiere lo absoluto, y Esch comprendió por primera vez en su vida que esto no depende del placer, sino de una unión que está por encima de cualquier motivación casual, y que radica en un extinguirse en común..., comprendió que el renacer del ser humano es algo tan sereno como el todo, el cual es capaz de empequeñecerse y ceñirse al hombre, cuando lo exige la voluntad en éxtasis, a fin que todo sea para el hombre lo que únicamente al todo le corresponde: la redención.

He aquí un ejemplo modélico de cómo se puede resolver intelectualmente un episodio erótico, de cómo se puede ir de las nueces a la reflexión filosófica en una transición suave que en ningún momento rechina. La realidad de lo novelesco queda perfectamente definida: la alcoba en penumbra, el sonido de las nueces y de las anillas de la cortina, el forcejeo, la cabeza de ella en la almohada: detalles concretos, artesanales, que son los que arman y estructuran la escena. Cuando Esch llega al orgasmo, cuando fluye sin fin en ella, también su conciencia comienza a fluir, y la narración, con una gran elegancia, se desvía hacia un cierre entre lírico y filosófico. Rosario y el narrador de Los pasos perdidos se deseaban, y no perseguían sino la posesión gozosa de los cuerpos. Pero Esch y Hentjen no se desean, y no buscan la efusión amorosa sino algo más: es un acto desesperado por parte de los dos. Ella porque se rinde y termina aceptando el papel pasivo, abnegado y fatal de la mujer ante la voluntad imperiosa del macho. Cuando defiende la habitación o las nueces, está defendiendo la soberanía de su soledad. Él, porque a través del cuerpo de Hentjen, busca la posesión del todo, de lo absoluto: aquello que puede dar un sentido pleno a la vida de ambos. Unas páginas más adelante, el autor nos cuenta la vida amorosa, y ya rutinaria, de los dos. Hacen el amor sin hablar, “porque en el mutismo se esfuma el pudor, y solo la palabra ha creado la vergüenza”. Ella sigue defendiendo su soledad, y para él, ella “está más allá de la hermosura y de la fealdad, de la juventud y de la vejez; constituye para él únicamente la misión silenciosa de redimirla conquistándola”. Es decir: arrancándole un suspiro, un gemido de placer, una palabra de aceptación. Pero Mamá Hentjen sigue callada, porque solo así puede aceptar el impudor, tumbada en la cama, incitándolo con su silencio y su “inmovilidad animal”.

Ahora me doy cuenta de que este no es solamente un encuentro erótico triste: es también y sobre todo un acto de amor metafísico.

Hay tantos momentos eróticos memorables, que uno en estos momentos se queda indeciso, sin saber a qué atender. Me acuerdo por ejemplo del arranque de El tambor de hojalata, de Günter Grass, del modo tan fantástico en que fue concebida la madre de Óscar, pero al mismo tiempo se me viene a la cabeza la historia del idiota que se enamora de una vaca. El idiota se llama Ike y es un personaje de El villorrio, de Faulkner. El erotismo en Faulkner es una fuerza sombría y a veces destructora. También en El villorrio aparece una de las mujeres más extrañas y terribles de la literatura. Se llama Eula, y es un personaje al que el autor, desde el principio, le da una dimensión mítica. Es Venus, es la encarnación fatídica del deseo, el poder ciego del instinto, la abeja reina en torno a la cual las estirpes aseguran su permanencia. Eula tiene once o doce años y ya para entonces “su aspecto sugería alguna simbología sacada de los antiguos tiempos dionisíacos: miel bañada por la luz del sol y uvas a punto de estallar, la retorcida sangría de la vid ya fecunda pisoteada por la pezuña dura y rapaz de la cabra”.

Es muy perezosa. Tardó más de lo corriente en aprender a andar, y lo que más detesta en el mundo es moverse. Los dos mejores atributos que Faulkner reserva para ella son la exuberancia y la inmovilidad. La transportan en un cochecito de niño, que es el primero que se ha visto por la zona y que resulta tan grande como un pequeño carruaje. Hasta los cinco o los seis años, la transportaba en brazos un criado negro. Eula, su madre y el criado semejaban “el rapto de una sabina con el extraño aditamento de una dama de compañía”.

A mí me maravilla cómo Faulkner enriquece a sus personajes con referencias mitológicas sin que la realidad primaria pierda su independencia y su pureza. Eula nunca supo jugar. No tuvo compañeras de juego ni amigas íntimas e inseparables. Otro de sus atributos es la soledad a que la condena el terrible ascendiente sexual con el que ha nacido. Cuando va a la escuela, la han de llevar y traer a caballo, porque su exuberancia y majestad le impiden moverse por sí misma. La falda entonces se le sube y lo que se ve es algo “tan profunda y gigantescamente desnudo como la cúpula de un observatorio”.

Todo en ella es enorme, anormal. Unido eso a su inmovilidad, nos sugiere, en efecto, una abeja reina, o una de esas arañas hembras cuyo tamaño excede monstruosamente al de los machos. Por donde pasa, los hombres enloquecen, como ocurre con Remedios, la Bella, de García Márquez. Cuando entra en la escuela,  “solo con recorrer el pasillo entre los pupitres los transformaba, a ellos y a los bancos, también de madera, en un bosquecillo de Venus”.

Y el maestro, que es un joven que conserva una fe noble y antigua en la educación, en el prestigio del humanismo (porque es, sin duda, Hipólito, el símbolo del estudio y de la castidad), al verla por primera vez comprende que, a partir de ese instante, habrá de entablar consigo mismo una lucha titánica para no sucumbir a la violencia de aquella fuerza destructora y atávica. Y en torno a esa lucha se desarrolla casi toda esa parte de la novela. Él estudia con fervor a Homero y a Tucídides, pero su fervor libresco es inútil, porque como él bien sabe:

Eula proclamaba la sensualidad sin restricciones de las diosas mismas de su Homero y de su Tucídides: la cualidad de ser al mismo tiempo corrompida e inmaculada, virgen y también madre de guerreros y de hombres en plena madurez.

Corrompida e inmaculada, en efecto, como las diosas griegas, así es Eula. Su historia, y la del maestro, y la del malvado Snopes, el Vulcano cojo de aquella Venus, que se casa finalmente con ella, es uno de los relatos más profundos y apasionantes que se hayan escrito nunca sobre esa contienda, siempre trágica, entre la fuerza de los instintos y la voluntad de escapar a ellos oponiéndoles la razón, el estudio, la soledad y la virtud.

Y, como ya me estoy alargando mucho en esta relación apasionada y farragosa, quiero dedicar las últimas líneas a recordar el beso más sutil y licencioso del que tengo noticias. Es de Álvaro Cunqueiro y viene en Vida y fugas de Fanto Fantini, y los protagonistas son Fanto y doña Cósima. Están en la mesa los dos y el marido de doña Cósima, que es un burguesón perfectamente domesticado. El marido se adormece y quedan frente a frente el galán y la dama:

“Iban y venían las sonrisas y las miradas, los labios se abrían para decir y se quedaban mudos, las manos avanzaban a través de la mesa, buscando encontrarse, pero se quedaban a medio camino, disimulando su voluntad de caricia en el pie de una copa, o en una de las rosas que fingían una guirnalda en los manteles. Doña Cósima bebió un sorbo de malvasía, y vigilando los párpados cerrados de su señor y esposo, la fue empujando hacia el centro de la mesa. Hizo lo mismo Fanto con la suya. Cambiadas las copas, puedo decir que los dos amantes, por vez primera, se besaron, cristal de Murano por medio. El marido roncó estrepitoso, y su propio ronquido le despertó”.

Y no quiero acabar sin un recuerdo para Casandra y Federico, que en El castigo sin venganza, de Lope, protagonizan uno de los mejores incestos escritos en español,  junto al de Rebeca y José Arcadio hijo en Cien años de soledad (“Ay hermanita, ay hermanita”, susurra él mientras comienzan las caricias), o el de Fonchito y doña Lucrecia en Elogio de la madrastra, de Vargas Llosa, y supongo que algún otro que no recuerdo ahora. Y un recuerdo también para las mujeres de Kafka, que es un escritor más erótico de lo que suele creerse: no hay más que leer el capítulo 3 de El proceso (Primera investigación), donde el discurso de Josef K. en la sala del juicio abarrotada de gente es interrumpido por el chillido agónico de un orgasmo: un hombre le está haciendo el amor a la lavandera y esposa del conserje, de pie, rodeados por un corro de curiosos, y ante la indiferencia del resto de la muchedumbre que puebla la sala. Es acaso la escena erótica más pública y notoria que se haya escrito nunca. Y en El castillo, también en el capítulo 3, K. y Frieda hacen por primera vez el amor entre charcos de cerveza y restos de basura, y rodando por el suelo van a chocar contra la puerta tras la cual está Klamm, el poderoso amante de Frieda, y no solo eso, sino que ella, enloquecida por la pasión, golpea en la puerta y grita: “¡Estoy con el agrimensor!, ¡estoy con el agrimensor!” O Brunelda, en América, cuyos encantos atraen a los hombres tan fatalmente como la Eula de Faulkner o la Remedios de García Mázquez. Y un recuerdo para tantas otras que me han hecho vivir momentos inolvidables de pasión. Pero, sobre todo, para la pobre y admirable Antígona, a quien la abnegación filial en Edipo en Colono, y luego el deber moral en la obra que lleva su nombre, le impidieron conocer los gozos del amor. Estas son sus últimas palabras:

“Y ahora la muerte me lleva, tras cogerme en sus manos, sin lecho nupcial, sin canto de bodas, sin haber tomado parte en el matrimonio ni en la crianza de los hijos, sino que, abandonada por los amigos, infeliz, me dirijo viva hacia los sepulcros de los muertos”.

Antígona es la doncella a la que el destino le niega las dulzuras amorosas, y esa usurpación forma parte también de su carácter trágico.

Y una cita final para cerrar este desordenado devaneo de lector. Son unas palabras de Zorba en Vida y hechos de Zorba el griego, de Kazantzakis:

“Porque, joven señor, aquel que pudiendo acostarse con una mujer no lo hace, comete un gran pecado. Si una mujer te invita a compartir su lecho, y tú te niegas a satisfacer su deseo, ¡pierdes el alma! Esa mujer lanzará un gran suspiro el día del gran juicio de Dios, y el suspiro de esa mujer bastará para echarte de cabeza al infierno. Si el infierno existe, no me libro de caer en él, y la única causa de mi perdición habrá sido esta. ¡No por haber robado, asesinado, cometido adulterio, no, no! Todo eso no significa nada. Dios lo perdona. Pero ha de precipitarme en el infierno sólo porque una noche una mujer me esperaba y yo no acudí...”

Ese es, pues, para Zorba, el único pecado que Dios no perdona. Pero quizá aquí empezamos a invadir el territorio inviolable de la realidad objetiva. La realidad de la vida, en la literatura, no permite su propio reflejo. Y, a propósito de la realidad, y ahora ya si acabo, ¿qué nos deparará hoy la realidad?, ¿qué nos deparará la realidad esta misma tarde? ¿Y esta noche, qué nos tendrá reservado la realidad esta noche? Bueno, en el peor de los casos, yo te deseo, lector, que tengas sueños apacibles.

 

        

         

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Landero

En defensa de la escritura sumergida

5 de marzo de 2018 14:47:25 CET

A veces, la literatura inédita es mejor que la publicada; revalorizada por lo digital, forma parte del patrimonio común. No existe únicamente una economía sumergida, sino también una literatura sumergida. Hay una Italia que escribe a ritmo acelerado, que produce ríos de una literatura que permanece inédita y está destinada a seguir así, pero que no es menos significativa, como índice de la mentalidad y del sentir general, que el océano del papel impreso. La diferencia entre un texto rechazado y uno publicado, incluso con éxito, no es siempre evidente y, al contrario, en ocasiones sería mucho más lógico que los dos textos intercambiaran sus destinos.

No existe únicamente una economía sumergida, sino también una literatura sumergida. Es aplicable también a Italia, pues —al igual que a muchos otros países—, el viejo chiste habsbúrgico sobre los praguenses, de quienes se decía que eran todos escritores, hasta el punto de que, cuando alguien se tropezaba casualmente con uno en el tren, le preguntaba, después de las presentaciones de rigor: «Ah, conque es usted de Praga, ¿y qué novela dice que ha escrito?

No soy editor ni trabajo para editorial alguna, y sin embargo recibo cada día, con la excepción de sábados y domingos, cuatro o cinco textos mecanografiados de personas desconocidas, que me instan a que los lea, los valore y los promueva; aproximadamente entre unos quince y veinte a la semana, setenta al mes, ochocientos al año. Les respondo a todos —porque creo que todo interlocutor merece respeto y atención—, intentando explicarles que resulta imposible para cualquiera, incluso aunque recibiera diariamente obras de Balzac o de Dickens, leer setenta libro al mes, en el llamado tiempo libre que nos queda después de haber completado nuestra jornada laboral.

Con todo, cada lectura inevitablemente negada hace que me sienta incómodo, porque el rechazo va dirigido a alguien que, independientemente de la calidad de lo que pueda haber escrito, parte en condiciones desfavorables, aislado de esos contactos y relaciones que tanto nos han ayudado a muchos de nosotros, más afortunados.

Hay algunos —más bien pocos— que entienden mis dificultades para atender a su petición, mientras que muchos me piden, en cambio, que me limite a leer su obra, desdeñando todas los demás, con un resentimiento comprensible en quien se siente excluido pero que ofusca la comprensión objetiva de las cosas. En esa plétora de manuscritos habrá, cabe imaginarlo, muchas obras de escaso valor cuyo interés se circunscriba solo a quienes las han escrito; habrá otras mediocres y, quizá, con todo, dignas de atención; bastantes serán veleidosas o monomaniacas; otras, de calidad media no inferior a la de muchos otros libros que, en cambio, quién sabe por qué, acaban siendo publicados o coronados incluso por el éxito; y acaso no falte incluso alguna obra maestra. Hace muchos años, cuando recibía muchos menos manuscritos y podía leer algunos de ellos, me topé hasta con algunas obras de gran hondura, que intenté, casi siempre en vano, que fueran publicadas.

Este vasto continente literario subacuático testimonia —a pesar de la vertiginosa transformación, en todos los campos, de la vida y de nuestra forma de vivirla y concebirla— cuán difundida y sentida sigue estando la necesidad que nos embarga de relatar nuestra propia existencia y nuestra propia visión del mundo, el deseo de sustraerla a la nada y al olvido, la fe en la capacidad de la literatura para redimir la vida. Fe falaz, porque ni siquiera una obra maestra inmortal puede redimirnos de un dolor o una injusticia, cuando están enraizados en el corazón humano.

En realidad, este mar de inéditos es sobre todo un fenómeno social y cultural muy relevante, una realidad que refleja el clima de un país, una producción no menos concreta respecto a la literatura editada de cuanto lo es la economía sumergida respecto a la oficialmente reconocida y computada. Nadie puede afirmar conocer la literatura —y por lo tanto la cultura— de un país si solo conoce la que aparece impresa; por lo demás, si como es obvio resulta materialmente imposible sumergirse en la lectura de ese océano de inéditos, es igualmente imposible un conocimiento adecuado del mar de lo editado, extensísimo este también y, por lo demás, dilatado a menudo de forma casual y caótica. La diferencia entre un texto rechazado y uno publicado, también con éxito, no siempre es evidente y al contrario, en ocasiones, sería mucho más lógico que a los dos textos les ocurriera lo opuesto.

En todo caso, las pilas de manuscritos que me llegan a mí, al igual, me imagino, que a muchos otros, forman parte de la literatura de hoy en día. La frontera entre lo inédito y lo editado no es la frontera entre lo inexistente y la existente. Lo digital está royendo o ha roído ya los rígidos confines entre lo publicado y lo inédito, entre lo público y lo privado, entre la cultura oficialmente reconocida y la que habita en las distintas formas de comunicación electrónica. Es difícil decir si lo digital está destinado a incrementar la diversidad y la libertad o llevará más bien a una apagada homologación de intereses, pasiones y costumbres, hacia una totalizadora y totalitaria democracia populista de masas, como la descrita y denunciada en sus mecanismos tiránicos por Tocqueville. Lo digital puede ayudar, indudablemente, a que ese continente sumergido de lo inédito emerja de sus ignotas profundidades, enriqueciendo así el archipiélago de la literatura. Claro que, a muchos de estos islotes emergidos de la oscuridad —como también a muchos libros publicados con énfasis—, podría sucederles lo que le ocurrió a Nyö, un islote volcánico que apareció repentinamente de las aguas del mar en 1783, en las cercanías de Islandia, para hundirse casi inmediatamente después, mientras aún se seguía discutiendo a quién pertenecía.

 

Corriere della Sera

(Traducción de Carlos Gumpert)

Escrito en Lecturas Turia por Claudio Magris

Una intensa actividad didáctica convierte a Adela Cortina en una viajera del pensamiento ético. Goza de gran reconocimiento en el mundo intelectual y a  la vez es una persona discreta. Al consultar su perfil biográfico en bibliotecas, revistas o en Internet, apenas se encuentran cuatro datos que, por otra parte, se repiten en todas las entradas. Su vida personal queda al margen, salvo cuando  está vinculada a su oficio de pensadora, divulgadora y profesora universitaria. Es una mujer con muchos frentes profesionales abiertos, todos ellos en el terreno de la Ética. Una conferencia sobre “¿Las bases cerebrales de la Justicia y la  Democracia?”, en la Fundación Juan March de Madrid, fue el lugar para nuestro encuentro de presentación. Al verla ante su público reafirmé la idea que tenía de su manera de exponer sus convicciones: la mirada de Adela Cortina al mundo contemporáneo es rigurosa y cordial. Su capacidad reflexiva y dialogante imprime altas dosis de buena voluntad a  temas conflictivos. Tan clara como profunda, habla con sencillez de aspectos éticos del consumo, la sanidad, la legitimidad de la guerra, la ecología y el cambio climático, la educación para la ciudadanía, la crisis económica y también la neurociencia.

Se siente afortunada por “ejercer el magisterio en los distintos niveles. Aunque –advierte - jóvenes los hay de todo pelaje, algunos ayudan a mantener la mente fresca y el corazón cálido”. Catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia, entiende su disciplina como “reflexión filosófica sobre la moralidad y desde ella trata de aclarar en qué consiste, cual es su fundamento, si es que lo hay, y cómo se aplican a la vida cotidiana los principios éticos”. Si esta sencilla formulación de la asignatura que imparte necesita más de una aclaración, ella misma se remite a “Etica mínima”(1986) quizá uno de sus libros más citados. Puede impresionar su bagaje bibliográfico, pero al escucharla o pedirla explicación sobre algún concepto, su generosidad hace sentir muy cómodo al interlocutor. Teníamos que abordar temas en algún punto políticamente conflictivos y temí que no quisiera entrar en alguna materia, pero ella no ha puesto pegas a nada, a todo ha respondido con equidad. Ya he dicho que su vida privada es la más desdibujada en sus perfiles, por eso empezamos por una pregunta personal. Quería saber si al entrar en la docencia, primero en la enseñanza media y luego en la Universidad, tuvo alguna dificultad por discriminación de género. No era frecuente que hubiera mujeres en el campo de la filosofía en el final de los sesenta y primeros setenta, es decir, en el último franquismo.

A fines de los sesenta existía un tópico en las facultades de Filosofía y Letras –responde Adela Cortina-  el de que la especialidad de Filosofía, de Filosofía “pura” que se decía, era muy difícil y, por lo tanto, sólo apta para cerebros varoniles. Pero la verdad es que la práctica desmentía ese lugar común, porque ya en mi curso el número de mujeres y el de varones era el mismo, y muchas de mis compañeras son desde hace muchos años profesoras de enseñanza media.

A la universidad optamos menos, eso es verdad, y en algunos departamentos había una clara preferencia por los chicos para encomendarles clases, por aquella convicción, generalizada en la época, de que eran los varones los que tenían que hacer carrera. Ése fue mi caso muy al comienzo, pero pronto las cosas cambiaron radicalmente.

En las oposiciones nunca me sentí discriminada por ser mujer, de hecho las saqué. Lo que sí se percibía con claridad es que quien no estaba alineado en un grupo con cierto poder lo tenía muy difícil, fuera mujer o varón. Ahora no es que lo tiene difícil, es que es imposible. El gran criterio para discriminar sigue siendo tener o no padrinos: tan antiguo como la historia de la humanidad.

Y tan antigua como esa historia es la brega por el reconocimiento, que no siempre viene de la lucha, sino también de la ocupación pacífica, pero inexorable. Recuerdo que un día, cuando estudiaba la carrera, me encontré en el claustro de la Facultad a una señora mayor que miraba con ternura las columnas, la estatua de Luis Vives, el reloj, y me dijo, con lágrimas en los ojos, que había sido la primera mujer en estudiar en la Universidad de Valencia. Para entonces ya había muchas mujeres estudiando Filosofía y Letras, después fuimos conquistando Derecho, Económicas, Medicina, las ingenierías. Fue una conquista paulatina, imparable, hasta formar una innegable mayoría. Y poco a poco fuimos también ocupando plazas de enseñanza media y de universidad.

De hecho, si a fines de los sesenta no había profesoras universitarias en España, tampoco las había en otros países europeos. En Alemania, por ejemplo, que es el país que mejor conozco en este sentido, apenas había profesoras de filosofía en las universidades, y desde luego en el nivel más elevado (C4), ninguna.

- Además de Catedrática, Adela Cortina es directora de la Fundación para la Ética de los Negocios. En estos tiempos de desconcierto laboral y empresarial es quizá la persona más cualificada para hablar de la rentabilidad que aporta  la ética en el tejido industrial. Hablamos de rentabilidad económica, pero sobre todo de  rentabilidad social y  humana. Entiendo, y así se lo comento a ella, que en principio, no sólo no hay contradicción, sino que hay una estrecha línea que une el bienestar de los trabajadores y su productividad.

- En efecto –asiente nuestra interlocutora- justamente creamos la Fundación ÉTNOR, después de un Seminario Permanente de Ética Económica y Empresarial que duró tres años y empezó en 1990, con la convicción de que la ética en la empresa es un juego de suma positivo, que beneficia a todos los afectados por ella: trabajadores, clientes, accionistas, proveedores, entorno social y medio ambiente.

Formamos un grupo inicial de académicos y empresarios y nos lanzamos al ruedo con el eslogan “la ética es rentable para todos los componentes de la empresa”. Frente a quienes creían que las empresas son perversas por definición, defendimos que ni hay empresas situadas más allá del bien y el mal moral (amorales), ni todas son perversas: que hay grados, como en todas las actividades humanas.

Entonces todavía no estaba de actualidad la teoría de los stakeholders, que habitualmente se traduce por “grupos de interés”, pero le fuimos dando una fundamentación normativa desde nuestra peculiar ética del discurso, entendiendo que es preciso tener en cuenta a todos los afectados. Es lo que vino a refrendar más tarde el discurso de la RSE: una empresa que hace el triple balance (económico, social y medioambiental) es un bien público.

Adela Cortina es también la primera mujer académica de Ciencias Morales y Políticas: ahora viaja a Madrid casi todas las semanas.  En su doble condición de mujer y académica su mirada a esa Institución resulta singular. ¿Cómo la han acogido sus compañeros hombres, quienes precisamente la han elegido de entre todas las mujeres?

Realmente mis compañeros de Academia no me han elegido de entre las mujeres, - Adela Cortina rechaza la alusión algo bíblica a su forma de ser elegida- ni entre todas, ni entre unas pocas. Más bien quienes me apoyaron pensaron en la persona y les alegraba también que por fin entrara una mujer. En este sentido las Academias españolas tienen una inercia masculinista innegable, que tiene que ser vencida por un personalismo de sentido común. En ello estamos.

En cuanto a la acogida, ha sido excelente por parte de todos -continúa satisfecha por su papel en la Academia- pero me gustaría recordar especialmente el afecto de Sabino Fernández Campo que, como presidente, empezaba las sesiones diciendo “Señora académica y señores académicos”. Desgraciadamente murió hace bien poco y ha sido una gran pérdida para España. Obviamente, todos estamos en el empeño de intentar que el trabajo de las Academias sea más visible y fecundo para la sociedad.

- La trayectoria intelectual de Adela Cortina comienza con una relación de compromiso con el cristianismo militante, sigue por su relación con la filosofía de Kant y con la vanguardia intelectual de Europa, gracias a sus estudios en varias Universidades  alemanas donde entró en contacto con la Escuela de Frankfurt. El pensamiento de Habermas y Karl Otto Apel son sus referentes filosóficos, a los que ella ha ido dando forma propia llevándola a decantarse por la ética. Todo un viaje en el que ha ido cargando sus alforjas y transitando por muchas estaciones.

- La verdad es que no se trata de un viaje en el que vamos pasando de una estación a otra, abandonando la anterior. Más bien todas permanecen, aunque han ido apareciendo al hilo de la historia personal. Mi trayectoria académica puede decirse que empieza con la tesis doctoral sobre “Dios en la Filosofía Trascendental kantiana”, defendida en enero de 1976. Yo formaba parte del Departamento de Metafísica de la Universidad de Valencia y me interesaba especialmente la Teodicea. Sigue interesándome, por supuesto, pero en ese año 1976, Jesús Conill y yo, con quien me casé en 1977, ganamos las oposiciones de Enseñanza Media de Filosofía y, antes de tomar posesión de la plaza, estuvimos un curso en Munich (1977/78) con sendas becas del DAAD y con una Licencia para Estudios en el Extranjero. En aquel tiempo España daba el paso oficialmente a la democracia y nos preocupaba, entre otras cosas, que no fuera posible una ética común a todos los españoles. De ahí que fuera decantándome hacia la ética y tratando de diseñar una ética cívica, que necesitaba como fundamento una ética filosófica. Apel había publicado hacía poco tiempo Transformation der Philosophie (1973) y Habermas, “Vorbereitende Bemerkungen zu einer Theorie der kommunikativen Kompetenz“ (1971). Esas aportaciones suponían la transformación dialógica de una ética kantiana, que proporcionaba, desde una filosofía del lenguaje, el fundamento para una ética filosófica y el criterio para una hermenéutica crítica.

De regreso a España, ocupamos nuestras plazas en distintos institutos de la región de Murcia y también pudimos impartir clase en la Universidad, en Metafísica y en Ética. Aquellos años fueron esenciales por las gentes a quienes conocimos, que son amigos entrañables. Pero nuevas oposiciones nos permitieron regresar a la Universidad de Valencia, y así lo hicimos.

- Damos ahora un salto desde la formación teórica de Adela Cortina y pasamos a la práctica de la filosofía. Al fin y al cabo es una buena dosis de ética y sentido común lo que le falta al sistema productivo y a los hábitos de consumo de los ciudadanos para salir de esta crisis económica y medioambiental en la que nos encontramos inmersos. Por las respuestas de los políticos a la situación actual, parecería como si en el interior del cerebro y del alma humana hubiera unos extraños resortes que nos llevaran a todos a seguir por un camino de perdición. ¿O quizá tengamos que llegar hasta el último subsuelo del infierno para remontar y volver a la luz? La comento que personalmente no dejo de tener esperanza.

- Hay varios ingredientes trabados en esta pócima. En principio, como analicé en Por una ética del consumo (Taurus, 2002), hay una extraña concepción de la economía. En vez de aceptar, con Adam Smith, que el consumo es el fin de la producción, se entiende que el consumo es el motor de la producción. Si no hay consumo, “no hay alegría” en la sociedad, porque no hay producción, sin producción no hay trabajo, y las gentes no pueden ni siquiera sobrevivir con dignidad. De ahí que los productores intenten crear deseos en las gentes a través de la publicidad para que consuman y se va generando ese êthos consumista de quien cree que lo natural es consumir. Es lo que Galbraith llama el “efecto dependencia”: los deseos dependen del proceso por el que se satisfacen y, claro está, nunca hay bastante.

- Entiendo que si salimos en falso de la crisis económica seguiremos avanzando hacia sucesivas crisis y se agravará el cambio climático.

- Lo peor es que vamos a salir “en falso” con altísima probabilidad, porque de momento no hemos aprendido nada de la crisis. Ni estamos cambiando el modelo de crecimiento ni tampoco las formas de vida y de consumo. La historia de la inversión en I+D+i, la importancia de la educación, el control del sistema financiero, la transformación de los incentivos, todo está quedando en agua de borrajas.

- Adela Cortina tiene sus propios análisis y posiciones sobre la  "ética del consumo". Es valedora de un saber capaz de defender con argumentos que hay formas de consumir más éticas que otras. En otra de sus obras de referencia, Por una ética del consumo, la ciudadanía del consumidor en un mundo global (Taurus 2002), analiza el sentido del consumo en una sociedad más justa. ¿Cuáles serían esas formas de consumo respetuosas y respetables?

- En ese libro –explica con la claridad didáctica que imprime a su función docente- propuse una forma de consumo con cuatro características: un consumo liberador, justo, corresponsable y felicitante. Liberador, que nos sirva para aumentar nuestra libertad en vez de esclavizarnos. Justo, porque es de justicia pensar en la distribución de las posibilidades de consumo en el nivel local y mundial. Corresponsable, ya que podemos asociarnos para cambiar nuestro modelo de consumo y tomar así las riendas de la producción. Felicitante, que realmente nos haga más felices, para lo cual no hacen falta bienes costosos, sino lo necesario para disfrutar de las relaciones humanas, de la belleza y la solidaridad.

- Entiendo que la preocupación por las falacias del consumo surgió en los años cincuenta. Los "críticos de la cultura de masas", denunciaron las formas de consumo de las sociedades industriales por privar a los individuos de libertad. Marcuse, vinculado a la Escuela de Francfort, separó el trigo de la paja y distinguió entre necesidades verdaderas y falsas. Adela Cortina ha explicado en alguno de sus artículos que las necesidades "verdaderas" son inexcusables, aunque no todo el mundo pueda satisfacerlas: alimentación, vestido y vivienda. ¿Cuáles serían las "falsas", y quien impone a los consumidores esas necesidades? ¿Con que intención y efectos llegan hasta nosotros como consumidores?

- La distinción entre necesidades verdaderas y falsas no es tan clara como quería Marcuse. A mi juicio, es más fecundo distinguir entre necesidades y deseos, aunque tampoco sea posible separar unas de otros como con un bisturí. Pero sí es cierto que las necesidades se acercan más a lo biológico (alimentación, vestido, vivienda) y por eso tienen un límite a la hora de satisfacerlas, mientras que los deseos son psicológicos y carecen de límite.

También por eso algunos productores se esfuerzan por aumentar los deseos de las gentes con capacidad adquisitiva, añadiendo prestaciones a los coches, a los teléfonos móviles, perfeccionando los ordenadores y las televisiones, fomentando el consumo de alimentos que permiten mantenerse en forma o estar más sanos.

Naturalmente, las necesidades se modulan socialmente porque, como decían tanto Adam Smith como Marx, un obrero británico necesita una camisa de lino para poder presentarse en público sin tener que pasar vergüenza. Pero con las debidas matizaciones, las sociedades están obligadas a cubrir las necesidades de todos los seres humanos, de modo que puedan llevar adelante sus proyectos vitales.

Tal vez, en este sentido, sea más acertado el enfoque de las capacidades de Amartya Sen en su insistencia en que debemos empoderar las capacidades básicas de todas las personas. Ésta sería la tarea de los proyectos de desarrollo humano.

- Por lo que hemos leído, Adela Cortina coincide con Habermas en su “reparo a la pesimista filosofía de la historia y considera que la crítica a los abusos ideológicos no debería acabar con toda aspiración utópica”. El pensamiento de esta profesora de la Universidad de Valencia, deja atrás la idea de que el derecho natural es la fuente de la Ética, que luego derivó en la declaración de los Derechos Humanos del 48, buscando aplicar la razón a unos principios éticos que no necesariamente proceden del derecho natural. Cuestiona desde sus planteamientos filosóficos el “derecho natural”, aquella disciplina que impartía Joaquín Ruiz Jiménez en la Facultad de Derecho de la Complutense y a la que yo asistí como alumno cuando nuestra interlocutora se incorporaba como docente a la Facultad de Filosofía.

- A mi juicio, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 es uno de los grandes hitos de la historia de la humanidad, porque por primera vez se proclama que todos los seres humanos, independientemente de la comunidad política a la que pertenezcan, tienen unos derechos que debe respetar cualquier país que quiera considerarse civilizado. Encarnar el respeto a esos derechos en las instituciones y en la vida de las personas concretas es una exigencia de justicia y uno de nuestros mejores proyectos. Pero, claro, esos derechos tienen una historia. Nacen de lo que se entendieron como “derechos naturales”, ligados a la ley natural divina en el mundo medieval, y a la razón de todo hombre en la Modernidad. En la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de la Revolución Francesa todavía no se habla de derechos humanos, expresión que consagra la de 1948.

El inconveniente de la expresión “derechos naturales” es que se liga a la ley natural, que si es ley, no es natural, y si es natural, no es ley. Necesita ser interpretada por algún magisterio autorizado. En el caso del catolicismo sería el de la Iglesia, pero en sociedades pluralistas no tienen porqué compartir todos los ciudadanos la autoridad de esa interpretación, en cambio sí que todos deben compartir el respeto por los derechos humanos. Su fundamento filosófico, entre otros posibles, se encuentra en la afirmación kantiana de que todo ser humano es valioso en sí mismo, tiene dignidad, y no precio. El fundamento cristiano es que todo hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, es sagrado para el hombre.

- Qué les responde, desde sus postulados actuales, a los liberales que denuncian el marxismo implícito de la Escuela de Frankfurt y consideran que es un ataque a los valores tradicionales y a la familia.

- La Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt nació de forma explícita en 1923 como crítica de la economía política, en el sentido marxista de la crítica de la ideología, pero después fue evolu-cionando hacia la crítica de la razón instrumental, al percatarse, al menos desde 1940, de que la cosificación no sólo se produce en las sociedades capitalistas, sino también en las socialistas, porque es la razón instrumental la que preside el desarrollo de la historia occidental.

El mismo Habermas propone en La reconstrucción del materialismo histórico  sacar a la luz las relaciones de producción, que Marx había dejado encubiertas, y considerar que el progreso tiene que ser a la vez técnico y moral, progreso en el dominio de la razón instrumental, pero también, y muy especialmente, de la comunicativa. “Los valores clave en esta ética son la justicia y la solidaridad” , según expresión del propio Habermas. Pero, si intentamos reconstruir los pasos de esa ética, son además la autonomía y la igualdad. No entiendo por qué los liberales tienen que criticar estos valores.

Por otra parte, si podemos hablar de una Tercera Generación de la Escuela de Frankfurt, representada sobre todo por Axel Honneth, ésta generación recoge el valor de la familia como una de las instituciones necesarias para el reconocimiento en el progreso moral en la visibilidad.

- Desde el otro lado del espectro político, desde la izquierda, se considera que la Escuela de Frankfurt no es más que una crítica romántica y elitista de la cultura de masas disfrazada de neomarxismo.

- Pues tienen una salida: proponer ellos una alternativa moralmente deseable y técnicamente viable, pero desde sociedades no capitalistas, que deberían ser las más preparadas para lograrlo. Porque resulta bien poco creíble la crítica de una izquierda que vive en sociedades capitalistas, disfruta de sus ventajas, no se traslada a vivir a Cuba o a Corea del Norte ni por equivocación, y, eso sí, desde ahí critican todo lo que otros intentan construir. Al menos los frankfurtianos empezaron honradamente en la crítica de la economía política pero, al percatarse de que el problema era más hondo, se vieron abocados a proseguir la tarea inacabada de la Ilustración.

- ¿Dónde estaba Adela Cortina en Mayo del 68? ¿Cómo vivió desde el mundo universitario esa convulsión en la que muchos sentimos que el mundo daba un giro copernicano, y en cierto sentido así fue, aunque luego parece que hubiéramos reculado hacia una realidad  menos ambiciosa en el sentido del cambio y la creatividad?

- Yo estaba estudiando la carrera, como tantos otros, deseando un cambio hacia una sociedad democrática y abierta, pero sin entender muy bien un conjunto de proclamas, que me parecían al menos tan totalitarias como lo que teníamos. En la facultad de Valencia no había sino tres corrientes: neoescolástica, neo-positivismo y marxismo. Ninguna de ellas tenía la menor vocación democrática y las tres trataban de desbancar a las demás.

La tradición del socialismo español, que era un socialismo neokantiano, como supe más tarde, brillaba por su ausencia. No había más socialismo que el marxista. Por desgracia, no se nombraba a Ortega, ni tampoco a Zubiri, Laín o Marías. Hubiera sido bueno para muchos de nosotros tanto haber conocido el socialismo ético de la tradición española, como también a estos representantes de la “Tercera España”, porque hubiéramos encontrado un sitio que no encontramos en los totalitarismos vigentes.

- “Debajo de los adoquines está la playa, Prohibido prohibir” Es una evocación personal que le traslado a Adela Cortina en forma de evocación intelectual. ¿Qué nos queda de todo aquello que tanto tenía que ver con la Escuela de Frankfurt, con Marcuse, con Sartre? Lo pregunto con una cierta melancolía, no sé si de mi juventud o de aquel mundo que 20 años después trajo la caída del muro de Berlín, luego los atentados de las Torres Gemelas y los disparates geopolíticos subsiguientes.

- Nos queda el trabajo bien hecho –responde la profesora comprometida- de los que se esforzaron por la socialdemocracia, tan denostada por derechas y por izquierdas. A los primeros les parecía antiliberal, por intervencionista, y a los segundos, intolerable por capitalista. Hablar de Bernstein era entonces poco menos que una obscenidad, cuando era lo más constructivo que podíamos encontrarnos. Y también nos queda el trabajo del liberalismo social, que defendía la libertad frente al totalitarismo, con la convicción de que los seres humanos merecen igual consideración y respeto y, por lo tanto, es injusto que no vean protegidos sus derechos civiles y políticos, económicos, sociales y culturales. Me emocionan mucho más esas gentes que los de “la imaginación al poder” y “prohibido prohibir”.

- Las nuevas formas de vivir la sexualidad que proponía por ejemplo Wilhelm Reich, también vinculado a la Escuela  de Frankfurt, dieron lugar a movimientos feministas diferenciados de los que habían surgido a principios del siglo XX. ¿En este terreno dónde se sitúa Adela Cortina?

- En el feminismo de la igualdad. Es urgente exigir que se respeten los derechos de todas las mujeres y de todos los varones de la tierra, sin discriminaciones, solapadas o expresas. Y es urgente complementar aquellas “dos voces morales” de las que habló Carol Gilligan, la de la justicia, presuntamente masculina, y la del cuidado, presuntamente femenina. Las dos son voces de la humanidad, indispensables para seguir adelante.

- La febril actividad profesional de Adela Cortina la permite vincular la teoría ética con  su compromiso personal con el presente. Compromiso a la hora de publicar y dar conferencias, mostrando su opinión y conocimiento sobre temas de actualidad. Debate crispado y casi inverosímil al que hemos asistido sobre la asignatura de “Educación para la ciudadanía” al que ella ha aportado cordura. En Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía en el siglo XXI encontramos su propuesta para unas nuevas bases de valores cívicos que preconiza y que representan el espíritu de lo que denomina "educación cordial”. En esta obra que le valió el Premio Jovellanos 2007, propone la ética cordial frente a la tiranía del “todo vale” contemporánea. ¿Qué significó personalmente ese galardón?

- Significó el reconocimiento de que, en efecto, es necesario educar ciudadanos que se reconozcan como interlocutores válidos, con capacidad de argumentar, pero también como personas en el sentido amplio de la palabra: con capacidad de estimar los valores, cultivar los sentimientos y adquirir virtudes. Poco a poco se van dando cita en ese concepto de ciudadanía cordial la tradición germana de Kant, Apel y Habermas, y la tradición española de Ortega, Zubiri, Aranguren y Marías. Todo un programa educativo para familias, escuelas, medios de comunicación y políticos.

- ¿Qué responsabilidad tendrían las empresas en ese mundo regido por la razón cordial?

- La de tener en cuenta a todos los afectados por su actividad, asumiendo su Responsabilidad Corporativa desde la ética, entendiéndola como un instrumento de gestión, una medida de prudencia y una exigencia de justicia.

- Sugiero a Adela Cortina que precisamente hay falta de ética, de sentido común y cívico, de educación ciudadana en la génesis de la crisis económica. Una situación que en nuestro país surge a partir de la especulación del ladrillo y está vinculada también a los problemas del sistema financiero de Estados Unidos en este mundo global. Los valores que han de presidir hoy en día las relaciones entre los pueblos, los Estados y con el Medio ambiente deberían ser tan globales como lo son las causas de esta crisis que en gran parte es una crisis de valores morales. ¿Es necesaria una ética, una ética global distinta de la tribal que parece inserta de forma indeleble sobre nuestras almas cerebro y de las que parece hoy en día dar cuenta la neurociencia?

- Efectivamente – confirma nuestra invitada- es necesaria esa ética global, que en realidad no encuentra ningún fundamento en las investigaciones de las neurociencias. Esas investigaciones, sometidas a control ético y legal, nos sirven para comprendernos mejor, para evitar enfermedades y mejorar nuestras capacidades, pero no para saber qué debemos hacer moralmente. Lo que venimos descubriendo desde esas ciencias es que adaptativamente nos conviene amar a los cercanos y desentendernos de los lejanos. Es lo que intenté mostrar en la conferencia de la Fundación Juan March sobre “Neuroética”. Con esos mimbres no puede tejerse sino una ética basada en el egoísmo de los que ayudan sólo a quienes a su vez les pueden ayudar. Esa ética del homo reciprocans deja necesariamente excluidos. Es una ética del Intercambio Infinito que, de ser explícitamente aceptada, legitimaría la exclusión de quienes tienen poco o nada que ofrecer a cambio.

Las bases cerebrales no son fundamento para una ética global, somos las personas quienes tenemos que asumir las riendas del progreso y decir qué debemos hacer, creo yo desde una razón cordial.

- Para ampliar esta idea  de una ética global, Alianza y contrato (Trotta 2001), una nueva referencia a la obra de Adela Cortina. Un libro cuyo contenido nos puede llevar al día que habíamos marcado para nuestra primera conversación. Era diciembre y Barak Obama recibía un controvertido (siempre lo es) Premio Nobel de la Paz. En su discurso, el Presidente de los Estados Unidos, el comandante en jefe del Primer ejército de este maltrecho y superpoblado Planeta dijo: “los instrumentos de guerra sí tienen una función que jugar en la preservación de la paz”. Obama justificó la guerra y estableció en Oslo las condiciones: “que sea de último recurso o en defensa propia, si la fuerza usada es proporcional y si, siempre que sea posible, se libra a los civiles de la violencia”. Al preparar esta entrevista leí que usted había dicho que “no hay ningún motivo que justifique actualmente una guerra”. Obama, no obstante, ha trazado justo los valores que no se dan en las intervenciones armadas de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Cree que su planteamiento le justifica para seguir manteniendo miles de soldados en esos países.

- Cuando afirmé que “no hay ningún motivo que justifique actualmente una guerra” me refería a las guerras preventivas, concretamente, a la coartada de las armas de destrucción masiva con la que se pretendió justificar la guerra de Irak. Aquello no tenía justificación alguna. Retirar tropas, una vez situadas en el lugar, sí que es una cuestión de prudencia, para no causar más daño que bien.

- Ya lo hemos dicho y lo sabemos, pero hay que insistir, vivimos en un Mundo, nos guste o no, globalizado también en el terreno de la ética: esta nueva ética es mucho más compleja porque el alcance de nuestras decisiones personales y colectivas afecta a todos. En el terreno de la ecología -que esa sí que es global - las emisiones de CO2 que produce el carbón en una fábrica de China nos afecta tanto como las que se emiten en Asturias y León. Un cambio en la ética global será el único capaz de salvar no al Planeta sino a nuestra civilización sobre la Tierra. ¿Tiene idea Adela Cortina de cuales tendrían que ser  esos principios que deberían haber prevalecido en la cumbre de Copenhague y sobre todo, una vez terminada ésta, en las políticas de los países y hábitos ciudadanos?

- Los principios están pensados en esa noción de sostenibilidad, que todos dicen mantener. Otra cosa es que nadie se la crea ni tenga voluntad de ponerla en práctica. Por eso la Cumbre de Copenhague parece haber sido un fracaso más.

- Es habitual encontrar la firma de Adela Cortina en publicaciones diarias. Sobre el aborto he leído un artículo suyo en “El País” en el que apuesta, como siempre, por el diálogo entre las partes enfrentadasMi reflexión, que quiero compartir con usted, es que muchos de los que  se oponen a la nueva ley ignoran que la única alternativa que plantean con sus principios es meter a la mujer que aborta en la cárcel agravando aún más las condiciones que la han llevado a tomar esa trágica decisión.

- El objetivo prioritario de ese artículo era subrayar la necesidad de un diálogo sin presupuestos descalificatorios y también la de descubrir juntos unos mínimos éticos compartidos desde él. A mi juicio, nadie desea que la mujer que aborte vaya a la cárcel, pero para evitarlo basta la ley actual, que despenaliza en determinados supuestos. Eso es lo que significa “despenalizar”: que no se penaliza. Por el contrario, hablar de un derecho al aborto me parece incoherente en un Estado de Derecho.

- Y ahora una evocación de Bertrand Rusell y de Enrique Miret Magdalena ¿Por qué es usted cristiana?

- Prefiero una evocación de Ricardo Alberdi, un sacerdote irunés, que profesaba una religión del hombre en relación con Dios en el seno de la comunidad eclesial. Esa religión libera, porque no se confía en los poderosos, ni en la nación ni en la etnia, sino sólo en quien puede salvar; hace de cada persona alguien sagrado para la otra persona; y abre el camino de la gracia, el consuelo y la esperanza.

- Adela Cortina es una lectora empedernida de García Márquez, Vargas Llosa, Martín Gaite, Marina Mayoral, Delibes, Endo, Pamuk, Saint-Exupéry, Michael Ende, por citar unos pocos de sus actores de referencia. Tiene también entre sus preferidos a  poetas como  Miguel Hernández, Antonio Machado y García Lorca. Desde esa riqueza lectora entiende que también la ética debe tocar a la estética y que ésta ha “de ser realmente creatividad, y no intento cansino de llamar la atención por lo extravagante o de vender sin más”. En gustos personales, confiesa alimentarse, en todo caso, más como lectora que como  espectadora de cine. No obstante ponemos fin a esta conversación con una referencia cinematográfica, aunque basada en un relato literario. Volvemos al día en que  la escuché en la Juan March hablar de los grandes dilemas morales que se le pueden plantear al ser humano. Recordé el que para mí es el mayor al que se puede enfrentar una madre. Es la última secuencia de La decisión de Sophie: la protagonista llega deportada a una Estación de tren para ingresar en un campo de concentración nazi, un oficial sin escrúpulos la pone ante el dilema insoportable de tener que elegir a cual de sus hijos, niña y niño, elige para quedarse con ella, el otro morirá. Esta es, como digo, la última secuencia, toda la película es el relato de la vida de esta mujer en Estados Unidos, marcada esa vida por aquel acontecimiento ocurrido algunos años atrás.

- Afortunadamente, en la vida no solemos encontrarnos con dilemas, sino con problemas. No suele haber sólo dos caminos, sino que cabe pensar más posibilidades. Por eso me parece que los dilemas están muy bien para una ficción cinematográfica o literaria, pero dudo mucho de sus virtualidades científicas, a pesar de que los neurocientíficos y los psicólogos cognitivos les den mucho peso.

En La decisión de Sophie  no se plantea un dilema moral, ni siquiera un problema moral, la protagonista no tiene siquiera la opción del mal menor, porque no existe. Su decisión no es moralmente buena ni mala, no se encuentra en el ámbito de la moralidad. Lo verdaderamente inmoral es que puedan existir seres humanos capaces de someter a otra persona, en este caso a una madre, a esa tortura. Lo realmente inmoral es el grado de inhumanidad al que puede llegar el ser humano.

Grado de sufrimiento por su inhumana situación carcelaria, como el que debió sentir Miguel Hernández cuando escribió en su celda de Diego de León la “Nana de la Cebolla”. Adela Cortina lo ha elegido para despedirnos: “Vuela niño en la doble luna del pecho: él triste de cebolla, tú satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa ni lo que ocurre”. Podría haber sido “Vientos del pueblo me llevan”, pero hemos preferido los últimos versos de esa obra del poeta de Orihuela entre los “Muchos, muchísimos” que están en el alma intelectual de esta profesora universitaria, escritora y divulgadora de valores que nos ha regalado parte de su tiempo para nuestra compresión ética del mundo. 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Larrocha

El caso de los epílogos

23 de febrero de 2018 09:05:13 CET

Estoy sentado en un banco de una plaza de la ciudad de Dallas, el suelo son baldosas que tienen defines y sirenas en relieve, y ese suelo es lo más parecido al Paraíso que ahora mismo podría llegar a obtener, a mi lado hay un árbol, el árbol tiene en su base un enchufe con un protector para la humedad y el agua, el enchufe es de plástico, no sé cómo se llama el barrio en  el que me encuentro, conecto mi ordenador portátil al enchufe-árbol, aquí parece que en los árboles ponen enchufes para que los hombres de negocios y los desocupados se conecten al más allá mientras toman fideos chinos al mediodía o fuman un cigarrillo, e inmediatamente la batería de mi Mac se pone en modo carga, inevitablemente me pregunto de dónde sale esa energía, inevitablemente pienso en la savia del árbol, inevitablemente pienso en un satélite de comunicaciones, inevitablemente pienso en un río, la mayoría de las cosas, me digo, si se piensan hasta sus últimas consecuencias terminan en la metáfora del satélite de comunicaciones o del río, ahora noto la energía de ese árbol, me aprovecho de algo que, tengo la impresión, le sobra a la ciudad o la vampirizo, no sé, pasa un tipo con una carro de la compra, pasa por la acera de enfrente, tira de él, el tipo va delante y el carro va detrás, y pienso de repente en los epílogos, sí, en lo que va detrás de las obras, al final de las obras, pienso que una obra puede tener un epílogo explícito, pensado, pero que voy a pensar en otra clase de epílogos, me refiero a los epílogos de la obras que no tienen epílogos ni explícitos ni pensados, hay dos formas de generar epílogos una vez la obra han sido publicada, 1) modificándola cada cierto tiempo, y 2) no modificándola. En el primer caso, el epílogo es evidente: las revisiones que el propio autor hace de su obra, y en el segundo caso, el epílogo es, digámoslo así, mental, puramente temporal, y vendrían a estar constituido por la suma de las relecturas de la obra, convirtiéndose así ese epílogo en un bloque de múltiples capas de epílogos, no visibles, que el tiempo va creando, porque, y esto que diré ahora es lo más importante que a este respecto pensé estando sentado en aquel banco y enchufado a un enchufe de un árbol de un parque de una ciudad llamada Dallas: las múltiples relecturas que sobre la obra va haciendo el tiempo, aunque sean contrarias, aunque propongan ángulos opuestos, no se anulan, se suman: la resta es una operación aritmética que nada significa, es ilógica, cuando del tiempo y de la evolución de una obra a través de diferentes culturas estamos hablando. Un refundido de la obra en la propia obra. Me interesan esas capas de epílogos, me dije.  El epílogo de un cuadro o de una foto analógica, además de sus relecturas, es también el polvo que va acumulando, la modificación de su propia materia, que cambia la impresión visual y táctil de la obra. En un libro eso no es posible. La naturaleza del libro se parece más a una foto digital, que no se corrompe materialmente a no ser que sea deliberadamente destruida, o cuando menos es otro tipo de corrupción más abstracta, más mental, que entronca, evidentemente, con la paranoia del lector. Pero pienso también en las ciudades, me interesan más las ciudades que cualquier libro, y me pregunto, ¿cuál es el epílogo de una ciudad? O mejor aún ¿cuál es el epílogo de un país? No creo que sea posible que algo, por definición inconcluso y siempre inacabado, como lo es un país, pueda tener un epílogo, a no ser que estemos hablando de países que ya no existen en los mapas, por ejemplo, Checoslovaquia, o la URSS. Pero no, no estoy hablando de esa clase de países. Podría pensarlo, podría pensar en esa clase países, pero ahora mismo me da pereza, ocurre muchas veces: tienes una idea, sabes que por poco que le des vueltas saldrán cosas interesantes, percibes el potencial de esa idea como un todo que aunque no esté escrito ni verbalizado ya lo estás viendo en tiempo presente, y pasas, no piensas en esa idea, y ése es ahora mi caso, porque prefiero hablar de los otros países, de los que aún salen en los mapas. En Dallas hay un lugar llamado Deeley Square, una especie de plaza en la que desde hace 45 años nada se modifica; ahí murió asesinado JFK. En esa plaza, el punto exacto en el que se encontraba el descapotable cuando la cabeza del presidente recibió el primer impacto de bala, está señalado con una equis blanca en el asfalto. Nadie la toca salvo para repintarla. Alrededor, los árboles, los edificios, el césped, la coloración de los edificios, todo, se conserva en el mismo estado en que se encontraba  aquel día, el de la tragedia. Todo parece indicar que en ese punto el tiempo se ha detenido en beneficio de una leyenda urbana, nacional, leyenda que no es el asesinato de JFK propiamente dicho, sino otra cosa que presumiblemente tiene que ver con ese asesinato, me explico: un día, en un tiempo que no queda determinado, pero hace menos de 45 años, un coche entró en lo que ya se da en llamar el “radio de acción de fenómeno” y su motor comenzó a hacer ruidos; en efecto, al llegar justo al lugar donde fue asesinado JFK, donde ahora hay una equis pintada en el asfalto, se paró. No volvió a arrancar jamás. Lo mismo ocurrió poco tiempo después con un bus de jubilados: hallándose maravillados de que en ese lugar nada hubiera cambiado [todos lo habían visto cientos de veces en la famosa grabación doméstica del asesinato], el bus se detuvo; tuvieron que bajarse e ir caminando un par de calles, donde les recogió otro bus de la misma compañía; en ese trayecto, a pie, a un anciano le dio un infarto, pero eso es anecdótico, el caso es que el bus no volvió a arrancar más. Dados estos antecedentes, y a fin de saber hasta dónde llegaba el radio de acción de ese “triángulo de las Bermudas”, se ideó el siguiente método: que un vehículo fuera en dirección a la equis hasta que se detuviera por sí solo, y dejarlo allí, no tocarlo. Después iría otro coche, que presumiblemente se pararía al lado del anterior, y tampoco tocarlo. Ya serían 2. Después otro, que se aproximaría por el lado contrario, y al que le se supone que ocurriría lo mismo, y lo dejarían allí también y así con cuantos automóviles fueran necesarios, para ir dibujando con ellos la extensión, forma y perímetro del extraño fenómeno. Por fuerza tendría que haber un punto más acá a partir del cual ningún motor se detuviera. El resultado de esa acumulación de automóviles parados arrojó una figura de un radio máximo de 38 metros, no exactamente circular, más bien abstracta, a la que, observada a vista de pájaro, algunos le encontraron parecido con la cara de JFK de perfil, otros con la de Marilyn de frente, y la mayoría con nada. Como todo lo que tiene que ver con el asesinato de JFK, la cosa quedó así. Por perplejidad, no se investigó más. Exceptuando bicicletas, actualmente el área está cerrada al tráfico rodado. A esto me refería antes cuando me preguntaba por el epílogo de un país que aún sale en los mapas. Está claro que ese epílogo no puede ser otra cosa que su dimensión fantástica, sus leyendas, en este caso leyenda urbana, que, como los números complejos, están  compuestas por una parte real y su correspondiente parte imaginaria. En el caso JFK, una vez conocida esa extensión horizontal del fenómeno, imagino que quedaría por determinar la dimensión vertical, es decir, qué profundidad bajo tierra alcanza el efecto. Para ello habría que cavar, cosa que no se ha hecho ni creo que se piense hacer [ya que, entre otros motivos, se destruiría físicamente la materia misma del mito nacional, cifrada en ese punto de asfalto marcado con una equis], y tirar al hueco automóviles para observar si se detienen, aunque supongo que bastaría con tirar motores de automóviles en funcionamiento. O hacer túneles, eso estaría mejor, construir túneles de metro a varias profundidades y ver cuál es el primero en no detenerse al pasar bajo la equis pintada en el asfalto. Eso constituiría un segundo epílogo, un epílogo al gran epílogo norteamericano, pero no sé si sería posible en un país como éste en el que toda construcción cultural se fundamenta en el espacio, en el espacio horizontal: en el horizonte. En USA, todo mito construido sobre algo que penetre verticalmente en la tierra, se consideraría monstruoso, infernal, de la misma manera que en tiempos de pioneros, los agricultores hacían pozos para buscar agua, subterránea actividad que los ganaderos y vaqueros consideraban directamente diabólica. Estoy sentado en un banco de una plaza de Dallas, a mi lado hay un árbol, el árbol tiene en su base un enchufe con un protector para la humedad y el agua, el enchufe es de plástico, desconecto mi ordenador portátil del enchufe-árbol, inmediatamente noto que comienza a bajar el nivel del indicador de batería, baja muy rápido, inevitablemente me pregunto dónde irá esa energía, inevitablemente pienso en la savia del árbol, en satélites de comunicaciones que no conozco ni jamás conoceré, en un río que idem, también noto una pérdida energética en mí, algo se aprovecha de mí, tengo la impresión de que la ciudad, el país entero, me vampiriza, y que no parará hasta que me desmaye sobre los adoquines de esta plaza, que tienen sirenas y defines en relieve y son lo más parecido al Paraíso que en estos momentos podría llegar a obtener. ¿Y los muertos de una ciudad -me digo mientras me desplomo-, qué clase de epílogo son los muertos de una ciudad?

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Fernández Mallo

Micronaciones

23 de febrero de 2018 08:56:30 CET

El calor ha vuelto a imponerse sobre el ligero frescor de los días pasados y el profesor Souto ha dormido muy mal, como todas las noches, con sueños que no recuerda pero que le dejan una impresión desazonadora.

Ayer ha cenado con Ferrán, un  primo que pasa todos los veranos por su casa de vuelta a su tierra natal. Es un ardiente nacionalista, un nacionalista místico, soberanista, que al hablar de ello parece encenderse en una fe profunda que vuela por encima de lo que los demás puedan pensar.

El profesor Souto opina que el nacionalismo es una nueva enfermedad infantil de esta sociedad posmoderna, el intento de un imposible y falaz acceso a un útero materno mágico, trascendente, colmado de promesas fructíferas. Que en el camino del logro soñado se pierdan cosas sustantivas para la propia colectividad, es lo de menos para esos devotos.

De la gente que lo rodea, el profesor Souto ha recogido algunas anécdotas bastante ilustrativas del asunto. Un amigo suyo escritor le contó que hace unos años visitó Kazajstán para un asunto literario. Esperaba poder contemplar la Estepa del Hambre, la Estepa Pobre,  que cruzó el bravo Miguel Strogoff,  así como la cordillera del Himalaya desde el norte, esos lugares por donde debe serpentear el famoso Paso de Khyber, tan importante en el Gran Juego en el que estaba enredado Kim.

_Poder asomarme, en fin, a algunos de los parajes de la imaginación literaria y cinematográfica de mi infancia y adolescencia. Sin embargo, una niebla espesa lo cubría todo, y además me hicieron atravesar la Estepa Pobre en un tren nocturno, de manera que no conseguí ni siquiera vislumbrar aquellos parajes soñados en mis primeras lecturas, tan lejanas. Pero en aquellas jornadas tuve un encuentro con los escritores del Pen Club del país, que vivía la efervescencia de una recuperación nacionalista marcada por el idioma, con claro rechazo de la lengua rusa. En cierto momento uno de los escritores locales, no sin una agresividad cuya causa no pude descifrar, me preguntó, a través del intérprete si conocía algo de la literatura kazaja. “Conozco la obra fundamental, según ustedes mismos proclaman: Sangre y sudor, de Adizhamil Nurpeísov.” Mi interlocutor me miraba con sorpresa. “Pero la conozco porque se tradujo al ruso, que es una de las grandes lenguas de cultura, y del ruso pudo pasar fácilmente al español. Si no se hubiera traducido al ruso, seguro que no la conocería”, añadí. Marcó el rostro del escritor local una mueca de disgusto, y yo desvié los ojos. En el centro del restaurante, un lugar algo estrambótico, de techo muy bajo,  había un pequeño  estanque que los camareros salvaban a través de un puentecito, con bastante acrobacia de bandejas. Una carpa que nadaba en el estanque se detuvo, asomó la boca,  y a mí me pareció que exclamaba, de una forma que yo solamente podía entender: “¡Viva nuestra gloriosa identidad!”.

Su amigo había contemplado al profesor Souto con aire risueño, antes de continuar contándole lo que le había dicho a su interlocutor:

_“A partir de ahora, si ustedes pierden el ruso, sus obras maestras  literarias lo van tener más difícil  para atravesar las fronteras”. El tipo no me volvió a dirigir la palabra en todo el almuerzo, aunque yo llegué a mantener un interesante cambio de impresiones con la carpa.”

Otra historia que le contó al profesor Souto un amigo escritor distinto del anterior:

_En una ocasión, en Harvard, invitaron a escritores de diferentes lenguas de España para que expusiésemos nuestra relación con el lenguaje como fuente de inspiración e instrumento de trabajo. Tras el acto académico, un escritor en su lengua vernácula, a quien conozco desde hace muchos años, continuando, ya en privado, la charla sobre el lenguaje, sus contenidos y sus posibilidades expresivas, me dijo: “En castellano solo tenéis un término para expresar el tocamiento delicado del otro cuerpo: acariciar. En cambio, en nuestra lengua tenemos muchos más: sobar, manosear, magrear, popar, mimar…” “¡ Si nosotros utilizamos también todos esos términos!”, repuse. “Pero no les dais la misma ternura que nosotros.” Disimulé mi sorpresa con un aparente halago: “Eso debe significar que vosotros sois unos amantes extraordinarios.” En su rostro se mostró una sonrisa misteriosa. Entonces miré a su compañera y descubrí en sus ojos un relumbre de brasas vivas que no supe cómo interpretar. Preferí guardar silencio y no decirle que esta lengua de la que él no se sentía dueño, esta lengua mía, también había sido de los suyos alguna vez,  y había permitido, entre otras cosas, que muchos de ellos emigrasen a América para sobrevivir, y que grandes escritores de su tierra,  que ellos no dejan de considerar suyos, han escrito en esta lengua “mía” preciosos textos literarios.

Mientras Ferrán sigue en su habitación, sin duda durmiendo todavía, al profesor Souto se le ocurre un cuento breve, que escribe sobre la marcha:

 

 

CONTRA LA ESTUPIDEZ

_Este fue uno de los espacios más singulares del planeta –explicaba el antropólogo alienígena a sus congéneres,  mientras sobrevolaban aquella parte del planeta.  –El territorio no es muy extenso, como podéis comprobar, pero es una península en el extremo de un continente, situada frente a la cabecera de otro,  rodeada por mares distintos, y en su superficie se alternan toda clase de estructuras telúricas, las costas verdes, las montañas abruptas, los páramos, los montes boscosos, los desiertos, las vaguadas, los valles, las vegas de pequeños y  grandes ríos. Como su poblamiento humano fue muy antiguo, en él se fueron depositado sucesivos estratos culturales. Cuando la mayoría de la península constituía  un solo sistema político, sus habitantes podían disfrutar fácilmente de una variedad paisajística, alimentaria, folklórica, arquitectónica, lingüística, de la que todos eran comunes propietarios… Pero a mediados del siglo XXI, una parte de sus habitantes decidieron separar del resto sus pequeños espacios, trazar fronteras de acuerdo con las diferentes lenguas y lo que sancionaron, con  mendacidad, como contrapuestas culturas. La disgregación se generalizó, cada territorio vecino fue considerado un adversario, y ahora ese espacio singular se ha convertido en un mosaico de minúsculos territorios ensimismados en la contemplación de su propia pequeñez.

_¿Y no se han planteado lo absurdo de ese desmenuzamiento? ¿No han comprendido que aquella diversidad era una riqueza para todos, y que la han desbaratado?

No. Y nadie pudo ayudarlos a comprenderlo, pues como dijo uno de los antiguos pensadores humanos, llamado Horacio, “contra la estupidez, los propios dioses se encuentran impotentes”.

Paseando ayer por el parque, antes de la llegada  de su primo, el profesor Souto se encontró con varios gatos sin hogar, y pensó que acaso estaban organizados en naciones. Una se denominaría  Teselia, por ejemplo, otra Laconia, la tercera sería Prélada, la cuarta, Densira, nombres sonoros. Sin embargo, los gatos se dispersan libremente, a no ser que se los encierre, porque solo los seres racionales comprendemos esos conceptos de Nación y de Estado: seres de la misma especie, separados por barreras artificiales. Claro que los gatos marcan con la orina su territorio: ellos también tienen  una nación, en cierto modo. Esa misma que nosotros queremos marcar con el lenguaje, como una especie de orina simbólica.

Después de desayunar  con Ferrán, el profesor Souto vuelve durante un rato al ordenador, porque se le han ocurrido unos cuentecitos distópicos:

 

 

MINILANDIA

El maestro está cada vez de peor humor, pues nadie en el alumnado sabe contestar a sus preguntas.

Ha empezado con países exóticos, Kazajstán, Birmania, República de Togo, Guinea Bissau, pero tampoco saben cuál es la capital de Rusia, ni la de los Estados Unidos, ni la de Argentina, ni la de México, ni la de China, ni siquiera la de Francia, Italia, o Alemania.

_ ¿Pero es posible que no conozcáis ninguna capital del mundo? ¿Se puede saber qué habéis estudiado?

Niños y niñas lo miran confusos, con mucha extrañeza, mostrando un desconcierto que parece sincero, como si estuviese hablándoles en un idioma desconocido.

_ A ver, Marquitos –exige el maestro , llamando a uno de los alumnos más aplicados de la clase. - Dime inmediatamente en qué país vivimos y cuál es su capital.

_ Minilandia, capital Nanópolis - responde el niño, sin titubear.

El maestro se ha quedado estupefacto, pues comprende que el niño está seguro de lo que ha dicho, y en las miradas del resto de la clase hay también la corroboración de una certeza.

Los ojos del maestro vagan por la clase, tropiezan con el mapa, descubre que la familiar figura de la Península Ibérica, con las comunidades autónomas señaladas con diferentes colores, ha sido sustituida por otra figura, una especie de isla redondeada, y se siente arrollado por un vértigo atroz, al sospechar que toda la realidad que hasta ahora le rodeaba ha cambiado con  inimaginable brusquedad.

 

 

NANÓPOLIS

_ Una ciudad única en el mundo -dice el portavoz de la  comisión de juntas vecinales muy orgulloso, mientras los intérpretes traducen sus palabras. -Está constituida por diecisiete barrios, todos autónomos, cada uno con su lengua propia,  con sus culturas y sus tradiciones, incluso con su nombre diferenciado para la ciudad, con su propio sistema escolar  y sanitario, con sus transportes, que cubren solo el barrio correspondiente. ¡El triunfo de las identidades en un mundo perversamente globalizador!

_ Pero resulta complicado recorrerla –aduce un periodista.

_ Las pequeñas dificultades no deben ser sino un aliciente más para el turista culto, -responde el portavoz con suficiente petulancia.- ¿Tienen alguna pregunta  que hacer?

Otro periodista levanta la mano:

_ ¿Usted ha oído hablar de Babel?

Ferrán, que se va a marchar después de comer, está pesadísimo con el Estatut, el Tribunal Constitucional, las diferencias ontológicas y el natural soberanismo que se deduce de todo ello, y al profesor Souto se le ocurren nuevas ideas:

 

                          

SOBERANÍAS DE BOLSILLO

_ El día en que hablemos cada uno solamente nuestra propia  lengua, el gallego, el bable, el cántabru, el euskera, el navarro, la fabla, el ansotano, el panticuto, el cheso, el belsetán, el chistabín, el patués, el catalá, el mallorquí, el menorquí, el patxuezu, el lliunés, el castellano, el lleidatá, el tarragonés, el madrileño, el castellonés, el valenciá, el apitxat, el castúo, el sayagués, el  manchego, el alicantí, el alcoyá, el andalú, el sebiyano, el granaíno, el almeriense, el gaditano, el malagueño, el canario santa crú, el canario palmeño… El día en que nuestros hijos puedan conocer profundamente las grandezas de nuestras historias respectivas y de sus héroes y heroínas… Ese día habrá desaparecido para siempre la opresión imperial que ahora nos asfixia y seremos libres, y tendremos cada uno fronteras claras que delimiten nuestro espacio nacional, y cada uno nuestro ejército para defendernos y para reivindicar nuestra verdadera dimensión territorial. ¡Ese día, por fin, seremos todos soberanos, en el mejor sentido de la palabra!

_ Me parece estupendo, querido, pero es hora de cenar y resulta que no tengo nada en casa. Voy a pedir una pizza por teléfono.

_¿ Y no prefieres salir a tomar una hamburguesa?

Antes de salir a almorzar beben un vasito de vino y el profesor Souto lo paladea, le llena la mente y  la boca de impresiones alegres. En este caso se trata de un espléndido Cabernet Sauvignon del Penedés que ha traído como obsequio el primo Ferrán. Una idea nueva ronda su cabeza, y espera escribirla por la tarde:

 

  EL  IDIOMA SECRETO

Arnaldo Oseja sintió iluminarse sus más hondos sentires el día que conoció la existencia de Don Juan de la Coba y Gómez –hoy Xan da Coba –ilustre orensano –hoy ourensán- agrimensor y prolífico autor de teatro, que, a principios del siglo XIX, inventó un idioma particular, el trampitán, y hasta escribió en él una ópera –La trampitana-. ¡Un idioma particular, exclusiva propiedad de su imaginador!.

Se propuso llevar a cabo una construcción semejante, y lo ha conseguido tras cinco años de invención esforzada: tiene un lenguaje que sólo él conoce, en el que se propone pensar y sentir, que lo incomunica estrictamente del resto del mundo, aunque para relacionarse con sus vecinos, familiares y compañeros de trabajo utilice la lengua común.

Pero en ocasiones como esta, cuando celebra la exaltación de su propia bandera, un rectángulo de seda donde se combinan los colores del rosado camisón materno y de la corbata verdosa del abuelo Matías, piensa y habla en osejín, y está convencido de haber dado un paso más en la afirmación de lo que el ser humano tiene de persona, mientras brinda en soledad con una copa de cava.

Cuando el primo Ferrán se ha ido ya, el profesor Souto repasa sus ocurrencias y de repente le parece que no tiene sentido que, a estas alturas tenga ganas en enardecerse por algo tan estúpido como el nacionalismo o el antinacionalismo, por las lenguas y esas fascinaciones entrañables que suelen suscitar, y sobre los procesos de alquimia política que las quieren convertir en armas. Y va a cerrar el ordenador, cuando se le ocurre la última idea:

 

 ABECEDÁRICA NACIONAL

Autodeterminación Bullente, Condensando Diferentes Exigencias, Fulgura Genesíaca Hacia Inefables Júbilos. Karma Liberado, Menosprecia Nudos Ñoños, Olvida Pasadas Quimeras. Renazcamos Soberanos Trepidantes:  ¡Unas Virulentas  Webs  Xenófobas Y  Zúrralos!

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Merino

Hospital

13 de febrero de 2018 09:09:52 CET

                                 

                      A cada hombre lo limita un deseo y un cansancio.

                                   Es el precio de vivir.

                                   También un filamento de tristeza,

                                   una impaciencia inigualable,

                                   un arrepentimiento por amor

                                   y otras costumbres con que tensar la biografía,

                                   con que ofrecer misericordia a lo que existe,

                                   una respuesta a lo que nadie ha preguntado,

                                   un calor a quien nos educó en el daño.

 

                                   Vivir es una invitación para el naufragio.

                                   Una norma convenida que decide por nosotros.

 

                                   Piensa en ti sobre esta cama de hospital.

                                   Piensa en el atajo de los sueros y las sondas,

                                   agujas y saetas adentro de tu piel,

                                   en el miedo que se pone de tu parte.

                                   Y yo no sé si te das cuenta,

                                   pero en esta habitación de solamente espera

                                   la ausencia de tumulto nos hace más despojos.

                                   Tanto tiempo para esto,

                                   tanta fundación furiosa

                                   y tanto empeño por amar de más a más,

                                   y hacer viajes muy largos,

                                   para ir hacia la muerte sin saber,

                                   confiado en que aguantar es el triunfo,

                                   seguro de que aún no eres reliquia

                                   porque hoy tu corazón resiste indultos.

                                  

                                   Qué barrio viejo es la esperanza,

                                   qué inútil la memoria,

                                   qué brindis de la fiebre contra el ojo

                                   cuando el frío ataca una vez más

                                   y nada ya nos pertenece.

 

                                   Cómo cansa en este cuarto la grandeza de estar vivo.

                                   Qué equívoca piedad la del insomnio

                                   cuando un padre se consume ante nosotros,

                                   cuando aprieta el gesto contra el mundo

                                   y le falta su denario de aire limpio,

                                   la indulgencia tarde arriba del oxígeno,

                                   la mano condenada que reclama su entereza

                                               y su estancia aún entre nosotros,

                                   esa mano que el dolor allana

                                   e intuye un día que morir

                                                                       quizá sea en verdad

                                                                                  aquello que viviendo casi olvidas.

 

 

 

                                                                                 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Lucas

El lamentable caso del señor Silva da Silva e Silva

13 de febrero de 2018 09:05:25 CET

El lamentable caso del señor Silva da Silva e Silva yace encerrado en los archivos del doctor Costa da Costa e Costa, psicoanalista portugués, y solo hoy puede ver la luz, considerado el “vencimiento” del caso, como más tarde se verá, sin que con ello se vperjudique en manera alguna la sacrosanta privacidad del señor Silva da Silva e Silva.

El señor Silva da Silva e Silva nació en mil novecientos cuarenta y dos en un gracioso barrio de la ciudad de Lisboa, el Restelo, lugar elegante y letificado por jardines, escogido como barrio residencial por las familias lisboetas de buen tono y zona predilecta de las embajadas de todo el mundo. Su padre, al parecer, era un afamado veterinario, a quien se confiaba la salud de los delicados caballos árabes usados en las touradas y criados precipuamente en la zona de Alter do Châo, tradicional sede de fincas y finquitas de la pequeña aristocracia portuguesa descendiente de los Marialva (familia notablemente antipática, según dicen algunos, por más que esto, con el asunto que aquí se trata, no tenga nada que ver).

El señor Silva da Silva e Silva fue el hijo único de una madre que había dejado ya de ser joven cuando lo tuvo, lo cual, a decir del médico de Oxford que más tarde lo sometió a cura, podría hallarse acaso en la raíz de sus tormentosos problemas. Pero no anticipemos el diagnóstico final, que, como veremos, fue muy distinto por lo demás. Tuvo, el angelote, como suele decirse, una infancia “dorada”, con muchos juguetes, muchísimos. Todos lo adoraban, su papá, su mamá, su vieja criada de confianza, Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, a quien todos llamaban familiarmente en casa Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo (cosa de lo más comprensible, si se piensa en la abnegación de las criadas de otros tiempos), y hasta la joven criadita Maria de Samantha, la última en llegar a la casa de los Silva da Silva e Silva, y bastante descaradilla, por cierto. Y es que resultaba natural querer a aquel niño: muy mono, de pelo rubio dorado sobre una tez clara (evidentemente, sus cromosomas eran de cepa céltica, como los de su madre, y no árabes como los de su padre, aceitunadillo y bastante velloso además), una sonrisa siempre radiante en su amable carita, incluso con los extraños, sin la menor sombra de recelo ante la maldad del mundo, lo que sí caracterizaba a sus padres, según decían los conocidos. Era una alegría contemplarlo. Si en lugar de los dos caballos árabes de la gloriosa familia Costa da Silva e Costa e Costa, como nos lo muestra su primera fotografía de su infancia, hubiera habido un buey y una mula, el pequeño Silva da Silva e Silva sería igualito igualito al Niño Jesús, tal como se ve en los famosos calendarios del Padre Piedoso del Montequeso Mantecoso, fundador del Opus Night, una pía comunidad de creyentes, decididos a defender a toda costa no solo la Vida sino también la Bolsa.

Además de dorada, la infancia del señor Silva da Silva e Silva fue también feliz. Por lo menos hasta su segunda parotiditis. Porque la primera parotiditis la tuvo como todos los niños, al igual que la varicela, la escarlatina, la rubeola, el sarampión, la tosferina y todo el resto de las inevitables enfermedades infecciosas que atormentan la infancia de los seres humanos (lombrices no, porque no son una enfermedad infecciosa y porque en casa de los Silva da Silva e Silva la comida era de primera calidad).

Durante todas esas enfermedades, el pequeño Silva da Silva e Silva fue objeto de los amorosos cuidados de su mamá, de su papá, de su médico de cabecera, el doctor Fonseca da Fonseca e Fonseca, así como de su vieja criada de confianza, Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, a quien todos llamaban familiarmente Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo. El preanuncio del lamentable caso que iba a atormentar la vida del señor Silva da Silva e Silva se presentó, por lo tanto, con la segunda parotiditis, vulgarmente llamada paperas. El trece de mayo de mil novecientos cuarenta y siete, día de su quinto cumpleaños, a la par que aniversario de la milagrosa aparición de Nuestra Señora a los tres pastorcillos de Fátima; aquel día, los padres del pequeño Silva da Silva e Silva, de regreso de las sacras celebraciones en la Basílica de Estrela, donde habían cantado pías loas no solo para conmemorar la aparición de Nuestra Señora, sino también para comunicarle que, si lo consideraba oportuno, no dudara en aparecer de nuevo, pues todo el mundo estaría encantado, porque repetitia iuvant, le vieron salir a su encuentro en el pasillo, con los piececitos descalzos, los ojos enrojecidos, el cuello hinchado como un almohadón, la frente en llamas a causa de la fiebre.

—Este niño tiene paperas —exclamó la vieja criada Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, a quien todos llamaban familiarmente Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo.

—Pero si ya las ha pasado —replicaron al unísono sus consternados padres.

Fue llamado para una consulta el doctor Silva da Costa e Silva, quien confirmó el diagnóstico de parotiditis. Si bien, detalle importante, únicamente en sus síntomas. Porque exámenes más minuciosos a los que el escrupuloso doctor Fonseca da Fonseca e Fonseca le sometió, revelaron que a tales síntomas no resultaba corresponder patología alguna. Fue así como dio comienzo el lamentable caso del señor Silva da Silva e Silva.

Al año siguiente contrajo unas fiebres tifoideas que casi lo llevan a la tumba. O, mejor dicho, los síntomas de estas, porque en un examen minucioso de la orina y de las heces no se detectó la bacteria del tifus. Cuatro años más tarde, llegó el turno de la malaria (enfermedad obviamente inconcebible en un barrio elegante como el de Restelo, por mucho que Portugal, en aquella época, no fuera exactamente un país de lo más avanzado, como tantos otros, por lo demás) con tercianas espantosas, sudoración y delirios. Pero tampoco esta vez el agente patógeno pudo ser detectado al microscopio. A los catorce años, se le manifestó, con todas las de la ley, una potente meningitis, de esas que presentan dos opciones ineluctables, el fallecimiento o la demencia incurable, que sumió a los desdichados padres del pequeño Silva da Silva e Silva en el pánico más absoluto. Al cabo de una semana, el muchacho estaba mejor que nunca.

La adolescencia del joven Silva da Silva e Silva, que entretanto iba convirtiéndose en un muchacho de lo más atractivo, objeto de lascivas miradas por parte de sus compañeras de colegio (“Loiro era e bonito e de aspecto gentil”), como tuvo ocasión de decir una de sus profesoras de secundaria, quien, en vez de apreciar a Florbella Espanca, poetisa muerta suicida por amor, se concentraba quién sabe por qué misteriosas razones en Dante Alighieri, por más que en traducción portuguesa, se presentaba bastante difícil. A los quince años contrajo una blenorragia con numerosas complicaciones, como es natural, sin haberse acercado jamás a hembra alguna (en el Portugal de la época, ¡no faltaba más!), y por lo tanto completamente sintomático, que, como es natural, no fue curada por la penicilina que contra sus síntomas resultó poco eficaz, sino por los amorosos cuidados maternos, por las exquisiteces culinarias de la devota Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, a quien todos llamaban familiarmente Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, y por unas vacaciones, notablemente prolongadas, en la finca de la aristocrática familia Costa da Silva e Costa e Costa, cuya generosidad llegó al extremo de transformar algunos de sus establos en una dépendance habitable, obra confiada al arquitecto Costa da Costa e Costa (primo del doctor Costa da Costa e Costa, que más tarde se convertiría en su psicoanalista), uno de los más caros de Lisboa.

Mientras tanto, el muchacho se había hecho un hombre y había emprendido estudios de historiografía en la universidad local, entre una enfermedad y otra; o mejor dicho, entre los síntomas de una enfermedad y otra. Y había encontrado una novia, enamorada como loca de él, dado que era un hombre muy guapo, tal como su adolescencia daba ya a entender, la hija única del rey de los tribunales de Lisboa, el célebre abogado Fonseca da Fonseca e Fonseca, primo del médico de cabecera de la familia Silva da Silva e Silva.

La muchacha, de familia cosmopolita y acostumbrada por lo tanto a las grandes capitales europeas, a diferencia de su prometido, quien, aparte de Lisboa, solo conocía Santa Comba Dâo, aldea natal de António de Oliveira Salazar, sobre el que joven Silva da Silva e Silva estaba escribiendo su tesis de licenciatura, armándose de valor, un día en el que se hallaban en el paseo marítimo de Cascais, justo delante del palacete del ex rey de Italia, Humberto de Saboya, le dijo:

—Yo creo que tienes algún complejo freudiano que te horada el alma. Lo que te hace falta es un psicoanalista.

Fue así como dio comienzo el análisis psicoanalítico del joven Silva da Silva e Silva, en busca de su misterioso complejo, con el doctor Costa da Costa e Costa (primo del arquitecto que había reformado los establos de la aristocrática familia Costa da Silva e Costa e Costa), uno de los más caros de Lisboa, que se prolongó durante años, no solo porque las terapias psicoanalíticas, como es bien sabido, son largas, sino sobre todo porque el complejo que desencadenaba los dañinos síntomas de las inexistentes patologías del señor Silva da Silva e Silva se hallaba realmente reprimido, en un profundísimo agujerito de los abismos de su inconsciente, donde el pese a todo penetrante escandallo del doctor Costa da Costa e Costa era incapaz de llegar.

Pasaron los años, el desafortunado señor Silva da Silva e Silva había alcanzado su cuadragésimo cuarto año de edad. A estas alturas, se había licenciado brillantemente y había emprendido una aún más brillante carrera de historiador. Pero no se había casado aún con su amadísima Maria da Contriçâo das Chagas e das Angústias Costa da Silva e Costa e Silva e Costa. Entre otras cosas, porque, más que frecuentar esos lugares horizontales propios de las personas que se aman, como la muchacha hubiera deseado, el señor Silva da Silva e Silva era más que nada asiduo del diván del doctor Costa da Costa e Costa (primo del arquitecto Costa da Costa e Costa), hablando, hablando, hablando, y desentrañando sus más remotos recuerdos infantiles, en una fatigosa búsqueda del trauma que hacía de su vida un infierno.

Hasta que un día, en su deslavazado relato, que el doctor Costa da Costa y Costa, con un eco vagamente lacaniano, definía el Verbo del Yo averiado, el señor Silva da Silva e Silva rememoró el potrillo. Un flash, una escena de su infancia más temprana que el tiempo parecía haber borrado. Y aquel potrillo él lo divisaba encabritado con las patas anteriores extendidas por el aire, mientras su cuerpecillo de tierno infante rodaba por los suelos. El doctor Costa da Costa e Costa, de dicha escena aludida de forma tan fantasmagórica infirió un trauma metafóricamente fálico: en el más tierno Inconsciente del señor Silva da Silva e Silva había un fantasma de formas equinas, y en esa sombra, enterrada en lo más profundo del señor Silva da Silva e Silva, se hallaba en la raíz de todas sus desgracias, como le había ocurrido al pequeño Hans ¡Pobre pequeño Hans! ¡Pobre pequeño Silva da Silva e Silva! Con todo, el doctor Costa da Costa e Costa era un psicoanalista escrupuloso y prudente. No quiso extraer conclusiones apresuradas ni ahondar en tal dirección, orientando el análisis exclusivamente sobre aquella intuición suya. Hizo como si no pasara nada, pero esa misma noche telefoneó a su Maestro, un gran psicoanalista de Oxford, que le había transmitido toda su doctrina, para consultarlo con él. El gran estudioso inglés, el profesor Smith of Smith and Smith, fulminante como a veces saben serlo las grandes eminencias científicas, se limitó a decir:

—Que venga a verme, ya me encargo yo.

El señor Silva da Silva e Silva se trasladó pues a Gran Bretaña, para confiar su lamentable caso en manos de quien tal vez pudiera curarlo. Alquiló un pisito en Oxford (que gravaba notablemente sobre las arcas casi agotadas de su pobre familia) y allí se instaló, renunciando a la presencia de su amada Maria da Contriçâo das Chagas e das Angústias, que acudía a visitarlo cada año el veintiocho de mayo, día en el que el general Gomes da Costa (con un Costa solo) había desalojado del parlamento portugués la quejumbrosa y perniciosa democracia, así como a sus predilectos estudios sobre la vida del doctor António de Oliveira Salazar, sobre cuya grandiosa vida en las bibliotecas de Oxford la bibliografía era escasísima, o mejor dicho, inexistente.

Entretanto, iba estrechando una amistad con un becario italiano que aspiraba a convertirse en doctor en Filosofía de la ciencia, de quien en sus cartas al doctor Costa da Costa e Costa, que exigía ser informado de todo, proporciona un exhaustivo retrato, porque en aquel hombre había encontrado, como iba diciendo, una afinidad electiva, goethianamente entendida, y no solo humana, sino también ideológica; y lo describía come un hombre de enorme sensibilidad, con un vastísimo conocimiento de Julio Verne, y atormentado, como si le royera por dentro un sentimiento de culpa, por una culpa que no era suya, sino de las costumbres de su país, de sus leyes republicanas. Nacido en una aldea rural de la Toscana, pero de una Toscana apartada y secreta, tan secreta como para haber salido indemne de las degeneradas ideas del Renacimiento, y donde ni siquiera las llamadas ideas «ilustradas» del duque Leopoldo de Lorena habían conseguido penetrar, él sentía, por haberse dedicado a estudiar a ese hereje de Galileo, que había traicionado la cultura de sus inocentes antepasados aldeanos, tolemaicos por naturaleza, cuyas creencias, cuya silvestre bondad, si así podía decirse, por más que no hubiera leído aún a Rousseau, que el señor Silva da Silva e Silva no se había atrevido a recomendarle porque, tras aquella magnífica idea del buen salvaje, el ginebrino, como es bien sabido, celaba toda una serie de ideas libertinas (por ejemplo, empreñar a las marquesas o a las condesas que lo acogían en sus vagabundeos de château en château) que sin duda turbarían a su amigo italiano y bloquearían el proceso de revisión que había emprendido en sus propios estudios cientifistas. En efecto, en vez de en la austera biblioteca de la universidad, a esas alturas prefería meditar acerca del peligroso relativismo en el cálido ambiente de un pub regentado por un jovial italiano del sur, que con cordialidad muy mediterránea los recibía cada día con una antigua expresión, probablemente de origen prelatino, “my best wishes aa pucchiacchia 'e màmmeta”; y es que la idea pecaminosa del relativismo no le consentía el sosiego, habiendo comprendido él que en este mundo nada es relativo, y le dejaba insomne todas las noches. Y ese insomnio culpable sin culpa, poco a poco había ido descomponiéndole las facciones, provocándole incluso un ligero bocio y haciendo que pareciera un muerto viviente: pálido, alucinado, con dos enormes ojeras azuladas, típicas de determinados jovenzuelos degenerados que desahogan su propia concupiscencia con la mano en sus genitales y a los que San Luis Gonzaga devuelve a la recta vía. Pero él no era en absoluto un jovenzuelo, todo lo contrario, era un hombre maduro y sus ojeras, desde luego, no se debían a tocamientos —por más que eso el señor Silva da Silva e Silva nunca tuviera el valor de preguntárselo, porque, si bien había confiado su propio ser a la más férrea lógica del psicoanálisis, en su interior sabía que los caminos del Señor son infinitos, y que un arrepentimiento, una sana revisión de la propia vida y de la historia puede pasar incluso a través de un pequeño vicio secreto, que al fin y al cabo es innocuo, porque no produce embriones.

Una cosa que atormentaba especialmente a su amigo italiano era la protección de la pureza de la raza occidental, e itálica en particular, que veía fuertemente amenazada; una inconsciente alarma debido al peligro que corrían sus paisanos, que habiéndose desposado siempre entre consanguíneos desde el Neolítico inferior (parece que ni siquiera los nazis, cuando devastaron la Toscana, se percataron de la existencia de aquella aldea oculta entre los montes) habían sido capaces de mantener una raza purísima, que más pura es imposible, de la que él era precisamente un inequívoco ejemplo. Pensándolo bien, la aldea del amigo italiano del señor Silva da Silva e Silva era un lugar realmente protegido por Dios, al menos por ese Dios para quien reviste particular importancia la raza pura del Neolítico inferior de nuestro Occidente. En efecto, aquella aldea, más que una comunidad, era una extensa familia, que remontaba sus orígenes a un atávico palafito de homínidos que, una vez desecadas las charcas pantanosas circunstantes, de una primitiva economía basada en la cría de cabras y verracos silvestres, habían pasado a convertirse en agricultores, porque un céfiro antiguo, de esos que soplaban sobre el mundo aún virgen, llevó un día hasta allí cierta forma de polen, y alrededor de su palafito, para su enorme estupor, vieron crecer árboles que producían jugosos frutos en forma de pera y que ellos inmediatamente llamaron «peras». Y gracias a aquellos frutos pudieron darse un nombre, pues hasta entonces no lo tenían, llamándose siempre con un expeditivo «oe, oe»: los Della Pera. Y a partir del palafito, la familia se había extendido formando una aldea de una decena de cabañas, trasformadas en el curso de los milenios en viviendas de piedra sin argamasa: en la calle principal, las cuatro casas pertenecían a las hijas y a los hijos de los Della Pera nativos; más arriba se levantaban las casas de los nietos de los Della Pera, y en los alrededores, aquí y allá, las viviendas de las criatura resultantes de los distintos cruces entre los Della Pera. Y, siglo tras siglo, finalmente, había surgido anche una casa parroquial, con un reverendo Della Pera, hijo de algunos Della Pera que habían muerto de peste bubónica, un hombre fláccido aunque enérgico, introductor de la religión verdadera entre aquella comunidad que adoraba las cabras y los verracos, y a los que reveló que no se debe desear la mujer de otro, algo por lo demás imposible siendo toda hembra de por allí una Della Pera. Estábamos en mil ochocientos sesenta y el viejo y querido suelo italiano, dominado por los austriacos, por los Borbones y por un papa que sabía cómo tratar a la plebe, estaba a punto de ser entregado, gracias a un ateo en camisa roja, a una familia real que hablaba francés, a un primer ministro que quería hacer que todos fueran italianos y que tenía la manía del registro civil y de los censos. Los Della Pera, obedientes, se inscribieron en masa en el registro civil como los Della Pera y, obligados a dar un nombre a su propia aldea, la bautizaron como Santa Della Pera en Colina, porque estaba a las faldas de un monte y el sol les daba hasta las dos de la tarde, para iluminar después la cima de la colina que los Della Pera consideraban un lugar forastero.

Para el señor Silva da Silva e Silva hallar un modo para comunicar con el aspirante a filósofo de la ciencia no había resultado fácil. Porque este no hablaba portugués, lo que era  comprensible, pero es que además se negaba a hablar inglés, no por dificultad intelectiva, como insistía en especificar, sino porque lo consideraba un idioma bárbaro, y sobre todo protestante. Y no había querido estudiar francés, juzgándolo el habla caprichosa de ese Siglo de las Luces que había alumbrado la guillotina y a los jacobinos, gentuza que había cortado la cabeza a un montón de personas con apellidos dotados de preposiciones; y aunque fueran preposiciones con minúscula, no dejaba de tratarse de preposiciones, y a ellas el Della Pera era particularmente sensible. Pero el señor Silva da Silva e Silva, que presumía de conocer ciertas presuntas palabras del antiguo luso, que ciertos presuntos arqueólogos habían hallado en la cerámica de las excavaciones de la presunta Citânia, una comunidad del Neolítico inferior, se percató de que su amigo aspirante a filósofo, acaso porque el neolitiqués inferior era la lengua común de toda la civilización del Occidente (una auténtica lengua de nuestras raíces, que hubiera merecido figurar en la Constitución europea a la par que otras raíces) empezó a desempolvar algunas palabras que había aprendido en sus fugaces años de la Universidad de Coimbra. Lo que más temía el amigo del señor Silva da Silva e Silva, cual magnifico ejemplar de pura raza del Neolítico inferior, era que su estirpe, que identificaba con la aldea de Santa Della Pera en Colina, esa estirpe feliz de la prehabla, precedente a la llegada de mestizos como Eneas o los etruscos, pudiera ser contaminada por la circulación de razas vagabundas como los judíos, los islamitas o los magrebíes, que tanto podían ser judíos como islamitas; los curdos, o incluso los africanos, esos que eran negros pero negros de verdad. Razas que se alejaban volando en enjambres de sus colmenas de origen, como abejas famélicas, para ir a absorber el néctar de las flores de las peraledas ajenas. De modo que el señor Silva da Silva e Silva, quien para alcanzar la cultura que a esas alturas hacía de él uno de los mayores historiadores de la escuela de Santa Comba Dão no solo había debido estudiar a los más inasequibles pensadores lusitanos, como el mariscal Carmona o el cardenal Cerejeira, amiguete de Salazar y muy apreciado por Pío XII, sino también a pensadores extranjeros de la talla de Gobineau, Giovanni Gentile y Maurice Barrès, decidió un día que había llegado el momento de poner al corriente a su amigo italiano de la profundidad temática del filósofo francés. Y le habló de la famosa conferencia que el eximio pensador, bajo los auspicios de la Association pour la Patrie, había pronunciado el diez de marzo de mil ochocientos noventa, titulada La terre et les morts, en la que demostraba, sin el menor atisbo de duda, que la tierra pertenece a quienes, allí abajo, tienen sepultados a sus muertos: do you understand? No era fácil hacer entender al Itálico el significado de la palabra francesa «terre», que en portugués se dice «terra», hasta que un día, en el pub regentado por el amable señor que siempre los recibía con sus best wishes a pucchiacchia 'e màmmeta, ayudado acaso por tres o cuatro pintas de cerveza roja, el aspirante a filósofo de la ciencia tuvo una revelación, y como en una epifanía joyceana exclamó: «Ah, la tèra!», que es como se pronuncia en su aldea desde hace millones de años la palabra que indica los terrones y lo que está debajo, sea caolín o basalto. Y con tèra dijo también: «La guèra!», porque la idea de la propia tèra hizo que su pensamiento saltara a la guèra: para defender la propia tèra, come es lógico. Solo que seguía sin entender bien a qué venía eso de los muertos, se le escapaba el nexo. De modo que el señor Silva da Silva e Silva, con algunas palabras en neolítico occidental, y sobre todo mediante gestos, que son un lenguaje universal, se lo explicó pacientemente:

—Os mortos, les morts, los difuntos, the deads se meten bajo la tèra, do you understand?.

Al aspirante a filósofo de la ciencia le costaba entender.

—El muerto a la tèra —repetía con flema el señor Silva da Silva e Silva—, muerto a la tèra, percebe?».

El Itálico tenía en el rostro la antigua expresión de su estirpe que había evitado durante siglos todo mestizaje, esa expresión originaria, purísima, del Neolítico inferior. De modo que el señor Silva da Silva e Silva, haciendo el gesto de uno a quien le da un patatús y cae desplomado, mientras con la mano derecha extendida señalaba el suelo, dijo:

—You pataleta —que es come se dice «patatús» en portugués—, you bajo tèra, do you understand?

En ese momento el aspirante a filósofo de la ciencia comprendió el lazo que existe entre el muerto y la tierra, y el señor Silva da Silva e Silva, en parte en portugués y en parte en neolítico occidental, siguió explicándoselo:

—¿Y qué alimenta, por ejemplo, el peral que crece en nuestra tierra? El muerto, nuestro muerto. Esa es la fuerza de la autoctonía, ¿entiende la palabra?, la autoctonía es la linfa que nuestros muertos dan a nuestros perales y a nuestras peras, el suyo es un abono sagrado, hecho de las mismas células de nuestra raza que hace de nuestra tierra un producto de denominación de origen, piense en las peras williams austriacas, que los austriacos consiguen que crezcan hasta en las botellas de aguardiente: ¿sabe por qué son de una calidad inigualable? Porque son arias de la mayor pureza, porque los serbios detuvieron a los sarracenos a las puertas de Viena. No hay ni un solo turco bajo estos perales, querido amigo, ni un solo turco, do you entender o no?».

El aspirante a filósofo de la ciencia, al oír hablar de esas peras y perales, por más que en su aldea no crecieran williams sino las llamadas peras almizcleñas, entendió, vaya si entendió. Porque una pera no deja de ser una pera, es más, come hubiera dicho Gertrude Stein, una pera es una pera es una pera.

Fue realmente una hermosa amistad, basada en la camaradería y en la autoctonía, palabra que el aspirante a filósofo descifraba mal al ser de origen griego, pero que entendió mejor cuando el señor Silva da Silva e Silva le reveló que la palabra latina correspondiente a autóctonos era «terrigenes», es decir, terreno. Una camaradería que por desgracia duró solo tres meses, porque el aspirante a filósofo tenía una beca trimestral que le pagaban los sanperalistas en Colina que habían tenido que emigrar a los lugares más remotos del globo, porque en Santa Della Pera en Colina las peras no bastaban para todos. Y el presidente de la comunidad emigrada, gente que se hallaba a San Paolo tanto como en Canberra, cuando leyó el informe que el becario le había enviado para conseguir la renovación de la beca, reunió la asamblea de los socios de Nueva York (la sede estaba en Nueva York, ciudad mestiza como pocas) y dijo:

—Estimadas socias y estimados socios, tenemos a un sanperalista en Colina a quien le hemos entregado nuestros ahorros durante tres meses para que cursara estudios en Inglaterra, que viene a decirnos que la tierra pertenece a los muertos que están enterrados bajo ella. Nuestros abuelos y nuestros padres, para no morir de hambre en ese agujero, fueron a morir a las cuatro esquinas del globo. Lo mejor será que devolvamos al becario a su pueblo, y que la palme debajo de un peral.

Y de esta forma le retiraron la beca, a mano alzada. Pero entre tanto, el aspirante a filósofo, tras la gran experiencia cultural que había vivido con el señor Silva da Silva e Silva, quien le aconsejaba que abandonara la filosofía y se dedicase a la política («¡tenga el valor de hacerlo, usted que tiene la fortuna de vivir en ese gran país donde el pensamiento de Pío XII, de Mussolini y del mariscal Graziani siguen aún vivos!») se disponía a convertirse en uno de los políticos más visibles de la primera o segunda o tercera República italiana, aunque eso no tenga importancia. En definitiva, esa breve relación de camaradería trimestral favoreció el nacimiento de una larga amistad en el curso del tiempo, y una correspondencia que tal vez un día tengamos la fortuna de ver publicada. Y mientras tanto habían pasado once años, y el señor Silva da Silva e Silva estaba entrando en su quincuagésimo quinto año de edad, el mes de mayo resplandecía (era el día trece), y el profesor Smith of Smith and Smith le había asegurado que aquella sería la última sesión. Ese día, el señor Silva da Silva e Silva tomó el tren y se dirigió a Londres, porque era jueves, y los jueves el profesor Smith of Smith and Smith recibía a sus pacientes en su gabinete londinense. Hacía un día radiante, merece la pena repetirlo, algo bastante raro en tierras británicas. La sesión fue breve, pero intensa, iluminadora, resolutiva. Guiado por dos o tres palabras del Maestro, tumbado en ese diván, mirando por la ventana un inusitado cielo azul que lo devolvió, como por encanto, al cielo de una remotísima infancia, y a unas vacaciones en la finca de los Costa da Silva e Costa e Costa; como en un relámpago lustral, el señor Silva da Silva e Silva revivió la escena del trauma. Se levantó del diván. Era verdad, aquel potrillo había amenazado realmente con embestirlo, aterrorizando su inconsciente durante toda la vida. El haber revivido la escena traumática con la consciencia del análisis hizo que se sintiera un hombre completamente distinto.

—Está usted curado —dijo secamente el viejo sabio, estrechándole la mano—, pase a ver a mi secretaria y páguele.

El señor Silva da Silva e Silva pagó sin rechistar, sin el menor intento de ahorrar ni un solo chelín, tanta era la alegría de la nueva vida que sentía latir dentro de él. No tomó siquiera el ascensor, bajó las escaleras con el vigor de un redivivo adolescente, silbando alegremente Barco Negro, una antigua canción popular que habla de una barca de pescadores que naufraga contra una roca y de la que no se salva ni uno solo. Salió del portal pensando en su nueva vida, y sobre todo en Maria da Contriçâo das Chagas e das Angústias. En la acera de enfrente vio una cabina telefónica, de esas típicamente inglesas, de madera roja con las cristales pequeños como ventanillas. Se dirigió hacia allá resueltamente para anunciar a su prometida la buenas nuevas, mirando con prudencia a su izquierda; el autobús de dos pisos, típicamente londinense, lo embistió de lleno, arrastrándolo, sin intentar frenar tan siquiera. El señor Silva da Silva e Silva, por desgracia, se había olvidado de que al cruzar las calles en Inglaterra conviene mirar a la derecha. Fue trasladado con urgencia al hospital, pero ingresó ya cadáver. Las exequias se celebraron, por voluntad de sus ancianos padres, en Alter do Châo, allá donde creían que su hijo había pasado una infancia feliz entre caballos salvajes, en una minúscula capilla románica de la finca de sus amigos de la familia Costa da Silva e Costa e Costa. Las honras fúnebres corrieron a cargo del reverendo padre Antonio Silva da Silva e Silva, primo segundo del señor Silva da Silva e Silva, que gozaba de fama de gran teólogo porque había estudiado en Lovaina y que seguía celebrado la misa en latín como en los buenos viejos tiempos, quien, al final de la ceremonia, en buen portugués, con el fin de que pudieran entenderle también los aparceros presentes, dirigiéndose a los abatidos familiares y levantando los brazos hacia el cielo, pronunció una frase que podría parecer misteriosa, pero que al mismo tiempo es inconcebible, dada además la autoridad del teólogo en cuestión:

—Los caminos del Señor son infinitos.

Nadie supo jamás que el señor Silva da Silva e Silva se había curado por fin de su trauma infantil, el espanto ante un potrillo antojadizo que estuvo a punto de arrollarlo. Solo lo sabía el profesor Smith of Smith and Smith, quien tuvo la premura de enviar más tarde la documentación del análisis al doctor Costa da Costa y Costa. A quien va nuestra gratitud por la confidencia con la que nos honró, un día en el que tal vez se dejara llevar un poco, en el pub al que acudía su paciente predilecto. Pero incluso los psicoanalistas más duros sienten a veces la necesidad de confiarse: es humano.

 

(Traducción de Carlos Gumpert)

 

 

Nota del traductor

Este relato, que permanecía inédito en castellano, fue publicado en francés en una plaquette de 2001, y si bien no fue incluido por su autor en ninguno de sus libros de cuentos, sí apareció en el grueso volumen recopilatorio que publicó en 2005 la editorial milanesa Feltrinelli, con el título general de Racconti [Relatos] y que recogía los cuatro libros de cuentos de Tabucchi aparecidos hasta entonces, más otros dos textos sueltos bajo el epígrafe de “Dos cuentos inéditos (2002-2005)”. Uno de ellos, “Los muertos a la mesa”, fue incorporado más tarde en el que por desgracia acabaría siendo el último libro de cuentos publicado por el escritor toscano en vida, El tiempo envejece deprisa (2009), y aunque no podamos saber si el segundo, que aquí presentamos, hubiera acabado en algún libro posterior, no cabe la menor duda de que Antonio Tabucchi lo tenía en alta consideración, como lo demuestra el hecho de que quisiera incorporarlo a esa recopilación canónica que hemos mencionado, en la excluyó algún cuento publicado anteriormente, lo que es clara señal de su carácter de summa cuentística.

Tiene la particularidad, además, de tratarse de una de las escasas ocasiones en las que el escritor toscano despliega su vena grotesca, tan corriente en sus novelas, en un relato. Es bien sabido que Tabucchi, en quien todo “parece configurar el oxímoron perfecto”, como lo definiera insuperablemente Sergio Pitol, no tuvo nunca mayor inconveniente en combinar el vértigo ontológico de sus historias con el humor, pero generalmente en clave irónica. Sus lectores más devotos sabrán apreciar cómo da un paso más para poner en solfa algunas de las pese a todo constantes temáticas y estilísticas que, en el fondo, marcan su obra (Portugal, la Toscana rural, el psicoanálisis, las historias robadas, los meandros, muchas veces perversos, de la historia), en un delicioso divertimento.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Tabucchi

Seis poemas de C.P. Cavafis

13 de febrero de 2018 09:00:13 CET

Pocos casos hay tan peculiares y llamativos en la historia literaria del pasado siglo como la fama póstuma de la poesía de Constantino Petrou Cavafis (Alejandría, 1863 – 1933). La labor divulgativa, en efecto, de un entusiasmado E.M. Forster ante el público anglófono acabó propiciando, tras diversos avatares y accidentes, que se editara una antología de poemas cavafianos traducidos al inglés en 1951, 18 años después de la muerte del poeta alejandrino, nada menos. Y es precisamente a partir de esta vía, en el centro mismo del antiguo imperio, tan alejada de la excéntrica y exótica Alejandría, cuando la poesía de Cavafis comienza a ser leída, traducida e imitada con fruición en el resto de Europa y, posteriormente, en todo el mundo occidental, de manera escalonada, eso sí, pero segura.

La figura de Cavafis, trascendiendo mil veces el ámbito de la poesía neo-helénica (tan precariamente leída aún, siquiera conocida, estudiada o traducida), se sigue presentando ante nuestros ojos como la de un poeta símbolo, vindicado desde innumerables frentes, ya sean literarios o culturales; y, a pesar del vaivén de las modas y de las influencias poéticas de todo pelaje, insiste en su arquetipo de autor inevitablemente contemporáneo. Muchos de sus versos se han convertido en lemas reiterados, y aún los vemos medrar por internet o en las diversas redes sociales, a menudo  a través de traducciones apócrifas. Y el conjunto de su poesía, que a ojos vista parece tan alejada de las venerables retóricas románticas, pero también de los funambulismos de las vanguardias del siglo XX, no deja de suscitar en cualquier lengua culta un sinnúmero de exégesis y de hojas críticas. Sin embargo, hemos de decir que el canon irreprochable del que ya se hace difícil bajar a nuestro autor contrasta de manera palmaria con su propia concepción del quehacer poético, de la escritura y de la vida del artista.

Cavafis fue en vida lo que hoy llamaríamos un «poeta secreto». Es cierto que en sus últimos años se acabó ganando un grupo relativamente numeroso de lectores devotos entre sus paisanos; incluso también entre los distantes griegos «del continente». Pero, salvo alguna publicación anecdótica y dispersa, el resto de su obra (lo que el poeta decidió mostrar) no vio la luz sino a través de hojas volanderas o ediciones no venales, distribuidas entre amigos y cercanos. Es evidente que su idea de la publicación o la difusión de la poesía dista mucho de la que impera hoy día. Pero tampoco vemos en Cavafis, a juzgar por lo que sabemos por su correspondencia o por otros escritos dispersos, a un ego herido o a un poeta incomprendido y torturado por una aspiración, nunca satisfecha, a la gloria. Y tampoco (entiéndase) advertimos una impostada auto-humillación o un falso recato. Para Cavafis, como pudo serlo también para los poetas griegos arcaicos, el parnaso de la poesía consistía, sobre todo, en un acto de intimidad. Y la del poeta, en una labor asumidamente marginal y excéntrica. El poeta que encuentra en un solo lector a todos los lectores, porque sabe y acepta que no ha de merecer más premio que ese, un simple lector; porque sabe y acepta que cualquier voz de la voluble fama ya no le compete; y que las mayorías y las minorías lectoras, como abstracciones, no dejan de ser entelequias.

Tal vez sea en la esfera de esa marginalidad donde la poesía cavafiana nos entregue su brillo más sincero. En la siempre lejana Alejandría, la capital del Imperio Helenístico, el centro alejado de ese otro más antiguo centro que fue Atenas, podemos encontrar el símbolo y la constatación de que todo centro es, al cabo, una utopía, de que la vida se mueve en los arrabales y en el extrarradio. Los filólogos alejandrinos quisieron también ser poetas, pues pensaron que habían descifrado el mecanismo del poema, y creían que era posible habitar ambos mundos, el de la filología y la poesía, a un tiempo. Sus versos fueron artificiales y descreídos, signo de una decadencia y un cansancio que, paradójicamente, también estaba dando origen a algo nuevo. Fue necesario que cayeran los siglos, uno tras otro, para encontrar en esa misma urbe alejandrina, con muchísimo retraso, al postrero, al más puro de los poetas alejandrinos. Todo lo que era artificio en sus precedentes, la pátina del tiempo y de la historia lo trastocó en verdad a través de la poesía de Cavafis . Los epígonos de éste, en diversas épocas y lugares, naturalmente, sólo se quedaron con la superficie, con las estatuas, los templos, las túnicas de los efebos, la exaltación de un pasado irreal y un paganismo de guardarropía. Pero la poesía de Cavafis no está en en las palabras, ancestrales palabras griegas, ni en su dicción anacrónica donde convivían a capricho elementos del griego demótico y mestizo, con los cultismos ficticios del katharévousa y los giros clásicos, bizantinos u homéricos, sino en lo que mantiene unidas todas esas palabras, lo que no se ve: ese don de la melancolía que tiñe el tránsito de la belleza, la memoria, el tiempo, las contradicciones del ser humano y la encrucijada entre dos mundos condenados a convivir ya sin remedio, el pagano y el cristiano, el cuerpo y el alma. Esa melancolía, que en ocasiones es también la leve sal que adereza los momentos irónicos, se manifiesta en una voz múltiple, a través de la cual van pasando toda clase de personajes marginales: perdedores, granujas, traidores, tristes, enamorados, ambiciosos, lascivos, apasionados, cansados o incrédulos de toda época. Ya sea en la antigua Antioquía, en Roma, en unos hexámetros de Homero o en las confusas calles de la Alejandría de principios del siglo XX, con sus cafés, sus tabernas y sus proscritos placeres nocturnos, en todos los poemas de Cavafis habla siempre el ser humano, con una voz sin sordina y sin apuntador. Una voz, la de aquellas figuras dibujadas, o apenas esbozadas por el poeta, donde acabamos reconociendo nuestra propia voz, siempre en las afueras y siempre sin anclaje: porque, tal vez, ser de Alejandría equivale a no ser de ningún sitio.

La presente traducción de estos seis poemas de Cavafis forma parte de mi traducción y edición de la poesía completa del poeta alejandrino que, próximamente, verá la luz en la editorial Pre-Textos. Al pie de cada poema se indica la fecha en que está datado.

 

 

                                                                      

CHE FECE .... IL GRAN RIFIUTO


Para algunas personas llega un día

donde el gran Sí o el gran No deben decir.

En seguida aparece aquel que lleva

el Sí bien preparado, y pronunciándolo

 

da un paso adelante en su estima y en su confianza.

El negador no se arrepiente. Preguntado de nuevo,

de nuevo dice No. Pero ese No —que es el correcto—

le abruma para el resto de su vida.

 

(1901)

 

EN EL PUEBLO ABURRIDO


En el pueblo aburrido donde trabaja

—empleado en un comercio,

muy joven—, donde espera

que pasen aún dos o tres meses,

dos o tres meses aún, y haya menos tarea,

y así marchar a la ciudad, lanzarse

derecho hacia el bullicio y las diversiones;

En el pueblo aburrido donde espera

ha caído en su cama, de noche, pleno de deseo,

toda su juventud encendida en pasiones carnales,

en hermosa tensión toda su hermosa juventud;

Y entre los sueños el placer le acude; entre los sueños

contempla y abraza esa figura, la carne que desea.

 

(1925)

 

EN EL TEATRO

 

Me cansé de mirar el escenario,

y levanté los ojos a los palcos.

Y en uno de esos palcos fue donde te vi

con tu extraña belleza, tu depravada juventud.

Y enseguida volvió a mi pensamiento

todo lo que de ti me contaron esta tarde,

y se me conmovieron cuerpo y mente.

Y mientras contemplaba, fascinado,

tu lánguida belleza, tu juventud lánguida,

tu refinado atuendo,

fantaseaba contigo y te me aparecías

tal y como de ti me contaron esta tarde.

(1904)

 

 

CUANDO EL VIGÍA VIO LA LUZ

 

En invierno, en verano se sentaba en el tejado

de los atridas el vigía, y oteaba. Es ahora quien pregona

las buenas nuevas: ha visto, allá a lo lejos, encenderse el fuego.

Y se alegra. Y sus esfuerzos ya concluyen.

Es duro quedarse noche y día,

bajo el calor y el frío, a escudriñar la distancia por un fuego

que ha de encenderse sobre el Aracneo. Ahora aparece

la anhelada señal. Siempre que llega la felicidad

nos produce menos alegría

de lo que cabe esperar, mas indudablemente

se gana en esto: verse libre de esperanzas

y expectativas. Son muchas las cosas

que han de pasarle a los atridas. Cualquiera, sin ser sabio,

lo supone, ahora que el vigía

ya divisó la luz. No hace falta, por tanto, exagerar.

Bella es la luz; y bellos los que acuden;

bellos también sus actos y sus palabras.

Y esperemos que todo salga a derechas. Pero

Argos bien puede hacerlo sin los atridas.

Los linajes no duran para siempre.

Seguramente muchos han de decir muchas cosas.

Las vamos a escuchar, mas no caeremos en la engañifa

del Necesario, del Único, del Grande.

Necesario, único y grande, siempre en seguida

se encuentra a cualquier otro.

 

(1900)

 

LAS VENTANAS

 

En estos cuartos sombríos, donde paso

días de tedio, voy vagando de un lado a otro

en pos de las ventanas. —Cada vez

que se abre una ventana es un consuelo—.

Mas no hay ventanas, o es que yo no puedo

encontrarlas. Y acaso, mejor que no lo haga.

Acaso la luz sea otra tiranía más. Quién sabe

qué inusitadas cosas vendrá a mostrarnos.

 

(1903)

 

EN LA TARDE

 

Después de todo, no iba a durar mucho. La experiencia

de años me lo enseña. Mas resultó algo tajante

cómo acudió el Destino y le puso fin.

Breve fue la hermosa vida.

Pero qué fuertes los aromas,

en qué exquisitos lechos nos tendimos,

a qué placeres dimos nuestros cuerpos.

 

Un eco de los días del deleite,

un eco de aquellos días vino a mí,

algo del fuego que, jovenes los dos, fue nuestro;

volví a tomar una carta entre mis manos

y la leí una vez y otra vez, hasta que me quedé sin luz.

 

Y salí fuera al balcón con melancolía,

salí a pensar en otras cosas, al menos contemplando

un poco de la ciudad amada, un poco

de ese fragor de calles y de tiendas.

 

(1917)

Escrito en Lecturas Turia por Juan Manuel Macías

Maleza del cambio

13 de febrero de 2018 08:51:33 CET

(Fragmento)

Dondequiera que vaya, me viene bien (Montaigne en Italia). Ahí,

una norma de vida, un saber estar cuando el estar es leve, transitorio.

Amplitud: este caminar lento por el pasillo mientras julio avanza, un año

más. Desde el estudio, la luz incipiente de las nueve de la mañana

es una claridad sin peso, un estar de las cosas que parece

venir del aire mismo y darle forma, formas, puntos de anclaje. Pronto

será un garfio que arañe la nuca, por ejemplo, o ese perfil

que mira hacia la calle sin dejar de mirar, a veces con torpeza, con

impaciencia, la pantalla. Ayer, en una terraza, mientras bebíamos

cerveza con el alivio indisimulado de quien ha cumplido algún trayecto,

algún pacto consigo mismo, alguien habló con súbita agresividad. Me

habló, en realidad, aprovechando un aparte en el que los demás

se hallaban tan inmersos en su charla que no vieron, no podían ver,

el arco de los hombros tensándose de pronto, el lienzo de la frente

brillando con malicia impensada. ¿Y tú qué has hecho? Hablas y hablas,

te amparas siempre en el refrán de la supervivencia, del trabajo

pendiente,

pero todo lo has hecho por ti, para ti. Más tarde, tras volver de los aseos,

me acomodé en la silla con rara cautela, sintiendo en la columna

cada barra del respaldo, cada pliegue metálico. Mis compañeros charlaban:

cada cual con su vecino, o en grupos más amplios donde siempre

hay alguien que se pierde o se abstrae un instante, que se esfuerza en oír

y oye tan solo su ansiedad, su afán de estar en algo o con alguien. Era

hermoso verlos hablar, ver fluir las palabras como una sábana

que se dobla entre dos, o los hilos que pasan de una pareja de manos

a otra

en el juego de los cordeles. Símiles: una insuficiencia en el decir,

una explicación no pedida, pero la imagen es completa

y no carece de nada, se basta a sí misma, que es como decir:

me basta. Y, sin embargo, siempre, el deseo inexplicable

de explicarla. Seguí en ella,

con ella,

mientras volvíamos a casa y las calles nos excluían, tenaces, torcidas,

haciendo y deshaciendo sus nudos de vida irreducible. Dondequiera.

 

Aquí, ahora, la ventana de cristal doble arroja un saldo abrumador:

verde, castaño, aguamarina, un penacho de nube sobre la pátina

de agua estancada de los sauces, el azul profundo

haciendo más grandes los cipreses, los pinos, sus copas apiñadas

como cráneos que miran desde siempre el brillo de mica del asfalto.

Y, más allá, el ojo de cíclope del verano, el ojo único que aún espera

abrirse del todo. Escucha. Escucha. No es un error. El ojo se abre,

en efecto,

y su mirar parece coincidir con el tuyo, desde esta cristalera

que vibra levemente con el aire acondicionado y en la que posas

la frente inquisitiva, la piel tibia. Estrechez: esa obstinación

por juzgar y ser juzgados, la vigilancia mutua. También aquí,

mientras miras, mientras miro, la masa inerte de los árboles

y esas pocas figuras que se cruzan sin prisa por caminos de arena,

su caminar que la distancia misma vuelve arena. Somos en la mirada,

fatalmente,

en la medida impuesta desde fuera, en el decir y desdecir del otro,

su toma de partido. Escucha. ¿Y tú qué has hecho? He vivido mi vida

como he podido, como

me dejaron, tratando de hacer lo que se esperaba de mí, lo que yo mismo

esperaba. No te expliques. No te disculpes. No te envanezcas. No digas

nada. Fuera, un aire súbito enreda las ramas de los sauces y levanta

una pequeña nube de arena. Esa pregunta

tenía también su pequeña historia detrás, pero no importa. Lo que importa

es la nube que levanta, el eco postergado. Alguien tiene razón

cuando hace la pregunta que no has querido hacerte, cuando revela

el flanco débil (porque hay un flanco débil). ¿Qué hemos hecho? ¿Qué

saldo mostraremos cuando nos pidan cuentas? ¿Qué diremos

en nuestro descargo? Llegada la hora, lo otro, la suma

provisional, no salva. Amplitud, estrechez. La sístole y diástole

de un tiempo carcelero, la mano firme que insiste en tutelarnos

aunque nunca tuvo permiso. Sí, llamamos vida a esta ciencia

del desperdicio, este escurrimiento de un viernes a las 10

a otro viernes idéntico, dondequiera… Pero era dulce

verlos hablar, ver fluir las palabras en la mesa de juego

del aire, sentirlas cerca, como también la luz está con nosotros,

otro día,

este sol desorbitado de julio que toma la calle y la somete

y abre un claro donde los ojos respiran (un instante)

y nada rompe aún su promesa, su reserva de aliento. Estrechez,

amplitud. Aquí,

una norma de vida, un saber estar mientras las preguntas, como

vencejos voraces, se van turnando en el aire del hacer.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Doce

Mar

8 de febrero de 2018 12:41:26 CET

 

Dentro de mi cabeza escucho siempre arder

un moscardón de agua que me llama al oído

moviendo con sus trancos oleadas de alas.

 

 

Desde las nubes braman, desde el deshielo gruñen,

desde los ríos rugen esos remos del aire

a masticar la arena con sus dientes de espuma.

 

 

El cielo desgarrado refleja, mar, en ti

lichis o albaricoques encendidos de sed.

 

 

Mis ojos se levantan como faros insomnes,

oyen una invariable y hosca letanía

que habla de la vida, del tiempo, de la muerte.

 

 

Con mis piernas y brazos, con mi boca y mis poros,

trago tu soledad más grande que la mía,

inmensidad que avanza y retrocede,

avanza y retrocede sin parar.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Guinda

A la espera de la humedad

8 de febrero de 2018 12:36:49 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A la espera de la humedad, la impertinencia,

la negritud, no son virtudes extrañas para quien naciera

en una carreta colmada

de mujeres muertas. 

 

Hablo de José Garganta Dulleta, el Cojo Bonifa junior,

que acometiera con éxito al tigre de bengala César,

y que,

atribulado,

negara la existencia de capillas disimuladas

en los edificios del barrio.  

 

Ahora,

en esta calcárea residencia de mayores, en pleno auge

de fallidos organismos

bajo la advocación de la canícula nociva,

se amontonan sugerencias

cuyo origen

es el Reino de Aporía; letrados

inteligentes, figuras

del estallido, hombres

especiales que, prosternados,

proponen lápidas color vermú, dibujos

de un bribón menor, lastrado

por el peso

de sugestivas entrañas

y sagaces calcomanías. 

 

También,

alguien,

quizá invidente,

postula ‘su parecer como el Líbano’

citando a Salomón

ápud Hugo Blair

cuando evoca la dignidad, hermosura y gentileza del esposo.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

El hombre que fabula

8 de febrero de 2018 12:33:25 CET

El primer recuerdo que me viene a la cabeza es el de un despacho en la Casa de la Panadería, y un balcón que daba a la Plaza Mayor. Debía ser diciembre y fui a hacerle una visita con mi hijo Julio, que entonces tenía siete u ocho años. Y digo que debía ser diciembre porque tras los saludos, cordiales, algo protocolarios delante del niño, tal vez intimidado con tanto ujier uniformado, de mangas entorchadas y ribetes, nos condujo por una serie de pasillos y dependencias llenas de archivadores y de cajas, para él supongo familiares, para nosotros laberínticos y umbríos, hasta un salón grande, vacío, con paredes desnudas y una enorme, descomunal, alfombra azul que cubría el suelo por completo y que daba al lugar una solemnidad un tanto empalagosa.

 

Lo recuerdo allí, alto, con una voz templada que rebotaba en la pared y el techo; un locutor de aquilatados adjetivos y adverbios y sustantivos limpios y notariales. Nos contaba que allí, tras de la cabalgata, cumpliendo un riguroso y regio protocolo, era donde los Reyes Magos recuperaban el resuello, el tacto de sus piernas ateridas, los colores del frío en las mejillas, antes de salir al balcón a saludar junto al alcalde: las manos enguantadas, los anillos de piedras preciosas, ostentosas y grandes como lápidas, y brillantes de un rojo, de un naranja, de un verde deslumbrante.

 

Y recuerdo la cara fascinada de mi hijo, su mano apretándome la mía, que desde entonces y durante años llamó a Luis Mateo Díez “tu amigo el de los Reyes”, que tampoco es mal mote.

 

Conductor imaginario

Allí, en aquella plaza donde siempre da el sol, cuadrangular, castiza, llena de ecos remotos, ancestrales, de circos y autos de fe, nos hemos encontrado alguna vez que otra. Hemos charlado, allí, entre el bullicio crónico de las sombrererías, los corros de turistas, con cara de despiste, de guía oficial y foto, y las terrazas con sillas de aluminio alineadas como guardiamarinas. Y allí, en La escalinata, una cafetería con asientos de terciopelo rojo y apliques de similor, hemos tomado alguna vez café, tras llegar caminando a buen paso (leonés) desde Sol.

 

E insisto, caminando, porque nunca ha sabido conducir. Y es motivo de pasmo cuando lo cuenta, más aún sabiendo que de niño pasó horas entre los conductores de autobuses y camiones que paraban entre León y Villablino, en La Magdalena, el pueblo de sus padres,  donde unos familiares regentaban el bar en el que paraban los coches de línea, y donde los conductores, que entonces eran chóferes, se tomaban un chato y un bocadillo de lomo.

 

Y en aquel tráfago de maletas de madera, bultos, paquetes, cajas aseguradas con atillos, y billetes que el conductor invalidaba por el sencillo, expeditivo método de cortarlos en dos, el pequeño Mateo jugaba con la cartera de cuero del cobrador, y se asomaba con experta curiosidad a los capós que cubrían, como caparazones, manguitos polvorientos, tubos y cables sujetos con cinta aislante, y misteriosos depósitos metálicos que echaban humo como una cafetera.

 

Y tanto trajinó con los volantes, grandes como paelleras, y las cajas de cambio, tantas curvas tomó subido a la cabina -el parabrisas que limitaba el mundo, imitando el sonido del motor con la boca-, que luego no aprendió a conducir más que de una manera imaginaria, soñada o recreada: imaginarias llaves de contacto, imaginarias manos que salían por las imaginarias ventanillas; pedales que chirriaban, despertando recónditos engranajes dentados, bielas, tornillos, ejes y tuercas también imaginarias. 

Así que es un andariego peligroso. Rápido y distraído, de piernas largas, articuladas con la aparente fragilidad de las zancudas, y una conversación ordenada y precisa que pareciera traer escrita de casa.

 

Infancia de río y desván

 En alguno de esos paseos por la plaza, abrigo largo y manos en los bolsillos, como una estatua, me habló de ese niño que vivía en la casa consistorial de Villablino, donde su padre era secretario del Ayuntamiento. Un caserón sobrio, plomizo, utilizado durante la guerra como hospital de sangre y que guardaba, allí en el desván, en ese orden incierto del pasado impreciso: cajas de libros prohibidos y salvados de la hoguera, ropa, camillas, autoclaves, y algún camastro de loza desportillada, llena de telarañas y de polvo. Allí, jugaba con sus amigos a las guerras; incursiones, emboscadas, desplomes… Y era motivo de acaloradas discusiones saber si alguno de los contendientes, aquellos niños nacidos en el eco pesado de la guerra, silenciada, estaba herido, o muerto. Los primeros eran conducidos en camilla, tras las líneas, a la cálida y protectora retaguardia de los héroes; los otros, arrinconados, las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos cerrados, en un rincón. Sin pompa, sin honores, sin gritos ni salvas de ordenanza, ni armón, como los muertos de verdad.

 

Los muertos de los que todavía se hablaba a escondidas a mediados de los años cuarenta: gestos alertados de silencio, palabras recelosas bajo el eco remoto, fatal, de la tragedia: disparos en el monte, camionetas cargadas de guardias, largos fusiles, capotes, y leyendas de huidos…

 

Algo de aquel mundo legendario, de alacenas y sábanas, orfandad y misterio ha quedado después en sus historias. Un mundo imaginario de silencios, ancestral y remoto, como la nieve, el frío.

 

Y allí andaba aquel niño, un tanto atribulado, no especialmente simpático y algo llorón –confiesa-, que sin embargo tenía una cierta predilección por fabular. Una facilidad para inventar historias, contarlas y, a partir de un momento, hacia los doce años, escribirlas.

Su hermano Antón las editaba, y las vendía por el pueblo cobrando en caramelos, o en bolitas de anís.

 

Así que aquel niño escritor –entrañable, patética figura- vivió ya desde entonces las glorias del triunfo: la vanidad, el halago, la crítica, las opiniones, no siempre complacientes, de los lectores… Y ya entonces  algo de esa pasión extrema por el lenguaje. Un exquisito celo de alquimista con el que elige cada palabra, selecta y expresiva, como se seleccionan albaricoques en una frutería.

 

Palabras que desvelan, en aquello que nombran, con pasmosa naturalidad, el hallazgo secreto, inadvertido pero al tiempo certero de que eso se ha llamado así siempre.

 

Rulfo y El llano en llamas

 Y cuenta que fue Rulfo, El llano en llamas. Estudiaba Derecho en Oviedo y en la biblioteca Feijoo alguien le habló, o se topo con Rulfo, y fue un deslumbramiento, una impresión feliz y extraordinaria. Tanto que se resistió a devolver el libro, acumulando sellos rojos en la ficha, amenazas, miradas incendiarias de la bibliotecaria, hasta que compró un ejemplar para él. Rulfo que abrió la espita, tras las lecturas en la biblioteca paterna, de la literatura. Una literatura, durante años, de tarde y temporada, vacaciones y fines de semana. Un trabajo de escritor a tiempo parcial que ha ido compaginando con esa doble vida de funcionario, de despacho y reuniones y un balcón a la plaza.

 

Hace tiempo me regaló su primer libro, Memorial de hierbas. Ganó con él, en 1973, el Premio Novelas y Cuentos. Y en él hay una foto suya, espigado, con un jersey oscuro y gafas negras de concha, en blanco y negro, en su casa de entonces. Con paredes sin cuadros y al fondo una velada biblioteca. 

 

Recuerdo su recepción como académico. El calor insufrible, las alfombras allí en la docta casa, las escaleras como las del palacio de Sisí, su figura lejana, con el traje de gala, también en blanco y negro.  En su discurso habló de la imaginación y la memoria, y de cómo a veces se reponen en la ficción las carencias de la realidad. Pero también los sueños y obsesiones. La nostalgia, el fulgor, las preguntas. Todas esas historias que podrían haber sido y no fueron y que son porque alguien las idea: la de Ezequiel, el del labio leporino; la de Cecilio, el cazador; la de la familia Villar, que llegó al pueblo dos meses antes de que llegara el agua, o la de Belarmino Estrada, que murió de unas fiebres de malta…

 

No sé los libros que ha publicado Mateo, y de ellos no sé los que he leído exactamente, muchos.  Guardo de ellos un recuerdo difuso -siempre he sido un lector olvidadizo-, una mezcla sutil de escenas y personajes, títulos y cubiertas, diálogos y palabras, que perfilan ese universo suyo, legendario, remoto, marcado por la obsesión y el desamparo, los viajes hacia ninguna parte, las pensiones donde resuena el eco lejano de una televisión prendida, viejos cines de techos desconchados, orfandad y trastorno … Habrá voces más autorizadas que la mía que hablen de las cualidades de su literatura cuyo valor a estas alturas no es necesario que nadie se encargue de glosar. A mí gustaría hablar de las veces que tomamos café. De su conversación apasionada y sugestiva. De su sensatez y generosidad. Y de su magisterio.

 

Guardo firmados muchos de sus libros, con su letra menuda, concisa y temeraria, siempre escrita con un rotulador de punta fina. El mismo con el que trabaja ante el ordenador, con un folio doblado para anotar y esos cuadernos de tapas duras donde nacen sus libros: notas, secuencias, nombres y el título, que es siempre lo primero: Las fuentes de la edad, Las Estaciones provinciales, El expediente del náufrago, Fantasmas del invierno, La gloria de los niños, Príncipes del olvido, Los frutos de la niebla o el mencionado Memorial de hierbas… Lo sopeso en la mano,  aquí sobre la mesa, lo hojeo, lo abro y leo lo escrito en la primera página:

 

       Para Jesús

       estas hierbas que no

       acaban de agostarse

 

Y me parece bien. Y hasta ajustado, de algún modo profético, esa dedicatoria de mi amigo Mateo, el de la letra lacia, las palabras precisas, el de los Reyes Magos. 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Marchamalo

Noticias del más reciente experimento sentimental

8 de febrero de 2018 12:26:40 CET

No sé por qué nos asusta la oscuridad si es una ausencia. Los espectros que antes daban miedo se han congelado, jadeas para respirar -no a la inversa-. De lo cocido a lo crudo. Brillamos dentro de la Vía Láctea. Para qué hemos levantado ese túnel bajo el agua, ¿quién lo sostiene, qué Zeppelin nos lleva? El oficio de carpintero fue inventado por necesidad, los árboles incubaban la retórica de los ataúdes -qué raro ver a tanta gente reunida sin un objetivo-. Si América fue descubierta para no tener fondo, Europa fue fundada para alcanzarlo demasiado pronto, el reloj está pensando, su tictac nos ha abandonado. La lluvia de las Highlands pone a prueba un diamante de barro -llámale euro-. Lo dijo Sir Walter Raleigh (1552-1618):

desde entonces nuestra especie es insensible, resistente al dolor y al cuidado,

y prueba que nuestro cuerpo es de naturaleza rocosa.

Revolver cajones ya no es un hábito poético sino químico. Objetos de neceser: pequeña ciudad helada. Sólo las máquinas no descansan. Esta noche cayó un rayo, un rayo común, sencillo, pero simultáneamente junto a ese rayo caía un 2º rayo que -como si fuera un proyector, una radiografía, no sé- carbonizó en la pared la silueta del 1º, y ya que estaba despierto me puse a pensar en ese experimento sentimental que es el Brexit. 

 

Los ríos son flores gigantes, vistos desde el cielo toman

un aspecto nervado, imposible escapar

de la meteorología. El aire se llena de cerraduras,

vagan sin puertas. Cuando el lavavajillas parece haberse agotado

aún quedan tantas gotas como en el Mar del Norte pero ordenadas

de otra manera. Carecemos de instrumentos para medir

la costa de U.K., la legendaria fractalidad que nos separa.

No nos aburríamos, había dos soles y uno

parecía muerto. ¿No ha sido siempre U.K.

una roca desprendida, un elemento por ubicar

en la tabla periódica? La Tierra no tiene razas, sino escollos.

¿No es el bacon una hoja seca, y el roast beef 

un paquete de piedras muertas?

Tratados de comercio inesperadamente abruptos, campos

minados de comas, paréntesis, corchetes,

acotaciones al margen y pies

de un mercado crepuscular: el reposo nunca es completo, 

ciega obediencia

a la rotación de la Tierra, detalles sin importancia

de una liturgia griega.

Entre la lengua hablada y escrita hay un agujero

más profundo que aquel verso de Keats que nos hizo llorar

de miedo, por ahí se va

toda tu luz interpuesta. Una estrella puede leerse

astrofísica o económicamente. Las mismas cuestiones

que nos turbaban aún no han ocurrido, y alguien mira los confines

de un continente en el que sólo de noche ha penetrado el viento.

Asombran los milagros que se han obrado. Las huellas

están al llegar. Lo anticipó Sir David Bowie (1947-2016):

 

Mira los ratones y su plaga de millones,

desde Ibiza hasta Norfolk Broads.

Rule Britannia está prohibida para mi madre,

para mi perro y los payasos.

Pero la película aburre y entristece
porque la he escrito más de diez veces,
y está a punto de ser dictada de nuevo.

 

Sale el sol por duplicado, dos horizontes aguardan

con la boca abierta. Partes en 2 una piedra

y aparece un cuerpo,

la partes en 3 y es sangre, la partes

en 4 y ves los glóbulos blancos y negros de todo un pueblo.

El eco nada repite: es fuente original.

Con la última marea del Canal llegaron los cuerpos,

parecían trapos embalados, “pueden contener trazas

de algo que fue llamado Europa”, decía la etiqueta,

y un queso tan duro que era el hueso de la leche,

o de las ubres, no sé 

por qué nos asusta la oscuridad si es una ausencia.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Fernández Mallo

Las horas muertas

5 de febrero de 2018 09:06:59 CET

 

 

 

Si no he de conocerte nunca,

haz al menos que te extrañe

James Jones

 

 

 

 

 

 

 

Llegué al balneario por un doble motivo: el anuncio para la provisión de la plaza de médico-director de los baños y la enfermedad de mi hermano Darío. Acababa de terminar los estudios de Medicina y esperaba suplir la falta de experiencia con la carta de recomendación de un tío de mi madre, Don Matías, que había hecho fortuna introduciendo el pan de Viena en la península ibérica. Sentado en la sala de espera intentaba alisar mi único traje, algo maltrecho tras un infernal viaje en tren y

diligencia. El diploma enmarcado de la Exposición de Amsterdam, que le acreditaba como la mejor instalación hidroterápica de España, presidía la sala. Me asomé a la

ventana. Hacía una mañana luminosa y el viento rizaba el mar Cantábrico, arrojando destellos a los cuatro puntos cardinales. Se abrió la puerta y un hombre obeso y taciturno, de cuidada barba entrecana, me dio una mano de cal fría y, sin mirarme a los ojos, me invitó a pasar. Parecía acostumbrado a manosear criadas y extender pagarés.

 

-Doctor Pío Baroja. Vascongado.

-Así es, nací en San Sebastián. Pero el trabajo como ingeniero de minas de mi padre nos llevó a Madrid.

-Madrid…Demasiado ruidosa para mí. Recién doctorado, por lo que puedo ver. ¿Sobre qué versaba su tesis?

-Sobre el dolor. Presenté un estudio de psicofísica, una aproximación literaria al padecimiento humano.

-Como sabrá, Señor Baroja, la inesperada defunción del Doctor Pastor nos obliga a cubrir su plaza. ¿Dónde leyó el anuncio del puesto que ofertamos?

-En La voz de Guipuzcoa, a la que mis padres están suscritos desde hace años.

 

Llamaron a la puerta. Requerían su presencia en otra sala. Me quedé curioseando los objetos del despacho. Tras un biombo japonés se ocultaba la sombra de un diván, donde lo imaginé haciendo la digestión con un orujo de hierbas apoyado en el pecho. En un mueble de caoba descubrí una edición en piel de La Eneida, probablemente del siglo XVI o XVII, soldados de plomo, miniaturas de porcelana italiana, un cráneo de un oso adulto, cinco monedas romanas enmarcadas y cosas rescatadas del mar. De las paredes colgaban una serie de óleos antiguos con motivos cortesanos y los retratos de los socios fundadores. Las cortinas eran gruesas como muros de carga; al descorrerlas, la luz se apoderó de cada objeto con una violencia de tropas de ocupación.

 

Al regresar, pidió disculpas.

 

-Era importante: el marqués de Comillas ha confirmado su estancia la semana próxima. ¿Por dónde íbamos, Señor Baroja? Sí, ahora recuerdo. ¿Qué conoce de nuestro

balneario?

-Conozco la fama de la Fuente del Hígado. Los beneficios higiénicos y curativos de estas aguas son su mejor publicidad.

-En realidad, buscamos pregoneros de esa fama y de ahí la importancia del puesto que ofrecemos. Contamos con algunos clientes que regresan desde hace más de veinte años a tomar las aguas, la cura de reposo y los baños de olas. Y la gente satisfecha corre la voz. Veo que su hermano Darío está enfermo.

-Así es. Enfermó hace dos meses: tos crónica con esputo sanguinolento, fiebre, sudores nocturnos, pérdida de peso…Los síntomas de la tuberculosis.

-Nos visitan más de ochocientos enfermos de tuberculosis al año. Pero también epilépticos, enfermos de sífilis, parejas con problemas de fertilidad o personas que sufren accidentes nerviosos. Incluso tuvimos a un industrial astillero que vino a tratarse su mal genio, como si el mal genio pudiese despacharse tomando vasos de agua. Pero sobre todo, contamos con gente adinerada que quiere y puede descansar. La salud también es un estado mental. ¿Cuándo llegaron?

-Ayer, a última hora de la tarde –Y dejé escapar un suspiro, sin poder evitar acordarme de las horas de tren y estación, de los chasquidos del látigo y la voz del

mayoral animando a los caballos y guiando la diligencia, de la respiración entrecortada de mi hermano y de su palidez, de la belleza de la playa desierta y del sol adentrándose en las aguas, de la algazara de curiosos que se asomaban por las ventanas y de la gloriosa sensación de dejarme caer en la cama del hotel y desmayarme. Diez horas después me encontraba en una entrevista de trabajo.

 

-Su tío es benefactor del balneario. Y eso es bueno para usted. ¿Qué cree que es la Medicina, Señor Baroja?

-Yo diría que es la ciencia o el arte de curar.

-Una visión muy utópica. Discrepo, más bien sería el arte de mentir al paciente. Y la mentira es un placebo inmejorable. Someteré al consejo de administración su candidatura y en el plazo de seis semanas recibirá nuestra contestación. Muchas gracias, Señor Baroja. Que su estancia en nuestro balneario sea inolvidable y que su hermano se recupere pronto.

 

Nos dimos un apretón de manos y salí del despacho. Me sentía eufórico, convencido de haber conseguido la plaza, el inicio de mi carrera como médico.

 

Dejé a mi hermano en una bañera de cobre estañado. Le habían prescrito un tratamiento intensivo de inhalaciones y debía seguirlo a rajatabla. Al cerrar la puerta, en el preciso instante que conectaban la estufa de desinfección, me pareció que Darío miraba al otro mundo. Recuerdo haber leído algo inquietante al respecto: para el doctor

Charkovsky, el agua desarrollaba la clarividencia y la telepatía. Me dirigí al café, donde un ejército aburrido mataba el tiempo bebiendo vino cosechero. Se lo escuché a un poeta borracho: hay tantas maravillas en un vaso de vino como en el fondo del mar. Los parroquianos bostezaban una y otra vez, en una epidemia no declarada, contemplando las pajareras de jilguero que colgaban de las vigas o asomándose a los recuerdos. El camarero, adivinando mis pensamientos, me contó que los propietarios planeaban

construir un Casino para llenar las horas muertas.

 

-Una buena táctica -le contesté-. Por la mañana sanarán los nervios que el juego ha destrozado por la tarde.

-La gente quiere sentir la adrenalina de ganar y el vértigo de perder, señor -sentenció con gravedad mientras frotaba las copas con un paño.

 

Me senté al fondo del local, junto a los ventanales, en una mesa de mármol de Carrara, y le pedí prestado El Imparcial a un notario riojano. Es una basura, una sarta de mentiras y modernidades, me dijo al entregármelo, escandalizado, estrecho de miras como un católico ferviente. Los notarios tienen las caderas anchas y la mirada hueca de escriturar cada mañana su decadencia ante el espejo, apunté en mi dietario. Atentado en Madrid contra Alfonso XIII el día de su boda con Victoria Eugenia de Battenberg. Al parecer, el anarquista Mateo Morral había arrojado un ramo de flores con una bomba hacia la carroza real, matando a tres oficiales, cinco soldados y tres civiles que contemplaban el cortejo desde los balcones. Pude leer una nueva excentricidad de la actriz Sarah Bernhardt. Se acababa de retratar en el interior de un féretro, con un vestido de raso blanco, las manos cruzadas, cerrados los ojos como si estuviese muerta. Y tan encantada había quedado con el retrato, que inmediatamente había dispuesto en su testamento que si muriese joven la enterrasen de esta manera. El resto no era más que palabrería comprada por el Gobierno, asaltos de bandolero narrados sin ningún talento literario y anuncios de Zarzaparrilla Bristol -lo mejor para la corrupción de la sangre- o Perlas Vitales -para enfermedades incurables-.

 

Aire y sólo aire.

 

A nuestra llegada, el recepcionista del hotel nos había explicado las normas y horarios del complejo. A las ocho, el desayuno. De nueve a once, inhalaciones, baños y

tómas de agua. Después de la comida, paseo por la playa o pequeñas excursiones por la arboleda. Y de siete a ocho de la tarde, la llegada del correo y de los nuevos bañistas. A las nueve, la cena de bienvenida que inauguraba la temporada. La noche se reservaba para el descanso o el amor.

 

Salí a pasear. Permanecer allí, en invierno, cuando la galerna se apoderase de tu ánimo y el cielo se cerrase sobre sí mismo, atrapado entre pensamientos y días tristes, podría resultar algo claustrofóbico. Pero el trabajo me permitiría sacar el tiempo necesario para encarar la escritura de una novela que no dejaba de acosarme; dejar salir, de una vez, a la abeja laboriosa que llevaba dentro. Pasar a la posteridad. O preparar el final perfecto de todo escritor secreto: el seudónimo en la lápida.

 

Dos estudiantes de la Escuela Naval para Oficiales se batían en una carrera a nado hasta una boya de madera. El vencedor donaría las 1.000 pesetas del premio a los huérfanos acogidos en el balneario. Los huérfanos, niños de cabeza rapada incubando el bacilo de Koch o la mala suerte, contemplaban a los nadadores con la apatía de los gatos caseros. Los nadadores alcanzaron la boya y regresaron al punto de partida; uno de ellos empezó a distanciarse brazada a brazada, para terminar rebasando a su contrincante por varios cuerpos de distancia. El ganador alzó los brazos y miró abiertamente a las mujeres, que no dejaban de aplaudirle, antes de besar la mejilla tísica de un huérfano. Si uno adaptaba las pupilas a la luz, se podía adivinar las infidelidades encubiertas en los pequeños gestos de las damas y los caballeros. Un cura agrupaba a los huérfanos con silbidos de cabrero. Me alejé para escapar de la muchedumbre y sumergirme en Historia de dos ciudades, de Charles Dickens.

 

Recuerdo que Darío no se encontraba bien y que no bajó a la cena de gala; se quedó, arropado entre almohadones, escribiendo en su diario. En ese tipo de actos sociales me sentía como Jonás en el interior de la ballena, pero me pareció descortés saltarme el protocolo. Componían la mesa central el afamado oculista Doctor Rovirosa, el niño Losada, prodigioso violinista cántabro, el actor catalán León Fontova, el cónsul de España en Kingston, Señor Valls, Américo Núñez, conocido por sus ácidas caricaturas de la clase política, y el mago y escapista Mr. Laffitte, capaz de hacer desaparecer, según proclamaba la propaganda de su espectáculo, cualquier objeto y cualquier recuerdo.

 

Diluidas entre conversaciones, murmullos y risas, un pianista tocaba sonatas de Mozart. El salón era un hervidero de grillos, un baile de máscaras no declarado.

Decenas de cabezas de ciervos colgaban de las paredes. Me instalaron en una mesa de cinco comensales, junto a un hombre de aspecto apagado que se apellidaba Bérges y la

mujer más hermosa que había visto en mi vida. De inmediato, sentí un deseo marino sazonado de vulgaridad. Se presentó como Nora Orlova. Su belleza cosmopolita, iluminada por las lámparas de queroseno, hacía daño; una mujer así podía influir en mareas y terremotos. Debía de tener mi edad, pero yo me estaba quedando calvo, era melancólico y poco agraciado, y por mucho que lavase mi cara en el manantial de la belleza, nada se podía hacer. La imaginé dirigiendo un circo ecuestre o una academia de sordomudos. Un matrimonio francés de mediana edad, señor y señora Feuilette, corresponsal de prensa él, poeta ella, completaba el círculo. La señora Feuilette sufría en la piel leucorreas, también llamadas flores blancas.

 

Tras el discurso de bienvenida –los políticos hablaban lento para mentir rápido-, nos sirvieron una rica ensalada de queso de cabra y pasas y un estofado de jabalí bañado con un vino de la tierra que me resultó desconcertante y delicioso. El universo tiene que ser la distancia entre el paladar y el cerebro, dijo Nora Orlova. Y yo me asomé a sus ojos verde clorofila para verla charlar, en un perfecto francés, con el matrimonio, gesticulando cuando había que gesticular, sonriendo cuando había que sonreír, tan inalcanzable como el centro del sol.

 

Supongo que mi juventud, mi condición de médico y el exceso de vino le dio al hombre apagado la confianza necesaria para entablar conversación. Me relató que había trabajado toda su vida en el Instituto Anatómico de Córdoba, en Argentina, como profesor de Higiene. Ante la pérdida de Danella, su única hija, decidió que no podía vivir sin volver a verla y donó su cuerpo a la Universidad. Varias generaciones de estudiantes de Medicina habían realizado sus prácticas con ella, ganándose el sobrenombre de La Bella Durmiente. Me lo contó con los ojos iluminados, con orgullo de padre y una tristeza congénita, y yo le sonreí entre el pavor y la lástima; sin duda, algún día regresaría sobre mis pasos para escribir aquella historia. Crucé algunas miradas tímidas con Nora Orlova, pero nada más. Me retiré a mis aposentos en el preciso instante que le pedían al niño prodigio Losada que tocase su violín.

 

No se pudo negar.

 

La fiebre alta de Darío me tuvo dos días al lado de su cama, leyendo a ratos Arroz y tartana, de Blasco Ibáñez, tomándole la temperatura casi todo el tiempo.

 

Una tarde encontré a Nora Orlova en la pequeña sala que servía de biblioteca. Consultaba unas cartas de navegación con la intensidad en la mirada de una viuda

enterrando a su único hijo. Sentí el vértigo en las entrañas, el desajuste entre lo imposible y lo improbable, un enamoramiento a escala de Dios. Carraspeé para no

asustarla y me acerqué, quitándome el sombrero. Me dio la mano con delicadeza y se la besé. A una mujer así uno no le besa la piel, le besa el destino y las vidas anteriores.

Desde niña me obsesiona la historia de un barco perdido: el Elsken -me relató.- Partió de la Isla de Luzón, cargado de oro y seda, el 6 de diciembre de 1784, con once cañones y la mar en calma, pero nunca llegó a puerto. Me gusta especular con las posibles rutas que pudo tomar. Sin duda lo reclamó el océano, me dijo cerrando el tomo de golpe y levantando una nube de polvo en suspensión. Quiso devolverlo a la estantería, pero pesaba lo suyo y me ofrecí a ayudarla. Después, olvidando el motivo que me había llevado hasta allí, supongo que envalentonado o borracho de alegría, le propuse dar un paseo. Para un melancólico, el rechazo de una mujer bella es algo con lo que ya se cuenta. Si declinaba mi invitación, llovería sobre mojado. Pero el mundo pertenece a los valientes y, como decía un buen amigo, sucede menos veces de las que esperas, pero sucede.

 

Sorprendentemente, aceptó.

 

Se descalzó en la arena, abrió una sombrilla china y caminamos por la playa. El olor de la cena preparándose volvía locos a los perros que aullaban a las corrientes de aire. Una niña volaba una cometa bajo la atenta supervisión de su institutriz; los huérfanos la miraban con las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos, con ojos tristes de los que no han visto nada, pero lo han sentido todo.

Nos sentamos en un banco del paseo marítimo. Un manco dibujaba a carboncillo un navío bautizado como Sventure. Un pescador amenazaba al mar con el puño por cada gusano robado y arrojaba el sedal tan lejos del rompeolas como le era posible.

 

Nora Orlova me contó que había vivido en todas partes, atravesado los desiertos de Persia oriental, Turquestán, Afganistán y Beluchistán. Contrajo la malaria al este del

Caspio y se estaba recuperando camino de su siguiente aventura. Por sus venas corría sangre tártara y francesa y se había criado con una condesa sajona sin descendencia que

le había convertido en su heredera. No creía en las religiones, pero sí en la inteligencia y en el mundo interior. No tenía residencia fija y no quería perder el tiempo con maridos y maternidades. El amor se estropea como la fruta, sentenció. Me dijo todas estas cosas con los ojos sin miedo, la sonrisa torcida, el espíritu indomable. La besé bajo un cielo plomizo de tormenta. Me llevó a su habitación y me enseñó las reglas de la inmortalidad: el arte de desnudar a una mujer y la tristitia post coitum.

 

Al día siguiente se marchó sin despedirse, sin dejar una nota o una carta de navegación.

 

Al regresar a Madrid, descubrí que mis posibilidades para la plaza de médico-director de los baños y aguas minerales eran inexistentes. El marqués de Colldecarrera, algo más que un benefactor, accionista mayoritario de la sociedad, había pactado la llegada de su sobrino.

 

Y el dinero manda.

 

La enfermedad se llevó a mi hermano Darío a los pocos meses. Acababa de cumplir veintitrés primaveras. Pude llegar a tiempo desde Cestona, Guipuzcoa, donde ejercía como médico, y desearle buen viaje. Le prometí leer y luego destruir los diez grandes paquetes de cuartillas que componían su diario. Todavía no he podido abrirlos.

 

Veinte años después volví a encontrar a Nora Orlova en la fotografía de un periódico: la habían detenido por su implicación en el atentado de Sarajevo que terminó con la vida del archiduque Francisco Fernando de Austria y de su esposa, la condesa Sofía Chotek.

 

Fue fusilada al amanecer, los ojos sin miedo, la sonrisa torcida, el espíritu indomable.

Escrito en Lecturas Turia por Óscar Sipán

La imagen de tu vida

2 de febrero de 2018 10:19:27 CET

1

La gloria es la imagen de una vida sublime.

Esta definición de la gloria se compone de dos elementos que conviene analizar por separado: “lo sublime” y la “imagen de una vida”.

            La gloria escapa a una conceptualización rigurosa, pero, aun sin saber definirla con exactitud, todo el mundo la reconoce cuando se la encuentra delante. El pueblo aclama a caudillos, héroes o artistas y les tributa público homenaje. Y para hacerlo no necesita de una prueba oficial que acredite los méritos de estas personas. Porque la hazaña que dichas personas han protagonizado exhibe una grandeza tan indiscutible que se impone por sí misma sin mayor demostración. Ante tal evidencia de lo grandioso de nada sirven las reservas de un espíritu escrupuloso: sólo es posible el reconocimiento hacia esa superioridad arrolladora.

            La gloria se manifiesta como un esplendor que irradia quien ha realizado la gran gesta. En general, la idea de la gloria se asocia a la luminosidad. En pintura, por ejemplo, “rompimiento de gloria” designa esa apertura de los cielos que permite la visión de las divinas personas y que suele ir acompañada de un gran aparato lumínico.

Como es sabido, la “luz” es una de las dos definiciones de la belleza. Al principio, la belleza fue entendida sobre todo como “forma”, aquella symmetria que pone en consonancia las diversas partes que constituyen una cosa compuesta y la hacen placentera a la vista. Pero cuando Plotino quiso describir la belleza del Uno –es decir, de lo simple y sin partes situado más allá de las formas- hubo de recurrir a una belleza distinta de la que es peculiar a las cosas compuestas y dijo entonces que la belleza es “luz” incorpórea. Un tiempo después Pseudo-Dionisio dio la fórmula definitiva para toda la Edad Media: la belleza es forma y luz, consonantia y claritas.

            Hay una belleza del límite y de la armonía que se asocia al ideal clásico de la forma. En cambio, las metáforas de la luz describen mejor ese resplandor que emana lo grandioso, esa belleza excesiva que rebasa las proporciones naturales y las somete a tensión. Esta segunda belleza suele calificarse de “sublime”.

Desde Burke y Kant, lo sublime se contrapone a lo bello y esta contraposición ha tenido nefastas consecuencias para las dos categorías porque la modernidad ha pensado cada una con propiedades antagónicas. La belleza, opuesta a lo sublime, es para Burke una sensación sociable, de placer o amor, que suscita la visión de determinados cuerpos pequeños, graciosos y delicados. Belleza natural, seca, simétrica y ornamental, muy al gusto rococó de la época. En contraste, lo sublime conecta con la fuerza estética de las cosas salvajes, indómitas, de proporciones infinitas y de extrema intensidad que, aunque feas o incluso monstruosas, producen un horror delicioso (pleasing horror). Como dice Remo Bodei, “el redescubrimiento de lo sublime en la Edad Moderna marca el comienzo del esfuerzo por recuperar aquella «fealdad» que lo bello oficial –al convertirse en gracioso y ya no turbador- ha terminado por eliminar de sí. Mediante ello, obtienen pleno derecho de ciudadanía lo amorfo, lo disarmónico, lo asimétrico y lo indefinido”.

Lo sublime, durante la modernidad, pierde el resplandor luminoso de cierta belleza y se adentra en una oscuridad muchas veces siniestra.

En la Antigüedad no ocurría eso. Lo bello y lo sublime conviven en una tensión mutuamente fecunda. Por decirlo con mayor propiedad, lo sublime es una variedad de la belleza porque ésta se entiende en un sentido amplio que comprende el éxtasis, el hechizo y el entusiasmo que suscita lo sublime. “En el mundo antiguo –continúa Remo Bodei-, el elemento de respetuoso y religioso temor, lo numinosum, atribuido a lo sublime, había sido prerrogativa de lo bello”. Tanto el Ión de Platón como Sobre lo sublime de Longino corroboran esta visión griega de una “belleza sublime”. Sublime es aquella belleza que destaca por una elevación tan extraordinaria que se ofrece como paradigma digno de imitación y de perduración en la posteridad. Y como tal belleza sublime, participa tanto de la consonantia de la forma como sobre todo de la claritas de la luz.

De las consideraciones anteriores se deduce una primera aproximación a la idea de la gloria. La gloria es la luz que proyecta lo sublime.

Sucede que la categoría de lo sublime se ha aplicado mayoritariamente a los hechos de la naturaleza o al arte pero muy rara vez a la acción humana. Se dice, por ejemplo, que una noche estrellada, una tempestad desatada en el océano o un volcán en erupción conforman un espectáculo sublime de la naturaleza. También que las pirámides del antiguo Egipto, las Odas de Píndaro, la Capilla Sixtina, la novena sinfonía de Beethoven o una elegía de Rilke son obras artísticas sublimes.

Una manera de dotar de alguna mayor precisión técnica al concepto de gloria, por lo general muy evasivo, sería extender la categoría originalmente estética de lo sublime al ámbito de la praxis moral. Tenemos noticia de gestas, incluso de vidas enteras, que destacan sobre las demás por una superioridad tan notoria que, aun sin proponérselo, sirven de guía a su generación como expresión ejemplar de lo humano y andando el tiempo imprimen su sello original (proto-typos) en las generaciones siguientes. Al calificar dichas gestas humanas de “sublimes”, justificamos ese particular resplandor que desprenden.

Teniendo en cuenta estas reflexiones, se puede avanzar un paso más en la determinación del concepto y añadir: gloria es el resplandor que emana específicamente la acción humana sublime.  

 

2

La gloria se transmite a través de “aladas palabras” (en expresión de Homero) y así en la iconografía con frecuencia se representa a la Fama como una mujer que pregona las vidas ajenas sirviéndose de una trompa. Con todo, nada más efectivo para la transmisión de la gloria que la elevación de un monumento en su honor.

Un monumento es una obra pública y patente levantada en memoria de una acción sumamente ejemplar. Puede asumir la forma arquitectónica o artística de una columna que (como la de Trajano) narra las victorias militares del emperador que ordena alzarla, la de un sepulcro de colosales dimensiones que testimonia la grandeza del cadáver que ahora alberga, o la de un retrato “de aparato” en el que el ilustre modelo posa ante el pintor investido de los símbolos impresionantes de la maiestas. También puede adoptar la forma de un monumento literario, como esas epopeyas narradas por cronistas y celebradas por poetas que perpetúan por los siglos el excelso nombre de su héroe.

Acaso en el punto más alto se encuentra el monumento musical, como el que Verdi compuso a la memoria del ilustre Manzoni, gloria de las letras italianas. A los pocos días de morir éste, Verdi escribió a su amiga, la condesa Maffei, estas palabras: “Con él se va la más pura, la más sagrada, la mayor de las nuestras glorias”. Y para conmemorarla creó ese hermosísimo Réquiem, estrenado en 1874, primer aniversario del fallecimiento de su amigo. “Fue un impulso –escribirá Verdi en otra carta­­- o, para expresarlo mejor, una necesidad de mi corazón el honrar lo mejor que sé a este gran hombre al cual tengo en tan alta estima como escritor, al que tanto venero como hombre y como modelo de virtud y de patriotismo”.

Gracias a su maestría artística, el Réquiem consigue mantener vivo el recuerdo luminoso de Manzoni y proyecta hasta nuestros días el resplandor de la imagen de su vida.

 

3

La definición inicial decía: “La gloria es la imagen de una vida sublime”. La gloria aureola una vida humana cuya grandeza es tan fehaciente que no puede ser negada por nadie. Por eso la gloria remite a la plasticidad de la imagen, poseedora de una verdad autoevidente no mediada por el signo lingüístico, que es siempre de naturaleza arbitraria y abstracta. Así lo debió de pensar Séneca cuando, en la última hora antes de quitarse la vida, quiso dejar a la posteridad un testimonio de su vida ejemplar.

Cuenta Tácito en los Anales que en el año 65 de nuestra era Cayo Pisón conspiró contra Nerón y tramó una conjura para asesinarlo. Descubierto el plan, el emperador, además de ejecutar al cabecilla, ordenó represalias indiscriminadas destinadas a provocar pánico en el pueblo y mediante el terror disuadirlo de futuras acciones contra él. Su cruel venganza alcanzó a quien había sido su maestro y educador, Séneca, aunque no había sido demostrada su participación en la intriga.

Llega un centurión a la casa del campo del filósofo, a cuatro millas de Roma, cuando éste se halla sentado a la mesa con su esposa y dos amigos. Le transmite la decisión del emperador, que exige su muerte inmediata, aunque le permite elegir el modo de llevarla a cabo. Sin inmutarse, escribe Tácito, pide las tablillas de su testamento. Como consumado retórico, la primera reacción de Séneca es producir un discurso escrito que compendiase con breves y hermosas palabras lo esencial de su paso por el mundo. Pero el centurión no le deja hacerlo. Entonces Séneca, añade el historiador romano, “se vuelve a sus amigos y les declara que, dado que se le prohíbe agradecerles su afecto, les lega lo único, pero más hermoso, que posee: la imagen de su vida (imaginem vitae suae)”.       

¿Qué es la imagen de una vida?

La modernidad, por influencia del romanticismo, nos ha acostumbrado a pensar en la vida como una fuente incesante y casi infinita de posibilidades. La realidad es, en cambio, que el mundo nos ofrece a cada uno un surtido escaso y previsible de opciones vitales. En el camino de la vida atravesamos cuatro etapas bien definidas: infancia, adolescencia, madurez y ancianidad. Cada una de estas etapas enmarca un número tipificado de las experiencias humanas posibles en ella. Y, por otro lado, las situaciones existenciales que conoce una persona en el curso de la vida están predeterminadas y son las mismas para todos: amor, miedo, esperanza, frustración, dicha, dolor.

La imagen de nuestra vida resulta de una combinación de estos elementos pautados y tasados bajo una forma individual. Así como averiguar el número secreto de una caja fuerte permite abrir la puerta acorazada y descubrir el secreto que custodia, de igual manera conocer esa combinación de elementos existenciales nos desvela los contornos esenciales de la imagen de la vida de una persona.

 

4

Ahora bien, esa imagen no se completa hasta la muerte de dicha persona. Un viejo adagio de la sabiduría griega dice que no puede formularse un juicio sobre la vida de un hombre hasta que éste haya muerto. En Ética a Nicómaco Aristóteles cita en dos ocasiones la sentencia de Solón, uno de los siete sabios de Grecia, según la cual no debemos llamar feliz a un hombre en tanto que vive, lo cual no quiere decir que sólo alcance la felicidad una vez muerto, sino que la proposición que atribuye a un hombre el predicado de feliz  puede ser formulada únicamente en el momento de su muerte, es decir, en imperfecto.

Pierre Aubenque, en El problema del ser en Aristóteles, establece una conexión muy clarividente entre este adagio de la sabiduría antigua y el concepto aristotélico de esencia. Aristóteles se sirve de dos expresiones para designar la esencia de una cosa: “to ti esti” y “to ti en einai”. La primera, más general, se refiere a la esencia como género abstracto, mientras que la segunda, que usa la forma imperfecta del verbo “ser”, la prefiere cuando la esencia contiene atributos materiales-concretos y encierra accidentes individuales, lo cual conviene en particular a la esencia de las personas.

La esencia de una mesa puede residir en su género (la idea de mesa), pero la esencia de una persona no se agota en participar de la genérica y abstracta humanidad sino que se extiende a los rasgos idiosincrásicos unidos a su corporalidad material. Sócrates ‒con sus peculiaridades físicas y psicológicas-no es sólo un caso del género “hombre”, un ejemplo de humanidad, sino una entidad individual en formación mientras vive. Por eso la esencia de una mesa responde a la pregunta de qué es el ser, mientras que la esencia de Sócrates responde a la pregunta de qué era el ser. Aristóteles no pregunta qué es Sócrates sino qué era para Sócrates ser hombre, quién fue Sócrates. La muerte de Sócrates da forma a la esencia de Sócrates y la completa. Para los griegos sólo había atribución esencial en imperfecto, sobre el pasado concluido, una vez que la muerte ha detenido el curso imprevisible de la vida y transmutado su contingencia en necesidad retrospectiva.

            Mientras vivimos, la imagen de nuestra vida es todavía incompleta y en ella lo esencial se mezcla con lo accidental. Siempre es inseguro el conocimiento que tenemos de una persona, pues su imagen, mezclada con el ritmo del diario devenir, es percibida sólo confusamente. Entonces esa persona muere. Y al morir, entrega su esencia, despojada de los elementos azarosos que antes estorbaban la comprensión. Cesa la elaboración de su ejemplo y contemplamos por primera vez la imagen de su vida, íntegra pero también detenida en el tiempo para siempre. El conocimiento de esta clase de esencia es póstumo. El propio término de “meta-física” sugiere que el objeto de esta ciencia  sobre el ser se sitúa en un más allá (meta) de la experiencia del mundo (física).

            Se dice de quien abandona este mundo: “Ha muerto pero nos queda su ejemplo”. ¿Qué es, pues, la vida del hombre? Esto: la lenta elaboración de un ejemplo póstumo. Así la vida de Séneca fue una demorada preparación del ejemplo que entregó a quienes le sobrevivieron y que la posteridad aún recuerda.

Con frecuencia se ha notado que la voz griega para “verdad” (aletheia­) significa no-olvido (a-lethos), esto es, recuerdo. El precio de la verdad es la muerte, que desvela la esencia de las cosas sólo cuando éstas ya no existen. Al rememorar el ejemplo de alguien que ha salido de este mundo, se le concede realidad, se le confiere ser. Olvidarlo, por el contrario, equivale a negarle sustancia y permitir que sea devorado por la nada.

Estas reflexiones ofrecen un nuevo ángulo de aproximación al concepto estudiado. La gloria, conforme a lo expuesto, sería el recuerdo de un ejemplo difunto y memorable.

 

5

Se trata ahora de encontrar un ejemplo difunto y memorable que, a causa de su ejemplaridad extraordinaria, se haya hecho acreedor de una imagen de vida gloriosa.

            Para Homero el “mejor de los aqueos” ‒lo que equivale al “mejor de los griegos” y, por extensión, al “mejor de los hombres”‒ es Aquiles, hijo de la diosa Tetis, protagonista de la Ilíada. Personifica la ejemplaridad perfecta, el prototipo excelente por antonomasia. La excelencia de Aquiles consiste en reunir en su persona todas las virtudes –virtudes en sentido griego: capacidades, posesiones, fortuna- que en los demás héroes se hallan dispersas. La epopeya le atribuye en grado eminente valentía, belleza, rapidez, fuerza, juventud. Destaca en las dos esferas públicas del hombre antiguo: la batalla y la asamblea, esto es, con las armas y con la palabra.

            Como hijo de diosa, Aquiles es inmortal por nacimiento, pero el hado ha establecido que sólo alcanzará la gloria si participa en la guerra de Troya; ahora bien, si participa, los griegos ganarán la guerra a los troyanos pero Aquiles perderá su condición divina, se convertirá en mortal y además morirá todavía joven en el mismo campo de batalla. Se enfrenta, pues, a un dilema trágico: vida larga pero destinada al olvido, o bien breve pero con gran gloria, dilema a cuyo estudio he dedicado el libro titulado Aquiles en el gineceo, o aprender a ser mortal (2007).

La pregunta que el libro formula es la siguiente: ¿Por qué Aquiles decidió participar en la guerra de Troya si eso implicaba rebajar su rango, asumir una condición mortal y morir joven?

            El tema de la Ilíada es la cólera de Aquiles, no el dilema. Homero no ignora pero suprime todo vestigio de esa otra más antigua tradición mitológica que presenta a Aquiles inmortal como un dios, invulnerable salvo en el talón. En la epopeya, aunque no narra la muerte que le está destinada, Aquiles no sólo comparte la misma condición mortal que el resto de los héroes sino que es llamado reiteradamente “el de más temprano hado” o el “de vida corta o efímera” (minunthadios). El dilema planea por toda la obra, pero cuando se inicia la narración de los hechos la decisión ya está tomada.

A veces Aquiles amaga con volver a su patria y despierta en su pecho una duda entre regreso o gloria (nostos ó kleos). Pero estas vacilaciones interiores del héroe, a impulsos de la cólera hacia Agamenón, no deben confundirse con las alternativas del auténtico dilema, el cual es de naturaleza no psicológica sino ontológica porque se refiere al tipo de ser –ser divino o ser mortal- que Aquiles tiene la posibilidad de elegir. Si elige ser eterno como un dios, llevará una existencia oscura, indefinida como una sombra, encerrada en sí misma, sin ejemplaridad ni individualidad. Si en cambio elige ser hombre, sacrificará su vida pero lo hará en un acto de máxima virtud al servicio de los intereses superiores de los griegos y, a consecuencia de ello, será reconocido por todos como el mejor de los hombres. Otros héroes arriesgan su vida en beneficio de los demás hombres, Aquiles la entrega con plena consciencia.

Al optar por la común mortalidad en una decisión de insuperable grandeza, otorga a su vida una significatividad que de otra manera no tendría y consigue a cambio tener un destino ejemplar. Se diría que Aquiles se dijo a sí mismo los versos que Juvenal escribió en sus Sátiras: que “es suma injusticia preferir la vida al honor/ y por amor a la vida perder lo que la hace digna de ser vivida”.

Para conocer la genealogía del dilema hay, pues, que acudir a una tradición paralela a la troyana y tan antigua como ella, de gran belleza y fuerza simbólica, que cuenta su adolescencia. Es la tradición de Esciros, que no ha tenido un aedo como Homero y que nos ha llegado dispersa en testimonios indirectos y parciales.

            De niño Aquiles fue educado por el centauro Quirón, que lo instruyó en las virtudes heroicas, pero llegada cierta edad su madre, Tetis, para burlar el hado, escondió a su hijo donde pensó que nadie iría a buscarlo: el gineceo de Licomedes, rey de Esciros, donde Aquiles, vestido de mujer, convivió con las hijas del monarca y otras doncellas de la corte. Pasó los años adolescentes entre delicadas muchachas dedicado a sus juegos femeninos y a pasatiempos como trabajar la lana o recoger flores. Para su madre, lo primero es que su hijo viva para siempre, inmortal como un dios, aunque sea convertido en un travestido andrógino, y prefiero eso a verlo morir en la flor de la edad, por mucho que así gane gloria eterna.

La estancia de Aquiles en el gineceo simboliza la adolescencia humana, caracterizada por la ambigüedad y la indeterminación, una estancia que, cuando se prolonga más allá de los límites naturales, supone una alteración anómala en el desarrollo del héroe, una detención en la formación de su personalidad. Inmortal sí, pero privado de nombre y de identidad propia, semejante a la sombra de un sueño. 

           

6

El gineceo contenía la semilla de su propia superación. En esa situación de inacción ociosa va madurando en el joven Aquiles su decisión heroica. Por una doble vía: el amor a una mujer y la llamada de la comunidad que lo necesita para la victoria.

Por un lado, la inicial ambigüedad sexual del Aquiles adolescente entre las muchachas del gineceo evoluciona en una pasión violenta hacia una de ellas, Deidamía, hija del rey y madre de su único hijo, Neoptólemo, de quien se acordaría con ternura después en Troya en los momentos previos a la pelea definitiva contra Héctor. Si Aquiles, en lugar de entretenerse con todas las mujeres de la corte, es capaz de amar a una única mujer, vulnerable y mortal, destinada a morir algún día, está más cerca de elegir morir él mismo. Al enamorarse de Deidamía se decidió por una sola de las mujeres del gineceo y renunció a las demás. El amor es también un entrenamiento que le sirve al joven para ejercitarse gozosamente en la decisión y la renuncia. De modo que cuando llega la armada griega a las riberas de Esciros para recordarle sus deberes públicos, Aquiles ya se ha iniciado a través del amor en el aprendizaje de la decisión heroica.

            Porque, por otro lado, los griegos necesitan a Aquiles para tomar Troya, según el segundo de los oráculos. Seguir en el gineceo no sólo le condena a una vida sin publicidad y sin virtud, a una existencia anónima, estéril y alejada de la experiencia humana fundamental al amparo de una madre que lo protege tanto como lo castra. Seguir en el gineceo también condena a los suyos, los griegos, a un total fracaso político-militar. Por eso éstos mandan a Esciros al astuto Odiseo para tratar de persuadirlo.

Cuenta el mito que Odiseo, siempre fértil en recursos, logró que se le autorizara el paso al gineceo disfrazado de comerciante y que, una vez dentro, extendió sobre una manta sus relucientes mercancías delante de las muchachas, y confundido entre ellas acudió también Aquiles. Aprovechando su presencia, Odiseo sopló la flauta guerrera y el hijo de Tetis sintió cómo en su pecho renacía el ardor guerrero. En ese instante, quitándose sus ropas femeninas, en un gesto sublime pidió la espada.

La decisión está tomada: participaría en la guerra de Troya para asegurar la victoria griega. Mejor vida corta pero con gloria. Emprenderá un viaje sin regreso y dejará atrás su patria, su casa, su madre, su infancia, su ambigüedad, su inmortalidad.        

 

7

Ahora es el momento de recuperar la pregunta esencial antes mencionada: ¿Por qué Aquiles fue a Troya si sabía que iba a morir y prefirió la vida breve antes que permanecer divinamente ocioso en el gineceo disfrutando de sus placeres? ¿En qué consiste esa gloria que Aquiles antepuso a la inmortalidad?

El mito conmueve por su capacidad de presentar de forma narrativa, como una parábola, el camino de la vida del hombre. Este camino comprende dos estadios: el estético y el ético. El gineceo de Esciros representa el estadio estético de la vida, que se corresponde con la infancia y la adolescencia, cuando el menor de edad se beneficia de una ociosidad subvencionada -por la familia o la sociedad- y se siente inmortal como un dios. A cambio, sin responsabilidad, sin hazañas, sin destino, sin experiencia de la vida, está privado de una historia digna de ser cantada. El yo se recrea en la contemplación de la pluralidad de sus posibilidades humanas sin definirse por ninguna y se posee a sí mismo sin darse.

            El paso del estadio estético al ético en el camino de la vida se produce a través de la doble especialización: la especialización del oficio y la especialización del corazón, producción (mercancías) y reproducción (hijos). En el caso de Aquiles, ya se ha visto, la unión con Deidamía y el nacimiento de Neoptólemo, por un lado, y la participación en la expedición contra Troya, por otro. Llega una hora en que ese yo adolescente, ensimismado y narcisista, se enamora de otra persona y desea fundar una casa con ella. Y para el sostenimiento de la casa necesita escoger una profesión con la que ser productivo y ganarse la vida. Por medio de esta doble elección el yo se socializa y asume una posición en el mundo. Al socializarse, experimenta una suerte de nuevo nacimiento: nace a la individualidad.

En efecto, sólo cuando abandona el gineceo y se integra en la polis, el yo adquiere un nombre, una identidad reconocible por los demás y una individualidad propia. Paradójicamente, uno encuentra la forma de su individualidad precisamente en el proceso de socializarse y abrirse a la generalidad de una polis. Contra lo que pensó la misantropía del romanticismo moderno, toda auténtica individualidad es política.

Pero es que, además, al socializarse el yo entra por primera vez en el tiempo y experimenta con toda intensidad, dramatismo y fuerza su condición mortal. Progresar del estadio estético al ético conlleva el descentramiento de un yo que antes se autopertenecía y que ahora ha de generalizarse y poner su particularidad al servicio de un interés trascendente. Quien se sentía único en el estadio estético se experimenta ahora como esencialmente sustituible, semejante a todas las otras mercancías intercambiables, finitas y reemplazables de este mundo. Pero esta condición mortal no la vive como una pérdida sino al contrario como una ganancia. Género y especie son eternos, como le ocurre a una idea abstracta; sólo lo individual es mortal. De manera que la mortalidad constituye el privilegio de las entidades verdaderamente individuales.  

Dignidad y precio a la vez: he aquí el enigma del hombre. En el estadio estético el yo descubre su dignidad infinita, como aquellas entidades que son fin en sí mismas y nunca medio de otras. Al  entrar en el estadio ético la experiencia de la vida enseña al hombre que, pese a toda su dignidad, puede ser y de hecho es siempre sustituido en la polis en condiciones semejantes a que aquellas otras cosas que sólo tienen precio y son medio de un fin superior. La experiencia de la vida, en efecto, proporciona a quien la posee un saber sobre el propio dilema existencial de tener al mismo tiempo dignidad y precio; de ser, en consecuencia, y con igual legitimidad, único y sustituible, único como individuo estéticamente absoluto y pleno, y sustituible como miembro prescindible y relativo de una comunidad. La tensión entre el momento estético y ético del dilema, sin resolverse nunca en una síntesis o una imposible concordantia oppositorum, pertenece a la forma de la vida humana y persigue a donde vaya a toda figura humana viviente.

Estudiando el mito con cuidado se observa que ir a Troya significó para Aquiles muchas cosas al mismo tiempo: salir de la oscuridad del anonimato entrando en la esfera pública, ganarse la vida con su esfuerzo, prestar un servicio a los intereses de los griegos (a los que, con su participación, garantizaba la victoria militar), hacerse acreedor al título de “el mejor de los aqueos”, que le proporcionaba una identidad social, y así ser simplemente Aquiles, un hombre, un ejemplo sublime de lo humano. Muestra el mito que Aquiles –él, el descendiente de Zeus, hijo de la diosa Tetis- debió renunciar a su condición divina, rebajar su rango y aprender a ser mortal, no desear morir pero sí nacer a la mortalidad social como requisito previo imprescindible para llegar a ser el héroe que es.

Porque, aunque suene extraño, la mortalidad debe elegirse y ser objeto de personal apropiación, no es algo que esté dado o puede uno disponer de ello sin esfuerzo ni aprendizaje. Más aún, es la tarea de toda una vida que no termina nunca de completarse. Nuestra vida es una novela de educación o Bildungsroman sobre ese viaje interminable desde el gineceo al campo de batalla troyano.

La respuesta a la pregunta de por qué Aquiles decidió salir del gineceo rumbo a Troya es, al final, la siguiente: esa decisión significaba aceptar su mortalidad y esta aceptación era la única manera posible de ser individual y, como tal, tener experiencia, tener historia y un destino propio entre los hombres. Ser individual es superior a ser eterno como una divinidad griega, superior incluso a ser feliz como un adolescente en un gineceo.

            En Aquiles se confirma esa ecuación anteriormente establecida entre ejemplaridad memorable, muerte, imagen de la vida sublime, verdad póstuma, recuerdo y gloria. La gloria es el recuerdo del ejemplo virtuoso. Como Aquiles había de ser el mejor de los hombres, debía consumar una acción máximamente ejemplar: ninguna hazaña más grandiosa que la de renunciar a su condición divina y aprender a ser mortal. Poco después de su gran gesta el héroe muere y entrega la imagen de su vida a los supervivientes que recuerdan la verdad de su “ser” ahora revelada y la conmemoran.

La polis, además de teatro de la finitud, es también el lugar de la celebración edificante. El héroe perece y nunca regresa a la inmortalidad ni a la vida mortal, pero la polis, consciente de la inmensa fuerza integradora del ejemplo, organiza póstumamente su recuerdo glorioso y levanta un monumento conmemorativo destinado a animar a los ciudadanos a imitarlo: a dejar el gineceo como él lo hizo y a encontrar su peculiar camino hacia Troya.

El monumento, en el caso de Aquiles, fue la Ilíada, poema fundador de la literatura occidental.

           

8

Como se dijo antes, la Antigüedad vio en lo sublime una modalidad de lo bello y entonces pudo hablarse con propiedad de una “belleza sublime”. Fue más tarde, durante la Ilustración (Burke y Kant), cuando se estableció un antagonismo radical entre lo bello y lo sublime. Este antagonismo dio lugar a una noción antisublime de la belleza y a una paralela noción antibella de lo sublime resultando de ello una sublimidad no sólo sin forma (informe, deforme, fea) sino también sin luz, esto es, privada de claritas y, en consecuencia, tendente a lo oscuro, lo siniestro, lo mórbido y aun lo demoníaco.

La etimología latina de “sublime” (sublimis) señala lo muy alto y “sublimar” significó al principio levantar o elevar: sublime, en definitiva, remite a lo grande por su altura moral y estética. La modernidad se desentendió del concepto originario de la grandeza como altura y lo sustituyó por otro que lo asimila a la intensidad del sentimiento o al gigantismo de los grandes números (espectaculares obras de la arquitectura, número impensable de estrellas y galaxias en el universo). Ese cambio de una grandiosidad cualitativa por otra meramente cuantitativa dejó a un lado aquella ejemplaridad que, por su carácter extraordinario, se hace especialmente digna de generalización social por imitación y de perduración en el tiempo.

Ahora bien, una modernidad sin grandeza ejemplar es una modernidad sin gloria.

            ¿Podemos sentir, pensar y representar lo sublime en la actual época de la cultura? Muchos responderían que no. La simple mención de lo sublime suscita un mohín de escepticismo, cuando no una palabra de sarcasmo. El cinismo dominante habría desterrado del mundo contemporáneo la mera hipótesis de lo grandioso. El igualitarismo democrático habría impuesto una nivelación general que lo excluye. Al homo democraticus le sería dado disfrutar de las cosas sublimes producidas por los clásicos de nuestra tradición cultural –en una relación arqueológica o anticuaria con ellas- pero ya no crearlas. ¿Es esto cierto?

Longino ya se preguntaba por qué en su época escaseaban los poetas sublimes. Se daba dos razones. La primera, la ausencia durante el imperio romano de libertades democráticas: “La democracia es una excelente nodriza de genios  y sólo con ella florecen los grandes hombres de letras”. La segunda, el desmedido afán de riquezas ­y de placeres de sus coetáneos, quienes, dominados por la indiferencia, ya no miraban hacia arriba ni emprendían jamás nada digno de emulación y honor.

¿Qué diríamos de nuestra época? En este comenzado siglo XXI la democracia se halla sólidamente asentada en Occidente, pero reina por todas partes la indiferencia ante lo sublime. ¿Por qué? ¿Sólo por el afán de riqueza y placeres?

            Sin un anhelo de elevación hacia lo óptimo las culturas se empobrecen sin remedio. Cada época propone un ideal –griego, romano, medieval, renacentista, ilustrado, romántico– que, como expresión suprema de lo humano, seduce por su perfección, ilumina la experiencia individual y moviliza el entusiasmo latente haciendo avanzar al grupo en una dirección. Una sociedad sin ideal –y lo sublime es una forma de ideal- está condenada fatalmente a no progresar, a repetirse y a la postre a retroceder.

Nada prueba la incompatibilidad esencial entre la democracia y un ideal sublime. Sólo existe dicha incompatibilidad con la visión distorsionada que de ese ideal nos ha legado la modernidad. Se hallaría pendiente ahora la tarea de restauración del concepto, que empezaría por recuperar la noción de una “belleza sublime”, de esa luminosa belleza que es propia de lo grande y lo ejemplar, si bien se trataría de una grandeza y una ejemplaridad apropiadas para nuestra época democrática de la cultura.

            Mi libro Ejemplaridad pública (2009; en trad. italiana 2011) propone una teoría de la ejemplaridad igualitaria, alternativa a la ejemplaridad aristocrática que, de forma implícita, ha sido hegemónica durante milenios en la cultura. De este libro interesa ahora destacar sólo uno de sus corolarios antropológicos. El ideal de la ejemplaridad se halla desterrado en la concepción moderna de la individualidad, porque la modernidad se imagina al yo autónomo, libre de la imitación y de la guía de otros. Por otro lado, en esta concepción moderna cada yo tiene conciencia de su unicidad irrepetible y en consecuencia falta absolutamente ese elemento común entre las personas que fundamenta la imitación del modelo ejemplar.

En efecto, desde Herder nos hemos acostumbrado a hallar lo individual de la individualidad humana sólo en lo diferente, lo especial, lo peculiar de cada uno de nosotros: ser individual es ser distinto, único; tener experiencia es experimentar la propia singularidad irrepetible. La representación moderna de la subjetividad toma prestadas las propiedades que Kant atribuye en exclusiva al genio artístico: situarse por encima de las reglas comunes, ser creador y autolegislador. Esta misma repugnancia hacia lo común se observa también en Sobre la libertad  de Stuart Mill, quien cree que la originalidad del individuo es “la sal de la tierra”. Enaltece la riqueza, variedad y pluralidad de formas de ser del yo y menosprecia a quienes obran conforme a las costumbres colectivas, para lo cual sólo se requiere “la facultad de imitación de los simios”. Para él las costumbres –ese imprescindible elemento socializador y civilizador- son patrimonio de la masa, esa “esa mediocridad colectiva”. Frente a ella, recomienda al individuo que practique la “excentricidad”.

El ideal de la ejemplaridad exige buscar una  representación de la subjetividad que, en lugar de poner el acento en la excentricidad que nos separa, tenga en cuenta positivamente, por el contrario, aquello que es común y todos compartimos en cuanto hombres.

En realidad, nada nos obliga a fijarnos en los aspectos excéntricos de nuestra biografía, que no son generalizables porque sólo nos conciernen a nosotros y nos separan de los demás. Porque, bien mirado, hay algo que, siendo radicalmente individual, es al mismo tiempo universal y nos iguala a todos los hombres frente a todas las aparentes diferencias. Algo íntimamente subjetivo que, sin embargo, se relaciona con lo típico-paradigmático de la condición humana. Algo que, siendo irrenunciablemente mío, comparto con todos los hombres.

Y ese algo es que todos participamos de una experiencia humana común, general, objetiva, que se resume en el universal “vivir y envejecer” de los hombres; una experiencia fundamental que, siendo mi experiencia, es también una experiencia general. Todos somos igualmente mortales y ese ser mortal nos es esencial. Todos los que, sobre la tierra, vivimos y envejecemos, formamos parte por igual del “común de los mortales”, y frente a esta experiencia decisiva cualquier diferencia se nos antoja irrelevante o secundaria.

La condición igualitaria y universalista del “común de los mortales” crea los presupuestos antropológicos de la ejemplaridad. Sólo si existe un substrato común que une a los hombres asemejándolos entre sí, la imitación de un modelo vuelve a ser posible, y esto es así porque lo ejemplar contiene por su propia naturaleza una llamada a la repetición y sólo repite el ejemplo de otro quien tiene o puede llegar a tener algo en común con él.

Y esto acontece también con Aquiles, el héroe del mito anteriormente analizado. Su experiencia fundamental -la de aprender a ser mortal- es también la nuestra. Aquiles no sólo protagoniza un bello mito antiguo, una amena fábula de entretenimiento literario. Aquiles encierra el paradigma permanente de lo humano. Su gloria es también la nuestra.

 

9

Cada uno de nosotros, los hombres y mujeres de aquí y ahora, los reunidos en esta Piazza Grande, abandonamos como Aquiles el gineceo de nuestra adolescencia y nos embarcamos en las naves griegas con los demás héroes en dirección hacia Troya, donde moriremos en la pelea a la vez que ganaremos un nombre, el de nuestra individualidad personal formada en el elemento de la mortalidad compartida. Esa travesía marítima simboliza la empresa, común a todos los hombres en todos los tiempos y lugares del mundo, empresa permanente y nunca totalmente acabada, del aprendizaje de la condición mortal del ser humano.

            La sublime grandeza de Aquiles se repite, pues, en tonos más cotidianos pero igualmente heroicos, en la vida de cada uno de nosotros. Ese yo que progresa en el camino y pasa del gineceo a Troya, es el nuevo Aquiles, la actualización contemporánea del héroe ejemplar, la reiteración del mejor de los hombres.

El estadio ético deja atrás el universo del estadio anterior pero retiene de éste un momento estético que, al conjugarse con la eticidad, alumbra la individualidad humana. Ésta, la individualidad, obra maestra del estadio ético, conforma la experiencia común, general y normal del hombre en cuanto hombre. Montaigne replica anticipadamente a Mill y a su doctrina de un yo excéntrico cuando, en la última página de sus extensos Ensayos, registra una de sus convicciones más profundas: “Las vidas más hermosas son, a mi juicio, aquellas que se acomodan al modelo común y humano, con orden pero sin milagro, sin extravagancia”.

En efecto, cada hombre que nace, trabaja, funda una casa y muere, participa de la intensidad y el dramatismo del dilema aquileo. Contemplamos a ese yo cotidiano -cabeza de familia responsable y profesional competente- que envejece cumpliendo con su deber sin extravagancias y retorna cada día a su casa al final de una jornada monótona y previsible, sí, pero útil para la comunidad, y en ese yo del montón, de una ejemplaridad sin relieve, resplandece la gloria del antiguo héroe.

Porque en ese yo se ha de admirar, en justicia, el acto heroico de asumir la propia mortalidad, aunque esa heroicidad quede en la mayor parte de los casos velada por el sereno cumplimiento del deber y la ausencia de manierismo propios del estadio ético. Y aunque el romanticismo, que hizo del genio artístico el patrón de la individualidad moderna, nos ha dejado ciegos para percibir la noble sencillez y la serena grandeza de la normalidad ética, la más alta misión del hombre consiste en merecer dicha normalidad. Lejos de no estar a la altura del hombre, no existe en el mundo otra mayor y más digna de él, y constituye una tarea tan vasta que requiere todo una vida.

 

10

¿Qué es la gloria? El final confirma lo afirmado al principio: la gloria es la imagen de una vida sublime. Pero ahora, tras el rodeo de esta conferencia, podemos añadir: vida sublime es también la nuestra, la de nuestra medianía sin relieve, que discurre discretamente en las masificadas sociedades democráticas.

Las necrológicas que hoy leemos en los periódicos –un género literario de primerísimo orden, quizá la única auténtica ontología posible- encuentra su antecedente en las laudationes funebres que los romanos pronunciaban en los funerales solemnes ensalzando el ejemplo que había dejado el difunto en su paso por la tierra. Ahora, mientras vivimos, permanece abierto el contenido de nuestra futura laudatio.

Y pregunto a los reunidos aquí, en esta hermosa Piazza Grande: Tú que me estás escuchando, ¿qué renglones escribirías en tu elogio póstumo si estuviera en tu mano hacerlo? ¿Qué querrías que dijeran de ti? ¿Cómo te gustaría ser recordado? No se trata de narcisismo. No. Es la pregunta griega por la esencia: ¿qué clase de hombre fuiste tú? ¿Cómo se combinaron al final en ti los elementos pautados y qué tipo de destino fue el tuyo?

La muerte es el momento de la verdad, en el que ésta queda fijada para siempre. Mientras llega, oh gentes de Módena, cuidad de vuestra imagen.   

  

                                                                                             

Escrito en Lecturas Turia por Javier Gomá Lanzón

Jacobo Siruela  es un rastreador de libros exquisitos  cuya más cualificada  labor ha sido la creación y dirección de varias editoriales. Es diseñador gráfico y además escribe. Pasa gran parte de sus trabajos y sus días en Mas Pou. Lleva una vida  casi bucólica en esta masía del Alto Ampudán que no le impide desplegar una actividad viajera y global. Fundador de la editorial Siruela hace cuarenta años, en 2005 se reinventó  a sí mismo y alumbró Atalanta. En ambas, los libros  son el reflejo de  sus inquietudes. Ha publicado relatos del ciclo artúrico, autores olvidados, textos ignorados por nuestra cultura, obras de la literatura fantástica y de pensamiento no convencional. También creó y dirigió durante 15 años la mítica revista cultural El Paseante. En el haber de sus éxitos es legendaria la edición de El mundo de Sofía, aquella novelesca aproximación a la filosofía del  noruego Jostein Gaarder.

   Jacobo Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo, de la Casa de Alba, Conde de Siruela, prefiere que le consideren, por encima de todo, un artesano multidisciplinar. Teniendo ante sí todas las opciones, desde siempre, ha preferido dedicarse  a  tareas intelectuales.

    Como la Princesa Turandot, de la Ópera de Puccini,  la veloz Atalanta pone precio a su conquista a riesgo de que quienes la pretendan lleguen a morir en el intento. Jacobo Siruela, siete años después de haber fundado su segunda editorial, parece haber conjurado los malos augurios  y ha puesto la suerte a su favor. Junto a Inka Martí, ha sorteado numerosos obstáculos y  ha convertido en triunfo esta editorial de pequeño tamaño pero de gran prestigio por sus obras, sus lectores y su diseño.  

    - Suponemos que nuestro interlocutor suscribirá gran parte de los textos que publica.  A lo largo de esta conversación nos sumergimos en un párrafo de una de las obras de Atalanta que nos parece representativo de su línea editorial.  Richard Tarnas en La pasión de la mente occidental escribe: “creo que el incansable desarrollo interior de occidente y el incesante ordenamiento masculino de la realidad, ha ido llevando poco a poco en un movimiento dialéctico de inmensa longitud, hacia un matrimonio profundo de  muchos niveles de lo masculino y lo femenino. Una reunión triunfal y restauradora. A mí me parece que gran parte del conflicto de la confusión en esos tiempos es reflejo del hecho de que este drama evolutivo se esta aproximando a sus fases culminantes”.  Después de leer el texto del profesor norteamericano, le señalo a Jacobo Siruela que Tarnas parece  reflejar en su libro el momento exacto que estamos viviendo.

 

“Estamos avocados a cambiar”

  - Es la línea de pensamiento de Atalanta. La modernidad ha llegado, a partir de la postmodernidad, a poner en cuestión sus fundamentos totalizadores y su tendencia al materialismo. Cada vez existen más evidencias de que la explicación científica cartesiana es claramente insuficiente. La descripción puramente material del universo y de la vida es demasiado parcial. Es solo la mitad. ¿Qué pasa con la otra mitad?

     - Jacobo Siruela continúa su cuestionamiento del paradigma de nuestra civilización  con otra pregunta que él mismo lanza, abriendo enseguida la respuesta.

   - ¿Cómo debemos  reaccionar si todo aquello que la Ilustración tachó de falso e inútil no lo fuera del todo si es contemplado desde otra perspectiva?  Nos encontramos frente a una crisis de la economía, de la política y la ecología, y como nuestro sistema no es sostenible ni política, ni económica, ni ecológicamente, hemos de cambiar. Si lo pensamos, todas estas líneas caminan al colapso. Estamos avocados a cambiar. Hemos llegado a un punto de evolución histórica en el que ya se pueden conciliar los opuestos y debemos recuperar lo que la modernidad reprimió y rechazó como fábulas: la mitología, los sueños, lo mágico, lo anímico, lo bello; en fin, los tesoros de la memoria y la imaginación. Debemos  recuperar toda la experiencia humana para ser completos. 

    - Sus inquietudes, sus libros, su pensamiento están marcados por la misma inclinación que le llevó a estudiar, hace cuatro décadas,  la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de Madrid. Celoso de su vida privada, hace ya muchos años que Jacobo Siruela es poco dado a las vanidades de la vida social. Sin embargo es generoso y fluido en su discurso, cuando nos adentramos en su mundo intelectual. Su porte esbelto le da una  apariencia de caballero postmoderno. En el momento del encuentro para dar cuerpo a esta conversación estamos en plena Feria del libro de Madrid. Nos acoge el salón de un hotel madrileño  cerca del parque del Retiro, donde se celebra la Feria. Atalanta tiene allí  caseta propia. Como cada año, él la visita para, desde esta atalaya, conocer con libreros y otros editores la marcha del negocio del libro. Quiero saber si a una editorial de prestigio como la que él dirige le afecta la profunda crisis que estamos viviendo.

    - El consumo ha bajado más de un veinte por ciento. Creo que esto es lo más preocupante. Aunque los editores somos los que arriesgamos, últimamente algunas librerías han cerrado y aún pueden desaparecer algunas más. Ellos dependen totalmente de la oferta y la demanda. Los editores no al cien por cien. Nosotros somos una especie de tahúres y nuestra suerte depende de nuestras apuestas. En Atalanta este año el libro de Edward Gibbon nos ha ido muy bien.

    - Se refiere a Decadencia y caída del Imperio romano. La reedición en dos volúmenes de esta obra del historiador británico. Enseguida volveremos sobre ella por su significado en el momento actual. Seguimos hablando del mercado de los libros desde el punto de vista de un editor.

    - Aunque el consumo en general haya bajado, algunos temas, como el que aborda Conciencia más allá de la vida de Pim  van Lommel, se han aceptado muy bien. El mundo en el que vivo de Helen Keller, va lento pero también se está vendiendo. No deja de ser sorprendente que vaya teniendo salida este libro. Los editores dependemos de nuestra iniciativa. En cambio los libreros están mucho más sujetos al comportamiento general del mercado.

  

La importancia de la literatura fantástica

    - En 2004 Jacobo Siruela recibió el Premio a la mejor labor editorial que concede el Ministerio de Cultura, una carrera de galardones que comenzó en 1980 con el reconocimiento al mejor libro editado tras la publicación de La muerte del Rey Arturo, un texto anónimo francés del siglo XIII. La pregunta parece obligada ¿Cómo descubre los libros que decide publicar?

    - Yo siempre digo que los libros nos los sacamos de la manga. No tenemos coach, ni vamos a agencias literarias. Generalmente hacemos investigación y, cuando viajamos, rastreamos. Por mi parte, ahora estoy muy ilusionado preparando una gran antología de literatura fantástica de mil y pico páginas, cincuenta autores, múltiples lenguas: inglesa, francesa, húngara, alemana, japonesa. Incluirá al menos diez cuentos del mundo anglosajón, creo que desconocidos para el lector español. ¡Me lo estoy pasando en grande!  Hace unos años quería publicar la antología de Roger Caillois. En Gallimard me dijeron que no me podían facilitar los derechos. Ya no disponían de la información. Entonces, frustrado por esta negativa, decidí hacer la mía. Al fin y al cabo llevo toda la vida leyendo literatura fantástica.

    - Al parecer y por la complejidad del trabajo aún tardará un tiempo en publicarse esta antología: “Es muy complicado -asegura-. Tienes que contratar cincuenta traducciones, veintitantos traductores,  negociar los derechos de dieciocho cuentos”. Como ya está preparando la antología le pedimos a Jacobo Siruela  que nos adelante algo de los relatos y de los escritores que aparecerán en el índice.

   - Son muchos los autores y los cuentos. Y todos de alto estilo. Mi tesis es la contraria a lo que se creía en los años 60 en el mundo intelectual. Se consideraba lo fantástico como una literatura de género, de segundo orden. Yo pienso todo lo contrario, y lo quiero demostrar con esta antología. Casi podríamos decir que los mejores cuentos del XIX y XX son fantásticos.

  - Y ahora la opinión de lector experto: ¿cuales considera que son los mejores relatos de los últimos dos siglos?

   - Sin duda, del diecinueve, “Otra vuelta de tuerca” de Henry James. ¿Cuál es el relato mejor del siglo XX? Pues “La metamorfosis” de Kafka, o los cuentos de Borges, o de Cortázar.

    - Confirmamos así que Jacobo Siruela no duda en situar al  cuento fantástico en el primer orden de la creación literaria y no en el ámbito de los géneros.

    - Los cuentos de fantasmas son de lo mejor que se escribe en el siglo XIX   porque dan ese juego  formidable de la ambigüedad.  El cuento fantástico nace de la duda racional. Es decir, el hombre cree en un mundo solamente material y, de pronto, hay algo que lo rompe. Entonces duda y su reacción es el terror. Anteriormente la gente aceptaba lo sobrenatural. No le daba ningún miedo, formaba parte de su  mundo. A  partir de la Ilustración, en el siglo XVIII  la racionalidad moderna acaba con ello. Todo el bagaje de lo sobrenatural se refugia en el inconsciente. En el plano consciente la razón ha acabado con todo lo extraño, pero en el inconsciente siguen palpitando los viejos miedos y los símbolos siguen vivos. La literatura nace más de ese lugar incierto. A partir de ese momento la novela o el cuento de fantasmas se acerca a la poesía. La poesía incorpora lo que está fuera del mundo real y prosaico. Acepta la metáfora.

 

“Apostamos por el libro de papel, por el objeto sensual”

     A esta altura de la conversación escapamos de la fantasía para volver  a la realidad. Apunto cómo el momento actual puede ser preocupante para libreros y editores. Todos ellos se enfrentan a la competencia de otros medios, como Internet o los libros electrónicos. Atalanta no tiene nada que ver con ese mundo.

    - Nosotros apostamos por el libro de papel, por el objeto sensual. Ahora bien, yo no estoy en contra de los e-books. Seguramente, acabaremos editándolos, sobre todo por Latinoamérica. Nuestros libros son muy caros en ese mercado, aunque por otra parte sean muy codiciados. Me parece que la edición de libros digitales puede ser una buena alternativa para lectores de bajo presupuesto. De todas formas creo que es una moda pasajera. Las navidades pasadas todo el mundo compró e-readers. Tal vez ya se hayan cansado. Hay gente que piensa que es como el barco de vapor que sustituyó al barco de vela. Yo no lo creo en absoluto. El libro electrónico es más perecedero a la larga  que el libro de papel, aunque soy de los pocos que  piensan de esta manera. Creo que la actualidad es plural y el futuro también lo va a ser. La radio no acabó con el periódico, ni la televisión con la radio. Es posible que los periódicos desaparezcan, y las enciclopedias y los libros escolares. Hay que reconocer que el e-reader es un utensilio muy cómodo. Si uno va de viaje se puede llevar dentro de esa herramienta un montón de libros. Si  quiero un texto que está editado en el extranjero, lo pido por Internet y lo tengo inmediatamente. Yo creo que todo esto tiene un sentido funcional, pero estoy convencido de que la alta cultura va a seguir vinculada al libro de papel. El libro es un arquetipo y los arquetipos nunca perecen.

      - En contra del uso y manejo de los libros electrónicos, le planteo la dificultad de volver sobre una página anterior para echar un vistazo de nuevo a un párrafo. No es cómodo  ir hacia atrás o hacia delante, revisar algo que se ha quedado atrás y que cobra otro sentido veinte páginas adelante. Jacobo corrobora.

   - Me lo dijo un joven: con el e-book no se tiene la sensación de poseer un libro, de que el libro es mío. Al verdadero amante de los libros, al lector, le gusta  poseer el libro y tener una biblioteca, que en el fondo es la biografía de su alma.

 

La historia de Genji  y Gibbon, nuestros best sellers

   - La biografía del alma de Atalanta trazó su primera huella con La historia de Genji, aquella monumental obra de Murasaki Shikibu que  inauguró la colección Memoria mundi.

   - La historia de Genji, increíblemente, ha sido nuestro best seller. Ni me acuerdo de cuantas ediciones llevamos, pero hemos vendido más de doce mil ejemplares del primer volumen; el segundo no ha ido tan bien.

    - Parece sorprendente el éxito de La historia de Genji, pero le recuerdo que estamos en un momento en el que la literatura nipona despierta una gran curiosidad en ambientes universitarios. No faltan las tertulias, seminarios y tesis sobre los autores de Japón. El libro de Murasaki Shikibu es El Quijote de esa literatura.

    - Es el libro fundacional de esta cultura. Toda la estética japonesa que conocemos parte también de esa época. Hay que leerlo pausadamente porque es un libro medieval que realmente nos introduce en un mundo muy lejano y vaporoso. La época Heian tuvo una de las cortes más refinadas que jamás haya habido en la historia. Prácticamente destituían a un ministro si tenía mala caligrafía o si vestía con mal gusto. Era una corte donde la estética era muy importante. Cada vez que mandaban una carta, escribían unos versos. También hemos publicado El mundo del príncipe resplandeciente, de Ivan Morris, que es  la obra que introduce en su contexto todo el mundo en el que floreció Genji. Curiosamente, el libro que mejor se ha vendido de nuestro fondo es La historia de Genji y el peor el de Ivan Morris.

  - ¿Cómo explicaríamos que El mundo del príncipe resplandeciente haya supuesto un cierto fracaso?

    - No hay explicación. Y eso, en parte, es lo bueno de este oficio. Hay gente que parece saberlo todo. Yo creo que en la edición cuanto más sabes, menos sabes. Evidentemente hay unas pautas, pero caminas por intuición o por convicción. Yo jamás hubiera pensado que el Genji fuera a tener tanto éxito, porque es una novela totalmente extemporánea. Y, sin embargo, es un libro que hechiza. Sobre todo a las mujeres porque es un modelo para ellas. Lo interesante es que la primera novela de la literatura universal la haya escrito una mujer y precisamente gracias a una prohibición. Es todo lo contrario de lo que pasa ahora con la cultura de la queja, como la llamó Robert Hugues. A las mujeres se les prohibía la instrucción de las letras. Había una serie de tópicos que provenían de la cultura china a la que obedecían los hombres en esa época y que hoy no tiene ningún interés para nosotros. En cambio las mujeres, y en este caso la dama Murasaki Shikibu, empezó a narrar la vida de la corte. Su relato estaba destinado solamente a la emperatriz y a las cincuenta o cien cortesanas que vivían alrededor de ella. Hoy es inimaginable escribir una obra de casi dos mil páginas para menos de cien personas.

  - No es ajena al éxito de sus editoriales la cuidada presentación gráfica, su diseño, del que es responsable. Jacobo Siruela ha cosechado algunos galardones en este terreno que domina, entre ellos el Premio Daniel Gil: “No buscar nada nuevo ni 'original' en el diseño, sino algo auténtico y perdurable. Lo nuevo es lo que antes envejece. Tratar de buscar belleza –es decir, armonía de formas y colores- frente al relativismo (un poco gregario) de las estéticas instantáneas. Y ¡Guerra al plástico!” Son los criterios varias veces definidos por él y que  siguen siendo una lección de buen hacer en la presentación de libros. Le invito a comentarlos.

    - Los dos primeros los sigo suscribiendo. Quitaría lo de gregario que, obviamente, era una provocación. Por desgracia no he podido cumplir completamente con el tercero, porque los libros de tapa dura no pueden tener una cubierta de papel, que siempre sería mucho más agradable al tacto que el plástico, al cual te obligan las encuadernaciones. Aunque debo decir que la encuadernación en tapa dura plastificada en mate sin sobrecubierta, como hacemos ahora, fui el primero en hacerlo. Luego, me copiaron. Pero ¡qué importa!, el diseño es artesanía y no hay copyright. Lo cual lo hace más digno, más por amor al arte.

    - Damos un nuevo giro a nuestra conversación para hablar del último de la colección “Memoria Mundi”. No hablamos ahora de diseño sino de contenido. Volvemos al texto que habíamos mencionado antes: Decadencia y caída Imperio romano,  una obra histórica publicada hace más de doscientos años en Inglaterra y que hoy nos resulta muy clarificadora.

     - Esa ha sido uno de las claves de su éxito extraordinario. Se ha agotado la primera edición de tres mil  ejemplares en tres meses. Según Harold Bloom, existe un paralelismo enorme con la decadencia del Imperio norteamericano. Gibbon vio una similitud con el Imperio británico, que en aquella época  perdió una de las colonias más importantes, el actual Estados Unidos. Además el estilo es un prodigio. Nuestra edición en castellano  se le acerca. Pero, aparte del estilo, lo increíble es que gran parte de este libro, escrito en el siglo XVIII, sigue vigente, especialmente toda la primera parte. En la segunda, cuando habla del Imperio bizantino, es muy crítico con el cristianismo. Gibbon provenía de una familia protestante y se convirtió al catolicismo de una manera muy ferviente, para luego renegar de esta confesión y volverse un protestante ilustrado. Toda su magistral ironía va en contra del cristianismo. Creo, sin embargo, que se equivoca al meterse con Bizancio porque gracias a este Imperio conocemos, entre otros filósofos, a Aristóteles y a Platón. Bizancio depositó toda la sabiduría clásica que heredó del Imperio romano.

 

Abrir la mente: la vida entendida como sueño

      - Además de dirigir Atalanta y editar libros esclarecedores como el de Gibbon, Jacobo Siruela también escribe. En su propia editorial hace ya  dos años publicó El mundo bajo los párpados. En este ensayo  indaga en el mundo de los sueños. Coincidiendo con la aparición del primer volumen, tuvimos la oportunidad de escucharle  en la Fundación Juan March de Madrid hablando del mundo onírico. Fueron dos conferencias, ambas con el salón a rebosar. La primera venía a resumir el contenido de El mundo bajo los párpados.

  - Sí, la segunda conferencia era inédita. La primera que di me basaba en el capítulo primero del libro, pero la segunda fue absolutamente inédita. Pretendo escribir un segundo volumen, pero no tengo tiempo para hacer todo lo que me propongo. El mundo bajo los párpados es un ensayo fenomenológico. Trata del sueño como fenómeno histórico, sagrado, psicológico e incluso metafísico. Me metí en temas difíciles, pero es un libro literario, narrativo, y creo que nada aburrido. Pretende hacer contemplar el sueño desde otras perspectivas, racionales, pero no racionalistas, y abrir la mente. Pienso que la sustancia de la realidad es amplísima y misteriosa. El segundo volumen tratará sobre las distintas metáforas del sueño, sobre sus distintos simbolismos. La conferencia de la Fundación Juan March desarrollaba esa antiquísima idea sobre la vida entendida como sueño, su última y más radical metáfora. Desgraciadamente no se puede sintetizar porque se trata de algo muy sutil imposible de entender literalmente y que se presta fácilmente a una comprensión errada.

      - Para no traicionar su sentido, desistimos en nuestro intento de sintetizar aquella conferencia que, por otra parte, puede escucharse íntegra en la página web de la Fundación Juan March. Volvemos al mundo de la edición. En su búsqueda de joyas para editar, Jacobo Siruela visita archivos, rebusca manuscritos,  revisando catálogos y textos con la lupa del buscador de tesoros.

    - Cada libro que publico lo trabajamos mucho. Repetirme me aburre, entonces investigo. Tres son las vías de investigación del proyecto Atalanta. Vindicar la brevedad. Recuperar la memoria, lo que hemos perdido. Y también el gozo de la imaginación. Pero no la imaginación como escapismo, sino como vía de conocimiento. Quiero decir, que si publicamos mitos, sueños, alegorías espirituales o cuentos fantásticos, es porque todo ello está rebosante de verdades internas, psicológicas y espirituales. 

    - Coherente con estos mismos principios, en junio de 2012 intervino en la Biblioteca Nacional de Madrid. Ante un público entregado, dio una conferencia sobre los libros secretos, unos textos que aún no ha publicado pero que nuestro interlocutor ha rastreado por el interés personal en su contenido.

     - Sí, hablé sobre libros que siempre permanecen fieles a su secreto. Por ejemplo, el manuscrito Voynich, que es un manuscrito precioso, cuya  escritura tiene unos caracteres que nadie sabe lo que significan. Está escrito en una caligrafía indescifrable. Hablé también allí de el Libro mudo, el Mutus Liber, una obra de alquimia sin texto, sólo con imágenes. Los alquimistas decían que era el libro que más revelaba sobre el proceso alquímico. Es una obra fascinante, las imágenes son su significado. Otra de esas piezas secretas es  el Finnegans Wake de Joyce, un libro inexplicable, incluso para los ingleses. Se dice que esta escrito en finenganés.

     - De hecho casi nadie ha podido leer entero este libro. Es intraducible, ininteligible, pero nuestro interlocutor lo tiene en la mesilla de noche y de vez en cuando lo hojea.

    - Está escrito en un inglés con toques gaélicos y de otros cuarenta idiomas.  Es una broma continua y magistral sobre el lenguaje. Pero es un laberinto verbal inextricable. Incluso para los ingleses es difícil. Y, claro,  para los que no somos ingleses mucho más. Otro texto secreto es La arquitectura natural. Es un libro esotérico que se hizo en 1940 sobre el pitagorismo. Explica cómo todos los templos antiguos se basaban en el número. Lo redactó un grupo de matemáticos, físicos y esotéricos de París. Es también inextricable, un libro muy poco conocido.

        - Debido al éxito que tuvieron en el público, esta conferencia en la Biblioteca Nacional y otra sobre Valentine Penrose en la Fundación Botín de Santander, Jacobo Siruela ha decidido publicarlas en Atalanta con todas sus ilustraciones. Habrá que esperar. Le pregunto si, con el tiempo, veremos estos textos secretos editados en España. 

   - Quizá publique algunos de estos libros más adelante en Atalanta. Pero no es fácil. Más bien todo lo contrario. El  Finnegans Wake es literalmente intraducible. El manuscrito Voynich ilegible. Quizá sea viable la edición del Libro Mudo de Eugène Canseliet, pero la alquimia es lo más oscuro y opaco que se puede uno encontrar. Lo veo difícil. Son libros o impenetrables o arduos de entender y traducir. La gracia del último sobre el que he investigado está en haber inspirado secretamente a Kandinsky y el proceso de creación del arte abstracto.

     - Se refiere a Formas de pensamiento, un libro que hicieron dos teósofos, Charles W. Leadbeater y  Annie Besant. 

    - Sí, éste libro es fácil de entender, incluso resulta cándido. Trata sobre cómo se generan los pensamientos y las emociones en formas y colores en otra dimensión puramente psíquica que los videntes perciben como auras. Lo interesante de Formas de pensamiento es que influyó sobre Kandinsky, es decir, en el arte abstracto.

            - Defiende Jacobo Siruela que Kandinsky tuvo que tener en sus manos este libro en 1905, cuando salió. Y explica por qué lo cree así: “En varias ocasiones elogia la teosofía y su base teórica, De lo espiritual en el arte es muy similar. El arte abstracto surge a partir de 1910”. ¿Sospecha de una captura “intertextual”, por parte de Kandinsky, de Formas de pensamiento?

     - No es que copiara, pero le inspiró. Es muy curioso, pero una de sus láminas es un Kandinsky. Es el libro en el que se basa el arte abstracto porque, tanto Mondrian como Kandinsky, fueron devotos seguidores de la teosofía. Además, no se ha estudiado suficientemente la relación del arte moderno con el esoterismo. Se considera que es un asunto de mal gusto. Los académicos rechazan abordar esta relación. Pero Mondrian se adhirió a una rama de la teosofía y Kandinsky lo mismo. Y esto  no sucede solamente con el arte abstracto. Casi todos los surrealistas  estuvieron fascinados con el ocultismo. Más tarde, en la Escuela de Nueva York, Barnett Newman lo estuvo con la cábala, y Rothko con el misticismo y la tragedia griega. Esto me lleva a concluir que en el centro del movimiento moderno hay un ingrediente antimoderno, el mismo que alumbró al romanticismo. La historia de la modernidad debe reinterpretarse integrando esa aparente contradicción.

 

Indagar y divulgar el pensamiento esotérico

    - Nuestro interlocutor lleva tiempo interesado en indagar y divulgar lo más rescatable del pensamiento esotérico. Recuerdo que hace unos diez años llegó  a mis manos  Del cielo y del infierno, el libro de Emanuel Swedenborg que publicó bajo su supervisión en Siruela. Le pido al editor que comente la importancia de esta obra, escrita originalmente por el teólogo sueco en latín.

    - Es un libro importante por declarar que el Cielo y el Infierno no son penas ni castigos sino meros estados anímicos, puramente psíquicos. La vida y la muerte del ser humano es una interminable cadena de estados psíquicos. Sus tesis son increíblemente claras y fascinantes. Ha tenido una influencia enorme, por ejemplo en Balzac y también en Mallarmé, con la teoría de las correspondencias, y en Baudelaire. Sobre todo en Francia tuvo bastante predicamento. Y encandiló a Borges.

     - Muchos de los libros de la colección “Imaginatio Vera” reflejan la misma inquietud. El último es la biografía de Rudolf Steiner, personaje  extraño y muy vinculado a la teosofía que, entre otros movimientos y disciplinas, fundó la antroposofía.

    - Con la antroposofía ocurre lo mismo. Por ejemplo, Paul Klee se carteaba con Rudolf Steiner, un personaje muy interesante. Tiene un libro fabuloso que critica la filosofía del siglo XIX. Pero sus mejores obras, desde mi punto de vista, son las que investigan el pensamiento de  Goethe. Construyó el “Goetheanum”, un edifico expresionista que puede estar perfectamente dentro del arte moderno de su época. Luego inventa la agricultura biodinámica. Algo que empieza a cuajar en la agricultura del siglo XXI. Es muy curioso, pero he podido comprobar cómo muchas  bodegas francesas -¡el país más racionalista de Europa¡- utilizan el método steineriano. He visto en una bodega de Cataluña cómo dinamizaban el agua y sembraban atendiendo a los ciclos de la luna y los astros. Steiner, aúna lo antiguo con lo ultramoderno. Luego están las escuelas Waldorf, que siguen funcionando. Su método de enseñanza es muy interesante. Steiner, junto a su mujer, inventó la euritmia que son una serie de movimientos armónicos de baile. Es un hombre para redescubrir. Hace poco hicieron en Suiza una exposición estupenda sobre él, sus ideas y todas las influencias que ha tenido en el arte.

    - Escuchando a Jacobo Siruela uno se pregunta por el momento en el que surge su vocación como editor. Alguna vez ha contado que los jardines del Palacio de Liria  fueron el paraíso de su infancia. Allí  abrió sus ojos a la realidad de los adultos y le surgieron algunas dudas sobre la manera de explicar el mundo. Esas dudas hicieron brotar su trayectoria intelectual. Hace siete años, un grupo de periodistas escogidos asistimos en ese mismo  edificio, ubicado en el corazón de Madrid,  al nacimiento de Atalanta. Alumbró la nueva editorial la misma idea que transmite en nuestra conversación: “hay una serie de pensadores que debemos  sacar del oscurantismo,  salvarlos de los prejuicios, y estudiarlos a fondo”. Y añade: “Por lo visto, lo despreciable me interesa. Yo también escribí ese  libro sobre los sueños y mucha gente desprecia los sueños”.  Como ejemplo de lo que dice, hablamos de Conciencia más allá de la vida, uno de los últimos de “Imaginatio Vera”. Le señalo que ya existen una serie de libros que indagan en las experiencias próximas a la muerte.

   - Si, pero suelen ser bastante endebles. En cambio éste fue hecho por primera vez por un equipo de cuarenta médicos, de una forma sistemática. Pim Van Lommel empezó a ver casos.  Es un libro interesantísimo. No es ninguna demostración de la inmortalidad, pero, realmente, cambia absolutamente el paradigma al enfrentarnos a la paradoja de que cuando el cerebro está muerto, es decir, con encefalograma plano, el sujeto puede tener experiencias extrasensoriales y  visiones de su cuerpo desde varios metros de altura. Pensamos que  la mente, el espíritu, se circunscribe al cerebro, pero, en realidad, no sabemos nada. Es como si dijéramos que las imágenes de la televisión salen del aparato, dado que aparentemente así lo parece. Pero entonces, ¿de donde salen los pensamientos? Hay gente fascinada por esta obra y otra que la repudia. Y como casi siempre ocurre, cada uno sigue sin moverse de su fe. Nunca convences a nadie con argumentos. La gente discute y lee para reforzarse, para conocer otras cosas o abrirse. Vivimos esclavos de los patrones que nos inculca nuestra sociedad y cultura. Van Lommel, en este libro, cuestiona  dónde empieza y dónde acaba la consciencia. El autor asegura  que  todos estos fenómenos encajan  en el paradigma de la física cuántica. 

   - A lo que cuenta sobre esta obra, Jacobo añade una confidencia: “uno de nuestros lectores me habló por Internet de este libro y, a partir de ahí, decidí publicarlo”. Creo que en Holanda y en EE.UU ha llegado a ser un best seller. ¿Qué tal se ha acogido en España?

  - Aquí va muy bien. Evidentemente, a la prensa le cuesta atreverse. Es muy conservadora. Creo, sin embargo, que estamos saliendo de ese tosco materialismo del siglo XIX, dogmático, fanático. Aunque estos patrones siguen muy pegados a la mente occidental, ahora se empieza a abrir una perspectiva más amplia. No se trata de acabar con la Ilustración sino de ampliar su paradigma. No podemos, en el siglo XXI, pensar de la misma manera que nuestros antepasados en el XVIII o XIX.

    - En esa misma línea estarían  El fuego secreto de los filósofos o En los oscuros lugares del saber. Este último lo reseñamos en Turia cuando lo publicó Atalanta.

   - Digamos que estos libros son una manera de enseñar lo que fueron las sabidurías antiguas, esas formas de entender el mundo, pero explicadas con un lenguaje de hoy. Es decir, reactualizadas. En este mundo que se hunde, cada vez más perdido, necesitamos recuperar ese saber espiritual.

 

“El cuento es una de las formas más refinadas y gozosas de la literatura”

- En otra línea convergente, pero más inclinada hacia lo literario, hace ya casi treinta años que Jacobo Siruela creó  la "Biblioteca de Babel", dirigida y prologada por Jorge Luis Borges. Más tarde sacó adelante "El Ojo sin Párpado”, una colección de  literatura fantástica. Dentro de Atalanta, en “Ars Brevis”, encontramos textos de autores como Alejo Carpentier: Viaje a la semilla y Concierto barroco; de Turguéniev,  La reliquia viviente, u otros textos de escritores, para mi totalmente desconocidos hasta que salieron en Atalanta, como Sin mañana de Vivant Denon o La noche de Francisco Tario.

    - En el último viaje a México,  me compré su narrativa completa. Tario me parece un autor notable, y desconocido en Europa, aunque en su país goce de cierto renombre. Compré las obras completas e hice una selección de los que yo creo que son sus mejores cuentos.

   - ¿Con qué criterios ha elegido durante todos estos años a los autores que publica?

   - Cuando empezamos Atalanta me dijeron: ¡ya no hay espacio en el mercado para nada! Entonces pensé, si queremos publicar diez libros muy selectivos, no vamos a hacer lo que  todo el mundo, hagamos aquello que no hace nadie. Si todo el mundo publica novelas, nosotros no publicamos novelas. Publicamos cuentos. Nos advirtieron: “el cuento no se vende”. Y hay una parte de verdad, el cuento no se vende tanto. No lo entiendo, porque el cuento es una de las formas más refinadas y gozosas de la literatura. La perfección siempre se logra en el cuento. No hay ninguna novela perfecta. La novela es más profunda, más ambiciosa, pero la perfección se logra en el chispazo del cuento y el poema. Y apostamos por el cuento. Y no sólo por el cuento, también por los aforismos, y por los cuentos un poco largos, lo que en Francia se llama nouvelle. Y sobre esto nos hemos basado. Uno de los primeros títulos fue Sin mañana de Vivant Denon. Me pareció muy paradigmático. En toda su vida Denon solo escribió este cuento y es magistral. Milan Kundera lo encumbra  en uno de sus libros, en La lentitud.

   - Viajamos con nuestra memoria desde este hotel en el barrio de Salamanca de Madrid hasta Vilaür donde está su casa y donde nos hemos visto en anteriores ocasiones. Algunos veranos, bajo su espléndido porche, con vistas a unos atardeceres plenos de matices, hemos compartido charlas y buenos caldos. Esta masía es también un hospedaje de escritores. Recuerdo algún año en el que apareció por ahí Bryce Echenique. ¿Creo que, sin embargo, a su pesar, Álvaro Mutis nunca llegó a estar en su casa de Girona?

    - No. A Álvaro Mutis le he visto con García Márquez en mi último viaje a México.

    - Personalmente  descubrí la obra del escritor colombiano hace 20 años, cuando Siruela publicó Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero. Me fascinó ese libro. Recuerdo que alguna vez hablamos en Mas Pou del escritor afincado desde hace lustros en México. ¿Qué ha pasado con él? Aquí en España es como si se hubiera evaporado.

    - Es ya muy mayor, tiene ochenta y tantos años. Ahora está graciosísimo, tiene un sentido del humor fantástico. Sigue siendo una persona estupenda, aunque muy abatido por la muerte de su hija. Los autores también tienen sus momentos de olvido. Pero creo que Mutis permanecerá.

    - Le comento que Álvaro Mutis, como poeta sí, pero como narrador no estaría dentro de la literatura fantástica, pero se acerca a ella a través de la poesía. El personaje de Maqroll nace de la poesía.

   - Exacto. Decía Borges que no perduran las novelas, perduran los personajes. Si  logras crear un personaje potente, un personaje vivo, entonces perdura, y yo creo que Maqroll, alter ego del propio Álvaro es, realmente, un personaje inolvidable

    - Y a García Márquez ¿como le ha visto en su último viaje a México? 

   - Bien. Allí estaban los dos, García Márquez y Mutis. Tienen muy buena relación entre ellos, Son muy amigos, son íntimos amigos. Dos colombianos, casi exiliados. El otro colombiano importante es Nicolás Gómez Dávila. Un personaje también muy particular, como suelen ser todos mis autores. De él publicamos un libro que se llama “Escolios para un texto implícito” que consta de alrededor de 8000 aforismos muy inteligentes y divertidísimos. Es una especie de tradicionalista heterodoxo, muy polémico porque realiza un ataque feroz a la modernidad.

   - Como Álvaro Mutis, que también es un tradicionalista.

   - Sí, en eso coinciden. De hecho, Mutis escribió sobre este autor. Incluso García Márquez y Savater lo elogiaron por su estilo y su inteligencia. Gómez Dávila leía griego, latín alemán, ingles, francés. Era un hombre rico que dedicó toda su vida a cultivarse, y escribió ese libro, que es una de las obras de pensamiento más interesantes de America Latina. Él dice que cuando no hay nada que conservar, uno se vuelve reaccionario y reacciona contra todo. Él reacciona contra todas las falacias de su época. Es un hombre con mucho humor, y también sensualidad. Digamos que era el latinoamericano que faltaba.

   - Lo descubriré como a tantos autores gracias a la labor editorial de Jacobo Siruela. Por ejemplo, a través del libro Imagen del mito de Joseph Campbell, que acaba de publicar Atalanta este otoño.

    -  Joseph Campbell es junto a Mircea Eliade el gran mitólogo de la segunda mitad del siglo XX. Escribe varios libros muy importantes, entre ellos “El héroe de las mil caras”. Pero éste es uno de sus tres libros fundamentales. Era un gran comunicador y gozó de mucho éxito en su tiempo, incluso George Lucas le consultó cuando estaba elaborando el proyecto de “Guerra de las Galaxias”, porque el argumento de esta serie está basada en una estructura literaria medieval, mítica. Lo interesante de él es que todo lo que toca está vivo y nos hace entender la mitología. Creemos que los mitos son simples fábulas, pero los mitos son fábulas sólo desde el punto de vista exterior. Desde una perspectiva simbólica, el mito es una realidad interna. Por ejemplo, los dioses griegos hablan de todas las situaciones que pueden sucederles a los hombres. Los griegos se comprendieron a sí mismos a través de los dioses. La psicología analítica ha tratado esto con gran penetración.

     - Entiendo que, desde el mito, la psicología nos introduce en una realidad interna como son los sueños.

     - Mito y sueño son lo mismo. Campbell decía: “El mito es un sueño colectivo y el sueño es un mito privado”. Aunque Campbell se refiere a Freud en su libro, sobre todo sigue la senda de Jung. Freud y Jung estudiaron mitología, simbología y ejercieron con pacientes muchos años, pero se salieron del canon científico de la época y eso, sobre todo a Jung, nunca se lo han perdonado. Eso no quiere decir que sus teorías sean endebles. Estoy convencido de que su visión de la psicología abre una puerta enorme al siglo XXI.

      Abrir las puertas de la mente contemporánea es el empeño de Jacobo Siruela. Este verano nos hemos visto e intercambiado correos electrónicos para construir juntos esta conversación. También este verano Zygmunt Bauman, de visita en España, ha desentrañado los secretos de lo que el pensador polaco denomina modernidad líquida. Como el Segismundo de Calderón de la Barca, el reconocimiento de lo efímero en la civilización occidental lleva a Jacobo Siruela a mirar al fondo menos explorado de la cultura, para encontrar un nuevo sentido  a nuestro mundo “líquido”. Las obras que publica, las que escribe, las que diseña  nacen con la ambición de sortear el juego de lo pasajero y alcanzar el sueño de lo perdurable.

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Larrocha

Aniversario

25 de enero de 2018 09:36:20 CET

 

Fuiste Derrida y yo Paul de Man.

Y el abismo se abrió en el vértice de la palabra.

Hoy cumples una edad adolescente.

Yo, anteayer, un certificado de tránsito.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Éramos caballeros que montan el mismo caballo,

cristos podridos, diría el pianista canadiense,

formas y sonidos / geometría y música (Tommy Lasorda).

Por las rutas reales hervíamos en aceite

los cuatro pedazos del ajusticiado para que duraran más tiempo                                                                                                      

y depilábamos cadáveres (tú lo reclamaste),

ese oficio poco remunerado.

Zapadores de largas piernas,

más que podridos

crispados, eso sí con heridas purulentas; ¡oh, Grünewald!

¡oh, Braque, patrón!

 

Al llegar,

qué regreso,

bebimos té negro sujetando terrones de azúcar entre los dientes

como las tías abuelas italo-rumanas,

permanecimos al lado del asno

frente al perro rojizo que dormía; ese refugio, el universo,

ante el viento de superficie. El mar,

según el excelente señor Auger,

fue licor de vida para los cuerpos de la ciudad (los billetes

del Waqf

estaban en francés). El mar

predecía

el final del desatino.

Y sí, me olvidaba,

me olvido casi siempre,

en Turquía se camina

con zapatos de cuero. La cualidad,

que perdura en el arte,

es la visión propia del mundo:

laystall.

  

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Edward Hopper, Escritos, Elba, Barcelona, 2012.

Stefano Faravelli, Istanbul, Confluencias, Almería, 2011.

Francisco Arago, Historia de mi juventud, Austral, Buenos Aires, 1946.

Jean Paulhan, Braque le patron, Gallimard, París, 1952.

Claude Roy, Arts fantastiques, Delpire, París, 1960.

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

El regreso de Juan de Mairena

25 de enero de 2018 09:24:43 CET











PRIMERA CONVERSACIÓN

Juan de Mairena pregunta sobre historia de la literatura universal a su alumno aventajado del Máster de “Escritura Creativa” de la Universidad de Oxford.

MAIRENA: ¿quién es mejor escritor Bukowski o Faulkner?

ALUMNO: Ni Bukowski era tan malo ni Faulkner era tan bueno.

MAIRENA: Excelente, excelente.

ALUMNO: Gracias, maestro.

MAIRENA: Aplique ahora ese juicio a algún caso de la literatura española contemporánea.

ALUMNO: No puedo, es imposible.

MAIRENA: Tiene usted matrícula de honor.

 

SEGUNDA CONVERSACIÓN

Juan de Mairena pregunta sobre historia de la música Pop a un alumno aventajado del Máster de “Dirección y tecnología mediática de empresas discográficas”.

MAIRENA: ¿Quién fue mejor cantante popular americano Johnny Cash o Bob Dylan?

ALUMNO: Con todos mis respetos, maestro, creo que es una pregunta si no poco adecuada, al menos injusta.

MAIRENA: Está usted arrogante esta espléndida mañana universitaria.

ALUMNO: Sí, brilla el sol, como en las viejas canciones de los años sesenta de los Beatles.

MAIRENA: Pero dígame dónde está la injusticia de mi pregunta.

ALUMNO: Es una cuestión fenomenológica: Johnny Cash murió en el año 2003 y Bob Dylan está vivo. Además, eran amigos. No me parece justa la pregunta.

MAIRENA: Le diré una cosa sobre la muerte de Johnny Cash, querido discípulo. No la olvide nunca.

ALUMNO: Tiene usted, maestro mío, toda mi atención.

MAIRENA: Es verdad que Johnny Cash está muerto, completamente muerto; de hecho si  exhumara usted su cadáver, no hallaría usted más que polvo, humedad y podredumbre, absolutamente nada, suciedad y despojo. Y sin embargo yo creo que no está muerto. No es que me guste su música, que por supuesto me gusta y mucho, es que creo que no está muerto.

ALUMNO: Me ha emocionado usted (rompe a llorar).

MAIRENA: ¿No estará usted enamorado?

ALUMNO: Sí, de lo que acaba de decir.

MAIRENA: Lloremos juntos entonces. Lloremos toda la hora que resta de clase. Lloremos juntos. Somos los bien enamorados.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

Julio Antonio Gómez in terra incognita

25 de enero de 2018 09:19:32 CET

Desde finales del siglo XIX, la construcción de la historia de la literatura española contemporánea se ha edificado en gran medida bajo el patrón rígido y alicorto de las generaciones, de tal manera que ha llegado a convertirse en una especie de doxa indiscutible la idea ampliamente extendida de que no hay pulso literario más allá de las estrechas fronteras que delimitan dichas generaciones. Ese modelo taxonómico de carácter selectivo y excluyente ha generado un escenario en el que no han encontrado ubicación poetas de muy distinto signo que —por no haber militado en su respectivo batallón generacional, por haber defendido unas poéticas à rebours de las consignas oficiales de su momento y/o por haber desarrollado trayectorias anómalas marcadas por la disidencia estética— no han sido convenientemente atendidos por una crítica literaria narcotizada por la inercia y la comodidad. Si dejamos ahora al margen a Antonio Gamoneda (reconocido en estos últimos años con los más importantes premios literarios), serían, entre otros muchos, los casos de Juan Larrea, Francisco Pino, Juan Eduardo Cirlot, Miguel Labordeta, José María Fonollosa, Carlos Edmundo de Ory, Alfonso Canales, César Simón, José Antonio Rey del Corral, Aníbal Núñez e Ignacio Prat. En mi opinión, Julio Antonio Gómez también se encontraría entre ellos.

Julio Antonio Gómez Fraile nace en Zaragoza el sábado 27 de mayo de 1933. Es, pues, géminis, una circunstancia que puede explicar, en opinión del propio poeta, una compleja y “doble personalidad” que le llevó a crearse multitud de máscaras con las que se desdoblaba en sucesivas e interminables identidades y tras las que se ocultaba un carácter lúdico, inconformista, vulnerable y al mismo tiempo nunca satisfecho de sí mismo, una personalidad que, como cualquier otra, comenzó a fraguarse en la infancia, en un momento en que el joven Julio Antonio se vio obligado a reaccionar con gestos de rechazo y repulsa hacia unos congéneres cuyos comportamientos estaban en gran medida orientados por la fuerza, la violencia y la hombría mal entendida.

Julio Antonio Gómez tuvo dos domicilios en Zaragoza. Con sus padres (Arturo Gómez Moreno y Luisa Fraile) y sus dos hermanos (Arturo Isidro Sebastián, que falleció muy pronto, y Luis) vivió en el barrio de San José (Calle del Doce de octubre, 42); posteriormente se trasladaría, ya solo, a Tenor Fleta, 115-117, domicilio que pude visitar a comienzos de los noventa gracias a la amabilidad de María Crespo (fue Antón Castro quien me facilitó el contacto), ama de llaves del poeta, y donde tuve oportunidad de consultar la documentación personal del poeta allí conservada —cartas, pasaportes, manuscritos de sus obras, contratos de edición, recortes de prensa, etc.— y la modesta pero interesante y variada biblioteca que reunió en su domicilio zaragozano, en donde encontré obras sobre música, cine, filosofía, homosexualidad y, entre otras muchas, títulos de Léo Ferré (a quien pudo escuchar en París y cuya poesía le marcó intensamente), Rimbaud, Verlaine (los tres en francés), Quevedo, Santa Teresa, Unamuno, Freud, Aleixandre, J. Guillén, Quasimodo, Camus, Lezama Lima y Raymond Queneau (no sabemos, debido a la vida itinerante que llevó durante gran parte de su vida, cuántos libros se quedarían por el camino en París, Tánger, Las Palmas de Gran Canaria). La personalidad exageradamente extravertida, dicharachera, desprendida y noble de J. A. Gómez (en esto coinciden los testimonios de todos aquellos que le conocieron) hizo que su casa fuera durante muchos domingos centro de reunión e improvisada tertulia generosamente abastecida de comida y bebida por la que pasaron numerosos amigos y compañeros en diversos proyectos literarios (R. Salas, G. Gúdel, I. Ciordia, M. Rotellar, R. Tello, etc.). Pero junto a esa cara luminosa y radiante, había otro rostro umbroso, caldeado por una cierta perversidad, una voz tocada en ocasiones por la crueldad y la maledicencia.

Tras haber superado, en sus propias palabras, “un bachillerato muy accidentado”, J. A. Gómez —gracias a la situación económica relativamente desahogada de su familia y al entusiasmo por aprender (solo aquello que más le interesaba, habría sin embargo que añadir)— tuvo la oportunidad —sin realizar estudios universitarios— de adquirir una considerable formación cultural de tipo autodidacta en ciertas áreas de las humanidades: literatura contemporánea, música, cine, fotografía, dibujo, idiomas (francés, alemán, inglés; por una carta a José María Aguirre —apud Gómez, 1989—, sabemos incluso que intentó, en 1962, una traducción de The Waste Land, de Thomas Stearns Eliot).

Aunque pasó los últimos años de su vida en Las Palmas de Gran Canaria, donde es muy probable que desarrollara cierta actividad poética, desconocida en cualquier caso hasta el momento, la vida de J. A. Gómez, al igual que ocurrirá con su poesía, está ligada principalmente a tres ciudades: Zaragoza, París y Tánger (Saldaña, 1993). En esas tres ciudades experimentó momentos de plenitud y de una intensa desolación, y esa vida itinerante condicionó de una manera decisiva su poesía, que se presenta, a partir de cierto momento, como el testimonio de un sujeto errante condenado a vagar sin tregua por escenarios urbanos en busca de su alma gemela. Llega un momento en que Zaragoza —que había representado hasta ese instante la alegría existencial, la aventura cómplice de la amistad y la ejecución de proyectos literarios— se vuelve irrespirable, convirtiéndose en el comadreo, la amargura, la canalla infame y la mezquindad, el confinamiento y la cárcel, la ciudad donde la muerte llegó a imperar a sus anchas con su negación hipócrita de la vida, la ruina y la miseria de un panorama desolador con el que el poeta quiso romper definitivamente. “Zaragoza amarilla”, poema incluido en Acerca de las trampas, muestra con claridad meridiana la distancia con que J. A. Gómez dibuja los ritos y los rasgos característicos de una ciudad que ya no siente como suya y la desazón que su memoria le provoca:

 

Hay edades como penínsulas de sombra,

tiempos lejanos con sienes inquietantes y colmillos dispuestos,

órbitas habitadas por fantasmas, catedrales construidas

con un sudor-silencio gris, amontonando piedras

que huelen siempre a muerte…

así eras tú, ciudad como mujer acostada sin tersura

ni anillos,

sucia de luces pardas que salpicaba el santo ebro avaricioso,

[…]

bajo el montón harapiento de tus vestidos cenizosos,

ausente

de todo cuanto tenga el poder de la vida:

[…]

una tremenda oscuridad

cayó de pronto agrietando las murallas

y el coso se enramó de procesiones

como venas urgentes,

soterradas algarabías triunfalistas

con los ojos pintarrajeados de un violento violeta

escandalosamente funerario.

todo lejos.

 

Aunque ya había cruzado la frontera con anterioridad en varias ocasiones, será en 1967 cuando París se convierta en un revulsivo importante en su vida y en su obra (allí compartió momentos decisivos con amigos íntimos como José María Alfonso o Joaquín Alcón y allí fue donde, probablemente por primera vez en su vida, conoció el sabor amargo de la soledad y la penuria económica). A la estancia en la capital francesa debemos algunos de los más extraños y sugerentes poemas que escribiera (“La vida no se repite nunca”, “Drugstore”). A pesar de llevar en el bolsillo cartas de recomendación de Vicente Aleixandre, Gabriel Celaya o Antonio Buero Vallejo, su vida allí no resultó nada fácil. Trabajó en el servicio de limpieza del Banco de Indochina, situado en el Boulevard Haussmann, de contable en La Candelaria, un restaurante español enclavado en el Barrio Latino. En fin, como el gran vitalista que siempre supo ser, y al decir de ese otro gran poeta contemporáneo, J. A. Gómez también vino a llevarse la vida por delante, y así no reparó gastos ni esfuerzos y tan pronto se ganaba el pan fregando escaleras como derrochaba mil francos nuevos en solo una noche. En todo caso, París representó una victoria vital sobre la “zaragozana gusanera”, supuso una especie de renacimiento espiritual, tal como se desprende de la relación epistolar que cruzó con su amigo Luciano Gracia, uno de los poquísimos contactos que mantuvo con su ciudad natal.

La orientación de sus viajes cambia a partir de los setenta. Su presencia en Zaragoza, después de dos detenciones con sus consiguientes estancias en la prisión de Torrero, resultaba más que complicada. Su brújula particular señala ahora el Sur, Marruecos, una tierra en la que ya había pasado varias temporadas y que recordaba con agrado. En la primavera de 1973 —después de recibir su parte de la herencia familiar— se ausenta definitivamente de Zaragoza y se instala en Tánger (adquiere una casa en el número 9 de la Rue Chorfa D´Ouazzan), desde donde lleva a cabo constantes viajes por la geografía marroquí. Allí pudo conocer y tratar al escritor Mohammed Choukri (el autor de El pan desnudo), preparar una antología de poesía española contemporánea vertida al árabe (adquirió conocimientos de dariya), traducir algunas canciones de José Antonio Labordeta e interesarse muy vivamente por la cultura y la historia islámicas (como podemos comprobar, son evidentes los paralelismos entre los itinerarios seguidos por J. A. Gómez y por Juan Goytisolo). Allí continuó con su labor editorial y escribió un libro de poesía, El fuego de la historia, con el que ganó en 1977 el Premio Marruecos convocado por el diario homónimo para libros en español. Todo parece indicar que en ese lugar encontró, si no la felicidad, por lo menos la paz, la calma y la tranquilidad que en Zaragoza no había disfrutado.

Sin embargo, 1977 marca un punto de inflexión en su vida; es el comienzo de una despedida anunciada desde hace tiempo. Los pocos lazos que mantenía con Zaragoza se rompen casi definitivamente. Por otra parte, algún hecho grave y penoso debió de ocurrir en su vida como para abandonar el paraíso marroquí en el que parecía haber encontrado su locus amoenus en este mundo y trasladarse, a finales de 1979, a Las Palmas de Gran Canaria, donde de nuevo volvió a llevar una vida marcada por la inestabilidad económica y la precariedad emocional y afectiva (trabajó de contable en un local de prostitución denominado Flamingo, donde asimismo disponía de una pequeña habitación que acogía sus noches aletargadas por el frío, la soledad y el desamor). La isla adonde fue a buscar puerto iba ya solo a reservarle la trampa definitiva.  J. A. Gómez falleció de un paro cardíaco en la capital canaria poco antes de cumplir los cincuenta y cinco años de edad, el 20 de abril de 1988. Tras su muerte, Antón Castro, uno de sus grandes valedores, editó parte de la correspondencia epistolar (apud Gómez, 1989), Antonio Pérez Lasheras (1992) dedicó una intensa atención a su obra, yo mismo publiqué un ensayo sobre su poesía (Saldaña, 1994) y, recientemente, la revista El Alambique (en su núm. 3, mayo-octubre 2011, coordinado por Ángel Guinda) ha dedicado un homenaje colectivo al autor de Acerca de las trampas.

Julio Antonio Gómez mantuvo a lo largo de unos cuantos años una considerable actividad editorial. Al margen de otras aventuras menores, sacó adelante dos importantes proyectos literarios: una revista de nombre mozartiano, Papageno (recuperada en edición facsimilar en 1991 por A. Pérez Lasheras), y una colección de poesía que tuvo una presencia significativa en el panorama editorial de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, Fuendetodos. Aunque contó con la ayuda de unos pocos y entusiastas amigos (G. Gúdel, L. Gracia, J. Alcón, E. Valdivia), lo cierto es que ambos proyectos (revista y colección poética) fueron consecuencia de la tenacidad y el esfuerzo de nuestro autor, quien se entregó a estos trabajos con una generosidad y una dedicación infinitas. El primer número de la revista, misceláneo, ve la luz en la primavera de 1958 y en él pueden leerse, entre otras, colaboraciones de D. Alonso, G. Diego, A. Buero Vallejo, L. de Luis, M. Pinillos, M. Labordeta, A. Fernández Molina, Á. Crespo, J. A. Labordeta y J. A. Bardem (con el guion de la secuencia 29 de su película La venganza, todavía no estrenada en aquel momento). El segundo, y último, número apareció en el invierno de 1960 y en él se publicó exclusivamente Oficina de horizonte, esa suerte de representación dramatizada con que Miguel Labordeta dio forma a su poética. Como sucede con muchas otras revistas literarias aparecidas durante esos años, hay en Papageno una ausencia de programa teórico y editorial definido, una independencia económica del poder institucional y un resultado artístico complejo y desigual.

Fuendetodos fue la niña de sus ojos, la colección de poesía en la que J. A. Gómez se volcó hasta vaciarse, de una manera impresionante. Cansado de ver aparecer y desaparecer aventuras editoriales caracterizadas por el amiguismo y la limitación de miras, se propuso una empresa de más alto vuelo, con mayores pretensiones, un considerable nivel técnico y tipográfico, apoyada en una línea editorial de calidad y una buena distribución tanto en España como en el extranjero, donde insistentemente andaba buscando suscripciones entre estudiantes, profesores e intelectuales. La colección encontró acomodo en la editorial Javalambre, fundada por Eduardo Valdivia en 1967, y en el lapso de cinco años publicó dieciocho libros, algunos magistrales, todos ellos resultado de un trabajo de composición, maquetación, impresión y encuadernación merecedor de los mayores elogios (hay que ver los volúmenes, apreciar al tacto el gramaje del papel empleado, disfrutar de la inteligencia y la sensibilidad con que se redactaron los colofones, olisquear todavía hoy el rastro de las tintas utilizadas, etc., si se quiere valorar los logros de una colección única en el conjunto de la edición poética española contemporánea).

La primera entrega, Los soliloquios, de M. Labordeta, apareció en 1969, poco antes de la muerte del autor de Sumido 25; la última, Función de Uno, Equis, Ene. F (1.X.N), de Gabriel Celaya, en 1973. Entre ambos libros, títulos de L. Gracia (Hablan los días, 1969), R. de Garciasol (Los que viven por sus manos), J. A. Gómez (Acerca de las trampas), V. Aleixandre (Mundo a solas), L. de Luis (Con los cinco sentidos), B. de Otero (Mientras), con quien mantuvo algunas diferencias derivadas del proceso editorial, todos ellos en 1970. Cantar y callar, de J. A. Labordeta, La mano en el sol, de M. de Codes, y Campos semánticos, de G. Celaya, en 1971. En 1972 vieron la luz otros cinco libros: Obras completas, de M. Labordeta, La soledad distinta, de J. Giménez Arnau, Luz sonreída, Goya, amarga luz, de I. M. Gil, Segundo abril, de L. Rosales, y A flor de labio, de A. Gastón. Por último, de 1973 son Sola en la sala, de G. Fuertes, y Tribulatorio, de J. A. Labordeta. Estos fueron los dieciocho libros que finalmente se publicaron. Hubo otros proyectos que no cuajaron, entre los que se encuentran títulos de C. E. de Ory, Jorge Urrutia, Carmen Conde, Salvador Espriu, Félix Grande, Luis Jiménez Martos, José María Aguirre, Jacinto Luis Guereña, etc. Son numerosos los testimonios que indican la importancia que tuvo la colección en la vida de J. A. Gómez, quien se revela en todo momento —incluso en los más delicados, como los que pudo pasar en la cárcel— como un editor pulcro, riguroso y exigente, obsesionado por alcanzar el mejor resultado posible, a pesar de los obstáculos que con frecuencia imponían la censura o las dificultades económicas, atento a los más mínimos detalles de edición. Su entrega es absoluta y sin reservas desde el comienzo y son constantes sus desvelos por airear la colección en los ambientes académicos (de ahí sus contactos con F. Ynduráin, J. M. Aguirre, J. M. Blecua, R. Gullón, J. O. Jiménez). En todo caso, y atendiendo a la nómina de autores que publicaron en la colección, cabe decir que J. A. Gómez corrió pocos riesgos y procuró jugar siempre sobre seguro, tratando de integrar la poesía aragonesa (los Labordeta, L. Gracia, él mismo) en el conjunto de la española, seleccionando en la mayor parte de las ocasiones a autores que ya contaban con un prestigio adquirido y una posición más o menos consolidada en el canon poético del momento (y cuando apostó por autores más o menos jóvenes, poco conocidos —los casos de M. de Codes o J. Giménez Arnau—, lo cierto es que esa apuesta no tuvo continuidad por parte de los propios poetas).

La obra poética de J. A. Gómez consta de los siguientes títulos: Los negros (escrito en torno a 1955, presentado al Premio Doncel de Oro en 1959, publicado post mortem), Las islas y los puertos (en realidad, una plaquette con tan solo cuatro sonetos aparecida a finales de 1958 en edición limitada a cargo del autor), El Cantar de los Cantares (1959), Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (1960), Acerca de las trampas (1970), en rigor, la única obra con entidad de libro que publicó en vida, y El fuego de la historia, Premio Marruecos 1977, texto del que solo conocemos los nueve poemas que editó A. Castro en el volumen que recoge parte de la correspondencia epistolar de J. A. Gómez (1989). Además de estos libros, es autor de una obra teatral titulada La edad definitiva, escrita hacia 1957, programada para estrenarse el sábado 5 de diciembre de 1959 (en el último momento, la censura retiró el permiso para la representación), se publicó por primera vez en las “Galeradas” de Andalán (núm. 371, 1-15 de enero de 1983), una obra que guarda alguna relación con Oficina de horizonte, el drama de M. Labordeta que se había estrenado dos años antes, en 1955. Con título procedente del poema “Visitación a Gabriel Miró”, de Gerardo Diego, se trata de una pieza de teatro breve que reúne como fondo los temas del suicidio y la voluntad. Próxima en su concepción del fenómeno dramático al teatro del absurdo, presenta la paradoja de encontrar en la muerte la salida que la vida niega al protagonista, de hallar en la renuncia la respuesta de todos los interrogantes.

Aunque con proyecciones en otros ámbitos y con implicaciones de escritores y artistas de procedencia muy diversa, J. A. Gómez desarrolló una trayectoria literaria —como autor, editor o impulsor de diferentes iniciativas— vinculada a su ciudad natal a lo largo de, aproximadamente, veinte años, desde 1955 hasta 1975, y, a pesar de la diferencia de edad que le separaba de Manuel Pinillos (1914-1989) y M. Labordeta (1921-1969), asumió con ellos una cierta labor de animación y liderazgo en muchas de las actividades desarrolladas en el entorno de lo que representó el café Niké. Nuestro poeta sentía devoción y admiración por M. Labordeta, con quien mantuvo una relación marcada por la complicidad y la auténtica camaradería, de quien también pudo aprender esa tendencia hacia la maledicencia, el retorcimiento expresivo y la perversión lingüística y de quien sin duda tomó el gusto por la crítica áspera y la sátira mordaz.

La poesía de J. A. Gómez, a contracorriente de las tendencias más aplaudidas por la crítica en cada momento, alcanzó ese difícil punto de equilibrio entre lo que habitualmente conocemos como fondo y forma, contenido y expresión, mensaje y elaboración artística, qué y cómo, una poesía que, sin renunciar a expresar ese lastre existencial complejo que fue siempre característico del poeta moderno, se presenta como una escritura sombría, condicionada en gran parte por la clase de amor que revela (de tipo homoerótico), difícil y poco gratificante en primeras y superficiales lecturas, reflejo de una personalidad que nunca encajó entre los modelos sociales más o menos admitidos. Perdido el que habría de ser su primer libro (y del que solo conservamos su título, Privilegio de lo grave), Los negros muestra los primeros hallazgos de un poeta escasamente comprometido con su trabajo, preocupado más por la denuncia de la perversidad del mundo y por redimir a la humanidad de las injusticias que la golpean que por alcanzar una voz poética personal, un registro propio. Mal entendida la consigna aleixandrina (formulada y difundida luego por Bousoño) sobre la comunicación poética, todo parece indicar que J. A. Gómez se vio a sí mismo en sus inicios más cerca del docere que del delectare, como una especie de voz de los sin voz, alguien llamado a reinstaurar a través de la poesía un determinado y perdido orden de justicia social. Sin embargo, esto no duró mucho tiempo pues enseguida cobró importancia en su obra la idea de la poesía como exploración de diferentes realidades, la poesía como posibilidad de generar otro tipo de conocimiento.

Sin duda alguna, su primer gran libro literario, escrito con la conciencia de un escritor enfrentado a la tradición (según la consigna eliotiana), es El Cantar de los Cantares, en donde sigue el conocido poema atribuido a Salomón, con los personajes del libro bíblico, situados ahora en escenarios actuales. Se trata de un texto del que se han hecho numerosas versiones; en la tradición literaria del español, además de la poesía epitalámica y las continuadas paráfrasis que algunos autores de la mística hicieron del texto original (sobre todo, San Juan de la Cruz en el Cántico espiritual), las más relevantes son las de Fray Luis de León y Benito Arias Montano. Este libro introduce dos notas que aparecerán con frecuencia en su obra poética posterior: la primera, de naturaleza temática, alude al amor y al erotismo como contenidos esenciales del discurso poético; la segunda es la utilización del superlativo como un rasgo destacado de expresividad, ya desde el mismo título, El Cantar de los Cantares, es decir, el canto por antonomasia. Esboza tópicos temáticos (la pasión amorosa, la humanización de una naturaleza fuertemente sensualizada, la inevitabilidad de la muerte) que desarrollará en libros posteriores; introduce símbolos y temas simbólicos (el vino, el mar, el sueño) que han adquirido cierta continuidad en su poesía, rasgos que proporcionan al libro un aire de familia en el conjunto de su producción. Sin embargo, al presentarse dividido en cantos en los que intervienen distintos personajes (la amada, el amado, el coro), ensaya una estructura de poema dramático que no volverá a utilizar en el resto de su obra, y, sobre todo, dada la intensa sensualidad que envuelve al poema (en realidad, de eso se trata, de un único poema dividido en cantos), supone la manifestación más contundente de imaginería verbal y plasticidad lírica de entre toda la poesía que publicó su autor.

Con una tirada de tan solo doscientos ejemplares, en 1960 se publicó el primer, y único, número de la colección Papageno, Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (el libro que mayor fortuna ha tenido pues se ha reeditado en dos ocasiones: en 1993, en la Institución Fernando el Católico, y en 2011, en Los libros del Señor James, en ambos casos con introducción de A. Pérez Lasheras). Dividido en cuatro libros formado cada uno de ellos por un solo poema, Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (repárese, de nuevo, en el superlativo) presenta la particularidad de ser la única obra publicada por J. A. Gómez que ofrece sus páginas numeradas. Si desde un punto de vista espacial o geográfico, Los negros y El Cantar de los Cantares eran libros ligados a la naturaleza (la selva, el jardín), con esta obra —que representa en cierto sentido la plenitud de un ciclo poético, la depuración y perfección de una técnica expresiva ensayada en sus entregas anteriores— inaugura su gran poesía de la ciudad, que culminará en Acerca de las trampas. Poesía urbana dotada de una inquietante belleza es, a pesar de la nota de humor introducida en el título, una composición amarga que sume al lector en una honda pesadumbre. Y con la entrada de la ciudad se produce también la incorporación de un nuevo personaje poemático con una amplia presencia en la poesía desde los inicios de la modernidad: la masa, la muchedumbre, la multitud, situación que hará que el protagonista del discurso poético, sin llegar a desaparecer, se disuelva en un complejo escenario en el que el yo lírico ha perdido algo de entidad en favor de ese otro personaje sin rostro que es el personaje colectivo. Así, la presencia de los gorilas ha de interpretarse como un síntoma deshumanizador y está íntimamente ligada a la de la masa (el público, la gente) como elemento característico de la vida urbana. Muy probablemente, se trata de un rasgo heredado de M. Labordeta, quien ya había utilizado los gorilas (u otros animales pertenecientes a su tronco común: monos, chimpancés, orangutanes) en diversas ocasiones y con parecidos propósitos: criticar procesos de deshumanización y despersonalización, reprobar modelos de adocenamiento colectivo.

Con Acerca de las trampas (1970) alcanza el volumen más compacto y consistente de su obra. Recapitulación y síntesis de su producción literaria entre 1960 y 1970, es su gran libro de madurez existencial y expresiva, materializado en una expresión al mismo tiempo compleja y depurada gracias, en buena medida, al enorme revulsivo que supusieron sus diversas estancias parisinas, tanto en los aspectos relacionados con la canalización de sus afectos y emociones como en los vinculados con la destilación de su técnica poética. Voz de voces, aquí encontramos los temas que siempre le interesaron (el amor, a menudo insatisfecho, el desarraigo existencial de quien no pudo encontrar jamás su locus, el odio cainita del perseguido y la coacción de la multitud, el anhelo de una vida plena y la presencia serena y raras veces amenazante de la muerte), tratados sin ningún pudor, con una honestidad y una valentía radicales (en ocasiones también con una visceralidad no suficientemente filtrada por el tamiz de la escritura) y configurando así un universo poético poliédrico y polifónico. El libro se abre con un durísimo y desolador poema que cumple las funciones de poética, “Prólogo para un silencio interminable”, título en el que aparece una de las palabras clave en la escritura de J. A. Gómez: “silencio”. En 1970, cuando aparece esta obra, habían transcurrido diez años desde la anterior, y —con la excepción de una parte de El fuego de la historia (publicada en el diario Marruecos en 1977)— pasarían otros dieciocho, hasta su muerte en 1988, de igual forma. Esto quiere decir que en veintiocho años solo publicó este libro, hecho que lleva a concluir que ese silencio, como indica el título del poema, fue en efecto interminable, la plasmación de una realidad. El silencio, un campo semántico recurrente a lo largo de toda su escritura, funciona aquí como un balance de resultados poéticos, metáfora final de una palabra enterrada en el desierto de la afonía. Quien al principio del poema (vv. 1-3) ignora no solo la identidad de los destinatarios sino también la razón de la existencia de su poesía,

 

Con humildad escribo

la delirante arquitectura en reposo de mi poesía,

para qué, para quién,

al final del mismo (vv. 41-43), pertrechado de sabiduría y experiencia, se dará cumplida respuesta:

Tal pudo ser para nada ni nadie

al preguntarme ahora por los límites hondos de la pena

en el ruedo insensato de esta insultante eternidad baldía.

 

Este poema adelanta algunos temas que reaparecerán posteriormente: la ciudad (Zaragoza, París), el país (España), el amor, critica la pasión española por el juego (“en un país con alma de naipe”, v. 9), la incansable persecución a que es sometido por los guardianes de la moral y el orden público (“la desesperación nocturna del asfalto que espía/irrevocables sufrimientos, agónico-girar-molino-corazón”, vv. 14-15), la hipocresía y la caridad mal entendidas (“casas y cartapacios hartos de sopas y de misas”, v. 22), la crueldad y la ignominia, en fin, de un sistema social que primero tortura a sus disidentes y luego los bendice (“tapias de adobe civil a quienes a tiros arrancaron las camisas/para cubrirlas luego con casullas de sangre”, vv. 25-26).

Zaragoza, ya ha sido anotado, es un motivo central en esta poesía, en este libro y en otros lugares. Aparece, por ejemplo, en “Geografía”, poema recogido en un folleto titulado Seminario de Poesía y publicado en 1970 por el Departamento de Literatura Española de la Universidad de Zaragoza (la publicación es reflejo de una sesión poética celebrada en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza el 17 de abril de 1970 en la que se leyeron poemas de M. Labordeta —en esa fecha ya fallecido—, L. Gracia y J. A. Gómez). En esta ocasión, la ciudad es descrita con una inusitada crueldad (explicable probablemente a partir de ciertas experiencias personales), contemplada como símbolo de la desesperación, el confinamiento, la muerte, la venganza y la miseria moral, con una mirada muy próxima a esa otra con la que Cernuda contempla España desde el destierro, y ello a pesar de que el zaragozano no sintiera especial predilección por el autor de Ocnos, tal como se desprende de la lectura del ensayo España: Poesía y Teatro contemporáneos, 1936-60 (Gómez, 1968). El dolor ha dejado paso al rencor:

 

Zaragoza limita al Norte con la Desesperación

asomada a los crujientes secanos que buscan grandes puertas

para escapar al insulto de los Paradores de Turismo.

[…]

Zaragoza limita al Sur con las arpilleras rotas de los Presidios

balanceadas por el aliento de los castigados a celdas,

[…]

Zaragoza limita al Este con la ira del viento

que aún no ha conseguido borrar los nidos de ametralladoras,

[…]

Zaragoza limita al Oeste con la indiferencia de los campanarios,

[…]

Zaragoza limita con toda limitación, con el frío y las voces

de las esquinas custodiadas por los tercos vendedores de Iguales,

únicas voces permitidas, únicos gritos

golpeando las calles, únicos

y ciegos.

Ciegos.

Abrid los ojos.

 

Ahondando en la línea inaugurada en Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, la poesía de Acerca de las trampas, íntimamente ligada al palpitar de la ciudad, contempla el alcohol como un elemento revelador y característico de ese escenario, un escenario que es dinámico y cambiante, donde se suceden el día y la noche, la alegría y la tristeza, el placer y el dolor, la abundancia y la pobreza, el sueño y la vigilia, el contacto y la ausencia, un escenario por el que circulan variopintos y singulares personajes que protagonizan diferentes acciones. Así, el alcohol alcanzará un significado u otro en función del estado de zozobra, plenitud, gracia, insatisfacción, alegría, etc., que se refleje en el poema-

Probablemente sea el amoroso el registro expresivo en el que J. A. Gómez alcanzó mayor solvencia y calidad literarias (Saldaña, 1998). Su poesía, en este campo semántico, raras veces se resuelve en un punto de equilibrio; sometida a un acusado estado de ansiedad casi siempre insatisfecho, la tensión en la que se encuentran amante y amado —víctima y verdugo de una misma representación dialéctica— es una de sus características peculiares. En la mayoría de las ocasiones, la voz del protagonista del enunciado (a quien identificamos inevitablemente con J. A. Gómez) es la del enamorado abandonado que trata de consolarse de la pérdida de su amante. En todo caso, una lectura atenta del libro nos muestra que las dos grandes unidades temáticas que lo conforman, el ser social y el ser amoroso, difícilmente se dan aisladas, sino que elementos procedentes de la poesía cívica tiñen la poesía amorosa y, al contrario, elementos tomados de la poesía amorosa entran a formar parte de poemas sociales; por otro lado, la retórica amorosa aparece frecuentemente salpicada de elementos propios de la arquitectura urbana (murallas, puertos, playas, faros, evacuatorios, estatuas, muros, túneles, etc.) y elementos cívicos, aunque presentados con un considerable ropaje metafórico, como “libertad del firmamento”, “tierra sufriente”, “torrentes secos”, “polvorientos olivos de plata”, etc.

Julio Antonio Gómez es un caso aparte en la historia de la poesía española de su tiempo. Aunque aragonés de nacimiento, sus lecturas y amistades foráneas, su educación y formación cosmopolitas, sus cada vez más frecuentes, prolongadas y hasta definitivas estancias en otros lugares, su despegue de lo que podríamos presentar como rasgos característicos de un cierto imaginario poético aragonés contemporáneo (parquedad expresiva, primacía del contenido, déficit de recursos plásticos, desatención formal) y su elaboración de una poesía del color y del sonido, pletórica de imágenes, metáforas y símbolos, sensual y apasionada hasta la extenuación, vibrante y musical, todos esos elementos hacen de él un poeta en clara progresión ascendente que culmina su trayectoria con la redacción de un libro singular, Acerca de las trampas, condensación y cenit de su poética, un libro repleto de aciertos expresivos que, sin embargo, fue escandalosamente silenciado por el establishment de la crítica literaria en el momento de su aparición, preocupado más en aquel instante por consolidar otro tipo de poética. Sin embargo, nuestro poeta parece que aprendió la lección: sin renunciar jamás a la carga dramática, el humanismo, la sinceridad, el componente vital, la experiencia y la autenticidad (elementos que solo pueden conducir al patetismo, dirían otros) como fuentes de una poesía desigual y discontinua, supo dotarla en ocasiones de un armazón retórico bien construido, consistente, con una renovada y a veces compleja y retorcida sintaxis, unas técnicas expresivas cercanas unas veces al surrealismo, otras al expresionismo, y configurando con todo ello un escenario discursivo muy condensado de signos, significados y significaciones. Julio Antonio Gómez aprendió la lección y al final se convirtió en un jugador que hizo de las trampas de la vida la materia con la que pudo tejer los hilos de unos cuantos poemas memorables.

 

Referencias bibliográficas

Gómez, Julio Antonio (s. f.). Los negros, ejemplar mecanografiado [puede consultarse en A. Pérez Lasheras (1992)].

_____(1959). El Cantar de los Cantares, Zaragoza, ed. del autor.

_____(1960). Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, Zaragoza, col. Papageno, 1.

_____(1968). España: Poesía y Teatro contemporáneos, 1936-60, ejemplar manuscrito [puede consultarse en A. Pérez Lasheras (1992)].

­_____(1970). Acerca de las trampas, Zaragoza, Ediciones Javalambre, col. Fuendetodos, 4.

_____(1989). El corazón desbordado (epistolario), ed. de A. Castro, Zaragoza, Olifante.

Pérez Lasheras, Antonio (1992). Una pasión sombría: vida y obra de Julio Antonio Gómez, 2 vols, Zaragoza, Diputación de Zaragoza.

Saldaña, Alfredo (1993). “Zaragoza, París, Tánger: notas para una geografía poética de Julio Antonio Gómez”, Alazet, 5, 151-163. 

_____(1994). Con esa oscura intuición. Ensayo sobre la poesía de Julio Antonio Gómez, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza.

_____(1998). “En la hora secreta de la dicha: la poesía amorosa de Julio Antonio Gómez”, A. Pérez Lasheras y A. Saldaña, eds., El desierto sacudido (Actas del Curso Poesía aragonesa contemporánea), Zaragoza, Diputación General de Aragón, 181-196.

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

Cirlot y los hombres sensatos

25 de enero de 2018 09:14:38 CET

Ahora que, para decirlo como lo dijo en el generoso comentario a unos versos míos hace casi veinte años Luis Alberto de Cuenca, todo parece ser en torno nuestro “conforme y según”, por fuerza ha de resultar natural que cualquier fervor, cualquier muestra de convicción adherida a alguna idea o sentimiento de tal modo absoluto como para dar forma a una acción de vida, se hagan extraños, puede que a duras penas tolerables, únicamente accesibles a la imaginación de épocas o de culturas ajenas. Y esto debe ser cosa de nuestro tiempo —o sea, cosa histórica—, pero seguramente también será cosa de siempre, o sea, cosa de la edad.

Porque no tendrá nada de raro que una vez pasada y bien pasada la juventud (en el caso de aquellos versos míos, ya postrera, aunque sostenida en pie creo que sobre un voluntarismo literario aferrado a cierta verdad, para entendernos, del corazón), nuestra representación imaginaria nos la ofrezca en yunta con el fervor aquel, hasta dar por hecho que con la pérdida de la juventud ha de llegar siempre, necesariamente, la de cualquier evidencia no ya apoteósica, sino sencillamente afirmativa de la realidad y de nuestro sitio en ella, y sobre todo de la realidad de la que hablan nuestros poemas, como ocurría, pensamos, antes de que todo fuera mordido por la duda.

No me cuesta ningún esfuerzo llamar ahora a aquellos versos míos fabulosos, románticos, surrealizantes, y también cirlotianos —mi generoso amigo profesaba como yo esa devoción, y creo que la seguirá profesando—. Iba con ellos desde luego un afán mitográfico; llevaban consigo el empeño proclamativo de un mundo esencial, que, únicamente hecho de verdad poética, parecía sin embargo resistir al otro, circunstante, al que, no obstante, aquel puramente poético no anulaba, sino al que transfiguraba o transustanciaba en una especie de materia o de geografía espiritual. “La vivencia lírica”, como se titulaba uno de los artículos publicados por Cirlot en los años cuarenta en la revista Entregas de poesía de Juan Ramón Masoliver, “tiende a una proyección recíproca —amorosa— de los dos mundos”, decía el poeta. Así que en esos momentos de lirismo privilegiado, se venía a hacer posible lo imposible: que de las esencias imaginarias —y de su tiempo sin tiempo— tuviéramos alguna experiencia real. A la inversa, también sucedía que las imágenes de la naturaleza exterior que tenemos por más nuestra, por más auténtica (y yo tenía una muy interiorizada conciencia de la propiedad de unos paisajes, a los que concedía, pues, un valor metafísico) ganaran rango analógico de elementos imperecederos, no ya del reino de la existencia, sino del reino del ser, una vez cristalizados en el atanor del arte que habría suprimido de ellos —como decía Cirlot en el artículo aquel— “todo lo superfluo, todo lo inútilmente repetido de nuestra existencia”.

Henchida de pasión y casi guiada por ella, aquella idea la poesía parecía muy capaz de hacer valer los superiores derechos de la verdad imaginaria por sobre la verdad objetiva y común del mundo existente y, desde luego, por encima de los de la otra verdad política o consensuada del mundo histórico. Pero el tiempo pasa. El voluntarismo acaba siendo abandonado al darnos cuenta, en fin, de la indiferencia de lo real con respecto a nuestros deseos. La edad. Y también de la injusticia selectiva que significa imponer aquello esencial y, por tanto, imaginario, por sobre lo carnal, lo real, lo sensible —así pues, “lo superfluo”, que diría Cirlot— en lo cual vivimos y amamos para nuestra dicha y nuestro dolor. Y vemos también que los momentos alumbrados en la susodicha “vivencia” son precisamente eso, momentos, como si dijéramos puntos acotados de una  plenitud discontinua, como lo son los milagros y las experiencias estéticas, pese a que el poeta, y sobre todo el poeta o el artista surrealista o visionario, actúa en la sugestión de que el orden simbólico ocupa la vida práctica a tiempo completo.

Un día, por decirlo así, nos parece que todo eso viene a ser lo mismo que ocultar la verdad. Y que, en efecto, más bien se canta en el gozo y la pena de las experiencias sensibles, en la conciencia de su discontinuidad. Pero el caso es que esto no me exige, ni mucho menos, emprender el repudio de aquel poeta y renunciar a su aprecio, para mí asociado al recuerdo de la juventud. Sería muy desagradecido. Y, sobre desagradecido, injusto, con el tipo de injusticia que se cometería si aquella juventud y sus fervores fuesen ahora enjuiciados por un tribunal senescente en aplicación de leyes de un régimen derrocado. Pero para entender del todo la naturaleza de la injusticia que podríamos cometer con Cirlot es importante retener aquella frase, en la que él llamaba precisamente “amorosa” a la comunicación entre esos mundos que ahora nos parecen antagónicos, el de las esencias imaginarias y el de la existencia superflua y real, el del sueño de la plenitud y el de la intermitencia de sus instantes en la vida. Porque esa consideración da cuenta, precisamente, de la conciencia reflexiva con la que el propio Cirlot acometió la dualidad y su tragedia. Y porque es exactamente en esa calidad “amorosa” como la experiencia que cura de la dualidad misma de los mundos —“la vivencia lírica”— declara su pertenencia a una tradición literaria y filosófica antigua y venerable como pocas, que finalmente brota, creo yo, de manadero platónico. Pero vayamos por partes.

Mi primera intención en este recuerdo de Juan-Eduardo Cirlot cuando se cumplen cien años de su nacimiento, era evocar al menos tres encuentros no expresivos precisamente de su admiración (que ya he expresado otras veces) sino enfilados a su crítica, a las razones por las que Cirlot pudo ir alejándose de las sintonías de un poeta, ya no joven, que viajaba ahora, digámoslo así, más bien sobre el otro caballo de los que arrastran al auriga platónico, el que, en vez de entregarse al fervor, se refrena. Yo creo que Cirlot fue, desde luego, un poeta de raza romántica y profética, y que lo fue —esto es decisivo— sin sombra de ironía, sin distancia, es decir, en el anhelo de que la “vivencia lírica” no fuera esporádica, sino vislumbre real de una temporalidad continua, de una vida verdadera, de la vida que, heideggerianamente, llamaríamos “auténtica”. Y el poeta-profeta, completamente persuadido de su convicción, no podrá conceder nunca que la verdad de su canto se circunscribe a su subjetividad, o sea, que consiste en un fragmento más del mundo de fragmentos innumerables entre los que, en nuestro régimen cultural, la verdad yace —política, institucionalmente— diseminada; nunca dudaría, por decirlo así, de la verdad de su poesía, incluso extramuros del poema.

Por lo demás, nadie podrá decir de Cirlot como de alguien particularmente irreflexivo; no hay que olvidar su ingente obra en la crítica de arte o en el comentario literario, que su congruencia intelectual tiñe, eso sí, del mismo y unitario profetismo de su poesía. Ninguno de los filósofos de la tradición, venía a decir Leo Strauss en cierta página sobre Spinoza, pensó que la verdad de su proposición pudiera ser punto menos que absoluta, aunque hoy cueste, por lo visto, entenderlo. Pero también podríamos decir que la operación poética propiamente moderna, antes que consistir en la renuncia a esa verdad absoluta, viene determinada por el acotamiento de las condiciones en las que su expresión puede resultar objetivamente eficiente, entre los linderos de un espacio específico y cerrado de experiencia al que llamamos, justamente, poema; lo otro, la eficiencia de esa verdad a las afueras de ese objeto, será más bien un asunto especulativo. Pero esto quiere decir, en el fondo, que ya no hablamos de la verdad, sino de la verosimilitud, que es lo propio de los realismos y de todas las estéticas históricas sustentadas sobre una congruencia puramente interna. Por ejemplo, la que venía a proponer Robert Langbaum en su libro célebre, con él que tiene que ver la primera de las tres circunstancias, una personal y otras dos estrictamente literarias, con las que me proponía inicialmente ilustrar el alejamiento que creí sentir de Cirlot a medida que cobraba conciencia de la juventud perdida y me iba alineando con otras poéticas, más propias de los que llamaremos “los hombres sensatos”.

El nueve de diciembre de 1988 mi cabezonería me hacía creer aún que la subjetiva verdad de lo vivido como sentimiento podía manifestarse poéticamente como una razón objetiva. En aquella fecha, que recuerdo al verla impresa en un libro, pregunté con más o menos impertinencia por Cirlot —ya sabía yo a grandes rasgos su opinión y la de sus amigos— a Jaime Gil de Biedma, quien leía por última vez sus poemas en la Residencia de Estudiantes. Y le pregunté incluso por Julio Garcés, el amigo de Cirlot de quien yo iba a publicar, precisamente por intercesión de Luis Alberto, la poesía completa. Fue muy amable, muy gentil, muy lejano, los recordó a los dos —“sí, el que se fue a América…; mándamelo…”—; pasó por alto mi otra ingenua y descarada pregunta pública sobre sus imitadores y su gusto o no gusto por la música de acordeón… Yo sentía mi admiración por JGB de manera tan totalmente incompatible con la de Cirlot como sin duda era, pero debía ocultármelo, si es quería —como, de hecho, quería— seguir a resguardo de la metafísica mitográfica de mis poemas.

Cirlot venía, dicho con prisa, del surrealismo revivido en la pronta posguerra (pensemos en la exposición española de los collages de Max Ernst de 1936) como una especie de neo-romanticismo; concretamente, en la Zaragoza de su servicio militar (y de Alfonso Buñuel, que practicaba con tenaz dedicación el collage ernstiano). Y pasó luego por diversas etapas en las que al bagaje cultural se fueron incorporando el surrealismo francés, el Dau al Set barcelonés, la simbología musical de Schneider, la antropología, la magia, el cine…, hasta articular una poética cuyo sistema de producción no se explica sin el recuerdo de ciertos mecanismos estéticos no ya modernos, sino muy característicamente conformadores de esa subjetividad moderna que en su versión más radical Nietzsche vio como si fuera un baile de disfraces, en el que los hombres dispersos nos defendemos de la verdad tras una máscara que, según los momentos, puede ser neolítica, sumeria, egipcia, romana, frisia, gótica, etc., etc.. Sólo hay que recordar la inventiva a la que Cirlot apelaba para forjar una especie de ficción apócrifa aprovechando las posibilidades alusivas de las modernas ampliaciones fotográficas de objetos arqueológicos, por ejemplo. Pues bien, de todo esto era él muy dolorosamente consciente; no lo vivía, digamos, enajenadamente, con ironía. Ni lo experimentaba en sesiones de duración convenida, sino con la pretensión de vivir así la vida en su plenitud entera y continua, la vida de verdad. El desgarro entre los dos mundos que atraviesa toda su poesía es la que dicen estos versos célebres del poema-prólogo a Diariamente, de 1949: “Voy vestido de gris. A veces llevo / una corbata rosa”, de un modo luego repetido, más o menos, en muchos otros libros, hasta la reaparición exacta y final en Bronwyn Z, veinte años después: “Ando entre peatones y automóviles / … / Voy vestido de gris y mi corbata / es rosa. / … / Y en esta vida me rodean / seres a los que quiero y que me quieren / más en lo humano siempre, sin poder / entrar en el castillo no visible / de aquellos ´más allá` que me dirigen / sonambúlicamente. // Siempre supe que no era de este mundo, / con todo he sido fiel a su presencia / y me adhiero con fuerza lo que real / se dice, se figura”.

Todos los exteriores, por decirlo cinematográficamente, de Cirlot, todos los decorados de su poesía, todos sus egiptos, sus cartagos, sus países célticos o medievales, reflejan o traducen el paisaje de su subjetividad en condiciones que en nada lo asemejan a un paisaje épico, objetivo, sino que declaran lo que es, un paisaje lírico, como él mismo llamó a su “vivencia”, fraguado como reflejo simbólico de una conciencia de existir partida y doliente. Más o menos iluminado, Cirlot ve, pero también se ve viendo, y entre ambas visiones hay un hiato que es fuente de dolor, tal como sucede en la experiencia —germen del famoso ciclo poético— de contemplar el rostro de Bronwyn, la protagonista de El señor de la guerra, y al mismo tiempo el de la actriz Rosemary Forsyth, eventualmente asimilados en el tiempo de la ficción narrativa. Ese dolor nacía, sin duda, de la ansiedad con la que el poeta anhela conferir a su experiencia imaginaria una universalidad esencial; y es la herida que cerrarían —aunque sólo teóricamente— los, por así decir, “realistas” aislando de la vida el terreno de su experiencia estética, como en una especie de operación anestésica.

Unos años después, cuando yo ya no creía ni vivía tan genuinamente los poemas que escribía —pero aún los escribía— di con un retrato de Cirlot en el segundo volumen de las memorias de Carlos Barral, el más próximo correligionario, quizá, de Gil de Biedma en los años en los que ambos se relacionaron con aquel personaje para ellos sin duda pintoresco, estrambótico, el poeta-profeta tocado, no obstante, con un borsalino de ambigua pulcritud surrealista. Esas páginas de Barral, estupendas, que recuerdan a Cirlot en Los años sin escusa (1977), hablan del coleccionista de espadas cuya fotografía tomada por Català Roca tantas veces ha sido reproducida… Por lo visto, Cirlot, “una de las personalidades más ricas en sorpresas y contradicciones del mundillo cultural barcelonés de aquellos años”, hacia mitad de los cincuenta se presentaba de continuo en casa de Barral (por lo demás, vecino entonces de Tàpies) a fin de dar captura, en intercambio de otras piezas, a una daga francesa del siglo XV propiedad del poeta de Calafell. Al fin la consiguió mediante una apuesta, para perderla de nuevo años después a favor de su antiguo dueño en la negociación para la edición de un libro, precisamente, sobre Tàpies. “La fe surrealista —dice el memorialista— había movilizado en él unas zonas disparatadas de irracionalidad que una inteligencia nada despreciable fundía en forma de filosofía monstruosa y, naturalmente, dogmática”. Y esta es la cuestión: más que lo real y lo fabuloso, más que una divergencia estilística, la incompatibilidad entre Cirlot y las inteligencias poéticas de lo que el mismo Barral llamaría “operación realismo”, se encuentra en lo que vendría a ser una disputa acerca de la especialización poética, de la circunscripción de esa experiencia a un territorio específico, de la amplitud de la verdad en relación con la poesía. Cirlot habría arrostrado la escisión de su subjetividad tras atisbar, entre mundos, el sueño de una plenitud continua, mientras los otros habrían acotado de partida el terreno poético hasta encajarlo en el espacio cerrado de unas experiencias eventuales. Para estos, el punto de vista de quien concede a la poesía el campo de expansión completo de la vida, sólo puede ser considerado monstruoso, como asimismo “dogmáticas” las excursiones estéticas del según los días medieval o mesopotámico Cirlot a los mundos perdidos de la historia del alma.

Finalmente, la tercera mención que en desapego de Cirlot me proponía sacar a la palestra, es un fragmento de carta de Gabriel Ferrater a Gil de Biedma de 1959, en el que sin hablar, en concreto, nada de él, se dice mucho, casi todo, del meollo de la diferencia; en la cita de Ferrater es, además, donde aquel viejísimo asunto amoroso que da cuerpo a una historia entera de la poesía, cobra de pronto una reviviscencia llena de resonancias. “Creo que ese conjunto de poemas centrales en tu libro expresa muy bien —dice Ferrater a la publicación de Compañeros de viaje — algo que, para decirlo en jerga sacristánica, es uno de los rasgos definitorios del ser ético de los hombres de nuestro tiempo. Se trata de que somos sensatos —los que lo somos— sin tener razones para serlo. Lo somos porque ´nos lo son`, porque la vida lo es, y al irnos conformando a la vida y con la vida, nos lo volvemos; y de pronto nos damos cuenta de que lo somos, y nos coge de sorpresa. Vivimos en tiempos en que sólo los locos disponen de justificaciones de alto calado, de teorías bien redondas y de eficacia patentada: los locos inocentes son existencialistas o superrealistas o pintores abstractos, y los locos marrajos son católicos o comunistas, posturas todas ellas de alto prestigio. En cambio, el camino hacia la aceptación de la vida como es —el ´viaje` de tu libro— lo recorre uno sin músicas y más bien furtivamente”.

La cita incluye cosas importantes; una de ellas, claro, consiste en el quizá rudo realismo con el que Ferrater habla de “la vida como es”, pasando por alto lo que el mismísimo Juan de Mairena, patrono titular de los hombres sensatos, pensaba de esa pre-existente realidad objetiva: “es el milagro que obra el espíritu humano y el tomarla en vilo hazaña de gigantes”. O sea, que se trata con ella de una ficción (pese a que sea la ficción o mentira sobre la que se asienta la vida política en el régimen vigente del tiempo) y por tanto de un tiempo “real” que es, después de todo, una completa producción cultural. Pero sobre todo es que no ya la verdad, sino la objetividad de esta “vida como es”, descansa, en fin, sobre su condición funcionalmente necesaria a un antagonismo táctico, según el cual queda dibujado con claridad, frente al realismo que se postula, todo lo fabuloso, disparatado, inexistente, cosa, pues, de los locos, ya sean inocentes o marrajos. Los otros mundos. Pero es así, también, como ese acotamiento de la poesía a la experiencia del hombre común (lo que en definitiva sería el hombre en su estricta condición política) se parece mucho a lo que Eric Voegelin observaba que había hecho Hegel como providencia previa a la construcción de su ajustado, cerrado y perfecto sistema comprensible: “suprimir la pregunta”.

Ambos tipos de poeta, el loco y el cuerdo, el poseído y el sensato, tienen, como decíamos, una antiquísima historia. Y el final de la remonta se encuentra, creo yo, en la misteriosa manera con la que el Fedro platónico parece ser a la vez (aunque no al mismo tiempo, sino más bien primero una cosa y luego la otra) un diálogo sobre el amor y un diálogo sobre la poesía —y sobre la retórica, el discurso y la escritura—. Pues bien, aquí es donde la frase antes retenida de Cirlot acerca de la proyección que, según él, comunicaba los mundos esencial y existencial, imaginario y real, sensato e insensato, recobra toda su densidad. Que sea amorosa, propiamente erótica, determinada por el deseo, la comunicación capaz de suturar en una continuidad existencial el abismo que desgarra los paisajes del alma y los de la vida práctica en una dialéctica irresoluble, convierte sin remisión al poeta en amante. (El amor es creador, ya lo sabemos). Pero nada diríamos con ello acerca de nuestra disputa si no concretásemos de qué amor hablamos, más exactamente de cuál de los dos amores a los que el Fedro se refiere. Hay que tener en cuenta que, mientras uno de ellos —el del primer discurso del diálogo— se correspondía con la ceguera irreflexiva de una posesión entusiasmada, al otro más bien le cuadraría lo que el propio texto llama “sensatez” o buen sentido creciente a lo mejor. Pero el caso es que en lo que puede parecer una especie de palinodia, el diálogo emprende luego el elogio de la manía por encima del buen pensamiento y su territorio acotado. “Aquel que sin la locura de las musas —dice Sócrates aunque lo atribuya a Estesícoro— acuda a las puertas de la poesía, persuadido de que, como arte, va hacerse verdadero poeta, lo será imperfecto, y la obra que sea capaz de hacer, estando en su sano juicio, quedará eclipsada por la de los inspirados y posesos”. Y también: “tanto es más bella la manía que la sensatez, pues una nos la envían los dioses y la otra es cosa de los hombres.” ¿En qué quedamos? Todo se aclara un poco si pensamos que, más que una contradicción inexplicable, lo que el texto platónico nos muestra es la compatibilidad que para el griego existía entre la sinrazón poética y la inspiración religiosa. En concreto para Platón, cuyo desvelo podríamos resumir en el afán de rescatar le eficiencia del lenguaje sagrado por vía racional. Algo sin duda imposible, porque en ese espacio también específico y acotado —el religioso—, la mentira podía igualmente dejar de serlo, pero volvía a ser mentira contemplada desde afuera, racionalmente; también ahí lo insensato tenía su función, que perdía en el desdoblamiento.

Lo que estuvo vedado a Cirlot, en suma, fue, la construcción de ese paréntesis dentro del cual la integridad de lo real queda garantizada (para la razón) aunque interinamente suspendida (por la imaginación). Cirlot sentía la imposibilidad de esa suspensión, y por tanto lo irresoluble de la dialéctica de la que mana el dolor. El muy filosófico Cirlot, el nada inconsciente ni irreflexivo Cirlot, el platónico, el casi siempre heideggeriano Cirlot, acaba siendo el poeta contemporáneo que actualiza la relación del amor y la poesía con rasgos más atentos a sus raíces. Su mera consideración de la dualidad significa ya hacerse cargo de la división de los mundos, que sólo a través del amor, según él, se comunican. Y junto a ese arrostramiento, es como si la ficción antigua y la suspensión moderna respondieran, en efecto, a una verdad, pero mediante lo que antes hemos llamado con Voegelin “la supresión de la pregunta”.

Aun así, verba non res; las teorías tienen una claridad que la realidad desbarata. Ni siquiera nuestros poetas sensatos, políticos e históricos, ignoraron lo suprimido ni acotaron la verdad en “lo que inútilmente se repite”, como la teoría experiencial proponía. En “Pandémica y celeste”, sin ir más lejos, el poema quizá más alto de Jaime Gil, aparecen explícitamente los dos amores, el de Urania y el de Pandemos, el celeste y el terrestre, el divino y el humano, como en el discurso de Pausanias; ahí, al lado de toda la eventualidad promiscua del sexo, también se dice del “verdadero amor”. Y está también la observación de Ferrater acerca, precisamente, del “balanceo de la emoción (…) que carga alternativamente sobre el platillo de los apetitos fantásticos —por así decir— y sobre el de la objetividad…”. Ocurre, pues, que suprimir la pregunta no significa, naturalmente, suprimir el dolor, acabar con el sentimiento de la disociación, con la lástima de la discontinuidad. Ya lo sabe quien, incluso mucho después de despertar, recuerda el amor vivido en un sueño.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Andrés Ruiz

En la historia de la poesía en lengua española hay un antes y después de la publicación en 1954 de Poemas y antipoemas, de Nicanor Parra. Entró de golpe en la poesía el habla de las calles, desalojando la predominancia del canto y de la imagen, el reinado de Neruda y la Generación del 27, y entró a la vez ese humor áspero y subversivo que se ha convertido en una marca indeleble de la obra de Parra. “Advertencia al lector”, el primero de los antipoemas –es decir, de los textos reunidos en la última de las tres secciones de ese libro–, ya intuía las protestas que provocaría, escenificándolas en la boca de lectores imaginarios: “‘¡las risas de este libro son falsas!’, argumentarán mis detractores, / ‘sus lágrimas, ¡artificiales!’ / ‘En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza.’ / ‘Se patalea como un niño de pecho.’ / ‘El autor se da a entender a estornudos’”. Curiosamente, Parra se equivocaba. En algún momento, es cierto, hubo voces de protesta contra la antipoesía, como el padre capuchino Prudencio Salvatierra, que preguntaba, indignado: “¿Puede admitirse que se lance al público una obra como esa, sin pies ni cabeza, que destila veneno y podredumbre, demencia y satanismo? Me han preguntado si este librito es inmoral. Un tarro de basura no es inmoral, por muchas vueltas que le demos para examinar su contenido”. Lo cierto, no obstante, es que Poemas y antipoemas tuvo una recepción bastante positiva. El mismo Neruda escribió un párrafo elogioso para la contraportada y hasta el crítico oficial de El Mercurio, “Alone”, celebraría la modernidad de Parra y su talante “impetuosamente libre”. Durante los años siguientes, y sobre todo en la década de los sesenta, la antipoesía sería leída en todo el continente americano (incluso en Estados Unidos, donde Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti fueron amigos y traductores de Parra) y se convirtió en un modelo para una generación de jóvenes que intentaban adaptarse en su verso a tiempos revolucionarios, haciendo suyas sin duda las palabras de Julio Cortázar, según las cuales en América Latina hacían falta “los Che Guevaras del lenguaje, los revolucionarios de la literatura más que los literatos de la revolución”.

            El primer hallazgo de ese libro de 1954 fue su título. Parra es un poeta que siempre ha paladeado sus títulos y a comienzos de los cincuenta barajaba varias posibilidades para el poemario. Si hubiese escogido de otra manera podríamos estar hablando aquí del “célebre autor de Oxford 1950” o “de Entre las nubes silba la serpiente”, pero no, eligió bien: Poemas y antipoemas tuvo tanto éxito, como título, que se fijó en la memoria de críticos y lectores y se ha hablado desde entonces de Parra como “antipoeta” y de su obra como “antipoesía”. No es poco. Los demás son poetas, los demás escriben poemas; con su prefijo “anti” Parra, en cambio, es único, y como tal figura en las historias de la literatura.

            Para entender a Parra, creo que habría que pensar en tres aspectos fundacionales de su obra: su trabajo como profesor universitario de Ciencias, las raíces populares de su poesía y su intenso contacto con la cultura anglosajona.

 

Poesía + Ciencia = Antipoesía

Parra se ganó la vida, durante décadas, como profesor de Matemáticas y Física en la Universidad de Chile. Se estrenó en la docencia en un liceo de la ciudad de su infancia, Chillán, en 1938; entre 1943 y 1945 fue becado para estudiar un postgrado en Física y Mecánica Avanzada en la Universidad de Brown, en Estados Unidos; a su regreso a Chile, fue nombrado profesor titular de Mecánica Racional en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile; entre 1949 y 1951, becado por el British Council, estudió Cosmología en la Universidad de Oxford con el prestigioso astrofísico Edward Arthur Milne. En una entrevista de 1990, Parra reflexionaría sobre la importancia de la investigación científica en su visión del mundo y, concretamente, en su obra (anti)poética: “El Principio de Relatividad y el Principio de Indeterminación, que son centrales de la Física de este siglo, a mí me llamaron mucho la atención desde el comienzo. Creo que sin esos principios yo no me hubiera atrevido a relativizar, ni tampoco a indeterminar. Relativizar, porque la ironía es un método de distanciamiento”; la Física le enseñó que “es muy difícil hacer aseveraciones tajantes, que el terreno que pisamos es muy débil”, y él –como ciudadano, poeta y antipoeta– no ha hecho más que trasladar los principios de relatividad e indeterminación “al campo de la política, de la cultura, de la literatura y de la sociología”.

            Me parece curioso que Parra tenía, ya en la época en que escribía sus primeros antipoemas, una aguda conciencia respecto a estos vínculos con la ciencia. En una poética escrita para la antología 13 poetas chilenos, de 1948, afirmó que se sentía “más cerca del hombre de ciencia que es el novelista que del poeta en su acepción restringida”, y que “el lenguaje periodístico de un Dostoievski, de un Kafka o de un Sartre, cuadran mejor con mi temperamento que las acrobacias verbales de un Góngora o de un ‘modernista’ tomado al azar”. La idea del novelista como un hombre de ciencia es reveladora, porque es claro que Parra se identificaba con la indagación del hombre y la sociedad contemporáneos emprendida por los narradores mencionados. Por otra parte, declaraba su interés, como poeta-científico, no tanto por la angustia, la desesperación y la nostalgia –“aspectos parciales del alma humana”– como por “la frustración y la histeria, factores determinantes de la vida moderna”.

  ¿En qué sentido podríamos ver en un texto como “Los vicios del mundo moderno”, tal vez el más conocido de Poemas y antipoemas, ese trabajo de investigación y análisis cuasi-científico? En primer lugar, habría que decir que se trata, como casi todos los antipoemas, de un texto situado en la gran ciudad, que percibe en la vida urbana la experiencia arquetípica de la modernidad, pero que habla no solo sobre esa experiencia sino a partir de ella. La voz que habla no ofrece una denuncia fríamente razonada y organizada de los vicios modernos; más bien, accedemos como lectores al proceso de razonamiento de alguien que se esfuerza por aclarar y argumentar sus ideas sobre la modernidad pero es incapaz de hacerlo: se distrae, se confunde, se deja llevar obsesivamente por extrañas imágenes oníricas (“El mundo moderno es una gran cloaca: / los restoranes de lujo están atestados de cadáveres / digestivos y de pájaros que vuelan peligrosamente a escasa altura”), y cuando se pone a enumerar los vicios su discurso acelera vertiginosamente y empieza a incluir elementos disparatados que son cualquier cosa menos un vicio. Por último, nuestra sensación –como lectores– de estar leyendo o escuchando a alguien que delira, que no sabe construir un argumento racional, nos lleva a pensar que el “autor” no puede estar de acuerdo con lo que dice, y que se trata en realidad de un personaje. Los profesores y estudiosos de la poesía repiten siempre que no es el autor biográfico quien habla en el poema, que hay que distinguir el “hablante” del “autor”; en la práctica, sin embargo, estamos acostumbrados a sentir, si no una identificación entre hablante y autor, sí una especie de respaldo por parte de este, una aceptación y no cuestionamiento de lo que se dice en el poema.

No es así en Parra. En una carta enviada desde Oxford, a su amigo Tomás Lago, en noviembre de 1949, volvió a vincular poesía y ciencia: “es necesario mirar a mis últimas poesías como hacia una ciencia literaria nueva”. Había que abandonar la “poesía egocéntrica de nuestros antepasados” en busca de una “reproducción objetiva de una realidad psicológica”, la cual no se conseguía “tratando de mostrar solo aquello que se considera revestido de cierta dignidad. Un poema debe ser una especie de corte practicado en la totalidad del ser humano, en el cual se vean todos los hilos y todos los nervios, las fibras musculares y los huesos, las arterias, las venas, los pensamientos, las imágenes, las asociaciones, etc., etc.”. En fin: el poeta “debe ser un ojo que mira a través de un microscopio en cuyo extremo pulula una fauna microbiana”. El sujeto delirante que habla en “Los vicios del mundo moderno” y en casi toda la antipoesía es, precisamente, eso: fauna microbiana, un objeto de análisis e investigación, y como “hombre moderno” un caso ejemplar de histeria y frustración para el poeta-científico, que elabora –con el frío, y a menudo irónico, distanciamiento de rigor– su discurso sobre el caso.

En libros posteriores, como Versos de salón (1962) y Obra gruesa (1969), Parra seguiría trabajando con técnicas narrativas y dramáticas sobre personajes antipoéticos literalmente fuera de sí, con los cuales pretendía encarnar de algún modo la precariedad psíquica –enajenación, sobresaturación de estímulos y siempre la frustración y la histeria– de los habitantes de nuestras masificadas urbes modernas. En esos nuevos libros, como el propio Parra ha señalado en entrevistas, el personaje se convertía en una especie de energúmeno que iba vociferando sus mensajes inconexos –a veces agresivos, otras veces patéticos– a interlocutores que no respondían, no le hacían caso o procuraban evitarlo.

Quizá la culminación de este trabajo de análisis e investigación haya sido la recreación del personaje histórico, Domingo Zárate Vega (El “Cristo de Elqui”), como personaje de sus libros Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977) y Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1979). Parra había conocido en su juventud a este predicador ambulante, que vendía sus folletos y declamaba sus sermones en los parques de Santiago, y lo escogió como un alter ego apto para los años más oscuros de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Escudarse tras la identidad y la voz de un Cristo de Elqui tan delirante como lúcido permitía al antipoeta resaltar la naturaleza “ficcional” de su obra y tratar temas –el abusos de los derechos humanos, los campos de concentración y tortura, la falta de libertad de expresión– que de otro modo habrían sido simplemente imposibles, y quizás incluso suicidas, en el enrarecido clima de miedo, censura y autocensura.

 

Poesía popular + poesía culta = Antipoesía

Nicanor Parra se crió en la ciudad de Chillán, situada en el valle central de Chile a unos 400 kilómetros al sur de Santiago. Al igual que sus numerosos hermanos –entre ellos los notables músicos y cantautores Violeta y Roberto–, se nutrió desde la infancia de la música y la poesía populares, y en alguna ocasión señaló que allí, en los suburbios de Chillán, nació la antipoesía, cuando él y sus amigos jugaban con la estrofa de una copla –“En una mesa te puse / un ramillete de flores, / María no seas ingrata, / regálame tus amores”–, haciendo una versión propia cargada de picardía infantil o preadolescente: “En una mesa te puse / un plato de chicharrones, / María no seas ingrata, / y abájate los calzones”.

            Parra se estrenó como poeta a finales de los años treinta. Impresionado, como tantos escritores de la época, por la noticia del fusilamiento de Federico García Lorca, intentó adaptar el Romancero gitano a un contexto chileno en Cancionero sin nombre, una obra que arrastraba muchos tics del granadino pero ganó el importante Premio Municipal de Poesía de Santiago en 1938. En ella estaban el léxico decorativo de la albahaca, el jazmín, las luciérnagas y el nácar y también una reformulación sui generis de las repeticiones lorquianas (“mira, mira”, “luna, luna”): “Pero hablando en serio serio / que nadie me niega niega / que cuando subo a caballo / me pongo mis dos espuelas”. Ahora bien, ya están los primeros indicios del antipoeta en ese primer libro: en las formas narrativas y dramáticas de Lorca trasladadas al mundo popular chileno, en los personajes comunes despojados de toda estilización y dignidad, en un lenguaje a veces brutalmente coloquial y en las altas dosis de humor. El tono desafiante y agresivo habitual en la antipoesía se hacía presente, además, desde los primeros versos del libro:

 

Déjeme pasar, señora,

que voy a comerme un ángel,

con una rama de bronce

yo lo mataré en la calle.

             

No se asuste usted, señora,

que yo no he matado a nadie.

 

La lección más importante que aportó Lorca a Parra fue la conciencia de que era posible franquear el abismo que había separado, de manera aún más nítida en Chile que en España, la tradición de la poesía culta de la poesía popular de raigambre oral. No existían clásicos chilenos como Quevedo, Góngora o Sor Juana Inés de la Cruz que se hubiesen explayado con destreza en ambas tradiciones. Esa lección lorquiana llevó a Parra, en obras posteriores, a un diálogo fructífero no con el romance español, sino con la tradición de estirpe hispana pero libremente desarrolladas en Chile de la “Lira popular”, las coplas y las cuecas, donde los elementos narrativos y dramáticos convivirían con mucho humor, con un lenguaje coloquial y con personajes y historias de la vida cotidiana. En gran medida, la antipoesía constituye una puesta al día de estos elementos dentro del molde culto y “moderno” del versolibrismo y del endecasílabo, que Parra maneja con insospechada maestría.

A lo largo de su vida, no obstante, Parra ha vuelto periódicamente a la poesía popular de octosílabos y rima asonante. Hay textos populares en las dos primeras secciones de Poemas y antipoemas; en 1958 publicó La cueca larga, un breve libro de cuatro poemas, dos de los cuales fueron musicalizados por su hermana Violeta; más tarde, en 1983, publicaría Coplas de navidad (antivillancico), y hay poemas populares también en el libro Hojas de Parra de 1985. En octubre de 2004, un “Especial Parra” publicado por la revista chilena The Clinic para festejar los noventa años del antipoeta, incluyó una selección inédita de las “Coplas de San Fabián”, muchas de ellas –se afirmaba– recopiladas en 1997 durante un viaje de Parra a su pueblo natal de San Fabián de Alico. Son coplas, se diría, del Chile más profundo: “Un cura se puso a miar / debajo de un limón verde / pasó una monja y le dijo / perro que ladra no muerde”; “Un cura se puso a miar / arriba una sepoltura / salió el difunto y le dijo / cuidao con la pintura”.

 

Poesía chilena + poesía anglosajona = Antipoesía

Los dos años que vivió Parra en Oxford (1949-1951) lo afianzaron en sus búsquedas antipoéticas. Carlos Bousoño, cuya Teoría de la expresión poética se publicó por primera vez en 1952 y sería durante décadas el libro más prestigioso de teoría poética en lengua española, planteaba una oposición central entre lo poético y lo cómico. Habría sido impensable en el mundo anglosajón. No es extraño, entonces, que Parra haya llegado en sus lecturas inglesas a las figuras canónicas de T.S. Eliot y W.H. Auden, dos poetas fríos, analíticos, y con notables momentos de comicidad en su obra; a Ezra Pound, cuya poesía estaba llena de “personae” y voces y que también había planteado, en un poema titulado “Salutation the Second”, las quejas y protestas de lectores imaginarios; a William Carlos Williams, que buscaba como Parra una poesía que respirara con los ritmos del habla; y también –Oxford, a fin de cuentas, es la cuna de los estudios clásicos– a Aristófanes, el fundador de la Comedia en Occidente, y a quien Parra mencionaría al final de ese antipoema inaugural “Advertencia al lector”:

 

Los pájaros de Aristófanes

Enterraban en sus propias cabezas

Los cadáveres de sus padres.

(Cada pájaro era un verdadero cementerio volante).

A mi modo de ver

Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia

¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores lectores!

 

            Si el Romancero gitano significó para Parra la dignificación de la poesía popular, sus lecturas inglesas constituían una dignificación del humor en la poesía. Hay lectores en España, fieles a la tradición de Bousoño, que han visto en la comicidad de la antipoesía una marca de superficialidad, pero el humor y la ironía del chileno están directamente relacionados al espíritu crítico, a esa mirada analítica y distanciada, esa grieta establecida entre el “autor” y su hablante. Por eso, en “La montaña rusa”, una breve poética que forma parte de Versos de salón, Parra rechazaba la figura del “tonto solemne” que había acaparado la poesía “durante medio siglo”; y en ese mismo año de 1962, en medio del discurso que impartió cuando Neruda se recibió como doctor “honoris causa” en la Universidad de Chile, Parra perfiló la más iluminadora –a mi juicio– de sus artes poéticas. Comenzaba así:

 

La seriedad con el ceño fruncido

(Se lee en uno de los antipoemas)

Es una seriedad de solterona

La seriedad con el ceño fruncido

Es una seriedad de juez de letras

La seriedad con el ceño fruncido

Es una seriedad de cura párroco

La verdadera seriedad es otra:

La seriedad de Kafka

La seriedad de Carlitos Chaplin

La seriedad de Chejov

La seriedad del autor del Quijote

La seriedad del hombre de gafas

(Érase un hombre a una nariz pegado

Érase una nariz superlativa)

 

Habría que imaginar, en la primera fila del auditorio, la incomodidad del homenajeado y muy narigudo Neruda.

 

Artefactos y trabajos prácticos

La trayectoria de Nicanor Parra como poeta visual se inició con “El Quebrantahuesos”, un diario mural hecho a base de un collage de recortes periodísticos que preparó en 1952 junto con Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky, y que se exponía en un escaparate del centro de Santiago.

            A mediados de los años sesenta, a raíz de su conocimiento en Estados Unidos de la contracultura y la escritura mural, Parra se embarcó en la creación de breves y afilados textos epigramáticos, pensando en un primer momento unirlos en un libro bajo el título de W.C. Poems, pero decidiendo al final bautizarlos como “artefactos”. Fascinaron a numerosos escritores y críticos de la época. El poeta y crítico venezolano Guillermo Sucre comparaba al chileno con Samuel Beckett en su ruptura del hilo discursivo y su “reducción total de los medios expresivos”; el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal hablaba de una “poesía que opera sobre el filo mismo de la nada poética”, mientras que el narrador chileno Antonio Skármeta celebraba esas “últimas composiciones, los epigramáticos artefactos, alados puñetazos, más desbordantes en su parquedad que un romance”, como “la más incisiva vanguardia de Latinoamérica”. En 1972, se publicó Artefactos, no en forma de libro sino como una caja de tarjetas postales, en la que los textos dialogaban con ilustraciones de Guillermo Tejeda. La obra suscitó una encendida polémica. En el ambiente ideológicamente crispado de la época, Parra –un “francotirador” que disparaba sus ironías a diestra y siniestra– se había convertido en persona non grata en grandes sectores de la izquierda chilena e hispanoamericana, y el humor de sus artefactos –por ejemplo: “Donde cantan y bailan los poetas / no te metas Allende / no te metas”; “Cuba sí / yankees también”; “La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas”– cayó particularmente mal en el contexto de la guerra de Vietnam y de la crisis cada vez más marcada que vivía el gobierno chileno de la Unidad Popular.

 

Parra siguió en Chile después del golpe militar de septiembre de 1973, y formaría parte de ese “exilio interior” de intelectuales que poco a poco superaron el miedo y el estupor para articular una voz opositora a la dictadura. En 1975, en la revista Manuscritos, se publicaron los ejemplares sobrevivientes del diario mural “El Quebrantahuesos”, y una serie de poemas visuales titulados “news from nowhere”, entre los cuales destacaba el texto “Filosofía natural” incluido arriba. A partir de comienzos de los ochenta, Parra se convirtió al ecologismo y tanto en el folleto Ecopoemas de 1982 como la antología Poesía política de 1983 volvió a reivindicar una superación de la oposición izquierda-derecha, pero desde una perspectiva ahora verde: “Socialistas y capitalistas del mundo uníos / antes que sea demasiado tarde”. En ese mismo año de 1983, Parra publicó una nueva caja de 250 tarjetas postales, Chistes parra desorientar a la policía poesía, con textos de contenido metapoético, ecológico y de oposición a la dictadura, dialogando esta vez con la obra de cuarenta artistas visuales.

Durante los años siguientes, Parra empezó a experimentar con lo que llamaba sus “trabajos prácticos”, objetos de desecho que intervenía con espíritu dadaísta –o neodadaísta–, sacándolos de sus contextos habituales y agregando un breve texto, escrito a mano, que sirviese como título. Así, una botella de Coca-Cola recibía como título “Mensaje en una botella”; un crucifijo vacío: “Voy y vuelvo”; un crucifijo con Cristo clavado: “El que pierde gana”; una bombilla rota: “El insecto de Edison”. Los trabajos prácticos se expusieron por primera vez en 1992, en Valencia y Chicago, en una muestra conjunta de obras de Parra y de Joan Brossa. A partir de ese año, el chileno empezó a experimentar con un personaje –un “corazón con patas” llamado inicialmente “El hablante lírico” y más tarde “Mr. Nobody”–, dibujándolo habitualmente sobre las bandejitas de cartón que se utilizan en las pastelerías, con una mano levantada señalando el texto de turno: “Respuesta del oráculo / hagas lo que hagas te arrepentirás”; “Muchos los problemas / una la solución: / economía mapuche de subsistencia”; “Yankee go home / & take me with you”.

            En 2001, se celebró una imponente exponente de los trabajos prácticos, rebautizados ahora como “Artefactos visuales”, en la Fundación Telefónica primero de Madrid y luego de Santiago. Cinco años después, en el Centro Cultural Palacio de la Moneda de Santiago, hubo una nueva y muy polémica macroexposición de “Obras públicas”.

 

Parra desde los años noventa

Hay escritores renombrados que a partir de cierta edad caen en la complacencia y en la reiteración ad infinitum de códigos ya conocidos de sobra. El caso de Parra ha sido excepcional. A partir del regreso de la Democracia, en 1990, ha desarrollado la impresionante trayectoria de su poesía visual que acabo de mencionar, pero se ha dedicado a la vez a otros dos proyectos literarios de alto voltaje.

            En 1990, se le encargó a Parra una versión de El rey Lear de Shakespeare para un montaje de la Escuela de Teatro de la Universidad Católica. El encargo lo fascinó, y Parra se dedicó en cuerpo y alma al estudio y traducción de la obra, que sería estrenada con gran éxito en abril de 1992; siguió revisando el texto durante más de dos décadas, hasta su publicación en Chile, con el título Lear Rey & Mendigo, en 2004. Se trata de una versión escrupulosamente leal al texto de Shakespeare pero a la vez libre y desafiante en su pertinencia lingüística a Chile y al siglo XXI.

            En noviembre de 1991, durante su recepción en Guadalajara, México, del Premio Juan Rulfo, Parra leyó el primero de sus “Discursos de sobremesa”, un nuevo género poético que inventó para lidiar con las obligaciones a las que se vería sometido cada vez con mayor frecuencia, como homenajeado, premiado o invitado de honor. Son textos que juegan con las fórmulas protocolarias de cualquier discurso formal –los agradecimientos de rigor, la falsa modestia, etc.–, y en los que Parra se autorretrata a sí mismo como personaje, problematizando de nuevo la identificación entre hablante y autor. El ser grotescamente vanidoso que habla en estos discursos es y no es Parra. Los resultados son deslumbrantes y han significado, desde luego, una forma dignísima de evitar los discursos soporíferos, plagados de tópicos, que hasta los grandes intelectuales se ven obligados muchas veces a reiterar.

            No puede haber, me parece, mejor forma de celebrar los cien años de Nicanor Parra que con una muestra de versos tomados de algunos de sus discursos de sobremesa.

 

            “Agradezco los narco-dólares / Harta falta que me venían haciendo / Pero mi gran trofeo es Pedro Páramo / No sé qué decir / A los 77 años de edad / he visto la luz / + que la luz he visto las tinieblas”

 

            “No me explico Señor Rector / las razones que pudo tener el jurado / para asignarme a mí / que soy el último de la lista / una medalla de tantos quilates”

 

            “Hay una sola explicación posible / El estado precario de salud / en que se debate el anciano decrépito: / Primaron las razones humanitarias / sobre las académicas & científicas / Éste es un premio a la longevidad / Acabo de salir / de mi tercera operación a la próstata / To P or not to P / that is the question”

 

            “Qué me propongo hacer con tanta plata? / Lo primero de todo la salud / En segundo lugar / reconstruir la Torre de Marfil / que se vino abajo con el terremoto. // Ponerme al día con impuestos internos // Y una silla de ruedas X si las moscas...”

 

            “Gracias Señor Rector / por este premio / tan contundente como inmerecido / Soy un monstruo insaciable / no puedo rechazarlo / Todas las flores me parecen pocas: / Es un honor muy grande para mí”.

Escrito en Lecturas Turia por Niall Binns

 Silencio, son noches estrelladas pirenaicas…, cordilleras y valles sin contaminación…, contemplando luminosos espacios; repaso los apodos de las constelaciones preferidas…, recibo los mensajes inconclusos de dragones azules mientras dan otro premio a José Antonio —amigo, hermano, malherido por ráfagas de tantos homenajes, pero lúcido, lúdico, hasta el fin...— y te vislumbro y sigo:

 

Ya ves, Miguel, que el cielo modifica sus bártulos casi todas las noches. Aquí también, pero con poca contundencia. La OPI está muy vieja.

 

Debe ser lo normal, pues los recuerdos —aun siendo procesados en altas horas de la madrugada— reflotan empapados, semihundidos, en este ordenador de mis infartos. Hay que escurrirlos…, gota a gota. Escurro, rasgo…, exprimo los olvidos.

 

Te mando intermitencias con troyanos para el cosmos-debate de tu cincuenta y tantos no sé qué. Las gotas caen al Turia…, y yo sigo mirando firmamentos.

 

No consigo ver Cáncer, el signo donde te hallas (como la barca de oro). Pero sigo inhalando fascinaciones del zodiaco con musas sondormidas y legañosas…, torno a evocar tus antipreceptivas políticas, sociales, insoportables o poéticas…, desde mi Capricornio surrealista, motaraz y de cola de sirena.

 

Las cenas de los gordos culturales están de moda por aquí. No se permite entrar en los corrillos a los no acreditados como voceras imperantes, si no llevan disfraz de intelectuales que denote que son considerados leídos…, “mu leídos”. Nuestros antiguos colilleros —y nuestro búho y nuestro gordo auténticos— eran más tolerantes. Cierto que en esa época también se recriaban radicales instigados por Santiago Lagunas o por ti, o por Buñuel y Luis García-Abrines, o por Pinillos y Perico Marín… Había recuas de borrachos, sin adicciones conocidas a la tortilla de patata, que ponían algún impedimento. Pero entrar en la OPI era muy fácil: todo podía depender de nuestro signo zodiacal dominante, en los momentos iniciáticos de nuestra aparición por Niké…, o de si caías en la gracia divina del chungón Gordo-Antonio, o del mirón maledicente Búho, para que no te hicieran imposible la vida y el café.

 

Tú viniste a nacer por el año 21 de nuestro siglo 20 patafísico, pero yo aterricé en el 35 junto a tu hermano José Antonio; unas generaciones más o menos denotan pocas diferencias en las secuencias de las espirales y de las teorías de las brañas y cuerdas. Pero tuvimos ocasiones de sufrir al unísono y de poner a prueba nuestras risas con la mandíbula batiente…, batiente y combatiente.

 

Mis primeros recuerdos, algo nubepensantes, sobre ti, son de cuando contaba trece años: tú ya eras el poeta incomprendido, pero también “el peladilla” para tus malvados discípulos. Te rememoro recomendándonos literatura junto a Pedro Dicenta. Nos dejabáis pillar muy libérrimamente…, cuantos libros queríamos de la biblioteca de la vela (hasta los incluidos en el índice consagrado por otros). Tú, Miguel, nos decías: para ser unos buenos transgresores lo mejor es San Juan de la Cruz (a pesar de ser santo), Homero, Gila..., y yo mismo.

 

Y una profunda voz de los espacios del rapsoda Pío Fernández Cueto…, ratificaba: “los mejores poetas del mundo, de todos los tiempos, son: Homero, Shakespeare, Labordeta y Pinillos” (risas).

 

Sí, amigo ciudadano, tú ya recomendabas que tanto tú como nosotros, debíamos tragarnos la podredumbre de la vida en broma; menos mal…, poemando. Pero nunca sabíamos cuándo hablabas en serio porque eras un somarda. Recordamos cuando nos explicabas la historia paradoxiana de las luchas de las clases sociales. Tenías un humor surrealista aragonés que se metía con el resto del mundo, pero con absoluta seriedad.

 

Se oye una voz, en off de los espacios, que sorpresivamente nos inquiere: —¿Y cómo era Miguel en las tertulias?

 

Pues Miguel se reía de sí mismo cuando hablaba o rugía, no practicaba la gravedad profesoral, no hacía frases largas ni preparadas, ni solemnes; era irónico, divertido, burlón…, por el contrario…, su poesía era larga y muy ancha, con versos casi interminables, de los que no acababan nunca ni deberían acabar aún. Nunca leyó ninguno en la tertulia.

 

Voz insistente y preguntona en off: imagino que tú no te das por aludido con su verso “Doy clases de Historia a cretinos simpáticos”.

 

No, o mejor, sí y no, porque éramos cómplices. Buscábamos el humor inteligente del huevo de Colón y del “otro huevo de Colón”. Él tenía que reírse de nosotros como se reía de su “cara de cura…”, o de su “pepino putrefacto y feliz”. Ello nos permitía a los alumnos la insubordinación improvisada frente al programa educativo del nacional catolicismo y las esferas de influencias.

 

Ya D. Miguel abuelo, el director del cole a quien llamábamos “el patas” porque tenía las piernas gordas y pisaba muy fuerte, también manejaba la ironía frente a aquella España violenta que ignoraba la posible lucidez del absurdo. Buscábamos que la triste existencia nos provocase risa. A Miguel hijo creo que le hubiera gustado ser como otros opositores guapos que tenían mucho éxito con las mujeres. Miguel no era un joven elegante, era descuidado o más bien, desastrado; pero sobre todo era un sarcástico muy tierno que amaba y se reía de sus alumnas favoritas, o “añoraba una cita en bicicleta en el florido Parque de San Jorge con la mocosuela enemiga más bonita del mundo”.

 

Ahora sopla el frío con el viento a estas horas duras de noche pirenaica y es que…, cuando se empieza a hablar de la relación entre Miguel y las mujeres..., se nublan las estrellas…, como en aquel susurro…, de “Galaxia mía, amada mía inexistente e inmortal…”. Estuvo enamorado de varias mujeres, las más hermosas de cada curso, pero además eran guapas de mente: Pilar, Encarnación, Paulina, Laura… Quizás a Berlingtonia la incluyó por reírse de la calle de Velintonia de Madrid donde vivía Aleixandre, a quien consideraba un cursi y aflautado poeta interesante. De todas formas si nos acercamos a su “Oficina Horizonte” estaremos muy cerca de sus vivencias y sentimientos amorosos.

 

Nuevamente interrumpe la voz en off de los espacios acusatorios: no supo enfrentarse a la realidad y decidió el abandono: “Destrui definitivamente / mi obtuso despertador cardíaco” (como si se propusiera dejar de enamorarse.) Se lo buscaba.

 

Ah, no…! También parecía enamorarse de algunas pseudonovias de los amigos o poetas, Esperanza, Gloria, Beatriz, Linnette, Silvia,… Incluso siguió enamorado de mujeres lejanas y familiares…, era muy cariñoso, con su madre, con sus cuñadas…, a Juana de Grandes la quería tremendamente.

 

---La pelma voz en off sigue dando la lata: ¿y habías detectado diferencias entre el Miguel más joven y el último?

 

Nunca hubo diferencia alguna, Miguel siempre fue joven, hasta cuando murió. Jamás estuvo aislado o, mejor dicho, siempre estuvo aislado, pero consigo mismo y con sus amigotes elegidos, y entre ellos, tuvimos mucha suerte los de OPI, lo recordamos siempre joven, con la cara de torta, la calva prematura…, pero su alegría interior de chico malo se le escapaba siempre cuando se ponía estupendo.

 

(Música de cine y bulla de tasca, olor a cigarros “Ideales”)

 

Voz preguntona en off: ¿y tú recuerdas cuando se fue a Madrid “con una escoba espiritual en la maleta”?

 

No coincidí. Pude vivir su mundo de Madrid pero sin él, con sus amigos y sobre todo con Dicenta. Yo solía frecuentar Madrid con mi padre, como Abogados con causas en el T. S. y quedábamos con Pedro Dicenta (amigo de ambos), con Novais (director de Le Monde en Madrid)…, e íbamos de tabernas, diletantes…, en el Ateneo nos juntábamos con toda la retahíla de jóvenes poetas, pero ya carcamales muchos de ellos, y empezábamos los primeros vinos por la zona de Echegaray, calle Príncipe, Cuevas de Sésamo, donde Dicenta tenía otra tertulia, el bar de la Abuela, bares de toreros y de tapeo… Dicenta había sido un gran guía de Miguel en Madrid y de Madrid sin Miguel. Sé más o menos lo que sabemos todos por sus poemas.

 

Pero hoy, en el Pirineo, siguen brillando las estrellas como lo hacían en Canfranc cuando las miraba Miguel; hoy conectamos como Ciudadanos del Universo y el firmamento nos transporta con emoción-luz-panorámica hasta los cineclubs que él frecuentaba: Losey, la Nouvelle Vague, Murnau, Einsenstein, Manolo Rotellar, Buster Keaton… Terminábamos recitando a este último con efluvios exiliados de Rafael Alberti y Pío Fernández Cueto, y con aquella novia Georgina que era su verdadera vaca. Pero en lugar de correr por los campos se iba al fútbol los domingos con aquella “Ululante muchedumbre de energúmenos en flor”. Miguel iba al fútbol, le encantaban los estallidos sociales: provocar, protestar, hacer el muermo y molestar a los espectadores: esto va mal…, ¡muy mal! (y llevábamos tres goles de ventaja)..., esto se va a poner peor, era un cenizo, siempre llegaba tarde para poder hacer preguntas intempestivas: ¿cómo van, cómo van?, ¿seguro?..., seguro que la vamos a palmar… Y luego componía sus poemas a esas muchedumbres que llenaban los graderíos: “espléndida cosecha de calaveras para el año 2.000”. Con el fútbol, se quejaba de todo, de los periodistas, de los jugadores…; a él le hubiera gustado ser un buen futbolista, grandes negocios, decía…, de compraventa…, de traspasos y cambios fenomenales…, y los árbitros tienen toda la culpa…, y cuánto habrán cobrado por los fichajes…, sobre todo el linier.

 

Miguel era muy tímido, como sus hermanos José Antonio y Donato, pero les gustaba salir de la timidez con ingeniosas chorradas socarronas. ¡Cuánto le gustaba hacer el gamberro a Miguel!, nos hacía faenas, salíamos del cine y tocaba un pito tremendo de árbitro…, y como era de noche venían los serenos: él ponía cara de serio director de colegio y nos dejaba a los demás con el culo al aire. Noctabulábamos por las callejas del Boterón y de La Seo, cantábamos al Deán bajo el Arco mudéjar…, procazmente Miguel las repetía…, todos nos esmerábamos para decir las máximas tontadas. Seguíamos de bares…, pero Miguel no bebía vino, le gustaba el agua mineral con gas y con tapas, muchas tapas; las banderillas las cogía de las caras, de güevo duro, de gambas… entrábamos en un bar y comenzaba su cosecha de tapas, comiéndolas deprisa para que no lo viese el barman…, los demás comíamos alguna pero nos daba vergüenza; era muy generoso e iba a invitar pero hacía sufrir algo a los del mostrador, y al final preguntaba: ¿se debe algo?, ¿lleváis dinero alguno de vosotros? Luego, casi siempre pagaba él.

 

Miguel elevaba a sagrado lo cotidiano sin sentido…, se inventaba entes divinos especiales para cada caso…, le encantaban los chistes de apóstoles, de Cristo, de Abraham, tenía un toque humano de humor irreverente, una cultura que nacía en los clásicos: Homero, Sófocles, Aristófanes y se perdía en el mundo esotérico remoto, porque leía de todo…, incluso a los físicos relativistas, a los alquimistas y a muchos esotéricos... Conocía a Confucio y a Zoroastro a través de Nietzsche. Miguel había leído a Dante, Milton, profundamente la Divina Comedia…, y todo ello le influyó y le reveló muchísimo…, y el existencialismo interior y el absurdo extensivo, Kafka, Ionesco, Sartre, Camus, Kierkegaard, Beckett… No era fácil “existenciar la vida en esos tiempos”…, y menos en España, pero intentábamos hacerlo.

 

Vivió, con fundamento su gusanera zaragozana..., era una esponja con agujeros negros y predispuesta a estímulos y luces de todas las vanguardias; también vivió, aunque poco, Madrid, París, Londres…, pero fue en Zaragoza, entre San Cayetano y el Mercado, donde supo encontrar un todo planetario de gentes —desde Luis García Abrines hasta Vicente Cazcarra— que comprendían desde lo más disparatado hasta lo más responsable, para contradecir ideas y vivencias, e incluso muertes provisionales o conclusas, pues de Luis García Abrines se han ido publicando sucesivas esquelas necrológicas, y aún colea (creemos). Sea por muchos años.

 

Compartí con Miguel y los Jounakos y Opicilos vida de merendolas —y de cafés y bares bastante intermitentes, en los que combinábamos la marginalidad cultural con la poesía y la risa, con predominio de esta última. Tragos amargos como la censura, o como tal amigo se muere, o tal se ha ido del pueblo para siempre, o a tal podemos verlo en la cárcel…, o la mano de hostias o torturas que le han pegado a tal…, íbamos superándolos con nuestras nubes de humor negro (bien cuidadas y bien estercoladas, como dijera aquel otro Miguel..., y Gila, Chummy, Mingote las codornices, los poetas absurdos, los ultraístas y los atragantados por los sorbos amargos de la vida…, nos ayudábamos a encontrar evasiones, como eran los libreros Víctor Bailo y Pepe Alcrudo, que dio nombre al “Grupo Pórtico”. Ellos ayudaron mucho a los vanguardistas…, ¡¡¡vaya pintores-planetas que eran Santiago Lagunas, Aguayo, Orús, Laguardia, Vera…!!!

 

Miguel fue el elemento aglutinante de aquel “gazpacho literario” (retruécano creado por el Búho y referido a la revista que publicaba el mismo Miguel, Despacho literario) de poetas y absurdos. Los opicilos iban y venían.

 

Voz espacial en off: yo me imagino a Miguel como un faro curioseando Zaragoza; me sorprende cómo atraía y aprovechaba todo; a unos los contrataba para el colegio y..., que Eduardo Cirlot e Ibarrola hacen la mili en Zaragoza… “¡pues que vengan al Niké!”. Y los que pasan unos días, también otros frecuentes visitantes como Cirlot, Gabriel Celaya o Blas de Otero o Fernández Molina…, seguían viniendo a saltos… Fernández Molina se instaló definitivamente en Zaragoza justo cuando murió Miguel.

 

Cerremos los ojos y pidamos un deseo, unas imágenes de los primeros decorados de Oficina de horizonte pintados por Ibarrola. Sugerían espelungas marinas de colores faubistas con andamios simuladores de una escala de faro abandonado, con cuevas y lucernarios para otear diversos horizontes…, y allí aparece Ángel, vociferando poemas surrealistas con gestos teatrales, contagiando sus amores locos a los espectadores: la obra se estrenó en el Teatro Argensola y la acción transcurría subiendo y bajando a lo alto del faro; recuerdo a Pío Fernández Cueto cuando lo interpretó, vestido de arlequín totalmente amarillo de plexiglas, con botas altas negras y brillantes, el director fue Pedro Dicenta; también había un departamento telegráfico para conectar con otros planetas, una especie de laboratorio telefónico-telepático, teledirigido, teletodo…, en línea directa con los dragones. Las dos actrices (musas contrapuestas) se repartían los despojos de Ángel hasta su aniquilación final por las fuerzas del orden. La voz en off de Saturno era emitida, con reverberaciones e intermitencias por José Antonio Labordeta,

 

Voz preguntona en off: ¿Fue muy grande la influencia de Miguel en Niké?

 

E.- En la OPI, que no en Niké, todos influían en todos y procuraban no influir en nadie, porque casi todos querían romper con casi todo y ser creadores por sí mismos. Miguel se dirigía siempre a las vanguardias y a la juventud. Le dolían las épocas que le había tocado vivir creyendo en los mayores. Tenía una gracia loca, lo pasábamos en grande con él…, compartíamos algunas trayectorias poéticas y artísticas, de las más rompedoras.

 

Algunos de los símbolos labordetianos nos causaron impactos duraderos; uno de ellos fue aquel de Valdemargris, habitante de 30 años de edad cuando lanza su mensaje de primavera a todos los jóvenes del mundo, una contraposición a los carcas, a los indiferentes, a los dogmáticos… Miguel en su poeta se lanzaba de manera profética para lo bueno y para lo malo, buscaba oxímoros y contrastes tremendos, le gustaban localmente y además todos hemos sido oximoronianos en el sentido mejor de las palabras, es decir, en poético lo que de otra forma sería maniqueísmo. Te permitía hacer los contrastes enormes y confundirlos y fundirlos, y tanto un significado como el otro te podían causar un impacto-amor como el que desprendía la poesía de Miguel y como creemos que él sentía o al menos nos hacía sentir a sus alumnos, discípulos, compañeros más jóvenes…

 

Mirando al este parece oírse a Labordeta discutiendo con Celaya…, o quizá es sólo el gran poema con el que Gabriel le escribió a su amigo Miguel. Se descubre a través del gran poema una visión crítica del libertario mundo labordetiano, plasmada desde moldes de un mundo comunista… Miguel ya mantenía sus diatribas agudas con Otero, Celaya, Dicenta y otros varios, entre los que contaba su querido discípulo Vicente Cazcarra, el jovencísimo Rey del Corral, Gómez de Pablos o el sociólogo Mario Gaviria, a quien consideraba comunista-yeyé.

 

Voz preguntona en off: ¿y sentía mucho las injusticias del mundo?

 

Totalmente en su piel y en sus poros, las trasladaba a sí mismo y en su mundo retrataba las profesiones elegidas: funcionarios, notarios…, salvando amigos como Ramón Laguna, gente que ganaba mucho dinero…, y sin embargo hablaba del obrero con cariño… Él denunciaba la injusticia pero la elevaba al absoluto, el mundo era injusto porque los dioses seguían siendo injustos, como dice aún Rafael Sánchez Ferlosio y como decían mucho antes el anciano de las manos traslúcidas de Lorca…, y el dios que estaba enfermo…, grave…, de Vallejo. Miguel, tanto o más que un creador lírico, fue un poeta social, lleno de innovaciones que no fueron reconocidas por las mediócratas antologías sociales. Pero hacía poemas a la sociedad de consumo mucho antes de que le asignaran tal nombre. Estaba cotidianamente al día de lo verdaderamente social, y cualquier transformación o alteración le interesaba, crítica y poéticamente, aunque se mostrara escéptico y pasota en alguno de sus poemas.

 

Hace bastante frío en las intermitencias de nuestra conexión pirenaico-astral y me llega un mensaje que dice Tao, tao, Yoga… Lo interpreto y lo siento relacionado con aquella misiva de hace tiempo: “Buenos Tauros, amigos, y hasta la quimera otoñal de Sagitario. Tao Tao”. Final del texto: “Jounakos, inventor”.

 

         La misiva ha llegado desde la Constelación zodiacal de Cáncer para un Capricornio de Zaragoza camino del otoño de 2010.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emilio Gastón

Sangre rosa

18 de enero de 2018 12:05:21 CET

(Habla Ascensión. Farmaceútica. 2 de la tarde)

 

 

Despacho píldoras para el dolor del alma.

Puedo mirar a los ojos de un agonía

y determinar los días en que habrá sol dentro del pecho.

Mi horario es flexible,

mi humor variable,

como un termómetro de piel de melocotón.

Estoy acostumbrada

al ruido aséptico,

al nacimiento

de balanzas renqueantes,

a la tos de las aceras

y al gemido insomne de un madre recién muerta.

Mi color preferido es el blanco que se ensucia.

Detesto el goteo de las palomas

sobre el alféizar

y estoy aprendiendo

a dejar de fumarme el humo de las fábricas.

Un secreto:

            Suelo acomodarme en la barra de un bar los domingos

            y beberme el tiempo silencioso.

Tengo un novio sin sangre

que le lleva flores a la tumba de mi femineidad.

Y aunque apenas hago el amor,

siempre hay guerra en el canto de mi pubis.

Por eso bailo

            y bailo en mitad de las instrucciones.

Soy bárbara

y pequeña

y a menudo siento espanto de lo que fui.

Por eso invento un mal apócrifo

en las esquinas de mi carne

y en casa,

a salvo de las matemáticas, 

me tomo el pulso de un televisor.

No hay diferencia entre vestir un caramelo ansioso

o un corsé impregnado de mordiscos.

Y sé que la lluvia es roja

y que la espera es azul.

Alguien me contó que la felicidad

tenía cierto parecido

a la sangre adulterada de un viejo

pidiendo un cupón de descuento sobre la boca del mostrador.

Despacho vidas (de 8 a 3).

Entierro la pus de cualquier sueño.

Escrito en Lecturas Turia por Angélica Morales

Testamento

18 de enero de 2018 11:59:29 CET

A mi abuelo Antonio le dejo

mi nombre y mi miopía,

a mi padre un gesto que yo sé

y el amor desmedido por mi madre,

dueña entera

de esta nariz que le transmito.

A una rama de su familia,

la pasión por la música y las artes.

A mi tía Carmela,

cierta forma de mística.

A mi tatarabuelo Enrique, un sable,

o el gusto por los sables, no mellado

por la leva que lo puso en territorios

que yo sólo he pisado por turismo.

A mi abuela María, la mirada

y a ciertos tíos la melancolía,

que me privó de primos y de juegos

en jardines estériles.

A todo mi linaje, mi deseo

de cuerpos, que condujo hasta mi hoy,

pues crecieron y se multiplicaron

no como mis raíces, sino ramas

de esta luz que da sentido

a sus fúnebres sombras.

 

A vosotros, alocados, mi experiencia,

y a vosotros, sensatos, mi locura

que hizo que saltaseis los obstáculos.

Os lego mis sillares, mis orígenes,

y fundo vuestra estirpe en mi persona.

Cómo os moldeo, desvaídos.

Seréis como yo soy, desfigurados

vagamente por un tiempo que huye.

 

Reparto, distribuyo, dejo, doy.

Pero a ese del espejo, un parecido

que nada tiene que ver con la realidad.

 

 

                                  

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Rivero Taravillo

La misión

18 de enero de 2018 11:52:55 CET

1

 

Si llamé fue porque mi hermano estaba el pobre como que se hundía, y yo estaba como que me hundía también sólo de verlo. Cada uno rodando por una pendiente distinta pero los dos hacia abajo a toda velocidad y no nos quedaban ya fuerzas ni palabras que decir. Por eso lo hice, no soy ninguna chivata. Creo que una hermana debe hacer eso, por más que se le haya repetido desde el principio, por activa y por pasiva, que en ese piso de estudiantes es la última mona y que a alguien que llega allí de nuevas a cursar su primer año de carrera lo que le conviene por encima de todo es tener muy clarito que callada está más guapa. No era el simple hecho de que mi hermano hubiese vuelto a consumir, dicho así, como si se tratara de un dato aislado del que simplemente se dispone o no se dispone, sino que había llegado a un punto en que se pasaba las horas tirado en la cama, a veces temblando mucho y otras sólo un poco, pero siempre temblando. Y cuando aparecía por el salón o la cocina caminaba como arrastrando los pies y con nada que le dijeras o te mandaba a la mierda de un grito o se le saltaban las lágrimas y te pedía un abrazo para esconder en tu cuello su cabeza, y quedarse allí todo el tiempo posible, hasta que al final había que hacer bastante fuerza si querías arrancártelo de encima y entonces se quedaba de golpe como solo en el mundo, sin cuerpo sobre el que vencerse y deslumbrado por la luz. Hacía llamadas que casi nunca le contestaban, escribía mensajes de texto a toda velocidad y luego arrojaba el móvil sobre la mesa. Miraba el reloj cada tres minutos, bebía a morro largos tragos de ginebra o de lo que hubiera por casa, culos de botella, los restos de las fiestas. Si le decía que no bebiera respondía que el terapeuta le había dicho que sí, que podía un poco si se notaba muy tenso. Un poco. ¿Y qué es un poco cuando ya los nervios están deshechos y toda la carne le tiembla como un pastel de gelatina? Sin decir nada, se volvía a encerrar a oscuras en su cuarto. Algunas veces echaba el pestillo y otras no, según prefiriera soledad a lo bestia o dejar abierta la posibilidad de que pudiesen entrar unos pasos que, con cuidado de no pisar nada de lo que había en el suelo (lleno siempre de todo tipo de ropas y trastos, las deportivas, los pañuelos de papel usados y todo aquel el lío de cables) se acercaran a tientas a la cabecera de la cama y luego escuchar la voz que esos pasos hubiesen traído, la pregunta por cómo se encuentra o el reproche casi dulce que se parece tanto a un consuelo algunas veces, y hacerse el dormido para oír esas mismas pisadas alejándose de puntillas camino de la puerta, sorteando de nuevo el ordenador portátil, el cenicero repleto, el cargador del teléfono, los calzoncillos usados. Y yo no puedo verlo así. No puedo estar entrando a su habitación cada poco rato para comprobar por mis propios ojos si todavía respira, si sigo teniendo hermano o ya no tengo hermano.

 

No puedo verlo así porque es un niño a fin de cuentas, aunque él no lo sepa, a pesar de la voz ronca, de la serpiente feroz de su tatuaje, de la chupa de cuero desgastado y de su piercing de punta saliendo del labio de abajo, como una lanza dirigida al mundo que quiere decir algo así como estoy bien jodido pero intenta tú acercarte y hacerme más daño si tienes cojones o simplemente tú que miras o me importa una mierda lo que pienses de mí. Pero luego lo ves llorar ahí, bocabajo, quedarse dormido y despertar de golpe, y sus ojos son los de hace poco tiempo, en casa de mamá, cuando se asustaba viendo los videos de películas de terror como si de alguna manera supiese que iban a ser de verdad, andando el tiempo, todos aquellos monstruos, las arañas gigantes y la sangre tiñendo las paredes; que llegaría para él una noche peor que la de aquellos cementerios de la pantalla, llenos de aullidos y sombras, una noche en la que el corazón pudiera reventarle en el pecho de tanto latir. Y yo veo ese niño en él. No quisiera verlo pero ahí está todavía, regresa sin avisar. Aparece y desaparece de sus ojos, ese niño. Cuando dirías que se ha evaporado para siempre, dejas pasar un momento y ahí lo tienes de nuevo, dando vueltas a un tazón de leche con Cola Cao. No pasa de un instante el tiempo en que se muestra en su mirada pero para cuando quiere volver a esconderse tu corazón ya es otro, más amargo y más grande. Yo creo que tener un hermano es en parte eso: poder ver un niño donde ya no está. Y también saber que no va a lograr comerse ningún mundo por más que a veces lo parezca; al revés, que la primera tormenta verdaderamente fuerte lo derribará.

 

Acabó en dos días con una caja de calmantes que tenía que haberle durado toda la semana y parte de la siguiente. No sabíamos qué más hacer. Y su novia, que se pega aquí el día entero, tampoco tenía ni idea de qué hacer, aparte de mirar la tele y estar pendiente por si la llamaba un rato a su cuarto o la mandaba a la farmacia o a casa de alguien con el que hubiera apalabrado por teléfono una bolsita de hierba. Y lo mismo sus amigas, que todas las tardes acudían a engrosar el retén y que formaban una especie de gabinete de crisis que en lugar de repartirse jarras de café americano y poner en marcha tormentas de ideas se limitaba a arreglárselas para que no faltasen nunca un par de litros de calimocho en la olla Express que ocupaba todo el estante bajo de la nevera, y liaban sus cigarrillos sentadas en el suelo y ponían sin parar esa clase de discos que hacen que por momentos parezca que todo va bien.

 

Y llamé. Pero no di, por así decirlo, una voz de alarma oficial. No llamé a mamá, ni mucho menos a mi padre. Si llamo a mi padre siempre pregunta sobresaltado qué ha ocurrido, y una vez que averigua que ningún camión ha aplastado a nadie su pavor pasa a estar relacionado con que se le pida dinero. Nunca sé a ciencia cierta dónde para, siempre lo imagino al otro lado del hilo en la habitación de un hotel con el torso desnudo y una toalla anudada en la cintura mientras una arpía de pelo enmarañado, cegada por la luz, pregunta desde la cama qué hora es, quién coño molesta ahora por teléfono y dónde cojones está el ibuprofeno. Puede que exista esa puta o puede que no, pero yo no puedo evitar sentir su presencia al otro lado cada vez que llamo a papá, sus cremas pringando las sábanas, su mala hostia, las tetazas salpicadas de gotas de perfume. No recurrí a ninguno de los dos. Llamé al tío Julio, que era una forma de avisar y al mismo tiempo no avisar, de poder compartir la losa que me había caído encima sin provocar un cataclismo ni sentirme del todo una traidora.

 

Yo había imaginado de otra manera la llegada del tío Julio. Supuse que vendría enérgico y resolutivo: qué está pasando aquí. Que cogería a mi hermano por banda y hablaría con el durante horas, quizá pasándole el brazo por el hombro, con una mezcla de ternura y firmeza: yo lo entiendo todo, que me vas a contar, te quiero mucho y todo eso pero esta vez vas a hacer lo que yo te diga. Que lo arrastraría a la ducha, que se lo llevaría después a alguna de las terrazas del parque de abajo y le haría beber enormes vasos de zumo de naranja natural mientras le obligaba a escuchar los pájaros al atardecer, que es algo así como el ruido de la vida cuando alguien se ha perdido, sobre todo si cierras un poco los ojos, porque trae a la cabeza, sin tú quererlo, los jardines medio olvidados de la infancia y también los que vendrán, pinares llenos de nieve, palmeras junto al mar y cielos de película con sus nubes veloces, parajes lejos de todo esto, de los trozos de papel de plata sobre la mesa y las sábanas revueltas y el chándal y la diarrea. Lejos de esta pesadilla de barrio, cada día más sucio con los montones de basura sacada a destiempo y dejada al borde de la acera, cociéndose al sol, junto a muebles inservibles y colchones llenos de manchas de orines y sangre puestos en pie contra los plátanos o los semáforos de la calle; y las ambulancias todo el día de aquí para allá y los mendigos que te abordan cada pocos metros cerrándote el paso mientras hacen sonar las monedas en sus vasos de plástico y te insultan y se te ríen con sus dientes verdosos. Lejos de los camellos y la sed, del olor a fritanga que sale de los bares, del suelo pegajoso de las aceras, de las coderas del jersey siempre manchadas de cerveza seca.

 

Yo supuse que el tío Julio podría poner al menos algo de poesía en todo esto. Al fin y al cabo, él pasó antes por algo parecido. Habla muy poco, y todavía menos de aquello, pero mamá nos lo ha contado como quien no quiere la cosa, en plan no me gustaría que le juzgarais por ello pero mirad los peligros que acechan ahí fuera, justo donde la libertad parece más jugosa y más deslumbrante. Tiene además unos cuadernos negros que suele llevar a todas partes en los que apunta cosas, llenos de borrones y abreviaturas. Pone cosas sobre el miedo y sobre amores que él tiene y no debiera tener, y culpas que arrastra y todo eso. Y a veces, en esos cuadernos de caligrafía endemoniada de los que yo había podido leer algunas páginas a escondidas, nombraba ese tiempo en el que fue un sonámbulo y pasaba días enteros en la cama, como ahora mi hermano, entre sudores y náuseas y paseos al cuarto de baño agarrado a los muebles y a los marcos de las puertas. Y había hojas enteras que hablaban del temblor. Y le llamé por eso, a pesar de que sabía que con mamá ya ni se hablan. Por eso le llamé.

 

2

 

Julio recibió la llamada de su sobrina a la hora de la siesta, cuando dormitaba en el sofá leyendo como de costumbre un periódico del día anterior. Recorrer desganadamente las hojas de un diario pasado de fecha era para él una especie de término medio entre no enterarse de nada en absoluto y la pulsión del hombre moderno, por sentirse informado al minuto, afán que consideraba tan fingido como enfermizo e inútil. No puede decirse que fuera precisamente invencible su curiosidad por cuanto pudiera estar ocurriendo ventanas afuera, en un mundo que, cada vez más decididamente a medida que pasaba el tiempo, pertenecía sobre todo a los demás. Desde su condición de prejubilado convaleciente, el tiempo era un animal monstruoso y lento que avanzaba dificultosamente hacia distintos ocasos yuxtapuestos: la caída de la tarde, la hora de las pastillas, el momento de ir pensando en ponerse el pijama y, al final, como al fondo de un pasillo oscuro igual que el que conducía en su casa a las habitaciones en desuso, el impreciso instante de empezar a morir. Había vivido estos últimos años repartido entre el miedo de que ocurriera algo, cualquier cosa, y el miedo a que no le pasara nunca nada más. Sobre la misma mesa baja en la que solía yacer medio olvidado el teléfono inalámbrico que sonó esa tarde demostrando de ese modo no llevar semanas estropeado, había también un plato con restos de ensalada, una botella de agua, un cenicero repleto de colillas, el mando a distancia de la tele y un café recalentado que había vuelto a enfriarse.

 

Cuando su sobrina le pidió que acudiera de inmediato, superada la reacción inicial de pereza y fastidio, en lo primero que pensó Julio fue en si él tenía una maleta y en qué demonios de armario podría estar. Y en que quizá debería afeitarse. Y se preguntó también si sería capaz de sacar un billete de tren por internet y, en general, si podría desplazarse sin mayores sobresaltos como hace todo el mundo cada fin de semana. El viaje que se le acababa de proponer iba mucho más allá de un simple cambio de ciudad: debía llegar hasta su antiguo barrio, al piso donde vivió de joven con sus padres y que ahora utilizaban los hijos de su hermana mientras estudiaban sus carreras en la capital. Tendría que sentarse otra vez en el mismo sofá frente al televisor y ver los cuadros de siempre atornillados en las paredes, las fachadas de enfrente a través de la ventana, los toldos verdes, el mismo cielo de entonces, el bar de abajo. Se preguntó si todavía estaría en el mueble del salón la colección de los premios Planeta encuadernada en rojo o las figuritas de adorno de bailarinas y payasos, y si el cuarto de baño conservaría aún aquel olor penetrante del after shave de color azul que usaba su padre, aroma a madrugón y a hombre como Dios manda y a la España que trabaja. Y si seguirían chillando desde sus jaulas en el patio de luces pájaros tropicales descendientes de aquellos que a él le destrozaban los nervios a la hora de la siesta. Eso sí iba a ser un viaje de verdad, y no esos otros que son cuestión solamente de kilómetros y paisaje. En ningún momento la enorme pereza que le daba todo eso le hizo dudar de ponerse en camino, independientemente de lo que su hermana, la madre de los chicos, pensará de él, de si le llamaba o no le llamaba de un tiempo a esta parte, de si le importaba algo. Se sentía responsable y hasta creyó notar, al oír cómo se quebraba la voz de la chica, eso a lo que otros se refieren como la llamada de la sangre. Por primera vez en muchos años tenía algo parecido a una misión.

 

Al poco rato ya iba en un taxi camino de la estación, recién duchado y con un tranquilizante disolviéndose despacio debajo de su lengua. Además de la ropa limpia incluyó en el equipaje algunos de los enseres de la lista mental de cosas que, en la época en que viajaba con cierta frecuencia, tenía como imprescindibles: un cortaúñas, el transistor, pilas de repuesto, sus cuadernos negros. Sabía que debía de haber algo más pero con los nervios no era capaz de recordar el qué. Alguna cosa se dejaba, eso era seguro, alguna cosa muy importante que su cabeza no era capaz de determinar por ahora cuya falta lamentaría llegado el momento. Con esa sensación había cerrado tras de sí la puerta dejando completamente a oscuras, allá adentro, un desorden de libros y retratos que eran en realidad el fondo casi perpetuo de su figura, la polvorienta enmarcación de sí mismo. A pesar de que daba paseos cada tarde, hacía su compra una vez a la semana y a veces hasta se sentaba un buen rato en algún banco del parque, esta vez, al atravesar el umbral de su casa, se sintió desnudo y extraño, fue como si saliese de una caverna en la que hubiera estado oculto durante un invierno larguísimo, aletargado en la penumbra. Sale de la oscuridad a la luz pero durante un tiempo tiene la sensación de que esa oscuridad gotea todavía de su cuerpo y ensucia un poco la calle, como si aportara cenizas o telarañas o polvo a una tarde que hasta hace un momento estaba limpia. Un viaje es como meter un cucharón en la densidad pegajosa de la mente y removerlo todo despacio y a conciencia, hacer que emerjan a la superficie recuerdos y palabras que estaban como muertos, agarrados al fondo de la olla. Durante el trayecto, mientras contemplaba por la ventanilla campos y barrancos, pensó en la clase de cosas que podría decirle a su sobrino. Cosas como no seas idiota, chaval. Cosas como que la vida es hermosa y valía la pena, palabras que en el acto habrían sido rotundamente negadas por su propio tono y su expresión de derrota, sus ojos hundidos, la piel de su rostro, a veces amarillenta o incluso verdosa según la luz que en cada momento la ilumine. Calculó que si iba por ese camino fácilmente podría darles a los dos, ahí mismo, donde quiera que estuvieran, un ataque de risa bastante amarga.

 

Han pasado unos treinta años desde que dejó el barrio y aún siente un miedo absurdo de ser reconocido al recorrer las calles donde fue humillado. La vez que vomitó en aquel portal, la vez que le echaron de ese otro bar, el callejón por el que regresaba a casa noche, las cosas que pensaba entonces, todo lo que llevaba en la cabeza, el miedo de su cuerpo, los nervios como cables despellejados. Se daba cuenta de que volvía, al caminar, una vergüenza antigua y un sobrecogimiento ya olvidado, y era como si tuviese que pedir permiso para pisar las aceras que en su día recorrió aterrado. 

 

 3

 

Estoy tumbado en esta cama y casi no me sale la voz cuando quiero pedir agua o que se acerque alguien porque noto que me voy, que ya me acabo, que me escurro al vacío, y no deseo estar solo cuando eso ocurra. Cuando llamo no acude nadie. Acude cuando ella quiere, mi hermana. Sé que estoy en su casa y eso quiere decir que si agonizo no lo haré como un perro. Lo sé porque reconozco algunos muebles y también adornos y libros que antes estaban en casa de papá y mamá, los álbumes de Tintín, las aventuras de Los Cinco y el mismo reloj despertador con un dibujo del ratón Mickey que convierte el silencio en una especie de tren camino del matadero. Todo es borroso ahora. Sé que viajé hasta Madrid porque me dijeron que el hijo de mi hermana estaba en peligro, y sé también que no lo salvé. Me pasó como les ocurre a veces a los que se lanzan sin pensar a rescatar de los remolinos de un río a alguien que se está ahogando.  No tengo una idea clara de qué ha pasado exactamente porque los recuerdos regresan tan apenas como figuras de un carrusel que gira demasiado deprisa al otro lado de una muralla de humo que se aclara y se adensa cuando ella quiere: un frutero lleno de cubitos de hielo, unos muslos tatuados, la música trepando desde el abismo, mis ojos cocidos en sus propias lágrimas. Noto que el embozo de la sábana huele al suavizante que se usó en casa toda la vida. Oigo voces al otro lado de la puerta entornada, la voz de mi hermana que se convierte en un murmullo para informar a alguien de que me muero, creo, y habla de una ambulancia y de los días que estuve en coma, cuenta a no sé quién entre susurros cómo me trajeron, los trámites, la fiebre, la tez amarillenta, y también las veces que me lo advirtió, una vez y otra vez, las mil formas en que me lo dijo. Y es verdad, hermana, tú misma me lo contabas hace tiempo para sacarme del mal camino, cuando yo corría a oscuras tras todos los venenos y era infinita la sed, que acabaría expulsando el hígado por la boca, acartonado y enorme, mientras  arañas y lagartos se paseaban por mi piel. Y ahora, herido en el combate, vuelvo así, como tú decías, vuelvo aquí, y es como si un caballo despavorido me arrancase en el último instante del campo de batalla y depositara ante tu puerta lo que queda de mí, este cuerpo roto, este hilo de vida estrangulándome.

 

Entras y me das de beber algo caliente, té o manzanilla o algo de eso. Y te recuerdo de niña, de muy pequeña, cuando jugabas a las cocinitas y me traías una minúscula taza de plástico llena de arena. Ahora sé adónde era en realidad este viaje y también que he olvidado algo y sigo sin saber el qué, quizás algo que debí traerte, puede que solamente unas palabras, poco más. Acercas el vaso a mis labios y tus ojos de repente son aquellos de entonces. Tener una hermana es eso, ¿no es así?, que pueda aparecer una niña aunque sólo sea unos segundos y después se aleje de puntillas dejando en el aire un vapor en el que por fin es posible morir respirando algo parecido a la dulzura. El borde del vaso está quemando. Sé que no se bebe en realidad. Sólo hay que hacer el gesto y decir después que está muy rico. Aun así, no sé si podré ya, hermana, hermana mía, estrella en la ventana al fondo de la noche, punzón de miel, flor y alfiler, no sé si podré: pesan tanto los párpados esta tarde como nunca en el mundo ha pesado nada.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Castán

Marienbad

18 de enero de 2018 11:49:30 CET

No sé si las confidencias de viaje son frecuentes o infrecuentes. Sí sé, en cambio, que antes nos cuenta sus penas un viajero anónimo que el vecino con el que coincidimos en el ascensor o la escalera, que los individuos con los que compartimos café a media mañana. También sé que, cuando tales confidencias se producen, las recibimos con cierto desagrado: porque no queremos ser elegidos para secretos insignificantes o desahogos anónimos. Y, aunque no cabe pensar que cada vez que subimos a un tren vayamos a ser destinatarios de una de esas confesiones de viaje, a mí parece que me persiguen. La última me sobrevino hace un par de semanas. Había llegado a la estación de Atocha con mucha antelación, porque me había cansado de callejear y había recorrido ya la cuesta de Moyano arriba y abajo un par de veces con la consiguiente adquisición de mercancía anticuaria, así que compré un periódico (confieso que maldije el cansino azar con que nos castiga casi a diario la prensa, la inclusión en este caso de un dvd, que compré sin mirar, por casi tres euros) y me senté en la terracita de una cafetería minúscula y discreta. Otras veces me he entretenido observando el ajetreo, adivinando historias recónditas en las prisas de la gente, advirtiendo hastío o desamparo en los paseantes solitarios, desventuras de amor en los ojos turbios o confusos o vidriosos de las despedidas. En esta ocasión, cansado tal vez de proyectar improbables tramas de ficción sobre figuras ajenas, me limité a consumir la espera ante un café solo y ante las páginas brumosas del periódico. Con todo, lo acabé pronto (la prensa aburre, rumia sin fin nuestras peores insignificancias) y fue entonces cuando el individuo que ocupaba la mesa contigua hizo un ademán hacia el periódico y pronunció apenas una palabra. Puedo…, dijo. Consentí, naturalmente, con otro ademán, y el hombre alargó la mano para cogerlo, aunque con tal fortuna que resbaló el dvd y cayó al suelo. Sólo entonces llegué a ver el título de la película, El año pasado en Marienbad, como lo vio mi vecino de mesa, que no sólo se apresuró a recogerlo sino que contempló durante unos segundos la carátula antes de dejarlo de nuevo, con cuidado (las mesas de estas terrazas suelen ser diminutas), junto a mi taza vacía. Perdón, dijo al soltarlo. Curiosamente, dejó también el periódico, sin siquiera hojearlo. Le indiqué con un gesto que la invitación seguía en pie, pero con otro quitó él importancia (o así lo entendí yo) al periódico o a lo que fuere que le hubiera movido a pedírmelo. Sospeché que se culpaba de la caída del dvd y no quise insistir, que extremar la cortesía produce a menudo agobio y malestar. Así lo dejamos, pues. Y ahora, un punto desconcertado, sí me entretuve con mi pasatiempo de estación (historias secretas, desventuras de amor, distancias y ausencias, desamparo y soledades), aunque liberé de mi afición al vecino de mesa, porque no me atrevía a mirarlo tan de cerca con ánimo fabulador. Tampoco lo hice cuando al cabo de un rato se levantó, recogió el equipaje, esbozó un gesto de adiós (correspondí) y se perdió entre la gente.

A la espera de que apareciera mi destino en los paneles electrónicos, también intenté otras distracciones. Examiné, por ejemplo, la funda del dvd, la carátula a imitación de las antiguas carteleras, los créditos, el título original, los nombres, la sinopsis, las iniciales de los personajes, la información suplementaria, L'annèe dernière à Marienbad, Alain Resnais y Alain Robbe-Grillet (aunque fuesen alanos, decía que eran podencos, bromeé in mente), y fue entonces cuando me propuse rescatar de la memoria y del pasado el argumento. No era tarea fácil. Ni interesante. Ni posible tal vez. Han pasado muchos años, más de treinta, de cuarenta quizás, desde que vi la película, probablemente (no lo recuerdo) en algún colegio mayor de la ciudad universitaria, en aquellas sesiones nocturnas de cine fórum más o menos clandestino en que el gesto más inocente revestía inquietudes revolucionarias, o, acaso, en alguno de los cines que exhibían películas de las llamadas de arte y ensayo, es decir, raras, subtituladas y sin porvenir comercial, categoría que sin duda le cuadraba a El año pasado en Marienbad más que a cualquier otro título pasado, presente o futuro. No conseguí, sin embargo, sacar nada en claro del esfuerzo, extraer mínimamente un esbozo de la trama, sólo imágenes en blanco y negro de un lugar lúgubre y suntuoso y glacial y una voz en off hablando con monótona y obstinada insistencia de corredores, pasillos, senderos, estatuas, puertas, galerías, un completo laberinto estático, inanimado, acorde, sin duda, con la quietud esquiva de la historia. Nada más. Hice entonces propósito de ver la película cuando llegara a casa, pronto al menos, antes de que se desvaneciera la ansiedad en que nos hunde a veces nuestra propia inconsistencia. Vano propósito, he de decir, pues, aunque todo tiene explicación, lo cierto es que no la he visto.

Apareció finalmente en los paneles el andén en que se iba a situar mi tren, de modo que recogí el equipaje (maleta de viaje, bolso, los libros de Moyano, el periódico) y abandoné la cafetería. Todavía me entretuve un rato deambulando de un lado a otro, tratando de distinguir a los viajeros de los sonámbulos, filósofos solitarios del tedio urbano que hacen de la estación de Atocha su centro de observación, pero, fatigado del viaje y de la espera, bajé pronto al andén, busqué el vagón que me correspondía, subí y me acomodé. Al sacar el billete, había tenido la precaución de elegir el asiento que más me gusta, en la dirección de la marcha, con ventanilla a la derecha, y en el centro, en el único lugar en que los trenes regionales tienen una mesita abatible (admito que esta ubicación tiene ventajas e inconvenientes: no viaja uno encogido, pero puede compartir viaje frente a frente con vecinos incómodos). Me senté, pues, dispuesto a armarme de paciencia regional, a la espera de que arrancáramos y nos fuéramos poco a poco, con demasiadas intermitencias secundarias (este tren para en todas las estaciones, el trayecto parece un viacrucis territorial), acercando a casa. Y en esto estaba, concentrado en las musarañas, pensando qué libro de Moyano se adecuaría más livianamente al recorrido, cuando ocupó su asiento frente a mí quien iba a ser mi compañero de viaje. Perdón, dijo sonriendo al tiempo que colocaba el equipaje en el maletero. No voy a decir que me asombrara, porque las casualidades se producen, pero no dejó por ello de parecerme singular casualidad que se tratara precisamente de quien me había pedido primero el periódico en la cafetería y lo había rechazado después sin aparente razón de peso. Me pregunto ahora en cualquier caso si se trataba, o no, de causalidad, esto es, si ocupó el asiento que le correspondía o si, en vista de que el vagón iba casi vacío, prefirió hacer caso omiso a la ordenanza ferroviaria y eligió a propósito mi compañía. No lo sé, ni se me ocurrió entonces, y ahora ya no voy a saberlo. Lo cierto es que se sentó frente a mí y que al pronto guardó silencio, guardamos silencio.

No obstante, al cabo del rato, como si la coincidencia en la ubicación ferroviaria tras el azar de la cafetería nos obligara a cierta cortesía, el dvd sirvió para romper el hielo. Me refiero al hielo de la confidencia, no de la conversación. Porque hubo primero un intercambio neutro de informaciones y opiniones, sobre la lentitud del tren regional y sus incomodidades, sobre el viaje, sobre la actualidad (los titulares del periódico), pero sólo el dvd dio pie a lo que sigue. Como he dicho, lo había dejado todo sobre la mesa abatible, el periódico, la bolsa con los libros de Moyano y el dvd, y fue señalando el dvd como me preguntó de pronto si había estado alguna vez en Marienbad. No, respondí. En realidad ni siquiera sabía dónde estaba Marienbad, que, para mí, formaba parte más de la remota cinematografía universitaria que de la geografía europea. Fue también entonces cuando, como en trance de ensoñación o de nostalgia, confesó que él estuvo a punto de ir a Marienbad en una ocasión, hacía bastantes años. Pude ignorar el comentario, ciertamente, pero me pareció poco considerado no preguntar cómo había sido y cómo fue que no fue (que no estuvo en Marienbad, digo), pese a que no tenía interés alguno en conocer la respuesta o, a tenor del resultado, los pormenores del relato. Así empezó una confesión de viaje, o de viajero, la confesión de alguien que no sé si desahogaba su pesadumbre o evocaba la aventura de su vida ante un desconocido por el puro deleite de evocarla, de ponerle palabras, texto oral, de modo que no sabría decidir si hablaba para mí o si yo era simplemente el instrumento que le permitía contarse a sí mismo en voz alta una vez más su propia historia. Diré también que al principio no presté mucha atención a sus palabras, porque no soy significativamente curioso ni me atraen en exceso las pesadumbres ajenas, pero, a medida que avanzaba en el relato, experimenté una sensación contradictoria, cosa, por lo demás, que me suele ocurrir en muchas tramas de relatos románticos, penas y desventuras de enamorados, pero en esta ocasión fui perdiendo el tino del entendimiento y seguí la peripecia complacido.

Al principio se demoró en consideraciones varias sobre Marienbad: que tampoco sabía mucho del sitio, que para él tuvo en su día las mismas resonancias austrohúngaras (eso dijo) que para mí, etcétera, pero luego contó que había conocido años atrás, en Italia, en una especie de congreso internacional, a una mujer, extranjera, y hermosa, dijo, pero no italiana (no me quedó clara la nacionalidad, aunque ahora, por deformación quizás, la sitúo en las proximidades del mar Negro), con la que entabló una amistad circunstancial, casi de huéspedes de hotel. Pensé entonces en la dama del perrito (de ahí quizás lo del mar Negro), pero no dije nada. Duraron las sesiones tres o cuatro días y, tras las horas comunes de trabajo, el programa contemplaba generosos periodos de esparcimiento y distracción que mi interlocutor compartió con la hermosa extranjera, en grupo algunas veces, otras a solas, en paseos, conversaciones, sesiones de cafetería e incluso, la última noche, en una prolongada diversión festiva. Se despidieron a la mañana siguiente e intercambiaron direcciones postales (eran tiempos predigitales), no sólo con la hermosa extranjera, también con otros asistentes al congreso, pero sólo a ella decidió enviarle al cabo de un par de semanas una breve carta protocolaria. Siempre he visto mal, dijo, intercambiar direcciones para luego no usarlas jamás y entonces, añadió, vivíamos en una era postal, todavía se escribían cartas (género, por cierto, que no sólo ha caído en desuso, sino en el más absoluto olvido). Por eso le escribió, aunque sin duda no sólo por eso. Fue una carta también circunstancial en la que se limitó a añorar la belleza de la ciudad, el sosiego del hotel, la bonanza de las pocas conversaciones que tuvieron en el comedor, en la cafetería y en los jardines, el enigma final de la noche postrera. Para su sorpresa, la mujer contestó con prontitud (a vuelta de correos, se decía entonces), y no fue un mero acuse de recibo, sino una carta que, sin proponerlo abiertamente, requería continuación. Se entabló así una asidua, continuada y creciente comunicación epistolar que, como era de esperar o de temer, desembocó en una forma extraña de amor. Tal vez amor no fuera la palabra adecuada, dijo, nunca, de hecho, escribieron ellos la palabra amor, pero ninguna otra serviría para hacer comprensible el relato, porque sólo en un sentimiento así conviven el ansia y la necesidad.

No alcancé a distinguir si el amor (o lo que fuere) que sintieron, o que sintió al menos mi interlocutor, fue un amor sublime y superior, un amor por encima de la carne e incluso por encima del espíritu, o si, más probablemente, fue un amor verbal e imaginario, sentimientos ambos que en modo alguno estoy en condiciones de juzgar, porque nunca me han sido concedidos. Creo que la mayoría de la gente no está determinada para la pasión, que está determinada sólo para sortear los requisitos de la especie de la forma más discreta y anodina, pero no para estar por encima de la necesidad y, a pesar de ella, convertir su vida en una cima activa de pasión. Pues bien, al parecer eso era lo que sucedía entre mi interlocutor y la hermosa extranjera: que les unía una pasión por encima de la necesidad o, en todo caso, sujeta a una necesidad más allá de toda comprensión. Sin embargo, era en principio lo único que les unía, porque les separaban miles de kilómetros, y no sé hasta qué punto no era precisamente esa distancia en el espacio la que alimentaba su pasión. Casi estoy por asegurar que era así. Por desgracia, o por fortuna, entonces, en la época en que se sitúa la historia, no había más tecnología de la comunicación que el servicio postal, de modo que, a fin de cuentas, se trataba de una pasión estrictamente epistolar y aun diría que caligráfica. Se escribían con la frecuencia que exigían los sentimientos y la soledad, miraban cada día el buzón con impaciencia, apenas conscientes de que la palabra escrita servía de acicate a la pasión. Utilizo el plural (escribían, miraban) porque mi interlocutor lo utilizaba (escribíamos, mirábamos), aunque ignoro si esa agitación del espíritu y esa ansiedad formaban parte del contenido de las cartas o si mi interlocutor extendía su conducta por inercia y como consuelo a la hermosa extranjera. Sea ello como fuere, lo cierto es que fue él quien, en algún arrebato imprevisto, y aprovechando las circunstancias estivales, propuso encontrarse en algún punto intermedio. No sugirió ningún lugar, serviría cualquiera que a ella le viniera bien, o apenas insinuó un regreso a Italia, para volver juntos sobre sus propios pasos. Nada le haría más feliz, dijo, que la presencia y la figura. De hecho, sólo de pensarlo le entraban unos temblores y unos estremecimientos que no sabía si se debían al miedo o, por el contrario, al vislumbre del éxtasis, pues no lograba adivinar el grado de ventura que sin duda habría de derivarse de ese encuentro que ya se había hasta tal punto producido en su imaginación que no faltaba sino que la realidad viniera a certificar que, en efecto, todavía podía aumentar la compenetración de tan asiduos y fervientes corresponsales. Como las cartas tardaban en llegar varias jornadas, porque el correo internacional era lento y caprichoso, él siguió dibujando en cartas sucesivas la escenografía del encuentro, proponiendo ahora sí ciudades propicias (exóticas, románticas, monumentales) y describiendo el entusiasmo que lo invadía a medida que daba cuenta de lo que habría de ocurrir. Pero, al mismo tiempo, las cartas que recibía eran respuesta a cartas anteriores, de modo que cuando llegó la primera respuesta a la proposición primera y fue ésta negativa (no por falta de pasión, ni de voluntad, todo hay que decirlo, sino de las circunstancias, que a menudo se empeñan en torcer los designios de los hombres), empezó a avergonzarse de las cartas siguientes que él mismo había escrito y que, tras el rechazo, no sólo carecían de sentido, sino que provocarían en la hermosa extranjera, eso pensaba y no estaba equivocado, un sentimiento profundo de dolor, porque no harían otra cosa que acentuar con su entusiasmo la catástrofe de la imposibilidad del encuentro. Sintió, pues, un intenso ridículo, extraño además, de muy confusa sincronía, porque las palabras que lo avergonzaban estaban todavía en terreno de nadie, en la travesía postal de las comunicaciones. Era el rubor presente de una vergüenza múltiple y sin presente, de una vergüenza retroactiva, por lo escrito, y de una vergüenza anticipada, por la lectura de las cartas cuando llegaran al destino. Empezó entonces a desdecirse, a disculparse, a arrepentirse, y disculpas y arrepentimientos sobrevolaron Europa durante semanas. Las palabras, sin duda, surtieron efecto. Y por algún atisbo de esperanza que entrevió en las respuestas, decidió no hablar más del encuentro frustrado y aplazó para el verano siguiente un nuevo intento. Al fin y al cabo, pensó, la circunstancia estival se producía cada año. Continuaron, pues, con su pasión epistolar: cinco, seis, siete meses. No pudo, sin embargo, cumplir su propósito escrupulosamente, pues, llevado nuevamente por sus arrebatos, se precipitó otra vez en la propuesta de encuentro, más dichoso y venturoso ahora sin duda de lo que hubiera podido ser el anterior, pues bien se sabe que las dilaciones del deseo y la ansiedad actúan como fermento de grandezas. De ahí que su entusiasmo se desbordara de nuevo y que escribiera cartas y más cartas configurando la dicha de que al fin, y al cabo de tanto tiempo, iban a poder verse, a estar juntos, a saber en qué consistiría la presencia después de tantas palabras, etcétera. He dicho antes que las circunstancias se empeñan a menudo en torcer los designios de los hombres, pero a veces son los designios de los hombres los que desprecian los beneficios de las circunstancias. Eso al menos fue lo que él pensó cuando, por segunda vez, una carta aciaga de la hermosa extranjera truncaba toda previsión. No habría encuentro, pues. Fue así como toda la bienaventuranza se tornó desdicha y como su corazón rebosó de dolor y angustia y como por caminos indirectos (inversamente proporcionales, podría decirse) supo qué grado de felicidad habría alcanzado en donde quiera que fuera que se hubieran encontrado: exactamente el polo opuesto de su sufrimiento ante los hechos. Y fue así también como aprendió otra cosa: el gozo del dolor. (Tal vez tampoco ahora sea adecuada la palabra gozo, como no lo era antes la palabra amor, pero no siempre las palabras acuden en nuestra ayuda.) Al fin y al cabo, se dijo, toda pasión es dolor. Y sin penas ni servidumbres tampoco cabe imaginar venturas y felicidades. Se dedicó, por tanto, a explorar su dolor, a examinar con minuciosa reflexión cada detalle de su sufrimiento, a buscar en cada aguijón el néctar y el veneno (algunas retóricas no caducan nunca). Pero tuvo la precaución de no exponer estas ideas en las cartas que siguió intercambiando con la hermosa extranjera. De modo que sentía que se había producido en él un desdoblamiento y que era, por una parte, el hombre apasionado que escribía cartas y que leía con entusiasmo y devoción las cartas que recibía y era, por otra, el hombre que se había empeñado en llegar hasta el fondo en la exploración del sufrimiento, esto es, el hombre solo y dolorido que a sí solo se bastaba y consigo solo hablaba. Y ambos hombres se complementaban, como si gracias al segundo pudiera mantenerse el primero y gracias al primero tuviera consistencia el segundo, una suerte de singularidad recíproca, de esquizofrenia sentimental tal vez. Y ambos se necesitaban, como necesitaban la correspondencia con la bella extranjera, uno para ser feliz y otro para ser infeliz.

Y al cabo de una larga y penosa travesía de meses de correspondencia ambigua (porque él ocultó siempre la mitad amarga, o eso había creído haste el momento) llegó una carta hermosa y entusiasta y apasionada en que era la hermosa extranjera la que proponía por fin un encuentro entre ambos aprovechando las circunstancias estivales y la que incluso indicaba el lugar propicio: Marienbad. Marienbad, repitió señalando el dvd. Que, desde luego, no era ninguno de los sitios que él había imaginado en años anteriores. Cabe decir que nunca había sufrido él tanto desconcierto como al ver esa propuesta y que no suponía que podría sumirle en tan honda amargura. Pues sólo entonces advirtió que habían pasado los meses y que ni siquiera había pasado por su imaginación la posibilidad de un nuevo encuentro ni siquiera de su sugerencia. Fue entonces cuando supo por qué, fue entonces cuando supo que había encontrado su camino y fue entonces, en fin, cuando dejó de escribir cartas.

En este punto estaba la conversación cuando el tren empezó a aminorar la marcha. Mi compañero de viaje se levantó y alcanzó su equipaje. Estamos llegando, dijo (un plural afectivo). En la despedida le pregunté si había visto El año pasado en Marienbad. Dijo que no. Y, no sé bien por qué, le tendí el dvd. Quédeselo, dije, le sacará más provecho que yo. Sonrió, bajó del tren y lo vi ir por el andén de espaldas. En el último momento se volvió y esbozó un gesto de despedida (correspondí). Enseguida, al quedarme solo, me arrepentí del regalo y deseé que no se le ocurriera ver la película. Surgieron entonces en mi imaginación numerosas preguntas: contradictorias, esquivas. Me pregunté, por ejemplo, por qué la hermosa extranjera habría propuesto precisamente Marienbad como lugar de encuentro, cómo contaría ella la historia en el caso que de que aún figurara en su memoria y si la elección de Marienbad no sería a fin de cuentas una fórmula cultural para declarar de antemano la imposibilidad de cualquier reencuentro. Me pregunté también si no habría actuado el dvd como un resorte en la cafetería y no sería todo una invención ad hoc de mi interlocutor, el rescate de alguna historia decimonónica ajena o el resumen de alguna ficción romántica. Y también, por último, me pregunté si, en el caso de que no fuera una invención, sino un episodio real de su biografía, acaso la única verdadera aventura sentimental que requería actualización narrativa, no habría cometido un error al regalarle un dvd que podría desvanecer su historia para siempre al hacerle entender que en Marienbad nunca hubiera encontrado a la hermosa extranjera, que, de encontrarla, no le habría reconocido y que de todo ello sólo le habría quedado, en definitiva, una suerte de ensoñación en off con corredores, pasillos, senderos, puertas, galerías y estatuas, las estatuas vivientes en que se congela para siempre la memoria.

Escrito en Lecturas Turia por Gonzalo Hidalgo Bayal

El amor en Lobito Bay

18 de enero de 2018 11:45:27 CET

Nuestra casa en Lobito Bay estaba cubierta con tejas de barro. Otras viviendas tenían tejados de zinc y otras aún los tenían de paja, amplios y en pico como si fuesen sombreros. Intercaladas al azar, el tipo diferente de las casas no las distinguía en materia de orden a la orilla del mar. Sólo manifestaba el origen de sus habitantes, hablaba de su resistencia al calor y a la incidencia del sol sobre la arena y la superficie del agua. Algunos, como nosotros, habían venido de la zona norte del Atlántico y necesitaban sombra. Otros habían venido del Mediterráneo y necesitaban un patio. Otros habían venido del Índico y necesitaban esteras. Los naturales del país apenas necesitaban nada. Tenían el sol, el agua, la fruta y la oferta del mundo natural. Pero si había alguna diferencia entre los pescadores y sus mujeres, algunas de piel más oscura, otras de piel más clara, esta diferencia se diluía por completo en la banda indistinta que sus hijos formaban al caer la tarde. Lo recuerdo como si fuese hoy. En Lobito Bay, cuando el sol se iba poniendo y partían los barcos a la pesca, nosotros, los hijos de los pescadores, nos lanzábamos en dirección al baldío, y allí corríamos juntos, como si fuésemos hermanos, hijos indistintos de un único y primer hombre del mundo.

Contó el profesor, cuando nos sentamos a la mesa.

Como si fuésemos hijos indistintos del primer hombre del mundo, formábamos una bandada de hermanos en plena competición por nada, añadió el profesor. En esta especie de exigencia de velocidad, la causa que nos movía era más fuerte que el objetivo. Mejor dicho, entre nosotros, la causa se confundía con el objetivo, y causa y objetivo se realizaban a un tiempo y en conjunto. En conjunto tomábamos posesión del terreno, en conjunto nos preparábamos. Como si la carrera fuese un acto oficial y último, en el momento de la salida permanecíamos tensos, ajustando con desvelo milimétrico los talones desnudos a la línea dibujada en el suelo. Concentrados, serios, contenidos, en cuanto oíamos la señal de partida nos lanzábamos a una carrera enloquecida, viendo desaparecer ante nosotros las piernas de los más viejos, y viendo seguir sus huellas a los más ágiles de entre los más jóvenes, ganando distancia, mientras los menores y menos ágiles iban quedando atrás, cada vez más atrás, sin perder, no obstante, el sentimiento de alegría de sentirnos lanzados a una carrera en la que sólo podrían resultar vencedores los más altos y ágiles. Para los de menor edad nos bastaba sentirnos incluidos en el número de treinta corredores de fondo que recorrían la faja de baldío que se extendía a lo largo de la orilla. Con eso nos sentíamos orgullosos de nuestra vida.

Éramos inocentes de todo lo que se pudiese decir con relación a la terminología atlética. No conocíamos la palabra sprint, ni las palabras match o team formaban parte de nuestro escaso vocabulario, una especie de mínimo denominador construido por sustracción entre las hablas diversas de nuestros padres. Verdad es que por aquel entonces, Frank Shorter se había transformado en el rey de las carreras y la palabra jogging se había extendido por los cuatro rincones del mundo, pero entre nosotros, sin televisión, sin periódicos, ni siquiera la palabra atleta era un término utilizado. Lo he dicho ya, lo que queríamos nosotros sólo era correr. Como desde siempre, como desde el principio del mundo, deseábamos sólo ser únicos, y deseábamos pertenecer. Pertenecer a la bandada de chiquillos cuyos pies alzaban el vuelo sobre la arena, formar parte de aquellos que tenían alas en los pies, alas en los brazos, alas por todo el cuerpo, y ser alguien entre ellos. Eso era todo lo que queríamos. Al final de la carrera, podía ser uno el penúltimo o incluso el último, eso no importaba. Compréndase. Cuando yo era niño en Lobito Bay, uno no estaba vivo si no corría. Dijo el profesor. Correr, sólo correr por correr, superar la distancia en medio de los otros, formar parte de aquella prueba de velocidad colectiva, eso era todo lo que uno pretendía, independientemente de quien iba detrás o delante, de quien caía y quedaba atrás sangrando, o de quien alcanzaba la meta con los brazos al aire declarándose vencedor. En nuestro mundo, ni siquiera había vencedor. Sólo había corredor. Corredor de fondo. Ser y pertenecer, esa era la orden única implícita en el desorden que nos envolvía. Como si fuésemos una bandada de pájaros rebeldes, que en vez de hacer ejercicios en el cielo prefiriésemos  hacerlos en la tierra.

¿Por qué no decirlo? Dijo el profesor.

Verdad es que a veces oíamos detonaciones rondando por el espacio abierto de Lobito Bay, y teníamos noticia de que más allá de la vegetación rala, había unos libertadores que vendrían un día a darnos lo que no teníamos. Oíamos disparos unas veces más lejos y otras más cerca, pero nada de eso nos importaba. Que disparasen. Lo que nos inquietaba eran los movimientos inexplicables de las bandadas de aves que pasaban ante nosotros. ¿Por qué daban vueltas en conjunto, los pájaros, sin equivocarse nunca? ¿Cuál de ellos lideraba el grupo, y cómo era elegido? ¿Cómo se distinguían? ¿Por qué aquella V abierta si volaban bajo, y aquella V aguda cuando volaban alto? ¿Por qué aquel quiebro súbito en la ruta, cuando iban en línea recta? ¿Y qué especies eran aquellas que formaban las bandadas, y que no se distinguían a lo lejos? Mientras, volando bajo, al alcance de nuestra visión, pasaban pardales, cuervos, garzas. En los charcos revoloteaban pájaros-secretario, gaviotas y grandes zancudas, los ibis rojos, el flamenco rosado. Pero el pájaro más amado por el grupo de los chicos de la zona de frontera con la ciudad de Lobito, a la que llamábamos Lobito Bay, era otro.

Era un ave pequeña, huidiza, un pajarillo que iba y venía, que ahora estaba o no estaba. Era la golondrina. Dijo el profesor, mientras nos servían el primer plato.

Había razones para eso, añadió el profesor. El pájaro favorito de los chiquillos en Lobito Bay era la golondrina porque volaba bajo, porque parecía no pesar nada, porque se desplazaba de modo tan rápido que no paraba para alimentarse, porque volaba con el pico abierto, convertido en un embudo, para engullir los insectos en el aire, siguiendo viaje sin perder un instante. Desde hace tiempo se sabía que la golondrina era el rey de los corredores, y tanto era así que entre el grupo de los mayores se había propagado cierto secreto que no se contaba a nadie. Pero el muchacho más alto y más ágil, el que más alzaba el brazo junto a la meta, un día, estando algunos de nosotros sentados en un escollo, escuchando a lo lejos los tiros de los libertadores, se olvidó de que yo era uno de los menores y confesó el secreto. Era cierto y seguro. Corría el rumor de que quien comiese el corazón de una golondrina acabaría convirtiéndose en el corredor más rápido del mundo. Por eso, él, el más ágil, ya había intentado todo para cazar una golondrina viva. Nos encontrábamos sentados en la arena, de cara a la carretera, y todos tenían la misma certeza. Quien comiese el corazón de una golondrina. Quien lo comiese. La cuestión es que corría el mes de marzo y pronto las golondrinas desaparecerían. Se acercaba la primavera en Europa. Dentro de unos quince días, machos y hembras ya habrían abandonado los nidos.

Dijo el profesor, iniciando sólo entonces el segundo plato, cuando ya todos habíamos dejado los cuchillos y los tenedores. Habíamos invitado al profesor, queríamos aprender del profesor.

Sí, también yo soñaba con esta captura imposible. Dijo él. Era de los que permanecían inmóviles en el suelo, antes de alcanzar a los que corrían. Nada raro, las manos me sangraban, la barbilla estaba desollada,  corría sangre de las rodillas. Incluso así, me levantaba rápido, y tan pronto la carne entrase en calor, y si no sangrase demasiado, continuaba yo la carrera. Una vez terminada, no decía nada. Cuando volvía a casa, me sentaba bajo la gran tipuana que bordeaba nuestra casa, sin decir palabra. No obstante, nuestra madre sabía lo que pasaba. Silenciosa, se acercaba con una palangana de agua tibia y un paño blanco al hombro, se inclinaba sobre mis rodillas e iniciaba la operación de limpiar las heridas. Con una pinza aguzada, retiraba uno a uno los granos de arena, luego con una especie de pincel, pasaba sobre las heridas una tinta roja que alargaba el aparato visual de las escoriaciones, dándoles el terrible aspecto de llagas. Al fin, como testigo de mi bárbaro esfuerzo y de mi vano estoicismo, mi madre movía la cabeza –“Déjalo, chico, uno nace para lo que nace. Tú no naciste para corredor de fondo, eso se ve. Déjalo…” Pero yo no lo dejaba. Dijo el profesor. Y en uno de esos días que siguieron al desastre monumental  de un trompazo colectivo en la arena, con varios de mis compañeros saltando por encima de mi cuerpo, pero ellos heridos y yo no, ocurrió un milagro en Lobito Bay.

Ocurrió al caer la tarde, casi de noche.

Verdad es que, más o menos, a aquella hora, llegaba hasta nosotros el sonido de los estampidos secos, de los disparos de los libertadores, pero no había ningún peligro, pues los tiros partían no sólo de gente que deseaba libertar a alguien, sino que además, fuese como fuese, esa liberación ocurría a distancia. Entonces no era necesario pensarlo dos veces. Si en la cocina faltaban aceite y vinagre, y yo era el único hijo disponible sería yo quien fuese hasta la cantina, un almacén, casi una barraca, que quedaba en el último extremo de la carretera. Los tiros sonaban muy lejos. Yo fui hacia allá, en una carrera, y nada especial aconteció. Fue sólo al regresar cuando ocurrió lo extraordinario. Cuando caminaba ya al paso, con los pies enterrados en la arena, de pronto, un pequeño cuerpo alargado de color azul-golondrina, cayó a mis pies.

Incrédulo, miré al suelo, y vi que el pequeño cuerpo fusiforme que había caído ante mí era realmente una golondrina. Una golondrina maltrecha, con las piernas rotas, caída de lado, agitando sobre todo un ala, como queriendo en vano alzar la cabeza picuda. Se trataba de una golondrina azul que perneaba ahí en el suelo, mirándome. Tan verdadera era, que en aquella luz amarillenta del ocaso africano, parecía negra, negra como en las leyendas. Las alas negras, el vientre blanco, el pequeño pico amarillo, todo era real y verdadero. Miré a mi alrededor, estaba solo, el mar, ante mí,mostraba su conformidad, y, encima, la bóveda celeste, casi oscura, también. No había duda. La golondrina era mía, sólo mía, y había caído del cielo. Había caído, sin duda, como resultado de un impacto contra los hilos eléctricos que marcaban un trazo continuo a lo largo de la carretera y se perdían más allá, pero, para mí, aquel pájaro, había caído del cielo. Las botellas de vinagre y aceite, metidas en la bolsa, quedaron bajo mi brazo. La golondrina, lustrosa como seda, e inmóvil, quedó presa entre mis dedos.

Sosteniendo la golondrina contra el pecho, corrí hacia mi casa. Dijo el profesor cuando ya nos servían otra vez el vino y el segundo plato. ¿Por qué razón no quiso servirse el profesor?

Él dijo. Sí, corrí hacia la casa, entré en la cocina donde mi madre, preocupada por mi retraso, estaba esperándome, pero antes de que pudiera decirme nada, e incluso antes aún de entregarle las botellas, extendí mis manos sosteniendo la golondrina. Conté lo que había ocurrido, lo conté  conteniendo a duras penas  la respiración, le expliqué lo que deseaba hacer con aquella golondrina que me había enviado el azar. Le expliqué sobresaltado, loco de emoción y alegría, que yo tenía que comerme el corazón de aquel pájaro. Mi madre se sentó, me pidió que abriera las manos, que le mostrase el pájaro que había caído a mis pies. Cogió ella la golondrina en sus manos, observó las llagas, le pasó la mano por encima, y me preguntó qué quería hacer yo.

-Comerle el corazón –dije.

-¿Y cómo vas a hacerlo? –preguntó mi madre.

Fui directo y claro, triunfador. -Primero le corto el pescuezo, después le quito las plumas del pecho, después con nuestro cuchillo de trinchar le saco el corazón del pecho. Después, cojo el corazón y me lo como…

Yo repetía lo que le había oído decir a mi colega mayor.

-¿Qué le comes el corazón así, crudo, tal como está dentro de ella? –quiso saber mi madre.

-Sí –dije yo. –Quien come el corazón de una golondrina cogida viva será el corredor más rápido del mundo. Yo voy a ser el corredor más rápido del mundo, madre.

Mi madre mantenía al animal herido entre sus manos, y no se movía ni acababa de disponer la cena. Estábamos encerrados en la cocina, porque así lo había querido yo, para que el pájaro, con un súbito aliento de vida, no pudiera escaparse por cualquier espacio mal cerrado de una puerta o una ventana. Mientras tanto, yo ya había cogido el cuchillo. Un cuchillo corto y pesado, de los de trinchar. Lo agité en el aire y sí, yo podía con él. Podía manejarlo. Y fui hacia la golondrina.

Entonces, mi madre empezó a decir que me entendía muy bien, que mi plan estaba muy bien, que era un plan muy eficaz, pero que ya era muy tarde, que mi padre estaba a punto de llegar y también mis hermanos, cuyas voces ya se oían allá fuera, y que para que aquella ceremonia pudiese realizarse con tranquilidad, lo mejor sería dejarla para el día siguiente. Al día siguiente, cuando mi padre estuviera aún en lo mejor de sus sueños, y cuando mis hermanos no se hubieran despertado aún, entonces podría hacer lo que había previsto. Sí, con calma, yo podría matar la golondrina, sacarle el corazón del pecho, y  comerlo en paz, como estaba previsto. Entre tanto, dejaría la golondrina metida en una caja de zapatos hasta la mañana siguiente, y la caja quedaría bien cerrada dentro de mi cuarto.

-¿Y si se escapa? –pregunté yo, suspicaz, inquieto.

-¿Cómo va a huir si tú mismo la guardas?

-Madre, esta noche no quiero acostarme.

-¿Por qué no?

-Madre, esta noche no quiero cenar.

Y me encerré en mi cuarto, sin cenar, y no pude dormir. Miraba la caja de zapatos. En la tapa de la caja, mi madre había hecho unos pequeños agujeros para que el pájaro pudiera respirar, y la dejó en la mesita de noche, al alcance de mi mano. Pues no. Yo no iba a quedarme dormido aunque los párpados me pesaban como si fueran de plomo. Me pesaban tanto que se cerraron por un breve instante.  O un largo instante, yo, siempre vigilando. Pero a la mañana siguiente, cuando desperté, abrí  la caja y no estaba la golondrina.

Dijo el profesor, dejando el tenedor en el último plato.

Sí, la caja estaba vacía, la tapa levantada, y la golondrina había escapado. Mis gritos despertaron a toda la casa. ¿Quién me ha robado la golondrina? Y, si nadie la robó, entonces ¿cómo se ha escapado? ¿Si estaba moribunda y paralizada cuando mi madre y yo la vimos por última vez, antes de cerrar la caja? Y aunque se hubiese curado durante la noche ¿cómo había tenido el pájaro fuerza suficiente para levantar la tapa? ¿Para cerrar la tapa? ¿Y por dónde se había escapado, si la ventana estaba cerrada, y también la puerta del cuarto? Ante mi padre y mis seis hermanos, todos de pie, de madrugada, mirándome, mis preguntas eran lógicas pero la respuesta era sólo una con relación a la golondrina. Hiciese lo que hiciese, ya no podría cortar su pescuezo oscuro con un cuchillo, no arrancaría las plumas de su blanco pecho, no arrancaría el corazón de aquel pecho, no podría comer el corazón de la golondrina. El pájaro había desaparecido, había desaparecido también toda mi esperanza, sólo el cuchillo, el pesado cuchillo que yo la noche anterior había soñado manejar con golpes certeros, eso sí estaba sobre la piedra de la cocina. Mis lágrimas, al mirar el cuchillo, brotaban en cascada. Y, encima, todos mis hermanos conocían ahora mi secreto, guardado hasta entonces con tanto cuidado. Conocían ahora mi esperanza secreta de convertirme en un gran corredor, el mejor del mundo, y eran testigos aquella mañana de mi profundo descalabro. Mis hermanos. Y así estuve llorando varios días no sólo por la pérdida en sí, sino, sobre todo, por la incapacidad de descubrir la clave del misterio de la desaparición del corazón de mi golondrina. Hasta que cambió la vida en las sendas de Lobito Bay.

Dijo el profesor, cuando ya no había ningún plato en la mesa.

La vida cambió inesperadamente en Lobito Bay, repitió el profesor,  y ya todos habíamos comprendido que el profesor repetía las palabras que más le interesaban, como si fuese un poeta.

Mi madre empezó a escatimar la comida, mi padre ya no fue más a pescar. Nosotros, los chicos, aún nos encontrábamos y nos preparábamos para  volver a correr, pero apenas una semana después los corredores del descampado dejaron de reunirse. De pronto, los rostros, todos los rostros, hasta los de los chiquillos, se habían vuelto sospechosos. Sin que nada hubiese  ocurrido entre nosotros, nos habíamos convertido en enemigos. Dijo el profesor. Los tiros sonaban incesantemente a nuestro alrededor. Nuestra tipuana fue alcanzada por los disparos y la palmera también. Rantantam, rantantam, se oía en los arenales de Lobito Bay. No tardamos en entrar  en un barco de fugitivos sin nada nuestro más que la ropa pegada al cuerpo. Tomamos asiento en un barco que salía del puerto, sin destino seguro, cuando los dos grupos ya se dispersaban por las calles y arrastraban tras ellos a gente que hasta entonces había vivido en paz. Y así nos apartábamos del puerto que siete años antes nos había visto llegar, a mis seis hermanos, a mi padre, a mi madre, unidos, sin nada en las manos, cuando el barco dejó el muelle y se hizo a la mar. Pero el barco no rebasó la barra. Una embarcación ligera, pilotada por libertadores armados, obligó al barco a volver atrás, con el pretexto de que había infiltrados del grupo rival entre los pasajeros. Entonces, se oyó una sirena marcando el retorno, y fue todo muy rápido. Dijo el profesor.

Estábamos de nuevo en tierra ante el pontón, siguió diciendo.

La pasarela oscilaba, el pontón oscilaba, nos pasaron revista, pues constaba que entre los embarcados había libertadores del grupo rival, que por ahora era el derrotado. Libertadores cazando a libertadores. Descubrieron a dos libertadores rivales. Uno de ellos fue llevado a la amurada y no se oyó más que el disparo. Pero el segundo libertador estaba justo ante nosotros, todos vimos cómo ese libertador era abatido. Mi madre tuvo tiempo aún de gritar a los hijos -¡Cerrad los ojos! Con la mano izquierda intentó tapar los ojos de mi hermano menor, y con la derecha intentó tapar los ojos del penúltimo. El penúltimo era yo, dijo el profesor. Yo tenía nueve años, mi hermano tenía ocho. Estábamos todos en silencio absoluto, pegados a los tablones.

Pero mi madre no podía impedir que durante toda la vida la violencia nos rodeara. No podía. Habíamos visto morir un hombre ante nosotros y ella no podía impedir que hubiéramos visto la mirada de terror del libertador que iba a morir, su cuerpo estremecerse, saltar y después caer hacía adelante. Ella no podía impedir que viésemos cómo la espalda del libertador que  disparaba sobre el que iba a morir, se alzaba y volvía a la posición de quien se dispone a iniciar un bailoteo, pero era para tirar otros cinco tiros sobre el pecho del libertador que teníamos delante. No lo podía evitar. Ni ella ni mi padre podían impedir que de la belleza de Lobito Bay se desprendieran al mismo tiempo el mal y el bien. Pues ¿cómo iban a hacerlo si  ni siquiera ellos podían impedir que, en nuestro propio corazón, cohabitasen al mismo tiempo la esperanza más pura y la más bárbara brutalidad? Lo deseaban, pero no lo podían conseguir. Como tampoco pudieron evitar el viaje por la Costa Occidental de África hasta Luanda, sin nada nuestro en las manos. No pudieron evitar de la Historia lo que es Historia, ni lo que en nuestra especie es característico. Pero la verdad es que tampoco pudieron evitar la imagen fundadora de mi vida. Dijo el profesor. Aquella que yo imagino que ocurrió en la noche en que una familia entera se puso de acuerdo para evitar que el segundo hijo más joven, el segundo hermano menor, agarrase un cuchillo y abriese con su propia mano el cuerpo de una golondrina. Cuántos hombres condenados a morir en el futuro no habrán evitado la muerte a partir de esta noche de armisticio acontecida en Lobito Bay. Toda mi familia reunida, mientras yo dormía, llevado por sueños de victoria, en mi cuarto.

Sí, me siento culpable, dijo el profesor. Sólo en donde no hay amor no hay culpa. Dijo también, y nosotros nos levantamos y salimos de allí mudos, uno tras otro. Lo habíamos invitado para que nos hablase sólo de la belleza, pero el profesor nos había transformado, e íbamos ahora hacia la terraza, y no sabíamos quiénes éramos.

 

Lídia Jorge

 

 

           

           

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Lídia Jorge

Cuestión de nada

12 de enero de 2018 10:43:51 CET

            Desde que se había separado de su mujer —de su compañera, decía él—, iba ya para tres años, Francisco Javier Núñez Blesa, Paco o Paco Ja para los amigos, solía pasar algunos fines de semana fuera de la pequeña ciudad de provincia en la que tenía instalada su consulta de dentista. El sábado se levantaba temprano, preparaba la maletita de ruedines que había comprado al efecto y se iba sin pérdida de tiempo a coger un tren o un autobús —no le gustaba nada conducir— para alguna ciudad o pueblo no siempre de las proximidades. Visitaba allí algún museo, alguna exposición que hubiera, la catedral o las iglesias más notables, y se pasaba horas callejeando sin rumbo no sabía si buscando algo o saliendo al encuentro de algo o más bien sin buscar ni perseguir nada, sólo andando, mirando, tal vez discurriendo o dándole vueltas a algo si ello no fuera ya igual que decir sencillamente andando.

Tanto el sábado como el domingo, pero especialmente este último, comía en alguno de los restaurantes que le aconsejaba la guía que había adquirido también para el caso, y el sábado por la noche buscaba algún local con música en vivo o bien alguno de esos viejos cafés que todavía tienen algo —decía él como si los demás no tuvieran ya nada— y allí se pasaba el rato leyendo tranquilamente la prensa y mirando en derredor, tratando incluso de hablar o pegar la hebra con alguien aunque no fuera una mujer. ¡Estás chapado a la antigua!, le dijo la chica con la que entabló su última relación íntima duradera —no llegó a durarle un mes—; “un tipo que lee los periódicos durante horas, y encima de papel, y se puede pasar todo el santo día en un café o caminando sólo por caminar no va ya a ninguna parte por muy dentista que sea”.

Desde entonces, y nunca supo si también por llevarle la contraria, resolvió emprender sus pequeñas escapadas de fin de semana, una al mes como mínimo y casi siempre dos. Aquel fin de semana, el fin de semana que inauguraba oficialmente la primavera, había ido a la capital. Tras una agradable velada en un céntrico local —tan céntrico que se llamaba Café Central— con buena música de jazz y buen ambiente, había pasado la noche con una mujer entrada ya en años como él pero todavía hermosa o más bien todavía con un hermoso cuerpo, con un cuerpo envidiable a sus años, según había pensado en seguida, aunque él no lo envidió sino que realmente lo tuvo.

“Eso de que realmente lo tuvieras está realmente por ver”, estaba ya oyendo que le decía a la vuelta, cuando se lo contara, su amigo Rafael Sánchez Garcés —Sánchez Gasset para los amigos—, profesor de filosofía del instituto e incansable caminante, con el que se le pasaban las horas volando mientras platicaban caminando por las orillas del río o, durante las tardes más frías de los fines de semana que no se marchaba, en el viejo casino provinciano.

— Bueno, pues no te lo creas —le contestaría.

— No es que yo me lo crea o me lo deje de creer; no es eso —le diría seguramente como ya antes le había dicho muchas veces—. Es que las cosas que se cuentan no son cosas porque hayan podido existir (realmente, como dirías tú) sino que son cosas porque se cuentan. Es el cuento, la palabra, lo que las hace existir realmente, con un realmente que, aunque tenga que ver, es muy dueño y señor en relación a la realidad que las pudo originar o no. Anota eso: tiene que ver, tiene que ver algo con la realidad, tiene que vérselas con ella y comprenderla, dicho sea en todos los sentidos de la palabra y por lo tanto de la cosa.

— ¿Así que, según tú —se veía ya preguntándole por hacerle hablar tal vez más que por otra cosa—, yo no he estado realmente con ese cuerpo o, por así decir, con ella porque realmente estuve sino porque te lo cuento? O dicho de otra forma: si hubo allí un “ella” que valiera, un “ella” y un “yo” que no eras tú ni podrás serlo jamás sino que fui yo, si hubo algo y se hizo algo donde no había nada, no es tanto porque lo hubiera y se hiciera sino porque te lo cuento. Es decir que, si ésas tenemos, el hecho —el hecho real y corriente—, de la misma forma que el pecho real y, en este caso, te lo aseguro, nada corriente, no es real porque fuera sino que es porque te lo he dicho. O sea que si no se dicen las cosas a lo mejor han existido, pero desde luego ya no existen. No habría así realmente otro hecho más real que el dicho, que es lo que hace ser a las cosas lo que son o ser reales. La mentira, entonces, haría la realidad lo mismo que la verdad, primos gemelos.

—Así es. No “a lo hecho, pecho” —le había replicado ya otra vez ante un caso semejante al de su fin de semana en Madrid— sino “a lo pecho, dicho”, porque si no se cuenta, el pecho tocado o, dicho en otras palabras (¿hecho en otras palabras?), la materialidad originaria del pecho empírico corre el riesgo de desaparecer, de no haber sido tocado, que es como decir de no haber sido tout court —según decían los dos pronunciando a la española todas y cada una de las letras como para no dejar escapar nada de lo que esas letras dijeran.

— “A lo dicho, pecho”, “dicho y pecho” —elevaría seguramente la apuesta Sánchez Gasset como en veces anteriores—, toda vez que el pecho corresponde ya ahora, en el ahora de la eternidad futura, esencialmente a lo dicho. De modo que te callas para no darme envidia.

— ¡Ah, con que pesas tenemos! —le podría entonces rebatir—, ¡envidia de los hechos, envidia penis vamos a decir, la envidia que las palabras tienen a las cosas! La envidia de la palabra teta a la teta propiamente dicha. Bueno no, propiamente dicha no —tendría que corregirse— sino propiamente tocada por quien la tocó y no por otro ninguno.

Así se pasaban las horas más crudas del invierno, filosofando o, como decía Rafael Sánchez Gasset, filosofando que es gerundio, que era la modalidad provinciana, pero no por ello menos fecunda, de la filosofía contemporánea. Aquí en provincias hay tiempo, tiempo y asombro, decía. A lo que Núñez Blesa le solía responder: sí, y mala sombra, que también es importante para filosofar.

Ardía en ganas de llamarle nada más llegar para quedar al día siguiente y darle cuenta de todo. Pero ya era como si lo estuviera escuchando: de modo que, resumiendo, el pecho que viste y que tú dices que tocaste —monumental, le contaría él, como la Almudena (el pecho de la Almudena, le faltaría tiempo para subrayar, ya que no podía hacer otra cosa, a Sánchez Gasset)— existe sólo de hecho porque lo has dicho y me lo has contado, o bien en cuanto dicho y contado, y no tanto en cuanto tocado o palpado o quién sabe lo que habrás hecho con el dichoso pecho, dicho también en todos los sentidos; es decir, que es un decir el pecho y que su existencia estriba en su haber sido dicho y contado y no palpado o acariciado o besuqueado o lo que quiera que hayas hecho fuera del lenguaje (pero fuera del lenguaje, amigo mío, decía siempre Sánchez Gasset o, según los días, Sáncheztein, fuera del lenguaje hace mucho frío). Para que me entiendas mejor: dicho y hecho, y no hecho y dicho.  ¿Me sigues?, le diría.

Te sigo, le respondería él como le respondía siempre aunque no fuera verdad —¿pero qué era la verdad fuera del lenguaje?: frío, puro frío—. Sí, la silicona del lenguaje, le podía decir ahora según su experiencia en Madrid; a lo que Rafael Sánchez Gasset, que no en vano era profesor de filosofía y no dentista como él, seguro que le contestaría que no, que no era eso, o bien que, siéndolo también a lo mejor, era fundamentalmente otra cosa o bien la otra cosa en esencia, lo otro en esencia, que parecía una marca de perfume pero era mucho más, lo mucho más que lo que hay. Que el lenguaje te tenga en su gloria, Sáncheztein, le decía cuando ya no valía seguirle, pues no debe de haber otra gloria que no sea una gloria de palabras.

 

***

 

En todas esas cosas iba pensando ya de vuelta el domingo en tren —otras veces había recurrido al empaste como metáfora, el empaste del lenguaje, a lo que Sánchez Gasset le había refutado que el lenguaje, siendo verdad que puede obturar y muchas veces obtura una caries de la realidad, más bien abre ésta o debiera abrirla—, cuando subió al tren un tipo que, por sus trazas y su porte, le obligó a dejar de dar rienda suelta a su viaje verdadero, es decir, a sus conversaciones, todavía imaginarias, con Sánchez Gasset, para concentrarse por completo en mirarlo en realidad.

Alto, pero no excesivamente, bien trajeado y de buen parecer en general, subió al tren segundos antes del cierre de puertas. Fue subir él y cerrarse las puertas, según se dice y según fue, y una vez arriba pareció ir en derechura adonde estaba Núñez Blesa. Iba hablando con el teléfono móvil y, sin dejar de hacerlo —sin dejar de escuchar más bien y de responder con monosílabos—, le preguntó con la mirada si estaba libre el asiento frontero al suyo. Los otros dos asientos estaban ocupados por una señora mayor, al lado de Núñez Blesa, y un hombre de una edad semejante a la suya en diagonal a él.

Algo contrariado —se había hecho ya la ilusión de tener libre durante todo el viaje el sitio de enfrente para poder estirar las piernas a gusto—, le contestó también con la mirada que sí y retiró en seguida el bolso que había dejado en el asiento —su maletita la había dispuesto en el portaequipajes de arriba. Desde el primer momento, como si de un imán se tratara, aquel hombre le atrajo poderosamente la atención. Por alguna razón no podía apartar los ojos de él, hasta el punto de que no tardó en darse cuenta de que podía correr el riesgo de ser interpretado como un verdadero impertinente.

Mucho más joven que Núñez Blesa —a no dudar todavía en la treintena—, el hombre no dejaba de escuchar el móvil y de responder a él con una solvencia y una precisión rotundas que en seguida le parecieron a Núñez Blesa fuera de lo común. Todavía no se había sentado —todavía estaba de pie con su chaquetón y todo encima del traje en el escaso espacio que quedaba entre las rodillas de Núñez Blesa y el asiento que iba a ocupar—, cuando sacando de un modo inverosímil de su funda una tableta digital después de haber dejado en la repisilla de la ventana el gran vaso de plástico que llevaba en la otra mano con su pajita correspondiente en el centro geométrico de la tapa, dijo “en seguida le llamo; compruebo los datos y en seguida le llamo”. No dijo más, no se despidió ni tardó un solo segundo en colgar tras haber dicho esa frase. Sólo entonces, con las mismas precisión y solvencia con las que contestaba al teléfono y como si tuviera tantos brazos como una verdadera divinidad india, o bien tanta destreza como un extraño animal o, según pensaría luego, un impecable artilugio técnico, fue cuando se quitó por fin el chaquetón, se aflojó ligeramente el nudo de la corbata, se estiró el traje y, tras atusarse el cabello, largo y pulcro y con un corte de moda, en un gesto que luego repetiría cada cierto tiempo, se acomodó al fin en su sitio sin haber dado la menor muestra de perder mínimamente la concentración.

Segundos, todo ello ocurrió en segundos, o más bien en milésimas de segundo, hubiera estado seguramente por decir Núñez Blesa, aunque eso ya sólo fuera un decir por mucho que Sánchez Gasset o bien Garcés, Sánchez Garcés, hubiera dicho otra cosa de habérselo oído decir. El caso es que, en menos de lo que se tarda en contarlo y sin haber soltado aún, por inverosímil que parezca, la tableta de las manos —el móvil sí que lo había dejado un momento sobre la repisa de la ventanilla junto al vaso de plástico—, en cuestión de nada (cuestión de nada: esto se lo tengo que decir a Sáncheztein, se dijo Núñez Blesa nada más haberlo pensado) el hombre joven impecablemente vestido estaba ya tecleando en su tableta con una concentración rayana en lo impensable. No la abandonó un instante cuando echó en seguida mano del móvil —había sonado en la repisa con un ligero clin tan discreto que apenas si lo oyó Núñez Blesa—, dio un toquecito exacto con el índice de la mano con la que no estaba tecleando e, injertándoselo entre el hombro  izquierdo y su mejilla inclinada como si nunca hubiera hecho otra cosa en la vida, empezó a escuchar lo que le decían con una imperturbabilidad tan rayana en lo impensable como su concentración y respondiendo “sí” de tanto en tanto, “de acuerdo”, “sin duda es posible”, “perfecto”, “sí, perfecto, no hay ninguna duda”.

Se volvió a atusar el cabello por delante, primero por delante apartándoselo de la frente con los dedos abiertos a modo de púas de un peine imaginario, y luego a un lado y a otro —cada cierto tiempo incluso por atrás, por el cogote, con un gesto sólo ligeramente menos sosegado—, y tras haber colgado con lo que, por mucho que no fuera casi nada, todavía era un leve toquecito del índice sobre la superficie del teléfono, marcó otro número en el móvil después de haber leído algo en su tableta con una atención que hizo que se le sombrearan un poco más las ojeras que enmarcaban sus ojos tras las gafas. “Cerrado el acuerdo, ya está”, dijo con un tono que no trasparentaba el menor sentimiento, “sí”, “sí”, “eso es”, y colgó sin despedirse siquiera. En ningún momento dijo “creo” o “eso es lo que me parece”, “podría”, “podría ser” o “vamos a ver”, sino “es”, “eso es”, “no hay ninguna duda”. Por un tipo así le había dejado su mujer a Núñez Blesa ahora iba ya para tres años; es comprensible, le dijo su amigo Rafael Sánchez Garcés caminando juntos por el río, es la marcha de los tiempos, el espíritu del tiempo.

A Sánchez Garcés también le había abandonado ya por entonces su mujer porque, como hecho real, no le hacía caso. Luego sí; luego, igual que antes de irse a vivir juntos, se consagró a ella podía decirse que en cuerpo y alma o, como él decía, en realidad y lenguaje, que es todo uno y lo mismo. A todo aquel que quería escucharle le hablaba de los muchos ratos hermosos que habían pasado juntos, de su belleza —tan irreal que parecía verdad, decía— y del vacío que le había dejado al abandonarlo; un agujero, un verdadero descosido de la vida. Buena parte de los paseos por el río de los primeros tiempos tras la ruptura se podía decir, y así era, que los habían dado los dos con ella, que, como hecho real, nunca les había acompañado fuera del lenguaje, seguramente sería por el frío. De modo que a ambos les habían abandonado por el espíritu del tiempo, por la marcha de los tiempos, eso que seguramente tenía ahora Núñez Blesa ante sus narices y por eso no le quitaba ojo aun a riesgo de parecer desconsiderado.

 

 

 

Nota.- El texto que aquí se presenta comprende las dos primeras partes del relato del mismo nombre.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por J.A. González Sainz

Daniel

12 de enero de 2018 10:39:00 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dormir en la misma casa,

tú en tu pequeña habitación,

yo en la mía, que es también pequeña,

pero un poco más grande que la tuya,

es un privilegio.

 

Saber que estás al otro lado del tabique me da paz.

 

Pero hoy te has quedado dormido,

y llegas tarde al instituto.

 

No sabes la pena que me causa

que te pierdas una hora de clase.

 

Las leyes de los hombres –yo las conozco—son inflexibles,

y debes aprender a convivir con ellas,

como yo lo hice.

 

Me he quedado pensando en tu futuro.

 

Daría mi vida por protegerte mañana,

por que no te alcance nunca ninguna desdicha,

ningún dolor, ningún veneno de los hombres.

 

Abro la ventana de tu cuarto y miro tus cosas y me conmuevo.

 

Adoro todas tus cosas.

 

Adoro tu letra, pequeña, dulce, humilde,

la letra de un alma bondadosa.

 

Adoro tu ropa colgada en mi armario,

tu cazadora marrón, que me encanta.

 

La fragilidad que expresa tu cuerpo me estremece

y me alegra al mismo tiempo.

 

Estás todo el día con los cascos, cuando te hablo no oyes.

 

Vives para el teléfono móvil,

y poco para mí,

que vivo para ti.

 

Me gusta prepararte bocadillos delicados.

 

Pienso en que tendrás hambre a media mañana.

 

Adivino tu vulnerabilidad y sufro.

 

En ti me convertiré en ceniza

y tu vida nueva verá

la caída de todas las cosas

que me hirieron.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

            Cuenta Alfredo Castellón que, mientras preparaba con su amigo Julio Alejandro en su casa de Jávea el guión de San Manuel Bueno, mártir, éste le espetó: <<¡Pero mira que eres raro, hijo mío!>>. Una rareza que, de ser cierta, le coloca en un lugar un tanto marginal de la cultura española del siglo XX pero que, ante todo, revela su capacidad de hombre polifacético, de variopintas aficiones y profesiones: licenciado en Derecho, dramaturgo, realizador de televisión, cineasta, escritor de literatura infantil, director teatral, viajero, ocasional poeta, articulista, cuentista, ensayista... Efectivamente, el raro Castellón (Zaragoza, 1930) estudia Derecho en Zaragoza, Santiago de Compostela y Oviedo, aunque no ejercerá nunca la abogacía; de hecho, ya en 1954 se matriculará a instancias de José Pérez Gállego en la Escuela Oficial de Cine en Madrid —aún bajo la denominación de IIEC— para conjugar sus inquietudes de cinéfilo, lector y viajero, y donde realizará la práctica de curso de trece minutos Jarillo García (1955), aunque su carrera queda finalmente inconclusa. Y una carta de recomendación de Luis G. Berlanga le conduce poco después a Roma, donde comienza como meritorio un rodaje inacabado de Michelangelo Antonioni, traba amistad duradera con María Zambrano[1] y se matricula en el Centro Sperimentale de Cinematografia, donde sí se terminará graduando en cine.

            Su escasa producción para la gran pantalla pertenece precisamente a los primeros años de su carrera, en los que realiza algunos documentales de cortometraje. Ya en Nace un salto de agua (1954) —una oda a la tecnología española con el pretexto de la construcción de la presa de San Esteban del Sil en Orense desde las primeras mediciones hasta su definitiva formalización— quedan dibujados los trazos estilísticos que configurarán el esqueleto formal de la trayectoria posterior del director: afán divulgativo, preocupación por la calidad de la fotografía (aquí un cuidado blanco y negro de Juan Julio Baena), textos un tanto retóricos y un detallista trabajo en la mesa de montaje. El tono y la estética son similares a los de cualquier documental coetáneo al uso, ya desde la voz over a cargo de Matías Prats que recita un breve y algo ampuloso texto, y un toque ciertamente triunfalista aprovecha para alabar (tanto en lo tecnológico como en lo humano) la moderna ingeniería española en una época en que el régimen intentaba vender una imagen de modernidad. La cámara se recrea en la labor de las enormes máquinas (se trataba de un trabajo por encargo de la empresa Saltos del Sil), manifestando una enorme fascinación por ellas, y en la de la esforzada mano de obra de los operarios, que se convierten en protagonistas del discurso y llegan a poner en riesgo su vida en aras del progreso tecnológico.

            Otros cortos cinematográficos posteriores, siempre en 35 milímetros, se suman a este primer acercamiento al documental, con un planteamiento similar: Bailes de Galicia y Sonata gallega (ambas de 1960), con el ballet de La Coruña; las primeras aproximaciones al universo pictórico Velázquez y su época (1962) y La paleta de Velázquez (1962: en los créditos aparece como realizador Manuel Hernández Sanjuán); y el documental sobre iconografía religiosa Los inútiles (1963: en los títulos se asigna a Juan Miguel Lamet la labor de realización). Además, la carrera de Castellón en el cine se completa — al margen de sus dos trabajos como realizador de largos, que luego comentaremos— con su labor como ayudante de dirección en Ángeles sin cielo, de Sergio Corbucci y Carlos Arévalo (1957), y como co-guionista en El bordón y la estrella, de León Klimovski (1966), y en Una historia de amor, de Jorge Grau (1969).

 

La televisión

            En octubre de 1956, Castellón ingresa en la plantilla de la incipiente Televisión Española como realizador de continuidad y de directos: <<Estaba estudiando en la universidad y me enteré, junto a los hermanos Summers, de que la televisión estaba buscando gente para comenzar su andadura. Me animé...>>. Le contrataron, y allí permaneció durante más de tres décadas de vida profesional, con el paréntesis de algún año sabático que se tomó para viajar por todo el mundo[2].

            Castellón, que contaba como currículo con su título italiano, comienza siendo el responsable de la programación en directo de los sábados. Para aquella televisión primitiva, pero atenta a la cultura y en batalla permanente con la censura, realiza pronto breves dramáticos basados en sainetes de los hermanos Álvarez Quintero, la serie Palma y don Jaime y Érase una vez, basada en cuentos infantiles de Jaime de Armiñán (1957), así como el programa cultural Tengo un libro en las manos de Luis de Sosa (1960). Después se especializará en dramáticos como Primera fila (con El avaro de Molière, una de sus obras más recordadas, de 1961) y los famosos Novela y Estudio 1 (o Teatro breve, Teatro de siempre, o simplemente Teatro, según las épocas), muchas veces emitidos en directo (después ya grabados en videotape), con los que muchos españoles nos iniciamos (en una época poco propicia a cualquier tipo de iniciación) en la literatura; Castellón fue uno de los más habituales y eficaces realizadores de este tipo de espacios junto con Gustavo Pérez Puig, Cayetano Luca de Tena, Juan Guerrero Zamora, Pedro Amalio López o Alberto González Vergel. Así, la etapa más intensa de la carrera del director zaragozano coincide también con los años de esplendor de la televisión en España, su llamada edad de oro[3], y su cámara pone imágenes a textos de los más grandes autores como los clásicos griegos, Shakespeare, Molière, Calderón de la Barca, Dumas, Chejov, Beckett, Coward, Osborne, Strindberg, Henry James o escritores españoles contemporáneos como Benavente, Mihura, Llopis o Nieva. Castellón dirige en ellos a un amplio elenco de actores de varias generaciones y registros interpretativos como José Bódalo, Fernando Delgado, Emilio G. Caba, Amparo Baró, Fernando Guillén, Charo López, Tina Sáinz, Manuel Galiana, Emma Penella, Victoria Vera, Marisa Paredes o Eusebio Poncela.

            Su obra televisiva contará igualmente con colaboraciones en Pedrito Corchea, La familia de los Martínez, Tengo un libro en las manos, Usted pregunte lo que quiera, que yo le contestaré lo que me dé la gana (Álvaro de Laiglesia), Cámara 64 (Goya), Figuras en su mundo (1966-67), serie dedicada a personalidades de la cultura española, La música (divulgación del arte musical, 1967) o El último café (Alfonso Paso, 1970-72). Realiza también doce episodios del dramático de temática judicial Visto para sentencia (1971), protagonizado por Javier Escrivá, o las muy prestigiosas entregas de la serie Biografía dedicadas a Azorín, Antonio Machado —que fue muy censurada: casi la mitad de su metraje— y Santiago Ramón y Cajal. Su labor en el medio se completa, entre otros muchos espacios, con Encuentros con las letras (desde 1976), la serie dramática sobre la lucha de sexos Nosotras y ellos o Tiempo libre, tiempo pleno, y culminará en los años ochenta con la divulgativa Mirar un cuadro. Para este popular programa, estandarte de una cierta televisión de calidad de la primera era socialista, Castellón ilumina y filma, entre otros lienzos, Adán y Eva de Durero, La rendición de Breda y La Infanta doña Margarita de Velázquez, la Venus de Tiziano, El dos de mayo de Goya o Las tres gracias de Rubens, entre otros lienzos de El Bosco, Tintoretto, Ribera, Watteau o El Greco. Castellón ha teorizado también sobre su trabajo en el medio en su contribución a la Enciclopedia Juvenil de la editorial Palá (1974) y en el artículo "Mis programas culturales en televisión"[4].

            La obra audiovisual del creador aragonés, que contiene otros espacios televisivos como Stop y Mujeres (con el episodio dedicado a su querida María Zambrano), incluye también los programas Los maniáticos (1982), Esta es mi tierra. Aragón, dos ríos, con José Antonio Labordeta (1983) y La voz humana (1985). Todo ello le vale en 1966-67 una Antena de Oro de la Agrupación Sindical Nacional de Radio y Televisión y en 1999 la concesión del Premio Talento en la modalidad de Realización otorgado por la Academia de Ciencias y Artes de Televisión.

 

Los largometrajes

            Sin duda en sintonía con sus trabajos para la televisión, Castellón ha acometido la adaptación para largometraje de tres obras singulares (una de ellas no filmada) de la literatura española del siglo XX. La elección de los autores, Juan Ramón Jiménez, Ramón J. Sender y Miguel de Unamuno, no nos parece inocente sino, antes bien, bastante significativa de la ideología subyacente en ella. Ya en 1965 (en pleno franquismo, pues), Castellón acometerá el trabajo de llevar a la gran pantalla Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, si bien esta vez ocurre un tanto de rebote, pues sustituye al director previsto y asume el proyecto como propio. Tal cometido podía verse como una prolongación en gran formato de sus trabajos televisivos coetáneos, pero no era una tarea sencilla convertir en imágenes fílmicas la prosa poética de Juan Ramón. La elección tomada por Castellón consistía en combinar cierta intención biográfica del poeta con el aire lírico proveniente de su calidad de adaptación, aunque libre, del texto original. A tal efecto, el director desarrolló una amplia investigación en la comarca onubense, intentando siempre rodar en los emplazamientos auténticos que evoca el libro. El afán de autenticidad documental era contrarrestado (quizá de manera algo abrupta) por la plasticidad y la intensa componente lírica que adornaban el relato, asumiendo el riesgo de convertirlo en algo más edulcorado; el guión, además, se centraba especialmente en la narración del amor de Jiménez desdoblado en la inocente joven Aguedilla (<<la pobre loca de la calle del Sol>>) y en Blanca, la hija del cacique local, que permitía al realizador denunciar la hipocresía y la crueldad de la sociedad descrita. Sin duda, estos fueron los elementos que provocaron que la censura se cebara con Platero y yo (además, Juan Ramón, por razones evidentes, no era bien visto a la sazón por las instancias oficiales), cortando cinco de sus escenas y declarándola no apta para menores, circunstancias que provocaron la ira del realizador, que no llegó a entender esta medida por tratarse de un cuento infantil y que tuvo que rehacer en varias ocasiones su montaje. Además, la modestia de su producción y de su casting motivó que, provisionalmente, ninguna distribuidora quisiera hacerse cargo de su exhibición. En definitiva, el film tardó varios años en comparecer ante los espectadores y lo hizo en unas condiciones poco favorables para el éxito; esta decepción (<<la experiencia fue penosa>>, recordaba una vez en Heraldo de Aragón) motivó que su director abandonara el cine y se dedicara definitivamente a los campos televisivo y literario. Platero y yo, no obstante, ha sido recientemente restaurado por la Filmoteca de Andalucía (en colaboración con la de Zaragoza), que también ha editado su guión original, presentado en el marco del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva de noviembre de 2009.

            Más de veinte años después, Castellón volvería a verse tentado a realizar otro largometraje, aunque esta vez fuera en el marco de la televisión. Adaptar el texto senderiano Las gallinas de Cervantes[5] fue una iniciativa propia del director (a quien costó bastante convencer a los ejecutivos de TVE por lo atípico del proyecto), y el resultado artístico sería notablemente superior a su primer intento: se trata de una curiosa y bastante libre versión del relato de Ramón J. Sender, de claras resonancias surreales, que permitiría a Castellón plasmar en celuloide algunas de las líneas temáticas del Barroco español: la escabrosa frontera entre realidad y ficción, el sueño como motor de los aconteceres, la idea de la muerte como perfección...

            A partir del relato original, que se basa en el acta matrimonial en que Catalina de Salazar aportaba una cierta cantidad de gallinas a Miguel de Cervantes como dote, el film desarrolla un argumento satírico ciertamente surreal (que no surrealista, como a veces se ha dicho) y de tintes absurdos y satíricos, narrando la peculiar y ficticia metamorfosis de Catalina en ave, a causa de un extraño hechizo. Ambas obras, literaria y fílmica, desarrollan con tino el tema barroco —y tan cervantino— de los difusos límites entre realidad y ficción (incluidas ciertas inverosimilitudes históricas, voluntarias) y se sumergen en la recreación de una época y de una poética muy determinadas mediante las conexiones con el arte pictórico a través de El Greco y otros pintores del Siglo de Oro deformadores de la realidad. Todo ello impregnado de un sentido del humor sardónico que su autor no ha dudado en calificar de <<buñueliano>>: <<Buñuel no debió de conocer la obra de Sender, de lo contrario la habría filmado>>, ha afirmado.

            Así, la literatura cervantina (y la lopesca, o la propia de los corrales de comedias, tanto en lo narrativo como en lo lingüístico) o la pintura del cretense se erigen en protagonistas de un relato fílmico que se aparta ligeramente de la literalidad del de Sender con el fin de dotar de mayor visualidad al contenido. Sin embargo, la fábula es conducida por Castellón (y su co-guionista Alfredo Mañas) a los límites de un cierto academicismo —aunque es verdad que Las gallinas de Cervantes asume más riesgos narrativos y formales que otras de sus compañeras televisivas de generación— mediante una puesta en escena que, aunque efectúa interesantes juegos con el espacio off y con frecuentes y abruptas elipsis temporales, no rehúye algunas estrategias del cine de qualité. Irregular pero muy sugerente, Las gallinas de Cervantes obtuvo en 1988 el Premio Europa en el festival de televisión de Berlín, consiguiendo el propósito de la TVE de Pilar Miró, aprovechando aún la ley propugnada por el gobierno de UCD para llevar a la imagen grandes obras literarias españolas, de producir programas de prestigio internacional.

            Posteriormente, Castellón ha intentado llevar al cine, junto a Julio Alejandro, y hasta ahora sin éxito, una versión (luego convertida en obra teatral) de la novela San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno[6]. Se trata de una adaptación bastante literal del original, sin duda a causa de la indudable conexión de los autores con la visión ideológica y estética propuesta por Unamuno; en el guión se respeta el punto de vista de Ángela, la muchacha que admira a Manuel hasta la devoción enamorada y que aquí es convertida en monja, y, por supuesto, el discurso original que plantea el debate entre humanismo y fe, entre razón y doctrina, a partir de las dudas existenciales del párroco protagonista.

 

La literatura

            Como ocurre con el cine, la actividad literaria de Castellón se maneja mejor en las distancias cortas que en las de largo alcance; se inicia en edad temprana, cuando publica en Blanco y negro, en los especiales de fin de año de 1954 y 1956, los relatos “El ladronzuelo de estrellas” y “El árbol de Navidad”, que enseñaba con orgullo a sus amigos zaragozanos de la tertulia del Niké. La Navidad y sus resonancias humanistas estarán muy presentes en su obra, que pronto se decanta por el teatro parabólico y poético para público infantil. De hecho, su primer volumen editado, Teatro breve para Navidad, incluye las piezas "El pastor y la estrella" (un pastor pobre regala al Niño lo único que tiene, una estrella que ha robado al cielo), "Luces en el árbol" (las difíciles relaciones entre abuelos y nietos en época navideña) y "El trío de los dos viejos" (dos ancianos y un niño como mendigos callejeros), donde domina más el componente humano, siempre bajo el paraguas de la alegoría, que el religioso. Estas obras, además, fueron presentadas por TVE entre 1959 y 1962 coincidiendo con las fiestas navideñas. En la misma línea literaria, en 1961 queda finalista del Premio de Teatro Valle-Inclán con La pasión de Bubú, y años después publicará Teatrillo de Navidad y la pieza alegórica Jimi-Jomo. Su obra para primeros lectores incluye también, aunque con un planteamiento bien distinto, Cervantes para la imagen y la imaginación, adaptación de textos cervantinos que cuenta con "El retablo de las maravillas", "El mono adivino" y "Los títeres de maese Pedro" en la que ensaya una modernización del lenguaje para este tipo de receptor y trata el tema cervantino del teatro dentro del teatro y de las fronteras entre realidad y ficción que le lleva a reflexionar sobre las incertidumbres de la existencia humana. Y se cierra con El más pequeño del bosque, ejercicio de narrativa infantil con un epílogo de María Zambrano y partituras de nueve canciones a cargo de Cristóbal Halffter, que sufrió algunos problemas con la censura.

            Castellón siempre se ha declarado admirador y deudor del teatro del absurdo, especialmente de Jean Tardieu (o el propio Ionesco, con el que mantiene numeroso elementos de contacto), y se atisba también en su obra el legado de Miguel Mihura o de Jardiel Poncela (en Los asesinos de la felicidad, por ejemplo, estrenada en el madrileño Teatro Beatriz en 1967). Esa veta será explotada por el autor en obras como Monólogos y diálogos; los primeros incluyen varias parábolas sobre la muerte, con una alegoría de Caronte y la laguna Estigia; un enfermo terminal agnóstico que se enfrenta a los últimos días de su vida; un ladrón que habla con Cristo crucificado en el Gólgota y termina retando a Dios; o las reflexiones de un guardián de una cárcel turca dedicados a los presos antes de que éstos sean ahorcados. Entre los diálogos sobresalen "El grito del agua", conversación en Graus entre un Joaquín Costa anciano y otro de veinticinco años, marcada por el desengaño y el fracaso de los ideales, un monólogo que luego se convertirá en espectáculo de lectura dramatizada[7]; "Dulce compañía", radiografía del tedio conyugal con final esperanzador; o los antimilitaristas "Fusilados al amanecer" y "El saludador" y el anticapitalista "La isla de los burros".

            Su teatro se convierte en huésped de colegios mayores y universidades, sobre todo en el momento en que éstos concentran la mayor parte de la cultura subterránea, y después destacará en el ámbito de la lectura dramatizada propuesto por diversas instituciones públicas. Otras piezas breves de alcance alegórico son Los asesinos de la felicidad, en la que dos parlanchines oradores de Hyde Park mantienen absurdos diálogos sobre lo humano y (menos) lo divino; Las conexiones, asunto futurista y anti-utópico con un porvenir tecnificado y deshumanizado; o La intertextualidad, estrenada por la SGAE en 2004 como lectura dramatizada, que el autor califica de <<farsa o esperpento>> y que resulta ser  una denuncia del plagio, de la figura del negro literario y de los <<sin escrúpulos intelectuales>>.

            La obra escrita de Castellón se completa con otros textos, como la traducción al castellano de la pieza Salsa picante, de Joyce Rayburn; la versión de la obra de María Zambrano La tumba de Antígona, que además dirige en teatro; sus aportaciones narrativas a libros colectivos[8]; y diferentes textos de creación o ensayo aparecidos a lo largo del tiempo en revistas como Blanco y negro, Botheghe Oscure en sus años italianos, Índice, Quimera, Rolde, Art Teatral, Archivos de la Filmoteca o la propia Turia, así como en la prensa local (Heraldo de Aragón).

            Hombre de espíritu independiente y variada impronta creativa, Castellón, en definitiva, ha puesto en práctica a lo largo de su trayectoria en varios ámbitos artísticos sus deseos de libre expresión, reclamando la voz de la cultura (con minúsculas) y la palabra como mecanismos principales de comprensión del mundo y de búsqueda del deleite intelectual. Así lo dijo en un poema publicado hace ya algunos años en estas mismas páginas: <<Pero un día / nos dijeron: / "Vuestras palabras, / vuestros gestos, / una inutilidad". / Necesitáis un guía / que ponga orden / y borre / la mirada verde / de vuestros ojos. / Y me parece que lo consiguió / porque a partir de entonces / ya no fuimos felices>>[9].

 

Selección bibliográfica

Contrapunto de Europa. Cantata en un acto, Ayuso, Madrid, 1979.

Teatro breve para Navidad, Edebé, Barcelona, 1982 [2ª edición; la 1ª es de Bambalinas, Madrid, 1973].

La pasión de Bubú. Alguien grande va a nacer, Ayuso, Madrid, 1983.

El suplicante y otras escenas parabólicas, Endymión, Madrid, 1988.

Teatrillo de Navidad, Escuela Española, Madrid, 1989.

Los asesinos de la felicidad / Las conexiones, Endymión, Madrid, 1992.

El más pequeño del bosque, Alfaguara, Madrid, 1984 (edición original en Vox Gala, Madrid, 1964).

La tumba de Antígona (versión a cargo de Alfredo Castellón), SGAE, Madrid, 1997 (hay edición italiana: La Tartaruga, Milán, 2001).

Jimi-Jomo (junto a Solimán y la Reina de los pequeños, de Santiago Martín Bermúdez), Asociación de Autores de Teatro - La Avispa, Madrid, 2002.

Monólogos y diálogos, La Avispa, Madrid, 2002.

Cervantes para la imagen y la imaginación, CCS, Madrid, 2002.



[1] A ella dedicará el artículo "¿Habrá perdón para quien estrangula una paloma?", publicado en el catálogo de la exposición María Zambrano (1904-1991). De la razón cívica a la razón poética, Jesús Moreno Sanz (coord.), Residencia de Estudiantes, Madrid, 2004, pp. 175-179.

[2] Relata Castellón todo este proceso televisivo en el artículo "Yo estaba allí", Archivos de la Filmoteca, número 23-24, junio-octubre de 1996, pp. 40-48.

[3] Para los interesados en profundizar en esta época de la televisión española se recomienda la lectura de Manuel Palacio, Historia de la televisión en España, Gedisa, Barcelona, 2001.

[4] República de las Letras, número 86, 2004, pp. 95-115.

[5] Existe una edición íntegra del guión de esta producción de 1987 en VV. AA., Ramón J. Sender y el cine, Huesca, Festival de Cine de Huesca - Gobierno de Aragón - Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2001, pp. 159-274.

[6] Edición del guión: Julio Alejandro y Alfredo Castellón, San Manuel Bueno, mártir. Original de Miguel de Unamuno, Diputación General de Aragón, Zaragoza, 1991.

[7] Publicado en Anales de la Fundación Joaquín Costa, número 18, 2001, pp. 69-92. Existe una filmación del espectáculo, producida por la Asociación Conde de Aranda y dirigida por Ángel García Suárez, Madrid, 18 de noviembre de 2002 (disponible en youtube.com).

[8] Castellón ha publicado relatos diversos en los siguientes libros: Guillermo Alonso del Real et al., Escritores contra el racismo, Talasa, Madrid, 1998; Ramón Acín (ed.), Los hijos del cierzo, Prames, Zaragoza, 1999;  Juan Casamayor (coord.), La lucidez de un siglo, Páginas de Espuma, Madrid, 2000; Marta Sanz (ed.), Rojo, amarillo, morado. Cuentos republicanos, Martínez Roca - Fundación Domingo Malagón, Madrid, 2006. Además, es autor del microrrelato con asunto suicida "La ruleta de los recuerdos", incluido en Clara Obligado (ed.), Por favor, sea breve. Antología de relatos hiperbreves, Páginas de Espuma, Madrid, 2001.

[9] "Cuentos para niños del dos mil uno", Turia, número 35-36, marzo de 1996, pp. 122-123.

 

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Pérez Rubio

De niño su plan era quedarse “toda la vida en casa escribiendo”, pero tuvo que salir al patio del colegio, a la calle, a la sociedad, al mundo. Y con el tiempo, tras búsquedas, aventuras, azares, músicas y lecturas, se encontró en el camino con la filosofía, una ventana siempre abierta; el mejor modo de poner en pie preguntas y discusiones. Tímido, callado, muy volcado hacia dentro (así le recuerda quien esto escribe de encuentros pasados) este hombre que confiesa no haber conseguido superar del todo su vergüenza a hablar en público, pese al ejercicio continuado de la enseñanza, ha conseguido, finalmente, dedicar, si no toda, sí gran parte de su existencia, a escribir, pensar, estudiar, poner en cuestión, desmitificar...

 

La intimidad, La banalidad, La regla del juego, Esto no es música, Nunca fue tan hermosa la basura, son distintas etapas de un trayecto que arrancó inicialmente de la fuente de un pensador como Deleuze, a quien tanto ha contribuido a difundir en castellano, y acabó encontrando, con el tiempo, su cauce personal. Los derroteros, inconsistencias y vaivenes de las sociedades contemporáneas, objeto de análisis de muchos de sus títulos, asoman en una de sus últimas entregas hasta el momento, Estudios del malestar, Premio Anagrama de Ensayo, donde, con un tono no exento de humor, observa la España actual y se detiene en determinados movimientos y partidos que, en su opinión, se aprovechan de la desazón colectiva para conseguir réditos políticos.

 

Tras varios intentos, frustrados por motivos de tiempo y agenda, esta entrevista tuvo lugar el pasado verano a través de correo electrónico. Hemos de leerla, pues, como un cruce de preguntas y respuestas a distancia. Hemos de imaginar a José Luis Pardo, que se encontraba de vacaciones, interrumpiendo sus reuniones familiares, sus caminatas (se retrata como un flâneur), y la lectura de los dos volúmenes de la biografía de Bob Dylan escritos por Ian Bell (The lives of Bob Dylan), en los que estuvo sumergido en un tiempo propicio a la calma, a la contemplación, al descanso, para proceder a contestar, a argumentar, a repasar episodios de su biografía, a señalar, una vez más, que, pese a que, de cuando en cuando, algún responsable ministerial o asesor pedagógico procure ridiculizar su presencia en los estudios secundarios, la filosofía “nos ha acompañando desde que hay seres humanos sobre la tierra y no tiene pinta de que vaya a desaparecer de un día para otro, porque no es verosímil que podamos conformarnos sin ella”.

 

“Fue en la Universidad donde descubrí mi vocación filosófica”

- ¿Qué le decidió a estudiar Filosofía? ¿Qué filósofos le deslumbraron? ¿Cuáles siguen haciéndolo hoy? Gilles Deleuze es fundamental en su trayectoria. Ha difundido su obra en España. Ha escrito distintos ensayos sobre él... ¿Cuándo y cómo lo descubrió?

- En 1972 había dejado los estudios sin llegar a terminar el Curso de Orientación Universitaria con el que entonces se coronaba el bachillerato, y me había puesto a trabajar (en varios empleos de poca monta) y a “hacer la revolución”, como entonces se decía, como simpatizante de un partido de extrema izquierda. Esto proporcionaba la seguridad moral de estar en contra del franquismo (que era algo muy importante), pero obligaba a estar a favor de ciertas cosas que nunca pude creerme del todo. Así que, poco a poco, cambié el Tratado de economía marxista de Ernest Mandel por las novelas de Sartre y de Camus y por la poesía surrealista. Esto me llevó a un libro de Octavio Paz llamado Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, que me descubrió el estructuralismo, un continente intelectual en el que entré de un modo totalmente salvaje y que constituyó mi atmósfera cultural durante años. Y un día, en una librería, me encontré con un volumen titulado El Anti-Edipo, de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Entendía muy poco de lo que decía, pero en las notas a pie de página estaban todos mis héroes literarios, políticos y artísticos, además de todos los estructuralistas, así que decidí que merecía la pena intentar entenderlo, y empecé a leer otras obras de Deleuze con ese propósito. Era un libro tan raro que yo no noté que, al meterme en ese jardín, me estaba metiendo en la filosofía (aunque creo que Deleuze tuvo la culpa de que muchas personas como yo, que no teníamos antecedente filosófico alguno y a las que nada destinaba a ese territorio, entrásemos en él por vías inesperadas, porque nos hacía ver filosofía en muchas cosas que entonces no lo parecían en absoluto, y lo hacía con una pasión y con un rigor inusitados). Fue la que entonces era mi novia la que me convenció, primero, de que terminase el curso que había dejado a medias unos años antes y, segundo, de que después de eso me matriculase en la Facultad de Filosofía en lugar de hacerlo en la de Periodismo, como yo pretendía. Aunque viviera mil años me faltaría tiempo para agradecérselo, porque fue en la Universidad donde descubrí mi vocación filosófica. Hice la carrera en el turno de noche de la UCM, porque durante el día trabajaba como traductor en la Empresa Nacional de Electricidad, y dediqué a Deleuze mi Memoria de Licenciatura y mi Tesis doctoral, además de uno de mis primeros libros, Deleuze: violentar el pensamiento, de 1990.

 

“La persecución del bienestar material es perfectamente legítima, pero este bienestar es solamente un medio al servicio de un fin”

- El hecho de que en esta sociedad tan utilitaria aún siga habiendo jóvenes que optan por estudiar Filosofía, por ejercitar el pensamiento, ya es digno de elogio, sobre todo cuando es una disciplina cada vez menos valorada en los planes de estudio. ¿Habla eso a favor de sus estudiantes?

- ¡Es que lo raro sería que esto no sucediera! Que la sociedad sea utilitaria es inevitable: si no nos dedicásemos a crear utilidad no podríamos sobrevivir. Pero si sólo nos dedicásemos a crear utilidad no querríamos sobrevivir. La persecución del bienestar material es perfectamente legítima, pero este bienestar es solamente un medio al servicio de un fin, a saber, el sentido que queremos darle a esa vida que hemos conseguido “ganarnos”. Y es de esto último, o sea, de mantener abierta la cuestión de cuál es el sentido de la existencia, de lo que se ocupa la filosofía. Los ataques a los que usted se refiere contra su presencia en las instituciones educativas son un indicio de que hay un cierto interés en dar la cuestión por terminada y ofrecernos un sentido único para nuestra vida con el que tendríamos que conformarnos obligatoriamente.

 

“Pretender que la enseñanza tenga rentabilidad social o política inmediata y beneficio económico directo es pervertir la idea misma de saber científico”.                                                                 

- ¿Es necesario hoy distanciar la enseñanza, el conocimiento, del exceso de mercantilismo, de utilitarismo? ¿Cómo hacerlo? ¿Es básicamente un problema político? ¿Todo es cuestión de voluntad política?

- La enseñanza y el conocimiento son, de entrada, distancia. Para empezar, las instituciones educativas distancian a los niños y a los jóvenes respecto de sus familias: les sacan de un plano privado, comunitario (el que significan sus apellidos y sus señas de identidad) para elevarles a un plano virtualmente universal (en el que se encuentran las ecuaciones de segundo grado o las leyes de la sintaxis) en donde sean capaces de ponerse en el lugar de cualquier otro, y no solamente de los suyos, a la hora de juzgar. Para seguir, la enseñanza pública, tal y como se concibe en las sociedades ilustradas, es un intento de distanciar a los jóvenes, durante su período de formación académica, de las desigualdades económicas, neutralizándolas mediante un sistema de igualdad de oportunidades. Eso es cuestión de voluntad política, pero la voluntad política no puede crear por sí sola riqueza, ni puede nada contra las leyes de la física o contra las de la gramática. Por eso, finalmente, para que la enseñanza y el conocimiento puedan estar realmente al servicio de la sociedad tienen que ser, paradójicamente, independientes de ella (y del poder político y económico de turno) en el terreno del saber: para que un ingeniero pueda construir los puentes que la sociedad necesita tiene que atender a su ciencia, no a los deseos de los políticos, a los sondeos de opinión o a los hombres de negocios del momento, pues sólo de ese modo el puente no se caerá al primer vendaval. Pretender que la enseñanza tenga rentabilidad social o política inmediata y beneficio económico directo es pervertir la idea misma de “saber científico”.                                                                  

 

“Es fundamental no tratar a los clásicos como momias embalsamadas”

- Precisamente en el ensayo La regla del juego se plantea la dificultad de aprender filosofía. ¿Cómo mantener vivo el diálogo con los pensadores clásicos, cómo seguir aprendiendo de ellos?

- Bueno, Gadamer solía decir (pensando, sobre todo, en la “música clásica”) que cuando llamamos a algo clásico queremos decir que, sin necesidad de reconstruir su contexto histórico, lo encontramos, por algún motivo, inapelablemente correcto. Ya que menciona La regla del juego, yo diría más bien que las obras clásicas —en el arte, en la filosofía y en todo lo demás— no lo son por ser mejores o peores que otras (a veces son imperfectas en muchos sentidos), sino porque expresan las reglas del juego al que pertenecen, su trama y su urdimbre, y por tanto al escucharlas, contemplarlas o leerlas, sentimos algo que de suyo no es sensible, a saber, la regla del bien construir una melodía, un poema, una narración, un concepto, un edificio o una composición pictórica. Si seguimos poniendo en escena obras de Sófocles o de Monteverdi, a pesar de que nuestro mundo se parece muy poco al mundo en el que esas obras nacieron y tuvieron sentido, es porque todavía nos dicen algo que nos importa, porque no son simples monumentos de un pasado histórico caduco, sino que los problemas que plantean aún no están resueltos, aún son nuestros problemas, aún nos descubren las reglas del juego al que nosotros jugamos, y por eso al contemplarlas podemos aprender algo más sobre nosotros mismos. Por tanto, para que ese diálogo sea posible es fundamental no tratar a los clásicos como momias embalsamadas ante las cuales hacer reverencias, no reducirlos a su lenguaje técnico, por muy importante que sea, y rescatarlos de aquello que la historia y los siglos de comentarios han hecho de ellos para devolverlos a la conversación, para hacer de ellos pensadores en activo y no honorables jubilados. Naturalmente, hay que conocer muy bien a un pensador (empezando por su lenguaje técnico) para poder hacer eso, pero sólo quienes, debido a ese conocimiento, ya no tienen necesidad de ponerse siempre los coturnos spinozianos para hablar de Spinoza o de decir cada dos minutos a priori para hablar de Kant son capaces, hasta donde llega mi experiencia, de quitarles el polvo a los clásicos en lugar de limitarse a sacarles brillo.


- ¿Podría señalar algunos momentos en que, personalmente, ese diálogo ha sido especialmente enriquecedor para usted? ¿Momentos de deslumbramiento, de apertura?

- No digo que me haya ocurrido sólo con ellos, pero esa sensación de no estar entrando en contacto con una filosofía sino con la filosofía, con la trama misma de lo que esa palabra significa en nuestra tradición cultural, es especialmente intensa en el caso de los pensadores de la antigüedad, sobre todo Platón y Aristóteles. Por una parte, están cultural e históricamente tan lejos de nosotros que toda tentación de manipulación, de hacerles decir lo que nos conviene, queda, si no completamente neutralizada, sí bastante desactivada, y hay que tratar sus textos con un cuidado (para empezar, con un cuidado filológico) y con una delicadeza especial. Pero, por otra parte, es casi inevitable experimentar, al hacerlo, la sensación de que las palabras que ellos utilizan aún no se han convertido en lo que acabo de llamar un “lenguaje técnico”, de que sus estrategias discursivas aún no son una “metodología”, de que están intentando pensar en vivo y dar una forma conceptual a los problemas que luego la filosofía “escolástica” y “académica” fijará en una terminología escolar, de que están haciendo “filosofía mundana”, como alguien dijo, y eso resulta increíblemente atractivo (y peligroso).

 

“Seguramente la filosofía es el único saber cuyo primer precepto es el autocuestionamiento”

- ¿Y qué hay de la autocrítica? ¿Deberían los filósofos hacer autocrítica? ¿Hasta qué

punto la filosofía se ha vuelto tan hermética que se ha alejado de la gente, de la calle? ¿Hasta qué punto no ha empatizado con el sufrimiento, con las emociones...?

- ¿De qué me suena a mí este reproche, que los filósofos no acompañan en sus sufrimientos a la gente de la calle, que no creen en los mismos dioses en los que cree el pueblo, dónde habré oído yo antes la acusación de apostasía contra el filósofo? Ah, sí, ya me acuerdo: en el proceso contra Sócrates en el año 399 antes de nuestra era, que fue condenado por impiedad y por no compartir las creencias religiosas de sus vecinos (como decía Brassens: “les braves gens n’aiment pas que/ l’on suive un autre  route qu’eux”). Como la biografía de Sócrates es el mito fundacional de la filosofía, su historia no puede ser casual: un rasgo constitutivo de la filosofía es que resulta incómoda en la ciudad, demasiado “académica”, pesada e inútil (como resultaba Sócrates para la mayoría de los atenienses). Pero no crea usted, en muchos momentos la filosofía se ha avergonzado de su falta de empatía con la sociedad y ha intentado librarse de esas acusaciones convirtiéndose en doctrina moral, en ideología política, en terapia psicológica y hasta en materia de “coaching” empresarial; lo que pasa es que, en esos casos, lo menos que le ha sucedido es que ha hecho el ridículo y ha languidecido precisamente por haberse adaptado tanto al mundo con el que pretendía empatizar que ha perdido la libertad de juicio que le permitía cuestionarlo. Sin embargo, esto no significa que la filosofía no esté incómoda en la Academia: como todos sabemos, desde su nacimiento hasta nuestros días no ha conseguido convertirse en una “carrera” o en una “asignatura” como todas las demás, y por eso está perpetuamente cuestionada en el sistema educativo. Y también ha habido ocasiones en las que ha intentado librarse de ese complejo disfrazándose con los ropajes de la ciencia, pero asimismo en esos casos ha terminado convertida en una grotesca álgebra sofística sin objeto ni contenido. Esta incomodidad constitutiva e insuperable de la filosofía se debe a que, como decíamos hace un momento, su finalidad es precisamente poner en cuestión cualquier finalidad en virtud de la cual los hombres intenten dar sentido a sus vidas, su misión es someter al examen de la razón cualquier cosa que pueda entenderse como una “misión”, empezando por la suya. Seguramente la filosofía es el único saber cuyo primer precepto es el autocuestionamiento: en filosofía no se trata nunca de elaborar una doctrina “propia” (el racionalismo, el empirismo, el idealismo o cualquiera de los rótulos que llenan los manuales de historia de la filosofía), sino de poner en discusión qué es y qué debe ser la filosofía. Pero ocurre que, con frecuencia, no nos gusta demasiado que alguien venga a cuestionar el sentido que hemos decidido darle a nuestra vida.

 

“Quienes se quejan de la falta de criterios o de valores en realidad se están quejando, no sé si sabiéndolo o no, de la libertad”

- Plantea Javier Gomá que la filosofía ha abandonado el objetivo de proponer un ideal, “una visión omnicomprensiva de un deber ser, de lo que tiene que ser el hombre y la sociedad”. ¿Qué opina al respecto?

- "Todas estas interpretaciones" -dice Hannah Arendt- "presuponen tácitamente que a los hombres sólo se les puede exigir juzgar cuando poseen criterios, que la capacidad de juicio no es más que la aptitud para clasificar correcta y adecuadamente lo particular según lo general que por común acuerdo le corresponde (...) La pérdida de los criterios, que de hecho determina al mundo moderno en su facticidad, y que no es subsanable mediante ningún retorno a los Buenos Antiguos ni mediante el establecimiento arbitrario de nuevos valores y criterios, sólo es una catástrofe (...) si se acepta que los hombres no están en condiciones de juzgar las cosas por sí mismos, que su capacidad de juicio no basta para juzgar originalmente, que sólo puede exigírseles aplicar correctamente reglas conocidas y servirse adecuadamente de criterios ya existentes". Y yo estoy de acuerdo con ella. Es más cómodo que nos den el paquete del sentido de la vida ya prefabricado, que nos digan qué deben ser el hombre y la sociedad y que nos limitemos a aplicar esos criterios de acuerdo con unos tutores encargados de evitar las desviaciones. Así sucede en las sociedades tradicionales, en donde la religión monopoliza la producción de sentido y exige mantener la homogeneidad de la comunidad de creencias. Comprendo que se pueda sentir nostalgia de esa comunidad y de esa comodidad (y dejo a los historiadores la tarea de ilustrarnos acerca de si eran o no tan idílicas aquellas sociedades). Pero, como dice Hannah Arendt, creo que sería engañar al público prometer un retorno a los “viejos buenos criterios tradicionales”: puede que eso fuera posible para los antiguos griegos que descubrieron en la polis una pluralidad civil irreductible a la homogeneidad que exigían las formas de gobierno que les rodeaban, pero para nosotros, los modernos, ha dejado de ser una opción. La estructura de convivencia política que hemos creado nació de la experiencia del terror generado por las guerras de religión en Europa, y cualquier clase de retorno a unos valores y criterios de tipo premoderno, a pesar de la buena prensa de la que disfruta (entre gentes que, curiosamente, serían incapaces de soportar esos valores durante treinta segundos seguidos), sólo podría ir en detrimento de las libertades civiles que definen el pluralismo político moderno. Porque quienes se quejan de la falta de criterios o de valores en realidad se están quejando, no sé si sabiéndolo o no, de la libertad.

 

“Puede que haya gente que prefiera mentiras agradables a verdades incómodas”

- Si hay una defensa en toda su obra es la del cultivo del criterio propio. ¿Cómo es posible que ante tanta facilidad para acceder a la información, la gente esté tan desinformada y sea tan fácilmente manipulable?

- Desde luego, para formarse un criterio acerca de algo hay que estar bien informado sobre ello, pero también hace falta tener criterio a la hora de informarse. Hoy tendemos a confundir con información cualquier dato que podemos obtener en tiempo real: pero es obvio que no es lo mismo ver lo que ahora mismo está sucediendo en una calle de Kuala Lumpur que comprender lo que uno está viendo (para lo cual habría que saber bastante acerca de la realidad actual de Malasia y de su historia), y eso sin hablar de que un dato no verificado puede ser un dato falsificado, manipulado o “posverdadero”. Sin esta verificación y sin aquella elaboración no podemos hablar de información” sino más bien de propaganda, publicidad o intoxicación. Y, lo que es peor, tendemos a llamar información también a la opinión, a cualquier opinión sin necesidad de que haya pasado filtro alguno ni haya sido jerarquizada por su relevancia. De manera que la presunta “facilidad de acceso a la información” puede estar contribuyendo a la desaparición de las estructuras capaces de dar cuenta de los hechos y a su sustitución por la fabricación ad libitum de “hechos alternativos” al gusto de los consumidores y de hojas parroquiales que les confirmen en la fe que ya antes tenían. Y puede que haya gente que prefiera mentiras agradables a verdades incómodas. Tener un criterio propio no es dificilísimo, pero es muchísimo más fácil no tenerlo.

 

“Procuro huir de todo lo que pueda significar adoctrinamiento”

- ¿Cómo se combate eso desde la universidad? ¿A título personal cómo contribuye a la formación de jóvenes estudiantes, ciudadanos, capaces de pensar por sí mismos?

- Ya he dicho que intento tratar a los estudiantes como a adultos, y creo que ese es el núcleo de la cuestión. Desde que leí El cementerio de las naranjas amargas, de Josef Winkler, siempre he llevado conmigo, a título de advertencia, una frase muy antipática del libro: «Los estudiantes que se dejan alimentar con el lenguaje universitario me recuerdan a los monos que comen en el Zoo, escupen en las manos su comida, vuelven a comerse lo vomitado y vomitan lo escupido por segunda, tercera o cuarta vez, antes de tragárselo con esfuerzo y dificultad, darse la vuelta e irse a defecar. Sin embargo, no se debe acusar o compadecer a los que se convierten en monos, sino a los que fabrican esos monos». Más moderadamente, Wittgenstein decía que enseñar filosofía no es alimentar a los estudiantes, sino ayudarles a cambiar de dieta. Y Kant, en una frase tan repetida como acertada, decía que no se trata de enseñar filosofía (“historia de la filosofía”, diríamos hoy), sino de enseñar a filosofar. Intento, pues, no fabricar monos, lo que no quiere decir que lo consiga, y procuro huir de todo lo que pueda significar adoctrinamiento.

 

“Es evidente que el valor de la rebeldía depende de aquello contra lo que uno se rebela”

- ¿En ese sentido, ser filósofo hoy, estudiar filosofía, puede ser considerado un acto de rebeldía, de resistencia?

- Quedaría yo muy bien contestando que sí, y dibujando la imagen del filósofo como un Johnny Yuma de la cultura. Pero hay que tener cuidado con estas expresiones. Las sociedades modernas lo son porque están siempre en proceso de transformación y cíclicamente revolucionan sus estructuras, a menudo con costes gravísimos para sus poblaciones. Por esta razón, la rebeldía, e incluso la revolución, tienden a ser consideradas buenas en sí mismas, como si el mero hecho de ser rebelde ya confiriese algún prestigio. Pero es evidente que el valor de la rebeldía depende de aquello contra lo que uno se rebela (ya sé que este ejemplo está muy manido, pero la sublevación del general Franco en 1936 también fue un acto de rebeldía). Pasa lo mismo con la resistencia, que su valor depende del de aquello a lo que uno se resiste (no es nada interesante tener una “tos rebelde” o una infección “resistente a los antibióticos”). Y muy a menudo la rebelión de los filósofos consiste en rebelarse contra la rebeldía misma, a pesar de su buena prensa.


- ¿Por qué sigue siendo esencial la filosofía? ¿Porque implica detenerse, parar, contemplar, ganar tiempo, en medio de las prisas, del ruido...? ¿Porque nos ayuda a mantener despiertas las preguntas, porque nos proporciona determinadas herramientas para cultivar el criterio propio en un mundo tan uniformado, tan falto de pluralismo?

- Imagínese que me hubiese preguntado por qué sigue siendo esencial la música. Yo podría responderle que no se trata de averiguar las razones por las que es esencial, sino que todo parece indicar que viene en el mismo paquete que nosotros, que nos ha acompañando desde que hay seres humanos sobre la tierra y que no tiene pinta de que vaya a desaparecer de un día para otro, porque no es verosímil que podamos conformarnos sin ella (lo que no impide que de cuando en cuando algún responsable ministerial o asesor pedagógico procure ridiculizar su presencia en los estudios secundarios). Pues pasa lo mismo con la filosofía. No es cuestión de argumentar por qué le buscamos un sentido a nuestra existencia: claro está que, en cierto respecto, nuestra existencia sería más simple si no tuviéramos que darle un significado (como también sería un poco menos complicada si no hubiera música), pero el asunto es que no podemos dejar de buscarle uno, y mientras esa cuestión siga abierta seguirá habiendo filosofía. Nietzsche decía que podría pensarse en una existencia sin música, pero que sin música la vida sería una estupidez. A mí me gustaría decir lo mismo de la filosofía, pero no me atrevo, porque he conocido a filósofos muy estúpidos.

 

“La falta de tiempo es uno de los males endémicos de los mortales”

- Me detengo en el segundo interrogante: Agobio, prisa, urgencia, estrés, son palabras del ahora. ¿El tiempo nos atenaza más que nunca? ¿Esa tiranía, ese deseo de mantenerse ocupados, sin dejar de hacer, de producir, es uno de los males del presente?

- La falta de tiempo es uno de los males endémicos de los mortales. En el mundo moderno ha adoptado la figura de lo que suele llamarse “aceleración histórica” (la sensación de que el tiempo corre aún más deprisa). Esto, obviamente, no se debe a que el tiempo vaya más o menos rápido, sino, por una parte, a la implantación de la producción industrial, con sus sistemas de medida de precisión y de aprovechamiento máximo del tiempo (time is golden); y, por otra, a que los adelantos en materia de transportes y de comunicaciones hacen que las noticias vuelen de un lado a otro del planeta en segundos (el lapso entre un suceso y la comunicación del mismo se ha reducido prácticamente a cero, pero la velocidad a la que el cerebro humano puede procesar la información sigue siendo la misma que en la prehistoria). En este siglo, sin embargo, se ha generalizado una cierta forma de modelar el tiempo social que ha dado lugar a nuevos tipos de pobreza, lo que yo alguna vez llamé “estrecheces crónicas”: del mismo modo que se han reducido las distancias espaciales, también se han estrechado los marcos temporales. Y, de nuevo, la queja de la falta de tiempo encubre la de falta de sentido: el imperio del corto plazo, que tan brillantemente ha estudiado Richard Sennett en el mundo del trabajo, hace que los lapsos de tiempo con sentido, con argumento, sean cada vez más breves y fugaces, de manera que cuando apenas hemos comenzado el relato de una fase de nuestra vida ya tenemos que darla por clausurada porque ha perdido sus condiciones de posibilidad y el relato ha dejado de tener sentido, se ha vuelto inverosímil. Ese tipo de “precariedad” creo que es una de las enfermedades más graves de nuestro tiempo.

 

“Son políticas de malestar todas aquellas que tienden a dividir de nuevo la sociedad en amigos y enemigos, socavando así el consenso prepolítico que sostiene el pacto civil”

- Lleva ya mucho tiempo dando vueltas a la idea de “malestar”, analizando los derroteros y comportamientos de las sociedades contemporáneas. La idea de “malestar” aparece en el ensayo ganador del Premio Anagrama, pero antes en Esto no es música, en Nunca fue tan hermosa la basura... También se detecta el malestar en obras como La intimidad y La banalidad. ¿Cuándo fue consciente por primera vez de ese malestar, de la erosión de los modos de convivencia, del sentimiento colectivo de conspiración, de mentira, en relación a la política, al sistema global?

- Así es, llevo mucho tiempo (más o menos desde 1995) dándole vueltas al “malestar”. Me decidí por este término por varias razones, la principal de todas la gráfica contraposición con el bienestar del “estado del bienestar”, pero ahora no sé si se entiende del todo bien. Desde que estalló la crisis económica en 2008, cuando se habla de malestar en este contexto se piensa sobre todo en el descontento derivado de las restricciones del estado del bienestar debidas a los recortes presupuestarios provocados por la crisis. Pero está claro que yo no pensaba en eso (pues en 1995 nadie preveía la crisis económica ni los recortes). A lo que yo me refería era a un cierto discurso ideológico que expresa su malestar en y con el estado del bienestar. El “estado del bienestar” es la forma que adoptó el Estado moderno tras la catástrofe de las dos guerras mundiales. Se mire como se mire, esas guerras significaron históricamente un fracaso del Estado de Derecho, una institución nacida en el siglo XVII y que supuso una forma de legitimidad política hasta entonces inédita. A principios del siglo XX, mucha gente (incluidos notables intelectuales y juristas) pensaba que esa institución había quedado obsoleta y estaba a punto de ser superada por nuevas formas de Estado. El problema es que estas nuevas formas de Estado terminaron siendo los totalitarismos. Así que, en 1945, las democracias liberales occidentales, que rechazaban tales sistemas pero que asumían las lecciones de la guerra y del movimiento obrero, firmaron un nuevo contrato civil (simbolizado por el consenso entre los partidos de centro-izquierda y de centro-derecha) en torno al proyecto político de un Estado que había de ser a la vez social (como lo eran, a su modo, los Estados fascistas y comunistas) y de derecho (como lo había sido siempre la democracia parlamentaria moderna). Esta combinación de bienestar jurídico (derechos civiles) y bienestar material (derechos sociales) es lo que llamamos “estado del bienestar”, y nunca antes se había propuesto de forma tan explícita. Las poblaciones de estos países, en términos generales, apoyaron con sus votos a estos partidos “moderados”, y sólo quedaron fuera de ese consenso (es decir, sólo se sentían descontentos en el estado del bienestar) quienes habían apostado por soluciones políticas totalitarias (comunistas o fascistas), que eran electoralmente minoritarios y se vieron rechazados a los extremos del espectro político y, casi siempre, fuera de los parlamentos. Pero no fuera de las universidades, de las editoriales o de los escenarios, es decir, del territorio de la “cultura”. Fruto de su influencia en ese territorio fue la primera explosión de rabia contra el estado del bienestar de dimensiones importantes: el Mayo del 68 francés, precedido por la publicación de La sociedad del espectáculo, de Guy Debord (pues eso era para Debord el estado del bienestar, un espectáculo para distraer al pueblo de su destino revolucionario). Las organizaciones políticas que estuvieron en aquel movimiento eran todas ellas extraparlamentarias (y lo siguieron siendo), y en ese sentido políticamente marginales, pero su retórica militante era la de la guerra, consideraban que la política auténtica era la que estaba desarrollándose en Vietnam o en Cuba, que los líderes políticos auténticos eran el Che Guevara y el General Giap, mientras que los presidentes de las repúblicas y primeros ministros de las democracias liberales eran peleles del Gran Capital. Naturalmente, sus objetivos políticos eran inverosímiles (la instauración en Francia del gobierno de los Soviets, la disolución de la familia, etc.), y en ese sentido pudo parecer una rabieta sin consecuencias políticas (De Gaulle ganó las elecciones de junio de ese año y tanto el partido comunista como el socialista perdieron diputados). Pero no fue así, para empezar porque sus consecuencias culturales fueron incalculables. De ellas nació una “nueva izquierda” (que en realidad tenía poco de nueva, era la izquierda que había sido “derrotada” políticamente por el estado del bienestar gracias a la pacificación de la lucha de clases y al nuevo pacto social), la izquierda cultural que siempre mostró su resentimiento hacia el Estado del bienestar por su carácter social (en el cual los foucaultianos, por ejemplo, veían un claro intento de control biopolítico de las poblaciones) y que, ya que no podía reavivar el conflicto de clases, puso en marcha toda una serie de “guerras culturales” a través de las llamadas “políticas de la identidad”, que sin duda son lo que yo llamaría políticas de malestar, que no proponen ningún modelo político alternativo pero que minan sistemáticamente la figura central del “sistema” erigido en 1945 en las democracias occidentales avanzadas, que seguía siendo la del ciudadano autónomo y sujeto de derechos. Es verdad que, a partir de 1970, las críticas y los ataques al estado del bienestar vinieron principalmente de la derecha (aunque ciertos elementos de esas críticas se volvieron políticamente transversales), y de ellos nació también una “nueva derecha” (que tampoco tiene mucho de nueva), más mediática que “cultural”, que no tardaría en proponer, con gran éxito electoral, sus propias políticas de malestar. Porque son políticas de malestar todas aquellas que, aunque —como sucedía con los “objetivos” del Mayo francés— propongan unas metas positivas quiméricas y extremistas (el cierre total de las fronteras nacionales o su total eliminación, por ejemplo), tienden a dividir de nuevo la sociedad en amigos y enemigos, socavando así el consenso prepolítico que sostiene el pacto civil. No triunfan porque los votantes “crean” en la viabilidad de esas metas “positivas” (fantasmales y mal definidas), sino porque “quieren” los medios “negativos” o agresivos que proponen sus propagandistas, porque desean ver castigados a sus enemigos, esos enemigos (la “casta”, la “inmigración”, los “enemigos del pueblo”…) construidos ad hoc a los que consideran culpables de todas sus desgracias.

 

- Libro a libro ha ido evolucionando en la idea. ¿De qué manera? ¿Ha tenido algo que ver Freud y su concepto de malestar de la cultura como punto de partida? Él creía en el poder salvador de la cultura, en la búsqueda de ideales comunes, en el compromiso con esos ideales... ¿Es esa carencia la que conduce al malestar?

- Es evidente que el subtítulo de Esto no es música (“Introducción al malestar en la cultura de masas”) es un juego de palabras con el título de la obra de Freud, pero poco más. Mi objetivo al hablar de malestar en la cultura era ese tipo de “resentimiento” contra el estado del bienestar que se refugió en el territorio de la cultura, según acabamos de decir. Porque aquellas guerras culturales centradas en la identidad pasaron pronto a convertirse en políticas de malestar, de discriminación, de enemistad, creando lo que podríamos llamar una cultura del malestar en y contra el estado del bienestar. El concepto de identidad sustituyó al de “clase social” como objeto del nuevo conflicto, y lo malo que tiene la identidad como identidad política es que siempre es antagónica (se basa en la negación de la identidad del enemigo), y ataca los pilares del Estado de Derecho. O sea que, a mi modo de ver, no se trata tanto de la carencia de ideales comunes como de la destrucción del proyecto colectivo ideado justamente como solución para terminar con el “estado de guerra”.

 

“Es evidente que algo falló en los medios de comunicación que tenían como tarea la formación de una opinión pública libre y plural”

- ¿Qué parte de culpa tienen los medios de comunicación en todo esto? Todorov indicaba que sin pluralismo en la información no puede haber democracias sanas. ¿Cómo es posible que se nos ofrezcan cada día titulares falsos, interesados, con tanta impunidad?

- Hay un factor importante en todo esto que no hemos mencionado apenas. Las políticas de malestar de las que venimos hablando no se impusieron en Europa o en América mediante dictaduras militares o Estados totalitarios, sino mediante el voto popular con plenas garantías jurídicas. Fue “la gente” o ese “pueblo” que a veces se idealiza el que puso en el poder a Reagan, Thatcher, Bush, Trump, Tsipras, etc., y el que llevó a Marine Le Pen a disputar la presidencia de la República francesa. Es muy sencillo decir que estas poblaciones “fueron engañadas” por la propaganda y la intoxicación mediática, pero no se trata de poblaciones analfabetas o carentes de acceso a los instrumentos de crítica que permiten formarse un criterio propio. Es evidente que “algo falló” en los medios de comunicación que tenían como tarea la formación de una opinión pública libre y plural. También lo es que los medios de comunicación que hoy llamamos “tradicionales” (como si hubiera otros) han entrado en una crisis estructural por diversas y complejas razones (que no son únicamente tecnológicas) y que, en su búsqueda desesperada de clientes que permitan su supervivencia como empresas, han tendido por ello mismo al “sensacionalismo”, es decir, a convertirse más en catecismos que dan a sus lectores lo que éstos quieren recibir y les confirman en la opinión que ya tenían antes de leerlas, que en instrumentos que ofrecen a esos lectores los elementos que les permitirán construir un criterio autónomo. El descrédito de las fuentes de la verdad material (el conocimiento de los hechos y de los diversos puntos de vista sobre ellos) es una condición necesaria para la proliferación de titulares periodísticamente impresentables. Pero en ese descrédito las empresas periodísticas también tienen una parte importante de responsabilidad (o, quizá mejor dicho, de irresponsabilidad).

 

- Un pequeño inciso. Vayamos a su ensayo  La intimidad, donde se refería a “la inundación de obscenidad” y detectaba dos tipos de pornografía: la sentimental (explotación de los secretos de familia) y la política. Esa tendencia, lejos de disminuir, ha aumentado. Las redes sociales, su mal uso, han contribuido a ello. ¿Estamos inmunizados ya, hemos perdido la noción de intimidad?

- Hay una gran diferencia entre escribir en un periódico y escribir en Facebook, en twitter o en un blog. Hay mucha gente que, por no haber conocido los periódicos en la época en la que tenían significado como formadores de opinión pública, la desconoce. La diferencia se puede expresar de muchas maneras. Una podría ser que el periódico es un dispositivo en el cual “lo que pasa” es sometido a un montón de controles, mediaciones y contrastaciones, hasta que se convierte en información, y sólo entonces entra en el periódico, con la jerarquía que le corresponde. Por supuesto, en el periódico también hay opinión, debidamente señalizada (para que nadie la confunda con “información”, con publicidad o propaganda) e igualmente sometida a controles y valoraciones jerárquicas, y debidamente distinguida de la opinión del equipo directivo del periódico, que es la que se expresa en el editorial y la única que no lleva la firma de una persona física que se hace responsable de ella. En las redes sociales no hay nada de eso. “Lo que pasa” no es sometido a mediación, control o contrastación alguna, y por tanto no es información, sino únicamente comunicación directa de “lo que le pasa” (por la cabeza o por otros órganos) al que escribe o se expresa. Es indistinguible lo que en esto haya de opinión, de información, de publicidad o de propaganda (muy a menudo propaganda de sí mismo). En este oleaje de palabras e imágenes (básicamente privado o comunitario, pero no público —se dice community manager, no society manager), por tanto, no hay casi nada más que el factor emocional (“me gusta”, “te sigo”, o por el contrario te insulto y te odio y te descalifico), que por su parte puede ponerse al servicio de lo comercial o de lo ideológico. Hoy, en efecto, la diferencia entre la pornografía sentimental y la política es casi imperceptible (se califica como “programas de debate político” a algunos espacios televisivos que tienen exactamente la fórmula de las tertulias “del corazón”). Todo esto son maneras de convertir en privado (como privados son los sentimientos) lo público, que tienen poco que ver con la intimidad.

 

“En una sociedad presuntamente tan abierta como la nuestra, escasean los espacios en donde se pueda libremente argumentar”

- Y de aquí a la “banalidad” el trecho es muy corto, ¿no? Es evidente que el debate a todos los niveles, político, cultural, se ha banalizado. ¿Aún puede salvarse o todavía es susceptible de banalizarse más?

- No me atrevo a decir que ya no hay salvación, ni tampoco que no se pueda aún profundizar en la banalización. La banalidad, en el sentido de la “normalidad”, es un invento a veces muy necesario. El problema no es tanto que la gente no esté argumentando a todas horas, porque la argumentación nunca ha sido demasiado popular. Lo malo son ese tipo de dispositivos, cada vez más abundantes, que no sólo no propician la argumentación sino que excluyen por completo su posibilidad. En una sociedad presuntamente tan abierta como la nuestra, escasean los espacios en donde se pueda libremente argumentar.

 

- En Estudios del malestar hay un tono de ironía evidente a lo largo de todo el recorrido que, en cierto modo, puede llevarnos al Milan Kundera de su última novela, La fiesta de la insignificancia: “Sólo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres y reírte de ella”... “Comprendimos desde hace mucho que ya no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su propia huida hacia adelante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en cuenta”. ¿Hay algo de esto en su entrega?

- Ojalá. Me resulta difícil evitar el humor, porque en muchísimas ocasiones lo encuentro mucho más eficaz y hasta mucho más completo que un sesudo argumento crítico. Sin embargo, por decirlo en los términos de Kundera, al mundo no le gusta nada que no se le tome en cuenta. Quiero decir que cuando se hace una broma sobre algo la gente suele ofenderse e identificar la broma con el “no tomar en serio” aquello sobre lo que se bromea. Yo no creo que sea así. He visto a moribundos bromear sobre su propia muerte inminente, y dudo que no se la tomasen en serio. Ya lo he dicho muchas veces: el Conde de Shaftesbury decía que una buena broma es aquella que, en cierto modo, podemos tomarnos en serio; yo suelo añadir que algo no es verdaderamente serio a menos que, en algún sentido, podamos tomárnoslo a broma.

 

- En Estudios del malestar se detiene en determinados movimientos y partidos que, en su opinión, se aprovechan del malestar colectivo para conseguir réditos políticos. A todos ellos los denomina populistas. ¿No cree que se están metiendo demasiadas cosas en el saco del populismo?

- Sin duda. Se trata de un término que, desde las dos últimas décadas del siglo pasado, se ha venido usando peyorativamente en el ámbito mediático de la contienda política como marca de infamia para descalificar al adversario como enemigo (más o menos disimulado) de la democracia y del Estado de Derecho (y, por tanto, para reafirmarse uno mismo como defensor de ambas cosas), y se ha usado con tanta extensión, con tanta amplitud, con tanta variedad y para casos tan distintos que parece, por ello mismo, haber perdido todo valor conceptual. O, mejor dicho, parecía haber perdido todo valor conceptual hasta que algunos de sus destinatarios decidieron, en torno al cambio de siglo, convertir la marca de infamia en signo de distinción (por utilizar la terminología de Pierre Bourdieu) y conferirle al término una significación positiva, dotarle de una carga (al menos aparentemente) teórica, resemantizándolo para convertirlo, no solamente en un instrumento político legítimo, sino incluso en la esencia misma de la política, quizá en la única forma de hacer política adecuada a los tiempos. Es a este uso al que yo principalmente me refiero, porque Estudios del malestar es, como todos los míos, un libro de filosofía (de filosofía política, en este caso), no un panfleto sobre partidos o movimientos.

 

“El término ‘populismo’ es a la política lo que al periodismo es el término ‘sensacionalismo’”

- ¿Todo lo que sean propuestas para mejorar la vida de la gente, para combatir la desigualdad, es populismo? ¿En su opinión, todo populismo es igualmente negativo, nefasto? Y una última pregunta sobre el tema: ¿Al proponer mejoras para la sociedad, no es toda política, por naturaleza, populista?

- Voy a intentar explicarme con un ejemplo. Yo diría que el término “populismo” es a la política lo que al periodismo es el término “sensacionalismo”. Es verdad que para un periodista es muy fácil acusar a la competencia de “sensacionalista” cuando publica una noticia con la que le va a superar en ventas de ejemplares, y sin embargo… ¿qué periodista no ha apretado alguna vez el botón amarillo para alegrar un poco las cifras de ventas o de visitas a la página web? Es más, ¿qué periódico no practica todos los días una forma salvaje de sensacionalismo aceptado cuando mantiene a los redactores atados al mandato anónimo de los usuarios —porque no se les puede aún llamar “lectores”—, esos usuarios que hacen click en tal o cual titular o lo tuitean o lo propagan en Facebook? Pero, ¿qué conclusión hemos de extraer de ello? ¿Acaso que hay que dejar de hablar (al menos peyorativamente) del “sensacionalismo”, que hay que renunciar al término puesto que la infección se ha generalizado, o que hay que resemantizarlo para hacer del sensacionalismo algo bueno, que hay que resignarse a la confusión de “periodismo” con “sensacionalismo”? ¿Que como ahora todo periodismo tiende al sensacionalismo ya sólo cabe distinguir entre un sensacionalismo bueno —el que se pone al servicio de causas “populares”, “políticamente correctas” o moralmente intachables— y un sensacionalismo malo? Yo diría que no. Yo diría que, por muy extendida que esté la enfermedad, el sensacionalismo no deja de ser una patología por la que el periodismo se desangra y abandona el terreno del interés público (o sea, el de servir como instrumento para la formación de la opinión pública, que es una función esencial en las sociedades democráticas) para convertirse, como alguien dijo, en mero seguidismo de los intereses del público, frecuentemente de los intereses más bajos y más viles, a menudo contradictorios y siempre cambiantes y opacos, y que desde luego nada tienen que ver con el interés público. Es decir que, a pesar de todo, merece la pena conservar la diferencia (por lo menos la diferencia de iure) entre periodismo y sensacionalismo, y que incluso los fines más santos se pervierten cuando se persiguen por medios mezquinos que convierten la información en propaganda sentimental. Pasa algo parecido con el populismo. Es muy fácil para un político descalificar al adversario por “populista” por decirle a la gente lo que quiere oír, aunque no sea verdad, y prometerle cosas que sabe imposibles de cumplir, o sea, por desplazarse aquí también desde el interés público al interés del público. Pero sería muy difícil encontrar a uno solo que, en campaña electoral, no haya recurrido alguna vez a esos mensajes o a esas promesas para conseguir un puñado de votos o para mejorar en los sondeos. Pero eso no significa, creo yo, que haya que abandonar el término porque todos los partidos caen a veces en el populismo, o redefinirlo para conformarse con elegir entre populistas mejores y peores, renunciando así a la diferencia entre “populismo” y “política”. Aunque sea de una forma aparentemente imprecisa, el término nos ayuda a expresar algo que tienen en común maneras de hacer política que parecen separadas por grandes barreras ideológicas, culturales, religiosas o económicas, y a ver que todas ellas constituyen una amenaza real para la democracia representativa, uno de los principales peligros transversales que la acechan desde su interior. Cuando la democracia funciona bien (y reconozco que esto no pasa todos los días ni en todas partes), el político que alimenta las bajas pasiones de su clientela o hace promesas inverosímiles acaba pagando ese vicio en las urnas. Sólo hay una manera de librarse de pagar el precio político de la mentira, y consiste en forjar el mito de un enemigo omnipotente y despiadado que penetra todas las instituciones, que pervierte conspiratoriamente todos los espacios de libertad y de crítica y que es inmune a los mecanismos formales de la democracia liberal. Y esa es precisamente la fórmula populista. Y cuando esta fórmula tiene éxito, cuando cala con eficacia en la ciudadanía —y por el momento está teniendo bastante éxito—, cala también la idea de que, para vencer a ese enemigo, hace falta algo más que la democracia social de derecho y algo mejor que la política en su sentido moderno. Para lo cual es necesario apelar a un pueblo que tiene que desbordar la Constitución para luchar contra sus enemigos. En ese momento, la política es sustituida por la moral (o por una política “moralizada” que exige un cierre de filas frente a los enemigos del pueblo y anula el pluralismo). Y lo que entonces pasa factura en las urnas es contradecir los deseos de la clientela o negarse a prometer quimeras.

 

“El populismo no es una alternativa al neoliberalismo (ni tampoco al contrario): ambos son síntomas pertenecientes a un mismo síndrome de decadencia de la política”

- ¿No sería igualmente enriquecedor desmontar los dogmas neoliberales, esa cobardía, docilidad, que se ha inyectado a la sociedad para hacer creer que no hay alternativas de cambio, que hay que resignarse?

- Pero es que con el término “neoliberalismo” pasa lo mismo que con el término “populismo”. ¿Qué es el neoliberalismo? ¿Se trata de las doctrinas jurídicas de Hayek o de las teorías económicas de Friedman y la escuela de Chicago? ¿O se trata más bien de las políticas aplicadas en EE.UU. por Reagan o en el Reino Unido por Margaret Thatcher? ¿Habría que incluir también el laborismo de la tercera vía de Tony Blair? ¿“Neoliberalismo” es sinónimo de mercantilismo proteccionista, de corporativismo de amiguetes, de anarcocapitalismo, o de lo que a veces se llama “liberalismo social”? ¿No estaremos creando, al hablar de “neoliberalismo”, un monstruo fantasmagórico de mil cabezas que cumpla la función de ese “enemigo omnipotente” que justifica las tentaciones autoritarias de los liderazgos carismáticos de corte caudillista? Creo que el principal error teórico consiste, en este caso, en aceptar la alternativa “populismo/neoliberalismo”, como si fuesen los términos de una nueva confrontación política, porque el tipo de políticas que solemos aceptar como emblema del “neoliberalismo” actual (es decir, las de los citados Reagan y Thatcher) fue precisamente el primero en ostentar en nuestro entorno el calificativo de “populista”. Que tengamos que aceptar el populismo (cuyos vicios conocemos de sobra por la historia política reciente) para no caer en el neoliberalismo, o que tengamos que conformarnos con el neoliberalismo para evitar la deriva populista, ese es, creo yo, el planteamiento cobarde y dócil al que no hay que resignarse. No es sólo cierto que el “populismo” y el “neoliberalismo” se realimentan mutuamente, sino que son perfectamente compatibles, porque se trata (utilizando el término de Lévi-Strauss que tanto gustaba a Laclau) de significantes vacíos o conceptos imposibles cuya carga es fundamentalmente emocional y retórica. El populismo no es una alternativa al neoliberalismo (ni tampoco al contrario): ambos son síntomas pertenecientes a un mismo síndrome de decadencia de la política, de ruptura del contrato social que ha sido su fundamento desde la emergencia de la sociedad moderna. Quien haya leído La regla del juego, Esto no es música o Nunca fue tan hermosa la basura sabrá que yo me he aplicado con gran empeño a la crítica de todos los dogmas del llamado “nuevo capitalismo” (la ideología de la flexibilidad, del cortoplacismo, de la privatización, etc.), aunque es verdad que también he procurado mostrar que toda esa jerga de lo fluido, lo “líquido” y lo elástico fue creada por la “nueva izquierda” antes de ser reutilizada por la “nueva derecha”. Y en eso mi posición no ha cambiado un ápice.

 

“La desafección política no es consecuencia del populismo sino al revés: el populismo es una forma de desafección política, de desconfianza con respecto a la política”

- ¿Es el populismo el origen de la desafección política, de la desconfianza hacia el sistema o el problema, como decía Tony Judt en su ensayo Algo va mal es que la socialdemocracia se olvidó de la gente? “Durante 30 años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de propósito colectivo” (...) “El miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños y a un mundo ajeno, está corroyendo la confianza y la interdependencia en que se basan las sociedades civiles”, ponía de manifiesto Judt. ¿Qué opina al respecto José Luis Pardo?

- José Luis Pardo, que precisamente ha estado releyendo estos últimos meses El olvidado Siglo XX, se siente muy próximo a Tony Judt en muchísimas de sus consideraciones, y desde luego profundamente de acuerdo con la intención general de sus reflexiones. Si lo de que la socialdemocracia se olvidó de la gente significa que, como hace un momento decíamos de la prensa, los partidos socialdemócratas tienen una gran responsabilidad (por su irresponsabilidad) en la crisis que hoy atraviesan, estoy totalmente de acuerdo. No me gusta demasiado, como ya he dicho antes, el recurso a “la gente” o al “pueblo”, como si alguien tuviera el monopolio de lo que “la gente” piensa o siente el pueblo, porque esto es algo de lo que sólo nos enteramos (hasta cierto punto) a través de las urnas electorales, y quienes pretenden tener un conocimiento más directo del asunto sólo pueden ser farsantes. La desafección política no es consecuencia del populismo sino al revés: el populismo es una forma de desafección política, de desconfianza con respecto a la política y, por ende, de búsqueda de otras alternativas “supra-políticas”. Pero no nos engañemos: antes de la crisis “la gente” no estaba entusiasmada con la participación en la política y el debate sobre el modelo de país. En cuanto a la búsqueda del bienestar material, creo que también lo he dicho ya, es irrenunciable para los humanos, pero también he dicho que esa búsqueda nunca es para nosotros suficiente si no disponemos de un sentido que otorgar a ese bienestar (pues el propio bienestar material por sí mismo no nos basta), y que al menos tan importante como el bienestar material (el estar bien) es el bienestar jurídico (el tener derecho a estar materialmente tan bien como en cada caso sea posible de acuerdo con un reparto justo de la riqueza y de la pobreza).

 

“Entre sentirse mal a causa de la desigualdad y conceder el voto a un partido xenófobo o que propone “superar” el Estado de Derecho hay un salto importante, y ese salto es el que hay que investigar”

- ¿No cree que lo verdaderamente productivo, en lo que deberían trabajar intelectuales, filósofos, sociólogos, políticos de verdad comprometidos, es en la identificación de ese malestar? ¿No está la desigualdad, la corrupción de la política, los excesos del capitalismo, detrás de esta sensación que va en aumento?

- Sí, lo he dicho muchas veces. Este no es un malestar absolutamente nuevo, pero sí es un malestar que estamos muy mal preparados para combatir y que, en efecto, requiere de la colaboración entre intelectuales, filósofos, artistas y científicos sociales. La desigualdad, la corrupción política y los excesos del capitalismo son al menos tan viejos como las sociedades modernas. Toda la cuestión está en si tenemos o no instrumentos suficientes y adecuados para combatir esos males. El malestar creado por esos problemas no es una enfermedad; al contrario, es completamente sano “estar mal” ante esas realidades. Pero entre sentirse mal a causa de la desigualdad y conceder el voto a un partido xenófobo o que propone “superar” el Estado de Derecho hay un salto importante, y ese salto es el que hay que investigar.

 

“Veo muchísimas cosas positivas en la España de los últimos años”

-  Su ensayo es muy duro, muy irónico, con todo lo acaecido en España en los últimos años. ¿No ve nada positivo en la España posterior al “despertar” del 15 M? ¿No considera que es necesario un cuestionamiento del pasado, de la etapa de la Transición?

- Veo muchísimas cosas positivas en la España de los últimos años. En mi ensayo, hasta donde recuerdo, soy muy duro con la mitificación de la Transición que se llevó a cabo a principios de este siglo, porque cuando el pasado se saca del ámbito de la historia y se sitúa en el de la poesía se pisa un terreno muy peligroso, más aún si de ello se pretenden extraer réditos políticos. Pero, por lo mismo, tengo también muchas reservas a propósito de la mitificación del “15M” (que fue mucho más rápida que la de la Transición) como un “despertar”. Hablábamos hace un momento de cómo se puso en marcha el proyecto del estado del bienestar en 1945, y de cómo quienes no estaban de acuerdo con ese “tratado de paz” y querían continuar la guerra (la lucha de clases o de naciones) se quedaron en minoría en el tablero político y ocuparon el frente cultural. Algo parecido ocurrió en España en 1978: quienes habían sido enemigos irreconciliables durante la guerra civil y los 40 años de posguerra firmaron un acuerdo de paz civil y social, del que sólo se autoexcluyó la extrema izquierda (incluida la abertzale y la patriòtica), que consideraba el estado social de derecho, nacido de la Constitución del 78, como un sueño (un “espectáculo”, según Debord) que ocultaba, en realidad, una continuación del franquismo, una dictadura disimulada. Por ser minoritario y parlamentariamente marginal, este discurso careció durante años de representatividad política, pero se hizo fuerte en lo que antes llamé “el frente cultural” (universidades, editoriales, escenarios), porque producía grandes rendimientos emocionales a quienes lo practicaban, reforzaba su identidad moral y estética e incluso les reportaba beneficios económicos. Claro está que esa identificación entre franquismo y democracia parlamentaria es, obviamente, una falsificación histórica (yo conocí bastante el franquismo, y recuerdo que no se parecían en casi nada), es ficción y no realidad, pero sin esa licencia poética que consiste en creer que España estuvo dormida primero por la pesadilla franquista y luego por la modorra consumista sería imposible considerar el “15M” como un “despertar”. Sin embargo, la crisis económica —que, naturalmente, fue un acontecimiento catastrófico para millones de personas— fue aprovechada por ciertas organizaciones emergentes para ampliar la audiencia de esta ficción, que se volvió, incluso electoralmente, verosímil, y para una parte notable de la población la Transición se redujo de pronto a un amasijo de corrupción y contubernio. Los terribles recortes presupuestarios y la negativa de un pacto fiscal para Cataluña fueron convertidos por los pescadores de río revuelto en la ocasión para el despertar del pueblo oprimido y de la nación ultrajada, presuntamente mantenidos en estado comatoso durante años mediante la anestesia del maldito “bienestar”. El resultado de todo ello ha sido un desplazamiento del espectro ideológico merced al cual, en el imaginario de este “despertar” revolucionario, quienes por aquel entonces se situaban en el centro-izquierda o en el centro-derecha (pero en contra del nacionalismo y del comunismo), sin cambiar de ideas, han quedado arrinconados en el lodazal del facherío, en una posición “reaccionaria” incluso más extrema y viejuna que las de Trump o Le Pen, porque estos dos últimos al menos son “antisistema”, lo que siempre resulta muy juvenil y simpático; y las ideologías extremas, sin embargo, se han acercado al centro del espectro electoral. Yo diría que esto, más que un “despertar”, es una ilusión óptico-política. Pero comprendo que, cuando millones de votantes actúan como si creyeran en esa alucinación y se suman a sus políticas de malestar y confrontación, empeñarse en distinguir entre poesía e historia puede ser una batalla perdida. Claro que en ese tipo de batallas consiste, muy a menudo, el trabajo intelectual.

 

- ¿No cree que, a nivel global, estamos inmersos en un cambio de rumbo cuya dirección aún no está clara?

- Sí. Pero esto mismo podría decirse de todos y cada uno de los momentos de la historia. Siempre tenemos que tomar decisiones antes de saber del todo en qué dirección se moverá el mundo, en eso consiste la libertad (si supiéramos de antemano en qué parará todo no habría que decidir, sería un proceso automático).

 

“En nuestro país las discusiones intelectuales se traducen en seguida en diferencias ideológicas y en descalificaciones personales”

- En el prólogo del libro dice ser consciente de que con él iba a ganar enemigos. ¿Ha sido así? ¿Lo escribió con ánimo de levantar polémica, de encender el debate?

- No. No me interesan en absoluto las polémicas. Lo que sabía cuando escribí el libro es que a quienes utilizan la filosofía para hacer proselitismo político no les iba a gustar, pero no porque tengan graves objeciones teóricas contra mis ideas, sino sencillamente porque no pueden apuntarme a su bando, y en un entorno tan polarizado por las banderías como el que hoy vivimos en España, esto (lo de apuntarse en algún bando) es lo más importante.

 

- ¿Hace falta más debate profundo, del sano, en la sociedad española? De entre lo mucho que me ha interesado de Estudios del malestar está esa capacidad de abrir ventanas de reflexión, de discusión.

- Sin duda, hace falta debate, crítica, discusión, pero en nuestro país (incluso en el ámbito de la filosofía, no digamos ya en el de la política) esto parece ser punto menos que imposible: las discusiones intelectuales se traducen en seguida en diferencias ideológicas y en descalificaciones personales. Los libros como los que yo escribo son siempre intentos de abrir discusiones, de iniciar conversaciones sobre asuntos que parecen excluidos del tráfago de las controversias cotidianas y de los mapas ideológicos cerrados y cerriles. Pero no tengo la sensación de haber tenido gran éxito en esto, y llevo en ello unos cuantos años.

 

“Zizek, además de ser un profesor de filosofía muy solvente, es un líder de opinión y un fenómeno de masas”

- La polémica, más que por el ensayo, llegó hace poco con su artículo sobre Slavoj Zizek, donde reducía su pensamiento a “un sin fin de tuits”. ¿No ve nada interesante en la obra de un filósofo que ha conseguido conectar con el público más joven? Antes le comentaba el alejamiento de la filosofía de la calle, del ahora...

 

-Creo que en su pregunta está la respuesta. Usted considera que mi artículo despertó polémica, pero cuando yo escucho esta palabra pienso en la polémica entre Leibniz y Newton sobre la naturaleza del espacio o en la disputa entre Galileo y los teólogos sobre el movimiento de la tierra, mientras que lo sucedido en este caso —más parecido, por lo que me han dicho, a una nube de aspirantes a trolls  y haters en las redes sociales certificando la diferencia a la que antes aludí entre periodismo y ciberpropaganda— pertenece más al género de “la polémica de Terelu y Mila Ximénez” o a lo que yo llamaba en mi columna “una turbulencia contagiosa que se agota en su propia agitación”. Yo decía en mi artículo que Zizek había construido una filosofía que es “como una cinta sin fin de tuits embutidos en la metafísica de Hegel”, pero usted (no es un reproche, es lo que hacemos todos cada día) se ha quedado con el sinfín de tuits y se ha olvidado de la metafísica de Hegel. Esa lógica mediática del mercado cultural contemporáneo es la que Zizek ha comprendido a la perfección, y por eso, además de ser un profesor de filosofía muy solvente (porque para embutir tuits en la metafísica de Hegel hay que conocer primero la metafísica de Hegel, y no es tarea fácil), es un líder de opinión y un fenómeno de masas. No estoy en contra de Zizek, sólo estoy en contra de esa lógica del mercado cultural: él se ha adaptado a ella con gran éxito, y probablemente ha hecho muy bien. Yo, por el momento, soy incapaz de hacerlo. También creo haber dicho ya que no estoy nada seguro de que la calle (ni la física ni la virtual) sea el lugar de la filosofía.

 

“No conviene confundir lucidez con certidumbre”

- ¿Dónde buscar hoy un poco de lucidez? ¿Persigue José Luis Pardo esa lucidez? ¿En qué proyectos está trabajando ahora?

 

- Creo, como Aristóteles, que todos los hombres buscan por naturaleza la lucidez. Pero no conviene confundir lucidez con certidumbre o, en todo caso, a quien busque certezas inconmovibles yo no le recomendaría leer libros de filosofía, porque saldrá de ellos tan decepcionado como quienes hoy buscan en la filosofía una doctrina política alternativa. Por mi parte, huyo de las lecturas que me confirman en las convicciones que ya tengo, creo que la filosofía consiste en buscar problemas más que en buscar soluciones, así que recomendaría a quien quiera leer filosofía que rastree a los pensadores que se ocupan de los problemas que le apasionan y en los que esté dispuesto a perderse durante una buena temporada. Actualmente, estoy agradablemente perdido en cuestiones relacionadas con la conexión entre arte y filosofía, pero no me siento capaz de hablar de proyectos propiamente dichos.

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

El oído absoluto

4 de diciembre de 2017 09:01:02 CET

 A la llamada del timbre, Palmira abrio la puerta y los encargados de la mudanza la saludaron como una coral que impartiera pésames a domicilio. Uno sostenía sin dificultad la escalera de mano, pero el otro, gordito, se agobiaba con las planchas de cartón y el rollo de cuerda. Palmira, que les esperaba desde primera hora de la mañana, los guió a una rotonda atestada de libros donde dos ventanales quebraban la continuidad de las estanterías.

 

Mientras los hombres convertían los cartones en cajas -entre reproches y amenazas, pues se mostraban desavenidos-, Palmira se refugio en el dormitorio donde murio Máximo. Pero cuando los hombres desplegaron la escalera y desde los estantes más altos lanzaron los libros a las cajas como si echaran tierra sobre el ataúd cerrado del difunto, se alejó a la cocina. Desazonada, fregó la taza y la cuchara del desayuno, puso unas lentejas en agua y revisó el contenido del frigorífico por si necesitaba ir al mercado.

 

Almorzó a hurtadillas y, cuando los tipos de la mudanza se marcharon, renegando el uno del otro, regresó a la rotonda. Las cajas repletas de libros, precintadas y atadas, entorpecían el tránsito. Los anaqueles vacíos de la biblioteca y el suelo deslucido y con colillas le deprimieron. Y ante la degradación de ese salón de lectura, que era el principal de la casa, se echó a llorar. 

 

- Si lo viera Máximo -repetía.

 

Máximo había vendido la biblioteca al ayuntamiento de su pueblo para pagar los gastos de su enfermedad. Pero durante la negociación no fue tan exigente en sus pretensiones económicas como en aplazar el traspaso a su fallecimiento. Ya con un pie en el estribo -enfatizaba-, le dolía separarse de lo que siempre estuvo con él. Y las autoridades de Pagán accedieron al capricho de aquel paisano que parecía más en el otro mundo que en éste.

 

- En la villa de Pagán -les asignaba el anónimo-, muchos piden, pocos dan.

 

Entre tanto, Palmira empezó a forrar los libros con papel blanco. Actuaba sin consultarlo con Máximo, persiguiendo una simetría que a su juicio revalorizaba el conjunto. Pero cuando Máximo alcanzó un acuerdo con los compradores, Palmira renunció a su tarea. Era absurdo reanudarla -consideró-, si no influía en el precio.Y desde entonces la biblioteca de la rotonda, uniformada a medias, presentaba el aspecto de un traje con parches.

 

No se enteró Máximo de esta ocurrencia de su criada. En esa etapa final de su vida pasaba acostado la mayor parte del tiempo y cuando Palmira le sacaba del cuarto y lo conducía a pasitos al sofá de la rotonda, le faltaba vista -y curiosidad- para descubrir los cambios de su biblioteca. En el sector ubicado entre los ventanales, elegía Palmira uno de esos volúmenes que ella había vestido de dominico y, creyendo complacer a Máximo, le leía un fragmento:

 

Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo...

 

Pero así escogiera para entretenerlo literatura contemporánea o clásica... 

 

La Aurora, de azafranado velo, de las corrientes de Océano se levantaba para proporcionar luz a los inmortales y a los humanos...

    

...a Máximo sólo le interesaba el cuaderno de pastas negras en el que hablaba de su padre, el poeta Max Bru. Ocupó la mesilla de su cama mientras gozó de salud y pudo escribir en él robando horas al sueño, pero cuando enfermó y la invasión de medicinas transformó el dormitorio en un hospital de campaña, el cuaderno fue trasladado a la rotonda, con los demás libros. Y en un estante de la biblioteca permanecio a su disposición, mas no para usarlo él, pues ya no podía valerse, sino para que Palmira anotara en sus hojas lo que él decía.

 

Máximo estuvo dictando a Palmira hasta que le fallaron las fuerzas. Receloso de su memoria -porque lo desamparaba a mitad de una frase incitándolo a peregrinar tras la referencia extraviada como  ciego sin lazarillo-, confiaba al sentido común de su interlocutora la coherencia de su discurso y, con ello, la posibilidad de editarlo el día de mañana.

 

- Entrégaselo a Esquivias, el de la mancha -y Max se refería a la que desde nacimiento adornaba su frente-. Nadie ha hecho tanto por la obra de mi padre.

 

La muerte de Máximo estancaba el proyecto y el cuaderno de pastas negras se cubría de polvo en su anaquel. Los operarios debieron excluirlo de la mudanza por no tener formato de libro. Palmira lo limpió por encima y lo abrio. Mas para su sorpresa, no era el que ella había manejado: una letra diminuta reemplazaba a la suya.  

 

En el nombre de Max Bru -leyó en la primera página-, poeta por la gracia de Dios.

 

Palmira midio la consistencia del cuaderno, algo más grueso que el utilizado por Máximo y ella.

 

Una joven me cuidó de niño, aunque yo la cuidaba más - comenzaba el texto-. Por delicada y compasiva, no me apartaba de su lado. Con el candor de la infancia le juré fidelidad eterna y una mañana la encontraron muerta en su cama . Se había ido sin avisarme y, tal vez, sin darse cuenta: su cara no reflejaba el sufrimiento de los que la sobrevivimos.

 

¿Estaba ante las Memorias del padre de Máximo, el libro que su hijo quiso conocer desde que supo que circulaba a sus espaldas? 

 

De su ausencia no me consoló el paso de los años sino la que me robó el corazón. Su estampa me acompaña día y noche, cuando cierro los ojos y cuando despierto, pero mi cuerpo gastado no responde a su hechizo.

 

Primer amor, primer dolor -se dijo Palmira, embebida en la narración-. Y primer chasco, también.

 

A los acordes del pianista endereza la figura y al vaivén de sus tacones cimbrea las caderas y modula el arabesco de las manos. Y con el resplandor de los bienaventurados se desliza sobre los algodones del cielo de tal modo que desearla duele.

 

- Máximo no se relacionó con las amantes de su padre -recordó Palmira-.

 

¡Adiós al garbo que promovía el donaire! La enfermera de este pabellón de terminales ciñe a mi cuello una sábana, me enjabona la cara y afila la navaja. Ante su anatomía sin relieve -de tanta penitencia las samaritanas están en los huesos-, añoro el estímulo de las impuras. Y así, mientras me afeita, sitúo a la bailaora de mis fantasías sobre el palpitante tablado... 

 

 - El dueño de este cuaderno es el mismo que se llevó el nuestro -intuyó Palmira-.

 

Aburrida, puso la televisión. Retransmitían una comedia rusa de la época zarista, en la que unos terratenientes de trajes frescos y sombreros de paja abandonaban la casa de campo familiar donde transcurrieron sus vacaciones de verano. Bajo la lluvia de otoño arrancaba su carruaje entre adioses y agitar de pañuelos, cuando un criado mayor y algo enfermo reclamaba formar parte de la expedición.  Desde una ventana de la finca planteaba si el acto de dejarlo en tierra constituía una broma o un despiste, ya que no podía comprender que los señores regresaran a la capital de Rusia sin su servidumbre. Pero el conductor, en vez de atender al quejoso e incorporarlo a la comitiva, proseguía su camino e incluso aceleraba, como si lo rehuyese. Inquieto, el criado llamaba a sus amos por el nombre de pila, y con la familiaridad de haberlos visto nacer les preguntaba si lo privaban del viaje de vuelta en castigo a su comportamiento en la ida. Pero desde esa ventana que utilizaba como plataforma de su elocuencia y por más que se desgañitara, no debían llegar sus palabras al coche, o sus amos se  abstenían de comentarlas, por lo que el criado, al notarse tan distante de ellos como de su carruaje y muy cerca de perder el tesoro de su aprecio, sacaba fuerzas de flaqueza para requerir, con la voz más patética de su registro, que no prescindieran de él, porque si lo confinaban hasta el verano próximo en esa casa de campo donde no había superiores a los que cuidar, quedaría a merced del capataz y de su pelotón de carniceros que todas las mañanas recorrían el bosque poblado de fieras. El criado rogaba a sus señores que por su buena conducta le evitaran ese suplicio. Y como no demandaba un imposible ni iba a ser el primer indultado de la historia, ante la eventualidad de que dieran marcha atrás y se avinieran a recogerlo no se apartaba de la ventana,  abierta de par en par pese a la temperatura desapacible. Pensaba el criado que si esta contrariedad le hubiera pillado de mozo, en vez de aguardar cruzado de brazos a que lo rehabilitaran, habría bajado a la cuadra, ensillado el caballo y peregrinado sin descanso hasta Moscú, para obtener la gracia de sus amos. Pero a estas alturas de la vida, los minuciosos achaques de la vejez le incapacitaban para cualquier género de galopadas, detestaba la humedad, le destemplaba el frío y, como el mal tiempo le quitaba oyentes, elevaba sus cuitas al cielo encapotado tensando el cuello a la manera del perro cuando gime, hasta que se le quebraba la garganta o le atascaba la tos. Entonces, para alardear de agilidad aunque las articulaciones le martirizaban, y como si gozara de facultades para percibir lo que nadie captaba a simple vista, fijaba su mirada en la senda por donde desaparecieron esos viajeros que eran sus amos, a los que había consagrado su existencia y sin los cuales no entendía el mundo, y movía la mano de un lado a otro en un saludo al horizonte que lo mismo quería decir bienvenidos que hasta siempre. Razonablemente esperanzado en que se acercaran por la misma ruta por la que se alejaron, fantaseaba desde su improvisado púlpito con que  pisarían la finca entre fanfarrias y le besarían como él los besó de críos, cuando los acunaba para que durmieran o cesaran de llorar. Ilusionado con esta recepción y como no tenía en qué distraerse, le impacientaba la tardanza de sus bienhechores. Pero a medida que pasaban las horas y persistía la lluvia y cerraba la noche y la luna rehuía posarse en un firmamento tan negro y ni un aullido ni un ladrido ni un gorjeo ni un relincho -y tampoco el arrastrar de una pezuña o el rodar de una carreta- osaban romper el pavoroso silencio de la llanura, le ganaba el desaliento. El sentido común le indicaba que si durante muchos años fue indispensable en la cocina, en los establos y en los juegos de salón, donde acertaba todas las adivinanzas, hoy resultaba un estorbo para quien le encomendara un servicio. Era un rechazo instintivo, y más inapelable que si estuviera motivado, lo mismo que cuando sudaba por un golpe de calor o tiritaba porque la nieve empapaba su camisa. Y es que su edad lo incapacitaba para cualquier misión y, antes de reivindicar el favor de sus señores, debía aceptar su declive.

 

- Soy un inútil -se resignaba-. ¿Quién me va a querer débil y achacoso?

 

Coherentemente, cerraba la ventana, se ajustaba la chaqueta y con una luz se guiaba por el tétrico interior. Atravesaba los aposentos de los amos y las diminutas celdas de la servidumbre sin cruzarse con nadie, pero al acceder a la gran sala donde la desidia impregnaba lámparas y cortinas afloraban las veladas veraniegas de su juventud, cuando el pianista tocaba polonesas en el jardín de los cerezos, los camareros descorchaban champán y las doncellas se sonrojaban con las agudezas de los brigadieres.

 

- Sé que aspiro a un imposible, Aleksandra Fiodorovna, pero estoy enamorado de usted.

 

Y al impulso de la evocación, abrazaba el espejismo de risas y piropos y, con jovialidad renacida, bailaba por los pasillos solitarios con la soltura de los valseadores de Viena en el siglo en que todavía se guardaban las formas.

 

- Con respeto se lo digo, Aleksandra Fiodorovna, ¡huyamos a París!

 

Desentendiéndose de lo que contaba la televisión, Palmira repasaba lo que le faltaba por hacer en aquellas habitaciones que retenían la huella del difunto: fregar baldosas y azulejos, barnizar las baldas de la librería, vigilar a pintores y acuchilladores, almacenar en el guardamuebles lo que no se regalaba a la parroquia y negociar con Esquivias la edición de las Memorias de Max Bru..

 

- Un engorro -sentenció, a la vez que el criado ruso se trastabillaba en un giro de vals-.

 

Hoy sólo los criados de la televisión morían de viejos en casa de sus amos. Palmira podía haber resistido en el piso de Máximo alimentando anécdotas de fantasmas y de herencias o a la espera de una decisión sobre las Memorias del padre de Máximo; pero sus planes eran otros y cuando liquidase lo que le ataba allí, daría las llaves a los nuevos inquilinos y desaparecería.

 

- ¡Adiós libros y fantasías de sedentario, adiós, biblioteca de Máximo, adiós!

 

En la televisión, unos hachazos en el jardín de los cerezos  interrumpían la condescendencia del criado nostálgico con el vals y los amores heroicos.

 

- Nadie me informó de esto -se sorprendía-. Y querrán resolverlo  enseguida.

 

Pero no podía salir a negociar con los leñadores porque los amos habían echado la llave a la puerta.

 

- Me encerraron -se desmoralizaba-. No vendrán a salvarme del capataz.

 

Y en el destartalado salón donde había rescatado su mejor época, temblaba al oir los golpes de la piqueta, como si hubiera unido su destino al de los cerezos sacrificados. 

 

- Resistiré la soledad -se decía-. Resistiré junto a las ruinas del esplendor.

 

Y reanudaba los últimos revoloteos del vals, los más imponentes y marciales...

 

- ... Adios, mi querida, mi dulce, mi maravillosa Aleksandra Fiodorovna.

 

Trastornado por el torbellino de la música y con la fatiga en el pecho...

 

- Adiós mi vida, mi juventud, mi felicidad...

 

... se recostaba en el diván más próximo a la chimenea, donde alentaba el primer fuego de otoño.

 

- La vida se me fue -murmuraba-, se me figura que no la he vivido...

 

Y mientras el criado se apagaba en la casa de campo de sus señores...

 

-Ya no me queda espíritu -desvariaba-, ya no me queda nada de nada-...

 

...Palmira dormía con la televisión encendida entre las ruinas de la biblioteca.   

 

 

 

 

(Fragmento de la novela El oído absoluto)

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Longares

Invocación

4 de diciembre de 2017 08:55:54 CET

paisano

ahí tu asilo

la costumbre

 

la vida

a la ventura

 

ese trocar

a cada paso

baldío por baldío

 

nómada

entre nómadas

 

en figura de nube

 

invocas

almas tierras

invisibles

 

y asiste

a esta tu súplica

otro lar

 

extraño

errante

mudo

 

acaso

de donde

 

acaso

de donde

nadie

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Andú

Fin de año

4 de diciembre de 2017 08:50:46 CET

Quieres captar la ausencia y la presencia
y, sobre todo, ver lo que hay entre las dos:
el tiempo vivo, el que reclama tiempo de los ojos
igual que el folio quiso una gota de sangre de tu cuerpo.
Hay como una reunión de tiempo puro
en los que leen libros y en los libros,
más tiempo que en cualquiera

que pueda anhelar tiempo volviendo en fin de año a esta terraza

en la que retratábamos de niños este tajo invariable,
o amando a los que están y luego ya no están
y están siendo velados por la criatura insomne

de un cuadro, de una foto o de una página.
Pulsas el hueco para ver el tiempo,

se deja ver un poco y ya no estamos.

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro García

Huella en español de una Premio Nobel

27 de noviembre de 2017 08:28:22 CET

Veinte años no es nada…, o quizá sí. Juguemos unos instantes con el tiempo.

Año 2017. Lejos quedan para el lector en lengua española los días en los que el nombre de Wisława Szymborska no sólo no traía ningún eco, sino que además resultaba prácticamente imposible encontrar ya no algún poema en español de la poeta polaca, que también, sino cualquier mención a una autora para la que el año 1996 supondría, según sus propias palabras, como se ha repetido tantas veces, una tragedia, una catástrofe. Decimos “prácticamente imposible” porque no significa que no hubiera afortunados que pudieran haber leído un par de poemas, ya en 1969, de los publicados en el número especial de la revista Unión de la Casa de las Américas en Cuba, o en México, los cuatro editados por la UNAM en Materiales de lectura en 1978, o los tres poemas aparecidos en la revista Plural en 1981, o los nueve poemas de nuestra autora aparecidos en la antología de poesía polaca que vio la luz en Cuba en 1984 (Poesía polaca), o, a este otro lado del Atlántico, diez años más tarde, en 1994, los tres publicados en la antología Poesi?a polaca contempora?nea de la editorial Rialp… Poemas en español hasta sumar unos 22. Eso era todo lo que el lector en español podía haber leído de Szymborska, siempre y cuando, claro está, tratáramos el territorio editorial de nuestra lengua como un territorio abierto a los cuatro puntos cardinales, cosa que en aquella época no resultaba en absoluto evidente, y quizá ni siquiera en nuestros días, en la era de internet, lo sea. Dejamos de lado, la lectura a través de otras lenguas de la obra de Szymborska, nada despreciable, pero del ámbito absolutamente personal de cada uno de los lectores.

 

Año 1996. El Premio Nobel de Literatura recaía en una poeta de la que en lengua española apenas si existían 22 poemas traducidos, y como hemos podido ver, con una importante dispersión geográfica: Cuba, México, España. Se trataba de la poeta Wisława Szymborska, una poeta que ni siquiera en su país, Polonia, era la más firme candidata para obtener el Nobel, ya que hacía años que venía sonando con mayor fuerza, se diría, el nombre de otro polaco, Zbigniew Herbert. De la noche a la mañana, el número de poemas de la poeta polaca que verán la luz en español aumentará sensiblemente. Los periódicos de los países de habla hispana se harán eco inmediatamente de la noticia de la concesión del Nobel a “una poeta desconocida” y acudirán a todas las fuentes posibles en busca de traductores que les permitan recoger en las ediciones del día después del Nobel muestras de su obra. Y así, al rebufo de la noticia, en los días siguientes aparecerán publicados en un gran número de diarios, periódicos, suplementos y revistas, diferentes poemas de W. Szymborska, que de alguna manera culminarán en 1997 con sendas antologías de las editoriales Lumen e Hiperión.

 

Año 2017. Ha dejado de ser cierto que la presencia de Szymborska para el lector en lengua española sea más bien anecdóctica. Aquellos veintitantos poemas que se habían traducido hasta la concesión del Nobel, se han convertido –o están a punto de convertirse con la publicación anunciada por la editorial Nórdica para 2018 de Canción negra y Correo literario o como llegar a ser (o no llegar a ser) escritor- en veinte libros. Veinte libros que convierten a Szymborska en el autor polaco más presente en el mercado editorial en lengua española. Y así, desde aquellos primeros Paisaje con grano de arena, El gran número. Fin y principio y otros poemas, que vieron la luz en 1997 llegamos a contar en estos momentos en español con quince libros más de nuestra escritora -Poesía no completa, Instante, Dos puntos, Poemas escogidos, Aquí, Lecturas no obligatorias. Prosas, Amor feliz y otros poemas, Más lecturas no obligatorias, Y hasta aquí, Hasta aquí, Leyendo a Szymborska (audiolibro, lee Julia Gutiérrez Caba), Siempre lecturas no obligatorias, Saltaré sobre el fuego, Antología poética (1945-2006), Prosas reunidas-, y con estudios sobre ella como el aparecido en Colombia, La gran dama de la lírica: Wisława Szymborska, o la traducción de una biografía como es Trastos, recuerdos. Una biografía de Wisława Szymborska. Y no acaba ahí su presencia en español. Durante estos veinte años, ha sido posible también disfrutar de una exposición de ese “género menor” e íntimo, en la creación de la poeta polaca, que eran sus collages y que serían expuestos en 2013 en la Casa del Lector en Madrid o de la proyección de la versión en español del documental La vida a veces es soportable, o las representaciones teatrales del teatro Replika de Madrid en 2014 bajo el título de Instante, o en Buenos Aires en 2017, por poner un par de  ejemplos, de Los ineludibles escombros de Szymborska, de Alejandro Genes Radawski.


Va a resultar que veinte años sí son algo… Al menos, por lo que al conocimiento de Szymborska en el mundo de habla hispana se refiere. Veamos con mayor detalle los veinte años transcurridos desde aquel 1996, desde el año de la tragedia, de “la catástrofe de Estocolmo”, como la propia Szymborska denominaba a la concesión del Premio Nobel en octubre de ese año, y que significaría una completa revolución en su vida, revolución que como hemos adelantado ya, podría ser aplicada también a la recepción de la obra de la autora polaca en los países de habla hispana.

 

La presencia de la obra de la poeta polaca en lengua española antes de 1996, como recoge Gerardo Beltrán en su tesis de doctorado Las traducciones de la poesía polaca del sigo XX al español: Aspectos de teoría y práctica de la traducción, defendida en la Universidad de Varsovia el 22 de junio de 1998, se limitaba apenas a 22 poemas, que habían visto la luz en tres de los países de habla española: México, Cuba y España. En todos los casos, los poemas formaban parte de antologías, aparecidas o bien en revistas o bien en libros, de menor o mayor extensión, en los que Szymborska era uno de los varios poetas antologados[1] y la difusión de esas publicaciones estaba muy lejos de tener un carácter amplio.

 

Esa situación explicaría por sí sola el hecho de que aquel jueves 3 de octubre de 1996 en el que el Nobel de Literatura de aquel año fuera anunciado, los medios de comunicación de los países hispanohablantes desconocieran prácticamente tanto a la poeta polaca, como su obra. Si, como hemos comentado, apenas 22 eran los poemas que habían visto la luz en español hasta aquel momento, un día después la situación era ya sensiblemente distinta. Varios eran los periódicos que en las ediciones del día 4 de octubre no sólo se harían eco de la noticia de la concesión del Premio Nobel a la poeta afincada en Cracovia, sino que además, muchos de ellos presentarían también un breve perfil literario de Szymborska y algunos incluirían ejemplos de su poesía[2] que veían la luz en español por primera vez. A las noticias aparecidas en la prensa diaria en los días inmediatamente posteriores a la concesión del Nobel, seguiría información más amplia publicada en los suplementos literarios y culturales de los distintos periódicos (Babelia, etc.) Pero tendrían que pasar varios meses para que la obra de Szymborska pasara a tener presencia individualizada en las librerías españolas. El primer poemario de Szymborska en español es publicado por la editorial Lumen bajo el título Paisaje con grano de arena en traducción de Jerzy Sławomirski y Anna Maria Moix y apenas un mes más tarde verá la luz en la editorial Hiperión, otra antología coordinada ésta por Maria Filipowicz y Juan Carlos Vidal, y con un estudio previo de Małgorzata Baranowska, cuyos ejes centrales serán los libros El gran número y Fin y principio, pero que recogerá también otros poemas anteriores[3]. Siete serán los traductores de esta segunda antología que en gran parte nacerá en torno a la Instituto Cervantes de Varsovia. El eco que se hacen los medios de comunicación de la publicación de ambas obras es grande y Szymborska en menos de un año pasa de ser una autora desconocida a ser la poeta polaca con más poemas traducidos en lengua española. De la importancia de las dos antologías mencionadas pueden dar fe tanto las sucesivas ediciones de las obras, como los comentarios que de ellas se pueden encontrar tanto en internet, como en prensa y radio.  Así pues, tal y como afirmábamos más arriba, no parece arriesgado decir que es la concesión del Nobel de Literatura lo que abre las puertas a la poesía de Szymborska en el ámbito hispánico, y, creemos, que por extensión a la poesía polaca. Pero quizá sea la publicación en 2002 en una de las editoriales más importantes del ámbito hispánico, como es la mexicana Fondo de Cultura Económica[4] lo que marque un antes y un después en el conocimiento de la obra de la Premio Nobel polaca.  Con esta obra, de la que tanto la prensa especializada, como la prensa generalista se harán eco a uno y otro lado del Océano Atlántico, el lector hispanohablante pasa a tener acceso a la práctica totalidad de la obra de la poeta polaca, hecho este insólito en español por lo que se refiere a cualquier otro poeta polaco. En ese momento el lector en español tiene la posibilidad de familiarizarse con la obra –con la práctica totalidad de la misma- que le ha significado a Szymborska la concesión del Nobel. En seis años, los que separan 1996 de 2002, se pasa de un generalizado desconocimiento de la autora y de su obra a tener publicada casi toda la obra poética, hasta aquel momento, de nuestra poeta. Hay que apuntar aquí, que algunos poemas de Szymborska seguirán apareciendo en antologías de carácter general, como había venido sucediendo hasta la concesión del Premio Nobel, y así por ejemplo, con los poemas aparecidos en 16 poetas polacos publicados por la editorial zaragozana Libros del Innombrable en 1998[5]

 

En 2002, verá la luz en Polonia el primer libro aparecido tras la obtención del galardón sueco, Instante[6], y entre la publicación de la obra en polaco y su traducción al español no llegarán a pasar dos años. Szymborska es ya en esos momentos una escritora a la que sus lectores en español, ávidos de nuevas lecturas, le siguen el rastro[7].  Poetas y críticos literarios de reconocido prestigio acogerán gozosos el nuevo libro y dejarán constancia de ello en reseñas, programas de radios, etc.[8] Instante podríamos decir que coronaría a la poeta polaca en lo que se refiere a la recepción de su obra en España. El libro ocupó durante varias semanas el primer lugar de la lista de libros más vendidos de poesía y en un tiempo récord tuvo varias ediciones y reimpresiones. Pero hay un hecho en 2004 que también de gran importancia en el conocimiento que de Szymborska pasará a tener el lector en español. En febrero de 2004, ve la luz en el suplemento cultural del periódico ABC una entrevista que el escritor y animador cultural español Félix Romeo Polonia le hace a Szymborska. La entrevista, que aparecería también en diferentes periódicos de América Latina[9], en numerosas páginas web y en el blog del propio escritor, acercaría a Szymborska como persona a los lectores del ámbito hispánico y aumentarían, si cabe, la atracción y el aprecio de los mismos por la poeta. La proximidad emocional que se vislumbraba y apuntaba, según se señalaba en reseñas periodísticas, comentarios, etc., que se le suponía a Szymborska y que se desprendía de la lectura sus poemas se veía reafirmada en una entrevista que acabó cautivando por su tono. Aquella entrevista, la primera que Szymborska concedía para un medio de comunicación en español venía a contribuir a lo que ya entonces podríamos denominar el fenómeno Szymborska. Los editores de Instante -la poeta española Rosa Lentini y el escritor colombiano Ricardo Gaviria- serían también quienes publicarían el siguiente libro de Szymborska, Dos puntos[10]. Szymborska había pasado a formar parte del panorama poético en lengua española y sus libros eran traducidos al español no mucho después de su aparición en polaco. Si la publicación de Instante en español había venido, por así decirlo, a coincidir en el tiempo con la aparición de la entrevista de Félix Romeo, la publicación de Dos puntos lo haría con una nueva entrevista, esta vez para el periódico La Vanguardia. Xavi Ayén, periodista de temas literarios y culturales, acompañado del fotógrafo Kim Manresa, se había desplazado a Cracovia para entrevistar a Szymborska y publicar la entrevista en el suplemento Magazine y en el marco de una serie, de irregular periodicidad, dedicada a los Premios Nobeles de Literatura, que gozaba de gran popularidad entre los lectores de La Vanguardia[11]. Tanto las fotografías del laureado Kim Manresa, como la entrevista, siguieron contribuyendo a aumentar el número de incondicionales de Szymborska, y ello en muchas ocasiones, no sólo desde el punto de vista literario.

 

Podría parecer que si bien antes de la concesión del Nobel, los poemas de Szymborska habían visto la luz sobre todo en México y Cuba, aunque también en España, el panorama editorial “szymborskiano” tras el Nobel se centra sobre todo en España. Sería una visión muy superficial. En primer lugar porque la permeabilidad del mundo del libro en el mundo hispánico, si bien puede no ser la deseada, es lo suficientemente grande como para que, especialmente en el caso de la poesía, los títulos y los poemas aparecidos en uno de los países de habla hispana, se extiendan, con relativa facilidad (tanto más en la era de internet) por el resto de países. Hay que tener en cuenta, también, por ejemplo, que en 2008 vería la luz la segunda edición de Poesía no completa en el Fondo de Cultura Económica, y que en esta ocasión la distribución editorial más allá de las fronteras mexicanas sería mucho más eficiente que en el caso de la primera edición. El eco que la aparición de esta segunda edición en revistas, periódicos, etc., fue mayor que el de la primera, y revistas literarias de prestigio internacional, como podría ser Letras Libres, publicaron extensas reseñas[12]. Pero no sólo Poesía no completa contribuía a ir creando la imagen de la presencia de Szymborska en los países de habla hispana. Ese mismo año, en Colombia, Bogdan Piotrowski publicaría en el Instituto Caro y Cuervo una monografía bajo el título La gran dama de la lírica: Wisława Szymborska. Szymborska, no sólo era de entre los poetas polacos la más publicada y la más leída, sino también aquella sobre la que más se escribía, ya fuera en círculos académicos, ya fuera –y de manera, quizá más extendida- en círculos, por así llamarlos, generales. En 2008, también verá la luz en Cuba una nueva antología de la poeta polaca, que se unirá a las ya existentes y publicadas varios años atrás en España y México[13].

 

En 2009, Szymborska publicará el que a la sazón será su último poemario publicado en vida, Aquí[14]. Y por primera vez, la traducción española de una obra de Szymborska aparecerá el mismo año que la publicación original, separada apenas por unos meses. Aquí volverá también a situarse durante varias semanas entre los libros más vendidos en España, cosa que en el apartado de poesía rara vez ocurre rara vez con libros de autores extranjeros. Una vez más, la prensa, las agencias de información, etc., hablarán de Szymborska. Pero quizá sean hechos un tanto ajenos a la literatura los que dan la medida de la presencia de un autor en el ámbito de una lengua, y así llamará la atención que ese mismo año de 2009, al jurar el cargo de lehendakari del gobierno vasco, Patxi López renuncie a pronunciar un discurso y en su lugar lea “Nada dos veces” de Szymborska y un poema del poeta vasco Kirmen Uribe. La aparición de epígrafes abriendo la obra de autores españoles (la novelista Marcela Serrano, por ejemplo[15]) puede ser otro de esos pequeños detalles que arrojan luz sobre la presencia de un autor en un ámbito lingüístico y literario. En 2009, sin embargo, la imagen de Szymborska en España se verá enriquecida por la publicación de un volumen con algunas de las prosas, de las “lecturas no obligatorias” de la autora[16], volumen que recibe un gran acogida y que tres años más tarde se verá acompañado de la publicación de un segundo volumen[17], y más tarde de un tercero[18], hasta acabar siendo reunidas todas ellas en 2017 por la editorial Malpaso en un único volumen bajo el título de Prosas reunidas[19]. En 2009, aparecerá también la tercera de las entrevistas concedidas por Szymborska a un medio español. En este caso se tratará del diario El País y el entrevistador será el poeta y periodista Javier Rodríguez Marcos. De alguna manera, entrevistas, poemarios, prosas –e incluso fotografías de Szymborska- van conformando a lo largo del tiempo una imagen que incluso se podría denominar familiar de la poeta polaca, y ello a pesar de que jamás viniera a “vernos a casa”. Las invitaciones que recibió Szymborska para viajar a España fueron numerosas. Festivales poéticos como Cosmopoética en Córdoba, o el García Lorca de Granada, o instituciones como la Residencia de Estudiantes en Madrid, por citar algunos ejemplos, intentaron contar con la presencia de la poeta en más de una ocasión, pero, por unos u otros motivos, nunca llegó a cuajar.

 

El último poemario publicado en español en vida de Szymborska fue un poemario muy particular. Son conocidas las reticencias que la poeta tenía a hacer antologías temáticas, y a pesar de ello hubo algunas excepciones, entre ellas la publicación en polaco de Miłość szczęśliwa i inne wiersze[20]. Este libro sería traducido al español y publicado en Venezuela por la editorial bid&co[21], editorial que publicó en su día una amplia antología del también polaco Tadeusz Różewicz.


Tras la muerte de Szymborska, y muy cercano en el tiempo a la publicación en polaco, verá la luz el libro póstumo Y hasta aquí publicado en México en 2012[22], y presentado por la poeta polaca y amiga de Szymborska, Ewa Lipska y Abel Murcia en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en México, libro que será publicado algo después en España con una ligera variación en el título -Hasta aquí- por Bartleby Editores y al que acompañará, a modo de epílogo, una entrevista a los traductores del mismo (Abel Murcia y Gerardo Beltrán) realizada por Javier Rodríguez Marcos[23].

 

Desde poco antes de la publicación de Hasta aquí en España en 2014, hasta ahora, han aparecido tres nuevas antologías de la poesía de Szymborska, una de carácter un tanto especial, ya que se trata de una edición en español que tiene su origen en Polonia y que, a la manera de audiolibro, acompaña la publicación de los poemas de una serie de pequeños artículos, etc., del Presidente de la Fundación Szymborska, Michał Rusinek, de los traductores –Abel Murcia y Gerardo Beltrán-, y de una bibliografía de la auotra, tanto en polaco, como en español. En Leyendo a Szymborska[24], que ése es el título del audilibro, la actriz Julia Gutiérrez Caba pone voz en español a veintitrés poemas de la Premio Nobel, “envueltos” por así decirlo en la música de la polaca Urszula Dudziak. En la línea de esas casualidades sobre las que tanto llamaba la atención la propia Szymborska, no dejar de ser curioso que frente a los 22 poemas de los que disponía el lector español –y sumamente desperdigados tanto en el tiempo como en el espacio- un día antes de la concesión del Nobel, diecisiete años más tarde, esa publicación de carácter antológico tenga precisamente un poema más, 23. Entre aquellos 22 y estos 23, el lector en español tiene, cientos de poemas de los que disfrutar, y cuyo rastro va mucho más allá de los propios poemarios y de los países en los que éstos han sido publicados. La segunda de las antologías, publicada por Nórdica libros, cuya selección corrió a cargo de Anna Kozłowska y con traducciones de Abel Murcia y Gerardo Beltrán, ilustraciones de Kike de la Rubia, y una presentación de Juan Marqués, se titula Saltaré sobre el fuego[25], y la tercera, publicada en Visor Libros, Antología poética, traducida por Elzbieta Bortkiewicz[26]. Quizá quepa mencionar aquí que a finales de enero de 2017, el diario ABC anunciaba la próxima aparición –en 2018- de dos nuevos libros de Szymborska en español, los dos en Nórdica Libros, noticia que acompañaba de un adelanto de ambas publicaciones: Canción negra –poemario póstumo de poemas de juventud publicados por Szymborska en diferentes revistas pero nunca recogidos en un libro-, y Correo literario, o como llegar a ser (o no llegar a ser) escritor –libro aparecido en polaco en el año 2000 y que recoge una selección de respuestas a los lectores de la época en la que Szymborska trabajaba en la revista Vida literaria-.

 

La presencia de la poesía de Szymborska, las reseñas sobre sus libros y textos en revistas, blogs, foros, facebook, radios, televisiones, etc., resulta imposible ni siquiera de esbozar. Poetas, periodistas, críticos literarios, blogueros, y un largo etcétera de personas interesadas de una u otra manera por la poesía –“dos de cada mil personas” a las que les gusta la poesía, como nos recordaría Szymborska en su poema “A algunos les gusta la poesía”- le han dedicado algunos de sus textos, programas, menciones,... Y así, en nuestro país, por citar a algunos, Álvaro Valverde, Antonio Muñoz Molina, Benjamín Prado, Care Santos, Eduardo Lago, Elena Medel, Erika Martínez, Fernando Savater, Jaime Siles, Luis Antonio de Villena, Luis García Montero, Manuel Rico, Martín López Vega, Nacho Escuín, nos han dejado algunas líneas, comentarios, o reflexiones sobre la obra de la poeta polaca. No es de extrañar, por lo tanto que muchos de los libros mencionados hayan ido alimentando esa presencia en todo tipo de medios, y que sean numerosísimos los fragmentos, poemas, menciones, citas, etc. que el lector en español puede encontrar. Nos consta también, que más allá de lo que nosotros podamos llegar a conocer de forma natural, existen ediciones más o menos “irregulares” que aparecen en diversos lugares[27] y con las que hemos tropezado por mera casualidad. Sin entrar en las implicaciones legales de la cuestión, de lo que sí parece dar fe esa situación es del enorme interés que la obra de Szymborska despierta en el mundo hispánico y de la presencia de la misma en el imaginario colectivo hispánico como gran figura de las letras.

 

A todo lo mencionado en torno a la obra de Szymborska, habría que añadir que el interés despertado por Szymborska en los lectores de nuestra lengua trasciende, por así decirlo, a la propia obra y se traslada a la vida de la autora –no parece que Szymborska haya podido salvaguardar después de muerta la intimidad que tanto defendió en vida- y, de esa manera, en marzo de 2015 veía la luz la traducción al español de Trastos, recuerdos. Una biografía de Wisława Szymborska[28] y que vida y obra se conviertan en un único todo en el que todas las manifestaciones públicas o privadas interesen por igual al lector. Sus poemas, sus collages, como pudo verse en la Casa de Lector en Madrid, su biografía,  permiten ir  conformando una imagen global de la poeta polaca, que empezaba en sus poemas, se hacía más cómplice en sus entrevistas, se enriquecía en sus prosas, se volvía juguetona en los guiños de sus collages, y no la hacía familiar en su biografía.

 

Estamos convencidos de que son muchos los lectores que siguiendo las palabras de David Pérez Vega en su blog “Desde la ciudad sin cines” dirían: “El único problema de los libros de Szymborska es que se acaban demasiado rápido y uno desea seguir leyendo (…)”. En español, desde 1997, podemos estar de enhorabuena, podemos leer y releer a Szymborska. Y ahora, veinte años más tarde de la publicación del primer libro de Szymborska en español –veinte libros más tarde, querría uno decir- el hecho de que Turia le dedique un monográfico nos permite estar doblemente de enhorabuena, ya que, de esta manera, permite una aproximación diferente, y tan necesaria, a la obra de Szymborska, una poeta que supo hacerse un hueco en nuestra lengua y que vino para quedarse.

 



[1]
                        [1] Las revistas y libros de países de habla española en los que aparece algún poema de Szymborska antes de que ésta recibiera el Premio Nobel de literatura son: Unión, Casa de las Américas, La Habana, 1969; Poesía polaca contemporánea, Material de Lectura 31, Serie Poesía Moderna, Dirección General de Difusión Cultural, UNAM, México, 1978; Plural n.º 112, México, enero de 1981; Poesía polaca, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1984; Proceso, México, 11 de abril de 1988; Presa González, Fernando, Poesía polaca contemporánea, de Czesław Miłosz a Marcin Hałaś, Ediciones Rialp, Madrid, 1994.


 

[2]
                        [2] Así, y sólo a modo de ejemplo, vería la luz por primera vez en español “Amor a primera vista” en traducción de David Carrión y Abel Murcia, publicado en el periódico barcelonés La Vanguardia, o en el periódico ABC, el lector español podría leer varios fragmentos de hasta un total de 10 poemas en traducción de Xaverio Ballester.


 

[3]
                        [3] Paisaje con grano de arena, trad. Anna Maria Moix y Jerzy Wojciech Slawomirski, Lumen, Barcelona, 1997; El gran número. Fin y principio y otros poemas,  trad. Xaverio Ballester, Gerardo Beltrán, Elzbieta Bortkiewicz, David Carrión, Carlos Marrodán, Katarzyna Mołoniewicz, Abel Murcia, Hiperión, Madrid, 1997.


 

[4]
                        [4] Poesía no completa, trad. Gerardo Beltrán y Abel Murcia, Prólogo de Elena Poniatowska, Fondo de Cultura Económica, México, 2002


 

[5]
                        [5] 16 poetas polacos, prólogo y selección de Antonio Beneyto Traducción de Krystyna Rodowska, Editorial Libros del Innombrable, Zaragoza, 1998.


 

[6]
                        [6] Chwila, Wydawnictwo Znak, Kraków, 2002.


 

[7]
                        [7] Instante, trad. Gerardo Beltrán y Abel Murcia, prólogo de Mercedes Monmany, Ígitur, Barcelona, 2004.


 

[8]
                        [8] Ejemplo de ello pueden ser las reseñas que en el suplemento El Cultural del periódico El Mundo publica Jaime Siles el 2 de diciembre de 2004, o la publicada por Félix Romeo en Blanco y Negro Cultural, el suplemento del periódico ABC el 30 de diciembre de 2004, en la rúbrica sobre los Libros del Año 2004, donde en la categoría de Poesía, Instante se encuentra entre los mejores libros de poesía publicados en España ese año.


 

[9]
                        [9] Mencionar aquí, por ejemplo, los periódicos La Nación de Argentina o El Mercurio de Chile, en los que aparecería la mencionada entrevista.


 

[10]
                        [10] El original polaco aparecería en 2005 -Dwukropek, Wydawnictwo a5, Kraków, 2005- y la traducción al español, acompañada de un extenso prólogo de Ricardo Cano Gaviria -Dos puntos, trad. Gerardo Beltrán y Abel Murcia, Ígitur, Barcelona, 2007- saldría dos años más tarde, tal y como sucediera en el caso de Instante.


 

[11]
                        [11] Posteriormente, estas entrevistas se reunirían en el libro Rebeldía de Nobel, El Aleph Editores, Barcelona, 2009.


 

[12]
                        [12] En enero de 2009, Tedi López Mills publica en Letras Libres una extensa reseña de la que se harían eco muchos otros medios de comunicación de todo el continente americano y que también llegaría a España.


 

[13]
                        [13] Se trata de Poemas escogidos, trad. Ángel Zuazo López, publicada en La Habana por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (2008).


 

[14]
                        [14] Tutaj, Społeczny Instytut Wydawniczy Znak, Kraków, 2009.


 

[15]
                        [15] Diez mujeres, editorial Alfaguara, 2011.


 

[16]
                        [16] Lecturas no obligatorias. Prosas, trad. Manel Bellmunt Serrano, Alfabia, Barcelona, 2009.


 

[17]
                        [17] Más lecturas no obligatorias. Prosas, trad. Manel Bellmunt Serrano, Alfabia, Barcelona, 2012.


 

[18]
                        [18] Siempre lecturas no obligatorias, trad. Manel Bellmunt Serrano, Alfabia, Barcelona, 2014.


 

[19]
                        [19] Prosas reunidas, trad. Manel Bellmunt Serrano, Malpaso Ediciones, Barcelona, 2017.


 

[20]
                                                                                                                            [20] Miłość szczęśliwa i inne wiersze, Wydawnictwo a5, Kraków, 2007.          


 

[21]
                        [21] Amor feliz y otros poemas, trad. Gerardo Beltrán y Abel Murcia, bid&co, Caracas, 2010.


 

[22]
                        [22] Y hasta aquí, trad. Gerardo Beltrán y Abel Murcia, PosData, Monterrey (México), 2012.


 

[23]
                        [23] Hasta aquí, trad. Abel Murcia y Gerardo Beltrán, Epílogo-entrevista de Javier Rodríguez Marcos a los traductores, Bartleby Editores, Madrid, 2014.


 

[24]
                        [24] Leyendo a Szymborska, audiolibro, trad. de Gerardo Beltrán y Abel Murcia, lectura de Julia Gutiérrez Caba, Babel Studio, Instituto Polaco de Cultura de Madrid, Varsovia, 2013.


 

[25]
                        [25] Saltaré sobre el fuego, selección Anna Kozłowska, ilustraciones Kike de la Rubia, presentación Juan Marqués, trad. Abel Murcia y Gerardo Beltrán, Nórdica libros, Madrid, 2015.


 

[26]
                        [26] Antología poética, trad. Elzbieta Bortkiewicz, Visor Libros, Madrid, 2015.


 

[27]
                        [27] Podemos citar la edición aparecida en México en octubre de 2007 en las Ediciones Taller Abierto / Cuadernos de la Feria, bajo el título de Poesía, con presentación e introducción de Francisco Amezcua, y donde ni siquiera se menciona la autoría de las traducciones, ni figura el copyright de Szymborska a pesar de que si figura el de la editorial.


 

[28]
                        [28] Anna Bikont y Joanna Szczęsna, Trastos, recuerdos. Una biografía de Wisława Szymborska, Trad. Elzbieta Bortkiewicz y Ester Quirós, Editorial Pre-Textos, Valencia, 2015.


 

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